LAS PIEDRAS EN EL JARDÍN Y L A CASA AZUL D E FRIDA Y DIEGO

Transcripción

LAS PIEDRAS EN EL JARDÍN Y L A CASA AZUL D E FRIDA Y DIEGO
LAS
PIEDRAS
EN EL
JARDÍN
Y
LA
CASA AZUL
DE
FRIDA
Y
DIEGO
Humberto Spíndola
Manuel Álvarez Bravo,
El Pedregal, antes, 1962.
E
n 1960, en plena infancia, fui invitado a participar en una excursión
campestre que resultó desconcertante: cruzaríamos a pie el pedregal
de Coyoacán desde la Calzada de Tlalpan hasta la Ciudad Universitaria.
En ese entonces, el pedregal era una de las últimas fronteras por invadir
en el Valle de México. Jardines del Pedregal de San Ángel, el lujoso
barrio creado por Luis Barragán, ya había sido construido sobre esa
imponente reserva natural otorgándole un prestigio que después todos
codiciarían. Para acercarse al pedregal en aquellos días, sólo existían
la calzada de Tlalpan, por un costado, y la avenida de los Insurgentes
que lo partía en dos casi por su centro; ambas eran las rutas para
dirigirse al sur de la ciudad, a Tlalpan y de ahí a Cuernavaca.
El Periférico Sur distaba mucho de existir.
Fue muy fácil entrar en los terrenos del pedregal, lo hicimos desde
el pequeño pueblo de Santa Úrsula, asentado en una de las riberas
de aquel enorme mar de piedras, donde Diego Rivera había construido
el Anahuacalli. Santa Úrsula, al igual que San Francisco, Los Reyes y
otros pueblos de Coyoacán, se alzaban sobre este insólito pedazo de
naturaleza hasta entonces virgen. En San Francisco se imponían a la vista
los más de diez metros de espesor que podía alcanzar la roca volcánica
formada por lava vomitada durante la erupción del Xitle. En esa imponente
masa de piedra, con el paso del tiempo, fue creciendo una resistente
vegetación que logró adaptarse a los resquicios que acumulaban polvo
y tierra, con lo que daba la impresión de que la roca estaba fragmentada.
Eran plantas radiantes y maravillaba verlas aferrarse a un marco de piedra
negra de volúmenes escultóricos con formas increíbles; sorprendía ver
al palo bobo, las cactáceas, las suculentas y los helechos. Todas ellas,
y algunos ejemplares del reino animal, particularmente víboras, lagartijas,
alacranes y arañas, vivían en ese medio tan precario.
Conforme avanzamos por esos territorios del pedregal, nos
sorprendíamos al ver que las formas que creó la lava eran interminables:
grandes lajas horizontales, enormes paredes completamente verticales,
unas de superficie muy pulida, otras que tenían esculpido un río
petrificado que reproducía los movimientos del agua. Las piedras
“chinas” eran las más atractivas y se podían adivinar en ellas
las gotas de lluvia que cayeron sobre el magma cuando aún estaba
caliente. Todas tenían la capacidad de estimular la imaginación, unas
por su forma, otras por la posición en que habían quedado al concluir
el fenómeno telúrico: enormes grietas, sitios de remanso, las llamadas
joyas o huecos enormes de varios metros de diámetro, huellas al aire,
puesto que de enormes burbujas reventadas en la lava se trataba.
El recorrido era un paseo por un agresivo y cortante laberinto
tridimensional inmenso, lleno de accidentes por los que había que
caminar, saltar, escalar y descender continuamente a riesgo de
perder el rumbo con facilidad; pero, en contraposición, avanzar implicaba,
muchas veces, sostenerse de las piedras y, por lo tanto, disfrutar de
sus texturas, sentir los pliegues, la espuma inmóvil de las partes
porosas y la limpia y siempre cálida superficie que ofrecían.
La todavía transparente bóveda celeste del Valle de México que
se observaba desde el pedregal sólo parecía tener dos interrupciones
referenciales, el Ajusco al sur y el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl al oriente.
Al atardecer, después de unas horas de caminata y con el sol atenuando
su presencia, el cielo se fue tornando en un azul profundo, como el de
las islas griegas, dicen. Durante nuestra marcha, en ese transparente éter
se escucharon ruidos lejanos que a nosotros, niños citadinos, nada nos
referían en la memoria. Parecían provenir del sitio al que nos dirigíamos
y su sonido era como un gigantesco ¡ahhhh! Suspendido en la atmósfera,
un eco rebotaba en la claridad del cielo; cuando atronó en el aire un ¡goya!,
no tardamos en comprender que eran las voces y porras multitudinarias
que provenían del estadio olímpico de Ciudad Universitaria. Era una
tarde de juego de fútbol americano. Nuestra llegada a la avenida
Insurgentes estaba próxima.
Esta corta excursión a un mundo desconocido, tan cercano y a la
vez tan lejano en el tiempo y en la geografía de nuestra urbe, me hizo
apreciar varias cosas que después lamentaría como pérdidas irreparables:
la claridad de la atmósfera, la inmensidad del pedregal con su mundo
vegetal y las piedras en su estado natural.
Convivir con las piedras del pedregal fue cosa cotidiana para los habitantes
de Coyoacán y San Ángel durante generaciones. La dimensión de la reserva
pétrea era tan vasta que cubría de manera casi total las necesidades
constructivas y arquitectónicas privadas y públicas de esa zona. Se explotaban
canteras que había en los pueblos que he mencionado. A la edad de 11 años
nos mudamos a vivir del centro de Coyoacán al pueblo de San Francisco. Ahí
conocí la vida pueblerina dentro de la ciudad: sus fiestas patronales,
su conformación urbana irregular adaptada a un asentamiento antiguo,
testimoniado por la capilla del siglo xvi dedicada al santo de Asís.
San Francisco también tenía una cantera que explotaba el pedregal y estaba
casi enfrente de mi casa. Sin embargo, era en Santa Úrsula donde habían
pervivido los canteros más reconocidos de la zona, artesanos herederos
de una tradición antigua que con buenos ojos podemos remontar hasta
la época prehispánica: el tallado de la obscura y muy dura piedra basáltica.
Sus trabajos han estado presentes de muchas formas en Coyoacán, San Ángel
y el mismo México. En las casas coloniales de estos pueblos, la piedra negra
se usó no sólo en cimientos sino en patios y pisos ubicados al exterior. A la
piedra cuadrada del suelo se le llamaba recinto. Eran bloques de cuarenta
centímetros por lado con un labrado muy liso en su superficie de uso, pero
con un gran espesor al centro, del lado que se enterraba al suelo, como
una pirámide invertida. Durísimas, muy resistentes y, por supuesto, pesadas.
Esta tradición pedrera en la arquitectura y el urbanismo fue muy usada
hasta bien entrado el siglo xx. Luis Barragán usó recinto en exteriores
e interiores de las casas que proyectó y construyó, y otros arquitectos
distinguidos, como el Caco Parra, dejaron obras brillantes utilizando la piedra,
como en la casa-fuerte del Indio Fernández en Coyoacán; Juan O´Gorman,
arquitecto del movimiento funcionalista y amigo y colaborador de Diego
Rivera, también la usó extensamente, en especial para la ampliación
y remodelación de la Casa Azul.
Esta tradición constructiva prácticamente ha desaparecido hoy día
por no existir ya la mano de obra que labra las piedras y porque el pedregal,
como cantera de explotación, ha desaparecido en su totalidad. Es por estas
razones que hoy vemos con honda preocupación la destrucción que se
ha hecho de estos pavimentos en las aceras y guarniciones de lugares
como el centro de Coyoacán.
Diego Rivera en el patio de la Casa Azul, 1930. Archivo Diego Rivera y Frida Kahlo.
Diego Rivera, al mudarse a la casa de Frida Kahlo en Coyoacán,
a sólo unos cientos de metros del pedregal, parece reconocer el valor
de las piedras. Gran admirador y coleccionista de arte prehispánico,
reúne en el jardín de la casona esculturas de esa época, muchas de ellas
labradas en piedra basáltica. Pero parece, también, que no sólo se preocupa
por el arte antiguo, sino que revalora el trabajo de los canteros de Coyoacán
como una forma artesanal a la que da amplia cabida en la remodelación
de su casa, sobre todo en piezas de uso arquitectónico y una
considerable cantidad de piedras con formas caprichosas
que el pedregal prodigaba.
éstas envolvían y alegraban sus vidas. Diego Rivera valoró y aprovechó las
habilidades artesanales de los canteros de Santa Úrsula y San Pablo Tepetlapa
para construir el Anahuacalli y para incluir sus obras en la remodelación
de la casa que realizó con Juan O´Gorman. El trabajo de los canteros está
por todas partes: en la sala y el comedor construyó dos chimeneas con
piezas diseñadas por él mismo; la de la sala está inspirada en las formas de
la arquitectura prehispánica. Recubrió completamente las paredes exteriores
de la ampliación con pequeñas lajas e incrustó ollas de barro y caracoles
marinos. También empotró piezas de volúmenes notables en las pilastras,
los pasamanos de las escaleras o usó escalones enteros de piedra. Diseñó
y construyó dos mesas de grandes dimensiones con basamentos y cubiertas.
Pavimentó el piso con piedras rectangulares en la rampa y en la cochera
utilizó enormes piedras cuadradas de setenta y cinco centímetros de lado
como recibidor al pie de las escaleras. El cielo raso de la nueva cochera
también tiene un diseño realizado en piedra embebida en el colado
del techo: un cometa con la hoz y el martillo comunista.
Banca de piedra decorada a su alrededor con piedras “chinas”.
Fotografía: Betsabée Romero, 2011.
Cuando Diego Rivera construyó el espacio que albergaría su colección de arte
prehispánico en San Pablo Tepetlapa, al que llamó la Casa del Anáhuac o
Anahuacalli, no fue una decisión arbitraria; existían allí las fuentes
de un material similar al que se había utilizado para producir las grandes
piezas de la escultura azteca como la Piedra del Sol, la piedra de Tízoc
y la Coatlicue, y además existía una comunidad de herederos y continuadores
de la tradición del labrado de la piedra. El México profundo que develó
la Revolución de 1910 abrió los ojos a artistas e intelectuales que, como punta
de lanza de la sociedad, se dieron a entender, valorar, admirar y convivir con
productos artesanales, de arte popular y de arte indígena. Diego Rivera y Frida
Kahlo, así como Roberto Montenegro, el Dr. Atl o Chucho Reyes, fueron
coleccionistas de piezas que daban cuenta de la estética y de las habilidades
del pueblo de México.
En la casa de Frida y Diego se pueden encontrar referencias muy importantes
de sus colecciones de arte popular o, mejor dicho, de la manera en que
Detalle de plafón hecho en mosaico, diseñado por Frida Kahlo.
En el Anahuacalli los trabajos alcanzan proporciones monumentales pero,
sin duda, su casa tiene piezas de exquisita manufactura. La inquietud de Diego
Rivera por los trabajos que podía hacer con las piedras fue enorme, como
lo demuestran las obras que hemos mencionado, y alcanza uno de sus puntos
más altos en su propuesta mural para el estadio de Ciudad Universitaria.
Pero la mirada de Diego no sólo se enfocó en las piedras talladas, producto
de la intervención humana, sino que abarcó también en ese universo pétreo
los regalos que la naturaleza puso al alcance de su mano, pues señaló
y pidió a los canteros que le extrajeran piedras con valor estético en
sí mismas; muchas de ellas son de las llamadas “chinas”, pequeñas volutas
barrocas creadas por la espontánea concurrencia de los elementos, súbita
y violenta en ocasiones, paciente y prolongada en otras. Entre estas piedras,
que Diego y Frida seleccionaron y reunieron con esmero y dedicación
hasta componer una verdadera colección, destaca una enorme, al pie del
fresno que custodia la bajada del jardín del dormitorio de Frida; en ese
Casa Azul. Fotografía: Gisèle Freund. Archivo Diego Rivera y Frida Kahlo.
Vista de la escalera y el jardín. Fotografía: Gisèle Freund. Archivo Diego Rivera y Frida Kahlo.
mismo patio están reunidas las mejores, incluyendo una ligeramente
antropomorfa colocada junto al estanque, donde se produjo también
el hallazgo de una pieza de obsidiana de casi quince centímetros
de diámetro que indudablemente fue el goce de los dueños de la casa.
Cuando la casa se consagró al uso como museo, el jardín se
pavimentó de cantera rosa, piedra ésta de origen sedimentario,
y las piedras basálticas de formas caprichosas se convirtieron en
piedras comunes que se usaron, junto con otras sobrantes de
la remodelación, como guarnición de los jardines; con el tiempo,
muchas de ellas se han visto recubiertas por hiedra, y se perdió
su propósito original de provocar un goce estético.
La voluntad constante de combinar, de mezclar la forma inmutable y
contundente de las piedras con la suave, cambiante y a menudo efímera
belleza de las plantas y las flores, de resaltar el diálogo mineral y
permanente entre roca y clorofila, parece dar respuesta a una intensa
inquietud de Diego y Frida, intensa al punto de que existen dos piedras
colocadas en la horqueta de un trueno, frente a la pirámide, y dos cabezas
talladas incrustadas entre los brazos de un árbol de la misma especie, que
son sorpresa y hallazgo para el corazón y el ojo atento de quienes visitan
el jardín. Muchas piedras de esta colección necesitan ser revaloradas,
rescatadas, y no es descabellado pensar que merecerían clasificarse y ser
consideradas parte del acervo del museo, para que todos podamos
apreciarlas en su mismo jardín, pero en condiciones que resalten su belleza
junto con una vegetación que sorprenda como lo hacían en el pedregal
y bajo una luz hermana a la que les otorgaron el gusto por las formas
naturales y la inagotable capacidad de asombro de Frida y Diego.
Gran piedra “china” de enorme peso al pie de la recámara de Frida.
Fotografía: Humberto Spíndola, 2013.
Cabeza antropomorfa atrapada en los dos
brazos de un trueno del jardín.
Fotografía: Humberto Spíndola, 2013.
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Diego y Frida en la Casa Azul.
Fotografía: Guillermo Zamora, ca. 1952.
Archivo Diego Rivera y Frida Kahlo.
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TEORÍA CRÍTICA
Posgrado internacional de alto rendimiento dedicado al
pensamiento contemporáneo y al psicoanálisis. Conjuga el trabajo
en línea durante el semestre, con dos coloquios al año en México.
Áreas:
Teoría crítica (literatura, filosofía, pensamiento estético, político),
psicoanálisis, estudios visuales, teoría y curaduría de arte,
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historia e historiografía, estudios de la violencia y la paz,
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urbanos, del medio ambiente y de los medios de comunicación.
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