Humo. La ciudad vigilaba, despierta entre la niebla seca... aún no

Transcripción

Humo. La ciudad vigilaba, despierta entre la niebla seca... aún no
CAPÍTULO I. LA FINCA ARIZA
Humo. La ciudad vigilaba, despierta entre la niebla
seca... aún no había podido conquistar la otra orilla del
río, paisaje de leyendas rotas donde cazaron reyes y bailaron mariposas, horizonte ajeno a sus planes y a su historia. La ciudad sopló y el viento configuró Ariza, finca
ignorante de sus pretensiones.
––¡Rápido, rápido, todos vendrán! –exclamaba con
fuerza Lucía Escudero pipa en boca. Dejó caer algunas
hebras muertas con golpes fuertes sobre el cenicero de
cristal marino. Humo azul, siempre humo.
Cada mañana, Ariza sentía el destino que llegaba desde aquella urbe bulliciosa atravesando el Puente Mayor
sobre el río Piñones. Primero saludaba a la fábrica de
harina y revoloteaba entre su olor a trigo molido. Por
las tierras de pan se acercaba el Tren Burra silbando: se
sale de las vías una vez más…, un poco hacia delante,
otro esfuerzo, un poco hacia detrás, habrá que volver a
encarrilarlo…, vuelta a empezar. Los viajeros tarareaban la canción mientras la brisa llegaba con retraso a la
Estación Chiquita, tiñendo con su locomotora a vapor el
cielo de sombras, bajo el fuego de agosto o sobre la fría
niebla de febrero. Mágica Estación Chiquita, caricatura
modesta de la verdadera, orgullosa y triunfal Estación
Grande, que había convertido a la ciudad en centro de
las comunicaciones del norte del país en la segunda mitad del siglo diecinueve…, pero estaba al otro lado del
río y en la otra orilla todo se refleja como en un cristal
quebrado.
9
––Brindemos.
––¡Porque alguien recuerde este día!
Corrían canapés y las gentes se saludaban y se felicitaban, mientras Eugenio aún escribía las últimas líneas.
Los hombres vestían de impecable chaqué y las mujeres
a la moda siempre cambiante. Los números vuelven. Había invitados de toda clase y condición…, había hombres
sentados y los había solos, y también relajados y también
nerviosos y otros vacíos y algunos que ya no están…, esperando la marcha del tren. Queda poco, y el maquinista
anunciaba con el silbido la inminente salida.
Diana dejó la habitación de la mano de Blanca. Llevaba la niña la cajita de oro que le había entregado su abuela. Contiene el cofre mechones que hablan de secretos y
medidas y de un caminante que muere arrastrado en el
mar de una taza de chocolate y olvidó contar las cenizas
de Ariza. Luce Ofelia una larga melena como la de su madre. Es cada mechón un recuerdo feliz y amargo, y cada
vez que un cabello se pierde, se derrama un poco más la
existencia de Blanca.
––Memoria –dijo Lucía a su padre cuando le vio, frente a la copa que contiene todos los tiempos, ya muerto…,
volverá–. Elijo siempre la memoria.
Tres, siempre tres son las musas con las que alguien
pintó al matemático.
Te equivocaste, ingeniero. Tu hija ya vuelve a casa
desde el teatro, aún tenemos tiempo.
Y soñó Blanca siete días con una finca y con el humo
que vuelve desde una locomotora que ahora se pone en
marcha. Y creció también y se convirtió la niña en princesa y, una tarde, perdió la cordura, o eso decían… Y ascendieron sus cabellos y se encerró también en una torre para
que así el viento no cortase sus mechones rubios ceniza
y los que vienen pensaron en números y en perros y en
un guardián fiel con piel y colmillos de hombre y en un
traidor, y en su hijo que pintó un cuadro que ahora en el
245
Por la izquierda del espejo se entraba en Ariza, finca
bautizada por el suegro del dueño, don Miguel Medina.
Se llamaba don Eugenio Escudero y, manchado de tierra, podaba ahora los rosales que invitaban a entrar en
aquel mundo vedado. Sin embargo, había sido antaño
uno de los ingenieros que construyeron la legendaria
línea Ariza, ferrocarril que abría la ciudad hacia el este
y completaba los otros dos ejes de largo recorrido que
ya existían: el que por un extremo la unía con la capital
y por el otro llevaba sus panes hasta Irún, adentrándose
en Europa y sus ideas; y el que visitaba el Mar Cantábrico y recogía las mercancías que venían de América.
Tiempos para pioneros de la velocidad.
––¡Vamos! ¡Todo tiene que estar listo! –charlaban
distendidos Diana y Pascual, dos de los tres hijos de Lucía Escudero y don Miguel Medina.
La ciudad entera se reunía aquella tarde entre los
muros de la moderna hacienda, frente a cenizas borradas, alejadas de los sueños secretos de una localidad en
vela por su llegada de París…, la del primogénito, la de
Carlos Medina. La casa se había llenado de sirvientes,
aún más que en otras ocasiones. Esta vez, decían, había
vuelto para quedarse.
Lucía, “Señora de la Otra Orilla”, corría frenética…,
las calles ya no relumbraban candiles de cirio sino lámparas desde el 22 de octubre de 1887. Aquella noche, la
antigua fortaleza había rezado esplendorosa a la luz del
milagro de voltios, anunciando su nombre y su futuro:
reinar entre muros conjurados y luces cenicientas junto
a un extraño marido apellidado ¡Medina! Su boda había
tenido lugar en el otoño de 1910 y aún hoy, tantos años
después, seguía sin entender qué vio en aquel comerciante cuando se convirtió en su esposa.
De niña había estado enamorada de un soldador que
trabajaba en los talleres de la Estación Grande. Era un
muchacho alto y tímido que le mandaba escondidas flores de miga de pan que él mismo hacía. Siempre recor10
sobre éstos, dibujos de trenes y vías y un hombre que se
mira en una copa que regresa cada noche. Al fondo, una
larga cabellera femenina. Allí estaban. Se había equivocado: sólo números, sonrió.
––¡No seas necio! –exclamó la “Señora de la Otra Orilla”–. ¡¿Qué importa un número?! ¡Cómo si son diez!
Carlos pensaba despacio, aún ven corretear a los canes por las inmediaciones de la finca, sin correa. Sobre la
tierra mojada, parece que lloverá, y el aguacero se llevará
nuestros rastros.
––Quedarán nuestras huellas, mamá.
––¡Qué poco sabes, hijo, qué poco sabes!
Sonrió, mientras esperaba la señal del maquinista, ¿por
qué esperar tanto, por qué esperar?
––Aún tenemos tiempo, hijo, tenemos tiempo –dijo su
padre, cercano.
Y acudió el ingeniero al sótano, donde guarda el futuro sus pinturas. En el interior de su retrato, aún por pintar, depositó los planos de Ariza, para que todos pudiesen
verlos, con letras claras de imprenta anciana. Guarda el
retrato de Pitágoras el secreto de la finca, lo ha dicho el
viento.
––Aprovecha estos momentos –don Miguel se mostraba ufano–. ¡Verás qué futuro nos espera, hijo, verás!
Ya ha pasado.
El tren ya silbaba, sobre la ladera y la tierra castellana. Cuando la máquina comenzó a andar, Carlos estaba
despierto, sereno, aún quedaba tiempo. Acudió el primogénito al sótano y pintó, por primera vez, el retrato de su
abuelo. Fueron líneas cansadas, torpes y rápidas y canas
en una rueca que gira. Dibujó trenes y laderas y un apeadero en el que los viajeros pueden beber. La ciudad aún
esperaba, más allá, siempre moderna, en tonos celestes
y estrellados. Lucía dejó caer algunas briznas de tabaco
quemado sobre el cenicero. Miguel y Carlos alzarán sus
copas.
244
daría las palabras de su enojado padre: No es hombre para
ti, no olvides que tu madre era una Olidella. El empleado
fue despedido, marchó –o le llevaron forzado– a Marruecos, a luchar en el Rif por aquel protectorado que
tanto ansiaban algunos y tan poco otros: especialmente reticentes se mostraban los jóvenes de clase humilde
que debían prestar allí un servicio militar de tres años
al no poder pagar, como hacían los ricos, la “cuota” de
ocho mil reales que les hubiera librado de volver en
ataúd o mutilados.
––¡Luz, más luz! –Lucía zapateaba, entre criados y
camareros, entre copas de cristal tallado y uniformes
color azabache.
Enamorada, tuvo que poner su corazón en cuarentena: otro destino le esperaba. Fue su padre quien le
presentó a su futuro marido don Miguel Medina, caballero de buena posición conseguida a fuerza de mucho
trabajo y, sobre todo, de audacia. Aunque arcaico, el
pretendiente parecía ser capaz de romper con los convencionalismos y respetar al mismo tiempo las normas
de la buena sociedad con la escrupulosidad de quien en
nada cree. Sin embargo, era ¡bajito! Lucía no imaginaba
cómo besar a un señor que le llegaba por el hombro.
No estaba todo perdido y, siguiendo consejos paternos, hizo esfuerzos por destacar sus virtudes y se dejó
conquistar por su labia dicharachera. ¿Se engañó? Sólo
era cuestión de ver “lo adecuado”. Escuchó paciente las
anécdotas que contaba de su infancia en tierras lejanas
de la costa mediterránea, rodeado de huerta y agrios
limones. Sí, se engañó.
Los primeros años de matrimonio pasaron deprisa,
nacieron hijos y hubo fiestas: demasiado fox-trot para
la hija de una hidalga castellana. Sonaban entonces las
campanas de las iglesias, reinaron después los torbellinos que trajeron riquezas y exportaciones fáciles hacia
una Europa cegada por la Gran Guerra. Desde la Estación Grande partían toda clase de suministros. Animoso,
11
calmará la tos del que había nacido para soñar. Se había
equivocado.
El tren rugía, esperando sólo la orden del maquinista
para iniciar su trayecto. Pascual alzó la copa en dirección
opuesta, brindando desde la distancia, mirando a Diana,
de largos cabellos radiantes, en la otra esquina del vagón.
Blanca se iluminó con la sonrisa prestada de Carlos.
––Está con su abuelo –respondió Diana.
––Tenemos tiempo, amigo mío, aún tenemos tiempo –sentenció Gerardo. El día del funeral del príncipe,
Ofelia lloró profundamente. No lo hizo en el acto, como
todos esperaban, sino en privado, sobre el hombro de su
marido. Todos estos años, ha estado aquí.
A doña Lucía le gustaba mirar los colores puros y saltones de aquella nueva generación de locomotoras. Nada
que ver con la anterior, pensaba, tan gris, tan muerta. Los empleados acudirán, al menos, contentos a sus trabajos. ¿Y Blanca,
dónde se mete esta niña? Nos vendrá bien, ahora que Miguel
planea abrir una fábrica de chocolate en las afueras.
––¿Cómo estás, mamá? –preguntó Carlos Medina, que
se había acercado un momento desde el vagón contiguo.
Cuando esperaba su última taza, don Eugenio Escudero, espeso, comprendió y dejó la habitación. Fue a su
estudio, se sentó y, despacio, escribió las últimas palabras
de su novela.
––¿Has visto qué bonito? ¡Mira la decoración y el empapelado de los coches, Carlos! Cierto es que estos vagones de primera no serán como los traseros pero… ¡qué
buen gusto! Será un placer viajar en este tren, hijo.
––Doscientos cincuenta y cuatro kilómetros, nada menos…
El ingeniero se dirigió a la vieja reproducción de “Las
Puertas del Infierno” de Rodin y, pulsando un pequeño
enganche casi invisible, abrió sus puertas. Allí estaban, los
planos de Ariza, con las medidas exactas que obtuvo de
su padre, Antonio Escudero. Números y más números y,
243
don Miguel miraba ya decidido en aquel fuego de precios y cálculos intrépidos…, cómo Lucía se refugiaba
en la teosofía y el espiritismo: ¡demasiado materialismo!
Nueve años después de aquel “sí, quiero” volvieron a
estar de acuerdo en algo –sucede de vez en cuando en
todos los matrimonios– y compraron Ariza. El comerciante quería exhibir su poderío: todos frente a él, admirándole desde la otra orilla del río Piñones... La esposa
se sentía atraída por aquel mundo oculto… un nuevo
Edén en el que su padre don Eugenio podó una nueva
rosa, la más perfecta.
Lucía llenó Ariza de hermosura y mandó construir
una rosaleda que avanzaba desde la entrada de la finca
hasta la casa. El ingeniero colaboró –ciertos hombres
de hierro se vuelven románticos en la vejez– y creó su
última obra de arte: un sendero con forma de “y griega”
bajo arcos de rosas, macetas de piedra y primavera, que
encaminaba al visitante hasta la vivienda o, si se tomaba la bifurcación, hasta un templete de música rodeado
de cerezos. El único requisito para obtener este recibimiento era avisar con la antelación suficiente para que
los criados retirasen los cancerberos que custodiaban el
perímetro: terribles mastines sujetos con cadenas –que
por largas resultaban inexistentes– y cuyo extremo se
desplazaba libremente por unos raíles de hierro que
contorneaban la finca.
Los dominios de la reina se extendían más allá de los
jardines: el interior era un concierto de formas curvas y
elementos de diseño, quizá para compensar el trazado
tan funcional y geométrico a base de líneas rectas y cristales fríos que su marido había exigido para el exterior
(un bloque de tres pisos en ladrillo rojo, con ventanas y
puertas adinteladas rematadas en anchos marcos blancos).
––¡El champagne! Todo tiene que estar preparado.
¡Carlos ya habrá bajado del tren!
12
Contenía el libro indicaciones precisas sobre el emplazamiento de la hacienda, su posición con respecto a la
colina y la cantidad exacta que de cada material se debería utilizar en la construcción. Los bocetos que su padre
dibujaba cuando murió hablaban de un tren y de un viaje inaugural en el que todos, al fin, se reencontraban…,
conversaban también sobre una finca y un número único,
y sobre un hombre que, torpe, obtenía las ilusiones que
otros utilizarían en su construcción.
––Lo haré –respondió Blanca a su abuelita.
––¡Los planos de Ariza! –dijo finalmente don Miguel.
Y así lo hizo la niña, que custodió la caja hasta el final
de los tiempos.
––¿Tienen realmente final? –preguntaron los muertos
desde la esfera.
Esa tarde, en la habitación de doña Lucía, Blanca Medina escuchó las historias de la reina. Pasaron noches enteras y días y, cuando ya bordeaba el séptimo, salió el sol.
––Dejadme sola con la niña.
Y escuchó la pequeña cómo un hombre con sombrero
dibujó planos y, entre las líneas, un tren que marcha. Pintó humo y viento y tiempo y giraba entre la niebla y entre
las almas todas y así la niña comprendió que todo vuelve.
––¿Dónde está Carlos? –preguntó doña Lucía, postrada en la cama, a punto ya de nacer.
Cuando Eugenio Escudero contempló la gran casa
terminada, comprendió que se había equivocado. Todo
había sido dispuesto según los planos, perfectos: los dos
canes custodiando la entrada, las habitaciones según las
medidas del número, mirando al este. Se había equivocado. Y había también un rosal que había construido un
hombre mayor que murió de un empacho de chocolate…, y una cajita que daba luz que nadie se atrevió nunca
a abrir porque, dicen, pertenecía a una muerta…, y, más
allá, las viviendas de los empleados y la fábrica de chocolate y las harinas y los panes y los ríos y el olor a hinojo que
242
El dormitorio del matrimonio (o sea, el de ella) abarcaba la mitad de la fachada delantera del primer piso,
dominaba sobre la entrada principal frente a las alcobas
de sus hijos y entre dos cuartos de estar en que nunca nadie estaba. Un amplio corredor servía de “museo
privado”, repleto de cuadros de pintores de vanguardia,
algunos comprados en las aburridas semanas de su luna
de miel en París: lienzos con guitarras descompuestas en planos, salones de baile con la perspectiva rota
y cantantes de caras distorsionadas que anticipaban la
musical entrada a la habitación de la señora. La estancia
rezumaba ritmo bajo aquel cabecero en forma de arpa
(con un mástil rematado en tantas volutas que hubiera
resplandecido en una corte rococó de pelucas empolvadas), con aquella colección de miniaturas de pianos de
porcelana y con la damasquinada chaiselong ondulada.
Sin embargo, y a pesar de la abigarrada decoración, la
bella Lucía Escudero soñaba en el colchón mudo con
flores de miga de pan caliente.
Miró en derredor, ¿dónde se habría metido aquel
hombre? ¡Tanto dinero y tan pocos modales! ¡Increíble
haber tenido tres hijos en medio de tanto frío! Carlos
era el primogénito, tenía vocación artística y era su favorito. Mi niño no lloró al nacer, nació riendo, repetía una
y otra vez. Cuando estaba en la finca, pasaba las horas
en el estudio del último piso: luz cenital a través de un
techo acristalado, olor a óleos y aguarrás. Por la noche
el techo mostraba las estrellas y, a veces, hace demasiado tiempo, las observaban juntos, madre e hijo solos. Se
comunicaban en silencio, sin molestar los sonidos de las
constelaciones ni sus señales astrológicas pero teniendo
en cuenta sus avisos. En aquella tranquilidad, la madre
pensaba en el fuego de Aries, su horóscopo, el que antecede a todo iniciando la rueda zodiacal con el calor
de la primavera (muy diferente a Tauro, el signo de su
13
por última vez, quizá comprendió algo. O tal vez no. Miró
el humo que en Navidad emanaba desde la chimenea y
desde la cocina, en la que Diana preparaba sus mezclas, el
viento espeso que surgía de la pipa de una extraña invitada
y el hollín en los hierros y carbones de don Miguel.
Guarda la reina una cajita con todos los mechones caídos,
recuerdos. Son aquéllos que ya no puede soportar: hablan de un
sanatorio blanco y de una dama negra, de un mundo de fuego
y miedo, de un hijo que, cobarde, quiso un día encerrarla en un
espejo.
Don Eugenio Escudero sueña. Sobre la esfera suena el
nocturno, el primero, tal vez el otro. Puede ver la pitonisa
el futuro que pasado ahora regresa. El viento sopla, otra
vez. Mientras la sombra se apaga, las monedas se inclinan
despacio. Volverá, algún día, entre las cenizas violentas
de la ciudad. El ingeniero imagina un plano y dibuja con
medidas perfectas aprendidas de su padre y de ese otro
arquitecto dibujado en un lienzo enterrado en un sótano.
Allí están y ahí han existido desde siempre: pinta un techo
que se inclina más allá y dos mastines porque son dos, y
tres el número de sus hijos y tres mujeres porque tres fueron las parcas y una, siempre una: Ariza gira y baila y gira
y vuelve otra vez para encontrarse.
Es la cajita de oro, aquí la escondo, pequeña. Ni siquiera la
doncella podrá encontrarla. ¿Verdad que es bonita? ¿Te gusta? Tómala, es tuya. Guárdala bien pero cuidado, tienes que
prometerme algo: por nada del mundo, nunca, nunca la abras.
Contiene recuerdos terribles. ¿Lo harás?
Cuando don Eugenio miró el paisaje, pudo ver también su reflejo cano pintado con un libro entre las manos
con tipos de imprenta. Más allá, sólo humo.
Para cruzar a la otra orilla, pequeña, tienes que tener fe.
Lleva contigo esta caja, cerrada y cuida de ella. No estarás sola,
nunca viajarás vacía.
241
marido, tan apegado a la tierra). Con el comienzo del
verano aparecía el agua redentora: en aquel mes nació
Carlos, su primogénito, la gran bendición… Su primer
novio también fue signo de agua y, por ello, sobreviviría
al seco Marruecos. Volvería, volverá.
––¿Están listas las doncellas? ¡Vamos! ¡Qué no se
diga mañana que en Ariza se hacen las cosas con descuido!
Se alejaba de la realidad cada vez con más frecuencia…, buscando un rostro mientras paseaba por las atestadas calles, escudriñando en la penumbra y en las obras
de teatro una mirada familiar, una que se asemejase a la
de su soldador: ajena al espectáculo, fingiendo atención.
Pedía noticias de la guerra de África en las fiestas y en
el casino –militares y periodistas eran sus contertulios
preferidos– y preguntaba, con disimulo y sin descanso:
¿Sabes de alguien de esta ciudad que se haya destacado en las
campañas del Rif?
––La victoria de Alhucemas sobre el moro Abd-elkrim de 1925 devuelve al fin el prestigio perdido cuatro
años antes en Annual –decía alguno de los periodistas,
confundiendo un diálogo con un titular.
Más de nueve mil españoles murieron mientras en la
imaginación de Lucía se escribían nuevos folletines. No,
su soldador no formaba parte de los miles de cadáveres
anónimos que las guerras de la modernidad producen
en cadena; ahora esa misma obcecación le hacía esperar
que él fuera uno de los héroes de Sanjurjo. Algún día lo
leería en la prensa, le escribiría, volverían a mandarse
paquetes y todo sería distinto. Incluso su padre estaría
secretamente decepcionado con don Miguel Medina y
arrepentido de haberla casado con él. Todos los Escudero sabían entenderse sin hablar.
––¡Hoy es un gran día, amigos!
Carlos también comprendía sin preguntar y callaba:
cuando su madre fumaba en su pequeña pipa de mu-
14
en un lenguaje prestado, imaginaba palabras cuajadas de
eco. En la tierra blanda, calan las voces de los muertos…
Llueve otra vez, mientras el tren se acerca a la estación
del pueblo siguiente, la máquina toma potencia y ya no
duerme porque sueña con una historia sobre sus hijos y
nietos, sobre una colina y un jardín de rosas.
Fue tu abuelo quien diseñó esta finca, Blanca. Antes, sólo
había un jardín baldío. Escuchaba la nieta las palabras de su
abuela, sonaban futuras.
Don Eugenio daría lo que fuera por una taza de chocolate, y así sueña que muere de un dulce gran empacho,
y así sueña que cultiva espinas y que las estaciones pasan
y que escribe, en el viaje inaugural de la línea Ariza, una
novela confinada en un mundo que vuelve, sobre los vivos y los fantasmas, llueve nieve y sangre espesa…, y deja
atrás el orgullo de un hombre y aquel espejo que roto aún
regresa..., y refleja una ciudad que vigila despierta entre
la niebla seca.
Diana entró despacio, con miedo a despertarla. Pero ella ya
no duerme, vicio de jóvenes: el sueño me sumerge en el olvido,
¿serás mi memoria, pequeña?
Le encontró frío, el chocolate aún estaba caliente.
Sobre su mesilla, escritos torpes sin medidas ni estrofas
exactas y un sueño que se agita y gira, gira, gira. Se acercó
un momento a un padre muerto sobre fingidas quimeras,
figura que desde el plano y el número habla. Miró Eugenio un poco más adentro, en dos versos por tres.
Pero ya no duermo, pequeñita. Cuando cierro los ojos, siento
las canciones que sonaban en toda Ariza. ¿Guardarás mi secreto?
––¡Qué música más bonita! –dijo Adela.
En los papeles de Antonio Escudero estaba todo, el
hotel y la finca y los números diseñados desde antaño.
Se habían desviado pero ahí continuaban, en un tren que
vuelve entre la bruma. Mientras el ingeniero respiraba, ya
240
jer moderna hierbas que olían a África y que la hacían
dormitar; callaba cuando la veía invocar a espíritus propiciatorios en el estudio de luz cenital, pronto transformado en gabinete encubridor de los disfraces de aquella señora; callaba y tapaba esos descuidos que iban en
aumento al igual que su curiosidad por nuevos mundos
felices, ajenos al tiempo. Dama de vida social intensa,
tenía contactos hasta en el infierno y de los abismos
acudían ex-militares con “cajitas” de África o excéntricos adivinos que afirmaban portar en sus manos la llave
de la iniciación. También ella sabía lo que su hijo pensaba, Escudero de apellido ajeno.
Carlos regresa ya, desde la Estación Grande, despacio.
Cuando don Miguel le comunicó la intención de
mandarle a estudiar el bachillerato a París, Carlos se estremeció. La idea casaba con su espíritu artístico, pero
sentía pavor al dejar abandonada a su madre..., tal vez su
hermana Diana le supliera. Anduvo días meditabundo
por Ariza hasta que su abuelo, por mediación de una
doncella, le mandó llamar a su despacho. Entró relajado, estaba acostumbrado a esas formalidades y sabía
que, después de aquellos distantes procederes, siempre
terminaba dándole una propina. Le encontró sentado
tras la mesa. Encima de ella destacaban dos objetos: un
atril que sostenía un estudio sobre Pitágoras y una estatuilla de barro que el propio don Eugenio había realizado y en la que reproducía “Las Puertas Del Infierno”
de Rodin. Esta vez el ingeniero fue directo, casi rudo,
como quien tiene prisa por expulsar algo que le irrita
en la garganta: No te preocupes, comenzó. Yo mismo la
cuidaré. Mis piernas fallan pero no mi cabeza y, aunque lo
hiciera, mi voluntad no. Hay secretos que es mejor guardar.
Lo importante ahora para Ariza, y especialmente para ti, es
15
sobre la ciudad y sobre las montañas y sobre cómo los
hombres luchaban. A veces, pasaba toda la noche frente al
papel en blanco y era incapaz de alcanzar a una sola palabra, otras llenaba las páginas de garabatos indescifrables.
Le encantaba la sensación de no tener que contar nada,
con aquel maravilloso conjuro que le permitía volver atrás
en el texto y volver a vivir el más cruel de los meses.
Los más cercanos mechones hablan de Lucía y también de
Blanca y de su marido, y de Azucena y Carlos.
Eugenio Escudero leía novelas, sin concierto, sin esquema previo, una tras otra: aventuras y amores y guerras
y sangre y asesinatos y humo y gira y gira, siempre humo
en aquella pequeña estancia que daba al Támesis.
Pasaron los días y aprendió a soñar en sólo dos horas. Fue por eso que quizá las historias se comenzaban a
confundir unas con otras y los personajes de una parecían
correr en la otra, quizá es por eso que imaginó una novela
sobre el tiempo en el que los gigantes saltan de una época
a otra y luego regresan entre el sonido de las aguas y de las
locomotoras y del humo, tal vez ceniza.
Ven conmigo, Blanca, hoy la conocerás.
Llegaron los exámenes, y Eugenio dejó a un lado los
papeles manchados para volver a tomar medidas y distancias…, los cursos pasaron y, una tarde, regresó a la ciudad
y recordó a su padre, Antonio Escudero, con ojos jóvenes
e ilusionados. Desde ese día, el ingeniero no durmió y
diseñó planos de trenes y estaciones y puentes y, sobre
éstos, las personas iban y venían, desde la montaña hasta
el castillo, desde Peñal hasta la orilla del Piñones mezquino.
Son los más largos los que, alejados, guardan los más profundos misterios…, ya ni siquiera a la reina pertenecen. Son
aquéllos que guardan secretos.
Y pronto los bocetos se quedaron pequeños y el ingeniero necesitó más espacio para sus creaciones, y volvieron a su mente las poesías y atardeceres en los que,
239
que huelas el mundo y aprendas sus lenguajes. Ve tranquilo,
Carlos.
La habitación de su hermana, dos años menor que él,
se encontraba justo debajo de la guarida estrellada. Se
llamaba Diana y su nombre lo eligió también el abuelo
en otra ráfaga de inspiración de un día. El parto fue
difícil y Lucía quedó postrada en cama durante meses.
Después todo se tranquilizó: la niña aprendía casi sin
ayuda y a los siete años, cuando cruzaron el río para vivir en la finca Ariza, ya gozaba la chiquilla de reputación
merecida en Las Sitas, colegio elitista y laico adecuado
para una familia anticlerical y sofisticada. Diana recitaba con memoria prodigiosa enormes listas de accidentes
geográficos. A lo largo de los años veinte, su cabeza llegaría a ser una enciclopedia pesada y su dormitorio se
asemejaba más a una biblioteca que a la coqueta estancia de una jovencita con pelo a lo garçon, largos collares
y faldas desafiantes, libros viejos y nuevos, de Historia
y novelas, teatro inglés y poesía española, papeles y más
papeles… ¡imposible limpiar por mucho servicio que
tuviera la casa! ¡Demasiado polvo acumulado! Olía a
antiguo bajo el raso amarillo.
––Diana, ayúdame con esas flores –el tono de doña
Lucía se tornó dulce.
Contigua a ésta, se situaban las estancias donde hubieran debido dormir sus hermanos. Dos enormes alcobas se abrían gemelas a través de unos arcos rebajados
a un gran distribuidor común con demasiado espacio.
Carlos soñaba cada tarde arte en el estudio y Pascual –el
benjamín– se sentía perdido y se refugiaba en la cocina,
entre las faldas de las criadas y al abrigo de la lumbre,
lugar mucho más grato que aquel estudio donde su madre y hermano mayor pasaban horas sin decir nada…
crecía al amparo de libertad entre pucheros, de risas y
chistes picantes.
Ahora, en la fiesta de bienvenida a Carlos en la finca
Ariza, él fumaba en una esquina, apartado del promete16
cerca. Olía a tilos y hierbabuena e hinojo y flores secas y
azabache y rosas mil. Hacia las siete, canta el gallo de piel
estirada, ya despiertan los primeros, los de la fábrica de
chocolate. La jornada comienza a las ocho y media, quizá
un poco más tarde.
En el piso superior de la casa principal sueña don Miguel Medina, propietario de la finca. Es un personaje con
bigote, algo pequeño para ser un gran hombre. Lleva un
ramo de flores para su hijo, que ha muerto mañana.
Guarda la reina un recuerdo en cada uno de sus cabellos. Así, cepilla Diana su pelo y recuerda, recuerda, quiere sobrios conservarlos. A veces, inventa una historia en
cada rizo, pero es lisa su cabellera porque la señora ya no
duerme, ya no quiere soñar con un tiempo que vuelve.
Apenas fue antaño una colina seca. Fue el abuelo
quien, con reformas y planos, la convirtió en lo que será.
A la izquierda, en la entrada, está la rosaleda en la que el
ingeniero pasó sus últimas horas, antes de morir de indigestión.
Sintió cómo la locomotora se ponía en marcha. No
pudo reprimir la emoción. Adela, su mujer, estaba a su
lado, siempre estaría ahí, podía sentirlo.
––Será un viaje largo. Será mejor que te lo tomes con
calma.
Poco a poco, los peregrinos, ufanos, se acomodaban
en sus asientos
––Todo irá bien.
Cuando queda un cabello en el cepillo, el recuerdo se pierde.
Eugenio Escudero miró el paisaje desfilar, poco a
poco, ¿una bebida, señor? ¿Por qué no? Las montañas se
perfilan mientras, al fondo, Peñal se muestra indulgente. Cuando estaba en Londres, había formado parte de
un pequeño grupo de poesía. Leían a Keats y a Byron y
también autores clásicos. ¡Lástima el idioma! Le hubiese
gustado poder mostrar los versos que en secreto escribía.
No eran nada grande ni pequeño, sólo eran. Borroneaba
238
dor gentío, ignorado por una ciudad que vibraba alegre
ante la llegada del hijo de Lucía…, del primero.
En la planta baja estaba el despacho de don Miguel
Medina, junto a la habitación de su suegro y mentor
don Eugenio Escudero. Se respetaban, quizá por ello
nunca se visitaban. El dueño casi no subía. Tenía escaso tiempo y detestaba aquel mobiliario modernista.
En aquel despacho tampoco se sentía a gusto: ¡ni siquiera pudo elegir su mesa de trabajo! Dispusieron una
de caoba particularmente incómoda que había pertenecido a un capitán de barco de aquéllos que hacían las
Américas. Para colmo, sobre el tablero, debía sufrir un
ridículo regalo de su amorosa esposa, una caja de madera para puros forrada de bronce. Las maldiciones son
como las bendiciones, no hay que pensar demasiado en ellas
–repetía constantemente don Miguel–. Sin embargo,
sentía aprensión por aquel presente e incluso llegó a
creer, en algún momento de debilidad, que los conjuros
de su mujer debían hacer efecto: siempre algún destello
ingrato, con origen en la ventana o en el flexo (también
la lámpara del techo hacía sus traiciones), rebotaba en
la brillante cajita para ir a parar a su ojo izquierdo. Permanentemente deslumbrado, sentía deseos de ponerse
un parche y rematar así la gran decoración de camarote
de pirata que ansiaba su dulce señora. Y es que, aunque
el exterior pertenecía a don Miguel, pocas cosas del interior le resultaban amables: envoltorio de un paquete
que guardaba una flor que no le pertenecía.
––Este marido mío… ¿¡Qué diantres habré visto en él!?
Pasear por las inmediaciones de la finca le encantaba…, por los sembrados, al compás de la brisa. Hectáreas y hectáreas doradas, verdes, ocres, blancas. En cada
estación un color, un mundo diferente. Los orígenes
delatan y aunque don Miguel llevase ahora sombrero,
corbata y elegantes trajes urbanos a la moda de una ciudad que le había adoptado, siempre sería un hombre de
la huerta. Se sentía feliz junto al viento que mecía los
17
––Y se llamará también Diana, y escribirá una historia
sobre el humo de una pipa y sobre un sombrero que en la
niebla cae. Entonará la eternidad sombras en un pergamino salpicado de azul.
Transitará.
Cuando despertó, Gerardo sintió sus pupilas manchadas entre el humo de la habitación y miró los ojos verdes
de Blanca azul. Allí estaba su hija con una cajita de oro
entre sus manos delicadas. Sostenía en brazos a una niña
de nombre Diana. Sobre sus hombros, la enfermedad. Se
disipa la bruma y ya parece que puede verla, la mira, la
mira… y la sombra se esfuma, otra vez, mientras hablan
los fantasmas.
––¿Qué me dices? –preguntaba don Miguel Medina
en un vagón del ferrocarril, en el viaje inaugural de la línea Ariza.
––Vive, Blanca.
Gerardo abrazó a Diana, mientras ésta también miraba a la niña. Vive, Blanca vive. Otra vez. Abrazó a su mujer y aquella noche, dice el texto sobre el cuadro, Gerardo
lloró lágrimas fértiles.
Está cruzando ya a la otra orilla, donde viven los muertos.
––Tiempo –interrumpió don Miguel-. Tenemos
tiempo.
––Memoria, elijo la memoria –dijo el mismo día de su
boda.
Y dejó Ofelia crecer sus cabellos, largos más allá de sus
pies finos. Él la abrazaba y, cada tarde, se miraba la reina
en el espejo. Recuerda, diosa, recuerda, y nunca olvides la
historia de tu abuelo:
Será una gran finca gobernada por dos mastines que
con sus fauces presidían la fachada de estilo modernista.
Lejos quedaban las casas de los trabajadores, más allá,
237
trigos en la libertad del aire libre, caminando la amplia
llanura de trabajo, con el río a su espalda y la inmensidad
de la meseta castellana al frente…, emprendiendo nuevos proyectos como la reciente fábrica de chocolate exquisito, cuidando como pater romano a su clientela, a sus
protegidos y criados, buscándoles refugio y sustento.
Tras cruzar los campos de cereal –y en el camino
opuesto a la fábrica de chocolate– se encontraban las casas de los obreros de la finca. Eran unas treinta familias,
la mayoría con hijos, ya que don Miguel consideraba
que los solteros, más entretenidos en buscar compañía
y pagar amor, rendían menos. Además, aquellos niños
serían las futuras hormigas, pilares sólidos de su futuro emporio, construidos desde la mentalidad de Ariza y
conocedores de las costumbres de la casa: gente de confianza distinta a aquellos socialistas y anarquistas que
tanto daño hacían al progreso de las economías.
Entre los trabajadores había una notable excepción:
Ambrosio, el cachicán, que tenía una vivienda más grande dentro de la propia finca y poseía otra en la ciudad.
Ambrosio vivía solo, pagaba compañía y miraba a los
cimientos del imperio con el desprecio que caracteriza
a los que molestan los alaridos y trastadas de los infantes. Él no confraternizaba con los otros empleados, solamente los ordenaba por boca y voluntad del patrón;
marcaba las distancias con tozudez, consciente de que
la frialdad infunde respeto y las confidencias conducen
sólo a la debilidad. Se le permitía beber en público ingentes cantidades de alcohol que nunca parecían afectarle y su físico también era apabullante: un gigante de
carne pétrea. ¿Dónde herir a un león de tal naturaleza?
Aquel día, Ambrosio no estaba en la finca. Había ido
a recoger a Carlos a la estación: el primogénito merecía
ser custodiado por aquel felino sin sentimientos que,
además, le quería.
18

Documentos relacionados