Lenin - Kaos. Internacional

Transcripción

Lenin - Kaos. Internacional
Lenin
de León Trotsky
Editorial Ariel, Espulgues de Llobregat, Barcelona, 1972
EL “PRÓLOGO A LA VERSIÓN CASTELLANA” FIRMADO POR JESÚS PABÓN, PRESIDENTE DE LA REAL
ACADEMIA DE HISTORIA (RAH), SE PUEDE ENCONTRAR EN WWW.REBELION.ORG/NOTICIA.PHP CON
UNAS NOTAS INTRODUCTORIAS DE PEPE GUTIÉRREZ-ÁLVAREZ.
EL EPÍLOGO ES DE IÑIGO MORENO DE ARTEAGA, LA TRADUCCIÓN DIRECTA DEL RUSO FUE DE
JOSÉ LAÍN ENTRALGO, LA PORTADA LA COMPUSO ALBERTO CORAZÓN.
PEPE GUTIÉRREZ-ÁLVAREZ
Lenin y Trotsky: convergencias, divergencias, convergencias…
Introducción
La historia del primer encuentro entre Lenin y Trotsky comienza cuando éste último, se escapa de Siberia a
continuación de una audaz fuga atravesando la tundra, siendo su siguiente aventura militante la propuesta
de coaptación efectuada pro el propio Lenin para que Trotsky, alias “La Pluma”, reforzara con su juventud
y su ímpetu consejo de redacción de la mítica revista Iskra (La Chispa), que, según un poema famoso,
estaba destinada a iluminar la estepa con su fuego.
Todo esto ocurría en los primeros años del siglo XX, un tiempo que, al decir de aquel joven era
«únicamente el presente», un tiempo destinado a ser transformado por una marea revolucionaria orientada
por las teorías marxistas, que se interpretaban como un primer paso para un desarrollo democrático,
igualitario y consciente de una historia que hasta entonces se había hecho aplastando a los de abajo; para
pasar de la prehistoria a la historia, al decir de Simone de Beauvoir.
Aunque su lucha contra el zarismo data de su época de estudiante, Trotsky no empezó a ser militante en
sentido estricto hasta que fue requerido por Lenin para el comité de redacción de la citada revista, que, a su
manera, era una especie de centro dirigente provisional de los marxistas rusos desde el exilio. Al
encontrarse con Lenin, Trotsky era portador de una voluntad firme de establecer, de una vez por todas, las
bases de un partido revolucionario centralizado, un instrumento capaz de estructurar una respuesta activa y
concentrada contra el temible Estado zarista, frente al cual se habían estrellado diversas generaciones de
revolucionarios sin pueblo, al tiempo que articulaba una respuesta obrera socialista anticapitalista que, en
combinación con el proletariado mundial, se estaba desarrollando en Rusia descomponiendo las bases
sociales de la autarquía y de sus beneficiarios. Estas propuestas daban un cuerpo programático y
organizativo a un movimiento obrero que crecía día a día.
Algo más veterano, Lenin no dudó que Trotsky le serviría de apoyo en la lucha que estaba librando frente a
los métodos más tradicionales de George Plejanov, Vladimir Petrosov, Vera Zasúlich, Pavel Axelrod y Yuri
Martov —más tarde líder de los mencheviques—, todos ellos personalidades de primer rango en el primer
marxismo (y populismo; Vera además era un auténtica leyenda) ruso. No se trataba, por lo tanto, de un
debate sobre mayor o menor democracia interna, ya que éste fue un criterio que nadie se cuestionó; todos
admiraban el modelo socialista alemán. Recordemos que la historia del bolchevismo en la ilegalidad se
puede seguir a través de sus sucesivos congresos y de sus numerosos debates entre tendencias; nadie fue
nunca expulsado por sus diferencias, nadie dijo nunca que la minoría le “hacía el juego” al zarismo. Sin
embargo, también era cierto que éste imponía en el interior unas condiciones en las que la supervivencia
de una organización estable se hacía sumamente difícil sin unas buenas dosis de entrega y heroísmo. La
dureza represiva convertía en trágica cualquier militancia, y al parecer de Lenin, para resultar efectiva, ésta
tenía que ser algo parecido a una profesión, una actividad fundamentada en la dedicación rigurosa y en la
defensa coherente de unos acuerdos programáticos y tácticos ampliamente debatidos mediante toda clase
de reuniones, folletos, artículos y congresos.
Esta impresión de convergencia entre ambos se generalizó durante el congreso del Partido
Socialdemócrata Ruso (POSDR) celebrado en Londres, de modo que se le colocó a Trotsky el apodo de «el
garrote de Lenin». También existía la impresión de que el comité de redacción de Iskra era un bloque sin
fisuras, y, de hecho, así fue en los temas de “principios”, de la primera fase del congreso: no hubo ninguna
transigencia con las propuestas reformistas o revisionistas, que quedaron fuera del partido. Los diversos
debates giraron en torno al dere cho de autodeterminación de las nacionalidades opri midas, a la compleja
cuestión judía y el Bund (fracción socialista judía, muy afectada por los sucesivos pogromos animados por
los desagües del Estado zarista) y en torno a la necesidad de incluir en el pro grama la dictadura del
proletariado en oposición a la dictadura burguesa (para Plejanov, la “suprema ley” era “la salud de la
revolución”, y justificaba este argumento a la luz de la Revolución francesa, desde un punto de vista
jacobino, tradición criticada no por su radicalismo, sino por no haber sabido integrar sus propias diferencias
internas). Según Lenin, el socialista era un jacobino «armado» con la teoría marxista.
Todas estas impresiones se derrumbaron desde el momento en que lo que parecía un pequeño punto
dividió al partido por la mitad. Después de la lucha contra el revisionismo, éste fue sin duda el «primer acto»
de la escisión ulterior entre socialdemócratas, y con motivaciones que parecían ajenas a las que dividían a
la derecha, al centro y a la izquierda en la Internacional Socialista. Sin embargo, en su sentido más
profundo, ni el mismísimo Lenin lo comprendió du rante aquella época. Para él se trataba de responder
eficazmente a una situación nacional en la que la supervivencia de las agrupaciones era muy perentoria, y
en la que el influjo de la opresión zarista (a través de los alcohólicos, de los torturados, de los agentes
dobles, etc.) había destruido una y otra vez muchas organizaciones locales. Lo que ocurrió luego es que,
en torno a este punto, se unieron otros nuevos factores como el del papel de la burguesía en la revolución a
la luz de 1905, aunque su conexión con el debate internacional tardó en verse claro. Hasta 1914 por lo
menos, los mencheviques apostaron por posiciones de izquierda dentro de la II Internacional, y durante la
Gran Guerra, Martov y sus afines siguieron siendo internacionalistas; desde 1914, el “socialdemócrata” más
conservador acabaría siendo Plejanov, pero ni siquiera Stalin se atrevió a cuestionar la importancia de su
legado, de manera que su obra fue ampliamente editada en la URSS.
Por todo ello, el dilema entre el partido de los revolucionarios o el partido con todas las tendencias,
fracciones y simpati zantes que era común en la II Internacional, confundió a muchos de los protagonistas
asistentes al citado con greso. Para sorpresa de los presentes, George Plejanov se situó —por poco tiempo
— al lado de Lenin, mientras que Martov encon tró en Trotsky a su mejor aliado. Pese a que la pro puesta
de los bolcheviques de dirigir ellos —ya que era la mayoría— el comité de redacción de Iskra sin el viejo
equipo era totalmente legítima, Trotsky entendió que esto significaba un menosprecio indignante hacia la
“vieja guardia” marxista, y que le correspondía a Lenin la responsabilidad de una ruptura. Se opuso al
cisma so bre la base de esta concepción, y su lema en el congreso sería semejante al que repitió más tarde
insistentemente: “¡No dirigir, sino servir! ¡No escindir, sino unir!»; algo que sobre el papel parecía
incuestionable. Pero un cuarto de siglo más tarde, en Mi vida, Trotsky justificaba así su posición: “Yo me
consideraba centralista, pero no cabe duda de que, en aquel período, no veía en absoluto hasta qué punto
un centralismo cerrado e imperioso era necesario al partido revolucionario para conducir a millones de
hombres al combate contra la vieja sociedad […]. En la época del Congreso de Londres de 1903 la
revolución era todavía a mis ojos una abstracción teórica en su mayor parte. El centralismo leninista no se
justificaba todavía para mí como una concepción revolucionaria, clara y definida, de manera
independiente”.
En esta fase, Trotsky se mantendrá al margen de las fraccio nes y sin intentar crear ninguna organización
propia, aunque sí establecerá diversos agrupamientos inesta bles con tránsfugas de ambas formaciones
opuestos a la ruptura. En algunos momentos, el rigor de la crítica leninista irá dirigida con tra los
bolcheviques “conciliadores” (partidarios de un acuerdo con los mencheviques), que se aproximan a sus
posiciones, y atacará a Trotsky, justamente por considerarle el más consecuente “conciliador” que prepara
el camino de la integración en el menchevismo. En 1910, Trotsky consigue fraguar un pacto entre los dos
grupos, a condición de que los mencheviques expulsen a su tendencia “liquidacionista” y proliberal (los que
recha zaban el trabajo clandestino y delegaban en los liberales el protagonismo en la lucha política) y los
bolchevi ques hagan lo propio con su tendencia llamada ultimatista (los que repudian todo trabajo legal).
Pero los primeros no cumplirán lo pactado, y Trotsky, que se puso de su parte, quedó desautorizado.
Deutscher afirmará lo siguiente sobre este lejano debate: “Porque, en un sentido, esta controversia podía
ser considerada como un conflicto entre los partidarios de la disciplina y los defensores del derecho de
oposición. Trotsky tomó partido contra los primeros. Lo cual le arrastró hacia el camino de las inconsecuen
cias manifiestas. Él, el campeón de la unidad, cerró los ojos en nombre de la libertad de oposición, ante la
nueva división del partido provocada por los men cheviques. Él, que glorificaba la clandestinidad con el celo
digno de un bolchevique, tendió la mano a los que querían liquidar la clandestinidad, calificándola de
molesta y peligrosa. En fin, el enemigo mortal del liberalismo burgués hizo frente común con los partidarios
de la alianza con el liberalismo en contra de los adversarios feroces de esta alianza” (1).
Ulteriormente, Trotsky consideró sus críticas al bol chevismo como “el principal error de su juventud”. Las
expresó básicamente de una manera muy semejante a la efectuada por Rosa Luxemburgo, cuyo enfoque
partía de un rechazo del “aparato” burocrático-parlamentario de la socialdemocracia alemana, a la que
oponía la espontaneidad de las masas, y un partido forjado en el mismo proceso revolucionario. Anotemos
que Rosa fue catalo gada sumariamente como “trotskista” por Stalin a mitad de los años treinta, una
acusación con la que, entre otras cosas, se sentenció a muerte a buena parte del Partido Comunista
polaco…Por su parte, Trotsky consideraba que el esquema leninista suponía una desviación jacobina, y por
lo tanto contraria al pensamiento marxista clásico que confiaba plenamente en la capacidad
autoemancipadora del proletariado. Acuñó la acusación de lo que calificó de “sustituismo” (o sea de sustituir
la iniciativa de las masas, un criterio que también compartía Rosa Luxemburgo), y lo dirigía contra los
criterios leninistas, que, en su opinión, se traducían en la siguiente lógica fatal: el partido sustituye a las
masas, la organización del partido (un pequeño comité) comienza por sustituir al conjunto del partido;
después, el Comité Central sustituye a la organización y, finalmente, un dictador o un líder máximo, a dicho
Comité.
En esta época Trotsky también desconfiaba del tipo de partidos socialistas como el alemán, en el que el
aparato subyugaba la iniciativa de la base militante y de las masas en general. Para él, Lenin no sólo
dominaba del aparato “profesional”, sino que incluso doblegaba más sus propias concepciones impidiendo
el libre juego de un amplio abanico de tendencias. Creía que, en la revolución que se aproximaba, las
diferencias quedarían atrás como asuntos mezquinos y el protagonismo central que Lenin le confería al
partido pasaría a un segundo plano, ya que “la voluntad subjetiva del partido [...] no es sino una fuerza
entre mil y está muy lejos de ser la más importante”. La clase obrera, que era “capaz de ejercer su
dictadura sobre la sociedad, no tolerará un poder dictatorial sobre ella”; unos argumentos que, a la luz del
tiempo, cobrarán un sentido claramente profético desde el momento en que en medio de la guerra civil, el
leninismo, con el concurso de Trotsky, tendió a favorecer más la acción de Estado que la participación de
las masas.
Después de todo, las experiencias de las luchas sociales le acercaron hacia el bolchevismo (que también
conoció su propia evolución), lenta pero firmemente. El camino se ha ido allanando después de sus
sucesivos fiascos con ciliadores y de la aclaración que se va operando entre el internacionalismo
intransigente de los bolcheviques y el reblandecimiento de los mencheviques ante el patriotismo de la
mayor parte de la socialdemocracia internacional. “El leninismo —dirá— es la única salida para los
auténticos internacionalistas”.
Los aspectos que facilitaban esta adhesión fueron, en opinión del propio Trotsky, los siguientes:
--1.Las limitaciones que percibe, después de la revolución de febrero, en la capacidad autoemancipadora
de las masas, que, si bien han sido capaces de derrocar el zarismo, apoyan las tendencias reformistas de
menche viques y eseristas (socialistas revolucionarios que, a su vez, se muestran dependientes de la
burguesía liberal);
--2. La revolución no había soldado las diferencias, sino que las había incrementado más (de un lado el
partido de la reforma, del otro, el de la revolución, aunque en medio queda también alguna gente: sobre
todo eseristas y mencheviques de izquierdas, y por supuesto, los anarquistas, aunque éstos quieren ir
mucho más allá, a la disolución del Estado);
Desde las Tesis de abril, en opinión de Trotsky, los bolcheviques habían superado sus estreche ces
sectarias y se mostraban capaces tanto de ser la parte más avanzada dentro del movimiento real como de
rectificar sus esquemas y adoptar abiertamente la tesis de que la revolución por hacer era la socialista;
Su oposición al régimen leninista del partido se de bía, escribió Trotsky al final de su vida, a que “no había
comprendido que, para alcanzar la meta revolucionaria, es indispensable un partido sólidamente soldado y
cen tralizado”. Ahora bien, en 1917 aceptó “completamente y de todo corazón los métodos leninistas del
partido”. Pero matiza que estos métodos no son los expuestos en ¿Qué hacer?, cuyo carácter es unilateral
y, por consiguiente, estrecho, muy propio de las condiciones en que se desenvuelve el exilio; el propio
Lenin lo reconoció más tarde. Es más, considera que sus críticas, desarrolladas por Trotsky en su obra
Nuestras tareas políticas, no estaban desencaminadas. Si bien eran injustas con Lenin, no lo eran con el
aparato bolchevique formado por los comitard (“hombre de comité”), de los que Nadia Krupskaya habla
despectivamente en sus memorias (y que, en las diversas etapas en que ocuparon cargos de
responsabilidad, se distinguieron muchas veces por su rigidez formalista, sobre todo los que estaban por
las tareas más internas).
Al decir de Ernest Mandel: “Antes de 1917, Trotsky cometió un error desastroso. No solamente no se unió a
los bolcheviques, lo que fue el mayor error de su vida, sino que llegó a construir una organización de
cuadros sólidos para defender su propia línea. En consecuencia, entró en la Revolución rusa de 1917 con
un programa excelente, con un pequeño número de cuadros brillantes y algunos miles de simpatizantes, el
grupo de los «interdistritos» —Mezhrayozniki—, es decir, unas fuerzas organizadas tan reducidas que no
tenían ninguna probabilidad de construir un partido revolucionario de masas que hubiera podido influenciar
de manera decisiva el curso de los acontecimientos”.
Creo que vale la pena recordar que Trotsky escribió una memorable evocación de sus peripecias en
Londres, en un texto, Lenin y la antigua Iskra, que serviría como pórtico a su recopilación sobre Lenin
(1924), que debía preceder a una bio grafía más voluminosa, un proyecto que pudo cumplir solamente en
su primera parte, El joven Lenin (Fondo de Cultura Económica, México, 1972, tr. de Ángela Muller). Esta
recopilación, entre otras cosas, pone nuevamente de manifiesto que Trotsky era capaz de trazar
semblanzas, de reconstruir ambien tes, de dar viveza a un relato con la inclusión de breves anécdotas, así
como de ofrecer con vigor y elegancia su propio punto de vista. En el libro se incluyen además otros diez
capítulos bajo el título de En torno a Octubre, el último de los cuales se refiere a la visión que sobre Lenin
tenían los niños, así como una serie de apéndices más circunstanciales. Es una de sus obras maestras.
Ofrece una amplia semblanza y una extensa colección de recuerdos de años decisivos, escritos con gran
distancia en el tiempo durante una enfermedad de su autor, y según confesión propia sin más ayuda que la
de su propia memoria.
Este Lenin no era el que ahora aparece como el ”verdugo de la democracia” (una democracia que no
existió nunca como alternativa real en 1917; así lo reconoció el líder cadete, Miliukov), sino que aquí
aparece un Lenin risueño, alegre, decidido y fascinante. Es un hombre sencillo que camina junto a Trotsky
por la noche, de re greso de una opéra comique. A Trotsky le hacían un daño atroz las botas que el propio
Lenin le había regalado, y Lenin bromeaba, pero “bajo sus bromas se ocultaba, sin embargo, la compasión
de quien comprende muy bien la molestia ajena”. Es un Lenin que corre como una exhalación para no
llegar tarde a una reunión y se ríe a carcajadas cuan do alcanza la tribuna a la hora prevista... Por encima
de estas anotaciones está la calidad excepcional del personaje y de sus circunstancias históricas, y el
relato directo, de primera mano, de acontecimientos de primera magnitud, que luego han sido más o menos
falseados por la novela, el reportaje fácil o una amputación histórica que llega al extremo de titular Lenin
tuvo la culpa un documental televisivo sobre la historia de la revolución. La maniobra es sencilla: se trata de
atribuir a Lenin toda la responsabilidad del curso revolucionario, medir éste por su evolución burocrática y
destruirlo por su jacobinismo durante la guerra civil, en especial por su actitud en la ejecución de la familia
del zar.
La obra conoció una importante edición en castellano —en una traducción directa del ruso efectuada por
José Laín Entralgo— publicada por Ariel (Barcelona, 1972; al parecer la traducción anónima de 1927 era
bastante mala), y resulta sumamente representativa de la «buena prensa» que comenzaba a tener Trotsky
(Lenin ya la tenía) en la época. Cuenta con un extenso prólogo del presidente de la Real Academia de la
Historia, el antaño muy conservador Jesús Pabón, acerca de la figura de Trotsky, y está escrito desde unos
supuestos ideológicos bastante opuestos. La edición comprende también un epílogo de Íñigo Moreno de
Arteaga, marques de Aula, sobre las peripecias de Trotsky en España (se ofrece la traducción de Nin
publicada en Ed. España, Madrid, 1929, que apareció con un prólogo entusiasta del socialista Julio Álvarez
del Vayo), y , al margen de sus prejuicios, ofrece detalles de interés, como la visita frustrada a José Ortega
y Gasset, a la sazón simpatizante del PSOE, y quien observó a Trotsky desde la mirilla de su casa pero —
en un gesto que no dejó de resultar simbólico— no le abrió la puerta. Observando, por un lado, el atraso de
la humanidad natural del pueblo, y, por otro, el atraso de las masas trabajadores, Trotsky se interroga sobre
las “palancas” que serán necesarias para cambiar tal situación; en aquella época, Ortega escribió que todo
lo que el pueblo no cambia hay que cambiarlo de nuevo, una frase que Trotsky habría seguramente citado
a gusto.
La edición ofrecía también una traducción de Pere Gimferrer de la célebre reseña del mismo libro que
escribió André Bretón (en colaboración con Paul Éluard), tan trascendental en la evolución política del
movimiento surrealista. Breton y Éluard conocieron trayectorias muy diferentes en sus relaciones con el
movimiento comunista: mientras que Bretón siempre denunció el estalinismo, Éluard lo justificó con un
comentario que manchará para siempre su biografía. El contraste tuvo su momento más conocido ante la
detención del surrealista y trotskista checoslovaco Zavis Kalandra. La anécdota sería citada por la
arrepentida Rosa Montero desde una de sus tribunas en El País, como un ejemplo más de la vileza en la
que cayeron algunos intelectuales “comunistas”. Como sí Zavis Kalandra no hubiese sido “un comunista”, y
como sí la figura de Éluard (o de Neruda) pudiera medirse exclusivamente por su relación el comunismo tal
como lo soñaron, o lo vieron en oposición al “mundo libre”, como si una señora instalada que mira hacia
otro lado cuando la barbarie se hace en nombre de la “mundo libre”, pudiera erigirse en juez sin necesidad
de dar cuenta de sus propias vigas en los ojos. (PG-A)
Después de diversas ediciones, entre ellas una en Editorial ERA con el título, Imágenes de Lenin, la edición
más completa y más elaborada de los escritos de Trotsky sobre Lenin es la que ha realizado el CEIP,
lástima que se trata de ediciones poco asequibles desde aquí.
Notas
1) Ediciones Espartaco internacional ha traducido y editado el informe de Trotsky para el II Congreso de la
Socialdemocracia rusa, Informe de la Delegación Siberiana, que sintetiza sus planteamientos contrarios a Lenin.
Consta también de unos apéndices en los que Trotsky precisa su evolución ulterior en polémica con autores como
Marceau Pivert.
PREFACIO
En dos sentidos, la presente obra no puede considerarse un trabajo acabado. Ante todo, no se
puede buscar en ella una biografía de Lenin, o una caracterización suya, o una exposición completa
de sus concepciones y métodos de acción. Lo único que proporciona es algunos borradores,
esbozos para otros trabajos futuros, acaso para el propio autor de estas líneas. Tal manera de
abordar el tema como un «esbozo» es, sin embargo, inevitable y necesario. Junto a las biografías de
divulgación y las caracterizaciones generales, hace falta ya ahora un trabajo más detallado y
minucioso encaminado a fijar episodios sueltos, rasgos distintos de la vida y la personalidad de
Lenin tal y como transcurrieron ante nosotros. Una parte muy importante de esta obra la constituyen
los recuerdos del autor referentes a dos períodos separados por un espacio de quince años: los
últimos seis meses de la vieja Iskra y el año decisivo que gira alrededor de la Revolución de
Octubre, es decir, aproximadamente, el que va de mediados de 1917 hasta el otoño de 1918.
Pero tampoco puede considerarse terminada en otro sentido, más estricto: confío que las
circunstancias me dejarán seguir trabajando en ella, corregirla, precisarla y completarla con
nuevos episodios y capítulos. La enfermedad que me obligó a apartarme de momento del trabajo
práctico me permitió restablecer en la memoria mucho de lo que en la presente obra se habla.
Después de leer los primeros apuntes, he seguido deshaciendo el ovillo de la memoria,
restableciendo episodios nuevos, importantes ya por el simple hecho de que se refieren a la vida
de Lenin o guardan relación con él. Ahora bien, este método encierra el inconveniente de que el
producto del trabajo queda a veces sin acabar. Precisamente por ello, decidí, en un momento
dado, cortar mecánicamente el manuscrito y darlo, de este modo, a la luz. Al mismo tiempo, según
queda dicho, me reservo el derecho a seguir en el futuro el trabajo sobre esta obra. No hace
falta decir que quedaré muy reconocido a cuantas personas que participaron en los
acontecimientos y episodios del tiempo a que yo me refiero, hagan una u otra rectificación o
aporten uno u otro recuerdo.
Convendrá también advertir que he prescindido conscientemente de toda una serie de
circunstancias por considerar que guardan una relación demasiado cercana con los problemas del
día de hoy.
A las dos grandes partes de la obra, que tienen el caracter de recuerdos, incorporo los artículos y
discursos, o partes de discursos, en los que me referí a Lenin.
Al reproducir mis recuerdos, no he utilizado casi ningún material referente a la época de que trato.
Me ha parecido que, como no me planteo la tarea de ofrecer un ensayo histórico acabado de un
cierto período de la vida de Lenin, sino que únicamente pretendo proporcionar algunos materiales
de primera mano, que es precisamente lo que yo puedo ofrecer, prefiero no utilizar más que mi
propia memoria.
Después que el trabajo estaba, en lo fundamental, escrito, releí el tomo XIV de las obras de Lenin y
la obrita del camarada Ovsiánnikov sobre la paz de Brest-Litovsk, e introduje ciertas adiciones.
Fueron muy escasas.
L. Troski
P. S. — Al leer lo escrito, he advertido que en mis recuerdos llamo a Leningrado, Petrogrado o
Petersburo. Ciertos camaradas llaman Leningrado al Petrogrado de otros tiempos, cuando todavía
no había cambiado su nombre. Esto me parece incorrecto. ¿Se puede decir, por ejemplo, que
Lenin fue detenido en Leningrado? Está claro que no pudo serlo. Todavía menos se puede decir
que Pedro I fundó Leningrado. Acaso dentro de unos años o de unos decenios la nueva
denominación de la ciudad, como en general todos los nombres propios, llegue a perder su
contenido histórico vivo. Pero ahora sentimos con gran claridad, como algo vivo, que Petrogrado
sólo empezó a llamarse Leningrado después del 21 de enero de 1924, y no pudo serlo antes. Por
eso en mis recuerdos doy a Leningrado el nombre con que se llamaba en el período de los
acontecimientos que describo.
L. T.
21 de abril de 1924k
PRIMERA PARTE
LENIN Y LA VIEJA «ISKRA»1
1.
Iskra (La chispa) fue el primer periódico marxista clandestino de toda Rusia. Vio la luz en
diciembre de 1900, en Leipzig. Los números siguientes aparecieron en Munich. Desde julio de 1902
se publicó en Londres, y desde la primavera de 1903 en Ginebra. Lenin dirigió prácticamente Iskra
hasta el 19 de octubre de 1903, en que salió de la redacción. Este primer período es el que se
conoce como el de la «vieja» Iskra. A partir del numero 52, la «nueva» Iskra se convirtió en órgano
de los mencheviques. — (N. del T.)
Indudablemente, el período de la vieja Iskra (1900-1903) ofrecerá para el futuro gran biógrafo de
Lenin un interés psicológico excepcional y, al mismo tiempo, grandes dificultades: porque
precisamente en estos pocos años Lenin se convierte en Lenin. Esto no significa que no siguiera
progresando. Al contrario, progresó también —¡y en qué proporciones!— tanto antes como después
de Octubre. Pero fue ya un progreso más orgánico. Fue grande el salto que dio de la clandestinidad
al poder, el 25 de octubre de 1917; pero se trataba, por así decirlo, de un salto exterior, material,
del hombre que había medido y sopesado todo cuanto se podía medir y sopesar. Y en el progreso
que precedió al II Congreso del Partido hay un salto interno que el ojo del observador no percibe,
pero que, sin embargo, resulta decisivo.
Los presentes recuerdos se proponen ofrecer al futuro biógrafo ciertos materiales relativos a este
período extraordinariamente notable e importante del desarrollo espiritual de Vladímir Ilich. Ahora,
cuando estas líneas son escritas, han transcurrido desde aquel entonces más de dos decenios,
unos decenios, además, muy recargados para la memoria humana. Esto puede dar origen a ciertos
recelos naturales: en qué medida lo que aquí se dice reproduce acertadamente lo que en realidad
hubo. Diré que tal recelo no me ha sido ajeno a mí mismo y no me ha abandonado durante todo el
tiempo que consagré a este trabajo. ¡Son ya muchos los recuerdos desordenados y los
testimonios inexactos! Cuando escribí este ensayo no tenía a mano lo que se dice ningún
documento, libro de consulta o material. Creo, sin embargo, que es preferible. Tuve que apoyarme
sólo en mi memoria y abrigo la esperanza de que su labor espontánea, en estas condiciones, se
viese más protegida contra la tendencia al premeditado retoque retrospectivo que tan difícil es evitar
incluso con la más crítica comprobación de sí mismo. Además, resultará más fácil esta comprobación
cuando el futuro investigador la emprenda teniendo en la mano documentos y, en general, toda
clase de materiales relativos a este tiempo.
A veces expongo las entrevistas y discusiones de aquel entonces en forma de diálogo. No se puede
pretender, se entiende, una transcripción exacta de los diálogos después de transcurridos más de
veinte años. Pero, a mi entender, la esencia la expongo con fidelidad absoluta, y algunas frases, las
más expresivas, lo hago al pie de la letra.
Como se trata de materiales para una biografía de Lenin, es decir, para un asunto de excepcional
importancia, se me permitirá decir unas palabras acerca de ciertas particularidades de mi memoria.
Yo recordaba muy mal las calles de las ciudades y hasta la situación de las casas. En Londres, por
ejemplo, me perdí más de una vez en el trayecto relativamente corto que separaba la casa de
Lenin y la mía. Durante mucho tiempo fui muy mal fisonomista, aunque en este sentido he hecho
progresos considerables. Por el contrario, recordaba y recuerdo muy bien las ideas, su combinación
y las charlas sobre temas ideológicos. He tenido la oportunidad de convencerme de que esto no es
una valoración subjetiva mediante reiteradas comprobaciones: otras personas, que habían
asistido a una entrevista en la que también yo estaba presente, la explicaban luego con menos
precisión que yo, y admitían mis rectificaciones. Hay que agregar también la circunstancia de que
cuando yo llegué a Londres era un joven provinciano y ardía en deseos de enterarme de todo y
comprenderlo cuanto antes. Es lógico que las conversaciones con Lenin y otros miembros de la
redacción de Iskra se grabasen muy bien en mi memoria. Son circunstancias que el biógrafo no
podrá por menos de tener presente al valorar el grado de veracidad de los recuerdos que más
abajo expongo.
Llegué a Londres, muy temprano, una mañana del otoño de 1902. Debía de ser octubre. El cab
que había alquilado por señas, me llevó a la dirección que traía escrita en un pequeño papel. Era
la casa de Vladímir Ilich. Me habían advertido (debió de ser en Zurich) respecto al número de
aldabonazos que debía dar. Creo recordar que me abrió la puerta Nadiezhda Konstantínovna, a la
que seguramente desperté con mi repique. Era muy temprano y cualquier otro más experto y, por
así decirlo, más acostumbrado a las normas sociales, hubiera esperado tranquilamente en la
estación un par de horas en vez de ponerse a llamar en puerta ajena casi al amanecer. Pero yo
conservaba aún todo el entusiasmo que me había producido mi fuga de Verjolensk.
Aproximadamente de la misma manera alboroté en Zurich la casa de Axelrod, aunque no al
amanecer, sino en plena noche. Vladímir Ilich se encontraba en la cama y en su cara el
gesto afable se mezclaba con una legítima perplejidad. En estas condiciones transcurrieron nuestra
primera entrevista y nuestra primera conversación. Tanto Vladímir Ilich como Nadiezhda
Konstantínovna sabían ya de mí por una carta de Kler (M. G. Krzhizhanovski), quien, en Samara,
me había introducido oficialmente, por así decirlo, en la organización de Iskra con el nombre de
guerra de «Pluma». Así es cómo fui recibido: ha llegado «Pluma»... Me ofrecieron té, creo que en la
cocina-comedor. Lenin se vistió mientras tanto. Yo hablé de mi fuga y me lamenté del mal estado en
que se encontraba el paso de la frontera para los miembros de Iskra: se hallaba en manos de un
estudiante de instituto, un eserista 2 a quien los iskristas, debido a la virulenta polémica que se
había desencadenado, miraban sin gran simpatía; además, los contrabandistas me habían
desvalijado, haciéndome pagar algo que superaba todo género de tarifas y normas. A Nadiezhda
Konstantínovna le entregué un modesto bagaje de direcciones, mejor dicho, de informes sobre
la necesidad de prescindir de algunas direcciones que no podían utilizarse. Por encargo del grupo
de Samara (Kler y otros) había estado en Jarkov, Poltava y Kíev, y casi en todos los sitios, por lo
menos en Jarkov y Poltava, pude comprobar la extrema debilidad de los enlaces.
No sé si aquella misma mañana o al día siguiente di un largo paseo con Vladímir Ilich por Londres.
Me mostró Westminster (por fuera) y otros edificios notables. No recuerdo lo que él dijo, pero el
matiz era el siguiente: esto es su famoso Westminster. «Su» no se refería, naturalmente, a los
ingleses, sino a los enemigos. Dicho matiz, no recalcado en absoluto, profundamente orgánico, que se
expresaba sobre todo en el timbre de la voz, era algo propio de Lenin cuando hablaba de valores
culturales o de nuevos éxitos de la organización del Museo Británico, de la excelente información del
Times o, muchos años después, de la artillería alemana o de la aviación francesa: saben o tienen,
han hecho o han conseguido, pero ¡qué enemigos! La sombra invisible de la clase explotadora
parecía cubrir ante sus ojos toda la cultura humana, y esta sombra la sentía siempre como algo
tan indudable como la luz del día. Según recuerdo, aquella vez mostré yo poquísima atención por la
arquitectura de Londres. Desplazado de golpe de Verjolensk al extranjero, donde estaba por
primera vez, me hice cargo muy sumariamente de las bellezas de Viena, París y Londres, y no
estaba en condiciones de penetrar en «detalles» como la abadía de Westminster. Además, Vladímir
Ilich, se comprende, no me había invitado para eso a este largo paseo. Su propósito era otro: el de
conocerme y someterme a examen. Y el examen afectó realmente «a todas las asignaturas».
Contestando a sus preguntas, le hablé de los desterrados en el Lena, de sus interioridades y sus
grupos. La línea divisoria principal la constituía entonces la actitud hacia la lucha política activa,
hacia una organización centralizada y hacia el terror.
—¿Ha habido discrepancias teóricas con relación al bernsteinianismo? —me preguntó Vladímir Ilich.
Yo le hablé de cómo habíamos leído la obra de Bernstein y la respuesta de Kautsky en la cárcel de
Moscú, y más tarde en el destierro. Entre nosotros no había habido un solo marxista que levantase
la voz en favor de Bernstein. Se consideraba como algo natural y lógico que Kautsky tenía razón.
Pero no habíamos relacionado para nada, ni siquiera se nos había ocurrido hacerlo, la lucha teórica
desplegada entonces a escala internacional y nuestras discusiones políticas y en materia de
organización; al menos hasta que aparecieron en el Lena los primeros números de Iskra y la obra
de Lenin ¿Qué hacer? Dije también que habíamos leído con gran interés los primeros trabajos
filosóficos de Bogdánov. Recuerdo muy bien el sentido de una observación de Vladímir Ilich:
también a él el libro sobre la concepción histórica de la naturaleza le parecía muy valioso, pero
Plejánov no lo aprobaba, decía que eso no era materialismo. Vladímir Ilich no tenía aún un
concepto propio sobre este problema; se limitó a exponer la opinión de Plejánov, refiriéndose con
respeto al prestigio filosófico de éste, pero mostrando su perplejidad. También a mí me extrañó
entonces mucho el juicio de Plejánov. Vladímir Ilich me preguntó asimismo sobre cuestiones de
economía. Yo le expliqué que en la cárcel provisional de deportados de Moscú habíamos estudiado
colectivamente su obra El desarrollo del capitalismo en Rusia; en el destierro había leído El capital,
pero sin pasar del segundo tomo. Recordé la enorme cantidad de estadísticas recogidas y ordenadas
en El desarrollo del capitalismo.
—En la cárcel de Moscú hablamos en repetidas ocasiones con asombro de este ingente trabajo.
—Pero no lo hice todo de una vez —contestó Lenin.
Al parecer, le agradaba que los camaradas jóvenes prestasen atención a su importante trabajo
económico.
Hablamos de la tendencia anarquista de Majaiski, de la impresión que había producido entre
los deportados, de si eran muchos los que se habían dejado ganar por ella. Le conté que el primer
cuaderno de Majaiski, impreso en multicopista, que nos había llegado Lena arriba, produjo en la
mayoría de nosotros fuerte impresión por la dura crítica que en él se hacía del oportunismo socialdemócrata, y que en este sentido coincidía con nuestra manera de pensar en cuanto a la polémica
entre Kautsky y Bernstein. El segundo cuaderno, en el que Majaiski «arrancaba la máscara» a las
fórmulas marxistas de la reproducción, considerándolas como una justificación teórica de la
explotación del proletariado por los intelectuales, nos había indignado. Finalmente, el tercer
cuaderno, que recibimos más tarde, con el programa positivo en el que las supervivencias del
economismo se combinaban con embriones de sindicalismo, nos había producido la impresión de
ser algo totalmente inconsistente.
Por lo que se refiere a mi trabajo futuro, esta vez sólo se habló, se comprende, en los términos
más generales. Yo quería, ante todo, ponerme al día de las publicaciones aparecidas; luego
pensaba volver ilegalmente a Rusia. Se decidió que primeramente debía «orientarme».
Nadiezhda Konstantínovna me llevó a una casa situada unas manzanas más allá, en la que vivían
Zasúlich, Mártov y Blümenfeld, que era el gerente de la imprenta de Iskra. Allí se encontró una
habitación libre para mí. La vivienda, según es costumbre en Inglaterra, no estaba dispuesta en
horizontal, sino verticalmente: en la habitación de abajo vivía la dueña, y luego, uno tras otro,
seguían los inquilinos. Había también una habitación libre para usos comunes a la que Plejánov,
después de su primera visita, había bautizado con el nombre de «antro». En esta habitación, no sin
culpa de Vera Ivánovna Zasúlich, pero también con la colaboración de Mártov, reinaba un gran
desorden. Allí tomaban café, se reunían para charlar, fumaban, etc. De ahí su denominación.
Así comenzó el breve período de mi vida en Londres. Yo empecé a tragarme ansiosamente los
números aparecidos hasta entonces de Iskra y de Zarza. A aquel tiempo se remonta el comienzo de
mi colaboración en Iskra.
Coincidiendo con el segundo centenario de la fortaleza de Schliesselburg, escribí un suelto que, según
creo, era mi primer trabajo para Iskra. Terminaba con unas palabras de Hornero o, mejor dicho, con
unas palabras de Gnédich, traductor de Hornero, acerca de las «invencibles manos» que la
revolución haría caer sobre el zarismo (en el tren, a la vuelta a Siberia, había leído la Ilíada). A
Lenin le agradó el suelto. Pero con relación a las «invencibles manos» tenía una legítima duda y así
me lo manifestó con una bonachona sonrisa. «Se trata de un verso de Hornero», traté yo de
justificarme, aunque acepté de buen grado que la cita clásica no era imprescindible. El suelto puede
encontrarse en Iskra, pero sin las «invencibles manos».
Entonces también hice mis primeros informes en White Chapel, donde medí las armas con el «viejo»
Chaikovski (ya entonces era viejo) y con el anarquista Cherkézov, que tampoco era joven. Me
asombró sinceramente que esos famosos emigrados de blanca barba pudieran decir tales
disparates... Con White Chapel me relacionó el «antiguo» londinense Alexéiev, un emigrado marxista
próximo a la redacción de Iskra. Me puso al corriente de la vida inglesa y, en general, fue para mí
manantial de todo género de conocimientos. Recuerdo que en una ocasión, después de una larga
conversación que había tenido con Alexéiev durante el camino de ida y vuelta de White Chapel,
expuse a Vladímir Ilich dos opiniones de aquél en cuanto a la sustitución del régimen estatal en
Rusia y al último libro de Kautsky. En nuestro país —decía Alexéiev—, el cambio no será gradual,
sino muy brusco debido a la inclemencia de la autocracia. La palabra inclemencia (dureza, crueldad,
firmeza) la recuerdo muy bien. «Seguramente tiene razón», dijo Lenin después de escucharme. El
segundo juicio de Alexéiev se refería a la obrita de Kautsky, Al otro día de la revolución social. Sabía
que Lenin se interesaba mucho por este libro, que, según sus propias palabras, lo había leído dos
veces y lo estaba leyendo una tercera (creo que también revisó la traducción rusa). Yo acababa de
leerlo, pues Vladímir Ilich me lo había recomendado. Mientras tanto, Alexéiev lo consideraba una
obra oportunista. «Es un estúpido», dijo inesperadamente Lenin, e hinchó, enfadado, los labios,
cosa que en él era señal de descontento. En cuanto a Alexéiev, sentía por Lenin la mayor
estimación. «Creo —dijo— que para la revolución es más importante que Plejánov.» A Lenin no le
hablé de esto, se entiende, pero sí a Mártov, quien no hizo ningún comentario.
La redacción de Iskra y de Zariá la componían, como es sabido, seis personas: tres «viejos»,
Plejánov, Zasúlich y Axelrod, y tres jóvenes, Lenin, Mártov y Potrésov. Plejánov y Axelrod residían en
Suiza. Zasúlich estaba en Londres, con los jóvenes. Por aquel entonces, Potrésov se encontraba en
el continente. Tal dispersión originaba inconvenientes de tipo técnico, pero a Lenin esto no le
importaba lo más mínimo, más bien lo contrario. En vísperas de mi marcha al continente me
impuso con cautela en los asuntos internos de la redacción; dijo que Plejánov insistía en el
traslado de toda la redacción a Suiza, pero que él, Lenin, estaba en contra, pues ello dificultaría el
trabajo. Entonces comprendí, aunque muy por encima, que la permanencia de la redacción en
Londres era originada por consideraciones no sólo de carácter policíaco, sino de tipo personal y de
organización. Lenin quería en el trabajo ordinario de organización y político la máxima
independencia respecto de los viejos, y ante todo de Plejánov, con quien ya había tenido agudos
conflictos, particularmente al elaborar el proyecto de programa del Partido. De mediadores en tales
casos servían Zasúlich y Mártov: Zasúlich en representación de Plejánov y Mártov en la de Lenin.
Ambos mediadores mostraban un gran espíritu de conciliación y, además, eran muy amigos. De los
agudos choques entre Lenin y Plejánov en torno a la parte teórica del programa sólo me enteré
poco a poco. Recuerdo que Vladímir Ilich me preguntó qué me parecía el programa que entonces
acababa de ser publicado (creo que en el número 25 de Iskra). Sin embargo, yo había enfocado
el asunto desde un punto de vista demasiado general como para responder a la cuestión que
interesaba a Lenin. Las discrepancias habían surgido en cuanto a la mayor o menor rigidez y forma
categórica de caracterizar las tendencias fundamentales del capitalismo, la concentración de la
producción, la desintegración de las capas medias, la diferenciación de las clases, etc., en lo que
Lenin insistía, y el mayor convencionalismo y cautela en estas cuestiones, de lo que era partidario
Plejánov. El programa, como es sabido, abunda en las palabras «más o menos»: esto es de
Plejánov. Por lo que recuerdo, según lo que contaban Mártov y Zasúlich, el anteproyecto de Lenin,
que se oponía al de Plejánov, fue acogido por este último con duras censuras expresadas en el
tono altivo y burlón a que tan aficionado era en tales casos Gueorgui Valentínovich. Pero esto, se
entiende, no podía acobardar ni asustar a Lenin. La lucha adquirió un carácter muy dramático. Vera
Ivánovna, según me contó, decía a Lenin: «George (Plejánov) es un galgo: sacude la pieza y
acaba por dejarla; usted es un bulldog: no la suelta». Recuerdo muy bien esta frase y el comentario
final de Zasúlich: «A él (a Lenin) esto le agradó mucho. ¿No suelto la presa?, preguntó satisfecho».
Y Vera Ivánovna imitó bondadosamente la entonación de Lenin.
Durante mi estancia en Londres, Plejánov hizo un corto viaje a esta ciudad. Entonces le vi por
primera vez. Vino a nuestra república y estuvo en el antro, pero yo no me encontraba en casa.
—Ha venido George —me dijo Vera Ivánovna—, quiere verle, hágale una visita.
—¿Qué George? —pregunté perplejo, pensando que había otra persona importante a quien yo no
conocía.
—Es Plejánov... Nosotros le llamamos George.
Por la tarde me acerqué a verle. En la pequeña habitación, además de Plejánov, se encontraban
un escritor socialdemócrata alemán bastante conocido, Behr, y el inglés Askew. Sin saber qué
hacer de mí, puesto que no había más sillas, Plejánov —no sin ciertas vacilaciones— me ofreció
asiento en la cama. Yo lo consideré la cosa más natural del mundo, sin intuir que Plejánov,
europeo hasta la médula, sólo en un caso extremo podía decidirse a tan extraordinaria medida. La
conversación transcurría en alemán, lengua que él no conocía a fondo, y por eso se limitaba a
breves observaciones. Behr habló primero de que la burguesía inglesa sabía halagar muy bien a
quienes sobresalían entre la masa obrera; luego la conversación pasó a los predecesores ingleses
del materialismo francés. Behr y Askew no tardaron en retirarse. Gueorgui Valentínovich esperaba
con toda razón que yo me iría con ellos, puesto que ya era tarde y no se podía molestar a los
dueños de la casa con tanta conversación. Yo, por el contrario, consideraba que sólo entonces iba
a empezar lo auténtico.
—Behr ha expuesto cosas muy interesantes —dije.
—Sí, lo que se refiere a la política inglesa es interesante, pero lo de la filosofía son tonterías —
contestó.
Al ver que no me disponía a irme, Gueorgui Valentínovich me invitó a salir a tomar cerveza en las
inmediaciones. Me hizo algunas preguntas superficiales y se mostró afable, pero en esta afabilidad
había un matiz de latente impaciencia. Yo me apercibí de que estaba distraído. Acaso se sintiese
cansado. Pero me fui con un sentimiento de insatisfacción y amargura.
Durante el período de Londres, como más tarde durante el de Ginebra, me entrevisté con mucha más
frecuencia con Zasúlich y Mártov que con Lenin. Al vivir en Londres en la misma casa y al comer y
cenar en Ginebra de ordinario en los mismos restaurantes, veía a Mártov y Zasúlich varias veces al
día, mientras que cualquier entrevista al margen de las reuniones oficiales con Lenin, que vivía con
su familia, era ya un pequeño acontecimiento.
Zasúlich era una mujer muy especial, encantadora a su manera. Escribía muy despacio, sufriendo
los auténticos dolores de la creación. «Lo que Vera Ivánovna hace no es escribir, sino un
mosaico», me dijo por aquel entonces Vladímir Ilich. Y, en efecto, llevaba al papel cada frase por
separado, paseaba mucho por la habitación, arrastrando las zapatillas y dando constantes
chupadas a unos cigarrillos que liaba ella misma y que muchas veces tiraba a medio consumir en
todos los rincones, en la repisa de las ventanas y en las mesas; la ceniza le caía en la blusa, en las
manos, en las cuartillas, en el vaso del té y, a veces, hasta en el interlocutor. Era y fue hasta el
fin una vieja intelectual radical a la que el destino puso una inyección de marxismo, cuyos elementos
teóricos, como demuestran sus artículos, asimiló muy bien. Pero, al mismo tiempo, no desapareció
en ella la base político-moral de la radical rusa de los años 70. En conversaciones íntimas se
permitía sublevarse contra ciertos métodos o conclusiones del marxismo. El concepto de
«revolucionario» tenía para ella un valor independiente, al margen del contenido clasista. Recuerdo
una conversación que tuvimos los dos acerca de su artículo «Revolucionarios del medio burgués». Yo
empleé la expresión revolucionarios democrático-burgueses. «No —replicó Vera Ivánovna con cierto
disgusto, o mejor dicho, con un matiz de amargura—. Ni burgueses ni proletarios, sino
revolucionarios simplemente. Claro que se puede decir revolucionarios pequeñoburgueses —añadió
— si se atribuye a la pequeña burguesía todo lo que no sabemos qué hacer con ello...»
El centro ideológico de la socialdemocracia era entonces Alemania y nosotros seguíamos con la mayor
atención la lucha de los ortodoxos contra los revisionistas en aquel país. Vera Ivánovna, a la menor
oportunidad, decía:
—Todo esto es así. Acabarán con el revisionismo y restablecerán a Marx, conquistarán la mayoría,
pero, a pesar de todo, seguirán viviendo con el kaiser.
—¿A quién se refiere, Vera Ivánovna?
—A los socialdemócratas alemanes.
Por lo demás, no se equivocó a este respecto tanto como entonces parecía, si bien ello ocurrió de
manera distinta y a consecuencia de otras causas, no como Vera Ivánovna pensaba...
Zasúlich se mostraba escéptica con relación al programa de los «recortes»3: no es que lo
rechazase, pero se reía bondadosamente de él. Recuerdo un episodio. Poco antes del Congreso4
llegó a Ginebra Konstantín Konstan-tínovich Bauer, viejo marxista, aunque muy desequilibrado, que
en otro tiempo había sido amigo de Struve y que en este período vacilaba entre Iskra y
Osvobozhdenie. En Ginebra empezó a inclinarse hacia Iskra, pero se negaba a aceptar el punto de
los «recortes». Estuvo con Lenin, a quien posiblemente ya conocía de otros tiempos. Volvió, sin
embargo, sin cambiar de opinión, probablemente porque Vladímir Ilich, que conocía su espíritu
hamletiano, no se tomó el trabajo de tratar de convencerle. Yo tuve una larguísima conversación
con Bauer, a quien había conocido en el destierro, en torno a los desdichados «recortes».
Sudoroso, le expuse todos los argumentos que había podido reunir en medio año de interminables
discusiones con los eseristas y, en general, con todos los enemigos del programa agrario iskrista.
Aquella misma tarde, Mártov (recuerdo que fue él) comunicó a los redactores, en una reunión en la
que yo me hallaba presente, que Bauer se le había presentado para manifestar su adhesión
definitiva a Iskra. Trotski, dijo, había dispersado todas sus dudas.
—¿También se ha convencido de lo de los «recortes»? —preguntó Zasúlich casi asustada.
—De los «recortes» particularmente.
—Pobrecillo —articuló Vera Ivánovna con una entonación tan inimitable que todos nos echamos a
reír.
«Mucho de lo que Vera Ivánovna piensa se basa en la moral, en los sentimientos», me dijo en una
ocasión Lenin, y me contó que Mártov y ella se habían mostrado partidarios del terror individual
cuando el gobernador de Vilna, Val, aplicó el castigo de azotes a los obreros que habían tomado
parte en una manifestación. Huellas de esta temporal «desviación», como diríamos ahora, se
pueden encontrar en un número de Iskra. La cosa parece que ocurrió como sigue: Mártov y Zasúlich
estaban encargados de la publicación de este número, ya que Lenin se encontraba a la sazón en
el continente. Se recibió la noticia de una agencia telegráfica acerca de los azotes de Vilna. En
Vera Ivánovna se despertó la heroica radical que había disparado contra Trepov por las palizas a
que eran sometidos los presos políticos. Mártov la apoyó... Al recibir este número de Iskra, Lenin se
indignó: «Es el primer paso hacia la capitulación ante los eseristas». Al mismo tiempo se recibió una
carta de protesta de Plejánov. Este episodio tuvo lugar también antes de mi llegada a Londres, y por
eso algunos detalles pueden ser imprecisos, aunque la esencia del incidente la recuerdo muy bien.
«Claro —trató de justificarse Vera Ivánovna en una conversación conmigo—, no se trataba en
absoluto del terror, sino del sistema. Y yo creo que el terror puede quitar las ganas de recurrir a los
azotes...»
En realidad, Zasúlich no discutía, tanto menos sabía hablar en público. A las razones del
interlocutor no contestaba nunca directamente, sino que rumiaba sus ideas y luego, acalorada,
atragantándose, soltaba una rápida serie de frases no dirigidas, por lo demás, a quien le había
llevado la contraria, sino a quien ella pensaba que era capaz de comprenderla. Si se trataba de una
discusión en regla, con presidente, no tomaba notas nunca, ya que para decir algo necesitaba
acalorarse. Pero en este caso hablaba sin tomar en absoluto en consideración nota alguna; por
este género de notas sentía el mayor de los desprecios; siempre interrumpía al orador y al
presidente, y decía hasta el fin cuanto quería. Para comprenderla hacía falta penetrar bien en la
marcha de sus ideas. Y esas ideas —justas o equivocadas— siempre eran interesantes y le
pertenecían a ella sola. No es difícil imaginarse el contraste que Vera Ivánovna, con su difuso
radicalismo y su subjetivismo, con su negligencia, representaba con relación a Vladímir Ilich. No es
que se tuviesen antipatía, sino que los separaba un sentimiento de profunda discrepancia
orgánica. Pero Zasúlich, como buen psicólogo, sentía ya entonces, no sin cierto matiz de hostilidad,
la fuerza de Lenin; así lo expresaba su frase de que «no suelta la presa».
Sólo poco a poco y no sin trabajo llegué a comprender las complejas relaciones que existían entre
los miembros de la redacción. Cuando llegué a Londres, como ya he dicho, era un auténtico
provinciano y lo era en todos los sentidos. Nunca había estado en el extranjero, ni siquiera en
Petersburgo. De Moscú, lo mismo que de Kíev, lo único que conocía era la cárcel de deportados. A
los escritores marxistas los conocía únicamente por sus artículos. En Siberia había leído algunos
números de Iskra y el ¿Qué hacer? de Lenin. De Ilín,6 el autor de El desarrollo del capitalismo, había
oído hablar vagamente en la cárcel de Moscú (creo que a Vanovski) como una estrella socialdemócrata en ascenso. De Mártov sabía pocas cosas; de Potrésov, nada. En Londres, cuando
leía afanosamente Iskra, Zariá y, en general, las publicaciones editadas en el extranjero, tropecé en
uno de los números de Zariá con un brillante artículo dirigido contra Prokopóvich, acerca del papel
y la significación de los sindicatos.
—¿Quién es Mólotov? —pregunté a Mártov.
—Es Parvus.
Pero yo no sabía nada de Parvus. Tomaba Iskra como un todo y en aquellos meses me resultaba
ajena y hasta hostil la idea de buscar en ella o en su redacción diferentes tendencias, matices,
influencias, etc.
Me llamó la atención, recuerdo, que ciertos editoriales y artículos de Iskra, aunque no iban firmados,
estaban escritos en primera persona: «en tal número dije», «ya entonces escribí acerca de esto»,
etc. Pregunté quién era el autor de esos artículos. Todos eran de Lenin- En conversación con él
observé que, a mi entender, resultaba inconveniente, desde el punto de vista literario, hablar en
primera persona en los artículos sin firma.
—¿Por qué inconveniente? —preguntó él con interés, suponiendo acaso que yo no expresaba una
opinión circunstancial y puramente personal.
—Así me lo parece —contesté yo vagamente, pues no tenía la menor idea concreta a este respecto.
—Pues yo no lo encuentro —replicó Lenin, y dejó escapar una risa que me pareció enigmática.
Entonces, en este recurso literario podía percibirse un matiz de «egocentrismo». En realidad, el
hecho de destacar los artículos propios, aunque no estuviesen firmados, era una manera de
asegurar la línea propia, al no tener confianza en cuanto a la línea de los más próximos
colaboradores. Nos encontramos aquí, a pequeña escala, con la insistente y tenaz orientación
hacia un fin concreto que no se detiene ante formalidad alguna y que constituye el rasgo
fundamental de Lenin como jefe.
El dirigente político de Iskra era Lenin, pero el articulista principal era Mártov. Éste escribía
fácilmente y sin fin, lo mismo que hablaba. Lenin, en cambio, pasaba mucho tiempo en la biblioteca
del Museo Británico, donde se ocupaba de cuestiones teóricas.
Recuerdo que Lenin estaba escribiendo en la sala de la biblioteca un artículo contra Nadioshdin,
quien entonces era propietario en Suiza de una pequeña editorial que fluctuaba entre los
socialdemócratas y los socialistas revolucionarios. Mientras tanto, Mártov había escrito ya la noche
anterior (solía trabajar de noche) un extenso artículo sobre Nadioshdin, que había entregado a
Lenin.
—¿Ha leído usted el artículo de Yuli? —me preguntó Vladímir Ilich en el Museo.
—Sí.
—¿Qué le parece?
—Lo encuentro bien.
—Está bien, sí, pero poco concreto. No hay conclusiones. He escrito esto y no sé qué hacer ahora.
¿Y si lo insertara como una nota al pie del artículo de Yuli?
Me entregó una cuartilla escrita a lápiz. En el próximo número de Iskra, el artículo de Mártov
apareció con la nota de Lenin. Ambos sin firmar- No sé si esta nota figura en las Obras completas de
Lenin. De lo que sí respondo es de que fue él quien la escribió.
Unos meses más tarde, ya en las semanas que precedieron al Congreso, surgió en la redacción,
episódicamente, una discrepancia entre Lenin y Mártov con relación a la táctica a emplear en las
manifestaciones obreras, más exactamente, en la lucha armada con la policía. Lenin decía: hay
que crear pequeños grupos armados, hay que enseñar a estos obreros a combatir con la policía.
Mártov estaba en contra. La discusión se llevó al seno de la redacción.
—¿Y no se convertirá esto en algo semejante a un terror de grupos? —dije yo con respecto a la
proposición de Lenin.
(Recuerdo que en aquel período la lucha contra la táctica terrorista de los eseristas desempeñaba
un importante papel en nuestro trabajo.)
Mártov hizo suya esta consideración y empezó a exponer la idea de que era necesario enseñar a las
manifestaciones de masas a defenderse de la policía, y no crear grupos para luchar contra ella.
Plejánov, al que yo, lo mismo que otros, probablemente, miraba esperando sus palabras, rehuyó la
respuesta e invitó a Mártov a escribir un proyecto de resolución para debatir el asunto ya con un
texto en la mano. Este episodio se diluyó, sin embargo, entre los acontecimientos relacionados con
el Congreso.
Tuve raras ocasiones de observar a Lenin y a Mártov no en asambleas y reuniones, sino en simples
entrevistas. Ya entonces Lenin era enemigo de las largas discusiones, de las conversaciones
desordenadas que muy a menudo se convertían en chismorreos de emigrados, cosa a la que tan
aficionado era Mártov. Lenin, este gran maquinista de la revolución, no sólo en política, sino
también en sus trabajos teóricos o filosóficos, en el estudio de idiomas extranjeros y en las
entrevistas, estaba invariablemente poseído por una idea, por un mismo objetivo. Acaso fuese el
mayor utilitarista que jamás produjo el laboratorio de la historia. Pero como su utilitarismo era de
una grandiosa envergadura histórica, la personalidad no se borraba, no se empobrecía, sino que,
al contrario, a medida que la experiencia y la esfera de acción aumentaban, más y más se
desarrollaba y enriquecía... Al encontrarse junto a Lenin, Mártov, que entonces era su más íntimo
compañero de armas, se sentía cohibido. Se tuteaban aún, pero se notaba ya una cierta frialdad en
sus relaciones. Mártov vivía mucho más en el presente: el tema candente de cada día, el trabajo
corriente de publicista, la polémica, las últimas noticias y las conversaciones. Lenin, dominando los
hechos del día, penetraba profundamente, con el pensamiento, en el mañana. Mártov exponía un
infinito número de intuiciones, de hipótesis, de propuestas, a menudo brillantes, que con gran
frecuencia olvidaba él mismo, mientras que Lenin tomaba lo que le era necesario y cuando lo
necesitaba. La fragilidad de las ideas de Mártov movía a Lenin a menear con inquietud la cabezaNo se habían definido, ni siquiera manifestado, las diferentes líneas políticas; sólo a posteriori
resulta posible adivinarlas. Más tarde, al producirse la escisión en el II Congreso, los iskristas se
dividieron en duros y blandos. Estas denominaciones, que en un primer tiempo estuvieron, como es
sabido, muy en boga, probaban que, aunque no existía una divisoria concreta, había una diferencia
en el enfoque, en la decisión, en la disposición de ir hasta el fin. Volviendo a las relaciones entre
Lenin y Mártov, puede decirse que antes de la escisión y del Congreso Lenin era ya «duro» y
Mártov era «blando». Y ambos lo sabían. Lenin miraba a Mártov con un espíritu crítico y un tanto
receloso, aunque lo tenía en gran estima, mientras que Mártov sentía el peso de esta mirada y
encogía nerviosamente sus flacos hombros. Cuando coincidían en algún lugar y entablaban
conversación, no había ya la menor entonación amistosa, ni bromas, al menos en mi presencia.
Lenin hablaba sin mirar a Mártov y los ojos de éste se convertían en vidrios tras unos lentes que
jamás se veían limpios. Y cuando Vladímir Ilich hablaba conmigo de Mártov, en su voz había ya un
matiz particular: «¿Qué es eso? ¿Lo ha dicho Yuli?», y el nombre de Yuli lo pronunciaba de un modo
particular, acentuándolo ligeramente, como si quisiera ponerme en guardia, como si dijese: «Es
bueno, sí, hasta excelente, pero muy blando». Sobre Mártov influía, sin duda, Vera Ivánovna, que
no en el sentido político, sino psicológicamente, lo apartaba de Lenin. Se comprende, todo esto es
más una caracterización psicológica generalizada que un material, un hecho, y además una
caracterización dada al cabo de veintidós años. Durante este tiempo es mucho lo que se ha fijado en
la memoria, y en la representación de imponderables aspectos de las relaciones familiares puede
haber elementos equivocados y errores de perspectiva. ¿Qué valor tienen aquí los recuerdos y
hasta qué punto influye la involuntaria reconstrucción hecha a posteriora Creo, sin embargo, que,
en lo fundamental, la memoria reproduce lo que en realidad sucedió.
Después de mis primeros discursos, que se podrían llamar «de prueba», en White Chapel (Alexéiev
informaba de los mismos a los miembros de la redacción), me enviaron a dar conferencias a
Bruselas, Lieja y París. El tema era «¿Qué es el materialismo histórico y cómo lo comprenden los
socialistas revolucionarios». A Vladímir Ilich le interesó mucho. Le di para su revisión los amplios
apuntes que había tomado, con citas y todo, y me aconsejó que utilizase este material para un
artículo que podría salir en el primer número de Zariá. Yo no me atreví, sin embargo.
Poco después, estando en París, me llamaron por telégrafo desde Londres. Vladímir Ilich tenía el
propósito de enviarme clandestinamente a Rusia, de donde se quejaban de las muchas detenciones
sufridas y de la falta de gente. Al parecer, Kler me reclamaba. Mas antes de llegar a Londres, el
plan ya había cambiado. L. G. Deutch, que entonces residía en Londres y mostraba por mí gran
simpatía, me contó más tarde cómo había «intervenido» en mi favor, señalando que «el joven» (así
es como me llamaba) necesitaba estar cierto tiempo en el extranjero y estudiar, y cómo Lenin,
después de ciertas discusiones, se mostró conforme con esto. Resultaba muy atrayente trabajar en
la organización rusa de Iskra, pero, no obstante, seguí de buen grado durante cierto tiempo en el
extranjero.
Un domingo fui con Vladímir Ilich y Nadiezhda Konstantínovna a una iglesia socialista de Londres, en
la que el mitin socialdemócrata se alternaba con el canto de salmos entre piadosos y
revolucionarios. El orador era un cajista de imprenta que había vuelto al país, creo que de
Australia. Vladímir Ilich me traducía en voz baja su discurso, que parecía bastante revolucionario, al
menos para aquel tiempo. Luego, todos se ponían en pie y cantaban: «Dios omnipotente, haz que
no haya ni reyes ni ricos...», o algo por el estilo. «En el proletariado inglés hay dispersos muchos
elementos de espíritu revolucionario y de socialismo —me dijo a este propósito Vladímir Ilich cuando
salimos de la iglesia—, pero todo eso se combina con el conservadurismo, con la religión y los
prejuicios, y no puede salir al exterior y generalizarse...» A este propósito resulta curioso señalar que
Zasúlich y Mártov se mantenían por completo al margen del movimiento obrero inglés, enteramente
absorbidos por Iskra y lo que la rodeaba. Lenin, en cambio, emprendía de vez en cuando por su
cuenta exploraciones en el campo del movimiento obrero del país.
Es obvio decir que Vladímir Ilich, Nadiezhda Konstantínovna y la madre de ésta vivían más que
modestamente. Al volver de la iglesia socialdemócrata, comimos en la pequeña cocina-comedor de
su piso, que no constaba más que de dos habitaciones. Recuerdo como si fuese ahora los trozos
de carne asada servidos en la sartén. Tomamos té. Gastamos bromas, como siempre, acerca de si
yo acertaría, solo, a volver a casa: me orientaba muy mal en las calles y, movido por mis aficiones a
la sistematización, llamaba a esto «cretinismo topográfico».
La fecha de apertura del Congreso se acercaba y, a la postre, se decidió trasladar el centro iskrista
a Suiza, a Ginebra: la vida era allí incomparablemente más barata y los contactos con Rusia eran
más fáciles. Lenin lo aceptó, aunque de mala gana. A mí me mandaron a París, desde donde
debía seguir, junto con Mártov, a Ginebra. Empezó el intenso trabajo de preparación del Congreso.
Al cabo de cierto tiempo llegaba Lenin a París. Debía pronunciar tres conferencias sobre la
cuestión agraria en la llamada Escuela Superior, que habían organizado en aquella ciudad
profesores expulsados de las universidades rusas. Los estudiantes marxistas insistían en que
Lenin fuese invitado después de que en la Escuela habló Chernov. Los profesores se sentían
inquietos y rogaron al mordaz conferenciante que, en la medida de lo posible, no se adentrase en
polémicas. Pero Lenin no se comprometió a nada en este sentido y su primera conferencia la
empezó afirmando que el marxismo es una teoría revolucionaria, es decir, polémica por su misma
esencia, aunque este carácter polémico no se contradecía para nada con su espíritu científico.
Recuerdo que poco antes de la primera conferencia Vladímir Ilich estaba muy inquieto. Al subir a la
tribuna, sin embargo, se serenó, al menos exteriormente. El profesor Gambárov, que había acudido
a escucharle, dijo a Deutch, formulando su impresión: «¡Es un auténtico catedrático!» Aquel
hombre, muy amable por cierto, pensaba que esto era el mayor de los elogios. Las conferencias,
siendo como eran profundamente polémicas —contra los populistas y el socialreformista agrario
David, a quienes Lenin confrontaba y unía—, no rebasaron, sin embargo, el marco de la teoría
económica, no se refirieron a la lucha política de aquel entonces, al programa agrario de la
socialdemocracia y de los socialrevolucionarios, etc. Lenin se impuso esta restricción considerando el
carácter académico del centro en que hablaba. Mas después de la tercera conferencia, pronunció
un informe político sobre la cuestión agraria, creo que en el número 110 de la rué Choisy; el acto
no fue organizado ya por la Escuela Superior, sino por el grupo parisiense de Iskra. La sala estaba
de bote en bote. Todos los estudiantes de la Escuela Superior habían acudido para escuchar las
conclusiones prácticas que se desprendían de las conferencias teóricas. Se trataba del programa
agrario de Iskra en aquel entonces y, en particular, de la devolución de los «recortes». No recuerdo
que nadie hablase en contra. Lo que sí recuerdo es que en el resumen de la discusión Vladímir Ilich
estuvo espléndido. Un iskrista de París me dijo a la salida: «Hoy Lenin se ha superado a sí
mismo». Después del informe, como era costumbre, los iskristas se reunieron con él en un café.
Todos estaban muy contentos, y el mismo conferenciante se mostraba alegre y agitado. El tesorero
del grupo dio cuenta, satisfecho, del dinero que con este motivo había ingresado en la caja de
Iskra: algo así como 75 o 100 francos. ¡No era broma! Esto sucedía a comienzos de 1903. No puedo
precisar ahora más la fecha, pero pienso que no sería difícil hacerlo y que acaso ya se haya hecho.
Aprovechando la llegada de Lenin, se decidió llevarle a la ópera. La encargada de organizarlo fue N.
I. Sedova, que pertenecía al grupo iskrista. Vladímir Ilich fue al teatro (Opera Comique) y salió de él
con la misma cartera que le había acompañado al pronunciar las conferencias en la Escuela
Superior- Se representaba la ópera de Massenet (?) Luisa, de un argumento muy democrático.
Estuvimos en el gallinero. Además de Lenin, Sedova y yo, creo que venía Mártov. A los demás no los
recuerdo. A esta visita a la ópera va unida una pequeña circunstancia, que no tenía nada que ver con
la música, pero que, sin embargo, se me quedó muy grabada en la memoria. Lenin se había
comprado en París unas botas que le resultaron estrechas. Después de sufrir con ellas varias
horas, decidió dejarlas. Como a propio intento, mi calzado clamaba pidiendo la sustitución. Recibí
estas botas y con la alegría del primer momento me pareció que me venían justas. Decidí
estrenarlas el día que íbamos a la ópera. En el camino de ida todo resultó bien. Pero ya en el
teatro sentí que la cosa se complicaba. Acaso esto sea la causa de que no recuerde la impresión
que la ópera produjo en Lenin ni en mí. Lo único que recuerdo es que él estaba de muy buen humor,
bromeaba y se reía. A la vuelta yo sentía unos dolores terribles y Vladímir Ilich se burló
implacablemente de mí durante todo el camino. Bajo sus bromas se ocultaba, sin embargo, la
compasión de quien comprende muy bien la molestia ajena: él mismo, según he dicho antes, sufrió
varias horas con estas botas.
He hablado antes de la emoción de Vladímir Ilich cuando iba a pronunciar en París sus
conferencias. En este punto conviene detenerse. Esta emoción cuando debía pronunciar un
discurso la sentía también Lenin bastante más tarde, y tanto más cuanto menos «suyo» era el
público, cuanto más formal era el motivo del discurso. Exteriormente, Lenin hablaba siempre en tono
seguro, impetuoso y rápido, de tal modo que sus intervenciones eran una dura prueba para los
taquígrafos. Pero cuando se sentía a disgusto, su voz parecía la de otro, era como un sonido reflejo
e impersonal, algo parecido al eco. En cambio, cuando advertía que el público necesitaba justamente lo
que él iba a decir, su voz adquiría una viveza extraordinaria y una flexible capacidad de convicción que no
tenía nada que ver con la «oratoria» en el sentido propio de la palabra, sino que era como una
conversación, aunque llevada al nivel de la tribuna. Aquello no era arte oratorio, pero sí algo más que la
simple elocuencia. Se podrá objetar, cierto, que cualquier orador habla mejor ante un público
«suyo». En una forma tan general, esto, naturalmente, es cierto. Pero de lo que se trata es de qué
público y en qué condiciones lo siente el orador como propio. Los oradores europeos tipo Vandervelde,
formados en la escuela parlamentaria, necesitan precisamente un ambiente solemne y motivos
formales para el énfasis. En los aniversarios y asambleas celebradas para festejar a una
personalidad se sienten en su ambiente. Y para Lenin cada una de estas asambleas representaba una
pequeña desgracia personal. Cuando mayor brillantez y capacicidad de convicción mostraba era al
examinar las cuestiones primordiales de la política. Acaso los mejores modelos de su oratoria sean
sus intervenciones en el Comité Central en vísperas de Octubre.
Antes de las conferencias de París, yo había escuchado a Lenin sólo una vez en Londres, creo que en
las últimas fechas de diciembre de 1902. Es extraño, pero no me ha quedado ningún recuerdo ni del
carácter del discurso ni del tema. Casi me atrevo a poner en duda que se tratase de un informe. Pero,
al parecer, lo fue: para Londres se trataba de una asamblea de rusos muy concurrida y a ella asistía
Lenin; si no hubiese sido él el encargado de pronunciar el informe, difícilmente habría acudido. Este
fallo de la memoria lo atribuyo a que el informe trató probablemente, como ocurría de ordinario,
del mismo tema de que hablaba en el último número de Iskra; el artículo de Lenin ya lo había leído
y, por consiguiente, en el informe no había nada nuevo para mí; no hubo debate: los débiles
adversarios londinenses no se atrevían a levantar la voz contra Lenin; el público, entre los que
había elementos del Bund y anarquistas, no era muy favorable, y, como consecuencia de todo ello, el
informe resultó más bien deslucido. Lo único que recuerdo es que a la salida de la reunión se me
acercaron los B., marido y mujer, que habían pertenecido al grupo petersburgués de Rabóchaya Mysl
y que ya llevaban bastante tiempo en Londres, y me invitaron:
—Venga a casa a celebrar el Año Nuevo. (Por eso recuerdo que la asamblea se celebró a fines de
diciembre.)
—¿Para qué? —pregunté yo con bárbara perplejidad.
—Pasamos el rato entre camaradas. Estarán Uliánov y Krúpskaya.
Recuerdo que dijo Uliánov, y no Lenin, y que incluso en un primer momento no comprendí a
quién se refería. También fueron invitados Zasúlich y Mártov. Al día siguiente se discutió en el
«antro» qué debíamos hacer: preguntamos a Lenin si acudiría. Creo que no fue nadie y fue una
lástima: habría sido el caso único en su género de ver a Lenin con Zasúlich y Mártov en una
velada de Año Nuevo.
A mi llegada a Ginebra, procedente de París, fui invitado con Zasúlich y Mártov a la casa de Plejánov;
creo que también estaba Vladímir Ilich. De esta entrevista guardo un recuerdo muy confuso. En todo
caso, no tuvo carácter político, sino más bien «mundano», por no decir pequeño-burgués. Recuerdo
que permanecí en mi silla sin saber qué hacer y melancólico y que en los intervalos entre las
muestras de atención del anfitrión o de la anfitriona me sentía como abandonado. Las hijas de
Plejánov sirvieron el té con pastas. Se sentía cierta tensión y probablemente no era yo el único en
darme cuenta. Acaso, por mi misma juventud, percibía más la frialdad del ambiente. Esta visita fue
la primera y la última. Se comprende, mis impresiones fueron muy superficiales y, muy
posiblemente, circunstanciales, lo mismo que fueron superficiales y circunstanciales todas mis
entrevistas con Plejánov. En otro lugar traté de ofrecer una breve caracterización de la brillante figura
del primer maestro marxista de Rusia. Aquí me limito a impresiones sueltas de los primeros
encuentros, en las que —¡ay!— no tuve ninguna suerte. Zasúlich, a quien todo esto disgustaba
mucho, me decía: «Sé que George es a veces insoportable, pero en el fondo es un animal
simpatiquísimo» (éste era su elogio favorito).
No puedo por menos de señalar que en el seno de la familia de Axelrod reinaba una atmósfera de
sencillez y sincera camaradería. Recuerdo agradecido las horas que pasé tras la hospitalaria mesa
de los Axelrod durante mis frecuentes estancias en Zurich. También solía acudir Vladímir Ilich y, a
juzgar por lo que la familia me contaba, se sentía bien en aquel ambiente. No coincidimos nunca
en casa de los Axelrod.
En cuanto a Zasúlich, su sencillez y cordialidad con los camaradas jóvenes era realmente
incomparable. Si no se puede hablar en el sentido recto de la palabra de su hospitalidad, eso es
sólo porque más bien tenía necesidad de ella que de prestarla. Vivía, se vestía y comía como la más
modesta de las estudiantes. En lo que se refiere a los bienes materiales, sus supremas alegrías
eran el tabaco y la mostaza, que consumía en cantidades enormes. Cuando embadurnaba una
finísima loncha de jamón con una gruesa capa de mostaza, decíamos: «Vera Ivánovna se corre una
juerga».
También N. G. Deutch, el cuarto miembro del grupo «Emancipación del Trabajo», era muy cordial y
atento con los jóvenes. No he mencionado hasta ahora que en su calidad de administrador de
Iskra asistía a las reuniones de la redacción con voz y sin voto. De ordinario seguía a Plejánov,
manteniendo en las cuestiones de la táctica revolucionaria unas concepciones más que moderadas.
Una vez, con gran asombro mío, me dijo: «No habrá ni es necesaria ninguna insurrección armada,
joven. En el presidio teníamos gallos que por cualquier motivo se enzarzaban en peleas y eso les
costaba la vida. Yo ocupaba esta posición: mantenerme firme, hacer comprender a la dirección que el
asunto podía terminar en una pelea importante, pero no llegar nunca a ese extremo. De este modo
conseguía el respeto de la dirección y la suavización del régimen. Esa misma táctica hay que
emplear con el zarismo, pues de otro modo nos dispersarán y aplastarán sin el menor provecho
para la causa».
Me extrañó tanto esta visión de la táctica que hablé de ello, uno tras otro, a Mártov, a Zasúlich y a
Lenin. No recuerdo cómo reaccionó el primero. Vera Ivánovna dijo: «Evgueni (viejo seudónimo de
Deutch) siempre fue así: personalmente es un hombre de una audacia extraordinaria, pero
políticamente no puede ser más cauto y moderado». Lenin, después de escucharme, dijo algo así
como «ya... ya...», y ambos nos echamos a reír sin más comentarios.
En Ginebra se iban reuniendo los primeros delegados del II Congreso y con ellos se celebraban
constantes reuniones. En este trabajo preparatorio correspondió a Lenin un papel de dirección
indudable, aunque no siempre traslucía al exterior. Se celebraban reuniones de la redacción de
Iskra, de la organización de Iskra y otras con grupos de delegados y reuniones generales. Una parte
de los delegados había llegado con dudas, reparos o pretensiones de grupo. Esta labor de
preparación llevaba mucho tiempo. Al Congreso no acudieron más que tres obreros. Lenin
conversó muy detenidamente con cada uno de ellos y se ganó a los tres- Uno era Shotman, de
Petersburgo. Era muy joven, pero cauto y reflexivo. Recuerdo que al volver de una conversación
con Lenin (él y yo vivíamos en la misma casa) no cesaba de repetir: «Le brillan los ojos como si
viera lo que uno lleva dentro».
El delegado de Nikoláiev era Kalafati. Vladímir Ilich me hizo muchas preguntas sobre él (lo había
conocido en Nikoláiev) y luego, sonriendo maliciosamente, añadió:
—Según dice, cuando le conoció usted era algo así como tolstoiano.
—Eso es una estupidez —exclamé casi indignado.
—¿Qué tiene de particular? —replicó Lenin, no sé si para tranquilizarme o para pincharme—. Porque
entonces usted creo que tenía dieciocho años, y la gente no nace marxista.
—Así es —contesté—, pero jamás tuve nada de común con el tolstoianismo.
En las reuniones se prestaba gran atención a los estatutos; una de las cuestiones más importantes
en los esquemas de organización y en las controversias era la referente a las relaciones entre el
Órgano Central y el C. C. Cuando yo llegué al extranjero pensaba que el Órgano Central debía
«subordinarse» al C. C. Así lo creía la mayoría de los iskristas «rusos», aunque no insistían mucho en
ello y su opinión no era muy definida.
—No puede ser —me objetó Vladímir Ilich—. Eso no se ajusta a la correlación de fuerzas. ¿Cómo
van a dirigirnos desde Rusia? No resultará... Nosotros constituimos un centro estable y dirigiremos
desde aquí.
En uno de los proyectos se decía que el Órgano Central estaba obligado a insertar los artículos de
los miembros del C. C.
—¿Incluso contra el Órgano Central? —preguntaba Lenin.
—Claro que sí.
—¿A qué conduciría esto? A nada. La polémica de dos miembros del órgano Central, en ciertas
condiciones, aún podría ser útil, pero la polémica de los miembros «rusos» del C. C. contra el
Órgano Central sería inadmisible.
—¿Entonces resultaría una completa dictadura del Órgano Central? —preguntaba yo.
—¿Qué hay en ello de malo? —objetaba Lenin—. Tal como están las cosas, así debe ser.
En aquel período se hablaba mucho del llamado derecho a la cooptación. En una de las reuniones
los jóvenes llegamos a hacer distingos entre la cooptación positiva y la negativa. «Pero la
cooptación negativa se llama en ruso "expulsar" —dijo a la mañana siguiente Vladímir Ilich en una
conversación conmigo—. No es tan sencillo. ¡Pruebe a realizar —ja, ja, ja— una cooptación
negativa en la redacción de Iskra!»
Lo más trascendental era para Lenin el problema de cómo organizar en el futuro el Órgano Central,
que en esencia debería cumplir simultáneamente el papel de Comité Central. Lenin consideraba
imposible mantener a los seis que hasta entonces integraban la redacción. Zasúlich y Axelrod en
casi todas las cuestiones, cuando surgía una discrepancia, se colocaban casi invariablemente al
lado de Plejánov, y entonces, en el mejor de los casos, eran tres contra tres. Ni uno ni otro grupo
aceptaría la separación de uno de los suyos del consejo de redacción. Quedaba el recurso contrario,
la ampliación del consejo. Lenin quería hacerme entrar como número siete para después, de esta
redacción ampliada de siete miembros, formar un grupo más reducido que integrarían él, Plejánov
y Mártov. Vladímir Ilich me dio a conocer este plan gradualmente, aunque sin decir nada, por lo
demás, de que me había propuesto a mí como séptimo miembro de la redacción ni de que la
propuesta había sido aceptada por todos a excepción de Plejánov, que se oponía enérgicamente a
todo el plan. La incorporación de un séptimo miembro significaba para él que el grupo
«Emancipación del Trabajo» quedaría en minoría: ¡ cuatro «jóvenes» contra tres «viejos»!
Creo que este plan fue la causa más importante de la extrema antipatía que Gueorgui
Valentínovich me mostró. Y como a propio intento, vinieron a unirse nuestros pequeños choques
abiertos ante los delegados. Creo que todo empezó con motivo del periódico popular. Algunos
delegados insistían en la necesidad de editar, junto a Iskra, un órgano popular, que a ser posible
debería hacerse en Rusia. Tal era, en particular, la idea del grupo de Yuzhni Rabochi. Lenin se
oponía decididamente. Sus consideraciones eran de diverso orden, pero la principal era el recelo de
que esta simplificación «popular» de las concepciones de la socialdemocracia, antes de que se
consolidase debidamente el núcleo fundamental del Partido, diese lugar a la aparición de un nuevo
grupo. Plejánov era decidido partidario de la creación de este órgano popular. Por ello se
enfrentaba a Lenin y buscaba abiertamente el apoyo de los delegados. Yo mantenía el criterio de
Lenin. En una reunión expuse la idea —acertada o no, ahora no hace al caso— de que lo que
necesitábamos no era un órgano popular, sino una serie de folletos y octavillas de propaganda que
ayudasen a los obreros avanzados a elevarse hasta el nivel de Iskra; que el órgano popular
desplazaría a Iskra y borraría la fisonomía política del Partido, colocándolo a la altura del
economismo7 y del eserismo. Plejánov objetó: «Por qué va a borrarla? Se comprende que en un
órgano popular no podremos decirlo todo. Plantearemos reivindicaciones y consignas, pero no nos
ocuparemos de cuestiones de táctica. Diremos al obrero que hay que luchar contra el capitalismo,
pero, se comprende, no teorizaremos acerca de cómo mantener la lucha». Yo me así a esta
argumentación: «También los economistas y los eseristas dicen que hay que luchar contra el
capitalismo. Las discrepancias surgen precisamente cuando se trata de cómo hacerlo. Si en un
órgano popular no contestamos a esta cuestión, borramos las diferencias que nos separan de los
eseristas...» La objeción parecía irrebatible. Plejánov no supo qué decir. Es evidente que aquel
episodio no contribuyó a mejorar su actitud hacia mí. Poco después se producía un segundo
conflicto. La redacción tomó el acuerdo, antes de que el Congreso resolviese el problema, de
incorporarme a la misma con voz y sin voto. Plejánov se había opuesto categóricamente, pero Vera
Ivánovna dijo: «Yo lo traeré». Y, en efecto, me «llevó» a la reunión. Sólo bastante más tarde me
enteré de estos manejos entre bastidores. A la reunión acudí sin saber nada de nada. Gueorgui
Valentínovich me saludó con la rebuscada frialdad en la que tan gran maestro era. Para colmo de
males, en aquella reunión se debía examinar un conflicto planteado entre Deutch y Blümenfeld, a
quien antes me he referido. Deutch era el administrador de Iskra y Blümenfeld se quejaba de que
Deutch se mezclaba en los asuntos internos de la imprenta. Plejánov, movido por su vieja amistad
con Deutch, apoyaba a éste y proponía reducir las funciones de Blümenfeld a la parte técnica.
Yo me opuse. «Es imposible —dije— dirigir la imprenta sólo en el aspecto puramente técnico; hay
problemas de organización y administrativos y Blümenfeld debe gozar en estos asuntos de
autonomía.» Recuerdo la mordaz objeción de Plejánov: «Aunque el camarada Trotski tiene razón en
lo de que sobre la técnica se elevan diversas superestructuras administrativas y de otro género...»
Lenin y Mártov me apoyaron, bien es verdad que con cautela, e hicieron que se adoptase la
decisión correspondiente. Esto fue la gota que hizo rebosar el vaso- En ambos casos Vladímir
Ilich estuvo, como hemos visto, de parte mía. Al mismo tiempo, sin embargo, seguía con
inquietud el empeoramiento de mis relaciones con Plejánov, cosa que amenazaba con echar por
tierra definitivamente su plan de reorganización de la redacción. En una de las primeras
reuniones celebradas con los delegados que acababan de llegar, Lenin me llevó aparte y me dijo:
«Acerca del órgano popular, deje que Mártov lleve la contraria a Plejánov. Él engrasará y usted
cortará por lo sano. Es preferible que él engrase». Estas expresiones: cortar por lo sano y
engrasar las recuerdo muy bien.
Después de una de las reuniones de la redacción en el café Landolt, posiblemente después de la
que acabo de referirme, Zasúlich, con la voz tímida e insistente que le era propia en tales casos,
empezó a quejarse de que atacábamos «demasiado» a los liberales. Esto era lo que más le dolía.
—Vean cómo se esfuerzan —dijo sin mirar a Lenin, pero dirigiéndose sobre todo a él—. En el
último número de Osvobozhdenie, Struve pone a nuestros liberales el ejemplo de George, exige
que los liberales rusos no rompan con el socialismo, pues en otro caso les amenazaría la desdichada
suerte del liberalismo alemán, y tomen el ejemplo de los radicalsocialistas franceses.
Lenin estaba de pie ante el velador con el jipi echado sobre la frente (la reunión había acabado y él
se disponía a marcharse).
—Tanto más hay que sacudirles —dijo, sonriendo alegremente y como si quisiera irritar a Vera
Ivánovna.
—¿Cómo es eso?—exclamó ella, completamente desesperada—. ¡Ellos vienen a nuestro encuentro
y nosotros vamos a sacudirles!
—Justamente. Struve dice a sus liberales: hay que adoptar contra nuestro socialismo no las
groseras medidas alemanas, sino las francesas, más finas; atraerlos, ganárnoslos, engañarlos,
corromperlos a la manera de los radicales franceses, que coquetean con el jauresismo.
Claro que este notable diálogo no transcurrió, al pie de la letra, tal y como yo lo describo. Pero
su sentido y su espíritu quedaron muy bien grabados en mi memoria. No tengo a mano ahora los
materiales necesarios para una comprobación, pero ésta no es difícil hacerla: hay que revisar
los números de Osvobozhdenie de la primavera de 1903 y encontrar el artículo de Struve referente
a la actitud de los liberales hacia el socialismo democrático en general y el jauresismo en
particular. De dicho artículo recuerdo lo que Vera Ivánovna dijo en la escena que acabo de
describir. Si a la fecha de ese número de Osvobozhdenie se añaden los tres o cuatro días
nesesarios para que la revista llegase a Ginebra, fuese a parar a las manos de Vera Ivánovna y
ésta la leyese, se puede precisar con bastante exactitud la fecha de la discusión que acabo de
describir en el café Landolt. Recuerdo que era un día de primavera (acaso estuviésemos ya a
comienzos del verano), el sol brillaba alegremente y también era alegre la risita gangosa de Lenin.
Recuerdo todo su aspecto tranquilo y burlón, seguro de sí mismo y «sólido»: precisamente
sólido, aunque Vladímir Ilich estaba entonces mucho más flaco que en el último período de su
vida- Vera Ivánovna, como siempre, se removía, volviéndose ya hacia uno, ya hacia otro. Pero
creo que nadie intervino en la discusión, que, por lo demás, fue muy breve, mientras terminaban las
despedidas.
Volvimos ella y yo juntos. Zasúlich estaba mohína, sintiendo que la carta de Struve había sido batida.
Yo no pude ofrecerle ningún consuelo. Ninguno de nosotros, sin embargo, preveía entonces en qué
medida, en qué grado superlativo había sido batida la carta del liberalismo ruso en este corto
diálogo ante las puertas del café Landolt.
Me doy cuenta de toda la insuficiencia de los episodios más arriba descritos: resulta más pálido que
lo que yo me imaginaba al iniciar este trabajo. Pero he reunido cuidadosamente cuanto la
memoria conservaba, incluso lo menos significativo, pues ya no hay casi nadie que pueda hablar con
detalle de este período. Ha muerto Plejánov. Ha muerto Zasúlich. Ha muerto Mártov. También ha
muerto Lenin. Es difícil que ninguno de ellos dejase sus memorias. ¿Vera Ivánovna acaso? Pero
de esto no se sabe nada. Del consejo de redacción de Iskra en aquel entonces quedan Axelrod y
Potrésov. Sin embargo, prescindiendo de otras consideraciones, ambos participaban poco en el
trabajo de la redacción y en las reuniones de ésta eran raros huéspedes. Algo podría contar L. G.
Deutch, pero llegó al extranjero más bien al fin del período descrito, poco antes de que yo lo
hiciera, y, además, en las labores de la redacción no tomaba parte directa. Informes inestimables
puede proporcionar y confiamos que lo hará Nadiezhda Konstantínovna. Entonces se encontraba
en el centro de todo el trabajo de organización, recibía a los camaradas que llegaban de fuera, daba
instrucciones a los que se marchaban, establecía los contactos, proporcionaba direcciones, escribía
cartas y dirigía la sección de cifra. En su cuarto casi siempre había un olor a papel puesto a
calentar. A menudo, con su suave insistencia, se lamentaba de que escribían poco, o de que
confundían la cifra, o de que habían escrito con tinta simpática de tal modo que unas líneas se
confundían con otras. Y todavía más importante es que en este trabajo de organización, al lado
de Lenin, pudo de día en día observar todo cuanto ocurría en él y alrededor de él. No obstante,
espero que estos renglones servirán de algo, en particular porque Nadiezhda Konstantínovna
frecuen-taba poco las reuniones de la redacción, al menos cuando yo asistía a ellas. Sobre todo,
porque a veces el ojo de la persona que acaba de llegar advierte lo que el ojo ya acos-tumbrado no
ve. En todo caso, he contado lo que podía contar. Ahora quiero hacer algunas consideraciones
gene-rales acerca de por qué, a mi entender, durante el perío-do de la vieja Iskra debió de
producirse un viraje decisivo en la disposición política de Lenin, en lo que pudiéramos llamar
valoración de sí mismo; por qué este viraje era inevitable y por qué se hizo necesario.
Cuando Lenin salió al extranjero, era ya un hombre de treinta años, formado. En Rusia, en los
círculos estudiantiles, en los primeros grupos socialdemócratas y en las colonias de deportados
había ocupado el primer pues-to. No podía por menos de sentir su fuerza siquiera sea porque la
reconocían todos aquellos con quienes se encontraba y trabajaba. Salió al extranjero ya con un
gran bagaje teórico, con una buena experiencia política y pe-netrado ya por completo de esa
claridad de objetivos que constituía su naturaleza espiritual. En el extranjero le esperaba la
colaboración con el grupo «Emancipación del Trabajo» y, ante todo, con Plejánov, el profundo y bri-llante comentarista de Marx, maestro de varias generaciones, teórico, político, publicista, orador de
renombre eu-ropeo y con relaciones europeas. Junto a Plejánov se en-contraban dos autoridades
de primera magnitud: Zasúlich y Axelrod. No sólo el heroico pasado colocaba a Vera Ivánovna en un
primer plano. No, era una mente perspi-caz con una vasta cultura, ante todo histórica, y de una
excepcional intuición psicológica. A través de Zasúlich, el «grupo» había mantenido en otros tiempos
contacto con el viejo Engels. A diferencia de Plejánov y Zasúlich, que estaban vinculados sobre
todo al socialismo latino, Axel-rod representaba en el «grupo» las ideas y la experiencia de la
socialdemocracia alemana. Esta diferencia de «esfera de influencias» encontraba también reflejo
en el lu-gar que habían escogido para residencia. Plejánov y Zasú-lich vivían preferentemente en
Ginebra, y Axelrod en Zurich. Este último se centraba en los problemas de táctica. Como es
sabido, no tiene ni un solo trabajo de índole teórica o histórica. En general, escribía poco. Pero
todo cuanto salía de su pluma se refería a cuestiones tácticas del socialismo. En este plano
Axelrod daba muestra de independencia y sagacidad. Las numerosas conversacio-nes
mantenidas con él (hubo cierto tiempo en que me unió gran amistad con Axelrod, lo mismo que
con Zasúlich) me llevan a la conclusión de que mucho de lo que Plejánov escribió sobre
problemas de táctica era fruto de un trabajo colectivo y que en este trabajo la parte de Axelrod
es mucho más importante de lo que a primera vista pudiera parecer. El propio Axelrod dijo en
repetidas ocasiones a Plejánov, jefe indudable y querido del «gru-po» (hasta la escisión de 1903):
«Tú, George, tienes una trompa larga, siempre alcanza lo que necesitas...» Como es sabido,
Axelrod escribió el prólogo a Tareas de los socialdemócratas rusos, de Lenin, cuyo manuscrito
había enviado éste desde Rusia. Con ello el «grupo» parecía apadrinar al joven e inteligente
militante ruso, pero, al mismo tiempo, parecía señalar que se trataba de un dis-cípulo. Bajo esta
categoría llegó precisamente Lenin al extranjero, en compañía de otros dos discípulos. No asistí a
las primeras entrevistas de los discípulos con los maestros, en las que se elaboró la línea
fundamental de Iskra. No es difícil, sin embargo, imaginarse, considerando las observaciones del
medio año a que acabo de referirme, y sobre todo a la luz del II Congreso del Partido, que el
Conflicto más agudo —descontando lo relativo a los prin-cipios, que apenas si empezaba a
esbozarse— tuvo como causa la miopía que los viejos mostraron en la valoración de los progresos
y la significación de Lenin.
Durante el II Congreso y en los días que siguieron a él, el vivo descontento de Axelrod y de los
otros miembros de la redacción se unía a la perplejidad: «¿Cómo se ha atrevido?» La perplejidad
creció aún más cuando, después de su rompimiento con Plejánov, que se produjo poco
después del Congreso, Lenin siguió, pese a todo, la lucha. El sentir de Axelrod y los otros podría
ser expresado acaso de la mejor manera con las palabras: ¿qué mosca le ha picado? «Porque
no hace mucho que llegó al extranjero —consideraban los viejos—, llegó como discípulo (en esto
insistía particularmente Axelrod al referirse a los primeros meses de Iskra). ¿De dónde procede
esa confianza en sí mismo? ¿Cómo ha podido decidirse?» Y seguían las conjeturas: se
preparaba el terreno en Rusia, por algo todos los contactos estaban en manos de Nadiezhda
Konstantínovna; allí, a la chita callando, se trabajaba para enfrentar a los camaradas rusos
con el grupo «Emancipación del Trabajo». Zasúlich, aunque tan indignada como los otros, acaso
comprendiera más. No en vano había dicho a Lenin poco antes de la escisión que él, a diferencia
de Plejánov, «no soltaba la presa». ¿Quién sabe qué impresión produjeron entonces estas
palabras? ¿No había repetido Lenin: «Sí, es cierto; nadie mejor que Zasúlich puede conocer a
Plejánov. Sacude la presa y acaba por abandonarla, y la tarea no se reduce en modo alguno a
sacudirla y dejarla... No hay que soltarla»? Quien se encuentra en mejores condiciones de
explicar en qué medida y en qué sentido son justas las palabras del previo «trabajo» a que los
camaradas rusos eran sometidos es, sin duda, Nadiezhda Konstantínovna. Pero en un sentido
más amplio se puede afirmar, sin necesidad de informes concretos, que ese trabajo se realizaba.
Lenin siempre preparaba el mañana afirmando y consolidando el presente. Su pensamiento
creador no permanecía nunca quieto, nunca se adormecía su vigilancia. Y cuando se convenció
de que el grupo «Emancipación del Trabajo» era incapaz de tomar en sus manos la dirección
inmediata de la organización combativa de la vanguardia revolucionaria en el ambiente de la
revolución que se aproximaba, sacó de este hecho todas las conclusiones prácticas. Los viejos se
equivocaban, y no sólo los viejos: no se trataba ya, simplemente, del joven y notable militante al
que Axelrod había destacado en un prólogo amistoso y protector; era un jefe que sabía muy bien
lo que quería y que, creo yo, se había sentido a sí mismo como jefe cuando empezó a trabajar
hombro con hombro con los viejos, con los maestros, y se convenció de que era más fuerte y más
necesario que ellos- Cierto, también en Rusia, según la expresión de Mártov, Lenin había sido el
primero entre iguales. Pero allí se trataba solamente de los primeros círculos socialdemócratas,
de organizaciones juveniles. Las reputaciones rusas ostentaban aún el sello del provincialismo:
¿qué podían significar entonces los Lassalle y los Bebel rusos? Otra cosa era el grupo
«Emancipación del Trabajo»; Plejánov, Axelrod y Zasúlich se hallaban a la altura de Kautsky, de
Lafargue, de Guesde y de Bebel, ¡ del auténtico Bebel alemán! Al comparar en el trabajo sus
propias fuerzas y las de ellos, Lenin se aplicaba una medida grande, de escala europea.
Precisamente en los choques con Plejánov, cuando la redacción se agrupaba en torno a dos
ejes, Lenin debió de recibir el temple de seguridad sin la que en el futuro no habría sido Lenin.
Y los choques con los viejos eran inevitables. No porque hubiera de antemano dos concepciones
distintas del movimiento revolucionario. No, en aquel período eso no existía aún. Pero el propio
enfoque de los acontecimientos políticos, de las tareas de organización y, en general, prácticas, por
consiguiente, de toda la revolución que se aproximaba, era profundamente distinto. Los viejos
llevaban ya veinte años de emigración. Para ellos, Iskra y Zarza eran, ante todo, una empresa
literaria. Para Lenin, en cambio, eran un instrumento directo de acción revolucionaria. En lo más
hondo de Plejánov, como se vio unos años después (1905-1906), y de manera aún más trágica en
la época de la guerra imperialista, había un escéptico revolucionario: miraba de arriba abajo la fija
visión de la meta última de Lenin y siempre tenía reservada a este propósito una broma
indulgente y mordaz. Axelrod, como antes he dicho, se hallaba más cerca de los problemas
tácticos, pero su mente se resistía a rebasar el círculo de cuestiones de la preparación de la
preparación. A menudo analizaba con el mayor arte las tendencias y matices dentro de los distintos
grupos socialistas de la intelectualidad revolucionaria. Era un homeópata de la política anterior a la
revolución. Sus métodos y procedimientos presentaban un carácter más propio de farmacia, de
laboratorio. Los valores con que operaba eran siempre muy pequeños: se trataba de granulos, tenía
que colocar en el platillo pesas minúsculas. No en vano L. G. Deutch lo comparaba al tipo de un
Spinoza, y no en vano Spinoza fue pulidor de cristales para aparatos de óptica, trabajo que, como
es sabido, requiere una lente de aumento. Lenin reunía los acontecimientos y relaciones al por mayor,
había aprendido a abarcar mentalmente los grandes bloques sociales y con ello se hacía eco a la
revolución próxima a estallar y que cogió de sorpresa a Plejánov y Axelrod. Entre los viejos, quien
más sentía la proximidad de la revolución era, acaso, Vera Ivánovna Zasúlich. Su cultura histórica
viva, ajena a la pedantería, rebosante de intuición, vino en este sentido en su ayuda. Estaba
profundamente convencida de que en nuestro país existían ya todos los elementos de la revolución,
excepción hecha de un liberalismo «auténtico», seguro de sí, que debía tomar en sus manos la
dirección, y de que nosotros, los marxistas, con nuestra prematura crítica y nuestras
«persecuciones», no hacíamos más que atemorizar a los liberales, con lo que, en el fondo,
cumplíamos un papel contrarrevolucionario. Por escrito, es cierto, no lo dijo nunca. Tampoco en las
entrevistas personales exponía siempre su pensamiento hasta el fin. No obstante, estaba
profundamente convencida de que era así. De ahí se desprendía su antagonismo con Pável
(Axelrod), a quien consideraba un doctrinario. En efecto, dentro de la homeopatía táctica, Axelrod
defendía invariablemente la hegemonía revolucionaria de la socialdemocracia. Sólo que se negaba a
transportar tal punto de vista del lenguaje de los grupos y círculos al lenguaje de las clases cuando
éstas se habían puesto en marcha. Esa circunstancia abrió un abismo entre él y Lenin.
Lenin no llegó al extranjero como un marxista «en general» ni para realizar un trabajo de escritor
revolucionario «en general», ni simplemente para continuar los veinte años de trabajo del grupo
«Emancipación del Trabajo». No, llegó como un jefe en potencia, y no como un jefe «en
general», sino como jefe de la revolución que iba en aumento, que él sentía y tocaba. Llegó para
crear, en el más breve plazo, el aparejo ideológico de esta revolución y su aparato orgánico. No
hablo de su frenética y al mismo tiempo disciplinada aspiración a alcanzar el fin propuesto; no me
refiero a que él, Lenin, trátase de contribuir al triunfo del «objetivo final» —no, esto es
demasiado general y vacío—, sino a que, en el sentido concreto y directo, se había planteado un
fin práctico: acelerar la llegada de la revolución y asegurar su victoria. Cuando Lenin, en su
trabajo en el extranjero, se vio junto a Plejánov, cuando desapareció lo que los alemanes llaman
énfasis de la distancia, el «discípulo» no podía por menos de ver con toda claridad que en el
problema que él consideraba fundamental en aquel tiempo no sólo no tenía casi nada que
aprender del maestro, sino que el maestro, escéptico y a la expectativa, gracias a su autoridad,
era capaz de frenar el salvador trabajo y apartar de él, de Lenin, a los militantes más jóvenes.
De ahí la atenta preocupación de Lenin por las personas que debían integrar la redacción, de ahí
la combinación de los siete y los tres, de ahí su deseo de separar a Plejánov del grupo
«Emancipación del Trabajo», de crear un grupo dirigente de tres en el que Lenin tendría siempre
a Plejánov para las cuestiones de la teoría revolucionaria y a Mártov para las de la política
revolucionaria. Las combinaciones personales cambiaron; pero la «anticipación» fue siempre la
misma en lo fundamental y, a la postre, se hizo hueso, carne y sangre.
En el II Congreso Lenin ganó a Plejánov, pero de una manera poco segura; al mismo tiempo perdió
a Mártov, y esto fue para siempre. Al parecer, Plejánov percibió algo en el II Congreso; al menos
dijo entonces a Axelrod, respondiendo a los amargos reproches de éste y a su perplejidad por su
alianza con Lenin: «De esta masa se hacen los Robespierres». No sé si esta notable frase apareció
alguna vez en la prensa y si, en general, se conoce en el Partido, pero de su actitud respondo. «¡De
esta masa se hacen los Robespierres!» ¡E incluso algo mucho más grande, Gueorgui Valentínovich!,
ha contestado la historia. Mas, evidentemente, este descubrimiento se oscureció muy pronto en la
conciencia del propio Plejánov. Rompió con Lenin y volvió al escepticismo y a las mordaces bromas
que, por lo demás, con el tiempo llegaron a perder su mordacidad.
Ahora bien, en la anticipación «escisionista» no se trataba únicamente de Plejánov y sólo de los
viejos. Con el II Congreso terminó, en general, una cierta fase inicial del período preparatorio. La
circunstancia de que la organización «iskrista» se escindiese en el Congreso, de manera
completamente inesperada, en dos partes casi iguales, prueba de por sí que en esta fase
preparatoria había aún muchos factores en los que no se había llegado a un acuerdo. El partido de
clase acababa de romper la cascara del radicalismo intelectual. La afluencia de intelectuales al
marxismo no se había interrumpido todavía. El flanco izquierdo del movimiento estudiantil lindaba
con Iskra. Entre los jóvenes intelectuales, particularmente en el extranjero, los grupos de ayuda a
Iskra eran muy numerosos. Todo esto era algo que no había madurado y, en su mayoría, inestable.
Las estudiantes iskristas preguntaban a los conferenciantes: «¿Puede una iskrista casarse con un
oficial de la Marina?» Al II Congreso sólo asistieron tres obreros, a los que costó trabajo llevar.
Iskra, por una parte, reunía y educaba los cuadros de revolucionarios profesionales y atraía bajo
su bandera a los jóvenes obreros que soñaban con hazañas heroicas. Por otra parte, grupos
importantes de intelectuales no hacían más que pasar por Iskra para luego degenerar en
partidarios de Osvobozhdenie. Iskra no tenía éxito sólo como órgano marxista del partido proletario
que se estaba constituyendo, sino también, simplemente, como periódico político de la extrema
izquierda, que no se mordía la lengua. Los elementos más radicales de la intelectualidad, en el
calor del momento, se mostraban conformes en luchar por la libertad bajo la bandera de Iskra.
Junto a esto, la desconfianza pedagógica de los partidarios del avance gradual hacia las fuerzas del
proletariado, desconfianza que antes encontrara expresión en el economismo, ahora había sabido
ponerse a tono, y además con bastante sinceridad, con Iskra sin cambiar su esencia. En última
instancia, la brillante victoria de Iskra fue mucho más amplia que sus conquistas directas. No me
atrevo a juzgar en qué medida y con qué claridad se daba Lenin cuenta de esto antes del II
Congreso. En aquellos modos de pensar, bastante abigarrados, que se agrupaban bajo la
bandera de Iskra y encontraban eco en la redacción misma, sólo Lenin concebía el mañana con
todas sus arduas tareas, sus duros choques y sus incontables sacrificios. De ahí su recelo
combativo siempre alerta. De ahí el neto planteamiento de las cuestiones orgánicas, que
encontró simbólica expresión en el problema de quién podía pertenecer al Partido (punto 1 de
los Estatutos). Es muy lógico que en el II Congreso, que debía recoger los frutos de las victorias
ideológicas de Iskra, fuese Lenin el que empezara el trabajo de una nueva diferenciación, de una
selección nueva, más exigente y severa. Para decidirse a este paso teniendo contra él a la
mitad del Congreso, con Plejánov de inseguro aliado a medias y con los restantes miembros
de la redacción como adversarios abiertos y decididos; para atreverse en tales condiciones a
realizar una nueva selección, hacía falta una fe ya completamente excepcional no sólo en la
propia causa, sino también en las propias fuerzas. Esta fe se la dio a Lenin la valoración de sí
mismo, comprobada por la experiencia, surgida del trabajo conjunto con los «maestros» y de los
primeros relámpagos de conflictos que anunciaban los futuros truenos y rayos de la escisión.
Se necesitaba toda la concentración en el fin propuesto que Lenin poseía para iniciar esa obra y
llevarla hasta el fin. Lenin tensaba invariablemente la cuerda del arco al máximo, hasta que no se
podía más, y, al mismo tiempo, pasaba el dedo con cautela: ¿estaba débil en algún punto,
amenazaba con romperse?
—No se puede tensar así el arco, se va a romper —gritaban por todos los sitios.
—No se romperá —contestaba él—. Nuestro arco está hecho con un material proletario que no se
quiebra. ¡Hay que tensar más y más la cuerda del Partido, pues tendremos que lanzar muy lejos
la pesada flecha!
5 de marzo de 1924
SEGUNDA PARTE
EN TORNO A OCTUBRE
I.
EN VÍSPERAS DE OCTUBRE
Me enteré de que Lenin había llegado a Petersburgo y en las asambleas de obreros hablaba contra
la guerra y el Gobierno provisional por los periódicos americanos cuando me encontraba en el
Canadá, en el campo de concentración de Amherst. Los marineros alemanes internados
manifestaron al momento interés por Lenin, cuyo nombre encontraban por primera vez en los
telegramas de los periódicos. Todos ellos esperaban ansiosamente el fin de las hostilidades, que
debía abrir para ellos las puertas de la cárcel en que se hallaban concentrados. Prestaban la mayor
atención a cada voz que se levantaba contra la guerra. Sabían quién era Liebknecht. Pero les
habían asegurado con frecuencia que Liebknecht se había vendido. Ahora conocían a Lenin. Les
hablé de Zimmerwald y de Kienthal. Los discursos de Lenin hicieron bascular a muchos de ellos
hacia Liebknecht.
De paso por Finlandia, encontré los primeros periódicos rusos recientes con los telegramas de que
Tsereteli, Skóbelev y otros «socialistas» habían pasado a formar parte del Gobierno provisional. La
situación estaba, pues, completamente clara. Conocí las tesis de abril de Lenin a los dos o tres
días de mi llegada a Petersburgo. Era precisamente lo que la revolución necesitaba. Más tarde leí
en Pravda el artículo de Lenin «La primera etapa de la revolución», que él había enviado desde
Suiza. Todavía ahora se pueden y se deben leer con el más grande interés y provecho político los
primeros números de Pravda, muy vagos en el sentido revolucionario, sobre el fondo del cual la
«Carta desde lejos» resalta con toda su concentrada fuerza. Muy reposado, escrito en. un tono
de explicación teórica, este artículo parece una enorme espiral de acero comprimida en un apretado
anillo y que posteriormente debía extenderse y ensancharse hasta cubrir ideológicamente todo el
contenido de la revolución.
Uno de los días siguientes a mi llegada concerté con el camarada Kámenev una visita a la
redacción de Pravda. La primera entrevista tuvo lugar, por tanto, el 5 o el 6 de mayo. Dije a Lenin
que nada me separaba de sus tesis de abril y de todo el curso que el Partido había tomado a
raíz de su llegada; que me encontraba en la disyuntiva de ingresar entonces mismo
«individualmente» en la organización del Partido o de tratar de llevar conmigo a la parte mejor de
los partidarios de la unificación, en cuya organización había tres mil obreros de Petersburgo y con
quienes mantenían contacto muchos y valiosos elementos revolucionarios: Uritski, Lunacharski, loífe,
Vladimírov, Manuilski, Kárajan, Yurenev, Pozern, Lirkens, etc. Antónov-Ovséienko ya había ingresado
en el Partido; creo que Sokólnikov también lo había hecho. Lenin no se inclinó categóricamente ni en
un sentido ni en otro. Ante todo, hacía falta orientarse más concretamente en la situación y en las
personas. Él no excluía la posibilidad de una u otra cooperación con Mártov y, en general, con una
parte de los mencheviques internacionalistas que acababan de llegar del extranjero. Junto a ello
hacía falta ver qué relaciones de trabajo se establecían en el seno de los «internacionalistas». En
virtud de un acuerdo tácito, yo, por mi parte, no forcé el desarrollo natural de los acontecimientos.
Desde el primer día de mi llegada, decía en las asambleas de obreros y soldados: «Nosotros, los
bolcheviques y los internacionalistas», y como la conjunción «y», con una frecuente repetición de
estas palabras, no hacía más que dificultar el discurso, empecé a decir: «Nosotros, los
bolcheviques-internacionalistas». De este modo, la fusión política precedió a la realizada en plano
orgánico.*
* N. N. Sujánov presenta en su historia una línea mía, particular, diferente de la línea de Lenin.
Pero Sujánov es un «contructivista» notorio.
En la redacción de Pravda estuve hasta las jornadas de julio dos o tres veces, en los momentos
más críticos. En aquellas primeras entrevistas —y más aún después de las jornadas de julio— Lenin
producía la impresión de un hombre concentrado al máximo, y eso bajo el velo de la tranquilidad y de
una «prosaica» sencillez. Kerenski y los suyos parecían en aquellos días algo invencible. El
bolchevismo semejaba un «insignificante puñado»- El propio Partido no tenía aún conciencia de su
futura fuerza. Y al mismo tiempo, Lenin lo conducía con mano segura hacia las más grandes
empresas...
Sus discursos en el I Congreso de los Soviets provocaron en la mayoría eserista-menchevique una
sensación de inquietud y perplejidad. Sentían confusamente que aquel hombre apuntaba a un
blanco muy alejado. Pero no veían ese blanco. Y los pequeñoburgueses revolucionarios se
preguntaban: ¿quién es este hombre? ¿Que es? ¿Un simple maníaco o un histórico proyectil de
una potencia explosiva nunca vista?
El discurso de Lenin ante el Congreso de los Soviets, en que habló de la necesidad de detener a
cincuenta capitalistas no fue, a mi modo de ver, un «acierto» oratorio. Pero tuvo una importancia
excepcional. Breves aplausos de los relativamente poco numerosos bolcheviques acompañaron al
orador, que se retiraba con el aspecto de quien no lo ha dicho todo y, acaso, no lo había
dicho como querría... Pero, al mismo tiempo, la sala se vio invadida de un hálito inusitado. Era el
hálito del futuro, que por un momento sintieron todos al acompañar con perplejas miradas a aquel
hombre tan común y tan enigmático.
¿Quién era? ¿Qué era? ¿Acaso no había calificado Plejánov, en su periódico, de delirio el primer
discurso de Lenin en el Petrógrado revolucionario? ¿Acaso los delegados elegidos por las masas no
apoyaban casi por completo a los eseristas y mencheviques? ¿Acaso entre los propios bolcheviques
no despertaba en los primeros tiempos vivo descontento la posición de Lenin?
Por una parte, Lenin exigía el categórico rompimiento no sólo con el liberalismo burgués, sino
también con todos los tipos de defensismo. Organizó la lucha dentro de sus propias filas contra
aquellos «viejos bolcheviques que —según escribía— en más de una ocasión han desempeñado
un triste papel en la historia de nuestro Partido, repitiendo sin sentido una fórmula aprendida en
vez de estudiar las particularidades de la realidad nueva, viva» (Obras, t. XIV, I parte, p. 28). Al
mismo tiempo, manifestó en el Congreso de los Soviets: «No es cierto que ningún partido esté
dispuesto a asumir por entero el poder; ese partido existe: es el nuestro». ¿No hay una
monstruosa contradicción entre la situación del «círculo de propagandistas» que se apartaba
de todos los demás y esta abierta pretensión a hacerse cargo del poder en un país gigantesco,
sacudido hasta sus cimientos? Y el Congreso de los Soviets no comprendió en absoluto lo que
quería y en qué confiaba aquel hombre extraño, aquel frío visionario que escribía pequeños artículos
en un pequeño periódico. Cuando Lenin, con espléndida sencillez que parecía la simpleza de
un auténtico simple, manifestó ante el Congreso de los Soviets:
«Nuestro Partido está
dispuesto a asumir el poder por entero», estallaron las risas. «Podéis reíros cuanto queráis», dijo él.
Sabía que ríe mejor el que ríe el último. A Lenin le agradaba este refrán francés, pues estaba
firmemente dispuesto a ser el último en reír. Y siguió tranquilamente sosteniendo que para
empezar había que detener a cincuenta o cien millonarios, entre los más importantes, y explicar
al pueblo que para nosotros todos los capitalistas eran unos bandidos, que Teréschenko no era
un ápice mejor que Miliukov, aunque sí algo más tonto. ¡Unas ideas terrible, asombrosa,
tremendamente simples! Y este representante de una pequeña parte del Congreso, que de
cuando en cuando le aplaudía moderadamente, dijo a los reunidos: «¿Teméis haceros cargo del
poder? Nosotros estamos dispuestos a asumirlo». La respuesta, se entiende, fue una risa casi
indulgente, aunque un sí es no es inquieta.
Para su segundo discurso, Lenin escogió palabras sencillísimas tomadas de la carta de un
campesino en el sntido que hacía falta empujar a la burguesía hasta que ésta reventase, y
entonces terminaría la guerra, pero que si no empujábamos muy fuerte las cosas resultarían mal.
¿Y esta cita simple e ingenua era todo el programa? ¿Cómo no quedarse perplejo? De nuevo una
risita indulgente e inquieta. En efecto, en calidad de programa tomado en abstracto de un grupo de
propagandistas, estas palabras —«empujar a la burguesía»— no pesaban gran cosa. Quienes
quedaron perplejos no comprendían, sin embargo, que Lenin había escuchado sin equivocarse el
creciente empuje de la historia contra la burguesía, y sabia que, como resultado de este empuje, la
burguesía acabaría inevitablemente por «reventar». No en vano Lenin explicó en mayo al
ciudadano Maklákov que «el país de los obreros y de los campesinos pobres está mil veces más a la
izquierda que los Chernov y los Tsereteli» y «cien veces más a la izquierda que nosotros». Ahí se
encuentra la más importante fuente de su táctica. A través de la película democrática nueva, pero
ya bastante confusa, veía con gran claridad el «país de los obreros y de los campesinos pobres»,
que se hallaba presto a realizar la más grande de las revoluciones. Cierto; de momento, no sabía
aún manifestar políticamente esta disposición suya. Los partidos que hablaban en nombre de los
obreros y de los campesinos, les engañaban. Millones de obreros y campesinos no conocían aún a
nuestro Partido, no lo habían encontrado aún como portavoz de sus aspiraciones, y al mismo
tiempo nuestro Partido no se había dado cuenta aún de toda su fuerza potencial, por lo que estaba
«cien veces» más a la derecha que los obreros y los campesinos. Había que juntar lo uno y lo otro.
Hacía falta mostrar al Partido los millones de trabajadores que tenían necesidad de él y era preciso
descubrir el Partido a estos millones de trabajadores. No había que adelantarse demasiado, pero
tampoco quedarse atrás. Explicar con tenacidad y paciencia. Explicar cosas muy sencillas.
«¡Abajo los diez ministros capitalistas!» ¿Que los mencheviques no están de acuerdo? ¡Abajo los
mencheviques! ¿Que se ríen? Eso es de momento... Reirá mejor el que ría el último,
Recuerdo haber hecho la proposición de pedir en el Congreso de los Soviets que se plantease en
primer término el problema de la ofensiva en el frente, que entonces se estaba preparando. Lenin se
mostró conforme, pero, al parecer, quiso antes examinar la cuestión con los otros miembros del C.
C. A la primera sesión el camarada Kámenev trajo un proyecto de declaración de los bolcheviques,
que Lenin había esbozado a toda prisa, con relación a la ofensiva. No sé si este documento se
conserva. El texto —no recuerdo las causas— no agradó, dadas las condiciones del Congreso, ni a
los bolcheviques que se hallaban presentes ni a los internacionalistas. También se mostró contrario
Pozern, a quien queríamos encargarle de presentarlo. Yo escribí otro texto, al que se dio lectura.
De organizar la intervención estaba encargado, si mal no recuerdo, Sverdlov, con quien me había
encontrado por primera vez precisamente durante el I Congreso de los Soviets como presidente
que era de la fracción bolchevique.
A pesar de su escasa estatura y de ser muy flaco, lo que inducía a pensar que era un hombre
enfermo, de Sverdlov emanaba una impresión de grandeza y de tranquila fuerza. Presidía con
calma, sin armar ruido y sin descanso, y todo funcionaba como un buen motor. El secreto, claro, no
residía en el propio arte de dirigir, sino en la circunstancia de que conocía muy bien a todos los
reunidos y sabía lo que se proponía. A cada reunión precedía una serie de entrevistas con distintos
delegados, de preguntas y, a veces, de exhortaciones. Al abrir la sesión ya tenía una idea general
de cómo iba a desenvolverse. Pero sin necesidad de conversaciones previas, sabía mejor que
cualquiera la actitud que uno u otro militante adoptaría hacía el problema planteado. El número de
camaradas de cuya fisonomía política tenía clara noción era, atendidas las proporciones de nuestro
Partido en aquel entonces, muy grande. Era un organizador nato y un artífice de las combinaciones.
Cualquier cuestión política la concebía, ante todo, en su concreción organizativa, como un problema
de relaciones entre personas y grupos dentro de la organización del Partido y de relaciones entre la
organización en su conjunto y las masas. En las fórmulas algebraicas colocaba al instante, y de
manera casi automática, los valores numéricos. Con ello sometía a importantísima comprobación las
fórmulas políticas en cuanto se trataba de la acción revolucionaria.
Después de suspender la manifestación del 10 de junio, cuando la atmósfera del I Congreso de
los Soviets se había caldeado al máximo y Tsereteli amenazaba con desarmar a los obreros de
Petersburgo, el camarada Kámenev y yo acudimos a la redacción y allí, después de un breve cambio
de impresiones, a propuesta de Lenin, escribí un proyecto de llamamiento del C. C. al Comité
Ejecutivo.
En esta entrevista, Lenin dijo algunas palabras acerca de Tsereteli, en relación con el último
discurso de éste (del 11 de junio): «Fue revolucionario tantos años como pasó en presidio y ahora
reniega por completo del pasado». En esto no había nada político, no eran palabras pronunciadas
con un sentido político, sino que eran fruto de una pasajera reflexión sobre la triste suerte del
antiguo gran revolucionario. En el tono había un matiz de lástima, de disgusto, pero la expresión fue
breve y seca, pues nada desagradaba tanto a Lenin como la más pequeña alusión al
sentimentalismo y a las divagaciones psicológicas.
El 4 o el 5 de julio me vi con Lenin (¿y con Zinóviev?) en el palacio de Táurida. La ofensiva había sido
rechazada. La furia contra los bolcheviques había llegado entre los medios gobernantes al último
extremo. «Ahora nos cazarán a tiros —dijo Lenin—. Para ellos es el momento más apropiado.» El
sentido de estas palabras era: hay que tocar retirada y pasar, en la medida en que sea necesario,
a la clandestinidad. Fue uno de los bruscos virajes de la estrategia de Lenin, basado, como
siempre, en la rápida valoración del momento. Más tarde, en la época del III Congreso de la
Comintern, Vladímir Ilich dijo en cierta ocasión: «En julio hicimos muchas estupideces». Se
refería al carácter prematuro de la intervención armada, a las formas demasiado agresivas de la
manifestación, que no respondían a nuestras fuerzas en el conjunto del país. Tanto más notable es
la serena decisión con que el 4 o el 5 de julio se dio cuenta del ambiente no sólo en el campo de la
revolución, sino también en el lado opuesto, y llegó a la conclusión de que para «ellos» era
entonces el momento más oportuno para cazarnos a tiros. Afortunadamente, nuestros enemigos no
poseían ni la consecuencia ni la energía necesarias. Se limitaron a la preparación química de
Pereverz. Aunque es muy probable que, si en los primeros días que siguieron a la acción de julio
hubieran conseguido apoderarse de Lenin, ellos, es decir, los oficiales, le habrían hecho correr la
misma suerte que antes de los dos años los oficiales alemanes hicieron correr a Liebknecht y a
Rosa Luxemburg.
En la entrevista a que antes me refería no se tomó decisión alguna acerca de la conveniencia de
pasar a la clandestinidad. El movimiento de Kornílov se ponía poco a poco en marcha. Yo,
personalmente, me dejé ver aún dos o tres días. Hablé en algunas asambleas del Partido y de
otras organizaciones sobre lo que se debía hacer. La furiosa presión contra los bolcheviques parecía
invencible. Los mencheviques trataban por todos los medios de sacar partido de una situación que
ellos mismos habían contribuido a crear. Tuve ocasión de hablar, según recuerdo, en la biblioteca
del palacio de Táurida, en una asamblea de representantes sindicales. No asistían más que unas
docenas de personas, es decir, los altos dirigentes. Predominaban los mencheviques. Yo hice ver la
necesidad de que los sindicatos protestasen contra la acusación de que se hacía objeto a los
bolcheviques de mantener relaciones con el militarismo alemán. Conservo una idea confusa de esta
asamblea, pero recuerdo con bastante precisión dos o tres caras que exultaban rencor, que
estaban pidiendo una bofetada... Mientras tanto, el terror iba en aumento. Seguían las
detenciones. Varios días los pasé escondido en casa del camarada Larin. Luego empecé a salir,
me dejé ver en el palacio de Táurida y no tardé en ser detenido- Me pusieron en libertad en los días
del movimiento de Kornílov y del ascenso bolchevique, que ya se había iniciado. Mientras tanto, se
había ultimado el ingreso de los unificadores en el Partido Bolchevique. Sverdlov me invitó a
entrevistarme con Lenin, que todavía permanecía oculto. No recuerdo quién me condujo a la casa
de un obrero (¿fue Rajia?) donde me vi con Vladímir Ilich. Allí se encontraba también Kalinin, a
quien él siguió haciendo preguntas acerca del estado de ánimo de los obreros: si combatirían, si
irían hasta el fin, si era posible tomar el poder, etc.
¿Cuál era entonces el espíritu de Lenin? Si queremos definirlo en dos palabras, habrá que decir
que era de impaciencia expectante y de profunda inquietud. Veía claramente que se acercaba el
momento en que sería necesario ponerlo todo sobre el tapete y, al mismo tiempo, le parecía, y no
sin razón, que en las alturas del Partido no se sacaban de esto todas las conclusiones necesarias.
La conducta del Comité Central le parecía demasiado pasiva y expectante. Lenin no consideraba
posible volver abiertamente al trabajo, temiendo con razón que su detención aumentaría todavía
más el espíritu expectante de las capas altas del Partido, y esto conduciría inevitablemente a
dejar escapar una excepcional situación revolucionaria. Por ello, el recelo de Lenin, el rigor que
manifestaba ante -cualquier señal de indecisión, de actitud expectante y de falta de energía,
crecieron estos días y semanas hasta un grado extraordinario. Exigía poner inmediatamente en
marcha la organización de un buen plan para coger al enemigo desprevenido y arrancarle el poder.
Después se vería. De esto, sin embargo, hace falta hablar más detenidamente.
El biógrafo deberá considerar de la manera más atenta el propio hecho de la vuelta de Lenin a
Rusia, de su contacto con las masas del pueblo. Excepción hecha del pequeño intervalo de 1905,
había pasado Lenin en la emigración más de 14 quince años. Su sentido de la realidad, la
sensación del trabajador vivo, no sólo no se había debilitado, sino que, al contrario, se había
robustecido con el trabajo del pensamiento teórico y de la imaginación creadora. Entrevistas y
observaciones accidentales le servían para captar y recrear la imagen del conjunto. Mas, no
obstante, había pasado en la emigración el período de su vida en que él maduró definitivamente
para el papel histórico que le aguardaba. A Petersburgo llegó con generalizaciones revolucionarias
ya prestas que resumían toda la experiencia teórico-social y práctica de su vida. Lanzó la consigna
de la revolución socialista apenas había puesto el pie en tierra rusa. Pero aquí sólo empezaba,
sobre la experiencia viva de las masas tabajadoras de Rusia que se habían despertado, la
comprobación de lo acumulado, meditado y consolidado. Las fórmulas salieron airosas de esta
comprobación. Más aún, sólo aquí, en Rusia, en Petersburgo, adquirieron una diaria e irrefutable
concreción y, con ello, una fuerza invencible. Ahora ya no había necesidad de recomponer el cuadro
de perspectiva del conjunto a partir de imágenes sueltas más o menos accidentales. El propio
conjunto se daba a conocer con todas las voces de la revolución. Y aquí Lenin mostró, y acaso él
mismo lo sintiera por completo por primera vez, en qué medida era capaz de escuchar la voz
todavía caótica de las masas que se despertaban. Observaba con un profundo desprecio orgánico
el ir y venir de los ratones de los partidos dirigentes de la Revolución de Febrero, estas oleadas de
la «poderosa» opinión pública que rebotaban de un periódico a otro, la miopía, la egolatría, la
charlatanería: la Rusia oficial de Febrero. Tras esta escena presentada con decorados
democráticos, escuchaba el rumor de acontecimientos de un volumen distinto. Cuando los
escépticos le señalaban las grandes dificultades, la movilización de la opinión pública burguesa, el
elemento pequeñoburgués, apretaba las mandíbulas y sus pómulos se hacían aún más salientes.
Esto significaba que hacía un esfuerzo para no decir a los escépticos lo que pensaba de ellos. Veía y
comprendía los obstáculos mejor que cualquier otro, pero percibía de manera clara y tangible,
físicamente, las gigantescas fuerzas acumuladas por la historia que ahora brotaban al exterior para
echar por tierra todos los obstáculos. Veía, oía y percibía, ante todo, al obrero ruso, que había
crecido numéricamente, que no había olvidado la experiencia de 1905, que había pasado por la
escuela de la guerra con sus ilusiones, sus falsedades y la mentira del defensismo, y ahora estaba
dispuesto a los más grandes sacrificios y a esfuerzos jamás vistos. Sentía al soldado ensordecido
por tres años de una endiablada guerra —guerra sin sentido y sin fin—, despertado por el estruendo
de la revolución y dispuesto a hacer pagar todos los absurdos sacrificios, humillaciones y ofensas con
la explosión de un odio furioso y que nada perdonaba. Oía al mujik, que seguía arrastrando las
cadenas de siglos de servidumbre y que ahora, gracias a la conmoción que la guerra había
significado, sentía por primera vez la posibilidad de ajustar las cuentas a los opresores, a los
esclavistas, a los amos, a los terribles señores, de una forma implacable. El mujik se mostraba aún
impotente, dudando entre la charlatanería de Chernov y su «recurso» de una gran rebelión agraria.
El soldado vacilaba aún, buscando un camino entre el patriotismo y la deserción pura y simple. Los
obreros escuchaban aún, pero ya recelosos y casi hostiles, las últimas parrafadas de Tsereteli. Ya
burbujeaba, impaciente, el vapor en las calderas de los barcos de guerra de Cronstadt. El marinero,
que unía en sí el odio afilado como el acero del obrero y la sorda cólera de oso del mujik,
abrasado por el fuego de la terrible carnicería, ya arrojaba por la borda a quienes para él
encarnaban todos los tipos de opresión estamental, burocrática y militar. La Revolución de Febrero
se deslizaba cuesta abajo. Los andrajos de la legalidad zarista eran recogidos por los salvadores de
la coalición, planchados, cosidos unos a otros y convertidos en una fina película de legalidad
democrática. Mas, bajo ella todo hervía y se removía, buscaban salida todas las ofensas del pasado:
el odio al guardia, al policía de la ciudad y del campo, al listero, al fabricante, al prestamista, al
terrateniente, al parásito, a los señoritos, a quienes les humillaban y ofendían. Se preparaba la más
grande erupción revolucionaria que la historia conoce. Eso es lo que Lenin oía y veía, lo que sentía
físicamente con claridad absoluta, con el más grande vigor persuasivo al acercarse después de una
larga ausencia al país dominado por los espasmos de la revolución. «Vosotros, estúpidos,
presumidos y torpes, pensáis que la historia se hace en los salones en que los advenedizos
demócratas hacen amistad con los liberales cargados de títulos, en que los cualesquiera de ayer,
simples abogados de provincias, aprenden a toda prisa a acercarse a las manos de los altos
dignatarios. ¡ Estúpidos! ¡ Presumidos! ¡Torpes! La historia se hace en las trincheras donde el
soldado, poseído por la pesadilla que sigue a la borrachera bélica, clava la bayoneta en el vientre
del oficial y luego, en el primer tren, escapa a su aldea natal para incendiar la casa del
terrateniente. ¿No os agrada esta barbarie? No os ofendáis, os responde la historia: os ofrezco lo
que tengo. Esto son sólo conclusiones de todo cuanto había precedido. ¿Creéis en serio que la
historia se hace en vuestras comisiones de contacto? Eso es un absurdo, un balbuceo, una
fantasmagoría, cretinismo. La historia —habéis de saber— ha elegido esta vez en calidad de
laboratorio donde se preparan acontecimientos, el palacio de la Kshesínskaya, una bailarina que fue
amante del que fue zar. Y desde aquí, desde este edificio que es un símbolo de la vieja Rusia,
prepara la liquidación de toda nuestra basura y podredumbre za-rista-petersburguesa, burocráticanoble, burguesa-terrateniente. Hacia aquí, al palacio de la antigua bailarina imperial, afluyen los
delegados de las fábricas, negros de humo; los mensajeros de las trincheras, grises, retorcidos y
llenos de piojos, y desde aquí llevan a todo el país nuevas y proféticas palabras.»
Los desdichados ministros de la revolución pensaban en la manera de devolver el palacio a su
legítima dueña. Los periódicos burgueses, eseristas y mencheviques, reían, enseñando sus podridos
dientes, ante el hecho de que Lenin hubiese lanzado desde el balcón de la Kshesínskaya las
consignas de la revolución social. Pero estos esfuerzos de última instancia no eran capaces ni de
aumentar el odio de Lenin hacia la vieja Rusia ni de fortalecer su voluntad de ajustarle las
cuentas: tanto el uno como la otra habían alcanzado ya su límite máximo. En el balcón de la
Kshesínskaya, Lenin era ya el mismo que dos meses más tarde se ocultaba en un almiar de heno y
que unas semanas después ocupaba el puesto de presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo.
Lenin veía, al mismo tiempo, que dentro del propio Partido existía una resistencia conservadora —al
principio no tanto política como psicológica— hacia el gran salto que se iba a realizar. Lenin
observaba inquieto la creciente disconformidad del estado de ánimo de una parte de los dirigentes
del Partido y de las masas obreras. Ni por un instante se declaró satisfecho por la circunstancia de
que el Comité Central hubiese adoptado la fórmula de la insurrección armada. Sabía lo difícil
que es pasar de las palabras a los hechos. Con todas las fuerzas y todos los recursos de que
disponía, trató de colocar al Partido bajo la presión de las masas y al Comité Central bajo la
presión de la base. Hacía acudir a su refugio a distintos camaradas, reunía informes, los
comprobaba, organizaba auténticos careos, hacía llegar por vías indirectas y por cualquier atajo
sus consignas al Partido, a la base, a lo más hondo, para poner a la máxima dirección ante la
necesidad de obrar y de llegar hasta el fin. Para comprender acertadamente la conducta de Lenin
en este período, hay que dejar sentado un hecho: tenía una fe inconmovible en que las masas
querían y podían realizar la revolución, pero no tenía esta seguridad en cuanto al Estado Mayor del
Partido. Al mismo tiempo, comprendía con una claridad absoluta que no se podía perder tiempo. La
situación revolucionaria es imposible mantenerla arbitrariamente hasta el momento en que el
Partido se ha preparado para utilizarla. Así nos lo ha mostrado hace poco la experiencia de
Alemania- Hasta tiempos recientes oíamos decir que si no hubiésemos tomado el poder en Octubre
lo habríamos hecho dos o tres meses más tarde. ¡Profundo error! Si no hubiésemos tomado el
poder en Octubre, no lo habríamos tomado nunca. Nuestra fuerza en vísperas de Octubre la
integraba la constante afluencia hacia el Partido de las masas que creían que este Partido
haría lo que los otros no habían hecho. Si entonces hubiese visto en nosotros vacilaciones, un
espíritu expectante, una discrepancia entre las palabras y los hechos, se habría separado del
Partido en el curso de dos o tres meses, lo mismo que antes se había separado de los eseristas
y los mencheviques. La burguesía habría ganado una tregua, que habría utilizado para concluir la
paz. La correlación de fuerzas habría podido modificarse radicalmente y la revolución proletaria se
habría visto desplazada a un indefinido futuro. Esto es lo que Lenin comprendía, tocaba y sentía.
De ahí se desprendían su inquietud, su alarma, su desconfianza y la furiosa presión, que
resultaron salvadoras para la causa revolucionaria.
Las discrepancias en el seno del Partido, que estallaron violentamente en las jornadas de Octubre,
se habían manifestado ya en ciertas etapas de la revolución. La primera, la que más tenía que ver
con los principios, pero tranquila y teórica, se produjo a raíz de la llegada de Lenin, con motivo de
sus tesis. El segundo choque sordo se debió a la manifestación armada del 20 de abril. El tercero,
en torno al intento de manifestación armada del 10 de junio: los «moderados» consideraban que
Lenin quería lanzarlos a una manifestación armada con vistas a la insurrección. El conflicto
siguiente, ya más agudo, surgió en relación con las jornadas de julio. Las discrepancias llegaron
hasta la prensa. La etapa siguiente en el desarrollo de la lucha interna la constituyó el problema del
Anteparlamento. 8 Esta vez, en la fracción del Partido se enfrentaron abiertamente dos grupos.
¿Se levantó acta de esta reunión? ¿Se conserva? No lo sé. Los debates ofrecieron indudablemente
gran interés. Dos tendencias: una en pro de la toma del poder y otra en pro del papel de oposición
en la Asamblea Constituyente, se definieron con toda precisión. Los partidarios del boicot al
Anteparlamento quedaron en minoría, aunque no muy apartados de la mayoría. Desde su refugio no
tardó Lenin en reaccionar a los debates en el seno de la fracción y a la resolucion adoptada,
enviando una carta al Comité Central. Esta carta, en la que Lenin, en expresiones más que
enérgicas, se solidarizaba con los partidarios del boicot a la «Duma de Buliguin»
9
de Kerenski-
Tsereteli, no la encuentro en la segunda parte del tomo XIV de las Obras. ¿ Se conservado este
documento de tan extraordinario valor? Las discrepancias alcanzaron la máxima tensión ya que es
vísperas de la etapa de Octubre, cuando se trataba de orien tarse definitivamente hacia la
insurrección y de designar el día de la misma. Ya después de la revolución del 25 de octubre, en fin,
las discrepancias se agudizaron extraordinariamente en torno al problema de la coalición con otros
partidos socialistas.
Sería interesante en el más alto grado restablecer con toda concreción el papel de Lenin en
vísperas del 20 de abril, del 10 de junio y de las jornadas de julio. “En julio cometimos
estupideces”, dijo Lenin más tarde en entrevistas particulares y, creo recordar, ante una delegación
alemana al hablar de los acontecimientos de marzo de 1921 en Alemania. ¿De qué “estupideces”
se trataba? De un tanteo enérgico o demasiado enérgico de una exploración activa o demasiado
activa. Sin esas exploraciones, realizadas de tiempo en tiempo, podíamos quedar rezagados de
las masas. Mas, por otra parte, ya se que la exploración activa se convierte a veces, aunque uno
no lo quiera, en batalla campal. Esto es lo que estuvo a punto de ocurrir en julio. No obstante, el
toque de retirada se dio aún a tiempo. Y al enemigo le faltó en aquellos días audacia para llevar su
obra hasta el fin. No es casualidad que le faltase: las fuerzas agrupadas en torno a Kerenski
significaban por su misma esencia indecisión, y estas cobardes fuerzas paralizaban a Kornilov
más cuanto más le temían.
II. LA REVOLUCIÓN
Al terminar la «Asamblea Democrática», a instancia nuestra, se designó la fecha del 25 de octubre
para la apertura del II Congreso de los Soviets. Dada la efervescencia que reinaba no sólo en las
barriadas obreras, sino también en los cuarteles, que crecía de hora en hora, nos pareció lo más
conveniente concentrar la atención de la guarnición de Petersburgo precisamente en esta fecha, en
el día en que el Congreso de los Soviets debería resolver el problema del poder, y los obreros y las
tropas, debidamente preparados, deberían apoyar a los Soviets. Nuestra estrategia, en esencia, era
la ofensiva: íbamos al asalto del poder. Pero la agitación se basaba en la circunstancia de que los
enemigos se disponían a disolver el Congreso de los Soviets y hacía falta, por tanto, darles una
implacable respuesta. Todo este plan descansaba en el poderío del pleamar revolucionario, que
tendía a alcanzar por doquier el mismo nivel, y no daba al adversario ni descanso ni una fecha
determinada. Los regimientos más atrasados, en el peor de los casos para nosotros, se mantenían
neutrales. En estas condiciones, el más pequeño paso del Gobierno contra el Soviet de Petrogrado
nos debía garantizar inmediatamente una superioridad decisiva. Lenin temía, sin embargo, que el
enemigo tuviera tiempo de llevar a la capital tropas contrarrevolucionarias, pocas, pero seguras, y
tomase la iniciativa, utilizando contra nosotros el arma de la sorpresa. Al encontrar al Partido y a los
Soviets desprevenidos y detener a los dirigentes en Petersburgo, decapitaría el movimiento y
luego, poco a poco, lo debilitaría. «¡No se puede esperar, la demora es imposible!», afirmaba Lenin.
En estas condiciones tuvo lugar, a fines de septiembre o primeros de octubre, la famosa reunión
nocturna del Comité Central en casa de los Sujánov. Lenin acudió a ella decidido a conseguir esta
vez un acuerdo que no dejase lugar a las dudas, a las vacilaciones, a las demoras, a la pasividad
y a las actitudes expectantes. Sin embargo, antes de atacar a los adversarios de la
insurrección armada, se revolvió contra quienes vinculaban la insurrección al II Congreso de los
Soviets. Alguien le había dado a conocer mis palabras de que «nosotros hemos fijado ya la
insurrección para el 25 de octubre». En efecto, yo había repetido varias veces esta frase contra los
camaradas para quienes la vía de la revolución pasaba por el Anteparlamento y una «imponente»
oposición bolchevique en -la Asamblea Constituyente. «Si el Congreso de los Soviets, con su
mayoría bolchevique —decía yo—, no toma el poder, el bolchevismo se condenará sencillamente a la
muerte. Entonces, con toda seguridad, no llegará a reunirse la Asamblea Constituyente. Al
convocar después de lo que ha habido el Congreso de los Soviets para el 25 de octubre, con una
mayoría asegurada de antemano, nos comprometemos públicamente a tomar el poder el 25 de
octubre como más tarde.»
Vladímir Ilich puso grandes reparos a esta fecha. El problema del II Congreso de los Soviets,
según dijo, no le interesaba en absoluto: ¿qué importancia tenía esto? ¿Llegaría a reunirse el
mismo Congreso? ¿Y qué podía hacer aun en el caso de que se reuniese? Hay que arrancar el
poder, dijo, no hay que poner las cosas en dependencia del Congreso de los Soviets, es ridículo y
absurdo informar al enemigo del día de la insurrección. En el mejor de los casos, el 25 de octubre
puede servir para enmascarar nuestras intenciones, pero la insurrección se debe preparar de
antemano y al margen del Congreso de los Soviets. El Partido debe adueñarse del poder por la
fuerza de las armas, y ya después hablaremos del Congreso de los Soviets. ¡ Hay que pasar a la
acción inmediatamente!.
Lo mismo que en las jornadas de julio, cuando Lenin estaba seguro de que «ellos» nos iban a cazar
a tiros, también ahora sopesó toda la situación desde el punto de vista del enemigo, llegando a la
conclusión de que lo más acertado para la burguesía sería atacarnos con sus fuerzas armadas por
sorpresa, desarticular la revolución y, ya después, batir sus distintos núcleos por separado. Lo
mismo que en julio, Lenin sobrestimó la perspicacia y la decisión del enemigo, y acaso también sus
posibilidades materiales. En buena parte se trataba de una sobrestimación consciente,
completamente justa en el sentido táctico: lo que se proponía era duplicar en el Partido la energía
de su impulso. No obstante, el Partido no podía tomar el poder por sí mismo, al margen de los
Soviets y a sus espaldas. Esto podría ser un error. Sus consecuencias repercutirían incluso en la
conducta de los obreros y podrían ser extraordinariamente graves por lo que a la guarnición se
refería. Los soldados conocían el Soviet de diputados, su sección de soldados. El Partido lo
conocían a través del Soviet. Y si la insurrección se llevaba a cabo a espaldas del Soviet, al margen
de él, sin encubrirla con su autoridad; si para ellos no era una consecuencia directa y clara de la
lucha por el poder de los Soviets, esto podría provocar un peligroso desconcierto en la guarnición.
Tampoco hay que olvidar que en Petersburgo, junto al Soviet de la capital, existía el viejo Comité
Ejecutivo Central, en el que predominaban los eseristas y los mencheviques. A este Comité Ejecutivo
Central sólo se le podía enfrentar el Congreso de los Soviets.
En última instancia, dentro del Comité Central se definieron tres grupos: los adversarios de la
toma del poder, que por la lógica de la situación se vieron forzados a renunciar a la consigna de «el
poder a los Soviets»; Lenin, que exigía la organización inmediata de la insurrección al margen de
los Soviets; y el grupo restante, que consideraba necesario vincular estrechamente la insurrección
al II Congreso de los Soviets y que por ello hacían coincidir la una y el otro en el tiempo. «En todo
caso —insistía Lenin—, la toma del poder debe preceder al Congreso de los Soviets, de otro
modo os aplastarán y no podréis reunir ningún congreso.» En fin de cuentas, se tomó un acuerdo
en el sentido de que la insurrección debía producirse, lo más tarde, el 15 de octubre. Creo que
acerca del plazo no hubo casi discusión alguna. Todos comprendían que esto no tenía más que un
carácter aproximado, de orientación, y que, en dependencia de los acontecimientos, la insurrección
podía producirse algo antes o algo después. Sólo se podía hablar de unos días más o menos. La
propia necesidad del levantamiento, y además en fecha próxima, era del todo evidente.
Los debates en el seno del Comité Central se desenvolvieron sobre todo, lógicamente, en torno a la
lucha con aquella parte de sus miembros que se manifestaban contra la insurrección armada en
general. No me atrevo a reproducir los cuatro discursos que Lenin pronunció en esta reunión.
Trataron de si era necesario tomar el poder, de si era hora de hacerlo y de si nos mantendríamos en
él en caso de tomarlo. Sobre estos mismos temas había escrito Lenin ya entonces y escribió
después varios folletos y artículos. La argumentación de dichos discursos fue, se comprende, la
misma. Pero es imposible reproducir y transmitir el espíritu general de estas apasionadas
improvisaciones dominadas por el deseo de hacer sentir a quienes se oponían, vacilaban o dudaban,
su pensamiento, su voluntad, su seguridad, su valor. ¡ Lo que se decidía era la suerte de la
revolución!... La reunión terminó a altas horas de la noche. Todos se sentían aproximadamente
como si acabasen de sufrir una operación quirúrgica. Una parte de los reunidos, entre ellos yo,
pasamos el resto de la noche en casa de los Sujánov.
El curso ulterior de los acontecimientos, como es sabido, nos ayudó muchísimo. El intento de
disolver la guarnición de Petrogrado condujo a la creación del Comité Militar Revolucionario. Nos
vimos en condiciones de legalizar los preparativos de la insurrección con la autoridad del Soviet y de
vincularlos estrechamente a un problema que afectaba vitalmente a toda la guarnición de la capital.
Durante el tiempo que separa la reunión del Comité Central a que antes me refería y el 25 de
octubre, sólo recuerdo una entrevista con Vladímir Ilich, y eso confusamente. ¿Cuándo tuvo lugar?
Debió de ser entre el 15 y el 20 de octubre. Recuerdo que entonces me interesaba mucho la
actitud de Lenin hacia el carácter «defensivo» de mi discurso en el Soviet de Petrogrado: yo había
declarado falsos los rumores de que preparábamos la insurrección armada para el 22 de octubre
(«Jornada del Soviet de Petrogrado»), advirtiendo que a cualquier agresión contestaríamos con un
golpe enérgico y llevaríamos el asunto hasta el fin. Recuerdo que en esta entrevista Vladímir Ilich
se mostró más tranquilo y seguro, diría que menos receloso. No sólo no objetó nada contra el tono
exteriormente defensivo de mi discurso, sino que lo consideró muy apropiado para adormecer la
vigilancia del enemigo. No obstante, meneaba de vez en cuando la cabeza y preguntaba: «¿No se
nos adelantarán? ¿No nos cogerán por sorpresa?» Yo insistí que luego todo se produciría casi
automáticamente. A esta entrevista, o a parte de ella, creo que asistió el camarada Stalin. No
obstante, puede que se tratase de dos entrevistas. Debo decir en general que los recuerdos
relativos a los últimos días que precedieron al levantamiento se hallan en mi memoria como
prensados y resulta muy difícil separar unos de otros y colocarlos en su sitio.
Mi siguiente entrevista con Lenin tuvo ya lugar el mismo 25 de octubre, en el Smolny. ¿A qué hora? No
tengo la menor idea; debió de ser por la tarde. Recuerdo bien que Vladímir Ilich empezó
preguntándome con inquietud por las conversaciones que manteníamos con el mando del distrito de
Petrogrado acerca de la suerte futura de la guarnición. En los periódicos se decía que las
conversaciones se acercaban favorablemente a su fin. «¿Aceptan un compromiso?», preguntó
Lenin, atravesándome con la mirada. Yo contesté que habíamos dado a los periódicos un
comunicado tranquilizador a propio intento, que no se trataba más que de un ardid de guerra en el
momento en que se iniciaba la batalla campal. «Eso está bien —articulo Lenin alegre, con
entusiasmo, y empezó a caminar por la habitación, frotándose agitadamente las manos—. ¡ Pero que
muy bien!» En general, Ilich era muy aficionado a los ardides de guerra. Engañar al enemigo, dejarle
con un palmo de narices, ¡qué podía haber más agradable! Pero en este caso el ardid tenía un
sentido muy especial: significaba que ya entrábamos de lleno en el terreno de las acciones
decisivas. Le conté que las operaciones militares habían avanzado ya bastante y que en la ciudad
éramos dueños de toda una serie de puntos importantes. Vladímir Ilich vio, o acaso yo se lo
mostrara, un cartel impreso la víspera que amenazaba con llevar al paredón a los ladrones que
intentasen aprovechar el momento del golpe. En un primer momento Lenin quedó como pensativo,
me pareció que hasta dudaba. Pero a continuación, dijo: «Está bien». Se lanzaba con avidez sobre
estas partículas de la insurrección. Para él eran prueba irrefutable de que el asunto marchaba ya a
plena marcha, de que el Rubicón había sido pasado y de que era imposible la vuelta y el retroceso.
Recuerdo la profunda impresión que le produjo la noticia de que yo había llamado, mediante orden
escrita, a una compañía del regimiento de Pávlovski al objeto de asegurar la salida de nuestros
periódicos del Partido y del Soviet.
—¿Ha sido enviada la compañía?
—Sí.
—¿Y los periódicos?
—Se están componiendo.
El entusiasmo de Lenin se tradujo en una serie de exclamaciones y de risas; no cesaba de
frotarse las manos. Luego guardó silencio, se quedó pensativo y dijo: «También es posible así. Lo
único que hace falta es tomar el poder». Yo comprendí que sólo en aquel momento había aceptado
definitivamente la idea de que renunciábamos a tomar el poder mediante una conspiración. Hasta
la última hora receló que el enemigo pudiera salir a nuestro encuentro y sorprendernos. Sólo
entonces, el 25 de octubre por la tarde, se tranquilizó y sancionó definitivamente la vía que los
acontecimientos seguían. He dicho que «se tranquilizó», pero sólo fue para, inmediatamente,
mostrar inquietud por toda una serie de cuestiones más o menos importantes, unas concretas y
otras concretísimas, relacionadas con la marcha ulterior de la insurrección: «¿Y si ocurre esto? ¿No
deberíamos hacer tal cosa? ¿Y si llamásemos a Fulano?» Estas incontables preguntas y
sugerencias no guardaban relación exterior unas con otras, pero surgían todas ellas del intenso
trabajo interno que había invadido de pronto todo el círculo de la insurrección.
Hay que saber no ahogarse en los acontecimientos de la revolución. Cuando la marea sube sin
cesar, cuando las fuerzas de la insurrección crecen automáticamente y las fuerzas de la reacción, de
un modo fatal, se fraccionan y desintegran, entonces es muy grande la tentación de dejarse llevar
por la marcha espontánea de los acontecimientos. El éxito rápido desarma lo mismo que la
derrota. No hay que perder de vista el hilo fundamental de los acontecimientos; después de cada
nuevo éxito hay que decirse: aún no se ha conseguido nada, aún no hay nada asegurado; cinco
minutos antes de la victoria decisiva hay que mostrar la misma vigilancia, la misma energía y el
mismo impulso que cinco minutos antes del comienzo de las hostilidades; cinco minutos después de
la victoria, antes de que suenen los primeros vítores, hay que decirse: la conquista no está aún
asegurada, no hay que perder ni un solo minuto. Tal era el enfoque, tal era el modo de obrar,
tal era el método de Lenin, tal era la esencia orgánica de su carácter político, de su espíritu
revolucionario.
He contado ya en cierta ocasión cómo Dan, que debía de dirigirse a una reunión del grupo
menchevique en el II Congreso de los Soviets, reconoció a Lenin, maquillado, con quien yo estaba
sentado tras un velador, en una habitación de paso. Sobre este tema se ha pintado incluso un
cuadro que, por lo demás, a juzgar por las reproducciones, no se parece en absoluto a la realidad.
Tal es, por cierto, la suerte de la pintura de temas históricos, y no sólo de ella. No recuerdo con
qué motivo, pero bastante más tarde, dije a Vladímir Ilich: «Haría falta escribir sobre esto, porque
luego levantarán una montaña de mentiras». Él hizo un ademán, en broma, como quien no le da
importancia: «Es lo mismo, no cesarán de mentir...»
En el Smolny se celebraba la primera sesión del II Congreso de los Soviets. Lenin no se dejó
ver en ella. Se quedó en una habitación del palacio en la que, según recuerdo, no había casi ningún
mueble. Luego ya, alguien extendió unas mantas en el suelo y trajo dos almohadas. Vladímir y yo
nos tumbamos á descansar, uno junto a otro. Pero a los pocos minutos me llamaban: «Dan está
hablando, habrá que contestarle». Al volver, después de mi respuesta, me tumbé de nuevo junto a
Vladímir Ilich, quien, como es lógico, no pensaba siquiera en dormir. ¿Estábamos para eso? Cada
cinco o diez minutos venía alguien de la sala de sesiones para comunicarnos lo que allí sucedía.
Llegaban también mensajeros de la ciudad, en la que, bajo la dirección de Antónov-Ovséienko,
seguía el asedio del Palacio de Invierno, que terminó con el asalto.
Debió de ser a la mañana siguiente, separada por la noche en blanco del día anterior. Vladímir Ilich
parecía cansado. Dijo sonriendo: «Es demasiado brusco el paso de la clandestinidad al poder. Es
sckwindelt (me da vueltas la cabeza)», añadió en alemán, e hizo con la mano un movimiento
giratorio junto a su cabeza. Después de esta única observación más o menos personal que le oí
decir acerca de la conquista del poder, siguió el simple paso a las cuestiones inmediatas que nos
aguardaban.
III. BREST-LITOVSK
Acudimos a las negociaciones de paz con la esperanza de remover a las masas obreras tanto de
Alemania y Austria-Hungría como de la Entente. Para ello era necesario dilatar las negociaciones
cuanto se pudiera a fin de dar tiempo para que los obreros europeos pudiesen percibir
debidamente el propio hecho de la Revolución Soviética y en particular, su política de paz. Después
de la primera interrupción de las negociaciones, Lenin me invitó a dirigirme a Brest-Litovsk. La
perspectiva de las conversaciones con el barón Kühlmann y con el general Hoffmann era, de por sí,
poco atrayente; mas, «para dilatar las negociaciones, hacía falta un dilatador», según se expresó
Lenin. En el Smolny tuvimos un breve cambio de impresiones en cuanto a la línea general a seguir.
Entonces no se habló de si la paz sería o no firmada: era imposible saber cómo transcurrirían las
negociaciones, cómo se reflejarían éstas en Europa, qué situación se produciría. Y nosotros no
renunciábamos, se comprende, a la esperanza de un rápido desarrollo revolucionario.
El hecho de que nosotros no podíamos hacer la guerra era para mí de una evidencia absoluta.
Cuando por primera vez crucé las trincheras de camino hacia Brest-Litovsk, nuestros camaradas, a
pesar de todas las advertencias y exhortaciones, no pudieron organizar una manifestación más o
menos importante de protesta contra las excesivas exigencias de Alemania: las trincheras estaban
casi vacías. Nadie se atrevía a hablar, ni siquiera convencionalmente, de la continuación de la
guerra. ¡ Paz, paz a toda costa!... Más tarde, a mi vuelta de Brest-Litovsk, traté de persuadir al
representante del grupo militar en el Comité Ejecutivo Central de que apoyase a nuestra delegación
con un discurso «patriótico». «Es imposible —replicó él—. Completamente imposible. No podremos
volver a las trincheras, no nos comprenderían. Perderíamos toda nuestra influencia...» De este modo,
en cuanto a la imposibilidad de la guerra revolucionaria, yo no tenía ni la menor sombra de
discrepancia con Vladímir Ilich.
Pero había otra cuestión: ¿Podrían los alemanes hacer la guerra, podrían desencadenar la ofensiva
contra la revolución, que había anunciado el cese de las hostilidades? ¿Cómo conocer, cómo
pulsar el estado de espíritu de la masa de los soldados alemanes? ¿Qué acción habían producido en
ella la Revolución de Febrero y, más tarde, la de Octubre? La huelga de enero en Alemania decía que
había empezado el cambio. ¿Era éste muy profundo? ¿Convendría colocar a la clase obrera y al
ejército de Alemania ante la prueba: por un lado, la revolución obrera, que anunciaba el cese de la
guerra, y por otro el gobierno de los Hohenzollern, que ordenaba la ofensiva contra esta
revolución?.
«Esto es muy atrayente, claro —replicaba Lenin—, y sin duda tal prueba no pasaría sin dejar huella.
Pero es arriesgado, muy arriesgado. Y si el ejército alemán, lo que es muy probable, resulta
bastante fuerte como para desencadenar contra nosotros la ofensiva, ¿qué pasaría entonces? No
podemos correr ese riesgo: ahora no hay en el mundo nada más importante que nuestra
revolución.»
En un principio, la disolución de la Asamblea Constituyente empeoró en modo extraordinario
nuestra situación internacional. Después de todo, los alemanes recelaban en un principio que
nosotros llegásemos a un acuerdo con la «patriótica» Asamblea Constituyente y que esto pudiese
conducir a un intento de proseguir la guerra. Un intento tan absurdo habría significado
definitivamente la muerte de la revolución y del país; pero esto sólo se habría revelado más tarde y
habría exigido de los alemanes un nuevo esfuerzo. La disolución de la Asamblea Constituyente, en
cambio, significaba para ellos nuestra intención evidente de poner fin a la guerra a cualquier precio.
El tono de Kühlmann se hizo al instante más insolente. ¿Qué impresión pudo producir la disolución
de la Asamblea Constituyente en el proletariado de los países de la Entente? A esto no era
difícil contestar: la prensa de la Entente presentaba el régimen soviético como una agencia de los
Hohenzollern. Y los bolcheviques disolvían la «democrática» Asamblea Constituyente para concluir
con los Hohenzollern una paz en condiciones leoninas cuando Bélgica y el norte de Francia estaban
ocupados por las tropas alemanas. Estaba claro que la burguesía de la Entente conseguiría
sembrar una gran confusión entre las masas obreras. Y esto, a su vez, podría facilitar la
intervención militar contra nosotros. Es sabido que incluso en Alemania, entre la oposición
socialdemócrata, corrían insistentes rumores de que los bolcheviques se habían vendido al
gobierno alemán y de que en Brest-Litovsk se estaba representando una comedia en la que los
papeles estaban distribuidos de antemano. Tanto más verosímil debía parecer esta versión en
Francia e Inglaterra. Yo consideraba que antes de firmar la paz era necesario a toda costa ofrecer
a los obreros de Europa una clara prueba de que los gobernantes de Alemania y nosotros éramos
enemigos mortales. Precisamente bajo el peso de estas consideraciones llegué en Brest-Litovsk a la
idea de la demostración «pedagógica» que se expresaba en la fórmula: ponemos fin a la guerra,
pero no firmamos la paz. Me aconsejé con los demás miembros de la delegación, los vi bien
inclinados hacia mi idea y escribí a Vladímir Ilich. Él contestó: «Cuando vuelva, hablaremos».
Quizá, con esta respuesta, formulase ya el desacuerdo con mi propuesta. No la tengo a mano y ni
siquiera estoy seguro de si se ha conservado. Después de mi llegada al Smolny, tuve con Vladímir
Ilich largas entrevistas.
—Todo esto es muy atrayente y no podríamos desear nada mejor si el general Hoffmann fuese
incapaz de mover sus tropas contra nosotros. Pero no podemos confiar mucho en esto. Encontrará
regimientos especialmente seleccionados integrados por campesinos ricos bávaros. Además, ¿es
tanto lo que necesitaría contra nosotros? Porque usted mismo dice que las trincheras están vacías.
¿Y si, a pesar de todo, reanuda la guerra?
—Entonces nos veremos obligados a suscribir la paz, y todos verán claro que no teníamos otra
salida. Con ello asestaremos un golpe definitivo a la leyenda de que estamos en relaciones secretas
con los Hohenzollern.
—Claro, también tiene sus ventajas. Pero todo esto significa un riesgo demasiado grande. Ahora no
hay en el mundo nada más importante que nuestra revolución; hay que salvaguardarla cueste lo que
cueste.
A las dificultades fundamentales del problema se unían los grandes obstáculos surgidos en el seno
del Partido. En éste, al menos entre sus elementos dirigentes, predominaba una actitud irreductible
contra la firma de las condiciones de Brest. Los informes que se publicaban en nuestros periódicos
acerca de las negociaciones nutrían y agudizaban esta opinión. Ello encontró su expresión más
clara en el grupo del comunismo de izquierda, que proclamó la consigna de la guerra revolucionaria.
Dicha circunstancia, se comprende, preocupaba extraordinariamente a Lenin.—Si el Comité Central
se decide a suscribir las condiciones alemanas sólo bajo la influencia de un ultimátum verbal —decía
yo—, corremos el riesgo de provocar una escisión en el Partido. Nuestro Partido necesita, tanto
como los obreros de Europa, que la situación real de las cosas se ponga de relieve... Si
rompemos con los izquierdistas, el Partido dará un viraje extraordinario hacia la derecha: porque
es indudable que todos los camaradas que ocuparon una posición combativa contra la
Revolución de Octubre o en pro del bloque con los partidos socialistas son partidarios
incondicionales de la paz de Brest-Litovsk. Y nuestra tarea no se reduce a firmar la paz; entre los
comunistas de izquierda hay muchos que estuvieron en la primera fila de combate en el período
de Octubre, etcétera.
—Todo eso es indudable —replicaba Vladímir Ilich-Pero ahora se trata de la suerte de la
revolución, tarde restableceremos el equilibrio en el Partido. Lo primero de todo es salvar la
revolución, y sólo puede salvarla la firma de la paz. Es preferible la escisión al peligro de que la
revolución sea aplastada por la fuerza las armas. Los izquierdistas harán travesuras y luego
—incluso si llegan a la escisión, lo que no es inevitable—- volverán al Partido. Y si los alemanes
nos derrotan, no habrá nadie que nos salve... Está bien, supongamos que su plan es aceptado.
Nos negamos a firmar la paz. Y después de esto los alemanes pasan a la ofensiva. ¿Qué hará
entonces?
—Suscribiremos la paz bajo la presión de las bayonetas. Entonces el cuadro quedará claro para la
clase obrera de todo el mundo.
—¿Tampoco apoyará entonces la consigna de la guerra revolucionaria?
—De ningún modo.
—Con ese planteamiento, la experiencia puede resultar menos peligrosa. Corremos el riesgo de
perder Estonia o Letonia. Han estado conmigo los camaradas de Estonia y me han explicado lo
bien que han empezado la organización socialista de la agricultura. Sería una gran lástima tener que
sacrificar a la Estonia socialista —bromeó Lenin—, pero acaso haya que aceptar este compromiso
para conseguir una buena paz.
—¿Es que la firma inmediata de la paz excluye la posibilidad de la intervención militar alemana en
Estonia o Letonia?
—Admitamos que se trata sólo de una posibilidad, pero en otro caso sería algo de lo que casi no
podemos dudar. Yo, de cualquier modo, me manifestaré en pro de la firma inmediata. Es más
seguro.
El temor principal de Lenin en cuanto a mi plan consistía en que si los alemanes reanudaban la
ofensiva, nosotros no tendríamos tiempo de suscribir la paz, es decir, que el militarismo alemán no
nos daría la ocasión de hacerlo: «El salto de esta fiera es muy rápido», repitió muchas veces
Vladímir Ih'ch. En las reuniones en que se decidió el problema .de la paz, Lenin se manifestó con
gran energía contra los izquierdistas y con mucha cautela y tranquilidad contra mi propuesta. De
mala gana, lo aceptaba por cuanto el Partido estaba claramente contra la firma y por cuanto una
decisión intermedia debía ser para el Partido el puente que nos llevase a firmar la paz. La reunión
de los bolcheviques más relevantes —delegados al III Congreso de los Soviets— mostraba sin dejar
lugar a dudas que nuestro Partido, apenas salido del fuego del horno de Octubre, necesitaba de
una comprobación de la situación internacional a través de los hechos. Si no hubiese existido una
fórmula intermedia, la mayoría se habría manifestado en pro de la guerra revolucionaria.
Acaso no carezca de interés señalar la circunstancia de que los eseristas de izquierda no se
manifestaron en un primer momento contra la paz de Brest-Litovsk. Spiridónova, al menos, fue al
principio partidaria decisiva de la firma: «El mujik no quiere la guerra —decía— y aceptará cualquier
paz, sea la que sea». «Firmen inmediatamente la paz —me dijo la primera vez que volví de Brest
— y supriman el monopolio del comercio del trigo». Más tarde, los eseristas de izquierda apoyaron
la fórmula intermedia de poner fin a la guerra sin suscribir el tratado, pero ya como etapa hacia la
guerra revolucionaria, «por si se producía».
Como es sabido, la delegación alemana reaccionó a nuestra declaración como si su país no tuviera
el propósito de responder con la reanudación de las hostilidades. Con esta impresión regresamos a
Moscú.
—¿No nos engañarán? —preguntaba Lenin. Nosotros no podíamos hacer otra cosa que
encogernos de hombros. No lo parecía.
—Pues bien —dijo Lenin—. Si es así, tanto mejor: habremos guardado las apariencias y nos
encontraremos fuera de la guerra.
Sin embargo, dos días antes del plazo, recibimos del; general Samoilo, que había quedado en Brest,
un telegrama anunciando que los alemanes, según declaración del general Hoffmann, desde las 12
horas del 18 de febrero se consideraban en estado de guerra con nosotros y por eso le invitaban a
salir de Brest-Litovsk. El telegrama fue entregado a Vladímir Ilich. Yo me encontraba en su
despacho. Estábamos hablando con Karelin y otro eserista de izquierda. Después de leerlo, Lenin
me lo pasó en silencio. Recuerdo que su mirada me hizo comprender al instante que las noticias
eran de la mayor importancia y malas. Lenin se apresuró a terminar la conversación con los
eseristas para examinar la situación a que se había llegado.
—Quiere decirse que nos han engañado. Han ganado cinco días... Esta fiera no se deja escapar
nada. Quiere decirse que ahora no nos queda otro recurso que suscribir las viejas condiciones si
es que los alemanes acceden a mantenerlas.
Yo repuse en el sentido de que se debía dejar que Hoffmann pasase, de hecho, a la ofensiva.
—Pero esto significaría entregar Dvinsk, perder mucha artillería, etcétera.
—Claro, esto significa nuevos sacrificios. Pero hace falta que el soldado alemán entre de hecho,
combatiendo, en territorio soviético. Hace falta que lo conozcan los obreros alemanes, por una
parte, y los franceses e ingleses, por otra.
—No —objetó Lenin—. No se trata, ciertamente, de Dvinsk, pero no podemos perder ni una sola
hora. La prueba ha sido hecha. Hoffmann quiere y puede emprender la ofensiva. No podemos
dar largas al asunto: ya nos han quitado cinco días, con los cuales contábamos. Y esta fiera es
rápida en el salto.
El Comité Central decidió enviar un telegrama manifestando el acuerdo inmediato con la firma del
tratado de Brest-Litovsk. Así se hizo.
—Me parece —dije en una conversación particular con Vladímir Ilich— que desde el punto de
vista político sería conveniente que yo, como comisario de Asuntos Exteriores, presentase la
dimisión.
—¿Por qué? No vamos a implantar entre nosotros estos métodos parlamentarios.
—Pero mi dimisión significaría para los alemanes un viraje radical de la política y aumentaría su
confianza de que esta vez estamos realmente dispuestos a suscribir la paz y a observarla.
—Acaso tenga razón —dijo Lenin, meditando—. Es un serio argumento político.
No recuerdo en qué momento se recibió la noticia del desembarco de tropas alemanas en Finlandia
y del comienzo de las acciones contra los obreros del país. Recuerdo, sí, que me tropecé con Lenin
en el pasillo, cerca de su despacho. Estaba agitadísimo. Nunca lo vi así, ni antes ni después.
—Sí —dijo—, parece que tendremos que pelear, aunque no tenemos con qué. Esta vez no veo otra
salida...
Tal vez fue la primera reacción de Lenin al telegrama que anunciaba el aplastamiento de la
revolución finlandesa. Pero a los diez o quince minutos, cuando entré en su despacho, dijo:
—No, no se puede cambiar la política. Nuestra intervención no salvaría a la Finlandia revolucionaria
y nos hundiría de seguro a nosotros. Ayudaremos a los obreros finlandeses cuanto podamos, aunque
sin salimos del terreno de la paz. No sé si esto nos salvará a nosotros. Pero, en todo caso, es el
único camino en el que todavía resulta posible la salvación.
Y, en efecto, la salvación estuvo en este camino.
La decisión de no firmar la paz no se desprendía en absoluto, como ahora se escribe a veces, de la
consideración abstracta de que era inconcebible el acuerdo entre los imperialistas y nosotros.
Basta examinar en la obrita del camarada Ovsiánnikov las votaciones realizadas por Lenin sobre
este problema, instructivas en el más alto grado, para convencerse de que los partidarios de la
fórmula de tanteo «ni guerra ni paz» respondían positivamente a la cuestión de si nosotros,
como partido revolucionario, teníamos derecho a suscribir, en ciertas condiciones, una paz
«sucia». En efecto, nosotros decíamos: si hay siquiera un veinticinco por ciento de
probabilidades
de que Hohenzollern no se decida o no pueda hacer la guerra contra nosotros, hace falta,
aunque corramos cierto riesgo, aceptar esta experiencia.
Tres años más tarde corrimos el riesgo —esta vez por iniciativa de Lenin— de tantear con
nuestras bayonetas la Polonia de la burguesía y la nobleza. Fuimos rechazados. ¿Qué diferencia
hay entre esto y Brest-Litovsk? Por lo que se refiere a los principios no hay ninguna, solamente
existe en el grado del riesgo.
Recuerdo que el camarada Radek escribió en cierta ocasión que el poderío del pensamiento
táctico de Lenin cobra su máxima expresión en el período que va entre la firma de la paz de
Brest-Litovsk y la marcha sobre Varsovia. Todos sabemos ahora que esta marcha fue un error
que nos costó muy caro. No sólo nos condujo a la paz de Riga, que nos separaba de Alemania,
sino que también proporcionó un poderoso impulso, junto a otros acontecimientos del mismo
período, para la consolidación de la Europa burguesa. El sentido contrarrevolucionario del
tratado de Riga para los destinos de Europa se puede comprender de la manera más clara si
nos imaginamos la situación, siquiera sea, del año 1923, y que entonces hubiésemos tenido
frontera común con Alemania: son muchos los factores que llevan a pensar que en este país los
acontecimientos se habrían desarrollado por una vía completamente distinta. Tampoco hay duda
de que en la propia Polonia el movimiento revolucionario habría seguido un ritmo
incomparablemente más favorable sin nuestra intervención militar y el fracaso de la misma. El
propio Lenin, por lo que yo sé, atribuía enorme significación al error «de Varsovia». No
obstante, Radek tiene toda la razón al apreciar la envergadura de la táctica leninista Se
comprende, después de que el «tanteo» de las masas trabajadoras de Polonia se llevó a efecto
y no dio los resultados que se esperaba; después de que nos hicieron retroceder —y no podían
por menos de hacernos retroceder, pues al mantenerse la tranquilidad en Polonia nuestra
marcha sobre Varsovia no era más que una correría de guerrilleros—, después de que nos
vimos obligados a susribir la paz de Riga, no es difícil llegar a la conclusión de que estaban en
lo cierto los adversarios de la marcha, y que habría sido preferible detenerse a tiempo y
asegurarnos una frontera común con Alemania. Pero todo esto sólo se vio claro a posteriori. Y lo
que es notable para Lenin en la idea de la marcha sobre Varsovia, es el valor del propósito. El
riesgo era grande, pero el fin lo justificaba con creces. El posible fracaso del plan no traía
consigo peligros para la propia existencia de la República Soviética; lo único que podía hacer
era debilitarla...
Podemos dejar al futuro historiador la valoración de si merecía la pena arriesgarse a un
empeoramiento de las condiciones de paz de Brest-Litovsk al objeto de hacer una
demostración ante los obreros europeos. Pero es de una evidencia absoluta que, después
de que esta demostración fue hecha, se debía suscribir obligatoriamente una paz que nos
habían impuesto. Y aquí, la precisión de las posiciones de Lenin y su poderoso empuje salvaron
la situación.
—¿Y si, a pesar de todo, los alemanes atacan? ¿Y si avanzan sobre Moscú?
—Seguiremos el retroceso hacia el Este, hacia los Urales, al mismo tiempo que nos
manifestamos dispuestos a firmar la paz. La cuenca del Kuznetsk es abundante en hulla.
Crearemos la República de los Urales-Kuznetsk apoyándonos en la industria uralesa y en el
carbón de Kuznetsk, en el proletariado de los Urales y en la parte de los obreros de Moscú y
Petrogrado que consigamos llevar con nosotros. Nos mantendremos. En caso necesario, nos
retiraremos más al Este, al otro lado de los Urales. Llegaremos hasta Kamchatka, pero nos
mantendremos. La situación internacional cambiará decenas de veces y nosotros, partiendo de la
República de los Urales-Kuznetsk, ampliaremos de nuevo nuestros límites y volveremos a Moscú
y Petrogrado. Pero si nos hundimos ahora sin sentido en una guerra revolucionaria y dejamos
que se pierda la flor y nata de la clase obrera y del Partido, entonces no habrá un sitio del que
podamos volver.
En aquel período, la República de los Urales-Kuznetsk ocupaba un importante lugar en la
argumentación de Lenin. A veces replicaba a sus oponentes: «¿Sabéis que en la cuenca del
Kuznetsk tenemos enormes yacimientos de carbón? Esto, unido al mineral de hierro de los Urales
y al trigo siberiano, nos proporciona una nueva base». El oponente, que no siempre tenía clara
noción de dónde se encuentra Kuznetsk y de qué relación podía tener su carbón con el
bolchevismo consecuente y la guerra revolucionaria, abría mucho los ojos o se reía, sorprendido,
suponiendo que Ilich quería gastarle una broma o recurría a una astucia. Pero Lenin no
bromeaba lo más mínimo, sino que —fiel a sí mismo— había meditado la situación hasta sus
últimas consecuencias y hasta las peores conclusiones prácticas. La concepción de la República
de los Urales-Kuznetsk le era orgánicamente necesaria para robustecer en sí y en los demás la
convicción de que nada se había perdido y de que no había ni podía haber lugar para la
estrategia de la desesperación.
Como es sabido, las cosas no llegaron hasta la República de los Urales-Kuznetsk, y está bien
que no llegasen. No obstante, se puede decir que la inexistente República de los UralesKuznetsk salvó a la R.S.F.S.R. En todo caso, sólo se puede comprender y valorar la táctica de
Lenin con relación a Brest-Litovsk vinculándola a su táctica de Octubre. Estar contra Octubre y en
favor de Brest significaba, en ambos casos, un mismo espíritu de capitulación. La esencia del
caso reside en que, tras la capitulación de Brest-Litovsk, Lenin desplegó la misma e inagotable
energía revolucionaria que había asegurado al Partido la victoria de Octubre. Precisamente esta
combinación natural y orgánica de Octubre y Brest, de la gigantesca envergadura y la valerosa
cautela, del ímpetu y la serena visión, da la medida de su método y de sus fuerzas.
IV. DISOLUCIÓN DE LA ASAMBLEA CONSTITUYENTE
En los primeros días, si no en las primeras horas, que siguieron a la revolución, Lenin planteó el
problema de la Asamblea Constituyente.
—Hay que aplazar las elecciones —proponía—, hay que aplazarlas. Hay que ampliar los derechos
electorales, concederlos a quienes hayan cumplido los dieciocho años. Hay que dar la oportunidad de
renovar las listas electorales. Las nuestras no sirven para nada- Abundan los intelectuales de aluvión
y lo que nosotros necesitamos son obreros y campesinos. Hay que declarar fuera de la ley a la
gente de Kornílov y a los kadetes.10
Le objetaban:
—No estaría bien aplazarlas ahora. Eso se interpretaría como una liquidación de la Asamblea
Constituyente, tanto más cuanto que éramos nosotros mismos quienes acusábamos al Gobierno
provisional de aplazar su elección.
—¡Eso son tonterías! —replicaba Lenin—. Lo importante son los hechos, no las palabras. Con
relación al Gobierno provisional, la Asamblea Constituyente significaba o podía significar un paso
adelante, pero con relación al poder soviético, y sobre todo con las listas actuales, significará
inevitablemente un paso atrás. ¿Por qué no podemos aplazarla? ¿Estaría bien que la Asamblea
Constituyente se viera en poder de los kadetes, mencheviques y eseristas?.
—Cuando eso llegue seremos más fuertes —objetaban otros—, pero ahora somos aún demasiado
débiles. En provincias casi no se sabe nada del poder soviético. Y si ahora se recibe allí la noticia de
que hemos aplazado las elecciones de la Asamblea Constituyente, eso nos debilitará todavía más.
Con particular energía se oponía al aplazamiento Sverdlov, que estaba más relacionado con las
provincias que nosotros.
Lenin se vio solo en su posición. Meneaba descontento la cabeza y repetía:
¡Es un error, un claro error que puede resultarnos muy caro! A ver si esto le cuesta a la revolución
la cabeza...
Pero cuando se tomó el acuerdo de no demorar las elecciones, Lenin aplicó toda su atención a las
medidas organizativas relacionadas con la existencia de la Asamblea Constituyente.
Se puso en claro por aquel entonces que estaríamos en minoría incluso con los eseristas de
izquierda que iban en listas comunes con los eseristas de derecha y que resultaron totalmente
burlados.
Hay que disolver la Asamblea Constituyente, eso está claro —decía Lenin—. Ahora bien, ¿qué
hacer de los eseristas de izquierda?.
Sin embargo, el viejo Natansón nos consoló mucho. Vino a «aconsejarse» con nosotros y sus
primeras palabras fueron:
Seguramente habrá que disolver la Asamblea Constituyente por la fuerza.
—¡Bravo! —exclamó Lenin—. ¡Es cierto! ¿Y los suyos, lo aceptarán?.
—Entre nosotros hay algunos que vacilan, pero creo que a la postre se mostrarán conformes —
contestó Natansón.
Los eseristas de izquierda vivían entonces la luna de miel de su extremo radicalismo: en efecto, se
mostraron conformes.
—¿Y
si
incorporásemos
—propuso
Natansón—
su fracción y la nuestra en la Asamblea
Constituyente al Comité Ejecutivo Central y formásemos así una Convención?
—¿Para qué? —contestó Lenin con claro disgusto— ¿Para imitar la Revolución francesa? Con la
disolución de la Asamblea Constituyente afirmamos el sistema soviético. Con su plan todo resultaría
confuso: ni lo uno ni lo otro.
Natansón trató de demostrar que con su plan nos ganaríamos parte de la autoridad de la Asamblea
Constituyente, pero no tardó en rendirse.
Lenin abordó de lleno el problema de la Asamblea.
—El error es evidente —dijo—. Después de conquistar el poder nos hemos puesto en una situación
en que nos vemos obligados a adoptar medidas militares para conquistarlo de nuevo.
Los preparativos los realizó concienzudamente, pensando todos los detalles y sometiendo a este
respecto a un severo interrogatorio a Uritski, quien, con gran dolor por su parte, había sido
nombrado comisario de la Asamblea Constituyente. Lenin dispuso, entre otras medidas, el envío a
Petrogrado de un regimiento letón, en el que predominaban los obreros.
—El mujik puede llegar a vacilar —decía— Aquí se necesita la energía proletaria.
Los diputados bolcheviques de la Asamblea Constituyente que habían llegado de todos los
rincones de Rusia, fueron, bajo la presión de Lenin y la dirección de Sverdlov, distribuidos por las
fábricas y unidades militares. Constituyeron un elemento importante del aparato organizativo que
llevó a cabo la «revolución complementaria» del 5 de enero. En cuanto a los diputados eseristas,
consideraban incompatible la participación en la lucha con el elevado título de representante del
pueblo: «El pueblo nos ha elegido, que él nos defienda». En el fondo, estos pequeñoburgueses
provincianos no sabían en absoluto qué hacer; la mayoría estaban, simplemente, dominados por el
pánico. Por el contrario, elaboraron en todo su detalle el ritual de la primera sesión. Habían
traído velas por si los bolcheviques cortaban la corriente eléctrica y una gran cantidad de
bocadillos ante la eventualidad de que les dejasen sin comida. Así se presentó la democracia al
combate contra la dictadura: pertrechada de bocadillos y velas. El pueblo no pensó siquiera en
apoyar a quienes se consideraban sus representantes y que en realidad eran sombras de un
período de la revolución que ya se había agotado.
Cuando la Asamblea Constituyente fue disuelta, yo me encontraba en Brest-Litovsk. Pero el primer
viaje que hice a Petrogrado para cambiar impresiones, Lenin me dijo a este propósito: «Claro,
nosotros corrimos un gran riesgo al no aplazar las elecciones, fue una imprudencia muy grande.
Pero, después de todo, ha sido mejor. La disolución de la Asamblea Constituyente por el poder
soviético es la supresión completa y abierta de la democracia formal en nombre de la dictadura
revolucionaria. La lección será ahora dura». Así, la generalización teórica se daba la mano con el
empleo del regimiento de tiradores letones. Indudablemente, en aquel tiempo debieron de formarse
definitivamente en la conciencia de Lenin las ideas que más tarde, durante el I Congreso de la
Comintern, formuló en sus notables tesis sobre la democracia.
La crítica de la democracia formal tiene, como es sabido, una larga historia. Nosotros y nuestros
predecesores atribuíamos el carácter equívoco de la revolución de 1848 al fracaso de la democracia
política. Vino a sustituirla la democracia «social». Pero la sociedad burguesa supo obligar a esta
última a ocupar el lugar que ya era incapaz de mantener la democracia pura. La historia política
atravesó un largo período en el que la democracia social, encubriéndose con la crítica de la
democracia pura, cumplía, de hecho, los deberes de esta última y se empapaba por completo de sus
vicios. Ocurrió lo que en más de una ocasión sucedió en la historia: la oposición fue llamada a dar
una solución conservadora a las tareas que ya no podían realizar las fuerzas comprometidas del
día de ayer. De condición temporal para la preparación de la dictadura proletaria, la democracia se
convirtió en criterio supremo, en última instancia de control, en intangible santuario, es decir, en
suprema hipocresía de la sociedad burguesa. Es lo que ocurrió también en nuestro país. Después de
recibir un golpe material de muerte en octubre, la burguesía trató de resucitar en enero bajo la
forma sagrada e ilusoria de la Asamblea Constituyente. El victorioso desarrollo ulterior de la
revolución proletaria después de la abierta, clara y violenta disolución de la Asamblea Constituyente
asestó a la democracia formal el benéfico golpe del que ya no se repondrá nunca. Por eso Lenin
tenía razón al decir: «Después de todo, es mejor que haya sucedido así».
Con la Asamblea Constituyente eserista, la República de Febrero tuvo ocasión de morir por
segunda vez.
Sobre el fondo de mi impresión general acerca de la Rusia oficial de Febrero, del Soviet de
Petrogrado, entonces menchevique y eserista, se dibuja claramente ahora, como si fuese cosa de
ayer, la fisonomía de un delegado eserista. No sabía ni sé quién era ni de dónde procedía.
Debía ser de provincias. Su aspecto era el de un maestro joven que antes habría sido un buen
seminarista. Su cara era lampiña, simple y de pómulos salientes, con gafas y de nariz
respingona. Esto ocurrió en la primera sesión, en la que los ministros socialistas se
presentaban al Soviet. Chernov explicó ampliamente, con acento tierno, blando, con una
coquetería que producía náuseas, por qué él y otros habían pasado a formar parte del Gobierno y
qué buenas consecuencias se desprenderían de esto. Recuerdo una fastidiosa frase que el orador
repitió docenas de veces: «Nos habéis llevado al gobierno y podéis separarnos de él». El
seminarista le miraba con ojos de concentrada adoración. Así debe sentir el peregrino que llega a
un famoso santuario y tiene la suerte de escuchar las enseñanzas de un santo ermitaño. El
discurso no acababa nunca, había momentos en que los asistentes daban muestras de fatiga y se
levantaba un pequeño rumor. Pero los manantiales de arrobado entusiasmo del seminarista
parecían inagotables. ¡Así es nuestra revolución, o más bien la suya!, me decía yo en esta primera
reunión del Soviet de 1917, a la que también asistía. Al terminar el discurso de Chernov, la sala
estalló en una tempestad de aplausos. Sólo en un rincón hablaban entre sí, descontentos, los
poco numerosos bolcheviques. Este grupo se destacó al instante sobre el fondo general cuando
apoyó unánimemente mi crítica del ministerialismo defensista de los mencheviques y eseristas. El
arrobado seminarista pareció asustado e inquieto hasta el último grado. Pero no se sentía
indignado: en aquellos días no se atrevía aún a indignarse contra un emigrado que acababa de
regresar a la patria. Era incapaz de comprender, sin embargo, cómo se podía estar contra un
hecho tan jubiloso y admirable en todos los sentidos como la entrada de Chernov en el Gobierno
provisional. Estaba a unos pasos de mí y en su cara, que me servía de barómetro de la reunión,
el susto y la estupefacción luchaban con la veneración, que no había acabado de desaparecer.
Esta cara quedó grabada para siempre en mi memoria como imagen de la Revolución de Febrero,
como su mejor imagen, ingenua y simple, baja, pequeñoburguesa y seminarística, pues en ella
había otra imagen peor, la de Dan y Chernov.
No en vano y no por casualidad, Chernov fue elegido presidente de la Asamblea. Lo había alzado la
Rusia de Febrero, perezosamente revolucionaria, todavía con un espíritu de Oblómov,11 republicana a
la manera de Manílov12 y, ¡ ay!, tan simplona, en un sentido y tan trapacera, en otro... El mujik
mediodespierto se ponía en pie y levantaba a los Chernov a través de los arrobados seminaristas.
Y Chernov aceptaba este mandato no sin una cierta gracia y una bellaquería muy rusas.
Porque Chernov —y a eso es a lo que quiero referirme— es también nacional a su modo. Digo
«también» porque hace cuatro años tuve ocasión de escribir sobre lo nacional en Lenin. La
confrontación o siquiera sea la aproximación indirecta de estas dos figuras puede parecer
inoportuna. Y, en efecto, sería algo grosero y fuera de lugar si se tratase de personalidades. Pero
aquí me refiero a los «elementos» de lo nacional, a su encarnación y reflejo. Chernov es un
epígono de la vieja tradición intelectual revolucionaria; Lenin es su culminación y su superación
completa. Entre los viejos intelectuales había también nobles arrepentidos que no cesaban de
hablar del deber ante el pueblo; había arrobados seminaristas que, tras las lámparas
encendidas ante los iconos de la casa de su tío, habían abierto un ventanillo al mundo del
pensamiento crítico; había mujiks cultos, que vacilaban entre la socialización y la formación de
caseríos con tierras segregadas de la comunidad rural; había obreros solitarios, perdidos entre
los señores estudiantes, divorciados de los suyos y que no acababan de incorporarse a los
elementos ajenos. Todo esto constituye el mundo de Chernov, un mundo de palabras
almibaradas, sin forma delimitada y de pocos alcances. En ese mundo casi no quedaba nada del
viejo idealismo intelectual de la época de Sofía Peróvskaya. Por el contrario, se había unido a el
algo de la nueva Rusia industrial y comerciante, sobre todo en lo que se refiere al dicho de «si
no engañas, no vendes». Hertzen fue en su tiempo un enorme y esplendido fenómeno en el
desarrollo del pensamiento social ruso. Pero traed a Hertzen medio siglo después, quitadle las
brillantes plumas del talento, convertidle en su propio epígono, colocadlo sobre el fondo de 19051917, y tendréis a un elemento del mundo de Chernov. Con Chernichevski resulta más difícil realizar
semejante operación, aunque el mundo de Chernov es también un elemento de caricatura de
Chernichevski. El vínculo con Mijailovski es mucho más directo, pues en este último ya
predominaba el epígono. En este mundo de Chernov, como en todo nuestro desarrollo, aparece el
elemento campesino, pero en su interferencia con el semi-intelectualismo de las ciudades y pueblos,
de la pequeña burguesía poco avanzada o bien de la intelectualidad demasiado avanzada y ya
fuertemente podrida. La culminación del mundo de Chernov fue, por necesidad, algo pasajero.
Mientras el impulso dado por el primer despertar de Febrero al soldado, al obrero y al mujik a
través de toda una serie de eslabones transmisores integrados por voluntarios, seminaristas,
estudiantes y abogados, a través de las comisiones de enlace y de otras organizaciones no menos
ingeniosas, levantaba a los Chernov a las alturas democráticas, en las capas bajas se producía ya
un cambio decisivo y las alturas democráticas quedaron en el aire. Por eso, todo el mundo de
Chernov —entre Febrero y Octubre— se concentraba en la invocación: «¡Detente, tiempo, eres
hermoso!» Mas el tiempo no se detuvo. El soldado se «enfureció», el mujik se encabritó, incluso el
seminarista perdió rápidamente su devoción de Febrero, y como resultado de todo ello el mundo de
Chernov, recogiéndose los faldones y con un ademán que no tenía nada de gracioso, descendió
desde las imaginarias alturas a un charco completamente real.
También el leninismo tiene un fondo campesino, por cuanto dicho fondo existe bajo el proletariado
ruso y bajo toda nuestra historia. Afortunadamente, en ella no hay sólo pasividad y espíritu de
Oblómov, sino también movimiento. En el propio campesino no hay sólo prejuicios, sino también
juicio. Todos los rasgos de actividad, de valor, de odio al estancamiento y a la violencia, de
desprecio hacia la debilidad de carácter, en una palabra, todos los elementos de movimiento que
se acumularon en el curso de los cambios sociales y de la dinámica de la lucha de clases,
encontraron expresión en el bolchevismo. El fondo campesino se refractaba aquí a través del
proletariado, a través de la fuerza más dinámica de nuestra historia, y no sólo de la nuestra:
Lenin dio a este fenómeno su expresión acabada. En este sentido justamente es Lenin
expresión máxima del elemento nacional. El mundo de Chernov refleja aquí el fondo nacional, pero
no partiendo de la cabeza, y hasta completamente sin ella.
El tragicómico episodio del 5 de enero de 1918 (la disolución de la Asamblea Constituyente) fue el
último choque del leninismo con el mundo de los Chernov en el terreno de los principios, pero lo
fue solamente en este terreno pues prácticamente no hubo choque alguno; no hubo mas que una
pequeña y miserable demostración de retaguardia de la «democracia» que se retiraba de escena
con todo su bagaje de velas y bocadillos- Las hinchadas ficciones reventaron, las decoraciones de
poco precio se vinieron abajo, la grandilocuente fuerza moral reveló su estúpida impotencia. Finís!
V. LA LABOR DE GOBIERNO
El poder había sido conquistado en Petersburgo. Hacía falta formar Gobierno.
—¿Cómo lo llamaremos? —reflexionaba en voz alta Lenin—. Cualquier cosa menos ministros: es un
nombre desgastado, que se ha hecho odioso.
—Se podrían llamar comisarios —propuse yo—, pero ahora los comisarios abundan mucho. Podía
ser altos comisarios... Aunque no, lo de «altos» suena mal. ¿Y si dijeramos «del pueblo»?
—¿Comisarios del Pueblo? Esto puede resultar. ¿Y el Gobierno en su conjunto?
—¿Consejo de Comisarios del Pueblo?
—Consejo de Comisarios del Pueblo —repitió Lenin—. Excelente: huele a revolución.
Esta última frase la recuerdo literalmente.*
Entre bastidores seguían las lentas negociaciones con Víkzhel, con los socialistas de izquierda y
otros. Sobre este tema, sin embargo, es muy poco lo que puedo decir. Recuerdo sólo la furiosa
indignación de Lenin por las insolentes pretensiones de Víkzhel y su indignación, no menor, contra
aquellos de los nuestros a quienes estas pretensiones infundían respeto. Pero seguíamos las
negociaciones con Víkzhel, ya que de momento debíamos tomarlo en consideración.
A iniciativa del camarada Kámenev fue abolida la ley que preveía la pena de muerte para los
soldados, promulgada por Kerenski. No puedo ahora recordar con seguridad en qué organismo hizo
Kámenev esta propuesta; lo más probable es que fuera en el Comité Militar Revolucionario y, al
parecer, ya el 25 de octubre por la mañana. Recuerdo, eso sí, que la hizo en mi presencia y que yo
no me opuse. Lenin no se encontraba entre los reunidos. Esto debió de suceder antes de su llegada
al Smolny. Cuando tuvo noticia de este primer paso en materia legislativa, su indignación no tuvo
límites.
—Es un absurdo —repetía— ¿Cómo es posible llevar «delante la revolución sin fusilar a nadie?
¿Pensáis hacer frente a todos los enemigos desarmándoos vosotros mismos? ¿Qué otras medidas
de represión existen? ¿La cárcel? ¿Quién da importancia a esto durante una guerra civil, cuando
17
cada una de las partes confía en la victoria? • Kámenev insistió señalando que sólo se trataba de
abolir la pena de muerte que Kerenski había implantado especialmente para los desertores. Pero
Lenin se mantuvo firme. Para él estaba claro que tras este decreto se ocultaba una actitud no
meditada hacia las increíbles dificultades con que íbamos a encontrarnos.—Es un error —repetía
—, una intolerable debilidad, una ilusión pacifista.
* El camarada Miliutin ha dado una versión algo distinta de este episodio, pero tal como lo expongo
me parece más acertado. En todo caso, las palabras de Lenin «huele a revolución» se refieren a mi
propuesta de llamar al gobierno Consejo de Comisarios del Pueblo
Propuso la abolición inmediata de este decreto. Le objetaron que esto produciría una impresión
extremadamente desfavorable. Alguien dijo: «Será mejor recurrir simplemente a esta medida
cuando se vea claro que no hay otro recurso». Es lo que, en fin de cuentas, se decidió.
Los periódicos burgueses, eseristas y mencheviques integraban desde los primeros días de la
Revolución un coro bastante acorde de lobos, chacales y perros rabiosos. Sólo Nóvoe Vremia
trataba de adoptar un tono «leal» escondiendo el rabo entre las piernas.
—¿Es que no vamos a meter en cintura a esta canalla? —preguntaba a la menor ocasión Vladímir
Ilich—. ¿Qué dictadura es ésta, que el Señor me perdone?.
Los periódicos se habían aferrado particularmente a las palabras «roba al ladrón» y les daban mil
vueltas en sus editoriales, en versos y en artículos humorísticos.
—Buena la han tomado con esto de «roba al ladrón» —dijo en una ocasión Lenin, con jovial
desesperación.
—¿De quién son estas palabras? —pregunté yo—. ¿O se trata de una simple invención?
—No, en realidad las dije yo —contestó Lenin—. Las dije y las olvidé, y ellos las han convertido en
todo un programa —añadió con un gesto humorístico.
Cualquiera que haya conocido algo a Lenin sabe que uno de sus lados más fuertes era la
capacidad de separar cada vez la esencia de la forma. Pero no estará de más subrayar que
también estimaba extraordinariamente la forma, sabiendo como sabía el poder de lo formal en
las mentes, que llega a convertirlo en material. Desde el momento en que se declaró depuesto el
Gobierno provisional, Lenin obró como gobierno de manera sistemática, lo mismo en los asuntos
grandes que en los pequeños. Carecíamos aún del menor aparato; no teníamos relación con las
provincias; los funcionarios saboteaban; Víkzhel obstaculizaba las conversaciones telegráficas con
Moscú; no había dinero ni ejército. Pero Lenin, en todo momento y en todas las ocasiones,
actuaba por medio de decretos y órdenes en nombre del Gobierno. Se comprende que en este
sentido estaba más lejos que nadie de la supersticiosa sumisión a las invocaciones formales.
Tenía clara conciencia de que nuestra fuerza residía en el nuevo aparato estatal que se iba
formando con elementos de la base, de los distritos de Petrogrado. Mas para conjugar el
trabajo que venía de arriba, de las oficinas entonces vacías o víctimas del sabotaje, con el
trabajo creador que venía de abajo, era necesario este tono de insistencia formal, el tono de un
Gobierno que en aquellos instantes se movía aún en el vacío, pero que a la mañana siguiente o
dos días más tarde sería una fuerza y por eso actuaba ya como tal. Este formalismo era también
necesario para disciplinar a nuestra propia gente. Sobre el elemento de espontaneidad que hervía a
borbotones, sobre las improvisaciones revolucionarias de los grupos proletarios avanzados, se
tensaban gradualmente los hilos del aparato gubernamental.
El despacho de Lenin y el mío estaban en extremos opuestos del Smolny. El pasillo que nos
unía, o mejor dicho que nos separaba, era tan largo que Vladímir Ilich propuso, bromeando, que
estableciéramos la comunicación por medio de bicicletas. Nos unía el teléfono: unos marinos
iban y venían a menudo, trayendo las notables notas de Lenin, escritas en pequeños trozos de
papel; eran dos o tres frases vigorosas, todas ellas planteadas de plano, con un doble y triple
subrayado de las palabras más esenciales y con la pregunta final, también puesta de plano.
Varias veces al día cruzaba yo el interminable pasillo, parecido a un hormiguero, para dirigirme al
despacho de Vladímir Ilich, en el que se celebraba alguna reunión. Todo giraba
temas urgentes.
alrededor
de
El Ministerio de Asuntos Exteriores lo tenía encomendado por completo a los
camaradas Markin y Zalkin. Yo me limitaba a firmar algunas notas de propaganda y a recibir a los
escasos visitantes.
La ofensiva alemana nos colocó ante dificilísimas tareas, para resolver las cuales carecíamos de
recursos, ya que no teníamos la más elemental capacidad para encontrarlos o crearlos.
Empezamos con un llamamiento. El proyecto que yo escribí —«La patria socialista está en
peligro»— fue examinado en una reunión conjunta con los eseristas de izquierda. Estos últimos,
como
reclutas
recién
incorporados
al
internacionalismo,
se
sentían
turbados
por
tal
encabezamiento. A Lenin, por el contrario, le agradó mucho. «Al instante muestra que nuestra
actitud hacia la defensa de la patria ha dado un viraje de 180 grados. ¡Así hace falta!» En uno de los
puntos finales del proyecto se hablaba de la necesidad de aniquilar sobre el terreno a cuantos
prestasen ayuda a los enemigos. El eserista de izquierdas Steinberg, a quien un viento extraño
había arrastrado a la revolución y hasta lo había llevado al Consejo de Comisarios del Pueblo, se
opuso a esta dura amenaza, que, según él, iba contra el «énfasis del llamamiento».
Todo lo contrario —exclamó Lenin—. En ello reside precisamente el auténtico énfasis revolucionario.
¿Acaso piensa que podemos salir victoriosos sin el más duro terror revolucionario?
Era un período en el que Lenin, a la menor oportunidad, hablaba de que el terror era inevitable.
Cualquier manifestación de magnanimidad, de manilovismo, de negligencia —entonces tan
abundantes— le indignaba no por el hecho en sí, sino como signo de que ni siquiera las capas altas
de la clase obrera se daban clara cuenta de la monstruosa dificultad de unas tareas que sólo
podían ser cumplidas con medidas de una energía también monstruosa. «Ellos —decía, refiriéndose
a los enemigos— corren el peligro de perderlo todo. Y al mismo tiempo cuentan con cientos de
miles de hombres que pasaron por la escuela de la guerra: oficiales, cadetes, hijos de burgueses y
terratenientes, policías, campesinos ricos. Pero estos "revolucionarios", con perdón sea dicho, se
imaginan que podremos realizar la revolución por las buenas. ¿Dónde lo han aprendido? ¿Qué
entienden por dictadura? ¿Qué dictadura puede ser la suya si son unos blandengues?» Parrafadas
por el estilo se podían escuchar docenas de veces al día y siempre apuntaban contra alguno de los
presentes, sospechoso de «pacifismo». Lenin no dejaba escapar la menor oportunidad, cuando
delante de él se hablaba de la revolución y de la dictadura, sobre todo cuando esto sucedía en las
reuniones del Consejo de Comisarios del Pueblo o en presencia de eseristas de izquierda o de
comunistas vacilantes, para observar a renglón seguido: «Pero ¿dónde está la dictadura? ¡A ver,
muéstrenla! Lo nuestro no es dictadura, sino unas gachas». Esta última palabra le agradaba
mucho. «Si no sabemos fusilar a un blanco que se dedica al sabotaje, ¿qué gran revolución es la
nuestra? ¿Leen lo que la canalla burguesa escribe en los periódicos? ¿Dónde está la dictadura? No
es más que charlatanería y gachas...» Estas frases, que reflejaban su propio sentir, tenían al
mismo tiempo un carácter muy concreto: de conformidad con su método, Lenin trataba de inculcar
a los demás la conciencia de que para salvar la revolución hacía falta recurrir a medidas
extraordinariamente severas.
La impotencia del nuevo aparato estatal se puso de relieve con la máxima claridad a partir del
momento en que los alemanes pasaron a la ofensiva. «Ayer nos manteníamos firmes en la silla —
decía Lenin cuando estábamos a solas—, y hoy nos agarramos a la crin. ¡ Qué lección,
contrario!
Esta
lección
debe
por
el
hacernos abandonar nuestra maldita dejadez. ¡Si no quieres ser
esclavo, pon orden en los asuntos, afróntalos como es debido! La lección será grande si... si los
alemanes y los blancos no nos echan antes.»
—Dígame —me preguntó en cierta ocasión Vladímir Ilich de forma completamente inesperada—, si los
guardias blancos nos matan a los dos, ¿podrán hacer frente a la situación Bujarin y Sverdlov?
—A lo mejor no nos matan —contesté en broma. —Eso el diablo lo sabe —añadió Lenin, y soltó
una risotada. La conversación terminó en este punto.
En una de las habitaciones del Smolny se encontraba el Estado Mayor. Era la institución más
desordenada de todas. Nunca se podía comprender quién decidía, quién daba las órdenes y qué
era lo ordenado. Aquí se planteó por primera vez, en forma general, el problema de los
especialistas militares. Teníamos a este respecto cierta experiencia después de la lucha contra
Krasnov; habíamos designado entonces comandante en jefe al coronel Muraviov, quien, a su vez,
encomendó la dirección de las operaciones de Púlkovo al coronel Valden. Junto a Muraviov había
cuatro marinos y un soldado que habían recibido instrucciones de permanecer siempre alerta y no
apartar la mano del revólver. Esta experiencia sirvió en cierto modo de base para la creación del
Consejo Superior de Guerra.
—Sin militares serios y expertos nos será imposible salir de este caos —decía yo a Vladímir
Ilich después de cada visita al Estado Mayor.
—Creo que tiene razón. Pero pueden traicionarnos...
—Pondremos junto a cada uno de ellos a un comisario.
—Mejor dos —exclamó Lenin—, pero que tengan los puños fuertes. Forzosamente deberá de
haber comunistas de mano dura.
Así surgió la estructura del Consejo Superior de Guerra.
El problema del traslado del Gobierno a Moscú suscitó muchos roces. Parecía una deserción de
Petrogrado, cuna de la Revolución de Octubre. Los obreros, decían, no lo comprenderán. Smolny
se ha convertido en sinónimo del poder soviético y ahora se propone su liquidación, etcétera. Lenin
se salía literalmente de sus casillas al contestar a estas consideraciones: «¿Se puede con esas
pequeneces sentimentales velar el problema de la suerte de la revolución? Si los alemanes
toman de un salto Petrogrado y nosotros nos encontramos en él, la revolución habrá muerto. Pero si
el Gobierno está en Moscú, la caída de Petrogrado no será más que un rudo golpe parcial. ¿Cómo
no lo ven, cómo no lo comprenden? Todavía más: al quedarnos en Petrogrado en las condiciones
presentes, aumentamos el peligro para él, pues parece como si empujásemos a los alemanes a
tomarlo. En cambio, si el Gobierno se encuentra en Moscú, la tentación de apoderarse de Petrogrado
debe disminuir extraordinariamente: ¿tan grande sería la ventaja de ocupar una ciudad
revolucionaria y hambrienta cuando esta ocupación no decide la suerte de la revolución y de la paz?
Se habla de la significación simbólica de Smolny. El Smolny es el Smolny porque nosotros estamos
en él. Cuando estemos en el Kremlin, todo ese simbolismo pasará al Kremlin».
Finalmente, la oposición fue vencida. El Gobierno se trasladó a Moscú. Yo quedé durante cierto
tiempo en Petrogrado, en calidad, según creo, de presidente del Comité Militar Revolucionario de la
ciudad. A mi llegada a Moscú encontré a Vladímir Ilich en el Kremlin, en el denominado Cuerpo de
Caballería. Las «gachas», es decir, el desorden y el caos, no tenían nada que envidiar a las del
Smolny. Vladímir Ilich censuraba bondadosamente a los moscovitas, que estaban poseídos de un
gran espíritu localista, y poco a poco, paso a paso, tiraba de las riendas.
El Gobierno, que se renovaba parcialmente con bastante frecuencia, desplegaba en aquel entonces
una actividad febril en punto a decretos. En el primer período, cada reunión del Consejo de
Comisarios del Pueblo ofrecía el cuadro de la más grande improvisación legislativa. Todo
había que empezarlo por el principio:
se debía construir sobre un terreno raso. Era imposible
encontrar «precedentes», pues la historia no los conocía. Incluso un simple informe resultaba
difícil de conseguir por falta de tiempo. Las cuestiones eran planteadas con una urgencia
revolucionaria, es decir, en medio del más increíble caos. Los asuntos importantes se mezclaban
caprichosamente
con
los
pequeños.
Las
tareas
prácticas
secundarias
conducían
a
complicadísimos problemas de principio. No todos los decretos, ni mucho menos, se compaginaban
entre sí, y Lenin, en varias ocasiones, ironizó, hasta en público, acerca de la falta de
concordancia de nuestra creación en el plano legislativo. Pero en última instancia, estas
contradicciones, aunque muy agudas desde el punto de vista de las tareas prácticas del
momento, se hundían en el trabajo del pensamiento revolucionario, que con los trazos de las
medidas legislativas esbozaba nuevas rutas para un mundo nuevo de relaciones humanas.
No hay que decir que la dirección de todo este trabajo correspondía a Lenin. Presidía durante
cinco y seis horas las reuniones del Consejo de Comisarios del Pueblo (que en los primeros
tiempos se celebraban a diario), pasando de una cuestión a otra, dirigiendo los debates,
observando rígidamente el tiempo concedido a cada orador, para lo que se valía de su reloj de
bolsillo, que luego fue reemplazado por otro de mesa. Los problemas, de ordinario, se
planteaban sin preparación previa y siempre, como queda dicho, como muy urgentes. Muy a
menudo, -«
los miembros del Consejo de Comisarios del Pueblo y el presidente no conocían la
esencia misma de la cuestión antes de iniciarse el debate. Y los debates eran siempre cortos, el
ponente no disponía de más de cinco a diez minutos. No obstante, el presidente sabía encontrar el
adecuado cauce. Cuando los asistentes eran muchos —y entre ellos había especialistas y gente,
en general, desconocída—, Vladímir Ilich recurría a su gesto favorito: se llevaba la mano a la
frente, en forma de visera, y miraba al ponente y a los reunidos; su mirada era muy perspicaz y
atenta, hasta encontrar lo que quería. En una hoja de papel muy estrecha y con letras
minúsculas (¡en aras de la economía!), llevaba la lista de los oradores y con un ojo miraba al
reloj, que de tiempo en tiempo aparecía sobre la mesa para recordar a quien estaba haciendo
uso de la palabra la necesidad de poner fin a su intervención. Al mismo tiempo, el presidente
trazaba rápidamente sobre el papel breves conclusiones de las consideraciones más importantes
a su juicio expuestas en el debate. Por si esto fuera poco, Lenin, al objeto de ahorrar tiempo,
solía enviar a los asistentes breves esquelas, pidiéndoles una u otra información. Dichas
esquelas constituían un elemento epistolar muy amplio e interesante en la técnica de la legislación
soviética- La mayoría de ellas se han perdido, ya que en muchos casos la respuesta era escrita
en el mismo papel, que el presidente reducía a pequeños pedazos acto seguido. En un momento
dado, Lenin daba lectura a los puntos de su proyecto de resolución, siempre expresados con
premeditada dureza pedagógica (a fin de subrayar, de resaltar, de impedir la confusión), después
de lo cual cesaba el debate o se pasaba al cauce concreto de las propuestas y adiciones prácticas.
Los «puntos» de Lenin servían de base para el decreto.
La dirección de esta labor, descontando otras cualidades, exigía una enorme imaginación creadora.
Esta palabra puede parecer a primera vista inapropiada; sin embargo, expresa la misma esencia
del asunto. La imaginación humana no es siempre del mismo género. Es tan necesaria al ingeniero
diseñador como al desenfrenado romántico. Uno de los aspectos más valiosos de imaginación reside
en la capacidad de representarse a los hombres, a las cosas y los fenómenos, tales como son en
realidad, incluso cuando uno no los ha visto nunca. Utilizando toda la experiencia y el planteamiento
teórico, agrupar los pequeños informes sueltos recogidos de pasada, elaborarlos, unirlos,
completarlos según ciertas leyes de correspondencia no formuladas y volver a crear de este modo,
con toda su concreción, un determinado sector de la vida humana; ésta es la imaginación que
necesita el legislador, el jefe de la administración, el dirigente, de manera particular en una época
revolucionaria. La fuerza de Lenin consistía en medida ingente en la fuerza de la imaginación
realista.
La orientación de Lenin hacia el fin era siempre concreta; de otro modo, no habría podido ser una
auténtica orientación. Lenin expresó, creo que por primera vez en Iskra, la idea de que en la
compleja cadena de la acción política hay que saber destacar el eslabón central en el momento dado a
fin de, aferrándose a él, proporcionar orientación a toda la cadena. Más tarde Lenin volvió en repetidas
ocasiones a esta idea, y a menudo al símil mismo de la cadena y el eslabón. Este método pareció
trasladarse en él de la esfera de la conciencia a lo subconsciente, acabando por convertirse en su
segunda naturaleza. En los momentos más críticos, cuando se trataba de un importante o arriesgado
viraje táctico, Lenin parecía prescindir de todo lo demás, de lo secundario o de lo que perdía su
urgencia; Esto no hay que comprenderlo de ningún modo en el sentido de que sólo tomase la
tarea central en sus líneas generales, pasando por alto los detalles. Al contrario, la tarea que él
consideraba insoslayable la planteaba con toda su concreción, abordándola en todos los sentidos,
sopesando los detalles, a veces de tercer orden, buscando razones para nuevos y nuevos
impulsos, recordando, provocando, subrayando, comprobando, presionando. Todo esto, sin
embargo, se subordinaba al «eslabón» que él consideraba decisivo en el momento dado.
Prescindía, además, no sólo de cuanto de manera directa o indirecta se contradecía con la
tarea central, sino también de lo que, simplemente, pudiera distraer, debilitar la atención de su
pensamiento. En los momentos más agudos parecía sordo y ciego con relación a cuanto
rebasaba el marco de lo que absorbía su interés. El simple planteamiento de otras cuestiones
que pudiéramos llamar neutrales, lo tomaba como un peligro del que instintivamente se
apartaba. Cuando la etapa crítica quedaba felizmente atrás, Lenin exclamaba a veces, refiriéndose a
uno u otro asunto:
—Nos olvidamos por completo de hacer esto... Ocupados con la cuestión principal, aquí tuvimos un
fallo...
Y cuando se le replicaba:
—El asunto se planteó y fue presentada esta misma proposición, pero usted no quiso entonces ni
escuchar siquiera.
—¿Es posible? —contestaba—. No lo recuerdo —y dejaba escapar una risa maliciosa, como de quien
se siente «culpable», a la vez que hacía con la mano un ademán muy característico suyo, de arriba
abajo, que debía significar: se ve que es imposible abarcarlo todo.
Este «defecto» era sólo el reverso de su capacidad de poner en marcha una grandiosa
movilización interna de todas sus energías, y esta capacidad es precisamente lo que le convirtió en
el más grande revolucionario de la historia.
En las tesis de Lenin sobre la paz, escritas a principios de enero de 1918, se habla de la
necesidad «para el éxito del socialismo en Rusia, de un cierto espacio de tiempo, de varios
meses por lo menos». Estas palabras parecen ahora totalmente incomprensibles: ¿es un error,
no se trata de varios años o de varios decenios? No, no es un error. Probablemente se podrá
encontrar una serie de declaraciones de Lenin en este sentido. Recuerdo muy bien cómo en el
primer período, en el Smolny, Lenin repetía invariablemente en las reuniones del Consejo de
Comisarios del Pueblo que al cabo de medio año tendríamos el socialismo y nos convertiríamos en
el Estado más poderoso. Los eseristas de izquierdas, y no sólo ellos, levantaban inquisitivos y
perplejos la cabeza, se miraban, pero guardaban silencio. Era una manera de sugestionar. Lenin
acostumbraba a todos a tomar desde entonces la totalidad de las cuestiones dentro del marco
de la construcción socialista, no con la perspectiva del «objetivo final», sino con la ley del hoy
y la del mañana. Y aquí recurría a la brusca transición, al método, que le era tan propio, de
pasarse de rosca: ayer decíais que el socialismo es el «objetivo final» y hoy debéis pensar, hablar y
actuar de tal modo que se garantice la dominación del socialismo dentro de unos meses. ¿Se trataba
de un procedimiento puramente pedagógico? No, no era solamente esto. A la insistencia pedagógica
hay que añadir otro factor: el poderoso idealismo de Lenin, su tensa voluntad, que en el brusco
viraje de dos épocas acortaba las etapas y reducía los plazos. Creía lo que decía. Y este fantástico
plazo de seis meses para el socialismo es, en el mismo grado, función del espíritu de Lenin como
su enfoque realista de cada tarea del día de hoy. La convicción profunda e indomable en las ingentes
posibilidades del desarrollo humano, para conseguir el cual se podía y se debía pagar cualquier
precio en víctimas y sacrificios, constituyó siempre el principal resorte del espíritu leninista.
En unas condiciones dificilísimas, entre los agotadores trabajos de cada día, en medio de las
dificultades de abastecimiento y de todo género, en plena guerra civil, Lenin trabajaba con el mayor
celo en la redacción de la Constitución soviética, equilibrando escrupulosamente en ella las
necesidades prácticas secundarias y de tercer orden del aparato del Estado con las tareas básicas
de la dictadura proletaria en un país campesino. La Comisión Constitucional había decidido, no sé la
causa, rehacer la Declaración de Derechos de los Trabajadores, redactada por Lenin,
«acomodándola» al texto de la Constitución. A mi llegada a Moscú, después de un viaje al frente,
recibí de la Comisión, entre otros materiales, el proyecto reformado de la Declaración, o al menos una
parte de ésta. Examiné dichos materiales en el despacho de Lenin, en presencia del propio Lenin y de
Sverdlov. Se estaba en los preparativos del V Congreso de los Soviets.
—¿Por qué quieren rehacer la Declaración? —pregunté a Sverdlov, que dirigía las labores de la
Comisión Constitucional.
Vladímir Ilich levantó con interés la cabeza.
—La Comisión ha encontrado en la Declaración ciertas discrepancias con la Constitución y
algunas formulaciones incorrectas —contestó Yákov Mijáilovich.
—A mi modo de ver, no debería hacerse —repliqué—. La Declaración fue aprobada y se ha
convertido en un documento histórico. ¿Qué sentido tiene el rehacerla?.
—Completamente justo —se hizo eco Vladímir Ilich—. También a mi modo de ver debían haber
dejado las cosas tal y como estaban. Que esta criatura, despeinada y greñuda, viva así:
comoquiera que sea, es un producto de la revolución... No creo que resulte mejor si la mandan a la peluquería.
Sverdlov se sintió «obligado» a defender el acuerdo de su Comisión, pero no tardó en darnos la
razón. Yo comprendí que Vladímir Ilich, que en repetidas ocasiones había levantado la voz
contra unas u otras sugerencias de la Comisión Constitucional, no quería emprender la lucha en
torno a la revisión de la Declaración de Derechos, de la que era autor. Sin embargo, le agradó
mucho el apoyo de un «tercero», que se había presentado inesperadamente en el último minuto.
Los tres convinimos no cambiar la Declaración, y la excelente y desgreñada criatura no tuvo
que pasar por la peluquería...
El estudio de la legislación soviética en su desarrollo, destacando en ella los aspectos de
principio y los jalones cruciales en relación con la marcha de la propia revolución y de las
relaciones de clase dentro de la misma, es una tarea de trascendental importancia, pues sus
conclusiones pueden y deben adquirir para el proletariado de otros países primordial
significación práctica.
La colección de decretos soviéticos constituye en cierto sentido una parte, en manera alguna
secundaria, de las Obras completas de Vladímir Ilich Lenin.
VI. LOS CHECOSLOVACOS Y LOS ESERISTAS DE IZQUIERDA
La primavera de 1918 fue muy difícil. Hubo momentos en que uno tenía la sensación de que todo
se venía abajo y se desmoronaba, de que no había nada en qué aferrarse y apoyarse. Por una
parte, era de una evidencia absoluta que el país habría entrado en un largo período de
putrefacción si la Revolución de Octubre no se hubiese producido. Mas por otra, en la primavera
de 1918 se planteaba involuntariamente la pregunta:
desesperado
país
las
¿tendrá el agotado,
suficientes energías vitales para mantener el nuevo
arruinado y
régimen?
Se
carecía de alimentos. No había ejército. El aparato estatal apenas si empezaba a organizarse.
Los complots surgían por todas partes. El Cuerpo checoslovaco 13 se mantenía en nuestro
territorio como una potencia independiente. No podíamos enfrentarle nada o casi nada.
Cierto día, en las gravísimas horas de 1918, Vladímir Ilich me contó:
—Hoy ha estado conmigo una delegación de obreros. Y uno de ellos, contestando a mis
preguntas,* ha dicho: se ve, camarada Lenin, que también usted toma partido por los
capitalistas. ¿Sabe?, es la primera vez que he escuchado algo semejante. Lo confieso, incluso
no he sabido qué contestarle. Si no es un malvado, si no es un menchevique, se trata de un
síntoma alarmante.
* Lamentablemente, soy incapaz de recordar el problema que la delegación planteaba.
Al relatarme este incidente, Lenin me pareció más dolorido e inquieto que más tarde, cuando
llegaban de los frentes las siniestras noticias de la caída de Kazan o de la amenaza directa que
se había cernido sobre Petrogrado. Y se comprende: Kazan e incluso Petrogrado podían ser
perdidas y vueltas a tomar, pero la confianza de los obreros es la capital básica del Partido.
—Tengo la impresión —dije por aquellos días a Vladímir Ilich— de que el país, después de las
gravísimas enfermedades que ha sufrido, necesita sobrealimentación, tranquilidad y cuidados
para salir adelante y reponerse. Un pequeño golpe podría ahora acabar con él.
—Yo opino lo mismo —contestó Vladímir Ilich—. ¡Es una anemia espantosa! Cualquier empujón
es ahora peligroso.
Mientras tanto, la historia de los checoslovacos amenazaba con convertirse en ese fatal empujón.
El Cuerpo checoslovaco se había hundido en el blando cuerpo de la Rusia sudoriental sin
encontrar resistencia e incrementando sus filas con eseristas y otros elementos de más blanco
pelaje todavía. Aunque en
todos
los
sitios
se mantenían en el poder los bolcheviques, la
inestabilidad era aún muy grande en provincias. Y no tenía nada de extraño. En realidad, la
Revolución de Octubre sólo se había producido en Petrogrado y en Moscú. En la mayoría de las
capitales de provincia, esta revolución, lo mismo que la de Febrero, se había realizado por telégrafo. Unos entraban y otros salían porque así había ocurrido en la capital. La falta de firmeza del
medio social y de resistencia a los anteriores dueños tenía como consecuencia la falta de firmeza
de la revolución. La aparición en escena de las unidades checoslovacas cambió la situación,
primero en contra nuestra, pero, en fin de cuentas, a nuestro favor. Los blancos adquirieron un
núcleo militar para su cristalización. Como réplica, empezó la auténtica cristalización revolucionaria
de los rojos. Puede decirse que sólo con la aparición de los checoslovacos llevó a cabo el Volga
Medio su Revolución de Octubre. Ahora bien, esto no ocurrió de la noche a la mañana.
El 3 de julio, Vladímir Ilich me llamó por teléfono al Comisariado de Guerra.
—¿Sabe lo ocurrido? —preguntó con una voz algo sorda, síntoma de la agitación que le
dominaba.
—No, ¿qué?
—Los eseristas de izquierda han tirado una bomba contra Mirbach"; según dicen, está
gravemente herido. Venga al Kremlin, tenemos que cambiar impresiones.
A los pocos minutos estaba en el despacho de Lenin. Me expuso los hechos, sin cesar de
pedir por teléfono nuevos detalles.
—¡Estamos buenos! —dije yo, haciéndome cargo de tan inusitada noticia—. No nos podemos
quejar de que la vida sea monótona.
—No —asintió Lenin con una risa inquieta—. Se trata de otro monstruoso coletazo del
pequeñoburgués... —Así dijo irónicamente: coletazo—. Se trata del estado a que Engels se
refería: «der rabiat gewordene Kleinbürger» ("el pequeñoburgués que ha picado en el
anzuelo").
Rápidas conversaciones por teléfono —escuetas preguntas y respuestas— con el Comisariado de
Asuntos Exteriores, con la Checa y otros departamentos. El pensamiento de Lenin, como siempre
ocurría en las ocasiones críticas, trabajaba simultáneamente en dos planos: el marxista
enriquecía su experiencia histórica, valorando con interés el nuevo quiebro —«coletazo»— del
radicalismo pequeñoburgués; al mismo tiempo, el jefe de la revolución tensaba infatigablemente
los hilos de la información y esbozaba pasos prácticos. Siguieron noticias del levantamiento entre
las tropas de la Checa.
—A ver si los eseristas de izquierda resultan el hueso de cereza en el que debíamos tropezar...
—Eso mismo estaba pensando —contestó Lenin—. Porque la suerte del pequeñoburgués
vacilante es la de servir de hueso de cereza en favor del guardia blanco... Ahora hay que influir,
cueste lo que cueste, sobre el carácter de la información alemana a Berlín. El pretexto para la
intervención militar es más que suficiente, sobre todo si se tiene en cuenta que Mirbach no cesó
de informar probablemente que somos débiles y que lo único que falta es darnos un empujón...
No tardó en llegar Sverdlov, tranquilo como siempre. —Se ve —me dijo, mientras me saludaba
con una sonrisa irónica— que tendremos que volver del Consejo de Comisarios al Comité
Revolucionario.
Mientras tanto, Lenin seguía reuniendo informes. No recuerdo si en este momento o más tarde
llegó la noticia de que Mirbach había fallecido. Era necesario acudir a la embajada a expresar
nuestra «condolencia». Se decidió que irían Lenin, Sverdlov y, creo, Chicherin. Se habló de mí.
Después de un breve cambio de impresiones, yo quedé libre del compromiso.
—No sabe uno qué decir —siguió Vladímir Ilich, meneando la cabeza—. He preguntado a
Radek acerca de esto. Quería decir «Mitleid» y debe ser «Beileid».
Se rió levemente, a media voz; se puso el abrigo y dijo con firmeza a Sverdlov: «Vamos». Su cara
cambió, se hizo gris como la piedra. Esta visita a la embajada de los Hohenzollern para expresar
su sentimiento por la muerte del conde Mirbach no era para él nada fácil. En el sentido de las
vivencias internas fue, probablemente, uno de los momentos más duros de su vida.
En días como ésos es cuando se conoce a la gente. Sverdlov era, en verdad, incomparable:
seguro, valeroso, firme, perspicaz, el mejor tipo de bolchevique. Lenin lo conoció y valoró por
completo precisamente en aquellos difíciles meses. Muchas veces, Vladímir Ilich telefoneaba a
Sverdlov para sugerirle una u otra medida urgente, y en la mayoría de los casos recibía la
respuesta: «¡Ya está hecho!» Esto significaba que la medida había sido ya tomada. A menudo
bromeábamos sobre este tema, diciendo: «Seguramente Sverdlov ya lo ha hecho».
—¡Y pensar que al principio nos resistíamos a traerlo al Comité Central! —me contó en una
ocasión Lenin—. ¡Un hombre tan inestimable! Hubo bastantes discusiones a este propósito, pero
en el Congreso nos enmendaron la plana desde abajo. Y tenían toda la razón...*
* A propósito: no sé por qué se dice siempre que Sverdlov fue el primer presidente del Comité
Ejecutivo Central después de Octubre. Esto no es cierto. El primer presidente, aunque por poco
tiempo, fue Kámenev. Sverdlov lo sustituyó, a iniciativa de Lenin, en la época en que se agudizó
la lucha interna del Partido derivada de los intentos de llegar a un acuerdo con los partidos
socialistas. En las notas del tomo XIV de las Obras de Lenin se dice que la sustitución de Kámenev
por Sverdlov se produjo cuando aquél se ausentó para asistir a las negociaciones de Brest-Litovsk.
La explicación es errónea. El cambio se produjo, como he dicho, por la agudización de la lucha
interna del Partido. Lo recuerdo tanto más porque yo, en nombre del C.C., fui el encargado de hacer
en la fracción del Comité Ejecutivo Central la propuesta de la elección de Sverdlov como
presidente.
La rebelión eserista de izquierda nos privó de un compañero de viaje y aliado político, pero a la
postre no nos debilitó, sino que nos dio más fuerza. Nuestro Partido cerró más sus filas. En las
instituciones y en el ejército aumentó la importancia de las células comunistas. La línea del
Gobierno se hizo más dura.
En ese mismo sentido influyó indudablemente el levantamiento de los checoslovacos, que sacó al
Partido del estado de postración en que indudablemente se encontraba después de la paz de
Brest-Litovsk. Empezó el período de las movilizaciones de comunistas con destino al Frente
Oriental. El primer grupo, del que también formaban parte socialistas revolucionarios de izquierda,
lo enviamos Vladímir Ilich y yo. Aquí se esbozaba, todavía bastante confusa, la organización de
las futuras secciones políticas. Pero los informes que llegaban del Volga seguían siendo
desfavorables. La traición de Muraviov y el levantamiento de los eseristas de izquierda produjeron, de momento, una nueva confusión en el Frente Oriental. El peligro se agudizó al momento.
Fue entonces cuando empezó el radical viraje.
—Hay que movilizar a todos y todo, y enviarlo al frente —decía Lenin—. Hay que retirar de la
cortina todas las unidades que conserven cierta capacidad de combate y trasladarlas al VolgaRecordaremos que se llamaba «cortina» al débil cordón de tropas colocadas en el Oeste frente a la
zona de la ocupación alemana.
—¿Y los alemanes? —le objetaban.
—No se moverán, no están para esas empresas. Ellos mismos están interesados en que nosotros
nos las entendamos con los checoslovacos.
Este plan fue aprobado y proporcionó la materia prima del futuro 5.° ejército. También entonces se
decidió que yo debía ir al Volga. Me dediqué a la formación del tren, lo que en aquellos tiempos
no era nada fácil. También en lo que a esto se refiere, Vladímir Ilich se preocupaba de todas las
cuestiones, me escribía pequeñas esquelas y no cesaba de telefonearme.
¿Dispone de un automóvil fuerte? Tome uno del garaje del Kremlin.
Media hora después:
—¿Lleva consigo un aeroplano? Debería llevarlo.
—Los aeroplanos estarán con el ejército —contesté—. Si lo necesito, utilizaré uno de ellos.
Al cabo de otra media hora:
—A pesar de todo, debería llevar un aeroplano con el tren. No sabemos lo que puede ocurrir. Etc.,
etc.
Los regimientos y destacamentos formados a toda prisa, integrados sobre todo por soldados
desmoralizados del viejo ejército se desmoronaban, como es sabido, lamentablemente al primer
choque con los checoslovacos.
—Para superar esta funesta inestabilidad, necesitamos colocar fuertes barreras de contención
integradas por comunistas y voluntarios —dije a Lenin en víspera de mi salida hacia el Este—.
Debemos obligarles a combatir. Si esperamos a que el mujik comprenda, acaso entonces sea
tarde.
—Es cierto —confirmó él—. Temo, sin embargo, que las barreras de contención no den
muestra de la debida firmeza. El ruso es bueno, se resiste a las medidas del terror
revolucionario. Pero hay que intentarlo.
La noticia del atentado contra Lenin y del asesinato de Uritski me sorprendió en Sviazhsk. En
aquellos trágicos días la revolución sufrió un viraje interno. Desapareció de ella su «bondad».
El acero del Partido adquirió su definitivo temple. Creció la decisión y, allí donde hacía falta, el
espíritu implacable. En el frente, las secciones políticas, codo a codo con las barreras de
contención y los tribunales de guerra, proporcionaban una fuerte osamenta al fofo cuerpo del
joven ejército. El cambio no tardó en advertirse. Recuperamos Kazan y Simbirsk. En Kazan
recibí de Lenin, convaleciente después del atentado, un telegrama en el que se hacía eco de
las primeras victorias en el Volga.
Poco después de mi regreso a Moscú fui con Sverdlov a Gorki, a visitar a Vladímir Ilich, que se
reponía rápidamente, pero que aún no se había incorporado al trabajo. Lo encontramos de un
humor excelente. Me hizo muchas preguntas sobre la organización del ejército y su moral,
sobre el papel de los comunistas y el incremento de la disciplina. No cesaba de repetir con
acento jubiloso:
«Eso está bien, excelente. El robustecimiento del ejército se dejará sentir
inmediatamente en todo el país:
mejorará la disciplina, aumentará la responsabilidad...» A
partir de los meses de otoño se produjo, en efecto, un gran cambio. No se advertía ya aquel
estado, parecido a una pálida impotencia, que imperaba en los meses de primavera. Algo había
cambiado, algo se había fortalecido y, lo que era más notable, esta vez no había salvado a la
revolución una nueva tregua, sino un nuevo y agudo peligro, que reveló en el proletariado
manantiales
latentes
de
energía
revolucionaria.
Cuando
Sverdlov y yo tomamos el
automóvil, Lenin, jubiloso y optimista, estaba en el balcón. Sólo le recuerdo tan jubiloso el 25
de octubre, cuando en el Smolny conoció los primeros éxitos militares de la insurrección.
Habíamos liquidado políticamente a los eseristas de izquierda- Habíamos limpiado el Volga.
Lenin convalecía de las heridas. La revolución se robustecía y cobraba madurez.
VIl. LENIN EN LA TRIBUNA
Después de Octubre, los fotógrafos, lo mismo que los operadores de cine, recogieron en
numerosas ocasiones la imagen de Lenin. Su voz la tenemos en los discos del fonógrafo. Sus
discursos fueron taquigrafiados e impresos. Disponemos, pues, de todos los elementos de
Vladímir Ilich. Pero sólo de los elementos. La personalidad viva reside en su combinación,
nunca repetida y siempre dinámica.
Cuando mentalmente trato de ver y oír a Lenin en la tribuna -con ojo y oído fresco, como si
fuese la primera vez-, contemplo una figura robusta e internamente elástica, de escasa
estatura, y escucho una voz uniforme, fluida, muy rápida, un poco gangosa, que no se
interrumpe, casi sin pausas y, en los primeros momentos, sin una particular entonación.
Las primeras frases son de ordinario generales, el tono es de sondeo, la figura entera parece
que no ha encontrado su equilibrio, el gesto no ha tomado forma, la mirada se ha
reconcentrado en sí misma, el rostro refleja más bien un estado de espíritu sombrío e incluso
como irritado: el pensamiento busca la manera de abordar al auditorio. Este período de
introducción dura más o menos según el auditorio, el tema, el ánimo del orador. Luego éste se
ambienta y el tema empieza a esbozarse El orador inclina hacia delante la parte superior del
cuerpo, con los pulgares metidos en las sisas del chaleco. Este doble movimiento hace que se
destaquen al instante la cabeza y las manos. De por sí, la cabeza no parece grande en este
cuerpo de baja estatura, pero robusto, bien conformado y rítmico. Lo que si parecen enormes
en esta cabeza son la frente y las calvas protuberancias del cráneo. Los brazos son muy
móviles, aunque sin agitación o nerviosismo. La mano es ancha, corta, «plebeya», fuerte. En
ella, en esta mano, vemos los mismos rasgos de seguridad y valerosa bondad ,que emana de
toda su figura- Para mostrarlo así, sin embargo, hace falta que el orador se vea iluminado por
dentro, intuyendo la astucia del adversario o atrayéndolo con éxito a la trampa. Entonces, bajo
la robusta cortina de la frente y el cráneo, se asoman los ojos de Lenin, que pueden adivinarse
en una excelente fotografía de 1919. Incluso la persona indiferente, al advertir por primera vez
esta mirada, se ponía alerta y esperaba lo que iba a seguir. Los angulosos pómulos se
iluminaban y suavizaban en esos momentos con una inteligente indulgencia, tras la que se
sentía un gran conocimiento de los hombres, de las relaciones, de la situación, hasta llegar a
los más profundos entresijos. La parte inferior 4el rostro, con una vegetación entre rojiza y gris,
parecía quedar en la sombra. La voz se suavizaba, adquiría una gran flexibilidad y —en
ocasiones— una astuta insinuación.
Pero he aquí que el orador expone la supuesta objeción del adversario o la malintencionada
cita de un artículo del enemigo. Antes de haber tenido tiempo de analizar el pensamiento hostil,
os da a entender que la objeción carece de fundamento, es superficial o falsa. Saca los pulgares de las sisas del chaleco, echa el cuerpo ligeramente hacia atrás, retrocede con menudos
pasos como para tomar carrerilla y —ya irónicamente, ya con un gesto de desesperación—
encoge los cuadrados hombros y abre los brazos, separando expresivamente los pulgares. La
condena del adversario, del que se burla o pone en la picota —según quién sea el adversario y
según el caso—, procede siempre a la refutación. El que escucha parece ser advertido de qué
género de pruebas debe esperar y cómo debe sintonizar su pensamiento. A continuación sigue
la ofensiva lógica. La mano izquierda se esconde de nuevo tras la sisa del chaleco o, con
mayor frecuencia, en el bolsillo de los pantalones. La derecha sigue la lógica del pensamiento y le
marca el ritmo. En los momentos precisos, la izquierda acude en su ayuda. El orador se acerca
al auditorio, llega hasta el borde del estrado, se inclina hacia delante y con amplios movimientos
de los brazos trabaja con el propio material de sus palabras. Esto significa que ha llegado a la idea
central, al punto más importante del discurso.
Si en el auditorio hay adversarios, de cuando en cuando suben hacia el orador exclamaciones
críticas u hostiles. De cada diez casos, nueve quedan sin respuesta. El orador dirá lo que necesita
decir, para quien lo necesita y como lo estima necesario- No le agrada desviarse y hacerse eco a
eventuales objeciones. El superficial ingenio no tiene nada que ver con su concentrado carácter.
Eso sí, después de una interrupción hostil, su voz se hace más dura, el discurso es más
compacto y tenaz, el pensamiento es más aguzado, los gestos más violentos. Únicamente contesta
a la interrupción del enemigo cuando esto responde al curso general de sus ideas y puede ayudarle
a llegar antes a la necesaria conclusión. Entonces, sus respuestas son totalmente inesperadas por
su demoledora sencillez. Expone al desnudo la situación cuando, conforme a lo que se aguardaba,
debería enmascararla. Esto pudieron comprobarlo en repetidas ocasiones los mencheviques en
el primer período de la revolución, cuando las acusaciones de que se violaban los principios
democráticos conservaban aún toda su lozanía. «¡Han prohibido nuestros periódicos!» «¡Ciertamente, pero, por desgracia, no lo han sido todos! Pronto lo serán. (Clamorosos aplausos.) La
dictadura del proletariado aniquilará de raíz esta vergonzosa venta del opio burgués.» (Clamorosos
aplausos.) El orador se ha erguido. Tiene ambas manos en los bolsillos. Aquí no hay ni el menor
asomo de pose, y en la voz no hay modulaciones de grandilocuencia; por el contrario, en toda la
figura, en la manera de inclinar la cabeza, en los labios apretados, en los pómulos y en el timbre
ligeramente ronco, hay la seguridad inconmovible de que la razón y la verdad le asisten. «Si
queréis pelea, la tendremos.» Cuando el orador golpea no al enemigo, sino a los suyos, esto se
siente en el gesto y en el tono. El más furioso ataque conserva en este caso el carácter de «hacer
entrar en razón». A veces, la voz del orador sube hasta una alta nota; eso ocurre cuando acusa a
uno de los suyos. Le avergüenza, demuestra que el oponente no ¡comprende nada en absoluto del
asunto y que no ha aducido lo que se dice nada en defensa de sus objeciones. Y estos «nada en
absoluto» y «lo que se dice nada», en los que la voz llega a veces al falsete y se corta,
proporcionan inesperadamente un matiz bonachón a esta irritadísima tirada.
El orador ha meditado sus ideas hasta el fin, hasta la última conclusión práctica; las ideas, pero no
la manera de exponerlas, no la forma, a excepción acaso de las expresiones y palabras más
certeras y jugosas, que entran después en la vida política del Partido y del país como moneda de
cambio. La construcción de las frases es de ordinario abultada, una suposición se superpone a otra,
o, al contrario, queda encerrada en su interior- Para los taquígrafos —y más tarde para los
encargados de revisar el texto— tal construcción constituye una ruda prueba. Pero a través de este
amontonamiento de frases, el pensamiento tenso e imperioso se abría camino, vigoroso y seguro.
¿Es cierto, sin embargo, que habla un marxista cultísimo, un economista teórico, un hombre de
enorme erudición? Porque parece, al menos en algunos momentos, que se trata de un autodidacta
vulgar que ha llegado a todo esto por si mismo, lo ha meditado debidamente a su manera, sin
aparato científico, sin terminología científica, y lo expone a su modo. ¿A qué se debe? A que el
orador ha meditado el problema no sólo para él mismo, sino poniéndose en el lugar de la masa, ha
hecho pasar su pensamiento a través de la experiencia de ésta, despojando por completo la
exposición del andamiaje teórico que él mismo había utilizado al abordar por primera vez el
problema.
A veces, por lo demás, el orador sube vertiginosamente por la escalera de sus ideas, saltando dos o
tres peldaños: esto ocurre cuando la conclusión le parece muy clara y prácticamente inaplazable,
cuando necesita ofrecerla cuanto antes a quienes le escuchan. Pero ha sentido que el auditorio no
le sigue, que el lazo con los oyentes se ha roto. Entonces se domina al instante, baja de un salto
y empieza de nuevo la ascensión, pero ya con un paso más tranquilo y proporcionado. Su propia
voz se hace distinta, pierde la excesiva tensión y adquiere un atrayente vigor de convicción. La
construcción del discurso sufre, claro, con esta vuelta atrás. ¿Mas acaso existe el discurso para la
construcción? ¿Acaso en el discurso tiene valor otra lógica que no sea la lógica que mueve a la
acción?
Y cuando el orador llega por segunda vez a la conclusión, poniéndola ahora al alcance de sus
oyentes sin haber perdido a nadie en el camino, en la sala se siente físicamente la reconocida alegría
en que se resuelve la tensión satisfecha del pensamiento colectivo. Ahora resta volver dos o tres
veces a la conclusión: es para darle más firmeza, para proporcionarle una expresión sencilla, clara y
figurada, para que se recuerde mejor; luego se puede permitir él mismo otra tregua, bromear y reír,
para que mientras tanto el pensamiento colectivo adquiera mejor conciencia de la nueva conquista.
El humor oratorio de Lenin es tan sencillo como todos sus recursos, si es que aquí se puede hablar
de recursos. En los discursos de Lenin no encontramos ni el ingenio que se satisface a sí mismo ni,
tanto menos, el chiste dicharachero; tenemos la broma jugosa y accesible a la masa, popular en el
auténtico sentido. Si en la situación política no hay nada muy inquietante, si la mayoría del auditorio
es «suya», el orador no tiene nada en contra de gastar de paso una broma. El auditorio acoge
agradecido el dicho malicioso y sencillo, la caracterización bondadosamente despiadada, sintiendo
que esto no se dice porque sí, como simple adorno, sino que persigue un mismo fin,
Cuando el orador recurre a la broma saca más la parte inferior de la cara, en particular la boca, capaz
de reír con una risa contagiosa. Los rasgos de la frente y del cráneo parecen suavizarse, los ojos
dejan de ser taladros y brillan alegremente, aumenta la gangosidad, la tensión del valeroso
pensamiento se debilita con el optimismo y el espíritu humano.
En los discursos de Lenin, como en todo su trabajo, el rasgo principal es la concreción de sus
propósitos. El orador no construye un discurso, sino que conduce a una determinada conclusión de
eficaz valor. Aborda a sus oyentes de distintas maneras explica, persuade, cubre de vergüenza,
bromea y de nuevo persuade, de nuevo explica. Lo que unifica su discurso no es el plan formal, sino
un fin claro, rígido, que se ha marcado en cada ocasión concreta y que debe entrar como una espina
en la conciencia del auditorio. A esto se subordina su humor-La broma es utilitaria. El dicho tiene su
misión práctica: estimular a unos, contener a otros. Así nos encontramos con el «seguidismo», la
«tregua», la «alianza», la «pelea», la «presunción comunista» y decenas y decenas de expresiones
que no llegaron a adquirir hasta el mismo punto carta de naturaleza. Antes de llegar a esta palabra,
el orador describe varios círculos como si buscase el punto necesario. Al encontrarlo, coloca sobre él
el clavo y después de calcular cómo descargar el golpe, levanta el martillo y lo deja caer con fuerza
sobre la cabeza del clavo; y así una vez, y otra, y una decena, hasta que el clavo acaba por entrar de
tal manera que resulta muy difícil sacarlo cuando ya no hay necesidad de él. Entonces, el propio
Lenin tendrá que volver a dar martillazos a este mismo clavo a derecha e izquierda, acompañando su
acción con un dicho, para aflojarlo y, después de haberlo sacado, tirarlo al archivo de la chatarra con
gran aflicción de quienes se habían habituado a él.
Pero el discurso se acerca al fin. El balance ha sido hecho, las conclusiones remachadas. El orador
tiene el aspecto del obrero fatigado, pero que ha cumplido su misión. De cuando en cuando se pasa
la mano por el desnudo cráneo en que han brotado gotas de sudor. Su voz suena sin tensión,
como una hoguera que se consume. Ya puede terminar. Mas no hay que esperar el entusiasta
final que corona el discurso y sin el que parece imposible retirarse de la tribuna. Para otros es
imposible, no para Lenin. En él no encontramos una culminación oratoria: termina el trabajo y
pone punto. «Si lo comprendemos, si lo hacemos, entonces será segura la victoria»: tal es, a
menudo, la frase final. O bien: «A eso es a lo que debemos tender, no de palabra, sino de hecho». A veces es aún más sencillo: «Esto es todo lo que quería deciros», y nada más. Y tal fin,
que responde por completo a la naturaleza de su elocuencia y de su propia persona, no enfría lo
más mínimo al auditorio. Al contrario, precisamente después de una conclusión tan poco
«efectista» y «gris» parece como si de nuevo, con un chispazo de su conciencia, abarcase
cuanto Lenin le ha ofrecido en su discurso y estalla en clamorosos y entusiastas aplausos de
reconocimiento.
Pero ya Lenin, después de reunir de cualquier manera sus notas, abandona rápidamente la
tribuna para eludir lo inevitable. Lleva la cabeza algo hundida entre los hombros, el mentón
caído, los ojos se han ocultado bajo las cejas, el bigote se le eriza casi con enfado en el
labio superior, que se levanta descontento. El estruendo de los aplausos crece, como olas que se
rompen una contra otra: «¡Viva Lenin... Jefe... Ilich...» Se ve por un instante a la luz de las
lámparas eléctricas el inconfundible parietal humano azotado por las desenfrenadas olas que
afluyen de todos los lugares. Y cuando parece que el torbellino del entusiasmo ha alcanzado su
último frenesí, de pronto, entre el fragor, el rugido y el chapoteo, se alza una voz joven, forzada,
apasionada y feliz, que escinde la tempestad: «jViva Ilich!» De las entrañas más profundas y
palpitantes de la solidaridad, del amor, del entusiasmo, se eleva en respuesta un grito y un alarido
general, único, que como un temible ciclón sacude el local entero: i Viva Lenin!
VIII. EL FILISTEO Y EL REVOLUCIONARIO
En uno de los muchos libros dedicados a Lenin, he encontrado un artículo del escritor inglés Wells
que lleva por título «El soñador del Kremlin». El editor de la obra indica en una nota que «ni siquiera
hombres tan avanzados como Wells comprendieron el sentido de la revolución proletaria que tuvo
lugar en Rusia». Parece que esto no era un motivo suficiente para incluir el artículo de Wells en
un libro dedicado al jefe de esta revolución. Pero acaso no merezca la pena hacer aquí esta
objeción: yo al menos he leído con cierto interés algunas páginas de Wells, aunque este hecho no
se puede considerar en absoluto como un mérito del autor, según se verá por lo que sigue.
Recuerdo vivamente el período en que Wells visitó Moscú. Era el invierno de hambre y de frío de
1920-1921. En la atmósfera reinaba el inquieto presentimiento de las complicaciones que se
producirían en la primavera. El Moscú hambriento estaba cubierto de nieve. La política económica
se hallaba en vísperas de un brusco viraje. Recuerdo muy bien la impresión que Vladímir Ilich sacó
de la entrevista con Wells: «¡Qué pequeñoburgués! ¡Qué filisteo!», repetía levantando ambas
manos sobre la mesa, riendo y suspirando con la risa y con los suspiros que en él caracterizaban
cierta vergüenza interna que otra persona le producía. «Qué filisteo», repetía, reviviendo las
impresiones de la entrevista. Esta conversación tuvo lugar en el momento en que el Buró Político
se iba a reunir y se limitó, en esencia, a una repetición de la breve caracterización de Wells a que
acabo de hacer referencia. Pero era suficiente. Cierto, yo había leído poco a Wells y no le había
visto nunca. Pero me imaginaba con suficiente claridad la imagen del socialista de salón inglés,
del fabiano, del novelista de temas fantásticos y utópicos que había llegado a echar una
mirada sobre los experimentos comunistas. Y las exclamaciones de Lenin, en particular el tono de
las mismas, completaron sin trabajo el resto. Y ahora, el artículo de Wells, que por vías
desconocidas fue a parar al libro que nos ocupa, no sólo ha revivido en mi memoria los comentarios de Lenin, sino que les ha proporcionado un contenido vivo. Porque si de Lenin no hay casi el
menor rastro en el artículo de Wells sobre Lenin, por el contrario, el propio Wells se nos
presenta en él como en la palma de la mano.
Empezaremos siquiera sea con la queja con que Wells comienza: tuvo que hacer largas gestiones
para conseguir una entrevista con Lenin, cosa que «le irritó extraordinariamente». ¿Por qué? ¿Acaso
Lenin había llamado a Wells? ¿Se negó a recibirlo? ¿O es que a Lenin le sobraba tanto el tiempo?
Todo lo contrario, en aquellos días tan difíciles cada minuto de su tiempo estaba más que ocupado;
no le fue nada fácil destinar una hora a Wells. Esto lo puede comprender cualquiera, aunque sea
extranjero. Pero la desgracia estribaba en que Wells, en su calidad de extranjero famoso y con todo
su «socialismo», en su calidad de inglés conservador hasta el último extremo y con ribetes
imperialistas, estaba profundamente convencido de que, en esencia, con su visita hacía un gran
honor a este bárbaro país y a su jefe. Todo el artículo de Wells, desde el primer renglón hasta el
último, apesta a esta inmotivada presunción.
La caracterización de Lenin empieza, como era de esperar, con un descubrimiento. Lenin «no es
escritor». ¿Quién iba a decirlo mejor que un escritor profesional como Wells? «Los cortos y
violentos panfletos que aparecen en Moscú con su firma (!) abundan en equivocadas nociones en
cuanto a la psicología de los obreros occidentales... expresan muy poco la verdadera esencia del
pensamiento de Lenin.» El honorable gentleman, claro, ignora que Lenin tiene una serie de
importantísimas obras sobre el problema agrario, economía teórica, sociología y filosofía. Wells
conoce solamente los «cortos y violentos panfletos» y aun así señala que aparecen «con la firma de
Lenin», es decir, insinúa que los escriben otros. La auténtica «esencia del pensamiento de
Lenin» se revela no en las decenas de volúmenes que ha escrito, sino en la entrevista de una hora
a la que tan magnánimamente se avino el cultísimo huésped de la Gran Bretaña.
De Wells se podía esperar, al menos, un interesante bosquejo de la fisonomía exterior de
Lenin. Y a cambio de un pequeño rasgo bien advertido, habríamos estado dispuestos a
perdonarle toda su vulgaridad fabiana.* Pero en el artículo no hay ni esto. «Lenin tiene un
agradable rostro moreno (!) con una expresión que cambia constantemente y una viva sonrisa...»
«Lenin se parece muy poco a sus fotografías...» «Gesticulaba algo durante la conversación...»
Wells no fue más allá de estas trivialidades de vulgar reportero de un periódico capitalista. Por lo
demás, descubrió también que la frente de Lenin recuerda el cerebro alargado y algo asimétrico
de Arthur Balfour y que, en conjunto, «es un hombrecillo: cuando está sentado al borde de la silla,
sus pies apenas si tocan el suelo». En lo que se refiere al cráneo de Arthur Balfour, nada podemos
decir de este honorable asunto y creemos de buen grado que es alargado. Pero en lo que se
refiere a lo demás, manifiesta una inconveniente negligencia. Lenin era rubio, pelirrojo, y de
ninguna manera se le podía llamar moreno. Era de estatura media, acaso algo más bajo que la
media; pero que producía la impresión de un «hombrecillo» y que apenas si llegaba con los
pies al suelo, esto sólo pudo parecer así a Wells, quien había llegado con la presunción de un
Gulliver civilizado al país de los liliputienses comunistas del Norte. También observó Wells que Lenin,
en las pausas de la conversación, tenía la costumbre de levantarse un párpado con el dedo:
«Acaso —intuye el perspicaz escritor— esta costumbre obedece a algún defecto de la vista».
Conocemos el gesto. Podía observarse cuando Lenin tenía ante sí a una persona extraña y
que le era ajena, y clavaba en ella su mirada entre los dedos de la mano que le servía de
visera. El «defecto» de la vista consistía en que Lenin veía al interlocutor de parte a parte, veía
su hinchada presunción, su limitación, su altivez e ignorancia civilizadas. Luego, reviviendo en
su conciencia esta imagen, meneaba largamente la cabeza y decía: «¡Qué filisteo! ¡Qué
monstruoso pequeñoburgués!»
* La sociedad fabiana agrupa en Inglaterra a los intelectuales socialistas, y se llama así en honor
de Fabio Cunctatór'(el Diferidor).
A la entrevista asistía el camarada Rotstein, y Wells hace de paso el descubrimiento de que su
presencia «es característica en la actual situación de Rusia»; Rotstein, viene a decir,
controlaba a Lenin en nombre del Comisariado de Asuntos Exteriores debido a su excesiva
sinceridad y a su imprudencia soñadora. ¿Qué decir de esta inestimable observación? Al entrar
en el Kremlin, Wells iba cargado con toda la basura de la información burguesa internacional y
con su perspicaz ojo —¡sin el menor «defecto», se comprende!— descubrió en el despacho de
Lenin lo que antes había encontrado en el Times o en otro depósito de piadosos y bien
acicalados chismorreos.
¿Sobre qué versó, no obstante, la conversación? A este respecto, nos enteramos por Wells de
unos lugares comunes bastante vulgares que muestran lo pálido y miserable que el
pensamiento de Lenin resulta al refractarse a través de ciertos cráneos de cuya simetría no
tenemos motivo de duda.
Wells llegó con la idea de que «tendría que discutir con un doctrinario marxista convencido,
pero en realidad no hubo nada de eso». Esto no puede asombrarnos. Sabemos que la
«esencia del pensamiento de Lenin» no se revela en los treinta años de su actividad como
político y escritor, sino en su entrevista con un filisteo inglés. «Me habían dicho —prosigue
Wells— que a Lenin le agrada aleccionar, pero conmigo no lo hizo.» ¿Cómo iba a aleccionar a
un gentleman tan pagado de sí? No es cierto que a Lenin le agradase aleccionar. Lo cierto es
que sabía mostrarse muy aleccionador. Pero esto sólo lo hacía cuando | consideraba que su
interlocutor era capaz de comprender algo. En tales casos no regateaba ni tiempo ni energías.
Pero tratándose del espléndido Gulliver, que por merced del destino había ido a parar al
despacho del «hombrecillo», a los dos o tres minutos de entrevista Lenin debió de llegar ya a
la convicción absoluta que podría expresarse con las palabras que figuran a la entrada del
infierno de Dante: «Perded toda esperanza».
Se habló de las grandes ciudades. En Rusia se le ocurrió a Wells la idea, según él mismo
manifiesta, de que la fisonomía de una ciudad la determina el comercio en tiendas y mercados.
Expuso a sus interlocutores este descubrimiento. Lenin «reconoció» que las ciudades serían
bastante más pequeñas dentro del comunismo; Wells «indicó» a Lenin que la renovación de las
ciudades requeriría un gigantesco trabajo y que muchos de los enormes edificios de
Petersburgo sólo conservarían el valor de monumentos históricos. Lenin coincidió con este
incomparable lugar común de Wells. «Me parece —agrega este último— que le resultó
agradable hablar con un hombre que comprende las inevitables consecuencias del
colectivismo, las cuales se escapan a la comprensión de muchos de sus propios seguidores.»
¡Ahí tenéis ya dispuesta la envergadura con que se debe medir el nivel de Wells! Considera
fruto de su grandiosa perspicacia el descubrimiento de que con el comunismo desaparecerá el
actual amontonamiento de los edificios de las ciudades y que muchos de los actuales
monstruos de la arquitectura capitalista no conservarán otro valor que el de monumentos
históricos (si no merecen el honor de ser derribados)- ¿Cómo los pobres comunistas
(«fatigados fanáticos de la lucha de clases», como Wells los llama) iban a pensar en tales
descubrimientos, que, por lo demás, fueron explicados hace mucho en un popular comentario
del viejo programa de la socialdemocracia alemana? Y no nos referimos ya a que todo esto lo
sabían los utopistas clásicos.
Ahora espero que se comprenderá por qué Wells «no observó en absoluto» durante la
conversación la risa de Lenin de que tanto le habían hablado: Lenin no estaba para risas. Temo
incluso que su mandíbula tuviese un reflejo totalmente opuesto a la risa. Pero aquí prestó a Ilich
el servicio necesario su mano móvil e inteligente, que siempre sabía ocultar al interlocutor
demasiado ocupado con su persona el reflejo de un descortés bostezo. Según hemos oído, Lenin
no trató de instruir a Wells, y eso por razones que consideramos perfectamente respetables. Por el
contrario, Wells manifestó gran empeño en instruir a Lenin. Le expuso la idea, completamente nueva,
de que para el éxito del socialismo «hay que reorganizar no sólo el lado material de la vida, sino la
psicología de todo el pueblo». Le hizo ver que «los rusos son por naturaleza individualistas y
comerciantes», le explicó que el comunismo «se daba excesiva prisa» y destruía antes de que
estuviese en condiciones de construir, y todo por el estilo. «Esto nos condujo —cuenta Wells— al
punto fundamental de nuestras discrepancias, a la diferencia entre el colectivismo evolutivo y el
marxismo.» Por colectivismo evolutivo hay que entender el potaje fabiano de liberalismo, filantropía,
legislación económico-social y meditaciones dominicales sobre un futuro mejor. El propio Wells
formula así la esencia de su colectivismo evolutivo: «Creo que mediante un sistema planificado de
educación de la sociedad el régimen capitalista existente puede civilizarse y hacerse colectivista». El
propio Wells no explica quién ha de realizar y sobre quién lo realizará el «sistema planificado de
educación»: ¿los lores de alargado cráneo sobre el proletariado inglés o, al contrario, será el proletariado quien ponga su mano en los cráneos de los lores? Pero no, todo lo que se quiera menos
esto último. ¿Para qué existen en el mundo los cultos fabianos, intelectuales de desinteresada
imaginación, gentlemen y ladies, mister Wells y mistress Snowden, sino para, mediante una planificada y larga erupción de lo que se oculta bajo sus propios cráneos, civilizar la sociedad capitalista
y convertirla en colectivista con un desarrollo gradual tan sensato y feliz que ni siquiera la dinastía
real británica llegue a advertir lo más mínimo el cambio?.
Todo esto es lo que Wells expuso a Lenin y que éste escuchó. «Para mí —observa
generosamente Wells— fue un verdadero descanso (1) hablar con este extraordinario
hombrecillo.» ¿Y para Lenin? ¡Oh, el paciente Ilich! Seguramente pronunció para sus adentros
algunas palabras rusas muy expresivas y jugosas. Si no las tradujo a viva voz al inglés fue sólo
porque su vocabulario no era tan extenso y por razones de cortesía. Ilich era muy cortés. Pero
no podía limitarse a un cortés silencio. «Se vio obligado —cuenta Wells— a replicarme que el
actual capitalismo es incurablemente ávido y dilapidador y que es imposible hacerle aprender
nada.» Lenin se remitió a una serie de datos incluidos, por lo demás, en el nuevo libro de Money:
el capitalismo ha destruido los astilleros nacionales ingleses, ha impedido la explotación racional
de las minas de carbón, etc. Ilich conocía el lenguaje de los hechos y de las cifras.
«Lo
confieso
—concluye
inesperadamente
el
señor Wells—, me fue muy difícil entrar en
discusión con él.» ¿Qué significa esto? ¿El comienzo de la capitulación del colectivismo evolutivo
ante la lógica del marxismo? No, no. «Perded toda esperanza.» Esta frase, a primera vista
inopinada, no es, ni mucho menos, casual; forma parte del sistema, tiene un carácter muy
fabiano, evolucionista, pedagógico. Va destinada a los capitalistas, banqueros y lores ingleses y
a sus ministros. Wells les dice: os comportáis tan mal, de un modo tan destructor y egoísta, que
en las discusiones con el soñador del Kremlin me es a veces difícil defender mi colectivismo
evolucionista. Poneos en razón, realizad las semanales abluciones fabianas, civilizaos, entrad en la
vía del progreso. Así pues, la melancólica confesión de Wells no es un comienzo de autocrítica,
sino una mera prolongación del trabajo educativo sobre esa misma sociedad capitalista que tan
perfeccionada, moralizada y fabianizada salió de la guerra imperialista y de la paz de Versalles.
No sin cierta protectora simpatía, dice Wells de Lenin: «Su fe en su causa es ilimitada».Contra esto
no hay nada que objetar. Las reservas de fe en su causa eran en Lenin más que suficientes. Lo que
es verdad, es verdad. Estas reservas le proporcionaban, entre otras cosas, la paciencia necesaria
para conversar, en aquellos duros meses del bloqueo, con cada extranjero que fuese capaz de
servir de vínculo, aunque deformado, de Rusia con el Occidente. Tal fue la entrevista de Lenin con
Wells. De manera distinta, muy distinta, hablaba con los obreros ingleses que acudían a él. Con
éstos mantenía una comunicación viva. Enseñaba y aprendía. Con Wells, en cambio, la entrevista
tuvo, en el fondo, un semiforzoso carácter diplomático. «Nuestra conversación tuvo un fin
inconcreto», concluye el autor. En otras palabras, la partida entre el colectivismo evolucionista y el
marxismo terminó esta vez en tablas. Wells regresó a Gran Bretaña y Lenin quedó en el Kremlin.
Wells escribió para el público burgués un presuntuoso artículo, mientras que Lenin, meneando la
cabeza, repetía: «¡Qué pequeñoburgués! ¡Pero qué filisteo!».
Se me podría preguntar por qué y para qué me he detenido ahora, casi a los cuatro años, en tan
anodino artículo de Wells. La circunstancia de que haya sido reproducido en uno de los libros
dedicados a la muerte de Lenin, claro, no es razón. Tampoco lo justifica el hecho de que estas
líneas hayan sido escritas en Suchum, cuando yo estaba sometido a tratamiento médico. Pero tengo
razones más serias. Porque ahora está en el poder de Inglaterra el partido de Wells, dirigido por los
cultos representantes del colectivismo evolutivo. Y me ha parecido —creo que no sin motivo— que los
renglones que Wells dedica a Lenin nos revelan, acaso mejor que otras muchas cosas, el espíritu
de la capa dirigente del Partido Laborista Británico: después de todo, Wells no es el peor entre
ellos. ¡ Qué atrasada se ha quedado esta gente, abrumada con el pesado plomo de los prejuicios
burgueses! Su soberbio reflejo —atrasado del gran papel histórico de la burguesía inglesa— les
impide comprender debidamente la vida de otros pueblos, los nuevos fenómenos ideológicos, el
proceso histórico, que pasa por encima de sus cabezas. ¿Estos señores, limitados rutinarios,
empíricos con las anteojeras de la opinión pública burguesa, llevan por todo el mundo sus
personas y sus prejuicios y se las ingenian para no ver en torno suyo nada más que a ellos
mismos. : Lenin vivió en todos los países de Europa, sabía varios idiomas, leía, estudiaba,
escuchaba, profundizaba, comparaba, generalizaba. Puesto a la cabeza de un gran país
revolucionario, no perdía ocasión de aprender, de preguntar, de saber, poniendo en ello el mayor
interés y atención. No se cansaba de seguir la vida del mundo entero. Leía y hablaba con fluidez
en alemán, en francés y en inglés, leía en italiano. En los últimos años de su vida, abrumado por el
trabajo, en las reuniones del Buró Político estudiaba a escondidas una gramática checa para
poder tener acceso directo al movimiento obrero de Checoslovaquia; le «pescábamos» a veces y
él, algo turbado, trataba de justificarse... Frente a él, Wells es la encarnación de esa raza de
pequeños burgueses falsamente instruidos y limitados que miran para no ver y consideran que
no tienen nada que aprender, puesto que les basta con sus hereditarias reservas de prejuicios.
El señor MacDonald que representa una variedad puritana, más seria y sombría de este mismo
tipo, tranquiliza a la opinión pública burguesa: hemos combatido con Moscú y hemos vencido a
Moscú. ¿Que lo han vencido? ¡Eso sí que son «hombrecillos», aunque su estatura sea elevada! Ni
siquiera ahora, después de todo lo ocurrido, saben nada de su propio mañana. Los hombres de
negocios, liberales y conservadores, tratan a baquetazos a los «revolucionarios», pedantes
socialistas que ocupan el poder, los comprometen y preparan conscientemente su caída no sólo
ministerial, sino política. Al mismo tiempo, sin embargo, preparan —aunque de ello son mucho
menos conscientes— la llegada al poder de los marxistas ingleses. Porque la revolución socialista
inglesa se producirá conforme a las leyes que Marx estableció.
Wells, con el ingenio que le es propio, pesado como el pudding, amenazaba en tiempos con tomar
las tijeras y cortar a Marx sus «doctrinarias» cabellera y barba para convertirlo en inglés,
proporcionarle un aspecto respetable y fabiano. Pero de esta empresa no resultó ni resultará
nada. Marx sigue siendo Marx, lo mismo que Lenin siguió siendo Lenin después de que Wells le
sometió durante una hora a la acción de una embotada navaja de afeitar. Y nosotros nos
atrevemos a predecir que en un futuro no tan lejano, en Londres, en la Plaza de Trafalgar, por
ejemplo, se levantarán, una junto a otra, dos figuras de bronce: la de Karl Marx y la de Vladímir
Lenin. Los proletarios ingleses dirán a sus hijos: «¡Qué suerte que los hombrecillos del Labour
Party no lograsen cortar el pelo y afeitar a estos dos gigantes!»
En espera de ese día, al que trataré de llegar, cierro un momento los ojos y veo claramente la
figura de Lenin en el sillón, en el mismo que Wells le vio, y escucho —al día siguiente de la
entrevista con este último, acaso el mismo día— las palabras, pronunciadas con un hondo gemido:
«¡Pero qué pequeñoburgués! ¡Pero qué filisteo!»
6 de abril de 1924
IX. VERDAD Y MENTIRA SOBRE LENIN
A propósito del retrato que Gorki hizo de Lenin 15
«No es fácil trazar su retrato», declara Gorki cuando habla de Lenin. Tiene razón. Los escritos de
Gorki sobre Lenin son muy flojos. El tejido de su descripción parece compuesto por los más variados
elementos. A veces, sobresale un hilo más brillante que los demás. Se nota cierta penetración
artística. No obstante abundan los hilos de un análisis psicológico trivial y es continua la impronta de
un moralismo muy pequeñoburgués. En conjunto el tejido deja mucho que desear. Sucede, sin
embargo, que, como es Gorki quien teje, aún ha de pasar mucho tiempo antes de que su obra pierda
interés. Por eso conviene examinarla. Apunta la posibilidad de que logremos valorar u observar con
mayor exactitud determinados rasgos, grandes o pequeños, de la figura de Lenin.
Gorki no se equivoca al decir que Lenin «es una encarnación de la voluntad tensa hacia el objetivo,
con perfección asombrosa». La tensión hacia el objetivo precisamente la característica fundamental
de Lenin, lo hemos dicho ya y lo volveremos a decir. En cambio, cuando Gorki, algo más lejos, sitúa a
Lenin en el grupo de los «justos», es algo que suena sal y de dudoso gusto. La expresión de
«justo», sacada de la Iglesia, sacada de un lenguaje de sectarios religiosos, con olor a cuaresma y a
aceite de lámpara votiva, no tiene nada que ver con' Lenin. Era un gran hombre, un gigante
magnífico, y vivió identificado con todo lo humano. En un Congreso de los Soviets, subió a la tribuna
un representante notorio de una secta religiosa, un comunista cristiano (o algo por el estilo), muy
desenvuelto, que se puso a entonar una antífona en honor de Lenin, llamándole «paternal» y
«criador».
Recuerdo que Vladímir Ilich, que estaba sentado en la mesa del Buró, alzó la cabeza, casi asustado,
y luego, inclinándose levemente, nos dijo a media voz, con irritación, a nosotros, sus vecinos más
cercanos:
—¿A qué vienen otra vez esas indecencias?
La palabra «indecencias» se le escapó de forma totalmente inesperada, como si le pesara, pero no
por eso dejaba de ser mayor verdad. Me reí para mis adentros, gozando de la incomparable
apreciación de Lenin, tan espontánea, al calificar las alabanzas del cristianísimo orador. Pues bien, el
«justo» Gorki tiene algo en común con el «padre criador» del hombre de Iglesia. Es, si me lo permitís,
en cierta manera, «una indecencia».
Peor es lo que sigue:
«Para mí, Lenin es un héroe de leyenda, un hombre que ha arrancado de su pecho su corazón
ardiente para alzarlo como una antorcha que ilumine el camino de los hombres...»
Brrr... ¡Qué malo! Recuerda exactamente a la vieja Izerghil (creo que así se llamaba aquella bruja que
nos interesó de jóvenes), igual que en el cuento del gitano Danko. Si no recuerdo mal, también sale,
en ese cuento, un corazón que se transforma en antorcha. Pero, claro, ahí caemos en una fábula muy
diferente, caemos en la ópera... Digo bien: la ópera, con decorados sacados de los paisajes del sur,
con iluminación a base de bengalas y con una orquesta zíngara.
En cambio, en la persona, en la figura de Lenin, nada hay que recuerde la ópera y menos aún el
romanticismo de los nómadas gitanos. Lenin es un hombre de Simbirsk, de «Piter», de Moscú,
del mundo entero; un realista tenaz, un revolucionario profesional, un destructor del romanticismo,
de toda falsedad teatral, de la bohemia revolucionaria. No cabe atribuirle ningún parentesco con
Danko, el héroe del cuento. ¡Quien ande necesitado de modelos revolucionarios propios de
leyenda gitana, que los busque en la historia del partido de los socialistas revolucionarios!.
Y Gorki añade, tres líneas después:
«Lenin era sencillo y recto como todo lo que decía».
Si así era Lenin, ¿para qué imaginarlo arrancándose de su pecho el corazón ardiente?
Ninguna sencillez ni ninguna franqueza pueden representarse en ese gesto... Ocurre que la
elección de esas dos palabras, «sencillo y recto», no resulta muy afortunada; la verdad es que encierran un exceso de ingenuidad y de sinceridad. Se emplean más bien al hablar de un buen chico,
de un soldado valiente, que confiesa la simple verdad por las buenas. Esos términos no encajan
en Lenin, sea cual sea la forma de utilizarlos.
Es cierto que manifestaba una sencillez genial en sus decisiones, en sus conclusiones, en sus
métodos, en sus actos: sabía rechazar, rebatir, dejar de lado cualquier cosa que no tuviera real
importancia, cualquier cosa que no pasara de ser accesoria o superficial. Lenin sabía concretar un
problema, reducirlo a sus justos términos y sondarlo a fondo.
Todo eso, sin embargo, no significa que se limitara a ser «sencillo y recto», y menos ha de significar
que su pensamiento funcionara «en línea recta», como pretende Gorki: expresión de las más
lamentables, digna a todas luces de un pequeñoburgués y de un menchevique.
Sobre este punto, recuerdo ahora la definición del joven escritor Babel: «La compleja curva
descrita por la linea recta de Lenin».
Ésa sí que es una explicación verdadera, a pesar de las apariencias, a pesar de la antinomia y
de la sutileza algo rebuscada en los términos reunidos. En todo caso, vale mucho más que la
somera «línea recta» de Gorki.
El hombre que se limita a ser «sencillo y recto» anda recto hacia su objetivo. Lenin andaba y
conducía hacia un objetivo invariable por un camino lleno de complicaciones, por vías a veces
muy retorcidas.
En fin, este cotejo de términos «sencillo y recto» no sirve para expresar la incomparable malicia
de Lenin, su ingenio certero y agudo, la pasión de virtuoso que experimentaba cuando lograba
derribar al adversario mediante una zancadilla o cuando lo hacía caer en la trampa.
Hemos mencionado la tensión de Lenin hacia el objetivo: conviene que insistamos. Un crítico,
convencido de haber descubierto la definición clave, me explicaba que Lenin no sólo se distinguía
por su tensión hacia el objetivo, sino también por su habilidad en maniobrar; dicho crítico me
censuró porque, según él, en el retrato que yo había hecho de Lenin, representaba al gran
hombre bajo una rigidez pétrea, a costa de su flexibilidad.
La persona que de este modo quiso darme una lección, con una visión distinta a la de Gorki, no
había entendido el relativo valor de los términos empleados.
En efecto, habría que meterse bien en la cabeza que «la tensión hacia el objetivo» no indica,
forzosamente, un comportamiento «en línea recta».
¿Y qué podría valer la flexibilidad de Lenin sin esa tensión siempre en vilo?
El mundo presenta infinidad de ejemplos de flexibilidad política: el parlamentarismo burgués
constituye una excelente escuela donde los políticos practican a todas horas la curvatura de la
espina dorsal. Lenin ha condenado a menudo «la línea recta de los doctrinarios», pero con igual
frecuencia ha expresado su desdén por esas gentes demasiado flexibles, que a veces se inclinan
ante un amo burgués, no siempre por interés o por necesidad, sino que lo hacen, digamos, ante la
opinión pública, ante una situación difícil, en busca de la línea de meñor resistencia.
Todo el fondo de Lenin, todo su íntimo valor, consiste en haber perseguido incansablemente un
único objetivo, cuya importancia le penetraba hasta tal punto que él mismo parecía encarnar
esa finalidad postrera sin distinguirla de sí mismo. No consideraba y no podía considerar a la
gente, los libros, los acontecimientos, más que en función de ese único objetivo de su
existencia.
Es muy difícil definir a un hombre con una sola palabra; decir que fue «grande» o que fue
«genial», es una vez más no decir nada. Aun así, si hubiera que explicar a Lenin de forma muy
sucinta, querría insistir sobre el hecho de que ante todo vivió tenso hacia su objetivo.
Gorki señala el seductor encanto de la risa de Lenin. «Risa de un hombre que, incapaz de
discernir admirablemente el peso de la necedad humana y las acrobáticas cabriolas de la razón,
también sabía gozar con la ingenuidad pueril de los simples de espíritu.»
El comentario es acertado, aunque esté expresado con cierto rebuscamiento.
A Lenin le gustaba reírse de los imbéciles y de los picaros que pretendían pasar por ingeniosos. Se
reía con una indulgencia que justificaba en mucho su formidable superioridad. Quienes trataban de
cerca a Lenin, reían a veces con él sin reír por igual motivo... Pero la risa de las masas coincidía
siempre con la suya. Quería además a los simples de espíritu, puestos a utilizar la palabra
evangélica. Gorki nos cuenta cómo, en Capri, Lenin, acompañado de pescadores italianos,
aprendió a manejar el sedal (sujeto al dedo); aquellas buenas gentes le explicaron que tendría
que «trincar» en seguida que el sedal hiciera «drin drin»; tan pronto Lenin atrapó su primer pez y
mientras lo sentía venir, cogido por el anzuelo, exclamó alegre como un niño, con un entusiasmo
de auténtico aficionado:
—¡ Jajá! ¡ «Drin, drin»!
¡Eso es lo bueno! Ésa es, exactamente, una parcela viva de Lenin. Pasión, ímpetu, tensión del
hombre dispuesto a alcanzar su objetivo, dispuesto a «trincar», dispuesto a apoderarse de su
presa —¡ojalá!, ¡drin, drin!, ¡ te cogí, guapo!—, actitudes que difieren bastante del «justo» de
cuaresma, de ese «padre criador» que ya hemos mencionado; vemos a Lenin en persona, en una
parte de sí mismo. Cuando Lenin, al atrapar un pez, grita su entusiasmo, adivinamos su amor
vibrante por la naturaleza, y por todo lo que se relacionara con la naturaleza, por los niños, por los
animales, por la música. Esa poderosa máquina pensante vivía lindando con todo lo que se
mantiene fuera del pensamiento, fuera de una búsqueda consciente; vivía atenta a todo elemento
primitivo e indecible. Ese indecible maravilloso expresa mediante el «drin drin». El detalle
pequeño pero significativo, nos ha de permitir, creo, que le perdonemos a Gorki buena parte de
las trivialidades que ha propagado en su artículo. Ya veremos después por qué no se le puede
perdonar más...
«Acariciaba a los niños con dulzura —nos dice Gorki—, con gestos de una suavidad, de una
delicadeza muy particulares.»
También eso está bien hecho; descubrimos ahí esa ternura del hombre que respeta la persona
física y moral del niño; igual podría hablarse del apretón de manos de Lenin: un apretón fuerte y
suave.
. Sobre el interés que los animales despertaban en Lenin, recuerdo el siguiente episodio: nos
hallábamos reunios en Zirnmenvald en comisión para elaborar un manifiesto. Celebrábamos la
sesión al aire libre, alrededor de una mesa redonda de jardín, en un pueblo de montaña. no lejos de
nosotros había, bajo un grifo, una gran cuba llena de agua. Poco antes de la reunión (que empezó
temprano por la mañana), varios delegados se habían acercado al grifo para lavarse. Recuerdo a
Fritz Platten que sumergió en el agua la cabeza y el cuerpo hasta la cintura, como si quisiera
ahogarse, ante el gran asombro de los miembros de la conferencia.
Las tareas de la comisión habían tomado un giro penoso. Se producían fricciones en varios sentidos,
sobre todo entre Lenin y la mayoría. Aparecieron entonces dos perros preciosos: no sabría decir de
qué raza —por esa época andaba yo muy mal enterado—. Sin duda pertenecían al propietario de la
casa, pues empezaron a jugar muy tranquilos en la arena, bajo el sol matutino. Vladímir Ilich, de
repente, dejó su silla, echó una rodilla al suelo y, riendo, se puso a hurgarles la barriga a los dos
perros, con gestos suaves, delicadamente atentos, según la expresión de Gorki. Lenin había
reaccionado con plena espontaneidad; casi dan ganas de decir que se comportaba como un crío,
mientras que su risa sonaba despreocupada, pueril. Lanzó una mirada hacia la comisión, como si
quisiera invitar a los camaradas a que participasen en ese bello recreo. Me parece que le miraron
algo sorprendidos: todos seguían preocupados aún por la gravedad de la discusión. Lenin volvió a
mimar a los dos animales, aunque ya más sereno; luego regresó a la mesa y declaró que no firmaría
semejante manifiesto. La disputa prosiguió con renovada violencia. Es muy posible, pienso hoy, que
esa «diversión» le conviniera para resumir en su mente los motivos de aceptación y de negativa y
para tomar una decisión. Sin embargo, no obró de manera premeditada: su subconsciente funcionaba
en plena armonía con el consciente.
Gorki admiraba en Lenin «ese ardor juvenil que infundía a todos sus actos». Era un ardor
disciplinado, dominado por una voluntad férrea, similar al ímpetu del torrente sometido por el
granito de la montaña; Gorki no nos lo dice, pero no por ello pierde exactitud su definición: había
precisamente en Lenin un ardor juvenil. Nadie podía negar, en efecto, «el excepcional impulso
espiritual que sólo corresponde a un hombre inquebrantablemente persuadido de su vocación».
Tampoco le falta a esa frase exactitud y penetración. Por más que ni el lenguaje decrépito, débil, de
hace un momento, ni el estado de santidad que nos citan, ni siquiera encima el «ascetismo» (!), el
«heroísmo monacal» (¡!) que otros señalan, apenas concuerden con el ardor juvenil: hay tanta
oposición entre ellos como entre fuego y agua. El «estado de santidad», el «ascetismo» se
manifiestan cuando un hombre se pone al servicio de un «principio superior», domando sus
inclinaciones y sus pasiones personales. El asceta es un ser interesado; calcula y espera una
recompensa. Lenin, en su obra histórica, se realizaba a sí mismo, por entero y hasta el final.
«Los ojos de omnisciente del gran picaro», eso no está mal, aunque su formulación resulte grosera.
Sin embargo, ¿cómo conciliar esa mirada de omnisciente con la «sencillez» y «la franqueza», y sobre
todo con «la santidad»?
«Le gustaban las cosas raras —cuenta Gorki—, y reía con todas sus fuerzas, claramente "inundado"
de alegría, a veces, hasta saltársele las lágrimas.»
Es verdad, y todos los que conversaron con él se dieron cuenta. En algunas reuniones de escaso
número, podía ocurrir que le dieran ataques de risa, y no sólo en épocas en que las cosas
funcionaban bien, sino incluso durante períodos muy amargos. Hacía esfuerzos por contenerse pero,
al cabo, explotaba y su risa se volvía contagiosa; Lenin procuraba no llamar la atención, ni hacer
ruido, y se escondía casi debajo de la mesa para evitar el desorden.
Esta hilaridad loca se apoderaba de él, sobre todo, cuando estaba cansado. Era habitual su
gesto, cortando el aire con la mano de arriba abajo, como si quisiera alejar la tentación. Pero en
vano. Y sólo recobraba el control de sí mismo a base de mirar fijamente su reloj, con todas sus
fuerzas internas en tensión, evitando por prudencia cualquier mirada, afectando un aire severo,
restableciendo con forzada rigidez el orden que debe mantener un presidente.
En tales casos, los camaradas se consideraban obligados a interceptar furtivamente la mirada del
speaker y provocar entonces, mediante alguna ocurrencia, una vuelta al regocijo. Si la tentativa
salía bien, el presidente se enfadaba a la vez contra el causante del desorden y contra sí mismo.
Por supuesto, no era frecuente que se produjeran tales jolgorios: surgían principalmente al final de la
sesión, después de cuatro o cinco horas de trabajo asiduo, cuando ya todo el mundo se sentía
agotado. En general, Ilich conducía las deliberaciones con un rigor estricto: el único método que
permite solventar en una sesión innumerables asuntos.
«Tenía una manera propia de decir: ¡hum! , ¡ hum —continúa Gorki—, y sabía proferir esa expresiva
interjección según una infinita gama de matices que se extendía desde la ironía sardónica hasta la
duda circunspecta; -y a menudo, en este ¡"hum"!, ¡"hum"! se traducía un humor agudo cuya malicia
sólo estaba al alcance de un hombre muy perspicaz que conociera bien las insanias diabólicas de la
existencia.»
Es verdad, tiene razón. El «¡hum! ¡hum!» desempeñaba un papel importante en las conversaciones
íntimas de Lenin, al igual también que en sus escritos polémicos. Ilich pronunciaba su «¡hum! ¡hum!»
con mucha nitidez y, tal como apunta Gorki, con infinita variedad de matices. Encerraba ese gesto
una especie de código de señales que usaba para expresar los más variados estados de ánimo
Sobre el papel, «¡hum! ¡hum!» no representa nada; en una charla, subía de color y su valor dependía
del timbre de voz, de la inclinación de la cabeza, del juego de las cejas, de la elocuencia de las
manos.
Gorki nos describe además la postura favorita de Lenin:
«Echaba la cabeza hacia atrás y luego, ladeándola sobre el hombro, deslizaba los dedos por las sisas
del chaleco, hasta los sobacos. Tenía esa actitud algo que sorprendía por su rareza y su encanto,
daba la impresión de ser un gallo victorioso y, en esos momentos, parecía radiante.»
Nada hay que objetar a esa descripción, si exceptuamos lo de «gallo victorioso», que no encaja nada
en la imagen de Lenin. Pero la postura está bien trazada. Por desgracia, poco después leemos: «Niño
grande en medio de este mundo maldito, hombre excelente que necesitaba ofrecerse como víctima a
la hostilidad y al odio para realizar una obra de amor y de belleza.
¡Piedad, piedad, Alexis Maximovich!
“¡Niño en medio de un mundo maldito...! ¡Apesta a mojigatería! Sí, Lenin afectaba una pose
curiosamente afable a ratos quizás algo maliciosa, pero no tenía nada mojigato «Ofrecerse como
víctima», la expresión es falsa, insoportable, como el chirrido de un clavo al frotarlo contra el vidrio.
Lenin no se sacrificaba en absoluto sino que se entregaba a una vida plena desbordante y
desarrollaba por entero su personalidad al servicio del objetivo que él mismo se había asignado
libremente. Y su obra nunca fue «de amor y de belleza»; esos términos caen en una generalización
demasiado común en una redundancia impropia; la verdad es que sólo faltan las mayúsculas ¡Amor y
Belleza! La tarea que asumió Lenin consistía en despertar y unir a los oprimidos para derribar el yugo
de la opresión; era la causa del noventa y nueve por ciento de la humanidad.
Gorki nos habla de los desvelos que Lenin prodigaba a sus camaradas, de la preocupación que
sentía por su salud...Y añade: «En ese sentimiento, nunca vi que asomara la interesada desazón que
un patrón inteligente manifiesta con respecto a obreros honrados y hábiles».
¡Qué bien! Gorki se equivoca del todo y, precisamente, olvida uno de los rasgos esenciales de Lenin.
Los desvelos personales que Lenin mostraba por sus camaradas, incluyendo siempre la ansiedad del
patrón eficiente preocupado por el trabajo que hay que realizar. No cabe duda de que aludir en este
caso a un sentimiento «interesado» resultaría inverosímil, dado que la propia obra iba más allá de lo
personal; sin embargo tampoco se puede negar que Lenin supeditara la solicitud por sus camaradas
a los intereses de la causa, de esa causa que justamente agrupaba compañeros seguidores de Lenin.
La alianza de preocupaciones de orden general y de orden individual no disminuía para nada la
humanidad de los sentimientos de Lenin, al contrario, no hizo sino consolidar y perfeccionar la tensión
de todo su ser hacia el objetivo político.
Gorki no se dio cuenta ni, por supuesto, comprendió la suerte que cupo a gran cantidad de sus
requerimientos en favor de personas que «habían sufrido» con la revolución, requerimientos que
dirigía directamente a Lenin. Fueron muchas las víctimas de la revolución, ya lo sabemos, y
asimismo escasearon las gestiones de Gorki: algunas incluso caían de lleno en el absurdo.
Basta con recordar la intervención prodigiosamente enfática del escritor en favor de los
socialistas-revolucionarios, durante el famoso proceso de Moscú. Gorki nos dice:
«No recuerdo e en ningún caso Ilich rechazase mis peticiones. Si alguna vez ocurrió que las
decisiones de Lenin no llegaran a ejecutarse, no fue por su culpa: tal vez la explicación radique
en esas malditas "deficiencias del mecanismo" que siempre han abundado profusamente dentro de
nuestra pesada máquina gubernamental. También cabe admitir que a veces hubiese
malevolencia por parte de alguien que yo desconozca, al tratar de atenuar la suerte de
determinadas personas, de salvarles
la vida...» Confesémoslo, estas líneas nos han
escandalizado más que todo el resto.
Pues, ¿cuáles deben ser nuestras conclusiones? Éstas: como jefe del Partido y del Estado, Lenin
perseguía implacablemente a los enemigos de la revolución;
pero ¿bastaba que Gorki
intercediera para que Lenin ya no encontrase motivo de negativa a la petición del escritor?
Habría que admitir entonces que, para Lenin, el destino de la gente se decidía gracias a las
intervenciones amistosas. Esta afirmación resultaría incomprensible si el propio Gorki no hiciera
una salvedad: no todas sus solicitudes recibieron satisfacción. Claro, según él, hay que atribuirlo a
las deficiencias del mecanismo soviético...
¿Es eso cierto? ¿Carecía Lenin de verdadera fuerza para superar las imperfecciones del
mecanismo en un asunto tan simple como la libertad de un preso o la computación de la pena
de muerte? Lo dudo mucho. ¿No parece más natural admitir que Lenin, tras lanzar sobre la
solicitud y el solicitante su «omnisciente mirada de gran pícaro», evitase discutir con Gorki del
asunto, para luego dejar que el mecanismo soviético, con todos sus defectos supuestos y reales, se
encargase de ejecutar lo que exigían los intereses de la revolución? De hecho, Le-nin no era tan
«sencillo» ni tan «recto» cuando se veía obligado a desairar el sentimentalismo pequeñoburgués.
Los desvelos de Lenin en favor de la personalidad humana eran infinitos, pero se hallaban
enteramente sometidos a los desvelos que debía, ante todo, a la humanidad entera, cuya suerte,
hoy por hoy, se confunde con la del proletariado. Si Lenin no hubiese sido capaz de subordinar lo
particular a lo general, tal vez hubiese sido «un justo» que «se ofrece como víctima en nombre del
amor y de la belleza», pero por supuesto no hubiese sido el Lenin que conocimos, el jefe del
Partido Bolchevique, el autor de la Revolución de Octubre.
A lo que precede, conviene agregar por entero el relato que nos da Gorki sobre «la extraordinaria
obstinación» que demostró Lenin cuando, durante más de un año, estuvo exhortando al escritor
para que se marchara al extranjero a seguir un tratamiento.
«En Europa, en un buen sanatorio, podrá usted cuidarse y trabajará tres veces más. ¡ Je, je!...
Márchese y cúrese de una vez... No se empeñe en quedarse aquí, por favor.»
La ardiente simpatía que Lenin sentía por Gorki, tanto por la persona como por el escritor, es un
hecho que ya todos saben y nadie discute. Es evidente que la salud de Gorki inquietaba a Ilich. Sin
embargo, «la extraordinaria obstinación» que usaba Lenin para mandar a Gorki al extranjero,
encerraba también un cálculo político: en Rusia, durante aquellos años difíciles, el escritor se estaba
descarriando de forma lamentable y amenazaba con un extravío definitivo; en cambio, en el
extranjero, enfrentado a la civilización capitalista, podía recuperarse. Podía reavivarse en él el
estado de ánimo que, antaño, le había llevado a «escupir al rostro» de la Francia burguesa.
Claro, no era indispensable para Gorki que repitiera ese «gesto» tan poco persuasivo por sí solo;
pero la disposición de ánimo que lo había inspirado prometía una fecundidad mucho mayor que las
piadosas gestiones en favor de los trabajadores intelectuales cuya desgracia venía de que,
pobrecitos, no habían acertado a echar raíces en el proletariado revolucionario.
Sí, Lenin cuidaba de Gorki y era sincero al desear que el escritor sanase y trabajase, pero
necesitaba a un Gorki recobrado y eso explica su gran insistencia en mandarlo al extranjero; por
eso le exhortaba para que se fuese a «respirar un rato los olores de la civilización capitalista.
Incluso aquel que no haya andado por los bastidores de este asunto, podrá, con sólo leer el
relato de Gorki, adivinar los motivos de Lenin: actuaba precisamente como un gran patrón que,
nunca y en ninguna circunstancia, olvida los intereses de la causa que le ha sido confiada por
la historia.
Gorki no procede como un revolucionario, sino como .moralista pequeñoburgués, al exponernos la
imagen de Lenin; así resulta que esa figura monolítica de cohesión tan excepcional, aparece
disgregada en el relato.
Pero peor van las cosas cuando Gorki se mete con la política propiamente dicha. Cae entonces en
una serie de equívocos o errores deplorables.
«Hombre de una fuerza de voluntad extraordinaria, era además el arquetipo del intelectual ruso.»
Lenin ¡arquetipo de intelectual! ¿No suena raro? ¿No será una broma, una inconveniencia
monstruosa? Lenin ¡arquetipo del intelectual!
Gorki, en cambio, se cree obligado a decir más. En ¿efecto, según él, resulta que Lenin «poseía
en el más alto grado una cualidad que es característica de la élite de la intelectualidad rusa: la
renuncia llevada con frecuencia ; hasta el tormento, hasta la mutilación de sí mismo...»
¿Os
dais cuenta? ¡ Pues adelante! Un poco más arriba, Gorki desarrollaba en lo posible la idea de que el
heroísmo de Lenin «representa el ascetismo modesto, bastante frecuente en Rusia, del intelectual
honesto y revolucionario que cree sinceramente en la posibilidad de justicia en la tierra», etc...
Físicamente resulta imposible la transcripción de este párrafo, tan falso y tan lamentable... «¡El
intelectual honesto que cree en la posibilidad de justicia en la tierra!» Simplemente, un
insignificante funcionario de provincias, un radical, que ha leído las Cartas históricas de Lavrov o
su falsificación publicada más tarde por Chernov.
Recuerdo a propósito que uno de los viejos traductores marxistas de los viejos tiempos había
llamado a Karl Marx «el gran llorón de la aflicción popular».
Hace veinticinco años, en la aldea de Nijné-Ilinsk, me divertía de corazón con ese Karl Marx
provinciano. Sin embargo hoy, no ha quedado más remedio que comprobarlo, el propio Lenin no
ha escapado a su suerte: un Gorki, un hombre que ha visto a Ilich, que le conocía bien, que
figuraba entre sus íntimos, que a veces colaboró con él, nos representa a ese atleta del
pensamiento revolucionario no sólo como un asceta piadoso sino, peor, como el arquetipo del
intelectual ruso.
Es una calumnia, más maligna aún por cuanto está hecha con buena fe, con toda benevolencia y
casi con arrebatos de entusiasmo
Indudablemente, Lenin había asimilado la tradición del radicalismo intelectual revolucionario, pero
la superó y la dejó atrás; sólo a partir de entonces se convirtió en Lenin.
El intelectual ruso típico es espantosamente limitado; Lenin, en cambio, es precisamente el hombre
que supera todos los límites, sobre todo, los de los intelectuales.
Del mismo modo que es correcto decir que Lenin había asimilado la tradición secular de los
intelectuales revolucionarios, más correcto es aún afirmar que concentra en sí mismo el impulso
multisecular del elemento campesino: en Lenin vive el mujik ruso, con su odio hacia la clase
señorial, con su mente calculadora, su inteligencia vivaz de amo de casa. Sin embargo, lo que el
mujik tiene de corto, de obcecado, Lenin lo subsana y lo supera mediante un inmenso despliegue del
pensamiento y un dominio de la voluntad.
Finalmente en Lenin —y ahí está su más sólida y más vigorosa característica— se encarna el espíritu
del joven proletario ruso. No darse cuenta de eso, no ver más que al intelectual, equivale a no ver
nada. La obra de Lenin se vuelve genial en cuanto a través de él el joven proletariado ruso se
emancipa, abandona su situación terriblemente limitada y asciende a la universalidad histórica.
Eso explica que la naturaleza de Lenin, profundamente arraigada al suelo, se desarrolle
orgánicamente, florezca en creatividad y obtenga un internacionalismo invencible. Su genialidad
consiste, ante todo, en sobrepasar todos los límites.
El rasgo esencial del carácter de Ilich queda definido con bastante precisión por Gorki, cuando éste
lo califica de «optimismo combativo».
Pero añade: «Este aspecto en él no tenía nada de ruso...»
¡Vamos, hombre! Pero, veamos, ese típico intelectual, ese asceta de provincia, ¿no es de lo más ruso
que hay, de lo más local? ¿No es una figura de Tambov? ¿Cómo se explica pues que Lenin, con
rasgos esenciales de carácter que «no son rusos», con una voluntad de hierro y un optimismo
combativo, resulte que al mismo tiempo es el arquetipo del intelectual ruso? ¿No supondrá eso una
calumnia enorme contra el hombre ruso en general? El talento de buscarle tres pies al gato es, a decir
verdad, indiscutiblemente ruso pero, gracias a la dialéctica, no siempre va a suceder lo mismo, la
situación cambiará. La política socialista-revolucionaria culminada por el régimen de Kerenski fue la
más alta expresión de ese antiguo arte nacional que consiste en buscarle tres pies al gato. Pero
Octubre, entérese bien, Alexis Maximovich, hubiese sido imposible si, mucho antes de Octubre, no
hubiese prendido en el hombre ruso una nueva llama, si su carácter no se hubiera transfigurado.
Lenin interviene, no sólo durante la época en que la historia de Rusia cambia de dirección, sino en
el momento en que el «espíritu» nacional se transforma a raíz de una crisis. Pretende usted que
los rasgos esenciales de Lenin no son «rusos»... Permítanos, en cambio, que le preguntemos si el
Partido Bolchevique es un fenómeno ruso característico, ¿o supondremos que es holandés?
¿Qué va usted a decir, pues, de esos proletarios de la acción clandestina, de esos combatientes, de
esos uralianos más duros que la piedra, de esos guerrilleros, de esos comisarios del ejército rojo
que, día y noche, tienen el dedo puesto en el gatillo de una browning, y hoy de esos directores de
fábricas, de esos organizadores de trusts que, mañana, se sentirán dispuestos a arriesgar la
cabeza por la emancipación del coolie chino? ¡Eso es una raza, eso es un pueblo, eso es uno de
los grandes «órdenes» de la humanidad! ¿Y no salen de la pasta que se hace en Rusia?
Permítanos que discrepemos.
Y qué más decir de toda la Rusia del siglo xx (y de antes): ha dejado de ser aquel país provinciano
de lejanas épocas; hoy es una Rusia nueva e internacional que lleva metal en el carácter. El Partido
Bolchevique constituye una selección de esta nueva Rusia, y Lenin es su mayor formador y
educador.
No obstante, entramos ya en una fase de absoluta confusión. Gorki, reincidiendo en cierta
frivolidad, se declara «marxista dudoso», incapaz de creer que las masas en general sepan usar de
la razón, y menos aún las campesinas en particular. Opina que las masas necesitan ser gobernadas
desde fuera.
«Ya sé —escribe— que, al expresar semejantes ideas, me expongo una vez más a las burlas de los
políticos. También sé que entre ellos, los más inteligentes y los más honrados, se reirán de mí sin
convicción y, en fin, por obligación de funcionarios.»
No sé quiénes serán esos políticos «inteligentes y honrados» que comparten el escepticismo de
Gorki con respecto a las masas. No obstante, ese escepticismo nos parece muy vulgar. Que las
masas necesiten una dirección («desde fuera»), sospechamos que Lenin ya lo había adivinado.
Será que Gorki no se enteró de que, precisamente para orientar a las masas, Lenin dedicó toda su
vida consciente a la creación de una organización especial: su Partido Bolchevique. Lenin
fomentaba poco la fe ciega en la razón de las masas. Sin embargo, despreciaba aún más el
engreimiento de esos intelectuales que censuran a la masa por no estar hecha a su imagen y
semejanza. Lenin sabía que la razón de las masas debía adaptarse a la marcha objetiva de las
cosas. Correspondía al Partido facilitar esa adaptación y, como ya lo atestigua la historia, realizó su
tarea no sin éxitos.
Gorki está en desacuerdo, corno ya escribe, con los comunistas por lo que respecta a la función de
los intelectuales. Cree que los mejores bolcheviques de la vieja escuela llegaron a educar a
centenares de obreros precisamente «dentro del espíritu de heroísmo social y de eleva-do
intelectualisrno» (¡!). Dicho de manera más simple y mas concisa, Gorki sólo acepta a. los
bolcheviques cuando el bolchevismo no pasaba aún de ser un ensayo de laboratorio, entregado a la
preparación de sus primeros cuadros intelectuales y obreros. Gorki se siente muy afín al
bolchevismo de 1903-1905. Pero el de Octubre, maduro, formado, el que con mano inflexible
ejecuta lo que apenas se vislumbraba quince años antes, éste a Gorki le resulta antipático y
extraño.
El propio escritor, con su orientación constante hacia una cultura más elevada, un intelectualismo
más completo, se las arregló no obstante para detenerse a mitad ¿de camino. No es ni laico ni
pope: es el chantre de la cultura.
De ahí su actitud altiva, su desdén por la razón de las masas, y a la vez por el marxismo, aunque
éste, como ya hemos dicho, tan distinto del subjetivismo, no se apoya sobre la fe en la razón de las
masas, sino sobre la lógica del proceso material que, en fin de cuentas, somete a su ley «la razón
de las masas».
Bien es verdad que la vía que lleva esa dirección no tiene mucho de sencilla y abundan los platos
rotos; la rotura se extiende incluso a ciertos utensilios de la «cultura». ¡Eso es lo que no puede
tolerar Gorki! Según él, habría que darse uno por satisfecho de poder admirar platos tan bellos; no
deberían romperse jamás.
Gorki intenta consolarse buscando una identificación de Lenin y así nos afirma que Ilich «más de
una vez se vio obligado, sin duda alguna, a retener su alma por las alas»; en otros términos, a
coaccionarse: de este modo Lenin, implacable cuando había que aplastar una resistencia, se
hallaba sujeto a luchas internas, impelido a vencer su amor por la humanidad, su amor por la cultura; Lenin encerraba un auténtico drama. En una palabra, Gorki inflige a Lenin ese desdoblamiento
que caracteriza a los intelectuales, esa «conciencia enfermiza» tan apreciada en otros tiempos, ese
absceso precioso del viejo radicalismo intelectual.
Pero todo eso es mentira. Lenin era de una sola pieza. Pedazo de suma calidad, de compleja
estructura, aunque resistente en todas sus partes, y en donde todos los elementos se adaptaban
unos a otros de manera admirable.
La verdad es que eran muchas las veces que Lenin evitaba hablar con solicitantes, defensores y
gentes de esa especie.
«Que lo reciba Fulano —decía con una risita evasiva—; si no, volveré a ser un buenazo.»
Sí, era frecuente su miedo a ser un «buenazo», pues conocía la perfidia de los enemigos y la beata
fatuidad de los intermediarios, y en suma consideraba que nunca había bastantes medidas de
rigurosa prudencia. Prefería apuntar a un enemigo invisible, en lugar de ser un «buenazo»
susceptible de distraerse por determinadas contingencias. Esa actitud, sin embargo, evidenciaba
una vez más el cálculo político, y no la «conciencia enfermiza» que acompaña irremisiblemente a
los temperamentos desprovistos de voluntad, quejosos (la naturaleza húmeda del «típico intelectual
ruso»).
No es eso todo. Gorki, y nos lo dice él mismo, le reprochaba a Lenin que «entendiera de manera
demasiado simplista el drama de la existencia» (¡hum! ¡hum!) y le decía que esa comprensión
simplista «amenazaba de muerte a la cultura» (¡hum! ¡hum!).
Durante los días críticos de finales de 1917 y de principios de 1918, cuando en Moscú disparaban
contra el Kremlin, cuando algunos marinos (es algo que debió de ocurrir, aunque no con tanta
frecuencia como pretenden las calumnias burguesas) apagaban sus cigarrillos aplastándolos contra
los tapices; cuando los soldados, dice alguien, se cosían calzones (¡qué incómodos y qué poco
prácticos!) con telas de Rembrandt (ésos eran los temas de queja que aportaban a Gorki los
desconsolados representantes «de un alto intelectualismo»), durante esa período, Gorki quedó
totalmente desorientado y cantó réquiems desesperados sobre nuestra civilización. ¡Terror y
barbarie! ¡ Los bolcheviques estaban dispuestos a romper todas las vasijas históricas: búcaros,
marmitas, orinales!
Y Lenin le contestaba: «Romperemos lo que haga falta y, si rompemos demasiado, la culpa recaerá
sobre los intelectuales que siguen defendiendo posturas insostenibles». ¿No era propio de una
mentalidad estrecha? ¿No estaba claro —¡piedad, piedad, Señor!— que Lenin simplificaba
demasiado «el drama de la existencia»?
No sé, la cuestión es que resulta abominable elucubrar acerca de semejantes consideraciones. El
interés de la vida de Lenin no consistía en gemir sobre la complejidad -de la existencia, sino en
reconstruirla de manera muy distinta. A tal fin, había que considerar la existencia en su globalidad,
en sus elementos principales, discernir las tendencias esenciales de su desarrollo y subordinar a
éstas todo lo demás.
Si Lenin consideraba el «drama de la existencia» como patrón, es precisamente porque había
llegado a adueñarse del concepto creador de esa extensa globalidad: romperemos esto,
derribaremos aquello y encima provisionalmente apuntalaremos eso.
Lenin distinguía todo lo que fuera honesto, todo lo que fuera individual, se fijaba en todas las
particularidades, todos los detalles. Y si «simplificaba», es decir, si rechazaba los elementos
secundarios, no lo hacía por no haberlos visto, sino porque poseía un conocimiento seguro de las
proporciones de las cosas...
En este momento me viene a la memoria un proletario de Petersburgo, llamado Vorontsov, que,
durante la época que siguió a Octubre, fue incluido entre los acompañantes de Lenin, para
escoltarlo y asistirlo.
Nos disponíamos a evacuar Petrogrado cuando Vorontsov me dijo, disgustado:
—Si, por desgracia, ellos cogen la ciudad, encontrarán muchas cosas. Habría que llenar Petrogrado
de dinamita y que saltase.
—¿Y no le daría lástima Petrogrado, camarada Vorontsov? —pregunté asombrado por la audacia
de aquel proletario.
—¿Lástima de qué? Cuando volvamos, reconstruiremos algo mejor.
No me he inventado este breve diálogo y ni siquiera lo he estilizado. Se me ha quedado tal cual,
grabado en, la memoria. Pues bien, ¡así es como hay que considerar: la cultura! No existe en esas
frases ni rastro de lloriqueo ni nada tienen que ver con un réquiem. La cultura es obra de las manos
humanas. La cultura, en realidad, no depende de los jarros pintados que nos conserva la historia,
sino de una buena organización del trabajo de cabezas y manos. Si, en la senda de esa buena
organización, se alzan obstáculos, hay que barrerlos. Y si no queda más remedio que destruir
valores del pasado, destruyámoslos sin lágrimas sentimentales; ya volveremos después a edificar
otros, a crearlos nuevos, infinitamente más bellos que los antiguos. Así es como Lenin, reflejando el
pensamiento y el sentir de millones de seres, entendía las cosas. Su opinión era muy buena y
precisa, y es mucho lo que puede enseñar a los revolucionarios de todos los países.
Kislovodsk, 28 de septiembre de 1924
X. LOS PEQUEÑOS Y EL MAYOR
¡Vladimir Ilich Lenin Fue, en Rusia, único!
(Poesía infantil.)
Acaba de aparecer un librito de valor muy singular, y francamente delicioso, que recoge escritos
infantiles, dedicados a la vida y la muerte de Ilich. Niños, que tienen de nueve a catorce años —
¡figura incluso una niña de cinco!—, nos hablan del gran hermano mayor, del gran hombre.
Es evidente que muchas de esas obritas se limitan a reproducir lo que ya han contado los adultos...
Sucede, sin embargo, que de un texto por así decir estereotipado brota al punto un chorlito de
fresca imaginación y que frases muy familiares se animan repentinamente emergiendo, como si
fluyeran por aguas vivas. Destaca, asimismo, la creación espontánea, pueril, de colorido inimitable.
Los versos, de acuerdo con la regla general, son menos fáciles que la prosa. La prosodia impone
una sujeción excesiva y su ley estorba el movimiento directo de la expresión. No obstante, hasta en
los versos se descubren rasgos asombrosos.
«No existe rincón —escribe uno— donde no se conozca al padre del proletariado, al fuerte, audaz,
valeroso, inventivo, inteligente Lenin.»
Esta lista de cualidades mejores, dispuestas apretadamente unas junto a otras, expresa
plenamente la idea que los niños se hacen de Ilich: tiene todo lo necesario para ser perfecto.
«Cuando estaba en la cárcel con sus camaradas, siempre cantaba: "¡Marquemos el paso,
camaradas!".»
El detalle está bien elegido para convencernos: en la cárcel, nadie debe entregarse al desánimo ni
dejar que cunda entre los demás. Por eso, «el valeroso, el inventivo» Ilich se pone a cantar:
«¡Marquemos el paso, camaradas!» Los demás también cantan y él, naturalmente, dirige el coro:
¿no nació acaso para ser director de orquesta?.
«Por aquella época, cuando aún vivía —escribe el mismo niño—, me parecía que si la revolución
alemana no triunfaba y los países burgueses marchaban contra Rusia, Ilich, aunque estuviese
enfermo, se iba a levantar de la cama y lucharía hasta la última gota de su sangre. Así, pensaba yo,
se sacrificaría el propio Ilich.»
Ya veis de qué modo las ideas políticas publicadas por los periódicos (el aplastamiento de la
revolución alemana, la campaña contra la Rusia soviética) se combinan aquí con el elemento
personal, de persuasiva simplicidad, con esa imagen infantil que a nadie se le había ocurrido: Ilich,
envejecido y enfermo, consciente de las dificultades que está pasando la revolución, se levanta de
la cama y «lucha hasta la última gota de su sangre». ¡La muerte fue lo único que le impidió
«sacrificarse a sí mismo» en la última barricada! Y el autor concluye: «No hay que tener miedo
ahora que nos quedamos sin Ilich».
¡Cuando este chico sea mayor, aún habrá sitio para él en las barricadas de Ilich!...
Por lo que respecta a la biografía, los resultados no olvidan detalle: nos hablan de la familia de Lenin,
de su padre, de su hermano Alejandro (fusilado, nos cuentan) y de su hermana María Ilinichna,
«que hoy es redactara del periódico Pravda».
Ilich, mientras vivió deportado en Siberia, «participó en competiciones deportivas y muchas veces
hacía carreras con otros, sobre patines o como fuera, y cuando corría, ponía todo su esfuerzo en
pasar delante de los demás para que no le ganaran».
Ya veis qué poco tiene que ver eso con lo que tan a menudo nos intentan contar de Lenin: no se
parece en nada al hombre taciturno y piadoso que, cuando llega a algún sitio, lo primero que hace
es pedir una habitación muy oscura, muy húmeda, para su recogimiento. ¡Mezquindades de
santurrón! No, el Lenin de los niños, que también es el Lenin de verdad, prefiere hacer carreras y
se entrega con todas sus fuerzas; no quiere que le alcancen, no quiere que le ganen.
Me parece oportuno contar ahora un recuerdo. Ilich y yo decidimos un «edicto» que fijaba una multa
para todo comisario que tardara más de diez minutos en ocupar su sitio.
Un día, en el Kremlin, acabábamos de salir de una sesión y debíamos asistir en seguida a otra que
se celebraba en el otro extremo del patio (patio que, como todos sabrán, es una explanada
inmensa). Tras la primera reunión, Ilich tuvo necesidad de pasar un momento por su casa. Le dije
por teléfono:
—Anda con cuidado, Vladímir Ilich, corres el riesgo de que te castiguen en virtud de nuestro propio
decreto: ¡sólo te quedan dos o tres minutos!
—Bueno, vale —contestó Ilich con una risita que sólo después entendí.
Bajé tranquilamente la escalera y crucé el patio. De vez en cuando me volvía para ver si Ilich me
seguía. De pronto, al otro extremo de la explanada, a unos cien pasos de donde yo me hallaba,
pasó, o mejor dicho irrumpió, una forma humana vagamente reconocible: esa figura desapareció en
seguida por la esquina del Cuerpo de Caballería.
¿Era él? ¡Imposible! ¡Era una ilusión! Dos minutos después, entré en la sala de reunión. Vi a
Ilich antes que a nadie. Aún jadeaba un poco cuando me acogió con una exclamación jovial:
—¡ Ja, ja! ¡Eres tú el que te has retrasado un minuto!
Y se rió, triunfal.
—La verdad —dije a los camaradas—, ¡qué sorpresa!... Es cierto que me pareció ver a un hombre
con los rasgos de Vladímir Ilich que corría a toda prisa hacia el Cuerpo de Caballería, pero me
costaba creer que el presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo pasase en tromba por la
explanada del Kremlin, delante de todo el mundo.
Ilich se reía a carcajadas. Ilich cantaba victoria. Era exactamente el hombre descrito por la
biografía infantil, el hombre que pone todo su esfuerzo para que no le ganen...
Volvamos, pues, a la historia de este hombre.
Tras la deportación, vino la emigración; tras la emigración, la revolución; tuvo que esconderse
entonces para no caer en manos de Kerenski. Los niños no se pierden detalle.
«Hasta en su escondrijo, Lenin dirigía y mandaba cartas sobre la revolución, desde la cabaña en
que vivía. Y cuando se reunía el Soviet de los diputados populares, él lo dirigía desde el fondo de
su cabaña, como si lo hubiera presidido en la asamblea.»
¿Podría contarse mejor? Lenin permanece oculto en su escondrijo, pero desde ahí, como un
presidente, dirige el Soviet. En realidad, así ocurrieron las cosas.
No obstante, esa manera de gobernar una asamblea presentaba ciertos inconvenientes, por culpa
del clima.
«Llegaron las lluvias —dice el autor—, y en la cabaña hizo frío.»
Por consiguiente hubo que cambiar de táctica e inventar otro método para dirigir la revolución. Ilich,
naturalmente, lo inventó. ¿No sabíamos ya que era «fuerte, audaz, valeroso, inventivo e
inteligente»?
Se marchó a Finlandia y allí vivió durante algún tiempo. Luego, pasó lo siguiente:
«El camarada Lenin no tuvo paciencia para esperar más. Regresó a Piter (Petrpgrado) y organizó
la insurrección de Octubre. El poder pasó a obreros y campesinos».
Todo esto es verdad, como también es verdad que Lenin no tuvo paciencia para esperar más
tiempo.
Uno de los pequeños autores nos describe su encuentro con Ilich. El niño había ido con su padre
al Kremlin, y pasaban por la explanada.
¡De súbito apareció Ilich! Dice buenos días al padre y le tiende la mano al niño.
«Me sentía tan turbado, que solté mi bolsa. No llegamos a recogerla, pues Lenin se inclinó en
seguida, atrapó la bolsa y me apretó la mano que yo tenía para recobrarla. Después, apoyó su mano
en mi cabeza y le preguntó a mi padre:
—¿Cuál de los dos es bolchevique, éste o el mayor? »—Éste. El mayor está con los guardias
blancos y lucha contra los tunantes del camarada Trotski; le cuesta tanto aprender...
—¡Bueno, no es grave! Con el tiempo, tu hijo mayor también llegará a ser bolchevique —dijo
Vladímir Ilich. «Hablaba aprisa, sin dejar de sonreír.» La reproducción del diálogo posee una
notable exactitud; se reconocen las palabras, el tono, los gestos de Ilich, «que habla aprisa, sin
dejar de sonreír». Apuntes cuya precisión se explica por una atención ávida y una memoria muy
fresca. Escuchar a Ilich era tan interesante como ver por primera vez un incendio monumental o
una cascada.
Otro chico vio a Ilich en la plaza Roja cuando decía con voz fuerte a los obreros que tenían que
unirse para formar una sola familia.
«Yo estaba sentado en un auto al lado del chófer y miraba a Ilich. Me gustó.»
El autor no se preocupa en dar razones: para él, está bastante claro que el mundo se divide en
gentes que gustan y en gentes que no gustan. Ilich es de los que provocan el comentario: «Me
gustó». Y basta.
Otro de esos jóvenes escritores narra a su vez cómo vio a Lenin. Este chico no tuvo tanta suerte.
Había mucha gente en la plaza y todos gritaban: «¡Ilich!»
«Hubiera querido subirme a algún sitio. Pero no había nada donde agarrarse. Me empujaban.
Hasta me puse a llorar, pues tenía muchas ganas de ver a Lenin. Al final, me colgué de un obrero,
apoyé un pie en su bolsillo, y me encaramé a sus hombros como si fuera a caballo. Pensé que el
obrero me echaría al suelo en seguida y que me daría una torta. Pero, en cambio, me llamó
"granuja" y me dijo que me cogiera fuerte. Me encontré con dos palmos por encima de los demás, y
vi a Ilich.»
Ya veis. Confesemos que esa manera de ver a Lenin no está al alcance de todos. Es evidente que
asusta bastante la sola idea de encaramarse metiendo el pie en el bolsillo del vecino. Sin embargo,
el joven Alejandro de Macedonia, del barrio de Pressnia, no se azara por tan poco. Se sube a su
puesto de observador, a riesgo de que le peguen una torta. Por suerte, el vecino es un buen
hombre que le llama «granuja» y lo mantiene sobre sus hombros. Esa feliz circunstancia nos
permite recibir un notable testimonio infantil sobre Lenin orador.
Leed lo que sigue:
«Había subido a la tribuna. Llevaba un traje oscuro, de color negro, creo, una camisa con cuello y
corbata, y una gorra en la cabeza. Se había sacado del bolsillo un pañuelo blanco y se secó la frente
y la calva. No me acuerdo de las cosas que Ilich estaba diciendo. Me fijaba, sobre todo, en su manera
de hablar. De vez en cuando, se inclinaba mucho sobre la tribuna, tendía los brazos hacia delante, sin
dejar de secarse la -frente con el pañuelo que sostenía. Sonreía con frecuencia. Me fijé en su
rostro, su nariz, sus labios, su perilla. Muchas veces Lenin callaba, interrumpido por los gritos y
aplausos; entonces yo también gritaba».
¡Pues cómo no gritar en esos instantes! ¡ Pero qué maravilla de precisión descriptiva! Ilich se seca
la frente y la calva con un pañuelo blanco; a veces se inclina mucho sobre la tribuna, tiende los
brazos hacia delante y vuelve a secarse. ¡ Así era Lenin! Lo que dijo, nuestro autor no lo recuerda.
No tiene importancia: ¡Acaso no hay copias de sus discursos! En cambio, la figura viva de Lenin
queda para siempre grabada en la ávida memoria del chico que logró sentarse sobre los hombros
del vecino. «Me fijé en su rostro, su nariz, sus labios, su perilla...» Y es un recuerdo para toda la
vida. Este niño, al volver a casa, no haría más que repetir la misma palabra: Lenin, Lenin, Lenin.
Llevaba consigo el fardo maravilloso y pesado de sus impresiones. Se pararía delante de todos los
retratos de Lenin, expuestos en los escaparates... Y Lenin murió sin saber que, a veces, para
contemplarle, había que meter el pie en el bolsillo del vecino. ¡Qué carcajadas más sonoras
hubiese soltado si se hubiera enterado de esta solución sacada según el auténtico espíritu
«bolchevique» para resolver un difícil problema táctico!...
Sigamos con más detalles de la biografía del jefe.
A Lenin le gustaba pescar. En los días calurosos, tomaba su caña y se sentaba a la orilla del río, y
pensaba en el modo de mejorar la vida de los obreros y de los campesinos.»
Qué bien imaginado está: el hombre lanza su anzuelo y, mientras espera que pique el pez (lo que no
es frecuente), se sienta en la orilla, mira el agua y todo su pensamiento apunta a la búsqueda de
recursos que mejoren la existencia de los obreros y de los campesinos. ¡Ésa era la manera de
actuar de Lenin! Por eso la pesca brilla aquí con luz significativa.
Vladímir Ilich Lenin Fue, en Rusia, único...
Corría muy rápido en las carreras, no quería al zar ni a los burgueses, pescaba y se dedicaba a
pensar en cómo ayudar a los trabajadores, en la cárcel cantaba «¡ Marquemos el paso,
camaradas!», dirigía la revolución desde el fondo de una cabaña, enseñaba con voz fuerte,
exhortando a los obreros a que se unieran, y, mientras hablaba, se secaba la frente con un pañuelo;
lo sabía todo, lo podía todo, lo enseñaba todo. Pero murió. El fuerte, el audaz, el padre del
proletariado murió. Y esa noticia extraordinaria, misteriosa y terrible, que llegaba de arriba, de boca
de los grandes, trastornó al mundo de las almas pequeñas.
El 22 de enero, en una escuela, el maestro contó la muerte de Ilich:
«Y así, el maestro, muy emocionado, parándose a veces, nos contó, y nosotros escuchábamos muy
atentos, y al fin, nadie aguantó más, y sentí que las lágrimas me quemaban cayendo por la mejilla.
Los chicos no podían seguir escuchando, lloraban todos. Entonces, nos pusimos de pie y cantamos
la Marcha de los Funerales».
Los niños y niñas que, el 22 de enero de 1924, lloraron por la muerte de Ilich y cantaron el himno de
duelo, contarán ese momento a sus hijos y a sus nietos. Y el relato pasará de generación en
generación. La noticia de la muerte de Ilich llega a las familias obreras.
«Mi mamá estaba sentada a la mesa y tenía un cuchillo en la mano. Cuando oyó la noticia de la
muerte de Ilich, se le cayó el cuchillo de las manos y se puso a llorar, a pesar de que no conocía a su
gran jefe.»
Ese cuchillo que cae de las manos, ¡qué detalle tan exacto y tan significativo! Y qué bien habla el
niño de la madre: a pesar de que no conocía a su gran jefe.
Una niña volvió a casa tras asistir a una charla celebrada sobre Lenin y «les conté a sus padres
punto por punto: que a Lenin no le gustaban las cosas de lujo, que le gustaban los niños y que le
gustaba mucho trabajar». Todo está en su sitio: el trabajo al final, el asunto del lujo al principio y los
niños en medio. Es probable que un adulto lo hubiese ordenado de otro modo. La madre no se creía
la noticia hasta que escuchó este relato y «se sintió muy alarmada». Mientras, la pequeña narradora,
junto con su hermana de las Juventudes Comunistas, empezó a coser corbatas de paño negro.
Un chico que pertenece a una «Casa de los Niños» cuenta cómo Oscar Andréevich (el autor conoce
mucho a este camarada, de quien no sabíamos nada) colocó banderas de luto en la fachada de la
casa, el 21 de enero.
«Pasa por la calle una buena mujer muy gorda y nos dice: "¡Venga, apartaos! ¡Como si nunca
hubieseis visto trapos colgados!" Y yo, en voz baja, digo: "Es tonta, no sabe de qué va".»
También Jan Hus decía de una anciana ignorante: «¡Oh santa simplicidad!» La forma era distinta, la
época diferente y el que hablaba era ya hombre de edad; sin embargo, llevaba la misma intención.
Al difundirse la noticia de la muerte de Lenin, «aquel día, primero estábamos alegres pero, cuando
nos enteramos, nos pusimos tristes».
Conciso, ¡ y qué expresión!
Los niños acuden a ver al muerto:
«Había el ataúd, una almohadilla roja y él estaba tendido, muy pálido. Le estuve mirando todo el
rato».
Al día siguiente, cuando el pequeño «Jan Huss» se despertó, sintió gran necesidad de ver el retrato
de Lenin. Él mismo lo reconoce: «Me desperté y sentía una gran necesidad del retrato de Lenin».
Al instante se puso a dibujarlo y, para expresar su hondo sentir, trazó sobre la frente de Ilich una
estrellita y las letras: S.S.S.R. y R.S.F.S.R. Así, todo el mundo sabría de quién se trataba.
«Querido gran jefe de todos nosotros —le escribe una niña a Lenin ya fallecido—, pensaba que te
curarías, pero inesperadamente te vino la muerte. Lo siento mucho y me pone muy triste
pensar que ya no te veré más.» Así termina esta breve carta que todos leerán, excepto el destinatario.
Un joven pionero canta lo siguiente:
Un eco resuena en los montes:
«¡Ilich nunca más!»
Pero como respuesta se oye:
«¡No desanimarse jamás!»
Evidentemente no es gran cosa como versificación y, sin embargo, ¡qué impresionante expresión
de lo esencial! La muerte de Ilich llegó a conmover las montañas, y el joven poeta percibe los
ecos que vienen de Moscú. ¡La triste noticia obtiene como réplica un canto que exhorta al valor!
¿Acaso el propio Lenin no cantaba, no enseñaba a cantar: «¡Marquemos el paso, camaradas!» en
la cárcel?.
Lenin ha muerto. Lo llevan en andas a la Casa de los Sindicatos para velarlo.
Le miraban, jóvenes y viejos,
Campesinos y obreros... ¡Pero él na lo sabía!
Él, que nos dio los soviets,
¡Inmóvil ahora yacía en su féretro!
«¡Pero él no lo sabía!» Eso es lo mejor de este cuarteto. Lenin, que lo sabía todo, no sabía ahora que
habían venido a verle. ¡ Eso es la muerte!
Leamos qué nos dicen en prosa acerca de los funerales:
«Ante la Casa de los Sindicatos, había mucha gente que le esperaba. No era ése el espectáculo
que se esperaban los burgueses de la ciudad. Pensaban: ahora veremos al gobernante principal en
un carro de oro y todo brillará. Pero los obreros supieron reconocer aún mejor a su bienamado, a
su querido Ilich».
El niño empieza por distinguir las clases de la sociedad: por una parte la pequeña burguesía de la
ciudad y por otra los obreros. Se expresa ricamente, con sabor en su lenguaje de niño, y dice: «el
principal gobernante, un carro de oro, todo brillará...».
Y otros versos más:
Un orador, otro, un tercero, un cuarto,
De distintos países, de distintos Estados hablaron...
Y un orador dijo al fin la última palabra:
Y Lenin sin temor penetró en la tumba.
Una congoja se apodera del pequeño corazón al pensar que el propio Ilich Lenin ha de penetrar en la
tumba; pero en seguida surge ese pensamiento claro y consolador: ¡Lenin no tiene miedo! ¿Podía
ser de otro modo? ¿Podía temer la muerte quien nunca temió nada durante su vida? No hay en eso
nada de misticismo. Simplemente, un joven artista crea la figura del gran jefe.
La gente desfila y desfila ante el féretro rojo. La cola está llena de niños, futuros autores de
recuerdos.
Y a nuestras espaldas estallaban sollozos
El grito penetrante y agudo de una persona.
Y pasábamos, hincando la mirada
en el rostro amarillo que nunca veremos lo bastante.
¡ Simplicidad de la perfección, sobre todo en esos últimos versos!
Añado un relato donde el elemento descriptivo se impone sobre la reflexión política y el lirismo:
«Nos pusimos en una de las colas que se extendían por la Mokhovaya, y miramos. Sólo se ven
cabezas y encima sombreros. La muchedumbre calla. Pasa un hombre que vende pasteles,
gritando: "¡Calentitos! ¡Calentitos!" Una mujer que tenemos delante, le dice: "¡Vete! No es hora de
pensar en pasteles". La cola avanza despacio y ya tenemos a mucha gente detrás. Estamos todos
helados. El frío te pellizca las piernas, los brazos, la cara...»
¿Shakespeare aprendió de un niño a mezclar lo trágico con las cosas sin importancia, lo grande
con lo trivial? Millones de personas, bajo un cielo inclemente, acuden a las exequias de su jefe.
«¡Calentitos! ¡Pasteles calentitos!» Y una simple réplica que ya dice mucho: «¡Vete! No es hora
de pensar en pasteles».
Al cabo, nuestro autor se encuentra en la sala:
«Ahí está: en una elevación, el féretro rojo y él dentro del féretro. Querríamos dar la vida por
salvarlo. Pero ya vemos que es imposible, la enfermedad se llevó lo que le pertenecía. Tiene
amarillento el rostro, como de cera. Afilada la nariz, grave la expresión del rostro. La perilla igual
que en los retratos, y las manos tendidas como si se dirigieran a los vivos. Está vestido con un
french 16 verde y en el pecho lleva la orden de la Bandera Roja». Se sigue notando la misma
seguridad en la observación, la misma precisión de lenguaje. Y qué sentimiento tan espontáneo
en esas palabras que estallan a mitad de la descripción: «Querríamos dar la vida por salvarlo»,.•!
Algo más lejos, el texto vuelve a interrumpirse con esta' exclamación: «¡Ahí ¡era demasiado
pronto, Ilich, demasiado pronto!» Palabras que suenan como un reproche y que, sin embargo,
salen del fondo del alma. Creo que lo mejor, como observación, se encuentra al final del párrafo:
«Todos van bajando y saliendo. Pero las caras no son las mismas que al entrar: la gente había
llegado con caras de ansiedad y de impaciencia; ahora, todos andan mirando al suelo, y cada uno
procura recordar para siempre el rostro de Vladímir Ilich».
¡Está tan bien dicho, tan bien observado, que casi sospecharíamos que lo ha escrito un adulto!
Pero íio, un adulto no escribiría así; al menos nunca leí nada semejante.
«Estaba tendido en su féretro rojo—cuenta un autor muy joven (más exactamente, una "autora"
para corresponder con la "redactora")—, sonaba la música y su perilla era como la de cuando
estaba vivo en su retrato. Al fijarme, me eché a llorar.»
Es imposible no llorar al fijarse en la perilla idéntica a la del retrato. La corta barba de Ilich suele
ocupar un sitio importante en el recuerdo de los niños. En la barba los niños reconocen la madurez,
la virilidad, el espíritu combativo; la de Ilich era muy pequeña, pero tenía mucha importancia
porque era la suya. Y, además, idéntica a la del retrato. Por consiguiente, los retratos dicen la
verdad. Por consiguiente, todo lo demás también es verdad. Así hay que valorar el testimonio de la
perilla de Lenin. Después, la pequeña escritora cuenta de modo inimitable cómo se fabricó, por sus
propios medios, una insignia para llevarla en el pecho. La cita, sin embargo, nos llevaría
demasiado lejos. Quien de verdad quiera saber cómo se puede fabricar la insignia de Lenin, cuando
no tenga con qué adquirirla, que lea el librito de los niños sobre Ilich. Encontrará todos los datos
indispensables...
Cito otra vez unos versos, de tono patético, sobre la muerte del gran maestro:
Cuando te llevaron a la sepultura
Te seguían millones de hombres.
Te seguían llevando banderas;
Muchos lloraban y los cañones rugían,
En talleres y fábricas ululaban sirenas;
Todo el mundo se enteró de tu muerte.
Así fue cómo enterramos al jefe. Talleres y fábricas temblaban por los zumbidos, banderas y
cañones proclamaban la grandeza del fallecimiento, millones de hombres sollozaban al acompañar el
féretro. «Todo el mundo se enteró de tu muerte.» Así fue cómo te enterramos, Ilich; así fue cómo
nos separamos.
Pero quizá lo mejor de todo sea esta canción fúnebre que cantaba, en un parvulario, una niña de
cinco años:
¡Te has muerto, Ilich!
Un pajarito vino volando
Y se calentaba al sol.
¡Te has muerto, Ilich!
Y te han enterrado,
Y tus ropas están muertas.
¡ Te has muerto, Ilich!
Y te has quedado solo,
¡Pobre, pobre Ilich!
Eras bueno,
Te daré mi cuarto
Y te quiero.
Volverás otra vez a la luz
Y te tocaremos.
Las ideas están aún algo dispersas, por sí mismas, en la niña de cinco años: es tan difícil
reunirías y retenerlas. Llega un pájaro y se calienta al sol, pero lo grave es que Ilich ha muerto: lo
han enterrado y sus ropas están muertas, pues las ropas viven y mueren con el hombre. «Y te
has quedado solo, ¡pobre, pobre Ilich!» Pero ¿seguro? ¿No podría quizá darte mi cuarto, Ilich, y
aún estarías a la luz, y podríamos tocarte? ¿Acaso la vida no consiste en tocar y en ser tocado?
Eso es lo que una niña cantaba so bre Ilich
Hasta hoy, nadie cantó mejor. Con el tiempo
aparecerán grandes poetas, que reelerán el librito de los niños, que meditarán profundamente y
que cantarán sobre Ilich.
Fue, en Rusia, único Vladímir Ilich.Lenin!
Kislovodsk, 30 de septiembre de 1924
APÉNDICES
EL HERIDO
Discurso pronunciado ante el Comité Ejecutivo Central en su reunión del 2 de septiembre de 1918
Camaradas: Los fraternales saludos que escucho, los interpreto en el sentido de que ahora, en
estos días y en estas horas difíciles, experimentamos la profunda necesidad de acercarnos más y
más unos a otros, a nuestras organizaciones soviéticas, de estrechar más las filas bajo nuestra
bandera comunista. En estos días y horas, cuando nuestro jefe y, con toda la razón podemos ahora
decirlo, abanderado mundial del proletariado, yace en el lecho luchando contra el terrible espectro
de la muerte, estamos más cerca uno de otro que en las horas de las victorias...
La noticia del atentado contra el camarada Lenin nos sorprendió a mí y a otros camaradas en
Sviazhsk, en el frente de Kazan. Allí recibíamos golpes. Venían por la derecha, por la izquierda, por
delante. Pero este nuevo golpe nos lo asestaban por la espalda desde lo más profundo de la
retaguardia. Este golpe traidor abría un nuevo frente, el más doloroso y el que en estos momentos
más podía inquietarnos: el frente en el que la vida de Vladímir Ilich lucha con la muerte- Y por
muchas derrotas que nos esperen en uno u otro sector —aunque estoy, lo mismo que vosotros,
firmemente convencido de que la victoria se halla cerca—, las derrotas parciales no serían
para la clase obrera de Rusia y del mundo entero tan graves, tan trágicas, como sería el fatal
resultado de la lucha en el frente que ahora pasa por la caja torácica de nuestro jefe. Se puede
comprender —basta con pensar en ello— toda la fuerza del odio concentrado que provocaba y
provocará esta figura entre todos los enemigos de la clase obrera. Porque la naturaleza trabajó
a conciencia para crear en una figura la encarnación del pensamiento revolucionario y de la
inquebrantable energía de la clase obrera. Esta figura es Vladímir Ilich Lenin. La galería de jefes
obreros, de luchadores revolucionarios, es muy rica y diversa, y yo, lo mismo que otros muchos
camaradas que cuentan con más de veinte años de trabajo revolucionario, tuve ocasión
tropezarme
en
distintos
países
de
con una gran variedad de tipos del jefe obrero, del
representante revolucionario de la clase obrera. Pero sólo en la persona del camarada Lenin
tenemos una figura creada para nuestra época de sangre y de hierro. A nuestra espalda ha
quedado la época del llamado desarrollo pacífico de la sociedad burguesa, en que las
contradicciones se acumulaban gradualmente, en que Europa vivía el período de la
denominada paz armada, y la sangre casi se vertía sólo en las colonias, donde el rapaz capital
torturaba a los pueblos más atrasados. Europa disfrutaba de la supuesta paz del militarismo
capitalista. En esta época se formaron los más notables jefes del movimiento obrero europeo.
Entre ellos nos encontramos con una figura de tal magnitud como August Bebel, el gran
difunto. Mas él reflejaba la época del desarrollo gradual y lento de la clase obrera; junto a su
entereza y a su energía de hierro, era extremadamente cauto en los movimientos, debía antes
tantear el terreno, poseía la estrategia de la espera y la preparación. Reflejaba el proceso de la
acumulación gradual, molecular, de las fuerzas de la clase obrera; su pensamiento avanzaba paso
a paso, de la misma manera que la clase obrera alemana, en la época de la reacción mundial,
sólo se levantó poco a poco desde abajo, emancipándose de las tinieblas y de los prejuicios. Su
fisonomía espiritual creció, se desarrolló, se hizo más fuerte y más elevada, pero siempre en el
mismo terreno de la espera y la preparación. Así fue, en sus pensamientos y en sus métodos,
August Bebel, la mejor figura.de una época pasada, ya desaparecida.
Nuestra época se halla tejida de otro material. Es la época en que las viejas contradicciones
acumuladas han producido una monstruosa explosión, en que han roto la cubierta de la sociedad
burguesa, en que todas las bases del capitalismo mundial se han visto sacudidas por la espantosa
matanza europea de pueblos; una época que ha puesto de relieve todas las contradicciones de
clase, que ha puesto a las masas populares ante la terrible realidad de la muerte de millones de
seres humanos en aras de los desnudos intereses de la ganancia. Pues bien, la historia de Europa
Occidental olvidó, no adivinó o no supo crear para esta época su jefe. Y no en vano: porque todos
los jefes que en vísperas de la guerra gozaban de la máxima confianza de la clase obrera europea
reflejaban su ayer, no su presente...
Y cuando llegó la nueva época —época de tremendas conmociones y sangrientos combates—, resultó
algo superior a las posibilidades de los antiguos jefes. La historia tuvo a bien —y no por casualidad
— crear en Rusia una figura tallada en un bloque, una figura que refleja toda nuestra áspera y
gran época. Lo repito, no es casual. En 1847, la entonces atrasada Alemania promovió de su
seno la figura de Marx, el más grande luchador y pensador que predijo los caminos de la historia de
nuestros días. Alemania era entonces un país atrasado, mas, por voluntad de la historia, sus
intelectuales atravesaban entonces un período de desarrollo revolucionario, y el más grande de sus
representantes, con toda la riqueza de su ciencia, rompió con la sociedad burguesa, se colocó en el
terreno del proletariado revolucionario y elaboró el programa del movimiento obrero y la teoría del
desarrollo de la clase obrera. Lo que Marx predijo en aquella época, la nuestra está llamada a
cumplirlo. Para eso necesita jefes nuevos que sean portadores del gran espíritu de nuestra época,
en la que la clase obrera, remontándose hasta las alturas de su misión histórica, ha visto
claramente ante ella la gran frontera que ha de traspasar si la humanidad debe vivir y no pudrirse
como la carroña en el ancho camino de la historia. La historia rusa creó para esta época un nuevo
jefe. Todo lo mejor que había en la vieja intelectualidad revolucionaria, su espíritu de sacrificio, su
osadía, su odio a la opresión, se concentró en esta figura, que, sin embargo, ya en su juventud,
rompió para siempre con el mundo de los intelectuales, que se hallaban vinculados a la burguesía, y
encarnó el sentido y la esencia del desarrollo de la clase obrera. Apoyándose en el joven proletariado
de Rusia, utilizando la rica experiencia del movimiento obrero mundial y convirtiendo su ideología en
palanca para la acción, esta figura se ha elevado ahora en el firmamento político con toda su
talla. Es la figura de Lenin, el hombre más grande de nuestra época revolucionaria. (Aplausos.)
Sé, y los camaradas saben, que la suerte de la clase obrera no depende de determinadas
personalidades; pero esto no significa que la personalidad no tenga nada que ver en la historia de
nuestro movimiento y del desarrollo de la clase obrera. La personalidad no puede modelar a la
clase obrera a su imagen y semejanza ni puede señalar al proletariado, a su arbitrio, una u otra vía
de desarrollo; sin embargo, puede contribuir al cumplimiento de sus tareas, acelerar la consecución
de su meta. A Karl Marx le echaban en cara sus críticos que había previsto la revolución mucho
antes de que en realidad se produjese. A esto les contestaba con plena razón que él estaba sobre
una alta montaña y por eso le parecían las distancias más cortas. A Vladímir Ilich le criticaron
muchos —yo entre ellos— en repetidas ocasiones porque parecía no advertir muchas causas y
circunstancias de orden secundario. Debo decir que en una época de desarrollo lento y «normal»
esto sería acaso un defecto en el dirigente político; pero constituye la gran superioridad del
camarada Lenin como jefe de la época nueva, en la que todo lo secundario y exterior se pierde y
queda atrás, en que sólo queda el antagonismo fundamental e irreductible de las clases bajo la
terrible forma de la guerra civil. Advertir y señalar con la mirada revolucionaria clavada
adelante lo principal, lo fundamental, lo más necesario, es un don que Lenin posee en el más alto
grado. Y los que, como yo, han podido observar, de cerca, en este período, el trabajo de Vladímir
Ilich, han experimentado necesariamente una admiración sin límites —yo diría, unos transportes
de admiración— al ver la perspicacia de su pensamiento que todo lo taladra y que separa lo
exterior, lo casual, lo. superficial, y señala las vías fundamentales y los modos de la acción. La
clase obrera sólo aprende a valorar a los jefes que después de descubrir la vía de desarrollo,
avanzan sin vacilar aunque incluso los prejuicios del propio proletariado constituyan a veces un
obstáculo que se levanta en el camino. Al don del poderoso pensamiento de Vladímir Ilich se junta
una voluntad indomable, y estas cualidades, unidas, crean al auténtico jefe revolucionario, en el
que se combinan el valeroso e inflexible pensamiento y la inflexible voluntad de acero.
¡Qué suerte que todo cuanto hablamos, oímos y leemos en las resoluciones referentes a Lenin no
tiene la forma de necrología! Y estuvimos tan cerca... Estamos seguros de que en este frente
próximo que pasa por ahí, por el Kremlin, vencerá la vida y de que Vladímir Ilich se reintegrará
pronto a nuestras filas.
Si he dicho, camaradas, que él encarna el valeroso pensamiento y la voluntad revolucionaria de la
clase obrera, también puede decirse que hay un símbolo interno, como un consciente propósito de
la historia en el hecho de que en estas horas difíciles, cuando la clase obrera rusa lucha poniendo
en tensión todas sus fuerzas contra los checoslovacos y los guardias blancos, mercenarios de Inglaterra y Francia, nuestro jefe lucha con las heridas que le causaron los agentes de esos mismos
guardias blancos y checoslovacos, mercenarios de Inglaterra y Francia. ¡ Hay aquí un vínculo
interno y un profundo símbolo histórico! Y de la misma manera que todos nosotros estamos
convencidos de que en nuestra lucha en el frente de los checoslovacos, de los anglo-franceses y
los guardias blan eos somos más fuertes cada día y a cada hora (aplausos) —y esto puedo decirlo
como testigo que acaba de llegar del teatro de operaciones: somos más fuertes que ayer y
pasado mañana seremos más fuertes que mañana, y no dudo de que está cercano el día en que
os podremos decir que Kazan, Simbirsk, Samara, Ufa y otras ciudades temporalmente ocupadas han
vuelto a nuestra tierra soviética—, de la misma manera confiamos en que, simultáneamente y con
rapidez, se producirá el proceso de recuperación del camarada Lenin. Mas también ahora su
imagen, la hermosa imagen del jefe herido, puesto de momento fuera de combate, no se aparta
jamás de nosotros. Sabemos que ni por un solo instante se ha retirado de nuestras filas, pues
incluso abatido por unas balas traidoras, nos despierta a todos nosotros, nos llama y nos
empuja- No he visto ni un solo camarada, ni un solo obrero honrado que, bajo la influencia de la
noticia del criminal atentado contra Lenin, se desanime. He visto, en cambio, a docenas de
hombres que apretaban los puños y alargaban las manos buscando las armas; he oído a cientos
y miles de bocas que juraban implacable venganza contra los enemigos de clase del proletariado.
No hace falta explicar cómo reaccionaron en el frente los luchadores conscientes al saber que
Lenin estaba con dos balas en el cuerpo. Nadie podría decir de él que en su carácter hay falta de
metal; ahora hay metal no sólo en su espíritu, sino también en su cuerpo, y así será aún más
querido de la clase obrera de Rusia.
No sé si llegarán ahora nuestras palabras y el latir de nuestros corazones hasta el lecho del
camarada Lenin, aunque no dudo de que los siente. No dudo de que en su estado febril sabe qué
nuestros corazones laten ahora a ritmo duplicado y triplicado. Todos nosotros tenemos conciencia
más clara que nunca de ser miembros de una misma familia comunista. Jamás la vida propia de
cada uno de nosotros nos pareció una cosa tan secundaria y de tercer orden como en este
momento, en que la vida del más grande hombre de nuestros tiempos corre mortal peligro.
Cualquier imbécil puede atravesar a balazos el cerebro de Lenin, pero crear este cerebro es una
tarea difícil hasta para la misma historia.
Pero no, pronto se levantará, para pensar, para crear, para luchar junto a nosotros. Nosotros, a
nuestra vez, prometemos al querido jefe, mientras en nuestros propios cerebros haya fuerza y en
nuestros corazones circule sangre caliente, ser fieles a la bandera de la Revolución Comunista.
Lucharemos contra los enemigos de la clase obrera hasta la última gota de sangre, hasta el último
aliento. (Calurosos y prolongados aplausos acogen las últimas palabras del camarada Trotski.)
LOS CINCUENTA AÑOS
Lo nacional en Lenin
El internacionalismo de Lenin no necesita que nadie lo avale. Lo que mejor lo caracteriza es el
irreductible rompimiento, en los primeros días de la guerra mundial, con la falsificación de
internacionalismo que en la Segunda Internacional imperaba. Los jefes oficiales del «socialismo»
conciliaban desde la tribuna parlamentaria los intereses de la patria como los intereses de la
humanidad, mediante argumentos abstractos ajustados al espíritu de los viejos cosmopolitas. En la
práctica esto conducía, como todos sabemos, al apoyo de la patria rapaz por las fuerzas del
proletariado.
El internacionalismo de Lenin no es en absoluto una fórmula de conciliación verbal de lo nacional y lo
internacional, sino una fórmula de acción revolucionaria internacional. El territorio mundial
ocupado por lo que se llama humanidad civilizada es considerado como campo único de una
gigantesca lucha cuyos elementos integrantes son los distintos pueblos y clases. Ninguna gran cuestión se circunscribe al marco nacional. Hilos visibles e invisibles la unen en vínculo real con decenas
de fenómenos de todos los rincones del mundo. En la apreciación de los factores y fuerzas
internacionales, Lenin se halla más extenso que cualquier otro de parcialidades nacionales.
Marx consideraba que los filósofos habían interpretado el mundo suficientemente; para él, la tarea
consistía en transformarlo. Pero él, el genial precursor, no llegó averlo. La transformación del
viejo mundo va ahora a plena marcha y el primer trabajador en esta empresa es Lenin. Su
internacionalismo es la valoración e intervención prácticas en el curso de los acontecimientos
históricos a escala mundial y con fines mundiales. Rusia y su destino constituyen sólo un elemento
de este grandioso pleito histórico, de cuyo resultado depende la suerte de la humanidad.
El internacionalismo de Lenin no necesita que nadie lo avale. Mas, al mismo tiempo, el propio
Lenin es profundamente nacional. Sus raíces se adentran en la historia moderna rusa; concentra
esta historia en sí mismo; le da su máxima expresión y, precisamente así, alcanza las cumbres de la
acción internacional y de la influencia mundial.
A primera vista, la caracterización de Lenin como «nacional» puede parecer inusitada, mas, en el
fondo, es algo que se sobrentiende. Para dirigir una revolución como la que ahora atraviesa
Rusia, jamás conocida en la historia de los pueblos, hace falta, evidentemente, un vínculo
indisoluble y orgánico con las fuerzas fundamentales de la vida del pueblo, un vínculo que arranca
desde sus más profundas raíces.
Lenin personifica el proletariado ruso, una clase joven que acaso no tiene políticamente más años
que él, pero profundamente nacional, pues en ella se resume todo el desarrollo precedente de
Rusia, en ella está todo su futuro, con ella vive y cae la nación rusa. Se halla exenta de la rutina y
el patrón, de la falsedad y el convencionalismo, muestra decisión en el pensamiento e intrepidez en
la acción, una intrepidez que nunca llega al desatino. Estos rasgos, que caracterizan al proletariado
ruso, caracterizan al propio tiempo a Lenin.
La naturaleza del proletariado ruso, que ahora lo convierte en importantísima fuerza de la revolución
internacional, se vio preparada por todo el curso de la historia nacional de su país; por la bárbara
crueldad del estado autócrata, por la nulidad de las clases privilegiadas, por el febril desarrollo del
capitalismo gracias a la levadura de la bolsa mundial, por el anquilosamiento de la burguesía rusa,
por el carácter decadente de su ideología y la estupidez de su política. Nuestro «tercer estado» no
tuvo ni podía tener su Reforma y su Gran Revolución. Tanto más universal fue el carácter que
adquirieron las tareas revolucionarias del proletariado ruso. Nuestra historia no proporcionó en el
pasado un Lutero, ni un Thomas Münzer, ni un Mirabeau, ni un Danton, ni un Robespierre.
Precisamente por ello el proletariado ruso tiene a su Lenin. Lo que se perdió en tradición se ha
ganado en amplitud revolucionaria.
Lenin es un reflejo de la clase obrera no sólo en su presente proletario, sino también en su pasado
campesino, todavía tan evidente. Este jefe del proletariado, el más indiscutible de todos, no sólo
posee un aspecto exterior de mujik, sino también un firme fondo de mujik. Ante el Smolny se levanta
el monumento a otra gran figura del proletariado mundial. Es Marx, viste levita negra. Claro que se
trata de una minucia, pero a Lenin ni siquiera mentalmente es posible vestirlo con levita negra. En
ciertos retratos aparece Marx con una amplia pechera almidonada sobre la que hay algo así como un
monóculo. Que Marx no era presumido es algo evidente para quienes tienen una idea de cómo era
su espíritu. Pero Marx nació y creció en otro contexto nacional cultural, respiró otra atmósfera, ya que
las capas altas de la clase obrera alemana no proceden de la aldea del campesino, sino de los
gremios y de la compleja cultura de las ciudades del Medievo.
El estilo mismo de Marx, rico y hermoso, en el que se combinan la fuerza y la flexibilidad, la cólera y
la ironía, la severidad y el refinamiento, encierra toda la carga literaria y estética de las publicaciones
político-sociales alemanas precedentes, a partir de la Reforma e incluso de antes de ella. El estilo
literario y oratorio de Lenin es hasta más no poder sencillo, utilitario, ascético, como todo él. Pero
en este poderoso ascetismo no hay nada que trascienda al moralista. No es un principio, no es un
sistema estudiado ni mucho menos, se entiende, una pose: se trata, simplemente, de la
expresión externa de una concentración interna de fuerzas para la acción. Es diligencia del
mujik en su hacienda, aunque a una escala grandiosa.
Marx está por entero en el Manifiesto del Partido Comunista, en el prefacio a su Crítica y en El
Capital. Aunque no hubiese sido el fundador de la Primera Internacional, siempre habría sido lo que
es ahora. A Lenin, por el contrario, lo tenemos por completo en la acción revolucionaria. Sus obras
científicas no son más que preparación para la acción. Aunque no hubiese publicado en el pasado ni
un solo libro, siempre habría entrado en la historia tal y como ahora entra: como jefe de la
revolución proletaria, como fundador de la Tercera Internacional.
Un claro sistema científico —la dialéctica materialista— es necesario para una acción de tal
volumen histórico como la que cupo en suerte a Lenin; es necesario, mas no suficiente. También
hace falta la fuerza creadora auxiliar, a la que damos el nombre de intuición: la capacidad de valorar
al vuelo los fenómenos, de separar lo esencial e importante de la paja y lo secundario, de rellenar
con ayuda de la imaginación las partes que faltan en el cuadro, de pensar poniéndose en el
puesto de otros, y ante todo de los enemigos, de combinar estos factores en un bloque único y de
descargar el golpe a la vez que en la cabeza adquiere forma la «fórmula» del golpe. Es la intuición
de la acción. Por una parte se funde con lo que llamamos sagacidad.
Cuando Lenin, con el ojo izquierdo entornado, escucha un radiograma con el discurso parlamentario
de uno de los capitostes imperialistas que dictan la suerte del mundo o una de tantas notas
diplomáticas —en la que se entrelazan la feroz perfidia y la barnizada hipocresía—, se parece a un
sagaz mujik que no se perderá por una palabra de más y a quien las frases no engañan. Se trata
de la sagacidad del mujik, pero de un elevado potencial, desarrollada hasta la altura del genio,
pertrechada con la última palabra del pensamiento científico.
El joven proletario ruso sólo ha podido realizar lo que está haciendo llevando a sus espaldas la
pesada carga de los campesinos. Todo nuestro pasado nacional preparaba este hecho. Pero
precisamente porque el curso de los acontecimientos ha llevado al poder al proletariado, la
revolución superó al momento y de manera radical la limitación nacional y el provincialismo de la
anterior historia de Rusia. La Rusia Soviética se ha convertido no sólo en el refugio de la
Internacional Comunista, sino en la encarnación viva de su programa y de sus métodos.
Por las desconocidas vías que la ciencia no ha descubierto todavía, a través de las cuales se forma
la personalidad humana, Lenin tomó del medio nacional cuanto necesitaba para la más grandiosa
acción revolucionaria que la historia conoce. Justamente porque a través de Lenin la revolución
socialista, que desde hace tiempo tenía su expresión teórica internacional, encontró por primera vez
su encarnación nacional, él se convirtió, en el sentido más recto e inmediato, en el dirigente
revolucionario del proletariado mundial. Así es cómo lo vemos en el día en que cumple los
cincuenta años.
(Pravda, n.° 86, 23 de abril de 1920.)
EL ENFERMO
Del informe presentado a la VII Conferencia del Partido Comunista de Ucrania el 5 de abril de 1923
Camaradas: Por lo que se refiere a la claridad de pensamiento y a la firmeza de voluntad de
nuestro Partido, durante este año hemos tenido una cierta comprobación complementaria. Esta
comprobación ha sido dura, porque nos la ha proporcionado un hecho que sigue pesando sobre la
conciencia de todos los miembros del Partido y de los más amplios círculos de la población
trabajadora; mejor dicho, sobre toda la población trabajadora de nuestro país y, en medida
considerable, del mundo entero. Me refiero a la enfermedad de Vladímir Ilich. Cuando sobrevino la
recaída de comienzos de marzo y el Buró Político del C. C. se reunió para cambiar impresiones
acerca de que era necesario llevar a conocimiento del Partido y del país esta agravación de la
salud del camarada Lenin, entonces, camaradas,
el ambiente
que reinaba
en
esta
creo
que todos vosotros
podréis imaginar
reunión, cuando debíamos comunicar al Partido y al
país este primer parte grave y alarmante. Se comprende que en aquel momento seguimos
procediendo como políticos. Nadie nos lo reprochará. No pensábamos sólo en la salud del
camarada Lenin —claro, en primer lugar nos preocupaba en aquellos instantes su pulso, su
corazón, su temperatura—, pero pensábamos también en la impresión que el número de
latidos de su corazón produciría en el pulso político de la clase obrera y de nuestro Partido.
Con inquietud y, al mismo tiempo, con la más profunda fe en las fuerzas del Partido, dijimos lo
que hacía falta en el primer momento, en cuanto se reveló el peligro, para darlo a conocer al
Partido y al país. Nadie dudaba de que nuestros enemigos tratarían de utilizar esta noticia para
sembrar la confusión entre la gente, sobre todo entre los campesinos, para lanzar alarmantes
bulos, etcétera, pero ninguno de nosotros dudó ni un solo instante de que era necesario
decir inmediatamente al Partido cuál era la situación: decir lo que pasaba, significaba elevar
la responsabilidad de cada miembro del Partido. Nuestro Partido es una colectividad grande, de
medio millón de hombres, con una gran experiencia, pero en este medio millón Lenin
ocupa un lugar que no admite comparación con ningún otro. No hay ni hubo en el pasado
histórico un hombre que influyese tanto en los destinos no sólo de un país, sino de toda la
humanidad; no hubo un hombre de tales proporciones, no fue creado para que así pudiéramos
medir la importancia histórica de Lenin. Por eso, el hecho de que se viese apartado durante
largo tiempo del trabajo y su grave situación no podían por menos de producir profunda inquietud política. Cierto, cierto, cierto, sabemos muy bien que la clase obrera vencerá. Cantamos
que «ni en Dios, ni en reyes, ni en tribunos está el supremo salvador...», y esto es cierto, pues
sólo en la última instancia histórica, es decir, sólo en última instancia de la historia la
clase obrera vencería aunque no hubiese existido Marx y aunque en el mundo no hubiese vivido
Uliánov-Lenin. La clase obrera habría elaborado las ideas que le son necesarias, los métodos
que le son imprescindibles, pero más lentamente. La circunstancia de que la clase obrera haya
levantado sobre dos crestas de su torrente a figuras como Marx y Lenin, es una ventaja gigantesca
de la revolución. Marx es un profeta con las tablas de la ley. Lenin es un grandioso ejecutor del
testamento, que no instruye a la aristocracia proletaria como Marx, sino a las clases, a los pueblos,
sobre la base de la experiencia, en la situación más dura, actuando, maniobrando y venciendo. Este
año, en el trabajo práctico, hemos tenido que desenvolvernos sólo con la participación parcial de
Vladímir Ilich. En el terreno ideológico hemos oído de él hace poco unas cuantas advertencias e
indicaciones que bastan para una serie de años: se refieren a los campesinos, al aparato estatal y al
problema nacional... Digo, pues, que hacía falta comunicar la agravación de su salud. Nos preguntábamos con la natural alarma qué conclusiones sacaría la masa sin partido, el campesino, el soldado
rojo, pues el campesino, dentro de nuestro aparato estatal, cree en primer lugar a Lenin. Descontando
todo lo demás, Ilich es un gran capital moral del aparato del Estado en lo que se refiere a las relaciones
entre la clase obrera y los campesinos. ¿No pensará el campesino —nos seguíamos preguntando en
nuestros medios— que con el prolongado apartamiento de Lenin del trabajo va a cambiar su política?
¿Cómo reaccionaron el Partido, la masa obrera, el país? En cuanto aparecieron los primeros
alarmantes partes de la enfermedad, el Partido en su conjunto estrechó sus filas, las apretó, creció
moralmente. Cierto, camaradas, que el Partido lo integran hombres vivos, y los hombres tienen
defectos, insuficiencias. También los comunistas tienen mucho de humano; son «excesivamente
humanos», como dicen los alemanes. Hay choques de grupos y personales: graves y de escasa
importancia. Los hay y los habrá, pues sin esto no puede vivir un partido grande. Mas la fuerza moral, el
peso político del Partido lo determina lo que sube a la superficie en tan trágica sacudida: la voluntad de
unidad, la disciplina, o lo secundario y personal, lo humano, lo excesivamente humano-Pues bien,
camaradas, creo que esta conclusión la podemos hacer ya ahora con toda seguridad: después de sentir
que había perdido para un largo período la dirección de Lenin, el Partido ha estrechado sus filas, ha
apartado cuanto pudiera amenazar el peligro de la claridad de su pensamiento, de su voluntad única, de
su combatividad. Poco antes de tomar el tren para venir a Jarkov, conversé con nuestro comandante en
jefe en Moscú, Nikolai Ivánovich Murálov, a quien muchos de vosotros conocéis como viejo miembro del
Partido, acerca de cómo los soldados rojos miraban la situación en relación con la enfermedad de
Lenin. Murálov me dijo: «En el primer momento la noticia cayó como un rayo, todos se hicieron
atrás. Luego pensaron más y más profundamente en Lenin...» Sí, camaradas, el soldado rojo sin
partido piensa ahora a su manera, pero muy profundamente en el papel de la personalidad en la
historia, en lo que nosotros, los hombres de la vieja situación, aprendimos cuando éramos
estudiantes o jóvenes obreros en los libros, en las cárceles, en el presidio y en el destierro,
cuando reflexionábamos y discutíamos en torno al «héroe» y a la «masa», en torno al factor
subjetivo y a las condiciones objetivas, etcétera. Ahora, en 1923, nuestro joven soldado rojo medita concretamente sobre estas cuestiones a través de cientos de miles de cerebros, y con
ellos, al mismo tiempo, meditan los campesinos de toda Rusia, de toda Ucrania y de cualquier
otro sitio, a través de millones de cerebros, sobre el papel de la personalidad de Lenin en la
historia. ¿Cómo les contestan nuestros comisarios políticos y secretarios de célula? Les dicen
así: Lenin es un genio, los genios nacen una vez cada siglo y la historia mundial sólo conoce a
dos genios que fuesen jefes de la clase obrera: a Marx y a Lenin. Ni siquiera por acuerdo de un
partido muy potente y disciplinado es posible crear un genio, pero tratar en la mayor medida posible
de reemplazarlo durante su ausencia, sí se puede: se puede lograr duplicando los esfuerzos
colectivos. Ésa es la teoría de la personalidad y la clase que en forma popular exponen
nuestros comisarios políticos al soldado rojo sin partido. Se trata de una teoría justa: Lenin no
trabaja ahora y nosotros debemos duplicar conjuntamente nuestros esfuerzos, mirar los
peligros con ojos doblemente vigilantes, guardar de ellos la revolución con redoblada tenacidad,
utilizar las posibilidades de construir con doble insistencia. Y esto lo haremos todos: desde los
miembros del C, C. hasta el soldado rojo sin partido...
Nuestro trabajo, camaradas, es muy lento, muy parcial, aunque se desenvuelve en el marco de un
plan grande; los métodos de trabajo son «prosaicos»; el balance y el cálculo, el impuesto en
especie y la exportación de trigo; todo esto lo hacemos paso a paso, colocando un ladrillo
tras otro... ¿No encierra esto el peligro de que el Partido degenere al nivel de las nimiedades?
Una degeneración de tal género no podemos tolerarla, lo mismo que las violaciones de su unidad
real, ni en el más mínimo grado, pues aunque el actual período deba ser difícil y durar largo
tiempo, no será para siempre. Incluso puede ocurrir que no sea para largo. El chispazo
revolucionario de amplio volumen como comienzo de la revolución europea, puede producirse
antes de lo que muchos de nosotros pensamos. De entre las numerosas enseñanzas estratégicas
de Lenin, debemos recordar con particular firmeza lo que él denomina política de los grandes
virajes:
hoy a las barricadas y mañana al establo de la III Duma del Estado; hoy el
llamamiento a la revolución mundial, al Octubre mundial, y mañana a las negociaciones con
Kühlmann y con Czernin, a suscribir la detestable paz de Brest-Litovsk. La situación cambió, o
nosotros la enfocamos de manera distinta: la campaña hacia Occidente, «a Varsovia»... Tuvimos
que aprender de nuevo y vino la paz de Riga, una paz bastante detestable también, como todos
vosotros sabéis... Y luego el tenaz trabajo ladrillo a ladrillo; las economías, las reducciones de
personal, las comprobaciones: si hacen falta cinco telefonistas o es bastante con tres; en este
caso no insistas en las cinco, pues el mujik tendría que entregar varios púas más de trigo. Un
trabajo diario pequeño y nimio, y de pronto, cuando uno no lo espera, en el Ruhr puede
levantarse la llama de la revolución; ¿nos habremos degenerado cuando estalle? ¡ No, camaradas,
no! No nos degeneramos, nos limitamos a cambiar los métodos y procedimientos, pero la
conservación del espíritu revolucionario del Partido sigue siendo para nosotros lo primero de todo. A
la vez que estudiamos contabilidad, miramos alerta a Occidente y a Oriente, y los acontecimientos
no nos encontrarán desprevenidos. Nos robustecemos con la propia depuración y ampliación de la
base proletaria... Aceptamos el acuerdo con los campesinos y la pequeña burguesía, admitimos
la NEP," pero a los hombres de la NEP y a los pequeñoburgueses no los admitimos en el
Partido, no, los hacemos salir de él con ácido sulfúrico y con hierro calentado al rojo.
(Aplausos.) Y en el XII Congreso, que será el primero que se celebre después de Octubre sin que
Vladímir Ilich se halle presente, en general uno de los pocos congresos que en la historia de
nuestro Partido han transcurrido sin él, nos diremos que a los mandamientos fundamentales
añadiremos otro, grabado en nuestra conciencia con agudo buril: no te anquiloses, recuerda el
arte de los bruscos virajes, maniobra pero no te diluyas, entra en acuerdos con aliados
provisionales o duraderos, pero no les permitas penetrar en el Partido; sigue siendo lo que
eres, la vanguardia de la revolución mundial. Y si tocan a rebato en Occidente —y eso ocurrirá—,
puede que nos hallemos absortos en nuestros cálculos, en nuestros balances, en la NEP, pero
responderemos a la llamada sin vacilación ni demora: somos revolucionarios de pies a cabeza, lo
hemos sido, lo seremos hasta el fin. (Clamorosos aplausos. Todos se ponen en pie.)
EL DIFUNTO
Lenin ya no existe. Lenin ha muerto. Las oscuras leyes que gobiernan el funcionamiento de los vasos
sanguíneos han puesto fin a su vida. La medicina se ha visto impotente para realizar lo que con
tanta pasión exigían de ella millones de corazones humanos.
Entre ellos hay muchos que habrían dado sin vacilación hasta la última gota de su propia sangre
para infundir nueva vida, para hacer funcionar de nuevo los vasos sanguíneos del gran jefe, de
Lenin, de Ilich, el único y que no podrá repetirse. Pero el milagro no se ha realizado allí donde la
ciencia era impotente. Y Lenin no existe. Estas palabras caen sobre la conciencia como una
gigantesca roca en el mar. ¿Es posible creerlo?, ¿se puede concebir y admitir?
La conciencia de los trabajadores del mundo entero se negará a aceptar este hecho, pues el
enemigo es aún terriblemente fuerte, el camino es largo y no está terminado el trabajo, el mayor de
cuantos la historia conoce; porque la clase obrera mundial necesita a Lenin como, acaso, de nadie
se necesitó en la historia humana.
Más de diez meses ha durado el segundo período de la enfermedad, más grave que el primero. Sus
vasos sanguíneos, según la amarga expresión de los médicos, siempre estuvieron «jugando». Era un
juego terrible en el que se ventilaba la vida de Ilich. Se podía esperar una mejoría, un
restablecimiento casi completo, pero también se podía esperar la catástrofe. Todos nosotros
esperábamos el restablecimiento y es la catástrofe lo que ha llegado. El centro respiratorio del
cerebro se negó a funcionar y apagó el centro del más genial pensamiento.
Ilich no existe. El Partido ha quedado huérfano. Ha quedado huérfana la clase obrera. Este
sentimiento es el primero que se experimenta al conocer la noticia de la muerte del maestro, del
jefe.
¿Cómo seguiremos adelante? ¿Encontraremos el camino, no nos desviaremos de él? ¡Porque Lenin,
camaradas, ya no está con nosotros!
Lenin no está, pero queda el leninismo. Lo que de inmortal había en Lenin —su doctrina, su trabajo,
su método, su ejemplo— vive en nosotros, en el Partido que él creó, en el primer Estado obrero que
él dirigió y orientó, Nuestros corazones están ahora abrumados por tan gran dolor porque todos
nosotros, que por gran merced de la historia nacimos en la misma época que Lenin, trabajamos
junto a él y aprendimos de él. Nuestro Partido es el leninismo en acción, el jefe colectivo de los
trabajadores. En cada uno de nosotros vive una partícula de Lenin, la que constituye la parte mejor
de nosotros mismos. ¿Cómo seguiremos adelante? Con la antorcha del leninismo en la mano.
¿Encontraremos el camino? ¡Lo entraremos con el pensamiento colectivo, con la voluntad colectiva
del Partido!
Mañana, pasado mañana, dentro de una semana nos preguntaremos: ¿es verdad que Lenin no
existe? Porque su muerte parecerá durante mucho tiempo una increíble, imposible y monstruosa
arbitrariedad de la naturaleza.
Que ese dolor intenso que sentimos, que el corazón sentirá cada vez al pensar que Lenin ya no existe,
sirva para cada uno de nosotros de recuerdo, de advertencia y llamamiento: tu responsabilidad ha
aumentado. Sé digno del jefe que te educó.
En nuestro duelo, en nuestra aflicción y dolor, estrechemos nuestras filas y nuestros corazones,
estrechémoslos todavía más para afrontar nuevos combates.
Camaradas, hermanos, Lenin no está con nosotros. ¡Adiós, Ilich! ¡Adiós, jefe!
Estación de Tiflis, 22 de enero de 1924
LEÓN TROTSKI: «LENIN»*
por ANDRÉ BRETÓN
A juzgar por determinadas alusiones hechas desde estas mismas páginas* y desde fuera de ellas,
tal vez haya podido darse pábulo a la creencia de que todos nosotros conveníamos en sustentar
una opinión no muy favorable acerca de la Revolución rusa y sus dirigentes, y de que nos
absteníamos de criticarla más abiertamente no tanto porque nos faltaran ganas de mostrarnos
severos sobre este particular cuanto para no proporcionar seguridades definitivas al público,
siempre deseoso de habérselas meramente con una forma original de liberalismo intelectual,
como tantas otras ya toleradas anteriormente; en primer lugar porque ello no conlleva
consecuencias, al menos inmediatas, y en segundo lugar porque en rigor puede ser enfocado, con
respecto a la masa, como un poder de descongestión. Sin embargo, lo cierto es que en lo que a mí
respecta me niego en redondo a que se me tenga por solidario de cualesquiera amigos míos
en la medida en que ellos hayan creído que podían atacar el comunismo en nombre, por ejemplo,
de cualquier principio —e incluso del principio, tan legítimo en apariencia, de la no aceptación
del trabajo. En efecto, pienso que el comunismo, al existir como sistema organizado, ha sido el
único medio de que se llevara a término el mayor cambio social en las condiciones de duración que
le eran propias. Bueno o mediocre, defendible o no en sí mismo desde el punto de vista moral,
¿cómo podríamos olvidar que ha sido el instrumento gracias al cual han podido ser derribadas las
murallas del antiguo edificio?, ¿cómo podríamos olvidar que se ha revelado el más maravilloso
vehículo de sustitución de un mundo por otro que haya existido nunca? Para nosotros, los
revolucionarios, poco importa saber si el nuevo mundo es preferible al anterior, y, por lo demás, no
es éste el momento de debatir tal problema. A lo sumo, importaría saber si la Revolución rusa ha terminado, cosa que no creo. ¿Pues qué? ¿Una revolución de tal amplitud habría de terminar tan
pronto? ¿Los nuevos valores habrían de sernos ya tan sospechosos como los antiguos?
Ciertamente, no somos lo bastante escépticos como para conformarnos con esta idea. Si entre
nosotros hay hombres que vacilan aún ante este temor, debe, desde luego, darse por descontado
que no me opongo a que pongan en juego, en la medida que fuere, el espíritu general que nos
anima, y que debe orientarse ante todo hacia la realidad revolucionaria y hacernos acceder a ella
por todos los medios y cueste lo que cueste.
En tales condiciones, que en buena hora Louis Aragón haga saber a Drieu La Rochelle, en una carta
abierta, que nunca ha gritado «¡Viva Lenin!», pero que «puesto que se le prohibe emitir este grito,
mañana lo dará a pleno pulmón». Que en buena hora también yo y cualquier otro de los nuestros
opine que no basta con que esté prohibido para comportarse de este modo, y que llevaríamos
demasiado fácilmente el agua al molino de nuestros peores detractores, que son también los de
Lenin, si les dejábamos suponer que nuestra conducta obedecía simplemente a un desafío. ¡Viva
Lenin!, al contrario, precisamente porque es Lenin. Quede claro que no se trata de un grito pasajero,
sino de la afirmación clara y firme de nuestro pensamiento.
En efecto, sería enojoso que siguiéramos tomando como ejemplo humano a los franceses de la
Convención y debiéramos limitarnos a revivir con exaltación aquellos dos años, por lo demás
magníficos, que fueron el inicio de todo. No es un sentimiento poético, por atractivo que resulte, lo
que más conviene cuando se aborda un período revolucionario, por lejano que éste sea. Y mucho
me temo que los rizos de Robespierre y el baño de Marat confieran un prestigio inútil a unas ideas
que de otro modo no nos aparecerían tan claras. Aparte de la violencia —pues ciertamente es la
violencia lo que de modo más elocuente los abona—, toda una parte de su carácter nos escapa, y
debemos confiarnos a la leyenda. Pero si, como yo creo, lo que ante todo nos importa es la
búsqueda de medios de insurrección, me pregunto, fuera de la emoción que tales figuras nos han
dado imborrablemente, a qué esperamos en el terreno práctico.
No ocurre lo mismo con los revolucionarios rusos, a quienes ahora estamos empezando a conocer.
Tales son, en suma, esos hombres de quienes tan a menudo se nos ha hablado mal, esos
hombres a quienes se nos representaba como enemigos de cuanto aún puede merecernos
indulgencia, como autores de no sé qué desastre utilitario mayor aún que el que presenciamos.
Separados de toda maniobra política, se nos aparecen en su humanidad; se nos dirigen, no ya
como ejecutores impasibles de una voluntad que nunca será superada, sino como hombres que
han llegado a la cima de su destino, que nos hablan, y que se interrogan. Renuncio a describir
nuestras impresiones.
Trotski recuerda a Lenin. Y es tal la serenidad que se remonta sobre tantos disturbios, que se diría
que una espléndida tempestad se remansa. Lenin, Trotski, la simple enunciación de estos dos
nombres bastará para que muchos meneen la cabeza. ¿Comprenden, o no? Incluso las cabezas
incomprensivas de muchos son irónicamente pobladas por Trotski con cotidianos accesorios de
oficina: la lámpara de Lenin en la antigua Iskra, los papeles sin firmar que redactaba en primera
persona, y, más tarde, ... cuanto pertenezca al olvidado curso de la historia. Y creo que nada falta,
ni en perfección ni en grandeza. Ciertamente, no son los otros hombres de Estado sujetos idóneos
para ser vistos desde esta óptica. Que en su cobardía se prevenga el pueblo de Europa.
Porque la gran revelación del libro que nos ocupa es, hay que insistir en ello, que muchas de
nuestras ideas más queridas, a las cuales estamos habituados a subordinar estrechamente el
sentido moral particular que podamos poseer, no condicionan en absoluto nuestra actitud en lo
que respecta a la significación esencial que queramos otorgarles. En el plano moral en el que
hemos decidido situarnos, parece fuera de duda que un Lenin es absolutamente inatacable. Y
si se me objeta que, según este libro, Lenin es un tipo y los tipos no son hombres, me limitaré a
preguntar cuál de nuestros bárbaros sofistas se atreverá a sostener que pueda hacerse alguna
enmienda a las apreciaciones generales emitidas por Trotski aquí y allá sobre los demás y sobre
sí mismo; preguntaré, en suma, quién continuará detestando realmente a este hombre, quién será
insensible a su voz.
Es preciso leer las brillantes, las justas, las definitivas, las magníficas páginas de refutación
dedicadas a los Lenin de Gorki y Wells. Es preciso meditar largamente sobre el capítulo que trata
del volumen de escritos infantiles dedicados a la vida y a la muerte de Lenin, notables por demás
en todos los aspectos, y sobre los cuales el autor ejerce una crítica tan aguda y desesperada:
«A Lenin le gustaba pescar. En los días calurosos, tomaba su caña y se sentaba a la orilla del
río, y pensaba en el modo de mejorar la vida de los obreros y de los campesinos». ¡Viva Lenin,
pues! Saludo a León Trotski, que ha sido capaz, sin la ayuda de muchas de las ilusiones que aún
nos quedan y, tal vez, sin creer como nosotros en la eternidad, de mantener para nuestro
entusiasmo esta invulnerable consigna: «Y si tocan a rebato en Occidente —y eso ocurrirá—,
puede que nos hallemos absortos en nuestros cálculos, en nuestros balances, en la NEP, pero
responderemos a la llamada sin vacilación ni demora: somos revolucionarios de pies a cabeza, lo
hemos sido, lo seremos hasta el fin».
1. Iskra (La chispa) fue el primer periódico marxista clandestino de toda Rusia. Vio la luz en
diciembre de 1900, en Leipzig. Los números siguientes aparecieron en Munich. Desde julio de 1902
se publicó en Londres, y desde la primavera de 1903 en Ginebra. Lenin dirigió prácticamente Iskra
hasta el 19 de octubre de 1903, en que salió de la redacción. Este primer período es el que se
conoce como el de la «vieja» Iskra. A partir del numero 52, la «nueva» Iskra se convirtió en órgano
de los mencheviques. — (N. del T.)
2. Miembro del partido socialista revolucionario o socialrevolucionario. — (N. del T.)
3. Tierras comunales que los propietarios arrebataron a los campesinos después de la reforma
de 1861, por la que quedó abolida la servidumbre. — (N. del T.)
4. El II Congreso del P.O.S.D. de Rusia se celebró en agosto de 1903. - (N. del T.)
5.
Seudónimo de Lenin bajo el que apareció El desarrollo del capitalismo en Rusia. — (N. del
T.)
6. Unión de socíaldemóeratas judíos. —' (N, del T.)
7. Corriente oportunista en el seno de la socialdemocracia. Según los economistas, la dase
obrera debía aspirar únicamente a reivindicaciones económicas, sin luchar por el derrocamiento
de la autocracia.
8. Consejo Provisional de la República Rusa, designado por la Conferencia democrática que se
reunió en retrogrado entre el 14 y 22 de septiembre de 1917. Los bolcheviques la boicotearon. — (N.
del T.)
9. Buliguin era el ministro del Interior, que en 1905 fue encargado por el zar de preparar la
reunión de una Duma consultiva . Ante las protestas del pueblo, que reivindicaba una Duma
legislativa, el proyecto no fue adelante. - (N. del T.)
10. Miembros del Partido Demócrata Constitucionalista.
11. Título y protagonista de una novela de Goncharov. Sinónimo de pereza, indecisión y abulia. —
(N. del T.)
12.Personaje de Almas muertas, de Gógol. Encarnación del espíritu soñador que flota en las nubes y
se muestra completamente pasivo ante la realidad de los hechos. — (N. del T.)
13. El Cuerpo checoslovaco había sido formado con antiguos prisioneros del ejército austrohúngaro en tiempos del Gobierno provisional. Después de la paz de Brest, se convino su evacuación
por Vladivostok para, según el propósito de la Entente, utilizarlo contra los alemanes. En aquellos
momentos, los checoslovacos se encontraban a lo largo del Transiberiano, desde Samara y otras
ciudades del Volga Medio, por toda Siberia. Se enfrentaron abiertamente al poder soviético y
prestaron decidida ayuda a los blancos. — (N. del T.)
14.
Embajador alemán en Moscú. - (N. del T.)
15. El artículo de gorki sobre Lenin que Trotski critica en este texto se encuentra en tomo 17 de las
Obras completas del escritor: «Sóbrame socinenij», t. 17, Moscú, 1952.
El texto de 1952 difiere del que fue publicado en francés en 1925; por estas fechas, Gorki le hace
decir a Lenin con respecto a Trotski: /«¡Pues bien, cítenme ustedes a un hombre que sea capaz, en
el plazo ; 4 un año, de forjar un ejército casi modelo y que, además, haya conseguido conquistarse el
respeto de los especialistas militaresl ¡Pues ^nosotros lo tenemos! ¡Nosotros lo tenemos todo! ¡Y
hemos de hacer maravillas!» (Ciarte, n.° 71, 1 de f ebrero de 1925). En 1952, el mismo párrafo se
convierte en: «...Ha sabido formar a los especialistas militares. — Tras un silencio, señaló en voz
queda y triste: —Y sin embargo, no es de los nuestros, está con nosotros pero no es de los
nuestros; ambiciosos, hay en él algo malo, algo lassalliano». Estas modificaciones hablan por sí
solas y hacen Inútil cualquier épílogo sobre las falsificaciones stalinianas de los textos y de la
historia. — (Nota de M. B.)
•
16. French, especie de chaqueta de oficial, que se usaba en Rusia después de la guerra. — (N. del
T. de la versión francesa.)
17. La NEP o nueva política económica, que siguió al «comunismo de guerra» implantado en los
años de la guerra civil y de la intervención extranjera, significaba un cierto retroceso. Los
campesinos, antes sometidos al régimen de «contingentación», lo que prácticamente significaba la
obligación de entregar sus cosechas, pasaron al impuesto en especie. Quedó autorizado el comercio
privado. La NEP se mantuvo vigente hasta 1926, año en que se pasó a la industrialización socialista.
— (N. del T.)
EPÍLOGO
TROTSKI EN ESPAÑA
por IÑIGO MORENO DE ARTEAGA, marqués de Laula
LOS PRIMEROS DÍAS
El día 8 de septiembre de 1916 daba fin la reunión internacional. La Conferencia no fue un
éxito de público, ya que cuatro coches bastaron para trasladar a los congresistas desde la
estación de Berna hasta Zimmerwald, localidad que se había escogido como sede.
Sin embargo, el manifiesto pacifista que allí se redactó encontró amplio eco en la prensa
europea del momento.
El nombre de Zimmerwald se hizo noticia, así como el de los asistentes a la Conferencia. Entre
los congresistas tuvo especial relieve León Trotski, como autor del manifiesto. Esta popularidad
no iba a serle favorable.
Efectivamente, existía entonces en París un pequeño núcleo de emigrados rusos que habían
conseguido publicar un periódico, el Nasche Slovo, bajo la dirección de León Trotski. Desde él
censuraban la participación rusa en la guerra, y bajo la capa de pacifismo propagaban sus ideas
revolucionarias, prodigando ataques contra el sistema político de su país, sin excluir a la familia
imperial.
El gobierno francés, que toleraba a disgusto las actividades de este grupo, empezó a sufrir presiones
por parte de la Embajada del zar, y con más fuerza desde que llegaron tropas rusas a colaborar en
la defensa del frente francés.
En estas circunstancias un regimiento ruso acuartelado en Marsella dio muerte a su coronel,
Krausse. Se hizo la investigación oportuna y se encontraron ejemplares del Nasche Slovo entre los
amotinados.1
La acusación de excitar a la rebelión dio motivo para el cierre del periódico: para atajar el mal en su
raíz, se procedió a la expulsión del territorio francés del director, junto con algunos colaboradores
suyos.
Trotski, impuesto en la necesidad de abandonar Francia, pidió asilo primero en Suiza y luego en Italia
e Inglaterra. Estos últimos países se negaron a recibirle y los suizos demoraban la concesión del
visado.
No quedaba más salida que España, y así se lo hicieron entender dos agentes de la policía que
fueron a buscarle a su casa para acompañarle hasta que cruzara la frontera.
Así llega Trotski a San Sebastián; y, como España sólo significa para él una espera forzosa hasta la
llegada del visado suizo, va a observar este país desconocido para él con ojos de turista. Pronto
abandona la capital norteña; como despedida hace un comentario humorístico de la nota del hotel,
que redactada (?) en francés, dice: «Par habitation, pour dormir deux jours et par un bain»; lo cual
traduce del modo siguiente: «A través de la habitación, con el fin de dormir dos días, y a través de un
baño». Todavía añade: «El precio estaba, sin embargo, escrito en cifras árabes y, por desgracia, no
daba lugar a ningún género de duda. San Sebastián es una playa de moda y los precios dignos de
la misma. Hay que ponerse a salvo».2
En Madrid, sus dotes de observador se muestran implacables. Trotski analiza lo que ve, desnudo de
toda decoración, y lo juzga siempre con honradez pero también sin contemplaciones. Así, ante la
barabúnda de la estación: mozos de cuerda, limpiabotas, voceadores de periódicos y vendedores de
baratijas, saca una impresión penosa de España, y comparando las tres penínsulas meridionales de
Europa, termina diciendo: «Rumania es una España sin pasado».3 A Madrid debió llegar el 2 de noviembre.4
Estos primeros días son los de un turista que sin prisas, con la pereza que da el tiempo libre,
recorre el itinerario de su Baedecker.
Sus mejores horas las pasa en el Museo del Prado. Goya, Velázquez y Murillo son sus preferidos en
estas visitas. Pero, si bien guarda su mayor admiración para los maestros del pasado, prefiere en
arte lo moderno. Para el nuevo mundo con que sueña quiere un arte más práctico, con un sentido
más didáctico; un arte, en definitiva, esencialmente útil.
Esta idea lo informa todo en la vida de Trotski e igual que en arte, en otro orden de cosas, pide a la
humanidad el sacrificio de deshumanizarse como único medio de construir una sociedad
esencialmente útil.
Trotski, con tiempo para pasear por una ciudad neutral, que brilla de luz durante la noche sin miedo
a «los peligrosos» zeppellins, lo tiene también para escribir comentarios sabrosos y agudos de lo que
ve. Así, igual ríe de buena gana ante el mote de «Nuestra Señora de las Comunicaciones», conque
los castizos han bautizado al nuevo edificio de Correos, que se maravilla de la cantidad de bancos
que pueblan la geografía de Madrid.
También le asombra el número de iglesias, pero, sobre todo, ver en las obras de construcción de la
catedral de la Almudena y en los nichos vacíos de los panteones un cartel donde reza «se alquila».
De todo esto concluye que el binomio iglesia-banco se disputa el poder en España, pero con una
lucha amable, ya que el caudal que las iglesias reciben de «los marqueses» por sus panteones, lo
depositan en seguida en los bancos.
En general, encuentra Madrid provinciano y pacato y, a pesar de vivir unos días de ocio, reprocha a
los españoles su impuntualidad y pereza. Para terminar con los tópicos, juzga asimismo que la
España auténtica hay que buscarla en Granada y Sevilla.
En sus críticas dice que la gracia española viene a ser el recuerdo provinciano del «chic»
parisiense.
jDurante estos días visitó a Després-8 Era éste un socialista francés que trabajaba en una compañía
de seguros y a quien Trotski seguramente había sido recomendado por la Casa Rothschild.6
Le impresionó gratamente a pesar del aspecto burgués de su casa.
Trotski dice que no hizo más visitas que la referida a Després, pues si bien quiso ver a Daniel
Anguiano, secretario del partido socialista, no pudo hacerlo, por encontrarse éste en la cárcel,
condenado por haber escrito un artículo contra el dogma. (Aquí debe existir un error, pues quien
estaba preso por aquel entonces, y precisamente por tal motivo, era Torralva Beci.)
El Socialista comenta la detención con estas palabras: «Tales son los procedimientos...que la
reacción emplea por motivos tan fútiles, ridículos en cualquier país civilizado». Pero Trotski no se
queda atrás en el juicio y canta y alaba la democracia que ha mejorado la sociedad, ya que tres
siglos antes, dice, Torralva Beci hubiera muerto quemado por la Inquisición.
El domingo, día 5, Trotski quiso ir a los toros, pero, suspendidos por la lluvia, se refugió en el
hipódromo. Su tarde en el hipódromo le iba a suponer el ser reconocido por la policía española,
que, advertida por la francesa, le buscaba desde que cruzó la frontera.
Para terminar con esta etapa de la vida española de Trotski, entresaco de la prensa del momento
unas cuantas noticias que ayudan a situarnos en aquellas fechas: El duque de Toledo ganaba la
copa en las carreras de caballos; y mientras Pastora Imperio estrenaba en el Romea, «Joselito»
daba la vuelta al ruedo en la Maestranza de Sevilla.
DETENIDO EN LA CARCEL MODELO
El día 9 de noviembre se presentaron tres policías en la casa de huéspedes donde vivía Trotski.
La conversación con ellos no podía ser fácil. Los policías desconocían el ruso y Trotski comprendía
mal el castellano. Después de varios esfuerzos preguntó uno de los agentes: «Parlez-vous
franeáis?» Pero debía ser mera fórmula, ya que éstas eran las únicas palabras que conocía de la
lengua de Molierk
Una vez en la Dirección General de Seguridad, se vio obligado a esperar casi siete horas hasta ser
interrogado. No fue tiempo perdido, pues entre tanto pudo comprobar que, si bien el trabajo no era
el punto fuerte de la policía española, en compensación observó que los agentes «no se sienten
inclinados a la ferocidad: es decir, que no se esfuerzan profesionalmente en ser feroces».7
Por fin llega el momento de ser interrogado; sin perder el humor, anota Trotski que el traductor
habla mal francés y alemán, pero manifiesta dominar el inglés tan pronto como sabe que Trotski lo
desconoce. Le pregunta sobre Zimmerwald, sobre la nacionalidad y el porqué de no volver a
Rusia.
Por último le comunica el jefe de policía que debe abandonar España, donde sus ideas resultan en
extremo avanzadas. Dicho esto —y tras repetir a los agentes que lo trataran con consideración,
que era «persona leída y un caballero»—, dio fin la entrevista.
El policía que le acompañó en un coche hasta la cárcel, celoso de cumplir fielmente la consigna de
amabilidad, se la hizo notar de un modo pegajoso, palmeándole, ilustrando a Trotski sobre su
mujer e hijos y, por último, quísole invitar a toda costa en un bar del camino. Por fin, la cárcel.
Mientras le cachean en el centro de la estrella que forman cinco galerías, de cuatro pisos de altura
cada una, piensa que desde hace diez años no visita estos tranquilos edificios.
De allí es conducido directamente a su celda. Traza su descripción Trostki minuciosamente:
cortinas en las ventanas, armarios, un sillón, una mesa, lavabo y una cama con sábanas; todo ello
sucio, pero, en fin, «no son cosas habituales en el ajuar carcelario».8
Todo este «lujo» se explica algo más tarde, pues, efectivamente, existen dos tipos de celdas, gratuito
y de pago, y aún más, estas últimas pueden ser de 1,50 o de 0,75 pesetas al día.
Las ventajas de los ocupantes de la celda de pago no terminan ahí: disfrutan también de una hora
más de paseo diario, y pagando 2,50 pesetas al mes, pueden tener luz eléctrica hasta la una de la
noche.
«Cada detenido —explica— tiene derecho a ocupar una vivienda de pago; lo que no tiene es
derecho a renunciar a la vivienda gratuita.»9
Sus compañeros son todos gente interesante: un tipo desgarbado que habla cuatro idiomas, un
ladrón de reconocida fama internacional, un cubano que mató a su mujer, y, por último, un recién
llegado rechoncho y bajo a quien en seguida han bautizado con el nombre de Sancho Panza.
A última hora vino un policía a repetirle que debía salir de España y que escogiera país a donde ir.
El sábado, día 11, viene a traerle nuevas noticias.
Invierte Trotski la mañana en escribir (en francés) al ministro de la Gobernación. En su larga carta
se queja de lo absurdo e injusto de su detención. En Francia se le dio un plazo de tiempo para que
abandonara el país y nunca se le detuvo. Y aquí, no sólo se le encarcela, sino que se le conmina a
dejar España inmediatamente, sin tener en cuenta que el hecho de su prisión no ayuda nada a ser
recibido por cualquier otro gobierno.
Apenas terminada esta carta, vienen a buscarle para rellenar su ficha.
Se niega en redondo a efectuarlo voluntariamente, como protesta por su detención. Por último,
adopta una actitud pasiva y deja que los policías embadurnen de tinta sus dedos e impongan las
huellas digitales.10
A poco recibe la visita de Després y Anguiano. Le traen comida, que recibe con todo el
agradecimiento que da el hambre, y sobre todo le explican las medidas que han tomado: una
comisión del partido socialista ha ido a ver al ministro de la Gobernación e incluso al conde de
Romanones, presidente del Consejo, para interceder por él. También le enseñan unos recortes de
periódicos que se ocupan de su caso.
Efectivamente, El Socialista
u
publica un artículo, pero sin darle importancia, pues aparece en
segunda página y con titulares pequeños.
Con el título de «Las cosas de nuestra policía: un socialista ruso detenido», se dice:
«Ayer tuvimos noticia de que un compañero nuestro, recién llegado de Francia a Madrid, había
sido detenido por la policía.
«Hemos inquirido detalles que explicasen la detención de León Trotski, que así se llama nuestro
compañero, y nos ha sucedido lo mismo que en otros casos semejantes: que nos hemos tenido
que asombrar por la facilidad con que nuestra policía detiene a personas que no son delincuentes,
ni tienen propósito de delinquir, fundándose únicamente en el socorrido sistema de calificar de
peligroso a un individuo.
»León Trotski es un escritor muy apreciado en Rusia. Era corresponsal en Francia del gran diario
liberal de Kíev titulado Kieroskaya Myrl. Su nombre es conocido, entre otros motivos, por haber
traducido al alemán el libro Rusia durante su revolución. En París, donde residía, era redactor
del diario ruso que allí se publica con el título Nuestra palabra. En sus columnas combatía el
chauvinismo y aconsejaba a las naciones neutrales que permaneciesen dentro de la neutralidad
interviniendo únicamente para moderar la matanza y apresurar la paz.
»El gobierno francés ha expulsado a Trotski de aquel país por considerar improcedente la
propaganda de ideas pacifistas en una nación beligerante. En consecuencia, León Trotski
determinó venir a España, país neutral, donde su presencia no puede tenerse por peligrosa ni
mucho menos.
»No ha sucedido así; la policía madrileña, sin más antecedentes que los referidos, porque no
puede tener otros, le ha detenido.
«Esto es un atropello; pero es uno de tantos atropellos que constantemente nos vemos obligados a
registrar. Por nuestra parte, hemos empezado a hacer gestiones para que el compañero León
Trotski sea puesto en libertad inmediatamente».
Según se desprende de este texto, los socialistas defienden a su compañero, sí, pero aprovechan
también el incidente para atacar al gobierno y a la policía.
Pero La Acción, periódico maurista, se ocupa también del asunto contestando a su colega El
Socialista. La Acción, bajo el título de «¿Qué pasa?», dice:
«Hace días se tuvo noticia en la Dirección General de Seguridad de que un individuo ruso llamado
Bronstein Trotski,13 conocido agitador en aquel imperio y evadido de Siberia, había penetrado en
España hace unos días, a primeros del mes actual, suponiéndose que se encontraba en Madrid.
»Como el sujeto en cuestión es de los que no deben andar libremente, pues sus antecedentes no
hacen esperar de él nada bueno, la Dirección General de Seguridad encomendó inmediatamente
el servicio de captura del terrorista ruso a la brigada especial de anarquismo. Púsose ésta en
seguida en movimiento y, anteayer, dos agentes de dicha brigada cazaron al individuo peligroso en
la calle de Preciados, en una casa de huéspedes donde habitaba desde que llegó a Madrid.
Como estas confidencias las tenemos por conducto extraoficial —pero absolutamente, totalmente
exacto, toda vez que el servicio se ha llevado a cabo con la mayor reserva—, hemos interrogado al
comisario de la brigada de anarquismo, señor Ortiz, el cual no ha accedido, por razones que comprendemos y respetamos, a contestar a nuestras preguntas.
Parece ser que algunos conocidos agitadores madrileños han visitado al presidente del Consejo
con objeto de recabar de él la libertad del detenido. Éste continúa en la cárcel.
»En la casa en que fue hallado, se hacía llamar León Trotski. Tiene treinta y ocho años de edad.
No necesitamos encarecer la importancia de esta detención, y esperamos que los buenos oficios
interpuestos por los agitadores profesionales cerca del jefe del Gobierno encuentren la más
rotunda de las negativas».
El enfoque no es, ciertamente, el mismo que el de El Socialista. Pero igual que el otro periódico
sólo utiliza a Trotski para hacer su política particular.
Estos dos diarios serán casi los únicos que se ocupen de Trotski, pero aun así abandonarán pronto
la polémica. De todos modos, el notar un ambiente alrededor de su caso debió de tranquilizar a
Trotski sobre su inmediato porvenir.
Al día siguiente, domingo 12, le comunicaron que estaba libre... pero con la condición de salir con
rumbo a Cádiz esa misma noche. Había estado cuatro días en la cárcel y no le costaba
abandonarla. Al irse, le dijo el preso políglota: «Cuando yo salga le instalaré en mi casa y diré que
respondo de usted». A esta frase, el comentario de Trotski tenía que ser jocoso: «Así pues, tengo
en España un amigo que me protege. Lástima que esté en la cárcel...»
Se dirigió en seguida a su pensión, donde fue inesperadamente bien recibido. La explicación
radicaba en Després, que le había precedido y allanado todas las dificultades.
Pasa este día con Anguiano y Després, a quienes dice: «He sido expulsado de Alemania por
francófilo; de Francia por germanófilo; claro está que yo no soy ni una cosa ni otra; soy un
socialista que ve en la guerra una consecuencia fatal y lógica del sistema capitalista; nuestra misión no ofrece duda; consiste en aprovechar el desequilibrio y el hambre creados por la guerra
para excitar a las masas a la revolución».
Pero no sólo habla de principios generales en cuanto al «método» de la revolución, sino que,
descendiendo al momento presente, manifiesta su temor de que se le obligue a salir por mar con el
malévolo designio de que la escuadra rusa pueda detenerle sin complicaciones.
En consecuencia, proyectan una campaña de prensa.
Daniel Anguiano cuenta una anécdota que ilustra sobre la penuria económica de Trotski en aquel
entonces; yendo hacia la estación quiso comprar un pollo que al fin adquirió, tras mucho regateo,
por parecerle elevado el precio de seis pesetas.
Otro suceso interesante relata también A. Bermejo de la Rica, en su obra La novela de Mata-Hari.
Explica que estaba entonces en Madrid aquella famosa espía y, enterada por Sokolov de la detención
de Trotski intervino cerca del agregado militar alemán en su defensa. «Tres días después, Trotski era
liberado.» 14
Es importante constatar la importancia que Alemania daba a los revolucionarios rusos en relación
con la fuerza de su enemigo del Este.
CÁDIZ
Durante las veinticuatro horas que tarda el tren en llegar a Cádiz, puede Trotski ir conociendo España.
Atraviesa de noche la Mancha, llanura y cielo. Con el día nace el Sur a sus ojos; olivos y casas
enjalbegadas que ciegan con su luz.
En Córdoba, una larga parada que da tiempo para protestar a La Acción del artículo del día 11. En
Almodóvar, el castillo vigilando la vía y el río.
Durante el viaje sostiene una animada conversación con los viajeros y los policías. Éstos le comunican
que su detención ha sido motivada por un telegrama de la policía francesa, que lo tachaba de
«anarquista peligroso».
Por fin, cuando ya es otra vez de noche, llega el tren a Cádiz. En la estación le estaban esperando
unos compañeros socialistas.15
Al día siguiente, nuevas dificultades. Se presenta en la Comisaría y el jefe de policía le advierte que
debe marcharse lo antes posible a un país de Sudamérica. Trotski arguye contra esta decisión, ya que
su deseo es dirigirse a Nueva York, dado que el visado suizo no acaba de llegar. El comisario habla
por teléfono con el gobernador 16 y le anuncia que no es posible variar esta orden, y que a la mañana
siguiente deberá tomar un barco que zarpa con rumbo a La Habana.
Trotski protesta enérgicamente de esta medida y declara que no cumplirá por su voluntad y habrán
de obligarle por la fuerza a embarcar.
Le prometen consultar el caso con las autoridades de Madrid, pero Trotski, tan pronto como sale de
la jefatura de policía, telegrafía a Després y a Anguiano pidiendo ayuda.
Con estas inquietudes termina su primer día en Cádiz.
A la mañana siguiente, se entera de que han tenido éxito las gestiones realizadas y que ha sido
autorizado a quedarse en Cádiz hasta el día 30, fecha de salida de un barco transatlántico para
Nueva York. Logra tranquilizarse cuando ve zarpar el barco que debía llevarle a La Habana y que
no había podido salir del puerto antes a causa de la niebla.
Pudiendo ya disponer de tiempo a su antojo, recorre la ciudad,
Le asombra ver gran número de «garitos» ricamente amueblados; sin duda lo que Trotski tomaba
por casas de juego eran los tranquilos casinos provincianos.
Con estupor comprueba también que circula moneda falsa, y entonces recuerda los prudentes
consejos que a este respecto da a los turistas la «Guía Jouan».17
Cádiz le produce la impresión de un decorado de ópera antigua, tan irreal como una tramoya, con
sus blancas casas asomadas al mar y las calles convertidas en bosques de naranjos.
De vuelta a la posada, se entera de que su paseo ha sido ilegal. El mundo al revés. Es el
detenido quien ha de cuidar de no separarse del policía que lo vigila.
Éste, según Trotski, es un pobre imbécil, con grandes manos que le cuelgan de unas mangas
demasiado cortas, y que escupe por un colmillo haciendo visajes. Completa el retrato explicando
que le abraza constantemente para demostrarle su amistad.
En «La Perla de Cuba», Trotski intenta leer, con la ayuda de una vela, dado lo tenebroso del
edificio,18 mientras el dueño de la fonda se enzarza en una discusión con el policía. Aquél
republicano y éste maurista, defienden cada cual sus ideas. Maura es un hombre de ciencia, un
«enciclopedista», exclama el polizonte; Plácido, el posadero, se exalta y busca el apoyo de Trotski en
sus ataques contra el zar. Éste, aburrido, abandona el oscuro comedor y se retira a su habitación.
La discusión ha sido provocada por un suelto de La Correspondencia de España censurando que
se haya puesto en libertad a Trotski.
A los tres días de permanencia en «La Perla de Cuba», Trotski fue a ver a Manuel Lallemand, director
de una compañía de segurosu y correligionario suyo, quien le buscó mejor alojamiento en el hotel
Roma y le proveyó de dinero.
Unas horas después, Lallemand fue a la pensión a buscarle en un coche de caballos, y le dejó
instalado en su nuevo domicilio.20
Surge un pequeño contratiempo para Trotski: el dueño de «La Perla de Cuba», ofendido por su
cambio de domicilio, ha difundido que recibe dinero de los imperios centrales. Con este motivo, le
visita el cónsul alemán y todo queda explicado. ¿La confusión proviene del nombre de Lallemand,
que fue quien le facilitó numerario? Es posible.
De todos modos, el incidente preocupó a Trotski, ya que el hijo del fondista21 era colaborador de El
País22 y podía influir para volver en contra suya este periódico que, hasta entonces, le había
defendido. Sobre el caso concluye diciendo: «Extraño lío de cuentas de hotel y retazos de bandera
republicana».23
En completa tranquilidad discurren los días siguientes; y el 29 pide autorización para prorrogar
su estancia en Cádiz hasta la salida del próximo barco. Aduce como razón que su familia no ha
podido reunírsele debido a la anormalidad de las comunicaciones en tiempo de guerra.
El Socialista 24 se hizo eco de este ruego y, por último, consiguió sus deseos.
LA CAMPAÑA DE LA PRENSA
Entretanto, en la prensa de Madrid se ha desencadenado una pequeña campaña en torno a su
persona.
La Acción, que ya el día 11 se había ocupado del caso, vuelve sobre el mismo asunto con un artículo25
que encabeza con estos titulares: «El ruso sospechoso. León Trotski protesta. Un telegrama y unos
antecedentes». El texto dice: «Recibimos hoy el siguiente telegrama: Acción. — Apartado seis. —
Córdoba (enlace). — Protesto enérgicamente contra vuestras afirmaciones difamatorias. Enviaré
rectificación de Cádiz. — León Trotski». Tras explicar quién es el ruso, continúa el diario maurista:
«Los hechos están diciendo que nuestra información era exacta y el telegrama de León Trotski,
protestando de no sabemos qué difamaciones, desde el momento que es verdad que estuvo
detenido, nos viene a revelar la noticia, no facilitada en parte alguna, de que los visitantes del
conde de Romanones han conseguido que se le ponga en libertad.
»Pero ahora preguntamos: Si Trotski no era un individuo sospechoso, ¿por qué se le ha obligado a
salir de Madrid inmediatamente?
»¿Es que se ha marchado a Cádiz por su voluntad? No. »En la estación del Mediodía nos hemos
enterado de que León Trotski va vigilado por dos agentes.
»¿Por qué se le lleva a Cádiz? ¿Se le va a dejar allí? ¿Se le va a repatriar?
»Si fuera persona sobre la que no recayeran sospechas, se le hubiera dejado en Madrid o donde a
él le diera la gana estar.
«Cuando nosotros dimos la noticia de su detención y de las gestiones para su libertad, es porque
teníamos motivos para saber que la noticia era exacta.
»E1 mismo León Trotski lo confirma al telegrafiarnos en el enlace de Córdoba, de paso para Cádiz.
»Si el haberlo detenido es un caso de difamación, allá la policía.
Nosotros hemos cumplido nuestro deber de informadores y no queremos hoy cumplir el de críticos,
porque la conducta del conde de Romanones, cediendo a las presiones que anunciamos, se presta
a muchos comentarios y a la declaración de que, siguiendo por este camino, llegará el momento
en que ni la misma policía se preocupará de los temores convulsivos que de pronto asaltan al
señor presidente del Consejo».
En este artículo, La Acción, órgano conservador, aprovecha la ocasión que Trotski les brinda con
su telegrama, para atacar a Romanones, jefe del partido liberal y, por tanto, el más cercano rival
político de los mauristas.
Por su lado El Socialista, cumpliendo lo prometido a Trotski antes de abandonar Madrid, publica en
su defensa un artículo con el título de «Hay que descubrir lo que se intenta»,26 y tras explicar que
se le ha puesto en libertad, pero que el mismo día se le obligó a partir en dirección a Cádiz, pasa a
preguntar:
«¿A dónde se le piensa trasladar? Se ha dicho a nuestro correligionario que en Cádiz se le dejará
en libertad para ponerse en relación con las personas que le son conocidas y con su familia, que
sigue domiciliada en Francia, para que se traslade al país que más le convenga y mayores
garantías de seguridad personal le ofrezca.
»Pero a nuestro amigo León Trotski la policía española le ha engañado más de una vez en el
breve espacio de tiempo que lleva de estancia en nuestro país, y no es muy creíble que en Cádiz
se den a nuestro correligionario Trotski las garantías personales a que tiene derecho, si se
continúa permitiendo que la policía siga actuando tan libremente, tan arbitrariamente y tan
vergonzosamente».
Luego, dicho periódico pasa a contar las gestiones realizadas por el partido socialista para
interceder en favor de Trotski. Entresaco algunos párrafos:
«Cuando el Comité nacional de nuestro partido tuvo noticia del encarcelamiento de León Trotski,
una comisión de dicho Comité marchó a la Dirección General de Seguridad para informarse de los
motivos de la detención. Fracasaron todas las gestiones. En la llamada Dirección de Seguridad
nada sabían. Los funcionarios de categoría inferior con quienes se habló lo ignoraban todo, pues
ellos no hacían otra cosa que cumplir las órdenes recibidas. El director de Seguridad que, según
dichos funcionarios, comunicaba las órdenes, era quien podía informarnos. Pero cuando, en
representación de nuestro partido, solicitábamos ver al director de la policía, para adquirir los
informes que sólo él podía comunicarnos, desconsideradamente, el director de Seguridad, o la
persona que le representaba, evadía nuestra entrevista, volviendo a ponernos en relación con el
personal subalterno, que nada sabía y no hacía más que cumplir órdenes superiores».
Visto la inutilidad de estas gestiones, decidió el comité acudir al conde de Romanones:
«Al jefe del gobierno nuestros compañeros le dieron cuenta de la arbitraria e ilegal detención del
correligionario Trotski...
»E1 conde de Romanones no tenía noticia alguna de lo hecho con Trotski. Ofreció enterarse y
comunicar en el día de hoy sus informes a la comisión de nuestro partido. Y ha sucedido que un
día antes de que el jefe del gobierno pudiera adquirir los informes, atendiendo la reclamación que
le fue formulada, la policía española tomó la resolución de trasladar a Cádiz al camarada Trotski...
Nuestro partido queda esperando el resultado de la reclamación que tiene formulada y que no
abandona. Trátase de un correligionario ruso, que llega a nuestro país y es tratado por las
autoridades con una desconsideración que avergüenza; y no estamos dispuestos a abandonar
este asunto, por razón de solidaridad con nuestro compañero Trotski, primero; por consideraciones
de decoro nacional, después; sería indigno de nuestro país que quedara sin la defensa a que al
amparo de las leyes tiene derecho quien es instrumento de manejos policíacos, según nuestras
referencias».
Todavía sigue el artículo con unas manifestaciones de Trotski que transcribo a continuación:
«Cuanto más reflexiono sobre mi situación, más seria me parece. La detención, en sí misma, no
tiene importancia alguna; al contrario, es una cosa cómica. Mis ideas, que aquí nadie conoce, y
que no puedo explicar en el idioma de este país, dicen que son demasiado avanzadas.
«Esta explicación, por su estupidez, obliga a buscar otras razones, es decir, los propósitos que se
abrigan y no se confiesan. Por eso la cuestión hay que plantearla de esta forma: La policía
francesa (nótese que digo la policía y no me refiero al gobierno francés, que acaso sea extraño a
esto) ha querido expulsarme de Francia y echarme precisamente a España, haciendo lo imposible
para que no pudiera entrar en Suiza. Los dos inspectores que me condujeron a España, me
dijeron, sin haberles preguntado nada: "Puede usted estar tranquilo, que no le entregaremos a la
policía española". A lo cual no pude menos de responder: "¡Ya! Porque tienen ustedes la seguridad
de que ella me encontrará en seguida". Tenía yo sospechas de que luego hablaré. Ahora me hallo
detenido. ¿Por qué? No será por falta de documentación. Puede ocurrir muy fácilmente que se
encuentre a un ruso cuyos documentos no se hallan en regla, y le metan en la cárcel para
identificarlo. Pero aquí ocurre lo contrario; no se ha demostrado ningún interés por mis papeles.
Cuando yo quise sacarlos del bolsillo para mostrarlos, me dijeron:
"No, no hace falta, ya los
conocemos". Y añadieron que la orden de encarcelamiento estaba ya firmada.
»Se me detuvo "por adelantado", basándose en las informaciones enviadas por la policía francesa,
que se propuso a toda costa que yo cayera en manos de la policía española. »La iniciativa de
todas estas persecuciones contra mí, pertenece a la embajada rusa en París. Muchas veces me
han repetido en la censura que el hecho de que un periódico ruso publicado en París critique la
política rusa durante la guerra, es una cosa "muy desagradable" para el gobierno ruso.
»Se comprende. Nuestro pequeño diario ha sido citado en todas partes. El odio de la embajada
rusa contra mí era muy activo. Se han propalado rumores de que el periódico estaba sostenido
por... el rey de Prusia. Pero nuestros ataques contra el imperialismo alemán y contra la mayoría
socialista eran bastante claros y elocuentes para limpiarnos de toda sospecha.
»Pero desde que el gobierno ruso envió soldados de nuestro país al frente francés, la actitud de la
embajada respecto de los refugiados rusos se hizo más violenta. Ha logrado lo que quería: nuestro
periódico ha sido prohibido y yo he sido entregado a la policía española.
»Sería desconocer a la policía rusa suponer que con este resultado se da por satisfecha. No; lo
que quiere es que yo caiga en sus manos. No ha podido lograr que la policía francesa,
directamente, lo haga, porque hay en Francia ministros socialistas, y hay periódicos que han
amenazado con ciertas divulgaciones, etc.
»Pero en España sería otra cosa: aquí me hallaría aislado, y la policía española no tendría
escrúpulos políticos para [no] entregarme.
»La organización de la policía del zar es mucho mejor que la de su ejército. Los cónsules rusos
gastan cantidades enormes para tener a su servicio policías franceses, ingleses y... de los países
que les hagan falta.
»Como la policía francesa ha querido entregarme precisamente a la policía española, puede ser que
ésta tenga ahora el propósito de entregarme, directa o indirectamente, a la policía del zar.
»Me quieren poner en la frontera. Pero la frontera de tierra está excluida, porque es Francia de
donde me han arrojado. Queda la frontera marítima, y si me obligan a embarcar, hay que tener
presente que en el Mediterráneo, como en el Atlántico, hay barcos de guerra rusos, que pueden
detener al que me transporte, pueden entonces detenerme a mí y lograr de esta manera sus
propósitos».
Y termina el largo artículo de El Socialista con estas palabras:
«El último párrafo produce angustia. Hemos de insistir en lo que ya hemos dicho: Es vergonzoso, es
odioso que un individuo sin antecedentes que le señalen como peligroso pueda ser detenido tan
arbitrariamente como la policía madrileña ha detenido a León Trotski; lo encarcele y lo mande a la
punta de Europa, a Cádiz. ¿Con qué fin? Si es con el propósito de embarcarle, y que en alta mar lo
aprese un barco ruso, conste que estamos sobre aviso, y sabremos atraer la atención política
sobre tan indigna maniobra.
»No debe olvidar el gobierno que por encima de los deseos perversos de la policía rusa está, en
España, el respeto a la ley y a la personalidad humana».
Como se ve, Trotski estaba seriamente preocupado por el desenlace que su detención podía
tener. Este artículo explica su inquietud cuando, recién llegado a Cádiz, le comunican que debe
partir inmediatamente para La Habana. Todo le hace suponer una maniobra proyectada con el fin
de que caiga en manos del gobierno imperial ruso.
Pero en España sólo se intentaba deshacerse de su molesta persona, y por eso se atendieron
sus ruegos, pudiendo embarcar finalmente para Nueva York.
Estas declaraciones de Trotski las recoge La Acción
27
con estas palabras:
«Nosotros respetamos los derechos de todos los ciudadanos nacionales y extranjeros, y en este caso
no hemos faltado a ese criterio, pues no hemos dicho de León Trotski sino lo que nos constaba ser
cierto y lo que sabíamos no podría sufrir rectificación».
A continuación transcribe la mayor parte de las manifestaciones de Trotski y, finalmente,
concluye con unos comentarios:
«Estas manifestaciones de León Trotski son la mejor confirmación de que nosotros no hemos
juzgado ligeramente a ese individuo.
»Nos limitamos, al dar la noticia de su detención, a consignar nuestros recelos sobre el hecho de
que anduviera libremente por España un sujeto expulsado de Rusia, de Francia, naciones que
son —según nuestros elementos radicales— templos de todas las libertades y aras de todos los
derechos del hombre.
»Hoy, esas palabras de León Trotski nos afirman en nuestra opinión.
»No tenemos por qué indagar quién es ese individuo, ni nos metemos a juzgarle. Mucho menos
hemos de echar cargos sobre él. Lo que decimos, insistiendo en lo ya dicho, es que no hay razón
que abone la permanencia libre en España de sujetos expulsados de otros países y a los cuales
en los otros países se les niegan los derechos que tienen los demás ciudadanos.
»Y queda terminado el incidente».
Este artículo lo leyó Trotski en Cádiz, y causó su indignación que le atacaran precisamente los
mauristas, que abogaban por la paz igual que él.
Por lo visto, Trotski no cae en la cuenta que el órgano del partido conservador no censura sus
ideas pacifistas. Lo que busca La Acción es una medida de política interior alejando a un
elemento peligroso, como Trotski, del suelo español...
Sin embargo, la polémica no acaba ahí. Efectivamente, El Socialista 28 contesta con grandes
titulares: «El caso de León Trotski. Taimadamente se ha cometido una infamia». Y sigue diciendo:
«Hemos recibido de Cádiz, firmado por nuestro correligionario León Trotski, un telegrama en que
nos anuncia que en el día de hoy, y a las ocho de la mañana, será embarcado, como si se tratara
de un criminal, para La Habana.
«Oficialmente, aún no sabemos los motivos por los cuales se ha tomado en nuestro país la
determinación de expulsar a nuestro compañero.
»La reclamación que formuló al presidente del Consejo de Ministros una representación del
Comité nacional de nuestro partido sigue pendiente de contestación cuando escribimos estas
líneas.
»Si el conde de Romanones hubiera cumplido su palabra, en el día de ayer hubiéramos conocido
el resultado de las informaciones que dijo iba a pedir para dar contestación adecuada a la
reclamación que se le formuló.
»Cuando la contestación llegue, nuestro amigo Trotski estará embarcado con rumbo a La Habana.
Y en nuestros espíritus queda solamente la impresión que nos produjeron sus manifestaciones
cuando aquí, en Madrid, le acompañamos en peregrinación a los centros oficiales, para ver si
evitábamos se consumara la resolución bárbara que contra él se había tomado.
»Y la impresión es la nacida de las fundadas sospechas de que todo lo ocurrido sea
consecuencia de una persecución policíaca. Y suponiendo a Trotski embarcado en buque que
marcha con dirección a La Habana, no podemos olvidar sus temores, y se apodera de nuestro
pensamiento la idea de que el embarque sea otra taimada acción policíaca, para hacer que
nuestro correligionario, por procedimiento indirecto, sea entregado a la policía rusa.
»Lo hecho hasta ahora ya es bastante para que sintamos vergüenza de que haya podido ser
ejecutado en nuestro país y por nuestras llamadas autoridades. Si a lo hecho se añaden nuestras
sospechas y nuestros temores, aún se acrecienta la vergüenza que sufrimos. Las gentes de
nuestro pueblo rechazan indignadas los procedimientos de la taimada circunspección que se han
empleado; rechazan, además, la resolución de expulsión que se ha tomado. Eso que ha arrojado
de nuestro país a Trotski es lo que el pensamiento y sentimiento de honradez de nuestro país
rechaza con repugnancia, y a lo que se ve sometido por carecer de fuerzas bien organizadas y
orientadas para no aguantar su predominio. Esto que ha lanzado a Trotski fuera de nuestro país
es lo mismo que el pueblo tiene que arrojar al basurero por razones de higiene de los espíritus.
Eso no somos nosotros, eso es lo que estorba, lo que hace imposible una vida moral limpia.
Repetimos que no sabemos cuáles son las razones que puede dar el conde de Romanones para
justificar la determinación tomada con Trotski.
»Con lo sucedido tenemos hechos suficientes para poner comentarios; pero para mayor
demostración de nuestra excesiva ecuanimidad, nos los guardamos hasta conocer lo que nos
diga el presidente del Consejo de Ministros».
Verdaderamente, la ecuanimidad de que dice hacer gala El Socialista no surge. Sin intentar
defender a Trotski con razones que muevan a las autoridades a suspender la orden de
embarcarlo para La Habana, se lanza a una serie de invectivas contra el gobierno y la policía.
Pero no terminan aquí sus ataques; el artículo continúa, dirigiéndose ahora contra La Acción:
«La Acción, diario maurista y, según confesión propia, el único periódico honrado,29 recogió hace
días la noticia del encarcelamiento de Trotski y le puso un comentario.
«En lo que por su cuenta, y con arreglo al concepto que tiene de la honradez, claramente daba a
entender que se puede ser honrado y órgano oficioso de la policía.
«Afirmaba el diario maurista que Trotski era un terrorista furibundo; que los terroristas españoles
habían comenzado a movilizarse para gestionar la permanencia de Trotski en España; pedía a las
autoridades españolas desatendieran las reclamaciones de los terroristas españoles, y solicitaba,
al fin, que Trotski fuera arrojado de nuestro país.
»Si el terrorismo fuera lo que la escoba para las inmundicias, era cosa de hacerse terrorista al
apreciar la condición moral de quienes inspiran el órgano del maurismo.
»Pero no es ése el remedio. El terrorismo queda para los mauristas con Maura a la cabeza, que
pretenden dominar a sangre y fuego al país, y cometer actos tan honrados y poco criminales
como los fusilamientos de Barcelona de 1909.
»Hoy vamos a lo nuestro, que no es justificarnos ante La Acción, para demostrarle que no somos
terroristas.
«Vamos a procurar demostrar que La Acción es casi, si no totalmente, el órgano oficioso de la
policía española.
»E1 origen de la noticia dada por el órgano del maurismo, tres días después de que Trotski
llegara a nuestro país, es de la policía francesa, quien dio informes parecidos a éstos. "El
terrorista-anarquista-peligroso León Trotski hoy ha pasado la frontera con dirección a San
Sebastián y se dirige a Madrid." El autor de esta noticia infamante y de las consecuencias registradas es M. Bidet,30 persona de una grosería ofensiva, con quien tuvo algunos serios
disgustos nuestro compañero Trotski.
»¡ Trotski terrorista! ¿Terrorista de hecho? Pues digan dónde están los actos terroristas en que
haya tomado parte o estado complicado.
»¿Terrorista por principios ideales? Pues cítese alguno de sus escritos en que haya defendido la
teoría terrorista.
»De todo lo dicho y hecho hasta ahora no queda más que una conjura policíaca, que para
vergüenza de todos ha sido diligente y taimadamente secundada en nuestro país.
»Esto, y que La Acción es un honrado órgano de opinión al servicio de estas acciones honradas.
«Después, ya veremos, porque el asunto no lo damos por concluido».
A todo esto La Acción, sin preguntar qué incompatibilidad existe entre la honradez y el dar una
noticia recogida de la policía, contesta el viernes 17,31 diciendo:
«Ha habido conversaciones diplomáticas entre el presidente del Consejo y el Comité nacional del
partido socialista a propósito de un asunto verdaderamente nacional y societario: a propósito del
ya famoso sujeto ruso León Trotski. La odisea de estas negociaciones nos la cuenta, todo
desolación, El Socialista.
«Resulta grotesco todo lo ocurrido en esta cuestión sencillísima: desde la reserva con que se ha
llevado a cabo el servicio policíaco hasta estas entrevistas del jefe del gobierno con el Comité
socialista. Para estos señores son todos nuestros respetos, pero, aparte de eso, ¿no les parece
que es sacar las cosas de quicio en trajín y en visiteo alrededor de un suceso completamente
vulgar, común y corriente?
»Ni nos explicamos el silencio que se ha guardado acerca de este asunto, sobre el cual sólo
hemos hablado para decir lo que repetimos hoy: que nos parece sencillísimo, diáfano y natural el
hecho de que un sujeto, expulsado de Rusia, Francia e Italia, internado en España, se le detenga
aquí, y con toda clase de consideraciones para su persona —que ésta ha sido la realidad— se le
ponga fuera de nuestro país, toda vez que no hemos contraído obligación alguna para alojar en
nuestra casa a sujetos que, sobre no ser conocidos, no traigan la garantía de una presentación en
regla.
«Esto es todo... Pues alrededor de eso se quiere hacer un ambiente de misterio, y alrededor de
eso el Poder Público está perdiendo el tiempo en negociaciones y conferencias que no sabemos a
qué obedecen ni qué pueden significar».
Con este artículo La Acción da por terminado el asunto y no vuelve a ocuparse de él.
Sin embargo, un nuevo suceso va a atraer una vez más la atención de la prensa sobre Trotski.
Castrovido, diputado republicano, había ido a visitar en la cárcel a Torralba Beci y allí le
hablaron de Trotski, que estaba detenido también.
Con este motivo, en la sesión del viernes 17 de noviembre, el director de El País intervino en el
Congreso a favor del socialista ruso, con estas palabras:32
«Siento mucho, señores diputados, que no esté presente mi distinguido amigo particular el señor
ministro de la Gobernación, sobre todo si su ausencia del banco azul es motivada por la enfermedad
de su hijo. Le había anunciado las preguntas y los ruegos que le iba a dirigir; pero como el gobierno
está dignamente representado por el ministro de Gracia y Justicia, se las dirigiré a él. Advierto y no
como censura, ni siquiera como queja, que todos los ruegos y preguntas que voy a hacer hoy, debía
haberlos hecho, si hubiera podido, el lunes último; pero como hay muchos señores diputados que
tienen pedida la palabra, y no es justo que se invierta el orden, no he podido hacerlos hasta ahora,
por lo cual resultan algo añejos».
Luego expone su extrañeza por haberse clausurado la exposición de dibujos del holandés
Ralmalckers, tan sólo porque los temas eran bélicos.
Y a continuación entra en la defensa de Trotski:
«Voy también a hacerle otra pregunta relativa a la detención realizada en Madrid de un ruso, cuyo
nombre no recuerdo. Este ruso, socialista, había sido expulsado de Francia, porque en Francia
defendía la paz; era un socialista pacifista. Vino a España, y aquí fue detenido. ¿Por qué? Ésta
es una de mis preguntas.
»Los socialistas, portándose admirablemente con este correligionario suyo, partidario de la paz a
todo trance, enemigo de la guerra actual y de los países aliados y de sus adversarios por continuar
la contienda; los socialistas, digo, demostrando su admirable espíritu de justicia, visitaron al señor
presidente del Consejo para protestar contra una detención que estimaron arbitraria, como la estimo
yo también; y el señor presidente hizo gestiones que produjeron la libertad del detenido. Pero
después, tampoco sé por qué, y ésta es otra pregunta, volvió a ser detenido, fue enviado a Cádiz, y
en Cádiz no sé si ha sido puesto en libertad o si se le ha enviado a Cuba. (El señor Domingo: Se le
ha enviado a Cuba.) Pues, si se le ha enviado a Cuba, ese destierro me parece una injusticia.
»Todo esto tiene un sabor de tiranía afrentoso para el partido liberal; todo esto demuestra que en
España son todavía delitos las manifestaciones del pensamiento; todo esto es verdaderamente
inicuo, injusto; sumamente deplorable; constituye un baldón ignominioso para el partido liberal que
lo ha dispuesto o que lo tolera y para todos los demás, si quedara impune este verdadero crimen
legal».
El ministro de Gracia y Justicia contestó en términos generales al diputado Castrovido ofreciendo
datos concretos cuando el ministro de la Gobernación pudiera volver al Congreso.
Pero, a pesar de que a la siguiente sesión el señor Ruiz Jiménez, ministro de la Gobernación, pudo
incorporarse al Congreso, y a que en días posteriores se trató sobre otros asuntos tocados por
Castrovido, no se volvió en las Cortes a hacer mención de Trotski.
Esto se explica por el hecho de que el socialista ruso finalmente no abandonó Cádiz, y sobre todo
por la contestación dada por el conde de Romanones al director de El País a sus preguntas sobre
Trotski:
«Se trata de un sujeto en extremo peligroso, expulsado de Francia por sus ideas y a quien la policía
francesa nos lo ha entregado encargándonos mucha cautela.
»Ningún interés tenemos en retenerlo; por el contrario, nuestro deseo es deshacernos de él».
Tiempo más tarde, Castrovido recibió una carta de Trotski agradeciendo su interpelación.
Naturalmente, todos los periódicos,33 en su reseña de la sesión de las Cortes, publicaron las
preguntas del diputado republicano.
Alguno, como El Socialista, les puso un comentario.
Bajo el título de «Unas preguntas interesantes de Castrovido»,34 y tras de publicar íntegra la
interpelación, añade:
«Hacemos nuestras las declaraciones del diputado republicano.
«Aún hay tiempo de impedir que la injusticia se realice.
»Hemos recibido noticias de correligionarios nuestros de Cádiz. Nos comunican que León Trotski ha
sido autorizado para permanecer en aquella población hasta fin de mes. Se le concede este tiempo
para que pueda reunirse con su familia y trasladarse a los Estados Unidos, que es a donde desea ir,
si la ilegal, injusta y bárbara disposición de expulsión se mantuviese.
»Como no hay motivo alguno que autorice a ejecutar la disposición tomada contra el camarada
Trotski, el Comité nacional de nuestro partido se ha dirigido de nuevo al presidente del Consejo de
Ministros para reclamar sea revocada la orden de expulsión.
»Por respeto a las leyes de nuestro país y en bien del derecho nacional, deben ser atendidos los
deseos de nuestro Comité nacional».
Después de este artículo hay un largo paréntesis de tiempo en el cual ningún periódico se ocupa de
la detención de Trotski.
El día 29 de noviembre, es de nuevo El Socialista quien sale en su defensa.35 Dice así:
«Desde que se tuvo noticia de que nuestro correligionario León Trotski había quedado en Cádiz
hasta el día 30 del mes actual, y en espera de un buque que lo trasladase a Nueva York, el
Comité nacional de nuestro partido se dirigió por tres veces al presidente del Consejo de
Ministros pidiéndole se rectificara la orden, arbitraria, injusta y deshonrosa para nuestro país, de
expulsión de nuestro camarada.
»Se solicitó del conde de Romanones respuesta a la reclamación, y hasta el día de hoy, víspera
de la fecha en que Trotski será embarcado y expulsado, no ha tenido nuestro Comité nacional
contestación alguna.
»En el Congreso, nuestro estimado amigo Roberto Castrovido formuló, ya hace días, un ruego que
nosotros reprodujimos íntegro, encaminado a evitar que Trotski fuera expulsado. Quedó el ministro
de la Gobernación en dar satisfactoria respuesta al diputado republicano y director de El País, y
a esa fecha, y cuando faltan menos de veinticuatro horas para que nuestro correligionario sea
arrojado injustamente de nuestra nación, nada ha dicho el señor Ruiz Jiménez en respuesta al
señor Castrovido.
»Como se ve, se ha guardado un silencio que reputamos de sospechoso. Nos hace deducir que
burdamente se prohibe desatender todas las reclamaciones formuladas, en espera de que
llegue el día en que Trotski sea expulsado.
»Si es esto lo que se hace, no honra a quienes, por ocupar el poder, están obligados a proceder
con más seriedad y mayor consideración con las personas y entidades que reclaman actos de
justicia.
»Si el silencio es desprecio, nosotros hacemos constar nuestra protesta. Pero advertimos que a
quien desprestigia y ofende gravemente el silencio guardado es a los que debieron hablar y
callaron.
»Y ahora, y para terminar por hoy, publicamos un telegrama que hemos recibido de Trotski. "Cádiz,
28. He telegrafiado al ministro de la Gobernación diciéndole que, a causa de las irregularidades en
la comunicación telegráfica entre Rusia, Francia y Cádiz, no me ha sido posible reunir en ésta a mi
familia para partir con ella a Nueva York el 30 de noviembre a las diez de la noche. Solicito con todo
interés autorización para continuar en Cádiz hasta el próximo buque, para poder partir con mi
familia. Temo que el gobierno confirme el acuerdo de mi expulsión, motivada por un sentimiento de
crueldad injustificado, y os pido intervengáis nuevamente para procurar evitarlo. Trotski."
«Nosotros insistimos en la reclamación formulada, pero la conducta pasada, la verdad, no nos hace
tener esperanzas. »Y conste que lo sentimos por el país en que vivimos».
Esta gestión tuvo éxito.
En este artículo, en que El Socialista ataca al gobierno por no contestar a Castrovido, censura
indirectamente al director de El País.
Efectivamente, el día antes Castrovido sostuvo una larga interpelación al ministro de la Gobernación,
y nada preguntó sobre Trotski.
A partir de esta fecha no volvieron a publicar nada más los periódicos españoles sobre Trotski. Ni
siquiera El Socialista salió en su defensa en las dos ocasiones en que, posteriormente, el ruso
pidió ayuda.
De todos modos, la campaña tuvo escasa importancia. Sólo El Socialista procuró dar realce al
«caso Trotski».
Hoy, visto a través del renombre que luego tuvo Trotski y aislado de todo otro suceso, puede parecer
de mayor importancia que la que entonces se le dio.
En realidad, su detención significó un incidente que cada cual aprovechó para su política
particular.
La Acción para atacar al partido liberal; El Socialista tenía ocasión de enfervorizar a sus seguidores
denunciando «la injusticia» cometida con un correligionario; y, por último, a Castrovido le sirvió para
censurar al gobierno.
Éste fue, en verdad, el alcance y el valor que los españoles dieron al «caso Trotski».
LECTURAS EN EL DESTIERRO
Los días que pasa Trotski en Cádiz transcurren plácidos, como la ciudad en que vive.
No es difícil imaginársele recorriendo el puerto, correcto en el vestir, sombrero de paja fina y su
inseparable bastón.36
Durante estos paseos gustaba de pararse a conversarcon los marineros, especialmente si eran
supervivientes de algún barco víctima de la contienda.
Ocasionalmente se llegaba hasta las oficinas de la Compañía Trasatlántica para pedir detalles
de su viaje a Nueva York. En una de estas visitas le dijo Cayetano, portero de dicha oficina: «La
guerra la empezó Alemania, pero Inglaterra no quiere terminarla».
Lallemand, cuya amistad cultiva, le dice que ha visto en la policía su ficha enviada desde Madrid,
y en ella le tratan como «un amigo».
Por supuesto, visitas al Museo, que entonces constaba de una sola sala. Admira los magníficos
zurbaranes que del retablo de la cartuja de Jerez, atropellada por la desamortización, pasaron al
Museo de Cádiz. Considera el cuadro de Rodríguez Valcárcel, que lo habían premiado en París en
1867, tan falso y tan vano como el segundo imperio. Se trata de un enorme lienzo representando la
contestación de la Junta de Cádiz a Napoleón y pintado al gusto (?) de la época- En el Museo,
Trotski firmó en un álbum donde el conserje, Antonio López, recogía autógrafos de los visitantes.
Escribió lo siguiente: «26-XI-1916. — León Trotsky, écrivain russe, expulsé de l'Espagne». Un día
fue al Gran Teatro37 a ver zarzuela. Le gustó la obra, bien interpretada 38 y corta. La compañía
representaba varias zarzuelas en una sola función en lo que hoy llamamos «sesión continua».
En otra ocasión estuvo en el cine y le asombró la pasión de los españoles ante el espectáculo, ya
que avisaban con sus gritos a los héroes de la película de los peligros que iban a correr.
Pero la mayor parte de sus horas transcurrían en la biblioteca provincial. Este hermoso edificio,
con gran patio y buena escalera de piedra, tenía entonces un lóbrego aspecto, ya que la sala de
lectura estaba situada en un corredor.39
Trotski se queja del escaso número de libros en lengua extranjera, pero entonces de los treinta mil
volúmenes de que consta esta biblioteca sólo había cinco mil catalogados.
Durante el mes pasado en Cádiz, nada menos que dieciocho tardes dedicó a la lectura. Las obras
consultadas fueron las siguientes: Amours et gdlanterie, de Saint Edmé; Cours d'Histoire Moderne, de
Guizot; Histoire de l'Espagne, de Adam; Castilla la Nueva, de Lafuente; Tableau d'Espagne, de
Bourgoing; Histoire de la Révolution, de Schepeíer; Mémoires, de De Maistre; y un tratado sobre el
derecho marítimo escrito por Merlhiac y titulado De la liberté de mers et du commerce, ou tablean
historique et philosophique du Droit Maritime.
El primer libro que leyó fue el de Bourgoing. Este fino observador dice que en la Europa civilizada la
gente no se divide en nacionalidades, sino, mejor, por profesiones. Describe bien nuestro carácter:
«El español del siglo xvi ha desaparecido, pero ha quedado su mascarilla. De ahí estos rasgos de
orgullo y suficiencia que le distinguen aún en nuestros días».40 También le interesan los capítulos
dedicados a la Inquisición y a las leyes sobre las corridas de toros. El ruso, comparando los
hechos leídos con los que él puede observar, concluye que España no ha variado casi, pues si bien
no existe ya la Inquisición, aún continúa la censura eclesiástica en nuestros periódicos.
Todo lo referente a Inglaterra le apasiona. Estudia la conducta de este país durante la guerra de
sucesión española en los libros de Adam y de Merlhiac.
En esta última obra están subrayados los capítulos segundo y tercero titulados, respectivamente,
«Las pretensiones de Inglaterra» y «Conducta de la Gran Bretaña. Compañía de Comercio.
Decadencia del comercio inglés». Y en ellos se comentan las supuestas razones de la política
inglesa, de la que dice: «Sus tratados de paz son más funestos para sus vecinos que el alcance de
sus ejércitos».
La obra que más consultó Trotski es, sin duda, Histoire de la Révolution, escrita por Schepeíer,41
representante en España del rey de Prusia durante la guerra contra Napoleón, que señala la
importancia que entonces tenía Cádiz.
Algunos de estos libros están muy deteriorados, y esto motivó el comentario de Trotski: «Tuve el
placer de convencerme de que la polilla no es un animalito imaginario».42
Se desprende de estas horas de lectura su constancia en la fobia antibritánica y su mantenida
obsesión por los temas que giran en torno a la ideología que iba a llevarle a las jornadas de
Octubre.
DESPEDIDA DE ESPAÑA
El barco en que va Trotski a Nueva York, sale de Barcelona el 25 de diciembre, y haciendo escala en
diferentes puntos, desde Cádiz se lanzará al océano. Trotski pide a las autoridades españolas
permiso para ir a embarcar a Barcelona, donde podría reunirse con su familia, que se hallaba
en Francia, evitándole las molestias del viaje en tren hasta Cádiz.
Más cartas y telegramas, nuevas conferencias telefónicas.
Tiene éxito al gestión, y el 20 de diciembre sale Trotski camino de Barcelona, vía Madrid, bajo la
vigilancia de dos policías. Como despedida, el comisario de Cádiz le envió una cuenta de diecisiete
cincuenta pesetas por conferencias telefónicas.
En Madrid se detiene un día, pero nada resuelve, ya que Després se había ido a París. Consume
su tiempo en los Museos del Prado y Arte Moderno y en la Academia de Bellas Artes.
Al día siguiente, otra vez el tren.
En el camino, Zaragoza, la ciudad heroica, Trotski tiene un recuerdo para Palafox, el general
«revolucionario».
El triste paisaje de los Monegros y los pocos pueblos que se dibujan en el horizonte le hacen
exclamar: «Piedra y arcilla sobre arcilla y piedra».43
Y, por fin, Barcelona.
Nada más llegar a esta «Niza, en un infierno de fábricas», la obligada visita a la Jefatura de policía,
donde, tras una larga espera, le dejan de nuevo libre. Libertad que se apresura a aprovechar
cursando el siguiente telegrama al conde de Romanones: «A mi llegada a Barcelona me tuvieron
tres horas en la Jefatura de policía sin darme la posibilidad de comer ni de lavarme. Dígame qué es
lo que quiere de mí su policía».
En Barcelona el tiempo apremia; encuentro con la familia, algún paseo junto al mar y, en seguida, la
fecha de partida.
En Valencia, cuando iba a desembarcar, en la pasarela tres policías respetuosamente le indican que
tienen orden de no permitírselo. Por el fuero intentó hacerlo y los agentes, amablemente, le
condujeron de nuevo a cubierta. De todos modos, Trotski escribe al gobierno, periódicos y amigos
protestando de esta medida.
En Málaga ocurre lo mismo y, entretanto, se ha convertido en la comidilla de las tertulias de a
bordo.
El barco se llama Montserrat, es propiedad de la Compañía Trasatlántica. Va con todas las plazas
cubiertas. ¡No en balde viaja bajo un pabellón neutral! El público es heterogéneo: tres americanos,
«trío excepcionalmente abominable»;44 un campeón de billar francés, y, por último, sube en Cádiz al
barco un joven inglés, sobrino de Osear Wilde, que se dedica al boxeo y acaba de celebrar en
Barcelona un combate con Johnson y que ha venido en tren hasta Cádiz para evitar la escala en
Gibraltar, donde hubiera sido detenido, ya que está en edad militar.
Durante la travesía hasta Terranova les acompañó buena mar y sol.
Los hijos de Trotski lo mismo juegan y charlan con unos sacerdotes que buscan la compañía del
fogonero, socialista exaltado que sueña con un atentado contra don Alfonso XIII.
Llegan a Nueva York con niebla, y a través de ella sólo pueden adivinar la masa de la ciudad.
Trotski y su familia, sin que les pongan ningún impedimento, son los primeros en bajar del barco, 45
incluso antes que los mismos americanos.
En los Estados Unidos le esperaban muchos amigos, quienes a los diez días de su llegada
organizan un mitin de salutación donde Trotski, con gran visión del futuro, dijo: «El hecho
económico de importancia capital consiste en que mientras Europa está demoliendo las bases de
su economía, Norteamérica se enriquece, y yo, que no he dejado todavía de considerarme como un
europeo, me pregunto, contemplando con envidia esta ciudad de Nueva York: ¿Lo resistirá Europa?
¿No se desplazará a Norteamérica el centro de gravedad del mundo en lo económico y cultural?»
COMENTARIO
La detención de Trotski, que en cualquier circunstancia no hubiera trascendido, cobró importancia
porque unos y otros la utilizaron para sus divergencias políticas.
De todos modos, su poderosa personalidad no hubiera pasado inadvertida. Esta opinión la
corroboran cuantos le conocieron. Anguiano dice de él: «No olvidaré nunca su silueta aguda y
flemática, su rostro de líneas angulosas que refleja energías sobrehumanas». De modo semejante se
expresa García Arboleya. Pero ninguno pudo sospechar el papel que iba a desempeñar en la
historia contemporánea.
Incluso el propio Trotski estaba entonces bien ajeno a su futuro.
Confirma este aserto el hecho de que, en el autógrafo del museo de Cádiz, se presente con el único
título de «escritor».
Como tal se manifiesta en la descripción de un paseo por las calles gaditanas: «Olores de España
(aceite, comidas picantes), balcones, ancianos dormitando en los bancos, gran número de barberos y
limpiabotas, mujeres en el umbral de la puerta, mujeres en los balcones, soldados, guitarras, juego de
dominó en los talleres, mucha pobretería indolente —aplastada por el calor—, muchos colores,
mucho ruido».
Si en este párrafo da una impresión folklórica del ambiente en una ciudad andaluza, en otros traza
con atinadas consideraciones el carácter español; cuando escribe que en nuestro país todo es
acento: por eso al escribir se antepone a la frase el signo de interrogación, y así da tiempo al rostro a
preparar la expresión adecuada.
Éste es, en verdad, el hombre que atraviesa España desde Irún a Cádiz en 1916: un escritor, un
intelectual.
El otro Trotski, el revolucionario, surge en muy pocas ocasiones.
Conocedor de que su estancia en España tan sólo significa un compás de espera, parece concederse
un respiro en la dramática tarea de su vida.
Cuando desembarca en Nueva York, cierra el paréntesis español guardándolo en su memoria como
un curioso recuerdo.
Después, los acontecimientos, en atropellada sucesión, sacudirán su existencia.
1. Trotski atribuye la génesis de este motín a un agitador profesional, de nombre Wining, enviado por
la policía zarista con el fin de dar motivo al gobierno francés para la expulsión de los revolucionarios
rusos. León Trotski, Mi vida, trad. del alemán por W. Roces (Madrid, 1930), p. 26.
2. L. Trotski, Mis peripecias en España, trad. del ruso por Andrés Nin (Madrid, 1929), pp. 25-26.
3.
L. Trotski, Mis peripecias, p. 39.
4. Trotski dice que, al día siguiente de su llegada, contempló ante palacio el cortejo del nuevo
embajador de la República Argentina, Marcos Avellaneda, que se dirigía a presentar sus credenciales. Ello ocurrió el día 3 de noviembre.
5. En Mi vida, llama Gabier a este francés. Su verdadero apellido era Després.
6. En Cádiz fue recomendado a don Manuel Lallemand por la Casa Rothschild. Como Lallemand y
Després regentaban sendas Compañías de Seguros, no es aventurado suponer que la Casa Rothschild interviniera también cerca de Després en favor de Trotski. Es de notar aquí el apoyo recibido por parte de personas de su mismo origen hebreo.
7.
L. Trotski, Peripecias, p. 53.
8.
L. Trotski, Peripecias, p. 64
9.
L. Trotski, Peripecias, pp. 64-65
10.
Esta ficha ha desaparecido del Archivo de la Dirección General de Seguridad
11. El socialista (10-XI-1916)
12. La Acción (11-XI-1916).
13.El diario maurista maneja el apellido y el pseudónimo
14. Antonio Bermejo de la Rica, La novela de Mata-Hari
15. Le esperaba, entre otros, Plácido Menéndez Vega, dueño de lacasa de huéspedes «La Perla
de Cuba», que le llevó su equipaje hasta dicha fonda.
16. .
El gobernador civil de Cádiz era, entonces, don Juan Sánchez Anido.
17. Se trata de los famosos «duros sevillanos», de excelente ley por lo demás.
18. «La Perla de Cuba» es una fonda de poca categoría. Está instalada en una casa de fábrica
antigua con un patio central ahogado por la altura de los muros. Del patio arranca la escalera bajo
un amplio arco. Todo ello recuerdo de épocas más antiguas. El dueño de la pensión lo recuerda [a
Trotski] así: «Siempre con un libro y una vela».
19. Esta Compañía se llamaba «L'Assurance Genérale».
20.
Según recordaba el citado Plácido Menéndez.
21. Se trataba de José Menéndez, que, por su profesión de radio telegrafista, estaba embarcado
y no llegó a conocer a Trotski. Colaboraba también en El Societario, revista quincenal que publicaba en Cádiz el partido socialista.
22. Supongo que se trata de El Pais de Puerto Real
23. El fondista era radicalmente republicano
24. El Socialista (miércoles, 29-XM916).
25. . La Acción (martes, 14-XM916).
26. El Socialista (lunes, 13-XI-1916).
27. La Acción (miércoles, 15-XI-1916).
28. El Socialista (jueves, 16-XI-1916).
29. Se refiere al subtítulo del periódico maurista, donde proclama que es un órgano honrado de
información.
30. En Mi vida Trotski le achaca también su expulsión. Añade que siendo él comisario de Guerra,
Bidet cayó en manos de los Soviets con la acusación de espionaje. Pero Trotski, tras recordarle
su destierro de Francia, se comportó generosamente con él.
31. La Acción, «Insistiendo: Lo del detenido ruso» (viernes, 17-XI-1916).
32. Diario de Sesiones de las Cortes (viernes, 17-XI-1916).
33. Entre estos periódicos: El Pais, El Socialista, ABC, El Liberal etc. La Acción sin embargo silencia la interpelación de Castrovido.
34. El Socialista (18-XI-1916).
35. El Socialista. “El caso de Leon Trotski”. “Lo que se hace no es serio” (miércoles, 29-XI-1916)
36. Así lo recuerda don Manuel García Arbolella, delegado de la Compañía Trasatlántica en Cádiz.
37. Hoy se llama «Teatro Falla».
38. Cantaban Clara Panach y el tenor Jardón
39. Estos datos han sido facilitados por don Rafael Picardo, director luego de la Biblioteca, y entonces lector asiduo en ella.
40. Barón de Bourgoing, Tableau de l’Espagne moderne, 1. ed. (París, 1789), 3 vols., 8º.
41. Berthold von Scheleper, Geschischte der Revolution Spanien und Portugals, und besonders
de daraus estandenen Krieges (Berlin, 1826-1827), 2 vols.
42. L. Trotski, Peripecias, p. 147
43. L. Trotski, Peripecias, p. 185
44. L. Trotski, Peripecias, p. 196
45. Según testimonio del señor Bobadilla, que viajaba en el mismo barco que Trotski.

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