De exilio y literatura
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De exilio y literatura
De exilio y literatura Ernesto Hernández Busto De exilio y literatura Ernesto Hernández Busto A Emilio Ichikawa De exilio y literatura P ensar en «esa condición que llamamos exilio» me recuerda una de esas largas –aunque pacíficas– discusiones que tiene cualquier lector consigo mismo. Tuvo lugar un verano, hace bastantes años, cuando compré las traducciones españolas de dos libros escritos por exiliados con larga experiencia en el asunto. En el primero, Del dolor y la razón, hay un ensayo de Joseph Brodsky que da título a esta mesa, y que aún es capaz de escandalizar a quienes defienden el exilio como un reducto de purificación; en el segundo, las Representaciones del intelectual de Edward W. Said, hay otro ensayo titulado «Exilio intelectual: expatriados y marginales», donde me pareció encontrar la otra cara, el la do optimista de una condición que Brodsky define, de manera un tanto perentoria, como «melodramática». En admirable ejercicio de ironía, Brodsky habla para sus colegas (su ensayo es en realidad una conferencia de 1987 leída en un congreso de escritores exiliados) y empieza por recordarles que eso del exilio ya no es lo que era. «Ya no consiste en cambiar la civilizada Roma por la salvaje Sarmacia, ni en desterrar a alguien, por ejemplo, de Bulgaria a China. No, por regla general consiste en pasar de un entorno atrasado política y económicamente a una sociedad industrial avanzada, con el último grito en lo que a libertades individuales se refiere». Se trata de una distinción esencial, que puede protegernos, por ejemplo, contra el uso indiscriminado de la palabra «diáspora», demasiado cargada con las resonancias martirológicas del Galut hebreo. Los cubanos, en efecto, nos hemos dispersado por el mundo, pero no hay muchos signos de que 7 tal dispersión se traduzca en angustia metafísica. Supongo que, al menos en el caso de los escritores, esa falta de tragedia obedece al hecho incontestable de que para un escritor moderno salir de una sociedad totalitaria significa, en realidad, acercarse a sus ideales; no es tanto un destierro como una «vuelta a casa» espiritual. Sin embargo, la carrera del escritor exiliado, como bien explica Brodsky, tampoco está exenta de obstáculos. El principal, por supuesto, es el anonimato o pseudoanonimato al que lo condena su nueva condición. «La democracia a la que ha llegado –dice el poeta ruso– le proporciona seguridad física pero le hace socialmente insignificante. Y esa insignificancia es lo que ningún escritor, exiliado o no, puede soportar.» Aquí se toca un punto fundamental para entender la diferencia entre «exilio» y «escritores en el exilio». En el segundo caso, se trata de exiliados que han hecho de la búsqueda de significación literaria el eje de su carrera. Un fenómeno que se agudiza notablemente en el caso cubano. ¿Se acuerdan de aquel ensayo de Virgilio Piñera donde analiza la carrera literaria de Lezama en términos de reconocimiento? De ahí salen estas líneas, risueñamente didácticas: «Manifiéstelo o no, todo escritor aspira al reconocimiento, el cual contiene en sí mismo un principio de mensuración: ¿escritor provincial, nacional, internacional? Es decir, mayor o menor número de gente que lo reconozca». Lo cual nos lleva, indefectiblemente, a esa paradoja tragicómica que es el escritor cubano en el exilio, luchando y conspirando sin descanso para recuperar su significación, su autoridad, su condición de guía. El exilio, viene a decirnos Brodsky, es una lección de humildad que ningún escritor parece demasiado interesado en aprovechar. Échese una mirada al patio, y se descubrirán numerosos ejemplos de escritores que emigran para poder realizar una verdadera carrera literaria, y luego se encuen8 De exilio y literatura tran, al salir, con la inaceptable condición de ente provinciano o simple Fulano en un mercado demasiado surtido. No se confunda mi descripción con un reproche; en ciertos casos es legítimo que el exilio sea la consecuencia de una carrera literaria. Lo lamentable es que muchas veces esos mismos escritores prefieran darse publicidad con la fórmula inversa. Hace muchos años le reprochaba yo a un amigo escritor su permanencia en La Habana, una ciudad a mi juicio poco atractiva para cualquier espíritu curioso y cosmopolita, como era el caso. Él me respondió con una frase destinada a hacer época: «si tengo que escoger, prefiero al Comandante Castro que al General Tiempo». Se refería, por supuesto, al hecho de que en La Habana tenía todo el tiempo del mundo para escribir, sin tener que preocuparse por las incomodidades de ganarse el sustento en el exilio. Es un argumento bastante extendido entre escritores habaneros, pero menos plausible luego de que quien la pronunciara llegara al exilio con buen ganado expediente de disidente, trabajo seguro y el afán de saldar cuentas con sus colegas exiliados diez años antes que él. Aquella pregunta, sin embargo, eran menos moral que literaria, si es que cabe la distinción: vivir toda su vida y hacer carrera en una sociedad como la cubana deja una huella negativa en un escritor, incluso en aquel que es capaz de construir una obra sólida y convincente al margen de las circunstancias, de cualquier circunstancia. He llegado a esta certeza tras muchos años de exilio y de lectura, aunque reconozco que tal vez merezca ser mejor explicada. Por ahora baste decir que esa marca literaria proviene, a mi juicio, de la manera en que el autor entiende su propio lugar en un ambiente provinciano y viciado por la falta de libertad. La mirada autoredentora que un escritor ambicioso dirige hacia sí mismo en ese contexto influye de manera fundamental en la construcción de su retórica literaria. Si se vive entre ruinas, se intentará, por fuerza, atribuirles algún sentido, convertirse en el último paseante de aquellas. Las ruinas habaneras, sin embargo, bien pudieran care9 De exilio y literatura cer de un hondo sentido metafísico o de virtudes novelescas, aunque parezca más «literario» elevar su rango, evocando la Venecia de Von Aschenbach. El exilio también, según Brodsky, implica ciertas consecuencias estilísticas, provocadas, en primer lugar por la pérdida de un entorno lingüístico familiar y la subsiguiente tentación de usar el idioma como cápsula protectora. «Un escritor exiliado –nos dice– es, por lo general, un ser retrospectivo y retroactivo», capaz de cambiar su libertad de pensamiento y movimiento por una pulsión que lo lleva a aferrarse al material familiar de su pasado, y terminar creando muchas veces meras secuelas de sus obras anteriores. Para un escritor en el exilio, el pasado suele convertirse en territorio seguro: un lugar donde sentirse a salvo del anonimato del presente y la incertidumbre del futuro. (No fue otra cosa lo que traté de describir en mi ensayo «Entre difuntos», contribución a una antología donde se nos pedía hablar de lo que vendría). Más que asir el pasado, se trata de retrasar el fluido del presente; más que un auténtico ejercicio de memoria se trata del síndrome nostálgico como intento (inevitablemente fallido) de recolocarse en un entorno nuevo y, a menudo, hostil. Permítaseme una cita extensa, los subrayados son míos: Por supuesto que uno puede intentar modificar su estilo narrativo, haciéndolo más vanguardista, condimentándolo con una buena ración de erotismo, violencia, palabrotas, etc., siguiendo la moda de los colegas del libre mercado. Pero las variaciones y las innovaciones estilísticas dependen en gran parte del tipo de lenguaje literario que uno aprendió en su patria y del que no se ha desprendido. En cuanto a esas nuevas recetas, ningún escritor, exiliado o no, quiere parecer influido por sus contemporáneos. Lo cual nos lleva a otra posible verdad sobre nuestro tema: el exilio hace más lenta la evolución estilística del escritor, lo hace ser más conservador. 10 De exilio y literatura El estilo no es tanto el hombre sino los nervios del hombre, y, en conjunto, el exilio proporciona menos motivos de irritación para los nervios que la madre patria. He pensado mucho sobre este asunto, aunque en realidad no me concierne directamente, pues yo salí de Cuba muy joven, con 20 años, y más que un escritor formado era alguien que apenas tenía clara su vocación. Pero en varios colegas de mi generación he visto los síntomas de esa pequeña angustia derivada de la contradicción entre las presiones del reconocimiento literario y la lentitud con la que se procesa literariamente una experiencia de desarraigo. Como lector, he visto crecer –y decrecer– a varios escritores cubanos enfrentados, ellos sí, al hecho de tener que ganarse la vida y comenzar de cero. Son cosas de las cuales uno puede quejarse pero que, a fin de cuentas, se resumen en eso que llamamos vida, y no en un sucedáneo, accesible bajo determinadas condiciones políticas donde la falta de libertad es la norma, con y sin insilio creador. Un hombre liberado, como se ocupa de recordarnos Brodsky, no es necesariamente un hombre libre; pero sí tiene más posibilidades de llegar a serlo. Y aquí toca aludir a todos aquello rasgos que Edward Said, palestino residente en EE UU, ordena en su elogioso perfil del intelectual exiliado. Para Said, el intelectual exiliado es resultado de una mutación beneficiosa: es aquel ser humano que busca ser feliz y sacar provecho metafísico de la infelicidad, y que consigue convertir su melancolía en un estilo de pensamiento. Repasando los ejemplos de Swift y de Naipaul, de Adorno y de Vico, Said levanta la estructura moral de una condición plenamente moderna, vinculada al desarraigo, que exige no sentirse en casa en el propio hogar. A los reproches y preocupaciones del adusto Adorno, opone los «placeres del exilio»: la posibilidad de diferentes ángulos de visión, las recompensas intelectuales de una condición 11 De exilio y literatura anfibia, las ventajas del margen y de la contingencia, la vivacidad que resulta de vivir el conocimiento y la libertad, ya no como abstracciones sino como experiencias a las que se ha sobrevivido. Como está en condiciones de confirmar cualquier exiliado, una vez que has dejado tu hogar, a cualquier lugar donde vayas a parar, no puedes limitarte a reanudar la vida y convertirte sin más en otro ciudadano del nuevo lugar. O, si lo haces, el esfuerzo probablemente llevará aparejada toda una serie de inconvenientes. Puedes perder mucho tiempo lamentando lo que has perdido, envidiando a tus convecinos que siempre han vivido en su hogar, cerca de sus allegados, en el lugar donde han nacido y crecido sin haber tenido nunca que experimentar no sólo la pérdida de lo que en un momento fue suyo sino, sobre todo, el recuerdo atormentador de una vida a la que ellos no pueden ya volver. Por otra parte, como dijo Rilke en cierta ocasión, en las circunstancias en que ahora vives te puedes convertir en un principiante, lo que te permite un estilo no convencional de vida y, sobre todo, una carrera diferente, a menudo muy extraña. Un intelectual exiliado es para Said alguien capaz de sacar un cálculo plenamente racional para decidir sobre su vida. Sin duda el exilio facilita, aunque no garantiza, cambiar la lógica de lo convencional por la audacia del riesgo y la invitación al movimiento. Pero a mi juicio, la visión de Said resulta en exceso optimista, determinada tal vez por las peculiaridades de su experiencia académica. La realidad del exilio impone muchas veces imperativos de asimilación que contradicen la ideología libertaria del desarraigo. Un buen ejemplo, del cual ya he hablado en otro lugar, es nuestra Generación de los 80, autoproclamada posmoderna y obligada a reacomodarse ideológicamente tras lidiar con las realidades de una vida fuera de Cuba. 12 Es muy difícil descreer de la nación cuando uno hace cola para una ciudadanía o un permiso de residencia europeo; o cuestionar la racionalidad de ciertos metarrelatos que representan la normalidad civilizada; o desbarrar contra la Ilustración tras experimentar en carne de exiliado sus indudables ventajas. Cualquier intelectual, cualquier escritor, exiliado o no, es libre de realizar su destino como libertad y no como privación. El caso cubano, sin embargo, muestra un saldo confuso, pues no son pocos los exilios nuestros que han servido de refugio para la nostalgia y el nacionalismo. La literatura cubana tiene muchos más Crusoes que Marco Polos, y nuestra idea moderna del intelectual es la de alguien que o bien se autodefine como «orgánico», o bien prefiere hacer de víctima en los periódicos –en pésimos periódicos, por otra parte. Las notas anteriores tienen apenas la intención de mostrar dos variantes de un destino moderno. Pues lo moderno, ya se sabe, es siempre doble. Quizás el exilio, entre cubanos, se haya vuelto ese animal doméstico al que uno acaba cogiéndole demasiado cariño. Sin embargo, tal vez hoy mismo las cosas ya estén cambiando. Barcelona, abril de 2008. Fotografía, diseño y maquetación © Maite Díaz González, 2008 [email protected]