El asesino del bisturí

Transcripción

El asesino del bisturí
El asesino del bisturí
Jack el destripador, el monstruoso asesino de mujeres, aterrorizó en 1888 a las prostitutas del
barrio de Whitechappel, en Londres. Fríamente y con precisión de cirujano, descuartizaba a sus
víctimas y se jactaba de ello en sus misivas a la policía. Muchos años después, Scotland Yard tuvo
casi la certeza de que este repugnante asesino era el duque de Clarence, nieto de la reina Victoria.
JESS FRANCO
EL PAIS SEMANAL - 23-10-2005
Contó cómo se había comido guisado el riñón de su víctima
Hallaron el cuerpo de Mary Kelly con las vísceras desperdigadas
Londres es una de las ciudades más sutilmente difíciles del mundo. Los londinenses verdaderos
–que ya son muy pocos, y los que quedan se esconden en sus clubes y en algunas zonas
disimuladas al profano por una entrada de garaje o por un arco pequeñísimo– se ocultan del
mundo y pretenden pasar inadvertidos en sus miserias, pero también en sus glorias. No quieren
notoriedad y, protegidos por unas leyes y hasta por un sistema político elitista, cierran los ojos a
la apabullante realidad que los circunda y que los devora poco a poco. Las generaciones mas
jóvenes, digan lo que digan, querrían mantener ese estatus proteccionista de sus squares, de sus
galerías y sus clubes, y se agarran como locos a los últimos bastiones del poscolonialismo y todos
sus tics, desde el té hasta la cachimba, en un vano intento de permanencia de un mundo y una
cultura que se les escapó de las manos el día en que entraron a formar parte de la Comunidad
Europea.
Yo he conocido Londres bastante tiempo antes, cuando era una ciudad baratísima en la que se
pagaba en medias guineas y chelines, lo cual era una tortura más, pero también una barrera más
ante el foráneo. Los símbolos de Londres, al menos los oficiales, como el Parlamento, el Támesis
y hasta el New Scotland Yard, son sólo un decorado –bellísimo, eso sí– que ya no corresponde a
nada. En el West End, bandadas de niños multicolores saltan a la comba, se tiran piedras, gritan
y corren coexistiendo con una minoría de british que salen de casa sólo lo estrictamente
necesario. A esta sociedad, la invasión hindú, caribeña, surafricana, es decir, exótica en general,
no la ha terminado de echar aún de su ciudad, pero le falta muy poco. Ya no existe
prácticamente esa fría y proverbial cortesía, ni esos salones de té de las cinco. Ya no se
encuentran apenas rosas de Picardía en los pocos puestos de flores que van cerrando, se van
clausurando para siempre, mientras los viejos cabs han pasado a mejor vida. Si queda alguno,
sólo será hasta el día en que el viejo y bigotudo driver se retire de una puñetera vez a Mallorca o
a la Costa del Sol.
Si hago esta breve introducción, es para que el lector entre un poco en el ambiente del país que
yo todavía conocí de exclusivismos y silencios, donde lo que no era british era denostado o
simplemente despreciado, y lo autóctono, mantenido aparte, en urnas intocables, con la muda
complacencia de todos los lores de la Cámara. La misma existencia de esas dos Cámaras, la de
los lores y la de los comunes, era, en el fondo, un simple subterfugio para evitar que los comunes
se identificaran demasiado con los otros, con los elegidos. Yo viví ese rechazo, estando invitado a
una conferencia de prensa en la que mis interlocutores, ingleses e irlandeses, se mostraron
sorprendidísimos cuando les informé de que yo había hecho varias películas inglesas. El más
simpático y comunicativo de ellos, con un sorprendido arqueo de cejas, dijo: “¿Cómo, unas
películas británicas dirigidas por un español?”. Me encogí de hombros: “¿Qué puedo hacer yo?
Un productor, compatriota de ustedes, me contrató”.
Sólo en una sociedad así pueden nacer personajes como Jack el Destripador. No exagero si
afirmo que en aquel momento cualquiera de mis interlocutores se habría servido del bisturí y el
escalpelo para acallar mis pretensiones de coexistencia –modesta, desde luego– con sus vacas
sagradas.
Cuando en 1888 se produce el primer crimen conocido de Jack the Ripper sucede al final del
verano y en Whitechappel, un barrio infame, de prostitución y miseria; un prólogo del turismo
erótico de nuestros días. La degradación y el crimen eran elementos tan cotidianos como los
mercados al aire libre con pescado putrefacto, los cuencos enormes de café imbebible o el olor
nauseabundo a grasa de pato o de cordero con que se cocinaba en aquellos tiempos. Para la
famosa policía de Scotland Yard, la desaparición de una puta no era más importante que la de
una paloma en Marbel Arch o una rata en las cloacas de Mayfair. Ni siquiera existía un censo –
ahora parece que empiezan a interesarse por ese tipo de minucias–. Sólo en semejante ambiente
puede un hombre asesinar impunemente con extraña perfección, y burlarse de la justicia,
llegando incluso a anunciar a la policía sus hazañas, y dejar las repugnantes trazas de sus actos a
la vista de todos, vanagloriándose de sus mutilaciones siniestras, de su habilidad para la
disección, en vivo muchas veces, de sus víctimas, quienes, por el hecho de ser unas
desheredadas de la fortuna, no merecían siquiera una investigación a fondo.
A principios de noviembre de 1888, Jack cometió, según parece, su último crimen, en la persona
de una joven y bella prostituta, muy popular en el barrio, y una alcohólica para más precisiones.
Mary Jeannette Kelly, de 25 años de edad, vivía en un cuarto insalubre en la calle Millers Court,
adonde solía llevar a sus clientes. Uno de ellos y en principio uno de los más elegantes y
generosos que la pobre Mary Kelly tuvo como cliente fue su cruel verdugo. Encontraron su
cuerpo sobre su pobre cama, con sus vísceras desperdigadas por toda la habitación. Sus senos
habían sido arrancados; sus orejas, cercenadas, igual que su nariz, y sus riñones, extraídos con
precisión de cirujano expertísimo. En esta ocasión, Jack adornó la escena cubriendo los muros
de la estancia con la sangre de su víctima, cuyo corazón jamás fue hallado. Luego, Jack
desapareció para siempre de la escena macabra de sus crímenes. Nunca fue detenido, y parece
incluso que si alguna vez los hombres de Scotland Yard estuvieron cerca de poder aprehenderlo,
algo les detuvo en el último instante.
Poco a poco, la repugnante aventura de Jack el Destripador se fue diluyendo en el olvido. ¿Cómo
es posible que en una sociedad civilizada pueda ocurrir algo semejante? Crímenes ha habido
siempre desde el nacimiento del hombre, pero la sangrienta serie de Jack el Destripador, su
cínico exhibicionismo, las continuas pistas que él mismo daba a la policía, son una muestra más
de ese tradicional clasismo británico. A nadie le interesaba destapar las tripas de unos sucesos
que eran casi un elemento impagable para un sensacionalismo periodístico que relegaba a
segundo término asuntos peligrosos para el Gobierno e incluso para la Corona. Según los
documentos de la época, fueron cinco los monstruosos asesinatos comprobados de El
Destripador, todos en un breve espacio de tiempo (desde agosto de 1888 hasta el 9 de
noviembre del mismo año). Hubo algunos sospechosos, basados en las informaciones de
algunos testigos, que daban a la policía pistas contradictorias. Para unos, Jack era un hombre
elegante, distinguido, un verdadero gentleman. Para otros era un hombre fornido, casi vulgar,
que hablaba con un acento extranjero. Esta pista, que agradaba sobremanera a Scotland Yard –
el poder colgar las propias lacras a un pérfido foráneo era más que apetecible–, llevaron a acusar
a un carnicero judío de origen polaco, pero no pasó de ser una sospecha sin fundamento sólido.
El hombre, John Pizer, presentó una coartada que debía de ser de una solidez total, ya que
quedó en libertad al poco tiempo sin cargos. Entre los sospechosos se encontraba también
James Maybrick, muerto en extrañas circunstancias a los 49 años. Era un respetado
comerciante de algodón de Liverpool y un drogadicto. Se sabe que conocía muy bien la zona de
Whitechappel y que trataba a menudo con prostitutas. Algunos testigos oculares describieron a
Jack como muy parecido a Maybrick y aproximadamente de la misma edad. Maybrick era un
hombre colérico, que golpeó a su esposa en varias ocasiones por supuesta infidelidad. Según un
informe oficial, Maybrick murió de gastroenteritis, pero se sabía que ingería drogas y hasta
sustancias venenosas, como el arsénico, en pequeñas dosis. Cuando Maybrick murió, la justicia
aprovechó para acusar a su esposa de haberle envenenado y empezó a rumorearse que quizá ella
podía ser Jack el Destripador.
Sir Arthur Conan Doyle, uno de los escritores más notables del siglo XIX inglés, también abundó
en la teoría de un Jack el Destripador femenino, aunque admitió que también podía ser un
policía o un clérigo. Otros quisieron hacer de Jack el Destripador un carnicero de oficio que
conocía las técnicas de la mutilación y el descuartizamiento, y que por su oficio podía pasearse
impunemente con ropas llenas de sangre. Bernard Shaw, que no perdía ni una posibilidad para
mofarse, como buen irlandés, de la sociedad inglesa, escribió que El Destripador era en
definitiva un reformador social que usaba métodos expeditivos para atraer la atención sobre “las
miserias de la sociedad británica y la miseria del proletariado inglés”. Claro que las teorías de
Bernard Shaw no pasaban de ser una muestra más de su ácido sentido del humor. Más serio fue
el personaje de George Chapman. Chapman fue acusado y condenado a la horca en 1902 por
haber asesinado a tres mujeres. Durante la estancia de Chapman en Estados Unidos, en Nueva
Jersey concretamente, fueron perpetrados en ese Estado varios crímenes muy semejantes a los
de Jack el Destripador. Finalmente fue ejecutado, pero no pudo probarse que él fuera también el
autor de los crímenes de Jack. Todas esas acciones de la justicia, todas esas búsquedas de un
asesino que actúa con descaro y desvergüenza en un área reducidísima como era el dédalo de
callejas de Whitechappel en donde se cometieron los crímenes de Jack, nos llevan a enormes
dudas sobre la acción de una policía considerada, además, una de las mejores del mundo. Jack
mataba, descuartizaba, llenaba un pequeño barrio de sangre, pero nadie conseguía cazarle. ¿Por
qué? ¿Cómo pudo un solo hombre burlar la ley de una manera tan desvergonzada? ¿Cómo podía
pasearse por un barrio mísero en el que la presencia de un señor bien trajeado, cubierto con
sombrero de copa, debía llamar poderosamente la atención, sin ser detenido, sin despertar
siquiera sospechas a la policía? ¿Cómo podía regar un barrio de Londres de sangre y de vísceras
sin que nadie frenara en seco su macabro festín de horrores? Cartas enviadas por Jack el
Destripador a Scotland Yard informaban habitualmente de sus hazañas, sin omitir los más
repugnantes detalles, en los que no quiero insistir, pero que tampoco puedo olvidar. Firmando
“Jack el destripador” informaba, por ejemplo, a la policía de que se había comido guisado una
buena parte del riñón de una de sus víctimas. También hubo extracciones de ovarios y hasta de
útero.
Fred Abberline, uno de los cerebros de Scotland Yard, investigó durante largo tiempo el caso de
Jack y, sin embargo, sus sospechas, por extraño que pueda parecer, se volcaron en dos
personajes cuya relación con los horribles asesinatos parecía una burla a la justicia. El primero
fue el actor Richard Mansfield, un histrión capaz de desbancar al mismísimo Anthony Hopkins y
que representaba en Londres El doctor Jekyll y Mister Hyde, de Stevenson, lo cual le hacía
altamente sospechoso (Vincent Price o Christopher Lee habrían sido ejecutados sin remisión).
También, durante un momento, Fred Abberline investigó a un cochero, John Netley, por el
simple hecho de que tenía algunos conocimientos de cirugía y que iba y venia mucho por el
barrio. Mientras tanto, El Destripador seguía ejerciendo su oficio tranquilamente y mandando
notas a la policía. En una de éstas comunicó que tenía pensado matar a 16 mujeres más y que
luego desaparecería de la circulación. Y así fue. Desapareció sin cumplir, afortunadamente, su
terrible anuncio.
El paso del tiempo hizo que el monstruo fuera poco a poco olvidado, pero muchos años después,
Scotland Yard publicó una serie de documentos secretos que habían sido desclasificados. Entre
ellos había un diario de Jack en el que relataba cómo y por qué asesinó a esas mujeres. El autor,
que firmaba su diario con su nombre completo, no era otro que Eduardo, duque de Clarence,
hijo de Eduardo VII y nieto de la reina de Inglaterra, muerto a los 28 años, poco tiempo después
de la siniestra serie de asesinatos. El joven gastaba su tiempo en la caza del ciervo, deporte en el
que parece ser que mostraba mucha destreza. Era un elegante, y en sus frecuentes aventuras por
los prostíbulos londinenses nadie vio una mancha sobre sus ropas, cortadas por el mejor sastre
de la corte, pese a sus sanguinarias aficiones cinegéticas. Eduardo gustaba de descuartizar él
mismo a sus presas de caza y frecuentaba los prostíbulos de Whitechappel. Se hablaba de él
como un ser colérico y altivo. Después del último crimen reconocido de Jack, hubo algún testigo
ocular que describió a El Destripador como alguien muy parecido al duque de Clarence. Éste
murió roído por la sífilis a pesar de que los médicos de la corte intentaron diagnosticar su
enfermedad como una neumonía.
El doctor William Gull, antiguo médico de la casa real, afirmaba, y hasta escribió, que Jack no
era otro que el duque de Clarence. Por supuesto que en su momento hubo una contraofensiva en
defensa del duque, e incluso documentos de dudosa veracidad que insistían en la neumonía
como origen de la muerte. Lo que fue cubierto cada vez más por el silencio fue la
autoinculpación de Clarence en su diario, a pesar de que hasta la caligrafía del mismo no ofrecía
ningún tipo de duda. Se dice que la reina Victoria lo hizo encerrar en una prisión de las colonias.
Se dice también que directamente lo mandó ejecutar en secreto. El hecho cierto es que el olor a
podredumbre, a pescado cocido y tripas putrefactas de Whitechappel se aliaron sin querer con
Jack una vez más y echaron tierra sobre un asunto que hubiera debido remover las conciencias
consentidoras e ignorantes en pro del buen nombre de una oligarquía culpable y apegada sólo a
aparentar un esplendor que ya anunciaba su derrumbamiento irrecuperable. Esos asesinos
elegantes, estos caballeros con sentidos literarios, nunca pudieron fructificar en España.
Nuestros asesinos nunca supieron manejar el escalpelo, ni siquiera leer o escribir.
¿Por qué asesinaba Jack el Destripador? ¿Qué siniestros impulsos le llevaron a cometer
crímenes tan atroces? Era un hombre instruido, elegante, poderoso.
La respuesta a estas incógnitas sólo puede encontrarse en el estatus social de su tiempo en
Inglaterra, en una Inglaterra colonial, cruel y perversa, en la que no todas las vidas humanas
tenían el mismo valor. La muerte atroz de un ramillete de pobres putas apenas contaba para la
justicia. Esas desheredadas de la fortuna, prisioneras de aquel barrio infame, sólo podían
terminar violentamente. Nadie, sino sus familias, si es que las tenían, las echaría en falta. Poco
importaba si morían devoradas por la sífilis, la malaria o el cólera. No existían, no estaban
censadas, no podían esperar ninguna protección. Si El Destripador hizo de Whitechappel su coto
de caza, fue sobre todo un juego, una diversión, más apasionante aún que perseguir a los
animales salvajes y contemplar cómo la jauría los devoraba. Si no hubiera ido tan lejos, si unos
molestos testigos no le hubieran acusado de forma tan directa, es posible que Jack hubiera
completado su lista de prostitutas ajusticiadas. No sabemos si la reina Victoria tuvo
conocimiento desde el principio de las hazañas de su nieto, o si sólo lo supo al final. Tanto da.
En el fondo, puede que a ella no le importara demasiado, como no le importaron las ejecuciones
masivas en la India, en Pakistán, en las West Indias. Por eso, el que no sepamos ahora qué
suerte corrió aquel sangriento asesino llamado Jack el Destripador no tiene mayor importancia.

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