Casa muertas. Lope de Aguirre, príncipe de la libertad

Transcripción

Casa muertas. Lope de Aguirre, príncipe de la libertad
MIGUEL OTERO SILVA
CASAS MUERTAS
LOPE DE AGUIRRE,
PRINCIPE
DE LA LIBERTAD
F u n d a c ió n
B ib lio te c a A y acu ch o
C o n s e jo D ir e c tiv o
José Ramón Medina (Presidente)
Simón Alberto Consalvi
Pedro Francisco Lizardo
Miguel Otero Silva
Oscar Sambrano Urdaneta (Presidente Encargado)
Oswaldo Trejo
Ramón J. Velásquez
CASAS MUERTAS
LOPE DE AGUIRRE,
PRÍNCIPE DE LA LIBERTAD
MIGUEL OTERO SILVA
CASAS MUERTAS
LOPE DE AGUIRRE,
PRINCIPE DE LA LIBERTAD
Prólogo
J O S E RAM O N M E D IN A
Cronología y Bibliografía
E F R A IN SU BERO
BIBLIOTECA
AYACUCHO
© de esta edición
B I B L IO T E C A A Y A C U C H O
Y M I G U E L O T E R O S IL V A
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VIDA Y TRAYECTORIA LITERARIA
DE MIGUEL OTERO SILVA
LA BIOGRAFIA
U n a s í n t e s i s b i o g r á f i c a del escritor Miguel Otero Silva ayudará a
comprender al lector no familiarizado con su obra, la significativa tra­
yectoria de este autor que destaca en el proceso literario venezolano
con muy característicos y personales brillos que van desde la acción
ciudadana y política a la apasionada labor del periodista emprendedor
y combativo, para retornar, finalmente, a lo que fue siempre, desde el
comienzo, su más acendrada y fecunda actividad: la creación literaria.
Actividad en la que sobresale no sólo como poeta, sino igualmente, en
plano de importancia, como novelista, ensayista, conferencista y humo­
rista. Una variedad de dotes excepcionales equilibrada a través de una
ponderada y jugosa revelación participativa en el más completo y autén­
tico panorama de las letras venezolanas del siglo XX.
De tal modo la apretada biografía de Miguel Otero Silva demuestra
a plenitud el compromiso primordial que ha tenido en todo tiempo con
el desarrollo social, cultural y literario del país y en concordancia con
lo cual se expresa caudalosamente en la obra hasta ahora cumplida como
testimonio de su afán creador.
Miguel Otero Silva nace en Barcelona, Estado Anzoátegui, el 26 de
octubre de 1908. La crítica nacional e hispanoamericana lo señalan
como uno de los primeros poetas y novelistas actuales de Venezuela.
Hizo estudios primarios en Barcelona, donde residía su familia. Al tras­
ladarse ésta a la capital, ingresó al Liceo Caracas para sus estudios se­
cundarios. Pasó luego a la Universidad Central y allí completó cuatro
años en la Facultad de Ingeniería; pero no llegó a graduarse porque
las condiciones sociales del momento, la situación del país y las inquie­
tudes ideológicas que absorbieron su espíritu lo llevaron en plena ju­
ventud a la lucha política y al ejercicio de la literatura y del periodismo,
tres fuentes poderosas e inestimables de su capacidad creadora. Estuvo
en el grupo más activo de los que comandaron el movimiento estudiantil
de 1928 contra la dictadura de Juan Vicente Gómez y por tal motivo
sufrió cárceles y destierros. Estos acontecimientos marcaron honda huella
en su personalidad, le fijaron un derrotero y templaron su ánimo para
la lucha cívica, democrática y nacionalista. Estando en Trinidad, du­
rante su primer exilio, fue llamado a intervenir nuevamente, en 1929,
contra la dictadura gomecista, formando parte de un grupo armado revo­
lucionario que desde Curazao invadió al país por las costas de Coro; pero,
fracasado este movimiento por falta de apoyo interno, tuvo que escapar
otra vez al extranjero. Comenzó entonces un largo peregrinaje como des­
terrado, desde 1930 a 1936, que lo llevó de Trinidad y Curazao a
Europa, residiendo en España, Francia y Bélgica. En casi todos estos
sitios trabajó como periodista, profesión por la que sentía especial incli­
nación, pues ya, a los diecisiete años, se había iniciado en la redacción
de la revista humorística Caricaturas, revelando de este modo una de
sus cualidades intelectuales de mayor intensidad y continuidad a través
de su vida: el humorismo. Muerto Gómez, el dictador, y entrado el país
en una fase de incipiente recuperación democrática, Otero Silva retorna
a Venezuela. Entonces es cuando se va a dar de lleno a los afanes de
la lucha política y del periodismo, utilizando este último medio como
instrumento de agitación popular. Su beligerancia en este campo le pro­
curó, en 1937, un nuevo destierro, al ser expulsado junto a otros con­
notados políticos venezolanos, durante el régimen de transición del gene­
ral Eleazar López Contreras, último ministro de guerra de Gómez que
a la muerte de este último había ascendido a la presidencia de la Repú­
blica. Esta vez el escritor se dirige a México y viaja por Estados Unidos,
Cuba, Colombia y Panamá. Estando en México apareció su primer libro
de poemas: Agua y cauce (Editorial México Nuevo, 1937). Cumplida
la pena de expulsión, regresó al país en 1941. Inicia inmediatamente
una larga, fecunda e ininterrumpida actividad periodística y literaria
que lo coloca a la cabeza del movimiento intelectual venezolano de
todos esos años. Es cuando, con un calificado grupo de escritores y
periodistas, funda y dirige el semanario humorístico El Morrocoy Azul,
que, por la agilidad de su concepción y su estilo novedoso en el trata­
miento de la actualidad política, se constituyó en un órgano de gran
éxito y extraordinaria influencia en los medios populares. Al mismo
tiempo crea y orienta el semanario político Aguí Está, combativo y
polémico, en el cual ejerce la jefatura de redacción. Ya en 1939 había
publicado su primera novela, Fiebre, en la que relata con estilo crudo,
directo, próximo al reportaje, las tremendas experiencias vividas por él
y su generación en las cárceles gomecistas. En 1942 apareció en Cara­
cas su segundo libro de versos 25 Poemas, y una edición de Fiebre,
hecha en México, con prólogo de Armando Solano. Pero va a ser el
año 1943 el de su consagración en el ejercicio del periodismo; porque,
en unión de su padre, quien lo patrocina, y también del poeta An­
tonio Arráiz, funda el 3 de agosto de ese año el diario E l Nacional,
que iba a convertirse en breve tiempo en uno de los periódicos más
importantes de América Latina. En 1945 fue invitado por los gobier­
nos de Inglaterra y Francia a visitar esos países en reconocimiento a
su labor desarrollada en favor de la causa aliada durante la guerra
contra el nazismo. En 1949 se graduó de periodista titular en la Unij
versidad Central de Venezuela. Poco después fue elegido presidente
de la Asociación Venezolana de Periodistas.
Una vez aparecido El Nacional, Miguel Otero Silva instituyó un
premio anual de cuentos que, por su importancia, se ha convertido en
un clásico consagratorio o de reafirmación para los escritores venezo'
lanos del género. Ha creado también, desde la muerte de su padre en
1952, el premio de pintura “Henrique Otero Vizcarrondo”, que se
otorga anualmente en el Museo de Bellas Artes de Caracas, entre artis'
tas menores de treinta años. En 1954 deja a un lado parte de sus
labores inherentes a su cargo de jefe de redacción de El Nacional y
anuncia su retorno a la literatura. Meses después publicó su segunda
novela Casas muertas, en donde se relata la desaparición dramática de
Ortiz, un pueblo de los llanos de Venezuela azotado por el paludismo.
En 1958, publicó Elegía coral a Andrés Eloy Blanco, en ediciones si'
multáneas realizadas en España y Venezuela. En 1961 apareció en
Buenos Aires su novela Oficina N9 I, cuya temática sustancial es el
nacimiento arbitrario de un pueblo venezolano — El Tigre— como con'
secuencia de la explotación petrolera en los llanos orientales de Vene'
zuela. Esa mismo año da a las prensas un libro de ensayos, El cercado
ajeno, opiniones sobre arte y política. Y en 1962 se reúne toda su
producción humorística en un volumen, Sinfonías tontas, publicado
en las Ediciones de la Casa del Escritor. Su cuarta novela, La muerte
de Honorio, cuyo ámbito narrativo corresponde a los momentos finales de la última dictadura padecida por el país, aparece en 1963. Dos
años después publica La mar que es el morir, su cuarta colección de
versos. Y en 1966 la Editorial Arte, de Caracas, recoge toda su pro'
ducción lírica en un volumen titulado Poesía hasta 1966, recopilado
y anotado por quien esto escribe.
Su novela Cuando quiero llorar no lloro, publicada en 1970, se ha
constituido en uno de los más resonantes éxitos editoriales entre nosotros
al enfocar de manera maestra el cuadro social de la Venezuela contem­
poránea, centrando su preocupación en la crisis padecida por la juventud
del país.
La poesía de Otero Silva ha sido traducida a muchos idiomas, apa­
reciendo en revistas y antologías extranjeras. Del mismo modo, sus
principales novelas han sido vertidas al francés, italiano, portugués,
alemán, sueco, ruso, checo, polaco, búlgaro, turco, lituano, japonés
y otras lenguas.
Lope de Águirre, Príncipe de la Libertad fue su penúltima gran
obra narrativa, aparecida en 1975, en Barcelona (España) con el
sello de la Editorial Seix Barral. En ella el novelista venezolano recons­
truye la aventura histórica de quien personifica en la América Española
una de las figuras más controvertidas de la era colonial.
El año pasado apareció su última novela La piedra que era Cristo,
publicada por la Editorial Oveja Negra, de Bogotá, en la cual — con
cálido estilo de poeta— Otero Silva sigue, paso a paso, con apasionada
y viva simpatía intelectual el tránsito fulgurante de la vida pública de
Cristo hasta su muerte en el Calvario.
En el campo de la lírica se completa su labor bibliográfica con sendos
volúmenes editados en Caracas: Poesía completa, Caracas, 1972, y
Obra poética, Caracas, 1976.
Un Morrocoy en el cielo (Caracas, 1972) y sucesivamente Obra hu­
morística completa (Caracas, 1976) y JJn Morrocoy en el infierno (C a­
racas, 1981) definen el ciclo de su intensa actividad en este peculiarísimo género.
El último libro de prosa ensayística fue publicado en 1983, con el
título Tiempo de hablar.
Su novela Casas muertas obtuvo, al publicarse, el Premio Arístides
Rojas y posteriormente el Premio Nacional de Literatura. En 1960 le
fue otorgado a Otero Silva el Premio Nacional de Periodismo. El 7 de
diciembre de 1958 fue elegido senador al Congreso Nacional por el
Estado Aragua. En el período siguiente fue diputado y, con posteriori­
dad, nuevamente senador. Su actuación más destacada en el Senado fue
la de proponer la creación de un Instituto Nacional de la Cultura, de
acuerdo con un extenso proyecto que elaboró y que fue aprobado por
unanimidad en el Congreso Nacional. Posteriormente se constituyó en
uno de los principales propulsores de una Ley de la Cultura, que tuvo
como propósito la creación del Consejo Nacional de la Cultura, un orga­
nismo de extraordinarias posibilidades para el desarrollo presente y fu­
turo de las diversas áreas de la cultura venezolana.
PERFIL DEL HOMBRE
Como hemos señalado, la trayectoria vital de Miguel Otero Silva nos lo
presenta en primera instancia como capitán de la aventura estudiantil
del año 28. Es su bautismo de fuego en los azares de la actividad pú­
blica. Y el signo que va a marcar huella indeleble en la vida y conducta
del escritor, quien jamás podrá apartarse — que no lo van a dejar, ade­
más, ni amigos ni adversarios— de una fatigosa militancia de carácter
popular y democrático, ya sea en el verso, en la novela o el ensayo, en
el panfleto o en el suelto periodístico.
Desde entonces el escritor viene dictando una intensa lección en el
campo de las letras nacionales, compartiendo su labor entre el afán fe­
cundo de la novela y el noble ejercicio de la poesía, que completa dia­
riamente la tarea desarrollada en el periódico. Desde entonces — sin
negarse un instante— ha dado cumplida prueba de su sentir democrá­
tico, de su ideario político al servicio del pueblo. La lucha política ha
sido un denominador común tanto de su creación literaria como de su
ejercicio en el campo de la prensa nacional. De la Universidad Central,
donde cursaba ingeniería, surgió la chispa de la rebeldía juvenil en un
grupo que luego habría de manifestarse en el primer plano de la acti­
vidad pública del país, durante mucho tiempo. Primero fue rebeldía lite­
raria y un movimiento estético que entonces tocaba las playas venezo­
lanas — el vanguardismo— , se transformó en bandera de la insurgencia
porque era, también, en el ámbito específico de las letras una señal de
revolución que llegaba a enfrentar lo caduco y a agitar nuevas con­
signas creadoras; mas, luego de la rebeldía literaria se pasó a la insur­
gencia política. Cárceles y destierros señalaron el fracaso transitorio de
la aventura que alguna vez, también, hubo de impulsar el ánimo joven
hacia la acción armada contra la tiranía gomecista; pero, a la vez, esos
mismos hechos templaron el espíritu para mejores tiempos. Y cuando
se marcó la época del regreso otras fueron las tareas, pero los propósitos
y las aspiraciones, la esperanza y la fe eran los mismos. El año 36 vio
retornar a la actividad pública, más fogueado, más seguro, al incipiente
revolucionario del 29 o al agitador estudiantil del 28. Y la actividad
periodística abrió sus prometedores cauces al fogoso empuje de quien
todavía soñaba y luchaba con las mismas fuerzas de ocho años atrás,
aunque ahora con más firmeza y seguridad en la decisión creadora y
combatiente.
De esa época data su adhesión infatigable a dos causas fundamenta­
les de la realidad venezolana: la política y el periodismo. Más esta
última que la primera. O mejor, aquélla dentro de ésta, porque ejercer
el periodismo ha sido para él también una forma de participar en el
esfuerzo que la República ha demandado siempre de sus mejores hom­
bres. Su vocación literaria ha sido, de tal manera, compartida preocu­
pación por los problemas fundamentales del país, que es como decir por
nuestro pueblo dentro de su tiempo histórico. Como todo verdadero escri­
tor, Otero Silva ha tratado de expresar su tierra y los hombres de esta
tierra dentro de la realidad misma del ser y de la nación venezolana,
asediados por innúmeras fuerzas y circunstancias que detienen, dentro
del proceso histórico, su ascenso hacia mejores formas de vida. Y al ex­
presar de esta manera a Venezuela se ha expresado también a sí mismo,
con la quemante brasa de la propia vida que ha ido a tomar aliento en
la desgarrada intimidad del pueblo. Porque nunca ha sido la suya acti­
tud pasiva, sino conducta ancha para que la palabra — que es la lengua
de la comunicación en la obra literaria— alce su estremecida vivencia,
su mensaje de humana solidaridad, su enronquecida calidad de pue­
blo, que por boca del poeta, del novelista, del ensayista o del humo­
rista, ha estado siempre hablando un solo lenguaje: el del diálogo
que rescata el sentido más hondo del sentimiento colectivo. Por eso,
Otero Silva jamás ha sido escritor reducido a planos estéticos puros,
sino activo militante de una estupenda convicción creadora que des­
deña los secos atributos de la asepsia literaria para hundir sus ma­
nos en el barro palpitante de la realidad. Y de allí ha salido, cierta­
mente, con las manos llenas de una sustancia turbia, pero viva; de
una aleteante materia humana, visceral, pero verídica. Por eso, sus
libros de poesía, sus novelas todas, sus ensayos, y, en fin, su diverso
quehacer literario, constituyen alegato insuperable de una manera de
compartir el escritor la ansiedad de la propia existencia con la que
emerge de la comunidad nacional poderosa y arrolladora como un
río crecido. Ese es, precisamente, el mejor destino de un escritor:
poder expresar el compartido sentimiento de lo humano, como reflejo
de una más ancha resonancia social.
Por eso, en estas páginas que ahora iniciamos para presentar el volu­
men que la Biblioteca Ayacucho dedica a su extensa obra novelística,
nos interesa por igual tanto el intelectual como el hombre. En muy po­
cos escritores venezolanos hay tanta claridad de vida en la conducta
literaria, como en Miguel Otero Silva. Quien se acerca sin mezquindades
a él ha de hallar, seguro, el resplandor de la amistad que no logran
empañar avatares ni caídas. Noble y generoso lo es con quien no se
escuda tras falso y egoísta ropaje. De una sola pieza para conocerlo de
cuerpo entero al primer encuentro verídico. Pero si con los amigos
avanza la mano decidida en el gesto certero, para los adversarios reserva
el amargo zumo del limón en el trato que no admite componendas ni
subterfugios. Su ingenio pronto y su cáustico lenguaje pulverizan la me­
diocridad o el pobre caudal imaginativo de quienes se le enfrentan. Eso
sí: siempre de frente, dando la cara. Dispuesto al lance que no escuda
el cuerpo y a dar el golpe que pide el contrincante. Si categórica es la
personal manera desafiante de verlo en trance semejante, alcanza ma­
yores dimensiones su actitud cuando asume papel de polemista. Porque
está en su medio, porque se desenvuelve dentro de los elementos natu­
rales de sus características reservas intelectuales.
Sin embargo, es el ejercicio de la amistad lo que mejor define el per­
fil humano de Otero Silva. Quizás parezca a quien lo trate por primera
vez, hosco o desconfiado, desdeñoso o altivo, antipático o cerrado al
esfuerzo de la comprensión ajena; y en lo cual tiene mucho que ver
su clásica falta de memoria para recordar rostros y señales de los seres.
Pero la manadora fuente va por dentro, y el logro mejor está en acer­
tarle el resplandor de la intimidad, la fibra generosa que le pulsa el
alma, la desprendida claridad del hombre que busca la correspondencia
simpática en la coyuntura de estrechar los lazos del conocimiento. Hay
que andarle muy de cerca para palpar el fuego crecido de la sangre, que
no la hurta o regatea, pero que tampoco la prodiga o malgasta en la
ajena esperanza, casi siempre fallida. Por eso, es hombre de andar se­
guro, de sentirse seguro, de hallar que el calor que pone en los demás
no es dádiva sino correspondencia. Hay que colocarle el oído muy de
cerca para sentir cómo está creciendo cada momento el desprendido árbol
desde adentro, de lo hondo.
Hombre sin fisuras, hombre decidido, enérgico y cordial. Hombre
abierto a la luz cenital de la vida; hombre plantado en la responsa­
bilidad de su tiempo, listo a darle el frente a los más singulares comba­
tes: idealista, generoso, situado a conciencia en su noble designio
de creador, penetrante y resuelto, reflexivo y equilibrado, mesurado y
activo, dinámico y parsimonioso, es este Miguel Otero Silva figura des­
tacada de la mejor representación intelectual de la Venezuela contem­
poránea.
LA DEMANDA Y E L QUEHACER
Confirmando lo apuntado en las páginas precedentes hemos de decir que
la actividad literaria de Miguel Otero Silva asume una diversidad de
realizaciones, verdaderamente notable, asombrosa por el equilibrio ge­
neral impreso a todas sus formas expresivas, como si se tratara de la
conjunción de muchas personalidades en una sola. Y así lo es, en
efecto. Rara mezcla de manifestaciones distintas de una vocación inte­
lectual nutrida de apetencias variadas, incapaz de contenerse en un solo
ámbito de la creación literaria.
En 1937 Agua y cauce, su primer libro, es el tributo juvenil a la
poesía, y obra que recoge el impulso y la experiencia de aquellos años
de febricitante actividad político-literaria, señalada por el vigoroso pro­
nunciamiento de la generación del 28, de la que Otero Silva forma
parte con pasión y reciedumbre de iniciado. Dos años más tarde, la
novela Fiebre manifiesta, de una vez, la garra magistral del narrador.
Es ya la pasión, virtual pasión, del novelista que sin desamparar al
poeta anuncia su incontrastable y briosa fuerza. En 1942, otra ofrenda
a la poesía: 25 Poemas, recopilación de una dispersa actividad de años,
con intención antològica o selectiva, no del todo precisa. Un año antes
había sido la experiencia periodística, creadora con la fundación de El
Morrocoy Azul, o con la aparición de aquel recordado semanario polí­
tico, trinchera de combate, que fue Aquí Está. En 1943, de nuevo la
función del periodismo, echando las bases de ese gran periódico que es
El Nacional. Es la entrega total, al parecer definitiva, al periodismo exi­
gente, comprometedor y responsable. Y Miguel se da a la faena con
todas sus fuerzas y potencias, con todas sus iluminadas y dispuestas
aptitudes. Parece, así, haber enterrado las otras vocaciones. Y el largo
tiempo que transcurre de 1943 a 1954, parece dar la razón a quienes
piensan haber ganado un gran periodista para perder al poeta y al nove­
lista. Pero ese último año su novela, Casas muertas, anuncia de impro­
viso la vuelta al ejercicio literario, al cultivo de las buenas letras. Y la
poesía, igualmente, toma nuevo impulso en sus manos, esta vez para
cantar, en 1958, con tono grave e inspirado, la desaparición de un
entrañable poeta amigo, muerto trágicamente: Elegía coral a Andrés
Eloy Blanco. Dominio del verso, riqueza de expresión, seguridad en el
lenguaje y en la eficacia magistral del tema poético, dan calidad insos­
pechable a esta obra. Luego otra novela en 1961, Oficina N? 1, conti­
nuación — en cuanto a los personajes principales— de Casas muertas,
siendo en realidad obra creada con independencia de ambiente, de ca­
racterísticas y estilo distintos a esta última. Pero también el ensayista
se manifiesta con certera dignidad en el libro El cercado ajeno publi­
cado por la Librería “Pensamiento Vivo” en 1966. Otras obras reseña­
das precedentemente (novela, poesía, ensayo, humorismo, teatro) po­
nen de relieve la amplitud de su obra y el desafío que ha debido enfren­
tar, a plenitud, en la variedad y densidad de su creación.
Mas esa diversidad no ha roto jamás, de ninguna manera, el cuadro
unitario de la expresión literaria del autor. Ni siquiera cuando ha pa­
sado, sin solución de continuidad, de la prosa llena de profundas reso­
nancias de sus novelas al ensayo biográfico o literario, o al tratamiento
directo de la áspera realidad política de nuestro tiempo venezolano, o al
alegato vibrante en favor de una causa del pueblo o de la cultura nacio­
nal; o del remansado fuego de la poesía a la traviesa aventura del inge­
nio, flor de humorismo. En todo tiempo y circunstancia una doble con­
dición se advierte siempre en el escritor: la presencia del poeta y la del
periodista. En el ensayo, por ejemplo, está antes que nada la garra del
periodista, como en la novela se hace viva y penetrante la presencia del
poeta; pero en aquel primer caso sin desmerecer, naturalmente, el buen
estilo literario. Porque es erróneo el juicio de quienes pretenden identi­
ficar, con inexcusable precipitación, ligereza de estilo y creación diaria
del periodismo. Su libro, El cercado ajeno, contentivo de opiniones sobre
arte y política, es muestra irrefutable en este sentido.
Pero hay algo más definitivo en todo esto. Y es que no sólo el estilo,
el aliento o la concepción creadora, determinan esa unidad que seña­
lamos en la obra literaria de Miguel Otero Silva. La temática de sus
libros —prosa o verso, ensayo o humorismo— es una sola: temática de
la vida nacional en su más amplia experiencia; y por tanto, de pro­
funda resonancia humana que va a enfrentar su responsabilidad creadora
con el destino mismo del pueblo venezolano. Y esto sí que es a nuestro
entender sello que define una trayectoria, carácter que apresa el rasgo
mayor de una creación literaria de trascendencia, signo que revela el
compromiso solemne de un escritor de nuestro tiempo.
FRENTE AL ESCRITOR Y SU OBRA
Conozco a Miguel Otero Silva desde hace unos cuantos años. Los sufi­
cientes como para poder escribir sobre él y su obra con entero dominio
y fidedigna imparcialidad, a pesar de mi cercanía espiritual a su per­
sona. Esto hago ahora cuando soy llamado a presentar su obra narrativa
con un prólogo que recoja una visión total de su persona y de su acti­
vidad creadora en el campo de la literatura venezolana de nuestro tiempo
en dos de sus vertientes principales: la poesía y la novela. No es difícil
señalar las coordenadas de este proceso personal del poeta y del nove­
lista dentro del contexto general de la poesía y la novela venezolanas
de este siglo: sus líneas son muy claras, su trayectoria muy precisa y
certera; pero especialmente su vocación y su dedicación a las tareas in­
telectuales — en profusa dignidad y pasión— le asignan una categoría
y un valor especiales en el cuadro más auténtico de nuestros valores
literarios nacionales.
Su profundidad y conocimiento del curso literario de estos tiempos,
su cultura y sensibilidad abiertas al fenómeno total de la vida universal
del arte contemporáneo y las diversas posibilidades en que se ha mani­
festado con vibrante y a la vez contenida disposición creadora, hacen
que sus aciertos y sonoros triunfos en la novela, el ensayo, el periodis­
mo, el teatro, en suma, respondan, por encima de cada una de esas
facetas del escritor, a la más primordial y definitiva de su arte toda:
la del poeta. Así lo ha manifestado con orgullo el propio Miguel Otero
Silva en más de una ocasión, de modo que no hacemos más que destacar
la que puede ser considerada como virtud iluminadora, como rumbo y
cauce definidores de una acción literaria comprometida en primer tér­
mino con el alumbramiento lírico.
En un libro publicado por Fernando Paz Castillo (UCV, 1975) para
explicar la obra literaria del autor se asienta con muy convincentes razo­
nes que él es:
“acaso, uno de los temperamentos más complicados de nuestro medio inte­
lectual. A la par, alegre y triste; hablador y silencioso; amigo del mundo
y también de la soledad; mordaz y compasivo; democrático y aristocrático;
aficionado al deporte y sedentario. Y, sobre todo, amante de la novedad
en la vida y en el arte, mas siempre respetuoso de lo clásico, o de lo que,
por justas razones, se acerca a parecida categoría” .
Es una muy precisa y sumaria calificación que perfila al hombre, y
especialmente a su compromiso literario.
Pero aún hay algo más. Con aguda penetración de amigo, Arturo
Uslar Pietri piensa en un hombre hecho de una sola pieza, incorruptible
y entero en su misión en la vida y en el arte, cualesquiera que sean sus
manifestaciones y el destino que le depare su compromiso real ante la
historia de su país y del mundo:
“No va a amanecer al día siguiente siendo un hombre distinto del que fue
ayer. No se hagan ilusiones los que esperan verlo ablandado o indiferente.
Va a seguir siendo el mismo diablo de hombre lleno de la mayor capacidad
de entusiasmo, dotado del mismo agudo sentido del humor, que no es sino
de poner las apariencias en cuarentena, que con el mismo gesto displicente
puede irse a escribir un libro, a incorporarse a una barricada o a adivinar
poesía” .
El escritor Juan Marinello, de Cuba, coincidió, a su vez, en la indi­
visibilidad del creador y del hombre:
“El poeta, el ensayista, el periodista y el narrador que hay en Miguel Otero
Silva poseen estatura sobrada para ganarle la devoción cordial e intelectual
de toda nuestra América. En los tres campos se juntan la humanidad vale­
rosa y la sensibilidad sin sosiego” .
Otro que dio sus palabras para acercarse, con sinceridad, a la perso­
nalidad del escritor fue Benjamín Carrión, del Ecuador, al decir:
“Reedita Miguel Otero Silva la configuración del polígrafo: hombre que,
en letras y artes, domina todos los géneros desde el lector y admirador
apasionado y estimulante de las obras ajenas, hasta el cultivador de las
formas de expresión. Poeta — acaso poeta como denominador común— ,
novelista, crítico, polemista, periodista, ensayista. Y en todas esas líneas,
con obra bastante, en cantidad y calidad, para que se le aplique, en cada
caso, el título que corresponda: el novelista Miguel Otero Silva, el poeta
Miguel Otero S il v a ..., y así en todo lo demás. El hombre Miguel Otero
Silva vale tanto como el escritor: lealtad de amigo, generosidad de compa­
ñero. Y ese colocarse siempre, con los pies muy firmes, en la buena orilla
de las causas del hombre” .
Escribía Ramón Díaz Sánchez, el novelista, el historiador venezolano:
“Yo admiro en Otero Silva al escritor de novelas, al creador de categorías
individuales bien definidas dentro del clima social de la vida venezolana.
También al pintor de nuestros paisajes y al dramático evocador de acon­
tecimientos y momentos inconfundibles del proceso social de un pueblo que
busca sus coordenadas históricas en medio de vaivenes de su existencia.
Creo que para juzgar con acierto su posición y sus soluciones es necesario
tener siempre presente que no se trata de un matemático ni de un mero
economista sino de un artista, y que el arte es un privilegio que hay que
aceptar en razón de su fuerza creadora y de su exaltación expresiva” .
Antonia Palacios, la excelente narradora y poeta venezolana, coincide
en destacar los aspectos más característicos del escritor:
“Gozador de cada minuto, de cada segundo, sumergido hasta lo hondo en
ese “aturdido milagro” que es la vida: dándose a todo y a todos, sabiendo
tanto de la sensualidad del roce en la vasta piel de la existencia como de
lo que está más allá de la epidermis en ámbito oculto, iluminado, Miguel
Otero ha auscultado las palpitaciones del correr de su propia sangre y de
la sangre que tiene por cauce el mundo. Y es a esa obra de Miguel, aquella
que está siempre haciendo y rehaciendo, en infatigable dinámica, aquella
que nunca desfallece, en incesante renovación, a la que nos encontramos
incorporados los que tenemos el privilegio de ser sus amigos. Allí nos brinda
la condición insustituible para toda obra, para toda vida: fidelidad” .
Por su parte el norteamericano Carleton Beals remata con palabras
definitivas el perfil viviente y creador del escritor:
“Quien no conoce la obra de Miguel Otero Silva, no conoce Venezuela. Un
viajero puede saber de su grandeza y belleza, desde los llanos a la cima
de sus montañas; hasta Maracaibo, donde la independencia estuvo medio
perdida; pero en las novelas, los ensayos, los poemas de Otero Silva se pe­
netra la verdadera alma del pueblo venezolano, un alma generosa, de
grandeza y hasta terrible por los crímenes, abusos y profanaciones que ha
sufrido. De lejos he combatido las tiranías de Juan Vicente Gómez y Pérez
Jiménez, etc., pero no sabía toda la iniquidad hasta leer la novela de Otero
Silva sobre una penitenciaría en la selva. Es igual a lo mejor de Dostoiesvski. Todas sus escrituras revelan un espíritu íntegro, moral, modesto, sensi­
ble. En fin, un artista” .
Germán Arciniegas, escritor colombiano ligado a la vida y a las letras
venezolanas, escribe con receptivo humor tal vez el más cordial y com­
pleto perfil de Miguel Otero Silva:
“Ancho de espaldas, abierto en la risa, bueno en el humor, bravo en la
lucha, afortunado en las rifas, enorme en la tribuna, señor en Macondo,
espléndido en la amistad, experto en caballos, blasfemo en las coplas, juga­
dor en la política, humanista en la novela, triunfador de las letras en
Rusia, manobrava en los sarcasmos, venezolano puro, del clan de los Buendías; señor en Arezzo, fichado en Curazao, poeta, gozador de la vida, caribe
en el infierno, toreador de tempestades, poeta, cantor de la madrugada,
sagitario nocturno, trotamundos, alucinado, socialista impenitente, medalagana en la aventura, matemático vocacional, riguroso en la lógica, feliz
en el absurdo, poeta, buzo en las realidades, fantasioso ocasional, artista
constante, intrépido polemista, niño caprichoso, ¡ah!, el de las Casas muertas,
¡ah!, el de La muerte de Honorio, coleccionista de cuadros, dueño de mar­
files, nombre de arcángel, apellido de loma, selva o silva, sesenta años lleva
este hombre jugando con el diablo a la caza de las almas. El Diablo le
dice: ¡San Miguel Dorado, por una alma vengo! Abre Miguel, las alas de
papel, salta, corre, ríe. e l d i a b l o : ¡Si no me la das, cogida la tengo!
m i g u e l : No te la doy. Etcétera. Loor a Miguel Otero Silva” .
Todo eso es Miguel Otero Silva. Preciso y real. Miguel Otero Silva no
es un hombre — su personalidad, su obra, su quehacer— ante el cual
se puede permanecer indiferente. Además, concita odios gratuitos, ra­
biosas embestidas, insólitos quebrantos sin razón, diatribas enconadas,
como tiene — igualmente— amistades que se juegan todo por él en
defensas aguerridas, rayanas en la más perfecta impunidad del afecto.
Este carácter — por demás significativo— me parece que pone de re­
lieve la calidad excepcional del escritor, en sus más diversas y afirma­
tivas facetas, dentro del proceso contemporáneo de las letras venezola­
nas. Yo me cuento del lado de la amistad.
Pero esta circunstancia no amengua ni limita mi capacidad crítica,
imparcial y objetiva, frente al hecho de la creación literaria que dis­
tingue el esfuerzo creador de Miguel Otero Silva dentro de las coorde­
nadas particulares que caracterizan sus diversas tareas por más de cin­
cuenta años en el campo de las letras venezolanas de este siglo.
En efecto, hay una trayectoria histórica del creador, un desasosegado y
permanente impulso que lo obliga a concretar su acción en el poema, en
el ensayo, en la novela, en el artículo de periódico, en el arranque multifacético del verso o del dicho humorístico, en todo eso que contiene la
“vertiente artística de su vida”, una forma de la actividad del hombre que
se afirma con sus años de combate en la arena política y social del país,
cualquiera que sea el sitio donde se encuentre. Por eso — a todo lo largo
de su vida— su quehacer literario, emparentado estrechamente con su
quehacer ciudadano — que es como decir lo humano esencial en función
de totalidad hacia dentro y hacia afuera— , se manifiesta como un com­
promiso ineludible que se vuelca torrencialmente en la calidad testimonial
de su obra creadora, sea esta la novela, el ensayo, el poema o la razón más
alta de su condición humorística. Por encima de todas las circunstancias
y exigencias a que lo obliga su participación popular en el destino del
país, Miguel Otero Silva ha sido, es y será siempre el poeta por exce­
lencia, el hombre del verso que golpea y aturde, que denuncia o alecciona
o que simplemente llama la atención para que el amor y la paz reinen
en el corazón del hombre. Está hecho de arcilla parecida a todos los
hombres de esta tierra y por eso entiende — ha entendido siempre—
que la faena del intelectual, cualquiera que sea el camino que escogió
para su creación, es la del testimonio. Del testimonio vivido, sentido y
profundizado como un sentimiento más, porque la vida no deja tiempo
para otras cosas.
Razón tuvo Jorge Zalamea al escribir:
“Las dos vertientes de la actividad de Otero Silva confluyen, se unen, se
identifican en su creación poética. Miguel pertenece a la gran familia de
los poetas testimoniales que han sabido escaparse de sí mismos, trascender
de su indispensable confrontación con el alma propia, superar su justo
orgullo de creadores de sueños y de mitos, para buscar la comunión de
boca a boca con los pueblos, con su innumerable, miserable y admirable
semejanza. Miguel es poeta de testimonios y, por lo tanto, poeta de aire
libre, poeta de grandes audiencias. No de capillas y recetas” .
Esta es la realidad atrayente y comprometedora de Miguel Otero Silva
como hombre y como escritor. Una trayectoria vital y una creación
— densa, profunda y encarecidamente venezolana y de su tiempo— que
se manifiesta como un compromiso constante e imperioso con la verdad
histórica de la literatura y con la primordial solicitud de un país como
el nuestro, complejo y alucinante como toda América. Por eso, sin dejar
de ser venezolano — hasta los tuétanos— en todas sus manifestaciones,
Otero Silva ha alcanzado, sin querer y sin proponérselo, pero por las
razones sustantivas y de severa autenticidad de su obra intelectual, una
jerarquía y una dimensión netamente americana.
LA NOVELA COMO TESTIMONIO
Específicamente la obra narrativa de Miguel Otero Silva es una de las
más significativas en la historia de la literatura venezolana. Las siete
novelas que ha escrito hasta el presente han marcado un proceso de
evolución y maduración constante, y constituyen, sin ninguna duda, un
aporte sustantivo de Venezuela al extraordinario desarrollo de la nove­
lística latinoamericana dé las últimas décadas.
El crítico Alexis Márquez Rodríguez, quien ha estudiado detenida­
mente y a fondo la obra novelística de Otero Silva, señala cómo su
obra posee, en cierto modo y vista de conjunto, un carácter autobio­
gráfico, en el sentido de que, por lo menos desde Fiebre hasta Cuando
quiero llorar no lloro, esa obra traza un vasto mural de la historia con­
temporánea de Venezuela, sobre la base de una serie de sucesos de los
cuales el mismo Otero Silva ha sido, o bien protagonista directo, o bien
testigo excepcionalmente despierto y sagaz. En efecto, Fiebre es la no­
vela de la Generación del 28, de la cual Otero Silva fue figura muy
importante, y sin duda la más notable desde el punto de vista intelectual.
Casas muertas narra episodios ocurridos entre 1909 y 1929. Oficina
N? 1, que es continuación inmediata, en lo anecdótico, de Casas muer­
tas, extiende su acción desde 1929 hasta 1941. La muerte de Honorio
se sitúa exactamente en los ocho o diez meses que precedieron a la
caída de Pérez Jiménez, en 1958; pero en el recuerdo de sus prota­
gonistas nos lleva hasta mucho más atrás, y nos pone al tanto de mucho
de lo ocurrido en Venezuela desde el derrocamiento del gobierno demo­
crático de Isaías Medina Angarita, en 1945. Cuando quiero llorar no
lloro presenta el cuadro dramático de la violencia que imperó en Vene­
zuela durante casi toda la década de los años sesenta, y que hizo de
la juventud su principal víctima, trágicamente signada, o bien por la
agitación guerrillera de los grupos de izquierda que se empeñaban en
derrocar el poder constituido para establecer un régimen socialista, o
bien por la delincuencia marginal, o por la delincuencia patotera que
durante mucho tiempo imperó entre jóvenes de familias pudientes.
Sólo las dos últimas novelas — según observa Márquez Rodríguez—
Lope de Aguirre, Príncipe de la Libertad y La piedra que era Cristo,
no se refieren a la historia reciente de nuestro país. Sin embargo, con­
cluye el mismo ensayista, no obstante referirse a períodos históricos
remotos, en ambas novelas el autor hace innumerables alusiones a
hechos de la vida presente venezolana, y en general del mundo contem­
poráneo, casi siempre con un tono satírico y de denuncia.
Esto último, precisamente, ha sido otro de los signos más notorios
de la obra narrativa de Otero Silva. Su presentación del acontecer vene­
zolano a través de episodios novelescos no ha sido meramente pasiva,
menos aún inocua. Antes bien, ha sido siempre en un tono de crítica
y denuncia, aunque sin incurrir tampoco en la literatura de cartel. El
mismo ha señalado más de una vez ese propósito, de mostrar las lacras
de nuestra sociedad pero sin caer en lo panfletario.
En todo esto es posible advertir — como lo han señalado muchos
críticos y el propio novelista— una especie de convergencia entre lo
novelesco y lo periodístico, que siempre han convivido como impulsos
vocacionales, y aun como oficios, en Miguel Otero Silva. Sus novelas
— e incluso sus poesías, ha dicho él mismo— siempre han tenido mu­
cho de reportajes, y en general de material periodístico. Lo cual sirve
para desmentir el prejuicio inveterado de que el trabajo periodístico
suele ser perjudicial para el estilo del escritor. Otero Silva demuestra
lo contrario. No sólo porque sus novelas se han servido muchas veces,
con evidente brillantez, de los recursos periodísticos, sino también por­
que no pocas veces sus escritos específicamente periodísticos han resul­
tado favorecidos por el empleo de elementos formales propios de la
novela. Lo cual no debe sorprendernos, pues ello ha sido más bien usual
en nuestra América. No son sólo los casos, harto conocidos y comen­
tados, de escritores y periodistas norteamericanos como Hemingway,
Truman Capote o Norman Mailer, sino también latinoamericanos como
García Márquez o Carpentier, en quienes la convergencia periodismoliteratura ha sido sumamente vigorosa y fecunda.
DOS NOVELAS FUNDAMENTALES
Las dos novelas seleccionadas para este volumen de la Biblioteca Ayacucho, Casas muertas y Lope de Aguirre, Príncipe de la Libertad, son,
sin duda, altamente representativas de la narrativa dé su autor. Se
trata, sin embargo, de novelas muy diferentes entre sí, no sólo por lo
opuesto de sus temas, como por lo distinto de sus estilos. Casas muertas
narra, a través de la vida de unos personajes muy precisos, la vida lan­
guideciente de un pueblo venezolano en la época pre-petrolera, en ese
período trágico de nuestra historia que va desde el fin del caudillismo
y de las guerras civiles cuyo punto de arranque lo marca la dictadura de
Juan Vicente Gómez, hasta el inicio, todavía bajo su imperio, de la ex­
plotación petrolera. Un período de miseria, de hambre, de desolación,
en que el paludismo había sustituido con enorme eficacia al flagelo re­
presentado por la presencia de los caudillos voraces y de las guerras civi­
les en el país, durante todo el proceso histórico del siglo XIX en Vene­
zuela. Es, pues, una historia contemporánea, tanto más cuanto que los
hechos narrados en la novela coinciden cronológicamente con la vida
del novelista.
Se trata, por lo demás, de una historia real, en el sentido de que el
pueblo donde Otero Silva ambienta su novela, Ortiz, en el Estado Guárico, efectivamente vivió esa dolorosa experiencia de ver cómo su antigua
prosperidad se iba disolviendo, destruida por la violencia, por las enfer­
medades endémicas, por la incuria de los gobernantes. . . Ortiz, en tal
sentido, no fue sino un símbolo, escogido por el novelista para represen­
tar el drama vivido igualmente por muchos otros pueblos venezolanos:
Barinas, Guanare, Ospino, Calabozo, San Femando de Apure. . .
Historia real, dijimos, en lo que tiene precisamente de referencia
simbólica. Los personajes y sus hechos son, desde luego, creación nove­
lesca, invención imaginativa del autor. Pero la Carmen Rosa, el Sebas­
tián, el Olegario, la señorita Berenice, el señor Cartaya, la Petra Socorro
de la novela, no fueron sólo de Ortiz, sino que vivieron en todos y cada
uno de aquellos pueblos venezolanos que descendieron de una antigua
prosperidad a la más aterradora desolación y desesperanza.
La temática, en cambio, de Lope de Aguirre, Príncipe de la Libertad,
nos remonta a los tiempos de la Conquista. La vida de Lope de Aguirre,
el famoso caudillo español cuyas terribles ejecutorias, a pesar del poco
tiempo que abarcaron en la realidad, llenan todo un capítulo en la
historia de nuestro Continente, y en especial de Venezuela, fue una
sucesión de hechos insólitos, que han despertado siempre la curiosidad
y el interés no sólo de los historiadores, sino también de los novelistas.
Y aun han dado origen a las consejas, al mito y la leyenda.
La novela de Otero Silva refleja muy bien la vida trágica y compleja
de Lope de Aguirre, una dura sucesión de esfuerzos y frustraciones en
busca de una meta que él juzgaba esclarecida, y en persecución de
la cual no vaciló en emplear los métodos más inhumanos y horrendos,
incluso y sobre todo el asesinato de todo aquel que, bien en realidad,
ora en su imaginación atormentada, se opusiese a sus propósitos. Mas
también refleja con patético verismo la dureza de aquellos tiempos, en
los cuales unos hombres venidos desde lejos atraídos por la ambición
de riquezas o de glorias — unos pocos también en cumplimiento de
una misión evangelizadora— , se lanzaron a la conquista de un mundo
desconocido, cuyas primitivas formas de vida sólo eran comparables a
la brava realidad de una naturaleza totalmente indómita, donde todavía
el hombre estaba en la etapa en que era débil juguete de las fuerzas
cósmicas y de los furores telúricos.
Lo mismo en cuanto a la temática, Casas muertas y Lope de Aguirre,
Príncipe de la Libertad difieren también en relación con la técnica no­
velesca. Hay, desde luego, elementos estilísticos comunes, como en
todas las demás obras de Otero Silva. Pero hay igualmente muchos
puntos divergentes. No en balde pasaron, entre una y otra, casi vein­
ticinco años. El paso de tanto tiempo, como es obvio, alguna huella
tiene que dejar en la evolución de todo escritor. Pero en el caso de
Otero Silva ya hemos señalado cómo uno de los rasgos primordiales
de su obra es la búsqueda constante de la novedad, de la renovación.
Entre estas dos novelas no sólo ha transcurrido el tiempo antes seña­
lado, sino que también han mediado tres novelas sucesivas, que es pre­
ciso considerar como otras tantas etapas en esa búsqueda incesante de
lo nuevo, en este caso a través de la experimentación y el ensayo de
nuevas formas de expresión.
En Casas muertas puede decirse que aún se percibe en el novelista
el peso de una tradición narrativa que venía de Gallegos y de la llamada
novela regional. Esto, aclaremos, en cuanto a la técnica primordialmente,
y en menor medida en cuanto a la temática. La concepción de los
personajes, primero, y luego su misma estructuración psicológica, algo
deben a la técnica galleguiana. Lo mismo cabría decir de algunos
aspectos relacionados con la elaboración de la trama narrativa. Sin
embargo, en esta misma comienza también su diferencia con la no­
vela tradicional. El manejo del tiempo, no tanto como elemento de
fondo, sino más bien como recurso técnico, representa ya en Casas
muertas cierto grado de novedad, no sólo en relación a sus anteceden­
tes, sino incluso en cuanto refleja una búsqueda estilística, y sobre
todo un encomiable afán de poner al día la narrativa venezolana con
referencia a la que ya comenzaba a manifestarse en la realidad, de lo
que poco después dio origen al llamado boom, hoy conocido con más
propiedad como nueva narrativa latinoamericana. El antes citado crítico
Alexis Márquez Rodríguez, en un trabajo publicado en el Papel Lite­
rario de El Nacional el 2 3 /1 0 /8 3 , con motivo del 75? aniversario de
Otero Silva, dice al respecto lo siguiente:
Casas muertas ( . . . ) publicada en 1955, a menudo considerada como la
mejor (novela) de su autor, adopta la técnica del empalme, interesante mo­
dalidad, en su caso, del llamado relato circular. El relato se inicia, en
efecto, con la muerte de uno de lós personajes centrales, Sebastián. La
novela comienza diciendo: “Esta mañana enterraron a Sebastián” . Segui­
damente el narrador se remonta a mucho más atrás, y va relatando una
serie de hechos que tienen como eje al propio Sebastián, y al otro perso­
naje central, Carmen Rosa. Al final del capítulo XI, la acción se empalma
con aquella referencia inicial: “El padre Pernía bendijo el cadáver y le
cubrió la faz amarilla. Carmen Rosa rompió a llorar sin trabas, refugiada
la frente entre las manos, curvada sobre la mesa donde la lámpara de la
Virgen del Carmen consumía sus últimas gotas de querosén. . .
Pero hay
un capítulo más, en el cual la acción continúa desarrollándose. De modo
que no se trata de una coda, como suele ocurrir. El capítulo XII de esta
novela es un capítulo estructuralmente completo, y además fundamental,
puesto que va a enlazarse, más tarde, con Oficina N? 1, la siguiente novela
de Otero Silva, que es continuación de Casas muertas.
Hoy día la técnica aquí descrita supone un manejo del recurso cro­
nológico bastante común en la narrativa latinoamericana, y no significa,
por ello mismo, ninguna novedad para el crítico o el lector familia­
rizado con esa narrativa. Pero hace treinta años, cuando se publica
Casas muertas, no era así, pues si bien dicha técnica no podría consi­
derarse, ni aun entonces, como una innovación absoluta, sí resultaba
inusual en Venezuela, y todavía poco extendida en el resto de nuestro
Continente.
En Lope de Aguirre, Príncipe de la Libertad las cosas son muy dis­
tintas. Se trata, como ya se ha dicho, de una novela de tema histórico.
Para escribirla el autor hubo de fundamentarse en una rigurosa y mi­
nuciosa información. Después de realizar este trabajo en forma exhaus­
tiva, a la hora de reconstruir la vida del personaje protagónico, el autor
rebasó intencionalmente sus fuentes documentales, e inventó detalles
como parte del tratamiento novelesco de la materia que tenía en sus
manos. Todo ello, precisemos, sin deformar la verdad histórica acerca
de la vida de Lope de Aguirre.
Sin embargo, en cuanto se refiere a la trama narrativa, esta novela
adopta una linealidad de tipo tradicional, en el sentido de que respeta
la secuencia cronológica de los hechos relatados. Esto no lo señalamos
como virtud ni como defecto. Simplemente registramos el dato. No es,
pues, aquí, donde podemos señalar novedades en Lope de Aguirre,
Príncipe de la Libertad. Pero sí hay experimentación en el empleo de
ciertos anacronismos, muy en boga en la narrativa contemporánea, aun­
que de hecho tienen sus raíces en novelas publicadas ya en los años
veinte, como el Orlando de Virginia Woolf, y en lengua castellana la
novela Ecue-Yamba-O, del cubano Alejo Carpentier. En Lope de Agui­
rre, Príncipe de la Libertad, por ejemplo, el novelista pone en boca del
caudillo marañón exactamente las mismas palabras que Simón Bolívar
pronunciara tres siglos más tarde, cuando increpó a la naturaleza en
medio del pánico causado por el terremoto de Caracas, el jueves santo
de 1812. Como éste hay en la novela varios pasajes en los cuales el
novelista juega con las incongruencias cronológicas.
Uno de los rasgos que más insistentemente se han señalado en las
novelas de Otero Silva se refiere al aliento poético de su lenguaje. En
efecto, el poeta que hay en este autor no se expresa sólo en su obra en
verso —ya lo hemos apuntado— sino que se manifiesta también en la
narrativa, y en general en todo cuanto escribe, incluso el material pe­
riodístico. En las novelas, por ejemplo, emplea con frecuencia la metaforización, aunque no con exceso, sino más bien bajo un evidente control
estilístico. Lo cual revela en él lo que, refiriéndose a Rómulo Gallegos,
Orlando Araujo llama una conciencia lingüística. Lo mismo podríamos
poner de relieve respecto de otros recursos poéticos del lenguaje, que
están igualmente presentes en la prosa narrativa de Otero Silva, pero
dentro de un esquema de sobriedad que los hace aún más gratos a la
lectura.
El manejo del lenguaje, por lo demás, contribuye grandemente en las
novelas de este autor a crear un clima peculiar, en el cual el lector se
sumerge desde las primeras páginas. En Casas muertas, por ejemplo, la
atmósfera de desolación y de abandono que el autor busca ofrecer halla
en el lenguaje un auxiliar inmejorable. Lo mismo puede observarse en
Lope de Aguirre, Príncipe de la Libertad, donde el clima de tragedia que
rodea la vida del protagonista no está dado sólo por los hechos, sino
también mediante el auxilio eficacísimo de un lenguaje manejado como
instrumento expresivo con gran habilidad y certera pertinencia.
APUNTE FINAL
En las páginas precedentes hemos pasado revista, aunque en forma so­
mera, a la vida y la obra de Miguel Otero Silva, con especial atención
en las dos novelas que integran el presente volumen de la Biblioteca
Ayacucho, Casas muertas y Lope de Aguirre, Príncipe de la Libertad.
Son éstas, sin duda, dentro de su diversidad temática y de estilo, lo mis­
mo que en atención a lo que tienen en común, altamente representativas
de una obra y un autor que con justo título han sido y son tenidos como
de los más importantes de la narrativa, y en general de la literatura
hispanoamericana contemporánea, y aun de la escrita en lengua caste­
llana. El prestigio de tal autor y de tal obra alcanza significación sobre­
saliente lo mismo en Venezuela, como en el resto de nuestro Continente
y España. Lo testimonian así sus novelas traducidas y conocidas en nume­
rosísimas lenguas extranjeras. De tal suerte que Otero Silva es hoy por
hoy uno de los escritores venezolanos más conocidos fuera de su país.
Este tomo de la Biblioteca Ayacucho, por lo demás, se publica como
un homenaje al autor, con motivo de haber cumplido su 7 59 aniversario,
y en atención a los grandes méritos de su vida y de su obra. Una vida
y una obra que lo colocan en cimero lugar de la historia intelectual con­
temporánea de Venezuela, y han contribuido ampliamente a que nuestro
país, su cultura y sus valores espirituales, sean conocidos y apreciados
más allá de las fronteras nacionales. Miguel Otero Silva es, sin la menor
duda, uno de los clásicos de nuestro Continente.
J o sé R a m ó n M e d in a
Atenas, abril de 1985
CRITERIO DE ESTA EDICION
De acuerdo con el propio autor, el criterio fijado para el texto de Casas Muertas
reproduce el de la segunda edición de Tipografía La Nación, Ediciones “Pasa” ,
Caracas, 1956, segunda que siguió a la primera que corresponde a Editorial
Losada, 1955.
Para Lope de Aguirre, Príncipe de la Libertad se ha seguido la tercera edición
(octubre 1979), Editorial Seix Barral.
En ambos casos se han salvado las erratas detectadas.
CASAS MUERTAS
CAPITULO I
UN ENTIERRO
1
E s a m a ñ a n a e n t e r r a r o n a Sebastián. El padre Pernía, que tanto afecto
le profesó, se había puesto la sotana menos zurcida, la de visitar al Obispo,
y el manteo y el bonete de las grandes ocasiones. Un entierro no era
acontecimiento inusitado en Ortiz. Por el contrario, ya el tanto arras­
trarse de las alpargatas había extinguido definitivamente la hierba del
camino que conducía al cementerio, y los perros seguían con rutinaria
mansedumbre a quienes cargaban la urna o les precedían señalando la
ruta mil veces transitada. Pero había muerto Sebastián, cuya presencia
fue un brioso pregón de vida en aquella aldea de muertos, y todos com­
prendían que su caída significaba la rendición plenaria del pueblo entero.
Si no logró escapar de la muerte Sebastián, joven como la madrugada,
fuerte como el río en invierno, voluntarioso como el toro sin castrar, no
quedaba a los otros habitantes de Ortiz sino la resignada espera del
acabamiento.
Al frente del cortejo marchaba Nicanor, el monaguillo, sosteniendo el
crucifijo en alto, entre dos muchachos más pequeños y armados de ele­
vados candelabros. Luego el padre Pernía, sudando bajo las telas del
hábito y el sol del Llano. En seguida los cuatro hombres que cargaban la
urna y, finalmente, treinta o cuarenta vecinos de rostros terrosos. El ritmo
pausado del entierro se adaptaba fielmente a su caminar de enfermos.
Así, paso a paso, arrastrando los pies, encorvando los hombros bajo la
presión de un peso inexistente, se les veía transitar a diario por las calles
del pueblo, por los campos medio sembrados, por los corredores de las
casas.
Carmen Rosa estaba presente. Ya casi no lloraba. La muerte de Se­
bastián era sabida por todos — ella misma no la ignoraba, Sebastián mismo
no la ignoraba— desde hacía cuatro días. Entonces comenzó el llanto
para ella. Al principio luchó por impedir que llegara hasta sus ojos esa
lluvia que le estremecía la garganta. Sabía que Sebastián, como confir­
mación inapelable de su sentencia a muerte, sólo esperaba ver brotar sus
lágrimas. Observaba los angustiados ojos febriles espiándole el llanto y
ponía toda su voluntad en contenerlo. Y lo lograba, merced a un esfuerzo
violento y sostenido para deshacer el nudo que le enturbiaba la voz, mien­
tras se hallaba en la larga sala encalada donde Sebastián se moría. Pero
luego, al asomarse a los corredores en busca de una medicina o de un
vaso de agua, el llanto le desbordaba los ojos y le corría libremente por
el rostro. Más tarde, en la noche, cuando caminaba hacia su casa por las
calles penumbrosas y, más aún, cuando se tendía en espera del sueño,
Carmen Rosa lloraba inacabablemente y el tanto llorar le serenaba los
nervios, le convertía la desesperación en un dolor intenso pero llevadero,
casi dolor tierno después, cuando el amanecer comenzaba a enredarse en
la ramazón del cotoperí y ella continuaba tendida con los ojos abiertos
y anegados, aguardando un sueño que nunca llegaba.
Ahora marchaba sin lágrimas, confundida entre la gente que asistía
al entierro. Habían dejado a la espalda las dos últimas casas y remontaban
la leve cuesta que conducía a la entrada del cementerio. Ella caminaba
arrastrando los pies como todos, en la misma cadencia de todos, pero
se sentía tan lejana, tan ausente de aquel desfile cuyo sentido se negaba
a aceptar, que a ratos parecíale que ella y la que caminaba con su cuerpo
eran dos personas distintas y que bien podía la una seguir con pasos
de autómata hasta el cementerio, en tanto que la otra regresaba a la
casa en busca del llanto.
Dos mujeres la acompañaban. A un lado su madre, doña Carmelita,
con el mohín de niño asustado que la vejez no había logrado borrar, llo­
rando no tanto por Sebastián muerto, como por el dolor que sobre Carmen
Rosa pesaba, sintiéndose infinitamente pequeña y miserable por no haber
podido evitarle a la hija aquel infortunio. A la izquierda iba Marta, la
hermana, preñada como el año pasado, heroicamente fatigada por aquella
lenta marcha bajo el sol. Carmen Rosa advertía en la atmósfera la fluencia
del amor de las dos mujeres, la ternura de ambas sosteniéndola para que
no diera consigo en tierra.
En el trecho final cargaron la urna cuatro hombres jóvenes como Se­
bastián, aunque no vigorosos como lo fuera él antes de caer. Eran cuatro
perfiles en ocre, aguzados como la cabeza del gavilán. Su juventud nau­
fragaba en las miradas tardas, en los desfiladeros de los pómulos, en
los pliegues que circundaban los ojos. Uno de ellos, primo hermano de
Sebastián, había venido en burro desde Parapara. Los otros tres eran
de Ortiz y Carmen Rosa los conocía desde niños. Había corrido con ellos
por las márgenes del Paya, había matado palomas montañeras junto con
ellos. El más alto, Celestino, sobre cuyos hombros caía poco menos del
peso total de la urna, había estado siempre enamorado de ella, desde
que corrían a la par del río y mataban pájaros. Ahora cargaba el cadáver
de Sebastián y dos lágrimas de hombre le bajaban por los pómulos an­
gulosos.
Se divisaba ya la tapia del cementerio, su humilde puerta con cruz
de hierro en el tope y festones encalados a los lados. Carmen Rosa recor­
daba el texto del cartelito, escrito en torpes trazos infantiles, que colgaba
de esa puerta: “No sálte la tapia para entrar. Pida la llave”. La tapia era
de tan escasa altura que bien podía saltarse sin esfuerzo. Y no había
a quién pedir la llave porque nadie cuidaba del cementerio desde que
murió el viejo Lucio. El gamelote y la paja sabanera se hicieron dueños
de aquellas tierras sin guardián, campeaban entre las tumbas y por enci­
ma de ellas, ocultaban los nombres de los difuntos, asomaban por sobre
de la tapia diminuta.
A escasa distancia de la puerta, la marcha del cortejo se tornó len­
tísima. Los cuatro hombres que llevaban la urna iniciaron, con gravedad
de ceremonia ritual, un viraje de sus pasos destinado a hacer virar el
ataúd hasta situarlo de frente al portal del cementerio. Como en una
conversión de escuadra militar, pero incalculablemente más despacio,
tres de los cargadores giraban alrededor de aquel que se mantenía en el
ángulo delantero izquierdo. Este último se limitaba a mover los pies,
levantando humaredas de polvo seco, simulando pasos que no daba. Era
una evolución muy semejante a la que cumplían los cargadores de la
imagen de Santa Rosa, cuando la procesión doblaba la última esquina
de la plaza y tomaba el rumbo de la iglesia. Cesaron los murmullos
y los rezos, las mujeres acallaron el llanto por un instante, y sólo se
oyó el arrastrarse isócrono de los pies, un largo y patético chas-chas que
encerraba para aquellos hombres una honda expresión de despedida.
Después lo enterraron. Eso no lo vio Carmen Rosa. Cerró los ojos
con desesperada fuerza, reclinó la cabeza sobre el hombro de la madre,
sintió en la garganta una sal de lágrimas que ya no salían y en el costado
una herida casi física, como de lanza. A sus oídos llegaron confusamente
los latinazos roncos del padre Pernía y la voz atiplada del monaguillo
que decía “Amén” pensando en otra cosa.
2
Regresaron por la misma ruta, ya sin la urna. Marchaban, también de
vuelta, al paso lento y desgonzado de los que no quieren llegar adonde
van. Tal vez era domingo. Sin duda era domingo, pero nadie pensaba
en eso. Ninguna diferencia existía entre un martes y un domingo para
ellos. Ambos eran días para tiritar de fiebre, para mirarse la úlcera, para
escuchar frases aciagas: “La comadre Jacinta está con la perniciosa”; “Na­
ció muerto el muchachito de Petra Matute” ; “A Rufo, el de la calle real,
se lo llevó la hematuria”. Apenas el padre Pernía se preocupaba por
recordarles cuándo era domingo, desatando la voz de las campanas para
anunciar su misa. Pero aquel día, domingo o lo que fuera, el padre Pernía presenció la dura agonía de Sebastián, amaneció junto al cadáver
y las campanas no llamaron a misa porque estaban doblando desde muy
temprano.
Carmen Rosa volvió a la casa, apoyada en el débil brazo de doña Car­
melita y seguida por un irresoluto tropel de hombres y mujeres que no
se despedían de ella porque no disponían de ánimo para hacerlo. Entra­
ron todos por el portal de la casa, se agolparon largo rato en los corredores
hablando a media voz o mirando a Carmen Rosa silenciosamente y se
marcharon al fin, ya mucho después del mediodía, escurriéndose por el
ancho zaguán que daba a la plaza.
El patio era el más hermoso de Ortiz, posiblemente el único patio
hermoso de Ortiz. En sembrarlo, en cuidarlo, en hacerlo florecer había
empecinado Carmen Rosa su fibra juvenil, tercamente afanada en cons­
truir algo mientras a su alrededor todo se destruía. Tan sólo el tamarindo
y el cotoperí, plantados allí desde hacía mucho tiempo, nada les debían,
salvo el riego y la ternura, a las manos de Carmen Rosa. Nacieron para
soportar aquel sol, para endurecer sus troncos en la penuria, e igualmen­
te erguidos se hallarían en el patio aunque Carmen Rosa no hubiera naci­
do después que ellos para regarlos y amarlos.
No así las otras plantas. Ni siquiera las añosas trinitarias que trepa­
ban a uno y otro extremo del corredor desde que el padre Tinedo, cuando
fue cura del pueblo, las sembró para doña Carmelita. Pero era Carmen
Rosa quien las limpiaba de hojas secas, quien las podaba con las tijeras
de la costura, quien las humedecía con agua del río cuando el cielo nega­
ba su lluvia. Y ellas retribuían el esmero cubriéndose de flores para Car­
men Rosa, farolillos encarnados la de la izquierda, farolillos púrpurá la
de la derecha, y elevándose ambas hasta el techo para servir de pórtico
florido a todo el jardín.
Tampoco las cayenas, éstas sí sembradas por Carmen Rosa, que se
alejaban hasta el confín del patio y cuyas flores rojas y amarillas sabían
mecerse alegremente al ritmo seco de la brisa llanera. Mucho menos los
helechos, plantados en latas que fueron de querosén o en cajones que
fueron de velas, alineados como banderas verdes en el pretil, los más
gozosos a la hora de beber ávidamente el agua cotidiana que Carmen Rosa
distribuía. Y aún menos los capachos, nunca hechos para ser abatidos por
aquel viento áspero, a los cuales la solicitud de Carmen Rosa y la sombra
del cotoperí hacían reventar en flores rojas como si se hallasen en otra
altura y bajo otro clima.
Ni otras plantas más humildes que no engalanaban por las flores sino
por la gracia de sus hojas y cuyos nombres sólo Carmen Rosa conocía en
el pueblo: una de hojas largas veteadas én tonos rojos y pardos; otra de
hojas redondas y dentadas, casi blancas, como de cristal opaco; otra de
hojas menuditas que ascendían y caían de nuevo con la elegancia de un
surtidor. Todas ellas, y la pascua con sus grandes corolas rosadas, y los
llamativos racimos de las clavellinas, y el guayabo cuyos frutos eran pro­
tegidos desde pintones con fundas de lienzo que los libraban de la vora­
cidad de los pájaros, todas aquellas plantas debían su lozanía, su vigor,
su existencia misma a las manos de Carmen Rosa.
Tanto o más le debía la mujer al jardín. Sembrar aquellas matas, vi­
gilar amorosamente su crecimiento y florecer con ellas cuando ellas flo­
recían, fue el sistema que Carmen Rosa ideó, desde muy niña, para abs­
traerse de la marejada de ruina y lamentaciones que sepultaba lenta y
fatalmente a Ortiz bajo sus aguas turbias. Aquel largo corredor de ladri­
llos que daba vuelta al patio, aquel claustro con pórtico de trinitarias y
relieves de helechos, eran su mundo y su destino. Desde ese sitio había
visto transcurrir tardes, meses, años, toda su adolescencia, oyendo el can­
to de los cardenales y de los turpiales, respirando el aroma de las flores
y el olor de las plantas recién mojadas por la lluvia. Y ella creía con fir­
meza — ¿cómo podría ser de otra manera?— que solamente su presencia
en aquel pequeño cosmos vegetal del cual formaba parte, su contacto cons­
tante con el verde pulmón del patio, le había permitido crecer y subsistir,
no abatida por fiebres y úlceras como los habitantes del pueblo, sino fres­
ca y lozana como la ramazón del cotoperí.
3
El patio era diferente después de la muerte de Sebastián. Las lágrimas
habían retornado a los ojos de Carmen Rosa y la silueta altanera del
tamarindo le llegaba difuminada, como cuando la enturbiaba el aguacero.
Aquel tamarindo de duro tronco era el árbol más viejo del patio y tam­
bién el más recio. Ella creyó que Sebastián era invulnerable como el
tamarindo, que jamás el viento de la muerte lograría derribarlo. Y ahora
no acertaba a comprender exactamente cómo había sucedido todo aquello,
cómo el pecho fuerte y el espíritu indócil se hallaban anclados bajo la
tierra y el gamelote del cementerio, al igual que los cuerpos enclenques
y las almas mansas de tantos otros.
En el interior de la tienda trajinaba doña Carmelita. Escuchaba su
ir y venir detrás del mostrador, cambiando de sitio frascos y botellas,
abriendo y cerrando gavetas. Sabía que su madre realizaba aquellos mo­
vimientos maquinalmente, con el pequeño corazón estremecido por el
dolor de la hija, debatiéndose entre el ansia de venir a murmurarle frases
de consuelo y la certeza de que esas frases de nada servirían. La tienda
ocupaba un amplio salón de la casa, situada justamente en la esquina de
la manzana, con dos puertas hacia la calle lateral y otra hacia la plaza
de Las Mercedes.
— ¡Medio kilo de café, doña Carmelita! — chilló una voz infantil, y
Carmen Rosa reconoció la de Nicanor, el monaguillo que decía “Amén”
en el cementerio.
Después llegaron dos o tres mujeres que hablaban en voz baja y res­
petuosa. Hasta el corredor trascendió apenas el rumor de esas voces, la
resonancia del trajín de doña Carmelita, el tintineo de las monedas y el
sonido amortiguado de los pasos que entraron y salieron de la tienda.
Así fue atracando la tarde en el patio, haciendo más oscuro el verde
del cotoperí y apagando el aliento caliente del resol. Por la puerta del
fondo entró Olegario con el burro. A lomos del animal venía del río el
barril con el agua. Olegario lo descargó al pie del tinajero, como todos
los días, y se acercó tímidamente, dándole vueltas al sombrero entre las
manos torpes, para decir:
— Buenas tardes, niña Carmen Rosa. La acompaño en su sentimiento.
En ese instante sonaron de nuevo las campanas. Era el toque de ora­
ción pero Carmen Rosa se sobresaltó porque no había sentido correr las
horas, ni apercibido la llegada del atardecer. En el vano de la puerta que
unía el salón de la tienda con el corredor de la casa se dibujó la silueta
de doña Carmelita.
— ¡El Angel del Señor anunció a María! — dijo.
Y Carmen Rosa respondió, como todas las tardes:
— Y concibió por obra y gracia del Espíritu Santo.
CAPITULO II
LA ROSA DE LOS LLANOS
4
Aquella noche Carmen Rosa permaneció muchas horas inmóvil, a la luz
de la lámpara que doña Carmelita había traído consigo. Las sombras bo­
rraron el color de las flores y el perfil de las matas, destacándose solas
contra el cielo las ruinas de la casa vecina. Había sido una casa de dos
pisos y las vigas rotas del alto apuntaban por sobre de las ramas de los
árboles como extrañas quillas de barcos náufragos. Una casa muerta, en­
tre mil casas muertas, mascullando el mensaje desesperado de una época
desaparecida.
Todos en el pueblo hablaban de esa época. Los abuelos que la habían
vivido, los padres que presenciaron su hundimiento, los hijos levantados
entre relatos y añoranzas. Nunca, en ningún sitio, se vivió del pasado
como en aquel pueblo del Llano. Hacia adelante no esperaban sino la
fiebre, la muerte y el gameloté del cementerio. Hacia atrás era diferente.
Los jóvenes de ojos hundidos y piernas llagadas envidiaban a los viejos
el haber sido realmente jóvenes alguna vez.
Carmen Rosa había prestado siempre más atención que nadie a aquellas
historias de un ayer alucinante. Cuando niña no empleó su imaginación
en crear un mundo donde las muñecas son seres vivos, la tortuguita un
ogro y el arrendajo un príncipe que espanta a las brujas con su canción.
Eso quedaba para su hermana Marta que se ponía a llorar cuando a Titina, la muñeca, le daba calentura. Pero Carmen Rosa prefería recons­
truir a Ortiz, levantar los muros derruidos, resucitar a los muertos, poblar
las casas deshabitadas y celebrar grandes bailes en “La Nuñera”, con or­
questa de siete músicos y farolitos de papel pintado.
Y
como a todos los viejos les deleitaba hablar del pasado, como ya no
vivían sino para hablar del pasado, a Carmen Rosa le resultaba faena
sencilla recoger evocaciones aquí y allá — un personaje, un decorado,
un episodio, una canción— para reedificar con ellas una imagen viva de
la ciudad muerta. Hermelinda la de la casa parroquial, la señorita Bere-
nice la maestra de escuela, el descreído señor Cartaya, hasta Epifanio el
de la bodega, tan gruñón y tan de pocas palabras, todos murmuraban
más o menos lo mismo al ver asomar a Carmen Rosa:
— Ya viene esa muchachita con su curiosidad y su preguntadera.
Pero no les desagradaba, naturalmente que no les desagradaba, oírla
indagar por las cosas de ayer y mucho menos verla escuchar subyugada
cuanto le referían, verdad o mentira, y reír cuando valía la pena hacerlo
y enjugarse dos lágrimas cuando era triste lo que había acontecido tantos
años atrás. Más aún, si pasaban tres días y Carmen Rosa no aparecía en
la casa parroquial ni en la bodega, ni en el oscuro caserón del señor Cartaya, eran los viejos quienes se trasladaban a su casa con cualquier pretex­
to y la reconvenían:
— ¿Has estado enferma, muchacha? — preguntaba Cartaya.
— ¿Te fastidiaste de mis historias? — rezongaba Epifanio.
— ¿No estarás enamorada? — insinuaba Hermelinda.
Hermelinda, la de la casa parroquial, formaba parte indivisible de la
iglesia, como el San Rafael que estaba al lado del altar mayor, o como
la piedra rústica del bautisterio, o como las flores de papel blanco con
lunares de moscas que rendían homenaje a la imagen de la Virgen del
Carmen. Hermelinda había nacido en una casa cercana al templo, sólido
templo en construcción qué en construcción quedóse para siempre. Desde
muy pequeña había pasado a vivir en la casa parroquial. Primero como
niña recogida por la mano caritativa del padre Franceschini, para ir a
los mandados y regar las matas del patio; luego, con el padre Tinedo,
como empleada para todos los oficios, cocinar, lavar, aplanchar, barrer
la casa y cuidar de la iglesia; ahora, con el padre Pernía, como dispone­
dora de todas las cosas prácticas, suerte de ama de llaves, archivo de las
vidas y de las muertes de todos los habitantes del pueblo. De los tres
curas para quienes había servido, mucho más de los dos primeros que
del último, hablaba Hermelinda sin parar cuando Carmen Rosa acudía
a visitarla. Había tenido Ortiz otros curas, había trabajado también Her­
melinda para ellos, pero jamás desfilaron por sus evocaciones ni mencio­
naba sus nombres.
— No ha pasado por este pueblo un hombre más inteligente, ni más
bueno, ni más sabio que el padre Franceschini — decía— . Era un santo
y era testarudo como todos los santos. No quiso nunca nacionalizarse ve­
nezolano porque le parecía que dejar de ser italiano era renegar de algo
que había nacido con él. Y el padre Franceschini nunca renegó de nada.
Aunque sabía que nacionalizarse venezolano, con todo lo que él tenía
por dentro, significaba llegar a ser obispo. . .
Y
comenzaba a narrar las fiestas religiosas que el padre Franceschini
organizaba, justamente cuanto Carmen Rosa deseaba, porque al conjuro
de ese relato se iba levantando Ortiz de sus escombros.
—
¡Qué procesiones, mi hijita, qué procesiones! Para la Semana Santa
venía gente desde muy lejos, desde Calabozo, desde La Pascua, sin contar
los de Parapara, San Sebastián y El Sombrero que se la pasaban metidos
aquí. Figúrate que Ortiz tenía dos parroquias y dos jefes civiles y dos
curas. Y el Viernes Santo se desprendía la Virgen de los Dolores desde
Santa Rosa, tomaba después por la calle real, iba hasta Las Mercedes y
volvía a Santa Rosa por otras calles, acompañando al Santo Sepulcro, al
paso de una música triste de tambor y flauta, seguida por una colmena
de mujeres con velas encendidas, hombres de liquiliqui y muchachos ha­
ciendo travesuras. . .
Era poblar las ruinas. El padre Franceschini, con musical acento ita­
liano, derramaba un sermón elocuente desde el púlpito de Santa Rosa
y prometía, después de hacer llorar a sus feligreses con la pasión de Cristo,
convertir aquella iglesia en una de las más bellas de la provincia venezo­
lana. Los altares estallaban de flores cortadas en los jardines de Ortiz y
la Virgen del Carmen no se resignaba a las flores blancas de papel con
lunares de moscas sino que al pie de su imagen terminaban de abrirse
las mejores rosas del pueblo. Damas de crinolina y trajes de encaje su­
surraban una oración o escondían una sonrisa detrás del abanico de mar­
fil. Carmen Rosa guardaba una fotografía de la abuela, que el sepia del
tiempo hacía más evocadora, ensayando un paso de minuet. ¡Minuet en
Ortiz, Santo Dios!
Pero luego Hermelinda dejaba de hablar del padre Franceschini y co­
menzaba Ortiz a derrumbarse. Llegó la fiebre amarilla en el 90. En
seguida aparecieron el paludismo, la hematuria, el hambre y la úlcera.
Se esfumaron los airosos contornos del padre Franceschini. La espléndida
iglesia quedó a medio construir, desnudos los ladrillos de las paredes, ar­
cos sin puertas, ventanas sin hojas.
— Vinieron muchos curas, mi hijita, pero ninguno soportó esto. Hasta
que un Domingo de Ramos, montado en un burro como Jesús, llegó el
padre Tinedo y se quedó con nosotros. Ese sí era otro hombre. Muy dis­
tinto al padre Franceschini, es verdad, pero otro hombre. ¡Dios lo haya
perdonado!
Y
sonreía siempre al nombrarlo. Porque el padre Tinedo no había teni­
do ni la prestancia, ni la cultura, ni la elocuencia, ni el abolengo del
padre Franceschini. Era simplemente un hombre del pueblo con una
sotana encima y el hormigueo del corazón por dentro.
— Hasta tomaba aguardiente — refunfuñaba Hermelinda— . Cuando yo
le reclamaba, me respondía que lo hacía para espantar las enfermedades,
que el alcohol era un gran desinfectante, que su olor ahuyentaba a los
mosquitos malignos. Pero la verdad, mi hijita, era que tomaba porque le
gustaba mucho.
Fue realmente un gran bebedor el padre Tinedo. Epifanio, el de la
bodega, le despachaba la primera yerbabuena “— Dame mi yerbabuenita,
Epifanio. . . ”— cuando apenas había concluido sus oraciones matinales.
Y entre yerbabuena y yerbabuena se le pasaban las horas del día y algu­
nas de las de la noche. A la casa parroquial lo trajeron en vilo uno que
otro sábado, cuando la yerbabuena podía más que él.
— Pero era muy bueno, mi hijita. No hubo casa con calentura o con
hambre, aquí en Ortiz o en las afueras, donde no se apareciera el padre
Tinedo, con sus tragos encima, es verdad, dispuesto a dar lo que tuviera.
Primero daba lo suyo y después lo de la Virgen del Carmen y lo del tem­
plo y lo que le cayera en la mano. Decía que la Virgen no necesitaba
velas, ni la iglesia que la terminaran, ni Santa Rosa procesión, mientras
se estuvieran muriendo como moscas los prójimos. Y sacaba lo poco que
caía en los cepillos de los santos para comprar quinina y leche condensada. ¡Dios lo haya perdonado!
Además, la gracia llanera del padre Tinedo no se dejó desmantelar
por el turbión de desgracias. Su buen humor agudizado por el espíritu de
las yerbabuenas, logró sobrevivir no obstante que sobre sus débiles espal­
das se derrumbó la ciudad y hubo días de recitar siete De Profundis
en el cementerio.
— Una vez — refería Hermelinda— estaba diciendo un sermón con­
tra el egoísmo. ¡Ay, mi hijita!, y con la iglesia llena de beatas, delante
de las señoritas viejas más decentes de Ortiz, lo terminó de esta manera:
— “Y esto del egoísmo lo he dicho también por ustedes, mujeres que ni
se casaron ni parieron solteras. Como quien dice, que nada le dieron a
Dios, ni tampoco le dieron al Diablo. En nombre del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo, Amén” . . . Y se bajó del pùlpito. ¡Dios lo haya
perdonado!
5
El señor Cartaya no veía el pasado de Ortiz a través de sus curas. Por el
contrario, con todos ellos había tenido argumentos porque el señor Cartaya fue federalista en su adolescencia, liberal y crespista luego, masón
siempre. Aún ahora, viejo y vacilante como andaba por el estrecho corre­
dor oscuro, el señor Cartaya realizaba prodigiosos esfuerzos visuales para
releer páginas de un libro de Renán y de otro de Vargas Vila que eran los
únicos supervivientes de su biblioteca librepensadora.
A Carmen Rosa la placía particularmente la charla del señor Cartaya
porque ninguno como él evocaba el fausto de otros tiempos. Había sido
también músico de la banda, porque el Ortiz remoto tuvo banda y el
señor Cartaya tocaba entonces la flauta bajo los robles de la plaza, como
también la tocaba en la orquesta que regía los grandes bailes, y la hacía
llorar en la procesión de la Dolorosa o estallar de pasodobles en las tardes
de toros coleados.
A la casa del señor Cartaya se le había caído la mitad, no obstante
haber sido en su origen una sólida construcción española de dos pisos,
vigas de dura fibra, calicanto y ladrillos bien cocidos. Ahora lucía como
seccionada por el mandoble de un gigante, como esas casas belgas parti­
das por los cañones alemanes que Carmen Rosa había visto en las posta­
les aliadas de 1917. No es que fuera la casa de Cartaya porque éste la
hubiese comprado o heredado, sino que pasó a ocuparla graciosamente
cuando sus dueños la abandonaron y empezaron a poblarla los lagartijos
y a espinarla los ñaragatos. A Cartaya se le nublaron los ojos. En aquella
casa había tocado la flauta con toda el alma juvenil aventada en las
notas del vals, confundido en la orquesta, mientras Isabel Teresa, rubia
e hija de godos, educada en Caracas por monjas francesas, apenas se
enteró de la existencia de un músico liberal y masón que casi desfallecía
mientras tocaba la flauta y . la miraba. Al poco tiempo se casó con el
general Pulido y se marchó para siempre de Ortiz. Pero al pobre Cartaya
le quedó aquel recuerdo, el de una sonrisa que le concedió Isabel Teresa,
el de una mirada de los insólitos ojos verdes de Isabel Teresa, punzán­
dole el corazón con la saña del ñaragato. Por eso ocupó la casa cuando
ya nadie quiso habitarla, la limpió de sabandijas y de plantas salvajes
y decidió esperar en ella la muerte, solterón y solo, fumando sus tabaquitos de a locha y adivinando su Renán con ojos ya cansinos. Hasta
que llegó Carmen Rosa a preguntarle por los tiempos viejos.
— Esta era la capital del Guárico, niña. La ciudad más poblada y
más linda del Guárico, la rosa de los Llanos.
“Sol de los Llanos”, por cierto, se llamaba la Logia y el señor Cartaya,
que llegó a ser grado 33, se sentaba entre el doctor Vargas y Rosendo
Martínez, para oírlos hablar de la Revolución Francesa o de Thiers y
Gambetta. Era una Logia pulcra y culta, ceremoniosa y caritativa, digna
enemiga de su temible contendor el padre Franceschini.
El combate entre los masones y el cura paraba en un armisticio todos
los años, el 30 de agosto, día de Santa Rosa. Por algo era ella la patrona
del pueblo, la más primorosa patrona de todos los pueblos del Llano.
Ese día el señor Cartaya olvidaba su grado 33 para tocar la flauta, mon­
tado en el alto coro de la iglesia, mezclando sus notas afiladas con las
del bronco corazón del órgano y con la voz de barítono napolitano del
padre Franceschini. Y seguía tocando la flauta luego, señalando el rum­
bo a las tiernas voces de las Hijas de María, en todo el recorrido de la
procesión. Y más tarde bajo los robles de la plaza; y en el baile de gala
hasta la madrugada y aun después del baile acompañando a los arrenda­
jos del amanecer, cuando corría con generosidad el brandy, que todos los
años corría.
— Ortiz echaba la casa por la ventana, niña. Y los orticeños nos fajá­
bamos con los coleadores del bajo Guárico, con los galleros de Calabozo
y Zaraza, con los cantadores de Altagracia y La Pascua. Y en materia de
fuegos artificiales, nadie podía con nosotros.
Medio siglo, ¡y qué medio siglo!, no había logrado marchitar el orgullo
del señor Cartaya con respecto a los fuegos artificiales de Ortiz. El ama­
necer del día de Santa Rosa se anunciaba por el estampido de cohetes y
cohetones, más madrugadores aún que las campanas de la iglesia. Ape­
nas concluida la misa, ya estaban allí los triquitraques y los buscapiés,
culebrillas rojas serpeando entre los zaguanes, asustando a las beatas con
su chisporroteo, enredándose entre las piernas de “La Burriquita”. Y
al promediar la tarde, cuando Santa Rosa surgía linda y juvenil por el
ancho portal de la iglesia, resonaba el trueno gordo de los voladores que
ascendían desde la propia plaza central o que salían a cruzar el cielo
desde Las Topias, Banco Arriba y El Polvero.
— Eran barrios del viejo Ortiz, niña — suspiraba Cartaya— . No inten­
tes buscarlos ahora porque ni las ruinas quedan. Ahí mismito, tres cua­
dras más allá de la carretera, donde ahora no se ve sino paja seca y no
se oye sino la escapada de las iguanas, se levantaban las casas de Las
Topias, Banco Arriba y El Polvero, cuando Ortiz era ciudad. . .
Pero lo realmente grandioso era la noche. Para la noche de Santa
Rosa reservaba el pueblo su atronante homenaje en luz y pólvora a la
tierna patrona. Meses enteros pasaban el italiano Cecatto, su mujer y sus
hijos, fabricando aquellos surtidores de llama que luego se abrían en la
noche llanera. La girándula que daba vueltas enloquecidas y lanzaba
chorros de luz en todas direcciones. El árbol de fuego que florecía de
candela su ramazón hasta quedar convertido en el boceto otoñal del vari­
llaje. El castillo de fuego que ardía entre estampidos como en una escena
fantástica de guerra y vandalaje. El toro de fuego, resoplando llamas por
las toscas narices de cartón, monstruo infernal batallando entre la hogue­
ra que lo destruía.
— La última gran fiesta de Ortiz — precisaba el viejo Cartaya— fue
en el 91, cuando Andueza preparaba el continuismo. Carlos Palacios, pri­
mo de Andueza, lanzó su candidatura a la presidencia del Guárico y lo
festejó con bailes y terneras que hicieron época. En la plaza de Las
Mercedes se levantó en siete días, con troncones de madera y piedras
del río, un circo de toros. “Los Cimarrones” se llamaban los toreros que
vinieron desde Caracas para la corrida. Y corrió el aguardiente como si
hubiera sido lluvia del cielo. Y yo toqué la flauta tres días con sus no­
ches. Y ni Andueza pudo reelegirse, ni Carlos Palacios llegó a presidir
el Guárico, porque no se los permitió mi general Joaquín Crespo, de
Parapara.
Fueron los últimos destellos de "la rosa de los Llanos”. Ya había pasado
la fiebre amarilla pero el paludismo comenzaba a secarle las raíces a la
ciudad llanera. Sin embargo, bajo la presidencia de Crespo, parapareño
que es casi como decir orticeño, vivió Ortiz horas de fugaz esplendor, de­
batiéndose contra un destino que estaba ya trazado. El doctor Núñez,
secretario general de Crespo, había nacido en el propio Ortiz. En su casa,
“La Nuñera”, se celebraron grandes banquetes a los cuales asistió Crespo
en persona en más de una ocasión. Cartaya recordaba al caudillo llanero,
montado en un caballo blanco, resuelto a colear un novillo entre los tran­
queros de la calle real.
— Y desde que lo mataron — concluía Cartaya— hubo que borrar del
lenguaje venezolano la palabra “caudillo” . . .
6
En otras ocasiones el señor Cartaya se desviaba de los acontecimientos de
proyección histórica, del acampar de guerrillas famélicas en las calles de
Ortiz, de la descripción de festejos y ceremonias, para referir retazos de
vidas de gentes de la región. Los héroes de esos relatos estaban todos
muertos y sepultados, 110 en el humilde cementerio nuevo de tumbas en­
caladas sino en el viejo y lujoso camposanto cuyos altivos túmulos abando­
nados podían verse aún, asomados entre cujíes y chaparrales, si se cami­
naba un buen trecho desde la iglesia de Santa Rosa, rumbo al noroeste.
— Cuénteme la historia de Juan Ramón Rondón — le pedía Carmen
Rosa una noche.
— Pero, niña — rezongaba Cartaya complacido— . ¿Otra vez? Si ya
te la debes saber de memoria.
Carmen Rosa esbozaba un ademán de protesta que sabía innecesario
porque ya Cartaya se disponía a reiniciar aquel relato tan propicio a las
noches sin luna, cuando las pocas luces del pueblo adquirían un brillo
blanquecino y emanaba una tristeza recóndita de las casas caídas.
— Juan Ramón Rondón era un muchacho de Ortiz, buen jinete y buen
gallero, que llevaba amores clandestinos con la esposa del hacendado
Pedro Loreto. . .
Cuando el marido ensillaba la muía y tomaba la trocha que conducía
a la hacienda, Rondón la esperaba en la otra orilla del río, a la sombra
de un bosque que la estación de lluvias salpicaba de pascuas moradas.
— Hasta que una vecina — contaba Cartaya— , extrañada por aquellos
paseos de la señora, le fue con el cuento a Loreto. Y el marido, ya en
sospechas, anunció un viaje largo de cinco días, se despidió de su mujer
con el más tierno abrazo y, en la muía bien provista de bastimento,
salió por el camino real que iba a La Villa.
Los amantes decidieron encontrarse esa noche en la casa de ella. Era
justamente su más hondo deseo, besarse entre cuatro paredes y no en
el monte, no hostigados por las espinas de los cardones, no con la mitad
del corazón puesta en el beso y la otra mitad encogida por el temor de
que alguien, un cazador, un niño vagabundo, un caminante extraviado,
los sorprendiese.
— Aquella misma noche — continuaba Cartaya— esperó Juan Ramón
Rondón que se apagaran las luces de Ortiz, que se cerraran las puertas del
billar, que se retiraran los conversadores de las esquinas, antes de tomar
el camino de la casa de Pedro Loreto.
Pasada la plaza de Las Mercedes, ya apagado a su espalda el rumor
del Paya, Juan Ramón vio venir en sentido contrario una hamaca que
cargaban dos hombres de larga sombra. Al principio supuso que traían
un enfermo, pero luego, al observar el lado azul de la cobija hacia arriba,
a la luz del farol que un tercer hombre llevaba, comprendió que se
trataba de un cadáver.
Ya se cruzaba con ellos. Se descubrió Juan Ramón y formuló sin dete­
ner el paso la pregunta ritual:
— ¿Quién es el difunto?
Y el del farol, flaco bejuco embozado, respondió con voz ronca que
se tornaba prolongado calderón en el arrastrar de las oes:
— ¡Juan Ramón Rondón!
Su propio nombre. Se estremeció y preguntó luego, como si ya estu­
viera enterado de la forma en que había muerto aquel desventurado ho­
mónimo suyo:
— ¿Quién lo mató?
— ¡Pedro Loreto! — le respondió la espesa voz del hombre del farol.
Y se alejaron, en tanto que Juan Ramón Rondón proseguía su camino
sin entusiasmo. Aquel muerto que tuvo su mismo nombre, asesinado por
un hombre cuyo nombre era igual al del marido de su amante, lo había
puesto caviloso y desazonado. En ese trance se hallaba cuando, al doblar
un recodo, divisó un segundo farol que avanzaba a su encuentro.
Era una hamaca idéntica a la primera, una cobija con el lado azul
hacia arriba, un cadáver de iguales dimensiones. No así los cargadores,
esta vez dos ancianos desharrapados, de franelas mugrientas, ni el faro­
lero, esta vez un enano de hinchada, monstruosa cabeza.
— ¿Quién es el difunto? — volvió a decir impensadamente Juan Ra­
món, como movido por una voluntad ajena a la suya.
Y el enano, con voz más ronca que la del primer farolero, aún más
sostenido el calderón de las oes:
— ¡Juan Ramón Rondón!
— ¿Quién lo mató?
Conocía de antemano la respuesta que se le venía encima:
— ¡Pedro Loreto!
Otra vez su nombre y otra vez el del marido a quien burlaba. Los
dedos fríos del miedo se cerraron en la garganta de Juan Ramón, le
paralizaron el correr de la sangre, le espantaron el amor y el deseo. Con­
teniendo el aliento desanduvo lo andado y regresó a su casa.
— Cien pasos más allá de la segunda hamaca — concluía Cartaya—
pasó Pedro Loreto toda la noche, con una lanza apureña en la mano,
esperando a un hombre para clavársela en el costado.
A Carmen Rosa le agradaba en extremo aquella historia donde nada
sucedía finalmente. Donde no obstante los augurios de muerte que la
voz y los gestos de Cartaya sugerían mientras lo relataba, las cosas conti­
nuaban como estuvieron y los amantes seguían viéndose y besándose asus­
tados en un umbroso recodo del río.
CAPITULO III
LA SEÑORITA BERENICE
7
Cuando Carmen Rosa nació ya Ortiz había comenzado a desplomarse.
Entre ruinas dio sus primeros pasos y ante sus ojos infantiles fueron sur­
giendo nuevas ruinas. Aquella casa de dos pisos, frente a la plaza, no
estaba todavía tumbada cuando Carmen Rosa hizo la primera comunión.
Se derrrumbó más tarde, cuando sus dueños la abandonaron y vinieron
unos hombres desde San Juan a llevarse las tejas y las puertas. Carmen
Rosa recordaba las sólidas puertas de oscura madera y las aldabas for­
madas por monstruos de metal con cuellos de serpientes en cuyos vientres
de cabras se engarzaban las pesadas argollas.
Era una de sus travesuras favoritas hacer sonar las grotescas aldabas
cuando regresaba con Marta de la escuela. Marta le tenía miedo al ruido
bronco del golpe, le tenía miedo a las horribles quimeras de las aldabas,
y a los dueños de la casa cuando la casa tuvo dueños y a los fantasmas
de la casa cuando los dueños la deshabitaron. Pero tenía que quedarse
en su sitio, porque también le daba miedo echar a correr, mientras Car­
men Rosa tomaba con ambas manos aquellos feroces demonios de bronce
y los dejaba caer una y otra vez sobre las chapas de metal de la puerta.
El recinto de la escuela era el corredor de la casa de la señorita Berenice, ocupado por tres largos bancos sin espaldar, la mesa de la maestra
y un viejo pizarrón que la señorita Berenice encharolaba todos los
años. Era una escuela de niñas. Las alumnas no pasaban de veinte en
aquellos tiempos, pero muy rara vez asistieron todas juntas a clase. Siem­
pre sucedía lo mismo:
— Manda a decir misia Socorro que Elenita no puede venir hoy porque
está con calentura.
— Que la niña Lucinda no se pudo levantar hoy de la cama.
La que no se enfermaba nunca era Carmen Rosa. Y como, por añadi­
dura, era la única que prestaba real atención a las cosas que la señorita
Berenice decía, alguien hubiera podido pensar que la maestra dictaba las
clases exclusivamente para ella.
— Como tú eres la consentida. . . — se lamentaba Marta, o Elenita
o cualquier otra.
Y
Carmen Rosa sonreía sin concederle importancia al dicho. Si ella
gozaba el privilegio de venir diariamente a clase era porque el paludismo
no le hacía arder la sangre; si podía estudiar en la casa era porque el
anquilostoma no le había roído la voluntad. Y le sobraban fuerzas para
saltar por sobre las hierbas que asomaban entre las grietas de las aceras
y para encaramarse a las matas de guayaba y para nadar en el río y para
lanzar piedras a los pájaros, como los varones.
Una vez fue con los varones y con Marta hasta el cementerio viejo.
Marta, naturalmente, temblando de miedo se negó a acompañarlos. Pero
Carmen Rosa le infundió ánimo y, como estaba con ellas la figura guardiana de Olegario, Marta concluyó por arrostrar la aventura.
Era preciso abandonar el camino y atravesar una siembra de frijoles
para divisar la tapia del cementerio abandonado. Ya no existía el portal.
La propia tapia se había derrumbado en muchos sitios, pero la trabazón
de los bejucos, las pencas superpuestas de las tunas, los troncos y las
ramas de los cujíes, ocultaban las tumbas. Olegario usó el machete y abrió
una pequeña trocha para que pasaran las niñas. Ya los varones se habían
escurrido por entre las lianas como cabras y uno de ellos, tenía que ser
Panchito, se había trepado al mausoleo más alto y desde allá arriba sil­
baba imitando el canto de los turpiales.
Carmen Rosa estaba maravillada. Aquél había sido, sin duda alguna,
el cementerio de la gente rica de Ortiz, cuando Ortiz fue flor de los
Llanos y capital del Estado Guárico. Del mar de plantas ásperas surgían,
aquí y allá, las grandes masas blancas de las tumbas. Había una de más
de cinco metros de altura cuyo tope se alzaba como torre de piedra por
encima de la ramazón del cují más crecido. Por el suelo, tiradas, cual
si un ventarrón las hubiera arrancado de su base, yacían cuatro enormes
copas truncas. Otra gran tumba remataba en una cruz de hierro, y col­
gante de un brazo de la cruz, se mantenía una corona. Era una corona
de metal, con florecillas negras hechas de una pasta vidriada que inex­
plicablemente había resistido al tiempo y a los rigores de aquel descam­
pado. Pero no se leían nombres ni inscripciones en ninguna de las tum­
bas. Carmen Rosa y los otros buscaron afanosamente una palabra escrita,
un apellido, una fecha, pero no los hallaron. Era un cementerio anónimo,
impersonal, tanto que la ausencia absoluta de caracteres hacía sospechar
por un instante que ahí no estaba enterrado nadie y que aquél era ape­
nas un antiguo y desamparado modelo ornamental de cementerio.
Los pasos infantiles resonaron largo rato, en diversas direcciones, sobre
las hojas secas y resecas que cubrían el suelo. Eran hojas de varios vera­
nos, desde la recién caída, hasta la que ya era parte de la tierra, tierra
misma. Los detuvo la pared del fondo, que no era propiamente una
pared sino una múltiple tumba vertical, agujereada de bóvedas. Panchito
introdujo la mano derecha, el brazo entero, por una de aquellas oqueda­
des y, despertando el grito entusiasta de sus compañeros, extrajo una
calavera.
Carmen Rosa inició un gesto de desagrado. No tenía todavía un con­
cepto definido de la muerte, pero no le caía en gracia la muerte, como
no le caían en gracia el dolor, ni el llanto, ni la melancolía. Martica,
por su parte, rompió a llorar, aterrada. Olegario gruñó una reprimenda:
— ¡Ah muchacha más zoqueta!
Pero Panchito sepultó nuevamente la calavera en el negro boquete
que la anidaba y se acercó a consolar a la afligida:
— Si yo hubiera sabido que te ibas a poner a llorar, no la saco. Pero
¿sabes?, ese hombre se murió hace como cien años. A lo mejor no era
ningún hombre sino un araguato. ¿Tú no has oído decir que los araguatos
tienen los huesos igualitos a los hombres? Además, Martica, te pones muy
fea cuando lloras. Y a mí no me gusta verte fea.
Este último argumento resultó tal vez el más poderoso. Martica dejó
de llorar, enjugó las dos últimas lágrimas con el extremo de la manga
de su vestido y esbozó una tenue y confiada sonrisa.
Para aquel entonces Panchito tenía once años y Marta no pasaba
de ocho.
8
El padre de Carmen Rosa estaba vivo. Estuvo vivo mucho tiempo, sin
estarlo. Antes de “la tragedia”, que así decían todos en el pueblo al refe­
rirse al suceso que mató en vida al señor Villena, el padre de Carmen
Rosa fue uno de los hombres más importantes de Ortiz, tal vez el más
importante en la balanza del respeto público. El señor Cartaya se lo había
repetido muchas veces:
— Tu padre era un hombre recto como el tronco del tamarindo. Y
trabajaba como no ha trabajado jamás nadie en este país de zánganos.
Aunque nació muchos años después que yo, la verdad es que yo lo tra­
taba con la consideración que se debe a los mayores.
Pero no era solamente el señor Cartaya. Carmen Rosa oía hablar en
todas partes de su padre como si estuviera muerto, aunque en realidad
seguía estando vivo y comiendo con ellos en la misma mesa y paseándose
al despuntar la mañana por entre las matas del jardín. Y en todas partes
elogiaban por igual su extinta laboriosidad infatigable, su extinto coraje
frente a la vida, su extinta lucidez de pensamiento.
Su padre había sido agricultor, ganadero, comerciante. Tuvo una ha­
cienda, entre Ortiz y San Francisco de Tiznados, de café y tabaco. Den­
tro de la hacienda estaba el hato, con cincuenta vacas lecheras. A Car­
men Rosa la llevaron una vez a la hacienda, cuando tuvo la tos ferina.
Pero sólo le quedaron dos recuerdos gratos: el bucare florecido que
moteaba de grana el anchuroso verdor del cafetal y el llanto afanoso de
los becerros en demanda de la ubre. Lo demás fue ahogarse de tos entre
las faldas de la madre.
Además de la hacienda y del hato, don Casimiro Villena tenía el alma­
cén de Ortiz, “La Espuela de Plata. Detai de Licores”, encajado en un
ángulo de la casa con puertas hacia la calle lateral y hacia la plaza de
Las Mercedes. Aquí y allá se prodigaba con singular diligencia. Se levan­
taba de madrugada, montaba el caballo ensillado por Olegario y llegaba
al hato con el amanecer, a vigilar el ordeño de las vacas, a cooperar en
el ordeño con sus propias manos. Llevaba él mismo las cuentas de la
hacienda y sabía exactamente el número de matas, dónde estaban sem­
bradas, cuánto producían en cada cosecha. Iba hasta Villa de Cura en
muía, a negociar los productos de la hacienda y a comprar mercancías
para “La Espuela de Plata”. Despachaba tras del mostrador, cuando estaba
en la casa, quitándole el puesto a Olegario.
— ¡Medio de manteca, don Casimiro! — y servía la manteca.
— ¡Dos torcos, don Casimiro — y llenaba los vasitos de torco.
— ¡Una vara de zaraza, don Casimiro! —y medía la vara de zaraza.
Y cuando no había nada que hacer en la tienda, o era domingo, don
Casimiro desclavaba cajones, fabricaba taburetes y repisas, curaba el mo­
quillo a las gallinas o desarmaba un despertador maltrecho para hacerlo
marchar de nuevo.
Carmen Rosa recordaba solamente las postreras manifestaciones de
aquella permanente, febril actividad, de aquel siempre estar haciendo
algo útil que delineaba la imagen de su padre, no como la de un ser
humano con debilidades y desafallecimientos, sino como la de una ope­
rante maquinaria con apariencia de hombre.
Después sobrevino “la tragedia”. La tragedia se produjo durante la pes­
te española, al concluir la guerra europea. Sobre aquel pobre pueblo lla­
nero, ya devastado por el paludismo y la hematuria, ya terrón seco y
ponedero de plagas, cayó la peste como zamuro sobre un animal en ago­
nía. Murieron muchos orticeños, cinco por día, siete por día, quince por
día, y fueron enterrados quién sabe dónde y quién sabe por quién. Otros,
familias enteras, huyeron despavoridos, dejando la casa, los enseres, las
matas del patio, el perro. Desde entonces adquirió definitivamente Ortiz
ese atormentado aspecto de aldea abandonada, de ciudad aniquilada por
un cataclismo, de misterioso escenario de una historia de aparecidos.
Don Casimiro Villena cayó enfermo. La peste lo derribó con una fiebre
que iba más allá del límite previsto por los termómetros. Su piel quemaba
a quienes la tocaban, como las piedras de un fogón encendido. A las pocas
horas de aquella ininterrumpida combustión interior, don Casimiro co­
menzó a delirar, a balbucir frases incoherentes, a relatar episodios que
nunca habían sucedido, a ver fantasmas en los rincones del cuarto.
— ¡Déjeme en paz, alma de Julián Carabaño, déjeme en paz!
Incluso voceaba palabras soeces que doña Carmelita jamás había es­
cuchado antes y que oía entonces sin entenderlas, sacudida de espanto,
acurrucada en el mecedor de esterilla y encomendándose a las ánimas del
purgatorio.
Finalmente, después de muchos días de arder como un pabilo, cedió
la fiebre. Pero quedó el delirio, el desvarío, la ausencia. Don Casimiro
Villena dejó de ser quien era para transformarse en una sombra que
vagaba por los corredores de la casa gruñendo murmullos que no llega­
ban a palabra, articulando palabras que no llegaban a frase. Doña Car­
melita sostenía que no fueron la peste ni la fiebre las causas verdaderas
de “la tragedia”, sino el tanto trabajar, el escaso dormir, el demasiado
hacer y pensar, la preocupación trascendental de don Casimiro por los
problemas grandes o pequeños de este mundo. Ella lo aseaba, lo vestía,
le servía la comida en la boca como a un niño. Ella interpretaba a su
manera los gruñidos incoherentes y sostenía con él extraños diálogos:
— Yo creo, Casimiro, que debemos realizar a cualquier precio esa
pieza de género blanco que nos queda en “La Espuela de Plata”. El turco
Samuel, que pasa por Ortiz cada cuatro semanas, vende género más bara­
to y por cuotas. . .
— ¡ U h m ! . . . — regonzaba ausente don Casimiro.
— Me contenta que estés de acuerdo, hijo — continuaba ella imper­
turbable— . También quería consultarte sobre Martica. Sigue llorosa y deja
la comida. Yo creo que esa muchacha necesita un reconstituyente y ha­
brá que pedirlo a San Juan. . .
No así Carmen Rosa. Carmen Rosa comprendía cabalmente que don
Casimiro Villena, su padre, aunque comiera con ellas en la mesa y pasea­
ra por los anchos corredores al despuntar la mañana, estaba muerto desde
hacía mucho tiempo.
9
No el padre, no la madre, sino la señorita Berenice, maestra de escuela,
fue el personaje de mayor relieve en el transcurso de la infancia dé Car­
men Rosa. El padre, don Casimiro Villena en pleno goce de sus facul­
tades, fue siempre una energía inaccesible. Entre la hacienda, las vacas
lecheras, los viajes a La Villa, “La Espuela de Plata”, los pequeños que­
haceres que él se inventaba, se le iban como agua entre las manos las
horas del día. Tiempo para hablar con las niñas, para acariciar a las
niñas, nunca le sobró. Carmen Rosa recordaba, como suceso excepcional
e inusitado, la ocasión en que don Casimiro la llevó de la mano hasta la
plaza. Era domingo y pasó por Ortiz un italiano con una osa domesti­
cada. La osa se llamaba Maruka y movía los pies torpemente al son de
una pandereta que golpeaba su dueño. Era un italiano triste, de largos
bigotes lacios, una osa triste, simulando una música y un baile a la vera
de un pueblo triste. Pero Carmen Rosa aplaudió hasta enrojecerse las
manos y gritó una y otra vez con el italiano:
— ¡Baila, Maruka!
Don Casimiro le compró esa tarde caramelos en la bodega de Epifanio,
unos largos caramelos de menta rayados en blanco y rojo, y hasta la
montó a cabrito en sus hombros, al regreso, cuando ella se mostró can­
sada. Carmen Rosa se entusiasmó tanto que, una vez en la casa, se
atrevió a pedir :
— Papaíto, ¡cuéntame un cuento!
Pero don Casimiro, sorprendido del tono y de la demanda, se limitó a
responder con su gravedad de todos los días:
— Yo no sé cuentos, hija.
En cuanto a la madre, doña Carmelita, siempre había sido una som­
bra. Una sombra de don Casimiro primero, una sombra de la sombra
de don Casimiro liiego, una sombra de la propia Carmen Rosa más tarde.
Erá dulce y buena doña Carmelita. Gustaba de socorrer a lós pobres y
de consolar a los afligidos. Rezaba sus oraciones con ejemplar devoción
y se multiplicaba ante el lecho de los enfermos. Pero por la infancia de
Carmen Rosa pasó como una sombra amable que la vestía diariamente
de limpio, le anudaba hermosos lazos azules en el pelo y la reprendía
muy de tiempo en tiempo, cuando era imposible dejar de hacerlo:
— Carmen Rosa, ¡no te subas a las ramas del cotoperí que tú no eres
un muchacho varón!
La señorita Berenice era muy diferente. Ella nunca se había casado,
ni había tenido hijos soltera, “ni para Dios, ni para el Diablo”, como
hubiera dicho el padre Tinedo. Su vida era un pequeño territorio que
limitaba por todas partes con la escuela y con las matas de guayaba. Unas
guayabas grandes como peras, de carne blanca y agridulce, que la seño­
rita Berenice defendía heroicamente del sol y del viento, de la lluvia y
de los pájaros, pero no de sus discípulas.
Era una mujer pálida, de una pulcritud impresionante, siempre oloro­
sa a jabón y a agua del río, siempre recién bañada y vestida de blanco.
Cuando el pelo rubio comenzó a encanecer y, más aún, cuando encaneció
totalmente, Berenice fue adquiriendo visos de lirio, de nube, de velero.
No era Carmen Rosa la consentida, como pensaban las otras, sino el
orgullo de lá señorita Berenice. Había pasado muchos años dando clases
en aquella escuelita — algún día la jubilaría el Ministerio de Instrucción,
ya se lo habían prometido— y jamás se sentó en los bancos de su corredor
una muchacha más atenta, más estudiosa, más curiosa que aquélla. Llega­
ba la primera, con Martica a rastras y se marchaba la última, después de
comerse las mejores guayabas y de hacer mil preguntas fuera de clase que
las más veces ponían en grave aprieto a la maestra:
— Señorita Berenice, ¿a qué distancia de nosotros queda la estrella
más lejana?
— Señorita Berenice, ¿por qué no se derrama el agua de los mares
cuando la Tierra da vueltas?
— Señorita Berenice, ¿por qué las gallinas necesitan un huevo para
tener sus hijos?
— Señorita Berenice, ¿de dónde salió la madre de los hijos de Caín?
Tal vez Berenice escondía la añoranza de haber tenido una hija exac­
tamente igual a Carmen Rosa. Tal vez pensaba con tristura en ese deseo
no cumplido, a la hora del ángelus, cuando la casa se quedaba sola y la
luz amarillenta de la lámpara de carburo hacía más desolada su soltería.
Pero eso no significaba que Carmen Rosa fuera la consentida.
Cuando se realizaron los exámenes de instrucción primaria, la señorita
Berenice tuvo la oportunidad de demostrar a las demás alumnas, y de de­
mostrárselo a sí misma, que su interés hacia Carmen Rosa no se debía a
una predilección caprichosa, ni a una injusta discriminación para con
las otras niñas del pueblo. Había llegado un bachiller desde Calabozo,
representando al Consejo de Instrucción, y constituyó el jurado exami­
nador junto con ella misma y el señor Núñez, maestro de la escuela de
varones.
Por mucho tiempo recordaron en Ortiz aquellos aciagos exámenes que
no pasaron de la prueba escrita. Se presentaron diecisiete alumnos, entre
hembras y varones, de edades muy diversas. Pericote, por ejemplo, que
era el mayor, ya usaba pantalones largos y se afeitaba el bigote. Aspiraban
todos a pasar al quinto grado, a servir de semilla para la creación de un
quinto grado en Ortiz, que no existía desde mucho antes de la peste
española. El señor Núñez y la señorita Berenice, infinitamente más
nerviosos que sus discípulos, sabían de antemano que aquello no era
posible. Con anquilostomas, con paludismo, con miseria, con olvido, no
era posible que aquel puñado de rapaces infelices aprendiera lo suficien­
te para aprobar un examen que iba a cumplirse de acuerdo con las
sinopsis elaboradas en Caracas para niños sanos y bien nutridos. La seño­
rita Berenice estaba más lirio que nunca y el señor Núñez se secaba el
sudor con un puñuelo a cuadros mientras el bachiller de Calabozo dictaba
las tesis correspondientes a la prueba escrita: “El Estado Trujillo. Pobla­
ción, ríos, distritos y municipios. . . ”. O la de gramática: “El adverbio.
Definición y clasificación”. O la de Instrucción Cívica: “Derechos cons­
titucionales de los venezolanos”.
Al día siguiente sucedió lo inevitable. El bachiller de Calabozo llegó
apenadísimo a la escuela del señor Núñez, donde había de celebrarse la
prueba oral. Como quien lanza al agua un objeto inútil, dejó caer sobre
el pupitre del maestro un espeso fajo de cuartillas.
— Ni haciendo un esfuerzo caritativo pueden aprobarse — dijo— . Casi
todos dejaron páginas enteras en blanco y los que intentaron desarrollar
algún tema lo hicieron cometiendo infinidad de errores. Y luego la cali­
grafía, tan rudimentaria, como si fueran niños de seis años. Y la orto­
grafía, no se diga. Ustedes deben comprender. . .
Núñez y Berenice comprendían demasiado. Inclusive deseaban hablar
de otro asunto, del verano que había sido muy riguroso ese año, de la
salud del obispo que se venía haciendo precaria. Pero el bachiller de Ca­
labozo insistió, esta vez sonreído:
— Por supuesto que hay una excepción. Las tesis de esta niña son
excelentes.
Y extrajo de una carpeta de cuero las páginas que había escrito Carmen
Rosa. Un carmín candoroso se extendió por el rostro de la señorita Bere­
nice. El propio señor Núñez, conmovido, estrechó efusivamente la mano
de la maestra.
Al bachiller de Calabozo le correspondía el trago amargo de anunciar
la hecatombe al tropel anhelante que esperaba a la puerta de la escuela.
— Pueden regresar a sus casas. No hay prueba oral.
Y la señorita Berenice, tomando de un brazo a Carmen Rosa:
—Tú te quedas.
Presentó la prueba oral, única a responder ante tres examinadores, sin
darse cuenta exacta de lo que estaba sucediendo. Y luego, cuando com­
prendió que había llegado sola y sobresaliente a un quinto grado que
nunca existiría, se echó a llorar.
CAPÍTULO IV
LA IGLESIA Y EL RIO
10
El padre Pernía, cura de Ortiz, mulato yaracuyano, era muy diferente
al padre Franceschini. Tampoco tenía nada del padre Tinedo. De que
ardía en su espíritu una fe inquebrantable en su religión, de eso no había
duda. Y de que bajo la sotana llevaba pantalones de hombre, tampoco
la había. Solamente esa fe y esos pantalones lograron sostenerlo tantos
años en medio de aquellos escombros, sin lamentarse de su destino, sin
pedir traslado, como si su dura voluntad emprendedora no tuviera como
finalidad sino la de presenciar impotente la desintegración de aquellos
caseríos llaneros. El, que había nacido para fundar pueblos y no para
verlos morir, para suministrar agua de bautismo y no óleo de extre­
maunción.
Ante el reclamo interior inedudible de fundar algo, fundó tres socie­
dades: La Sociedad del Corazón de Jesús — rosarios y vía crucis, lectura
de Kempis, obras de caridad— para las señoras y las solteronas viejas;
las Hijas de María — flores para el altar, Tantum Ergo en coro, “No
me mueve mi Dios para quererte”— para las solteras jóvenes; y las
Teresitas del Niño Jesús — estampitas de la Virgen, catecismo de Ripalda, “venid y vamos todas con flores a María”— para las niñas. Con los
hombres nunca logró fundar nada. Profesaban una extraña teoría, imper­
meable a los más irrefutables argumentos, según la cual la religión era
función específica y privativa de las mujeres.
No eran sociedades muy nutridas, naturalmente. Si es que ya casi
no quedaba gente en el pueblo, y entre la que quedaba, ¿de dónde saca­
ban las pobres para comprar las zapatitos de las Teresitas y los velos
blancos de las Hijas de María? En cada una de las agrupaciones las
integrantes no pasaban de quince, que ya era bastante y que a tantas
llegaban porque el padre Pernía era el padre Pernía.
Carmen Rosa fue Teresita del Niño Jesús y ya anhelaba que la ascen­
dieran a Hija de María porque comenzaban a apuntarle los senos. En ese
entonces le agradaba infinitamente el recinto de la iglesia, los santos que
lo poblaban, las oraciones que se rezaban en su penumbra, el canturreo
de las letanías, la música del viejo órgano.
— ¿Cómo no te va a gustar si es la única diversión que existe en
Ortiz? — gruñía su descreído amigo el señor Cartaya.
Ciertamente, la iglesia y el río eran ya los dos únicos sitios de solaz,
de aturdimiento, que le restaban al pueblo. Ya no se rompían piñatas
los días de cumpleaños, ni se bailaba con fonógrafo los domingos, ni re­
tumbaban los cobres de la retreta. En mitad de la plaza, montado en su
columna blanca desde 1890, el pequeño busto del Libertador, demasiado
pequeño para tan alta columna, no supo más de cohetes ni de charangas,
de burriquitas ni de palos ensebados.
Un oscuro silencio se extendía, desde el anochecer, sobre los sama­
nes y los robles de la plaza. Y en el día, cuando se marchaban las lluvias,
un sol despiadado amenaza con hacer morir de sed al desvalido Bolívar
del busto.
La iglesia era un edificio digno del viejo Ortiz, el señero vestigio que
quedaba en pie del viejo Ortiz. Es cierto que nunca concluyeron la
construcción, pero la parte levantada era sólida y hermosa, no enclenque
y remilgada capillita a merced del viento y del aguacero, sino robusto
templo hecho, medio hecho porque no estaba hecho del todo, para enfren­
tar a las fuerzas destructoras de la naturaleza.
Tanto como el patio de su casa, el ámbito de la iglesia era un rincón
de Ortiz que Carmen Rosa tenía en gran estima. Una sola nave, largo
rectángulo de alto techo sostenido por poderosas vigas de madera. A la
entrada, a la izquierda, trepaba la empinada y angosta escalera que con­
ducía al coro, tan empinada que casi llegaba a vertical. Pericote, el muy
sinvergüenza, se arrodillaba junto a la puerta, simulando que miraba
hacia el altar mayor, cuando en realidad estaba pecando mortalmente por
atisbar las pantorrillas de las mujeres que subían por la escalera.
Santa Rosa esplendía en el altar mayor desde una ordinaria tricromía,
reproducción de un lienzo adocenado y dulzón, de una cursilería enternecedora. La monjita limeña meditaba arrodillada en un reclinatorio de
piedra, absorta en su libro de oraciones. Pero no era ella la única figura
del cuadro. También estaba el Niño Jesús sentado en una nube de algo­
dón, al nivel de la cabeza de la santa. El Niño extendía la mano derecha
para ceñir la frente de la joven con una corona de rosas. La otra mano
del pequeño Jesús empuñaba una vara de nardos. Por tierra, campo o
jardín y no piso de iglesia o convento, esparció el pintor cuatro rosas.
Para todos, con excepción del señor Cartaya, aquel cuadro era una
obra maestra, de insuperable belleza, primorosa y tierna como el alma de
Santa Rosa. El señor Cartaya, por su parte, negaba todo mérito artístico
al retrato de la santa y lo comparaba despectivamente a los almanaques
de colores que repartía el jabón de Reuter. Atribuía mayores virtudes
el señor Cartaya a un cuadro de grandes dimensiones, muy antiguo, tal
vez colonial, situado a la derecha del confesonario: un Purgatorio, Cristo
en los cielos, entre dos santos anónimos, mientras las ánimas emergían
de las llamas, auxiliadas por un arcángel descomunal de manto rojo. Los
demás habitantes de Ortiz hallaban sólo desproporción y fealdad en aquel
lienzo pintado por mano inhábil, posiblemente esclava, y se limitaban a
encogerse de hombros murmurando:
— ¡Chocheras del señor Cartaya!
A Carmen Rosa le causaba inquietud la extravagante opinión del señor
Cartaya. Lo consideraba más inteligente que los otros y lamentaba no
estar en esta oportunidad de acuerdo con el criterio del viejo masón.
¿Hablaría en serio el señor Cartaya? ¿Juzgaría realmente desagradable
aquel calco amoroso del rostro luminoso y dulce de Santa Rosa? ¿Encon­
traría sinceramente belleza en los trazos toscos, en los colores turbios y
mal distribuidos del Purgatorio? De tanto mirar y remirar el dichoso cua­
dro, rastreando el soplo artístico que el señor Cartaya le atribuía, llegó
a tener un sueño que le creó el grave compromiso de referírselo al padre
Pernía. Porque aquel sueño presentaba todas las características de un
gravísimo pecado.
— ¿Soñar es pecado, padre? — comenzó sin rodeos desde la rejilla del
confesonario.
— Por lo general no — respondió el cura displicente.
— Es que yo soñé una cosa muy fea, padre — prosiguió ella sin tomar
aliento para no quebrantar el impulso inicial— . Soñé que el arcángel ese
que está en el cuadro del Purgatorio, el catire que tiene la espada en
la mano, se salía del cuadro cuando yo estaba dormida y me tapaba con
sus alas y me besaba en la boca. . .
— Pero si fue un sueño, tú no tienes la culpa de haberlo soñado, hija.
— Es que — ahora sí titubeó— me gustaba, padre.
— ¿Te gustaba cuando lo soñaste o te sigue gustando después? — pre­
guntó el padre Pemía comenzando a preocuparse.
— Me gustó cuando lo soñé, padre. Ahora no me gusta. Me parece
una cosa horrible, un sacrilegio. . .
Luego se sintió un tanto decepcionada, aunque libre de toda culpa.
El padre Pemía poca o ninguna importancia le concedió a su sueño, ni
pecado lo consideró. La penitencia fue la de siempre: una modesta y
fugaz Avemaria.
Sin embargo, el domingo siguiente, al salir de la misa, el padre Pernía
le notificó que había dejado de ser Teresita del Niño Jesús:
— Habla con doña Carmelita para que te corte el traje de Hija de
María.. .
Otro personaje cardinal de su infancia, como el señor Cartaya y la seño­
rita Berenice, como el patio de su casa y el recinto de la iglesia, fue el
río. El humilde río Paya apenas lograba mención pasajera en la geografía.
Pero cuando caían las lluvias de agosto y engrosaba su corriente, Carmen
Rosa lo veía y lo sentía como uno de los elementos fundamentales del
universo.
— Señorita Berenice, ¿será tan grande el mar?
El río, en los viejos tiempos, bordeaba la ciudad. Ahora, reducida
Ortiz a un ángulo de sí misma, el Paya se le acercaba sólo a cincuenta
metros de la Plaza de Las Mercedes. El camino descendía desde la capi­
lla, abriéndose rumbos entre peñascos y cujíes, y llegaba al Paso de Plaza
Vieja, una quieta curva en remanso del río. A Plaza Vieja iban a bañarse
las muchachas y a buscar agua Olegario en el burro. Pero la secreta ambi­
ción de Carmen Rosa era zambullirse un día, no en las angostas aguas
tranquilas de Plaza Vieja, sino en el Paso Matutero, o en Guayabito, o
en El Recodo, donde el Paya se hacía más profundo y donde se podía
nadar de orilla a orilla hasta en verano.
El descenso al río era un rito cotidiano. Al regresar de la escuela,
antes del almuerzo, Carmen Rosa y Marta, provistas de toalla, jabón y
totuma, iban en busca de la vecina Juanita Lara, que ya las estaba espe­
rando. Juanita Lara, solterona y bizca, bajaba, capitana de su pequeño
pelotón: Carmen Rosa, Marta y las que se agregaban, Elenita que era
blanca como un jarro de leche y Lucinda que movía las paticas en el
agua como una rana. Juanita Lara las amparaba de posibles peligros,
las enseñaba a defenderse de la corriente y a lanzarse de cabeza en lo
hondo. Una vez que Pericote se puso a espiarlas desde los cujíes mientras
se bañaban, recibió tal pedrada de Juanita Lara que no volvió a asomarse
por Plaza Vieja en muchas semanas.
Salían del matorral en camisones burdos de liencillo, cortados por doña
Carmelita que por cierto era muy torpe para la costura. Antes de lanzarse
al agua lucían grotescas, enfundadas en aquellos bolsones llenos de arru­
gas y mal secados al sol. Pero luego, cuando la mano del agua les
moldeaba los cuerpos y les domaba los cabellos en rebelión, tornábanse
hermosas las dos hermanas. Carmen Rosa tenía ya catorce años, era ancha
de hombros, cimbreña de cintura y firme de muslos. Martica tenía trece,
airosa como una espiga y le estaban naciendo los senos pequeñitos y duros
como ciruelas.
Metidas en el río, alejadas de Juanita Lara, que se había quedado en
la orilla quejándose de un calambre, le hizo Martica su confidencia:
— ¿Tú sabes una cosa, Carmen Rosa?, ¡yo tengo novio. . .!
Creyó al principio que Martica bromeaba. Le respondió burlona­
mente :
— Sí, ya sé, el negro Güeregüere.
La hermana sonrió. En otras ocasiones se había enojado con Carmen
Rosa por aquella chanza desagradable: “Martica, no me lo niegues, tú tie­
nes amores con Güeregüere”. “Mi hermana, yo quiero ser madrina de
tu matrimonio con Güeregüere”. Pero esta vez, inopinadamente, le causó
gracia la cuchufleta de Carmen Rosa.
— En serio, Carmen Rosa, tengo novio.
Lo dijo con tan sencilla gravedad que Carmen Rosa permaneció muda,
anhelante, esperando el resto de la revelación.
— Panchito y yo somos novios desde hace más de quince días, desde
hace exactamente diecisiete días. Se me declaró en plena calle, en la
plaza, cuando tú te estabas confesando y yo te esperaba fuera de la iglesia.
— ¿Y qué te dijo?
— Guá, chica, ¿qué me iba a decir? Que estaba enamorado de mí,
que no hacía sino pensar en mí a todas horas y que si yo no sentía lo
mismo.
— ¿Y tú qué le contestaste?
— Pues le contesté la verdad, que yo también lo quería.
— ¿Y cómo lo sabes?
— Lo sé desde hace tiempo. Porque me tiemblan las manos cuando
él se acerca, porque me siento rara cuando él está lejos. . .
— Entonces, ¿ahora son novios?
— Chica, ¡tú si que preguntas! Ser novios es mirarnos mucho y de­
cirnos que nos queremos, cuando podemos.
— ¿Y no te ha besado?
— Todavía no. Pero en cuanto me pida un beso, palabra de honor que
se lo doy. . .
Como se acercaba Juanita Lara, aliviada del calambre, Marta cortó la
charla y se lanzó de espaldas a la corriente del río. Las aguas del Paya
arrastraron un trecho, dulcemente, su silueta en botón, su perfil de
medalla, sus nacientes senos pequeñitos y duros como ciruelas.
12
Carmen Rosa ayudaba a doña Carmelita y a Olegario en el trabajo de
la tienda. No vendía queso para no ensuciarse las manos al cortarlo, ni
servía el trago de ron o yerbabuena a los bebedores. Pero atendía a las
mujeres que iban a comprar telas elementales, liencillo, zaraza, género
blanco, y cintas para adornarse, o despachaba papeletas de quinina, fras­
cos de jarabe, paquetes de algodón. A veces necesitaba treparse al mos­
trador para descolgar una olla de peltre o un rollo de mecate. También
llevaba las cuentas porque Olegario se equivocaba siempre en las sumas
y la vista cansada de doña Carmelita solía confundir el cinco con el tres.
El negro Güeregüere nunca compraba nada. Era un negro costeño de
Guanta o Higuerote, marinero en su remota juventud a bordo de una
goleta contrabandista que hacía viajes innumerables a Curazao, Trinidad
y Martinica. Ahora estaba viejo, casi tan viejo como el señor Cartaya y
nadie recordaba cuándo llegó a Ortiz ni por qué se había quedado en el
pueblo. Güeregüere nunca trabajó por dinero sino a cambio de la comida,
bebida o ropa. Iba a buscar agua al río si le proporcionaban un almuerzo,
ayudaba dos semanas en un conuco a trueque de un par de alpargatas y
realizaba tareas aún más arduas por una botella de ron. Se emborrachaba
al tercer trago y hablaba entonces, o simulaba hablar, en idiomas extran­
jeros que no conocía pero que imitaba con sagaz intuición.
— Carmen Rosa, juat tiquin plis brindin palit de ron for Güeregüere
— entraba mascullando en su arbitraria fonética inglesa.
O bien:
— Si vú pié, que es que cé, le mesié Güeregüeré con si con sá, mercí
pur le toreó.
Llegaba hasta meterse con las lenguas muertas en virtud de haber sido
amigo, compañero de parrandas y feligrés del padre Tinedo:
— Dominus vobiscum, turris ebúrnea, salva espíritu tuo brindandum
tragus Güeregüerum.
Carmen Rosa estallaba de risa y le servía el trago, a escondidas de
doña Carmelita y de Olegario, por supuesto, que bien se cuidaba Güere­
güere de no entrar a “La Espuela de Plata” sino cuando ellos estaban
ausentes. Y permanecía un rato frente al mostrador divirtiendo a Carmen
Rosa con aquellas extrañas jerigonzas.
— Tu mamá comin pliqui. Güeregüere spic basirruc, raspinflai gudbai.
Otro visitante, cuando se hallaba sola en la tienda, era Celestino.
Celestino tenía apenas un año más que ella pero le llevaba de altura toda
la cabeza. Se enamoró de Carmen Rosa desde que tuvo uso de razón.
La esperaba a la salida de la escuela, plantado en la esquina, estirado y
soportando sol como un cardón. La seguía luego hasta la casa, a más de
veinte pasos de distancia, y la miraba con unos ojos anhelantes y profun­
dos, con una ternura que era una larga súplica. A medida que ambos
crecían, le iba creciendo el amor a Celestino y extendiéndosele por todo
el cuerpo, como la sangre. Pero nunca se atrevió a decirle nada porque
estaba seguro de lo que ella iba a responderle, que no le quería y entonces
sería preciso renunciar a todo, inclusive a la esperanza. A aquella dulce,
dolorosa, infundada esperanza.
— Buenas tardes, Carmen Rosa.
— Buenas tardes, Celestino.
Y
callaba mirándola a hurtadillas para no parecerle impertinente,
sobrecogido por el angustioso temor de que llegaran a serle incómodas
sus visitas. El paludismo le había agudizado más los pómulos, entristecido
más la mirada.
— ¿Qué hay de nuevo? — decía ella por romper un largo silencio.
— Nada. Se le murió la burra negra a la señora Socorro, de una gu­
sanera. . .
Y
se mordía los labios al comprender que estaba diciendo una torpeza,
una vulgaridad inadecuada.
— Anoche se cayó la pared más alta de la casa de los Vargas en la
calle real — decía, cambiando de tema— . ¿Te acuerdas?
Se acordaba Carmen Rosa. Celestino la llevó una vez a las ruinas de
esa casa que conservaba intactas la puerta principal y una ventana por
la cual asomaban a la calle las ramas desesperadas de un árbol. Al
trasponer la puerta, el interior derrumbado explicaba la fuga del árbol,
su atormentado afán de escapar de aquella desolación. Quedaba una pared
muy alta, al fondo, cubierta de grietas y costras amarillas, arañada por
enredaderas salvajes. De la pared emergía una viga rota, como un brazo
partido, como un oscuro muñón implorante. Celestino se perdió entre los
escombros y volvió al rato con un pichón de paloma poncha que había
cazado para ella.
Ahora también le traía regalos: doradas naranjas de San Sebastián,
un peine que le compró al turco Samuel, gonzalitos en castaño y amarillo,
paraulatas en blanco y gris.
— Gracias, Celestino — decía Carmen Rosa, muy seria.
Pero no sonreía cuando él le hablaba, ni cuando la paraulata rompía
a cantar sobre el mostrador, y Celestino comprendía una vez más que era
mejor no decirle nada porque, al responderle ella que no lo quería, tendría
que renunciar a todo, inclusive a la esperanza.
CAPITULO V
PARAPARA DE ORTIZ
13
Un día de Santa Rosa apareció Sebastián. No porque las casas se estu­
vieran cayendo, ni porque la gente hubiera huido o muerto, dejaba de
celebrarse en Ortiz el día de Santa Rosa. Cura había, iglesia había, cam­
panas había y también tocadores de cuatro y maracas. Epifanio, el de la
bodega, pulsaba aceptablemente el arpa y Pericote cantaba galerones.
Se jugaba a los gallos, no en gallera pública sino en el corral de la casa
del jefe civil, cuando no en la trastienda enladrillada de la bodega de
Epifanio. Y por la tarde salía Santa Rosa en procesión, con treinta mu­
jeres, quince niños y diez hombres, casi todos enfermos, pero salía.
Panchito y Celestino, de liquiliquis almidonados, entraron a la casa
de las Villena cuando reverberaba el sol del mediodía. Venían de los
gallos, hablando de Sebastián.
— Es un muchacho de Parapara — explicó Panchito a las mujeres—
que trajo un zambo muy bonito para pelearlo aquí.
Le soltaron el mejor gallo del lugar, el marañón del coronel Cubillos,
con cinco peleas ganadas y de nombre Cunaguaro. Al jefe civil se lo había
enviado, como regalo de cumpleaños, desde San Juan de los Morros o
desde el propio Maracay, un compadre y paisano suyo. Y había ganado
ya, todas por muerte, esas cinco peleas a los gallos más bravos de Ortiz
y San Sebastián.
El muchacho de Parapara extrajo su gallo calmosamente de la busaca
blanca y dijo sopesándolo:
— ¿No habrá en Ortiz un gallo fino para este pollo ordinario?
— ¿Con cuánto quiere jugarlo? — retrucó el coronel Cubillos socarro­
namente.
— Traje diez pesos de Parapara — dijo Sebastián.
— Diez pesos son cuatro lochas.
— Yo también traje cinco pesos — intervino un primo de Sebastián que
había venido acompañándolo.
— Bueno — accedió el jefe civil— . Van los quince pesos.
Y
dirigiéndose a uno de los dos palúdicos agentes de policía del
pueblo:
— Juan de Dios, vaya a buscar a Cunaguaro.
Mientras llegaba Cunaguaro, Sebastián soltó el zambo en el patio. Era
un hermoso gallo de pelea. Alta la cabeza desafiante, de duro acero las
afiladas espuelas, haz de plumas relucientes la cola altanera. El sol lla­
nero arrancaba destellos de esmalte a los ardientes colores del plumaje.
Trajeron a Cunaguaro, el marañón de asesinos ojos vidriosos. Era un
gallo de cría, de genuina raza española, altas las patas y largas las plumas
de la cola. Juan de Dios lo cargaba con grandes miramientos, cual si le
profesase al gallo tanto respeto y tanto miedo como al jefe civil.
Mas que soltarlo, se le salió de las manos a Juan de Dios para hacerle
frente al zambo de Sebastián que lo esperaba a pie firme. Se miraron
un rato con ojos de candela, engrifadas las gorgueras del cuello, ace­
chando la brecha para la herida. Y fue el zambo el primero en arrojarse
al ataque, saltando con embestida de tigre al pecho del marañón, esgri­
miendo como lanzas las espuelas en el ventarrón del asalto.
— ¡Vamos, mi zambo! — gritó Sebastián.
Cual si lo impulsara el grito familiar, el gallo de Parapara cargó con
mayor saña. Esta vez el pico fiero se prendió del buche de Cunaguaro
y la espuela del zambo abrió una honda puñalada en el cuello de su
adversario. Una sangre oscura y borbollante se extendió sobre el grana
vivo del pescuezo.
— ¡Vamos mi zambo, que está mal herido! — volvió a gritar Sebastián.
Era un valiente el marañón del coronel Cubillos. Por el boquete de la
herida fluía la sangre como el agua de un caño, y peleaba, sin embargo,
con renovada furia, batiendo una y otra vez su pecho contra el pecho del
zambo, saltando una y otra vez con las espuelas en ristre. El jefe civil,
que lo veía perder sangre y presentía su debilitamiento, miraba el com­
bate silencioso y ceñudo.
Súbitamente el marañón inició una extraña maniobra. Dio la espalda
al contrario y comenzó a correr en círculos, simulando que huía. Sebas­
tián comprendió la treta y temió por su gallo que, ya confiado en la
victoria, perseguía impetuosamente a Cunaguaro para rematarlo.
— ¡Vamos, mi zambo, que está huido! — gritó sin mucha convicción.
Pero sabía muy bien que no estaba huido un gallo tan bizarro como
aquel. Aliviado del ahogo detuvo en seco su fuga, dio frente al zambo
que lo acosaba desprevenido y le clavó la luz de un tajante espolazo en
el ojo derecho, vaciándole la cuenca. El gallo de Sebastián se tambaleó
con el equilibrio extraviado y fue a estrellarse contra la pared del patio.
Un griterío estremeció la gallera improvisada. Los partidarios de Cu­
naguaro, que ya habían considerado perdida su causa, reaccionaron cla­
morosamente ante el giro inesperado que tomaba la pelea. Sebastián,
pálido y cruzado de brazos, apretaba los dientes con mantenida rigidez.
— Lo mató, coronel — chilló Juan de Dios servilmente.
El jefe civil tardó unos instantes en recuperar el grito, en estallar en
actitud agresiva y despiadada:
— ¡Vamos, Cunaguaro, que ese pataruco no es pelea pa ti! ¡Acaba con
esa mierda, Cunaguaro!
Y volviéndose hacia Sebastián y su primo:
— ¡De a catorce doy al marañón! ¡De a catorce doy a mi gallo!
Y, al recordar que Sebastián no tenía sino los diez pesos que ya había
apostado, insistió implacable:
— ¡Fuertes a bolívar doy! ¡Y si tiene miedo no los apueste!
Sebastián se limitó a mirarlo fijamente. En los ojos de ambos espe­
jeaba, no ya pasión de jugadores sino odio, el mismo odio que fulguraba
en los ojos de los gallos y los obligaba a herirse y a matarse sobre la
tierra del patio.
Pero la pelea no había concluido. El zambo de Sebastián, tuerto y san­
grante, volvía en busca de Cunaguaro. Y éste lo esperaba én el centro
del corro de hombres, ya consciente de su ventaja, dispuesto a asestar el
segundo golpe mortal.
— ¡Vamos, mi zambo! — gritó fieramente Sebastián, pero ya no mi­
rando a los gallos sino al coronel Cubillos.
— ¡De a catorce doy a mi gallo! — insistía el jefe civil.
El zambo, apoyándose en el muro, juntando en un solo impulso todas
sus restantes energías desesperadas, se había lanzado cual relámpago de
sangre y plumas al pecho del marañón. La cuchillada de la espuela,
centuplicada por la velocidad del envión y por el peso del gallo zambo,
se hundió en el oído de Cunaguaro, dando con él en tierra, la cola abierta
como un abanico roto, el cuello torcido y tembloroso. Después se tendió
agarrotado, rígido, muerto.
El clamoreo cesó bruscamente. Sobre el patio, antes sacudido por las
voces desenfrenadas, se explayó un silencio macizo. El coronel Cubillos,
sudado y descompuesto, dio dos pasos hasta el centro del grupo, recogió
el cuerpo muerto de Cunaguaro y, sin pronunciar una palabra, caminó
hacia el interior de la casa.
— Recuerde que nos debe quince pesos —-dijo Sebastián en voz alta.
El coronel volvió el rostro airado y sombrío, sin responder.
— Que nos debe quince pesos, coronel — repitió Sebastián, sin subir
ni bajar el tono.
El jefe civil siguió andando, mudo y hosco. Algunos minutos más
tarde, cuando Sebastián restañaba cuidadosamente las heridas del zambo,
se le aproximó Juan de Dios con los quince pesos.
— Aquí le manda el coronel Cubillos — dijo.
Pero en la cara inamistosa de Juan de Dios y en la inflexión amena­
zante de su voz, adivinó exactamente la frase que Cubillos había dicho
al entregarle el dinero de la apuesta:
— ¡Llévele sus reales a ese carajo!
14
En la tarde salió la procesión de Santa Rosa. Su recorrido se había redu­
cido con el tiempo al contorno de la plaza. El cortejo desembocaba en la
calle por el portal de la iglesia, torcía hacia la derecha, pasaba frente a
la casa parroquial, realizaba en la esquina la primera lenta conversión
hacia la izquierda y repetía la maniobra en los tres ángulos restantes de
la plaza, hasta volver a entrar a la iglesia despertando nubes de incienso,
campanillazos de los monaguillos y coros de cándidas canciones.
Las Teresitas del Niño Jesús abrían la marcha, orondas y sonreídas,
a tono con su diminuta importancia. Luego iba la imagen de Santa Rosa
sobre la blanca tarima enmantelada que cargaban cuatro hombres. Des­
pués el padre Pernía y los tres monaguillos, al frente de las Hijas de
María. Y a la retaguardia las señoras de la Sociedad del Corazón de Jesús,
de andaluzas negras; seis o siete hombres venidos del campo y un tropel
de muchachos descalzos y barrigones. De tiempo en tiempo, en la calzada
de la iglesia, estallaba un cohete. Un pobre cohete rudimentario, con
varilla de rama de mastranto y mecha de cabuya, que a eso habían que­
dado menoscabados los famosos fuegos artificiales del antiguo Ortiz.
Carmen Rosa y Martica reconocieron a Sebastián a la primera mirada.
No podía ser otro sino aquel que estaba en una de las esquinas del
trayecto, recostado a la baranda de la plaza, en compañía de Celestino,
Panchito y otro personaje, seguramente el primo que vino con él desde
Parapara. Al pasar frente a ellos la imagen de Santa Rosa, ése, que no
podía ser sino Sebastián, se descubrió para saludar a. la patrona de Ortiz.
Era un mocetón no muy alto, pero de sólidos hombros fornidos. Al
quitarse el ancho sombrero de pelo de guama, un mechón rebelde y
negro le ensombreció la frente. Vestía de blanco, como sus tres acompa­
ñantes, pero una mancha roja resaltaba en la manga derecha del saco.
“Sangre del gallo zambo”, pensó Carmen Rosa.
Las Hijas de María, con las hermanas Villena a la vanguardia, can­
taban cuando pasaron frente a ellos. El padre Pernía, sordo para la
música y mudo para el canto, se había visto obligado a requerir la ayuda
de la señorita Berenice. La maestra de escuela organizó en cinco ensayos
aquel humilde coro pueblerino. En cuanto al señor Cartaya, más ateo
mientras más viejo, se negó de plano a colaborar en tales “supercherías”.
¡Gloria a Cristo Jesús!
¡Cielos y tierra
bendecid al Señor!
La procesión cruzó su último trecho bajo la sombra que los samanes
de la plaza volcaban sobre la calle. Los cuatro jóvenes se habían situado
ahora junto al portal de la iglesia. Esta vez Carmen Rosa pasó muy cerca
de Sebastián, casi rozando su rebozo blanco con la mancha roja de la
manga. Cantaban de nuevo:
¡Honor y gloría a T i,
Dios de la Gloriai
¡Amor por siempre a Ti,
Dios del amor!
Regresaba Santa Rosa a su altar. Estallaron entonces, con breves inter­
valos, los tres postreros cohetes rudimentarios; rompieron a tocar las cam­
panas; la señorita Berenice hizo vibrar la voz gangosa del viejo órgano.
El padre Pernía, de sobrepelliz remendada, impartió desde el altar mayor
la bendición a su grey, entre los campanillazos frenéticos del primer
monaguillo, los amenes apresurados del segundo y la polvareda de in­
cienso del tercero.
Finalmente salieron las hermanas de la iglesia. La tarde comenzaba a
oscurecer y los faroles de carburo habían sido encendidos prematura­
mente en honor a Santa Rosa. De la bodega de Epifanio llegaba el rasgueo
del cuatro, el agua clara del arpa y la voz sabanera de Pericote:
Crespo salió a perseguirlo
con muchísima ambición.
Pensando que era melao
se le volvió papelón.
Se le volvió papelón,
y en el pueblo de Acarigua
ahí fue el primer encontrón,
ahí fue donde el Mocho dijo:
— Come arepa y chicharrón.
Come arepa y chicharrón
y salieron pa Cojedes
gobierno y revolución. . .
Al pie del farol de la esquina estaba el grupo esperándolas. Panchito
se adelantó a hacer las presentaciones.
— Quiero que conozcan a estos dos amigos de Parapara — dijo.
Las muchachas y los forasteros pronunciaron sus nombres en forma
poco inteligible al estrecharse las manos. Pero Carmen Rosa y Sebastián
chocaron inmediatamente.
— ¿Usted es de Parapara de Ortiz? — preguntó ella.
— No hay Parapara de Ortiz — respondió él secamente— . Hay Para­
para de Parapara.
Era una reminiscencia de la antigua rivalidad entre ambos pueblos,
un decir jactancioso de cuando Ortiz tendía su manto protector sobre
las poblaciones vecinas.
Panchito, con ánimo de apagar la escaramuza, habló nuevamente de
la riña de gallos, del hazañoso triunfo del zambo, del berrinche del co­
ronel Cubillos.
— Odio las peleas de gallo — dijo Carmen Rosa y volvió a chocar con
Sebastián.
— ¿Por qué? — preguntó éste.
— Porque son una salvajada, un crimen contra esos pobres animales.
— Mayor crimen es torcerle el pescuezo a las infelices gallinas para
comérselas —-gruñó Sebastián.
Y no volvieron a hablar entre sí, aunque cruzaron juntos la plaza y el
grupo entero llegó hasta la puerta de la casa de las Villena. Apenas, al
despedirse, dejó caer ella las palabras de rigor:
— He tenido mucho gusto en conocerlo.
Y Sebastián respondió:
— Hasta mañana, Carmen Rosa.
Como si su nombre fuera para él una expresión familiar, como si fuese
él un viejo amigo que la visitase todos los días.
'V-:'VV
' 15
A la mañana siguiente, ya de polainas para el regreso a Parapara, fue
Sebastián a “La Espuela de Plata”. No encontró sola a Carmen Rosa,
como tal vez hubiera deseado, como se veía que hubiera deseado. Tras
el mostrador, junto a ella, estaba doña Carmelita. Una mujer compraba
quinina y relataba innumerables penalidades. Un chiquillo de hinchado
abdomen y pies deformes gritaba con voz desagradable:
— ¡Una botella de querosén y mi ñapa!
Fue presentado a doña Carmelita, escuchó pacientemente el lastimoso
relato de la mujer que compraba quinina y compró él a su vez cigarrillos,
en un esfuerzo por justificar su presencia, no obstante que llevaba en el
bolsillo un paquete sin abrir.
Carmen Rosa reparó en su nerviosidad y le preguntó sonreída:
— ¿Cuándo regresa a Parapara de Parapara?
— Ahora mismo estoy saliendo para Parapara de Ortiz — contestó
Sebastián en el mismo tono— . Vine a decirle adiós.
Carmen Rosa recordaba más tarde que le había estrechado la mano
más tiempo de lo conveniente y que ella se había visto obligada a retirarla
suave pero firmemente para cortar aquel saludo que se prolongaba de­
masiado.
— ¿No vino también su primo? — preguntó ella.
— Se quedó en la bodega de Epifanio comprando cosas — y Carmen
Rosa observó que estaba mintiendo y que para mentir necesitaba violentar
su naturaleza.
No hablaron más. En realidad, no tenían otra cosa de qué hablar.
Sebastián ofreció sus servicios a doña Carmelita “para cualquier cosa
que se le ofreciera en Parapara”. Estrechó de nuevo la mano a Carmen
Rosa e hizo volver a su sitio el negro mechón rebelde de la frente antes
de cubrirse con el pelo de guama.
— Volveré el domingo — dijo desde la puerta.
Antes se habían marchado la mujer de las lamentaciones y el mu­
chacho del querosén. Madre e hija quedaron en silencio.
— Qué hombre tan buen mozo — dijo de repente doña Carmelita.
Carmen Rosa se estremeció sobresaltada. Era ésa precisamente, con
idénticas palabras, la frase que estaba diciendo mentalmente en aquel
instante.
CAPITULO VI
PECADO MORTAL
16
Regresó Sebastián a Ortiz el domingo anunciado, y el otro y todos los
domingos que siguieron. La primera visita a la casa de las Villena la
hizo llevado por Panchito y Celestino. Pero, al segundo domingo, Celestino
atisbo una mirada de Carmen Rosa al forastero, una mirada entre asus­
tada y curiosa, entre maliciosa y tierna, y ya no volvió con ellos a con­
templar las corolas rosadas de las pascuas del patio, ni a conversar trivia­
lidades junto al pretil de los helechos. Tampoco volvió a aparecer
Celestino por la tienda los días de labor, cuando Carmen Rosa estaba
sola tras el mostrador, abatida por el bochorno espeso del mediodía. Ni
le trajo más pájaros de ofrenda, ni pasó más al atardecer frente a su
ventana, ni estuvo más de plantón en la plaza de Las Mercedes. Largo
y triste como los faroles de las esquinas se le veía ahora tan solo a la
puerta de la bodega de Epifanio, medio oyendo hablar a los otros, medio
sonriendo cuando Pericote contaba una historia bellaca de fornicaciones
y equívocos.
La presencia de Sebastián fue para Carmen Rosa el punto de partida
de una extraña transformación en su manera de ver las cosas, de ver a
los otros seres, de verse a sí misma. No cuando la ascendieron a Hija
de María, ni cuando la madre la llamó aparte para explicarle “Carmen
Rosa, desde hoy tú eres una mujer”, ni cuando leyó un libro de la
señorita Berenice que le hizo entrever el misterio de la vida humana,
sino ahora, a los dieciocho años, en la proximidad de este hombre moreno
y atlético, impulsivo y valiente, comprendió Carmen Rosa que ya había
dejado de ser la muchacheja que golpeaba las aldabas de los portones y le
tiraba piedras al indio Cuchicuchi.
Al principio, ni ella misma se dio cuenta. Llegaba Sebastián con Panchito, el domingo, después de la misa, cuando ella y Martica tenían aún
las andaluzas puestas y los rosarios entre las manos. Y se sentaban los
cuatro a hablar de los temas más diversos: de las frutas que les agradaba
comer, del pelo y de las mañas de los caballos, de cómo se moría la gente
en los Llanos, de la lejana e inaccesible Caracas, del aún más inaccesible
mar.
Sólo Sebastián había visto el mar. Se había bañado en sus aguas verdes
y espumosas, una vez que estuvo en Turiamo.
— ¿Es muy lindo, verdad? — preguntaba Carmen Rosa.
— Lindo precisamente no es. Es como la sabana, pero de agua. Da un
poco de miedo cuando uno se queda solo con él. Y se nada más fácil que
en el río.
Panchito refería entonces una historia de piratas y marineros que
había leído en una novela de Salgari. Y Martica lo miraba arrobada,
vistiéndolo de Sandokan con los ojos.
Pero después, tres o cuatro domingos más tarde, observó Carmen Rosa
que Sebastián no captaba el sentido de sus palabras cuando ella hablaba,
que estaba mirándola más que oyéndola, que andaba buscando con los
ojos algo más ligado a ella misma que las palabras que pronunciaba.
— Qué bonitos los pañuelos que nos trajo el domingo pasado, Sebastián.
— Me alegro, me alegro — respondía él, ausente del contenido de la
frase que ella había dicho, demasiado presente en la raíz de su voz.
Y observó también que, desde el lunes, ella comenzaba a contar los
días al dictado de una nómina arbitraria: “Faltan cinco días para el do­
mingo, faltan cuatro para el domingo, faltan tres para el domingo; faltan
dos para el domingo, mañana es domingo, domingo”.
Un domingo no llegó Sebastián a Ortiz. Carmen Rosa estuvo esperando
hasta el mediodía, con la andaluza puesta y el rosario entre las manos,
simulando que libraba de hojas secas a las matas del patio. Panchito y
Marta no le concedieron importancia al hecho.
— Como que no viene Sebastián hoy — se limitó a decir Panchito— .
Seguramente hay gallos buenos en Parapara.
Y Martica, mirando a Carmen Rosa con sorna:
— O no lo dejó venir la novia.
Para Carmen Rosa aquella ausencia era signo de oscuros presenti­
mientos. “Está enfermo”, tuvo la certeza de ello y lo imaginó tumbado
por la fiebre, solo y abandonado en una Casa sin gènte y sin jardín. La
invadió una congoja maternal, un angustioso afán de estar a su lado y
secarle el sudor de la frente con el pañuelo que él le había regalado.
“Hay gallos en Parapara”, pensó luego. ¿De dónde sacaba ella qiie
estaba enfermo? No había venido por salvaje, por contemplar una vez
más la escena sangrienta de dos gallos matándose en un patio de tierra,
entre gritos aguardentosos y amagos de reyerta. Se sintió distante y dis­
tinta de Sebastián, ese gallero indigno de su amistad, ese repugnante
jugador empedernido.
“No lo dejó venir la novia”. Recordó la broma de Martica. ¿Y si no
fuera una broma? ¿Si existiera realmente la novia o la querida? ¿Si era
una mujer quien le había prohibido volver los domingos a Ortiz? Aquello
la desasosegó más que el temor a que estuviese enfermo. La acometieron,
como cuando niña, injustificados deseos de echarse a llorar. Y entonces
comprendió que estaba irremediablemente enamorada.
Cerca del mediodía se oyeron los pasos de un caballo en las piedras
de la calle. Carmen Rosa levantó ansiosos los ojos de las flores de los
capachos. Pero no era el caballo de Sebastián sino otro cualquiera que
pasó de largo, rumbo a quién sabe dónde.
“Está enfermo”. “Se quedó jugando a los gallos”. “No lo dejó venir la
novia”. Volvieron a turnarse en su mente las tres hipótesis y a determinar
sucesivamente tres estados de espíritu distintos entre sí pero síntomas los
tres de la misma realidad.
En el ciirso de la semana — "faltan cuatro días para el domingo”,
“faltan dos días para el domingo”, “mañana es domingo”— Carmen
Rosa se prometió seis veces a sí misma no preguntar a Sebastián el motivo
de su ausencia, aparentar incluso que no había advertido esa ausencia.
Por otra parte, él no tenía ninguna obligación de venir, con nadie se
había comprometido a venir. Tal vez no volvería más, quizás había
decidido suprimir aquellos largos paseos a caballo hasta Ortiz, tan can­
sones, tan sin objeto.
Pero el domingo, al salir de la misa, lo primero que vio Carmen Rosa,
lo único que vio, fue a Sebastián parado a la puerta de la iglesia. Mar­
charon caminando juntos hasta la casa, como el día en que se conocieron.
Ellos dos en pareja, retrasándose insensiblemente de Panchito y Marta
que caminaban al frente.
— No pude venir el domingo pasado — explicó Sebastián sin que ella
le preguntase nada— . Se murió con la hematuria un compadre mío y
tuve que velarlo y enterrarlo.
Carmen Rosa no respondió aunque se sintió invadida por un inmenso
júbilo. No había existido la enfermedad, ni se quedó jugando gallos, ni
lo retuvo una mujer.
— ¿Notó mi ausencia? — preguntó él.
Carmen Rosa tembló. Había olvidado su preparada indiferencia y
presentía, se lo anunciaban oleadas de su sangre, lo que Sebastián iba
a decir después.
— ¿Por qué no me responde? — insistió él— . Para mí fue algo terrible
pasar un domingo sin verla.
La muchacha seguía caminando sin contestar, sin levantar los ojos de
los yerbajos que emergían de las aceras rotas. En la esquina lejana cru­
zaron Panchito y Marta.
— Yo estoy profundamente enamorado de usted, Carmen Rosa.
Ella se detuvo un instante. Sabía lo que Sebastián iba a decir y, sin
embargo, le entró por los oídos hasta el corazón, hasta la pulpa de su
carne, como una brisa caliente y húmeda.
Pero continuó callada caminando a su lado. Tampoco habló más
Sebastián hasta la puerta de la casa. Ahí se detuvo ella y se quedó mi­
rándolo de frente, cuatro, cinco segundos, con un candil de estremecida
ternura en el jagüey de los ojos.
Y entraron en la casa.
17
Tres meses más tarde se casaron Panchito y Marta. Ahora Sebastián
venía todos los domingos a Ortiz, no sin motivo preciso, no porque lo
trajera la querencia del caballo, sino porque lo esperaba el amor de
Carmen Rosa y lo conducía el rumbo ineludible de su propio corazón.
Ahora no charlaban los cuatro juntos en los corredores de la casa villenera,
no hablaban con Panchito del mar, ni discutían con Marta los trascen­
dentales preparativos de la boda. Ahora Sebastián y Carmen Rosa se sen­
taban horas enteras a la sombra del cotoperí, a decirse mil veces lo mismo
y a compartir besos fugaces cuando doña Carmelita no andaba por todo
aquello y Marta y Panchito les estaban dando la espalda.
La víspera del matrimonio llegó Sebastián a Ortiz. Se quedó a dormir
en la casa del señor Cartaya, de quien se había hecho amigo desde que
se conocieron, y el señor Cartaya le preguntó:
— Siempre lo veo por los lados de la iglesia, ¿usted como que es muy
devoto de Santa Rosa?
Y Sebastián le respondió sin pensarlo mucho:
— De Santa Rosa no. De Carmen Rosa.
El matrimonio se celebró el domingo en la tarde y acudió todo el
pueblo, como a las procesiones de la patrona. Estaba linda la novia con
aquel velo blanco de muselina barata y aquella coronita de azahares
auténticos, no azahares de cera sino azahares de un limonero, todo
aderezado por las manos blancas de la señorita Berenice. Panchito, en
cambio, se sentía ridículo, estrambótico, privado de su desparpajo bajo
la férula de aquel traje de casimir azul que había encargado a un sastre
de San Juan y aquel cuello tieso que le arañaba el pescuezo y la maldita
corbata que apretaba más de la cuenta.
Primero los casó, en nombre de la ley y en presencia del coronel
Cubillos, el presidente del Concejo Municipal. Después los casó el padre
Pernía, en la iglesia. En el momento de declararlos unidos para siempre
rompió a rumiar el viejo órgano una marcha nupcial que trastabillaba
lamentablemente porque la señorita Berenice la había olvidado de tanto
no tocarla. Lloró de emoción Martica, lloró doña Carmelita, y también
algunas mujeres del público que aprovecharon el instante solemne para
llorar a sus muertos.
En la casa villenera ya estaba la mesa puesta, una larga mesa que trajo
el cura de la sacristía, cubierta por un gran mantel formado por cinco
manteles corrientes que Carmen Rosa había pespunteado. Sobre la mesa
relucían los vasos de casquillo, la jarra de agua, las botellas de ron y
la olla de mistela con un cucharón adentro.
Carmen Rosa había decorado el extenso corredor. Entre pilar y pilar
colgaban bambalinas de papel de seda de encendidos colores. Estrellas
y rosas rojas del mismo papel, cortadas con tijeras y pegadas con engrudo,
salpicaban las paredes. Del pretil de los helechos se desprendían faralás
verdes y negros rematados en flecos. A todos agradó en extremo la orna­
mentación, menos al señor Cartaya que gruñó como siempre:
— Niña, echaste a perder el patio con esos guilindajos.
La fiesta duró hasta la noche. Sentadas en sillas toscas de altas patas
y estrecho asiento, formando zócalo multicolor contra la pared del corre­
dor, estaban las muchachas del pueblo, las amigas de Marta y Carmen
Rosa, las discípulas de la señorita Berenice, las Hijas de María, vestidas
en colores chillones, cuchicheando entre ellas, riendo más alto que de
costumbre bajo el calorcillo de la mistela. Alrededor de la mesa se agru­
paban los hombres, se servían medios vasos de ron y hacían chistes a
costa del cuello que agobiaba a Panchito. El coronel Cubillos, cordial
contra su costumbre y ligeramente achispado, comentaba bajo el tama­
rindo:
— ¡Cónfiro, qué novia más bonita se lleva ese condenado!
Epifanio afinaba el arpa al fondo del corredor, en espera de Pericote
con el cuatro y del mejor maraquero de Parapara, que Sebastián había
traído consigo. Llegaron luego ambos, de la mesa donde el ron los de­
tenía, y la música saltarina del “zumba que zumba” se extendió por el
patio, se enredó entre las hojas oblongas del tamarindo, sacudió los es­
tambres henchidos de las cayenas y se echó a volar por la noche llanera.
Zumba que zumba
no m e gustan las cagüeñas,
zumba que zumba
porque tocan mucho piano,
zumba que zumba
me gustan las guariqueñas,
zumba que zumba
porque me aprietan la mano.
Zumba que zumba
ah malhaya quien tuviera,
zumba que zumba
medio millón en dinero,
zumba que zumba
para botarlo viajando,
zumba que zumba
entre La Villa y Turmero.
Nadie supo cuando escaparon Panchito y Martá. Pero al notar su
ausencia, una por una, se despidieron las invitadas. Doña Carmelita,
extenuada por el ajetreo y la emoción del día, se retiró a su cuarto con
dolor de cabeza y hondos suspiros. Finalmente se marcharon los hombres.
El jefe civil llevaba una borrachera silenciosa y hosca, un brillo siniestro
en los ojos mongoles. Pericote y el maraquero hablaban de seguir la
parranda y dar serenatas. Carmen Rosa y Sebastián quedaron, sin darse
cuenta, solos en el corredor, entre flores de papel caídas y la luz fatigada
de las lámparas.
El la tomó de la mano y caminaron juntos, como siempre lo hacían,
hasta el tronco del cotoperí. Pero esta vez era de noche, una noche sin
estrellas, y el segundo piso a medio derrumbar de la casa vecina se des­
dibujaba en la penumbra. Sebastián le ciñó el talle y le buscó la boca
para el beso. Pero fue un beso diferente a todos los anteriores, incalcula­
blemente más largo, más intenso, más hondo. Carmen Rosa sintió correr
por las venas una llamita más viva que el líquido espesó y picante de la
mistela y subir por los muslos una dulce fogata jamás presentida.
El mechón negro de Sebastián se confundía con su propio pelo. En
el ancho pecho de Sebastián latía con acelerada resonancia el corazón
y ella escuchaba esos latidos como si formaran parte de su propio pulso.
Una mano de Sebastián subió lentamente desde su cintura, se detuvo un
instante sobre sus hombros y bajó luego por entre su corpiño hasta que­
darse quieta, caliente y temblorosa, sobre uno de sus senos. Era como
estar desnuda en medio del campo. Una mezcla maravillosa de miedo,
pudor y deleite le nubló la mirada.
No se explicaba después Carmen Rosa de dónde sacó fuerzas para
librarse bruscamente de los brazos de Sebastián, de la boca de Sebastián,
del corazón desbocado de Sebastián. Ni cómo logró crear aquel impulso
que la separó de él cuando todo su cuerpo no deseaba otra cosa sino que­
darse ahí, quemándose bajo la caricia de sus manos.
— No, ¡por favor! — dijo y le tapó los labios con el revés de los dedos.
Permanecieron algunos minutos en silencio. En una casa lejana ladró
un perro. Más lejos aún se escuchaba la voz safia de Pericote martillando
un corrido. Finalmente, Sebastián dijo:
— ¿Me guardas rencor, Carmen Rosa?
— No — respondió simplemente ella con temerosa suavidad.
Y
le dio el último beso de la noche. Pero éste fue como los de antes,
precavido, fugaz, espantadizo.
18
Al despertar pensó en el beso bajo las ramas oscuras del cotoperí, bajo
la noche sin estrellas, y la invadió nuevamente una sensación de aban­
dono en el cauce de la sangre y de fogata que le subía por los muslos.
— ¿De dónde saqué fuerzas para rechazar a Sebastián, Dios mío?
Por cierto que tendría que confesarse, contarle aquella escena al padre
Pernía.
— ¡Qué vergüenza, Santa Rosa, qué vergüenza!
El padre Pernía la escuchó con grave atención, la ayudó a salir del
atolladero cuando llegó a lo más escabroso del relato, a la mano sobre
el seno desnudo. Como cuando la historia del arcángel del Purgatorio, el
padre Pernía le preguntó:
— ¿Y te gustó, hija?
— Me gustó demasiado, padre. Y lo peor es que me sigue gustando
pensar en eso, revivirlo con la imaginación.
— Desde que te conozco, hija, y te conozco desde que tienes uso de
razón, es la primera vez que me confiesas un pecado mortal, un verdade­
ro pecado mortal. No vuelvas a hacerlo. No solamente porque es pecado
mortal, sino porque no te conviene.
Y le puso por penitencia, también por vez primera, un rosario completo.
No obstante, una vez concluidas las letanías, el padre Pernía se le
acercó a hablarle. Tal vez pensaba el cura que había sido demasiado
seco para con ella. Se le notaba el afán de parecer cordial, de demostrar­
le que no le había perdido estima por el pecado que había cometido.
— Mándame con Olegario unas flores de tu jardín, para Santa Rosa.
Mira cómo está el altar de la pobrecita, sin una cayena.
Y luego:
— Santa Rosa cuenta contigo porque tú siempre te has ocupado de
ella más que nadie en este pueblo.
Cuando se marchaba, la acompañó hasta la puerta del templo.
— Saludos a doña Carmelita. Que la felicito una vez más por el ma­
trimonio de Marta. Y no te olvides de las flores.
El diálogo con Sebastián fue-muy diferente. El domingo, una vez que
el padre Pernía se enteró de que ya Sebastián había llegado a Ortiz, lo
mandó llamar con Hermelinda.
— ¿Qué quiere conmigo, padre? — preguntó sorprendido Sebastián
cuando observó cómo el cura cerraba con llave la puerta de la casa
parroquial. Habían quedado los dos solos en un recinto oloroso a cera, a
incienso, a harina y a flores marchitas.
— ¿Tú te piensas casar con Carmen Rosa? — preguntó Pernía sin
preámbulos.
— Naturalmente — respondió Sebastián desconcertado.
— Pues me alegro. Pero tengo que advertirte una cosa. El padre de
esa muchacha está enfermo. Tampoco tiene hermanos que den la cara
por ella. Sin embargo. . .
— Están demás esas palabras — interrumpió Sebastián— . Ya le dije que
me pienso casar con ella.
— Nunca está demás un por si acaso — continuó impasible el cura,
sin darse por enterado del tono cortante que Sebastián había empleado.
— Y yo quería advertirte que si por una casualidad no son esas tus inten­
ciones, yo estoy dispuesto a quitarme la sotana y a meterte cuatro tiros.
Empalideció Sebastián. Nada lo soliviantaba tanto como una amenaza.
No obstante, calibró rápidamente el propósito del padre Pernía, y se
contuvo.
— No por sus cuatro tiros, sino porque así lo he resuelto yo desde
hace tiempo, me casaré con Carmen Rosa — se limitó a decir en el
mismo tono cortante.
El cura le tendió la mano y Sebastián la estrechó con firmeza. Pernía
aguantó el apretón sosteniéndole la mirada. Comprendió entonces Sebas­
tián que la promesa de los cuatro tiros había sido formulada con la inque­
brantable decisión de cumplirla.
CAPITULO VII
ESTE ES EL CAMINO DE PALENQUE
19
Un mediodía de noviembre, era domingo por cierto, se detuvo un autobús
en Ortiz. Algo extraño sospecharon los escasos habitantes del pueblo des­
de el amanecer, cuando presenciaron el estrepitoso despertar del coronel
Cubillos. Los gritos desmedidos del jefe civil agrietaron la madrugada
e hicieron cantar a los gallos antes de tiempo. Se escuchó un inusitado
acento metálico de peinillas, tres peinillas que yacían olvidadas en un
rincón de la Jefatura, y un más inusitado rastrillar de máuseres, tres
máuseres que nadie supo de dónde salieron. A las seis de la mañana
se hallaban los dos desdichados que fungían de policías en Ortiz, de pei­
nilla terciada y máuser en la diestra, montando guardia a la puerta de la
Jefatura.
Cundieron el asombro y el miedo. El coronel Cubillos, hermético y
huraño, no dejaba traslucir el motivo de sus belicosas precauciones. In­
clusive los policías ignoraban la causa de aquel despertar con máuser
y peinilla. Todo quedó a merced de las suposiciones, formuladas a media
voz y a puerta? cerradas.
— ¡Hay un alzamiento en Calabozo!
Fue el primer rumor. Nació en la vaquera de la señora Socorro, pasó
por la escuela de la señorita Berenice, se detuvo en la casa parroquial y
se desparramó luego, cabalgando en la voz de Hermelinda, de ruina en
ruina, de corral en corral.
— Es Arévalo Cedeño que invadió por el Meta. Esta vez trae más
gente que nunca y ya está atacando a San Fernando.
Fue el segundo y más insistente rumor. Nació en la bodega de Epifanio, lo llevó Pericote a la casa de Panchito y de ahí enfiló hacia la iglesia
para extenderse luego, en la voz mensajera de Hermelinda, de punta a
punta del pueblo, corrigiendo su anterior confidencia.
Pero el señor Cartaya pasó como al azar por el telégrafo, se enteró de
la verdad y por él la conocieron Sebastián, Panchito y el cura Pernía.
Los estudiantes de Caracas, presos desde hacía varias semanas en un
campamento cercano a la capital, serían trasladados ese domingo a los
trabajos forzados de Palenque. Ortiz estaba en el camino. Un telegrama
con la noticia, recibido por el coronel Cubillos la noche anterior, deter­
minaba su agitación de hoy.
El autobús no solamente pasó por Ortiz sino que se detuvo frente a
la bodega de Epifanio. Era la primera parada desde la víspera, cuando
salió de Guatire, mucho más allá de Caracas, con su cargamento de pre­
sos. Había atravesado en la noche y a gran velocidad las desiertas calles
mudas de la capital. Tomó después el rumbo de los Valles de Aragua,
hasta caer en los Llanos dando tumbos, con el motor a toda marcha. El
cortejo de automóviles familiares que intentó seguirlo había sido detenido
en seco por los fusiles de un pelotón de soldados.
Los estudiantes ignoraban la meta de aquel autobús amarillo que corría
locamente con ellos adentro. Los soldados que los custodiaban, uno en
cada extremo de los asientos, guardaban un estúpido silencio de piedra.
El capitán, sentado junto al chofer, ni siquiera se volvía a mirarlos. Ape­
nas daba signos de vida el coronel Varela, un tuerto vestido de civil, bajo
cuya vigilancia se realizaba el traslado, para gruñir órdenes concisas de
tiempo en tiempo.
Tan sólo vislumbraron el destino que les aguardaba cuando el autobús
abandonó la carretera que iba en busca del mar y torció bruscamente
hacia los Llanos. Entonces uno de ellos dijo simplemente:
— Este es el camino de Palenque.
Los demás comprendieron y callaron. El golpe de las ruedas en los
baches, el trepidar asmático del motor, los latidos del corazón, modularon
largo rato el eco de aquellas palabras:
Este es el camino de Palenque.
Este es el camino de Palenque.
Este es el camino de Palenque.
El autobús que había cruzado, a la media luz subrepticia de la madru­
gada, pueblos con vida y campos sembrados, avanzó toda la mañana a
través de un llano duro y desolado, sin casas y sin gente. Hasta que
surgió la silueta de Ortiz, bajo el desamparo del mediodía, y el vehículo
se detuvo frente a la bodega de Epifanio.
Bajaron todos, con las piernas entumidas, de la máquina polvorienta:
los dieciséis estudiantes presos, los doce soldados con bayoneta calada,
el capitán con el revólver en la mano, el coronel tuerto vestido de civil,
el chofer.
— ¡Entren a la bodega! — gritó Varela.
Entraron sin prisa. El cansancio y la sed gravitaban por igual sobre
guardias y prisioneros. Llegó Cubillos con sus dos policías y se puso a
las órdenes del coronel Varela. Epifanio sirvió gaseosas de colores pálidos
y destapó viejas latas de sardinas. El fonógrafo de la bodega, voz gan­
gosa de indio borracho, corneta verde descascarada, chilló un merengue
de otros tiempos. Un ritmo pegajoso, una canción zumbona en la cual se
hablaba de la guerra del 14, de los triunfos alemanes, del cañón cuarenta
y dos, del Káiser. En los versos finales salía malparado el Emperador.
Eran muy jóvenes los dieciséis estudiantes presos. El mayor entre ellos,
seguramente el de la barba tupida y negra de fraile español, no llegaba
a los veinticinco años. Pero los otros, el de los tranquilos ojos azules,
el de la aguda nariz hebraica, el de la pálida frente cavilosa, el de las
pobladas cejas hirsutas, el regordete de los grandes anteojos, el mulatico
de la boina, apenas habían cumplido veinte.
Tres hombres llagados y andrajosos los observaban con indolente curio­
sidad desde la baranda de la plaza. Dos chiquillos barrigones, de narices
mocosas y pies descalzos, se acercaron hasta la puerta de la bodega y se
quedaron mirando hacia el interior con ojos de asombro. Más tarde se
aproximaron el señor Cartaya y Sebastián, entraron con despabilada na­
turalidad a la bodega, compraron cigarrillos, hablaron con Epifanio de
cosas del lugar. Y luego, en un descuido de los vigilantes, el señor Gartaya
extrajo de sus bolsillos un frasco de quinina y se lo tendió al estudiante
de la barba cerrada, uno a quien sus compañeros nombraban Clemente.
— Les puede ser útil — dijo el viejo masón.
En cuanto a Sebastián, se había acercado al estudiante mulato de la
boina vasca.
— Ese sombrerito no aguanta sol — murmuró.
Y despojándose de su propio sombrero:
— Mejor es que se lleve el mío. Usted no sabe lo que es el sol del Llano.
Pero ya se acercaba el coronel Cubillos, con una dura ráfaga de indig­
nación en el gesto.
— Se prohíbe hablar con los presos — gritó a Sebastián.
— No lo sabía — respondió éste a manera de excusa.
— ¡Pues, sépalo! — chilló Cubillos amenazante.
— Perdone usted — intervino Cartaya conciliador— . Yo ni siquiera
sabía que estos jóvenes estaban presos.
Y salieron los dos lentamente de la bodega, perseguidos por los ojos
furiosos del jefe civil. El estudiante de la boina se había puesto ya el
sombrero pelo de guama de Sebastián, como si fuera el suyo de toda
la vida.
20
El camión amarillento, dieciséis estudiantes, doce soldados, un capitán de
uniforme y un coronel tuerto vestido de civil, siguió por el camino de
los Llanos, dando tumbos entre los baches, levantando nubarrones de
polvo reseco y caliente. En Ortiz quedó su huella perdurando largas horas.
En la bodega de Epifanio, en la casa parroquial, en el patio de las Villena,
en la escuela de la señorita Berenice, en la Jefatura Civil, no se habló
de otra cosa durante todo el día.
— ¡Pobrecitos! — sollozaba Hermelinda entre palmas marchitas de un
Domingo de Ramos y velas apagadas a medio consumir— . Son casi unos
niños, padre Pernía. Santa Rosa los acompañe. . .
— Dios mismo los acompañe — respondía el padre Pernía preocupado.
— Por el camino que se fueron no queda sino Palenque, que es la muerte.
¿La muerte? Ese era el tema, la muerte. De los trabajos forzados de
Palenque, moridero de delincuentes, regresaban muy pocos. Y esos pocos
que lograban volver eran sombras desteñidas, esqueletos vagabundos, con
la muerte caminando por dentro.
— No regresarán — gruñía enfurecido el señor Cartaya en el patio de
las Villená— . Los matarán a latigazos y los enterrarán en la sabana.
— ¡Hay que hacer algo! — añadía Sebastián apretando los puños, ago­
biado por la pesada certidumbre de que nada podían hacer.
Panchito refirió cuanto sabía de aquellos presidios: Palenque, la Chi­
na, el Coco. Su mujer lloró al escucharlo. Marta estaba embarazada y
seguía siendo linda con su barriguita, su caminar pausado y su llanto por
los estudiantes presos.
— Los tiran a dormir en el suelo, les remachan grilletes en los pies,
los sacan a trabajar desde la madrugada, les caen a latigazos si intentan
descansar, los matan de hambre, les pega el paludismo, los revienta el
sol — enumeraba Panchito implacablemente.
Y Martica se enjugaba las lágrimas en el extremo de la manga, como
ayer, cuando él encontró una calavera en las bóvedas del viejo cemen­
terio.
— Deben haberse puesto feas las cosas en Caracas cuando mandan los
estudiantes a morirse en Palenque — opinaba Pericote en la bodega de
Epifanio.
— Mejor es que no te pongas a hablar pendejadas — le aconsejaba el
bodeguero— . Si así tratan a los estudiantes, ¿qué dejan para nosotros?
Y los dos se quedaron mirando en silencio el vuelo de una mosca
gorda y verdosa que llegó atraída por el vaho de las sardinas rancias.
— ¿Qué se estarán creyendo esos cagaleches? — denostaba el coronel
Cubillos en la Jefatura, con el secretario y dos policías como auditorio.
— ¿Que van a tumbar el general Gómez con papelitos? En la carretera van
a saber cómo se bate el cobre.
— Sí, coronel — musitaba rastreramente el secretario.
— Fusilarlos es lo que ha debido hacer el general Gómez para que se
acabara la guachafita. Los pone en la Universidad, les paga los estudios
y ahora le salen con protestas. ¡Son unos malagradecidos!
— Sí, coronel — volvía a decir el secretario.
Pero el coronel se dirigía ahora a uno de los policías.
— ¿Usted se fijó, Juan de Dios, en el Sebastiancito ese de Parapara?
Hablando bajito con los presos y con cara de arrecho, como si no le
gustara que se los llevaran. Ese como que no sabe quién es el coronel
Cubillos. Si me vuelve a jurungar, le pego un mecate y lo mando ama­
rrado a Palenque para que aprenda a respetar. Como dos y dos son cuatro.
— Sí, coronel — repetía el secretario.
21
En el autobús amarillento que corría desalado por los Llanos no se ha­
blaba de la propia desventura sino de la ya consumada desventura de
Ortiz y su gente. No bien se perdieron en el polvo las últimas ruinas,
uno de los estudiantes, el regordete de los grandes anteojos, exclamó:
— ¡Qué espanto de pueblo! Está habitado por fantasmas.
Y el del sincero rostro redondo:
— ¿Y las casas? Más duelen las casas. Parece una ciudad saqueada
por una horda.
Y el mulato corpulento, estudiante de medicina:
— Una horda de anofeles. El paludismo la destruyó.
Y el de la nariz respingada y ojos burlones:
— ¡Pobre gente! Y se les nota que son buenos.
Y el que llevaba el sombrero de Sebastián:
— La gente siempre es buena en esta tierra. Los malos no son gente.
Callaron un rato porque Varela los miró torcidamente después de esta
frase. El autobús atravesaba un brazo de sabana amarilla, agrietada y
áspera. Era un paisaje arañado por un árbol espinoso y polvoriento, en­
sombrecido por el esqueleto de una vaca, aún con piltrafas de cuero entre
las costillas.
El de la cerrada barba dijo mucho después:
— ¿Y los niños de aquel pueblo? Tienen el color de la tierra que
se comen.
Y el retaco de la voz detonante:
— Son saquitos de anquilostomas.
Y el de las patillas de procer:
— Crecen descalzos, con los pies llenos de niguas.
Y el del perfil autoritario:
— ¡Malditos sean los culpables!
Varela volvió a mirarlos torvamente y callaron de nuevo. El autobús
cruzaba el lecho seco de un río, daba bandazos entre los peñascos, se
arrastraba con dificultades por el suelo arenoso. Una paloma montaraz
machacaba su acento melancólico entre las enjutas palmeras de la orilla.
El de las pobladas cejas hirsutas dijo luego:
— ¡Qué hermosas fueron vivas aquellas casas muertas!
Y el de los ojos inquietos bajo los lentes doctorales:
— Fueron hechas con un sólido y sobrio sentido de la arquitectura.
Y el de los tranquilos ojos azules:
— Una casa sin puertas y sin techo es más conmovedora que un
cadáver.
Y el mestizo de bigotes mustios y gestos apacibles:
— Será necesario levantarlas de nuevo.
Pasaron un pequeño caserío y después E l Sombrero, otra ciudad pol­
vorienta. A la puerta de una choza taciturna ladró un perro cobrizo y
esquelético. Desde la orilla del camino los vio pasar un jinete macilento
sobre un caballo desvencijado. Comenzaba a caer la tarde pesadamente
en un cielo cremoso, desagradable. Los presos, dormitaban fatigados.
El de la negra mirada incisiva dijo súbitamente:
— Yo no vi las casas, ni vi las ruinas. Yo sólo vi las llagas de los
hombres.
Y el de la pálida frente cavilosa:
— Se están derrumbando como las casas, como el país en que nacimos.
Y el de la aguda nariz hebraica:
— “Plurima mortis imago”.
Varela se sacudió, enardecido por el latinazo que estaba muy lejos de
su entendimiento.
— ¡A callarse! — gritó con voz destemplada.
Callaron esta vez largo trecho. La velocidad del autobús había dismi­
nuido considerablemente. Ahora iban, en lento rodar silencioso, al encuen­
tro de la noche. A ras del horizonte parpadeaban las primeras luces del
presidio.
CAPITULO VIII
EL COMPADRE FELICIANO
22
Las huellas del autobús amarillento se borraron primero en el polvo de
las sabanas y luego en el lecho arenoso de los ríos sin agua, pero no en
el corazón de Sebastián. Cuando dijo “hay que hacer algo” en el patio
de las Villena, no lo dijo por decir, sino porque lo escuchaba como man­
dato imperioso de su condición humana. Tratando de desentrañar una
expresión concreta de ese “algo” en el aroma del mastranto, en el grito
de los alcaravanes, en el espejo sucio de las charcas, iba de Parapara a
Ortiz, de Ortiz a Parapara, a ver a Carmen Rosa, de ver a Carmen
Rosa, por las mismas trochas de antaño pero sacudido por un ímpetu
nuevo y avasallador.
Carmen Rosa lo oía hablar de cosas que nunca le preocuparon en el
pasado, de cuya existencia no se había percatado él cabalmente hasta
el instante en que se detuvo un autobús de presos frente a la bodega
de Epifanio:
— No es posible soportar más. A este país se lo han cogido cuatro bár­
baros, veinte bárbaros, a punta de lanza y látigo. Se necesita no ser
hombre, estar castrado como los bueyes, para quedarse callado, resignado
y conforme, como si uno estuviera de acuerdo, como si uno fuera cómplice.
Y otro domingo:
— Los estudiantes dejaron sus casas y sus libros y sus novias, para
hundirse en los calabozos de La Rotunda y del Castillo, para que los
mataran de un tiro, para que los mandaran a morirse en Palenque. Sería
un crimen dejarlos solos.
Y al domingo siguiente:
— Los que mandan son cuatro, veinte, cien, diez mil. Pero los otros,
los que soportamos los planazos y bajamos la cabeza, somos tres millones.
Yo sí creo que se puede hacer algo. Yo no soy un iluso, ni un poeta de
pueblo, sino un llanero que se gana la vida con sus manos, que ha criado
becerros, que ha amansado caballos. Y sé que se puede hacer algo.
A Carmen Rosa le preocupaba hondamente ese estado de ánimo de
Sebastián, pero se limitaba a escucharlo emocionada y un poco triste.
¿Qué podía hacer Sebastián solo, desarmado, habitante de una región
palúdica y sin gente, contra la implacable, todopoderosa, aniquiladora
maquinaria del gobierno? Era como si una brizna de paja pretendiese
detener la marcha de un tractor, o como si una mariposa amarilla, de
esas del Llano, intentara atajar con sus alas el empuje del viento. Pero
de nada valía exponer tales razones a Sebastián. Carmen Rosa había lle­
gado a conocerlo y sabía que cuando adoptaba una resolución y esa reso­
lución le echaba raíces en la mirada terca, ya nada ni nadie podían tor­
cer el camino que iba a tomar.
Un lunes no enrumbó el caballo hacia Parapara sino por la ruta de
El Sombrero, a comprar dos vacas, dijo. Pero al regreso no mencionó
las dos vacas. Carmen Rosa adivinó en el brillo de los ojos que algo tras­
cendental le había ocurrido. Sebastián se lo contó al atardecer, a la som­
bra del cotoperí:
— Hay un complot para asaltar La China y librar a los estudiantes.
Ya están comprometidos varios soldados y caporales de la guarnición del
presidio. Y en El Sombrero hay treinta hombres armados dispuestos a se­
cundarlos. Mi compadre Feliciano es uno de ellos. Cuando yo le hablé
de mi resolución de hacer algo, cuando le dije lo que te he dicho a ti
tantas veces, me lo contó todo.
— Y después que tomen el presidio y pongan en libertad a los estu­
diantes, ¿qué van a hacer? El gobierno mandará un ejército de miles de
hombres para aplastarlos. . .
— Todo está previsto — interrumpió Sebastián con vehemencia— . Des­
pués que se tome el presidio, los estudiantes, los treinta hombres de El
Sombrero, los soldados de la guarnición y los presos comunes que quieran
acompañarlos, formarán un contingente para unirse a Arévalo Cedeño
que anda alzado por los Llanos.
— ¿Y cómo encuentran a Arévalo?
— Buscándolo, mi amor, buscándolo. Y si no lo encuentran, tomarán
el camino de Apure para llegar hasta Colombia con los estudiantes sanos
y salvos.
■
— ¿Y tu compadre Feliciano está metido en ese asunto?
— Mi compadre Feliciano y yo también. Hay que hacer algo, Car­
men Rosa.
Ya lo presentía la muchacha desde las primeras palabras, desde la
mañana cuando vislumbró un resplandor extraño en los ojos de Sebastián.
Se había comprometido, en efecto, con los conspiradores. El asalto había
de producirse cuatro o cinco semanas después. Sebastián volvería a El
Sombrero al aproximarse la fecha y se incorporaría a los treinta hombres
que había mencionado el compadre Feliciano.
Expusieron parte del plan al señor Cartaya y a la señorita Berenice.
Se podía confiar en ellos ilimitadamente. Sin embargo, Sebastián omitió
lo del complot para librar a los estudiantes y se limitó a decirles que las
guerrillas de Arévalo andaban por los Llanos y que él había decidido salir
en su busca para sumarse a la montonera. Desde hacía tiempo constituían
los cuatro tácitamente un pequeño comité revolucionario que comentaba
con esperanzado entusiasmo las noticias aisladas que hasta Ortiz llegaban
atravesando sabanas pardas y linfas verdosas: “El general Gabaldón se
alzó en Santo Cristo”; “Norberto Borges respondió en los Valles del Tuy”;
“Los desterrados venezolanos tomaron a Curazao e invadieron por Coro”;
“Se espera una expedición en grande, con barco y todo, que viene de
Europa”. El señor Cartaya había mantenido durante largo tiempo corres­
pondencia en tinta simpática con el doctor Vargas, orticeño, revolucio­
nario y bragado, cuando éste se hallaba en el destierro.
La señorita Berenice, no obstante su total adhesión a la insurgencia
cívica de los estudiantes de Caracas, no obstante su indignada congoja
por saberlos presos y engrillados, se mostraba en desacuerdo absoluto con
esos alzamientos armados y mucho más aún con el proyecto de Sebastián.
— La guerra civil — gemía con un horror casi supersticioso— es la
causa de todos nuestros males. Si Ortiz está en escombros, si la gente
ha huido, si la gente se ha muerto, todo pasó por culpa de las guerras
civiles. Dicen que fue el paludismo, que fue el hambre, que fue la ruina
de la agricultura y de la ganadería. Pero, ¿quién trajo el hambre?, ¿quién
trajo el paludismo?, ¿quién arrasó los conucos?, ¿quién acabó con el
ganado?
Y se respondía ella misma:
— La guerra civil. Aquí había mosquitos siempre y nos picaban siem­
pre sin que nos diera paludismo. Pero los soldados jipatos que venían
en campaña desde el Llano se paraban en Ortiz. Y se paraban en Ortiz
los que iban a perseguir las revoluciones de Oriente y los que venían de
Oriente en revolución. Esas fueron las sangres que envenenaron a nues­
tros mosquitos, que nos trajeron la perniciosa y la muerte.
Era difícil interrumpirla entonces:
— Las guerras civiles reclutaron a nuestros hombres jóvenes, pisotea­
ron y arrancaron nuestras maticas de maíz y frijoles, mataron nuestras
vacas y nuestros becerros y nos dejaron el paludismo para que acabara
con lo poquito que quedaba en pie.
El señor Cartaya esperó pacientemente en aquella ocasión el final del
discurso y luego arremetió en defensa de la insurrección:
— Berenice (era la única persona en el pueblo que la llamaba Bere­
nice a secas), Berenice, yo no soy partidario de la guerra civil cómo
sistema, pero en el momento presente Venezuela no tiene otra salida sino
echar plomo. El civilismo de los estudiantes terminó en la cárcel. Los
hombres dignos que han osado escribir, protestar, pensar, también están
en la cárcel, o en el destierro, o en el cementerio. Se tortura, se roba,
se mata, se exprime hasta la última gota de sangre del país. Eso es peor
que la guerra civil. Y es también una guerra civil en la cual uno solo
pega, mientras el otro, que somos casi todos los venezolanos, recibe los
golpes.
Pero no se rindió fácilmente la señorita Berenice. Volvió a insistir
una y otra vez acerca de las calamidades que las guerras civiles acarrea­
ban, acerca de la estéril consumación de aquellos sacrificios.
— Y ahora se van a llevar al novio de Carmen Rosa — concluyó
desolada.
— A mí no me lleva nadie, señorita Berenice. Yo voy por mi cuenta
— dijo Sebastián.
Finalizada la reunión del comité en la casa de las Villena, Sebastián
acompañó a la señorita Berenice hasta la puerta de la escuela. Desde el
umbral le preguntó la maestra:
— ¿Entonces usted está resuelto a irse con Arévalo de todos modos?
— Así lo pienso — respondió Sebastián con firmeza.
La señorita Berenice lo dejó solo un instante y regresó con un pesado
paquete cuidadosamente envuelto. Al abrirlo más tarde, a la luz de la
lámpara de carburo del señor Cartaya, Sebastián encontró un revólver.
Era un Smith & Wesson anticuado, de cacha nacarada y largo cañón,
cargado con seis desmesuradas balas negruzcas.
¿De dónde diablos sacaría la señorita Berenice, toda blanca y serena
como una bandera de paz, aquel anacrónico, imponente, espantoso re­
vólver?
23
En cuanto a Carmen Rosa, permanecía en una resignada, silenciosa acti­
tud frente a la decisión de Sebastián. Si él se iba, rumbo a un oscuro
destino del cual bien podía no regresar, que no se fuera al menos con
la espina de suponerla en desacuerdo.
Por otra parte, sucedió algo que la hizo meditar. Ortiz derrumbada
seguía siendo hito forzoso en el camino de los Llanos. La carretera atra­
vesaba su antigua calle real, enfrentándose a un decorado de escombros
y hombres llagados. Los viajeros que la cruzaban por vez primera mira­
ban hacia las ruinas con asombro, a veces con espanto, sobrecogidos bajo
la sensación de desembocar inopinadamente en un mundo fantasmagórico.
Camino de El Sombrero, en automóviles de alquiler o en camiones de
carga, pasaban con frecuencia mujeres que venían desde Valencia, desde
Caracas, desde más lejos. Entre Ortiz y El Sombrero se extendía una
sabana que la señorita Berenice designaba con un nombre bíblico: El
valle de las lágrimas. Así le decía porque esas mujeres que la cruzaban,
madres, hermanas, esposas o queridas de los presos, iban llorando con
una tenue lucecita de esperanza en el cristal de las lágrimas y volvían
llorando lágrimas opacas y oscuro desaliento.
Carmen Rosa las veía desfilar desde la puerta de la escuela de la seño­
rita Berenice. Casi siempre eran mujeres del pueblo — ¡cuántos sacrifi­
cios, cuánta hambre, cuántos portazos despectivos para lograr reunir el
dinero que costaba aquel largo viaje!— , envueltas en pañolones de tela
burda, secándose las lágrimas con humildes pañuelos de algodón. Empren­
dían la dura jornada “a ver si lograban verlo”, “a preguntar si todavía
estaba vivo”. Y volvían sin haberlo visto y sin haber obtenido respuesta
a sus preguntas.
Raras veces se detenían en aquel pueblo desierto y doloroso. Pero
aquella vez lo hizo un automóvil canijo, un viejo Ford destartalado mane­
jado por un hombre rubio de ojos azules y agudo perfil. Lo acompañaban
dos mujeres, madre e hija, casi tan blancas como la señorita Berenice.
El vehículo apareció en la calle real de Ortiz humeando por la tapa
del radiador, acezante como un perro enfermo, tambaleante como una
muía despeada. Y se detuvo a saltitos, entre ruidos de cacharros rotos,
frente a la puerta de la escuela, la única puerta abierta en aquella hora
de sol, y frente a Carmen Rosa, el único habitante visible en aquella
soledad.
— ¿Me puede hacer el favor de regalarme una lata de agua? — dijo
el conductor.
— Con mucho gusto — respondió Carmen Rosa.
Ella entró a buscar el agua. El joven la siguió hasta el interior de la
escuela con el propósito de echarse al hombro la lata. Cuando regresaron,
las dos mujeres habían descendido del automóvil y se hallaban paradas
en mitad de la calle, contemplando en silencio las casas derruidas.
— Si quieren descansar un rato, pueden entrar a la casa — dijo la
señorita Berenice que se había reunido al grupo.
Entraron. La madre era una mujer de pelo entrecano y hablar pausado,
de rasgos que denunciaban hondos sufrimientos, de mirada serenada por
una quieta resignación. La hija era una espiga luminosa, una altanera
venadita rubia, una hermosa muchacha con algo de lucero. Nunca vieron
antes belleza igual la señorita Berenice ni Carmen Rosa. Al mirar, se
llenaba de azul el patio. Al sonreír, se desvanecían los trazos aristocráticos
del perfil, borrados por una dulce sencillez de maíz tierno.
— ¿Van para El Sombrero? — preguntó la señorita Berenice.
— Vamos hasta donde podamos — respondió la madre— . Mi hijo es
estudiante y está preso en Palenque, en la China. Vamos a ver si logra­
mos verlo, a preguntar si todavía está vivo.
“A ver si logramos verlo”, “a preguntar si todavía está vivo”, las mismas
palabras que estremecían la voz de todas las mujeres que por ahí pasaban
rumbo al Llano. Ahora no las decía una viejecita color tabaco, de pañolón
negro, sino esta señora de airosos modales tristes. Pero eran las mismas
palabras.
Después habló la joven. Tal vez elevaba demasiado el tono pero era
tan de plata el metal, tan de cristal las inflexiones, que nadie podía
escapar del hechizo de aquella voz. No se lamentaba de la amarga suerte
de su hermano engrillado en Palenque, ni de la ausencia de su novio preso
en el Castillo, sino mencionaba sus nombres con orgullosa ternura:
— Mi hermano dejó un canario en la casa y hay que ver con qué
rabiosa alegría canta todas las mañanas. Parece que él también se siente
satisfecho de que su dueño saliera a dar la cara por Venezuela.
No tenían miedo la madre ni la hija. Decían en alta voz las cosas
que nadie osaba decir en alta voz en Ortiz, ni en ningún otro sitio po­
blado del país. Ejercían abiertamente su derecho a acusar que les otor­
gaba su condición de madre de preso, de hermana de preso.
Permanecieron varios minutos en el corredor donde funcionaba la es­
cuela. La señorita Berenice les preparó café con leche, porque no se
atrevió a ofrecerles el agua barrosa que en Ortiz se tomaba. No eran
gente rica las dos visitantes, se advertía claramente en el Ford desvenci­
jado y en la tela barata de los trajes, pero sí emanaba de ellas una cau­
tivadora resonancia de tiempos ya remotos.
La joven habló de Caracas, de las sabanas calientes del Llano, de
Ortiz derrumbado, de los motines estudiantiles. Todos callaron para oírla.
El plata, aluminio, cristal, agua corriente de su voz, iba de un tema a
otro espolvoreándolos de poesía y de gracia.
— ¡Nos vamos! — gritó desde la calle el conductor.
Se despidieron y subieron al automóvil. El agua terrosa había calmado
la sed del viejo Ford y aún le corrían por la caparazón hilillos de pantano.
Carmen Rosa lo vio perderse en el confín de la calle, entre nimbos de
polvo y rebrillos de sol.
Al día siguiente, y también al otro, Carmen Rosa se asomó muchas
veces a la calle real, hizo de centinela a la puerta de la escuela. Quería
volver a ver a las dos mujeres, saber noticias de los estudiantes presos.
Pero no logró su propósito. Tal vez regresaron de noche, esquivando el
castigo del sol.
En las dos mujeres pensaba el domingo en la tarde, al pie del cotoperí,
cuando Sebastián le hizo la pregunta:
— ¿En qué piensas?
Y
ella dijo por vez primera unas palabras que Sebastián estaba espe­
rando desde hacía varias semanas:
— Tengo miedo de que te vayas, estaré muy triste cuando te hayas
ido, pero la verdad, Sebastián, es que me siento orgullosa de ti.
24
A la puerta de la casa de Sebastián en Parapara sonaron tres duros golpes
impacientes. Golpes de madera sobre madera que bien pudieran haber
sido producidos por el garrote de un visitante o por la culata de un fusil.
Eran las doce de la noche y jamás nadie llamó antes a aquella puerta
a tal hora y en tal forma.
Sebastián se enderezó lentamente sobre la red del chinchorro. Pensó
en el viejo revólver que le había regalado la señorita Berenice y que
estaba ahí, en un baúl sin cerradura, al alcance de su mano. ¿Con qué
objeto? Si venían a buscarlo, de nada valdría el revólver, sino para que
lo dejaran muerto como un perro junto a la acera y nadie se atreviera a
acercarse a su cadáver durante largo tiempo.
Los golpes a la puerta volvieron a sonar mientras caminaba hacia
ella. Oyó una voz familiar que se filtraba por las rendijas:
— ¡Abra, compadre!
Era Feliciano, su compadre de El Sombrero. Sebastián saltó hacia la
puerta sin encender luces, descorrió lentamente el cerrojo y escuchó las
noticias en el angosto zaguán oscuro:
— Compadre, se descubrió todo. Alguno delató la cosa y se descubrió
todo.
Caminaron sin cruzar palabra hasta el fondo de la casa y se sentaron
en una laja del patio terroso y sin matas. En el cielo fosco parpadeaba una
sola estrella.
— Al soldado Pedro García, que nos traía la correspondencia del pre­
sidio, lo tumbaron de un tiro sobre la carretera. A los estudiantes los
están torturando para hacerlos cantar. Pero no han dicho nada.
Sebastián escuchaba con huraña ansiedad, fijos los ojos en la epider­
mis seca del patio.
— A los soldados y caporales del presidio que estaban comprometidos
en el golpe, les han caído a latigazos, a planazos, a bayonetazos. Ya han
matado a dos.
La voz del compadre Feliciano se hizo más cautelosa:
— En El Sombrero agarraron al bachiller Montilla y a tres más. El
próximo preso iba a ser yo.
Por ese motivo había decidido escapar esa misma noche. En el tinglado
de un camión de carga logró obtener un sitio sin decir su nombre. Se
bajó en la carretera, más acá de Ortiz, a una legua de Parapara. Y aquí
estaba.
— ¿Y qué piensa hacer ahora, compadre?
— Pues yo tengo un amigo con un hato por aquí cerca, rumbeando al
norte, usted sabe. Para allá pienso irme, a vestirme de peón y a trabajar
en el hato y a esperar lo que pase. Si me buscan o no me buscan, si se
olvidan de mí.
Tenía razón el compadre Feliciano. De haberse quedado en El Som­
brero tal vez estaría ya acurrucado en el cepo de campaña, con el espinazo
doblado por el peso de los fusiles, con los guarales rompiéndole los dedos
de las manos, con el rostro sangrante bajo los cuerazos.
— Llévese mi caballo — dijo Sebastián. Y caminó lentamente a ensillar
el alazano.
El compadre Feliciano siguió su camino, en el caballo de Sebastián,
esa misma noche. Aún parpadeaba una sola estrella y apenas ladró un
perro cuando jinete y cabalgadura cruzaron las últimas casas del pueblo.
Sebastián esperó la luz de la mañana, sentado en el chinchorro, sin ves­
tirse. Desfilaban por su mente los soldados muertos, los estudiantes bajo
el cepo, las guerrillas de Arévalo Cedeño cruzando a nado un río cre­
cido, el revólver inútil que le regaló la señorita Berenice.
Lo sobresaltó el canto del primer gallo. Era un canto desgarrado, an­
gustioso, como de corneta desafinada. Le respondió otro, timbrado y
desafiante. Y otro de pollo que estrenaba su canto. Y de nuevo la corneta
destemplada. Y luego un largo silencio sin gallos. Un amanecer lechoso
entrelucía sobre la noche que se apagaba.
El compadre Feliciano y su caballo alazano estarían ya lejos, monte
adentro. Entre los alambres del presidio amanecería otro soldado muerto
y otro herido gritando "¡ay, mi madre!”. Y él tendría que seguir rumiando
su resignación entre hombres llagados y casas en escombros.
— Me iré a buscar a Arévalo de todos modos — dijo de repente para
sus adentros.
Y añadió en alta voz, mirando hacia el corral vacío:
— Tendré que conseguir otro caballo.
CAPITULO IX
PETRA SOCORRO
25
El coronel Cubillos, jefe civil de Ortiz, estaba en Ortiz cumpliendo un
castigo, o condena si se quiere. No de otra manera podía interpretarse
que quien había sido en otro tiempo primera autoridad de una floreciente
población de los Andes, luego ayudante personal — entre amigo y espal­
dero de confianza— de uno de los hijos más mentados del general
Gómez, viniera a parar a este pueblo e n .desintegración, expuesto a la
picada ponzoñosa de los mosquitos que por igual embestían a gobernantes
y a gobernados.
Hermelinda, la de la casa parroquial, lo averiguó todo, nadie supo
cómo. Era cierto lo de la jefatura civil de los Andes, era cierto lo de la
cercanía al hijo del general Gómez, también era cierto que su nombre
sonaba ya como candidato a una presidencia de Estado, cuando Cubillos
se cayó a tiros con otro tipo no menos coronel y no menos allegado a la
cepa gomecista. Sobre los motivos y la ocasión de esos balazos, Hermelinda
exponía dos versiones. Cubillos, según la una, pretendió cobrarle al otro
una parada de dados que éste no reconocía, y la discusión violenta de­
generó en revólveres desenfundados y en los disparos del cuento. No
existieron tal parada de dados ni tal duelo a tiros, según la versión pos­
terior, sino simplemente una brusca, arrebatada y generosa inclinación
erótica de la querida de Cubillos hacia el otro sujeto.
El suceso, de esto sí no abrigaba Hermelinda la menor duda, fue que
el otro apareció muerto en un arrabal de Maracay, con tres balazos en el
cuerpo, disparados por el mismo revólver e igualmente mortales, dos en
el abdomen y uno que le entró por la espalda y le perforó un pulmón.
Fue un crimen misterioso que no reseñaron los periódicos ni dio quehacer
a ningún juzgado. No obstante, todos comprendieron que el general
Gómez había obtenido un fidedigno relato de los acontecimientos, porque
a los pocos días Cubillos fue detenido, sin que le valieran su coronelato
ni sus amistades poderosas, y enviado con grillos y sin consideración
alguna a un castillo junto al mar. Se necesitaron la intervención acuciosa
del hijo de Gómez y las gestiones repetidas de otras personas influyentes
para que el viejo dictador, al cabo de varios meses, se ablandara.
— Bueno — dijo a los amigos de Cubillos— . No solamente lo voy a
sacar de la cárcel sino que también lo voy a nombrar jefe civil.
Y, en efecto, lo designó jefe civil de Ortiz. Jefe civil de cuatro casas
derrumbadas, de una ciénaga verdosa y de un puñado de hombres medio
fantasmas. Lo cual no era obstáculo para que, cuantas veces oía men­
cionar el nombre de Gómez, el coronel Cubillos interviniese con un
entusiasmo y una convicción irrefrenables:
— ¿El general Gómez? Ese es el hombre más bueno del mundo.
Pero, a pesar de esas efusiones y de los cohetes que hacía estallar el
19 de diciembre, se percibía a simple vista que el coronel Cubillos no
permanecía muy a gusto en aquel pueblo, y que un sordo rencor le corroía
las entrañas. Miraba a todos torcidamente, como si anduviera buscando
a alguien en quién vengarse del menguado destino que lo condujo a aquel
moridero.
Era harto difícil encontrar en Ortiz un ser humano apropiado para
descargar sobre sus espaldas el encono soterrado. ¿Ladrones? No había
ladrones en tan desamparada soledad; nadie disponía de ánimos para
cuidar la propiedad, ni tampoco para robarla. Se cerraban la tienda, la
bodega y algunas casas al anochecer, era la costumbre, pero bien podrían
haberse dejado abiertas que ningún llagado, ningún estremecido de esca­
lofríos, se habría levantado del chinchorro para tomar lo que no le per­
tenecía. ¿Reyertas? Tampoco había reyertas en Ortiz, ni estaban jamás
en trance de irse a los puños, aquellos hombres a quienes los anquilostomas habían desgastado la voluntad y el vigor. Se recordaba apenas la
ocasión en que Pascual, el carpintero, le hizo una herida diminuta y
honda con el punzón a un forastero borracho que se metió en su casa
gritando palabras soeces delante de las mujeres. Pero ni la herida fue
grave, ni había llegado todavía al pueblo el coronel Cubillos. ¿Política?
Eso, muchísimo menos. Las conversaciones inconformes de Cartaya, la
señorita Berenice, Carmen Rosa y Sebastián no trascendían un metro
más allá de los helechos de la casa villenera. En cuanto al resto de la
población, ni siquiera sabía qué cosa era la política.
Al coronel Cubillos no le quedaba otro recurso sino el de acallar su
encrespado resentimiento y estarse horas enteras a la puerta de la Jefa­
tura, sentado a horcajadas en una silla de cuero, con el foete entre las
piernas y la faja con revólver asomando por el liquiliqui entreabierto,
viendo pasar de cuando en cuando a un hombre macilento que arrastraba
los pies, a una mujer harapienta con una lata de agua sobre los hombros,
a un niño desnudo y terroso, como recién moldeado en barro. Así seguiría,
meses, años enteros, hasta que por cualquier circunstancia imprevista lo
llamaran de Maracay, cosa muy poco probable porque el general Gómez
tenía una maravillosa memoria para olvidarse de la gente; o hasta que
lo picara un mosquito envenenado y ¡adiós, coronel Cubillos!
26
Lo que no pasó nunca por la mente de Hermelinda, ni de ningún otro,
fue que, a la hora de hallar el coronel Cubillos alguien en quién volcar
el agresivo sedimento de sus odios, ese alguien habría de ser Pericote.
El campante Pericote, con su cuatro y sus corridos, sus desfachatados
chistes obscenos y sus ingenuas serenatas, jamás quiso verle a la vida el
lado amargo, ni aun cuando la vida lo trató con ensañada dureza. Se le
murieron de paludismo la madre y los dos hermanos, le pegó a él mismo
una fiebre que lo dejó tembleque por mucho tiempo y, sin embargo,
Pericote seguía cantando frente a aquellas ventanas arruinadas y mirando
las piernas de las mujeres más de lo conveniente.
Justamente una mujer le trajo, sin querer, la desgracia. Porque Pericote
tenía una mujercita, de nombre Petra Socorro, con quien vivía, no en
una de las imponentes casas derrumbadas del centro de Ortiz, sino en un
rancho de bajareque que se alzaba solitario en un descampado de las
afueras. Petra Socorro había sido prostituta en El Sombrero y llegó a
Ortiz, sin duda mal informada, con el propósito de ejercer su profesión.
Bajó un mediodía cualquiera de un camión caminero, toda pintarrajeada
y sonando pulseras de latón, haciéndose un lío con un racimo de naranjas
y la petaca donde cargaba la ropa. Al cabo de una semana estaba viviendo
con Pericote, en el rancho de bajareque, sin que nadie se enterase de
cómo se conocieron ni de qué hablaron. Pero la verdad fue que Petra So­
corro no volvió a embadurnarse la cara con coloretes estrafalarios, ni
volteaba a ver a los hombres que pasaban frente a la casa. En cuanto a
Pericote, seguía tocando el cuatro hasta medianoche, seguía dando sere­
natas, pero ya no se quedaba mirando a las mujeres con la impertinencia
de antaño.
La desventura tuvo su origen en aquel instante aciago, cuando el
coronel Cubillos pasó a caballo por el descampado y divisó a Petra Socorro
pilando maíz a la puerta del rancho. La muchacha había recobrado su
color y sus modales campesinos. Al pilar, alzaba y bajaba los brazos
graciosamente y le temblaban los senos menudos bajo la tela del túnico
y se le movían las caderas y las nalgas a un ritmo de baile primitivo y
tosco. Una sortija de piedra barata, vidrio pintado en vez de piedra,
único residuo de su antigua condición, le brillaba en un dedo moreno
y regordete. El coronel Cubillos detuvo el caballo y ella detuvo el oficio.
Se miraron un instante. Después Petra Socorro se pasó el dorso de la
mano por la frente sudada, volvió a su sitio las greñas que le caían en
tropel y prosiguió su faena sin desviar los ojos hacia el hombre a caballo
que la observaba desde el tranquero.
— ¿Quién es esa mujercita del rancho de bajareque? — preguntó Cu­
billos a Juan de Dios, ya de regreso en la Jefatura.
— Una putica de El Sombrero, coronel — respondió el policía— .
Ahora vive con Pericote.
El coronel Cubillos fue a sentarse calmosamente en su silla de cuero,
con el foete entre las piernas y la faja con revólver asomando por el
liquiliqui entreabierto. Dio tiempo a. que Juan, de Dios desensillara el
caballo y luego lo llamó para ordenarle:
— Anda a casa de la mujercita esa y dile que voy a pasar la noche con
ella. Que me espere a las ocho.
Pero ya Petra Socorro no era la putica de El Sombrero sino la mujer
de Pericote. Cuando Juan de Dios llegó con el recado del jefe civil, lo
mandó pasar adelante muy respetuosa, muy asustada, y le contestó:
— Dígale al coronel que lo siento mucho, que se lo agradezco mucho,
pero que yo tengo mi hombre.
No se atrevió a contarle lo sucedido a Pericote. ¿Para qué? Solamente
lograría exponerlo a una imprudencia, él, que tomaba tragos con cual­
quiera y hablaba hasta por los codos con el primero que se topaba.
Además, aquello no iba a pasar de ahí, ella estaba segura, ¡Jesús del Gran
Poder!
Pero el coronel Cubillos no se resignó. Volvió Juan de Dios a visitarla
con un regalito, unas varas de tela floreada que Petra Socorro se negó
a recibir, otra vez entre timideces y excusas. Y una semana más tarde,
el sábado en la noche, mientras se oía a distancia la voz desgañitada de
Pericote cantando un corado en la bodega de Epifanio, irrumpió el jefe
civil en persona en el rancho de bajareque.
— Vengo a pasar la noche contigo — dijo autoritariamente.
— Ya le mandé a decir con Juan de Dios, coronel, que lo sentía mucho,
que me daba mucha pena, que no podía — respondió la muchacha casi
llorando.
—
¡No hables pendejadas! — insistió Cubillos agarrándola de un
brazo— . Ni vengas a echártelas de mosquita muerta conmigo. ¡Vamos,
a quitarse la ropa!
Pero Petra Socorro, que ya no era la putica de El Sombrero sino la
mujer de Pericote, se zafó como una lagartija de la mano que la oprimía,
se escurrió como la voz gris del humo por la puerta del rancho y echó
a correr hacia lo oscuro del monte, descalza como estaba, saltando por
encima de las tunas y los peñascos.
27
Asomado a la plaza por una de las ventanas de la Jefatura, sin volver el
rostro, el coronel Cubillos dejó caer estas palabras:
-—¿Tú no crees, Juan de Dios, que ese Pericote que anda cantando
canciones a medianoche puede muy bien ser un hombre peligroso, un
enemigo del gobierno?
Juan de Dios estaba ahí, en el interior del salón, a pocos centímetros
de un busto dorado del general Gómez. Y no necesitaba más para com­
prender. Ni se molestó en responder la pregunta de su jefe. Gruñó una
aquiescencia ininteligible y salió del recinto de la Jefatura como una
sombra. El coronel Cubillos, que no lo sintió marchar, se absorbió defi­
nitivamente en la contemplación de las trinitarias que se enredaban a
los samanes de la plaza.
En la tarde lo trajo preso. Pericote, que se había sorprendido enorme­
mente al escuchar la voz de arresto, agotó todas sus reservas de asombro
cuando oyó decir a Juan de Dios, cuadrado militarmente frente al jefe
civil:
— Aquí le traigo a este hombre, coronel, que se la pasa hablando mal
del general Gómez.
— ¿Quién? ¿Yo? — rezongó Pericote con voz de idiota.
— Sí, coronel — insistió Juan de Dios dirigiéndose a Cubillos y sin
quebrantar la postura de “firme”— . Yo lo vengo vigilando desde hace
tiempo.
— ¡Mentira! ¡Todo eso es mentira! ---gritó enfurecido Pericote, al
comprender súbitamente el peligro que estaba corriendo. Y saltó sobre
Juan de Dios con la intención de asirlo por la abotonadura del saco,
de hacerle tragar las infames palabras.
-Pero el coronel Cubillos se interpuso con el revólver en la mano:
— No le falte el respeto a la autoridad porque agrava su situación.
Y a Juan de Dios:
— Páselo al calabozo.
Pretendió protestar y debatirse de nuevo Pericote. Pero ya el secretario
y el otro policía habían acudido a los gritos. Entre los cuatro lo metieron
a empellones en el viejo calabozo olvidado, abandonado inclusive por las
ratas, hediondo a tumba y a polvo de estiércol. El crujir del cerrojo
oxidado ahogó sus voces:
— ¡Mentira! ¡Todo es mentira! ¡Yo no he dicho nada!
La noticia se regó en pocos minutos por el pueblo, sin necesidad de
que interviniera Hermelinda en difundirla. Más tarde se supo también
que lo enviarían a Palenque, a la carretera. En todas las casas las mu­
jeres murmuraban “¡pobrecito!” y los hombres se mordisqueaban las uñas.
Tan sólo el padre Pernía se atrevió a visitar a Cubillos en la Jefatura.
— Ya me imagino a lo que viene, padre — lo recibió el coronel parán­
dolo en seco— . Y le aconsejo que se devuelva. Tengo pruebas de que
ese hombre estaba tramando algo contra el gobierno y usted se com­
promete, como sacerdote y como ciudadano, si se pone a defenderlo.
Y le dio la espalda, sin aceptar réplica.
En cambio, al señor Cartaya tuvo que oírlo. El viejo masón se coló en
la Jefatura cuando menos lo esperaba Cubillos, renqueando y sin anun­
ciarse, por una puerta del corral.
— Coronel Cubillos — comenzó sin saludar, tratando de evitar una
reproducción de la frustrada gestión del cura— . He venido a hablarle de
ese asunto de Pericote.
— Es inútil — respondió Cubillos cortante— . La acusación es muy
grave y tenemos pruebas de que hablaba mal del general Gómez, y prue­
bas también de otras cosas peores.
— Pero usted sabe muy bien que eso es mentira — argüyó Cartaya sin
inmutarse.
— ¿Se atreve usted a desmentirme a mí? ¿Sabe usted a lo que se está
exponiendo? ¿No será usted cómplice del preso? — rugió Cubillos ame­
nazante, dando sobre la mesa puñetazos salvajes que levantaban nubes de
polvo y hacían saltar las hojas de papel.
Pero Cartaya continuó en impasible voz baja:
— Yo tengo setenta y cinco años y me voy a morir de un momento a
otro. Hasta mejor sería que me muriera ahora mismo. Y tanto usted como
yo sabemos que ese pobre muchacho, Pericote, ni es político, ni se ha
metido jamás con el gobierno.
—
¡Salga inmediatamente de la Jefatura! — gritó Cubillos cárdeno de
furia— . Y no lo mando preso a Palenque, junto con el otro vagabundo,
porque usted está tan viejo y tan chorreado que es capaz de morirse en
el camino.
No fue posible impedirlo. A la media luz de una madrugada seca,
mientras cruzaban hacia el sur bandadas clamorosas de pájaros llaneros,
metieron a Pericote en un camión que iba hacia Palenque. El vehículo
había salido de Maracay, con su ración de presos, y se detuvo a la puerta
de la Jefatura para incorporar al último del cupo. A Pericote lo sacaron
de las tinieblas del calabozo, desgreñado y pálido, alucinado y hambriento.
Ya no gastaba sus gritos en protestas inútiles. Juan de Dios y el otro
policía lo subieron a la tarima del camión, alzándolo como un fardo.
— Adiós, Juan de Dios — fue lo único que dijo Pericote— . Que en
la hora de la muerte te acuerdes de mí.
Arriba lo recibieron las risotadas de cuatro soldados y el gruñido de
quince presos. En la acera de enfrente, con las uñas clavadas en los
barrotes de madera de una ventana trunca, Petra Socorro, que ya no era
la putica de El Sombrero sino la mujer de Pericote, lloraba desgarradora­
mente, como un niño golpeado.
CAPITULO X
ENTRADA Y SALIDA DE AGUAS
28
De repente comenzó a llover. Se tornaron grises los cielos azules, se
escondió tras los grises el despiadado sol del Llano, se arremolinó en las
bocacalles un viento en espirales de polvo y hojas secas. Y comenzó a
llover sobre Ortiz, sobre Parapara, sobre El Sombrero, sobre las sabanas
peladas, sobre la soledad y el llanto.
No siempre llovía igual, pero siempre llovía. A veces descendía una
llovizna menudita, un polvillo ingrávido, polen de las estrellas, corpúscu­
los de nubes, que mojaba lentamente los techos, empapaba las calles y
ponía brillos de pedrería en el verde lustroso de los cotoperís. Otras veces
caían goterones que golpeaban la tierra como salivazos, chasqueaban como
látigos sobre las planchas de zinc, se esparcían sobre el polvo como mo­
nedas de agua. Y una y otra lluvia se transformaban al cabo en un mismo
aguacero obstinado, turbio muro de plata, estero de pie, farallón de cris­
tal, que convertía la mañana en tarde, la tarde en noche, la noche en
oscuro corazón del río.
Carmen Rosa, prisionera inmóvil en su corredor de ladrillos, veía bajar
toda el agua de los cielos. Las plantas del patio, que recibieron alegre­
mente las primeras lluvias, sufrían ahora la furia asoladora del llover sin
acabar. Se doblegaron mustias las cayenas, se desnudó de blanco el jaz­
minero, se hundieron en la entraña del fango los capachos, se fugaron en
busca de azul los arrendajos y los turpiales. Entre los charcos del jardín
nacieron deformes sapos terrosos. Lenguas de ocre invadían los corredores,
se deslizaban bajo los muebles y avanzaban hasta el zaguán para fun­
dirse con lenguas de ocre idénticas que ascendían desde la calle inundada.
Llovía implacablemente sobre el Paya, agua del cielo integrándose al
agua del río, anchando sus márgenes, engrosando su caudal. Ya el Paya
no era una corriente escuálida y tranquila sino un torrentoso rugido de
linfa y pantano que arrastraba esquifes verdes, árboles tronchados, el
cadáver de un becerro, en su desatada cabellera de almagre.
Llovía con saña sobre las casas medio derruidas, sobre los techos carco­
midos, sobre los muros sin asidero, sobre los dinteles sin puertas, sobre las
tumbas desvalidas del viejo cementerio. Súbitamente, desleída por las
lluvias, trocada en murallón de fango, se tambaleaba una pared para
derrumbarse luego al embate del viento. Sobre un oscuro solar anegado
se desplomó el segundo piso de una antigua casa abandonada, en la calle
real. Quedó en pie la escalera, inválido camino de madera que ya no
conducía a ninguna parte.
En una de esas noches lluviosas, atendiendo al llamado primordial
del agua, se apagó el alma de don Casimiro Villena, el padre de Carmen
Rosa. Murió silenciosamente, mientras dormía, y solamente llegaron a
enterarse en la casa después del amanecer, cuando doña Carmelita entró
al cuarto con el pocilio de café que le llevaba todas las mañanas. Se le
había detenido el corazón a la luz de un relámpago, al estampido de un
trueno, y conservaba en la región de la muerte el rostro tranquilo y
apacible del sueño, la difusa inexpresión de su demencia.
Para doña Carmelita fue el derrumbamiento. Ella seguía considerando
un ser vivo y presente a don Casimiro Villena, no obstante que su menté
se había ausentado de este mundo hacía tantos años. Desde el instante
en que lo encontró muerto hasta muchas horas más tarde, que después
serían días enteros, se sentó a llorarlo humildemente en una mecedora
de esterilla, mientras pasaba maquinalmente entre los dedos cuentas de
un rosario y repetía como autómata palabras latinas cuyo sentido no
penetraba: “Agnus Dei qui tollis peccata mundi Parce nobis Domine/. . ”.
Estaban solas en la casa, lás dos mujeres y la lluvia, con el cadáver
de don Casimiro. Carmen Rosa se lanzó a la cálle con la cabeza descu­
bierta, abriéndose paso entre cortinas de agua. Llegó a la casa parroquial
vuelta un guiñapo, las greñas pegadas al rostro, dejando en los ladrillos
del zaguán un rastro de pantano, goteando y jadeante como si acabase
de cruzar a nado el río crecido.
— Muchacha, ¿qué te pasa? — gritó el padre Pernía saltando de su
viejo y duro sillón de madera.
— Papá amaneció muerto — dijo simplemente Carmen Rosa.
Y
le tocó al cura salir con ella a desafiar el aguacero. Fueron en busca
de Pascual, el carpintero, para encargar la urna y regresaron a la casa,
metiéndose de frente a los charcos sin saltarlos, a rezar las oraciones.
Ya estaba ahí Olegario contemplando el cadáver con los brazos cruzados
sobre el pecho. Aquel hombre que yacía ahora, definitivamente quieto,
lo había arrancado de la choza donde comía tierra y lo picaban bichos
extraños, para traerlo a vivir consigo y enseñarlo a trabajar. Parado ante
la cama del muerto, empapado por el aguacero, Olegario reconstruía
mentalmente esa historia tan lejana de su infancia. Por el rostro curtido
le corrían gotas de lluvia y llanto.
Por la tarde fue el entierro. Seguía lloviendo reciamente como en la
noche anterior. Y se sabía que seguiría lloviendo al mismo ritmo durante
mucho tiempo porque el cielo era una gran nube pizarra sin una sola
grieta azul. No estaba Sebastián en Ortiz, ni pasó por la carretera, ¡quién
iba a pasar bajo aquel diluvio!, un ser humano a caballo o en vehículo
que quisiera llevarle la noticia a Parapara. El padre Pernía asumió ínte­
gramente la difícil tarea de dar sepultura al cadáver bajo un cielo volcado
en el furor del agua, en un suelo convertido en espeso barrizal.
Al principio no había quien cargara la urna. La noticia de la muerte
de don Casimiro tardó en atravesar la tempestad. El primero en llegar fue
Panchito, con Marta deshecha en lágrimas, ambos chorreando agua, con
las huellas de fango más arriba de los tobillos. Luego se acercaron cuatro
o cinco hombres del vecindario. Pero la urna pesaba más bajo aquel dilu­
vio indeclinable, sobre aquella tierra pegajosa. El propio padre Pernía,
tuvo que meter el hombro en la cuesta que conducía al portal del cemen­
terio, con la sotana arremangada y sujeta a la cintura por la correa del
pantalón.
Lo enterraron de prisa en la entraña del lodazal y volvieron todos a
las casas destilando pantano, con los pies deformados por las pelladas
gredosas, ya habituadas las espaldas caladas al repiqueteo de los goterones
que seguían cayendo. Habían entregado para siempre al agua turbia de
los charcos, al corazón plomizo de las nubes, al llanto diagonal de la
lluvia, la sombra vaga que restaba de don Casimiro Villena.
.
29
....
Fueron días, noches, semanas de lluvia. Cuando escampaba, el río inten­
taba regresar lentamente a su lecho y dejaba un rosario de charcas a
ambos lados. Se estancaba el agua en los barrancos, en los altibajos de
la sabana, en los corrales de las casas. Los nuevos aguaceros salpicaban
sobre esas pupilas de aguas tranquilas y tejían una huella como de pájaro
invisible que pasase sin posarse.
Al cristal fangoso de los charcos, al limo verdoso de los pozos, al caldo
sucio y, más aún, a la linfa clara, siempre que estuviese quieta la super­
ficie, llegaban los mosquitos. Venían de todas partes, del norte y del sur,
del este y del oeste, a vivir su breve vida de veinte días, a nutrirse, a
reproducirse y a morir en aquel anegado recodo de tierra llanera.
Sobre una hoja inmóvil, detenida en mitad del agua muerta, se para­
ba una brizna imperceptible provista de alas y de vida. Era una hembra
que venía a poner sus huevos. Los huevitos caían por centenares, herma­
nados en una cinta finísima, y se esparcían luego sostenidos a flor de
charca por flotadores microscópicos. Nutriéndose de substancias miste­
riosas de la naturaleza, o de despojos de insectos muertos, o comiéndose
a la propia madre, se desarrollaban las larvas que de las cáscaras de los
huevos surgían. Las larvas eran largos gusanitos de anillos peludos que
en su madurez se enroscaban en negros signos de interrogación antes de
transformarse en mosquitos recién nacidos. Entonces, ya briznas con
alas y vida, abandonaban el agua de la poza en la curva del primer vuelo,
los machos hacia los árboles en demanda de jugos vegetales, las hembras
hacia las casas en busca de sangre humana.
En el rincón más oscuro de los ranchos, nacidos con el instinto alevo­
so de ocultarse para el asalto, voraces filamentos alados, las hembras
acechaban al hombre, a la mujer y al niño. Avidas agujas de la noche,
caían sobre los cuerpos dormidos, clavaban los empuntados estiletes y
sorbían la primera ración de sangre. El silencio se cruzaba de agudos
zumbidos y una pequeña voz gimoteaba en el catre:
— ¡Mama, que me pica la plaga!
Se hundía el aguijón aquí y allá, una y mil veces, en la piel del niño
sano y del niño enfermo, en la choza del hombre sano y del hombre
palúdico. La sangre contaminada irrumpía en el organismo del insecto,
estallaba en flameantes rebenques, copulaban hasta fusionarse las células
machos y hembras, se enquistaban en las paredes del diminuto estómago
y se rompían luego en menudos globos estriados que se esparcían por el
pequeño cuerpo y se estancaban en el pocito mínimo de la saliva.
Cumpliendo proceso tan complicado en tan exiguo espacio, volvía una
y otra vez el mosquito en busca del hombre, de la mujer, del niño, pero
llevaba entonces la trompa envenenada. Sepultaba con el espolón las cé­
lulas malignas que se diseminaban carne adentro, se albergaban en una
viscera e irrumpían finalmente en la sangre humana. En el torrente de
la sangre cada núcleo se estrellaba en cien núcleos, en cien protoplasmas cada protoplasma y todos a un tiempo se nutrían de rojas substancias
vitales, segregaban pigmentos que eran gérmenes de fiebre y hacían arder
el cuerpo entero en la llama estremecida del paludismo.
30
Celestino, que bien pudiera ser Diego o José del Carmen, se sintió invadido
en pleno trabajo por pastosas oleadas de pereza, de lasitud, de abandono,
sacudido por breves latigazos de frío.
— Tengo el cuerpo cortado — dijo, y caminó hacia la sombra.
Pero Celestino, que bien pudiera ser Diego o José del Carmen, sabía
que ya venía a su encuentro el ramalazo de un acceso palúdico y se
dispuso a recibirlo. Acurrucado sobre los hilos del chinchorro sintió llegar
a su piel, a la pulpa de su carne, a la raíz de sus cabellos, a la masa
blanca de sus huesos, un frío que iba creciendo como un caño y hacién­
dose más hondo como una puñalada. Se estremeció el chinchorro bajo
el temblor de sus miembros y el entrechocar de sus dientes. Arrebujado
en la cobija, en la sábana, en el mantel, en lo que topó a mano para
cubrirse, Celestino era un espectro pálido, sacudido por trémolos furio­
sos de hielo y de angustia.
El frío se extinguió al rato. En su lugar surgieron aletazos de calor
cada vez más intensos, cada vez más frecuentes, cada vez más febriles.
Celestino se despojó de la cobija, de la sábana, de los trapos todos que
lo cubrían y comenzó a arder como una lámpara, encendido el rostro
como la flor de la cayena, de arcilla los labios resecos, de espejo brillante
las pupilas dilatadas. Breves globitos de sudor, que se hicieron poco a
poco más amplios hasta unirse los unos y los otros en un solo sudor total,
cubrieron la frente, las manos, el cuerpo entero de Celestino. Era un
sudor a raudales que traspasaba las ropas, diseñaba manchones en el
tejido del chinchorro y goteaba en el suelo como el rocío.
Después descendió la fiebre y Celestino experimentó una extraña,
inesperada sensación de ternura, un injustificado bienestar de sentirse
liviano y con vida, no obstante que le dolían los músculos de la espalda,
las coyunturas de los brazos, los huesos de la cabeza.
También, lentamente, desaparecieron los dolores. Y Celestino, que
bien pudiera ser Diego o José del Carmen, se alzó del chinchorro y cami­
nando en silencio, con la frente baja y los ojos cansados, volvió al trabajo
que había dejado abandonado cuatro horas antes.
31
La salida de aguas arrojó sobre Ortiz y sobre Parapara, sobre todos los
caseríos contigúos, una implacable marea de fiebre y muerte que amenazó
con borrar para siempre el rastro de aquellos pueblos.
— ¡Qué perniciosa tan terrible! — decía el señor Cartaya— . Si no
fuera porque aquí no queda gente, sería la más mortífera que hubiera
visto Ortiz en toda su historia. Pero es que ya no encuentra a quién
matar. . .
Encontraba a quién matar. Hombres ya enflaquecidos por el paludismo
crónico, ya sepultados en un fatalismo indefenso, recibían en el cuero
apergaminado el afilerazo mortal del mosquito que escupía la perniciosa.
Esta no era la fiebre que bajaba a las pocas horas sino un continuo arder,
día y noche, entre contorsiones y delirios.
— ¡Es la económica! — sollozaba una mujer aterrada al borde de un
chinchorro.
Era, en efecto, “la económica”, la que mataba en menos de cuatro días,
sin dar tiempo a gastar en quinina, ni en curanderos, ni en médico, que
tampoco había ya por esos lados.
Nada podían hacer Cartaya, ni el padre Pernía, ni Carmen Rosa, ni
la señorita Berenice, ni Sebastián cuando estaba presente en Ortiz, frente
al coro de alucinaciones y estertores, frente a los cuerpos que se consu­
mían como leños en la penumbra de los ranchos.
— Entre para que lo vean. ¡Se va a carbonizar, Dios mío!
Al entrar hallaban a un hombre, o a una mujer, o a un niño, un
rostro iluminado por el rosetón infernal de la fiebre, un pecho respiran­
do a duras penas, unos ojos semicerrados como si eludieran el resplandor
ausente del sol.
— ¡Es la económica! — asentía amargamente el señor Cartaya.
Y morían. Morían en la zona confusa que sucedía al delirio, entre de­
sacoplados estremecimientos y un impotente, desesperado afán de atrapar
un trago de aire ya no llegaba a los pulmones.
Se fueron muchos de los pocos que quedaban vivos, inclusive Epifanio,
el de la bodega. Epifanio se vanagloriaba a menudo:
— A mí nunca me ha pegado el paludismo. Ni me pega ya.
— Mi sangre le hace daño a los mosquitos.
— La plaga pasa de lejos sin saludarme.
Y así parecía realmente. Desaparecieron varias generaciones de orticeños, llegaron y se marcharon bandadas y bandadas de insectos, entraron
y salieron sesenta veces las lluvias, y Epifanio seguía en pie con sus se­
senta años lozanos, barrigón y refunfuñante, despachando papeletas de
quinina y velas de a medio en la bodega o tocando el arpa el día de
Santa Rosa. No conocía más enfermedad que un dolor de cabeza que lo
tumbaba de cuando en cuando y que él llamaba “la jaqueca”, para pre­
sumir de refinado.
Un día cayó Epifanio. El cura Pernía acudió a su llamado y lo encon­
tró tumbado en la trastienda de la bodega, inmóvil sobre la tela tensa
del catre, entre ristras de cebollas que colgaban del techo y el arpa que
callaba agazapada en un rincón.
— Me fuñí, padre. Es la fiebre fría— masculló sombríamente.
Pernía puso su mano sobre la frente de mármol. Dentro del rostro
pálido resaltaba el tinte violeta de los labios y atisbaban los ojos, los
ojos taladrantes, acorralados, como pugnando por escapar de aquel incen­
diado navio de hielo.
— Es la fiebre fría, padre. Yo la conozco porque vi morirse con ella
a la comadre Jacinta, a Encarnación Rodríguez, al sargento Romero. Y
ahora me toca a mí.
Las palabras eran un soplo glacial, brisa de sierra, aire de vestisquero
que batía sobre el dorso de la mano del cura. Epifanio soportaba el peso
de las vigas del techo sobre las costillas y percibía la llegada de la muerte
con certeros pasos de nieve.
Guando aparecieron los otros, Epifanio había enmudecido. La ho­
guera fría en que se agotaba le había quemado el don de la palabra, le
había entumecido el movimiento de las manos. Apenas los ojos taladran­
tes seguían mirando a los que entraban, al perfil familiar del arpa, al
caliente lustre del sol que se tendía inútil, inaccesible, sobre los ladrillos
del aposento. Y al cabo, en brusca extinción, como se apagan las llamitas
de las velas, se apagó también la mirada y un frío inexorable, esta vez
el de la muerte, se extendió sobre el cuerpo de Epifanio.
Los hombres, sombras escuálidas, rostros cetrinos, pómulos aguzados,
desfilaron frente al cadáver de Epifanio, arrastrando los pasos con deses­
peranza de condenados a muerte. “Hoy Epifanio, mañana tú, luego yo,
después el otro, todos somos apenas sangre caliente para la baba del
mosquito que lleva la fiebre perniciosa en el espolón”.
— Nos estamos quedando solos — dijo melancólicamente el padre
Pernía.
— ¡Dios mío, haz un milagro! — gimió la señorita Berenice.
— Mándanos, al menos, un médico — gruñó el señor Cartaya.
CAPITULO XI
HEMATURIA
32
No volvió a llover. Ahora era sol y sequedad, sol y sudor, sol y sabana,
sol y silencio. El caballo de Sebastián, no su viejo caballo alazano de cola
rubia y estrella en la frente, sino un rucio prestado y mañoso, hacía de
mala gana el camino de Parapara a Ortiz, la última vez que Sebastián
cruzó sus andurriales habituales, un domingo caliente y blanco. El rucio
se espantaba ante la huida verde de las lagartijas y ante el grito del aguai­
tacaminos. El jinete lo sujetaba con mano dura y lo increpaba en la sole­
dad del monte.
— ¡Rucio cobarde!
El día comenzó a entibiarse más temprano que de costumbre y Sebas­
tián apuró el caballo para amenguar la dosis de sol llanero que estaba
destinada a su cabeza. El sudor le mojaba la franela, le corría en góticas
por entre los pelos del pecho y de las axilas.
En aquel trayecto, más cuando iba de Parapara a Ortiz que cuando re­
gresaba, le era grato soltar la imaginación y tejer una historia fantástica
que de tanto forjarla y precisar sus detalles ya le parecía haberla vivido
realmente y ello le causaba un pueril deleite porque en realidad la his­
toria valía la pena de ser vivida. Eso sucedía cuando no pensaba en Car­
men Rosa. Porque cuando iba pensando en Carmen Rosa — los ojos de
Carmen Rosa, la boca de Carmen Rosa, la voz de Carmen Rosa, el cuerpo
de Carmen Rosa— , le colmaban de tal manera la mente y los sentidos,
que aún no había comenzado a reconstruir su apasionante leyenda cuan­
do ya aparecían ante su vista las siluetas de las primeras casas derrumba­
das de Ortiz.
Su fantasía era hazañosa y justiciera. Sebastián no se detenía en Ortiz
sino continuaba de largo hasta El Sombrero, hasta Valle de la Pascua.
Su voz iba levantando hombres de a caballo, en los ranchos, en los hatos,
en los caseríos, en las ciudades. A su lado marchaban en caballos blancos,
negros, alazanos, ruanos, moros, zainos, mosqueados, castaños, canelos,
caretos, estrellados, patiblancos, en muías claras y prietas, en burros tro­
tones, a pie. Llevaban fusiles, máuseres, carabinas, pistolas, revólveres,
chopos viejos, escopetas de caza, lanzas, machetes, puñales, hojas de bayo­
neta, banderas. Pasaban, con Sebastián al frente, cantando por las saba­
nas y asaltaban las ciudades dando vivas a la justicia. Las huestes crecían,
liberaban presos, fusilaban verdugos y marchaban hacia el centro por las
trochas de Boves y Páez, de Monagas y Crespo. Sebastián imaginaba mi­
nuciosamente las batallas, escuchaba el estruendo de los disparos, los que­
jidos de los heridos, los alaridos de triunfo, el cobre de la corneta tocando
a paso de vencedores. Por las abras de los valles de Aragua bajaba el
huracán de llaneros, en pos del alazano de Sebastián, entre vítores de un
pueblo libre y enardecido.
En ese punto la historia se tornaba imprecisa, vacilante. ¿Qué iba a
hacer después? Sobre los campos de batalla sería necesario levantar un
edificio, una república, un gobierno decente. Sebastián no se sentía con
fuerzas, ni en sus momentos de mayor confianza en sí mismo, para em­
prender tamaña proeza. Comenzaba a titubear al frente de sus batallones
victoriosos. Tal vez la mejor solución fuese la de llamar a los estudiantes,
a aquellos dieciséis que pasaron por Ortiz en un autobús amarillo, y con­
fiarles la misión que él no era capaz de cumplir. Sí, era justamente eso
lo que haría. Después regresaría solo a Parapara, en su caballo de estrella
en la frente, recibiendo bendiciones de ancianas llorosas, adioses en pa­
ñuelos blancos de las muchachas de las ventanas, y escuchando a los
hombres del Llano decir con varonil orgullo al verlo pasar: “¡Ahí va
Sebastián!”.
El rucio atravesaba una breve y escuálida selva de árboles ariscos y
Sebastián aminoró el paso de la cabalgadura para disfrutar algunos mi­
nutos de desflecada sombra. El sudor de la franela se había secado len­
tamente. El hombre se despojó del sombrero para recibir un aliento de
brisa cálida que apenas movía las hojas de los cujíes.
Más allá, después del talud arenoso, después del rimero de pascuas
moradas, después del araguaney florecido, estaba Ortiz, estaba Carmen
Rosa esperándolo.
Pero Sebastián ya no era el mismo que echó pierna al rucio en Para­
para. Le'dolía en punzada la cintura, como después de haber realizado
un esfuerzo físico superior a su resistencia. Violentos escalofríos le sacu­
dían las vértebras.
Descendió en el caserón de Cartaya, metiendo el caballo por el zaguán
hasta el patio, quitándose el sombrero para no tropezar con las vigas del
corredor, y contrajo el gesto en una mueca dolorosa al caer en tierra.
Sentía una daga de afilada piedra clavada en los riñones.
— Vengo con calentura — dijo a Cartaya— . Avísele a Carmen Rosa y
déme quinina.
Advertía el subir de la fiebre en sus venas, el desbocarse del pulso,
el secarse de los labios. Los huesos del cráneo le pesaban como lingotes.
— Métete en el chinchorro y arrópate bien que el frío que se te viene
encima no es para gente — le aconsejó el viejo Cartaya.
Se tendió en el chinchorro y se dispuso estoicamente a recibir la aco­
metida del acceso palúdico. Pero la quinina, lejos de mejorarlo como en
anteriores ocasiones, agravó sus males. Se le descuadernaba la quijada en
el castañeteo de los dientes. El dolor de la cabeza remontaba en una
escala enloquecedora. Sebastián se arqueó al borde de chinchorro y se
volcó en un vómito amargo y turbio. Tenía el rostro amarillo como el
corazón del huevo, como las flores silvestres de la sabana.
El señor Cartaya acudió de nuevo a su lado.
— Pásate al catre, muchacho — dijo.
Y, mientras lo ayudaba penosamente a trasladarse, el viejo estaba pálido
de espanto.
33
Cuando llegó Carmen Rosa, ya no sólo Cartaya sino también el propio
Sebastián sabían cabalmente de qué se trataba. No les quedó a ninguno
de los dos la menor duda cuando el enfermo vertió en el peltre blanco
de la bacinilla un líquido rosado, color de la pulpa del cundeamor, color
de la carne del novillo. Sebastián se quedó mirando fijamente la orina
rosa y exclamó con atónito, atormentado acento:
-— ¡Hematuria!
Luego el rosado de las aguas se fue volviendo cereza, el cereza encar­
nado, el encarnado lacre, el lacre escarlata, el escarlata carmesí, el carme­
sí bermellón, el bermellón ladrillo, el ladrillo granate, el granate púrpura.
Carmen Rosa surgió en el boquete de la puerta y corrió desalada hasta
la orilla del catre.
•
— ¿Qué te pasa, mi amor?
— Es la hematuria — respondió Sebastián calmosamente-— . O se aclara
la orina o se tranca la orina. Y si se tranca la orina, te quedaste sin novio.
Aquello fue la primera tarde. Sebastián habló largo rato, con una
mano de Carmen Rosa entre las suyas, y le dijo que después de meditarlo
mucho en su casa solitaria de Parapara había resuelto casarse para la
Navidad, que le traía esa sorpresa. Pero ahora estaba ahí, tendido con la
hematuria, y se hacía más oscura la orina, más insufrible el malestar, más
estallante la cabeza.
— Nos íbamos a casar en diciembre y te iba a vestir de reina como
en los cuentos, a llevarte cargada en mis brazos como una temerità y
a meterte las manos en la blusa como aquella noche en que tú no
quisiste, al pie del cotoperí.
— Nos vamos a casar en diciembre — replicó Carmen Rosa subrayando
las palabras— . Tú te levantarás muy pronto de ese catre y yo me dejaré
meter la mano en la blusa cuando tú quieras.
Pero Sebastián repetía con despiadada convicción:
— Si se aclara la orina me levanto. Pero si se tranca la orina, te
quedas sin novio.
Después subió la fiebre y Sebastián se adormeció, semicerrados los pe­
sados párpados sobre las córneas enrojecidas. Carmen Rosa sacudió en
rebeldía la cabeza, a punto de ser vencida en su lucha porfiada contra
el llanto. Había sentido en la mejilla el hilillo caliente de una lágrima,
la sal de otra lágrima en la boca.
Al anochecer entró el padre Pernía, portador de una lámpara de largo
tubo y abombado vientre cristalino que Carmen Rosa había visto encen­
dida muchas veces en el altar de la Virgen del Carmen. El cura la colocó
sobre la mesa, alargó la mecha hasta convertir en lengua de luz la peque­
ña gota amarilla que traía y vino a sentarse, silencioso y hosco, junto
a la mujer en pena.
La fiebre seguía subiendo, aflorando en lampos colorados sobre la
frente y sobre los pómulos de Sebastián. La lengua densa comenzó a
modular incoherencias entre los labios resecos:
— Pásame mi escopeta que lo voy a matar. Ese es el tigre de la pinta
menudita que se come los perros y espanta a los cazadores. Denme mi
escopeta.
Sebastián andaba por una selva de árboles torcidos abriéndose paso
entre bejucos espinosos que se movían como culebras, chapoteando en
aguas verdes de malignos reflejos violáceos. Olfateaba el olor, escuchaba
el rugido, vislumbraba en la espesura la silueta del tigre de la pinta me­
nudita.
— Denme la escopeta ligero que lo tengo muy cerca, que se viene acer­
cando más, que se está agachando para saltar.
Pero no era solamente el tigre de la pinta menudita. Bajo sus pies,
estremeciendo las aguas verdosas, eran caimanes los que creyó troncos
de árboles y tenían ojos y lenguas de culebras los bejucos que se movían
como culebras. Los árboles todos se tambaleaban amenazantes como des­
comunales bestias verdes y apenas el brillo de un lucero, parpadeando
en un cielo infinitamente lejano, lo protegía de tan espantables enemigos.
Era la mano de Carmen Rosa, el beso de Carmen Rosa sobre su frente
calcinada.
Retornó del delirio y permaneció largo rato jadeante por el esfuerzo,
sudoroso por la fatiga. Mas la fiebre seguía quemándole la sangre y de
nuevo se oyó su voz extraviada:
— No toques el arpa, Epifanio, que me duele la cabeza. Cuéntame
cómo es aquello, Epifanio, pero sin levantar la voz.
Ahora andaba por el mundo de los muertos y conversaba con Epifanio,
el de la bodega. El mundo de los muertos era una sabana gris, un hori­
zonte yermo, un espacio sin luz ni sombra, por donde caminaba Epifanio
con el arpa a cuestas como un Nazareno.
— Mejor es que toques el arpa, Epifanio, para que no te pese tanto.
Y cuéntame por qué te han dejado solo.
Pero no estaba solo Epifanio. De la corteza gris de la llanura surgían,
como el cogollo del maíz, cabezas pálidas, cuerpos enclenques, manos de
esperma, piernas llagadas, pies hinchados de niguas. Los que había ma­
tado la perniciosa en Ortiz y en Parapara, los soldados asesinados en el
presidio, don Casimiro Villena e infinidad de muertos desconocidos trans­
formaban el peladero en tupido morichal y gritaban palabras que Sebas­
tián no lograba entender.
— Hablen más fuerte que no oigo, que no sé lo que dicen, que necesito
saber lo que dicen, que me voy a morir como ustedes si no comprendo
lo que dicen.
Y
así un día y otro día, una noche y otra noche. Sebastián se contor­
sionaba en amargos vómitos cetrinos, contemplaba con aterrado fatalismo
la mancha cada vez más sombría sobre el peltre de la bacinilla, sonreía
cuando Carmen Rosa estaba presente para que ella no le adivinara el
frío que le entumía el alma, caía en la atmósfera algodonosa del sopor,
crepitaba en la fogata de la fiebre, se escapaba a la región alucinada
del delirio.
— ¡Adentro, muchachos! ¡Viva la libertad! ¡Viva Sebastián Acosta, el
León de Parapara!
A su lado peleaban hombres de todos los rincones del Llano, monta­
dos en caballos de todos los pelos, empuñando todas las armas de la tierra.
Su compadre Feliciano mandaba un escuadrón de lanceros que embestía
contra las trincheras del gobierno y reculaba un instante, con las lanzas
floreadas de sangre enemiga, para volver a embestir en ventarrón de polvo,
sudor y gritos.
— ¡Abajo Gómez, muchachos! ¡Viva la revolución! ¡Que toque la
corneta! ¡Que toque paso de vencedores! ¡Que Sebastián Acosta está en­
trando en La Villa!
En las calles de La Villa era preciso hacer saltar los caballos para no
pisar los cadáveres uniformados. Aquel de bruces sobre la acera, con un
tiro feo en la nuca y un caño de sangre oscura que borbotaba como un
manantial, era el coronel Cubillos.
El púrpura de la orina se fue tornando en vino, el vino en castaño,
el castaño en pardo, el pardo en marrón, el marrón en café tinto, el café
tinto en málaga, el málaga en negro.
34
Al cuarto día se negó la orina. La mirada anhelante buscaba vanamente
en el peltre blanco un rastro de cualquier color. Los ojos acerados del
padre Pernía, las pupilas cansadas del señor Cartaya, también se aferra­
ban al círculo blanco donde estaba escrita una sentencia inapelable. Se­
bastián lo comprendía perfectamente. Así se había extinguido su com­
padre Eleuterio, en Parapara, seis meses antes.
Después que se secaba el manadero negro, sólo restaba acostarse de
espaldas y esperar la muerte mirando las vigas del techo.
Cartaya y Pernía enmudecían impotentes. Darle quinina era agravar­
lo, ya lo sabían. La señorita Berenice trajo una jarra de cocimiento de
guamacho. El curandero recetó riñón de cochino disuelto en agua caliente.
Pero la orina no volvió. Las pupilas envenenadas de Sebastián se habían
reducido a un punto negro, diminuto y fijo, como los ojos de los canarios.
Se estaba muriendo, sí, pasó dos días con sus noches muriéndose, pero
no perdía la conciencia del trance, no dejaba de ser Sebastián Acosta sino
cuando escapaba hacia la bruma enloquecida del delirio. Por el contrario,
calculaba los pasos de la muerte con una precisión despiadada. Ya estaba
en las calles de Ortiz esperándolo. Vino en su busca desde los túmulos
abandonados del viejo cementerio. Estaría sentada ahora en los bancos de
la plaza, soportando por culpa suya el arañazo del sol en los huesos desnu­
dos. Del campanario de la iglesia volaría espantada una lechuza de cara
chata. El próximo domingo, quizá el lunes, sería su entierro. Carmen Rosa
lo lloraría mucho tiempo y cortaría cayenas y flores de capacho para
su tumba.
— Yo no me quiero morir a los veinticinco años, ¡carajo!
Estaba solo con el padre Pernía y dirigía a él las palabras destempla­
das, desafiantes, como si el cura tuviese la culpa de cuanto estaba suce­
diendo. Pero el padre Pernía respondió humildemente, con los ojos
aguados:
— Tienes razón, hijo, tienes razón.
El moribundo cerraba los ojos y veía mosquitos brillantes titilando sobre
un diminuto cielo oscuro. Y no vio nada más. Se desplomó en una larga
postración insondable, obnubilado, casi ciego. Apenas las manos se mo­
vían, esbozaban gestos, se abrían en una diástole temblorosa.
De esas manos no separó Carmen Rosa la mirada en las últimas horas.
En ellas se había refugiado la vida de Sebastián como en un reducto pos­
trero, como en un empeño desesperado por no apagarse. ¿Y si esa pequeña
vida triunfaba en batalla desigual y heroica, reconquistaba el cuerpo ven­
cido, echaba a andar de nuevo el recio corazón y devolvía la luz a los va­
lientes ojos negros?
— Ya está agarrando las sábanas — dijo desconsoladamente a su espal­
da la señorita Berenice.
Las manos de Sebastián, cual las de un ciego, tanteaban temblequean­
tes los bordes de la sábana, tamborileaban con dos dedos sobre la costura
blanca. Después de aquello, bien lo sabía la señorita Berenice, se escu­
charía el áspero estertor de la muerte.
El padre Pernía bendijo el cadáver y le cubrió la faz amarilla. Carmen
Rosa rompió a llorar sin trabas, refugiada la frente entre las manos,
curvada sobre la mesa donde la lámpara de la Virgen del Carmen consu­
mía sus últimas gotas de querosén. Así se mantuvo horas enteras, estre­
mecida por los sollozos, sin mirar a la gente que entraba y salía del
aposento, a merced de la fluencia de las lágrimas tanto tiempo cautivas.
Sólo levantó el rostro cuando en la torre de la iglesia comenzaron a
doblar las campanas.
'
CAPITULO XII
CASAS MUERTAS
35
Por la frente de Carmen Rosa, como por el caudal del Paya cuando los
aguaceros lo transformaban en torrentoso rugido de linfa y pantano, sur­
caban gabarras fugitivas: rostros y palabras, sonidos y aromas, tiernas
ramas tronchadas, el perfil indeleble de Sebastián. Ortiz había sido la
capital del Guárico, la rosa de los Llanos, con hermosas casas enteras
de dos pisos y fuegos artificiales que se desgajaban en estrellas verdes
y rojas sobre la procesión de Santa Rosa. Su padre, don Casimiro Villena,
la llevaba de la mano a ver bailar a Maruka, una osa triste que saltaba
torpemente al son de la pandereta de un italiano vagabundo. Estaba sen­
tada en un banco de la escuela de la señorita Berenice y oía cantar a un
arrendajo entre las hojas del guayabo y a la maestra, pálida flor de tiza,
decir: “Bolívar se casó, antes de cumplir 18 años, con María Teresa
Rodríguez del Toro”. Cuatro hombres zafios, de pantalones arremangados
hasta la rodilla, hediondos a aguardiente, arrancaban las puertas de una
desvalida casa sin dueño y dejaban apenas un boquete por donde se mira­
ban desde la calle los verdes del patio abandonado. A la sombra de los
airosos túmulos blancos del viejo cementerio lloraba Martica cuando le
mostraron una calavera. El arcángel de la espada llameante se escapaba
del Purgatorio para besarla en la boca mientras dormía. No, no era el
arcángel, era Sebastián quien la besaba al pie del cotoperí, quien la apre­
taba contra su pecho, quien le ponía a latir el corazón locamente, como
el corazón de los conejos. Por las calles desoladas de Ortiz pasaban, en
un autobús amarillento, dieciséis estudiantes presos. Sebastián estaba ahí,
con el mechón sobre la frente, ofreciendo a un estudiante negro su som­
brero pelo de guama y diciendo: — “Hay que hacer algo”. Llovía de día
y de noche sobre las ruinas, sobre los techos carcomidos y se desplomaban
las paredes en el fango. Sebastián estaba de nuevo ahí, tendido en la
cama del señor Cartaya, esculpido en la piedra más fría, dibujado en
amarillo y silencio, en amarillo y muerte. . .
De vuelta del entierro de Sebastián, refugiada en el corredor de ladri­
llos, Carmen Rosa miraba entre lágrimas hacia las matas del patio, escu­
chaba trajinar a doña Carmelita en la tienda, advertía imprecisamente la
presencia de Olegario que venía desde el río con el burro y murmuraba
con el sombrero entre las manos:
— Buenas tardes, niña Carmen Rosa. La acompaño en su sentimiento.
Sonaron las campanas del atardecer y madre e hija recitaron la oración
del ángelus. Bajaban bandadas de sombras a posarse sobre la armazón
rota de la casa vecina. Doña Carmelita volvió a la tienda en busca de
una lámpara. Olegario permanecía parado junto al pretil, borrándose len­
tamente en el flujo de penumbra, con el sombrero de cogollo entre las
manos.
— Este pueblo se nos va a caer encima, Olegario — dijo Carmen Rosa
tras el largo silencio.
— Sí, niña — respondió Olegario— . Se nos va a caer encima.
— Aunque ya no queda gente a quién caerle encima, Olegario. Si se
murió Sebastián que era el más fuerte, ¿qué nos espera a nosotros, a ti, a
mí, a los cuatro fantasmas que andan todavía por la calle?
— Sí, niña. Nos vamos a morir todos.
— Y cuando se acaba un pueblo, Olegario, ¿no nace otro distinto, en
otra parte? Así pasa con la gente, con los animales, con las matas.
— Y también con los pueblos, niña. He oído decir a los camioneros
que, mientras Ortiz se acaba, mientras Parapara se acaba, en otros sitios
están fundando pueblos.
— ¿En dónde?
,
— Yo no sé, niña. Pero he visto pasar gente en camiones. Dicen que
hay petróleo en Oriente, que al lado del petróleo nacen caseríos.
— ¿Y a ti nunca se te ha ocurrido irte con ellos, salir huyendo de
estas ruinas, ayudar a fundar un pueblo?
— ¿Para qué, niña? Ya yo estoy viejo. Además, no me puedo separar
de ustedes. Don Casimiro, que en paz descanse, no me dijo nada antes
de morirse porque se había quedado sin luz en la cabeza. Pero si hubiera
podido decirme algo, me habría dicho eso, yo estoy seguro, niña, que no
las dejara solas . , .
— ¿Y cómo se funda un pueblo, Olegario?
— Yo qué sé, niña,
— Debe ser maravilloso, Olegario. Ir levantando la casa con las propias
manos en medio de una sabana donde solamente hay tres casas más, que
mañana serán cinco, pasado mañana diez y después un pueblo entero.
Mucho más maravilloso que sembrar las matas de un jardín.
— Sí, niña, así debe ser.
— No como esto, Olegario, de ver caerse todo. Cada día una casa
menos, un techo más en el suelo. ¿Queda muy lejos el petróleo, Olegario?
— Yo no sé, niña. Es más allá de Valle de la Pascua, más allá de
Tucupido, más allá de Zaraza. En Anzoátegui, en Monagas, qué sé yo. . .
— ¿Y cómo es la gente que pasa en los camiones?
— De todas clases, niña. Van conuqueros que se quedaron sin conuco
y hombres con grasa de mecánicos. Pero pasan también otros con caras
de bandoleros y a veces mujeres. . .
— ¿Mujeres?
— Sí, niña, pero mujeres malas, pintadas como disfraces, diciendo ma­
las palabras y cantando canciones sucias.
— ¿Todas las mujeres que pasan son mujeres malas?
— ¡Qué sé yo, niña! Al menos las que yo he visto.
— A mí me gustaría ir a fundar un pueblo de esos.
— ¿Usted, niña? ¡Ave María Purísima!
— ¿Y por qué no, Olegario? ¿Te parece mejor quedarnos aquí, a esperar
que el techo nos caiga encima, que nos nazca una llaga horrible en una
pierna, que nos lleve la perniciosa?
— Pero es que usted no sabe lo que está diciendo, niña. Aquello es
para hombres bragados y mujeres malas.
— Mentira, Olegario. Aquello es también para la gente que no se quie­
re morir. ¿Tú te irías con nosotras?
— Tranquilícese, niña. Usted no sabe lo que está diciendo. Lleva una
semana sin dormir, una semana llorando, no sabe lo que está diciendo. . .
— ¿Tú te irías con nosotras, Olegario?
— Yo me iría con ustedes aunque ustedes no me quisieran llevar.
Pero eso no pasará, niña. Entre la gente de los camiones van también la­
drones y criminales. ¡Figúrese usted!
Regresó doña Carmelita,; añadida a la luz triste de la lámpara. Carmen
Rosa había hablado demasiado después de tantas horas de llanto silen­
cioso. Olegario se movió en la sombra, preocupado. Dejó caer con fuerza
la mano abierta sobre el anca del burro. El animal sorprendido dio un
salto hacia lo más oscuro del patio.
— ¡Arre, burro! — gritó Olegario.
Y
ya esfumados, hombre y jumento, tras de las ramas de los árboles,
entre los pliegues de la noche recién nacida, se oyó de nuevo la voz:
— Buenas noches, doña Carmelita.
— Buenas noches, niña Carmen Rosa.
Las dos mujeres no respondieron. Desde las ramas del tamarindo chilló
un murciélago y doña Carmelita se hizo en la frente la señal de la cruz.
36
Carmen Rosa se asomó muchas veces a la puerta de la escuela para verlos
pasar. Iban en automóviles andrajosos, inverosímiles, de capotas cruzadas
por costurones mal zurcidos o en camiones enclenques, despatarrados,
con una rueda a punto de salirse del eje, una rueda que bailoteaba
grotescamente al andar. Atravesaban aquel pueblo derrumbado, hablando
a gritos, cantando retazos de canciones tabernarias, escupiendo salivazos
oscuros de nicotina. Eran hombres de todas las vetas venezolanas, mulatos
y negros, indios y blancos, en franela o con el tórax desnudo, defendién­
dose del sol con sombreros de cogollo o con pañuelos de colorines anu­
dados en las cuatro puntas. No saludaban nunca a aquella linda mu­
chacha enlutada que los veía pasar desde la puerta de una escuela sin
niños y cuyo dolor, cuando la miraban, imponía más respeto que las
mismas casas muertas de aquella ciudad desintegrada.
Venían de las más diversas regiones, de las aldeas andinas, de las ha­
ciendas de Carabobo y Aragua, de los arrabales de Caracas, de los pueblos
pesqueros del litoral. Los había campesinos y obreros, vagos y tahúres,
comerciantes en baratijas, jugadores de dados, oficinistas hartos del
escritorio, muchachos tímidos, rostros con cicatrices, un negro tocando
una guitarra. También chinos cocineros, norteamericanos enrojecidos por
el sol y la cerveza, cubanos de bigotes meticulosamente diseñados, colom­
bianos de inquietante mirada melancólica. Todos iban en busca del
petróleo que había aparecido en Oriente, sangre pujante y negra que
manaba de las sabanas, mucho más allá de aquellos pueblos en escombros
que ahora cruzaban, de aquel ganado flaco, de aquellas siembras misera­
bles. El petróleo era estridencia de máquinas, comida de potes, dinero,
aguardiente, otra cosa. A unos los movía la esperanza, a otros la codicia,
a los más la necesidad.
Carmen Rosa no estaba dispuesta a derrumbarse con las últimas casas
de Ortiz. Tras meditarlo largamente, se lo dijo a doña Carmelita una
mañana:
— Nos vamos a Oriente, mamá.
La madre la miró con dilatados ojos de asombro. Doña Carmelita era
incapaz de decidir nada por sí misma. Había entregado el timón de su
voluntad, con el timón de la casa y de la tienda, a Carmen Rosa. Aquel
“nos vamos a Oriente”, ya reflexionado, ya acordado por su hija, la llenó
de sorpresa, de desasosiego, de intenso miedo. Se atrevió a musitar supli­
cantes palabras de protesta:
— ¿Qué vamos a hacer nosotras en Oriente, hija? Aquí nacimos y aquí
moriremos como tu padre, como Sebastián, como todos. Somos dos pobres
mujeres infelices, solas, resignadas. . .
— Resignadas no, mamá. Yo todavía no estoy resignada.
Doña Carmelita comprendía la ineficacia de su disconformidad. Si
Carmen Rosa había resuelto que se irían a Oriente, así habría de suceder.
Sin embargo, intentó hacer resistencia, no por sí misma, sino buscando
aliados. Los encontró en el padre Pernía y en la señorita Berenice. El
cura estaba en desacuerdo, no con el viaje en sí, no con la huida, sino
con el azaroso rumbo que Carmen Rosa había elegido.
— Está bien que te vayas, muchacha, antes de ver morir a los cuatro
gatos que aquí quedamos. Pero, ¿por qué vas a escoger misión de aven­
turera? Vete a La Villa, a Cagua, a Caracas, donde viven familias decen­
tes como la tuya, señoritas honradas y creyentes como tú.
— Es que yo no tengo un centavo, padre, sino los cuatro peroles de la
tienda. ¿Quiere que me coloque de sirvienta en una casa de familia
decente? ¿Que sirva a la mesa, que lave los pisos, que tienda las camas?
No era eso. El padre Pernía y ella misma sabían que estaban em­
pleando argumentos postizos. Ambos comprendían que justamente la
aventura, el riesgo, el bullir dé las oscuras burbujas de petróleo, el
chirrido de las cabrias, los gritos de los albañiles, atraían a una mujer
hastiada de regar matas y de cuidar enfermos que inevitablemente se
morían.
— Yo no entiendo esa locura tuya — decía al borde del llanto la seño­
rita Berenice— . Una muchacha inteligente como tú, bonita como tú,
buena como tú, ¿qué va a buscar en ese laberinto de hombres medio
desnudos gritando malas palabras, de mujeres perdidas bebiendo aguar­
diente? Quédate conmigo en la escuela dando clases. . .
— ¿Dándole clases a quién, señorita Berenice? ¿Quiere que le cuente
con los dedos los niños de este pueblo? Cuatro muchachos barrigones,
cuatro muchachos con llagas, cuatro muchachos descalzos, cuatro mu­
chachos enfermos. Es todo lo que nos queda. . .
El señor Cartaya no participaba en el coro de las reconvenciones. Por
el contrario, cuando se hallaba a solas con Carmen Rosa, le daba la
razón:
-—Vete, hija, a los campos petroleros, a la selva, a la Sierra Nevada
de Mérida, a la séptima paila del infierno, pero no te quedes aquí de
sepulturera que ese no es oficio para ti. No importa que en ese lugar
donde tú quieres irte los hombres digan malas palabras, que delante de
ti no las dirán. Ni que haya mujeres perdidas, que dejarán de serlo
cuando tú las estés mirando.
Carmen Rosa sonrió. No había vuelto a sonreír desde aquella tarde
desventurada, cuando supo que Sebastián iba a morir. Y ahora, al es­
cuchar las palabras de Cartaya, Sebastián había muerto, ¡quién lo cre­
yera!, hacía ocho semanas, diez semanas tal vez.
37
Olegario bajaba trastos y víveres de los estantes, los extendía sobre el
mostrador o sobre los ladrillos del piso. El señor Cartaya examinaba las
cosas, las señalaba con el índice al contarlas en voz alta y luego dictaba
el resultado a Carmen Rosa que escribía en un viejo cuaderno. Era un
cuaderno de cuando ella asistía a la escuela, aparecido inesperadamente
en un baúl, en cuyas páginas se leían frases animadas por una candorosa
fragancia de evocaciones: “Paseábase un día una zorra a lo largo de un
camino cuando halló en el suelo una careta de hombre”. Y en otro sitio:
“El conjunto de huesos que forma la armadura de nuestro cuerpo se llama
esqueleto”. Carmen Rosa no se atrevió a arrancar aquellas hojas sino
que las dobló cuidadosamente y comenzó a escribir, con la letra garbosa
heredada de la señorita Berenice, en la página donde los oxidados gan­
chos de metal señalaban el nacimiento de la segunda mitad del cuaderno.
Estaban realizando un inventario de “La Espuela de Plata” y el señor
Cartaya llevaba la voz cantante en el pobre recuento:
— Dos piezas de zaraza floreada —-dictaba.
— Diez panelas de jabón amarillo.
— Tres pares de alpargatas negras número cinco. Cuatro pares nú­
mero cuatro. Un par número seis. . . Y sobra una alpargata sola, como
para vendérsela a un mocho.
— Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete sombreros de cogollo.
— Una docena de franelas y tres franelas más.
— Dos chinchorros.
— Aquí hay una caja de velas por la mitad. Quedan todavía, déjame
ver, ocho, nueve paquetes.
— ¿Y esto qué es? ¡Ah, sí, cinta! Apunta: dos rollos de cinta, uno
rosado y otro verde.
Llegaron al tramo más bajo del estante, donde estaban las bebidas
al alcance de la mano del dependiente, al nivel de la frente de los bebe­
dores. El señor Cartaya contaba y enumeraba: “Cuatro botellas de ron,
seis de anisado, tres de cocuy”. Y los frascos bocones multicolores: “Un
frasco de torco, otro de yerbabuena por la mitad, otro de malojillo, otro
de ponsigué”.
Todo quedó asentado en el cuaderno de Carmen Rosa: las gaseosas
de metra atravesada en el cuello de la botella, las ristras de ajo que
enguirnaldaban las vigas del techo, las palanganas de diversos tamaños,
el querosén y el carburo. No era la misma “Espuela de Plata”, floreciente
y surtida que fundó don Casimiro, pero algo restaba entre las escorias de
la antigua bonanza. Inclusive artículos ya sin demanda: un corset de
mujer, tres frascos de un desacreditado depurativo para la sangre, estampitas del olvidado Cristo de Limpias.
El inventario fue interrumpido por la llegada de un hombre con un
envoltorio en la mano. Era Pascual, el carpintero, a quien Carmen Rosa
no veía desde el día del entierro de Sebastián. Había envejecido ostensi­
blemente en tan corto tiempo.
— ¿Qué quieres? — le preguntó.
Pero Pascual no venía a comprar nada, sino a vender seis huevos de
gallina que traía envueltos en un pañuelo blanco.
— Le dejo los seis por un real, niña Carmen Rosa — dijo con voz
lastimera.
Carmen Rosa no los necesitaba. Por el contrario, en la tienda había
huevos, puestos por las gallinas de la casa, y nadie acudía a comprarlos.
No obstante, trascendía tal imploración de la voz y los ademanes del
hombre, que respondió:
— Está bien, déjalos.
Recibió los huevos y pagó lo que Pascual le pedía. Pero éste no se
marchó. Tomó la moneda entre las manos, la miró unos segundos fija­
mente y luego dijo:
— Ahora deme un real de quinina, ni ña. . .
38
Olegario hizo un viaje a San Juan de los Morros, con el propósito de
vender el burro, las gallinas y la casa, y de contratar un camión que los
transportara a Oriente con los cachivaches de la tienda. Vendió el burro
y las gallinas, sí, pero por la casa nadie ofreció un centavo. “La mejor
casa de Ortiz — decía— en todo el centro del pueblo, con cuartos gran­
des, un patio lleno de flores, se le vende por lo que usted diga”. Pero
ninguno dijo nada. Apenas: “¿Comprar una casa en Ortiz? ¿Usted cree
que yo estoy loco?”. Los altos techos, los espaciosos corredores de ladrillo,
las arrogantes ventanas con torneados barrotes de madera, las habitacio­
nes resonantes y profundas, el jardín apretado de verdes y salpicado de
flores, el anchuroso zaguán de lajas pulidas donde huesitos de ganado
dibujaban las iniciales del constructor, todo aquello no valía un centavo
si estaba plantado en Ortiz, porque estar en Ortiz significaba sentencia
de derrumbamiento. Carmen Rosa escuchó sin inmutarse el acongojado
relato de Olegario y se limitó a decir a la señorita Berenice:
— Quédese usted con la casa. Así tendrá más espacio para la escuela.
Y
luego, comprendiendo que ya la escuela deshabitada no necesitaba
espacio:
— La casa no vale nada, señorita Berenice. Pero me causa dolor aban­
donar las matas del patio para que se las trague el monte, para que las
tumbe el viento. Solamente usted me las puede salvar.
Estaba lista para la partida. Sólo le faltaba, ¡más vale que no llegara!,
el momento de las despedidas. Decir adiós, como desgarrándose la mitad
de sí misma, a la vieja iglesia de Santa Rosa, a la poza de Plaza Vieja,
a las trinitarias de su jardín, a los bancos de la escuela, a los robles y al
Bolívar de la Plaza, a la tumba de Sebastián, al señor Cartaya, al padre
Pernía, a Marta y a Panchito, a la señorita Berenice, a Celestino.
A Celestino volvió a verlo en aquellos días. Salía ella del Cemente­
rio, como todas las tardes, después de dejarle a Sebastián las más hermo­
sas clavellinas de su patio. En la lejanía, silueta desvaída sobre el muro
gredoso de la última casa del pueblo, divisó a Celestino. La estaba espe­
rando, más rama de árbol seco que figura de hombre, los ojos más deso­
lados que nunca.
— Buenas tardes, Carmen Rosa.
— Buenas tardes, Celestino.
Y se puso a caminar a su lado, graduando las zancadas para adaptarse
al paso menudo y lento de la muchacha.
— ¿Es verdad que te vas de Ortiz?
— Sí. Me voy con mamá y Olegario.
— ¿Es verdad que te vas a Oriente?
— Sí. Nos vamos a Oriente.
Siguieron caminando cavilosos hasta la puerta de “La Espuela de Pla­
ta”. Ella iba pensando una vez más en el viaje, del cual hablaba con tan
serena firmeza, sin dejar vislumbrar su escondido temor al incierto des­
tino. Celestino iba pensando en Carmen Rosa, que se marchaba de Ortiz,
a quien jamás volvería a ver. Un rictus como de llanto le contraía los
rasgos. Pero tampoco le dijo nada esa vez, esa última vez. No tuvo valor
para enfrentarse a lo que ella, sin duda alguna, le respondería: que no
lo quería, que no podía llegar a quererlo nunca.
— Buenas tardes, Carmen Rosa.
— Buenas tardes, Celestino.
Y en tres trancos se borró de su vista. Para siempre.
39
Un día de mayo abandonaron las casas muertas. Olegario había contrata­
do el camión de San Juan y el vehículo se hallaba estacionado a la puerta
de “La Espuela de Plata” desde la noche anterior. Lo manejaba su pro­
pietario, un negro trinitario de nombre Rupert, que también marchaba
a Oriente en busca del petróleo. Habían proyectado salir de madrugada
para que el sol del mediodía los alcanzara lejos, llano adentro. Pero Car­
men Rosa echó una mirada al interior del camión enbadurnado de excre­
mentos de gallina, esterado de manchas de barro y semillas secas de
mango.
— Hay que lavar esto — dijo.
Y
Olegario invirtió toda la mañana en asear el tinglado del camión,
balde de agua sobre balde de agua, utilizando por última vez la vieja
escoba deshilachada de la casa villenera. El trinitario lo miraba trabajar
con ojos socarrones, cruzado de brazos junto a la ventana, tarareando
entre dientes picaras canciones de su isla:
Sofia went to the sea to bath.
W hy, why, Sofia?
Sobre los listones del entarimado, ahora relucientes y húmedos, situa­
ron los cajones que contenían las mercancías de “La Espuela de Plata”,
dejando un rincón libre para los tres pasajeros. Esa vez el trinitario sí
metió el hombro, junto con Olegario y Panchito. El padre Pernía y el
viejo Cartaya, también presentes, observaban los preparativos, el ir y
venir de los hombres cargando cosas, sin decir una palabra. Al cura le
escocía un extraño impulso de subir a la torre de su iglesia a tocar triste­
mente las campanas, como cuando se moría un niño en el pueblo.
Al mediodía partieron. A la puerta de la tienda quedaron, silenciosa­
mente huraños y afligidos, el cura y Cartaya, la señorita Berenice, Panchito y Marta embarazada. Frente a la casa, presenciando inmóviles el
ajetreo de los viajeros, habían permanecido largo rato tres hombres lla­
gados. Eran tres habitantes de los escasos que le restaban a Ortiz y Car­
men Rosa conocía bien sus nombres: Pedro Esteban, Moncho, Evaristo.
En cuanto a las llagas, eran el distintivo humillante de la gente de aquella
región. ¿Quién no tenía llagas en Ortiz? Los débiles tejidos desnutridos,
la sangre vuelta agua por el parásito del paludismo y envenenada por la
ponzoña del anquilostoma, la piel sin defensa a merced de los microbios,
no soportaban rasguño o magulladura sin que éstos se convirtieran en úl­
cera babosa y maloliente, en gelatinoso costurón repugnante. Aquellos tres
hombres, Pedro Esteban con el pantalón arremangado y una purulenta
rosa abierta entre la ceniza amarilla del yodoformo, Moncho con el ten­
dón del pie izquierdo desflecado por una herida honda y contamuz, Eva­
risto con la pierna deforme y tumefacta, eran los supervivientes maltre­
chos de la inacabable tormenta de fiebre y de miseria, de encarnizada
fatalidad, que había arrasado la hermosa ciudad de Ortiz. Carmen Rosa
los miró por última vez, con compungido amor de hermana, cuando ellos
dejaron un instante de contemplarse las llagas para agitar las manos y
gritarle: “¡Buen viaje!”.
El camión tomó pesadamente el rumbo de la calle real, esquivando
baches y peñascos. La cabeza absorta de Carmen Rosa asomaba al nivel
del entablado. Sus ojos veían desfilar las familiares casas en escombros:
la de dos pisos, como tronchada por el mandoble de un gigante; la de los
blancos frisos anidados de plantas salvajes en los boquerones de las grietas;
la de la hermosa puerta de cedro que sólo conducía a un corralón arenoso
y huraño; la de las ventanas cortadas como las mandíbulas de una calavera
rota; la de las altas paredes llagadas como las piernas de los hombres; la del
árbol plantado en la sala, la del árbol que había roto, al crecer, las
vigas endebles del techo y cuyas ramas irrumpían a la calle por entre los
barrotes de la ventana colonial.
En aquel mediodía caliente y sordo se percibía más hondamente la
yerma desolación de Ortiz, el sobrecogedor mensaje de sus despojos. No
transitaba un ser humano por las calles, ni se refugiaba tampoco entre
los muros desgarrados de las casas, cual si todos hubiesen escapado aterra­
dos ante el estallido de un cataclismo, ante la maldición de un dios cruel.
Apenas, desde un rancho miserable, llegaba el estertor de un hombre que
sudaba su fiebre agarrotado entre los hilos sucios de su chinchorro. A su
alrededor volaban sosegadamente las moscas, moscas verdes, gordas, relu­
cientes, único destello de acción, única revelación de vida entre los terro­
nes de las casas muertas.
Cuando el camión pasó frente a la última pared tumbada y enfiló hacia
la sabana parda, dijo doña Carmelita:
— ¡Qué espanto, Dios mío!
— ¡Qué espanto! — respondió Carmen Rosa.
— ¡Qué espanto! — repitió Olegario.
Rupert, el trinitario, aceleró el camión y canturreó una canción de
su isla:
Sofia went to Maracaibo.
¡Bye, bye, Sofial
LOPE DE AGUIRRE,
PRINCIPE DE LA LIBERTAD
LOPE DE AGUIRRE EL SOLDADO
A Fusa
— ¡Dios n o s a m p a r e ! A Lope de Araoz le cortaron la lengua!
El primer pleito de nuestra familia con el conde de Guevara sucedió
un año antes de mi nacimiento; para ese entonces mi abuelo materno
Lope de Araoz había sido elegido alcalde ordinario por los votos de la
villa de Oñate, el conde de Guevara estaba comprometido por las leyes
a escribir al pie del nombramiento: "Creo y pongo por tal mi alcalde”;
el Conde se escapó a Vitoria o se encerró a piedra y lodo en la torre de
Zumelzegui, la obstinación y dureza del Conde eran no firmar, los oñatiarras rabiosos y enfurecidos de no encontrarlo hicieron tocar a rebato
las campanas, se reunieron en bazaerre frente a la iglesia de San Miguel,
decidieron arrancarle la vara al alcalde mayor que era el alcalde del
Conde, dársela a mi abuelo materno Lope de Araoz que era el alcalde
por ellos escogido, el Conde montó en cólera, hombres armados asaltaron
nuestras tierras, a mi abuelo lo despojaron de la vara a la fuerza, le dieron
la casa por cárcel, le prohibieron ejercer cargos de por vida.
El episodio de la lengua vino a pasar cinco años más tarde, ya yo
había nacido y mi madre me había puesto el nombre de Lope en honor
de su padre rebelde, yo Lope de Aguirre andaba a gatas por entre patas
de nogal y roble, nadie me hacía caso, me superaban en importancia mi
hermano mayor Esteban y un mastín ceniciento que me olfateaba el culo
despectivamente, el rey Carlos recién coronado visitaba a los flamencos,
el conde de Guevara formaba parte del seguimiento y las genuflexiones,
mi incorregible abuelo Lope de Araoz voceó a grito alzado en la taberna
de Calezarra: "¡Los que andan tras el Rey, comenzando por nuestro con­
de de Guevara, dueño y señor de Oñate, forman una cuadrilla de serviles
y borrachos!”.
A la vuelta del Conde más de veinte bellachos le fueron con el soplo,
el Conde ordenó esta vez que a mi abuelo materno le fuesen confiscados
los bienes y cortada la lengua, lo sacaron de la cárcel con una soga a
la garganta, atravesó las calles de Oñate montado en un burro sucio y
enano, al jinete le arrastraban la botas por el suelo empedrado, así lo lleva­
ron hasta el Jaumendi que era el lugar donde el Conde tenía asentada la
picota, el pregonero iba proclamando su vergüenza: “¡Lope de Araoz ha
sido condenado a pena de destierro por tres años; si intenta volverse a
Oñate le será cortada también su mano izquierda!”, le arrancaron la lengua
con una daga forjada en la ferrería de los Lazarraga, echaba tanta sangre
por la boca que sin duda no le iba a quedar una sola gota roja dentro
del cuerpo.
— Mi hermano apeló ante el Real Consejo y ganaría luego la sen­
tencia, cuando ya la lengua se la habían cortado. A la hora de su muerte
hubo de confesarse por señas — dice mi tío abuelo Julián de Araoz.
Mi tío abuelo Julián de Araoz me ha repetido cien veces esta historia
para que nunca la olvide, mi tío abuelo Julián de Araoz parece un sar­
miento de puro rugoso y exprimido, anda noche y día vestido de negro
absoluto de modo que de lejos uno no sabe si es fraile o ser humano,
del sombrero campanudo de copa se le escurren mechas amarillas de car­
nero viejo, en Araoz nació y de Araoz jamás ha intentado mudarse, Araoz
no es un barrio establecido regularmente por el hombre sino un puñado
de techos lanzados por la mano de Dios entre las abras de la montañá,
de una a otra casa no van calles sino caminos espirales flanqueados por
matorrales de helechos y cantos de pájaros, blanquea una plaza en el
centro del disgregado caserío, no vale la pena llamarla plaza sino llanura
pavimentada para servir de delantal a la iglesia y de aledaño al callejón
techado donde se juega a la pelota, por entre la juntura de las baldosas
asoman confusamente los yerbajos.
— ¿Y los hombres de Araoz nunca protestan? — digo yo, a sabiendas
de que sí protestan.
— Siempre hemos protestado, siempre protestaremos — dice mi tío
abuelo Julián de Araoz.
Y
comienza a recordar rencorosamente otra crónica humillante y muy
antigua, “Iñigo de Guevara primer señor de Oñate se adjudicó a sí mismo
un río entero para pescar él solo para bañarse él solo para mear él solo”.
— Algún día los echaremos — dice mi tío abuelo Julián de Araoz arbo­
lando su garrote contra la historia.
San Miguel Arcángel, patrono de Oñate, es un santo armado y comba­
tiente, no un monje rezador ni un mártir desvalido. San Miguel es un
espíritu celeste encarnado en piedra frenética, un adalid de las estrellas
que clava su espada flamígera en las fauces de un dragón vencido. Luz­
bel ya no es claridad bienaventurada, ya no es el taimado favorito que
acusaba a sus hermanos delante de Dios, sino un engendro horripilante,
con siete cabezas y diez cuernos, rabo de culebra y garras de leopardo,
colmillos torvos y belfo peludo, te mira amargamente como si tú tuvieras
la culpa de su derrota, Lope de Aguirre. Las alas de San Miguel desbor­
dan el peto de azuloso acero y se abren al viento como banderas des­
plegadas. La mano izquierda de San Miguel empuña una balanza, es él
quien medirá las consecuencias de nuestros pecados y virtudes, es él quien
decidirá cuáles almas ascenderán al Paraíso y cuáles nos sepultaremos
en los Infiernos. Pero a ningún peregrino se le ocurre meditar en el sim­
bolismo de la balanza, prefiere detenerse a contemplar embobado y sus­
penso la llama de la espada, la armadura bruñida que ampara al guerrero,
la mirada rutilando bajo el filo del casco, el vencimiento despiadado de
Satanás. Satanás verdoso y retorcido, apostado sobre la arena de un mar
invisible, te mira ahora con un dejo de complicidad intolerable, Lope de
Aguirre. Escúpelo, maldícelo, muéstrale la señal de la Cruz, demonio
malvado, peste maligna, hijo de la Grandísima Puta, amén.
Lope de Aguirre bajó desde las casas de Araoz hasta el fondo del valle,
hasta el rehoyo donde el río es devorado por el negror de una gruta. Sube
ahora desde los hondones, en derechura hacia la calzada que conduce a
Aránzazu. Lo cercan como duendes los cambiantes del verde, desde el
transparente que es apenas linfa de remanso reflejando otros verdes, hasta
el bronco y negruzco que oscurece los espolones de la montaña. Hay ver­
des destellantes como piedras preciosas y otros empalidecidos por una
serenidad enfermiza. Lope de Aguirre pasa su juventud sumergido en un
gran foso verde, acorralado por un cerco de cerros invulnerables, aturdi­
do por el aroma de los cipreses y los enebros. El solo color discrepante
es el gris de las inmensas rocas calcáreas que rompen los mares vegetales
como quillas de barcos.
(T ú te sientes más pequeño de lo que eres, Lope de Aguirre, tu
desdicha es que no has crecido lo necesario, le das por los hombros a,
no hablemos de eso).
Lope de Aguirre atraviesa los breñales montado en pelo sobre la yegua
castaña, la que mejor lo conoce entre todas las bestias del aprisco. El
oficio de Lope de Aguirre es cuidar caballos, los lleva a beber al río,
aprenderá a domarlos algún día, dejó la escuela por el rebaño sin que
nadie en su casa se diera por enterado, su única lectura es el muy men­
tiroso libro de Amadís de Gaula, mas su tío Julián se sabe las verdades
de la Biblia y la historia de Roma y sobre ellas hace plática cuando van
a cazar perdices.
La Virgen de Aránzazu no es una imagen erguida sobre los despojos
del Diablo, como la de San Miguel, sino sobre un espino. El milagro de
su aparición es otra de las conversas rituales del tío Julián. El pastor
Rodrigo de Balzátegui descendía un sábado por las vertientes del Aloña
y de pronto sus ojos descubrieron en la maraña del barranco un resplan­
dor como de rosas sobre un azul endrino. Era la Virgen con el Niño
en los brazos, acompañada por un espino verde y un cencerro pastoril.
Los frailes mercedarios edificaron una ermita para ensalzar el prodigio,
y los franciscanos se quedaron a la larga con el santuario y con la efigie,
como se quedan con todo. En esta coyuntura se alzaron con la Virgen más
milagrosa de la tierra: desata lluvias sobre las sequías, detiene la crecida
de los ríos, deshace las hechicerías de los brujos, endulza los espíritus
pendencieros, hace andar a los paralíticos y parir a las estériles.
El corazón cristiano de Lope de Aguirre viene a Aránzazu de peregri­
no, mas no a rendir culto exclusivo a la Virgen sino en igual medida a
Juanisca Garibay, sobrina de fray Pedro Arriarán, único siervo mercedario que no se movió de Aránzazu cuando sus compañeros de cofradía
abandonaron la plaza.
— Buenas tardes, Lope de Aguirre.
Juanisca Garibay habla enmarcada por una puerta de oscuro roble,
clavos chanfones y cabezudos tachonan la madera, las paredes son grises
y tristonas, la chimenea se empina como un espectro renegrido y defor­
me, sólo el delantal azul de la muchacha alivia la mirada.
Lope de Aguirre baja de la yegua y amarra el cabestro a una herradura
que sobresale del muro. Juanisca Garibay se le apareja (ella es más alta
que tú, te lleva de ventaja la cabeza entera, lo compruebas una vez más
cuando se apoya en tu brazo para saltar la acequia, su pelo huele a las
hojas de la albahaca) y echan a andar en yunta por las veredas, como
si se tratara de un designio convenido. La pareja se desvía hacia un fres­
no apartado y solitario, para mirar el vuelo de las golondrinas, o tal vez
la piel desgarrada de la tarde.
Fue entonces cuando se oscureció el cielo, cuando enmudecieron los
pájaros, cuando comenzaron a sonar las esquilas en la hondonada. Por
el tintineo de las esquilas se sabe desde muy lejos si una oveja trepa la
ladera, o si desciende a tumbos por el despeñadero, o si camina en llano
palmo a palmo, o si bruscamente se detiene. El tintineo de las esquilas
es un aleteo de bronce cuya melodía lame y eriza la piel de la noche.
Para oír caer intactas sus gotas en la sombra es preciso cerrar los oídos
al rezongo del tiempo y a las letanías de nuestra propia sangre. De ese
modo las escucha Juanisca Garibay, tan cerca del aliento de Lope de
Aguirre que él respira el aura de sus cabellos, Juanisca Garibay no altera
su resuello cuando él la besa en mitad de los labios, no se estremece
entre los brazos que la ciñen, sigue escuchando pensativa y remota el
tintineo de las esquilas.
— Te quiero, Lope de Aguirre — dice a media voz.
—-No mezcles la sidra con el vino navarro, Antón Llamoso — le digo
sin mirarlo.
Antón Llamoso acata sumisamente mis consejos, los malos y los bue­
nos. Es más alto que yo, más forzudo que yo, pero procede en la vida
como si yo fuese capataz suyo. Su voluntaria esclavitud de alma tuvo
origen, supongo yo, en una pelea que nos encaró en la plaza de Santa
Marina, hace ya tanto tiempo que todavía íbamos a la escuela. Antón
Llamoso peludo y cejijunto, hosco y desgalichado, parecía desde mucha­
cho un oso, de esos que por matarlos las ordenanzas municipales te gra­
tifican con diez ducados. Su brazo invencible pulverizaba las pelotas
contra los muros de la iglesia. Jamás cruzó por mi mente el pensamiento
de vérmelas con él a los puños, nunca he creído que vine a este mundo
para recibir palizas. Tuve que hacerle frente el día en que menos lo
presentía, cuando se me nublan los ojos no calculo riesgos ni contingen­
cias, dice mi tío Julián que me vuelvo un Famongomadán del Lago
Hirviente.
— Enano Aguirre — me dijo Antón Llamoso aquel Domingo de Ra­
mos en la plaza de Santa Marina. — ¿Saber tocar el tamboril?
— No me llames enano que no soy enano — respondí.
— Esta bien, enano Aguirre, no volveré a llamarte enano, pero todo
Oñate piensa que eres enano— y se echó a reír.
Entonces le di una cachetada, aunque es más forzudo que yo, más
alto que yo, se me nublaron los ojos, tío Julián. Antón Llamoso se lanzó
sobre mí como toro derribador, yo recuperé en un santiamén la concien­
cia de mis limitaciones, esquivé zamarrámente la embestida, le interpuse
el pie izquierdo en garfio de zancadilla, Antón Llamoso se fue de cabeza
contra el enlosado, antes de que intentara levantarse ya estaba yo a su
lado encajándole patadas diestras y siniestras en las sienes, para su des­
gracia yo llevaba puestas mis botas claveteadas, pegándole seguí hasta
que perdió el sentido, llegaron al trote los sarteneros de la cofradía de
San Millán, me llevaron en vilo para que no lo matara, Antón Llamoso
pasó una semana en la cama con la cabeza vendada y los ojos hinchados,
no asomó por la escuela en mucho tiempo, dejó de hablarme hasta el
día de San Miguel, para las fiestas se le habían olvidado los porrazos,
no es rencoroso, volvimos a ser amigos, él sabe tocar el tamboril y yo la
alboka. Cada día se vuelve más adicto a mis palabras, yo le explico los
milagros que él no entiende, por ejemplo, el nacimiento de un nuevo
mundo hace apenas cuarenta años, tal como tú me los explicas a mí,
tío Julián.
— No sigas bebiendo, Antón Llamoso, que estás borracho como siete
cubas — le digo yo.
Lo amosca algún tanto mi reproche, no se considera borracho, paga
los vinos con mano brusca, luego grita:
— ¡Te invito a tirar putas al río, Lope de Aguirre! — y se echa a reír.
— jVamos! — le respondo yo para asombro suyo, y salgo con resueltos
pasos de la taberna, él me sigue.
Las dos congregaciones de este mundo que yo aborrezco con mayor
desprecio son las putas y los franceses. Los franceses porque pecan de
avarientos, mezquinos y usureros. Llegan a Oñate a hacer dinero, no
importa cómo, las monedas van a parar primero al relleno de los colcho­
nes, seguidamente a Francia. En cuanto a las putas, tío Julián, no alcanzo
a traducir en palabras los fundamentos de mi aversión, pero válgame
Dios que las odio. La sola ordenanza saludable que ha dictado nuestro
alcalde mayor es aquella que impone “diez días de cárcel a quien le
preste albergue en su casa a una mujer vagamunda”.
La casa de mancebía se distingue por su farol lacrimoso, allá al final
desolado de la calle más funeraria de la ciudad. El aldabón es una cabeza
de jabalí con los colmillos en guardia. Antón Llamoso está descarada­
mente borracho, el vino lo embrutece más de lo común, es más prudente
que él no hable.
— El barco es de mi hermano Esteban, la noche está linda con tantas
estrellas, el río parece de cristal, os convidamos a navegar — digo yo.
Las dos mujeres son vizcaínas, de Bermeo, quizá pescadoras desampa­
radas por sus maridos, no zorras propiamente dichas. La más corpulenta
despliega ancas de yegua percherona, le corresponde a Antón Llamoso.
La pequeña tiene hocico de sardina, habla a griticos de gorrión, huele
a guiso de mariscos, camina a mi lado sin muestras de embeleso.
A la orilla del Olabarrietá está amarrado el barco. ¡Qué va a ser de mi
hermano Esteban!, ¡sabe Dios de quién será!, Antón Llamoso sube el pri­
mero y tiende las manos nazarenamente a las dos magdalenas, yo subo
el último y empuño los remos, hago avanzar el barco en zig-zag hasta
situarlo en la mitad de la corriente.
Nuestras incautas convidadas no llegan a contemplar el cristal del río,
ni a disfrutar la luz de las estrellas. Antón Llamoso empuja con ambas
manos a la percherona, las inmensas nalgas retumban en el agua y elevan
un torbellino de huracán. Sobre la marcha acuna entre sus brazos a la
pequeña como niña de teta y la deja caer tiernamente en el río. Las
putas saben nadar, son de Bermeo, no corren riesgo de ahogamiento. La
giganta ha logrado asirse al filo del borde izquierdo, le magullo una y
otra vez los nudillos con el remo, golpe a golpe la fuerzo a zambullirse
de nuevo, ¡ballenaza! La otra, mi sardinita, sentada en el barro de la
orilla, entrevera gimoteos de tonta con imprecaciones de arpía.
Allí las dejamos, empapadas, enronquecidas, infelices. A las primeras
casas de Oñate, Antón Llamoso se detiene a orinar sobre la melena de
piedra del león de la fuente.
— ¡Qué linda fiesta, Lope de Aguirre! — dice, y se echa a reír.
En el entierro del padre se habla solamente de las Indias, del mundo de
Cristóbal Colón, del colosal arcano desflorado por tres carabelas españo­
las. El padre está tendido en su ataúd de madera; una madera tan fresca
que huele a árbol, no a cajón de difunto. Su perfil duro y afilado de
garifalte emerge como un cuchillo de los blancos rasos femeniles que lo
arrebujan. No parece muerto sino ensimismado, aunque la verdad es que
en vida nunca malgastó su tiempo en pensar: gruñía y trabajaba. Primero
fue leñador. Al final no pudo con los inmensos árboles. Se resignaba a
barbechar la tierra, volear la semilla, guadañar el trigo.
El padre era un viejo terco y áspero. Sacudió garrotazos sobre los lomos
de los dos hijos hasta que cumplieron dieciséis años; mucho más duro
j le daba a Lope el pequeño que a Esteban el mayor. Motivos para rom­
perles las costillas los había: arrojaban cacerolas de agua hirviente a los
mendigos, enlazaban el gato de la señora Micaela y ahorcado lo izaban
a la rama más alta del haya más propicia, arrancaban por la noche dos
tablones al puente de Zubicoa que habrían de cruzar las recuas en la
madrugada, criaban alacranes para esparcirlos luego en los camastros de
las viejas santeras, una vez le untaron de mierda los hábitos al padre
Calixto.
Nadie habla sino de las Indias, ninguno presta atención a los latines
de fray Pedro Mártir, ni al llanto circunspecto de la madre, ni a la lluvia
que cae reposadamente sobre el patio. Al sonar la campana de las cuatro
el tío Julián y otro viejo enlutado se acercan al difunto, Esteban y Lope
de Aguirre también se acercan, lo llevarán en hombros hasta el cemente­
rio que queda a no muchas varas de la casa. Adosada al portal del campo­
santo, una ermita se dirige a Dios por medio de plegarias escritas en sus
muros. En el sendero que conduce a las tumbas exaltan el morir dos
cruces de nogal en cuyos brazos el artista talló cráneos, fémures y suda­
rios. Entierran el cajón sin aspavientos, fray Pedro Mártir asperge con
agua bendita los terrones mojados por la lluvia, regresan en silencio y
cabizbajos, cuarenta hombres caminan paso a paso bajo los goterones, al
cruzar una esquina vuelven a hablar de las Indias, de los conquistadores,
del oro. En el país vasco, en España, en todo el viejo mundo no se
habla de otra cosa.
f r a y p e d r o m á r t i r (de la Orden de Santo Domingo, natural de Segovia, confesor de la familia): — Vete a las Indias, Lope de Aguirre. Nues­
tra España es un pueblo elegido por Dios para preservar los bastiones
de su doctrina, para batallar sin tregua contra la herejía y el paganismo.
Más de siete siglos, desde Pelayo hasta Fernando, nos hartamos de com­
batir con armas y Con puños y con dientes para librar al león ibérico de
la coyunda musulmana, para arrojar de nuestro suelo a su Alá falso y a
sus califas embusteros.
d o n m i g ü e l d e u r i b a r r i (mi padrino de bautizo, propietario de ye­
serías y molinos de trigo): — Vete a las Indias, ahijado. En sus mares
se encuentran perlas del grueso de una nuez y en sus cerros esmeraldas
del tamaño de una manzana. Hay ciudades techadas con bóvedas de
plata, donde el agua se bebe en cántaros de ágata y los niños juegan
con aros de turquesa.
m i t í o j u l i á n (tejedor de quimeras, lector de libros de caballería y
maestro de escuela): — Vete a las Indias, hijo mío. No son mentiras
las hazañas de los Amadises y los Galaores que eternamente habíamos
tenido por invenciones. Ni son patrañas las proezas griegas y romanas
que glosan los trovadores. Ni son fantasías los mundos fabulosos que mi­
ramos cuando soñamos. En las Indias los ríos y los lagos semejan encar­
celados mares de agua dulce de cuyas profundidades ascienden en la noche
hidras de muchas cabezas que resoplan llamaradas por sus muchas narices.
ju a n is c a
g a r i b a y (en Aránzazu, cuando se callan las esquilas):
— Vete a las Indias, nere maitia. T ú no naciste para segundón; no nacis­
te para casarte conmigo ni con alguna otra muchacha de estas caserías,
no naciste para que el lugar de tu nacimiento te pasmara el vuelo.
f r a y p e d r o m á r t i r (como si estuviera en el pulpito): — Vete a las
Indias, Lope de Aguirre. Hemos echado de nuestro territorio a los judíos
para preservarnos de sus cánticos anticristianos y de su sabiduría maligna.
Nadie con tanta fuerza como la nuestra ha descargado el brazo de la
Santa Inquisición para castigar sin contemplaciones los desvíos de la fe
y las ofensas al Sumo Pontífice. No tardaremos en humillar la soberbia
de los Solimanes y Barbarrojas que amenazan otra vez a la cristiandad
con el poderío nefando del Islam. Borraremos de las páginas de la his­
toria, por los siglos de los siglos, el nombre de Martín Lutero, injerto
de Caín y Belcebú que predica la división de nuestra Iglesia y el que­
brantamiento de nuestros símbolos.
m i p a d r i n o d o n m i g u e l d e u r i b a r r i (apartando los ojos de un
grueso libro azul marino donde lleva las cuentas): — Vete a las Indias,
ahijado. En las Indias hay comarcas sin límites donde se siembra la caña
de azúcar, el algodón, el índigo; y la tierra te devuelve mil veces tus
sudores. Hay rebaños de indios que te son dados en propiedad para pre­
miar tus servicios al Rey, y que trabajan noche y día para acrecentar tu
hacienda. Y, refulgiendo por sobre todas las cosas, hay oro. No el oro
brujo de los alquimistas, ni el oro que fabrican los judíos y los catalanes
en sus cazuelas, sino oro verdadero, aquel que Dios puso entre los pliegues
de la gleba para que los hombres se aprovecharan de él. Templos de oro
macizo, príncipes que se bañan en polvos de oro, pesados collares de
oro que los indios te truecan por un espejo.
m i t í o j u l i á n d e a r a o z (los ojos fijos en la quietud del río donde
ha hundido su cordel, las manos rígidas en espera del estremecimiento):
— Vete a las Indias, hijo mío. En las Indias hay sirenas emplumadas que
seducen al viajero con endulzadas melodías, y amazonas bravias que vio­
lan todas las noches a sus presos. Hay águilas fantasmales que trasladan
al hombre entre sus garras hasta los despeñaderos nevados donde anidan
sus polluelos, y mariposas inmensas cuyas alas azules ocultan la luz del
sol. Hay árboles que al herirlos derraman manantiales de zumo perfuma­
do, y hojas que al humearlas producen apariciones más tentadoras que
las de San Antonio, y cactos que destilan un vino transparente y embria­
gador.
ju a n is c a
g a r i b a y (recostada al panal que trepa por las paredes,
arrancando las uvas más gruesas de un racimo oscuro, sin volverse a
mirarme): — Vete a las Indias, nere bizia. Nadie lo sabe, tan sólo yo lo
sé, lo que esconde ese pequeño cuerpo tuyo cuya poquedad tanto te
desvela. Caballero andante, héroe, conquistador, caudillo, gran rebelde,
todas esas cosas habrás de ser.
f r a y p e d r o m á r t i r (solemne, predicador, al pie de una imagen de
mármol de San Miguel Arcángel): — Vete a las Indias, Lope de Aguirre.
En la hora presente Dios Todopoderoso nos ha confiado la más sublime
de las misiones, la de cristianizar un mundo desconocido donde nacen
y mueren millones de seres extraños, nubes de indios bárbaros que aún
no se sabe por cierto si tienen almas racionales. Mas, si por ventura las
tienen, es indubitable deber nuestro el salvarlas del fuego eterno, acarrear­
las al seno del Señor por obra y gracia de la mano gloriosa de nuestros
guerreros y del verbo esclarecedor de nuestra Iglesia. Vete a las Indias,
Lope de Aguirre, y reclama tu parte en el destino que a nuestra raza le
ha trazado el Ser Supremo.
m i p a d r i n o d o n m i g u e l d e u r i b a r r i (su voz sobrepiíja los rezos y
murmureos de las mujeres de la casa): — Vete a las Indias, ahijado. Aquí
en Oñate no pasarás de yegüerizo o clavetero, la vida se te consumirá
forjando lanzas y curtiendo cueros, te morirás sentado junto a la chime­
nea con un perro dormitando a tus pies, igual que todos se han muerto
y seguiremos muriéndonos en esta aldea. Vete a las Indias, ahijado, y
vuelve mañana a Oñate convertido en poderoso, trayendo por bagaje gran­
des cofres atestados de doblones de oro y aderezos de plata.
m i t í o j u l i á n d e a r a o z (apuntando con su garrote hacia la puesta
del sol): — Vete a las Indias, hijo mío. En las Indias hay enanos chicos
como dedales que se baten a flechazos con los escorpiones, y gigantes que
arrancan de cuajo los enormes árboles y se los echan al hombro como
rastrojos. Hay un elíxir blanco como la leche que el beberlo devuelve a
los viejos la inaccesible juventud, y vírgenes color de la canela que corren
desnudas por las playas al encuentro de los conquistadores.
j u a n i s c a g a r i b a y (con los ojos cerrados): — Vete a las Indias, nere
biotza. De tu nombre harán mención los libros más allá de tus nietos.
Durante no poco tiempo, pongamos un año, Lope de Aguirre malba­
rató las suelas de sus zapatos en callejas y avenidas, se cruzaba de día
y de noche con frailes enfermos que pedían limosna y rezaban credos
innecesarios. A Sevilla lo trajeron las aguas del Guadalquivir, pasajero
de mogollón en una balsa cimbrada por un cargamento de melones, mem­
brillos y zamboas. Lope de Aguirre dormía de espaldas sobre los tablo­
nes, si no dormía contaba resignadamente las estrellas, escuchaba la voz
desgastada del otro vagabundo, un viejo asturiano que recitaba romances
de desengaño y muerte. Lope de Aguirre descendió una mañana de mayo
en un muelle escarchado de colorines y gritos, rebosado de gente deslen­
guada y mentirosa, los perros ladraban con acompañamiento de guitarra,
Sevilla era un oleaje de cantos y pregones, dogaresa del trigo, sultana
del aceite, emperatriz del vino. Lope de Aguirre fue a dar consigo en un
corral de vecinos administrado por una guipuzcoana de Vergara, un
patio inmenso cercado por cuartuchos lúgubres, el más oscuro era el suyo.
Por las noches todos los recintos se apareaban en tinieblas, dependían de
un candil macilento que se repetía en uno y otro aparador. Lope de Agui­
rre se alejaba de su zahúrda al brote del alba, recorría las mismas calles
de ayer, rezongaba las mismas maldiciones, se aferraba al mismo pensa­
miento. La mañana se llenaba pronto de soldados, mendigos, estudiantes,
balandranes, togas, cofias, mantillas y abanicos. Lope de Aguirre se enca­
minaba tercamente hacia la Casa de la Contratación, allí se constituían
las flotas, se anotaban los nombres de los aspirantes, se otorgaban licen­
cias, se recaudaban impuestos, se repartían herencias, se sentenciaban
juicios, se daban lecciones de pilotaje, en todos sus rincones se hablaba
sin parar de las Indias. La Casa de la Contratación era un almacén espa­
cioso y descolorido levantado a cierta distancia de La Giralda, lejos de su
portal florecían las azaleas del río. Si lograbas esquivar las preguntas
impertinentes del cancerbero entrabas a un corredor^ empedrado, en su
extremo izquierdo resplandecía una fuente encostrada de azulejos, en el
derecho cavilaba un pozo con brocal de mármol. Las dos plantas inte­
riores del edificio eran salas anegadas de pergaminos y libracos, guaridas
de ratones y cucarachas, cubiles de contadores y escribientes, desembar­
cadero de solicitantes e intrusos. Entraban y salían, subían y bajaban las
escaleras personajes de diversa estofa y ánimo, éste suplicaba noticias del
hermano desaparecido en La Florida, este otro deseaba comprar perlas
de la Margarita. Tú te embriagabas de sueños el lunes, te descorazonabas
el miércoles, te exasperabas el viernes, los cagatintas te aconsejaban vol­
ver la semana siguiente o te pedían una fianza que no podías alcanzar,
don Rodrigo Durán te ofrecía plaza de labrador en Tierra Firme, tú le
respondías que no eras labrador sino soldado, enfrente estaba la iglesia
de Santa Isabel pero nunca se te ocurrió a la mente entrar a rezar en
ella. Sevilla era una floreciente ciudad, el fénix del orbe, la reina del
océano, olorosa a azahares y a vino moscatel, reflejada en los espejos
de un río que tan sólo para mirarla había bajado de las montañas. Tú,
Lope de Aguirre, morabas en un corral de vecinos, dormías en el más
mugriento arrabal de Triana, para volver a tu casa era inevitable saltar
por sobre basureros y gatos muertos, abrirse paso por entre nieblas de
pestilencia y llantos de mendigos, apartar brutalmente a los enfermos rea­
les y ficticios que te cerraban el camino, la Casa de la Contratación archi­
vaba cuidadosamente tus solicitudes y tus imprecaciones, al final se te
consumió la paciencia y te fuiste a vivir con los gitanos.
De cómo vine a compartir tienda con los gitanos, sin tener una gota de
su sangre, es historia derivada del loco azar. El viejo tratante se metió
de rondón en el patio con un jamelgo de las bridas, pretendía venderlo
a un precio inmerecido, mintió cuando dijo la edad del animal, mintió
cuando ponderó su alcurnia, mintió cuando juró que tenía los huesos
intactos. Aquél era un matalote con las rodillas quebradas, las paletas
se le salían del cuero, le eché más de quince años de sufrimientos. El
tratante infirió de mi aspecto que yo no disponía de blanca para com­
prarlo, sospechó en mi mirada que mi natural malicioso me aconsejaba
no creerle, incluso descubrió que yo entendía demasiado de caballos.
Pero no me entremetí cuando se lo ofreció en venta a uno de mis veci­
nos, un portugués tacaño y ceremonioso, más todavía, lo ayudé a con­
certar el negocio, apoyé sus embustes con aprobaciones de cabeza. El
gitano y yo pasamos del entendimiento a la amistad, se llama Tomás
pero lo mientan el Tordillo, yo estaba harto de aquel miserable corral
de vecinos, ahíto de la Casa de la Contratación que me daba cada día
con el portón en las narices, le propuse al Tordillo irme a vivir con ellos
y sus caballos, el gitano no salía de su asombro en oyendo a un cristiano
hijodalgo y vascongado hablar de ese modo, le caí en gracia aunque ca­
rezco de ella, dijo que no me arrendaba la ganancia mas complació mis
pretensiones.
Tal como me saben a hiel los franceses y los andaluces, me endulzan
el alma los gitanos. No se afane vuestra merced en replicarme que son
ladrones porque ya lo sé. Mas admita en descargo vuestra merced que
para ellos el robo no es un delito sino un medio de ganarse la vida,
una profesión, y ninguna profesión es pecado, salvo la putería. De igual
manera, matar a un semejante es un crimen, pero si quien lo mata es
un soldado en guerra o en misión, ha cometido la dicha culpa por hacer
su oficio y Dios lo perdona. El primer trabajo que me propuso mi amigo
gitano fue el de robar en su compañía, y aunque el no hurtar es uno
de los mandamientos capitales que recibió Moisés en el Sinaí, fui con el
Tordillo de buen grado hasta el zaquizamí de un judío usurero, donde
él apañó dos escudos de oro y no sé cuántos maravedís, en tanto que yo
vigilaba los contornos a modo de centinela. Y si me negué porfiadamente
a acompañarlo una segunda vez, no fue sólo por prescripción religiosa
sino porque a los vascos, aunque luzca vanaglorioso el decirlo, no nos hace
placer el dinero robado.
Tampoco arguya vuestra merced que los gitanos son aficionados al
amor incestuoso pues también lo sé. Admiten el incesto, no lo niego,
mas repudian el adulterio, y en esto sí se ciñen a los códigos del Antiguo
Testamento. La ley de Dios nos prohíbe codiciar la mujer de nuestro pró­
jimo, José puso los pies en polvorosa para no darle gusto a la de Putifar,
pero en ningún capítulo condenan el ayuntamiento con nuestras herma­
nas, ni con una parienta todavía más cercana y respetable. Hasta los
niños de doctrina saben y repiten que la raza humana habría desapareci­
do antes de llegar a su tercera generación si Caín, o tal vez Abel, o más
probable un tercer hijo de Adán llamado Set, hubieran tenido recato o
recelo de engendrar esa generación en el vientre materno, no existía otro.
La primera virtud que aprendí de los gitanos fue el sufrimiento, ya que
el amor a la libertad lo traía arraigado en el pecho desde Oñate. Mas el
que no está dispuesto a sobrellevar privaciones y a desafiar inclemencias,
ése corre el riesgo de desperdiciar su libertad. Se duerme sobre un col­
chón cuando hay colchón, mas si no lo hay se duerme sobre estera o en
parva, o no se duerme. Se come en mantel de posada cuando hay viandas
y vino, mas si no los hay se cena pan de hogaza y frutos que regala la
tierra, o no se cena. Se descansa el cuerpo cuando hay tiempo para des­
cansar y sombra dónde tumbarse, mas si no los hay se prosigue el camino
sin aliviar los hombros del peso que llevan. Los huesos en reposo se
enmohecen, las manos en reposo se amariconan, los ojos en reposo se enlagañan, la inteligencia en reposo se menoscaba. Camine vuestra merced
por campos y collados, duerma a cielo desnudo, tire la barra, baile zapa­
teado, trepe a los árboles, nade en el río, no se ablande con los aguaceros,
ni se derrita con los soles, ni se frunza con las nieves, todo eso me ense­
ñaron los gitanos.
También aprendí de ellos a domar caballos, trabajo para el cual no me
faltaba disposición. Había consumido mi mocedad a lomo de yegua, pas­
toreando entre Guezalka y Artia. Pero una cosa es montar caballo aman­
sado y otra muy diferente es domar al cerrero. Sepa vuestra merced que
este potro al cual me tocó echarle hoy la pierna no había sido nunca
cinchado hasta el día de anteayer. Una semana atrás llegó al campa­
mento, lo trajo a media noche el Tordillo, nadie sabe en qué cercado
ajeno lo descubrió. Al romper del alba iba yo a pasarle la mano por las
crines oscuras, le llevaba zanahorias y terrones de azúcar piedra, luego
el Tordillo me lo sujetaba y yo lo montaba en simulacro para que se
acostumbrara a mi peso. No le decía al Tordillo que lo soltara porque
aún lo sentía descomedido y follón, me lanzaría por tierra. Finalmente
le pedí hoy que nos dejara solos pues el potrillo había comenzado a con­
siderarme amigo suyo, casi me lo dijo. No crea vuestra merced que hay
caballos mañosos o resabiados de nacimiento, se desmandan así los mal
domados, los que no encontraron amansador que los entendiera. La doma
no es una prueba de fuerza, ni de coraje, sino un fruto de la astucia.
Al cabo de tres meses de andar entre los gitanos, ningún potro se me
alza de manos para tumbarme, ni se tira contra las palizadas para estre­
llarme, ni se me desboca chiflado por la llanura. En el arte de la doma
participan todos los miembros del cuerpo, la cintura para acompañar al
potrillo en sus impulsos, las manos y los brazos para mover las riendas
como es debido, las piernas para apretar las ijadas, los talones para man­
dar las órdenes, el grito de la boca para incitar a correr, el cerebro para
resolver las dificultades. Repare un poco más vuestra merced en este mor­
cillo, nadie diría que lo están desbraveciendo, ninguno pensaría que
un jinete lo está montando por primera vez.
Por último me enseñaron a servirme de la espada y la daga; el arca­
buz no es bastante para irse a las Indias, créamelo vuestra merced. El
gitano que me instruyó en la defensa propia calza más puntos que los
tratados de Pedro Muncio, aunque no los ha leído, no saber leer. A ese
mi profesor de las armas blancas lo llaman el Canónigo, irreverencias
de los gitanos, ¡válgame Dios! Me confió los secretos de su estocada maes­
tra, me forzó a repetir mil veces los movimientos del engaño hasta que
supe hacerlos por natural instinto. El Canónigo es un espadachín serio
y profundo, no pierde el tiempo en fantasías ni en floreos, su finalidad
no es deslumbrar al adversario sino herirlo mortalmente. Es conveniente
rasguñarle la frente, la sangre baja por los ojos y lo ciega, ya ciego es
más sencillo darle su merecido, dice el Canónigo. Lo principal es man­
tener la mirada fija en los ojos del contrario, adivinarle sus movimientos,
sus miedos, sus intenciones, dice el Canónigo.
Ninguno de esos conocimientos te servirá de algo, Lope de Aguirre,
mientras no te hayas puesto enfrente de un enemigo de carne y hueso.
Nadie sabe lo que vale con la espada en la mano hasta tanto no la use
para herir de verdad. Pelear por enseñanza, por ejercicio, por fiestas,
no es pelear. Cuando te juegues la vida en duelo por vez primera, cuan­
do entiendas que para salvarla hay que quitar de enmedio la del otro,
quiera Dios que en ese instante no te tiemble la mano.
Le juro a vuestra merced que no me tembló. La malaventura sucedió
en uno de los callejones de Triana que conducen al corral de vecinos
donde yo había vivido. De tarde en tarde me alejaba de mis gitanos y
entraba a Sevilla, a dar una vuelta a la Casa de la Contratación, e inda­
gar si había noticias sobre jornadas a las Indias. Por la noche me acercaba
al postigo de la guipuzcoana que manejaba el corral, era viuda por cierto,
algo agraciada pese al lunar de pelos que le hombreaba la mejilla, me
recibía con tiernos ojos. La buena mujer me hablaba en mi idioma, me
agasajaba con limonadas y malvasía, guardaba para mí copitas de vino
generoso y rosquillas hechas por manos de monjas, se arrellanaba luego
a contarme agudezas de su difunto esposo, suspiraba tiernamente, no
había otro remedio sino consolarla en una gran cama de cobertor y colcha
que ocupaba casi la mitad de su vivienda, y si saco a luz estos amorosos
pasatiempos es porque sin ellos no se explica lo que ocurrió después. Había
sido noche de visita a la viuda, ya mis pasos cruzaban una esquina y
se alejaban hacia el campamento, salió de las sombras un corchete medio
borracho, rompió a dar voces destempladas, sus gritos me acusaban de
ladrón y otras infamias. Quise persuadirlo con razones, no entraba en
mis propósitos una pendencia con comisarios ni cuadrilleros, el deslen­
guado se creció de ánimo interpretando como miedo mi cordura, añadió
la injuria de cobarde a las anteriores, se me anublaron los ojos, saqué
la espada sin olvidarme de la estocada maestra que me había enseñado el
Canónigo, cómo la iba a olvidar. Debo confesar a vuestra merced que
de repente me sentí más reposado que antes, se me aclararon los ojos,
el corchete comenzó a tirar sablazos desatentados, lo detuve fácilmente
con quites de mi espada, a dos por tres le apliqué la enseñanza más
aventajada del Canónigo, se derrumbó patas arriba en el empedrado sin
dejar de gritar como un endemoniado, se encomendaba al Apóstol San­
tiago y a Nuestra Señora de Guadalupe, ya no me llamaba ladrón sino
criminal. Le digo a vuestra merced que no tuve tiempo de limpiar el
acero, comenzaba a clarear una mañana sucia, me escurrí pegado a las
paredes, la gente despertada por los ayes del herido, se asomaba a puertas
y ventanas, el herido dejó de gritar, no creo que estuviera muerto del
todo, la espada le entró por el lado izquierdo del pecho, con un milagro
de la Virgen y quince puntos cirujanos podía curarse. ¿Creerá vuestra
merced si le digo que aquel raro accidente me trajo buena y no mala
fortuna? Cuatro días más tarde volví a Sevilla, nadie se refirió a la des­
ventura del corchete, nunca alcancé a saber si estaba vivo o muerto, en
la Casa de la Contratación me esperaba don Rodrigo Durán con precio­
sas noticias, le habían dado licencia para hacerse a la mar con sus galeo­
nes, embarcaría más de doscientos hombres, yo era uno de ellos.
¿Nombre? Lope de Aguirre. ¿Edad? Veintidós años. ¿Padres? Esteban de
Aguirre y Elvira de Araoz. ¿Barco que tomará? El San Antonio. ¿Puerto
de llegada? Cartagena de Indias. ¿Profesión? Labrador. Hube de decir la­
brador y no soldado ya que aquella navegación requería labradores y no
soldados.
El San Antonio zarpó de Sanlúcar de Barrameda el día doce de mayo
de mil quinientos treinta y cuatro, los torreones se perdieron de vista al
mediodía, castigaba las cabezas un sol indigno de la primavera. El San
Antonio formaba pareja con el San Francisco, éste se haría a la vela tres
horas más tarde. Eran dos curtidos veleros de estirpe veneciana, habían
dado tumbos por luengos años en aguas mediterráneas, transportando
mercaderías cristianas y huyendo de las galeras moras. El contador anda­
luz Rodrigo Durán los compró en Nápóles a precio de desecho, les mandó
dar una mano de pintura gris para volverlos más tristes, los destinó para
comerciar con el Nuevo Mundo, podían llegar o no llegar. El San Anto­
nio era una carraca de ciento cincuenta toneladas de carga y más de
doscientos seres vivientes a bordo: el propietario don Rodrigo Durán que
era el jefe en tierra, el piloto que era el jefe en alta mar, el contramaestre,
los marineros, los grumetes, el mayordomo, el cocinero, el carpintero, el
tonelero, el barbero que presumía también de médico, el boticario, los
escribanos, los soldados, los veedores, los clérigos, las monjas, los labra­
dores con sus correspondientes labradoras, las ovejas, los cerdos, las aves
de corral y yo, Lope de Aguirre. En cuanto al fardaje inanimado, estaba
compuesto por pellejos de aceite y panzudos barriles de vino, un rimero
de cajas de variado contenido no adivinable, amén del bagaje de los
pasajeros que incluía desde las camas para dormir en el Nuevo Mundo
hasta los jamones y galletas para alimentarse en la travesía. Apenas que­
daba sitio donde tenderse a dormir, donde hincarse a rezar el rosario,
donde arrinconarse a desahogar las necesidades del cuerpo.
La pesadumbre se agravó cuando comenzó a corcovear el barco y a
marearse la gente que en su mayoría no era marinera ni siquiera de río.
La primera en vomitar fue una de las labradoras, había comido chorizos,
la siguió uno de los clérigos conmovido y contagiado del lastimoso espec­
táculo, nadie se contuvo de allí adelante, había que caminar por sobre
aquellas gelatinas, era forzoso respirar aquellas agrias fetideces, yo no
vomité por pura tozudez oñatiarra. Para mayor desgracia el agua dulce
se repartía en raciones de medio azumbre diario, a ninguno le sobraba
para lavarse, los malos olores desfiguraban encarnizadamente el aroma
lozano del mar. Sin contar los plañidos y los arrepentimientos, la cobardía
que también huele pésimo. La mitad de los pasajeros maldecía su volun­
tario destino, aquel viaje era un suplicio más insoportable que la conde­
nación eterna, quién nos mandaría a montarnos en este caballo loco de
madera que llaman malamente galeón, de las Canarias nos devolveremos
a España, juramos por todos los santos que de Tenerife no pasaremos.
Aunque lo histórico es que en desembarcando en la Gomera todos reco­
braron la alegría de vivir, la color retornó a los carrillos de los pálidos,
los bodegones de la isla olían a queso y embutidos, nadie se acordaba de
los vómitos, nadie renegaba de los piojos que nos habían martirizado,
se hablaba otra vez de las Indias con arrebatado pensamiento y codicia
y afán de gloria. Inclusive sor Eduvigis, la que se desmayó tres veces en
la cubierta, la pobre soñaba con llegar a ser madre superiora de un fabu­
loso convento en la Española, todos creimos que iba a morirse en mitad
del tercer éxtasis, uno de los frailes la confesó bajo el parpadeo de las
estrellas, le untó los santos óleos al rayar el sol, parecía inevitable que
arrojáramos su robusto cadáver al agua, inclusive sor Eduvigis descendió
por sus propios pasos a tierra y rezó una salve con voz milagrosamente
restaurada.
De la Gomera al Nuevo Mundo las calamidades fueron las mismas y
más prolongadas, mas ahora nadie les prestaba atención. La ensoñación
de las Indias arrebozaba la miseria y la suciedad con un extraño velo, las
bocas dejaron de vomitar y blasfemar, salieron a relucir las vihuelas,
compitieron entre sí las canciones regionales, brotaron de las arquillas
las barajas y los dados, se pasearon de mano en mano las garrafas de vino.
Ni el canto ni el juego son debilidades mías, aunque nunca he ocultado
que me place beber lo necesario. A la luz de una botella de clarete me hice
casi amigo de un escribano o rábula que viajaba a las Indias por segunda
vez, de la primera no logró volver rico porque se lo impidieron unos bu­
bones deshonestamente adquiridos, otra suerte le vendría en este nuevo
intento, el gobernador de Calamar o Cartagena don Pedro de Heredia
era su compadre de sacramento, le abrirá los oídos a todas sus peticiones,
vuestra merced obtendrá sin dilación la plaza de soldado que ambiciona,
me dijo. También me prestó un libro de caballerías, impreso en Sala­
manca y titulado “Tirante el Blanco”, que leí por lo menos tres veces pues
ninguna otra cosa podía hacer salvo cansarme los ojos de tanto mirar el
mar. Era un mar tan inmenso, tan abandonado, tan espejo del de ayer y
del de mañana que mi mente comenzó a desear una tempestad que lo
transformara en un mar distinto, tempestad que afortunadamente nunca
vino. Una tarde se encendió frente a nosotros el cielo del poniente, no
en quietas nubes rojas sino en llamas que ondeaban como látigos, a mí
me pareció una gran ciudad que ardía hasta sus cimientos, sor Eduvigis
por su parte creyó avanzar hacia el purgatorio, quizás hacia el infierno,
se alzó de su colchón como los muertos del Apocalipsis, [Aplaca Señor
tu ira!, jTen misericordia de nosotros!, el contramaestre la apaciguó con
un trago de aguardiente puro. Al día siguiente del fementido incendio
sepultóse nuestro barco en una niebla espesa, algodón impalpable que
borró los verdes del mar y los azules del cielo, navegamos horas y
horas en medio de aquel encaje tibio que nos envolvía como un claustro
materno, al salir de él refulgía en las alturas un sol estruendoso, una
hoguera viva que nos cercaba y que amenazaba extenderse a las maderas
del barco, no se quemaron las maderas pero sí el trigo que llevábamos,
murieron acezantes tres ovejas, jamás azotó mi piel calor igual, me doble­
gué vencido por una fiebre de acero y brasas, la frente me ardía en llamas
como boca de fragua, entendí que había cruzado la raya de la locura pero
nada dije, me acurruqué inmóvil y callado entre dos fardos. San Miguel
descendió implacable de los cielos para alancear una vez más a Lucifer,
lo oí saltar del mástil más alto a los maderos de la quilla, lo vi conver­
tirse en furibundo mascarón de proa, Satanás aterrado no se atrevía a
asomar la cabeza de las aguas. Después el cielo se puso cristalino, los
latidos de mi corazón recuperaron su sosiego, San Miguel levantó un
vuelo majestuoso y triunfal, en su lugar aparecieron bandadas de pája­
ros, pardeles, grajos, rabos de junco, pelícanos, gaviotas, alcatraces y algu­
nos de un verdor desconocido, los mismos que le dieron la bienvenida
a Cristóbal Colón en su primer viaje. De improviso se dibujó a lo lejos
una mancha parda, enmudecidos vimos acercarse poco a poco los garaba­
tos de los palmares y el gris salvaje de las rocas, era la Deseada, semilla
del Nuevo Mundo.
(CARTA DEL SARGENTO Lope de Aguirre a Don Carlos
invencible, por la divina clemencia Emperador semperaugusto,
rey de Alemania, por la misma gracia rey de Castilla, de
Aragón, de León, de Navarra, de Galicia, de Toledo, dé
Sevilla, de Córdova, de los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar, de Granada, de Jaén, de Murcia, de Valencia, de Mallorcas, de Cerdeña, de Córcega, de las dos Sicilias, de Jerusalem,
de las Islas ¿le Canaria, de las Islas Indias y Tierra Firme
del Mar Océano, archiduque de Austria, duque de Borgoña
y de Brabante y de Milán, marqués de Oristán y de Goziano,
duque de Atenas y de Neopatria y de Rosellón, señor de Viz­
caya y de Molina, conde de Elandes y de Tirol y de Barce­
lona, etc., etc.).
“Cristianísimo y poderosísimo Señor:
“Me llamo Lope de Aguirre y hace diez y seis años me hice a la mar en
el puerto de San Lúcar de Barrameda, acarreando en lugar de bagaje el
propósito de servir a Vuestra sacra real católica Majestad, bien dispuesto
a consumir la vida si fuese menester por darle mayor gloria a España,
solícito por ser parte en descubrimientos que sumaran más ríos y penín­
sulas a los dominios de Vuestra Majestad, afanado por aprisionar indios
bárbaros que en el cautiverio sintiéranse libertados de sus malignos demo­
nios y se abrazaran con deleite a la fe de Cristo. Erame yo para estos
tiempos un mancebo pequeño en la estatura aunque gigante en ansias,
nunca ansias de riqueza y hacienda que a la postre son manjares que envi­
lecen, sino de gloria y batallas que tras dello se nace cuando se sabe
nacer.
’’Esta carta o desfogue del ánima que, Dios mediante nunca habrá de
llegar a las excelsas manos de Vuestra Majestad, tantos son la distancia
y más los impedimentos que estiéndense entrellas y las mías, se la escri­
be a Vuestra Majestad el menor de todos sus servidores, un soldado vas­
congado entristecido por la melancolía de corazón que se siente en el
Cuzco al apagarse la tarde y que fuérzame a ventear los recuerdos, pues
sería pernicioso yerro dejarlos a morir enconados adentro.
”En mucho lastimóme, Emperador augusto, que no fuera el encargo
de librar combates para engrandecer los límites del reino de España, la
suerte que me cupo al poner pie en Cartagena y alistarme de soldado,
sino la inominiosa bellaquería de allanar sepulturas de indios con la
intención de hurtar a los difuntos las jicaras de oro y los macizos ídolos
de lo mesmo que sus parientes habían enterrado por debajo dellos. En
tales correrías fatigaba por entero sus tropas don Pedro de Heredia, a la
sazón gobernador de Cartagena y capitán nuestro, y placíale más la per­
tenencia del oro que la misericordia de Dios. Y héteme allí a este hervo­
roso y mínimo servidor de Vuestra Majestad enmudeciendo sus sueños
de conquista; trastrocado de guerrero en profanador de cementerios,
sacrilegio éste que la Santa Inquisición castiga con sus rigurosas hogue­
ras; arrebatándole el reposo a las mal aventuradas almas de los indios, y
digo esto último de las almas porque su facultad de seres humanos se
las concede, ansí un fraile de Murcia que entre nosotros andaba ponía
a Dios por testigo de que no las han. Tan contumaces y deprimentes se
volvieron las codicias de don Pedro de Heredia y de su hermano Alfonso
que por mucho ardorosas que fuesen nuestras guazábaras con los indios,
hartéme al cabo de vagar por medio del Cenú, el Pancenú y el Fincenú,
hurgando esqueletos y soplando calaveras, tanto que escogí zafarme del
real en compañía del capitán Francisco César, un cordobés bravoso y
arriscado como no hubo otro. Deste modo fuimos a dar con nuestros
cuerpos en Castilla del Oro, y el gobernador Barrionuevo nos acogió con
su beneplácito, pues tampoco a él caíale en gracia la viciosa avaricia de
los Heredia.
"Aventuras y malas venturas en gran suma hube de encarar en la
dicha Castilla del Oro y en Veragua, lugares adonde los naturales ado­
raban al tigre sanguinario, que en la creencia dellos era una horrorosa
bestia amarilla maculada de negro y armada de luengos colmillos, y
adoraban al par a la diosa Dabaida, que en la creencia dellos era una
dama pulcra y hermosa, en cuyos templos decíase que brillaba oro muy
fino y bueno en demasía. El gobernador de Panamá don Francisco de
Barrionuevo empederníase en la imposible empresa de juntar las aguas
del inmenso mar descubierto por Núñez de Balboa con las otras aguas
descomunales del mar Océano de Colón, hazaña milagrosa y descabellada
que solamente la portentosa mano de Dios alcanzaría a coronar. Mas el
dicho gobernador hízome resbalar en su mesmo desvarío y meses enteros
caminé por en medio de salvajes selvas y despeñaderos; las tinieblosas
serranías del Darién lleváronme a olvidar los rayos del sol; atravesé cié­
nagas verdes de cuyo barro vuelan al cielo muchedumbres de mosquitos
y manan fiebres pestíferas; arrostré la mordedura de venenosas víboras
y de esotras serpientes infernales que llevan campanillas en la cola;
curtíme trepando torrentosas corrientes, subido a balsas, piraguas y ber­
gantines; en dos trances estuve en un negro de uña de servir de manjar
a los tramposos caimanes; entristecióme por de dentro el lamento de
pájaros agoreros que parecían plañir mi sentencia de muerte; y hube
menester de desafiar sin tregua ni descanso a las terribles flechas enher­
boladas de los indios, que atemorizan a los ánimos más constantes; y entre
mis brazos finaron tres de los nuestros soldados a quienes la ponzoña de
los dardos ennegreció la tez antes de traerles la muerte. Mezquinas mo­
nedas pesó en mi provecho la romana del veedor en pago y trueco de mis
esfuerzos, mas tuve en grande contento y honra el recebir al cabo de un
tiempo una real cédula otorgada en Valladolid por la cual se me hacía
merced de un regimiento en el Pirú, «en recompensa de sus servicios,
suficiencia y habilidad», que deste modo rezaba el escripto. Vuelto agora
regidor lleguéme a esta tierra del Cuzco, que es muy sin comparación
un prodigio, y al pisarla me llenó su vista de alborozo tanto, que desde
luego perdí memoria de lo sufrido y bendije mil veces a Vuestra Majestad
y a Dios nuestro Señor.
’’Con ser como digo, no gané el reposo que tampoco buscaba en esta
parte la más fabulosa y ansímesmo la más conturbada del Nuevo Mundo.
Allende desto, pregúnteme yo, ¿dónde irá el buey que no are y el guerrero
que no contienda? En este Pirú soñábase a trochemoche por motivo de
las tierras de los Chunchos, tal como sospirábase en Panamá por el
Dabaibe, y en Quito por el país de la Canela, y en toda Tierra Firme
por el Dorado. Los indios platicaban no sé qué y sí sé qué: que pasados
los Chunchos se alzaba una ciudad cuyas plazas las empedraba el oro
en barras; que acá las vetas de plata empujaban por reventar las costuras
de la tierra; que acullá se abrían serenas praderas y ríos cristalinos que
diríanse espejos del paraíso terrenal. Tres veces encandelóme la ilusión
de los Chunchos y otras tantas partíme a conquistar indios y fundar pue­
blos en servicio de Vuestra Majestad, y de todas torné a mi casa desca­
labrado, tras haber sufrido por la cual causa los más crudos sinsabores
que al corazón humano cábele padecer. La primera entrada hícela en
seguimiento del griego Pero de Candía, y ningún provecho sacamos della,
salvo apartarnos cien veces del justo rumbo y nos perder enmedio de
las montañas más lóbregas de la tierra, y rescebir en las cabezas los lloveres más diluviales del firmamento, y nos ser forzoso abrir trocha con
hachas y machetes, y nos descolgar de precipicios valiéndonos de sogas que
aquí llámanse bejucos, y matar a unos pocos indios que su defensa no in­
tentaron, y tornarnos al Cuzco con las almas contritas, los pies abultados
y el lastimero cuerpo agujereado por las espinas.
’’Cuanto dije y aun mayormente dañosa fue mi segunda entrada a los
Chunchos, cumplida bajo el mando de Peranzures, el que llevaba como
segundo a Juan Antonio Palomino. Y aunque ambos eran de mancomún
ejercitados capitanes, y a la dicha jornada partiéronse más de trescientos
soldados españoles, amén de ocho mil gentes de servicio entre indios y
negros, mal provecho y ruin fortuna hubimos todos. Llovieron sobre
nuestras personas las más pésimas enemigas, y dellas la principalmente
pavorosa nos fue la hambre. Entremetidos en hondas y escuras serranías
acabamos nuestro bastimento; y no volvimos a divisar maíz ni yuca, ni
yerbas que pudiéranse chupar; y hubimos de matar a los nuestros caballos
uno tras otro, ante todas cosas por comernos su carne, y comernos luego
los cueros dellos, y las tripas y vergas viriles dellos, que nada dellos nos
repugnaba. Dende en adelante los indios y las indias dieron por morirse
a cada paso; y los indios vivos comíanse llorando de congoja a los indios
muertos, tanta era su hambre, y hube gran lástima dellos. Por añadidura
hubimos esta vez de guerrear con indios bárbaros que nos acarrearon
muchas muertes y heridas. De los indios y negros que en nuestra jornada
iban, acabaron vivientes apenas cuatro mil, por mejor decir la media par­
te de cuantos salieron del Cuzco; y entre los españoles fenecieron sus
vidas ciento cincuenta y cuatro, por mejor decir la mitad menos uno
de quienes empezamos la entrada, y ese uno de menos sospecho haber
sido yo, ¡Dios Todopoderoso sea bendito! Cuando tornamos a ir al poblado
del Cuzco, aquellos que alcanzamos a volver caíamosnos que no nos podía­
mos tener, y la gente sin nos reconocer nos tomaba por fantasmas de noso­
tros mesmos y juramos todos a una no adelantarnos ninguna otra vez a
los Chunchos por siempre jamás, amén.
”Mas quiso Dios hacerme irreducible de corazón, y no lo digo por va­
nagloriarme. Al punto y hora que se hartó mi hambre y sanaron mis
llagas, aprestóme a una tercera entrada al Sueste con Diego de Rojas, y
más allá de un grande lago fundamos una villa que llamóse La Plata,
y arribamos luego después al valle de Tarija. Y aunque destas jornadas
saqué nuevos quebrantos y calenturas, no me hice de rogar para partirme
a una cuarta entrada a las tierras del Sur, estotra bajo el mando Perálvarez
de Holguín. Mas aquesta vez no pasamos de Chuquiavo, parte adonde su­
pimos que los de Almagro habían matado en la Ciudad de los Reyes a don
Francisco Pizarro, y se nos convocaba a combatir en contra dellos. A
toda priesa nos volvimos al Cuzco, y rompióse de allí a poco en Chupas
una furiosa batalla, en la que el gobernador Vaca de Castro y los de
Pizarro vencieron y desbarataron a los de Almagro, y mi capitán Perál­
varez de Holguín perdió la vida en la contienda, y yo aparté mi persona
de estar en ella, no por el temor de topar mi muerte, miedo que nunca
me ha acogotado, sino por buenas razones que me amparan, como agora
verá Vuestra Majestad si prosigue en la fatiga de leer esta carta.
"Tenga Vuestra Majestad por historia verdadera que dende mi llegada
al Pirú, que yo entiendo como tierra la más manífica del orbe, se han
visto mis ojos obligados a presenciar las hazañas de los Pizarros y los
Almagros, y de aditamento las pendencias entrellos mesmos, porfía que
ha acabado por apartarlos deste mundo, tanto a los unos como a los otros.
Por cierto tengo que no lidiaban entre sí por afición a Vuestra Majestad,
ni por mayor gloria de España, sino por el apetito de oro que les movía
todos sus huesos. La entrada de Francisco Pizarro y Diego de Almagro
a estas comarcas de vuestro reino empezó con más señales de negocios
que de aventura, y sabido es de todos que los mercaderes y aprovechados
de la empresa quedáronse en Panamá en espera del beneficio, y es pú­
blico y notorio que armas y estipendios fueron préstamos anticipados
por cierto clérigo Luque que administraba los dineros de otro cierto
licenciado Espinosa, que ansí se llamaban dichos mercaderes. Otrosi, Pi­
zarro y Almagro no se miraban como compañeros de armas, sino más
bien con ojeriza de piratas rivales, de reojo y celando quien de entrellos
ordeñaba mayor plata de sus proezas. Tengo para mí que ningún cristiano
osaría negar que ambos a dos fueron conquistadores temerarios, y que
jugáronse la sangre una y cien veces en el cumplimiento de sus acciones,
aunque en aceptándolo, dígome yo, ¿cuál de los hombres cabales que de­
jaron casa y familia para partirse a las Indias, anda escurriendo la figura
al sufrimiento y la muerte? Ha dicho Vuestra Majestad en ilustre ocasión
que la grandeza del hombre ha menester de otras adiciones encima del
arrojo y la bravura, y eran a fe mía aquesas las prendas de que carecían
tanto los Pizarros como los Almagros. Absuelva Vuestra Majestad, altí­
simo y poderoso Emperador, mi ruda franqueza, en merced del mucho
amor que le tengo; mas debo decirle a Vuestra Majestad sin empacho al­
guno que nunca fueron ángeles de mi altar los Almagros ni los Pizarros,
y muy especialmente menos estos últimos, puesto que los Almagros si­
quiera derramaban los dineros que habían exprimido, en tanto los Piza­
rros los encofraban en arca de fierro, y desde luego perdían la llave, hasta
trocarse como se trocaron, en los hombres más ricos del Pirú, quizá de
todo el universo mundo. Ansímesmo, Pizarros y Almagros arrebataban
vidas humanas sin excusas ni razón, desenfrenaban una ferocidad que
volvíase en contra dellos mesmos y en entredicho del buen crédito de
Vuestra Majestad. ¿No fueron maldades superfluas las de escarnecer y
martirizar a los indios, si con deshazerlos : del oro bastaba y sobraba?
¿Qué privilegio se ganaba degollando al inca Atagualpa, tras haberlo for­
zado a dar rescate de tanta cuantía, si embiándolo cautivo a besar los
pies de Vuestra Majestad cumplíase obra más cristiana y de mayor lus­
tre? Tocóme a mí hallarme presente entre el corro de curiosos el día las­
timero en que Hernando Pizarro mandóles cortar las manos derechas a
seiscientos naturales en la plaza del Cuzco, dejando ansí con vida a seis­
cientos mancos enemigos de Vuestra Majestad; y igualmente tocóme el
infortunio de asistir al trance postrimero de no pequeño número de hom­
bres humanos llevados al tormento y al patíbulo. No es que me acobarde
el ánimo, serenísimo Rey y Emperador, el pensamiento de matar a un
semejante, que ningún cristiano está libre de hacerlo si es disposición
de la Providencia, mas también es cosa muy cierta que he visto pasar
diez y seis años sobrellevando con cordura vida trabajosa en el Nuevo
Mundo y hasta la luna desta noche no he dado muerte siniestra al pri­
mero, pues no cuento los enemigos que atravesó mi espada en la barahúnda de las guazábaras, ni esotros a quienes suprimieron en guerra las pelo­
tas de mi arcabuz; pues columbro y veo que los muertos en combate
no enturbian conciencias, que son muertos en defensa propia, o en honra
de las banderas de Vuestra Majestad, la que es causa de suyo más legí­
tima. Los libros dirán a los venideros siglos de cómo la superbia y la
codicia, tras levantar extremadas diferencias entrellos, movieron a los
Pizarros a acuchillar Almagros, y a los Almagros a apuñalar Pizarros, hasta
tanto los embiados de Vuestra Majestad borraron deste mundo al último
Almagro y al postrer Pizarro, avivados dichos embiados por el desinio
de redimir al Pirú y le devolver la paz a sus moradores.
’’Perdone Vuestra generosa Majestad mi atrevimiento y osadía, mas
no puedo dejar afuera desta torpe carta el mal concepto que tengo de
uno desos delegados reales, aquel ya mentado Gobernador y Juez que
apellídase Vaca de Castro, a quien Vuestra Majestad mandó con enco­
mienda de mediador justiciero, y con todo ésto tardó poco espacio en
desenvainar su banderiza afición a los Pizarros, y tras la batalla de Chupas
que alcanzó a vencer merced a la sapientísima habilidad militar de su
luciferino ayudante Francisco de Carvajal, no se sació con degollar a
Diego de Almagro el Joven, sino estúvose ahorcando de día y de noche
a los vencidos, que eran sin número, entrellos a mi paisano Pedro de
Oñate, y a Francisco de Mendíbar, y a demasiados vascongados más. De
tan aseado y pulido que era el magistrado Vaca de Castro, una vez que se
hubo bañado en sangre humana valióse de mil ardides para bañarse
en oro, y hizo de tendero cuando no de usurero, y amparóse en su cargo
para asentar monopolios y dañar competidores, y apoderóse de dineros
que pertenecían a la Real Audiencia: ¡cuánta justicia, cuánta misericor­
dia, cuánto desinterés el deste magistrado, que de Juez no había sino ape­
nas el diploma!
’’Entre aquellos Pizarros a fe mía que el más insufrible dellos fue el
muy famoso y engreído Gonzalo Pizarro, que tantos sobresaltos y que­
brantos produjo a Vuestra Majestad. Era de disposición gallarda y her­
moso de faz, y estirado de estatura, y rico hasta reventar por razón del
oro hurtado a los emperadores incas, y por las minas de plata de las que
se aprovechó en Potosí, y por la estorsión de legiones de indios que en
esas sus minas perecían. Empero el muy satisfecho Gonzalo Pizarro sin­
tióse de súbito aguijado por una fiebre rebelde que nunca lo había estre­
mecido antes, al haberse conocimiento en el Pirú de las Ordenanzas que
Vuestra Majestad había dado para aliviar la esclavitud a los indios, quitar
repartimientos a los encomenderos y ministradores, y vedar que a los
naturales se les consumiese en trabajo animal. Bien merecido desastre
sucedióle a la postre a ese fementido gran rebelde, que no excedió de
rebelde menguado, puesto que su alzamiento obedeció a las consejas y par­
las de los mercaderes de indios, y su alegato apadrinóse en la perfidia
de los Oidores, y le hizo a Vuestra Majestad la guerra al grito harto
prudente de “Viva el Rey” y no de “Muera el Rey”, que esto último le
atañía gritar a un rebelde verdadero, de no amendrentarle el castigo sin
perdones y el irse de cabeza al infierno.
”Muy altas y nobles razones asistieron a Vuestra Majestad al tiempo
de promover las susodichas Ordenanzas, y quiera Dios que venga a parar
en fábulas y mentiras lo que agora anda de boca en boca asegurando que
Vuestra Majestad halláse a la orilla del contradecirse dellas. Y de la
misma suerte disponga el Señor que jamás se arrepienta Vuestra Majestad
de haber embiado al Pirú con bastón de Visorrey, y con encargo de dejar
cumplidas las benignas Ordenanzas, al muy porfiado señor Blasco Núñez
de Vela, el más honrado y valiente capitán que Vuestra Majestad haya
admitido en su servicio. En contra de su esforzada voluntad de llevar
a buen puerto la misión que Vuestra Majestad habíale encomendado, de
nada valieron las mofas y las calumnias; por nada lo desasosegó que los
frailes más desalmados lo trataran de sátrapa, inepto, loco y desaforado;
de modo ninguno lo acobardó que Gonzalo Pizarro arrojase en contra
dél a sus innumerables seguidores bien proveídos de pelotas y pólvora;
ni un instante lo hicieron vacilar las desvergüenzas de los Oidores des­
honestos; él habíase embarcado en Andalucía bajo el mandato real de
poner en efecto las Ordenanzas, y en efecto las pondría sin miramientos,
ansí ocurrise que cada indio a quien devolvía la libertad significase un
paso suyo en seguimiento de Su propia muerte. No se encaminó cautelo­
samente a España a dar cuenta a Vuestra Majestad de las traiciones que
había sufrido; no renegó ni siquiera tibiamente de las Ordenanzas por
apaciguar a los avarientos amotinados; testarudo, levantó un flaco ejér­
cito con el propósito de oponerlo a sus crecidos enemigos, y dio en tierra
con su cuerpo combatiendo en contra dellos y le fue cortada la virtuosa
cabeza por manos ruines. Empedernidos, locos, ineptos como ése, debería
proveer de contino Vuestra Majestad por gobernadores de las Islas
Indias y la Tierra Firme del Mar Océano, que ello redundaría en encum­
bramiento de la nación española y en provisión de dignas lecciones a
bastantes ministros de Vuestra Majestad que han menester dellas.
"Tornando agora a las andanzas deste exiguo vasallo Lope de Aguirre,
tenga Vuestra Majestad por desnuda verdad, Rey y Señor, que en tanto
la pasión revoltosa derramóse por el Pirú, y los amos de haciendas y
estancias fuéronse a solaz y contento empós de las banderas de Gonzalo,
y Gonzalo fue entronizado y venerado como ídolo y gobernador destas
tierras, y festejáronse sus victorias en la Ciudad de los Reyes con alarde
de banquetes y juegos de toros que costaron al menos cuarenta mil du­
cados, yo, el soldado Lope de Aguirre, no hice de bufón en la farsa ni
me dejé socaliñar por el embeleco gonzalero; muy por el contrario, apre­
suróme en defender la perdida causa del malaventurado Visorrey, en
acompañamiento de Gabriel de Pernía, sargento obediente como yo a las
órdenes y providencias de Vuestra Majestad. Item más, tan presto como
el Visorrey fue despojado y enrejado por los perjuros Oidores, híceme
conjurado en una rebelión tejida para devolverle su libertad, y a un
cabello anduvimos de coronar con bien nuestra celada, que en feliz con­
secuencia hubiera parado, a no ser por el soplo de una de aquesas putillas
apasionadas, y perdidas por las prendas de Gonzalo Pizarro, ¡Dios la
confunda!, y si no me cortaron el pescuezo fue gracias a la diligencia del
capitán Lorenzo de Aldana; y no quedóme otro remedio que huir a
Cajamarca. Allí junté mis intenciones a las de Melchor Verdugo, que sin
ser propiamente un santo manteníase leal y fiel a Vuestra Majestad, y
desechaba las tentaciones que le tendían los tiranos para captar su
voluntad y guiarlo por caminos de inconstancias y revueltas. Hallándonos
en Cajamarca recebimos carta de Gonzalo Pizarro, que se desvelaba por
sumarnos a sus jornadas; empero, en lugar de prestarle oídas, Melchor
Verdugo y yo nos partimos a Trujillo; y en llegando a juntarnos rendimos
con sotileza y ardid la dicha ciudad, y la pronunciamos por plaza leal a
Vuestra Majestad; y al faltarnos fuerza para sostener el sitio, pues el
endemoniado Francisco Carvajal se nos venía encima con grande ejército,
cogimos en la playa un navio y en él nos hicimos a la mar cuarenta
soldados, entre los cuales andaba este humilde vasallo de Vuestra Ma­
jestad, promovido a sargento mayor; y fuimos a dar ancla en arenas de
Nicaragua, de modo ninguno en escurribanda asustada sino con el recio
ánimo de recoger hombres para volvernos al frente dellos al Pirú, a
guérrear contra él tirano ansí perdiéramos la vida en la demanda.
"Ansí como llegado hubimos al puerto de Realejo, nuestro fecho mayor
fue pelear y batir a las tropas que a reduzirnos embió el general Pedro
de Hinojosa, el que a la sazón hacía alarde de vanaglorioso parcial de
Pizarro y no habíase pasado todavía al campo de Vuestra Majestad como
juiciosamente hizo más tarde. En el discurso de nuestra peregrinación
nos tocaron en desgracia calamidades sin tasa, y atravesar comarcas nunca
antes caminadas por los hombres, y barquear ríos jamás antes navegados,
y desperdiciar descubrimientos quizá parejos a los que había hecho
primeramente Vasco Núñez de Balboa, y salir del lago de Nicaragua por
el río nombrado Desaguadero hasta caer en el Mar del Norte, y ocupar
á la fin la ciudad de Nombre de Dios, que en manos de los de Pizarro
andaba. Embió contra nosotros nuevas partidas el general Hinojosa, que
como queda dicho preciábase por entonces de ser enemigo de Vuestra
Majestad, y no es pulla, y nos vimos en el forzoso trance de incendiar y
quemar la ciudad, y luego abandonarla y tomar el rumbo de Cartagena.
”En Cartagena de Indias, adonde la fortuna quiso llevarnos, tuvimos
noticia del muy famoso prelado don Pedro de la Gasea, proveído por
Vuestra Majestad de todos los poderes terrenales, comisionado por la real
corona para humillar la erguida insolencia de Gonzalo Pizarro, y que
había arribado a Tierra Firme con mucha gana de dar cumplimiento a
ese mandato, mas no por virtud del brazo y del coraje, fortalezas en las
que Gonzalo solía mostrarse más superior, sino usando de la inteligencia
y la diplomacia, musas que a Gonzalo no le seguían juntas, y yo me
entiendo. A la casa del dicho esclarecido don Pedro de la Gasea, puesto
que era él representante legítimo de Vuestra Majestad, escrebimos para
ofrecer nuestros servicios Melchor Verdugo y este su sargento mayor,
mas el reverendo sacerdote no tuvo en mucho nuestras voluntades, pre­
venido de su natural en contra nuestra por los hechos intrépidos que por
ser útiles a Vuestra Majestad habíamos acometido, y nos demandó con
buena crianza que acampáramos pacíficamente en Nicaragua pendientes
de sus órdenes. Melchor Verdugo escogió la providencia de volver a
España, adonde Vuestra Majestad recompensó largamente sus servicios
con la Encomienda de Santiago, en tanto que yo enderezaba mis cristianos
pasos hacia Nicaragua, a aguardar los llamamientos de don Pedro de la
Gasea que, válame el cielo, nunca llegaron.
”De cómo don Pedro de la Gasea, malcarado de fisonomía y cuasi
jorobeta cual las propias brujas, que daba grima, y en contrapeso, divino
de juicio y de palabras cual los ángeles mesmos, alcanzó a desbaratar y
rendir a Gonzalo Pizarro sin gastar una rociada de pelotas, es placentera
historia que Vuestra Majestad se sabe letra por letra, pues fue Vuestra
invictísima Majestad quien la fraguó y la enhiló. Las cartas que escrebía
a sol y a luna el reverendo La Gasea, en su frasis aprendido en Alcalá y
Salamanca; el perdón general a todos los culpables, que pregonaba como
pan bendito; sus suaves prometimientos de mercedes, con mixtura de
agrias amenazas; tantos ardides disminuyeron sin tardanza la entereza
de los del bando de Pizarro. Primero rindiéronse al halago sus capitanes
de mayor valimiento y ansímesmo abajaron su arrogancia los mercaderes
y tratantes que habían inducido a Gonzalo a urdir sus motines. Los unos
y los otros habían comenzado por hacer burla y mueca del clérigo lla­
mándole Licenciadillo o Gasea Gasqueta, y acabaron por pasársele en
grande número, y dejaron finalmente a Gonzalo solo con el verdugo,
después de la pomposa batalla de Xaquixahuana, en la que los ejércitos
de Vuestra Majestad en ganándola perdieron un solo soldado y el tal
difunto había sido bobo desde su nascimiento.
’’Habíame rechazado una y otra vez La Gasea, esta segunda cuando
desde Nicaragua porfié en ofrecerme a su servicio como sargento, y hizo
lo mesmo con dos alféreces vizcaínos que andaban vacantes, pues parecía
la voluntad del Licenciado el derrotar a los traidores con la sola fuerza
de los capitanes y soldados valedores de Pizarro que habíansele pasado, y
en efecto los derrotó, y no hube ocasión de volver al Pirú y al Cuzco,
adonde había levantado las paredes de mi casa y criado a mi hija Elvira,
sino en el año cuarenta y ocho, luego después que el tirano Gonzalo
Pizarro hubo sido desbaratado, rendido, muerto y sepultado. No se reparó
en mi nombre en el repartimiento de mercedes que hizo y celebró el
Presidente La Gasea en Huaynarima desde luego de la victoria; primero,
porque por jamás he pedido ni recibido paga o socorro en trueco de los
servicios que a Vuestra generosa Majestad he prestado en las Indias, y
último, porque más inclinado andaba el Presidente La Gasea a recom­
pensar los actos de contrición de la antigua gente de Pizarro que a parar
mientes en las pesadumbres de los que secuaces de Pizarro nunca fuimos.
Y válame Dios que si doy cuenta a Vuestra Majestad destas miserias no
es por querellarme del prelado La Gasea, cuyas astucias y discreciones
tan devotamente venero, sino por mostrar lo interior de mi ánima en
aquesta escritura de una carta que en ningún tiempo Vuestra Majestad
habrá de recebir. Tengo por honesta la pobreza alegre, y esto lo he visto
escrito en algún libro.
’’Besa los augustos pies de Vuestra Majestad, el más sufrido y obediente
de sus vasallos, que desvélase por volver a servir a Vuestra Majestad con
las armas en la mano.
Lope de Aguirre el Soldado".
Cuando llegó por vez primera al Cuzco, nunca antes, entendió Lope
de Aguirre que existía en verdad un nuevo mundo. Nuevo e inmemorial.
Lo escarbado en los cementerios del Cenú, lo peleado en las selvas de
Panamá, nada de aquello había sido relampagueo de primicia sino natu­
raleza salvaje (ésa alza también la cabeza en los más antiguos territorios);
y guazábaras con los indios para despojarlos del oro (la guerra y la
codicia no eran pasiones nuevas para el hombre, y para los españoles
mucho menos).
El descubrimiento reside y palpita en esta piedra sometida por los
puños incas, tallada por una milagrosa geometría, elevada al cielo por
una fuerza humana que no dejó trazas de su acción. Lope de Aguirre
había nacido y crecido entre despeñaderos y montañas, pero jamás pe­
netró la sabiduría de la piedra sino al estribo de estas construcciones;
nunca lo turbó el arcano de las serranías sino en el hueco de estas cuencas
habitadas por dioses extraños, arrebujadas en leyendas que hacen soñar
con brujas al pecho más impávido.
El regidor Lope de Aguirre llegó al Cuzco en 15 36, y en llegando se
despojó del pellejo de conquistador para reducirse a ser humano que
rastreaba una patria y un redil. Lo supo a ciencia cierta cuando le cayeron
encima la primera luna y la primera llovizna. Amaneció construyendo
una casa para sí, con fogón de piedra y lecho igualmente de piedra. Una
casa en el barrio de Pumac Chupan, que significa “la cola del puma”,
muy cerca de la confluencia de dos ríos: el Huayanay y el Tullumayo.
Era el suyo un rincón abrumado por desfiladeros nevados y cerros que
las leguas de distancia volvían azules.
Una tarde pasó por frente al claro de su puerta una india que mar­
chaba rezagada de las otras. Llevaba un cántaro al hombro e iba vestida
con una pollera negra de algodón, una camisa roja, un manto de muchos
colores, y una montera que apenas le cubría la parte posterior del
cabello. Se llamaba Cruspa (que equivale a llamarse Cruz) porque bajo
esa palabra la bautizó el padre de doctrina, pero tenía también un nombre
indígena que a nadie le confiaba. Quizá era descendiente de una noble
familia cuzqueña, tales eran su porte y sus maneras, mas tampoco acerca
de ese origen conversaba. Tenía cara como de llanto, sonrisa como de
sollozo, su voz era un presagio de lágrimas, sin embargo no lloraba, nadie
la vio llorar jamás.
La tropilla de mujeres pasaba todas las tardes por frente a la casa
del regidor Lope de Aguirre, la india Cruspa se retrasaba sin propo­
nérselo con su cántaro al hombro y su mirar desdichado. Lope de Aguirre
se acercó a ella un sábado de agosto, mes de la siembra, charca yapuy
quilla, le preguntó si le placería ir a su casa a amasar el pan, ella dijo
que sí, y esa misma noche se llevó su soledad a vivir con él.
Siete años tardó Elvira en llegar. La hija mestiza vino a nacer después
que Lope de Aguirre regresó vencido de su última entrada a los Chunchos,
aquélla con Perálvarez de Holguín que no llegó a pasar de Chuquiavo,
según el propio Aguirre le cuenta a Carlos V en su carta o “desfogue
del ánima”. Entonces nació Elvira, ya no la esperaban ni la temían, y
no heredó el visaje compungido de la madre, ni los perfiles ariscos del
padre, sino que irradiaba una dulzura apaciguante, tal como la imagen
de la virgen de Aránzazu.
La niña tenía apenas un año, comenzaba a dar tumbos en los corre­
dores de piedra, cuando Lope de Aguirre se pronunció leal al Virrey
Blasco Núñez y a las ordenanzas reales; tuvo que escapar a Trujillo,
luego fue a dar a Panamá con Melchor Verdugo. Regresó al Cuzco cuatro
años después, aplastado como había sido el levantamiento de Gonzalo
Pizarro y cortada la cabeza del rebelde, y para entonces ya la niña rezaba
el Dios te Salve y entonaba quejumbrosos ritmos quéchuas que la madre
le había enseñado.
Lope de Aguirre, ya lo sabemos, no obtuvo mercedes por sus servicios,
ni recompensas por su testaruda fidelidad a la causa del Rey. El afirma
que tampoco las solicitó. Prefirió olvidarse de la guerra, cambiarla por
las quietas nubes del Cuzco, la casa de piedra, Elvira, Cruspa, los caballos.
En Sevilla había sido domador de potros, podía volver a serlo, claro está
que podía. Estos caballos, por cierto, no eran los mismos de Andalucía;
los vientos glaciales y el peso de las montañas les habían desteñido la
pinta; aquéllos eran ágiles, nerviosos, brillantes; éstos son pequeños, re­
sistentes, opacos y capaces de cualquier alevosía. Lope de Aguirre cruza
la explanada en las idas y vueltas de los afanes de la doma, Elvira da
gritos de orgullo trepada a la barda del corral, Cruspa de ojos acongo­
jados nada dice. Mas la niña tiene razón. No existe en el Cuzco, ni en
sus alrededores, un domador que se atreva a competir con Lope de
Aguirre en conocimiento del oficio, en firmeza de antebrazos, en astucia.
En su busca van personalmente los ricos encomenderos cuando tienen
en sus chacras potrillos por desbravar, también acuden los padres de
doctrina que suelen ser por añadidura usureros y dueños de caballerizas.
En una sola ocasión lo derribó un potro, un alazán tostado y peludo
como el diablo, Elvira rompió a llorar desde la palizada, no en lamen­
tación del porrazo, sí protestando que aquello era una grande sinrazón.
Mas Lope de Aguirre no se resignó a domar caballos, ni a contemplar
con alma absorta de qué manera oscurecían y aclaraban las montañas.
Ambicionaba otra suerte, no para sí, no para Cruspa, sí para la niña.
La villa de Potosí era esplendorosa como las tierras que descubrió Cortés,
sus inagotables vetas de plata engrandecieron a los reyes incas y engran­
decen por igual a los conquistadores. “Quien no ha visto a Potosí no ha
visto las Indias”, dicen todos a una los caminantes. No existe en la tierra
cerro más airoso ni más preñado de plata preciosa. En los hornillos funden
los indios sus metales y los convierten en vajillas y joyas de grande her­
mosura.
Lope de Aguirre emprende el rumbo de Potosí montado en el más
andador de sus caballos peruanos, cruza ciento sesenta leguas de camino
llano y montañoso, las piedras labradas por los indios son espejos del
viento a la luz de la noche, las aguas de una laguna inmensa enjuagan
por largo trecho su silueta y la de su cabalgadura, se alzan cual procesión
de fantasmas los cardos cuyo zumo secaron las hormigas. En Potosí
comprará collares y ajorcas, cálices y cofres, San Sebastianes y Vírgenes
del Rosario, todos de plata, colocará su mercancía en otras villas con
cuantiosa ganancia, volverá al Cuzco cargado de bienes y presentes para
Elvira, estos risueños pensamientos engendraron su infortunio y su per­
dición.
( Murallas de Potosí. Al fondo se desdibujan las líneas de los cerros
Guayna Potochi y Apo Potochi. Fuera de las murallas se levantan en
desorden las casas de paja de los indios. Al pie de las murallas hierve la
animación de los mercaderes y los viandantes. Al tope de las murallas
ondea una bandera blanca con una cruz colorada, que es él estandarte
de la ciudad. Entra Lope de Aguirre al frente de su cuadrilla) .
l o p e d e a g u ir r e :
— Me parto desta Villa Imperial de Potosí, la
más rica y prodigiosa de la tierra. Llevo mi recua cargada de vasijas y
adornos de plata que fundieron y labraron las manos de los indios. Voy
a Tucumán que es una parte poblada por gente pacífica, generosa y cris­
tiana. Ahí los hombres y las mujeres dicen siempre la verdad, guardan
la palabra empeñada, no se traicionan entre sí. A ellos les venderé mi
cargamento a buen precio; compraré caballos de anchas ancas y duro
pecho, y me sobrarán unos cuantos doblones de oro contantes. Luego,
luego regresaré al Cuzco, donde me estarán esperando la sonrisa de
Elvira, mi casa de piedra y la tristeza de Cruspa.
c o ro d e v ie jo s n e g o c ia n t e s :
— No presientes, no posees el don
de presentir, ¡oh mísero Lope de Aguirre!, el huracán de odio que des­
quiciará tu vida. No salgas de Potosí, devuelve a los indios plateros las
cosas que les has comprado, no desafíes al signo siniestro que está escrito
en el aire sobre tu cabeza.
l o p e d e a g u ir r e :
— Soy un hidalgo prudente y respetuoso de las
leyes, un soldado que renunció a las armas en aras del comercio honrado.
Llevo en mi compañía una cuadrilla de indios contentos de mi buen
trato, que acarrean sin fatiga mis imágenes y copones de plata, y el bas­
timento para la jornada. Al frente dellos camino yo, amigo destos natu­
rales y conocedor destas comarcas, hombre sin discordias y sin temores.
¿Qué adversidad maligna pretende salirme al paso como la cabeza de
una serpiente? ¿Qué oráculo desatinado se adelanta a vaticinar mi des­
gracia?
co ro d e v ie jo s n e g o c ia n t e s :
— Juan Yumpa, que es un indio
astrólogo y filósofo; Juan Yumpa, que tiene cumplidos cien años y sabe
leer el lenguaje de las estrellas; Juan Yumpa, que platica con los niños
muertos que riegan los jardines del cielo; Juan Yumpa te previene en
nombre de sus dioses: ¡no salgas hoy de Potosí!
l o p e d e a g u ir r e :
— ¿Pretendéis acaso que mi conciencia cristiana
preste fe a las profecías de un indio borracho de chicha y medio loco de
vejez? ¿Me incitáis a que ponga la religión de Jesucristo por debajo de
las huacas destos dioses salvajes? ¿Habéis perdido el juicio?
co ro d e v ie jo s n e g o c ia n t e s :
— No salgas hoy de Potosí, Lope
de Aguirre. Juan Yumpa que platica con los niños muertos, te previene. . .
(Entran el alcalde Francisco Esquivél y la alcaldesa Rosario Esquivéis.
f r a n c i s c o e s q u i v e l : — ¡Soldados, detened a ese mercader pequeño
de cuerpo y de ruin talle que trae a su servicio una cuadrilla de indios!
¡Detenedlo, soldados, y llevadlo a la cárcel con las manos atadas! En
forma clara y terminante advierten las ordenanzas que es delito cargar
a los indígenas con pesos excesivos, y aquellos dos que forman parte de
la cuadrilla deste hombre van doblegados por los caminos con grandes
bultos sobre los hombros.
l o p e d e a g u i r r e : — No es buena justicia la que se dispone a hacer
vuestra merced, señor Alcalde. No portan mis indios bultos desmedidos
sino huecas vajillas de plata y fardeles de alimentos para saciar su propia
hambre. Tampoco son los míos los únicos indios cargados que vuestra
merced ha visto traspasar hoy los muros de la ciudad. Todas las cua­
drillas de negociantes llevan en su seno indios que trabajan dese modo;
no ha salido de Potosí alguna que no los lleve. ¿Por qué se fija vuestra
merced especialmente en mí? ¿Es que me supone débil o cobarde al
reparar que mido de estatura menos que los otros? Comete grande error
en ese caso vuestra merced, ya que dentro deste pequeño cuerpo mío duer­
me un león vascongado que no tolera agravios ni humillaciones. Sépalo en
buena hora vuestra merced.
f r a n c is c o e s q u iv e l :
— ¡Soldados, llevadlo a la cárcel bien ata­
do, por quebrantador de las ordenanzas y por insolente! Encerradlo
bajo llave y candado en oscura celda hasta tanto le sea notificada mi
sentencia y el castigo se cumpla luego sobre su cuerpo.
l o p e d e a g ü i r r e : — No admitiré que me tiznen la piel viles manos
de corchetes y carceleros. Iré por mis propios pasos adonde el destino
haya de llevarme.
QSale Lope de Aguirre seguido por los soldados) .
co ro d e v ie jo s n e g o c ia n t e s :
— Tened cuidado, señor Alcalde,
tened cuidado, no olvidéis que los hombres de pequeño tamaño suelen
convertirse en desmesurados demonios si se les ofende y se les acosa.
Que la prudencia os haga mudar de parecer, señor Alcalde.
f r a n c is c o e s q u iv e l :
— Vuestras advertencias y vuestros consejos
suenan a impertinencia. Soy el alcalde y es mi encargo hacer respetar
las leyes y valer mi autoridad. El reo llamado Lope de Aguirre recibirá
doscientos azotes en escarmiento de su desdén a las ordenanzas y en
castigo de la grosera respuesta que ha dado a mis palabras. Tales son mi
voluntad y mi sentencia.
c o r o d e v i e j o s n e g o c i a n t e s : — ¿Doscientos azotes ha dicho vues­
tra merced? ¿Sabe vuestra merced que el prisionero combatió como sar­
gento, en el campo de los valedores del Rey: en Cartagena de Indias y
en Castilla del Oro? ¿Sabe vuestra merced que Lope de Aguirre es un
hidalgo vascongado y que en el coronamiento de su escudo hay un águila
con las alas desplegadas para el vuelo? ¿Sabe vuestra merced que los
Aguirres acostumbraban ser hombres bravos y orgullosos, inclinados al
encrespamiento y la venganza?
r o s a r i o e s q u i v e l : — No cerréis los oídos, esposo mío, a los consejos
de los venerables negociantes desta villa. Perdonadme a mí la osadía de
hablaros tan en público desta forma, mas no me mueve un afán de con­
tradeciros, ni tampoco un sentimiento de compasión hacia el hombre a
quien van a apalear. Me estremece, sí, barruntar que el cumplimiento de
vuestra sentencia desatará sobre nuestro hogar un sinnúmero de desdi­
chas. Los ojos del prisionero brillaban como el filo de un puñal; sus
manos se crispaban como raíces desenterradas. Os ruego, esposo mío,
que revoquéis vuestra condena.
f r a n c is c o e s q u iv e l :
— Mensajero, acudid sin demora a la cárcel
donde Lope de Aguirre está encerrado y ordenadle de mi parte al alguacil
Martín Arteaga que proceda a descargar doscientos azotes sobre las espal­
das del detenido. ¡Daos prisa, mensajero!
(Sale el mensajero) .
co ro d e v ie jo s n e g o c ia n t e s :
— El furor y la sangre vienen hacia
tu casa como ríos desatados por las manos de Satanás, licenciado Esquivel.
El viejo indio Juan Yumpa, que platica con los niños muertos y lee el
porvenir en las hojas de la coca, hace mención a cada paso de tu nombre
cuando rezonga sus himnos funerarios.
r o sa r io e s q u iv e l :
— En mis sueños golpea una mar enfurecida,
y revientan olas altísimas que arrojan a la playa vuestra cabeza cortada.
¡Tengo miedo, esposo mío!
co ro d e m u je r e s d e p o t o s í:
— ¡Ay de mí! Propio es de nosotras
las mujeres sentir encogido el corazón ante la violencia y sus destrozos.
Propio es de nuestro instinto adivinar las desventuras que amenazan a los
seres queridos. Pero ya viene hacia acá el mensajero y en su paso impe­
tuoso se repara que trae ásperas noticias.
([Entra el mensajero) .
e l m e n s a je r o :
— Cuando llegué a las puertas de la cárcel, señor
Alcalde, el prisionero Lope de Aguirre pedía a voces que le fuera cam­
biado por la horca el encierro que se le imponía como castigo. ¡Cortadme
la cabeza, hundidme una espada en el corazón, pero no mancilléis mis
carnes con prisiones!, así clamaba, y tan fuera de sí se hallaba que sus
puños estuvieron a punto de romper las cadenas. Entonces llegué yo y
trasladé al alguacil vuestras órdenes. Lope de Aguirre perdió la color
como un difunto al oír mis palabras, se desnudó por sí mismo, se montó
por sí mismo en la muía que había de conducirlo al rollo del suplicio;
dejó súbitamente de hablar; su silencio era más terrible que sus maldi­
ciones. . .
( Entra Lope de Aguirre con la espalda cubierta de sangre) .
l o p e d e a g u ir r e :
— ¡Callad, mensajero, que yo mismo contaré el
final desta historia! Doscientos latigazos cayeron sobre mis espaldas y
mis nalgas desnudas. Los contaba la voz del alguacil y al par los contaba
mi conciencia. El látigo desgarraba mi piel como los picotazos de un
cóndor, la sangre me corría hasta los carcañares como azogue hirviente,
y no sentía dolor porque mi rabia era tan recia que no dejaba sitio a
algún otro sentimiento; y no lloré porque nadie en mi casa me enseñó
a llorar; y no me quejé porque los hombres de mi estirpe no se quejan.
Al término y raya de los doscientos azotes, los conté uno por uno hasta
el último, caí desplomado sobre las piedras de la plaza, y me lanzaron
encima un cubo de salmuera quemante y afrentosa.
c o r o d e m u j e r e s d e p o t o s í : — Ven a nuestra casa que anhelamos
curarte las heridas. Sanarás con los emplastos de hierbas hechiceras que
prepara el taquioncoy, y con medio rosario a la Madre de Dios, y con la
canción del gran Chimú, y con la sabiduría de los indios cirujanos.
Sanarás y volverás a las piedras sagradas del Cuzco, donde esperan por
ti tu mujer y tu hija, tu casa y tus caballos. Y cuando retorne enero, que
es el mes de la penitencia y de la lluvia, apenas se verá el rastro de tus
heridas, y tú comenzarás a olvidar el agravio y a imaginar que tu desven­
tura de hoy fue solamente un sueño.
lo p e d e a g u ir r e :
— N o olvidaré jamás, así viviera siglos, ni un
minuto siquiera de este espantoso día; mi pecho 110 conoce el olvido.
Vuestra merced, señor Alcalde, me ha hecho apalear sin justicia ni razón,
tan sólo por el turbio capricho de deshonrarme. No escuchó los reparos
de los ancianos negociantes, ni lo ablandaron las lágrimas suplicantes de
su propia esposa. Vuestra merced ansiaba ver correr la sangre del pequeño
Lope de Aguirre, y Dios le dio la gracia de verla correr. Aquí la tiene
vuestra merced, escurriéndose de mis calientes venas. Bien puede vuestra
merced mojar sus dedos en ella, olería como un bálsamo, gustarla como
un vino si le place. No es sangre envenenada, se lo juro a vuestra merced.
CSalen Francisco Esquivel y Rosario Esquivel).
c o r o d e m u j e r e s d e p o t o s í : — No quemes tu vida en el fuego
del rencor, Lope de Aguirre, no quemes tu alma en las llamas del infierno.
l o p e d e a g u i r r e : — No volveré a vivir jamás vida de hombre hu­
mano hasta tanto no haya vengado gota a gota la ofensa que me han
hecho. ¿Para qué regresar al Cuzco si no alcanzaré a disfrutar la gracia
de mi hija ni el calor de mi mujer mientras pese sobre mi nuca el yugo
del escarnio? Este arroyo pegajoso que me humedece la espalda no secará,
esta llaga que me desgarra el ánima no hallará cicatriz, mientras mis
ojos no hayan visto correr hasta mis pies la sangre de quien inicuamente
derramó la mía. No habrá escondrijo en la tierra ni guarida en el cielo
para Francisco Esquivel fugitivo; doquiera que se meta lo descubrirá la
brújula de odio que se volvió mi corazón. Pido al poderoso San Miguel
que endurezca mi alma cual peñasco, que afile mis uñas cual agujas, que
no permita entrada en mi pecho a la fatiga ni a la piedad, que me haga
cruel como los lobos y sigiloso como las culebras, hasta que haya castigado
a este malvado tal como tu espada inflexible de Arcángel sobajó al enso­
berbecido Luzbel, Amén.
CSale Lope de Aguirre lentamente. Anochece sobre las murallas) .
c o r o d e v i e j o s n e g o c i a n t e s : — Comenzará para Lope de Aguirre
una larga noche de persecución y acecho. La funesta sed de venganza
será un dogal de hierro enroscado a su cuello, un estruendo inextinguible
que no le concederá reposo a sus pies, ni sueño a sus ojos, ni hambre a su
boca. Lope de Aguirre cultivará como rosas malignas las heridas que le
surcan la espalda; las ahondará con sus propias uñas para mantenerlas
vivas y sangrantes. La visión de los latigazos lo acompañará a todas partes
como furioso enjambre de avispas.
co ro d e m u je r e s d e p o t o sí:
— Durante tres años y cuatro meses
Lope de Aguirre andará tras las huellas de su enemigo por tierras del
Perú y aun más allá de sus linderos. A pie y descalzo remontará páramos
empinados, traspasará selvas intrincadas, vadeará ríos correntosos. Mas­
cará yerbajos como los caballos y las llamas, beberá agua de las acequias
en la cuenca de sus manos, dormirá entre roquedos y zarzales, insensible
su cuerpo al sufrimiento y al desmayo, mantenido su aliento por la luz
vengadora que le manará de los ojos.
co ro d e v ie jo s n e g o c ia n t e s :
— En vano el alcalde Francisco
Esquivel pondrá centenares de leguas de por medio entre él y el espectro
acosador de Lope de Aguirre. En vano se ocultará en un viejo convento
de la Ciudad de los Reyes, acogido a la protección de los frailes dominicos
y del Santo Inquisidor, porque una noche oye resonar los pasos de Lope
de Aguirre que cruzan y recruzan los callejones vecinos, y otra noche
atisba en la sombra difusa de una esquina su menuda silueta infernal
alumbrada por un farol de aceite. En vano buscará callado refugio en
Cajamarca, en la sola y fiel compañía de su esposa Rosario Esquivel,
porque una mañana de domingo ahí está Lope de Aguirre oyendo misa
en la iglesia de la Concepción, arrodillado en uno de los reclinatorios más
vecinos al altar mayor, simulando golpes de pecho, simulando que mira
y le duelen las heridas de Cristo en la cruz. En vano escalará trescientas
leguas para trepar hasta Quito, villa arisca y sombría, poblada por gente
taimada y melancólica, pero provista de obispo y cabildo de canónigos,
porque es Lope de Aguirre aquel que se ampara en la media luz de los
zaguanes o el que brota de pronto tras las pilas de agua, descalzo y des­
greñado como un mismo loco.
co r o d e m u je r e s d e p o t o s í:
— ¡Oh, implacable vengador! Has
pasado tres años y cuatro meses sin que la caza se detenga un instante.
Un día de septiembre el alcalde Francisco Esquivel tomó la resolución
de volver a España, queriendo interponer las aguas y el cielo del mar
océano entre su vida y la cólera de Lope de Aguirre. Ya están los esposos
en el puerto del Callao, ya han subido a cubierta sus cofres y sus libros,
cuando Rosario Esquivel vislumbra una figura encaramada al trinquete
del navio, un viejo marinero que si no es Lope de Aguirre se le parece en
demasía, es más prudente volver a tierra. No era Lope de Aguirre, es
cierto, pero se le parecía en demasía.
co ro d e v ie jo s n e g o c ia n t e s :
— Han pasado tres años y cuatro
meses, mil doscientos días con sus noches, y el alcalde Francisco Esquivel
no ha llegado a comer un grano de sosiego, ni a beber una gota de paz.
Helo aquí que se acerca nuevamente a Potosí, errante y receloso como
los ciervos.
( Entran Francisco Esquivel y Rosario Esquivel).
f r a n c i s c o e s q u i v e l : — ¿Es cordura seguir llamando vida esta ago­
nía de no saber si el día de hoy es el de nuestra muerte? Hay un tigre
inhumano que olfatea mis pasos, una mano que aguza todas las noches
su puñal, una voluntad que cultiva el anhelo de hundir ese fierro en mi
pecho. En cada espesura puede estar agazapado, de cada puerta puede
surgir su brazo, en cada vianda puede esconderse un veneno suyo, de
cada sueño puedo no despertar.
r o s a r i o e s q u i v e l : — Y este no tener hogar porque es forzoso aban­
donarlo todo si su sombra se vierte en las paredes, y este no tener huerto
que cultivar, ni lumbre que encender, ni pájaros que oír cantar, porque
la casa entera se deja desvalida cada vez que una voz susurra a nuestros
oídos: “Aquí está Lope de Aguirre. Ha llegado Lope de Aguirre”.
f r a n c is c o e s q u iv e l :
— Es menos duro hacerle frente a la muerte
que seguir padeciendo la pequeña muerte cotidiana de esperarla. Iremos
al Cuzco, mujer, y al pie de sus cerros corpulentos se jugará mi suerte.
El Cuzco es el paraje donde Lope de Aguirre echó raíces y levantó su
casa, en el Cuzco viven y lo aguardan su mujer y su hija. Tal vez la
casa, la mujer, la hija, logren detener su mano en la hora de matar a un
hombre, puesto que volverse criminal será perderlas. Iremos al Cuzco,
mujer, y mi espada se cruzará con su espada, y sucederá lo que Dios
haya dispuesto.
r o s a r i o e s q u i v e l : — En el Cuzco te esperan el reposo o la muerte.
¡Vamos!
( Salen Francisco Esquivel y Rosario Esquivel. Amanece sobre las mu­
rallas) .
co ro d e v ie jo s n e g o c ia n t e s :
— Tal como el sol abandona sus
abismos y se asoma a la raya del horizonte para darnos su luz, así des­
ciende de los cielos negros el ala de la tragedia para cubrirnos de sombra.
Lope de Aguirre, que ha seguido las huellas de Francisco Esquivel por
llanuras y montañas, las seguirá con igual saña hasta el Cuzco. En el
Cuzco, al arrimo de los cerros majestuosos, al abrigo de las piedras mile­
narias, al amparo del recogimiento de los templos, Lope de Aguirre no
se detendrá en la orilla de su venganza.
c o r o d e m u j e r e s d e p o t o s í : — Es la ira de San Miguel Arcángel
la que apresura sus pasos, la que enardece su mirada, la que templa su
acero. Lope de Aguirre siente que las alas de San Miguel Arcángel han
emplumado en sus hombros, que la fiereza de San Miguel Arcángel lo
impele a matar.
co ro d e v ie jo s n e g o c ia n t e s :
— Lope de Aguirre emprende sin
vacilar las rutas más peligrosas que conducen al Cuzco, cruza descalzo las
altísimas lajas que hacen puente sobre el Apurima, se arrastra por las
trochas de los incas que son despeñaderos, tramonta las hoscas serranías
de los Aimaraes, llega finalmente al Cuzco con los pies rompidos y el
corazón desenvainado.
co ro d e m u je r e s d e p o t o s í:
— ¡Ay de mí! Es la ira de San Mi­
guel Arcángel la que mueve su mano.
( Entra él mensajero').
e l m e n s a je r o :
— Traigo oscuras noticias. De nada valió la protec­
ción que a Francisco Esquivel le ofrecieron las autoridades del Cuzco.
De nada valieron las providencias que él mismo tuvo para guardarse,
ni encerrarse en los cuartos interiores de la casa, ni no asomar la cara
a la luz de la calle. De nada valió la vigilancia ordenada por Rosario
Esquivel y cumplida por los indios y los negros de la servidumbre. Un
lunes al mediodía, cuando Francisco Esquivel ojeaba antiguos pergaminos
en su biblioteca, y las nubes del Cuzco estaban quietas como veleros sin
brisa, surgió de no sé dónde la imagen de Lope de Aguirre, cual si
hubiera atravesado las paredes y las puertas. Francisco Esquivel no tuvo
tiempo de sacar la espada, ni de pedir auxilio. . .
( Entra Lope de Aguirre con las manos tintas en sangre) .
l o p e d e a g u i r r e : — No, mensajero. No, ancianos comerciantes. No,
mujeres de Potosí. Le faltó tiempo para sacar la espada, para pedir auxilio,
para encomendarse a Dios. Con estas manos le clavé mi puñal en la sien,
en el pecho, en el vientre, en la espalda. Con estas mis propias manos.
( Entra Rosario Esquivel gimiendo y llorando) .
r o s a r io e s q u i v e l :
— ¿Por qué lo mataste, Lope de Aguirre? ¿Por
qué me dejaste sin hogar, sin compañía, sin amor, sin razón de vivir?
¿Por qué manchaste tu honra y perdiste tu alma?
l o p e d e a g u i r r e : — El difunto Francisco Esquivel me expuso a la
vergüenza pública, sin razón ni justicia. El difunto Francisco Esquivel
despreció mi condición de sargento del Rey, tuvo en poco la sangre de
hidalgos que corre por mis venas, mancilló mi buen nombre de honrado
comerciante. El difunto Francisco Esquivel me sentenció a recibir dos­
cientos azotes, sin razón ni justicia, una condena para mí más insufrible
que la horca, más irreparable que el infierno. Aquellos latigazos cayeron
sobre mi carne y sobre mis huesos como los martillazos de una forja,
pues le fraguaron a mi sustancia de hombre una hechura distinta, otra
conciencia, otra voluntad, otro destino. Mi nuevo corazón, tallado por
los azotes de Francisco Esquivel, lo persiguió a él sin tregua, lo acosó
día y noche hasta encontrarlo a solas, le dio al fin ese pequeño castigo
que no redime la magnitud de su afrenta. He comenzado a vengarme,
me obstinaré en vengarme, me vengaré hasta la hora de mi muerte.
A partir de esa sangre ya mis ojos no son los mismos, las cosas y las
gentes andan envueltas en una lumbre espesa que las hace resaltar como
lámparas, ya no me endulza sino el amor de Elvira, la niña cree adivinar
cada mañana el tamboreo de los cascos de mi caballo sobre las piedras del
Cuzco, por todas partes me rastrean soldados y alguaciles, quieren cobrar­
me la muerte del alcalde Francisco Esquivel, tienen levantada la horca
en una plaza sin árboles, ensayada y dispuesta la cuerda del garrote, afi­
lada la espada mortífera, encendida la mecha del arcabuz, relinchando
el caballo que arrastrará mi cuerpo descuartizado, nada de ello me con­
turba ni me espanta, me corre por las venas un torbellino de vitriolo
ardiente o de lava salobre, no me basta tu muerte Francisco Esquivel,
no eras tú solo quien golpeaba mis espaldas con el látigo, eran todos
ellos en cuadrilla, los corregidores los jueces los alcaldes los frailes los
encomenderos, se alternaban para azotar mi carne y burlarse de mis
llagas, son los mismos que despojan sin misericordia a los indios, por
faltas mínimas atormentan a los yanaconas del servicio con cepos y
grillos, o los despachan a remotas comisiones para forzarles las mujeres
en su ausencia, fabrican falsos testamentos, prenden fuego criminal a
caseríos enteros, les cortan las narices y las manos a los infelices que
imploran justicia, los más asquerosos pecadores son los frailes, el padre
Juan Bautista Aldabán desnuda a las indias solteras que acuden a con­
fesarse, les mete los dedos en las partes genitales y en el ano, les azota
las nalgas por penitencia, el vicario Domingo Matamoros reúne mocitas
negras con pretexto de enseñarles la doctrina, las va violando una por
una en la sacristía, el fraile franciscano Felipe Avendaño escucha los
pecados de las niñas en un confesonario tan oscuro que ellas no alcanzan
a ver el estrago que les están haciendo, no saben luego por qué motivo
salieron preñadas.
Los soberbios los crueles los avarientos los inicuos, todos desean ma­
tarme, no me queda sino el amor de Elvira, también me quedan amigos,
me queda Antonio Santillán de Valladolid, me queda Diego Cataño de
Córdova, el corregidor hace tocar las campanas a rebato para pregonar mi
fuga, el alcalde lanza sus corchetes y sus perros en mi persecución, los
frailes predican el soplo vil desde sus pulpitos, con un crucifijo en la
mano atemorizan a sus feligreses, “saber dónde se halla Lope de Aguirre
y no denunciarlo es cometer pecado mortal”, Antonio Santillán y Diego
Cataño me tienden la mano cuando les pido ayuda, me ocultan en un
corral de ganado vecino al monasterio de Nuestra Señora de las Merce­
des, dormir entre los cerdos me ampara del frío que baja furibundo de
las montañas, los alguaciles pesquisan sin descanso en las iglesias y con­
ventos, los abades y las abadesas les abren contritamente las puertas, “El
gran criminal que buscáis no ha venido aquí en demanda de refugio;
de haberlo hecho lo habríamos entregado sin rebozo”, cuarenta días ca­
bales vivo y respiro en el cieno pestilente de las pocilgas, Antonio San­
tillán y Diego Cataño me visitan a medianoche para traerme pan y agua,
entre los cerdos permanezco hasta la hora en que el corregidor y el
alcalde llegan a considerarme muerto, un indio tambero dice “Yo lo vi
escapando solo trepando montaña”, “El frío allá arriba no perdona cris­
tiano”, “Vi pájaros negros volando en redondo”, entonces los ministros
del Rey me declaran hombre difunto, Antonio Santillán y Diego Cataño
me hacen mudar la piel de vasco por piel de negro, el zumo de una fruta
llamada aquí vitoc y que en Cartagena llaman jagua pinta un color
oscuro que sólo se desprende con el pellejo, quedo convertido en un bozal
de Guinea o en un San Juan Buenaventura, me visten con ropas andra­
josas de esclavo, salimos del Cuzco a pleno vigor del mediodía, adelante
va el esclavo negro que soy yo descalzo y medio borracho para volver más
verdadera mi condición de esclavo negro, atrás vienen mis amos Antonio
Santillán y Diego Cataño a caballo con arcabuces y un halcón cazador,
pasamos la línea de guardias que vigilan los límites de la ciudad, prosigo
negro y solo el camino que baja a Guamanga, Guamanga es el más dulce
clima del Nuevo Mundo, don Pedro Aguirre me da refugio en su casa
y me regala quinientos pesos en dinero, no es mi pariente aunque sí
natural de Oñate como yo, me abraza y dice simplemente “Tuviste razón
en vengarte de Francisco Esquivel”, me acompaña en su caballo hasta
los Charcas, aquí en los Charcas estamos arrinconados los rebeldes y los
perseguidos en espera de nuestra circunstancia, los latigazos del rey de
España siguen cayendo día y noche sobre mis lomos.
— Ya no somos soldados — dice mi amigo vizcaíno Pedro de Munguía,
bronco y rencoroso como los lobos.
— Somos una tribu de vagamundos — digo yo dando voces. — Somos
más de siete mil míseros vagamundos que andamos recorriendo sin tregua
los caminos del Perú: del Cuzco al Collao, del Collao a la Plata, de la
Plata a Potosí, con aire de salteadores.
— El muy ilustre don Pedro de la Gasea, incomparable maestro de la
injusticia, es el mayor culpable — dice Pedro de Munguía en voz baja.
— A la hora de repartir mercedes, premió pródigamente a los traidores,
y se olvidó tacañamente de los leales.
— De mí no se olvidaron — digo yo golpeándome el pecho con los
puños. — A mí me tuvieron en mucha cuenta, y recompensaron mis
servicios con doscientos palos en las costillas, y me arrancaron a jirones
el cuero y la honra, y me metieron en la sangre este veneno que no nace
con uno.
— Los valles y los caseríos nos ven pasar con zapatos rotos de picaros,
con bragas descosidas de pordioseros. ¿Qué nos dura de conquistadores
españoles? — dice Pedro de Munguía.
— Nos dura la furia — digo yo. — La conquista de las Indias la hemos
hecho con desesperada furia, arrojando espuma por la boca, matando
indios salvajes, matándonos los unos a los otros.
— Somos siete mil soldados vueltos salteadores de caminos — dice
Pedro de Munguía. — En este trance se hallan los que fueron llamados
por los Pizarros para aplastar la rebelión de Manco Inca, y nos hallamos
los que fuimos llamados por La Gasea para castigar la rebelión de Gon­
zalo Pizarro. Acudimos a uno u otro llamado desde Chile, Quito, Popayán, Cartagena, Panamá o Nicaragua. Ahora se nos demanda que
aremos la tierra como los bueyes, que carguemos fardos como las acémilas,
que vendamos baratijas como los indios en sus tambos. Pero somos nada
más que soldados, ¡vive Dios! y no hemos cruzado el mar océano para
hacer trabajos viles sino para combatir.
— En vano pretendí yo meterme negociante, hoy maldigo el momento
en que me vino tal propósito, con doscientos latigazos me pagaron la
diligencia, Dios me confunda si vuelvo a cometer un desatino parecido
— digo yo.
— Nos resta una esperanza — dice Pedro de Munguía bajando aún
más la voz. — El general Pedro de Hinojosa viene encaminado a los
Charcas electo gobernador.
— ¿El general Pedro de Hinojosa? — digo yo. — ¿El secuaz de Gonzalo
Pizarro que nos persiguió sañudamente en Panamá, a los soldados de
Melchor Verdugo, porque nos manteníamos fieles al rey de España? ¿El
que seguidamente se pasó al Rey y a La Gasea con toda su armada y
tornóse al Perú con instrucciones de pelear a muerte contra el mismo
Pizarro que en él había puesto su amistad y estima? ¿El que recibió las
más abundantes mercedes en el reparto de Huaynarima, en premio a su
fementido arrepentimiento? ¿El que se conjuró más tarde en una nueva
rebelión contra los oidores, y otra vez hurtó el cuerpo a la hora de cum­
plir su palabra? ¿Ese viene alzado a corregidor de los Charcas, a gozar
de la dignidad alcanzada merced a sus innumerables perfidias?
— Por mi fe, Lope de Aguirre, que el general Pedro de Hinojosa es
ún rebelde contumaz -— dice Pedro de Munguía. — Es él quien nos dará
las armas para tomarlas contra la injusticia. Dígote yo que para evitar
su levantamiento en la ciudad de los Reyes lo han enviado los oidores a
los Charcas, mas aquí en los Charcas se levantará más prestamente y
muchos soldados sin miedo lo seguiremos. Vine a proponerte que te
juntes a nosotros, Lope de Aguirre.
— ¿El general Pedro de Hinojosa? — digo yo finalmente. — Yo lo tengo
por el más traidor entre todos los traidores que ha dado a la luz el género
humano, y que Judas Iscariote me perdone la descortesía. Mas si vosotros
confiáis en su desvergüenza y aseguráis con tanta fe que viene dispuesto
a darnos las armas y la ocasión de emplearlas, voto a Dios que no haré
resistencia a ir con vosotros. No faltará el tiempo de matarlo cuando nos
traicione.
El general Hinojosa nos traicionó y lo matamos, entre darnos plazos y
confusas promesas se le pasaban los días, “Llegará la hora oportuna, ca­
pitanes míos”, “En cuanto la Real Audiencia ponga en mis manos las
municiones y pertrechos que me ha prometido, vosotros me seguiréis en
la más cruel rebeldía que ha visto el Perú”, ¡infame quebrantador de
palabra!, “La verdad es que con una renta de doscientos mil pesos ningún
general se rebela”, esto último lo afirma Ega de Guzmán en Potosí y yo
sospecho que le sobra razón, entre Potosí y la Plata andamos vagando
cientos de soldados con el corazón remendado y los brazos ociosos, la
pobreza tiene cara de puta, el general Pedro de Hinojosa nos alimenta
el ánimo con lisonjas. “Sois los guerreros más valientes de la tierra”,
“Sois la flor del Perú”, y no se determina a sacar la espada de su funda
porque las barras de plata hacen rimero en los aposentos de su casa.
Nuestro cabecilla Vasco Godínez pierde al cabo la paciencia y se resuelve
en llamar a don Sebastián de Castilla, don Sebastián de Castilla es un
hijo orgulloso aunque bastardo del conde de la Gomera que agazapado
en el Cuzco sueña con la gloria, yo lo conozco de fama y trato, lo tengo
por muy honrado cumplidor de sus promesas, no como tú Pedro de
Hinojosa que vas a perder vida y dineros por razón de amar demasiado
tu vida y tus dineros, Sebastián de Castilla llega al Cuzco por Navidad
al frente de siete arcabuceros de su privanza, Ega de Güzmán con los
ojos relampagueando de violencia baja de Potosí a recibirlo, “Es preciso
dar muerte al general Hinojosa” dice Ega de Guzmán, “Hay que matarlo”
respondo yo, “Hay que matarlo” corean los otros, “Lo mataremos” dice
gravemente don Sebastián de Castilla.
No se salvó de su muerte el general Pedro de Hinojosa porque la soberbia
es el peor consejero del hombre. En la ciudad de los Reyes le había pro­
fetizado el adivino Catalino Tarragona:
— No suba Vuestra Excelencia a las montañas que de sus alturas ven
bajar mis ojos arroyos de sangre.
— A mí no me arredran tus maleficios — le respondió Pedro de Hi­
nojosa.
El segundo aviso lo escuchó en el Cuzco, de labios del muy receloso
mariscal Alonso de Alvarado:
— Tened cuidado en los Charcas, que aquel lugar es guarida de los
más alevosos tiranos.
— Bajo mi mando y gobierno se volverán mansas ovejas — respondió
Pedro de Hinojosa.
Aquí mismo, en la Plata, tampoco prestó oídos a lo que decía el
licenciado Polo de Ondegardo, quien noche tras noche se allegaba a
visitarlo con un terco advertimiento:
— Están tramando una conjura para darnos muerte, general.
— Yo solo me basto a deshacer a todos los revoltosos — respondía Pedro
de Hinojosa.
También Martín de Robles y Pedro de Meneses, que antaño fueron
enemigos jurados y ogaño vivían sospechosamente inseparables, le con­
taron el mismo cuento.
— Ocupaos de vuestros propios enredos y dejadme en paz — les res­
pondió desdeñosamente Pedro de Hinojosa.
Aún menos caso le hizo al fraile franciscano Santiago de Quintanilla
que atesoraba secretos de confesión para medrar luego con ellos.
— Os van a matar, general. Ya me lo han tartamudeado al través de
la rejilla cinco penitentes.
— Nadie confiesa sus pecados antes de cometerlos, padre — le res­
pondió Pedro de Hinojosa.
Ni siquiera le causó zozobra el resplandor sangriento que volcó el sol
sobre el asiento de Porco, ni las llamas de púrpura sucia que cruzaban
el cielo de Cachimayo, ni los responsos de los hechiceros bárbaros que
interpretaban aquellos misterios.
— Va a ser derramada la sangre del gran viracocha — murmuraban
entre dientes.
— Idos a la mierda, indios de mierda, con vuestros presagios — res­
pondía Pedro de Hinojosa, y así se mantuvo ciego y arrogante hasta el
final, negado a escuchar los aldabazos que la muerte sacudía en su
puerta.
La madrugada en que murió don Pedro de Hinojosa era tan fría que
dábamos diente con diente, y no de miedo. En la posada de Hernando
Guillada nos juntamos veinte y tres soldados con don Sebastián de Cas­
tilla que hacía de principal cabeza, en el zaguán recibían Pedro de
Saucedo y Baltazar de Osorio con las dagas en el puño y la amenaza en
la boca, ¡Aquel que entre no volverá a salir!, los veinte y tres vimos
pasar la noche encerrados en el aposento que daba al comedor, competían
ásperamente el mal olor de los pedos y el de los pies, don Sebastián nos
había repartido cotas y arcabuces, aclaraba la mañana cuando llegaron
nuestros vigilantes con el aviso:
— ¡Ya los negros abrieron las puertas de la casa del general!
Entonces don Sebastián de Castilla dio las voces de mando:
— ¡Vosotros siete, venid conmigo! ¡Los otros quince os quedáis en este
lugar bajo las órdenes de Garci Tello el menor!
Me tocó en suerte ser de estos últimos.
Al cabo de un rato nos llegaron los gritos de nuestros compañeros:
— ¡Viva el Rey, que es muerto el tirano!
Y luego, de retorno en la posada, nos contaron la hazaña:
— Primero dimos muerte al teniente Alonso de Castro que salió a
recibirnos, una estocada de Anselmo de Herevias lo dejó clavado a la
pared como un murciélago, después topamos al general Hinojosa en
los corrales, Garci Tello el mayor le traspasó el pecho con su espada sin
oírle quejas ni razones, Antonio de Sepúlveda y Anselmo de Herevias
lo remataron a porrazos, le dieron y le dieron con las barras de plata que
el finado amontonaba. ¡Confesión! gritó tres ves moribundo don Pedro
de Hinojosa, ¡Viva el Rey, que es muerto el tirano! le respondimos las
tres veces, finalmente expiró, y entonces saqueamos la casa con gran
cuidado.
Nosotros por nuestra parte no matamos a hombre alguno, no estuvo
en nuestras manos matarlo, salimos con resuelta determinación de la
posada en busca de los consejeros y acólitos del general Hinojosa, todos
habíanse huido a hora temprana. Martín de Robles partió a todo correr
por los maizales en camisa de dormir, a Pablo de Meneses se lo tragó
la tierra, el licenciado Polo de Ondegardo escapó en un caballo rosillo
que se lo deparó la milagrosa Santa Rita, el fraile Santiago de Quintanilla
se sepultó sin melindres en la letrina del convento, no valía la pena
enmierdarse las manos para pescarle, acudimos en tumulto a la plaza a
festejar la victoria y a repasar nuestro número, somos ciento cincuen­
ta y dos.
El bravo capitán Ega de Guzmán tomó la plaza de Potosí tal como noso­
tros habíamos tomado la nuestra, luego al punto comenzaron a brotar
las traiciones como gusanos, yo había oído maldecirlas mil veces mas
nunca había sentido en mi rostro su saliva pegajosa y verde, la historia
del Nuevo Mundo ha sido amasada con barro de traicióneselos Pizarros
fueron muy grandes traidores, otros traidores más pequeños desgraciaron
a los Pizarros, aquel que se amotina en el Perú retiene siempre el recurso
de arrepentirse en un rincón oscuro de su cabeza, hoy lo digo con amargo
y propio escarmiento, ¡maldito sea el demonio!, la traición es la ponzoña
que hiere de muerte a nuestra rebelión de los Charcas y a la de Ega de
Guzmán en Potosí, el primero en cometerla es el capitán Juan Ramón
que ha sido enviado por nosotros con más de cincuenta hombres a matar
al mariscal Alvarado en el Cuzco, Juan Ramón se detiene a mitad del
camino y grita ¡Viva el Rey! y se pasa al campo enemigo, en enterándose
de ello nuestro cabecilla Vasco Godínez se dispone el muy hideputa a
traicionar él también.
Entre todos los hombres ruines de la tierra ninguno se iguala en vileza
a este Vasco Godínez de mi historia, fue Vasco Godínez quien tramó la
conjura y la muerte del general Hinojosa, Vasco Godínez envió mensa­
jeros a don Sebastián de Castilla rogándole que se pusiera al frente de
nuestra tiranía, Vasco Godínez se propuso de ser maese de campo de nues­
tro ejército y para ese cargo lo nombró complacido don Sebastián de
Castilla. Ese mismo Vasco Godínez abraza ahora a nuestro general Se­
bastián de Castilla con fingido afecto de hermano, ese mismo Vasco
Godínez se vale del abrazo para hundirle en la espalda su daga de perjuro,
seguidamente Baltazar Velásquez y otros caifases se abalanzan sobre el
caudillo herido, entre todos lo hacen morir a puñaladas, Vasco Godínez
pisó su cadáver y gritó ¡Viva el Rey, que es muerto el tirano!, Vasco
Godínez corrió al Cuzco a suplicar un perdón que felizmente jamás le
concedieron, la justicia del Rey lo condenó a morir en la horca y al día
siguiente lo colgaron, nosotros los leales a la rebeldía del difunto Sebas­
tián de Castilla quedamos con vida y a merced de nuestra propia pro­
videncia.
Sobrevino luego el tiempo del castigo, al brazo del mariscal Alonso de
Alvarado le fue confiado el escarmiento de las demasías, era necesario
destruir hasta los huesos de aquellos que segundaron a don Sebastián de
Castilla en su atrevimiento, pretendía don Sebastián de Castilla nada
menos que proclamarse rey del Perú y de Quito, el mariscal Alonso de
Alvarado entró a los Charcas a sangre y sangre, el mariscal Alonso de
Alvarado degolló a cinco conjurados, hizo cuartos a siete, colgó de la
horca a nueve, dio garrote a trece, desterró a perpetuidad a los más tibios,
a mí me buscaba enconadamente, Lope de Aguirre expiará en la picota
las puñaladas que apartaron de este mundo al alcalde Francisco Esquivel, Lope de Aguirre será hecho cuartos a causa de haber acompañado
al tirano Sebastián de Castilla en su pronunciamiento, Lope de Aguirre
será degollado a causa de haber contribuido a la infame muerte del
general Pedro de Hinojosa, Lope de Aguirre alcanzó a fugarse de la Plata
para librarse de las malignas intenciones del mariscal Alvarado, un
escribano vasco de apellido Leguisamón me regaló un caballo casi cerrero,
me perdí entre las oscuridades de un camino boscoso que no conocía,
vine a dar a estas cuevas donde he vivido varios meses tal como las bes­
tias, me alimento de yuca insípida que arranco de la tierra con mis uñas
y de peces crudos que saco de las charcas con mis manos, lagartijas se
enredan en mis barbas, espigas de maíz despuntan en mis pies, así sal­
vaje me halla Pedro de Munguía cuando milagrosamente descubre mi
rastro y viene a buscarme.
— Francisco Hernández Girón se levantó en el Cuzco, y le respondieron
las poblaciones de Guamanga, Arequipa y Condesuyo — dice Pedro de
Munguía.
(Francisco Hernández Girón será víctima de desalmadas traiciones,
tal como lo fueron Gonzalo Pizarro y Francisco Carvajal y Sebastián de
Castilla, Francisco Hernández Girón será abandonado por sus parciales,
y los del Rey le darán garrote en ejemplar castigo a su rebeldía).
— A Francisco Hernández Girón — dice Pedro de Munguía— le ofre­
cen aliento y apoyo todos los que se sienten dañados por las ordenanzas,
y los que conservan adentro de sí el descontento por las inicuas repar­
ticiones que hizo La Gasea, y los que tiemblan de indignación o de miedo
ante las cruelísimas venganzas que ejecuta el mariscal Alvarado, y los
soldados vacantes que soñaban con una guerra para volver a ser soldados,
y los mercaderes que al solo anuncio de peleas multiplican sus precios.
Antes de dar principio a sus batallas, Francisco Hernández Girón tiene
consigo un ejército de más de mil hombres, entre arcabuceros, piqueros,
caballería y artillería.
(A l final será repudiado y desamparado por todos, cada uno de ese
millar de hombres que hoy le sigue será fiel tan sólo hasta la hora cobar­
de de volverle la espalda, ser vendido por sus amigos y ahorcado por sus
enemigos es el destino de todo aquel que levante bandera rebelde en el
Perú, ¿viene acaso Pedro de Munguía a proponerme que me junte a los
tramposos capitanes de Hernández Girón?).
— El mariscal Alvarado — dice Pedro de Munguía— ha prometido
un perdón general a los acusados de todo crimen o delito, un perdón
que ampara a los que hicieron parte del levantamiento de don Sebastián
de Castilla o de cualesquier otro levantamiento. Tan sólo pide en cambio
que los perdonados, por mejor decir, nosotros, nos alistemos bajo el estan­
darte real para ir contra las tropas armadas del tirano Hernández Girón.
(Harto peligrosa y crecida ha de ser la fuerza de Hernández Girón
si ella forzó a mudar las sanguinosas matanzas del mariscal Alvarado en
tan generosa mansedumbre, ¿viene acaso Pedro de Munguía a proponer­
me que nos acojamos al perdón que nos tienden las manos abominables
del mariscal Alvarado?).
— Vengo a proponerte — dice Pedro de Munguía— que nos acojamos
al dicho perdón y nos hagamos sin tardanza soldados del mariscal Alva­
rado y vasallos humildes del rey de España. Si aspiramos a conservar
nuestras vidas no nos queda otra elección. El mariscal Alvarado no cesa­
rá de cortar cabezas, de colgar cuerpos humanos de los árboles, de acosar
como animales selváticos a los fugitivos, de derramar más sangre que
el propio Nerón. Dará al cabo con nuestros escondrijos y nos hará peda­
zos como reses de matadero.
(¡P o r Dios y en mi conciencia que aceptaré el perdón!, el mariscal
Alvarado me situará en los lugares de combate de mayor riesgo, me en­
comendará las misiones más expuestas, procurará que me maten los ar­
cabuces de Hernández Girón ya que no alcanzaron a matarme los suyos,
mas la verdad es que una muerte aún más indigna me aguarda en el
desamparo de estas cuevas, envenenado por los colmillos de las serpientes,
comido vivo por los gusanos, ahogado entre los juncos de la laguna, me
alistaré debajo de las banderas del mariscal Alvarado sin que desmengüe
un adarme este odio mortal que le profeso).
El ejército del mariscal Alvarado bajaba de los Charcas al Cuzco
y su caudal engrosaba cada día. Soldados que vagaron meses enteros por
las calles de Potosí, y vecinos que nunca habían sido soldados, abando­
naban la ciudad para unirse a las fuerzas del odiado mariscal. Los per­
seguidos salían de sus guaridas; no había delito que no le fuese olvidado
a quien se ponía al servicio del Rey. Unos venían armados por sí mismos,
a otros el Mariscal los proveía de pertrechos y uniformes, muchos traían
consigo sus caballos y muías, todos gritaban Viva el Rey y Muera el
Tirano Hernández Girón. La columna del Mariscal descendía como un
gran río por los barrancos de la serranía; en cada vuelta se le añadían
nuevos raudales de voluntarios. Cuando divisó las afueras grises del Cuz­
co el Mariscal llevaba a su lado más de mil doscientos hombres, entre arca­
buceros, piqueros y soldados de caballería.
El Cuzco lo esperaba arrebatado de un frenesí que desentonaba con
sus piedras impasibles. Banderas y banderolas colgaban de las foscas
murallas. Mujeres vestidas de colorado asomaban a los portales sombríos.
Niños mestizos chapoteaban su alborozo en lodazales y aguas sucias.
Hombres de variadas edades corrían por las callejuelas tortuosas, afanados
por asentar plaza en las huestes del Mariscal. El obispo distribuía bendi­
ciones; las campanas repicaban aleluyas. De los aposentos brotaban como
por ensalmo alabardas y arcabuces; en los patios se forjaban lanzones y
partesanas; de las bóvedas ascendían los barriles de pólvora; de los cerros
vecinos bajaban españoles a caballo e indios descalzos.
En este mismo Cuzco se había rebelado Francisco Hernández Girón
unas semanas antes. Sus proclamas voceaban vivas a la libertad, en sus
pendones estaba escrito que los pobres se hartarían, ecten pauperes et saturábuntur, Dios me ha enviado para romper las cadenas de los negros,
todos los descontentos del Perú se me agregarán en el propósito de poner
en fuga a los picaros oidores, todos me ayudarán en la empresa de im­
poner tratos de justicia. Tomó Hernández Girón la ciudad y no hizo
en ella sino cuatro muertes; dos en la turbulencia del encontrón y otras
dos por un mal entendimiento de su letrado, moderación de sangre que
no era habitual en los sucesos del Perú. En el propio Cuzco alcanzó a
juntar un ejército de trescientos hombres de infantería y cien de a
caballo, a más de los que se levantaron en Guamanga, Arequipa y Condesuyo para sustentar su aventura. Unos se iban en pos de él por legí­
tima inclinación, otros para probar su ventura en los azares de la guerra,
y no pocos por temor a que su indiferencia les fuera cobrada luego. Mas
todos abrigaban el tapado designio de pasarse al campo del Rey al primer
descalabro. Al menos esto opinaba en el bando contrario Lope de Aguirre,
que se había vuelto receloso de corazón y lleno de sospechas como nin­
guno.
Hernández Girón vuelve la espalda a las piedras del Cuzco y encamina
sus pasos hacia el Norte, hacia la ciudad de los Reyes que es la cabeza
del Perú y el reducto de los oidores. El arrojo del rebelde es extremado,
inteligencia militar tiene de sobra, y encima lo favorecen las rencillas
que separan a los gobernantes de sus generales. Vanas apariencias, rezon­
ga Lope de Aguirre. A Hernández Girón lo venderán mañana sus parciales,
morirá en la horca como Pizarro y Carvajal, o a puñaladas como don
Sebastián de Castilla.
No menosprecie vuestra merced la sonora batalla que acaba de ganar
el tirano Hernández Girón. El general Pablo de Meneses salió a encon­
trarlo con un ejército mejor armado que el suyo y caballos más frescos.
Hernández Girón le hizo frente en las hoyas de Villacuri, lo desbarató
y lo puso en fuga a revienta cinchas por entre arenales y charcos. Misera­
ble victoria, piensa Lope de Aguirre. Al final de la pelea más de veinte
soldados vencedores se pasaron a los derrotados enemigos para huir en su
compañía.
Lope de Aguirre había aceptado el perdón del mariscal Alvarado para
librarse de una muerte inevitable. El Mariscal lo puso a servir bajo las
órdenes del capitán Juan Ramón, aquel bellaco que fue el primero en
renegar de don Sebastián de Castilla (el mariscal Alvarado acogió con
beneplácito su traición y lo nombró capitán de infantería). Ahora Juan
Ramón marcha al frente de ciento cincuenta arcabuceros, los más curti­
dos, los tiradores más certeros. Entre ellos va, incrédulo, desengañado,
quizá resignado, Lope de Aguirre.
A Hernández Girón lo siguen quinientos soldados, tal vez no tantos.
Entre ellos hay cien arcabuceros de infalible puntería. Este de nombre
Aureliano Granado combatió en tierras de México y trajo fama de ser
uno de los más exterminadores escopeteros del Nuevo Mundo.
— Sé de un sitio no muy lejano — dice el coronel Diego de Villalva
a Hernández Girón— donde nadie podrá derrotarnos, pues no le valdrán
los escuadrones de a pie y de a caballo que traiga bajo su mando. Queda
en la región de los indios aymaraes, cerca del poblado de Challuanca.
Ni diez mil soldados que nos atacaran lograrían vencer a nuestros qui­
nientos si la providencia del cielo nos permite ampararnos en aquel pro­
montorio.
La cindadela se llama Chuquinga, y se halla plantada en el tope de
unas altas peñas que trepan desde la orilla izquierda del río Abancay.
Son los vestigios de una fortaleza edificada por los antiguos indios aucarunas, más sabidos en malicias guerreras que muchos generales cristianos.
En los ruinosos paredones se abren dos portillos, uno manifiesto que aso­
ma al despeñadero, otro esquinado y oculto por la maleza y los roquedales,
propicio para lanzarse desde él sobre la retaguardia del enemigo.
— Para llegar hasta nosotros en las alturas de Chuquinga — dice el
coronel Diego de Villalva— será obligación precisa engolfarse en una
garganta pedregosa de tres leguas, cruzar en hilera los lechos de las que­
bradas, ponerse a ser blanco fácil de nuestros arcabuces. Dicen que el
mariscal Alvarado trae más de mil hombres, sin contar su muchedum­
bre de indios. Mas si los emboca por aquel pasadizo y los manda embestir
como toros ciegos, ni el Gran Poder de Dios los salvará de un gran
desastre.
— El Mariscal es tan soberbio que lo hará — dice Hernández Girón.
Lo hizo, válgame Dios que lo hizo. Enterado por medio de sus corre­
dores de los parajes donde Hernández Girón se encontraba, el Mariscal
partió sin dilación a darle caza con sus mil doscientos hombres en orden
de guerra, sus avisados consejeros, sus fogosos capitanes, su millar de
indios guerreros, sus centenares de cabalgaduras, arcabuces, picas, artille­
ría, banderas, tambores y trompetas. Lindo ejército por lo bien armado,
lo bien ataviado y el denuedo de sus pechos. A jornadas de diez leguas,
sin importarle llanuras anegadizas ni sierras nevadas, dejando atrás los
indios y caballos muertos por el frío, ya llegaba el mariscal Alvarado a
las cercanías de Chuquinga, en donde Hernández Girón lo aguardaba
bien guarecido.
La primera disposición del mariscal Alvarado fue despachar al capi­
tán Juan Ramón con sus ciento cincuenta arcabuceros en comisión de
escaramuzar a los rebeldes, amedrentarlos con sus disparos y, convidarlos
de viva voz a pasarse al campo del Rey. Hernández Girón y el coronel
Diego de Villalva los vieron bajar de la ladera, descolgarse hasta la orilla
del río, erguirse estimulados por el cobre de una corneta. Se distinguían
claras las palabras y se divisaban nítidos los cuerpos, era una madrugada
serena, todavía la luna brillaba con esplendor de medianoche.
—
¡Viva el Rey! ¡Mueran los tiranos! — gritó con voz desafiadora
Felipe Enríquez, y le respondió un tiro de arcabuz en el pecho que lo
tumbó muerto con sus dieciocho años recién cumplidos.
— ¡Yo soy Mata, yo soy Mata el que mata! — gritó el alférez Gonzalo
de Mata que presumía de chocarrero y gustaba de jugar con las palabras.
— ¡Pues yo te mato! — le replicó la voz calmosa de Aureliano Gra­
nado y seguidamente le llegó un pelotazo a la cabeza que se la abrió en
dos como una calabaza.
— ¡Dejad al tirano! ¡Volved a nuestro lado que la magnanimidad del
Rey os acogerá, compañeros de armas! — gritó el siempre parlero capi­
tán Gonzalo de Arreinaga.
Esta vez fue el caudillo rebelde Juan de Piedrahíta quien con grande
furia descargó su arcabuz. El dicho Arreinaga cayó mal herido entre las
aguas del río, y luego vino a tierra el sargento Jerónimo de Soria, y
hallaron la muerte cinco arcabuceros más, dos de ellos de apellido Ra­
mírez, así llamados por mero accidente ya que no los enlazaba paren­
tesco alguno.
Tan costosa resultaba la experiencia que el capitán Juan Ramón pre­
firió retirarse con veinte y cinco hombres menos, entre muertos de bala,
heridos y dos que se ahogaron en lo más hondo del río, sin contar a Fran­
cisco de Bilbao que se pasó al campo del tirano Hernández Girón por
pagar una promesa que le había hecho a la virgen del Pilar. Lope de
Aguirre oyó silbar las pelotas enemigas a mínima distancia mas ninguna
dio en su cuerpo en este primer episodio de la pelea.
Después de aquella desventurada escaramuza, el mariscal Alvarado juntó
bajo su toldo a las personas principales de su alto mando, no para seguir
sus consejos sino para no escucharlos, como se verá más adelante. Tanto
Lorenzo de Aldana, como Gómez de Alvarado, como Diego de Maldonado, como Gómez de Solís, estimaron que asaltar la atalaya de Her­
nández Girón significaba correr riesgo de un afrentoso vencimiento y de
una excesiva pérdida de vidas.
— Más vale dejarlo quedo en su fortaleza y esperar en paciencia que el
hambre y las demás necesidades lo fuercen a bajar — dijo Lorenzo de
Aldana.
— Bajará en dos o tres días para darnos batalla o para retirarse a otros
lugares, y muchos de los suyos cogerán la ocasión por los cabellos y se
pasarán a nuestro bando — dijo Gómez de Alvarado.
El Mariscal callaba con no pequeño descontento. El Mariscal no pres­
taba buen oído sino a las palabras bizarras de Martín de Robles, asturia­
no testarudo y reñido con el filosofeo, que no tenía fe en las estratagemas
de la milicia sino en las pelotas de sus arcabuces y en las mismas de sus
soldados.
No obstante esto, tanto porfió Lorenzo de Aldana y de tanta autoridad
lo revestía su historia de general experimentado en cien batallas contra
caciques y tiranos, que el Mariscal concluyó por prometerle que olvidaría
su insensato propósito de acometer sin más ni más la ciudadela enemiga.
Con tales palabras se sosegaron los recelos de Lorenzo de Aldana y, ya
tranquilo, se apartó del campo real, en compañía de unos cuantos sargen­
tos y artilleros, con la intención de hostigar a los rebeldes desde un ribazo
del río e incitarlos a bajar de su madriguera.
El Mariscal andaba muy lejos de haberse convencido; vislumbraba la
luz de la victoria a un palmo y pretendían apagársela con discursos. Rever­
beró el mediodía sobre las picas de los soldados y los arneses de los caba­
llos, se pasó al Rey otro de los hombres de Hernández Girón, y dijo lo
que siempre dicen los pasados, que en el lado contrario no se respira espí­
ritu de lucha sino apetito de huir, y al punto alborotóse de nuevo el
ardoroso ánimo del Mariscal. Convocó a sus principales, esta vez sin
Lorenzo de Aldana que se había alejado dos leguas para llevar al cabo
su traza, y les notificó sin rodeos que estaba resuelto en dar la batalla y
que no aceptaría reparos ni consideraciones.
— Si de eso se trata, ya sé que me tocará morir —dijo Gómez de Alva­
rado al salir de la tienda, y tres horas más tarde se probó que no había
dicho exageración ni mentira.
El Mariscal se sentía invadido por la ira del apóstol Santiago, guiado
por el espectro del Cid. A Martín de Robles, que era el más impaciente
de sus capitanes, le mandó pasar el río con sus arcabuceros y atacar hasta
quebrarla el ala izquierda de Hernández Girón. A Juan Ramón con sus
ciento veinte y cinco hombres, entre los cuales estaba Lope de Aguirre,
lo lanzó a escalar el cerro y caer sobre el costado derecho del Tirano.
Mil indios que peleaban a gritos y pedradas asaltarían la fortaleza desde
la barranca de atrás. El propio Mariscal cruzaría a la postre el río, a
tambor batiente y banderas desplegadas, para rematar y glorificar el des­
trozo de los traidores.
—Vienen justamente tal como yo le había rogado a la Santísima Tri­
nidad que viniesen —le dice el coronel Diego de Villalba a Hernández
Girón. —Ordene vuestra merced a sus arcabuceros que pongan con pa­
ciencia la puntería, y verá caer los soldados del buen Mariscal como
conejos.
A Martín de Robles no le cabían los testículos en el pecho. ¿Para qué
esperar el toque de corneta convenido?, se lanzó fieramente a doblegar el
paredón inexpugnable, ¿quién dijo que era inexpugnable?, ninguno será
osado de disputarme el esplendor del triunfo, ¡Abajo el Tirano!, ¡Viva
el Rey!, ¡Viva el mariscal Alonso de Alvarado!, ¡Viva el invencible capi­
tán Martín de Robles! En este delirio se mantuvo hasta que una grani­
zada de balas lo volvió a la razón, la sangre de los heridos purpuró la
corriente del río, se mojó la pólvora, se hundieron en el agua lanzones
y arcabuces, los muertos pasaban de quince, jamás erraba el golpe el dedo
matador de Aureliano Granado, los asaltantes retrocedían sin esperanza,
Martín de Robles concluyó por retroceder él también.
Juan Ramón entró en combate, tal como se le había señalado. Su
encargo era ocupar un pretil de tierra, a igual nivel de la vieja fortaleza,
y desde allí abrir fuego contra esos desalmados. Era necesario trepar por
entre peñascos punzantes y lodo resbaloso, bajo la mira de los arcabuces
que tiraban desde ambos portillos. Fue Lope de Aguirre, ágil y de corta
talla como los monos, el primero en coronar la cuesta, y estarse sobre ella
apenas el tiempo brevísimo de recibir dos arcabuzazos en la pierna dere­
cha, casi se la arrancaron. El cuerpo de Lope de Aguirre se despeñó
dando tumbos por la ladera, hasta caer inerte sobre las arenas del río.
Mayor reguero de sangre le manaba de las manos desolladas y de la cara
deshecha por las piedras, que de la pierna agujereada. Quedó tendido
sobre la playa, sin sentimiento de la vida ni de la muerte, y en este punto
acabó para él una batalla que para los contendores aún no se había
decidido.
La batalla de Chuquinga se hallaba apenas en sus comienzos. Martín
de Robles rehízo su tropa y volvió a cruzar el río. Martín de Robles tras
tanto insistir alcanzó a apoderarse de uno de los andenes más altos. El
terco asturiano Martín de Robles cayó herido finalmente. Al mariscal
Alvarado le descalabraron el caballo y él por su parte se quebró una cos­
tilla en el golpetazo de la caída. Aterradora era la mortandad entre los
indios infelices que peleaban a gritos y pedradas en favor del Rey. A
los arcabuceros de Hernández Girón se les agotaban la pólvora y las
pelotas, les era forzoso arrebatar las municiones a los muertos y a los
heridos. Al caer el sol las vidas perdidas por el ejército real pasaban
de setenta, sin hacer cuenta de los indios. Arremeteremos agora a ellos,
dijo el coronel Diego de Villalva. Francisco Hernández Girón en persona
se puso a la cabeza de un escuadrón. Sus cornetas y tambores tocaron
son de victoria. Hierros de picas y pechos de caballos se abatieron sobre
las tropas del Mariscal. Trescientos satanases bajaron a saltos de la ciudadela para acometer al enemigo diezmado. Entonces huyeron los leales
servidores de Su Majestad. El tirano Hernández Girón había ganado la
batalla de Chuquinga. Sería aquélla la última batalla que él vencería, la
última que vencería rebelión alguna en el Perú.
Lope de Aguirre permanecía tendido en la arena, sin conciencia de
la historia. En esta ocasión la historia sería benigna con sus desdichas.
Francisco Hernández Girón resultó un triunfador de noble condición.
No mató a los prisioneros, no maltrató a los rendidos, mandó enterrar
a sus muertos junto a los muertos del adversario, mandó curar a sus
heridos junto a los heridos de los vencidos. Lope de Aguirre entreabrió
los ojos al anochecer. La costra de sangre que le cubría la frente le impe­
día ver la oscuridad. Veía, en cambio, luces que nadie había encendido.
Este parece muerto aunque no lo está, dijo el primer cirujano. Está mal
herido, dijo el segundo cirujano y se agachó a escudriñar la carne destro­
zada. Habrá necesidad de cortarle la pierna antes de que llegue la gan­
grena, dijo el segundo cirujano. Y fueron éstas las primeras palabras que
escuchó Lope de Aguirre al despertar de su sueño.
No le cortaron la pierna ni llegó la gangrena. El disparo fue hecho
por un arcabuz con dos pelotas, dijo el primer cirujano. El primer ciru­
jano era también barbero y había aprendido a sanar llagas y picadas
de culebras con hierbas indias y oraciones cristianas. Yayap Churip Yspiritu Santup Sutim pi A m én Jesús . El segundo cirujano lavó la doble
herida con agua hirviente. El asistente mulato trajo un caldero de hierro
dentro del cual hervía a borbollones el aceite. Lope de Aguirre mugió
bajo la dentellada abrasadora del cauterio. Lope de Aguirre se desangraba
lentamente por las venas truncadas. El primer cirujano ensanchó con su
lanceta los bordes disformes de la herida. El segundo cirujano introdujo
en el hueco sangrante un oscuro amasijo de harina tostada y pólvora y
sal y ceniza. El asistente mulato le dio a beber triaca mezclada con zumo
de bencenuco. El primer cirujano se esforzó por volver las astillas del
hueso a su sitio valiéndose de tirones y manoseos. Lope de Aguirre mugió
otra vez como un buey en agonía. El asistente mulato sostenía fuerte­
mente el pie con sus dedos de tenazas. El primer cirujano usó jirones de
un pañuelo para vendar la pierna y listones de caraña para entablillarla.
En las manos rotas y en el rostro arañado le untaron cada día y cada
noche un ungüento espumoso como el jabón y espeso como el aceite. Un
mes o quizás más estuvieron curándolo en un corral techado que servía
de hospital a orillas del río. El capitán Juan de Piedrahíta, que probó
ser el más valeroso de todos los soldados rebeldes y a cuya bravura debió­
se en gran parte la victoria de Chuquinga, ha sido nombrado maestre de
campo y va todas las tardes a platicar con Lope de Aguirre. Quiere ganár­
selo para las banderas de Hernández Girón que son las banderas de la
libertad, eso dice. De no saberse tan mal herido Lope de Aguirre se iría
con ellos, a perder las batallas que sin duda alguna perderán. Lo suben
a una camilla de paja y ramas que fue entretejida por las manos de dos
soldados aragoneses. En ella lo llevan cargado, tres leguas de cerro y una
de pedregal, hasta el pueblo de Challuanca. Se le desvanece la cabeza no
pocas veces en el camino. Tiene la pierna derecha coja para siempre, el
rostro y las manos chamuscados para siempre.
Toqué la puerta de la casa, al tercer aldabazo abrió mi niña Elvira y
rompió a llorar, imaginé que lloraba de verme la cara chamuscada y las
manos como tizones, de verme caminar hacia ella cojeando casi arrastrán­
dome infinitamente viejo y vencido, mas no lloraba mi niña por esto, llora­
ba porque Cruspa su madre había muerto el año pasado y yo no lo sabía,
unas ardientes fiebres frías se la llevaron de este mundo en menos de una
semana, así lo contaron las dos mujeres enlutadas que brotaron de las
sombras, Juana Torralba dijo que de nada sirvieron las sangraduras
de los indios cirujanos ni los ensalmos de los negros hechiceros, María
de Arrióla dijo que se habían malbaratado las oraciones a San Blas y
los cirios a Santa Catalina, Cruspa murió sin quejarse tal como mueren
los de su raza, se apagó sin pestañear tal como siempre había alumbrado,
la niña quiso acompañarme al cementerio que es de piedra como la ciu­
dad entera, la tumba de Cruspa es una laja gris con una cruz torcida
levantada en la cabecera, por entre las grietas asoman dos lirios amarillos
y tristes, mi niña Elvira me toma de la mano para volver a casa, ya nunca
más Lope de Aguirre, ogaño soy el cojo Aguirre, el tuerto Aguirre, el
loco Aguirre, el enano Aguirre como me llamó una vez este mismo Antón
Llamoso en la plaza de Oñate, asombro y maravilla causóme encontrar a
Antón Llamoso en el Cuzco, atravesó toda España y el mar océano y la
mitad del Nuevo Mundo hasta dar conmigo, se ahogaba sepultado entre
torreones y montañas vascas, volvióse huraño como los lobos, la gente
esquivaba de su trato, iba a mi casa de Araoz domingo tras domingo a
pedir noticias de Lope de Aguirre y en mi casa nada sabían de mi para­
dero, finalmente se embarcó a las Indias y halló mi rastro en Cartagena,
alguien le dijo que yo había sido muerto en las guerras peruleras y él
no lo creyó, me buscó en Quito y en la ciudad de los Reyes, en esta
última le refirieron la desgraciada historia de mi apaleamiento y el cas­
tigo que de mis manos recibiera el alcalde Esquivel, entonces subió hasta
el Cuzco, y aquí está, al fin te encuentro Lope de Aguirre, y se echa a reír.
Al poco tiempo llegó también a esta villa mi fiel amigo vizcaíno Pedro
de Munguía, se apresuró a venir a mi casa, contóme cómo había seguido
alistado en las fuerzas reales hasta la derrota postrera del tirano Hernán­
dez Girón en Pucará. Hernández Girón no escuchó en esta ocasión la
voz del coronel Diego de Villalva que le aconsejaba malicioso tiento; pre­
firió atenerse a las profecías de los astrólogos y adivinas que le agoraban
una victoria sobrenatural pues estaba escrito en las estrellas, lo que está
escrito en todas las estrellas y cielos del Perú son las felonías y las traicio­
nes, a mitad de la batalla de Pucará se pasó al enemigo Tomás Vásquez
que era el más bravio capitán de Hernández Girón, y a poco hizo lo mismo
Juan de Piedrahíta que era su maese de campo y el más persuadido de
la justicia de su causa, nunca se pasaron el licenciado Diego de Alvarado
ni el coronel Diego de Villalva mas en castigo a su lealtad fueron apresa­
dos y cortadas sus cabezas, recibieron garrote veinte negros rebeldes que
tampoco pidieron clemencia, Hernández Girón quedóse solo y huyendo
por entre matorrales y tierras desiertas, le dieron caza en el camino del
Rimac, lo llevaron a la Ciudad de los Reyes para degollarlo, su cabeza
sin vida fue colocada entre la de Gonzalo Pizarro y la de Francisco Car­
vajal, y Dios sabe que de ese modo se acabaron para siempre los alzamien­
tos en el Perú, eso dice Pedro de Munguía. Si no alcanzó a triunfar Her­
nández Girón que llevaba escrita en sus banderas la palabra libertad,
si no gozó el fruto de desenfrenar a los pueblos Hernández Girón que
prometía hartar a los pobres y quebrantar las cadenas de los negros, ¿quién
osará mañana desafiar el poderío de los virreyes y oidores?, esto se pre­
gunta Pedro de Munguía en el interior de mi casa, y yo me pongo a dar
voces de maldición en contra de las traiciones, y Antón Llamoso me es­
cucha con ojos asombrados, y mi niña Elvira me trae una copa de leche
para calmarme.
Esta pierna rota estas manos casi mancas no me permiten domar caballos,
las campanas del convento de Nuestra Señora de las Mercedes suenan y
resuenan, uno no oye otra cosa sino campanas que retumban en los sesos,
badajos desaforados que claman traición traición cuando doblan a muerto,
traición traición cuando el Angel del Señor anuncia a María, llevado por
esta pierna rota caminaré hasta el tambo donde hallaré bebiendo vino
a Pedro de Munguía y Antón Llamoso, ya nadie en el Perú desea levan­
tarse en armas, yo sí me levantaría pues oigo correr la sangre de don Se­
bastián de Castilla al par de la lluvia, oigo correr mi propia sangre bajo
los latigazos del verdugo los latigazos del alcalde los latigazos de los oido­
res los latigazos del Rey, no me es permitido domar caballos, no me
es posible soportar el peso de las piedras del Cuzco sobre mis espaldas
llagadas, no me atrevo a pensar en las traiciones pues rompo a gritar a
solas en mi casa en mi aposento en mi lecho, las campanas de la iglesia
Catedral apagan mis voces, Elvira aparece a la luz de la puerta como la
virgen de Aránzazu, no es Elvira soy yo mismo que tomo la figura de
la niña para apiadarme de mis manos deshilacliadas de mi pierna men­
guada de mi sombra corcovada y chata, Lope de Aguirre desdentado
Lope de Aguirre renco del cuerpo no está vencido, mi nombre lo repe­
tirán los libros, las aguas del Cuzco son viles acequias negras que bajan
por calles de pizarra, Antón Llamoso sube la escalera de un templo inca
con su cabeza en la mano, no es la cabeza de Antón Llamoso sino la mía
que sonríe con un desgaire de cuchillada, no sirvo ya para domar caballos,
Pedro de Munguía asegura y porfía que yo tengo por dentro más nervios
de libertador que el propio Hernández Girón, dos lirios amarillos han
nacido de los huesos de Cruspa, malditas sean las campanas de Nuestra
Señora de las Mercedes.
De pronto llega al Cuzco el pamplonés Lorenzo Zalduendo, armado de
resplandecientes armas, montado en un caballo castaño que tiene un luce­
ro en la frente. El vistoso visitante trae una carta para Martín de Guzmán, un andaluz aventurero éste, que anduvo con Lope de Aguirre ha
muchos años hurgando cementerios indios en el Cenú y que ahora vive
apaciguado en el Cuzco en compañía del mozo Fernando de Guzmán,
sobrino suyo. La carta viene firmada por el general Pedro de Ursúa y por
ella se incita a los Guzmanes, junto con todos los soldados españoles que
por estas tierras vagan, a participar en la fabulosa jornada de los Oma­
guas. El dicho general Pedro de Ursúa ha enviado como portador del
pliego nada menos que a Lorenzo Zalduendo, que es su secretario, conse­
jero y paisano.
La casa de los Guzmanes aspira a ser sevillana aunque el imperio abso­
luto de la piedra no se lo consiente. Hay tiestos de clavellinas en el patio.
En la mesa sirven vino dulce y espeso, con añadidura de bizcochuelos,
mas no son mujeres blancas sino yanaconas indios quienes hacen el servi­
cio, riegan las plantas y van hasta el convento a comprar las golosinas.
Lorenzo Zalduendo trae en la memoria un discurso que ensalza las
hazañas guerreras del general Pedro de Ursúa, navarro nacido en el valle
de Baztán, parte del mundo más francesa que navarra, según el decir
de un tío de Lope de Aguirre que vivió en ella tres inviernos.
—El general Pedro de Ursúa vino a las Indias como teniente de su
primo don Miguel de Almendáriz, mas luego ganó por sus propias virtu­
des renombre de animoso caudillo. Fue él quien venció y pacificó a los
indios musos que con flechas emponzoñadas y bárbara ferocidad defen­
dían sus esmeraldas y sus oros en el Nuevo Reino de Granada. Y segui­
damente fundó dos ciudades que bautizó con los nombres de Pamplona y
Tudela —dice Lorenzo Zalduendo inflamada su lengua de orgullo patrio.
—Yo le conocí en la villa de Santa Marta —interrumpe Martín de
Guzmán— . En aquella sazón había escapado milagrosamente de una cela­
da que le tendieron seis mil indios taironas en el río Origua, a él y a doce
soldados que llevaba consigo. El milagro se debió a Dios y a la terrible
puntería del propio Pedro de Ursúa. A fe mía que en destreza de arca­
bucero sólo puede comparársele otro baztanés apellidado García de Arce,
amigo íntimo suyo que va con él a todas partes. Entre los dos dieron
muerte a no menos de doscientos indios en aquel trance.
— Son igualmente singulares su valentía y su astucia —dice Lorenzo
Zalduendo recuperando la palabra. —De ambas dio muestras en la pro­
eza que llevó a cabo en Panamá para someter a los negros cimarrones
del rey Bayamo. Más de seiscientos negros esclavos se habían evadido de
sus servidumbres, quebrantando la obligación que a sus amos los unía,
para esconderse en las intrincadas selvas del Darién, de donde salían
repentinamente a asaltar recuas y robar posadas. Tan ufanos se sentían
que designaron a uno entre ellos por Rey, Bayamo I lo nombraron, roreado de corte, trono y demás pomposidades. Y de esta manera hicie­
ron de las suyas hasta el momento en que a don Pedro de Ursúa le fue
encomendado el difícil encargo de sojuzgarlos, más difícil si se considera
que no era hacedero darles batalla en las cavernas y espesuras donde
se amparaban. Ahí fue donde salió a resplandecer el ingenio de don
Pedro de Ursúa. Primero se esmeró en aprisionar a cuatro negros de los
de Bayamo que habían salido en ejercicios de rapiña, y luego les dio tor­
mento hasta que dijeron el sitio preciso en que se guarecía su caudillo.
Entonces los ahorcó y salió en busca del supuesto rey, atravesando ciéna­
gas, escalando montañas y desvirgando selvas, mas no con el propósito
de reñirle cruda guerra sino usando el halago de regalarle ricos presentes,
a más de la promesa de reconocer a los negros el derecho a vivir en un
territorio libre y aparte. Alcanzó a convencer a Bayamo de sus buenas
intenciones y para celebrar la paz y la amistad, lo convidó junto con su
corte a un banquete cuyos vinos estaban emponzoñados. Los cuchillos
remataron la obra comenzada por el veneno, y tan sólo se libró de la muer­
te el falso rey Bayamo, para ser llevado prisionero a Nombre de Dios.
—¿Cuántos años cuenta el general Ursúa? —dice Lope de Aguirre,
que no desea pasar por mudo.
—Treinta y cinco años escasos— responde Lorenzo Zalduendo al pun­
to, como si hubiese estado esperando la pregunta. —Mas alcanzó tanta
y tan merecida fama tras la pacificación de los indios musos y la aniqui­
lación de los negros cimarrones, que el Marqués de Cañete no ha duda­
do en nombrarlo para el cargo de gobernador y capitán general del río
Marañón, no obstante que la entrada de los Omaguas la ambicionaban
y la pidieron para sí personajes de muy grande importancia, entre ellos
el capitán Juan Pérez de Guevara, y también Gómez de Alvarado que es
el hombre más rico del Perú y hallábase dispuesto a desembolsar quinien­
tos mil pesos de su patrimonio para sobrellevar los gastos de la empresa.
Con todo, el Virrey escogió como principal cabeza a este don Pedro de
Ursúa, cuyos únicos bienes terrenales son su valentía incomparable y su
fidelidad al rey de España. Esta última es tan maciza que muchos lo
llaman Pedro Leal en lugar de Pedro de Ursúa.
Después de tan extraordinarias alabanzas, Lorenzo Zalduendo cesa de
hablar del alabado para hacerse lenguas de las riquezas y tesoros de los
Omaguas, que se han convertido en sueño y señuelo de los soldados peru­
leros. Sucedió que un cacique de los indios brasiles, de nombre Viarazu,
llegó en huida a la Ciudad de los Reyes y le contó al Virrey y a todo el
que quisiera prestarle oído, la existencia de un país cien veces más rico
que el Perú, gobernado por el príncipe Quarica, mil veces más cubierto
de oro que Atahualpa. Las tierras de los Omaguas son valles tan fértiles
como el paraíso perdido por Adán; las aguas de un inmenso lago espejean
el temblor de ciudades fabulosas; en los templos se adoran jaguares de oro
con uñas de rubíes y ojos de diamantes. Para llegar a ese territorio es
preciso seguir las huellas de Francisco de Orellana, a lo largo de un río
que es quizá el más desmesurado entre todos los ríos del universo.
— ¡Iremos todos con Pedro de Ursúa! —grita Martín de Guzmán
dándose de puñadas en el pecho ardoroso.
— Iremos todos — dice Lope de Aguirre sin tantos ademanes.
En volviendo a su casa dice Lope de Aguirre:
—Este nuevo virrey Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete,
señor de la villa de Argote, es tan astuto como el licenciado La Gasea,
aunque más cruel y pérfido que su ilustre ejemplo, ¡voto a Dios!, Antón
Llamoso. De nada le valieron a Juan de Piedrahíta ni a Tomás Vázquez,
ni a Martín de Robles ni a Alonso Díaz, los perdones que en nombre del
Rey les habían sido dados, puesto que el dicho marqués de Cañete los
hizo ahorcar a todos. Bien merecido lo hubieron, dígome yo, que hago
por infamia el hecho de haberse pasado al Rey, mas no fue por castigar
sus traiciones que el Marqués los llevó a la horca, sino por cobrarles la
condición de rebeldes que en otro tiempo mostraron.
Para Antón Llamoso nada significan estos nombres ni estas conside­
raciones.
—Ya que no puede el virrey marqués de Cañete ahorcar de un golpe
a cuatro mil soldados españoles que andamos dando tumbos por el Perú
sin ocupación y sin blanca, y como sabe de sobra que el hambre y la
ociosidad son el origen de todas las rebeldías, pues nos ofrece entradas
y descubrimientos hacia el Sur y hacia el Oriente, por en medio de selvas
tenebrosas y ríos indómitos, que si hallamos la gloria será para el Rey y
si hallamos la muerte será para nosotros —dice Lope de Aguirre.
Antón Llamoso lo escucha absorto, maravillado de tan sonoras palabras.
—Y todos vamos acudiendo a la llamada del Marqués, pues el oro es
Lucifer que nos tienta y nos pierde. Allá en el fondo de sus almas nin­
guno cree ya en el Príncipe que se enjuaga con polvos de oro al borde
de una laguna, ni en los becerros de oro más abultados que el de Moisés,
ni en las calles empedradas de plata en láminas, ni en las naranjas de
rubíes, ni en las escaleras de amatista, ni en el país de la canela, ni
en el hechizo de Manoa, ni en los templos sumergidos de la diosa Dabaida.
. Antón Llamoso gruñe confusas exclamaciones.
—Aquesas fueron leyendas inventadas por los indios bárbaros para
oponerlas a la realidad de nuestros caballos y arcabuces. Aquesos fueron
precipicios levantados por la imaginación de los naturales de estas tierras
para hacer despeñar en sus honduras la codicia de los españoles. Y válame Dios que tales ardides y estratagemas tuvieron efecto. Por centenares
nuestros soldados hallaron calamidades y tumba en vez del mundo mara­
villoso que buscaban —dice Lope de Aguirre.
Antón Llamoso no se atreve a mirarlo de frente.
—Allá en el fondo de sus almas ninguno cree ya en el viejo Dorado
mas todos desesperan de hallar un Dorado nuevo. No vinieron a las Indias
a labrar la tierra ni a criar caballos sino a hacerse ricos de buenas a buenas.
Brotarán soldados españoles de todas las partes del Perú, ansiosos de
tomar como verdades los embustes de estos indios brasiles, prestos a correr
los mayores peligros en perseguimiento de las riquezas de los Omaguas,
impacientes por complacer a las amazonas que se tienden desnudas en
la hierba para folgar con sus prisioneros. Yo no me emborracho con
ninguna de estas fábulas, Antón Llamoso. Pensamientos y razones harto
diferentes me arrastran a la jornada de Pedro de Ursúa —dice gravemen­
te Lope de Aguirre.
Antón Llamoso se echa a reír.
Las campanas del Cuzco repican por última vez Lope de Aguirre ha
vivido demasiado voy en busca de mi muerte en un caballo alazán de
poca alzada y muchas crines mi sola inclinación a la vida es mi niña
Elvira no la dejaré en el Cuzco arrodillada ante la tumba de Cruspa a
merced de los padres de doctrina que engañan y fornican a las doncellas
a merced de los encomenderos concupiscentes a merced de los mayordo­
mos violadores voy en busca de mi muerte o de mi gloria o de ambas
jamás me separaré de mi niña Elvira que soy yo mismo más que yo mismo
Elvira irá a la entrada de los Omaguas con María Arrióla que la atiende
con Juana Torralba que la cuida con Antón Llamoso que es su sombra
guardiana con Lope de Aguirre que nadie osará malmirada si yo estoy a
su lado no me quedan dientes sino encías no me quedan cabellos sino
greñas blancas mis manos titubean al empuñar la espada mi pierna de­
recha es un leño reseco no obstante esto tiene mi pecho una elección
grandiosa que cumplir un universo de agravios que vengar yo soy Miguel
la ira de Dios yo soy Luzbel rebelde hasta la muerte no he de dejar a
Elvira abandonada al arbitrio de la lascivia de los hombres deshicimos
la casa del Cuzco y emprendimos los caminos de roca que conducen a la
ciudad de los Reyes adelante va Elvira en una carreta tirada por muías
negras adelante va Elvira con las mujeres que la acompañan detrás voy
yo junto a Antón Llamoso en dos peludos caballos peruanos luego vienen
bien montados Lorenzo Zalduendo y los Guzmanes cierra la caravana
Pedro de Munguía ya no se oyen las campanas del Cuzco de pronto re­
tumban truenos infernales que hacen crujir el cielo la Torralba se persig­
na y santigua en volandas Martín de Guzmán blasfema enardecido Elvira
me mira asustada sonríe cuando yo le devuelvo la mirada.
Tu madre no nació en las serranías incaicas sino a orillas de la mar,
nació en Lambayeque que es gente de otra sangre y otros pensamientos,
marineros que de tanto escuchar el embate del agua creen en la libertad,
pescadores que de tanto mirar los arenales dudan a veces de Pachacámac
hacedor del mundo y de las tierras verdes, tu madre contemplaba a los
hombres con tan dulce insistencia que les desacompasaba el pulso y los
hacía tartamudear; la vio bailar una tarde en el Cuzco el príncipe Huás­
car hijo de Huayna Cápac y heredero legítimo del trono de los incas, el
príncipe la invitó a dormir con él en la densa medialuz del palacio Colcanpata, el príncipe era un mancebo recio y silvestre que aún no había
humedecido su sexo en mieles de mujer, tu madre lo instruyó en el rito
de la fornicación sobre esteras de plumas amarillas entre paredes de gra­
nito azuleadas por el resol, la boca de tu madre sabía besar como ningu­
na otra boca, el príncipe Huáscar adquirió en la fragancia de aquel vien­
tre la pasión de la carne que con el tiempo lo llevaría a perder el imperio
y la vida, tu madre tenía los ojos tan inmensos que en ellos cabía todo el
cielo del Perú, tu madre se llamaba Chestan Xefcuin y desde los veneros
de su alma aborrecía el poderío imperial del Tahuantinsuyo pues los na­
cidos en Lambayeque vivían bajo otros sueños y otro sol, tu madre se
desnudaba en las fiestas de Chupiñamca para bailar el casayaco, en los
esguinces de la danza las aletas de la nariz de tu madre palpitaban como
el buche de una paloma, en la exaltación de la danza los pezones de tu
madre se endurecían como gotas de ébano, en el acabamiento de su dan­
za tu madre se estremecía bajo insólita mojadura, tu madre se llamaba
Chestan Xefcuin y se libró por milagro de perecer en la matanza de con­
cubinas de Huáscar que ordenó Atahualpa en el Cuzco, no fue acuchillada
como las otras porque para aquella sazón ya tu madre añorante del mar
y los cantos costeños había vuelto a la dunas de Lambayeque, en Lamba­
yeque la hallaron los conquistadores y también ellos enmudecieron en­
candilados por el resplandor de su carne, cuando surgieron del mar los
viracochas blancos tu madre Chestan Xefcuin vivía en la compañía de
Mitaya Uitama que había nacido bajo el destino de ser su servidora, a
Mitaya Uitama la bautizó fray Benito de Jarandilla para franquearle así
las puertas del cielo, B autizacunqui cristiana tucunqui diostra yupanqui
hanacman rinque hanacman rinque, le pusieron el excelso nombre de
María mas ella prefirió conservar el mote humilde de Mitaya que signi­
fica sierva de bajo linaje, a los cuarenta años tu madre seguía siendo
hermosa como ninguna otra mujer, don Blas de Atienza que había acom­
pañado a Vasco Núñez de Balboa en el descubrimiento de un nuevo mar
océano fue el elegido por ella entre diez capitanes que la convidaron a
compartir su lecho, don Blas de Atienza se la llevó a Trujillo y fue su
último amante, don Blas de Atienza fue tu padre y por designio suyo te
llamas Inés.
Tu niñez disfrutó huertos de naranjas granadas membrillos cidras y limo­
nes, desde que la fundó Almagro la ciudad de Trujillo se esforzó por
ser villa próspera e industriosa, a tu padre antiguo capitán de Balboa
lo respetaban los encomenderos y jueces, tu madre tenía los sesenta años
más bellos del Perú, a ti niña te acechaban los hombres blancos mestizos
negros indios con ávidas miradas de deseo, te escudriñaban con sus ojos
los senos en flor la boca violenta los muslos torneados las nalgas retado­
ras, tu padre se llenaba de ira cuando lo advertía, no así tu madre que
sonreía ufana, ni mucho menos Mitaya Uitama que los provocaba a todos
taimadamente, ¿es sabrosa mi niña verdad? preguntaba Mitaya Uitama
a los visitantes, el mestizo Felipe Salcamoya te prometió que se mataría
si tú no lo querías y tú no lo quisiste y se mató de una puñalada la
noche misma en que las mascaritas bailaban el saynata para celebrar tus
quince años, otro mestizo llamado Pablo de Alvín se hizo novio tuyo sin
que tú te dieras cuenta, te daba unos besos macabíes a la sombra de los
algarrobos, casi lo desmayaban aquellos besos al pobre Pablo de Alvín, y
digo pobre porque se enteró tu padre lo amenazó de muerte y tu novio
fue a dar a Chile en alas del miedo a morir, Mitaya Uitama te contaba
sus recuerdos a la luz de un pabilo, Mi cuerpo ha conocido muchos hom­
bres niña, Nada en el mundo es tan tierno como la dureza de un hom­
bre niña, Ningún placer, es comparable al de sentirse penetrada por
un hombre niña, Al resuello de un hombre sobre nuestro aliento niña,
Eres mucho más bella de lo que fue tu madre decía Mitaya Uitama cuan­
do tu madre no estaba presente, entonces don Pedro de Arco se enamoró
de ti, tu madre te lo anunció afligida y suspirante, ella sabía que nunca
llegarías a quererlo, ella sabía también que lés estaba vedado desairar
a tan honrado caballero, don Pedro de Arco era amigo del Virrey y due­
ño de la mitad del valle de Chiacama, en sus campos de trigo se afa­
naban tres molinos y en sus siembras de caña humeaba la chimenea de
un alambique, don Pedro de Arco era peludo y canoso como un huanaco
blanco, tú tenías dieciocho años cuando los casaron, los casó el obispo
pues en ese tiempo ya Trujillo tenía obispo y corregidor y dos conventos,
él obispo rezongó oraciones en latín y tu madre bailó el catauri y fue
aquélla la última vez en su vida que bailó, perdiste la virginidad la noche
misma de la boda como ordena la ley divina, ante Mitaya Uitama fuiste
a lamentar el dolor del desgarramiento, Te dolió porque no estás enamo­
rada, A las mujeres enamoradas también les duele pero no se quejan dijo
Mitaya Uitama, aun después de casada todos los hombres inclusive el
obispo y el corregidor te miraban con ahínco de caballos rijosos, Es que
eres la mujer más bella del Perú argumentaba tu madre, Mitaya Uitama
sólo quería saber si don Pedro de Arco te cogía bien, españoles y mesti­
zos desvelaban sus noches suspirando por tu desnudez pero ninguno se
atrevía a decírtelo, se atrevió finalmente el caballero Francisco de Men­
doza sobrino del virrey Hurtado de Mendoza que vino a Trujillo en dili­
gencias militares, en medio del bullicio de las fiestas don Francisco de
Mendoza se acercaba a secretearte cosas escandalosas que te dejaban asom­
brada, una noche te oprimió un seno con mano abusadora, otra noche
te susurró arteramente bajo el abanico que tu voz le excitaba las partes
más viriles de su cuerpo, la tercera noche don Pedro de Arco tu marido
se había alejado de la villa a cuidar de sus harinas y azúcares, Mitaya
Uitama le abrió la puerta de tu aposento a don Francisco de Mendoza,
saltando por la ventana llegó hasta ti salpicado de lluvia, tenía tan
contenido deseo de gozarte que la primera vez no le duró el placer sino
apenas un soplo, al poco rato recuperó el vigor y hundió bruscamente su
espolón en lo más profundo de tus entrañas, te poseyó una postrera vez
cuando el aguacero había cesado y el alba comenzaba a deshacer nubes,
¿Te cogió bien niña? fue la pregunta ansiosa de Mitaya Uitama y tú no
supiste qué responderle, olvidabas doña Inés de mi alma que Trujillo es
una aldea envidiosa y maledicente, la dieron por murmurar del modo
como te miraba don Francisco, del querer que mantenía cabizbajo a don
Francisco frente a los balcones cerrados de tu casa, los rumores llegaron
a los oídos del Virrey en la Ciudad de los Reyes, don Andrés Hurtado de
Mendoza vuelto un león obligó a su sobrino a embarcarse rumbo a España
sin más noche de amor en Trujillo que aquella de tus tres debilidades,
tu marido don Pedro de Arco volvió de sus haciendas sacudido por una
tos que os mantenía despiertos las noches enteras, despierto él con su
enfermedad y despierta tú con tus meditaciones, tu marido don Pedro
de Arco se confesó y murió de allí a cuatro meses, tú quedaste paseándote
enlutada y melancólica por los corredores, Eres la viuda más bella del
Perú decía tu madre, Algún día aparecerá el hombre que te coja como
tú lo mereces decía Mitaya Uitama.
Cuando ancló en Guanchaco el barco que trajo a don Pedro de Ursúa
tú andabas todavía vestida de negro, tu marido don Pedro de Arco había
muerto hacía tres años, a tu padre don Blas de Atienza se lo llevaron las
viruelas el pasado noviembre, de pronto tu madre Chestan Xefcuin se
resignó a envejecer canturreando sombríos aires de quenaquenas en los
aposentos más oscuros de la casa, Mitaya Uitama era tan anciana como
tu madre pero batallaba contra el tiempo, Mitaya Uitama te contaba
extrañas leyendas que nunca le oíste platicar antes, perversas imágenes
de lascivia y hechicería, coitos furiosos entre hermano y hermana al borde
de una laguna, raíces gigantescas que se convertían en falos, falos en­
hiestos que se convertían en rocas, Mitaya Uitama en mitad de su relato
entornaba los ojos y se sumergía en recuerdos, un día no previsto llegó
a Trujillo don Pedro de Ursúa, decían los escribanos que había matado
trescientos indios en Nueva Granada y doscientos negros en Panamá,
decían que el virrey Marqués de Cañete lo nombró gobernador de la en­
trada de los Omaguas desdeñando a varios poderosos señores que aspira­
ban a conducir tan magna empresa, ninguna de esas hablillas o verdades
te conmovió a ti Inés de Atienza, te conmovió sí su barba roja de maíz
en mazorca, su perfil arrogante de arcángel celestial, su paso decidido de
soldado seguro de sus agallas, la alegría que le manaba de la sonrisa,
la elocuencia viril de sus manos mientras hablaba, su fama de mujeriego
afortunado y discreto, don Pedro de Ursúa al verte por vez primera pre­
sintió lo que iba a suceder, había venido a Trujillo a solicitar contribu­
ciones para su jornada, a prometer futuras gobernaciones futuros obis­
pados futuras fanegas de oro a cambio de mil miserables pesos presentes,
don Pedro de Ursúa no tenía más fortuna que sus vestidos y su caballo,
te conoció un jueves de Corpus en la casa de don Lorenzo Albornoz
Visitador de la Santa Madre Iglesia colector infatigable de diezmos y
primicias representante de Su Santidad el Papa, don Pedro de Ursúa te
habló del color purísimo de las esmeraldas que arrancan a la tierra los
indios musos, tú no lo oías por estar atisbándole el centellear de los ojos,
por estarle admirando el traje de paño de Segovia y el cuello de encajes
de Flandes que el gallardo capitán llevaba puestos, don Pedro de Ursúa
te preguntó de improviso si irías a misa el sábado y tú le respondiste
que sí que a las nueve en el convento de Santo Domingo y sonreiste sonro­
jada, regresaste a la casa con las mejillas encendidas y Mitaya Uitama no
necesitó preguntarte nada, la mujer goza del amor como las vicuñas y lo
sufre como las perras, eso dijo Mitaya Uitama a media voz, ya no era
la misma Mitaya Uitama que antaño te empujaba ladinamente hacia los
calzones de los hombres, el sábado a las nueve estaba don Pedro de Ursúa
plantado entre los pilares del convento, tú llegaste con Mitaya Uitama y
pasaste por su lado casi sin mirarlo, aunque palpando oliendo sintiendo
su presencia, don Pedro de Ursúa se igualó a tus pasos a la salida de la
misa y echaron a caminar juntos sin que tú supieras adonde iban, todo
Trujillo indagador y maligno los estaba espiando, Mitaya Uitama se reza­
gaba poco a poco, don Pedro de Ursúa extrajo de su bolso una llave y
abrió la puerta de la casa que había alquilado por residencia, no olvides
Inés de Atienza que a una viuda decente como tú no le está permitido
pisar el hogar de un caballero solo y agraciado, Trujillo entero te está
espiando por los ojos de las cerraduras y las celosías de las ventanas,
don Pedro de Ursúa empuja suavemente tus hombros y tú entras con la
cabeza erguida a una sala vulgar y hostil, los muebles son sillas tiesas de
cuero claveteado sobre maderas pardas, al centro hay una mesa cubierta
por un mantel bordado, ¿cómo se puede vivir sin un verde de hojas sin
un aroma de alelíes?, don Pedro de Ursúa que jamás te había dicho una
palabra de amor te tomó entre sus brazos y te besó en la boca, tú lo
besaste a él como si toda la vida hubieran sido amantes, él te llevó de la
mano como una niña hasta el aposento donde campeaba la blancura de
una cama insolente, en esta misma cama se había acostado con otras,
tal vez la noche anterior se había revolcado ahí con una mujerzuela, sin
pensar en eso o pensando solamente en eso te quitaste el vestido con
gestos graves de ritual indígena, él se turbó maravillado del esplendor de
tu piel, fue a cerrar la ventana para que no cayera sobre ti tanta luz,
tú no advertiste cuando se desnudó él también, sentiste sí de pronto sus
manos cálidas que se posaban en tus senos, que descendían de tus senos
por las curvas de tus caderas, que volvían al centro de tu cuerpo y se
detenían sobre tu vientre tembloroso, presentiste la cercanía de sus labios
que buscaban los tuyos y los encontraban mojados y violentos, después su
carne fue entrando en tu carne como una fruta dura y palpitante, fue
entonces cuando te dijo por primera vez que te quería, te lo dijo cuando
ya su cuerpo y el tuyo se movían a la cadencia de una música húmeda
que en ningún sitio sonaba, cuando ya su viril y tu vulva estallaban en
un parejo afloramiento de las médulas más recónditas, sacudidos por un
idéntico gemido de rendición y triunfo, tanto deleite no lo habías sentido
jamás Inés de Atienza, Inés de Atienza que sales a la calle y ha comenzado
a atardecer y todo Trujillo está asomado a las puertas para verte pasar.
Mitaya Uitama vuelve contigo a la casa sin despegar los labios, no tiene
voz para preguntarte si don Pedro de Ursúa te ha cogido bien, la pobrecita
Mitaya Uitama está llorando.
¿Qué te importa lo que piensan y dicen los defraudados hombres de
Trujillo las chismosas comadres de Trujillo el reverendo obispo de Tru­
jillo?, atraviesas las calles y plazas sin la protección de Mitaya Uitama,
te diriges con seguros pies a la casa donde don Pedro de Ursúa se quema
de impaciencia tras los visillos, don Pedro de Ursúa cuenta mentalmente
los caballos que pasan por el empedrado, su corazón le ha anunciado
que tú llegarás justamente después del noveno, a veces llegas pero otras
te retrasas o son muy numerosos los jinetes y él comienza a asustarse
porque han pasado diez y nueve y tú aún no apareces, mas aquí estás
al fin y se le borran del pensamiento la cuenta y los temores, esta tarde
don Pedro de Ursúa desnudo te dice a ti desnuda que dentro de una
semana partirá hacia el río de los Motilones, ya no puede entretenerse
más tiempo en Trujillo, el teniente Pedro Ramiro le envía desde Santa
Cruz mensajero tras mensajero, el maese Juan Corzo tiene hechos once
bajeles en el astillero, a ti te sacude un deseo atropellado de llorar y
reñir, alzas la voz para llamarlo inhumano y acusarlo de que no te quiere
suficiente, le dices Unicamente te quieres a ti mismo Pedro de Ursúa,
él va a replicarte herido de tu injusticia, no te replica, prefiere darte un
beso entrecruzado y ardoroso que no acaba nunca, que tan sólo se inte­
rrumpe cuando su boca se zafa de la tuya y baja hasta tus senos alboro­
tados y tú sientes que se deshojan de amor tus pezones entre sus labios,
después se escurre a besarte los dedos de los pies uno por uno y a secre­
tearles diez pequeñas oraciones distintas cuyas palabras no distingues,
te besa luego el rinconcito escondido que no debería besarte jamás porque
te puede matar antes de tiempo, tú le dices Cógeme como vicuña, porque
ha venido a tu pensamiento aquella estatuilla antigua que te mostró una
vez Mitaya Uitama, un indio de rodillas gozaba a su india tal como las
vicuñas machos gozan a las vicuñas hembras, te corvas en arco y apoyas
la frente sobre la almohada, don Pedro de Ursúa te coge llanamente
como vicuña, tú lo sientes enclavado y fundido en tu claustro de mujer,
tocando tabiques íntimos que nunca había alcanzado, sollozas Así mi
amor Así mi amor, hasta que ambos se doblegan sobre las sábanas derri­
bados por un mismo relámpago, buscándose en la oscuridad las bocas que
se habían perdido.
—Es una locura, Pedro de Ursúa, mas si te atreves a recibirme por
soldado de tu tropa, me iré contigo.
—Es una locura, Inés de Atienza, pero te llevaré conmigo.
Era una terrible locura, desdichada doña Inés, que estaba escrita en
las estrellas.
LOPE DE AGUIRRE EL TRAIDOR
Año y medio ha pasado desde que se partió de la selva don Pedro de
Ursúa en busca de dinero y soldados, que ambas cosas nos hacen grande
falta. De esta tardanza hablan una vez más Pedro Ramiro, Juan de
Aguirre y maese Juan Corzo mientras la tarde se desliza sobre el río de
los Motilones, que es el mismo Huallaga. Ya maese Juan Corzo ha puesto
justo término a sus labores de constructor de bajeles. Sus flamantes ber­
gantines sólo están pidiendo que los echen al agua. Han sido dieciocho
meses de rudo trabajo en el astillero. A veces sudamos bajo un calor de
purgatorio, otras damos diente con diente bajo torrenciales aguaceros de
nunca acabar. Los indios y los negros talan árboles descomunales en la
selva vecina. Desde aquí se escucha el estruendoso batacazo del tronco
al derrumbarse sobre la tierra. Por la corriente del río bajan hasta la
barranca del astillero las balsas cargadas de árboles tronchados. Los
serradores hincan sus afilados aceros en las duras cortezas. Los herreros
avivan las lenguas del fuego, golpean sin descanso sobre los yunques,
forjan clavos y palas de hachas. Los carpinteros afanan sus martillos,
cepillan la madera, convierten las ramas de los árboles en trabazón de
navios. Los calafates rellenan con estopa las junturas de las tablas, recu­
bren con brea las cubiertas y los costados de los futuros barcos. Maese
Juan Corzo va y viene por entre nubarrones de mosquitos. Va y viene
ardido por el sol, o empapado por la lluvia, o sacudido por la fiebre.
Maese Juan Corzo grita sus órdenes a cincuenta hombres de sangres dife­
rentes, castellanos, extremeños, vizcaínos, navarros, catalanes, mulatos,
mestizos, negros, indios. Por las noches canta el ayaymama, un pájaro
tristísimo cuyas salmodias dan ganas de llorar, ¡maldita sea su emplu­
mada madre! En el astillero de maese Juan Corzo hemos construido dos
bergantines y nueve barcas llanas de esas que llaman chatas. En cada
chata caben cuarenta caballos y doscientas personas con sus hatos y
perros.
Para el teniente Pedro Ramiro la espera de Pedro de Ursúa resulta
aún más desesperada que para maese Juan Corzo. El teniente Pedro Ra­
miro, fundador y regidor de Santa Cruz de Capocóvar, representa aquí
la autoridad ausente del gobernador. Santa Cruz de Capocóvar es un
poblado indígena que provee de jornaleros, herramientas y vituallas al
astillero. Las casas son estrechas chozas de madera, reforzadas con pe­
lladas de barro y mechas de paja seca. A Santa Cruz de Capocóvar llegan
todos los que bajan de remotas regiones, acordados de incorporarse a la
entrada de los Omaguas. Desde el Cuzco, desde Quito, desde Popayán
y desde más al norte, llegan atraídos por el tufo del oro y la fascinación
de la aventura. Al declinar la tarde se apiñan en las tabernas o ante las
mesas donde pasan de mano en mano las monedas y los naipes mu­
grientos. Un asturiano toca su guitarra a lo rasgado y canta con voz
cansada viejos romances. Afuera se oyen los tambores de los negros
invocando a sus dioses. Más lejos desgarran su congoja las flautas incon­
solables de los indios jíbaros. Los soldados salen tambaleándose y llenan
los callejones de insolencias y juramentos. El ebanista Mariano Ferrer
habla solo a la puerta de su casa, Mariano Ferrer se volvió loco de tanto
decir mentiras. Un azote de calenturas pestilentes se llevó de este mundo
a nueve indios, tres negros y un gallego. El jueves pasado trajeron car­
gado al peón mulato Pedro Madroño desde los matorrales del bosque, lo
había picado una culebra shushube, se le hinchó el vientre como un odre
lleno, no pudieron salvarlo las oraciones ni las medicinas. Anoche ma­
taron de una puñalada al sargento Leandro Mora que no aceptaba burlas
ni amenazas de nadie. También anoche los hermanos Yrazábal medio
borrachos probaron a pegarle fuego al poblado por dos o tres partes. El
teniente Pedro Ramiro teme que sucedan cosas peores si don Pedro de
Ursúa no acaba de volver, si las naves de maese Juan Corzo no acaban
de partir.
En cuanto a Juan de Aguirre, tesorero de la jornada, se mesa los ca­
bellos y maldice su ventura. Los últimos mil pesos los gastó en los bas­
timentos más necesarios, ganado, cazabe, aceite y vino, para impedir que
se agitara y se desbandara la gente. Mas si no llega presto don Pedro de
Ursúa, o si Santiago el Apóstol no hace un milagro de los suyos, está
perdido. El tesorero Juan de Aguirre sueña todas las noches con el vaivén
de su cadáver, lo presiente colgado de una ceiba frondosa que despliega
sus ramas frente a la pequeña iglesia de Santa Cruz de Capocóvar.
Tornó finalmente don Pedro de Ursúa a las tierras selváticas donde todo
era esperarlo. En la ciudad de Chachapoyas se lamenta amargamente de
no haber logrado recoger al menos la mitad de los doscientos mil pesos
que le eran tan preciosos. Don Pedro de Ursúa tiene una labia linda y
convencedora, pinta villas de oro y castillos de plata, describe la fantasía
con tanta realidad que los mercaderes de la ciudad de los Reyes terminan
en creerle y en prometerle millares de escudos, ¡miserables!, a la hora
de la verdad ninguno me cumplió la palabra dada, el que ofreció diez mil
no alcanza a entregarme mil, el que prometió cinco mil se niega a reci­
birme, tan sólo lo dan todo aquellos aventureros que tienen su fe puesta
en mi brazo y su ilusión en los fulgores del Dorado, los que se juegan
en esta jornada lo mismo la hacienda que la vida, Pedro Alonso Galeas
aporta tres mil pesos, Gonzalo de Zúñiga dos mil pesos y tres caballos,
también dos mil pesos Pedradas de Almesto y Juan de Valladares, Juan
Vázquez Sahagún vende todas sus pertenencias, Inés de Atienza malba­
rata su casa en siete mil pesos para venirse conmigo, no obstante esto a
Juan de Aguirre no le cuadran las cuentas, ¿cómo van a cuadrarle?,
faltan dineros para comprar reses y para la paga de los soldados y para
los barriles de pólvora y para las barras de plomo y para los toneles de
vino, ¡viejo Satanás, te cambio mi alma por un puñado de asquerosos
pesos que me permitan cumplir esta hazaña donde me van el nombre
y la vida!
En aquella sazón sucedió el episodio del cura Portillo que cada uno
gusta de relatar a su manera, el cura y vicario de Moyabamba había lo­
grado reunir seis mil pesos a costa de su hambre y privaciones, a costa
de poner a trabajar a los indios sin pagarles salarios ni cosa alguna,
a este clérigo de nombre Portillo le tentaba embarcarse en los bergantines
de don Pedro de Ursúa, no sólo porque ambicionaba el obispado de los
Omaguas qué el gobernador le prometía sino por la cosquilla del oro
que le quitaba el sueño, “E ste pueblo ha com etido un gran pecado fabri­
cándose un dios de oro” leía en el libro del Exodo, el cura Portillo no
compartía los escrúpulos de Moisés, ¡concédeme Señor no la salvación de
mi alma sino un cuarto trasero del becerro del Antiguo Testamento!,
el cura le adelantó mil quinientos pesos a don Pedro de Ursúa, después
no pudo darle el resto porque se lo impidió el desgarrón de entrañas que
sufren los avaros cuando algo los fuerza a desatar los cordones de su
bolsa, don Pedro de Ursúa (o más bien el mulato Pedro Miranda que
era un bellaco, o tal vez el joven Fernando de Guzmán que presumía de
andaluz ingenioso) urdió una treta para arrebatarle al cura los cuatro
mil quinientos pesos que aún debía, representaron la comedia de un
moribundo que a medianoche clamaba por confesarse, el cura corrió en
camisa de dormir a darle la absolución, el falso agonizante y sus tres
compañeros le pusieron un arcabuz de mecha encendida en el pecho y
dos afilados puñales en los riñones, entonces el cura firma todos los
papeles que le dan a firmar, lo montan en un caballo rucio y se lo llevan
con los huevos al aire como está, el anciano vicario gimotea de rodillas
ante don Pedro de Ursúa, mi cuerpo gastado y enfermizo no dispone de
fuerzas para navegar ni combatir, ni siquiera sirvo para perdonar los
pecados pues los míos son demasiado grandes, mi avaricia es una llaga
repugnante, mi lujuria ha engendrado varios hijos mestizos, una noche
violé a una indiecita en la sacristía, a veces fornico con las llamas y las
burras, no merezco ser obispo de los Omaguas, ni de parte alguna, don
Pedro de Ursúa se lo llevará consigo sin prestar oído a sus humillaciones.
El sargento Lope de Aguirre negóse a participar en la farsa, aquel
enredo sacrilego no le pareció una acción digna de hombres guerreros y
cristianos, te diré mi opinión Lorenzo Zalduendo, si el cura se niega a
dar los cuatro mil pesos que pide nuestra necesidad, pues se le mata
sinceramente y se le arrancan los pesos al cuerpo difunto, esto es más
honroso que arrastrarlo a la fuerza a una dura jornada donde sus débiles
costillas se van a quebrar, se morirá de mengua a los pocos días de
navegación, como en efecto se murió.
Contrariedad más enojosa que la divertida historia del padre Portillo,
Inés de mi vida, fueron los sucesos que acarrearon la muerte de Pedro
Ramiro, regidor de Santa Cruz de Capocóvar, y la muerte siguiente de
los capitanes Diego de Frías, ese que tanto me había recomendado el
Virrey, y Francisco Díaz de Alvés, que fue mi compañero de armas en
el Nuevo Reino y era un poco mi pariente. (Don Pedro de Ursúa le
escribe largas cartas a doña Inés de Atienza que aún permanece en
Trujillo consumida y anhelante de venir a encontrarlo). Sucedió, Inés de
mi alma, que yo envié al Frías y al Díaz de Alvés como caudillos de una
jornada hacia la región de los indios Tavoloros, en busca de yuca y
animales de comer que en este lado no abundan, y les nombré para
conducirlos a mi teniente Pedro Ramiro, que conocía los laberintos de la
selva como la palma de sus manos y los asentaría a cada uno en la parte
más conveniente. No sospechaba yo, Inés de mis sentimientos, que tanto
el Frías como el Díaz de Alvés tenían el corazón carcomido de envidia
por causa de la confianza que yo a Pedro Ramiro le dispensaba, ya que
lo había nombrado por teniente regidor de Santa Cruz de Capocóvar
y tenía pensado nombrarlo por maese de campo de la armada en mi
jornada de los Omaguas. La consecuencia de esa envidia fue, Inés de
mi adoración, que el Frías y el Díaz de Alvés acordaron de pronto aban­
donar la comenzada empresa, separarse de Pedro Ramiro y su gente, y
volverse ellos al real con muy torcidas intenciones. Tan torcidas eran,
Inés de mis suspiros, que al toparse con dos soldados que marchaban por
el rumbo contrario les testificaron en falso que Pedro Ramiro se había
alzado contra el Rey y contra mí, y tras haberlos persuadido los convidaron
a prenderlo y ajusticiarlo. Y como hallaron al dicho Pedro Ramiro a
orillas de un río, ocupado en pasar sus hombres de tres en tres valiéndose
de una canoa, tomaron la siniestra providencia de ocultarse en la maleza
en espera de la oportunidad en que mi teniente quedase en este lado
acompañado tan sólo del servidor negro que siempre lo asistía. Entonces,
Inés de mis deseos, se le arrojaron encima y le amarraron ligaduras en
las manos y mordaza en la boca, y a lo último le hicieron cortar la
cabeza por un esclavo negro del Frías a quien encomendaron el cumpli­
miento de tan grave maldad. Seguidamente atravesaron las aguas del río
y le mintieron a la gente de Pedro Ramiro en decirles que habían matado
al teniente regidor por disposición mía y en escarmiento de una horrenda
traición que él había hecho. Mas quiso el destino que el esclavo negro de
Pedro Ramiro alcanzase a escapar y hallar refugio en la espesura y con­
templar desde ahí cómo le daban muerte infame a su señor y venir luego
de prisa hasta Santa Cruz de Capocóvar y contarme sin tomar aliento
la verdad del episodio. De ese modo estuve enterado del todo de la ini­
quidad, y cuando el Frías y el Díaz de Alvés me escribieron melosas
cartas para darme mentirosa relación de cómo Pedro Ramiro se había
rebelado contra mi autoridad y de cómo lo tenían en prisión, y pedir mi
beneplácito y licencia para sus intenciones de aplicarle garrote, yo fingí
creerles la patraña y los invité cortésmente a volver al real. En llegando
ellos a mi presencia, Inés de mis desvelos, los hice prender y luego acusar
de su fechoría por treinta testigos, que no eran otros sino los treinta
soldados que presenciaron el crimen desde el opuesto margen del agua,
y condené a los cuatro matadores a morir ahorcados en las ramas de la
ceiba que está sembrada frente a la iglesia de este poblado. Me produjo
no poco sufrimiento, Inés de mis entrañas, ver colgados de aquel árbol
a un favorecido del Virrey y a un primo mío, que eran además bravos
guerreros necesarios para mi venidera empresa, mas dejar sin castigo su
deslealtad significaba arrostrar el riesgo de perder la estima y el respeto
de los hombres que me siguen. Las noticias que te escribo pecan de
malas, Inés de mis caricias, puesto que he perdido de un golpe a tres de
mis mejores capitanes, mas tú sabes que no me arredro ante adversidad
alguna, que no presumo de humilde sino de orgulloso y seguro de mis
propios hechos, más orgulloso y más seguro a partir del día y punto en
que te conocí y te quiero y te gozo y te poseo, Inés de mi salivita y de mi
lechita. (Y por ahí se desató don Pedro de Ursúa a derretirse de amor
y carnalidad en varios pliegos que llegaron a las manos de doña Inés de
Atienza al anochecer de un sábado y la pusieron a temblar como la llama
de un candil).
Doña Inés de Atienza divisó las primeras casas de Santa Cruz de Capo­
cóvar un domingo a las tres de la tarde, y avanzó hacia ellas abriéndose
paso por el medio de un calor húmedo y pegajoso que era presagio de
aguacero. La noticia de su llegada la habían susurrado los dos curas en
sus confesonarios, la habían divulgado las mujeres, se había litigado a
viva voz en las tabernas. Don Fernando de Guzmán, dispuesto como nin­
guno para los júbilos y las fiestas, fue de casa en casa convocando a la
gente, ¡corramos a ofrecerle un recibimiento esplendoroso a la mujer más
bella del Perú!, don Fernando de Guzmán no había visto jamás de cerca
ni de lejos a doña Inés de Atienza mas solamente ante él (tal vez por
su condición de hijo de padres principales bien estimados en Sevilla) y
en reservados coloquios se permitió don Pedro de Ursúa ponderar la her­
mosura de su dama.
Desde hora temprana ordenó el enamorado Gobernador que se abrie­
ran los canutos de las cubas, el vino corría como agua de manantial, las
campanas de la capilla repicaban cual si hubiera nacido un príncipe,
colgaban cintas rosadas de los techos de paja y de las ventanas de hor­
cones, redoblaban los tambores marciales de los españoles y les respon­
dían en candombe los cueros de los negros, los jinetes afanaban sus
caballos en caracoles y rodeos, los arcabuces disparaban al aire, olía a
pólvora y sudor.
De repente aparecieron en el camino polvoroso los yelmos emplumados
de los soldados que abrían la procesión, se agitaron como pájaros las
banderas y los pendones de la bienvenida, estallaron al unísono las salvas
y los gritos, luego se fue extendiendo un silencio reverencial a medida
que ella avanzaba hacia el centro del caserío. Todos habían oído que
doña Inés de Atienza era la mujer más bella del Perú, mas ninguno
sospechaba tanto despliegue de belleza morena y misteriosa. Negros eran
los ojos, negra la cabellera, negra la mantilla que apenas la embozaba,
negra la saya de terciopelo que la vestía. Eran en contraste blanco el pelo
de la jaca que la traía en sus lomos, azules los jaeces, dorados los orna­
mentos, rojo el airón.
Don Pedro de Ursúa, orgulloso y pensativo, le tendió la mano para
ayudarla a bajar de la cabalgadura. En ese minuto pudieron apreciar,
los hombres y las mujeres, la entera magnitud de su hechicería. Tan
esbelta era que se encorvaba de propósito para no aventajar en estatura
a su amante el Gobernador. Aquellos zafios guerreros insatisfechos y
aquellas celosas mujeres resentidas adivinaban bajo las telas del ropaje
la presencia de sus hermosas piernas largas, de sus anchas y duras nalgas
de mestiza, de sus pequeños senos redondos, de la ardorosa negrura de
su sexo. Los capitanes Lorenzo Zalduendo y Juan Alonso de la Bandera,
el alguacil mulato Pedro Miranda, el soldado pagador Pedro Hernández,
el capellán Alonso de Henao y varios otros que nunca se supo, sintieron
encresparse su sangre bajo la mirada inevitable de aquella mujer. El
sargento Lope de Aguirre, en cambio, alzó los ojos al cielo porque ya
caían sobre las cabezas del gentío los primeros goterones.
Los pescadores averiguan la suerte mísera o venturosa de sus jornadas en
las aguas de los ríos; los pescadores empozan un poquito de esa agua
entre las manos, la besan y le murmuran la oración del mayuchulla;
el agua les dice entonces si sus canoas rebosarán de peces o si volverán
al caer la tarde con las canastas vacías. Los labradores columbran el
porvenir de sus cosechas en la luz de las estrellas, que son las creadoras
y ordenadoras de los campos; cuando las tres estrellas que son hermanas
surgen en el cielo grandes y brilladoras, los labradores saben que los
maizales se cuajarán de espigas y que la tierra se preñará de papas
pulposas; mas si las estrellas achican su anchura y apocan su fulgor,
el sufrimiento se tenderá sobre las sementeras. Los cazadores se asoman
al mañana y al después de mañana guiados por los fantasmas que brotan
del ayahuasca, la yerba que produce visiones maravillosas, lagos y jar­
dines, mujeres y melodías; merced a los delirios que engendra el ayahuasca, los cazadores atisban los matorrales donde se guarecen los conejos
y venados, los ramajes donde anidan las perdices y palomas, y en qué
madriguera duerme el puma que mata los ganados, y en qué ribera
acecha el caimán de alevosas quijadas. Los reyes incas afrontan su destino
interrogando el corazón sangrante de las llamas; el sacerdote degüella
una llama tierna y de poca edad, le abre el costado de un lanzazo, y
extrae las entrañas convulsas para leer en ellas el signo de su emperador;
los últimos latidos de aquella pequeña vida anuncian los buenos y los
malos sucesos que a los pueblos y a sus soberanos les reserva la historia.
El futuro de los ancianos lo predice Supay, el ángel maligno, hediondo
a azufre y orines rancios. El futuro de los niños se trasluce en la candela
del masochina, el fuego sagrado que arde muchos meses sin apagarse.
El futuro de las mujeres se los revela a ellas Cuniraya Viracocha, a
través del lenguaje de las hojas de coca.
—Pero el futuro del hombre —decía tu madre Chestan Xefcuin— ,
el futuro del hombre musculoso y viril, bien dotado de verga y compa­
ñones, ése se sabe solamente escudriñando la médula de su tibio almidón,
clavando la mirada en esas gotas de miel blanca que son el principio
supremo de la vida.
Afuera de la casa comenzaba a clarear el día sobre los verdes de la
selva, Inés de Atienza, cuando tú despertaste. Te alzaste sin hacer ruido
de la cama donde don Pedro de Ursúa había dormido contigo hasta la
medianoche, y te acercaste en puntillas al borde de la hamaca donde él
estaba tendido ahora. El te sintió llegar, te hizo un sitio a su lado, tú
ceñiste tu cuerpo al suyo desde la frente hasta los pies, y una ternura de
hormigas dulces te recorrió la piel. Don Pedro de Ursúa insaciable te
besaba la boca, y ávida tu boca le devolvía el beso, cuanto tu mano
comenzó a acariciarle lentamente su erguido bulbo de hombre. Con la
mano no, gimió él; con la mano sí, respondiste tú; y él no se atrevió a
suplicar de nuevo porque tus dedos le arrancaban un goce turbio que
crecía más y más. El roce de tu mano no se detuvo, no se detuvo hasta
el instante en que don Pedro de Ursúa fue sacudido por la delicia áspera
de un violento espeluzno, y tú sentiste estallar entre tus dedos la boca­
nada de esperma. Entonces te zafaste de sus brazos, saltaste de la hamaca
y corriste hasta el postigo por donde entraba la primera luz de la mañana.
Tus ojos aterrados, Inés de Atienza, no ven sino muerte, tumulto y
muerte, acero y muerte, muerte cruelísima para don Pedro de Ursúa,
muerte cruelísima para ti que no debes, no puedes, no quieres recha­
zarla. Esta substancia viva que te unta la palma de la mano devuelve
desde sus nácares un eco desgarrador que te sacude los huesos. Este
caldo tembloroso hace espejear rostros en sus blancuras, perfiles que ape­
nas entreviste la tarde de tu llegada. Ahí están Lorenzo Zalduendo, Juan
Alonso de la Bandera y el mulato Pedro Miranda, los tres codician tu
cuerpo como bestias enceladas. Ahí está el alcalde Alonso de Montoya a
quien don Pedro de Ursúa ha hecho engrillar porque se negaba a ir
voluntariamente a la jornada, don Alonso de Montoya sigue tus pasos
desde su reja con un odio implacable. Ahí está don Fernando de Guzmán
adulador y amanerado, don Fernando de Guzmán se deshace en loas a tu
beldad y en encomios a la bravura de don Pedro de Ursúa, ¿qué ambi­
ciones disfrazan las zalemas de don Fernando de Guzmán? Ahí está el
sargento Lope de Aguirre malencarado y cojo, el sargento Lope de Aguirre
jamás te mira.
Tras mucho rezongar y no poco maldecir partimos del astillero un
veinte y seis de septiembre, día de San Cipriano. Refiere y comenta el
padre Henao que San Cipriano fue un nigromante pagano pasado al
cristianismo por la gracia de Dios. El emperador Diocleciano lo hizo
degollar, muy bien merecido (digo yo) por haberse pasado. En com­
pensación caerá dentro de tres días la fiesta de San Miguel Arcángel,
patrono de mi villa de Oñate y de mi persona Lope de Aguirre. Este
otro sí es un santo erecto y derecho, lanza en ristre de la Divina Provi­
dencia, a ti sigo encomendado para que me ampares en los vaivenes de
la travesía y me ayudes a librarme de mis malignos enemigos presentes
y por venir.
Tantas calamidades llovieron sobre nuestras cabezas antes de la partida
que un demonio maléfico parecía condenarnos a desesperar por siempre
en aquel codo de un río afligido y pantanoso. La mayor desventura que
sufrimos fue la quiebra de los bajeles de maese Juan Corzo. Eran once
nuestros navios y muchos meses de sudor se consumieron en construirlos.
Seis de ellos se desbarataron en botándolos al río, el agua les entraba a
grandes buches por las junturas desportilladas, la madera se partía como
rastrojo seco, las chatas cabeceaban un rato junto a la orilla y luego se
iban a pique. Maese Juan Corzo culpaba y maldecía a los largos meses
que estuvieron vírgenes los barcos en el astillero, soportando furiosos
aguaceros copiados del Diluvio Universal, anidando alimañas en sus bo­
degas vacías, aguardando encallados en las arenas a don Pedro de Ursúa
que nunca llegaba. Para presenciar el lanzamiento de su flota el gober­
nador salió señorialmente de la tienda donde doña Inés le exprime noche
y día el alma y otras partes de su cuerpo. Mientras una a una se hundían
las chatas, Pedro de Ursúa, su tez iba mudando del rosa al amarillo.
En el trance de descalabrarse el bergantín te diste a jurar como carretero
y renegado, inclusive te cagaste en Dios de palabra, el padre Henao
lleno de horror se persignó tres veces consecutivas. En un tris estuviste
de hundirle una estocada mortal a maese Juan Corzo en la panza, tal
como hubiera hecho yo de ser quien eres, pues ningún otro tratamiento
merecía el hideputa. Tú te contentaste con hacerlo engrillar, y al día
siguiente le quitaste los grillos para mandarle que emprendiera sin dilación
el reparo de sus podridos barcos. Maese Juan Corzo salta ahora de aquí
para allá como un loco de atar, empuja los indios al agua para obligarlos
a rescatar tablas, grita voces de apremio a los carpinteros y a los herreros
y a los calafates, maese Juan Corzo pringado de barro hasta las pestañas
se pasa las noches en claro espoleando a las cuadrillas de negros que se
alternan en el trabajo. También yo, que soy hombre de poco o ningún
sueño, dilapido mis noches velando, me divierte ver deslomarse a los
negros bajo la luna y oír la canción de un pájaro tatatao tatatao que
desde la oscuridad le toca maitines a maese Juan Corzo.
Pero al fin se canta la gloria, así decía el cura de Oñate fray Pedro
Mártir, al fin logramos apartarnos de aquel oprobioso barrizal el día de
San Cipriano. Nuestros once flamantes navios quedaron reducidos a dos
bergantines y tres chatas remendadas y temerosas de volver a hundirse.
Llevamos a cambio de lo perdido más de doscientas embarcaciones pe­
queñas, principalmente balsas y canoas. Nuestros hacheros derribaron
el árbol más corpulento que nuestros ojos han visto y convirtieron su
tronco en la canoa más inmensa que ha surcado los ríos del mundo.
Embarcado en tan descomunal esquife va el gobernador Pedro de Ursúa,
en compañía de sus amigos y mandos de mayor valimiento. Al desple­
garse de orilla a orilla tan dispareja como numerosa flota, mi escrupuloso
camarada Pedro de Munguía hace la cuenta: 400 soldados españoles,
24 ayudantes morenos entre negros y mulatos, 600 piezas de servicio
entre indios e indias, a más de las 14 mujeres blancas que van en la
jornada (sin exceptuar a doña Inés de Atienza y a mi hija Elvira que
no son blancas sino mestizas). El resto de la carga son hatos de ropa y
trastos de dormitorio o cocina, armas y escudos de todas clases, barriles
de pólvora y otros de vino, rasgueo de vihuelas y ladridos de perros, no
sé cuántas cabras y ovejas, tampoco sé cuántas vacas y terneros, 27
caballos bien aderezados, y estos últimos sí los conté con grande fidelidad.
La consecuencia más desdichada que tuvo para toda la gente la que­
bradura de los barcos de maese Juan Corzo fue la obligación de dejar
en tierra buena porción de sus bagajes y pertenencias, que no tenían
cabida en las balsas y canoas. Se vieron forzados a matar y salar gran
parte del ganado que habían traído con la finalidad de fundar hacienda
en la tierra prometida, y a vender los pavos y gallinas a los doce vecinos
miserables que quedaron en Santa Cruz de Capocóvar, y a dejar los
caballos en la orilla que era esto lo más inhumano. Más de cien caballos
resoplan remolinados en las playas, sin riendas y sin amos. ¿Cómo puede
un hombre privarse de su cabalgadura en estas comarcas donde el caballo
es la mitad más útil de nuestro ser? No pocos soldados estuvieron al
borde de desistir del viaje, por no abandonar sus caballos. El general
Pedro de Ursúa no se los permitió. A unos los persuadió recordándoles
con bellas palabras que el tesoro de los Omaguas se hallaba a un escaso
mes de distancia. A otros, los que jamás se persuadieron, los trae por
fuerza haciendo de remeros en la barca de doña Inés. Ahí va remando
con ellos maese Juan Corzo, que todavía pena por el desastre de sus
barcos. Y va también remando el enconado alcalde Alonso de Montoya,
a quien la procesión le anda por dentro.
¿Por dónde andará García de Arce? ¿Qué habrá sido de Juan de
Vargas? Tres meses ha que el gobernador Pedro de Ursúa los despachó
corriente abajo. Llevaban la comisión de salirnos al encuentro, cargados
de provisiones y buenas noticias, en la junta de un gran río descubierto
por el gobernador Juan de Salinas, que unos llaman el Cocama y otros
mientan el Ucayali. Delante partió García de Arce con treinta hombres,
navegando en canoas de liviana madera y en balsas de troncos atados
con fuertes bejucos. Lo siguió Juan de Vargas con otros setenta hombres,
y se llevó consigo por orden del gobernador Ursúa uno de nuestros dos
bergantines. Todos nos reuniremos más tarde, Dios mediante: las canoas
y las balsas de García de Arce, el bergantín de Juan de Vargas y la entera
muchedumbre de nuestra flota, en la junta del río Cocama, que otros
llaman Ucayali.
A propósito de estos sucesos recuerdo yo que por estas mismas o pare­
cidas aguas, e igualmente en busca de bastimento, envió Gonzalo Pizarro
a su preciado capitán Francisco de Orellana. Atestigua la historia que no
volvió a verlo jamás pues Orellana no era un simple recogedor de tortugas
sino un descubridor sediento de renombre. Francisco de Orellana navegó
sin parar meses enteros por entre torrentes y remolinos, estaba conquis­
tando el río más superlativo del universo, cayó en el mar océano cubierto
de perpetua gloria, Gonzalo Pizarro se quedó aguardándolo en la selva,
matando sus caballos para mitigar el hambre de sus huestes andrajosas.
¿Por dónde andará García de Arce? ¿Qué habrá sido de Juan de Vargas?
El gobernador Pedro de Ursúa confía ciegamente en ellos, ha encumbrado
a Juan de Vargas hasta el grado de teniente general. García de Arce es
su amigo y paniaguado de mayor privanza. Mas tanto como todo esto
era Francisco de Orellana en la estimación de Gonzalo Pizarro, pienso
yo, y no obstante ello su lealtad naufragó fácilmente en las aguas fre­
néticas de estos ríos desmedidos.
Mi niña Elvira está asomada al borde de la chata, contemplando cómo
se retuercen bajo nuestro paso los remolinos del agua. La luz nublada
de la tarde la vuelve aún más niña, perdonadme si digo más angélica.
Antón Llamoso me ha preguntado dos o tres veces: ¿por qué motivo
trajiste a la niña?, ¿no era más cuerdo y discreto el haberla dejado en
el Cuzco, en la compañía de María de Arrióla y Juana Torralba?
María de Arrióla, la dama de compañía, es una mujer callada tirando
a huraña, fue despensera de vinos y frutos en Alava, cree vascongada­
mente en Dios y en los santos del cielo, le son especialmente odiosos el
robo y los pecados de la carne. Juana Torralba es harto diferente, unos
días dice que nació en Soria y otros que en Logroño, ésta sí se largó a las
Indias movida por una causa precisa, se desmandó detrás de un escri­
bano andaluz que le prometió matrimonio, el desventurado novio no
alcanzó a cumplir su juramento porque se quedó para siempre frío en un
hielo de cuartana, Juana Torralba vio nacer a mi niña Elvira y desde
entonces la imagina y mira cual si fuese la hija que no engendró en su
vientre el escribano, Juana Torralba se mudó a nuestra casa al morirse
Cruspa, cuando yo manifesté que traería a la niña en esta jornada Juana
Torralba recogió sin decir palabra sus pobres vestidos y se vino con
nosotros. No tengo sino a ella en el mundo, me dijo. Juana Torralba
acompaña a María de Arrióla en las oraciones de sus rosarios nocturnos,
aunque siempre se duerme antes de llegar a las letanías.
Antón Llamoso me pregunta por qué he traído a la niña conmigo en
lugar de dejarla en el Cuzco bajo la guardia y amparo de las dos servi­
doras. No le respondo, no debo responderle. Lo que yo me temía, si
dejaba la niña atenida a la débil protección de dos mujeres, era un peligro
del cual no puede hablarse en voz alta con nadie. ¿Quién iba a defen­
derla de la lascivia de los padres de doctrina que usan la obscuridad de
los confesonarios como rincones de perversión? ¿Quién iba a preservarla
de la violencia de los soldados rijosos, de la insolencia de los encomen­
deros lascivos, de las artimañas de los jueces concupiscentes, de las
súplicas de los mulatos sensuales? En aquella villa de pesadas casas y
ásperos cerros, donde mi niña Elvira parecía una rosa en un jardín de
piedra, los hombres sueñan a toda hora con obscenidades y fornicaciones.
Oyeme bien, Antón Llamoso, ya que tanto insistes en conocer mis razo­
nes. En esta jornada de los Omaguas van más de trescientos hombres
verdaderos, más de trescientos aventureros de dura piel y corazón velludo,
mas ninguno de ellos osará mirar a mi niña Elvira con malos ojos,
ninguno se atreverá a profanar su inocencia con un deseo torcido mien­
tras yo me halle a su lado, mientras os halléis a su lado tú y Pedro de
Munguía, Martín Pérez y Diego Tirado, Juan de Aguirre y Custodio
Hernández, Roberto Zozaya y Joanes de Iturraga, y otros muchos que
sois mis amigos, que mañana seréis mis marañones, y Dios me entiende.
Está escrito un frasis en el Eclesiastés, Antón Llamoso, que yo me aprendí
de memoria: La hija m antiene desvelado a su padre, pues el cuidado de
ella le quita él sueño, por él tem or de que sea manchada su virginidad.
Así reza el Eclesiastés, Antón Llamoso, y así pensamos los que estamos
sujetos a los preceptos de la Madre Iglesia de Roma.
El piloto Juan de Valladares, que desde la amura del bergantín determina
el rumbo de toda la flota, suda gotas de sangre para adelantar sus barcos
por el medio de este río desconocido y alevoso. De pronto surge un
remanso que nos empoza horas enteras en su quietud, más lejos un desen­
frenado torbellino nos obliga a girar a tontas y a locas, a cada media
legua nos acecha el arenal de un bajío o el filo oculto de una roca, o bien
la corriente se hace tan rápida que no alcanzamos a dominarla y nos
desviamos sin querer hacia las riberas. Nuestro único bergantín (el otro
partió adelantado bajo la autoridad de Juan de Vargas) encalló sus ma­
deros en uno de tantos arrecifes, con tal frenesí que la quilla se hizo
pedazos y los costados comenzaron a anegarse por más de un desgarrón.
En mitad de este aprieto andaban los pilotos y marineros del dicho
bergantín cuando les dio alcance la larguísima canoa donde navega el
alto mando. El gobernador Ursúa no se detuvo a darles auxilio, su dili­
gencia se redujo a alzarse de su sitio y gritarles sin demasiada consi­
deración :
— ¡Daos prisa! ¡En la provincia de los caperuzos nos veremos!
Nuestra chata, en cambio, desvió su curso para probar a socorrerlos.
En su afán de tapar los agujeros, los anegados se servían de las más
variadas cosas: viejas mantas, descosidas gualdrapas, lana de los colcho­
nes, ramas de los árboles, cueros resecos, troncos que el agua traía na­
dando, hasta que lograron cegar los huecos y adobaron las costuras con
tablas claveteadas y lampazos de brea.
En la provincia de los caperuzos estaba fondeado Lorenzo Zalduendo,
que había sido enviado delante a procurar vituallas. Nada se sabe todavía
de García de Arce ni de Juan de Vargas, aunque se presume y sospecha
que ambos a dos nos esperan en la junta del río Cocama, que otros llaman
Ucayali. Los caperuzos, unos indios así motejados en razón de los ridícu­
los bonetes de abogados con que se cubren, nos truecan una fanega de
maíz y una canoa rebosante de tortugas por una amellada navaja toledana
que les damos. Termínase de reparar el bergantín en la barranca de los
caperuzos, y ahora alza su vela bajo el mando de Pedro Alonso Galeas,
río abajo al encuentro de García de Arce y Juan de Vargas. La única
otra novedad sucedida en aquel pasaje es que el alcalde Alonso de Montoya fue librado de los grillos que le oprimían los pies y de la collera
que le deshonraba el gollete. Es vano mi intento de hacerle amistad
pues Alonso de Montoya sólo articula gruñidos de rencor y votos de
venganza.
Navegamos ochenta leguas más, hasta llegar a la desembocadura del
Ucayali, que otros llaman Cocama. En esta inmensa encrucijada de aguas
es donde real y verdaderamente nace el río de las Amazonas. Aquí halla­
mos a Juan de Vargas con su gente. Con recelo y extrañeza advertimos
que García de Arce no forma parte del corro que nos recibe.
— Sabe Dios por dónde andará García de Arce —dice Juan de Vargas
con su dejo de madrileño atildado. — Los caperuzos nos contaron que
había pasado de largo por sus orillas. Debió aguardarme en este sitio,
cual era lo convenido, mas tampoco aquí le permitió detenerse su impa­
ciencia por despeñarse río abajo.
Todos imaginamos y sospechamos que García de Arce anda poseído
por ambiciones de hazañas particulares, y que pretende descubrir un
Dorado para su propia gloria y riqueza, todos lo sospechamos menos el
Gobernador que conserva una fe incorregible en su vasallaje. El fidelí­
simo García de Arce peleó bajo sus órdenes contra los indios musos en el
Nuevo Reino, le ayudó a ejecutar la trampa mortífera que aniquiló a los
negros cimarrones de Panamá, lo acompañó cumplidamente en las fun­
daciones de Pamplona y Tudela. Murmura entre dientes el padre Henao
que en ciertas fiestas de Corpus santificadas con raudales de chicha en
Cartagena, el general Pedro de Ursúa y su dicho ayudante García de
Arce preñaron a dos doncellas indias, y éstas le dieron una hija hembra
a cada uno.
—No os inquietéis —dice firme y sosegadamente el Gobernador— .
García de Arce nos espera con felices nuevas un trecho adelante.
Juan de Vargas saluda militarmente y da su parte:
—Acatando la instrucción de Vuestra Excelencia, general Ursúa, y
ante la dificultad de no haber encontrado a García de Arce en este lugar
que era el acordado, decidí en subir la corriente del río Cocama, en busca
de los bastimentos de los cuales los hombres de Juan de Salinas nos
dieron noticia al incorporarse a nuestra entrada. Me llevé conmigo a los
soldados de mayor fuerza natural, y dejé en este campo a los enfermos
y a los débiles, con Gonzalo Duarte al frente de ellos por su caudillo.
En efecto, y tal como lo habían dicho los hombres de Juan de Salinas,
tras veinte y dos jornadas de remontar el Cocama topamos con poblazones de indios que nos proveyeron de maíz, frutos y yuca, a veces por las
buenas y otras por las malas. Volví finalmente a este sitio, con muchas
canoas cargadas de alimentos y no pocos indios e indias cautivos, y
entonces hube de hacer rostro al más triste y desolado espectáculo.
Juan de Vargas baja ahora la voz, no quiere hablar sino para el Gober­
nador, mi oído de lince no pierde palabra:
—Encontré a la gente tendida a la vera del bergantín, enfermos los
unos, derrumbados de fatiga los otros, todos medio muertos de hambre y
aflicción. Tres soldados españoles habían finado de mengua, y sus cadá­
veres fueron arrojados al río, para evitar que los devoraran los buitres,
ya que nadie tuvo ánimo para enterrarlos cristianamente. También fueron
a dar al agua quince cuerpos de indios difuntos, con gran contento de
los caimanes y los peces feroces del río.
Juan de Vargas prosigue con voz bajísima su relación:
—Para colmo de males, en el entretanto que el tiempo pasaba y no
aparecía la flota de Vuestra Excelencia, se despertaba en muchos des­
contentos la intención de rebelarse. Había los que pretendían abandonar
la jornada y volverse al Perú, otros más osados se inclinaban a continuar
solos río abajo en persecución de regiones más propicias, los más mal­
vados querían simplemente matarme. Fue menester castigar a varios de
ellos, aunque yo me esmeré en convencer a la mayor parte por medio de
razones y sentencias, explicándoles que Vuestra Excelencia era un hijo­
dalgo cumplidor de su palabra y celoso de su honra, y que vivo o muerto
vendría a juntársenos como había prometido.
Eran cosa muy cierta los infortunios que contaba Juan de Vargas,
mas nuestra presencia aplacó las aversiones y disipó las pesadumbres,
tanto que cayó el olvido sobre los tres compañeros muertos. Llevóse al
cabo un repartimiento de provisiones, maíz y yuca, cazabe y peces salados,
frutos y piezas de caza, sin poderse evitar el despecho de los que con"
sideraron que la división no había sido hecha con equidad y justicia.
Estos murmuraban que a doña Inés le tocó lo más exquisito por ser la
bella barragana del Gobernador. Yo, por mi parte, que no caigo en ten­
taciones de yucas y cazabes, me sujeté a obtener lo necesario para que
no penasen de hambre mi niña Elvira y las mujeres que de ella cuidan.
Ante nuestros ojos se abre el inmenso y temeroso mar dulce que llaman
río de las Amazonas, el Marañón de mis marañones, digo yo.
Fuiste apenas gota del alba caída en la cúpula del Vilcanota en la pun­
zante cumbre oscura del Vilcanota arpón del supremo hacedor Viracocha
hundido en las más altas atalayas de los incas voz inviolable de la nieve
desgarra estrellas de agua cernicienta duendes de humo saltan las oque­
dades de arrogantes farallones luces de almas en pena descienden de
las nubes en hirvientes cuchillos haz de relámpagos vertidos en el bramido
del Apurímac que arrastra furias y estruendos por entre ijares de mon­
tañas Apurímac revuelo de plateado gavilán sobre el estupor de los abis­
mos Apurímac apagador de ardientes selvas de oro Apurímac jaguar
de agua jadeante puma de espumas hasta el hallazgo del Mantaro enla­
zados engendran la corriente desnuda del Eni peregrina transparencia al
encuentro del Perene másculo príncipe de luminosos pliegues que ha
horadado cavernas infernales y destrenzado arcanos de enredaderas grises
Eni y Perené al confundir sus aguas te convierten en Tambo cerril Tambo
que te retuerces inventas múltiples caminos de ópalo no te detienen cerros
no te apaciguan llanuras vas a caer en brazos del Urubamba hermano
Urubamba hijo de tu mismo padre rocoso y huraño Urubamba parido
por tu misma madre de alabastro y yelo Urubamba apartado de tu ruta
por el espinazo implacable de los Andes mas ni el propio Dios lograría
impedir el nacimiento del Ucayali melodía vagabunda del Tambo relincho
lujurioso del Urubamba ambos ayer tibias hilachas despeñadas del Vilcanota van a hacerse de nuevo idéntica materia cristalina fusión de lámpa­
ras azules y salvajes aromas florestales Ucayali te llamas para mojar el
corazón del Perú con tu ritmo de leche majestuosa Ucayali te llamas
para acoger la savia definitiva de treinta tributarios Camisea Sepahua
Mishagua Cohenga Tahuanía Inuya Cheshea Genipanshia Pachitea Tamaya Abujao Utuquina Callería Aguaytía Roaboya Pisqui Unini Canchahuayo Cushabatay Santacatalina Supayacu Yanacayu Maquía Pacaya
Tapiche tantas aguas agigantan tu brío corres endemoniado a la em­
bestida del Marañón poderoso y profundo como tú el estallido de tu
inmensidad oscura sobre su inmensidad clara es un cataclismo de ciega
alegría un huracán de vidrios y palmeras un torbellino de grandes árboles
tronchados una turbia anarquía de peces y tortugas un sonámbulo cielo
tempestuoso un cruel espejismo de emplumados infiernos ya no eres
Ucayali ya no eres Marañón sino tú padre Amazonas océano dulce y
fugitivo dios supremo de los bosques el más eterno entre todos los ríos
del universo.
Una estrella de mal agüero sigue guiando desde el cielo nuestra
aventura. Al apartarnos de la junta del Ucayali y proseguir nuestra derro­
ta río abajo se quebró el bergantín de Juan de Vargas, fue menester
abandonarlo a su suerte anegado y rompido, sus marineros se acomoda­
ron lo mejor que pudieron en canoas y piraguas. Bajamos por el río de
las Amazonas por mí siempre llamado Marañón, bajamos en seguimiento
de García de Arce y el imperio de los Omaguas, en busca más segura
del. mar océano donde estas aguas faltalmente desembocan. De pronto
nos cae por la margen izquierda el caudaloso y ancho río de la Canela,
por esa poderosa corriente tributaria entró el descubridor Orellana con
su barco “San Pedro”, en este punto el Marañón se vuelve irreparable­
mente universal, el navegante comienza a sentirse mínimo o infinito se­
gún la opinión que de sí mismo tiene. En mi caso un soplo de grandeza
se me enrisca dentro del pecho entretanto el gran cristal del río crece
ante mis ojos. Es algo como si volviera a nacer del vientre de mi madre,
para el bien y para el mal. Me sentí revivir una vez en el Cuzco el día en
que alcancé a vengarme con su muerte de los latigazos y agravios que me
había hecho el alcalde Francisco Esquivel. Me sentí morir de nuevo
cuando volví a mi casa después de la batalla de Chuquinga y supe por
verdad del espejo que Lope de Aguirre sería para siempre un espantajo
cojo y chamuscado. Ahora la majestad de este río me devuelve la con­
ciencia de lo que realmente soy, no anciano renco y desdentado sino
brazo dispuesto a coronar las hazañas más insignes, fuerte caudillo de
más valer por encima de todos cuantos valen, valgo más y mucho más
que el gobernador Pedro de Ursúa, valgo tanto como el rey Felipe, a
quien Dios guarde, llegarás a valer menos que yo, rey español. A ti
Pedro de Ursúa te envidian todos los hombres el amor y la posesión de
la dulce ramera que te complace, yo no formo parte de esa piara de ham­
brientos cerdos, no me desvelan las caricias y desmayos de doña Inés
entre tus brazos, me desagrada sí la preeminencia de que haces alarde
cuando doña Inés te acompaña. Eres un apuesto caballero Pedro de
Ursúa, de paso nivelado y barba ensortijada, cuentan que mataste trai­
doramente a más de doscientos negros rebeldes en Panamá, esforzada
proeza digna de un generoso pecho como el tuyo, fuiste escogido entre
cien pretendientes por el virrey Marqués de Cañete para gobernar esta
memorable entrada de los Omaguas, duermes y folgas de lunes a sábado
con la mujer más bella del Perú, empero yo me pregunto perplejo y
dudoso si vales más que yo, ¿vales más que este cojo y maltrecho sargento
Lope de Aguirre, natural vascongado y no francés vicioso como tú?, la
lengua infinita de este río me dice que no vales tanto, y si no logro de­
mostrarlo al punto y hora ha de ser porque yo tampoco valgo nada.
¿Qué habrá sido de García de Arce? El gobernador Ursúa insiste en
pregonar que su fiel paniaguado nos está aguardando en una tierra
fértil y abundosa, derretido de lealtad y cumplimiento. Por su parte el
bachiller Francisco Vázquez, que vino a esta jornada con presunciones
de cronista y todo lo adorna con su imaginación mentirosa, asegura
que García de Arce y su gente se zambulleron en la selva procurando
sustento y allí fueron devorados una mitad por las fieras y la otra mitad
por los indios bárbaros. En cuanto a mí no ceso de creer que García de
Arce ha emprendido descubrimientos por su cuenta y riesgo, lo presiento
dormido bajo sábanas de oro en el mentado imperio de los Omaguas, o
llorando el desengaño de saber que el tal imperio no ha existido jamás.
De allí a dos días los hechos confirman que tenía razón el goberna­
dor Ursúa, no el bachiller Vázquez, aún menos yo. El dos de noviembre,
día de los fieles difuntos, divisamos a la luz de un mediodía transpa­
rente una isla plantada en el medio del río. Atribuimos en el primer
instante su penacho de humo a la presencia de una población india, al
acercarnos comprendemos que aquellos infelices que se asoman a la ba­
rranca son García de Arce y su gente, gritan como unos condenados.
Vivían en un palenque o fortaleza hecha de madera y fajinas de ramas
atadas con alambre, o lo lejos se veían los ranchos espaciosos y cuadra­
dos de los indios. La maravillosa puntería de García de Arce es ponderada
en todo el Nuevo Mundo, aquí le sirvió para cazar lagartos de río llama­
dos caimanes, si les apuntaba a los ojos seguro puedes estar de que en el
hueco de los ojos les daba, sus hombres se alimentaron muchos días con
las colas de aquellos animales feos y correosos, les hallaban un sabor a
mariscos secos. Igualmente sirvió la destreza de García de Arce para
matar indios en abundancia, el famoso arcabucero usaba un ingenioso
ardid que consistía en unir dos pelotas con un alambre, al disparar lo­
graba derribar seis indios de un solo tiro: dos que recibían los pelotazos
mortales y cuatro a quienes el alambre descabezaba.
Uno de los soldados de García de Arce refiere a la media noche cómo
tuvo origen la enemistad entre su caudillo y los indios, al principio éstos
eran amables y les traían frutos de la tierra y huevos de tortuga, así se
pasó el tiempo hasta un viernes en que García de Arce hizo encerrar
a sus visitantes dentro de un bohío y ordenó que los matasen a todos,
más de cuarenta fueron exterminados a estocadas y puñaladas, la sangre
formó un arroyo que bajaba por la ladera hasta juntarse a las aguas del
río, García de Arce se disculpó diciendo que el cacique Pappa les pre­
paraba una celada, el soldado que ha contado la historia espera que el
gobernador Ursúa repruebe severamente una acción tan cruel e innece­
saria, ilusión vana la tuya compañero, olvidas que el oficial García de
Arce no hizo sino copiar punto por punto la sutil estratagema que inven­
tó en Panamá este su amado general Pedro de Ursúa con el fin de arran­
carles la vida a doscientos esclavos cimarrones, no hay diferencia alguna
salvo que aquellos cadáveres eran negros mientras que éstos son indios,
mas los unos y los otros encerraban por igual almas humanas, por lo
menos Vuestra Paternidad está en la obligación de creerlo, Monseñor
Henao.
La sangrienta medicina aplicada por García de Arce aterró a los in­
dios en forma tal que se perdieron de vista, quedaron vacías las casas
cuadradas que se alzan en el valle. En cambio la amistad que nos prodi­
gan los mosquitos resulta insufrible, nubes voraces y pegajosas descien­
den a nuestros pellejos, pican al través de las ropas y las mantas, no
dejan dormir a mi niña Elvira con su musiquilla. Arrancamos de los
árboles una gran variedad de sabrosas y extrañas frutas: unas verdes en
forma de pera que ocultan una carne amarilla y suave, otras doradas y
de un gusto ácido que frunce los labios, otras gordas y pulposas como
manzanas pero de piel dura y grandes semillas.
Mientras dura nuestro descanso en la isla, el gobernador Ursúa se
acuerda de que debe otorgar autoridad y grados a varios de sus oficiales,
legítimo acto de gobierno que no había cumplido antes porque los golosos
brazos de doña Inés le tienen adormecida la voluntad. A su servicial y
valeroso capitán Juan de Vargas lo hizo teniente de gobernador, al esco­
gerlo desengañó a Lorenzo Zalduendo y a Pedro Antonio Casco y a Juan
Alonso de la Bandera, todos tres aspiraban a ese oficio desde la muerte
de Pedro Ramiro. A don Fernando de Guzmán lo hizo alférez general,
distinción alcanzada por el esfuerzo de sus zalemas y lisonjas, don Fer­
nando de Guzmán es siempre el único invitado a sentarse a la mesa
junto al Gobernador y doña Inés, sospecho yo que en su fuero interno
le place más la compañía del Gobernador que la de doña Inés, y Dios
me perdone. A mí, Lope de Aguirre, me nombraron para teniente de
difuntos, yo seré el personaje que llevará la cuenta de aquellos que han
de morir en nuestra jornada, guardaré sus papeles y sus postreras dispo­
siciones con gran cuidado y vigilancia, haré una rigurosa lista de los
finados y la depositaré el Día del Juicio en las invictas manos de San
Miguel Arcángel que los mandará al infierno sin contemplaciones. Per­
mita el cielo Pedro de Ursúa que me toque dar principio al memorial
con tu orgulloso nombre de hidalgo baztanés.
Después de una semana abandonamos la isla de García de Arce y per­
severamos en nuestra derrota. ¿Qué perseguimos Marañón abajo estos
trescientos soldados españoles provistos de un bergantín, tres chatas,
cuarenta balsas, cien canoas, tres frailes, diez y ocho mujeres, veinte y
cuatro negros, seiscientos indios e indias de servicio, veinte y siete caba­
llos y numeroso armamento de ofensa y defensa? ¿Qué perseguimos pre­
guntan vuestras mercedes? Señores historiadores de Indias: vamos en
busca del tesoro de los Omaguas, la esplendorosa fábula del Dorado que
vuelve al camino más cautivadora que jamás. Es de advertir inter nos
que este servidor vuestro, Lope de Aguirre, desvelado y eficaz teniente
de difuntos, no cree poco ni mucho en fantasmas del otro mundo ni
tampoco en la realidad verdadera del imperio de los Omaguas, ni en
las islas de la perenne juventud ni en las razas que viven debajo del
agua. Nací en una provincia vascongada donde la Virgen de Aránzazu
viose en la necesidad de aparecerse en persona y con cencerro para que no
dudásemos de su existencia. No he venido al Nuevo Mundo a acumular
riquezas en mi provecho, ni a catequizar indios en beneficio de nuestra
sagrada religión, ni a emular las inventadas hazañas de Florisando o
Palmerín, he venido simplemente a valer más con la lanza en la mano,
he servido lealmente al Rey por veinte y cuatro años, he poblado pueblos,
he librado batallas, me he quedado cojo en tu nombre Carlos o Felipe,
ahora venga lo que viniera ha llegado la hora de esforzarme en el nom­
bre y alteza de mi propia gloria. Desde la barbacoa de mi chata contem­
plo a los doscientos noventa y nueve compañeros, los contó Pedro de
Munguía, que van en la afiebrada conquista del imperio de los Omaguas.
Allá por los horizontes, acurrucada en la verdura maternal de la selva,
divisan ellos los contornos de la ciudad más prodigiosa del universo
mundo. Sus pasos recorren las largas calles de oro macizo, son de plata
labrada los muros de las casas, maúllan y mean los gatos sobre tejados
de amatista, las reales posaderas del príncipe Quarica descargan su carga
sobre bacinicas engastadas en diamantes, el príncipe Quarica se hace bar­
nizar las criadillas con suavísimo alquitrán y luego sus esclavas cubrénselas con polvos de oro y órnanselas con guirnaldas de perlas, en la casa
del Sol hay jardines de coral donde se ofrecen a la mano las peras de
oro y las calabazas de oro y los huevos de oro que ponen las gallinas de
turquesa por sus culos de rubí. Habéis llegado hermano al espléndido
Dorado concebido por la imaginación de los profetas indios a modo de
contrapeso o escudo ante el estrago que les hacían los arcabuces y
caballos españoles. En el afán de domeñar esa quimera nos tragan vivos
las selvas lóbregas, nos ahogan los ríos tumultuosos, nos matamos los
unos a los otros desaforados por la envidia y la ambición. Habéis llegado
al maravilloso Dorado del cual echó mano el virrey Marqués de Cañete
para librarse de nosotros, trescientos aventureros que le estorbábamos en
su fructosa pacificación del Perú. Habéis llegado al Dorado cuya imagen
les sirve a los caudillos para resucitar a los soldados desfallecidos por
las hambres y las fiebres, ¡Alzaos que tras de aquella montaña está el
Dorado!, entonces el soldado se alza y echa a andar de nuevo dando
traspiés por entre ciénagas y riscos. Habéis acometido esta empresa con el
designio de haceros ricos y poderosos de golpe y porrazo, sin labrar la
tierra, sin amasar el pan, sin forjar el hierro, sin leer los libros, con el
oro y la plata de los Omaguas que pedís a Dios hallarlos a flor de tierra,
ya que a cavar una mina tampoco os han enseñado. Enloquecidos por la
ilusión del oro profanamos sepulturas, matamos en guerra o sin ella a
millares de indios, damos tormento a los prisioneros para forzarles a
hablar, nuestra codicia jamás se ve harta, si oro encontramos volvemos
sobre nuestros pasos en reclamo de más oro, acabaremos nuestras vidas
en la miseria o emponzoñados por una flecha o atravesados por una lanza
o colgados de una horca, y con nuestras muertes se satisfará la venganza
de los sacerdotes indios que fraguaron esta milagrosa mentira.
Tan sólo pueblos abandonados salen al encuentro de nuestra flota, la
comarca entera tuvo la noticia de la matanza hecha por García de Arce,
los habitantes de las aldeas huyen despavoridos, a mi niña Elvira no le
agrada bajar a dormir en estas casas vacías que huelen a fantasmas, en
una de ellas encontramos un niño muerto. Algunas leguas más abajo
comenzamos a topar gentes amigables, los indios de esta parte que se
dice Carari nos truecan sus canoas llenas de pescado por cuchillos y
espejitos, a la Torralba le regalan un elegante papagayo de varios colores.
El gobernador Ursúa consumido hasta las médulas por la pasión amoro­
sa de doña Inés, enfermo además de fiebres cuartanas que a veces le
hacen dar diente con diente, se encierra en la melancolía y descuida sus
obligaciones, en lugar de usar guías conocedores de los territorios que
atravesamos se obstina en escuchar los embustes y enredos de los indios
brasiles que trae consigo desde el Perú, o peor aún los desvarios del ma­
rinero Alonso Esteban que hizo esta misma travesía ha diez y ocho años
con el descubridor Orellana (los contrastes sufridos en aquella sazón lo
volvieron al parecer loco rematado), Alonso Esteban nos anuncia cada
día la aparición inmediata del imperio de los Omaguas, saluda desde su
balsa a los caimanes como si fuesen antiguos conocidos suyos, habla a
solas con las estrellas. El alcalde Alonso de Montoya que viene de mala
voluntad en esta jornada pretende amotinarse una vez más, desea volver
las espaldas y remontar con su gente las quinientas leguas que nos sepa­
ran ahora de Santa Cruz de Capocóvar, naturalmente que el gobernador
Ursúa no se lo permite, de nuevo lo encadena y le pone collera infamante
al pescuezo, a sus parciales los condena a remar en la barca que lleva a
doña Inés, el corazón bondadoso del Gobernador le prohíbe hacer matar
a Montoya y sus amigos, tal como hubiese acordado yo por evitar que
ellos me matasen primero a mí, como sin duda te matarán a ti Pedro de
Ursúa si la providencia de los cielos por bien lo tiene. Llegando que
llegamos a la región de Manicuri se nos aniega el último bergantín, nos
quedan solamente dos chatas pues la tercera se nos pudrió al alejarnos
de la isla de García de Arce, el resto de nuestra armada se compone de
balsas y piraguas iguales a las de los indios, el gobernador Ursúa nombró
al padre Alonso de Henao por vicario y provisor de esta empresa y man­
tuvo la promesa de hacerlo mañana obispo del país de los Omaguas, el
otro cura Pedro de Portillo ha comenzado a agonizar de mengua y des­
pecho, esta noche lo bajaremos cargado a tierra para que entregue su
alma al Creador.
De pronto comenzó el hambre. La pesca abundante y rica de los pri­
meros días, los grandes paiches cuya carne espléndida abastecía de comida
a diez hombres, los barbudos bagres o cunchis de diversos géneros, las
sardinas semejantes a sus hermanas del mar, las pañas o pirañas feroces
capaces de devorar a un hombre hasta dejarlo en los huesos pelados, ni
siquiera esas pequeñas pirañas criminales se pescan ahora. Los cordeles
se arrastran templados en pos de las canoas, al menor temblor el pes­
cador tira con violencia y entonces salta al aire el anzuelo despoblado
cuando no trae enredada en su punta una raíz lodosa o una alga seca.
No osamos navegar de noche sino que acampamos en las orillas, en vano
buscamos árboles frutales o palominos, ésta es una dura región negada
a dar alimento y amparo al hombre, los propios indios dejaron de habi­
tarla ha mucho tiempo. Nuestros escopeteros se asoman a los intrinca­
dos laberintos de la selva y vuelven con las bolsas vacías, desgarrados
sus jubones por las plantas espinosas, arañados sus rostros por las lianas
salvajes, hoscos de furia y cansancio. A veces logran matar un gallinazo
repugnante, o un lagarto de panza floja y babosa, o un mono raquítico
y tan muerto de hambre como ellos. A los cuatro días de privaciones la
gente comienza a quejarse amargamente de los desatinos del Goberna­
dor, de sus mentecatos guías brasiles que nada previenen, de los aro­
mas de tocinos y exquisitos guisados que perfuman la barca donde viaja
doña Inés. Los soldados gruñen y maldicen alrededor del inmenso cal­
dero en cuyo seno hierven viandas abominables. Estos hombres ham­
brientos aprecian en grado sumo los muslos escamosos de las iguanas,
asan sapos cual si fuesen conejos, mascan agrias raíces que provocan
diarrea, preparan caldos con cueros de zapatos y arzones de los caballos,
un mono sin pellejo es la misma cosa que el cadáver de un niño, la cara
de Antón Llamoso se entristece cuando chupa los huesos infantiles de un
mono, luego les toca el honor de la olla a los fieles perros de la flota, al
sexto día no queda un solo perro vivo ni vuelve a escucharse un ladrido
afectuoso, ¿y los caballos, señor general?, el gobernador Ursúa se ve
forzado a pronunciar una fogosa arenga ante sus soldados apiñados en
la playa, los caballos son para nosotros la cosa más sagrada, ¿qué sería
de nosotros en el imperio de los Omaguas o en el mismo infierno si nos
privaran de nuestros caballos?, con estas palabras habla Pedro de Ursúa.
No he permitido que mi niña Elvira sufra penas de hambre, traje guar­
dadas para ella en una arca tortas de pan cazabe y variadas frutas desde
la región de Manicuri, la Torralba sacrificó una noche su papagayo para
aderezarle una cena, generoso gesto que jamás olvidaré. En cuanto a mí,
Lope de Aguirre, si se ha de contar la verdad diré que en este trance no
he comido monos ni perros ni lagartijas ni culebras ni gallinazos, las
verdolagas y bledos que da la tierra me han bastado para no perecer.
A los nueve días de hambre despuntan por el horizonte las chozas
indias del país de Machifaro.
Los indios de Machifaro se amontonaron en la playa con las armas en
belicoso alarde, tú Pedro de Ursúa tomaste la ocasión por los cabellos para
rescatar tu maltrecha reputación y recuperar el respeto de tus soldados
y reverdecer la pasión amorosa de doña Inés y proveer de alimentos a
tu gente amarilla y flaca, te miramos poner pie en tierra erguido y solo
tremolando en la mano diestra un lienzo blanco de paz, cincuenta arca­
buceros mandados por García de Arce te guardan las espaldas, los indios
saben de oídas que nuestras bocas de fuego pueden aniquilarlos a todos
ellos en un decir amén, el prudente cacique depone sus ansias de comba­
te y se adelanta a recibirte con los brazos en alto, doña Inés llora hume­
decida por tu heroicidad, Viva nuestro valeroso general Pedro de Ursúa
grita el padre Henao, el cacique acogedor y asustado nos aloja en el centro
de su aldea que es la más grande vista por nosotros a lo largo de nuestro
viaje, nos regala con inmensas tortugas que encierran tan sobrada carne
como un carnero, los soldados hambrientos engullen y tragan con tanto
desenfado como poca vergüenza.
En nuestro bohío se goza de bastante comodidad y espacio, en el primer
aposento duermo yo con todas mis armas encima, o por mejor decir finjo
que duermo, a los desconfiados los ayuda Dios, han comenzado a soplar
en el real vientos de alevosía, en la estancia que da al patio se aloja mi
niña Elvira en compañía de las dos mujeres que la cuidan, en el bohío
vecino viven en vigilancia los hombres de mi mayor confianza: Martín
Pérez de Sarrondo, Pedro de Munguía y Antón Llamoso, al poner del
sol nos reunimos todos alrededor de las hogueras que hemos encendido
con el propósito de ahuyentar a los mosquitos, los mosquitos de Machifaro son los animales feroces más empedernidos del orbe, ni el humo
ni las llamas los arredran en su arremetida.
A veces se acerca a visitarnos el bachiller Pedrarias de Almesto ami­
go y pendolista del gobernador Ursúa, el bachiller Pedrarias de Almesto
es un hombre más leído y escribido que el resto de los que van en esta
aventura, algunas noches nos quedamos él y yo platicando sobre asuntos
de la historia o de la fantasía, mi niña Elvira gusta de oír nuestras pala­
bras sin hacer preguntas ni añadir comentarios.
Una mañana me descubre mi niña Elvira apuntando renglones en un
papel y me dice con fingido asombro: ¿Vuestra merced, padre mío, se ha
vuelto poeta de repente?, de buena gana escribiría versos si no me fallaran
la luz y el ingenio, en estas fojas anoto solamente nombres mondos y
escuetos, ¿quiénes se pondrán en contra del gobernador Ursúa y quiénes
a su lado en la hora inevitable de darle muerte?, sin su muerte no se
cumpliría jamás nuestro destino (que no es, ¡Vive Dios!, el de envejecer
o morir buscando un Dorado imaginado sino el de conquistar y ganar
un maravilloso país llamado el Perú que está pintado en todos los mapas).
Primero en mi lista: el bravísimo capitán madrileño Juan de Vargas,
teniente de gobernador, amigo íntimo y perfecto de don Pedro de Ursúa;
matarlo. Segundo: el no menos intrépido oficial y muy fiel paniaguado
García de Arce, descubridor de una isla e infalible arcabucero; matarlo.
Tercero: el sargento caballericero y herrador Juan Vázquez de Sahagún,
compadre amantísimo del gobernador Ursúa; matarlo. Cuarto: el cronista
y escribiente Pedrarias de Almesto, caballero culto y amable aunque
perrunamente secuaz del Gobernador; matarlo, y de veras lo lamento.
Quinto: el reverendo monseñor Alonso de Henao, vicario de la armada
y futuro obispo de los Omaguas; matarlo, y mucho me place. Sexto y
séptimo: el comendador Juan Núñez de Guevara y el capitán Sancho
Pizarro, lacayos incorregibles del rey Felipe; tarde o temprano será irre­
misible matarlos. (En el pergamino donde llevo mis cuentas de tenedor
de difuntos le pondré a cada cual una cruz anticipada para ahorrarme
así el amargo duelo de ponérselas después de muertos).
Para vosotros en cambio, mis fogosos compañeros de conjura, están
reservadas la dichosa vida y la perpetua gloria. Tú, capitán Juan Alonso
de la Bandera, a quien los sueltos de lengua llaman impropiamente (pues­
to que tu brío varonil nadie tiene autoridad para mancharlo de nega­
ción o duda) la Valentona, lleno como está tu pecho de orgullo y de
ambición soberbia, y tus venas de un amor desenfrenado hacia doña
Inés de Atienza que en ningún instante sabes disimular, tú, Juan Alonso
de la Bandera, repugnante y necesarísimo camarada, mañana serás con­
migo en el trance sublime de dar muerte al tirano Pedro de Ursúa. Y
tú, capitán Lorenzo Zalduendo, que llegaste ha menos de un año al
Cuzco convocando guerreros voluntarios para incorporarlos con estas
huestes de tu general y paisano Pedro de Ursúa, la presencia hechicera de
doña Inés de Atienza torció tus designios y derritió tu lealtad, tú nos
acompañarás de buen grado en la empresa de matar a tu abominado
protector Pedro de Ursúa, tal como nos acompañarías a matar a tu santa
madre si la dicha señora se entrometiera entre el cuerpo embriagador
de doña Inés y tu sed de gustarlo. Y tú, embravecido alcalde Alonso de
Montoya, que vienes en esta entrada sobrellevando prisiones y grillos,
tú que has manifestado mil veces en voz alta tus deseos de volverte con
tus parciales a Santa Cruz de Capocóvar, tú que has sufrido penas infa­
mantes de remar con collera de buey al pescuezo en la canoa de una
barragana, tú precipitado por una justa saña de venganza serás el más
resuelto en la noche de hacer justicia al tirano.
Don Pedro de Ursúa se pasea solitario y melancólico por el patio de
su bohío, tendida en colchón de amores lo aguarda doña Inés, el encan­
tamiento de la belleza mestiza lo ha alejado de sus soldados, el desvío
de sus soldados lo alejará de este mundo. El comendador Juan Núñez
de Guevara sueña despierto, la vejez y las fiebres malignas le hacen ver
tenebrosas imágenes, una noche vio parado en medio de la obscuridad
a un fantasma que gritaba: “¡Pedro de Ursúa, gobernador de Omagua
y Dorado, Dios te perdone!”, y otra noche vio a cuatro espectros de
blancas túnicas que cruzaban las calles llevando en andas con acompa­
ñamiento de música tristísima un cuerpo tieso y frío que era sin duda
el de Pedro de Ursúa, el Comendador me confía reservadamente sus
visiones, yo las divulgo con presteza para que todos en el real nos acos­
tumbremos a la venidera muerte del Gobernador. Entretanto el padre
Henao hace llover descomuniones sobre aquellos que se niegan a dejar
en manos del alto mando sus herramientas de trabajo y los animales de
su pertenencia, Vuestra Paternidad castiga a troche y moche con la pri­
vación de los sacramentos sin pararse a medir lo que significa para un
cristiano tal ausencia de perdón, Vuestra Paternidad descomulgó a Alon­
so de Villena que es muy devoto del Santísimo Sacramento y al canario
Juan Vargas que reza el rosario todas las tardes porque ellos se resistieron
a desposeerse de sus caballos, Alonso de Villena y el canario Juan Vargas
descomulgados por Vuestra Paternidad se juntaron sin más ni más a nues­
tra rebeldía.
Para el vencimiento y triunfo de nuestra causa nos hace falta la auto­
ridad de un caudillo cuya brava figura y gallardo talante enardezcan los
ánimos de la gente después de la muerte de Ursúa. Este paladín no lo
serán jamás la Bandera ni Zalduendo, ambos tienen condición de vasa­
llos, su ambición superlativa es tan sólo la de refocilarse una noche con
doña Inés, nunca se han cuidado de lo que de ellos dirá la historia.
Tampoco puede serlo Alonso de Montoya, únicamente lo mueve el afán
colérico de ver correr la sangre de su enemigo. ¿Y don Fernando de
Guzmán? La Bandera y Zalduendo me replican con inquietud que tal
conjetura no pasa de desvarío, don Fernando de Guzmán es el muy gran­
dísimo amigo del Gobernador, en Santa Cruz de Capocóvar vivían en
costumbre de inseparables compañeros, dormían en una misma cama no
obstante que cada uno tenía su cama propia, la llegada de doña Inés
quebrantó bruscamente tan fraternos vínculos, yo pienso que don Fer­
nando ha sufrido demasiado en su alejamiento, que la presencia de doña
Inés le parte el alma, y Dios me perdone.
Don Fernando de Guzmán no es un grosero buscador de oro y putillas como los otros, lo conozco desde nuestras pláticas en el Cuzco y
tengo constancia de que atesora sueños de fama y poderío en las arcas
de su corazón, su padre fue regidor del ayuntamiento en el puerto de
Cádiz, don Fernando de Guzmán tiene ademanes de mozo ilustre y no­
ble si bien su estatura es limitada y algo escasos los pelos rojos de su
barba, ¿será un hombre irremediablemente leal?, es necesario amigos
míos correr el riesgo de que lo sea, hable con él vuestra merced Lope
de Aguirre que presume de elocuente.
Tengo por cierto que vuestra merced, mi señor don Fernando de Guz­
mán, es un hidalgo caballero de Sevilla, el más apuesto y bizarro que
háyase visto, y lo digo yo Lope de Aguirre que no soy inclinado a lisonjas
y zalemas. Vuestra merced me ha dado su palabra de guardar en secre­
to cuanto voy a decirle, y yo correspondiendo a esa promesa probaré de
ser claro y sincero, que no otro lenguaje le place a vuestra merced. Es
cosa sabida por todos que el noble corazón de vuestra merced se duele
de los dolores y calamidades del prójimo, cuanto más que este prójimo
lo forman nuestros compañeros de andanzas y luchas. Jamás escapa a
los sentimientos de vuestra merced que los enfermos requieren de cuida­
dos y los afligidos han urgente necesidad de consuelo. Forzosamente
hemos de reconocer que nuestro gobernador don Pedro de Ursúa mostró
al principio de esta jornada sus dotes de militar bondadoso y magnífico
para con sus soldados y servidores, y que las dichas circunstancias se
interrumpieron en el malaventurado instante de aparecer en nuestro
campo esa hermosa dama que le carcomió el seso a nuestro enamoradizo
General y lo llevó a no hacer memoria de los seres que le eran más devo­
tos y mayormente lo amaban. Para doña Inés de Atienza son todos sus
desvelos y todas sus palabras de miel, con ella duerme de noche y se en­
cierra de día, el insaciable vientre de doña Inés lo está disminuyendo
y consumiendo. En todos los bohíos de esta aldea se habla y murmura
que los desatinos de nuestro Gobernador nos traen perdidos sin remedio,
por jamás hallaremos ni rastro de aquel Dorado fabuloso cuyo persegui­
miento costó la vida a centenares de esforzados españoles, gloria y pode­
río sólo alcanzaremos si nos volvemos al Perú animados por la resoluta
determinación de restaurar la perdida justicia y librar de malhechores a
tan maravillosa patria. Vuestra merced, mi señor don Fernando de Guz­
mán, está destinado a cumplir ínclitas hazañas, de los ojos se le trasluce
a vuestra merced el signo de la grandeza. Es cosa muy cierta que el go­
bernador Pedro de Ursúa ha nombrado a vuestra merced por Alférez
General, mas es igualmente cierto que por encima de vuestra merced
situó a Juan de Vargas que vale mucho menos, y por sobre de todos
colocó en un altar a esa mujer que le perturba los sentidos y que habrá
de ser la fatal estrella de su total perdición. Unicamente el coraje y de­
nuedo de vuestra merced, convertido en general y cabeza de este intré­
pido ejército de marañones, podrán restituirnos la fe a los que la hemos
perdido. Tan sólo el brazo valeroso de vuestra merced, mi señor don
Fernando de Guzmán, será capaz de conducir esta quebrantada jornada
a su glorioso acabamiento.
(Interior del bohío de don Fernando de G uzm án en la aldea de Mocomoco. A l centro de la sala una mesa tosca rodeada de bancos que son
sim ples horcones cubiertos por tablas lisas. En u n ángulo una hamaca
de colores en la cual está sentado don Fernando de Guzm án. A su alre­
dedor se apiñan los conjurados. Lorenzo Zalduendo, Juan Alonso de la
Bandera y Alonso de M ontoya perm anecen de pie, m uy cerca de la hama­
ca. El m ulato Pedro M iranda, Diego de Torres, Alonso de Villena, el
canario Juan Vargas, M iguel Serrano de Cáceres y Cristóbal H ernández
están sentados en los bancos. Lope de Aguirre y M artín Pérez de Sarrondo no se separan de la puerta).
F e r n a n d o d e g u z m á n (al m estizo Felipe López, un servidor suyo
que fu e castigado anteayer severam ente por el gobernador Ursúa a causa
de una falta leve): —Anda tú hasta la tienda del Gobernador, di que
vas de mi parte a pedir un poco de aceite, y averigua discretamente qué
hace, quiénes están en su compañía y qué armas tienen.
(Sale el m estizo Felipe López).
l o p e d e a g u i r r e : — Ninguna coyuntura más apropiada para llevar
a cabo nuestro motín. Pedro de Ursúa se ha desprendido de sesenta hom­
bres que bajo el mando de Sancho Pizarro se apartaron del real por la
orden suya a ver y descubrir caminos que se abren tierra adentro. En
volviendo Sancho Pizarro nuestros enemigos serán más numerosos y nues­
tra empresa será pelea harto más desigual.
m i g u e l s e r r a n o d e c á c e r e s : — Estoy en una duda, caballeros.
¿Queréis explicarme cuáles pasos habremos de seguir luego de apoderar­
nos del mando y gobierno de esta jornada?
A l o n s o d e m o n t o y a : —No queda tiempo ya para deshacer dudas,
amigo. Urgente es proceder a gran prisa, acortando las dilaciones. Deje
vuestra merced las preguntas y demandas para después de haber matado
al Gobernador.
F e r n a n d o d e g u z m á n : —¿Matar al Gobernador? ¿Es acaso inevi­
table la muerte del Gobernador? ¿No os parece acción más cristiana la
de llevarlo en prisiones sin matarlo?
l o p e d e a g u ir r e :
— Todo eso sería como llevar a cuestas el testi­
monio de nuestra traición, y arrastrar con nosotros a un prisionero impe­
lido por sus agravios a recuperar sus fueros. Una otra elección más cris­
tiana, pienso yo, sería la de dejarlo aquí en esta aldea de indios, desam­
parado en un bohío aunque acogido a los dulces brazos de su doña Inés.
: — ¡Jamás! ¡Es menester matarlo!
— ¡Voto a tal! No hay más sino matarlo.
F e r n a n d o d e g u z m á n : — ¡Santo Dios! Hay que matarlo.
A l o n s o d e m o n t o y a : —Hay que matarlo y yo me ofrezco volun­
tario para empuñar el arma que lo haga. En mis tobillos siento aún la
mordedura de sus grillos y en mi pescuezo la vejación de sus colleras.
l o p e d e a g u ir r e :
—Tenemos la obligación de matarlo y de aco­
meter luego las hazañas que él anda demasiado remiso de emprender.
m u l a t o pe d r o m ir a n d a :
— Que muera el Gobernador desvergon­
zado, tirano hideputa, tramposo e infame.
ju a n
Al o n s o
lorenzo
de
la
zalduendo
bandera
:
( E ntra él m estizo Felipe L ó p e z).
f e l i p e l ó p e z : —Hallé al Gobernador acostado en su hamaca, des­
calzo y en disposición de dormir, pues había vuelto ya del bohío de doña
Inés. A su lado vi tan sólo al bachiller Pedrarias de Almesto, con quien
está platicando, y a dos pajecillos. Uno de éstos, el llamado Lira, me dio
el aceite que yo había pedido y vino a despedirme hasta la puerta.
l o p e d e a g u i r r e : — ¡Viva nuestro caudillo don Fernando de Guz­
mán!
Fernando
de
guzm an
(
levantándose vivam ente de la hamaca ) :
— Seré vuestro caudillo. ¡Vamos!
a l o n s o d e m o n t o y a ( sacando su d a g a ):
— ¡Vamos!
( Salen to d o s).
([Una calle de la mism a aldea de Mocomoco. De la lejanía llegan los
ruidos insólitos de la selva, tal como si una compañía de músicos enlo­
quecidos tocaran en bárbaro desorden sus instrum entos y desataran una
m elodía irracional y tenebrosa. Se fun den en un m ism o caudal sonoro:
el aullido de los vientos, él retum bo de los truenos remotos, él crujido de
las ramas secas quebradas por pasos invisibles, la caída terrible de los
inm ensos árboles, el rum or constante del gran río, él estruendo del
torrente al desprenderse por un estrecho precipicio, el croar de bajo pro­
fundo de los sapos gigantes, los silbidos y cantos de m il pájaros diversos,
la gritería escandalosa de los papagayos, el chillido de los monos que
suplican cual m endigos y lloran cual plañideras, el alarido de un tapir
m uriendo entre las garras de un pum a, él bram ido de los caimanes en
celo, él llamado de las bocinas de calabaza que los indios hacen resonar
en las guazábaras como botutos bélicos, el intenso clamor de los mauaris
y yuruparis sagrados, y el repique de los tambores tundulis que se oyen
a muchas leguas de d istan cia). CLos esclavos Juan Primero y Hernando
M andinga surgen de la oscuridad; Juan Primero trae un candil en la
m a n o ).
j u a n p r i m e r o {esclavo de Juan Alonso de La Bandera ) :
—Te d ig o
y redigo que van a matar al Gobernador. Juan Primero escuchó cuando
su amo lo platicaba con el mulato Pedro Miranda.
H e r n a n d o m a n d i n g a {esclavo del gobernador U rsúa) :
—Tú no
sabes nada. Los negros esclavos nunca sabemos nada.
j u a n p r i m e r o : —Los españoles se odian entre sí como fieras san­
guinarias, los capitanes van a matar al Gobernador, Juan Primero no
quiere ver sangre humana corriendo, Juan Primero es un negro cristiano
y bueno, Juan Primero fue a dar aviso al Gobernador de lo que pasaba,
Juan Primero no lo halló en su tienda.
He r n a n d o m a n d i n g a :
—Estaba revolcándose con doña Inés en su
bohío, pero los negros esclavos nunca sabemos nada.
ju a n p r im e r o :
—No se encontraba en su tienda, Juan Primero
tocó la puerta muchas veces, los pajes no se atrevieron a abrirle, corre tú
a darle aviso puesto que es tu amo y lo van a matar esta noche.
H e r n a n d o m a n d i n g a : — ¡Cállate, negro embustero!
(Ai fondo de la calle se oyen los pasos de los conjurados que se acer­
can. Los doce pasan en hilera, con Alonso de M ontoya y Juan Alonso de La
Bandera al frente. Lope de Aguirre, provisto de todas sus armas y con la
espada desenvainada, cojea en pos de los otros).
j u a n p r i m e r o ( saliendo de su escondite) :
— ¡Válgame Dios y la
Virgen! Van a matar al Gobernador, Juan Primero lo sabe.
H e r n a n d o m a n d i n g a : — ¡Cállate, negro unto de mierda! Los ne­
gros esclavos nunca sabemos nada.
( Interior de la tienda del gobernador Ursúa. Sobras de com ida sobre
una mesa. El Gobernador descalzo y sin armas está ten dido en su hamaca
con las manos trenzadas bajo la cabeza. Pedrarias de Alm esto se pasea
por la estancia m ientras conversa con é l).
p e d r a r i a s d e a l m e s t o : — Vuestra Excelencia se niega a mirar un
peligro tan manifiesto porque su generoso pecho lo desvía a no verlo.
Mas yo le apunto otra vez a Vuestra Excelencia que el atrevimiento de
los soldados es clarísimo indicio de rebelión.
p e d r o d e u r s ú a : — Repetís la misma conseja que el virrey Marqués
de Cañete y el capitán Pedro de Añasco me enviaron escrita en cartas:
la temerosa historia de los desvergonzados aventureros que van en esta
jornada no con el propósito de poblar pueblos sino con la torcida inten­
ción de amotinarse contra el rey de España. ¡Voto a Dios que nunca la
he creído!
p e d r a r i a s d e a l m e s t o : —¿Y en esas cartas que Vuestra Excelencia
recibió figuraban acaso los nombres propios de los revoltosos?
p e d r o d e u r s ú a : — A fe mía que sí figuraban: Juan Alonso de La
Bandera, Lorenzo Zalduendo, Martín de Guzmán y Lope de Aguirre eran
las principales personas de la lista. Se me pedía encarecidamente que los
echara del campo.
p e d r a r i a s d e a l m e s t o : —Y vuestra merced echó tan sólo a Mar­
tín de Guzmán.
pedro de u r sú a :
—Tampoco lo eché, amigo mío. Se marchó por
propia voluntad, arredrado por presagios de una muerte que le había de
venir, mas me dejó por herencia a su sobrino don Fernando que es agora
mi alférez general y mi más fiel compañero.
p e d r a r ia s d e a l m e s t o :
— Vuestra Excelencia confía demasiada­
mente en el valor de su brazo y en su buena fortuna. Juro a Dios que
no soy amigo de aconsejar violencias, mas creo que en esta coyuntura
cortar cuatro cabezas ajenas sería providencia para salvar la propia.
pedro de u r sú a :
— Os pasáis de avisado, mi buen Pedrarias. La
rebelión que vos teméis nunca irá más lejos de quejumbres y bravatas.
El año que en este día de hoy comienza será, mediante Dios, el más feliz
y famoso de mi historia.
(T o ca n reciam ente a la p u erta ).
p e d r a r ia s d e a l m e s t o
:
— ¿Quién
va?
(L a puerta se abre de un em pujón. Entra Juan Alonso de la Bandera
con la espada desnuda, seguido de Alonso de M ontoya y los otros con­
ju rados).
pedro de u r sú a :
—¿Qué deseáis, amigos míos? Sed bienvenidos
aunque la medianoche no sea ocasión propicia a visitas y parabienes.
Algún asunto sin duda muy importante os trae aquí a estas horas.
J u a n A l o n s o d e l a b a n d e r a : —Agora lo veréis.
(Juan Alonso de la Bandera, con la espada asida con ambas manos,
le da al Gobernador una estocada en el costado que lo atraviesa de banda
a b an da).
p e d r a r ia s
de
alm esto
(in ten ta n d o
desenvainar
su
e sp a d a ):
—¿Qué traición es ésta, caballeros?
(E l canario Juan Vargas y tres conjurados más se abalanzan sobre Pe­
drarias de A lm esto y lo su jetan ).
Fer na n do
de
: —No lo matéis, a Pedrarias no lo matéis.
—Huid presto, Pedrarias, si queréis salvar la vida.
guzm án
l o p e d e a g u ir r e
:
(Pedrarias de Alm esto huye. Alonso de M ontoya le clava su daga en el
pecho al Gobernador. Fernando de G uzm án y M artín Pérez de Sarrondo
lo acom eten con sus arm as).
pedro de
ursúa
— ¿También tú, Fernando, mi hermano?
:
( Fernando de G uzm án lo hiere sin responderle').
p e d r o d e ü r s ú a : — ¿También tú, Martín
m a r t í n p é r e z d e s a r r o n d o ( hundiéndole
Sarrondo, mi paisano?
la espada en el v ie n tr e ) :
—Tú no eres vascongado, tú eres francés.
p e d r o d e u r s ú a : ( agonizante ) : — ¡Confesión! ¡Pido confesión!
l o p e d e a g u ir r e :
— Mal pensáis si pensáis que el padre Portillo,
si agonizando no estuviera agora mesmo, acudiría a confesaros. No ol­
vida los cuatro mil pesos que le robasteis, ni el tormento que le disteis
al traerlo forzado a morir en esta oscura selva. Os negaría la confesión,
general Ursúa.
p e d r o d e u r s ú a : — ¡Ten compasión de mí, oh Dios, en la medida
de tu misericordia! ¡Miserere mei. . .!
(M u e re ).
( dando vo ces): — ¡Viva el rey, que es muerto
lorenzo zalduendo
el tirano!
JU A N Al o n s o
de
la
bandera
:
—
¡Viva el rey don Felipe, nuestro
señor!
l o p e d e a g u ir r e :
—
¡Viva la libertad!
(L os amotinados atraviesan la calle que conduce al hohío de Juan de
Vargas, teniente de gobernador. Juan de Vargas les sale al encuentro.
Trae puesto un escaupil, que es como un peto guarnecido de algodón, y
en las manos una rodela con la vara, qvie es símbolo real de la ju sticia).
ju a n de varg as:
— ¿Qué sucede, señores? ¿Cuál es el motivo de
tanto desorden y tanto bullicio?
l o r e n z o z a l d u e n d o : — ¡Viva el rey, que es muerto el tirano!
j u a n d e v a r g a s : — ¡Malvados sin conciencia, sucios bellacos, trai­
dores a quienes el demonio confunda!
j u a n a l o n s o d e l a b a n d e r a : — ¡También a ti te llegó tu última
noche, alcahuete de mil putas, hijo de una vinagrera borracha!
ju a n de var g a s:
— ¡Reportaos, gente canalla y endurecida, perros
paridos de mala perra!
(E n tre varios conjurados sujetan a Juan de Vargas, le arrebatan la vara
y lo desarman. M artín Pérez de Sarrondo le clava la espada en el pecho
de tan furioso modo que le atraviesa todo el cuerpo y hiere luego con la
punta al canario Juan Vargas que sostenía embrazados atrás los codos
del prisionero. Caen a tierra uno y otro Juan de Vargas. Las espadas y
dagas de los conjurados se ensañan contra el cuerpo del teniente de
gobernador).
ju a n
de
varg as:
—
¡Traidores, traidores! ¡Santo Dios, me estoy
muriendo!
(M uere').
¡Viva el rey, que son muertos los tiranos!
: — ¡Viva el rey!
l o p e d e a g u ir r e :
— ¡Viva nuestro general don Fernando de Guz­
mán! ¡Viva su leal maese de campo Lope de Aguirre! ¡Vivan sus soldados,
los invencibles marañones!
Fer n a n d o
de guzm án
los o tro s, m en o s
:
lope
—
d e a g u ir r e
( Soldados llenos de espanto y asombro se asoman a las puertas de los
bohíos. Algunos corren aterrados hacia la selva , otros se encierran eñ sus
aposentos. Los am otinados form an un escuadrón en el centro de la ex­
planada , al cual se suman muchos hombres allegados de buen grado
y otros que son llevados a em pujones y amenazas. A ntón Llamoso y Pedro
de M unguía, que se han adherido prestam ente a la rebelión , son los más
activos en recoger parciales y persuadir vacilantes).
l o p e d e a g u ir r e
( a los e sc la v o s): — ¡Traed vino para celebrar
nuestra victoria! El vino de las misas o cualquier otro, ¡aprisa!
( Salen los esclavos negros y vuelven al cabo de un rato con dos botijas
de vino a cuestas. E ntretanto crece la m agnitud del escuadrón. E l padre
H enao sale de su bohío y bendice a don Fernando de G uzm án. A ntón
Llamoso , Pedro de M unguía y Cristóbal H ernández sirven vino a la gente
en tazones de barro y escudillas de calabaza. Lope de Aguirre se trepa a
un ban co).
l o p e d e a g u ir r e :
— ¡Soldados, mis marañones! Las muertes del
tirano Pedro de Ursúa y de su secuaz Juan de Vargas no han sido ejecu­
tadas por antojo de nuestra maldad, ni por envidia nuestra a sus cargos,
ni para aprovecharnos de sus bienes materiales. Hemos hecho justicia
quitándoles el mando y dándoles la muerte pues el sacrificio de esas dos
vidas mezquinas convenía a la salvación de doscientas vidas preciosas
que en esta empresa vienen consumiéndose, y a la libertad de millares
de hombres humanos que en el Perú padecen desmanes de los virreyes,
afrentas de los jueces y hambres de los oidores. Los virreyes y oidores,
a quienes el infierno se trague y Satanás les meta tizones por detrás, nos
han enviado a conquistar y poblar un imperio de los Omaguas que jamás
ha sido, para librarse de esta manera de nuestra rebeldía y hacernos
perecer en manos de este río mal afortunado y cruel. Nosotros, marañones
míos, habremos de mudar esa derrota filistea en triunfo romano, esa tonta
ensoñación de quimeras en conquista de una patria real y verdadera. No
nos pesa ni nos causa remordimiento la muerte necesaria que le hemos
dado a Pedro de Ursúa, su sangre no nos mancha la conciencia sino que
la alzamos como estandarte. Hemos nombrado por general y cabeza de
nuestro campo a don Fernando de Guzmán, noble caballero resuelto en
encumbrar esta jornada hasta alcanzar nuestra vuelta triunfante y ven­
cedora al Perú. Nada común nos asemeja a aquellos seguidores de Gon­
zalo Pizarro que andaban dispuestos a pasarse al Rey en la primera adver­
sidad, ni somos como aquellos rebeldes falsos y desleales que abandonaron
a Hernández Girón en poder de sus verdugos. Nosotros somos los indo­
mables marañones, una estirpe de tigres libertadores que el universo
mundo jamás ha visto. Juramos que ninguno de nosotros ensuciará su
nombre abandonando su bandera para abrazar la del contrario, que nin­
guno de nosotros pedirá perdón del enemigo ni aun rodeado por las
tinieblas de la agonía, que nuestros pechos no hallarán tregua ni descanso
hasta tanto no haber cumplido nuestro destino vengador en el Nuevo
Mundo. Somos la espada de San Miguel Arcángel, somos la ira de Dios
Padre, somos las siete plagas de la justicia, somos los endemoniados mara­
ñones a quienes Dios nuestro señor guarde, ilumine y haga vencer.
( Interior de la tienda del gobernador Ursúa. El cadáver del Goberna­
dor yace cubierto de sangre en m edio de la sala. Los esclavos negros Juan
Primero y H ernando M andinga entran arrastrando el cuerpo m uerto de
Juan de Vargas, lo dejan tendido junto al d e Pedro de Ursúa y salen de
nuevo. Por la puerta frontera entra Inés de A tienza seguida de su dueña
y dos esclavas. Inés de A tienza cae de rodillas ante el cadáver de Pedro
de Ursúa, le cierra los ojos dulcem ente y com ienza a llorar) .
s o l d a d o s ( parados a la puerta de la tie n d a ) :
— ¡Puta, mil veces
puta! ¡Bruja, mil veces bruja! Fuiste su ruina y perdición en la vida y
agora lo lloras con hipocresía en la muerte.
( Inés de A tienza sigue llorando sin oírlos. Pasa sus manos por él pecho
del cadáver y luego se mira fijam ente los dedos tintos en sa n gré).
so ld ad o s:
— ¡Puta asquerosa y malvada! ¡Grandísima puta desver­
gonzada! Tuya y solamente tuya es la culpa de esa sangre que agora te
desespera ver correr.
(In és de A tienza besa largamente la frente del cadáver. Su negra ca­
bellera desplegada cubre totalm ente el rostro del d ifu n to ).
so ld a d o s:
— ¡Puta, mil veces puta! ¡Bruja, mil veces bruja!
(E n tra Juan Alonso de La Bandera, pone en fuga a los soldados y se
acerca a Inés de A tien za ).
j u a n Al o n s o d e l a b a n d e r a :
—Respeto vuestro dolor, señora, y
temo de vuestro futuro. Habéis menester de protección y yo he venido
a ofrecérosla humildemente. (In és de A tienza sigue llorando sin prestar
atención a las palabras de Juan Alonso de La Bandera ). Os digo que
habéis menester de protección, señora. Habéis quedado desamparada en
estos bosques a merced de doscientos hombres alacranados que los unos
dellos os aborrecen con odio mortal y los otros dellos desean gozar vuestro
hermoso cuerpo como bestias. Vengo de ser nombrado Teniente Gober­
nador de esta jornada y mi primera acción de mando ha sido la de correr
a ponerme a vuestros pies. (EZ cuerpo de Inés de A tien za se estrem ece
sobre él c a d á ver) . Pedid lo que queráis, señora, que yo pondré singular
empeño en ver satisfecha vuestra demanda.
( Inés de A tienza alza los ojos por prim era vez hacia Juan Alonso de
La Bandera ).
in é s
de
a t ie n z a
:
—Yo solamente deseo y pido que me permitan
enterrar a mi muerto.
j u a n a lo n so d e l a b a n d e r a :
— Lo enterraréis, señora, lo en­
terraréis, os doy la palabra. Lo enterraréis en un rincón de la selva, el
padre Henao le rezará la oración de difuntos y una cruz cristiana quedará
señalando el lugar de su sepultura. Os lo prometo. ( Sale ).
i n é s d e a t i e n z a : —Pedro de Ursúa, desdichado amante mío, juro
por tu Dios y por los dioses de mi madre. . . (Los sollozos no le perm iten
concluir ).
('Com ienza a aclarar el día. Inés de A tienza sigue llorando en silencio,
abrazada al cadáver de Pedro de Ursúa. Lentam ente van invadiendo y
dom inando la escena las confusas fuerzas musicales de la selva: sonidos
salvajes que sim ulan hoscos rezongos de órganos, zum bidos de roncos
atabales, lenguaje pastoril de caramillos y dulzainas, penetrantes alaridos
de pífanos y clarines, trém olos apresurados de panderos gitanos y maracas
caribes, vocerío am enazador de coros infernales, estruendo desenfrenado
de fanfarrias enloquecidas, oleaje resonante del am anecer ).
Muerto el tirano, era de justicia que se distribuyeran los oficios entre
los ejecutores de su muerte. Ya don Fernando de Guzmán había sido
aclamado por general y cabeza de nuestra jornada, gracias al designio
de todos los conjurados. Ya Lope de Aguirre habíase convertido de tene­
dor de difuntos en maese de campo, Dios sea loado, pues sin mi pre­
sencia a tu lado no llegarías a alguna otra parte sino a tu perdición,
arrogante e incauto don Fernando. Capitán de la guardia será desde este
instante don Juan Alonso de La Bandera, en premio al furor terrible
de que hizo alarde clavándole su espada en el pecho al Gobernador. Alon­
so de Montoya será capitán de a caballo, Lorenzo Zalduendo y Cristóbal
Hernández y Miguel Serrano de Cáceres serán capitanes de infantería,
y Alonso de Villena será alférez general, y el mulato Pedro de Miranda
será alguacil mayor, y Pedro Hernández será pagador mayor, y en esa
forma todos los amotinados que acudimos a la tienda de Pedro de Ursúa
para darle muerte quedaremos proveídos de cargos, salvo el canario Juan
Vargas que salió mal herido de la refriega y convalece en hamaca de sus
dolencias. En cuanto a ti, Martín Pérez de Sarrondo, que tampoco reci­
biste recompensa y que eres el marañón de mi mayor esperanza y con­
fianza, yo te pido que aguardes una hora más aportuna en la que puestos
de mando te han de sobrar.
—Lo más conveniente a nuestra empresa, mi glorioso general don
Fernando, es procurar que todos los miembros de esta jornada se sientan
ufanos de la muerte que le hemos dado al tirano, que la sangre vertida
anoche riegue las cabezas de nuestro pequeño ejército en lluvia tan co­
piosa que a ninguno le queden ganas ni facultad para borrar su mancha.
Incorporemos en esta hazaña de haber matado al Gobernador a todos
aquellos que sufren la tristeza de no haber contribuido a matarlo. Re­
partamos autoridad y mando entre el mayor número de soldados, inven­
temos nuevos cargos si es necesario, que si alguno hiciese resistencia a
compartir el honor y la gloria de nuestra rebeldía, si alguno demostrase
turbación o acogiese con melindres nuestra liberalidad, ése estaría ca­
vando para sus huesos la misma sepultura de Pedro de Ursúa”.
—Hagamos capitán de infantería al viejo comendador Juan Núñez de
Guevara cuyas blancas barbas inspiran respeto y cuyos espectros le anun­
ciaron puntualmente el violento fin de la vida del Gobernador, y tam­
bién a Pedro Antonio Galeas que es hombre siempre resuelto a emprender
aventuras y descubrimientos. Hagamos capitán de munición a Alonso
Enrique de Orellana, y capitán de la mar al piloto Sebastián Gómez, y
almirante de la mar a Miguel Bonado. Y hagamos justicia mayor del
campo a don Diego de Balcázar, que según se dice aportó sus bienes
de fortuna para sustentar esta jornada, como también se dice que el
virrey Hurtado de Mendoza le concedía el privilegio de jugar a los
naipes con él.
Todos recibieron sus nombramientos con mucho recato y humildad,
menos el dicho Diego de Balcázar que en la ceremonia de aceptar la vara
de justicia mayor dijo con voz pública y sonora: “Esta la tomo en nom­
bre del rey Felipe, nuestro señor, y no de otro”, lo cual en otras palabras
significa que tiene la intención determinada de pasarse al campo del Rey
en cuanto lo divise cercano, a menos que yo, Lope de Aguirre, no me
halle en su vecindad para impedírselo.
A los dos días volvió al real Sancho Pizarro, que se había apartado
por la orden del gobernador Ursúa con sesenta arcabuceros a descubrir
caminos y sembrados. Temíamos que hiciera contra nosotros una reñida
guerra en medio de esta selva de bárbaros salvajes, que el diablo nos
habría llevado tanto a los unos como a los otros. Mas Sancho Pizarro
acercóse muy sagaz y prudente, se enteró de los sucesos del campo sin
sobresalto alguno, o por lo menos se eximió de manifestarlo. Sancho Pi­
zarro recibió complacido el cargo de sargento mayor que le ofrecimos,
nos dio las gracias con sumisa compostura, ¡cuerpo de quien me parió!,
que no creo en tus palabras, Sancho Pizarro eres el más peligroso y tor­
cido entre todos los vasallos del rey Felipe que van en esta jornada, te
lo digo yo Lope de Aguirre que nunca caigo en error cuando sospecho
dónde se esconden mis enemigos.
Seguidamente despunta en nuestro campo la yerba venenosa que ha sido
ruina y deshonra de todas las revueltas peruleras. Hemos cometido un
crimen de lesa majestad, hemos dado muerte al Gobernador y represen­
tante del Rey que el propio Rey nos había puesto, y agora nos asalta
el insensato afán de hacernos perdonar de un Rey que irremisiblemente
nos cortará las cabezas cuando las tenga bajo su real arbitrio. Hete aquí
a don Fernando de Guzmán, que es el caudillo mayor de nuestra des­
vergüenza, y hete aquí a don Juan Alonso de La Bandera y a don Alon­
so de Montoya, que fueron los más empecinados en borrar de este mun­
do al Gobernador y los que esgrimieron con sus manos los fierros que
lo borraron, hételos aquí rastreando el asidero de disculpar ante el Rey
un delito que gracias a Dios no tiene la más mínima disculpa. Nuestro
teniente general, nuestro capitán de la guardia y nuestro capitán de
caballería corren desalados de aquí para allá escogiendo las palabras del
acta contrita que van a escribir, reciben con beneplácito al bachiller
Pedradas de Almesto que vuelve al real pues ha preferido verse preso
que morir de hambre en la selva, Pedradas de Almesto comienza a co­
piar con su pulida letra de pendolista un disparatado testimonio del
tenor siguiente: “En el pueblo de Mocomoco y provincia de Machifaro,
a los dos días del mes de enero de mil quinientos sesenta y un años,
ante el escribano y testigos. .
Las demás partes de la información
son muestras infelices de arrepentimiento servil: hemos matado al Go­
bernador tan sólo porque iba remiso y descuidado en servir a Su Ma­
jestad el Rey, porque tardaba en descubrir las tierras que había prometido
conquistar en nombre de Su Majestad el Rey, la muerte del Gobernador
era necesaria para impedir que los soldados desesperados se amotinaran
en contra de Su Majestad el Rey, esa muerte nos ha de servir para acre­
centar la gloria y poderío de Su Majestad el Rey, ¡vivan los sacrosantos
cojones de Su Majestad el Rey!
Cuando quedó hecho y derecho el pergamino de Pedradas de Almes­
to, entramos en hilera los oficiales y capitanes del campo impacientes
de firmarlo. El primero en hacerlo, tal como le corresponden a su supe­
rior autoridad y grado, es nuestro capitán general don Fernando de Guzmán, y a fe mía que su enroscada rúbrica no desentona debajo las letras
perfectas de Pedradas. El segundo lugar me toca a mí maese de campo,
mas no firmo “Lope de Aguirre, maese de campo” como toda la gente
esperaba, sino “Lope de Aguirre, traidor” mirando sin mover pestaña a
La Bandera y Montoya, y leo mi firma y su aditamento con voz que re­
tumba duramente, y un sordo gruñido de pasiones contrapuestas acoge
mis cuatro palabras, y yo infiero que ha llegado el tiempo de decir la
verdad.
—¿Qué locura o necedad es ésta, marañones, de imaginarse que una
información pensada y maquinada por nosotros mismos nos va a eximir
de la culpa de haber muerto a un gobernador del Rey que traía su poder
escrito, y provisiones selladas con su sello, y representaba a su real per­
sona? ¿Por qué os conturba que yo haya firmado como traidor si para
la corona, a quien esta carta va dirigida, todos hemos sido nada más
que traidores, no doce apóstoles que se despojaron de un tirano para ser­
vir al Rey, sino doce judas que dieron muerte a un servidor del Rey
porque estorbaba sus ambiciones? Todos hemos sido traidores bravos y
bizarros, y ninguna acta de contrición podrá salvarnos de la cólera san­
guinaria que los reyes de España cultivan como preciada herencia. Ni
dado el caso portentoso de descubrir nosotros en el porvenir mundos nue­
vos, y hallar en nuestra derrota verdaderos Dorados y Omaguas de oro
macizo, y alcanzar a poblar inmensas tierras debajo las banderas de
Su Majestad, ni dado ese caso jamás visto escaparían nuestros cogotes
del patíbulo, puesto que el primer bachiller, virrey, regidor, o fraile que
viniere a tomar residencia española de estas tierras, se afanaría en cor­
tarnos las cabezas. No, capitanes y oficiales, nuestra salvación no está
en escribir papeles de humillación que a ninguno engañarán, sino en
vender bien caras nuestras vidas rebeldes, en volver al Perú no en busca
de perdones inaccesibles sino de amigos igualmente descontentos como
nosotros, aquellos millares de hombres disgustados porque nunca les fue­
ron gratificados sus servicios, aquellos millares de peruleros resentidos
por el mal trato de los virreyes y oidores. Volvernos al Perú y unirnos a
ellos para tomar esa tierra como nuestra y defenderla de nuestros enemi­
gos por más poderosos e invencibles que desde lejos nos parezcan, esto
es lo que a todos nos conviene.
Era la primera vez que yo hablaba con tan grande insolencia y since­
ridad, los hombres se sepultaron en un silencio que sólo se oían los rumo­
res del río y de la selva, finalmente lo rompió el alférez general Alonso
de Villena cuya inteligencia parece haberse aclarado desde el día en que
el padre Henao lo descomulgó. Dijo así:
—Yo apruebo y confirmo todo lo que ha dicho nuestro maese de
campo Lope de Aguirre, pues hacer lo contrario sería entregarnos como
mansos corderos dispuestos a ser degollados en los mataderos del Virrey.
Mas hubo uno que no quedó de acuerdo con mis opiniones sino que
saltó a la palestra aguijado por el mote de “traidor” que le picaba en la
nuca del cerebro como una avispa. El noble y pundonoroso caballero
Juan Alonso de La Bandera, tercera autoridad de nuestro campo y capi­
tán de la guardia, a quien algunos soldados llaman impropiamente la
Valentona, habló de este modo:
—Protesto lleno de indignación el apelativo de traidores que el maese
de campo Lope de Aguirre, con extraña ligereza, nos ha aplicado a todos.
Porfío yo que haber matado a Pedro de Ursúa y a su teniente Juan de
Vargas no ha sido traición al Rey sino lealtad al mismo, pues las dos
autoridades depuestas andaban remisas de cumplir las misiones que el
soberano de España les había encomendado, las cuales no eran otras
sino descubrir y poblar tierras, y de ningún modo malbaratar los tesoros
que para nuestro avío el virrey Marqués de Cañete les había puesto en
sus manos. Digo que en mi vida he cometido jamás traición, y digo que
no le acepto a hombre alguno que lance sobre mí tan vil calumnia. Quien
dijere que yo soy traidor, desde aquí le respondo que miente, y sobre
ello me mataré con él.
Toda esa bravata la pronunció la Valentona sin volver los ojos a mí,
con la mano engarabatada en el puño del arma que hirió de muerte a
Pedro de Ursúa, parecía un San Jorge de puro indignado y marcial. Me
apresuré yo en sacar mi espada al aire, y el mismo gesto hicieron a mi
lado Martín Pérez de Sarrondo y Pedro de Münguía, sin mentar a Antón
Llamoso cuya daga en punta ya estaba a dos dedos de las costillas de mi
adversario. Fue menester que interviniera nuestro flamante general don
Fernando de Guzmán, para buena ventura de todos, y digo buena ven­
tura porque también La Bandera tenía capitanes que eran sus parciales,
y aquella disputa habríase convertido sin ninguna duda en una tempra­
na mortandad.
—Reportaos, mis amigos —dijo don Femando poniéndose de por
medio entre La Bandera y yo. ■
—Siendo como son comunes nuestro des­
tino y nuestros peligros, en mal hora nos arriscamos a matarnos entre
nosotros mismos.
Intervinieron con iguales razones apaciguadoras los capitanes Loren­
zo Zalduendo y Cristóbal Hernández, y lo hicieron en forma tan porfiada
y eficaz que yo concluí en enfundar mi espada, y La Bandera nunca
llegó a sacar la suya. Con una voz muy diferente a la de antes, La
Bandera dijo:
—Hagan vuesas mercedes lo que les pareciere, que yo seguiré lo que
hicieron todos, pues no le temo a la muerte que el Rey pueda darme por
lo que habernos hecho ni por lo que habremos de hacer en lo futuro, y
añado que tengo tan buen pescuezo para la horca como cualesquiera de
vuestras mercedes.
Con lo cual se disolvió la junta sin legitimar acta alguna, pues no
quedaron al pie del malogrado documento sino dos firmas: la de Fer­
nando de Guzmán, gobernador; y la de Lope de Aguirre, traidor.
Los indios del país volviéronse huidizos a causa de las tropelías y ofensas
que nuestros soldados les hacían, una de las dos chatas que nos queda­
ban como resto de nuestra armada anegóse frente a la aldea de Mocomoco. Don Fernando de Guzmán ordena mover el campo río abajo en
busca de lugares no tan duros y anegados. La chata donde vienen nues­
tros veinte y cinco caballos avanza por las aguas del río con el almirante
Miguel Bonado a bordo y tres navegantes más, los demás seguimos cru­
zando las orillas en extraña procesión. Los indios de servicio cargan en
hamacas y canoas a las mujeres y los enfermos; si el enfermo es un indio
se queda voluntariamente en zaga para morirse en paz. A veces se opo­
nen a nuestra marcha barrizales verdosos, lagos hediondos cuajados de
sapos disformes y hongos podridos en los cuales las piernas se hunden
hasta la rodilla. Otras veces la ribera se estrecha de manera que viene
a formar un despeñadero de imposible paso. Entonces es menester apar­
tarse un buen trecho hacia la maleza y andar por medio de matorrales
enmarañados y montes breñosos hasta encontrar de nuevo el río una
legua ¡adelante. Los macheteros marchan al frente de nuestro batallón
truncando ramas para abrir camino. De repente se trenza aún más tupida
la bóveda de los árboles soberbios y se oscurece el aire en pleno mediodía
como si llegase la noche. Uno de los indios que cargan la hamaca de mi
niña Elvira es un viejo de confusa edad y natural sabiduría cuya conver­
sación a ella la distrae y encanta. El indio se dice Juan Piscocomayoc,
apellido que le dieron en Lambayeque por ser cazador de perdices y vena­
dos, y habla con bastante soltura nuestra lengua pues se la enseñó un
padre de doctrina, y yo no entiendo su porqué de venir en esta jornada
donde todos los otros indios son más ignorantes que él. Juan Piscocomayoc
sabe diferenciar y nombrar los millares y millares de árboles que pueblan
esta selva la más infinita del universo. Juan Piscocomayoc le cuenta a mi
niña Elvira que en estos bosques hay hormigas enormes que en muriendo
se transforman en plantas, acaban su vida allá arriba trepadas al follaje
de un árbol, su cuerpo de animal muerto comienza a respirar como bejuco
vivo, finalmente se vuelven cordeles mimbreños que sirven para tejer ca­
nastos y atar los troncos de las balsas. También, niña Elvira, vive en
estas selvas una mariposa oscura que clava sus patitas como garfios en
el tallo de una planta hasta que las dichas patitas se convierten en raíces
y las alas en grandes hojas, y ya no es nunca más mariposa sino rama o
flor. Mi niña Elvira escucha embelesada estas historias de Juan Pis­
cocomayoc, y las cree, y tiene razón al creerlas pues son mucho más
verdaderas que los tesoros de Omaguas y Dorados.
De ese modo caminamos dos días hasta llegar a una aldea abandonada
por los indios donde determinamos de plantar el campo. La chata de los
caballos navegó veinte leguas; nosotros en la tierra habíamos andado mu­
chas más esquivando lodos, barrancos y malezas. Se nos murieron dos
indios, no del hambre sino del cansancio, y otros dos emponzoñados por
la yuca amarga que en sus tripas resultó raíz venenosa. La mejor medi­
cina contra el hambre y la fatiga es la voluntad de no dejarse arrinconar
por ellas, digo yo cojeando y con todas mis armas a cuestas.
De la armada que partió ha cuatro meses del astillero de Santa Cruz
de Capocóvar ya no navega por el río otro barco sino esta chata donde
vienen los caballos. Tampoco es el mismo el espíritu de nuestra empresa,
ya el gobernador don Pedro de Ursúa está muerto y sepultado, ya todos
los marañones sabemos que el imperio de los Omaguas es una mera
invención.
— Líbrenos Dios de seguir arrastrando esta pesadumbre de mendigos
tras el rastro de una chata mal construida y asquerosa, roguemos a Dios
que nos deje sin embarcación alguna, pidamos a la voluntad de Dios que
nos obligue y fuerce a fabricar verdaderos navios, esta naturaleza nos
brinda con magníficas maderas en generoso socorro —digo yo a media voz.
La chata de los caballos y el estiércol amaneció barrenada al día si­
guiente. Martín Pérez de Sarrondo, Juan de Aguirre y Joanes de Iturraga
cumplieron a media noche el encargo de agujerear sus tablas con agudos
punzones. Ante aquella provechosa calamidad sentóme yo movido a
pedirle a don Fernando que juntara a toda la gente del campo y me per­
mitiera hablarles de esta manera:
— Oficiales y soldados, mis marañones, quiero anunciaros que de este
sitio partirá una jornada que no mirará otro norte que la justicia y la
libertad, bauticemos esta aldea con el nombre de los Bergantines pues
aquí nos detendremos todo el tiempo requerido para proveernos de navios
capaces de llevarnos al Perú al través de los mares. Vamos a construir dos
barcos que nos permitirán salvar la vida y conquistar la gloria.
Fue inevitable matar nuestros veinte y cinco caballos pues en esta
región de la selva no se topa ningún animal de caza, a este brazo del
río nunca acuden los peces. Los soldados hambrientos se comen la carne
de unas horrendas aves negras cuyo sustento es la podredumbre y cuyo
nombre es por ironía gallinazas. Mostrando mi autoridad de maese de
campo tomo en mis manos la construcción de los bergantines, nunca vi
armar una barca en mi juventud pues Oñate no es puerto de mar, no
obstante esto, todo hombre de natural vascongado lleva metido en su cuer­
po el empeño de no morir sin antes haber fabricado un bajel. Bajo mi
mando pongo a aquel mismo enredador maese Juan Corso de quien
se sirvió don Pedro de Ursúa en Santa Cruz de Capocóvar, óyelo bien
maese Juan Corso, estos barcos no habrán de ser quebradizos como los
primeros sino firmes y recios bergantines que no se hundirán jamás, yo
no ando acostándome con ninguna doña Inés sino atizando el fuego del
trabajo, aquel que sude sin desfallecer en el astillero tendrá carne de
caballo para su cena, aquel otro que ande flojo y descuidado comerá cazabe
desabrido y ruin verdolaga, ánimo marañones, íos robles y caobos caen
de su altura derribados por las hachas de nuestros leñadores, nuestras
sierras y martillos imponen sus sonidos a los ruidos de la selva, los negros
carpinteros trabajan cantando, los indios vuelven del bosque cargando
preciosas vigas de cedro, los casquillos de los caballos se convierten en
clavos y tornillos, de los cueros de los caballos hacemos fuelles y cober­
tizos, la fragua de los herreros alumbra las noches de esta aldea sombría,
de la tierra mana una melaza negra que usan los calafates en vez de
alquitrán, las mujeres cosen y cocinan para los jornaleros, ni el sol ni
la lluvia detienen la faena, los palos del monte se vuelven mástiles y
travesaños, ya se alza la armazón de una quilla sobre la arena de la playa,
ánimo marañones, viva la libertad.
A ti Felipe rey español te declaro enemigo mío cincuenta veces más
mi enemigo que el ya muerto Pedro de Ursúa cien veces más que el
fanfarrón Juan Alonso de La Bandera y que todos los vasallos tuyos que
han de morir para que edifiquemos sobre sus huesos nuestra empresa de
libertad Felipe digo y sostengo que eres rey de España sin merecimiento
de corona ni trono rey de España tan tólo porque naciste hijo de Carlos
emperador augusto y heredaste de sus manos el más grande imperio del
mundo Felipe cuyo poderío y gloria ha crecido a costa del hambre y
penuria de los conquistadores venidos a las Indias a descubrir países en
tu servicio a poblar pueblos en tu provecho a encadenar indios en tu
beneficio Felipe reverenciado y temido por soberanos y obispos criado
entre sedas y terciopelos doctrinado en monasterios y librerías lisonjeado
por marqueses de rodillas y condes postrados Felipe triste y sombrío
llorando en capillas y sepulcros llorando a solas por tu hijo que nació
contrahecho y creció enconado escondiendo tus pasiones bajo fingimientos
de moderación y prudencia Felipe carcomido por un despecho enlutado
Felipe profesor de zancadillas y mentiras mi pecho atesora contra ti un
odio mortal pues no eres justo con las naciones que impropiamente riges
y eres cruel con los conquistadores que tantísimas riquezas te acarrean
jamás recompensas sus hazañas ni te dueles de sus dolores Felipe que
envías al Nuevo Mundo a administrar justicia en tu nombre a virreyes
desalmados oidores avarientos y frailes disolutos rey español que malgas­
tas los tesoros ganados por nosotros con nuestro sudor y sangre de
soldados emprendiendo guerras y malos negocios que han de producir la
fatal ruina de España Felipe a ti poderoso rey yo te desprecio y te desafío
desde este mísero rincón del río de las Amazonas somos doscientos cin­
cuenta marañones mal contados tú eres soberano de grandes ejércitos y
armadas monarca proveído de cañones y generales nosotros somos apenas
doscientos cincuenta marañones greñudos y piojosos mas si alguien nos
preguntara en este áspero trance qué vamos a hacer mañana yo le respon­
dería sin titubear: vencer rey español ha de parecerte locura o desvarío
mi reto a combate tan desigual ignoras que cada marañón vale por
doscientos soldados comunes ignoras que nuestro ejército ha de crecer
en guerreros armas y navios al día siguiente de cada victoria ignoras que
todos nos habernos determinado a morir en esta demanda ignoras que
los espíritus de los hombres muertos nunca podrán ser vencidos por los
cuerpos de los vivos cobardes no nos asusta la muerte ni nos arredra
que las tenazas o el látigo nos arranquen el pellejo en jirones que sujeta­
dos a terribles hogueras sintamos el hedor de nuestra propia carne quema­
da que al ser arrastrados por caballos nuestros espinazos den botes sobre
las piedras que nuestros huesos sean descoyuntados en la garrucha que
el garrote nos quiebre la nuca del cerebro que nuestra cabeza ruede cor­
tada por el hacha del verdugo ni el árbol de cuyas ramas van a colgarnos
ni la lanza que va a atravesarnos el pecho ni la daga que nos partirá
el corazón ni la pelota de arcabuz que nos matará para siempre nada de
ello atemoriza a doscientos cincuenta marañones que se aprestan a librar
al Perú de tus reales garras rey español heroico y famoso a quien este
mínimo vasallo tuyo te anuncia triunfos y prosperidad en tus guerras de
Europa ruego a Dios que aniquiles y venzas al sumo pontífice de Roma
papa infalible mas pésimo y siniestro gobernante ruego a la Santísima
Virgen que desbarates en batalla a los ingleses y franceses sin hacer luego
penitencia de casarte con reinas o princesas encrespadas ruego al mila­
groso San Sebastián que conquistes de nuevo a Germania sin traer en
esta ocasión a España sus enfermedades contagiosas y sus asquerosos vicios
ruego a Santiago el Apóstol que aprisiones a todos los turcos de la tierra
y los fuerces a construir iglesias y catedrales ruego por otra parte a San
Miguel Arcángel que seas vencido y humillado por nosotros marañones
aventureros en castigo de tu injusticia glorioso rey español católica sacra
y real majestad que bribón y puto fueras si la mala estrella de España
no te hubiera destinado para ser su rey.
— Pedro de Munguía, mi inseparable compañero desde el día en que
me convidaste a matar al general Pedro de Hinojosa en los Charcas, ca­
marada que sufriste junto conmigo las inicuas persecuciones del mariscal
Alvarado, soldado a la fuerza como yo en las batallas contra el rebelde
Hernández Girón, íntimo amigo mío compartiendo luego entrambos las
tristes soledades del Cuzco, a ti Pedro de Munguía tengo necesidad de
confiar el tamaño de mis ambiciones y la medida de mis propósitos, que
no se reducen a conquistar el Perú para conservar intacto el santo yugo
de la monarquía española, sino que aspiran a desnaturarlo de España y
convertirlo en una nación libre bajo las estrellas. Si suspiramos por al­
canzar el buen suceso de tan magna empresa, habernos la imperativa
deuda de despojarnos de todas las debilidades humanas, ser duros de­
lante del sufrimiento propio y más duros aún delante de los sufrimientos
de nuestros enemigos. Es cosa sabida de todo el mundo que yo Lope
de Aguirre soy un cristiano de mucha fe que respeta y venera los sagra­
dos preceptos de la santa madre iglesia católica de Roma, no obstante
esto pienso que entre sus mandamientos hay uno imposible de cumplir
si en verdad nos disponemos a vencer al rey español como Dios mediante
lo venceremos. Te dije y te repito, mi fiel marañón Pedro de Munguía,
que amo a Dios por encima de todas las cosas, que jamás usurpo su
nombre en vano, que oigo misa los domingos pese a que sea el desver­
gonzado padre Henao quien la dice, que honraba a mi padre en Oñate
aunque el maldito viejo pecaba de insufrible, que no me tientan las for­
nicaciones y adulterios pues mi carne se aquietó tras la muerte de Cruspa
mi mujer, que en mi vida he robado pertenencias de otros ni me ha cau­
tivado la tentación de robarlas pues no son los dineros y haciendas el
sueño que desvela mi imaginación, que no levanto a nadie falsos testi­
monios sino acuso a mis enemigos apedreándoles con amargas verdades,
que tampoco codicio los bienes ajenos ni la mujer del prójimo pues mis
envidias son de gloria y no de monedas y nalgatorios, y aquesta envidia
que yo experimento no está prohibida en las reglas divinas. Si haces bien
la cuenta, mi paciente amigo Pedro de Munguía, hallarás que acato de­
votamente nueve entre los diez mandatos que recibió Moisés en el monte
Sinaí escritos por la mano de Jeová sobre dos tablas de piedra, y sólo resta
uno al que no obedezco como tampoco le obedeció el propio Moisés cuan­
do exterminó a los perseguidores de su pueblo con plagas y naufragios.
Roguemos a Dios como buenos cristianos, hermano mío Pedro de Mun­
guía, que El nos perdone nuestro olvido de ese único mandamiento, el
quinto que ordena no matar, pues en este trance si no nos apresuramos
a destruir a nuestros enemigos nos pondremos a riesgo de que ellos nos
destruyan a nosotros.
El primero en pásar a mejor vida fue el bravísimo capitán García de
Arce, el devoto paniaguado del difunto gobernador Pedro de Ursúa, su
escudero el más fiel en las aventuras de Santa Marta y Panamá, su
fraternal ayudante en el exterminio de los negros cimarrones del rey Bayamo, García de Arce el arcabucero de más prodigiosa puntería, el im­
placable guerrero que mató a más de cuarenta indios en una isla de este
río de las Amazonas. García de Arce andaba triste y melancólico desde
la muerte del Gobernador, reprendía con severidad a los soldados cuando
éstos hacían mala memoria del desdichado caudillo, prevengo a Su Ex­
celencia general don Fernando de Guzmán que el dicho García de Arce
vive esperando el resquicio de vengar a su enterrado protector, García
de Arce es sin ninguna duda un hombre diestro y arrojado, no le faltan
unos cuantos parciales en el campo, permítame Su Excelencia general
don Fernando de Guzmán que el negro Hernando Mandinga le dé
garrote por la orden mía.
Don Fernando de Guzmán se acogió finalmente a mis razones. En
cuanto al esclavo Hernando Mandinga, fue la única recompensa que yo
acepté en la hora de repartirnos los bienes del general Ursúa, los otros
tomaron ropas y armas, Alonso de Montoya se quedó para sí con el cofre
de las alhajas, yo preferí apropiarme de Hernando Mandinga que es un
negro forzudo y listo a quien le he prometido su libertad al tiempo de
nuestra victoria, Hernando Mandinga y otro de los esclavos echan mano
a García de Arce cuando éste sale de su bohío, le anuncian la pena de
garrote a la cual ha sido sentenciado, el curtido capitán no se amohína
al sentirse con la soga al cuello, con voz entera pide confesión, yo con­
cedo con su demanda pues entiendo que de nada le valdrán absoluciones
de frailes en el otro mundo a quien degolló atrozmente a más de cuarenta
indios en una sola noche.
El segundo secuaz del rey español a quien le tocaba morir en esta aldea
de los Bergantines era don Diego de Balcázar, justicia mayor del campo,
aquel que en la circunstancia de tomar la vara y el cargo dijo con bastan­
te altanería y descaro que los recibía en nombre del rey Felipe y no de
ningún otro, era prudente proceder sin tardanza para evitar los escrúpu­
los inexpertos de don Fernando, don Fernando argumentará que el Bal­
cázar fue servidor muy íntimo del virrey Hurtado de Mendoza, que el
Balcázar entregó buena parte de su hacienda para contribuir al gasto de
esta entrada de los Omaguas, y qué sé yo cuántas majaderías más. Sin
que se enterara don Fernando en el asunto fueron Hernando Mandinga
y el otro negro a buscar al Balcázar, Antón Llamoso marchaba acompa­
ñándoles con la espada desenvainada para imprimirle mayor solemnidad
a la ejecución de aquella muerte, el Balcázar olió la desgracia que le estaba
destinada y no la admitió hidalgamente como lo había hecho García de
Arce sino que se les soltó a los verdugos y echó a correr dando voces,
¡Viva el Rey! ¡Viva el Rey! ¡Socórrame Vuestra Excelencia don Fernando
que me quieren matar!, Antón Llamoso y los negros lo persiguieron en
medio de aquella noche muy oscura, el aterrado fugitivo se despeñó en
una barranca, iba desnudo tal como le hallaron en su bohío y herido de
una cuchillada que Antón Llamoso alcanzó a darle, de allí a tres días
un soldado que salió de caza lo descubrió escondido en un matorral, don
Diego de Balcázar volvió al campo cubierto de sangre y magulladuras que
daba pena, el afligido caballero lloraba desconsoladamente, don Fernando
le acogió en su tienda y le prometió la protección que él suplicaba, nunca
olvidaré los serviles gritos de ¡Viva el Rey! con que pretendió salvar su
vida, corría entre las sombras espantado y desnudo gritando ¡Viva el
Rey!, lástima grande que el Rey no sane heridas ni dé vida, habrá de
verlo vuestra merced.
Las muertes que siguieron a las ya dichas no deben ser anotadas en la
cuenta de Lope de Aguirre sino en la tuya Inés de Atienza cuya belleza
mestiza desenfrena a todos los varones del real, digo mal, hay aquí dos
hombres sobre quienes se hacen astillas tus máquinas de encanto, el
primero es el general Fernando de Guzmán gobernador de esta jornada,
no siente don Fernando otro apetito sensual aparte de su amor a los bu­
ñuelos de yuca que le lleva puntualmente hasta su hamaca la dueña Ma­
ría de Montemayor concubina de Lorenzo Zalduendo (Receta de María
de Montemayor: se hace una pasta con yuca cocida y huevos de cualquier
ave prefiriéndose los de gallina, se ponen redondos los trozos de masa
como si fueran pelotas, se fríen en aceite o manteca, se sacan de la sartén,
se riegan pródigamente con miel de las abejas, se enharinan con polvos
de canela, y se sirven calientes), tú Inés de Atienza fuiste a visitar a
don Fernando de Guzmán en su tienda, aquella tarde lucías más hermo­
sa que nunca, don Fernando te contempló severamente y te preguntó con
mucha cortesía si traías alguna queja de la comida que te daban o del
bohío donde te alojaban, ¡con qué alejada dignidad te habló aquel hijo
de un veinticuatro de Sevilla!, dice un refrán que cuando Dios da la llaga
da la medicina.
Tampoco valen mucho tus hechizos delante del maese de campo Lope
de Aguirre a quien tú abominas con todas las fuerzas de tu ánima, Lope
de Aguirre cojo maltallado tuerto desdentado te mira fijamente como si
quisiera escudriñar tus pensamientos, otras veces deja de mirarte días
enteros, tal vez sospecha de tus íntimas intenciones, Inés de Atienza.
Tú no has parado de llorar un pequeño minuto la muerte de Pedro
de Ursúa, la lloras con los ojos secos y las manos empuñadas, él era el
más ardiente y tierno de los amantes, la sangre te hierve dulcemente
cuando en tu cama sueñas con sus caricias, tú juraste sobre su cadáver
(por su dios cristiano y por los dioses de tu madre) tomar venganza de
aquellos que le quitaron la vida, eres la mujer más bella del Perú y no
tienes más arma que tu belleza, todos los hombres del real sacando a
Fernando de Guzmán y Lope de Aguirre se dejarían cortar una mano a
trueque de dormir una noche contigo, el capitán de la guardia Juan
Alonso de La Bandera te acosa y acorrala como perro de caza, al capitán
de infantería Lorenzo Zalduendo se le brota la lujuria por los ojos
cuando se topa contigo en las calles de la aldea, el alguacil mayor Pedro
de Miranda pasa largas horas velando ante tu bohío, el pagador mayor
Pedro de Hernández llega hasta tu puerta todas las tardes cargado de
regalos y palabras suplicantes.
Fue inevitable que cedieras a los requerimientos de Juan Alonso de La
Bandera, no tenías otra salida, mi pobre Inés de Atienza. Juan Alonso de
La Bandera se cuela en tu aposento al cerrar la noche, se desviste y se
tiende desnudo a tu lado, tú cierras los ojos para no verle, ausente y
muda le permites que penetre tu carne, piensas en la sangre vertida por
las venas de Pedro de Ursúa para que tu cuerpo no sienta otra cosa
sino rencor, aborreces furiosamente a Juan Alonso de La Bandera cuando
él gruñe “mi vida” en el estremecimiento final.
A Juan Alonso de La Bandera le contaste una de esas noches las
molestias y enfados que a espaldas suyas te sucedían. El alguacil mayor
Pedro de Miranda me persigue impertinente y lascivo, ese mulato asque­
roso entra a mi bohío a deshora y sin anunciarse, me da a entender que
vendrán tiempos mejores y que él me hará la reina de este campo, otras
veces amenaza que me violará si no accedo de buen grado a sus preten­
siones. El pagador mayor Pedro de Hernández me regala con frutas y
collares, dice denuestos y calumnias acerca de don Fernando y vuestra
merced, me ruega casi llorando que me acueste con él. Juan Alonso de
La Bandera salió de tu bohío desencajado de sus quicios por los celos.
Por las cuales razones es justicia decir que las dos últimas muertes
acaecidas en el real no deben ser anotadas en la cuenta de Lope de
Aguirre sino en la tuya, mi dulce Inés de Atienza. Juan Alonso de La
Bandera acudió a la tienda del general Guzmán y reveló una conjura
que el mulato Pedro de Miranda y el sanluqueño Pedro de Hernández
estaban tramando, esos traidores maquinan quitarle la vida a Vuestra
Excelencia, le ruego a Vuestra Excelencia general Guzmán que sean
castigados con la pena de garrote, el maese de campo Lope de Aguirre
no puso objeción alguna, aquella madrugada fueron ahorcados en una
misma ceiba tus dos enamorados, de sus pechos colgaba un letrero que
decía: “Por amotinadorcillos”, Juan López Cerratos y Juan López de
Ayala (dos marañones muy sus amigos de Lope de Aguirre) pasaron a
ocupar los oficios de alguacil y pagador que dejaron vacantes los difun­
tos, Juan Alonso de La Bandera tornó esa noche a tu bohío desfalleciente
de amor y erizado de lujuria. De los doce que fueron a matar al gober­
nador Pedro de Ursúa, diez quedan todavía con vida, mi desdichada
Inés de Atienza.
A ti, Teniente general Juan Alonso de La Bandera, hinchado de soberbia
y lleno de colores como un pavón, mayor placer te hace el mostrarte
como macho público de doña Inés que el folgar secretamente con ella,
doña Inés atiza tu vanidad y sopla como fuelles tus ambiciones, doña
Inés te instiga contra don Fernando de Guzmán quizá porque sueña con
verse de nuevo hecha dama suprema de este campo, doña Inés te empuja
en contra mía porque me odia, ella me mira y contempla a veces como
si tomase la medida de mi pequeño cadáver.
Tú, Juan Alonso de La Bandera, que te alzaste en armas contra el
gobernador Pedro de Ursúa no movido por la rebeldía de corazón sino
por el ansia de arrebatarle las humedades de doña Inés que él disfrutaba,
tú, Juan Alonso de La Bandera, que tras haber matado al gobernador del
Rey corriste compungido a testificar que lo habías hecho por lealtad a
ese Rey que traicionabas, tú, Juan Alonso de La Bandera, eres mi mortal
y capital enemigo, y por desgracia tuya yo no lo olvido a ninguna hora
del día.
Si ando continuamente cubierto con todas mis armas, vestida la cota,
enarbolado el arcabuz, pronta la lanza; si abandono por las noches mi
tienda y escondo mi vigilia como zorro entre los matorrales, si Martín
Pérez de Sarrondo y Antón Llamoso acechan como grullas tus movi­
mientos y los de tus secuaces, es porque no he echado en saco roto tu
intención de matarme, y no es ésa la muerte que aspiro tener. Me han
contado soldados de tu propio bando, y espíritus del otro mundo que
son mis más diestros espías, cómo acudiste presuroso a la tienda de don
Fernando de Guzmán, a amedrentarlo con ciertas supuestas malignidades
mías y a pedirle que me colgase de un árbol, y me contaron igualmente
los dichos espíritus que él te respondió: “Antes que matar a Lope de
Aguirre que tan buen amigo me ha sido, habéis de matarme a mí y echar
mi corazón al río”, a fe mía que se portó esta vez como un magnífico
señor.
Lo que no me es posible sufrir, Juan Alonso de La Bandera, es que
pretendas usurpar los atributos correspondientes a mi grado de maese de
campo, estando el tuyo de teniente general situado por debajo del mío:
enviaste a Sancho Pizarro con veinte hombres a remontar un río y buscar
bastimento sin consultar antes mi opinión ni solicitar mi licencia; des­
pachaste a Alonso de Montoya con otros veinte hombres a descubrir
pueblos y matar indios sin que yo me enterase de esta disposición. Por
no poder tolerar tu atrevimiento, Juan Alonso de La Bandera, al cielo
pongo por testigo que te lo he de cobrar.
El general don Fernando de Guzmán se ha puesto en la rigurosa obliga­
ción de elegir entre dos graves peligros, y vacila y cavila mientras paladea
sus buñuelos de yuca. Don Fernando adivina que tú, toledano envidioso
y desaforado, andas rumiando el crimen de arrancarle el mando y la
vida para convertirte en caudillo único de esta jornada. Don Fernando
presiente de mi lado designios oscuros que no alcanza a determinar. Mi
malicia me fuerza a entender que finalmente se inclinará su balanza a
la parte tuya, pues el temor que a mí me tiene es al presente mucho
menor que el que te tiene a ti.
— Sepa Vuestra Excelencia, general y amigo mío don Fernando de Guz­
mán, que no son mis deseos causarle a Vuestra Excelencia angustias ni
calamidades de ningún género. Había venido hoy a la presencia de Vues­
tra Excelencia impelido del deber de referirle cómo el teniente general
Juan Alonso de La Bandera se toma por su cuenta para sí mandos y go­
biernos que pertenecen a mi cargo de maese de campo. Mas al acercarme
a Vuestra Excelencia y hallarlo tan atribulado ha variado de súbito mi
pensamiento, y sólo quiero pedirle con corteses palabras a Vuestra Exce­
lencia que me exima de este oficio de maese de campo, excesivo para
mi edad madura y superior a mis flacas fuerzas, y me nombre en cambio
para capitán de caballos, pues montar y domar estas nobles bestias han
sido siempre mis ocupaciones, amén de que en el real ya no hay caballos
pues todos nos los hemos comido. Haga Vuestra Excelencia maese de
campo a Juan Alonso de La Bandera, que tanta gana tiene de serlo, y
que es un mozo bravo y despabilado que a buen seguro escuchará mis
consejos. Líbreme Vuestra Excelencia de las enojosas incomodidades que
el mando trae consigo, pues precio más consagrarme al cuidado de mi
hija Elvira que todo el oro del mundo, porque aunque es mestiza la
quiero mucho, y además mis huesos necesitan reposar un poco ya que
ha muchísimas noches que no duermo.
Acogió de buen talante don Fernando esta proposición mía que lo
libraba de dificultades, te nombró a ti, Juan Alonso de la Bandera, para
maese de campo, a más de teniente general que ya lo eras, y entonces
se te subieron hasta el tope los humos de grandeza, tan ensoberbecido
andabas que no te cabía un alfiler en el culo, la diste en maltratar a los
soldados gritándoles insultos y haciéndoles humillaciones, tornaron a
llamarte en sus corrillos la Valentona, tan crecido te sentías que no su­
piste aprovechar aquel fortunado trance para quitarme la vida antes que
fuese demasiado tarde, no prestaste atención a los sanos consejos que sin
duda te susurraba doña Inés bajo las sábanas, “¿por qué no acabas de
darle garrote a ese cojo maldito y siniestro”?, la verdad es que yo dormía
con ambos ojos abiertos, y que mientras tú agraviabas a la gente yo veía
crecer el número de mis amigos, Pedro de Munguía, Martín Pérez de
Sarrondo, Juan de Aguirre, Nicolás de Zozaya, Pedro de Arana, Diego
Sánchez Bilbao, Juan Lascano, Juan Luis de Artiaga, Martín de Iñíguez,
Joanes de Iturraga, Enríquez de Orellana, Diego Tirado, Alonso Rodrí­
guez, Antón Llamoso y no pocos otros, son mis invencibles marañones,
tiene razón de sobra tu hermosa concubina doña Inés de Atienza al avi­
sarte que soy un cojo maldito y siniestro.
Los prudentes cambios de mando que hizo el gobernador don Fernando,
en lugar de aquietar sus íntimos recelos, no sirvieron de otra cosa que de
agrandarlos. Juan Alonso de La Bandera volvióse más insolente y peli­
groso en virtud de la abundancia de poderes que el Gobernador acumuló
en sus manos. Sospecha al mismo tiempo el general Guzmán que yo Lope
de Aguirre no me he resignado a verme capitán de unos caballos ya di­
funtos tras haber sido constructor de dos bergantines verdaderos y maese
de campo con la entera autoridad del cargo. Acongojado y liberal viene
a visitarme en mi bohío.
— Quiero haceros saber, valiente y esforzado capitán Lope de Aguirre,
que antes de volvernos al Perú os será restituido vuestro cargo de maese
de campo, al cual habéis renunciado muy a mi pesar, y la cual resolu­
ción vuestra vime forzado a aceptar por motivos de cordura y seguridad
que no escapan de vuestro entendimiento.
Tres días más tarde repite su visita, me encuentra amolando un puñal
sobre una laja blanca que Antón Llamoso sacó del río.
— Cuando de nuevo nos hallemos en el Perú, bizarro capitán Lope
de Aguirre, que algún día volveremos allí vencedores y triunfantes, será
acción de buen juicio que apretemos nuestros lazos de amistad, pues
ambos hemos sido los acometedores principales de estas hazañas. Yo os
propongo con voluntad sincera que concertemos desde este día el matri­
monio de vuestra hija Elvira con mi hermano Martín de Guzmán, que
es soltero y vive en la ciudad de los Reyes. Vino a ser mi hermano Mar­
tín el menor entre nosotros, los Guzmanes de Sevilla, y es por añadidura
mozo de buen parecer y dotado de válidas prendas morales.
Doyme yo por contento y satisfecho, agradezco el honor que se nos
hace a mi hija mestiza y a este humilde soldado vascongado, aunque si
bien se mira el linaje de los Aguirres de Oñate viene caminando de más
lejos que el de los Guzmanes de Sevilla. Mi niña Elvira tiene sola­
mente dieciséis años, tal vez quince, nunca ha cruzado mi mente la in­
tención de casarla con hombre alguno, empero le digo a don Fernando
que considero esta boda como el don más crecido que pudiera otorgarme".
El domingo en la tarde se llega una tercera vez don Fernando a nues­
tro bohío, agora la requerida es mi niña Elvira, el visitante se aparece
cargado de presentes, trae telas de seda y terciopelo que ayer pertene­
cieron al gobernador Ursúa, con ellas la Torralba le hará a mi niña una
saya muy rica y gallarda, una saya digna de la novia de don Martín de
Guzmán.
— Ya tenéis conocimiento de mis propósitos, hermosa niña, que son
los de celebrar en el Perú vuestras bodas con mi hermano Martín de
Guzmán, quien al veros quedará enamorado de vuestros encantos, y más
aun cuando aprecie seguidamente vuestra discreción y bondad de alma.
Vuestro padre Lope de Aguirre me ha dicho y confirmado que acogéis
con mucho gusto mi petición, y por ello he venido a veros para haceros
saber que al partir de este instante os trataré como cuñada mía y que
todos los hombres del real os llamarán doña Elvira.
Luego le besó la frente con gran ceremonia, mi niña Elvira lo miraba
escudada con una sonrisa tímida o incrédula; por mi parte me dije: Lope
de Aguirre, ha llegado la hora de hablar sin tapabocas los asuntos con el
capitán de la guardia Lorenzo Zalduendo.
Este Lorenzo Zalduendo cuya alianza debo procurar es otro bellaco de
baja ralea, no me hago fantasías. Los hechizos excesivos de doña Inés
de Atienza lo sacaron de seso desde el momento en que la vio por vez
primera, se le adelantó Juan Alonso de La Bandera en la conquista y
posesión de la hermosa mujer, anda con su rencor a cuestas como perro
desdeñado. Lorenzo Zalduendo vino a esta jornada en compañía de una
barragana que trae consigo desde Trujillo, la María de Montemayor, que
cuece los mejores buñuelos del Nuevo Mundo, manceba desventurada a
quien piensa arrojar al río el día en que consiga los favores de doña
Inés. En tal caso, dígome yo, considerando lo rolliza que es María de Mon­
temayor y lo bien que guisa los palominos, no faltará un soldado caballe­
roso que la saque de las aguas y la ampare en su lecho.
A Lorenzo Zalduendo no le permiten vivir en paz la lascivia y los
celos. Lo tengo por sujeto depravado que sueña dormido y despierto con
asquerosas fornicaciones, se ha revolcado con mil putas distintas en jer­
gones de zahúrdas y mancebías, le han podrido la sangre todas las enfer­
medades infernales, cuando llegó al Cuzco como enviado de Pedro de
Ursúa su primer interés fue preguntar dónde hallaría coño de ramera
que joder. ¡Ay de ti, Lorenzo Zalduendo! Todas las desenfrenadas con­
cupiscencias de tu putesco pasado volviéronse polvo de harina al cauti­
varte doña Inés con sus ojos oscuros, sus anchas nalgas de mestiza y sus
pequeños senos redondos. Te morías de envidia a media noche cuando
la imaginabas desnuda entre los brazos de Pedro de Ursúa, te mueres
de furor agora cuando la imaginas desnuda entre los brazos de Juan
Alonso de La Bandera, por amor a doña Inés me ayudaste a matar al
primero, por amor a doña Inés me ayudarás a matar al segundo.
— Escuche vuestra merced atentamente, capitán Lorenzo Zalduendo,
las graves novedades que vengo a darle. Es el caso que el maese de cam­
po Juan Alonso de La Bandera, alborotado por su hinchazón y preten­
siones, viene tramando en su corazón traidor una conjura encaminada
a derribar y matar a don Fernando de Guzmán, y matar asimismo a vues­
tra merced pues siempre ha temido que lo despoje vuestra merced de su
privanza con doña Inés, y matarme a mí pues me sabe su mortal enemigo,
y matar al mayordomo mayor Gonzalo Duarte por castigar la grande
confianza que el Gobernador le tiene.
No necesito de más palabras para convencerlo y persuadirlo. Mayor
fuerza que mis razones tiene su sueño de ver un día a Juan Alonso de
La Bandera tendido en tierra con una espada clavada en el pecho, y
hallar luego a doña Inés sola y acurrucada en su bohío. El mayordomo
Gonzalo Duarte, cuya probable ahorcadura por mí avisada lo puso de­
claradamente de nuestro bando, nos conduce sin dilación a la tienda de
don Fernando de Guzmán y ahí es Lorenzo Zalduendo quien eleva la
acusación.
— Señor Gobernador, a quien Dios guarde, hemos venido a revelar a
Vuestra Excelencia la noticia de un levantamiento que anda fraguando
el maese de campo Juan Alonso de La Bandera, desvergüenza de la cual
ya tienen conocimiento muchos soldados del real, pues el dicho traidor
no disimula sus torcidos apetitos. En compañía de seis desalmados secua­
ces suyos, entre los cuales se descuella el perverso matador Cristóbal de
Hernández a quien ha prometido hacerlo maese de campo, se dispone
a asaltar el real en una madrugada próxima y apuñalear cruelmente a
Vuestra Excelencia y al mayordomo mayor Gonzalo Duarte aquí presente,
entre tanto el capitán Lope de Aguirre y yo seremos llevados sin confesión
a la horca. Proceda Vuestra Excelencia sin tardanza a castigar al insti­
gador de tanta villanía, que los oficiales y soldados se enterarán de ese
castigo con grande regocijo, pues están hartos de sus maltratos y ve­
jaciones.
Y
como el general don Fernando permaneciese perplejo y callado,
procedí yo a aplacar su incertidumbre con las siguientes palabras:
— Déme licencia Vuestra Excelencia para atajar las ambiciones del
insolente La Bandera que yo le aplicaré el mejor remedio que se ha inven­
tado en el mundo.
Con esto, oída mi petición y sabiendo mi ánimo tan determinado, don
Fernando cesó de dudar y nos dio su consentimiento para hacer lo que
más conveniente nos pareciese.
Don Fernando de Guzmán los convidó el domingo de carnestolendas a
jugar la primera en su tienda. El teniente general Juan Alonso de La
Bandera, el capitán de infantería Cristóbal de Hernández, el sargento ma­
yor Sancho Pizarro y el comendador Juan Gutiérrez de Guevara eran
los cuatro que intervenían en la partida. Juan Alonso de La Bandera,
¡válame Dios!, gozaba de suerte tan venturosa en el envite como en el
amor. En aquel último y trágico instante de su vida tenía entre las manos
un lindo flux de bastos o, por mejor decir, un siete, un caballo, una
sota y un cinco de ese mismo palo. Seguro estoy de que iba a echar su
resto, y a ganarles un puño de escudos a sus compañeros, cuando un
negro destino se entremetió en su camino.
El secretario de don Fernando de Guzmán, un bachiller que se decía
Gonzalo de Guiral, llegó jadeante a darnos oportuno aviso. Lorenzo Zalduendo y yo habíamos emboscado diez bravos soldados escogidos entre
aquellos que mayor malquerencia le tenían a Juan Alonso de La Ban­
dera. Con todos ellos armados de agujas, espadas, y arcabuces entramos
de rondón en la tienda del gobernador don Fernando, que ya la puerta
nos había sido abierta por el mayordomo Gonzalo Duarte.
Lorenzo Zalduendo dio orden de disparar y al punto tronaron los arca­
buces. Juan Alonso de La Bandera no alcanzó a levantarse de su silla,
una pelota le destrozó el hombro derecho, la espada de Lorenzo Zal­
duendo lo remató clavándose en su corazón, los cuatro naipes de bastos
cayeron sobre la mesa tintos en sangre, aquel que fuera en vida un gue­
rrero apuesto y valentón doblóse cual muñeco de retablo, de su cuerpo
derrumbado manaba sangre por no sé cuántos agujeros.
Cristóbal de Hernández por su parte, cuyas primeras heridas fueron
leves ya que su muerte no era para nosotros sino un escarmiento acciden­
tal, tuvo tiempo de ganar la puerta y correr desbocado hacia la orilla
del río. Era aquel Cristóbal de Hernández el hombre al cual más odio
le tenía toda la gente del campo, nadie le perdonaba sus tiranos proce­
deres del presente ni su pasado tenebroso, fue violador de mujeres en la
villa de Guancavilca, fue torturador de infelices indios chiriguanas en
la Plata, Juan Alonso de La Bandera tenía en mientes nombrarlo maese
de campo, en tal caso más de la mitad de nosotros habría perecido a
manos de este caifás sanguinario, agora corre despavorido y se arroja de
cabeza en el río tratando de escapar de una muerte inevitable. Cuantas
veces asoma la cabeza del agua procurando aire que respirar o pidiendo
a voces confesión, le llueven pedradas y disparos de arcabuz hasta que
uno de éstos le da en mitad de la frente y seguidamente nos amontona­
mos todos para mirar complacidos desde la playa cómo su cuerpo muerto
se lo llevan las aguas río abajo.
En esta sazón, Inés de Atienza, no lloras tú amargamente ni suplicas
que te permitan enterrar el cadáver de tu amante. Parada y tiesa como
un pino a la puerta de tu bohío, la cabellera negra caída sobre tus hom­
bros morenos, ves pasar en silencio aquella masa ensangrentada que hasta
ayer fuera el pecho jactancioso de Juan Alonso de La Bandera. De los
doce que fueron a matar el primero de enero a don Pedro de Ursúa, toda­
vía ocho quedan con vida, mi inconsolable Inés de Atienza.
Muerto como ha sido don Alonso de La Bandera, tan devoto de doña
Inés de Atienza como del rey Felipe, y restituido como me ha sido el
cargo de maese de campo, cambiada veo mi desgracia en ventura, ya don
Fernando de Guzmán no se puede pasar sin mis consejos, soy su futuro
consuegro, su primer capitán, su privado de mayor valimiento. El alma
de la cuestión, dígome yo, está en conocer hasta cuáles alturas es capaz
de subir este predestinado don Fernando, ya que ambiciones no le faltan
ni apostura tampoco. Dios quiera que ambos atributos le duren hasta el
final de estas hazañas pues en tal caso los libros de historia le tienen
reservado un lugar parecido al de Pompeyo, que fue el más grande hom­
bre del universo mundo hasta el día aciago en que Julio César lo venció
y disminuyó.
Escuchando mis consideraciones y tomando mis consejos, convocó don
Fernando de Guzmán a la plaza del poblado, por público pregón, dos
juntas que mudaron por siempre jamás el porvenir de nuestra jornada.
En la primera consultó humildemente a los oficiales y soldados si veían
con gusto y conformidad que él, don Fernando de Guzmán, siguiera an­
dando en el ejercicio del cargo de capitán general que ostentaba desde
la noche en que dimos justa muerte al gobernador Ursúa. Mostróse don
Fernando en aquella sazón más elocuente y magnífico que nunca. “De
orden del maese de campo y por disposición del general”, que con tales
palabras comenzaba el bando, se hallaban remolinados en la plaza tanto
los oficiales como los soldados y demás habitantes del asiento, incluidos
los indios y las mujeres, despertados desde el amanecer por nuestros des­
templados tambores. Don Fernando salió paso a paso de su tienda, ar­
mado de una partesana y seguido por diez de nosotros, sus más leales
servidores.
“Caballeros, señores y amigos míos”, de este modo dio principio a su
arenga que la gente escuchó hasta el fin con gran quietud y silencio.
Dijo que el cargo de general que tenía no le placería seguirlo teniendo
si ello se volvía en disgusto para alguno. Dijo que si habíase convertido
en gobernador del campo no fue por su propia disposición sino porque
un acuerdo de esforzados capitanes lo levantó a tal dignidad, mas él,
para quedar y sentirse satisfecho, necesitaba la conformidad de todos.
“Os he juntado, amigos míos, para eximirme en público de mi cargo y de
igual modo estos oficiales que me acompañan, con el objeto de que voso­
tros deis esos oficios libremente a la persona que vosotros elijáis y nom­
bréis por general”. Dicho lo cual clavó en tierra la partesana que entre
las manos tenía, dando así testimonio y señal de renunciamiento, y cruzó
sus manos sobre el pecho como si fuese un sacerdote antiguo.
A todos conmovió la generosa acción de don Fernando, tanto que yo
me sentí obligado a responderle en nombre del campo entero, le pedí
de todo corazón que aceptase de nuevo ser nuestro general y cabeza, pues
estábamos dispuestos a poner nuestras vidas por seguirle y obedecerle.
No bien hube acabado de hablar cuando comenzaron a oírse claramente
vivas a don Fernando que partían de los varios rincones de la plaza, y
así quedó aclamado sin discrepancia por general, y el padre Henao lo
bendijo en latín con gran ceremonia.
La segunda junta volvióse acontecimiento de mayor solemnidad que
la primera, ya que en el curso de ella se dieron juramentos y estamparon
firmas, y la gente enardecida se resolvió en hacer la guerra en el Perú,
guerra que forzosamente ha de ser rebeldía en contra de los oidores y
virreyes, y en contra de ti, Felipe, rey español. Martín Pérez de Sarrondo
me dice que no todos los oficiales y soldados del campo se inclinan en
favor de tan extremados propósitos, algunos hay que llevan metidos en
la sangre como venenos el acatamiento a la monarquía y la veneración
de sus símbolos, otros hay que solamente sueñan con la riqueza de los
Omaguas, vinieron en esta empresa en busca de oro y no de honores, tie­
nen consigo más alma de avarientos que de guerreros.
— ¿Cuál de entrambos caminos vamos a tomar, el de poblar la tierra
en nombre del Rey, o el de ir sobre el Perú a trabajar por la libertad
de los hombres? — pregunta don Fernando a toda la gente que había acu­
dido a nuestro llamado. — Diga cada uno de vosotros su parecer sin
temores, que yo me atendré fielmente a aquello que señalen los más votos.
— Yo os aconsejo, bravos marañones, como soldado viejo y de expe­
riencia que soy — dígoles yo, Lope de Aguirre— que os inclinéis en este
trance a combatir en tierras del Perú, nunca a seguir buscando para
beneficio del Rey y sus ministros ciudades de oro que son fábula y men­
tira. Voto a Dios que en el Perú nos colmaremos de gloria y poderío, y
también se llenará de riquezas aquel que le plugue. Esta debe ser nuestra
elección y no la de seguir de rodillas ante un Rey que sin oír razones
nos cortará las cabezas, pues por jamás nos perdonará la muerte que le
dimos a su gobernador Pedro de Ursúa.
El padre Henao, vestido con ropa de pontificar, dijo la misa en un
altar que habíamos levantado en mitad de la plaza. Tras el ite misa est
y la bendición, don Fernando nos invitó a todos a dar el juramento que
nos obligaba ante Dios y ante nosotros mismos:
Juramos a Dios y Santa María, su gloriosísima madre, y a estos santos
evangelios y ara consagrada, que unos y otros nos ayudaremos y favore­
ceremos, y seremos todos conformes en la guerra que vamos a hacer en
los reinos del Perú, y que entre nosotros no habrá revueltas ni contrarias
opiniones en orden a hacerla; antes moriremos en la demanda, favore­
ciéndonos unos a otros, prosiguiéndola sin que ninguna cosa de amor,
parentesco, lealtad ni otra causa alguna puedan hacer parte para retardar
el hacerla, y que en todo el discurso de la guerra tendremos por general
a don Fernando de Guzmán, obedeciéndole y haciendo todo lo que él y
sus ministros nos manden, so pena de perjuros e infames, y de caer en
caso de menos valer.
Don Fernando volvió a dar muestra de su espléndida magnificencia:
— Si algunos de entre vosotros prefiriesen quedarse a poblar la tierra,
en vez de hacer la guerra en el Perú, yo les permitiré que lo hagan y
elijan el caudillo que deseen. Y a aquellos que me pidiesen seguir algún
tiempo a nuestro lado, yo los llevaré de buen grado y los dejaré en la
isla Margarita, sin hacerles daño ni darles castigo alguno. Mi más grande
deseo y afán es que firmen y juren hacer la guerra tan sólo aquellos
que tengan la voluntad de hacerla.
El padre Henao, fraile engañador que en malos infiernos arda, recibía
los juramentos en el altar. El primero en darlo fue el propio don Fer­
nando, los oficiales y soldados lo imitamos uno por uno, la mano puesta
sobre el ara consagrada, la misma mano abierta luego sobre el misal,
nuestros tambores destemplados retumbaban gloriosamente, las mujeres
lloraban a la puerta de los bohíos, yo miraba y escudriñaba los rostros de
cada cual cuando se adelantaban a firmar, Sancho Pizarro cerró los ojos
para no ver cómo su propia mano desmentía su lealtad al rey Felipe, el
comendador Juan de Guevara no alcanzaba a disimular del todo su mala
gana, Pedro Alonso Casco quedóse arrodillado en su sitio para librarse
así del juramento, Juan de Cabañas confesó de plano su resolución de no
firmar, Antón Llamoso por el contrario quiso firmar dos veces, doscien­
tos cincuenta marañones prometimos ante el altar de Jesucristo nuestra
palabra y fe de esforzarnos hasta la misma muerte por ganar la libertad
de Perú.
Te digo, rey Felipe, que la historia universal contará con admiración y
asombro las cosas que sucedieron en este poblado de los Bergantines, pro­
vincia de Machifaro, en los días postreros del mes de marzo de mil qui­
nientos sesenta y un años. Nosotros somos doscientos cincuenta mar añones
desesperados, perdidos en la selva del río más poderoso y terrible del uni­
verso, desencuadernados por el hambre y las enfermedades, con más re­
miendos en el cuerpo que ropa de mendigo, sin otras armas que un puño
de arcabuces y otros tantos fierros, sin otra flota que dos barcos construi­
dos por nuestras propias manos, mas tenemos en cambio sobrado ánimo
para desconocerte y desafiarte a ti, excelentísimo Rey, el más ingrato y
orgulloso soberano que ha parido mujer humana.
Para hacer la guerra en el Perú con justos títulos, y así mismo para
que el tamaño de nuestra traición de lesa majestad y lesa patria no le
permita mañana volver atrás a ninguno de los que en ella andamos en­
vueltos, es fuerza desnaturarnos de ti, de tu corona y cetro, y de España
que es tu patria y señorío. Los guerreros de Indias somos desdichados
vasallos a quienes tú, rey Felipe, de la misma manera que ayer lo hizo
Carlos tu padre, nos has forzado a trabajar de muerte y nos has desposeído
de nuestros legítimos premios, y bueno es recordar que ambas demasías
fueron siempre en tierras vizcaínas motivos suficientes para desnaturarse
del señor. Todas las rebeldías del Perú, yo me lo sé, la de Gonzalo
Pizarro, la de Sebastián de Castilla, la de Francisco Hernández Girón,
perdiéronse porque jamás osaron sacudir el vasallaje, se atemorizaron
ante el desafío que significaba levantar un rey para oponerlo al monar­
ca de España, e izar una bandera para remediar el repudio de la bandera
española.
Yo, Lope de Aguirre, estoy cojo y chamuscado por defender tus privi­
legios contra el rebelde Francisco Hernández Girón, estoy viejo y sin
dientes por obra de las leyes de la naturaleza, carezco de la juventud y
donaire que el Rey de una patria nueva está obligado a tener. Para suplir
esta falta haremos Príncipe de Tierra Firme y Perú y Chile a nuestro
general don Fernando de Guzmán, que es noble y gallardo, dadivoso y
altivo, y lo coronaremos por Rey en llegando al Perú y de esta guisa te
arrebataremos un mundo que en justicia no te pertenece. Mayores dere­
chos divinos y humanos de reinar en el Perú habernos nosotros, conquis­
tadores y pobladores del Nuevo Mundo, que los que hubo el godo Ataúlfo
de reinar en España, y la verdad es que ya ninguno le porfía a aquel
afortunado vencedor el haberlo hecho. Con voz levantada digo a los marañones que me rodean:
— Es necesario forzosamente que nos desnaturemos de los reinos de
España donde nacimos y neguemos la obediencia al Rey don Felipe , señor
de ellos. Es necesario que reconozcamos y obedezcamos a don Fernando
de Guzmán por nuestro Príncipe y señor natural, y que en llegando al
Perú le demos la corona de Rey.
Y concluyo mis razones de esta manera:
— Haciendo yo principio, digo que me desnaturo desde luego de los
reinos de España, donde era natural; y que si algún derecho tenía a ella
en razón de ser mis padres también naturales de aquellos reinos y vasallos
del Rey don Felipe, me aparto totalmente de ese derecho y niego ser don
Felipe mi Rey ni señor. Y digo que no lo conozco, ni quiero conocerlo,
ni tenerlo ni obedecerlo por tal. Antes, usando totalmente de mi libertad,
elijo desde luego por mi Príncipe, Rey y señor natural a don Fernando
de Guzmán, y juro y prometo de serle leal vasallo y morir en su defensa,
como por la de mi señor y rey que es. Y en señal y muestras de este reco­
nocimiento y de la obediencia que como a tal le debo tener, le voy luego
desde aquí a besar la mano con todos los que quisieren confirmar y apro­
bar lo que he dicho en esta elección de Príncipe y Rey a don Fernando
de Guzmán; porque el que no hiciere esto, dará claras muestras de ser otro
su ánimo de lo que han sido sus palabras y juramentos.
Los marañones ensalzaron mi arenga y siguieron mis pasos, y todos nos
encaminamos a la tienda del general Fernando de Guzmán, convertido
desde este día en Su Excelencia don Fernando, Príncipe y Rey natural
en razón de nuestra propia voluntad, único soberano del Perú y la entera
Tierra Firme, consagrado por las voces de doscientos cincuenta maraño­
nes que te hemos arrebatado hoy, rey Felipe, la alhaja más preciada de
tu corona y el pedazo más maravilloso de tu imperio.
Debo confesar que la dignidad y realeza de don Fernando de Guzmán
excedieron en muchos quilates a mis aspiraciones. No nos permitió besar­
le la mano cuando llegamos de tropel a darle entera relación de cómo
habíamosle aclamado por nuestro Príncipe, sino que nos abrazó llanamen­
te a todos, y conmovidas lágrimas le llenaron los ojos. Se estremecía de
gozo cuantas veces uno de nosotros lo llamaba de Su Excelencia o de
Príncipe, y más todavía cuando el padre Henao, que siempre exagera sus
adulaciones, lo trató con evidente anticipación de Su Majestad.
Don Fernando convirtió su tienda de campaña en improviso palacio
real y alzó a gentilhombres a Juan Gómez y Pedro Gutiérrez que antaño
trabajaron haciendo de arrieros en Toledo y Valladolid, y nombró por
maestresala a Alonso de Villena que había sido porquero y criado en la
ciudad de los Reyes, sin hacer mención de los pajes y trinchantes, ni de
la cocinera mayor que le tocó serlo a María de Montemayor en agradeci­
miento de los sabrosísimos buñuelos de yuca que freía. Refiero estas cosas
alegremente mas sin intención de hacer burla de ellas, pues tengo a don
Fernando por un verdadero Príncipe y no dudo que será mañana el Rey
de uno de los más grandes imperios de la Tierra, y ende le sobran
razones para ejercer su gobierno gastándose tanta pompa y arrogancia.
El Príncipe don Fernando fija cuantiosos sueldos y premios que han de
ser pagados en sus cajas reales del Perú según rezan las cédulas que
sus pródigas manos conceden: “Yo, don Fernando de Guzmán, por la
gracia de Dios Príncipe de Tierra Firme y del Perú y de Chile, gratifico
al capitán de guerra Diego de Tirado con un salario de doce mil pesos
en recompensa de sus relevados servicios pasados y presentes”.
Otros piden a Su Excelencia la posesión de tierras y haciendas situadas
en diversas partes del Perú y de cuya bonanza y riqueza tienen noticia,
y no faltan algunos concupiscentes poseídos del diablo de la carne, los
muy desvergonzados pretenden que el Príncipe les conceda por decreto
y cédula el derecho a refocilarse con la mujer que traen clavada en la
imaginación.
— Con todo el respeto debido solicito de Su Excelencia autoridad y
permiso para gozar a su tiempo de doña Catalina Rodríguez, que es por
agora mujer casada con el encomendero Rodrigo de Padilla en Arequipa,
mas cuya fogosa condición me cuadra a mí mejor que a él.
— Ruego con toda humildad a Su Excelencia que me dé licencia para
arrebatarle, a pura fuerza si fuese menester, la concubina que tiene el
padre de doctrina Serafín Cepeda, clérigo de Guamanga, una chapetona
ella de nombre Lucinda Rojas, alta de pechos y que me haría mucho
placer.
Viéndose en tales aprietos el discreto Príncipe da promesas turbias,
su buen ingenio inventa artimañas para que sus rijosos vasallos se resig­
nen en manos de ilusiones y esperanzas.
El Príncipe don Fernando me ha llamado a consejo con gran apremio y
necesidad. Llégome yo a su presencia, acompañado de mi fiel camarada
Pedro de Munguía y de mi no menos leal ayudante Martín Pérez de
Sarrondo; este último tras larga pertinacia mía ha sido nombrado sargen­
to mayor del campo en lugar del taimado Sancho Pizarro (el dicho San­
cho Pizarro vino a descender de ese modo a capitán de nuestros quimé­
ricos y ya comidos caballos, y yo no le quito la vista de encima). Don
Fernando nos recibe sentado a la mesa, que acaba de ser alzada por dos
pajes afectados y solícitos. El Príncipe cena solitario, a la luz de las velas
de un gran candelabro.
— Os he llamado — dice con gentil desenvoltura— porque vos, mi esti­
mado maese de campo, habláis noche y día de volvernos triunfantes al
Perú, y aunque yo confío ciegamente en vuestro ingenio lúcido, y sé que
atesoráis verdaderas experiencias del arte militar en la cabeza, quisiera
conocer de vuestros propios labios si habéis pensado y escogido cuáles
caminos de agua y tierra habremos de emprender, y cuáles ardides de
guerra habremos de usar, y cuáles fuerzas armaremos para vencer a los
virreyes y oidores, y para combatir a los ejércitos que contra nosotros en­
viará sin duda alguna el rey Felipe Segundo.
— Me placen en sumo grado — dígole yo— las demostraciones de celo
y prudencia que hace Vuestra Excelencia al pedirme una relación de mis
trazas y propósitos. Tenga Vuestra Excelencia la certeza de que yo no
estoy loco ni otra cosa semejante. Quizá podría alguien llamar locura
nunca vista esta demanda de doscientos cincuenta marañones que, sumi­
dos en barrizales tan remotos, osan darse títulos de conquistadores del
Perú, libertadores de las Indias y creadores de un reino nuevo y libre.
No obstante esto, si Vuestra Excelencia escucha mi plática con atención,
verá que no son sinrazones de insano sino el fruto de cuerdos pensamien­
tos el orden que ha trazado mi mente con el designio de irnos al Perú y
vencer a los ministros y generales del rey español.
— Pues hablad que os oiré con todos mis cinco sentidos — dice don
Fernando.
— Nuestra primera diligencia — dígole yo— será la de acabar de aca­
bar de construir los dos bergantines, que ya demasiado tiempo hemos
gastado en esa obra, y lanzarlos luego río abajo en busca del mar océano,
no sin desembarazarnos antes de unos cuantos traidores que aún vienen
agazapados en nuestro bando. Afirmo que este río va a caer sin remedio
en el mar océano, pronóstico que no es una invención mía sino un des­
cubrimiento comenzado y coronado por Francisco de Orellana (en com­
pañía de un fraile apellidado Carvajal que soñaba perpetuamente con
tetas de mujer y por tal motivo imaginó la historia de unas tribus de
amazonas que jamás fueron reales, mas le dieron su nombre fantasioso
a este poderosísimo río, en vez de Marañón que es como propiamente
debiera llamarse). Perdóneme Vuestra Excelencia esta digresión, y volva­
mos al momento en que nuestros bergantines, el “Santiago” y el “Vic­
toria”, caen en el mar océano y toman el rumbo de la isla Margarita, que
es la tierra más conveniente a nuestros fines por hallarse tan cercana,
por el natural pacífico de sus habitantes, y porque su rico suelo habrá
de socorrernos con abundantes provisiones.
— En la isla Margarita nadie nos espera — dígole yo— y ¡voto a Dios!
que en virtud de esta circunstancia nos apoderaremos de ella con gran­
dísima facilidad. Encomiende Vuestra Excelencia la dicha misión a mis
manos que yo sabré cumplirla en volandas. Tomaremos la Margarita y la
gobernaremos tan sólo por tres días que nos bastarán para pertrecharnos
de agua y bastimento, y para asaltar los navios que en sus costas se hallen
ancorados, y para recibir en nuestro campo a decenas o centenas de
hombres que voluntariamente desearán combatir a favor de la libertad.
— El segundo escalón de nuestro viaje — dígole yo— es Nombre de
Dios, adonde seguiremos con toda presteza y donde tampoco nos estará
esperando nadie, y que es puerto de singular importancia pues en sus
calles se cruzan todos los caminos que traen los soldados de España al
Perú y llevan el oro del Perú a España. La arremetida contra Nombre
de Dios la haremos tras tomar tierra en las orillas del río Saor que de
sobra conozco pues lo he navegado muchas veces.
— Desde Nombre de Dios — dígole yo— marcharemos hasta Panamá
al través de la sierra de Capira, en cuyos riscos emboscaremos cincuenta
arcabuceros que cuidarán nuestras espaldas y guardarán los caminos.
La toma de Panamá habrá de ser la batalla más principal que haremos
y venceremos en este primer curso de nuestra guerra pues en las aguas
de ese puerto nacerá nuestra flota y de esas mismas aguas nos partiremos
a cumplir en el Perú nuestro hazañoso destino.
— En el gobierno de Panamá — dígole yo— trataremos con mano
recia e implacable a los secuaces del rey Felipe que allí son abundantes
y vanagloriosos, pondremos terquedad en destruirlos sin tardanza antes
que ellos intenten levantarse contra nosotros. Tendrá entonces noticias
el rey Felipe de que nuestra guerra es a muerte, tal como ha sido siempre
a muerte la guerra que España ha hecho contra todo hombre rebelde.
— En la provincia de Panamá ■—dígole yo— formaremos el animoso
ejército que habrá de libertar al Perú y Chile. Es cosa sabida que en los
montes de Panamá y en las serranías del Darién ocúltanse no pocos
soldados perseguidos por la justicia del Rey, los cuales bajarán a hacerse
parte de nuestras tropas. E igualmente correrán a juntársenos más de dos
mil negros cimarrones que andan huyendo en aquellas montañas y que
nos colmarán de bendiciones en sabiendo que fuimos nosotros quienes
ejecutamos la muerte dél general Pedro de Ursúá, el mismo que les hizo
vil traición, y mató por la espalda a sus caudillos, y se llevó encadenado
al muy confiado rey Bayamo.
— En él puerto de Panamá — dígole yo— apresaremos los barcos de
que tengamos necesidad y pegaremos fuego a los restantes para evitar
que alguno los emplee mañana en pos de nosotros, y construiremos una
o dos galeras de tres palos en cuyas crujías irán enclavados nuestros
cañones. Tenga por cierto Vuestra Excelencia que de Panamá zarpará
una flota de más de veinte navios, llevando embarcados a más de tres
mil guerreros, con grande munición de arcabuces y pólvora, amén de
una galera proveída de artillería, un ejército diez veces más copioso que
los de Pizarro y Hernández Girón cuando éstos se rebelaron contra la
autoridad de los virreyes y oidores, un ejército el nuestro que además no
peleará gritando ¡Viva el rey de España!, sino ¡Muera el rey de España!
y ¡Viva nuestro rey natural don Fernando!
El Príncipe ha entendido muy bien que estoy cuerdo y en mi entero
juicio, levántase conmovido de su asiento y me abraza con lágrimas en
los ojos, tal como si yo fuera su hijo, o por mejor decir, su padre.
En este tiempo comenzó a correr de boca en boca la extraña novedad:
yo, Lope de Aguirre, llevo conmigo dentro de mi cuerpo un familiar,
un demonio mínimo que me obedece como siervo y me da noticia de las
cosas secretas que suceden en el real y de las marañas que se urden en
contra de mi persona. El familiar se llama Mandràgora y es una nubecilla
que nadie alcanza a verla, Mandràgora se cuela en los bohíos a media
noche, Mandràgora escucha las murmuraciones para contármelas luego,
Mandràgora está en todas partes pues (según el testimonio de los Libros
Sagrados) los demonios están en todas partes al igual que Dios, Man­
dràgora y yo hemos firmado (con sangre de mi dedo meñique izquierdo)
un pacto por cuya fuerza y virtud él me advertirá de los peligros que
corro y de las traiciones que en el campo se fragüen, y yo le entregaré
mi alma en cambio a la hora de mi muerte. He hecho un lindo negocio
ya que he vendido un alma cuyo fatal signo no era otro que el infierno,
pienso además que Dios es infinitamente misericordioso y en último tér­
mino perdonará (después de algunos siglos de llamas y suplicios) a todos
los condenados al fuego eterno, en este perdón estarán incluidos Satanás
y sus ángeles caídos, y entonces el infierno desaparecerá, eso lo escribía
San Jerónimo y lo repite Mandràgora para consolarme y consolarse a sí
mismo. Díceme también Mandràgora que el Maligno no ha tenido jamás
esa cornuda figura corpórea que le pintan los pintores sino que es una
sustancia invisible parapetada en las almas de los hombres, y que en la
dicha palestra hace sus batallas con Dios, yo no me meto a disputar de
teologías con Mandràgora pues su condición de diablo lo fuerza a saber
esas materias demasiado mejor que yo.
Después de tres meses de una residencia en tierra que quedará seña­
lada con mayúsculas letras de oro en la historia del Nuevo Mundo gracias
a nuestro juramento de libertad, nos partimos del poblado llamado los
Bergantines. El “Santiago” y el “Victoria”, que han sido construidos bajo
mi mando y vigilancia, carecen todavía de cubiertas mas son suficiente­
mente grandes y navegadores, todos hallaremos lugar sobre sus tablas
rasas, ¡más abajo los acabaremos de armar y entonces mudarán su tosca
apariencia en donaire de briosos navios! Doy orden de ceñir nuestra
derrota a la margen izquierda del río, así vamos costeando arenales desha­
bitados aunque más saludables opino yo que los verdores de la orilla
derecha detrás de los cuales es sólo una visión supuesta y mentirosa el
imperio de los Omaguas.
A los tres días de navegación, siempre pegados a la mano izquierda
para esquivar de las tentaciones, hallamos un pueblo mísero que los in­
dios abandonaron con toda brevedad al divisar nuestros barcos en la
lejanía. Tomamos tierra en busca del maíz y el pescado en barbacoa que
los indios dejaron en su huida y, al acordarnos que hoy es Domingo de
Ramos, decidimos acampar por siete días en este lugar y celebrar devota­
mente la Semana Santa. El padre Henao encaramado sobre una piedra
hará conmovidos sermones acerca de la pasión de Dios y llorará hipócri­
tamente cuando a El lo coronen de espinas, el Jueves Santo las mujeres
traerán flores del bosque para entretejerle un monumento a la hostia
consagrada, el Domingo de Resurrección nuestras dos disonantes cam­
panas repicarán una y otra vez el aleluya.
Fue en esta aldea desvalida donde encontró su muerte Pero Alonso
Casco, que fuera ayer alguacil mayor y fidelísimo amigo del infortunado
gobernador Pedro de Ursúa, y agora no alcanza a ocultar su amarga pena.
Este Pero Alonso Casco es creyente y rezador hasta no poder más, se
sabe en latín las cuatro oraciones y las letanías, quedóse arrodillado y
rezongando padrenuestros cuando se les llamó a todos a firmar el jura­
mento de fidelidad a don Fernando de Guzmán, hoy Miércoles Santo
vienen a contarme dos de mis marañones vascos que Pero Alonso Casco
ha gritado en latín amenazadoras palabras que no son en ninguna ma­
nera oraciones cristianas sino versos paganos. Tenía el tal Pero Alonso
Casco una conversación con el soldado Juan de Villatoro, y de pronto la
interrumpió para mesarse las barbas y exclamar en voz alta:
Audaces
fortuna
juvat,
timidosque
repelit,
lo cual, según aprendí de mi tío Julián de Araoz en Oñate, significa en
lengua española que la fortuna ayuda a los audaces y desdeña a los
cobardes. ¿Contra quién pretendes emplear esa audacia que predicas,
Pero Alonso Casco? Contra el maese de campo Lope de Aguirre, sin
duda alguna. Ordeno sin más ni más que te den garrote, de nada te vale
que el príncipe don Fernando en un rebato de magnanimidad se resuelva
en revocar mi sentencia, cuando llegan sus mensajeros a salvarte la
vida ya Hernando Mandinga y Benito Mayomba te han quebrado los
huesos del pescuezo con sus cordeles, tu cadáver yace sobre una estera,
en tu pecho hay un letrero que dice: “Por habladorcillo”, quise añadir:
“Sic transit gloria mundi” para corresponder a tus latines mas era ésta
una sentencia que aventajaba en grande exceso las medidas de tu cuerpo.
Enterrado Pero Alonso Casco y pasada la Semana Santa, proseguimos
nuestro curso, y al cabo de otros siete días dimos en un poblado mucho
más grande que el anterior; éste es un anchuroso puerto habitado por
indios corteses y amorosos, aunque también borrachos y bastante ladrones.
A media legua se alza un bosque de muy ricas maderas. Ordeno y mando
dar fondo en aquel sitio y consagrarnos por entero a acabar las cubiertas
de los bergantines. Haciendo uso de mi autoridad de maese de campo
dispongo que nuestra gente se divida en tres partes y se acomode en la
forma siguiente: en la playa de más abajo se alzará el bohío principalí­
simo de don Fernando, donde morará el Príncipe con su escogido número
de oficiales y servidores; en la playa del medio, muy pegada al astillero
donde serán concluidos los bergantines, me albergaré yo en compañía
de mis sesenta marañones más probados; y en la playa de más arriba,
que viene a ser nuestra banda norte, acampará el resto del ejército.
Colocados en tan prudente orden, los de abajo no podrán juntarse con los
de arriba sin que los del medio los veamos pasar.
No obstante esto, tanta y tan continuada ocupación me acarrea el
aderezo final de los bergantines (vigilar el corte de los árboles, acuciar
a los carpinteros, proveer de viandas a las mujeres que trabajan de coci­
neras, regañar a los negros remisos que trasladan las tablas a los huecos
de los navios) que no logro caer en la cuenta del peligro mortal que me
rodea. El primero en darme aviso y voz de alerta es Mandràgora, mi
desvelado diablo familiar:
— Anoche celebró el príncipe don Fernando en su tienda una con­
sulta a la cual fueron convidados todos los oficiales del real salvo tú,
Lope de Aguirre, sin haber en consideración que eres el maese de campo.
¿De qué se trató en la dicha junta? ¿Por qué se hizo a tus espaldas?
¿Por qué el Príncipe se esquiva de tu presencia como de la de un ene­
migo?
La segunda advertencia llégame de la boca del oficial vascongado Ni­
colás de Zozaya, que es verdadero marañón y amigo mío:
— Dos juntas ha hecho ya el príncipe don Fernando en ausencia tuya.
Me ha referido mi compadre el capitán Pedro Alonso de Galeas, el cual
fue testigo de vista de cuanto en ellas sucedió, que el Príncipe se muestra
agora arrepentido de haber dado muerte al gobernador Ursúa, y de
haberse desnaturado de España, y de haber aceptado la corona que en la
cabeza le pusiste. Es tan inmenso su arrepentimiento que lloró con lágri­
mas y sollozos, más parecía una mujercilla francesa apaleada por su
marido que un guerrero español. Así me lo refirió fielmente mi com­
padre el capitán Pedro Alonso de Galeas.
— El más vil entre todos — susurra Mandràgora una vez que Nicolás
de Zozaya se ha despedido y alejado— es el fementido príncipe don Fer­
nando, puto de carnestolendas, nalgas de madre abadesa, que a ti te debe
todo cuanto ha sido y cuanto es, y viene a pagarte con esta rastrera
follonía. Unicamente puede comparársele el padre Henao (a quien en
el infierno estamos aguardando con grande impaciencia) que se valió
del sacramento de la penitencia para imponerle al Príncipe como pena
sacrilega que te cortara la cabeza.
A la postre de Zozaya y Mandràgora viene el capitán Pedro Alonso
de Galeas en persona y me cuenta punto por punto todo lo dicho y ha­
blado en las misteriosas juntas de don Fernando de Guzmán:
— Lorenzo Zalduendo y el padre Henao mantuvieron empedernidos
que se te debía matar en volandillas, sin esperar un minuto más. Alonso
de Montoya argüyó entonces que sería temeridad desafiar tu ira y la de
los sesenta marañones que te son más fieles. Las razones de Montoya
persuadieron al general don Fernando, y por tal motivo tomóse la resolu­
ción de dejar para una noche en que nuestros bergantines estuviesen
navegando, y tú durmieras descuidado y a pierna tendida en la cubierta
del “Santiago”, la faena de coserte a puñaladas.
Mayor indignación produce en mi pecho la ingratitud de don Fer­
nando que la imagen sombría de mi futura muerte. A la media noche,
acostado en mi hamaca y con Mandràgora por único testigo, los cubro
de denuestos y maldiciones:
—
¡Traidores asquerosos que queréis untar de mierda la bandera de la
libertad, hideputas que soñáis con volver a sentir en el cuello el oprobioso
yugo del rey Felipe, ¡bendito sea Satanás!, que antes os escupiré y os
daré muerte a todos!
Mandràgora baila y zapatea en mi interior; aunque sabe que mi alma
ya está irremisiblemente perdida, le place verme acumular pecados mor­
tales.
Ya fueron acabadas y ajustadas las cubiertas de los navios, la gente se
afana embarcando sus armas y provisiones, predice Mandràgora que en
esta víspera del viaje se precipitarán los odios, sucederán los episodios
más sangrientos y terribles, hallarán su muerte muchos de aquellos que
en contra de mi vida se conjuraban.
Ando yo atareado en la elección de las cosas más esenciales que lle­
varán los bergantines, cuando se aparecen dos negros cargados de col­
chones, almohadas y cofres femeniles, y pretenden subirlos a bordo y
hacerles lugar en las bodegas. Pregúnteles yo quién había enviado aquellos
trastes y dado aquellas órdenes, y respóndenme ellos que obedecen man­
datos del capitán de la guardia Lorenzo Zalduendo, y entonces yo los
fuerzo a volverse atrás con sus ridículos envoltorios a cuestas.
El primero de estos colchones es el lecho de doña Inés de Atienza, la
mujer más bella del Perú; el segundo es la yacija de la otra concubina
de Lorenzo Zalduendo, una tal por cual María de Montemayor, la freidora
de buñuelos; Zalduendo no repudió a la segunda al enredarse con la
primera sino que prefirió seguir folgando a tambor batiente con ambas
a dos. ¡Menguado capitán de la guardia este garañón que en vez de
desvelarse cuidando con la espada a su general se pasa las noches sirviendo
de gallo pisador a dos gallinas diferentes!
En qué oscuro barranco te has despeñado, mi pobre Inés de Atienza,
Juan Alonso de la Bandera te heredó de Pedro de Ursúa, Lorenzo Zal­
duendo te heredó de Juan Alonso de La Bandera, otro cualquiera te
heredará mañana, cual si fueras un botín de guerra o una perra cami­
nera. Este Lorenzo Zalduendo es el más puerco y más bajo entre todos.
Ha llegado en edad a más de cuarenta años, no declinan sus bríos de
obstinado fornicador, te cabalga cada noche dos o tres veces, te fatiga
y lastima su insolente virilidad de verraco, te causan asco y náusea sus
quejidos acezantes, mi sufrida Inés de Atienza, en tus lindas nalgas se
cruzan las huellas de los dedos de Lorenzo Zalduendo cuyo vicioso fuego
se enardece cuando te pega.
Hay un soldado en el real que no cesa de rondarte y atisbarte, se llama
Nicolás de Zozaya y se cuenta entre los secuaces de Lope de Aguirre,
es feo y retorcido como una higuera, tú volviste una vez el rostro para
mirarlo y el hombre tembló de pies a cabeza, la segunda vez que lo
miraste se puso a murmurar palabras incomprensibles con lengua tarta­
muda, la tercera vez que lo mires se postrará a tus pies como un esclavo.
El soldado marañón Nicolás de Zozaya va en busca de Lope de Aguirre
y le da parte de un gravísimo caso:
— El capitán de la guardia Lorenzo Zalduendo anda ciego de rabia
contra ti, maese de campo Lope de Aguirre, y es tan grande su furia
que no se recata de proferir amenazas. Te traigo como ejemplo palpable
de su desvergüenza lo sucedido ha poco rato, cuando llegaron de vuelta
a su bohío los colchones de sus dos concubinas. El capitán Lorenzo Zal­
duendo púsose en cólera y gritó delante de las mujeres: “Me llena de
amargura que un hombre de mis años y condición véase obligado a
suplicar mercedes de un advenedizo como lo es Lope de Aguirre. Pese
a tal con este perro que sin él nos pasaremos y sin él proseguiremos
nuestra jornada y estamos muy prontos para librarnos por siempre de
sus impertinencias y disparates".
— ¿Eso dijo? — pregunto yo.
— Eso dijo — responde Zozaya.
Mandràgora, mi advertido familiar, me aconseja en voz bajísima que
no pierda un instante más. “No olvides que Zalduendo hizo alarde de
un desalmado rencor hacia ti en las juntas que se hicieron para consi­
derar el modo y el tiempo de matarte. El Zalduendo, ofendido por el
agravio que le hiciste a los colchones de sus rameras, pedirá agora al
general don Fernando que se dé prisa a ejecutar en tu cabeza la pena de
muerte que ellos acordaron”. “Ya corre hacia la tienda de don Fernando
a suplicárselo”, dice Mandràgora.
A la frente de los más bravos de mis sesenta marañones salgo empós
de Zalduendo. No lo topamos en su bohío, ha bajado hasta la tienda del
Príncipe a rogar que sea acelerado el plazo de mi muerte, no erró Man­
dràgora en su vaticinio. Interrumpimos la siniestra plática con la lluvia
de estocadas y cuchilladas destinadas por entero al cuerpo de Lorenzo
Zalduendo. El príncipe don Fernando grita: “¡No lo maten!”, “¡Ordeno
que no lo maten!”, “¡Ruego que no lo maten!”, mientras salta del uno al
otro rincón del aposento. La sangre de Lorenzo Zalduendo mana por más
de cincuenta agujeros, la muerte no le da tiempo de pedir confesión, en
menos que canta un gallo entrega su alma a Lucifer.
Lope de Aguirre entendió finalmente que tras de todos aquellos rencores
y traiciones, tras de aquellas porfías que acababan siempre en sangre y
muerte, estaba tu hermosa mano, mi implacable Inés de Atienza. Lope
de Aguirre percibe agora que esa tu mano no se detendrá hasta tanto
de los doce que fueron a matar a don Pedro de Ursúa no quede ninguno
con vida. Lope de Aguirre discierne agora por qué entregaste tu cuerpo
simpar a dos bellacos que te repugnaban. Lope de Aguirre adivina que tu
futuro dueño, tu futuro siervo, tu futuro instrumento será Nicolás de
Zozaya, no indigno lacayo del rey Felipe como los anteriores sino marañón rebelde y valeroso. Lope de Aguirre llama a su lado a Antón
Llamoso y Francisco Carrión, y les hace unas señas que significan:
— ¡Id y matad a doña Inés de Atienza!
Tú te hallas serena en tu bohío, peinándote la negra cabellera, dolorosa y bella Inés de Atienza, aguardando nuevas de las horribles cosas
que han de suceder en este día. De pronto se abrirá la puerta, entrará
el soldado marañón Nicolás de Zozaya y te dirá con inflamada voz: “¡Han
muerto al capitán de la guardia Lorenzo Zalduendo!”, o bien: “¡Han
muerto al príncipe don Fernando de Guzmán!”, o tal vez: “¡Han muerto
al maese de campo Lope de Aguirre!”, cualesquiera de esas tres muertes
te será placentera, los tres fueron parte del perverso motín contra Pedro
de Ursúa. Los dioses incas de tu madre te han avisado que la sangre
derramada será la de Lorenzo Zalduendo, los dioses incas nunca yerran
en sus profecías, llegará a la puerta de tu bohío el soldado marañón
Nicolás de Zozaya, te dará noticia del fiero crimen, y se quedará a
dormir contigo.
Mas se abre la puerta y no es Nicolás de Zozaya quien atraviesa los
umbrales sino los dos más crueles sayones del maese de campo Lope de
Aguirre, Antón Llamoso y Francisco Carrión caen sobre ti sin mira­
mientos, te sacan a empellones del bohío, se adentran en la selva barriendo
zarzas y peñascos con tu cuerpo, mi desventurada Inés de Atienza.
A la sombra de un árbol cuya madera es tan oscura como tus ojos
te dan de cuchilladas y lanzazos, tu sangre es olorosa como los azahares
y escarlata como las amapolas. Tú, Inés de Atienza, hija de Chestan
Xefcuin que fuera concubina del príncipe Huáscar; hija por igual del
capitán Blas de Atienza que fuera soldado de Vasco Núñez de Balboa;
tú, Inés de Atienza, no pides clemencia, ni te humillas en el llanto. Tu
único gemido es el de la agonía.
Cuando llegan las esclavas a darte sepultura descubren entre los bre­
ñales el más bello cadáver que jamás ha sido visto en estas selvas, tus
airados ojos negros siguen encendidos como lámparas, tu abundosa cabe­
llera negra enluta desconsoladamente los espinos, te amo, mi muerta
Inés de Atienza.
El primero en darme aviso del peligro fue Mandràgora mi demonio fa­
miliar, de allí a poco vinieron con el cuento el soldado marañón Nicolás
de Zozaya y el astuto capitán Pedro Alonso Galeas, agora llaman a la
puerta de mi bohío Gonzalo de Guiral y Alonso de Villena y me refieren
punto por punto todo cuanto se dijo en las últimas juntas que se tuvieron
en la posada del Príncipe con el fin de decidir mi muerte, el Guiral y el
Villena son capitán de don Fernando el uno y maestresala el otro mas
presienten que esta lid habrá de resolverse en mi favor, dan este paso
por escapar del fatal destino que aguarda a todos mis enemigos, nada
me importa la causa que los mueve, los acojo con los brazos abiertos y
les doy un sitio en mi corazón.
Tras de haberse querellado amargamente el Príncipe de la justa ven­
ganza que yo ejecuté en las personas de Lorenzo Zalduendo y su hermosa
doña Inés ( — No os permitiré, señor maese de campo, que prosigáis co­
metiendo abusos y desafueros sin mi consentimiento), y tras haber es­
cuchado mi indignada réplica ( — Vaya Vuestra Excelencia a freír bu­
ñuelos que yo no me fío ya de su palabra ni guardo respeto alguno por
sevillanos falsarios que juegan tretas dobles), el dicho Príncipe ha pre­
venido y mandado la partida de los bergantines para mañana al ama­
necer. Tráeme la noticia el capitán Miguel de Serrano y comienza a decir
con voz levantada el siguiente mensaje:
— Ordena Su Excelencia el Príncipe a vuestra merced que acuda con
prontitud a su tienda para ventilar en junta de oficiales. . .
— Dígale vuesa merced a Su Excelencia el Príncipe que no iré. A
otras juntas donde se tomaron disposiciones que yo me sé, nunca fui
convidado. Lo cierto, capitán Serrano, es que hemos llegado a un punto
el cual no le da cabida a más conversaciones.
Ya ninguno puede llamarse a engaño, don Fernando y sus secuaces
se han dispuesto a librarse de mí quitándome la vida, yo confío en mis
sesenta marañones más constantes para impedir tal ruindad, acampo con
mi gente en la mitad de la isla a pocos pasos del lugar donde están surtos
los bergantines, en los dichos bergantines he hecho meter las municio­
nes y los pertrechos de guerra, ambos navios cabecean atados con recias
cadenas a dos inmensos árboles que se alzan frente a mi bohío. La alber­
gada del Príncipe queda allá abajo, separada de nosotros por un ancho
estero que requiere ser pasado en canoas. En el campo de arriba se
asientan Alonso de Montoya y Miguel de Bovedo con algunos soldados
y no sé cuántos indios de servicio.
Alonso de Montoya y Miguel de Bovedo se hallan más a mano, mi
estrella me inclina a comenzar la justicia por ellos. Es una noche tan
oscura que solamente sus propias tinieblas se alcanzan a divisar, a la
frente de veinte marañones bien armados marcho hacia el bohío donde
cenan y platican los dos oficiales, los bergantines se harán mañana a la
vela, a las diez horas de navegación mataremos a Lope de Aguirre tal
como tú Alonso de Montoya lo propusiste sagazmente, tú almirante Mi­
guel de Bovedo llevarás el gobierno del navio, Lope de Aguirre dormirá
tendido en la cubierta del “Santiago”, de repente llegarán dos lacayos
del Príncipe don Fernando a partirle el corazón con sus dagas, Lope de
Aguirre despertará entre bocanadas de sangre y luego expirará sin dar
un grito, el Montoya y el Bovedo están conversando una vez más acerca
de esos sus turbios enredos cuando entran al aposento diez enfurecidos
marañones, los dos traidores no atinan a levantarse de sus asientos, des­
figurados quedan sus cuerpos por obra de cien estocadas y puñaladas,
Alonso de Montoya había aplazado mi muerte para un día en que el
“Santiago” navegara Marañón abajo, el almirante de mar Miguel de
Bovedo tendría el mando y señalaría el rumbo de ese navio mortal, que
Dios los haya perdonado.
— Agora le toca al Príncipe — dígole yo a Martín Pérez de Sarrondo
que jamás se aparta de mi lado en los tragos crueles. — ¡Vamos!
— Tan negra está la noche — responde él— que no se distinguen los
bultos de los cuerpos, mucho menos las caras. Correremos el riesgo de
matarnos entre nosotros mismos si intentamos de asaltar en tumulto la
tienda de don Fernando.
Entiendo sus razones y dígole:
— Nos pasaremos la noche a bordo de los bergantines. Si por cual­
quiera circunstancia llegase a oídos del Príncipe noticia de los desastres
sucedidos en la parte de arriba, y si los oficiales del Príncipe resolviesen
en atacarnos para vengar la afrenta, ni por pienso arrostraremos el com­
bate sino que cortaremos las amarras de los navios y dejaremos a don
Fernando y su corte abandonados a merced de la selva.
Mas ningún signo sospechoso llega a revelarse, ningún osado se atreve
a cruzar las aguas negras del estero para llevarle relación al Príncipe
de cómo murieron Alonso de Montoya y Miguel de Bovedo, nuestros
centinelas sólo escuchan los monstruosos ruidos de la selva que no cesan.
Al clarear la madrugada avanzamos en cuatro canoas por medio del
estero sesenta marañones silenciosos.
—
¡Tú, Nicolás de Zozaya, y los cuatro soldados que van contigo, os
encargaréis de dar muerte al mayordomo Gonzalo Duarte! ¡Tú, Diego de
Trujillo, junto con tus cuatro ayudantes, daréis cuenta sin tardanza del
capitán Miguel de Serrano! ¡Tú, Diego Sánchez de Bilbao, usarás tu
gente en someter y matar a Baltazar de Toscano, que es el más peligroso
entre todos esos desvergonzados! — tales instrucciones doylas desde mi
sitio a los que van en las otras canoas.
— En cuanto a vosotros, Martín Pérez de Sarrondo y Juan de Aguirre,
en vuestras manos encomiendo la muerte del príncipe don Fernando,
procurad que no os fallen el pulso ni el tino, que si os fallaren, tú, Antón
Llamoso estarás muy cerca para dar buen fin a este negocio — dígoles a
los tres que van en mi compañía.
El primer bohío que la mañana dibuja ante nuestros ojos es aquel
donde duerme el padre Henao, fraile engañador y envilecido que dijo
misas solemnes para honor y gloria del gobernador Ursúa y las repitió
luego para celebrar su muerte, contóme Mandràgora que el padre Henao
mostróse ser el más arrebatado inquisidor en aquellas juntas donde se
acordó de matarme, juró y voceó allí que era preciso destripar a esta
serpiente (yo) tal como San Miguel Arcángel había destripado a Satanás.
El soldado Alonso Navarro y otro de nombre Chávez, que grande ojeriza
le tienen al fraile porque les amenazó cierta vez con descomulgarles si
no cumplían la penitencia de entregarle al confesor (que era él mismo)
una puerca que ellos habían criado, los dichos Navarro y Chávez me
suplican que les dé licencia para enviar el reverendo a los infiernos, yo
se las concedo de muy buena gana, Dios sea loado, Alonso Navarro se
mete de rondón en la capilla donde duerme el padre Henao, sin dis­
traerse en despertarlo le clava la espada en la panza con fuerza tanta que
lo pasa de parte a parte como un cuero de vino, el fraile comienza a dar
grandes alaridos y a decir injurias y maldiciones al borde de la muerte
con lo cual Vuestra Paternidad agrava la perdición de su alma que según
Mandràgora ya estaba más que perdida.
El príncipe don Fernando despierta de su sueño al ruido de nuestros
pasos de nuestras voces de nuestras armas, asómase en camisa a la puerta
de su tienda, muy poco resta de su altiva dignidad de Príncipe, ahora
es un sevillano cualquiera de esos que tiemblan de los pies a la cabeza
ante la presencia de la muerte, desque me reconoce dice con ojos es­
pantados :
— ¿Qué es esto, padre mío?
— Sosiégúese Vuestra Excelencia — le respondo yo ásperamente— que
hemos venido a hacer un ejemplar castigo en tres capitanes que se apres­
tan a amotinarse. Cuando un general no sabe ni puede defender su propia
vida, le es forzado hacerlo a su maese de campo.
Y
paso sin más detenerme a lo interior de la tienda donde mis marañones cumplen bravamente sus obligaciones. Gonzalo Duarte, Miguel
Serrano y Baltazar Toscano caen en el suelo abatidos por una tempes­
tad de agujazos y puñaladas, valga en disculpa de ellos que fueron quince
contra tres, y valga en su condenación que ellos eran tres sabandijas y
que ninguna otra suerte merecían.
Al príncipe don Fernando no lo quise ver morir, tan sólo alcancé a
oír el estampido de los arcabuzazos que sobre su pecho descargaban
Martín de Sarrondo y Juan de Aguirre en la sala de al lado, cuando corrí
renqueando a persuadirme de su desventura ya estaba irreparablemente
muerto, la última puñalada de Antón Llamoso había sido un castigo
sobrante. Entre las siete víctimas de este día aciago, el solo y único cuya
desdicha me causa pesar es este mozo don Fernando que fue en vida tan
garrido, razón tuvo en llamarme padre mío al pronunciar las que fueron
sus últimas palabras, por haberlo amado tal como un hijo lo alcé a gene­
ral de esta jornada y a Príncipe del Perú y Chile, ingratísimo hijo mío
que pagaste mi afecto maquinando mi muerte y preparándote a rendir
nuestra bandera libre ante los pies odiosos del rey Felipe, seguiremos la
guerra adelante sin ti, infeliz hijo mío que nada sacaste de tu padre.
Ha salido un sol claro y limpio, las terribles noticias corren por todo el
real, unos cuantos vecinos de acobardado ánimo huyen aterrados hacia
los bosques cercanos, más de veinte soldados marañones se parten en
busca de los fugitivos, al mediodía se remolina la gente en la playa que
se abre a pocas brazas de los bergantines, rodeado por ochenta de mis
marañones armados de todas armas háblole a la multitud:
— Caballeros, nadie se alborote, que la guerra trae estos disgustos;
hasta aquí eran nuestros negocios muchacherías por ser mozo el que nos
mandaba; agora se verá de veras la guerra, pues no hay quien nos vaya
a la mano; lo que pretendo es ver a vuestras mercedes muy prósperas y
ponerles el Perú en las manos, para que corten a su voluntad. Déjenme
a mí hacer, que yo haré que el Perú sea señoriado y gobernado por mara­
ñones, y ninguno de todas vuestras mercedes ha de haber que en el Perú
no sea capitán y mande a las demás gentes, porque de nadie me tengo
de fiar sino de vuestras mercedes. Ténganme buena amistad, que yo
haré que salgan del Marañón otros godos y que gobiernen y señoreen en
el Perú como los que gobernaron a España.
— ¡Viva nuestro general y cabeza Lope de Aguirre! — grita Martín
Pérez de Sarrondo.
— ¡Viva el fuerte caudillo de los invencibles marañones! — añade mi
fiel compañero Pedro de Munguía, y me hace mucho placer el título,
y lo llevaré como insignia al pie de mi nombre.
— Seré vuestro general y caudillo — digo a toda la gente que por tal
me aclama— para hacerle al rey Felipe la cruel guerra que nunca quiso
hacerle Pedro de Ursúa, pues éste era de condición servil y no rebelde,
la reñida guerra que no pudo hacerle Fernando de Guzmán pues estotro
era un mancebo incierto y débil. A la guerra vamos, marañones míos.
Solamente quiero y ordeno que nadie hable de oído ni en secreto, porque
vivamos seguros y sin motines.
Seguidamente procedo como buen general a hacer los nombramientos
de importancia, prefiriendo alzar al oficio de capitanes a hombres de san­
gre plebeya que a otros de mayor alcurnia. Hago a Martín Pérez de
Sarrondo maese de campo, y a Nicolás de Zozaya capitán de la guardia.
Juan Gómez que fuera calafate será almirante de mar, y Juan González
que fuera carpintero será sargento mayor. En cuanto a don Juan Iñíguez
de Guevara, pomposo comendador del hábito de San Juan, a toda hora
respetable y vestido de negro, que fuera grandísimo amigo y consejero
de don Fernando, despójolo de su cargo para dárselo al trianero Diego
de Trujillo; y también el arrogante Juan Alvarez de Cerrato entregará su
mando de capitán al soldado Francisco Carrión que es mestizo y casado
con una india. A Diego de Tirado lo hago capitán de caballos pues es
valeroso para la guerra y viéneme a ser conveniente ganarme su voluntad.
Y a Sancho Pizarro lo confirmo en el puesto que ocupaba no obstante que
Mandràgora me ha soplado que traza enredos y follonías, ten paciencia
mi buen Mandràgora que a su tiempo le cortaremos las uñas.
A los dos días de tan enormes sucesos nos partimos de aquel poblado
al cual los murmuradores del campo bautizaron con el lóbrego nombre
de la Matanza, nuestros bergantines navegan a corriente y remo pues aún
carecen de mástiles y velas, de estas cosas nos proveeremos río adelante
en alguna otra playa. Bordeando siempre la orilla izquierda nos topamos
el humo de unos cuantos pueblos de indios, en uno de ellos bajaron a
tierra cuarenta de mis hombres entre los cuales iba el muy embustero
bachiller y cronista Francisco Vázquez, el dicho Francisco Vázquez torna
a bordo diciendo y jurando que los indios de estos lugares son antropó­
fagos, Francisco Vázquez dice que al huir de nuestros arcabuces los
indios dejaron grandes calderas en las que habían cocido cuerpos huma­
nos, Francisco Vázquez vio una pierna de niño a medio hervir y una
cabeza de anciano despellejada y con los ojos abiertos, el no menos bachi­
ller Pedrarias de Almesto replica en voz baja que tales historias no son
más que luengas mentiras del Francisco Vázquez tan ficticias como las
amazonas de tres tetas y el fabuloso tesoro de los Omaguas, dice por
añadido Pedrarias de Almesto que las viandas hervidas que asomaban
por las calderas no eran sino lagartos llamados iguanas que miran con
ojos muy parecidos a los de los hombres tristes.
Finalmente dimos con una bonita playa que hubimos luego de llamar
las Jarcias ya que a su amparo aderezamos todo cuanto les faltaba a nues­
tros navios para hacerse dignamente a la mar. Por quince días seguidos
nos anduvimos trabajando, usamos de las hamacas y redes de pesquería
de los indios naturales para trenzar las jarcias de nuestros bergantines,
apañamos las sábanas de lienzo de los soldados y las mantas de algodón
de los indios de servicio para dar fin a las velas de los barcos, los flexi­
bles palos del monte son mudados por nuestras manos en mástiles y
entenas, los indios abandonaron en su huida harto pescado seco y semen­
teras de maíz, el guiso de iguana y yuca dice María de Arrióla que es
un manjar exquisito mas mi niña Elvira se niega a probarlo.
Con grande dolor de mi ánima vime forzado a ordenar las muertes
de unos cuantos que sin causa ni razón conjurábanse alevosamente con­
tra mí, tan ruines villanos se hablaban de oído y se secreteaban la traza
de coserme a puñaladas, en mirándoles de frente adiviné sus disimuladas
intenciones, luego las confirmaron por verdad los avisos de dos negros
abnegados que me dan cuenta de todas las menudencias que pasan en
el real.
El primero en recibir ejemplar castigo fue un soldado flamenco o tudes­
co llamado Bernardino Verde o Monteverde, para tal se mudó porque
el suyo era un enredado nombre germanesco que ningún cristiano alcan­
zaba a pronunciar, tenía cara y quizá pensamientos de luterano mas estos
desvíos de nuestra Madre Iglesia me inquietaban menos que su desver­
güenza y desgano, el dicho Monteverde iba siempre murmurando des­
contentos en su idioma, olvidábase de cumplir mis órdenes fingiendo que
no las entendía claramente, hubo de hacerlo pedazos la daga de Antón
Llamoso para que en el otro mundo aprendiera la lengua castellana.
Después de esto quiso Dios ayudarme a descubrir el motín que tra­
maban el capitán Diego de Trujillo y el sargento mayor Juan González,
estos caballeros canallas pensaban cortarme la cabeza y huir con gran
prisa río abajo en el bergantín “Santiago”, a ambos les había dado yo
altos cargos luego que contribuyeron eficazmente en la derrota y muerte
del príncipe don Fernando, agora me corresponden juntándose para armar
trampas criminales en contra de mi vida, ando entre traidores que por
los cuatro lados me cercan y amenazan, a veces creo que no oigo la voz
del tal Mandràgora sino la de mi propio corazón que se disfraza de demo­
nio familiar para revelarme los peligros, ordeno que les den garrote a
Diego de Trujillo y Juan González, y que de paso reciba la misma pena
Juan de Cabañas ya que éste había sido secretario del gobernador Ursúa
y más adelante se abstuvo de firmar nuestros juramentos de rebeldía y
a mí nunca dejó de mirarme con arraigado rencor.
El siguiente cuerpo difunto fue el del comendador Juan Iñiguez de
Guevara, nuestros bergantines proveídos de mástiles y velas navegaban
ya con majestuoso paso río abajo, el comendador Juan Iñiguez de Gue-
vara era un santero hipocritón que rezaba credos y más credos arrodillado
en la cubierta, en sus sueños veía fantasmas y gentes del otro mundo,
uno de mis negros fieles hízome información de cómo el anciano Comen­
dador andaba mezclado en el motín de Juan González y Diego de Trujillo, el Marañón nos arrastraba bajo la poca luz de una tarde oscurecida
por nubes de lluvia, el venerable Comendador escudriñaba la ribera
lejana arrimado al borde del “Santiago”, sus espaldas vestidas de negro
formaban un bulto invisible entre las sombras, díjele yo a Antón Llamoso
que le diera su merecido a ese viejo traidor y me aparté del sitio, ¿de
dónde sacó Antón Llamoso aquella espada mohosa y embotada que usó
para dar cumplimiento a mis deseos?, ¿de dónde sacó tanta vida el rui­
noso Comendador?, son misterios que mi mente no alcanza a penetrar,
Antón Llamoso dióle siete tajos que no fueron bastantes para derribarlo,
sacó luego su daga y se la hundió dos veces por los riñones sin que se
vieran sus efectos, al fin tomólo en peso y lo lanzó al río, desde las aguas
daba voces pidiendo confesión y perdón de Dios, habíame yo movido
hacia la popa del navio y vi cómo su cadáver se iba borrando a lo lejos
como si fuese un punto negro. María de Arrióla que hallábase a mi
lado y es muy sensitiva, conmovióse de su desgracia y rezó una avemaria
por la salvación de su ánima.
De allí a poco se sucedieron las muertes de Juan Palomo y Pedro Gu­
tiérrez a quienes su insolencia los perdió. Era el caso que andábamos
demasiadamente apretados en los dos bergantines, tanta era la muche­
dumbre: doscientos o más españoles, veinte negros y cien piezas de ser­
vicio, no contando las gentes de las piraguas que vienen en nuestro
seguimiento y que por fuerza deberán de subir a los navios desque cai­
gamos en el mar. Visto esto me resuelvo en dejar en algún paraje a
las cien piezas de servicio, o por mejor decir, a los indios que desde el
astillero de Santa Cruz de Capocóvar nos acompañan, ya encontrarán
el modo de avenirse y entenderse con sus hermanos de raza que estas
regiones pueblan. Muy de mañana se acercan a mí los soldados Juan
Palomo y Pedro Gutiérrez, vienen a rogarme que revoque lo que he orde­
nado, alegan que los indios antropófagos de estos bosques habrán de
comerse sin dilación a nuestras desvalidas piezas de servicio, secretéame
Mandràgora que no los mueve la caridad cristiana sino el pesar de perder
la compañía de dos indias retozonas y preñadas que con ellos duermen
y les hacen placer, replicóles yo a los querellantes que el cuento de los
antropófagos es sólo charlatana invención, dígoles además que echarnos
al mar con gente de sobras podría conducirnos al naufragio y ahogamiento de todos, Juan Palomo y Pedro Gutiérrez se retiran resignados
mas al anochecer pónense a murmurar dichos amenazadores: “Lope de
Aguirre ha matado a muchos de nuestros amigos y agora nos deja aquí
nuestro servicio; hagamos lo que se ha de hacer”. Lo que se ha de hacer
es darles garrote a ambos. Juan Palomo con el cordel al cuello propóne-
me que le mude la sentencia de su muerte por la de dejarlo en tierra
junto con las piezas de servicio, él se obligará a doctrinarlas en la fe de
Cristo, la pura verdad es que nunca antes mostró vocación de ermitaño,
tan sólo desea y quiere quedarse cabalgando a su india a campo abierto,
sus fingimientos no lo salvan del garrote justiciero.
Otro que entregó su alma al Señor en estos días (éste sin ninguna
intercesión mía) fue el desventurado padre Portillo, el pobre cura venía
agonizando ha muchos meses sin atreverse a dar el último suspiro, ha­
blaba únicamente en desvarios y muy escasas palabras para acordarse de
los cuatro mil pesos que le robó el gobernador Ursúa y de cómo el dicho
Gobernador lo trajo forzado y lloriqueando en esta jornada, el cadáver
del padre Portillo es un mísero fardel de pellejo y huesos, amargo desen­
gaño sufrieron los peces cuando lo echamos al río.
Si alguna otra muerte sucedió en esta derrota del Marañón fue la de
un indio a quien habíamos hecho cautivo en una guazábara, el soldado
Gonzalo Cerrato le arrebató una de sus flechas y le preguntó por señas
si era venenosa, respondióle el prisionero también por señas que no lo
era, entonces el Cerrato le hizo con la punta de la flecha un rasguño
en la pierna izquierda del cual manó sangre, el indio impasible no dijo
palabra ni hizo gestos, a la mañana siguiente lo hallaron emponzoñado
y muerto por su propia flecha, Lope de Aguirre dice y afirma que no
le place matar indios como tenía de costumbre García de Arce, Lope de
Aguirre añade que le place mucho menos matar negros como lo hizo
en Panamá el vanaglorioso Pedro. de Ursúa, en lugar de matar a los
negros les concederé a todos su libertad el mismo día de mi victoria, cosa
más digna de ser contada es matar capitanes españoles que son malos y
serviles vasallos tuyos, rey Felipe a quien Dios guarde.
De súbito la serena anchura del Marañón comenzó a erizarse de peque­
ñas islas grandes islas dos mil islas distintas, estremecióse el cielo sacu­
dido por tempestades profundas truenos retumbantes relámpagos cegado­
res, las aguas bajaron tanto en su descendimiento que los bergantines
estuvieron a dos dedos de encallar en los lechos de arena, ¡oíd marañones!, de lo lejos viene subiendo el oleaje desmesurado de la creciente,
fabulosas montañas de agua salobre remontan la corriente del río se
adentran en su dulce inmensidad, los bergantines giran locamente dan
consigo en las aguas de perdidos canales, las piraguas son lanzadas a
gran altura caen luego y se hunden en un caos de furiosas espumas, las
islas recién brotadas desaparecen bajo el embate del mar, pues es el mar
quien acude a la pelea resistido a dejarse penetrar por el río poderoso
y violento, el estruendo del encuentro resuena en los abismos verdes de
la selva apaga los chillidos de cien mil pájaros acalla los gritos de
los remeros a quienes el torbellino de las aguas sepulta, repónese el
río de la descomunal acometida doblega la muralla que lo ataja prosigue
su ruta hacia el mar que es su morir, aquel claro universo cimbrado por
el filo del aire es el mar, aquel bramido de tigres contra el acantilado
es el mar, aquella infinita alfombra azul extendida ante los pies de Dios
es el mar, el “Santiago” y el “Victoria” caen en el seno luminoso del mar
océano, un pequeño y viejo soldado cojo y chamuscado se empina sobre
el puente del “Santiago” y ordena con terrible voz: ¡Tomad el rumbo
de la Margarita!, luego se llega paso a paso hasta la proa del navio y allí
el viento le despeina las mechas blancas, se enfrenta a las soledades y
grita: ¡Yo soy Lope de Aguirre el Peregrino!, ¡Yo soy la ira de Dios!,
¡Yo soy el fuerte caudillo de los invencibles marañones!, ¡Yo soy el Prín­
cipe de la Libertad!
LOPE DE AGUIRRE EL PEREGRINO
Tras diez y siete días de navegación marina los bergantines de Lope de
Aguirre divisaron las costas de la Margarita en veinte días del mes de
julio de mil quinientos sesenta y un años, hasta ese instante el tiempo
había sido suave y bondadoso para con ellos, ya cerca de la isla los embis­
tió un temporal que separó a un bergantín del otro en forma tal que
se perdieron entre sí de vista. Es posible que Lope de Aguirre se privara
de acercarse a Pueblo de la Mar, porque era éste el único lugar fortifica­
do de aquella tierra; o tal vez la causa estuvo en la desmaña de los
pilotos Juan Gómez y Juan de Valladares que no eran otra cosa sino un
calafaterò y un marinero elevados a estos oficios; lo cierto fue que ambos
bergantines vinieron a dar fondo allá lejos, en la parte superior de la
isla, y no en las playas del sur que eran las más propicias al rumbo
que traían.
El “Santiago” se abrió paso por entre olas embravecidas y echó el án­
cora en una región que los indios guaiqueríes llaman Paraguache. La
playa de Paraguache es una ensenada azul cercada de cerros verdes de
escasa altura, no muy lejos canta un gallo, ¡un gallo! grita la niña Elvira,
hacía muchos meses que aquellos peregrinos no escuchaban el canto fa­
miliar de un gallo.
El “Victoria”, bajo el mando del maese de campo Martín Pérez de
Sarrondo toma puerto en la Banda del Norte, más arriba de Paraguache,
doblando un cabo si se sigue la ruta del mar, a dos leguas apenas si se
va por tierra. La noticia del aparecimiento de las dos extrañas naves corrió
de casa en casa por toda la Margarita. El cura Pedro de Contreras juraba
y perjuraba que eran piratas saqueadores de casas y violadores de muje­
res, ¡Dios las ampare!, mas una piragua de indios que se avecinó al
borde mismo del “Santiago” avizoró que se trataba de honrados navegan­
tes españoles mandados por un anciano cojo y abatido. Lope de Aguirre,
para quien la artimaña y el disimulo eran las armas más eficaces en la
guerra, había escondido sus soldados bajo cubierta como también las lan­
zas y arcabuces, sólo se ofrecían a la vista sobre el puente las mujeres
y los enfermos. Después de los indios llegaron hasta el costado del navio
dos vecinos blancos de Paraguache, uno de ellos muy parlero que se
decía Gaspar Rodríguez subió a bordo, Lope de Aguirre lo acogió con
extrema cortesía, le relató elocuentemente la tristísima historia que había
inventado. Somos los restos de una jornada que se partió del Perú a
poblar pueblos en servicio del Rey. Nuestro general y cabeza, el muy
valeroso don Pedro de Ursúa, murió de calenturas en el inclemente río
de las Amazonas. Después de esta desdicha los soldados me aclamaron
a mí, Lope de Aguirre, por su caudillo y guía para que los condujese a
buen puerto. Venimos muertos de hambre, fatigas y enfermedades, que
ya no podemos tenernos en pie. Antes de proseguir nuestra ruta hacia
Nombre de Dios habernos menester de vituallas y medicinas que paga­
remos a buen precio, pues desde el Perú traemos nuestros dinero y per­
tenencias que no son pocas. Permítame vuestra merced que le haga regalo
de esta capa de grana con pasamanos de oro, y de este anillo engastado
en esmeraldas, y de esta copa de plata labrada en Potosí.
Gaspar Rodríguez volvió a tierra maravillado y se dio a pregonar la
magnificencia de los maltrechos peruleros, los vecinos movidos por la ca­
ridad los unos y por la codicia los otros bajaban por las laderas cargados
de ricas provisiones: carneros recién degollados, gallinas muertas y des­
plumadas, sacos de maíz y yuca, cestos de frutas, tinajas de vino, no
parecían otra cosa sino piadosos pastores camino de Belén.
El teniente de gobernador Juan Sarmiento de Villandrando había venido
a este mundo alumbrado por el signo de la felicidad. Aún le faltaban
seis meses para cumplir los treinta años y ya había conquistado para
sí la primera autoridad de la Margarita, sin más esfuerzo que el muy
dulce de haberse casado con la nieta del oidor Marcelo Villalobos, amigo
entrañable del rey Carlos V. El dicho augusto emperador le había hecho
a Villalobos donación escrita de la isla de la perlas, de por vida y con
el privilegio de poder transmitirla a sus descendientes. Así por herencia
la recibió la hija del dicho oidor Villalobos, doña Aldonza Manrique,
quien a su vez la ofreció como espléndido regalo de bodas el día en que
su hija Marcela y este don Juan Sarmiento de Villandrando contrajeron
amoroso matrimonio.
Se casaron hace tres meses y ya doña Marcela anda preñadita, tendrá
un hijo varón que será hasta el fin de sus días el gobernador más gallardo
y prudente que la Margarita conociera en toda su historia, en tan risueño
porvenir piensa el teniente de gobernador tendido en una hamaca blanca
que cuelga entre dos árboles de cotoperí, de repente llegan a la Villa del
Espíritu Santo dos labriegos del Norte portadores de una insólita noticia,
don Juan de Villandrando vislumbra la coyuntura que tanto lo desvelaba:
la de dejar de ser el esposo de doña Marcela Villalobos a secas para con­
vertirse por añadidura en poderoso dueño de incontables riquezas.
— Ha dado fondo un bergantín en Paraguache y otro en la Banda
Norte, a bordo de los dichos navios vienen más de cien hombres ham­
brientos y desvalidos, salieron de Perú por mandato del Virrey y atrave­
saron los ríos más grandes del universo, suplican la ayuda de Vuestra
Excelencia, seguidamente proseguirán su viaje, dicen haber descubierto
el tesoro de los Omaguas que es más rico que el mismísimo Dorado,
traen cofres atestados de plata y oro.
Don Juan de Villandrando saltó de la hamaca e hizo llamar con apre­
mio al alcalde Manuel Rodríguez de Silva, al regidor Andrés de Sala­
manca y al alguacil mayor Cosme de León, para decidir entre ellos el
modo más caritativo de socorrer a los desdichados peregrinos. Esa misma
noche hicieron ensillar sus caballos, el gobernador Villandrando subió
en uno blanco llamado Lucero que era su cabalgadura más preciada, y
tomaron todos el camino del Norte ansiosos de llegar a las playas del
Paraguache junto con las primeras luces del alba.
Al pasar los caseríos se les aparejaron unos cuantos vecinos y curiosos,
cuando bajaron hacia los arenales del mar ya más de veinte personas for­
maban la caravana, Lope de Aguirre había desembarcado del “Santiago”
para recibirlos acatadoramente, besó la mano del gobernador e hincó ro­
dilla en tierra de modo que la reverencia pareciese obediente y humilde.
— Alzaos — dijo con su natural gentileza don Juan de Villandran­
do— que ya sé que sois el caudillo de esta jornada y con el respeto que
tal condición se merece os habremos de tratar. Dispuestos estamos a brin­
daros toda la asistencia y auxilio que necesitéis.
— Agradeceremos hasta la hora de la muerte las mercedes que nos
ofrecéis — respondió Lope de Aguirre, en tanto sus soldados ayudaban a
los recién llegados a apearse de sus caballos, y luego íbanse a atar las
bestias a los árboles menos cercanos.
Continuó hablando Lope de Aguirre con tanta labia que cautivó toda
la estimación del joven gobernador, le pintó con vivos colores el río
Marañón y los prodigiosos tesoros de los Omaguas que habían descubier­
to, acabó su discurso pidiéndole licencia para que sus soldados bajaran
a tierra sin despojarse de sus arcabuces y lanzones con el objeto de hacer
algunas ferias con los señores vecinos, se avino gustosamente el Gober­
nador con su demanda, entonces Lope de Aguirre subió de nuevo al
“Santiago” a llevar la grata novedad, al cabo de un momento aparecieron
sobre la cubierta todos los soldados que andaban escondidos en las bode­
gas, surgieron de súbito vestidos con sus cotas y empuñando sus armas,
una gran salva de arcabuces espantó a los alcatraces e hizo latir más de
prisa el corazón del Gobernador y los de sus acompañantes.
Lope de Aguirre bajó nuevamente del navio, ahora venía seguido de
cincuenta marañones bien armados, no habló con el tono melifluo de
antes sino de esta manera:
— Señores, nosotros hemos venido desde el Perú y volveremos al Perú
para hacer la guerra, y de paso os digo que no llevamos los pensamientos
de servir al Rey, pues el rey de España es un hombre como cualquiera
de nosotros, con menos títulos y esfuerzos de los que nosotros hemos
conquistado. Y dado que no confiamos en vuestras mercedes, ni tenemos
motivo alguno para confiar, os ordenamos que dejéis las armas y seáis
presos hasta tanto adquiramos honradamente el aviamento que habernos
menester para proseguir nuestra empresa.
— ¿Qué es esto? — gritó el Gobernador despavorido. Jamás sus oídos
habían sido afrentados por un lenguaje tan sacrilego, le punzaban las
costillas cinco puntas de agujas, le apuntaban a la cabeza un par de
arcabuces, otro tanto les sucedía a sus compañeros, todos sin excepción
entregaron con mucha diligencia sus armas, Diego de Tirado montó de
un salto sobre el brioso alazán que había sido del alcalde Rodríguez de
Silva, asimismo apañaron dos yeguas rucias el vasco Roberto de Zozaya
y el mestizo Francisco Carrión, Lope de Aguirre montó sin apurarse sobre
el caballo blanco del Gobernador, nunca había llevado Lucero sobre
sus lomos un jinete más diestro y endiablado que aquél.
¡Cuán diferente de la placentera ida fue la doliente vuelta del gober­
nador Villandrando a su Villa del Espíritu Santo! El general Lope de
Aguirre ofrecióse hidalgamente a llevarlo en las ancas de Lucero, el
Gobernador rechazó ofendido este convite que tomó por vejamen, lo re­
chazó durante la primera legua de camino, a la mitad de la segunda legua
comenzaron a hinchársele los pies y a quemarse su arrogancia bajo el
sol, ahí convino con subir a las ancas del caballo aunque procurando no
acercarse demasiado al jinete cuyo roce le causaba esquiva repugnancia,
en tan desairada imagen lo vio entrar su atribulada doña Marcelita a la
ciudad capital.
El maese de campo Martín Pérez de Sarrondo, que se había juntado
a la gente de Lope de Aguirre en saliendo éste de Paraguache, se pone
ahora a la frente de los hombres de a caballo que al atardecer del veinte
y dos de julio, día de la Magdalena, entran triunfantes y vencedores a
la Villa del Espíritu Santo, disparan al aire sus arcabuces y gritan ante
los vecinos que se asoman a sus puertas enmudecidos y pasmados de
asombro. ¡Viva el Príncipe Lope de Aguirre, caudillo de los invencibles
marañones! ¡Viva la libertad!
Las prevenciones que hizo Lope de Aguirre al apoderarse del gobierno
de la Margarita, no fueron tan desatinadas ni tan crueles como le han
contado a vuestra merced. La primera de ellas fue encerrar al goberna­
dor Villandrando y a los otros prisioneros en el fortín del Pueblo de
Mar, centinela de piedra que desafiaba al viento con sus saeteras y la
torre almenada que lo coronaba. Los presos sin grillos ni cadenas se pasea­
ban libremente por el patio, y al cabo de tres días se permitió a todos
que volvieran a sus casas.
Con el buen propósito de borrar todo símbolo y vestigio del dominio
imperial sobre la isla, Lope de Aguirre, mandó destruir a hachazos el
rollo de madera donde en nombre del Rey se ahorcaba a la gente en la
plaza del pueblo, hizo luego despedazar las puertas del aposento donde
se hallaba la caja real, confiscó las monedas de oro y quemó los libros
con las cuentas reales que dentro de esta caja estaban, quemó también
los registros y memoriales, la historia de la isla volvía a comenzar.
Tomando providencia para preservarse contra desórdenes y motines,
Lope de Aguirre echó el siguiente bando: “Manda el Excelentísimo Señor
Lope de Aguirre, la Ira de Dios, Príncipe de la libertad y del reino de
Tierra Firme y de Chile, con las demás provincias que se incluyen de
una tierra a la otra, y grande y fuerte caudillo de los marañones, que
todas las personas, vecinos y moradores, estantes y habitantes en la isla,
traigan luego ante Su Excelencia todas las armas que tuvieren, ofensivas
y defensivas, so pena de muerte, y so la misma pena se recojan al pueblo
todas las personas que estuvieren en el campo, y las que no estuvieren
en él no salgan fuera sin su licencia y mandado, porque así conviene a
su servicio”. Y ese mismo día hizo amarrar en una ensenada todas las
canoas, piraguas y otros barcos pequeños que en aquellas costas navega­
ban, y los guardó con gran vigilancia para impedir que alguno los usara
llevando a Tierra Firme noticias de lo que estaba sucediendo en la
Margarita.
Con el fin de acrecentar el número de sus marañones con gente brava
y bien dispuesta, Lope de Aguirre hizo discursos y multiplicó razones
convidando a los hombres del lugar a seguir sus banderas. No quería
soldados a la fuerza sino voluntarios que lo acompañasen hasta el Perú
en la guerra que haría para castigar a los malvados oidores y regidores.
El fruto de estos afanes fue que más de cincuenta vecinos, mayormente
jóvenes aunque había tres que pasaban de cuarenta años, se alistaron en
el bando de Lope de Aguirre que para ellos era el partido de la libertad.
Desvelándose en asegurar el abastecimiento de su ejército, Lope de
Aguirre obligó a los habitantes ricos de la isla a aportar ganados y
vituallas para el sustento de su gente; les impuso a los dichos ricos el
tributo de hospedar en sus casas a los soldados marañones; y que pusieran
por inventario todos sus vinos y comidas y los guardasen en depósito.
Puesto que los lugareños que trabajaban en los hatos y sembrados eran
continuamente embaucados por gobernantes y mercaderes, mandó Lope
de Aguirre alzar los precios que se les pagaban por sus piezas y faenas;
fue obligatorio comprar por tres reales los pollos que antes costaban
dos, y por seis reales los carneros que antes vendíanse a cuatro; y también
las vacas y terneras, el maíz y los frutos fueron mejorados en sus precios
en la misma proporción.
Lope de Aguirre, por último, se esforzó por defender la integridad de
las mujeres honradas. Desde doña Marcela, la esposa del Gobernador,
hasta las no menos virtuosas consortes del criado Juan Rodríguez y del
carpintero Pedro Pérez, todas ellas fueron hospedadas decorosamente en
la misma casa donde vivía la niña Elvira, la hija del caudillo. Lope
de Aguirre no vacilaba en aplicar la pena de muerte si algún soldado se
atrevía a poner la mano (contra la voluntad de la víctima) sobre el cuer­
po de una mujer honrada.
Por tan varias razones hemos dicho más arriba que el gobierno de
Lope de Aguirre en la isla de la Margarita no fue tan salvaje ni tan
desatinado como lo han contado a vuestra merced los frailes vengativos
y los malos cronistas \
Lo que acaeció luego no lo esperaba yo ni tampoco vuestra merced, Lope
de Aguirre fue abandonado y vendido por el amigo en quien había pues­
to mayor confianza y fe, de ahí adelante se hizo mucho más lóbrega e
incrédula el alma del caudillo. Pedro de Munguía había sido mi más
1 El novelista, que ha escrito todos sus libros anteriores nutriéndose de experien­
cias propias y de testimonios ajenos, se vio enfrentado en esta oportunidad a un
obstáculo cuasi insalvable: no existía sobre la faz de la tierra un solo superviviente
del siglo xvi a quién interrogar. El novelista se sometió a la humillación de hus­
mear en bibliotecas y archivos, a contrapelo de sus técnicas de trabajo y de sus
propensiones personales. Acerca de este infortunado Lope de Aguirre, a quien el
novelista eligió como protagonista de su historia, se han escrito centenares de volú­
menes que fue imprescindible leer, analizar y acotar. Con hasta entonces desco­
nocida paciencia, el novelista consultó las obras de ciento ochenta y ocho autores
diferentes (no tan diferentes puesto que suelen copiarse casi literalmente los unos
de los otros), entre cronistas de Indias, memorialistas, historiadores, ensayistas,
psiquiatras, moralistas, narradores, poetas, dramaturgos, etc., que en alguna forma
se ocuparon de Lope de Aguirre, sus aventuras y su muerte. No aparece al final
de este libro la lista completa de sus ciento ochenta y ocho antecesores porque
es precepto universal que los novelistas no estamos obligados a rendir cuentas a
nadie de nuestras bibliografías.
Lo que sí desea el novelista poner de relieve es la implacable inquina con que
casi la totalidad de esos escritores consultados han tratado en sus páginas al cau­
dillo marañón. Basta tomar de acá y de acullá algunos de los conceptos emitidos
por ellos, en sus diversas épocas y en sus encontrados géneros literarios, para
apreciar la magnitud del rencor que la figura de Lope de Aguirre despierta en sus
plumas:
“hombre sin religión y sin ley que obedece a una voluntad inexorable y a ins­
tintos de hiena”;
“tirano tan cruel como jamás este mundo vio”;
“cauteloso, vano, fementido y engañador; pocas veces se halló que dijese verdad;
y nunca guardó palabra que diese”;
“no era un ente humano sino un agente del infierno";
“vicioso, lujurioso, glotón, mal cristiano, y aun hereje luterano, o peor”;
allegado compañero, mi hermano en las dichas y desdichas desde tiempos
muy lejanos, desde aquel nunca olvidado alzamiento de don Sebastián
de Castilla en los Charcas, juntos anduvimos a matar al general Pedro
Hiñojosa, juntos obtuvimos perdones con condición de que saliéramos a
combatir la rebeldía de Francisco Hernández Girón, juntos nos hallába­
mos en la batalla de Chuquinga donde yo fui herido en una pierna y
quedóme cojo para siempre, juntos nos volvimos a las soledades del Cuz­
co, juntos nos partimos en la jornada de Pedro de Ursúa que iba a con“no hay ningún vicio que en su persona no se hallase”;
“jaguaresco, neurótico, blasfemo, ateo, cruel, desenfrenado”;
“ser desequilibrado, y sanguinario que sólo merece el oprobio que por siglos ha
venido sufriendo”;
“felino astuto y carnicero que celadamente hace sus presas”;
“traidor que jamás dijo bien de Dios ni de sus santos ni de hombre humano ni
de amigo ni de enemigo ni de sí propio”;
“su ánima y su cuerpo durarán perpetuamente en las penas infernales”;
“de nada se dolía, siempre con un furor luciferino que toda piedad aborrecía”;
“sólo por entretenimiento y contentamiento mataba hombres sin ninguna ocasión
ni culpa”;
“más que Nerón y Herodes inclemente”;
“era el más mal hombre que de Judas acá hubo”;
“su vida fue un tejido de atrocidades inauditas que la pluma se resiste a escribir
y a creer el entendimiento”;
“sus palabras, su trato, su gobierno, eran a semejanza del infierno”;
“si la pluma pudiera expresar todos sus desafueros no hubiera corazón para
sufrir crueldades, ni ojos para llorar lágrimas, tales fueron los insultos, robos
y atrocidades que cometió aquella fiera”;
“eterna la memoria de su bárbara impiedad, acreditándose de fiera entre los
hombres”;
“exponente nítido de la perturbación mental”;
“no se puede siquiera llamar cruel a aquel pequeño homúnculo, cojo y enclen­
que, ya que preso su ser por los diablos de la vesania, era absolutamente irres­
ponsable de sus actos”;
“astuto e intrigante hasta la falsedad, impulsivo y cruel hasta la ferocidad”;
“perverso tirano, gran traidor, cuando no tuvo a quién matar mató a su propia
hija”.
Es suficiente. Los biógrafos e interpretadores de Lope de Aguirre se han conju­
rado para acumular sobre su memoria tal arsenal de improperios que han ganado
el pleito de convertirlo en prototipo máximo de la iniquidad humana.
Hubo, sin embargo, un notable escritor, político y guerrero del siglo x ix , que no
vio a Lope de Aguirre como un simple matador de gentes sino que lo juzgó esen­
cialmente como un precursor de la independencia americana. Ese ensalzador de
las ideas de Lope de Aguirre se llamaba Simón Bolívar y es conocido por nosotros
los venezolanos bajo el sobrenombre de El Libertador.
Simón Bolívar aludió en varias ocasiones a la osadía del caudillo de los maraño­
nes, mas no precisamente para condenarla como vesania criminal sino para exaltarla
como insurrección irreductible contra la corona española. El Libertador ordenó a
uno de sus edecanes, en la tarde del 18 de septiembre de 1821, que copiase ínte­
gramente la carta de desafío que Lope de Aguirre escribió a Felipe II desde Vene­
zuela en 1561, y que dicha carta fuese publicada de inmediato en el periódico
El Correo Nacional de Maracaibo, dirigido por el doctor Mariano Talavera, perio­
dista clerical que ofuscado por sus prejuicios se atrevió a desobedecer las órdenes
del general Bolívar, o al menos así se deduce de los hechos ya que en las reedicio­
nes de El Correo Nacional no aparece en ningún sitio la famosa carta. Se ha en­
contrado sí, en los archivos de la época, una comunicación del coronel Francisco
Delgado, comandante general e intendente de los ejércitos de la República de
quistar el tesoro de los Omaguas, juntos afrontamos los terribles sucesos
que en el río Marañón nos trajo nuestro destino. Te nombré por capitán
de mi guardia luego que hube depuesto de ese oficio a Nicolás de Zozaya
que en otro tiempo pretendió y nunca pudo llegar a ser amante de doña
Inés de Atienza. ¿En quién sino en ti, Pedro de Munguía, podía pensar
yo, Lope de Aguirre, puesto en el trance de confiar a alguien el más
secreto y principal de los encargos?
Tres naturales de la isla, que agora sirven con prontitud vigilante en
el campo de los marañones, se llegaron a la fortaleza y dieron a Lope
de Aguirre novedades extraordinarias:
— Por estos mares andan navegando dos navios a los cuales Vuestra
Excelencia podría echar mano con grandísima facilidad. El primero de
ellos pertenece al mercader Gaspar Plazuela, a quien Vuestra Excelencia
ha puesto en prisión pues se negaba a revelar el sitio donde había escon­
dido su barco. Por un milagro de la Virgen del Valle nosotros supimos
que el dicho barco se oculta disimulado en una ensenada, media legua
al norte de Punta de Piedra.
— ¿Y el otro? — dijo Lope de Aguirre.
— El otro navio se acomoda divinamente a los propósitos y trazas de
Vuestra Excelencia. Es un barco artillado con cañón y versos, y de buen
andar, que al presente hállase surto en la costa de Maracapana, lugar
éste que es tierra firme aunque bastante ahí cerca pues en pasando la
salina de Araya se topa. Este otro navio navega bajo el mando y gobier­
no militar del fraile Francisco Montesinos, hijo del diablo, Provincial
de la Orden de Santo Domingo, quien salió de la Margarita dispuesto a
convertir en cristianos a los indios de la Guayana, y de Maracapana no
ha pasado todavía. El fraile tiene treinta hombres consigo que de poco
le valdrán pues anda desprevenido y sin vislumbres de guerra.
¡Un navio armado de cañones y versos y defendido por un fraile! Era
todo cuanto Lope de Aguirre ansiaba y requería. Los dos bergantines
que hasta la Margarita lo habían traído, arribaron a esta isla tan rotos
y maltratados que él los hizo desbaratar y quemar. Ahora sólo le era
Colombia, fechada el 29 de septiembre de 1821, en Maracaibo, por medio de la
cual le notifica al Ministro de la Guerra que ha recibido la copia de la carta de
Aguirre enviada por el general Bolívar y que ha dado el mandato de su publicación.
El Libertador calificaba el documento de desnaturalización de España, firmado por
Aguirre y sus marañones en la selva amazónica, como "el acta primera de la inde­
pendencia de América”.
Más todavía, Lope de Aguirre. Por una afortunada determinación de la historia,
otro hijo de fieles vasallos vascongados como tú, emprenderá dentro de doscientos
cincuenta y ocho años la misma ruta que tú llevabas cuando te mataron en Barquisimeto y te cortaron la cabeza. No eras tan loco, Lope de Aguirre, como te han
juzgado tus infamadores. Simón Bolívar, tal como tú lo soñabas, cruzará las cum­
bres de los Andes al frente de sus soldados rebeldes e intrépidos, vencerá una y
otra vez a los ejércitos reales en las llanuras del Nuevo Reino de Granada, prose­
guirá su jornada triunfante hasta el Perú y, tal como tú lo soñabas, arrojará para
siempre de las Indias a los gobernadores y ministros del rey español, que ya no
se llamará Felipe II sino Fernando VII. ( Nota del novelista').
hacedero disponer de tres barcos pequeños que había quitado con mano
armada a los negociantes de la isla, y otro mediano que era del goberna­
dor Villandrando y que aún los carpinteros no habían acabado de fabri­
car. ¡Un navio proveído de cañones, defendido por un fraile y ancorado
a pocas leguas de este lugar! Lope de Aguirre hizo llamar al instante a
Pedro de Munguía.
— Alista bajo tu mando a veinte soldados bien escogidos y lleva de
baquiano al negro Alfonso de Niebla, que es fiel servidor y conoce la
región. Anda primeramente a Punta de Piedra, dale asalto al barco de
Gaspar Plazuela y envíame toda la mercancía del dicho barco con el
portugués Custodio Hernández, que irá contigo. Sigue tu camino con el
resto de los hombres hasta Maracapana, donde hallarás el navio del
fraile provincial. No intentes guerra sino válete de maña y ligereza para
engañar a esos mentecatos y apoderarte del navio, cuéntales la historia
portentosa de nuestras aventuras en el río de las Amazonas, háblales de
los indios antropófagos y de las mujeres de tres tetas y de las bacinicas
de oro del príncipe Quarica, mata sin contemplaciones al fraile Mon­
tesinos en cuanto éste se descuide, lo demás será cosa regocijada y sen­
cilla, echa al mar el cadáver del fraile y torna sin dilación al puerto de
Mompatare con el navio artillado en tu poder. ¡Anda presto, Munguía!
Pedro de Munguía escogió los veinte hombres, en primer término el
jerezano Rodrigo Gutiérrez que era su compadre. Partieron de Pueblo
de la Mar, con rumbo al norgüeste, en una inmensa piragua donde
podrían caber treinta y cinco hombres, si era menester. Los seis mari­
neros que guardaban el barco de Gaspar Plazuela en Punta de Piedra
se rindieron en oyendo el trueno de veinte arcabuces. Pedro de Mun­
guía ocupó el barco, y le envió en piraguas a Lope de Aguirre lo que
contenía la bodega, que eran unas cuantas arrobas de pescado salado
y tortas de cazabe. La traición vino después.
— Mi grande amigo y compadre Rodrigo Gutiérrez — dijo Pedro
de Munguía a media voz, estaban solos sentados en la popa, el sol co­
menzaba a alumbrar las aguas quietas, ya el barco de Gaspar Plazuela
que los llevaba había puesto la proa en Maracapana— , he pensado mu­
chas veces que esta nuestra aventura en servicio de Lope de Aguirre no
tiene otra salida sino el fracaso y la muerte. Ningún tirano que en las
Indias se ha levantado en contra del Rey ha dejado de fenecer en horca
o garrote, así fuese poderoso como Pizarro, feroz como Carvajal o gene­
roso como Hernández Girón.
— Tienes razón de sobra — respondió a poco rato Rodrigo Gutiérrez
sin alzar los ojos, pues siempre los llevaba mirando al suelo.
Aquel consentimiento le bastaba a Pedro de Munguía para pasar ade­
lante en su perfidia. Habló del asunto a los soldados Antón Pérez y
Andrés Díaz y éstos se mostraron bien dispuestos a hacer cuanto se les
mandara, tal vez olieron la ocasión de salvar sus vidas que ya nada valían.
Si el alférez Juan Martín, a quien Lope de Aguirre había dado la enco­
mienda de matar por su propia mano al fraile Montesinos, intentare hacer
resistencia, no habría otro recurso que aquietarlo a puñaladas.
Ninguno opuso su voluntad a la infamia de Pedro de Munguía, ni
siquiera el alférez Juan Martín. Se arrimaron a la costa de Maracapana
alzando banderas blancas, tal como Lope de Aguirre les había aconsejado,
mas no para mudar luego la fingida amistad en acometida, sino para
pasarse con gran desenfado al bando del rey Felipe. Para prueba de sin­
ceridad y sumisión entregaron todos sus arcabuces, cotas y espadas, a
un fraile dominico llamado Alvaro de Castro que se orinaba los hábitos
de tanto susto que tenía. Y cuando se apareció el Provincial en persona
le hicieron entera relación de la jornada emprendida en el Perú por el
gobernador Pedro de Ursúa, y del alzamiento de Lope de Aguirre en
Machifaro, y de las muertes que se sucedieron luego, echándole la culpa
de toda esa sangre a la maldad del caudillo marañón, Pedro de Mun­
guía no cesaba de llamar a Lope de Aguirre el cruel tirano, cien veces
el cruel tirano.
Inquietóse sobremanera el Provincial al escuchar las espantables no­
ticias que Pedro de Munguía y sus secuaces le daban, un calosfrío de
sobresalto sacudió a Maracapana, más de cien hombres armados de arca­
buces y picas subieron al navio artillado del Provincial, iban a rescatar
la Margarita de las garras de aquella horrenda fiera aunque los san­
grientos crímenes que relataba Pedro de Munguía eran como para helarle
el corazón al más pintado.
Lope de Aguirre por su parte imaginóse al principio que la tardanza
de Pedro de Munguía debíase a que éste había sido apresado y ahorcado
por la gente del Provincial. Tal fe tenía en la lealtad de su capitán de
la guardia que ninguna sospecha le vino al pensamiento. Para mayor
desgracia, el chismoso Mandràgora, su demonio familiar, se había sepul­
tado en un silencio de piedra. Lope de Aguirre juntó a sus capitanes y
les habló con gran ira y coraje:
— Si llegare a hacerse verdad que mi fiel capitán y amigo Pedro de
Munguía ha sido muerto por las manos perversas de este fraile indigno,
juro ante vosotros que me lo tendrán de pagar todos los curas del uni­
verso, pues la sangre de cien monasterios vale menos que la de un solda­
do marañón. A ti Francisco Montesinos, fraile criminal y bujarrón, te
buscaré y te encontraré dondequiera que te escondas para desollarte vivo
y hacer un tambor de tu asqueroso pellejo.
Mas aquel riguroso dolor que le causaba la supuesta muerte de Pedro
de Munguía trocóse en luciferina rabia cuando el baquiano negro Al­
fonso de Niebla, el único de los diez y seis enviados que rehusó de que­
darse en el bando del rey de Castilla, alcanzó a escapar en Maracapana
en una canoa y llegó a la fortaleza con funestas novedades:
— El capitán de la guardia Pedro de Munguía se ha pasado al servicio
de Su Majestad, el navio del padre provincial navega hacia este Norte y
no a rendirse a Vuestra Excelencia sino a hacerle despiadada guerra, trae
bombas de fuego y cañones y doscientos arcabuceros, Pedro de Munguía
convertido en soplón y ayudante del fraile viene con ellos.
¡El capitán de la guardia Pedro de Munguía se ha pasado al servicio
de Su Majestad! Jamás había sentido en mi pecho golpe tan recio, ni
cuando doscientos azotes injustos me desollaron las espaldas en la plaza
de Potosí, ni cuando me derribaron medio muerto en la batalla de Chuquinga, ni cuando la adversidad me obligó a matar a doña Inés de Atienza
tan hermosa. El capitán de la guardia Pedro de Munguía se ha pasado al
servicio de Su Majestad y su traición significa que en manos de mis
enemigos se hallan agora todos mis designios e intenciones, que ya no
podré asaltar de improviso a Nombre de Dios, tomar la provincia de Pana­
má, hacer parte de nuestras tropas a los negros cimarrones, formar un
ejército de tres mil hombres, apresar galeras y cañones, caer sobre el
Perú con una grande e invencible flota, abatir al rey de España con el
estandarte de la libertad, todo paró en humo y sueño. Maldito seas tú,
Mandràgora hideputa, que no me diste aviso de su traición, que te lleva­
rás mi alma a los infiernos el día de mi muerte mas a quien en este
tiempo de perfidias te arrojo de mi cuerpo, torpe demonio a quien abo­
mino y escupo. Haré correr la sangre por los valles de la Margarita, la
sangre de tus frailes disolutos y de tus ministros malvados, rey Felipe,
ningún infortunio alcanzará a quebrantar mi ánimo de rebelde hasta la
muerte, no importa que me desamparen y me vendan todos mis capita­
nes, mis marañones, mis hijos.
Por vez primera lo vio la niña Elvira tan fuera de juicio, por vez pri­
mera lo vio tan anciano, no era el fuerte caudillo de los marañones, no
era el príncipe de la libertad, era solamente un viejo loco e infeliz aquel
que daba voces confusas en el patio de la fortaleza. La niña Elvira se
le acercó entonces y le dijo estas inauditas palabras: “Padre mío, bésame”.
Lope de Aguirre tomó posesión de la Margarita durante cuarenta días
y en este tiempo mandó hacer veinte y cinco muertes que han sido con­
denadas y vituperadas por letrados y romancistas. En la cuenta que le
llevan sus enemigos aparecen las dichas muertes numeradas de esta
manera:
1.
Muerte de Diego de Balcázar.
Momentos antes de lanzar el áncora en las aguas de Paraguache, el
cruel tirano dio orden de que le fuese dado garrote al capitán Diego de
Balcázar, el cual atroz mandato fue cumplido por dos negros llamados
Francisco y Jorge que hacían el papel de
— La sumisión y arrodillamiento del Diego de Balcázar ante monar­
cas y oidores era cosa repugnante — dice Lope de Aguirre. — En la
ciudad de los Reyes jugaba a los naipes con el virrey Hurtado de Men­
doza, él mismo hacía alarde de este servil privilegio. No me caerá jamás
de la memoria aquel su destemplado gesto cuando a continuación de la
muerte del gobernador Ursúa fuera nombrado el dicho Diego de Balcá­
zar para justicia mayor del real y entonces él respondió con voz pública:
“La vara la tomo en nombre del rey Felipe, nuestro señor, y no de
otro”. Intenté yo de castigar al poco tiempo aquel improperio, mas el
villano escapó de mi justicia metiéndose bajo los faldones del príncipe
Fernando y dando voces con gran desenfado, ¡Viva el Rey!, ¡Viva el
Rey! Frente a la costa de la Margarita le llegó finalmente su última
hora que para nosotros fue la de no seguir llevando vivo y contra su vo­
luntad en nuestro bando a este empedernido lameculos del rey español.
2.
Muerte de Gonzalo Guiral de Fuentes.
Apenas había acabado de expirar Diego de Balcázar, mandó el cruel
tirano que también le diesen garrote a otro oficial del campo llamado
Gonzalo Guiral de Fuentes, el cual había sido muy grandísimo amigo
del príncipe don Fernando, y no obstante esto previno en cierta circuns­
tancia a Lope de Aguirre de la celada que se tramaba contra él para
matarlo. De nada le valió agora que hiciera memoria deste servicio, ni
tampoco le concedieron la confesión que pidió cumpungido antes de
morir; partióse la cuerda en su garganta y hubieron de rematarlo a pu­
ñaladas, y echaron su
— A fe mía — dice Lope de Aguirre— que este Gonzalo Guiral fue
ciertamente uno de los que acudieron a revelarme la conjura que el prín­
cipe don Fernando y sus difuntos capitanes preparaban para consumir
mi vida. La traición contenta pero el traidor enfada, así dice el refrán.
Estando recibiendo su sentencia Gonzalo Guiral pierde la color y me
reprocha mi pecado de ingratitud. Sucede, le contesto, que se te adivina
en los ojos el ánimo de hacerme traición en favor de otro al igual que
le hiciste traición a don Fernando en favor mío. Cuanto a la cuerda,
yo le juro a vuestra merced que se rompió porque el Guiral de Fuentes
púsose a forcejear en vez de resignarse a morir como un soldado.
3.
Muerte de Sancho Pizarro.
Aquella misma tarde de su llegada a Paraguache, envió el cruel tirano
a un soldado de su campo, llamado Martín Rodríguez, a que fuese por
tierra y guiado por un indio guaiquerí hasta la Banda Norte, donde
había dado fondo el bergantín de Martín Pérez de Sarrondo. El dicho
soldado Martín Rodríguez llevaba consigo un sumario recado que decía
así: “Venga sin tardanza vuestra merced a juntarse con nosotros y ocú­
pese por el camino de dar muerte al capitán Sancho Pizarro”. El san­
guinario maese de campo Martín Pérez de Sarrondo ejecutó con suma
complacencia y agrado las órdenes que había recibido. Tras bajar a
tierra se apartó de la playa con cinco hombres, y en un montecillo le
quitaron la vida a Sancho Pizarro, dándole muchas puñaladas y agujazos,
tal como el cruel tirano había
— A aquel maldito Sancho Pizarro — dice Lope de Aguirre— lo lle­
vaba yo clavado en la conciencia desde el principio de nuestra jornada.
Considere vuestra merced que el dicho Sancho Pizarro era oficial estima­
do y querido del general Pedro de Ursúa y de Juan Alonso de La Ban­
dera, y que ambos le confiaban las misiones más aventuradas, Sancho
Pizarro era un trujillano astuto que sabía disfrazar sus intenciones, San­
cho Pizarro era un bellaco alacranado que en un trance mortal no habría
vacilado en vaciar la carga de su arcabuz sobre el pecho de su enemigo,
¡plugúe a Dios que ese enemigo no se llame Lope de Aguirre!, era obliga­
ción ganarle de mano para impedir que tamaña desgracia sucediera.
4.
M uerte de Alonso Enriquez de Orellana.
A los dos días que el cruel tirano desembarcó en la Margarita, dio
orden de ahorcar en la plaza de la Villa del Espíritu Santo al capitán
de munición Alonso Enríquez de Orellana porque le dijeron que el dicho
Orellana habíase emborrachado la noche de la llegada y puéstose a dar
voces para festejar la victoria. Este castigo se ejecutó a medianoche, sin
permitirle al reo que alegara cosa alguna en su defensa ni concederle la
confesión que piadosamente
— Bajo la vigilancia y mando del capitán Alonso Enríquez de Orella­
na se hallaban los pertrechos y la artillería de nuestro campo — dice Lope
de Aguirre. — Sepa y entienda vuestra merced que el mismo día de nues­
tra entrada a la Villa del Espíritu Santo, sin conocerse aún todavía si
quedaban en la isla secuaces del gobernador que se aprestaran a hacernos
guerra para libertarlo, el dicho capitán Alonso Enríquez de Orellana
abandonó su puesto en la fortaleza y se metió en una taberna del lugar
a beber vino hasta que lo trajeron al real desmayado y sin sentido. El
negro Hernando Mandinga, que ayudó a cargarlo en andas y que nunca
jamás dice mentiras ni se vale de calumnias, testifica que Enríquez de
Orellana en medio de su embriaguez amenazaba que se quería amotinar,
bravatas que también oyó el bachiller Gonzalo de Zúñiga y se las calló.
Hice ahorcar sin dilación al escandaloso capitán de municiones Alonso
Enríquez de Orellana y me aproveché de la coyuntura para alzar hasta
este oficio al más fiel de mis amigos, Antón Llamoso, el cual pese a su
singular lealtad no había pasado de sargento.
5 y 6.
Muertes de Juan de Villatoro y Pedro Sánchez del Castillo.
Dos días después huyéronse del campo del cruel tirano cinco soldados
llamados Gonzalo de Zúñiga, Francisco Vásquez, Pedrarias de Almesto,
Juan de Villatoro y Pedro Sánchez del Castillo. El general Lope de Aguirre,
que rugía y bramaba con furor de tigre, hizo llamar al gobernador Villandrando y a los alcaldes, y los amenazó que si no aparecían los fugi­
tivos los mataría a ellos. El Gobernador afligido y los alcaldes espantados
dieron orden de escudriñar las casas y montañas de la isla hasta que
fueran apresados los cinco marañones escapados, y tanta fue su diligen­
cia que al cabo hallaron a Castillo y Villatoro y los trajeron encadenados,
y antes se había rendido voluntariamente Pedrarias de Almesto que tenía
una herida larga en un pie, en tanto que Zúñiga y Vázquez jamás fueron
encontrados. El cruel tirano hizo ahorcar en un mismo árbol a Castillo
y Villatoro, y le perdonó la vida inesperadamente a Pedrarias de
—
¡Malditos sean todos los bachilleres de la tierra! — dice Lope de
Aguirre. — Bachilleres son el Vázquez, el Zúñiga y el Pedrarias, y fue­
ron ellos los únicos que salieron con vida de este episodio. Vuestra mer­
ced sabe perfectamente que siempre se han perdido las guerras rebeldes
en el Nuevo Mundo porque los cobardes y perjuros se pasan al campo
del Rey. El cordobés Juan de Villatoro y Pedro Sánchez del Castillo, que
era de Badajoz, fueron ahorcados la misma noche de su prendimiento,
y a Pedradas de Almesto lo eximí del castigo por una causa que después
diré o que quizá no diga nunca.
7.
Muerte de Joanes de Iturriaga.
Al décimo día de haber entrado el cruel tirano a la Margarita se
determinó de matar al capitán Joanes de Iturriaga, el cual hasta ahí había
sido su amigo y paisano muy querido, y demás desto era respetado de
todo el campo en virtud de sus dotes del alma. Hallábase el capitán
Iturriaga cenando y brindando en compañía de otros varios marañones,
cuando entró al aposento el maese de campo Martín Pérez de Sarrondo,
seguido de diez ayudantes suyos, y entre todos le dieron muerte a arcabuzazos, diciendo que lo hacían por orden que llevaban del general Lope
de Aguirre. La mañana que siguió a esta noche pareció pesarle al cruel
tirano su criminal acción pues celebróle al capitán Joanes de Iturriaga
un entierro con gran pompa, y el padre Pedro de Contreras cantó solem­
nemente el oficio de
— De esta muerte y de ninguna otra siento arrepentimiento — dice
Lope de Aguirre. — Entiendo agora que la culpa de mi yerro la tuvo
la perversidad de Martín Pérez de Sarrondo, mi maese de campo, a
quien llenaba de envidia la afición que toda la gente le mostraba al
bravo capitán vascongado Joanes de Iturriaga. En este tiempo yo deses­
peraba viendo la tardanza de Pedro de Munguía que habíase partido a
apoderarse del navio del provincial Montesinos y tanto se tardaba en
llegar que yo comencé a temer que jamás volvería a verlo. En mal
hora vino el maese de campo a soplarme insidias, y yo que andaba ciego
de ira las creí todas. Cuando reparé en mi desatino ya no había tiempo
de volver atrás. Sólo me sirvió de algún alivio el hacerle al capitán Joa­
nes de Iturriaga un enterramiento digno de sus nobles condiciones. La
procesión fúnebre partió de la fortaleza, se detuvo más de una hora en
la iglesia y concluyó en el cementerio. Adelante iba la cruz alzada soste­
nida por frailes y chantres, y a lomo de muía cuatro atabaleros golpeando
apagadamente los timbales, seguidos de cajas y tambores de parches des­
templados, en medio de todos iba yo Lope de Aguirre triste y enlutado,
las banderas se arrastraban por el suelo en señal de duelo, las campanas
de la iglesia doblaban en tristísimo son, las trompetas y chirimías se des­
garraban en lamentos funerales, los altares se hallaban cubiertos de ne­
gros crespones, requiem aeternam cantaba el padre Contreras, mas
ya el capitán Joanes de Iturriaga estaba muerto y no alcanzaba a percibir
las glorias y honores que se le rendían.
8,
9, 10, 11 y 12. Muertes de Juan de Villandrando, Manuel Ro­
dríguez de Silva, Cosme de León, Pedro de Cáceres y Juan Rodríguez.
Hallábase el cruel tirano aún desencajado por el coraje en que lo puso
la huida de Pedro de Munguía, y su furor se acrecentaba ante la vecindad
del navio del Provincial, que lo habían visto a una legua de Punta de
Piedra, con cien arcabuceros y una nube de indios flecheros a bordo,
sin contar los cañones y los versos. Primero de ir a combatirlos, el cruel
tirano hizo ejecutar penas de muerte en las personas del gobernador Juan
de Villandrando, el alcalde Manuel Rodríguez de Silva, el alguacil mayor
Cosme de León, el regidor Pedro de Cáceres y el criado Juan Rodríguez,
a quienes mantenía prisioneros dentro de la fortaleza de Pueblo de la
Mar. Un día lunes los hizo subir de sus calabozos oscuros y subterráneos,
sin que les fueran quitados los grillos que llevaban puestos, y les dio la
palabra de respetar y cuidar sus vidas: “Estad confiados, señores, que
aunque el fraile Montesinos traiga consigo el ejército más grande del
Nuevo Mundo, y se combatiese conmigo, y en la batalla muriesen todos
mis compañeros, os aseguro que ninguno de vosotros peligrará ni morirá
por ello”. Se aquietaron bastante los ánimos de los prisioneros conforta­
dos por estas promesas, mas el pérfido tirano jamás pensó cumplirlas.
Apenas acababan de ser llevados de nuevo los presos a sus celdas cuando
entró tras ellos aquel inhumano Francisco Carrión que diera espantosa
muerte a doña Inés de Atienza en la selva marañona; luego al punto
bajaron la escalera dos negros armados de siniestros cordeles y cuatro
soldados con las espadas sacadas; Francisco Carrión dijo a los infelices
cautivos que se encomendaran a Dios pues iban a morir y tiempo no
quedaba para llamar al padre confesor; querellóse amargamente el gober­
nador Villandrando alegando que el general Lope de Aguirre les había
jurado momentos antes bajo fe y palabra que ampararía sus vidas; se
lamentaron con ayes lastimeros los otros cuatro desventurados; mas el
malvado Francisco Carrión cerró los oídos a sus razones y mandó a los
negros que les dieran garrote uno a uno, primero al gobernador que era
el más mozo, luego al alcalde Manuel Rodríguez, seguidamente al algua­
cil mayor Cosme de León, después al criado Juan Rodríguez y por último
al regidor Pedro de Cáceres que por ser tullido y manco daba gran lástima
matarlo. En enterándose el cruel tirano de que su sentencia había tenido
cumplimiento, recibió gran contento e hizo enterrar los cinco cuerpos
difuntos en dos hoyos que fueron cavados en un rincón de la fortaleza.
Mas antes de darles sepultura, juntó a todos sus soldados en torno de
la estera donde estaban tendidos los mortales despojos y les hizo este
horrendo discurso: “¡Mirad, marañones, lo que habéis hecho! Allende
los males y los daños pasados que hicisteis en el río Marañón matando
a vuestro gobernador Pedro de Ursúa y a su teniente Juan de "Vargas y
a otros muchos, alzando y jurando por Príncipe a don Fernando de Guzmán y firmándolo de vuestros nombres, agora habéis muerto también en
esta isla al gobernador delta y a los alcaldes y justicia, jvedlos, aquí están l
Por tanto cada uno de vosotros mire por sí y pelee por su vida, que en
ninguna parte del mundo podéis vivir seguros sin mi compañía, habiendo
cometido tantos delitos. Y no diga ninguno yo no lo hice, ni yo no lo vi,
que un hombre solo soy, y nada dello hubiera podido hacer si no fuese
por vuestro favor y"
— Jamás había sido contada una historia usando tan luengas mentiras
y falsedades como esa que vuestra merced acaba de escuchar — dice Lope
de Aguirre. — Con aquel gobernador Villandrando y sus alcaldes me
extremé una y otra vez en serles benigno; a poco de haberlos hecho presos
les di la libertad; les permití que volvieran a sus casas y les pedí que me
asistieran en el buen gobierno de la isla, amistad que ellos juraron y
prometieron. ¡Ay!, al cabo de tres días vinieron mis espías a darme
noticia que el Gobernador y sus alcaldes me estaban tratando con bella­
quería; les había ordenado que prendieran y guardaran las piraguas de
los indios aruacas que venían a la isla a hacer contrataciones; el gober­
nador Villandrando y su alguacil mayor Cosme de León, en lugar de
acatar mi voluntad, aconsejaban a los aruacas que se huyeran a sus casas
con sus piraguas y sus cuentos; entonces volví a ponerlos a todos en
prisión y a echarles grillos. Después de esto les di otra vez palabra de
conservar sus vidas, sí, cierto, mas llegóse a mí luego el soldado por­
tugués Gonzalo de Hernández y me reveló nuevas alevosías de aquellos
truhanes; el Gobernador y sus compañeros no habían apaciguado sus
ímpetus en la cárcel, ¡válgales el diablo! permitíanse enviar mensajeros
al navio del fraile Montesinos: “baje vuestra merced a tierra a combatirse
con estos tiranos y destruirlos”, le decían en un escrito. Mudóse al punto
mi paciencia en cólera, y puse en manos del capitán Francisco Carrión
la misión de aplicarles justicia, pues la mía no es una fiesta con ramos
y flores sino una guerra a muerte con el rey de España y sus ministros.
La sola parte verdadera de esa historia que oyó vuestra merced es aquella
donde cuenta que yo junté a mis soldados cerca de los cadáveres de los
cinco agarrotados, y les dije que ya ningún marañón podría volverse
atrás ni pasarse al campo del enemigo, pues nunca jamás alcanzarían
perdón para sus delitos que eran igualmente míos. El destino de sus
vidas aunque vivan mil años es pelear a mi lado hasta la hora de sus
muertes.
13 .
M uerte de Martín Pérez de Sarrondo.
Tras haber agarrotado al Gobernador y a sus alcaldes y justicias, par­
tióse el cruel tirano a Punta de Piedra, en compañía de ochenta y cinco
arcabuceros, con ansias de hacerle batalla y vencer al fraile Montesi­
nos, y aprisionar vivo a Pedro de Munguía para darle cruel muerte.
Dejó como principal y cabeza de la Villa del Espíritu Santo al maese
de campo Martín Pérez de Sarrondo, el cual celebró esa misma noche
una fiesta memorable. Fueron asadas a campo abierto tres terneras gor­
das, pasaron por los gaznates de la gente varias arrobas de vino, tocaron
sin parar las trompetas y los atabales, se cantaron coplillas indecentes
que aludían a las nalgas del fraile provincial. El cruel tirano no halló
ni rastros del dicho fraile en las aguas de Punta de Piedra pues ya el
navio de éste había alzado velas y puesto la proa para Pueblo de la
Mar (se buscaban ambos a dos sin encontrarse); desando entonces Lope
de Aguirre con gran prisa el camino andado y tornóse a la Villa del
Espíritu Santo, donde ninguno lo esperaba tan presto. En los alrededo­
res del poblado se topó con el capitán de infantería Cristóbal García el
cual le llevaba nuevas harto ingratas: su maese de campo Martín Pérez
de Sarrondo se había valido de la fiesta y del vino para hablar extrañas
palabras que descubrían obscuras ambiciones; dijo que en Francia no se
castigaban los delitos y culpas cometidos en contra de España; dijo que
si llegase a faltar por alguna circunstancia el viejo Lope de Aguirre ahí
estaba él Martín Pérez de Sarrondo para hacer de general y caudillo de
los marañones; Cristóbal García entendió que el maese de campo maqui­
naba una revuelta para matar a Lope de Aguirre y huirse a Francia
con los navios. Cristóbal García era un simple calafate a quien Lope
de Aguirre había alzado a capitán, a Lope de Aguirre le debía todo lo
que era, por esto vino a prevenirlo del peligro. En oyéndolo el cruel
tirano se determinó de matar a Martín Pérez de Sarrondo, y en llegando
a la fortaleza mandó acudir al maese de campo a su presencia; le pidió
a un soldado de poca edad llamado Nicolás de Chávez que en cuanto
el convocado cruzase la puerta le disparase su arcabuz contra la espalda,
y el mozo se mostró orgulloso de hacerlo. El disparo de Nicolás de Chá­
vez no alcanzó a matar de un todo al maese de campo aunque le dio
una peligrosa y mala herida que lo hizo caer bañado en sangre, mas
aquel villano que era duro de cuerpo se levantó dando alaridos que
retumbaban cual bramidos de bestia endemoniada, y corrió enloquecido
por la cámara manchando de sangre y entrañas el suelo y las paredes.
A la postre tres oficiales del tirano lo acometieron a estocadas y puña­
ladas, y aun así se negaba a morir el que tantas muertes cargaba en
la conciencia, y pedía confesión el que a ningún moribundo se la había
concedido, y fue finalmente el mozo Nicolás de Chávez quien le dio la
última puñalada y le segó la garganta con su
— Mil muertes como esa y muchas más merecía Martín Pérez de
Sarrondo — dice Lope de Aguirre. — Jamás habría alcanzado el perdón
del Rey, jamás alcanzará el perdón de Dios en el otro mundo; quiso ha­
cerme una asquerosa traición que de nada le habría valido ante el Rey
ni ante Dios; ¡vive el cielo! que desean y buscan mi desgracia aquellos
hombres que yo creía más fieles por haberlos premiado y amparado, mi
capitán de la guardia Pedro de Munguía, mi maese de campo Martín
Pérez de Sarrondo; agora espero la traición de Antón Llamoso que me
la anuncia el corazón y la verán mis ojos, ¿también vos, Antón Llamoso,
queréis matar a vuestro hermano, queréis menoscabar la honra de vues­
tro padre?
Esto último lo dijo Lope de Aguirre con voz levantada y mirando a
la cara de Antón Llamoso que se hallaba presente. Fue como si un
rayo abrasador hubiese caído del cielo y ardido la rústica razón de Antón
Llamoso. Con ojos desencanjados se hincó de rodillas ante el cadáver
destrozado del maese de campo y de este modo respondió a los denuestos
de su caudillo:
— Insigne general Lope de Aguirre, príncipe de la libertad, hermano
y padre mío, juro por los huesos de todos mis abuelos que jamás me ha
venido al pensamiento la vil idea de desconocer tu autoridad. Encima
del nombre de Dios y de los santos pongo yo tu venerado nombre, padre
mío. Maldito sea por siempre y en el infierno se queme por todos los
siglos el ánima de este infame Martín Pérez de Sarrondo que contra ti
tejía traiciones y crímenes. ¡He de beberle la sangre, he de mascarle los
sesos y el corazón!
Y
juntando a su discurso la espantosa acción se abalanzó sobre el cuer­
po muerto, sorbió con sus labios la sangre que corría de la garganta
acuchillada, chupó con sus labios los sesos que brotaban de la cabe­
za rota.
— ¡Basta ya! — gritó Lope de Aguirre.
14.
Muerte de Martín Díaz de Almendáriz.
El cruel tirano llevaba en su compañía a un caballero de nombre
Martín Díaz de Almendáriz, primo hermano del finado gobernador Pe­
dro de Ursúa, al cual le había perdonado la vida y lo guardaba en el
campo en son de preso. Por último diole licencia de quedarse libre­
mente en la Margarita, si así lo deseaba, cuando los navios rebeldes
dejasen la isla para proseguir su aventura. Mas de repente el cruel tirano
mudó en mala su buena intención y envió a Francisco Carrión con cua­
tro verdugos, los cuales fueron a la estancia donde se hospedaba Martín
Díaz de Almendáriz y le dieron
— Martín Díaz de Almendáriz no podía ser amigo mío — dice Lope
de Aguirre— , pues entre él y yo corría la sangre de su primo muerto.
Vuestra merced debe saber que no es de buen general dejar enemigos a
sus espaldas. Por las cuales razones lo hice matar.
15 y 1 6 .
Muerte de Juan de Sanjuán y Alonso Paredes de Rivera.
El navio del fraile Montesinos dio vueltas y revueltas en torno de la
Margarita, amenazando unas veces que desembarcaría sus arcabuceros
a hacer batalla, procurando otras ofrecer refugio a aquellos soldados que
el tirano trajera consigo a regañadientes y tuviesen la tentación de aban­
donarlo. En uno desos vaivenes fueron descubiertos los soldados marañones Juan de Sanjuán y Alonso Paredes de Rivera, que escondidos esta­
ban entre los cardonales de una playa. El cruel tirano los acusó de andar
buscando la ocasión de huirse al navio del Provincial y los mandó ahorcar
en el rollo de la
—¿Qué otra cosa ha de hacerse con aquellos que intentan pasarse al
bando enemigo? —dice Lope de Aguirre. —¿Lo sabe acaso vuestra
merced?
17 y 18.
M uertes de Jaime D om ínguez y M iguel de Loaiza.
De los doce amotinadores que en la remota tierra de Machifaro fue­
ron a matar al gobernador don Pedro de Ursúa solamente tres o cuatro
quedan con vida, mi difunta Inés de Atienza. Uno dellos es Alonso de
Villena, que ayer fuera maestresala del príncipe don Fernando y hoy es
alférez general del cruel tirano y participante de todas sus maldades y
delitos. Alonso de Villena comienza a adivinar perdida la temeraria em­
presa de Lope de Aguirre, Alonso de Villena intenta fabricar un descargo
para defenderse mañana de las justicias reales, Alonso de Villena hace
salir el rumor de que está trazando un alzamiento contra el tirano, claro
está que van a buscarlo los negros agarrotadores, mas ya Alonso de
Villena ha saltado las bardas del corral y escapado a lugar seguro. No
alcanzó el cruel tirano a hacer escarmiento en la cabeza de Alonso de
Villena; hubo de consolarse echando mano a dos de sus allegados; el
primero llamado Jaime Domínguez pereció de siete puñaladas que le dio
Juan de Aguirre, mayordomo y familiar del tirano; el segundo se decía
Miguel de Loaiza y los cordedes de los negros le arrancaron la
—Tras las traiciones de Pedro de Munguía y Martín Pérez de Sarrondo se han sucedido otras en el campo, tal como el corazón me lo
anunciaba —dice Lope de Aguirre. —No sé si habrá llegado ya a oídos
de vuestra merced la noticia de cómo el capitán Pedro Alonso Galeas
me pidió prestado un brioso caballo que había sido del gobernador
Villandrando, de cómo yo incautamente se lo presté, y de cómo él se
valió de maña y disimulo para fingir que la bestia habíase desbocado,
así desapareció de mi vista, llegó a una playa, y fugóse a Tierra Firme
en una piragua que los indios guaiqueríes le habían preparado. Agora es
este hideputa Alonso de Villena el que se huye de la ciudad dejando en
los cuernos del toro a sus camaradas de conjura. Muchas traiciones más
están escritas en las estrellas; tal vez me hallaré solo y desamparado en
el trance de mi agonía; mas mi mano no cesará un instante de combatir
con los poderosos y de castigar a los infames, lo juro ante Dios nuestro
Señor.
19.
M uerte d e Ana de Rojas.
La más inhumana entre todas las muertes que hizo el cruel tirano en
la Margarita fue, ¡ay Dios!, la de doña Ana de Rojas, bellísima y principal
señora de la Villa del Espíritu Santo, a quien los poetas han de llamar
“resplandor de lumbre clara”. Un vecino insidioso fue a contarle al
tirano que el amotinador Alonso de Villena, antes de ponerse en fuga
frecuentaba la casa de la dicha dama, y que en la sala se fraguaban los
propósitos de matarlo, y que doña Ana asistía a las conversaciones y les
daba su beneplácito. La matrona fue encerrada al instante en prisión,
y como hiciera resistencia a que le echaran grillos pues la afrentaba que
los carceleros le vieran y tocaran sus hermosas piernas, el cruel tirano
indignado ordenó que la sacaran a darle garrote. No se conmovió el
corazón endiablado de Lope de Aguirre ante los ruegos del padre Contreras y de varias señoras de gran calidad que fueron a suplicarle cle­
mencia. Doña Ana de Rojas fue ahorcada en el rollo de la plaza y luego
de su muerte los arcabuceros hicieron puntería sobre el lindo cadáver
que se estremecía movido por el viento del
—Era de cierto muy bella la doña Ana de Rojas con sus rubios cabe­
llos y sus ojos azules, aunque nunca tanto como lo fuera doña Inés de
Atienza, ¡válgame Dios! — dice Lope de Aguirre. —Este malvado que­
rubín había determinado de matarme porque se sentía una nueva Judit,
según ella confesó al pie de la horca, y veía en mi persona la de un
Holofernes abominable que sojuzgaba a su patria. Movida por sus ne­
fastas intenciones convidóme doña Ana a comer en su casa y brindóme
allí unos pasteles de muy deliciosa apariencia en cuyo seno había puesto
ponzoña bastante para exterminar a un ejército, como sin duda alguna
hubiera perecido yo de no haber tenido aviso a tiempo (por medio de
dos de sus esclavos negros) de la celada que la tierna y quebradiza dama
me había tendido. Cuanto a esa historia de los arcabuzazos que dispararon
mis marañones sobre el cadáver de doña Ana de Rojas, créame vuestra
merced que es pura invención de mis enemigos los frailes para hacerme
aparecer delante del mundo como más fiero y perverso de lo que en verdad
soy. Jamás hubiera permitido yo que se desperdiciara pólvora y pelotas
tirando sobre el cadáver desarmado de una mujer.
20 y 21.
M uertes de Diego G óm ez de A m puero y fray Francisco de
Salamanca.
Sepultada ya doña Ana en el cementerio del lugar, supo el cruel tirano
que el marido de la bella ahorcada, un caballero principal llamado Diego
Gómez de Ampuero, lloraba desconsoladamente la pérdida de su dama.
El dicho Diego Gómez de Ampuero, en razón de estar viejo y demasiado
enfermo, ha mucho tiempo que sus escasas fuerzas no le permitían gozar
el cuerpo de su esposa, aunque veíase que no malgastó los tiempos pa­
sados pues consiguió engendrar ocho hijos en el vientre della. Hallábase
agora Diego Gómez de Ampuero en una estancia que está media legua
de la ciudad, recobrando su salud ya que para lo otro no había esperanza
de remedio, cuando se enteró el cruel tirano de las lágrimas que sin
parar derramaba el viudo por la muerte de su mujer, y se resolvió en
consolarlo dando cuenta de su vida. Para el caso envió a un tal Bartolomé
Sánchez Paniagua, barrachel del campo, el cual era un sevillano de tan
malas entrañas que antes de venirse a las Indias usaba de robar niños
cristianos en los cortijos de Andalucía para vendérselos luego a los
moros. Este bárbaro verdugo llegóse a la cercana estancia en compañía
de dos alguaciles y le notificó a Diego Gómez de Ampuero que venía a
ejecutar la comisión de matarlo, a lo cual respondió el caballero: “Fene­
cida la vida de doña Ana, a mí no me hace placer alguno el vivir”, y
suplicó que le dieran licencia para llamar a un cura que le tomase con­
fesión. Consintió Paniagua que viniese al sitio el fraile Francisco de
Salamanca, de la Orden de Santo Domingo, y sin más ni más les hizo
dar garrote a ambos, primero al penitente y luego al confesor, no obstante
que sólo tenía autoridad de Lope de Aguirre para torcer un
—Nuestro barrachel Bartolomé Sánchez Paniagua tornó a la fortaleza
sumido en temerosa confusión pues habíase excedido en el cumplimiento
de mis órdenes —dice Lope de Aguirre. —General Aguirre, díjome, ven­
go a pedirle a Vuestra Excelencia perdón de la muerte de este fraile que
no entraba en cuenta, mas el insensato me miraba a la cara con enco­
nados ojos, como si yo fuese Satanás en persona. No te entristezcas por el
mal sucedido mi buen Paniagua, le respondí, mas si deseas alcanzar
agora mi completa indulgencia debes andarte en busca de otro fraile de
la misma Orden, llamado éste Francisco de Tordesillas, el cual por cierto
me confesó anteayer viernes y se negó groseramente a darme la absolu­
ción. Y hazlo presto, Paniagua, para que tu diligencia permita subir al
cielo a los dos monjes, juntos y en dichosa fraternidad.
22.
M uerte de fray Francisco de Tordesillas.
Llegóse el barrachel Bartolomé Sánchez Paniagua a dar muerte a Fray
Francisco de Tordesillas, de la orden de Santo Domingo, y lo halló re­
zando de rodillas delante el altar de la muy milagrosa Virgen del Valle.
El taimado Paniagua lo sacó de la iglesia para excusarse del sacrilegio y
lo llevó a empujones hasta una casa vecina. El virtuoso ministro del
Señor entendió que había llegado al último trance de su vida; se arrojó
al suelo boca abajo y ahí tendido y con los labios pegados a la tierra rezó
el salmo Miserere Mei, el Credo, el Pater Noster y otras devociones; y
habría seguido rezando hasta el amanecer si no le advierten los verdugos
que ya eran excesivas sus rogativas y que debía disponerse a morir, y
manos a labor lo levantaron del suelo y le echaron el cordel al cuello
para darle garrote. Suplicó entonces el santo fraile a los dichos verdugos
que le diesen la muerte más cruel y dolorosa que pudiesen pues suspiraba
por ofrecer ofrenda de su sacrificio a la misericordia de Dios, y purificar
su alma desa manera. Concederé con tu demanda, díjole el perverso
Paniagua, y le echó el lazo por la boca haciéndole torcer el garrote por
detrás, con lo cual lo bañaron en sangre y le desfiguraron los labios y
todo el rostro. Mas viendo que el infeliz mártir tardábase demasiado en
morir, le volvieron el cordel a la garganta y lo hicieron fenecer ahogado
tal como
—Era tan sólo un fraile —dice Lope de Aguirre. —Ante todas cosas
dígole a vuestra merced que acato y mantengo todo lo que predica la
santa madre iglesia de Roma, que tengo entera fe en los mandamientos
de Dios, mas así mismo maldigo y aborrezco a los frailes con toda la
firmeza de mi corazón cristiano, que no es poca. La disolución de los
frailes es tan grande en estas tierras que ninguno dellos, Dios mediante,
alcanzará a librarse de las llamas del infierno. No han venido a las Indias
a salvar almas sino a hacer negocios de mercaderías, a atesorar bienes
temporales sin tasa ni medida, a vender por menos de treinta monedas
los sacramentos de la iglesia, a satisfacer su lujuria en mozas no muy
viejas que encima de eso les sirven de cocineras, a aprovecharse sin paga
ni caridad de los indios que trabajan en sus repartimientos. Estos frailes
que acá en el Nuevo Mundo viven son enemigos de los pobres, ambicio­
sos de mando, glotones y lascivos, avarientos y holgazanes, sodomitas y
envidiosos. Y soberbios, ¡santo Dios!, más soberbios que el mismo Luzbel.
Este fray Francisco de Tordesillas que acaba de morir a manos del barrachel Bartolomé Sánchez Paniagua y que antes de morir hizo alardes de
mártir, era el más soberbio entre todos y el más ruin. ¿Te arrepientes de
haber dado muerte a don Pedro de Ursúa y a otros seres humanos en el
río de las Amazonas?, me preguntó en mitad de mi confesión. Sí me
arrepiento le respondí. ¿Te arrepientes de haberle quitado la vida al
Gobernador desta isla y a sus alcaldes y justicias?, me preguntó luego.
Sí me arrepiento, volví a responderle. ¿Te arrepientes de haberte alzado
y tomado armas contra tu rey natural, el glorioso Felipe de España a
quien Dios guarde?, concluyó. De esto último no me arrepiento ni siento
pesar pues no es pecado, le respondí. Negóme entonces la absolución
diciendo que ante los ojos de Dios la rebeldía contra el Rey era culpa
más horrenda que matar al prójimo. ¡Bien muerto estás, fray Francisco
de Tordesillas!
23.
M uerte de Simón de Somorrostro.
Simón de Somorrostro se llamaba un anciano de edad de cincuenta
años, el cual vino a la fortaleza en la hilera de naturales de la isla que
se alistaron voluntarios en el ejército de los marañones. “Vengo a ser­
virle a Vuestra Excelencia en esta jornada hasta verle señor del Perú
o perder la vida en la demanda”, así dijo Simón de Somorrostro, y el cruel
tirano lo acogió enhorabuena y lo proveyó de lanza, traje y cota de sol­
dado. Mas luego a los cincuenta días, el dicho Simón de Somorrostro
arrepintióse del alocado paso que había dado, y fuese ante Lope de
Aguirre a pedirle licencia de abandonar la milicia y quedarse en su casa
tan igual como antes había vivido. El cruel tirano mandó llamar a sus
negros Francisco y Jorge, y les dijo: “Llevad a este caballero, que dice
estar demasiado cansado y viejo para la guerra, a un lugar seguro donde
la justicia real no pueda hacerle mal, ni los vecinos enojarlo, ni quemarlo
el sol, ni mojarlo la lluvia”. Los dos negros entendieron cabalmente las
maliciosas palabras del cruel tirano, se llevaron consigo a Simón de
Somorrostro, y al primer árbol que toparon lo ahorcaron de sus
—Nadie le había pedido a Simón de Somorrostro, que por cierto no
era tan viejo como él decía, que viniera a servir en nuestra jornada —dice
Lope de Aguirre. —Llegó él por su propia voluntad y pretendió volverse
atrás cuando se lo aconsejó su cobardía. No tengo yo la culpa si prefirió
morir ahorcado a morir combatiendo contra el Rey.
2 4.
M uerte de A na de Chavez.
Por este tiempo, estando ya a punto de partirse para Tierra Firme,
el cruel tirano mandó dar muerte a una desgraciada mujer vecina de la
isla, a quien por nombre decían Ana de Chávez. La acusaron de dar
posada a un soldado que habíase huido de la fortaleza y de no avisar
de lo que era sabedora, y de ayudar al fugitivo a esconderse en donde
nunca lo encontraron. Y aunque la dicha mujer juró por todos los san­
tos del cielo no haber sabido nada de aquella fuga, ni haberla encubierto,
el cruel tirano no le creyó palabra y la hizo colgar del
—La grandísima bruja se hacía llamar Ana de Chávez, María de
Chávez, Isabel de Chávez, mas la gente del lugar la conocía simplemente
por la Chávez y nadie creyó nunca que tuviese un marido autorizado
por la ley cristiana. En toda la Villa del Espíritu Santo se murmuraba
que si hospedaba mozos en su casa no lo hacía para rezar el rosario sino
para refocilarse con ellos. Jamás he tolerado a mis soldados que hagan
fuerza ni deshonra a ninguna mujer, antes las tengo muy a recaudo y
seguras de cualquier mal. A las que son mujeres honradas las honro
mucho, mas a las putas y rameras como aquesta que llamaban la Chávez,
les doy la deshonra y castigo que sus vicios y maldades merecen.
25.
M uerte de Alonso Rodríguez.
Ya toda la gente estaba embarcada en el navio recién acabado, que
había sido del gobernador Villandrando, y en los tres barcos que les ha­
bían sido quitados a los negociantes de la isla, cuando el cruel tirano hizo
su última muerte en la Margarita, ejecutada por cierto en el almirante
Alonso Rodríguez que era muy su amigo bien leal. Solamente quedaban
en la playa del mar el general Lope de Aguirre y seis de sus capitanes;
a la sazón llegóse a ellos el almirante Alonso Rodríguez a advertir que los
navios estaban cargados en exceso y que era menester bajar y dejar en
tierra tres caballos y un macho que el caudillo marañón tenía en mucha
estima. Replicóle el tirano que aquellas bestias habrían de ser útiles y
provechosas en Tierra Firme, a lo cual alegó Alonso Rodríguez, que en
la Borburata hallarían ocasión de coger cuanto ganado necesitasen. Lope
de Aguirre le volvió la espalda y encaminó sus pasos hacia la piragua que
se disponía a llevarlo hasta el bordo del navio, mas el desdichado Alonso
Rodríguez, sin prevenir que en ello le iba la vida, dio alcance al cruel
tirano para aconsejarle agora que se desviase a tierra pues de no hacerlo
lo mojarían las olas. Apenas lo había acabado de escuchar el cruel tirano,
se le nublaron los ojos de ira y le tiró un mandoble con su cortante
espada que le dio en el brazo izquierdo y le abrió las carnes hasta el
hueso. Arrepintióse al instante Lope de Aguirre de su demasía y ordenó
al cirujano que le curase la herida, mas luego consultó consigo mismo
y ordenó a los verdugos que lo acabasen de matar, diciendo que ya aquel
Alonso Rodríguez sería por siempre su enemigo, y que él no estaba
dispuesto a llevar enemigos en su
—Yo estaba viendo como visión fantasmal tendida sobre el mar la
traición de Pedro de Munguía que me cerraba el paso, y en este momento
vino el almirante Alonso Rodríguez a importunarme y contradecirme dos
veces, ¡Dios lo haya perdonado! — dice Lope de Aguirre— . Ultimamente
tengo que decir a vuestra merced que esas veinte y cinco muertes que se
afirma por verdad que yo hice en la Margarita, las cambiaría gustosa­
mente todas por una sola: la tan deseada muerte del traidor Pedro de
Munguía que la voluntad de Dios nunca me permitió gozar.
El navio del fraile Francisco Montesinos trocóse en aparición que ron­
daba en torno de la isla, en cuervo funesto que llevaría a todos los
puertos la revelación de los propósitos de Lope de Aguirre, en demonio
maligno que malograría sus ambiciones de gloria y libertad. ¡Qué no
daría el caudillo de los marañones por vivir la fecha de enfrentarse al
fraile en batalla resolutoria, él podría morir en ella y a esto no le temía
ya que también podría vencer y arrebatarle al Provincial su navio arti­
llado y castigar como era debido la traición de Pedro de Munguía!
Aquella batalla con el maldito clérigo no tuvo efecto jamás. El navio
apareció primeramente en el mar de Punta de Piedra; Lope de Aguirre
corrió a encontrarlo con sesenta hombres de infantería y veinte y cinco
de a caballo, mas ya el navio había zarpado rumbo a Pueblo de la Mar.
A Pueblo de la Mar volvióse Lope de Aguirre a esperarlo; su ciega impa­
ciencia tuvo recompensa viéndolo surgir por el horizonte al romper el
alba de un martes, con banderas del Rey puestas en las gavias, con
flámulas del Rey ornando popa y proa. Lope de Aguirre salió al punto
de la fortaleza con sus ciento cincuenta arcabuceros, diez soldados arras­
traban los cinco falconetes de bronce, la caballería se tendió por la playa
en forma de combate. También empuñaban los hombres de Lope de
Aguirre estandartes y banderas, mas no inflamadas por los colores im­
periales de España sino quemadas por los símbolos rojinegros de la rebe­
lión, dos espadas rojas se cruzaban sobre el tafetán negro, las mujeres
de la isla las habían cosido con fiereza y amor, ahora las tremolaban los
marañones gritando ¡Viva el Príncipe de la Libertad!
No, nunca hubo combate. Los ciento cincuenta arcabuceros de Lope
de Aguirre hicieron una salva a modo de desafío; el fraile echó al agua
cuatro piraguas que al parecer venían a tomar tierra, luego se quedaron
en prudente distancia donde no las alcanzaban las pelotas de los arca­
buces ni la munición de los falconetes; tampoco llegaban a la playa las
balas y clavos que disparaban los versos del navio. De repente el fraile
Montesinos hizo adelantar una piragua con bandera blanca de paz (en su
interior venían veinte tiradores certeros con las mechas de los arcabuces
encendidas), Lope de Aguirre no estaba para tales tretas, no les dio
otra respuesta sino una rociada de pelotas que los hizo retroceder. Des­
pués de esto perdieron una hora los contrarios bandos cambiándose tiros
que se hundían en el agua sin cumplir su destino. Lo cumplían sí las
voces, los improperios, las duras palabras castellanas que no quiebran
huesos:
— ¡Traidores! ¡Iscariotes!
— ¡Cobardes! ¡Faldetas!
— ¡Esclavos del tirano!
— ¡Bujarrones del fraile!
— ¡Hideputas!
— ¡Malparidos!
— ¡Luteranos! ¡Caínes!
— ¡Pedorros! ¡Cornudos!
— ¡Untos de mierda!
— ¡Puercos! ¡Alcahuetes!
— ¡Grandes cabrones!
— ¡Putos! ¡Sorbeletrinas!
— ¡Puñeteros! ¡Capones!
¡Puras palabras sucias! Lope de Aguirre, convencido y persuadido de
que los soldados del Provincial no bajarían nunca a hacerle batalla, y
de que tampoco los suyos podrían subir al navio, se volvió a lo callado
a la fortaleza y allí le dictó al atildado escribano Pedrarias de Almesto
una carta para el “muy magnífico y muy reverendo señor fray Francisco
Montesinos, Provincial”, cuyo hereje y bastardo lenguaje hizo santiguar
muchas veces al piadoso general de la Orden de Santo Domingo:
“Hacemos cuenta que vivim os de gracia, según el río y la m ar y la
ham bre nos han am enazado con la m uerte y ansí, los que vinieren a
pelear contra nosotros, hagan cuenta que vienen a pelear contra los
espíritus de los hombres m u ertos. . . Los soldados de Vuestra Paternidad
nos llaman traidores, débelos castigar que no digan tal cosa, porque
acom eter a don Felipe, P\ey de Castilla, no es sino de generosas y grandes
án im a s. . . A unque tam bién querríamos que todos fuésemos juntos, siendo
Vuestra Paternidad nuestro Patriarca, porque, después de creer en Dios,
él que no es más que otro no vale nada”.
‘‘Cesar o nihil” era la divisa de Lope de Aguirre, y al final de aquella
carta la estampaba otra vez.
Tras recibir la carta del tirano y responderla en forma cortés y razonada
—“le ruego por Dios a vuestra merced que cese de hacer más daños en
la isla y estime la honra de los templos y mujeres”— fray Francisco
Montesinos se resolvió a ir en persona a llevar a la Audiencia de Santo
Domingo la noticia de las ignominias que estaban viéndose en la Mar­
garita. A Santo Domingo llegó con su navio, siempre acompañado de
Pedro de Munguía y ocho de sus acólitos, ya que los otros seis marañones
tránsfugas se quedaron en Maracapana. Tan espeluznantes eran las rela­
ciones del fraile y tanta confianza se tenía en su sinceridad que el presi­
dente Cepeda juntó con urgente prisa a los oidores, la fortaleza se
aprestó a defenderse, la artillería y las municiones fueron sacadas de los
depósitos, en cada barrio se formaron escuadras y batallones. Uno de
los oidores salió en un navio hacia Cabo de la Vela, Santa Marta, Car­
tagena y Nombre de Dios; otro oidor en otro navio tomó el rumbo de las
islas de Puerto Rico, Jamaica y Cuba; llevaban cartas iguales para los
varios gobernadores: “tome aviso Vuestra Excelencia de la presencia en
la isla de Margarita de un monstruo de la naturaleza llamado Lope de
Aguirre que se dispone a hacernos la guerra más perversa y sanguinaria”.
—A Nombre de Dios y a ninguna otra parte se encaminará, porque
es ése su camino para ir al Perú —decía Pedro de Munguía con entera
seguridad.
Nombre de Dios extremó sus prevenciones en forma tal que cualquiera
pensaría que esperaban allí la acometida de la flota de Solimán el Mag­
nífico. Fue nombrado cabeza del ejército defensor el capitán Juan de
Umaña, asistido del capitán Francisco Lozano que acudió desde Veragua
con toda su gente; se fabricaron baluartes con toneles llenos de arena y
piedras atadas con alambres; cuatro piezas de artillería apuntaban hacia
el mar; detrás de cada una de las albarradas se guarecía un capitán con
veinte y cinco soldados bajo su mando; pasaban de seiscientos los hom­
bres de armas que guardaban la ciudad, sin contar ochocientos negros
que llevaban consigo afilados machetes. Al correr de los días, a la luz del
vino y al saltar de los dados, creció la arrogancia de los valentones, “yo
solo me basto para destripar a ese mendigo cojo con pretensiones de
tirano”, “lleno de agujeros te han de ver mis ojos, Lopillo de Agarrapijas”.
Hasta una noche obscurísima en que el capitán Juan de Umaña, impor­
tunado y molesto por aquellas hinchazones que encubrían terrores y
espantos, hizo tocar alarma falsamente: las campanas tañeron a rebato,
veinte arcabuceros dispararon una salva bronca, los durmientes se alzaron
despavoridos de sus lechos, las mujeres gritaban ¡Ave María Purísima!
y ¡Dios me ampare!, más de diez fanfarrones se escondieron en cocinas
y cagaderos, “¡que viene Lope de Aguirre!”, “¡que viene el inhumano
marañón!”, “¡que viene el cruel tirano a darnos garrote!”.
—Lástima grande que Lope de Aguirre no llegara —dijo el capitán
Juan de Umaña.
Volviendo a Santo Domingo vemos que la Audiencia se apresuró a
juntar una armada que saliera a combatir y desbaratar al tirano donde­
quiera que éste se hallase. El almirante de ella sería Juan de Ojeda,
militar a quien le daban renombre de atrevido. Era sin duda una flota
poderosa, compuesta de cuatro navios con hasta mil hombres armados,
amén de las piezas de artillería y la bendición de Dios, y las muy eficaces
cédulas de perdón para los traidores que quisiesen pasarse: “Por la
presente os damos poder y facultad para que en nuestro real nom bre
podáis perdonar y perdonéis a toda la gente y soldados que se pasen a
nuestro servicio, cualesquiera delitos, traiciones y alzam ientos, tiranías y
m uertes hayan com etido en el tiem po que andan debajo las órdenes del
tirano. Yo, el R e y ’.
La pujante armada tardaría varias semanas en hacerse a la mar.
Cuando finalmente y con la ayuda del cielo se lograra su partida, ya el
pobre tirano Lope de Aguirre estaría muerto.
El caudillo marañón viose forzado a mudar sus trazas de guerra. En
desapareciendo por el horizonte el navio del fraile provincial, entendió
con evidencia el rumbo que el dicho navio tomaría. El traidor Pedro de
Munguía le soplará a todos los gobernantes y oidores del Rey mi propósito
de asaltar de improviso a Nombre de Dios y Panamá para emprender
desde allí la conquista del Perú. Todos los puertos de este mar anoche­
cerán y amanecerán con los ojos y las armas alertas, Nombre de Dios
más que ninguno.
—Ya no iremos a Nombre de Dios sino que caeremos sobre la costa
de la Borburata que es la más descuidada —díceles Lope de Aguirre a
Diego Tirado, Roberto de Zozaya y Juan de Aguirre que le escuchan
pasmados de asombro. —Entraremos tierra adentro en la gobernación
de Venezuela, le haremos batalla y lo venceremos y le daremos muerte
al gobernador Collado en el Tocuyo, cruzaremos luego las montañas de
los Andes para pasar al Nuevo Reino de Granada y desbaratar allí a las
huestes del Rey que nos salgan al encuentro, atravesaremos por las partes
de Popayán y Quito hasta llegar vencedores y triunfantes al Perú, y en
el Perú ganaremos al rey de España la batalla definitiva que sellará la
libertad de Chile y los Charcas, de Perú y Quito, de Nueva Granada,
Venezuela y Panamá.
Parecía un lunático aquel hombrecito que anunciaba hazañas tan im­
posibles, mas era el caso que los rudos marañones les daban crédito a
sus sueños.
—Nada temo a los ejércitos del Rey que tiemblan de miedo al oír
nuestros nombres —dice Lope de Aguirre. —Témoles sí a las traiciones,
más dañosas que todas las armas guerreras; a los infames perdones que
el Rey ofrece y mañana quebrantará su palabra, como la quebrantó
cuando hizo ahorcar a Martín Robles, y a Tomás Vázquez, y a Alonso
Díaz, y a Juan de Piedrahíta, y muchos otros. Vosotros, marañones que
vais conmigo y que os desnaturasteis de España y que habéis dado muerte
a varios ministros del Rey, 110 seréis perdonados nunca jamás. ¿Verdad,
hijos míos?
Faltaba poco para que zarparan los barcos de Aguirre cuando vinieron
a decirle que se había aparecido en la isla y en son de guerra un caudillo
mestizo llamado Francisco Fajardo, nacido en la Margarita. El dicho
Francisco Fajardo era hijo del noble caballero español Francisco de Fa­
jardo y de doña Isabel, cacica de cacicas, nieta del cacique Charaima y
prima del cacique Naiguatá. El ilustre padre de Fajardo, siendo teniente
de gobernador de la isla por la disposición de doña Aldonza Manrique,
aprovechóse de su oficio para robar a los indios guaiqueríes, maltratarlos
y venderlos como esclavos. En cuanto a la cacica doña Isabel, tan
enamorada estaba de su marido que jamás se opuso a los excesos que él
cometía contra la gente de la raza de ella.
Tal historia le contaron los vecinos a Lope de Aguirre. También le
contaron que el hijo del gobernador y la cacica (este mismo Francisco
Fajardo que ayer desembarcó en la isla con sesenta españoles y doscien­
tos indios en busca del tirano Aguirre para echarlo o matarlo) se hizo
mozo gallardo y avisado, de florido ingenio y atractiva presencia, valiente
y fuerte a prueba de contrarios, y que todas estas virtudes las puso de
entera voluntad al servicio del rey de España. Comenzó su empresa el
dicho Fajardo muy pacífico y sosegado, iba de un cerro a otro aconse­
jando a los indios que se hicieran vasallos del rey Felipe, hablaba con
elocuencia las lenguas cumanagota y guaiquerí, gracias a sus predicacio­
nes muchos belicosos depusieron sus macanas y se ofrecieron a trabajar
la tierra al lado de los conquistadores. Mas cuando los capitanes blancos
la dieron en humillar y apalear a los naturales, y en violar a las mujeres
indias que se resistían a sus requerimientos, y cuando uno de los caciques
llamado Paisana se alzó contra los violadores y quiso tomar venganza de
sus agravios, entonces el mestizo Francisco Fajardo no dudó en hacer
alianza con los opresores. Su lealtad a la corona llegó a tal extremo que
aprisionó al cacique Paisana, sin parar mientes en la bandera blanca que
éste enarbolaba, y lo ahorcó en una viga junto con diez indios caracas
que lo acompañaban.
Lope de Aguirre se echa a reír ásperamente. Resulta de esta historia
que el bravísimo guerrero Francisco Fajardo, hijo y nieto de caciques
indios, lucha a brazo partido por someter en vasallaje a sus hermanos
de raza. Tal como yo, Lope de Aguirre, soldado vascongado y en mi
prosperidad hijodalgo, me he desnaturado de España para poner mi vida
por la libertad de los que en estas partes de Indias nacieron. Lope de
Aguirre ha dado muerte a no sé cuántos capitanes españoles porque se
negaban a renegar de su Rey; Francisco Fajardo ha dado muerte a no sé
cuántos guerreros indios porque se levantaron contra el yugo real; Lope
de Aguirre y Francisco Fajardo no hemos sido fabricados de la misma
madera, ¿verdad hijos míos?
En pensándolo mejor, Lope de Aguirre le escribió una carta a Fran­
cisco Fajardo rogándole y persuadiéndole que dejase de servir al Rey y
se viniese a confederar con los marañones. “He tenido noticia del brío
y coraje que asisten a vuestra merced y he sabido así mesmo que las
dichas cualidades las usa vuestra merced con la espada en la mano para
defender la causa del Rey vuestro señor, lo cual me conturba y apesara.
Se muestra orgulloso vuestra merced por ser hijo de una cacica india
y dice amar tiernamente a la gente de su raza, ¿mas cómo puede hacerlo
sirviendo a quienes dan esclavitud, tormento y muerte a sus hermanos
de sangre? Los capitanes y ministros del Rey que oprimen estos lugares
de Venezuela alimentan sus perros con entrañas de los indios que se las
sacan vivos, atan sus prisioneros indios a los árboles y luego los queman,
los entierran en la arena hasta el cuello y los dejan morir de sed, los
arrastran amarrados a la cola de un caballo, les asan los pies y manos
con plomo derretido, los descuartizan y empalan con increíble saña,
todo lo cual vio vuestra merced por vista de ojos cuando lo hizo en su
presencia el malvado extremeño Juan Rodríguez Suárez. Yo convido a
vuestra merced a cobijarse bajo nuestra bandera y pelear juntos contra
el rey español, procurando alcanzar la libertad de los indios, de los ne­
gros y de todos los hombres humanos que en estas partes del mundo
viven. Ofrezco con voluntad sincera a vuestra merced la plaza de maese
de campo, pues no he nombrado alguno desde que Martín Pérez de
Sarrondo quiso traicionarme y hube de hacer en él un ejemplar castigo.
Venga vuestra merced a nuestro bando marañón donde le haremos mucha
honra, para ser nuestro maese de campo, y déjese vuestra merced de
seguir dando lustre y provecho a villanos que lo desprecian y envidian
y acechan la hora oportuna de cortarle la cabeza a vuestra merced y con
esta muerte librarse de una persona mestiza que les es odiosa”.
Respondió indignado Francisco Fajardo que no aceptaba ni admitía
ofrecimiento alguno que de manos de un tirano viniese, decía el dicho
Fajardo “de grosero entendimiento es quien dude de la lealtad que le
profeso al Rey nuestro señor”, decía “desafío a vuestra merced, señor
tirano, a que nos veamos solos a pie o a caballo para disputar nuestro
pleito con la lanza en la mano”.
Lope de Aguirre no hizo caso de la bravata del hijo de la cacica.
Encerró sus soldados en el fuerte y los sacó luego por un pasadizo que
daba en la playa del mar, cometió su último delito en la isla que fue el
ya contado de dar muerte al almirante Alonso Rodríguez, se embarcaron
todos en los cuatro navios y tomaron rumbo de la Borburata. Quitando
los que se pasaron al Rey junto con Pedro de Munguía y los que se huye­
ron después, le quedaban a Lope de Aguirre ciento cincuenta marañones.
Además, llevóse consigo doscientos indios e indias de servicio, ocho
esclavos negros, algunos caballos, seis piezas de artillería y todas las
armas y pertrechos que pudo tomar. También se llevó contra su voluntad,
aunque dándole promesa de hacerlo obispo del Perú, al licenciado Pedro
de Contreras, cura y vicario de la Margarita.
Un marino llamado Pedro Barbudo, con grillos echados a los pies, sirve
de piloto en el barco más grande y nuevo, a cuyo bordo va Lope de
Aguirre. Las otras tres naves de la pequeña flota no llevan (el tirano no
les permitió llevar) agujas que las guíen; cuando el sol alumbra siguen
fácilmente la huella del navio de Lope de Aguirre; de noche se encaminan
tras la luz de un farol que la nave capitana enciende en la popa. En
dos días escasos se llega a la Borburata, dijeron en Pueblo de la Mar
los que habían hecho antes la travesía. Ya habían pasado cuatro con sus
noches y aún los barcos dormitaban detenidos por una calma insufrible,
el mar parecía una inmensa laguna privada de olas y espumas, ¡voto
a tal, grandísimo hideputa! Creyó al principio Lope de Aguirre que aque­
lla quietud era una treta del piloto para estorbar el viaje, y estuvo a
punto de matar al dicho piloto, mas luego entendió que la tardanza de
los barcos no era sino obra de Dios, y entonces se encaró resueltamente
al Ser Supremo.
—Yo, Dios bendito, que soy tu siervo más devoto, y soy además espada
enviada por tu divina voluntad a castigar a los villanos, no merezco ser
maltratado de esta manera. El rey Felipe es una encarnación del demonio,
un monarca luciferino, alcahuete de frailes corrompidos y ministros vi­
ciosos; yo soy la ira de Dios, el mensajero ejecutor de tu cólera; no me
niegues tu amparo en esta dura guerra que mantengo contra el Rey
maligno.
—Dios todopoderoso, si algún bien me habéis de hacer, agora lo quiero,
y la gloria guárdala para tus santos, pues ellos te sirven en el cielo, y mi
gloria, Señor, es de este mundo. En el cielo hay gente tan ruin y tantos
bachilleres que yo no deseo ir a este paraíso, ni le tengo miedo a las lla­
mas del infierno ni tampoco a la muerte, no me mueve mi Dios para
creer en tu Santo Nombre sino mi aborrecimiento a los herejes que niegan
tu existencia y a los fariseos que pecan escudándose en tu sacra religión.
Delante de esta guerra que yo tengo con el Rey don Felipe, dime sin
titubear, Dios misericordioso, ¿cuál partido defiendes Tú?
Algunos marañones lo escuchaban medio muertos de asombro, otros
apoyaban a coro sus blasfemias, el padre Contreras balbucía trémolas
avemarias desde una escotilla de la nave, Jehová mudó súbitamente sus
designios, soplaron prósperos los vientos, era el octavo día de navegación
cuando se dibujaron por el horizonte los contornos de la Borburata.
Blancura de los arenales, blancura de las salinas, blancura de las espumas
rompiéndose en las rocas, son éstas las playas de la Borburata. Media
legua adentro está el poblado, Nuestra Señora de la Concepción, primera
estación de un camino que si Dios lo dispone conduce a Valencia, Barquisimeto, el Tocuyo, Mérida, Popayán, Quito, el Perú. Los vecinos y
las autoridades, avisados como habían sido por el fraile Montesinos de la
presencia de Lope de Aguirre en la Margarita, abandonaron sus casas en
divisando desde lejos cuatro barcos que eran sin duda alguna los del
cruel tirano. Los marañones desembarcaron, clavaron en la playa una
espada y una cruz como símbolos de posesión, y entraron en el pueblo
que hallaron desierto. Tan sólo se adelantó a recibirlos, andrajoso y
barbudo, un hombre que resultó ser Francisco Martín, uno de aquellos
soldados que se pasaron al Provincial en compañía de Pedro de Munguía,
y que luego escogió quedarse en la Borburata cuando el navio del fraile
vino a tocar en este puerto.
— Pedro de Munguía y Rodrigo Gutiérrez me engañaron con palabras
mentirosas y me entregaron desarmado a la gente del Rey, soy un marañón leal y verdadero, quiero volver con vosotros —dijo Francisco
Martín.
Lope de Aguirre lo abrazó conmovido, lo acogió en el campo con
grande afecto, lo proveyó de armas y ropa, lo envió en busca de otros
tres marañones fugitivos que por aquellos lugares andaban. Francisco
Martín vagó dos días por entre bejucales y cardones sin topar a sus com­
pañeros, volvióse al poblado sin haber podido entregarles la carta ami­
gable que Lope de Aguirre les había escrito.
Entretanto hizo el cruel tirano su primera muerte en Tierra Firme
que fue la del portugués Antón Faría. Sucedió que el dicho Faría trató
de huirse y le dieron caza cuando ya se alejaba casi una legua. Dijo, por
descargo de su conciencia, que había querido aclarar por sus propios
ojos si el mar los había traído a una nueva isla o si estaban realmente
en Tierra Firme. Lope de Aguirre ordenó que lo colgaran del árbol más
alto para que encumbrado tan arriba saliese de su incertidumbre.
Después de esto, Lope de Aguirre mandó a diez soldados con la orden
de pegar fuego a los barcos que los habían traído de la Margarita y a
otro que estaba surto en aquellas aguas. Serían como las seis de la
tarde, y las llamaradas de los navios se juntaron a las del crepúsculo.
—Mirad cómo arde la madera de nuestros barcos, mis marañones,
y cómo en ellas se queman todas las esperanzas de volver atrás, si por
ventura alguno de vosotros aún las tiene —dijo con voz levantada Lope
de Aguirre. —Agora no nos resta otra salida sino la de combatir con las
armas en la mano hasta morir en la demanda, o hasta triunfar de nues­
tros enemigos y conquistar el Perú y alzar en la ciudad de los Reyes
nuestras banderas rojas y negras de la libertad. A la espalda tenemos un
mar despoblado y profundo, o por mejor decir, la nada y el abismo.
Delante de nosotros se tienden las llanuras y se elevan los cerros que
hemos de cruzar, nos aguardan batallas contra los vasallos del Rey que
jamás esquivaremos. Mirad cómo quedaron hechos cenizas nuestros bar­
cos, mis marañones, y cómo su fuego al apagarse nos condena sin apela­
ción a pelear y vencer.
Los dieciocho días que pasó Lope de Aguirre en la Borburata se le fueron
procurando adquirir las cabalgaduras que requería para acarrear los per­
trechos y las provisiones. Los marañones rastrearon hatos y estancias, y
volvieron al cabo con veinte potrancas flacas y cerreras, por todo. Por
fortuna el propio Lope de Aguirre sabía amansar caballos, era su oficio,
y también sabía enseñar a los otros las mañas que son menester para
hacer la domadura.
Varios soldados que tomaron trochas y veredas en busca de ganado,
o a caza de conejos y palomas, volvieron con los pies destrozados por
puyas tramposas que habían puesto los del Rey entre la maleza. En
viéndoles llegar cojeando y sangrando, y algunos de ellos gravemente
dañados por la ponzoña con que habían sido untadas las puyas, Lope de
Aguirre montó en inmensa cólera, juntó a toda su gente en la plaza del
pueblo y dijo:
—Los hombres se han matado entre ellos en todas las partes del orbe
y en todos los tiempos de la historia, mis marañones, ocultando y ca­
llando las razones de sus matanzas, mas no es éste nuestro caso. Yo, Lope
de Aguirre, que deseo poco vivir, decreto pública y francamente la guerra
a muerte contra el Rey de Castilla, nuestro mortal enemigo.
Allende esto echó un bando solemne por las calles de la Borburata,
anunciado por el sonido de los atabales y trompetas, dicho por la voz del
pregonero que gritaba a todos los vientos: “Yo, Lope de Aguirre, la ira
de Dios, el fuerte caudillo de los invencibles marañones, el príncipe de
la libertad, prometo hacer la guerra cruel a fuego y sangre contra el Rey
de Castilla y sus vasallos; todo español que no luche en favor de nuestra
causa será castigado como traidor e irremisiblemente arcabuceado; todos
los servidores del Rey español deben contar con la muerte aun en el
caso de que sean indiferentes”.
Nadie supo explicarse el cómo ni el porqué Lope de Aguirre se privó de
aplicar su nuevo y flamante decreto aquella misma noche, cuando sus
soldados le trajeron presos al alcalde de la Borburata, Benito de Chávez,
y a su yerno el alguacil mayor, Julián de Mendoza, a quienes hallaron
escondidos en una casería cercana. El cruel tirano los puso sin más ni
más en libertad, pidiéndoles solemnemente que lo ayudasen en cuanto
pudiesen a proseguir sin tardanza su jornada hacia el Sur.
Mas no procedió Lope de Aguirre con igual magnanimidad cuando
cayó en sus manos un tal Pedro Núñez, que según se decía era un
usurero avariento, y que para su desdicha trató de engañar con falsías
al caudillo marañón. El primer diálogo entre el guerrero y el mercader
fue el siguiente:
—¿Sabe vuestra merced por cuáles razones huyeron los vecinos de la
Borburata ante la aparición de nuestras naves?
—Huyeron porque tenían gran miedo de Vuestra Excelencia, señor
general.
— ¿Sabe vuestra merced sobre cuáles cimientos se fundaba tanto
miedo?
—Los cimientos de tanto miedo eran las terribles noticias que de
Vuestra Excelencia corrían en toda la Tierra Firme, señor general.
—¿Sabe vuestra merced de cuáles delitos me acusaban las dichas te­
rribles noticias?
—De cierto que no lo sé, señor general.
—De cierto que sí lo sabe vuestra merced, y le aconsejo a vuestra
merced que lo diga en voz clara si aprecia en algo su vida.
—Juro a Vuestra Excelencia por la Virgen pura que no sé nada, señor
general.
—Hable vuestra merced con sinceridad que si tal hace yo le doy
palabra que ningún daño le ha de suceder.
—Acogido a la promesa que Vuestra Excelencia me da, digo y declaro
que lo que sé de esta pregunta es que a Vuestra Excelencia y a todos los
que andan en su compañía se les acusa de crueles, tiranos y luteranos,
señor general.
— ¿Luterano yo que quisiera ver colgados a todos los Martines Luteros
de la tierra? ¿Luterano yo que pretendo recibir martirio por los manda­
mientos de Dios? Un necio y mentecato de más de la marca es vuestra
merced que se atreve a repetir tan asquerosa patraña. ¡Vive Dios!, que
si no le descalabro a vuestra merced la cabeza con mis propias manos
es por no quebrantar la palabra que acabo de dar.
Tres días después de esta plática, un soldado marañón desenterró en
un zaguán una botija de aceitunas, y halló doce escudos de oro en su
interior. Volvió, esta vez sin ser llamado, el mercader Pedro Núñez a la
posada donde vivía Lope de Aguirre.
— Soy el legítimo dueño de la botija y requiero para mí como perte­
nencia lo que ella contiene y encierra, señor general.
— ¿Por qué quiso fingir vuestra merced que la botija contenía mera­
mente aceitunas, siendo la verdad que debajo de las aceitunas vuestra
merced había metido monedas de oro?
—Lo hice para defender el oro de quien quitármelo quisiere, señor
general.
—¿Por qué le dijo vuestra merced al soldado que la botija había sido
tapada con brea, siendo la verdad que vuestra merced lo había hecho con
yeso?
—A esta pregunta no la sé responder, y por ello le pido perdón de
rodillas a Vuestra Excelencia.
— ¡Válgame Satanás!, que mintió vuestra merced en jurando que la
gente nos tenía por luteranos, y en afirmando que eran aceitunas los
escudos de oro, y en diciendo que el yeso era brea, vuestra merced es el
embustero más bellaco que he visto en mi vida. ¡Que le den garrote
mando!
Y garrote le dieron sin confesión.
—Antes de dejar la Borburata hube de hacer ejecutar la muerte de un
soldado llamado Diego Pérez, por tibio para la guerra, por inútil y desa­
provechado, y más que todo esto porque le adiviné la intención de
huirse que tenía —dice Lope de Aguirre. —Anteayer vino a mi posada
el padre Contreras trayendo una lista de enfermos que, según él, no
podían seguir nuestra jornada, pues los abrasaba la fiebre y no se tenían
en pie, los cuales soldados eran uno llamado Paredes y otro Jiménez y
otro Marquina y el dicho Diego Pérez de esta historia, y yo les di licencia
a todos cuatro para que quedaran curándose en la Borburata. Salí yo al
día siguiente, a hora de las seis de la mañana, montado en una yegua
recién domada, y en llegando a los contornos del poblado topé con Diego
Pérez al margen de un arroyo y mirándose en las aguas como un nuevo
Narciso. ¿Qué haces aquí, Pérez, que tan enfermo no estás como habías
dicho? Sí estoy muy malo, señor general, me respondió con voz hipócrita
y lastimera. Después de oír estas palabras volvíme al real y envié al
barrachel Bartolomé Paniagua con dos negros y el encargo de que pren­
dieran a Diego Pérez y lo colgaran de una ceiba, y así se curó de una
enfermedad que nunca tuvo.
— Sucedieron dos muertes más en el campo, en vísperas de partirnos
para Valencia —dice Lope de Aguirre. — La primera fue la de Fran­
cisco Martín, el marañón que había tornado a nuestro bando después
de pasarse al Rey junto con Pedro de Munguía, el cual fue cosido a
puñaladas por mi mayordomo Juan de Aguirre que nunca le dio crédito
a su extraña relación (Juan de Aguirre encontró no sé dónde una pro­
banza en la que este ruin Francisco Martín había escrito: “Lope de
Aguirre es el mayor traidor y más cruel hombre que nació de mujeres”).
La segunda muerte fue la del soldado Antón García, al cual lo mató
otro soldado de nombre Francisco Arana, de un tiro de arcabuz que se
le fue sin querer, aunque en opinión de terceros le disparó adrede pues
le tenía manifiesto rencor. No tuve yo traza ni parte en ninguna de ambas
muertes, mas me guardé de castigar a los culpables de ellas dado que
Juan de Aguirre y Francisco Arana son marañones de mi mayor con­
fianza y esperanza.
Ya estaban las yeguas cargadas de los pertrechos y bastimentos, ya Lope
de Aguirre se había echado encima todas sus armas, ya daba voces orde­
nando la partida, cuando llegó Francisco Carrión a contar una novedad
que estremeció de furia al caudillo marañón.
— ¡Se han huido del campo dos soldados!
Eran ellos Pedrarias de Almesto y Diego de Alarcón, ¡mal rayo los
fulmine! Pedrarias de Almesto habíase escapado por vez primera en la
Margarita, y Lope de Aguirre mostró entonces la desmesurada generosidad
de perdonarle la vida. Pedrarias de Almesto es un pendolista de airosa y
clara letra, ha comenzado a copiar una carta para el rey Felipe II que
Lope de Aguirre le dicta en las noches a la luz de un candil de barro.
Todos pensaron que Lope de Aguirre aplazaría la partida para salir
en busca de los fugitivos, tanto era su enojo. Mas al cruel tirano le vino
al pensamiento una estratagema harto más diabólica. Hizo traer al alcalde
Benito de Chávez y a su yerno el alguacil mayor Julián de Mendoza,
y junto con ellos a las honradas esposas de ambos, que estaban todos
tranquilos en sus casas, y les habló del tenor siguiente:
— Me he de llevar al Perú a vuestra hija y vuestra mujer, señor alcal­
de, y agora caigo en que la hija del señor alcalde es la mujer de vuestra
merced, señor alguacil mayor. Vosotros conocéis la tierra mejor que nadie
y sabréis encontrar a Pedrarias de Almesto y Diego de Alarcón donde­
quiera que se hubiesen escondido. Yo os prometo llevar a vuestras mu­
jeres muy bien guardadas y os prometo entregároslas sanas y salvas el
mismo día y sitio en que me traigáis a mis perdidos soldados —y sin
esperar respuesta de los atribulados maridos púsose en camino de Valencia.
La niña Elvira, María de Arrióla, Juana Torralba y las dos damas de
la Borburata encabezaban la marcha.
Cuán dura era aquella travesía entre la Borburata y Valencia, tras de
cada cumbre se descubría otra cumbre más alta, las plantas se alzaban
espinosas y torcidas, el sol caía violento sobre las piedras y sobre la tierra
seca y sobre las cabezas de los hombres, las cabalgaduras se doblegaban
bajo la opresión de las cargas y el fuego del cielo. Lope de Aguirre ca­
minaba ceñido por una cota acerada, la cabeza cubierta por una celada
de hierro, llevaba una daga y una espada en la cinta, el arcabuz empu­
ñado en la mano diestra, su pequeña figura así agobiada se movía de un
extremo a otro de la tropa, tomaba el pulso a los ánimos de la gente,
ayudaba al cansado que estaba a punto de caer, sacaba con sus manos las
bestias de los atolladeros, echaba sobre sus espaldas mucho mayor peso
del que podían llevar, ¡Adelante, mis marañones!, ¡Animo, mi niña
Elvira, que presto han de aparecer un río y una sombra!
—Yendo que íbamos llegando al tope de un cerro, penetró mi cuerpo
una infernal enfermedad —dice Lope de Aguirre. — Sentí primero una
enorme angustia que me apretaba el corazón como si me anunciasen que
se iba a morir mi niña Elvira en estos barrancos, miraba sobre el camino
colores encarnados y gualdas que allí nunca habían estado, mi frente
ardía hecha una brasa encendida, de los ojos me manaban lágrimas hirvientes, y nada puedo acordarme de cuanto sucedió después.
—Se quejaba de un dolor que le quebraba el pecho —dice la niña
Elvira. —Los indios lo llevaban cargado en una hamaca, la Torralba
cosió las banderas e hizo un palio para taparle el sol que le cegaba los
ojos, de repente comenzó a llamar a la muerte, gritaba: ¡Yo soy el prín­
cipe de las tumbas!, pidió cien veces a sus soldados que lo mataran, ¡An­
tón Llamoso te ordeno que me mates!, Antón Llamoso le mojaba la
frente con pañuelos empapados en agua del río, mi padre quedóse tan
dormido que yo creí que había muerto.
Diez días llevaban los marañones acampados frente a Valencia sin nove­
dad alguna (salvo el ahorcamiento del soldado Gonzalo Pagador que se
alejó a buscar papayas más allá de los límites fijados y permitidos por
el general Aguirre) cuando vieron llegar a don Julián de Mendoza, algua­
cil mayor de Borburata, junto con cuatro soldados y una hilera de indios
flecheros, trayendo entre todos a dos prisioneros atados con cadenas y
colleras, que no eran otros sino los fugitivos Pedrarias de Almesto y Diego
de Alarcón. Pedrarias de Almesto tenía una larga herida en el cuello por
la cual sangraba copiosamente.
Julián de Mendoza era portador de una carta para el cruel tirano,
enviada por el alcalde de la Borburata y cuyo sobrescrito decía de esta
manera: “Al muy poderoso señor Lope de Aguirre, príncipe del Perú y
del Mar del Sur”. La dicha carta venía colmada de cortesía y obediencia,
“con mi yerno Julián de Mendoza le mando a Vuestra Excelencia los
dos pérfidos huidores”, “le suplico por amor de Dios a Vuestra Excelencia
que me sean devueltas mi mujer y mi hija”.
Pedrarias de Almesto, que a pesar de su probada valentía era algo
fanfarrón y hablador, púsose a contarles a sus viejos compañeros las aven­
turas con que se había encontrado:
—Tras escaparnos en la Borburata, Diego de Alarcón y yo nos escon­
dimos en un matorral tupido, y de su maraña no salimos hasta haber
inferido que ya Lope de Aguirre se había alejado dos o tres leguas del
poblado. Entonces le dimos infinitas gracias a Dios, pues nos creíamos
salvados, y nos fuimos derecho a la iglesia dando voces: “¡Quien está
en el pueblo salga a servir al Rey, que a eso venimos, y álcese la bandera
por el Rey nuestro señor!”. Infinito fue nuestro desconsuelo cuando vinie­
ron a nuestro encuentro el alcalde y sus servidores, y en vez de acogernos
como hijos pródigos comenzaron a dar gritos afrentosos: “¡Sed presos,
traidores! ¡Viva el general Lope de Aguirre!”.
—Yo alcancé a defenderme con mi espada —sigue Pedrarias su cuen­
to— y luego torné a huirme al monte, en tanto que Alarcón quedaba
prisionero y cargado de grillos, mas tampoco anduve yo mucho tiempo
en libertad pues vime forzado a volver al pueblo para que el hambre no
me finase, y los sayones del alcalde me prendieron y me echaron cadenas
junto con Diego de Alarcón, y nos dijeron que hacían esto para trocarnos
luego por las dos señoras que el general Aguirre se había llevado consigo.
—En la mitad del camino entre la Borburata y Valencia — añade Pe­
drarias sin parar— quise escaparme de mis carceleros, mas el Alarcón
negóse a acompañarme en aquella empresa pues, según dijo con lágrimas
en los ojos, prefería morir como cristiano a correr tanto riesgo. Visto esto
me eché en el suelo, juré por el nombre de Dios que no andaría un paso
más, pues sabía de cierto que el general Aguirre me mataría, y consideré
más prudente que me mataran ellos, y de este modo me ahorraría las
leguas de áspero camino que me faltaban. Tanto protesté y supliqué, y
con tanto tesón me resistí a levantarme, que don Julián de Mendoza
afiló en una piedra la espada que traía y se resolvió en cortarme la cabeza
como yo le pedía. “Reza el Credo porque vas a morir”, me dijo, y yo co­
mencé a rezarlo de esta guisa: “Creo en Dios Padre todopoderoso y creo
asímesmo que sois un gran traidor y un Poncio Pilato”, con lo cual
don Julián se ofendió mucho, me tomó por la barba y se aprestó a cortar­
me el gaznate, mas no estaba tan bien afilada la espada como él pensaba,
pues no alcanzó a darme muerte sino a hacerme esta herida que traigo
en el pescuezo. Pasé la noche vertiendo sangre como un gallo degollado,
y al salir el alba vinieron don Julián y sus cuatro soldados a rogarme
que me alzase del suelo y prosiguiese el viaje, y finalmente me persua­
dieron de ello, y aquí me hallo para que el general Aguirre me acabe
de matar.
En este punto llegó Lope de Aguirre a visitar a los dos prisioneros y
les dijo:
—¿Qué es lo que habéis hecho, mentecatos? Yo me tenía prometido
hacer un tambor de vuestros pellejos, y agora se cumplirá; y veremos si
el rey don Felipe, a quien fuisteis a servir, os resucita; que en verdad os
digo que no ha resucitado aún al primer difunto.
—Señor general —respondió Pedradas— yo me fui al Rey, y un al­
calde de Su Majestad me prendió y me envió a vos. Yo juro a Dios que
si me dais la vida, he de servir mejor que ninguno en vuestro campo,
y no habrá tirano más cruel que yo, y no dejaré a vida alcalde ni servidor
del Rey, que tan bien lo hacen con los que a él se pasan.
Lope de Aguirre lo miró fijo y sin mover pestaña, procurando descu­
brir si Pedradas había dicho verdad en lo que había dicho. Tal vez a
la postre le dio crédito sincero a sus palabras, o tal vez recordó que Pe­
dradas era su escribano y aún no había puesto término a la carta al rey
Felipe que le estaba dictando, o tal vez influyeron otras razones que nadie
conocía, mas lo cierto fue que después de quedarse por un rato en silencio,
el cruel tirano dijo para asombro de todos:
—Me puse a leer en cierta ocasión un ilustre libro de historia y hallé
un suceso que le había acontecido a un emperador romano muy magní­
fico y justo, a cuya presencia fueron llevados dos reos acusados de un
mismo crimen. Mirándolos atentamente a los ojos, el dicho emperador
adivinó que el uno se sentía ufano de lo que había hecho mientras el
otro daría el alma por no haberlo hecho nunca, por lo cual perdonó a
este último y mandó que el primero fuese echado a los leones del circo.
Asimesmo quiero usar yo de mis poderes en este trance, y en virtud de
ello ordeno que Pedradas de Almesto siga viviendo sobre la haz de la
tierra, y que Diego de Alarcón se confiese pues ha llegado el fin de
sus días.
En oyendo la sentencia de muerte, Francisco Cardón y otros cuatro ver­
dugos asieron fuertemente a Diego de Alarcón, luego lo pasearon por las
calles del poblado antes de matarlo, y así decía la voz del pregonero:
“Esta es la justicia que manda hacer Lope de Aguirre, fuerte caudillo de
la gente marañona. A este hombre, por servidor del Rey de Castilla, mán­
dale hacer cuartos. Quien tal hizo, tal paga”.
A ti no te dieron muerte, siempre afortunado Pedradas de Almesto.
A ti te dieron seis puntos en la herida, y sanaste tan presto que al cabo
de cuatro días te hallabas con la péndola en la mano, copiando con tu
hermosa letra la carta que Lope de Aguirre, el peregrino, le escribió al
rey Felipe, hijo de Carlos invencible. Una carta (según la Historia de
Venezuela) “cuyo contexto es la prueba más evidente de lo rústico de
su natural grosero y de los desacatos a que llegó la desvergüenza, y el
descaro de aquel bruto”.
“Creo bien, excelentísim o R ey y Señor, que para m í y mis marañones
no has sido tal, sino cruel e ingrato a tan buenos servicios como de noso­
tros has recibido. . . Por no poder sufrir más las crueldades que usan
estos tus oidores, visorrey y gobernadores, he salido de hecho con mis
compañeros, cuyos nom bres después diré, de tu obediencia, y desnaturán­
donos de nuestra tierra que es España, para hacerte en estas partes la
más cruel guerra que nuestras fuerzas pudieren sustentar y su frir. . .
Y esto cree, R ey y señor, nos ha hecho hacer el no poder sufrir los
grandes despechos y castigos injustos que nos dan estos tus m inistros, que,
por rem ediar a sus hijos y criados, han usurpado y robado nuestra fama,
vida y h o n ra . . . Estoy cojo de m i pierna derecha de dos arcabuzazos que
m e dieron en el valle de Chuquinga con el mariscal Alonso d e Alvarado,
siguiendo tu voz y apellido contra Francisco H ernández G irón, rebelde
a tu servicio, como yo y mis compañeros al presente somos y seremos
hasta la m uerte, porque ya de hecho habernos alcanzado en estos reinos
cuán cruel y québrantador de fe y palabra eres, y así tenem os en esta
tierra tus promesas por de menos crédito que los libros de M artín Lute r o . . . M ira, m ira R ey español, que no seas cruel a tus vasallos ni ingra­
to, pues estando tu padre y tú en los reinos de España sin ninguna zo­
zobra, te han dado tus vasallos a costa de su sangre y hacienda tantos
reinos y señoríos como en estas partes tien es. . . M ira, R ey y señor, que
no puedes llevar con título de R ey justo, ningún interés en estas partes
donde no aventuraste nada, sin que prim ero los que en ellas han traba­
jado y sudado sean gratificados. . . P or m uy cierto tengo que van pocos
reyes al infierno, porque sois pocós, que si muchos fuérades, ninguno
podría ir al cielo, porque creo que allí seríades peores que Luzbel, según
tenéis la am bición, sed y ham bre de hartaros d e sangre hum ana. . . Y
ansí, R ey y señor, te juro y a Dios hago solemne voto yo y m is doscientos
arcabuceros marañones, conquistadores, hijosdalgo, de no te dejar m inis­
tro tuyo a v id a . . . A unque yo y m is compañeros, por la gran razón que
tenem os, nos hayamos determ inado a morir, y esto cierto y otras cosas
pasadas, singular R ey, tú has dado la causa, por no te doler del trabajo
de tus vasallos y no mirar lo m ucho que les d e b e s. . . En fe de cristiano
te juro, R ey y señor, que si no pones rem edio en las maldades de esta
tierra, que te ha de venir el azote del cielo, y esto dígolo por avisarte
de la verdad, aunque yo y mis compañeros no esperamos ni queremos tu
m isericordia. . . Y pues, esclarecido R ey, no te pedim os mercedes en
Córdoba y en Valladolid, ni en toda España que es tu patrim onio, dué­
lete, señor, de alim entar a los pobres cansados en los frutos y réditos
desta tierra, y mira, R ey y señor, que hay Dios para todos, igual justicia
y prem io, paraíso e infierno. . . Nos dé Dios gracia que podamos alcan­
zar por nuestras armas el precio que se nos debe, pues nos han negado
lo que de derecho se nos debía. . . H ijo de fieles vasallos tuyos en tierra
vascongada, yo, rebelde hasta la m uerte por tu ingratitud. Lope de
Aguirre el peregrino".
El caudillo marañón cumplió con la palabra dada, restituyó al alcal­
de de la Borburata su mujer y su hija, ambas alzaron el vuelo con alma
risueña en compañía del alguacil mayor Julián de Mendoza, se despi­
dieron antes de la niña Elvira con besos y lágrimas. Cuanto a la carta
que le había escrito al rey Felipe, Lope de Aguirre se resolvió en enviarla
por medio del padre Pedro de Contreras, que pensando en encomendarle
esta misión lo había traído cautivo desde la Margarita.
—Os doy licencia para que tornéis a vuestra vicaría, padre Contreras,
con condición de que me juréis por el Santísimo Sacramento del altar
que haréis llegar esta carta a las propias manos del rey don Felipe II.
Al padre Contreras le pareció un tanto descomedido aquel juramento
que se le pedía, procuró esquivarse de hacerlo diciendo que debajo de
su palabra llevaría la carta al Rey, mi palabra es suficiente fianza, señor
general.
—Debajo de vuestra palabra no basta —dijo Lope de Aguirre. —Me
lo juráis por el Santísimo Sacramento o no os daré la libertad.
Juró entonces el padre Contreras por la hostia consagrada, no había
otra salida, y al punto Lope de Aguirre libró de prisiones al piloto Bar­
budo para que acompañase al sacerdote en su viaje y lo ayudara a llegar
hasta la Real Audiencia de Santo Domingo.
Entretanto la sangrienta fama del cruel tirano se había extendido por
la entera gobernación de Venezuela, y por el Nuevo Reino de Granada,
y había cruzado el Perú y los Charcas hasta llegar a Chile. Los agarrota­
dos por el cruel tirano pasaban de un millar, así veía aparecer un fraile
le arrancaba el balandrán y le cortaba la cabeza, ni los monacillos esca­
paban de su furia, hacía arrastrar mujeres desnudas amarradas a las colas
de los caballos. Atila en las Galias no hizo tantos desafueros, Nerón en
Roma no derramó tanta sangre de cristianos, no era un espíritu humano
sino un enviado del infierno, hedía a azufre y a murciélagos muertos,
escondía pezuñas dentro de los borceguíes, ¡vade retro, exi forasl
De don Pablo Collado, gobernador de Venezuela, se apoderó un miedo
incurable. El licenciado Pablo Collado había hecho estudios de bachiller
en Salamanca, quiso meterse monje pero el amor de una asturiana le
malogró la vocación, casóse con ella y vínose a las Indias, sus buenas
amistades y sus propias prendas lo elevaron al cargo de gobernador que
hoy tiene en sus manos. Un domingo al salir de misa le dan graves avi­
sos: el perverso tirano que se dice Lope de Aguirre ha desembarcado en
la Borburata; ¡Dios sea conmigo!; la Borburata es una costa cercada por
montañas; es cosa imposible ir a pelearlo con los escasos hombres de
armas y la ninguna artillería de que puedo disponer. Luego vienen a de­
cirme que el cruel tirano ha tomado Valencia; se encamina hacia estos
lugares; anda obstinado en darme batalla y prenderme y degollarme. Y
yo aquí en el Tocuyo, postrado con unas almorranas que no me permiten
sentarme a la mesa, mucho menos subir a un caballo. Soñaba con irme
a Cuicas a mejorarme destas dolencias, el clima es muy benigno, las aguas
sanan como bálsamo. Por último sale el rumor de que el tirano se acerca
a Barquisimeto con negras banderas desplegadas, lo siguen doscientos
marañones de malas entrañas, y veinte negros que anudan a la garganta
las cuerdas del garrote, ¡ampárame Santa Eulalia!
El estilo militar del gobernador Collado es fruto o trasunto de una
prudencia nunca vista en la historia de las guerras:
—Cuando me escriban para anunciarme que el tirano está entrando
en Barquisimeto, tomemos las mujeres e hijas por delante y la demás
gente; y el tirano en Barquisimeto, y nosotros en el Tocuyo; y el tirano
en el Tocuyo, y nosotros en Humocaro; y el tirano en Humocaro, y no­
sotros en Carache; y el tirano en Carache, y nosotros en Trujillo; que
todo esto es camino derecho para el Rey.
Fue necesario que se presentase a la casa de la gobernación el capitán
Gutierre de la Peña, que era un bravo soldado, para que don Pablo Co­
llado recobrara parte de su perdido ánimo. Gutierre de la Peña había sido
regidor de Coro, gobernador de la Margarita, y también gobernador de
Venezuela antes de serlo Collado. El almorraniento licenciado, olvidando
de un golpe las rencillas que los dividían, lo recibió de esta manera:
—Capitán Gutierre de la Peña, os doy la bienvenida y os nombro
general de nuestro campo; a vuestra valerosa espada confiamos el encargo
de combatir y vencer al traidor Lope de Aguirre.
— Señor gobernador de Venezuela, acepto complacido la ocasión que
Vuestra Excelencia me ofrece de servir con las armas en la mano a
Su Majestad el Rey —respondió Gutierre de la Peña sin sobresalto.
Seguidamente el gobernador Collado mandó llamar al capitán Diego
García de Paredes, que se hallaba retirado en Cuicas y con el cual había
tenido otros sinsabores, acuda vuestra merced a defender la causa del
Rey en esta circunstancia tan angustiada. A los tres días llegó García de
Paredes al Tocuyo, que es la ciudad capital, y apenas hubo llegado cuan­
do lo nombré para maese de campo, no podía ser más arriba puesto que
ya había alzado con gran prisa y brevedad a Gutierre de la Peña para
el oficio de general.
El tercer capitán que acudió a la llamada de don Pablo Collado fue
Pedro Bravo de Molina, justicia mayor de la ciudad de Mérida, quien
se trasladó al Tocuyo con sus cuarenta hombres de a caballo, armados
de lanzas y adargas. Sumando los que alcanzaron a juntar el gobernador
Collado y Gutierre de la Peña en el Tocuyo, y los que trajeron García
de Paredes de Cuicas y Bravo de Molina de Mérida, el ejército del Rey
en esta parte se compone de doscientos soldados, casi todos ellos de
caballería.
Podrían haber sido muchos más, no lo dude vuestra merced, pero el
nombre de Lope de Aguirre infundía temor y espanto en todos los pensa­
mientos. Tal como los vecinos de Valencia al acercarse el tirano se fueron
a vivir en los manglares del lago Tacarigua, y los de Barquisimeto se
ocultaron en arcabucos y quebradas, asimismo los hombres del Tocuyo
echaron por delante sus mujeres y pertenencias y fueron a esconderse en
donde hubiere lugar. Varios de los soldados que había alistado Pedro
Bravo en Mérida quisieron volverse a sus casas en cuanto percibieron
que los llevarían a combatir contra el cruel tirano.
—El que no quiera ir de grado lo llevaré por fuerza —tuvo que adver­
tir Pedro Bravo para atajar el descontento.
Le juro a vuestra merced por la fe de quien soy que el miedo que le
tenían a Lope de Aguirre en los bandos contrarios era el arma ofensiva
más poderosa de sus huestes marañonas, sirva de claro ejemplo el de don
Pablo Collado, a quien las malas lenguas dieron en decirle Pablo Ca­
gueta.
Todas las providencias de sus enemigos llegaron en hora oportuna a los
oídos del cruel tirano gracias a las noticias que le enviaba el alcalde de
la Borburata, don Benito de Chávez, el cual hízose amigo suyo desde
aquel día en que Lope de Aguirre le restituyó con humana gentileza su
mujer y su hija. El caudillo marañón, impaciente de cólera y ansioso de
gloria, salió al encuentro del destino que le aguardaba en Barquisimeto.
Ya había comenzado el mes de octubre (que, según lo profetizó un
demonio familiar llamado Mandràgora que en otro tiempo llevó dentro
de su cuerpo, sería la fecha de su muerte) cuando el general Lope de
Aguirre ordenó a los atambores que anunciaran la partida.
A la salida de la puerta de Valencia les hizo a sus soldados esta
larga arenga:
—Ea, soldados, andad a derechas, mirad que entiendo vuestras mal­
dades y sé lo que cada uno tiene en su corazón; mirad que conozco
gente del Perú, que no entienden sino en tirar la piedra y esconder la
mano; mirad, marañones, que sé que andáis por matarme o dejarme en
la mayor necesidad, en viéndoos en las haldas del Perú; mirad que sé
que con mi sangre queréis restaurar la vuestra y vuestras maldades; mirad
que tenéis las piedras del Perú tintas de la sangre de los capitanes que
habéis muerto y dejado en los cuernos del toro, y tenéis por costumbre,
después de haber destruido el mundo y gozádoos de él, libraros y restau­
raros con la sangre de los pobres capitanes, que siempre traéis engañados.
Daos prisa en matarme que ¡por vida de tal! que os tengo que ganar
por la mano; el que quisiera merendarme, que lo tengo que almorzar, y
que no habéis de ser todos juntos parte para matarme, y yo solo sí para
todos vosotros. ¿En qué andáis?, ¿no sabéis que habéis muerto Príncipe y
gobernadores, tenientes y alcaldes, frailes, clérigos, comendadores y mu­
jeres, que habéis robado y saqueado y muerto cuanto habéis hallado? ¿no
sabéis que vamos haciendo la guerra a fuego y a sangre, y que el que
de vosotros tomaren, la menor tajada ha de ser la oreja? ¿no sabéis que
sin mí no tenéis vida, ni podéis escapar de nada en el mundo; y si
queréis ser hombres de bien, que todo el mundo no será parte para
enojaros, y el Perú y todo lo demás será vuestro? ¡por vida de tal! mara­
ñones, que si Dios nos da salud, que ninguno de vosotros ha de haber
que no sea capitán en Perú de la demás gente, y que tengo de hacer
que los reinos del Perú sean gobernados de la gente marañona, como
los godos lo fueron en España por señores de ella. ¿Qué cosa es que por
temor de la muerte dejemos de acometer lo que vemos que tan clara­
mente es nuestro y nos lo tienen nuestros hados guardado? Mirad que
en los templos del Cuzco dicen todos a una los indios hechiceros, que de
unos montes y tierras escondidas han de salir unas gentes que han de
señorear a Perú, y somos nosotros; mirad que lo sé yo muy cierto.
Tres días después de haber dejado atrás la dicha ciudad de Valencia,
llegó el ejército marañón a unos ranchos que rodeaban un campo de
minas de oro, lugar conocido por el nombre de Valle de Chirua. En las
zanjas de aquellas minas trabajaban diversas cuadrillas de esclavos. Por
el camino dijo Lope de Aguirre:
—Me placerá sobremanera topar a esos cien negros que trabajan en
las minas de Chirua, pues los libertaré de su esclavitud tal como he hecho
con los veinte que van en esta jornada, y quién sabe si también los de
Chirua se juntarán con nosotros para hacerle la guerra al Rey que los
desprecia y a los amos que los tienen en cadenas.
Mucho le desagradó hallar las minas desamparadas, los picos y palas
esparcidos por el suelo, las gallinas en los gallineros, el maíz en los trojes,
ni un alma humana en todos los contornos, los capataces habían huido
llevándose consigo a los esclavos negros.
—En los reinos del Perú que nosotros gobernaremos —dijo Lope de
Aguirre— esa porción desgraciada de hombres que gimen en la esclavi­
tud será libre; la naturaleza y la justicia nos ordenan emanciparlos; yo
imploro la libertad absoluta de los esclavos como imploraría mi vida y
la vida de mi hija.
Cargaron con los puercos, las gallinas y el maíz, y prosiguieron su
derrota, caminando derechos hacia las cerradas nubes que oscurecían el
horizonte. De súbito comenzó a caer un aguacero tan terrible como el
diluvio de Noé, los relámpagos amenazaban que rasgarían las entrañas
del cielo, los truenos retumbaban en el corazón de los cerros y hacían
temblar de miedo a la niña Elvira, el camino mudóse en rosario de char­
cas y lagunas, las cabalgaduras se atascaban en los barrizales y resbalaban
en las cuestas, los morriones pesaban como turbantes de plomo, llegó la
tarde y seguía lloviendo recio, llegó la noche y el aguacero rio amainaba
en una gota, una yegua se espantó de la luz de un relámpago y se des­
peñó hasta la profunda negrura de un barranco, se oyó la voz desafiadora
de Lope de Aguirre:
—¿Piensa Dios que porque llueva no tengo de ir al Perú y destruir
el mundo? ¡Pues engañado está conmigo!
Un trueno más pavoroso que todos los anteriores respondió a su blas­
femia. Mas el mal cristiano, en lugar de humillarse ante el rigor del
firmamento, levantó el grito:
— ¡Si se opone la naturaleza a nuestros designios, lucharemos contra
ella y la haremos que nos obedezca!
Como por ensalmo de brujas cesó la tempestd. Abriéndose paso por
entre la lluvia y la sombra los marañones habían escalado la cumbre de
un monte, ahora aclaraba una mañana limpia de grises, allá abajo se
abría una llanura verde y apacible, era el Valle de las Damas.
— ¡Adelante, marañones! —gritó Lope de Aguirre, y comenzó a bajar
de la cuesta primero que ninguno, renqueando y maldiciendo.
El capitán Pedro Alonso Galeas, aquel marañón que huyó del campo
de Lope de Aguirre en la Margarita usando la treta de apartarse cada
día más y más del pueblo en un caballo brioso, ¿lo recuerda vuestra
merced?, ese mismo capitán Pedro Alonso Galeas convirtióse luego para
Lope de Aguirre en un adversario tan dañoso como el traidor Pedro de
Munguía. Pues si es cierto que el dicho Pedro de Munguía entregó a
los ministros del Rey las trazas y propósitos militares del caudillo mara­
ñón, Pedro Alonso Galeas por su parte les dio noticia fidedigna de la
gente y armas que Lope de Aguirre llevaba consigo, y del verdadero
ánimo de sus soldados. Pedro Alonso Galeas fue el primero en llegar
a Borburata, enviado en una canoa por un mestizo servidor del Rey
llamado Francisco Fajardo, con recados de alerta para las autoridades rea­
les. De ahí se mudó a Barquisimeto donde su aparición llovió del cielo,
pues restauró el sosiego en muchas almas conturbadas.
— Solamente ciento cincuenta hombres trae consigo el cruel tirano,
dellos sesenta escasos le son leales sin condiciones, el resto se ha de
venir al mando de Su Majestad en hallando la coyuntura para hacerlo,
a este perverso rebelde no es menester acometerlo, basta ponérsele cerca
y hacer tiempo para que se pasen a nosotros los temidos marañones.
No era insólito el vaticinio que hacía Pedro Alonso Galeas, en esa mis­
ma forma habían acabado todas las revoluciones en el Nuevo Mundo, la
de Gonzalo Pizarro la de Sebastián de Castilla la de Hernández Girón,
tras el primer fracaso la gente se acogía a las cédulas de perdón, al caudi­
llo lo dejaban solo con su bandera, entonces los verdugos lo prendían y
le cortaban la cabeza, Lope de Aguirre no escaparía de esa estrella.
Pedro Alonso Galeas no era un espía del cruel tirano, como muchos
sospecharon al principio, sino un tránsfuga serio que daba noticias útiles
y precisas. Así lo entendió sin tardanza el general Gutierre de la Peña,
y le restituyó el grado de capitán que le diera el gobernador Pedro de
Ursúa antes de emprender la jornada de los Omaguas, y lo envió al To­
cuyo en busca de don Pablo Collado que escribía cartas lastimeras para
esquivarse de venir a Barquisimeto, “tengo la boca llagada del gran fuego
que me sale, la calentura me abrasa, las almorranas me destierran, me
es forzoso salir mañana a Trujillo por ser tierra fría para tomar algún
aliento de salud”. Pedro Alonso Galeas tuvo de irlo a detener a medio
camino de Trujillo, mitigóle los temores que le causaban las fuerzas del
tirano exageradas por su imaginación, mejoraron sus calenturas y sus
almorranas, el aliquebrado gobernador se ajustó finalmente a llegarse a
Barquisimeto en compañía de Pedro Bravo de Molina y sus cuarenta
jinetes.
En Barquisimeto se juntaron a consejo todas las autoridades del cam­
po, cuando ya Lope de Aguirre atravesaba por el Valle de las Damas rum­
bo derecho a la ciudad.
—El cruel tirano trae consigo ciento cincuenta arcabuceros, nuestro
ejército consta y se compone de ciento ochenta hombres de a caballo,
los arcabuceros enemigos podrían convertir cada casa en un bastión y
disparar desde allí con gran ventaja, propongo que nos apartemos de la
ciudad y tendamos nuestra caballería a campo abierto —dijo el maese
de campo García de Paredes.
El capitán general Gutierre de la Peña y el teniente general Pedro
Bravo de Molina fueron de parecer que tenía razón el viejo soldado, y
entre todos tomaron la resolución de retirarse con armas y provisiones,
y establecer el campo media legua más atrás, en las barrancas del río.
El caudillo marañón entró a la desamparada ciudad de Barquisimeto
el veinte y dos de octubre, en la avanguardia iban cuarenta arcabuceros
con las armas en alarde, luego marchaban las banderas negras orladas
de oro con dos espadas desnudas ensangrentadas puestas una contra otra,
las trompetas y los atambores tocaban sones de amenaza y victoria, re­
pentinas salvas de mosquetería atronaron el cielo, ¡Viva el fuerte caudillo
de los invencibles marañones!, ¡Viva el Príncipe de la Libertad! Los
hombres de a caballo de Gutierre de la Peña los ojeaban de lo alto de
una loma; en viéndolos Lope de Aguirre puso su gente en forma de com­
bate; entonces los del Rey volviéronse a sus cuevas y quebradas junto
al río, a esperar que la gente del cruel tirano se pasase a ellos, tal como
Pedro Alonso Galeas les había prometido.
Alojóse el cruel tirano en una casa inmensa que se extendía por toda
una cuadra, cercada de altas paredes de adobes y coronada por almenas,
que el capitán Damián de Barrios se había hecho construir para establecer
en ella su vivienda. Tenía tanto aspecto militar la dicha casa que los
soldados la bautizaron con el nombre de “la fortaleza” y del mismo modo
la siguieron llamando hasta el acabamiento de esta tragedia.
Lope de Aguirre le destinó a la niña Elvira el mejor de los aposentos,
colgó su propia hamaca en los corredores entre la de Antón Llamoso y
la de Juan de Aguirre, puso centinelas en las puertas y entre las almenas,
y les dio licencia a los soldados para que saqueasen el poblado, ¡andad
con cuidado, marañones!, guardad con rectitud la honra de las mujeres
(si topáis alguna) y respetad la santidad de la iglesia y sus altares.
No hallaron cosa digna de ser saqueada, las casas habían quedado
desiertas pues inclusive los paralíticos y potrosos se fueron con los sol­
dados, tampoco hallaron provisiones sino cuatro cerdos chillones y unas
tantas ristras de ajo, lo que sí había en abundancia eran cédulas de
perdón dejadas en las mesas y en los suelos por los sirvientes del Gober­
nador, “toda la gente y soldados que se pasen a nuestro servicio serán
perdonados, cualesquiera tiranías y muertes hayan cometido en el tiempo
que andan debajo de las órdenes del tirano”, y firmaba don Pablo Collado,
como firmaba igualmente el Gobernador una carta para el general Lope
de Aguirre en la cual le decía “torne vuestra merced al servicio del Rey,
que yo le serviré a vuestra merced de tercero para solicitar la clemencia
de Su Majestad”.
Carta y cédulas les fueron traídas a Lope de Aguirre, Antón Llamoso
tomó en sus manos uno de aquellos papeles, se sirvió de él para hacer un
gesto obsceno y dijo:
— ¡Mirad, gobernadorcillo Collado, lo que hacemos los marañones con
vuestras cédulas de perdón: nos limpiamos las partes bajas!
Mas Lope de Aguirre sabía, ¡por vida de tal!, que no todos sus hom­
bres se hallaban dispuestos, como el zafio y tosco Antón Llamoso, a lim­
piarse las partes bajas con aquellos papeles “que debajo de su buen
color y gusto tenían muy cruel ponzoña”. Por ello juntó a toda la gente
en el patio de la fortaleza y les habló de esta manera:
—Mirad, marañones. Yo como hombre experimentado en estas cosas
os quiero desengañar de las promesas que os hace el Gobernador en estas
fementidas cédulas de perdón que habéis hallado. Bien se os debe acor­
dar que vuestras muertes y tiranías han excedido en número y calidad a
cuantas en España e Indias hayan cometido hombres alzados contra los
poderes reales; el propio Rey de justicia no os podría perdonar, cuanto
más un licenciado de dos nominativos como este Pablo Collado; ni aun
si el mismo Rey os quisiera perdonar y os perdone, los deudos y amigos
de los que habéis muerto os han de perseguir y procurar quitaros las
vidas. Yo os profetizo que si me desamparáis y os pasáis al Rey, sola una
muerte me darán a mí, pero a vosotros tres mil géneros de muertes y
abatimientos; procuremos vender nuestras vidas muy bien vendidas, ma­
rañones, y hagamos lo que somos obligados, que si agora peregrinamos
es para ir a parar a la tierra que pretendemos, que es el Perú, donde
todo nos es debido, y llegado a él, cada uno habrá premio de su trabajo.
Después de este discurso dio orden de pegar fuego a varias casas del
poblado, aquellas que pudiesen servir de parapeto a los soldados del Rey
en el trance de un asalto. “¡Procurad que las llamas no hagan daño a la
iglesia!”, dijo a grandes voces, mas las casas eran de paja y la iglesia
también lo era, por lo que una centella que saltó de lejos la hizo arder
como yesca, y entonces el cruel tirano mandó sacar en volandas los orna­
mentos y los santos por librarlos de la destrucción. Gutierre de la Peña,
por su parte, hizo quemar las pocas casas que el primer fuego dejó en
pie por evitar que los marañones se aprovecharan de ellas, y al cabo de
ambos incendios no quedó en Barquisimeto sino los cuatro muros detrás
de los cuales Lope de Aguirre y su gente se habían guarecido.
El caudillo marañón hizo llamar al pendolista Pedrarias de Almesto,
lo convidó a sentarse en la mesa del comedor de Damián de Barrios, y
le dictó su respuesta a la carta del gobernador Pablo Collado. Lope de
Aguirre nunca dejó sin contesta una carta de nadie, en ninguna ma­
nera iba a quebrar la regla en esta ocasión, que era la última.
“U na carta de vuesa m erced recibí y m erced m uy grande por las pro­
mesas y ofrecim ientos que por ella me prom ete, aunque yo al presente
y en artículo de m uerte y después de m uerto , aborrezco él tal perdón
d el R ey y aun su m erced m e es odioso, cuando más los perdones de vuesa
m erced no llegan al prim er n u b la d o . . . D ice vuesa m erced que m il vidas
perderá en servicio de Su M ajestad, guarde vuesa m erced una sola, bien
que si ésa pierde el Rey no la resucitará. Vuesa m erced tiene mucha
razón de servir al R ey, pues a costa del sudor de tanto hijodalgo y
sin ningún trabajo anda com iendo el sudor de los pobres. . . M alditos
sean todos los hom bres chicos y grandes, pues consienten entrar un ba­
chiller donde ellos trabajan y no matarlos a todos, pues son causa de
tantos mal e s . . . Y pues vuesa merced ha rom pido la guerra, apriete bien
los puños que aquí le daremos harto que hacer, porque somos gente que
deseamos poco v iv ir. . . Y Dios nuestro Señor guarde y aum ente la m uy
magnífica persona de vuesa merced corno vuesa m erced desea”.
Pasaron tres días con sus noches sin que un solo soldado muriera
en combate, tampoco había sido herido alguno. Los espías y corredores
de los bandos contrarios se topaban de súbito en un enredo de matorrales
o en la obscuridad de la noche, y unos y otros huían sin trabar pelea,
o disparaban desde lejos sus pelotas a la ventura. (Las dos armas que
determinaban las mayores victorias españolas en la conquista de las In­
dias, eran el arcabuz y el caballo; en esta sazón los marañones de Lope
de Aguirre tenían los arcabuces; el ejército del Rey disponía de los caba­
llos). (Otras dos armas poderosas eran el miedo y la traición; Lope de
Aguirre se aprovechaba del miedo espantable que infundía en la gente del
Rey su fama de perverso tirano; los del Rey sacaban fruto de la traición
que florecía en el campo de Lope de Aguirre como clavel ponzoñoso).
Ambos ejércitos tenían de su parte a soldados de arrojada valentía; entre
los oficiales del Rey se contaban Gutierre de la Peña, García de Paredes,
Pedro Bravo de Molina, Pedro Alonso Galeas, Hernando Serrada, Pedro
Gavilla, García Valero, Francisco Infante, Gómez de Silva y el propio
gobernador don Pablo Collado que había mejorado por milagro de sus
sanguinosas dolencias y ahora pedía que la suerte de esta guerra se resol­
viera entre él y el tirano “en singular batalla”. En el partido de los
marañones andaban Lope de Aguirre, Diego de Tirado, Juan de Aguirre,
Roberto de Zozaya, el almirante Juan Gómez, el genovés Juan Jerónimo
de Espíndola, el viejo alférez Blas Gutiérrez, Cristóbal García, Custodio
Hernández, Bartolomé Paniagua, Francisco Carrión, Antón Llamoso,
Hernando Mandinga que ya no era negro esclavo sino sargento bravo y
fiel, y muchos más. Pero se cumplieron tres días sin que la caballería del
Rey acometiera la fortaleza y sin que la arcabucería rebelde saliera a desa­
fiar a sus enemigos. Esta madrugada, ¡voto a tal!, se pasaron al bando
del Rey tres soldados, Juan de Talavera, Pedro Guerrero y Juan Rangel,
que habían pedido licencia para abrevar sus caballos en el río; se pasaron
al Rey y aparecieron luego los tres dando voces desde la barranca lejana,
incitando a los demás marañones a seguir su torcido ejemplo. Tú enten­
diste al punto, Lope de Aguirre, que mantenerse encerrado en la for­
taleza era ponerse a riesgo de que otros igualmente cobardes y traidores
corrieran a aceptar las cédulas de perdón que el gobernador Collado les
ofrecía. El caudillo marañón ordenó al capitán de su guardia Roberto
de Zozaya y al capitán de infantería Cristóbal García que cayeran de
improviso en el campo enemigo con sesenta arcabuceros y, si por mala
fortuna no alcanzaban a desbaratarlos en la embestida, se acogieran luego
al abrigo de una arboleda que era jaral difícil de ser penetrado por los
caballos. De este modo lo hicieron, y al cabo de un tiempo salió Lope de
Aguirre de la fortaleza con el resto de la gente, y se juntó a sus compa­
ñeros en la maraña del monte. Ha sonado finalmente la hora de ganar
la victoria o morir en la demanda, Lope de Aguirre, rebelde forjado en
el yunque perulero, guerrero herido en el valle de Chuquinga, general
y cabeza de los invencibles marañones, tú has de probar en este trance
último que eres un legítimo nacido de la raza vascongada, un digno
émulo del feroz Miguel Arcángel, el brazo ejecutor de la ira de Dios. Glo­
ria eterna dará a tu nombre el vencimiento del esclarecido rey Felipe, en
estos lugares representado por oscuros parciales. ¡Adelante, marañones!
¡Apuntad al pecho y a la frente de esos villanos! (Los disparos de los
marañones picaban en los terrones, o cruzaban los aires por encima de
las cabezas contrarias). ¿Qué pasa, marañones? ¡A las estrellas tiráis!
(Eran más de un centenar nuestros arcabuceros y ninguna de sus pelotas
daba en los cuerpos de los jinetes del Rey, ni siquiera en las ancas de
sus cabalgaduras). De repente sucedió una desgracia inaudita. El capitán
de caballos Diego de Tirado, que era uno de tus amigos más íntimos y
preciados, un auténtico y verdadero marañón de alma alacranada, el
capitán Diego de Tirado convirtió en fuga deshonrosa lo que parecía una
arremetida de su yegua, el capitán Diego de Tirado se pasó al campo
de Su Majestad en mitad de la batalla y tú, Lope de Aguirre, supiste en
ese instante con certidumbre que tu causa habíase perdido y que tu
muerte era un acontecimiento muy cercano. El capitán Diego de Tirado
es el primero en desembarcar en la Margarita, el capitán Diego de Tirado
le arrebata las armas al gobernador Villandrando, el capitán Diego de
Tirado monta de un salto sobre el alazano del alcalde Rodríguez de Silva,
el capitán Diego de Tirado cruza a todo galope las calles de la Villa del
Espíritu Santo dando voces: ¡Viva el general Lope de Aguirre, príncipe
de la libertad!, el capitán Diego de Tirado me acompaña solícito en todas
mis obras de muerte y castigo, “si este Diego Tirado me es leal, el mundo
he de tener por mío” (esto lo decía yo cada mañana), el capitán Diego
de Tirado se pasa al campo de Su Majestad en mitad de la batalla, media
hora después lo diviso en la barranca montado en el caballo del gober­
nador Collado y diciéndonos a gritos: ¡Ea, caballeros, a la bandera real,
al Rey que hace mercedes! (Los disparos de los marañones siguen des­
haciendo terrones o perdiéndose en las nubes; los soldados del Rey no
tienen con ellos sino cinco arcabuces, mas ya han herido a dos hombres
de los nuestros, le dan un balazo en la frente a la yegua negra que monta
Lope de Aguirre, la tumban sin vida). Tú Lope de Aguirre, que ya miras
tu muerte como un acontecimiento inevitable y muy cercano, te alzas
de los lomos de la yegua muerta, y gritas de nuevo: ¡A ellos, marañones!
¡No tiréis a las estrellas, marañones, tirad al pecho del enemigo! ¡Yo
solo me bastaría para hacer una guerra y vencer a esta gente de poco
más o menos, mas ninguna guerra puede hacerse con traidores!
Lope de Aguirre sabe ya de cierto que ha perdido su primera y última
batalla contra el rey de España, hace recoger a los dos soldados heridos,
da la orden de retirarse todos a la fortaleza. Apoyado por Roberto de
Zozaya, Cristóbal García, Juan de Aguirre, y Antón Llamoso, apremia
a los marañones con sus voces, los amenaza con su espada ¡A la fortaleza,
caballeros, muera el Rey!, los lleva a empellones y los obliga a entrar
en la inmensa casa de Damián de Barrios, ¡Muera el Rey, marañones,
muera el Rey!, Lope de Aguirre cierra con sus propias manos las pesa­
das puertas.
(U n corredor en la casa de Dam ián de Barrios convertida en fortaleza.
En los extremos cuelgan dos hamacas. A l centro platican vivam ente varios
oficiales marañones. A l fondo hay una puerta ancha que da a la calle;
a la izquierda otra que da al aposento de la niña Elvira; y a la derecha
una tercera que da al interior de la casa).
j u a n d e a g u i r r e : —Recio golpe ha sufrido su pecho con esta fuga
de Diego de Tirado al campo del Rey. Desde aquella traición de Pedro
de Munguía no le había visto yo tanta furia que se le sale de los ojos.
r o b e r t o d e z o z a y a : — ¿En qué nuevos pensamientos andará sumido
agora? ( Señala la puerta de la izquierda ). Entró por esa puerta hace bas­
tante rato y no ha vuelto a salir.
j u a n g ó m e z : — Sospecho y o que lo rindieron al cabo el sueño y la
fatiga. ¿Sabéis cuánto tiempo hace que no duerme?
a n t ó n l l a m o s o : —La persona de Lope de Aguirre no tiene necesi­
dad de dormir, ni de descansar, ni de comer.
p e d r a r ia s d e a l m e s t o :
—Más de un mes hace que no duerme.
Dice que el sueño no tiene sentido, que él se hartará de dormir des­
pués de su muerte.
Cr i s t ó b a l g a r c í a : — Es un enano cojo con fuerzas de gigante. Para
subir las cuestas se carga las espaldas de armas y bagajes.
H e r n a n d o m a n d i n g a : —No le dan miedo las pelotas de los arca­
buces, ni el filo de las espadas, ni el Rey, ni la muerte, ni el infierno.
Tiene dentro de su cuerpo un demonio familiar que nunca lo abandona.
J e r ó n i m o d e e s p í n d o l a : —Todas las cosas que habéis dicho son
ciertas, caballeros, mas las dichas potencias de su alma no han impedido
que nos hallemos agora en el trance irremediable de perdernos, encerrados
en esta casa lúgubre, acosados por los jinetes enemigos, comiéndonos los
perros y las muías para no morir de hambre, contando como avarientos
las gotas de agua para no morir de sed, esperando las mañanas sin otra
esperanza que la horca y las penas infernales.
a n t ó n l l a m o s o : — Mientras el príncipe Lope de Aguirre viva, el
caudillo Lope de Aguirre piense, el general Lope de Aguirre combata,
no estamos perdidos, amigos míos. El hallará el modo de sacarnos de
esta oscura sima, él pondrá en fuga a nuestros sitiadores, él nos llevará
a señorear el Perú para dar justo premio a nuestro trabajo.
(A l com ienzo de las palabras de A ntón Llamoso entra Lope de Aguirre
por la puerta de la izquierda , y se detiene luego en el um bral dándole
tiem po para concluir).
l o p e d e a g u i r r e : — Unicamente las traiciones pretenden malograr­
nos la victoria; las sucias traiciones del pasado, del presente y del porve­
nir. ¿En qué modo podíanse comparar con nosotros, marañones, este
gobernador muerto de miedo, estos dos viejos capitanes con cinco arca­
buces escasos, y estos cien soldados que a lo más son vaqueros de zama­
rros de oveja y rodelas de vaca y mohosas espadas? ¿En qué modo podían­
se comparar con nosotros, marañones, que somos un ejército intrépido
y libertador? Voto a tal, que jamás se ufanarían de haberlo hecho de
no ser por el peso de las traiciones que les dan su ayuda. (Saca un papel
de la faltriquera). He escrito esta lista formada por los nombres de aque­
llos que nos han de traicionar mañana, que son los que se fingen enfer­
mos para esquivarse de combatir, los que andan tibios y melancólicos por
los rincones, los que desvían la mirada cuando los miro, los que en vez
de jugar por la noche a los dados se ponen a rezar como monjas en claus­
tro; yo percibo el olor de mierda que exhala de aquellos que cavilan
traiciones. Quiero de todo corazón, capitanes, impedir que se cumplan
las cincuenta felonías de estos cincuenta hombres menguados que entre
nosotros andan. Yo os propongo darles muerte breve, reducir de esta
manera nuestro bando a cien empedernidos marañones decididos a dar
toda su sangre para que campee la justicia. Yo os propongo luego, capi­
tanes, volvernos a la mar con ese ejército de cien furiosos invencibles,
ya que tan imposible se nos ha hecho llegar al Perú por esta vía de
llanos y montañas. Volvernos a la mar, hacernos de un navio, y caer con
el dicho barco de improviso sobre Cartagena o sobre algún otro puerto
donde nadie nos espere. (Pausa). A poner por obra tales empresas se
inclina mi entendimiento, caballeros, y he aquí la lista de los que deben
morir para librarnos nosotros de su perfidia y para salvarlos a ellos de
incluirse en la historia con título de traidores.
j u a n g ó m e z : — ¡Cuerpo de Dios, señor general! Si los tres huidizos
que mató Vuestra Excelencia a la salida de Valencia hubieran sido treinta,
a buen seguro que agora la gente lo pensaría mucho antes de pasarse al
Rey. Confíe Vuestra Excelencia en mí, que yo lo acompañaré en todo,
y en ser piloto del navio que ha nombrado.
(Todos los dem ás capitanes, excepto A ntón Llamoso, miran con dis­
crepancia y desagrado al alm irante Juan G óm ez).
R o b e r t o d e z o z a y a : —¿Dar muerte a cincuenta hombres más, señor
general, no vendrá a ser una crueldad inútil y sin provecho?
c u s t o d i o H e r n á n d e z : — Con la sangre de esas muertes agravare­
mos nuestras culpas tan enormemente que el propio poder de Dios no
conseguirá la hazaña de salvarnos de la horca.
C r i s t ó b a l g a r c í a : —¿Quién puede asegurarnos que con tan atro­
pellado proceder no le quitaremos la vida a no pocos inocentes? Pensad
que ayer el capitán Diego de Tirado se nos lucía el más resuelto de los
marañones, y este juicio nuestro no le impidió pasarse al campo del
Rey. Otros hay, por el contrario, que hemos tenido siempre por medrosos,
y siguen dando muestras de coraje y lealtad.
l o p e d e a g u i r r e : —Dudáis y vaciláis, caballeros, porque en algún
desván de vuestros corazones late aún la ilusión de rehuir el naufragio,
de que el Rey os perdone las tiranías y maldades que habéis cometido en
el río Marañón y en la isla de la Margarita. Vana esperanza albergáis,
pues Dios mediante moriréis todos en la horca y seréis descuartizados
como lo seré yo mismo. Si vivimos hoy este desastrado suceso, culpables
de ellos son los remisos y. . .
J e r ó n i m o d e e s p í n d o l a : — Culpables somos todos, culpable es en
primer lugar Vuestra Excelencia, señor general. Es mi opinión que en la
Margarita hemos debido dejar a todos aquellos que preferían quedarse,
sin traerlos contra su voluntad, pues son ésos, que obligados andan, los
mismos que Vuestra Excelencia propone matar agora.
l o p e d e a g u i r r e : — Señores capitanes, desde el día en que me alzas­
teis para general y cabeza de esta jornada, ¡voto a mí!, que es la pri­
mera vez que os oigo discrepar de mis palabras. ¿Qué os sucede, Roberto
de Zozaya? ¿Os acobarda la cercanía descarnada de la muerte, Cristóbal
García? Cuanto a vos, Jerónimo de Espíndola, que con manera tan atre­
vida y desvergonzada habéis osado hablarme, os advierto que jamás he
tolerado a algún hombre humano ese lenguaje, y que os condeno a muerte
para castigar tanta insolencia.
(N inguno se m ueve a ejecutar la sentencia. Sólo A ntón Llamoso lleva
la mano al puño de la espada, mas lo detienen las miradas de los otros
capitanes. Lope de Aguirre cam ina desconcertado hacia la puerta de la
izquierda. De golpe se vuelve atrás y da órdenes tajantes).
l o p e d e a g u i r r e : — ¡Capitán de munición Antón Llamoso, encárguese vuestra merced de preparar la partida hacia la Borburata, haga
vuestra merced cargar las armas en los carruajes y cabalgaduras, avise
vuestra merced a toda la gente que debe estar pronta y aparejada antes
de que amanezca el día de mañana! ¡Capitán de infantería Francisco
Carrión, mando a vuestra merced que acompañado del barrachel Bar­
tolomé Paniagua y del sargento Hernando Mandinga, despojen de sus
armas a los cincuenta sospechosos cuyos nombres están en esta lista, y
que los mantengan desarmados y debajo de gran cuidado y vigilancia!
(Salen A n tón Llamoso, Francisco Carrión, Bartolomé Paniagua y Her­
nando M andinga).
l o p e d e a g u i r r e (a los otros oficiales): —No estamos perdidos, ca­
balleros. Ningún hombre está perdido en tanto que tenga el propósito y
brío de no estarlo. Hemos de partir hacia la mar de madrugada, cuando
el enemigo no sospeche ni imagine nuestra intención. Gutierre de la
Peña saldrá a perseguirnos más tarde con su caballería, y nosotros los
esperaremos emboscados en un paso de montaña, y los descabezaremos
con nuestros arcabuces. Tras proveernos luego de caballos en los hatos
del llano, un ejército de cien marañones curtidos y probados será el nues­
tro que llegará a la Borburata. Asaltaremos los navios que allí hemos
de hallar ancorados, tomaremos sin tardanza el rumbo güeste, caeremos
sobre Santa Marta o Cartagena, volveremos a nuestra traza primera de
irnos al Perú por el camino de Panamá, como lo hicieron Almagro y
Pizarro. ¡Tened fe, capitanes, en Lope de Aguirre, fuerte caudillo de
los invencibles marañones!
voz d e l c e n t i n e l a (desde lo alto de las almenas): —Los jinetes
del Rey se acercan a nuestros muros, más y más en cada vuelta. En la
barranca enemiga se asoman dos guerreros que por sus ademanes deben
ser el maese de campo y el teniente general.
lope
de
a g u ir r e
(arrebatándole el arcabuz a uno de los capitanes):
— ¡Vive el diablo, que yo tengo mejor puntería que todos mis ciegos
arcabuceros, y he de probarlo agora mesmo!
(Intenta salir por la puerta que da a la calle. Se detiene al ver entrar
de tropel, desde el fondo de la casa, a varios soldados).
p r i m e r s o l d a d o : —Vuestra Excelencia, señor general, nos ha des­
pojado de arcabuces y lanzas, y se dispone agora a llevarnos desarmados
hasta la mar, marchando sin defensa por los cerros, infelices y desvalidos
a merced de nuestros contrarios. ¿Quiere acaso Vuestra Excelencia que
nos den muerte a todos?
s e g u n d o s o l d a d o : —Vuélvanos Vuestra Excelencia las armas, pues
no nos place ir como ovejas al matadero.
s o l d a d o s (a coro): — ¡Queremos nuestras armas!
l o p e d e a g u ir r e
(sacando su daga y apuntándose con ella al pecho):
—Con esta daga me saquen el corazón si alguna vez llego a verter sangre
de un soldado marañón, y no lo tratase como a mi propia persona. Juro
por Dios Todopoderoso, Adorado y Glorificado, que aquí adelante no haré
más que lo que cada uno de vuestras mercedes mandare. Perderemos o
ganaremos esta guerra, mas ha de ser con parecer de todos, que mío
solo no.
s o l d a d o s (a coro):
— ¡Queremos nuestras armas!
l o p e d e a g u i r r e (ha ido envejeciendo y encorvándose al paso que
sus capitanes y soldados le pierden él respeto y el temor): — Si hasta aquí
ha habido algunas muertes, hijos míos, entended que las hice para salud
de todos y para asegurar vuestras vidas. Y a todos digo desde agora que,
por el juramento que tengo hecho, y por el amor de Dios, no permitáis
que seamos vencidos por esta gente de cazabe y arepa. Y si pensáis pasa­
ros al Rey, que sea en el Perú, y dese modo yo, ya que muera, moriré
en aquella tierra gloriosa donde gozarán y descansarán mis huesos de
lo que mi cuerpo tanto trabajó y ha padecido.
s o l d a d o s (a coro):
— ¡Queremos nuestras armas!
(Lope de Aguirre va tom ando arcabuces, lanzas y espadas, de las ma­
nos de A ntón Llamoso y Francisco Carrión que han entrado con ellas
entre los brazos, y se las van entregando a los soldados de uno en uno).
l o p e d e a g u i r r e : — ¡Tomad, hijo mío, vuestro arcabuz! ¡Tomad,
hijo mío, vuestra alabarda! ¡Perdonadme el yerro de haberos quitado
estas armas. Con ellas venceremos al rey Felipe. Aún queda tiempo para
hacerlo, hijos míos.
voz d e l c e n t i n e l a (desde lo alto de las almenas): — ¡Vienen bajan­
do de la barranca los jinetes enemigos en forma de combate! (Se oyen dis­
paros y sones de trom petas y tambores afuera de la fortaleza).
l o p e d e a g u i r r e (con violencia arrebatada): — Moriremos en este
sitio, marañones, defendiendo nuestro honor como fieros leones. Ya no
iremos a mar alguna ni asaltaremos barco alguno. Moriremos en este
sitio como rebeldes obstinados. ¡Antón Llamoso, ordenad que desensillen
las bestias, que descarguen los carruajes, que mi niña Elvira no suba a
su caballo! (El corredor se ha llenado de soldados venidos del fondo de
la casa, unos con arcabuces, algunos con espadas o lanzas, otros con las
manos vacías). ¡Muera el Rey, marañones! ¡Capitán Jerónimo de Espín-
dola, salga vuestra merced con diez hombres a escaramuzar el enemigo!
(Sale Jerónimo de Espíndola hacia la calle seguido por diez arcabu­
ceros que él escoge. Suenan nuevos disparos).
voz d e d i e g o d e t i r a d o (desde él otro lado de la muralla): — ¡Pasaos
al Rey, caballeros, que hace mercedes!
voz
de
pedro
Al o n s o
galeas
(desde el otro lado de la muralla):
—Desamparad al tirano, marañones, que el Rey os dará el perdón.
l o p e d e a g u i r r e : — ¿Habéis oído, marañones? Son las voces de
Diego de Tirado y Pedro Alonso Galeas, las voces de los traidores que
os convidan a vender vuestro honor de soldados. No hagáis caso, mara­
ñones, que la traición es cosa más triste y pestilente que la muerte.
(Afuera de la m uralla suenan trom petas y tambores. Se hace luego un
silencio que es roto por la voz de Jerónimo de Espíndola).
voz d e J e r ó n i m o d e e s p í n d o l a (desde el otro lado de la muralla):
—Os hablo yo, marañones, vuestro capitán Jerónimo de Espíndola que
también me he acogido a la clemencia del Rey. No perdáis vuestras vidas,
que una sola tenéis en este mundo. ¡Muerte al cruel tirano Lope de
Aguirre! ¡Venid con el Rey, marañones, que todas vuestras culpas os
serán perdonadas desque dejéis el bando de la tiranía! Os lo digo yo,
Jerónimo de Espíndola, vuestro capitán y compañero.
l o p e d e a g u i r r e : — ¿Espíndola? ¿También tú, Espíndola? ¿Tú, el
genovés que juraba por las llagas de Cristo serme leal hasta la muerte?
¡Tú, infame, desvergonzado, picaro y canalla! (Se pasea som bríam ente
de un extrem o al otro del corredor m ientras afuera suenan nuevos gritos
y disparos. Se detiene de pronto para increpar a los oficiales y soldados).
¡Idos todos al diablo con el Rey! (Señala la puerta con gesto furioso).
¡Idos todos al diablo con el Rey he dicho!
s o l d a d o p r i m e r o (saliendo apresurado por la puerta que da a la ca­
lle): — ¡Viva el Rey! ¡Viva el Rey que hace mercedes!
d o s s o l d a d o s m á s (saliendo com o el anterior): — ¡Viva el Rey!
¡Viva el Rey!
l o p e d e a g u i r r e : — ¿Qué espera vuestra merced, capitán Roberto
de Zozaya para desampararme como los otros? ¿Qué escrúpulo detiene a
vuestra merced, capitán Juan de Aguirre? Pásense vuestras mercedes al
Rey que la misericordia de Su Majestad es infinita! Y también vuestras
mercedes, Juan Gómez, Francisco Carrión, Hernando Mandinga, Antón
Llamoso. ¡Que no quede conmigo uno solo de mis marañones!
r o b e r t o d e z o z a y a (saliendo ): — ¡Viva el rey Felipe II!
j u a n d e a g u i r r e (saliendo tras él): — ¡Muera el tirano Lope de
Aguirre!
(Van saliendo atropellada y confusam ente todos los otros, dando vivas
al R ey, excepto A ntón Llamoso que no se ha m ovido de su rincón. El
últim o que se dispone a escapar es Pedrarias de Alm esto, el cual ha mira­
do los sucesos con gran calma).
l o p e d e a g u i r r e (deteniéndolo con un gesto): — Suplico a vuestra
merced, señor Pedrarias de Almesto, que no se vaya todavía. No quiero
recibir mi muerte sin haber hablado primero con vuestra merced lo que
debo de hablar.
p e d r a r ia s d e a l m e s t o :
— ¿Conmigo, señor general?
l o p e d e a g u i r r e : —Sí, señor Pedradas de Almesto, con vuestra
merced. Vuestra merced sabe perfectamente que le he perdonado tres
veces la vida, y sabe asímesmo cómo toda la gente imaginó que mi cle­
mencia debíase a las cartas que yo le dictaba a vuestra merced, y vuestra
merced copiaba con hermosa letra de escribano. Mas a fe mía no era tal
la razón. Títulos de sobra había para dar muerte tres veces a vuestra
merced, pues vuestra merced quiso defender con la espada en la mano
al gobernador Pedro de Ursúa, y procuró huir de nuestro campo en la
Margarita, y volvió a procurarlo en la Borburata. A la clara se veía que
no venía vuestra merced de grado en esta jornada sino por fuerza, y que
nunca ha sido vuestra merced un marañón sincero sino un vasallo de
mi enemigo el rey Felipe II.
p e d r a r i a s d e a l m e s t o : —No obstante esto, Vuestra Excelencia me
perdonó tres veces la vida. ¡Vive el cielo que no entiendo!. . .
l o p e d e a g u i r r e : — Le perdoné a vuestra merced tres veces la vida,
y no porque tenga buena letra, ¡juro a Dios!, sino porque era vuestra
merced la única persona en el mundo capaz de librar a mi niña Elvira
de ser violada y ultrajada por mis enemigos después que salgan vence­
dores. En ese horrible tiempo venidero todos los marañones recibirán
garrote o serán colgados en la horca, menos vuestra merced que probará
ante los tribunales de justicia que ha sido siempre leal servidor del Rey,
y que intentó pasarse dos veces a su bando, y que vino contra su
propia voluntad en esta tiranía. Tengo a vuestra merced por caballero
ilustrado y de noble corazón. Si vuestra merced tomase a mi niña Elvira
bajo su amparo y guarda, ningún desalmado osará poner las manos enci­
ma de su cuerpo. Yo le ruego humildemente a vuestra merced, y me
hinco de rodillas si es necesario, que salve a mi hija de la violencia y la
preserve de la putería. ¿Lo hará vuestra merced en cambio de las tres
veces que le he perdonado la vida?
p e d r a r ia s d e a l m e s t o :
—No lo haré, general Lope de Aguirre,
Dios me entiende que no lo haré. Si Vuestra Excelencia me perdonó tres
veces la vida, lo hizo sin duda alguna por evitar tres veces que Vuestra
Excelencia mismo me diera muerte. ¡Tres veces le debo la vida porque
tres veces iba a deberle la muerte, en paz hemos quedado, señor general!
No he de recibir en protección a la hija de Vuestra Excelencia, pues
mañana es menester que haga la prueba de mi inocencia ante unos jue­
ces que querrán sentenciarme animosamente a muerte, y mal podré
escapar de ese rigor llevando debajo de mi amparo a la prenda más que­
rida de un perverso tirano. ¡Adiós, Lope de Aguirre, maldito seas!
(Se aleja sin prisa hacia la puerta. Antón Llamoso saca su daga y se
abalanza a matarlo).
l o p e d e a g u i r r e : —No, Antón Llamoso, déjalo marchar en paz.
Deseo perdonarle la vida por cuarta vez.
p e d r a r i a s d e a l m e s t o (saliendo): — ¡Viva el Rey, caballeros! ¡Viva
el glorioso Felipe II, mi Rey y señor!
l o p e d e a g u i r r e : — Agora quedamos nadie más que tú y yo, Antón
Llamoso, en el esperar de nuestras muertes. Mas no olvides que tú toda­
vía puedes escapar de la horca acogiéndote al remedio de huir por esta
puerta gritando: ¡Muera Lope de Aguirre, el cruel tirano! (Pausa). Pá­
sate tú también al bando del Rey, capitán Antón Llamoso, ¡yo te lo
ordeno!
a n t ó n l l a m o s o : —No me pasaré, general Lope de Aguirre, herma­
no Lope de Aguirre. Yo he sido tu amigo en la vida y nadie me impe­
dirá que siga siéndolo en la muerte. Moriré a tu lado, Lope de Aguirre,
y estaré contigo hasta el instante en que las hachas del Rey hagan peda­
zos de nuestros cuerpos.
l o p e d e a g u i r r e : — Y luego, luego que nos hagan pedazos, nuestras
almas volarán juntas al infierno, hijo mío. Mas te aviso y advierto que
no deben atribularnos demasiado las llamas infernales, pues hemos de
compartirlas con Alejandro, César, Pompeyo y los sabios de Grecia, lo
cual será cosa de mucha gloria y honra para nosotros. En esta víspera de
mi agonía, yo me quejo tan sólo de Dios, al igual que lo hizo su Hijo
en la cruz, puesto que me ha abandonado. Tú puedes contar mejor
que ninguno, Antón Llamoso, que mamé la fe católica en la leche, que
he vivido piadosamente en el amor de Dios, que he acatado todos sus
mandamientos menos aquel que nos prohíbe matar, pues sin matar no
es posible hacer la guerra, y Dios mismo me dispuso para ser guerrero y
valer más con la lanza en la mano. Prediqué a mis soldados que hicieran
en la tierra lo que les aconsejase el corazón, alejando de sus actos el
miedo al infierno, pues yo pensaba de buen juicio que la sola creencia
en Dios bastaba para ir al cielo. Confié de la infinita equidad de Dios
que lo forzaría a ponerse de nuestra parte en la lucha que hacíamos
contra el rey Felipe y sus ministros que son modelos de injusticia y per­
versión. Agora entiendo claramente, Virgen de Aránzazu, que el Padre
Eterno se hizo banderizo del rey español y dispuso desde su empíreo mi
perdición. Si la voluntad de Dios lo quisiera, Virgen Santa, serían aba­
tidos los soberbios y los poderosos, y triunfaría la causa de los flacos y
los humildes. Cuando a malas penas he llegado a saber que no lo quiere,
encomiendo al demonio mi alma y cuerpo, mis piernas y brazos, mi pija
y cojones. No me desespera, estando vivo como aún lo estoy, conocer que
mi ánima arde ya en los infiernos. Y como el cuervo no puede ser más
negro que sus alas, me consuela de mi maldición el entrever que la fama
de las cosas terribles que he hecho quedará para siempre en la recordanza de la gente. (Bajando la voz). Sálvate, tú, hijo mío, pásate al
Rey. (Subiendo de nuevo la voz). ¡Capitán Antón Llamoso, es una orden!
A n t ó n l l a m o s o : —Por vez primera desobedezco un mandato de
Vuestra Excelencia, general Aguirre. (Bajando la voz). He tomado la
resolución de morir a tu lado, Lope de Aguirre, y Dios delante que llegó
la hora de cumplirla.
(Suenan disparos y gritos fuera de las murallas).
l o p e d e a g u i r r e : — Si tengo de morir desbaratado en esta goberna­
ción de Venezuela, como de cierto ha de suceder al instante, digo y
proclamo que ya no creo en la fe de Dios, ni tampoco en la secta- de
Mahoma, ni en Lutero, ni en los dioses de la gentilidad, y tengo para
mí como sola creencia que el hombre no nace en la tierra sino para nacer
y morir, sin haber porvenir ni pasado. (Suenan nuevos disparos). No le
temo al Rey, ni a la muerte, ni al infierno. El único peligro que hace
temblar mis carnes de pavor y miedo es el de preguntarme qué será ma­
ñana de mi niña Elvira. Me martillan el pensamiento las palabras del
Eclesiastés: “La hija mantiene desvelado a su padre, pues el cuidado
de ella le quita el sueño por el temor de que sea manchada su virgi­
nidad”. Dentro de breve término he de morir, habernos de morir, amigo
Antón Llamoso, y no habrá espada de hombre que defienda la integridad
de su cuerpo cuando entren de tropel los bellacos infames a violar a
la hija del cruel tirano, (casi llorando) a violar a mi niña, Antón Llamoso. (Se repone, tom a un arcabuz que está tirado en el suelo, se dirige
hacia la puerta de la izquierda, la entreabre y grita con voz atronadora).
¡Elvira! (Bausa) ¡Elvira!
(Entra la niña Elvira seguida por sus dos servidoras, M aría de Arrióla
y Juana Torralba, y caminan las tres hasta el centro del corredor. Lope
de Aguirre cala la cuerda y enciende la m echa del arcabuz).
l o p e d e a g u i r r e : —Hija mía, toma un crucifijo y encomiéndate a
Dios que te voy a matar.
j u a n a t o r r a l b a (enloquecida): —No haréis eso, señor, por quien
Dios es, os ruego que no hagáis eso. La niña Elvira es inocente y pura
como un lirio del campo. No la matéis, señor, que el diablo os ha
engañado al aconsejaros un crimen tan horrendo y fiero.
l o p e d e a g u i r r e : —Es del diablo y sus garras que quiero librarla
con su muerte, Juana Torralba. Presto habrán de entrar por aquella
puerta los sayones del rey Felipe, sedientos de cometer en ella la gran­
dísima afrenta que han cometido siempre en las hijas de los rebeldes
vencidos. Le arrancarán las ropas a jirones, violarán en nuestra presen­
cia sus carnes vírgenes, quedará luego entre mis enemigos a ser puta,
¡puta la hija de Lope de Aguirre!, ¡colchón de bellacos mi niña Elvira!
(Pausa). Encomiéndate a Dios, hija mía, que te voy a matar.
m a r í a d e a r r i ó l a : — ¡Tened piedad, señor! No temáis de su vir­
tud que nosotros cuidaremos della. La niña Elvira se meterá monja,
consagrará la voluntad y la vida a Nuestro Señor Jesucristo. ¡Tened
piedad, señor!
(Lope de Aguirre apunta a la niña E lvira con el arcabuz. Juana T orralba corre hacia él, tratando de cubrir a la niña con su cuerpo, forcejea
con el padre para arrebatarle el arma, Lope de Aguirre le deja finalm ente
el arcabuz y saca una daga d e su cinto).
l o p e d e a g u i r r e : — ¡Apartaos, malditas mujeres, si no queréis que
os mate a vosotras primero! Dejadme en paz, huid como hicieron todos
los marañones, que si no me obedecéis, haré yo correr al punto vuestra
sangre.
(A vanza hacia las dos m ujeres con la daga en alto. M aría de Arrióla
y Juana Torralba huyen despavoridas por la puerta que da a la calle. La
niña Elvira no se ha m ovido del centro del corredor, ni tam poco A ntón
Llam oso del ángido donde se ha arrinconado).
E l v i r a : — ¡Padre mío! (Lope d e Aguirre se acerca a ella y le da dos
puñaladas en el pecho. La sangre de la niña Elvira em papa la saya y él
corpino de raso amarillo. La hija cae de rodillas a los pies del padre que
la mata). ¡Ya basta, padre mío, ya basta!
l o p e d e a g u i r r e (con voz desgarrada): —-Falta una nada más,
hija mía.
(Le da una tercera puñalada. La niña Elvira m uere entre sus brazos.
Detrás de las murallas m enudean los disparos y arrecia la gritería).
v o c e s d e s o l d a d o s (desde el otro lado de la muralla):
— ¡Viva Fe­
lipe II, nuestro Rey y Señor!
l o p e d e a g u i r r e : — ¡Viva Lope de Aguirre, rebelde hasta la muer­
te, príncipe de la libertad!
(Van entrando de tropel por la puerta que da a la calle varios d e los
marañones que antes se habían pasado al Rey: Pedro Alonso Galeas , Diego
Tirado, Pedrarias de A lm esto, Juan de Chávez, Cristóbal Galindo, Cus­
todio H ernández. En pos de ellos entra la gente del Rey: el maese de
campo García de Paredes, el capitán Pedro Bravo de M olina, Hernando
Serrada, Francisco Infante y m uchos más. Todos vienen armados de arca­
buces, espadas, lanzas, alabardas, picas y puñales).
f r a n c i s c o l e d e s m a (un salm antino que forja espadas en el Tocuyo
pero que jamás las ha ceñido propiam ente, señalando a Lope de Aguirre):
—¿Y este hombre pequeñito y anciano es el famoso tirano Lope de
Aguirre? ¿Este es aquel que todos habían miedo de él? ¿Este es el enviado
de Satanás, el sanguinario matador de gobernadores y frailes? ¡Juro a tal
que si yo me viese en pendencia con éste lo cogiera y lo hiciera pedazos!
l o p e d e a g u i r r e (m irándolo con gran desprecio): — ¡Andad de ahí,
despojo de hombrecillo! ¡A diez y veinte mentecatos como vos diera yo
no estocadas sino veinte zapatazos! (Ledesm a atem orizado da un paso
atrás).
g a r c í a d e p a r e d e s (con la mano en el puño de la espada se acerca
al cadáver de la niña Elvira): —No me espanta tanto, Lope de Aguirre,
que os hayáis alzado contra el Rey nuestro señor, ni todas las crueldades
que habéis hecho entre los hombres. Me espanta mucho más la muerte
perversa que habéis dado a esta inocente que era casi una niña.
l o p e d e a g u i r r e : — Señor maese de campo, lo hice porque era mi
hija, y lo pude hacer.
g a r c í a d e p a r e d e s : —Cien veces merecéis que la justicia del Rey
os corte la cabeza.
l o p e d e a g u ir r e :
— ¿Cortarme la cabeza? ¿Se imagina y piensa
Vuestra Excelencia que en habiéndome cortado la cabeza, y hecho cuar­
tos mi cuerpo, y echado mis despojos a los perros, borrarán mi figura de
la memoria de los hombres? ¿No adivina Vuestra Excelencia que la rela­
ción de mis maldades y hazañas hará sonar mi nombre por toda la tierra
y en el noveno cielo? ¿No entiende Vuestra Excelencia que el rey Felipe
II ha de aparecer en la historia con el título de Tirano, y a Lope de
Aguirre se le llamará Príncipe de la Libertad?
g a r c í a d e p a r e d e s : — ¡Vive Dios que no puedo sufrir tan grande
insolencia! (Saca su espada). Me forzáis a que os mate agora mesmo, Lope
de Aguirre.
l o p e d e a g u i r r e : — Señor maese de campo, guárdeme Vuestra Ex­
celencia el término de tres días que marca la ley para oírme, y no me
mate tan presto que quiero decir con bravo juicio grandes cosas. Yo he
de declarar, primero de morir, quiénes y cuántos destos marañones arre­
pentidos han sido leales a su rey de Castilla; y he de declarar también
quiénes están hartos de matar gobernadores y frailes, y de quemar y
asolar pueblos, y de hacer pedazos las cajas reales. He de descubrir el
engaño de quienes creen que todas sus culpas y crímenes les serán per­
donados con pasarse a carrera de caballo y a tiro de herrón al campo
del Rey. He de decir los nombres. . .
(En tanto que habla, los marañones tránsfugas lo van apuntando con
sus arcabuces de mechas encendidas. Cuando dice las palabras "he de
decir los nombres”, uno de ellos llamado Juan de Chávez dispara su arma
y le da un balazo de soslayo en el brazo).
l o p e d e a g u i r r e (tambaleándose y buscando arrimo en él catre o
barbacoa que está a su espalda): — ¡Mal tiro, traidor bergante!
(Otro marañón llamado Cristóbal Galindo dispara su arcabuz y le da
al caudillo en el centro del pecho).
l o p e d e a g u ir r e
:
—
¡Ese fue un buen tiro, hijo de puta!
(Se lleva la mano al corazón, cae sobre el catre y muere. En m edio de
un gran silencio, Custodio H ernández se adelanta y le corta la cabeza
a Lope de Aguirre con su espada. Sale luego por la puerta que da a la
calle, em puñando los cabellos grises de la cabeza cortada y sangrante.
T odos lo siguen, con García Paredes al frente de ellos).
p e d r a r ia s d e a l m e s t o
(que es el últim o en salir): — jViva e l Rey,
que es muerto el tirano!
(A ntón Llamoso ha perm anecido inm óvil en su rincón. Cuando todos
se han marchado sin hacer cuenta de su presencia, A ntón Llamoso se
acerca a los cadáveres del padre y la hija, los contem pla largam ente con
grave m irada, se persigna y santigua, y luego escapa como una sombra
por la puerta que da al fondo de la casa).
Después de tu muerte cayó sobre tus ojos tanta obscuridad que te creiste
sepultado en el socavón infinito de la noche montañas de azabache y
carbón pesaban sobre tu pensamiento helados círculos de tinieblas se
enroscaban alrededor de tu cuerpo como serpientes muertas el gran
silencio que te envolvía era una niebla de musgo pegajoso y lívido pasaste
más de un siglo sumido en ese sueño descolorido te despertó de súbito
la luz casi solar de un relámpago el estampido torrencial de un trueno
que deshiló la madeja de tus nervios un clamoroso cataclismo resquebrajó
las rocas que cubrían tu mínima figura tu pobre alma rodó por erizados
precipicios y páramos azules atravesó desiertos circundados de aullidos
de lobas feroces y leones acosados diste en la orilla de un río de espumas
negras donde el gigante greñudo que hacía de barquero te llevó al lado
opuesto escupiendo blasfemias y salpicándote de lodo con sus remos los
aires que respirabas volviéronse en hedor nauseabundo como si tu cabeza
se hundiese en nimbos de excremento y carroña llegaste a una ribera vigi­
lada por inmensos buitres que acechaban ávidamente tus entrañas un
enjambre de moscas verdinegras siguió tus pasos millares de gusanos de
anillos viscosos y peludos subieron por tus tobillos y penetraron en los
agujeros de tu cuerpo descendiste a un valle cuyas hierbas humeaban una
soledad desamparada que dolía en el corazón a lo lejos retumbó el galope
de un tropel de bestias mitad hombres mitad caballos que te cercaron con
las patas delanteras en alto uno de ellos te tomó en sus brazos nervudos
y te condujo hasta la copiosa corriente de un río que era de fuego y
sangre ¡en sus ondas hirvientes gemiré sumergido por los siglos de los
siglos! tú Lope de Aguirre rebelde hasta más allá de la muerte pugnaste
por escapar de aquel oprobioso suplicio cuantas veces lo intentaste los
centauros te patearon con sus cascos y te hirieron con sus flechas una piara
de diablos gruñidores hincó en tu pecho sus arpones entre todos te arro­
jaron de nuevo a la linfa quemante te forzaron a tragar de nuevo sorbos
repugnantes de sangre dulzona y grumosa aquel que por la justicia divina
es abatido a los círculos infernales jamás ha de zafarse de sus honduras
en la puerta del infierno deja toda esperanza es eterna la tortura son
eternos el dolor y el llanto el rico que vestía de púrpura en la vida
terrenal no logró de Abraham una gota de agua para refrescar su lengua
ardida por las llamas ni le permitieron tornar por un instante a la tierra
para advertir a sus hermanos que mil tormentos les estaban reservados
si no mudaban su condición pecadora nadie alcanza a salir de estos
abismos Lope de Aguirre ¡yerra vuestra merced! yo salgo en la imagina­
ción de los pueblos que no me deja morir yo cruzo los mares de la Mar­
garita montado en un caballo blanco que viene galopando desde la raya
del horizonte yo anuncio la madrugada con un revoleo de tambores que
cae de las nubes yo estampo al llegar la medianoche mis huellas cojitrancas en la arena las alas de los alcatraces son cuchillos que mis manos
afilan para cortar la luz el silbido de la tormenta es mi voz animando
a los marañones con gritos de guerra la vislumbre de las rocas lejanas
soy yo la ira de Dios que traigo colgada del puño diestro la bella cabeza
cortada de doña Ana de Rojas los pescadores me vuelven la espalda se
arrodillan en sus barcas y rezan un padre nuestro ¡Líbranos Señor de
todo mal! salgo en las sabanas de Barquisimeto buscando sin esperanza
la sombra triste de mi niña Elvira mi fantasma ronda los matorrales donde
antaño se elevó la casa de Damián de Barrios hogaño es una maleza cun­
dida de murciélagos y culebras un cementerio de cabras y jumentos desde
estos huesos zafios me levanto en las noches de luna menguante mis
cabellos son una tea encendida que los vientos no apagan mis pies son
llamas errantes que pasan sobre los pajonales sin quemarlos a mi lado
renquea una perra blanca que aúlla cada vez que en lo interior de una
choza llora un niño en pos de mis huellas traquea el carromato de la
muerte tirado por el esqueleto de un caballo en las alturas dobla descon­
solada una campana sin campanero mis manos tremolan una bandera
negra signada por lenguas rojas el hombre humano que osare mirarme
a los ojos perderá para siempre la memoria me alejo media legua y vuelvo
luego fatalmente a las ruinas de la casa de Damián de Barrios mis ru­
gientes quejidos desgarran la piel de la noche no me queda de mi niña
Elvira sino el recuerdo de la sangre que empapaba su corpiño amarillo.
CRONOLOGIA
1908
26 de octubre. Nace en Barcelona, Estado Anzoátegui. Padres: Henrique
Otero Vizcarrondo y Mercedes Silva Pérez. Hijos: Miguel Enrique y Ma­
riana Otero Castillo.
Fernando Paz Castillo: “Aprendió a leer y a otras cosas más, que han
persistido en su vida, en Puerto La Cruz, a la sazón un pequeño caserío,
junto al mar, que siempre ha sido buen amigo suyo, en la vida y en
el arte”.
Miguel Otero Silva. Su obra literaria, p. 7.
1914
Fernando Paz Castillo: “A los seis años es trasladado a Caracas. Estudia
en varios institutos de esta ciudad y también en el Liceo San José, de Los
Teques”.
Arturo Uslar Pietri: “Me topé con él en los remotos y neblinosos corre­
dores de un colegio, en donde ambos nos asomábamos a la trágica y dulce
aventura de la adolescencia. Era un muchacho largo, descolgado, un poco
huraño y receloso, que siempre parecía pensar en otra cosa. Esa otra cosa,
que estaba más allá de las lecciones, las prácticas atléticas, los juegos y
los deberes, era ya la marca de la llamada a un destino de pasión creadora”.
“Prólogo” a El cercado ajeno, p. 7.
1924
Se gradúa de bachiller.
1925
Publica su primer poema: “Estampa” en la revista Elite. “La primera in­
fluencia que recibe el poeta, como tenía que ser, es la de los maestros
modernistas. Y entre éstos, principalmente la de Darío y la de Ñervo. Des­
pués viene la de José Asunción Silva y la de Lugones; y un poco más tarde,
puede afirmarse, cuando ya está formado, la de Julio Herrera y Reissig”.
Miguel Otero Silva. Su obra literaria, p. 10
A los 17 años de edad y amparado bajo el seudónimo de Miotsi inicia
sus colaboraciones humorísticas en el periódico Eantoches de Leoncio Mar­
tínez (Leo) y en la revista Caricaturas, las más prestigiosas publicaciones
de entonces en el género.
Testimonio del poeta Fernando Paz Castillo: “Dejé de verlo con fre­
cuencia por algún tiempo. Se había consagrado a sus estudios y al deporte,
en Caracas y en Los Teques, sin olvidar, desde luego, la poesía. De cuando
en cuando me llegaban noticias, siempre regocijadas, del lado suyo. Un
día me sorprendió. Había crecido mucho —como crecen los hombres en
esa edad— física e intelectualmente. Fue por los alrededores del Municipal,
enfrascado en una discusión acerca de Pirandello y de sus Seis personajes
en busca de autor. Eran aproximadamente las once de la noche. Ingresé
en el pequeño tumulto y discutiendo por sobre las solitarias aceras de
aquella, tan querida Caracas, fuimos a dar a la Plaza del Panteón, cerca
de la cual vivía Jacinto Fombona Pachano, quien, con otros que allí se
encontraban, se incorporó en el grupo, y juntos permanecimos, cada uno
sosteniendo su punto, tercamente, hasta que rayó el alba por sobre los
techos de tejas, con hierbas y pájaros, de las casas vecinas”.
Contestación al Discurso de Incorporación de Miguel
Otero Silva como Individuo de Número de la Academia
Venezolana de la Lengua. Boletín, Nos. 129 y 130,
Caracas, 1972, pp. 23 y sig.
1926
Enero.
Raúl Agudo Freites: “El año se anuncia como el de la Epifanía.
Un joven poeta de diecisiete años abandona sus arreos modernistas y busca
un nuevo camino para expresarse”.
(Pío Tamayo y la Vanguardia, p. 75).
Es en la revista Elite y lo presenta Fernando Paz Castillo, quien, tal
como lo dice Agudo Freites: “será en lo sucesivo como el introductor oficial
de los nuevos y ardientes polemistas de la vanguardia” ( Id., Id .).
Femando Paz Castillo, 50 años atrás: “Miguel Otero, a pesar de sus
pocos años, manifiesta en sus versos cierta inquietud de espíritu moderno;
ciertas complicaciones que se exteriorizan en lo caprichoso de algunos de
sus ritmos. La experiencia se encargará de irlo formando, pues si es verdad
que el poeta nace, no lo es menos que la poesía no es otra cosa que una
serie de asociaciones estéticas reunidas en torno a un motivo cualquiera,
y qüe estas asociaciones son residuos de impresiones recibidas a lo largo
de la vida”.
Boletín de la Academia Venezolana de la Lengua,
Nos. 129 y 130, Caracas, 1972, p. 22.
1928
5 de enero. “El día 5 de enero circula válvula, órgano de la vanguardia.
Una revista en dieciseisavo con carátula de Rafael Rivero: una vaga forma
en trazos definitivamente cubistas. Se anuncia en la portada interna como
‘mensuario’, bajo el comando de Nelson Himiob, ‘comisario para la Ad­
ministración’. En ‘plan’ de colaboradores aparecen Agustín Silva Díaz,
Israel Peña Arreaza, Pedro Rivero, Antonio Clavo, Gonzalo Carnevali, Car-
los Eduardo Frías, Alfonso Espinoza, J. Gabaldón Márquez, Arturo Uslar
Pietri, Vicente Fuentes, Antonio Arráiz, J. A. Ramos Sucre, Juan Oropesa,
José Núcete Sardi, José Salazar Domínguez, Miguel Otero Silva, Julio
Morales Lara, Rafael Rivero, Fernando Paz Castillo, Rolando Anzola, José
Rafael Cayama, Luis Rafael Castro, Francisco de Rossón, Pedro Sotillo,
Leopoldo Landaeta, Hernando Chaparro Albarracín, Nelson Himiob, Víctor
Hugo Escala y Rafael Angel Barroeta. Y en la página tres, el editorial
‘Somos’:
Un puñado de hombres con fe, con esperanza y sin caridad. Nos
juzgamos llamados al cumplimiento de un tremendo deber: el de
renovar y crear. Trabajaremos, compréndasenos o no.
Aquel puñado de jóvenes quería reivindicar el concepto de ‘arte nuevo
cuyo último propósito es sugerir, decirlo todo con el menor número de
elementos posibles (de allí la necesidad de la metáfora y de la imagen
duple y múltiple) o, en síntesis, que la obra de arte. . . se produzca (con
todas las enormes posibilidades anexas) más en el espíritu a quien se dirige
que en la materia bruta y limitada del instrumento’.
Aspiraba a que ‘una imagen supere, o condense al menos, todo lo que
un tratado denso puede decir al intelecto; a que cuatro brochazos sobre
un lienzo atrapen más trascendencia que todos los manuales. . . , a que
una sola nota encierre todo un estado del alma’.
Advertían saber
no creían en los
grito’. Válvula ‘es
las explosiones del
del comienzo.
que la ‘tradición cerraría contra ellos’. Afirmaban que
medios tonos: sólo en la eficacia del ‘silencio o del
la espita de la máquina por donde escapará el gas de
futuro’. Terminaba el ‘plano’ con las arrogantes palabras
Raúl Agudo Freites: Pío Tamayo y la Vanguardia, p. 89.
Estudia Ingeniería en la UCV.
Oscar Sambrano Urdaneta: “En 1928, Miguel Otero Silva cursaba en
la Facultad de Ingeniería de la Universidad Central de Venezuela. Junto
con Arturo Uslar Pietri, Juan Oropesa, Joaquín Gabaldón Márquez, Nelson
Himiob, Luis Rafael Castro, José Salazar Domínguez, Carlos Eduardo
Frías y Alfonso Espinosa, figuraba entre los más jóvenes colaboradores del
primero y único número de la revista literaria válvula, órgano de combate
de un conjunto de escritores nuevos que cultivaban el vanguardismo”.
“Trasfondo histórico y social en Fiebre”. Prólogo a
la edición del Ministerio de Educación, Caracas,
1961, p. VIII (B P V , 77).
El testimonio de Joaquín Gabaldón Márquez: “Teníamos unas reuniones
literarias accidentales, espontáneas, pudiera decirse, en la Tipografía Var­
gas, situada de Principal a Santa Capilla, y donde se editaba Elite, bajo
el cordial y generoso comando de Raúl Carrasquel y Valverde. Imprimíase
allí también Carteles, semanario literario-deportivo que dirigían, si mal no
recuerdo, Armando Zuloaga Blanco, José Antonio Marturet y Carlos Eduar­
do Frías. Y venían también, por cualesquiera otras razones, Fernando Paz
Castillo, Leopoldo Landaeta, Nelson Himiob, Miguel Otero Silva, Pedro
Rivero, con algunos otros que bien quisiera recordar de memoria. Y a la
sazón Rómulo Gallegos, que no era aún el maestro de la novela, conocido
y admirado en todo el Continente, concurría allí también, porque estaba
haciendo imprimir los primeros pliegos de La Capitana, o de L a Coronela,
que con uno de estos nombres habíase aparecido por primera vez a su
fértil imaginación de novelista la extraña figura de Doña Bárbara”.
Memoria y cuento de la Generación del 28,
Caracas, 1958, p. 38.
6 al 12 de febrero.
La Semana del Estudiante. “La Semana del Estu­
diante — 6 al 12 de febrero de 1928— en cuya oportunidad adquirió
su primer relieve la personalidad juvenil de Rómulo Betancourt, no fue
un movimiento revolucionario preparado de antemano, ni estimulado en
forma alguna por intereses políticos tradicionales. Fue sólo, en su pensa­
miento original, una prueba de la dinámica de la juventud, concreta y
exclusivamente encaminada a organizar el conglomerado estudiantil, den­
tro del radio de actividades e intereses específicos. La definida misión de
aquellos festejos fue el allegar fondos para la creación de la 'Casa de
Andrés Bello, Morada del ’E studiante’. Solamente las circunstancias dentro
de las cuales se desenvolvía la vida nacional, particularmente la vida política,
al hacer que se rompiese espontáneamente el marco primitivamente conce­
bido, vinieron a ocasionar que se desbordase el arranque inicial hacia el
terreno de la política. En realidad, fueron los íntimos impulsos de la juven­
tud, casi inconscientemente agazapados, a la espera de la ocasión que les
permitiese manifestarse, los verdaderos determinantes del nuevo craso que
hubieron de tomar tan pronto los sucesos.
“Los festejos estudiantiles habían dado lugar a los memorables sucesos
que culminaron con el envío al Castillo de Puerto Cabello de 210 estu­
diantes, así como a la prisión de Arévalo González y de algunos ciudada­
nos que si bien adversos, tal vez, al gobierno, no tenían arte ni parte en
la provocación de la revuelta juvenil, como pensara Gómez. Y en los días
de la primera quincena de marzo regresaban los estudiantes a Caracas,
atravesando Valencia y algunos pueblos del tránsito, en medio de una
apoteosis, mientras la capital los recibía con júbilo delirante, poniendo
con ello de resalto cómo bullía la protesta general contra el gobierno y
cómo la actitud de los universitarios expresaba las más íntimas y encendidas
ansias del pueblo venezolano”.
Joaquín Gabaldón Márquez: Memoria y cuento de
la Generación del 28, pp. 47 y ss.
6 de octubre. De Joaquín Gabaldón Márquez a Raúl Leoni: “El 6 de
octubre vieron las calles de Caracas el espectáculo de un centenar de
estudiantes llevados a pie, custodiados por parte del cuerpo de la Sagrada
de Velazco, hacia la carretera lejana que les aguardaba con sus picos y
sus palas, bajo el sol inclemente y el látigo de sus guardianes. Y detrás
de ellos, la procesión de las madres, de las novias, de las hermanas, que
fueron a acompañarlos hasta Guarenas o Guatire, a seis o siete leguas de
Caracas, y que se bajaban a veces de sus automóviles para besarlos y apo­
yarlos un rato en su brazo cuando lo permitían los guardias que son,
muchas veces, menos crueles que sus propios jefes. ¡Y allá están, haciendo
una carretera más, para la gloria eterna de sus verdugos!”.
Carta fechada en Caracas el 20 de octubre de 1928.
v. Memoria y cuento, p. 177.
Creo que “la generación del 28, tanto como conglomerado humano
como a través de algunos valores relevantes que de ella emanaron, sí
influyó decisivamente en la renovación y revisión del pensamiento político,
económico, humanístico y científico del mundo venezolano post año 28.
Esa renovación, que apenas se vislumbra en las primeras horas del 28 es la
consecuencia directa de la diàspora del exilio que permitió que muchas
calificadas individualidades de nuestra generación pudieran entrar en con­
tacto, tanto en América como en Europa, con las corrientes revolucionarias
del pensamiento moderno y conocer directamente en todas sus áreas, no
sólo las obras maestras de la literatura, del arte, la ciencia, la política y la
economía sino la filosofía que las inspiraba”.
Raúl Leoni. Introducción a la edición de Fiebre
hecha por Seix Barrai, 2^ edic., Caracas, mayo de
1976, p. 47.
Oscar Sambrano Urdaneta: “Miguel Otero Silva redactó la primera
parte de Fiebre a los veinte años de edad, casi simultáneamente con los
acontecimientos que en ella se narran ( . . . ). Las partes restantes fueron
escritas hacia 1932”.
En el Prólogo a Fiebre, edición del Ministerio de
Educación (BPV, 77), p. VII.
1929
Toma parte en las conspiraciones contra el gobierno gomecista que tienen
como base de operaciones la isla de Curazao. La noche del 8 de junio de
1929 participa en el asalto y la captura de esa isla holandesa que llevan
a cabo 150 venezolanos, en su mayoría trabajadores de las refinerías petro­
leras. Los asaltantes, entre los cuales estaban Otero Silva y cuatro univer­
sitarios más, invaden esa misma noche a Venezuela y son aplastados por
las fuerzas militares de Gómez, infinitamente más poderosas que ellos.
Logra salir de nuevo al exterior y prosigue en el exilio. Cataluña, España :
“Llegué por vez primera a Cataluña cuando acababa de cumplir 21 años y
no lo hice por el interés de visitar esa nación (la verdad era que ni siquiera
sospechaba que Cataluña fuese una nación) sino por huir del chauvinismo,
de la xenofobia francesa. Por entonces habíamos ido a dar desterrados a
París un grupo de estudiantes venezolanos y nos recibió el histerismo patrio­
tero de los franceses de aquella época: lo insultaban a uno en la calle si se
atrevía a hablar en voz alta otro idioma que no fuera el francés; lo llamaban
a uno sale méteque si osaba opinar sobre cualquier tema; lo asaltaban a uno
en gavilla si se enredaba a golpes con un gargón; hasta para enamorarse de
una francesa era preciso presentar los papeles de identidad, vos papiers,
monsieurl Tan enrarecida y chocante se puso la atmósfera que el grupo de
estudiantes a que me refiero (Quintana Silva, Prince Lara, Jiménez Arráiz,
Isaac Pardo, Gómez Malaret, Chucho Lavié y yo) decidimos de repente
dejar a los franceses con sus complejos y sus antipatías, y tomar el primer
tren que saliera de la Gare de Lyon hacia el extranjero, tren que ha podido
llevarnos a Copenhague pero que afortunadamente nos condujo a Barcelona.
“Para ser más exacto diré que el único del grupo que no se inscribió en
la Universidad de Barcelona fui yo, dado que para esos tiempos era un
agitador revolucionario más que ninguna otra cosa. Preferí ponerme en
contacto con los sindicatos obreros y las asociaciones marxistas, anochecer
discutiendo con los anarquistas bajo las arcadas de la Plaza Real que ellos
llamaban Plaza Roja, amanecer teorizando sobre política en los bares del
Paralelo, incluso llegué a hablar en un mitin donde el orador principal
era Dolores Ibarruri. Esto último sucedió en Lérida y ya “La Pasionaria”
no se acuerda de aquel suceso, no puede acordarse, pero yo sí. No lo olvido
particularmente porque a los pocos días hicieron preso al extranjero que
a tales impertinencias se atrevía, y una pareja de guardias civiles me llevó
esposado hasta la frontera. En descargo de los catalanes debo aclarar que
la pareja de guardias civiles era murciana y que la orden de encarcela­
miento y deportación vino directamente de Madrid.
“Entre mi ingreso a Cataluña por Perpignan y mi salida por el mismo
sitio había transcurrido apenas un año, pero esos doce meses dejaron
huella imborrable en mi biografía” .
1931
Escribe su primera novela: Fiebre. Acerca de ella contará en 1971: “ Se
trata de una novela-testimonio o novela-reportaje que habla de la genera­
ción del 28 y sus peripecias, escrita alrededor de 1931 por un estudiante
de ingeniería (yo mismo), recién salido de un rudimentario bachillerato
y sin haber ojeado todavía una sola página de Faulkner, ni de Joyce, ni de
Kafka, ni siquiera de Proust. Tal vez sería más conveniente que no la leyera
usted” .
Introducción a la edición de Fiebre hecha por Seix
Barral, p. 93. La nota está fechada: “ Caracas, 1971” .
1936
Al regresar del destierro, publica en el desaparecido diario Ahora una co­
lumna en verso: “ Sinfonías tontas” que firma con el seudónimo de Mickey
y que daría título al libro del mismo nombre publicado en Caracas en 1962.
Con “ Soneto exótico” , “tal como lo hubiera escrito” su “ amigo Alfredo
Boulton que habla varios idiomas” inicia los que serían años más tarde
sus regocijados “ Sonetos elementales” .
1937
De nuevo es desterrado, esta vez bajo el gobierno del General Eleazar
López Contreras. Viaja por México, Estados Unidos y Cuba.
1939
A los 31 años de edad publica finalmente en Caracas su primera novela:
Fiebre con prólogo de Ernesto Silva Tellería.
De esta obra confesaría 30 años después: “En Fiebre, mi primera novela,
hay numerosos elementos autobiográficos, no solamente individuales sino
autobiográficos de todo un grupo, de mis compañeros de lucha, de eso que
se ha denominado «generación del 28». Las cosas que le suceden a Vidal
Rojas en la primera fase del libro (las peripecias amorosas, la acción po­
lítica) me sucedieron a mí en la vida real, como son igualmente expe­
riencias personales los acontecimientos de la montonera. En cambio, la
parte que se desenvuelve en Palenque, es un episodio vivido por mis com­
pañeros universitarios que fueron a parar a ese campo de concentración.
Yo había logrado escapar al destierro después de haber participado en las
guerrillas, pero prefería concluir la narración, no en tierra extranjera, sino
en aquella cárcel dostoievskiana de los llanos del Guárico” .
Ocho palabreos (1 9 7 4 ), p. 48.
1940
Abre un largo silencio de 15 años, en el cual se dedica casi exclusivamente
al periodismo. Sin embargo, de esa época datan algunos de sus mejores
poemas humorísticos, varios sonetos, glosas y corridos, como también su
popular Galerón del Gallo Zambo.
1941
Al asumir el General Isaías Medina Angarita la Presidencia de la República,
regresa del exilio.
Finida el semanario humorístico El Morrocoy Azul en el que escribe con
diversos seudónimos: Sherlock Morrow, Morrocuá Descartes, Morrocoy
Sprinter, Lúcido Quelonio, Mickey.
José Ramón Medina: “La historia de El Morrocoy Azul presenta rasgos
verdaderamente curiosos, de manifiesto interés literario (literatura humorís­
tica) y de señalada trascendencia política, principalmente” .
"Sus comienzos fueron más bien modestos. Con un capital inicial de
quinientos bolívares comenzó a editarse en una pequeña imprenta situada
de Cruz Verde a Velázquez, para después pasar por una serie de otros
talleres de más o menos importancia editorial. Pero esa precariedad de
capital, esa estrechez económica inicial, estaba largamente compensada por
el entusiasmo y la fe de su gente editora. Grupo en el cual ejercía mando
de capitán experto Miguel Otero Silva. Miguel, a su regreso del destierro,
había traído, junto con el afán político — de la participación política
desde la calle— unas cuantas ideas deseoso de ponerlas en práctica en el
campo del periodismo nacional. Entre ellas la de fundar un periódico
humorístico al estilo de El be negre, que había conocido durante su forzada
permanencia en Barcelona de España, y de Le Canard Enchaîné, que
circulaba en París. Ahí estuvo más o menos dibujado el propósito, el
origen, el nombre y el estilo de El Morrocoy Azul” .
“A Miguel Otero le hicieron compañía en su intento fundador desta­
cados escritores nacionales, que dieron concurso y prestancia sin igual a la
empresa. El poeta Andrés Eloy Blanco, entre los primeros, Francisco Pi­
mentel (Job Pim), Carlos Irazábal, Gabriel Bracho Montiel, Antonio
Arráiz, Isaac J. Pardo, Aquiles Nazoa, Manolo García Maldonado, Ale­
jandro García Maldonado, Jesús González Cabrera y Francisco José Del­
gado (Kotepa), quien fue uno de los pilares fundamentales del semanario,
se contaron entre aquellos que asumieron la tarea inicial y continuaron
prestando su colaboración durante mucho tiempo. También colaboraban
ocasionalmente Víctor Juliac, Carlos Fernández, Horacio Vanegas, Paco
Vera, Firmo Pesquera, Pedro Juliac y Rodolfo Quintero. Luis Pastori se
incorporó un poco más tarde. Y Antonio Saavedra y Rafael Guinand, las
figuras más representativas del teatro de humor venezolano, también estu­
vieron contribuyendo al material semanal del periódico” .
“Ese equipo estaba convocado — y concurría religiosamente— a una
reunión semanal que se celebraba los miércoles. En ella se discutía y
preparaba la edición del sábado que constaba únicamente de ocho páginas.
Naturalmente, ante tan nutrido cuadro de extraordinarios colaboradores,
sobraba siempre, en cada oportunidad, material suficiente como para hacer
otra edición similar. Esto revela, anecdóticamente si se quiere, las exce­
lencias del semanario humorístico, respaldado por tan generosa militancia
intelectual, pues la selección del material sólo tomaba en cuenta, natural­
mente, lo más brillante y novedoso” .
“Miguel Otero Silva, o el perfil de un humorista
venezolano” . Prólogo a Sinfonías tontas, Caracas,
Ediciones Casa del Escritor, 1962, pp. 13-15,
18-21.
Funda el semanario político de izquierdas Aquí Está.
Publica en el semanario humorístico El Morrocoy Azul su famoso “Res­
ponso al Grupo Viernes” .
1942
31 de enero. Publica 25 poemas, Caracas, Editorial Elite, Lit. y Tip.
Vargas. Se trata de una “Selección de Agua y Cauce y otros poemas” .
Publica en El Morrocoy Azul, "Semana Santa en Macuto” , serie de seis
sonetos de fundamental importancia dentro del género.
1943
3 de agosto. Con su padre, Henrique Otero Vizcarrondo y el poeta An­
tonio Arráiz funda el diario El Nacional en el que ejerce la Jefatura de
Redacción.
1944
Es Jefe de Redacción, simultáneamente, del diario El Nacional y del se­
manario humorístico El Morrocoy Azul.
1945
Los gobiernos de Inglaterra y Francia lo invitan a visitar esos países en
reconocimiento a sus campañas en beneficio de la causa aliada.
1946
Se separa, definitivamente, de la redacción del semanario humorístico
El Morrocoy Azul. En lo adelante utilizará para sus incursiones humorís­
ticas ocasionales — siempre en El Nacional—
los seudónimos Martín
Fierro y Aurelia.no Buendía.
1948
5 de mayo. Publica “La chusma de Jorge Eliécer Gaitán” , a raíz del ase­
sinato del líder colombiano, un artículo que logró gran resonancia en Ve­
nezuela y en Colombia.
1949
Obtiene el título de Licenciado en la primera promoción de periodistas que
gradúa la Universidad Central de Venezuela. Es elegido Presidente de la
Asociación Venezolana de Periodistas (A V P ).
La República Española, en el exilio, lo condecora con la “Orden de la
Liberación” .
1954
17 de octubre. Pronuncia en la UCV una conferencia sobre el Quijote en
la que expresa su propio credo de humorista: “No es admisible expedita­
mente la idea del humorismo satisfecho, ni del humorista resignado. Por
el contrario, una de las turbinas generadoras del humorismo es la incon­
formidad con el medio ambiente, con la estructura de la sociedad que
rodea al artista, y el afán insurrecto de éste por quebrantar con el dardo
agudo de su ironía los pilares que la sostienen” .
El cercado ajeno (1 9 6 1 ), p. 97.
1955
14 de jtdio. En Buenos Aires la Editorial Losada publica su novela Casas
Muertas con la que MOS obtendría el Premio Nacional de Literatura
correspondiente al bienio 1955-1956. Esta obra obtiene también el Premio
Nacional de Novela “Arístides Rojas” (1 9 5 5 ).
“Para la preparación de Casas Muertas me fui a Ortiz, que para entonces
estaba al borde del derrumbe total, busqué a los sobrevivientes de la época
terrible, que eran muy escasos, y ellos me contaron cómo eran en esa
época los árboles y los pájaros, qué se comía, cómo se vestían, qué can­
ciones cantaban, y yo comencé a llenar cuadernos con sus confidencias.
Entre esos interrogados estuvo una vieja maestra de escuela que me sumi­
nistró los datos más valiosos, me refirió las mejores anécdotas y que
aparece luego en la novela bajo el nombre de «la señorita Berenice».
“Posteriormente recibí algunas clases o lecciones de Patología Tropical,
auxiliado en el trance por nuestros eminentes científicos Enrique Tejera,
Juan Francisco Torrealba y Félix Pífano. Y, por último, me encerré a
escribir el libro, consultando a cada paso el mamotreto de apuntes que
tenía a mano” .
Ocho palabreos (1 9 7 4 ), p. 49.
28
de julio. Pronuncia una extensa conferencia en el Museo de Bellas
Artes de Caracas sobre el pintor venezolano Armando Reverón, con motivo
de una importante exposición retrospectiva de cuatrocientos lienzos del
artista.
14
de octubre.
Fernando Paz Castillo, desde Ottawa: "Casas Muertas es
una de las más bellas novelas que se han escrito en Venezuela ( . . . ) .
El aspecto poético ( . . . ) es, en mi concepto, su mejor calidad y fuerza” .
Miguel Otero Silva. Su obra literaria, pp. 35 y ss.
1956
Refiriéndose a José Rafael Pocaterra, de quien fue discípulo y
amigo: “Tan sólo en dos oportunidades estuvimos de acuerdo sobre el
accidentado campo de la política venezolana: al luchar contra la dictadura
de Juan Vicente Gómez y al apoyar la figura democrática del presidente
Isaías Medina Angarita. En situaciones históricas más complejas, nos si­
tuamos en campos distintos, cuando no divergentes” .
Febrero.
El cercado ajeno (1 9 6 1 ), p. 32.
1957
MOS polemiza con el pintor Alejandro Otero quien se muestra en
desacuerdo con los premios otorgados en el XVIII Salón de Arte Vene­
zolano. Con el título: Polémica sobre arte abstracto, las intervenciones de
ambos polemistas fueron recogidas en libro por el Ministerio de Educación.
Marzo.
En uno de sus textos ( “Formas nuevas y sinceridad” ), expresa Otero
Silva: “El «miedo a quedarse atrás» y esta vez no lo llamaremos snobismo
sino angustia explicable en un artista, ha cercenado en nuestros países
muchas valiosas posibilidades de creación. No solamente en el campo de
la pintura sino también en el de la poesía y en el de la música. Sucede
entre nosotros con frecuencia el fenómeno del artista que, por temor a
que se diga que está trabajando en formas «superadas» o «manidas», se
afilia sin convicciones a una corriente de moda y malogra una obra notable
que le hubiera nacido si se expresaba con sinceridad.
“El asunto está claro. Creemos que el artista debe luchar incansable­
mente en la búsqueda de formas nuevas, romper con el pasado si se siente
con fuerzas para ello, pero nunca sacrificando la sinceridad estética y
humana que es elemento fundamental en toda creación” .
Op. cit., p. 55.
1958
23 de enero. Entre el fragor de la caída de la dictadura del General
Marcos Pérez Jiménez, escribe en El Nacional de Caracas un emotivo
artículo: “Después del 23 de Enero” : “La primera jornada, la que corrió
como un río hasta lograr el estrepitoso derrumbamiento de la infame dic­
tadura de Pérez Jiménez, ha sido uno de los hechos más gloriosos de nuestra
historia” .
7 de diciembre.
1959
Es electo Senador por el Estado Aragua.
13 de marzo. En el Senado de la República inicia su intervención en la
que propondría la creación del Instituto Nacional de Cultura y Bellas
Artes (IN CIBA). Agotado el tiempo, pide que la sesión se suspenda hasta
“el próximo lunes 16 de marzo” . En la sesión de este día continúa su in­
tervención que concluye proponiendo la creación del INCIBA: “ Se ha
hablado con frecuencia y con justicia de las capacidades artísticas del
hombre venezolano. Se ha afirmado con razón que éste es un país de seres
inteligentes, bien equipados para las travesías donde el espíritu vaya como
timonel. Los poetas hemos cantado a los niños superdotados de Venezuela
que están en la tierra con las manos cortadas para la obra creadora,
arrinconados en su destino de bahareque y de analfabetismo. Contra esa
realidad que ha durado tanto como dura nuestra historia es que van diri­
gidas mis palabras de hoy” .
“Hay que desarrollar, impulsar y orientar las virtudes creadoras del
pueblo venezolano, sus canciones, sus músicas, sus danzas, sus versos y
sus pinturas, porque solamente con migajón y arcilla de cultura se cons­
truyen las grandes naciones y solamente a través de la obra de arte logran
perdurar los hombres y los pueblos por toda la eternidad. Hoy presento
ante ustedes la proposición de creación de un Instituto Nacional de la
Cultura que consignaré en Secretaría al terminar mis palabras. Si esa
proposición merece la acogida de ustedes, y si ese propósito plasma más
tarde en realidad, me creeré digno por primera vez de haber obtenido los
votos del pueblo aragüeño que me trajeron al Senado de la República” .
El cercado ajeno (1 9 6 1 ), pp. 174 y ss.
20
de mayo.
Pronuncia en Cumaná, Estado Sucre, el discurso inaugural
del busto del poeta Andrés Eloy Blanco a quien proclama “el poeta del
pueblo venezolano” .
Dirigida a Francisco Carrillo Batalla, Gobernador del Distrito Federal,
y a Humberto Bártoli, Gobernador del Estado Miranda, publica en el diario
El Nacional su “Carta a los dos gobernadores de Caracas” considerada con
razón uno de los textos fundamentales del humorismo costumbrista vene­
zolano.
Calza con su firma su famoso poema humorístico “Román de Negrit Pedrit
y Replic de Don Bártoli” , escrito en colaboración con Jesús González
Cabrera. El mismo explica el origen: “Estos libelos en versos fueron publi­
cados sin firma y sin pie de imprenta en épocas de dictadura militar. La
antología titulada Cincuenta años de humorismo en Venezuela, de José
Rivas Rivas y Juan José Verde (Pensamiento Vivo Editores, Caracas, 1964),
los incluyó y me los atribuyó íntegramente. En realidad fueron perpe­
trados en colaboración con Jesús González Cabrera. Más aún, González
Cabrera fue quien concibió la sátira y la escribió hasta un poquito más
allá de la mitad, trabajo que yo me limité a completar. La intención nues­
tra era obvia: zaherir los rezagos de discriminación racial que aún per­
viven en determinados sectores de la oligarquía venezolana, recordándoles
que (afortunadamente) en este país no existe raza blanca propiamente
dicha sino café con leche en sus diversas gradaciones. Elegimos como
presunto chivo expiatorio a Pedro Juliac, el mejor amigo de González
Cabrera y mío, quien se prestó regocijadamente a ser el blanco (s ic) de
la catilinaria” .
Un morrocoy en el cielo (1 9 7 2 ), p. 257.
15
de diciembre.
Escribe una página conmovedora con motivo de la
muerte del Dr. Elias Toro: “Conocí a Elias Toro en nuestra infancia y
desde entonces nos apareó una amistad que solamente alcanzó a que­
brantar su muerte. Era un colegial pobre, de medias zurcidas y ropa del
dril más barato, pero plantado en primera fila por su inteligencia, por su
tesón para el estudio, por su gallarda valentía. Y si he mencionado la
pobreza como rasgo inicial de esa primera reminiscencia suya es porque
tan adusta compañera no se separó jamás de su lado, ni él realizó nunca
mayores esfuerzos para espantarla. Se acostumbró a su presencia al correr
del tiempo y hablaba de ella, las poquísimas veces que hablaba de ella,
como si se tratara de una vieja amiga” .
El cercado ajeno, pp. 143 y ss.
1960
Premio Nacional de Periodismo.
Miembro Correspondiente de la Academia Nacional de Letras de Uru­
guay.
1961
6 de marzo. La Editorial Losada de Buenos Aires publica su tercera no­
vela: Oficina Nv 1. “En Oficina N? 1 empleé un procedimiento similar.
Me desterré casi un año a la ciudad petrolera de El Tigre, indagué quiénes
habían sido los pioneros de los primeros campamentos, hablé con quienes
tenían mayor número de cosas que contar, visité con ellos los lupanares
abandonados, las cantinas derrumbadas, las viejas construcciones desca­
belladas. Dos de estos cicerones me ayudaron particularmente: un margariteño que fue fundador de la ciudad y que todavía continúa traba­
jando en ella de sol a sol, a quien metí en la novela con el nombre de
Luciano Millán. Y un antiguo perforador norteamericano que ahora anda
por los 80 años y aún vive en El Tigre, quien aparece en el libro con
■ el nombre de Tony Roberts. Ambos «deformados literariamente», claro está.
Ocho palabras, pp. 49 y ss. MOS se refiere a
Julio Mac Spadden y a Jesús Subero.
-
niii '■i m
Los escritores venezolanos le rinden homenaje en la
Casa del Escritor. Luis Pastori lo ofrece con palabras que delinean el
perfil del humorista: “Cuando tengamos que hacer el balance de nuestros
humoristas, Miguel Otero Silva habrá de tener un sitio de honor en el
Presidium” .
2 9 de septiembre.
1962
José Ramón Medina: “Es el ejercicio de la amistad lo que mejor
define el perfil humano de Miguel. Quizás parezca a quien lo trate por
primera vez, hosco o desconfiado, desdeñoso o altivo, antipático o cerrado
al esfuerzo de la comprensión ajena y en lo cual tiene mucho que ver su
clásica falta de memoria para recordar rostros y señales de los hombres” .
Enero.
“Hombre sin fisuras, hombre decidido, enérgico y cordial. Hombre
abierto a la luz cegadora de la vida, hombre plantado en la responsabilidad
de su tiempo, listo a darle el frente a los más singulares combates: idealista,
desprendido, situado a conciencia en su noble designio de creador, pene­
trante y resuelto, reflexivo y equilibrado, mesurado y activo, dinámico y
parsimonioso, es este Miguel Otero” .
Prólogo a Sinfonías tontas, pp. 8 y ss.
1963
A raíz de una crisis política circunstancial, es electo por las diversas frac­
ciones como “hombre-congreso” . Su voto decidía los debates parlamen­
tarios.
31 de octubre. La Editorial Losada publica su cuarta novela: La muerte
de Honorio. “Nunca he bosquejado calculadamente personajes de frustra­
ción en mis narraciones. Ahora, cuando escucho la pregunta de ustedes,
comprendo que no les falta razón al plantearme el problema. Tal vez esa
impresión de fracaso se deba, no a mis personajes, ni a mí mismo, sino a
nuestra historia (la de nuestro país) que ha sido en nuestro tiempo un
encadenamiento de fiascos. Fiebre es la novela de lá «generación del 28»,
una generación frustrada que por lógica da lugar a una novela frustrada.
Casas Muertas es la novela de una ciudad aniquilada por el paludismo,
el caudillismo, la dictadura y las guerras civiles: una ciudad malograda
por un rosario de frustraciones. Oficina N? 1 es la historia de una ciudad
mal nacida, parida sin comadrona por la explotación petrolera, con carac­
terísticas anárquicas de campamento, con innegables rasgos de frustración.
Esas deben ser las razones determinantes del sentimiento de desengaño
que ustedes han observado en mis libros. En cuanto a La muerte de
Honorio, si bien concluye con la esperanza de unidad de las fuerzas pro­
gresistas y democráticas que se logró el 23 de enero de 1958, la verdad
histórica es que también esa esperanza se frustró después, aunque yo no tuve
la oportunidad de registrar el descalabro en mi libro, puesto que el malo­
gramiento sobrevino cuando ya mi libro estaba escrito” .
Coloquio con los alumnos del Departamento de
Castellano, Literatura y Latín del Instituto Uni­
versitario Pedagógico de Caracas, efectuada el 18
de febrero de 1969. v. Ocho palabreos, pp. 50
y ss.
El gran poeta chileno Pablo Neruda, Premio Nobel de Literatura, escri­
bió: “Miguel Otero Silva, gran escritor y brillante poeta, es para mí no
solamente una gran conciencia americana, sino también un incomparable
compañero. Yo sé que sus libros, sus novelas se venden hasta el último
ejemplar en nuestro vasto continente. Algunos dé sus poemas han pasado
al dominio público, el pueblo se los aprende y los canta, y uno no sabe ya
quién los ha escrito. No existe un honor más grande para los poetas” .
Pablo Neruda. Epílogo a la edición checa de Casos
Muertas y Oficina N? 1 en un solo volumen. Praga,
1964.
1965
10 de febrero. Entra en circulación su poemario La mar que es el morir,
editado por el Ateneo de Caracas.
Julio.
Caracas. Sobre México y la Revolución Mexicana. Conferencia en
la Fundación Mendoza.
Visita a la Unión Soviética invitado por la Unión de Escritores So­
viéticos.
Polonia le hace idéntica invitación por intermedio de la Unión de
Escritores Polacos.
“ Supe entonces, a nuestro regreso a Moscú, que los editores de mis
novelas en ruso se habían enterado de mi presencia y me solicitaban para
pagarme los derechos de autor. Cuatro de mis novelas habían sido tradu­
cidas a ese idioma: Fiebre, Casas Muertas, Oficina N Q 1 y La Muerte de
Honorio. Esta última, La Muerte de Honorio, fue publicada bajo el título
Cinco que no hablaron por la revista Literatura Extranjera de Moscú, la
cual le dedicó prácticamente su número completo de la última primavera,
y aparecerá nuevamente en enero de 1966, ya como libro autónomo, lan­
zado por otra editorial en un tiraje inverosímil de dos millones y medio
de ejemplares. El diario Izvestia publicó a su vez, hace bastante tiempo,
una selección de mis poemas, deferencia muy poco frecuente en ese
periódico tan específicamente político. Además de los honorarios de escritor,
que me parecieron por cierto bastante honorables, la crítica — según me
informaron los traductores, puesto que yo no entendía una palabra de
cuanto decían aquellos recortes— , la crítica fue harto generosa para con
mis cuatro libros. Sírvame de consuelo cuando pienso que en Venezuela
lo quieren «revisar» a uno a cada instante, como si la obra de uno fuera
baúl de contrabandista” .
Ocho Palabreos (1 9 7 4 ), p. 84.
1966
26 de octubre. Poesía hasta 19 66 , Caracas, Editorial Arte. Recopilación
y notas de José Ramón Medina.
En la página 110 de este libro dice José Ramón Medina:
“Moderno maestro de nuestro humorismo” , lo ha llamado reciente­
mente Aquiles Nazoa — con autoridad que nadie le discute— en su impor­
tante obra Los Humoristas de Caracas. Nazoa señala tres características
fundamentales en la poesía humorística de Miguel Otero: . . . “ su excelente
castellano, casi excepcional en un país donde lo tradicional es que los
humoristas sean mediocres escritores. . .; su versificación limpia y sencilla
y que parece haber aprendido en Arvelo Larriva — junto con el encanto
de los ritmos sorpresivos— el arte de vencer las más espinosas dificulta­
des . . .; y su facultad de fundir a la materia festiva y costumbrista un
diluido acento lírico, merced al cual sus más risueñas composiciones en
verso parecen al mismo tiempo estremecidas canciones. . . ” .
Noviembre.
“Florencia, ciudad del hombre” . Conferencia en la UCV.
Incluida en Ocho palabreos (1 9 7 4 ) y publicado el mismo año en edición
autónoma de lujo.
1967
Es electo Individuo de Número por la Academia Venezolana de la Lengua.
El Gobierno Nacional lo condecora con la Orden “Andrés Bello” y con
la “Francisco de Miranda” .
1968
Miguel Otero Silva, homenaje
literario, Caracas, Editorial Arte, p. s. n.
Diagramación: Mateo Manaure. Presentación: José Ramón Medina. Textos:
Miguel Angel Asturias, Rafael Alberti, Pablo Neruda, Luis Pastori, Ar­
turo Uslar Pietri, Juan Marinello, Germán Arciniegas, Pedro Sotillo, María
Teresa León, Ida Gramcko, Luz Machado, Benjamín Carrión, Ramón Díaz
Sánchez, Jorge Zalamea, Antonia Palacios, Luis Cardoza y Aragón, Fer­
nando Paz Castillo, Carlton Beals, Carlos Augusto León, Juan Liscano,
José Luis Cano, Rafael Pineda, Alfredo Boulton y Arturo Camacho Ramírez.
1969
18 de febrero. Palabras autobiográficas iniciando un coloquio con los
alumnos del Departamento de Castellano, Literatura y Latín del Instituto
Universitario Pedagógico de Caracas: “No soy ensayista, ni crítico de obras
literarias, mucho menos de las mías propias. Tuve una formación cultural
deficiente e irregular. Los únicos estudios universitarios que hice fueron
los de Ingeniería, bastante mal llevados, y luego los de Periodismo dentro
de una promoción que fue bautizada justicieramente como «la Promoción
Pirata». Antes había cursado un bachillerato trashumante en varios liceos
diferentes: uno de ellos de curas salesianos y otro dirigido por un católico
fanático que nos levantaba a medianoche para rezar el Vía Crucis de
rodillas” .
“Por cierto que la literatura y el periodismo siempre han navegado
juntos en mi sangre, nunca se han diferenciado de un todo dentro de mi
cabeza. Cuando he trabajado como periodista, he procurado hacerlo sin
escamotear mi condición de escritor; y cuando escribo novelas o poesía,
no logro arrancarme, ni deseo arrancarme, mis mañas de periodista. Esta
dualidad me ha sido censurada por algunos críticos que han calificado mis
novelas de «meros reportajes» y algunos de mis poemas de «costal de
anécdotas». Les confieso que tales reproches, justos o no, lejos de desagra­
darme me dan complacencia. Tengo a mucha honra mi profesión de pe­
riodista que me ha valido para ganarme la vida durante tantos años.
“Más aún. Para cooperar con esos críticos me he apresurado a denun­
ciar yo mismo que mi poema «El niño campesino» tiene ribetes de entre­
vista; que otro poema, «El taladro», tiene designios editoriales; y un
tercero, «El Galerón del Gallo Zambo», se lee como reseña deportiva. En
cuanto a mis novelas, Fiebre y La Muerte de Honorio, las acusadas con
mayor intensidad como reportajes, efectivamente lo son. Fiebre es un
reportaje que describe la época del terror gomecista y La Muerte de Honorio
es un reportaje que denuncia los padecimientos sufridos por los presos
en las cárceles de Pérez Jiménez. Culpa no es mía si la gente sencilla se
empecina en leerlos como novelas’'.
“ Soy, pues, un escritor tarado de periodismo” .
Ocho palabreos (1 9 7 4 ), pp. 43 y ss.
1970
25 de junio. La Editorial Tiempo Nuevo de Caracas publica su quinta
novela: Cuando quiero llorar no lloro. Un año antes, en pleno proceso
creador, había expresado: “El desarrollo progresivo de mi técnica nove­
lística, más que una actitud deliberada, es consecuencia de un proceso
interior, decantación de diversas circunstancias que yo mismo no lograría
precisar. Analizando el panorama retrospectivamente, más como lector que
como autor, observo una evolución gradual de mi técnica que va de
Fiebre a Casas Muertas, de Casas Muertas a Oficina N ? 1 y de Oficina
N Q 1 & La Muerte de Honorio, transformación que se intensificará violen­
tamente (se lo anuncio) si logro concluir la novela Cuando quiero llorar
no lloro que he comenzado recientemente. Pero se trata, repito, no de una
actitud propuesta sino de un desenvolvimiento natural y lógico” .
Ocho palabreos, p. 55.
1971
19 de enero.
Pronuncia el Discurso de Orden en cabildo abierto con mo­
tivo del Tricentenario de la fundación de Barcelona, su ciudad natal.
De Guillermo Meneses a Miguel Otero Silva: “En las cárceles logramos
mejorar nuestro nivel de cultura. Nunca logré explicarme por qué milagro
los libros prohibidos por la dictadura, que jamás se consiguieron en las
librerías de Caracas, aparecían tras las rejas del Castillo Libertador. Cuando
entramos no sabíamos diferenciar a Marx de José Gregorio Hernández,
pero salimos hablando de socialismo científico. Lo mismo sucedía con la
literatura. Sacha Yegulev, Sanín, las novelas de Panait Istrati, eran libros
de cabecera en nuestros calabozos sin almohadas.
“ Grupo político cohesionado nunca fuimos. El único que intentó hacer
de la Federación de Estudiantes un partido político orgánico fue Jóvito
Villalba, después de la muerte de Gómez, y lo cierto es que fracasó en su
empeño.
“Por lo demás, en mi vida he sido solamente escritor y te confieso que
serlo me ha dado grandes satisfacciones. Pero entre mis temas literarios,
jamás ha estado la generación del 28. Para serte sincero, Miguel, el único
de nosotros que ha escrito y sigue escribiendo sobre la generación del 28,
eres tú” .
Introducción a Fiebre, edición de Seix Barral,
Caracas, 1976, p. 55.
14
de febrero.
Conferencia en el Centro Catalán de Caracas: “No des­
ciendo de catalanes, aunque sí de vascos y gallegos, también gente de ánimo
entero y cultura propia. Mi nexo permanente con Cataluña se ha man­
tenido al calor cordial de dos catalanes, amigos y compañeros de trabajo,
cuya colaboración o estímulo han sido decisivos para mí en el ejercicio
de mis dos oficios: directamente el primero en mis labores de periodista,
indirectamente el segundo en mis angustias de escritor. El primero se
llama José Moradell, un catalán que fundó, junto con mi padre, el poeta
Antonio Arráiz, unos cuantos periodistas más y yo, el diario El Nacional,
hace 30 años en esta ciudad. Ninguno captó como Moradell la línea
informativa, imparcial y democrática que pretendíamos fijarle a la em­
presa. Ninguno como él se esforzó por hacer del periódico el órgano de
comunicación más moderno y más eficiente; con diligencia catalana, con
disciplina catalana y con inteligencia creadora catalana, Moradell se con­
virtió en center half, back y capitán del equipo, lo ha sido durante seis
lustros y lo seguirá siendo por muchísimo tiempo, si Déu vol.
“Más tarde salí del periódico y logré escapar de la férula (quiero decir
lección persuasiva) de Moradell, y me largué a Italia a escribir novelas,
y caí entonces bajo el estímulo (quiero decir ejemplo incitador) de otro
catalán que ha comprado en sociedad conmigo un castillo o villa toscana
donde ambos trabajamos. Se trata de Abel Vallmitjana, pintor, escultor,
orfebre, profesor de historia del arte, musicólogo, cineasta, grabador, im­
presor, fotógrafo, y otras profesiones que olvido. Fueron justamente Vall­
mitjana y su hija catalano-venezolana quienes descubrieron la existencia
de esa villa en una colina de Arezzó, sin teléfono, y con el compromiso
jurado de no ponérselo nunca, una villa con iglesia propia, teatro par­
ticular, sesenta y cuatro habitaciones y un fantasma. Mi socio catalán se
levanta a las cinco de la mañana, hora en que todavía Ludovico (el fan­
tasma) no se ha acostado, y se faja a trabajar en cualquiera de sus
múltiples oficios, ló cual me obliga a irá a alzarme de la cama una hora
más tarde, y a encerrarme a solas con el canto de los ruiseñores y mi má­
quina de escribir. Ha sido ésa la fórmula salvadora que me ha permitido
sacarme de la cabeza seis o siete libros entre poesía y prosa en los últimos
diez años, libros que en esta Caracas de teléfonos convulsos, tráfico em­
botellado, bizantinismos políticos, nihilistas de cervecería, recepciones,
entierros y banquetes, difícilmente habrían pasado de mi imaginación” .
Ocho palabreos, p. 94.
6
de marzo.
Se recibe como Individuo de Número de la Academia Vene­
zolana de la Lengua. Ocupa el Sillón Letra H que perteneciera al Dr.
Simón Planas Suárez. Le contesta el discurso Don Fernando Paz Castillo.
Dijo en esa ocasión Otero Silva:
“Me conmueve ascender a esta dorada tribuna del paraninfo de la vieja
Universidad de Caracas, no a pronunciar el malogrado discurso de colación
que me incumbía en 1928, sino a esta suerte de rendición de cuentas, de
inventario espiritual que toda incorporación a una Academia lleva tácita­
mente consigo. Tal vez en 1928 habría trepado la escalera a grandes tran­
cos, sin despojarme de la boina azul, habría cantado el Sacalap atalaja y
disparado a renglón seguido un puñado de exabruptos contra el gobierno,
presto en el bolsillo el cepillo de dientes que me acompañaría a la cárcel.
Hoy, desgraciadamente, no puedo hacer lo mismo. Lo cual no quiere decir
en modo alguno que ande arrepentido de las agitaciones que hice o dejé
de hacer en mi juventud. Por el contrario, no olvido que la única manera
de conservar la juventud es ser leal a ella, ni tampoco echo en saco roto
que nada envejece tanto como el arrepentimiento” .
Más adelante reafirma su credo estético: “Opino que si bien debemos
aspirar a que el artista sea trasunto cumplido de su tiempo, del minuto
más avanzado de su tiempo, esa responsabilidad no puede arrastrar el
gravamen de convertir en rígido cartabón las formas que la actualidad le
propone, ya que al dictado de tal procedimiento correría el riesgo de
subordinar la creación literaria, o plástica, o musical, a una mera especu­
lación esnobista, a una condición de moda cambiante como la longitud de
las faldas y el color de las corbatas” .
“ Son aquellos forcejeos de liberación, enarbolados hoy como estandartes
por los artistas del siglo xx, los que han engendrado el divorcio entre la
obra de arte y las masas, la separación que cada día se torna más irre-*
parable ( . . . ) . Y entonces lo invaden a uno, no digamos remordimientos,
pero sí añoranzas. Porque el poeta, no obstante que empleó perpetuamente
un lenguaje propio, y por ende esotérico para quienes nacían con los
oídos poéticos tapados, el poeta llegó a ser un como caudillo espiritual de
la historia y de la cultura, excelso creador cuya obra era vivida, llorada y
cantada por los pueblos, desde Homero y Virgilio hasta Goethe y Víctor
Hugo; o hasta Walt Whitman y Neruda, los últimos que sobrevivieron al
cataclismo. Y uno se pregunta Una vez más: ¿A dónde vamos? ¿Vamos
hacia el aislamiento infranqueable de la poesía, transformada en conjunto
de textos descifrables privativamente por los propios poetas o por quienes
posean las claves confidenciales de su comprensión? ¿La aparición en el
futuro de una sociedad más justa traerá consigo la reconciliación del
poeta con el hombre común a través de una distinta concepción del arte
que en la actualidad no logramos intuir?” .
Boletín de la Academia Venezolana de la Lengua
Correspondiente de la Española, Nos. 129 y 130,
Caracas, 1972, pp. 10, 15, 20.
1973
27 de abril. Maiakovski y el futuro de la poesía. Conferencia en la Casa
de la Amistad Venezolano-Soviética.
1974
30 de abril. La Editorial Tiempo Nuevo de Caracas publica Ocho pala­
breos, libro que recoge sendas intervenciones (discursos, conferencias,
charlas).
1975
23 de abril. La Editorial Fuentes de Caracas, publica su “versión libre”
de Romeo y Julieta, la clásica obra de William Shakespeare. La obra había
sido estrenada en el Teatro Nacional de Caracas, el 6 de marzo de ese
año, y duraría varios meses en escena.
Mayo.
Fernando Paz Castillo: Miguel Otero Silva. Su obra literaria, Ca­
racas, Ediciones de la Dirección de Cultura de la UCV, 78 p.: “Los libros
de poemas de Otero Silva son hermosos” ( . . . ) .
“Pero, no hay duda, lo más importante de la obra de Otero Silva es la
novela, y creo no errar si digo que ella pertenece, en gran parte, a su dis­
ciplina poética, al hondo sentimiento de la vida, trágica, regocijada o mis­
teriosa, que fatalmente sigue su camino hasta confundirse en la mar del
morir que, como hemos visto, es también la mar del renacer. De allí que
las novelas de Otero Silva, aun las más desgarradas, tengan siempre un
ambiente poético. Ello es, entre todos sus grandes dolores, como una pe­
queña hendija, abierta siempre a la esperanza” .
31
de octubre.
En el Ateneo de Caracas presenta el poemario de Luis B.
Prieto F .: Mural de mi ciudad.
1976
7 de junio.
El Ateneo de Caracas publica su poemario Umbral.
2 9 de septiembre, miércoles.
Edición homenaje de El Nacional con mo­
tivo de cumplir MOS 50 años de periodismo. En dicha ocasión, en un
alarde de versatilidad, escribió en todas las secciones del periódico.
3 de noviembre. La Asociación Pro Venezuela le entrega el Diploma
y la Medalla del Buen Ciudadano. Recibe, además, una placa que tiene
grabada la primera página del primer número de El Nacional, 3 de agosto
de 1943, y esta inscripción: “Para Miguel de sus amigos de Pro Venezuela” .
Luis Villalba-Villalba, Reinaldo Cervini y Ramón J. Velásquez tuvieron a
su cargo la parte protocolar del acto.
MOS, al agradecer el homenaje: “Doy a ustedes de nuevo las gracias,
en nombre del periodismo venezolano y en el mío propio, por el honor
que me han dispensado al celebrar este acto de inmerecido exaltamiento.
No olvido, por supuesto, que toda distinción contiene implícitamente un
compromiso. Ustedes no se han acordado de mi nombre para pedirme que
cese de trabajar en la prensa y deje de publicar libros, ni para exonerarme
de mis compromisos ciudadanos, sino, por el contrario, los conozco muy
bien y sé que lo han hecho para exigirme que prosiga mi labor de periodista
y de escritor, y que tampoco decline mi actitud dentro de la vida pública
venezolana. Así lo comprendo y lo acepto, y los autorizo a ustedes para
que me reclamen duramente la inconsecuencia, y me arrebaten los diplo­
mas y medallas que me han dado esta noche, si en cualquier coyuntura
del porvenir me achico o me corro.
“Por lo demás, considero oportuno repetir ante ustedes el credo que ha
orientado mis pasos durante ese medio siglo de trabajo que hoy estamos
recordando. Creo en la cultura, creo en la inteligencia, creo en la hones­
tidad del individuo, creo en la acción estimulante de los héroes, creo en
la amistad, creo en el amor, creo en el progreso, creo en la justicia, creo
en la libertad. Pero no olvido nunca que la cultura, la inteligencia, la
honestidad, el heroísmo, el progreso y la renovación, no pasarán de ser
conceptos abstractos y substancias de laboratorio, si no ligan su destino al
destino del pueblo, del pueblo trabajador, de los obreros y campesinos
que son el protoplasma vivo de la patria y los constructores históricos de
nuestro futuro. Así lo pensaba a los veinte años y así lo sigo pensando.
“Brindemos todos, amigos míos, ya que también yo me sumo al brindis
por este periodista cuyos cincuenta años de labor ininterrumpida señalan
cronológica e inexorablemente que ya debe estar hecho un cascajo. Pero
recordemos al brindar, que este mismo viejo periodista conserva en el
trasfondo de su memoria, con letras indelebles, unas palabras del poeta
alemán Federico Hebbel: “ Se les censura a los jóvenes porque creen que
antes de ellos no existía el mundo. Yo considero peor a los viejos que creen
que el mundo se va a acabar cuando ellos se mueran” .
1977
14 de febrero. Entran en circulación Obra poética y Prosa completa en
ediciones de Seix Barral, prestigioso sello editorial de España.
28
de octubre. La promoción de bachilleres del Liceo Colón, de San
Cristóbal, lleva su nombre. Muy numerosas promociones de bachilleres de
distintos Estados del país han hecho lo mismo en otras ocasiones.
15
de noviembre. Interviene en el acto de homenaje a la URSS, efec­
tuado en el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela.
1978
18 de enero. En el Teatro Las Palmas de Caracas se estrena su obra
teatral Don Mendo 78, versión libre de la obra de Pedro Muñoz Seca. La
primera versión, Don Mendo 71, fue estrenada en el año 1971 en el
Teatro del Ateneo de Caracas.
27
de enero. Respalda con su firma el documento público A l pueblo de
Venezuela. La unidad de la izquierda sí es posible, dirigido al país por un
numeroso grupo de intelectuales afectos a esta tendencia política.
3 de febrero. Ante la posibilidad de ser postulado como candidato único
de la izquierda para los comicios del próximo diciembre, declaró al diario
El Nacional: “nunca seré candidato, pues no sirvo para jefe político y mu­
cho menos para Presidente de la República” .
“ — Además, si lanzan mi candidatura y llega a ganar, ¿qué se va a
imaginar la gente cuando me vea pasar por las calles de Caracas sentado
en un Cadillac negro y con un militar a cada lado? Pensarán que me llevan
preso”.
16 de febrero. Visita la Isla de Margarita con la intención de documen­
tarse sobre las andanzas del Tirano Aguirre. Por esos días ya ha escrito dos
partes de su novela Lope de Aguirre, Príncipe de la Libertad.
17 de febrero. Declara a la prensa haber concluido de recopilar los ma­
teriales del nuevo libro del poeta Pablo Neruda: Para nacer he nacido,
testimonios en prosa del afamado Premio Nobel de Literatura. Su viuda,
Matilde Urrutia, acompañó a MOS en la hermosa tarea.
27
de abril. En el Liceo Luis Cañizales Verde, de Caracas, se inaugura
una biblioteca que lleva su nombre.
Preside el Comité Pro-Libertad del Diputado Salom Mesa Espinoza que
se instala en Caracas.
17
de julio.
Declina las ofertas que intentan incluirlo en las planchas al
Congreso Nacional.
26 de octubre, jueves. Cumple 70 años. Recibe el homenaje de la Uni­
versidad del Zulia. En dicho acto, lee por primera vez en público un
capítulo de su nueva novela Lope de Aguirre, Príncipe de la Libertad.
En el diario El Nacional, con el título Se hace camino al andar, el dis­
tinguido periodista y cuentista venezolano Oscar Guaramato publica una
importante página biográfica: “Valga un aparte para señalar que este
cumpleañero de hoy rinde fervoroso culto a la amistad, en todos los terre­
nos, en todas las situaciones” .
29
de octubre. Entra en circulación la nueva edición de Cercanía de
Miguel Otero Silva, libro del académico Efraín Subero. La primera edición
había aparecido el 19 de agosto de este mismo año.
1979
5 de febrero. En la Asociación de Escritores de Venezuela lee un capítulo
de su próxima novela Lope de Aguirre, Príncipe de la Libertad. Sostiene
animado coloquio con los intelectuales presentes.
10 de febrero.
El Presidente del Concejo Municipal de la ciudad de El
Tigre, Joaquín Salcedo Rojas, anuncia que MOS ha sido declarado Hijo
Ilustre y que se le ha dado su nombre a una de las calles de la importante
población petrolera. El homenaje constituye un reconocimiento por su
novela Oficina N ? 1, esencialmente ubicada en dicha urbe. El homenaje
se concreta el día 23.
9 de junio. En la Asociación Pro-Venezuela (Caracas), en compañía de
Gustavo Machado y José Tomás Jiménez Arráiz, participa en un acto
recordatorio del cincuentenario del asalto a Curazao, acción política en la
cual los tres participaron. MOS: “Deseo traer a la memoria la realidad de
casi todos los componentes de aquella guerrilla de 150 hombres que desem­
barcó en las playas de La Vela de Coro el 9 de junio de 1929. Casi todos
están ya muertos. El primero en caer fue el negro Ramón Torres, jefe de
nuestra vanguardia, con el corazón quebrado de un balazo. Otros hallaron
la muerte en combates posteriores y algunos cayeron prisioneros y fueron
ultimados a machetazos por los esbirros de Gómez. Guillermo Prince Lara,
uno de los más brillantes y valerosos hombres de nuestra generación, murió
tres años más tarde tuberculoso en un sanatorio de Suiza. No pocos pere­
cieron anónimamente en las cárceles y carreteras, donde fueron a dar con
sus huesos” .
“Después el tiempo se ha ido llevando parsimoniosamente a unos y
otros” .
“Pero los pocos que quedamos vivos y de los cuales tres o cuatro están
escuchando mis palabras de hoy, no hemos olvidado, no olvidaremos jamás
aquella noche luminosa y tensa del asalto, aquel triunfal estruendo de los
motores del vapor Maracaibo rumbo a las costas de la patria, aquel ansiado
mediodía de pisar tierra venezolana, arena venezolana, con un fusil nuevecito en la mano y gritando. . . ¡Abajo Gómez! ¡Viva la libertad!” .
19 de junio. El escritor Pedro Berroeta en El Nacional: “No soy un
crítico literario. Pero mi entusiasmo no es el de un ingenuo: el contacto
perseverante con muchos y muy grandes escritores ha pulido mi juicio.
El Lope de Aguirre de Miguel Otero Silva es, sin duda alguna, una de las
mejores obras que se han escrito en nuestra lengua” .
28
de junio. En el diario 2001 de Caracas, el periodista José Abinadé
publica una entrevista testimonial: “Yo nunca he dejado de ser revolu­
cionario, ni marxista, ni leninista. Lo que pasa es que ahora no me llevan
preso ni me destierran por ese motivo. Es decir, han cambiado los gobiernos,
pero yo no” .
11 de julio. En la Academia Venezolana de la Lengua asiste, como po­
nente, a la primera tertulia literaria organizada por la docta corporación.
MOS habla de “las motivaciones, intimidades y estructura” de su novela
Lope de Aguirre, Príncipe de la Libertad.
13 de julio.
Pronuncia “un poético y encendido discurso” en el acto de
instalación de la Conferencia Mundial de Solidaridad con Nicaragua, rea­
lizada en Caracas.
3 de octubre. Junto con Arturo Uslar Pietri y Fernando Paz Castillo es
postulado por la Academia Venezolana de la Lengua al Premio Cervantes.
“Este galardón, instituido por el Ministerio de Cultura de España, es
otorgado por la Real Academia Española al más destacado hombre de letras
de habla hispana” .
12
de noviembre.
El Nacional publica el "texto completo de la polémica
conferencia de Miguel Otero Silva, en el Foro Qué pasa con la cultura” bajo
el título Fracaso cultural del Estado venezolano. En las conferencias — or­
ganizadas por el Ateneo de Caracas, el Consejo Nacional de la Cultura
(C O Ñ A C ) y la Universidad Central de Venezuela— intervinieron, además
de MOS, José Luis Alvarenga, José Ignacio Cabrujas, Juan Liscano, Hans
Neumann, Alfredo Chacón, Arturo Uslar Pietri, Inocente Palacios.
1980
“Por primera vez es elegido un venezolano. Miguel Otero
Silva ganó el Premio Lenin de 1980. La más alta distinción del mundo
socialista fue, para Pablo Neruda y Miguel Angel Asturias, la antesala
inmediata del Premio Nobel. Otero Silva obtuvo el galardón por su «con­
tribución al fortalecimiento de la paz entre los pueblos» y por una obra
literaria que «representa y enaltece la inteligencia creadora»” .
2 de mayo.
3
de mayo.
La prensa anuncia que MOS donará el efectivo del Premio
Lenin de la Paz para erigir un monumento a Sandino en una avenida de
Caracas.
7 de mayo. La Asociación de Escritores de Venezuela suscribe un acuer­
do expresando su júbilo por la distinción de que ha sido objeto MOS al otor­
gársele el Premio Lenin. Son numerosos los agasajos que recibe con este
motivo, en los que se hace presente el Presidente de la República Dr. Luis
Herrera Campíns y numerosas personalidades de la vida intelectual del
país.
15
de mayo.
Con motivo del otorgamiento del Premio Lenin, recibe el
homenaje de la Dirección de Cultura de la Universidad Central de Vene­
zuela. Intervienen en el mismo Elio Gómez Grillo, Rafael Pizani, Miguel
Acosta Saignes, J. F. Reyes Baena y Jesús Sanoja Hernández.
22
de mayo. En la Casa de Bello el doctor Nicolai Blojin, Presidente del
Comité de los Premios Internacionales Lenin de la Paz y miembro de la
Academia de Ciencias Médicas de la Unión Soviética, entrega a MOS el
Premio Lenin. En el acto interviene el Dr. Luis Pastori, Ministro de Estado
para la Cultura y el Coro de Conciertos de la Universidad Central de
Venezuela.
29
de mayo. El Consejo Nacional de la Cultura (C O Ñ A C ) rinde home­
naje a MOS. El acto se realizó en el Museo de Bellas Artes. El Presidente
del organismo, Dr. José Luis Alvarenga, pronuncia breves palabras. La
intervención central corre a cargo del Dr. Manuel Alfredo Rodríguez.
6
de junio. En la Universidad del Zulia (Maracaibo) dicta una confe­
rencia sobre Alejo Carpentier.
17
de julio. La Asociación de Escritores de Venezuela le rinde un home­
naje con motivo del otorgamiento del Premio Lenin.
19 de julio.
Se coloca la primera piedra del monumento a Sandino, en el
Parque Arístides Rojas de Caracas. La obra será costeada con los emolu­
mentos del Premio Lenin otorgado a MOS.
5 de octubre. En Sofía (Bulgaria) preside el Congreso Internacional de
Escritores, al cual asistieron más de cincuenta delegaciones de diversos
países del mundo.
1981
12 de enero. En compañía de Kotepa Delgado y Aníbal Nazoa inaugura
la Cátedra del Humor “Aquiles Nazoa” en el Aula Magna de la Univer­
sidad Central de Venezuela. MOS contó la historia de El Morrocoy Azul,
un “semanario que revolucionó el humorismo, la política y el periodismo
nacional” .
2 9 de enero. Respalda con su firma la carta pública que un numeroso
grupo de intelectuales dirige al Presidente de la República, Dr. Luis He­
rrera Campíns, solicitándole que en lo relacionado con los problemas que
vive la república de El Salvador, aplique el principio de la “no inter­
vención” .
IP de marzo. El especialista Manuel L. Abellán, Profesor de la Universi­
dad de Amsterdam, da a conocer una investigación que demuestra cómo
la novela de MOS La muerte de Honorio estuvo vetada durante ocho años
por la censura franquista.
30 de abril. El Museo Anzoátegui, dependiente del Ateneo de Barcelona,
ciudad natal de MOS, inaugura una Sala de Arte que lleva su nombre.
Los cuadros de la colección y el edificio que los contiene fueron donación
de Miguel Otero Silva.
18
de mayo. Viaja a París especialmente invitado por el Presidente fran­
cés François Mitterrand. A la toma de posesión del dirigente socialista
electo concurren muchos de los más importantes escritores del mundo.
16 de junio. El Canal 5, la TV oficial del Estado venezolano, le dedica
un programa especial en el que se habla de su vida y su obra.
2 de julio. Profundamente conmovido pronuncia en el Panteón Nacional
el Discurso de Orden con motivo del traslado de los restos mortales del
poeta Andrés Eloy Blanco al “recinto de los Proceres” .
“Estuvieron presentes el Presidente de la República, Luis Herrera
Campíns; los ex presidentes Rómulo Betancourt y Carlos Andrés Pérez;
las directivas del Congreso Nacional, encabezadas por los doctores Godofredo González y Armando Sánchez Bueno; el gabinete ejecutivo, miembros
de los poderes públicos, Alto Mando Militar, autoridades eclesiásticas y los
familiares del poeta, entre ellos su viuda, doña Lilina Iturbe de Blanco
y sus hijos Andrés Eloy y Luis Felipe Blanco Iturbe".
MOS: “Aquí te dejamos, hermano, enaltecido por una inmortalidad que
ya habías conquistado antes por ti mismo” .
Homenaje a Andrés Eloy Blanco, Caracas, Ediciones
Centauro, 1981, 11 p.
23
de julio. En el Paraninfo de la Universidad de Los Andes (M érida)
pronuncia el Discurso de Orden en el acto en el cual se le otorga al Dr.
Gustavo Machado el doctorado Honoris Causa.
25
de julio. Apadrina la Promoción de Bachilleres del Liceo Luis Ma­
nuel Urbaneja Achelpohl. El acto se efectúa en el Club de Sub-Oficiales de
las FF.AA.
11
de agosto. En la Casa de la Moneda (Bogotá) hace entrega de los
Premios de Periodismo “ Simón Bolívar” a la prensa de Colombia. MOS
“es el primer extranjero que recibe el honor de entregar” dichos galardones.
En el discurso que pronuncia en dicha oportunidad desvirtúa los insis­
tentes rumores bélicos: “Jamás se producirá una guerra entre Venezuela y
Colombia” .
13
de agosto.
“Elogios en Colombia al Discurso de Miguel Otero Silva.
Los principales diarios de Bogotá editorializan sobre su discurso durante la
entrega de los premios Simón Bolívar de periodismo” .
(v. El Nacional, 14-8-81).
2
de septiembre.
Se encuentra en Lima invitado por el Instituto Nacio­
nal de la Cultura. Con el título “El humorismo en serio y en broma” dicta
una conferencia en el Salón de Actos de esta institución.
4
al 7 de septiembre.
Se encuentra en La Habana. Asiste al Primer En­
cuentro de Intelectuales por la Soberanía de los Pueblos de Nuestra
América, convocado por la Casa de las Américas. MOS integra el Comité
Permanente organizado a raíz de dicho Encuentro, conjuntamente con
Gabriel García Márquez, Juan Bosch, Ernesto Cardenal, Mariano Rodrí­
guez, Suzy Castor, Julio Cortázar, Chico Buarque de Holanda, George
Lamming, Mario Benedetti, Pablo González Casanova y Roberto Matta.
28 de septiembre. Con motivo del octavo aniversario de la muerte del
poeta Pablo Neruda interviene en un recital efectuado en la Sala Juana
Sujo en Caracas. Lo acompañan en dicho acto José Ignacio Cabrujas,
Rafael Briceño y Pedro Marthan.
19
de noviembre. Invitado por la Universidad Francisco de Miranda
(Coro, Edo. Falcón) dicta una conferencia sobre el humorismo venezolano.
Es presentado por Pedro Luis Bracho Navarrete.
1982
5 de enero. En la redacción del diario El Nacional interviene en un
coloquio con el afamado novelista norteamericano William Styron. Además
de MOS y Styron integran el panel: José Ramón Medina, Director de
El Nacional, Manuel Espinoza, Genaro Yap y Eduardo Robles Piquer (R A S ).
26
de febrero. La Galería de Arte Nacional recibe oficialmente la dona­
ción hecha por MOS de una importante colección de obras de arte.
21
de marzo. The Daily Journal, diario caraqueño que se edita en inglés,
publica una extensa entrevista de personalidad realizada por Gabriela
Moenning: Miguel Otero Silva: poet and novelist, humorist and dramatist,
journalist and politician.
11 de agosto. En el programa “Escritores y pensamientos” del Canal 5,
la emisora de TV del Estado venezolano, habla sobre su vida y su obra.
El espacio televisivo es conducido por Concha de la Sota.
25
de octubre. En la población de Parapara (Edo. Guárico) se le con­
fiere la Orden “General Joaquín Crespo” .
12 de diciembre.
En la sección “El país como oficio” del diario El Na­
cional el periodista Ramón Hernández le hace una extensa entrevista de
personalidad. MOS habla de su vida, de su literatura, analiza la situación
del país y justifica su posición de hombre público:
“Mi caso es una mezcla del sentimiento de justicia con la convicción
filosófica de que en el marxismo está la verdad. Yo no era rico. Soy rico
porque heredé de mi padre una suma de dinero más o menos grande. Pero
pasé mi infancia en un internado y mi adolescencia en pensiones y en
cárceles. Cuando heredé ya tenía mis convicciones y no las iba a cambiar
por cuatro centavos podridos, como dice el pueblo venezolano con mucha
razón. Se puede ser marxista y tener dinero, siempre que no se use el
marxismo para defender ese dinero y no se subordine la convicción
ideológica a los reales que se tengan, cosa que nunca he hecho. De paso,
yo he corrido todos los riesgos que implica ser marxista en Venezuela: cár­
celes, persecuciones, destierro. Nunca les he sacado el cuerpo” .
1983
11 de enero.
En la Casa de las Américas (Lá Habana) es presentada la
edición cubana de Lope de Aguirre, Príncipe de la Libertad. La presen­
tación del volumen está a cargo del doctor José Antonio Portuóndo. MOS,
quien se encuentra en La Habana para asistir a la reunión del Comité
Permanente del Encuentro de Intelectuales por la Soberanía de los Pueblos
de Nuestra América, presencia la ceremonia.
24
de febrero. Asiste a la celebración de los 50 años de la población
petrolera de El Tigre (Edo. Anzoátegui), escenario de su novela Oficina
N ° 1. Interviene en un foro organizado por Calazán Guzmán, en compañía
del escritor Efraín Subero y de los periodistas Edmundo Barrios y Pedro
Manuel Vásquez. Tema: “Así conocí El Tigre” .
23
de marzo. Respalda el documento elaborado por un grupo de persona­
lidades que plantean “la conveniencia del frente electoral y la candidatura
única de izquierda” .
2 6 de abril. Invitado por el Presidente de España, Felipe González, par­
ticipa en el encuentro político-cultural denominado “Iberoamérica: en­
cuentro en la democracia” , efectuado en Madrid. Por Venezuela asisten
también el ex Presidente Carlos Andrés Pérez, Arturo Uslar Pietri, Pedro
Pablo Aguilar y Alejandro Tinoco.
18
de julio.
“Inaugurado el monumento a Sandino. Al pie de la montaña
del Avila y bajo un fuerte sol de mediodía quedó inaugurado el monumento
a Augusto César Sandino, una escultura moderna realizada por el artista
González Bogen y que fue donada por Miguel Otero Silva a la ciudad (de
Caracas) en cumplimiento de una resolución del Concejo Municipal que
proyectó en 1959 hacer un homenaje perenne al héroe nicaragüense.
Durante el acto, al cual asistieron el Gobernador de Caracas, M. A. Her­
nández Ocanto, el Ministro de la Cultura Luis Pastori y el Embajador de
Nicaragua Roberto Leal Ocampo, intervinieron: Jesús Faría, para leer el
discurso que había preparado el lugarteniente de Sandino, Gustavo Ma­
chado; el Presidente del Ayuntamiento, Alvaro Páez Pumar; Miguel Otero
Silva y el poeta Ernesto Cardenal” .
3 de agosto. El diario El Nacional del que fue co-fundador cumple 40
años. MOS dirige una extraordinaria edición conmemorativa: 5 siglos en
un día, que resume la historia de Venezuela hasta la fundación del perió­
dico. En el magno esfuerzo contó con el asesoramiento del Director del
diario, José Ramón Medina y de los escritores Arturo Uslar Pietri, Ramón
J. Velásquez, Marcos Falcón Briceño y Guillermo Morón.
Esta edición singular se agotó a las pocas horas de entrar en circulación.
Fue necesario reeditarla y luego recogerla en libro.
16 de agosto. Entra en circulación su libro Tiempo de hablar. Es el N*?
36 de la colección El Libro Menor de la Academia Nacional de la His­
toria. Esta serie, que cuenta con general aceptación, es dirigida por Gui­
llermo Morón.
El volumen de MOS reúne ensayos, conferencias, discursos y artículos
de prensa.
2 7 de agosto. Se marcha a Italia “donde pasará en limpio una novela que
ya tiene casi terminada y cuyo personaje central será Jesús de Nazareth” .
30
de septiembre.
Se constituye en Caracas el Comité Organizador pro­
celebración de los 75 años de MOS. Lo integran: José Ramón Medina,
Eduardo Gallegos Mancera, Elio Gómez Grillo, Reinaldo Cervini, Guillermo
Morón, Jesús Sanoja Hernández y Pedro Juliac.
26 de octubre. MOS cumple 75 años. El diario El Nacional destaca el
acontecimiento. Alexis Márquez Rodríguez en el Papel Literario analiza su
obra en la que señala como rasgo característico la búsqueda de la nove­
dad (3-10-83).
MOS se encuentra en Italia donde continúa trabajando en su novela
sobré Cristo.
11
de noviembre. “ Como un homenaje a Miguel Otero Silva por haber
cumplido recientemente 75 años, la Biblioteca Central de la UCV organizó
una exposición que comprende la obra escrita por este autor, fotografías
con sus amigos en diferentes épocas de su vida, recortes de periódicos y
una serie de revistas con poemas escritos por él, muchos de ellos desco­
nocidos por el público” .
28 de noviembre. En el mitin de cierre de la campaña electoral realizado
en las avenidas Bolívar y Fuerzas Armadas, en Caracas, presenta al can­
didato presidencial de izquierda, José Vicente Rangel.
24
de diciembre. El Papel Literario de El Nacional reproduce un capí­
tulo de la novela de MOS basada en la vida de Cristo. Se titula: Juan El
Menguante, inicialmente publicado en la revista Lamigal dirigida por
Ludovico Silva.
“Piensa Jesús:
(La justicia del Señor es un manantial infinito de misericordia
dad, una torrencial lluvia de amor que se vierte sobre las cabezas
das de los justos y salpica a sabiendas las sienes atormentadas
pecadores. José mi padre solía recitar un salmo de David que reza
manera: El Señor es clemente y compasivo, paciente y generoso,
y bon­
sosega­
de los
de esta
no un
permanente acusador ni un cultivador de rencor p erp etu o y.
1984
En el paraninfo del Palacio de las Academias pronuncia el
discurso de contestación al discurso de incorporación como individuo de
número del doctor Luis B. Prieto Figueroa. El Presidente de la República,
doctor Jaime Lusinchi, asistió al acto.
8 de marzo.
Septiembre. El Ministerio de Educación de la República de Cuba le
otorga la condecoración Félix Varela, por sus méritos literarios e intelec­
tuales, distinción que recibirá en mayo de 1985.
26
de noviembre.
La editorial Oveja Negra de Bogotá lanza la primera
edición de su novela La Piedra que era Cristo, que sobrepasa en tres meses
los 50.000 ejemplares.
Diciembre. Las autoridades académicas de la Universidad de Mérida
(U I A ) le otorgan por unanimidad de votos el título de Doctor Honoris
Causa, distinción que recibirá en septiembre de 1985.
1985
El periódico francés Libération lanza una edición especial de
190.000 ejemplares totalmente dedicada a una encuesta titulada: “ ¿Por
qué escribe usted?” , dirigida a “ Cuatrocientos grandes escritores del mundo
entero” entre los cuales se encuentra Miguel Otero Silva. Si bien la gran
mayoría de escritores encuestados respondió en tono reflexivo o solemne,
Miguel Otero Silva prefirió ampararse en el género humorístico para re­
dactar su contestación: “Hubiera querido ser concertista pero la natura­
leza me dotó de un oído tan obtuso que jamás he sabido diferenciar la
música de Stravinsky de la de Rimsky-Korsakov. Hubiera querido ser pintor
pero mi inclinación espiritual hacia la luz y el color no logró excarcelar
la torpeza de mis manos. Quise ser abogado pero me dormía en las clases
de Derecho Romano y roncaba en las de Derecho Canónico, siestas que me
impidieron aprobar las asignaturas del primer curso. Quise ser ingeniero
pero a los cuatro años de aprendizaje universitario había deteriorado dos
teodolitos, tres goniómetros y más de doce tiralíneas. Pretendí ser deportista
pero apenas disfruté el oprobio de convertirme en rémora de los equipos
donde participaba. Me alisté en las guerrillas revolucionarias pero, después
del tercer combate me extravié en los vericuetos de una maldita montaña,
de tan absurda manera que mis compañeros me dieron por muerto. Ingresé
al partido comunista pero, al cabo de quince años de abnegada militancia,
llegué a la conclusión extemporánea de que mi temperamento pequeño
Marzo 18.
burgués no conseguía adaptarse a la disciplina proletaria. Aspiré a ser
orador parlamentario, los electores me hicieron diputado y luego senador,
pero los discursos brillantes que me corréspondía decir sólo me venían a la
mente cuando ya se había cerrado el debate. Por eso escribo” .
Marzo 2 5 . La Biblioteca Pública de Nueva York, el PEN American
Club, y el Nation Institute lo invitan a participar en un encuentro cul­
tural denominado “Diálogo de Todas las Américas” que tendrá lugar en
Nueva York del 6 al 10 de mayo. A la importante reunión asistirán alre­
dedor de 25 artistas e intelectuales latinoamericanos y unos 50 norte­
americanos.
Abril. Con motivo de la Semana Santa, la publicación Le Monde
Diplomatique dedica dos páginas de su edición a reproducir un capítulo
de La Piedra que era Cristo, traducido al francés por Albert Bensoussan,
y precedido de mía nota de la Redacción.
BIBLIOGRAFIA *
* No incluye obra dispersa.
BIBLIOGRAFIA DIRECTA
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NOVELA
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logo”, fdo.: M.(iguel) O.(tero) S.(ilva). (Colección Ancho Mun­
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Contiene testimonios de Miguel Acosta Saignes, Antonio Anzola
Carrillo, Rafael Chirinos Lares, Francisco José Delgado (Kotepa),
Edmundo Fernández, Juan Bautista Fuenmayor, Joaquín Gabaldón
Márquez, Simón Gómez Malaret, Carlos Irazábal, José Tomás Ji­
Fie b r e
ménez Arráiz, Fernando Key Sánchez, Raúl Leoni, Augusto Már­
quez Cañizales, Ricardo Montilla, Juan Oropesa, Inocente Palacios,
Juan José Palacios, Isaac J. Pardo, Juan Pablo Pérez Alfonzo, Ro­
dolfo Quintero, Pablo Rojas Guardia, Fidel Rotondaro, Ernesto
Silva Tellería, Rafael Vegas, Luis Villalba-Villalba y Jóvito Villalbá,
todos integrantes de la Generación del 28. Rómulo Betancourt y
Carlos Eduardo Frías, que también fueron consultados por el autor,
se abstuvieron de responder.
F i e b r e , 10^ edic. Caracas, Editorial Tiempo Nuevo, 1972, 249 p.
“Prólogo”, fdo.: M.(iguel) O. (tero) S.(ilva). (Colección Ancho
Mundo).
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tiva Hispánica). Impresa en Caracas por Editorial Arte.
Incluye los testimonios de Rómulo Betancourt, Carlos Eduardo
Frías, Felipe Massiani y Guillermo Meneses que no aparecen en
ediciones anteriores.
F i e b r e , 12^ edic. Bogotá, Círculo de Lectores, 1975, 312 p . “Prólogo”,
fdo.: M .(iguel) O.(tero) S.(ilva).
Incluye los testimonios de Rómulo Betancourt, Carlos Eduardo
Frías, Felipe Massiani y Guillermo Meneses que no aparecen en
ediciones anteriores.
F i e b r e , 13^ edic. Barcelona, Seix Barral, 1980, 313 p. “Prólogo”, fdo.:
M .(iguel) O.(tero) S.(ilva). (Nueva Narrativa Hispánica).
Incluye los testimonios de Rómulo Betancourt, Carlos Eduardo
Frías, Felipe Massiani y Guillermo Meneses que no aparecen en
ediciones anteriores.
C a s a s M u e r t a s , Buenos Aires, Editorial Losada, 1955, 181 p. Cu­
bierta de Rafael Alberti.
Casas M u e r t a s , 2^ edic. Caracas, Ediciones “Pasa”, 1956, 189 p.
Impresa por Tipografía La Nación. Cubierta de Ramón Martín
Durbán.
Incluye juicios críticos fragmentarios de Guillermo de Torre, Fer­
nando Paz Castillo, Waldo Frank, Juan Marinello, Jorge Carrera
Andrade, Miguel Angel Asturias, Luis Alberto Sánchez, Francisco
Luis Bernárdez, Germán Arciniegas y Ricardo A. Latcham s/p.
u e r t a s ( Maisons mortes) , 3? edic. París, Editorial Gallimard,
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Casas M
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C a s a s M u e r t a s , 7? edic. Moscú, Editorial Inostannoy Literaturi, 1961,
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C a s a s M u e r t a s , 9? edic. Praga, Editorial Prelozil Jan Hronek, 1964,
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Integra un solo volumen con Oficina N ? 1, pp. (1 0 9)-261.
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Jurema Finamour, Hernando Téllez, Germán Arciniegas, Otto
Morales Benítez, Eduardo Zalamea Borda, Juan Marinello, Enrique
Labrador Ruiz, Gastón Baquero, Angel Augier, Fernando G. Campoamor, Ricardo A. Latcham, Alone, Jorge Carrera Andrade, Ben­
jamín Carrión, Guillermo de Torre, Jorge Campos, Esteban Salazar
Chapela, Gabriel Trillas, Pascual Pía y Beltrán, José Manuel Castañón, J. Vásquez Gayoso, Waldo Frank, Georges Sion, Anne Villelaur, Serge Radine, Claude Couffon, René Lalou, Maurice
Nadeau, Miguel Angel Asturias, Emilia Mancuso, Emmanuel Carbailo, Manuel Scorza, Luis Alberto Sánchez, Moisés Fuentes Ibáñez,
Emmanuel Buenzod, Arturo Sergio Visca, Mariano Picón Salas, Ar­
turo Uslar Pietri, Ramón Díaz Sánchez, Fernando Paz Castillo,
Lucila Palacios, Alí Lameda, Casto Fulgencio López, Joaquín Gon­
zález Eiris, J. A. De Armas Chitty, Julio Ramos, Alejandro García
Maldonado, Augusto Márquez Cañizales, José Núcete Sardi, Ramón
Escovar Salom, Eleazar Huerta, Angel Bajares Lanza, Elias Toro,
Luis Yépez, Juan Penzini Hernández, Pálmenes Yarza, Enriqueta
Arvelo Larriva, Lucila Velásquez, José Ramón Medina, Eduardo
Arroyo Lameda, Oscar Sambrano Urdaneta, Rafael H. Moreno Durán, Enrique Bernardo Núñez, Pedro Pablo Barnola S.J. y R. J.
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Integra un solo volumen con Casas Muertas, 1-126 p.
O f i c i n a N o . 1, 7? edic. Caracas, Tiempo Nuevo, 1 9 7 2 , 2 1 4 p. Por­
tada de Víctor Viano. Impresa por Editorial Arte. (Colección In­
signia).
O f i c i n a N o . 1 , 8 ? edic. Barcelona (España), Seix Barral, 1 9 7 5 , 2 3 3 p.
Impresa en Caracas por Editorial Arte. (Colección Nueva Narrativa
Hispánica).
O f i c i n a N o . 1, 9 ? edic. Barcelona (España), Editorial Seix Barral, S.A.,
1976, 233 p. (Colección Nueva Narrativa Hispánica).
O f i c i n a N o . 1, 1 0 ? edic. Barcelona (España), Editorial Seix Barral,
S.A., 1977, 233 p. (Colección Nueva Narrativa Hispánica).
O f i c i n a N o . 1, 1 1 ? edic. Barcelona (España), Editorial Seix Barral,
S.A., 1979, 233 p. (Colección Nueva Narrativa Hispánica).
O f i c i n a N o . 1, 12? edic. Barcelona (España), Editorial Seix Barral,
S.A., 1980, 233 p. (Colección Nueva Narrativa Hispánica).
O f i c i n a N o . 1, 1 3 ? edic. Barcelona (España), Editorial Seix Barral,
S.A., 1980, 233 p. (Colección Nueva Narrativa Hispánica). Im­
presa en el mes de diciembre.
Casas M
No. 1, 1 4 ? edic. Barcelona (España), Editorial Seix Barral,
S.A., 1982, 233 p. (Colección Nueva Narrativa Hispánica).
M u e r t e d e H o n o r i o , Buenos Aires, Editorial Losada, 1963, 193 p.
(Colección Novelistas de Nuestra Epoca).
M u e r t e d e H o n o r i o , 2? edic. Praga, Stántní Nakladatelství Krásné
Literatury a Umení, 1964, 261 p. Epílogo de Pablo Neruda: “Mi­
guel Otero Silva a Jeho Romány”, pp. 2 6 3 -(26 5 ).
M u e r t e d e H o n o r i o , 3? edic. Moscú, Editorial Izvestia, 1965,
91 p. Edición especial, en ruso, de la revista Literatura Extranjera,
N? 3-1965. Prólogo de Kuteishikova. Tiraje de 2.440.000 ejem­
plares.
M u e r t e d e H o n o r i o , 4 ? edic. Moscú, Editorial Molodaya Gvardiya,
1966, 63 p. Prólogo y traducción de B. Krilova. Epílogo de Yuri
Dashkevich.
M u e r t e d e H o n o r i o , 5? edic. Moscú, Iirtepo Kotoplie Mojiyajih,
1966, 191 p. Prefacio de Pablo Neruda.
M u e r t e d e H o n o r i o , 6? edic. ( Qnorijo M in is). Vilnius, Editorial
VAGA, 1967, 232 p. Traducción lituana de A. Vaivutskas. Epílogo:
“Migelis Oteras Silva”, p. (2 3 4 ), s/f.
M u e r t e d e H o n o r i o , 7 ? edic. Caracas, Monte Avila Editores, C.A.,
1968, 228 p. (Colección Prisma). Portada de Jorge Cáceres. Im­
preso en Venezuela por Gráficas Herpa.
M u e r t e d e H o n o r i o , 8 ? edic. Caracas, Monte Avila Editores, C.A.,
1972, 228 p. (Colección Prisma). Portada de Jorge Cáceres. Im­
preso en Venezuela por Gráficas Herpa.
M u e r t e d e H o n o r i o , 9? edic. Caracas, Monte Avila Editores, C.A.,
1973, 228 p. (Colección Prisma). Portada de Jorge Cáceres. Im­
preso en Venezuela por Gráficas Herpa.
M u e r t e d e H o n o r i o , 10? edic. Caracas, Ariel y Seix Barral Vene­
zolana, 1976, 194 p. (Nueva Narrativa Hispánica). Cubierta de
Käthe Drescher sobre un dibujo de Enrique Sopeña. Impreso en
Venezuela por Editorial Arte.
M u e r t e d e H o n o r i o , 1 1 ? edic. ( Der tod des Honorio ). Berlín und
Weimar, Aufbau-Verlag, 1976, 232 p. Traducción alemana de
Christel Dobenecker.
M u e r t e d e H o n o r i o , 12? edic. QSmierc Honorio,). Cracovia, Wydawnictwo Literackie, 1977, 164 p. Traducción y Epílogo de Andrzej Nowak, pp. 1 66-(170).
M u e r t e d e H o n o r i o , 13? edic. Sofía, Editorial Nazionaniya Otechestveniya Front, 1978, 178 p. Traducción búlgara de B. Nikolov.
M u e r t e d e H o n o r i o , 14? edic. Barcelona (España), Editorial Seix
Barral S.A., 1981, 194 p. (Nueva Narrativa Hispánica). Diseño
cubierta: Josep Navas.
O f ic in a
La
La
La
La
La
La
La
La
La
La
La
La
La
La
q u i e r o l l o r a r n o l l o r o , Caracas, Editorial Tiempo Nuevo,
1970, 185 p. Portada de Víctor Viano. (Colección Ancho Mundo).
Impresa en el mes de junio.
C u a n d o q u i e r o l l o r a r n o l l o r o , 2? edic. Caracas, Editorial Tiempo
Nuevo, 1970, 185 p. Portada de Víctor Viano. (Colección Ancho
Mundo). Impresa en el mes de agosto.
C u a n d o q u i e r o l l o r a r n o l l o r o , 3? edic. Caracas, Editorial Tiempo
Nuevo, 1970, 185 p. Portada de Víctor Viano. (Colección Ancho
Mundo). Impresa en el mes de septiembre.
C u a n d o q u i e r o l l o r a r n o l l o r o , 4? edic. Caracas, Editorial Tiempo
Nuevo, 1970, 185 p. Portada de Víctor Viano. (Colección Ancho
Mundo). Impresa en el mes de octubre.
C u a n d o q u i e r o l l o r a r n o l l o r o , 5? edic. Caracas, Editorial Tiempo
Nuevo, 1971, 185 p. Portada de Víctor Viano. (Colección Ancho
Mundo). Impresa en el mes de febrero.
C u a n d o q u i e r o l l o r a r n o l l o r o , 6? edic. Caracas, Editorial Tiempo
Nuevo, 1971, 185 p. Portada de Víctor Viano. (Colección Ancho
Mundo). Impresa en el mes de junio.
C u a n d o q u i e r o l l o r a r n o l l o r o , 7? edic. Barcelona, Editorial Seix
Barral, S.A., 1971, 195 p. (Colección Biblioteca Breve). Impresa
en el mes de septiembre.
C u a n d o q u i e r o l l o r a r n o l l o r o , 8? edic. Barcelona, Editorial Seix
Barral, 1971, 195 p. (Colección Biblioteca Breve). Impresa en el
mes de octubre.
C u a n d o q u i e r o l l o r a r n o l l o r o , 9? edic. Caracas, Editorial Tiempo
Nuevo, 1972, 185 p. Portada de Víctor Viano. (Colección Ancho
Mundo). Impresa en el mes de febrero.
C u a n d o q u i e r o l l o r a r n o l l o r o , 10? edic. Caracas, Editorial Tiempo
Nuevo, S.A., 1972, 185 p. Portada de Víctor Viano. (Colección
Ancho Mundo). Impresa en el mes de agosto.
C u a n d o q u i e r o l l o r a r n o l l o r o , 1 1 ? edic. Caracas, Editorial Tiempo
Nuevo, S.A., 1972, 185 p. Portada de Víctor Viano. (Colección
Ancho Mundo). Impresa en el mes de diciembre.
C u a n d o q u i e r o l l o r a r n o l l o r o , 1 2 ? edic. Barcelona, Editorial Seix
Barral, S.A., 1972, 195 p. (Colección Biblioteca Breve). Impresa
en el mes de diciembre.
C u a n d o q u i e r o l l o r a r n o l l o r o , 1 3 ? edic. Moscú, Editorial Izvestia,
1972, 114 p. Edición monográfica, en ruso, de la revista Literatura
Extranjera, N*? 7-1972.
C u a n d o q u i e r o l l o r a r n o l l o r o , 14? edic. Caracas, Editorial Tiem­
po Nuevo, S.A., 1973, 185 p. Portada de Víctor Viano. (Colección
Ancho Mundo). Impresa en el mes de marzo.
C u a n d o q u i e r o l l o r a r n o l l o r o , 15? edic. Caracas, Editorial Tiem­
po Nuevo, S.A., 1973, 185 p. Portada de Víctor Viano. (Colección
Ancho Mundo). Impresa en el mes de mayo.
Cuando
q u i e r o l l o r a r n o l l o r o , 16? edic. Moscú, Editorial Progress,
1973, 207 p. Traducción al ruso de M. Bilinkina. Prólogo de B.
Guterman.
C u a n d o q u i e r o l l o r a r n o l l o r o , 17? edic. (Et retenez vos la m e s ).
París, Calmann-Lévy, 1973, 275 p. Traducción de Claude Fell.
Prefacio de Pablo Neruda.
C u a n d o q u i e r o l l o r a r n o l l o r o , 18? edic. Barcelona (España),
Círculo de Lectores, S.A., 1973, 196 p. Epílogo: “El autor y su
obra”, fd o.: V.B.
C u a n d o q u i e r o l l o r a r n o l l o r o , 19? edic. ( Qui succede, signori,
che mi gioco la morte ). Firenze, Vallecchi Editore, 1974, 205 p.
Prefacio de Pablo Neruda. Nota Crítica de Angel Rama.
C u a n d o q u i e r o l l o r a r n o l l o r o , 20? edic. México, Organización
Editorial Novaro, S.A., 1974, 203 p.
C u a n d o q u i e r o l l o r a r n o l l o r o , 21? edic. (Kiedy Chce plákacnie
placze ). Cracovia, Wydawnictwo Literackie, 1974, 180 p. Epílogo:
fdo.: Grazyna Grudzinska, pp. 1 82 -(185). Traducción al polaco
de Andrzej Nowak.
C u a n d o q u i e r o l l o r a r n o l l o r o , 22? edic. ( Ve Gózyaslarinizi
tuturi). Estambul, Payel Yayinevi, 1975, 201 p. Prefacio de Pablo
Neruda. Traducción al turco de Ayda Düz.
C u a n d o q u i e r o l l o r a r n o l l o r o , 23? edic. ( Ich weine nicht). Ber­
lín, Verlag Volk und Welt, 1975, 238 p. Traducción de Roland
Erb. Epílogo de Alfred Antkowiak, pp. 2 31 -(2 3 9 ).
C u a n d o q u i e r o l l o r a r n o l l o r o , 24? edic. Barcelona, Editorial Seix
Barral, S.A., 1975, 195 p. (Colección Biblioteca Breve). Impresa
en el mes de octubre.
L o p e d e A g u i r r e , P r í n c i p e d e l a L i b e r t a d , Barcelona (España),
Editorial Seix Barral, S.A., 1979, 345 p. (Colección Biblioteca
Breve). Diseño cubierta: T R IA N G L E . Impresa en el mes de fe­
brero.
L o p e d e A g u i r r e , P r í n c i p e d e l a L i b e r t a d , 2? edic. Barcelona (Es­
paña), Editorial Seix Barral, S.A., 1979, 345 p. (Colección Bi­
blioteca Breve). Diseño cubierta: T R IA N G L E (Sobre un dibujo de
Marc Llimargas). Impresa en el mes de junio.
L o p e d e A g u i r r e , P r í n c i p e d e l a L i b e r t a d , 3? edic. Barcelona (Es­
paña), Editorial Seix Barral, S.A., 1979, 345 p. (Colección Bi­
blioteca Breve). Cubierta: Joan Batallé y Jaume Bordas. Impresa
en el mes de octubre.
L o p e d e A g u i r r e , P r í n c i p e d e l a L i b e r t a d , 4? edic. París, CalmannLévy, 1980, 267 p. Impresa en el mes de abril.
L o p e d e A g u i r r e , P r í n c i p e d e l a L i b e r t a d , 5? edic. Barcelona (Es­
paña), Editorial Seix Barral, S.A., 1980, 345 p. (Colección Biblio­
teca Breve). Cubierta: Joan Batallé y Jaume Bordas. Impresa en el
mes de mayo.
Cuando
Lope
de
A
g u ir r e ,
Für st
der
Fr e i h e i t ,
6? edic. Munich, Kiepen-
heuer & Witsch, 1981, 377 p.
d e A g u ir r e , Pr í n c i p e
d e l a L i b e r t a d , 7 ? edic. Weimar,
Aufbau-Verlag, 1981, 314 p. Epílogo: “Nachwort”, fdo.: Claus
Hammel.
L o p e d e A g u i r r e , P r í n c i p e d e l a L i b e r t a d , 8? edic. Moscú, Edi­
torial Izvestia, 1981, 167 p. Edición monográfica, en ruso, de la
revista Literatura Extranjera, N? 9-1981. 1? edic. v.t. el N? 101981, pp. 31-C105).
L o p e d e A g u i r r e , P r í n c i p e d e l a L i b e r t a d , 9? edic. La Habana,
Ediciones Casa de las Américas, 1982, 344 p. Impresa en el mes
de septiembre.
L o p e d e A g u i r r e , P r í n c i p e d e l a L i b e r t a d , 10? edic. Barcelona
(España), Editorial Seix Barral, S.A., 1982, 345 p. (Colección
Biblioteca Breve). Cubierta: Joan Batallé y Jaume Bordas. Impresa
en el mes de diciembre.
L o p e d e A g u i r r e , a S z a b a d s a g H e r c e g e , 11? edic. Budapest,
Magvetö Kiadó, 1983, 356 p. Traducción al húngaro de Csaba
Csuday.
P r i h o d y a N e h o d y L o p e h o d e A g u i r r e , 12? edic. Bratislava, Vydal
Slovensky Spisovatel, 1983, 296 p.
“v edícii Tvorba Národov. Zodpovedná redaktorka Katarina Jusková.
Korigovala Magda Hamadová. Prebal a väzbu navrhla Mária
Pollaczyková. Ilustrácie Dusan Polakovic. Technicky redaktor Karol
Dufek” .
Lope
Lope
de
A g u ir r e , Pr í n c i p e
Sha Publishers,
de la
1984, 301
L i b e r t a d , 1 3 ? edic. T o k y o , Shuei
p . T ra d u cc ió n ja p o n esa :
T u ttle -M o r i
A g e n c y , In c . T o k y o .
II.
POESIA
R o j o s , Barranquilla (Colombia), Editorial Caribe, 1933, 61
p. Edición multigrafiada.
A g u a y C a u c e ( Poemas revolucionarios'). México, D.F., Editorial Méxi­
co Nuevo, 1937, 118 p. Portada de Leopoldo Méndez.
25 P o e m a s ( Selección de Agua y Cauce y otros Poemas). Caracas, Edi­
torial Elite, 1942, 126 p. Introducción de C. (arlos) I.(razábal).
E l e g í a C o r a l a A n d r é s E l o y B l a n c o , Caracas, Tip. Vargas, S.A.,
1958, 62 p.
E l e g í a C o r a l a A n d r é s E l o y B l a n c o , 2? edic. Madrid, Editorial
Insula, 1959, 69 p.
R o m á n d e N e g r i t P e d r i t y R e p l i c d e D o n B á r t o l i , Caracas, s.p.i.
(1 9 5 9 ), p.s.n. (En colaboración con Jesús González Cabrera).
Po e m a s
Caracas, Ediciones Casa del Escritor, 1962, 128 p.
Prólogo: “Miguel Otero Silva, o el perfil de un humorista venezo­
lano”, fdo.: José Ramón Medina, pp. 5-28. “Miguel Otero Silva,
capitán del humor”, fdo.: Luis Pastori, pp. 29-34.
É l é g i e C h o r a l e a A n d r é s E l o y B l a n c o , 3? edic. París, Pierre
Seghers, Editeur, 1964, 59 p. Versión francesa de Jean Camp.
Edición bilingüe.
Si n f o n í a s T o n t a s ,
E l e g ía C o r a l
a
A n d r é s E l o y B l a n c o , 4 ? edic. Caracas, Editorial
Arte, 1 9 6 5 , p.s.n . Ilus. Grabados de Luisa Palacios.
La m a r q u e e s e l m o r i r , Caracas, Editorial Arte, 1965, 77 p. Ilus­
traciones de Mateo Manaure.
, Caracas, Editorial Arte, 1966, 35 p. Diagramado por el pintor
Mateo Manaure.
P o e s í a h a s t a 1966, Caracas, Editorial Arte, 234 p. Recopilación y
Notas: José Ramón Medina.
U n m o r r o c o y e n e l c i e l o ( Antología humorística'). Caracas, Edito­
rial Tiempo Nuevo, S.A., 1972, 278 p. Introducción: “Nota del
Editor”, s/f, pp. 7-13.
P o e s í a c o m p l e t a , Caracas, Monte Avila Editores, C.A., 1972, 164 p.
(Biblioteca Popular El Dorado, N? 2 4).
O b r a h u m o r í s t i c a c o m p l e t a , Caracas, Ariel y Seix Barral Venezo­
lana, S.A., 1976, 363 p. Cubierta: Joan Batallé. Impreso en Ve­
nezuela por Editorial Arte.
O b r a p o é t i c a , Caracas, Ariel y Seix Barral Venezolana, S.A., 1976,
220 p. Cubierta: TRIANGLE. Impreso en Venezuela por Editorial
Arte.
U n m o r r o c o y e n e l i n f i e r n o (H u m or. . . H um or. . . H um or. . . ) ,
Caracas, Editorial Ateneo de Caracas, 1981, 377 p. Prólogo de
Adriano González León y 27 ilustraciones de (Pedro León) Zapata.
Um
bral
U n m o r r o c o y e n e l i n f i e r n o (H u m or. . . H um or. . . H um or. . . ) ,
2? edic. Caracas, Editorial Ateneo de Caracas, 1982, 377 p. Pró­
logo de Adriano González León y 27 ilustraciones de (Pedro León)
Zapata.
III. TEATRO
La v e n g a n z a d e D o n M e n d o (Tragedia obsoleta sin malas palabras,
donde nadie se desnuda). Caracas, 1971, 86 p. (Edición multi-
grafiada). Obra de Pedro Muñoz Seca. Adaptación libre de Miguel
Otero Silva.
La v e n g a n z a d e D o n M e n d o de Pedro M uñoz Seca. Versión libérrima
de Miguel Otero Silva. Caracas, 1973, 15 p. Suplemento Especial
del diario El Nacional, Caracas, domingo 11 de noviembre de 1973.
e n d o 71, Caracas, 140 p. No ha sido recogida en libro. La versión
original fue presentada en el Ateneo de Caracas en 1971. Direc­
ción: Carlos Jiménez, v. Don Mendo 71. (Programa), Caracas,
Policrom, C.A., 1971, p.s.n. Diseño Gráfico: Oscar Vásquez.
D o n M e n d o 78, Caracas, 140 p. No ha sido recogida en libro. La
versión original fue presentada en el Teatro Las Palmas de Cara­
cas, bajo la dirección de Carlos Jiménez, el miércoles 18 de enero
de 1978. Las dos versiones de Don M endo “alcanzaron un número
extraordinario de presentaciones en diversos teatros de la capital de
la república y del interior del país. Como se trataba de textos rela­
tivos a la actualidad política del momento en que fueron escritos,
el autor realizó numerosas mudanzas en sus alusiones y en su con­
tenido ( . . . ) . La escena inical del primer acto ( . . . ) (es) un
pasaje común a ambas versiones”. Nota del Editor. En: Un morro­
coy en él infierno, p. 193.
R o m e o y Ju l i e t a , Caracas, Editorial Fuentes, 1975, 99 p. Obra de
William Shakespeare (1564-1616). Portada de José Luis Garrido.
Ilustraciones de (Pedro León) Zapata. Versión libre de Miguel
Otero Silva. Esta obra fue estrenada en el Teatro Nacional de Cara­
cas el día 6 de marzo de 1975.
D
on
M
IV. ENSAYO
El
a j e n o ( Opiniones sobre arte y política). Caracas, Edito­
rial Pensamiento Vivo, 1961, 190 p. “Prólogo’' de Arturo Uslar
Pietri. Portada de Mateo Manaure.
M é x i c o y l a r e v o l u c i ó n m e x i c a n a , Caracas, Ediciones de la Uni­
versidad Central de Venezuela (55 p .).
El volumen incluye el texto de la conferencia Un escritor venezolano
en la Unión Soviética, pp. (3 1 -5 5 ), pronunciada en la Asociación
de Escritores Venezolanos, sede central de Caracas.
O c h o p a l a b r e o s , Caracas, Editorial Tiempo Nuevo, 1974, 182 p.
F l o r e n c i a : c i u d a d d e l h o m b r e , Caracas, Editorial Arte, 1974, 67 p.
Diseño gráfico: Manuel Espinoza. Edición profusamente ilustrada
en blanco y negro y a todo color.
P r o s a c o m p l e t a , Caracas, Ariel-Seix Barral Venezolana, S.A., 1976,
391 p. Impreso en Caracas por Editorial Arte.
T i e m p o d e h a b l a r , Caracas, Ediciones de la Academia Nacional de la
Historia, 1983, 135 p. (Colección El Libro Menor, N? 36). Im­
preso en Venezuela por Italgráfica, S.R.L.
cercado
V.
PROLOGOS
M a c h a d o , El asalto a Curazao, Barcelona, Imprenta Myria,
(1 9 3 2 ). “Prólogo”, fdo.: Miguel Otero Silva, pp. (5 )-1 9 .
B l o t , De Montmartre a Las Gradillas, Caracas, Librería La France,
1944, 40 p. “Itinerario de Max Blot”, fdo.: Miguel Otero Silva,
p.s.n.
G ustavo
M
ax
Jo a q u í n
Gabaldón
M
árquez,
Un poeta desaparecido y sus poemas,
Caracas, Ediciones Edime, 1954, 142 p. “Nota Liminar”, fdo.:
Miguel Otero Silva, pp. 9-11.
J. T. Ji m é n e z A r r á i z , La comunidad estudiantil, Caracas, Tipografía
La Nación, 1955, 51 p. “A guisa de prólogo”, fdo.: Miguel Otero
Silva, p.s.n.
Jo s é R a f a e l P o c a t e r r a , Obras selectas, Madrid-Caracas, Editorial
Edime, 1956, X X + 1 5 5 0 p. (Colección Clásicos y Modernos His­
panoamericanos). Prólogo de Miguel Otero Silva.
A n d r é s E l o y B l a n c o , Señoras que me oyeron (poemas), Caracas,
Editorial Cordillera, 1960, 156 p. “Croquis de Andrés Eloy Blanco”,
fdo.: Miguel Otero Silva, pp. 13-20.
Jo s é R a f a e l P o c a t e r r a , Obras selectas, 2 ? edic. Madrid-Caracas,
Editorial Edime, 1967, XX + 1550 p. (Colección Clásicos y Moder­
nos Hispanoamericanos). Prólogo de Miguel Otero Silva.
Maravillosa Colombia. Una visión inédita de su espíritu, sus tierras, sus
hombres, su pasado y su presente. Bogotá, Círculo de Lectores, 1975,
204 p. Impreso en Barcelona (España) por Printer, Industria Grá­
fica, S.A. Profusamente ilustrado. “Prólogo”, fdo.: Miguel Otero
Silva, pp. 6-7.
Incluye colaboraciones de Víctor Aragón Pardo, Germán Arciniegas, Leovigildo Bernal, Alfonso Bonilla Aragón, Eduardo Carranza,
Abel Cruz Santos, Alejandro Galvis Galvis, Manuel Mejía Vallejo,
Amoldo Palacios y Manuel Zapata Olivella.
L u i s A l f r e d o L ó p e z M é n d e z , El Círculo de Bellas Artes, Caracas,
Ediciones del Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes (INCIBA), 1969, 42 p. Prólogo de Miguel Otero Silva. (Colección Arte,
N<? 7).
A r í s t i d e s B a s t i d a s , La ciencia amena. Caracas, Editorial Fuentes,
1973, 245 p. “Prólogo”, fdo.: Miguel Otero Silva, pp. 7-8.
P a b l o N e r u d a , Poesía revolucionaria 1 9 6 0 -1 9 7 3 . Caracas, Avilarte,
1974, 192 p. Prólogo de Miguel Otero Silva: “En la dura y negra
noche de llorar su muerte”, pp. VII-XI. Introducción de Jesús Sanoja Hernández, pp. 1-4. Homenaje postumo de los escritores ve­
nezolanos.
E d u a r d o G a l l e g o s M a n c e r a , Ancho río, alto fuego, 1 9 6 4 -1 9 7 4 . Ca­
racas, Talleres Avila Arte, S.A., 1975, 214 p. “Un poeta inespe­
rado”, fdo.: Miguel Otero Silva, pp. (9 )-1 6 .
Luis A l f r e d o López Méndez, El Círculo de Bellas Artes, 2? edic.
Caracas, C.A. Editora El Nacional, 1976, 130 p. Impreso en los
talleres de Cromotip, C.A. “Prólogo”, fdo.: Miguel Otero Silva,
pp. 1-11. Diseño: Manuel Espinoza. Fotografías de José Garrido,
Petre Maxim y Ricardo Armas.
A l e j a n d r o G a r c í a M a l d o n a d o , A la medianoche en la Plaza del
Panteón (El rastro de los Dioses), Caracas, P ublicaciones Selevén
C .A ., 1979, 349 p. “A lejan dro G arcía M ald on ad o” , fd o .: M iguel
Otero Silva, p.s.n .
VI.
MISCELANEA
B e t a n c o u r t (coaut.), En las huellas de la pezuña, Santo
Domingo, s.p.i., 1929, 166 p. Prólogo de José Rafael Pocaterra.
Colofón de Magda Portal.
R ó m u l o B e t a n c o u r t (coaut.), En las huellas de la pezuña, 2? edic.
Santo Domingo, s.p.i., 1929, 167 p. Prólogo de José Rafael Poca­
terra. Colofón de Magda Portal.
A n d r é s E lo y B la n co (coaut.), Venezuela güele a oro (sainete). Ca­
racas, Cooperativa de Artes Gráficas, 1942, 72 p. Firmada con
seudónimos. “Mickey” : Miguel Otero Silva. “0.3” : Andrés Eloy
Blanco. “Esta obra se estrenó en el Nuevo Circo de Caracas, el 25
de abril de 1942, en las festividades del aniversario de El Morrocoy
Azul”, semanario humorístico. En el Reparto, dos de las glorias del
teatro venezolano: Antonio Saavedra y Rafael Guinand.
M i g u e l O t e r o S i l v a (coaut.), Cervantes, Caracas, Universidad Cen­
tral de Venezuela, 1949, 327 p. Edición de la Facultad de Filo­
sofía y Letras.
Incluye de MOS: “El humorismo del Quijote”.
Róm ulo
N
E n c i c l o p e d i a S o p e ñ a . ( Diccionario Ilustrado de la Lengua
Española). B arcelona, E ditorial R a m ó n Sopeña, S.A., 1952, t. IV,
ueva
MOS.
A., Bosquejo de su vida y de su obra. Barquisimeto, Impreso por Guzmán Torrealba, 1953, 24 p. Prólogo de
Jesús Colmenárez Oropeza.
Incluye La luz del corazón de Arturo Uslar Pietri, artículo referente
a la muerte del General Medina.
Ju l i o C á r d e n a s R a m í r e z , Director. Diccionario Biográfico de Vene­
zuela. Madrid, Editores Garrido Mezquita y Compañía, 1953, 1558
p. Ref. a MOS: p. 844.
A l e j a n d r o O t e r o R o d r í g u e z (coaut.), Polémica sobre arte abstracto.
Caracas, Ediciones del Ministerio de Educación, 1957, 104 p.
(Colección Letras Venezolanas).
p. 3 8 8 . B reve referencia de
G e n e r a l I s a ía s M
e d in a
Discurso del Senador Miguel Otero Silva en la Sesión Solemne con que
él Congreso Nacional conmemoró el 23 de enero de 1 9 5 9 , Primer
Aniversario de la Jornada que derribó la Dictadura. Caracas, Edicio­
nes del Congreso Nacional, 1959, 21 p.
Incluye el discurso de J. L. Salcedo-Bastardo, pronunciado en la
misma ocasión.
Memoria del 11 Congreso Interamericano de la Asociación Interamericana
Pro Democracia y Libertad. Caracas, Imprenta Nacional, 1960,
349 p.
Incluye el Discurso pronunciado por el Presidente del II Congreso
Pro Democracia y Libertad, Senador Miguel Otero Silva, en el Aula
Magna de la Universidad Central de Venezuela, pp. 35-37.
M i g u e l O t e r o S i l v a (coaut.), Fuego de hermanos, a Pablo Neruda.
Caracas, Editorial Arte, 1960, 34 p.
M
ig u e l
O t e r o S i l v a ( c o a u t .) , Homenaje al Poeta Andrés Eloy Blanco.
Santiago de Chile, Prensa Latinoamericana, 1962, 91 p.
M i g u e l O t e r o S i l v a (coaut.), Debate: Lo lícito y lo ilícito en la lucha
política. Caracas, Ediciones del Canal 5 de la Televisora Nacional,
1963, p.s.n.
Incluye intervenciones de Gonzalo Barrios, Luis Hernández Solís y
Mariano Picón Salas. Director de Debates: Antonio Stempel París.
M o n i t o r . Enciclopedia Salvat para todos. Barcelona, Salvat S.A. de Edi­
ciones, 1965, t. 20, p. 4608.
“Es uno de los representantes más significativos de la literatura
hispanoamericana actual”.
Discurso de Orden pronunciado en la Sesión Solemne del 2 3 de enero
de 1 9 6 5 . Caracas, Ediciones del Concejo Municipal del Distrito
Federal, 1965, p.s.n. Impreso en Editorial Nueva Venezuela, S.A.
Las C e l e st ia l e s (obra satírica). Caracas, s.p.i., 1965, p.s.n. Com­
pilación, Prefacio y Notas de Iñaki de Errandonea, S.J., seudónimo
de Miguel Otero Silva. Ilustraciones de Pedro León Zapata.
G u il l e r m o M en e se s , Caracas en la Novela Venezolana. Caracas, Fun­
dación Eugenio Mendoza, 1966, 2 44 p.
Incluye de MOS un fragmento de Fiebre: “el cuartelazo del 7 de
abril de 1928”.
M i g u e l O t e r o S i l v a (com p.). De los primitivos al Renacimiento en
colecciones venezolanas. Caracas, Compañía Shell de Venezuela,
1969, 12 láminas.
M i g u e l O t e r o S i l v a (com p.). Pintores abstractos en colecciones ve­
nezolanas. Caracas, Compañía Shell de Venezuela, 1970, 34 lá­
minas.
Barcelona Tricentenaria a través de sus hombres. Caracas, Imprenta del
Ministerio de Educación, 1971, p.s.n. Discurso pronunciado por
el escritor Miguel Otero Silva, en Barcelona, en Cabildo Abierto,
el 1? de enero de 1971 con motivo de celebrar dicha ciudad en esa
fecha, el tricentenario de su refundación.
E n c i c l o p e d i a S a l v a t . Diccionario. B arcelona, Salvat Editores S .A .,
1972, v. t. 9, p. 2487. B io-bibliografía de MOS.
Academia Venezolana de la Lengua Correspondiente de la Real Española.
Discurso de Incorporación como Individuo de Número de Don M i­
guel Otero Silva. Contestación del Académico Don Fernando Paz
Castillo. Caracas, Empresa “El Cojo”, C.A., 1972, 31 p. Acto ce­
lebrado el día 6 de marzo de 1972 en el Paraninfo del Palacio de
las Academias.
S o b r e C a t a l u ñ a y l o s c a t a l a n e s , Guadalajara (M éxico), 1972,
11 p. Edición monográfica del Butlletí dlnformació deis Paisos
Catalans. Reproducido del diario El Nacional, Caracas, 16 de fe­
brero de 1972.
“Unas palabras iniciales”, fdo.: José Ma. Muriá.
E n c i c l o p e d i a d e V e n e z u e l a , Caracas, Editorial A. Bello S.A., 1973,
t. IX, 552 p.; v. “Miguel Otero Silva”, pp. 127-141. Impreso en
Barcelona (España) por Publicaciones Reunidas S.A.
E n c i c l o p e d i a d e V e n e z u e l a , Caracas, Editorial A. Bello S.A., 1973,
t. X, 456 p.; Ref. a MOS, p. 28.
L a s C e l e s t i a l e s (obra satírica), 2? edic. Caracas, Editorial Avilarte,
1974, p.s.n. Compilación y Notas de Iñaki de Errandonea, S.J.,
seudónimo de Miguel Otero Silva. Prefacio del mismo autor. Ilus­
traciones de Fray Joseba Escucarreta, S.J., seudónimo de Pedro
León Zapata. Ediciones de José Agustín Catalá.
L a s C e l e s t i a l e s (obra satírica), 3 ? edic. Bogotá, Editora Guadalupe,
1974, p.s.n. Miguel Otero Silva presenta Las Celestiales de Fray
Iñaki de Errandonea S.J. Ilustraciones de Fray Joseba Escucarreta
S.J., seudónimo de Pedro León Zapata.
S u b e r o , Apreciaciones críticas sobre la vida y la obra de An­
drés Eloy Blanco. Caracas, Ediciones de la Presidencia de la Repú­
E f r a ín
blica, 1974, 542 p.
Incluye de Miguel Otero Silva: El poeta Andrés Eloy Blanco, pp.
(3 2 1-33 0 ) y Andrés Eloy Blanco y sus críticos, pp. (3 3 1)-33 6 .
Andrés Eloy Blanco, semblanza de un hombre y un camino: Reportaje
para niños venezolanos. Caracas, Avilarte, 1974, 23 p.
Diccionario General de la Literatura Venezolana (Autores). Mérida (Ve­
nezuela), Centro de Investigaciones Literarias, Facultad de Huma­
nidades y Educación, Universidad de Los Andes, 1974, 829 p.
Introducción, fda.: Lubio Cardozo / Juan Pinto. Ref. a MOS, pp.
531-535.
IQuién fue Andrés Eloy Blanco? Reportaje para niños venezolanos, 2?
edic. Caracas, Ediciones del Ministerio de Educación, 1975, 22 p.
La variante del título no implica variación del texto.
M ig u el O t e r o Sil v a (coaut.), Gustavo Machado: de Oligarca a Co­
munista, 191 4-1 97 4 . Caracas, Ediciones Centauro, 1975, 2 vol.
Incluye de Miguel Otero Silva: Apuntes sohre el asalto a Curazao,
pp. (1 7 ) -2 5 . Publicado inicialmente en el diario Ahora, Caracas,
9 de junio de 1936.
O t e r o S i l v a (coaut.), Galería de Arte Nacional. Caracas, 14
de octubre de 1975, 22 p. Trabajo no recogido en libro, v. El Na­
cional, 14-10-75, Cuerpo B, 1? p. Coautores: Alejandro Otero
Rodríguez y Manuel Espinoza.
Anexo: “Estructura organizativa de la Galería de Arte Nacional”,
s/p.; v. t. El Nacional, 14 de febrero de 1984, p. C-2 y sig.
P a b l o N e r u d a , Para nacer he nacido. Barcelona, Editorial Seix Barral,
S.A., 1978, 451 p. Edición preparada por Matilde Neruda y Mi­
guel Otero Silva, 1977.
M
ig u e l
M a r t ín
de Riquer y José M ar ía V a l v e r d e , Historia de la Literatura
Universal, 3? edic. Barcelona, Editorial Planeta, 1979, t. 4, p. 321.
M useo de A n zo á t e g u i ,
cas, Policrom, C.A.,
cias a Miguel Otero
Calzadilla-Humberto
Gran
Donación Miguel Otero Silva. Catálogo. Cara­
1980, p.s.n. Profusamente ilustrado. Referen­
Silva. Textos y elaboración del Catálogo: Juan
Mata.
E n c i c l o p e d i a L a r o u s s e , Barcelona, Editorial Planeta
1980, v. t. 7, p. 1039. Breve Ref. bio-bibliográfica de M O S .
S .A .,
O t e r o S i l v a , Premio Lenin de la Paz ( Acuerdos y Discursos).
Caracas, Publicaciones de la Asociación de Escritores Venezolanos,
1980, 43 p. Impreso en Venezuela por Editorial Arte.
Incluye palabras de Nicolai Blojin, Luis Pastori y Miguel Otero
Silva.
E l N a c i o n a l , Venezuela ante un espejo. Caracas, C.A. Editora El Na­
cional, 1981, 396 p.
Incluye de Miguel Otero Silva: José Moradell, pp. 27-29.
H o m e n a j e a A n d r é s E l o y B l a n c o , Caracas, Ediciones Centauro,
1981, 11 p. Separata del libro Andrés Eloy Blanco, humanista,
Caracas, Ediciones Centauro, 1981. Discurso con motivo del tras­
lado de los restos del Poeta del Pueblo al Panteón Nacional. Cara­
cas, Venezuela, 3 de julio de 1981.
A n d r é s E l o y B l a n c o , h u m a n i s t a . Juicio de sus contemporáneos. Ca­
racas, Ediciones Centauro, 1981. 2 vol. “Prólogo” : Jesús Sanoja
Hernández.
Incluye de Miguel Otero Silva: Discurso en el Panteón Nacional.
El segundo entierro de Andrés Eloy Blanco, vol. II, pp. (4 3 7 )-4 4 5 .
G u s t a v o M a c h a d o , Doctorado “Honoris Causa". Mérida, Ediciones de
AZUL, Universidad de Los Andes, 1982, 25 p.
Incluye el discurso-homenaje de Miguel Otero Silva, pp. (5 )-1 2 .
M
ig u e l
A
D í a z A g o s t a (coa u t). Panorama histórico-literario de nues­
tra América. La Habana, Ediciones Casa de las Américas, 1982,
m é r ic a
2 vols. (Colección Nuestros Países. Serie Estudios). Refs. a MOS:
pp. 535, 793, 850, 1124.
H o r a c i o Jo r g e B e c c o , Director. Diccionario Manual de Venezuela.
Buenos Aires, Editorial El Ateneo, 1982, 259 p. + apéndices.
Ref. a MOS: p. 171.
R o b e r t o G u e v a r a (com p.), Amar Venezuela. Caracas, Talleres Grá­
ficos de Fotoprint, C.A. (1 9 8 3 ), 279 p.
Incluye de Miguel Otero Silva: Umbral (fragmento), p. 174.
Academia Venezolana de la Lengua Correspondiente de la Real Española.
Discursos Académicos. Caracas, Italgráfica, S.R.L., 1983, t. VI,
1971-1978.
Miguel Otero Silva: El movimiento de 1 9 2 8 a la luz de tres de sus
poetas: Pío Tamayo, Andrés Eloy Blanco y Antonio Arráiz, pp.
(131 ) - l 44. Discurso de Incorporación como Individuo de Número
de la Academia Venezolana de la Lengua, pronunciado el día 6 de
marzo de 1972.
Academia Venezolana de la Lengua Correspondiente de la Real Española.
Discurso de Incorporación como Individuo de Número de Don Luis
B. Prieto Figueroa. Contestación del Académico Don Miguel Otero
Silva.
Acto celebrado el 8 de marzo de 1984 en el Paraninfo del Palacio
de las Academias. Caracas, Editorial Texto, 1984, 47 p.
Valores humanos de la Gran Colombia: Venezuela, Ecuador, Colombia.
Caracas, Oliverio Perry & Cía., Editores, s/f., 1131 p. Ref. a
MOS: pp. 264 y sig.
Y u r i D a s h k e v i c h , “Miguel Otero Silva solamente”, en Diccionario En­
ciclopédico América Latina, Moscú, Edición de la Enciclopedia So­
viética y el Instituto de América Latina de la Academia de Ciencias
de la U.R.S.S. (en prensa).
El ensayo de Dashkevich escrito en 1981, está incluido en el t. II
de la obra.
J o s é A . F e r n á n d e z , Retratos. Madrid, Instituto de Cooperación Ibero­
americana, 1984, p.s.n.
Contiene fotografía y breve nota bio-bibliográfica de Miguel Otero
Silva.
VII.
ANTOLOGIAS Y SELECCIONES
1 / VENEZOLANAS
(com p.), Antología Bolivariana. Valencia, Venezue­
la, Editorial Actualidad, 1943, XVII+ 302 p. ilus.
A r t e a g a , I g n a c io
Incluye de Miguel Otero Silva: El Libertador (Sólo una sombra
escuálida como un árbol sin ramas).
C a s t a ñ ó n , Jo s é M a n u e l (Com p.), El amor en la poesía venezolana.
Barcelona, Plaza & Janés, S.A. Editores, 1971, 186 p. Selección
y prólogo de José Manuel Castañón.
Incluye de Miguel Otero Silva: Siembra, pp. 120 y sig. y Glosa,
pp. 121 y sig.
--------- . (Com p.), Bolívar y los poetas. Caracas, Casuz Editores, S.R.L.,
1976, 301 p. Esta edición consta de 3.000 ejemplares impresos
para la Embajada de España en Venezuela. Selección y prólogo de
José Manuel Castañón. Los Congresos del Sesquicentenario (cróni­
cas a manera de epílogo), por Alfonso Marín, Cronista de la ciudad
de Valencia.
In clu y e de M ig u e l O tero S ilv a : El Libertador, p p . 150 y sig.
C r e s p o , L u is
Alberto;
E u g e n io
M
onte jo
y
Alberto
Pa t i n o
( c o m p s .) , El caballo en la poesía venezolana. C aracas, C ro m o tip ,
1981, 97 p.
Incluye de Miguel Otero Silva: La séptima voz del coro es la del
llano, pp. 35-37. v. t.: Miguel Otero Silva, fdo.: V.(elia) B.(osch),
pp. 82 y sig.
D ’S o l a , O t t o (com p.), Antología de la moderna poesía venezolana.
Caracas, Ediciones del Ministerio de Educación, 1940. 2 vols. (Bi­
blioteca Venezolana de Cultura). Impreso por Editorial Impresores
Unidos.
Incluye de Miguel Otero Silva: Encrucijada, vol. II, pp. 381-383;
Siembra, id., pp. 383 y sig. y Niño campesino, id., pp. 384 y sig.
D í a z S e i j a s , P e d r o , Selección de lecturas hispanoamericanas. Caracas,
Distribuidora Escolar S.A. (1 9 6 1 ), 672 p.
Incluye de Miguel Otero Silva: Casas muertas (fragmento), pp.
224-232.
El Mar en la Poesía Venezolana, Caracas, Publicaciones de la Comisión
Organizadora de la III Conferencia de las Naciones Unidas sobre
el Derecho del Mar, 1974, 321 p. Impreso en las prensas vene­
zolanas de Editorial Arte, en la ciudad de Caracas.
Incluye de Miguel Otero Silva: La mar que es el morir (fragmento),
pp. 237-239.
E s c a l o n a E s c a l o n a , J. A., Antología General de la Poesía Venezolana.
Madrid-Caracas, Ediciones Edime, 1966, 1051 p.
Incluye de Miguel Otero Silva: Maremare se murió, pp. (6 4 1 )643; Siembra, p. 644; Encrucijada, pp. 644-646; Glosa, pp. 646 y
sig. y En la muerte de Job Pim, pp. 647 y sig.
Ji m é n e z , Jo s é O l i v i o (selec.), Antología de la poesía hispanoamericana
contemporánea, 1914-1970. Madrid, Alianza Editorial, 1971,
508 p.
Incluye de MOS: Siembra, pp. 389-90; Tres variaciones alrededor
de la muerte, pp. 390-392; Hallazgo de la piedra, p. 392; Enterrar
y callar, p. 393; La poesía, 394; Los hijos, pp. 394-396.
Jo s é R a m ó n , Antología venezolana (Prosa). Madrid, Editorial
Gredos, 1962, 331 p.
Incluye de Miguel Otero Silva: Fiebre (fragmento), pp. 220-222
y Entrada y salida de aguas (fragmento de Casas muertas) , pp.
223-231.
--------- . Antología venezolana (Verso). Madrid, Editorial Gredos, 1962,
335 p.
Incluye de Miguel Otero Silva: Siembra, p. 119; Tres variaciones
alrededor de la muerte, p. 120 y La segunda voz del coro es la
del río, pp. 121-123.
M e n d o z a Sa g a r z a z u , B e a t r i z (com p.), La infancia en la poesía ve­
nezolana. Caracas, Ediciones de la Fundación del Niño, 1983,
206 p. ilus.
Incluye de MOS: Niño campesino, pp. 148 y sig.
P a r e d e s , P e d r o P a b l o , El soneto en Venezuela. Caracas, Gráficas
Sitges, 1962, 205 p.
Incluye de Miguel Otero Silva: El aire ya no es aire, p. 127.
--------- . El soneto en Venezuela, 2? edic. Caracas, Ediciones del Minis­
terio de Educación, 1962, 205 p. (Biblioteca Popular Venezolana,
N9 85).
Incluye de Miguel Otero Silva: El aire ya no es aire, p. 134.
--------- . Antología de la poesía venezolana contemporánea. Caracas, Edi­
ciones de la Asociación de Escritores de Venezuela, 1981, 398 p.
Incluye de Miguel Otero Silva: Siembra, p. 312; El Libertador,
p. 313.
M
e d in a ,
a r i a n o , Dos siglos de prosa venezolana. Madrid-Caracas, Ediciones Edime, 1965, 1251 p.
Incluye de Miguel Otero Silva: Casas muertas (fragmento), pp.
(8 67)-874.
R u g e l e s , M a n u e l F e l i p e , Poetas de América cantan a Bolívar. Bue­
nos Aires, Publicaciones de la Embajada de Venezuela, 1951,
124 p.
Incluye de Miguel Otero Silva: El Libertador, pp. 116 y sig.
P i c ó n Sa l a s , M
--------- . Poetas de América cantan a Bolívar, 2? edic. Caracas, Ediciones
de la Presidencia de la República de Venezuela, 1983.
Incluye de Miguel Otero Silva: El Libertador.
S u b e r o , E f r a í n , El mar en la literatura venezolana (Poesía). Caracas,
Ediciones del Congreso de la República, 1974, 414 p.
Incluye de Miguel Otero Silva: La mar que es el morir, pp. 201 y
sig. y El ñero, pp. 202 y sig.
u i l l e r m o (comp.)? Las mejores poesías venezolanas. Caracas,
Reproducciones Gráficas, S . A., s/f., 216 p. (Primer Festival del
Libro Popular Venezolano).
incluye de Miguel Otero Silva: Tres variaciones alrededor de la
muerte, pp. (1 4 1)-142.
e l l o , J a im e (selec. and rend.), Contemporary Venezuelan poetry. Ca­
racas, Ediciones del Congreso de la República, 1983, 215 p.
(P.E.N. International). An anthology selected and rendered into
english by Jaime Tello.
Incluye de Miguel Otero Silva: The sea which is death (La mar
que es el morir') (fragments), pp. 175-( 177)
Su c r e , G
T
2 / L A T IN O A M E R IC A N A S
Antología de la poesía hispanoamericana (18501972), 2? edic. México, Editores Mexicanos Unidos, S.A., 1976,
518 p.
Incluye de Miguel Otero Silva: Los hijos, pp. 329-332.
C o r t é s , M a r í a V i c t o r i a , Poesía hispanoamericana. Madrid, Taurus,
1959, 265 p.
Incluye de Miguel Otero Silva: Elegía Coral a Andrés Eloy Blanco,
pp. 237 y sig.
C á r d e n a s , Ju l i o ,
Ji m
, Jo s é O l i v i o , Antología de la poesía hispanoamericana contem­
poránea (1914-1970). Madrid, Alianza Editorial, 1973, 511 p.
énez
(El Libro de Bolsillo).
Incluye de Miguel Otero Silva: Siembra, pp. 389 y sig.; Tres varia­
ciones alrededor de la muerte, pp. 390-392; Hallazgo de la piedra,
p. 392; Enterrar y callar, p. 393; La poesía, p. 394 y Los hijos,
pp. 394-396.
A m a d o , Jo s é M a r í a (coa u t), Poesía americana contemporánea. Mála­
ga, Talleres de Gráficas San Andrés, S.A., 1979, 197 p. Edición
monográfica de la revista Litoral, Nos. 82-84. Introducción: Lo­
renzo Saval, pp. 7-9.
3 / UN IVERSALES
C a r l o s (com p.), Erkundungen. 2 6 erzählungen aus Vene­
zuela. Berlín, Verlag Volk und Welt, 1981, 326 p.
Incluye de Miguel Otero Silva: Lope de Aguirres vierter Brief,
aufgefunden in den Archiven des Rathauses von Cuzco, pp. 188-
R in c ó n ,
(1 9 9 ). Traducción de Wilhelm Plackmeyer.
INDICE
p r o l o g o , por José Ramón Medina
CRITERIO DE ESTA EDICION
IX
XX IX
CASAS MUERTAS
Ca p ít u l o
I.
Ca p ít u l o
II.
Un entierro
La Rosa de los Llanos
9
Ca p ít u l o
III.
La señorita Berenice
19
C a p ít u l o
IV.
La Iglesia
27
C a p ít u l o
V.
C a p ít u l o
VI.
C a p ít u l o
VIL
C a p ít u l o
VIII.
C a p ít u l o
IX.
C a p ít u l o
X.
C a p ít u l o
XI.
Ca p ít u l o
XII.
3
y
el río
Parapara de Ortiz
Pecado mortal
Este es el camino de Palenque
El compadre Feliciano
Petra Socorro
Entrada
y
salida de aguas
Hematuria
Casas muertas
35
43
51
57
65
71
79
87
LOPE DE AGUIRRE,
PRINCIPE DE LA LIBERTAD
Lope de Aguirre el soldado
99
Lope de Aguirre el traidor
169
Lope de Aguirre el peregrino
253
CRONOLOGIA
327
BIBLIOGRAFIA
361
TITULOS PUBLICADOS
i
8
SIMON BOLIVAR
EDUARDO GUTIERREZ Y OTROS
Doctrina del Libertador
Teatro Rioplatense
Selección, notas y cronología:
Manuel Pérez Vila
Prólogo: David Viñas
Compilación y cronología:
Jorge Lafforgue
2
PABLO NERUDA
Canto General
Prólogo, notas y cronología:
Fernando Alegría
3
JOSE ENRIQUE RODO
Ariel - Motivos de Proteo
Prólogo: Carlos Real de Azúa
Edición y cronología: Angel Rama
4
JOSE EUSTASIO RIVERA
La Vorágine
Prólogo y cronología: Juan Loveluck
Variantes:
Luis Carlos Herrera Molina S.J.
5-6
INCA GARCILASO DE LA VEGA
Comentarios Reales
Prólogo, edición y cronología:
Aurelio Miró Quesada
7
RICARDO PALMA
Cien Tradiciones Peruanas
Selección, prólogo y cronología:
José Miguel Oviedo
9
RUBEN DARIO
Poesía
Prólogo: Angel Rama
Edición: Ernesto Mejía Sánchez
Cronología: Julio Valle-Castillo
10
JOSE RIZAL
Noli M e Tangere
Prólogo: Leopoldo Zea
Edición y cronología: Márgara Rusotto
11
GILBERTO FREYRE
Casa-Grande y Senzala
Prólogo y cronología: Darcy Ribeiro
Traducción: Benjamín de Garay y
Lucrecia Manduca
12
DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO
Facundo
Prólogo: Noé Jitrik
Notas y cronología:
Susana Zanetti y Nora Dottori
13
JUAN RULFO
Obra Completa
Prólogo y cronología: Jorge Ruffinelli
14
MANUEL GONZALEZ PRADA
25
MANUEL ANTONIO DE ALMEIDA
Páginas Libres - Horas de Lucha
Memorias de un Sargento de Milicias
Prólogo y notas: Luis Alberto Sánchez
Prólogo y notas: Antonio Cándido
Cronología: Laura de Campos Vergueiro
Traducción: Elvio Romero
15
JOSE MARTI
Nuestra América
26
Prólogo: Juan Marinello
Selección y notas: Hugo Achugar
Cronología: Cintio Vitier
Utopismo Socialista (1830-1893)
Prólogo, compilación, notas y cronología:
Carlos M. Rama
16
SALARRUE
27
ROBERTO ARLT
Los Siete Locos / Los Lanzallamas
Prólogo, vocabulario, notas y cronología:
Adolfo Prieto
El Angel del Espejo
Prólogo, selección, notas y cronología:
Sergio Ramírez
17
ALBERTO BLEST GANA
Martín Rivas
Prólogo, notas y cronología:
Jaime Concha
18
ROMULO GALLEGOS
Doña Bárbara
Prólogo: Juan Liscano
Notas, variantes y cronología:
Efraín Subero
19
MIGUEL ANGEL ASTURIAS
Tres Obras ( Leyendas de Guatemala,
El Alhajadito y El Señor Presidente )
Prólogo: Arturo Uslar Pietri
Notas y cronología: Giuseppe Bellini
20
JOSE ASUNCION SILVA
Obra Completa
Prólogo: Eduardo Camacho Guizado
Edición, notas y cronología: Eduardo
Camacho Guizado y Gustavo Mejía
21
JUSTO SIERRA
Evolución Política del Pueblo Mexicano
Prólogo y cronología: Abelardo Villegas
22
JUAN MONTALVO
Las Catilinarias y Otros Textos
28
Literatura del México Antiguo
Edición, estudios introductorios, versión
de textos y cronología:
Miguel León-Portilla
29
Poesía Gauchesca
Prólogo: Angel Rama
Selección, notas, vocabulario y
cronología: Jorge B. Rivera
30
RAFAEL BARRETT
El Dolor Paraguayo
Prólogo: Augusto Roa Bastos
Selección y notas: Miguel A. Fernández
Cronología: Alberto Sato
31
Pensamiento Conservador (1815-1898)
Prólogo: José Luis Romero
Compilación, notas y cronología:
José Luis Romero y Luis Alberto Romero
32
LUIS PALES MATOS
Poesía Completa y Prosa Selecta
Edición, prólogo y cronología:
Margot Arce de Vázquez
33
JOAQUIM M. MACHADO DE ASSIS
Cuentos
Selección y prólogo: Benjamín Carrión
Cronología y notas:
Gustavo Alfredo Jácome
Prólogo: Alfredo Bosí
Cronología: Neusa Pinsard Caccese
Traducción: Santiago Iíovadloff
23-24
34
JORGE ISAACS
Pensamiento Político de la Emancipación
Prólogo: José Luis Romero
Compilación, notas y cronología:
José Luis Romero y Luis Alberto Romero
María
Prólogo, notas y cronología:
Gustavo Mejía
35
JUAN DE MIRAMONTES Y ZUAZOLA
45
MANUEL UGARTE
Armas Antárticas
La Nación Latinoamericana
Prólogo y cronología: Rodrigo Miró
Compilación, prólogo, notas y cronología:
Norberto Galasso
36
RUFINO BLANCO FOMBONA
Ensayos Históricos
Prólogo: Jesús Sanoja Hernández
Selección y cronología:
Rafael Ramón Castellanos
37
PEDRO HENRIOUEZ UREÑA
Utopía de América
Prólogo: Rafael Gutiérrez Girardot
Compilación y cronología:
Angel Rama y Rafael Gutiérrez Girardot
38
JOSE M. ARGUEDAS
Los Ríos Profundos y Cuentos Selectos
Prólogo: Mario Vargas Llosa
Cronología: E. Mildred Merino de Zela
39
La Reforma Universitaria
Selección, prólogo y cronología:
Dardo Cúneo
40
JOSE MARTI
46
JULIO HERRERA Y REISSIG
Poesía Completa y Prosa Selecta
Prólogo: Idea Vilariño
Edición, notas y cronología:
Alicia Migdal
47
Arte y Arquitectura del Modernismo
Brasileño ( 1 9 1 7 -1 9 3 0 )
Compilación y prólogo: Aracy Amaral
Cronología: José Carlos Serroni
Traducción: Marta Traba
48
BALDOMERO SANIN CANO
El Oficio de Lector
Compilación, prólogo y cronología:
Gustavo Cobo Borda
49
LIMA BARRETO
Dos Novelas ( Recuerdos del escribiente
Isaías Caminha y El triste fin de
Policarpo Quaresma)
Prólogo y cronología:
Francisco de Assis Barbosa
Traducción y notas:
Haydée Jofre Barroso
Obra Literaria
Prólogo, notas y cronología:
Cintio Vitier
50
ANDRES BELLO
41
CIRO ALEGRIA
El Mundo es Ancho y Ajeno
Prólogo y cronología:
Antonio Cornejo Polar
Obra Literaria
Selección y prólogo: Pedro Grases
Cronología: Oscar Sambrano Urdaneta
51
42
FERNANDO ORTIZ
Pensamiento de la Ilustración
Prólogo y cronología: Julio Le Riverend
(Economía y sociedad iberoamericana
en el siglo XVIII)
Compilación, prólogo, notas y cronología:
José Carlos Chiaramonte
43
FRAY SERVANDO TERESA DE MIER
52
JOAQUIM M. MACHADO DE ASSIS
Contrapunteo Cubano del Tabaco y el
Azúcar
Ideario Político
Selección, prólogo, notas y cronología:
Edmundo O’Gorman
44
FRANCISCO GARCIA CALDERON
Las Democracias Latinas
de un Continente
/
La Creación
Prólogo: Luis Alberto Sánchez
Cronología: Angel Rama
Quincas Borba
Prólogo: Roberto Schwarz
Cronología: Neusa Pinsard Caccese
Traducción: Jorge García Gayo
53
ALEJO CARPENTIER
El Siglo de las Luces
Prólogo: Carlos Fuentes
Cronología: Araceli García Carranza
LEOPOLDO LUGONES
63
GUILLERMO ENRIQUE HUDSON
El Payador y Antología de Poesía y
Prosa
La Tierra Purpúrea
Hace Tiempo
Prólogo: Jorge Luis Borges (con la
colaboración de Bettina Edelberg)
Edición, notas y cronología:
Guillermo Ara
Prólogo y cronología: Jean Franco
Traducciones: Idea Vilariño
55
MANUEL ZENO GANDIA
Historia General de las Indias
Vida de Hernán Cortés
La Charca
Prólogo y cronología: Enrique Laguerre
56
MARIO DE ANDRADE
Obra Escogida
Selección, prólogo
Gilda de Mello e
Cronología: Gilda
Laura de Campos
y notas:
Souza
de Mello e Souza y
Vergueiro
/
Allá Lejos y
64
FRANCISCO LOPEZ DE GOMARA
Prólogo y cronología
Jorge Gurría Lacroix
65
FRANCISCO LOPEZ DE GOMARA
Historia de la Conquista de México
Prólogo y cronología:
Jorge Gurría Lacroix
66
JUAN RODRIGUEZ FREYLE
El Carnero
57
Literatura Maya
Prólogo, notas y cronología:
Darío Achury Valenzuela
Compilación, prólogo y notas:
Mercedes de la Garza
Cronología: Miguel León-Portilla
Traducciones: Adrián Recinos,
Alfredo Barrera y Mediz Bolio
Tradiciones
58
CESAR VALLEJO
Proyecto y Construcción de una Nación
Obra Poética Completa
Prólogo y cronología: Enrique Bailón
59
Poesía de la Independencia
Compilación, prólogo, notas y cronología:
Emilio Carilla
Traducciones: Ida Vitale
60
ARTURO USLAR PIETRI
Las Lanzas Coloradas y Cuentos Selectos
Prólogo y cronología: Domingo Miliani
61
CARLOS VAZ FERREIRA
Lógica Viva/Moral para Intelectuales
67
Hispanoamericanas
Compilación, prólogo y cronología:
Estuardo Núñez
68
(Argentina 1846-1880)
Compilación, prólogo y cronología:
Tulio Halperín Donghi
69
JOSE CARLOS MARIATEGUI
7 Ensayos de Interpretación de la
Realidad Peruana
Prólogo: Aníbal Quijano
Notas y cronología: Elizabeth Garrels
70
Literatura Guaraní del Paraguay
Compilación, estudios introductorios,
notas y cronología: Rubén Bareiro
Saguier
71-72
Pensamiento Positivista Latinoamericano
Prólogo: Manuel Claps
Cronología: Sara Vaz Ferreira
Compilación, prólogo y cronología:
Leopoldo Zea
62
FRANZ TAMAYO
73
JOSE ANTONIO RAMOS SUCRE
Obra Escogida
Obra Completa
Selección, prólogo y cronología:
Mario Baptista Gumucio
Prólogo: José Ramón Medina
Cronología: Sonia García
85
ALEJANDRO DE HUMBOLDT
Narradores Ecuatorianos del 30
Cartas Americanas
Prólogo: Jorge Enrique Adoum
Selección y cronología: Pedro Jorge Vera
Compilación, prólogo, notas y cronología:
Charles Minguet
75-76
FELIPE GUAMAN POMA DE AYALA
Nueva Coránica y Buen Gobierno
Transcripción, prólogo y cronología:
Franklin Pease
77
JULIO CORTAZAR
Rayuela
86
MANUEL DIAZ RODRIGUEZ
Narrativa y Ensayo
Selección y prólogo: Orlando Araujo
Cronología: María Beatriz Medina
87
CIRILO VILLAVERDE
Cecilia Valdés
Prólogo y cronología: Iván Schulman
Prólogo y cronología: Jaime Alazraki
88
78
HORACIO QUIROGA
Literatura Quechua
Selección y prólogo:
Emir Rodríguez Monegal
Cronología: Alberto Oreggioni
Compilación, prólogo, notas y cronología:
Edmundo Bendezú Aibar
79
EUCLIDES DA CUNHA
Los Sertones
Cuentos
89
FRANCISCO DE SANTA CRUZ Y
ESPEJO
Prólogo, notas y cronología:
Walnice Nogueira Galvao
Traducción: Estela Dos Santos
Edición, prólogo, notas y cronología:
Philip Astuto
80
FRAY BERNARDINO DE SAHAGUN
90
ANTONIO JOSE DE SUCRE
El México Antiguo
De M i Propia Mano
Edición, prólogo y cronología:
José Luis Martínez
Selección y prólogo:
J. L. Salcedo-Bastardo
Cronología: Inés Quintero Montiel y
Andrés Eloy Romero
81
GUILLERMO MENESES
Espejos y Disfraces
Selección y prólogo: José Balza
Cronología: Salvador Tenreiro
82
JUAN DE VELASCO
Historia del Reino de Quito
Edición, prólogo, notas y cronología:
Alfredo Pareja Diezcanseco
83
JOSE LEZAMA LIMA
El Reino de la Imagen
Selección, prólogo y cronología:
Julio Ortega
84
OSWALD DE ANDRADE
Obra Escogida
Selección y prólogo: Haroldo de Campos
Cronología: David Jackson
Traducciones: Héctor Olea, Santiago
Kovadlof, Márgara Rusotto
Obra Educativa
91
MACEDONIO FERNANDEZ
Museo de la Novela de la Eterna
Selección, prólogo y cronología:
César Fernández Moreno
92
JUSTO AROSEMENA
Fundación de la Nacionalidad Panameña
Selección, prólogo y cronología:
Ricaurte Soler
93
SILVIO ROMERO
Ensayos Literarios
Selección, prólogo y cronología:
Antonio Cándido
Traducción: Jorge Aguilar Mora
94
JUAN RUIZ DE ALARCON
Comedias
Edición, prólogo, notas y cronología:
Margit Frenk
95
TERESA DE LA PARRA
TOMAS CARRASQUILLA
Obra
La Marquesa de Yolombó
(Narrativa, ensayos, cartas)
Selección, estudio introductorio y
cronología: Velia Bosch
Teresa de la Parra: las voces de la
palabra: Julieta Fombona
Prólogo: Jaime Mejía Duque
Cronología: Kurt L. Levy
96
JOSE CECILIO DEL VALLE
102
103
NICOLAS GUILLEN
Las grandes elegías y otros poemas
Selección, prólogo y cronología:
Angel Augier
Obra Escogida
Selección, prólogo y cronología:
Mario García Laguardia
97
EUGENIO MARIA DE HOSTOS
Moral Social / Sociología
Prólogo y cronología:
Manuel Maldonado Denis
98
JUAN DE ESPINOSA MEDRANO
Apologético
104
RICARDO GÜIRALDES
Don Segundo Sombra
Selección, estudios y cronología:
Luis Harss y Alberto Blasi
105
LUCIO V. MANSILLA
Una excursión a los indios Ranqueles
Prólogo, notas y cronología:
Saúl Sosnowski
Selección, prólogo y cronología:
Augusto Tamayo Vargas
106
CARLOS DE SIGÜENZA Y GONGORA
99
AMADEO FREZIER
Seis Obras
Relación del Viaje por el Mar del Sur
Prólogo: Gregorio Weinberg
Traducción y cronología:
Miguel A. Guerin
100
FRANCISCO DE MIRANDA
América Espera
Selección y prólogo:
J.L. Salcedo-Bastardo
Cronología: Manuel Pérez Vila y
Josefina Rodríguez de Alonso
101
MARIANO PICON SALAS
Viejos y Nuevos Mundos
Selección, prólogo y cronología:
Guillermo Sucre
Prólogo: Irving A. Leonard
Edición, notas y cronología:
William C. Bryant
107
JUAN DEL VALLE Y CAVIEDES
Obra Completa
Edición, prólogo, notas y cronología:
Daniel R. Reedy
1 0 8 /1 0 9 /1 1 0
BARTOLOME DE LAS CASAS
Historia de las Indias
Edición, prólogo, notas y cronología:
André Saint-Lu
Este volumen,
el cx i de la b i b l i o t e c a a y a c u c h o ,
se terminó de imprimir
el día 24 de mayo de 1985,
en los talleres de Editorial Arte,
Calle Milán, Los Ruices Sur,
Dtto. Sucre, Edo. Miranda.
En su composición se utilizaron
tipos Fairfield de 12, 10 y 8 puntos.

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