Las cinco extremidades

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Las cinco extremidades
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Las cinco extremidades
Eduardo Lalo
En la memoria tengo un viejo recuerdo que acaso es uno de los orígenes de
mi relación con la escritura, las imágenes y los libros. Es una foto de la que solo
guardo una representación mental. Recuerdo haberla contemplado, es posible que
yo mismo la revelara en el laboratorio del Club de Fotografía del que fui miembro
por apenas unos meses de ese octavo grado. En ese momento pensé que era mala, un
sinsentido que no tenía nada que ver con la sucesión de atardeceres, fotos de
mascotas y abuelos, escenas deportivas y documentación de bromas pesadas que en
el colegio pasaba por buena fotografía. Sin embargo, ahora que la vuelvo a observar
en mi mente, encuentro vínculos con lo que mucho más tarde serían mis
intenciones, vías de exploración y con lo que quizás cabría llamar una estética del
movimiento que siento íntimamente ligada a mi trabajo.
Debo haber tomado la foto hacia el mediodía porque la luz cae a pico. En su
parte superior derecha están los zapatos y las piernas hasta casi las rodillas de un
compañero de clase. Los zapatos están sucios y usados, sus cordones casi sueltos. A
la izquierda, cruzando en diagonal en dirección del calzado, está la sombra del
fotógrafo. Es una foto del suelo y, simultáneamente, el retrato de un compañero y
también mi autorretrato inmaterial en el que sombra y presencia se fusionan. Ya se
encuentran aquí, como revelaciones de las que no se tuvo consciencia en el
momento, algunos de los motivos de la obra fotográfica que realizaría décadas más
tarde y que acompaña, sin subordinarse, a algunos de mis textos.
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Mi recuerdo conserva también el lugar en el que se tomó la foto. Fue en el
pasillo de uno de los edificios del colegio, ante la puerta trasera de un salón, por
donde salí con mi amigo en algún momento de la insufrible clase de español a tomar
la foto que entonces pareció una aberración. Si alguna virtud he tenido en la vida, si
demostré que pude ser capaz de realizar un trabajo concertado y grande, fue en
torno a la supervivencia y superación de esa clase. Siento decir que es probable que
en las aulas de muchas de las escuelas del país pervivan estos horrores.
Por meses y años maestras y maestros sin convicción ni compromiso, que no
eran ellos mismos lectores, nos asignaban libros sobre los cuales nos hacían las más
enigmáticas preguntas: ¿Cuál es el tema de la obra? ¿Que personajes dijeron esto?
¿Cuál es el clímax de la acción? De pronto un poema, un cuento o una novela no
contenía más que información: eran historias de gente que se amaba y peleaba, que
viajaba y llegaba tarde, que moría de amor ante el estupor de lectores que no sabían
lo que era la muerte ni el amor. Añádase a esto la selección de títulos. Por las taras
del colonialismo y por falta de reflexión, trabajo y pasión de los que determinaban el
currículo, se nos imponían una serie de obras que en su mayoría provenían de
España. Si algo obtuve de esos años fue la náusea producida por el provincialismo, la
objeción al lenguaje farragoso, al barroco cosmético que intenta compensar la
desnudez conceptual; el descubrimiento, apenas atisbado entonces, de que existen
tradiciones inservibles y que una lectura compleja pone en duda tanto al texto como
a la tradición a la que pertenece.
En la clase de inglés la cosa no mejoraba mucho. Eran las mismas preguntas,
pero ahora en relación a historias en las que había nieve e irlandeses, ciudades
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grises llenas de fábricas, o poemas, en los que en bosques de arces y abedules nunca
vistos, había que decidir por donde seguir en un cruce de caminos.
En clase los textos siempre eran información, por eso no había
necesariamente que leerlos, bastaba para sobrevivir con que alguien nos contara la
historia o nos dijera lo que el poeta había querido decir. Con poner alguna vaguedad
en el papel del examen se pasaba de año y, luego del verano, se entraba a otras aulas
en las que en español y en inglés ocurría lo que ya conocíamos con la única
diferencia de que ahora los libros tenían más páginas.
Así, con variaciones por supuesto, pero fundamentalmente de esta forma, los
Estados invierten billones de dólares en producir analfabetos, ciudadanos
entrenados para darle la espalda de por vida a la cultura. En el caso de la sociedad
puertorriqueña que, como sabemos, se ha enfrentado por décadas a un deterioro en
picada, se estima un analfabetismo del 12% y uno funcional de más del 30% de la
población adulta. El restante 58% de la ciudadanía no necesariamente ha
desarrollado las capacidades para interpretar y gozar de un texto. Esta situación
alucinante, este desastre producido por décadas de robo, corrupción e incapacidad,
es lo que encontramos con solo salir de este recinto; es lo que aunque nos
resistamos a reconocerlo, llevamos ya dentro de nosotros. Es lo que nos ha formado,
es con lo que muchos luchamos a diario.
Esta incapacidad generalizada impide a muchos entender lo que ocurre. Nos
proponemos vivir en un mundo crédulo, de palabras y conceptos ingenuos, en arroz
y habichuelas, imaginando que esto no es un obstáculo para desarrollar el
entendimiento y la responsabilidad. Una parte importantísima de la población está
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convencida de que sus deficiencias de comprensión y su estrechez de miras no son
impedimento para nada. Se está bien así, peor sería tener que leer, pensar,
enfrentarse a una genuina y ética toma de decisiones. Todo ya se mide a partir de
esta ignorancia segura de sí, orgullosa de sus mayorías, que ha desarrollado sus
templos, sus instituciones y sus líderes.
Quizá no lo sepamos, pero es aquí, en esta situación infame, que nacen los
lectores, que surge la literatura. La escritura toma forma a partir del desastre,
cuando las palabras de otro: del padre y la madre, de los maestros, de los curas y
reverendos, de los líderes políticos, empresariales, bancarios, de la novia o el novio,
chocan y se desmoronan contra nuestras mentes y nuestros corazones. Ese espacio
interior del que se ha huido a lo largo de la vida y en el que sin quererlo nos
encontramos sobrecogidos por la intensidad del dolor, es el lugar único,
extraordinario, alucinante, en el que las palabras de otro o las propias, que acaso se
comienzan a balbucear sobre un papel, dejan de ser información y devienen,
envueltas en una emoción que marca para siempre la memoria y el cuerpo, belleza.
Es decir, algo que expresa y produce más que el conjunto de los factores de un texto;
algo que rebasa lo informativo, lo técnico; algo que aparentemente sale de la página,
pero de manera inaudita, casi mágica, descubre y produce eso que no sabíamos que
podía ocurrir en nuestra mente y en nuestro corazón. Es en el punto en que nos
clava la desgracia, que se puede tener la oportunidad de hallar lo que hace la
palabra. Es aquí que se descubre su capacidad de conmoción, es decir, su capacidad
de movimiento y emoción compartidas.
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¿Cómo seguir viviendo con lo que hemos perdido: sin juventud, salud,
felicidad, justicia, amor, intentando aun así no desplomarnos como seres humanos?
La respuesta parcial, siempre imperfecta, es la de las palabras que ahora han
adquirido una densidad nunca advertida antes. Estas nuevas palabras son las de la
experiencia literaria. ¿Cómo por la lectura reformular y revalidar nuestra
humanidad? ¿Cómo en nuestras vidas llenas de pasiones y derrotas albergar el dolor
que nos forma y nos une a los demás?
Es en esta unión impredecible y maravillosa que se da la experiencia
transformadora de la lectura. Brevemente, en el lapso de un texto, el lector construye
una comunidad con un autor que en la mayor parte de los casos está muerto o nunca
se ha conocido. En el tiempo en que la vista recorre los renglones de escritura y en
los instantes en que perdura su impacto, el lector o lectora descubre (o redescubre,
lee o relee) sus vínculos con el mundo. Por la comunión en el dolor, por la risa, por
el gozo exuberante de una historia, por la iluminación que provoca sobre la realidad
el poema, descubrimos y redescubrimos, más allá de las pérdidas y las renuncias,
nuestra unión esencial con la tribu o la nación, con los vivos y los muertos. Por eso
nunca estamos solos cuando leemos, nunca, al hacerlo, la injusticia, la explotación, el
abuso, la traición, la inhumanidad son totales y, por ello, sobre la página, el mundo
adquiere nuevas vías y posibilidades. Nadie se suicida, nadie mata, nadie agrede,
nadie insulta, mientras lee un texto. Es imposible porque la historia que tenemos
ante los ojos no ha acabado y porque por esa historia a veces escrita hace muchos
años, la nuestra tampoco puede ir hacia un desenlace de causas simples.
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De aquí que los textos sean una exploración constante y sin fin de los límites
de nuestro cuerpo y de la historia. Por eso, además, los escritores más radicales y en
este sentido más profundamente literarios de cualquier época, exploran y redefinen
lo que hasta su momento la tradición consideraba posible. Por ello, la escritura está
en todo momento ante el peligro de su fin y, simultáneamente, enfrascada en la
creación de formas duras y densas con las que reformular su pertinencia. Cada
generación de escritores tiene ante sí el peso de una tradición milenaria y un salto al
vacío; se da un paso tras otro en la sombra humana tras el fracaso de la luz.
Escribir no es hilvanar bellas palabras o apreciables conceptos porque las
palabras o ideas estimadas ya han sido negadas y pisoteadas innúmeras veces por el
desastre de la historia y, por tanto, ya son bajas de la cultura, seres mutilados,
agónicos, inverosímiles para reescribir infinitamente lo humano. Escribir es un body
art: tanto deriva del paso del individuo por los espacios del mundo, como viaje
interior del que renuncia a casi todo por el éxtasis de la palabra. En la escritura el
periplo del nómada y la noche oscura del místico se juntan, entrechocan, se hacen
mestizos. Por eso no tenemos cuatro, sino cinco extremidades: manos, pies y
palabra. Ésta pertenece también a nuestro cuerpo y, como las palmas de las manos y
las plantas de los pies, produce huellas.
Los cuerpos oprimidos por la historia: los siervos, los esclavos, los
asalariados, los desempleados, los emigrantes, los prostituidos. Los cuerpos
oprimidos por el consumismo: los adictos, los obesos, los obsedidos, los enfermos de
la civilización, los reos de las pantallas del internet, tienen tanto como los primeros
hombres y mujeres de nuestra especie, manos, pies y palabra. En diferentes épocas,
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ante diferentes opresiones, injusticias y límites, esas extremidades mostraron que
era imposible amputarlas sin que dejaran huellas. Así nacieron los caminos, los
petroglifos, las canoas y la rueda, el machete, la bomba y la plena, la liberación de la
mujer y de los homosexuales, la mayor parte de las naciones, todas las lenguas, los
riesgos de los heterodoxos y el coraje de los apóstatas, los que dicen no al Templo, a
la Academia y al Estado. En este largo proceso ha acompañado a la humanidad la
literatura.
De pie, con manos, con palabras, hemos procurado vivir. La escritura es un
arma noble, capaz de dejar huellas: palabras, frases, metáforas que se salen de tono
y cuestionan las seguridades, las amnesias, los narcisismos de las imágenes y los
relatos impuestos por los que nunca entendieron que una palabra densa y literaria
es una palabra de la duda.
Hace muchos años salí de un aula a tomar una foto de los pies de un amigo y
de mi sombra. El suelo se había convertido en una página. A su manera, retrataba el
desastre. Decía lo indecible y anunciaba las palabras de mi futuro, las que esta noche
he venido a ofrecerles.
Importa a veces la etimología de los vocablos. Desastre proviene del francés
medieval, desastre, y significa literalmente ¨sin astro¨. El desastrado es, por tanto, el
que ha perdido el camino, pero también el que descubre que el camino no llevaba a
ninguna parte.
Leer y escribir es estar desastrado, hacer como ese niño que sale del aula a
tomar una foto, que opta por no quedar adentro y engrosar las filas de los
¨informados¨, de los que siguen los astros de las palabras simples, de los que
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adivinan en el examen cuál es el clímax sin darse cuenta, que a lo mejor, personal y
colectivamente se encuentran en el punto más bajo. Leer es comprobar que el
cuerpo puede representarse por la sombra de una silueta y en la sombra de la tinta.
La literatura solo es posible a partir del desastre, es decir, de la pérdida del camino.
No cabe, por eso, en muchos ámbitos: en la publicidad y la propaganda, en todo lo
que tenga imágenes puramente informativas, en todo enunciado que no dude sobre
lo que enuncia y cómo lo enuncia. Por eso acontece que muchas veces la literatura
no quepa o con los años deje de caber en lo que nos han dicho que es la literatura.
Hay hombres y mujeres que se extienden y se extienden con sus cinco
extremidades y nunca llegan a los astros. Asumen este conocimiento con dolor, pero
a veces también a partir de la euforia, la soberbia, la rebelión o el éxtasis. Esta es la
palabra que se ha hecho cuerpo en un cuerpo separado y solitario, en esos cuerpos
humanos que lejos de los astros se conmueven con los astros, que lejos y separados
de los demás los atraviesa la emoción de conocer la soledad y la lejanía de los
demás. Así, cuando la palabra se hace una extremidad más del cuerpo, se da una de
las pocas posibilidades de unión de la humanidad. En ese momento las palabras de
los textos de los milenios dejan de informarnos y comienzan a conmovernos. Les doy
la mano con la boca y los abrazo con los pies, aquí y ahora, sin astros, tocándonos
con las cinco extremidades, sabiendo que estamos solos, pero que nos conmueve lo
que hace la palabra: la belleza.

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