comentario crítico de un texto de los girasoles ciegos, "primera

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comentario crítico de un texto de los girasoles ciegos, "primera
COMENTARIO CRÍTICO DE UN TEXTO DE LOS GIRASOLES CIEGOS,
"PRIMERA DERROTA: 1939" O "SI EL CORAZÓN DEJARA DE LATIR".
Por fin, llegó [el capitán Alegría] a Somosierra, un pueblo de granito y
pizarra que necesita el paisaje para ser hermoso. Llegó al atardecer, con un
sol oblicuo y denso a sus espaldas que le permitió acercarse a la caseta del
fielato' donde los guardianes del camino habían instalado sus reales. Allí
estaban los soldados del ejército que había ganado la última batalla, con los
uniformes, las botas, los tabardos y las armas que él había administrado tantos
años. No sintió ni nostalgia ni arrepentimiento, pero sí melancolía.
[...] Observó la parodia de un cambio de guardia, hecho al buen
tuntún y con una desgana que reflejaba más hastío que victoria.
Debió de ser entonces cuando nació la reflexión que recogió en unas
notas encontradas en su bolsillo el día de su segunda muerte, la real, que tuvo
lugar más tarde, cuando se levantó la tapa de la vida con un fusil arrebatado a
sus guardianes.
«¿Son estos soldados que veo lánguidos y hastiados los que han ganado
la guerra? No, ellos quieren regresar a sus hogares adonde no llegarán como
militares victoriosos sino como extraños de la vida, como ausentes de lo propio, y
se convertirán, poco a poco, en carne de vencidos. Se amalgamarán con quienes
han sido derrotados, de los que sólo se diferenciarán por el estigma de sus
rencores contrapuestos. Terminarán temiendo, como el vencido, al vencedor real,
que venció al ejército enemigo y al propio. Sólo algunos muertos serán
considerados protagonistas de la guerra. »
Todos los pensamientos y con ellos la memoria debieron de quedar
sepultados bajo la fiebre, bajo el hambre, bajo el asco que sentía de sí mismo,
porque haciendo acopio de la poca fuerza que aún le quedaba, arrastrándose
ya, pues ni siquiera incorporarse pudo en el último momento, se aproximó al
cuerpo de guardia lentamente, sin importarle el asombro y la repulsión que
sintieron los soldados al ver arrastrarse esos despojos.
Cuando el llanto se lo permitió, dijo:
-Soy de los vuestros.
Alberto Méndez, Los girasoles ciegos (Primera derrota: 1939 o Si el corazón pensara
dejaría de latir).
El texto pertenece a la primera de las cuatro historias que componen Los girasoles
ciegos, de Alberto Méndez, "Primera derrota: 1939" o "Si el corazón dejara de latir".
Cada una lleva en su título un numeral ordinal, "primera", "segunda", etc., seguido de la
palabra derrota y de una fecha referida a un momento concreto de la posguerra civil
española; esa distinción cronológica está motivada por el deseo de mostrar los distintos
tipos de víctimas y de circunstancias que generó la guerra, desde los que intentaron
marcharse al exilio o los soldados prisioneros en espera de juicio hasta quienes,
permaneciendo escondidos dentro del país, vivieron con el terror continuo de ser
descubiertos.
El caso de este primer cuento es quizás el más singular. Un capitán de intendencia
del ejército franquista, el capitán Alegría, se entrega al ejército republicano cuando la
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victoria de su propio bando es ya segura; ante la sorpresa de los soldados enemigos, que
ven en él a un loco más que a un desertor, se presenta a sí mismo como "un rendido". La
explicación del extraño comportamiento de Alegría se sugiere en el fragmento
seleccionado para el comentario, que narra el momento en que, después de haber
sobrevivido a un fusilamiento por deserción, y desesperando de llegar a su pueblo natal,
se entrega a su propio ejército.
En toda guerra hay una sola derrota, la última y definitiva, o al menos, eso parece
dictaminar la historia humana. En esta novela hay, sin embargo, cuatro derrotas, y todas
producidas por una sola guerra y en diferentes fechas. ¿Por qué? Alberto Méndez no
piensa en la derrota de los ejércitos, la que se fija con una fecha en los libros y se
celebra por los vencedores cada aniversario; Alberto Méndez se centra en la derrota
personal, la de los que sobreviven a la guerra, la que supone la interrupción de los
objetivos y las ilusiones de una vida y el encuentro brusco con un presente angustioso y
un futuro sin esperanza. Es sobre todo una derrota moral en la que el espíritu, los
sentimientos de las personas, se va degradando hasta convertirlas en seres marginados,
solitarios y asustados, porque esa derrota es la de la dignidad. Eso representa ser un
"rendido", quedar incapacitado para la vida, para lo que aceptamos que es vivir:
identificarse con una comunidad y con unos valores, proponerse unas metas, amar y
confiar en los demás, trabajar y disfrutar, enfrentarse a las desgracias y conservar la
esperanza de ser felices algún día. Sobre todas esas cosas se construye nuestro ser, el
carácter del que nos despoja la guerra.
Desde el principio del fragmento, observamos que este abandono de nuestra propia
naturaleza, este dejar de ser uno mismo para ser un simple "rendido", ha hecho mella en
Alegría. Cuando su atención se ve atraída por "los uniformes, las botas, los tabardos y
las armas que él había administrado tantos años", se describe a continuación el
sentimiento preciso que experimenta ante esos objetos: "no sintió ni nostalgia ni
arrepentimiento, pero sí melancolía". Solo, despreciado por los republicanos y
sentenciado a muerte por los suyos, Alegría se fija especialmente en aquellas cosas que
formaban parte de su trabajo; entonces, como capitán de intendencia, tenía su sitio entre
un grupo de gente y estaba integrado en ese calco rígido de la sociedad que es el
ejército, donde a cada persona se le concede una responsabilidad precisa; y él fingía
estar conforme con su objetivo de alcanzar la victoria. Cuando, al no soportar más esa
falsedad, desertó, estaba desertando de la guerra en sí, de su violencia y de los
principios ideológicos y militares que la justificaban y excusaban sus horrores. En el
texto, a pesar de lo sufrido, todavía no se ha desdicho del impulso que lo llevó a
desertar; su rechazo de la guerra es tan firme como antes y no experimenta "ni nostalgia
ni arrepentimiento"; pero también apreciamos que, tomada esa decisión, lo ha vencido
la soledad, nacida de la indiferencia, la suspicacia y la crueldad que la guerra ha
extendido entre todas las gentes, con la salvedad de la anciana que lo ayudó. De ahí
viene su "melancolía", una tristeza profunda que es la auténtica rendición, acaso la
"primera muerte" que precedió a la "segunda muerte" que menciona el narrador:
habiéndose negado a someterse a la necesidad y las consecuencias de la guerra que
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todos, incluidos los soldados republicanos, parecen aceptar, Alegría es un ser
absolutamente desarraigado.
No otra cosa que esta condición es lo que lo induce a entregarse cuando
malinterpreta la desgana de los soldados en el cambio de guardia. Abatido por su
"melancolía", anhela encontrar en los demás un reflejo de sus propias ideas sobre la
guerra, descubrir en los otros algún tipo de sentimiento fraternal que le permita unirse a
ellos. Por este anhelo o necesidad, cree que la apatía con que los soldados realizan su
trabajo se debe a que comparten su desprecio por la guerra; parece decirse a sí mismo
que la relajación de los soldados manifiesta su desapego ante las circunstancias que
están viviendo, que para ellos el triunfo tiene tan poco valor como para él, pues su
"desgana (...) reflejaba más hastío que victoria". De esta impresión procede su juicio
sobre los vencedores y los vencidos, el que "recogió en unas notas encontradas en su
bolsillo el día de su segunda muerte"; y también ese ruego final, "soy de los vuestros",
sobre el que volveremos más tarde.
De las notas de Alegría inferimos qué es un "rendido". Dice de los soldados:
"quieren regresar a sus hogares adonde no llegarán como militares victoriosos sino
como extraños de la vida, como ausentes de lo propio, y se convertirán, poco a poco, en
carne de vencidos". Estas palabras confirman la interpretación de la novela que
expusimos al principio de este comentario: la derrota no es el fin de la guerra, cuando
un bando vence y el otro pierde; la derrota es el vacío espiritual que la guerra deja en el
ánimo de los combatientes. Para Alegría, los soldados son "extraños de la vida" y
"ausentes de lo propio" porque la guerra es más que la muerte física; para los que
sobreviven, la guerra ha supuesto la destrucción de la capacidad de vivir, en cuanto les
ha arrebatado todo lo que la vida implica: familia, hogar, trabajo, sueños, aspiraciones e
ideales. Eso supone ser "carne de vencidos", o un “rendido”, incluso si se pertenece al
ejército vencedor.
Podemos alegar que, con la paz, los “militares victoriosos” se recuperarán de esa
pérdida. Piensa Alegría que no es así: los soldados del bando franquista se
"amalgamarán con quienes han sido derrotados, de los que sólo se diferenciarán por el
estigma de sus rencores contrapuestos. Terminarán temiendo, como el vencido, al
vencedor real, que venció al ejército enemigo y al propio". Según Alegría, la guerra no
impondrá una paz en la que el ejército vencedor imponga su voluntad al vencido; la
guerra impondrá una paz en la que unos pocos, los que la dirigieron, el "vencedor real",
impongan su voluntad a todos los que combatieron, el pueblo. La guerra no la ha
perdido un bando; el pueblo, todo el pueblo, constituido por los "soldados del ejército
que había ganado la última batalla" y "quienes han sido derrotados", es quien realmente
ha perdido la guerra. Porque de la guerra surgirá un pueblo fácil de dominar, dividido
por los "rencores contrapuestos", es decir, por el daño que unos y otros se han infligido
mutuamente, y, "temiendo (...) al vencedor real", acallado por el pánico a la represión
política de la posguerra. La guerra dejará, pues, un pueblo "rendido". Eso parece querer
decir realmente Alegría cuando, con el cuerpo debilitado por la fiebre y el hambre,
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imagen física de su abatimiento moral, el "asco de sí mismo" que lo atormenta, declara
a los soldados de guardia "soy de los vuestros": "soy de los vuestros" significa "soy de
los rendidos", pues todos los que han luchado en la guerra se han rendido al discurso
político y a los intereses del “vencedor real”.
Ahora, queridos alumnos, comienza la parte del comentario en que desarrollaréis
vuestra opinión personal relacionando los temas del texto con otros similares de la
actualidad; por ejemplo:
La tesis de que las guerras sólo benefician a los que las declaran y siempre
perjudican al pueblo, que se ve obligado a matarse en ellas, es quizás tan antigua como
las propias guerras, pero nunca ha sido tan difundida y aceptada como en el siglo XX.
Dos guerras mundiales con millones de muertos y varios cientos más de crueles
enfrentamientos de menor repercusión, con las imágenes de sus sanguinarios sucesos
difundidas por la prensa, la televisión y el cine, han hecho que los ideales que
secularmente se habían asociado a la guerra, como el heroísmo y la grandeza nacional,
hayan perdido su poder para justificar cualquier matanza. La convicción de que toda
guerra es, en el fondo, un acto criminal contra la población civil de los países afectados
se ha extendido cada vez más; guerras como la declarada por Estados Unidos a Irak no
han conseguido un apoyo mayoritario ni entre los tradicionales aliados de Estados
Unidos ni entre sus propios ciudadanos. Organismos internacionales como la ONU o la
OTAN, ésta última creada en su día con un propósito militar ya desfasado, intervienen
con frecuencia, aunque con menos de la deseable, para evitar guerras internacionales o
civiles o, cuando esto no es posible, para intentar paliar los daños que esas guerras
provocan.
La certidumbre de que existen unos derechos humanos universales e inalienables,
sean cuales sean las circunstancias, ha tenido una influencia decisiva en esta aspiración
de lograr un mundo sin guerras y, sobre todo, en la defensa de los civiles frente a los
abusos de las tropas enfrentadas. La lucha contra el colonialismo y la opresión que
conlleva o contra toda segregación racista, religiosa o clasista ha contribuido a que los
habitantes de muchos países tomen conciencia de su propia importancia como
ciudadanos y como personas y, en consecuencia, a que se nieguen a ser manejados o
explotados por sus gobernantes. El prestigio universal de personalidades como Gandhi,
Martin Luther King o Nelson Mandela, conseguido gracias a la divulgación de su
sacrificio en favor de los demás, demostró en el siglo pasado que unir a todo un pueblo
para combatir la injusticia era posible. Es cierto que más de una vez esta unión ha sido
la causa de nuevas guerras, como la guerra civil que ha derrocado a Gadafi en Libia,
pero ¿es lícito pedirle a un pueblo que no recurra a la violencia cuando lo avasallan
mediante la violencia? (Sois los alumnos quienes tendríais que dar y justificar vuestra
propia respuesta a esta pregunta.)
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Por otro lado, no podemos olvidar que, cuando el capitán Alegría se refiere a los
vencidos en la guerra, está hablando de una guerra civil. Este hecho condiciona su
reflexión sobre la guerra. En una guerra civil, los derrotados no son un pueblo extraño
que vive en otro país, gente con la que apenas hay que relacionarse si no se es un militar
en una zona ocupada; los derrotados son los vecinos, los amigos e incluso los familiares
de los vencedores, personas con las que la convivencia día a día es necesaria. ¿Cómo se
los debe tratar? ¿Como enemigos que un día acaso cobrarán nuevas fuerzas y volverán a
combatir? ¿Como ciudadanos de segunda con leyes sólo para ellos? ¿Se puede convivir
así con un vecino, un amigo o un hermano, desposeyéndolo de sus derechos y dejándolo
desprotegido ante las arbitrariedades de los vencedores? ¿Y durante cuánto tiempo es
posible soportar esta situación? La respuesta de Alegría a estas cuestiones es muy clara:
sí se puede hacer, pero el gobernante, el "vencedor real", debe desconfiar de todos, de
los que te ayudaron a vencer y de los que venció; no ha de conceder privilegios a nadie,
sino sojuzgar a todo el mundo por igual; y, finalmente, tiene que impedir que se olviden
las muertes de seres queridos durante la guerra, para avivar permanentemente el odio
contra el otro bando, "los rencores contrapuestos", como dice Alegría, entre vecinos,
amigos y familiares. Así, no habrá unión contra el tirano. La novela 1984, de George
Orwell, ofrece un magistral ejemplo de la aplicación de este método de gobierno;
también, por desgracia, el mundo real en que vivimos (los alumnos deberíais secundar
una afirmación como ésta con los ejemplos que podáis recordar).
Rafael Roldán Sánchez, profesor del IES Trassierra
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