Mudanza - Veronica Gerber Bicecci

Transcripción

Mudanza - Veronica Gerber Bicecci
autoria
vii
Verónica Gerber Bicecci
Mud
A
nza
© Verónica Gerber Bicecci, 2010
© Auieo ediciones
Virginia 49 — 304 A, Col. Parque San Andrés
C.P. 04040, México, D.F.
www.auieo.mx
Segunda edición
Ciudad de México, 2013
isbn: 978-607-7974-00-0
Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o
la grabación, sin la previa autorización por escrito del Editor.
A mamá, porque regresó a salvo de Groenlandia.
A Javier Athos, por su inolvidable moco tendido.
Este libro se escribió con la beca
de la Fundación para las Letras Mexicanas
bajo la tutela de Jorge F. Hernández.
Mi profundo agradecimiento a mis lectores:
Guillermo Espinosa Estrada y Pablo Duarte.
AMBLIOPÍA
LEE
lo que ves. Pero tenía que esperar a que
se disiparan las nubes y no había tiempo. Una por una. Las letras estaban fijas y
sólo veía manchas flotando en el espacio entre la pantalla y
mi silla, no dejaban de moverse. Primero hay una E. La letra
era grande, las manchas no alcanzaban a taparla del todo.
Abajo es F y creo que P. T-mancha-Z. L-mancha-mancha, tal vez
E y luego mancha. El oftalmólogo movía los aumentos, iba y
venía de uno a otro. Todo parecía igual. Peor, lo que recordaba como una P ahora era un borrón y las letras tapadas
bajo las manchas sobresalieron en una escritura manuscrita
y vaporosa que tardaba demasiado en tomar forma. Pensé
que si esperaba suficiente lograría estabilizarlas, separarlas,
hacer un ejercicio de deducción, mentir, pero no funcionó. Mi madre me miraba desde el otro lado del consultorio,
sentada en una pequeña silla, con cara de preocupación. Al
parecer la situación calificaba para desgracia familiar.
Siempre tuve la impresión de que el oculista era un
farsante: por más que cambiaba las lentes y sacaba extrañas
herramientas, mi ojo parecía inmutable. Ves mejor con éste
o… con éste. Nada. A ver… aquí o… aquí. La variación era
mínima. Creo que es mejor el segundo. En realidad, me parecían idénticos. Sólo había manchas moviéndose tan despacio como una mezcla de cemento a punto de cuajar. Mi ojo
derecho seguía un camino errante e indescifrable, como si
no fuera mío, como si no fuera yo quien lo controlaba. Más
que una lente para corregir, necesitaba un ventilador que
se llevara los cúmulos emborronados. Lo que veía era tan
inestable, tan desigual, que terminó por asustarme. No tenía idea de que había un extraño alojado en mi córnea. Nací
con un solo ojo y lo había ignorado por completo. Cómo
saber qué es ver bien si siempre has visto igual, si no hay
referente alguno ni punto de comparación. En esa visita al
consultorio descubrí que al tapar mi ojo izquierdo podía ver
como a través de un calidoscopio, pero obstruido y monocromático, defectuoso.
Finalmente, el doctor diagnosticó ambliopía: el síndrome del ojo flojo. Aunque no había mostrado déficit de
atención, ni mi desempeño escolar se había visto mermado,
mi madre se dio cuenta de que, cuando más concentraba la
mirada, cuando el esfuerzo visual era importante, uno de
mis ojos miraba justo al lado contrario, hacía lo que le venía
en gana. Era bizca, aunque no de forma constante: mi ojo
paseaba repentinamente y nunca me llevó con él. Un individuo aparte, un desconocido. Un ojo vagabundo que se quedó en algún punto antes de alcanzar la madurez visual; es
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decir, tengo un ojo que mira como una niña de entre dos y
siete años. Cumplí nueve poco antes de la primera consulta
y a esa edad no queda mucho por hacer pues el sentido de la
vista se ha fijado por completo. El único camino habría sido
forzar al ojo vago para no cansar al otro que había asumido
la responsabilidad —que debió ser compartida— de ver por
los dos.
Cuando la imagen que produce cada ojo no se refleja
en el mismo eje, es decir, cuando esas dos imágenes no coinciden en el vértice visual o no se encuentran, se produce
visión doble. Antes que mostrarme ese mecanismo irreal
que hace posible una imagen, mi cerebro decidió ignorar
uno de mis ojos, dejó la potestad de mi visión en el izquierdo. El derecho quedó a su suerte, con absoluta libertad de
hacer cualquier cosa y, sin obligación alguna, se perdió en
un grave autismo. La ambliopía es la ley del hielo.
El ambliope es monocular. El ojo no sufre lesiones orgánicas por lo que el padecimiento es casi invisible, indetectable. El ojo bueno terminará por cansarse y dejar de ver. Si
no se trata, la vista del ambliope está destinada al deterioro
o a una pausa indefinida por intervención de anteojos. Aunque la metáfora de mirar de un lado como lo haría un niño
me sonríe, detrás de ella se esconde el pánico, supongo que
ése era también el susto de mi madre: el único tratamiento
real para la ambliopía es usar un parche en la primera infancia que obligue al ojo perezoso a ver. No hay operaciones.
No hay medicinas.
Uso lentes no porque me ayuden a ver mejor, sino porque el aumento obliga al ojo derecho a esforzarse y alivia la
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doble carga en el izquierdo. Uso lentes para defender a mi
ojo dominante del contagio del ocio, para detener el desgaste y la posible ceguera. Es paradójico que la mejora, en caso
que hubiera, es directamente proporcional al aumento de
dioptrías, pues querría decir que mi ojo flojo está dispuesto a trabajar un poco más. Tengo diecisiete años usando la
misma receta.
Hace poco leí que muchos ambliopes, al tratar de explicar cómo ven, dicen que el ojo mira como a través del efecto
que produce la ondulación prolongada de aire caliente, las
imágenes se enfocan y se vuelven difusas de modo continuo:
espejismo del desierto, que desaparece al acercarnos; camino que ondula en el vaho evaporado, paisaje que tirita por
entre el humo de una combustión.
Si no los hubiera usado tal vez nunca habría sido atacada por la extraña imantación de algunos balones de fútbol
sobre mi rostro, ni habría sufrido los interminables calificativos que están asociados al uso de dicho aditamento.
Habría perdido completamente la visión del lado derecho,
reduciendo mi campo visual de 180 a 90 grados. Pero, sin
anteojos, tal vez habría podido seguir a ese intruso errante a los confines de lo desconocido y, sin planearlo, hacerle escolta en su deambular oscilatorio. No ese deambular
pausado casi estático de los paseantes que utilizan toda su
ropa, suéter sobre suéter, pantalón sobre pantalón y morada a cuestas, metida en bolsas de plástico y cajas de cartón
para moverse apenas unos metros mes con mes; sino el de
los peatones perpetuos, esos que esperan una cita a las tres
con una pequeña maleta entre las manos y le hablan al aire
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seriamente, sin dejar duda de que el asunto es importante.
Esos que son perseguidos inexplicablemente y que, como
pocos, se dirigen seguros a su destino aunque nunca consigan llegar a ninguna parte. Esos que caminan en medio
de nubarrones, que van y vienen del aquí a un lugar lejanamente imaginario, los que enfocan y desenfocan. Los que
caminan y se pierden. Los que nunca son atropellados. Los
que tienen esa extraña facilidad para habitar un espacio que
no podemos ver ni entender. Los que han logrado escapar.
Los que han sido abandonados. Los que ven en la forma de
un edificio a un dragón, los que recogen piedras del suelo
como si fueran tesoros. Los que desvían la mirada.
Cuántas veces al día consideramos dejar todo para seguir el trayecto de un disparate; cómo encontrar esa ínfima molécula en nuestro flujo sanguíneo y hacerla explotar.
Cuántas veces al día el mundo ha intentado desistir de nosotros. ¿No son ésas las situaciones que suceden solamente
en los libros? Escribir es habitar un paralelo, leer es merodearlo. Cuántas veces hemos releído un texto en busca del
escape. Más de la mitad de lo que leemos es un embuste y
aún a sabiendas de ello, lo creemos. Pensamos que un hecho
real lo inspiró. Pero es siempre una mentira. Un engaño
como la cita del paseante a las tres. Un enredo como las
órdenes que recibe desde quién sabe dónde. Micas con aumento. Falsificaciones que conectan asombrosamente una
serie de ocurrencias. Acciones envidiablemente concretas
que nunca suceden aquí.
Nunca me abandoné a la contemplación con mi ojo
ambliope. Nunca, como los errantes, he podido seguir los
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signos abstractos de esta mirada intermitente y su alfabeto
deformado. Nunca acepté que el mundo desistiera de mí,
ni desistí de él. Tal vez por cobardía. Tal vez porque no se
trata de una decisión. Tal vez porque un día te descubres
afuera sin forma de volver y ni siquiera recuerdas que había
un lugar a donde regresar. A cambio, he buscado personajes con destinos ambliopes, aquellos que, en una demencia
consciente, deciden renunciar, abandonarse a la contingencia para poner su vida, cuerpo y trabajo en el mismo espacio
de indeterminación. Paseantes que susurran historias ridículas desde un lugar aparentemente inexistente, pero que
vuelven a casa a lamentarse porque es imposible alcanzar la
deriva permanente y volver para contar algo de ella: el que
regresa nunca llegó, nunca estuvo ahí del todo. Los errantes se detienen justo antes de emborronarse, justo antes de
perderse.
Ya no basta con ver, la retina es sólo un tamiz. El suceso estético está en otra parte, el artista cuelga un cartel
frente a su casa con la leyenda “Se renta, trato directo”. Y
en ese traslado todavía hay objetos que no encuentran su lugar, muebles que se estorban, cajas repletas de cosas con las
que no se sabe qué hacer, covachas colmadas de documentos
que nadie quiere revisar, regalos envueltos que no se pueden
tirar a la basura.
No es la palabra lo que pesa en la imagen sino el concepto, que en ocasiones la eclipsa; porque muchas veces el
concepto es solamente una frase argumental que no se sostiene. La búsqueda de la página en blanco no es otra cosa
que una guerra contra el imperio del lenguaje, una contien-
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da para comunicar sin tener que usar una sola palabra, para
que el concepto deje de ser una justificación. Pero el lenguaje es ineludible. Desconfiamos de las personas y nos cuesta
trabajo dudar de las palabras. No sospechamos de las palabras sino de las versiones de un hecho que se enciman sin
corresponderse. No tememos de las palabras sino de cómo
se acomodan en los enunciados, de lo que podrían estar diciendo en realidad. No desconfiamos del silencio sino de la
ambigüedad que implica.
Los ensayos de este libro son la constatación de un
mensaje que no llega, de una palabra que ya no suena, que
no puede leerse. Este libro es, sobre todo, la confirmación
de una imposibilidad. El campo extendido para una literatura sin palabras, una literatura de acciones; la documentación
de ese intento, tal vez fallido. La crónica de una mudanza.
Del texto a la acción. De la página al cuerpo, de la palabra al
espacio, al lugar; de la frase al suceso; de la novela a la vida
escenificada.
Hay una parte que se deforma sin quererlo y una parte
que procuramos deformar cuando contamos algo. Desconozco los recorridos de mi ojo derecho pues, para funcionar
en el mundo, he usado toda mi vida el izquierdo. Tal es mi
inconciencia que debo haber perdido alrededor de quince
pares de anteojos en toda mi vida. Siendo tan pequeño, uno
no puede cuidar de un objeto con el que no tiene una relación de necesidad. Fue fácil olvidar repetidamente los lentes
porque en cierto sentido no los necesito. La única razón que
me obliga a usarlos es un monstruoso dolor de cabeza que
aparece de vez en cuando detrás de ese ojo encerrado en
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divagaciones imperceptibles. Envidio a los paseantes porque todo su cuerpo se adapta a la eventualidad, porque las
cosas que piensan vienen de un sitio que está muy lejos o
que ellos mismos fabrican sospechosamente. Envidio a los
errantes porque van por ahí con la sola responsabilidad de
deambular, porque la holgazanería no les pesa, porque su
mudanza es constante, porque nunca permanecen, porque
andan por el mundo conectando imágenes e historias invisibles para la mayoría, relatos que muy pocos lograrían escribir. Los envidio porque miran el mundo desde su catalejo y
ordenan las manchas, mueven los nubarrones para dibujar
figuras inexistentes, saltan minas sin objetivo, hacen bizcos
y pierden el tiempo… porque intentan decir sin palabras lo
que sólo la palabra puede decir. Los envidio porque renuncian, porque son olvidados, porque son expulsados, porque
se amparan en un devenir paralelo al del mundo o simplemente desisten de él y nunca usan anteojos.
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PAPIROFLEXIA
I’m afraid that, if I listened to silence,
I would probably become a writer again.
Vito Acconci
I
wanted so much the word as object, the word as thing
Fue en 1969 cuando Vito Acconci decidió dejar de escribir. Había estudiado una maestría en literatura en la
Universidad de Iowa y se había asumido como escritor hasta
ese momento. Poco antes de su abandono ya había saltado de la narrativa a la poesía. Obsesionado con Mallarmé
y Queneau, sacudido por Faulkner en la adolescencia y por
Robbe-Grillet y Hawkes en la universidad, inició ejercicios
ligados a la tradición de la poesía concreta porque se había
cansado de contar cosas y de escribir sobre ellas. Quería tocar las palabras, usar sus huecos como el molde de una escultura que permitiera acortar la distancia abismal entre un
hombre y lo que escribe. Llegar al lector, alcanzarlo; cada
letra debía levantarse de la hoja y desterrarse para disipar el
terrible vacío que provoca lo leído.
.
I have made my point
I make it again
It
Now you get the point.
But it was such an urge to make words things, words actions
Se preguntaba sobre las posibilidades espaciales de la hoja
de papel en la que escribía. Buscaba la forma de convertir
una palabra en objeto, hacerla concreta, real, definida. Quería agarrarla como uno toma las cosas necesarias para hacer
el café de la mañana. La poesía de Vito era sobre todo una
invitación al lector para moverse, un atentado contra la hoja
de papel para convertirla en una superficie transitable; emplazaba las palabras como esferas en la maqueta de un sistema solar: cuerpos describiendo trayectorias; ahí la relación
con la tradición moderna de Mallarmé, para quien la hoja
en blanco era un espacio puro, el silencio del que se puede
partir a la palabra y al que habrá que regresar.
I am going from one side to the other
am
going
from
one
side
to
the
other
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I guess I wanted to really throw myself into metaphor,
almost become a metaphor
Let’s face it, once a writer, always a writer, se decía constantemente, y en la insistencia su voz hacía un ritmo raro con
la frase, hasta que terminó por perder el sentido del enunciado. The page as field, pensaba; la página, ese amplísimo
paisaje que vemos al sobrevolar las afueras de una ciudad
nevada, cada una de sus parcelas definidas ahora por diversas tonalidades de blanco. La página, una dimensión de la
actividad. Well, if I’m writing, it doesn’t necessarily have to be
on the page, seguía. Y es que había empezado a distanciarse
de sus textos en las lecturas de poesía, convirtiéndolas en un
acontecimiento —caminaba desde el fondo del salón hasta
el frente leyendo una palabra con cada paso. Una forma de
juntar las superficies de su cuerpo, del papel y de las palabras. My poems were already performances: the page is a field
over which I as writer and then you as reader, travel.
Fue esa mañana, mientras repetía su perorata convertida ya en gruñido, cuando se miró al espejo: ensayó un golpe
a su imagen, desesperado por atravesarla como había intentado atravesar la hoja de papel con su pluma; bailaba frente
al cristal como un boxeador esquivándose a sí mismo. Golpeó la superficie plana de mercurio subido en un ring que
no era más que su propio reflejo, pensando en la escritura
como un fracaso, rotundo como el sonido sordo de su puño.
Golpeó hasta que el espejo terminó por romperse. Quedó
frente a la pared desnuda, blanca y lisa, otra vez la superficie
del papel (See Through, 1970, super 8, 5 mins, color, silente).
Su cuerpo se había convertido en un plano: la piel, como
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las hojas, es una lámina delgada de fibras sobrepuestas. Su
cuerpo en acción tenía que deslizarse en el espacio como la
pluma lo hace en palabras. Peleó entonces contra su propia
sombra proyectada en una esquina. Dibujó y escribió con
cada oscilación una palabra de desaliento en el aire. Cada
gancho no era más que el envés opaco de sí mismo. El box
de sombra un monólogo inocuo. Vito, sin interlocutor alguno, había empezado un nuevo proyecto: escribir fuera de la
hoja de papel (Three Relationship Studies, Shadow-Play, 1970,
super 8, 15 mins, silente).
I turn my body into a place
No le aterraba la hoja en blanco sino las palabras, su intersticio vacío de objetos, su tiempo desdibujado, la forma en
que duelen en el pensamiento, esas costras transparentes.
Se volvía loco al pensar en todas las imágenes que producen
en la cabeza, en su poder premonitorio. Había sido atrapado
por la lectura. Todas las historias, sin excepción, le sucedían
en primera persona.
¿Cuándo dejar de escribir la novela y convertirse en el
personaje?
¿Cuántas veces más se resistiría a leer la última página
por miedo a dejar esa vida paralela que lo mantenía funcionando, aunque ausente, en el mundo de los vivos?
Vito se encontraba en esta disyuntiva. No quería planear ni leer más historias, deseaba profundamente que su
escritura fuera un suceso desplazado de la imaginación al
mundo real. Quería ensayar un impacto certero, rascarse las
costras y observar su cuerpo apresurando lo pensado como
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escritura. Su cuerpo un lugar remoto, lejos del escritor que
suele diluirse frente a la pantalla y vivir incierto ante la página —difícilmente considerada algo más que un rectángulo de 21 por 27 centímetros. Así fue como Vito decidió
convertirse en la cuartilla silenciosa en la que esquían las
palabras. Mordió sus brazos y piernas, sus antebrazos, muslos, codos y rodillas. Dejó trazada su dentadura. Entintó las
marcas hendidas y estampó cada una en papel (Trademarks,
1970, acción, impresión fotográfica y tinta).
Delinear claramente el límite ambiguo entre un personaje y quien escribe lo había separado de un mundo en el
que él también sucedía más allá de su máquina de escribir.
Su cuerpo, una superficie incidida, un objeto viable, una palabra pegada al margen retumbando en la hoja de papel; la
reflexión de un párrafo en unas cuantas letras. Corría siempre el riesgo del error: convertirse en un personaje ficticio,
escribiéndose y desescribiéndose entre cuatro paredes sin
pluma ni papel. Preparó agua con jabón en un refractario
de vidrio y la agitó con las manos. Mantuvo los ojos bien
abiertos. Sumergió un momento su rostro en la mezcla. A
pesar del ardor, esperó sin tallarse. Parpadeó repetidamente
hasta recuperar la vista. Después trató de meter su puño
entero en la boca hasta que se cansó, hasta que le fue imposible abrirla o sostener el puño cerrado. Por último, se paró
con la espalda contra la pared y se amarró una venda negra
en los ojos. Trató de atrapar, una por una, cada pelota de
goma que le era lanzada (Adaptation Studies: 2. Soap & Eyes,
3. Hand & Mouth, 1. Blindfolded Catching, 1970, super 8, 3
mins, silente).
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I use sentence-structure to plot possible movements
through that space
Mientras se alejaba del mundo literario, cada uno de sus episodios cobraba sentido en un paralelo donde sus juegos eran
acciones conceptuales y minimalistas, es decir, enfocadas en
la primacía del lenguaje sobre la imagen y en la búsqueda
de formas geométricas simples, pulcras. Pero su trabajo se
situaba en un peldaño distinto: un escritor que hacía uso de
la narrativa produciendo híbridos, la honda reflexión de un
personaje aislado y solitario que cancela la superficialidad
impecable y el hermetismo de aquellas corrientes. Su trabajo enfrentaba el cubo blanco con acciones que, en principio,
no tenían ningún sentido más allá de lo absurdo; acciones
semejantes a las de otros artistas de la escena de los setentas
en Nueva York y Los Ángeles: Dennis Oppenheim colgaba
de manos y pies usando dos pilas de ladrillos como soporte
para convertirse en el puente de Brooklyn; Bruce Nauman
escupía agua como una fuente, había terminado la escuela de arte y todo lo que hiciera encerrado en su estudio se
convertía en arte; Bas Jan Ader bordeaba un río en bicicleta
bien pegado a la orilla hasta perder el equilibrio y caer al
agua; y Chris Burden le pediría a un amigo disparar directo
en su brazo porque la escultura es el impacto que causa una
herramienta en un material.
Para su primera exposición, en la Grail Ground Gallery
de Nueva York, decidió mudar cada semana el contenido de
un cuarto distinto de su apartamento a la sala de exposición,
extendiendo su espacio-habitación 80 cuadras. Cada vez que
necesitaba su cepillo de dientes, por ejemplo, tenía que cru-
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zar toda la ciudad, buscar el cepillo en la galería, regresar a
su baño, usar el cepillo, regresar a la galería para devolverlo como si fuera prestado y, finalmente, encaminarse a casa
donde necesitaría algún otro objeto que lo pondría en el
ajetreo de nuevo. Además de ser la mejor forma de perder
el tiempo, su acción señalaba la diferencia tácita entre llenar
de adjetivos y artículos una ciudad o recorrerla una y otra
vez; entre pensar la página y trasladarse en el continuo. Así
como había buscado la posibilidad de mover al lector del
margen izquierdo al derecho o de arriba abajo en sus poemas, cruzó la ciudad como quien cruza una página con una
línea, repetía en un montón de oraciones cortas el mismo
trayecto. No era el personaje de una novela llena de aventuras absurdas, ni el que la escribía con actos teatrales sin
público y tampoco era ya, estrictamente, un escritor (Room
Piece, 1970, instalación/acción, 3 semanas).
Experimentó también con frases largas. Salía a la calle
y seguía a una persona elegida al azar, caminaba hasta que
ésta entraba en un lugar al que él ya no tenía acceso. Cada
persona era un camino largo y sostenido, un enunciado que
termina de tajo en punto y aparte. Frecuentaba salas de museos, se detenía a observar los cuadros muy cerca de otros
visitantes, mucho más cerca de lo usual. Acechaba, como
acechan dos puntos a la siguiente oración; él mismo era una
frase pegada a la anterior y se quedaba ahí parado hasta que
la otra persona, incómoda, se quitaba por completo (Following Piece, 1969, acción, 23 días, horas varias y Proximity
Piece, 1970, 52 días, 8 horas al día).
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Finding a ground for myself, an alternate ground for
the page ground I had as poet
Para Vito la poesía era contundencia sintética de palabras
evocativas, la sorpresa de un desprendimiento que lo invadía de tristeza y había elegido el performance porque no era
un resultado, ni un pasado aludido o rememorado. Desde
ahí todo sucede en el mismo lugar y momento. El paisaje no
es una sugerencia sino un hecho, del mismo modo el poema
es un acto, una decisión. Como escupido por un mar corajudo se tiró en la orilla y dejó que las olas lo cubrieran. Rodó
para encontrarse con el agua y se alejó con la resaca mientras el escritor que había sido se hundía en la angustia de las
palabras que nunca alcanzan, en el espacio que sólo nombra
y que conmueve en tanto es memoria de lo ya vivido. Ese
mismo escritor pateó arena en la playa hasta hacer un hueco suficientemente hondo como para cubrir su cuerpo. I’m
digging myself into the sand pensaba, haciendo articulaciones
entre el idioma y el suceso. No estaba haciendo un hoyo en
la arena y nada más. Él mismo era el agujero que hacía con
su cuerpo, su propio vacío, su desaparición, su punto final
(Drifts I and II, 1970, acción para fotografía y Digging Piece,
1970, super 8, 15 mins, silente).
We want to see what happens to a space if you turn it
inside out, if we stretch it or if we warp it
Según una antigua tradición japonesa, una hoja de papel
puede blandirse a partir de un ejercicio de paciencia. El papel va y vuelve marcando líneas, series complejas de dobleces que serán soportes, caminos trazados, laberintos. Paso
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a paso, perderá su planicie para conformar otra dimensión.
Cada doblez, una escritura transparente, inasible. Aunque
su cuerpo era la palabra en la hoja, bailando, luchando, moviéndose, caminando, buscando, la hoja seguía intacta y el
espacio de su cuerpo era único e indivisible; no quedaba más
que salir. Comenzó a planear una serie de construcciones,
arquitecturas simples. Si su cuerpo fallaba como palabra,
quizá el papel podría convertirse en aquello que había buscado.
Las formas pensadas se aprovecharon de materiales
reciclados configuradas primitivamente como casas-coche,
carpas, asientos, bancas, paredes extendidas entre pisos, túneles, conectores, puentes. Cada propuesta era una pausa en
el ajetreo de la ciudad, un lugar de descanso y espera donde
el tiempo se aislaba, burbujas, espacios recuperados del olvido de la urbe. Fueron desapareciendo los performances,
se diluyeron los párrafos narrativos en complementos circunstanciales de lugar. Estos acercamientos arquitectónicos
no eran más que exploraciones en la amplia extensión de la
escritura; el resultado de un largo proceso, un ciclo que por
fin volvía a encontrar su principio: escribir, accionar lo escrito, ensayar, reflexionar, convertirse en superficie, buscar
espacio en el cuerpo y fuera de él, construir objetos como si
fueran las cuartillas de un texto, escribir con la hoja fuera de
la hoja como la tarea de quien dobla el papel para hacer una
casa, de quien escribe la palabra casa y la imagina, de quien
dibuja la casa y la construye. La hoja de papel que termina
por molerse en cemento, la hoja de papel que viaja del cuaderno al cubo blanco.
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TELEGRAMA
Si uno se echa de cabeza en un canal, ¿es posible que el cuerpo no salga
a flote un día, que no haya niños que encuentren jugando una mano, y
pegado a ella un hombre entero? ¿O es que uno puede deshacerse en el
aire como una palabra? ¿Cuál es la fuerza capaz de hacernos invisibles?
¿Qué cosa llena el espacio que dejamos vacío, de qué está hecho? ¿Y a
dónde van a dar los ojos, el pelo, las orejas?
Ulises Carrión, De Alemania.
LA
palabra es una entidad soluble. Una sustancia que sufre varios estados. Sólida cuando se
escribe sobre una hoja de papel: la tinta cristaliza sus formas, el enunciado sus límites y la puntuación
sus intervalos. La conversación, en cambio, es líquida: el
diálogo es un manantial que se alimenta de sonido, fluye en
tiempo y espacio, de ida y vuelta, desde quien habla hasta el
que escucha. La palabra es gaseosa cuando murmura, cuando se disuelve en expectativas ajenas, cuando se reconstruye
de boca en boca, cuando se descompone y cambia de sentido. El rumor y el chisme son gaseosos, volátiles. Como los
decibeles necesarios para producir una avalancha, es importante elegir a la persona adecuada para empezar la cadena;
el resto, es sólo espera y contagio.
Ulises en Ámsterdam a Sylvie en París:
[…]
Ulises
Ni una letra.
­­­­­­
Sylvie
¿Así nada más?
Ulises
¿De qué otra forma entonces?
Para 1972 Ulises había terminado su posgrado en Lengua y literatura inglesa en la Universidad de Leeds y decidió
establecerse en Ámsterdam. A Sylvie no le sorprendió que
Ulises no quisiera volver a México, pero quedó desconcertada cuando éste le dijo que no sólo permanecería en Ámsterdam indefinidamente sino que pensaba dejar de escribir
y de leer. Recordó La muerte de Miss O (1966) y De Alemania
(1970), libros que Ulises ya había publicado; tantos años
procurándose el camino de las letras y ahora simplemente
desistía.
Sylvie en París a Alison en Boston:
[…]
Sylvie
Tal vez es sólo un desplante.
Alison
¿Y si no?
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Ulises nació en 1941 en un viejo caserón en San Andrés
Tuxtla, Veracruz. En esa casa, su madre guardaba todos los
recortes de periódico que lo mencionaron. Thomas recordaba una hermosa carpeta de cuero con el suplemento Estela
Cultural en el que habían publicado La prueba, cuento con el
que Ulises ganó el concurso literario de la Federación Estudiantil Veracruzana. Tenía apenas 19 años y su vocación era
muy clara. Después de publicar su segundo libro, un largo
artículo de un periódico nacional lo enlistó como parte de
la generación joven de escritores que le seguía a Pitol, del
Paso, Elizondo y García Ponce. Su abandono era un vuelco
inesperado para todos.
Alison en Boston a Thomas en Boston:
[…]
Alison
Eso dijo Sylvie.
Thomas
No puedo hacer nada.
Alison
Habla con Alfred.
Para sus primeros ejercicios no literarios, Ulises seleccionó páginas al azar de algunos libros que habían sido sus
lecturas habituales. No deseaba deslindarse de la página escrita sino repensarla. Trazó líneas rectas con un estilógrafo
fino de tinta negra entre renglón y renglón, unía las letras
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de arriba con las de abajo sucesivamente en una especie de
orografía resonante de la página (Print & Pen, 1970).
Los alfabetos son limitados, es la disposición de las
letras la que produce sentido. Escribir una palabra es maquilar un tejido de grafías ambiguas. Ulises buscaba las ordenaciones subterráneas de lo escrito, sabía que debajo de
los textos se dibujan estructuras, así como las había en una
conversación, en un chiste, en un guión o en un plano arquitectónico. Para descubrirlas, se concentró en componer
una esquematización paródica de la poesía clásica española: un
sistema gráfico de versiones y plagios visuales, donde la palabra se de/construye en signo, en puntuación, en pregunta,
en caja: rectángulos que rodean estrofas, cuadrados y pirámides sin texto que señalan ordenaciones significativas de
los tipos: cada párrafo dibuja una forma distinta, algunos se
repiten en figuras geométricas idénticas, formas dentro de
otra forma. El poema existe solamente en sus contornos, en
su configuración espacial (Gráficas de poesía, 1970).
Thomas en Boston a Alfred en Leeds:
[…]
Thomas
¿Entiendes?
Alfred
Sí, algo.
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Thomas
¿Entonces?
Alfred
¿Entonces qué? Entonces nada.
Iba al fondo de los textos porque quería volver de ellos
para inventar nuevos mecanismos. Mostrar la urdimbre que
conecta al mundo en una sola composición, transformar el
aislamiento literario, criticar el oficio que impera y limita el
mensaje. Convertir la literatura en un suceso plural desde el
principio, desde la creación. Tal vez Alfred fue su mejor y
único interlocutor pues, sin ser poeta, entendió la deformación que sufrían sus ideas. A diferencia de los demás, entendió su paulatina distancia de la escritura a pesar de que se
internaba en un espacio poco claro, poco visitado.
Querido Octavio,
…Yo no quiero ni puedo imponer un contenido porque no sé qué quieren decir exactamente las palabras
(¿y cómo saber si el lector sabe?). No estoy seguro absolutamente de nada. Lo que sí sé de seguro es que
las estructuras están allí, de que las entiendo como el
lector las entiende, de que se mueven si las toco, y de
que, entonces sí, “emiten” […] Eso es todo lo que le
pido al lector quien, seguramente, tiene muchas otras
cosas que hacer además de y tan respetables como leer.
No puedo exigirle que pase horas y días leyendo mi
texto, notando de paso qué apropiadamente escojo los
30
adjetivos, o con qué sutileza el incidente de la página
125 está anticipado en la página 8...
En la otra literatura el mensaje es falsamente
plural. El autor transmite un mensaje, y cada lector
recibe un mensaje diferente que es, cada vez y en cada
caso, un mensaje. En cambio las estructuras (pero insisto, puestas en claro, en movimiento, y en contacto
unas con otras) no transmiten un mensaje sino cualquiera. Muchos. Todos. Y ninguno a la vez. Contienen
su propia negación […]
Ulises Carrión
22 de octubre, 1972
Querido Ulises,
…Literario o no todo texto posee una estructura…
Sin ellas no hay texto pero el texto no se puede reducir a su estructura. Cada texto es distinto mientras que las estructuras son las mismas: no cambian
o cambian poquísimo… Usted convierte lo que llama
“estructuras en movimiento” en textos o, más bien,
antitextos poéticos. Textos destinados a una empresa
única: la destrucción del texto y de la literatura. Usted
se propone hacer otra literatura. Todos han querido
hacer lo mismo pero usted introduce una variante: su
literatura otra no es suya sino de los otros. Reconozco en esta declaración a las sucesivas vanguardias de
nuestro tiempo, de Mallarmé para acá: escribir un
31
texto que sea todos los textos o escribir un texto que
sea la destrucción de todos los textos. Doble faz de la
misma pasión por lo absoluto.
Octavio Paz
3 de abril, 1973
Ni Sylvie, ni Alison, ni Thomas estaban enterados de
que Ulises le había enviado a Octavio Paz sus Gráficas, que
sostuvieron correspondencia varios meses y que parte de sus
nuevos poemas experimentales serían publicados en Plural
(no. 16, enero 1973). Falsa paradoja: por un lado Ulises dejaba la literatura o parecía desertar y, por el otro, estaba a
punto de publicar en una importante revista literaria. Necesitaba correr los límites del suceso literario hacia otras disciplinas, pensaba que todas las artes pueden explicarse con
un mismo esquema general, desde una misma estructura: el
suceso comunicativo. Y eso, desde luego, producía conmoción entre los escritores tradicionales.
Alfred en Leeds a Martha en Berlín:
[…]
Martha
¿Está yendo hacia algún lado?
Alfred
Supongo.
32
El mismo año en que su círculo de amigos recibió la
noticia de su renuncia, comenzó a escribir un manifiesto a
la manera de las desaparecidas vanguardias. Ahí definió las
claves de su propuesta para la otra literatura. El nuevo arte de
hacer libros sería publicado hasta 1980 bajo el título Second
Thoughts:
Un libro es una secuencia de espacios y momentos.
Un escritor, a diferencia de la creencia popular, no escribe libros.
Un escritor escribe textos.
El libro puede ser el recipiente accidental de un texto cuya estructura es irrelevante al libro: éstos son los libros de las librerías y
bibliotecas.
En el arte viejo, el escritor escribe textos.
En el arte nuevo, el escritor hace libros.
Hacer un libro es actualizar sus secuencias espacio-tiempo ideales mediante la creación de secuencias paralelas de signos, ya sean
verbales u otros.
En un libro viejo, todas las páginas son iguales.
En un libro nuevo, las palabras pueden ser diferentes en cada página, pero cada página es como tal idéntica a las que las preceden
y a las que la siguen.
El escritor del arte nuevo escribe muy poco, o no escribe.
En el arte viejo todos los libros se leen de la misma manera.
En el arte nuevo, cada libro requiere una lectura diferente.
El libro más bello y perfecto del mundo es un libro en blanco, de la
misma manera que el lenguaje más completo es el que se encuentra
más allá de todas las palabras que el hombre pueda pronunciar.
[…]
33
A partir de esta declaración de principios fundó Other
Books and So, una gran biblioteca de libros de artista, suyos
y de otros: series de anaqueles repletos de ejemplares borrados o pintados, poesía sin poemas, mapas mentales, redes,
paradojas, paseos. Libros en los que la expresión física del
objeto es coherente con el contenido, sea texto o imagen: un
juego de configuraciones que se muerden la cola.
De algún modo, Ulises se convirtió en un editor de literatura conceptual. Esa que a pesar de suceder en palabras, hojas o libros, ya no nos habla del mismo modo. La literatura
conceptual es un modelo corto y conciso, una molécula de
sentido. Se desarrolla no sólo en el significado y sentido de
las palabras sino en la ordenación espacial ligada al campo
semántico. Cimiento y estructura: forma y fondo se empalman en idea, en concepto. La idea sucede de otra manera
en la totalidad del libro, justo donde el principio y el final
se tocan. Donde la palabra se encuentra consigo misma,
donde está a punto de evaporarse su sentido. Ulises llevó
la tradición del arte conceptual al subsuelo de la escritura,
una literatura en la que el título tiene el poder de completar
la obra y la metáfora se condensa fuera de la insinuación
porque sucede; donde la narración ocurre en la progresión
del objeto y no solamente en la de las palabras, en un objeto
preciso y cerrado. Tal vez por eso, para él y para tantos más,
el vacío y el silencio son una perfección inalcanzable: en un
ánimo de síntesis y reducción, de decir lo más con lo menos,
cualquiera aspiraría a la hoja en blanco.
34
Martha en Berlín a Alison en Boston:
[…]
Martha
Hablé con él hace muy poco.
Alison
¿De qué se trata?
Martha
No sé, ¿importa?
Alison
No sé… Sí, supongo
Los libros que confeccionó asumiendo esta nueva literatura son una mezcla de retórica y minimalismo: cuaderno
de media carta de papel kraft dividido horizontalmente en
dos campos. La parte inferior una serie de rayas paralelas
que se insinúan como imagen de las palabras flotando en la
parte superior: líneas/lines, alambres/wires, látigos/whips,
fideos/noodles, poesía/poetry. Las líneas trazadas son un
camino a las palabras y las palabras un camino hacia las líneas (Tras la poesía, 1973); algunas minihistorias concretas:
conjugaciones del verbo amar en inglés. I loved, I don’t love,
I’ll love en un libro papel bond blanco media carta, tres conjugaciones por página. La historia de cualquiera puede contarse conjugando sucesivamente el verbo amar en presente,
pasado y futuro (Love Stories –Conjugations, 1973); o una larga
conversación: a partir de la conjunción &, Alfred, Thomas,
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Alison y Sylvie se añaden y eliminan en párrafos construidos
con sus propios nombres, justo como aparecen y se eliminan
los personajes en el guión de una discusión sin contenido,
sólo nombres: Sylvie & Alison; Sylvie & Alison & Thomas;
Thomas & Alfred; Alfred & Martha. Martha & Alison (Arguments, 1973).
En los años subsecuentes, Ulises siguió haciendo experimentos, se acercó al mundo literario por el patio de atrás.
Libros en los que boxeadores pelean a través de la transparencia que producen las páginas de un libro de peyón
(Mirror Box, 1979), citas absurdas extraídas de cartas personales (Anonoymous Quotations, 1979), los bordes verticales
de un libro carcomidos (Margins, 1975). Sus últimos libros
fueron cada vez más puros y encerrados: letras agrupadas,
solitarias en la página: aa ab ac (Exclusive Groups, 1971) o
construcciones textuales que aluden a la deducción: If A
isn’t true / and if AB is true / then B’s truth lies in C (Syllogisms, 1971).
En 1977 inventó el Sistema Internacional de Arte Correo Errático, una oficina para enviar y recibir mensajes realizados en cualquier medio y formato. Buscaba fortalecer la
comunidad internacional de artistas e incitarlos a diseñar su
propio libro inédito retomando una idea de Hans Werner.
Envió a cada uno de sus amigos una postal con la leyenda
“ART IS:” Recuperó 358 respuestas tanto en imagen como
en texto (Definitions of Art, 1977).
Pero el libro y el correo no fueron suficientes. En los
fotogramas Ulises encontró las páginas de los que serían sus
últimos libros. Un video es una secuencia espacio-temporal,
36
tal como él había propuesto que lo fuera el libro. A partir de
1978 trabajó con soportes todavía más alejados de la palabra
escrita, aunque siempre conservó sus destellos de narrativa.
Empezó filmando la destrucción de un libro: en uno de los
extremos de una mesa, un par de manos arrancan las páginas
de una novela y, en el otro, un par de manos desdoblan y
desarrugan las hojas desprendidas para rearmar el ejemplar
(A Book, 1978).
Alfred en Leeds a Ulises en Ámsterdam:
[…]
Alfred
Efecto dominó.
Bola de nieve.
Fue casi perfecto.
Ulises
Eso creo.
Ulises sabía que Sylvie convertiría una conversación
en un acontecimiento: el chisme. Lo que empezó como una
noticia, terminó en una preocupación generalizada vía telefónica: que si se estaba volviendo loco, que si les estaba
tomando el pelo, que si eran sólo ejercicios para complementar su labor de escritor, que si no requería ningún tipo
de talento hacer lo que él hacía, que si estaba desaprovechando todo el tiempo que ya había invertido. Mientras
tanto, y sin que los otros lo supieran, Ulises dibujó la red
propagada.
37
El proyecto consistía en lanzar algún chisme con la ayuda de
un grupo de amigos llevando un registro tan preciso como fuera
posible de la evolución del chisme por la ciudad y, como paso final,
dar una conferencia acerca de todo el proceso. La conferencia debía
de tener un carácter formal —para contrarrestar la informalidad
con la que el chisme es comúnmente asociado. Decidí tomarme a
mí mismo como única materia dispuesta al chisme, con el fin de
evitar malentendidos hasta donde a mis esfuerzos tocaba (Gossip,
Scandal & Good Manners, 1981).
Una sola búsqueda. Entender las disciplinas como soportes para las ideas y no como universos de conocimiento
diferenciado y distante. Una imagen puede resonar en palabras, lo mismo que las palabras construyen imágenes. Para
Ulises, y para muchos de los artistas de los setentas, se trata
de elegir el contenedor más adecuado, sea cual sea, para decir mejor eso que se trate de decir. Riesgo que en muchos de
los casos resulta fallido.
La poesía de Ulises Carrión no es poema. Sus escritos
son un vértice, una intersección, la pequeña estación a la que
uno arriba en medio de un larguísimo viaje para trazar la
siguiente ruta. Sus trabajos son un paisaje extendido, un poema que, sin dejar de ser el signo trazado, ya es otra cosa.
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EQUÍVOCO
Je ne parle que de choses ratées.
S. Calle
Endlessly,
I would have walk with you.
P. Auster
ÉL
no supo cómo responder. De todas las frases
que había escrito, ninguna sería tan comprometedora. No pudo decirle que no. Pero su sí para
Ella era casi un no; un si decepcionante y sin acento. Un sí
productivo pero poco esclarecedor.
Cuando Sophie volvió a casa después de un viaje por el
mundo que le tomó siete años, se encontró con un hueco.
No tenía idea de cómo vivir cotidianamente. Terminó por
acostumbrarse a su entorno asumiendo actividades inusuales, iba en busca de las huellas de un lugar al que ya no pertenecía, quería adentrarse en ese París que ahora le resultaba tan ajeno. Terminó por convertirse en artista.
Paul había estudiado Literatura francesa en Columbia.
Fue marinero en un barco petrolero que ancló en Francia cuando cumplió 24. Permaneció en París cuatro años,
aunque sólo planeaba estar uno. Se ganaba la vida cui-
dando un rancho y haciendo traducciones de escritores
franceses como Mallarmé y Simenon. Para cuando regresó a Nueva York, Sophie seguía en su largo viaje por el
mundo.
Ella deseaba convertirse en el personaje principal de un libro y le pidió a Él que lo escribiera. Hacer lo que le dictaran
las palabras, diluirse. Ser la incertidumbre atrapada en una
narración. Arriesgarse a desaparecer en una vida ajena. Flotar sin responsabilidad, sin consecuencias.
En un campamento de verano Paul había visto muy de cerca
algo que en ese momento entendió poco. Tenía 14 años. Un
amigo suyo se arrastraba bajo una reja de alambre tratando
de ponerse a salvo de una tormenta eléctrica en el bosque. Al
otro lado había un descampado. Mientras Paul esperaba su
turno, un rayo cayó directo en la reja y su amigo se electrocutó. Fueron solamente unos segundos los que lo separaron
de la muerte. Era todavía un niño cuando tomó conciencia,
a fuerza de un suceso azaroso, del momento estremecedor
en el que todas las cosas pueden cambiar drásticamente, sin
retorno. Tiempo después se convertiría en escritor.
Cuando Sophie era apenas adolescente vivió un tiempo
en Camargo. Tenía 12 años. Sus amigos eran muchachos
más grandes, de entre 18 y 20. Era la pequeña hermana
postiza. Ahí aprendió a bailar y a cabalgar. Durante un largo tiempo fue la única mujer jinete. Le decían “la gitana”.
La vida en la campiña era muy distinta a la de la ciudad,
40
siempre en riesgo, agitada, peligrosa, extrema. Sophie no
recuerda las cosas por mucho tiempo, pero esa temporada
la cambió para siempre. Sus amigos terminaron casándose
y teniendo hijos; echaron raíces. Sophie siguió adelante y
se acostumbró desde entonces a dejar amistades cada tres o
cuatro años, a nunca permanecer demasiado tiempo en el
mismo lugar.
Ella era una especie de rumor conocido, el murmullo de
una metáfora. No sólo una narradora de buenas historias
sino un personaje que encarnaba el silencio de la escritura,
la escritura misma. Sus piezas tenían siempre una vuelta de
tuerca: una noveleta arrebatadora, siempre autobiográfica,
pero colgada en la pared.
Uno de los primeros hábitos que Sophie asumió a su regreso fue seguir gente en la calle, sentía que eso le daría
rumbo a sus paseos. No sabía que otro artista, Vito Acconci,
lo había hecho y documentado años antes. Cuando quiso
presentar sus piezas en una galería lo buscó y habló con él.
Vito le dijo que las razones que los llevaban a realizar las
mismas acciones eran distantes, lo mismo que sus intereses.
No habría problema.
En una de sus caminatas, Sophie siguió por un rato a
un hombre que se perdió en la multitud. Esa noche, en una
inauguración, alguien le presentó casualmente a ese mismo
hombre. Cruzó algunas palabras con Henri B, quien le habló de su próximo viaje a Venecia. Ante semejante casualidad, Sophie supo que debía seguirlo. Al día siguiente fue a la
41
estación de trenes. Tenía escasas pistas, un par de pelucas y
algo de maquillaje. Era la primera vez que viajaba a Venecia.
L’homme que je suis peut m’emmener où el veut, j’y vais. C’est
la règle du jeu. Mais c’est moi qui l’ai choisie. Je rêve toujours de
situations dans les quelles je n’aurais rien à décider (Suite vénitienne, 1979).
Paul estuvo volcado en su poesía hasta 1979. A partir de ese
año retomaría narraciones guardadas en sus cajones, textos
que nunca había enseñado. Buscaba una prosa transparente.
Partículas disgregadas en un líquido incoloro. Hacer un coloide a través del que cualquier lector pudiera olvidarse de
las palabras; seguirlas hasta perderlas en medio del camino.
Entrar. Ser la historia que se cuenta.
…In the impossibility of words,
in the unspoken word
that asphyxiates,
I find myself.
Ella sentía una extraña debilidad por las historias que Él escribía. Mientras lo leía se entendía a sí misma como un acontecimiento azaroso sumado a las bifurcaciones de sus tramas
enmarañadas. Se reconocía en sus personajes: siempre perdidos en una gran ciudad, solitarios, sin rumbo. Víctimas de la
contingencia. Quería encontrarlo. Lo buscaba. Buscaba ese
hilo de coincidencias que un día la pondrían frente a él.
42
Pero si Él escribía sobre un personaje tirándose del puente
de Brooklyn, Ella se tiraría. Si el personaje se enamoraba de
Él, Ella tendría que enamorarse. Podía escribir la historia
que quisiese. Narrar la que sería todas. Pero era demasiado.
Pesaba en Él una responsabilidad de la que no podía hacerse
cargo.
Sophie le pidió a su madre que contratara a un detective
para vigilarla durante una semana. No sabría el día exacto
en que éste empezaría su trabajo. Tampoco el detective sabría que la investigación era su propio encargo. Después, le
pidió a un buen amigo que durante la semana en cuestión
estuviera todos los días afuera del Palais de la Découverte
a las 5 de la tarde y le tomara una foto, esperando que el
perseguidor apareciera en esa misma fotografía y así poder
conocerlo. Sophie llevaba un diario puntual de acciones,
hora por hora, parecido a la minuta que le sería entregada
a su madre. El día que fue seguida salió de casa a las 10.20
de la mañana, compró flores, fue al cementerio y las dejó
en la tumba de un desconocido; se encontró con una amiga
en un café a las 10.40, a las 12 fue al peluquero y a las 12.30
tenía cita con un editor. A las 2.20 estaba en el Louvre frente a su cuadro favorito, Hombre con un guante, de Tiziano.
Paseó en el jardín de las Tulleries y entró en el Palais de la
Découverte entre las 4 y las 6. Por la noche, a las 7, asistió a
la inauguración de Gilbert & George en la galería Chantal
Crousel. Salió de la exposición con un conocido, cenó en el
OKbar. Regresó a casa en la madrugada, mareada. Se quedó
dormida. Al terminar cada uno de los días de esa semana,
43
Sophie se preguntaba si efectivamente la habrían seguido, si
ese hombre que la perseguía por las calles de París la pensaría al día siguiente (La filature, 1981).
When things were whole, we felt confident that our words could
express them. Paul había recibido una llamada. El número
estaba equivocado. Le preguntaban si su casa era una agencia de detectives. En uno de sus primeros libros escribiría la
historia de un hombre que, al recibir esa llamada por tercera
vez, se haría pasar por investigador privado. But little by little these things have broken apart, shattered, collapsed into chaos.
El sujeto a indagación caminaba sin rumbo en la ciudad de
Nueva York, parecía hacer el dibujo de diversas letras con
su recorrido. Pero esas letras nunca se convertirían en palabras, ni dejarían ver algo oculto. And yet our words have
remained the same. They have not adapted themselves to the new
reality. Había un secreto inexistente, sujeto al delirio de un
desconocido que poco a poco se despojaba de todo cuanto
lo rodeaba. Hence every time we try to speak of what we see, we
speak falsely, distorting the very thing we are trying to represent
(City of Glass, 1985).
Él no podía dictarle un destino. Y, en todo caso, ¿quién era
Ella? ¿Habían cruzado alguna vez una mirada? Le daría
unas pocas líneas cruzadas y así tal vez, sólo tal vez, elegiría
llegar a Él.
Ella necesitaba señales claras. Palabras exactas. Sin equívocos.
Se había contado la historia cientos de veces y la sabía de me-
44
moria. Él sólo tenía que escribirla, correr el riesgo. Saltar. Era
el único que podría escribir algo así, el único que materializaría el silencio de todos esos años de saberse sin conocerse.
Para Paul, un personaje se encuentra siempre en un eterno
periplo. Marco Stanley Fogg es un muchacho que recibe
en herencia la enorme biblioteca de su tío y decide dejarla embalada. Las cajas serán muebles transformables en su
departamento, un constante reflejo de su inestabilidad, una
suerte de instalación minimalista-funcional. Como en un
viaje iniciático, se irá deshaciendo poco a poco de posesiones y aspiraciones: mientras más lejos de sí mismo más fácil
encontrarse, hasta habitarse como a un extraño. Trabajará
cuidando a un anciano cascarrabias. Paseará en Central Park
y le leerá en voz alta a los clásicos cada tarde. Cuando el
viejo está a punto de morir le pide a Fogg que le haga llegar
algunos documentos a su hijo. Fogg parte en busca de ese
hombre. Ese encuentro planeado por el viejo significará un
reencuentro inesperado para Fogg: el hombre en cuestión
resultará ser su padre, quien morirá poco después. Fogg seguirá su viaje hasta la playa. La travesía de Fogg es una deriva interna en la oscuridad. I had come to the end of the World,
and beyond it there was nothing but air and waves, an emptiness
that went clear to the shores of China. This is where I start, I said
to myself, this is where my life begins (Moon Palace, 1989).
Le lundi 16 février, je réussis, après une année de démarches et
d’attente, à me faire engager comme femme de chambre pour un
remplacement de trois semaines dans un hôtel vénitien: l’hôtel C.
45
Sophie sabía que nunca les vería el rostro, sólo observaba sus
movimientos cotidianos. Cada huésped, una forma de caminar la ciudad con un desconocido, el halo de un recorrido interno. Sintió que podía completar historias de otros con unas
pocas evidencias de vida. Observaba, por ejemplo, cambios
mínimos en el frutero: unas cuantas naranjas convertidas día
con día en cáscaras, tiradas en el basurero. Emitía juicios. La
gente que espiaba también hacía un viaje. Esos otros escribían
en cuadernos, en hojas sueltas o en el papel membretado del
hotel. Caminatas, impresiones, el menú del día, la dirección
de un lugar, una postal a un amigo, cualquier cosa. Pensaba
que no había forma de concebir un viaje sin unas cuantas
palabras por escrito, como si escribir fuera una forma de no
decir adiós. Viajar no sólo es ausentarse, es dejar prueba de
dicha ausencia, del cambio que sufre aquél que se mueve de
lugar. Sophie se adentraba en su propio trayecto juntando los
rastros de un viaje en el que ella no existía (L’Hôtel, 1981).
Él escribió por fin sus líneas. Cumplió el trato. On How to
Improve Life in New York City (Because she asked…). De llevarlas a cabo, Ella tendría que viajar a su ciudad. Su texto
era claro de primera intención, aunque escondía un guiño.
¿Entendería? ¿Escucharía debajo del ruido del convenio un
susurro oculto?
El correo trajo varias páginas en máquina de escribir y una
carta escrita a mano. Leyó con atención. Él había respondido formalmente a su pedido y nada más. No era lo que
esperaba. Quería descifrar un mensaje encubierto, oculto en
46
el guión, pero cómo asegurarse de algo así, cómo saberlo.
No estaba dispuesta a preguntarle. Realizó las instrucciones
al pie de la letra.
En 1984, le ministère des Affaires étrangères m’accordé une
bourse d’études de trois mois au Japon. Je suis partie le 25 octobre sans savoir que cette date marquait le début d’un compte
à rebours de Quatre-vingt-douze tours qui allait aboutir á une
rupture, banale, mais que j’ai vécue alors comme le moment le
plus douloureux de ma vie. J’en ai tenu ce voyage pour responsable. En un intento de exorcismo, cuando Sophie volvió
de Japón en enero de 1985, encuestó a todos sus amigos,
conocidos y desconocidos para averiguar cuál había sido el
momento más doloroso en su vida. Buscaba relativizar su
tristeza escuchando la ajena y solamente dejaría de preguntar cuando ésta desapareciera.
Cada respuesta se convirtió en una historia al lado de
la suya, una y otra vez. La misma fotografía del cuarto 261
de un hotel en Nueva Delhi donde había planeado un reencuentro que nunca sucedió. Imágenes de todas las historias
que no eran suyas, un coche, una calle: lugares donde la vida
de otros había cambiado. Y su historia contada decenas de
veces, siempre escrita de forma distinta: Il a rompu par téléphone. Quatre répliques et moins de trois minutes pour me dire
qu’il en aimait une autre. C’est tout. Así durante tres meses.
Las crónicas reunidas eran mucho más sórdidas y desgarradoras que su ordinaria historia de amor. Pero Sophie tenía
que dejar ir todo eso que ya no podría ser. Apresurar su luto.
Esa abrupta, unívoca y ajena decisión la había convertido en
47
la extraña, después de ser la más íntima. Culpaba, en la soledad del abandono, a un tiempo que cambió sin esperarla, sin
que estuviera lista. La última anécdota que le contaron era
idéntica a la suya. Se sintió redimida. Guardó el proyecto
por miedo a una recaída y lo retomó quince años después
(Douleur exquise, 1985-2003).
Paul se entera repentinamente de que su padre ha muerto
y escribe una novela que será el ensayo de un duelo. Tardará varios años en publicarla. Su padre escondía un secreto
terrible. Paul descubrirá el misterio en notas de periódico y
documentos archivados. ¿Quién era entonces ese hombre?
Su narración busca un encuentro. Solamente la memoria,
ese espacio donde las cosas pueden suceder dos veces; el lenguaje, vehículo de los afectos más abstractos; y la soledad,
aislamiento cuyo destino último es la creatividad, podrán liberarlo del fantasma de su padre, un hombre que había sido
un completo desconocido. Language is not truth. It is the way
we exist in the World. Playing with words is merely to examine
the way the mind functions, to mirror a particle of the world as the
mind perceives it. In the same way, the world is not just the sum
of the things that are in it. It is the infinitely complex network of
connections among them (The Invention of Solitude, 1982).
Sin duda estaba ahí lo que Él había querido decir, pero con
las palabras nunca se sabe. Las palabras son cuevas. Difícil usarlas sin producir malos entendidos. Las palabras son
los cables kilométricos, las señales vía satélite que separan
a dos personas, cada una en su auricular. Escribir o hablar,
48
monedas al aire: el peligro latente de que los significados se
acomoden en formas insólitas. La confusión entre las estalagmitas y las estalactitas, agua caliza a punto de caer. Pero
Él tenía confianza. Ella entendería.
Ella creía que las cuerdas se tendían naturalmente entre ambos trazando una enorme madeja de sincronías. Las
latitudes parecían desvanecerse, pero su percepción no era
más que el borde de un delirio, de un deseo. Líneas paralelas, esas que avanzan muy cerca pero nunca se tocan. La
carta no era un cordel sino una estría que se dibujaba entre
los dos, un talud inesperado. Aquello con lo que larga y pausadamente había fantaseado, se escapaba ahora cuesta abajo.
La imaginación es impotencia. Nunca contestó.
Las posibilidades se opacan fácilmente. Existiría solamente
esa metáfora que Él no se animó a escribir. Esa metáfora que
Ella no supo traducir. Importa poco. Qué tan importante
puede ser que un líquido se amolde a un contenedor y que,
accidentalmente, se caiga al suelo, se rompa y se desparrame. Alcanzar algo es llegar muy pronto a la salida y llegar
a la salida los dejó sin salida. Uno no anda por el mundo
mirándose así, tan de cerca. La única y verdadera fatalidad es
la literatura, porque no existe en tiempo real, no sucede. Las
palabras se nos escapan siempre en la memoria arrepentida
de ese día y aquella hora, el minuto exacto en el que decidir
una sonrisa o un beso cambiaría por completo la trama, el
enredo, el argumento. Cuando los tiempos no pueden corresponderse, ese hoy no existe ni ayer ni mañana. Aunque
todas las palabras son falsas, —algún día— era hoy.
49
***
June 3, 1994
7 pages-including this one
Dear Sophie,
Well, here’s something, in any case. I did it after we talked
yesterday —and though it’s short on details— it might inspire
some interesting activities. I wanted to leave it open enough so
that you could find your own way through the ideas.
I hope you’re not too disappointed by the “lightness” of what
I’ve proposed.
In any case — be well, and get in touch when you can.
Yours ever,
Paul
50
CAPICÚA
Because the reality of the text and the text of the real
are a long way from forming a single world.
I spent my vacation practicing immobility.
Sitting in a chair puts you into a void.
A device for thinking about writing. Three months later I’d
built up enough vertigo to justify a breath of air. (I got up).
I’ll never write another line, I said to the Future.
The lines in my hand will have to do.
They’re already written down.
Marcel Broodthaers
­­­­­–HAY
demasiados huevos y mejillones en su obra, ¿por
qué? ¿Tiene usted algún
recuerdo de infancia que concierna a un huevo?
–Los moldes, los huevos, los objetos, no tienen otro contenido que el aire. Sus caparazones expresan forzosamente el vacío.
Una mesa repleta de huevos en toda su superficie recuerda
al desayuno pero al mismo tiempo cancela su función de
desayunador. Queda el rastro de un tiempo acumulado, de
lo que sabemos que fue un huevo, de lo que sabemos que
pudo usarse como mesa (Table blanche, 1965).
En 1964, 23 hombres y 31 mujeres escaparon de Berlín Oriental a través de un túnel muy angosto cavado por
debajo del Muro; en Lima, se contaron 319 muertos y 500
heridos en un brusco desacuerdo con el árbitro de un partido Perú-Argentina; un pasajero suicida del vuelo 733 de
Pacific Airlines mató al piloto y al copiloto para estrellar
el avión en California, no hubo sobrevivientes; el Departamento de Seguridad de los Estados Unidos declaró que
en las paredes de su Embajada en Moscú había más de 40
micrófonos escondidos. Aunque su salud era delicada, ese
mismo año, René Magritte pintó Ceci n’est pas une pomme,
una manzana derogada por el título, una contradicción más
entre la cosa y su representación; el gobierno de Italia le
pidió ayuda a un grupo de especialistas (matemáticos, ingenieros, historiadores) para estabilizar la inclinación de
la Torre de Pisa; un jurado blanco declaró nulo el juicio a
Byron De La Beckwith, miembro del Ku Klux Klan, por el
asesinato de Medgar Evers, defensor de los derechos civiles
para los afroamericanos.
Habiendo anunciado su retiro definitivo, en 1964 Marcel Duchamp terminaba en secreto su última pieza: Étant
donnés, una misteriosa puerta antigua a la que hay que asomarse por dos pequeños agujeros para observar a una mujer
tirada sobre juncos, desnuda y con el sexo deforme sosteniendo una lámpara de gas; al fondo un ciclorama con el
paisaje de una cascada parece moverse. Fue robada una valiosa colección de piedras del American Museum of Natural
History de Nueva York, el Eagle Diamond nunca apareció.
Leyland Motor Corp., firma inglesa, anunció la venta de
450 autobuses a Cuba, retando el bloqueo comercial a la
isla. Dieciocho estudiantes panameños fueron asesinados en
52
el patio de una secundaria al intentar izar su bandera junto
a la de Estados Unidos en la Zona del Canal. Se descubrió
el “Síndrome del espectador”, o “Síndrome Genovese”,
cuando 38 vecinos de Queens no respondieron a los gritos
desesperados de Kitty Genovese mientras era apuñalada.
Cassius Clay venció a Sonny Liston en Miami y fue coronado campeón de peso pesado; en Brasil empezaban veintiún
años de dictadura tras el golpe de Estado a Joâo Goulart. El
7 de abril de 1964, la IBM presentó su primer modelo de
computadora serie 360; justo tres días antes de que Marcel
Broodthaers abandonara la escritura inaugurando su primera exposición en la Galerie Saint-Laurent en Bruselas.
Afuera la lenta y azarosa transformación del mundo, la
fatalidad de sus inconexas relaciones. En el estudio, la nulidad del objeto, el espacio entre decir, hacer y contar; ahí estaba Broodthaers. Imposible frenar la violencia y el absurdo,
inevitable pensar que el gran tropiezo estaba en la palabra,
en todo lo que escapa de ella. Justo entre el decir y el hacer.
Ese espacio ininteligible, disonante, era el lugar en el que él,
Broodthaers, cifraba la transformación de su escritura.
Cincuenta ejemplares aparecen escayolados, sostenidos
por media esfera de unicel. Marcel recuperó, todavía envueltos en celofán, algunos tomos de su último libro de poesía, apenas publicado. El título, Pensé bête, alcanzaba a verse,
pero era imposible ojear las páginas. Los ejemplares estaban
definitivamente cancelados. Un gesto arbitrario y estúpido
con el que inició una carrera en el mundo del arte mientras
dejaba atrás su oficio de escritor. La pieza sucede a medio
camino entre un librero portátil y un tabique sin accesos.
53
Solamente destruyendo la escultura es posible acceder al
libro y destruir el monolito significa volver a la literatura.
Jaque mate, escultor o poeta, opciones que se suprimen una
a otra. Marcel era un cancelador, un portero sostenido en la
diagonal que separa el significado del significante. El explorador de una pausa inexistente. Una ecuación capicúa que se
desvanece al ponerse en marcha.
El bosque del entendimiento quedó paralizado. Pensé
bête era una fractura y su escultura-libro una tibia enyesada,
un objeto enraizado a una base, a un bloque. Las palabras
una pared infranqueable; su escritura, un muro de contención. Marcel Broodthaers, junto con la enredada demencia
del mundo, convirtió su libro en un acontecimiento.
La floresta marcha a paso cadencioso. Sin certidumbre.
Las florestas que se extienden van tan lejos…
Poca esperanza.
Había nacido en Bruselas en 1924. En su juventud,
René Magritte le regaló Un coup de dés jamais n’abolira le hasard, de Mallarmé. Ese libro sería después pretexto para una
de sus piezas, cada enunciado convertido en una cinta negra,
el contenido en forma, la insinuación de un renglón, cada
enunciado un molde. Las palabras escondidas debajo, como
si no dijeran nada, como si lo importante fuera solamente el
espacio que ocupan en el papel (Un coup de dés jamais n’abolira
le hasard, 1969, 12 placas de aluminio, 32x50 cm c/u).
En los años anteriores a su primera aparición como artista, Piero Manzoni había firmado su espalda, como la de
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muchos otros, para convertirlo en una escultura —su rúbrica convertía las cosas, todas, en una obra de arte—. Escribió
en el Journal des Beaux-Arts y Le magazine du temps présent,
tenía publicados cuatro libros de poesía: Mon livre d’ogre:
suite de récits poétiques (1957); Minuit (1960); La bête noire
(1961), una descripción del zodiaco y de varios animales domésticos con grabados originales de Jan Sanders y Pensé bête
(1964), número de ejemplares desconocido pues la mayoría
fueron intervenidos con papeles de colores, cuadrados y círculos negros, azules o rojos tapando pedazos del texto. Las
últimas copias se transformaron en aquella escultura con la
que abrió una disyunción en el rumbo de sus textos: escribir
sobre otros soportes.
Para cada una de sus ediciones hacía diversos tirajes,
cambiaba papeles y acabados. 33 ejemplares de su primer
libro con un frontispicio original de Serge Vandercam, tres
copias en papel de china con la marca HC, cinco en pergamino japonés numeradas de la A a la E, veinticinco en papel
Auvergne y 150 en papel Velin. Trataba de desaparecer el
original distrayendo al lector con números y clasificaciones
absurdas. Para el segundo libro 12 copias fueron impresas
en papel alemán hecho a mano con una acuarela firmada de
Serge Vandercam, numerados del i al xii, 213 copias en papel
de lino. Cada edición una diversidad de soluciones. Recreo y
posibilidad de elección. Para el tercer libro, veinte copias se
imprimieron en papel Arches, 3 ilustradas por Sanders y 17
numeradas del i al xvii, 700 copias en papel ordinario.
Para Broodthaers ningún lenguaje tenía sentido. Su
obra es un ejercicio de lectura; no hay nada que buscar en
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sus extraños objetos y ensambles. Él había pensado y se había propuesto usar el objeto como una palabra cero. Vacía.
Hueca. Y, en tal caso, buscar el sentido de sus mensajes es
una empresa imposible e irracional. No se puede pensar
ante el puro vacío. Su obra era la carta de un prófugo que,
para no ser encontrado, inventó una forma de decir sin decir, o de decir por decir. Descifrar a Marcel es traducir a
un fugitivo de la lógica, alejarse del sentido común. Si existía un mensaje, estaba escondido en una selva retorcida de
retruécanos lingüísticos, pero simplemente no lo había, no
ese que el receptor está acostumbrado a recibir. Marcel intentaba negar, tanto como fuera posible, el significado de la
palabra del mismo modo que el de la imagen. Sus cartas no
tenían mensaje alguno. Broodthaers huía de la impuesta labor de hacer sentido con las palabras y con las imágenes. No
se trataba de una comunicación dividida entre un pedazo de
una palabra y un pedazo de una imagen. No había juego.
No había confesión. La llana y simple nada.
Ils ont dessinés
Des poutres entre les A et sur les T…
…Ils nous (ont) empêché de lire les textes,
Car Il n’y a pas une ligne qui ne les condamne
Les belles lettres
Ça bouche les jeux
Después de enterrar en yeso su poesía, Marcel comenzó a hablar en una lengua distante, cada vez más y más holgada. Quien cree en el azar cree en la locura, quien cree lo
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suficiente en el azar busca indicios en cualquier parte y se
despega poco a poco; vive saltando, concentrado en los huecos, en los espacios de nulidad que se abren ocasionalmente
entre las cosas, las ideas y la memoria. Quien se sumerge en
el azar descree del consenso que asume la destrucción de lo
estabilizado como una excepción que confirma la regla y la
fija. Broodthaers es un planeta distante cuya órbita aún nos
pone en duda, su traslación es reflejo de una imposibilidad,
la de salir de la caja, del anaquel, del fichero.
Diversas acumulaciones de cascarones de huevo y mejillones sobre muebles, dentro de cacerolas y jaulas, pegadas a
lienzos circulares, dentro de maletas; una extraña pululación
del vacío infectando los objetos de uso común. Sombreros.
Su firma dibujándose y desdibujándose en una película de
16 mm. Todo recurso como un paño cubriendo algo que no
puede verse, que nadie ha visto. La pura ropa, el envoltorio.
Y adentro, nada.
Nadie sabe quién inventó las palabras, ni cómo es que
se deciden sus grafías. Vacantes disponibles. Moldes. Prismas que vemos distintos dependiendo de la dimensión y el
punto de vista. Cada palabra tiene mil caras. No hay camino
corto. La arbitrariedad de Broodthaers revela que ese mundo real, tan conocido, es también un lugar al que no se llega,
en el que no se está, ni se tiene, ni se alcanza nada.
En cada página de un libro diminuto aparecen manchas
negras, debajo de cada una se leen los diversos nombres de
los países del mundo. Qué es de un lugar sin su contexto,
dónde queda la mancha sin su nombre, qué es del nombre
sin su mapa, de la frontera sin lo que la circunda. El que es-
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cribe (o dibuja) interviene un espacio, lo ocupa, lo invade (La
conquête de l’espace. Atlas à l’usage des artistes et des militaires,
1975, 50 ejemplares numerados). En el encabezado “Carte
du monde politique” de un gran mapamundi, Broodthaers
tachó “li” de la palabra politique y por encima escribió una
“e”. El planisferio quedó idéntico a como fue comprado,
con esa pequeña corrección: “Carte du monde poetique”
(1968, papel, corrección con tinta, 115,5 x 181 cm).
El truco de Broodthaers consistía en presentar documentos aparentemente coherentes. El secreto no yace en
el fondo de lo visible o legible sino en la migración de su
sentido, en el caos y la incongruencia, ahí donde van a dar
las cosas con las que no sabemos qué hacer. My alphabet is
painted. No era que “dijera” cosas o que las “pintara”. Si su
alfabeto estaba pintado, no estaba escrito y si hacía alfabetos tampoco pintaba estrictamente. Desde ahí, el arte no es
más que un intercambio económico y simbólico —como se
discutió acalorada y repetidamente en las posvanguardias—,
entonces no tenía sentido decir nada más, sólo desesperanza
ante la inutilidad del objeto artístico, ante la absoluta intrascendencia de la contemplación.
Marcel era la búsqueda de un silencio ambiguo, no la
distancia entre lo dicho y lo representado como lo había
hecho su maestro Magritte, ni el silencio del que emerge un
sentido fragmentado y complejo, como en Mallarmé, sino
la negación de aquello que condena al lector a entender
algo. El único camino para reducirse a cero fue detenerse
en los resquicios, jugar con letras y palabras, aliteraciones
y sustracciones, hasta que ya no se dijera nada. Arribar a
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la anulación: tropezar con las banquetas agrietadas por la
fuerza de las raíces de los árboles, intentar cientos de veces
antes de lograr la llama de un encendedor, dar marcha al
coche hasta que se caliente el motor, remplazar el código
de barras que la caja registradora no puede leer porque no
está dado de alta, templar la leche de una mamila. Suprimir. Quedarse entre, en medio. Esperar a que los mejillones
abran su concha dentro de una olla con agua hirviendo. Vaciar el contenido de un huevo pasado por agua. Broodthaers
trató de establecerse en ese espacio que se evapora antes de
conseguir que sea real.
Cancelar su poesía fue una forma de desdibujarse, lo
mismo que recortar trozos de papel de colores e irlos pegando en sus textos para que no pudieran leerse. Ahí estaba la palabra, lo escrito, lo pintado; aunque era ilegible.
La obra de Marcel es un ejercicio de no-lectura, asumiendo
que las palabras están encima de las cosas, lo mismo que
las imágenes, y que no hay forma alguna de que sean reales. Aceptamos el mundo como admitimos los sentimientos
más abstractos, que siempre son pero no están. El mensaje
de Broodthaers disociado entre partes irreconciliables, corriendo el riesgo de esfumarse. Anclado en su propia efervescencia terminaría siempre por desaparecer.
En 1968, Marcel presentó el que sería su más grande
proyecto. Hacer una exposición que fuera una exposición.
Tautología. Inauguró en su estudio el Musée d’Art Moderne,
Département des Aigles. La muestra consistía únicamente en
cajas de embalaje para obra de museo. Solamente los contenedores. Lo demás quedaba en entredicho. No se trataba
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de dibujar ni imaginar el cordero del Principito dentro de
cada caja, sino de la simple insinuación del vacío. Un vacío
en el significado social de la obra de arte. Vacío el lenguaje,
nombra arbitrariamente y ahueca la imagen que, de todas
formas, es siempre una re-presentación. Vacías las cajas que
no contienen nada.
193. Ceci n’est pas un objet d’art, cientos de números con
la frase impresa, catalogando cientos de objetos antiguos
dentro de vitrinas de museo. 82. This is not a work of art.
La sustancia en la paradoja de Magritte. A.k. Dies ist kein
Kunstwerk. Los objetos son lo que una etiqueta dice que son,
aunque nunca estemos seguros que sean realmente. Esto no
es una obra de arte (Section des figures, 1972).
El burócrata de la nada terminó sus días en Colonia.
El archivo del mundo lo había cansado. Broodthaers, el que
niega lo que nombra. El que escapa y cancela. El que contrapone las funciones y las anula. Ese que no tenía nada que
decir murió el 28 de enero de 1976.
60
ONOMATOPEYA
Since inviting about a hundred dogs to
my home for a two-week course
in lyric poetry some time ago, I have gone over to
writing worlets (words, letters).
Öyvind Fahlström
EL
lenguaje es una complicidad que asumimos demasiado pronto. Sucede a través del diálogo.
O, tal vez, el diálogo es nuestra primera complicidad con el lenguaje. Muy al principio, esa conversación
no se entabla con las palabras de los diccionarios; cuando
es oral lo que se escucha es ambiguo y, cuando es escrita,
no todo el mundo puede descifrar su indeterminación. El
diálogo es la estela que el gesto o la palabra dibujan entre
dos personas.
En la infancia y la primera adolescencia experimentamos la noción de lenguaje, tal vez sin ser del todo conscientes, a través de la convivencia. La amistad es una terquedad
que inaugura la correspondencia entre iguales. Un amigo es
un secuaz en el arduo camino para entender el mundo, para
advertir que nuestro cuerpo ocupa literalmente un espacio
sobre la tierra, un espacio ineludible que no puede superponerse a otro: donde yo estoy no hay nadie más; lección
pronta y dolorosa sobre el desamparo, la perspectiva y la re-
latividad en la que se agradece tener un colega cerca. Como
un hermano, un amigo no es quien está viviendo siempre
exactamente lo mismo que nosotros en el mismo instante
sino el que, más allá de coincidir, está calificado para descifrar, en nuestro ineficaz vocabulario, en nuestros zumbidos, lamentos y tartamudeos, lo que queremos decir. Es con
quien inventamos el silabario de nuestra personalidad.
Entre las niñas la primera complicidad consiste, por
ejemplo, en traducir todas las letras del alfabeto a nuevos
signos. Una tarde, después de clases, se condensa un nuevo
abecedario escrito en un pequeño papel doblado que permanecerá entre lápices y plumas hasta ser aprendido por completo. El abecé sólo puede existir dentro de las dos cabezas
que lo crearon. A través de estos criptogramas será posible
conversar, pasarse recados en clase, decirse lo que nadie más
debe saber, contar lo que pasó la tarde anterior, criticar, planear el descanso, etc. La maestra nunca sabrá, si descubre
el secreto intercambio en el salón, qué dicen los mensajes;
se enfrentará a una serie de antiguos jeroglíficos imposibles
de paleografear. Entre los niños, esa primera complicidad
sucede en el patio, cuando es necesario inventar señales que
simplifiquen el entendimiento de una estrategia a seguir.
La mayoría de las veces ni siquiera es necesario inventarlas, suceden en la práctica, naturalmente. Miradas, chiflidos,
sobrenombres, ruidos, gritos… cualquier cosa es digna de
convertirse en el lenguaje de los niños, ese que, aunque no
es incomprensible, suena a lengua distante. Su belleza radica en que no ha sido aprendido en la escuela, es una primera
aplicación orgánica de la necesidad de relacionarse con los
62
otros, esa inevitable necesidad de ser escuchado, de hacer
que ese lugar único de un cuerpo sobre el piso resuene unos
metros más allá, para tocar con ondas invisibles a ese otro
que también lucha contra las fuerzas gravitatorias.
Visto a la distancia, un grupo de niños jugando futbol
es una parvada que dibuja zigzags en el cielo. Pájaros que se
comunican sin decirse nada. Corren uno a un lado del otro,
se miran, hacen sus pausas, abren los brazos, manotean,
saltan, derrapan. Tienen el paisaje dominado, están a nada
de conseguir lo que han buscado todo el partido. Tal vez
los malos equipos de futbol se componen de jugadores que
nunca experimentaron en la niñez la noción de comunidad,
de movimiento conjunto, de energía sumada, de diálogo silencioso, de sinergia, de pájaro en parvada.
El búho ulula. Adentro, muy adentro de un bosque no
tan lejano, Öyvind Fahlström montó un campamento de
una semana. La chicharra chirría. Ahí comenzaron sus labores de intérprete. La tórtola arrulla. Desordenadamente,
en un gran cuaderno de hojas blancas se dedicó a escribir, a
transcribir todos los ruidos que le rodeaban. La golondrina
trisa. No existen palabras tan exactas como las que reproducen el sonido que los animales emiten. La gaviota grazna.
Hay largas clasificaciones para nombrarlos, para acercarse a
ellos, a sus misteriosas lenguas, a sus cantos y rechinidos. El
grillo grilla. Fahlström se proponía enlistar las palabras de
un nuevo idioma. Alguna vez había trinado absurdamente
entre once niños. Sabía que la conversación es un esférico
flotando de un lado a otro en una cancha, porque él había
sido uno de esos pequeños pájaros corriendo tras él. Había
63
tratado de decir como cualquier otro, —decir en el sentido
estricto de pronunciar, de hacer sonido, de hacerse escuchar. No valía la pena enterrar la palabra en sus grafías, no
sin una voz que la articulara.
layr(sp)eengtchurry. tchurry…ahl(o)’gron(k)
(t)rrambeo
towchurry
frr(up)yor. trrwhoo
titsh(oup).
(Birdo,1962)
Fahlström dejó de escribir poesía para páginas de libros a
mediados de los años cincuenta, prefería buscar versiones
acústicas de la escritura. Birdo, Whammo y Faglo fueron el
resultado de aquel viaje al bosque. Whammo, un recorrido
por las expresiones usadas en las tiras cómicas. Birdo y Faglo
cifraron el canto de las aves. Una minuciosa recopilación
de lenguas-monstruo en varias páginas repletas de letras
encimadas. Palabras desconocidas trenzadas en categorías y
cuya pronunciación exige que el lector improvise, que haga
un esfuerzo por mimetizarse con el ruido, vocalizar o ser
pájaro. ¿Cuántos días tienen que pasar para olvidar las palabras conocidas y ser uno más, un ave más, una que escucha
y no canta, que escribe y no vuela, que espera paciente, que
reproduce? titsh(oup).
Para percibir la realidad hacemos una traducción. Y la
traducción es un sistema específico que funciona si sus reglas se siguen al pie de la letra, en cada caso. El problema,
en realidad, es cómo estipular esas reglas. La onomatopeya
64
es una traducción, la estampa de un sonido. En un diálogo,
el ejercicio de traducción que hace cada parte en busca del
entendimiento, pasa de la palabra al tono y del tono al gesto.
En los niños empieza en el tono, luego en el gesto y termina
en la palabra. Mucho se pierde en el intercambio. Conocer
bien a una persona nos permite leer con mayor facilidad
sus ademanes pues corresponden a una clasificación que hemos hecho durante años, un largo listado de sus sonidos
y muecas, de sus onomatopeyas particulares; esas que nos
permiten matizar lo que nos dice, advertir el rumbo que ha
tomado su pensamiento al dirigirse a nosotros.
splash. snack. spang. scratch
tap. (ta)tarra. twang
glug. glur. glurg. gulp. glup. blup.
(Whammo, 1962)
Lewis Carroll debe haber sido uno de los primeros en hacer
una escritura sin sentido. En las páginas de Alicia a través
del espejo, escrito en 1872, hay un poema corto, Jabberwocky:
Twas brillig, and the slithy toves / Did gyre and gimble in the
wabe; / All mimsy were the borogoves, / And the mome raths outgrabe. En él las palabras son fusiones que todavía mantienen
una liga con el idioma pero se alejan lo suficiente como para
parecer un invento que carece de significado. Ese tipo de
palabras-fusión son parecidas a los acrónimos, vocablos que
se forman al unir partes de dos palabras —emoticon (emotion + icon)—, o las siglas que pueden leerse como palabras
—Objeto Volador No Identificado, OVNI—. Varios años
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después, en 1939, James Joyce escribió Finnegans Wake con
un inglés deformado que incluye palabras en decenas de
idiomas. El texto es ilegible, tan difícil de interpretar como
los sueños. Pero un par de décadas antes, en 1919, un primer borrador de Vicente Huidobro hizo gritar a Altazor.
Después de atravesar el mundo en un largo y reflexivo viaje,
en el séptimo canto el paracaídas traerá la desesperación y el
alarido deglutido por el aire, la crónica de una caída libre:
Olamina olasica lalilá
Isonauta
Olandera uruaro
Ia ia campanuso compasedo
Tralalá
Aí ai mareciente y eternauta
Redontella tallerendo lucenario
Ia ia
Laribamba
Larimbambamplanerella
Laribambamositerella
Leiramombaririlanla
lirilam
Ai i a
Temporía
Ai ai aia
Ululayu
lulayu
layu yu
66
Ululayu
ulayu
ayu yu (…)
¿Por qué nadie ha escrito poesía en un idioma inventado, sin referentes a ningún otro? ¿Por qué no hay novelas
escritas en lenguas que nadie conozca? Fahlström no dejó
de escribir, llenó sus páginas con un idioma cuya lógica es
la resonancia, incluso en su ordenación visual. ¿Cuáles son
las letras exactas para reproducir un sonido? Tweet. Teatro y
poesía estarían escritos, en adelante, con alguno de sus falsos dialectos. Una jerga sonora para condensar el sentido en
algunas letras, que no significan, suenan; que dicen cómo
se pronuncian esas cosas que no se dicen porque no tienen
palabras. El ruido las hace concretas, ancla su volatilidad. Sin
guía, sin papel doblado dentro del estuche de lápices, puro
sonido que se dibuja en una serie de caracteres. Pero nunca
se animó a inventar sus propios signos ni pictogramas. Escribió palabras impenetrables con un alfabeto conocido. Porque aún cuando dinamitaba el lenguaje común y corriente,
aún en ese extremo del hermetismo quería ser leído, quería
que hubiera tímpanos para sus ruidos, para el desentono, la
cacofonía y la desarmonía. Oídos para el desacuerdo.
(Tempo: lento)
(Den Svara Resan, 1952-1955)
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Fahlström nació en Brasil en 1928 y fue enviado a Suecia
en el verano de 1939 para visitar a sus abuelos. La Segunda
Guerra Mundial empezó justo un par de semanas después de
su llegada y le fue imposible regresar a casa; realizó el resto
de sus estudios en un internado para niños extranjeros en
Estocolmo. Volvió a ver a sus padres en 1948, mismo año en
que fue obligado a elegir una nacionalidad, pues tenía edad
para ir al ejército. Desistió de Brasil y se convirtió en sueco.
A pesar de su decidida renuncia, las preguntas que se
hizo sobre lenguas imaginarias, su trabajo de traductor del
bosque y su obstinación con el sonido parecían un impulso inconsciente que provenía de ese lugar en el que había
vivido hasta los diez años. En los cincuenta, poco antes de
sus transcripciones animales, se fraguó en Brasil la poesía
concreta. Haroldo y Augusto de Campos, junto con Décio
Pignatari, buscaban una poesía visual y espacial, además de
rítmica y sonora, inspirados, por supuesto, en el trabajo de
Mallarmé y Apollinaire. Tal fue su cercanía que escribió su
propio manifiesto para la poesía concreta. Propuso la unidad de un poema más allá de la rima y el ritmo. Utilizar el
espacio de la página, lograr una cadencia en el vacío. Hacer
interactuar palabras simples y complejas, pesadas y ligeras,
vacilantes y tranquilas, onomatopéyicas y simbólicas. Buscar la coherencia del lenguaje de los niños o de los enfermos
mentales para abolir la contradicción. Reasignar las correspondencias de letras como en anagramas, escribir palabras
comunes en contextos extraños o enrarecidos para minar la
certidumbre del lector, hacer más grande el agujero entre la
palabra y su significado.
68
A la par de esta anarquía literaria, Fahlström dibujaba, pintaba, recortaba pedazos de comics para cimentar
enormes mapas, universos gráficos, planetarios con nuevas
disposiciones para Europa y Asia, la nueva forma de Chile
o un mapa del mundo explicado por intercambios económicos. Construía en tercera dimensión signos y figuras de
tiras cómicas, cubos para sentarse y reordenar historias, sucesos sueltos. Hacía happenings y teatro callejero: invitaba
a los paseantes del East Village a jugar como fichas en un
Monopoly tamaño natural. Aunque ninguno de sus cosmos
parece tener conexión con el otro, el sonido sobrevive a los
soportes. La obra de Fahlström debe escucharse. Cada pieza
es una partitura con estipulaciones de tiempo y espacio. Un
guión es una partitura del mismo modo que sus palabras
desconocidas, son una instalación o un mapa. Es solamente
el sonido lo que levanta a una partitura de su críptico silencio para dirigirse a la confusión de la polifonía: un sinfín de
pájaros cantando al mismo tiempo desde las jaulas de un patio trasero, un arsenal de balas entre los bandos de la Guerra
Fría, un montón de niñas platicando en el recreo.
Alfonso Reyes acuñó el término jitanjáfora en 1942. Jitanjáfora es el valor poético concentrado en el sonido, en las
características fónicas de una palabra que podría inventar un
niño al tratar de comunicarse con un adulto. Composiciones que carecen de significado, palabras que no nos dicen
nada pero nos dicen de todas formas. El sonido, como las
demás expresiones del lenguaje, cobra sentido en relación
con su contexto, sólo si está dirigido, sólo si sabemos cuál
es el intento de un pequeño por decirnos algo, sólo si tene-
69
mos las herramientas para descifrarlo, lo entendemos. En
los niños y en los locos existe ese extraño y flexible músculo
del acrónimo. Casi todos dejamos de ejercitarlo en la juventud aunque seguramente se tonifica frente al balbuceo de
un bebé; los hijos siempre inventan palabras de las que los
padres se sienten orgullosos. Hay también quienes nunca
dejan de entrenarlo y juegan con él para hacernos reír o para
escribir poemas.
Entre las niñas, el recreo es un espacio de comunicación, el descubrimiento de la cofradía. Las niñas inventaron
desde hace tiempo, uno de esos tiempos difíciles de determinar, el único dialecto acrónimo que ha subsistido por generaciones, una juguetona jitanjáfora, un idioma rupestre
para los desinformados: la lengua de la efe o jeringoso (en
el Cono Sur). En 1976, una operación exploratoria reveló
metástasis en el hígado. Fahlström muere en noviembre de
ese mismo año en Estocolmo. No dejó nunca de ser un niño
asombrado por la estridencia del bosque y tofodofos lofos
nifiñofos sofon bifilifingüfuefes.
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AMBIGRAMA
LLEVO
el nombre de una
novela infantil que
ya no se imprime.
Verónica, Ánimo Verónica, Verónica al timón y Verónica, ¿estrella
de cine? son los títulos de la serie. Suzanne Pairault, escritora francesa que ni siquiera figura en Internet, es la autora.
Al parecer, fueron editados en español en los sesenta por
la editorial argentina Kapeluz, dentro de la colección Iridium. Verónica, la niña huérfana de caireles pelirrojos que
va sorteando las terribles dificultades de la vida, cautivó a mi
madre a tal punto que, desde muy pequeña, supo el nombre
que llevaría su hija.
Viajé a Argentina en 2001. Uno de los propósitos era
encontrar aquellos libros que me dieron nombre. Necesitaba saber qué había en ese personaje, así que recorrí con
mi hermano todas las librerías de viejo de Córdoba y de la
avenida Corrientes en Buenos Aires. Pocos días antes de la
fecha de regreso y cerca de abandonar el proyecto por can-
sancio, encontramos un ejemplar de Verónica al timón. Lo
tenía por fin entre mis manos y aún así postergué la lectura
para cuando estuviera de vuelta en México. No contaba con
que mi madre utilizaría alguna artimaña para esconder el
libro donde no pudiera encontrarlo. Pasaron muchos años
antes de que se distrajera, lo olvidara en su mesita de noche
y yo lo metiera de contrabando en mi mochila. Lo terminé
hace unos días. Es horrible. Está escrito con una moralidad
nauseabunda y una cursilería pegajosa. Por raro que suene,
hay veces que debemos hacerles caso a nuestros padres. Ella
lo escondió para que no me decepcionara, supongo, y yo
insistí en leerlo a una edad que ya no correspondía. La experiencia fue desalentadora, pero todavía puedo ostentar con
orgullo el significado original de mi nombre.
Según la tradición católica, en la que mi madre creció
y se formó, Verónica se acercó a Jesucristo en algún punto
del Vía Crucis para limpiarle el rostro de sangre y sudor
con su velo; en el paño quedaron milagrosamente impresas
las facciones del hijo de Dios. Verónica significa verdadera
imagen: Vero, vera, verdad; ica, ico, icono. Aunque algunos
filólogos han demostrado un error en la interpretación de
las etimologías, prefiero no hacerles caso. Un mito entero se sostiene de ese error, un mito con el que he logrado
identificarme.
Hay dos formas en que interpreto el milagro de Verónica, en realidad dos perspectivas de lo mismo. La primera
es que se trata de los inicios de la fotografía: una imagen de
la realidad logra imprimirse en un material gracias a la química, la alquimia o a la fe. La otra, el paño de Verónica es un
72
espejo. Tanto las fotografías como los espejos reproducen
imágenes gracias a una emulsión de plata que recubre el papel o el vidrio respectivamente. Verónica captura la última
imagen que Cristo ve de sí mismo y también se queda con
ella para la posteridad.
Mirarse al espejo es una práctica parecida a la búsqueda
del nombre. Nuestras facciones delimitan las singularidades con que portamos un apelativo común a millones de
personas. El espejo es el único lugar donde rostro y cuerpo
se proyectan como parte del mundo en un paralelo; lo que
hay del otro lado es una especie de proyección astral, un nosotros invertido. El espejo, desde el primer metal bruñido,
produce confrontación y, por tanto, es una herramienta de
conocimiento.
Cuando estoy cerca de un espejo siempre encuentro
algo fuera de lugar que me hace sentir insegura, por eso
intento evitarlos. Solamente con un par de copas encima
soy capaz de conversar con esa imagen y buscar apoyo en
ella. Hay días, los peores del año, en los que reviso infinitas
veces cómo me veo, si mi peinado está bien, si desapareció
tal o cual espinilla. No puedo dejar de pensar en esa imagen
inaccesible que emito. Me impone demasiado y aunque no
logro sentirme cómoda, voy muchas veces a su encuentro.
En cambio, he descubierto a mi roommate pasar largos ratos
frente al espejo después de bañarse, al despertar o antes de
ir a dormir, haciendo millones de caras, gesticulando como
si quisiera parecerse momentáneamente a otra persona. Lo
he sorprendido incluso a las tres de la mañana estudiando
sus movimientos y músculos como si se tratara de un actor
73
entrando en personaje. Nunca se siente apenado o interrumpido y todo lo que aprende frente al espejo lo despliega después en las reuniones. No puedo más que envidiarlo,
no solamente porque pasa mucho rato ahí tranquilo con su
imagen, sino porque se divierte, hace reír a los demás y no
necesita llegar a un estado etílico lamentable para platicar
consigo mismo. Lo que él hace es mirarse en la imagen
trastocada del espejo. Exagera las posibilidades de aparecer
volteado, distinto y, al menos por un rato, es otro y no esa
imagen perseguidora que suele acechar la conciencia.
Además de ambliope, soy zurda. Incluso me caracteriza una
total lateralidad izquierda: veo casi exclusivamente con el
ojo siniestro, escribo con la zurda y tiro a gol con la pierna
izquierda. Hay cuatro fotografías en los álbumes familiares
en las que aparezco comiendo pastel de chocolate con la
mano derecha. Mi madre suele utilizarlas para demostrarle
a los invitados que soy una impostora; pero el betún embarrado en toda mi cara sin que se tratara de mi cumpleaños es
prueba suficiente de mi torpeza con la diestra.
Me gusta pensar que un zurdo es, de alguna forma,
emisario o corresponsal del mundo al revés. Pero no me
simpatizan las estadísticas causales: son zurdos quienes provienen de nacimientos múltiples o grupos con desórdenes
neuronales como epilepsia, autismo, síndrome de Down o
dislexia. Ni que la esperanza de vida de un zurdo sea entre
nueve y cuatro años menor a la de un derecho (al parecer
hay altas probabilidades de sufrir un accidente mortal con
los objetos del mundo diestro). Tampoco saber que el gen
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del zurdo —LRRTM1— es el mismo que se presenta en
los esquizofrénicos. Y me siento agredida cuando alguien
dice “me levanté con el pie izquierdo”, pues creo que estoy
destinada a la mala suerte. Al menos, la zurdera sí explica
que no haya aprendido a atarme bien las agujetas y que haya
reprobado mecanografía cuatro años consecutivos. Desgraciadamente, mi estupidez para los deportes no se excusa con
ese argumento (uno de los pocos ámbitos en que ser zurdo
significaría una ventaja).
Algunos estudios científicos dictaminan que el hemisferio derecho es el dominante en los zurdos. Éste controla
la expresión emocional, la imaginación, la conciencia del
espacio, la dimensión, la creatividad, el whole picture de la
terapia Gestalt. El pensamiento es integral, holístico. Y con
el hemisferio izquierdo el pensamiento es más bien lineal,
desde ahí se controlan las habilidades científicas, la lógica,
el lenguaje y la escritura.
Más allá de que, al parecer, estoy cerebralmente excluida del mundo de las letras, las imágenes whole picture sí explican de forma bastante certera la sensación de ser zurdo. En
ellas el fondo y la forma delimitan otra figura además de las
aparentes; es decir, suceden en un espacio liminar: una vieja
es a la vez el perfil de una mujer joven, dos perfiles frente
a frente son la silueta de una copa o la mancha Roscharch
—que es simétricamente idéntica a partir de un eje—, por
mencionar las más conocidas. Este fenómeno también sucede en la tipografía de una palabra. Los ambigramas son
palabras escritas o dibujadas que admiten al menos dos lecturas. La mayoría de las veces la segunda sucede girando
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180º la palabra, otras, se consigue a partir de la simetría
horizontal o vertical. El ambigrama contiene su imagen en
espejo sin necesidad de intermediarios del mismo modo en
que la esquizofrenia admite amigos que nadie más puede
ver. La palabra es en sí misma su doble y la grafía sucede en
un espacio sumamente inestable.
Leonardo Da Vinci practicaba con facilidad la escritura
especular, es decir, escribía en espejo, el paso anterior al ambigrama. Al parecer, le resultaba sencillo porque era zurdo.
Parte de su objetivo tuvo que ver con la necesidad de encriptar todos sus manuscritos y dificultar su lectura a aquellos que se pronunciaban contra sus ideas. O quizá era muy
neurótico y odiaba emborronar las palabras o manchar de
tinta la hoja y prefería escribir de izquierda a derecha para
que eso no sucediera. Pero tal vez también buscaba alterar
y transformar el significado o, mejor aún, era una decisión
estética que perfeccionó el sentido de sus textos: escribir de
tal forma que solamente podría ser leído desde otro lugar,
desde otro plano de simetría.
Por razones que ignoro, cuando aprendíamos a escribir
los números en el kinder, yo también practicaba la escritura
especular con el cinco, pero de forma inconciente. Ningún
otro número, sólo el cinco: el que está en medio de la cuenta
hasta diez, el que es una calificación reprobatoria. La maestra, en su pedagógico proceder, decidió dejarme una línea
de cincos bien escritos como guía en mi cuaderno de cuadrícula grande forma italiana. Volví al día siguiente con montones de planas, pero no fue la repetición hasta el cansancio
sino la vergüenza lo que terminó enderezando el número.
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Mis compañeros de clase se burlaron cuando la maestra exclamó: ¡hiciste toda la tarea al revés!
La creencia de que los zurdos tienden a ser tercos y perversos
alcanzó su punto más alto en los criminólogos del siglo xix.
Cesare Lombroso estaba convencido de que encontraría en
las cárceles una proporción más alta de zurdos que en la
población en general. Para él, la zurdez era signo de degeneración en el criminal innato. No existen evidencias científicas que comprueben lo anterior. Lo cierto es que si fuera
un estudio científico, Mudanza recogería las pruebas de una
irrefutable propensión al absurdo. Todas las piezas reunidas
en los ensayos tienen por objetivo darle vuelta a la literatura para reencontrarse con ella como si fuera la primera
vez; solamente al trasladarla, al verla desde otro lugar, es
como puede sorprendernos su simpleza y mostrarnos sus
agujeros.
Siempre me he preguntado si la palabra absurdo podría
asociarse con la zurdera. Ab-(z)urdo. Gracias a las declaraciones de Lombroso encontré una ventana posible. Lo
perverso es aquello que corrompe (con maldad) el estado
habitual de las cosas, es decir que es opuesto a la razón. Y
podría decirse que lo opuesto a la razón guarda una correspondencia con lo que no tiene sentido, lo extravagante e
irregular, lo arbitrario y disparatado.
Comparto con los personajes de este libro la necedad
por el absurdo y estoy convencida de que mi condición, la
de ser zurda, ambliope y llamarme Verónica, fue el pasaporte con visa al mundo al otro lado del espejo. Realicé mi
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propio viaje iniciático en un lugar invertido y al volver intenté reconstruirlo en estas páginas, como si se tratara de
un ambigrama literario. En el camino me encontré, como
Alicia, con individuos casi irreales, verdaderos ambliopes y
zurdos, que en el mejor de los casos debieran ser mi linaje
en ese otro país. La Reina Roja —experta en papiroflexia—
me explicó las reglas del juego doblando hojas de papel. El
guardia del tren me pidió un boleto que nunca supe dónde
debía comprar y se acercó a susurrarme un telegrama que
no era cierto: You’re traveling the wrong way. Tweedledum
y Tweedledee bifurcaron mi camino en uno solo: aprendí que al confrontar un equívoco irresoluble es necesaria
una armadura, sobre todo cuando hay una sola espada que
empuñar. Intenté descifrar la confusión de la Reina Blanca,
cuya memoria funciona en capicúa, hacia atrás. Y llegué a
Humpty Dumpty, quien a pesar de confundirme, descifró
algunas palabras y onomatopeyas que nunca antes había escuchado. No logré convertirme en reina, no gané ninguna
partida de ajedrez y tampoco creo haber despertado de un
sueño, pero tengo la sensación de haber vuelto a ser niña
por instantes. Regresó el asombro y entendí todo otra vez
desde cero, justo como en cada aventura junto a mi excéntrico mejor amigo de la infancia.
Viajar tras un indicio fallido, como el nombre de un libro;
descubrir en los otros un espejo propio; obstinarnos en algunas convicciones vanas; aprender a lidiar con las imposibilidades que nos determinan, la telenovela familiar y la idea
que tenemos de nosotros mismos es una épica compartida
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por cualquiera. Un libro, creo, es producto de la serie de
deudas personales que produce esa épica. En este caso, la mía
se salda sólo en parte. La nece(si)dad por el movimiento me
llevó a hacer mi propia mudanza, incluso a pensarme en una
mudanza constante. En el traslado encontré en cada imagen
el límite que separa al mundo de su revés —ese que se vuelve transparente y termina por ahuecarse—, pero aunque la
escritura apostó por un sistema que intentó ponerse al límite
en cada ensayo, también debió ser completamente ambliope
o ambigramática, es decir, páginas escritas en el envés, desde
y para el otro lado. Una decisión así habría convertido a Mudanza en un manuscrito completamente inaccesible. Y ésa es
la paradoja que me perseguirá eternamente.
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Mud
Anza,
es el séptimo título de Autoria,
colección de ensayo de Auieo ediciones.
El diseño es de José Clemente Orozco Farías
y Guillermo Escárcega. Para su formación
se utilizaron tipos Janson Text y Trajan.
La portada se realizó manualmente en Taller Ditoria
con prensa plana Chandler 10” x 15”, 1887.
Consta el tiraje de 500 ejemplares.
Cuidado de la edición
Auieo ediciones.
Notas

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