La triste historia del niño de la sexta planta

Transcripción

La triste historia del niño de la sexta planta
La triste historia del niño de
la sexta planta
s
uena el despertador. Son las 9 de la mañana. Me dispongo a ir al hospital. Hace
un sol radiante. Me pongo a pensar lo que haré al acabar mi tratamiento
rutinario. Me visto y preparo mi cuerpo. Hoy no se desayuna. La sexta planta
me espera. Será un día duro. Soy un chico normal, con mis virtudes y defectos. Pero
claro, tengo cáncer. Me diagnosticaron un Linfoma de Hodgkin a los doce años.
Esta es la vida de un joven al que le truncaron sus sueños, esta es mi historia.
La enfermedad de Hodgkin (linfoma Hodgkin) es un tipo de linfoma, un cáncer
que se origina en los glóbulos blancos, llamados linfocitos. Los linfocitos son parte del
sistema inmunológico. Estos tipos de linfomas son diferentes en cuento a cómo se
comportan, se propagan y responden al tratamiento, de modo que es importante
diferenciarlos. Por lo general, los médicos pueden diferenciarlos al observar las células
cancerosas con un microscopio o mediante el uso de pruebas sensibles de laboratorio.
Era 27 de octubre de 2007. Una infancia dedicada al balonmano. Pero ya no era
el mismo, el cansancio se apoderaba de mi cuerpo. Las analíticas auguraron mi
presagio, tenía anemia. Una anemia no podía explicar mi extrema delgadez, ni los
múltiples ganglios que crecieron por el cuerpo. Yo les llamaba bultos, luego te das
cuenta que era algo más serio. Mi siguiente parada fue el Hospital Torrecárdenas de
Almería. Mi mundo se fue al vacío, sabía que todo iba a cambiar, pero no me daba
cuenta o no quería dármela. Los resultados fueron evidentes, tenía una bacteria por la
sangre, y era la causante de todo este malestar. Los oncólogos decidieron que lo más
conveniente era quedarme hospitalizado unas semanas en el hospital. Cómo le
explicas a un niño de once años que debe renunciar a sus estudios, a sus amigos,
y dedicarse por completo a su salud. Parece algo obvio, pero en esa edad, no lo
entiendes, prefieres seguir con tu vida, que no vas a morir, que eres “inmortal”. Los
enfados fueron a recaer a los familiares más cercanos: a mi madre primero, porque era
la que me había traído hasta aquí; a mi hermano, no me entendía en algunos momentos;
y a mi padre, de personalidades diferentes, no lográbamos entendernos. Lo que era de
un niño callado, humilde y estudioso se convirtió en una persona maleducada, gritona y
que lo único que buscaba era echar la culpa de su enfermedad a otras personas.
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¿Tengo cáncer? Entendía que tenía bacterias en la sangre, pero mi
conocimiento no llegaba más lejos. Todo cobró sentido con la primera biopsia. Es la
única manera que tienen de conocer si lo que albergas en tu cuerpo es un cáncer u otra
cosa. Una biopsia es cuando se extrae tejido usando una aguja conectada a un tubo
hueco llamado jeringa. Se pasa la aguja varias veces a través del tejido que se va a
examinar.
Mi oncólogo me lo dijo años después, “tuviste suerte de venir a tiempo”. No
tendría esa esperanza en la recaída. Con el resultado de la biopsia en la mano, no
hubo duda, tenía un Linfoma de Hodgkin de grado II. Era un grado curable, ya que los
ganglios solo habían afectado a una parte de tu cuerpo, en mi caso, las axilas. Las
noticias resultaban agradables para los oídos de mis padres y del cirujano. Yo en
cambio, no entendía nada. ¿Quedarme un mes en un hospital ingresado era bueno? Y
otra cosa, me dijeron que me iban a hacer una biopsia y me encuentro que me duele el
pecho, ¿Por qué? Se debía a que me habían puesto un aparato para pasar la
quimioterapia y que no me quemará las venas. El aparato, tiempo después me enteré
que se llamaba Port-a-Cath y sirve para proporcionar un acceso venoso permanente,
es decir, permite el acceso repetido al sistema vascular, facilitando tanto la extracción
de muestras de sangre como la administración de medicaciones, nutrientes, productos
sanguíneos, etc reduciendo las molestias asociadas a las punciones repetidas o la
incomodidad de un catéter externo
Parecía que todo había terminado, al contrario, acababa de empezar. Se inició
un infierno que incitó a que mi rabia creciera y mi enfado hacia los médicos aumentara.
No lo podía ocultar, me molestaba su presencia, ¿solo me hacían daño? ¿Cómo queréis
que esté? Llegué a un punto en que tuvieron que llamar a una psicóloga, pero sus
palabras no hicieron efecto en un niño que solo quería estudiar. Mi única preocupación,
el único motivo de mis lloros, no eran las inyecciones que recorrían mis venas, era si iba
a repetir ese curso. Poco a poco mi enfado se fue calmando y mi preocupación,
orientándose hacia otro destino: el Port-a-Cath. Para lograr encontrarme ese aparato
necesitaban pinchar más de cinco veces. No fue colocado bien y llegó un momento en
el que directamente no lo encontraban.
La quimioterapia seguía haciendo sus efectos: vómitos, diarreas, mareos y lo
más preocupante, la caída del pelo. La caída era de forma desigual y lo único que decía
era: “Mamá, mira, se me está cayendo”. Mi madre no se lo tomó tan bien, sabía lo que
me deparaba.
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Un amigo me dijo: “Yo siempre voy con gorra, porque con tanta quimioterapia no
le da tiempo a crecer”. Me hizo gracia. Quería ser como él, deseaba ser igual de fuerte
que él. Se llamaba Daniel Gómez y murió por culpa del Linfoma, el cáncer se propagó
y ya no se pudo hacer nada por su vida. Era joven. Tenía 19 años. Mi habitación era
una colección de gorras en su honor. Salía a la calle sin ellas. Al menos al principio.
Rápidamente me di cuenta que todo el mundo se quedaba mirándome, no entendía el
motivo, ¿sabrían que estoy enfermo? Lo sabían. La seña de los pacientes con cáncer
es su pérdida de pelo. No quería dar pena, que me juzgasen “mejor” por estar enfermo.
Deseaba ser como todos. La mejor solución era usar gorras, a pesar de los dolores de
cabeza, las seguía utilizando.
El problema de los estudios acabó en unos meses. Se llamaba David Narváez,
y era mi profesor. Tenía un profesor particular y fue gracias al hospital que tanto había
odiado. Las notas que sacaba eran bastante notables, sumando eso a que mi vida
empezaba a parecerse a una vida “normal”, decidí que debía de volver al instituto.
Quería sentir lo que era ser un niño de doce años. “Fue una de las peores decisiones
que había tomado”
Todos se alegraban de verme, pero mi pregunta mental siempre era la misma:
si tanto se alegran, ¿por qué no dedicaron ni un minuto en visitarme? Esto provocó mi
desconfianza hacia la sociedad, ya no creía lo que me decían, no tenía amigos. Mis
padres y mi hermano, los únicos pilares de mi vida. Otra cosa que propició, fue el
aumento de mi rabia. Sabía que en su interior se burlaban de mi por ir siempre con
gorra, les deseaba el mal, más bien, quería que pasasen por lo mismo que yo. Empecé
a odiar el instituto, solo quería que acabara el año y demostrarles que un niño enfermo
podía sacar la misma nota que ellos.
Los tratamientos estaban llegando a su fin. Eran un total de seis y lo estaba
consiguiendo, estaba venciendo al cáncer. Había acabado. Quedaba el último paso:
la radioterapia. La radioterapia usa de un tipo de energía para destruir las células
cancerosas y reducir el tamaño de los tumores. La radioterapia lesiona o destruye las
células en el área que recibe tratamiento al dañar su material genético y hacer imposible
que crezcan y se dividan.
La radioterapia solo duró un mes, fue poco, comparado con los nueve meses de
quimioterapia. Me encontraba mucho mejor y como mi cardióloga dijo: “Estás como un
toro”. Me sentía vivo, había vencido a una enfermedad que muchas personas no habían
podido. Cierto es, que muchas personas quedaron atrás. Los pitidos de las máquinas
por la noche en las habitaciones del hospital auguraban la muerte de otro paciente. En
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total fueron más de diez. Dejé de contar a los cinco, no podía, me costaba dormir
por culpa de ello.
Faltaban las rutinarias visitas al hospital para asegurar que no volvía la
enfermedad. Al principio fue cada dos semanas, luego cada mes y finalmente cada tres
meses. Me parecía una tontería, ¿por qué iba a volver? Parecía que aún no había
acabado su trabajo, ni lo acabará.
El oncólogo fue claro: “Tienes una recaída, si lo tratamos a tiempo, podremos
hacer que no se ponga grave”. Mi mundo que tanto me había costado retomar, se había
ido de nuevo al vacío. Pero esta vez era diferente. Tenía 18 años, podía elegir. ¿Qué
escogería una persona que ya había pasado por eso? Me veía bien. Con fuerzas. No
era necesario otro tratamiento. Me avisó antes de irme: “Volverás a los seis meses y en
ese momento no podremos ayudarte”. No me lo tomé con seriedad, pero sí que busqué
soluciones alternativas, formas de curación naturales.
Me avisó antes de irme: “Volverás a los seis meses y en ese momento no
podremos ayudarte”
No hubo ni un solo remedio natural que no probé. Comencé por algo simple:
hierbas que se debían de tomar en una mezcla con miel. Poco a poco mi situación física
fue empeorando. Llegaron las soluciones drásticas. Tras leer varios artículos, decidí
poner rumbo a Marruecos, mi destino era una pequeña casa con camellos. “El cáncer
se cura con una mezcla de leche de camello y de su orina”, esa era la noticia. Lo normal
sería tomarse ese artículo como absurda, pero lo veía más “fácil” que volver a pasar por
aquella sexta planta del hospital. Duró un mes. Treinta días de vómitos, de pasar del
“me veo mejor” al “no le veo efecto”. En realidad, no estaba notando nada especial,
era un efecto psicológico. Pero claro, el ganglio que comenzó a salir por la axila izquierda
no era psicológico, era algo real. No le di importancia, hasta que llegó un punto que
explotó. El ganglio se cansó de mi cuerpo, creyó oportuno darse a conocer. Comenzó
entonces un calvario que a día de hoy sigo sufriendo.
4 mayo de 2013, no podía más, el cáncer había llegado a su máximo esplendor.
Verme era como observar todos los efectos que produce el Linfoma: delgadez,
cansancio, sudores nocturnos… Todo parecía encaminado a la fatalidad, pero mi
mente me decía que aún no, que yo podía con esto. Por segunda vez, me vi obligado
a acudir al hospital. Recuerdo una frase de la médica de guardia: “Su cuerpo está lleno
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de millones de soldados malos, pero vamos a intentar que mueran”. Otros médicos, en
cambio, sentenciaron mi vida: “Podéis despediros ya de él”. Fueron las palabras de
Carlos Clavero. Actualmente es mi oncólogo.
Las quejas de niño se convirtieron en súplicas. Aceptaba todo lo que me ofrecían.
Fueron 21 días eternos. Lloros. Pensar que había muerto. Incluso tener que pedir una
psicóloga. La misma persona que decía que eso no servía, se vio obligada a pedir sus
servicios. Después de un drenaje pulmonar, que es una manera de ayudar a tratar los
problemas respiratorios, debido al hinchazón y demasiada mucosidad en las vías
respiratorias de los pulmones, y dos tratamientos de quimioterapia, notaba que seguía
vivo. Volvía a ser inmortal. Pero no todo era tan fácil, todo tratamiento tiene su
consecuencia. En mi caso se basó en una extrema delgadez, llegando a pesar 50 kilos
midiendo 1,80cm, y la inminente caída del cabello. Esta vez no me afectó tanto, lo tomé
como algo “normal” dentro de este proceso. Sin embargo, seguía llevando gorra, mi
mentalidad de no dar pena seguía activa.
Ya no era el instituto, ahora estaba en la Universidad, situada a 200km del lugar
donde realizaba los tratamientos. Lo común sería abandonar los estudios y dedicarse
por completo a la enfermedad. Así me lo hicieron entender médicos y enfermeros, pero
no, estaba estudiando lo que yo quería. Mi pensamiento era bastante arcaico: “Sí me
curo y no tengo estudios, seguiré siendo un mendigo”. Podía con las dos a la vez, otra
cosa es que algunos profesores impidieran este hecho. Conociendo mi situación,
no hicieron absolutamente nada para mejorarla. La frase era repetitiva: “Sería injusto
que no hagas algo que han hecho el resto de tus compañeros”. Mi respuesta era lógica:
“Entonces que ellos pasen lo mismo que yo”.
Frustración constante. Cuando había conseguido lidiar con mi enfermedad, me
impiden seguir estudiando. Hubo días que, hacia la quimioterapia, y me iba por la tarde
a la Universidad. Corría mucho riesgo, pero veía que era la única solución.
De repente llegó otra desilusión: el PET. La tomografía por emisión de positrones
(PET) permite obtener imágenes del interior del organismo y detecta la actividad
metabólica de las células. Se emplea sobre todo para el diagnóstico y seguimiento del
cáncer.
El Linfoma seguía dando guerra, mi decisión fue clara, seguir con el tratamiento.
Yo quería, de hecho, hice cinco sesiones, pero ya no tenía Port-a-Cath, estaba roto. A
esto hay que sumarle que mis venas dijeron basta, ya no aguantaban el dolor del fluido
de la quimioterapia. No quería pensar que esto había acabado así después de luchar
tanto, no entendía que podría acabar de manera tan sencilla. Agoté todas mis venas,
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hasta la última la utilicé para pasar el tratamiento. Mi oncólogo pronosticó mi muerte, las
enfermeras se compadecieron, pero seguía luchando. Decidí ponerme otro Port-a-Cath.
El cirujano no titubeó: “Tu cuerpo está lleno de bacterias, es posible que se
infecte”. Debía correr ese riesgo. Era 12 de octubre de 2015. Tocaba otra operación.
Fueron tres intentos fallidos de intentar colocar el catéter. 20 de octubre de 2015, se
infectó. No había tiempo para “quejarse” de algo que tenía muchas probabilidades de
que pase. Acudí a hospitales de toda España, acabando mis pasos en MD Anderson,
considerado el mejor hospital del mundo en esta enfermedad. Era bastante costoso,
pero necesitaba otra opinión de un profesional. Ana Pérez Quiben, oncóloga de ese
centro, me dio esperanzas: “Eres joven y aún hay alternativas que no han probado
contigo”. No era el fin, era un “o gana él o gano yo”, pero había que pelear. La vida me
había hecho tan fuerte, capaz de luchar con esta enfermedad y sentir que podía
vencerla.
A día de hoy, estoy con tratamiento de quimioterapia de manera oral. El objetivo
es reducir la cantidad de infección que contiene mi cuerpo. Mi esperanza sigue intacta,
y ver que me noto mejor hace que la siga conservando. No ha llegado mi final. El
cáncer es solo una prueba que pasan algunas personas para demostrar su
fortaleza. Como me digo a mi mismo: “Hay personas peores que yo, tengo que
demostrarles que de esto se sale”.
¡Qué tarde se ha hecho! Son las 17:30. ¡Mamá, me voy a perder mi serie favorita!
¡Vámonos del hospital, volvamos a casa! Es Nochevieja. El día en el que los deseos se
cumplen. El cielo abre sus puertas y se oye de forma aclamadora: ¡Quiero un novio! Es
mi vecina desesperada. Al minuto, otro grito: ¡Mañana empiezo el gimnasio! Mi hermano
mientras se come su pizza favorita. Yo espero a que el cielo esté en calma. Quiero que
se me escuche bien. ¿Mi deseo? Ser feliz. Creo que después de tanto sufrimiento me
lo merezco
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