Crónicas desde mi pueblo

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Crónicas desde mi pueblo
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CRÓNICAS DESDE MI PUEBLO
Crónicas desde mi pueblo
NOCHES DE RADIO
José Manuel Rodríguez Alarcón
([email protected])
En aquella época de nuestra infancia y adolescencia, las tardes y las noches de invierno se habrían hecho muy
largas de no haber sido por la radio. Todavía me acuerdo con cariño de mi madre, mi hermana y yo sentados
alrededor de la mesa camilla, calentados por un bien preparado brasero y oyendo los programas que nos ofrecía
la radio de entonces.
Los aparatos de radio eran bastante grandes, funcionaban con válvulas, que generaban bastante calor y solían
necesitar un pequeño aparato adicional llamado “voltímetro” que servía para estabilizar la corriente eléctrica en
torno a los 125 voltios, que por entonces era el estándar, ya que era frecuente que se produjeran subidas y
bajadas bruscas de tensión que, de no haber sido por el voltímetro, habrían estropeado aquellos vetustos
aparatos. Estos eran capaces de captar emisiones en onda media y onda corta (todavía faltaba mucho para
que se inventara la frecuencia modulada).
Normalmente se escuchaban las pocas emisoras que por entonces emitían en Onda Media (Radio Nacional, Radio Madrid, Radio
España o Radio Intercontinental, hablando de Madrid) y sólo los muy
valientes se atrevían a escuchar Radio España Independiente, que
emitía en Onda Corta desde fuera de España, como portavoz de los
exiliados y de la oposición al régimen. La única emisora autorizada
a emitir noticias era Radio Nacional, en los conocidos “partes”, y
todas las demás emisoras estaban obligadas a conectar con la radio oficial para emitir dichos noticiarios.
En mi familia solíamos escuchar Radio Madrid que, para mi gusto,
era la que ofrecía los mejores programas de entretenimiento. Era
imprescindible escuchar todos los días las aventuras de una familia
típica española como era la formada por Matilde, Perico y Periquín (interpretados magistralmente por Matilde
Conesa, Pedro Pablo Ayuso y Matilde Vilariño, respectivamente), que nos hacían sonreir con sus ingenuas
peripecias.
También hacían obras dramáticas, de autores clásicos o contemporáneos, en las que además de los citados
actores, intervenían otros muchos del notable cuadro de actores de dicha emisora. Pero lo que más aceptación
tenía eran los llamados “seriales”, de los que cada día se emitía un capítulo a las cinco de la tarde. De alguno de
ellos (como “Ama Rosa”) se superaron ampliamente los mil capítulos. El guión era de Guillermo Sautier Casaseca,
uno de los más reputados guionistas de la radio de aquellos tiempos. El argumento contaba las desventuras de
una madre, Rosa Alcázar que, ante la perspectiva de una presunta muerte inminente, entrega a su hijo recién
nacido a una familia acomodada. El amor de esa madre la llevará a colocarse como ama de cría de la familia,
convirtiéndose de ese modo en guardiana de su propio hijo, sin que éste sepa nada. Otros seriales que también
tuvieron mucho éxito fueron “Lo que nunca muere” (del mismo estilo que “Ama Rosa”) y “Dos hombres buenos”
de aventuras en el Oeste americano, cuyo autor era José Mallorquí.
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Otro tipo de programas con mucha audiencia eran los concursos, en los que los participantes conseguían importantes premios si eran capaces de contestar preguntas de todo tipo. Como presentador de este tipo de programas sobresalió sobre todo José Luis Pécker, un gran comunicador. No hay que olvidarse del gran Bobby Deglané,
locutor chileno afincado en España, que presentó durante muchos años el programa “Cabalgata fin de semana”,
un programa de variedades, con actuaciones musicales de los más famosos intérpretes del momento, entrevistas, humor, concursos, etc. En las retransmisiones taurinas y deportivas, especialmente el fútbol, destacaba
Matías Prats. Otro gran locutor chileno, Raúl Matas, con su programa “Discomanía”, sentó las bases de los
programas de música dirigidos a la juventud, donde se escuchaban y comentaban los últimos éxitos musicales
nacionales y extranjeros. Destacaba por su elegancia y sencillez en la forma de hablar y sus grandes conocimientos de la música que triunfaba en otros países, especialmente en Estados Unidos. Continuadores suyos de
alguna manera fueron Tomás Martín Blanco, creador del programa “El Gran Musical”, y Ángel Álvarez, con sus
programas “Caravana musical” y “Vuelo 605”.
Mención especial merece Pepe Iglesias “El Zorro”, todo un genio. José Ángel Iglesias Sánchez nació en 1915
en Buenos Aires, Argentina. “El Zorro” llegó a España en 1952, y muy pronto se
transformó en un ídolo radiofónico en la Cadena Ser, siendo el cómico que trabajó
en el primer programa de la televisión española.
Pepe Iglesias nos alegraba el corazón en aquella triste y gris España que no terminaba de pasar la posguerra. Todos esperábamos ansiosos el programa de “El Zorro”, con su introducción que seguro que recordamos: “Soy “El Zorro”, zorro, zorrito,
para mayores y pequeñitos; yo soy “El Zorro”, señoras, señores, de mil amores voy
a empezar». Su increíble capacidad para interpretar múltiples voces simultáneamente, hacía pensar a más de uno que detrás de él habían más actores interpretando los papeles. El mejor ejemplo fue “El Hotel La Sola Cama” lleno de variados
personajes.
De sus múltiples personajes todos recordamos al “finado Fernández”. Un individuo
al que le pasaban las historias más disparatadas y graciosas, las cuales siempre terminaban con un “... y de
Fernández nunca más se supo”, frase que se hizo muy popular en España.
Como decía al comienzo, el brasero era un protagonista imprescindible en estas veladas radiofónicas. Al menos en mi pueblo era prácticamente la única forma de calefacción que estaba al alcance de todo el mundo. Una
de mis obligaciones de niño era ir los sábados con una o dos latas a comprar el “cisco” para toda la semana. El
cisco era una especie de carbón vegetal que quedaba como residuo en los hornos de leña en los que entonces
se cocía el pan. Se formaban largas colas en las pocas panaderías del pueblo para adquirir tan preciado combustible. Después había que preparar dos o tres braseros, dependiendo del tamaño de la casa, para mantener
una temperatura aceptable en aquellos largos y fríos inviernos. De la habilidad de quien los preparaba, normalmente mi madre, dependía el que estuvieran bien “prendidos” y no emitieran gases tóxicos, que podrían provocar alguna desgracia. Una vez preparados y cuando el brasero parecía que calentaba menos, se revolvían las
brasas con la “badila”, con lo que subía la temperatura de forma notable. Este calor era especialmente agradable en las mesas camillas,
dotadas de sus correspondientes “faldas”, para que el calor se conservara más tiempo.
Lo malo era cuando llegaba el momento de irse a la cama, pues en
los dormitorios normalmente no había calefacción y el frío, en las
casas de pueblo, era impresionante. Las sábanas estaban heladas y
no había forma de entrar en calor. Por eso muchas noches, antes de
meterme en la cama, metía el brasero un ratito bajo las sábanas,
para que se calentaran un poco. ¡Que imprudencia! Podía haber ardido toda la casa. Afortunadamente, nunca pasó nada.

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