12. El árbol de cristal

Transcripción

12. El árbol de cristal
El árbol de cristal
...
ISBN: 978-1-291-04540-6
©Fernando Fontenla / Versión .docx palatino
Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723 / Exp. Nº 5044419
Esta es una historia de ficción. Toda semejanza de los personajes o los lugares
mencionados en esta historia con la realidad es pura coincidencia
1
1. Sobresaltos
No podrás cenar sin tu noticiero
No podrás hacer tu digestión
Sin sobresaltos
Gustavo Cerati, 1986
Juan caminaba por un sendero en el bosque mientras la luz de la tarde se
desvanecía en medio de la llovizna. El agua chorreaba por el follaje, desde las
inalcanzables copas de los árboles hasta empapar su ropa. La camisa se le pegaba al
cuerpo transmitiendo el frío del agua a su piel. No sabía qué camino tomar. Todos
los caminos le parecían iguales. No sabía cómo salir, estaba perdido. Llevaba horas
perdido. Había estado dando vueltas y vueltas volviendo al mismo punto una y otra
vez. Había perdido la noción de dónde estaba el norte. Las piernas le temblaban y sus
pasos eran cada vez más vacilantes. Los minutos transcurrían mientras el bosque se
volvía más frío y oscuro.
A punto estaba de dejarse llevar por la desesperación cuando un movimiento en
la espesura llamó su atención. Entre dos árboles cercanos, una chica alta y con largo
cabello negro, destacaba en la oscuridad por su vestido de color azul eléctrico. Ella
estaba de espaldas, por lo que Juan no podía ver su rostro. La llamó, pero no obtuvo
respuesta. Le gritó con todas sus fuerzas, pero ella parecía no oírlo, estaba como en
otro mundo.
Entonces la chica empezó a alejarse, y Juan la siguió, llamándola. Quería
alcanzarla para preguntarle dónde estaban, para preguntarle cómo salir del laberinto
verde. La mujer empezó a correr, y Juan hizo lo mismo tras ella. Corrió y corrió por
senderos cada vez más encharcados, se cayó muchas veces y otras tantas volvió a
levantarse. Corrió lo más rápido que pudo hasta darse cuenta de que era inútil: ella
era más rápida, jugaba con él, se mantenía siempre a la vista sin dejarse alcanzar, y
nunca, nunca, le mostraba su rostro…
4 de Septiembre de 2011
Durante cinco segundos el sonido del despertador se entremezcló con el
de la lluvia y el de sus propios pasos chapoteando en los charcos, hasta que
2
su mente hizo un “click”, y la imagen del bosque se desvaneció por
completo. Sin embargo seguía sintiendo su cuerpo frío y mojado. Por instinto
se tocó el pecho para comprobar que de verdad estaba seco.
Sacó un brazo de la tibieza de las sábanas y apagó el despertador de un
manotazo. Cuando intentaba volver a dormirse Laura le tocó el hombro.
–¿No vas a ir a trabajar? –dijo ella.
Juan aún se encontraba inmerso en la confusión entre el sueño y la
realidad. Le insumió un cierto esfuerzo razonar lo que Laura le decía.
–No… –dijo al fin– es domingo. Creo que me olvidé de apagar el
despertador.
–Ahh… –murmuró Laura.
El sueño del bosque era angustiante y placentero al mismo tiempo, y no
era la primera vez que vagaba por ese lugar. Ya había soñado con lo mismo
varias veces antes. Mientras su mente salía del estado onírico, su
pensamiento fue orientándose hacia objetivos más reales. Iba a tener que
comprarse un despertador que fuera programable por días, para así poder
estirar el sueño de los domingos sin interrupciones.
Estaba aún con los ojos cerrados pero despierto por completo cuando un
estruendo descomunal hizo vibrar toda la habitación. Se sentó en la cama de
un salto mientras por la visión periférica veía que Laura hacía lo mismo a su
lado. Aún no fue capaz de entender que estaba sucediendo.
–¿Qué pasó? –gritó Laura sobresaltada.
–No tengo ni idea.
Una nube de polvo se expandió por toda la habitación. Al intentar
levantarse notó que algo le impedía mover las piernas con libertad. Miró
hacia los pies de la cama y observó un gran pedazo de mampostería que por
muy poco no les había caído sobre las piernas. Giró con temor la cabeza
hacia arriba y vio que del techo colgaba un trozo de revoque aún más
grande, que se balanceaba oscilando como un péndulo justo a la altura de
sus pies.
En ese momento vio que los chicos irrumpían en la habitación. Sofía, su
hija mayor, fue la primera en asomar por la puerta.
–¿Qué pasó? –dijo–. ¡Un terremoto!
–¡Cuidado! –dijo Laura señalando hacia arriba–. No entren. Se puede caer
el techo.
Santiago, el más chico, se abrió paso empujando a su hermana.
–Cuidado papá, se te puede caer encima –dijo entre angustiado y
divertido al mismo tiempo.
3
Juan los miró mientras sentía que la ira se apoderaba de él.
–Vuelvan a su habitación –dijo levantando la voz–. ¡Ahora!
Juan empujó con el pie el pedazo de mampostería que estaba sobre la
cama, y este cayó al suelo levantando una nueva polvareda. Tiró las sábanas
a un lado, se puso de pie y contempló el desastre. Había restos de revoque
desperdigados por toda la habitación, pero lo prioritario era ocuparse del
trozo que aún colgaba del techo. Se puso las zapatillas y caminó en
calzoncillos hacía el galpón con la intención de buscar la escalera.
Al volver vio que Laura había abierto la ventana y el polvo en suspensión
salía por ella. Afuera estaban sus dos hijos ya vestidos, mirando desde el
patio muy divertidos con la situación. Con la luz del día la afirmación de
Sofía se hacía realidad, parecía un terremoto. Colocó la escalera justo debajo
de la rotura y subió. Una vez arriba movió el trozo de revoque colgante hacía
un lado y a otro con la intención de desprenderlo, pero sus intentos fueron
vanos, aún estaba bien adherido por una de las puntas.
Laura observaba desde el pie de la escalera.
–¿Querés un martillo? –dijo.
Juan sintió que había grandes riesgos de que el mal humor le estropeara el
fin de semana. Intentó tomárselo con calma.
–No… preferiría el desayuno –dijo.
–Bueno, voy a pre…
En ese instante el trozo de mampostería se desprendió de improviso sin
que Juan pudiera sujetarlo. Golpeó el suelo de madera con gran estruendo,
levantando una nueva nube de polvo.
–Uuuuhhh… –dijo Santiago–. ¡Papá estás demoliendo la casa! ¡Y en
calzoncillos!
Santiago no pudo controlar la risa y luego lo siguieron Sofía y Laura. A
pesar del mal humor incipiente, Juan también se contagió y todos terminaron
a las carcajadas.
–Vamos –dijo–. Todo el mundo a desayunar. Ya habrá tiempo para
limpiar todo esto después.
Más tarde regresó a la habitación y realizó un inventario mental del
desastre: Entre los dos trozos de revoque que se habían desprendido del
techo dibujaban una especie de letra ele de más o menos un metro cuadrado
de superficie. Volvió a subir la escalera y tanteó los bordes del agujero con
los dedos para comprobar que las zonas aledañas no estuvieran a punto de
caerse también. Parecía que el resto estaba firme, pero unas largas y
preocupantes rajaduras partían del agujero y recorrían toda la habitación
4
dibujando una diagonal. ¿Estaría dañado el resto del techo? ¿Se trataba de un
problema superficial o estructural? El mal humor amenazaba con regresar,
iba a tener que llamar a alguien que entendiera del tema. La primera persona
que le acudió a la mente fue el albañil que había reformado la casa cuando
ellos se habían mudado. ¿Dónde estaría el número de teléfono de ese
hombre? Tenía la desagradable convicción de que no estaba en la agenda.
Durante la tarde, mientras limpiaba, Juan empezó a preocuparse acerca
del estado de los techos del resto de la casa y decidió realizar una inspección.
En la mayoría de las habitaciones no se encontró con nada anormal, pero en
el techo del comedor se veían las mismas rajaduras en diagonal que en la
habitación. ¿Estaría también dañado el techo del comedor? ¿Qué importancia
tenían esas rajaduras? De lo que estaba seguro era que no existían cuando
habían comprado la casa hacía dos años atrás. Quizás no había sido tan
buena la idea de comprar una casa tan vieja, pero era tan cómoda en
comparación con el departamento en el que habían vivido antes, que estaba
decidido a arreglarla como sea. La casa le encantaba, y a Laura y a los chicos
también. Tenía cuatro habitaciones en total, dos las usaban de dormitorios, la
tercera sólo la utilizaban los chicos para juegos y la cuarta la utilizaba él
como oficina. La casa estaba rodeada de parque por tres de sus lados por lo
que todas las habitaciones tenían ventanas al exterior, hacia el jardín o hacia
el patio trasero, haciendo que los ambientes fueran muy luminosos.
Sobre las siete de la tarde, cuando por fin terminó con la limpieza, fue a su
escritorio y buscó el teléfono del albañil. Pasó un largo rato revolviendo
papeles viejos sin encontrarlo. Como última opción encendió el ordenador y
lo buscó en la agenda del programa de correo electrónico. Por suerte allí
estaba.
Lunes 5 de Septiembre de 2011
Juan salió de su casa de la calle Larrea a las ocho menos veinte. El día
estaba gris y caía una fina llovizna. El tránsito, como siempre a esa hora, era
un caos. La calle estaba llena de madres y padres llevando los chicos al
colegio, sobre todo de los que ya llegan tarde que son los que manejan más
histéricos. Intentó tomárselo con calma aguantando bocinazos y esperas.
A pesar de todo logró estar en la oficina antes de las ocho, cuando aún no
había llegado ninguno de los otros empleados. Aprovechó la momentánea
5
calma para sentarse un rato sin hacer nada, intentando relajarse un poco
antes de encender el ordenador. Paseó su mirada por la habitación hasta
detenerse en una antigua foto que había en la pared de enfrente. La imagen
había sido tomada un fin de año de hacía diecinueve años atrás, el primer fin
de año que él había pasado en esa oficina. Muchas cosas habían pasado
desde ese entonces, muchas personas habían llegado y luego desaparecido,
pero a lo largo de esos diecinueve años había habido una constante, y esa
constante era la persona que aparecía en la foto al lado suyo.
Eduardo, su jefe, era un tipo super eficaz, lúcido para los negocios,
diplomático para tratar a la gente y un líder estimulador con sus empleados.
En la mayoría de los aspectos era el jefe soñado por cualquier empleado, un
jefe que hacía sentir al personal como si estuviera en su segunda casa, o
mejor aún, como si ese fuera el negocio de cada uno de ellos. Y por si fuera
poco, pagaba todo lo bien que permitían las cuentas del estudio. Quizás tenía
un solo defecto, y era que a veces se pasaba de rosca con el trabajo, trabajaba
demasiado, dejando muy poco espacio para su descanso personal. Sin
embargo nunca insistía demasiado a sus empleados para que trabajaran
horas extras, esa exigencia parecía reservársela sólo para sí mismo.
Juan se había sentido tentado en infinidad de oportunidades con la
posibilidad de abrir un estudio por su cuenta, pero siempre que analizaba
esa posibilidad llegaba a la conclusión de que era en alto grado improbable
que llegara a estar mejor en otro lugar que no fuera a la derecha de Eduardo.
Porque en eso se había convertido a lo largo de todos estos años: en su mano
derecha. Juan se sabía técnicamente capaz, incluso superior a su jefe, pero
reconocía que jamás llegaría a tener su carisma y su capacidad de
motivación.
Sin embargo hoy en día había surgido un problema, y todo ese idilio
laboral estaba en un precario equilibrio. El capitán estaba dejando que el
barco navegara sin rumbo.
Hacía ocho meses que la mujer de Eduardo había fallecido en un
accidente estúpido: Bajando una escalera, con zapatos de taco y un
ordenador portátil en la mano, había resbalado y caído, partiéndose la
cabeza con el borde de un escalón. Para peor, la mujer había pasado más de
una semana en coma hasta que su vida de esfumó del todo. Desde ese
entonces Eduardo había ido pasando por diferentes etapas de su duelo en
dónde su comportamiento había sido cambiante. Durante los dos primeros
meses posteriores al accidente se había puesto más adicto al trabajo que de
costumbre. Al llegar a la oficina los lunes, Juan descubría restos de comida y
6
otros rastros que evidenciaban que había pasado el fin de semana allí. Luego,
a medida que había ido pasando el tiempo, su humor había ido a peor, y
había empezado a tratar mal a la gente, no a los empleados, pero sí a los
clientes. Si bien era cierto que algunos de esos clientes se lo tenían bien
merecido, con otros la cosa no era para tanto. Eduardo había perdido la
diplomacia y la paciencia, y los mandaba a la mierda a la más mínima
contrariedad que se presentaba. Los clientes más antiguos sabían de su
situación y lo habían entendido, pero otros habían dejado de llamar. Con
posterioridad al periodo de mal humor se había ido poniendo cada vez más
taciturno, y en la actualidad ya no puteaba a nadie, pero ahora hacía unos
días que había dejado de atender el teléfono y prácticamente había dejado de
trabajar. Juan, sin decirle nada, había empezado a atender los llamados él
mismo, incluso se había comunicado con algunos de los clientes perdidos en
la etapa de furia y había conseguido recuperarlos con la promesa de algún
descuento en los honorarios. Eduardo parecía estar aceptando el cambio sin
más, pero a pesar de su propio esfuerzo, Juan se daba cuenta de que sin el
jefe todo estaba mucho más desorganizado. El clima del estudio estaba
enrarecido, los empleados hacían lo que querían y rumoreaban que Eduardo
estaba a punto de bajar la persiana. Incluso había descubierto a uno de ellos
enviando curriculums a otros estudios contables.
Casi desde el primer momento en que fueron conscientes de que Eduardo
se estaba comportando fuera de lo normal, Laura le había insistido en varias
oportunidades para que hablara con él, pero hasta ahora había dejado que
las cosas siguieran su curso con la esperanza de que en algún momento,
pasado el periodo de duelo, Eduardo se recuperara. Sin embargo, ya habían
pasado casi ocho meses y el asunto iba de mal en peor. Iba a tener que darle
la razón a Laura; quizás había llegado el momento de aclarar las cosas y
terminar con la incertidumbre. Apenas Eduardo pusiera un pie en la oficina
hablaría con él.
Mientras tanto aprovechó el tiempo para llamar al albañil que era el otro
asunto que ocupaba recursos en su cabeza. Tuvo suerte de encontrarlo y
logró que el tipo se comprometiera a pasarle un presupuesto esa misma
semana. Luego encendió el ordenador, pero antes de que el sistema
operativo terminara de cargarse oyó un fuerte estruendo proveniente de la
calle.
Al salir a la vereda lo primero que vio fue un Citröen C4 de color rojo
parado justo frente a la puerta de la oficina. Unos metros más adelante,
estaba el auto de Eduardo, con evidentes signos de haber sido golpeado
7
desde detrás. Conociendo el estado mental de su jefe y temiendo una mala
reacción de parte suya, caminó hacia el auto de Eduardo mientras oía gritos
provenientes del Citroën. En el momento en que estaba a punto de poner la
mano sobre la puerta del auto, esta se abrió y vio a Eduardo que lo miraba
un poco desconcertado.
–¿Estás bien? –preguntó Juan.
–Me parece que sí –dijo Eduardo moviendo las manos.
Juan miró hacia el otro auto. El golpe no parecía demasiado serio pero se
continuaban oyendo gritos provenientes de allí. Juan se acercó pensando en
que quizás estarían heridos y abrió la puerta delantera derecha. Los airbags
delanteros se habían activado y le daban al habitáculo una sensación de
mayor dramatismo del que en realidad justificaba la situación. En el asiento
delantero derecho estaba sentada una chica de unos doce años de edad que
llevaba puesto el cinturón de seguridad, y que parecía ser la única en ese
auto que estaba tranquila. Juan le preguntó si estaba bien y ella le contestó
que sí. En el asiento trasero había dos niños que no llevaban puesto el
cinturón pero a pesar de eso parecían estar bien. La que no estaba bien era la
conductora. No porque estuviera herida, sino porque estaba muy nerviosa y
gritando, lo que provocaba que los dos chicos estuvieran berreando también.
Juan intentó tranquilizarla pero fue imposible, no le hizo el más mínimo
caso. Continuó gritándoles a los chicos, diciéndoles que ellos tenían la culpa
porque la volvían loca.
–Mamá, vos tenés la culpa, si no sabés manejar. Te lo vengo diciendo
desde que salimos de casa. Sos un peligro –dijo la chica de doce.
–¡Y vos que sabrás mocosa de mierda! –contestó la madre.
La chica empujó un poco a Juan, se bajo del auto y miró a la madre desde
la vereda.
–Me voy al colegio. Llego tarde.
–Vení acá. ¡A dónde vas! –continuó la mujer.
La chica no le hizo caso y empezó a caminar.
Eduardo que ya se había bajado del auto, se acercó a Juan con las llaves en
la mano.
–¿Podrías hacerte cargo de esto? –dijo–. Te dejo las llaves y los
documentos. Yo me voy a la oficina.
–Andá tranquilo –contestó Juan.
En ese momento un coche de la policía dio la vuelta a la esquina.
Juan respiró tranquilo. La aparición policial era una verdadera suerte, no
tenía las más mínimas ganas de continuar lidiando él sólo con la conductora.
8
Después de intentarlo durante un rato los policías lograron calmar a la mujer
y Juan pudo hacerse con los datos del seguro. Luego fue hasta el auto de
Eduardo y comprobó los daños. Las dos ópticas traseras y con seguridad
también el paragolpes no servirían más para nada. La tapa del baúl tenía un
buen bollo. Subió al auto y lo estacionó un poco más adelante, en un lugar
más resguardado de los conductores distraídos. Al volver al estudio fue
directo a oficina de Eduardo. Lo encontró recostado en su silla con los pies
sobre el escritorio
–¿Y? ¿Qué pasó? –dijo Eduardo.
–Tu auto tiene que ir a cirugía.
–¿Sí? ¿Para tanto fue?
–Y… te dieron un buen topetazo, pero no te preocupes, no es nada que no
pueda arreglar un chapista en tres o cuatro días.
–Ok. Mirá que recién mientras estabas afuera te llamó Laura. Dijo que no
te olvides de llamar al albañil.
–Ya lo llamé.
–¿Sí?
Juan asintió con la cabeza.
–Laura me contó que se les cayó el techo de la habitación –dijo Eduardo
que de pronto parecía más lúcido que en los días precedentes.
–Sí, es una cagada, y estoy preocupado porque en el comedor también
hay rajaduras.
–Bueno, pero seguro que se puede arreglar. A mi… creo que…
Eduardo se interrumpió y se quedó pensativo.
–Esperame un momento –dijo al fin.
Salió de la oficina y volvió un minuto después con dos latas de seven-up.
Le pasó una a Juan y se sentó.
Dio un par de sorbos y dejó la lata en el escritorio. Abrió la boca como para
empezar a hablar y luego se arrepintió. Hizo así tres veces.
Juan estaba a punto de decirle algo cuando por fin Eduardo se decidió a
hablar.
–Mirá Juan, creo que a mí… a mí… Creo que cuando murió Cristina se
me cayó el cielo.
Juan pensó que era un buen comienzo que sacara el tema sin que él se lo
preguntara. Trató de elegir bien las palabras antes de hablar.
–Entiendo. Era normal que no te sintieras bien –empezó diciendo Juan con
lentitud–. Intenté dejarte tranquilo y traté de hacer las cosas que vi que no
9
tenías ganas de hacer. No sé, pensé que pasaría un tiempo y después te
recuperarías.
–Sí, hiciste bien, porque en un momento si me hubieras dicho algo al
respecto creo que te hubiera mandado a la mierda. Estaba con mucha bronca.
Pero ahora es un poco distinto, creo que ahora estoy un poco mejor. Ojo que
igual no tengo ganas de hacer nada, y vos sabés que antes para mí trabajar
era todo, pero ahora me aburre por completo, casi te diría que me fastidia. Te
lo resumo: No estoy haciendo nada…
–¿Te referís a que no estás trabajando nada?
–No, me refiero a que no estoy haciendo nada. Literalmente nada de nada.
Sólo voy y vengo de casa a la oficina. En casa sólo miro la tele y duermo.
Últimamente sólo duermo. La casa está limpia porque viene una chica a
limpiar, y no se cae abajo porque mi suegro viene y hace lo que haya que
hacer, pero yo no hago nada. Creo que mi suegro viene para acordarse de
Cristina. Es como si manteniendo la casa que tanto le gustaba a ella en cierta
forma la mantiene a ella también. Yo en cambio al principio me refugié acá
en el trabajo que siempre fue mi lugar más seguro, acá siempre supe lo que
había que hacer, pero ahora me parece lo contrario: Que no sé nada y que
haga lo que haga las cosas salen de la misma manera, que yo no puedo
influir en ellas. Sigo sólo por inercia. Creo que si no fuera por vos y los chicos
ya me hubiera ido a la mierda y…
Por un momento parecía que Eduardo iba a continuar la frase, pero
después se recostó en el sillón y se quedó pensativo.
–En principio me parece un primer gran paso que hables del tema –dijo
Juan.
–Segundo paso diría yo. El primero fue gastar toda la bronca que tenía
encima hasta llegar a cero. Pero ahora estoy en una etapa en que no le
encuentro sentido a nada. ¿Estar todo el día preocupado por el trabajo? ¿Para
qué?... Fijate que no estoy haciendo nada bueno por el negocio, más bien
todo lo contrario. En los últimos tiempos hice varios desastres... no creas que
no soy consciente de eso. ¿Viste los chicos cuando se encaprichan y rompen
el juguete preferido?... Así, igual estoy yo. Si sigo así, en poco tiempo
también el estudio se va a ir a la mierda.
–Yo me di cuenta de algunos de esos errores que decís, y los solucioné sin
decirte nada.
–¿Ves? Te estuve haciendo perder el tiempo a vos también.
–Eso no tiene importancia.
10
–¿Sabés qué? Me parece que llegué a un punto en el que tengo que hacer
algo. Tengo que arrancar o morir.
–Y… arrancá –dijo Juan con una sonrisa.
–Sí, pero por lo menos por ahora no sé cómo.
Juan sintió que una idea le asomaba al cerebro.
–¿Y por qué no te hacés un viaje? –dijo sin estar demasiado convencido.
–Lo pensé… y me gustaría volver a Mina Clavero. Yo soy de allá, en los
últimos quince años fui sólo tres veces y tengo unos amigos que siempre me
invitan pero nunca les doy bola. Me da un poco de miedo ir y que no me
guste lo que encuentre.
–En eso te vas a tener que arriesgar un poco.
–Sí, es cierto. Me parece que me voy a tener que arriesgar a ir. Quizás el
viaje me sirva para reiniciarme.
–¿Reiniciarte? ¿Qué sos, un CPU?
Después de ocho mese Juan vio asomar una incipiente sonrisa en el rostro
de Eduardo.
–En realidad si nuestro cerebro fuera un CPU tendríamos menos
problemas –dijo Eduardo.
–Hablando en serio. Me parece una buena idea lo del viaje. Y desde ya te
digo que te quedes todo el tiempo que quieras, nosotros acá te cuidamos el
boliche, sólo avisamos si no volvés.
–Me alegra escuchar eso, pero yo sé que ustedes también tienen sus cosas
y no quiero joderlos. Me voy pero con una condición.
–¿Qué condición?
–Que se lo tomen con calma. En estos últimos meses se descontroló un
poco todo y me di cuenta de que estuvieron trabajando como locos,
quedándose a veces hasta muy tarde. Nadie se quejó pero tampoco es así la
cosa. A partir de ahora a las seis de la tarde en punto todo el mundo a su
casa, no me importa lo que haya quedado sin hacer. Y no quiero enterarme
de que alguien viene a trabajar los sábados, y vos, menos que ninguno.
Disfrutá los fines de semana, disfrutá tu vida. Mirame a mí: todo el día
metido acá adentro y ahora la persona para la que hacía todo no está.
–Como quieras, pero es posible que se empiece a atrasar el trabajo, porque
así como estamos apenas llegamos a hacer todo con lo justo y a veces ni eso.
Eduardo se quedó un momento meditando.
–Bueno, si es así contratemos a una persona más, pero no podemos
exprimirnos más y más indefinidamente –dijo–. Ya está, basta de eso.
11
–De acuerdo. La verdad es que yo te quería hablar de todo esto, así que es
un alivio también para mí que hayas sacado vos el tema.
–Démosle para adelante entonces… Che, hace mucho que no te pregunto:
¿Qué tal Laura y los chicos?
–Bien… Muy bien… Los chicos en sus cosas, creo que les rompo más las
bolas yo a ellos que ellos a mí. Y Laura como siempre, con esa la paciencia
que a mí me falta…, y con esa intuición que a veces es necesaria para saber
cuándo hay que dar un paso adelante. Hacía tiempo que ella me venía
insistiendo para que hable con vos.
–Las cosas siempre se dan en el momento justo. Bueno… entonces
mañana mismo me voy para Mina Clavero.
–Acordate que tenés el auto chocado.
–No importa, de todas formas no tengo ganas de ir manejando, me voy en
micro. Te llamo cuando llegue. ¿Dale?
–Hecho.
Jueves 8 de Septiembre de 2011
Cuando el albañil vio el agujero en el techo sentenció:
–Sí, es un techo de bovedilla. Lo que pasó es normal. Por causa de la
dilatación de los hierros, al cabo de una cierta cantidad de años el revoque se
termina cayendo.
Juan lo miró cómo desconcertado.
–Disculpame. ¿Qué es bovedilla y a qué hierros te referís?
El albañil, con cara de aburrimiento, levantó el brazo hacia el techo.
–Te explico –dijo–. En las casas antiguas como esta, el techo está
construido con vigas de hierro en doble “te”. Entre las vigas se ponen
ladrillos entrelazados y por debajo se revoca. El revoque es el cielo raso que
vos ves. A este tipo de techo se le dice de bovedilla. El problema que tiene es
que las vigas de hierro tienen una dilatación con el frío y el calor, y entonces,
con los años, los veranos y los inviernos, el revoque que va por debajo de las
vigas se termina desprendiendo. Eso es lo que te pasó acá.
Juan seguía sin tenerlo muy claro.
–Ajá. ¿Y donde están las vigas de hierro que vos decís? No las veo.
El albañil agarró una escoba y usó el palo para señalar.
12
–Mirá, este pedazo que se desprendió, alcanza justo desde una viga hasta
la siguiente. ¿Ves que los dos extremos de la rotura son rectos?
–Sí.
–Bueno, en cada extremo pasa una viga, y en esas otras rajaduras largas
que se ven allá también. Ahí están las otras vigas.
Juan le sacó la escoba de la mano al albañil y también la uso para señalar
el techo.
–O sea que en estas rajaduras a la larga también se puede caer el revoque,
como pasó acá en el centro.
–Sí, tarde o temprano se va a terminar cayendo todo el techo si no se
arregla.
–Entonces, ¿Cuál sería la solución?
–Hay que tirar abajo todo el revoque y hacerlo de nuevo. Hay que hacer
todo el techo completo porque si lo emparchás se termina rompiendo por
otro lado.
Juan se imaginó con pesar la polvareda y el kilombo que iba a significar
tirar todo el techo abajo. Terminó acordándose de Eduardo y de lo que le
había dicho acerca de disfrutar la vida, así que se esforzó en tomarse las
cosas lo más positivamente posible.
–¿Cuánto tiempo te va a llevar hacerlo? Mejor dicho, ¿Cuánto tiempo voy
a tener inutilizada la habitación?
–Dos días.
–¿Sólo dos días?
–Sí.
–¿Estás seguro?
–Sí, claro.
–Entonces ponele manos a la obra.
Al día siguiente Juan empezó a trasladar los muebles de la habitación al
comedor. Cuando había llevado unas pocas cosas se dio cuenta de que era
imposible meter todo lo había en la habitación allí dentro. Entonces pensó en
desviar lo que era menos necesario al galpón, pero al llegar allí se encontró
con tal desorden que no le quedó otra alternativa que ordenar el galpón
mismo antes que nada. Después de un rato de sacar cosas al patio sólo
quedaba una vieja puerta de doble hoja que había formado parte de la
entrada original de la casa antes de la reforma. Era una puerta de madera
maciza, muy pesada. Estaba apoyada contra la pared del fondo y resultó
inútil cualquier esfuerzo por intentar moverla. En un primer momento pensó
en llamar a Laura para que lo ayudara, pero al final se decantó por barrer
13
detrás de la puerta y dejarla dónde estaba. Al extender la escoba, se topó con
un obstáculo. Juan se agachó para espiar detrás de la puerta y se encontró
con una sorpresa.
Una bicicleta.
No recordaba que ellos tuvieran bicicleta alguna. ¿De dónde habría
salido?
Dejó la escoba a un lado y tiró de la bici para sacarla. La llevó al patio.
Incluso a la luz del día una gruesa capa de polvo impedía ver de qué color
era. Pasó un dedo por el caño superior y afloró una reluciente pintura roja.
Rojo… Como para no recordarlo… Él mismo había comprado la bicicleta
hacía ya unos cuantos años atrás en un impulso por hacer vida sana, y según
recordaba ahora, sólo la había usado una vez. Debía de haber sido justo antes
de la reforma, luego durante la misma le debían de haber puesto la puerta
encima y adiós, nunca más nadie se acordó de ella.
Sábado 24 de septiembre de 2011
Juan se acostó en el pasto y se dedicó a ver pasar las nubes enmarcadas
entre las ramas de los eucaliptos. Hacía mucho tiempo que no pasaba un rato
tirado sin hacer nada y al principio le costó mucho quedarse quieto. Se
levantaba a cada momento inquieto, pensando en hacer algo, hasta que
observando el paso de las nubes logró la hipnosis necesaria para hacer
desaparecer esa necesidad de actividad permanente.
En el momento en que se le había ocurrido la idea del picnic no estaba
muy seguro de la aceptación que tendría en la familia, pero al final había
resultado una buena idea. Ellos solían salir mucho, pero casi siempre al cine
o al shoping, todo muy urbano. A Laura nunca le había gustado mucho la
vida al aire libre y trataba de esconderse del sol. Ella era más de libros y
películas, pero sin embargo hoy se la notaba cómoda, quizás porque estaba
viendo a los chicos felices revolcándose en la hierba.
Durante las últimas dos semanas había podido resolver las dos cuestiones
que lo mantenían preocupado: el techo, que ya estaba hecho a nuevo, y el
trabajo en el estudio, que a pesar de sus dudas había podido dirigir sin
problemas a pesar de la ausencia de Eduardo. Solucionados estos dos
inconvenientes había esperado entrar en un periodo de tranquilidad, sin
embargo su mente parecía seguir estando agitada y sabía por qué era.
14
Había estado teniendo unos sueños muy vívidos de los que le costaba
mucho despertar. En realidad era un solo sueño con ligeras variantes que se
le había presentado en las últimas semanas de forma recurrente. Soñaba que
estaba perdido en medio de un bosque y llovía. El tiempo transcurría
mientras anochecía, hasta que en medio de la oscuridad ya no lograba ver
más nada. El sueño no era siempre igual, cambiaba ligeramente, pero la
mayoría de las veces no podía recordar exactamente en que cambiaba.
Sospechaba que el asunto de los sueños tenía que estar relacionado con el
stress de los últimos tiempos, y creía que a medida que pasara el tiempo
desaparecerían.
En su campo visual apareció una lata de seven-up sostenida por la mano
de Laura. Se sentó y bebió mientras contemplaba la naturaleza.
Habían ido a un inmenso parque que hay al sur de Buenos Aires, el
parque Pereyra Iraola. Era el comienzo de la primavera y el aire olía a flores
y humedad. Muchas plantas estaban floreciendo y el paisaje estaba teñido de
un verde claro e intenso. Había estado algunas veces allí hacía ya muchos
años, pero en ese entonces no había prestado atención a lo imponente que
eran sus calles bordeadas con altas hileras de pinos, plátanos o palmeras.
Desde el lugar donde estaban, se podía divisar la gran casa de estilo colonial
que había sido el casco de la estancia antes de que todo ese espacio fuera
convertido en un parque público.
Juan se sorprendió de la gran cantidad de gente que había haciendo
deporte, caminando, corriendo o andando en bici. Las bicicletas en particular
le hicieron recordar a su infancia.
Desde los siete hasta los doce años él había sido un fanático de la bici que
no se separaba nunca de su máquina. En esos tiempos, en su barrio tenía un
grupo de amigos que organizaban carreras dando la vuelta a la manzana. La
mayor diversión de esas carreras era ir esquivando peatones, aunque
también, a veces, ocurría algún atropello y la cosa no terminaba muy bien,
con alguna persona quejándose a sus padres.
Laura lo sorprendió mirando las bicicletas.
–¿Por qué no te traés la bici la próxima vez? –dijo–. Aprovechá que la
volviste a encontrar, antes de que se te pierda de nuevo.
Juan sonrió ante la ironía.
–Y además, podrías usarla para ir a trabajar –continuó Laura–. Son quince
cuadras apenas, y ahora viene el tiempo lindo.
–¿Te parece? Hay mucho tráfico, me van a atropellar.
–No es para tanto.
15
–Voy a llegar al laburo todo enchivado.
–¿Y qué? Te duchás cuando llegás. ¿O no hay ducha ahí?
–Sí hay. Pero no da llegar y ducharse.
–Bueno, entonces si no querés ir al laburo en bici, te venís a andar acá…
¡Ya está! Mirá: Le comprás una bici más grande a Sofi, y Santi puede andar
en la que tiene Sofi ahora, y se vienen a andar los tres. ¿Qué te parece? Es
buena idea. ¿No?
Juan se imaginó rodando en bici con sus hijos.
–Sí –dijo–, ¿y vos?
–Vos sabés que yo en bici ni loca. Yo me traigo un libro, leo, los miro a
ustedes, y me rio.
–¿Te reís? ¿De qué? ¿De nosotros?
–Y sí…
–¡Qué guacha! –Dijo Juan divertido con el chiste–. La verdad me gusta la
idea de las bicis. Les voy a decir a los chicos.
–Dale.
Sábado 1º de Octubre de 2011
Rodar en bici era un placer olvidado, y aunque se sentía torpe y pesado,
ya con la primera pedaleada le pareció recuperar un destello de los
placenteros tiempos de su infancia.
El parque Pereyra parecía ser el lugar ideal para la bici; caminos
tranquilos y arbolados, puentes que cruzaban arroyos y senderos que
llamaban a ser explorados. Después de dar una gran vuelta alrededor de
todo el parque que les llevó casi una hora, sentía las piernas a punto de
explotar, pero tanto Santiago como Sofía seguían pedaleando con el mismo
entusiasmo del primer minuto. No le quedó más remedio que solicitar una
tregua a sus hijos y parar un momento a descansar. Iba a sentarse en un
tronco, y extendió mano para apartar lo que en un primer momento le
pareció un envoltorio de una golosina. Pero cuando las puntas de sus dedos
estaban a punto de alcanzarlo, el supuesto envoltorio salió volando. Creyó
que se trataba de una ráfaga de viento repentina que hacía volar el
papelucho, pero al tomar el objeto un vuelo inusitado descubrió que se
trataba de una deslumbrante mariposa de color azul eléctrico. Intentó
atraparla sin éxito dando un salto que al caer le recordó que sus piernas
16
estaban al borde del colapso muscular. Descartó cualquier otra acrobacia
para atrapar al bicho, y por fin se sentó mientras contemplaba a la mariposa
que se había posado en una rama más alta, fuera de su alcance. El intenso
color azul le hizo recordar a la camiseta de la chica del sueño y por un
momento le pareció revivir la sensación de la llovizna en la cara y el barro
pegado a la piel.
Un rato más tarde, cuando regresaban al coche, encontraron un pino
gigantesco que parecía haber sido diseñado especialmente treparse en él. Los
chicos no pudieron resistir la tentación de probarlo y subieron por él. Juan
siguió su ascenso con la mirada, tuvo la curiosa sensación de haber vivido
ese momento con anterioridad, sobre todo le resultaba muy familiar el árbol
al que estaban subiendo sus hijos. Miró a su alrededor pero no recordaba
haber estado nunca en esa zona de parque. Oyó las carcajadas de los chicos
muy arriba, a una altura considerable. Si Laura hubiera estado presente se
hubiera horrorizado y los hubiera hecho bajar, pero sólo bastaba verlos para
saber que estaban seguros, que sabían lo que hacían, y a juzgar por sus risas
que lo estaban pasando bárbaro.
Una vez que volvieron a dónde estaba Laura, los chicos se entretuvieron
jugando a la escondida y Juan decidió ir a dar una última vuelta solo. Esta
vez, a un ritmo tranquilo, sin la presión juvenil.
Tomó por un camino que descendía suave en medio de dos filas de
plátanos. La bici rodaba sin el más mínimo esfuerzo mientras la brisa
perfumada de los eucaliptos le acariciaba la cara. Llegó hasta un puente que
cruza el arroyo y se detuvo apoyándose en la baranda del lado derecho. Allí
notó que el puente no sólo cumplía función de viaducto, sino que también
era un dique. A la derecha se formaba un lago cuyas aguas estaban cubiertas
por una capa de algas de color verde turquesa. En medio de él había una isla
con un tupido cañaveral bordeado de hileras de palmeras sobresaliendo
entre las cañas. La mayoría de las palmeras se inclinaban sobre el lago y sus
siluetas se reflejaban en la superficie del agua. Cruzó hasta el lado opuesto
del puente y desde allí divisó un pequeño arroyito que se perdía cincuenta
metros más allá, por debajo del puente de la ruta principal. En la orilla
derecha del arroyo se veía un sugestivo sendero que también desaparecía
debajo del puente. El puente mismo no permitía ver si el sendero continuaba
su recorrido más allá.
Después de comprobar la hora en su reloj, decidió que aún quedaba
tiempo suficiente para una pequeña exploración. Dio dos pedaleadas y se
dejó deslizar por el costado del terraplén, tomando el sendero de la orilla del
17
arroyo, y pasando luego por debajo del puente de la ruta. Del otro lado se
encontró con que el sendero se internaba en un bosque.
Sin perder impulso se internó en la espesura. Allí dentro estaba mucho
más oscuro y le llevó unos cuantos segundos acostumbrar la vista. La
humedad era notoria en el aire, y el suelo estaba ligeramente embarrado y
resbaloso. El sendero zigzagueaba entre los árboles con cerradas curvas. A
causa del barro, al principio le resultó muy difícil dominar la bici, y en una
de esas curvas llegó a rozar el manubrio con un árbol, lo que casi le hace
perder el equilibrio, pero poco a poco fue habituándose a controlar la bici
hasta llegar a rodar con cierta soltura. A medida que avanzaba el bosque se
hacía más denso, el aire se ponía más fresco y la oscuridad aumentaba. La
vegetación era tan espesa que parecía una selva. El sendero seguía y seguía.
El arroyo aún corría a su izquierda junto al sendero, a veces a la vista, a veces
un poco más lejos, pero continuamente se podía adivinar su presencia por el
siempre audible murmullo del agua. Sintió ganas de orinar y se detuvo
apoyando la bici en un árbol.
Cuando estaba por retomar la marcha observó que en el suelo había otras
huellas de bicis, lo que demostraba que el sendero era bastante transitado.
Podía oír el sonido del agua corriendo en el arroyo no muy lejos de allí.
Intentó llegar hasta el curso de agua internándose en la maleza. Se abrió
camino apartando ramas, cañas y hasta alguna liana. Al llegar a la orilla
percibió que el ruido de agua era más fuerte hacia la derecha. Caminó unos
pasos arroyo abajo y se encontró con un antiguo dique, que a pesar de estar
averiado, lograba contener parte del agua formando una pequeña cascada de
metro y medio de altura que caía en un pequeño remanso. En medio del
dique había un hueco por donde corría el agua, lugar en el que con
seguridad habría existido una compuerta en el pasado, de la cual
sobrevivían algunos restos de metal oxidado. El entorno era precioso, de un
verde musgo infinito, con sauces dejando tocar sus ramas en la superficie del
remanso. Pensó que la próxima vez vendría hasta aquí con los chicos y les
mostraría la cascada perdida. Ahora la oscuridad apremiaba.
Al retroceder hacia el sendero, tropezó con algo que estaba oculto entre la
vegetación. Separó el pasto y las ramas y se encontró ante una pequeña
columna de hormigón de medio metro de altura, bastante descascarada y
casi toda cubierta de musgo. Cerca de la parte superior se dejaba ver un
número grabado en el cemento: «187…». Luego del siete parecía haber algún
número más, pero no se veía bien. Se agachó para ver mejor, quedándole la
18
cara muy cerca de las inscripciones y entonces pudo ver que el último era un
tres.
Leyó: «1873». Casi con seguridad se trataba de una fecha.
Estaba por separarse de la columna cuando le pareció escuchar un sonido,
como un rumor lejano de una máquina soltando vapor. Al mirar con más
atención, observó que en la columna había unas ranuras, como si fuera un
respiradero. Apoyó la oreja en las ranuras y comprobó que se oía un sonido
como de una máquina siseando y bufando, aunque entre el ruido del agua
de la cascada y el bullicio de los pájaros apenas se percibía. Sin embargo ahí
abajo no podía haber nada. Se le ocurrió que el ruido podría generarse
debido a que la columna tendría una cavidad dentro y que lo que se oía sería
un efecto similar al que se oye cuando uno apoya la oreja en un caracol.
Permaneció un momento más con la oreja pegada a la columna, hipnotizado
con el sonido y tuvo que hacer un esfuerzo consciente para separarse de ella.
En el momento en que estaba por volver a subir a su bici, pasaron tres
bicicletas a toda velocidad en sentido contrario a como él había llegado.
Quedó impresionado con la velocidad y destreza que demostraron los
ciclistas al tomar las siguientes curvas. A uno de ellos, incluso le sobró
habilidad para sacar una mano del manubrio para saludarlo. Todos llevaban
cascos, guantes y lentes de de sol de colores chillones. Estaba tan oscuro
dentro del bosque que no se entendía como hacían para ver allí con
semejantes lentes. Sentía curiosidad de saber qué es lo que habría más allá
siguiendo el sendero, pero ya se había alejado demasiado y decidió que era
mejor regresar y en todo caso volver otro día para averiguarlo.
Al salir del bosque notó que el sol estaba aún bastante alto, pero que la
densidad del follaje hacía parecer que era más tarde de lo que en realidad
era. Volvió por el camino de los plátanos y cuando estaba a pocos metros de
llegar a dónde estaba su familia, vio a Laura parada mirando hacia el camino
con rostro preocupado. Cuando ella lo vio a él cambió la preocupación por
un gesto de alivio.
–Pensé que te habías perdido –dijo Laura–. Ya estaba por llamar a los boy
scouts para que te vayan a buscar.
A pesar de la gracia que le causó el comentario, Juan no pudo contestar.
En el tramo de regreso había acelerado el ritmo y las piernas volvían a
agarrotársele, esta vez parecía que de forma definitiva.
Laura notó su respiración agitada y siguió con las bromas.
–¿Necesitás oxigeno?
19
–No me vendría mal –dijo Juan cuando por fin recuperó un poco el
aliento– No sabés que lugar más lindo descubrí. Cuando volvamos el sábado
que viene se los voy a mostrar.
–¿Sí? ¿Y de qué se trata ese lugar tan interesante?
–Un arroyo que se pierde en el bosque y un dique abandonado.
–¿Vas a dar otra vuelta en bici?
–¿Hoy? No… ya es más que suficiente ¿Volvemos a casa?
–Sí, dale, ya es tarde. Voy a llamar a los chicos…
Juan sentía el cuerpo cansado, pero la mente despejada y liviana como
pocas veces antes.
Y esa noche durmió relajado.
Y volvió a soñar…
Y volvió a internarse en lo profundo del bosque…
No llovía, pero estaba tan oscuro que parecía de noche. La chica estaba ahí, a su
alcance. La podía tocar. Antes sólo la había visto de espaldas, pero esta vez cuando
Juan le tocó el hombro ella se dio vuelta. Y pudo ver sus ojos. Eran blancos,
totalmente blancos, sin iris ni pupilas, e iluminaban el bosque oscuro como si fueran
dos linternas.
La chica lo tomó de la mano. Él quiso zafarse, pero los dedos de ella se clavaron en
su carne, con dureza. Ella sonrió y empezó a arrastrarlo, hacia lo profundo. Lo llevó,
corriendo sin parar. Lo llevó por senderos interminables, hacía la oscuridad…
Sábado 8 de Octubre de 2011
Juan cabeceó frente al televisor. Estaba a punto de caer en las fauces de la
siesta otra vez. Era sábado y tenía muchas cosas para hacer, pero ganas
ninguna. Había planeado todo para ir de nuevo a Pereyra con los chicos,
pero el programa se había pinchado. A Santiago lo habían invitado a un
cumpleaños y Sofia había quedado en ir al cine con unas amigas.
Sólo tenía ganas de mirar la tele y dormir. Dirigir el estudio contable le
demandaba una dosis extra de energía mental y ahora estaba sintiendo el
bajón. Por suerte, Eduardo había regresado hacía dos días de Mina Clavero
con mucho mejor ánimo, y aunque aún no se había reintegrado del todo a
sus tareas, en la oficina se respiraba un ambiente de optimismo.
20
Laura apareció desde la habitación con una cartera en la mano con la
evidente intención de salir y lo observó tirado en el sillón.
–¿Por qué no vas a dar una vuelta en bici? –dijo.
–¿Yo? ¿Solo?
–Y sí. ¿Por qué no?
Juan obligó a sus párpados a abrirse un poco más.
–Umm...no sé, después veo –dijo.
–Dale, levantate y andá.
Laura salió y cerró la puerta de la calle.
Con un importante esfuerzo de voluntad Juan se levantó del sillón y fue al
garaje. Se quedó mirando la bici durante un momento. Aún tenía pegado el
barro de la semana pasada. El barro del sendero… ¿Hasta dónde llegaría el
dichoso sendero? Empezó a sentir que la modorra se disipaba un poco.
No lo pensó más. Se cambió rápido de ropa, cargó la bici en el auto y salió
para el parque.
Esta vez dejó el auto cerca del puente en donde comenzaba el sendero.
Cuando estaba sacando la bicicleta pasó un grupo de seis o siete chicos en
bici que entraron al bosque por la senda. Intentó apurarse lo más posible en
descargar la bici para intentar seguirlos, pero cuando llegó a la entrada del
bosque ya habían desparecido. Continuó solo y en menos de diez minutos
llegó hasta el lugar en donde estaba la represa abandonada. Esta vez había
llegado hasta allí mucho más rápido que la vez anterior, en parte porque no
había barro y en parte porque le estaba tomando la mano a la bici. Dejó el
dique a su izquierda y se internó en terreno desconocido. El sendero
continuaba curveando interminable hasta llegar a un angosto puente
construido de forma precaria con unos troncos. Las huellas delataban que las
bicis pasaban sobre él pero Juan no se atrevió a hacerlo. Después de un
momento de duda se bajó de la bici y lo atravesó caminando. Un rato más
tarde se encontró con un segundo puente similar al anterior. Este era un
poco más ancho, no mucho, pero lo suficiente como para darle la confianza
necesaria para no tener bajarse de la bici. Unos metros después del segundo
puente, el sendero se dividía en dos, uno continuaba casi recto hacia el este
continuando junto al curso del arroyo, mientras que el segundo apuntaba a
la derecha, hacia el sur. Decidió ir por este último porque era algo más ancho
y que se lo notaba más transitado por las bicis, aunque lamentó un poco
tener que separarse del arroyo que le podría servir de guía.
Este nuevo sendero era prácticamente recto y le permitió pedalear con
algo más de velocidad. Poco tiempo después se cruzó con otros ciclistas. En
21
realidad, tuvo que frenar y apartarse a un lado porque faltó poco para que lo
atropellaran. Eran jóvenes de veintipocos años lanzados a toda velocidad
que no parecían tan hábiles como los que se había cruzado la semana pasada,
zigzagueaban sin motivo, y cuando uno de ellos desvió un poco la
trayectoria para esquivar a Juan, chocó contra un árbol dándose un golpe
tremendo. Juan se bajó de su bici con la intención de ir a ayudarlo. Sin
embargo, al chico, lo único que le produjo el choque fue risa. Se despatarró
en el suelo a las carcajadas mientras sus compañeros se reían de él. Luego se
levantó, buscó la bici que había quedado varios metros más adelante, y
volvió a lanzarse a toda máquina como si nada hubiera pasado. Juan retomó
el camino y un par de cientos de metros más adelante empezó a ver luz a lo
lejos, como si el bosque se acabara. La luz fue aumentando de a poco a
medida que avanzaba hasta que desembocó en un claro. Frenó justo en el
borde de un risco. Delante suyo contempló una zona despejada de árboles
que era como un gigantesco hueco de forma irregular, aunque
aproximadamente ovalada. Mediría unos ciento cincuenta metros de largo
por setenta de ancho. La profundidad, que variaba de un punto a otro,
estaba entre los cuatro y los diez metros. El sendero aparecía por uno de los
bordes y hacia la derecha se podía bajar hasta el fondo por una suave
pendiente. Dentro del hueco, varios chicos en bicicleta aprovechaban las
irregularidades y pequeñas montañas de tierra para hacer saltos y piruetas
con sus bicis. También había gente a pie, paseando.
Juan permaneció un momento observando y llegó a la conclusión de que
ese lugar era producto de una explotación de tosca. Mientras había estado en
el sendero se encontraba tan encerrado entre la vegetación que apenas podía
ver lo que había a su alrededor y no tenía mucha noción de dónde estaba,
pero allí, desde el borde del risco, el panorama era fantástico. El gran claro
abierto entre la masa arbórea permitía apreciar gran la variedad de especies
diferentes de árboles. En una rápida mirada pudo apreciar Cipreses, cedros,
eucaliptos, palmeras, y acacias. Algunos de estos árboles estaban floreciendo,
se distinguía el inconfundible rosa del palo borracho y el amarillo de las
flores de otro árbol desconocido.
Al mirar hacia la izquierda descubrió que el sendero continuaba por el
borde del risco. Decidió continuar por allí sin descender mientras avanzaba
con mucho cuidado ya que por momentos la caída hacia la derecha era
abrupta. Fue dando la vuelta alrededor del claro hasta que encontró otro
sendero que se abría hacia la izquierda, lo tomó y se internó de nuevo en el
bosque ahora con rumbo noreste, alejándose del claro y volviendo en teoría
22
hacia el arroyo. Este sendero se fue haciendo más ancho hasta permitir el
paso de tres bicicletas a la par o incluso de un auto. Se cruzó con más gente:
otro par de ciclistas y un grupo corriendo a pie. Cuando había recorrido
unos seiscientos metros desde el claro, llegó a un cruce con un camino
asfaltado.
Miró hacia ambos lados. La vegetación había crecido sobre el camino
dejando un espacio libre de poco más de dos metros de ancho, quizás sólo lo
justo para que pasara un auto. Hacia ambos lados el camino era
completamente recto y hasta donde alcanzaba la vista continuaba el bosque.
El asfalto estaba muy deteriorado y lleno de baches. Unos metros hacia la
izquierda había una especie de caseta de vigilancia muy deteriorada y una
barrera rota que algún tiempo atrás habría regulado el paso de vehículos por
el camino.
Optó por ir hacia izquierda y unos pocos metros más adelante se encontró
sobre un puente del cual apenas se podían adivinar sus barandas en medio
de la vegetación. Resultaba obvio entonces que la barrera había controlado el
paso por el puente. Se acercó hasta la baranda del lado derecho y comprobó
que por debajo pasaba el arroyo que lo había acompañado en los primeros
tramos de sendero. Del otro lado del puente, el camino se internaba en un
cañaveral. Continuó avanzando y a los pocos metros descubrió otro
sugestivo sendero que se internaba entre las cañas hacia la derecha. La
mayoría de las huellas de bicis iban y venían de él.
Miró el cuentakilómetros de la bici. Había recorrido algo más de tres
kilómetros desde que había salido del auto. Le pareció poquísimo. Había
tardado casi treinta y cinco minutos en hacer esa ínfima distancia. Por esos
senderos tan intrincados parecía que se avanzaba mucho, pero al ser la
velocidad muy baja el resultado medido en kilómetros era escaso. Por lo
visto hasta ahora, el bosque parecía ser enorme, cobijando múltiples
senderos y caminos que lo recorrían. Por un momento pensó en que por hoy
ya había recorrido bastante, pero la curiosidad pudo más y se internó por ese
último sendero que partía hacia las profundidades del cañaveral.
No era nada fácil rodar por esa senda, era tan angosta que los extremos
del manubrio rozaban las cañas de forma continua. Gradualmente empezó a
percibir una mayor claridad hacia el lado izquierdo, hasta que algunos rayos
de sol llegaron hasta sus ojos y se detuvo para poder observar con más
detenimiento. El sol se reflejaba en una superficie de agua y sus destellos
llegaban hasta sus ojos a través de los pocos espacios libres que quedaban
entre el cañaveral. Continuó avanzando un poco más, intentando encontrar
23
un lugar en donde la vegetación del lado izquierdo fuera menos densa para
poder atravesarla. Al llegar una zona que parecía estar un poco más
despejada, dejó la bici a un lado y se internó a pie entre las cañas. Le costó un
considerable esfuerzo avanzar unos pocos metros, no más de cinco, pero al
final logró llegar hasta la orilla de un lago.
El sol brillaba con fuerza frente a él, lo encandilaba y apenas le permitía
adivinar la orilla opuesta. Después de haber dado tantas vueltas, había
perdido la orientación de forma definitiva, pero ahora que podía ver la
ubicación del sol, sabía con certeza que el último sendero que había
transitado llevaba una dirección casi directa hacía el norte. La vista era sin
duda un regalo para los ojos. El lago era muy parecido al otro que estaba en
el parque y hasta parecía haber sido creado por las mismas manos, por el
mismo paisajista. ¿Habría sido esta zona también parte del parque en alguna
época? Al igual que en el otro lago, la superficie del agua estaba cubierta por
algas de un intenso color verde turquesa, sólo que aquí la densidad de las
algas era aún mayor, dándole a la superficie del agua un aspecto sólido,
tanto que daba la sensación de que si uno la pisaba no iba a hundirse. Un
grupo de patos nadaba con vigor abriéndose camino entre las algas, dejando
una pequeña estela de agua limpia en donde los rayos del sol se
multiplicaban. Varios árboles habían caído desde las orillas y ahora parte de
sus troncos sobresalían del agua. Todo el entorno era muy salvaje.
Al igual que en la tosquera que había descubierto hacía un rato, las orillas
del lago dejaban ver la gran cantidad de diferentes especies arbóreas que
había en el lugar. Al recordar la tosquera Juan cayó en la cuenta de que la
forma de esta y la del lago eran curiosamente similares. Las dimensiones
eran muy parecidas. ¿Sería la tosquera en realidad un antiguo lago que ahora
estaba seco, o un proyecto de lago que nunca llegó a ser? Al pensarlo mejor
esta idea no le resultó factible por dos razones: El hueco de la tosquera era
demasiado profundo para ser un lago artificial, y además los bordes del lago
a pesar de haber sido excavados hacía largo tiempo, eran muy prolijos,
mientras que los bordes de la tosquera eran irregulares y escarpados, no
habían sido hechos con ningún cuidado estético.
Consultó su reloj. Ver la aguja sobre las cinco de la tarde lo hizo salir de la
ensoñación que le habían producido el tibio sol de primavera y el paisaje
surrealista del lago verde. Era hora de regresar. Comenzó a volver sobre sus
pasos pensando en que cuando llegara a su casa investigaría por internet
todo lo que encontrara en referencia al parque y a esta zona ignota de
bosque. Creía estar regresando al sendero por el mismo lugar en que había
24
salido, sin embargo las cañas eran más difíciles de atravesar que en el camino
de ida. Estaba luchando por avanzar cuando de pronto el suelo cedió y se
sintió en el vacío. Y sin saber cómo ni por qué, se encontró en caída libre…
Al contrario de lo que esperaba el golpe fue suave en extremo, rebotó
contra algo blando y cayó hacia adelante apoyando las manos. A pesar de
que por la oscuridad no veía casi nada, por la textura en las manos notó que
había caído sobre un montón de tierra blanda. Al intentar levantarse sus
piernas se enterraron hasta más allá de las rodillas. Acto seguido algo más
tierra húmeda cayó sobre él y de forma instintiva se la sacudió de la cabeza
con la mano. ¿Qué mierda había pasado? ¿Dónde había caído? Al mirar
hacia arriba vio un círculo de luz con el color de los rayos del ocaso. Estaba a
casi tres metros de profundidad y el lugar por donde había caído parecía ser
un boquete de menos de un metro de diámetro. Algo había socavado la
tierra allí debajo, y él había pisado justo encima del socavón. No podía ver
gran cosa debido a la penumbra, pero por el eco parecía que estaba en una
cavidad muy grande.
Empezó a preocuparse por como subir. Miró hacia los costados y no
parecía fácil. Lo mejor que había eran unas gruesas raíces que colgaban
desde lo alto casi hasta el suelo. La única alternativa factible era poder trepar
por ellas.
De pronto una notoria corriente de aire le dio en la espalda y le hizo sentir
un escalofrío. Se dio vuelta intentando descubrir de dónde venía, pero sólo
vio oscuridad. No podía distinguir las paredes de la cavidad en la que se
encontraba. Avanzó unos pasos hacia adelante con los brazos extendidos.
Tres, cuatro pasos y no encontró la pared.
Diez pasos más. Nada.
Otra corriente de aire, esta vez más fuerte, le dio en la cara. Era obvio que
ahí había un hueco o un túnel. ¿De dónde venía sino esa corriente de aire?
Entonces escuchó algo: Un sonido muy suave como de aire siseando. Y era el
mismo sonido siseante que había escuchado la semana anterior en la
cascada. El que le había oído en la columna con la inscripción: «1873». Otro
escalofrío le erizó el cuerpo. Ahora tenía otra evidencia. Ató cabos. ¿Sería
entonces la columna un respiradero? Por lo menos delante de él parecía
haber un túnel, y ese ruido sería… ¿Alguna clase de máquina trabajando?
Para su inmensa sorpresa una luz se encendió en el túnel, muy lejos, como
a doscientos metros, pero le permitió ver todo con claridad. El túnel era
larguísimo y de forma rectangular. Sin duda no era un desagüe, era un
pasaje. En varias partes se veían raíces que habían penetrado por el techo y
25
las paredes. Un poco más allá había unos extraños objetos tirados en el suelo,
que parecían engranajes gigantes. A lo lejos oyó voces. Intentó escuchar que
decían, pero eran ininteligibles, le llegaban muy deformadas por el eco.
Empezó a sentir la tensión del miedo. Sería mejor salir de ahí de una vez.
Se aferró de las raíces y comenzó a trepar, pero era complicado, estaban
húmedas y resbalaban. En un momento sus pies perdieron contacto con la
pared y se balanceó en el aire colgado de la raíz. Creyó que la raíz se
desprendería y caería al suelo, pero luego pudo volver a apoyar los pies, lo
que le permitió continuar subiendo, ahora con más cuidado que antes. Subía
un metro y luego resbalaba un poco, perdiendo parte del terreno ganado,
hasta que al final pudo sacar una mano a la superficie. Desde el hueco le
volvió a llegar el sonido de las voces. Ahora se oían más cerca, y hablaban
con tono de apremio. Le pareció distinguir la palabra «agarralo». Sacó el otro
brazo al exterior y se impulsó hacia arriba lo más fuerte que pudo logrando
sacar también una pierna. Con un último esfuerzo se encontró por completo
en la superficie.
Forcejeó entre las cañas para llegar hasta la bici, arañándose los brazos en
varios lugares. Sentía el impulso frenético de la adrenalina y el corazón
latiendo desbocado. Subió a la bici y se lanzó a toda velocidad, esquivando
los obstáculos de milagro. Llegó a creer que podía ir tan rápido y tan bien
como esos ciclistas que había visto en su primer día en el bosque. Y así fue
durante algo más de un kilómetro, hasta que en una curva el extremo del
manubrio se enganchó con una especie de liana que colgaba desde lo alto. La
liana se tensó haciendo girar el manubrio bruscamente, poniéndolo a
noventa grados respecto de su posición normal en línea recta. La bici se clavó
en seco y Juan salió despedido por encima del manubrio volando al mejor
estilo superman. Aterrizó con los brazos extendidos, pero sus brazos no
tuvieron la fuerza suficiente como para resistir el impacto y su cara chocó
violentamente contra el suelo. Por la velocidad que llevaba continuó
arrastrándose varios metros hasta que se detuvo del todo.
Se quedó un momento con la cara contra el suelo, sin poder moverse.
Sentía un zumbido en los oídos que de a poco fue remitiendo. Intentó
levantar la cabeza pero se mareaba y volvió a apoyarla.
Esperó un minuto y lo intentó de nuevo, logrando incorporarse con un
considerable esfuerzo. Las manos le ardían de forma punzante; el contacto
con el suelo lo había hecho con los dedos extendidos, se había doblado los
dedos hacia atrás y se había arrancado por lo menos tres uñas. También
26
sentía dolor en la cara, se la tocó con la mano menos sucia y notó que
sangraba en la frente.
¡Qué idiota había sido! ¡Asustarse porque un boludo gritó: «agarralo»!
¿Realmente había escuchado esa palabra o había sido su imaginación? De
todas formas había sido un tarado. ¡Salir a lo loco de esa manera! ¿Y qué
habría pasado si se hubiera roto el cuello? Lo más probable es que lo hubiera
encontrado alguien al día siguiente, ya duro.
No veía la bici por ningún lado. Después de un rato se dio cuenta de que
había quedado más atrás. Caminó penosamente hasta allí y se encontró con
que la liana aún estaba enroscada en el manubrio. Levantó la bici y observó
que no parecía tener daños considerables, pero era su propio cuerpo el que
no se encontraba en condiciones de volver a pedalear. Intentó caminar
llevando la bici al lado, pero no llegó a dar ni un paso, la rueda delantera
estaba frenada por completo. Al mirar la rueda con más detenimiento notó
que estaba doblada y que chocaba con los frenos. No le quedó otra
alternativa que llevar la bici con la parte delantera levantada, lo que no era
nada cómodo y menos aún con las manos heridas. Y aún había otro
problema: estaba oscureciendo y no sabía con exactitud qué distancia le
quedaba por recorrer. Suponía que serían al menos dos kilómetros, lo que en
esas condiciones podía suponer más de media hora de camino. Sin duda lo
más sensato sería dejar la bici ahí, quizás podría esconderla en la espesura y
recuperarla luego. Se le ocurrió otra cosa y tanteó el bolsillo del pantalón.
Por milagro el celular aún estaba ahí, pero al pulsar el botón de encendido el
indicador de la señal no marcó ni una sola línea. Estaba a punto de esconder
la bici cuando escucho el sonido de otra bicicleta acercándose. Un momento
después vio aparecer un ciclista que frenó a su lado y lo miró asombrado.
–¡Uuuufff! ¡Qué golpe te diste! –dijo.
A Juan no le dio tiempo a contestar.
–¿No tenías casco? –Preguntó el ciclista.
–No. ¿Tenés agua?
–Sí, sí, claro.
El hombre llevaba dos caramañolas con agua, una de las cuales aún
conservaba su contenido completo. Juan la utilizó para lavarse la cara y las
manos, no fue suficiente para hacer una buena limpieza, pero sirvió al menos
para sacar la suciedad más gruesa.
–Te gasté toda el agua –dijo.
–Eso no tiene importancia ahora. ¿Cómo estás?
–Regular, la bici no funciona, no gira la rueda delantera. Está descentrada.
27
–Dejáme ver…
El hombre tomó la bicicleta de Juan y con un par de movimientos rápidos
desenganchó los frenos. Levantó la rueda y la hizo girar, estaba muy doblada
pero daba vueltas sin problemas.
–No sabía que se podía hacer eso –dijo Juan.
–Me parece que hay varias cosas que no sabés, demasiadas a mi gusto
para andar solo por el bosque. Te voy a tener que enseñar porque así no vas
a durar mucho, pero ahora eso no importa, tenemos que apurarnos.
Juan empezó a caminar al lado de la bici.
–No, no –dijo el hombre–. Subite y pedaleá, estamos jugados con la luz. Si
no te subís no vamos a llegar a salir antes de que se haga de noche.
Juan acató la orden y empezó a pedalear con mucho dolor. Una mano casi
no la podía apoyar, la otra sí pero no podía cerrar los dedos. En los tramos
más difíciles del sendero, se bajaba de la bici y los pasaba a pie. El camino se
le hizo interminable. Al salir del bosque la oscuridad era casi completa, si ese
hombre no lo hubiera encontrado se habría visto en serios problemas. Al
llegar al lugar en donde estaban los autos, el hombre le ofreció un bidón de
agua con el que se pudo limpiar mejor las heridas. Tenía un pequeño corte
en la frente y varias raspaduras por toda la cara, pero lo peor eran las manos,
se las iba a tener que hacer revisar. Dos uñas de la mano derecha habían
desaparecido y una tercera estaba partida por la mitad. La palma de la mano
izquierda la tenía en carne viva. Su salvador apareció con un botiquín y lo
ayudó a desinfectarse y vendarse las manos.
Ya más tranquilo, Juan observó al hombre con más detenimiento. Con el
casco puesto parecía más joven, pero al sacárselo aparentaba unos sesenta
años de edad. Era delgado, atlético y tenía la piel curtida por el sol a pesar de
que recién comenzaba la primavera, lo que denotaba que pasaba mucho
tiempo al aire libre. Tenía una bicicleta de color azul eléctrico que a Juan le
resultaba familiar. Llevaba toda la indumentaria adecuada para la bici y
parecía estar preparado para todo. Por la facilidad y rapidez con que le
vendó las manos demostró tener práctica en hacerlo. Todos sus movimientos
eran seguros y precisos.
–Menos mal que usted me encontró –dijo Juan.
–Bueno… el azar es así.
–Muchas gracias por ayudarme.
–Es lo que hubiera hecho cualquiera que pasara por ahí. El problema es
que es muy difícil que alguien ande a esta hora por ahí, es peligroso. Dentro
28
del bosque oscurece antes –dijo esto último con un tono solemne que a Juan
le sonó fuera de lugar.
–Disculpe, no me presenté. Soy Juan Fernandez.
–Alberto Reynini, un gusto conocerte.
–No le doy la mano porque me parece que no está en condiciones.
–Ok Juan, te voy a contar algo: Para andar en bici por acá como mínimo
tenés que llevar casco, guantes, agua, inflador y una cámara de repuesto, y
también tratá de saber siempre en dónde estás para poder calcular la hora de
salida con margen de error. Habrás visto que el bosque estaba lleno de gente
y un momento después habían desaparecido todos.
–Sí, es cierto, observé eso.
Juan continuó relatándole a Alberto como había sido su recorrido en bici.
Pensó en contarle también el episodio del túnel, pero decidió que era mejor
guardárselo. Después de todo no sabía bien quién era Alberto, ni tampoco
que podía significar ese túnel.
Alberto escuchó sus palabras con atención y se quedó pensativo.
Juan volvió a probar el celular y esta vez funcionó. Le avisó a Laura que
se había retrasado pero que ya estaba en camino. Después de volver a darle
las gracias a Alberto, subió al auto y emprendió el regreso. Volvió
manejando con la punta de los dedos que le quedaban sanos, y cuando entró
en casa intentó pasar a la ducha sin ser descubierto, pero no funcionó, Laura
estaba con el radar encendido. Ella lo fue a recibir al escuchar el ruido del
portón del garage.
–Me caí de la bici –anticipó Juan con la puerta del auto abierta pero aún
adentro–. Pero no es nada.
Laura se acercó y lo miró. Ahora ya lavadas las heridas de la cara no eran
gran cosa, pero entonces ella le vio las manos vendadas.
–¿Y esto? –dijo tomándole las manos.
–Bueno, me lastimé un poco.
Laura despegó un poco la venda y miró la herida.
–Yo diría que te hiciste mierda.
Minutos después estaban en la guardia de la clínica. Mientras esperaban
que los atendieran, Juan le contó a Laura todo lo que había pasado. Laura se
quedó mirándolo con la boca abierta.
–Es increíble la aventura que viviste, casi te perdemos –dijo riéndose, en
tono de broma–. Por lo menos se te habrá ido el stress.
Juan se tocó la frente en donde se había lastimado.
29
–Sí, creo que sí. Me parece que se me fue del todo, pero a ese bosque de
mierda no vuelvo más. Tengo una bronca… Y de la bici tampoco quiero
saber nada más. Ya tengo cuarenta pirulos y no estoy para estos trotes, a
partir de ahora me dedico al pool, al metegol o cosas por el estilo… como la
gente de mi edad.
–Sí, estás hecho un viejo choto –dijo Laura, sin perder el humor.
Juan se acercó y le dio un beso.
–Dale, vos cargame nomás.
–Me quedé intrigada… ¿Qué será ese túnel que descubriste?
–No lo sé, y no creo que nunca lo sepa, por ahí no voy más.
Pero esa noche volvió a ir al bosque. Esta vez él no perseguía a la chica. Ahora
estaban juntos, eran aliados. Ella corría junto a él y ambos eran perseguidos por
algo. Corrían y corrían por senderos interminables, se caían muchas veces, pero se
volvían a levantar y seguían corriendo hasta llegar a un claro. Allí había un pino
enorme. En ese momento caía un rayo que daba justo en la punta del pino y lo partía
en cuatro partes idénticas que caían hacia los cuatro puntos cardinales. Una de las
ramas del pino caía hacia ellos y entonces todo se oscurecía…
Sábado 8 de Octubre, 23:45hs
Dos hombres armados equipados con cascos de minero, marchaban en la
oscuridad. Su camino sólo estaba iluminado por los haces de luz de sus
linternas.
–Cuando termine el turno voy a ir a lo de la Pocha a tomarme unas
birras… ¿Venís?
–No…
–Dale, seguro que va a estar la Lori… Síííí –rió con carcajadas que
retumbaron con mil ecos–. Vení… dale que te gusta. ¿Qué te creés, que no
me di cuenta? –Se volvió a reír, dándole un codazo a su compañero y
empujándolo contra una de las paredes.
–¡Pará! ¡Nooo! No seas boludo –contestó el otro recuperando el paso–. Ya
te dije que no voy, tengo sueño, y además mañana quiero levantarme
temprano.
Otra carcajada resonó infinita.
30
–¿Y para qué te vas a levantar temprano? ¿Qué? ¿Vas a ir a pescar? Bagres
es lo único que podés pescar vos. Venite conmigo que la Lori esa es un
pescadito fino, no como los bagres que te gustan a vos.
–Mañana me voy a ver otro laburo, ya estoy harto de esta mierda. Y si no
me sale lo otro voy a empezar a hacer las horas que me corresponden y nada
más, basta de guardias nocturnas y trabajitos extra. Aparte, ¿para qué? Si
toda esta mierda está vacía. Acá no hay nadie. Ni ratas hay. ¿Dónde viste
una guarida como esta y que no haya ratas? Para mí que acá hay algo
radiactivo o por el estilo.
–¡Pará, no te des manija! Pará la maquina che. Y mejor que hagas las
guardias sino al jefazo no le va a hacer mucha gracias. Ya viste lo que les
pasó al Roni y a Pedro Diaz por hacerse los locos.
–Esos dos eran unos chupaculos y así terminaron… Mirá, como quieras,
pero yo me voy a dormir. Volvamos.
–¿Qué es eso?
–¿Qué cosa?
Encendieron unas linternas grandes y enfocaron hacia adelante. Una
considerable montaña de tierra estaba en el medio del túnel.
–Eso es un hormiguero. ¿Qué va a ser?
–No seas boludo. Mirá arriba. ¡Se cayó el techo!
Se acercaron hasta la montaña de tierra y enfocaron con las linternas hacia
el agujero del techo. Sólo se veían algunas raíces y ramas.
–Vamos a avisarle al teniente. Esto hay que arreglarlo.
–¡No! ¡La puta madre! Mirá –dijo enfocando con la linterna hacia el suelo.
Había huellas.
–Alguien anduvo por acá. Debe haber sido uno de esos pelotuditos de las
bicis. Yo siempre dije que no hay que dejarlos entrar. Pero acá se hacen todos
los sabios y mirá lo que pasa. El viejo se va recalentar.
–Que raro que Martinez y Luque que estaban de guardia a la tarde no
vieron nada.
–Para mí que lo vieron y cerraron el culito para que nos echen la culpa a
nosotros.
–¿Te parece?
– ¡Ah no! Si esos dos se hacen los giles pero son unos vivos bárbaros.
Seguro que lo vieron. Esto tiene que estar desde la tarde ¿Quién va a venir
por acá de noche?
–No sé, ¿pero vos si sabés todo, no? Sos un recontra capo. Dale, vamos a
avisar antes de que pase algo peor.
31
Los haces de luz de las linternas y las voces se alejaron hasta dejar el túnel
en oscuridad y en silencio.
32
2. El Bosque
I hear her voice calling my name
the sound is deep in the dark
I hear her voice and start to run
into the tres, into the trees
Escuché su voz llamando mi nombre
El sonido es profundo en la oscuridad
Escuché su voz y empecé a correr
entre los árboles, entre los árboles
Suddenly I stop, but I know it's too late
I'm lost in a forest, all alone
The girl was never there, it's always the same
I'm running towards nothing, again and again and again
De pronto me paré, pero sé que es demasiado tarde.
Estoy perdido en un bosque, sólo.
La chica nunca estuvo allí, esto es siempre lo mismo.
Estoy corriendo hacia nada, una y otra vez, y otra vez.
The Cure, A forest, 1980
Martes 11 de Octubre de 2011
Juan no se había hecho ninguna herida notoria desde hacía mucho tiempo
y le resultaba muy extraño estar vendado. La última vez que recordaba
haberse lastimado había sido cuando tenía diez años. En esa oportunidad se
había caído corriendo en la vereda de su casa, se había clavado un cristal en
la mano y le habían hecho tres puntos de sutura. Esta vez no había hecho
falta coser, pero la superficie lastimada era mucho mayor y el dolor también.
Al principio parecía peor lo de las uñas, pero a medida que fue pasando el
tiempo le empezó a doler mucho más la mano izquierda, la de la palma en
carne viva. Estar así era una molestia para todo; para comer, para ir al baño,
y no digamos para bañarse. Tendría que acostumbrarse.
33
Tampoco podía manejar, y a Laura le tocó llevarlo y traerlo del trabajo, lo
cual era complicado, porque a la mañana el horario coincidía con el del
colegio de los chicos. Tenían que salir todos juntos, dejar en primer término
a los chicos en el cole y luego pasar por trabajo de Juan. De todas formas
tampoco podía trabajar con normalidad, aunque se defendía bastante
manipulando el teclado con los dedos de la mano izquierda y el pulgar de la
derecha.
A las diez de la mañana llegó Eduardo que hacía pocos días había
regresado de sus vacaciones en Mina Clavero. Apenas entrar en la oficina y
ver los vendajes en las manos de Juan, le preguntó que le había ocurrido. A
Juan no le quedó más remedio que relatar una vez más lo sucedido durante
su «paseo» del sábado. En un principio pensó en obviar la parte de los
ruidos del respiradero y la caída en el túnel, pero al final, casi sin darse
cuenta, fue hilvanando todo tal cual fue sin guardarse nada. Eduardo, al
igual que Laura, también se quedó con la boca abierta. Después de ir a
buscar un par de seven-ups y tomarse la suya de un tirón le dijo:
–Cuando te recuperes de las manos tenemos que poner manos a la obra.
Juan se miró las manos
–Sí, no te preocupes –dijo–. Puedo escribir algo con el teclado, pero
cuando esté mejor intentaré recuperar el tiempo perdido.
–¿Qué teclado? ¿De qué hablás?
–De que igual puedo trabajar, aunque no a la misma velocidad.
–¿Eh…? ¡No! ¿Qué Trabajar? ¡Tenemos que poner manos a la obra en
averiguar a dónde va ese túnel!
Juan miró a Eduardo sorprendido.
–No, ya pasó –dijo–. No quiero saber más nada de eso.
–¡Qué no vas a querer saber! Eso es ahora porque estás cagado por el
golpe que te pegaste, pero vas a ver como dentro de unos días te carcome la
curiosidad.
–Yo no estoy tan seguro, me parece que agoté mi cuota de curiosidad por
un buen tiempo.
–Bueno, como quieras, pero si no vas vos, voy yo –dijo Eduardo–. Con
todo lo que me contaste me dan ganas de salir ya mismo para el bosque ese.
¿Vos sabías que de chico fui boy scout?
Juan se acomodó en la silla, parecía que la conversación se alargaba.
–No, no tenía ni idea –dijo.
–¿Nunca te conté que fuimos cantidad de veces a hacer campamento al
parque Pereyra?
34
–No, nunca me contaste.
–Bueno sí, conozco el parque como la palma de mi mano, pero cuando yo
estaba en los scouts esa zona por donde vos anduviste en bici estaba
totalmente cerrada al público, alambrada y vigilada. Con mis compañeros
siempre decíamos que un día nos íbamos a organizar para entrar de noche.
Se decía que allí adentro Perón había instalado un complejo para fabricar
bombas atómicas. Por supuesto y por suerte, nunca llegamos a concretar esa
incursión nocturna.
–Yo también iba de chico al parque pero nunca presté atención a ese
lugar.
–Ahora que vos decís que el bosque está abierto tengo muchas ganas de ir
a curiosear, y más con lo que me contaste. ¿Qué te parece si aprovechamos
que ahora hay mapas satelitales y miramos por internet a ver como es la
zona?
Juan pensó en el trabajo que tenía que terminar hoy con sus pocos dedos
operativos, pero decidió no contrariar a Eduardo que había regresado del
viaje con mucho mejor humor.
–Bueno dale, si no hay otro remedio –contestó.
En la imagen que Juan se había hecho de Eduardo en todos estos años en
que habían trabajado juntos, no encajaba que Eduardo podía haber sido boy
scout. Siempre se había imaginado a Eduardo como un tipo de oficina que
jamás había tomado contacto con la naturaleza, sin embargo parecía que en
su pasado había algunas cosas inesperadas. Y ahora, allí estaba,
entusiasmado con lo del bosque como un chico con juguete nuevo, lo cual no
era nada malo después de lo deprimido que había estado.
Eduardo giró el monitor para que Juan también pudiera verlo. Desplegó
el mapa satelital y lo amplió en la zona del parque Pereyra Iraola. Dentro
del parque se destacaba un sector de bosque de color verde oscuro e intenso
que en un primer vistazo sólo parecía un rectángulo de masa vegetal
compacta con pocos detalles. Eduardo lo midió con la escala del mapa, y
resultó ser que tenía ocho kilómetros de norte a sur y unos seis de este a
oeste. Tanto en el mapa como en la vista de satélite no figuraba ni se veía
ningún camino que lo atravesara. El límite oeste estaba marcado por el
camino Centenario, una ruta de dos carriles por mano que separaba el
bosque del resto del parque Pereyra. Hacia el norte el bosque lindaba con los
terrenos de la escuela de policía, aunque en este caso no estaba muy claro en
dónde estaba el límite divisorio porque dentro de la escuela de policía
también había algunas zonas de bosque. Hacia el este limitaba con las vías
35
del ferrocarril Buenos Aires – La Plata, y al sur con un barrio de casas de fin
de semana de la localidad de Villa Elisa.
Aumentando el zoom, Juan encontró el puente por debajo del cual había
atravesado el camino Centenario para entrar al bosque. Teniendo en cuenta
la distancia que le había marcado el cuentakilómetros de la bici, intentó
calcular de forma aproximada hasta que punto había llegado. Midió de
acuerdo a una regla que tenía la pantalla del programa a un costado, y
apoyó el dedo en el lugar indicado. Lo primero que descubrió es que si sus
cálculos eran más o menos correctos había llegado casi justo al centro del
bosque. Un centímetro más arriba de dónde tenía apoyado el dedo, vio una
perfecta mancha verde turquesa. Era el lago.
No había demasiada diferencia con el follaje porque el lago también era
verde, pero se distinguía con claridad dentro del mar verde oscuro. Entonces
recordó la tosquera y la buscó dándole un mayor aumento aún a la vista de
satélite. La encontró y resultó bastante visible, incluso más que el lago.
Estaba a apenas un kilómetro de este, y tal como había observado Juan “in
situ”, la forma y el tamaño del lago y de la tosquera eran muy similares.
Continuó haciendo una búsqueda detallada con el mayor aumento posible
para ver si descubría otros detalles, pero no encontró nada relevante.
Eduardo abrió otra ventana en el navegador y escribió tres palabras:
«Parque Pereyra Iraola». Aparecieron en la pantalla algunos artículos que
resultaron ser interesantes. En ellos descubrieron que toda la zona que
incluía el bosque, el parque, la escuela de policía, algunos barrios privados
que estaban alrededor y alguna zonas agrícolas aledañas, habían formado
parte de dos antiguas estancias pertenecientes a la familia Pereyra Iraola. Las
estancias se habían llamado Santa Rosa y San Juan y los terrenos de ambas
estancias habían sido expropiados a sus dueños en 1949, pasando los de la
estancia Santa Rosa a formar el Parque Pereyra Iraola, mientras que los de la
estancia San Juan habían sido utilizados para la escuela de policía y para
otras dependencias que ya no funcionaban. En concreto, la zona de bosque
que les interesaba, había sido entregada a la Armada Argentina y había
permanecido cerrada desde la fecha de la expropiación hasta 1999, fecha en
que la armada había devuelto los terrenos, convirtiéndose la zona en una
reserva natural. Desde ese entonces sólo se permitía el ingreso a pie o en
bicicleta. El antiguo casco de la estancia San Juan era hoy el edificio usado
como sede de la escuela de policía.
Se les pasó la mañana leyendo artículos acerca de la historia de las
antiguas estancias, de las familias que las habitaron y por último también
36
leyeron un artículo acerca de la situación actual del parque y sus
alrededores, sin embargo no encontraron ninguna información acerca de qué
tipo de uso le había dado la armada al predio que le había sido otorgado y
por supuesto en ninguna parte decía nada sobre túneles.
–Bueno –empezó diciendo Eduardo–. Lo primero que se me ocurre es que
el túnel en dónde caíste podría haber sido construido para escapar de la
estancia en caso de dificultades. Eso si el túnel es antiguo, que por lo que me
decís vos, que estaba lleno de raíces, parece lo más lógico. Ahora, si es más
moderno pudieron haberlo hecho los de la armada vaya a saber para qué.
Recuerdo perfectamente a los que vigilaban la zona cuando yo era chico:
Uniformes verdes camuflados y fusiles. Fantaseando un poco, también
podría ser que el túnel fuera parte de una instalación militar luego
abandonada, pero si la armada devolvió los terrenos, ¿quiénes son los que
están ahora ahí dentro? ¿Vos estás seguro que escuchaste voces?
Juan seguía con atención el razonamiento de Eduardo.
–Sí, estoy seguro –dijo–. Escuché pasos y luego voces. Cuando estaba por
salir una voz dijo: «agarralo»
–Por ahí son vagabundos que descubrieron el lugar y se quedaron a vivir
adentro.
–Puede ser. Si es así estarían hambrientos, casi me comen.
Eduardo sonrió.
–Vamos a tener que investigar sobre el terreno –dijo.
–Irás vos sólo. Ya te dije que yo ya no quiero saber nada de la bici y
mucho menos de ese bosque maldito.
–Ummm… Ahora que decís eso se me ocurre algo. ¿Qué te parece si
empezamos por dar una vuelta alrededor con el auto? Así no tenés que
andar en bici ni entrar en el bosque.
–Que no se puede. Se ve claro en el mapa que en algunas zonas no hay
caminos que permitan dar una vuelta alrededor.
–Sí que hay, mirá bien –Eduardo señaló la pantalla del monitor–. En el
lado oeste no hay problema, está el camino Centenario. En el lado sur se ve
una calle asfaltada, y si mirás bien en el lado este, al lado de la vía de tren,
hay un camino de tierra.
–Es cierto, pero en el lado norte no hay ningún camino.
–Sí, de acuerdo, pero podemos rodear el bosque por estos tres lados y
después vemos. ¿Qué decís?
–Está bien, vamos, pero no entiendo que querés lograr con esta vuelta.
37
–En primer lugar hacer un relevamiento de todas las entradas posibles,
tanto sean para autos o senderos para caminantes –explicó Eduardo.
–Vos metódico como siempre.
–¿Y por qué no voy a serlo? No hay que perder las buenas mañas. ¿Qué
decís? ¿Vamos mañana?
–¿Mañana? –Juan empezó a pensar que a Eduardo ya se le estaba yendo
la mano con el entusiasmo–. Es miércoles. ¿Y el trabajo?
–Tranquilo, tranquilo, no te alteres y mirá –Eduardo señaló a su espalda
el almanaque que estaba en la pared–. Mañana es doce de Octubre. Es
feriado. Además ya quedamos en que nos vamos a tomar el trabajo con más
calma.
–¡Es cierto! Con tantas cosas que pasaron estos últimos días me había
olvidado del feriado.
–¿A la mañana está bien?
–Sí, pero mejor temprano, puede ser que Laura quiera salir más tarde.
–Ok, entonces te espero a las ocho, acá en el garaje de la oficina.
Juan se levantó y enfiló hacia la puerta.
–Nos vemos mañana –dijo.
Miércoles 12 de Octubre de 2011
Laura observó a Juan mientras este bajaba del auto y caminaba hacia la
puerta de la oficina. Antes de tomar el picaporte Juan se dio vuelta y le lanzó
un beso con la mano. Laura aceleró y avanzó sin dejar de observar por el
espejo retrovisor a Juan que continuaba parado en la puerta de la oficina a
medida que ella se alejaba.
Sin duda había algo que estaba mal. Lo sentía. Ese cuento de que iban a
dar una vuelta por el parque Pereyra no se lo creía, para nada.
Desde la última vez en que Juan había ido a andar en bici al parque había
sentido algo raro, una especie de sensación certera de que algo no coincidía.
Era algo que solía percibir cuando era chica y que hacía un largo tiempo que
no sentía, pero ahora esa sensación se estaba volviendo a despertar en su
cabeza. Era algo que había vivido con ella hasta que tenía catorce años, y que
luego, simplemente, había desaparecido. No se trataba de algo agradable, y
por ese motivo en el momento en que había desaparecido se había sentido
contenta y aliviada. No se podía decir que fueran premoniciones, pero para
38
decirlo con más precisión, podía decir que eran una especie de señales de
alarma.
De chica Laura le decía la luz roja. Sabía que cuando la luz roja se
encendía algo malo podía pasar. El fenómeno se manifestaba como un calor
focalizado en la parte de atrás de la cabeza, hacia la izquierda. La mayoría
de las veces los avisos eran inútiles, porque no pasaba nada, pero otras veces
sí… y ocurrían cosas feas… muy feas.
Una de esas veces muy feas había sido cuando estaba en quinto grado.
Iba camino del colegio cuando sintió que la luz roja se encendía con mucha
fuerza y sintió una necesidad extrema e injustificada de volver a casa. A ella
le gustaba ir al colegio, sobre todo en esos tiempos en que tenía un grupo de
excelentes amigas, pero ese día se le habían ido las ganas, la luz estaba
encendida y era más fuerte que nunca. Le había dicho a su madre que se
sentía mal del estómago y que por esa razón había vuelto.
Ese caluroso día de noviembre, cuando ya estaban por terminar las clases,
el ventilador del techo de su aula se había caído mientras estaba
funcionando. Había habido varios heridos de consideración. Su mejor
amiga, la que se sentaba a su lado, había quedado con la cara desfigurada y
sólo después de muchos años de incontables cirugías, los médicos habían
logrado recomponer en su rostro una apariencia razonable, pero hasta
entonces había pasado la primera mitad de la adolescencia con mucho
sufrimiento.
A partir de entonces Laura siempre prestaba mucha atención cuando se
encendía la luz roja. El gran problema era que la mayoría de las veces, no
sabía qué hacer, porque la luz no le decía lo que iba a pasar y no siempre era
tan sencillo como ir o no ir al colegio. Durante años la había carcomido la
duda de si podría haber hecho algo para salvar a su amiga de ese
sufrimiento. ¿Pero qué? En lo que estaba segura de no haber fallado, era en
haber acompañado a Bárbara en todo lo que había podido durante aquellos
años aciagos.
Ahora la luz roja volvía a aparecer. En un principio había pretendido
convencerse a sí misma de que se trataba de un simple dolor de cabeza,
producto quizá de haber estado un largo rato en el sol, pero cuando Juan le
vino con el cuento de que Eduardo quería recordar sus tiempos de boy
scout, y que se iban a dar una vuelta por el parque Pereyra, identificó la
señal de forma certera: Era la misma luz roja de antaño. Había estado toda la
noche anterior sin dormir dándole vueltas al asunto. ¿Pero qué hacer?
¿Decirle a Juan que no vaya a encontrarse con Eduardo? ¿Decirle que sabía
39
que algo malo podía suceder? ¿Seguirlo a ver adónde iba, e intervenir de
alguna manera si fuera necesario? Esta última opción le pareció la peor de
todas. No había peor cosa, más deshonesta y más artera según su criterio,
que estar siguiendo a alguien. ¿Pero qué es lo que se traerían Juan y Eduardo
entre manos? Suponía que tenía que ser algo relativo a Eduardo. Desde que
había enviudado estaba rarísimo y ahora parecía que le estaba contagiando
la rareza a Juan. ¿Andarían en algún «arreglo económico» por izquierda?
¿Alguna estafa? Esas cosas serían posibles en algunos estudios contables,
pero no en el de Eduardo. Algo raro pasaba, pero no tenía ni la más remota
idea de qué era.
Cuando Juan vio cómo Laura se alejaba en el auto tuvo la sensación de
que lo observaba por el espejo. ¿O sería su imaginación? En los últimos días
ella estaba rara, desconfiada. Le hacía preguntas como si fuera un chico.
Nunca había visto a Laura así. ¿Sería la crisis de los cuarenta aunque a ella le
faltaran un par de años para eso?
Entró al garage y se encontró con el espectáculo de Eduardo vestido como
un auténtico boy scout. No tenía puesto el uniforme camuflado pero poco le
faltaba. En primer lugar estaba de bermuda y zapatillas. Desde la lejana
época en que jugaban al fútbol, no había visto a Eduardo vestido de esa
manera. En las piernas lucía unos largos pelos negros que resaltaban en esa
piel blanca que había visto el sol por última vez en otra era. Completaba el
atuendo una gorra con la visera puesta hacia atrás que le quedaba
francamente ridícula, y los lentes de sol colocados sobre la gorra. Sobre el
capot del auto había una brújula y en el suelo algo no le gustó mucho a Juan:
un machete.
Juan se agachó y levantó el machete
–¿No se suponía que no íbamos a bajar del auto? –dijo.
–No te preocupes, no vamos a bajar del auto. Lo llevo por las dudas.
–No me convencés.
Juan puso el machete en el baúl, se quedó con la brújula en la mano y
subió del lado del acompañante. Hacía ya tiempo que no veía ninguna
brújula, un objeto que en la época del GPS se había convertido en algo
arcaico. Dos minutos después viajaban al sur por una autopista casi vacía de
autos por el día feriado, en una mañana soleada y templada, donde Juan
disfrutó del hecho de poder ir de acompañante sin tener que preocuparse
del manejo. Por lo menos tenía algo positivo el estar herido: Los demás te
llevaban y no era necesario apretar el embrague y meter cambios. El sol le
40
acariciaba el rostro con suavidad, volcándolo hacia un placentero
adormecimiento que casi era sueño cuando Eduardo le tocó el brazo.
–No te duermas que ya estamos llegando –le dijo.
Juan abrió los ojos y contempló el panorama. Ya habían salido de la
autopista y en ese momento avanzaban por el Camino Centenario. La
primavera estaba estallando y los árboles se estaban llenando con sus
primeras hojas. Algunos de ellos estaban florecidos, los ceibos con sus flores
rojas y los jacarandás ya dejaban ver algo de su color violeta. A pesar de
haber estado ahí hacía sólo tres días, se notaba la diferencia en el crecimiento
de la vegetación. Abrió la ventanilla y el aire primaveral lo envolvió. Cinco
kilómetros más adelante la escuela de policía se acabó y comenzó el bosque.
Se estaban acercando al punto en dónde Juan había entrado al bosque.
Eduardo bajó un poco la velocidad.
–Al lado de ese puente está la entrada del sendero –dijo Juan señalando
hacia adelante–. ¿Querés parar y te muestro el lugar?
–No es necesario, esa parte ya me la describiste con lujo de detalles.
Vamos a ver lo que no conocemos. Al pasar sobre el puente Eduardo bajó
aún más la velocidad, hasta unos 50 km/h. Ambos empezaron a mirar hacia
la masa boscosa a su izquierda.
–¿Qué se supone que buscamos? –dijo Juan.
–Para empezar otros senderos, otras entradas. Sería interesante que en
esta vuelta de reconocimiento hiciéramos un inventario de todas las
entradas que tenga el bosque.
Un alto alambrado bordeaba la vegetación y fueron transcurriendo los
kilómetros hasta que llegaron al extremo sur del bosque sin encontrar nada
interesante.
A la derecha del camino había una estación de servicio. Eduardo
estacionó el coche y entraron a la cafetería. La zona de mesas tenía grandes
ventanales que permitían ver el exterior. Mientras se sentaban en una mesa
para beber un par de gaseosas, pudieron ver como estacionaban varios
coches cargados con bicicletas. Notaron que la estación de servicio se
transformaba en un punto de reunión para quienes practicaban ese deporte;
sacaban las bicis de los coches, compraban algo en el bar y partían rumbo al
parque o rumbo a la calle que estaba en frente.
–Por esa calle debe haber otra entrada –dijo Juan señalando hacía el
frente–. Por eso los ciclistas van en esa dirección.
Eduardo arrojó la lata de gaseosa en un cesto y miró hacia dónde Juan le
indicaba.
41
–Sí, tenés razón, vamos a seguirlos –dijo.
Subieron al coche y emprendieron la marcha por la calle dónde habían
visto desaparecer a los ciclistas. Del lado derecho había casas con parque,
rodeadas por cercos de ligustre o ligustrina. Del lado izquierdo la misma
mata impenetrable protegida por el alambrado. En poco tiempo alcanzaron
al grupo de bicicletas que había partido antes que ellos. Eduardo igualó la
velocidad de las bicis manteniendo una distancia de unos cincuenta metros.
–Vamos a ver a dónde nos llevan –dijo.
Avanzaron recorriendo todo el flanco sur del bosque hasta llegar a las
vías del tren. Allí la calle giraba hacia el norte poniéndose en paralelo con las
vías. Los ciclistas continuaban delante de ellos, y poco a poco fueron
entrando en un tramo donde los árboles eran más altos y las ramas se
entrelazaban en lo alto formando un túnel. Allí dentro, en la sombra, el aire
era mucho más fresco. Juan volvió la vista hacia adelante justo en el
momento en que las bicis giraban hacia la izquierda, desapareciendo dentro
del bosque.
–Allí debe haber un sendero –señaló–.
Eduardo continuó avanzando hasta el lugar en donde habían girado las
bicis y estacionó el auto a un costado del camino.
Había una entrada. Se trataba de un camino asfaltado que se adentraba en
el bosque con un ángulo de leve diagonal respecto del camino principal.
Aún podían ver las bicis alejarse unos cientos de metros más adelante. Juan
reconoció el camino de inmediato: era el mismo camino de asfalto roto que
él había atravesado en el medio del bosque durante su paseo. Al igual que
en la zona donde él había estado, la vegetación había crecido sobre el camino
dejando un paso de sólo dos metros de ancho. Una valla impedía la entrada
de vehículos, pero quedaba un pequeño espacio a la derecha que permitía la
circulación de peatones o ciclistas. A la derecha de la valla había un pequeño
cartel:
«RESERVA NATURAL – PROHIBIDO EL INGRESO DE VEHÍCULOS A
MOTOR – PROHIBIDO HACER FUEGO».
Eduardo sacó una libreta del bolsillo y mirando la brújula anoto la
dirección exacta que seguía el camino que se adentraba en el bosque.
Mientras Eduardo anotaba, desde la misma dirección en la que ellos
habían llegado, apareció un vehículo todo terreno de color negro avanzando
a toda velocidad. Era un VW Tuareg con los cristales tan oscuros que no se
podía ver quién viajaba en el interior. El Tuareg frenó ante la valla y de su
interior salió un tipo alto y corpulento vestido de traje y corbata que caminó
42
hasta la valla y la abrió. El coche avanzó con un brusco acelerón y volvió a
frenar del otro lado. El individuo que había bajado del coche cerró la valla y
volvió a subir. El Tuareg aceleró con toda su potencia despidiendo tierra y
hojas secas, alejándose a toda velocidad. Juan y Eduardo lo observaron
mientras se alejaba dando saltos en los grandes baches que había en el
camino.
–Espero que los ciclistas lo oigan acercarse –dijo Juan–. Debe ir como a
cien kilómetros por hora.
–Ojalá que los ciclistas ya no vayan por este camino –contestó Eduardo.
–¿Seguimos?
–Sí, dale.
Subieron al coche y continuaron dando la vuelta alrededor del bosque.
Un par de cientos de metros más adelante la calle hacía una curva de
noventa grados a la derecha y cruzaba la vía del tren. No había barrera, sólo
un cartel indicando el paso a nivel. Juan bajó del coche y se acercó a la vía
para ver si algún tren estaba acercándose y luego le indicó a Eduardo que
cruzara. Más allá del paso a nivel, el camino volvía a girar hacia el norte y
seguía en paralelo a la vía del lado opuesto al tramo anterior. Pocos metros
después el asfalto se acababa y aparecían unos inmensos baches que
comprometían la integridad del auto. Eduardo se esforzó para que su
Renault Scenic no quedara trabado en un lomo o quedara encajado en un
pozo. Poco a poco, el estado del camino volvió a mejorar y pudieron circular
con algo más velocidad.
–¿Te fijaste en los pozos que había en este último tramo? –dijo Eduardo.
–Sí, eran tremendos ¿Por qué me lo preguntás? –contestó Juan.
–Porque me pareció que estaban hechos a propósito, con una excavadora.
–¿Te parece?
–Sí, ¿No viste que eran todos iguales, y se notaban las marcas de los
dientes de la pala mecánica?
–Es cierto, ahora que me lo decís, estaban como rayados. ¿Para qué
habrán hecho eso?
–La verdad no lo sé. Porque si lo que querían era que no entrara nadie,
hubieran hecho una zanja que no se pudiera atravesar con un coche y listo.
No se para que se tomaron tanta molestia en hacer esos pozos.
–Quizás no podían cortar la calle, pero de esa manera logran que nadie
pueda pasar rápido por allí.
–Podría ser. Sí, tiene sentido lo que decís.
43
Sin que pudieran advertirlo previamente debido a lo escondido que
estaba entre la vegetación, se encontraron sobre un puente. Eduardo se
detuvo sobre él y volvieron a bajar del auto a explorar el lugar.
El puente pasaba sobre un arroyo que tenía que ser el que había seguido
Juan en su recorrido en bici, con la diferencia que ahora se encontraban en el
extremo opuesto del bosque. En la vía del tren también había un puente,
bastante más largo que el del camino. El arroyo pasaba por debajo y
quedaba bastante espacio libre desde las orillas hasta los pilotes del puente.
En cada una de las orillas del arroyo un sendero se internaba en el bosque.
Un ruido grave y sordo comenzó a oírse mientras que en el puente se
percibía una ligera vibración. Juan levantó la vista y vio el tren acercándose
a varios cientos de metros de distancia. La locomotora diesel atravesó el
puente a gran velocidad con un estruendo ensordecedor, lanzando hacía el
azul del cielo una espesa columna de humo gris grafito. Juan permaneció un
momento observando el tren mientras se alejaba por el largo tramo de ocho
kilómetros que separa las estaciones Pereyra y Hudson. Cuando el ruido
disminuyó lo suficiente para poder hablar sin gritar Eduardo se dirigió a
Juan.
–Voy a acercarme un poquito, a ver si son transitables los senderos –dijo–.
¿Venís?
–No, andá tranquilo, todavía siento el cuerpo dolorido.
Juan vio como Eduardo desaparecía por el sendero de la orilla norte.
Cinco minutos después lo vio volver a aparecer. Eduardo subió al puente,
hizo un gesto de «ok» con el pulgar hacia arriba y bajó por la otra orilla. A
continuación se internó en el sendero de la orilla sur. Pasaron quince
minutos y Eduardo no aparecía. Juan comenzó a pensar en ir a buscarlo.
Diez minutos más tarde abrió el baúl del auto y sacó el machete. Al
comenzar a bajar por el sendero con el machete bajo la axila, oyó ruidos
entre las ramas y vio aparecer a Eduardo todo sucio y cubierto de barro.
–¿Qué te pasó? –Dijo–. Ya estaba yendo a buscarte.
–No me pasó nada. Me resbalé y me caí.
–¿Estás bien?
–Sí… ¿Qué hacés con el machete?
–Y… lo llevaba por las dudas.
Eduardo le dio una palmada en el hombro.
–Viste vos que me criticabas por traerlo, al final andás con ganas de
usarlo –dijo.
–No seas boludo. Dale, volvamos.
44
Al salir del sendero había un coche de policía detenido junto al coche de
Eduardo, pero antes de que pudieran acercarse, el patrullero arrancó y se
alejó levantando una nube de polvo.
–¿Y eso? ¿Qué quiere decir? –dijo Juan en medio de la polvareda.
–No sé, espero que no quiera decir nada –dijo Eduardo.
Recorrieron el resto del camino que quedaba hasta completar el flanco
este del bosque sin encontrar nada llamativo. Poco después, el camino de
tierra se convertía en una calle asfaltada y entraba en un barrio de la
localidad de Hudson. La misma calle los llevó hasta la subida de la autopista
y emprendieron el regreso a casa.
Treinta minutos más tarde, al entrar en su casa, Juan percibió un aroma
delicioso. Tenía hambre y fue directo a la cocina. Laura, que estaba
cocinando, se dio vuelta y lo miró.
–Hola amor, llegaste temprano –dijo.
Juan levantó la tapa de la olla.
–Sí. Nunca habías hecho puchero. ¡Qué rico!
–Es cierto, pero hoy me estuve acordando de algunas cosas de cuando era
chica, me acordé de los pucheros que hacía mi mamá y me dieron ganas de
hacerlo.
Juan notó a Laura extraña, como si estuviera preocupada por algo.
–¿Te pasa algo? –le dijo.
–No, ¿por qué?
–Te noto preocupada.
–No, estoy bien.
–Ok, entonces vamos a comer que hoy tengo un hambre…
Después de comer y por primera vez en muchos años, Juan durmió una
larga siesta. Durmió profundamente y esta vez, sin soñar.
El resto de la semana Eduardo no apareció por la oficina y Juan empezó a
intentar cumplir lo que había pactado hacía ya más de un mes acerca de
tomarse el trabajo con más calma. Por las tardes salió más temprano de la
oficina y en vez de mirar la estresante tele, buscó una novela en la biblioteca.
Encontró una de Matilde Asensi: El origen perdido, que trataba sobre una
civilización poco conocida, la cultura de Tiahuanaco, en donde está la
famosa puerta del sol. El libro resultó ser muy interesante y cuando lo
terminó, investigó por internet todo lo que encontró sobre el tema.
Descubrió que la cultura de Tiahuanaco es considerada hoy por hoy una de
las más antiguas de la tierra, tanto que algunos investigadores sostienen que
podría ser la perdida Atlántida. Juan leyó durante varias tardes hasta
45
dormirse en largas y profundas siestas, y en medio de tanto relax casi llegó a
olvidarse del bosque y de su misterioso túnel.
Lunes 17 de Octubre de 2011
En sus largos años de relación laboral Juan jamás había visto a Eduardo
tocar el timbre de su casa. Le abrió la puerta intrigado y lo hizo pasar a la
habitación en dónde tenía el escritorio con la computadora.
Eduardo dejó un paquete sobre el escritorio.
–Traje facturas –dijo–. ¿Tenés mate?
–Sí claro, seguime.
Juan guío a Eduardo hasta la cocina, abrió la alacena y sacó el paquete de
yerba. Eduardo abrió un portafolio y sacó una hoja de papel que dejó sobre
la mesada. Juan dejó la yerba a un costado y miró la hoja de papel sin
entender demasiado lo que decía.
–¿Qué es esto? –preguntó.
–¿Qué te parece que es?
–No sé… un esquema… que se yó.
–Es un mapa del parque Pereyra, con todos los caminos y senderos.
Eduardo no se había esmerado mucho colocando referencias, pero para
quién conocía la zona resultaba evidente. Era sorprendente la minuciosa
cantidad de líneas que Eduardo había dibujado en su mapa.
–¿Cuándo fuiste?
–Mmmm… El viernes, el sábado… y el domingo. Le dediqué tres días y
apliqué todos mis conocimientos de chico explorador.
–¿Tres días seguidos?
Juan puso a calentar el agua para el mate y se sentó en la mesa llevando el
mapa para mirarlo más de cerca. Lo primero que Juan identificó en el mapa
fue el camino por donde había entrado el todoterreno, que efectivamente
resultaba ser el mismo que él había cruzado el día de la bici. Luego, según el
mapa, el camino continuaba hasta la escuela de policía. Señaló ese detalle
con el dedo.
–Entonces este camino es como una especie de puerta trasera de la
escuela –dijo.
–Exacto –dijo Eduardo–. Atraviesa el bosque de sur a norte. Es un camino
interesante para entrar sin ser visto.
–Como cuando entró el Tuareg el martes pasado.
46
Juan se levantó a buscar el agua caliente. Le cebó un mate a Eduardo y
continuó con el mapa. El bosque parecía tener dos puntos principales de
donde partían todos los senderos: Uno era la tosquera, y el otro era un punto
situado cerca del lago, a unos doscientos metros. Le señaló a Eduardo ese
punto.
–Es un claro de forma circular en el medio del bosque –dijo Eduardo–. De
unos sesenta metros de diámetro. En ese perímetro está todo desmalezado y
prolijo. Supongo que los policías lo mantienen así ya que está muy cerca de
la entrada trasera de la escuela. Hay un camino, también bien mantenido,
que comunica la escuela con el claro. Lo único notable es que en el centro del
claro hay un árbol rodeado con una verja de hierro que lo protege, aunque
desconozco con qué fin. El árbol es casi tan alto como un eucaliptus, como
de treinta metros de altura. El tronco es claro, como el de un álamo, aunque
obviamente mucho más grueso. La copa es amplia y no se parece a ningún
otro árbol, tendrías que verlo.
Juan observó que Eduardo había marcado en el mapa varias líneas
discontinuas de color rojo.
–¿Y qué son todos estos puntos rojos? –preguntó.
Eduardo se puso serio.
–Bueno… son los respiraderos –dijo.
–¿Respiraderos? ¡Pero hay muchísimos! ¡Y por todas partes!
–Sí, descubrí setenta y seis, aunque debe de haber más. Pero bueno,
vamos por partes.
–Pero esto quiere decir que el bosque está lleno de túneles –interrumpió
Juan–.
–Mejor te cuento paso a paso. Al principio entré por el mismo lugar por
donde entraste vos, hice el mismo recorrido y busqué el respiradero del
dique abandonado. Luego continué hacia el este pero acercándome de vez
en cuando al arroyo, y descubrí que en la margen sur del arroyo hay toda
una línea de respiraderos rodeados de vegetación que debe haber sido
plantada a propósito para esconderlos. En la mayoría de los casos el recurso
para ocultarlos es rodearlos de un cañaveral. Cuando me di cuenta de ese
detalle, lo único que tenía que hacer era ir a los lugares a donde veía un
grupo tupido de cañas, y metiéndome allí dentro la mayoría de las veces me
encontraba con un respiradero, algunas veces sano, otras roto. Algunos
tienen fecha como el que encontraste vos. Esas fechas van desde 1873 hasta
1877, cinco años, quizás sea el periodo durante el cual se construyeron los
47
túneles. Como verás, siguiendo los puntos rojos del mapa, hay varios
túneles.
Juan volvió a mirar el mapa y los contó.
–Parece que hay siete túneles.
–Sí, pero eso son sólo los que yo descubrí. Podría haber más.
–Entonces por las fechas, podemos saber que los túneles son antiguos.
¿Cómo es posible que nadie los haya descubierto antes?
–La estancia se estableció en torno a 1870, por lo que los túneles
seguramente serían parte de esta. Quizás tenían un fin defensivo, aunque me
parece exagerado que haya tantos. Con respecto a por qué nadie los
descubrió antes, eso es fácil: Nadie andaba por ahí antes. Estaba cerrado. ¿Te
acordás que desde que se expropió la estancia esa zona la tenía la armada?
–Sí, lo recuerdo.
–Bueno, supongamos que alguien sabía de la existencia de los túneles
antes de la expropiación y quizás por esa razón le otorgaron esa zona a la
armada.
–Pero ya hace más de diez años que la armada liberó la zona para hacer
una reserva natural, quizás ya no tenga tanta importancia.
–Es probable, pero para contestar todas estas preguntas vamos a tener
que investigar más a fondo. Ahora dejame que termine de contarte, aún
tengo más datos.
–Dale, te escucho.
Eduardo echó una ojeada a otro papel que tenía con sus anotaciones y
continuó:
–Bueno, me pareció que para conocer el propósito de los túneles lo
primero que había que hacer era saber qué lugares conectaban entre sí,
entonces empecé a seguir cada túnel de principio a fin. El primero que seguí
me llevó hasta la tosquera y allí se cortó abruptamente. Pensé que tendría
que haber rastros de la boca del túnel en el borde de la tosquera ya que el
túnel debería aflorar en ella, pero no encontré nada. La otra alternativa sería
que el túnel fuera más profundo que la tosquera y que pasara por debajo,
cosa que dudo mucho ya que en ese lugar el fondo de la tosquera está a ocho
metros de profundidad. Tengamos en cuenta que el túnel donde vos caíste
estaba como máximo a tres metros de profundidad, y que el techo no tenía
más de un metro de espesor. Exploré los alrededores con detenimiento y por
los respiraderos que encontré, descubrí que varios túneles parten de la
tosquera o llegan a ella. En concreto son cuatro, como podrás ver en el mapa.
Por eso resulta obvio que la tosquera era un punto importante de reunión
48
para esos cuatro túneles, sin embargo, como te decía, no encontré rastros de
ninguna salida de túnel en los bordes de la tosquera. Todo esto me hace
llegar a la conclusión de que ese lugar en realidad nunca fue una explotación
de tosca como parece ser.
–¿Y qué fue entonces? –preguntó Juan.
Eduardo reflexionó un momento antes de hablar.
–Me parece posible que la excavación sólo haya tenido lugar con el fin de
destruir las evidencias de lo que allí se encontraba –dijo–. Y creo que las
bocas de los túneles fueron tapadas deliberadamente. De hecho, se notan
unas grandes montañas de tierra donde deberían desembocar los túneles.
¿Te acordás de la suave bajada que hay en la tosquera en el lugar donde
desemboca el sendero?
–Sí
–Bueno, está justo en el lugar dónde debería desembocar un túnel.
–Cada vez me asombrás más –comentó Juan–. Esto se pone más y más
interesante.
–Sí, es cierto. Luego estudié con la brújula la dirección de los cuatro
túneles que parten de la tosquera y cuando llegué a casa volqué esos datos
en el mapa para intentar ver a qué lugares se dirigen.
–¿Y descubriste algo?
–Sí, mirá el mapa. En el caso del primer túnel, queda claro que va desde
la supuesta tosquera hasta el claro con el árbol en el medio. A este túnel lo
llamé túnel Nº1, porque comunica entre sí a los que aparentan ser los dos
lugares más importantes del bosque: La tosquera y el claro con el árbol. El
segundo túnel, al que llamé túnel Nº2, se dirige desde la tosquera hacia el
casco de la estancia San Juan. O sea, al lugar que actualmente es la sede
principal de la escuela de policía.
–O sea que los policías deberían conocer la existencia de los túneles –
volvió a inerrumpir Juan.
–No necesariamente, el extremo del túnel que sale en la escuela podría
estar tapiado y oculto también.
–Bueno, pero alguien tiene que conocer su existencia, alguien encendió la
luz en ese túnel donde caí.
–Eso es cierto. Tendremos que averiguar quién es ese alguien.
–¿Y los otros dos túneles? ¿Adónde van?
–En en caso de los últimos dos túneles no está tan claro que dirección
siguen, porque ambos se interrumpen en algún punto. El que llamé túnel
Nº3, va hacia el sureste, probablemente hacia la estación del tren, aunque no
49
pude seguirlo hasta allí porque en esa zona no hay caminos y la vegetación
es muy densa. Como verás en el mapa, algunos túneles tienen recorridos
paralelos a los caminos, pero en este caso no, entonces perdía mucho tiempo
avanzando en esa dirección y lo dejé. Por último está el túnel Nº4, que va
hacia el oeste. Este es el que está debajo del lugar en dónde vos descubriste
el primer respiradero, y se corta unos metros antes de llegar al Camino
Centenario, que fue construido con posterioridad y que con seguridad lo
truncó. Pero la dirección que lleva es clara: Se dirige al otro casco de
estancia, al de la Estancia Santa Rosa el que está en la zona donde
actualmente está el parque. Traté de descubrir su curso del otro lado del
Camino Centenario, dentro del parque, pero allí no hay nada, ni
respiraderos, ni ningún otro rastro.
–¿Me estás diciendo que ambas estancias estaban interconectadas por los
túneles?
–No puedo comprobarlo, pero de acuerdo a la evidencia que tengo, eso
parece. Y por último cuando seguí el recorrido del túnel Nº1, descubrí el
lugar en donde vos caíste. Me costó mucho identificarlo porque arreglaron el
agujero y lo camuflaron todo lo que pudieron. El lugar está a más o menos
trescientos metros del claro con el árbol y a unos ochocientos metros de la
tosquera. Y esto es todo lo que averigüé el primer día.
Juan se quedó mirando a Eduardo mudo de asombro.
–¿Me estás cargando? –Preguntó–. ¿Me estás diciendo que hay más? ¿Qué
el segundo día averiguaste más cosas?
Eduardo sonrió con la satisfacción del que tiene al público entre sus
manos.
–Sí… mirá… el primer día, cuando descubría cada nuevo respiradero, me
ponía a escuchar por él, para comprobar si se oía el sonido que vos me
habías descripto. Y sí, en la mayoría se escuchaba el siseo, en algunos
respiraderos más y en otros menos. Luego empecé a descubrir que
avanzando en cierta dirección el sonido era más fuerte y también el aire más
caliente. En parte por esa razón abandoné el túnel Nº3, el que va a la
estación, porque en esa dirección no se oye nada. El importante es el túnel
Nº1. A medida que me acercaba por él hacia el claro con el árbol, el bufido
aumentaba y el aire caliente salía cada vez con mayor intensidad. Es más, en
los últimos cien metros antes de llegar al claro del árbol, los respiraderos son
más grandes y están escondidos, en parte sumergidos en un pantano
rodeado por un cañaveral. Asoman casi medio metro del agua y están
camuflados como si fueran troncos, pero por supuesto no lo son. Me metí en
50
el pantano con el agua hasta la entrepierna y me acerqué a uno que estaba
cerca de la orilla. La parte superior está cubierta con una rejilla y tiene unos
treinta centímetros de diámetro. Un tufo caliente sale de ahí adentro, digo
tufo pero en realidad es un olor agradable, como una mezcla de eucalipto y
pino, casi te diría que es el mismo olor del bosque pero aumentado cien
veces por el calor del aire.
Eduardo carraspeó.
–Dame otro mate que se me está quedando la boca seca de tanto hablar –
dijo.
Para estas alturas Juan se había quedado tieso con el mate en la mano,
fascinado por la historia de Eduardo y demoró en reaccionar.
–Sí, claro –contestó al rato–. Esperá que vuelvo a calentar el agua porque
ya se enfrió, pero seguí contando. ¿Viste algo más el segundo día?
–Sí, algo. Investigué los alrededores del claro del árbol y parece ser el
lugar de dónde provienen los ruidos y el aire caliente. Encontré que de ese
lugar también parten varios túneles y al igual que en la tosquera son cuatro.
El primero es el mismo túnel Nº1 que viene de la tosquera. A los otros tres
vamos a llamarles túneles Nº5, Nº 6 y Nº7. En estos casos los recorridos
coinciden con senderos existentes en la superficie por lo que me resultaron
más fáciles de seguir. El túnel Nº5 va hacia un lugar donde hay un altar con
una Virgen, luego describe una suave curva y también se dirige hacia la
estación del tren. El túnel Nº 6 va hacia el este, hacia la vía del tren, y
desaparece unos pocos metros antes del lugar donde estuvimos el miércoles,
en el puente donde pasa el tren. En este caso también es posible que la
construcción de la vía lo haya truncado. Y por último está el túnel Nº 7, que
supongo que se dirige también desde el claro del árbol hacia el casco de la
estancia donde funciona la escuela de policía, digo supongo porque no pude
comprobarlo. En el momento en que estaba siguiéndolo apareció un policía
y me preguntó que estaba haciendo. Le dije que era botánico y que estaba
realizando una investigación sobre los árboles del parque. Me pidió la
autorización y cuando le dije que no la tenía, me contestó de mala manera
que no estaba permitido hacer trabajos sin autorización y que me retirara de
inmediato. Cuando llegué al coche ya era bastante tarde, había oscurecido y
me encontré con que mi coche era el único en el estacionamiento con la
excepción de un coche patrulla que estaba estacionado al lado. La cuestión
es que salieron dos policías que también me preguntaron qué estaba
haciendo. En esta oportunidad les dije que paseando. Me contestaron que no
se podía estar de noche en el bosque, a lo que argumenté que no había
51
ningún cartel que indicara tal cosa. Se miraron entre ellos y el que parecía de
mayor rango me dijo: «A partir de ahora, no se puede entrar de noche…
¿Entendió?… NO-SE-OL-VI-DE». Dijo estas tres últimas palabras silabeando
como un boludo y haciéndose el malo.
–¿No te parece que son ya demasiadas apariciones policiales? –preguntó
Juan.
–Sí, pero no me preocupan, al contrario, me gustan porque tanta
preocupación podría indicar que algo se oculta, en caso contrario no tendría
sentido actúen de esa manera.
–Mirá que a veces lo hacen por deporte. Ahora, si quieren ocultar algo, no
entiendo porque entonces abrieron el acceso al público. ¿No era más fácil
mantener el bosque cerrado?
–Sí y no. Hoy en día cuando mantenés algo cerrado a la gente le da más
curiosidad y termina entrando. Distinto era en la época en que la gente la
tenía miedo a los militares o a los policías, pero ahora eso ya no es más así, la
gente se mete por todos lados. Yo creo que optaron por la táctica de abrirlo y
hacer como si no pasara nada, intentar de pasar lo más desapercibidos
posible. Pensá que el bosque está lleno de gente andando en bicicleta,
paseando, corriendo o entrenando, pero la mayoría están concentrados en lo
suyo o charlando, no se fijan en nada. Seguro que hay mucha gente que vio
alguno de los respiraderos, pero no le dan la más mínima importancia.
Ahora, después vas vos con tu curiosidad y descubrís el respiradero, y con
tu puta suerte vas a pisar justo en un lugar donde se derrumba el techo de
un túnel y te caés adentro. Les rompiste el esquema de pasar desapercibidos,
por eso ahora están alertas. Y hay otra cuestión adicional de la que me enteré
el otro día: En 2008 la UNESCO declaró todo el parque como Reserva de la
biosfera y ahora ya no puede haber zonas cerradas, les guste o no. Además
esa declaración hizo que se le diera más difusión al parque y es una de las
causas por las que ahora concurre más gente, y una última cosa: ¿Te acordás
del viejo ese que me contaste que te ayudo cuando te caíste de la bici?
–Sí.
–Me parece que lo vi… varias veces. ¿Anda en una bici de color azul
rebelde?
En la mente de Juan apareció la imagen de la reluciente bici de Alberto.
–Sí, era azul –dijo.
–Y es flaco y alto.
–Flaco sí, pero no tan alto.
–Ajá, y se da a full con la cama solar.
52
–Sí, está bronceado.
–Entonces tiene que ser ese. Me parece que me andaba vigilando. ¿Será de
la policía?
–No creo, no me pareció cana para nada… ¿Estás seguro que te vigilaba?
Por ahí sólo estaba andando en bici.
–Sí estoy seguro, lo encontré en cuatro lugares diferentes haciéndose el
boludo.
–No creo que te estuviera siguiendo, pero bueno, ¿por dónde seguimos?
Eduardo miró a Juan con detenimiento.
–Bueno… Creo que en la superficie ya poco más se puede averiguar –
dijo–. Ahora no nos queda otra alternativa que ir para abajo.
–¿Para abajo? ¿Te referís a entrar en los túneles?
–Ajá.
–¿Y si ahí adentro se dedican al narcotráfico o algo por el estilo? ¿No será
ese calorcito que sale de cuando cocinan las drogas sintéticas?
–Me parece que vos ves muchas películas, y no tenés ni idea de cómo se
fabrican las drogas.
–Puede ser, pero me parece que es muy arriesgado intentar entrar ahí.
–A ver, vayamos al grano: A partir de ahora no puedo seguir sólo,
necesito apoyo logístico. Te necesito. Solo se me va a complicar, si no venís
vos voy a tener que buscar a otra persona.
Juan recordó una vez más la caída en el túnel y ahora le pareció algo
lejano, desprovisto del miedo que había pasado en ese momento. Además la
idea de Eduardo investigando con otro le molestaba un poco. Después de
todo él era el descubridor del túnel y el que casi se había matado cayéndose
adentro. ¿Iba a dejar que otro se llevara los laureles?
–¿Qué plan tenés? –Preguntó.
Eduardo sonrió y estaba abriendo la boca para contestar cuando se
escuchó abrir la puerta de calle.
–¡Hola! –dijo Laura desde el comedor.
–Estamos en la cocina –contestó Juan levantando un poco la voz.
Laura entró a la cocina.
–¡Ah! Hola Eduardo –dijo–. ¡Qué sorpresa! ¿Cómo andás?
–Bien. Vine a charlas unas cuestiones de trabajo con mi empleado.
–Ah, me parece muy bien.
–Bueno chicos, yo me retiro –dijo Eduardo y miró a Juan–. Te veo mañana
en la oficina.
–Dale –dijo Juan–. ¿No querés quedarte a comer?
53
–Sí, quedate –insistió Laura.
–No, les agradezco la invitación, pero hoy quiero acostarme temprano.
Mañana tengo que ir a ver un cliente a las ocho de la mañana y tengo que
levantarme temprano.
Eduardo se despidió de Laura y Juan lo acompañó hasta la puerta.
Cuando estuvieron solos Eduardo le tocó el hombro.
–Sí te decidís a acompañarme, pasá por casa cuando quieras y te cuento
mis planes.
–Bueno, dale.
–Pero no demores mucho. El tiempo cuenta.
Juan se quedó mirando cómo se alejaba Eduardo en su Renault Scenic. ¿El
tiempo cuenta? ¿No sería Eduardo el que había vista demasiadas películas
de intriga? O peor aún. ¿No sería esta euforia repentina otra etapa dentro de
su duelo? ¿Sería correcto seguirlo en sus locuras?
Esa noche Juan se durmió haciendo especulaciones sobre el tema,
imaginándose los caminos posibles para entrar a los túneles…
Por enésima vez estaba en el bosque. Estaba con la chica. Corrían. Corrían
tomados de la mano y escapaban de algo grande, una cosa gigantesca y atronadora
que los perseguía. Juan se dio vuelta y vio al monstruo.
Era una retroexcavadora amarilla, enorme, que tronchaba árboles pequeños como
si fueran palillos para los dientes. Pasaba por encima de todo. Y estaba dándoles
alcance. Entonces salieron a un claro en el que había un árbol en el medio, pero esta
vez no era un pino. Era un árbol gigante que brillaba con luz propia. La
retroexcavadora salió por un extremo del claro, escupiendo ramas. Y de repente, un
rayo blanco brotó del árbol y fue directo hacia su presa. La excavadora voló en mil
pedazos…
El viernes a última hora, después de darle mil vueltas al asunto, Juan
pasó por la oficina de Eduardo. Sobre el escritorio estaba desplegada una
versión tamaño extra large del mapa del bosque.
–Bueno, te escucho –dijo a su jefe–. Contame de que se trata tu plan.
Eduardo estaba concentrado sobre el mapa marcando indicaciones con un
bolígrafo verde.
–Sí… el plan –dijo–. Pero no hace falta que vengas, ya arreglé con un
amigo…
–Bueno, entonces hasta luego –dijo Juan, y se dio la vuelta.
54
–¡Venííí boludo!, que no tengo ningún amigo que esté tan loco como para
hacer esto. Ya estaba planificando todo para ir sólo.
–¿Sólo? A vos sí que te falla.
–Puede ser, pero prefiero estar loco antes que deprimido. Bueno, mirá, el
plan es muy sencillo: excavar.
–¿Excavar? Sí claro, ¿pero dónde?
–En cualquier lugar que sepamos que haya un túnel. Lo ideal sería en uno
que estuviera bien alejado, para que no nos vean… ni nos escuchen.
–Y supongo que ya tenés visto ese lugar… alejado.
Eduardo señaló un punto en el mapa.
–Acá –dijo–. Está cerca del sendero que sale por debajo de la vía del tren.
A unos cien metros del puente hay un respiradero, el último del túnel Nº6.
Tiene la gran ventaja de ser el respiradero que está más cerca de un punto al
que podamos llegar con el auto, lo que nos facilitará el transporte de las
palas o las herramientas que necesitemos. Y además al estar cerca del auto…
–Eduardo levantó la vista del mapa y miró a Juan–. Si hay que salir,
digamos… imprevistamente, será más fácil.
–Ok, pero según lo que marcaste acá, el respiradero está a pocos metros
del sendero. Si nos ponemos a excavar allí y alguien pasa en bici o
caminando podría vernos.
–Sí, pero a la hora que vamos a excavar nosotros no va a haber nadie.
–¿Y qué hora va a ser esa?
–Tiene que ser de noche, si no, es imposible. Me olvide de contarte que
además de policías hay guarda parques circulando por la zona. Si nos ven
los guarda parques con las palas nos rajan.
–Yo veo dos problemas –señaló Juan–. El primero es que los policías
también podrían estar vigilando de noche. Y el segundo es que carajo le voy
a decir a Laura para salir de casa a la madrugada.
–Con respecto al primero, no lo sabemos, tendremos que probar. Y con
respecto al segundo es fácil: no hace falta que sea a la madrugada. Puede ser
apenas anochezca, a las ocho o nueve de la noche y le decís a Laura que
volvieron los partidos de fútbol de los viernes.
Juan no contestó y se quedó meditando. Eduardo lo miró y le dijo:
–¿Qué te parece si le damos una semana más de descanso a tus manos y
lo hacemos el viernes de la semana viene? ¿Qué opinás?
–Que no me convence… pero bueno, si no lo hacemos vamos a seguir
dándole vueltas a esto eternamente.
–De acuerdo. Vos vigilas y yo excavo.
55
–Nos turnaremos.
56
3. La Maroma
Cuando arrojes al mar, las cenizas de la pasión
en silencio despertarás, de tu historia de amor
no hablaré del final por ninguna razón.
Gustavo Cerati, 1988
Domingo 4 de septiembre de 2011
Sara salió de casa antes que saliera el sol y vio el amanecer en el mar
mientras conducía su coche por la carretera nacional Nº340. Al llegar a Torre
del Mar puso rumbo hacia el norte, y pocos kilómetros después comenzó a
vislumbrar el objetivo de la escalada del día que a pesar de estar aún a una
treintena de kilómetros de distancia mostraba su cima nevada a los rayos del
sol naciente. Veinte minutos más tarde, giró la derecha por un camino más
angosto que trepaba a la sierra. El camino curveaba interminable rumbo a
Canillas de Aceituno, pueblo de curioso nombre en la comarca de la
Axarquía, en la provincia de Málaga, en España.
Al llegar a la plaza del pueblo vio que Pepi, Rafa, Mary, y José, ya estaban
ahí, todos muy puntuales los señoritos. Pensó que ella desentonaba un poco
en ese grupo, aunque quizás era necesario que alguien fuera la oveja negra,
tal vez así era más divertido. Bajó del coche para que oír lo de siempre.
–Por fin. ¡Era hora! –Dijo Rafa.
–Buenas noches –insistió Pepi.
Sara los observó mientras el sol, ya más alto, le hizo entrecerrar los ojos.
–Hola –dijo–. ¿Os vais a quedar allí todo el día de cachondeo?
–Llega la última y ahora resulta que está apurada la niña –dijo José.
Sara se calzó las zapatillas.
–Venga, a subir de una vez –instó a los demás.
Sara comenzó a caminar con Rafa al lado y los otros un poco más
retrasados siguiéndolos. Atravesaron el pueblo desde la parte más baja
donde estaba el aparcamiento hasta las últimas casas que colgaban de la
montaña. Una vez fuera del pueblo el sendero se internaba en un bosque y
era como entrar en otro mundo. Los pinos, el olor a tierra húmeda, el aire
fresco… Después de un buen rato volvieron a salir a una zona despejada de
57
árboles. A partir de entonces ya no había más sombra hasta la cima. La
ascensión era larga y llevaba al menos seis horas de esfuerzo constante. Al
principio se charlaba animadamente, pero de a poco las palabras fueron
dando lugar el sonido monótono de las respiraciones forzadas. Sara
caminaba concentrada en sus propios pensamientos mientras los demás
comentaban cosas que veían aquí y allí. Ella se sentía hoy sin ganas de
hablar, físicamente no tenía ningún problema, pero se sentía cansada
mentalmente. Tenía demasiadas cosas en la cabeza, y por si fuera poco había
soñado algo feo que ahora no podía recordar. Continuó intentando recordar
el sueño en varias oportunidades, pero nada, era imposible. La tontería del
sueño la hacía estar fastidiosa y no estaba disfrutando como otras veces de la
escalada. Los otros lo habían notado y le habían preguntado que le pasaba,
pero como ella solía tener de vez en cuando algunos días de mal humor,
habían dejado de insistir.
Cerca de tres de la tarde y después de casi siete horas, alcanzaron la cima.
Sara se dio la vuelta por primera vez y miró a su alrededor. Se encontraban a
dos mil metros de altura y la vista era fabulosa. Hacia el sur una docena de
pueblos se desparramaban por la sierra entre higueras y viñedos. Más allá,
las ciudades de Vélez Málaga y Torre del Mar en medio de un enjambre de
carreteras, y al final de todo el mediterráneo azul. Giró la vista hacia el este y
vio a sus pies el embalse de la Viñuela y un poco más allá el pueblo de
Comares colgado de una abrupta ladera. Por último, hacia el norte y ya en la
provincia de Granada, una meseta reseca por el verano con unos pocos oasis
verdes desperdigados aquí y allá. Continuó girando hasta completar un giro
de trescientos sesenta grados y volver a mirar hacia la costa. Se le ocurrió
pensar que poco se veía de la vida cotidiana de la gente allí arriba. Lo poco
que se veía parecía minúsculo y ridículo. Sólo se llegaban a adivinar los
coches yendo y viniendo por las carreteras como locos, pero no se veía a la
gente trabajando, ni a los niños yendo a la escuela, ni a los que estaban en la
playa echados boca arriba sin hacer nada. Desde allí todo parecía tranquilo y
sin el frenesí cotidiano. Las actividades humanas se mostraban carentes de
importancia frente a la inmensidad de las montañas y el mar. Sin embargo
tenía que volver a bajar y hacer lo mismo que los demás, y entonces sería de
nuevo minúscula, ridícula e insignificante.
Rafa se le acercó y le apoyó una mano en el hombro.
–¿Por qué no bajamos corriendo? –Sugirió.
Parecía ser que Rafa estaba apurado por volver a la insignificancia, pero
antes de contestar lo pensó mejor y le pareció una buena idea. Necesitaba
58
continuar con el esfuerzo físico para despejar la mente, y hasta quizás podía
darse un buen golpe contra una piedra. Sentía que casi deseaba un dolor
físico que la despertara del agobio mental.
El resto de sus compañeros de escalada aceptó la propuesta de bajar
corriendo con entusiasmo. Consumieron lo que les quedaba de bebidas
energéticas y se lanzaron montaña abajo. Sara se quedó un momento
mirando como sus amigos se alejaban hasta que desaparecieron de su vista.
Le encantaba hacer eso: Dejar que los demás salieran y observarlos... y luego
intentar atraparlos En otra época solía hacer algo similar en los exámenes de
la facultad: Cuando el profesor terminaba de dar las consignas todos
empezaban a escribir como poseídos, mientras ella, en cambio, se relajaba un
minuto y luego empezaba a escribir sin apuro, dejando que las ideas
fluyeran con su propia velocidad. Habían pasado dos o tres minutos desde
que sus amigos habían partido cuando un poco más abajo vio algo que le
reflejó la luz del sol. Parecía un objeto metálico, casi con seguridad un
envoltorio de una golosina o una lata de gaseosa que algún desaprensivo
anti naturaleza había dejado por allí. El objeto estaba alejado unos cuantos
metros del camino que ella debía seguir, situación que le hizo dudar acerca
de la conveniencia de ir a ver de qué se trataba, pero su curiosidad pudo
más y avanzó hacia él. En esa zona había tenido lugar un pequeño
derrumbe, la tierra estaba removida y había muchas rocas sueltas. El objeto
estaba en un saliente rocoso bastante inaccesible y tuvo que utilizar todas
sus habilidades escaladoras para llegar hasta él. A medida que fue
acercándose el color metálico se fue transformando en un rosa brillante que
destacaba mucho dentro del entorno de rocas oscuras. Al llegar junto a él,
observó que tenía la forma de una barra para pintarse los labios aunque algo
más grande. Intentó tomarlo pero no pudo quitarlo de la tierra, había una
buena parte que permanecía enterrada. Tiró y con un poco de esfuerzo el
objeto se desprendió. Era una barra de forma cilíndrica de unos quince
centímetros de largo. Al pasar las manos por la superficie sintió que tenía
tacto de metal a pesar del extraño color rosa. Sara lo golpeó con suavidad
contra una piedra y en efecto se oyó un tintineo metálico. Uno de los
extremos estaba achatado, como si fuera un destornillador, con unas finas
ranuras en la punta. Sara fue girando el cilindro y en la parte opuesta a la
punta achatada refulgieron unos símbolos plateados aún más brillantes que
el resto del objeto. Los símbolos parecían letras orientales y por debajo de
ellos se veían unos números, normales en este caso. Debajo de los números
había dos dibujos, el primero consistía en varios círculos concéntricos, y el
59
segundo estaba formado por varias figuras geométricas de líneas rectas con
un árbol en medio de ellas, todo con el mismo trazo plateado brillante. Sara
pasó los dedos por los trazos y apreció que estaban hechos en un relieve
hundido. Tanteó el peso del objeto y lo calculó en algo más de medio kilo.
Como no había traído mochila le causaría una importante molestia bajar
corriendo con esa porquería en la mano, pero el objeto era bello además de
interesante y le dio pena abandonarlo allí. Pensó que en el peor de los casos,
si por el camino se arrepentía, podría lanzarlo al vacío. Regresó con esfuerzo
al lugar en dónde comenzaba el sendero y comenzó a bajar con suavidad.
Sus amigos le llevaban al menos diez minutos de ventaja pero ya no le
importaba alcanzarlos. Poco a poco se fue acostumbrando a llevar el peso
del cilindro en la mano y después de un rato ya ni lo notaba. Sin
proponérselo fue tomando cada vez mayor ritmo hasta que le encontró el
gusto y aceleró cerca del límite de sus posibilidades. Ella había sido una
precursora en ese asunto de bajar las montañas corriendo. Bueno, en
realidad había sido su padre el pionero. Él había sido un fanático de la
escalada y la había iniciado en el gusto por subir montañas, aunque por lo
general, su padre sólo subía las montañas pequeñas que estaban cerca de su
casa. Un día, un poco por juego, habían bajado una montaña corriendo y al
contarle la hazaña a su madre habían tenido que jurar que nunca más
volverían a hacerlo. Pero la promesa había sido rota en forma sistemática
cada vez que su madre no los tenía a la vista. Las caídas eran moneda
corriente, pero nunca se habían hecho un daño serio.
A sus amigos también les fascinaba el deporte y ahí estaban ahora,
bajando de La Maroma a lo loco, saltando de piedra en piedra. Un rato
después empezó a ver a Pepi que era la más lenta del grupo. La adelanto
dedicándole una sonrisa y comenzó a ver a José a menos de cien metros de
distancia. Cuando adelanto a José, este vio lo que llevaba en la mano.
– ¿Y eso? –Le preguntó–. ¿De dónde lo has sacado?
–Al llegar al pueblo te lo enseño –contestó Sara.
Al correr monte abajo, la parte más castigada del pie eran los dedos, que
golpeaban con fuerza y constancia contra la punta de la zapatilla en las
repetidas frenadas. En el último tramo empezaron a dolerle, y supuso que en
parte se debía a que llevaba las zapatillas algo flojas, pero ya estaba llegando
y no valía la pena pararse a ajustar los cordones. Entró en el bosque de
pinos. A partir de ese momento ya no había más rocas que saltar y el suelo
era mucho más blando. A último momento recordó que en la última parte
del descenso existía un camino más corto que el de la ida, ya se había pasado
60
del desvío, pero retrocedió unos metros y lo tomó. A los cinco minutos
estaba entrando en las calles del pueblo y siguió hasta la fuente, el clásico
punto de reunión del grupo.
Sara estaba bebiendo de la fuente cuando vio llegar a Rafa por el camino
de la montaña.
–Pensaba que era el primero –dijo Rafa entre jadeos–. ¿De dónde has
salido? No te he visto.
–En el último momento recordé un atajo.
–¿Atajo? ¿Pero dónde mujer? ¿Es que siempre tienes un as en la manga?
¿Cuándo me vas a dejar ganarte?
Rafa la abrazó entre bocanadas de aire.
–La próxima vez. Te lo prometo –le dijo Sara al oído.
–Siempre me dices lo mismo.
José, que era el más curioso de los cuatro, al llegar fue directo hacia Sara y
le tomo de las manos el cilindro rosa. Lo observó con minuciosidad durante
un rato.
–¿Esto lo has encontrado ahí arriba? –preguntó.
–No, lo he comprado en la tienda de allí enfrente… Que sí hombre, estaba
cerca de la cima.
José miró a Sara y luego continuó observando el objeto.
–Parece un adorno o parte de él –dijo–. De lo que no cabe duda es que el
color del metal es super bonito.
Después de un buen rato vieron venir a Pepi a lo lejos andando con paso
cansino y la animaron a los gritos para que corriera, pero ella no les hizo
caso. En cuanto le empezaron a gastar bromas, Pepi se limitó a levantarles el
dedo corazón como respuesta. Una vez que estuvo junto a ellos, Sara
aprovechó para despedirse y subió a su coche guardando el cilindro rosa en
el compartimiento de la puerta. El mal humor se le había ido por completo,
sentía el cuerpo relajado y lleno de endorfinas, en ese estado de profundo
bienestar físico y mental que sólo conocen los deportistas de fondo. Para
completar el día, se dejó llevar por la tentación y al pasar por una playa
solitaria, paró a un costado de la carretera y se zambulló en el mar en la
mejor momento del ocaso.
Eran las ocho y veinte cuando llegó a su casa de Rincón de la Victoria,
una localidad de la costa a quince kilómetros al este de Málaga. Sara se
dirigía al baño para ducharse cuando le llamó la atención que estuviera
cerrada la puerta del dormitorio.
No solía estar cerrada.
61
Su esposo, Carlos, era profesor de educación física, y en esos momentos
estaba en el gimnasio en donde trabajaba.
Continuó andando y a punto estuvo de poner la mano en el picaporte de
la puerta del baño cuando un ruido dentro del dormitorio la sobresaltó.
¿Sería Carlos? ¿O habría entrado un extraño a la casa?
Sin dudar, Sara retrocedió dos pasos y abrió la puerta.
A partir de ese instante la invadió la sensación de que todo sucedía como
en una película en cámara lenta. Al abrirse la puerta unos centímetros lo
primero que vio fue a una chica pelirroja intentando ponerse una camiseta.
Era incapaz de pasarse la camiseta por la cabeza porque se le había quedado
enredada en el brazo izquierdo. La chica miró a Sara con ojos de conejo
atrapado. La puerta terminó de abrirse, dando un violento golpe contra la
pared, lo que no coincidía con la lentitud con que le parecía que transcurría
toda la escena. Pudo ver a Carlos metido en la cama, tapado hasta la nariz,
como escondiéndose, como si así fuera menos visible. Parecía tratar de
ocultar la sonrisa sarcástica que se le dibujaba en la parte que quedaba
visible de su rostro.
La chica desistió en su intento de ponerse la camiseta, se la quitó del
brazo, agarró un bolso del suelo y caminó hacia la puerta. El inconveniente
es que Sara estaba justo ahí, interrumpiendo el paso con su brazo extendido
que tomaba el picaporte. Después de un instante de duda la chica se agachó
por debajo del brazo de Sara y escapó. Sara sintió la necesidad repentina de
escapar ella también y salió de la habitación detrás de la chica. Al llegar al
comedor tropezó con una silla que cayó al suelo con un estruendo
considerable. La pelirroja, que ya había llegado al otro extremo de la sala
junto a la puerta de entrada, se llevó ambas manos a la cabeza como
esperando un golpe. Dejó caer el bolso que llevaba, pero no aminoró la
marcha y después de forcejear un momento con el picaporte, salió a la calle
sin nada puesto de la cintura para arriba. Sara levantó al pasar el bolso de la
chica, luego agarró el suyo propio que estaba sobre la mesa y también salió.
Oyó un perro ladrar. Miró hacia un lado y nada. Miró hacia el otro lado justo
a tiempo para ver a la pelirroja dando la vuelta a la esquina con el perro del
vecino pisándole los talones. El vecino, que era un hombre mayor, estaba
mirando con la boca abierta hacia la esquina por donde habían desaparecido
la pelirroja y su perro. El viejo giró la cabeza y vio a Sara.
–¡Sara! –Le dijo–. ¿Qué ha pasado?.
Sara no tenía ni tiempo ni ganas de pensar excusas.
62
–Ha pasado que la he sorprendido en la cama con Carlos –dijo–. Aunque
eso no era del todo cierto. Ella no estaba en la cama. Él sí.
–Aaaaaahh –aulló el viejo que comenzó a darse media vuelta para entrar
en su casa. Luego pareció arrepentirse.
–Tendré que ir a buscar a Jakie –dijo.
–Si llega a encontrar a la pelirroja dele esto –dijo Sara lanzándole el bolso.
El vecino apartó la mano como si el bolso contagiara alguna enfermedad
y lo dejó caer al suelo. Luego lo recogió y se largó hacia la esquina.
Sara se subió al coche y pisó el acelerador a fondo, quería escaparse ya
mismo de esa casa de locos y de ese barrio de locos, y en lo posible no volver
nunca más. Se dirigió hacia el único otro lugar además de su casa adonde
podía ir, al estudio de arquitectura que compartía con Pilar, su socia y
amiga. Pilar estaba casada, tenía dos niños, varones ambos, de seis y tres
años, y ya no era hora de trabajo, lo más lógico era que ya se hubiera ido a su
casa. Sin embargo cuando Sara entró al estudio, vio el resplandor del
monitor encendido y la cabeza de Pilar asomando por encima de él para ver
quién entraba por la puerta. Sara se quedó parada junto a la puerta, aún
llevaba la ropa deportiva llena de tierra que había usado para escalar la
montaña.
Pilar la observó, primero con curiosidad y luego con preocupación.
–¡Sara! –exclamó–. ¿Qué te ha pasado? No te quedes ahí parada, niña,
entra.
Como Sara no se movía, Pilar acabó por levantarse y caminar hasta Sara.
La rodeó con un brazo y la llevó hasta una silla.
–¿Quieres beber algo? –preguntó.
Sara tardó en responder.
–No –dijo–. Lo que sí me gustaría es darme una ducha. Me ha ocurrido
algo desagradable, y aún no he logrado asimilarlo, necesito pensar un
momento y luego te lo cuento. ¿Vale?
–Vale.
–¿Quieres ir preparando un té mientras tanto?
–Sí claro, pero, ¿es grave?
–Es un poco lo mismo de siempre. Espérame un momento y te lo cuento.
¿Sí?
–Sí, ve a ducharte.
El chorro de agua caliente logró sacarla de esa sensación de que se
encontraba dentro de una película. De esa película ya amarga que era su
relación con Carlos.
63
Durante los primeros meses luego de haberlo conocido todo había sido
relativamente normal, si es que se puede considerar normal a un tío que se
levanta de improviso a las cuatro de la mañana para hacer cincuenta
minutos de flexiones de brazos a todo dar y luego volver a acostarse todo
transpirado. O si puede ser normal lavarse los dientes furiosamente con
jabón de la ropa por capricho aunque después por ese motivo tuviera las
encías destrozadas. En esos momentos ella había pensado: «bueno, todos
tenemos nuestras locuras». A mí se me da por subir montañas y bajarlas
corriendo, cosa que tampoco es demasiado normal.
Más allá de todas esas cuestiones, la cosa había transcurrido
razonablemente bien hasta el año pasado, cuando el asunto había empezado
a degenerarse por completo. Tenía que reconocer que en ese entonces ya se
destacaban evidentes signos de alarma que ella había pasado por alto.
Un día había visto a Carlos en la calle por casualidad. Ella pasaba con el
coche por la puerta del gimnasio y él estaba ahí parado. En un primer
momento había pensado en parar para saludarlo pero algo en la situación la
había hecho cambiar de opinión, algo en la actitud de él. Carlos estaba
rodeado de cuatro chicas, que serían sus alumnas, y tenía una extraña
expresión en la cara que era por completo desconocida para Sara. Parecía
pensar: “todas mueren por mí”. Además, no sabía por qué, le había hecho
acordar a la cara que ponía cuando se cepillaba los dientes con el jabón de la
ropa. En esa oportunidad Sara había acelerado y pasado de largo. Y luego
había acelerado y pasado de largo en otras muchas oportunidades más,
como cuando una amiga que había asistido a las clases de Carlos se había
presentado en su casa con el semblante muy serio y había soltado la frase:
“tengo que decirte algo”. Sara la había invitado a tomar el té cambiándole
veinte veces de tema hasta que la chica, aburrida, le había dicho que si no
quería escuchar que se fuera a la mierda, y había salido dando un portazo.
Cosas por el estilo habían sucedido otras veces. Ella suponía que Carlos
podía estar con otras mujeres, quizás con muchas mujeres, pero eso no era lo
único ni lo peor. Una vez se había despertado en medio de la noche y Carlos
no estaba en la cama. Luego había oído golpes en el patio y al ir a ver, lo
había encontrado sentado en el suelo con un cuchillo, cortando una rata
trozo a trozo con su sonrisa de psicópata. Por eso, ahora que lo había visto
con la chica, no se sentía enojada, sentía alivio, porque le había dado la
excusa perfecta para escapar del círculo vicioso de una vez por todas.
Al salir del baño, la esperaba una taza de té con una tentadora torta de
chocolate.
64
–Pensé que tendrías hambre –dijo Pilar.
–Has acertado, tengo y mucha.
–Has estado como media hora en el baño, he tenido que calentar el té tres
veces, pero parece que te ha hecho bien, tienes mucha mejor cara.
–He aclarado un poco las ideas. Creo.
–Me alegro entonces. Cuéntame.
Sara le hizo a Pilar un relato con todos los pormenores de lo sucedido
durante el día. Desde el amanecer en el mar, hasta la pintoresca imagen de la
pelirroja corriendo con las tetas al viento y el chucho del vecino ladrándole
detrás.
–Y… ¿sabes que es lo más extraño? –Continuó Sara–. Que no me ha
dicho nada en ningún momento. Ni cuando estaba en la cama, mirándome
como un estúpido, ni luego tampoco intentó seguirme cuando yo salí de la
casa.
–Lo que me has contado me hace recordar la vez en que María vino a
decirme que había querido hablar contigo y que tú no le habías hecho caso.
–Ah sí, estaba acordándome de eso mientras me duchaba.
Pilar tomó un sorbo de su té.
–Me alegro de que hayas salido de esa casa de una vez –dijo.
–Siento que me saqué un gran peso de encima.
–¿Has pensado que vas a hacer ahora?
–Nada, ¿qué voy a hacer? En principio voy ir a dormir hoy a tu casa, si te
parece bien.
–Claro, será un placer tenerte con nosotros. Qué te parece si nos vamos ya
mismo. Apago el ordenador y salimos. ¿Sí?
Los niños de Pili eran adorables y su marido correcto y amable, no
parecía molestarles en lo más mínimo la presencia Sara, aunque todo ese
idilio también la hacía sentir un poco triste, le hacía recordar que ella no
tenía familia. Durante los primeros días pasó largas horas charlando con su
amiga después de cenar. En los últimos años, y por más que trabajaran
juntas, sólo hablaban de trabajo. La conexión que ellas tenían cuando eran
más jóvenes se había perdido, y eso había sucedido desde el momento en
que Carlos había aparecido en su vida. En estos nuevos días de tertulias
nocturnas esa conexión se estaba recomponiendo de a poco. Dos semanas
después Sara se sentía otra persona, se sentía casi como si la hubieran
exorcizado y ahora volviera a ser ella misma. Por otro lado, se había
comprado ropa nueva para no tener que volver a su casa para nada. Lo que
menos quería era volver a ver a Carlos, lo que además no era necesario. La
65
casa era alquilada y cada uno tenía su propio coche, así que en cuanto a lo
económico no había mucho de qué hablar. Carlos tampoco la había llamado
ni había intentado ir a buscarla por lo que aparentaba aceptar la situación.
Sin embargo a medida que fueron pasando los días, se fue dando cuenta de
que había ciertas cosas que le gustaría recuperar: Fotos, libros y algunos
otros objetos a los que les tenía cariño. Le pidió a Pili que la acompañara, y
después de asegurarse que Carlos estaba en el gimnasio, fueron a la casa y
recogieron todo lo que Sara deseaba. Luego Pili la convenció de hacer un
segundo viaje para terminar de llevarse todo lo que era de su pertenencia.
Ahora, en el garaje de Pili ya no cabían los dos coches, el segundo tenía que
quedarse fuera porque la mitad estaba ocupada con las pertenencias de Sara.
Viendo esa montaña de cosas cayó en la cuenta de que en algún momento
más o menos próximo tendría que buscarse una nueva casa.
Martes 20 de septiembre de 2011
Sara salió de casa de Pili como todos los días para ir al estudio. Subió al
coche y encendió la radió mientras arrancaba con suavidad. Al llegar a la
esquina, durante una fracción de segundo le pareció ver algo por la visión
periférica moviéndose con rapidez por la derecha. Una señal de alarma se
encendió en su cerebro, algo estaba mal.
Un segundo después lo vio.
Un coche venía a toda velocidad por el lado derecho y ya no podría
evitarlo. Frenó, pero de todas formas la parte delantera de su coche quedó
en la trayectoria del otro. Antes de recibir el golpe llegó a pensar que con la
de cosas que tenía en la cabeza seguramente se había saltado el stop. El
airbag le estalló entre las manos y sintió el tirón del cinturón de seguridad
en el hombro. Todo empezó a dar vueltas. Unos segundos después llegó a
ver la calle de la casa de Pili pero al revés, y luego todo se oscureció…
La oscuridad aún no había terminado de aclararse cuando empezó a oir
un golpeteo. ¿Qué era eso? ¿Es que aún no había terminado de dar vueltas el
coche? Cuando la presión sanguínea retornó a su cerebro su visión se aclaró,
y comprobó que el coche había quedado volteado de costado sobre el lado
derecho. Vio que alguien golpeaba el parabrisas con un objeto rojo,
seguramente para rescatarla. ¿Pero porqué con tanta violencia? ¿Estaría el
coche incendiándose y ella no lo notaba? ¿Por eso el apuro y la
desesperación?
66
Intentó moverse pero el cinturón le había quedado enganchado en el
brazo de una manera extraña y estaba atrapada. No podía alcanzar el botón
para quitarse el jodido cinturón. Al estar el lado izquierdo del coche hacia
arriba, ella había quedado como colgada por el cinturón, que la sostenía e
impedía que cayera hacia el lado derecho. Le dolía el hombro y el cuello.
Probó mover las piernas y parecían estar bien, aunque una también le dolía.
Se miró los brazos. En uno tenía sangre pero parecía un corte sin
importancia. Sólo tenía que salir del coche. El parabrisas estaba astillado por
completo y no le permitía ver a la persona que estaba golpeándolo. Al
siguiente golpe, un pequeño agujero se abrió y una astilla de cristal lanzada
desde el parabrisas le dio en la cara. Los golpes eran tremendos y el cristal
no terminaba de ceder, era increíble lo resistente que era. Otro golpe más y
el objeto que estaban utilizando para golpear, penetró dentro del habitáculo.
Era un extinguidor. Era algo extraño usar un extinguidor para romper un
parabrisas en vez de usarlo para el fuego.
Una mano apareció dentro del coche y volvió a sacar el extinguidor hacia
afuera. Acto seguido más golpes, mientras el agujero se agrandaba con más
facilidad. Parte de los pequeños cristales que salían despedidos le daban a
ella y algunos la estaban lastimando. Gritó. El individuo que estaba
golpeando pareció escucharla, dejo de golpear y asomó la cabeza por el
hueco que había hecho. A Sara se le heló la sangre.
Era Carlos.
Y la estaba mirando con una de sus sonrisas especiales. Entonces Sara
entendió: Él la había chocado a propósito. Los pies de Sara eran la parte de
su cuerpo que había quedado más cerca del agujero del parabrisas y por
instinto intentó darle una patada en la cara a Carlos, pero él, rápido de
reflejos, le tomó el pié con una mano y tiró. Intentó sacar a Sara del coche
pero ella aún seguía enganchada por el cinturón. Sara gritó y pataleó, pero lo
único que logró fue lastimarse la pierna con el borde del cristal roto.
–¡Quédate quieta maldita hija de puta! –Gritó Carlos con furia–. ¿Quién
eres tú para irte sin decirme nada? ¡Zorra silenciosa!
Sara volvió a intentar llegar al botón del cinturón para destrabarlo pero
no pudo. Lo intentó con el otro brazo pasándolo por detrás de su espalda. Se
estiró un poco más… y tocó el botón. El cinturón se soltó y cayó sobre el
interior de la puerta derecha, que ahora era el “piso” del coche. Carlos estiró
el brazo dentro del coche para intentar volver a agarrarla, pero Sara lo vio a
tiempo y se escabulló hacia el asiento trasero.
–¡No escaparás! ¡Te mataré! –aulló Carlos.
67
Sara probó abrir la puerta trasera del lado que había quedado hacia
arriba. La puerta se abrió pero por su propio peso se volvió a cerrar. Fuera
empezaban a escucharse gritos de otras personas además de Carlos. Sara
puso un pie entre ambos asientos delanteros para afirmarse mejor, volvió a
intentar abrir la puerta y esta vez logró abrirla del todo. A pesar del peso la
puerta trabó al final de su recorrido y no se volvió a cerrar. Ahora tenía que
salir, pero para eso ella era especialista en escalada. En dos movimientos y
haciendo fuerza casi sólo con los brazos se encontró sobre el lateral del
coche. Se puso en cuclillas intentando no resbalar sobre la superficie lustrosa
de la carrocería pero no duró mucho en ese lugar. Cuando estaba viendo por
donde saltar, Carlos la agarró por un tobillo. Intentó zafarse pero resbaló y
cayó al suelo boca abajo, golpeándose la nariz que en un segundo se le
inundó de dolor y de sangre. Le había dolido más este golpe que el que
había recibido en el choque. Oyó alrededor suyo a varias personas que
gritaban entre las que pudo reconocer la voz de Pili. Logró levantar un poco
la cabeza justo para ver a Carlos dándole un empujón a Pili que también
cayó sobre el asfalto. Carlos se volvió hacia ella trayendo el extintor en sus
manos. Lo levantó como quién levanta una pesada hacha para partir un
grueso tronco, aunque en este caso el objetivo era la cabeza de Sara. Sara
cerró los ojos y sólo atinó a pensar: «adiós». Entonces escuchó un tremendo
estruendo pero no sintió nada más que el dolor palpitante de la nariz. Todos
los gritos cesaron de repente y se hizo silencio en el lugar. Cuando al fin se
atrevió a abrir los ojos, la cara de Pili apareció frente a ella. Hizo un esfuerzo
para intentar sentarse.
–No te muevas –dijo Pili–.Ya pasó todo. Ya viene la ambulancia
–¿Dónde está Carlos? ¿Se ha ido?
–Sí. No te preocupes por él ahora.
Sara empezó a oír sirenas y se sentó a pesar de las protestas de Pili para
poder mirar alrededor. Al lado suyo estaba el extinguidor y un poco más
allá estaba Carlos tendido en el suelo de costado en medio de un charco de
sangre. Un policía estaba agachado junto a él.
–El policía le disparó cuando estaba a punto de lanzarte el extinguidor –
dijo Pili.
–¿Está muerto? –Preguntó Sara al policía, levantando la voz.
–No, creo que no. Ya viene la ambulancia –contestó el uniformado.
La ambulancia se detuvo, dos paramédicos bajaron y comenzaron a
atender a Carlos. Sara se dio la vuelta para no ver. Dos minutos después
llegó otra ambulancia y esta vez le tocó el turno a ella.
68
Una vez en el hospital y después de varias radiografías, resultó que sólo
tenía rota la nariz, además de un corte en la pierna que requirió de una
pequeña sutura. El resto eran golpes sin mayor importancia. Lo de romperse
la nariz igual no era ninguna tontería, dolía y mucho, la cara se le inflamó y
se le puso roja como un tomate. Al día siguiente Pili le dijo que parecía un
oso de tan redonda que tenía la cara. A Sara le causó mucha gracia, pero
cuando amagó reírse le estalló la cara de dolor y tuvo que tragarse la risa.
A Carlos no le había ido tan bien. El disparo le había dado en el abdomen,
seccionándole una arteria importante, lo que le había provocado la muerte
antes de llegar al hospital.
Martes 27 de Septiembre de 2011
El día de la muerte de Carlos la policía le había pedido que cuando
estuviera mejor de salud fuera a hacer una declaración. Al salir de la
comisaría un policía le entregó una caja.
–Son las cosas que había dentro del coche –le dijo.
Lo único importante que encontró allí dentro era su bolso. Lo demás eran
las típicas tonterías que se llevan dentro de un coche: Lapiceras, monedas,
pañuelos descartables, un pintalabios, unos lentes de sol, un mapa de la
región de la Axarquía, papeles inservibles, y debajo de todo el cilindro de
metal que había encontrado en la montaña.
Sara se había olvidado por completo de él. Al verlo recordó de inmediato
aquel soleado día en la montaña. Habían sucedido tantas cosas desde
entonces que le daba la sensación de que había ocurrido hacía mucho tiempo
atrás. Al consultar el almanaque comprobó que sólo habían pasado
veintitrés días. Volvió a mirar el cilindro y examinó las inscripciones.
Parecían ser cuatro palabras. Fue girando el cilindro hasta que aparecieron
los números que había debajo, algunos estaban dispuestos uno detrás de
otro y otros separados por espacios o puntos:
34 49 53.11 58 07 06.11.
¿Un número de serie quizás? Continuó girando el cilindro hasta llegar a
los dibujos. El de los círculos concéntricos daba la impresión de representar
varios anillos entrelazados y el de las figuras rectas parecía un dibujo
abstracto. Lo único concreto era el árbol que estaba en el centro de esa
segunda figura. Era un árbol hecho con mucho detalle en relación a lo
69
pequeño que era el dibujo. Era bonito, frondoso, y le habían dibujado
alrededor una especie de aura, como si el árbol resplandeciera.
Sara recordó lo duro que estaba enterrada la barra en la tierra, como si
hubiera estado allí por mucho tiempo. Sin embargo era difícil saberlo, la
zona recibía nieve en invierno que luego se congelaba, luego el posterior
deshielo sumado a la pronunciada pendiente, hacían que se produjeran
continuos derrumbes en el área. La barra podía haber sido dejada más
arriba, incluso en la cumbre y luego ser arrastrada hasta allí y cubierta por
piedras.
Tenía muchas ganas de mostrarle el cilindro a su amigo Antonio, un ex
compañero de la escuela, profesor de historia y que muchas veces había
participado en excavaciones arqueológicas. Pero Antonio siempre estaba
ocupado y dudó acerca de si molestarlo por una tontería. Pasó el cilindro de
una mano a la otra tanteando su peso. Si no lo llamaba la duda le iba a
seguir dando vueltas en la cabeza. Encendió el ordenador y envió un correo
electrónico a Antonio preguntándole si podía ir a mostrarle algo. A los cinco
minutos recibió la respuesta de Antonio diciéndole que pasara por su
estudio cuando quisiera y que hoy mismo estaría hasta las siete de la tarde.
Sara consultó el reloj. Eran las cinco, tenía tiempo de sobra. Le pidió el coche
a Pili, ya que el suyo estaba pasando una temporada en el taller de chapa y
pintura, y salió hacia el estudio de Antonio. Al llegar, Antonio la recibió
encantado y le empezó a hablar sobre los proyectos que tenía en marcha. Un
yacimiento de un pueblo desconocido en la provincia de Córdoba, y la
puesta en valor de las ruinas de Acinipo, la antigua ciudad de tiempos
romanos en la provincia de Málaga. Luego empezó a hablarle acerca de que
había sido de sus otros compañeros de colegio. Mientras tanto Sara sentía el
peso del cilindro rosado en su bolsillo, esperando a que a Antonio se le
agotaran los temas de conversación. Al final Antonio le preguntó cómo
estaba su marido.
–Muerto –contestó Sara.
Antonio se puso serio.
–¿Es una broma? –dijo.
–No, es cierto. Le pegó un tiro un policía cuando estaba a punto de
partirme un extintor en la cabeza.
–Lo siento mucho. ¿Pero por qué no me lo has dicho apenas llegar? Y yo
hablándote tonterías…
–Todo eso ya pasó, tengo algo para mostrarte.
70
Sara sacó el cilindro de la cartera y se lo entregó a Antonio que lo observó
con detenimiento y le dio vueltas para un lado y para otro.
–Asombroso… –dijo Antonio–. ¿Dónde lo has encontrado?
–Enterrado en la cima de la Maroma –contestó Sara.
–No tan asombroso. Las cimas de las montañas, como sabrás, eran
lugares de culto para las civilizaciones antiguas, y no tan antiguas también,
y más aún tratándose de una montaña como La Maroma que es la más alta
de la zona. Desde su cima se domina un gran territorio, desde el
mediterráneo pasando por el poniente granadino hasta sierra nevada. Ya
hemos encontrado objetos rituales allí.
–¿De verdad piensas que esto podría ser de una civilización antigua?
–¿Por qué no? Para empezar el metal es raro y se han tomado mucho
trabajo en hacerle estas delicadas inscripciones. ¿Tú sabes la cantidad de
objetos que se encuentran en pequeñas excavaciones domésticas y que se
piensa que son modernas y que después resultan ser mucho más antiguas de
lo que se pensaba?
Sara lo miró sonriendo sin contestar, ya sabía que cuando Antonio daba
cátedra lo mejor era escucharlo.
–Como la dama de Elche –continuó Antonio–, se pensaba de era una
chuchería del siglo diecisiete y luego resulto pertenecer a los íberos y tener
más de dos mil años.
Mientras le daba vueltas al cilindro, Antonio se paró en seco y se puso
serio.
–He descifrado el mensaje –dijo.
–¿Sí? ¿De verdad?
–Sí escucha, te lo traduzco: “Un cilindro de metal rosa para gobernarlos a
todos. Un cilindro para encontrarlos, para atraerlos a todos y atarlos en las
tinieblas” –dijo Antonio poniendo voz tenebrosa y con una sonrisa irónica en
el rostro.
–Sí, claro –dijo Sara forzando una sonrisa, decepcionada–. ¿Y quién lo
dice? ¿Sauron? ¿Es una mierda esto verdad?
–Ja ja, por un momento te lo habías creído, ¿verdad? Tenías cara de susto.
–¡No! No es cierto. ¿Dime? ¿Lo tiro a la basura?
–No, de ninguna manera. Déjamelo. No tengo ni idea de lo que es pero lo
estudiaré en serio. Casi seguro es moderno, y podría ser cualquier cosa, es
muy difícil de saber qué, pero por lo menos vamos a averiguar de qué metal
está hecho y también intentaremos descifrar que es lo que dice. En principio
estas letras no son de ningún idioma demasiado conocido, pero para
71
afirmarlo tengo que compararlo con el banco de datos, sí resultara que
encuentro algo interesante te aviso.
Después de un rato más de charla intrascendente Sara volvió a casa de
Pili. Estaba un poco decepcionada de que Antonio no supiera nada del
cilindro, había presentido lo contrario. No era la primera vez en los últimos
tiempos que presentía algo y luego resultaba que estaba equivocada, así que
se olvidó del asunto.
Después de muchos años de trabajar sin tomarse vacaciones, los días que
siguieron los dedicó al descanso. No es que no trabajara, pero se lo tomaba
de otra manera, iba al estudio por las mañanas y las tardes las dedicaba a
escalar o a dar largos paseos en bici. En el garaje de Pili había encontrado
una bicicleta todo terreno que no se utilizaba desde hacía años. Sara no había
tocado una bici desde los doce años, pero probó y se enganchó. Entonces
alternaba: un día escalada y otro día bici.
Sábado 1 de Octubre de 2011
Había subido hasta el alto de Moclinejo varias veces antes en coche y
siempre le había parecido que subir en bici sería demasiado duro, una
animalada, pero esa tarde despacito y sin apuro había llegado hasta el final
de la cuesta. Estaba cansada pero contenta. Había superado nada más y
nada menos que setecientos metros de desnivel en trece kilómetros, y le
había sobrado un poco de resto como para continuar. Sentía que su físico
había renacido, sus pulmones parecían capaces de absorber más oxígeno y
sus músculos estaban potentes como nunca. Desde lo alto el paisaje era
indescriptible. No era tan aéreo como desde la Maroma porque la altura era
inferior, pero la vista era más bonita porque estaba más cerca de la costa y en
ese momento aún más porque se acercaba el atardecer. Los últimos rayos
dorados del sol iluminaban la montaña y los pueblos esparcidos por el valle,
dando sensación de calidez aunque el aire ya estuviera fresco. El verano
estaba llegando a su fin dando paso a los colores sepia del otoño. Por alguna
razón que no alcanzaba a comprender su mente estaba empezando a
relacionar el fin del verano con el fin de su estancia en la casa de Pili. El ciclo
parecía estar cerca de su cierre. Quizás estaba llegando el momento de irse a
vivir sola. Pero sin embargo sentía la contradicción: su cuerpo estaba fuerte,
pero su mente aún tenía algunas lagunas que llenar antes de retomar una
vida normal. ¿Y entonces qué?
72
Paseó la vista por el mar de viñedos que se desplegaba por las colinas.
Algunos llegaban hasta el borde de la carretera por la que había subido y en
los más cercanos se llegaban a ver los racimos de uvas ya pasas. Luego fue
desenfocando la vista hasta mirar a lo lejos, hacia el mar… ¿Y si hacía un
viaje? ¿A dónde podría ir? De chica había viajado mucho, pero con Carlos
eso se había acabado. A Carlos no le gustaba viajar. En realidad podría hacer
una larga lista con las cosas que no le gustaban a Carlos, pero eso ya no
importaba. Carlos ya no estaba y tenía que sacárselo de la cabeza. Volvió a la
idea del viaje. El sol estaba desapareciendo en el mar y recordó que no
llevaba iluminación en la bici. Tenía por delante un largo descenso por
carretera de montaña. Se puso el casco, subió a la bici, dio cuatro o cinco
pedaleadas y se dejo llevar. Pocos segundos después comenzó a sentir el
indescriptible placer de avanzar a gran velocidad sin tener que pedalear. En
un momento llegó a ver más de sesenta kilómetros por hora en el
velocímetro. Pensó en que tentador sería dejar que la velocidad subiera y
llegar a aquella curva que se veía más adelante sin intentar doblar. Debía ser
espeluznante volar con el mar dorado como fondo por unos cuantos
segundos antes del impacto final un par de cientos de metros más abajo. ¿Se
sentiría algo al chocar contra las rocas o sería instantáneo, como apagar un
interruptor? La curva se acercaba a cada segundo. Cuando faltaban menos
de cien metros para llegar a la curva ambas manos apretaron los frenos sin
que ella les hubiera dado la orden. El mecanismo de supervivencia era
implacable, iba a tener que hacer ese viaje y darse una nueva oportunidad. A
partir de ese punto continuó descendiendo sin dejar que la velocidad pasara
de cincuenta. Veinte minutos después giró en la esquina de la casa de Pili. Al
entrar al garaje se cruzó con Jaime, el marido de Pili.
–Hola Sara –Dijo Jaime–. ¿Qué tal la bici?
–Muy bien, he subido hasta Moclinejo.
–¿Sí? Pues te felicito, yo lo he intentado varias veces pero en todas ellas
me he quedado a la mitad.
Jaime ya estaba saliendo cuando se volvió de nuevo hacia Sara.
–Ah, casi lo olvido. Te ha llamado Antonio, ese que era compañero
vuestro del colegio. Ha dicho que lo llames, te quería comentar algo sobre
un objeto que le has llevado.
–Sí, gracias Jaime.
Sara fue directo hacia el teléfono y marcó, pero en casa de Antonio no
atendió nadie. Entonces aprovechó para ducharse. Al salir del baño
encendió el ordenador y se dedicó a buscar lugares para ir de viaje. Pasó un
73
largo rato navegando por paisajes lejanos; Australia, Norteamérica o
Sudáfrica eran las opciones que barajaba cuando sonó el teléfono. Como no
había nadie en casa atendió.
–Vi tu llamada.
Era la voz de Antonio.
–Me ha comentado Jaime que tienes novedades –dijo Sara.
–Bueno sí, pero no creas que son gran cosa. ¿Puedo pasar por casa de Pili
en un rato y te comento de qué se trata?
–Sí claro, te espero.
A los veinte minutos Antonio se acomodaba en uno de los sillones de Pili
con el cilindro rosa en la mano.
–En primer lugar, esto es de titanio –dijo levantando el cilindro–. Este es
un detalle asombroso porque el titanio cuesta casi la mitad de lo que cuesta
el oro. Esta pieza pesa con exactitud quinientos cincuenta gramos, o sea que
sólo por el valor del metal es muy costosa. El otro detalle interesante es el
tinte rosado que tiene. Existen diferentes procesos industriales para darle
color a los metales, pero este titanio de color rosa es de verdad raro, aún no
encontré a nadie que me explique cómo se hizo, pero seguiré investigándolo.
–¿Quién dejaría algo tan caro en la cima de una montaña? –preguntó Pili
que también se había sumado a la reunión.
–No lo sé –dijo Antonio–. Pero antes de especular acerca de eso tengo
otras cuestiones que explicarles.
–Adelante, te oímos –dijo Sara.
–El cilindro mide exactamente ciento cincuenta milímetros de largo y
cuarenta de diámetro. Y como les dije pesa quinientos cincuenta gramos,
todas medidas exactas en el sistema métrico decimal. Estos datos, junto al
hecho de que esté hecho de titanio, hacen descartar por completo que sea
antiguo. Esto es industria metalúrgica reciente.
–Eso tira abajo tu teoría de que podía ser de una civilización antigua.
–Sí claro, pero encontré un detalle especial. Cuando lo miré al
microscopio encontré restos de materia orgánica en los relieves de los
símbolos que resultaron ser una combinación de restos de hojas de árboles.
En concreto, humus.
–Y en lo alto de la Maroma sólo hay piedras resecas –dijo Sara–. Eso
quiere decir que estuvo enterrada antes en otro lugar.
–¡Ahhh! ¡Cómo va aprendiendo mi alumna! –exclamó Antonio.
–Y… son años de escucharte.
74
–Por el tipo de objeto, construido en un metal noble, y por la
particularidad de haber sido enterrado en diferentes ubicaciones, no sería
descabellado decir que podría ser un objeto de culto de alguna secta. En una
oportunidad, hace unos cinco años, fuimos a hacer el relevamiento de un
yacimiento romano a la cima de una loma que hay detrás del pueblo de
Cártama, y nos encontramos con un grupo haciendo un ritual. Era al
atardecer y los descubrimos danzando desnudos alrededor de una gran roca
redonda sobre la que habían encendido un fuego. Cuando el fuego se
extinguió entre las brasas aparecieron unos cilindros y otras piezas de metal.
No me extrañaría que la cima de la Maroma sea también un sitio elegido por
esos grupos de locos.
–Si es así, se van a llevar una sorpresa cuando vayan a buscarlo.
–Seguramente, pero mirad. Creo que lo más interesante son las
inscripciones. Hasta dónde yo sé los símbolos no son de ninguna escritura
conocida pero los números tienen todo el aspecto de ser indicaciones de
latitud y longitud, aunque no hay ninguna indicación acerca de si se trata de
latitud sur o norte, o de longitud este u oeste.
A Sara le empezó a gustar el asunto.
–¿Has visto que al final la barra tenía algún secreto? –dijo–. ¿No será que
es en las inscripciones en donde dice si es latitud sur o norte, o longitud este
u oeste? ¿Cómo estás seguro de que no es una escritura conocida?
–Lo sé porque lo he consultado con un experto, así que puedes estar
segura de eso.
–De acuerdo. Entonces nos quedan los números.
–Sí, también podrían ser horas, minutos, y segundos, pero sería más raro
porque en ambos casos se supera el número veinticuatro, con lo cual tendría
que haber días y no los hay. Aunque también a veces se suele decir treinta y
seis horas, o setenta y dos horas. ¿Verdad?
–Sí, parece más probable lo del posicionamiento global. ¿Has
comprobado a que latitud y longitud corresponde?
–Bueno, como no dice ni sur ni norte, ni este ni oeste, hay cuatro puntos
posibles. Y sí, los comprobé.
Antonio hizo un silencio.
–¿Y? –Dijo Sara–. ¡Dime, que me pongo impaciente!
–Sí ya, igual te impacientas por nada. Los números son: 34 49 53.11 58 07
06.11. Aquí estamos a treinta y seis grados de latitud norte por lo que el
número indicado en latitud es bastante cercano, pero la longitud nada que
ver. Entonces si buscamos 34 grados y 49 minutos norte, y 58 grados y 7
75
minutos oeste nos da en medio del océano atlántico por lo que no tiene
interés. Si lo hacemos con latitud sur y longitud este nos da en medio del
Índico por lo que es otro punto descartado. Si buscamos con latitud sur y
longitud oeste nos da en un punto en Argentina, un poco al sur de la ciudad
de Buenos Aires, que tampoco le veo que tenga nada de interesante, es sólo
un suburbio de la ciudad. Y el último punto, con latitud norte y longitud
este nos lleva al norte de Irán, en medio del desierto.
–Pues vaya, que decepción –dijo Sara con tono de broma–. Ninguna isla
paradisíaca, ni siquiera una montaña interesante para escalar. Me había
hecho la fantasía de que en algún punto habría una montaña como la
Maroma que habría que escalar y encontrar una piedra igual a esta que
develara el misterio.
–Tú ves muchas películas –dijo Antonio.
–La verdad es que no, pero tengo algo de imaginación.
–De eso no tengo dudas.
Sara recordó algo.
–¿Y qué hay de los dibujos que están debajo, el de los círculos y el del
árbol? –Preguntó.
–De eso no tengo ni idea, puede que sean sólo adornos.
Pili, que había salido hacía un rato, volvió a entrar con rostro sonriente.
–Ya están listas las pizzas –dijo–. Así que la reunión científica se
interrumpe por la fuerza.
–Sí, será por la fuerza del hambre que tengo –dijo Sara–. ¿Te he contado,
Antonio, que acabo de subir en bici hasta Moclinejo?
–¿Es cierto eso? Pues la próxima vez avísame que te acompaño.
–¿Vamos a comer de una vez? –insistió Pili.
–Sí, vamos.
Esa noche, antes de irse a dormir, a Sara se le ocurrió que quizás podría
comenzar su viaje yendo a alguno de los lugares que indicaba la barra rosa.
Volvió a consultar el programa de posicionamiento global. Confiaba en
Antonio, pero era mejor asegurarse dos veces. Volvió a buscar las posiciones
en latitud y longitud pensando en que quizás podría haber algún error, pero
a su pesar comprobó que las posiciones tal cual las había descripto su amigo.
Dos de ellas se encontraban en efecto sobre el océano y no parecía haber islas
de tamaño razonable en los alrededores. Luego se centró en tratar de
averiguar algo más sobre la posición en el norte de Irán, y resultó ser un
desierto con varias salinas y unos pequeños pueblos desperdigados en
medio de la nada. ¿Estaría ahí la clave del cilindro rosa? Si por lo menos
76
hubiera montañas se hubiera sentido más atraída, pero parecía ser un lugar
completamente llano. Además Irán era un país complicado, receloso con las
mujeres, no era un lugar como para ir sola. Si quería ir allí necesitaría
alguien que la acompañe. Iba a ser complicado.
Entonces observó la otra posición que estaba sobre tierra. Era cerca de
Buenos Aires, como había dicho Antonio, pero ajustando bien los minutos y
los segundos de arco comprobó que no era en un suburbio, sino una
pequeña área de bosque. Un bosque podía llegar a ser un lugar interesante
para esconder algo. El lugar era accesible y se encontraba cerca de una gran
ciudad, quizás hasta podría ir en taxi o en autobús… ¿Pero qué haría en caso
de que lograra llegar al sitio exacto? ¿Excavar, como en la isla del tesoro? En
último caso lo que haría no importaba demasiado hasta ver el lugar. Cuando
estuviera allí ya sabría lo que hacer. Por supuesto no tenía sentido hacer
semejante viaje sólo para eso, podría aprovechar para hacer otras cosas como
ir a escalar alguna montaña a la Patagonia. Había oído hablar del monte San
Lorenzo en la provincia de Santa Cruz, que tenía un magnífico último tramo
antes de llegar a la cima con hielos perpetuos. Eso era, quizás el cilindro no
sería nada importante, pero sí era una buena excusa para decidirse por
algún lugar.
A la mañana siguiente le comunicó la noticia a Pili.
–¿No te importa quedarte un mes sola? –le dijo.
–Ya sabes que no hay tanto trabajo, me puedo arreglar, y si fuera
necesario contrato a alguien. Vamos, vete a hacer ese viaje, ya habrá tiempo
para hacer más dinero después.
–Gracias Pili.
–¿Pero por qué no te eliges una isla con playas, aguas templadas, y
muchachos que te sirvan un trago?
–No, aún no estoy para muchachos –meditó Sara–. Prefiero las montañas,
por lo menos por un tiempo.
El rostro de Pili se iluminó de repente.
–¿Te acuerdas de Sonia? –dijo–.
–¿Cuál? ¿La que iba al cole con nosotras?
–Sí, ¿cuál va a ser? ¡Sonia!
–Sí, ¿y qué?
El teléfono de Pili comenzó a sonar.
–Que vive en Buenos Aires. ¿Por qué no aprovechas para ir a verla?
–No lo sabía. De verdad sería lindo encontrarla después de tantos años.
¿Tienes el teléfono?
77
–No, pero tengo el correo electrónico
–Entonces le escribiré, pero habrá que ver si se acuerda de mí.
–Es bastante difícil olvidarte a ti –dijo Pili y atendió el teléfono que
llevaba medio minuto sonando.
78
4. Sara
No hay ser feliz o no ser feliz.
Hay estar vivo…
Nadie había ocupado el asiento del lado del pasillo. Sara lo sumó al que
ya era de su propiedad, y durmió con relativa comodidad. Despertó en una
mañana azul y luminosa, y al mirar hacia abajo contempló una continuidad
de campos verdes. Según la pantalla que colgaba del techo un par de
asientos más adelante volaban sobre Uruguay. Faltaban pocos minutos para
aterrizar y empezó a notar que se estaba poniendo nerviosa, no por el
aterrizaje, si no por la intriga de no saber con que se encontraría. Un
momento después los campos verdes dieron paso a las aguas marrones del
Rio de la Plata. Y de pronto se encontraron sobre la ciudad inmensa,
interminable. El avión avanzó durante un minuto más tierra adentro, luego
dio un giro de casi ciento ochenta grados y comenzó a descender hacia la
pista. El aterrizaje fue muy suave, impecable. Cuando por fin el avión se
detuvo junto a la manga, Sara esperó a que bajaran casi todos los pasajeros y
recién entonces se movió de su asiento. No tenía ningún apuro, estaba de
vacaciones. Por fin, después de tantos años, estaba de vacaciones.
Salió al hall del aeropuerto en medio de un mar de gente y temió no
reconocer a Sonia, o que Sonia no la reconociera a ella. Treinta segundos
después salió de dudas, cuando la vio a unos veinte metros de distancia
acompañada de su marido. Sonia lucía igual o mejor que diez años atrás, el
paso del tiempo había sido muy generoso con ella. Decidió sorprenderla
dando un rodeo entre la gente para llegar por detrás. Al tocarle la espalda,
Sonia se dio vuelta y pareció tardar unos segundos en reconocerla, pero
luego sonrió y la abrazó.
Siempre le había fascinado la sensación de salir del aeropuerto y
encontrarse en un lugar nuevo por completo. Había visitado muchos países,
cada uno tenía algo especial, y este no era la excepción. En una primera
mirada observó que el tránsito era desordenado pero fluido, ni tan robótico
como en Europa, ni tan arriesgado como en algunos países de Asia. Todo el
mundo parecía rodar rápido y seguro. Al salir de la autopista y entrar en los
barrios de Buenos Aires, no notó demasiada diferencia con cualquier otra
gran ciudad, y al frenar frente a la casa de Sonia en el barrio de Caballito, le
79
pareció estar en la misma calle de la casa de su tío en Madrid. La calle estaba
empedrada y cincuenta metros más allá de la casa de Sonia no tenía salida,
por lo que casi no pasaba tránsito. Tras pasar el umbral se encontró en una
casa antigua pero bien conservada, con techos altos, puertas con banderolas
y pisos de madera. La habitación que tenían preparada para ella, era enorme
y confortable. Cayó en la cuenta de que era la segunda vez en muy poco
tiempo que se instalaba como invitada, primero en la casa de Pili y ahora con
Sonia.
Al día siguiente de haber llegado Sonia la llevó a conocer la ciudad. La
estación del metro, o subte como le dicen en Argentina, estaba a dos cuadras
y por ese medio recorrieron gran parte de la ciudad. Sus amigos de Málaga
cuando solían viajar a Madrid, evitaban el metro porque temían perderse, o
porque les daba claustrofobia viajar apretados entre la gente. A Sara le
encantaba: era mágico, te metías por un túnel y en unos pocos minutos
aparecías en un lugar completamente diferente. Le gustaba sobre todo la
sensación de ir subiendo la escalera, sea esta mecánica o no, y descubrir lo
que aparecía de pronto cuando salías a nivel de la calle y podías ver a tu
alrededor. A pesar de haber viajado mucho de chica, había ido muy poco a
grandes ciudades. Su padre solía llevarla más a otro tipo de lugares, sitios
perdidos en medio de la naturaleza, como a la cima de la Maroma, o a subir
picos a Sierra Nevada, a veces saliendo desde la Alpujarra por los caminos
más recónditos y difíciles. En otras oportunidades en vez de escalar hacia
arriba lo habían hecho hacia abajo, hacia las profundidades de la tierra.
Habían explorado minas abandonadas y cuevas naturales, como la Cueva de
la Pileta y la Cueva del Gato, ambas en lo profundo de la serranía de Ronda.
La ciudad no era su medio más habitual, pero el metro no la acobardaba, no
después de haber estado a kilómetros bajo tierra en una mina abandonada.
Los primeros días Sonia no dejó que saliese sola argumentando que era
peligroso, que había muchos robos y que ella no estaba acostumbrada.
Luego no le quedó más remedio que ceder pero dándole mil
recomendaciones: que cuidado con la cartera, que no vuelva de noche, que
se tome un taxi, y bla, bla, bla. Al principio Sara le hizo caso, pero después
cuando comprobó que los peligros eran los mismos que en cualquier otra
gran ciudad, dejó de darle tanta importancia a los dichos de su amiga y
anduvo a su aire por todos lados.
Un par de días después de llegar comenzó planificar el viaje a la
Patagonia, pero antes de eso tenía una tarea pendiente. El cilindro rosa
esperaba dentro de la maleta y por lo menos iba a intentar llegar hasta el
80
punto geográfico que estaba inscripto en ella. Utilizó el ordenador de Sonia
para volver a buscar en el mapa y comprobar la ubicación exacta. El punto
exacto se encontraba al sur de Buenos Aires, a unos cuarenta kilómetros.
Estuvo a punto de pedirle a Sonia que la llevara con el coche, pero después
lo pensó mejor y se dio cuenta de que sería una buena excusa para salir sola
a algún lado. Al buscar un medio de transporte encontró que lo más
razonable y lo que la dejaba lo más cerca posible, era el tren que une las
ciudades Buenos Aires y La Plata. Había una estación que estaba a menos de
cinco kilómetros del punto marcado. Podría bajarse allí mismo e ir andando.
Cerró el ordenador y fue hasta la cocina dónde encontró a Sonia
preparando la cena. Como no tenía ganas de dar muchas explicaciones que
con seguridad resultarían inverosímiles, decidió inventarse una excusa.
–Mañana voy a ir a conocer la ciudad de La Plata, así que no me esperes
al mediodía.
–Bueno. Ahora te explico dónde tenés que tomar el ómnibus.
–No hace falta. Voy en tren.
–¿En tren? No. ¿Qué parte no entendiste de que acá roban, de que hay
chorros? Es peligroso ir en tren.
–No te preocupes, ¿Qué me pueden robar?
–Y… Supongo que llevarás la cámara de fotos.
Sara asintió con un movimiento de cabeza.
–Bueno, eso te pueden robar –dijo Sonia–. La cámara.
–Si me la roban tendré que comprarme otra. No es que quiera hacerme la
que tengo mucha pasta, pero el dinero va y viene Sonia, no te preocupes
tanto por eso.
Sonia la miró, dudosa.
–Uff, bueno, pero por lo menos prometeme que vas a estar atenta y que te
vas a cuidar.
Sara sonrió a su amiga.
–Claro, te lo prometo.
Sábado 22 de Octubre de 2011
Sara había omitido decirle a Sonia que también llevaría el GPS, porque en
caso contrario su amiga hubiera puesto el grito en el cielo. A las nueve de la
mañana subió al subte en la estación Puán y viajó por la línea A hasta la
estación Lima. Allí hizo la combinación con la línea C y continuó por esta
81
última hasta el final del recorrido. Al salir del subte y subir las escaleras, se
encontró en el gigantesco hall de la estación de trenes de Plaza Constitución.
En la pared frontal había un gran tablero luminoso en donde se exponían los
horarios de salida de los trenes. Allí vio que el próximo tren en partir hacia
La Plata lo hacía a las nueve y cuarenta y cinco desde el andén número once.
Sólo faltaban diez minutos. Compró el pasaje y caminó hacia el andén sin
dejar de contemplar la altura que tenía el edificio. En algunos andenes había
trenes eléctricos relativamente modernos, pero el andén número once lo
ocupaba un viejo tren diesel. Caminó hasta una de las puertas y subió los
tres escalones que la dejaron dentro de un vagón sucio, pero con ventanillas
que se podían abrir, por lo que no hacía falta ir ahogado como en los trenes
modernos.
En el horario indicado la máquina soltó una columna de humo negro y el
tren comenzó a moverse. Al salir fuera del techo de la estación se encontró
con un día soleado y templado, ideal para ir con la ventanilla abierta y
disfrutar del aire de la primavera. Los primeros kilómetros el tren viajaba
sobre un terraplén elevado lo que le permitió observar los suburbios de una
ciudad inmensa, interminable. Después de cuarenta y cinco minutos de
marcha el tren se detuvo en la estación Hudson. Desde allí sólo faltaba una
estación más para llegar a destino. Al salir de Hudson el paisaje comenzó a
cambiar de forma drástica: las casas fueron desapareciendo para dejar paso a
una sucesión de pequeñas plantaciones de hortalizas, y luego, por fin
apareció el bosque. Según había visto en el mapa, entre esa estación y la
siguiente había ocho kilómetros; una distancia bastante mayor a la normal
entre una estación y la otra, y por ese motivo el tren tomó una velocidad
también superior a la que había alcanzado hasta ese momento. Al observar
el bosque a su derecha, notó que la vegetación era muy compacta, tanto que
se parecía más a una selva que a un bosque. Empezó a preocuparle que la
densidad de la vegetación le impidiera llegar hasta el punto señalado.
El ruido del tren cambió de pronto, y al mirar hacia abajo vio que estaban
atravesando un puente. La visión fue fugaz debido a la velocidad, pero
alcanzó a distinguir un arroyito que cruzaba por debajo. Luego empezó a
notar que la velocidad disminuía de a poco y se levantó del asiento para
dirigirse hacia la puerta. Antes de que el tren llegara a la estación asomó un
poco la cabeza por la puerta abierta y vio el comienzo del andén. Allí había
un cartel que se notaba repintado recientemente: «Estación Pereyra» decía.
Saltó al andén cuando el tren aún llevaba una pequeña velocidad y se
encontró en una estación muy antigua rodeada de bosque. El pequeño
82
edificio de la estación parecía tener más de un siglo durante el cual no había
recibido mucho mantenimiento, y esa era la única construcción a la vista con
la excepción de un gigantesco tanque de agua oxidado de la época en que los
trenes funcionaban a vapor, ubicado en el final del andén.
Cuando el tren reanudó su marcha pudo ver hacía el otro lado. Allí sólo
había unas cuantas casas en estado de abandono y una construcción de
mayores dimensiones que parecía ser un cuartel o algo por el estilo. A pesar
del abandono todo el lugar resultaba muy agradable debido a la naturaleza
que lo rodeaba.
Observó que ella era la única persona que había descendido del tren,
aunque no le preocupó en lo más mínimo, estaba acostumbrada a estar sola
y le gustaba. Sacó la cámara e hizo unas cuantas fotos del lugar, luego rodeó
el edificio de la estación y salió a un camino que había detrás. El sentido del
camino era de sur a norte, en paralelo a las vías del tren. Al mirar hacia el
sur, a unos cien metros divisó una casa rodeada de un campo de tomates
maduros y más lejos vio venir a tres personas en bicicleta. Al pasar frente a
ella la saludaron con la mano y continuaron su camino. Eran tres chicos de
cerca de veinte años de edad con bicicletas todo terreno. Sara sacó de la
mochila el GPS, donde ya había programado previamente el punto indicado
en el cilindro rosa, y lo encendió. Luego se paró en medio del camino y
observó la pantalla. Una gran flecha verde le indicaba hacia el norte con una
ligera inclinación al oeste; casi la misma dirección que llevaba el camino.
Miró su reloj, donde vio las diez y cincuenta y uno, y se puso en marcha.
Poco a poco el camino comenzó a separarse de las vías del tren hasta que en
un momento dado hubo una separación suficiente como para que también
hubiera vegetación entre la calle y las vías. De a poco la vegetación se fue
haciendo más alta hasta que ramas de los árboles a ambos lados del camino
comenzaron a tocarse sobre su cabeza, la sombra fue cubriéndolo todo y el
aire se fue haciendo más fresco.
Había caminado sólo unos quinientos metros cuando llegó a un punto en
donde un camino secundario se desviaba del camino principal con un ligero
ángulo hacia la izquierda. En la entrada de ese camino había una valla que
impedía el paso de vehículos, pero dejaba una senda peatonal a un costado.
A la izquierda de la valla había un cartel que indicaba que se trataba de una
reserva natural y daba algunas de las indicaciones normales en estos casos,
como no hacer fuego, etc. En La pantalla del GPS vio que la dirección de la
flecha era exactamente la misma que el camino que se abría ante sus ojos, lo
cual era una suerte. Al final parecía que el recorrido iba a ser más fácil de lo
83
que pensaba. Debajo de la flecha el indicador de distancia marcaba tres
punto ocho kilómetros. Rodeó la valla y continuó caminando. El camino era
recto y tendría unos dos metros de ancho, el espacio suficiente para que
pasara un coche y poco más, en partes era de tierra y en partes conservaba
un antiguo asfalto en muy mal estado. A ambos lados el bosque era muy
denso. En el suelo ligeramente embarrado observó una gran cantidad de
huellas de todo tipo, de personas a pie, de coches, y sobre todo de bicis, lo
que denotaba que el camino era bastante transitado. Anduvo un largo rato
hasta que oyó por detrás el ruido de un vehículo acercándose. Se apartó un
poco adentrándose unos pasos en la vegetación para dejarlo pasar. El coche
pasó a una velocidad considerable a pesar del mal estado del camino. Era un
coche de policía, un Opel Corsa de modelo antiguo. Una vez que el coche se
alejó, volvió a salir al camino y continuó andando. Poco después se cruzó
con otro grupo de siete u ocho ciclistas que también la saludaron. Cuando el
GPS le indicó que estaba a poco más de dos kilómetros de alcanzar su
objetivo se encontró con una encrucijada. Se abrían tres caminos, uno a la
derecha y dos a la izquierda. Al consultar el GPS no tuvo mucho que pensar,
el que más se aproximaba al rumbo que debía seguir, a pesar de que se
desviaba un poco más hacia el oeste de la dirección indicada, era el primero
de la izquierda,. Poco después entró en una zona dónde casi todos los
árboles eran eucaliptus, una especie que debido a la gran cantidad de agua
que absorbe no permite que crezca demasiada maleza debajo, y por esa
razón, en ese lugar, podría haber ido campo a través sin demasiada
dificultad si fuera necesario. Cuando el GPS le indicó que faltaba sólo un
kilometro para la posición 34º 49’ 53.11’’ sur y 58º 07’ 06.11’’ oeste, se
encontró con una caseta abandonada y una barrera rota a la derecha del
camino. Todo indicaba que en un tiempo pasado allí había funcionado un
puesto de control. Unos metros más adelante cruzó un puente debajo del
cual corría un arroyo. A partir de ese punto comenzó a observar que la
flecha del GPS se torcía cada vez más a la derecha, hacia el este, hasta llegar
a un punto en el que la flecha le indicó noventa grados a la derecha y sólo
cuatrocientos metros al punto señalado. El problema es que no había camino
a la derecha y en esa zona era casi imposible ir campo a través porque un
denso cañaveral impedía el paso. Continuó avanzando un poco más con la
esperanza de encontrar algún un paso, pero la flecha comenzó a indicarle
hacía atrás, y la distancia comenzó a aumentar progresivamente: quinientos,
seiscientos, setecientos metros. Se estaba alejando de su objetivo y no tenía
sentido continuar hacia adelante, tendría que regresar sobre sus pasos y
84
mirar con más cuidado para encontrar un camino hacia el este. Comenzó a
desandar el camino buscando con detenimiento cualquier paso posible, pero
el odioso cañaveral era impenetrable y lo cubría todo, para entrar por allí le
hubiera hecho falta un machete y aún así le hubiera llevado mucho tiempo y
esfuerzo avanzar en esas condiciones. Llegó otra vez al punto de máximo
acercamiento, a cuatrocientos metros del objetivo, y se detuvo con fastidio.
Pensó que tendría que rodear el cañaveral, y estaba decidiendo por cuál de
los dos lados sería más conveniente, cuando oyó voces. Al levantar la vista
vio que más ciclistas se acercaban y se preparó para preguntarles si existía
algún paso hacia el este, pero cuando les faltaban cien metros para llegar a
donde ella estaba, giraron a la derecha y desaparecieron en medio de la
espesura. Increíble. Era evidente que había un paso que ella no había visto.
Corrió sin dejar de fijar la vista en el sitio exacto en dónde habían
desaparecido los ciclistas. Al llegar allí descubrió una pequeña abertura en la
vegetación de dónde partía un sendero angosto y casi invisible que se
internaba en el cañaveral. A pesar de lo modesto del sendero, infinidad de
huellas de bicicletas entraban y salían de él. Sara se extrañó de no haberlo
visto con semejante cantidad de huellas. Era evidente que el hecho de estar
pendiente del GPS la había hecho distraer de lo más básico de cualquier
trabajo de exploración: Mirar hacia el suelo.
Al internarse unos metros en el sendero, este se fue haciendo un poco
más ancho, lo justo como para que pasara una bici. Volvió a consultar el
GPS: la dirección que llevaba ahora era casi exacta. Dentro del cañaveral la
oscuridad era notoria a pesar de ser casi mediodía, pero a medida que fue
avanzando comenzó a percibir más luz a la izquierda. Cien metros más
adelante, vio con claridad los reflejos del sol que se filtraban entre las cañas
provenientes de un espejo de agua que parecía estar a escasos metros del
sendero. Un poco más adelante, llegó a una zona en donde las cañas habían
sido quebradas y pisadas. Al ser más fácil pasar por allí, se metió entre las
cañas y llegó hasta la orilla de un lago.
La vista era deslumbrante. El corte que provocaba el lago en la
vegetación, permitía apreciar la belleza del bosque. En la orilla opuesta,
donde no había cañaveral, se podía observar una original variedad de
árboles. Había palmeras junto a cipreses, robles, y unos árboles con flores
color rosa, que estaba casi segura que eran palos borrachos. Los conocía de
haberlos visto en las plazas de Málaga. Tomó infinidad de fotos. Al utilizar
el zoom, alcanzó a ver a unos cincuenta metros de distancia, una especie de
chimenea sobresaliendo del agua, de cuyo extremo brotaba un tenue vapor
85
blanquecino. Le tomó una foto. Después de caminar algunos pasos más por
la orilla, pretendió volver al sendero pero no encontró el lugar de paso. No
se preocupo demasiado porque mientras había estado tomando las fotos,
había escuchado más voces de personas pasando por sendero, razón por la
cual no podía estar muy lejos. Decidió abrirse camino por ese mismo lugar y
fue apartando las cañas con las manos mientras avanzaba con lentitud, pero
después de dar media docena de pasos su pie derecho se enganchó con algo,
tropezó y cayó sobre un objeto duro golpeándose la rodilla. Al agacharse
para comprobar si se había hecho daño, se encontró cara a cara con una
pequeña chimenea idéntica a la que había fotografiado en el lago, de la cual
también salía vapor. Parecía ser el respiradero de una cloaca, sin embargo el
olor que emanaba no era desagradable, sino todo lo contrario. Respiró un
intenso aroma a eucalipto, mezclado con algo más dulce. Después de aspirar
un par de bocanadas se empezó a sentir algo mareada y entonces se alejó
para continuar buscando el sendero. Cuatro pasos más adelante se
reencontró con él y reanudó la marcha. Al consultar el GPS comprobó que
estaba a sólo doscientos cincuenta metros de su objetivo y la emoción de
estar a punto de llegar a la meta le hizo apurar el paso. ¿Habría algo allí?
Cien metros. Estaba empezando a creer que sólo se encontraría con más y
más bosque cuando empezó a ver más claridad entre el follaje. Cincuenta
metros más adelante salió a la luz del sol en un pintoresco claro de forma
circular. El claro en sí mismo no tenía nada de especial, la vegetación que lo
rodeaba no era tan bonita como en el lago, sin embargo se notaba que
alguien cuidaba el lugar porque el césped estaba cortado y prolijo.
Y entonces lo vio. Estaba en el centro del claro. Era un gran árbol parecido
a una conífera, pero con la corteza casi blanca, como un álamo. Largas ramas
se desplegaban majestuosas en el aire hasta llegar a tocarse con el bosque de
alrededor, sin embargo el árbol estaba sólo y su silueta era inconfundible:
Era el árbol que estaba grabado en el cilindro rosa.
Sara lo contempló extasiada mientras caminaba hacia él. Una verja
rodeaba el tronco y un cartel atornillado a los barrotes decía: «Monumento
Natural Provincial - Agathis Alba - Árbol de Cristal - Especie originaria del
archipiélago Malayo, ejemplar único en Sudamérica». Observó el GPS por
última vez: Una luz verde titilaba indicando que había alcanzado el punto
cero. Había llegado al final de su camino.
Sara se sentó en un tronco que había en uno de los bordes del claro y sacó
su almuerzo de la mochila. Había imaginado la posibilidad de encontrarse a
mediodía lejos de la civilización y había ido preparada. Mientras almorzaba,
86
otras personas llegaron hasta el claro del árbol de cristal. Algunos a pie se
acercaban hasta la verja, husmeaban un poco y se iban. Los que llegaban en
bici por lo general aparecían por un sendero, rodaban por el claro a toda
velocidad hasta otro sendero distinto y desaparecían sin prestarle la más
mínima atención al árbol. Estaba claro que todo el bosque era un lugar
habitual de paseo y entrenamiento para senderistas y ciclistas.
Permaneció un largo rato contemplando el árbol. Había creído que lo más
probable era no encontrar nada en absoluto en la posición inscripta en el
cilindro rosa, pero sin embargo allí estaba, algo había: Un árbol, el árbol de
cristal. Antonio se iba a maravillar cuando le contara el descubrimiento.
Ahora la cuestión era: ¿Qué importancia podía tener este árbol para que
alguien se molestara en grabar su forma y posición geográfica exacta en un
metal carísimo, y luego enterrar el objeto en una montaña a diez mil
kilómetros de distancia? ¿Sería todo esto parte de los rituales de una secta,
como decía Antonio? Sacó el cilindro rosa de la mochila y comparó el dibujo
con la forma del árbol real. No era igual la configuración de las ramas, pero
las proporciones, la forma del tronco, el detalle de la copa en punta, y la
forma en general, coincidían. No cabía duda de que se trataba del mismo
árbol. Parecía que el artista que había tallado el cilindro hubiera estado
sentado en el mismo tronco que ella estaba ahora y desde allí hubiera
labrado su obra.
Cuando terminó con el sandwich y la banana, caminó hasta el centro del
claro y se acostó en la hierba. Desde esa posición podía observar el árbol en
toda su dimensión. ¿Cuánto mediría? ¿Treinta metros? ¿Treinta y cinco? El
gran porte del árbol la indujo a preguntarse acerca de su longevidad. Las
distintas especies de árboles varían mucho en la velocidad de crecimiento,
pero con la excepción del caso de los eucaliptus, es muy difícil encontrar una
especie que llegue a los treinta y cinco metros de altura en menos de cien
años. ¿Y si en realidad lo que indicaba el cilindro es que había algo enterrado
a los pies del árbol, como una espacie de mapa del tesoro? Se levantó de su
lecho de hierba para inspeccionar los alrededores del árbol. Una gigantesca
maraña de raíces partía del tronco en todas direcciones hasta perderse más
allá de los límites del claro. Halló varios envoltorios de golosinas y algún
excremento humano, pero ningún indicio de tesoros. Llegó a pensar en un
detector de metales, pero luego pensó que ese asunto del tesoro era una
estupidez. Por lo pronto cuando volviera a casa de Sonia lo primero que
haría sería llamar a Antonio y contarle el hallazgo, quizás a él se le ocurriera
algo acerca de este árbol de cristal. Miró la hora: Dos y veintitrés, hora de
87
volver. Había visto un sendero, del que salían la mayoría de los ciclistas, que
partía hacia el sur. Optó por probarlo. De todas formas, había marcado en el
GPS la posición de la estación del tren en previsión de posibles dificultades
en el regreso.
Había caminado unos doscientos metros cuando se cruzó con un grupo
de tres personas.
–¿Por acá se va al árbol? –le preguntó uno de ellos.
Sara estaba concentrada en sus pensamientos y tardó en responder.
–¿Qué árbol? –dijo al fin.
–El árbol de cristal –dijo un hombre con aspecto de oficinista que salía por
primera vez a la naturaleza.
–Ah sí, es por allí –dijo Sara señalando hacia atrás y tomando nota de lo
famoso que parecía ser el árbol.
Sin embargo el árbol no aparecía en los mapas.
–¿Por dónde venís vosotros, se puede llagar a la estación del tren? –
preguntó Sara.
–Sí, sí – respondieron–. Seguí todo derecho.
Continuó caminando por un sendero sinuoso y bonito en medio de un
extraño cañaveral salpicado de grandes eucaliptus. Poco después el sendero
desembocó en la orilla del arroyo. Del puente que había estado tiempo atrás
en ese lugar, sólo quedaba en pie el esqueleto de su estructura formado por
largos hierros en forma de doble T que conectaban ambas orillas. Las
opciones eran dos: meterse en el agua o pasar haciendo equilibrio sobre los
hierros. Sara, que había cruzado por lugares más difíciles, no tardó en
decidirse por la segunda opción. Los hierros tendrían entre diez y doce
centímetros de ancho, y le permitieron cruzar casi como si caminara por una
acera.
Dos chicos que comenzaban a cruzar en sentido contrario, pero
arrastrándose a caballo de otro de los hierros, se quedaron mirándola.
–¿No tenés miedo de cruzar así? –le preguntó el que iba primero.
Sara los miró sin dejar de caminar.
–Es más fácil hacer esto que lo que vosotros estáis haciendo –les dijo–.
¿Por qué no lo intentáis?
–Nooo, gracias –dijeron los chicos riendo al unísono–. Otro día.
Una vez que tocó tierra, al mirar hacia adelante divisó una pequeña
construcción medio escondida entre la maleza. Tenía dos diminutas luces
amarillas en los costados que en la penumbra del bosque le daban un
aspecto fantasmagórico. Al acercarse más le quedó claro que se trataba de un
88
altar con una vela encendida a cada lado. En medio de las dos velas una
imagen de la Virgen la miraba directo a los ojos. El altar tenía forma circular
y mediría unos cuatro metros de altura. A los costados de las velas había dos
floreros en donde alguien había dejado unas flores diminutas y ya
descoloridas.
En la base del altar había un pedestal con dos escalones de mármol. Sara
se sentó en el segundo escalón a descansar un poco y enseguida notó algo
extraño: El mármol debía estar frio pero no lo estaba. Lo tocó con la mano:
tibio casi caliente. ¿Le habría dado el sol? Miró hacia arriba y comprobó que
el follaje era cerrado, no quedaba ningún resquicio para que algún rayo de
sol lo hubiera calentado. Se levantó y caminó alrededor del altar. La parte
trasera del mismo estaba cubierta por una enredadera, y parecía que allí
también continuaban los escalones pero estaban cubiertos por la planta. Al
separar las ramas alcanzó a ver que el pedestal tenía un escalón extra en esa
zona y que ese tercer escalón penetraba en una cavidad rectangular que el
altar tenía en su parte posterior. Pasó a través de la enredadera que formaba
una especie de cortina y entró en la cavidad. Allí dentro estaba muy oscuro,
la enredadera tapaba casi toda la luz. Era un escondite perfecto, sólo un
curioso como ella podría haberlo encontrado. Estaba por salir cuando pateó
algo duro con el pié, entonces se agachó y tanteó con la mano. Parecía una
argolla. Al apartar la enredadera para dejar entrar la luz y poder ver mejor,
vio que había dos argollas, una en cada punta del escalón donde ella estaba
parada. Eran argollas grandes, cabía una mano a través de ellas y daba toda
la impresión de que su función era hacer de asas para levantar el escalón de
mármol. ¿Sería una tumba? ¿Estaría parada sobra una tumba? Lo pensó
mejor. No, las tapas de las tumbas no suelen tener argollas para que las
levanten. Entonces se le ocurrió otra idea. No había nada que hacer, era una
curiosa sin cura, y lo que era peor: no le tenía miedo a casi nada. Un
segundo después estaba parada en el segundo escalón tirando de las
argollas, pero no logró mover el mármol ni un milímetro. Miró el sendero a
un lado y al otro para asegurarse de que no viniera nadie. Lo que le faltaba
es que la acusaran de profanar tumbas. Recorrió los alrededores hasta
encontrar dos troncos, uno largo y de un diámetro que cupiera por la
argolla, y otro ancho y corto para apoyarlo en el segundo escalón y hacer
palanca. No le fue nada sencillo llevar el tronco ancho y corto hasta el
escalón porque era muy pesado y estaba lleno de musgo. Las manos le
resbalaban y terminó ensuciándose la ropa con el musgo. Se maldijo a sí
misma por la estupidez de hacer semejante esfuerzo sólo por el capricho de
89
ver si ese escalón de mármol se movía. Volvió a comprobar que no viniera
nadie y puso en práctica el mecanismo. Colocó el tronco ancho en el
segundo escalón, luego apoyó sobre él la punta del tronco más fino, y lo
deslizó hasta que pasó a través de la argolla. Una vez que ambos troncos
estuvieron en su sitio se paró sobre el otro extremo del tronco largo y
descargó todo su peso sobre él. No ocurrió nada. Lo intentó por segunda vez
con más fuerza y escucho un «plaf», como si la losa se hubiera despegado.
Entusiasmada hizo un tercer intento sin obtener resultados. Entonces
decidió probar otro método: agarrándose de la rama de un árbol cercano, se
impulsó hacia arriba y elevó su cuerpo. Al caer cayó dio una patada con
todas sus fuerzas en la punta del tronco. Se oyó un ruido seco que le pareció
que era el tronco largo partiéndose, luego perdió el equilibrio y cayó al
suelo.
Al levantarse observó que el tronco estaba entero, no se había roto. Un
par de metros hacia la derecha, tirado en el suelo del bosque, estaba el
escalón de mármol que al parecer había volado por los aires. Mirándolo
mejor notó que no se trataba del escalón entero, sino más o menos la mitad
del escalón. Una argolla llena de astillas del tronco seguía en su extremo.
Miró hacia el altar. La enredadera había vuelto a su posición original y le
impedía la visión. Volvió a separar la enredadera y vio que la otra mitad del
escalón seguía en su lugar, pero en el lugar que le correspondía al pedazo
que había volado por los aires, ahora había un profundo hueco. Sara asomó
la cabeza, pero la luz no era suficiente para ver hacia adentro. No podía
distinguir que profundidad tenía el agujero y menos aún si se trataba una
tumba.
Al inclinarse un poco más hacia adelante, una bocanada de aire cálido le
acarició el rostro. Apartó instintivamente la cabeza y sintió como un
escalofrío le recorría el cuerpo. Tenía que reconocer que ahora si le había
entrado el miedo. Ahí estaba, la chica valiente asustada por un poco de aire
tibio salido de una tumba. Pero, ¿de dónde mierda venía ese aire? Recogió el
tronco más largo y comenzó a introducirlo en el agujero poco a poco. El
tronco había entrado unos pocos centímetros cuando chocó contra algo, pero
al ejercer un poco más de presión continuó entrando. Entró otros treinta
centímetros y volvió a chocar con algo. El mismo proceso se repitió varias
veces hasta que cuando ya había metido metro y medio de tronco Sara se
detuvo en seco; acababa de comprender que pasaba. Era una escalera. Estaba
ante una escalera que descendía. El tronco golpeaba contra los escalones por
90
eso se producía ese efecto de tocar contra algo y luego seguir. ¿Sería una
cripta?
Y ella había roto la tapa. Profanadora de tumbas, de eso la iban a acusar.
Maldita idea había tenido.
Fue hasta donde estaba el pedazo de mármol que había saltado e intentó
llevarlo a su sitio, pero era imposible arrastrarlo y menos aún levantarlo.
Entonces pensó que ya había hecho demasiados destrozos por ese día y
decidió que era mejor largarse de ahí.
Al darse vuelta estuvo a punto de gritar.
A unos escasos cinco metros, un hombre estaba parado mirándola.
–Hola –dijo el hombre.
Sara se relajó, el hombre parecía inofensivo y no tenía aspecto de ser un
guarda parques ni nada por el estilo. Tendría algo menos de sesenta años de
edad y se lo veía en buen estado físico. Llevaba ropa deportiva y sujetaba
una bicicleta Cannondale de color azul eléctrico.
–Hola –dijo Sara al fin.
El hombre señaló hacia el altar y luego hacia el trozo de mármol que
estaba más allá.
–Hace muchos años que tenía ganas de tirar de esas argollas pero nunca
me atreví –dijo.
–He roto la tapa –dijo Sara.
El hombre apoyó la bici contra un árbol.
–Lo veo –dijo–. Y eso podría ser un problema.
–¿Es una cripta verdad? –Dijo Sara.
–¿Eh? No. ¿Qué cripta?
El hombre caminó hasta a la parte posterior del altar y se asomó por el
agujero. Sacó una pequeña linterna de un bolsillo, la encendió y la apuntó
hacia la oscuridad.
A Sara la carcomía la curiosidad y se acercó para ver, pero no se
distinguía gran cosa porque la linterna era pequeña y poco potente. Sólo se
alcanzaban a ver cinco o seis escalones.
–¿Si no es una cripta, entonces qué es? –insistió.
El hombre apagó la linterna. Se dio vuelta y la miró, estudiándola con
detenimiento. Pasaron unos largos segundos durante los cuales Sara estuvo
a punto de perder la paciencia.
–Ayudame a volver a poner el pedazo de mármol en su lugar –dijo el
hombre al fin–. Con algo de suerte no se van a dar cuenta del destrozo.
91
Sara no tenía muy claro quiénes eran los que no se iban a dar cuenta, pero
de todas formas siguió al hombre. Entre los dos y con un esfuerzo
considerable, lograron volver a colocar la mitad de la tapa de mármol en su
sitio. Luego el hombre acomodó la enredadera intentando volver a camuflar
la parte trasera del altar. Al terminar le ofreció una mano a Sara.
–Alberto Reynini –dijo.
Sara alargó el brazo y le estrechó la mano.
–Sara Valdivia.
Las miradas se cruzaron y por un instante pareció que ninguno de los dos
quería sacar los ojos del otro. Alberto bajo la mirada deshaciendo el encanto.
–Sos española –afirmó.
–Sí.
–¿Y se puede saber que hacés por acá?
Sara pensó en el cilindro rosa.
–Pues, paseando –dijo–. Vine a ver el árbol de cristal.
–Claro, como todo el mundo, viniste a ver el árbol. Pero eso no explica
por qué rompiste la losa.
–Lo siento, es que al ver las argollas me dio la sensación de que se podía
levantar, y quería saber si había algo debajo, porque el mármol no estaba
frio, estaba tibio.
Alberto se quedó un momento mirando a Sara con expresión divertida.
–¿Sabés que un montón de gente se sienta en esos escalones y no se dan
cuenta de nada? Vos sos la primera persona que me encuentro que se da
cuenta que los escalones no están tan fríos como deberían.
–¿Y cuál es la fuente de calor entonces?
–Mejor vámonos de acá. ¿Vos viniste desde la estación del tren, no?
–Sí. ¿Por qué?
–Vamos
Alberto empezó a caminar al lado de la bici por el sendero que iba hacia
la estación, pero Sara se quedó parada, dudando acerca de si debía seguirlo
o no. Alberto notó que Sara no lo seguía y se dio vuelta.
–Vayamos hasta la estación y ahí seguimos hablando –dijo–. ¿Sí?
Sara se puso la mochila al hombro y empezó a caminar.
–¿Y usted que hace por aquí? –Inquirió–. ¿Paseando en bici?
–Sí, y observando.
–Antes me dijo que no era una cripta, pero no me dijo que es.
92
–Insisto. Cuando lleguemos a la estación te lo digo. Aunque te parezca
ridículo, en este lugar alguien podría estar escuchándonos sin que nos
demos cuenta.
Sara miró la espesura a su alrededor, era cierto que alguien podría estar
oculto en cualquier parte, pero eso no era motivo para que alguien pudiera
interesarse en una conversación intrascendente. Pensó que Alberto debía de
estar algo paranoico.
–Como quiera –dijo al fin.
Luego de andar un par de kilómetros por el sendero, llegaron al camino
asfaltado por dónde Sara había entrado. Poco después se oyó el sonido de
coches acercándose. Alberto le indicó que retrocediera. Volvieron a
internarse unos pasos en el sendero y esperaron. Mientras los coches
pasaban, Sara se asomó un poco entre las ramas y distinguió con claridad
que uno de ellos era un Porsche Cayenne de color negro y el otro le pareció
un Hummve como los que utiliza el ejército norteamericano. Ambos
vehículos pasaron a alta velocidad levantando una nube de polvo. Alberto
también se asomó y observó cómo se alejaban.
–Esto se está poniendo serio –dijo.
–¿El segundo era un Hummve, no? –preguntó Sara.
–¿Un qué? No, no. Era un vehículo similar al Hummer o como lo llamaste
vos, pero construido por el ejército argentino, supongo que deben haber
copiado el Hummer o por lo menos se inspiraron en él.
Diez minutos después llegaron al andén de la estación que se veía igual
de desierto que cuando Sara lo había abandonado hacía varias horas atrás.
Intentó comprar el boleto de vuelta pero se encontró con que a boletería
estaba cerrada. Por suerte, en una de las paredes había adosada una lámina
con los horarios de los trenes. Sara consultó su reloj: marcaba las 16:41. A las
17:07 pasaba un tren rumbo a Buenos Aires.
–Falta casi media hora –dijo.
–Esperemos que el tren pare en la estación –dijo Alberto.
–¿Me estás queriendo decir que es posible que no lo haga?
Alberto sonrió.
–No, es una broma, pero hace algunos años atrás era real –dijo–. Después
de cierta hora el tren ya no paraba acá. ¿Hace mucho que estás en
Argentina?
–Diez días.
–Pero me imagino que no habrás venido sólo para ver el árbol de cristal.
–No, claro, vine a visitar a una amiga.
93
Alberto miró a lo lejos en la dirección en que debería aparecer el tren.
–La verdad no sé si confiar en vos, pero creo que no tengo mucha
alternativa –dijo–. Me parece que si no te cuento nada vas a volver a ir ahí a
levantar esa losa y a mandarte escalones abajo. ¿Serías capaz?
Sara se esforzó en no sonreir, porque hacía un instante había estado
pensando exactamente en eso: En volver cuando no hubiera nadie y seguir
investigando.
–No, ni loca entraría –dijo.
Alberto la miró muy serio.
–No me convencés –dijo–. Con toda esa operación que hiciste, haciendo
palanca con esos troncos… sos muy atrevida… seguro que volverías a ir.
Sara dejó salir la sonrisa.
–Me has descubierto –dijo.
–De acuerdo, entonces te voy a contar que es lo que pasa.
Alberto permaneció otro momento en silencio mientras parecía meditar el
asunto.
–El tiempo corre y algunas personas se van a empezar a dar cuenta de
que algo raro ocurre –dijo–. Ya la semana pasada anduvo un tipo
merodeando por todo el bosque. Además necesito la ayuda de alguien con
iniciativa.
Sara aumentó sus sospechas de encontrarse ante un paranoico.
–¿Me quiere decir de que me está hablando? –Dijo.
–Sí, voy al grano. Debajo del altar hay un túnel, y hay muchos otros
túneles debajo del bosque.
Sara confirmó sus sospechas sobre la salud de Alberto, pero luego
recordó la bocanada de aire caliente y la idea no le pareció tan descabellada.
–Cuando acerqué la cara al hueco noté que salía aire caliente–dijo.
–Eso no me lo habías dicho antes.
–Bueno, de todas formas me parece que aquí el que más cosas se guarda
es usted.
–Ok, de acuerdo. Pero no me hables más de usted, soy Alberto.
–Alberto, entonces. ¿Y qué es lo que hay dentro de esos túneles?
–No lo sé con exactitud. Tengo algunas ideas acerca de lo que podría
haber, pero habría que entrar ahí adentro y comprobarlas.
–¿Y a qué estamos esperando?
–Tranquila, no es tan fácil. Hay mucha vigilancia.
–¿Y quién vigila?
94
–Hace unos años la armada, luego la policía, y ahora en los últimos
tiempos el ejército.
–¿Esos que acaban de pasar en el Hummve son del ejército?
–No, esos son nuevos y no tengo ni idea de quienes son.
–¿Y entonces cómo se supone que se pueda entrar allí con tanta gente
dando vueltas?
–De día controlan de forma permanente porque hay mucha gente
andando en bici y corriendo, pero por la noche, hasta dónde yo sé, no hay
vigilancia. Supongo que eso es porque nadie se atreve a venir por acá
después de que oscurece, aunque también es posible que patrullen por
dentro de los túneles, no lo sé.
–De acuerdo, pero me parece que usted, perdón, tú, Alberto, debes saber
algo más de lo que me estás diciendo, porque si no, no tendrías tanto interés
en meterte en unos simples túneles vigilados por la policía y el ejército.
–Bueno, ahora vos me descubriste a mí. Es cierto lo que decís. Sé muchas
cosas más, pero es una historia muy larga y ya falta poco para que llegue tu
tren. En principio te cuento que soy antropólogo y dirijo un grupo de trabajo
formado por varios profesionales afines. Tenemos un estudio en Buenos
Aires en dónde nos reunimos. Si querés, podés pasar por ahí y te cuento
toda la historia con lujo de detalles, aún a riesgo de que no me creas ni la
cuarta parte.
Alberto sacó una tarjeta de un bolsillo y se la entregó. Era una tarjeta
negra con una mariposa de color verde vistoso en un extremo. Alberto
Esteban Reynini, decía en grandes letras plateadas, debajo estaba la
dirección, el teléfono, y el correo electrónico.
Sara guardó la tarjeta en la mochila.
–De acuerdo, pero adelántame algo –dijo–. Por ejemplo: ¿Quién
construyó esos túneles?
–Bueno, ¿quién? Creemos que fue el dueño original de esta estancia. Hace
ciento cincuenta años este bosque era una explotación ganadera.
–¿Y con qué fin los construyó?
–Eso ya es parte de la larga historia.
A la lejos se oyó la bocina del tren.
–Parece que viene adelantado –dijo Alberto–. Si querés llamame, y en
caso de que no te vuelva a ver, te deseo que disfrutes de tu estadía en
Argentina.
–Gracias, de todas formas me pensaré en serio lo de la visita a tu estudio.
Adiós.
95
–Adiós Sara.
Sara subió al tren que se había detenido en la estación sólo para ella. Se
sentó en el primer asiento del vagón y observó a Alberto que aún seguía de
pie en el andén. El tren arrancó y fue adquiriendo velocidad poco a poco.
Llegó a ver como Alberto se subía a su bici y tomaba el camino que salía por
detrás de la estación.
¿Sería cierto lo que le había contado de los túneles? Lo que estaba fuera
de duda es que existía una escalera que descendía hacia las profundidades
desde la parte trasera de un altar, cosa que ya era de por sí bastante
intrigante. Eso, sin tener en cuenta la ráfaga de aire cálido que había salido
del hueco como si estuviera ante el túnel del metro. Debía de haber una gran
cavidad allí, en caso contrario no podría haberse producido tal corriente de
aire. Y luego esos vehículos circulando nerviosos por esos angostos caminos
en medio del bosque. Quizás no fuera nada del otro mundo, pero algo raro
había. Cuando el tren ya llegaba a la siguiente estación, recordó el solitario y
melancólico árbol de cristal, el punto geográfico indicado en su cilindro rosa,
por el que había viajado desde tan lejos. Ella también le había ocultado algo
a Alberto. Después de todo no sabía quién era, aunque parecía un tio
correcto e instruido. Se le ocurrió una idea: ¿Y sí la barra rosa no tenía que
ver con lo que se veía en la superficie sino con lo que podía haber en el
subsuelo? Que fantástico sería que Antonio estuviera allí, para poder
analizar todo juntos como tantas otras veces habían hecho. Apenas llegara a
casa de Sonia lo llamaría y le contaría todo lo que había descubierto. Él solía
pensar más en frio que ella, era probable que se le ocurriera algo.
Se acomodó en el asiento y disfrutó del viaje con los últimos rayos de sol
que le llegaban del oeste.
Sábado 22 de Octubre, 22:37
Mientras Sara cenaba con Sonia y su familia, a unos cincuenta kilómetros
de allí, en una amplia sala semicircular bajo iluminada blancas luces de
neón, se reunía un grupo de unas veinte personas.
Un señor de traje gris hablaba con tranquilidad.
–Hay que cerrar el perímetro –dijo–. Nos estamos arriesgando
Un hombre alto y de pelo blanco que portaba un uniforme militar se puso
de pie.
96
–Señor –dijo–. Con todo respeto, mi opinión es que esa acción será
contraproducente, la zona está declarada reserva de la biósfera; si la
cerramos sin motivo, algunas personas empezarán a quejarse y luego en
cualquier momento aparecerán los medios de comunicación. A mi entender,
es fundamental pasar lo más desapercibidos posible.
–Yo no dije que había que cerrarla sin motivo, busquemos un motivo
plausible. Sin duda el que se tragarán los ecologistas es que lo cerramos por
motivos de conservación, alegando que con el transito actual el ecosistema
se está degradando.
–Suena bien, pero no deje de tener en cuenta que eso tiene que salir de la
secretaría de medio ambiente de la provincia, y ellos sabrán que eso es una
verdad a medias. Me refiero a que habrá que endulzarlos.
–¿Y desde cuándo eso es un problema?
–No, no lo es, pero no deja de ser una repartición oficial. Hay demasiada
gente y los rumores corren a toda velocidad.
El única persona en esa reunión que no llevaba traje ni uniforme alguno,
se levantó y caminó por el pasillo entre las filas de asientos vacios. Todos lo
miraron. Aparentaba unos cincuenta años, vestía jeans, y zapatillas. Llevaba
lentes oscuros colocados sobre su frente, lo que dejaba a la vista unos
llamativos ojos verdes.
–Esta discusión no tiene sentido –dijo–. El almirante tiene razón; desde
que nosotros tenemos el control del predio la prioridad siempre fue pasar
desapercibidos. No veo razón para cambiar. No olvidemos errores del
pasado.
Se generó un murmullo de comentarios encontrados, pero un hombre que
vestía uniforme policial levantó la voz sobre los demás.
–Sí, pero ahora es distinto –dijo–. A ciertas horas el vapor es visible y más
temprano que tarde, va a terminar llamando la atención de los curiosos.
Además, en los últimos tiempos ha llovido muy poco y han desaparecido los
pantanos que daban protección a ciertas zonas críticas. Ahora está todo seco
y la gente se mete por todos lados.
–Yo creo que ustedes se preocupan demasiado –dijo el hombre de los
jeans–. Sólo redoblen la vigilancia. Y si alguien mete las narices donde no le
importa, se lo elimina y se lo hace pasar por una víctima de la famosa
delincuencia. Siempre llamará menos la atención una persona muerta por un
delincuente, que una reserva natural muy visitada cerrada de forma
intempestiva. O es que no ven las noticias. Si cierran la reserva vamos a salir
en los diarios y yo creo que eso no le conviene a ninguno de ustedes…
97
Piénsenlo;
la reserva se queda abierta… y él que se pase de la raya muerde el polvo.
Esta es mi última palabra.
Lunes 24 de Octubre, 9:10
En la noche del sábado, Sara había llamado a Antonio para relatarle todo
lo ocurrido durante la tarde. En principio Antonio se había preocupado y le
había dicho que tuviera mucho cuidado con el tal Alberto y que por
supuesto ni se le ocurriera intentar entrar a los supuestos túneles. Un rato
más tarde el mismo Antonio había vuelto a llamarla para decirle que había
encontrado información en internet acerca del tal Alberto Reynini. Resultaba
ser que era un antropólogo famoso por sus estudios sobre culturas
americanas antiguas, incluso algunos colegas de Antonio lo conocían, por lo
que no representaba ningún peligro. De todas formas, Antonio le había
insistido con que nada de túneles, y que por sobre todas las cosas, lo
mantuviera al tanto de todo lo que sucediera.
Al bajarse del subte en Constitución, y a pesar de las mil y una
recomendaciones de Sonia, decidió ir caminando desde allí hasta el estudio
de Alberto. Serían unas veinte cuadras, nada para ella. Atravesó el barrio de
Barracas en una mañana espléndida, óptima para una caminata. Recorrió
calles en dónde abundaban los edificios antiguos y los galpones de fábricas,
algunos de los cuales parecían abandonados. Sin embargo la zona le resultó
agradable, muchas casas estaban restauradas a nuevo y otras en camino de
estarlo. Pasó ante muchas puertas y ventanas abiertas, y a través de ellas, la
mayoría de las personas que observó parecían alegres y entusiasmadas, todo
lo contrario del ambiente sombrío de traficantes y proxenetas que le había
pintado su amiga.
Media hora después de haber salido de Constitución, se paró frente al
número ochocientos treinta y tres de la calle Gonçalves Días. El estudio de
Alberto era una casa muy antigua, de fines del siglo diecinueve o principios
del veinte, ahora pintada de un vivo color turquesa que desentonaba un
poco con las casas vecinas. En el vano de la puerta había dos timbres sin
identificar.
Tocó uno cualquiera y al cabo de unos segundos abrió la puerta un
hombre de unos setenta y cinco años de edad, impecablemente vestido de
saco y corbata. Unos gruesos lentes enmarcaban su rostro.
98
–¿Qué desea? –preguntó el hombre.
–Busco a Alberto Reynini –contestó Sara.
–Sí, pase por favor.
Entró a un recibidor con sendas arcadas a cada lado, que dejaban ver dos
amplias salas. Sara esperaba encontrar a Alberto en alguna parte, pero
ambas estancias estaban vacías. El hombre entró a la sala de la izquierda y
ella lo siguió. El lugar estaba rodeado de estanterías con libros, y en el centro
destacaba una mesa de gran tamaño en donde estaba desplegado un mapa
que casi la cubría por completo. Sobre el mapa había desperdigados varios
papeles autoadhesivos con anotaciones. Era llamativo que no hubiera
ningún ordenador en toda la sala.
El hombre levantó el tubo del teléfono.
–Alberto –dijo–. Acá te está esperando… ehh…
El hombre levantó la vista y la miró.
–Sara –dijo ella.
–Ahh, sí… –dijo el hombre cómo acordándose de golpe–. Sara.
Un momento después se oyeron pasos sobre una escalera de metal que
Sara no había visto y luego apareció Alberto en el centro de la arcada. Se lo
veía muy diferente sin su atuendo de ciclista.
–¡Sara! –Exclamó–. La verdad no estaba seguro de que vinieras y mucho
menos tan pronto.
Sara se acercó y le dio un beso.
–Desde el sábado que la curiosidad no me deja dormir. Estaba ansiosa
por conocer la historia que me prometiste.
–Ufff –resopló el hombre mayor–. ¡La historia de Alberto! Señorita
prepárese porque tiene para todo el día.
Alberto sonrió y le dio una palmada cariñosa al hombre en la espalda.
–No le hagas caso a Rodolfo –dijo–. No es para tanto. Vení, vamos arriba,
a mi oficina.
Alberto le puso una mano en el hombro y la guió por un pasillo que
continuaba más allá de las arcadas hasta una escalera caracol. Por allí
subieron a la planta superior donde había un gran ambiente sin divisiones.
Estaba decorado con un estilo moderno que contrastaba con el piso inferior.
También había varias estanterías con libros, aunque no tantas como en la
planta baja. Dos amplios ventanales daban a la calle y otros dos hacia la
parte trasera. Estos últimos estaban abiertos de par en par dejando ver un
gran jardín lleno de plantas de todo tipo. Un árbol de flores rojas destacaba
en el centro. Más allá, en fondo del terreno, y casi oculta entre la vegetación,
99
había una casa. Detrás de ella y más arriba se veía el viaducto por dónde
pasaba el tren.
Alberto siguió la mirada de Sara.
–Ese es mi hogar –dijo.
–¿Sí? ¿Vives aquí mismo, entre todos esos árboles?
–Sí.
–¿Con tu familia?
–No, vivo sólo, aunque esa es otra historia que hoy no viene al caso.
Sara se arrepintió de lo último que había dicho y pensó en preguntar algo
intrascendente.
–¿Y ese árbol de flores rojas? ¿Qué es?
–Un ceibo. De esos hay muy pocos en el parque Pereyra.
–Yo no vi ninguno.
–Porque de hecho no hay ninguno en la zona que te encontré.
Alberto le señaló un amplio sillón que había en una esquina pero Sara
prefirió una silla junto al escritorio. Sobre él había un ordenador encendido
con un monitor de gran tamaño. En la pantalla se observaba una imagen
satelital de un terreno montañoso cubierto de bosques, ríos, y lagos. En el
centro de la imagen había un volcán con las laderas nevadas, del cual salía
una fina columna de humo gris.
–¿Café, jugo de naranja… una bebida energética quizás? –dijo Alberto.
–No gracias, nada por ahora.
–No nos va a llevar todo el día como dijo Rodolfo, pero sí es cierto la
historia es extensa, así que mejor voy a buscar provisiones.
–Jugo de naranja, entonces.
Alberto desapareció por la escalera. Un momento después Sara lo vio
atravesar el jardín y entrar en la casa de atrás. Se preguntó una vez más de
que se trataría la tan anunciada historia. Por lo pronto, él parecía ser una
persona seria, y así lo denotaba su oficina. Todo estaba muy prolijo y
ordenado. Alberto regresó un par de minutos después y comenzó a hablar,
primero en voz baja y con pausa, luego se fue entusiasmando y con el correr
del tiempo fue aumentando el tono y la velocidad de sus palabras. Mientras
avanzaba en el relato, le fue mostrando mapas e informes de todo tipo, y por
último le enseño un manuscrito increíble. Al final resultó que la historia sí le
llevó casi todo el día, descontando el intervalo en el que pararon a comer.
Pero no fue sólo por causa de Alberto; Sara se interesaba en los detalles y lo
interrumpía de vez en cuando para preguntarle cosas. Ese interés hizo que
Alberto se explayara en cuestiones que de otra manera habría sintetizado.
100
Sobre el final de la tarde, Sara por su parte, le relató su última escalada a la
Maroma.
–Y allí en la cima encontré esto –dijo abriendo su cartera y sacando el
cilindro rosa.
Alberto tomó el cilindro de las manos de Sara y lo inspeccionó durante un
largo rato.
–No sé qué es esto, pero no hay duda acerca del dibujo –dijo–. Es el árbol.
Entonces Sara le informó todo lo que había averiguado Antonio acerca de
las inscripciones.
–Tenemos que averiguar que quieren decir las inscripciones que tu amigo
no ha podido descifrar, y por sobre todas las cosas, me encantaría saber si
este objeto tiene alguna relación con lo que te acabo de relatar.
A partir de ese momento todos los otros planes que Sara pensaba llevar a
cabo en Argentina, como la escalada de montañas, quedaron en el olvido. Lo
que acababa de oír y ver era de verdad asombroso, algo que jamás se
hubiera imaginado. Mientras oía el relato, por momentos había dudado de
su veracidad, pero Alberto le había mostrado algunos documentos que eran
irrefutables y reveladores. Además la historia en sí misma era consistente,
no parecía un invento. Era una de esas historias en que la realidad superaba
a la ficción.
Ahora lo único que le importaba era el Árbol de Cristal.
Viernes 28 de Octubre,18:45
Sara estaba un poco nerviosa, algo que no era habitual en ella. Se había
vestido bien porque había tenido que contarle a Sonia un cuento acerca de
que se quedaría a cenar en casa de una pareja que había conocido en La
Plata. Entonces Sonia se había sonreído y le había dicho que era una
mentirosa, que seguro que no había ninguna pareja, que habría conocido un
chico y que no se lo quería decir. En ese momento Sara había sonreído sin
contestar, haciéndole creer a Sonia que estaba en lo cierto. Y sí, mentirosa
era, pero mucho más de lo que su amiga se imaginaba.
Caminó por las calles de caballito en los últimos minutos de luz del día. A
pesar de los nervios, ahora se sentía en lo suyo, en su terreno, como cuando
estaba a punto de comenzar alguna excursión a alguna montaña alta y
lejana. Por suerte a Sonia no le había llamado la atención la voluminosa
cartera que llevaba. Ahí dentro llevaba la ropa deportiva para cambiarse, su
101
preciado GPS y la cámara de fotos. Se detuvo en la esquina de Directorio y
Malvinas Argentinas mientras se dedicaba a mirar los autos que pasaban.
Sólo estuvo allí durante un minuto, hasta que un Peugeot 407 de color
champagne frenó frente a ella. Abrió la puerta derecha, entró y besó al
conductor.
Alberto la observó de pies a cabeza.
–Extraño atuendo para la misión que tenemos por delante –dijo–. Aunque
debo reconocer que luce y mucho.
–Gracias, pero es sólo una táctica para no alarmar a las familias normales.
–Me lo imagino.
Sara consultó el reloj. Eran las siete en punto.
–Que precisión –dijo.
–Como debe ser. Te pedí que pasaras por esta esquina porque seguro no
te ibas a olvidar del nombre de la calle.
–Seguro que no.
Alberto le había contado que en su juventud había sido piloto de la fuerza
aérea, y que en abril de 1982, al momento de comenzar el conflicto en las
islas Malvinas, se encontraba de baja por una hepatitis, razón por la cual no
había sido designado al teatro de operaciones.
Continuaron por la avenida Directorio hasta Jujuy, allí subieron a la
autopista 25 de mayo y luego empalmaron con la autopista Buenos Aires–La
Plata. Durante la mayor parte del trayecto viajaron en silencio, ambos
concentrados en sus propios pensamientos. Sara empezó a sentir la tensión
que precede a los eventos importantes, una sensación que le era muy
placentera y que a la vez le traía recuerdos de tiempos lejanos. Volvió a
acordarse de su padre y del aquel día de verano en las ruinas de Ronda la
vieja, una antigua ciudad romana enclavada en lo alto de una meseta
inclinada. Ese día, al llegar a la parte más alta de la meseta y encontrarse de
pronto con un tremendo barranco, ella y su padre vieron un escarpado
sendero que descendía en diagonal por el abrupto desnivel. Fue sólo mirarse
y entenderse al instante. Un segundo después descendían colgados del risco.
Y lo peor era que tenían que volver a subir, porque arriba estaba aparcado el
coche. Al final habían terminado el día dando un rodeo de varios kilómetros
para poder volver a la carretera, ya en plena noche. Había sido un día épico,
de los que jamás se olvidan. ¿Sería hoy igual?
Miró a Alberto, y también lo vio concentrado. Le iba a decir algo pero
después prefirió dejarlo pensar. Hacia el oeste el sol era una esfera naranja a
punto de hundirse en el horizonte. Alberto enfiló la bajada de la autopista en
102
la localidad de Hudson. Ya estaban cerca. Sara activó el GPS y fue guiando a
Alberto por las calles de Hudson hasta llegar a un camino de tierra que
lindaba con las vías del tren. A la derecha pasaron una escuela que era el
último edificio visible. Más adelante sólo encontraron campos sembrados a
la izquierda y el bosque, ya sumido en la oscuridad, a la derecha. Alberto
frenó con cierta brusquedad y giró la cabeza hacia Sara.
–¿En qué pensabas? –Preguntó.
–Recordando viejos tiempos ¿Y tú?
–Supongo que más o menos lo mismo. Te quería decir que es tu última
oportunidad para arrepentirte. Podés bajar acá, que aún hay algo de
civilización, y caminar hasta la estación del tren.
–¡Ahh, sí! ¿Y mientras tanto tú vas a divertirte solo? Acelera de una vez,
hazme el favor.
Alberto acarició el acelerador y el Peugeot avanzó rápido y silencioso.
–Llegamos a la hora exacta –dijo–. Aún nos queda un mínimo de luz.
–Máxima precisión.
–Como debe ser.
Alberto apagó las luces, y disminuyó la velocidad a no más de treinta
kilómetros por hora.
–Mejor no levantar polvaredas –dijo.
Sara abrió la ventanilla y asomó un poco la cabeza. El aire estaba fresco y
ya se oían los ruidos nocturnos: grillos, ranas y algunos otros difíciles de
identificar.
Habían avanzado algo más de dos kilómetros cuando en el GPS de Sara
se encendió una luz verde parpadeante. Esta vez no había alarma sonora,
Sara la había desactivado para evitar sonidos inoportunos. Habían llegado al
lugar prefijado: “Aparcamiento”. Eso decía en un esquema que llevaba Sara.
Alberto giro a la izquierda y entró por una huella abierta entre los
pastizales. Las malezas tenían más de metro y medio de altura y cubrían el
auto en su totalidad. La huella los fue guiando hasta hacer un giro de ciento
ochenta grados y volver a quedar enfrentados al camino. Alberto frenó y
apagó el motor.
–El escondite perfecto –dijo–. Si tuviéramos que salir de apuro, sería sólo
poner primera, y atravesar los matorrales. En un segundo estaríamos de
nuevo en el camino.
–Espero que podamos salir con tranquilidad –dijo Sara–. Voy a
cambiarme.
–Ok, te espero afuera.
103
–No hace falta, en este momento somos un equipo profesional, no
estamos para pudores. ¿Porqué no aprovechas para recodarme los primeros
pasos del plan mientras tanto?
–Ok, vos llevás una linterna chica, el GPS con el árbol de cristal marcado
como punto de referencia, y una cámara de fotos de bolsillo. Yo llevo la
linterna grande, otra linterna chica y la brújula para cuando el GPS quede
fuera de servicio al entrar en el túnel. Las linternas se usan apuntando lo
más hacia abajo posible. La cuestión es que veamos nosotros pero que no
nos vean los demás.
Alberto continuó detallando el itinerario previsto para luego enumerar
las diferentes alternativas en caso de presentarse una emergencia.
–¿Lo de las alternativas de emergencia lo has aprendido cuando
estudiabas antropología? –dijo Sara en evidente tono de broma.
–No, eso lo aprendí antes, mucho antes... ¿Estás lista?
–Andando.
Alberto bajó la mirada y contempló el atuendo de Sara, que consistía en
ropa deportiva ajustada al cuerpo de color negro.
–Parecés un ladrón de bancos –dijo.
–Y eso que aún no me he puesto la capucha. ¿Vamos?
–En marcha.
104
5. En los túneles
Hoy tuve un sueño que me atrapó,
me vi muriendo por la opresión,
de un mundo burdo y atroz.
No había códigos que respetar,
nada tenía que justificar,
todo era muy musical.
De golpe vi una sombra, muy pronto eran diez.
Se me venían encima, y yo me tropecé.
Entonces vi sus caras, las conocía las diez.
Me estaban sentenciando, querían un porqué.
Ahora entiendo que están en mi cabeza,
que yo las puedo ahuyentar de una vez.
Que son mis miedos y no los de afuera,
Los que conspiran haciéndome vivir lejos de mí…
Virus, Los sueños de drácula, 1983
Viernes 28 de Octubre, 19:45
Juan caminó hasta a la parte trasera del Renault Scenic que estaba parado
frente a su casa. Al abrir el baúl lo encontró lleno de palas, picos, sogas y
linternas. Metió su bolso en un hueco que quedaba libre y subió al coche.
Eduardo puso primera y aceleró por la calle Larrea hasta llegar a la avenida
Felipe Amoedo y luego por esta última hasta tomar la autopista. Mientras
viajaban Juan sacó del bolsillo de su campera un papel doblado varias veces
y desplegó «el mapa de Eduardo». Así le llamaban al esquema que su jefe
había trazado de los senderos del bosque. El mapa en sí era una maraña de
líneas azules y puntos rojos con una gruesa línea verde que representaba el
recorrido planeado para esa noche.
105
Juan comenzó a seguir con la vista la línea verde desde el principio hasta
el fin una vez más.
Eduardo lo miró de reojo.
–Si te arrepentís volvemos, ¿eh? –Dijo.
–No, no me arrepiento. Lo que me pasa es que cuando estuvimos viendo
los mapas y charlando estaba entusiasmado, pero ahora que estamos
viajando para cavar en un bosque en medio de la noche todo esto me parece
una boludez.
–Sí, yo tengo la misma impresión. Pero tenemos que ir a comprobarlo, si
no lo hacemos nos va a carcomer la duda. ¿No te parece?
–No sé.
–¿O será que estás cagado?
Juan levantó la vista para mirar a Eduardo.
–Sí, eso debe ser. Seguro, estoy cagado.
Eduardo lanzó una carcajada que sirvió para disipar un poco la ansiedad.
–Ya me parecía –dijo.
Veinte minutos después, bajaron de la autopista en Hudson y se
internaron por las calles del barrio, girando a izquierda y derecha en varias
oportunidades. Juan observó un grupo de personas saliendo de un
supermercado; era la hora de las últimas compras antes de ir a hacer la
comida. Esa visión de la vida cotidiana le hizo parecer aún más ridícula la
excursión que tenían por delante.
–¿Cuando volvamos podríamos ir a comer unas pizzas, no? –preguntó.
–Ni hablar, pero no me digas eso ahora, que se me hace agua a la boca.
Concentrémonos, por favor.
El asfalto dio paso a un camino de tierra que se internaba entre las
quintas. El polvo comenzó a entrar en el habitáculo y Juan tuvo que cerrar la
ventanilla. En esa zona ya no había alumbrado urbano y sólo disponían de la
luz proyectada por faros del auto. El estado del camino fue de mal en peor,
lo que obligó a Eduardo a ir de izquierda a derecha esquivando los pozos.
Así avanzaron durante dos kilómetros, hasta que poco antes de llegar al
puente que cruza el arroyo, Eduardo estacionó en el lado derecho del
camino, cerca de la salida del sendero de la orilla norte. Al descender del
auto comprobaron que el lugar estaba desierto. Juan se calzó el casco de
minero y encendió la luz que tenía en la parte frontal. Tomó una pala, la
linterna grande y la brújula. A Eduardo le tocó una carga algo más pesada,
un pico, una larga soga y la otra pala.
Eduardo revisó el baúl.
106
–¿Tenemos todo? –Preguntó.
–Sí, cerrá si querés.
Se oyó el «clack» de las cerraduras, cuando Eduardo accionó el botón del
cierre a distancia.
Juan encendió la linterna grande y encabezó la caminata por el sendero.
El objetivo se encontraba a poco más de cien metros hacia adelante. Al llegar
al lugar indicado se desviaron hacia la derecha y comenzaron a buscar el
respiradero, que según Eduardo se encontraba oculto entre la maleza a unos
diez metros de distancia. Eduardo examinó el terreno apartando los pastos
con los pies, pero los minutos pasaron y el respiradero no apareció.
No sé dónde está –dijo–. De noche las cosas ve ven muy distintas que con
la luz diurna.
–¿Por qué no buscamos otro respiradero? –dijo Juan.
–Porque supuestamente este es el que yo tenía bien ubicado. Me acuerdo
que estaba a un metro de un árbol con una rama medio partida que casi
tocaba el suelo, pero ahora no encuentro ni la rama, ni el árbol, ni nada.
Volvamos al sendero a ver si puedo volver a ubicarme.
Eduardo buscó sus puntos de referencia un poco más adelante, pero
tampoco los encontró. Juan tenía la sensación inversa a su compañero, le
parecía que habían caminado bastante más de cien metros.
–¿Por qué no probamos más atrás? –Dijo.
–Ok, vamos.
Retrocedieron unos treinta metros y al iluminar Juan con su linterna hacia
el lado derecho vio un árbol con una rama rota que llegaba hasta el suelo.
Viernes 28 de Octubre, 19:56
Sara salió del auto, encendió la linterna y fue hacia atrás para no aplastar
los matorrales que protegían al auto de las miradas indiscretas. Ahora la
oscuridad era total y sólo veía el terreno que iluminaba el pequeño haz de
luz de su linterna. Esperó a Alberto, que estaba guardándose la llave del
auto en un bolsillo, y luego siguieron las huellas del auto en sentido inverso
hasta salir al camino. Alberto comprobó una vez más, enfocando con su
linterna, que el auto fuera invisible desde el camino. Caminaron hacia el
puente y lo cruzaron para tomar el sendero de la orilla sur. Alberto llevaba
consigo un detallado mapa de la zona que había ido trazando a lo largo de
107
los años, en él estaban incluidos los posibles recorridos de los túneles
inferidos en base a los respiraderos que existían en la superficie. Muchos
senderos superponían su recorrido con algunos de los túneles. En base a esa
información, habían decidido ir por el sendero de la orilla sur porque no
había ningún túnel debajo de él, lo que les hacía suponer que no estaría
vigilado.
Atravesaron la vía del tren y se internaron en el sendero. Tenían que
avanzar mil doscientos metros hasta llegar a un cruce de caminos, en donde
tendrían que virar a la izquierda, hacia el sur. Desde allí había sólo cien
metros hasta la Ermita de la Virgen. El sendero era sinuoso, angosto y tenía
pequeñas subidas y bajadas. En algunas zonas estaba embarrado, lo que les
obligó a dar algunos pequeños rodeos para evitar el fango. Alberto avanzaba
en primer lugar iluminando sólo dos metros delante de él; no necesitaba
más, conocía el lugar como la palma de su mano. Sara lo seguía a corta
distancia intentando andar con sigilo, haciendo el menor ruido posible.
Alberto le había indicado que había que tener especial cuidado en no pisar
ramas secas. En el relativo silencio del bosque, al pisar una rama caída, se
producía un estallido audible a varios cientos de metros, que interpretado
por alguien con los conocimientos adecuados, podía delatar la posición y
hasta el peso de una persona. Como medida de seguridad, habían
programado parar cada dos minutos para escuchar. Si alguien los seguía, en
ese momento podrían oír algún paso. La idea básica era que si había alguien
vigilando pudieran descubrirlo a él antes que él los descubriera a ellos. Cada
vez que paraban, Sara oía muchos sonidos, pero la mayoría eran sutiles y
difíciles de identificar, los más evidentes eran las ranas en el arroyo cercano
y las lechuzas. Las ramas altas de los árboles se movían con el viento y
hacían extraños crujidos. Y había otros sonidos que Sara no tenía ni idea de
lo que eran. Le hubiera gustado preguntarle a Alberto acerca de ellos, pero
estaba claro que no era el momento indicado. Era curioso como al no poder
ver nada, uno prestaba mucha más atención a todos los sonidos, casi como si
el oído aumentara su capacidad. El GPS le indicaba que se movían a unos
sesenta metros por minuto. La caminata se empezó a hacer monótona; de
noche todo parecía igual, y era mucho más difícil encontrar algún punto de
referencia, sin embargo Sara notó que Alberto sí veía las referencias, porque
de vez en cuando iluminaba con su linterna un árbol o un tronco caído, y
luego se daba vuelta y le hacía a Sara un gesto de «ok» con el pulgar hacia
arriba. De todas formas, en las paradas le pedía a Sara que le mostrara la
pantalla del GPS para ver cuánto habían avanzado. Cuando el GPS indicó
108
que faltaban unos ciento cincuenta metros para el cruce, Alberto le indicó
que apagara su linterna. El cruce de caminos podía ser un punto vigilado,
como así también la Ermita, razón por la que había que extremar las
precauciones al acercarse. Sara apagó la linterna y se pegó a la espalda de
Alberto todo lo que pudo, sólo veía el pequeño círculo de luz de la linterna
de Alberto. Continuaron acercándose. Ciento metros… cincuenta metros…
Alberto se detuvo y se acercó al oído de Sara.
–Si vemos a alguien retrocedemos en silencio por dónde vinimos, y si
alguien nos diera la voz de alto, encenderé la linterna grande y correremos
lo más rápido posible por el mismo camino. ¿Ok?
Sara asintió con la cabeza.
Continuaron avanzando con más cuidado aún que antes, pero de pronto
Sara vio que el haz de luz de la linterna de Alberto apuntaba hacia lo alto de
los árboles. Luego oyó un crujido de ramas y la linterna se apagó. Se
encontraron a oscuras, excepto por el tenue resplandor verde que emitía de
la pantalla del GPS. Con esa suave luz Sara alcanzó a ver que Alberto estaba
tirado en el suelo.
–¿Qué pasó? –dijo.
–Me caí –dijo Alberto en un susurro–. Me tropecé con una raíz. No
enciendas tu linterna. Esperemos un momento a ver si el ruido ha alertado a
alguien.
Sara le tendió la mano y lo ayudó a levantarse. Después de dos minutos
Alberto volvió a encender la linterna.
–Pensé que tu linterna se habría roto –dijo Sara.
–No, sólo pulsé sin querer el interruptor al caerme y la apagué. Me parece
que no debe haber nadie en el cruce de caminos, y casi seguro tampoco en la
Ermita. Con el kilombo que armé ya estarían sobre nosotros. Vamos,
sigamos.
Recorrieron los cincuenta metros restantes hasta el cruce. Al llegar allí
Alberto apagó la linterna y retrocedió dos pasos.
–Vi una luz hacia el lado de la Ermita –le dijo a Sara al oído.
Sara se asomó al camino. No había una luz, había dos, y las reconoció de
inmediato porque ya las había visto antes. A los lados de la Virgen había dos
velas encendidas. Retrocedió y se acercó al oído de Alberto.
–No te preocupes –le dijo–. Son las velas de los costados del altar.
Alberto la tomó de los hombros y la hizo girar.
–Mirá hacia al otro lado –dijo.
109
Por el sendero que iba hacia el árbol de cristal, se veía un resplandor
blanco y difuso.
–Alguien tiene encendida una luz por ahí –dijo Alberto.
–¿Qué distancia hay hasta el árbol de cristal?
–Quinientos metros.
–¿Será de allí la luz?
–Es muy posible.
Caminaron hacia la virgen con las linternas apagadas, guiados por el
tenue resplandor de las velas. Al llegar a la ermita la rodearon y fueron
hasta la parte de atrás. Alberto apartó las enredaderas dejando a la vista los
escalones de mármol. El tercer escalón estaba en su lugar. Seguía rajado al
medio tal cual lo habían dejado el sábado pasado y no parecía que nadie lo
hubiera movido. Les resultó fácil encontrar el grueso tronco que Sara había
utilizado para hacer palanca ya que aún continuaba estando en el mismo
lugar. Apoyaron las linternas en el suelo y llevaron el tronco hasta el
segundo escalón del pedestal. Como ya habían acordado, Sara tomó el
pedazo suelto de escalón por la argolla mientras Alberto lo agarraba con la
punta de los dedos por la parte que sobresalía. Lo levantaron un poco y lo
apoyaron sobre el tronco. Ahora Alberto pudo agarrarlo mejor. Entonces lo
levantaron de nuevo y lo apoyaron a un costado sobre la tierra. Ambos
volvieron a tomar las linternas y las apuntaron hacia el hueco abierto. La
escalera se veía con claridad y se podían contar doce escalones. Luego había
un descanso con un recodo hacia la derecha y la escalera continuaba hacia
abajo.
Viernes 28 de Octubre, 20:24
–Yo entro y vos me iluminás.
–De acuerdo
Alberto tuvo que contorsionarse para entrar, ya que la escalera estaba
diseñada para usarse con la tapa abierta por completo. Bajó uno a uno los
doce escalones hasta llegar al descanso. Luego iluminó hacia el recodo de la
derecha y le hizo una seña a Sara para que bajara ella también.
Al llegar junto a Alberto y mirar más allá del recodo Sara se desilusionó
un poco. La escalera continuaba descendiendo otros ocho escalones para
terminar en una puerta cerrada. La puerta era de metal, estaba oxidada por
110
completo, y aparentaba haber sido cerrada un siglo atrás. Parecía
improbable que pudiera abrirse y se imaginó que para forzarla habría que
hacer demasiado ruido.
Sara bajó hasta la puerta. Observó que en el costado derecho había un
extraño picaporte vertical como el que solían tener algunas heladeras
antiguas. Probó tirar del picaporte con pocas esperanzas de obtener
resultados, pero para su sorpresa, este cedió haciendo un ruido suave que
retumbó en un eco que se prolongó durante varios segundos, mientras la
puerta se abría hacia adelante sin rechinar. Iluminó con su linterna hacia
adelante y vio una pared unos tres metros más allá, pero no se veía el piso.
Inclinó la linterna hacia abajo y vio que más allá del umbral de la puerta el
suelo estaba casi un metro más abajo.
Alberto llegó junto a ella y se asomó. Primero observó en la oscuridad,
luego iluminó con la linterna chica hacia derecha e izquierda y por último
hizo lo mismo con la linterna grande.
–La escalera desemboca en la pared lateral de un túnel –dijo–. Hasta
dónde yo veo no hay nadie. Vamos a entrar.
Alberto se dio vuelta y se deslizó de espaldas hasta el suelo del túnel
intentando hacer el menor ruido posible. Una vez abajo le extendió la mano
a Sara para ayudarla a descender.
El túnel era cuadrado, de unos dos metros y medio de ancho, por
prácticamente lo mismo de altura. La puerta por la que habían entrado
estaba en una pared lateral a unos ochenta centímetros de altura, dando la
impresión de que el constructor hubiera errado en los cálculos. Con la
linterna pequeña solo se veía hasta unos de diez metros de distancia, pero
cuando Alberto volvió a encender la linterna grande, se llegó a ver con
nitidez hasta por lo menos setenta metros hacía cada lado. El túnel estaba
completamente despejado y silencioso. Las paredes eran de un color
indefinido pero se podía distinguir con claridad una franja verde pintada a
media altura. En los laterales, cerca del techo, había hileras de tubos
fluorescentes apagados. El piso era de mosaicos a cuadros blancos y negros,
como solía estar de moda a principios del siglo veinte. Si bien había algo de
polvo, no había ningún objeto en el suelo y estaba demasiado limpio para
ser un lugar abandonado.
Sara pensó en cerrar la puerta, pero vio que el picaporte había sido
quitado del lado de adentro, si la cerraba no sería posible volver a abrirla.
Como el GPS no funcionaba allí abajo, lo guardó en la mochila y comenzó a
utilizar la brújula. Comprobó que el túnel corría en la dirección en que
111
Alberto había previsto: de sureste a noroeste. A una señal de Alberto
comenzaron a avanzar en dirección noroeste, procurando que sus pasos
resultaran lo más silenciosos que fuera posible. A unos escasos cuarenta
metros se encontraron con una bifurcación que partía de la pared izquierda
del túnel con un ángulo de noventa grados. Se trataba de otro túnel idéntico
al que pisaban en este momento. Sara notó una suave corriente de aire
templado proveniente de ese nuevo túnel. Reanudaron la marcha y unos
pocos pasos más adelante se encontraron con un muro de hormigón
construido de forma desprolija que bloqueaba el paso por completo.
–¿Qué piensas? –dijo Sara en un susurro.
Alberto le señaló un punto en el mapa.
–Estamos justo debajo del arroyo –dijo–. Y estoy pensando que quizás
hayamos cometido un error entrando de este lado del arroyo. En los años
setenta rompieron los puentes sobre el arroyo para bloquear el paso en la
superficie, no me extrañaría nada que también hubieran bloqueado el paso
por debajo en los mismos lugares, pero con muros de hormigón.
–Entonces tendremos que buscar otra forma de entrar del otro lado del
arroyo.
–No desesperemos, aún nos queda una alternativa: Ese túnel que se
bifurca a la izquierda. Volvamos atrás.
Regresaron hasta la bifurcación y giraron por el nuevo túnel descubierto.
La dirección que llevaban ahora era suroeste. Caminaron con una agradable
y tibia corriente de aire que les daba en la cara por cerca de cuatrocientos
metros, hasta que llegaron a otro cruce. Se asomaron a él con precaución.
Se trataba de un espacio abierto, redondo y de unos doce metros de
diámetro, en donde se cruzaban tres túneles distintos. Uno de ellos cruzaba
de sureste a noroeste, y por lo tanto resultaba paralelo al primer túnel que
ellos habían pisado al entrar por el altar de la virgen. Lo primero que les
llamó la atención fue un resplandor que se distinguía a lo lejos en dirección
noroeste. Las paredes de ese túnel estaban más blancas que las del resto, lo
que denotaba que había sido pintado más recientemente. Parecía como si
algunos túneles fueran utilizados regularmente y otros no. También había
un tercer túnel que llevaba una dirección de sur a norte, y que tenía la
particularidad de ser el doble de ancho que los otros dos. Este túnel estaba
sucio, deteriorado y parcialmente obstruido por objetos desparramados.
Tres grandes tuberías lo acompañaban colgadas en una de las paredes
laterales.
112
Alberto utilizó la linterna grande para iluminar los tres túneles en ambas
direcciones.
–Me parece que aquí abajo hay más túneles de lo que yo pensaba –dijo.
Después de dibujar con cuidado todos los nuevos túneles descubiertos en
el mapa, Alberto se decidió por avanzar por el túnel deteriorado hacia el
norte, porque era el que más los acercaba según sus cálculos de forma más
directa hacia su objetivo, el árbol de cristal.
Comenzaron a andar por ese túnel que tenía casi cinco metros de ancho.
Las tres enormes tuberías que viajaban con él, estaban adosadas en la parte
superior de la pared izquierda. Tanto el techo como las paredes estaban
marcados por grandes grietas desde donde asomaban raíces de todos los
tamaños. En el suelo, por lo general apilados contra los costados,
descansaban oxidados objetos metálicos con aspecto de ser piezas de
maquinarias desarmadas. Se podían ver engranajes, poleas, cadenas y otras
piezas no identificables. Caminaban esquivando la chatarra y también
montañas de tierra que había cada tanto, provenientes de fisuras en el techo.
En una de esas montañas de tierra lo suficientemente alta, Sara trepó y tocó
las tuberías. La primera tubería estaba fría y la del medio no parecía tener
una temperatura en especial, pero la de más arriba estaba caliente, tanto que
si se dejaba la mano unos cuantos segundos no quedaba más remedio que
sacarla. Le hizo señas a Alberto para mostrarle el descubrimiento. Alberto
subió a la montaña de tierra junto a ella y comprobó la temperatura de la
tubería con su propia mano.
–Lo que sospechaba –dijo–. Vamos. Continuemos.
Al reanudar la marcha Sara observó que había algunas zonas del túnel
reparadas con hormigón nuevo, como si el techo o las paredes hubieran
cedido en algún momento. En el túnel anterior había una corriente de aire
cálido, pero en este parecía notarse cada vez más una brisa fresca y seca
como si hubiera aire acondicionado. En un lugar en que la pintura original
se había conservado, aún se podía distinguir un mural con figuras
geométricas en verde y azul. Un poco más adelante había otro mural. En este
caso el motivo eran decenas de rostros, tanto de hombres como de mujeres.
Justo en el centro de la escena había cuatro figuras pintadas de cuerpo
entero, dos hombres y dos mujeres, los cuatro estaban abrazados y sonreían
abiertamente en medio de un paisaje campestre como fondo. Sara se detuvo
y se quedó mirando impresionada. El dibujo central era de muy buena
calidad. Se preguntó quién habría sido el artista que se habría pasado los
días en este ignoto túnel. Alberto le tocó el hombro y le señaló el reloj.
113
–Ya tendremos tiempo para las obras de arte –le dijo al oído.
A pesar de la indicación de Alberto, Sara continuó deteniéndose de vez
en cuando para observar el arte de las paredes, pero ninguno de los murales
que vio luego era tan bonito ni detallado como el de la escena de las cuatro
personas. Arriba de uno de las pinturas alcanzó a distinguir una inscripción.
Los símbolos estaban algo borroneados, pero se llegaban a leer: «T1 200». Se
lo mostró a Alberto que lo anotó en su mapa. Cuando ya habían caminado
unos trescientos metros desde el cruce de los tres túneles, se encontraron con
una montaña de tierra tan grande que casi llegaba hasta el techo. Sara pensó
que quizá también este túnel estaría obstruido y por esa razón nadie se
molestaba en limpiarlo, pero luego observó un tenue resplandor arriba a la
derecha. Le señaló el lugar a Alberto y ambos treparon por la montaña de
tierra. Sara estiró el cuello y logró ver lo que había del otro lado. Volvió a
esconder la cabeza con rapidez y apagó la linterna. Alberto la imitó.
Viernes 28 de Octubre, 20:49
Eduardo acudió al llamado de Juan mientras este enfocaba con la linterna
para mostrarle lo que había encontrado.
–Sí, es ese árbol –dijo–. La puta madre, me desubiqué. Mirá, al final está
mucho más cerca del camino de lo que yo pensaba.
Eduardo buscó el respiradero entre los pastos y lo encontró sin problemas
un metro más allá de la rama caída.
–Bueno, ahora sí –dijo–. A trabajar. ¿Qué hora es?
–Nueve menos diez.
–Escuchame. Si a las once no llegamos a entrar en el túnel, tapamos el
pozo con ramas y seguimos otro día. ¿De acuerdo?
–Sí, dale.
Tomaron las palas y comenzaron a cavar alrededor del respiradero, uno
de cada lado. Al principio fue más fácil de lo que habían previsto. La tierra
estaba compuesta por humus, y estaba húmeda y blanda. Poco a poco
comenzaron a descubrir la tubería que estaba debajo del respiradero. A
medida que el pozo se fue haciendo más profundo fue necesario ensancharlo
debido a que ya no podían trabajar con las palas en un ángulo cómodo, esto
hizo que el avance fuera más lento. Conforme la excavación progresaba, se
encontraban con mayor número de raíces, y cada vez más gruesas. Por la
114
referencia que tenían de cuando Juan había caído por accidente en el túnel,
este debía encontrarse muy cerca de la superficie, a menos de un metro.
Después de casi una hora de trabajo tenían ante sí un hoyo de un metro y
veinte centímetros de profundidad por casi lo mismo de ancho, mientras que
la tubería del respiradero continuaba allí, descendiendo más y más.
De pronto se oyó un ruido de ramas al romperse, como si alguien las
hubiera pisado.
Apagaron la linterna y las luces de los cascos de inmediato. Esperaron
quietos y en silencio durante varios minutos de tensión expectante. Sin
embargo, no volvió a escucharse ningún otro ruido más que el del suave
silbido del viento en las copas de los árboles y las ranas croando en el
arroyo.
–¿Qué opinás? –dijo Eduardo.
–Que debe haber sido una rama que cayó de un árbol.
–¿Te parece?
–Sí, estoy casi seguro. ¿Qué hacemos, seguimos cavando o nos vamos?
Eduardo miró el pozo que tenía delante.
–Creo que no vale la pena seguir –dijo–. El túnel podría estar a cuatro o
cinco metros de profundidad.
–No, no creo. Mirá, con lo poco que entiendo de construcción, te puedo
decir que con este terreno tan blando es muy difícil hacer un túnel
propiamente dicho. Yo creo que deben haberlos hecho cavando trincheras a
cielo abierto y luego les construyeron un techo para finalmente echarles
tierra encima. No te olvides que el túnel donde yo caí era rectangular. Los
túneles excavados como tales suelen ser redondos, y aunque el piso luego se
aplane, las paredes y el techo forman un semicírculo. Esa es la forma de
hacerlos para que no se derrumben. Y si no fijate en los subtes. Los túneles
de los subtes son redondos. Todos excepto los de la línea A que son
rectangulares, justamente porque esa línea fue construida a cielo abierto, en
trinchera, de la misma manera en que yo sospecho que fueron construidos
estos túneles.
Eduardo lo observó sorprendido.
–No me imaginaba que sabías esas cosas.
–No las sabía, pero las averigüe en estos días.
–Así me gusta. Un explorador preparado es un mejor explorador.
Sigamos excavando un poco entonces, a ver si tenés razón.
Poco tiempo después la pala de Juan chocó contra algo duro. Ya antes
había golpeado contra cosas duras que habían resultado ser raíces, pero
115
ahora la pala había dado un cimbronazo y casi se le había escapado de las
manos.
Eduardo se quedó mirándolo.
–¿Qué? –le dijo.
–Acá hay cemento.
Juan despejó de tierra la zona y una superficie de mampostería apareció
ante sus ojos. Eduardo tomó el pico de inmediato y empezó a golpear con
fuerza.
Juan se alarmó.
–¿No te parece que con semejante ruido, si hay alguien ahí abajo, va a
venir corriendo a buscarnos? –Dijo–
–Sí, ni hablar, pero ya estoy harto. Así que arriesguemos. Vos por las
dudas preparate para correr.
La mampostería se rompía con facilidad ante los golpes del pico. Después
de cinco minutos, Juan relevó a Eduardo en la tarea. Al poco tiempo, vio
saltar por los aires rojos pedazos de ladrillos que caían en la tierra a los
costados. Se entusiasmó y golpeó con más fuerza.
–Creo que es un techo de bovedilla –dijo.
–¿Un techo de qué?
–De bovedilla. Antes de que empezara la época de las losas de hormigón,
la mayoría de los techos con poca pendiente se construían mediante
bovedillas. Se hacían con un entramado de vigas de hierro en forma de
doble T, y ladrillos encastrados entre ellas. El material que se usaba por esos
tiempos para unir los ladrillos era muy blando, casi todo cal y arena, con
muy poco cemento. Si estos túneles fueron construidos en la fecha en que
dicen las inscripciones, los techos tienen que ser de ese tipo, igual que el
techo de mi casa. Esa es la razón que estás viendo volar ladrillos.
–Viste que para algo sirvió que se te rompiera el techo de tu casa.
Aprendiste algo. Pero pará un poco que vas a romper todo.
–Esa es la idea, ¿no?
–Sí, pero ahora que falta poco trabajemos con más suavidad. Dejame un
rato a mí.
Juan se apartó cediendo la herramienta. Dos minutos más tarde, ante un
golpe certero de Eduardo, la punta del pico se enterró por completo.
Habían logrado perforar el techo del túnel.
116
Viernes 28 de Octubre, 21:20
Sara estaba recostada sobre la ladera de la montaña de tierra.
–Hay una persona más allá –dijo.
–¿Está cerca?
–No, a unos ciento cincuenta metros. El túnel termina y hay una puerta
de cristal al final. A través de ella se ve una zona iluminada con tubos
fluorescentes.
Alberto levantó un poco la cabeza, y se asomó con precaución.
–Veo las luces encendidas, pero no hay nadie –dijo.
–Lo vi cruzar la puerta de cristal de derecha a izquierda y llevaba puesto
un uniforme gris
Alberto continuó observando durante dos minutos y luego volvió a bajar
la cabeza.
–Acaba de volver a pasar en el mismo sentido –dijo–. Podés mirar vos
también sin problema, acá en la oscuridad somos invisibles.
Sara se asomó. Un rato después el hombre volvió a atravesar la puerta de
vidrio.
–Es el mismo de antes –dijo.
–Debe estar haciendo una ronda de vigilancia por eso pasa cada cierto
tiempo. Está claro que completa una vuelta porque pasa siempre en el
mismo sentido. Si fuera hasta un punto y luego regresara, pasaría una vez en
un sentido y otra vez en otro.
–Es cierto, entonces eso quiere decir que en algún momento pierde la
visual de la puerta que está aquí adelante.
–Sí, así debe ser. Esperemos que pase de nuevo y avancemos un poco.
Sara aprovechó para cronometrar el tiempo que tardaba el vigilante entre
cada pasada: Dos minutos cuarenta y dos segundos. Luego pasaron a través
del hueco que quedaba libre entre la montaña de tierra y el techo y
descendieron por la pendiente del lado opuesto. No necesitaban las linternas
ya que el resplandor lejano de los tubos fluorescentes permitía una visión
aceptable. Avanzaron setenta metros y se ocultaron detrás de una
maquinaria que había sobre uno de los lados. Esta vez pasó más tiempo, casi
diez minutos hasta que el hombre volvió a atravesar el espacio visual al
final del túnel.
–¿Habrá ido al baño? –preguntó Sara.
–No lo sé.
117
Repitieron la operación de avance dos veces más hasta quedar a sólo
quince metros de la boca del túnel. Se escondieron detrás de una enorme
rueda metálica con unos pequeños agujeros en el centro, los que la
transformaban en el lugar ideal para un espía. El vigilante volvió a pasar
esta vez en el tiempo estipulado con anterioridad.
–Ahora que lo veo más de cerca te diría que este tipo es un militar –dijo
Alberto–. Por la postura, por como camina, aunque ese uniforme no es de los
que suele usar el ejército argentino.
–¿Y ahora? ¿Qué hacemos?
–Intentaremos avanzar un poco más.
–¿Cómo?
–No lo sé, voy a ver.
Después de que el vigilante hiciera una de sus pasadas, Alberto salió del
escondite y caminó hacia la luz. Al llegar a la puerta, apoyó la cara en el
vidrio observando con tranquilidad hacia ambos lados. Luego tanteó el
picaporte y comprobó que la puerta se abría sin problemas. Volvió a cerrar y
regresó junto a Sara.
–Este túnel termina en una intersección con otro que es por donde pasa el
vigilante –dijo–. Ese otro túnel va describiendo una suave curva. Da la
sensación de que fuera un túnel circular, quizás ese círculo sea el circuito
que hace el vigilante. De acuerdo a lo que avanzamos yo creo que es
probable que dentro de ese círculo, o encima de él mejor dicho, se encuentre
el árbol de cristal. Del lado interno del pasillo hay varias puertas, todas con
una ventana de vidrio en las que se ve si hay luz dentro. En la única que se
ve la luz encendida es en la que está en frente nuestro.
El vigilante volvió a pasar, ahora en sentido inverso.
–Mmm, no sigue un patrón –dijo Sara–. Esto nos puede complicar más.
¿Piensas que podríamos probar alguna de las puertas que tienen la luz
apagada para ver qué hay?
–¿Y si hacen ruido al abrirse? Me parece demasiado riesgoso.
–Esperaremos a que el vigilante esté en el punto más lejano posible y lo
hacemos.
–Me parece que no nos conviene arriesgar tanto.
Sara se impacientó.
–Déjame ir a ver a mí –dijo.
Alberto la miró dudoso, pero Sara parecía muy segura de sí misma.
–Dale, pero andá con cuidado –dijo.
118
Sara esperó a que el vigilante pasara una vez más, contó un minuto y
caminó hacia la zona iluminada. Al llegar allí miró en la dirección en la que
el vigilante había desaparecido.
Efectivamente el túnel iluminado era curvo. Había una puerta cada cinco
o seis metros de ambos lados, aunque del lado interno del círculo las puertas
estaban algo más cerca unas de otras. Al mirar en sentido opuesto vio
exactamente lo mismo: un pasillo curvo con puertas. Entonces observó un
detalle que le pareció interesante. En la parte superior de la pared del túnel
había rejillas de ventilación. Y las rejillas eran grandes. Lo suficiente como
para dejar pasar a una persona que no fuera muy voluminosa… como ella.
Regresó junto a Alberto y le comunicó su idea.
–Vos estás loca –dijo él–. ¿Y como pensás sacar la rejilla? Debe tener
tornillos. No trajimos destornillador.
–La estuve mirando. No tiene tornillos. Tiene que salir a presión.
–No creo, los tornillos deben ser chicos. No los habrás visto.
Sara sintió que empezaba a molestarse con Alberto.
–¿Por qué no vas tú que eres más alto a verla y compruebas si se puede
sacar? –dijo–. Si no se puede, desisto de mi idea y pensamos en otra cosa.
–Bueno… de acuerdo, voy.
Alberto caminó una vez más hacia el pasillo iluminado. Sara lo vio abrir
la puerta de cristal y desaparecer hacia la derecha. En menos de dos minutos
estaba de nuevo escondite junto a ella.
Como Alberto no hablaba Sara le iluminó la cara con la linterna.
–¿No dices nada? –Preguntó.
–Ni loco te dejo entrar por ahí.
–¿Se puede abrir la rejilla?
–Sí, pero es muy riesgoso que te metas ahí. Te podrías perder o te podrían
escuchar.
–Oye. Tengo experiencia en el tema. He explorado cavernas a cientos de
metros de profundidad. Además cuando era pequeña, en la oficina de mi
padre me metía por los ductos de ventilación y me paseaba por todos las
secciones de la empresa.
–No me convence. Ahora estás más crecida, te podrías quedar trabada.
–¿Me estás diciendo que estoy gorda? –Sara se iluminó su propia cara
para que Alberto viera que estaba hablando en broma.
–Creo que por hoy ya vimos suficiente. Mejor volvamos.
–Yo digo que no vimos ni una mierda. Diez minutos.
–¿Diez minutos qué?
119
–Déjame entrar diez minutos. Te prometo que en diez minutos salgo, si
no te vas tú sólo.
–No me voy a ir sólo.
Permanecieron unos minutos en silencio. Sara meditaba acerca de la
posibilidad de ir hacia la rejilla sin la aprobación de Alberto.
–De acuerdo, pero que conste que vamos a hacer una burrada –dijo
Alberto.
Sara se entusiasmo, prefería una aprobación a medias antes que nada.
–Este es el plan –dijo–. Me ayudas a subir, vuelves a poner la rejilla y te
vienes aquí a descansar tranquilo. Luego, cuando pasen diez minutos, vienes
a rescatarme. ¿Qué te parece?
–Me parece una porquería de plan, porque tengo que quedarme acá
comiéndome las uñas mientras vos te divertís. Pero por esta vez voy a
confiar en vos. Llevate las dos linternas chicas por si te falla la tuya, yo me
quedo con la grande.
Esperaron a que pasara el vigilante una vez más y ambos dejaron el
escondite. Salieron al pasillo iluminado y se pararon frente a la rejilla de
ventilación más cercana. Alberto sacó la rejilla con un tirón certero ejecutado
con las dos manos al mismo tiempo. Sin perder tiempo, Sara se colgó del
borde de la salida de ventilación. Sintió como Alberto la agarraba por los
muslos y la impulsaba hacia arriba metiéndola de cabeza en el ducto. Las
piernas le quedaron en el aire, entonces intentó impulsarse hacia adentro
con las manos, pero la superficie del ducto era muy lisa y las manos le
resbalaron. Iba a intentarlo otra vez cuando un nuevo empujón de Alberto la
introdujo por completo en el ducto. Luego oyó un suave «plaff» cuando
Alberto volvió a colocar la rejilla.
No hacían falta las linternas. Por diferentes rejillas penetraba suficiente
luz en el ducto. Miró el reloj y vio las diez y trece minutos. Tenía que
aprovechar el tiempo acordado.
Viernes 28 de Octubre, 22:01
Después de ensanchar el agujero hasta que cupiera por él una persona,
Juan metió la cabeza. Allí debajo había un túnel similar al que había
conocido en su caída de hacía tres semanas atrás, pero tenía dos diferencias:
En primer lugar este túnel era más angosto, tendría sólo dos metros y medio
120
de ancho, y en segundo lugar estaba más limpio y despejado. Hasta donde
alcanzaba el haz de luz de la linterna no se veían raíces que perforaran el
techo ni montañas de tierra como en el otro túnel. Enfocó la linterna en
sentido contrario y llegó a ver que a poca distancia el túnel se interrumpía
con un muro, que en este caso sí parecía de hormigón. Juan sacó la cabeza
del agujero.
–Hacia atrás el túnel se interrumpe –dijo.
–Es lo que me suponía –contesto Eduardo–. Era muy improbable que
hubieran mantenido los tramos de túnel que salían fuera del perímetro del
bosque. Habrían sido muy difíciles de controlar.
–Claro.
Ataron la soga a un árbol y la introdujeron por el hueco. A la soga le
habían hecho nudos para facilitar la subida. La semana anterior habían
estado haciendo sesiones de práctica en el garaje de Eduardo atando la soga
a una viga. Eduardo ya lo había hecho de chico con los scouts y había
querido que Juan practicara. En ese momento se habían dado cuenta de lo
difícil que era subir por la soga y le habían hecho los nudos.
Eduardo fue el primero en bajar mientras Juan lo iluminaba con la
linterna. Una vez que Eduardo posó los pies en el suelo del túnel, Juan dejó
caer la linterna para que Eduardo la atrapara. Luego él también descendió
por la soga. Volvieron a consultar el reloj, ahora eran poco más de las diez
de la noche. Habían acordado que las once en punto sería la hora límite para
salir; entonces decidieron que caminarían como máximo hasta las diez y
media para que les diera tiempo a estar de regreso a la hora pactada.
Emprendieron la marcha. El túnel no tenía otras particularidades que una
hilera de tubos fluorescentes apagados ubicados en el extremo superior
izquierdo, y una tubería de ventilación a la derecha. Esa tubería presentaba
conexiones hacia arriba cada tanto, las que sin duda se correspondían con
los respiraderos. En el momento en que habían abierto el hueco con el pico
habían notado como una importante corriente de aire salía del túnel. Una
vez dentro esa corriente era notoria y ahora les daba de frente. Estaba claro
que el túnel tenía otras aberturas importantes, o incluso quizás un sistema
de ventilación forzada que producía ese movimiento de aire, pero en esta
zona no se oía el sonido siseante que Juan había descubierto el primer día.
La linterna les proporcionaba un campo visual de al menos treinta
metros. Había zonas en que las paredes conservaban una capa de pintura
que tenía como característica una línea verde continua a un metro veinte
respecto del suelo.
121
Juan se paró a examinar algo que vio escrito en la pared. Leyó: «T6 750».
–¿Te seis? –Preguntó Eduardo–. ¿Túnel seis? ¿Será así de fácil, túnel seis?
¿Vos sabés cómo le puse yo en mi mapa a este túnel?
–Sí, no me lo digas, ya lo vi. Túnel número seis. ¿Demasiada casualidad
no? ¿No será que todo esto lo construiste vos en otra vida y por eso estás tan
obsesionado sin motivo?
–Ojalá así fuera.
–Será mejor que nos concentremos en ver hacia dónde vamos y dejemos
las conjeturas para más adelante. ¿Ok?
–Dale, sigamos.
Cuatro minutos después Juan encontró otra inscripción: «T6 400» decía.
–No hay duda de que la cifra cuatrocientos indica los metros –dijo
Eduardo–. Hemos recorrido trescientos cincuenta metros desde la anterior
indicación. Sí es así, a este túnel le quedan cuatro cuadras para llegar a
alguna parte.
Cuatrocientos metros después el túnel finalizó en una bifurcación
perpendicular.
–No me esperaba esto –dijo Eduardo–. Había creído que este túnel nos
llevaría directo debajo del claro del árbol.
Se asomaron en una y otra dirección. Hacia la izquierda el túnel se
interrumpía con un muro de hormigón a menos de diez metros de distancia.
–Otro bloqueo del perímetro –señaló Eduardo.
Al mirar hacia el norte el panorama se presentó más interesante. A lo lejos
se veía un resplandor.
Se adentraron por el nuevo túnel encontrándose con muchos obstáculos,
la mayoría eran objetos que parecían piezas salidas de una línea de montaje.
A Juan le llamó la atención uno en especial que parecía el brazo de un robot.
El túnel perdió su línea recta comenzando a describir una suave curva hacia
la izquierda y a medida que avanzaban el resplandor se hacía más notable.
En un punto el túnel dejó de girar a la izquierda, y se encontraron ante un
tramo recto de unos doscientos metros al final del cuál había una puerta con
la parte de cristal. Del otro lado de la puerta había una luz encendida que
era la causante del resplandor en el túnel. Involuntariamente, Eduardo le dio
un puntapié a una chapa metálica, lo que produjo un estallido notable.
Permanecieron inmóviles durante un largo y tenso momento. Después de un
par de minutos sin novedades reanudaron la marcha hasta llegar a la puerta.
El cristal era esmerilado y no permitía ver lo que había del otro lado.
122
–¿Qué hacemos? –Preguntó Juan–. No cabe duda de que este lugar está
habitado.
–Y…, ahora que llegamos hasta la puerta tenemos que abrirla. ¿Te
parece?
–No, no me parece, pero hacelo antes de que me arrepienta.
Eduardo miró fijo a Juan y luego puso la mano sobre el picaporte.
–¿Estará cerrada? –Preguntó.
–Dale, abrí.
El picaporte cedió. La puerta abría hacia ellos. Eduardo la abrió los
centímetros suficientes como para espiar por la rendija. Luego tiró un poco
más y asomó la cabeza. Juan llegó a ver un pasillo vacío, bien iluminado, con
paredes blancas de material desmontable similar a las de cualquier hospital.
Eduardo miró hacia ambos lados y luego volvió a cerrar puerta.
–No hay nadie –dijo–. El pasillo es circular. Eso me gusta. Es posible que
la ubicación del círculo que describe coincida con el claro del árbol. Esto
según mis cálculos.
–Demasiados cálculos para mi gusto. ¿Y ahora, que hacemos?
Eduardo volvió a abrir la puerta, esta vez del todo. Justo en frente había
otra puerta idéntica. A través del cristal se veía que en esa habitación la luz
estaba apagada.
–¿Qué te parece si empezamos por ver que hay ahí? A mí me huele que
ahora por la noche no hay nadie, por lo menos no se oye ningún ruido.
Quizás podamos descubrir qué función cumple todo este complejo.
–Ok, dale. Andá vos. Yo te cubro.
–¿Me cubrís? ¿De qué?
Juan no contestó. Le hizo un gesto con la mano hacia adelante a Eduardo
para que se moviera de una vez. Eduardo cruzó el pasillo y probó el
picaporte de la puerta de enfrente que resultó estar también abierta.
Eduardo empezó a abrirla despacio. En ese instante unos sonoros pasos
retumbaron en el pasillo. Juan alcanzó a ver como Eduardo entraba
rápidamente por la puerta de enfrente y la cerraba mientras él hacía lo
propio con la puerta que tenía entre sus manos. Fue a ocultarse detrás un
bloque de metal que estaba algunos metros detrás. Desde su escondite podía
ver el cuadrado de luz de la puerta. Una figura pasó por él sin detenerse, y
luego el sonido de los pasos se fue alejando hasta perderse del todo. Espero
un momento, volvió a acercarse a la puerta, y la abrió. Ahora la luz de la
puerta de enfrente estaba encendida. ¿La abría encendido Eduardo?
123
La respuesta le llegó poco después cuando la puerta se abrió y Eduardo
se asomó haciéndole señas para que se reuniera con él, pero en ese preciso
momento se volvieron a oír los pasos, y entonces tuvieron que volver a
cerrar sus respectivas puertas. Juan vio pasar la figura a través del cristal
otra vez, en el mismo sentido, de derecha a izquierda. Por el fuerte taconeo
parecía ser la misma persona, que debía de usar botas.
Abrió la puerta y salió. Del otro lado lo esperaba Eduardo con la puerta
abierta. Al entrar en la habitación lo que vio le confirmó la sensación que
había tenido en un primer momento de que se encontraban en un hospital.
Estaban en un consultorio, con un escritorio, una camilla y algunas
radiografías colgadas en la pared. Eduardo le señaló hacia arriba en la pared.
Había una rejilla de ventilación a la que le faltaba la tapa.
Y la tapa estaba en las manos de Eduardo.
–Ese es nuestro camino –dijo.
–No, yo paso. Metete vos ahí, si querés. Aparte por ahí no entramos ni de
casualidad. Y además, ¿para qué? Esto es un hospital, no hay nada más que
ver.
–No creo que esto sea un hospital, pero bueno, vamos a comprobarlo.
Mejor dicho, andá a comprobarlo, porque en algo sí tenés razón: Yo por ahí
no entro, pero vos sí.
–Me parece que ni yo quepo en ese agujero.
–Probá. Si no cabés nos vamos a casa y listo.
–Empecemos por apagar la luz antes de que vuelva a pasar alguien.
–Ok.
Eduardo apagó la luz y encendió la linterna.
–Vamos a poner la camilla debajo de la rejilla –dijo.
Entre los dos movieron la camilla. Juan se subió a ella y encendió su
linterna. Asomó la cabeza y enfocó con la linterna hacia ambos lados.
El ducto de ventilación era más grande que la rejilla de salida y parecía
correr paralelo a la pared. Creyó que podría llegar a moverse sin problemas
por ahí dentro. Le devolvió la linterna a Eduardo.
–Voy a usar sólo la luz del casco porque voy a necesitar ambas manos
para poder arrastrarme –dijo–. ¿Ok?
–Ok, adelante.
–¿Hacia dónde voy? ¿Izquierda o derecha?
–Me gusta más la izquierda. Es sólo una intuición.
–Allá voy.
124
El impulso de ambas manos más el empujón que Eduardo le dio en el
traste, lo metieron de cabeza en el ducto. Una vez allí adentro, tomo
conciencia de que en realidad el espacio era reducido en extremo. Al
principio le pareció que sería casi imposible avanzar, pero poco a poco fue
encontrando el método para ir avanzando con cierta soltura.
El ducto también describía una ligera curva hacia la izquierda, siguiendo
en paralelo el recorrido del pasillo, esa particularidad le impedía ver a más
de cuatro o cinco metros hacia adelante. Pasó por delante de otra rejilla de
ventilación por la que nada se veía, ya que la luz de esa habitación estaba
apagada. Cinco metros más lejos se encontró con otra rejilla, también a
oscuras. Continuó avanzando hasta llegar a una bifurcación que partía hacia
la izquierda, hacia el supuesto centro del círculo. Desde ese lado llegaba algo
de luz, lo que le permitió apagar la luz del casco. Entonces oyó voces, varias
voces conversando. Le resultó muy complejo girar hacia el ducto de la
izquierda, tuvo que contorsionarse para hacerlo, pero al final lo logró y
continuó avanzando. Pocos metros después comenzó a ver la rejilla de la
cuál provenía luz. Se movió hacia allí tratando de hacer cada movimiento lo
más suave posible. No tenía que preocuparse de que alguien lo viera, porque
por el diseño que tenían las rejillas era imposible ver nada desde afuera
hacia adentro. Al llegar a la rejilla miró a través de ella. Vio una estancia
muy amplia, semicircular, con el suelo el declive. Sin lugar dudas, se trataba
de un auditorio. Habría por lo menos unas veinticinco filas de asientos,
dispuestos de forma semicircular. La salida de aire en dónde él se
encontraba, estaba en la parte más baja de la sala. Justo debajo, podía ver un
gran escritorio y al lado una pizarra blanca, de esas para escribir con fibras.
Dos personas estaban sentadas frente al escritorio dirigiéndose a unos siete u
ocho individuos que estaban sentados en la primera fila de asientos. Oía las
voces, pero no alcanzaba a entender lo que se decía. Lo que sí llegó a
distinguir, fue que algunas personas hablaban en inglés y otras en
castellano. Intentó acomodarse en una posición más cómoda para poder
escuchar, y se preguntó que mierda estaba haciendo allí metido, espiando
como un estúpido lo que sin duda era una conferencia médica. Se había
dejado llevar muy lejos por la locura de Eduardo y ahora corría el riesgo de
que lo descubrieran y que quedara como un imbécil, o incluso podía
terminar preso. Decidió que lo mejor era emprender la retirada y terminar
con toda esa tontería.
En el momento en que empezaba a retroceder estaba hablando un tipo en
un inglés muy pausado y llegó distinguir algunas palabras sueltas: «mirror»,
125
«fly» o «flight», no le quedó claro, «liquid», y por último: «pipes». Luego
entendió tres palabras juntas: «long life elixir». Esas últimas palabras
parecieron causar gracia al resto del auditorio porque se generó una
carcajada generalizada. La curiosidad pudo más que el ridículo y regresó a
la rejilla, por lo menos así tendría algo para contarle a Eduardo. En ese
momento habló otro tipo, el único que no llevaba traje de todos los que
estaban en la reunión. Vestía remera, bermudas, y ojotas, a pesar de que aún
no era temporada como para llevar ese atuendo. Habló alto y claro. Dijo sólo
dos frases, que Juan logró comprender a la perfección:
–We need the key ready, now.
Y después:
–The time is about to end.
Esto quería decir algo así como: «Necesitamos la llave lista, ahora», y «El
tiempo está a punto de agotarse». Dicho esto el individuo se levantó, caminó
hacia la puerta y salió de la sala. Todos los demás permanecieron un
momento en silencio, y luego empezaron a levantarse y a charlar entre ellos.
Juan miró la hora, eran las diez y treinta y cinco, ya habían superado por
cinco minutos la hora prefijada para regresar. No sabía si Eduardo se iba a
conformar con lo que había visto y oído, pero ya era tarde, había que volver.
Como era imposible dar la vuelta en el ducto, tuvo que recular hasta la
bifurcación, donde sí pudo girar el cuerpo para avanzar hacia adelante. Dos
minutos después llegó a la salida de aire por donde había entrado y se
encontró con que la rejilla estaba colocada. No se veía la luz de la linterna ni
la del casco de Eduardo. ¿Se habría equivocado de rejilla?
–Edu –llamó en un susurro.
La luz del casco de Eduardo se encendió. Luego la rejilla desapareció de
su lugar.
–Me asustaste –dijo Juan–. ¿Por qué pusiste la rejilla?
–Por si a alguien se le ocurría entrar a la habitación, y me escondí debajo
del escritorio.
–Hiciste bien
Eduardo guió a Juan a salir del ducto hasta que este tocó el suelo con los
pies.
–¿Viste algo? –preguntó.
–Sí, pero primero salgamos de acá y después te cuento tranquilo.
–Dale, vamos.
Eduardo volvió a colocar la rejilla mientras Juan volvía a poner la camilla
en su lugar original.
126
–El tipo que hacía la vigilancia dejó de pasar hace diez minutos –dijo
Eduardo–. Creo que podemos salir sin problemas.
–Ok.
Abrieron la puerta unos centímetros y escucharon. No se oían pasos ni
ningún otro ruido. Salieron al pasillo y lo cruzaron. Cuando Juan estaba a
punto de alcanzar el picaporte de la puerta que daba al túnel, un fuerte
ruido a chapa golpeando contra el suelo se oyó en la habitación de donde
acababan de salir. En medio del silencio del lugar el ruido había sido un
estruendo. Sin duda se trataba de la rejilla de la ventilación que no había
quedado bien colocada y se había caído al suelo.
Se miraron el uno al otro sin saber qué hacer. Un ruido de pasos, esta vez
más rápidos, los puso en movimiento. Juan abrió la puerta que daba al túnel
y entraron. Cuando estaba cerrando la puerta con suavidad intentando no
volver a hacer ruido, una voz se oyó del otro lado:
–¡Eh! ¿Qué pasa ahí?
Juan terminó de cerrar de un portazo y sin pensarlo más emprendió la
carrera. Eduardo lo siguió. Cuando habían corrido unos pocos metros, la
puerta se abrió.
–¿Quién anda ahí? ¡La puta madre!... –dijo la voz.
Viernes 28 de Octubre, 22:15
Sara se arrastraba como un felino en el ducto. Este tipo de cosas le
encantaban. La primera rejilla a la que llegó daba a una oficina, había varios
escritorios con ordenadores y montones de papeles. Luego se encontró un
cruce de ductos. Miró hacia derecha e izquierda y comprobó que el ducto
que cruzaba su trayectoria era curvo como el pasillo que había dejado atrás.
Con seguridad se trataría de un ducto que circunvalaría todo el lugar. No le
interesaba ir por allí, ella quería ir hacía el centro, no rodearlo, entonces
atravesó el cruce y siguió hacia adelante. La próxima rejilla que encontró
daba a una habitación más grande. En el centro había una gran máquina,
muy extraña, por un lado parecía antigua y sin embargo no podía serlo
porque una computadora la controlaba. Gran cantidad de tuberías salían por
un extremo y se introducían en una de las paredes. La máquina estaba
funcionando, produciendo un zumbido grave, y una ligera vibración que se
transmitía a sus manos desde el acero del ducto. Había varios monitores que
indicaban cosas tales como: «T1 22°, T2 24°, T3 19°, CTP 26°», y así muchas
127
indicaciones más. En una pantalla que titilaba en rojo decía: «T1/2 No data,
SHPL No data». ¿Serían las temperaturas de los diferentes sectores del
complejo? La máquina parecía ser un equipo de aire acondicionado central.
Sara reanudó la marcha. De las siguientes rejillas salía una difusa luz de
color verde. Al llegar a la primera de ellas pudo ver una gran estancia
semicircular iluminada por lámparas de un suave color blanco verdoso. En
realidad, después de observar mejor, la sala no era semicircular, sino sólo un
cuarto de círculo y estaba totalmente ocupada por maquinarias. Parecía una
fábrica, pero nada de lo que allí había funcionaba. Todo estaba apagado y no
encontraba nada que le indicara cuál podía ser la función de esa industria.
Había unas enormes maquinas cilíndricas de las cuáles partían una gran
cantidad tuberías de un diámetro muy superior a las que había visto en la
habitación anterior. Parecían calderas, pero no estaba segura. Le hubiera
gustado que Alberto pudiera ver eso, quizás él lo podría interpretar mejor.
Continuó avanzando y pasó varias rejillas todas las cuáles daban al mismo
lugar, hasta que llegó a una rejilla que estaba del lado opuesto del ducto, a la
derecha. La luz en esa habitación era muy difusa, sólo había una pequeña
lámpara en uno de los laterales. Todo el recinto estaba ocupado por
recipientes de tamaño similar al que tienen los tanques de agua de las casas.
Podrían tener entre quinientos y mil litros de capacidad, con la
particularidad de que estos recipientes eran transparentes y parecían estar
vacios, aunque esto último no podía asegurarlo al cien por cien por causa de
la iluminación insuficiente. Había muchos. Contó treinta y dos en la primera
fila, y podría haber veinte filas o más. Este lugar sí que estaba sucio, había
cosas tiradas por el suelo que en general parecían ser pequeños frascos de
vidrio. Como no lograba ver nada más, continuó avanzando. Poco después
el ducto volvió a desembocar en el ducto circular, lo que quería decir que
había atravesado todo el círculo y que había llegado al extremo opuesto.
Pensó que ahora sí sería una buena idea ir por el ducto circular, y ver sí
descubría alguna cosa más regresando al punto de partida por un camino
diferente. Mientras avanzaba fue pasando por varias rejillas, pero todas
daban hacía lugares que evidentemente tendrían sus luces apagadas ya que
no se veía nada por ellas. Después de avanzar no menos de treinta metros
llegó a un punto en donde otro ducto se separaba del ducto circular y se
dirigía hacia el centro. En este ducto sí había bastante luz proveniente de
varias rejillas que había en el lado izquierdo, y también se oían voces en
aparente conversación. Sintió curiosidad y tomó ese camino. Había
128
avanzado unos pocos metros cuando se paró en seco mordiéndose la lengua
para no gritar.
Había alguien más dentro del ducto.
A unos ocho metros de distancia, se distinguía con claridad la cabeza y
los hombros de un individuo iluminados por la luz que ingresaba a través
de una de las rejillas. Por suerte ella se encontraba en una zona oscura y no
podía ser vista. La persona estaba en una posición encorvada,
aparentemente interesada en mirar por la rejilla que tenía enfrente. Por un
momento pensó que sería Alberto, que harto de esperar se habría
introducido también por las tuberías. Pero no, no podía ser, Alberto jamás
haría eso, él siempre respetaría el plan. Con seguridad ahora estaría
esperándola preocupado gracias a que ella ya se había excedido del tiempo
pactado. Además el tipo que estaba allí delante, tenía puesto un aparatoso
casco de minería.
Sara retrocedió con cuidado, intentando no hacer el más mínimo ruido
hasta que llegó al ducto circular. Desde allí regresó por el mismo camino que
había venido, no quería más sorpresas. Al pasar por la sala del equipo de
aire acondicionado, un ruido de golpe sobre chapa le llegó entre ecos a
través del ducto. Se detuvo un momento. Oyó los pasos de varias personas
corriendo, y luego gritos. No entendió lo que decían y desde allí dentro
tampoco podía identificar desde que dirección venían.
Viernes 28 de Octubre, 22:38
Había sido un idiota por confiar en esa mina. Hacía ya quince minutos
que tendría que haber salido y nada. En las operaciones los tiempos se
respetan, pero claro, eso no lo saben los civiles. Tendría que haber trabajado
sólo, como siempre. Era inútil, no aprendía, cada vez que se asociaba con
alguien se complicaban las cosas. Como mínimo tendría que haber traído
intercomunicadores por si se separaban. ¿Cómo no se le había ocurrido algo
tan básico? Ahora ya no se podía remediar el error, la cagada estaba hecha.
¿Pero qué mierda le habría pasado? ¿La habrían descubierto? No. Ese tipo
de cosas siempre causan revuelo y acá estaba todo tranquilo. Demasiado
tranquilo. Es más, la tranquilidad ya lo estaba poniendo loco. Volvió a mirar
el reloj: Hacía veintisiete minutos que se había metido por el agujero. No
tendría que haberla dejado ir. La puta madre, pendeja de mierda. ¿Se habría
quedado trabada?
129
En ese instante se oyó un fuerte ruido metálico, como si se cayera una
cacerola de lata en medio de la noche. Resonó por el pasillo y se amplificó
por todos los túneles.
Lo primero que pensó es que habría puesto mal la rejilla y se habría caído
al suelo, pero al mirar hacia el otro lado del pasillo comprobó que la dichosa
rejilla seguía en su lugar. Acto seguido el vigilante volvió a pasar, pero esta
vez a la carrera.
Debían de haber descubierto a Sara. Tenía que pensar en algo rápido.
–¡Eh! ¿Qué pasa ahí? –Gritó el vigilante.
Luego un portazo y más gritos, pero ya no pudo distinguir lo que decían.
Ahora se escuchaban más pasos de gente que llegaba corriendo desde
distintas direcciones.
Entonces oyó un par de golpes en la rejilla de ventilación.
Cruzó el pasillo sin preocuparse demasiado de si venía alguien y sacó la
rejilla. Era Sara. La tomó de los brazos y tiró de ella hacia fuera de la tubería.
Luego la tomó por la cintura con ambos brazos, y la dejó en el suelo con
suavidad. Al notar que Sara estaba deslumbrada por las luces y no entendía
demasiado lo que ocurría a su alrededor, la tomó de la mano y la llevó hacia
el túnel oscuro. Abrió la puerta de cristal, y una vez del otro lado la cerró
con cuidado. Parecía que nadie los había visto. Corrieron hasta la
maquinaria y se ocultaron detrás de ella.
–¿Te vieron? –preguntó Alberto.
–No.
–¿Y por qué es todo este alboroto?
–No lo sé, no tengo ni idea, pero había otro tipo dentro del ducto. Me
parece que también estaba husmeando.
Mientras habían estado en la zona iluminada, Alberto había observado
algo extraño en Sara.
–¿Y esas manchas verdes de que son? –preguntó.
–¿Qué manchas?
–Las que tenés en la cara y en la ropa.
–No lo sé, no me di cuenta de haberme manchado.
–Bueno, me parece ya que sé lo que pasa…, pero ahora no importa.
Salgamos de acá. ¿Podés correr?
–Sí, claro.
–Entonces, corramos.
130
Viernes 28 de Octubre, 22:42
–¡Atención! ¡Intrusos en el perímetro! ¡Intrusos en T6! –oyó Juan a lo lejos.
Corrían a toda velocidad, con una agilidad de la que Juan ya no se creía
capaz, sin duda la adrenalina estaba haciendo lo suyo. Ojalá durara por un
tiempo. Por suerte se podía correr en línea recta ya que los trastos que había
en el túnel estaban prolijamente colocados sólo en los laterales.
Juan iba adelante, y pasó por una bifurcación hacia la derecha que no
había visto a la ida. Estaba empezando a pensar que se habían equivocado
de túnel cuando vio la bifurcación a la izquierda de donde habían venido.
Justo antes de girar oyó desde atrás los pasos de varias personas que
entraban al túnel y empezaban a correr. Después de girar dejó de oír los
pasos Eduardo detrás suyo. Giró la cabeza sin dejar de correr y vio que
Eduardo aún lo seguía, aunque ahora estaba retrasado unos cinco metros.
Mientras continuaba corriendo calculó mentalmente que debían de llevarles
como mínimo trescientos metros de ventaja a sus perseguidores. Tenían que
ser suficientes para trepar por la cuerda y salir. Trató de concentrarse en el
entrenamiento de subir soga que Eduardo le habían hecho hacer en su
garaje. No podía fallar ahora. Volvió a mirar hacia atrás y vio que Eduardo
estaba más retrasado aún. Bajo un poco el ritmo; después de todo él tampoco
podría seguir corriendo a esa velocidad los seiscientos metros que aún
restaban hasta la salida. Un momento después oyó que Eduardo recuperaba
terreno.
–¡Seguí! –Gritó Eduardo–. ¡Más fuerte!... Nos chocamos… en la soga.
La voz de Eduardo le llegaba entrecortada por respiraciones agitadas. De
todas Juan entendió lo que quería decirle: era inútil llegar juntos a la soga,
porque uno tendría que esperar mientras el otro subía. Entonces tiró la
linterna para que no le entorpeciera al correr y aceleró al máximo viendo el
camino sólo con la pequeña luz del casco. Poco a poco notó cómo Eduardo
volvía a retrasarse. En ese instante oyó que sus perseguidores giraban en la
bifurcación, ahora parecía que estaban más cerca. Estarían mejor entrenados.
–¡Corran hijos de puta! –Se oyó–. ¡Cuanto más corran más los vamos a
fajar!
Ya había perdido la noción de cuanto habían avanzado o cuanto faltaba
para la soga, pero ya tenía que estar cerca. La soga salvadora apareció de
golpe en su campo visual. Casi demasiado de golpe para frenar. Dio un salto
131
y se aferró a ella lo más alto que pudo. La soga se balanceó con violencia.
Trabó las piernas con fuerza para no salir despedido, como le había
enseñado Eduardo, y uso todo su cuerpo para impulsarse hacia arriba. Oía
la carrera de Eduardo, y también cada vez más cerca la de sus
perseguidores. Trepó con desesperación hasta chocar contra el techo. Estiró
una mano hacia afuera, y se agarró del borde. Con un último impulso salió a
la superficie.
El aire fresco y oxigenado del exterior fue un alivio para sus exigidos
pulmones. El problema ahora era Eduardo. Volvió a mirar hacia abajo,
iluminando la soga con la luz del casco, para que Eduardo pudiera verla
mejor.
Eduardo no saltó tanto cómo él, se lo notaba más agotado y comenzó a
subir la soga desde más abajo. Se oyeron más gritos, pero no llegaban del
túnel, venían del exterior. Ahora los estaban persiguiendo por fuera
también.
Hasta ese momento sólo había sentido la reacción eufórica de la
adrenalina. No había sentido miedo porque pensaba que la situación estaba
controlada hasta cierto punto, pero ahora que los perseguían por varios
frentes, sintió que la angustia lo desbordaba. Además, ¿por qué esta gente se
tomaba tantas molestias en perseguir a dos fulanos inofensivos? ¿Se habrían
metido en algo gordo de verdad?
Eduardo continuaba luchando contra su propio peso.
–¡Vamos, fuerza carajo, ya llegás! –lo alentó.
Estiró una mano hasta el límite para alcanzar a la de su amigo. De pronto
se vio a sí mismo en la típica escena de una película, en dónde las manos se
toman en el último momento por los pelos. Al sentir el apretón tiró con
todas sus fuerzas. Eduardo salió a más velocidad de la que Juan esperaba y
ambos cayeron hacia atrás. Juan se levantó de un salto e intentó sacar la
cuerda del hueco para que nadie pudiera subir por ella, pero encontró
resistencia, uno de sus perseguidores ya trepaba por ella. Eduardo, que ya
había recuperado la compostura, y alertado de la situación, tomo el pico que
yacía en el suelo y de un golpe certero cortó la soga.
Empezaron a correr hacia el coche, ahora era más difícil por lo sinuoso
del sendero.
–Oigo caballos –dijo Eduardo.
–¿Estás seguro?
–Sí. Rápido, a escondernos. No podemos correr más rápido que ellos.
132
Se internaron en la maleza hacia el norte, ya que hacia el sur el arroyo les
hubiera impedido el paso. Corrieron sin mucha dirección por donde les
parecía que estaba más despejado, arañándose la cara con las ramas,
intentando atravesar el follaje a toda velocidad. Eduardo llevaba la delantera
moviéndose con agilidad, apartando ramas y saltando troncos. Ahora que
estaba en un terreno con obstáculos podía aprovechar sus virtudes. Juan lo
seguía como podía; varias ramas le golpearon la cara, y el casco lo salvó de
un buen golpe en la cabeza cuando no pudo agacharse a tiempo para
esquivar un grueso tronco. Un momento después tropezó con algo, casi
seguro una raíz, y no pudo evitar la caída.
–¡Ehhh! ¡Esperá! Me caí –gritó.
Eduardo se detuvo.
–¿Estás bien? –Preguntó.
–Creo que sí.
–Sigamos entonces. ¡Vamos!
Juan se levantó con las manos doloridas y continuó la huida. Si bien había
corrido más rápido que Eduardo dentro del túnel, ahora, yendo campo a
través, le costaba mucho seguirlo. Era increíble como Eduardo, a pesar de
tener bastante más peso que él, era capaz de saltar troncos, agacharse para
pasar por debajo de ramas y zigzaguear con tanta soltura dentro del bosque.
Después de haber avanzado durante diez o doce minutos, Eduardo le
hizo señas de que pararan.
–Apagá todo –dijo.
Juan apagó la luz del casco. A lo lejos se oían gritos y también ocasionales
relinchos de caballos.
–Creo que siguieron de largo por el sendero –dijo.
–Sí, así parece.
–¿Qué hacemos ahora?
–Vamos a internarnos un poco más hacia el norte, buscando siempre la
maleza más tupida. Vamos a escondernos un rato, un rato a ver si se cansan
de buscarnos.
–Dale.
–¿Vos escuchaste algún perro?
–No, sólo caballos.
–Entonces, espero que no puedan rastrearnos.
Continuaron moviéndose hacia el norte, ahora sin correr. La linterna de
Eduardo tampoco había sobrevivido a la huida, se había golpeado contra un
tronco y ya no funcionaba. Sólo disponían de las luces de los cascos.
133
Avanzaron con sigilo durante quince minutos. Luego volvieron a apagar las
luces y volvieron a escuchar. Ahora el silencio era casi completo, sólo los
acompañaban los ruidos de los animales nocturnos. Después de un rato,
volvieron a escuchar gritos y órdenes, pero ahora llegaban del este.
–Me parece que en el camino. Deben estar esperando a que salgamos –
dijo Eduardo.
–¿Nos quedamos un rato más acá?
–No, vamos a intentar espiarlos nosotros a ellos. ¿Qué te parece si salimos
al camino bastante más al norte que ellos?
–Vos mandás, yo ya no puedo pensar.
Eduardo consultó la brújula que por milagro permanecía intacta, y
continuaron avanzando más hacia el norte, sin saber muy bien dónde
estaban. Al moverse a través de la maleza era muy difícil calcular cuánto
terreno se había recorrido. Después de otros quince minutos de marcha se
toparon con un sutil sendero que corría de oeste a este. La senda era apenas
una leve huella en la vegetación, pero por lo menos se podía caminar sin
tener que luchar contra la selva.
–¿Conocerán ellos este sendero? –dijo Juan.
–No lo sé.
–¿Va para donde nosotros tenemos que ir?
Eduardo manipuló la brújula.
–Sí, va hacia el camino –dijo–. Avancemos, pero estemos atentos.
Caminaron parándose cada tanto para escuchar, pero ya no se oía nada,
ni gritos, ni caballos. En un momento dado se encontraron con una zona en
que el sendero estaba inundado y tuvieron que dejarlo para dar un rodeo.
Les costó bastante volver a encontrarlo. Después de no menos de veinte
minutos de caminata hacia el este, la visión de la luna en cuarto creciente les
indicó que habían logrado salir del bosque. Delante de ellos relucían los
rieles de la vía del tren, sólo tenían que cruzarlos y se encontrarían en el
camino, luego, sólo quedaba retroceder por él hasta el auto.
A Juan se le ocurrió una idea más prudente.
–¿Qué te parece si volvemos hacía atrás por la vía? –Dijo–. Al estar a un
nivel más alto, desde allí podremos ver si hay a alguien en el camino
buscándonos.
–Buena idea, así no estaremos al descubierto.
El terraplén de la vía estaba despejado y era fácil avanzar por él gracias a
la suave luz de la luna. Después de caminar cerca de diez minutos
comenzaron a ver un resplandor rojizo a lo lejos.
134
–¿Qué es eso? –Dijo Eduardo.
–No sé, parece una fogata. Alguien está prendiendo fuego.
Cien metros más adelante, el resplandor aumentó de intensidad y
después de sobrepasar unos arbustos bajos que crecían al lado de la vía
vieron las llamaradas.
–¡No! –Gritó Eduardo–. La concha de su madre.
–¿Qué? ¿Qué pasa?
–Hijos de puta, me están quemando el auto.
Juan no había reconocido el Renault Scenic, que ya era una bola de fuego.
–¡Vamos! –Dijo tirándole de la camisa a Eduardo para que reaccionara–
Olvidate del auto ahora. Volvamos a Hudson caminando. Pueden estar por
ahí, cerca del auto, esperándonos.
–Es cierto, la puta madre. Volvamos por acá, por la vía, es el camino más
corto.
Al retroceder unos pocos pasos, Juan distinguió la silueta de unos jinetes
subiendo al terraplén de la vía a unos doscientos metros delante ellos.
–Los hijos de puta nos están encerrando –dijo–. Deben de habernos visto.
¿Qué mierda hacemos ahora?
–Jhonny, me parece que estamos jodidos. Estuvieron esperando a que
saliéramos.
–Tenemos que volver al bosque, es lo único que nos queda.
Entonces oyeron una voz.
–¡Ey! ¡Ey! Vengan… acá…
Se quedaron paralizados, la voz parecía salir de entre los pastizales, pero
no del lado del bosque, sino de entre la maleza que había entre la vía del
tren y el camino. Los jinetes ya estaban sobre las vías, parecían no haberlos
visto, pero avanzaban hacia ellos.
Juan tomó una decisión. Avanzó hacia la voz que lo llamaba…
135
136
6. La reunión
Unámonos, paisano mío, para batir a los maturrangos que nos amenazan:
divididos seremos esclavos; unidos, estoy seguro de que los batiremos; hagamos un
esfuerzo de patriotismo, depongamos resentimientos particulares y concluyamos
nuestra obra de honor. Mi sable no saldrá jamás de la vaina por opiniones políticas;
usted es un patriota y yo espero que hará en beneficio de nuestra independencia
todo género de sacrificios…
Carta del Gral. San Martín a Estanislao López – 1819
Viernes 28 de Octubre de 2011, 23:44
Laura tomó el teléfono y marcó el celular de Eduardo: «El número
solicitado se encuentra apagado o fuera del área de cobertura»
Ya era la enésima vez que oía lo mismo. Probó entonces llamar a la
oficina y luego a la casa de Eduardo, pero en ninguno de ambos lugares la
atendió nadie. Juan no se había llevado el celular, lo cual era habitual, pero
que el teléfono de Eduardo estuviera apagado era muy raro, él siempre lo
llevaba encendido.
Después del día en que había llevado a Juan al trabajo y había sentido
esa premonición infantil, no había vuelto a tener sensaciones parecidas,
pero hoy, en el exacto momento en que Juan había cerrado la puerta de
calle, había sentido una punzada en la parte de atrás de la cabeza, y al poco
rato el calor inconfundible de la «luz roja». Un punto nítido y candente que
casi le quemaba, muy parecido a como recordaba que había sido ese día de
su niñez en que se había desplomado el ventilador de la escuela.
Una hora después de que Juan saliera, y cuando la luz roja ya le
taladraba la cabeza, había intentado llamarlo por primera vez. Apenas
había terminado de marcar el número, cuando había comenzado a sonar el
teléfono. El dichoso aparato estaba lo más campante sobre escritorio. Luego
había probado llamar a Eduardo y por primera vez escuchó lo de: «el
número solicitado se encuentra apagado o… bla bla bla». A eso de las
137
nueve y media, después de haberle servido la comida a los chicos, y
después de haber insistido varias veces con celular de Eduardo, había
buscado en la agenda los nombres de los amigos de Juan, pero nadie sabía
nada. Pensó que quizás era una pobre ingenua y que los dos andarían con
unas minas por ahí, pero entonces recordó a su pequeña amiga con la cara
desfigurada. No, no era eso. La luz roja no significaba sexo, significaba
peligro, muerte. Sólo necesitaba localizar a Juan de alguna manera y
asegurarse de que estuviera bien, entonces mandaría la «luz roja» al carajo.
Se dijo a sí misma que si a las doce de la noche no aparecían llamaría a la
policía. Aunque era justo reconocer de que con eso no lograría nada salvo
que los polis se rieran un poco de ella. Se imaginó a sí misma con el
teléfono en la mano diciendo: «Mi marido se fue con un amigo, son las doce
y no vuelve, tengo la premonición de que le pasó algo malo», y oyó en su
mente las risas socarronas del otro lado de la línea. Tenía que haber otra
cosa que pudiera hacer, alguien a quien preguntar… ¿Tendría Eduardo
algún negocio raro y por eso lo de los asunto nocturnos? Entonces se le
ocurrió algo: la computadora. Tenía que haber algo en la computadora. Las
últimas semanas Juan había pasado más tiempo de lo normal frente a la
dichosa computadora. Sin ir más lejos antes de que lo viniera a buscar
Eduardo había estado ahí más de una hora. Ahí tenía que estar la solución.
|
Fue hasta el escritorio, encendió el aparato y buscó en los últimos
documentos abiertos. Encontró algo que le pareció curioso: Un archivo de
Corel titulado «El mapa de Eduardo». Sin saber bien porqué, «El mapa de
Eduardo» le sonó a algo relacionado con el narcotráfico tipo «la ruta de la
efedrina». El Corel es un programa pesado y tardó en abrirse. Unos
segundos después se desplegó en la pantalla un complejo esquema lleno de
líneas de colores en dónde predominaban las de color naranja. El conjunto
entero se parecía mucho a una tela de araña y a primera vista no parecía ser
nada relacionado con la efedrina, ni con ningún otro negocio turbio.
Laura lo observó con atención. Las líneas superior e inferior, más
gruesas que el resto, representaban la vía férrea que une Buenos Aires con
La Plata y al Camino Centenario. Y el esquema entero era un mapa de la
zona del parque Pereyra en la que Juan había estado andando en bici. Pero,
¿por qué tanto interés en esto? Las líneas de color naranja representaban los
caminos y senderos internos del parque. También había unas sugestivas
líneas punteadas de color rojo y junto a ellas las indicaciónes de: «túnel 1»,
«túnel 2», «túnel 5», etc.
138
¿Túnel?
Como un alarido repentino la luz roja volvió a punzarle el cerebro y
recordó el día de la caída de Juan en ese supuesto pozo o... ¿Túnel?
Volvió a centrar su atención en la pantalla. Casi en el centro del dibujo
había un círculo señalado con dos letras: «CA», y al lado un asterisco que
parecía indicar la única referencia escrita de todo el mapa. Giró la ruedita
del mouse hasta llegar a la parte inferior de la pantalla y leyó: «AC: Claro
del Árbol».
¿Claro del Árbol? ¿Por qué Eduardo se había tomado tanta molestia en
trazar un mapa con tanto detalle? Sobre todo resultaba muy inquietante la
alusión a los túneles. Después de un rato de meditarlo, llamó a Sofía.
–¿Te animás a quedarte sola un rato y cuidar a tu hermano? –le
preguntó con las llaves del auto en la mano.
–Sí, mamá. Andá tranquila. Igual no te preocupes, papá ya debe estar
por venir.
–¿Y vos cómo sabés eso?
–Porque lo presiento…
Viernes 28 de Octubre, 23:55
Ahora era Eduardo quien tiraba de la camisa de Juan, quién de forma
inexplicable había empezado a caminar en el sentido incorrecto.
–¿Qué hacés? –Le dijo–. El bosque está para allá.
Juan escuchó la sugestiva voz de nuevo.
–¡Rápido! –Decía–. ¡Vengan ya!
Los jinetes continuaban avanzando hacia ellos. Juan tomó del brazo a
Eduardo y lo llevó a tirones hasta los matorrales del lado del camino. Se
internaron entre los altos pastos y se tiraron al suelo quedándose inmóviles.
–¿Qué hacés, sos boludo? –Dijo Eduardo–. Acá no tenemos escapatoria.
–Shhh, callate.
Los jinetes se acercaron disminuyendo la velocidad. Juan no estaba
seguro que los hubieran visto. Espió entre los pastos y vio que pasaban de
largo mirando hacia el otro lado de la vía, hacia el bosque. Sin duda
pensaban que ellos aún estaban allí y que tendrían que salir tarde o
temprano.
139
–Tuviste una buena idea –dijo Eduardo–. Esos boludos nos están
buscando del otro lado.
–No lo hice por eso, escuché una voz que me llamaba.
–Ah, sería la voz de Dios.
–No, fui yo –dijo la voz.
Eduardo se sobresaltó. Juan no se sorprendió porque ya se lo esperaba,
sabía que la voz no había sido una alucinación, aunque por un breve
instante lo había pensado.
–Cállense de una vez –dijo la voz–. Nos van a oír.
–Juan no veía a quien hablaba. La oscuridad entre lo pajonales era
completa, pero la voz le sonaba familiar.
–¿Y usted quién es? –dijo Eduardo.
–Ahora no importa quién soy, pero si quieren salir de acá vivos hagan
exactamente lo que les diga, sino jódanse. Silencio que vienen de nuevo.
Los jinetes volvieron a pasar en sentido inverso. Eran cuatro. Con una
potente linterna enfocaban hacia el bosque. Un poco más adelante se
separaron, dos volvieron sobre sus pasos y los otros dos continuaron hacia
el norte.
–Cuando yo les diga vamos a salir de aquí –dijo la voz–. Vamos a
escondernos en unos pastos altos como estos qué hay del otro lado del
camino. ¿De acuerdo?
–No sé –dijo Eduardo–. ¿De dónde carajo salió este tipo? Por ahí nos
quiere entregar.
Juan se estaba empezando a fastidiar con Eduardo.
–Si tenés alguna idea mejor, decila y la hacemos –dijo–. Y si no cállate y
hagamos lo que el tipo nos dice.
Eduardo no contestó.
–Si van a venir conmigo tienen que ser ahora, y sin hacer ruido –
continuó la voz–. ¿Entendieron?
–Sí –contestó Juan.
Pasaron dos minutos y para Juan la espera se estaba tornando
insoportable. Los jinetes no habían vuelto a pasar.
–¡Ahora, vamos! –ordenó la voz.
Salieron de los pajonales y cruzaron al camino a la carrera. Se veía
bastante bien gracias a la luz de la luna. Juan no vio a nadie, sin embargo
mientras cruzaban tuvo la sensación de que en cualquier momento alguien
les daría la voz de alto, sin embargo eso no sucedió. Se lanzaron entre los
pajonales del lado opuesto del camino y se tiraron al suelo.
140
Todo continuaba en silencio absoluto. No se oían ni jinetes, ni ranas, ni
búhos, ni nada. Parecía como si todos los animales nocturnos hubiesen
percibido el peligro, y estuvieran todos escondidos y callados.
Una mano tocó el hombro de Juan.
–Síganme sin levantarse, a cuatro patas –dijo la voz–. Hacia adelante.
Juan apenas llegaba a distinguir una oscura figura que se deslizaba entre
los pastos. Intentó seguirla de cerca apoyando codos y rodillas, guiándose a
veces por el ruido de deslizamiento que oía delante de él. Cuando ya
llevaban más de dos minutos avanzando de esa forma y los codos de Juan
pedían un descanso a gritos, el hombre se detuvo. Juan chocó contra sus
pies.
–¿Vienen? –Preguntó la voz.
–Sí –dijo Juan–. ¿Edu venís?
–Sí, acá estoy. ¿A dónde mierda vamos?
–Sigamos, falta poco –dijo la voz.
Esta vez parecía que su guía describía una curva a la derecha. Llegaron a
un sector en donde el pasto estaba más corto. Avanzaron unos metros más.
El hombre volvió a detenerse y Juan volvió a chocarse con él. Eduardo que
venía detrás también chocó con Juan.
–Me parece que este no sabe a dónde va –dijo Eduardo.
–Esperen un momento –dijo la voz.
Una luz se encendió. Juan vio el interior de un auto que estaba justo
delante de ellos. El hombre había abierto la puerta delantera derecha y Juan
pudo verle la cara. Entonces lo recordó.
El hombre era Alberto, el ciclista que lo había ayudado cuando se había
caído de la bici.
–Suban –dijo.
Juan subió por la puerta trasera y se apartó para dejar lugar a Eduardo.
Al volver a cerrar las puertas todo volvió a quedar a oscuras. Antes de que
se apagara la luz, Juan llegó a ver que el asiento del conductor lo ocupaba
una mujer.
–Alberto, ya es la segunda vez que usted me salva –dijo.
–Esperá un poco Juan, todavía no cantés victoria que no terminamos de
salir de esta.
Eduardo lo codeó.
–No me digas que lo conocés –dijo.
–Sí, es el que me ayudó cuando me caí de la bici.
141
La conductora giró la llave del contacto y puso el cambio en primera. El
auto empezó a moverse con todas las luces apagadas.
–¿Seguro que ves? –Preguntó Alberto.
–Sí, veo perfecto –dijo la conductora.
La idea parecía buena, pero Juan no veía nada en absoluto, y no
entendía como la conductora decía que podía ver, él sólo oía el alto pastizal
rozando la carrocería del auto. Después de avanzar unos veinte metros, el
auto atravesó una pequeña cuneta y la conductora hizo un giro noventa
grados a la derecha. Ahora sí, Juan pudo distinguir que habían salido al
camino. La conductora puso el cambio en segunda casi sin acelerar, con
suavidad y continuó avanzando con lentitud a no más de veinte kilómetros
por hora. Juan apenas distinguía los pajonales a los costados del camino y
poca cosa más, pero parecía que la conductora tenía ojos de gato, porque en
un par de oportunidades hizo pequeñas correcciones a la trayectoria del
auto, como si estuviera esquivando los pozos.
Habían recorrido apenas un par de centenares de metros cuando unas
potentes luces se encendieron detrás de ellos.
Juan se dio vuelta. Era difícil calcular la distancia por el encandilamiento
que producían las luces, pero estimó que podían estar a trescientos o
cuatrocientos metros. Las luces eran de un auto, o con más probabilidad de
una camioneta porque estaban a una altura considerable del suelo. Se oyó
el sonido de un potente motor acelerando.
–¡Acelerá! –Gritó Alberto.
La conductora aceleró a fondo mientras encendía las luces de un
manotazo. Las ruedas delanteras patinaron y el auto comenzó a ganar
velocidad. Por delante de ellos había una larga recta, pero el problema es
que estaba llena de grandes baches y profundas huellas dejadas por
maquinarias agrícolas en los días en que el camino estaba embarrado. El
Peugeot 407 en el que viajaban era demasiado bajo y poco idóneo para ese
tipo de terreno. La aguja del cuentavueltas llegó a la zona roja y la
conductora pasó el cambio a tercera. Pocos segundos después pasó a
cuarta.
Juan vio subir la aguja del velocímetro más allá de ciento cuarenta. El
auto empezó a dar violentos golpes en los baches y por momentos perdía la
línea recta, pero la conductora lo controlaba, devolviéndolo a la trayectoria
idónea una y otra vez. Juan pensó que aunque sus perseguidores no
consiguieran atraparlos, igual podrían morir estampados contra un poste
de luz. «Doble chance para morir» se dijo, parecía el título de una película
142
de Steven Seagal. También existía la posibilidad de que un amortiguador o
una punta de eje no aguantaran y se fuera todo a la mierda. Se puso el
cinturón de seguridad y miró hacia atrás. Las luces estaban más cerca, lo
cual era lógico teniendo en cuenta que el vehículo que los perseguía había
acelerado antes. Empezó a sospechar que se tratara de un vehículo todo
terreno, mucho más apto para ese camino, si así era, lo más normal sería
que los alcanzara.
Un momento después le extrañó ver las luces muy difusas y a mayor
distancia. Quizás la tremenda polvareda que ellos mismos estaban
levantando impedía la visibilidad del conductor del auto que los seguía y
lo obligaba a sacar el pie del acelerador.
–Me parece que nos puede salvar el polvo –dijo Juan–. Se están
retrasando.
Mientras tanto se acercaban a una curva, pero la conductora no bajó la
velocidad. Incluso Alberto pareció preocuparse y giró su cabeza para
mirarla.
–¿Sara? –le dijo.
–Sé lo que hago.
Para Juan estaba claro que a esa velocidad no doblarían y se preparó
para lo peor. En ese momento Sara le dio un fuerte pisotón al freno justo
cuando la curva ya se les venía encima, puso el cambio en tercera, giró el
volante de un golpe y volvió a acelerar a fondo. El auto se puso de costado
mientras Sara movía el volante en sentido inverso. A pesar de los
pronósticos de Juan, el auto dobló, eso sí derrapando y salvándose por
poco de chocar con la cola contra el terraplén de tierra que había del lado
externo de la curva.
–¿Quién es esta? –Dijo Eduardo–. ¡La hija de Schumacher!
Juan miró hacia atrás para ver en donde estaba el otro auto, pero con el
derrape se había levantado aún más polvo y no se veía nada.
Se acercaban a otra curva, esta vez a la izquierda. En esta oportunidad y
habiendo visto su desempeño en la curva anterior, Juan le tuvo más fe a
Sara, y sólo deseó que no se le fuera la mano. Esta vez Sara ni frenó, ni bajo
un cambio. La curva era un poco más abierta que la anterior, entonces sólo
soltó un poco el acelerador antes de entrar a ella, giró el volante y volvió a
pisar el acelerador con el auto ya derrapando otra vez.
–¡Increíble! –Se entusiasmó Eduardo–. ¡Quiero más!
Doscientos metros más adelante empezaba el asfalto. Sara puso cuarta
otra vez, y Juan vio que la aguja del velocímetro estaba por llegar a los
143
ciento cuarenta otra vez. En el lugar dónde comenzaba el asfalto había un
pequeño desnivel que a esa velocidad no resultó tan pequeño. El auto saltó
y cayó unos cuantos metros más adelante. Luego de golpear contra el suelo,
se empezó a oír el ruido de alguna pieza rozando.
–Me parece que vamos arrastrando el paragolpes, o el silenciador –dijo
Alberto–. ¿Cómo sentís el auto?
–Por ahora va bien –dijo Sara.
Ahora que circulaban por asfalto no había más polvo. Juan volvió a
mirar hacia atrás para ver por dónde andaban sus perseguidores. Al
principio sólo vio la nube de polvo en dónde terminaba el camino de tierra.
Un instante después vio las luces y acto seguido un vehículo surgió de la
nube de polvo a toda velocidad. El vehículo también dio un salto
importante. En el momento del salto los faros enfocaron por un instante
hacia arriba y Juan pudo distinguir perfectamente que se trataba de una
camioneta todo terreno. Pensó que ahora que estaban en terreno liso el auto
podría ser más veloz que la camioneta, sin embargo las luces volvían a
acercarse otra vez. Evidentemente, y a pesar de ser un todo terreno, el
vehículo que los perseguía era muy veloz.
–Nos están recortando distancia –dijo.
–No puede ser –dijo Sara–. ¿Qué mierda es lo que nos sigue?
El velocímetro del Peugeot estaba llegando a los ciento sesenta
kilómetros por hora, sin embargo, un momento después el vehículo que los
perseguía estaba ya a sólo cincuenta metros. Un ruido fuerte y seco, como
un «poc», se oyó en la parte trasera del auto, y luego otro.
–Nos están disparando –dijo Alberto–. ¡Agáchense!
Juan dejó de mirar hacia atrás y obedeció la orden.
–¡Agarraos! –dijo Sara.
Estaban llegando a una intersección. Sara pisó el freno, esta vez
reduciendo mucho la velocidad y giró a la derecha por una calle de tierra.
Juan dio vuelta la cabeza para ver si sus perseguidores lograban doblar.
Lo consiguieron, pero al girar la camioneta derrapó, poniéndose de costado
y a punto estuvieron de caer a la zanja que orillaba la calle. En ese instante
Juan logró distinguir una silueta inconfundible. Se trataba de un vehículo
rapidísimo, del que les sería muy difícil escapar, esa era la razón por la cual
los alcanzaba en línea recta. Pensó en decírselo a la conductora para que
supiera a qué atenerse.
–Lo vi –dijo–. Es un Porsche Cayenne.
–No puede ser –dijo Eduardo–. Estamos jodidos.
144
–No se preocupen, los despistaremos –dijo Sara.
El Porsche les estaba pisando los talones de nuevo. Estaban entrando en
la zona poblada de Hudson, en un barrio, aunque debido a la hora no se
veía gente en las calles. Cruzaron una bocacalle una cuneta a alta velocidad
y volvieron a saltar, y a golpear otra vez contra el suelo. El Porsche
atravesó la cuneta como sí nada y se acercó aún más hasta ponerse a sólo
diez metros detrás de ellos. Por el momento no habían vuelto a oír
disparos.
Juan vio que la distancia entre ambos vehículos estaba a punto de llegar
a cero.
–Creo que intentan chocarnos –dijo.
Al llegar a la siguiente esquina Sara dio un golpe de volante a la derecha
y luego giró con violencia a la izquierda. El auto zigzagueó y luego giró a la
izquierda aunque derrapando sin remedio hacía la casa de la esquina.
Golpearon contra el cordón, subieron dos ruedas a la vereda y pasaron de
milagro a pocos centímetros del tronco de un árbol. Detrás se oyó un
chirrido de neumáticos y luego un tremendo bombazo. Sara logró retomar
el control del auto y lo volvió a bajar a la calle.
Juan miró hacia atrás antes de que Sara girara en la siguiente esquina
justo a tiempo para ver al Cayenne estrellado contra el árbol que ellos
habían esquivado de milagro.
–¡Chocaron! –Gritó entusiasmado
–¡Gracias a Dios! –dijo Eduardo.
–Gracias a nuestra conductora –dijo Alberto.
–¿Dónde aprendiste a manejar así? –Preguntó Juan.
–Mi hermano corría rally. Cuando yo tenía catorce años, el participaba la
Copa de Andalucía y yo solía conducir el Lancia Delta por los caminos de
alrededor del pueblo.
–Ahora se explica semejante habilidad –dijo Eduardo–. Tendrías a la
pobre gente de ese pueblo asustadísima
–Lo cierto es que todos se apartaban cuando me venían venir. Algunos
viejos del pueblo me denunciaron varias veces.
A Sara le temblaban los brazos. Lo miró a Alberto.
–¿Por dónde voy? –Dijo–. Ya me perdí.
–Vas bien, seguí derecho por acá que salimos a la autopista. ¿Querés que
maneje yo?
–Sí, mejor, no siento bien los brazos. He conducido de esta forma
muchas veces, pero nunca con alguien persiguiéndome a los tiros.
145
Sara detuvo el auto junto al cordón. Alberto bajó y fue hacia la parte
delantera. Juan lo vio arrancar de un tirón la parte inferior del paragolpes
que aún estaba colgando. Luego dio una vuelta completa alrededor del
auto comprobando daños, y dio una patada a cada neumático para verificar
que tuvieran presión.
Mientras tanto Sara se cambió al asiento del acompañante y Juan pudo
ver su rostro por primera vez. Era increíble, pero no había ninguna duda,
era idéntica a la chica de los sueños. Estuvo a punto de decir algo, pero
pensó que era mejor no comentarlo con nadie, al menos por ahora.
Necesitaba meditarlo primero.
–Ahora que pasó el peligro el viejo choto maneja –dijo Eduardo–.
Mientras que antes le dejó el trabajo duro a la chica
–No es un viejo choto –dijo Sara–. Me ha dejado conducir porque yo
tengo mejor visión nocturna, y la idea era ir con los faros apagados.
Además, a ti te queda alguna duda de que yo era la más idónea para la
tarea.
–No señorita, la verdad que no –dijo Eduardo–. No se alteré.
Al terminar con la inspección del auto, Alberto se subió y arrancó. A él
también le temblaban los brazos. Empezó a reírse.
–¿Se pude saber qué es lo que le causa tanta gracia ahora? –preguntó
Eduardo.
–Que el volante se mueve porque debe estar doblada una llanta o un eje,
no es que a Sara le temblaran los brazos.
–¿De verdad? –Dijo Sara–. Con los nervios no me daba cuenta.
Al subir a la autopista el auto vibraba con notoriedad pero funcionaba
sin mayores problemas. Alberto espió por el espejo a Juan y a Eduardo.
–Bueno, tengo que hablar seriamente con ustedes dos –dijo–. En primer
lugar: ¿En dónde viven?
–En Quilmes –dijo Juan.
–Con eso no hay problema, nos queda de paso. Ahora vamos a lo que
más me preocupa. ¿De quién es el auto incendiado?
–Mío –dijo Eduardo–. No me haga acordar.
–¿Qué papeles u objetos había en ese auto que los identifique?
–Y… estaban los comprobantes de pago del seguro y de la patente. Y
quizás alguna cosa más que ahora no recuerdo.
–¿El auto está a su nombre?
–Sí.
–¿Y usted Juan? ¿Había algo en el auto que lo identifique?
146
–Creo que no. Porque la billetera la tengo en el bolsillo y el celular me lo
olvidé en casa.
–Eso es una buena noticia… ¿Y usted Eduardo? ¿Su celular? ¿Dónde
está?
–Ehh… Lo siento, quedó en el auto.
–Y es de suponer que ahí habría un motón de números de teléfonos de
su gente conocida, incluido el número de nuestro amigo Juan.
–Sí, así es.
–Bueno –continuó Alberto–. Le anuncio, Eduardo, que usted no debería
volver a su casa, y esperemos que no logren identificar a Juan ni a ninguno
más de nosotros, aunque es probable que a mí me identifiquen por la
patente de este auto, si es que lograron verla. Previo a que se estrellaran
estuvieron a una distancia suficiente como para ver el número, aunque
tengo mis dudas de que en ese momento se hayan tomado la molestia de
anotarlo. Tanto Sara como yo hemos usado guantes por lo que no hemos
dejado huellas dactilares, cosa que ustedes obviamente no han hecho,
aunque tampoco sé hasta qué punto esa gente se tomaría tantas molestias
para identificar a unas personas que con toda probabilidad no les
representan ningún peligro. De todas formas, yo en lugar de ustedes, no
me descuidaría. Y como le decía, Eduardo, lo más lógico es que no vuelva a
su casa, por lo menos por un tiempo, hasta que estos tipos se olviden que
usted se les metió por las narices.
Eduardo pareció meditar su respuesta y se puso serio.
–Seguiré su consejo –dijo–. Pero, ¿quiénes son?
–¿Los que nos seguían? Ni idea. ¿Los que están dentro del complejo del
árbol de cristal? Me parece que hay mucha gente distinta metida ahí
dentro. A algunos los tengo identificados, pero todo eso es una larga
historia.
–Así que ese lugar se llama complejo del árbol de cristal –dijo Juan–.
¿Por qué del árbol de cristal?
–¿Cómo? –Preguntó Sara–. ¿No lo saben? ¿No saben ni eso? No lo puedo
creer.
–Yo le llamo el complejo del árbol de cristal porque el árbol de cristal
está justo encima –dijo Alberto.
–Ese es el árbol que te comenté, el que está en medio del claro –dijo
Eduardo.
–¿Y qué tiene de especial ese árbol de cristal? –preguntó Juan.
–Que exuda una resina que brilla a la luz de la luna –dijo Sara.
147
Juan no creía en las premoniciones ni en que hubiera forma alguna de
adivinar el futuro, ya sea mediante videntes o mediante la bola de cristal, y
sin embargo Sara era igual a la chica de sus sueños, con la única diferencia
de que la chica del sueño tenía una mirada maligna, y Sara, sin lugar a
dudas, era por completo diferente.
–Ahora yo quiero saber –dijo Alberto–. Si ni siquiera saben lo del árbol
de cristal. ¿Qué mierda estaban haciendo ahí entonces?
Juan a hacer un resumen de todas sus peripecias desde el primer día en
que había ido a andar en bici por el parque hasta la noche de hoy. Estaba
relatando la parte de cuando había entrado en el ducto de ventilación
cuando llegaron a la salida de Quilmes. Interrumpió su relato y le explicó a
Alberto cómo llegar hasta su casa. Luego intentó retomar la historia pero ya
no logró concentrarse, sólo quería llegar a casa, sacarse el barro del cuerpo
e irse a la cama. Además, tendría que explicarle a Laura por qué Eduardo
iba a quedarse a dormir.
–¿Y por qué no nos cuenta usted que es lo que sabe de todo esto? –dijo
Eduardo dirigiéndose a Alberto.
–¿De verdad quieren saber? ¿Todavía les quedan ganas de involucrarse
más en este asunto?
–Sí claro hombre, cuente.
–Doble acá a la derecha –dijo Juan.
Alberto siguió la indicación de Juan.
–De acuerdo –dijo–. Pero si de verdad quieren conocer todo sobre el
árbol de cristal, vamos a tener que encontrarnos de nuevo, porque la
historia, por lo menos la que yo conozco es muy, muy larga, y hasta ahora
sólo la conté una vez, y esa vez se la conté a Sara. Durante muchos años me
la guardé para mí sólo, no confié en nadie, en parte por seguridad, pero
después de lo que pasó hoy ya me harté, que sea lo que sea. Además, yo
sólo no puedo hacer nada. No es que piense que nosotros cuatro sí
podamos hacer algo, pero por lo menos voy a tener compañía. Si quieren
vengan a mi estudio y hablamos. De todas formas yo lo voy a llamar
mañana Juan, para comprobar que todo esté bien, y en todo caso
arreglamos cuando nos encontramos.
–De acuerdo –dijo Juan–. Frene en la tercera casa después de la esquina,
en la vereda izquierda.
Cuando el auto todavía no se había detenido por completo, Juan vio
abrirse la puerta de su casa y Laura salió a la vereda. Al bajar de auto Juan
148
se sorprendió al ver alivio en la cara de Laura y no ira, como él había
imaginado. Ella corrió y lo abrazó.
–Estás entero, gracias a Dios –le dijo al oído–. Estaba muy preocupada.
–Yo también, pero ya estoy en casa –dijo Juan.
–Estuve a punto de salir a buscarte, pero Sofía me dijo que ya estabas
por llegar.
Juan trataba de interpretar el comentario de Laura cuando oyó el motor
del coche que volvía encenderse y se dio vuelta para saludar con la mano a
Sara y Alberto.
–Vamos adentro –dijo sin entender cómo su hija podía saber a qué hora
llegaría–. Eduardo necesita quedarse a dormir acá hoy.
Una vez en el comedor Laura miró alternativamente a Eduardo y a su
marido.
–Antes de que me cuenten lo que pasó, quiero que me prometan una
cosa los dos –dijo–. La próxima vez que tengan una misión o lo que sea,
como la de hoy, yo quiero a estar al tanto de todo. Tienen que prometerme
eso o si no los hecho a la calle a patadas en el culo.
–Te lo prometemos –dijo Eduardo.
–Claro amor, te lo prometo –dijo Juan–. La próxima vez vas a estar al
tanto de todo, es más, ahora mismo te vamos a contar todo.
–Ahora no, primero vayan a bañarse que parece que se hubieran metido
en una mina de carbón, sólo adelantame dos cosas que son las que más me
intrigan.
–Sí, ¿qué?
–¿Dónde está el auto de Eduardo?
–Se lo prendieron fuego –dijo Juan sin más preámbulos–.
–Ajá. ¿Y quiénes son esos amigos nuevos que los trajeron?
–Son Alberto y Sara. Alberto es el señor que me ayudó el día que me caí
de la bici, y Sara… no sabemos mucho de ella, salvo que maneja mejor que
Sebastián Loeb.
–¿Sí? ¿Para tanto es?
–Sí, la verdad que sí.
–Andá a bañarte que preparo café… ¿Comieron?
Juan miró a Eduardo que a su vez se tocó el abdomen. La comida había
pasado a un segundo plano, pero ahora que Laura la había mencionado, un
hambre voraz se apoderó de su estómago, le crujieron las tripas y percibió
en el gesto de Eduardo unas sensaciones similares. Laura los miró a ambos
sonriendo.
149
–Ustedes están más hambrientos que corredor después del ironman –
dijo–. Voy a calentar unas pizzas.
–Una que sea a la calabresa, por favor –acotó Eduardo.
Sábado 29 de Octubre, 00:41
–¿Cómo estás? –preguntó Alberto.
Sara se había desparramado en el asiento del acompañante.
–Bien, ya me tranquilicé un poco –dijo–. ¿Y tú?
–Te imaginarás que las pasé peores, pero me quedé un poco preocupado
por esos dos. Parecen buena gente, pero metieron la cabeza en la boca del
lobo y no sé hasta qué punto son conscientes de eso. ¿Qué pensás de ellos?
–No lo sé, parecen gente normal. Eduardo es un poco sabelotodo,
malhumorado e irónico. Juan me pareció más centrado, pero lo que me
llamó la atención es que me miraba de una forma extraña.
–¿Sí? ¿Cómo?
–No sabría describirlo bien, pero era como si me tuviera miedo, por lo
menos al principio, luego se relajó. Quizás ha sido por la situación.
–Podría ser. ¿Serán de confianza como para contarles la historia? ¿Qué te
parece?
–Por lo menos tienen entusiasmo, y bastante valor también para entrar a
los túneles sin saber muy bien con que se iban a encontrar.
–Yo no sé si eso es valor o inconsciencia, pero sí estoy de acuerdo con lo
del entusiasmo. Vamos a tener que confiar en ellos. Necesitamos aliados, y
no sé quién podría ser mejor que ellos que ya están metidos en el tema. De
todas formas va a ser complicado volver a entrar allí, quienes sean que
están custodiando el complejo van a estar mucho más atentos ahora que la
seguridad ha sido burlada. Tenemos que meditar los pasos a seguir con
detenimiento.
–A mí me parece que en primer lugar habría que dejar pasar un tiempo
antes de acercarnos otra vez. Dejar que piensen que nos asustamos y que
no vamos a volver.
–Es una buena idea, siempre y cuando no nos quedemos dormidos, no te
olvides que este aumento repentino de la de las idas y vueltas en torno al
complejo tiene que deberse a que algo importante están tramando. No
150
podemos dejar pasar mucho tiempo. Tendríamos que encontrar la manera
de recabar más información sin acercarnos demasiado.
El auto avanzaba por la autopista a velocidad moderada produciendo
una serie de ruidos a piezas flojas y con el volante vibrando continuamente.
Sara se quedó meditando un rato hasta que una idea le vino a la cabeza.
–Si quieres saber que pasa sin acercarte la cuestión es sencilla –dijo–.
Alberto la miró con curiosidad.
Tenemos que conseguir un espía –continuó Sara–. Alguien de ahí dentro
que trabaje para nosotros.
–¿Y eso te parece sencillo?
–Sí, ¿por qué no?
–Porque en este tipo de organizaciones paramilitares clandestinas, que
es a lo que yo creo que nos enfrentamos, hay mucha verticalidad; los
mandos intermedios y los subalternos, que son los que nosotros podríamos
contactar para que nos sirvan de espías, tienen la cabeza lavada de tal
manera que son ciento por ciento fieles al sistema. No es posible utilizarlos.
–Hummm, yo no sé si en el mundo de hoy eso es tan así. Me parece que
estás desactualizado. Yo probaría.
–No lo sé, lo voy a pensar.
Al frenar en el peaje de Dock Sud, Sara observó bajo la luz de la cabina
de peaje, lo sucias que estaban su ropa y sus manos.
–No puedo volver así a casa de Sonia –dijo–. Tendría que ducharme y
volver a ponerme el vestido con el que salí.
–Lo sé. ¿Venís a casa?
–Claro.
–Y supongo que comeremos algo. ¿No tenés hambre?
–Tengo un hambre atroz. En teoría me habías invitado a cenar y hace
cinco horas que no pruebo bocado.
–Eso tiene remedio.
Alberto aceleró de nuevo y se dirigió a su casa de la calle Gonçalves
Dias.
Sábado 29 de Octubre, 11:52
Sara se despertó y miró el reloj sobre la mesita de luz. Ya era casi
mediodía. No solía dormir hasta tan tarde, pero se notaba que el cansancio
151
de la noche anterior había producido sus efectos. La persiana no estaba
cerrada del todo y dejaba entrar una fina rendija de luz que iluminaba con
suavidad todo el cuarto. Se levantó de la cama y abrió la persiana por
completo. Entrecerró los ojos ante la vista del jardín bañado por el potente
sol de la primavera. Al salir al pasillo vio que la puerta de la habitación de
Alberto estaba abierta, la empujó un poco para ver si seguía durmiendo,
pero se encontró con la cama vacía y ya hecha. La noche anterior, en el
momento en que Alberto la había invitado a quedarse a dormir, había
pasado un momento de embarazosa duda. No estaba segura de a qué se
refería: si la estaba invitando a dormir en su casa o en su cama. Él fue
ambiguo y su rostro había permanecido neutro, no había ni una sonrisa
cómplice ni nada.
Había decidido aceptar, no le disgustaban ni la primera o ni la segunda
opción, aunque deseaba la segunda. Sin embargo, Alberto la había guiado
hasta una habitación y le había dado las buenas noches con un beso en la
mejilla.
Ahora pensaba que había sido un poco ilusa, pero era mejor así, sin
complicaciones innecesarias. Alberto era un tipo muy interesante, le hacía
recordar a Pierce Brosnan en sus mejores interpretaciones de James Bond,
diferencias físicas aparte. Se sentía atraída por él pero no estaba muy
segura de que ocurriera lo mismo en sentido inverso. Él era muy cariñoso
con ella, pero la mayoría de las veces ese cariño le parecía más paternal que
otra cosa, lo que por otra parte era lógico teniendo en cuenta los veinticinco
años de diferencia de edad. La historia que Alberto le había contado era
atrayente en extremo, y estaba muy entusiasmada con los planes que tenían
por delante, así que no necesitaba nada más.
Sara atravesó el jardín. Una vez dentro del estudio subió la escalera
caracol y tal como esperaba se encontró a Alberto absorto haciendo marcas
en un mapa.
–Buen día –dijo–. Me imaginé que estarías aquí.
–Buenos días. Es muy difícil escapar de lo que a uno le apasiona.
–No me lo digas a mí.
–¿Querés desayunar?
–Me encantaría, pero no quiero demorarme mucho. Anoche cuando
llamé a Sonia para decirle que no iría a dormir, percibí en el tono de su voz
que no le agradó demasiado, además le prometí que estaría a la hora de
almorzar con ella. Seguro que querrá que le cuente lo que pasó anoche. Te
imaginarás lo que piensa.
152
–Bueno, por un lado es mejor que piense así.
–Sí, claro.
–¿Qué te parece si mientras desayunamos me contás lo que viste cuando
te metiste por el ducto? Ayer no quise preguntarte nada porque me pareció
que ya era demasiada tensión por un día.
–Sí, fue relajante hablar de otras cosas.
Alberto sonrió.
–Además después de las doce de la noche no se habla de trabajo –dijo.
Fueron a la cocina y Alberto exprimió naranjas, mientras Sara cortaba
pan para hacer tostadas.
–Bueno, te cuento –dijo Sara–. En la primera rejilla vi escritorios y
ordenadores, una simple oficina. En la segunda había una máquina que
creo era un gran equipo de aire acondicionado con muchos tubos entrando
y saliendo. Tenía monitores que indicaban cifras que sin lugar a dudas eran
temperaturas. Era extraño porque la máquina parecía muy antigua y sin
embargo estaba controlada por ordenador. Parecía como si el ordenador
hubiera sido adaptado con posterioridad. Lo que indicaban los monitores
lo tengo apuntado todo en la libreta. Espera, la puse aquí…
Sara revolvió su cartera y sacó una libreta sucia por el polvo. Se la
enseñó a Alberto.
Alberto tomó la libreta y la dio vuelta. La contratapa de la misma estaba
manchada de verde.
–Ayer vi que tenías la cara y la ropa manchada con este mismo color
verde. Pensé que sería por el roce con alguna planta, pero ahora con luz
diurna se nota que esto no es vegetal –dijo.
–Tiene que ser el polvo que hay en algunas zonas del ducto. Creo que sé
de dónde viene, pero mejor voy por partes.
–De acuerdo.
Alberto abrió la libreta. En la primera página Sara había anotado:
«T1 24°, T2 19°, T3 23°, T4 19°, T6 20°, CTP 26° (verde) T5 No data, SHPL
No data (rojo)»
–Donde dice verde y rojo es porque en esos colores estaban indicadas las
cifras –aclaró Sara.
–Está claro que estos datos son del equipo de aire acondicionado. Estas
son las temperaturas del aire en cada túnel –Alberto señaló en dónde
estaban escritas las cifras– y CTP son las siglas en inglés que designan al
complejo; «Cristal Tree Position»; posición del árbol de cristal. Los datos en
153
rojo son de lugares en dónde no funcionan los sensores, seguramente
porque estos ignorantes deben haber estropeado el sistema en esas zonas.
–¿Y qué quiere decir SHPL?
–Se me está ocurriendo algo acerca de lo que podría querer decir esa
sigla, pero mejor te lo cuento cuando lo confirme.
–Vale, entonces continúo.
Sara prosiguió el relato describiéndole a Alberto la gran maquinaria que
había encontrado en la siguiente sala. Alberto la escuchó con atención, miró
hacia el jardín unos instantes y luego se volvió hacia ella.
–Hace años que conozco la existencia de esa maquinaria –dijo–. Pero su
finalidad aún sigue siendo un secreto bien guardado. Como también es una
incógnita saber si en algún momento llegó a funcionar, pero por lo menos
ahora sabemos con certeza dónde está. De alguna manera tenemos que
intentar volver ahí para inspeccionarla más de cerca.
Acto seguido Sara describió la última sala que vio, la de los tanques de
vidrio.
–No sabía que se fabricaran tanques de vidrio tan grandes, quizás sean
de otro material –dijo Alberto–. ¿Quinientos o mil litros decís?
–Sí, por lo menos.
–Salvo que lo que vayas a guardar en ellos sea algo tan especial que
necesite de algo tan pulcro como el vidrio para su conservación. Es lo único
que se me ocurre… Entonces decís que había treinta y dos tanques en la fila
del frente, y que había por lo menos veinte filas, lo que nos da un total de
seiscientos cuarenta tanques. Una cantidad enorme sin duda.
–Sí. Hasta dónde yo he visto los tanques están vacios, salvo en caso de
que contuvieran algo transparente; si es así, con la luz que había no me
atrevo a asegurar nada.
–A mí me parece que una relación que sí podemos establecer, sin ser
demasiado especulativos, es que estos tanques podrían servir para
almacenar el producto resultante de la maquinaria de la otra habitación.
–Eso parece razonable. De la sala de los tanques es de donde sale el
polvo verde, en la única zona iluminada que había en el lugar el suelo
estaba verde por completo.
–¿No será entonces que ese polvo es un resto del material que se
guardaba en los tanques? –Preguntó Alberto–.
–Supongo que sería posible.
–Creo que voy a empezar por mirar al microscopio el polvo que quedó
en la tapa de esta libreta.
154
–Vale. Después de la sala de los tanques, ya no vi nada más, excepto a
Juan, que estaba mirando por una rejilla de la que salía luz. En ese lugar se
oía gente conversando.
–Entonces vamos a tener que preguntarle a Juan si escuchó lo que
decían. Esta misma tarde lo voy a llamar para acordar una reunión.
Un teléfono empezó a sonar dentro de la cartera que estaba colgada del
respaldo de la silla. Sara abrió la cartera y atendió la llamada.
–En media hora estoy allí –dijo antes de colgar–.
Alberto seguía anotando cosas en un cuaderno.
–¿Te llevo? –dijo.
–¿No te importa salir con el coche en las condiciones que quedó después
de lo de ayer?
–No te preocupes por eso.
–Entonces acepto, porque si no llego pronto Sonia me va a matar.
Alberto guió a Sara hasta el garaje que estaba adosado de la casa. Junto
al Peugeot había otro coche tapado con una funda. Alberto abrió un par de
cierres, y tiró de la funda dejando al descubierto un BMW 520 color crema
de principios de los años ochenta.
–¿Y esto? –dijo Sara.
–Es el de reserva. Esperemos que arranque. Hace mucho que no lo uso.
Pero el eficiente motor arrancó al primer intento emitiendo un suave
silbido.
Lunes 31 de Octubre, 10:22
–No sabemos quiénes son, ni para quién trabajan... –decía un hombre de
baja estatura cuando entró el tipo de las bermudas–.
Los demás dejaron de hablar y se miraron unos a otros. Patricio ya
estaba harto de él, siempre con sus aires de superioridad, por más que
fuera el que ponía la guita para el proyecto tampoco era justo que viniera a
tirarle mierda a todo el mundo. El tipo estaba creído de que era el único
capaz de hacer las cosas bien, seguro que ahora iba a empezar con otra de
sus cantaletas, y lo peor era esa sonrisa sarcástica que siempre llevaba
puesta en la jeta, daban ganas de hacérsela tragar.
–Buenos días señores –dijo Michael Green–. Señor Ramírez ¿Qué
sabemos de nuestros visitantes?
155
El hombre de baja estatura se puso en pie y le entregó un informe a
Green.
–Identificamos a uno –dijo–. Eduardo Spinetti, 46 años, contador
público, domicilio en la calle Irala 811 de la localidad de Quilmes. No tiene
antecedentes penales ni formó parte de las fuerzas de seguridad. Estuvo
inscripto en una asociación de boy scouts entre 1973 y 1977.
–Este último dato que me da, ¿no debería causarme un poco de gracia,
Ramírez? –Dijo Green–. ¿Me está usted diciendo que fuimos atacados por
una pandilla de niños exploradores y que por eso me llaman para una
reunión de emergencia?
–No señor, el problema es que entraron en los ductos de ventilación y no
sabemos qué vieron.
–¿Ductos de ventilación? Esa sí que es una idea típica de un boy scout.
¿Qué hay de los otros tres?
–Tenemos las huellas de uno más, pero no figura en la base de datos,
tampoco debe tener antecedentes policiales.
–O ser extranjero, Ramírez. ¿No se le ocurrió eso? ¿Qué tal si el niño
explorador lo único que hizo fue traer hasta aquí a tres espías extranjeros?
–No creemos eso señor, porque él fue uno de los que entró en los
túneles, los otros dos estaban esperando afuera, por esa razón no tenemos
datos de ellos.
–¿Están seguros de que los otros dos no entraron? –Green miró
alrededor–. Yo aquí huelo a mucha gente.
–Si lo hicieron no dejaron huellas dactilares.
– ¿Y el coche en el que escaparon? ¿Marca, modelo, número de chasis?
–Peugeot 407, pero los que lo seguían no pudieron ver la patente.
–No pudieron ver ni la patente, ni la casa que se interpuso delante de
ellos. ¿Verdad señor Ramírez? Unos auténticos pelmazos sus empleados.
Escuche esto. Tengo aquí una nota periodística muy interesante que dice lo
siguiente. Título: Persecución y disparos en Hudson. Ahora voy a la
primera línea: Un vehículo todo terreno de alta gama se estrelló contra una
casa y luego fue abandonado por los delincuentes… Oyó Ramírez:
¡Delincuentes! Sigo leyendo: …cuando perseguían a otro vehículo no
identificado. Dentro del vehículo se encontró un cargador de arma
automática y otros elementos que están siendo analizados por la policía
científica, bla, bla, bla… Ahora, dígame señor Ramírez. ¿Esta es su
interpretación de mis instrucciones acerca de que había que ser discretos y
pasar lo más desapercibidos posible?
156
–Bueno… en realidad… intentamos remolcar la camioneta, pero estaba
muy dañada y en ese momento llegó la policía.
–¿La policía? ¡La policía! ¿Y cuál es el problema? ¿No se supone que en
esta misma sala está la policía? ¿Qué dice usted a eso señor…? –Green
paseó la vista entre los asistentes hasta que ubicó a la persona que
buscaba–.
–Filiberti, Jorge Filiberti –dijo el aludido.
–Sí, señor Filiberti. ¿No es usted la-po-li-cí-a? –Green remarcó las sílabas
con acento burlón.
–Señor, yo aclaré desde el principio que sólo tengo control sobre el
perímetro de estas instalaciones, no sobre todas las comisarías del gran
Buenos Aires.
Green se puso serio.
–Sí, es cierto –dijo–. Pero también se suponía que nadie atravesaría el
perímetro ese del que usted habla, y menos aún volver a salir luego como si
nada.
Green taladró a Filiberti con la mirada mientras el aludido observaba el
suelo como si se le hubiera perdido algo.
–Bueno, no importa ya eso ahora –continuó Green–. Lo pasado pisado.
Quiero ocuparme de lo más importante… Señor «hacker», no recuerdo su
nombre ni me lo diga, supongo que habrá pasado el fin de semana
trabajando y habrá avanzado en la resolución del problema.
Un joven que no pasaba de los veinticinco años, que llevaba puesto un
traje gris y una corbata verde, dejó a un lado la netbook en la que estaba
concentrado y miró a Green desconcertado.
–Claro –dijo–. Tengo el ochenta y cinco por ciento de la clave descifrada.
–Ochenta y cinco… me gusta ese número. Continúe.
–El problema es el quince que falta. Está escrito en un código distinto.
No sé cuánto tiempo me puede llevar descifrarlo.
–Usted ya conoce cuál es el plazo máximo. Bueno, es todo por hoy.
Michael Green salía del recinto cuando reparó en alguien que ocupaba
un lugar separado del resto, unas cuantas filas de asientos más atrás.
–Ahh, mi amigo Patricio, me había olvidado de ti –dijo–. ¿Alguna
novedad en tu radar?
–Ninguna.
–¿Y esos bobos del SETI en que andan? ¿Supongo que en otra galaxia,
como siempre? –Green esbozó una sonrisa socarrona.
–No se preocupe, están bajo control.
157
–Eso sí que me gusta. Así tendría que estar todo siempre: «bajo control»
–dijo Green y paseó su mirada por el resto de los presentes–. Tendrían que
aprender de mi amigo Patricio: ¡Bajo control! ¿Oyeron eso? Ba-jo-con-trol.
Green silabeó las dos últimas palabras con lentitud y luego lanzó una
sonora carcajada que retumbó por todos los recovecos del complejo
estremeciendo a varios de los que aún no habían salido del recinto.
Viernes 4 de noviembre, 17:20
Al oír el timbre Juan corrió la cortina y miró por la ventana. Un BMW
de los años de la plata dulce estaba estacionado junto al cordón. Sara y
Alberto esperaban junto a la puerta. A la luz del día le impresionó aún más
que la primera vez, el gran parecido que tenía Sara con la chica de sus
sueños. Tendría que reconocer la verdad aunque fuera en contra de sus
principios: No era parecida, Sara era la chica de sus sueños. ¿Debería
contarles esos sueños a los demás? Buena pregunta. No lo sabía.
Juan abrió la puerta. En ese momento, un Fiat Palio desvencijado frenó
detrás del BMW; era Eduardo, que había rescatado al Palio del fondo del
garaje, lugar en donde había quedado arrumbado desde el día en que su
mujer había fallecido.
Juan hizo pasar a todos al comedor justo en el momento en que Laura
salía de la cocina trayendo una bandeja con bebidas.
–Ella es Laura, mi esposa –dijo–.
Laura apoyó la bandeja sobre la mesa y saludo a todos.
–No sé si lo que voy a decir está de más –continuó Juan–. Pero si les
parece bien, ella va a participar de la reunión.
Alberto se acomodó en una silla y miró a Laura.
–Por supuesto que sos más que bienvenida en esta conversación –le dijo.
–Y ustedes son bienvenidos en mi casa –dijo Laura.
–Me alegro que así sea –dijo Alberto–. Bueno, empecemos. En primer
lugar les advierto que lo que voy a relatarles es increíble en alto grado, así
que considérense libres creerme lo que les plazca. Lo que sí les pido es que
me dejen terminar la historia hasta el final, y luego si les parece todo una
porquería, no nos vemos más y terminado el asunto. ¿De acuerdo?
Juan y Eduardo se miraron.
–De acuerdo –dijo Laura adelantándose a ambos.
158
Alberto sonrió y continuó.
–Voy a empezar por el final porque en realidad es el principio –dijo–.
Voy a relatarles el episodio que me hizo descubrir todo esto.
Alberto había traído un portafolio y un gran estuche de casi metro y
medio de largo por un metro de ancho. Había apoyado ambos junto a la
biblioteca que tenía detrás. Sacó unos papeles del portafolio, y los puso
sobre la mesa. Dio vuelta un par de páginas, las volvió a dejar como
estaban al principio, y empezó a hablar:
–Mil novecientos ochenta y dos. En ese entonces yo era piloto de la
fuerza aérea. Estaba asignado en la octava brigada aérea con base en
Moreno, Provincia de Buenos Aires. El día 20 de marzo, y aún hoy no sé de
donde, me contagié una hepatitis. La cuestión fue que cuando el día 2 de
abril estalló el conflicto de Malvinas yo estaba de baja por enfermedad. Dos
tercios de mi escuadrón recibieron órdenes de trasladarse a Rio Grande o a
San Julián, junto con dos tercios de los aviones y el resto del material.
Treinta días más tarde, justo cuando comenzaba la batalla aeronaval, yo ya
estaba recuperado, pero a pesar de que hice la solicitud correspondiente,
me indicaron que me presentara en mi lugar de asignación habitual. Las
plazas para ir al sur estaban completas. Me quedé con la tercera parte que
se quedó de reserva. Eso significaba que era improbable que yo llegara a
participar del conflicto en algún momento.
Les tengo que decir que en esa época yo era literalmente un loco de la
guerra, creía que si piloteaba un avión de combate, lo mejor que me podía
pasar en la vida era que hubiera una guerra… Y resultaba que había una,
pero yo me la estaba perdiendo.
Las semanas siguientes las pasé muy enojado conmigo mismo. Además
me encontraba casi solo; la mayoría de mis compañeros habituales estaban
volando en misiones hacia las Malvinas a diario mientras yo estaba ahí
comiéndome las uñas. Y los que se habían quedado conmigo en la reserva
no me soportaban, lo cual no era para extrañarse demasiado ya que estaba
siempre con un humor de perros…
Alberto se interrumpió un momento, carraspeó y luego continuó:
–El 21 de mayo que fue el día que en Malvinas recrudeció la batalla
aérea en el estrecho de San Carlos. Me pasé todo el día pegado a la radio
escuchando los partes de la batalla. Cuando se hizo de noche los partes se
acabaron, y como ya empezaba a notar que me volvía el mal humor, me fui
a dormir temprano, y como no podía ser de otra manera soñé que estaba
volando mi avión en una misión a las Malvinas. Estaba inmerso en ese
159
sueño cuando a la una de la mañana mi compañero me despertó a
sacudones y me dijo que teníamos una misión. En un increíble minuto
estuve seguro que de verdad me encontraba en el sur. Eso me duró hasta
que salí al exterior y comprobé, para mi gran desilusión, que me esperaba
mi superior idiota de siempre en la base de Moreno. Lo miré a mi
compañero, y lo empecé a putear, sin dejarlo hablar. Pensé que me estaban
haciendo una broma, porque era habitual que se complotaran para
gastarme, y que los otros estarían por ahí escondidos cagándose de risa de
mí. Esto fue hasta que apareció el capitán y nos preguntó que estábamos
esperando, que los aviones ya estaban listos para salir, y yo cómo un
tremendo boludo pregunté: «¿Qué aviones?». Supongo que el capitán no
me escuchó, porque de lo contrario me hubiera relevado en el acto…
22 de mayo de 1982, 1:10 horas
G1VA, Grupo 1 de Vigilancia Aérea, Merlo, Provincia de Buenos Aires
–Pasame un mate.
–Está fría el agua.
–No importa, tengo la garganta seca. Y los ojos ni te cuento de tanto
mirar esto.
–No te quejes que somos muchos los que nos gustaría tener tu laburo.
Además con el cebador de mate nocturno que tenés, tendrías que estar
agradecido.
–Eso es cierto, gracias.
El teniente agarró el mate que le ofrecían. Dio una sola chupada y lo dejó
caer. La yerba se desparramó por el suelo de la sala de control.
–¿Qué hacés? –Dijo el alférez–. ¡Te avisé que estaba frio! Voy a buscar un
trapo para limpiar.
–Olvidate del mate. Mirá esto.
El alférez se levantó y miró la pantalla del radar.
–Sí… ¿qué? –Dijo–. Veo dos aviones. Andan por el Rio de la Plata, cerca
de Samborombón. ¿Estoy aprendiendo no?
–Sí, pero hay un problema. Mirá la lista. No hay ningún vuelo
autorizado a esta hora en ese rumbo. Voy a hacer una llamada de
identificación.
160
–Control aéreo militar a aeronaves volando rumbo Noroeste, posición
treinta y seis grados sur cincuenta y seis oeste, identificarse
inmediatamente.
…
–Control aéreo militar a…
…
–No responden. ¿Sabés por qué no me gusta esto?
–No, ¿por qué?
–Vos mismo lo dijiste. Son dos. Dos aviones volando uno al lado del
otro. ¿Entendés? LLamá al mayor.
–Ya mismo.
…
Un minuto después el mayor a cargo hizo aparición en la sala de control.
–¿Situación, teniente? –Dijo.
–Dos aeronaves no identificadas en el Rio de la Plata volando en
formación, zona Samboronbón, rumbo noroeste. No responden a los
llamados de radio. Me comuniqué con Ezeiza. Tampoco les responden a
ellos.
–¿Altitud?
–Treinta mil pies.
–¿Habló con Montevideo?
–No.
–Ellos están más cerca.
El mayor tomó el teléfono y marcó un número.
–Operador, comuníqueme con la torre de control del Aeropuerto de
Carrasco.
…
–Buenas noches, le habla el mayor Márquez del G1VA, protocolo 16.
…
–¿Podría chequear dos aparatos volando rumbo noreste a ciento veinte
millas al sur de su posición?
…
–Ajá… ¿Tienen ustedes el plan de vuelo de esos aparatos?
…
–¿Está seguro que no son de ustedes?
…
–Gracias Carrasco, buenas noches.
161
El mayor caminó hasta la pantalla del radar, se acercó tanto que el
teniente pensó que tocaría la pantalla con los lentes. Permaneció así,
inmóvil, observando durante unos veinte segundos y luego se dirigió al
alférez.
–Comuníqueme urgente con el comando de operaciones aéreas.
–Sí, señor.
–Los uruguayos pensaban que eran nuestros, esto no tiene buena pinta.
…
El alférez l estableció la llamada y le pasó el teléfono al mayor.
–…estimo que existe la posibilidad de que sean enemigos. Solicito
misión de intercepción… sí señor… comprendido… esperamos
confirmación… guía manual…
El mayor dejó el auricular en su lugar.
–Teniente, la misión de intercepción está autorizada y en marcha. En la
octava brigada aérea están despegando tres cazas Mirage. No es probable,
pero si posible, que resulten ser enemigos, por lo tanto el comodoro
considera que es mejor que sean tres aparatos contra dos. En unos minutos
los aviones estarán en el aire, y entrarán en contacto con nosotros. Nosotros
los conduciremos desde aquí hacia el objetivo. El seudónimo de la misión
es «Buscador». Estemos concentrados. ¿Comprendido teniente?
–Sí, mayor.
…
– Buscador uno a control aéreo. Ya estamos en posición sobre el rio.
Volamos en rumbo sudeste a velocidad máxima hacia el objetivo. Tiempo
estimado de alcance, seis minutos.
–Buscador uno confirme cuando haga contacto visual.
…
–Buscador uno a control, el objetivo nos ha superado por debajo de
nuestro nivel. Iniciamos giro de ciento ochenta grados y descendemos.
…
–Control aéreo militar llamando aeronaves volando rumbo Noroeste,
posición Punta Indio, identificarse inmediatamente.
…
–Buscador uno a control. El número tres ha hecho contacto visual, dice
que son jets monomotor. Presume que son cazas.
–Control aéreo a buscadores. Autorización para abrir fuego nivel uno.
…
162
–Buscador uno a control. Hemos perdido al número tres, no lo veo por
ningún lado. Los objetivos han desaparecido del radar. No sé qué pasó.
–Control a Buscador uno. Nosotros también hemos perdido a los
objetivos. Han desaparecido de la pantalla. Pero tenemos al número tres a
veinte millas al oeste de su posición.
–Intentaremos ir a su encuentro.
–Negativo buscador uno. Regresen a la base.
…
Viernes 4 de Noviembre de 2011, 17:55
–Esto que les acabo de leer, es un extracto del audio de la sala de control
del radar de Merlo, más algunas aclaraciones que fueron agregadas luego
para hacerlo más entendible. Ahora continúo con mi visión de los hechos.
Alberto tomó el vaso que tenía delante y bebió un sorbo de agua.
–A partir del momento en que me anuncian la misión, recuerdo las cosas
como si hubiera estado dentro de una película –dijo–. Como si no fuera yo
el que estuvo ahí y no hubiera sido el protagonista.
Antes de subir al avión, tuvimos una reunión con el comodoro, y nos
anunció que íbamos a ir en misión de reconocimiento de dos aeronaves que
no respondían a los llamados de la torre de control. Nos dijo que existía
una pequeña posibilidad de que fueran aviones ingleses, quizás aviones de
reconocimiento o bombarderos Vulcan provenientes de la isla Ascención,
aunque lo más probable era que sólo se tratara un error de identificación.
De una manera u otra, nos dijo que fuéramos «con el dedo en el gatillo».
Esa fue la expresión que usó.
A mí, la verdad, no hacía falta que me lo diga. Cuando subí al avión me
sentía exultante. No había podido ido a las Malvinas pero parecía que los
atrevidos ingleses venían a nuestro encuentro. Era casi lo que había estado
esperando. Despegamos los tres con un breve intervalo. Yo despegué en
último lugar ya que era el de menor rango. El número uno era un capitán, y
el número dos, un teniente primero. Yo pilotaba el número tres y tenía el
rango de teniente. Una vez sobre el avión nos dieron la posición de los
objetivos en el extremo sudeste del Rio de la Plata, a la altura de Punta
Indio. Volamos desde Moreno hacia el este hasta alcanzar el rio a la altura
de Quilmes. A partir de allí pusimos rumbo sudeste a máxima velocidad.
163
Los aviones que usábamos eran los Mirage III que no habían sido
asignados al teatro de operaciones, y que se habían quedado de reserva.
Estos aparatos volaban en teoría a una velocidad máxima de match dos
punto dos, pero en realidad sólo podían hacer eso volando a gran altura y
sin llevar tanques de combustible suplementarios debajo de las alas.
Nosotros sí llevábamos los tanques y también misiles aire-aire Matra
Magic, por lo que la velocidad con esa configuración no pasaba de mil
trescientos kilómetros por hora. Debo decir que los tres aviones que
llevábamos nosotros eran de los pocos Mirage que tenían radar y que por
eso permitían realizar una misión nocturna. La gran mayoría de los que se
utilizaron en Malvinas, no tenían radar y volaban guiados visualmente o
por el radar de tierra.
En nuestras pantallas veíamos los dos puntos acercarse a gran velocidad
ya que avanzábamos en contra dirección, y empecé a mirar hacia adelante
esperando ver una luz en cualquier momento. Y así fue. Vi pasar dos luces,
pero mucho más abajo y no más arriba como creían el mayor y el capitán.
Desconozco cuál fue la razón por la que el capitán no los vio, supongo que
fue quizás porque estaba muy ocupado mirando los instrumentos o
hablando con la torre. El hecho de que pasaran tan bajo demostraba que no
eran bombarderos Vulcan, ya que estos aviones operan a gran altura. En
teoría tampoco podían ser cazas, ya que para eso la Royal Navy tendría que
haber acercado mucho un portaaviones con toda la operación que ello
implica, algo que era por completo inverosímil. Así que estábamos
desconcertados acerca de a qué cosa nos enfrentábamos.
Le comunico al capitán lo que había visto y también le digo que
comienzo a hacer un giro hacia la izquierda que era mi lado libre, ya que a
la derecha tenía a mi otro compañero, el número dos. Yo soy el primero que
inicia el giro y es por eso que cuando dimos la vuelta quedé un poco
adelante de mis compañeros, con el número uno siguiéndome y el número
dos detrás de todo. No sé a qué distancia venían ellos de mí porque no los
veía y lo único que me preocupaba era mirar hacia adelante para volver a
ubicar los objetivos. En ese momento veo dos pequeñas luces rojas, hacia
adelante y un poco hacia el oeste, y corrijo la trayectoria para ir en esa
dirección. Que conste que todos los movimientos que hacía se los
comunicaba al capitán. Él me decía que me veía y que me seguía. Entonces
me doy cuenta que estoy por dar alcance a los objetivos y empiezo a bajar
la velocidad. Sin previo aviso, los objetivos se separan uno del otro y ambos
aceleran en distintas direcciones. Quedaba claro que nos habían detectado
164
y que se estaban escapando. A todo esto, tanto la torre como el capitán que
pilotaba el número uno, intentaban contactarse con estas aeronaves sin
resultados. Elijo al de la izquierda e intento seguirlo. Me lleva hacia el oeste
hasta salir del rio y nos internamos en tierra firme. Lo voy alcanzando de a
poco hasta que me llego a poner a unos doscientos metros de su cola. Lo
que yo veía parecía ser el típico fulgor rojo de la turbina de un jet
monomotor vista desde atrás. Enciendo el sistema de localización del misil.
Entonces el sistema engancha el objetivo de inmediato, ya que este no hacía
ningún tipo de acción evasiva, sólo volaba en línea recta. Esta es la segunda
causa que demostraba que en el caso de ser enemigos, al menos se
comportaban de una forma muy extraña.
Confirmo por radio que tengo al objetivo enganchado y pido
autorización para disparar. En realidad si hubiera estado seguro de que se
trataba de un avión inglés hubiera disparado sin pensarlo, pero la cosa no
estaba para nada clara. El capitán tarda una eternidad en contestarme, lo
que demuestra que el tipo tenía más dudas que yo. Después me enteré de
que consultó al mayor en la torre de control, y el que mayor tampoco supo
que decirle. Durante el tiempo en que ellos se decidían, continué volando
detrás de mi objetivo sin que este hiciera nada por evadirse. Ya no tenía ni
ganas de dispararle a algo que estaba tan quieto. Al final el capitán me dice
que me autoriza a disparar. Pensé: Que sea lo que Dios quiera y apreté el
botón rojo: «fire», y entonces comenzó lo extraordinario…
En el momento en que salió el misil, el objeto que yo tenía delante pasó
de ser una supuesta estela de una turbina a convertirse en una bola de luz
blanca que empezó a soltar destellos de color naranja. Y cuando el misil
estaba a mitad de camino, una bola de luz más pequeña, de color purpura,
se separó de la más grande y se interpuso en la trayectoria del misil
haciéndolo explotar. Estaba claro que se trataba de un sistema antimisiles,
pero esas bolas de luz, la verdad, yo no había visto nada semejante ni en las
películas. No sabía que pensar, estaba desconcertado. Entonces la bola de
luz blanca con los destellos naranja empieza a acelerar y a alejarse. Yo
también acelero al máximo, pero no logro igualar su velocidad y poco a
poco comienza a ganarme distancia. El objeto era muy luminoso, aunque
no puedo decir que tamaño tenía ya que tampoco podía determinar con
exactitud a qué distancia se encontraba. Lo vi hacer un giro a la izquierda y
descender. Intenté seguirlo pero cada vez estaba más lejos. Cuando creía
que ya lo había perdido, veo una gran explosión en tierra. Pensé que se
habría estrellado. Una extensa zona de tierra se iluminó casi como si fuera
165
de día al punto de que pude ver con claridad que estábamos sobre de una
zona boscosa. Luego de unos pocos segundos el resplandor se fue
apagando hasta que quedó sólo una pequeña zona iluminada. Sobrevolé el
lugar y lo único que vi fue un incendio, pero el resplandor parecía
demasiado blanco para tratarse de fuego normal. Di la vuelta, y volví a
pasar lo más bajo y lo más lento que me atreví.
Al sobrevolar el lugar del impacto por segunda vez, vi un solitario árbol
en medio de un claro del bosque, iluminado cómo si fuera fosforescente.
Despedía un fulgor fantasmagórico que iluminaba todo a su alrededor.
Como no tenía ni idea de donde estaba, volví a tomar altura para intentar
ubicarme geográficamente. Necesitaba ubicar el lugar para poder dar un
parte y que pudieran llegar por tierra. Al elevarme empiezo a ver luces de
casas y calles, pero me resultaba imposible identificar la zona, hasta que un
poco más al sur vi las luces del inconfundible trazado simétrico de la
ciudad de La Plata. Viré de nuevo hacia el noroeste para volver a mi base y
pasé una vez más sobre el extraño árbol iluminado. Esta última vez pasé a
más altura, pero aún seguía allí, encendido…
Quince minutos después aterricé en la base de Moreno. Mis compañeros
habían aterrizado ocho minutos antes, y esa fue la última vez que volé un
Mirage o cualquier otro avión de combate.
–¿Por qué no bebes un poco de agua? –dijo Sara.
Alberto tomó el vaso que le ofrecía Sara, y le dio un largo trago.
–Gracias –dijo–. Me emociono y hablo sin parar… Bueno, sigo. El
problema fue que nadie había visto nada excepto yo, y pensaron que me
inventé toda la historia para justificar que me había perdido. Me hicieron
un expediente por mal desempeño y un informe psicológico nefasto. En el
expediente decía más o menos lo siguiente: Que había disparado un misil a
la nada. Que no había obedecido las órdenes del jefe de la operación y que
había perdido la orientación, abandonando la formación. Todas tonterías.
El informe psicológico sí decía algunas verdades: Que estaba en un
estado de irritación permanente y muy poco propenso a aceptar órdenes.
Sin embargo cuando me fui a mi casa y me desconecté de toda la locura que
significaba vivir en la base, me tranquilicé en poco tiempo. Los primeros
días miraba las noticias de la guerra por la tele, pero como la mayoría de las
cosas que decían eran una sarta de boludeces, dejé de hacerlo enseguida.
Me acuerdo de una oportunidad en que el periodista decía que mientras los
Mirages atacaban desde doce mil metros de altura, los pucarás atacaban los
barcos en rasante. ¿Pucarás atacando barcos? Que idiotez. Me daba una
166
bronca terrible que nunca nombraran a los Douglas A4C Skyhawk sólo
porque fueran aviones norteamericanos, siendo este modelo el avión que
más resultado nos dio en la guerra. Y así eran todas las noticias, puro
cuento.
Un buen día me cansé de tantas pavadas y empecé a salir a andar en
bici. Le tomé el gusto y cada vez me iba más lejos. Esos paseos me
despejaban la cabeza, me permitían dejar de lado la bronca y podía centrar
mis pensamientos en algo más concreto. Un día llegué con la bici hasta el
parque Pereyra y me volvió a la cabeza la imagen del árbol luminoso que
había visto la noche fatídica. Me resistía a creer que el objeto al que le había
disparado el misil fuera lo que habitualmente se le llama OVNI. Me parecía
mucho más sensata la hipótesis de que se tratara de algún avión
norteamericano de última generación con algún sistema de defensa muy
sofisticado, y que se lo hubieran cedido a Inglaterra para hacer alguna
misión de espionaje. Lo que me tenía más intrigado era la explosión de luz
que había visto después, y sobre todo lo del árbol iluminado. Al volver a
casa, busqué un simple mapa de rutas del gran Buenos Aires que tenía
guardado, y a poco de mirarlo no me quedaron dudas de que el lugar
dónde había visto la explosión se encontraba en el parque Pereyra Iraola,
ya que era la única zona de bosque de tamaño considerable que había al
norte de La Plata. Pero cómo ustedes ya saben el parque es enorme, y yo no
tenía mayores precisiones acerca del lugar exacto, salvo que era un claro en
medio de un bosque. Pensando con lógica, y por más color blanco que yo
hubiera visto, lo normal era que hubiese sido un incendio. No se podía
descartar que alguno de los aviones, o lo que sea que yo hubiera estado
persiguiendo, hubiera caído a tierra produciendo un incendio. En ese caso
tenía que encontrar el aparato estrellado, y en lo posible antes que nadie.
Empecé a recorrer el parque buscando en principio un claro en dónde
hubiera rastros de haberse producido un fuego importante. Algo así no
podía ser muy difícil de encontrar, así que me pasé los dos días siguientes
recorriendo en bici el parque Pereyra Iraola. Fueron unos días con un
tiempo horrible en pleno mes de Julio, hacía un frio de perros y por
momentos lloviznaba, pero a mí no me preocupaba porque era mil veces
mejor que estar quieto en casa. Realicé una búsqueda bastante metódica,
pero no encontré ningún rastro de incendio reciente. A la semana siguiente,
por intermedio de un amigo que tenía en el Instituto Cartográfico, me hice
de un mapa de verdad, con mucha ampliación. Así pude comprobar que el
parque abarcaba en realidad un territorio mucho más amplio del que yo
167
creía. Había zonas dedicadas a la agricultura y otras zonas que estaban
cerradas al público. Entonces empecé por la parte más fácil: la zona de
quintas que está hacia el lado de la ruta 2, allí se mezclan los
emprendimientos agrícolas con lugares cerrados para diversos fines, como
el Instituto Argentino de Radio Astronomía. Recorrí la zona y charlé con
los quinteros. Nadie había escuchado ninguna explosión, ni visto nada
fuera de lo normal en la noche del incidente. Tampoco sabían de ningún
incendio significativo que se hubiera producido en los últimos meses.
Por esos días en que me la pasaba de excursión por el parque, y sin que
yo lo buscara, me llamaron para ofrecerme un trabajo de piloto comercial.
Un excelente trabajo, con un importante sueldo en una aerolínea grande.
No tenía muchas alternativas ni dinero, así que acepté la oferta, aunque con
algunas condiciones referentes sobre todo a los días de descanso. Quería
que me quedaran días libres para continuar con mi búsqueda.
En septiembre de 1982 empecé a volar aviones de Austral y los días de
descanso que había pedido los usaba para dormir. Estuve meses sin ir al
parque, pero cuando llegó el verano, ya estaba más acostumbrado a las
largas horas de los aburridos vuelos comerciales, y volví. El 27 de
diciembre regresaba en un vuelo desde Mar del Plata, y vi el Parque
Pereyra desde arriba aunque a mucha altura. Se me ocurrió la idea de que
para poder ubicar el sitio del impacto podría serme útil sobrevolar la zona
intentando repetir algunos de los movimientos de esa noche. Sin tener en
cuenta el periodo de mal humor durante el conflicto de Malvinas, yo
siempre había tenido muchas amistades y volví a recurrir a ellas. Conseguí
que un amigo del aeroclub de Berazategui me llevara a sobrevolar la zona,
esta vez de día. Primero volamos hasta la Plata y dimos la vuelta,
intentando emular el recorrido que yo había hecho con el Mirage. Me costó
mucho calcular las distancias porque ahora viajábamos cinco veces más
lento, pero de todas formas logré ubicar tres lugares que tenían grandes
chances de ser el que yo había visto aquella noche. Los tres eran claros
circulares rodeados de bosque muy denso y estaban muy cerca entre sí, por
lo que podría explorarlos en una sola jornada. Ninguno de los sitios
mostraba señales de haber sufrido un incendio, por lo menos de acuerdo a
lo que se podía apreciar desde el aire, pero había que tener en cuenta que
ya estábamos a mediados de enero de 1983, habían pasado ocho meses
desde el incidente, y con la llegada del verano y el consecuente crecimiento
de la vegetación, las señales del fuego podrían haber quedado ocultas.
168
Tres días después, intenté llegar hasta los claros del bosque a pie, pero
me encontré con un problema: la zona estaba cercada y figuraba
oficialmente bajo tutela de la escuela de policía. En un principio pensé que
podría volver a recurrir a mis contactos, pero para mi sorpresa, un primo
mío que tenía un cierto rango en la policía de la provincia de Buenos Aires,
y que había trabajado años antes en la escuela, me dijo que no dejaban
entrar a nadie en el bosque de la zona sur del predio, ni siquiera a los
propios policías. Pensé que mi primo quería deshacerse de mí, y averigüé
por otro lado, pero me encontré con la misma negativa tajante. Es más, el
segundo contacto me dijo que en realidad el lugar estaba ocupado por un
grupo de tareas especiales que no pertenecía a la fuerza policial, y que ni
ellos mismos sabían quiénes eran.
Empecé a preguntarme por qué tanto misterio, y si ese misterio tendría
algo que ver con lo que yo había visto esa noche de mayo. Di varias vueltas
por los alrededores y comprobé que en efecto la zona estaba bien vigilada,
pero no tanto como para que una persona con instrucción militar pudiera
entrar a echar un vistazo. Observé que los días de lluvia la mayoría de los
guardias desaparecían de sus puestos, y un día de tormenta de fines de
febrero entré por el lado de las vías del tren, más o menos por dónde
salieron ustedes la noche en que los encontramos. Una vez adentro me
costó mucho ubicarme porque en el bosque todo era muy monótono,
además en esa época no había senderos como ahora, incluso los árboles
eran algo más jóvenes y la vegetación más tupida, muy difícil de penetrar.
Después de varias horas de caminar por el barro, encontré uno de los
claros, con la suerte de que resultó ser justo el que yo buscaba. Tenía un
gran árbol en el centro que mi memoria reconoció en el acto: Era mi árbol
luminoso, sólo que ahora estaba apagado, no brillaba, era un árbol normal.
Con la emoción que sentía me descuidé, y salí al descubierto para
inspeccionar el árbol y sus alrededores. En el claro todo estaba prolijo como
si fuera un jardín, más prolijo incluso que como está hoy en día. Intenté
encontrar las huellas del incendio, que tendrían que haber quedado en
forma de marcas en los troncos de los árboles, pero no había nada. Las
ramas más bajas del árbol luminoso no estaban al alcance de mis manos, y
tampoco era posible trepar por él. Entonces me agaché para tratar de
identificar algunas hojas caídas en el suelo con la idea de llevármelas para
averiguar por lo menos de qué clase de árbol se trataba.
Cuando volví a levantarme, descubrí un soldado agazapado entre el
follaje a unos treinta metros apuntándome con su fusil.
169
–Fuerza aérea argentina –le dije con tono solemne–. Estoy en un trabajo
de investigación.
Salió de su escondite acercándose sin dejar de apuntarme. Era muy
joven, tendría poco más de 20 años.
–Muéstreme su identificación –me dijo.
Saqué del bolsillo la credencial de la fuerza aérea y se la mostré. Tomó la
credencial y después de mirarla bajó el fusil.
–No me informaron de que habría alguien por aquí –me dijo en un tono
más relajado.
–Estamos buscando los restos de un aparato que se destruyó en el aire
en esta zona –le dije observando que dudaba.
Me devolvió la credencial.
–Tengo órdenes estrictas de que nadie puede estar cerca del árbol de
cristal –me dijo–. Por favor, retírese.
–No se preocupe, ya terminé con lo mío –contesté.
Agarré la credencial, y salí de ahí sin más preámbulos antes de que
viniera algún otro tarado que no estuviera tan propenso a creerse historias.
Mientras volvía a casa en el auto por la ruta 2, con el limpiaparabrisas
yendo de un lado a otro, me resonaban una y otra vez las palabras
pronunciadas por el soldado: «Nadie puede estar cerca del árbol de cristal».
Con que «el árbol de cristal», pensé. Esa sí que me parecía una
denominación adecuada para mi árbol luminoso. Mi árbol luminoso de
cristal.
Estaba contento, por fin había encontrado algo en concreto. Hasta ese
momento algo dentro de mí temía que mis superiores tuvieran razón y que
lo de la noche del incidente hubiera sido una alucinación, pero ahora lo
había visto y era real. El árbol luminoso era real.
Lo que hice a continuación fue averiguar todo lo que pude sobre el árbol
de cristal, el parque Pereyra Iraola, y la escuela de policía. Quizás todo eso
no les sea de mucho interés porque supongo que ustedes también habrán
averiguado las mismas cosas cuando descubrieron que había algo anormal
en el bosque, pero de todas formas creo que sería interesante que hagamos
una recopilación de todo lo que sabemos.
–Sí, además nosotros tampoco te contamos exactamente qué es lo que
vimos cuando entramos a los túneles –dijo Juan–.
–Es cierto, pero cada cosa a su tiempo, prefiero que todos estemos al
tanto de la historia antigua, para luego poder analizar los hechos del
170
presente. Quiero decir, que pienso que es mejor seguir un orden
cronológico.
–Estoy de acuerdo –dijo Juan–. Seguí, entonces.
–Bien. Yo voy a ir haciendo un resumen y ustedes corríjanme o agreguen
algún dato, si es que saben algo que yo no sepa.
–Ok, adelante –dijo Eduardo.
–En primer lugar vamos a ver qué es lo que sabemos del árbol. Se trata
de la especie Agathis alba, originaria del archipiélago Malayo. Su nombre
vulgar es: Árbol de cristal. Es el único ejemplar existente en Argentina y se
cree que también es el único en Sudamérica. La siguiente cuestión sería
cómo llegó este ejemplar hasta aquí. Bueno, se supone que el dueño de la
estancia original lo trajo en uno de sus viajes. O también lo pudo haber
traído el paisajista que diseño el parque, el belga Charles Vereecke.
Estamos hablando de cerca de 1860, y es por esa época que Domingo
Sarmiento trae las semillas de eucaliptus de Australia. ¿Es posible que en
ese viaje hubieran llegado también las semillas de este árbol? En principio
sí. Creo que a esta altura ya todos sabemos por qué se le llama «árbol de
cristal», pero de todas formas lo dejamos en claro: Porque en cierta época
del año sus hojas toman un color tornasolado que las hace brillar a la luz de
la luna.
¿Entonces está resuelto el misterio? ¿Ese día que yo lo vi brillar desde el
aire, era porque reflejaba la luz de la luna?
Temo decirles que no es así. Me explico: En los años posteriores a 1982
pasé muchas noches de luna llena junto al árbol de cristal, incluso algunas
de ellas fueron en época reciente. Les puedo asegurar que el árbol brilla,
pero el brillo es tenue, de ninguna manera brilla con la intensidad que yo vi
en aquella primera noche, y si bien nunca volví a hacer un sobrevuelo
nocturno, estoy casi seguro de que su brillo es insuficiente para poder ser
visto desde el aire. Entonces me pregunto: ¿Por qué brilló de esa manera
tan intensa en aquella noche de 1982? Bueno, esta es una de las preguntas
que aún está pendiente de resolución…
–Disculpáme que te interrumpa Alberto –dijo Laura–. Como veo que
todavía te queda mucho por contar. ¿Qué te parece si voy preparando algo
para comer? Tengo unas pizzas en el freezer.
–Me encantaría. Hablar tanto me está dando un hambre… pero no
quiero causarte molestias. Además te vas a perder el resto de la historia.
–No es molestia, y no te preocupes, después Juan me cuenta.
–Yo te ayudo –dijo Sara levantándose–.
171
–Propongo algo mejor –dijo Alberto–. ¿Qué les parece si nos tomamos
un descanso, mientras Laura prepara la comida y luego retomamos
mientras cenamos.
–Sí, mejor –dijo Eduardo–. Así nos relajamos un poco.
Laura y Sara se encargaron de las pizzas, mientras Juan servía más
bebidas. La conversación giró hacia otros temas. Juan contó como sentía su
físico mejorado desde que había retomado el ciclismo y Eduardo habló de
su desconocida infancia de boy scout, que los llevó de forma inevitable de
nuevo hacia el lugar de los hechos: El parque Pereyra Iraola. Al momento
de la cena los hijos de Juan, Sofía y Santiago se sumaron a la mesa y el
encuentro se fue transformando en una improvisada fiesta. Al terminar su
cuarta porción de pizza, Alberto miró uno por uno a sus acompañantes.
–¿Sigo? –preguntó.
–Sí, dale –dijo Laura–. Ahora que estamos con el estómago lleno,
estamos ansiosos por seguirte escuchando.
–De acuerdo. El siguiente punto que quiero tocar es la historia del lugar.
Comienza en 1850 cuando toda esa zona era campo pelado, sin nada. En
ese año las tierras fueron compradas por la familia Pereyra que comienza a
utilizarlas para la cría de ganado de raza. Durante la década de 1850, uno
de los hijos del propietario, de nombre Juan, realizó junto a un amigo un
viaje por Europa en donde vio los jardines de Versalles y otros lugares
similares de Francia e Inglaterra. Al volver, decide convertir su estancia en
un bello parque al estilo de los grandes jardines europeos. Contrató a un
paisajista, que comenzó de inmediato con la diagramación del parque y al
poco tiempo se plantaron los primeros árboles. Veinte años después el
parque alcanza su esplendor y es admirado por la alta sociedad de la época.
A finales del siglo diecinueve, a la muerte de Juan Pereyra, la estancia se
divide entre sus seis hijos. Dos de esas estancias, las que toman los nombres
San Juan y Santa Rosa, conforman los terrenos que son expropiados luego
por el presidente Perón en 1949 con la excusa de preservar el parque para
las generaciones futuras. La versión más aceptada hoy en día dice que
Perón se enteró de que la familia Pereyra pensaba vender las estancias pero
fraccionadas, loteándolas para obtener un mayor rédito económico. La
hipótesis no es descabellada teniendo en cuenta la privilegiada ubicación
de las estancias entre las grandes ciudades de Buenos Aires y La Plata.
Perón había visitado el lugar, y habiendo quedado deslumbrado por su
belleza, quería evitar que se destruyera. Para nosotros y en vista de todos
los descubrimientos que hemos hecho en el lugar, más algunos documentos
172
que voy a mostrarles luego, podemos pensar que Perón en realidad quería
preservar algo más interesante incluso que la estancia o el parque en sí
mismo.
–¿A qué documentos te estás refiriendo? –preguntó Laura.
Se trata de dos documentos en particular. El primero es una nota en un
cuaderno perteneciente al presidente argentino en el periodo de 1874 a
1880, Nicolás Avellaneda, y el segundo es un diario del propio dueño de la
estancia: Juan Pereyra.
Para que puedan juzgar con más criterio la validez y la importancia de
estos documentos, voy a empezar por contarles cómo llegaron a mis
manos.
Durante los dos años posteriores a mi primera visita al árbol de cristal,
volví a intentar llegar a él en varias oportunidades, pero la vigilancia era
cuidadosa en extremo y no quise arriesgarme. Sin embargo entré muchas
veces al bosque, y no tardé, al igual que les sucedió a ustedes ahora, en
descubrir los respiraderos. Empecé a ubicarlos uno por uno tal cual lo vi
hacer a nuestro amigo Eduardo hace unas semanas atrás –Alberto le dedicó
a Eduardo una sonrisa que el aludido devolvió sin muchas ganas–.
Entonces pude reconstruir un esquema de lo que, estaba clarísimo, era una
red de túneles. Con el aliciente de que varios de esos túneles se cruzaban
justo debajo del árbol de cristal, lo que indicaba que el árbol era un punto
neurálgico dentro del complejo subterráneo. Otra cuestión más complicada
era cómo entrar ahí abajo. Suponía y con razón, que la entrada o al menos
una de ellas, se encontraba en el antiguo casco de la estancia San Juan, que
creo que todos sabemos que hoy en día es el edificio principal de la escuela
de policía. Pero, ¿cómo entrar de incognito a un lugar lleno de policías, y
rebuscar por los sótanos un pasadizo secreto? La única manera que se me
antojaba posible era teniendo un contacto que me abriera las puertas. Sin
embargo, mis contactos allí ya me habían fallado cuando había intentado
llegar al árbol, y se volvieron a abrir de gambas en esta segunda ocasión.
El 24 de noviembre de 1984, estuve deambulando durante toda la tarde
por el bosque, intentando sacar algo en limpio acerca de ese extraño lugar
que resulta ser la supuesta tosquera, en dónde varios túneles se
interrumpen sin explicación. Al volver al auto me encontré con un hombre
apoyado sobre el capot, esperándome. No me alarmé demasiado, porque
estaba seguro de que no era uno de los militares que vigilaban el predio,
sino una persona que yo ya había visto varias veces merodeando por el
parque y que no tenía aspecto de militar. Me saludó y se presentó como el
173
profesor Rodolfo Constantini. Me dijo que necesitaba hablar conmigo
porque hacía muchos años que estaba haciendo una investigación, pero que
ahora mismo está detenida debido a la imposibilidad de realizar el trabajo
de campo pertinente.
Le pregunté qué tenía que ver yo con eso, y entonces me dijo: «lo que
pasa es que yo soy incapaz de saltar un alambrado o desobedecer a un
policía, en cambio usted sale y entra del lugar en que yo necesito investigar
como si fuera el patio de su casa».
Me interesé de inmediato. Le contesté que lo ayudaría con su
investigación siempre y cuando me informara con detalle acerca de que se
trataba sin ocultarme nada. Resultó que ambos estábamos investigando lo
mismo, aunque habíamos llegado hasta esa cuestión de maneras muy
distintas. Rodolfo resultó siendo la persona que me introdujo en mi
posterior estudio de antropología, y hoy en día es mi socio y una especie de
padre para mí. Sara lo conoció cuando visitó mi casa por primera vez –
Alberto miró a Sara–. Ese primer día en que lo conocí, Rodolfo me
convenció de que le contara yo en primer lugar todo lo que sabía. Y lo hice.
Se quedó mudo de asombró cuando le conté mi experiencia aérea sobre el
parque persiguiendo supuestos aviones ingleses, y recuerdo que hizo un
comentario que en ese momento no entendí. Dijo: «Entonces a veces
vuelven».
–Perdón Alberto –dijo Juan–. ¿A quiénes se refería cuando dijo «a veces
vuelven»?
–Con respecto a eso ya irás sacando tus propias conclusiones a medida
que les revele el contenido de los documentos. La cuestión es que me citó
en su casa para algunos días después, y me contó que él, en calidad de
historiador, había sido llamado en los días posteriores a la expropiación de
1949, a catalogar una gran cantidad de documentos encontrados en un
sótano del casco de la estancia Santa Rosa, la ex propiedad de la familia
Pereyra. Rodolfo, junto con otros compañeros de trabajo, se presentaron en
dicho sótano y comenzaron a ordenar el material. La mayor parte de los
papeles carecían de relevancia, pero de muchos de ellos podía extraerse la
historia de la estancia, y algunos pocos resultaban valiosos porque
hablaban de personalidades históricas de la época. Por ejemplo, por medio
de esos documentos se tomó conocimiento de que tres presidentes
argentinos como Domingo Faustino Sarmiento, Julio Argentino Roca, y el
ya mencionado Avellaneda, habían visitado la estancia en diferentes
oportunidades. La estancia también había sido objeto de numerosas visitas
174
por parte de Prilidiano Pueyrredón, reconocido arquitecto y pintor que
falleció en 1870, a los cuarenta y siete años de edad, luego de haberse hecho
mucha mala sangre al hundirse en el riachuelo la primera versión del
puente diseñado por él, y que luego llevaría su nombre.
Después de un par de semanas el sótano quedó vacío por completo,
mientras que Rodolfo y sus compañeros tenían en sus manos varios baúles
llenos de material como para entretenerse durante un largo periodo de
tiempo. El día en que estaban sacando los baúles al exterior para cargarlos
en un camión que los llevaría a un museo en La Plata, uno de los ayudantes
tropezó con una anilla de metal que sobresalía del suelo. El resultado fue
que el contenido del baúl que llevaba en las manos terminó desparramado
por toda la habitación, pero esta acción azarosa tuvo un efecto inesperado.
Para gran sorpresa, y también algo de susto de los presentes, una de las
paredes empezó a moverse. Al mejor estilo de una película de Indiana
Jones, una parte de la pared giró sobre un eje invisible dejando a la vista un
pasadizo que se internaba en la oscuridad. Rodolfo, sin perder tiempo, se
acercó hasta la entrada del pasadizo y vio que desde ese lugar partía una
escalera hacia abajo. Emocionado ante tamaña oportunidad que se le
presentaba, tomó una de las lámparas de querosén que había en el lugar y
bajó las escaleras, llegando hasta un segundo subsuelo de dimensiones
similares al sótano en el que ellos habían estado trabajando. El lugar estaba
lleno de objetos. La mayoría parecían ser muebles viejos, pero no se tomó la
molestia de examinarlos porque la escalera continuaba más abajo, y ansiaba
ver hasta dónde llegaba. Bajó hasta un tercer nivel en dónde se encontró en
una pequeña sala circular de la que partían tres túneles, en direcciones que
él calculó que serían: Este, Noreste, y Norte.
–Perdón –dijo Juan–. ¿Me estás diciendo que también hay túneles debajo
de la estancia Santa Rosa o sea del parque?
–Así es amigo Juan, aunque es una lástima que ya nunca podamos
recorrer la totalidad de esos túneles originales, porque como habrás visto,
muchos han sido tapiados con hormigón o directamente destruidos
durante la construcción de rutas o vías férreas. Y a todos les digo que
prepárense para seguir asombrándose porque aún me quedan muchas
cosas por contarles, y todavía falta lo mejor. Sigo:
En esa sala de dónde partían los túneles, Rodolfo vio una pequeña
puerta de metal en una de las paredes, a un metro y medio del suelo. Tenía
toda la apariencia de ser una caja fuerte. Sin embargo cuando tanteó el
picaporte, la puerta se abrió sin mayor resistencia, y de nuevo, cómo en las
175
películas, dentro encontró un cofre, que no resultó ser de oro pero sí de
acero. Rodolfo volvió a subir las escaleras llevándose el cofre consigo, y al
llegar arriba lo metió dentro de uno de los baúles que contenían la
documentación. Mientras tanto sus compañeros habían descubierto que la
anilla de metal que había pateado el ayudante, tenía un cierto recorrido
hacia adelante y hacia atrás, que no había sido advertido con anterioridad
porque el polvo acumulado a lo largo del tiempo impedía su
desplazamiento por la guía. Después de sacar la suciedad, volvieron a
mover la anilla a su posición original y el pasadizo se cerró, quedando
oculto a la vista. Sólo se observaba una leve marca en la pared, que una
persona que nunca hubiera visto abrirse la puerta jamás habría relacionado
con la presencia de un pasaje secreto. Luego volvieron a mover la anilla
otra vez, pero para decepción de todos, la pared no volvió a moverse.
Repitieron la operación, moviendo la anilla hacia uno y otro lado repetidas
veces, pero nada ocurrió.
Rodolfo cree que pudieron haber ocurrido dos cosas: O que el
mecanismo se hubiera estropeado, o, y esta es la opción más probable, que
estuviera preparado para funcionar una sola vez, y que luego hubiera que
recargarlo de alguna manera para poder hacerlo funcionar de nuevo. Me
explico: Algunos de estos mecanismos automáticos antiguos estaban
diseñados para que al mover la palanca de accionamiento se abriera una
salida de agua de un recipiente que cumplía función de contrapeso.
Entonces, al alivianarse el contrapeso, en este caso se abriría la puerta
secreta. Pero luego, para volver a utilizar el mecanismo, era necesario
volver a rellenar el recipiente del contrapeso, que también estaba en un
lugar oculto. Cosas así se solían utilizar en los castillos medievales para las
salidas de escape o de emergencia. Se utilizaba una vez, luego la salida se
cerraba de forma automática y no se podía volver a abrir salvo que
conocieras la forma de volver a recargar el mecanismo. De esa forma el
enemigo no podía utilizarla para perseguir al que escapaba porque el
mecanismo no funcionaba por segunda vez.
Supongo que todo esto les parecerá muy exagerado para un casco de
estancia de la provincia de Buenos Aires, pero quizás haya sido una
extravagancia que se le ocurrió a su dueño y el tema del mecanismo puede
ser que no tenga demasiada importancia.
Rodolfo, sin dudar, se llevó el cofre a su casa. Tengan en cuenta que en
esa investigación llevada a cabo por el estado cada uno hacía un poco lo
176
que quería o le convenía, entonces él se sintió en su derecho de mirar
primero las cosas en privado.
Al abrir el cofre se encontró con dos cosas: Una pintura firmada por
Prilidiano Pueyrredón, y el diario personal del mismísimo Juan Pereyra.
Empiezo primero por mostrarles la pintura.
Alberto se puso de pie y tomó el estuche que había dejado apoyado
junto a la biblioteca. Abrió el cierre y sacó el cuadro, colocándolo sobre la
mesa. Todos se pusieron de pie para observar mejor la obra. En la pintura
se podía ver un paisaje de campo con varios bosquecitos de diferentes tipos
de árboles al fondo. Hacia la derecha había una casa de estilo colonial, y en
el centro, en primer plano, estaba retratada una mujer de baja estatura
aunque esbelta, de piel blanca, y cabello de color negro y lacio por
completo. Los ojos habían sido interpretados por el artista con un color
verde poco verosímil por su intensidad.
Después de mirar el cuadro, todos los presentes fueron dándose vuelta
uno a uno para mirar a Sara. Aunque había un par de diferencias notorias,
como los ojos marrones y la diferente estatura, era notable parecido de Sara
con la mujer representada en el cuadro.
Laura miró a Juan y se alarmó.
–Juan –dijo–. ¿Estás bien?
–Sí, sí.
–Te pusiste blanco y te quedaste con la boca abierta.
–Sí, no te preocupes, estoy bien. Es que no logro salir de mi asombro.
Creo que llegó el momento de que les cuente algo.
–Te escuchamos –dijo Alberto.
–Supongo que todos estarán asombrados por el evidente parecido de
Sara con la mujer del cuadro, pero en mi caso el asombro es doble, ya que
yo conozco a otra mujer que no sólo es parecida a la del cuadro, es idéntica
–Juan puso el dedo sobre el vidrio que protegía la pintura–. Mejor dicho, es
esta mujer.
–Me estás poniendo nerviosa –dijo Laura–. Decí ya quién es.
–Es la mujer de los sueños.
–¿Qué sueños? –Dijo Eduardo– ¿De qué carajo estás hablando? ¿Vos
estas peor que yo, eh?
–Escuchen… Hace unos meses que estoy teniendo unos sueños que se
repiten, aunque esta última semana no soñé nada. Fueron varios sueños
distintos, como doce o quince, pero se los puedo resumir de la siguiente
manera: En todos ellos me encuentro en un bosque. Un bosque que es
177
evidentemente el del parque Pereyra, pero que conste que empecé a soñar
con todo esto antes de haber ido al parque por primera vez.
–Yo doy fe de ello –dijo Laura.
Juan miró Laura y continuó.
–En los primeros sueños caminaba y caminaba por los senderos hasta
que me daba cuenta que estaba perdido. En ese momento aparecía una
chica entre los árboles, siempre de espaldas. Yo quería llamarla para
preguntarle cómo salir de ahí, pero la chica corría y yo no la podía alcanzar.
En una segunda serie de sueños, la chica estaba conmigo y yo podía ver su
cara. Tenía unos ojos blancos que iluminaban en la oscuridad, y me llevaba
agarrado de la mano corriendo por los senderos. En la tercera serie de
sueños también corría junto a la chica, pero esta vez llegábamos a un claro
con un pino enorme en el medio. No empiecen a pensar que ese pino es el
árbol de cristal, porque si bien yo no estuve allí, Eduardo me lo describió
con lujo de detalles. El pino de mi sueño no es así, no es tan alto, pero su
tronco es mucho más grueso y está dividido en cuatro grandes ramas. En la
última parte del sueño un rayo cae sobre el pino, este se parte, y sus cuatro
ramas caen hacia cuatro puntos distintos. En la cuarta y última serie de
sueños llego corriendo con la chica hasta un árbol que sí tiene las
características del árbol de cristal. El árbol está todo iluminado de blanco,
tal como lo describió Alberto en la noche en que lo sobrevoló. En el último
momento del sueño aparece una retroexcavadora en el claro, queriéndonos
pasar por encima. Entonces un rayo blanco brota del árbol y destruye la
retroexcavadora… y aunque no entiendo cómo es posible, la chica del
sueño es la que está pintada en este cuadro.
–Ahora me explico porque te quedaste embobado mirando a Sara el otro
día en el auto –dijo Eduardo.
–Sí, pero Sara es sólo parecida, en cambio la chica del cuadro es idéntica
a la que yo soñé, con la única excepción de que en mi sueño sus ojos eran
blancos por completo.
–Me resulta muy interesante lo que decís, Juan –dijo Alberto–. Yo pensé
que después de tantos años investigando este asunto ya no me encontraría
con más sorpresas, pero ahora me llegan incluso por los canales más
sugestivos como los sueños.
–¿La chica es un familiar de los Pereyra? –preguntó Laura.
–No, no lo es –contestó Alberto–. Por lo menos hasta dónde nosotros
sabemos. Toda la familia Pereyra fue retratada por Pueyrredón y por otros
pintores de la época en reiteradas oportunidades, y esta mujer no aparece
178
en ningún otro cuadro de la familia. No tenemos ni idea de quién es. O
bueno, quizás sí. Pero a esa conclusión llegarán ustedes mismos cuando les
lea el diario de Juan Pereyra.
Eduardo señaló el cuadro y luego sonrió mirando a Juan.
–Para mí que esta mina era una amante de Pereyra –dijo–. Se la hizo
pintar a su amigo y luego el viejo guardó la pintura en su cofre secreto.
Ahora cómo llegaste vos a soñar con ella, eso sí que es un misterio.
–Antes de meternos en el tema de los sueños y en consideraciones
metafísicas, prefiero terminar de mostrarles el material –dijo Alberto–.
–Es evidente que Sara es una familiar de esta mina –dijo Eduardo–. Y
seguramente eso es lo que nos vas a decir en ese diario que estás
anunciando.
–Les juro que hasta dónde yo sé, no tengo nada que ver con ella –dijo
Sara–. Además en mi familia no eran muy aficionados al árbol genealógico
y no tengo ningún dato sobre mis ascendientes.
Eduardo miró a Alberto.
–Bueno, entonces dejá de dar vueltas y leenos el diario de una vez –
dijo–. A ver si así nos enteramos de algo más.
–De acuerdo –dijo Alberto–. Sólo me falta contarles una cosa más.
Rodolfo leyó el diario de Pereyra inmediatamente después de haberlo
encontrado. Interpretó que su contenido era pura literatura y lo volvió
guardar en el cofre junto con la pintura de Pueyrredón. Luego los años
fueron pasando y el cofre fue quedando tapado con otros objetos que se
acumulaban en el fondo del estudio. Rodolfo no se acordó más del cofre ni
de su contenido hasta los primeros meses de 1984, cuando le encargaron
una investigación histórica y con ese fin estuvo trabajando en la biblioteca
del Congreso de la Nación. Ahí se encontró un documento de contenido
impreciso que le hizo recordar al diario de Juan Pereyra. El documento era
una nota de un cuaderno personal que perteneció al presidente Nicolás
Avellaneda. Ese día, cuando volvió a su casa, Rodolfo revolvió medio
estudio hasta que encontró el cofre. Desempolvó el diario de Pereyra y lo
releyó 35 años después. Enseguida se dio cuenta de que en el apuro de su
juventud lo había leído demasiado a la ligera, y que había algunos datos
que le planteaban serias dudas que merecían una comprobación «in situ».
Alberto sacó de su portafolio un sobre marrón, y de allí dentro una hoja
de papel.
–Esta es una copia que Rodolfo sacó del original que continúa estando
en la biblioteca del Congreso, o sea que cualquiera puede ir a corroborarlo
179
–dijo–. Se trata de una nota que parece no tener mucho sentido en sí misma.
Supongo que por esta razón nunca nadie le dio demasiada importancia. Se
las leo:
«Apenas puedo tener la pluma, vencido por un sol de fuego de diez horas
pasadas en el campo, y por las grandes emociones de esta jornada.
Hoy he asistido a la estancia de la familia Pereyra, con el propósito de
embeberme en los nuevos progresos de la cría de ganado, recurso este, que ahora
unido a la magnífica invención del frigorífico, será de primordial importancia para
la necesaria expansión de nuestras exportaciones.
Una vez recorrida la completa extensión de la cabaña, siempre con la compañía
servicial del anfitrión de la casa, fui invitado de manera informal y confidencial, a
contemplar en persona unas nuevas instalaciones en los sótanos de la hacienda.
He de decir que los progresos técnicos conseguidos en dicho lugar, resultan ser
asombrosos al punto de ser cruciales para el progreso de nuestra nación y por qué
no, también de la humanidad.
Como presidente de la República accedí, y por expreso pedido del doctor
Pereyra, a comprometerme con todos los medios al alcance del estado, para proteger
esta obra en beneficio de las generaciones futuras.
A tal efecto, he solicitado al ministro G…, la redacción del texto de un proyecto
de ley a fin de asegurar los recursos necesarios para la gestión de la mencionada
protección.
Nicolás Avellaneda, 19 de Octubre de 1877.»
Eduardo se revolvió en su silla con fastidio.
–Me imagino que el proyecto de ley ese que se menciona allí nunca
existió –dijo–.
–Así es, Avellaneda nunca envió al congreso un proyecto que tuviera
algo que ver con esta nota.
–Bueno, vas a leer el diario o tenés alguna vuelta más que dar –dijo
Eduardo.
–Ya voy. Lo último que les comento es que el ministro «G» de la nota de
Avellaneda no puede ser otro que Juan María Gutiérrez, ministro de
justicia durante su presidencia, ya que es el único ministro de su gabinete
cuyo apellido comenzaba con esa letra. Lo curioso de este dato es que la
localidad aledaña al parque Pereyra hoy en día se llama, José María
Gutiérrez, en homenaje a un personaje del que no sabemos qué mérito hizo
en la zona para que le pongan su nombre a un pueblo. ¿O sí lo sabemos?
180
Alberto metió la mano en su portafolio por segunda vez. Sacó una caja
de cartón que puso sobre la mesa. La abrió con mucho cuidado y de ahí
sacó una pila de hojas de papel amarillento encuadernadas al con hilo y
aguja.
–Señoras y señores –dijo y pasó la primera página–. Ahí vamos…
181
7. El diario de Juan Pereyra
No lo soñé, ibas corriendo a la deriva
No lo soñé, los ojos ciegos bien abiertos
No lo soñé, se enderezó y brindó a tu suerte
No lo soñé y se ofreció mejor que nunca
No mires por favor y no prendas la luz
La imagen te desfiguró…
Patricio Rey, 1985
Creía que podía guardarme todo en un cajón oculto de mi mente, pero
los años pasan y no dejo de darle una y mil vueltas a todo lo que pasó. Por
eso estoy aquí, escribiendo, intentando poner en un papel mis recuerdos
como una forma de aquietarlos, de cristalizarlos, y que ya no tengan esa
capacidad engañosa de mutar con el tiempo, cosa que tiende a suceder
mientras permanecen en nuestra memoria.
Recuerdo todos los detalles con gran precisión, pero sobre todo tengo
grabadas todas y cada una de las palabras. Creo que sería capaz de
reproducir los diálogos casi tal cual fueron dichos, porque aún los oigo
cuando cierro los ojos.
No pretendo que nadie lea este relato, por lo menos en los tiempos que
corren. Cuando termine de escribirlo lo guardaré y allí permanecerá, al
menos hasta que mis hijos sean mayores y ellos mismos puedan interpretar
el valor que representa.
Una pequeña aclaración antes de comenzar: En el momento de los
hechos la República Argentina acababa de adoptar el sistema métrico
decimal, y aunque para el uso cotidiano aún no se utilizaba, yo lo voy a
utilizar para todas las referencias de medidas que daré en este relato, de
esta forma será más práctico para que mis posibles lectores en el futuro
puedan hacer las respectivas comparaciones.
Mi nombre es Juan Pereyra, estoy casado y tengo dos hijos. Mi esposa:
Laura. Mis hijos: Joaquín, de siete años, y María Inés, de cuatro. Ellos han
visto todo, pero eran muy pequeños para apreciarlo en su justa dimensión.
182
Soy el propietario de ocho estancias repartidas en distintos puntos de la
pampa, y vivimos en una de ellas, la que se encuentra a la vera del Camino
Real a medio camino entre Buenos Aires y el pago de la Magdalena. En mis
viajes por Europa siempre he admirado lugares en dónde el hombre ha
transformado el paisaje hasta convertirlo en una auténtica obra de arte,
como en los famosos jardines de Versalles, donde la clave de la obra
consiste en la combinación y distribución de las distintas especies arbóreas.
En el viejo mundo aprendí que plantar grupos boscosos entre parcelas
productivas trae grandes ventajas en cuanto al enriquecimiento de los
suelos y a la creación de microclimas favorables para la agricultura y la
ganadería.
A partir de 1862 empezamos a realizar una gran transformación en la
estancia. Nuestro plan era convertirla en un gran parque al estilo de los
grandes jardines europeos. Trajimos especies de las más diversas partes del
mundo: Álamos y cipreses de Norteamérica, cedros del Líbano, los
primeros eucaliptos de Australia, que luego resultarían ser de los árboles
que mejor se adaptaron a la geografía de nuestra pampa húmeda, y
muchas otras. Bajo la dirección de un amigo especialista en estos temas,
mezclamos estas especies foráneas con árboles autóctonos, como las
coníferas del Neuquén. Como resultado obtuvimos una combinación
paisajística sin igual en ninguna parte del mundo.
Nuestra estancia San Juan está atravesada por un arroyo que la cruza de
suroeste a nordeste, y que va a desembocar al Rio de la Plata. Desde el
comienzo de la obra, siempre estuvo en nuestros planes la idea de construir
un lago artificial. A pesar de ser una obra compleja, costosa, y que muchos
pensarían superflua, no cejamos en nuestros esfuerzos hasta verla hecha
realidad. Fue necesario cavar un largo y profundo canal de desvío del
arroyo para llenar el lago, y luego construir un gigantesco terraplén para
contenerlo en la parte inferior. Para controlar el nivel del lago construimos
una represa principal en el centro del terraplén, y un dique regulador en la
entrada del canal. También existe un limitador de nivel adicional que
devuelve, en caso de ser necesario, el exceso de agua hacia el arroyo por un
canal secundario. La forma del espejo de agua es irregular, incluso hay dos
pequeñas islas en el sector norte, pero podríamos decir que mide unos
doscientos cincuenta metros de largo por ochenta de ancho.
La causa de haber invertido tanto esfuerzo en dicha obra, es que nos
proporciona un triple beneficio. En primer lugar se constituye en un
imponente reservorio de agua de cara a asegurar el suministro al ganado en
183
épocas de sequía; en segundo lugar, contribuye a la creación del
mencionado microclima, balanceando con su masa líquida la amplitud
térmica y las variaciones de humedad de la llanura esteparia; y por último,
su imagen es el centro del conjunto estético natural y humano que aún
estamos extrayendo de nuestras mentes para plasmarlo en la realidad.
Voy a escribir la fecha clave: 16 de octubre de 1877. Los recuerdos
vuelven, y vuelvo a sentir la emoción de aquellas noches asombrosas en
dónde la realidad parecía torcerse más allá de la imaginación más frondosa.
La primavera estaba explotando en medio de verdes hojas y flores a
borbotones. En ese entonces, los árboles más antiguos sólo contaban con
quince años de edad, aún se encontraban en fase de crecimiento, y con
excepción de los eucaliptus y algunas coníferas, no superaban los cinco o
seis metros de altura. Había muchas ramas bajas, y por todas partes se
caminaba en medio del verde.
Ese día, la última tarea que realicé antes de ir a casa, fue verificar el nivel
de llenado del lago. Era un momento importante porque estábamos cerca
de llegar al cien por cien de su capacidad por primera vez. Al agacharme
junto al indicador de nivel, vi que el agua llegaba a la marca de un metro y
sesenta y cinco centímetros, a sólo quince centímetros de la línea roja que
marcaba el límite a partir del cual el agua debería empezar a salir por el
canal secundario. Regresé a casa satisfecho de ver progresar nuestra obra y
agotado después de una intensa jornada de trabajo de sol a sol. Nací peón y
ahora son patrón, y por eso sé bien que para que los peones trabajen con
ganas, además de darles lo que les corresponda, es necesario predicar con
el ejemplo y trabajar junto a ellos codo a codo. Esa noche, tal como era
costumbre en nuestra casa, nos acostamos temprano. En esa época solía
tener un sueño profundo, virtud que luego de lo acontecido, perdí.
Cerca de la una antes de meridiano, mi sueño se vio interrumpido por el
persistente y desaforado ladrido de todos los perros del mundo. En
realidad me refiero a los cuatro perros que había en la estancia, que en esa
oportunidad ladraban como toda una jauría. Me levanté de la cama y
encendí un farol. Laura me preguntó entre sueños que era lo que estaba
ocurriendo, y le respondí que estaba en camino de averiguarlo, que
descansara tranquila. Al salir al patio me encontré con Mario, el capataz,
que estaba intentando callar a los perros. Después de un rato de infructuosa
tarea decidió salir con ellos a comprobar si de verdad había algo de que
alarmarse. Salió acompañado por uno de los dos peones que habitualmente
184
vigilaban por las noches, dejando que los perros los guiaran. El otro peón
de vigilancia se quedó en la casa con nosotros por si se presentaba alguna
eventualidad. Me senté en una silla en el patio, mientras el peón cebaba
mate. Podíamos oír a los perros ladrando cada vez más lejos, hasta que por
fin se hizo el silencio. Como a la media hora, y cuando ya estaba a punto de
irme a la cama de nuevo, Mario regresó. Me contó que los perros lo habían
hecho dar varias sin demasiado sentido, primero hacia el arroyo y luego
hacia las vías del tren. Habían estado olfateando como locos pero no habían
encontrado nada. Después de un rato habían empezado a calmarse, y los
había hecho volver.
A poco de regresar y sin motivo aparente, los dichosos canes empezaron
otra vez con el concierto. En ese instante vimos un relámpago sobre
nuestras cabezas, y unos segundos después llegó el inevitable trueno que
terminó con un extraño sonido difícil de definir. Me explico: fue como si el
ruido del trueno se hubiera mezclado con otro sonido, como si algo muy
grande se arrastrara por el suelo. Parecía que la tormenta estaba casi
encima de nosotros, aunque antes del anochecer no habíamos visto señales
de ella. Volví a mirar hacia el cielo y lo que vi me desconcertó: Había
estrellas. Me separé unos metros de la casa para tener mayor perspectiva y
lo vi aún más claro: La vía láctea al completo. Mario señaló que varias veces
había visto relámpagos sin nubes. Ese comentario me hizo pensar en esas
noches en que la botella se hacía su mejor amiga. La cuestión es que no
había ni nubes, ni lluvia, ni viento, ni tormenta, ni tampoco hubo otros
relámpagos más que el primero. Entonces se me ocurrió la idea de que
podría haber sido un fenómeno celeste, un cometa o un meteorito. La luz
podría haberse dado al pasar el objeto sobre nosotros, y ese ruido extraño
como de algo muy grande arrastrándose, podría haber sido el ruido del
meteoro al estrellarse, aunque en el silencio de la noche pequeños ruidos a
veces parecen mayores de lo que en realidad son.
Los canes estaban más alterados que antes, golpeaban con sus patas el
portón queriendo salir. Mario intentaba calmarlos sin ningún resultado.
–Patrón –me dijo–. Le parece si los dejo salir otra vez, así como están no
nos van a dejar dormir en toda la noche.
–Sí, vayan de nuevo –le contesté–. A ver si se tranquilizan de una vez.
Luego lo pensé mejor.
–Esperen –dije–. Tráiganme mi caballo. Voy con ustedes.
No había luna, la oscuridad era completa. Esta vez los perros encararon
con decisión por el camino que conduce al lago. Mario cabalgaba al frente
185
siguiendo los ladridos de los canes, mientras el otro peón y yo
intentábamos seguirlos empuñando un farol cada uno. En pocos minutos
llegamos a la orilla del lago y nos encontramos con algo inusual. Toda la
zona estaba mojada y encharcada como si hubiera llovido. Habría sido una
nube aislada que habría descargado un chaparrón. Ahora sí tenía más
lógica lo del relámpago y el trueno. Al llegar a la zona mojada los perros
perdieron el rumbo, uno fue la izquierda y el otro a la derecha. La
humedad del suelo los desorientaba. Seguimos al perro más viejo y
empezamos a bordear el lago por la orilla derecha, recorriendo el camino
que continua hacia la estación del tren. Cuando habíamos andado unos
pocos metros, una luz muy fuerte se encendió justo arriba del lago y nos
encegueció por completo. El peón que venía a mi lado gritó y su farol cayó
al suelo, mientras el perro retrocedía asustado chocando contra las patas
del caballo de Mario y luego huyendo despavorido. Unos segundos
después la luz fue disminuyendo de intensidad de forma gradual hasta
apagarse por completo. Mi farol aún continuaba encendido pero no podía
ver nada en absoluto debido el deslumbramiento que me había causado esa
luz. Cuando mi vista volvió a acostumbrarse a la oscuridad, logré ver a
Mario que se esforzaba el tranquilizar a su caballo.
–Eso no fue un relámpago, patrón –me dijo.
–Ya lo sé –contesté.
–¿Y qué ha sido?
–No tengo ni la menor idea.
Cuando nuestras pupilas volvieron a dilatarse lo suficiente como para
distinguir las siluetas de los árboles, intenté ver si había algo en la dirección
de dónde había venido la luz. Tenía que haber sido en la orilla de en frente,
aunque me había dado la impresión de estar más cerca, justo en medio del
lago, aunque era difícil precisarlo.
El peón volvió a gritar, esta vez más aterrorizado.
–¿Qué pasa hombre? –le pregunté–. ¿Por qué grita como una niña?
–¡Aaaallá, allá! –gritó con la voz ululando–.
Miré hacia donde me señalaba, y pude distinguir dos pequeñas lucecitas
blancas que se movían en zigzag en el medio del bosque. Parecían dos
pequeños farolitos.
–¡Es la luz mala! –Gritó el peón ya fuera de sí–. ¡Al escape!
–No hombre… –empecé a decir, pero el caballo había percibido la
agitación de su jinete y comenzó a retroceder–. ¡Quédese aquí que no pasa
186
nada! –Insistí, pero ya se oía el golpeteo de los cascos alejándose en
dirección a la casa.
Al volver a prestar atención a las pequeñas lucecitas vi que ahora eran
cuatro. Le di el farol a Mario y desenfundé la carabina.
–¡Ilumine el camino! –le dije.
Encaré con decisión hacia el lugar en dónde se veían las lucecitas. Nos
metimos a través del bosque por un lugar en dónde no había senderos,
pero las luces parecían retroceder a medida que avanzábamos, hasta que en
un momento dado las perdimos de vista.
–Hagamos silencio a ver si oímos algo –dije–. Tiene que haber alguien.
Pero fue inútil el silencio era total.
–Patrón –me dijo Mario–, que le parece si regresamos a la casa, no tiene
mucho sentido que estemos deambulando a ciegas por el bosque. En todo
caso mañana hacemos una buena recorrida a la luz del día.
– Sí Mario, tiene razón –contesté–. Regresemos.
Volvimos sobre nuestros pasos hasta la orilla del lago. Miramos en
ambas direcciones, y entonces, hacia la derecha, volvimos a ver los cuatro
puntos luminosos. Esta vez estaban mucho más cerca que antes, a menos
de veinte metros de distancia. Nos quedamos inmóviles y las luces
empezaron a acercarse con lentitud. Parecían cuatro pequeñas esferas de
apenas un par de centímetros de diámetro suspendidas en el aire, a metro y
medio de altura. Emitían un nítido y fino haz de luz que apuntaba directo
hacia nosotros. Mi caballo relinchó y sujeté fuerte las riendas para que no
retrocediera. A mi lado vi que Mario dudaba.
–No retroceda –le dije–. Aguante. Parece que por fin vamos a enterarnos
de que se trata esta patraña.
Levanté la carabina y apunté justo al centro de las cuatro luces. Cuando
las esferas estuvieron a unos cuatro metros de distancia, disminuyeron su
intensidad rápidamente hasta apagarse por completo. Al principio nos
encontrábamos de nuevo tan enceguecidos que nos daba la sensación de
que nuestro farol no iluminaba nada, pero a medida que fueron pasando
los segundos empezamos a distinguir dos figuras paradas delante de
nosotros. Cuando no tuve dudas de que se trataba de dos personas,
lamenté mucho que no dispusiéramos de la segunda carabina que llevaba
el peón que había escapado.
–¿Quiénes son ustedes y que hacen aquí? –Pregunté dándole a mi voz la
mayor autoridad posible.
187
Hubiera esperado cualquier cosa menos que la respuesta me llegara en
la voz de una mujer.
–Hemos tenido un accidente –dijo con evidente acento extranjero–. No
pudimos evitar entrar aquí. ¿Es usted el propietario de estas tierras?
–Así es, soy Juan Pereyra el dueño de esta estancia, y aún continúo
esperando a saber vuestros nombres.
–Necesitamos solicitarle permiso permanecer en sus tierras hasta que
podamos reparar nuestro medio de transporte.
–Eso no sería un problema –dije–. Es más, me ofrezco a ayudarles en
vuestra tarea.
–Se lo agradeceríamos.
–¿Dónde están vuestro coche? –pregunté.
Vi como la mujer miraba al hombre que estaba a su lado, entonces
aproveché y me acerqué más a ellos para poder verles las caras. En un
primer momento parecieron asustarse ante mi aproximación, e incluso
estuvieron a punto de dar un paso hacia atrás, pero al final se quedaron
dónde estaban, mirándome. Eran mucho más bajos de estatura de lo que
me había parecido en un principio. La mujer mediría un metro cuarenta, y
el hombre, si bien era un poco más alto, apenas pasaba el metro y medio. A
juzgar por sus rasgos parecían orientales, aunque los ojos eran demasiado
grandes. Enseguida noté que ambos llevaban puesto la misma ropa gris con
una línea verde a la altura del pecho. Lo más extraño de todo era que la
mujer llevaba el pelo corto, casi igual a como lo tenía el hombre. Había algo
fuera de lo normal en ellos que en ese momento no podía definir con
precisión, y si no fuera porque eran tan pequeños de tamaño incluso me
hubieran inspirado temor. Como no tenían ningún arma a la vista, bajé la
carabina y desmonté.
Permanecimos un tiempo frente a frente, estudiándonos mutuamente,
hasta que la mujer reaccionó.
–Nuestro transporte cayó al lago –dijo.
–¿Al lago? –Pregunté alarmado– ¿Y los caballos? ¿Qué ha pasado con
ellos?
–Pensamos resolver el problema mañana, poco se puede hacer en la
oscuridad.
–En eso estamos de acuerdo. Entonces mañana por la mañana estaremos
aquí y los ayudaremos.
–De acuerdo, señor. Necesitaremos su ayuda.
–Entiendo que no tienen dónde pasar la noche.
188
–No se preocupe, eso lo tenemos resuelto.
–En ese caso, que pasen buenas noches –dije.
Aproveché para retroceder sin darles la espalda. Ellos se quedaron
mirándome unos segundos, luego se dieron la vuelta y desaparecieron.
–Vamos –le dije a Mario.
Emprendimos el regreso a la casa. Mientras caminábamos, Mario no
dejaba de darse vuelta para mirar hacia atrás.
–Patrón, me parece que estaban mintiendo –dijo–. ¿Vio cómo se miraron
el uno al otro cuando les preguntó por el coche?
–Sí, seguro que mienten; primero los perros, comportándose como locos,
luego las luces y al final aparecen estos individuos tan extraños. Seguro que
hay algo raro.
–Ya los veremos mejor mañana.
–Sí, aunque preferiría que mañana ya no estén y que tengamos un día
normal, tenemos mucho trabajo por hacer.
Divisamos la luz de varios faroles que venían a nuestro encuentro desde
la casa. Eran los peones que habían organizado una partida para ir a
buscarnos. Volvimos juntos a la casa y mandé a todo el mundo a dormir. Al
entrar a mi habitación me encontré con la mirada curiosa de mi esposa que
me esperaba despierta. Me preguntó que había pasado y le conté todo con
lujo de detalles. Ella me escuchó con atención y luego volvimos a
dormirnos, aunque confieso que yo a partir de ese momento dormí con un
ojo medio abierto. Para colmo los perros se ponían a aullar cada cierto
tiempo, señal evidente de que algo los inquietaba.
A eso de las siete menos cuarto, cuando por fin amaneció, salté
impaciente de la cama y salí al patio. Me encontré en medio de una niebla
cerrada que no permitía ver más allá de cuatro o cinco metros. En el centro
del patio, junto al aljibe, distinguí a Mario en reunión con los peones.
–Buenos días patrón –me dijo.
–Buenos días señores –contesté–. ¿Tenemos novedades?
–No, ninguna.
–Entonces no perdamos el tiempo y vayamos a ver si esos dos
individuos de anoche siguen allí.
El camino que va hacia el lago describe una suave y continua curva
hacia la derecha en sus seiscientos metros de recorrido. Al superar el último
grupo de árboles nos plantamos en la orilla del espejo de agua, dónde la
niebla lo envolvía todo y la visibilidad era mínima. Continuamos andando
hasta llegar al sitio del encuentro de la noche anterior. En el momento en
189
que los primeros rayos del sol comenzaron a iluminar la parte más alta de
las copas de los árboles, empezó a vislumbrarse la silueta de algo
sumamente extraño. En el centro del lago había un objeto de grandes
dimensiones que emergía del agua en medio de jirones de bruma. Parecía
algo fuera de la realidad. Era como un huevo gigantesco, de un color gris
muy claro, yaciendo de lado, y medio sumergido en el agua. A medida que
la bruma fue disipándose, la forma del objeto se fue distinguiendo con
mayor claridad, mientras mi preocupación iba en aumento.
Sin que sepamos de dónde salieron, aparecieron junto a la orilla del lago
las dos personas que habíamos visto la noche anterior. Nos saludaron
haciendo un gesto con la mano, pero creo que nadie les respondió,
estábamos todos petrificados. Decidí que tenía que tomar el control de la
situación, y me dirigí hacia ellos. Al verlos a plena luz del día me maravillé
de un detalle que me había sido imposible de distinguir durante la noche.
Los ojos de ambos eran de un color verde esmeralda muy intenso, y eran
tan grandes que rozaban los límites de lo anormal. Los rostros tenían unos
rasgos muy estilizados, tanto que daban la impresión de estar dibujados,
como si fueran muñecos de cera. Yo había viajado mucho por el mundo,
observando gentes de todas las razas, pero jamás había visto algo así antes.
La mujer me miraba.
–Sabemos que lo que está viendo le resulta fuera de lo normal –dijo–,
pero le pedimos que mantenga la calma y nos escuche.
–Por supuesto, los escucho –contesté–. Quiero saber qué es eso que está
en nuestro lago.
–Es nuestro medio de transporte, hemos tenido un desperfecto y
tuvimos que colocarlo en el agua. Necesitaremos de su ayuda para poder
repararlo.
–La verdad es que no sé qué demonios será lo que estoy viendo, y
menos aún sé cómo podría ayudarlos.
–Demos una vuelta alrededor –propuso ella–. Le explicaremos en
detalle.
Comenzamos a caminar. A medida que avanzábamos pude ver mejor la
forma del objeto y sus dimensiones. Era enorme, como de unos sesenta o
setenta metros de diámetro, y su forma no era la de un huevo, era más bien
como un plato sopero vuelto al revés, sólo que en la parte central le
sobresalía algo en forma de torre, también de forma circular y de unos diez
metros de diámetro. Mientras caminábamos mis pies fueron aumentando
de velocidad sin que yo fuera consciente del todo de ello, movidos sin duda
190
por la curiosidad. Los extraños me seguían, y más atrás venían Mario y los
peones. Se podía apreciar que el objeto estaba algo inclinado. En el punto
donde habíamos comenzado la caminata, el borde del gran plato estaba
sumergido, mientras que en el extremo opuesto el borde sobresalía del
agua, dejando al descubierto la parte inferior que parecía ser similar a la
parte superior. Es decir, la parte inferior también era como un gran plato
sopero pero en posición normal. Ambos platos se tocaban por los bordes o
casi; había una pequeña ranura de unos veinte centímetros de espesor que
los separaba, a la cual no se le veía el fondo, dando la sensación de que los
dos platos estaban separados entre sí por esos escasos centímetros aunque
resultaba obvio que estaban unidos de forma sólida. Cuando habíamos
recorrido cerca de la mitad de la circunferencia del lago, llegamos a una
zona en dónde el borde del objeto estaba muy cerca de la orilla, allí nos
encontramos con una pasarela que descendía desde la torre circular en lo
alto del plato hasta el punto dónde nos encontrábamos. Era evidente que
por allí habían descendido nuestros visitantes.
Miré hacia la tremenda forma delante de mí y me dio un escalofrío.
Empecé a temblar y a sentirme mal. Yo, que solía tener siempre todo bajo
control, sentía que esto podía salírseme de las manos, que podría ser
peligroso, e incluso quizás matarnos a todos. No entendía como hacía un
momento sentía tanta curiosidad por ver los detalles. Ahora lo único que
deseaba es que esa cosa maldita desapareciera de mi lago, que los extraños
de ojos verdes se lo llevaran a donde quisieran, pero que lo sacaran de allí
ya mismo. ¿O sería todo esto una alucinación? ¿Me estaría volviendo loco?
Empecé a sentir los latidos de mi corazón retumbándome en los oídos. Una
punzada de dolor me aguijoneó la sien y perdí el equilibrio. Unos brazos
me atajaron y me ayudaron a sentarme en el suelo. Luego me recosté y
cerré los ojos intentando tranquilizarme. ¿Iba a dejarme caer? ¿Iba a
abandonar a Laura, a Joaquín y a Mariné en ese momento crucial? No, por
supuesto que no. Durante toda mi vida siempre había enfrentado las
situaciones más problemáticas con decisión, utilizando la lógica, y aquí
había que hacer lo mismo. Tenía que utilizar el razonamiento y enfrentar la
situación por más descabellada, extraña, y difícil que fuera. El objeto del
lago parecía irreal. Entonces tanteé el pasto mojado con las manos. Sentí su
fresca textura. El pasto era real. Su humedad era real. Abrí los ojos y miré:
El gigantesco objeto estaba allí, entonces también era real. Me incorporé con
lentitud respirando con profundidad el aire húmedo de la mañana y
observé a mis visitantes que a su vez me miraban con preocupación. La
191
mujer me tendió la mano invitándome a ponerme de pie. Al tomarla sentí
que un aluvión de energía me invadía el cuerpo, mientras que el dolor de
cabeza y el mareo desaparecían al instante.
–Para empezar, me gustaría saber sus nombres –dije–.
La mujer miró al hombre y este se encogió de hombros.
–Nuestros nombres serían casi imposibles de pronunciar para ustedes,
pero puede llamarnos José y María –dijo.
–De acuerdo. José y María. En primer lugar, ¿Qué es esto que tengo
frente a mí?
María levantó su mano hacia el objeto.
–Esto es una nave para viajar entre los planetas y las estrellas –dijo.
Medité un momento la magnitud de la respuesta y sopesé la posibilidad
de que estuvieran intentando engañarme, pero en la mirada de María no vi
ni una pizca de inseguridad, y entonces decidí seguirles la corriente, al
menos por el momento.
–¿Y cómo vino a parar vuestra nave en nuestro lago? –Pregunté.
–Tuvimos un desperfecto grave que luego le explicaremos con exactitud,
entonces la nave perdió su capacidad de navegar por el aire, y nos vimos
obligados a descender. Lo hicimos en el lago para que la nave se dañara lo
menos posible, pero aún así se ha dañado. Tiene agua en su interior. Lo que
más nos preocupa ahora mismo es sacar la nave del agua lo más pronto
posible para poder repararla. En esto necesitamos su ayuda, Juan.
Necesitamos llevar la nave a un lugar oculto en el bosque a donde no vaya
nadie, y necesitamos que usted y sus hombres custodien el lugar para que
la gente de fuera no vea la nave mientras la reparamos. Cuanta menos
gente sepa de nuestra existencia, mejor será tanto para ustedes como para
nosotros.
Me quedé un momento sin saber que decir, tratando de asimilar la
increíble información que acababa de recibir, había algo que necesitaba
volver a preguntar.
–¿Me están diciendo que esta cosa es capaz de volar y viajar hasta otros
planetas? –Insistí.
–Así es.
Esa respuesta me llevaba inexorablemente a una sola pregunta posible,
que al final expresé en modo de afirmación.
–Y ustedes vienen de uno de esos planetas –dije.
–Sí, luego le daremos más información al respecto, pero ahora
necesitamos concentrarnos en reparar la nave.
192
–No pretendo faltarles el respeto, pero tengo que decirles que no pueden
pedirme que les crea lo que me dicen hasta que no vea al menos levantarse
esa nave un centímetro del agua.
María esbozó una leve sonrisa.
–De acuerdo, no se preocupe, pronto lo verá –dijo.
Observé una vez más lo inmensa que era la «nave», como le decían mis
visitantes.
–Tampoco me explico cómo pretenden llevar esta nave hasta otro lugar
–dije–. Es enorme. ¿Cuánto pesa?
El hombre llamado José sacó del bolsillo una cajita rectangular de no
más de diez centímetro de largo, y la tocó varias veces con la punta de los
dedos.
–Según la gravedad de este planeta, y según vuestro sistema de
medidas, pesa trescientas cuarenta y cinco toneladas –dijo.
–Eso es algo así como una docena de locomotoras, no me imagino cómo
seríamos capaces de moverla –le contesté.
–No se preocupe por eso, nosotros nos ocuparemos de esa cuestión. Lo
que necesitamos de usted, como le ha dicho María, es que nos busque
adecuado en dónde podamos trabajar con discreción, y nosotros nos
encargaremos del resto.
–Claro, me olvidaba de su capacidad para volar por los aires.
–En realidad, ahora la nave no puede desplazarse por el aire porque su
sistema de propulsión se encuentra dañado. La moveremos utilizando la
energía de otra nave que en estos momentos está sobre nosotros, pero a una
altura tal que no podemos verla. Podríamos decir que la remolcaremos con
la otra.
–¡Otra nave! –Exclamé, sin poder salir de mi asombro–. No puedo
creerlo. ¿Y cuántas naves tienen en total?
–Sólo estas dos.
–Si hay dos naves ¿Debo suponer que también hay más gente de los
vuestros?
–Sí, somos treinta y uno en total. Quince viajamos en esta nave y
dieciséis en la otra.
–¿Y donde están las demás personas que viajan en esta nave?
–La mayoría están adentro ocupados con los trabajos de reparación, y
algunos están vigilando el perímetro hasta que sus hombres los
reemplacen. Si usted está de acuerdo, claro.
193
–Y díganme –dije, ya resignado a oír cualquier cosa–. ¿Me espera alguna
sorpresa más?
–Supongo que muchas más, pero iremos paso a paso. Por lo pronto
tenemos que comunicarle que hay un problema añadido.
–¿Y cuál es ese problema?
Tenemos enemigos buscándonos, y esos enemigos podrían contactarse
con las autoridades de aquí con cualquier excusa para encontrarnos. Por
esa razón tenemos que pedirle que diga a sus hombres que no cuenten
nada a otras personas. Como le decíamos, cuanta menos gente se entere de
nuestra presencia mejor será para todos.
–Desde ya les digo que este último pedido es muy difícil de cumplir. No
se puede impedir que la gente hable, pero haremos todo lo posible. Me
habían dicho antes que necesitaban un lugar oculto en el bosque. Pues creo
que tengo un lugar que puede servir.
–Entonces sería ideal que vayamos a verlo ahora, si el lugar es adecuado
podríamos llevar la nave esta misma noche hasta allí.
Le hice señas a Mario que se había quedado un poco alejado para que se
acercara.
–Pon a un guardia en la entrada principal y que mande a todo al mundo
por la entrada de los pinos –le dije–. Si alguien pregunta, que diga que con
el viento se han caído algunos árboles y que no se puede pasar. Y al otro
peón dile que se ocupe de que nadie venga hacia aquí desde la casa, ni
siquiera los sirvientes, nadie, por ningún motivo. Luego regresa aquí.
Iremos a mostrarle a esta gente el prado que está detrás del cañaveral.
Palmeé las manos para sacar a las peones de su aturdimiento, parecían
hipnotizados con la visión de la nave.
–Ahora Mario les va a dar unas órdenes –les dije–. Pero antes les voy a
hacer una pregunta. ¿Cuánto hace que trabajan ustedes aquí?
Luis, el de más edad me miró sorprendido.
–¿Qué pregunta nos hace patrón? –me dijo–. Usted lo sabe mejor que
nadie. ¡Desde toda la vida!
–Bueno pues esa vida, más la mía y la de mi familia dependen de que no
cuenten absolutamente a nadie lo que acaban de ver, ni siquiera a sus
esposas. Necesitamos que la noticia no se difunda, porque si eso sucede la
gente peregrinará desde Buenos Aires hasta aquí en masa, y por el bien de
todos no queremos que eso pase. ¿Entienden lo que les digo?
–Patrón, aunque usted no nos hubiera dicho nada, ni se nos ocurriría
contar esto a alguien. Nos tomarían por locos.
194
–De acuerdo, entonces vayan con Mario, él les asignará las tareas.
Al darme vuelta oí voces en una lengua incomprensible. En la parte
superior de la nave había tres individuos sacando un objeto del interior
mientras hablaban entre ellos. Fueron desplegando una especie de
manguera desde la parte superior de la nave hasta que llegaron al borde.
Un segundo después de que hubieran terminado de desplegarla, un
potente chorro de agua brotó por el extremo. María continuaba a mi lado y
observaba la operación.
–Hemos terminado de reparar las grietas que se habían producido con el
impacto y ahora comenzamos a extraer el agua del interior –señaló.
El chorro de agua que manaba de la manguera era continuo y de un
caudal extraordinario, lo que evidenciaba que el agua no se estaba
bombeando de forma manual, sino que algún tipo de máquina hacía el
trabajo.
–¿Qué clase de máquina utilizan para bombear el agua? –pregunté.
–Una bomba eléctrica –contestó José–. Dentro de unos pocos años más,
con seguridad ustedes también la tendrán.
–Espero que esos años que usted dice sean pocos, porque es una
maravilla.
–Vamos a demorar algunas horas para extraer toda el agua. Más allá de
esto poco se puede hacer hasta que caiga la noche. Sería conveniente que
fuéramos a ver el lugar a donde vamos a trasladar la nave.
–De acuerdo –dije–. Está a poco más de un kilómetro de aquí. Podemos
llevarnos los caballos de los peones para ir. Ellos regresarán a pie.
–Preferimos caminar si no le molesta, nunca hemos montado en caballos
y será mejor que aprendamos otro día cuando estemos más tranquilos.
Hasta ese momento en que José dijo otro día, no me había puesto a
pensar en cuanto tiempo podrían llegar a quedarse mis huéspedes, así que
decidí preguntarlo.
–¿Cuánto tiempo creen que les tomará reparar la nave? –dije.
Hubo nuevas miradas entre ellos.
–Con sinceridad no lo sabemos –contestó María–. El sistema de
propulsión ha quedado bajo el agua y desconocemos la gravedad de los
daños. Cuando traslademos la nave podremos verla desde abajo y entonces
podremos hacer un cálculo del tiempo que nos llevará repararla.
Cuando Mario terminó de darles las instrucciones a los peones, volvió a
acercarse a nosotros y nos pusimos en marcha. Había pensado que el lugar
ideal era un claro del bosque que se encuentra apartado de cualquier
195
camino de los que recorren la estancia, un gran espacio rectangular cerrado
por tres de sus lados por un denso cañaveral, razón por la cual queda casi
oculto por completo de cualquier mirada indiscreta.
Los guié por el terraplén que contiene el lago hacia el sureste hasta el
puente que cruza el curso principal del arroyo. Desde allí tomé por un
camino que se dirige al sur, y ochocientos metros más adelante les indiqué
un angosto sendero que se internaba en un cañaveral.
–Es fantástico este bosque –señaló María–. Es hermosa la combinación
de tantas especies arbóreas distintas. Además es el único bosque en muchos
kilómetros a la redonda, esa es la causa por la que elegimos su hacienda
para descender.
–Sí, así es –asentí orgulloso–. Es el único. Toda la pampa está carente de
arbolado. Los pobladores de aquí aún desconocen las enormes ventajas que
da la forestación, pero nosotros intentaremos dar el ejemplo.
Nos internamos en el cañaveral por el zigzagueante sendero y la
oscuridad aumentó. Cincuenta metros después, al salir al claro a pleno
mediodía, la luz del sol nos encegueció. Después de que mis ojos se
adaptaran a las nuevas condiciones lumínicas, recorrí con la vista el
perímetro del claro. Era incluso un poco más grande de lo que recordaba.
Al volverme hacia María y José, vi que se habían colocado unos extraños
anteojos con cristales de color naranja.
–Nuestro sol es un poco más débil que este –dijo María señalando hacia
el astro rey–. Necesitamos protegernos –sonrió señalándose el artefacto que
llevaba en la cara.
Ellos también echaron una mirada alrededor.
–Este lugar es perfecto –dijo José–. Sólo habría que controlar el lado sur
que es el único donde no hay vegetación, además de la entrada del sendero.
–Sí, es cierto –contesté–. Hay otro sendero por el lado opuesto al que
entramos, allá hacia el sur –señalé el lugar–. Creo que con cuatro hombres
bien ubicados se puede vigilar sin problemas.
–De acuerdo –dijo José–. De todas formas le informo que en nuestra
nave tenemos un sistema que puede detectar cuando alguna persona se
acerca. Ya hemos registrado a sus peones, a Mario, y a usted en el sistema.
Luego tiene que decirnos quienes serán los encargados de la vigilancia y
también los registraremos. Si el sistema detecta a alguien que no está
registrado sabremos que se trata de un extraño.
–No sé cómo pueden hacer eso que me dice, pero creo que entendí el
concepto.
196
José saco un pequeño aparato de un bolsillo.
–¿Sabe lo que es un teléfono? –preguntó.
–Sí –contesté–. Es un aparato que mediante unos cables conductores
permite hablar con otra persona que se encuentra a distancia, lo ha
inventado hace pocos años un hombre llamado Graham Bell.
–Bueno, pues esto que tengo en la mano es un teléfono, pero sin cables.
Luego se llevó el aparato a la boca y habló en su lengua. Me sonó
parecido al ruso, pero sospecho que a los rusos les hubiera parecido
cualquier cosa. Me quedé pensando. El teléfono era un invento fantástico,
pero sin cables… eso era magia. José volvió a hablar en castellano.
–He avisado a mi gente que vengan aquí a preparar el terreno –dijo–. Lo
primero que hay que hacer es instalar unos soportes para apoyar la nave. Si
funcionara la propulsión no serían necesarios los soportes porque la nave
se estabilizaría sola en el aire, pero como ahora está averiada es un peso
muerto.
–¿Necesitan ayuda para eso? –pregunté.
–Sería de utilidad si pudiéramos utilizar algún carro para traer los
soportes ya que nuestros vehículos terrestres aún no están en servicio.
–Mario –lo llamé–. Ve hasta el almacén y trae dos carros. Luego vete
hasta el lago y carga allí lo que te indiquen.
–Ya mismo voy –dijo Mario y salió corriendo. Mario era un hombre de
acción, y creo que ya estaba harto y aburrido de tanta charla y tanto paseo.
Miré mi reloj de bolsillo. Eran las doce y cuarto. Faltaban quince
minutos para mi almuerzo.
–Señora y señor –dije con algo de duda–. Si en vuestro mundo se come
algo parecido a lo que comemos nosotros los invito a almorzar.
Ambos sonrieron.
–Estaríamos encantados de comer con usted, pero será mejor que lo
dejemos para más adelante, ahora tenemos muchas cosas que organizar –
dijo María–.
–Siendo así, si me lo permiten, me retiro a mi casa, me están esperando.
–Por supuesto, en caso de que se produzca alguna novedad enviaremos
a alguien a avisarle. En principio, si todo sale como debe ser, a las nueve
de la noche estaríamos en condiciones de llevar a cabo el traslado de la
nave.
–No me perderé ese traslado por nada del mundo. Por la tarde hablaré
con el resto de los sirvientes para intentar retrasar todo lo posible que gente
de fuera de la estancia se entere de vuestra presencia, en este sentido es una
197
ventaja que los empleados vivan todos aquí mismo, y que salvo los que
están encargados de hacer las compras, es bastante raro que alguien salga.
De todas formas estoy seguro de que por más cuidado que tengamos, tarde
o temprano alguien irá por ahí con el cuento, por eso les digo que cuanto
antes puedan reparar la nave será mejor para todos.
–Haremos todo lo posible.
–Tengo una pregunta más para hacerles.
–Por supuesto –dijo José–. Díganos
–¿Cómo es que si ustedes vienen de otro mundo saben hablar en nuestro
idioma?
–Ya me parecía raro que no lo hubiera preguntado antes. Lo estudiamos
desde hace mucho tiempo. Otras personas de nuestro mundo han venido
aquí antes y han tomado el debido registro de muchas de las lenguas que se
hablan en este y en otros muchos planetas.
–¿Otros muchos planetas, dice usted? Creo que si tuviéramos la
oportunidad, tendríamos mucho de que charlar entonces.
–Permítanos unos días hasta que resolvamos los problemas más
urgentes y hablaremos. Será un placer.
Me despedí y emprendí el regreso a casa pensando en cómo explicarle a
Laura lo que estaba sucediendo. Me di cuenta al momento de que no había
explicación posible. Tendría que llevarla a ver la nave, de otro modo no me
entendería. Incluso a mí, ahora que caminaba por el bosque sin ver la nave
ni a sus ocupantes, me parecía irreal todo lo que había estado viendo hasta
hacía pocos minutos.
Al llegar a casa vi que la mesa ya estaba servida. Miré el reloj. No había
llegado tarde y sin embargo Laura parecía estar preocupada, hizo salir a los
sirvientes y cerró las puertas del comedor. Se sentó en su lugar habitual y
me miró. Yo me había quedado parado como un energúmeno, tuve que
hacer un esfuerzo para salir del trance, y también me senté. Laura seguía
mirándome y entonces me di cuenta de que no estaba preocupada, sólo
intrigada. Tal era su costumbre no dijo mucho, sólo:
–Te escucho.
–No pensaba hablarte –le dije–. Más bien pensaba mostrarte.
–¿Y que esperamos entonces? –Dijo levantándose de la silla–.
¡Muéstrame! Llevo toda la mañana en ascuas sin poder concentrarme en
nada por la ansiedad.
–¿Pero no vamos a comer? ¿Cómo te has dado cuenta de que pasaba
algo?
198
–Los peones van y vienen haciéndose los misteriosos. ¡Hasta la
lavandera sabe que pasa algo! Y hasta que no me muestres lo que me
tienes que mostrar no voy a poder tragar bocado.
Siempre había sido muy intuitiva y perspicaz, y muy directa también
para decir las cosas. Así que volví a levantarme, y a pesar de que el
estomago me crujía de hambre, por segunda vez en el día me encamine
hacia el lago.
–Te advierto que vayas preparada para ver algo sorprendente y fuera de
lo normal –le dije.
–Bueno, pues ya era hora de que me sorprendieras con algo, ya estaba
yo aburrida de vacas y terneros, de campo y barro. Vamos a ver de una vez
lo que tienes ahí.
Su contestación no me sorprendió, siempre había sido muy valiente y
decidida, lo que por otra parte también la había llevado a enemistarse con
muchas personas a lo largo de su vida.
Ya estábamos llegando. Yo sólo la miraba a ella, quería ver la expresión
de su rostro cuando viera la nave, y también quería estar atento para
atajarla en caso de que se sintiera mal. Yo no miraba hacia adelante pero
sabía que en unos pocos segundos ella lo vería todo. El primer síntoma fue
que abrió la boca para decir algo pero no le salió nada, luego se fue
poniendo cada vez más roja, y al fin le brotó una lágrima, y luego otra,
hasta que se puso a llorar con desconsuelo. Esa reacción era la que menos
me esperaba, había esperado que se asustara, hasta que se desmayara, pero
no esto, y entonces volví la mirada hacia la nave.
Con el sol del mediodía dándole de pleno parecía más grande aún que
por la mañana, más blanca, más brillante, resplandeciente. El chorro de la
bomba que extraía el agua del interior despedía una llovizna que se
difuminaba con el sol formando un pequeño arco iris. Había media docena
de seres muy atareados en la orilla del lago junto a la pasarela, aunque no
alcanzaba a ver que estaban haciendo.
–Es hermosa –murmuró Laura–. Por fin vinieron… No son como en el
sueño, pero están aquí.
Me volví hacia ella. Ahora el sorprendido era yo.
–¿De qué me estás hablando? –le pregunté.
Me miró. Sonreía. Se la veía feliz.
–Juan, hay algo que nunca te conté –me dijo–. Supongo que no lo hice
porque era una fantasía que estaba casi desinflada del todo en mi memoria
de niña…
199
–Cuéntame entonces. ¿Qué fantasía es esa de la que hablas?
–Cuando era chica, en las noches de verano solía salir al patio con mi
abuelo a mirar las estrellas. La astronomía era un tema que le apasionaba.
Nos pasábamos horas durante las cuales él me iba diciendo los nombres de
las estrellas y de las constelaciones una a una. Mi abuelo me explicó que el
sol es una estrella que está muy cerca de nosotros, y que las estrellas son
soles que están muy lejos. Él tenía un pequeño telescopio con el que me
mostró cosas hermosas, como las fases de Venus, las lunas de Júpiter, o los
anillos de Saturno. Así pasábamos las veladas entretenidos, hasta que mi
madre salía al patio enfurecida porque ya eran las once o doce de la noche
y aún yo no estaba en la cama. Una noche muy calurosa del mes de enero,
en la que nadie era capaz de dormir, estábamos observando la nebulosa de
Orión con el telescopio, cuando mi abuelo dijo algo, creo que para sí
mismo. Dijo: «Con tantos millones de estrellas, ¿cuántos planetas con
personas puede haber en esta inmensidad?» Yo, desde mi ingenuidad, creí
que me lo preguntaba a mí, y aunque nunca se me había ocurrido pensar
en algo así, traté de darle una contestación, porque mi abuelo siempre me
respondía cuando yo le preguntaba. Le contesté que debía de haber
muchos planetas así, más de cien.
Esa noche, cuando refrescó y finalmente pudimos dormir, soñé que salía
al patio y que allí se había posado un carro volador de donde salían unas
personas muy amables que me mostraban con el telescopio de mi abuelo la
estrella de donde ellos venían. Eran un hombre y una mujer. La mujer del
sueño me decía: «En esa estrella está el planeta donde vivimos, pero no se
ve porque es muy chiquito para verlo desde aquí.»
A la mañana siguiente le conté el sueño a mi madre. Se puso toda
colorada y me dijo a los gritos que Dios nos había creado a imagen y
semejanza suya, y que Él había creado este mundo, y que no había otros
mundos porque este era el único que había creado Dios, y que no había
otras personas en otros mundos porque nosotros somos los únicos hijos de
Dios, y que todo lo demás eran tonterías del abuelo que ya estaba viejo y se
estaba volviendo ateo. Cuando se calmó un poco me animé a preguntarle
porque Dios no habría podido crear más planetas con más seres humanos,
así su creación sería más grande. Recibí una cachetada como respuesta y la
prohibición de volver a salir con el abuelo por las noches, castigo que por
supuesto no se cumplió. Después de que mi abuelo murió no volví a mirar
las estrellas, pero nunca olvidé aquel sueño, y hoy Juan, me trajiste acá a
nuestro lago y aquel sueño se hizo realidad.
200
–Entonces –le dije–, te voy a presentar a un hombre y a una mujer que
estoy seguro son muy parecidos a los de tu sueño.
Esa tarde suspendí todas las tareas que tenía programadas y me dediqué
a supervisar los trabajos de los visitantes. Fui desde el claro hasta el lago
varias veces de acuerdo a dónde se estuviera llevando a cabo la actividad
más interesante. En el claro comenzaron cavando unos huecos donde irían
enterrados los soportes para la nave. Cavaban con unas máquinas
portátiles de las cuales desconozco su fuente de energía, sólo producían un
suave zumbido, pero sacaban una gran cantidad de tierra en un corto
periodo de tiempo. Luego dejaban caer dentro del hoyo la parte del soporte
que iba enterrada, y para terminar lo afirmaban echando un líquido blanco
que se endurecía como piedra en minutos. ¡Qué fácil y rápido se hacía todo
con esas herramientas y materiales fantásticos! En el lago, luego de
terminar de bombear el agua que había quedado dentro de la nave,
comenzaron a armar una estructura en la parte superior. En ese momento
yo desconocía la finalidad de dicha estructura. Mario estuvo a cargo de los
carros que trasladaron los distintos elementos desde el lago hasta el claro a
dónde iba a ser depositada la nave.
Sobre las seis de la tarde, cuando los soportes ya estaban instalados,
María se acercó y me entregó un pequeño aparato de no más de diez
centímetros de largo, cuatro de ancho y uno de profundidad.
–Es uno de nuestros teléfonos –me dijo–. Así podremos comunicarnos
con usted con facilidad.
Lo tomé en mi mano y lo observé sin saber qué hacer con él.
–Hemos simplificado su funcionamiento para que usted pueda usarlo
con facilidad –dijo María–. Como ve, aquí hay dos botones verdes –me
señaló la parte frontal del aparato–. Presionando el que tiene el número uno
se comunica conmigo y con el que tiene el número dos se comunica con
José. Si lo llamamos nosotros lo único que tiene que hacer es hablar y la
comunicación se establece de inmediato.
–¿Así de simple? –pregunté.
–Sí. ¿Le parece si lo probamos? Me alejare unos metros y lo llamaré, el
aparato emitirá un sonido intermitente. Usted sólo tiene que acercarlo a su
rostro y hablar.
María comenzó a alejarse, cuando se encontraba a unos cincuenta
metros se dio vuelta, y entonces mi teléfono empezó a emitir un sonido
agudo. Lo acerque a mi cara y el sonido cesó.
–¿María? –dije.
201
–Sí, lo oigo Juan –el aparato emitió su voz.
–Esto es increíble.
–Si usted lo dice.
Al caer la noche algunos de los seres comenzaron a montar unas
estructuras alrededor del claro. Parecían unos simples postes con un
aparato rectangular en la parte superior. Como en ese momento ni María ni
José estaban cerca, no pude preguntarles de que se trataba, pero la
respuesta me llegó unos instantes después. A medida que la oscuridad se
fue haciendo notoria, los aparatos que estaban en la parte superior de los
postes se fueron encendiendo de a poco, emitiendo una luz más blanca que
la del sol. Eran faroles, con seguridad eléctricos. En uno de mis últimos
viajes por Europa habíamos visitado a un inventor en Alemania, un tal
Göbel, que había desarrollado un artefacto que emitía luz utilizando
energía eléctrica. Los faroles de estos seres debían de ser algo similar,
aunque mucho más avanzados y mucho más potentes.
A las ocho en punto volví a casa a buscar a Laura. El traslado de la nave
estaba a punto de realizarse y ella deseaba estar presente. Al acercarme a
nuestra casa la vi ya lista en la puerta, acompañada por nuestro hijo mayor,
Santiago. A las ocho y media pusimos rumbo al lago otra vez, iluminando
nuestro camino con un farol. Santiago estaba ansioso por llegar y nos
obligaba a acelerar el paso casi hasta correr. Su madre le había relatado
durante la tarde lo sucedido y no podía esperar más a verlo con sus propios
ojos. Cien metros antes de llegar al lago notamos que una importante
luminosidad provenía de esa zona. Era evidente que los visitantes también
habían instalado sus extraños faroles blancos en la zona del lago.
Desde la orilla derecha María venía a nuestro encuentro.
–Es una suerte que hayan llegado antes –nos dijo–. Aún faltan veinte
minutos para las nueve, pero ya está todo listo y no tiene sentido demorar
más la operación.
En ese momento todas las luces se apagaron con excepción de unos
pequeños farolitos en la estructura que estaba colocada sobre la nave. Un
minuto después se empezó a oír un grave zumbido, y María nos hizo señas
de que miráramos hacia arriba. Por encima de la línea de árboles comenzó a
aparecer una forma de color anaranjado. A medida que la forma avanzaba
empecé tener conciencia de su enormidad. En pocos segundos salió por
completo de detrás de los árboles y se acomodó justo encima de la nave.
Era una nave gemela a la hundida en el lago, pero que flotando en el aire
allí arriba, parecía más gigantesca aún. Empecé a sentir un temor irracional
202
de que se nos cayera encima; me resultaba imposible creer que algo tan
enorme flotara de esa forma. Miré a mi lado pensando que Laura y
Santiago podrían estar asustados, pero en sus rostros iluminados de luz
naranja sólo vi entusiasmo. Me relajé y contemplé el espectáculo. La nave
gemela comenzó a descender lentamente sobre la hundida mientras su
color anaranjado se hacía más brillante hasta llegar al blanco. Entonces,
unos de rayos de luz de color azul brotaron de la parte inferior hasta hacer
contacto con la nave hundida. En ese momento la nave que estaba en el aire
dejó de descender y se quedó inmóvil por completo. Daba la sensación de
que ambas naves estaban unidas por esos delgados hilos de luz azul. Los
visitantes que aún estaban sobre la estructura de la nave hundida,
desaparecieron en su interior.
–Debemos alejarnos un poco ahora –nos dijo María–. Ambas naves se
elevaran juntas, y es posible que el agua desplazada nos alcance.
Retrocedimos unos cincuenta metros. Segundos después el grave
zumbido se intensificó, y ambas naves comenzaron a elevarse como si
fueran una sola. Efectivamente, una ola de agua proveniente del lago
superó la orilla pero sólo llegó hasta unos pocos metros más allá, muy lejos
de dónde nosotros nos encontrábamos.
–¿Cómo es posible que la nave de arriba levante a la otra? –Preguntó
Laura dirigiéndose a María– No están unidas por nada excepto por esos
rayos de luz.
–Laura, supongo que sabes lo que es un imán –dijo María.
–Sí, claro.
–Bueno, esto es exactamente lo mismo, con la única diferencia de que en
este caso el magnetismo está generado por energía eléctrica.
Laura me miró sonriendo.
Cuando ambas naves se encontraron fuera del agua el movimiento
ascendente se aceleró de una forma notable, fue tan rápido que parecía que
las gigantescas naves no pesaran nada en absoluto. Al alcanzar una altura
de unos cuarenta metros detuvieron su ascenso y comenzaron a avanzar en
sentido horizontal en dirección a su nuevo emplazamiento. En pocos
segundos desaparecieron de nuestra vista.
–¿Podemos ir ahora hasta el claro? –le pregunté a María.
–Sí, por supuesto. Apurémonos.
María sacó de su bolsillo dos pequeños aparatos con forma de tubo, tocó
un botón en uno de ellos y una nítida luz blanca brotó de su extremo. Se lo
entregó a Santiago.
203
–Para que ilumines tu camino –le dijo.
La cara de Santiago se iluminó de alegría y comenzó a probar el farol
iluminando en todas direcciones. María entregó el segundo aparato a Laura
que sonrió entusiasmada. A pesar de su reducido tamaño, los faroles
emitían una luz capaz de iluminar a más de veinte metros de distancia. Eso
sí, iluminaban una zona pequeña pero bien definida.
Al emprender el camino por el sendero que lleva hacia el claro sucedió
algo asombroso. Los ojos de María comenzaron a emitir un fulgor blanco, y
un momento después de ellos brotaron unos haces de luz más blancos
incluso que los de los faroles.
–No se asusten –nos dijo en tono de disculpa–. Esto que ven es natural.
Nuestro planeta es más oscuro que este y muchas de las criaturas que allí
habitamos poseemos sistemas naturales de iluminación, algo así como las
luciérnagas de este planeta.
Los tres nos quedamos estupefactos mirando a nuestra invitada,
intentando convencernos de que lo que veíamos era real.
–Vamos, vamos –nos invitó María–, o llegaremos tarde para ver las
naves.
–Ahora entiendo que eran los puntos de luz de la noche anterior –dije–.
Siempre se veían de a pares. Eran vuestros ojos.
–Lo siento mucho si los asustamos, la verdad es que nosotros tampoco
sabíamos si teníamos que temerles a ustedes, por eso rehuimos su
presencia en un primer momento. Luego, sabiendo que no teníamos
muchas alternativas, decidimos presentarnos.
Me sentí ridículo portando mi aparatoso sol de noche, la intensidad de
la luz que irradiaba era ínfima en comparación con las luces y los ojos del
otro mundo. Lo apagué y lo dejé a un lado del camino. María vio lo que
hacía.
–No tengo otra linterna para usted ahora, Juan –me dijo.
–No importa, con las de Laura y Santiago nos sobra.
Caminamos a paso vivo y en menos de diez minutos llegamos al claro.
El resplandor de las luces allí instaladas era muy intenso y nos llevó un rato
acostumbrar la vista. Como era lógico, ambas naves habían llegado antes
que nosotros. La averiada ya estaba apoyada sobre sus soportes, mientras
que la otra aún permanecía unida a ella por esos filamentos de luz. Un
momento después los filamentos se fueron debilitando de a poco hasta
desaparecer. La nave de arriba comenzó a ascender, mientras que su color
blanco pasaba de nuevo al naranja y luego se opacaba hasta llegar a ser sólo
204
una sombra. Ascendió otra vez hasta unos cincuenta metros de altura, se
detuvo un segundo y luego aceleró a una velocidad increíble,
desapareciendo de nuestra vista en unos pocos segundos.
Las luces del emplazamiento disminuyeron de intensidad hasta llegar a
una penumbra que permitía ver sólo lo suficiente como para poder caminar
sin tropezar con nada.
–Bueno Juan, por hoy no hay más nada que hacer –dijo María–. En los
próximos días le iremos informando acerca de cómo va la reparación de la
nave, y en cuanto lo sepamos, le informaremos la fecha de nuestra partida.
Desde ya le digo que vuestra colaboración es invalorable.
–Gracias, haría lo mismo con cualquier forastero que se llegara por aquí
–dije–. Entonces nosotros nos retiramos a descansar. Recuerde que usted y
José están invitados a conocer mi casa y a cenar cuando gusten.
–Lo sé, mañana por la noche iremos encantados, si les parece bien. De
paso también hablaremos, tenemos más cosas que decirle.
–De acuerdo –dijo Laura–. Los esperamos entonces.
–¿Puedo quedarme con el farol? –preguntó Santiago.
–Sí, esas linternas son un regalo para ustedes. No van a funcionar para
siempre porque le energía de que disponen en algún momento se agotará,
pero les duraran unos cuantos años.
–Gracias por el regalo –dije y emprendimos el regreso charlando
fascinados sobre los acontecimientos presenciados. Al llegar a casa nos
acostamos, pero poco dormimos, y el tiempo que lo hicimos lo pasamos
soñando con naves de colores que iban y venían por los cielos de nuestra
estancia.
El día siguiente lo dediqué por completo a los quehaceres que tenía
abandonados desde el día anterior y que ya no podían esperar más, pero
sobre el mediodía mi curiosidad fue más fuerte y no resistí la tentación de
darme una vuelta por el claro en dónde estaba la nave. Al llegar observé
que estaban trabajando en la parte inferior de la misma. Habían
desarmado grandes piezas que estaban alineadas sobre una plataforma
construida en uno de los lados del claro. También habían colocado un techo
sobre esta plataforma con el obvio fin de proteger las piezas en caso de que
clima fuera adverso. Observé a los visitantes que allí trabajaban. Algunos
me saludaron con un movimiento de la mano, pero ni José ni María estaban
allí.
Tal como era costumbre de todos los días, regresé a casa cerca de las
siete y media y pasé por la cocina a conversar un rato con Laura. Mientras
205
charlábamos vi a través de la ventana a María y José caminando en el patio.
Salí a recibirlos y los invité a pasar al comedor.
–Buenas tardes Juan –dijo María–. Tenemos noticias, pero lamento que
no sean buenas.
–Por favor, tomen asiento –contesté señalando las sillas–. Cuéntenme de
que se trata.
–En primer lugar, hoy terminamos de revisar el sistema de propulsión
de la nave y comprobamos que los daños son más severos de lo pensado,
tanto que para repararlos necesitamos piezas que no tenemos aquí. Existe
una posibilidad de que nos traigan esas piezas, pero tenemos que evaluar si
el plazo de tiempo es razonable, en caso de que no lo sea, lo opción sería
abandonar la nave averiada e irnos en la otra.
–¿Y dejarían la nave así como está? –Pregunté–. ¿En el lugar en que está?
–Sí, pero de tomar esa opción la enterraríamos y le sacaríamos todas las
partes que tengan alguna tecnología que pueda ser peligrosa para ustedes.
De todas formas, y si usted está de acuerdo, empezaríamos a cavar el pozo
para el enterramiento mañana mismo, porque aunque nos trajeran las
piezas, estás demorarían como mínimo tres meses en llegar, y ese lapso de
tiempo resulta excesivo para que la nave esté al descubierto.
–¡Tres meses! No me esperaba tenerlos aquí tanto tiempo –Permanecí un
momento en silencio meditando la situación–. Y… ¿enterrar la nave? Sería
enorme el hueco que habría que cavar para enterrarla.
–No más grande que el que hicieron ustedes para el lago –dijo José–. Un
poco más profundo, eso sí. De todas formas tenemos una maquinaria que
simplifica el trabajo.
–Sí, la he visto cuando enterraron los soportes.
–Tenemos otra máquina para excavar de similar funcionamiento a la que
usted vio, pero de mayor tamaño. La pregunta es: ¿Estaría usted de
acuerdo en que enterráramos la nave en sus terrenos?
–Por mí no hay problema, prefiero que la nave no se vea, en caso
contrario tarde o temprano algún vecino se enterará y esto se convertiría en
un circo.
–Bueno, mejor así. Eso es lo más importante que le queríamos decir.
Durante todo ese día había estado pensando y me habían surgido gran
cantidad de interrogantes, en ese momento en que los tenía sin apuros
frente a mí, decidí aprovechar la ocasión y tratar de saciar mis dudas.
–Me gustaría hacerles unas preguntas –les dije–. Si no les molesta.
–Le contestaremos todo lo que podamos –dijo José.
206
En ese momento entró Laura desde la cocina y se sentó en una de las
sillas.
–En primer lugar quería preguntarles si tienen alguna organización de
mando en la nave, y si es así, qué puestos ocupan ustedes.
–Claro que tenemos nuestra organización, José sería el comandante de la
nave, y yo soy la especialista en historia, usos y costumbres de vuestro
planeta. Como ya habrán notado, José y yo somos los únicos que hablamos
vuestro idioma, y la verdad es que nos llevó mucho tiempo y un
considerable esfuerzo aprenderlo.
Laura presenciaba la conversación con sumo interés.
–¿Habían venido antes a la Tierra? –preguntó.
–Nosotros en persona no, pero otras personas de nuestro planeta sí,
muchas veces.
–¿Y desde cuándo la gente de vuestro planeta viene a la Tierra? –
preguntó Laura
María miró a José y este respondió:
–El descubrimiento de la Tierra fue hace unos dos mil años de los
vuestros. Pero sólo logramos llegar aquí hace exactamente seiscientos once
años. En el año 1266.
–¡Seiscientos años viniendo por aquí! ¿Y cómo es posible que no los
hayamos visto antes? –dijo Laura.
–Porque nuestra intención fue siempre no intervenir en los asuntos de
los planetas que observamos. Esta ocasión ha sido una excepción debido al
accidente, aunque en realidad podemos decirles no ha sido un accidente, ha
sido un sabotaje. Un integrante de la tripulación saboteó el sistema de
propulsión y otros sistemas menores, y escapó en una nave pequeña que
iba adosada a la más grande. Lo más preocupante del hecho es que esa
persona tiene que estar en este momento en vuestro planeta, ya que la nave
que robó está preparada sólo para volar en atmósferas de cierta densidad y
no tiene capacidad para viajar a otros planetas. Disculpen si no entienden la
diferencia.
–Creo que le entiendo –dije–. Usted nos está diciendo que esa pequeña
nave está hecha para volar por el aire y no por al vacío que hay en el
espacio.
–Correcto. Me alegro que nos hayamos encontrado con personas
instruidas como ustedes, así se hace más fácil la relación. Como le decía:
Estamos preocupados acerca de los daños y las intervenciones que pueda
207
realizar en vuestro planeta esa persona prófuga aprovechándose de su
mayor conocimiento tecnológico.
–¿Creen que pueda hacer algo malo? –pregunté.
Es posible. Después de todo ya hizo algo muy grave dañando la nave y
robándose la nave pequeña, así que consideramos probable que tenga otras
malas acciones en mente. En estos momentos la otra nave está intentando
localizarlo y capturarlo.
–Bueno, espero que lo logren.
–Eso esperamos, por el bien de todos.
–Les quería preguntar algunas cosas más, si están dispuestos –dijo
Laura.
–Sí, adelante –dijo José.
–La estrella dónde está vuestro planeta. ¿Se ve desde la tierra?
María y José se miraron entre ellos pero esta vez no hubo sonrisas, por el
contrario se pusieron serios.
–Lamento decirte Laura, que cualquier información relacionada a la
ubicación de nuestro planeta es la única información que no estamos
autorizados a revelarles –dijo José–. En teoría, sería posible que lo que
nosotros les digamos pueda pasar de generación en generación, y que en el
futuro esa información pueda utilizarse de mala manera, incluso
perjudicando el curso de vuestra historia, lo que va en contra de nuestros
principios de no intervención. A pesar de eso puedo decirte que el sol de
nuestro planeta no se ve a simple vista desde aquí, sí quizás con un
telescopio, pero desconozco si los telescopios que funcionan actualmente en
este planeta son capaces de captar nuestra estrella.
–También podemos contarles que nuestro planeta es muy parecido a
este –intervino María–. Fíjense que tan parecido será que también nosotros
somos muy parecidos a ustedes. Nuestro planeta es de mayor tamaño,
aunque sólo un quince por ciento más grande que la Tierra. También
estamos un poco más lejos de nuestra estrella madre que es prácticamente
igual a vuestro sol, por esa razón tenemos un poco menos de luz, y quizás
por eso nuestros ojos son un poco más grandes y eficientes que los
vuestros. Digamos que podemos ver de noche más o menos como un felino
de los que hay aquí, aunque con mejor nitidez, además de contar con la
capacidad de iluminar que ya han visto. En realidad todos los planetas que
albergan vida en el cosmos son relativamente parecidos. Existen unas
ciertas leyes y características físicas, químicas y biológicas comunes en el
tipo de planetas que son capaces de mantener seres vivos, como por
208
ejemplo no salir de ciertos rangos de tamaño y distancia a la estrella madre.
El tamaño del planeta debe ser desde más o menos como vuestra luna hasta
aproximadamente el doble que la tierra. Y la relación entre tamaño de la
estrella madre y distancia hasta el planeta, tiene que ser tal que permita el
rango de temperatura necesario para que el agua se encuentre en estado
líquido. Sin agua líquida, la vida si bien existe, es muy limitada.
–Por lo que ustedes están diciendo, tenemos que suponer entonces que
existen más planetas con vida además del vuestro y el nuestro –comentó
Laura–.
–Así es. Nosotros hemos llegado a explorar una cuarta parte de esta
galaxia y hemos hallado hasta ahora unos mil cien planetas con diversos
niveles de vida. Entre ellos, hay setenta y tres en los cuales se desarrollan
civilizaciones inteligentes con diverso grado de evolución.
En ese momento vi como Laura se quedaba con la boca abierta.
–No estuve muy desacertada cuando le dije a mi abuelo que había cien –
dijo.
–Es cierto –contesté.
–Disculpen –dijo María–, creo que me perdí en su conversación.
–No, no se preocupen, hablábamos de una vieja historia familiar –dije y
entonces se me ocurrió preguntar algo:
–Y de esas setenta y tres civilizaciones. ¿Son ustedes los más
evolucionados?
–Tercer puesto en cuanto a tecnología. En otros aspectos de la vida la
verdad es que es muy difícil hacer comparaciones como para decir quién es
el más evolucionado. De todas formas estamos en permanente contacto con
otras cuatro civilizaciones que tienen un nivel tecnológico similar al
nuestro, y entre los cinco nos encargamos de custodiar nuestra zona de la
galaxia, de protegerla de una eventual invasión exterior.
–¿Y esa invasión es posible?
–Por supuesto. Así como ustedes tienen guerras dentro de este planeta,
también hay elementos que provocan conflictos en la inmensidad del
cosmos. Aún no sabemos a ciencia cierta que podría haber del otro lado del
centro de la galaxia, entonces hemos establecido un perímetro de
vigilancia, de esa forma si alguien viniera no nos tomaría por sorpresa.
Tenemos que cuidarnos.
–¿Entonces ustedes nos cuidan a nosotros? –preguntó Laura.
–En cierta forma sí, estamos aquí para impedir que nadie intervenga en
el curso de vuestra evolución.
209
–Bueno amigo, gracias entonces.
–No hace falta que nos agradezcas, no lo hacemos por ustedes, es
simplemente lo que se debe hacer. Ahora con vuestro permiso, vamos a
retirarnos. Mañana hay que continuar trabajando.
–¿No se van a quedar a comer?
Como otras tantas veces hubo miradas entre ellos, y en ese preciso
momento caí en la cuenta de algo singular. Nunca hablaban entre ellos. Ni
María, ni José, ni los demás seres que había visto. Sólo hablaban por
teléfono cuando estaban lejos pero jamás hablaban cuando estaban cerca el
uno del otro. Sin embargo se entendían con la mirada… demasiado, y
entonces se me ocurrió algo: ¿Podrían leerse el pensamiento? Y si así era,
¿podrían leer nuestros pensamientos? Esto último me preocupo un poco y
me propuse prestar atención a este detalle en conversaciones futuras.
–De acuerdo, nos quedamos –dijo María y sonrió–.
Laura fue a buscar la cena que ya estaba lista y la sirvió. Era carne de
vaca proveniente de nuestros propios animales, acompañada con distintos
vegetales, todo cocido en el horno de la casa. María y José comieron los
vegetales y de la carne sólo probaron un bocado, diciendo que era deliciosa,
pero que no querían abusar porque no era parte de su dieta habitual.
Continuamos conversando y nos contaron infinidad de detalles acerca de
las costumbres y la historia de su planeta, haciendo comparaciones acerca
de las similitudes y las diferencias con el nuestro. Me llamó la atención de
que a pesar del gran adelanto tecnológico que poseían con respecto a
nosotros, al punto de que yo mismo no llegaba a comprender los principios
de funcionamiento de la mayoría de los ingenios que nos describían,
cuando nos hablaban de cuestiones humanas o sociales nos encontrábamos
con que las similitudes eran muchas. Me quedé con la sensación de que
quizás las sociedades avanzaran mucho más deprisa en el plano
tecnológico que en el espiritual o del pensamiento. En otra oportunidad, y
con más ganas de entrar en detalles quizás escriba más acerca de las
conversaciones mantenidas con nuestros visitantes durante el lapso de
tiempo que permanecieron entre nosotros.
Después de acompañar a María y a José hasta la puerta, permanecí largo
rato con Laura charlando acerca de todo lo que nos habían contado
nuestros amigos del otro mundo, y se nos ocurrieron infinidad de
preguntas nuevas para hacerles en la próxima oportunidad que nos
visitaran.
210
Una semana después del día cero la nave estuvo enterrada. Para hacer el
trabajo utilizaron la máquina que nos había descrito José. Se trataba de una
especie de cilindro con patas, de unos dos metros y medio de diámetro, que
tenía un gigantesco taladro en la punta, casi del mismo tamaño que la
máquina misma. La única dificultad que presentaba era que sólo cavaba en
horizontal, por lo que primero era necesario cavar un pozo con las
máquinas pequeñas hasta hacer un hueco en el que cupiera la máquina
grande. Cuando la cavidad estuvo terminada, la nave fue bajada mediante
los soportes, que también cumplían la función de inmensas palancas.
Luego se echó sobre la nave una capa de tierra de dos metros de espesor, y
todo el terreno fue cubierto con plantas de crecimiento rápido, de tal modo
que cualquier desconocido que llegara casualmente al lugar no tendría el
más mínimo indicio de lo que había bajo sus pies. Una de las grandes
virtudes de la máquina excavadora, es que poseía la capacidad de hacer un
hueco perfectamente redondo sin resquebrajar la tierra de alrededor, por lo
que era ideal para abrir túneles. De hecho utilizaron esta modalidad para
cavar unos túneles, que desde unos accesos ocultos en el cañaveral,
conectaban con las tres entradas que tenía la nave. De esta forma no era
necesario dejar abierta ninguna entrada en el claro que era un lugar mucho
más expuesto a la mirada de un ocasional transeúnte. También me
solicitaron permiso para instalar una larga vara de metal en el árbol más
alto que hay en las cercanías. Se trata de un pino que fue plantado por mi
padre cuando recién había adquirido los terrenos en el año 1850, por lo que
es uno de los árboles anteriores a la forestación y uno de los pocos de
notable altura. Se encuentra a sólo ciento cincuenta metros del
emplazamiento de la nave, y con el tiempo llegamos a llamarle pino de los
doce cadetes, por las doce ramas en las que se abre su tronco principal
desde muy baja altura. Los visitantes le adosaron una larga vara de un
metal muy brillante que superaba la altura del árbol. En la parte inferior, a
la altura de la cabeza de un hombre, la vara terminaba en un aparato que
portaba unas pequeñas luces rojas y verdes que titilaban. Cuando le
pregunté a José acerca de la función de esos materiales me dijo que también
era una especie de teléfono, pero para hablar mucho, mucho más lejos.
Luego pasaron dos semanas durante las cuales no hubo novedades de
relevancia. Ellos continuaron trabajando en la nave y según me había
confiado María, esperaban un mensaje de confirmación de la fecha en la
que les traerían las piezas necesarias para finalizar la reparación.
211
El día 7 de Noviembre mi «teléfono» emitió su pitido intermitente. Al
contestar oí la voz de María.
–Juan, ¿podría venir a la nave por favor? –me dijo–. Tenemos noticias
que contarle.
Eran casi las ocho y el sol ya se había ocultado. Había sido un día
caluroso para la época del año en que estábamos pero en ese momento el
aire ya estaba fresco y agradable, perfecto para pasear por el bosque. Estaba
oscuro, aunque si miraba hacia arriba aún podía ver la claridad entre las
copas de los árboles. Llevé una de las pequeñas linternas que nos habían
regalado los visitantes, pero no me fue necesario utilizarla en el viaje de
ida. Mientras caminaba me pregunté cuáles serían esas noticias que me
había mencionado María. Me interné en el cañaveral y busqué el lugar en
dónde estaba la entrada oculta. Al verme llegar, el vigilante que la
custodiaba abrió la puerta que daba a la escalera y me hizo un gesto con la
mano indicándome que pasara. Al bajar la escalera me encontré en el
extremo de un túnel iluminado por una hilera de luces blancas. En el
extremo opuesto, a unos cuarenta metros de distancia, se podía ver la
puerta de entrada a la nave. Cuando me encontraba a mitad de recorrido, la
puerta de la nave se abrió, y vi a María del otro lado esperándome. Era la
primera vez que entraba a la nave y sentí mucha emoción y respeto al
hacerlo, no todos los días uno podía pasearse en artilugios fabricados en
otro mundo. Con mi metro ochenta de estatura tuve que agacharme un
poco para pasar por la puerta que mediría unos diez centímetros menos.
María me guió por un pasillo circular que corría paralelo al perímetro
externo, tanto las paredes como el suelo eran blancos mientras que el techo
era translúcido en varias zonas y permitía la vista hacia el nivel superior.
Giramos por otro pasillo hacia el centro de la nave y caminamos unos
treinta metros hasta llegar al lugar en dónde el pasillo terminaba. Yo
esperaba encontrar allí una puerta, y estaba mirando a izquierda y derecha
buscándola, cuando de pronto la zona del suelo en dónde estábamos
parados comenzó a ascender sin hacer el más mínimo ruido, y nos llevó
dos niveles más arriba. Cuando el ascenso terminó, miré a mi alrededor y
me di cuenta de inmediato de que estábamos en la torre superior de la
nave. También comprendí, a pesar de no saber cuál era la función de las
cosas que veía, que ese cuarto era la cabina de mando de la nave. Era una
estancia circular de algo más de diez metros de diámetro. María y yo
habíamos aparecido cerca del centro. Ella señaló hacía la derecha y un
rectángulo de luz se encendió en una de las paredes laterales. Me acerqué
212
para ver mejor notando que era una imagen del claro del bosque que se
encontraba sobre nuestras cabezas.
–Es una imagen de lo que está sucediendo allí arriba en este preciso
instante –me dijo–.
Me pregunté cómo sería posible el milagro de ver una imagen distante
en una pared.
–Para decirlo de una manera sencilla, digamos que es cómo un
periscopio –continuó María–.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo sin que yo supiera bien por qué. Un
momento después entendí la causa de mi malestar: María me había
contestado sin que yo le hubiera dicho nada, y luego volvió a hacerlo una
vez más:
–Sí Juan, podemos leer sus pensamientos, aunque creo que usted ya lo
sabía –dijo–. Le prometo que no nos aprovecharemos de ustedes por poseer
esta ventaja.
–Bueno, de todos modos, a esta altura de los acontecimientos no me
quedará más remedio que seguir confiando en ustedes –contesté resignado
ya a descubrir cosas increíbles a cada paso–.
María movió un brazo y otro rectángulo de luz se encendió. Al principio
estaba todo blanco pero de a poco se fue oscureciendo. En el centro
permaneció un hermoso globo de color azul muy luminoso, veteado de
blanco.
–¿Sabe usted que es eso Juan? –Me preguntó María.
Observé con mayor atención y me pareció dar con la respuesta.
–Sí, vuestro planeta –dije–. Es hermoso.
María sonrió y miró hacia atrás. Yo seguí su mirada y vi a José sentado
en una extraña mesa que también tenía un rectángulo de luz en el centro,
similar a los que estaban en la pared. Junto a él estaban otras dos personas.
No había notado su presencia hasta ese momento porque la luz del lugar
era muy tenue. José me saludo con la mano.
–Has acertado, es un planeta –me dijo–. Pero también has errado,
porque no es el nuestro… es el tuyo.
Al principio no logré entender lo que me estaba diciendo. Me di vuelta y
volví a mirar el rectángulo de luz.
–¿Cómo que el mío? ¿La Tierra? –Pregunté asombrado–. ¿Ese planeta es
la Tierra? ¿Así? ¿De ese color azul tan intenso? No puede ser.
–Sí, así es.
Me quedé un momento embobado mirando la imagen del planeta azul.
213
–No puede ser –repetí–. Es tan bonito… pero, ¿por qué se ve tan azul?
–Porque lo que predomina en este planeta son los mares, y la atmósfera
refleja ese color.
María acercó la mano a la imagen y la Tierra comenzó a agrandarse
hasta el punto en que pude ver con nitidez el contorno de Sudamérica y
parte de África. Una vez más volví a quedarme mudo de asombro.
Luego la imagen cambió y apareció un planeta diferente. El azul era más
verdoso, y aunque también tenía un veteado blanco de nubes, este era
menos intenso que en la Tierra.
–Este es el nuestro –dijo María.
–También es bello. ¿Cuál es su nombre?
María pronunció una palabra que sonó algo así como: «Krena».
–Me gustaría que Laura pudiera venir a ver estas maravillas –dije–.
–Puede venir cuando quiera, y también le podemos mostrar más
imágenes del universo.
La imagen se desvaneció mientras las luces de la sala aumentaban de
intensidad. María me señaló un asiento junto a la mesa dónde estaba José
con las otras dos personas. Me senté y ella hizo lo mismo a mi lado.
–Hemos llegado a la conclusión de que el tiempo de espera es
demasiado largo, y hemos tomado la decisión de no reparar la nave –dijo
José–. Se han evaluado ventajas y desventajas, y sobre todo hemos tenido
en cuenta que no podremos saber si va funcionar hasta que la probemos, y
en caso de que no funcionara, tendríamos que volver a enterrarla, lo que
sería un trabajo por demás engorroso y riesgoso teniendo en cuenta la
exposición de la nave en el momento de la prueba. En conclusión: La nave
se quedará aquí dónde está. Por supuesto serán destruidas todas sus partes
vitales y sus entradas serán bloqueadas. Sólo usted sabrá dónde se
encuentra, y si en el futuro alguien excava justo aquí ya no habrá nada
porque tenemos un método que hace que todos los materiales se degraden
en unos pocos años hasta convertirse en polvo. Lo único que tiene que
tener en cuenta, es que en el momento en que se deteriore la estructura la
tierra se hundirá un poco, pero como usted ya estará prevenido, en ese
entonces tomará las medidas que considere oportunas. Sentimos tener que
estropear esta parte de su terreno pero es lo único que podemos hacer.
–No se preocupen por eso –dije–. Puedo prescindir sin problemas de
esta parcela. La estancia es muy grande.
–Se lo agradecemos entonces. Hay una cuestión más.
–Dígame.
214
–Nos iremos dentro de cinco meses. La fecha que nos han dado para
pasar a buscarnos es el 9 de Abril del año próximo. La otra nave que estaba
con nosotros ha tenido que irse para atender otros asuntos y recién podrá
pasar por aquí en ese día.
–Por mí no hay problema, van a tener que buscarse algún
entretenimiento para no aburrirse. Digo, teniendo en cuenta que ya no van
a trabajar en la nave.
–La verdad es que no hay manera de aburrirse, en estas misiones
siempre falta tiempo para hacer todo lo que uno quisiera. Si usted nos lo
permite, vamos a aprovechar el tiempo haciendo algunos experimentos
biológicos.
–¿Experimentos biológicos, dice usted? ¿Me lo podría explicar con más
detalle?
–Sí, en concreto queremos probar cómo crecen los vegetales de nuestro
planeta en esta tierra, con este clima y con esta luz y radiaciones solares.
Lógicamente, haríamos las plantaciones con ejemplares híbridos que no
puedan reproducirse para evitar la contaminación de las especies
autóctonas.
–Pues por mí no hay problema, pueden empezar por utilizar el espacio
que está encima de la nave ya que no se va a usar para otra cosa, y luego si
necesitan más espacio tengo otros potreros libres que les puedo ceder.
–Es muy gentil de su parte –dijo María–, pero no sólo queremos pedirle,
también queremos darle algunas cosas en retribución. En principio hay
herramientas que nosotros no vamos a llevarnos, y en vez de destruirlas
podemos dejárselas, siempre y cuando usted se comprometa a mantenerlas
dentro de su propiedad y a evitar que caigan en manos ajenas. Por ejemplo
podríamos dejarle la bomba de agua y la máquina para hacer túneles.
Ambas funcionan con energía lumínica, sólo tiene que dejarlas a la luz del
sol para que almacenen energía.
–Pues sería fantástico poder contar con tales maravillas, sobre todo con
la bomba de agua. A la excavadora no creo que le dé mucho uso, pero
también podría servirme de ella en alguna oportunidad.
–De todas formas debe tener en cuenta que aunque pueden obtener
energía infinita a través de la luz solar, ambas máquinas poseen ciertas
piezas que se desgastarán con el uso y que cuando eso suceda no podrá
repararlas. A pesar de todo creo que funcionaran durante muchos años.
–Es seguro que las aprovecharé.
215
–Nos alegramos de eso. Por último, tenemos que hacerle un último
pedido.
–Ya no sé que esperarme de ustedes, pero adelante, digan.
–Queremos pedirle autorización para hacer una construcción
subterránea. Ya que vamos a permanecer tanto tiempo aquí, estaríamos
más cómodos que dentro de la nave.
–No hay problema, construyan todo lo subterráneo que quieran, yo no
vivo bajo tierra. Sólo uso lo que está arriba. ¿Algo más?
–No, es todo, y en realidad es muchísimo lo que nos está dando, siempre
le estaremos agradecidos.
–Es un placer para mí ayudar a viajeros que vienen de tan lejos. Lo que
yo les pido es si pueden enseñarle a mi familia esas imágenes tan bellas de
los planetas.
–Por supuesto, que vengan cuando quieran.
–Entonces, si ya me han dicho todo lo que tenían para decirme, me
retiro. Ya es muy tarde y en casa deben estar preocupados por mí, quizás
piensen que me fui a las estrellas –dije esto último en tono de broma, y
María y José así lo entendieron porque sonrieron, no así las otras dos
personas presentes. Durante la conversación había observado en varias
oportunidades que no parecían comprender lo que yo decía. Entonces se
me ocurrió pensar que eso era algo extraño, porque si eran capaces de leer
el pensamiento deberían haberme entendido–. ¿Ellos no pueden leer el
pensamiento? –Le pregunté a María señalando a los otros dos presentes.
–Sí, pueden –me respondió evidentemente extrañada–. ¿Por qué lo
pregunta Juan?
–Porque no han sonreído con la broma.
–Ahh, claro. Lo que pasa es que usted debe entender que el pensamiento
está estructurado por las palabras, por el lenguaje. Me explico: Usted
piensa en su idioma, y entonces, como ellos no conocen su lengua, no les
sirve de nada leer sus pensamientos. Si usted pensara en una imagen, por
ejemplo en el rostro de su esposa, ellos podrían verlo y sabrían en que está
pensando, pero si usted hace un razonamiento lógico, y un chiste tiene su
lógica, eso no puede comprenderse si uno no comprende la cadena de
palabras con las cuales se estructuró.
–Jamás se me hubiera ocurrido pensar de esa manera. O sea que la
telepatía no es viable si uno no conoce el idioma en que piensa el sujeto. Es
muy interesante.
216
–Casi es así. En realidad siempre es viable, pero en este caso el receptor
no puede comprender nada de lo que recibe.
Emprendí el camino de regreso a casa cuando casi era medianoche. A
esa hora, el silencio y la paz reinaban en el bosque. Cuando hay viento los
árboles producen infinidad de crujidos de todo tipo, pero cuando el aire
está en calma todo es tranquilidad y hasta los animales nocturnos parecen
estar más callados. A diferencia de la mayoría de las personas, a mí siempre
me gustó caminar sólo de noche en el bosque, siempre me sentí cómodo y
seguro, y diría que hasta protegido. Cuando estaba llegando a casa vi que
Laura estaba en la puerta con la otra de las pequeñas linternas blancas en la
mano. Le hice señas apagando y encendiendo la mía, y ella me respondió.
La cena estaba lista, pero a pesar de estar hambriento tardé mucho tiempo
en terminarla, porque me interrumpía a cada momento contándole a Laura
todas las maravillas que había visto y oído en la nave.
Con el transcurrir de los días el verano fue invadiendo nuestra querida
estancia San Juan. Algunos chismorreos habían llegado fuera de la estancia,
y aparecieron numerosos conocidos y curiosos haciendo preguntas. A
todos les conté el cuento de que la mayoría de los trabajadores eran de
zonas alejadas del interior del país, dónde era costumbre contar historias de
la luz mala y demás supersticiones. Por suerte, todos los curiosos se fueron
sin ver nada, y a medida que fue pasando el tiempo se fueron olvidando
del asunto. Mientras tanto, los trabajos de forestación aún continuaban en
la estancia, ya que estábamos expandiendo la zona arbolada hacia el oeste.
Un día ya próximo a la navidad, en un caluroso atardecer, llevé a María y a
José a conocer la zona más nueva del parque en la que habíamos probado
nuevas combinaciones de especies. Dos amigos míos de mucha confianza,
que estaban al tanto de la situación, se encontraban en el lugar. Carlos, el
botánico creador del parque, estaba comprobando la adaptación de una
nueva especie traída de Oceanía, y Prilidiano, artista reconocido, se
encontraba dándole los últimos retoques a una de sus pinturas. Aproveché
la ocasión para presentar a mis nuevos amigos (para ese entonces ya
consideraba a María y a José de esa forma), con mis amigos de siempre.
María y José volvieron a manifestar lo encantados que estaban con la
belleza del paisaje, destacando el hecho de que parecía una mezcla de
jardín botánico y una obra de arte, debido a la cantidad de especies
diferentes y al atractivo estético con que estaban combinadas.
–No es casualidad, por algo uno de ellos es botánico y el otro artista –
dije señalando a mis amigos.
217
Carlos respondió a sus halagos relatándoles las hazañas que había
tenido que realizar para conseguir algunas de esas especies en diferentes
partes del mundo.
–Es muy bello viajar por diferentes lugares y aún más en forma de
aventura –dijo María.
–Sin duda –contestó Carlos–. Una vez que viajas, quieres volver a
hacerlo una y otra vez, aunque después de un largo tiempo por los
caminos, siempre es agradable volver a casa.
–A nosotros ya nos gustaría volver a casa, hace mucho tiempo que
estamos fuera, aunque estamos muy cómodos aquí con Juan.
–Me lo imagino, es el mejor anfitrión que conozco –dijo Carlos.
–Ya que todos estos árboles vienen de distintas partes del planeta, estoy
pensando en que nosotros podríamos hacer una humilde contribución –dijo
María.
–¿Sí? –Preguntó Carlos–. ¿Y en qué consistiría esa contribución?
–La mayoría de las especies vegetales que hemos traído, y que hemos
plantado en el terreno sobre la nave, son comestibles y tienen poco o
ningún valor ornamental, pero también tenemos las semillas de un árbol
que tiene algunas virtudes y que además es muy estético, por lo menos
para nuestro gusto. Tiene un cierto parecido a algunas de las coníferas de
aquí.
Mientras María hablaba pude observar como a Carlos le brillaban los
ojos de la emoción.
–Estaríamos encantados de tener una especie de otro planeta en el
parque –dijo–. Sólo que como yo jamás he visto un ejemplar, tendrían que
describirme lo más exactamente posible sus características para poder saber
en qué lugares plantarlo y con que otros ejemplares combinarlo.
–De acuerdo, se lo describo: Alcanza treinta metros de altura en su
desarrollo máximo y en esas condiciones posee una copa de hasta quince
metros de diámetro. Se adapta en un amplio rango de temperaturas desde
cero a cuarenta grados centígrados y requiere de un mínimo de setecientos
cincuenta milímetros anuales de agua en sus primeros cinco años de vida,
luego puede soportar largos periodos de sequía. Si le parece mañana
mismo podemos entregarle las semillas. Sólo tendrá un inconveniente y es
que la versión que nosotros traemos no puede reproducirse de forma
natural y cuando los ejemplares lleguen al termino de su vida no habrá
otros que los reemplacen.
–Eso sí que será una lástima, ¿pero qué longevidad tienen estos árboles?
218
–Entre trescientos y cuatrocientos años.
Carlos sonrió.
–Entonces no me voy a hacer mucho problema, porque ni siquiera
nuestros nietos verán su final.
–Nosotros lo utilizamos y lo llevamos a otros planetas porque tiene dos
propiedades muy importantes.
–¿Y cuáles son esas propiedades? –Intervine.
–La primera es que durante el otoño, poco antes de caerse, sus hojas
brillan a la luz de la luna. La segunda propiedad, es que desde el fin de la
primavera y hasta mediados del verano, produce una resina que cuando es
diluida con otros elementos químicos es un potente antioxidante para
cualquier ser vivo.
Prilidiano, que continuaba concentrado en su cuadro y hasta ese
momento había permanecido al margen de la conversación, levantó la vista
y miró a María.
–¿Brilla con la luna? –Preguntó–. ¿Es cierto eso?
–Sí, es cierto, ya lo comprobarán.
–¿Y a que se refieren con eso de que es antioxidante? –Pregunté.
–Me refiero a que hace que el envejecimiento de un ser vivo sea entre un
veinte y un cincuenta por ciento más lento, dependiendo de la especie y la
edad del individuo que lo ingiera.
–¿Y eso funciona en los seres humanos?
–Si funciona en nosotros, con seguridad funcionara también en ustedes –
dijo María–. ¿Cuántos años cree que tengo yo?
Miré a Prilidiano pidiéndole ayuda en la respuesta. Él comprendió mi
gesto y contestó por mí.
–Entre veintisiete y treinta y uno –dijo.
–Tengo cincuenta y cuatro –dijo María–. Y no crean que nuestra raza
vive por naturaleza mucho más que la vuestra, sólo un quince por ciento
más y nos arrugamos más o menos igual, pero gracias al producto de este
árbol podemos envejecer con más lentitud.
–Eso es algo fantástico –dijo Carlos–. ¿Y no tiene efectos secundarios?
–Sí tiene, pero no se preocupen por eso, nosotros les explicaremos cómo
utilizarlo para que no tengan problemas. De todas formas tengan en cuenta
que el árbol comenzará a producir resina en una cantidad significativa
recién dentro de quince o veinte años.
–Esperaremos con paciencia, quizás todavía estemos vivos en ese
entonces –dijo Prilidiano riéndose–.
219
Resultó ser que Prilidiano no llegó a ver crecer el árbol ni menos aún a
probar la resina, ya que falleció unos pocos años después de esta
conversación, encontrándose abrumado a causa de que su fantástico
proyecto de un puente giratorio sobre el riachuelo de Buenos Aires terminó
hundido en las aguas por un fallo en su construcción.
Los meses continuaron pasando y mi relación con María y José fue
haciéndose cada vez más cercana, al punto de que solíamos compartir
largas charlas en esas tardes y noches de verano, charlas a las que muchas
veces se sumaba Laura. Se convirtieron en invitados habituales de las cenas
con Carlos y Prilidiano. Otras veces nos reuníamos en la nave, donde por lo
general pasábamos largas horas observando imágenes de lejanas partes del
cosmos o de la vida en diversos planetas. En algunas oportunidades se
esforzaban en explicarnos el funcionamiento de diversos aparatos que
portaban en la nave, e incluso llegaron a explicarnos cómo funcionaba el
sistema de propulsión. Nosotros los escuchábamos con atención aunque
muchas veces no les entendíamos. Después de varias conversaciones, y
siendo consciente de esa dificultad, empecé a llevar un cuaderno en dónde
anoté todo lo que se decía. En ese cuaderno también fui haciendo una
descripción detallada de la nave. Todo ese material, junto con el presente
diario, permanecerá guardado para que mis hijos o mis nietos puedan
leerlo en algún momento, y quizás puedan comprender algo más de lo que
yo mismo comprendo ahora.
Nuestros visitantes siempre se mostraron muy agradecidos con
nosotros, argumentando que en nuestra estancia habían encontrado un
lugar ideal para permanecer apartados sin ser vistos por los demás
habitantes de este planeta, y que además su permanencia no había sido tan
inútil como habían previsto en el momento del sabotaje de la nave, ya que
habían logrado aprovechar el tiempo con experimentos de importancia
para comprender los ciclos vitales de nuestro planeta, además de aumentar
su conocimiento sobre la especie humana a través del contacto social con
nosotros. Esto último, según ellos mismos dijeron, no lo habían logrado en
ninguna de sus visitas anteriores. La cuestión es que llegamos a apreciarnos
mutuamente, al punto de que cuando se aproximaba momento de la
partida les ofrecí quedarse a vivir con nosotros de forma permanente,
ofrecimiento que con lógica rehusaron siendo comprensible que quisieran
volver a su hogar y ver a sus seres queridos.
Carlos plantó doce ejemplares de la especie traída por nuestros amigos,
pero para nuestra decepción sólo dos de esos ejemplares lograron crecer
220
hasta llegar a adultos sin que hayamos logrado descubrir cuál fue la causa
del problema. Es lógico pensar que quizás se haya debido a una falta de
adaptación a las características de nuestro suelo. Poco tiempo antes de
partir, María especuló acerca de que la radiación de nuestro sol, algo
superior a la de su sol originario, podía ser el impedimento para el
crecimiento normal de los ejemplares jóvenes. Intentaré entonces más
adelante, plantar las semillas de reserva durante el otoño o a la sombra de
otros árboles mayores.
En el momento en que María y José me habían solicitado permiso para
construir bajo tierra, no tenía forma de imaginarme de manera alguna las
dimensiones de lo que hicieron allí. Al principio pensaron en construir
justo debajo de la nave, pero luego comprobaron que a esa profundidad
una napa de agua pasaba justo por la zona, por lo que optaron por un lugar
más alto. Eligieron un sitio justo al oeste del lago que se encuentra a algo
más de un kilómetro del emplazamiento de la nave. Para ir de un lugar a
otro sin necesidad de dejarse ver por la superficie, no tuvieron mejor idea
que hacer un túnel que conectara ambos lugares. Cuando me comentaron
la idea, pensé que tardarían tanto en hacer ese túnel de más de un
kilómetro que no lo terminarían antes de irse. Para mi sorpresa, la máquina
de hacer túneles avanzaba casi doscientos metros por día, abriendo un
hueco de dos metros y medio de diámetro, esto les permitió tener el túnel
listo en una semana. A medida que avanzaban iban recubriendo las
paredes del túnel con un producto semisólido que se endurecía como la
piedra a los pocos minutos, impidiendo que la tierra se desmoronara, a su
vez que dejaba las superficies de las paredes lisas y prolijas.
La vivienda subterránea que construyeron es de forma circular. La
mitad de ese círculo está destinado a la vivienda en sí misma, con una sala
en forma de semicírculo para reuniones en el centro y las habitaciones a su
alrededor. La otra mitad son laboratorios y oficinas. Increíblemente, la
mayor parte de los materiales que utilizaron para sus experimentos no los
han traído con ellos, sino que los extrajeron de este planeta, con unas
herramientas tan sofisticadas que algunos elementos básicos terminan
siendo irreconocibles para nosotros. Algunas de esas herramientas han
quedado en mi propiedad, y tengo planes para utilizarlas en el futuro. En
concreto tengo una misión en particular para la excavadora de túneles que
hoy descansa ociosa dentro de un establo.
221
Aunque parecía que el día nunca llegaría, que el nueve de abril era una
fecha muy lejana, el momento de la partida llegó, y fue un día que nunca
olvidaré.
He de decir que una semana antes de esa fecha fui convocado a una
reunión en la que participaron todos los integrantes de la tripulación. Esa
reunión no se hizo en la nave, que para ese entonces se encontraba
desactivada por completo, sino en las nuevas instalaciones. Allí fue donde
me informaron de los resultados de algunas de sus investigaciones y me
señalaron un posible proyecto futuro.
Algo inesperado había ocurrido. Los dos únicos ejemplares del árbol de
Krena que habían logrado sobrevivir habían crecido en esos últimos cuatro
meses casi tanto como si hubieran estado cuatro años en su planeta de
origen. Y lo más llamativo era que hacía diez días habían comenzado a
exudar la resina antioxidante, cosa que en su planeta natal demoraba al
menos quince años. Por casualidad, uno de estos árboles había sido
plantado por Carlos justo encima de las instalaciones subterráneas, lo que
permitió a los Kreneanos instalar un sistema para recoger la resina y
llevarla a una máquina que la procesa para lograr el producto que posee los
mencionados beneficios. Me entregaron unas detalladas instrucciones para
que yo pueda instalar una tubería para recolectar la resina del segundo
ejemplar, que se encuentra a casi un kilómetro de distancia, y de esta forma
poder aprovechar su producto en el futuro. También me explicaron cómo
usar la maquinaria procesadora de resina, y sobre todo, como realizar el
mantenimiento necesario para que funcione durante un largo periodo de
tiempo. Me aconsejaron que sólo utilizara el producto para mis
necesidades, que no permitiera que este saliera de la estancia y que si en
algún momento algo funcionaba mal, que no dudara en desactivar la
máquina. Para dejar la máquina inoperante sólo hay que quitarle una pieza
que contiene un dispositivo de seguridad. Sin esa pieza colocada la
maquina es inservible.
Lo que más dudas les dejaba, era la precocidad imprevista en el
desarrollo de los ejemplares, y me advirtieron que quizás esta podía
resultar en que el producto resultante fuera diferente también. En esos diez
días, ellos sólo habían tenido tiempo suficiente para hacer experimentos
sobre animales de corto lapso de vida como mosquitos y mariposas. En el
momento de la partida los bichos aún seguían vivos, y la mayoría se los
llevaron con ellos, pero me dejaron algunos para que yo también pudiera
observar los resultados en un plazo más largo.
222
La semana posterior a la reunión, sobre las cuatro de la tarde, me
informaron que la nave que vendría a recogerlos ya se encontraba en órbita
a nuestro planeta y que se encontraba a la espera de que cayera la noche en
nuestro hemisferio para descender con discreción.
Antes de la caída del sol, todos nos reunimos en el claro del
emplazamiento a realizar los preparativos, para la partida. A las ocho
menos cuarto, la hora prevista, un resplandor naranja fue subiendo de
intensidad hasta que vimos aparecer la nave sobre nuestras cabezas.
Descendió con lentitud hasta permanecer a medio metro del suelo, sin
tocarlo. Se desplegó una rampa y de inmediato comenzó el trabajo de
carga, que había que realizar de forma manual y que llevaría al menos
cuarenta y cinco minutos. Cargaron gran cantidad de especies vegetales y
animales, además de diversos aparatos desmontados de la nave enterrada.
Todo se realizó con normalidad hasta los quince minutos de comenzada
la operación, cuando se oyó un estallido. Pocos segundos después se oyó
un segundo estallido. Al ver caer desplomado a pocos metros de mí a uno
de los Kreneanos comprendí lo que sucedía: Nos estaban disparando.
Mientras me llevaba a Laura y a Santiago a la entrada del túnel para
ponerlos a cubierto, los disparos continuaron, y la situación se tornó
confusa. Regresé hacia la nave cubriéndome de árbol en árbol, hasta que en
un momento dado vi a Mario parapetado detrás de los bultos que estaban
esperando a ser cargados. Dando un rodeo para no quedar al descubierto
llegué hasta él.
–¡Mario! –Le grité–. ¿Qué pasa? ¿De dónde vienen los disparos?
–Del lado opuesto del claro, desde tres puntos distintos –me contestó
mientras recargaba el rifle.
–¿Cuántos atacantes?
–Seis como mínimo.
–Con esta sola arma no vamos a hacer nada, voy a la casa a buscar más –
dije y me levanté.
–¡No! ¡Espere, no hay tiempo! María fue a buscar armas dentro de la
nave.
–¿Ellos tienen armas? Nunca me las han mostrado.
Mario no me contestó, estaba concentrado en apuntar. Detrás de mí se
escuchaba el tintineo metálico que se producía el dar las balas contra el
casco de la nave. A un costado había un charco de sangre en dónde había
caído el kreneano en el primer momento del tiroteo. En ese instante
223
apareció María con otros dos kreneanos, estos se habían puesto cascos y
traían armas largas.
María me entregó una.
–Supongo que sabe disparar –me dijo mientras me daba el arma– tiene
gatillo igual como las armas que usted conoce. Miré por aquí, apunte y
dispare.
Miré por donde ella me indicaba y comprobé que se trataba de una mira
telescópica, con la salvedad de que ya era de noche y por la mira se veía
como si fuera de día. No me detuve demasiado a pensar cómo podía
funcionar semejante artilugio y comencé a disparar, uniéndome a Mario,
María y los dos kreneanos que ya estaban apostados y disparando a los
lugares de dónde parecían provenir las balas. Después de un primer
momento de disparar un poco a ciegas, dediqué unos segundos a estudiar
el follaje del otro lado del claro con la mira telescópica. Podía ver con
claridad los fogonazos de los disparos. Elegí uno de los lugares en dónde se
veían los fogonazos y apunte con la mayor precisión posible un poco más
arriba de dónde marcaba la mira para neutralizar la curvatura de la
trayectoria de la bala. Apreté el gatillo tres veces. De ese lugar no vi salir
más ningún disparo. Poco a poco el fuego enemigo fue cesando, hasta que
diez minutos después no había más disparos. Esperamos en silencio
intentando descubrir algún movimiento anormal del otro lado del claro,
mientras otros kreneanos aprovechaban para tomar mejores posiciones
defensivas. Al pasar otros cinco minutos los disparos se reanudaron, pero
ahora venían de izquierda y derecha.
–¡Están intentando rodearnos! –grité a mis compañeros.
–Entonces los rodearemos nosotros a ellos –dijo Mario–. Juan vaya usted
con uno de ellos por la derecha, por el sendero detrás del cañaveral y
rodéelos. Yo haré lo mismo por el flanco izquierdo. Usted María, quédese
aquí con sus hombres y disparen todo lo que puedan para mantenerlos
entretenidos.
El kreneano que me acompañada tocó un botón en mi fusil y se encendió
una pequeña linterna en la punta. Lo llevé rápidamente por el sendero que
rodeaba el cañaveral y en unos pocos minutos nos encontramos detrás del
lugar de los disparos. Nos metimos entre las cañas por un sector que yo
conocía, y que era poco denso. En ese momento el kreneano me hizo señas
de que lo dejara pasar adelante. Al pasar a mi lado apagó la luz de mi rifle
y luego también hizo lo mismo con el suyo. Lo oí deslizarse entre las cañas
hasta desaparecer. Unos segundos después oí tres disparos consecutivos
224
diferentes del resto y el fuego enemigo desde el flanco en dónde nos
encontrábamos cesó. Por el contrario, parecía que en el flanco dónde estaba
Mario el tiroteo recrudecía, y se estaba convirtiendo en una auténtica
balacera.
Seguí las huellas dejadas en la maleza por el kreneano y unos metros
más adelante lo encontré parado al lado de tres enemigos abatidos. Miré a
los hombres en el suelo pero no reconocí a nadie. No sabía quiénes eran y
menos aún cuáles eran sus motivos para atacarnos. En ese momento oímos
un estruendo en el cielo. Salimos al claro justo para ver como una nave
pasaba volando velozmente sobre nuestras cabezas. Era una nave mucho
más pequeña que las que yo conocía, quizás de unos quince metros de
largo y no era redonda, sino de forma triangular. El kreneano me hizo
señas de que nos apuráramos y comenzamos a volver hacia la nave.
Mientras corríamos vi claramente como un objeto se desprendía de la nave
triangular y se dirigía a toda velocidad hacia la nave que estaba en tierra. El
objeto impactó en el lugar dónde estaban subiendo la carga, estallando y
formando una bola de fuego. Sin embargo cuando el fuego se disipó vi que
el tiro había errado el objetivo por poco y que todos los que estaban allí
parecían estar bien. Al llegar allí, todos estaban subiendo apresuradamente
a la nave.
–¡Vamos Juan! –Me gritó María–. Suba usted también. Es la nave robada
que nos ataca.
Antes de entrar por la escotilla miré hacia arriba y vi dos luces, eran los
faros frontales de esa nave, que después de haber pasado de largo ahora
volvía a acercarse velozmente. Un instante después se oyeron varias
explosiones y la nave que estaba en tierra se sacudió. Subí y cerraron
apresuradamente la puerta detrás de mí. Dentro de la nave no se oía nada,
el silencio era absoluto.
–No se preocupe –me dijo María– esta nave tiene una coraza que resiste
los impactos de ese tipo de armas. No tiene posibilidades de dañarnos.
Intentó jugar con el factor sorpresa pero no le dará mucho resultado, ya
verá.
–Se trata entonces del rebelde que saboteó vuestra nave.
–Sí, es él. Se nota que consiguió aliados en tierra. Vaya a saber que les
prometió, pero me parece que a nuestro enemigo le falló la coordinación
entre el tiroteo que recibimos hace unos minutos y la acción aérea.
Pasado un momento María recibió una comunicación.
225
–Ya podemos salir –me dijo–. Todo se acabó. El enemigo ha sido
derribado.
Al salir afuera lo primero que vi fue el resplandor del fuego. A unos
cien metros yacían los restos de la nave rebelde incendiándose. Ya no se
distinguía su forma, era sólo un montón de hierros retorcidos.
En ese momento recordé que Laura y Santiago se encontraban en la entrada
a las instalaciones subterráneas y corrí a buscarlos. Los encontré bien
aunque naturalmente asustados por las explosiones. Los llevé de nuevo
hacia la nave mientras les contaba lo sucedido durante el ataque. Al llegar
allí ya toda la carga y sus tripulantes se encontraban a bordo, mientras la
nave emitía un grave zumbido. Sólo María estaba con un pie en tierra
esperándonos para despedirse.
–José les envía sus saludos, no puede venir porque ya está en el centro
de mando, y como podrán oír ya se está acelerando el motor de partículas
que neutraliza la masa de la nave. Con este percance que hemos sufrido,
nos hemos atrasados y ya no queda tiempo para más. Sólo decirles que
mientras hemos estado aquí, y gracias a ustedes, nos sentimos como en
casa.
–No tienes nada que agradecernos –contesté–. Los hemos tratado como
tratamos aquí a todos los forasteros.
–Bueno, gracias entonces por tratarnos así. Adiós.
–Adiós María –dijimos casi al unísono Laura, Santiago y yo.
María subió el peldaño que le faltaba, y entró a la nave. La puerta
comenzó a cerrarse pero antes de que se cerrara del todo María se dio
vuelta.
–Volveremos. Estén preparados –dijo.
La puerta se cerró. Los tres retrocedimos hasta unos cincuenta metros de
distancia. La nave empezó a elevarse, al principio con lentitud y luego cada
vez más de prisa hasta llegar a una altura que serían como doscientos
metros. Entonces empezó a moverse hacia el sur y en pocos segundos la
perdimos de vista.
En ese momento sentí un gran vacío dentro de mí, como si una parte de
mi alma o de mi razón se hubieran ido con esa nave. Ya no volví a ser el
mismo. A partir de ese instante mi visión de la existencia cambió para
siempre.
Una última cosa. Los insectos que me habían dejado para que
comprobara su evolución dieron resultados sorprendentes. La mariposa
vivió con normalidad durante treinta y cinco días sin ningún cambio en su
226
morfología. Al mosquito tuve que matarlo a los dos meses de vida, después
de que había adquirido un tamaño tal que temía que reventara el frasco en
dónde se encontraba, además de que el aguijón parecía ser más peligroso
que el de un escorpión. Le pegué dos tiros ahí mismo, dentro del frasco, sin
arriesgarme a abrir la tapa. A partir de entonces decidí no volver a aplicar
la resina a ningún animal, y después de meditarlo a consciencia hice lo que
me habían recomendado y desactivé la máquina. Estaba claro que las cosas
estaban no estaban saliendo bien. Saqué la pieza de seguridad y la enterré
en un lugar apartado.
Juan Pereyra, Estancia San Juan.
17 de marzo de 1881.
227
8. El cilindro rosa
La ficción es y será mi única realidad.
Enrique Bunbury, 1995
Viernes 4 de Noviembre, 23:11
Alberto observó las caras de los presentes intentando adivinar sus
pensamientos. Ya estaba acostumbrado a ver las típicas expresiones de
incredulidad, y no sólo en torno al asunto del árbol de cristal, sino también
en todas y cada una de las investigaciones históricas que realizaba. Por esta
razón, se sorprendió mucho al ver en los rostros de Juan y su esposa una
mezcla de preocupación y entusiasmo en lugar de la típica mueca
incrédula, parecía que por fin se había encontrado con gente razonable. No
podía decir lo mismo de Eduardo que se revolvía inquieto en su silla,
parecía ansioso por largarse de allí.
Eduardo percibió su mirada.
–A ver –dijo–. Mostrame de nuevo la pintura esa que pintó el tal
Pueyrredón.
El hecho de que quisiera volver a ver el cuadro era una buena señal,
tenía dudas, quizás aún no fuera un caso perdido. Alberto volvió a sacar el
cuadro del estuche y lo colocó sobre la mesa. Eduardo se inclinó sobre la
pintura y observó de cerca a la mujer de los ojos verde esmeralda.
–Baja estatura, pelo corto, piel blanca, rasgos estilizados y ojos verdes
exagerados –enumeró–. La descripción coincide… bueno, parece que
Pueyrredón pintó a la extraterrestre. Lo único que no concuerda es que en
el diario de Pereyra dice que los extraterrestres llevaban ropa gris, y aquí en
la pintura esta mujer tiene puesto otro atuendo, que yo diría que es el
habitual para la época.
–Pereyra podría haberles proporcionado ropa para que no llamaran la
atención –dijo Alberto–. O quizás el artista la pintó con una ropa diferente a
la que tenía puesta.
228
–Sí, podría ser. Pero vamos Alberto, usted parece un tipo serio, vamos a
ponernos de acuerdo: Todo este cuento de Juan Pereyra es eso, puro
cuento. Yo no me trago nada de lo que dice, para mí se lo inventó todo.
Alberto ya se esperaba una argumentación de ese tipo.
–Esa sería la explicación más simple –dijo–. La que yo estuve tentado de
creerme muchas veces durante todos estos años, pero son demasiados los
elementos que convergen. Para empezar vos mismo descubriste las
instalaciones que hay debajo del bosque, y además no te olvides que yo
mismo vi bajar allí una nave en 1982. ¿O creés que lo mío es cuento
también?
–Y… podría ser –dijo Eduardo–. Pruebas no tenés ninguna. ¿Por qué
tengo yo que creerte? Ese diario de Pereyra lo pudiste haber escrito vos
mismo.
–Eduardo, no seas cabeza dura –intervino Juan–. Mirá el papel dónde
está escrito el diario, es antiguo. Y no te olvides de mis sueños; yo no creo
en la telepatía ni en nada por el estilo, pero fueron algo más que sueños. Me
acuerdo de ellos como si de verdad los hubiera vivido, sé lo que te digo.
Además, yo soñé con lo que cuenta Pereyra en el diario, lo de los ojos que
iluminan.
Eduardo se relajó y miró a Juan, más tranquilo.
–Lo del papel viejo se puede simular, vos lo sabés, y a este señor –miró a
Alberto– no sé si creerle, pero sí es cierto que vos soñaste con lo de los ojos
que iluminan, y a vos te creo. Pero permitime decirte que me cuesta hacer
entrar en mi mente práctica los fenómenos paranormales.
–De acuerdo –dijo Juan–. Que les parece si tratamos primero de analizar
todos los elementos que tenemos y después decidimos que creemos y que
no.
–Eso sería lo más razonable –dijo Alberto.
–Quería comentar un par de cosas sobre el diario para hacer una
comparación con lo que tenemos hoy en día –continuó Juan–. En primer
lugar creo que todos coincidiremos en que la vivienda que construyeron los
extraterrestres sería el complejo que está debajo del árbol de cristal. Más
allá de que con posterioridad a su presencia haya recibido reformas.
–Así es –dijo Alberto.
–En segundo lugar, la tosquera sería el lugar en dónde estuvo enterrada
la nave. Pero aquí tenemos un problema. Según lo que dice uno de los
extraterrestres, el terreno debería haberse hundido un poco al degradarse la
229
nave y la tosquera tiene como ocho metros de profundidad. Me parece
demasiado.
–No te olvides que Pereyra describe que la nave tenía más de planta de
altura –dijo Alberto–. De todas formas sobre este punto yo creo que en
algún momento alguien excavó allí. Les recuerdo que esa zona estuvo casi
cuarenta años bajo control de la armada. No sería descabellado pensar que
en realidad la nave no se hubiera degradado tanto como pensaban los
extraterrestres y que en una posterior excavación hayan conseguido
encontrar algo allí. Aunque la realidad es que no podemos saber a ciencia
cierta que pasó.
–Suponiendo que el diario de Pereyra sea cierto –intervino Eduardo–, y
para mí seguirá siendo sólo una presunción salvo que alguien me muestre
una prueba definitiva, yo apoyo lo que dicen acerca de la tosquera. Porque
pude ver como varios túneles se interrumpen en ese lugar. Allí hubo algo,
no sé si una nave, pero sí sé que eso no fue una explotación de tosca como
quisieron aparentar después. ¿Me permitirías ver el diario un momento? –
le dijo a Alberto.
Alberto tomó el diario con cuidado y se lo entregó. Eduerdo lo dio
vuelta y empezó a verlo por la última página. Pasó dos páginas y volvió a
la última página otra vez.
–Tengo una pregunta –dijo–. Acá dice Pereyra que tenía un cuaderno en
dónde anotó las cosas que le iban diciendo los extraterrestres, incluso habla
de una descripción de la nave y de una muy interesante descripción del
sistema de propulsión. ¿Qué sabemos de ese cuaderno?
–Lamentablemente nada –dijo Alberto–. Es de suponer que ese cuaderno
debería haberlo guardado Pereyra junto con el diario y la pintura, pero no
fue así, no había nada más en el cofre que halló Rodolfo.
–La respuesta es fácil –dijo Laura, y los demás la miraron sorprendidos
por su repentina intervención–. Si todo esto es real, y en mi caso tengo la
intuición de que lo es. ¿Ustedes creen que los extraterrestres hubieran
permitido que existiera un documento que describiera la nave y más aún, el
sistema de propulsión, incluso aunque estuviera escrito en las no tan
rudimentarias palabras de Juan Pereyra? De ningún modo. Ellos deben
haberle dicho a Pereyra que lo destruya.
Alberto sonrió.
–Cómo me falta a mí a veces el estudio de las ciencias sociales –se
lamentó sin dejar de sonreir–. En todos estos años jamás se me había
ocurrido pensar así. Yo pensaba que la falta del cuaderno de anotaciones
230
que él mismo nombra, podía ser una incongruencia en el diario de Pereyra,
o como segunda opción creía que alguien podía haber tomado el cuaderno
antes de que Rofolfo hallara el cofre. Pero no, tenés razón. Los
extraterrestres jamás hubieran permitido que datos técnicos hubieran
quedado disponibles acá en la tierra. Eso sería una peligrosa transferencia
de tecnología.
–Tengo mis dudas, acerca de esa postura –dijo Eduardo–. Y entonces
paso a uno de los temas más controvertidos para mí del diario. ¿No es una
transferencia más peligrosa aún, dejar una maquina funcionando, que
según dice acá produce una especie de elixir de la larga vida, cómo diría
algún personaje de Paulo Cohelo?
–No, no lo es –dijo Alberto–. Es mucho menos peligroso dejar una
máquina que dejar los planos de cómo hacerla. De todas formas me parece
menos importante que el sistema de propulsión de la nave, que podría ser
una clave para los viajes interestelares.
Eduardo señaló con el dedo un párrafo en el diario.
–De todas formas un dato se les escapó –dijo–. Acá dice María que se
está acelerando el motor de partículas que neutraliza la masa de la nave.
¡Guau!
Laura se levantó, fue hasta la silla de Eduardo y miró a dónde él
marcaba con el dedo.
–No se dan cuenta –dijo y miró a los demás–. A alguien de la época de
Pereyra jamás podría habérsele ocurrido semejante cosa. Esto tiene que ser
verídico.
–No sé –dijo Eduardo–. Tené en cuenta que es la época de los grandes
inventos, y este tipo estaba al tanto de todo y así lo dice: la invención del
teléfono, la iluminación eléctrica, ¡hasta sabía que los confederados fueron
los primeros en usar miras telescópicas! Por ahí escucho decir a algún
científico loco lo del motor de partículas y lo repitió.
Alberto se puso de pie.
–Amigos: Todas las especulaciones que estamos haciendo son muy
interesantes y todas son posibles, pero necesitamos avanzar en algo en
concreto –dijo–. Tenemos que saber que quedó de lo que relata Pereyra ahí
abajo, por qué ahora hay unos rufianes custodiando el lugar, y básicamente
que están haciendo. Para eso tenemos la información que obtuvieron Sara y
Juan cuando entraron en los ductos. Por un lado ella vio unas máquinas lo
suficientemente extrañas como para pensar que podrían ser las que dejaron
los extraterrestres, al menos hasta que las veamos y podamos descartarlo o
231
confirmarlo. Y por otra parte les recuerdo la conversación que oyó Juan
dónde distinguió las palabras «long life elixir». Esto nos dice que si lo de la
resina que prolonga la vida es un delirio, la gente que está allí también se lo
está creyendo. Por eso me temo que si la máquina que dejaron los
extraterrestres existe, quizás la estén manipulando y muy probablemente
estropeando.
–¿Pensás que los que están en el complejo también tienen el diario de
Pereyra? –Preguntó Juan.
–No lo sé, lo que sí es seguro es que de alguna forma obtuvieron la
información.
–Entonces quizás tengan el cuaderno que falta –dijo Eduardo.
–Espero que no, prefiero creer en la intuición de Laura y que haya sido
destruido. Por otro lado tenemos algo más que mostrarles.
Eduardo volvió a mostrarse alterado.
–¡Otra cosa más! –Dijo–. ¿Por qué no nos mostrás todo de una vez y te
dejás de tanto misterio? ¿Con que nos vas a salir ahora? ¿Con un pedazo de
la nave?
–No, pero casi… ¿Sara? –Alberto la miró.
Sara abrió su bolso y sacó una cajita de madera. La abrió y de ella extrajo
un objeto con forma de cilindro, de color rosa brillante. Lo hizo girar entre
sus manos para que todos lo vieran. Luego se lo pasó a Laura que estaba
parada entre ella y Eduardo.
–¡Es pesado! –Dijo Laura–. Parece de metal.
–Es de metal –dijo Sara–. De titanio
–El titanio no es rosa –dijo Eduardo.
–Este sí –insistió Sara.
Eduardo soltó una carcajada.
–Sí, será porque vos lo decís –dijo.
Laura no les prestó atención y siguió estudiando el cilindro, dándole la
vuelta hasta encontrarse con los dibujos y las inscripciones.
–Bueno, acá tiene grabados unos números y unas letras –dijo y se estiró
sobre la mesa para pasarle el cilindro a Juan–.
–Los números parecen ser una indicación de latitud y longitud –dijo
Juan–. Es más, Buenos Aires está a treinta y cinco grados de latitud, y
cincuenta y ocho de longitud, y acá dice treinta y cuatro y pico, y cincuenta
y ocho y pico, así que indica un punto geográfico muy cerca de acá.
–Así es –dijo Sara–. ¿Y adivina exactamente dónde?
Juan levantó la vista del cilindro y miró a Sara.
232
–No hace falta adivinar, está dibujado acá mismo –dijo–. Indica dónde
está el árbol de cristal.
–Ni más, ni menos –dijo Sara.
–¿Pero de dónde salió esto? –Preguntó Juan haciendo girar el cilindro en
su mano.
–Lo encontré en la cima de una montaña cerca de mi casa. Para ser
precisos, la montaña se llama «La Maroma». Es el pico más alto de una
cadena montañosa que bordea una comarca llamada «la Axarquia», que
está entre las provincias de Málaga y Granada, en España. La cuestión es
que se la llevé a un amigo que es profesor de historia, y me dijo lo mismo
que tú, que podían ser datos de latitud y longitud. Y bueno… siguiendo
esos datos es que llegué al árbol de cristal y allí lo encontré a Alberto. ¿No
os habíais preguntado hasta ahora cómo nos habíamos conocido nosotros?
Eduardo expuso su mejor sonrisa sarcástica.
–La verdad pensé que se habían conocido en un boliche –dijo–. No, en
serio, pensé que vos también serías investigadora, antropóloga, botánica o
algo por el estilo y que él –dijo señalando a Alberto– te había contratado.
–¿Y qué significan las letras? –Preguntó Juan–.
–Mi amigo en España no pudo reconocerlas, pero podríamos probar de
intentar averiguar aquí con alguien que sepa de escrituras en diferentes
lenguas.
Eduardo extendió su mano hacia el cilindro.
–¿Me permitís? –dijo.
Juan le entregó el objeto. Después de observarlo un momento Eduardo
sonrió.
–¿Y estos dibujos que están junto al árbol, qué quieren decir? –
Preguntó–.
–De eso no tenemos ni idea –le contestó Alberto.
–¿No? –Dijo Eduardo–. ¿Será posible que nadie haya visto mi mapa?
–Yo lo vi –dijo Juan.
–Y yo también –dijo Laura–. ¿Pero qué tiene que ver con el cilindro?
–Que son muy poco observadores.
Eduardo entró a la oficina de Juan y encendió la computadora. Los
demás se levantaron de sus sillas y lo siguieron. Después de la odiosa
espera hasta que el sistema operativo terminó de arrancar, Eduardo abrió el
mapa que había trazado del parque Pereyra Iraola.
Sara se acercó al escritorio y señaló la pantalla.
–Está claro que los dibujos del cilindro son un mapa –dijo–.
233
Alberto no podía creer lo que estaba viendo. Lo que decía Sara era
cierto. La mitad izquierda de los dibujos que estaban en el cilindro eran una
serie de círculos concéntricos y la otra mitad unas cuantas líneas formando
ángulos rectos. El mapa de Eduardo era una copia casi exacta de esos
dibujos. En un primer momento no logró entender por qué el mapa de
Eduardo se parecía tanto a los dibujos del cilindro y su propio mapa no.
¿Tendría que reconocer que Eduardo era mucho mejor cartógrafo? Al mirar
con más detalle entendió la diferencia. No era un problema de calidad. La
diferencia radicaba en que Eduardo no había dibujado la autopista, las
rutas, ni las vías férreas modernas, que eran los elementos que confundían
la vista en el mapa que él mismo había trazado. Los círculos concéntricos
correspondían a los caminos de la estancia Santa Rosa, dónde estaba el
edificio en el que Rodolfo había hallado los documentos, y las líneas rectas
correspondían a los caminos de la antigua estancia San Juan.
–Todo lo que quieran –dijo Eduardo aún con el cilindro en la mano–.
Pero no se entiende como llegó esto a la cima de esa montaña. ¿Me van a
decir ahora que los extraterrestres lo pusieron ahí y justo vos vas y lo
encontrás? O…
–O que Juan Pereyra lo llevó hasta allí –completó Laura.
–Me parece que son demasiadas conclusiones precipitadas, igual no
queda claro que tiene que ver este cilindro con todo lo demás –dijo
Eduardo.
–Esa es la pregunta que tenemos que intentar resolver ahora –dijo
Alberto–. Quizás las escrituras sean la información que nos está faltando.
¿Miraste bien el extremo del cilindro, el que esta achatado?
Eduardo volvió a examinar el cilindro. Uno de los extremos se iba
perfilando hasta terminar en una punta con una forma similar a un
destornillador grande. En ambos bordes había varias muescas profundas.
–¡Esto es una llave! –Exclamó.
Alberto miró a Laura.
–¿Qué te dice tu intuición? –Le preguntó.
Laura tomó el cilindro de las manos de Eduardo.
–Que esto es la pieza que Pereyra le sacó a la máquina para que no
funcione –dijo.
–Ustedes son todos unos fantasiosos –dijo Eduardo.
–¿Qué perdemos con ir y probar? –Preguntó Sara.
–Que nos van a cagar a tiros. O no tuviste suficiente con lo del otro día –
dijo Eduardo.
234
Juan le tocó el hombro a Alberto.
–Me imagino que después de tanto tiempo dedicado a esto debés tener
algún plan –le dijo–.
–Sara, contales tu idea –dijo Alberto–.
Sara estaba a punto de comenzar a hablar pero Juan la interrumpió.
–Volvamos a sentarnos –dijo.
Todos volvieron a ocupar su lugar frente a la mesa con excepción de
Sara que permaneció de pie.
–En principio necesitamos saber más de lo que pasa allí abajo –dijo–.
Aunque después de lo sucedido no cabe duda de que estarán en alerta, por
lo que sería demasiado arriesgado volver a entrar. Creo que un camino
viable para obtener información sería sobornar a alguno de los que trabajan
allí. No sé a quién, podría ser un guardia, un policía o personal de servicio.
–Esa idea me gusta –dijo Eduardo.
–Intentaremos utilizar algunos contactos que tengo y por supuesto
cuando tengamos alguna novedad les avisamos –dijo Alberto–. Contamos
con ustedes para cualquier cosa que haya que hacer. Lo que sí les pido es
que no intenten volver a ir al bosque sin avisarnos, ya vieron lo peligroso
que puede ser. Eduardo, una pregunta. ¿Volviste a ir a tu casa?
–Sólo a buscar el otro auto y Juan se quedó en la puerta vigilando por si
aparecía alguien.
–Creo que si no hicieron nada hasta ahora, lo más probable es: o que no
te hayan identificado o que hayan considerado que no representas ningún
peligro, pero igual no te descuides. Bueno, creo que es todo lo que tenía
para decirles, y además ya es muy tarde. Entiendo que varios de nosotros
mañana trabajamos.
–Eso es cierto –dijo Juan.
Alberto guardó el cuadro, y el manuscrito de Juan Pereyra en el
portafolios, mientras Sara devolvía el cilindro a su caja. Juan los acompañó
hasta la puerta y se despidieron.
Alberto arrancó el motor y emprendió la marcha, pero volvió a frenar en
la siguiente esquina, dudando de hacia dónde ir. La miró a Sara.
–¿Tenés sueño? –Le dijo.
–No –contestó Sara–. ¿Por qué me lo preguntas?
–Quería llevarte a un lugar.
–¿A esta hora? Hmmm. ¿Qué lugar será ese?
–Ya lo verás, creo que te va a gustar.
–Vale. Acepto entonces.
235
Alberto aceleró por las calles de Quilmes hasta tomar la autopista y
mientras viajaban intentó pensar. Tenía un pequeño problema respecto de
Sara. No sabía cómo tratarla. Mejor dicho si sabía cómo hacerlo, pero a
cada momento se veía tentado de tratarla de otra manera. Desde el primer
momento la relación había fluido como la de un profesor con su alumna,
una muy buena alumna, y en esos roles se habían entendido de maravilla,
pero muchas veces creía ver en la mirada de Sara algo más. El problema era
que no estaba seguro de eso. No era un experto en el tema, pero sabía que
existía la posibilidad de que sólo fuera su propio deseo reflejado en la
mirada ajena. No quería estropear la buena convivencia que habían tenido
hasta el momento. Aunque si era real que ella también lo deseaba, sería una
pena que esa electricidad fuera oxidándose en el tiempo.
Esta vez iba a tomar un riesgo imposible de calcular.
Al llegar al centro de Buenos Aires, giró a la izquierda adentrándose en
un barrio que mezclaba antiguos edificios reciclados con otros más
modernos.
–Hace algunas décadas atrás todo esta zona formaba parte del puerto –
dijo.
–Sonia me comentó de este lugar –dijo Sara–. Teníamos planeado venir a
visitarlo pero al final se nos amontonaron los planes.
Cruzaron un puente que atravesaba un antiguo dique y entraron en una
zona de altas torres. Alberto estacionó el auto y se bajó abrirle la puerta a
Sara. Luego la guió hasta el portal de un edificio y tocó uno de los timbres.
Cuando le respondieron por el portero eléctrico dijo su nombre y la puerta
se abrió. En ese momento vio que otra pareja se acercaba desde la calle, y
mantuvo la puerta abierta para que también ellos pudieran entrar. Una vez
en el ascensor tocó el botón del piso cincuenta y cinco. La otra pareja los
acompañó en el ascensor sin tocar ningún otro botón por lo que quedaba
claro que se dirigían al mismo lugar que ellos. Sara lo miraba con un gesto
que oscilaba entre la curiosidad y la preocupación.
–Tranquila –le dijo–. No es nada raro.
Al llegar a lo alto Alberto dejó que la otra pareja saliera en primer lugar
del ascensor. La siguiente en salir fue Sara. Lo primero que se veía al salir
del ascensor era un cartel luminoso con los siete colores del arco iris que
decía: «No hay sueños imposibles». Sara se dio vuelta y le tocó la mano a
Alberto.
–No sé a dónde me has traído pero me parece que este lugar va con mi
estilo –dijo.
236
–Así lo supuse.
Salieron a un bar rodeado de grandes ventanales que se encontraba en el
último piso del edificio. Desde allí se podía contemplar gran parte de la
ciudad.
–Podemos probar afuera –dijo Alberto–. Creo que hoy hay poco viento.
Al salir a la terraza Alberto empezó a sentirse extraño. Lo invadió una
sensación de embriaguez sin haber bebido nada aún. Esa sensación se fue
transformando en una mezcla de emoción intensa y la típica sensación de
dejà vu, de haber vivido ese momento en el pasado. Eligió una mesa que
miraba hacia el río y le pidió las bebidas al mozo. Sara estaba hablándole,
pero no llegaba a distinguir lo que le decía, la oía como si estuviera muy
lejos a pesar de estar a sólo un metro de distancia. ¿Le estaría bajando la
presión? ¿Iba a desfallecer en este momento como cuando Juan Pereyra vio
la nave?
–Disculpame, no te escucho –le dijo a Sara.
Ella lo miró extrañada pero luego pareció comprenderlo. Entonces Sara
se levantó de la silla y le extendió la mano invitándolo a que él también se
levantara.
Sara se puso en puntas de pie y lo abrazó.
–No me importa que no me escuches, sólo quiero que me beses –le dijo
al oído.
Alberto la rodeó con sus brazos y notó lo fina que era su cintura. Luego
separó un poco el rostro para mirarla a los ojos y ya no tuvo dudas de los
deseos de ambos. Se acercó a ella muy lento hasta sentir sus labios y se
sumergió en el extasis. Por un instante le pareció que se encontraba de
nuevo frente al árbol de cristal en una noche de cuarto creciente, pero
conscientemente logró quitarse esa imagen de la cabeza y entonces sólo se
concentró en ese beso, que le hizo perder la noción del tiempo, y también
recordar después de tanto buscar que todos los sueños pueden ser posibles.
Sábado 5 de Noviembre, 00:17
Mientras terminaba de ordenar la cocina Laura sintió que le faltaba el
oxígeno. Salió al patio y caminó por el jardín dejando que la brisa nocturna
le inundara los pulmones. Buscó en el galpón una de las sillas reclinables,
la llevó hasta el centro de la zona de césped y desplegó la silla reclinándola
237
al máximo. Al recostarse en ella contempló las estrellas en el firmamento,
no se veían muchas, el resplandor anaranjado del alumbrado público
anulaba casi todo su brillo. Todavía podía oír en su mente las voces de la
conversación de hacía un rato, sobre todo la voz de Alberto, que era quién
había hablado casi todo el tiempo. Alberto era una de esas personas
carismáticas a las que todo el mundo escuchaba con atención cada vez que
hablaban. Siempre le habían fascinado ese tipo de personas, quizás porque
poseían facultades opuestas a las propias. Lo suyo, sin duda, era la
introspección. Cerró los ojos y se imaginó el árbol de cristal con los
personajes de la historia de Juan Pereyra bajo su sombra: Juan, su esposa
Laura, sus hijos, los extraterrestres… Ella era la única persona de los que se
habían reunido hoy en su casa que no había estado personalmente frente al
árbol de cristal. En realidad, Juan tampoco, había estado debajo de él pero
no lo había visto. Pensó que sería lindo ir a ver el árbol. Se propuso decirle
a Juan que la llevara a conocerlo cuando tuvieran la oportunidad. Hoy
todos habían hablado de coincidencias pero ella había notado una que los
demás no habían mencionado y que prefirió guardarse para sí misma. Juan
y Laura, Laura y Juan, así se llamaban los Pereyra y así se llamaban ellos.
Quizás por eso sentía como muy cercana toda la historia de los Pereyra. Se
había emocionado al oír algunos pasajes y hasta le había dado un poco de
temor el final, sobre todo cuando Pereyra decía que el mosquito estaba a
punto de reventar el frasco. ¿Sería cierto eso? Había releído esas últimas
páginas mientras estaba parada al lado de Eduardo y había notado una
leve advertencia de la luz roja, que no había llegado a convertirse en dolor
de cabeza, pero sí había sentido con claridad el calor y la presión en la
nuca. Era raro porque jamás le había pasado leyendo una historia. Pensó
que sería increíble, aunque peligroso, que de verdad existiera esa sustancia
que alargara la vida, aunque tampoco sería algo tan raro, sin ir más lejos el
aloe vera rejuvenece la piel, quizás sólo los extraterrestres hubieran dado
un paso más adelante.
Sintió que le tocaban el hombro. Abrió los ojos y vio a Juan.
–¿No tenés frío? –dijo Juan.
–No, estoy bien, en la cocina hacía mucho calor.
–¿Venís a dormir?
–Sí, ahora voy… ¿Juan?
–¿Qué?
–¿Me llevás al árbol de cristal? Quiero conocerlo.
–¿Te parece? Después de todo el kilombo que se armó…
238
–Sí, me gustaría. Después de todo, el lugar sigue abierto al público y de
día suele ir mucha gente. ¿O no?
–Sí… bueno, el sábado que viene si querés vamos. ¿Dale?
–Sí
–¿Vamos a dormir ahora?
–Dale, vamos
Jueves 17 de Noviembre, 14:17
Alberto había pensado en buscar la compañía de Eduardo por dos
motivos. El primero era que Sara no estaba disponible para acompañarlo;
se había ido unos días con su amiga Sonia a conocer la zona de Bariloche y
Villa la Angostura, y la segunda de las razones era que durante la reunión
había sido Eduardo quien se había mostrado por un lado más incrédulo y
reticente, pero por otro lado al final había demostrado su valía
descubriendo la similitud entre su mapa y los dibujos del cilindro. Sin duda
era un tipo inteligente y despierto que podía resultar un gran colaborador.
El GPS lo llevó hasta la dirección que Juan le había pasado. Tocó el
timbre de un bonito chalet ubicado en una esquina al que se lo notaba algo
descuidado, le hacía falta una mano de pintura y un jardinero urgente.
Llamó varias veces sin resultado. Oía sonar el timbre en el interior de la
casa y sin embargo nadie atendía. Ya volvía hacia el auto cuando vio a
Eduardo que venía caminando desde la esquina.
–¡Señor Reynini! –exclamó Eduardo.
–Pensé que no estabas –dijo Alberto–. Ya me estaba yendo.
–Salí por la puerta del garaje que da a la otra calle. Mejor prevenir, por si
vienen esos tipos… eso me dijiste vos. Además estaba sentado en el trono
del baño y esa tarea no la interrumpo por ningún motivo.
–Ya lo creo –dijo Alberto intentando sacar de su mente la imagen de
Eduardo sentado en el inodoro.
Eduardo señaló hacia la puerta.
–¿Vamos adentro? –invitó.
–No, estoy apurado –dijo Alberto–. Sólo pasaba a hacerte una propuesta.
¿Podés zafar del trabajo esta tarde?
–Como poder puedo, pero no debo. Tendría que ser por algún motivo
que valiera la pena.
239
–Mirá, como mínimo va a ser interesante, eso te lo aseguro.
–Bueno, podría aceptar. ¡Pero adelantame algo para convencerme!
–Te puedo decir que el asunto es por la zona del parque Pereyra.
–¿Ahora mismo?
–Sí.
–Ya me convenciste. Esperame un minuto que me pongo la ropa de
combate, pero mientras tanto entrá, no te vas a quedar acá afuera.
–Bueno, dale.
Eduardo sacó del bolsillo la llave de la puerta principal de su casa, giró
la cerradura y empujó la puerta haciéndole un gesto a Alberto para que
pasara. Eduardo desapareció escaleras arriba y Alberto se paseó por el
comedor observando todo con detenimiento, tal era su vicio. A los pocos
minutos Eduardo reapareció luciendo unas espectaculares bermudas
amarillas, una remera con la inscripción «Waikiki team», unos aparatosos
lentes de sol de color naranja y su ya clásica sonrisa maléfica-burlona en la
cara.
Alberto lo miró de arriba abajo.
–Estoy empezando a envidiarte –dijo–. Con el calor que hace tendría que
haberme vestido como vos, pero vengo de una reunión de trabajo.
–Si querés te presto ropa.
–No gracias, mejor no perdamos tiempo –dijo Alberto temiendo recibir
alguna holgada bermuda multicolor hawaiana–. Alguien nos espera.
–Como quieras, vamos entonces.
Una vez en el auto Alberto pisó sin escatimar presión el acelerador y el
viejo BMW se lanzó con agilidad. En un par de minutos se encontraban en
la autopista y Eduardo abrió la ventanilla dejando que el aire le alborotara
los cabellos.
–Casi me había olvidado de este asunto del árbol de cristal –dijo–. Ya
hace más de dos semanas de la reunión en casa de Juan y no dabas señales
de vida. Ya estaba pensando que habías perdido el entusiasmo.
–Para nada. Después de tantos años dándole vueltas al asunto no lo voy
a abandonar justo ahora que las cosas parecen estar moviéndose. Lo que
pasó es que fue muy difícil conseguir un contacto que valiera la pena, pero
estuve trabajando duro y al final creo que encontré algo interesante. En
pocos minutos lo vas a ver con tus propios ojos.
–¿Vamos a tener acción hoy?
Alberto sonrió ante el entusiasmo no disimulado de Eduardo.
–No, no lo creo –dijo.
240
–¡Qué lástima! Así en bermudas me siento más guerrero.
–Tranquilo Edu, hoy es día de observación.
–De acuerdo, observemos entonces.
La primavera estaba avanzada, y al llegar al parque Pereyra Alberto
notó lo mucho que había crecido la vegetación en los últimos días, lo que le
hizo recordar la expresión de Juan Pereyra cuando decía en el diario que el
parque «explotaba de verde». De esa forma se veía el parque en estos
momentos: como una auténtica explosión de verde, lo cual tenía su lógica,
ya que estaban en la misma época del año en la que Juan Pereyra había
situado su relato.
En esta oportunidad Alberto no tomó por la ruta principal, sino que
optó por un camino secundario que bordea el parque por su flanco oeste, el
camino General Belgrano. Cuando ya habían cruzado la mayor parte del
parque, disminuyó la velocidad y giró a la derecha por un camino vecinal,
angosto pero asfaltado. El camino se internaba entre un campo sembrado
con hortalizas a la izquierda y una densa vegetación a la derecha.
Alberto notó como Eduardo se ponía impaciente, cambiaba de posición
en el asiento a cada momento y miraba la hora.
–Tranquilo, ya casi llegamos –le dijo.
–¿Se puede saber a dónde mierda vamos por acá? –Preguntó Eduardo.
–Ya lo vas a ver, falta poco.
Un kilómetro más adelante, el camino hacía un giro de noventa grados a
la izquierda. Pocos metros después, Alberto frenó y se dio vuelta para
mirar el rostro de Eduardo.
Se encontró con lo que esperaba: la mandíbula de Eduardo estaba unos
cuantos centímetros más abajo que el resto de su rostro.
–Dale, estás esperando a que te pregunte qué es esto –dijo Eduardo sin
dejar de mirar hacia adelante–. No te voy a dar el gusto, te lo voy a decir
yo: Es un radiotelescopio, pero que me culee un burro si sé que mierda
hace un radiotelescopio perdido acá en medio de los tomates y los zapallos
–dijo moviendo el brazo hacia las hortalizas que crecían en el campo
vecino.
Alberto no pudo contener una sonrisa.
–Entonces te lo voy a decir yo –dijo–. Estamos frente al Instituto
Argentino de Radioastronomía, y acá trabajan para el SETI. ¿Sabés lo que es
el SETI?
–¿SETI? ¿SETI me decís? La puta que te tiró, ¿me estas jodiendo?
241
Alberto movió la cabeza a un lado y al otro varias veces, de forma
alternada.
–Search extra terrestrial intelligence, o dicho en cristiano: búsqueda de
inteligencia extraterrestre –dijo Eduardo–. Eso es SETI, pero hasta dónde yo
sabía el proyecto estaba desactivado hace una pila de años, y jamás se me
hubiera ocurrido que se hacía en Argentina.
–Entonces te doy noticias frescas: el proyecto se reactivó hace poco. Ya
desde la primera época del programa SETI, siempre se había buscado un
lugar desde donde escanear los cielos del hemisferio sur… y bueno… acá
estamos.
–Vaya sorpresa. Esta sí que es buena. ¿Y ahora qué hacemos?
–¿Qué te parece si entramos?
–¿Podemos?
–¿Creés que te traje sólo para mirar de afuera?
Eduardo le dio dos palmadas en el hombro a Alberto con entusiasmo
mientras este volvía a acelerar para avanzar unos metros y detenerse frente
al portón de entrada. Desde allí se podía apreciar la totalidad del recinto:
Dos radiotelescopios y un edificio de diseño moderno cubierto de cristal
ubicado entre ambas antenas.
El vigilante se acercó a ellos.
–Buenas tardes –dijo.
–Soy Alberto Reynini y venimos a ver al profesor Patricio Enriquez.
–Pasen, los está esperando.
El vigilante volvió a la garita y desde allí accionó el mecanismo que
abría el portón.
–Nos está esperando –repitió Eduardo–. Eso me gusta.
Después de estacionar el auto, caminaron hacia la entrada principal.
Pocos metros antes de llegar, la puerta se abrió y una persona salió a
recibirlos. Se trataba de un individuo delgado en extremo, que no medía
más de un metro sesenta centímetros, y que a pesar de la espesa barba que
le cubría el rostro no aparentaba más de veinticinco años.
–¿Este pendejo hippie no será el profesor? –Preguntó Eduardo.
–Shhh –respondió Alberto.
Al llegar a la puerta el tipo de la barba le ofreció la mano a Alberto.
–Bueno, por fin nos conocemos en persona –dijo.
–Sí, después de tantos e-mail es bueno verse cara a cara. Te presento al
señor Eduardo Spinetti. Eduardo, él es el profesor Patricio Enriquez.
242
Los presentados se dieron las manos sin ocultar una expresión de mutua
desconfianza. Luego, Patricio abrió la puerta de cristal que estaba a su
espalda.
–Pasen –dijo.
Al entrar se encontraron en una sala de recepción con varias hileras de
sillones que miraban hacia una gran pantalla de TV que colgaba de la
pared. Patricio continuó caminando y los guió a través de un pasillo hasta
cruzar una puerta de cristal de doble hoja que daba a la sala de control del
complejo. Allí, en dos pantallas, una a cada lado de la sala, se veía el
monitoreo del rastreo de los radiotelescopios. Se mostraban imágenes
circulares similares a la de un radar, y en la parte inferior de las pantallas se
veían tres filas de números que cambiaban continuamente. En el centro de
la sala había una gran mesa redonda en dónde estaba desplegado un mapa
estelar.
Patricio apoyó las manos en la mesa y se inclinó sobre el mapa.
–Cómo podrán ver esto es el cielo del hemisferio sur –dijo–. Acá está la
Cruz del sur, la Popa, la Vela, la Quilla, el Triángulo austral, el Can mayor
y Orión, esta última ya en el ecuador celeste, lo que quiere decir que se
puede ver desde ambos hemisferios –dijo señalando las constelaciones una
a una en el mapa.
Alberto había seguido el movimiento de la mano de Patricio y había
notado algo en particular.
–¿Y esos puntos rojos que indican? –Preguntó–.
–Bueno esa es nuestra contribución o mejor dicho el resultado de
nuestro trabajo. Son los puntos desde dónde hemos recibidos señales de
radio de alta intensidad en un ancho de banda ultracorto.
–¿Qué te parece si lo traducís al idioma de los mortales? –Intervino
Eduardo.
–De acuerdo. Es el tipo de señal que se esperaría que emitiera una
civilización extraterrestre.
Alberto contó en silencio los puntos rojos sobre el mapa.
–Diecinueve civilizaciones extraterrestres, y son sólo las que se captan
desde el hemisferio sur –dijo.
–No no, no te apures tanto –dijo Patricio–. Nada de civilizaciones, son
sólo señales de radio. En realidad no tenemos ni idea de cuál puede ser su
origen, sólo que son como debieran ser si alguien emitiera una señal de
radio en alguna parte del cosmos. No tenemos ninguna prueba de que sean
alienígenas. Además, en todos los casos, las señales sólo han durado un
243
intervalo de tiempo muy corto, de unos pocos segundos, y hasta ahora
nunca se ha vuelto a repetir una señal desde un mismo lugar. Pareciera ser
que en el espacio habría muchísima interferencia y por esa razón las señales
captadas serían tan irregulares.
–Bueno, pero se nota que han avanzado mucho, hace unos pocos años
no tenían ningún punto rojo en este mapa –señaló Alberto.
–Eso es cierto.
Eduardo empezó a pasearse por delante de los equipos, y a hacerle
preguntas a Patricio acerca de la utilidad de cada uno, oyendo las
respuestas con atención. A Alberto le causó gracia el hecho de que ahora
Eduardo mirara con respeto a la persona a la que hacía unos minutos se
había referido como «pendejo hippie». Patricio se dedicó a responder con
paciencia todos los requerimientos que se le solicitaban hasta que Eduardo
se mostro satisfecho, luego fue hasta una puerta lateral.
–¿Me acompañan? –dijo y abrió la puerta.
Los tres pasaron a una habitación pequeña con un escritorio en el centro
y un gran ventanal por el que se podía ver el parque y uno de los
radiotelescopios. Patricio señaló dos sillas que estaban frente al escritorio.
–Tomen asiento –dijo.
–¿Puedo? –Preguntó Eduardo señalando un sillón ubicado frente al
ventanal.
–Por supuesto –contestó Patricio.
Mientras Eduardo se acomodaba en el sillón, Alberto y Patricio se
sentaron frente a frente en el escritorio.
–Bueno, retomo un poco la historia –dijo Patricio–. Como ya te conté por
correo, todo empezó hace como dos meses cuando vino a verme este tipo
Michael Green, y desde ya te digo que ese no es su nombre real, hasta él
mismo lo insinuó en una de las reuniones. Lo que sí es seguro es que es
extranjero. Habla con un acento muy raro, a veces parece ruso y otras,
turco. Algunos dicen que es de Kazajistán, aunque a mí me parece que es
un tipo que debe haber vivido en muchos lugares distintos. La cuestión es
que me ofreció trabajar en un proyecto de biotecnología, que como vos
sabés es mi otra pasión. Yo le contesté que si bien el tema me interesaba, no
era mi campo profesional, por lo que no podía aceptar un trabajo en esa
área, y además, de ninguna manera, ni por ninguna plata, abandonaría el
trabajo que estoy haciendo acá en el Instituto de Radioastronomía. El tipo
me contestó que se había contactado conmigo porque sabía que yo estaba
trabajando en el SETI, y que eso, en combinación con mis conocimientos de
244
biotecnología, era exactamente lo que estaba buscando. Le dije que se
explicara mejor, porque no se entendía que tenía que ver una cosa con la
otra, y entonces me dijo: «Esa cuestión te la voy a explicar in situ, y no te
preocupes porque no me interesa que dejes tu trabajo actual, todo lo
contrario». Y me dijo que no íbamos a tener problema en acomodar los
horarios, más teniendo en cuenta que el lugar de trabajo estaba a sólo cinco
minutos en auto desde el I.A.R. En concreto me ofreció trabajar tres horas
por día durante la semana, más ocho horas los sábados, pagándome cuatro
veces más de lo que gano acá. La oferta en sí era muy tentadora, pero la
verdad es que este Michael Green me caía muy desagradable, parecía el
típico vendedor puerta a puerta, y lo que más me molestaba de todo era
que no me decía en concreto cuál era la tarea que tenía que desempeñar. Al
final me citó para el lunes siguiente en la escuela de policía Juan Vucetich.
Patricio hizo una pausa y Eduardo se impacientó.
–¿Y? ¿Fuiste? –Preguntó
Sí fui, más que nada por curiosidad, y porque si se trataba de algún
engaño, la escuela de policía es un lugar seguro, por lo menos en teoría. Salí
de acá como todos los días a las cuatro de la tarde, crucé el parque Pereyra
por los caminos internos, y tal como me dijo Green, en cinco minutos estaba
estacionando el auto en la escuela de policía. El tipo estaba parado en la
puerta esperándome. Me hizo pasar al vestíbulo, y de ahí encaró por un
pasillo que va para el fondo, hasta llegar a una de las últimas puertas.
Abrió y entramos a una habitación que tiene unas escaleras que van para
abajo. Todo esto mientras me contaba a carcajadas una película de gansters
que había visto ese día, a lo yo que asentía sin meter bocado. Cuando
terminamos de bajar las escaleras aparecimos en el extremo de un pasillo
tan largo que no se veía dónde terminaba.
–Ajá, entonces desde la Vucetich también se puede entrar a los túneles –
interrumpió Eduardo.
–Así es –dijo Patricio–. Cuando vi semejante túnel, me paré en seco y le
pregunté adonde mierda íbamos. Él se dio vuelta, se puso serio, y me dijo:
«Como te podrás dar cuenta, estamos entrando a una instalación secreta. A
partir de ese momento todo lo que veas no podés divulgarlo. Esta es la
primera condición de tu trabajo». No me gustó nada que me apurara de esa
forma y estuve a punto de dar media vuelta, pero la curiosidad pudo más y
le dije que sí. El pasillo debe tener unos cuatrocientos metros desde la
entrada hasta las instalaciones subterráneas que ustedes ya conocen. Me
llevó hasta un laboratorio y me mostró dos frascos. Uno contenía un
245
líquido transparente y viscoso. Me dijo que esa era la resina del árbol de
cristal. En el otro frasco había un trozo de una sustancia sólida de color
verde, que también tenía una cierta transparencia. Según él, eso era la
misma resina del árbol pero procesada. Y me dijo que lo que él quería, era
descubrir cuál era la diferencia entra una y la otra, o mejor aún cuál era el
proceso que operaba en la resina para pasar de un estado al otro. «Sospecho
que el cambio se produce en la estructura genética», me dijo. Y que
necesitaba que analizara la posibilidad de modificar mediante
biotecnología la resina transparente para convertirla en la verde. Le
pregunté cómo había ocurrido esa conversión en las resinas que estaban en
los frascos y me dijo que ese proceso lo había hecho una máquina que
ahora ya no funcionaba, que estaban intentando repararla, pero que para
eso necesitaban entender primero el proceso de transformación de la resina
en sí mismo. Después me llevó a recorrer algunas partes del complejo y me
mostró las máquinas que según él procesaban la resina. Ahí había varias
personas trabajando: algunos parecían mecánicos, otros estaban trabajando
en la electrónica del equipo, había informáticos y también había unos tipos
con uniforme militar que miraban aquí y allá y que parecía que no sabían
bien muy bien qué hacer. Para mí que estaban vigilando a los demás. Las
máquinas en sí parecen una especie de lavadoras industriales con control
computarizado. Yo en principio le dije a Green que hasta dónde yo sabía
ninguna máquina de ese tipo se utilizaba para producir cambios en la
estructura genética, que el proceso de mutación de la resina con seguridad
tendría que ser de otra índole. A eso me contestó que entonces analizara las
dos muestras y que confirmara que el ADN de las mismas fuera idéntico,
pero que él estaba seguro de que no lo era. Me acompaño hasta afuera y me
dijo que quería algo más: Que le informara cuando en el programa del SETI
se detectaba alguna nueva señal de radio. Le contesté que para eso no me
necesitaba a mí. El IAR pertenece a la Universidad de la Plata y todos los
informes son públicos, cualquier persona puede consultarlos. Me dijo: «los
informes tardan el publicarse y yo no tengo tanto tiempo», a lo que le
contesté que me daba lo mismo, que no había problema en adelantarle esa
información porque no era secreta. Entonces me dio las gracias, se subió a
su camioneta todo terreno y se fue.
Eduardo se levantó de un salto del sillón.
–Necesito café –dijo.
–Te lo traigo –dijo Patricio–. ¿Alberto, vos querés un café?
–Sí, dale, gracias.
246
Patricio salió de la habitación y cerró la puerta. Eduardo se paró junto a
la ventana. La sombra del radiotelescopio se había ido extendiendo y ahora
cubría casi todo el terreno del complejo.
–¿Qué opinas de lo que dijo este pibe hasta ahora? –dijo.
–Que sería interesante saber quién carajo es Michael Green y porque está
al mando de lo que se está haciendo allí abajo –contestó Alberto.
–Lo que sí se confirma es tu teoría de que este tipo está intentando hacer
funcionar las máquinas para recrear la famosa resina de la juventud de la
que habla Juan Pereyra.
–Sí, aunque sigo sin entender cómo accedieron al diario.
–O había otra copia además de la que encontró tu socio, o tienen el
famoso cuaderno de anotaciones de Pereyra. Quizás alguna de las dos
cosas haya quedado entre los integrantes de la familia Pereyra.
–Es posible. Lo que no sabe ese idiota es que tenemos la pieza que le
falta a la máquina. Espero que no la estropee antes de que podamos
probarla.
–Yo todavía no estoy seguro de que el cilindro ese tenga algo que ver
con la máquina.
En ese momento entró Patricio con los cafés y Eduardo se hizo el
distraído mirando la gigantesca antena por la ventana. Patricio puso los
cafés sobre la mesa y abrió una gaseosa para él. Alberto puso tres
cucharadas de azúcar en su café y lo revolvió con lentitud.
–Dijiste que Green tiene gente intentando hacer funcionar las máquinas
–dijo–. ¿Pudiste averiguar algo en concreto acerca de que están haciendo?
–Sí –dijo Patricio–. Cuando yo empecé a trabajar ahí hace dos meses
atrás, estaba toda esa gente que te describí estudiando una de las máquinas,
pero un par de semanas después los echó a todos. Esa es otra de las mañas
que tiene: De vez en cuando monta en cólera, se enoja con alguno y termina
echándolo a patadas. Con el tiempo fui hablando con la gente y me fui
enterando de algunas cosas. Parece ser que los ingenieros le dijeron que las
máquinas están en perfectas condiciones mecánicas y electrónicas, y que el
problema es exclusivamente informático. Las computadoras se pueden
encender, ver las pantallas, pero no se entiende nada. O sea, el sistema
operativo que tienen no es un sistema estándar. No es Windows, no es
Linux, ni nada por el estilo, es algo totalmente incomprensible.
–Perdoná que te interrumpa –dijo Alberto–. ¿Los caracteres que
aparecen en la pantalla es lo que no se puede leer, o es el sistema lo que no
se entiende?
247
–Ahora que me lo preguntás, no lo sé con exactitud. Aparecen barras
verticales, horizontales y oblicuas, formas geométricas de todo tipo y
también flechas en distintos sentidos. Es obvio que se trata de un lenguaje
lógico, pero no tengo claro si es que los informáticos no entendieron el
lenguaje o el sistema. Para mí no tienen ni idea de ninguna de las dos cosas,
pero nadie se atreve a decírselo a Green. Después que rajó a los que estaban
cuando yo llegué, trajo a un chico mexicano que supuestamente es un genio
de la informática. El chico le dijo que lo único que le falta al sistema para
arrancar es simplemente la contraseña, pero parece que la cosa no debe ser
tan fácil, porque ya lleva tres semanas y todavía no logró descifrar el
encriptado. Green está que trina y ya le dio el ultimátum al mexicano
también.
Eduardo miró a Alberto con satisfacción.
–La contraseña –dijo.
Alberto lo miró e hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza.
Luego volvió a dirigirse a Patricio.
–Lo que nos interesa a nosotros es que sigas pendiente de lo que pase
con las máquinas –dijo–. En particular no perderle pisada a lo que esté
haciendo el informático, y en el caso de que eventualmente la máquina
funcione, necesitamos que nos avises lo más pronto posible.
–Está bien –dijo Patricio–. Pero tengo mis condiciones. Quiero que
ustedes me cuenten que es lo que saben sobre las máquinas.
–De acuerdo, pero la historia es larga, así que te voy a contar los puntos
más importantes como para que no estemos acá hasta mañana.
Alberto le relató a Patricio una versión resumida del diario de Juan
Pereyra, omitiendo de manera deliberada la referencia que Pereyra hacía de
la pieza que le había sacado a la máquina. Tampoco le contó nada del
episodio de su último vuelo como piloto de la fuerza aérea. Había
investigado a Patricio y sabía quién era, pero tampoco confiaba del todo en
que pudiera darle datos a Green.
–Por lo que vos nos contás –terminó diciendo Alberto–, deducimos que
Green de alguna manera logró hacerse con una copia del manuscrito de
Juan Pereyra, y se lo creyó. Se tomó literalmente un escrito que con
seguridad es novelesco cien por cien, y por eso es que está desesperado por
hacer funcionar las dichosas máquinas, cree que con ellas va a lograr la
vida eterna.
248
–Entonces, si Green es sólo un loco que quiere hacer andar unas
máquinas que no sirven para nada, ¿por qué ustedes están tan interesados
en él? –Preguntó Patricio.
–Yo no dije que las máquinas no sirvieran, tienen que servir para algo.
Las instalaciones que están allí abajo son muy importantes como para que
no tengan ninguna utilidad, y queremos saber de qué se trata. Lo que dije
antes es que el relato de Pereyra es pura fantasía.
Patricio permaneció un momento en silencio estudiando las caras de
Alberto y Eduardo.
–Me quedo con la sensación de que ustedes se están guardando alguna
cosa que no me quieren decir –dijo al fin–, pero no importa, intentaré estar
atento y también amigarme con el informático a ver si me dice algo más,
pero prométanme que si yo consigo más información ustedes serán
recíprocos conmigo.
–Me parece un buen trato –dijo Alberto–. Esperamos tu llamada
entonces.
–Bueno, ahora si me disculpan, voy a seguir trabajando.
Los tres volvieron a estrecharse las manos y Patricio los acompañó hasta
la puerta de salida.
Viernes 18 de Noviembre, 2:47 hs
Juan se despertó en medio de la noche sintiendo la garganta seca. Esa
tarde había estado cortando el pasto y había transpirado mucho, pero a
pesar de haber ingerido mucho líquido en las horas siguientes la sed aún
persistía. Sin embargo la sed no era la causa de su insomnio…
Después de un periodo de vacío, había soñado de nuevo.
No le gustaba encender las luces cuando se levantaba a la madrugada,
porque en caso de hacerlo luego le costaba más volver a dormirse. Caminó
a oscuras hasta la cocina y abrió la heladera. Un colorido envase de jugo de
pera lo tentó desde el fondo del estante. Dejó la puerta de la heladera
abierta para que hubiera algo de luz y buscó un vaso en la alacena. Se sirvió
y bebió. Intentó recordar el sueño, pero en principio sólo le aparecieron
imágenes inconexas en la mente. Recordaba estar en un lugar oscuro, pero
que no era el bosque, era un lugar cerrado, en donde vagaba por largos
pasillos. Estos pasillos tampoco parecían ser los túneles del complejo del
249
árbol de cristal, ya que eran más angostos y claustrofóbicos. Intentó
relajarse a consciencia durante un rato y las imágenes empezaron a ser más
congruentes, a cobrar sentido. Entonces recordó la parte final del sueño, en
dónde después de mucho caminar los pasillos comenzaban a iluminarse,
las luces se encendían una a una hasta casi enceguecerlo. Entonces aparecía
la chica, la del diario de Juan Pereyra, María, ¿o sería Sara? Para él todas
eran la misma. Para él todas eran la chica de sus sueños que por supuesto
tenía los ojos blancos, esos que iluminaban como si fueran bichitos de luz.
La chica lo llevaba por los largos pasillos, a veces más anchos, a veces más
angostos, atravesaban puertas que se abrían solas cuando ellos se
acercaban. Ella le mostraba diferentes lugares y diferentes aparatos que
Juan no entendía que eran ni para que servían. Al final del sueño entraban
a una habitación que se encontraba a oscuras por completo y nada se podía
ver. Y ahí se acababa el sueño.
Juan pensó que estaría sugestionado por el diario de Pereyra. Lo raro era
que ya habían pasado dos semanas desde el día de la reunión. ¿Por qué
soñaba ahora?
Terminó el jugo de pera, cerró la heladera y volvió a la cama.
Martes 29 de Noviembre, 23:10
El programa de correo electrónico emitió el sonido de un nuevo ingreso
a la bandeja de entrada. Alberto dejó el libro que estaba leyendo sobre la
mesita de luz y se levantó de la cama para acercarse hasta el escritorio.
Movió el ratón y la pantalla del monitor cobró vida. Leyó:
De: Patricio Enriquez
Para: Alberto Reynini
RE: Árbol de cristal
¿Sería lo que había estado esperando? El texto era muy extenso y tuvo
que bajar mucho la barra lateral hasta llegar al final. Volvió a subir hasta
arriba del todo y comenzó a leerlo con detenimiento:
«En los días posteriores a nuestro encuentro completé la primera tarea que el
señor Green me había encomendado. Después de haber estudiado la composición
250
química de ambas resinas, y de haber comprobado que estaban hechas exactamente
con los mismos elementos, comparé sus estructuras genéticas. Resultó ser que
Green tenía razón: existe una sutil, aunque fundamental diferencia entre ambas
muestras. En la muestra de resina verde sólida, o sea la procesada, la cadena
genética tiene una complejidad extra. Al confirmarle este descubrimiento a Green,
me dijo que me preparara porque en caso de que no funcionara la máquina sería yo
el encargado de sintetizar la resina verde mediante biotecnología, por lo tanto, que
fuera instrumentando los métodos necesarios para llevar a cabo dicha producción.
Le contesté que necesitaba ciertos equipamientos, que por cierto no son económicos,
y que también sería necesario un equipo de trabajo de al menos cuatro personas,
advirtiéndole que de todas formas sería muy difícil calcular cuánto tiempo podía
llevar conseguir resultados, pero que en principio había que pensar en un período
mínimo de varios meses. Me contestó que no me preocupara por el dinero, y que me
pusiera ya mismo a contratar el personal y a comprar los equipos. «No sé cuánto
tiempo tenemos y no quiero arriesgarme. Vamos a ejecutar el plan A y el B al
mismo tiempo», dijo.
En los días posteriores puse manos a la obra. Entretanto observé que Green no
desistía, y aún hoy no desiste, de intentar hacer funcionar la máquina. De lo que sí
ha desistido es de continuar buscando la clave para hacer arrancar el ordenador
principal, ya llevaban muchos meses intentándolo y estaba harto de no conseguir
ningún resultado. Ahora le solicitó a los informáticos que desarrollen una
computadora nueva, que reemplazando a la original, controle la procesadora de
resina. Personalmente, y a pesar de que la informática no es mi campo, lo de
reemplazar la computadora me parece aún más inverosímil que tratar de hacer
funcionar la original, más aún luego de ver las caras de pánico de los informáticos,
que no tienen ni idea de por dónde empezar, pero con tal de conservar la gruesa
paga que les da Green no le dicen que el proyecto no tiene ni pies ni cabeza. Esto es
una bomba de tiempo y es cuestión de días para que Green vuelva a estallar y
empiece a patear culos de nuevo. Por otra parte, hace cinco días Green me preguntó
si conocía algún proveedor del IAR que vendiera los filtros que usan los radares
para evitar las interferencias de los objetos que se mueven en tierra. Sorprendido
por semejante pregunta le contesté que yo no tengo ni idea de cómo se maneja la
sección de infraestructura del IAR y Green no volvió a insistir con el tema. Al día
siguiente, o sea el viernes pasado, aparecieron tres técnicos de una empresa
especializada en antenas y colocaron una especie de equipo para radioaficionados en
un árbol cercano al complejo. Luego colocaron un cableado que va desde la antena
hasta la nueva computadora con la que están tratando de hacer funcionar la
procesadora de resina. Desconozco por completo que pretenden hacer con eso y no
251
pienso preguntar para no levantar sospechas. Lo que sí logre descubrir cuando me
di un disimulado paseo a la hora de la merienda, es que la antena está camuflada en
el pino más alto del bosque, que estoy casi seguro que es el llamado pino de los doce
cadetes. Es un pino que está a mitad de camino entre la tosquera y el árbol de
cristal.
No olvide saludar a su amigo Eduardo de mi parte.
Patricio Enriquez
PD: Olvidé decirte que la semana pasada una empresa de seguridad instaló un
circuito cerrado de TV con al menos una docena de cámaras repartidas en los
puntos más estratégicos del complejo.»
Alberto volvió a recostarse en la cama. La post data le había caído como
una jarra de agua fría de cara a planificar una segunda incursión al
complejo. ¿Pero por qué Green se preocupaba ahora por la seguridad?
Había pasado casi un mes desde que ellos habían estado por allí, y recién
ahora ponía las cámaras, o era muy desorganizado, o temía a alguien más.
El resto de la información de Patricio tampoco era halagüeña. Green seguía
manoseando la máquina, y lo más llamativo de todo era que había
montado su antena en el pino de los doce cadetes. Era demasiada
casualidad que hubiera elegido exactamente el mismo árbol que según el
diario de Juan Pereyra habían utilizado los extraterrestres para hacer la
misma cosa. Ese dato era una evidencia más de que Green, por el medio
que fuera, tenía acceso a la misma información que ellos. Además, estaba
rodeándose de gente capaz como Patricio y podía conseguir resultados en
cualquier momento. Nunca se debe subestimar el poder de una sola
persona cuando esta tiene malas intenciones. Esa era una lección que
Alberto había aprendido hacía mucho tiempo atrás: Siempre es más fácil
dañar que hacer cosas constructivas. De una forma u otra, había que
fastidiarle los planes a ese idiota y después averiguar de una vez por todas
cual era la relación real, si es que existía, entre las máquinas, el diario de
Pereyra, y el cilindro rosa de Sara.
Contestó el mail de Patricio solicitándole un plano con la ubicación
exacta de las cámaras, además de información acerca de cómo se
controlaban y almacenaban los videos grabados.
Alberto empezó a barajar diferentes opciones de acción. Tenía que
volver al complejo, pero se le presentaba una gran duda. ¿Era sensato
252
volver a arriesgar a Sara, Juan y Eduardo en una nueva operación? Quizás
habría llegado el momento de actuar en solitario, como en los viejos
tiempos.
Se pasó la noche en vela meditando acerca del camino a tomar. Juan y
Eduardo le habían contagiado un entusiasmo de principiantes que hacía
tiempo había perdido, Sara era eficiente y disciplinada, y los cuatro
conformaban una inteligencia grupal que debería llevarlos al éxito. Todo
esto sin tener en cuenta la amistad incipiente que estaba surgiendo en el
grupo. Al final decidió que valía la pena tomar los riesgos consecuentes y
aprovechar la energía del poco común grupo de trabajo que por azar se
había gestado.
El miércoles por la mañana recibió la respuesta de Patricio con un plano
adjunto de las cámaras de seguridad. En él Alberto comprobó que la
instalación estaba hecha por un profesional y que no tenía puntos débiles
notorios; era imposible acercarse al complejo por cualquiera de los túneles
sin ser visto. Volvió a escribirle a Patricio preguntándole si creía factible
poder desactivar ciertas cámaras en un horario determinado. Recibió una
rápida respuesta: «pan comido» aseguraba el astrobiólogo. El segundo
problema a resolver era por dónde entrar al bosque. Después de la
persecución de la vez anterior, era seguro que Green y sus secuaces
tendrían vigilado el camino que partía de Hudson hacía el parque Pereyra.
Volvió a recurrir a los mapas y buscó una entrada que resultara lo más
inesperada posible. No cabía duda de que el flanco norte, el único no
bordeado por caminos, y en dónde el bosque lindaba con barrios privados
y cercados, sería un sector desde dónde no se esperaría que nadie entrara.
Sin embargo la zona le era desconocida por completo y no sabía si el
recorrido era posible. Tendría que hacer trabajo de campo para
comprobarlo.
Esa misma tarde salió con el auto y recorrió la zona de barrios privados
al norte del bosque. Después de varias idas y vueltas dio con lo que
buscaba. El camino presentaba algunas dificultades, la más notable era su
longitud; había que hacer cinco kilómetros a pie desde dónde se debía dejar
el auto hasta el altar de la virgen, contra los mil doscientos metros que
habían recorrido la vez anterior. Calculó que por la noche, y andando con
cuidado, se podrían recorrer en un máximo de una hora y quince minutos.
La siguiente dificultad, aunque menor, era que el camino no era gratis.
253
Jueves 1 de diciembre, 20:46
Juan había estado una hora hablando por teléfono con Alberto. Se sentía
desorientado, sin estar seguro acerca de qué camino tomar. Paseó su
mirada por el jardín hasta detenerla en los ojos de Laura.
–Me parece que vas a tener que ir –dijo ella.
–Ustedes están todos locos –dijo Juan.
–Sí, quizás, pero no te olvides que si dejás de seguir a tus sueños, puede
ser que sean ellos los que te persigan a ti.
Viernes 2 de Diciembre, 21:22
Cuando Alberto giró en la esquina de la calle Yerbal vio a Sara
esperándolo en la puerta de la casa de Sonia. Antes de que frenara del todo,
Sara ya caminaba hacia el coche. Llevaba puesta la misma ropa de la vez
anterior; calzas y remera deportiva, ambas de color negro. Cuando ella
entró al coche la besó con suavidad y luego saludó a Sonia con la mano.
–Estás hermosa con tu traje de ladrona profesional –dijo–.
–Ladrona no, pero profesional sí –contestó Sara con una sonrisa
mientras se colocaba el cinturón de seguridad.
La calle era una cortada, no quedaba otro camino que retroceder.
Alberto puso la marcha atrás y aceleró, haciendo que el suave BMW flotara
sobre los desparejos adoquines hasta llegar a la esquina. Pocos minutos
después viajaban a velocidad crucero por la autopista 25 de Mayo en
dirección al bajo.
Una vez fuera de la ciudad Sara abrió un poco la ventanilla, hacía un
rato había llovido y el olor a humedad inundó el habitáculo. A lo lejos aún
se divisaba el resplandor de los relámpagos, y entonces le pareció sentir la
electricidad en el aire, esa que sólo se logra percibir cuando algo
importante está a punto de suceder. Al llegar a la altura de Quilmes, sacó
su teléfono y marcó un número de los contactos.
–Hola, ¿Eduardo?
…
–De acuerdo. Nosotros también estamos en camino y vamos dentro del
horario acordado.
254
…
–Ok, nos vemos. Te mando un beso.
Sara volvió a guardar el teléfono.
–Va todo bien –dijo.
–Me alegro –dijo Alberto–. Espero que nuestros amigos no pierdan los
nervios y se comporten de forma sensata
–Sí, vas a ver que sí. Esta vez tenemos todo coordinado y planificado, no
vamos a lo loco como fueron Juan y Eduardo la otra vez, y nada va a fallar
porque lo planificó un experto en estrategia militar.
Alberto sonrió perdiendo su gesto de concentración.
–Espero que no me falle la estrategia, pero también te recuerdo que
parte del plan se basa en tu intuición –dijo.
–La verdad es que la intuición no me falla últimamente y no creo que
esta vez sea la excepción.
Alberto salió de la autopista en Hudson, pero en vez de tomar por el
camino que se dirige hacia el parque Pereyra continuó por la calle colectora
que corre por el lado sur de la autopista, sobre la cual se encuentran las
entradas de varios privados entre las localidades de Hudson y Gutiérrez.
Pasaron frente al barrio “Abril”, y luego frente a otro barrio llamado
“Hudson Park”. Un kilómetro más adelante giraron a la izquierda por un
camino de tierra en buen estado. A la derecha se observaban las luces de las
viviendas del barrio privado “El Carmen”, mientras que del lado izquierdo
oscuridad era total.
–O no llovió mucho por acá, o la sequía de los últimos meses hizo que la
lluvia de hoy fuera absorbida por completo –dijo Alberto–. El caminó está
apenas húmedo.
–Mejor entonces, porque tampoco habrá demasiado barro dentro del
bosque –dijo Sara.
En menos de cinco minutos recorrieron la totalidad del flanco del barrio
“El Carmen” y llegaron al final del camino, frente a ellos las luces del auto
iluminaron el portón de la entrada un barrio privado en construcción. La
garita de vigilancia estaba iluminada con una débil lámpara. Alberto
descendió del auto y caminó hasta la garita. Un guardia lo esperaba en la
puerta.
–Buenas noches –dijo.
–Buenas noches, veo que son puntuales –contestó el guardia–.
–Es nuestra costumbre
255
Alberto le entregó un sobre. El guardia lo abrió y estudió el contenido a
la luz de la pequeña lámpara.
–Bien, pasen –dijo mientras se guardaba el sobre en el bolsillo de la
campera–. Estacionen el auto ahí –señaló un lugar entre dos árboles
cercanos.
Alberto regresó al auto y lo estacionó marcha atrás en el lugar indicado.
Luego accionó el mecanismo que abría la tapa del baúl y fue hasta la parte
trasera del auto. Esta vez había venido mejor preparado. Había comprado
linternas de luces LED, livianas y de bajo consumo, que podían funcionar
durante toda la noche en caso de ser necesario. Le entregó una a Sara, se
guardó una de repuesto en un bolsillo y encendió la suya.
Sara encendió su linterna y probó el fino haz de luz entre los árboles.
Luego regresó a la parte delantera del coche y tomó el cilindro rosa que
había dejado en la guantera. Lo guardó en el único bolsillo con cierre que
tenía en la espalda de la campera.
El vigilante se acercó a ellos, también portaba una linterna, aunque en
este caso era una estándar y de gran tamaño.
–¿Listos? –Preguntó.
–En marcha –contestó Alberto.
El guardia los guió por un camino que recorría el flanco noreste del
barrio en paralelo al alambrado perimetral. Durante los primeros cientos de
metros pasaron al lado de varias casas en construcción, más adelante el
camino se angostaba hasta convertirse en una senda. Después de andar
durante diez minutos se encontraron con un alambrado frente a ellos, el
guardia torció hacia la derecha y caminó por un sendero apenas marcado
en la hierba. Poco después las linternas volvieron a iluminar el alambrado.
Alberto distinguió la puerta cerrada con candado que había visto el
miércoles por la tarde. El guardia sacó una llave de su bolsillo y al
introducirla en la cerradura el candado se abrió con un chasquido, luego
descorrió un oxidado pasador, que había sido imposible de mover el
miércoles y que había obligado a Alberto a saltar el alambrado.
–Como verán estuve trabajando –dijo el guardia–. Para que las damas no
tengan que hacer movimientos incómodos.
–¡Que gentil! –Dijo Sara fingiendo entusiasmo.
–Bueno –dijo el guardia mientras miraba alternativamente a uno y a
otro–. Voy a dejar el candado abierto. En cuanto amanezca, a las seis y
media de la mañana, vengo y lo cierro. Es lo pactado. ¿Correcto?
256
–Correcto –dijo Alberto–. Si para esa hora no salimos, quiere decir que
ya no vamos a salir por acá.
–¿Y qué hago con el auto en caso de que ustedes no aparezcan? –
Preguntó el guarda.
–En ese caso mandaré a alguien a buscarlo mañana.
–Bueno, hasta la vista entonces –el guardia se dio media vuelta y se alejó
por donde habían venido.
Alberto tomó de la mano a Sara y la guió hasta el otro lado del
alambrado. Una vez allí, cerró la puerta y volvió a deslizar el pasador.
–Seguime de cerca –dijo–.
–No te preocupes, voy a ir tocándote la espalda así sabrás que estoy allí
–dijo Sara.
–De acuerdo.
Alberto comprobó una vez más lo difícil que era orientarse por la noche;
a pesar de haber hecho el recorrido durante el día, las cosas se veían muy
diferentes a la luz de las linternas. En los primeros metros no había sendero
y tuvo que ir abriéndose paso entre las ramas hasta salir a un camino. Una
vez allí, desplegó un pequeño mapa que había dibujado en la exploración
previa y continuó la marcha. El camino era una huella apenas marcada por
el paso de algunos autos. Según le había dicho el guardia era un camino
interno perteneciente a una estancia privada que limitaba con el barrio en
construcción hacia el norte y con la escuela de policía al sur. Anduvieron
por ese camino durante algo más de un kilómetro sin novedad. A ambos
lados los acompañaba el oscuro bosque, aunque hacia la derecha se
percibían algunos claros. Alberto sabía, por haberlo visto a la luz del día,
que esos claros eran campos en dónde pastaba el ganado. Esa pequeña
explotación ganadera era lo poco que había quedado de la gran estancia
que una vez había llevado adelante el ya mítico Juan Pereyra.
Cuando ya se habían acostumbrado al silencio de la noche, el ladrido
furioso de unos perros rompió la monotonía. Alberto frenó en seco y Sara
chocó contra su espalda. Permanecieron inmóviles, en tensión, sin saber
muy bien qué hacer. Los perros no paraban de ladrar pero no parecía que
se estuvieran acercando.
–Los perros deben estar atados, sino ya los tendríamos encima –dijo
Alberto en voz baja–. Alejémonos antes de que los dueños se alarmen.
Reanudaron la marcha y cien metros más adelante los perros dejaron de
ladrar. Poco después apareció una tranquera ante ellos. Alberto se adelantó
y la abrió, hizo pasar a Sara del otro lado y volvió a cerrarla. Cinco minutos
257
después se toparon con una segunda tranquera y repitieron el mismo
procedimiento. El camino siempre continuaba recto hacia el sur. Después
de casi media hora de marcha, Alberto giró hacia la izquierda por un
camino aún menos transitado, en el que sólo se observaban huellas de
bicicletas y de caballos. Si bien el altar de la virgen se encontraba directo
hacia el sur, era necesario hacer un rodeo hacia el este, ya que en caso de
continuar en línea recta atravesarían los terrenos de la escuela de policía.
Avanzaron seiscientos metros hacia el este y volvieron a girar, esta vez a la
derecha, retomando la dirección hacia el sur. Poco después llegaron a unas
antiguas instalaciones abandonadas. Se trataba de las caballerizas y los
almacenes habían sido parte de la antigua estancia San Juan. Haber llegado
a este lugar le confirmaba a Alberto que la escuela de policía había
quedado hacia el oeste y que se encontraban en el camino correcto.
A partir de ese punto entraban en la conocida red de senderos y
tomaron por el que los llevaba directo hacia el altar de la virgen. Al
encontrarse ya en las cercanías del complejo del árbol de cristal,
comenzaron a utilizar la técnica empleada con anterioridad, que consistía
en caminar cien metros y detenerse a escuchar. Era tedioso hacerlo pero
tenían que tomar todas las precauciones posibles para evitar ser
sorprendidos. Después de repetir este procedimiento una docena de veces,
Alberto consiguió distinguir los dos pequeños puntos de luz que
correspondían a las velas que alguna persona piadosa mantenía encendidas
a ambos lados del altar de la virgen. Alberto avanzó con cuidado teniendo
en cuenta que tenían el puente roto por delante y que desde el puente hasta
el agua había por lo menos tres metros de caída. Lo único que había
sobrevivido de ese puente, además de las barandas, eran unos hierros en
doble “T” que formaban su estructura y lo atravesaban de lado a lado. La
parte superior de la “T” tenía unos quince centímetros de ancho y durante
el día era fácil caminar sobre ellos, pero por la noche linterna en mano, no
lo era tanto. Al llegar al puente Alberto se sentó a caballo de uno de los
hierros y colocando los pies en la parte inferior de la doble “T” se fue
impulsando lentamente. Mientras hacía esto vio como Sara, mucho más
audaz que él, pasaba caminando sobre el hierro de al lado, y llegaba
rápidamente a la otra orilla. Una vez allí, ella se sentó tranquilamente a
descansar mientras lo esperaba. A Alberto aún le llevó un par de minutos
alcanzar la otra orilla. Cuando al fin llegó junto a Sara, sacó una botella de
agua, que era lo único que habían llevado además de las linternas y se la
ofreció.
258
–¿Estás cansada? –dijo.
–Para nada –contestó Sara–. Me encanta caminar en el silencio de la
noche.
–Me alegro que te guste.
Sara le dio un largo trago a la botella y se la devolvió a Alberto.
Recorrieron los cien metros que les faltaban para llegar a la Virgen y dieron
la vuelta al altar con cierto temor de encontrarse con algo extraño detrás,
pero tal como Sara había intuido la losa de piedra estaba en su sitio y
parecía que nadie había descubierto la entrada secreta.
Movieron la losa con mucho cuidado, para lo cual Alberto había dejado
escondido un tronco de la medida exacta para hacer palanca con el menor
esfuerzo posible. De esta forma la losa se movió con facilidad dejando al
descubierto la preciada entrada. Sara enfocó su linterna hacia las
profundidades y luego miró a Alberto dudando.
–Las damas primero –le susurró él.
Sara se tomó en serio la broma y no necesitó que se lo digan dos veces.
Encaró escalera abajo, y después de dar la vuelta al recodo, el haz de luz le
mostró que la puerta de entrada al túnel también continuaba cerrada. Esa
era otra buena señal de que nadie había estado por ahí. Tomo el picaporte y
comenzó a moverlo con lentitud temiendo generar algún ruido, pero este y
la puerta misma se abrieron sin chillidos al igual que la vez anterior.
Asomó la cabeza dentro del túnel y enfocó con su linterna hacia ambos
lados para comprobar que el lugar estuviera desierto. Luego saltó dentro
de la galería intentando hacer el menor ruido posible. Alberto también saltó
dentro del túnel y enfocó la cara de Sara con su linterna.
–¿No será mejor volver a salir y olvidarnos de todo esto? –le dijo.
–¿Ahora que estamos aquí? –Contestó Sara–. Ni loca, sal tú si quieres.
–Era una broma.
–Claro, avancemos de una vez –dijo Sara un poco enojada.
A Alberto la cara de enojo de Sara le causo tanta gracia que a punto
estuvo de soltar una carcajada que de todas formas terminó en una risa
ahogada. En cuanto pudo rehacerse de la risa consultó su reloj, eran las
once y dieciocho. Faltaban doce minutos para que Patricio apagara las
cámaras. En el túnel dónde estaban no había cámaras pero cuando giraran
en la intersección que tenían a cien metros de distancia ya estarían
expuestos a una de ellas. Mientras esperaban que pasaran los minutos
Alberto aprovechó para asegurar la puerta, que no tenía picaporte del lado
interno, y de esa forma evitar que se cerrara mientras ellos estuvieran allí
259
dentro. Al cumplirse la hora estipulada los dos levantaron sus linternas y
enfocaron el túnel en dirección norte.
–Me parece que ahora sí tengo ganas de largarme –dijo Sara.
Alberto la miró intrigado, pero en la sonrisa de Sara descubrió que ahora
era ella quién bromeaba. La tomó de la mano y empezaron a caminar por el
túnel rumbo al árbol de cristal.
Viernes 2 de Diciembre, 22:40
Eduardo apagó el motor y consultó su reloj.
–Once menos cuarto –dijo.
–Bien, llegamos con quince minutos de adelanto –dijo Juan–.
Habían entrado al parque Pereyra por el camino General Belgrano y lo
habían atravesado por los caminos internos hasta llegar cerca del camino
Centenario. El objetivo era en principio entrar al bosque por dónde había
entrado Juan la primera vez, por el sendero de los ciclistas. Mientras
Eduardo manejaba Juan había estado repasando el recorrido que tenían que
hacer esta noche. Iban en misión de apoyo… y de diversión. Diversión en
sentido de distracción.
Estacionaron el auto entre medio de unos cañaverales en un lugar que
Alberto les había indicado con anterioridad, donde era casi imposible que
el auto fuera descubierto, y además, quedaba en una posición óptima para
salir con rapidez en caso de ser necesario. Eduardo abrió el baúl y empezó
a hacer una revisión de las herramientas. Alberto había preparado el
equipo con meticulosidad y había repartido las cosas entre una mochila y
un bolso. Eduardo los abrió y controló que estuviera todo: Un pico, una
maza, dos linternas, dos encendedores, y el paquete secreto de Alberto.
Eduardo soltó una leve carcajada.
–¿Se puede saber de qué te reís? –dijo Juan.
–Nada, estoy contento de que no haya palas. ¡Qué gusto! Nada de
palear. La anterior experiencia excavando no me resultó muy placentera
que digamos.
–Es cierto, pero que conste que lo de las palas fue idea tuya.
–Es así, cada uno se cava su propia tumba.
–Dale, pero concentrémonos en lo de hoy.
260
En respuesta Eduardo le entregó la mochila a Juan y se puso el bolso al
hombro. Le entregó una de las linternas a Juan, cerró el baúl y encendió la
suya propia. Estas linternas que había traído Alberto eran todo un hallazgo,
ya que eran mucho más eficientes que las que habían llevado con
anterioridad. Iba a cerrar la puerta del auto cuando recordó una de las
frases de Alberto: “No cierres el auto y dejá las llaves puestas. Nadie va a ir
a llevárselo, y te vas a acordar de mí si a la vuelta estás apurado y tenés que
embocar la llave en la oscuridad”.
Eduardo volvió a reírse y volvió a poner las llaves en el contacto del
motor.
Comenzaron a caminar hacia el camino Centenario. A medida que se
acercaban las luces de la ruta les permitían ver con más claridad y
apagaron las linternas. Cuando estaban a punto de salir de entre los
árboles, Juan vio un coche de policía estacionado en la banquina, justo
encima del puente sobre el arroyo.
–Me parece que estos tipos están más alerta de lo que pensábamos –dijo.
–No te preocupes, el perímetro es muy extenso, no pueden vigilarlo todo
–dijo Eduardo–. Vamos a probar un poco más adelante.
Continuaron avanzando hasta alejarse unos cuatrocientos metros del
puente. Allí la ruta describía una suave curva que era suficiente para
impedir la visibilidad desde el lugar en dónde estaba el patrullero.
Cruzaron el camino Centenario y una vez del otro lado, retrocedieron hasta
llegar a la orilla del arroyo, donde se oía un leve correr de agua. Se
internaron por el sendero que partía de la misma margen en dónde ellos se
encontraban y avanzaron con las linternas apagadas todo lo que les fue
posible. Cuando las luces de la ruta ya eran casi imperceptibles volvieron a
encender las linternas. El bosque estaba tranquilo y silencioso, y la
temperatura allí dentro era muy agradable, no hacía ni frio, ni calor.
Caminando a buen paso recorrieron en unos cuarenta minutos los tres
kilómetros y medio que los separaban de su objetivo. Al llegar al lugar que
tenían marcado en el mapa, buscaron un objeto entre la maleza que
encontraron con facilidad.
Eduardo se sentó en el suelo apoyando la espalda en el tronco de un
árbol.
–¿Qué hora es? –Preguntó.
Juan consultó su reloj.
–Once y treinta y cinco –contestó.
–Sentate, todavía falta un ratito.
261
Viernes 2 de Diciembre, 23:24
Al llegar a la encrucijada de los seis túneles Sara se detuvo y observó a
su alrededor. Había algo que estaba distinto a la vez anterior pero no sabía
que era. Paseó su vista por las paredes de los túneles norte y sur hasta que
lo vio.
–¿Qué es todo eso? –Preguntó.
–¿Qué cosa? –Dijo Alberto.
–Ese manojo de cables que está entre las tuberías. Eso es nuevo, no
estaba antes.
Alberto se acercó y miró con atención. Un manojo de cables nuevos de
color rojo y azul estaba atado con precintos a las tuberías. Los cables venían
del túnel norte, desde el complejo del árbol de cristal, y se perdían en el
abandonado túnel sur, el que según el diario de Juan Pereyra se dirigía al
antiguo emplazamiento de la nave.
–Deben ser los cables que van a la antena que nos comentó Patricio –dijo
Alberto–. Es una cantidad de cables importante. No entiendo por qué les
hacen falta tantos cables para conectar una antena. ¿Qué te parece si
aprovechamos el adelanto de tiempo que tenemos y vamos a ver hasta
dónde van los cables? Así comprobamos la información que nos dio
Patricio.
–Vale, si consideras que es importante.
Avanzaron por el túnel sur con paso rápido. Las linternas iluminaban
un polvoriento suelo lleno de pisadas recientes. Cuando habían hecho unos
trescientos metros, Sara vio que los cables hacían una curva hacia arriba y
desaparecían por un agujero en el techo del túnel.
–¿Sabes qué hay aquí arriba? –Preguntó.
–Supongo que estará el pino de los doce cadetes, pero no puedo
asegurarlo desde aquí abajo –dijo Alberto–. Retomemos nuestro plan
original.
Regresaron sobre sus pasos y en pocos minutos volvieron a estar en el
cruce de los seis túneles. A partir de allí volvieron a entrar en el terreno
explorado la vez anterior. Al entrar en el túnel norte
y volver a ver las máquinas o piezas de ellas que estaban desperdigadas a
lo largo del pasadizo, Sara no pudo dejar de preguntarse si algo de aquello
262
habría sido alguna vez parte de la nave o de aparatos que los extraterrestres
pudieran haber dejado. Pensó que sería interesante poder volver un día, a
estudiar todas esas piezas sin límite de tiempo. Mientras caminaba sumida
en esos pensamientos, alcanzaron una zona del túnel en dónde había una
gran montaña de tierra. Sara en principio pensó que se encontraban ante la
montaña de tierra de la vez anterior, pero apenas empezó a subirla se dio
cuenta de que era diferente.
–¿Albert? –dijo.
–¿Qué pasa?
–Esta no es la montaña de tierra que trepamos la otra vez.
–¿Cómo que no es? ¿Por qué decís eso?
–Porque la tierra está blanda y húmeda, como si fuera nueva. ¿Ves que
nos hundimos cuando pisamos?
–Sí, tenés razón.
Ambos iluminaron con sus linternas alrededor en busca de pistas.
Alberto iluminó hacia arriba.
–Mirá el techo –dijo–. Es nuevo. Esta parte también se debe haber
derrumbado y lo arreglaron recientemente. Parece que a estos túneles les
queda poca vida, cada vez se rompen más. Sigamos.
Cincuenta metros más adelante se encontraron con el lugar en dónde
había caído Juan. Lo reconocieron por las grandes raíces que penetraban el
techo del túnel en esa zona. Otros doscientos metros y se toparon con otra
montaña de tierra, que en este caso sí resulto ser la que ellos esperaban.
Sara apagó su linterna y trepó por la ladera con decisión. Al llegar a la
parte más alta, se recostó sobre la tierra y miró hacia adelante. Alberto
también subió y se acostó junto a ella. La puerta de vidrio de dónde
provenía la luz estaba cerrada, igual que la última vez que habían estado
allí.
–Esperemos a ver si pasa el guardia –dijo Alberto.
Esperaron durante un largo rato, pero esta vez nadie pasó del otro lado
de la puerta.
–No sé si el hecho de que no esté el vigilante es bueno o es malo –dijo
Sara–. ¿Qué opinas?
–Que quizás con las cámaras ya no hagan falta más vigilantes, o por ahí
se fue al baño. ¿Qué hora es?
–Doce menos cinco.
–No nos queda demasiado tiempo. Vayamos a nuestro puesto y
esperemos la señal.
263
Se levantaron y pasaron del otro lado de la montaña de tierra hasta
llegar al escondite que estaba a quince metros de la puerta. Sara se volvió a
sorprender de lo ideal que resultaba ese lugar para espiar. Un amasijo de
hierros con un hueco en el centro en dónde cabían tres personas, y lo mejor
era que en la parte que daba hacia la luz había una gran rueda con agujeros
desde dónde se podía ver sin ser visto. Sara notó que las manos le
empezaban a temblar y comenzó a mirar impaciente su reloj. Faltaba poco.
Intentó relajarse pero pudo, sentía los nervios previos a la acción
inminente.
–Falta un minuto, prepárate –dijo Alberto.
–No creo que pueda prepararme pero lo intentaré.
–Treinta segundos… diez… Es la hora.
En un primer instante no sucedió nada, pero enseguida, detrás de ellos
se oyeron unos golpes. Al principio el sonido les llegó sordo y lejano, pero
luego fue aumentando de intensidad hasta que llegó un gran estruendo que
parecía ser parte del túnel desmoronándose. Luego hubo unos treinta
segundos de silencio y después el sonido ensordecedor de una sirena
irrumpió en los túneles.
Alberto sonrió.
–Impresionante –dijo–. Y yo que pensé que iban a fallar.
–Estoy ansiosa saber que va a pasar –dijo Sara.
–No sé qué va a pasar, pero va a ser divertido, seguro.
–Eso espero, pero por ahora estoy muerta de miedo.
Se empezó a ver gente que pasaba corriendo a través del cristal de la
puerta, luego se oyeron gritos y voces de mando.
–Estemos atentos por si alguien abre la puerta –dijo Alberto.
Otra tremenda explosión retumbó en los túneles, mientras la sirena
continuaba sonando sin parar. Durante los siguientes tres minutos no
ocurrió nada nuevo, hasta que se oyeron pasos a la carrera y gritos, esta vez
provenientes de detrás de ellos.
Sara se sobresaltó y estuvo a punto de salir del escondite, pero Alberto le
apoyó una mano en el hombro.
–Tranquila –le dijo–. Van hacia la posición de Juan y Eduardo.
–¿Estarán bien? –Preguntó Sara.
–Eso espero.
Delante de ellos, en la puerta de vidrio, no se veía ningún movimiento.
–Parece la acción de Juan y Eduardo está dando el resultado esperado –
dijo Sara–.
264
–Así es. Este es nuestro momento. ¡Vamos!
Alberto salió del escondite y corrió hacia la puerta de vidrio. Sara corrió
tras él, pero a medio camino oyó un ruido detrás y temiendo que alguien
pudiera estar viniendo desde esa dirección se dio la vuelta para mirar.
Fue un error. Al desviar la vista de su camino no vio un tubo de hierro
que estaba en el suelo, lo pisó y el tubo rodó. Sara sintió que su pierna se
deslizaba hacia adelante y en el instante siguiente se encontró volando,
extendió por instinto los brazos y al final sintió las palmas de las manos
chocando contra la tierra y luego la cara arrastrando por el suelo. Cuando
al fin se detuvo masticó tierra con gusto a sangre. Se incorporó al instante,
intentando encontrar la linterna que se le había escapado de la mano, pero
se había apagado y no la veía por ningún lado. Acto seguido la levantaron
por los hombros.
–¿Qué pasó? –Dijo Alberto.
–Pisé un tubo.
–Volvamos al escondite.
–No, estoy bien, sigamos.
Sara no podía ver bien, tenía tierra en los ojos. Se dejó llevar por la mano
de Alberto hacia la puerta de vidrio hasta salir al pasillo circular. Una vez
allí fueron hacia la derecha hasta llegar al pasillo central del complejo que
cortaba el círculo en dos mitades. Alberto se asomó en él con cuidado.
–No hay nadie –susurró–. Vamos.
Al comenzar a caminar por el pasillo central, Sara pudo ver arriba a la
izquierda, las rejillas de ventilación del ducto de aire por el que ella se
había deslizado en su visita anterior. Pasaron ante a un par de puertas que
estaban identificadas como baños. Alberto abrió la que tenía la figura
femenina y le indicó que entrara. Sara entró al baño y Alberto lo hizo tras
ella, luego cerró la puerta y puso el pasador.
–Dejame ver esa herida –dijo.
Después de observarla un momento, Alberto abrió la canilla y empezó a
lavarle la cara con suavidad.
–Te raspaste todo el lado izquierdo de la cara, pero es superficial –dijo–.
Hasta ese momento Sara no había sentido dolor, pero el agua fresca le
hizo reactivar la sensibilidad de la piel, en especial le ardían los labios.
Alberto le limpió los ojos y entonces pudo ver con más claridad.
–Que idiota, no sé que tenía que ver para atrás –dijo–. Nos estamos
atrasando.
Alberto cerró la canilla.
265
–Bueno, por ahora es todo lo que puedo hacer –dijo–. ¿Cómo te sentís?
–Me arden los labios y me siento estúpida.
–Entonces, estás bien. Continuemos.
Al volver a salir al pasillo, Sara notó que a ambos lados había algunas
puertas de cristal en las que se veía luz. En ese momento a los lejos se
oyeron tres explosiones seguidas. Caminaron haciendo el menor ruido
posible. Al llegar a una de las puertas del lado izquierdo en donde había
luz, Alberto miró a través del cristal y le hizo señas a Sara para que mirara
ella también. Sara vio que la puerta daba al anfiteatro en dónde Juan había
visto y oído el discurso de Green, ahora se encontraba vacío y sólo estaba
iluminado por una tenue luz piloto. Más adelante también se veía luz en
otras puertas, pero del lado derecho del pasillo. Alberto volvió a mirar por
la siguiente puerta y esta vez le indicó que se agachara para pasar frente a
ella. Sara no preguntó pero supuso que debía de haber alguien allí.
Continuaron avanzando hasta la última puerta del lado derecho, si sus
cálculos no estaban errados, allí se encontraba la máquina que procesaba la
resina. Alberto tanteó el picaporte de la puerta y puso cara de fastidio.
–Está cerrada –dijo–. Vamos a tener que forzarla.
A lo lejos aún se escuchaba la sirena, pero Sara dudaba de que ese
sonido sirviera para camuflar el ruido que harían si tenían que abrir la
puerta a golpes.
Alberto sacó una llave maestra que traía en el bolsillo y empezó a hurgar
la cerradura, pero los minutos transcurrieron sin que consiguiera
resultados. Sara miró impaciente a uno y otro lado del pasillo, si alguien
aparecía estaban en un lugar complicado para escapar. Entonces volvió a
oír otra explosión y luego otra. Sara tuvo una idea repentina. Sin pensarlo
tomó carrera y en el momento exacto en que sonaba la tercera explosión dio
una tremenda patada con todo el peso de su cuerpo contra la puerta.
Alberto que aún se encontraba inclinado sobre la cerradura, vio venir a
Sara en el último momento y dio un paso hacia atrás, trastabillando y
cayéndose de culo en el piso.
La puerta se abrió con violencia, golpeando contra la pared lateral y
produciendo un ruido considerable. Sara extendió la mano a Alberto y lo
ayudó a levantarse. Ambos entraron rápidamente y Sara cerró la puerta.
Dentro de la sala la oscuridad era total. De pronto se hizo la luz y Sara
vio a Alberto junto al interruptor. Esa habitación no tenía ventanas que
dieran al pasillo por lo que no había que preocuparse de que la luz
estuviera encendida.
266
–Vamos a poner ese escritorio que está ahí contra la puerta –dijo
Alberto–. Si alguien intenta abrir, nos metemos por los tubos de
ventilación.
–Vale.
Sara ayudó a Alberto a mover el escritorio y luego buscó con la mirada
la rejilla de ventilación desde dónde ella había espiado esa habitación. La
encontró sin dificultad porque algo muy vistoso salía de ella: Un manojo de
cables multicolor que sin duda era el mismo que habían visto en el túnel.
Siguió con la mirada el recorrido de los cables y observó que llegaban hasta
una computadora que había sido adosada a lo que parecía ser la
computadora original de la máquina procesadora de resina. La máquina le
parecía ahora mucho más grande que el día que la había visto desde la
rejilla, quizás por el diferente ángulo de visión. Ese día también había
creído que eran varias máquinas distintas, pero ahora que veía de cerca
como estaba todo interconectado, quedaba claro que en realidad eran
diferentes partes de una misma máquina.
Justo en el centro de la habitación estaba lo que parecía ser el control de
mando. Ahí es a dónde llegaban los cables y dónde había sido instalada la
nueva computadora. El resto de la máquina estaba compuesto en su mayor
parte por calderas y tuberías. Había seis calderas, a cada una llegaban una
docena de tubos de una pulgada de diámetro provenientes del techo, y de
cada una de ellas salían dos grandes tuberías de unos quince centímetros
de diámetro que se ramificaban y se dirigían hacia una de las paredes,
desde allí con seguridad entrarían en la habitación llena de tanques
transparentes que ella había visto al otro lado del pasillo.
Sara vio a Alberto caminar hacia el control de mando y lo siguió. Lo
primero que hizo Alberto fue encender la computadora que había sido
adosada recientemente. Un monitor de alta definición cobró vida y
apareció en la pantalla la presentación de un sistema operativo Linux
normal y corriente. El sistema les pidió una contraseña.
–Era de esperarse –dijo Alberto–. Ese tonto de Patricio tendría que haber
averiguado la contraseña. Me parece que poco vamos a poder hacer acá.
–¡Epa! ¡No te desesperes tan pronto! Probemos primero.
–¿Qué vamos a probar? ¿La contraseña? No, es posible que si ponemos
una contraseña errada el sistema active una señal de alarma.
–Tú lo has dicho… es posible –señaló Sara–. ¿Pero desde cuando tanta
precaución? Tendremos que arriesgarnos. ¿Para qué hemos venido aquí
sino?
267
Alberto no había llegado a contestar cuando Sara ya estaba tecleando.
Escribió: C-R-I-S-T-A-L y presionó la tecla «Enter».
El sistema respondió con un: «The password does not match».
Sara escribió: «A-R-B-O-L-D-E-C-R-I-S-T-A-L, tocó «Enter» y volvió a
recibir un: «The password does not match»
–Yo no probaría más de tres veces –dijo Alberto.
–¿Estás negativo hoy, eh?
–Realista.
–Vale, un último intento entonces.
Sara escribió: «J-U-A-N-P-E-R-E-Y-R-A».
–No creo que sea eso –dijo Alberto.
Sara se quedó un momento pesando, luego borró lo que había escrito y
escribió: «L-A-U-R-A-P-E-R-E-Y-R-A». Estuvo a punto de darle al «Enter»,
pero en un último impulso borró: «P-E-R-E-Y-R-A» y dejó sólo: «L-A-U-RA».
–Ni de cas… –empezó a decir Alberto–.
Sara ya había pulsado la tecla.
En la pantalla comenzó a abirse una aplicación que desplegó una serie
de gráficos. Sara miró sin saber por dónde empezar.
–¿Qué será todo esto? –Preguntó.
–Es el esquema de funcionamiento de la máquina –dijo Alberto y fue
señalando en el monitor–. Fijate, estas son las calderas, estos los tanques, y
estas líneas son los flujos de savia que llegan desde el árbol de cristal.
Sara observó lo que Alberto le mostraba. En efecto, era un esquema
bastante simple. En los flujos que llegaban desde el árbol había unos
números que indicaban las cantidades. Había doce líneas de flujo para cada
caldera. La mayoría mostraban valores que oscilaban entre los quinientos y
hasta mil doscientos centímetros cúbicos por día. Esta medida estaba
indicada específicamente: «Cm3/Day». Lo que también estaba claro es que
luego no pasaba más nada en la máquina, ya que el resto de los
indicadores, tanto de las calderas como de los tanques, estaban todos en
cero. Además de los medidores de flujo, también había múltiples
indicadores de diferentes parámetros, de temperatura, de presión y otros
que para Sara eran incomprensibles. Todo eso estaba en cero.
–Bueno, está claro que la máquina sigue sin andar, y lo que están
intentando, es hacer que funcione con un sistema informático nuevo –dijo–.
–A mí me gustaría inspeccionar un poco el sistema original –dijo
Alberto.
268
Frente a ellos había otro monitor que estaba apagado. La pantalla estaba
enmarcada en un gabinete de chapa pintada de color verde sucio y
desteñido. En algunas zonas la pintura se había saltado y el metal se
mostraba oxidado, dando la impresión de haber permanecido una
temporada a la intemperie. En el lateral izquierdo de la pantalla había dos
grandes botones cuadrados bien visibles, también desteñidos, sin embargo
se llegaba a notar que uno había sido verde y el otro rojo.
Alberto probó el verde.
Se empezó a oír el sonido de un ventilador arrancando, mientras que la
pantalla fue cobrando luminosidad de a poco hasta ponerse de color azul.
Luego comenzaron a aparecer en el centro de la pantallan unas letras de
color blanco: «Insert key and press engine», decían.
–Otra contraseña –dijo Sara.
Alberto puso las manos sobre un panel metálico que contenía el teclado
que correspodía a la antigua computadora.
–Sí, pero esta me parece que es más complicada –dijo.
Sara miró el teclado y notó que no tenía ningún símbolo escrito en sus
teclas, ni números, ni letras, ni nada, y tampoco era un teclado normal de
máquina de escribir o de computadora; tenía cinco líneas de teclas, y Sara
contó hasta once columnas, cincuenta y cinco teclas en total. Todas las
teclas eran iguales de forma y tamaño, y no había nada que se pareciera a
un «Enter» ni nada por el estilo.
Sara empujó con suavidad a Alberto y se posicionó frente al teclado.
–Déjame probar, si tuve suerte que con el otro quizás la tenga también
con este –dijo–.
Sara tocó una tecla al azar, pero ningún símbolo apareció en la pantalla
azul. Entonces probó otras teclas pero tampoco apareció nada. Luego fue
probando una a una las teclas restantes hasta probarlas todas, pero la
pantalla permaneció sin cambios mostrando su burlón mensaje: «Insert key
and press engine».
–Me parece que este teclado no funciona –dijo Alberto.
–¡Qué desilusión! De todas formas tampoco había pensado que fuera a
ser tan fácil. Pensemos.
La sirena que hasta ese momento había continuado sonando sin pausa
de pronto enmudeció.
–Deben haber encontrado la sirena –dijo Alberto–. No es buena señal. En
cualquier momento descubrirán el engaño y comenzaran a pensar que fin
tiene.
269
–Démonos prisa entonces –dijo Sara–. Revisemos las otras partes de la
máquina a ver si se nos ocurre algo.
Sara se levantó de la silla. Justo en el momento en que daba el primer
paso, le pareció ver por la visión periférica algo de color rojo en el monitor.
Retrocedió y volvió a mirar la pantalla de frente, pero ahora no se veía
nada. Entonces probó observar la pantalla desde diferentes ángulos,
recordando que los monitores LCD suelen cambiar la tonalidad al mirarlos
desde diferentes posiciones. En primer lugar miró desde los lados, luego
desde arriba, y por último se agachó y miró la pantalla desde abajo. Una
figura rosada apareció en la pantalla.
Sintió como se le erizaba la piel.
Alberto estaba inspeccionando otra parte de la máquina.
–Albert –lo llamó–. Ven aquí.
–Voy.
–Agáchate. Mira desde aquí abajo.
Alberto hizo lo que Sara le decía y miró a la pantalla.
–¡Es el cilindro rosa! –Exclamó.
–Shh, baja la voz.
En la pantalla, debajo de las palabras: «Insert key and press engine», se
veía un cilindro de color rosa con unos símbolos escritos de forma vertical.
Los mismos símbolos que estaban grabados en el cilindro que Sara tenía en
su bolsillo.
–El monitor está desgastado y no reproduce bien la gama de los rojos,
por eso sólo se ve desde abajo –dijo Alberto–. Creo que no cabe duda, el
cilindro es la «Key», la llave. Hay que insertarlo en alguna parte.
Sara empezó a buscar por todo el panel frontal de la máquina, pero no
encontró ningún lugar en dónde se pudiera insertar el cilindro.
–Miremos por atrás, aquí no hay nada –dijo.
Empezaron a rodear el puesto de control de la máquina, uno por cada
lado. Un minuto después se encontraron del otro lado.
–Nada –dijeron al unísono.
–Quizás no haya que insertarlo, sólo pasarlo por algún lugar, en alguna
especie de lector de código de barras –dijo Alberto.
–Tampoco veo nada de ese estilo.
En ese momento se oyeron pasos en el pasillo.
Alberto saltó hacia el interruptor de la luz y lo apagó. Sara encendió la
linterna y caminó hacia el ducto de aire, sacó la rejilla y esperó.
Los pasos siguieron de largo.
270
–Sara –llamó Alberto desde alguna parte de la habitación que ella no
podía ver–. Vení.
–¿Dónde estás?
–Acá, en el panel de control. Vení, mirá.
Sara caminó otra vez hasta la vieja computadora. Alberto le señalaba un
sector del panel frontal a la izquierda de la pantalla.
–Apagá la linterna –dijo él.
En la oscuridad Sara pudo distinguir que en ese lugar la chapa del panel
parecía iluminada desde atrás.
–Parece una luz indicadora tapada con pintura –dijo.
Alberto intentó rascar la pintura con la uña pero nada logró. Luego sacó
la ganzúa que había usado para intentar abrir la puerta y rascó la pintura
con ella.
Una brillante luz rosa fue apareciendo entre los restos de pintura.
Alberto continuó rascando hasta descubrir un círculo de cristal
transparente iluminado por detrás por un potente LED rosado.
Sara sacó el cilindro de su bolsillo y lo acercó al círculo de luz rosa
comprobando que el diámetro de este y el del cilindro eran iguales. Apoyó
uno de los extremos del cilindro sobre el cristal, pero lo único que sucedió
es que la luz quedó completamente tapada por el cilindro.
Me parece que esto tampoco funciona –dijo.
–Probá apoyar el cilindro al revés, por el otro extremo –dijo Alberto.
Sara hizo lo que Alberto le sugería y cuando el cilindro hizo contacto
con la superficie de cristal, esta se hundió repentinamente, absorbiendo el
cilindro y desapareciendo este por completo hasta quedar al ras del panel
control. En ese momento varias luces se encendieron, iluminando a través
de la burda pintura con la que algún desinformado había tapiado los
indicadores del panel de control. La leyenda de la pantalla también cambió
y aparecieron tres columnas de números de ocho o diez cifras que
cambiaban rápidamente. Luego comenzaron a oírse ruidos en diferentes
partes de la máquina.
–¿Lo conseguimos? –Preguntó Sara–. ¿De verdad?
–Creo que iniciamos el sistema –dijo Alberto–. Parece que vamos a
despegar.
Treinta o cuarenta segundos después los números se detuvieron.
Sara volvió a mirar la pantalla. Sólo decía: «Press engine».
–Creo que ahora sí sé que hay que hacer –dijo Alberto–. Y pulsó el botón
verde.
271
Sábado 2 de Diciembre, 00:00
–¡Dale, ahora! –Atronó la voz de Eduardo.
Juan levantó el pico y lo lanzó con todas sus fuerzas contra el
respiradero. Había pensado que sería más duro, que tendría que golpearlo
varias veces para romperlo, pero sin embargo al primer golpe la desgastada
mampostería voló por los aires, mientras que la tubería se hundió dejando
un hueco de treinta centímetros de diámetro en el suelo.
Eduardo se agachó a mirar por el agujero y luego volvió a levantarse.
–¡Qué fuerza macho! –Gritó–. Con esto ya nos alcanza.
Eduardo acercó el encendedor a la mecha de un artefacto pirotécnico
que ya tenía preparado en la mano. Al ver que la mecha cobraba vida,
arrojó el artefacto por el agujero abierto en el techo del túnel. Tres segundos
después una contundente explosión hizo temblar el suelo.
–¡Tremendo! –Dijo Juan–. ¿De dónde sacaste eso?
–Los trajo Albert, dijo que eran pirotecnia, pero para mí que este atracó
algún almacén militar. Ojo que retumba de esa forma porque está dentro
de un túnel. Imaginate el cagazo que se deben estar pegando ahí adentro.
–Me lo imagino.
Eduardo volvió a revolver dentro del bolso y sacó la sirena. Ató el
extremo de una cuerda a la manija y el otro extremo a la rama de un árbol.
Luego tocó el botón de encendido de la sirena, que empezó a sonar
taladrándoles los oídos, y la deslizó por el agujero en el techo del túnel.
El ruido que hacía el aparato allí dentro era infernal.
–Dale, vamos a darles más –dijo Eduardo–.
Avanzaron otros cuatrocientos metros y volvieron a repetir toda la
operación con éxito.
Cinco minutos después ubicaron el tercer respiradero que Alberto les
había marcado en el mapa. Juan volvió a tomar el pico y asestó su golpe
mortal, aunque esta vez no resultó tan efectivo ya que sólo arrancó un
pedazo de revoque. Tuvo que dar otros cinco golpes para lograr abrir un
agujero que de todas formas no era tan grande como los anteriores.
Cuando Eduardo intentó meter el petardo encendido por el hueco
abierto, se trabó y no cayó dentro del túnel.
–¡Corré! –Le gritó a Juan– ¡Ya!
272
Juan, que ya había visto lo que ocurría, corrió sin mirar a dónde. Se
golpeó el brazo con una rama que le sacó la linterna de las manos, pero
logró atajarla en el aire.
Esta vez la explosión no se oyó tan fuerte. El sonido fue como un «tuff»
más apagado, pero dos segundos después una lluvia de tierra empezó a
caerles sobre las cabezas. Al regresar al lugar de la explosión Juan vio que
parte del techo del túnel se había derrumbado, abriendo un hueco de al
menos seis metros cuadrados. Eduardo apareció a su lado.
–No encuentro la mochila por ningún lado –dijo.
–Yo tampoco veo el pico.
–Estaban al lado del respiradero, se deben haber caído adentro del túnel.
Juan se acercó al borde del hueco e iluminó hacia abajo con la linterna.
La mochila y el pico no estaban a la vista. Dio un paso más hacia adelante
para ver mejor, pero su pie se hundió en la tierra reblandecida y temiendo
que el borde pudiera desmoronándose volvió a apartarse.
–No veo nada –dijo.
–Esto es una cagada, ya no vamos a poder seguir abriendo respiraderos
–dijo Eduardo–. A Alberto no le va a gustar.
–Bueno, hagamos lo que podamos. ¿Qué te parece si ponemos un
explosivo más acá y nos vamos. Tres de cinco tampoco está tan mal.
–Sí, dale. Es todo lo que podemos hacer.
Eduardo encendió uno de los explosivos triples que tenían reservados
para el final y lo arrojó dentro del túnel.
Tres descomunales estruendos sacudieron el bosque.
–Esto se debe estar escuchando desde lejos –dijo Juan–. Por ahí alguien
llama a los bomberos.
–Ojalá vinieran los bomberos, sería mejor, más ruido, es lo que
necesitamos –dijo Eduardo–. Ahora vamos. ¡Rajemos!
–Te sigo.
Eduardo tenía el mapa del bosque grabado en la cabeza y guiaba a Juan
a través de la espesura mientras oían a sus espaldas el sonido de la sirena
que habían dejado en el primer hueco. Al no llevar los bolsos cargados
ahora podían moverse mucho más rápido. En un par de minutos llegaron
junto al arroyo, y desde allí siguieron el recorrido del sendero de siempre
que los llevaba hacia la ruta. Cuando les faltaban pocos metros para llegar
al final del sendero, el sonido de la sirena de pronto enmudeció. Antes de
salir a la zona iluminada del Camino Centenario espiaron desde los últimos
matorrales que había junto a la banquina. El coche patrulla que estaba
273
sobre el puente cuando ellos habían llegado había desaparecido y
prácticamente no había tráfico. Juan miró su reloj. Era casi la una de la
mañana. A una señal de Eduardo cruzaron la ruta de doble carril hasta otro
lado y comenzaron a caminar hacia el auto. A punto estaban de subir al
viejo Fiat Duna cuando se oyó un chirrido de neumáticos en la ruta. Entre
los árboles Juan llegó a ver un patrullero de la policía bonaerense que con
las luces apagadas abandonaba el Camino Centenario a toda velocidad y se
metía en el parque campo a través hacia ellos.
–¡Nos vieron Edu! –Gritó–. ¡Arrancá!
Saltaron dentro del auto y Eduardo le dio al arranque. El motor del Palio
cobró vida y Juan se acordó del consejo de Alberto acerca de dejar las llaves
puestas en el contacto. Sin haber tomado ese recaudo sin duda no habrían
salido de allí.
Eduardo puso primera y aceleró a fondo. El auto se lanzó hacia adelante
atravesando un tramo de hierba hasta salir a un camino. Las luces estaban
apagadas y no se veía casi nada. Eduardo las encendió de un manotazo
justo a tiempo para ver que tenía que girar a la derecha si quería
mantenerse en el camino. Giró al mismo tiempo que ponía segunda sin
soltar el acelerador.
Juan miró hacia atrás para ver en dónde estaban sus perseguidores. El
coche patrulla había encendido las luces y había tomado el mismo camino
que ellos a algo más de cien metros de distancia, entonces vió algo que lo
preocupó aún más. Un segundo coche patrulla aceleraba por la ruta en
paralelo a ellos cerrándoles la salida hacia ese lado.
–¡Son dos Edu! ¡Nos siguen dos patrulleros! ¡Estamos jodidos!
–¿Dos? ¡La puta madre!
El Palio cobró velocidad, demasiada para el estado del camino de tierra
bordeado de árboles por el que circulaban. Juan ya no se atrevía a mirar
hacia atrás. No podía sacar la vista del camino. Más adelante se veía una
curva. Al llegar a ella Eduardo giró el volante pero las ruedas delanteras
derraparon y el auto no llegó a girar lo suficiente. Se salieron del camino
con la suerte de que en ese lugar no había ningún árbol. Avanzaron por el
pasto a gran velocidad hasta que Eduardo logró dominar el auto y
haciendo un eslalon entre tres robles logró retornar al camino. Juan notó
por las luces que daban en los espejos que el auto que los perseguía estaba
mucho más cerca, con seguridad les habría ganado terreno tomando la
curva mucho mejor que ellos. Esta vez no contaban con la habilidad al
volante de Sara. Eduardo volvió a acelerar a fondo y esquivó un gran
274
bache, pero no pudo evitar un segundo cráter en el que la rueda delantera
derecha dio un gran golpe. Entonces se empezó a oír un ruido de
rozamiento mientras que se notaba como poco a poco el auto perdía
velocidad.
–¿Se está frenando? –Preguntó Eduardo–.
El auto que tenían detrás ya estaba sobre ellos. En ese momento Juan vio
las luces del segundo coche patrulla que también había salido de la ruta y
ahora intentaba cercarles el paso viniendo desde un camino lateral.
–¡Cuidado! –Gritó– ¡Por la derecha viene el otro!
Delante había un cruce. Juan volvió a mirar al auto que venía desde la
derecha y calculó que iban a chocar. Se preparó para el golpe.
Justo antes del cruce Eduardo pisó el freno con violencia y el auto que
pretendía chocarlos pasó a toda velocidad justo por delante de ellos, a muy
pocos centímetros de distancia. Eduardo volvió a acelerar, pero antes de
que lograran recuperar velocidad, el auto que los perseguía los chocó con
violencia, dándoles un fuerte topetazo que los impulsó hacia adelante.
Derraparon un poco hacia la izquierda pero Eduardo logró dominar la
situación y mantener el auto en el camino. Juan miró hacia atrás para ver
que había sido de sus perseguidores pero había una gran cantidad de polvo
en suspensión y no pudo ver nada. El ruido de rozamiento ya no se oía y el
Duna parecía rodar razonablemente bien. Eduardo continuó hasta una
salida del parque que daba sobre el Camino General Belgrano. Al salir al
asfalto Juan miró hacia dentro del parque y no vio a los patrulleros por
ningún lado.
–No vienen Edu, los perdimos –dijo.
–No lo puedo creer Juan. ¿Viste que al final no manejo tan mal?
–Sí, pero todavía no cantes victoria, acelerá, vamos.
Eduardo avanzó por el Camino General Belgrano durante varios
kilómetros hasta llegar al extremo del del parque.
–Mirá, me tiemblan las manos –dijo.
–Veo. ¿Querés que maneje yo?
Eduardo asintió con la cabeza y detuvo el auto al costado del camino.
Juan bajó del auto y dio la vuelta por detrás mientras Eduardo se pasaba al
asiento derecho, cuando estaba a punto de subir por el lado del conductor,
oyó a su espalda en lo profundo del bosque una gutural carcajada que le
hizo erizar todos los pelos del cuerpo.
Subió al auto y cerró la puerta de un golpe.
–¿Escuchaste eso? –Preguntó–.
275
–No –dijo Eduardo–. ¿Qué cosa?
–Esa carcajada horrible.
–¿Qué decís?
–Nada, no importa. Volvamos a casa.
Juan puso primera y el Duna comenzó a avanzar.
Sábado 3 de Diciembre, 00:05
Michael Green detestaba muchas cosas de esta vida, pero la peor de
todas era que lo despertaran cuando estaba durmiendo, lo hacía poner
furioso sin remedio. Hacía casi un mes que vivía dentro del complejo del
árbol de cristal, se había mudado justo después de que esos cuatro idiotas
habían metido las narices en lo que no les incumbía. Desde ese entonces
había decidido no confiar más en nadie, el proyecto que tenía entre manos
era decisivo y no podía dejar que la manga de ineptos que tenía alrededor
lo estropeara de un plumazo. Todavía tenía clavada la espina de no saber la
identidad de uno de los cuatro individuos que habían violado la seguridad
el 28 de Octubre, pero a pesar de eso estaba tranquilo. Ya sabía quién era el
cabecilla y resultaba que no representaba ningún peligro cómo había
temido, era sólo un idiota que habían echado de las fuerzas armadas y que
ahora jugaba a ser detective. Los otros dos eran más inofensivos aún, por
eso había dejado correr la situación y no había sido necesario eliminarlos.
Era mejor así, cuanto menos ruido hubiera mejor. Lo importante ahora era
que el trabajo estaba adelantado, y ya no sería necesaria ninguna maldita
contraseña. Sus compatriotas habían hecho un buen trabajo allí hacía más
de cien años, pero ahora estaba a punto de burlarlos.
El teléfono sonó interrumpiendo el estado de duermevela en el que se
encontraba. Se levantó sobresaltado y vio que estaba encendida la luz que
indicaba que estaba entrando una llamada desde el centro de control.
¿Quién osaría llamarlo a media noche? Como no fuera para algo
realmente importante iba a despedazar al atrevido. Levantó el auricular del
teléfono.
–¿Qué pasa? –Preguntó.
–Hay humo en los túneles. Parece que hubo una explosión.
–Voy para allá.
276
Colgó el teléfono y empezó a ponerse la ropa. No había oído ninguna
explosión, pero ahora se oía una sirena. ¿Sería una sirena contra incendios?
No había ninguna alarma de ese tipo dentro del complejo, por lo menos
que él supiera. ¿Sería arriba en la escuela de policía? Caminó con la torpeza
propia del despertar hasta la puerta y luego comenzó a recorrer el pasillo
que llevaba hacia la sala en dónde estaban los monitores. Después del fallo
de seguridad del mes anterior había hecho instalar un circuito cerrado de
TV. No iba a permitir que lo sorprendieran de nuevo.
Al abrir la puerta se encontró con el encargado de controlar las cámaras
que lo miraba con cara de idiota. El tipo parecía sobresaltado y señalaba
una de los monitores en forma insistente.
–¿Algo fuera de lo normal? –Preguntó Green.
–Sí, dos explosiones.
–¿Explosiones? ¿Y cómo es que no las he oído?
–Nos costó mucho despertarlo señor.
–¿Despertarme? Estaba despierto.
–Lo llamamos cuatro veces.
–El teléfono sonó sólo una vez –dijo Green pensando que quizás se
habría dormido del todo sin darse cuenta–. ¿Dónde fueron las explosiones?
–Preguntó.
–Una en el túnel siete. Aún se ve el polvo en la sección ciento cuarenta.
–A ver
En la cámara que le señalaba el guardia había poca luz, y no se veía gran
cosa. Levantó el auricular del teléfono y marcó el nueve.
–¿Y la otra explosión? –preguntó Green mientras esperaba con el
auricular en la oreja.
–Túnel cinco, sección treinta. La cámara se apagó en el momento de la
explosión.
–¿Vieron a alguien por las cámaras?
–No, señor.
El teléfono empezó a darle ocupado. Cortó y volvió a marcar.
–¿Y qué es esa maldita sirena que no para de sonar?
–No lo sé señor.
Estaba por darle una patada en el culo al energúmeno que controlaba las
cámaras cuando por fin le atendieron el teléfono.
–¿FiIliberti? –dijo Green.
…
–¿Qué hace? ¿Se enteró que nos están bombardeando?
277
…
–¡Despiértese hombre! Acaba de explotar una bomba a trescientos
metros de su rancho y usted sigue durmiendo. ¿Tiene el sueño pesado, eh?
…
–¡Túnel cinco, sección treinta! Vaya ahí rápido y dígame que hay.
¡Ahora!
Green cortó el teléfono golpeando el auricular contra el aparato. Volvió a
mirar las cámaras. En varias de ellas se veía pasar guardias corriendo.
Entonces hubo otra explosión y esta vez la vio.
Era en el túnel siete otra vez. La cámara de la sección ochenta se apagó y
desde la cámara del cruce «A» se empezaba a ver como se levantaba una
nube de polvo. Acto seguido se oyó otra explosión más, seguida a los pocos
segundos de una tercera explosión, todas en el mismo lugar. Desde la
cámara del cruce A pudo ver con claridad los tres fogonazos.
Esto ya se estaba pasando de castaño oscuro, iba a tener que encargarse
el mismo del asunto antes de que explotara algo en el túnel uno. Allí estaba
lo importante de verdad y si se dañaba se podía echar a perder todo el
trabajo realizado.
Salió de la sala de control y se subió al carrito de golf que estaba usando
para moverse en los últimos tiempos, estaba aburrido de caminar por los
largos túneles. Cuando pasó por el cruce A la maldita sirena dejó de sonar.
Un minuto después llegó al lugar de las últimas explosiones y se encontró
con el techo del túnel desmoronado. Allí estaba Filiberti con algunos de sus
hombres.
–Sólo era pirotecnia –dijo Filiberti–. Encontramos más artefactos como
estos tirados afuera. En los otros lugares donde hubo explosiones sólo se
registraron daños menores, este es el único lugar en dónde se derrumbó el
techo pero nadie logró entrar por aquí.
–¿Pirotecnia? –Preguntó Green quedándose pensativo–. ¿Quién fue el
idiota que nos atacó con pirotecnia?
–Por las huellas parece que escaparon hacia el Camino Centenario. Los
están siguiendo. Además tengo dos patrulleros en la ruta cortándoles la
salida.
–Bien. Atrápelos vivos, quiero saber quiénes son. Y tráigamelos cuando
los tenga.
En ese momento se acercó un policía con un aparato en la mano y se lo
entregó a Green.
278
–Esto estaba colgando de una soga en el lugar de la primera explosión –
dijo.
Green observó que el objeto era una de esas sirenas portátiles con imán
para poner en el techo de los autos. «Una sirena y… ¿pirotecnia?» pensó.
Había algo que no cuajaba. ¿A qué idiota se le ocurriría lanzar pirotecnia,
abrir un hueco y luego salir corriendo.
Un momento después la respuesta llegó a su mente: A alguien que
quisiera distraer la atención.
¡El idiota era él! Lo estaban engañando como a un principiante,
desviándolo del verdadero peligro. Por primera vez temió que todo el plan
se pudiera venir abajo.
Saltó dentro del carrito de golf y se lanzó a toda velocidad hacia el
centro del complejo. Por el camino atropelló a un par de guardias que no se
apartaron a tiempo de su camino. A uno de ellos lo tomó por sorpresa, y se
oyó un ruido como cuando una sandía revienta contra el suelo cuando el
infeliz aterrizó de cabeza. Frenó justo delante de la puerta del pasillo
central, y cuando estaba a punto de tomar el picaporte una vibración grave
empezó a estremecer todo el complejo.
Al abrir la puerta se llevó la sorpresa de su vida.
Las tuberías que pasaban sobre el techo del pasillo estaban iluminadas
de color verde y violeta, y aumentaban a cada segundo su intensidad.
No podía ser... pero era: La máquina estaba funcionando.
Corrió como un desesperado hasta la sala de la máquina, metió la llave
que siempre llevaba en su bolsillo en la cerradura y la hizo girar. Cuando
bajó el picaporte y empujó para abrir, la puerta no se movió. Estaba
bloqueada. Empezó a patearla con violencia. Un guardia se unió a él y la
puerta comenzó a ceder poco a poco. Cuando lograron abrirla lo suficiente
como para poder pasar el cuerpo, entró y contempló la maravilla.
La dichosa máquina que tanto trabajo le había dado funcionaba con todo
su poder, y lo mejor, o peor, dependía de cómo se mirara, estaba
funcionando con el ordenador original. Después del primer instante de
estupor recordó que el peligro no había pasado. Recorrió la habitación con
la mirada y enseguida encontró lo que buscaba. Faltaba una de las rejillas
de ventilación. Corrió hacia allí y miró por ella. A dos decenas de metros de
distancia vio unos pies que reptaban.
–Rápido –le dijo al guardia que le había ayudado a abrir la puerta–. Que
vigilen todas las salidas de ventilación del pasillo circular. Hay intrusos ahí
dentro.
279
El guardia salió corriendo.
«Estúpidos» pensó, están en un círculo, no podrán salir. Además él sabía
cuál era la salida que iban a utilizar. Caminó hasta el pasillo circular pero
no salió a él, se quedó escondido en la entrada del pasillo central. Uno de
los estúpidos guardias pasaba por allí y le hizo señas de que se escondiera
con él. Cinco segundos después escuchó lo que esperaba: La rejilla de
ventilación que estaba un metro hacia su izquierda cayó al suelo. Luego vio
una sombra en el pasillo y entonces salió rápido de su escondite. Había un
hombre parado de espaldas en el medio del pasillo. Le dio un golpe certero
en la nuca y el hombre se desplomó. Oyó un ruido proveniente de la rejilla
y al darse vuelta vio unos pies que comenzaban a asomar por ella. Tiró de
de los pies con fuerza. Una mujer joven cayó al suelo y comenzó a gritar
mientras intentaba incorporarse. Le puso su pie en la espalda y la aplastó
contra el suelo.
–¿Cómo te llamas? –Le gritó–.
La mujer continuaba revolviéndose e intentaba escapar, entonces le dio
un golpe en la cabeza en el lugar idóneo y ella quedo inerte.
–Maldita, ya me dirás lo que yo quiera. Llévalos al depósito –le dijo al
guardia–.
Mientras caminaba de nuevo hacia su habitación se acordó de Filiberti.
¿Qué
pasaba
que
no
llamaba?
Por costumbre tomó su teléfono celular y luego recordó que allí abajo no
funcionaba. Los nervios ya lo estaban traicionando. Entró en su habitación
y tomó el teléfono de línea.
…
–Filiberti. ¿Qué esperaba para llamarme?
…
–¿Me está hablando en serio?
…
–Hágame un favor Filiberti. No haga más nada, déjelo así que peor no
puede estar.
En un primer momento sintió que se estaba por enfurecer, incluso
estuvo a punto de reventar el teléfono contra la pared, pero luego le entró
la risa. Lo que le había contado Filiberti era de verdad para reírse. Los
patrulleros que perseguían a los fugitivos habían chocado entre ellos. Eso sí
que era gracioso. Además estaba contento porque tenía la máquina
funcionando y a los que la habían hecho funcionar entre sus manos. Ahora
sólo le faltaba atar un cabo. Dar el golpe de gracia.
280
Volvió a utilizar el carrito de golf, esta vez para ir hasta debajo de la
escuela de policía. Subió la escalera, recorrió el pasillo y salió al
estacionamiento. Sentir el aire puro de la noche lo hizo sentir aún más
eufórico y soltó una gran carcajada al viento. Subió a su Hummer y aceleró
haciéndolo derrapar en el estacionamiento para tomar la salida. Por poco
no se llevó por delante la barrera que estaba en la salida del recinto. El
policía que estaba al lado de ella la levantó con lo justo. Salió derrapando al
Camino Centenario y dejó que toda la potencia del motor de ocho cilindros
en «ve» se desbocara. Podía sentir que su instinto lo guiaba hacia el lugar
exacto a dónde tenía que ir. Eso le pasaba siempre que se sentía eufórico.
Cuando le faltaba poco para llegar al cruce con el Camino Centenario con el
Camino General Belgrano identificó el objetivo. Hacia la izquierda, entre
los árboles, un auto rojo avanzaba hacia el cruce por el camino que lo
atravesaba. Calculó las trayectorias y disminuyó un poco la velocidad para
dar justo en el blanco. Miró hacia adelante. El semáforo estaba en rojo.
Perfecto, eso quería decir que el otro auto lo tenía verde y no frenaría. En
los últimos tres segundos volvió a apretar el acelerador a fondo.
No fue un golpe, fue una explosión. El air bag le estalló en la cara y por
un instante no le dejó ver, pero en seguida se desinfló. Cuando por fin el
auto se detuvo miró hacia atrás. Lanzó otra carcajada. La misión estaba
cumplida.
El auto rojo estaba despedazado.
281
9. Oscuridad
Noches sin ver tu figura en la pared
Esperando el llamado que no escucharé
Solitario es mi destino, tenebroso y más que frio
Siento que no estás conmigo, no lo puedo remediar
Juan Pablo Markulin – Javi Lopez, 1989
Sábado 3 de Diciembre de 2011, 0:33
Laura estaba tranquila, porque en esta oportunidad no había recibido
ningún indicio de la luz roja. De todas formas no tenía intención de
acostarse hasta que Juan volviera. Levantó las cosas de la mesa mientras oía
a los chicos jugando en la habitación. Luego aprovechó para ordenar la
cocina, y cuando terminó se recostó en el sofá intentando concentrarse en
un libro. Lo consiguió a medias. Un rato después los chicos dejaron de
hacer ruido y se levantó a ver en que andaban. Santiago se había dormido y
Sofía estaba mirando la tele. Le hizo a su hija una seña deslizando el
parpado inferior hacia abajo que ella ya sabía que significaba: que no se
acostara muy tarde. Volvió al libro, pero un par de páginas más adelante
empezó a cabecear. Intentó vencer el sueño un par de veces, pero el
cansancio y la placidez del sofá fueron más fuertes que ella.
Se despertó sobresaltada y con la sensación de haber dormido mucho
tiempo. Levantó la vista hacia el reloj: Tres y veinte. Y esta vez fue como
cuando uno escucha venir un fuerte granizo desde lejos antes de que
golpee en la propia casa. Primero fue un ruido sordo, como un golpeteo,
luego percibió una vibración, y al final la punzada le dio de lleno en el
centro de la cabeza y fue peor que nunca. Una gran luz roja estaba ahí y
había llegado con una fuerza inusual. Caminó por living de un lado a otro
sin saber qué hacer. Sentía la cabeza abombada, llena de calor, lo que no le
permitía pensar con claridad. Fue al baño y sin dudar metió la cabeza
debajo de la ducha. La sensación de abombamiento pareció remitir y le
282
permitió al menos pensar con más calma. Se secó la cabeza y volvió al
comedor.
Había algo que estaba claro. Otras veces cuando había una situación de
riesgo la luz roja le iba advirtiendo de a poco de la situación. En esta
oportunidad no había sido así. A pesar del riesgo estaba lo más tranquila
pero luego la luz se encendió de golpe. Esto podía querer decir una sola
cosa: Que en un principio todo iba bien pero después hubo un percance,
algo inesperado, incluso para la luz roja. Y a juzgar por la intensidad de la
luz era algo grave.
¿Podía ser así? ¿No se estaría pasando realmente con esto de darle a la
luz roja una entidad propia?
Las respuestas eran sí y no.
Lo mismo había pensado el día en que el ventilador le había lastimado la
cara a Bárbara y luego había resultado que había pasado algo grave de
verdad. ¿Pero qué podía hacer? Empezó por llamar al teléfono de Juan.
«El teléfono se encuentra apagado o fuera del área de cobertura»
Eso no quería decir nada, porque si estaban en dónde se suponía que
tenían que estar, en esa área no solía haber señal. Llamó a Eduardo.
Escuchó como el teléfono sonaba y sonaba hasta que atendió el contestador.
Cortó y volvió a intentarlo, pero Eduardo no atendió. Lo intentó una
tercera vez sin conseguir nada. Quizás estaban en un momento de la
operación en que no podían atender. Fue a buscar la agenda y la abrió en la
«r». Reynini, Alberto. Tuvo que marcar el número dos veces porque los
dedos la traicionaban. La línea tardó en responder pero al final se oyó el
tono de llamada. Sonó una vez. Dos veces…
–¿Hola? –La atendió una voz ronca.
–¿Alberto? –Preguntó dudosa.
–Sííí, ¿Quién sos?
No era ni la voz, ni el tono de Alberto.
–¿Quién habla? Deme con Alberto –dijo endureciendo la voz.
–¡Alberto no atiende más! –le dijo la voz y oyó una carcajada espantosa
que le hizo separar el oído del auricular.
Al volver a acercar el auricular a la oreja la comunicación se había
cortado. Se quedo petrificada.
Cuando pudo volver a moverse colgó el teléfono y buscó en la agenda el
número de la chica, de Sara. Por «Sara» no estaba y no recordaba el
apellido. Se pasó un rato revisando en la agenda, en todas las páginas
dónde hubiera anotaciones recientes, pero no encontró el número. Siempre
283
había pensado que cuando había una emergencia había que actuar en el
momento, que esperar en estos casos nunca servía para nada, pero el
próximo paso que tenía que dar era uno que le provocaba un gran fastidio:
Tenía que ir a hacer la denuncia a la policía.
Volvió a mirar el reloj. Ya eran las cuatro menos diez. No quería ir sola y
pensó en alguien que pudiera acompañarla. Eso también le fastidiaba
porque ir a buscar a alguien significaba que tendría que contarle a esa
persona al menos parte de lo que había sucedido. Pronto llegó a la
conclusión de que sólo había una persona que la entendería, que sería
discreta y preguntaría sólo lo indispensable: Bárbara. Hacía al menos tres
años que no sabía de ella pero tenía que intentarlo. A pesar de la hora
intempestiva su amiga respondió el teléfono al primer tono de llamada. En
un principio Bárbara se mostró obviamente alarmada, pero de inmediato se
puso a su disposición. Quedaron en que ella llevaría los chicos a la casa de
la abuela «más explicaciones para dar» pensó, y que luego pasaría a buscar
a Bárbara. También tenía que decirles algo a los chicos. Pensó que inventar
mentiras enredaría las cosas y no los salvaría de nada, así que despertó a
Sofía y Santiago, que ya conocían la historia del árbol de cristal, y les contó
lo que pasaba. En ese momento sonó el teléfono.
–¿Lau? –Era la voz de Bárbara.
–Sí.
–Mirá, cuando yo me levanté, Robert y los chicos se despertaron.
Laura se imaginó lo que se venía y se adelantó.
–Está bien Barbi, no te preocupes. Si no podés yo me arreglo.
–No, no. ¡Qué decís! No seas tonta. Lo que te iba a decir es que no lleves
a los chicos a lo de tu mamá, la vas a preocupar al pedo. Traélos y dejalos
acá jugando con los míos que están despiertos y ni pinta tienen de querer
dormirse.
–Dale, gracias. Estamos saliendo para allá.
Sábado 3 de Diciembre, 5:16
Alberto había recuperado la conciencia casi de inmediato después del
golpe, pero había fingido seguir «knock out», una artimaña que solía ser
provechosa. Los arrastraron por el pasillo circular y luego por un túnel más
oscuro que no supo distinguir cuál era. Abrieron una puerta, lo arrojaron
284
allí dentro y cerraron. Le dio un vuelco el corazón cuando se dio cuenta de
que no habían dejado a Sara junto a él. Había sido un verdadero idiota
trayendo a Sara, incluso también había sido un error haber involucrado a
Juan y Eduardo. En vista de cómo habían salido las cosas tendría que haber
venido sólo, pero ahora ya no valía de nada lamentarse. Tenía que salir de
allí y rescatar a Sara.
Por debajo de la puerta se filtraba una leve penumbra que le permitía
ver que el lugar en el que se encontraba era una habitación pequeña sin
ninguna ventana, ni rejilla de ventilación. Se levantó y fue hacia la puerta.
La estudió con detenimiento. Era antigua, de hierro y desde adentro no se
le veía ningún tipo de cerradura ni agujero para la llave. Con seguridad
tendría una cerradura o un pasador puesto por afuera. Muy malo. No
podía ser peor. Parecía imposible de abrir.
Más por bronca que porque pensara que así podía lograr algo, le dio una
fuerte patada a la puerta y luego otra más. Lo único que consiguió fue
dolor en el pie. Decidió probar otra táctica. Agarró un tronco que había en
el suelo y se abalanzó contra la puerta.
–¡Ehh! –Gritó manteniendo el tronco en alto por si a alguien se le ocurría
abrir–. ¡Abran! ¡Tengo que hablar con el jefe!
…
–¿Me escuchan? ¡Tengo que decirle algo importante sobre la máquina
que convierte la resina!
Continuó golpeando y gritando durante un rato pero nadie acudió.
Apoyó el oído contra la puerta. Poco y nada se oía. Sólo una conversación a
lo lejos de la que no llegaba a entender nada de lo que se decía. Se sentó en
el suelo.
La había cagado. Una gran cagada se había mandado.
Sábado 3 de Diciembre, 5:41
Lo primero que hizo Laura al llegar a la casa de Bárbara fue averiguar a
qué comisaria pertenecía el parque Pereyra. Descubrió que la parte del
parque propiamente dicho que está al oeste del camino centenario,
pertenecía a la comisaria tercera de la localidad de Gutiérrez, pero que la
zona de bosque dónde se suponía que había ido Juan, pertenecía a la
comisaría cuarta de la localidad de Hudson. Al salir de la casa de Bárbara
285
ya había amanecido. La luz diurna le hizo tomar consciencia de la cantidad
de horas que habían pasado desde que Juan se había ido. Eran muchas
horas. Por suerte en la comisaría había poca gente y no tuvieron que
esperar. El policía que les tomó la denuncia era joven y escribía sobre el
teclado con rapidez.
–Me dijo entonces que su marido desapareció ayer –afirmó el policía
mientras comenzaba a escribir.
–Sí, así es.
–¿Y supone que fue a andar en bici con unos amigos al parque Pereyra?
–Sí, en concreto a la zona que está detrás de la escuela de policía.
–Ajá. ¿Fueron en auto y luego bajaron las bicis o salieron en bici desde
Quilmes?
–Fueron en auto.
–¿Y sabe en dónde dejaron estacionado el auto?
–No, no lo sé exactamente.
–Dígame la marca, el modelo, color, número de patente del auto de su
marido.
–Fueron en el auto de Eduardo Spinetti. Es un Fiat Duna color rojo del
año noventa y dos. No sé el número de patente, intentaré averiguarlo.
–Bien, consígalo y mándemelo. También necesito que me dé el número
de celular de su marido y el del amigo que lo acompañaba, así podremos
triangularlos en caso de que alguno de los teléfonos esté activo.
–El celular de mi marido siempre me dio apagado, pero el de Eduardo
llama hasta que atiende el contestador.
–Si está encendido seguramente vamos a poder localizarlo. Ahora
mismo voy a mandar una patrulla a recorrer la zona de la estación y las
quintas, y también daré aviso a la escuela de policía, siempre que hay algún
hecho en la zona les avisamos porque ellos son los que mejor conocen el
bosque, además tienen caballos y pueden recorrer los senderos. ¿De
acuerdo?
Laura no estaba de acuerdo con lo último porque sabía a ciencia cierta
que era probable que en la escuela de policía fueran cómplices de lo que
sucedía debajo, pero como no podía decirle nada de eso al policía sólo
asintió y anotó en un papel los números de teléfono.
El policía tomó el papel y empezó a pasar los números a la
computadora.
–Intente comunicarse con los familiares del amigo de su esposo, y si los
encuentra que vengan a hacer ellos la denuncia también así podemos
286
buscar de forma oficial a Eduardo Spinetti –dijo–. Nosotros ahora vamos a
hacer un rastrillaje y si tenemos alguna novedad la llamamos.
Al salir de la comisaría Laura se sentía algo aliviada. El oficial que la
había atendido parecía eficiente, pero mientras la policía buscaba no
pensaba quedarse de brazos cruzados.
–¿Barbi? –Dijo–. ¿Me acompañarías al parque Pereyra? No voy a poder
estar sin hacer nada.
–Te acompaño a dónde sea Lau, pero primero tenés que contarme todo
de principio a fin –dijo Bárbara.
–Sí, te voy a contar, así me ayudás a pensar mejor lo que tengo que
hacer, pero mirá que es una historia muy larga.
–Me muero de curiosidad.
Subieron al auto y Laura comenzó a hablar mientras conducía
lentamente hacia el parque Pereyra. Entró por la entrada principal y avanzó
por la calle bordeada de grandes pinos. El sol de las siete de la mañana se
colaba por momentos entre las copas de los árboles produciendo un bello
efecto
lumínico.
Por un momento interrumpió el relato y se olvidó de todo, hasta de que
Juan estaba perdido. Al llegar frente a la casona de la antigua estancia
Santa Rosa, se detuvo a un costado del camino. Era uno de esos extraños
instantes de la vida en el que sabía con certeza lo que quería hacer. Bajó del
auto, caminó diez metros, y se dejó caer de espaldas en la hierba mojada
por el rocío. Un cielo azul infinito ocupó todo su ser por un instante. Quiso
más y ladeo la cabeza para ver las copas de los eucaliptus, luego se
incorporó un poco y aparecieron en su campo visual la casona, los árboles
más bajos y al final la cara de Barbie con una mano extendida.
–Levantate que te vas a enfermar. El pasto está mojado.
–Dejame un ratito.
–Dale, arriba –insistió Bárbara.
Laura aceptó la mano. Una vez de pie, abrazó a su amiga y la hizo dar
varias vueltas mientras el paisaje giraba a su alrededor.
–¿Estás bien? –Le preguntó Bárbara cuando al fin dejaron de girar.
–No, sin Juan nunca podría estar bien, pero hacía mucho que quería
hacer esto.
–¿Qué cosa? ¿Tirarte en el pasto o abrazarme?
–Las dos cosas. Más quería abrazarte tonta.
El sol estaba empezando a dar en el lugar dónde estaban paradas,
disipando la humedad y aportando tibieza. Laura retomó el relato mientras
287
daban un paseo sin alejarse demasiado del auto. En el momento en que
habían llegado no había nadie en los alrededores, pero a eso de las ocho
empezaron a entrar personas en la casona, allí funcionaba la dirección de
asuntos agrarios de la provincia de Buenos Aires.
A medida que Laura iba desarrollando la historia fue viendo como el
rostro de Bárbara pasaba del asombro a la curiosidad, luego a la
incredulidad, y al final a una mezcla de las tres cosas. Al terminar ambas se
quedaron mirándose en silencio.
–¿Demasiado, no? –Preguntó Laura.
–Sí, la verdad que sí.
–¿Pero me creés o no?
–Sí claro, a vos te creo, pero me tenés que conceder que algunas partes
de la historia necesitarían alguna comprobación. De todas formas me
parece que no tiene sentido ahora discutir que partes de lo que me contaste
son reales o no, la prioridad es encontrar a Juan y después ya tendremos
tiempo para charlar del resto. ¿Sí?
–Sí, seguro. Gracias Barbi.
–Mientras vos hablabas yo estuve pensando.
–¿Sí? Y… para eso te traje. ¿En qué pensaste?
–Que lo primero que tendríamos que chequear es la computadora de
Juan. No es por desconfiar, pero quizás haya algo que no te contó, quizás
porque no le pareció relevante. Ahora, dadas las circunstancias, cualquier
detalle podría ayudarnos. También tendríamos que buscar más datos de
sus amigos, en particular de esa chica Sara, de la que ni siquiera tenemos el
teléfono. Podría ser que ella esté lo más tranquila en su casa, o por el
contrario que sus familiares la estén buscando y nosotros ni nos enteramos.
–Sí, es cierto. En la computadora podríamos encontrar algún dato más
acerca de dónde buscar. De hecho Eduardo confeccionó un mapa de los
túneles y eso está en la computadora. Por otra parte este parque, y sobre
todo la zona del bosque, son demasiado grandes para buscar sin ton ni son.
Laura se quedó pensativa un momento.
–Sólo quiero ir a ver un lugar y luego volvemos a casa ver la
computadora de Juan. ¿Te parece bien?
–Sí, dale. Vamos.
Regresaron al auto y avanzaron por el camino circular que está frente a
la casona pasando frente a la capilla. Cuando habían dado ya media vuelta
al círculo giraron a la derecha por el camino de los plátanos, así le llamaban
con Juan a ese camino por estar bordeado de dos hileras de altos plátanos.
288
Lo recorrieron en toda su extensión, lo que las llevó al borde del Camino
Centenario. Desde allí continuaron por un camino paralelo al Camino
Centenario que las dejó en el puente sobre el arroyo, dónde comenzaba el
sendero por el que suponían que se había internado al bosque.
Bajaron del auto y Laura llevó a Bárbara por debajo del puente hasta el
inicio del sendero. Había muchas huellas de pisadas y de bicicletas que
iban y venían, por lo que allí no se podía sacar nada en claro. Laura sabía
que Juan y Eduardo habían ido a lanzar pirotecnia en los respiraderos, pero
no sabía en cuales, y no tenía sentido internarse en el bosque porque había
cientos de respiraderos. Para hacer una búsqueda más o menos coherente
necesitaba el mapa de Eduardo. Tenía razón Barbi, lo más lógico era mirar
en la computadora primero.
Al regresar del otro lado del puente, Laura intentó imaginarse el lugar
en dónde podrían haber dejado el auto de Eduardo, pero también había
innumerables huellas marcadas en el barro de esa zona y no encontró nada
que pudiera orientarla. Sacó el teléfono. Allí había buena señal. Volvió a
probar el teléfono de Juan y le volvió a dar apagado o fuera de cobertura.
–¿Volvemos? –Preguntó Bárbara–. Tendríamos que ir a chequear el
teléfono fijo de tu casa, hace ya más de cuatro horas que saliste, podría
haber llamado Juan u otra persona. También podrían haber llamado de la
comisaría.
–Sí, tenés razón. Alguien tendría que quedarse en casa de forma
permanente por si llaman por teléfono. Vamos para allá.
En algún momento del sábado 3 de Diciembre
Juan soñaba, pero esta vez no había extraterrestres, bosques, ni chica de
pelo negro. Soñaba que estaba acostado en su cama, hacía mucho calor, y
entonces encendía el ventilador de techo, pero este empezaba a balancearse
amenazando con una inminente caída y tenía que apagarlo. Estaba
desnudo y aún así el calor era insoportable. El aire estaba tan caliente que
casi no podía respirar. Cuando ya casi no aguantaba más apareció Laura
llevando una jarra de agua rebosante de hielo. Juan quería agarrar la jarra y
llevársela a la boca pero Laura no lo dejaba. Entonces ella introdujo su
mano en el agua y acto seguido comenzó a pasarle la mano mojada por la
289
frente y la cabeza. Era muy refrescante. Ella siguió haciendo eso durante un
tiempo y él sentía que revivía. Igual aún tenía sed.
–Quiero tomar agua –le dijo a Laura.
–Gracias a Dios Juan, estás despierto.
–Sí, dame agua.
Laura le acercó la jarra a la boca y bebió. Casi de inmediato empezó a
sentir que partes de su cuerpo que parecía que habían sido desactivadas
ahora volvían a funcionar. El frío del agua y la mayor consciencia de su
cuerpo le hicieron darse cuenta de que estaba soñando y se despertó.
Abrió los ojos pero algo estaba mal, no veía nada. Estaba a oscuras por
completo, sin embargo aún sentía las manos de Laura sosteniéndole la
cabeza. Movió un brazo y tocó esas manos.
–Laura. ¿Qué pasa?
Entonces se encendió una luz y ante Juan apareció el rostro de Sara.
–Juan, soy yo… Sara. ¿Cómo te sentís?
–¿Sara? ¿Qué pasó? ¿Por qué estamos a oscuras?
–Estamos encerrados Juan, en alguna parte del complejo del árbol de
cristal. Estás herido en la cara y en la cabeza. El corte de la cabeza es
profundo. He revisado el resto del cuerpo y me parece que no tienes nada
más. ¿Te duele algo?
A Juan aún le costaba hilvanar los pensamientos.
–Siento la cabeza pesada, y me duele un poco –dijo.
–El corte de la cabeza te sangraba mucho cuando te trajeron, pero ahora,
últimamente, casi nada. Por suerte me han traído agua y he podido lavarte,
y por suerte tengo esta linterna. Ellos no saben que la tengo. Me han sacado
el teléfono del bolsillo pero no se han dado cuenta que tenía la linterna
metida en la manga. No parecen muy profesionales. Ahora voy a apagarla
porque quiero conservar la batería todo lo posible. ¿Ok?
–Sí, ok.
Sara apagó la linterna y volvieron a encontrarse en la oscuridad más
absoluta.
–¿Vos estás bien? –Preguntó Juan.
–Sí, sólo tengo un raspón en la cara. Me caí cuando iba corriendo con
Alberto antes que nos atraparan.
–¿Y Alberto?
–No lo sé. Lo han llevado a otro lado. Al principio pensé que quizás lo
estarían interrogando y que luego lo traerían, pero ya ha pasado demasiado
290
tiempo. No sé con exactitud cuánto tiempo pasó desde que nos capturaron,
pero calculo que por lo menos deben ser seis horas.
Juan se tocó la muñeca izquierda.
–Yo todavía tengo el reloj puesto, pero no tiene luz, es de agujas.
Sara volvió a encender la linterna y ambos se inclinaron sobre el reloj.
–Siete y cuarenta y cinco –dijo Juan–. ¡Casi ocho horas! Estuve
inconsciente ocho horas.
–Acá te trajeron al menos dos horas después de que me dejaran a mí.
¿Dónde está Eduardo?
Al intentar recordar Juan sintió que había una laguna en su mente. Lo
última imagen que se le aparecía era estar en el auto con Eduardo, pero
recordaba eso como si hubiera ocurrido el mes anterior.
–No sé dónde está Eduardo, y no tengo idea cómo terminé acá –dijo–. Sé
que íbamos en el auto y nos perseguían dos patrulleros, después los
perdimos y ya volvíamos tranquilos a casa. No entiendo que pasó después.
–Que espantoso es no poder saber si Eduardo y Alberto están bien.
Menos mal que te trajeron aquí conmigo, no sé que hubiera hecho sola en la
oscuridad, sin saber siquiera qué hora es. Quizás hayan llevado a Eduardo
con Alberto.
–Ojalá así sea, que estén juntos.
Juan empezó a recordar lo que estaban haciendo la noche anterior.
–¿Qué pasó con la procesadora de resina? –Preguntó–. ¿La vieron?
¿Pudieron hacer algo?
–No sólo la hemos visto, la hemos hecho funcionar, pero entonces llegó
Green y nos atrapó. Y para colmo se quedó con el cilindro rosa. Como
nosotros intuíamos, el cilindro es la llave para hacer funcionar la máquina.
Cometimos un gran error. No sé porque fuimos tan ingenuos.
–Me parece que nos entusiasmamos demasiado. ¿Tenés idea dónde
estamos encerrados?
–Parece un depósito antiguo o algo por el estilo.
Sara volvió a encender la linterna e iluminó alrededor. El lugar era
enorme. Tendría diez o doce metros de ancho pero con la linterna no se
llegaba a ver cuan largo era. Había grandes pilas de leña amontonadas en
varias hileras y a la derecha había una especie de enorme perchero de
donde colgaban una veintena de monturas de caballo.
–¿Recorriste todo el lugar? –Preguntó Juan.
–Más o menos, tiene muchos recovecos. ¿Quieres que lo exploremos?
–Antes que estar aquí sentados.
291
Juan se levantó y se sintió como si tuviera golpes por todo el cuerpo. Le
dolía sobre todo la pierna izquierda.
Sara lo tomó del brazo y caminaron hacia el fondo. Intercaladas entre los
montones de leña había pilas de bolsas de arpillera. Juan se acercó a una
ellas para inspeccionar su contenido. Al intentar abrirla, la bolsa se rompió
por completo derramando un polvo de color gris que era lo único que
había sobrevivido del producto que alguna vez había habido en su interior.
Continuaron caminando hasta toparse con una gran muralla de leña que les
impedía el paso. Por lo menos había treinta metros de distancia desde la
puerta hasta la muralla de leña. Caminaron hacia la izquierda hasta que
llegaron a una pared y luego hacia la derecha hasta encontrarse con otro
muro. Juan observó que la pila de leña cubría todo el ancho del lugar y que
era infranqueable, parecía ser que la leña estaba apoyada contra la pared
del fondo, pero la pared en sí misma no se llegaba a ver en ningún punto.
–¿Revisaste bien las paredes laterales para saber si hay alguna otra
puerta? –Preguntó.
–No. ¿Lo hacemos ahora?
–Sí, vamos.
La tarea no resultaba del todo sencilla. La dificultad radicaba en que
había pilas de objetos en desuso amontonados contra las paredes, los cuales
podrían ocultar alguna posible salida. Se pasaron un largo rato moviendo
cosas sin hallar nada. Después de liberar las paredes, Sara enfocó con la
linterna hacia el techo y comenzó a recorrerlo metódicamente en busca de
alguna trampilla o tapa que condujera a un nivel superior.
–El techo parece de hormigón, no tiene roturas ni raíces que lo penetren
como a veces se ve en los túneles –dijo.
–Es cierto. En el techo no hay nada interesante.
En ese momento se oyó que descorrían el pasador de la puerta. Sara
apagó la linterna antes de que abrieran la puerta y la escondió en un rincón.
Entró un hombre, y dejó en el suelo dos platos con comida y una jarra de
agua. Luego salió dando un portazo, volviendo a dejarlos en la oscuridad.
–¿Podés volver a encender la linterna así veo qué hora es? –Preguntó
Juan.
Sara recogió la linterna del suelo y la enfocó hacia el reloj de Juan.
–Son las diez y veinte de la mañana, Laura debe de estar muy
preocupada –dijo Juan.
–Y Sonia también… Juan… tengo mucho miedo.
292
–Yo no… estoy cagado en las patas no más…, pero mirale el lado
positivo, por lo menos no piensan matarnos de hambre. ¿Qué te parece si
probamos que nos trajeron de comer?
Juan tanteó el plato y lo levantó. Estaba caliente y olía a salsa de tomate.
No les habían traído tenedores, así que agarró con la mano lo que había en
el plato y se lo llevó a la boca. Era pasta, fideos con salsa de tomate y los
encontró apetecibles, a pesar de la situación tenía hambre.
–Comé Sara, puede que lo necesitemos.
–Sí, tienes razón... y también puede ser que no vuelvan a traernos nada.
Sábado 3 de Diciembre, 12:45
Mientras mantenían la esperanza de recibir una llamada positiva en
cualquier momento, Laura y Bárbara exploraron la computadora de Juan
en busca de información. Encontraron varias cosas útiles. En primer lugar,
en la agenda del programa de correo electrónico apareció el número de
celular de Sara, aunque no les sirvió de mucho porque también daba
apagado o fuera del área de cobertura. También encontraron allí los
números de teléfono de la casa y del estudio de Alberto.
Laura llamó a la casa de Alberto y no contestó nadie, pero en el estudio
tuvo mejor suerte.
–¿Diga? –La atendió una voz que parecía la de un hombre mayor.
–Buenas tardes, estoy buscado al señor Alberto Reynini.
–Él no se encuentra. ¿Quién lo busca?
–Mi nombre es Laura. Soy la esposa de Juan Fernandez.
–¡Ahh sí! –Exclamó el hombre–. Yo soy Rodolfo Constantini, el socio de
Alberto. Qué suerte que llamó, llevo horas buscando su número, pero
Alberto últimamente guarda todo en la computadora, y yo soy de una
generación que ya no logrará adaptarse a la informática.
–No se preocupe, yo llamaba porque mi marido fue anoche con Alberto
al parque Pereyra Iraola y todavía no volvió.
–Me lo temía, por eso estaba intentando llamarla. Alberto tampoco
volvió y no atiende cuando lo llamo.
–A mí el teléfono de Juan me da apagado, y cuando probé llamar a
Alberto me atendió otra persona y sin embargo estoy segura de haber
marcado el número correcto.
293
–Me preocupa mucho lo que usted me dice. Conozco los planes que
tenían para anoche y aunque Alberto tiene mucha experiencia, la operación
no carecía de cierto riesgo. La única instrucción que Alberto me había
dejado era que si no volvía a las siete de la mañana tenía que ir a buscar su
auto a un barrio privado en Hudson, y eso hice, traje el auto, pensando que
él volvería con su marido. ¿Probó llamar a la chica, a Sara?
–Sí, acabo de encontrar su número en la computadora de mi marido y
tampoco contesta.
–Esto está feo, no tiene buena pinta. Habiendo pasado ya doce horas
habría que hacer la denuncia, aunque en este caso no estoy seguro de que
sea muy productivo.
–Yo ya hice la denuncia. Me pidieron que si me contactaba con alguno
de los familiares de las personas que estaban con Juan, que les diga que
vayan a hacer la denuncia también.
–Alberto no tiene familia aquí en Buenos Aires, así que tendré que ir yo.
Mire, creo que hay más cosas que usted debería saber. ¿Podríamos
encontrarnos a hablar en persona?
A Laura no dejó de sorprenderle de que aún hubiera más cosas por
saber.
–Sí, por supuesto –dijo.
–Bien, yo ahora iré a hacer la denuncia. ¿Quiere pasar por el estudio más
tarde, digamos a eso de las cinco?
–Sí, me parece bien.
–De acuerdo, entonces le paso la dirección. Es en el barrio de Barracas.
Calle Gonçalves Días número ochocientos treinta y tres.
–Lo tengo.
–La espero entonces.
–Hasta luego.
El tiempo de espera hasta la hora de salida para ir al estudio de Rodolfo
se les hizo interminable. Sobre las tres de la tarde sonó el teléfono y Laura
corrió a atenderlo. Llamaban de la comisaría para decirle que habían
terminado un primer rastrillaje en la zona del bosque detrás de la escuela
de policía sin haber encontrado nada. Le aseguraron que al día siguiente
harían otro rastrillaje más completo con perros y que también buscarían en
el resto del parque Pereyra Iraola, y no sólo en el bosque. Laura les pasó el
número del documento de identidad de Eduardo que no tenía en el
momento de hacer la denuncia, y el apellido de Sara que había encontrado
en la computadora. Con respecto a este último dato, el policía le informó
294
que ya tenía los datos de Sara, porque hacía un rato había venido un
familiar de ella y uno de Alberto Reynini a hacer la denuncia.
–¿Porqué no le pediste al policía los datos del familiar de Sara, así nos
comunicamos con él? –Preguntó Bárbara.
–Tenés razón, voy a volver a llamar.
Sara intentó infructuosamente hacer la llamada, ya que el teléfono de la
comisaría daba constantemente ocupado. A las cuatro de la tarde salieron
para el estudio de Rodolfo Constantini y llegaron con veinte minutos de
antelación a la hora acordada. Al tocar el timbre les abrió un señor de unos
setenta años de edad, alto y de apariencia pulcra, vestido de traje y corbata.
Llevaba puestos unos lentes de mucho aumento que no terminaban de
armonizar con su rostro.
–Supongo que usted es Laura –dijo.
–Y usted Rodolfo Constantini
–Un gusto conocerla –dijo Rodolfo extendiendo su mano.
–El gusto es mío. Ella es mi amiga Bárbara.
–Pasen, por favor –dijo Rodolfo al tiempo que apretaba la mano de
Bárbara.
Entraron a una sala cuyas paredes estaban cubiertas por completo con
estanterías llenas de libros. Parada junto a un escritorio había una chica de
algo menos de treinta años de edad, rubia, alta y delgada, vestida de
manera bastante formal, con pollera y camisa. No era demasiado bonita,
aunque quizás su potencial belleza se encontraba empañada por un
evidente gesto de angustia.
–La señorita es Sonia, una amiga de Sara –dijo Rodolfo–. Sara está
viviendo en su casa.
–Ahora entiendo por qué en la comisaría me dijeron que ya tenían los
datos de Sara –dijo Laura mientras saludaba a Sonia.
Rodolfo separó dos sillas de la mesa.
–Por favor tomen asiento –dijo–. Dada la urgencia de la situación, voy a
ir al grano.
–Lo escuchamos –dijo Laura.
–Yo no sé hasta qué punto usted está enterada de la investigación que
estaba llevando a cabo Alberto.
–Creo que estoy enterada de todo o casi, de hecho las reuniones previas
a la incursión se realizaron en esta misma habitación y yo estuve presente,
incluso cuando Alberto nos leyó el diario de Juan Pereyra. También lo
295
nombró a usted y nos relató cómo encontró el diario en el casco de la
estancia Santa Rosa, la antigua casona de Martín Pereyra Iraola.
–Bueno, el hecho de que usted conozca todo eso me produce un gran
alivio, porque me ahorra al menos un día de explicaciones y la humillación
de que me crean un viejo loco. Entonces les voy a exponer como es la
situación para mí aunque sea muy cruda. El hecho de que hayan
desaparecido los cuatro me parece de extrema gravedad, porque si
hubieran tenido algún percance o accidente no podría haberle ocurrido a
los cuatro al mismo tiempo, más teniendo en cuenta que según el plan de
Alberto irían separados de dos en dos. Para mí este asunto tiene una sólo
respuesta: Los atraparon y los tienen retenidos en contra de su voluntad.
–Era lo que me temía –dijo Laura.
–¡Pero por favor! –Dijo Sonia–. ¿Cómo es posible que estén
secuestrados? ¿En qué estaban metidos? ¿Cómo se involucró Sara con
ellos?
–Es una larga historia –dijo Laura mirando a Bárbara–. Yo ya tuve que
contarla hoy una vez y no tengo ganas de repetirla de nuevo.
–Y además no podemos perder el tiempo –dijo Rodolfo y miró a Sonia–.
Ya te expliqué algunas cosas mientras veníamos de la comisaría, pero si
querés ayudar a Sara vas a tener que ser paciente e irte enterando de a
poco. No hay tiempo ahora para hacerte un relato completo.
–Pero es que lo que usted me contó suena muy descabellado –dijo Sonia.
–Será descabellado pero es cierto –dijo Laura–. Creéle, es así.
Sonia miró a Laura y a Bárbara sin mucho convencimiento, pero al
escrutar sus serios rostros pareció calmarse. Se volvió hacia Rodolfo.
–Bueno, siga entonces –le dijo–. ¿Qué tendríamos que hacer?
–La gran complicación es que no podemos confiar en la policía, porque
como ya comprobamos con Alberto desde hace muchos años, son los
mismos policías los que custodian las instalaciones que hay debajo del
árbol de cristal, por lo menos en el perímetro externo.
–Ya me lo imaginaba –dijo Laura–. Y eso es lo que más me desespera.
¿Qué podemos hacer entonces?
–Por la parte legal, ir a buscar al fiscal de turno y explicarle la situación –
dijo Rodolfo–. Yo tengo referencias del fiscal de Quilmes, que es quién tiene
jurisdicción. Sé que es un hombre recto que no se implicaría en asuntos
oscuros. Investigó ya varios casos de corrupción y tiene chapa para meterse
en dónde sea, sólo tenemos que rezar para que nos crea y nos tome en
serio.
296
–De acuerdo –dijo Laura–. ¿Entonces tendremos que esperar hasta el
lunes a que habrá el juzgado?
–No, no es necesario. Tengo el teléfono del fiscal, y con su
consentimiento puedo llamarlo ahora mismo.
–Hágalo, entonces.
Laura, Bárbara y Sonia se pasaron casi media hora mirando a Rodolfo
mientras hablaba con el fiscal, tratando de deducir por sus gestos la parte
de la conversación que no oían. Por momentos Laura temió que el relato de
Rodolfo resultara demasiado inverosímil. Cuando Rodolfo colgó el teléfono
las tres lo miraban expectantes.
–Me prometió investigar a fondo –dijo él–. Me dijo que él mismo se va a
acercar mañana al parque y que va a monitorear el rastrillaje en persona, y
yo les aseguro que cuando Suárez se compromete a algo lo cumple.
–Esperemos que pueda encontrarlos pronto –dijo Laura.
–Por favor, que así sea –dijo Sonia–. Ahora, si me disculpan, tengo que
volver con mi familia.
Laura se levantó de la silla y puso una mano en el hombro de Bárbara.
–Nosotras también nos vamos –dijo–. Por favor, mantengámonos en
contacto.
Rodolfo las acompañó hasta la puerta. Cuarenta minutos después
estaban en Quilmes otra vez. Mientras estacionaba el auto Laura vio abrirse
la puerta de su casa. Sofía y Santiago, que hasta ese entonces habían estado
con el marido de Bárbara, salieron a recibirla. Laura bajó del auto y se
fundió en un triple abrazo con sus hijos.
Lunes 5 de diciembre, 9:17
Cuando Laura miró por la ventana y vio parado frente a la puerta a un
tipo vestido de traje acompañado por un policía se temió lo peor. Las
manos le temblaban y no fue capaz de embocar la llave en la cerradura.
Bárbara tomó las llaves de las manos de Laura y abrió la puerta.
–¿La esposa de Juan Fernández? –Preguntó el hombre.
–Es ella –dijo Bárbara abriendo la puerta del todo.
–Soy el fiscal Luis Suárez. No se preocupe que en principio no traigo
malas noticias –agregó al ver la cara de Laura–. Necesito hablar un
momento con usted.
297
–Sí, pase por favor.
Suárez se volvió hacia el policía que lo acompañaba.
–Esperame en el auto –dijo.
Laura vio que el fiscal traía una bolsita de plástico transparente en la
mano. Suarez le pasó la bolsita a Laura. Dentro había dos celulares.
–¿Reconoce alguno? –Preguntó.
–Los dos –Laura tanteó un teléfono de color negro a través del plástico–.
Este es el de mi marido –dijo y luego tocó el otro teléfono–. Y este es el de
Eduardo Spinetti.
–Los encontraron en una estación de servicio en la localidad de
Gutiérrez, en el cruce del Camino Centenario con la autopista.
Laura observó con más atención los celulares. El de Eduardo estaba todo
raspado, como si lo hubieran tirado desde un auto, y el de Juan tenía la
pantalla partida.
–Le voy a ser sincero –continuó Suárez–. Cuando ayer me llamó el señor
Constantini y me contó una historia muy extraña de túneles y
conspiraciones secretas, lo primero que pensé es que todo sería un verso de
su marido y sus amigos para rajarse por ahí, pero ahora que encontramos
los celulares en estado de deterioro, y teniendo en cuenta de que llevan más
de día y medio desaparecidos, me parece que estamos ante algo serio.
Quiero preguntarle algo en concreto.
Laura asintió, y el fiscal se tomó un momento para mirar en forma
alternada a Laura y a Bárbara.
–El señor Constantini me dijo que él y su socio, que entiendo es… –miró
un papel que tenía en la mano–, el señor Alberto Reynini, descubrieron una
red de túneles debajo de la escuela de policía Juan Vucetich y las zonas
aledañas. Y además sostiene que allí abajo hay un complejo con
instalaciones secretas. Le pregunto entonces. ¿Usted tiene alguna referencia
en concreto de que todo eso exista?
–Juan me mostró una de las entradas a los túneles, y un contacto de ellos
les dijo que también había una entrada en el sótano de la escuela de policía
–dijo Laura.
–¿Sabe usted quién es ese contacto?
–No sé si lo comprometeré.
–No se preocupe, una de mis principales tareas es proteger testigos.
–Se llama Patricio Enríquez y trabaja en el Instituto Argentino de
Radioastronomía.
298
–Ok, lo chequearé. La cuestión es que yo ayer estuve en la escuela de
policía y hable con el director. Él me llevó a los sótanos y la verdad es que
lo único que hay allí es un montón de basura, pero nada de túneles ni
instalaciones secretas.
–Es obvio, si hubiera algo allí abajo no se lo iba a reconocer.
Suarez miró fijo a Laura.
–¿Se da cuenta usted de que para que yo me crea esa teoría de los
túneles secretos y la conspiración voy a tener que encontrar alguna prueba
en concreto? –Preguntó–. Porque lo real, es que su marido y otras tres
personas desaparecieron, y no puedo permitirme perder el tiempo
escarbando el suelo mientras las personas desaparecidas podrían están en
un lugar diferente.
–Tengo la prueba –dijo Laura–. Puedo llevarlo al lugar por dónde
entraron a los túneles Sara Valdivia y Alberto Reynini. Es un pequeño altar
con una virgen no muy lejos del árbol de cristal.
El fiscal Suárez hizo una mueca de incredulidad y se quedó un momento
meditando.
–De acuerdo –dijo–. Muéstreme el lugar. ¿Puede ir ahora?
–Sí, por supuesto.
Laura siguió en su auto al fiscal hasta la escuela de policía. Al bajarse los
esperaba el director de la escuela para acompañarlos en su recorrido. Desde
allí Laura los guió en primer lugar hasta el árbol de cristal y luego hasta el
altar de la virgen. Los hizo dar la vuelta hasta la parte trasera del altar, y
separó las enredaderas tal cómo le había escuchado contar a Alberto. Al
mirar hacia el suelo vio los dos escalones de mármol, pero no había
ninguna argolla para levantar el segundo escalón. Buscó señales de que las
argollas hubieran sido quitadas pero no encontró nada anormal. Lo miró a
Suárez y señaló el segundo escalón.
–Este es el escalón que se saca –dijo.
Suárez le hizo señas a dos policías que los acompañaban para que se
acercaran.
–Levanten ese escalón de mármol –dijo.
Los policías se pusieron uno a cada lado y tomaron el escalón por las
puntas, pero al intentar levantarlo este no se movió. Suárez se agachó y
agarró el borde del escalón por el centro.
–Intentemos los tres juntos –dijo–. ¡Ahora!
El escalón no se movió ni un milímetro. Suarez se levantó y se dio
vuelta. Tomó él mismo un pico y una pala que había hecho llevar. Apoyó la
299
pala a un costado del altar, y clavó el pico en el cemento debajo del
mármol. Hizo palanca pero nada sucedió. Apoyó el peso de su cuerpo en el
mango del pico y el borde del escalón se partió, pero el resto del escalón
parecía bien adherido al cemento que tenía debajo, no estaba suelto como
había asegurado Alberto. Suárez perdió la paciencia y a golpear el mármol
con el pico sin piedad. Los pedazos empezaron a saltar por todas partes,
pero para sorpresa de Laura debajo del mármol no apareció un hueco sino
cemento sólido. Empezó a pensar que quizás se hubiera equivocado, que
no sería ese escalón sino el otro. Entonces vio que Bárbara levantaba la
mano y señalaba un montón de tierra que había unos metros hacia la
izquierda.
–Estos son restos de cemento –dijo Bárbara–. Alguien estuvo trabajando
acá
recientemente.
Suárez lanzó el pico a un lado y se acercó al lugar que Bárbara señalaba.
–Es cierto –dijo–. Esto es cemento y también hay arena, pero no me
consta que sea reciente.
El director de la escuela de policía se acercó a Suárez.
–Sí, claro –dijo–. Entonces será que alguien vino y tapó la entrada
secreta. Ustedes me hacen reír con sus ideas. Yo recorro este bosque desde
hace quince años y les puedo asegurar que aquí no hay nada, pero mejor
comprobémoslo –caminó hasta dónde estaba el pico que había tirado el
fiscal y lo levantó del suelo. Volvió hasta el altar y metió el pico por debajo
del escalón de mármol que quedaba puesto y lo arrancó. También había
cemento allí. Luego comenzó a golpear el concreto abriendo de a poco un
pequeño hueco.
–Seguí vos –le dijo a uno a uno de los policías y le entregó el pico.
Poco a poco comenzaron a emerger hierros entre el cemento, lo que daba
cuenta de que se trataba de cimientos de hormigón. Al final, debajo del
hormigón empezó a aparecer tierra negra.
Todos se acercaron y miraron. Allí debajo no había nada. Sólo humus.
Suárez miró a Laura con seriedad.
–Señora, le prometo que encontraré a su marido y a sus amigos, pero le
puedo garantizar que aquí debajo no hay ningún túnel ni nada por el estilo.
La acompaño a su casa.
Laura se sintió devastada. Resultaba obvio que el director de la escuela
estaba montando un show para burlar a Suárez. ¿Pero qué podía hacer? No
tenía ninguna prueba. Tenía razón Barbi, allí habían hecho una reforma
reciente para tapar la entrada al túnel. El problema ahora era mayor porque
300
ella había quedado desacreditada ante el fiscal, que parecía ser una persona
honrada y eficiente. Los caminos se cerraban, no le quedaba otra alternativa
que empezar buscar por su cuenta.
Pero no tenía ni idea cómo.
Jueves 8 de diciembre, 9:22
Habían pasado tres largos días sin ninguna noticia de Juan y los demás.
La desesperación de Laura iba en aumento, no podía dormir y era incapaz
de quedarse un momento quieta. Lo que había ocurrido el lunes en la
escuela de policía la había llenado de bronca e impotencia. Después de
dejar los chicos en la escuela llamó a Bárbara, quería que volviera a
acompañarla al parque Pereyra. No creía que sirviera de mucho, pero por
lo menos cuando iba al parque tenía la sensación de estar más cerca de
Juan.
Como siempre Bárbara estuvo dispuesta a ayudarla y pocos minutos
después volvían a estar camino del parque. Esta vez llevaron el mapa que
había hecho Eduardo y trataron de hacer el mismo itinerario que tenían
planeado recorrer Juan y Eduardo el viernes anterior. Fueron encontrando
los respiraderos uno a uno, pero no notaron nada extraño. No había ruidos
que salieran de ellos y tampoco salía aire caliente como le había contado
Juan. Después de un par de horas de deambular por el bosque llegaron otra
vez hasta el altar de la virgen, dónde se encontraron con un policía que las
miró con mala cara. La intención de Laura era volver a inspeccionar la
parte posterior del altar, pero no se atrevió a hacerlo en presencia del
policía. Cerca de mediodía regresaron al auto, y en el camino de regreso
pararon a comer algo en la estación de servicio en dónde habían aparecido
los celulares. Bárbara eligió una mesa junto a una ventana, desde dónde se
podía observar el cruce del Camino Centenario con la ruta dos y más allá el
comienzo del parque.
–La verdad es que todavía me cuesta creer que debajo del bosque esté
lleno de túneles –dijo.
–Sí lo está, podés estar segura –dijo Laura–. Y no tengas dudas de que si
en pocos días el fiscal no hace nada al respecto, yo misma voy a entrar a
buscar a Juan.
Bárbara la miró a los ojos.
301
–Y no tengas dudas de que si vos entrás yo entro con vos –dijo.
–Gracias, pero espero que no sea necesario.
Laura comió un sándwich con desgano mientras observaba los autos
que iban y venían.
–Estaba pensando que antes de volver podríamos recorrer la zona de
quintas que está entre el Camino General Belgrano y la ruta dos –dijo–.
Suarez dice que no recorrieron esa zona porque está en sentido opuesto a
dónde se supone que debería haber ido Juan.
–Bueno dale, todavía tenemos toda la tarde por delante.
Al salir de la estación de servicio, cruzaron la ruta y tomaron un camino
asfaltado que se internaba entre las quintas. Lo primero que les llamo la
atención fue que las parcelas cultivadas siempre estaban rodeadas por
franjas de bosque. Estas franjas, que solían tener entre cincuenta y cien
metros de ancho, y una longitud de varios kilómetros, eran el único
vestigio de que ese lugar había formado parte del parque de la antigua
estancia Santa Rosa.
Atravesaron cuatro o cinco parcelas y otras tantas franjas de bosque.
Cuando estaban a punto de salir de una franja de bosque especialmente
ancha, Laura divisó un auto incendiado entre los árboles. Frenó y bajaron
del auto a inspeccionarlo. El incendio parecía antiguo, y el auto estaba
completamente oxidado y deteriorado. Al dar la vuelta por detrás del
vehículo, comprobaron que se trataba de un auto de dos volúmenes, sin
baúl, que no coincidía con las características del Fiat Duna de Eduardo.
Regresaron a su auto y continuaron recorriendo la zona, prestando ahora
más atención en las franjas de bosque. En menos de una hora descubrieron
cerca de una docena de autos abandonados, la mayoría incendiados como
el primero. Se detuvieron a mirarlos a todos, pero ninguno resultó ser un
Fiat Duna.
–Parece que este es el lugar en dónde los chorizos descartan lo que no les
conviene –dijo Bárbara mientras separaba las ramas para acercarse a los
restos de un auto que resultó ser un Mitsubishi Lancer de los años noventa.
Al reemprender la marcha a Laura le pareció ver otro coche dentro de
un bosquecito a pocos metros del camino. Frenó y puso la marcha atrás. Al
retroceder comprobó que efectivamente había un coche incendiado, y con
la particularidad de que varios de los árboles cercanos evidenciaban que el
incendio era reciente. Bajaron del auto y notaron de inmediato un fuerte
olor a plástico quemado. Mientras caminaban hacia el auto, en un momento
Laura se paró en seco.
302
–¿Qué pasa? –dijo Bárbara.
–Es un Duna.
–¿Estás segura?
–Sí.
–Igual no te emociones, Dunas hay muchos.
Laura espió el interior del auto incendiado con temor de lo que podía
encontrar allí dentro.
No había nada. Sólo el armazón de hierro de los asientos.
Buscó con la mirada cualquier objeto que pudiera resultarle familiar
pero todo estaba irreconocible. Al alejarse un poco, notó que la parte
delantera del auto estaba incrustada entre unos arbustos, y parecía estar
menos quemada que el resto. Fue hasta allí apartando las ramas y encontró
lo que buscaba: Pintura roja.
Continuó dando la vuelta alrededor de auto y cuando llegó a la parte
derecha vio algo que la espantó. El auto tenía un fuerte golpe por este lado.
La puerta delantera derecha estaba hundida por completo.
Si Juan hubiera estaba sentado allí…
Sintió que se le revolvía el estómago y se alejó tropezando entre las
ramas. Cuando llegó al camino sacó su teléfono.
–¿Señor Suárez?
…
–Encontré el auto de Eduardo Spinetti.
Viernes 9 de diciembre, 11:35
Alberto sentía una desazón rayana en la impotencia. Había pasado
mucho tiempo, calculaba que más de una semana. Y no encontraba la
forma de escapar. El lugar dónde lo tenían encerrado no tenía otra salida
que no fuera la puerta por dónde lo habían metido, y el hecho de no saber
que había sido de Sara lo volvía loco. Por añadidura, el asunto de no poder
de medir el paso del tiempo lo desquiciaba aún más.
Al principio había pensado que lo dejarían morir de sed o de hambre,
pero al final le habían traído de comer y de beber. Desde el momento en
que lo habían encerrado, había notado que cada cierto periodo de tiempo se
producía un temblor o vibración que se prolongaba durante un par de
minutos, aparecía de a poco, iba aumentando de intensidad y luego
303
desaparecía también de forma paulatina. El temblor se repetía a intervalos
en apariencia regulares que él calculaba que serían de aproximadamente
media hora. Cada cierto tiempo los temblores cesaban por completo por un
espacio de muchas horas. Quizás cuatro, cinco, o seis horas, le era
imposible precisarlo más en las condiciones en que se encontraba. Supuso
con pesar, que estos temblores se producían cuando se encendía la
procesadora de resina. Estaba claro que Green la tenía funcionando,
aunque desconocía el porqué de los intervalos en su funcionamiento.
Estaba comenzando uno de los temblores cuando oyó golpes en la
puerta. Luego la puerta se abrió y la luz lo cegó por un instante, aunque
alcanzó a ver que entraban dos personas. Lo levantaron, le pusieron las
manos en la espalda, y se las ataron con precintos. Lo sacaron a la luz
cegadora del pasillo y lo llevaron hasta una oficina. De un empujón lo
sentaron en una silla.
Entonces apareció el jefe de la tribu, porque eso es lo que parecía. Un
tipo de no más de un metro sesenta pero corpulento, en ese sentido era
parecido a Eduardo, aunque en este caso lucía un peinado estilo punk con
mechones teñidos de color rojo. Alberto no terminó de decidir si se parecía
más a un pajarraco o a un indio mohicano. Tenía unos enormes ojos de un
fantasioso color azul que revelaban el uso indudable de lentes de contacto.
Vestía jeans con agujeros y una remera de los Ramones. Un auténtico
aparato.
El tipo levanto una hoja de papel que tenía en las manos.
–Buenos tardes señor Reynini –dijo.
–Buenas serán para usted –contestó Alberto–. Quiero saber si la chica
también está siendo retenida.
–¿Quién? –Preguntó Michael Green poniendo cara de tonto–. Ahh, sí,
Sara querrá decir… Sarita… ella está… digamos… disfrutando.
Green soltó una corta pero sonora carcajada.
Alberto comprobó que era un auténtico loco y decidió no decir más
nada.
–Bueno, vayamos al grano –dijo Green–. Si me responde lo que yo
quiero saber, y no tenga dudas de que sabré si me dice la verdad, lo dejaré
salir a usted y a su amiguita. Usted sano, y su amiguita… bueno… un
poco… ¿Tocada, podríamos decir?
Green soltó otra carcajada y codeó al guardia que estaba a su lado, ante
lo cual el guardia fingió una comprometida sonrisa que más parecía una
mueca de asco.
304
Green se puso serio de golpe.
–Recuerde lo que le acabo de decir –dijo–. ¿Para quién trabaja señor
Reynini?
–Para mí mismo idiota.
Green lanzó una patada y le dio a Alberto en el tobillo.
–¿Hace falta que repita la pregunta? –dijo.
–Para la «KGB»
Esta vez la patada le dio en los testículos y Alberto se retorció. Cuando
se pudo reincorporar Green lo seguía mirando fijo.
–¿Quiere volver ya a su celda Reynini?
Alberto pensó que tenía que darle charla para obtener de él alguna
información y decidió dejar de ofuscarlo y seguirle la corriente.
–Yo fui piloto de la fuerza aérea… –empezó diciendo.
–Eso ya lo sé –interrumpió Green–. Cuénteme algo que no sepa.
–De acuerdo. En mil novecientos ochenta y dos, perseguí a un «OVNI»
con un Mirage y el «OVNI» aterrizó en este bosque. En ese momento el
árbol que tenemos sobre nuestras cabezas brilló como si fuera de fuego
blanco.
Alberto no se esperaba el efecto que produjeron sus palabras.
Green fue abriendo la boca hasta quedarle en una mueca exagerada, por
un momento se puso muy pálido, y luego fue recobrando el color de a
poco.
–¿Mil novecientos ochenta y dos, dijo?
–Sí
–¿Y dónde estaba yo entonces?
–Yo que sé.
Alberto temió recibir otra patada por contestar a esa evidente pregunta
retórica, pero Green estaba distinto, se comportaba como si a él le hubieran
dado una patada, casi como si hubiera recibido la noticia de que un familiar
había muerto.
–¿Y después qué hizo usted? –Preguntó.
–Nada. Obviamente quedé impresionado por lo que había visto. Por
causa de perseguir al «OVNI» sin autorización me echaron de la fuerza.
Para ellos no hubo ningún «OVNI» a pesar de que habían aparecido en el
radar.
–¿Por qué dijo “habían” si estamos hablando de uno?
–Porque en el radar aparecieron dos objetos, y yo en un momento los vi
pasar a los dos juntos debajo mio.
305
–Ajá.
Green se quedó en silencio y se sentó.
–¿A qué habrán venido esos hijos de puta? –Murmuró para sí mismo.
–¿Cómo? –Preguntó Alberto.
Green no contestó y siguió en silencio.
–Bien –dijo después de un rato–. Entonces usted se dedicó a explorar en
el bosque por su cuenta.
–Así es.
–¿Nadie lo ayudaba?
–Nadie me creía.
–¿Y quién es la chica?
–Una turista que paseaba por el bosque y que se interesó en el tema.
Green intentó darle otra patada en lo huevos pero esta vez Alberto
estuvo rápido de reflejos, logró moverse un poco y la patada fue a dar a la
cadera.
–Eso último no creo que sea del todo verdad –sostuvo Green–. Tendré
que preguntarle a ella.
Sonrió y miró al guardia.
–Llévalo a su hogar –dijo al guardia.
Alberto no tuvo dudas de que “hogar” significaba el lugar dónde lo
tenían encerrado. El guardia comenzó a arrastrarlo.
–¡Hey! –Le gritó a Green– Prometió que si le decía la verdad nos iba a
soltar.
–Sí y no mentí, pero los voy a soltar más adelante cuando haya
terminado con algo que tengo que hacer, si los suelto ahora van a volver a
darme problemas, lo intuyo.
Alberto, que hasta ese momento estaba resistiéndose al guardia que
intentaba arrastrarlo, se dejó llevar. Entonces el guardia lo soltó y lo dejó
caminar sólo. Pensó en salir corriendo, pero con los brazos atados a la
espalda no serviría para nada. Llegaron a la puerta del depósito a dónde lo
tenían encerrado. La puerta estaba abierta. Antes de entrar trató de mirar si
cerca había alguna otra puerta en dónde pudieran tener encerrada a Sara.
Entonces el guardia cortó los precintos, y antes de que él pudiera reaccionar
lo empujó dentro y cerró la puerta. Oyó cerrar los dos grandes pasadores
que había visto desde afuera y que le confirmaban que era imposible abrir
esa puerta desde adentro. Lo único positivo que había tenido su periplo es
que había conseguido ver la fecha y la hora en la pantalla de una
computadora de la oficina en dónde Green lo había interrogado. Sus
306
cálculos no estaban muy errados. Era el mediodía del viernes nueve de
diciembre.
307
10. Luz
Uno recién toma conciencia de que está lejos cuando cae la noche…
Lunes 12 de diciembre de 2011, 14:09
Desde que había encontrado el auto de Eduardo, Laura no podía sacarse
de la cabeza la imagen del auto incendiado. Al cerrar los ojos veía la puerta
del lado derecho destrozada, y por si fuera poco, no dejaba de sentir olor a
quemado todo el tiempo, como si ese olor le hubiera quedado atrapado en
las fosas nasales. Tenía el pensamiento bloqueado en ese punto y no
lograba pensar en otra cosa, sin embargo sabía que debía reaccionar y hacer
algo pronto.
Entró al baño, abrió la ducha, y disfrutó durante un buen rato del agua
tibia. Al salir del baño, preparó el mate y encendió de nuevo la
computadora, quería ver el mapa de Eduardo una vez más por si se le
había escapado algún detalle. No había terminado de iniciarse el sistema
operativo cuando sonó el celular.
–Hola Lau –oyó la voz de Bárbara–. Estoy yendo para tu casa. ¿Te parece
bien?
–Sí, que bueno que vengas. Cuando estoy sola pienso estupideces.
–En cinco minutos estoy ahí.
–Dale, te espero.
Llevaba unos pocos minutos mirando el mapa cuando sonó el timbre. Al
mirar a través de la cortina de la ventana del comedor vio un hombre alto y
con barba, parado mirando hacia la casa. Llevaba una pequeña valija en la
mano y hablaba con una chica rubia que estaba de espaldas, sentada en la
pared baja que delimitaba el jardín de la vereda. Parecía un vendedor
ambulante, si fuera alguien enterado de su situación habría llamado antes
de venir. Entonces vio venir a Bárbara caminando desde la esquina.
Cuando Bárbara llegó a la puerta de su casa, la chica rubia se levantó y la
saludó, entonces Laura pudo verla bien: Era Sonia, la amiga de Sara. No
había podido reconocerla cuando estaba de espaldas. ¿Pero con quién había
308
venido? Abrió la puerta justo antes de que Bárbara tocara el timbre y los
hizo pasar.
–Sonia, disculpame por no haber abierto enseguida –dijo–. No te
reconocí, pensé que eran vendedores.
–No te preocupes –dijo Sonia–. Te presento a Antonio, él es amigo mío y
de Sara. Cuando se enteró de que Sara estaba perdida se vino desde España
para ayudarnos.
Laura saludó a Antonio con un beso.
–Un gusto –le dijo.
–El gusto es mío a pesar de las circunstancias –dijo Antonio–. Sé que su
marido está perdido con Sara. Lo siento mucho. Es que en parte soy
responsable, porque fui yo quién le proporcionó a Sara datos sobre el
cilindro rosa que encontró en la montaña, sobre todo con respecto el tema
de la latitud y la longitud que le permitió dar con el árbol de cristal.
–No se culpe Antonio –dijo Laura–. No es que quiera sacarle mérito,
pero creo que mi marido se hubiera metido en esto de todas formas. Él se
involucró solo desde el día en que se cayó en el pozo del túnel. No sé si
usted está al tanto de todo eso.
–Sí, lo estoy. Sara me llamaba casi a diario para informarme de todas las
novedades, porque así yo se lo había pedido. Me ha contado tantas cosas de
Alberto, Eduardo y su marido, que es casi como si los conociera en persona.
Por mi parte le aconsejé a Sara que no se arriesgaran tanto, pero ella es tan
impulsiva…
–En todo caso se encontró con otros tres que no se quedan atrás, pero
bueno, ahora sólo espero que estén bien.
–Sí, eso es lo importante.
–Me imagino que usted debe apreciar mucho a Sara –dijo Laura–. Lo
digo porque para venirse hasta acá a buscarla...
–No me hable de usted, por favor. Sé que la barba me juega en contra de
la edad, pero me la dejo porque soy profesor y así a los niños les parezco
un señor respetable.
–De acuerdo Antonio, entonces vos también tuteame.
–Claro. Contesto a tu pregunta entonces: Conozco a Sara desde que
éramos niños. De hecho fuimos al colegio los tres juntos: Sara, Sonia y yo. Y
sí, la aprecio mucho.
–¿Entonces vos también sos española? –Preguntó Bárbara dirigiéndose a
Sonia.
–Sí, lo que pasa es que hace tanto que vivo acá que ya no se me nota.
309
–Sonia me contó lo que les ocurrió con la policía y con el fiscal –dijo
Antonio–. En base a eso, y teniendo en cuenta el tiempo que ha pasado
desde que los cuatro desaparecieron, creo que para recuperar a nuestros
seres no nos quedará otra alternativa que hacer algo nosotros mismos.
–En eso estoy de acuerdo –dijo Laura.
–Desde ya les digo que si hay que tomar riesgos, yo soy soltero y no
tengo hijos, así que nadie va a extrañarme. Además, por Sara, tomar riesgos
sería un gusto.
–Yo también estoy dispuesta a arriesgarme en lo que sea por Juan, pero
no sé qué hacer –dijo Laura–. La única entrada al complejo subterráneo que
conocíamos la sellaron con hormigón. Sé que la primera vez que entraron
Juan y Eduardo lo hicieron excavando, pero la verdad es que no sabría
dónde ni cómo hacerlo.
–Me parece que hay que abandonar la idea de entrar tipo comando –
señaló Antonio–. Reconozcamos que aunque encontráramos una entrada o
excaváramos, no tendríamos la capacidad de enfrentarnos a hombres
armados. Eso es lo que yo también le dije en su momento a Sara, que era
una locura entrar así. Quizás Alberto siendo militar esté acostumbrado a
hacerlo, pero ya vemos cómo le fue.
–Y entonces –dijo Bárbara– ¿Qué podemos hacer?
–Infiltrarnos –dijo Antonio–. En ese lugar trabaja gente. Tiene que haber
personal de limpieza, empleados administrativos, o lo que sea, no lo sé,
averigüémoslo y actuemos. Hagámonos pasar por alguna de esas personas.
–¡Claro, personal de limpieza! –Dijo Bárbara–. Creo que se me está
ocurriendo algo.
Lunes 12 de diciembre, 22:48
La chica lo tomaba de la mano otra vez. Las luces se encendían y las blancas
paredes de los pasillos resplandecían encegueciéndolo. Ella lo llevaba por pasillos
interminables. Kilómetros de pasillos. Sus piernas estaban cada vez más duras, ya
casi no podía moverlas. Quería decirle a la chica que parara, que quería descansar,
que ya no podía más, pero ella lo seguía llevando más y más allá. Cruzaron una
puerta y allí no había luz. Entonces los ojos de ella de ella volvieron a encenderse
para iluminar el camino. Atravesaron una última puerta y entraron en una sala
circular llena de aparatos, controles y monitores. Hacia adelante había un gran
310
ventanal. Afuera era de noche y un resplandor azulado parecía alumbrar desde
abajo. La chica lo llevó hacia la derecha y le enseñó algo. Él miró a dónde ella le
indicaba. En uno de los monitores había un display con unos números azules. Los
números cambiaban pero a Juan le costaba centrar la atención en ellos porque todo
estaba empezando a esfumarse. Las paredes, el suelo, el techo, la chica y el monitor.
Todo se esfumó.
Juan despertó en la oscuridad. Después de los primeros segundos de
desorientación recordó dónde estaba.
Encerrado.
Ya no sabía cuánto tiempo había pasado. Con seguridad mucho.
Demasiado. En una de las veces en que habían venido a traerles comida,
uno de los guardias le había visto el reloj y se lo había sacado. Había sido
una auténtica estupidez no esconderlo como Sara había hecho con la
linterna. Los estaban torturando, pero no porque los golpearan o algo
parecido, era mucho peor castigo tenerlos allí en la oscuridad más absoluta.
Era increíble lo desorientada que se encontraba la mente humana sin luz. Y
gracias a Dios que tenían la linterna. La encendían sólo durante breves
momentos, en un intento desesperado por conservar la batería.
Esos breves momentos eran lo que les permitía no volverse locos.
Extrañaba mucho a Laura y los chicos. Había empezado a pensar que ya
nada tenía sentido, ni el árbol de cristal, ni la estúpida historia de Juan
Pereyra. ¿De qué le servía a él todo eso si no tenía a su familia? ¿Y
Eduardo? ¿Dónde estaba Eduardo? ¿Qué le había pasado?
–¿Sara?
–Mm.
–¿Estás durmiendo?
–No, ya dormí demasiado. No puedo dormir más.
–A mi me pasa lo mismo. ¿Pensás que nos van a dejar acá hasta que nos
volvamos locos?
– No lo sé, pero estaba pensando que en este momento la batería de la
linterna es como nuestra propia vida. En cualquier momento puede
agotarse.
Sintió la mano de Sara tocando la suya. La tomó y la puso entre sus
manos.
–Juan. Abrázame.
Los brazos de ella lo rodearon. Él también la abrazó. Las mejillas se
tocaron y notó las lágrimas de Sara.
311
–Vamos a salir de acá Sara. No sé cómo, pero vamos a salir.
Martes 13 de diciembre, 7:45
Laura pasó frente a la puerta de la escuela de policía Juan Vucetich,
continuó avanzando otros doscientos metros, dio la vuelta en «U» y
regresó. Justo antes de llegar a la entrada, sobre la banquina del Camino
Centenario, estaba parado un ómnibus del que descendía un grupo de
jóvenes de poco más de veinte años de edad. Eran cadetes en sus primeros
años de estudio. Laura giró a la derecha por delante del ómnibus, y encaró
hacia la entrada del predio. El paso estaba regulado por una barrera y a la
derecha había una garita de vigilancia. Parado junto a la barrera había un
policía. Los cadetes que más se habían adelantado entraban por una senda
peatonal que había entre la barrera y la garita. Laura vio que antes de llegar
la barrera, sobre el lado derecho, había marcados en el suelo varios lugares
para estacionar a cuarenta y cinco grados. Estacionó el auto allí.
–¿Estás segura de que no querés que vaya con vos? –Dijo.
–Dejame a mí –dijo Bárbara–. Vas a ver.
Bárbara bajó del coche y caminó hacia el policía. Al ver a su amiga
alejarse, Laura no pudo evitar sonreír. El estilo de Barbie parecía fuera de
contexto, sobre todo a esa hora de la mañana. Botas blancas, pantalón rojo y
sus rubios cabellos rizados al viento. El policía la miraba con ojos
desorbitados, cómo si de pronto hubiera visto a un extraterrestre. Barbie
empezó a hablar con el policía y él parecía muy interesado, al punto de que
un auto tuvo que tocarle bocina varias veces para que abriera la barrera. Un
rato después el policía entró a la garita. En ese momento Bárbara se dio
vuelta y le hizo con la mano una señal de «esperá».
En su adolescencia Barbie había sido una chica muy tímida, en parte por
el temor a ser rechazada por la fea herida que le había dejado el accidente
del ventilador. A los dieciocho años le habían hecho una cirugía estética y
la cicatriz, si bien siguió siendo visible, ya no empañaba la belleza de su
rostro. A partir de ese momento Bárbara había cambiado por completo y
había pasado de la timidez a desenvolverse sin ningún tipo de inhibición.
Ahora el policía había vuelto a salir. Le sonreía a Barbie, mientras le
daba algo en la mano.
Bárbara regresó al auto con una sonrisa triunfal.
312
–El teléfono de la compañía que hace la limpieza –dijo entregándole un
papel a Laura–. Dice que todos los días tienen que venir cinco chicas a
limpiar, pero que por lo general siempre falta alguna.
–¿Querés que llame ahora?
–Dale, ¿por qué no?
Laura marcó el número en su celular.
–Hola –dijo la voz de una mujer.
–Hola, sí. Llamaba porque me enteré que necesitan personal de limpieza
para la escuela de policía –dijo Laura.
–A ver, esperá un momento… sí necesitamos gente para trabajar ahí,
pero desde ya te aviso que hay un problema. Es complicado viajar hasta
ahí, porque hay un solo colectivo que pasa a determinada hora y si no
tomás ese, llegás una hora tarde. Lo mismo pasa en el horario de salida. La
mayoría renuncia por esa razón, o si no, las tenemos que terminar echando
porque faltan a cada rato.
–No se preocupe por eso, yo irá en auto.
–En ese caso no habría problema.
Laura vio que Bárbara le hacía gestos desesperados, señalándose e sí
misma.
–Por favor espéreme un segundo –le dijo a la mujer y separó el teléfono
del oído, tapando el micrófono con la mano–. ¿Qué te pasa? –le preguntó a
Bárbara.
–Preguntale si tiene lugar para una más.
–¿Vos? ¿Vas a venis a fregar pisos?
–¡Sííí! Dale, preguntale.
Laura volvió a acercar el teléfono al oído sin demasiado convencimiento.
–¿Tiene lugar para dos personas?
–¿A la segunda persona también la llevarías vos en el auto?
–Sí.
–Entonces me viene como anillo al dedo –contestó la mujer–. Si pueden
pasar hoy por la oficina a que les tomemos los datos, podrían empezar a
trabajar mañana. El horario de entrada es a las ocho y la salida a las
diecisiete.
–Eso sería perfecto.
Laura arrancó el auto y viajaron durante diez minutos hasta City Bell
dónde estaba la empresa de limpieza. Mientras les tomaban los datos Laura
empezó a dudar de que el asunto fuera a funcionar de verdad. Una cosa es
limpiar el baño de tu casa y otra muy distinta es limpiar los baños de vaya
313
a saber cuantos cientos de aspirantes a policía. Sobre todo tenía muchas
dudas respecto de Bárbara que rara vez se había dedicado a esos
menesteres.
Al día siguiente, al presentarse en el puesto de trabajo, se encontraron
con una encargada sargento que las miró de arriba abajo con cara de
incredulidad, en particular a Bárbara. Habían ido vestidas lo más sencillas
posible, con equipo de gimnasia, y había logrado convencer a Barbie de que
contuviera de alguna manera su rizos dorados, pero aún así parecía que la
sargento había notado algo fuera de lo normal en ellas.
–Vamos a ver cuánto duran –dijo haciendo un gesto de negación con la
cabeza mientras les entregaba los uniformes.
Mandó a Bárbara a pasar el trapo de piso en el vestíbulo, mientras que a
Laura la llevó al casino de oficiales a limpiar las ventanas. Laura confirmó
sus sospechas de que la cosa no iba a ser tan sencilla cuando empezó a
trabajar y vio que la sargento se quedaba detrás de ella mirando cómo
fregaba los vidrios mientras le daba precisas indicaciones de dónde habían
quedado pequeñas manchas en las zonas más inaccesibles. El único alivio
era que de a ratos se iba a ver qué estaba haciendo Barbie, pero la mayor
parte del tiempo lo pasaba con ella. ¿Sería que le habría parecido menos
eficiente aún que Barbie? Todo podía ser. La mañana fue transcurriendo y
si bien la sargento las dejó solas en varias oportunidades, regresaba a los
pocos minutos y no les sacaba el ojo de encima.
En la hora del almuerzo se encontraron con sus nuevas compañeras de
trabajo, que charlaban a los gritos y reían a carcajadas. En una pausa de la
charla las interrogó sutilmente acerca de si había algún sótano. Le
respondieron que sí había y que de hecho allí se guardaban los productos
de limpieza.
–No te preocupes, seguro que vas a conocer a conocer el sótano pronto –
dijo una de ellas y el comentario bastó para que las carcajadas
recrudecieran.
El segundo día Laura limpió pisos, más ventanas, y como toda recién
llegada pagó su derecho de piso limpiando los baños. La sargento estuvo
todo el día detrás de ella, por lo que tampoco pudo investigar nada. Barbie
también estuvo vigilada. La situación empezaba a tornarse frustrante. De
esta forma no tenían libertad para moverse y de continuar así poco podrían
hacer por tratar de encontrar la entrada hacia el complejo subterráneo.
Pero el jueves al fin su suerte cambió. Entró a trabajar una empleada
nueva que volcó un recipiente de lavandina a los pocos minutos de llegar,
314
lo que acaparó toda la atención de la encargada, dejándole a Laura mayor
libertad para moverse dentro del recinto. A la primera oportunidad que
tuvo bajó al sótano. Al abrir la puerta comprobó que se usaba como
almacén, tal como le habían dicho sus compañeras. Allí estaban los
productos de limpieza entre tantas otras cosas. Había tres hileras de
estanterías, dos contra las paredes izquierda y derecha, y una tercera justo
en el centro de la sala, colocada de forma longitudinal. La estantería del
centro no le permitía ver la parte izquierda de la sala, entonces la rodeó y
pudo ver que en la esquina de la pared izquierda con la pared del fondo
había una puerta. Caminó hasta ella y la abrió. La luz estaba apagada.
Metió la mano más allá del umbral y tanteó la pared en el lugar dónde
debería estar el interruptor. Lo encontró y lo encendió. Al iluminarse el
recinto vio que se trataba de un segundo depósito, que en este caso
contenía mayormente un archivo de papeles. Inspeccionó esta nueva sala
buscando otra puerta pero no la había. Volvió al primer depósito y
examinó las paredes con más cuidado en busca de alguna abertura o pasaje
oculto detrás de las estanterías. Después de unos cuantos minutos de
búsqueda decidió volver a subir. Era mejor que la sargento no notara su
ausencia. En cuanto tuviera otra oportunidad regresaría y haría una
segunda inspección más minuciosa. Apagó la luz y volvió a subir la
escalera.
En la hora del almuerzo se encontró con Bárbara que la miraba con su
habitual sonrisa, pero esta vez un poco más marcada de lo normal.
–Veo una alegría repentina en tu rostro –le dijo–. ¿Quiere decir algo?
–Puede ser –dijo Bárbara.
–Te escucho.
Bárbara miró a dónde estaban las otras compañeras y comprobó que no
les estaban prestando atención.
–Acompañame al baño –dijo.
Laura se levantó impaciente de la mesa y salieron del comedor. En vez
de ir al baño, Bárbara la tomó del brazo y la hizo salir al parque. Se alejaron
unas decenas de metros entre los árboles.
–Escuchá esto –dijo Bárbara–. Hoy me mandaron a barrer las oficinas
que están al fondo del pasillo.
–Sí. ¿Y?
–En la última de la derecha está la escalera que baja a los subterráneos.
315
–¿En serio? ¿Así de fácil? Pero el contacto ese que tenía Alberto, Patricio,
le había dicho que la entrada estaba en una habitación contigua al
vestíbulo.
– No sé, esto está en la otra punta del edificio, pero te digo que ahí hay
una entrada. Quizás haya más de una entonces.
–Sos un genia.
–No me alabes y escuchá, porque no parece fácil. La escalera está a la
vista apenas entrás, pero delante de ella hay un policía en un escritorio que
controla la entrada. Estuve barriendo un rato mientras observaba el
movimiento. En un momento aparecieron dos policías. Le dijeron al del
escritorio que iban al puesto seis y se mandaron. Seguí barriendo la oficina,
acercándome cada vez más a la escalera. Cuando llegué hasta el borde de la
escalera empecé a barrer los escalones de arriba hacia abajo, pensando que
el policía del escritorio me iba a decir algo en cualquier momento, pero se
ve que lo tomó como algo normal y no me dio ni bola, así que seguí
bajando los escalones uno a uno. Al llegar a la mitad de la escalera ya podía
ver el túnel. Está bien iluminado y te puedo decir que es larguísimo, no se
ve dónde termina.
–Esta sí que es una buena noticia. Entonces la próxima vez que haya que
barrer esa oficina voy yo y me mando por el túnel.
–¡Hey! Pará. Tranquila, que no pienso dejarte entrar ahí sola ni loca.
Escuchame bien primero. Cuando terminé de barrer la escalera, volví a
subir y entonces llegaron dos personas, dos tipos vestidos de traje. Se
presentaron ante el policía del escritorio, le mostraron unas tarjetas y él los
dejó pasar. En cambio los policías que habían entrado antes no mostraron
ninguna tarjeta. Sólo dijeron: «Vamos al puesto seis» y pasaron.
–¿Y qué me querés decir con eso? –Preguntó Laura ansiosa.
–Vení, mirá.
Bárbara la llevó hasta los baños, se acercó a la taquilla dónde guardaban
la ropa y la abrió. Sacó un pantalón, una camisa, y unas botas. Un uniforme
de policía.
–¿De dónde sacaste eso? –Preguntó Laura.
Bárbara volvió a guardar el uniforme y cerró la puerta de la taquilla.
–De la lavandería –dijo–. Limpio por suerte… y adiviná qué…
–¿Qué? –Preguntó Laura con fastidio.
–Tengo otro para vos.
–Estás loca.
316
–No más que vos. Nos vestimos de policías, le decimos al guardia que
vamos al puesto seis y ya está. Además, vestidas así, no vamos a llamar la
atención ni acá dentro, ni abajo en el complejo. Si te parece que hay otra
manera mejor de entrar ahí, decímela.
–¿Y si nos descubren?
–Mirá, para mí la única cuestión es si el policía que está vigilando en la
entrada conoce a todos los policías que salen y entran. Sí es así y nos dice
algo, podemos decirle que somos nuevas y que nos mandaron ahí.
Laura sintió los nervios a flor de piel de sólo pensarlo.
–No me digas más nada –dijo–. Hagámoslo.
–A la tarde tengo que seguir limpiando ahí. Escritorios, ventanas y
demás. Dejame ver hoy cuantos policías salen y entran. Y a qué horas. Y si
conocen al que está en el escritorio. ¿Te parece?
Laura asintió con un movimiento de cabeza.
–Al final del día hablamos –dijo Bárbara.
–Se me va a hacer largo el día hoy.
Jueves 15 de diciembre, 21:51
Sara y Juan aún conservaban una pequeña esperanza de que hubiera
algún ducto de ventilación oculto tras alguno de los grandes montones de
leña apilados contra las paredes. Durante dos semanas habían movido la
mayoría de las pilas de leña sin resultado, y sólo les quedaba pendiente la
gigantesca montaña de leña que cubría la pared posterior del depósito. La
ilusión de encontrar un ducto estaba alimentada por una casi imperceptible
pero constante corriente de aire que no dejaban de sentir. Habían dejado la
gran pila de leña de la pared del fondo para el final porque hasta esa zona
no llegaba la luz que se filtraba por debajo de la puerta. Después de varios
días de estar allí, habían empezado a notar esa luz, que no sabían si se
debía a que habían encendido una luz extra en el pasillo, o si era porque
sus ojos se habían adaptado a la oscuridad. Esa pequeña luminosidad les
había permitido prescindir casi por completo de la linterna y conservarla
para un eventual caso de emergencia. Ahora que sólo les quedaba por
despejar la pared del fondo, tendrían que utilizar la linterna sí o sí. Ya
habían ideado un plan para ahorrar la mayor cantidad de batería posible,
haría algo lento el trabajo, pero tiempo era lo que les sobraba. El plan
317
consistía en encender la linterna dyrante unos pocos segundos, memorizar
en dónde estaban los troncos, apagar la linterna, e ir quitando los troncos a
oscuras. En el momento en que perdieran la orientación, volverían a
encender la linterna y repetirían el ciclo.
Como la pila de troncos llegaba hasta el techo y los troncos de abajo eran
imposibles de mover por el peso de los que estaban arriba, era
imprescindible empezar por arriba del todo. Juan recordaba haber visto
una vieja mesa de trabajo arrumbada en uno de los laterales. La llevaron
hasta el fondo, se subieron sobre la mesa y comenzaron a trabajar. Les
insumió mucho esfuerzo sacar los primeros troncos, porque incluso desde
arriba de la mesa apenas los alcanzaban, pero a medida que se fue
reduciendo la altura de la pila empezaron a trabajar con algo más de
comodidad.
–Menos mal que tenemos este trabajo para hacer, así no estamos
contando los segundos y las horas –dijo Juan.
–Es cierto, pero eso me hace pensar en una cosa. Dudo mucho que
encontremos algo detrás de esta leña, pero prométeme que si no hay nada
aquí, no vamos a deprimirnos y vamos a seguir luchando como sea.
–Te lo prometo.
Un rato después les trajeron la comida. Los vigilantes se preocupaban
muy poco por ellos. Les tiraban la comida como si fueran perros y se iban.
Ni siquiera habían prestado atención a los movimientos de leña que habían
estado haciendo.
Después de comer regresaron a la tarea de sacar troncos. Los tomaban
uno por uno porque eran de un tamaño considerable y los arrojaban unos
metros más allá. Unas horas después lograron sacar los suficientes troncos
como para poder ver la pared del fondo. Había resultado que la
acumulación de leña tenía cerca de metro y medio de espesor hasta llegar a
esa pared. Continuaron trabajando con paciencia durante varias horas más
hasta que lograron rebajarle un metro de altura a la pila en una sección de
seis o siete metros de ancho justo en el centro de la sala.
–Juan, me está dando sueño.
–Andá a dormir, yo me quedo trabajando un rato más.
–No, ven conmigo. No quiero ir sola adelante. Si entran los vigilantes y
me llevan, tú aquí atrás ni te darás cuenta.
–De acuerdo, vamos a dormir.
Cuando Juan lanzaba el último tronco que le quedaba en la mano, volvió
a sentirse esa vibración que se apreciaba cada tanto. Algunas veces era tan
318
intensa que hacía tintinear unas piezas de metal que estaban en una repisa.
Pero esta vez había algo diferente, la vibración llegaba acompañada de un
sonido, un «tatac tatac», además de una especie de ruido de fricción.
Venía de delante de ellos, exactamente de entre medio de la pila de leña.
Sara lo tomó a Juan por el brazo.
–¿Qué es eso? –Preguntó.
–No lo sé. Me parece un sonido muy familiar, pero no logro darme
cuenta que es.
En ese momento a todos los ruidos anteriores se sumó el sonido de una
inconfundible bocina.
Juan sintió renacer la vida en su cuerpo.
–¡Es el tren! –Exclamó–. La vibración esa que venimos sintiendo. ¡Es el
ferrocarril Roca volando sobre las vías!
Sara encendió la linterna para iluminar la montaña de leña que aún les
llegaba hasta la altura de la cintura, tal como estaban parados sobre la
mesa. Solo se veían troncos y más troncos en el lugar desde dónde salía el
sonido del tren.
Se lanzaron a sacar los troncos a toda velocidad. Juan en el apuro sacó
un tronco que sostenía a otros y parte de la pila se derrumbó lastimándole
los dedos de la mano izquierda. A pesar de eso siguió sacando troncos
como un desaforado.
–Tranquilo –dijo Sara–. Ya casi lo tenemos.
Delante de ellos apareció una esquina de metal. Al sacar algunos troncos
más pudieron ver que era una rejilla de ventilación, aunque diferente a las
que habían visto antes en el resto del complejo. Esta parecía más antigua
aún, y estaba oxidada por completo. Juan enseguida vislumbró un
problema añadido: No salía a presión, tenía tornillos.
–Va a ser muy difícil sacar estos tornillos con este óxido –dijo tocando
los tornillos.
Sara no pudo contener su impaciencia. Clavó la uña del pulgar en la
ranura de uno de los tornillo y giró. Lo único que logró fue partirse la uña.
Hizo un gesto de dolor.
–Te lo dije. ¿Te lastimaste?
–No, no es nada.
–Dejame pensar… a ver… esperá. Prestame la linterna un minuto.
Juan tomó la linterna y bajó de la mesa. Hizo una rápida recorrida por el
depósito para buscar algo que había visto y que creía que podía servir.
Regresó junto a Sara con un pedazo de dura chapa de cinc en la mano.
319
Insertó el filo de la chapa en la ranura de la cabeza del tornillo y giró, pero
la chapa se dobló y el tornillo permaneció inamovible. Probó con los otros
tornillos y obtuvo el mismo resultado. Luego intentó meter la chapa entre
el borde de la rejilla y la pared, intentando hacer palanca para arrancarla.
La rejilla cedió unos milímetros pero luego la chapa se dobló. Tiró la chapa
a un lado e intentó meter los dedos en la pequeña rendija que se había
abierto entre la rejilla y la pared pero no había suficiente espacio.
–Voy a ver si encuentro algo más duro que esa chapa –dijo.
–Aquí te espero.
Después de un buen rato de recorrer el depósito, le pareció notar que la
preciosa linterna de luces LED flaqueaba por primera vez, pero encontró lo
que necesitaba: Una barra de hierro con la punta afilada. Regresó junto a
Sara, y esta vez al hacer palanca, la rejilla voló por los aires aterrizando
sobre el montón de leña.
Sara acercó la cabeza al agujero que se abría ante ellos. El ducto parecía
ser del mismo tamaño que los que ella había recorrido en la otra parte del
complejo, sesenta centímetros de ancho por cuarenta y cinco de alto. En ese
momento no se percibía ninguna corriente de aire allí, pero si el sonido del
tren había llegado, tenía que tener alguna salida.
–Pásame la linterna –dijo.
Juan se la entregó y Sara iluminó el interior del ducto.
–Uff, ahora se nota que ilumina menos –dijo–. Dios mío que nos dure
para salir de aquí.
–¿Qué se ve? –Preguntó Juan.
–Sólo un ducto recto hasta dónde llega la luz.
–¿Entramos?
Sara apagó la linterna.
–Espera –dijo–. Pensemos un momento. ¿Qué pasa si se nos agota la
batería allí dentro?
–Seguimos a oscuras.
–Puede haber bifurcaciones y podríamos perdernos.
–No tenemos otra alternativa.
–De acuerdo. También tenemos que tener en cuenta que cuando vengan
a traernos la comida y no nos encuentra saldrán a buscarnos. Traen la
comida dos veces al día. ¿No?
–Sí, así es. ¿Y?
320
–Entonces esperemos a que nos traigan el almuerzo y justo después de
que se vayan nos metemos por el ducto, así tendremos el mayor tiempo
posible para escapar sin que noten nuestra ausencia.
–No sé cómo hacés para pensar con tanta frialdad en estos momentos –
dijo Juan.
–Me lo enseño mi padre. Pensar con frialdad en los momentos críticos
puede ser la diferencia entre una anécdota para contar y un accidente
mortal, así me decía.
–Explícito, tu padre.
–Sí, era su estilo.
–Bueno, creo que todavía faltan muchas horas para que nos vuelvan a
traer la comida.
–Sí, supongo que sí.
–Entonces intentemos dormir mientras tanto, hicimos un gran esfuerzo
sacando todos estos troncos y quizás necesitemos energía extra para
explorar ese ducto.
–Vayamos a dormir entonces.
Se acostaron en el duro suelo y Sara se acurrucó junto a Juan.
Juan sintió vergüenza, después de tantos días allí adentro y sobre todo
después del trabajo con los troncos, el olor que salía de sus axilas y de otras
partes de su cuerpo era nauseabundo, pero a Sara parecía no molestarle
porque cuando dormían siempre lo abrazaba o al menos se apoyaba en él.
Después de un rato notó que la respiración de ella se regularizaba. Se había
dormido. Pero él no podía dormir, estaba demasiado ansioso ahora que
tenían una posibilidad de escapar, por pequeña que fuera. Admiró a Sara
por su capacidad, en la misma situación, de actuar con decisión, sin
nervios, e incluso de dormir.
Viernes 16 de diciembre, 13:10
Juan había permanecido despierto durante un tiempo que se le había
hecho interminable. Por fin cuando ya creía que habían decidido matarlos
de hambre y sed, abrieron la puerta. Siempre venían dos tipos, uno se
quedaba junto a la puerta y el otro traía la bandeja con la comida. Sara se
despertó al oír el ruido de la puerta y se incorporó. El que traía la bandeja
los miró mientras se acercaba como si fueran a morderlo y dejó la bandeja
321
en el suelo a tres metros de distancia. Luego ambos salieron y cerraron la
puerta.
Siempre que abrían la puerta y entraba luz, luego tardaban un rato en
poder volver acostumbrar la vista a la penumbra. A pesar de eso se
levantaron sin perder tiempo y caminaron a tientas tomados de la mano
hasta el fondo del depósito. Sara encendió la linterna.
–¿Quieres ir tu delante? –Preguntó.
–No, andá vos que tenés más experiencia. Yo te sigo.
Sara se subió a la mesa que habían utilizado para alcanzar lo alto de la
pila de leña, trepó por los troncos y se introdujo por el ducto. En día en que
había entrado a los ductos de la parte central del complejo, no había sido
necesario llevar la linterna porque entraba luz por varias de las salidas,
ahora en cambio al tener que llevar la linterna en una de las manos, se le
hacía más incómodo avanzar. Después de recorrer tres o cuatro decenas de
metros se detuvo.
–Juan, ¿me sigues? –Preguntó.
–Sí, acá estoy. ¿Ves algo?
–Nada nuevo, el ducto continúa todo recto y la linterna ilumina cada vez
menos.
–Apurémonos.
Avanzaron durante diez minutos más y volvieron a oír el sonido del
tren, ahora era aún más nítido e inconfundible. Sara intentó aumentar el
ritmo, pero no podía ir mucho más rápido apoyándose sobre los codos.
–Esto es interminable –dijo.
–Así parece.
–Espera, un poco más adelante hay algo, creo que es una bifurcación…
sí, lo es. El ducto continúa hacia adelante, y también sale uno a la izquierda
y otro a la derecha. ¿Por cuál vamos?
–¿Sentís que venga aire por alguno?
Sara demoró un largo momento en responder.
–No lo sé, no estoy segura –dijo–. Siento algo de aire pero no sé de
dónde viene. Tanto el ducto de la izquierda como el que sigue hacia el
frente parecen ir hacia abajo. El de la derecha, apunta más hacia arriba.
–Vamos por ese entonces.
Sara apuntó la linterna hacia el ducto de la derecha y avanzó.
Efectivamente el ducto parecía tener una leve inclinación hacia arriba. Tres
metros más adelante volvió a detenerse.
–¿Pasa algo? –Preguntó Juan.
322
–Sí, el ducto se convierte en un tubo redondo.
–¿Se puede seguir?
–No lo sé, es un poco más estrecho que dónde estamos ahora. ¿Quieres
que volvamos y probemos por otro?
–Si se puede seguir, prefiero seguir por este –dijo Juan–. Por lo menos va
hacia arriba.
–De acuerdo, intentémoslo
Sara entró en el tubo redondo. El problema era que los codos no
apoyaban en una superficie recta y era mucho más incomodo y difícil
equilibrarse. El tubo no era de metal, era de cemento, y su superficie muy
rugosa.
–Me duelen los codos –dijo.
–A mí también.
El avance se hizo muy lento, centímetro a centímetro. Continuaron así
durante un tiempo y pararon a descansar. Después de avanzar en forma
penosa durante otro largo trecho, Sara se detuvo de golpe y lanzó un
suspiro.
–No hay salida –dijo.
–No te puedo creer.
–El tubo está roto y está lleno de tierra. ¿Lo ves? –dijo apretándose
contra un lado del tubo para que Juan pudiera ver.
–Sí, es una cagada. Tenemos que volver.
A pesar de que ya casi no iluminaba, Sara le pasó la linterna a Juan. No
era posible darse vuelta dentro del tubo, por lo que a Juan no le quedó otra
alternativa que arrastrarse hacia atrás como un cangrejo. Si avanzar era
difícil, retroceder lo era aún más. Su fastidio aumentó cuando volvió a oír
el sonido del tren, que esta vez le llegaba desde atrás.
–Tendríamos que haber esperado en la bifurcación a que pasara el tren
para saber cuál era el camino correcto –dijo.
–Yo en un momento lo pensé, pero cuando estábamos allí, con los
nervios y el apuro, me olvidé –dijo Sara.
–Ahora ya no vale la pena lamentarse, tranquilicémonos.
Juan decidió apagar la linterna para conservar el débil haz de luz que
aún proyectaba, ya que de todos modos al ir hacia atrás de nada le servía.
Continuaron retrocediendo en completa oscuridad durante un tiempo que
se les hizo interminable.
A Sara, el dolor en los brazos se le hacía cada vez más insoportable,
sobre todo en los codos.
323
–Los brazos no me dan más y tengo mucha sed –dijo.
–Sí, yo también tengo sed. No sé cómo no se nos ocurrió traer agua
teniéndola. Nos equivocamos en eso también. ¿Qué te parece si volvemos a
buscar agua y después exploramos los otros ductos?
–¿Y arriesgarnos a que alguien haya entrado al depósito y nos esté allí
esperando? No gracias, prefiero morir de sed.
–Como quieras.
El tren pasó dos veces más, pero aún no llegaban a la intersección.
–¿Cada cuanto pasa el tren? –preguntó Sara.
–Creo que cada media hora. Pero hay que tener en cuenta que pasa en
un sentido y en el otro. Así que podemos calcular que pasa cada quince
minutos.
–Pasó cuatro veces desde que estamos aquí metidos, así que ha pasado
una hora al menos desde que entramos al ducto.
–Sí, así debería ser.
–¿No nos habremos pasado de la intersección? –Preguntó Sara.
–No, no te preocupes por eso, vengo tanteando los laterales
permanentemente.
Pararon a descansar un momento y el tren pasó por quinta vez. Al
retomar la marcha, a los pocos metros, Juan tocó con sus pies el piso recto
del ducto rectangular.
–¡Llegamos Sara! –Dijo–. ¡Por fin salimos de ese tubo maldito!
–Gracias a Dios, ya no daba más.
En la intersección había un espacio de algo más de un metro cuadrado
que les permitía estar más cómodos. Allí se sentaron a esperar a que pasara
el tren de nuevo.
–¿Estás segura de que no querés volver a buscar agua? –Preguntó Juan–.
Yo creo que para llegar hasta este punto no habíamos tardado mucho más
de veinte minutos.
–No, prefiero esperar a que pase el tren y continuar. Me parece buena
señal que no se oigan ruidos desde el depósito, eso quiere decir que aún no
han descubierto nuestra ausencia.
A los pocos minutos se comenzó a oír el sonido el tren por sexta vez. Se
oía con mucha más intensidad que en cualquier otro lugar en que habían
estado antes. Juan tuvo un momento de pánico. El sonido retumbaba de tal
manera no era capaz de darse cuenta de dónde venía.
–Sara… No sé de dónde viene…
324
Sara tampoco se daba cuenta de dónde venía. Se movió alternativamente
hacia las salidas de los ductos derecho e izquierdo pero no notó diferencia
alguna, parecía que el sonido venía de todos lados. Y quizás así fuera,
quizás viniera de más de un lugar al mismo tiempo, pero al comenzar el
tren a alejarse y disminuir la intensidad del sonido Sara lo tuvo claro.
–¡Lo tengo! –Gritó–. ¡Viene de arriba! Creo que hay un ducto que va para
arriba.
Juan encendió la linterna y enfocó hacia arriba. La luz alcanzó lo justo
para ver que encima de ellos, a algo más de un metro de altura, había una
rejilla. Un segundo después la luz de la linterna se extinguió de forma
definitiva. Juan se arrodilló, estiró el brazo y con la punta de los dedos
tanteó la rejilla. Sintió el frio del acero. Podía pasar los dedos entre los
barrotes, y eso le hizo caer en la cuenta de que el hecho de que la rejilla
tuviera rendijas pero que por ellas no entrara luz, significaba que daba a
otro túnel u otro lugar que aún se encontraba bajo tierra. Sin embargo de
allí salía el sonido del tren, lo que indicaba a ciencia cierta que tenía que
haber una abertura. Entonces sus manos chocaron con las de Sara que
también se había levantado para hacer su propia exploración.
–La rejilla parece sólida –dijo ella.
–Sí, probemos empujarla hacia arriba los dos juntos a ver si se mueve.
–De acuerdo. ¿Vamos?
–Sí. ¡Ahora!
A pesar del esfuerzo conjunto la rejilla no se movió. Era muy
complicado hacer fuerza, porque estando de rodillas apenas alcanzaban
con la punta de los dedos, y si se paraban, chocaban con la cabeza contra la
rejilla y les resultaba muy incómodo. Lo intentaron varias veces con todas
sus fuerzas, pero sin ningún resultado.
–¡Qué bien nos vendría uno de los troncos para darle un golpe seco! –
Dijo Juan–. O mejor aún, la barra de hierro con la que abrimos la rejilla de
entrada al ducto.
–Intentémoslo una vez más –dijo Sara–. Si no se mueve volveremos al
depósito a buscar la barra de hierro y el agua.
–De acuerdo.
Sara intentó poner más empeño que nunca, pero para su pesar la rejilla
permaneció en su sitio.
–¿Qué te parece si vuelvo sólo? –Preguntó Juan– No tiene sentido que te
canses vos también.
325
–Vale, te lo agradezco porque estoy agotada, pero si cuando el tren haya
pasado dos veces más, aún no has regresado, iré a buscarte.
–Está bien. Volveré lo más pronto posible.
–Espera.
–¿Qué?
Sara abrazó con fuerza a Juan y lo besó en la mejilla.
–Ahora sí, vete.
Juan se arrastró por el ducto a la mayor velocidad posible. Los brazos le
temblaban por el esfuerzo, pero ahora el ducto parecía ir en leve descenso
lo que le permitía avanzar con más facilidad. Al llegar al depósito se topó
con la dificultad añadida de que la oscuridad era total y ya no disponía de
la linterna. Sin embargo creía recordar que la barra de hierro había
quedado sobre la mesa que habían utilizado para alcanzar hasta lo alto de
la pila de troncos. Tanteó la mesa con las manos y la encontró al instante.
Saltó de la mesa al suelo con la barra de hierro en la mano y caminó a
tientas hacia la parte delantera del depósito dónde habían dejado el agua. A
medida que avanzaba empezó a percibir la penumbra que entraba por
debajo de la puerta y pudo continuar con mayor rapidez. Al llegar a la
parte delantera, temió que en ese momento alguien abriera la puerta y todo
se acabara. Alcanzó el bidón de agua, bebió durante un breve instante y
regresó a la parte trasera con mucho cuidado porque ahora llevaba las dos
manos ocupadas y no podía extender el brazo para protegerse de los
eventuales obstáculos. Por esa misma razón también le costó mucho más
volver a avanzar por el ducto. Tenía que apoyar el bidón de agua delante
de él y empujarlo a cada movimiento.
–Juan –oyó la voz de Sara a lo lejos–. ¿Eres tú verdad?
–Sí, soy yo. Ya estoy volviendo.
–¿Tienes la barra de hierro y el agua?
–Sí, las tengo.
Al llegar a la intersección le dio el bidón de agua Sara. Ella bebió
durante un largo rato sin parar. Mientras tanto Juan se dedicó a tantear el
borde de la rejilla para intentar encontrar un lugar donde insertar la barra
de hierro. En uno de los lados parecía haber un pequeño hueco. Tomó la
barra de hierro y clavó el extremo afilado en el hueco. Hizo palanca con la
barra y volvió a tantear con la mano para comprobar el resultado.
La rejilla había cedido un poco.
–¡Sí! –Exclamó–. Se mueve.
–¿Necesitas ayuda?
326
–Por ahora no.
Insertó la barra de hierro en el borde de la rejilla y volvió a hacer
palanca. Esta vez notó como la rejilla se liberaba por completo. Soltó la
barra de hierro y empujó con las dos manos la rejilla hacia arriba. Era muy
pesada, pero se movía algo.
–Ahora sí –dijo–. Ayudame a levantar la rejilla. Intentemos levantarla un
poco y empujarla hacia la derecha.
–De acuerdo.
Con el esfuerzo conjunto de ambos, la rejilla se fue moviendo hasta dejar
liberado por completo el espacio que había sobre sus cabezas. Juan se paró
y notó que Sara hacía lo mismo al lado de él. Tanteó con las manos a su
alrededor lo que parecía ser un piso de cemento a la altura del pecho.
–¿Qué hay de tu lado? –Preguntó.
–Nada, sólo el suelo.
Se alzó a sí mismo con los brazos y salió fuera de lo que parecía ser un
pozo de desagüe. Se dio vuelta y le tendió una mano a Sara para ayudarla a
subir. Sara resultó ser más liviana de lo que había pensado y el impulso que
le imprimió resultó ser excesivo. Tuvo a sostenerla para que no se cayera.
–¿Dónde estaremos? –Preguntó y su voz retumbó.
–No lo sé –dijo Sara–. Pero por el eco que hay parece ser un lugar
amplio. No nos soltemos las manos.
–¿Qué te parece si caminamos hacia adelante con cuidado a ver qué
encontramos?
–Vale.
Juan avanzó llevando a Sara con una mano y con el brazo opuesto
extendido. Al dar el sexto paso sus dedos tocaron una superficie sólida.
–Llegamos a una pared –dijo.
–Sigámosla hacia la izquierda entonces.
Juan caminó tanteando la pared hasta que después de otros seis pasos
chocó contra una segunda pared que corría perpendicular a la primera. Por
esa segunda pared anduvieron doce pasos hasta chocar con una tercera que
también hacía esquina con la segunda. Y al final, después de otros doce
pasos, fueron a dar contra una cuarta pared y allí se quedaron parados.
Juan sintió que la desesperación se apoderaba de él.
–¿Sara, sabés dónde estamos? –Preguntó.
–Sí, estamos en una habitación cuadrada de no mucho más de cuatro
metros de lado, con un pozo en el centro.
327
–¿Puede ser que después de tanto esfuerzo hayamos llegado a una
habitación cerrada?
–No tiene sentido que esté totalmente cerrada. No estamos en una
pirámide egipcia. Tiene que haber una salida en alguna parte, sólo que no
sabemos dónde. No te olvides que de aquí provenía el sonido del tren. Sólo
tenemos que esperar a que vuelva a pasar y sabremos dónde está la salida.
Además ya debe de faltar poco. Cuando tú te fuiste a buscar el agua, el tren
pasó por séptima vez desde que salimos del depósito, y de eso ya hace un
largo rato.
Regresaron al centro de la habitación y buscaron el bidón de agua
dentro del pozo. Mientras bebían el agua que les quedaba, se comenzó a oír
el inconfundible sonido de la locomotora diesel acercándose. Al principio
les volvió a ocurrir lo mismo que la vez anterior. El sonido retumbaba de
tal forma que parecía que el sonido los envolvía. Juan sintió que Sara se
soltaba de su mano y caminaba por la habitación. Él también probó cambiar
de posición para intentar identificar el lugar de dónde provenía el sonido.
–De arriba –dijo Sara–. Sigue viniendo de arriba.
–¿Estás segura?
–Sí, creo que viene del centro de la habitación.
Juan estiró los brazos todo lo que pudo y se puso en puntas de pie. No
alcanzaba a tocar nada. Luego probó saltar con los brazos extendidos, pera
no llegó a ninguna parte.
–No sé cómo conseguiremos llegar al techo –dijo.
–Hay una sola forma. Subiéndome arriba tuyo.
–Probemos. Vayamos hacia una pared para apoyarnos. Así será más
fácil
Juan caminó hasta tocar la pared.
–Yo me agacho y vos te subís a caballo sobre mis hombros –dijo.
–¿Vas a poder levantarme así? Mira que peso sesenta y dos kilos.
–Creo que con la dieta de calabozo de los últimos días deben ser algunos
menos.
Juan se agachó y sintió que Sara apoyaba sus piernas, una en cada uno
de sus hombros. Las tomó por los tobillos.
–¿Lista? –Preguntó.
–Lista. Venga.
–Arriba.
Juan empezó a levantarse. Solía hacerlo con los chicos, incluso con Sofía
que ya pesaba casi cuarenta kilos, pero con Sara estuvo a punto de caerse.
328
Sara notó el problema a tiempo y apoyó una mano en la pared, lo que les
permitió recuperar el equilibrio, entonces Juan logró erguirse del todo.
Sara medía un metro setenta y ocho y tenía brazos muy largos, incluso
cuando era niña en la escuela le hacían le bromas con respecto a la longitud
de sus brazos y a su habilidad para trepar. «La mona», le decían. Estiró su
brazo derecho y tocó el techo con la punta de los dedos.
–Puedo tocar al techo –dijo–. Pero llego con lo justo.
–Bien, entonces vayamos hacia el centro de la habitación, a dónde vos
decís que viene el sonido.
–De acuerdo, pero no te olvides que en el centro también está el pozo
por dónde salimos.
–Lo sé, voy con cuidado.
Juan avanzó con precaución dando pequeños pasos. A su vez Sara
mantuvo sus brazos extendidos, tocando el techo, lo que le sirvió para
ayudar a equilibrarse. Cuando Juan creyó que estaba llegando al pozo
central, extremó las precauciones. Adelantó un pie de a poco esperando
encontrar el borde del pozo, cuando lo halló, se detuvo y se afirmó bien con
ambos pies.
–Estamos justo frente al pozo –dijo–. ¿Hay algo en el techo?
Sara adelantó su brazo hasta el máximo de su elongación.
–Sí –dijo–. Hay una tapa de metal, pero apenas llego a tocarla, no puedo
hacer fuerza sobre ella.
–Ok, entonces voy a bajarte para que agarres la barra de hierro y
pruebes con eso.
Sara saltó al suelo antes de que Juan terminara de agacharse y se metió
dentro del pozo en dónde había quedado la barra. Una vez que la tuvo en
sus manos volvió a salir.
–Vamos a cambiar de táctica –dijo–. Sostén tú la barra –dijo dándole la
barra de hierro a Juan–. Quédate parado y agacha la cabeza que yo sé
subirme a tu espalda.
Juan hizo lo que Sara le indicaba e intentó afirmarse lo mejor posible
abriendo un poco las piernas. Sara de un salto trepó a su espalda y esta vez
no hubo desequilibrios.
–¿Por qué no lo hicimos así la primera vez? –Preguntó Juan.
–Porque tú has insistido con eso de agacharte. Dame la barra.
Sara tomó la barra y tanteó con ella el techo. Se oyó el ruido del roce de
metal contra metal. Parecía que era una tapa cuadrada más o menos del
329
mismo tamaño que la que había debajo, con la diferencia de que en este
caso no se trataba de una rejilla, sino una tapa de chapa plana.
Bajó la barra hasta dejar el brazo colgando para poder tomar impulso.
Balanceó el brazo dos veces con cuidado de lo pegarle a Juan y luego lo
hizo subir con todas sus fuerzas intentando dar el golpe en el centro de la
tapa.
En el instante en que la barra golpeó contra la chapa, un estallido de luz
inundó la sala. Era sólo un pequeño haz de luz pero para ellos era casi tan
inmenso como la vida misma. En medio de la alegría y por causa del rebote
de la barra, Sara se desequilibró y se sintió caer al vacío. Juan percibió el
desequilibrio y estiró sus brazos en un intento por atajarla. Lo consiguió a
medias, logrando al menos amortiguar la caída de Sara, que primero cayó
en sus brazos y luego al vencerse estos por el peso de su cuerpo, golpeó
contra el suelo con un hombro.
–¿Estás bien? –Preguntó Juan.
Sara no contestó, pero esta vez no era necesario. Gracias a la nueva luz,
Juan podía ver la sonrisa en su rostro. Sara estaba acostada en el suelo y
miraba fijo hacia arriba, hacia la salida. Extendió una mano hacia Juan y él
la tomó, ayudándola a levantarse.
–Súbeme de nuevo –pidió Sara.
La tapa se había abierto por uno de los laterales y parecía tener unas
bisagras sobre las que pivotaba. Sara volvió a saltar sobre los hombros de
Juan.
–Necesito que me levantes un poco más –dijo.
Juan torció sus brazos hacia atrás y haciendo palanca en las nalgas de
Sara, empujó con todas sus fuerzas hacia arriba.
Sara se afirmó con una mano en el borde del hueco, mientras que con la
otra mano empujó la tapa hacia arriba. Esta giró sobre sus bisagras hasta
que llegó a un ángulo de noventa grados y luego cayó hacia el lado opuesto
produciendo un notable estruendo y levantando una pequeña polvareda.
Sara se tomó con ambas manos de los bordes del hueco y se impulsó con
fuerza hacia arriba. Salió a la luz del sol de la tarde y miró a su alrededor.
Aún estaba dentro de un edificio pero por fin estaba en la superficie de la
tierra. Todas las ventanas y puertas del edificio estaban rotas y la
vegetación penetraba alegre en el recinto. El techo era de chapa, a dos
aguas y mostraba múltiples agujeros que dejaban pasar los rayos del sol.
De inmediato volvió a darse la vuelta y se recostó en el suelo Dejó colgar
los brazos en el agujero para intentar alcanzar los de Juan. Sólo llegaban a
330
tocarse las puntas de los dedos cuando él se ponía en puntas de pie por lo
que no podía agarrarlo. De todas formas hubiera resultado imposible para
ella levantarlo en la posición en que estaba, teniendo en cuenta que él
quedaría en el aire en un determinado momento y no podría colaborar de
ninguna manera.
–Juan, así no vamos a lograr nada –dijo–. Tengo que ir a buscar una soga
o algún objeto que pueda darte para que puedas subirte en él.
–Sí, es cierto. ¿Tenés idea a dónde saliste?
–No, parece un galpón abandonado.
–Tené cuidado, si se dieron cuenta que nos escapamos van a estar
buscándonos ahí afuera también.
–Sí, no te preocupes, volveré lo más pronto posible.
–Te espero.
Viernes 16 de diciembre, 17:01
Laura entró al baño de mujeres y comenzó a desabrocharse la camisa del
uniforme con parsimonia para hacer tiempo mientras esperaba a Bárbara.
Aprovechó para observar con discreción a sus nuevas compañeras de
trabajo. En ese momento ellas comentaban un programa de televisión y se
reían con ganas, sin prestar la más mínima atención a lo que ella hacía. Era
justo lo que necesitaban. En ese momento vio aparecer a Bárbara por la
puerta.
–Me atrasé –dijo Bárbara en voz baja–. Me agarró la sargento y me dio
las instrucciones para mañana. Zafé lo más rápido que pude.
–Dale, vamos a cambiarnos de ropa.
Bárbara abrió la taquilla, sacó los uniformes de policía y le entregó uno a
Laura. Fueron hasta el sector dónde estaban los habitáculos de los inodoros
y entraron una en cada uno. Laura se sacó el uniforme de limpiadora y se
puso el de policía. Le costó un cierto esfuerzo ponerse las botas; eran duras
y un poco chicas para su talle. Mientras se cambiaba, escuchó que el
cotorreo de las demás empleadas iba disminuyendo hasta que el baño se
quedó en completo silencio. Se paró sobre el inodoro y espió por encima de
la pared para comprobar que todas se hubieran ido.
–¿Barbie? –Preguntó.
–Sí.
331
–¿Estás lista? Ya se fueron todas.
–Sí, ya estoy.
Laura saltó del inodoro y abrió la puerta. Bárbara ya estaba allí afuera.
Al verla estuvo a punto de destornillarse de risa. Se había vuelto a soltar el
pelo, y movía la cabeza a un lado y a otro haciendo ondear sus bucles.
Rubia tonta era poco decir, la combinación del uniforme policial con la
sonrisa burlona que tenía pintada en la cara conformaba un cuadro de lo
más hilarante.
–¿Qué? –Preguntó Bárbara–. ¿Qué te causa gracia? ¿No estoy bien así?
–Sí, estás… bárbara.
No pudieron evitar reírse a carcajadas a pesar de lo repetido que era
para ellas el chiste con el nombre propio.
–Vas a ver como así entramos a cualquier parte –dijo Bárbara.
En ese instante Laura se acordó de Juan y la risa se le fue de golpe.
–Barbie… quiero encontrar a Juan –dijo.
–Sí, perdoname, fue un momento de tontería. Vamos, no perdamos más
tiempo.
Lo único que les faltaba del atuendo policial era el arma, pero tal como
habían observado en esos días, los policías que trabajaban en puestos
administrativos no las llevaban, por lo menos dentro del edificio.
Habían elegido esa hora porque era el horario de salida y en ese momento
se producía un descontrol total de gente yendo y viniendo por los pasillos.
El día anterior Bárbara había comprobado que muchos policías entraban y
salían de la escalera que bajaba al túnel, y que la mayoría de ellos sólo
saludaban al pasar al policía que estaba custodiando la entrada. No le
daban ningún tipo de indicación, ni él les preguntaba nada. ¿Sería porque
ya se conocían? Dentro un momento iban a comprobarlo.
Al salir del baño Laura empezó a notar que las piernas le temblaban por
los nervios y a punto estuvo de dar un paso atrás. Al caminar por el pasillo
se sintió blanco de todas las miradas, incluso se asustó cuando una mujer
policía que pasaba en sentido contrario la saludó. Por un instante pensó
que la había reconocido. Tardó unos segundos en reaccionar y devolver el
saludo a la mujer que ya se había alejado unos pasos en dirección contraria.
No había motivo para alarmarse, era sólo el típico saludo de cortesía hacia
alguien desconocido. Intentó relajarse pero las piernas le seguían
temblando.
Al llegar al fondo del edificio, Bárbara tomó con confianza el picaporte
de la puerta que daba a la sala en dónde estaba la escalera y abrió.
332
Laura vio que el policía del escritorio estaba concentrado en el monitor
de la computadora con cara de aburrimiento.
–Hola –dijo Bárbara con energía.
–Hola –dijo el poli sin despegar la vista del monitor.
Bárbara continuó caminando y puso el pie en el primer escalón de la
escalera. Laura pensó que ya pasaban.
–¿Chicas? –Preguntó el policía y levantó la vista del monitor–. ¿Es la
primera vez que vienen?
Bárbara retrocedió y se acercó al escritorio.
–Vinimos dos veces ya –dijo sonriendo.
Cuando el policía vio a Bárbara se le fue el aburrimiento de golpe y se le
iluminó el rostro.
–¿Sí? Qué raro… –dijo el poli entusiasmado–. De vos me hubiera
acordado seguro.
Bárbara se acercó más y se revolvió el pelo con la mano.
–Lo que pasa es que me cambié el color y me hice los rulos.
–Ahh sí. Te quedó muuuyyy bieeennn. Ahora que te veo de cerca sí me
acuerdo de vos.
Laura se relajó, el tipo ya estaba en las manos de Bárbara. Tenía que
reconocer las ventajas prácticas de la seducción más elemental.
–¿A qué hora vuelven a salir? –Preguntó el poli.
Laura temió que Bárbara pudiera dar una respuesta errónea.
–Y… no sé… –dijo Bárbara y señaló escaleras abajo– Viste que acá
adentro no se sabe nunca hasta cuando te tienen.
–Sí, es verdad –dijo el poli–. Bueno, cuando salgas conozco un lugar
cómodo para ir a tomar un café.
–¿Sí? Te tomo la palabra. No te vas a achicar después.
–¿Cómo era tu nombre?
–Barbie ¿Y el tuyo?
–Germán
–Hasta pronto Germán
–Hasta pronto hermosa.
Bárbara agarró a Laura del brazo y la llevó escaleras abajo. Avanzaron
con rapidez por el pasillo hasta recorrerlo por completo. Laura dio gracias a
Dios por estar con Bárbara y no tener que haber entrado allí sola. Habían
llegado a una intersección. Laura miró hacia ambos lados y vio como el
pasillo en el que habían desembocado describía una suave curva en ambas
direcciones. No había duda, estaban ante el famoso pasillo circular del
333
complejo del árbol de cristal del que tanto había oído hablar. Vio que
Bárbara la interrogaba con la mirada, sin saber a dónde ir. La tomó de la
mano y la llevó hacia la derecha. Se cruzaron con varias personas que no
les prestaron la más mínima atención. La mayoría de las puertas que
pasaban tenían un cristal esmerilado en la parte superior que les permitía
distinguir algo de lo que había adentro. Caminaron con lentitud intentando
mirar a través de los cristales. Pasaron tres puertas a la izquierda, que
daban hacia la parte central del círculo, en las que se veía la luz encendida.
Parecían oficinas. Luego se encontraron con la primera puerta del lado
derecho. No se veía luz detrás de esa puerta. Laura la abrió sin dudar y tal
como se esperaba se encontró con un túnel a oscuras. Era posible que ese
fuera el túnel por el que habían entrado Sara y Alberto. Cerró la puerta y
continuaron caminando. Unos pocos pasos después apareció una puerta
del lado izquierdo que no tenía cristal. Según el relato que ella había
escuchado, esa puerta era la que daba al pasillo central que cruzaba el
círculo por la mitad y daba a la sala de la máquina procesadora de resina, al
depósito, y a la sala de convenciones dónde Juan había visto hablar a
Green. Ninguno de esos lugares le interesaban ahora. Con un gesto de la
mano, le indicó a Bárbara que siguieran adelante. Otra puerta con cristal
esmerilado apareció del lado derecho, también con la luz apagada. Sí, todo
encajaba, esa era la puerta que daba al túnel por el que Juan y Eduardo
habían llegado en la primera incursión. La pasaron de largo. A partir de ese
momento entraban en un terreno desconocido. Aparecieron más puertas
sobre la izquierda con cristal sin esmerilar, lo que les permitió ver que
daban a la sala de convenciones desde la parte de atrás. Luego llegaron a
una puerta sobre la derecha. Esta era la primera de las puertas del lado
derecho en la que se veía luz adentro. En ese momento apareció frente a
ellas un guardia que llevaba puesto un uniforme que no era el de la policía
bonaerense.
–Buenas tardes –dijo.
–Buenas tardes –contestó Bárbara.
–¿Podrían ayudarme un momento? –Preguntó el guardia.
A Laura no se le ocurría que contestar.
–Sí, claro –dijo Bárbara.
–Vengan conmigo, sólo les robo unos minutos.
Siguieron al guardia por el pasillo circular en el mismo sentido en que
ellas venían avanzando. Laura vio dos puertas más que daban a la sala de
conferencias y después varias puertas más con cristal esmerilado y la luz
334
apagada, todas del lado interior del recinto. Cuando ya creía que no faltaba
mucho para completar una vuelta completa al círculo y volver al lugar por
donde habían entrado, el guardia abrió una puerta y las hizo pasar.
Entraron a una sala dónde una de las paredes laterales estaba llena de
monitores que mostraban los diferentes lugares del complejo. Quizás las
habían llevado justo al lugar que necesitaban. Laura empezó a mirar las
pantallas una por una intentando descubrir a Juan, Sara, Alberto o Eduardo
en alguna de ellas. Notó que Bárbara había empezado a codearla pero ella
siguió concentrada en las cámaras. El guardia que las había acompañado
cerró la puerta y el ruido de esta al cerrarse la hizo volver a la realidad.
Sentado en la silla giratoria desde la que se controlaban los monitores, de
espaldas a ellas, había un policía de uniforme. El policía hizo girar la silla
ciento ochenta grados y al verlo de frente Laura dio por instinto un paso
hacia atrás, chocando con el guardia que las había guiado hasta allí.
Era el mismo policía que hacía unos minutos había coqueteado con
Bárbara en la entrada de la escalera: Germán. Ahora su expresión era seria
y preocupada.
–Tranquilas –dijo–. Vamos a charlar un ratito. Tomen asiento –dijo
señalando dos sillas que estaban a su izquierda.
Bárbara y Laura se sentaron dónde les indicaban. Mientras tanto el otro
guardia se apoyó en la puerta, con actitud de «de acá no sale nadie». Laura
notó que las piernas le temblaban más que nunca.
–Bien –dijo Germán–. ¿A ustedes no se les ocurrió que así, abriendo una
puerta tras otra sin ton ni son, alguien las iba a descubrir enseguida? –Dijo
mientras iba señalando los monitores que mostraban los lugares por dónde
ellas habían pasado–.
De verdad habían sido estúpidas, pensó Laura. ¿Cómo no habían tenido
en cuenta las cámaras?
–Qué pena –dijo Germán y miró a Bárbara–. Porque me había creído ese
cuentito de que te habías teñido el pelo… Tuvieron mucha suerte de que las
encontramos nosotros, porque acá adentró hay gente mucho más mala que
él y yo… ¿No Charly?
–Ni hablar –dijo el guardia detrás de Laura–. Nosotros somos los más
buenos de todos… o los más boludos, no sé.
–Bueno, vamos a ir al grano –dijo Germán–. Hagamos un trato. Nosotros
las dejamos salir y nos olvidamos de todo esto. Y a cambio… –una sonrisa
se le dibujó en el rostro–. Ustedes nos entregan sus cuerpitos… ¿Qué les
parece?
335
Laura quiso mirar a Bárbara pero parecía que tenía el cuello duro, no
podía girar la cabeza. Tuvo que hacer un esfuerzo consciente para lograrlo.
Cuando lo consiguió vio que Bárbara que estaba muy seria y miraba fijo al
policía.
–¿Qué pasa? –Dijo Germán–. ¿Perdiste el humor? ¿Cómo era? ¿Barbie?
¿Es ese tu nombre real, o es parte del cuento? –Germán ablandó la
expresión– Lo de los cuerpos era broma, pero para que las dejemos salir
nos tienen que decir qué carajo estaban intentando hacer acá. La verdad. Si
no, las mandamos en cana, y esto no es broma porque si las hubieran
descubierto otros nos hubieran echado la culpa a nosotros. Vamos, las
escucho.
Laura pensó que era más improbable que les creyera la verdad que
alguna historia que pudieran inventar, pero ya estaba cansada, y no se le
ocurría ninguna mentira creíble. Que fuera lo que tuviera que ser.
–Estamos buscando a mi marido que desapareció en el parque hace dos
semanas –dijo Laura.
El policía y el guardia se miraron.
–¿Hiciste la denuncia? –Preguntó Germán.
–Sí.
–¿Y en la comisaría que te dijeron?
–Que lo están buscando. A él y a las otras tres personas que
desaparecieron con él.
–¿O sea que en la comisaría buscan a cuatro personas?
–Sí, ¿por qué?
Germán volvió a mirar al guardia.
–Esto ya se está pasando de castaño oscuro –dijo.
–Yo te dije que este tipo Green está cada vez más loco –dijo el guardia–
Ves lo que pasa, le está mintiendo al jefe. Nos va a mandar presos a todos.
Yo me voy de acá ya, no quiero quedar pegado.
–Ok, pero ayudame a sacar a esta gente de acá y después nos vamos
todos.
–¿Qué? ¡Vos estás loco! Yo me voy. Chau.
El guardia abrió la puerta y salió dejándola abierta. Germán se levantó y
cerró la puerta.
–Escuchen –dijo–. Acá tienen encerradas a tres personas. Lo descubrió la
semana pasada este tipo que se acaba de ir. A nosotros los policías nos
tienen vigilando las entradas, pero no nos dicen nada de las porquerías que
hacen adentro. No es que nosotros seamos santos, hacemos cosas por
336
supuesto, ¿pero tener gente secuestrada como si estuviéramos en la
dictadura? No, paso. Me cansé.
Laura y Bárbara escuchaban atónitas el discurso de Germán sin saber
que decir, pero a Laura le había quedado algo dando vueltas en la cabeza.
–¿Tres? –Preguntó–. ¿Cómo que tres? ¿Dónde está el cuarto?
–No tengo ni idea, acá trajeron a tres. Vayan a saber lo que hicieron el
cuarto.
–¿Sabés los nombres de los tres que están acá? –Preguntó Bárbara.
–No, pero sé que son dos hombres y una mujer. No tengo más datos. Yo
no los vi pero sé dónde están, y voy a hacer algo por ustedes antes de
rajarme de acá.
Germán se levantó de la silla y agarró una linterna que estaba colgada
de la pared, se la dio a Bárbara y volvió al escritorio.
–Vengan, miren –dijo señalando un monitor.
Al acercarse a la pantalla Laura reconoció un plano del complejo.
Germán señaló en la pantalla un pasillo que se abría del pasillo central
hacia el exterior.
–Acá están los prisioneros, o lo que sean –dijo–. En este pasillo hay
cuatro puertas, dos de cada lado. Ellos están en la segunda de la izquierda.
La puerta está cerrada sólo con un pasador, así que no les hace falta llave.
Yo me voy a quedar acá media hora más, después borro los archivos de las
cámaras y me voy. Ese es el tiempo que tienen para sacarlos y desaparecer.
Ya que tienen los uniformes, intenten comportarse como si lo que están
haciendo fuera lo más natural del mundo.
–Eso estábamos intentando hacer cuando vos nos viste por las cámaras –
dijo Bárbara.
–Bueno, entonces háganlo mucho mejor. Si las descubren yo no las
conozco ni me hago cargo de nada.
–¿Estás seguro que están ahí? –Preguntó Laura.
–Sí, a las doce y media cuando les llevaron la comida, allí estaban.
–Vamos –dijo Bárbara. Se levantó y puso la mano en el picaporte.
–Vos rubia todavía me debés un café –dijo Germán.
–Si salimos de esta, te prometo que cumplo –dijo Bárbara y le lanzó un
beso con la mano–. Buscame en twitter, arroba Barbie setenta y dos. Y mi
nombre no es cuento.
Laura y Bárbara salieron al pasillo, y caminaron en sentido inverso a
cómo habían venido. Al llegar a la primera puerta que daba al exterior del
recinto, esa que Laura había estado a punto de abrir antes de encontrarse
337
con el guardia, la abrieron y entraron. Era un pasillo más ancho que el
circular que tendría unos diez metros de largo, la pintura estaba
descascarada y estaba iluminado por dos lamparitas famélicas. Tal cómo
les había dicho Germán, había dos puertas a cada lado, antiguas, anchas y
de madera sólida. Todas estaban cerradas con grandes pasadores.
Laura se dirigió a la segunda de la derecha y comenzó a mover el
pasador. Después de varios movimientos hacia arriba y abajo, el pestillo
salió de la abrazadera. Tiró hacia afuera y la puerta se abrió. Adentro
estaba oscuro por completo.
Bárbara encendió la linterna y barrió con ella hasta dónde alcanzaba el
haz de luz. En el suelo había dos platos con comida a medio terminar.
Entraron y cerraron la puerta.
–Este lugar es inmenso, no llego a ver dónde termina –dijo Bárbara.
–Juan –llamó Laura en voz baja–. ¿Estás acá? ¡Juan! –Gritó al fin.
–Esto no me gusta –dijo Bárbara–. Estate preparada para correr. Vení al
lado mío.
Empezaron a caminar hacia el fondo mientras Bárbara iluminaba a un
lado y a otro.
–¿Estás segura de que este es el lugar que te señaló? –Preguntó.
–Sí, mirá.
En el suelo había ropas tiradas. Laura levantó un abrigo de polar verde.
–Esto es de Juan, lo llevaba puesto la noche que desapareció.
–Hace mucho calor acá, por eso se lo debe haber sacado.
–¡Juan! –Insistió Laura–. Soy yo…
La linterna de Bárbara iluminó la pared del fondo. Estaba cubierta por
completo por un amontonamiento de leña excepto en un lugar, y allí había
un hueco.
Laura corrió y Bárbara fue tras ella.
–¡Increíble! –Dijo Bárbara –. Encontraron una alcantarilla, aunque es
bastante angosta. ¿Habrán podido salir por acá?
–No lo sé. Si hubieran escapado nos hubieran llamado. ¿No?
–Salvo que se hayan ido hoy y nosotras trabajando acá arriba no nos
hayamos enteramos.
–En mi teléfono no había ningún mensaje.
Había una mesa junto a la pila de leña. Parecía haber sido colocada allí
ex profeso para poder llegar hasta la entrada de la alcantarilla. Laura se
subió a la mesa.
–Dame la linterna –dijo.
338
–Cuidala, es la única que tenemos.
Laura iluminó dentro del hueco, pero hasta dónde alcanzaba la luz de la
linterna no se veía nada.
–¡Juan! –Gritó–. Si estás ahí salí, soy Laura, vinimos a sacarte.
Laura metió la cabeza y los brazos en el hueco, y empezó a deslizarse.
Bárbara adivinó su intención y la agarró por las piernas para que no
pudiera avanzar.
–¡Qué hacés! –Dijo.
–Soltame, pelotuda.
–No, esperá. Salí y pensemos un momento.
Laura dejó de hacer fuerza y salió de mala gana.
–¿Y si se quedó ahí adentro atrapado? –dijo.
–¿Y qué pasa si pudo escapar y ya está afuera? ¿A qué hora dijo el poli
que les vinieron a dar de comer?
–A las doce y media.
Bárbara consultó su teléfono.
–Seis menos veinte –dijo–. Hace cinco horas. Quizás hayan tardado en
salir o se les haya complicado para hablar por teléfono. Yo opino que
salgamos y llamemos a tu casa para comprobarlo.
–No sé –dijo Laura–. Si salimos ya no podremos volver a entrar.
–Estoy pensando algo. ¿Por qué no vamos a comprobar en las otras tres
puertas? No vaya a ser que el boludo este se haya equivocado.
–Sí, tenés razón, vamos.
Laura bajó de la mesa y salieron del depósito. Bárbara volvió a cerrar el
pasador al salir.
–Esperame un momento acá, voy a comprobar que no venga nadie –dijo.
Bárbara caminó hasta el final del pasillo y echó un vistazo al pasillo
circular. Luego volvió a donde estaba Laura y abrió el pasador de la puerta
de al lado. Esa habitación también estaba completamente a oscuras. Laura,
que aún tenía la linterna en la mano, la encendió iluminando un cuarto
pequeño vacío. Cerraron esa puerta y cruzaron del otro lado del pasillo.
Abrieron la puerta que estaba en frente de dónde habían entrado al
principio. Allí se encontraron con un depósito lleno de latas de pintura y
materiales de construcción. El lugar no era demasiado grande y tampoco
había nadie allí.
Entonces abrieron la última puerta que les quedaba, y cuando Bárbara
apuntó la linterna hacia el interior vieron que en el suelo había un hombre
acostado boca abajo.
339
Laura corrió hacia él y lo dio vuelta para verle el rostro. Tenía la cara con
restos de sangre seca pero pudo reconocerlo.
Era Alberto.
–¿Albert me escuchás? –Preguntó.
Alberto no se movía. Laura acercó su rostro al de Alberto y notó su
respiración, pero parecía estar en estado de inconsciencia. Miró a Bárbara
que estaba parada a su lado.
–Fijate si podés conseguir agua –le dijo.
Bárbara salió y volvió un minuto después con una botella de agua
mineral en la mano. La abrió y se la entregó a Laura.
–Es agua de la canilla –dijo–. La botella la encontré vacía.
Laura le mojó la cara a Alberto y este reaccionó con un leve movimiento
de la cabeza. Volvió a echarle un poco más de agua intentando limpiarle la
sangre seca.
–¿Qué pasa? –dijo Alberto con voz apagada y gangosa.
–Albert, soy Laura, la esposa de Juan.
Alberto abrió los ojos, la miró un instante y los volvió a cerrar.
–Vamos, intentá levantarte, tenemos que salir de acá –dijo Laura y le
acercó la botella a los labios–. Tomá un poco de agua.
Alberto empezó a beber, despacio al principio, luego pareció ir
recobrando la vitalidad y bebió con más avidez hasta terminarse toda la
botella. Abrió los ojos de nuevo.
–Esto es un milagro –dijo.
Movió los brazos y las piernas como si le pesaran, y se sentó. Luego
intentó pararse, pero a pesar de que Laura lo ayudaba agarrándolo del
brazo, no lo logró, y volvió a quedarse sentado en el suelo.
–¿Cómo te sentís? –Le preguntó Laura.
–Mareado. Desde que me diste el agua siento que estoy empezando a
revivir, pero me hace falta más.
Bárbara agarró la botella y salió de la habitación.
–¿Sabés algo de Juan y los demás? –Preguntó Laura.
–No, me encerraron a mí solo.
Bárbara regresó con la botella llena y se la pasó a Alberto.
–Tenemos que intentar sacarlo de acá antes de que venga alguien –dijo.
–¿Y Juan? –Preguntó Laura–. ¿Por qué no te llevás vos a Alberto y yo me
voy a buscar a Juan por la alcantarilla?
340
–Sabés que no es lógico lo que me estás diciendo. No te voy a dejar ir
sola, y no podemos ir todos porque Alberto no está en condiciones de
meterse por ese tubo.
–¿Y creés que es más fácil salir por la puerta? Ya nos descubrieron una
vez. Además si salimos con Alberto así como está, todo sucio, vamos a
llamar la atención.
–En eso último tenés razón.
–Sí Juan salió por ahí nosotros también saldremos, y si está trabado ahí
adentro vamos a encontrarlo.
–Chicas, no discutan –dijo Alberto–. Yo estoy bien. Ahora que veo la luz
y con el agua que me dieron me siento mucho mejor. Yo voto por ir a
buscar a Juan por dónde dice Laura. Yo lo metí acá y voy a hacer lo que sea
por ayudarlo.
–Es probable que esté con Sara y con Eduardo –dijo Laura.
–Con más razón entonces, prefiero morir antes de no saber dónde está
Sara.
–Bueno, dos contra uno –dijo Bárbara–. Vámonos de una vez. Laura,
ayudame a levantarlo.
Laura agarró a Alberto por un brazo, mientras Bárbara lo asía por el
otro. Esta vez Alberto logró ponerse en pie. Los primeros pasos los dio
mucha con dificultad, pero luego poco a poco sus piernas parecieron
despertarse y empezó a caminar con más soltura. Atravesaron el pasillo y
entraron en el depósito dónde había estado Juan. Durante el trayecto
Alberto tuvo que mantener los ojos cerrados porque la claridad aún lo
enceguecía.
–Vamos a atrancar la puerta –dijo–. Así, si se les ocurre seguirnos, por lo
menos les hacemos perder el tiempo. Fijate si podés mover eso –le dijo a
Bárbara.
Era un tirante de madera de unos tres metros de largo. Bárbara lo tomó
por una punta y lo arrastró contra la puerta.
–Está bien –dijo Alberto–. Ahora intentá trabar la otra punta contra esa
columna.
Bárbara hizo lo que Alberto le indicaba pero se encontró con que el
tirante era un poco corto, entonces buscó un trozo de madera que encajara
en el espacio faltante. Encontró uno que iba casi justo. Alberto observó el
resultado.
–Perfecto –dijo–. Ahora vamos.
341
Las dos volvieron a tomar a Alberto por los brazos y se dirigieron al
fondo
del
depósito.
Entraron en el ducto. Laura, impaciente, iba al frente, Bárbara la seguía,
mientras que Alberto aún un poco entumecido no lograba seguirles el
ritmo y poco a poco se iba quedando atrás.
Viernes 16 de diciembre, 18:12
Había pasado al menos una hora y media desde que Sara se había ido.
Juan por momentos se rendía a la tentación de pensar que ya no volvería,
que habría decidido volverse a España y olvidarse para siempre de esa
pandilla de locos. Un minuto después entraba en razón, y se le hacía
patente que con lo poco que conocía a Sara podía estar seguro de que no lo
abandonaría allí, que sólo estaba tardando porque evidentemente no era
tan fácil conseguir una soga en medio de un bosque. Quizás también se
estaría demorando llamando a alguien para avisar que habían salido.
En ese momento vio que la luz que entraba por la abertura disminuyó y
al alzar la cabeza vio el rostro sonriente de Sara.
–Que bueno es verte de nuevo –le dijo.
–Lo mismo digo, tenía miedo que vinieran desde adentro y te volvieran
a atrapar.
–No, parece que aún está todo tranquilo aquí.
–Apártate del medio.
Sara pasó un objeto por la abertura y lo dejó caer, pero no era una soga,
era una silla de plástico. Juan atajó la silla preocupado. Con esa silla era
seguro que tampoco iba a alcanzar el borde del techo.
–Son apilables –dijo Sara pasando una segunda silla por el agujero–,
traje seis, pero si no alcanzan puedo ir a buscar más. Es lo único útil que
encontré en el galpón de una casa que está a menos de un kilómetro de
aquí.
–Creo que van a ser suficientes –dijo Juan.
Cuando Sara le pasó la cuarta silla y la puso sobre las otras, estuvo
seguro de que con la sexta silla alcanzaría el techo sin problemas.
Entonces oyó un ruido debajo de él.
Miró hacia abajo y escuchó un segundo ruido proveniente de la
alcantarilla.
342
–¡Sara! –Dijo–. ¡Apurate!
Sara le pasó la quinta silla.
–¿Qué pasa? –Preguntó.
–Alguien viene por el ducto.
Juan oyó un ruido de arrastre casi bajo sus pies. No podía ser que lo
atraparan por tan poco. Apiló la quinta silla y no esperó la sexta. Subió
sobre la pila de sillas, y al pararse de golpe esta se tambaleó. Estuvo a
punto de perder el equilibrio. Debajo escuchó un grito y le pareció sentir
que alguien le tocaba la pierna. Dio un salto y se colgó con ambas manos
del borde de la abertura mientras la pila de sillas se desmoronaba.
Sara, ya prevenida, lo tomó por los brazos y tiró de él con una fuerza
mucho mayor de lo que jamás hubiera imaginado que tendría. Juan salió de
un tirón y cayó encima de Sara.
Dentro del pozo se oían varias voces.
–¡Juan! Soy yo, Laura.
No podía ser.
Juan se levantó y miró dentro del pozo. Entre las sillas desparramadas
Laura lo miraba con satisfacción.
–Te encontré –dijo ella.
–No puedo creer que me hayas seguido hasta acá.
–Sí, y yo también –dijo Bárbara acercándose a Laura.
–¡Barbie! Sos una genia. Gracias por estar con Laura.
–De nada, y todavía nos falta alguien más, aunque hoy está un poco
lento –dijo Bárbara mientras Laura ayudaba a Alberto a salir del pozo.
–Por fin… la luz –dijo Alberto
–¿Albert? –Preguntó Sara y asomó la cabeza por el hueco–. ¡Eres tú!
Alberto miró hacia arriba y lo que vio le alivió el corazón.
–Sara, gracias a Dios que estás aquí –dijo–. ¿Estás bien?
–Sí, pero venga, suban de una vez.
Laura y Bárbara volvieron a armar la pila de sillas agregando la sexta
silla esta vez, y ayudaron a Alberto a subir. Sara y Juan lo tomaron por los
brazos y lo sacaron a la superficie. Luego salió Bárbara y por último Laura.
Una vez que estuvieron todos arriba, los cinco se abrazaron y lloraron de
alegría, sin embargo Juan aún se sentía angustiado.
–¿Y Eduardo? –Preguntó.
–No tenemos ni idea –dijo Laura–. Siempre supusimos que estaba con
ustedes.
343
–Tengo miedo de que le haya pasado algo grave –dijo Juan–. Tengo un
recuerdo muy vago de un choque. Recuerdo que el volante se me salió de
las manos y poca cosa más.
–Tenés un corte en la cara y otro más grande en el cuero cabelludo –dijo
Sara.
–Si hubo un accidente como dice Juan, quizás Eduardo haya quedado
herido y lo hayan dejado en el auto –dijo Alberto–. Luego alguien habrá
pasado y habrá llamado a una ambulancia. Tendríamos que buscarlo en los
hospitales.
–Si fuera así la policía debería haberlo encontrado –dijo Bárbara.
–Lo dudo –continuó Alberto–. No creo que se hayan molestado en
buscarlo, o quizás lo sepan pero no les convenga decirlo.
Al salir afuera Alberto reconoció el lugar dónde se encontraban de
inmediato. Era un galpón abandonado que había sido un antiguo almacén
de la estancia San Juan. Aún eran vulnerables, seguían estando en medio
del bosque.
–¿Ustedes tienen teléfono? –Interrogó a Laura y Bárbara.
–Sí –dijo Laura.
–Pasámelo.
Alberto tomó el teléfono y lo abrió.
–No tiene señal –dijo–. ¿Y el tuyo? –Preguntó a Bárbara.
–Tampoco.
–Tenemos que movernos a un lugar a dónde haya señal para poder
llamar a Rodolfo y que nos venga a buscar.
–Nosotras dejamos el auto en la puerta de escuela de policía –dijo Laura
y se arrepintió–. Dejá, no me digas nada, ahí debe ser dónde primero nos
van a buscar.
–No creas, por lo que me contaron es probable que Green aún no sepa
nada de ustedes, sobre todo si la gente encargada de la seguridad se le está
retobando, como ese policía que las ayudó. De todas formas no podemos ir
a buscar el auto, estamos en el extremo opuesto y tendríamos que atravesar
todos los terrenos de la escuela para llegar allí. Lo más razonable es ir hacia
Hudson.
Emprendieron la marcha y Alberto los guió por el mismo sendero que
Sara y él habían utilizado el día que los habían atrapado. En menos de
media hora se encontraron frente al alambrado que daba al barrio privado.
Laura volvió a mirar el teléfono.
–Acá si hay señal –dijo y se lo pasó a Alberto.
344
Alberto marcó los números.
–¿Rodolfo?... Sí, estoy bien… Estoy con Sara y con Juan, pero nos falta
Eduardo. Después te cuento todo bien. Vení a buscarnos a la puerta del
country El Carmen… Ok, te esperamos.
Sara intentó llamar a Sonia, pero no la encontró en casa. Comenzaron a
caminar a la par del alambrado hasta llegar al camino de tierra que
bordeaba el barrio privado El Carmen. Desde allí les quedaban un par de
kilómetros hasta la puerta de entrada del barrio. Juan caminaba abrazado a
Laura, mientras Sara hacía lo mismo con Alberto. Poco antes de llegar
divisaron dos autos: el BMW de Alberto que había llevado Rodolfo, y el
auto de Sonia. Junto a los autos había tres personas: Sonia, Rodolfo, y un
desconocido. Cuando Sara reconoció al tercero, se soltó de los brazos de
Alberto y corrió. Su amigo Antonio la vio venir y la esperó con los brazos
abiertos. Sonia los atrapó a ambos con sus brazos y empezaron a dar
vueltas como chicos.
–Él es el responsable de todo –dijo Sara presentando a Antonio cuando
llegaron los demás–. Es el que descifró lo que decía en la barra rosa.
–En parte eso es cierto –dijo Antonio–. Así que les pido disculpas.
–No te disculpes –dijo Laura– Acá todos fuimos un poco responsables.
–No –dijo Alberto–. Se equivocan. La realidad es que ninguno de
nosotros tiene culpa. Acá cerca hay un individuo que está haciendo algo
nefasto con un objeto que es un bien precioso para la humanidad. Como las
autoridades no han actuado para preservar dicho bien a lo largo del tiempo
y hasta han negado su existencia, nos hemos visto obligados a actuar por
nuestra cuenta, y hemos fallado. En el intento hemos perdido a un
compañero por el cual debemos permanecer unidos hasta encontrarlo.
Todos asintieron pensativos.
–Pero ahora tenemos que descansar y recuperarnos de las heridas –
continuó Alberto–. Luego nos reuniremos y uniremos nuestras inteligencias
para pensar en la manera de salvarlo. Vamos a casa.
345
346
11. A veces vuelven
Ground control to Mayor Tom
Commencing countdown, engines on,
Check ignition and may God's love be with you
Control Tierra a Mayor Tom
Comenzando cuenta regresiva, motores encendidos,
compruebe ignición y que el amor de Dios esté contigo.
Eleven, Ten, Nine, Eight, Seven, Six, Five, Four, Three, Two, One, Liftoff
Once, diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, despegue.
This is Major Tom to Ground Control
I'm stepping through the door
And I'm floating in a most peculiar way
And the stars look very different today
Mayor Tom a control Tierra
Estoy pasando a través de la puerta
Y estoy flotando en la forma más peculiar
Las estrellas se ven muy diferentes hoy
For here Am I sitting in a tin can
Far above the world
Planet Earth is blue
And there's nothing I can do
Porque aquí estoy sentado en una lata
Lejos, arriba del mundo
El planeta tierra es azul
Y no hay nada que yo pueda hacer.
Espace Oddity, David Bowie, 1969
347
Sábado 24 de Diciembre de 2011, 23:00
Juan fue hasta la cocina a buscar otra botella de vino. Cuando volvía al
patio de su casa, en dónde estaba puesta la mesa de navidad, y vio lo felices
que estaban todos, se quedó un momento en el umbral de la puerta
mirándolos. Tenían muy buenas razones para festejar y la principal de ellas
era que estaban todos vivos.
Eduardo había recuperado la conciencia hacía tres días atrás en el
hospital de la localidad de Gonnet, cerca de la ciudad de La Plata. Había
estado diecinueve días en coma luchando contra un hematoma dentro del
cráneo, solo, tomado por un borracho sin familia. Al despertarse había
llamado a Juan con el celular que le había sacado casi por la fuerza a una de
las enfermeras. Hablaba con voz gangosa y Juan tardó en reconocerlo, por
lo que una de las primeras cosas que hizo Eduardo al despertar fue
enojarse. Hubiera sido lindo que Eduardo pudiera haber estado allí en la
cena con ellos. En ese momento todos reían a carcajadas mientras Bárbara
contaba como había convencido al policía de que la dejara entrar. Otro de
los motivos que tenían para estar felices eran los reencuentros. Sara, con
Sonia y Antonio, al que se lo veía encantado con la navidad estival, y que
había decidido quedarse hasta más allá de año nuevo. Laura con Bárbara,
una amistad olvidada en el tiempo que había rejuvenecido de repente,
como el árbol seco que recibe la lluvia de primavera. La amistad no era lo
único que había rejuvenecido, Juan mismo se sentía más joven, más vivo,
ya no le importaba tanto el trabajo, y había dejado de mirar noticieros en la
tele. Estaba contento porque los verdaderos disfrutes de la vida habían
vuelto a ser lo que eran: la familia, y ese nuevo y fantástico grupo de
amigos que tenía frente a él. Hasta el marido de Bárbara que siempre había
sido poco afecto a las reuniones, ahora hablaba entusiasmado con Antonio
mientras miraba de reojo orgulloso a su valiente esposa. Al mismo tiempo,
el profesor Constantini, que ya había bebido unos cuantos vasos de Malbec
y estaba con todos los circuitos funcionándole a pleno, daba lecciones a
Santiago, Sofía y los hijos de Bárbara y Sonia acerca de viajes interestelares.
Los más chiquitos lo escuchaban con la boca abierta, mientras que Sofía y
uno de los hijos de Barbie que ya eran casi adolescentes, lo tomaban a
gracia y le hacían gestos burlones que el honorable profe fingía no ver.
348
Alberto le dio un beso en la mejilla a Sara, tomó su copa y se levantó de
la mesa. Caminó hasta donde estaba Juan.
–Vamos adentro –le dijo.
Entraron a la cocina y Juan llenó las copas de nuevo. Alberto lo miró
pensativo.
–Voy a volver –dijo.
Juan entendió a qué se refería.
–No te parece que ya tuvimos bastante.
–Ustedes sí, pero yo no puedo dejar que Green haga lo que quiera. Para
mí es algo personal. Por un lado por lo que pasé aquella noche que vi
aterrizar la nave, siento que tengo que resguardar lo que hay allí como si
fuera mío. Y por otra parte ahora también pesa lo que nos hicieron. Una
cosa es que nos hubieran agarrado y echado, pero otra muy distinta es
secuestrarnos y hacernos daño. No lo puedo dejar así.
Juan meditó un momento lo que Alberto le decía.
–Yo ya no puedo acompañarte –dijo y señaló hacia el patio–. Fijate que
felices están todos, ya no le voy a quitar eso a mi familia.
–Ni yo lo pretendo. Voy a ir con otra gente, profesionales con los que
aún tengo contactos, y por supuesto ya no vamos a ir por las buenas.
–¿Estás seguro de lo que vas a hacer?
–Sí, pero no lo comentes. Nadie lo sabe, ni Sara tampoco. Yo te voy a
avisar cuando todo haya salido bien.
–Dale. Ahora volvamos a la fiesta.
Esa noche después de que todos se fueron, Juan se quedó limpiando y
ordenando el patio mientras Laura se encargaba de la vajilla. Cuando Laura
terminó en la cocina a él todavía le quedaba pendiente guardar la mesa y
las sillas en el galpón. Le dijo a Laura que se fuera a dormir, que él iba en
seguida, pero cuando cerró el galpón se encontró con que no tenía sueño.
Le había quedado dando vueltas en la cabeza lo que le había dicho Alberto
y estaba un poco molesto. ¿Para qué se lo había contado a él? Hubiera
preferido no saber nada. Se le había roto el encanto que había sentido en la
fiesta. Pasó por el comedor y encendió la tele. Pasó varios canales hasta que
encontró una película que le pareció interesante. Se acurrucó en el sillón y
de a poco fue cediendo terreno al sueño.
La luz se encendió y otra vez la chica lo llevó de la mano por los relucientes
pasillos hasta la sala de control. Porque eso era sin duda, un gran espacio redondo
349
con una docena de personas en sus puestos. Allí la luz era tenue, quizás para poder
ver los incontables monitores de datos. La chica… ¿Sara? ¿Laura? ¿O María, la
del diario de Juan Pereyra? Ella lo llevaba a un costado y le volvía a enseñar la
pantalla. Números azules que cambiaban vertiginosamente. Se quedó mirándolos
hipnotizado y de pronto algo entró en su cerebro. Algo eléctrico, una onda de radio,
un ultrasonido, ¿telepatía? Entonces todo se aclaró. Los números ahora eran
legibles.
Era una cuenta regresiva.
Y no le faltaba mucho para llegar a cero.
Una corriente de aire frío lo despertó. Miró hacia la puerta del patio que
había quedado abierta. Se levantó del sofá con las piernas hormigueándole
para cerrarla, luego fue hasta su cama y observó durante un minuto como
Laura dormía. Él también se acostó y durmió profundamente, sin sueños.
Martes 27 de Diciembre, 19:44
Michael Green observó el fluido verde y en su rostro se dibujó una
amplia sonrisa. Levantó el recipiente con el líquido y lo olió. El aroma era
intenso, entre la menta y el alcanfor. Empezó a sentir como sus fosas
nasales se abrían. Entonces se lo llevó a la boca y absorbió una pequeña
cantidad, dejando que el líquido le recorriera la lengua, saboreándolo. Lo
tragó sintiendo como el calor bajaba por su garganta. Luego bebió el resto
del vaso y su cuerpo revivió. Ahora estaba contento, muy contento. Por fin
había descubierto el elemento que le faltaba y ahora el elixir sí funcionaba.
Ahora sí se podía decir que era el elixir de la larga vida… y de la fuerza… y
del poder. Ahora sería invencible y podría doblegar a quienes estaban
buscándolo. Y lo había logrado justo a tiempo, por dos razones. La primera
era que hacía rato que sentía que su cuerpo y su mente se estaban
debilitando, por esa causa había cometido errores y no había sabido
encontrar las soluciones correctas. Habían surgido problemas y por un
momento había llegado a pensar que iba camino al fracaso, pero al final la
suerte se había vuelto de su lado y lo había logrado. Ahora que sabía cuál
era el elemento que le había faltado para hacer funcionar la procesadora de
resina casi le causaba gracia: La luna. Esa fría y odiosa luna que giraba en
torno a este lujurioso planeta. Por primera vez después de tanto tiempo de
350
estar aquí, pensó que esa luna no pegaba para nada con el estilo de su
planeta, pero así era en general el universo, estaba hecho con cosas que no
pegaban entre sí. El elemento que sí había congeniado con el planeta Tierra
era él mismo, aquí se sentía como en el paraíso porque él era como un rey,
podía mandar a quien quisiera y casi todas las personas le hacían caso. Y
quería quedarse. Quería quedarse aquí para siempre, y eso tenía que ver
con la segunda razón de que hubiera llegado a descubrir cómo funcionaba
la máquina justo a tiempo. Y es que faltaba muy poco para que llegaran
unas personas que digamos querían perjudicarlo. Pero esta vez se había
preparado para combatirlos. Había reunido todos los elementos necesarios
y les daría una buena sorpresa. ¡Sí! Una gran sorpresa se llevarían esos
señoritos don perfectos en cuanto intentaran tocarlo. Le causaba una gran
satisfacción sólo de imaginarse su venganza. Ahora tenía hambre, mucha
hambre, porque su metabolismo se había reactivado con el elixir. Fue a la
cocina y devoró todo lo que había, cocido o crudo. Luego abrió una botella
de vino y la bebió de un trago. Eso era lo que le faltaba. Ahora se sentía
completo, en estado de plenitud. Volvió a acostarse en su cama y durmió
como un ángel, sin pesadillas por primera vez en muchos, muchos años.
Miércoles 28 de Diciembre, 11:31
Sara se sentía decepcionada. Durante varias semanas había llegado a
pensar que podía compartir su vida con Alberto, pero cada vez más
comprobaba que él no era el mismo después de haber salido del cautiverio.
La conexión íntima entre ellos parecía haberse extinguido. ¿O quizás nunca
había existido y sólo habría sido un destello momentáneo? Él continuaba
llamándola a todos los días, sí, pero eran como llamadas de rutina, como si
estuviera pasándole un informe a un superior, o quizás en realidad, era
como si estuviera pensando siempre en otra cosa. Por momentos creía que
estaba siendo demasiado exigente con él, y que lo único que le ocurría era
que tenía un típico episodio de stress post traumático. Ella también había
estado encerrada, pero había que tener en cuenta que Alberto había estado
encerrado sólo y eso podía representar una gran diferencia. No había
tenido la suerte que había tenido ella de estar acompañada en el encierro.
Estar solo en esas circunstancias tenía que ser cien veces más difícil. De
todas formas, no le quedaba otra alternativa que esperar un tiempo y dejar
351
que las cosas se decanten por sí solas. No serviría de nada forzar la
situación, luego, si después de un tiempo las cosas continuaban sin
funcionar, ya vería que hacer.
A veces especulaba con volver a su tierra, pero sólo de pensarlo le
surgían sensaciones muy encontradas. Por un lado extrañaba algunas cosas
lindas, los amigos, las montañas, el mar, pero en otro sentido aún era muy
intenso su sentimiento hacia Alberto y también hacia todo lo sucedido en
los últimos meses. Toda esa combinación le producía desconcierto y una
cierta amargura. Cuanto extrañaba las conversaciones con Alberto, era una
pena que él estuviera como en otro mundo. Sentía que necesitaba hablar
con alguien.
Miró a Sonia preparando el almuerzo. No, no iba a hablar con ella, ya la
tenía loca de tantas historias.
Entonces sonó el teléfono. Tres, cuatro veces. Sonia estaba concentrada
en lo que estaba haciendo y parecía no escuchar el sonido del aparato.
Sara levantó el auricular.
–Hola –dijo.
–¿Sara? –dijo la voz de Juan.
–Sí.
–Eduardo ya está en casa
–¿De verdad? ¿Tan pronto?
–Sí, casi huyó del hospital. Los médicos le insistían en que todavía
necesitaba quedarse en observación, pero salió bajo su responsabilidad
firmando un deslinde de responsabilidad. Típico de Eduardo, haciendo
siempre lo que se le canta.
–¡Que buena noticia! Me alegro mucho de que ya esté con ustedes.
–Sí, yo también estoy muy contento. Le hice prometer de que se quedara
en mi casa por lo menos una semana.
–Parece lo más razonable.
Sara pensó en lo bueno que sería volver a ver a Eduardo y conversar un
rato con él y con Juan. Seguramente Eduardo querría contar su versión de
los hechos, entonces ella que estaba necesitada de conversación también
tendría su oportunidad para explayarse.
–¿Puedo ir a visitarlos? –Preguntó.
–Sí, claro –contestó Juan.
–¿Ahora puede ser?
–Sí, cuando quieras. Te esperamos.
Colgó el teléfono y miró a Sonia.
352
–Me voy a Quilmes –le dijo.
–¿No te quedás a comer?
–No, gracias. Eduardo salió del hospital y quiero verlo.
–Bueno. No vayas en tren, que roban.
Sara intercambió con su amiga una miraba que al principio parecía seria
pero que al final terminó en carcajadas. Vaya ocurrencia de Sonia, aún
pensar en los robos después de todo lo ocurrido.
Cuando llegó a Constitución y oyó el sonido de la locomotora, Sara no
dudó y sacó el boleto para el tren. Aún no se había acostumbrado del todo
a los autobuses argentinos. Los choferes conducían de manera histérica,
casi como si estuvieran condiciendo una moto. Además, el sonido del tren
la hacía sentir bien. Era el sonido de su salvación.
Después de haber recibido la llamada de Juan, la melancolía de la
mañana se había transformado en una nueva dosis de entusiasmo. Al bajar
del tren en Quilmes cerca del mediodía, hacía un calor y una humedad
infernales, pero por suerte en la casa de Juan había aire acondicionado, y
Laura la había recibido con un jugo de frutas helado.
Tal como imaginaba, Eduardo estaba exultante y no paraba de hablar,
no parecía en modo alguno un hombre que había salido del coma hacía
cinco días. Sólo en lo físico se le notaba una cierta lentitud de movimientos
pero mentalmente era una luz como siempre. Laura tuvo que obligarlos a
que interrumpieran por un momento la charla para que se sentaran a la
mesa. Una vez servido el almuerzo, Eduardo se entretuvo con una pata de
cordero, lo que le permitió a Sara ir sacando lo suyo.
A medida que iba avanzando la tarde, Sara empezó a percibir que Juan
se comportaba de un modo extraño. Estaba como en otra cosa. ¿Cómo
Alberto? No precisamente. A Juan había llegado a conocerlo de una manera
muy especial. Había pasado catorce días encerrada con él en una
habitación, y en esas condiciones siempre se produce una conexión muy
profunda entre las personas, quizás por eso podía darse cuenta de que algo
no andaba bien en él. Juan la miraba de vez en cuando mientras Eduardo
hablaba. En una primera oportunidad ella había respondido a esa mirada
con una sonrisa, pero él había mirado para otro lado. Había algo que no
cuadraba. Más tarde las miradas de Juan se repitieron lo que terminó
haciéndola sentir incómoda. Decidió que era mejor irse. Saludó con cortesía
a todo el mundo y salió a la calle.
Había caminado tres cuadras cuando oyó la voz de Juan que la llamaba
y al darse vuelta lo vio venir corriendo. Sara vio preocupación en su gesto y
353
cuando llegó junto a ella lo abrazó mientras él recuperaba el aliento. Al
notar que su respiración se regularizaba separó el rostro de su hombro y lo
miró.
–Me parecía que algo no andaba bien –le dijo.
–No termino de decidirme si está bien contarte o no.
–Y… Ya estás aquí. Cuéntame.
–Alberto piensa ir de nuevo al complejo.
Sara levantó la vista hasta la copa de los árboles de la vereda de
enfrente. ¿No podían las cosas ya quedarse tranquilas de una vez?
–Tendría que habérmelo imaginado –dijo–. Ahora entiendo ese
comportamiento tan raro que tiene.
–Lo que más me preocupa es que piensa ir con unos amigotes que él
llama profesionales. No sé si será idea mía, pero me los imagino tipo rambo
disparando a mansalva.
–Ahh, vale, me quedo más tranquila entonces.
Vio que Juan ponía una cara entre sorprendido y arrepentido.
–No te preocupes –dijo–. Es bien que hayas venido a decírmelo, porque
ahora por lo menos sé a qué atenerme. Él estaba muy raro y yo no sabía por
qué, ya estaba pensando que no quería estar más conmigo.
–Me lo imaginaba, por eso quería decírtelo. Además hay otra cosa que
quiero contarte y que no tiene que ver con Alberto.
–¿Sí? ¿Qué es?
–Que volví a soñar… El sueño es el mismo de las otras veces, sólo que al
final logro comprender que significan los números que cambian en el
monitor.
–¿Comprender algo en un sueño? Suena raro.
–Pero es así.
–¿Y qué significan los números?
–Es una cuenta regresiva, a la que falta poco para llegar a cero.
Sara reflexionó un momento.
–Pero, ¿le faltan minutos, horas, meses? ¿Qué? ¿Cuántos kilómetros
faltan para llegar, altura o velocidad disminuyendo?
–Creo que podría ser cualquiera de esas cosas. Lo importante es que sea
lo que sea, el tiempo, la distancia o el combustible, no lo sé, están por
agotarse. Y desde la noche de navidad, que es cuando lo soñé, tengo una
permanente sensación de urgencia.
–Vale, ya hemos tenido oportunidad de comprobar que en tus sueños ha
habido una parte de importante de realidad –meditó Sara–. Así que creo
354
que como mínimo deberíamos estar atentos. Quizás tenga algo que ver con
los planes de Alberto.
–Sí, es muy posible. ¿Qué vas a hacer con él? ¿Vas a intentar detenerlo?
– No, sería inútil, ya sabes cómo es Alberto. No lograría nada intentando
detenerlo. Estoy pensando que quizás lo mejor sea estar lo más cerca
posible de él por si necesita ayuda, pero sin que él lo sepa, claro está. ¿Te ha
dicho cuando tiene planeado concretar el supuesto ataque?
–No.
–Intenta averiguarlo.
–No sé si me dirá algo, pero lo voy a llamar para preguntarle. Bueno, me
voy a casa antes de que me extrañen y salgan a buscarme.
–Ok, mantengamos el contacto, y cuídate.
–Vos también. Cuidate.
Sara se quedó mirando pensativa cómo Juan se alejaba rumbo a su casa.
Al verlo dar la vuelta a la esquina se puso en marcha y emprendió el
regreso a la casa de Sonia.
Viernes 30 de Diciembre, 15:58
En el patio de la casa había una parrilla que hacía mucho tiempo que no
se usaba, y que se había terminado transformando en otro lugar más en
dónde guardar los trastos. Esa tarde después de almorzar, Juan sacó todo lo
que estaba dentro de la parrilla y lo tiró a la calle. Los chicos también
estaban entusiasmados y colaboraron en la tarea. Luego comenzó a limpiar
la parilla con cuidado.
La noche anterior cuando ya todos se habían ido a dormir, había
llamado a Alberto y le había preguntado acerca de cómo iban los
preparativos para la operación. Alberto le había respondido con poco
interés que la cosa se estaba retrasando, que tenía toda la operación
diagramada pero que sus contactos estaban ya muy «jubilados», y que
estaban con pocos ánimos. También le había dicho que se estaba
complicando la cuestión de conseguir las armas adecuadas. En definitiva,
que aún estaba a la espera. Durante la conversación Juan había
comprobado lo que le había dicho Sara: Alberto estaba muy extraño. Desde
el momento en que lo había conocido siempre había sido un tipo que
desbordaba entusiasmo en todo lo que hacía, sin embargo en esa
355
conversación lo había oído casi como apagado, en una especie de «stand
by».
Durante esa mañana se había ocupado de hacer los llamados pertinentes
para volver a reunirlos a todos para la cena de año nuevo, pero esta vez no
había logrado el consenso. Parecía que existía una ley que decía que las
experiencias felices resultaban muy difíciles de repetir. De todas formas,
igual tendría invitados, empezando por Eduardo que aún estaba en casa, y
continuando por Bárbara que también vendría. Los hijos de ella tenían
edades casi idénticas a los suyos propios aunque con los sexos invertidos.
Durante los días que Laura y Bárbara habían pasado buscándolo a él, ellos
habían estado los cuatro juntos al cuidado del marido de Bárbara y se
habían hecho buenos amigos. Ahora las dos familias tenían más razones
para compartir las fiestas juntos. Estaba acondicionando la parrilla porque
esta vez le tocaba a él ser el cocinero y había decidido lucirse cocinando un
asado que prometía ser inolvidable. Había comprado un costillar, morcillas,
mollejas, chorizos, riñones… de todo. Ya se relamía de sólo imaginarlo.
Mientras tanto Laura había salido a hacer las últimas compras. Se le fue la
tarde volando entretenido con los preparativos. A última hora se acordó de
algo especial: No podía haber fiesta de año nuevo que se precie sin fuegos
artificiales y salió a comprarlos temiendo que los negocios ya hubieran
cerrado. Sin embargo llegó a tiempo y se regocijó comprando algunos de
los mejores artilugios explosivos que había visto en mucho tiempo, ya no
tenía más ganas de escatimar, esos tiempos se habían terminado, de ahora
en más iban a pasarlo a lo grande. Esa noche, al acostarse repasó
mentalmente el día pasado, mientras el sueño se iba apoderando poco a
poco de él.
Sala de control
Esta vez estaba sólo. No había nadie a los mandos de la nave. ¿Estaba en una
nave? Entonces alguien le tocó el hombro, se dio vuelta y era Sara. Esta vez no
había duda, era Sara en persona vestida con un uniforme blanco ajustado al
cuerpo, con dos tiras verdes a la altura del antebrazo. La expresión de ella era de
urgencia. La cuenta regresiva estaba por llegar a cero, el tiempo y la distancia se
extinguían. Por primera vez en todos sus sueños ella habló:
«Tenemos que ir hacia la luz, como cuando estábamos atrapados»
Por las ventanas de la sala de control se percibía un resplandor azulado que
iluminaba el lugar de una manera extraña, neblinosa.
356
Sara lo tomó de la mano y lo llevó hacia el gran ventanal central. Al acercarse,
el resplandor aumentó hasta hacerle entornar lo párpados. Ambos apoyaron las
manos sobre el cristal y miraron hacia abajo.
Y allí estaban, flotando por encima del mundo, aproximándose al planeta azul.
Juan despertó a la mañana siguiente sintiendo paz en el alma. Ya no
había urgencia. Ahora sabía lo que iba a pasar. Ya no sería necesaria la
operación de Alberto porque ellos se encargarían de todo. Lo único que le
había pedido a Juan la Sara de la nave, era que fuera testigo, como lo había
sido Juan Pereyra hacía ciento treinta y cuatro años. Y que guardara el
secreto revelándolo sólo a las personas que estuvieran preparadas. Ese iba a
ser su regalo en pago por sus servicios, porque la Sara de la nave le había
asegurado que lo que habían hecho ellos cuatro no había sido en vano.
Había servido para distraer y retrasar a Green de su propósito hasta que
llegara el momento oportuno.
Pasado el mediodía, se encontró con que gracias a lo prevenido que
había sido el día anterior, ahora ya no tenía más nada que hacer hasta el
momento en que hubiera que encender el fuego para el asado, evento que
tenía programado recién para las ocho de la noche. Entonces decidió que se
merecía una soberana siesta. Encendió el aire acondicionado del dormitorio
y se acostó. Esta vez no tuvo sueños y se despertó con la sensación de haber
dormido mucho tiempo, pero al mirar el reloj se percató de que sólo habían
pasado menos de veinte minutos. Era muy raro. Sin saber porqué sintió la
necesidad imperiosa de ir al galpón. Al salir afuera recibió el golpe de los
treinta y seis grados de temperatura de la tarde estival, pero eso no lo
amilanó y continuó andando hasta encontrarse frente a frente con su
bicicleta roja. La bici lo miró. ¿Lo miró? Y le pidió que la monte. Nunca
había sabido de una bicicleta que pidiera ser montada, pero en este
momento no tenía dudas de que así era. Trató de acordarse de qué cantidad
de vino había bebido durante la comida. ¿Dos vasos? ¿Tres? No más de
tres, seguro. No creía que el vino fuese el problema. Dejó de resistirse y
tomó la bici. La notó liviana, más liviana que de costumbre… y quería salir
a la ruta. ¿Se estaba volviendo loco? ¿Le estaría apareciendo con retardo el
stress post traumático del encierro? Bobadas. La bici quería salir a pasear y
punto, y él la iba a llevar por más calor que hiciera. Después de todo si la
gente saca a pasear el perro, ¿por qué no iba a poder él sacar a pasear su
bici?
357
Montó en la bici, y salió por el pasillo lateral hacia la calle. Al llegar a la
esquina tocó el freno con la intención de volver para avisarle a Laura que
salía. ¡Bah! ¿Para qué, si igual iba a volver enseguida? Soltó el freno y
pedaleó con intensidad, lanzándose hacia adelante. El asfalto hervía y
bocanadas de aire caliente le cocinaban el rostro, sin embargo los pedales
tomaban velocidad con soltura, como si en vez de salir a la peor hora de la
tarde hubiera salido en pleno frescor de la mañana. ¿A dónde iba? No
importaba… No importaba porque la bici sabía y le decía cuando girar a la
izquierda o a la derecha. De todos modos no tenía que girar demasiado
porque iba recto hacia el sudeste, hacia el frescor del bosque. Y ahora él
también sabía, porque sentía el llamado de la antena. Esa antena que con
sus largas raíces llegaba hasta lo más profundo de la tierra para extraer sus
virtudes y sus vicios.
Era la antena colectora del bien y del mal, y lo estaba llamando.
Sábado 31 de Diciembre, 19:11
La locomotora rugió y el tren comenzó a alejarse del andén. Esta vez
había demorado más que otras veces en llegar a Constitución. No había
tenido en cuenta que con el día feriado los subtes y los trenes tenían menor
frecuencia, y además seguía haciendo un calor tremendo, insoportable, más
insoportable aún que el calor de Andalucía.
Sara seguía teniendo sentimientos encontrados. Por un lado tenía la
sensación de estupidez de estar haciendo un viaje inútil, y la vergüenza
anticipada de llegar tarde a la cena de fin de año en la casa de Sonia, y por
otro lado sentía que estaba haciendo lo correcto; que aunque fuera sólo
para sacarse la duda, valía la pena hacer ese viaje, aunque algo más fuerte
en su interior le decía que no era sólo eso.
Durante el día había llamado a Alberto mil veces, con el propósito de
que le confirmara su asistencia a la cena en la casa de Sonia esa noche, pero
no había conseguido encontrarlo. Había llamado su la casa, al estudio y al
teléfono móvil, le había mandado mails, y le había dejado mensajes en el
dichoso twitter. Lo curioso era que a pesar de que Alberto aún seguía en
estado de estupidez, no había dejado de llamarla en todos estos días,
aunque sólo fuera para decirle buenos días, pero hoy, justo hoy, nada,
había desaparecido. Y lo más preocupante era que por primera vez él no
358
respondía a sus llamados. Esa noche iban a venir todos los parientes del
marido de Sonia, la mayoría de ellos eran gente desconocida y no tenía
ganas de conocer más gente. Por lo menos si pudiera estar segura que
Alberto vendría se lo tomaría con más humor. ¿No sería entonces que su
mente estaba buscando una excusa para escapar de allí? Ojalá fuera sólo
eso.
Después de la charla con Juan había intentado sonsacarle sutilmente a
Alberto algo sobre su supuesta operación para destruir a Green, pero no
había conseguido nada. Se notaba que sabía mantener algo en secreto. Y
para completar el panorama, Juan, que había quedado en avisarle cuando
supiera algo del tema, tampoco la había llamado.
Sobre las cuatro de la tarde había tomado el teléfono que estaba en la
mesita pequeña al costado del sofá y había marcado el número de Juan. La
había atendido Laura y le había dicho que Juan había salido hacía una hora
con la bici y que no le había dicho a dónde iba. Entonces había encendido la
tele y se había puesto a mirar la primera película que había encontrado. Era
una que ya había visto una vez: «Sueños de libertad», era el título. La
historia trataba sobre un tipo que era condenado siendo inocente y que
después de diecisiete años de intentarlo, lograba escapar de una cárcel de
máxima seguridad. ¡Qué paciencia! Ella no tenía tanta. Al terminar la
película había insistido de nuevo llamando a la casa de Juan. Laura había
vuelto a decirle que Juan no había aparecido y que tampoco se había
llevado el celular. Había percibido una evidente preocupación en el tono de
voz de Laura.
Mientras el tren pasaba por la estación de Bernal, Sara volvió a mirar su
reloj. Eran más de las siete y media, hacía ya cuatro horas y media que Juan
había salido de su casa. ¿Habría vuelto? Estaba tentada de volver a llamar,
pero no quería volver a enfrentarse a la preocupación de Laura. De todas
formas suponía que Laura la habría llamado en el caso de que Juan hubiera
regresado, o Juan mismo lo habría hecho.
Eran ya casi las ocho cuando el tren dejó la estación de Hudson, casi
toda la gente se había bajado en esa estación y Sara se quedó sola en el
vagón, lo que le hizo volver a preguntarse si no estaría haciendo una
idiotez viajando hasta allí sin sentido en esa tarde ya casi noche de fin de
año. Dos estaciones antes de Hudson, había llamado a Sonia para avisarle
que llegaría más tarde, y por supuesto Sonia se había enfurecido, aunque
por lo menos se había calmado un poco cuando le había prometido que la
359
mantendría informada, promesa difícil de cumplir, ya que a poco de salir
de esa última estación la señal del celular desapareció por completo.
Como no podía ser de otra manera, fue la única persona que bajó del
tren en la estación Pereyra, y el silencio reinante le hizo tomar conciencia de
lo solitario que estaba el lugar. Parecía que los habitantes de las pocas casas
que había en los alrededores se habían ido a esperar el año nuevo en casa
de familiares que vivieran en algún lugar más civilizado. Miró el paisaje a
su alrededor y dudó. Faltaba menos de una hora para que oscureciera del
todo. Su mirada se detuvo en el andén opuesto. ¿No sería mejor ir allí y
tomar el primer tren que viniera desde La Plata antes de que cayera la
noche? Cuando más tardara en decidirse, más tardaría luego en volver.
Con un gran esfuerzo de voluntad salió de la estación y empezó a
caminar. El bosque estaba desolado, ya no había ciclistas ni caminantes, y a
pesar de que los últimos rayos del sol aún rozaban las copas de los árboles
más altos, la oscuridad ya se hacía presente, pronto sería necesario hacer
uso de la linterna. Empezó a trotar con suavidad e intentó no pensar más.
Por un momento se imaginó que en casa de Sonia ya estaría el asado en la
parrilla y el estómago le crujió. Ojalá pudiera llegar aunque sólo fuera para
los postres. ¿Pararía el tren en la estación Pereyra una vez avanzada la
noche? Ojalá. Sería de verdad triste entrar al nuevo año sola en la
oscuridad.
En menos de diez minutos llegó hasta dónde tenía que desviarse del
camino principal y meterse en el sendero que llevaba al altar de la virgen.
Dentro del sendero estaba aún más oscuro pero prefirió no utilizar aún la
linterna, intentaría llegar al árbol sin encenderla. Cinco minutos después
llegó hasta la virgen y fue directo a comprobar la parte trasera del altar. Era
cierto lo que Laura le había contado, ya no había más escalones de mármol,
la entrada había sido descubierta y había sido sellada con hormigón.
Reanudó la marcha para recorrer los cien metros que la separaban del
puente roto. Para cruzar el puente no tuvo más remedio que encender la
linterna, no veía dónde estaban los hierros y corría riesgo de caer. Luego de
cruzar el puente volvió a apagar la luz. La oscuridad ya era total, pero sólo
le faltaban cuatrocientos metros para llegar, y como ya no había
bifurcaciones por delante, decidió continuar avanzando a tientas. Abrió los
brazos y si tocaba ramas a la derecha torcía un poco a la izquierda, y lo
mismo a la inversa. Al avanzar con más lentitud, el último tramo se le hizo
más largo de lo esperado y en un momento dado llegó a dudar de si
realmente estaba en el camino correcto. Cuando ya estaba a punto de
360
desistir y encender la linterna, se topó con un árbol grande justo en el
medio del sendero. Por lo rugoso de la corteza supo que era una araucaria,
y sabía que había un árbol así justo antes de llegar al claro del árbol de
cristal. Permaneció inmóvil un momento, intentando oír cualquier sonido
que delatara la presencia de algún guardia en el lugar, pero sólo oyó los
crujidos de las ramas altas movidas por el viento. Todo parecía en paz allí.
Avanzó tanteando con mucho cuidado, con la idea de llegar hasta el
tronco caído en dónde había almorzado el día de su primera visita. Lo
encontró con más facilidad de lo que creía y se sentó en él. Si hubiera sido
de día, desde allí habría podido ver el árbol de cristal justo frente a ella, a
unos veinticinco metros de distancia. Con el correr de los minutos empezó
a distinguir las formas del claro, en un principio pensó que era porque sus
ojos se estaban acostumbrando a la falta de luz pero en un momento en que
levantó la cabeza vio algo que la dejó anonadada.
Las ramas más altas del árbol de cristal brillaban y esa era la causa de la
incipiente luminosidad. Era cierto entonces lo que se decía. La luna
creciente iluminaba la punta de la copa del árbol, que movida por una
suave brisa nocturna, reflejaba en el claro pequeñas luminosidades móviles
y cambiantes. A medida que la luna fue ganando altura, una mayor porción
del árbol resultó expuesta a su luz, y los reflejos, cada vez más blancos,
fueron aumentando de intensidad mucho más allá de lo que Sara hubiera
creído posible. Toda la mitad superior del árbol relucía en hermosos
destellos plateados, y el movimiento que daba el viento a las ramas más
altas, hacía que se produjera un extraño efecto que hacía parecer que el
árbol estuviera bailando. Era un espectáculo sobrecogedor. En pocos
minutos la luminosidad fue tal que ella misma comenzó a sentirse
demasiado al descubierto en el lugar dónde estaba y decidió internarse un
poco en el bosque. Ver el árbol en esas condiciones le hizo recordar el relato
de Alberto cuando había dicho que parecía que el árbol ardía con fuego
blanco. Y así era, ardía, y era hermoso.
Por un instante le pareció percibir que desde la copa del árbol se
levantaba un tenue y fino haz de luz que se proyectaba hacia el cielo
nocturno, pero un segundo después ya no veía nada. A lo lejos escuchó el
inconfundible sonido de un trueno. ¿Estaba pronosticado que lloviera? No
tenía ni idea, pero lo mejor sería emprender el regreso, ahora ya no sentía
que había hecho ese viaje en vano, había visto el árbol de cristal en todo su
esplendor. Su intuición la había llevado hasta algo precioso, y ahora era
361
tiempo de volver a casa. Pensó en tomarse este episodio como la señal de
un nuevo comienzo. De un buen comienzo.
El árbol empezó a perder brillo poco a poco y otro trueno sonó a lo lejos.
Si había truenos, habría nubes en alguna parte. Quizás la luna se estuviera
ocultando detrás de esas nubes y por eso el árbol perdía brillo. Encendió la
linterna y empezó a caminar. Habría hecho algo más de cien pasos cuando
el estruendo de un disparo hacia el oeste la sobresaltó. Algunos pájaros
asustados por el inesperado sonido levantaron vuelo graznando. Sara se
quedó inmóvil un momento. ¿Sería un artefacto pirotécnico en vez de un
disparo? En estas épocas de fin de año era difícil saberlo. El sonido parecía
haber sido bastante lejos, aunque dentro del bosque todos los sonidos
llegaban distorsionados y era muy difícil calcular las distancias. Después de
un par de minutos reanudó la marcha en dirección al puente roto. Cuando
lo estaba atravesando oyó otros dos disparos, pero esta vez el sonido había
venido del lado opuesto, desde el este, y el sonido había sido más nítido,
más cercano. Podría ser pirotecnia, pero no pensaba quedarse a
comprobarlo. Al terminar de cruzar el puente y mirar hacia adelante vio
algo que la alarmó. En el altar de la virgen había velas encendidas, pero no
dos como siempre, había por lo menos dos docenas. Lo preocupante era
que no había ninguna vela encendida cuando había pasado por allí hacía
media hora.
Salió del sendero y fue acercándose al altar a través del follaje. No se
veía a nadie. Había velas de diferentes colores: rojo, naranja y amarillo.
¿Las habría traído alguien con la intención de adornar el altar en la noche
de año nuevo?
En ese momento oyó voces acercándose y se escondió en una zona
dónde las sombras eran más profundas. En el sendero que iba hacia la
estación del tren vio moverse varias luces de linternas. Unos segundos
después, vio aparecer media docena de personas rodeando el altar. En un
primer momento le pareció que eran policías pero cuando la luz de las
velas los iluminó de lleno, pudo ver con claridad que se trataba de soldados
con su indumentaria completa; uniforme camuflado, casco, y fusil. Giraron
por el sendero que se dirigía a la antigua garita de vigilancia que controlaba
la entrada por el sur a la escuela de policía, y se alejaron.
¿Qué harían esos tipos por aquí? ¿Serían los amigos de Alberto, o serían
gente contratada por Green? A la luz de las velas no había llegado a
distinguir sus rostros, pero estaba segura de que ninguno de ellos era
Alberto. Sentía dos tentaciones opuestas: Las ganas de volver pronto a casa
362
de Sonia para saborear el asado y la curiosidad de ver a dónde iban los
soldados. Pensó que podría hacer lo primero sin entretenerse demasiado y
luego ir a por la cena.
Salió de entre los árboles y siguió el sendero por el que habían
desaparecido los soldados. Caminó enfocando la linterna hacia el suelo lo
más posible para evitar que en caso de que alguno se diera vuelta pudiera
verla, y cada tanto paraba y miraba hacia atrás para asegurarse de no ser
sorprendida por un segundo grupo. Además del hambre, empezó a sentir
que las piernas le temblaban por los nervios una vez más, pero así y todo la
adrenalina se encargó de continuar empujándola hacia adelante.
Una gota cayó en su hombro. Era lo que faltaba, que empezara a llover.
Poco antes de llegar a la antigua garita abandonada, escuchó ruidos de
vehículos en marcha y conversaciones en voz alta. Pocos pasos más
adelante, entrevió luces de autos y linternas. Había varias personas
hablando al mismo tiempo pero no llegaba a entender lo que decían. Se
internó entre la vegetación hacia la derecha hasta llegar al borde del claro.
Desde allí pudo ver que el grupo se soldados se había reunido con otro
grupo más numerosos que parecía haber llegado en los vehículos. Un
militar, que sin duda era quién estaba al mando, hablaba por una radio
mientras estaba apoyado en uno de esos humvies del ejército argentino.
Más atrás en el camino había otros dos humvies. El último de ellos tenía
enganchado un remolque con algo grande que le sobresalía por arriba, pero
como estaba en una zona de sombras, no se alcanzaba a distinguir con
claridad qué tipo de objeto era el que transportaba.
En ese momento se volvieron a oír varios disparos más hacia el oeste.
El militar que estaba con la radio se dio vuelta.
–Tomaron el edificio principal de la escuela –dijo en voz alta–. Ustedes
vayan por el sendero del arroyo e intenten sorprenderlos desde el sur –dijo
señalando a los que habían llegado a pie–. Todos los demás a los vehículos.
Vamos a tomar las posiciones que teníamos previstas originalmente.
Todos cumplieron las órdenes con celeridad. Los vehículos se pusieron
en marcha y cuando el último de ellos pasó frente a ella pudo ver qué cosa
era lo que portaba en el remolque.
Era una batería antiaérea.
Sara no podía salir de su asombro, parecía que de pronto estaba por
comenzar una guerra. Lo interesante sería saber quién luchaba contra
quién. Tenía que encontrar a Alberto como sea. Para eso no le iba a quedar
más remedio que ir hacia dónde se escuchaban los disparos.
363
Esperó que los vehículos se alejaran un poco, cruzó el camino, y se
internó por el sendero en el que habían desaparecido los soldados de a pie.
Se oían disparos desde dos lugares distintos hacia el oeste, y daba la
impresión de que unos les respondían a los otros. Caminó lo más rápido
posible siempre teniendo cuidado de no alcanzar a los soldados que la
precedían. Después de cinco minutos de marcha oyó que se desataba un
tiroteo infernal. Un momento después disminuyó de intensidad para luego
arreciar de nuevo.
Continuó caminando durante cerca de veinte minutos mientras la lluvia
iba aumentando poco a poco de intensidad. La ropa comenzó a empaparse
y empezó a sentir frio. A medida que avanzaba el sonido de los disparos se
iba quedando más hacia la derecha. El sendero la llevaba por la margen
sur del arroyo hacia el Camino Centenario, pero si quería ir hacia la escuela
de policía, en algún momento tendría que atravesar el curso de agua, e
internarse en el bosque hacia el norte. El arroyo debía estar a pocos metros
de distancia hacia la derecha, pero al estar oculto entre la vegetación era
imposible saber con exactitud dónde se encontraba.
Poco después empezó a oír el sonido de un vehículo detrás de ella. El
sonido fue aumentando de intensidad hasta hacerse evidente que
pertenecía a un motor grande, como el de un camión y sin dudas estaba
acercándose. Resultaba extraño porque el sendero era demasiado angosto
como para que pasara cualquier vehículo de cuatro ruedas. Entonces el
sonido del motor empezó a mezclarse con el de ramas rompiéndose y
recordó algo que le había comentado Alberto: La mayoría de esos senderos
habían sido caminos en la época de la estancia. Eso se podía deducir del
hecho que a ambos lados del sendero, en la franja que había ocupado el
antiguo camino, no había árboles grandes. Enfocó con la linterna a ambos
lados y comprobó que efectivamente todos eran arbolitos muy pequeños, y
esa podía ser la razón por la que el camión era capaz de avanzar
destrozando el bosque. De todos modos era extraño que no se quedara
atrapado con tanta maleza. Sara empezó a correr por el sendero pero su
velocidad no era suficiente, el vehículo seguía recortándole distancia. Al
mirar hacia atrás vio aparecer dos potentes faros a menos de treinta metros
de distancia mientras las ramas volaban en todas direcciones. Había
llegado el momento de abandonar el sendero. Se internó unos metros en la
vegetación a su derecha y se dio vuelta para ver pasar lo que fuera que
venía detrás de ella. Unos segundos después vio pasar una enorme
retroexcavadora amarilla avanzando a toda potencia, aplastando todo lo
364
que encontraba a su paso. Esperaba que la retroexcavadora continuara
alejándose por el sendero pero eso no sucedió, diez metros más adelante la
máquina de detuvo y entonces oyó una risotada infernal que le hizo revivir
algunas de las peores cosas guardadas en su inconsciente.
Era Green quién conducía la máquina y de alguna manera la había
detectado.
Sara corrió entre los árboles, pero al hacer unos diez metros se encontró
de golpe con el borde del arroyo y estuvo a punto de caer. En el último
instante su brazo se agarró por instinto de un pequeño arbolito a su
derecha, lo que evitó la caída, pero para eso tuvo que soltar la linterna que
cayó al agua apagándose.
Detrás oyó como Green ponía la marcha atrás y retrocedía por el
sendero, para luego girar y volver a acelerar encarando directo hacia ella.
Se oía un estruendo de árboles destrozados cada vez cercano y el motor
acelerando al máximo. Unos segundos después, ya veía de nuevo las luces
de la máquina filtrándose entre el follaje.
No tenía salida.
Se lanzó a oscuras al arroyo que estaba dos metros más abajo, cayó de
pié y el agua le llegó a la cintura. Avanzó hacia la otra orilla y después de
una docena de pasos tocó tierra delante de ella, pero al intentar trepar por
la barranca se dio cuenta de que era tan escarpada como la otra, y que
además ya estaba embarrada con la lluvia que caía desde hacía un rato.
Parecía imposible subir por allí. Tanteó la superficie con las manos
intentando encontrar una raíz o algo de lo que agarrarse.
Las luces de la excavadora aparecieron sobre ella en el borde opuesto del
arroyo y Sara pensó que frenaría allí, pero parecía que Green no había visto
el curso de agua y la excavadora voló por el aire empotrándose casi de
punta en el lecho del rio.
Sara logró apartarse de la trayectoria de la máquina por pocos
centímetros y luego empezó a avanzar por el cauce hacia el oeste. La
corriente estaba en contra de ella lo que le dificultaba el avance. Miró hacia
atrás pensando que Green bajaría de la máquina e intentaría perseguirla a
pie pero volvió a equivocarse. A pesar de estar casi sumergido por
completo, el motor de la excavadora continuaba encendido gracias a que
tenía un escape tipo chimenea que quedaba fuera del agua. Oyó que Green
volvía a acelerar el motor intentando maniobrar la máquina. Sara siguió
avanzando contra corriente hasta que tropezó con una piedra y cayó hacia
365
adelante. Al volver a sacar la cabeza del agua las luces de la máquina
volvían a apuntarle, y estaban muy cerca.
Pensó que todo se acabaría. Moriría aplastada.
Cuando la excavadora ya estaba casi encima de ella las luces iluminaron
una raíz colgando desde la orilla derecha. Era su última oportunidad. Se
aferró a ella con desesperación levantando su cuerpo justo antes de que la
máquina pasara. Quedó colgando de la raíz, pero le era imposible terminar
de subir porque aún había más de un metro hasta arriba del todo y la orilla
estaba igual de resbalosa que en el primer lugar. Green frenó unos metros
más adelante y puso la marcha atrás. Entonces un milagroso brazo salvador
aferró el suyo y tiró de ella hacia arriba.
Soltó el otro brazo de la raíz, lo estiró hacia arriba y ahora sí logró
alcanzar el borde de la orilla con la punta de los dedos. La persona que
estaba sobre ella pudo tomarla por ambos brazos y terminó de subirla. El
desconocido tomó una linterna y se iluminó su propio rostro mostrando
una sonrisa aún empapada de miedo.
Era increíble. Era su amigo Antonio.
–¡Dios mío Antonio! –Dijo Sara–. Has llegado en el momento justo. Me
has salvado la vida. ¿Cómo me has encontrado?
–Ahora te lo cuento, pero mejor alejémonos de aquí antes de que el tío
ese encuentre un sitio por dónde sacar la excavadora del rio.
–Sí, vamos.
Sara se dejó guiar por Antonio. El bosque no era tan denso en esa zona y
les permitió avanzar con cierta soltura. Después de alejarse un par de
cientos de metros aún podían oír el motor de la excavadora acelerando,
aunque cada vez más lejos. A los pocos minutos se empezó a notar un leve
resplandor hacia adelante. Continuaron caminando hasta desembocar en el
gran claro en dónde estaba el edificio de la escuela de policía. Todas las
luces estaban encendidas y algunos de los grandes ventanales estaban
rotos.
Sara se volvió hacia Antonio.
–Cuéntame. ¿Cómo has llegado hasta aquí? –Dijo.
–Sonia me llamó al hotel para decirme que habías salido faltando ya
poco para la cena, y al momento me olí que algo raro planeabas. Te llamé a
tu móvil. Como no contestabas llamé a la casa de Juan y allí me desayuné
con que él también está desaparecido desde las tres de la tarde. Entonces
recordé lo que me habías dicho acerca de que aquí en el bosque no había
señal. No lo pensé más y a pesar de que Sonia no estaba para nada de
366
acuerdo, tomé prestado su coche y aquí estoy. Cuando estaba llegando
desde la autopista ya se oían los disparos, entonces me metí por un camino
del parque que está del otro lado de la carretera y aparqué el coche. Luego
crucé la carretera y caminé hacia el lugar dónde se oía la mayor cantidad de
disparos. Llegué justo aquí dónde estamos ahora, y estuve un rato
observando el tiroteo sin entender nada y sin saber dónde podías llegar a
estar tú, hasta que escuché el ruido de la excavadora por detrás y fui a ver
de qué se trataba.
Sara miró a su amigo pensando en la suerte que había tenido.
–Es de verdad un milagro que me hayas encontrado –dijo.
–Sin duda, Dios debe haberme guiado, de otra manera hubiera sido
imposible llegar hasta ti. Ahora tienes que contarme que significa todo esto.
–Bueno, creo que Alberto se ha organizado para atacar el complejo del
árbol de cristal, pero no me ha avisado que lo haría, supongo que para que
no me involucre. Y bueno, he venido a tratar de ayudarle. El problema es
que me topé con Green por el camino.
–¿Entonces era Green el de la excavadora?
–Sí, el mismísimo señor verde en persona. Debe tener alguna especie de
sexto sentido, sino no me explico cómo me ha rastreado.
–Lo poco que he entendido desde que llegué aquí es que uno de los
bandos está dentro del edificio y el otro está desperdigado por el bosque,
aunque la mayoría del segundo grupo parecen estar allá en el otro extremo
del claro –dijo Antonio señalando hacia el este–. ¿Sabes en cuál de los dos
bandos está Alberto?
–Por lo que he oído decir a un grupo de militares que me crucé, tienen
que ser los que están dentro del edificio.
–¿Quieres que intentemos reunirnos con él?
–Sí pero, ¿has dicho que Juan también ha desaparecido?
–Sí, en su casa estaban muy preocupados ¿No estaba contigo?
–No.
–Entonces tiene que estar con Alberto.
–Sí, sería lo más lógico. Tenemos que ir a buscarlos.
Antonio permaneció un momento pensativo.
–No sé cómo lo haremos, pero vamos –dijo.
Aún se oían algunos disparos esporádicos hacia el este. Sara observó el
edificio durante un rato y notó que dentro había movimiento. Buscó con la
mirada alguna opción para llegar hasta allí. El edificio estaba a algo más de
367
cien metros de distancia y un poco más hacia el oeste había un pequeño
grupo aislado de árboles más o menos a mitad de camino.
–Que te parece si primero corremos hasta esos árboles –dijo.
–Vale, evitemos quedar al descubierto lo más posible.
Salieron de su escondite y corrieron hasta los árboles sin que nada
sucediera. Desde ese lugar podían ver en el edificio varias ventanas abiertas
en las cuales la luz estaba encendida. Eligieron una de las ventanas y
corrieron hacia ella. Cuando les faltaban pocos metros para alcanzarla, se
oyó un disparo a lo lejos y al instante el silbido de una bala sobre sus
cabezas.
Sara se tiró al suelo instintivamente quedándose inmóvil, y vio que
Antonio hacía lo mismo a su lado. Después de un rato Antonio le hizo una
seña y empezaron a moverse con lentitud sobre sus codos, recorriendo el
trecho que les quedaba hasta el edificio. Se escondieron detrás de un
arbusto que estaba pegado a la pared justo debajo de la ventana. No hubo
más disparos. Sara se levantó de a poco hasta poder asomarse sobre el
dintel de la ventana y se encontró con una oficina vacía. Trepó al marco y
saltó adentro volviéndose luego para indicarle a Antonio que la siguiera.
En el momento en que Antonio saltaba adentro de la habitación, la puerta
que daba al pasillo se abrió de golpe y dos hombres armados irrumpieron
apuntándoles con los fusiles.
–¡Al suelo carajo! –Gritó uno de ellos–. ¡Al suelo! ¡Ya!
Sara obedeció y sintió que le apoyaban el cañón del fusil en la espalda.
–¿Quiénes son ustedes? –Dijo el hombre a su espalda.
–Mi nombre es Sara Valdivia.
El hombre apartó el fusil.
–¿No serás la Sara de Alberto? –Dijo.
–La misma.
El hombre comentó algo en voz baja con su compañero y luego le tendió
la mano para ayudarla a levantarse.
–Disculpen el recibimiento –dijo–. Sígannos.
Los guiaron por un pasillo y luego por una escalera hasta el primer piso.
Recorrieron toda el ala este del edificio hasta llegar a la puerta de una
habitación que estaba en penumbras.
–¡Sara! –dijo la voz de Alberto desde adentro. Sara entró y los brazos de
Alberto la rodearon.
–Es una alegría que estés aquí, pero no tendrías que haber venido –dijo
Alberto.
368
–No podía dejarte solo. Cuéntame que está pasando.
–Intentamos atrapar a Green pero fallamos. Logró escapar. Yo había
averiguado que dormía acá en el edificio principal, ya que abajo no hay
comodidades. El plan era en principio sorprenderlo durmiendo, pero
llegamos demasiado temprano y estaba reunido con otras personas en el
comedor. De todas formas decidimos aprovechar la ocasión y atacarlos en
ese momento. Volamos con explosivos las dos entradas que bajan a los
subterráneos para evitar que se escaparan por ahí y a su vez dejamos
aislados a los de abajo para que no puedan subir a ayudarlos. Hasta ahí
salió todo bien, pero a pesar de que teníamos el perímetro bien controlado
lograron escapar hacia el bosque por alguna salida que nosotros
desconocíamos. Este lugar está lleno de pasajes secretos. Ahora tenemos la
escuela bajo control pero no nos sirve de nada, porque no podemos
quedarnos acá eternamente. En algún momento recibirán refuerzos y
tendremos que salir. Ellos están allá, en el linde este del bosque –dijo
señalando por la ventana–. Desde allí nos disparan.
Sara observó que la habitación estaba estratégicamente ubicada en una
esquina del primer piso. Tenía una ventana hacia el este y otra hacia el
norte desde dónde se podía ver algo más de la mitad oriental del claro.
–¿Juan está aquí contigo? –Preguntó.
–No. ¿Debería estarlo?
–Ha salido a las tres de la tarde, y cuando Antonio llamó a su casa hace
un par de horas aún no había regresado. Pensé que estaría aquí.
–No, y me preocupa mucho lo que pueda estar haciendo. ¿No pueden
quedarse un día tranquilos cada uno en su casa?
–Me parece que tú no eres precisamente el que da el ejemplo.
Hacia el este se observó un movimiento de luces entre los árboles.
–¿Qué están haciendo? –Preguntó Antonio.
–No lo sé. Sobre todo no entiendo por qué tantos movimientos.
–¿Sabes que tienen una batería antiaérea? –Preguntó Sara.
–¿Una batería antiaérea? ¿Es broma no? ¿Estás segura?
–Sí, y tres humvies.
–Este Green es tan delirante que habrá pensado que como yo estuve en
la fuerza aérea lo íbamos a atacar con aviones. De todas formas es
imposible que hubieran previsto nuestro ataque. Estoy pensando que
quizás se estaban preparando para otra cosa y justo les caímos nosotros
encima.
–¿Y qué vas a hacer ahora? –Preguntó Sara.
369
–Nada. Ya no podemos hacer nada más aquí. Nos vamos a casa…
¡Patricio!
En el umbral de la puerta apareció un joven de barba más larga que
Antonio, que con el uniforme camuflado que llevaba puesto emulaba la
viva imagen de Ernesto Che Guevara.
–Deciles que vayan saliendo de a dos mientras otros dos los cubren –dijo
Alberto–. Mientras tanto yo me voy a quedar acá para asegurarme de que
los malos no se muevan. Cuando hayan salido todos, llamame por el
handie, así salimos nosotros mientras ustedes nos cubren.
–De acuerdo –dijo Patricio y salió corriendo por el pasillo.
–Yo pensaba que este chico sólo sabía de genética y de extraterrestres, no
de estrategia militar –dijo Sara.
–Y así es, pero tuve que recurrir a lo que había disponible –dijo Alberto–.
Escuchen, vamos a salir por el bosque hacia el norte, dejamos los autos en
el barrio El Carmen, como la otra vez.
Un minuto después Sara vio que se apagaban las luces del lado norte del
edificio. A través de la ventana llegó a distinguir a dos de los compañeros
de Alberto que salían por una puerta hacia el norte. Sorpresivamente un
potente reflector se encendió en el sector este del claro, y luego un segundo
reflector también hizo lo propio, iluminando todo el campo y dejando a los
hombres de Alberto al descubierto. No hubo disparos pero todos
empezaron a regresar al edificio.
Una explosión se oyó en el sector del bosque que ocupaban los hombres
de Green y dos segundos después una montaña de tierra y pasto se levantó
muy cerca de los hombres que regresaban.
–Eso debió ser la batería antiaérea –dijo Sara.
–No creo, las baterías antiaéreas no están preparadas para disparar en
horizontal –contestó Alberto–. Tiene que ser un cañón, eso debe ser lo que
vos viste.
–Te aseguro que sé bien lo que ví.
El handie que estaba sobre el escritorio empezó a sonar. Alberto lo tomó
y activó el botón para hablar.
–¿Qué pasó? –dijo
–Tuvimos que volver –dijo voz de Patricio–. ¿Qué hacemos ahora?
–Vamos a tener que salir hacia el oeste. De esa forma el edificio nos va a
cubrir de la artillería que están desplegando estos hijos de puta. Esperen en
la puerta que nosotros también bajamos.
370
En ese momento se produjo otro fogonazo en el este. Un segundo
después hubo una tremenda explosión que hizo temblar todo el edificio.
Todos los cristales que quedaban sanos, estallaron.
Alberto tomó a Sara por el brazo.
–Vamos, salgamos de aquí de una vez –dijo–.
–Están destrozando el edificio –dijo Sara.
–Sí, no les importa nada. Con ese último fogonazo llegué a ver de dónde
salen los disparos. Tienen un tanque. Me gustaría saber de dónde mierda lo
sacaron. Alguien groso los tiene que estar ayudando.
Al salir pasillo, Sara vio que las dos puertas que había a contiuación
habían reventado y de ellas salían sendas nubes de polvo. Corrieron
escaleras abajo hasta reunirse con sus compañeros. Al llegar al vestíbulo
otra tremenda explosión sacudió el edificio y la enorme lámpara araña de
cristal que adornaba el centro del techo se desplomó impactando contra el
suelo y lanzando esquirlas de vidrio en todas direcciones. Fuera se oían
ruidos de motores desde varias direcciones.
Sábado 31 de Diciembre, 21:33
Juan estaba allí justo dónde tenía que estar, en el punto cero. Sentía una
irresistible sed, pero algo dentro de su cabeza le decía que tenía que esperar
para beber. Esperar… esperar a que el árbol le diera su leche.
Había llegado en su bici hacía horas, cuando todavía hacía mucho calor,
pedaleando veinte kilómetros bajo el sol de la tarde y sin haber bebido
nada desde el almuerzo. Hacía rato que había visto llegar a Sara. Ella se
había sentado en un tronco al otro lado del claro. Él la había mirado en
silencio, pero en ese momento Sara no era lo importante. Un rato después
Sara se había ido y habían empezado los disparos, pero eso tampoco le
preocupaba, porque sólo era un juego de niños para distraer la atención. Lo
que de verdad importaba ahora era que el árbol estaba recibiendo su
energía y que ya estaba casi listo. Listo para descargarla en él. Pronto. Sólo
tenía que esperar un poco más.
Algunas gotas de lluvia comenzaron a caer con suavidad. Juan fue hasta
el centro del claro y dejó que su camisa se fuera empapando. Tenía muchas
ganas de levantar su boca hacia el cielo y dejar que el agua le calmara la
sed, pero sabía que tenía que mantener el estómago vacío y se contuvo. Al
371
mismo tiempo el árbol fue apagándose hasta quedar en la oscuridad
completa otra vez. Cuando su ropa estuvo mojada por completo caminó
hasta el tronco del árbol y tocó su corteza. Era rugosa y áspera. Algunas
gotas ya resbalaban por el tronco y a medida que la tormenta fue
arreciando, esas gotas fueron convirtiéndose en pequeños hilos de agua.
Apoyó la boca en uno de esas pequeñas cascadas que bajaban desde la
copa y absorbió un líquido dulce y tibio. La leche del árbol se ponía más
viscosa a medida que le bajaba por la garganta. Su cuerpo empezó a tomar
temperatura y los músculos se le tensaron. Continuó tragando durante
largo tiempo hasta que sintió una descarga eléctrica que lo separó del
tronco de un golpe. Estaba saciado. El tanque ya estaba lleno. Ahora sentía
que tenía la energía suficiente para hacer cualquier cosa.
Levantó su bici roja y la montó. Comenzó a rodar internándose en los
senderos sin pensar en nada, dejándose vagar sin rumbo fijo. Sentía las
piernas calientes, llenas de potencia, y fue tomando cada vez más
velocidad. Su antigua torpeza sobre la bici había desaparecido, se sentía
hábil y dinámico. Al principio frenaba un poco en las curvas, pero luego
fue dándose cuenta de que no era necesario, la bici se acomodaba y giraba
sin problemas. A medida que la lluvia caía, el suelo se fue poniendo cada
vez más resbaloso. Se relajó aún más, poniendo flojos los brazos y dejando
que el manubrio fuera casi libre. La bici derrapaba suavemente sin perder
nunca el control. Sintió como iba entrando en un estado de éxtasis tan
fuerte que empezó a darle risa como si le estuvieran haciendo cosquillas.
Entonces giró el manubrio con contundencia hacia la izquierda y se internó
sin titubear dentro del cañaveral. Pedaleaba con tal potencia que las cañas
se doblaban ante su paso. Algunas lo rozaban, pero no lo lastimaban, su
piel estaba tensa y flexible al mismo tiempo, como si fuera de látex. No era
demasiado consciente del tiroteo que se estaba desarrollando hacia el oeste,
sólo le llegaba un rumor lejano. Entonces sus piernas aceleraron hasta una
velocidad inverosímil, y sólo vio verde y más verde golpeando contra su
cara.
De pronto el cañaveral de acabó y salió a un claro. Apretó ambos frenos
con fuerza y la bici se detuvo derrapando en la hierba. Al frenar salió un
poco de su trance, lo suficiente para darse cuenta de que había estado
rodando por el bosque nocturno sin linterna, y sin embargo veía, no sabía
cómo pero veía. Su cuerpo empezó a perder fuerza y temperatura. Volvió a
ser consciente del agua que le chorreaba por la ropa y sintió frio. Miró a su
alrededor.
372
Delante suyo había un pino inmenso y muy ramificado casi desde el
nivel del suelo. Lo reconoció enseguida como el llamado pino de los doce
cadetes que Eduardo le había mostrado en una foto. Según Alberto, ese
árbol no era en realidad no era un pino sino un ciprés de monterrey, uno de
los originales de la primera plantación de Juan Pereyra. En la última visita
al complejo, él y Sara habían visto un manojo de cables que salían de la sala
de la sala de control y que llegaban hasta un lugar que Alberto había
calculado que sería justo debajo este árbol.
Juan permaneció un momento observando las frondosas ramas que se
perdían en la oscuridad.
–Tengo que hacer algo aquí pero no sé qué –se dijo a sí mismo en voz
queda.
Poe ese entonces entre el ruido de los disparos también oyó el sonido de
un motor acelerando y luego le pareció escuchar el grito de una mujer. Se
quedó quieto en silencio durante un momento, pero el ruido del motor fue
alejándose y no volvió a oír más nada.
Dejó la bici en el suelo y caminó hacia el majestuoso ciprés. Enseguida
descubrió que en efecto un manojo de cables salía de la tierra y subía por el
tronco. ¿Tendría que cortar ese cable? ¿Sería eso lo que tenía que hacer? El
cable era muy grueso y llevaba un tensor de acero adosado, así que si
pretendía cortarlo tendría que ir a buscar algo con que hacerlo. Pensó que
sería interesante saber a qué estaba conectado. Miró hacia arriba. El cable
subía y se perdía entre el follaje. Una gran rama le quedaba justo a la altura
del pecho invitándolo a subir. Siempre le había dado vértigo la altura, y por
esa razón trepar árboles nunca había sido uno de sus fuertes, pero hoy, por
decirlo de alguna manera, estaba inspirado.
Al principio le resultó fácil, las ramas eran anchas y estaban muy juntas
unas de las otras, era casi como subir una escalera. Luego la tarea fue
complicándose de a poco hasta que llegó a un lugar en el que parecía que
no se podía continuar subiendo. Hacia la derecha había una rama desde la
que sí se podía alcanzar las superiores pero esa rama estaba fuera de su
alcance. Estudió las ramas que había a su alrededor y vio más arriba una
rama que le dio una idea. Se colgó de ella con ambos brazos, balanceando
su cuerpo en el aire varias veces, calculó la distancia y se soltó en el
momento preciso cayendo en la rama deseada, aferrándose a ella como un
mono. Desde allí ganó mucha altura en corto tiempo, y al superar cierto
nivel empezó a sentir el viento y la lluvia que se colaban entre las hojas. Era
373
evidente que había salido por encima del nivel del resto del follaje del
bosque.
El tiroteo había disminuido, sólo se oían algunos disparos esporádicos,
aunque ahora al estar por sobre la vegetación, podía oírlos de forma mucho
más nítida. Buscó girar alrededor del tronco principal hasta encontrar una
posición desde dónde pudiera ver hacia la escuela de policía. Entonces
encontró un amplio hueco libre entre dos grandes ramas. Lo primero que
notó es que estaba a una altura de verdad impresionante, que le daba una
panorámica completa de la zona. A pesar de la lluvia y la oscuridad, podía
ver todo con una nitidez y una claridad asombrosas que le permitían
distinguir hasta los más mínimos detalles.
El edificio principal de la escuela brillaba con todas sus luces encendidas
en medio de un gran claro que tendría al menos cuatrocientos metros de
largo por doscientos de ancho. Hacía el oeste, el claro estaba abierto y se
divisaban las luces anaranjadas del Camino Centenario. Allí había varios
vehículos detenidos en la banquina, dos de ellos eran patrulleros de la
policía con sus luces azules girando en el techo. En el extremo opuesto del
claro había cuatro potentes reflectores encendidos. Los dos de la izquierda
iluminaban el espacio de campo entre el linde del bosque y el edificio de la
escuela, mientras que los dos del lado derecho apuntaban directo hacia el
cielo mientras hacían dibujos sin sentido en las nubes.
Varios vehículos todo terreno del ejército y un tanque se movían cerca
de los reflectores. ¿De dónde mierda habría salido ese tanque? Entonces vio
un fogonazo en el tanque y al instante oyó un impacto sordo mientras que
una nube de polvo se levantaba detrás del edificio de la escuela. ¿Qué
estaría sucediendo allí? Recordó que Alberto planeaba un ataque. ¿Tendría
algo que ver con todo esto? Hubo un segundo fogonazo en el tanque, y esta
vez el tiro dio directo en el edificio, formando una nube de polvo de mayor
dimensión que la anterior. Al disiparse el polvo, se dejó ver un amplio y
redondo boquete en una de las paredes. En ese momento tres vehículos
partieron desde el extremo oeste del claro y avanzaron a toda velocidad
hasta colocarse en diferentes posiciones alrededor del edificio. El tanque
también avanzó y atravesó el claro hasta sobrepasar el frente de la escuela,
allí giró ciento ochenta grados, bajó un poco la torreta y disparó directo
hacia frente del edificio desde menos de cincuenta metros de distancia.
El impacto hizo desaparecer por completo la puerta principal y una
lengua de fuego brotó del lugar en el que había estado. El tanque fue
girando la torreta mientras volvía a disparar varias veces, barriendo a
374
izquierda y derecha hasta que el frente del edificio y parte del techo se
derrumbaron. Ahora Juan estaba seguro de que Alberto no estaba al mando
de esa pandilla de locos, era una verdadero crimen hacer semejante
destrozo en un edificio histórico. Alberto jamás lo hubiera permitido. Una
buena parte del casco de la estancia de Juan Pereyra ya era historia.
Por las ventanas empezó a brotar el fuego mientras empezaban a bajar
soldados de los vehículos todo terreno y corrían apuntando sus fusiles
hacia lo que quedaba del edificio. Durante varios minutos no sucedió nada
mientras el incendio se generalizaba. Unos segundos después un grupo de
personas comenzó a salir del edificio en llamas con las manos en alto
mientras eran apuntados por los tipos de los fusiles. Sintió que el estómago
se le daba vuelta cuando vio a la última persona en salir.
Era Sara.
Se quedó estupefacto. ¿Qué hacía Sara allí? Tenía que bajar de ese
estúpido árbol y hacer algo para ayudarla.
Apenas había comenzado a bajar cuando vio que el bosque adquiría de
pronto un resplandor rosado. En principio pensó que era el fuego lo que
originaba esa luz, pero enseguida cayó en la cuenta de que el resplandor
que este suele emitir es más bien anaranjado, y que en cambio ahora todo
estaba rosa. Levantó la vista. Había dejado de llover y las nubes dejaban
algunos espacios de cielo estrellado. El resplandor venía de un lugar hacia
el este que su agujero en la copa del árbol no le permitía ver. Cambió de
rama para buscar una mejor perspectiva hacia esa dirección y entonces lo
vio.
Era el árbol de cristal que brillaba, no blanco como siempre, ahora estaba
rosado, y lo que le otorgaba el brillo no era la luna, sino una nube rosada
que estaba justo sobre él. Entre la nube y el árbol se distinguía un hilo de
luz que los conectaba. Ese hilo parecía tener una especie de corriente, como
si fuera líquido, que por momentos bajaba y en otros subía. Todo el
conjunto emitía una luz de una tonalidad sobrenatural.
Juan se quedó extasiado observando el inusual espectáculo. Luego la
conexión de luz entre el árbol y la nube se fue disipando hasta desaparecer,
y dos o tres minutos más tarde, la nube misma también comenzó a
deshacerse hasta que dejó ver lo que se escondía en su interior.
Era un objeto redondo y achatado, de grandes dimensiones, de aspecto
sólido y metálico, con una hilera de pequeñas luces blanco azuladas en el
borde. Era tal cual se dibujaban los OVNIS en la ficción, aunque mucho
375
más bello. Toda la parte inferior del objeto era la responsable de emitir esa
potente luz rosa.
Juan sonrió. Eran ellos.
La nave empezó a moverse con suavidad hacia el oeste hasta que salió
de su campo visual. Juan volvió con rapidez a la rama desde la que había
estado observando el tiroteo y desde allí pudo volver a ver la nave que
ahora avanzaba en dirección al edificio de la escuela de policía. El incendio
se había extendido y las llamas cubrían el edificio en su totalidad y parte
del bosque lindero hacia el norte. Ahora, al tener más puntos de referencia,
Juan calculó que la nave tendría sesenta o setenta metros de diámetro y que
estaría suspendida a unos ciento cincuenta metros de altura. La gente que
estaba debajo, miraba y señalaba a la nave. Algunos comenzaron a correr
hacia cualquier parte para ponerse a cubierto, armando un gran revuelo.
Juan intentó ubicar a Sara pero no logró verla por ningún lado. Los
vehículos todo terreno se pusieron en marcha y desaparecieron dentro del
bosque. Mientras tanto, en el Camino Centenario ya había varias decenas
de autos detenidos y la gente que viajaba en ellos salía a mirar la nave
mientras los policías intentaban hacerlos regresar a sus vehículos. Un auto
que viajaba desprevenido chocó contra uno de los que estaban parados.
Algo más lejos, media docena de autobombas que venían desde el lado de
Villa Elisa, intentaban abrirse paso entre el atasco de curiosos para llegar al
incendio. El descontrol general iba en aumento.
Juan jamás había imaginado que en su vida llegaría a ver lo que siguió a
continuación.
Los cuatro reflectores que estaban en el linde del bosque hacia el este
unieron sus trayectorias lumínicas y apuntaron hacia la nave,
contrarrestando en parte su brillo rosado. El tanque empezó a moverse y
desapareció detrás del incendio para reaparecer unos segundos después
por el otro lado. Entonces levantó su torreta hasta un ángulo de unos
sesenta grados y abrió fuego.
Al impactar el tiro contra la nave se oyó un “ponk” metálico y el color
rosa se apagó por completo, quedando sólo encendidas las pequeñas luces
laterales blanco azuladas. En el este, justo entre los reflectores, se vio un
fogonazo y se oyó otra explosión. ¿Sería otro tanque? El tiro impactó en la
tierra cerca de la banquina del Camino Centenario, reventando uno de los
coches patrulla y sembrando el pánico entre la multitud que allí se había
congregado. Algunos intentaron subir a sus autos y escapar, mientras otros
corrían a refugiarse al otro lado del camino en el parque. El arma que
376
estaba entre los reflectores corrigió la puntería y efectuó tres disparos
seguidos que hicieron blanco directo en la nave. Los fogonazos que
emitieron los disparos le permitieron a Juan distinguir desde qué tipo de
arma se efectuaban. Era una batería antiaérea. El tanque también volvió a
disparar dando en el blanco varias veces. Al recibir la andanada de
disparos la nave se balanceó ligeramente y luego retornó a su posición.
Entonces una persona salió al claro en pleno bombardeo y levantó los
brazos hacia la nave como un poseído, lanzando un grito agudo e
inhumano que era imposible interpretar si era de rabia, dolor, o euforia.
Juan reconoció al individuo de inmediato.
Era Green.
El tanque y la batería antiaérea continuaron disparando e impactando en
la nave mientras todo el lugar se llenaba de humo, tanto por los disparos
como por el incendio que ya se extendía por el bosque en varias
direcciones. Green desapareció de la vista de Juan entre la humareda.
¿Estarían esos impactos dañando la nave? Por lo menos el ruido que hacían
no era tranquilizador. Algo raro pasaba. ¿Cómo podía ser que no se
defendieran? ¿No tendrían armas? ¿No habrían venido preparados para
esto? ¿De verdad Green habría logrado tomarlos por sorpresa?
Por más buena visión que le hubiera dado el elixir del árbol, Juan cada
vez podía ver menos gracias al humo que ya se extendía por todo el claro.
Sólo llegaba a ver algo en dirección hacia el Camino Centenario, dónde
ahora los bomberos intentaban auxiliar a los heridos por el impacto del
proyectil desviado en medio de un gran caos.
En ese momento la sensación de urgencia volvió a hacérsele presente. Él
tenía que hacer algo.
Cerró los ojos intentando desesperadamente separar su pensamiento de
la escena surrealista que estaba contemplando, tratando de recordar el
motivo por el cual estaba trepado a dieciocho metros de altura.
Se dejó resbalar por la rama en la que estaba hasta llegar al tronco
principal. Allí estaban los cables que seguían hacia arriba. Levantó la
cabeza mientras más explosiones se producían a su espalda. Allá arriba
había una lucecita roja que formaba parte de algún aparato que el follaje no
le permitía distinguir de qué se trataba. Estaba a cuatro o cinco metros
sobre su cabeza, en la última rama gruesa que tenía el árbol. Parecía
riesgoso en extremo subir hasta allí, la copa del ciprés se afinaba al máximo
en esas alturas, y se observaba como el viento hacía oscilar todo ese último
tramo del árbol.
377
Decidió intentarlo. Si alguien había logrado subir hasta allí para instalar
el aparato, él también tenía que ser capaz de hacerlo. A medida que iba
subiendo, las ramas se fueron haciendo cada vez más finas, hasta llegar a
un punto en el que ya temía descargar todo su peso en una sola rama y
trataba de estar apoyado al menos en dos de ellas al mismo tiempo. En el
último metro ya casi no se atrevió a pisar los delicados brotes y subió
abrazado con brazos y piernas al tronco principal. Al encontrarse frente al
aparato comprobó que el cable estaba conectado a una pequeña antena
parabólica motorizada con una caja rectangular en la parte inferior. La
antena se movía, haciendo pequeñas correcciones de posición. Juan intentó
ver hacia dónde apuntaba, pero al girar la cabeza el vértigo lo invadió y
tuvo que aferrarse al tronco con más fuerza aún, cerrando los ojos por
instinto. Tuvo que hacer un gran esfuerzo de voluntad para volver a
abrirlos y luego giró la cabeza muy lentamente para comprobar lo que su
mente ya intuía.
La antena apuntaba a la nave.
Estiró el brazo y arrancó el cable.
Todavía sostenía el conector en su mano cuando el árbol se estremeció
de forma violenta, y el único brazo con el que se estaba sosteniendo se soltó
del tronco. Sólo sus piernas resistieron el embate y permaneciendo
aferradas al árbol mientras su torso se separaba pivotando hacia atrás y
luego hacia abajo hasta que su cabeza golpeó contra el tronco. Quedó
cabeza abajo, aferrado sólo por sus piernas, con la espalda pegada al
tronco, mirando al vacio, y con los brazos aleteando en el aire sin encontrar
nada a lo que agarrarse. Detuvo el movimiento inútil de sus brazos e
intento ver si había algo a su alcance de lo que pudiera sostenerse, pero sus
piernas comenzaron a resbalar en la corteza húmeda. Empezó a caer
lentamente, primero un metro, luego dos y golpeó contra una rama, volvió
a deslizarse con mayor velocidad hasta que dio un fuerte golpe en un
hombro y la caída se detuvo. Habían quedado encajado cabeza abajo entre
dos ramas. El brazo izquierdo lo tenía aprisionado y no podía moverlo,
mientras que el derecho no le servía para nada ya que con él no alcanzaba
ninguna rama. Cada vez que se movía el mismo peso de su cuerpo lo
apretaba aún más en la posición que estaba. A su vez, no se atrevía a soltar
las piernas por temor a caer al vacío definitivamente.
Ahora que estaba cabeza abajo podía oír mejor lo que sucedía al pie del
árbol. Un vehículo pesado aceleró de forma violenta y un segundo después
el ciprés volvió a estremecerse. Este segundo golpe no lo afectó demasiado,
378
sólo lo encajó aún más entre las ramas. Estaba claro que lo habían
descubierto y que estaban golpeando el árbol con un camión o algo por el
estilo. De todas formas el trabajo ya estaba hecho: la antena, tuviera la
función que tuviera, estaba desconectada. Se sucedieron más aceleradas
del vehículo y más cimbronazos. Después de al menos diez embestidas le
pareció que el árbol cambiaba ligeramente de ángulo. ¿Sería posible?
¿Serían capaces de derribarlo? Era un árbol muy grueso, que en la base
debía de tener al menos tres metros de diámetro.
Entonces se acordó del tanque.
No podía ver la nave ni lo que sucedía en el claro, pero en su memoria
visual recordaba que poco antes de desconectar la antena, el tanque seguía
en el claro disparándole a la nave. No creía que pudiera haber llegado hasta
ahí tan rápido, pero existía la posibilidad de que hubiera un segundo
tanque que él no había visto. Los golpes continuaron mientras el ciprés iba
inclinándose poco a poco hasta que el ángulo se hizo notable en un punto
en el que no cabía duda de que lograrían su cometido, en algún momento
el propio peso del árbol lo derribaría. Al cambiar la posición del árbol,
ahora podía ver unas luces que retrocedían y que luego volvían a acercarse
a toda velocidad. Otro golpe y el árbol se puso a casi a cuarenta grados.
Entonces empezó el crujido, primero fue suave, pero luego se empezaron
oír ramas rotas estallando por doquier. El instinto le hizo apretar más las
piernas y el culo contra el tronco como si eso le fuera a servir de algo. Pero
entonces sucedió algo extraño: en vez de ir hacia abajo, empezó a subir. Eso
le hizo acordar al titanic, cuando en el último momento la popa se levantó
en el aire antes de irse al fondo del mar. En el gigantesco ciprés parecía que
sucedía lo mismo, aunque Juan no entendía por qué. Cuando casi había
recobrado la posición vertical y aún la madera estallaba por todos lados,
vio que el tronco principal se abría longitudinalmente de abajo hacia arriba,
desgajándose en cuatro partes. Entonces la parte que quedaba a su derecha
se desprendió del resto y desapareció en medio del bosque cayendo con un
gran estruendo. Luego le tocó el turno a la parte izquierda que también
cayó, aplastando todo lo que había a su paso. Un gran espacio vacío
quedaba ahora a su izquierda y podía volver a ver el claro. Había mucho
humo y fuego. El antiguo casco de la estancia de Juan Pereyra estaba siendo
devorado por las llamas y un gran sector del bosque más allá también.
Hubo un momento de calma en el que le pareció que el árbol podría llegar
a equilibrarse, sin embargo, unos segundos después, los crujidos se
reanudaron y aunque no pudo verlo oyó cómo la parte del árbol que estaba
379
a sus espaldas también caía con un ruido aún más ensordecedor. La misma
vibración que produjo el tercer gajo al golpear contra el suelo hizo que el
cuarto y último gajo se balanceara. Primero hacia atrás y luego hacia
adelante, hacia el vacío.
Lo último que vio Juan fue la nave, que había cambiado de posición y
ahora parecía estar más cerca.
Y brillaba de nuevo, envuelta en una nube de humo rosado…
Sábado 31 de Diciembre, 22:40
Eduardo se había ofrecido a suplantar a Juan mientras este regresaba de
su paseo, y ahora estaba parado al lado de la parrilla con la carne cocida
hacía ya rato. Los chicos habían estado jugando durante toda la tarde pero
ahora estaban sentados a la mesa en silencio. Cuando Laura salió al patio y
miró su reloj por enésima vez, todos la miraron esperando de ella una
respuesta.
–Ustedes coman, yo me voy a buscar a Juan –dijo.
–No vas a ir sola –dijo Sofía.
–Sofía tiene razón… vamos todos –propuso Eduardo.
Eran ocho en total, de modo que tuvieron que utilizar dos autos. Laura
esperó con impaciencia que Eduardo subiera con su pierna aún maltrecha
en el asiento del acompañante, al tiempo que Sofía y Santiago se
acomodaban en el asiento de atrás, luego aceleró y puso rumbo a la
autopista observando de vez en cuando los espejos para asegurarse de que
el auto de Bárbara aún los seguía. En algo más de veinte minutos llegaron a
la rotonda Gutiérrez y dejaron la autopista para encarar el Camino
Centenario.
A medida que se acercaban al parque Pereyra el cielo se iba iluminando con
un color rojizo. Al principio Laura pensó que serían fuegos artificiales,
habían visto muchos por el camino desde la autopista, pero poco después
de pasar la entrada principal del parque supo cual era la verdadera causa
del resplandor: a su izquierda el bosque estaba en llamas. Cuando volvió la
vista al frente vio que no era sólo eso. En el auto de atrás también parecían
haber visto lo mismo, porque le hacían frenéticas señas con las luces.
Empezó a disminuir la velocidad.
380
A unos doscientos metros de distancia el camino estaba bloqueado por
una decena de autos chocados. Continuó acercándose hasta unos cincuenta
metros de la colisión múltiple y sacó el auto del camino alejándose varios
metros del asfalto para evitar que otros autos que llegaran por detrás
pudieran chocarlos. Todos bajaron de los autos y contemplaron el
espectáculo que tenían delante.
Era un auténtico campo de batalla.
Por la mano contraria tres autos de la policía intentaban avanzar
esquivando los autos chocados y los destrozos. Un poco más adelante,
también sobre la mano contraria, había un cráter en medio del asfalto,
como si hubiera caído una bomba o un meteorito. Al lado del cráter había
un auto de la policía que parecía haber reventado desde adentro hacia
afuera. Más allá, no menos de cinco autobombas y otros vehículos de los
bomberos tomaban posiciones para combatir el incendio. Una de las
autobombas estaba atravesando la hondonada que seguía a la banquina en
dirección al edificio de la escuela de policía que también estaba en llamas.
Algunas personas corrían despavoridas en distintas direcciones, mientras
que otros, al igual que ellos mismos, estaban al lado de sus autos
contemplando la situación en calma.
Laura no tuvo duda de que Juan, Alberto y con seguridad Sara, todos
igualmente desaparecidos desde hacía horas, tenían algo o mejor dicho
mucho que ver con todo ese caos.
Por la visión periférica vio que Sofía avanzaba hacia adelante y la retuvo
por el hombro.
–¡Mamá! –Dijo Sofía–. ¡Mirá ahí arriba!
Laura levantó la vista hacia dónde señalaba su hija y entre la densa
humareda del incendio vio algo sólido suspendido en el aire. Algo enorme
de color rosa.
–Vamos a buscar a papá –dijo Sofía–. Nos necesita.
Sábado 31 de Diciembre, 23:21
Sara tenía los brazos atados a la espalda con precintos. Con la punta de
los dedos podía tocar la mano de Antonio que estaba justo detrás de ella.
Alberto estaba atado a un árbol cuatro metros más lejos, con la cara
choreando sangre producto de un golpe proveniente de la culata de un
381
fusil. A pesar del golpe, Alberto le había hecho una señal de que se
encontraba bien. Patricio estaba detrás de Alberto, amarrado al mismo
árbol. Unos matones les apuntaban con sus armas y en apariencia
esperaban instrucciones.
Esta vez estaban jodidos en serio, estaba segura de que cuando
apareciera Green los mandaría matar a todos. Por esa razón ya no pensaba
más en nada, sólo rezaba. Entró en una especie de sopor que la fue
adormeciendo hasta que empezó a soñar que estaba de nuevo en su casa de
España. Allí encendía la computadora y en el fondo de pantalla aparecía
una foto del bosque, de un lugar que ella conocía. Luego la imagen se
deformaba por completo y quedaba solo un árbol. El árbol estaba inclinado
y de una de sus ramas Juan colgaba cabeza abajo.
La horrible imagen de Juan muerto la hizo despertar y volver a la
realidad. Poco después la excavadora amarilla apareció por la otra punta
del claro y enfiló hacia ellos. Cuando estaba a unos cien metros Sara ya
podía ver la cara sonriente de Green en la cabina. Green detuvo la
excavadora justo delante de ellos y descendió triunfante. Fue directo hacia
Sara y se puso en cuclillas frente a ella.
–Estuvo divertido en el rio, amiga mía –le dijo–. Estabas luchando bien,
como a mí me gusta, como un felino atrapado. Pero después recibiste
ayuda externa. Y eso es trampa… –estiró un brazo y agarró a Sara por el
pelo obligándole a bajar la cabeza, luego se acercó al oído de Sara–. A los
tramposos hay que descalificarlos… así que… game over –Se levantó y
miró hacia uno de sus hombres–. Dame esa arma –ordenó.
Green tomó el fusil y apoyó la boca del cañón en un hombro de Sara,
luego lo movió hacia el cuello hasta detenerse sobre la oreja.
Al sentir el frío del metal sobre su piel, a Sara se le puso la mente en
blanco, no podía pensar en nada. Aún tenía la cabeza mirando hacia abajo y
empezó a notar como el suelo se iluminaba de rosado. El metal dejó de
tocar su piel, entonces levantó la cabeza y miró.
Sin motivo aparente, la nave había vuelto a encenderse con ese brillante
color rosado, iluminando todo el terreno que estaba debajo de ella, y se
movía.
Green giró la cabeza hacia arriba visiblemente alarmado y siguió la nave
con la mirada. La nave avanzó hacia la batería antiaérea y descendió casi
hasta tocar las copas de los árboles más altos. La batería realizó varios
disparos pero ahora los proyectiles explotaban unos metros antes de
alcanzar la nave, como si una barrera invisible los hiciera detonar. ¿Se
382
habrían activado los sistemas de defensa de la nave? Cuando la nave llegó
a una distancia de unos de cien metros de la batería antiaérea, esta
simplemente explotó, sin que se haya visto ningún tipo de disparo por
parte de la primera.
A Green se le borró la sonrisa de la cara y se quedó petrificado
observando la nueva situación. La nave volvió a moverse, dirigiéndose esta
vez directo hacia ellos. El tanque, que estaba justo a mitad de camino,
aceleró intentando escapar hacia el bosque. Sara esperaba verlo explotar en
cualquier momento de la misma forma en que lo había hecho la batería, sin
embargo cuando la nave lo alcanzó, el tanque simplemente se detuvo. La
escotilla superior se abrió y tres hombres salieron escapando a la carrera. La
nave continuó su avance acercándose cada vez más a posición en dónde
ellos se encontraban. Ahora que estaba a menor altura su tamaño parecía
colosal. Los matones que los estaban custodiando intercambiaron miradas
de pánico y salieron corriendo en distintas direcciones.
–¡Malditos maricones! –Gritó Green– ¡Vuelvan aquí! ¡Ahora mismo!
Nadie le hizo caso. Ni siquiera él mismo parecía estar demasiado seguro
acerca de su propia situación. Después de un momento de duda volvió a
subir a la excavadora y aceleró en dirección al bosque, dónde desapareció
en medio del crujir de las ramas rotas. Entonces la nave volvió a elevarse y
aceleró su marcha perdiéndose de vista detrás de los árboles hacia el sur.
Al volver la mirada hacia adelante Sara vio una autobomba acompañada
por varios bomberos y policías a pie que avanzaban hacia el edificio de la
escuela con la intención de combatir el fuego. Alberto les gritó para que
vinieran a desatarlos, pero el barullo era infernal y nadie lo escuchó. El
incendio seguía propagándose por el bosque hacia el norte y ahora también
hacia el este. El fuego había cobrado tal dimensión que iba a resultar muy
difícil de extinguir. Cuando ya estaba comenzando a rezar de nuevo para
que el incendio no los alcanzara, sintió que unas suaves manos acariciaban
las suyas y la liberaban de las ataduras. Al darse vuelta se llevó una gran
sorpresa. Era Sofía, la hija de Juan.
–¿Has venido sola? –Le preguntó.
Sofía señaló hacia el árbol dónde estaba Alberto y Sara vio que allí
estaba Laura desatándolo. Entonces se dio la vuelta para desatar a Antonio
y se encontró con Bárbara que se le había adelantado.
–¿Mi papá estaba con ustedes? –Preguntó Sofía dirigiéndose a Sara.
–No, no lo hemos visto.
383
Entonces Sara recordó la imagen de Juan muerto en el sueño y dudó
acerca de si continuar hablando. Lo pensó un momento.
–Puede ser que yo sepa dónde está –dijo al fin–.
Sofía la miró fijo a los ojos.
–Vamos a buscarlo, entonces –dijo.
Alberto, que ya se encontraba libre, le puso una mano en el hombro.
–Tenemos que asegurarnos de que Green no se escape, si logra hacerlo
va a darnos problemas eternamente –dijo.
–¿Y cómo piensas seguirlo en medio del bosque con esa excavadora? –
Preguntó Sara.
–Intentaré arrancar el tanque.
–Oye Albert, hay otra cuestión. Creo que Juan está sólo en el bosque y
necesita ayuda. Lo acabo de soñar y ya sabes que en estos últimos tiempos
los sueños han sido siempre realidad o casi.
–Vayamos a buscarlo entonces, y dejemos que Green se vaya a la
mierda.
–No, mejor hagamos lo siguiente. Tú sigue a Green con el tanque, los
demás iremos a buscar a Juan. Pasé lo que pase nos encontraremos en el
pino de los doce cadetes dentro de media hora.
–Mejor cuarenta y cinco minutos.
–Vale.
Patricio había oído la conversación.
–Vas a necesitar alguien que apunte el cañón –dijo.
Alberto se dio vuelta.
–Y alguien que conozca el bosque –dijo Eduardo al lado de Patricio.
–Está bien, vamos antes de que se aleje demasiado.
Los tres corrieron hacia el tanque. Alberto llegó primero y trepó hasta la
parte superior. La escotilla estaba abierta y por ella espió el interior vacío.
Al deslizarse adentro no pudo evitar un grito de triunfo cuando vio que el
último conductor del vehículo no se había tomado la molestia de sacar la
llave del contacto. Se sentó en el puesto del piloto y giró la llave en sentido
anti horario. Al volverla a girar hacia la derecha las luces del tablero se
encendieron. Tocó un botón rojo que decía «start» y el motor arrancó con
un sonido ronco y potente. Sólo había estado dentro de un tanque en una
oportunidad y esa vez había viajado en el lugar del acompañante, pero a
pesar de que esta unidad era bastante diferente y más moderna, creía ser
capaz de conducirla. Eduardo se acomodó en el asiento del navegante y
Patricio en la torreta de tiro. Lo más incómodo de conducir un tanque era
384
que por lo general se veía muy poco hacia afuera, solían tener una pequeña
mirilla para ver el exterior, pero la tecnología había avanzado y en este caso
disponía de una amplia pantalla con visión infra roja. Alberto engranó la
marcha y aceleró, siguiendo el rastro de árboles rotos que había dejado
Green. Al principio le costó mucho mantener una línea recta pero luego le
tomó la mano a los controles de dirección y se atrevió a acelerar a la
máxima velocidad. Atravesaron varios kilómetros de bosque hasta salir por
el extremo sur a la zona de quintas. El rastro continuaba a través de un
campo de hortalizas y más allá se veía el agujero que había dejado la
excavadora en un vivero al atravesarlo. Alberto también atravesó el vivero
a toda velocidad, destrozándolo por completo ante la mirada impávida de
sus dueños, que primero amagaron una protesta, y que después al darse
cuenta de que estaban frente a un tanque, salieron corriendo. Un poco más
adelante, al atravesar un camino asfaltado, se encontraron con que no había
más huellas de la excavadora más allá de ese punto.
–¡Frená! –Dijo Eduardo– Tiene que haber doblado por el asfalto.
Alberto colocó los mandos de los impulsores en reversa y retrocedió
hasta al asfalto. Luego maniobró hacia la derecha y entonces pudieron en la
pantalla infra roja como la excavadora huía a menos de doscientos metros
de distancia. Alberto volvió a acelerar a toda potencia y pocos segundos
después comprobaron como la distancia empezaba a reducirse.
–Vamos aplastar a esa mosca amarilla –dijo Eduardo.
–Primero dejame probar puntería –dijo Patricio desde la torreta.
–¿Sabés manejar eso?
–Hay unos cuantos botones, parece fácil.
Unos segundos después el cañón hizo un disparo y el tanque sufrió una
violenta sacudida. El tiro pasó largo y el proyectil impactó en el asfalto
cuarenta metros más delante de la excavadora. Green, advertido del
peligro, intentó girar a su derecha y meterse de nuevo en el campo, pero ya
era demasiado tarde. El artillero había sido más rápido, y corrección de
puntería mediante, ejecutó un nuevo tiro que dio de lleno en la excavadora
haciéndola volar por los aires.
Al llegar hasta el lugar en dónde estaban los restos de la excavadora,
Alberto salió del tanque y vio una figura humana envuelta en llamas que
caminaba tambaleante hacia el campo. Estuvo a punto de dispararle, pero
en ese momento la figura se desplomó en el suelo y ya no se levantó.
–Por fin –dijo Alberto– Este tipo sí que nos dio trabajo.
–Era un hueso duro de verdad –dijo Eduardo a su lado.
385
–Vayamos a buscar a los demás.
Regresaron al tanque y comenzaron a desandar el camino siguiendo sus
propias huellas, pero al volver a entrar en el bosque se encontraron con que
viento había cambiado de dirección y el humo del incendio ahora se dirigía
hacia ellos. Gracias al sistema de visión infrarroja pudieron continuar
avanzando, pero al salirse de la huella para dirigirse hacia el punto de
encuentro que habían acordado con Sara, se encontraron con que el fuego
ya había llegado a esa parte del bosque. Alberto intentó con desesperación
dar un rodeo para entrar desde otra dirección pero les resultó imposible.
Toda la zona ya estaba en llamas.
386
12. El árbol de cristal
You and me together, nothing feel so good
Seems to me the perfect way to spend the afternoon
We can look for castles, pretty castles in the sky
No more wondering, no more wondering why.
Things can go wrong, things can go right
Things can go bump in the dead of the night
So let me be there, let me be there with you in the dead of the night.
Tú y yo juntos, nada sienta tan bien
Me parece la manera perfecta de pasar la tarde
Podemos buscar castillos, bonitos castillos en el aire
No más preguntas, no más preguntarse por qué.
Las cosas pueden ir mal, las cosas pueden ir bien
Las cosas pueden ir para arriba en el fin de la noche
Así que déjame estar allí,
Déjame estar allí contigo en el fin de la noche.
Beatiful night, Paul McCarteney, 1997
Domingo 1 de Enero de 2012, 00:00
Sara, Laura, Sofía, Bárbara y Antonio llegaron al pino de los doce
cadetes y lo encontraron derribado. Sara había soñado que Juan estaba allí
pero no había señales de él por ningún lado. Al caer el pino, había
destrozado otros árboles a su alrededor y todo el lugar era un gigantesco
amasijo de ramas. La visión se complicaba cada vez más porque el viento
había cambiado de dirección, llevando el humo del incendio hacia ellos.
Intentaron rastrillar la zona en la medida que los árboles caídos lo
permitían, hasta que se comenzó a oír el crepitar del fuego.
387
–Vámonos de aquí –dijo Antonio–. En pocos minutos todo esto arderá.
–¡No! –Dijo Sofía–. Mi papá está aquí… puedo sentirlo.
–Sofi, sé razonable –dijo Laura–. Lo más probable es que papá esté
esperándonos en casa.
–No, no… Esperen… Está ahí –dijo Sofía apuntando con su linterna
hacia arriba.
Antonio y Bárbara, que eran quienes llevaban las dos linternas restantes
del grupo, las dirigieron en la misma dirección.
Se distinguía un bulto con una forma que era compatible con la de un
cuerpo colgando entre las ramas. Estaba cerca de un gran tronco que había
quedado en posición horizontal enganchado en otros árboles, a por lo
menos diez o doce metros de altura.
–Eso sólo es un tronco –dijo Antonio–. Salgamos de aquí antes de que
sea demasiado tarde. Ya estoy empezando a ver el fuego.
–No puedo irme sin él –dijo Laura–. Sigan ustedes. Tengo que ir a
comprobar que es eso. Voy a subir.
–No, no, espera –dijo Sara–. Yo estoy más habituada a escalar. Déjame a
mí que lo haré más rápido.
–Llévate una de las linternas, pero en el bolsillo por si la necesitas allí
arriba –dijo Antonio entregándole la suya–. Mientras subas, ve con las dos
manos libres, nosotros te iluminaremos desde aquí.
Sara observó rápidamente la situación decidiendo cuál era el mejor
recorrido para subir. Optó por trepar por otro pino más pequeño que había
quedado inclinado al caer el más grande encima. Mientras subía empezó a
ver como un amenazante resplandor rojizo inundaba el lugar. El fuego ya
estaba muy cerca. Subió con relativa facilidad y en un par de minutos llegó
hasta la misma altura en la que estaba el bulto, pero a unos dos metros de
distancia lateral. Sacó la linterna del bolsillo y la encendió.
No había duda.
–¡Es Juan! –Gritó y escuchó debajo los gritos de Laura y Sofía.
Juan estaba cabeza abajo como en el sueño y su aspecto era
desalentador. Sus hombros estaban en una posición muy forzada, como si
tuviera la espalda quebrada. Sara se arriesgó y saltó hasta el árbol en dónde
estaba Juan. Se golpeó la pierna pero ya no le importaba. Se acercó a Juan y
le tocó la yugular.
Latía.
–¡Está vivo! –Gritó–. ¡Pero inconsciente!
388
Intentó moverlo pero le resultó imposible, estaba atascado entre dos
ramas grandes. No iba a poder sacarlo ella sola y menos aún bajarlo.
–¡Antonio, tienes que subir a ayudarme! –Gritó.
–Ya estoy subiendo –contestó Antonio bastante más cerca de lo que ella
hubiera esperado.
–Y yo también –dijo Laura algo más abajo.
Sara respiró y tosió el humo que había entrado en sus pulmones. La
temperatura estaba subiendo de manera alarmante. El tiempo se agotaba.
Subió una rama más arriba de dónde estaba Juan y tiró con fuerza de sus
piernas para intentar desencajarlo pero no dio resultado. Al dar un nuevo
tirón, se resbaló de la rama en dónde estaba parada, y cayó junto a Juan,
quedando abrazada a él en una extraña posición, al mismo tiempo que su
linterna resbalaba del bolsillo y desaparecía entre las ramas. Ahora tenía los
pies apoyados en la misma rama en dónde Juan tenía encajados los
hombros y la cara a la altura de las rodillas de Juan. Sin embargo el cambio
de posición había resultado beneficioso, ahora sí podía agarrar bien a Juan.
Pasó los brazos alrededor de sus piernas y tiró de ellas sintiendo como el
cuerpo de Juan se liberaba.
Antonio llegó junto a ella.
–¡Está lloviendo! –Dijo.
Sara levantó la cabeza al cielo y sintió las gotas de lluvia en su cara.
–Ojalá quisiera Dios que lloviera más fuerte –dijo.
Con esfuerzo lograron darle vuelta a Juan para que tuviera la cabeza
hacia arriba, pero les era imposible bajarlo sin arriesgarse a un caída, y
decidieron esperar a que llegara Laura. Mientras tanto el deseo de Sara
empezaba a cumplirse porque la lluvia aumentaba de intensidad. A
medida que el agua caía, empezó formarse vapor y el humo se hizo cada
vez más blanco. Ahora se podía respirar mejor, pero no se podía ver nada
en absoluto.
–¡No puedo seguir subiendo! –Gritó Laura–. No veo nada.
–Quedémonos cada uno en el lugar dónde estamos –dijo Antonio–. Es
peligroso moverse.
Empezaron los truenos y en pocos minutos se desató un verdadero
temporal.
–¡Es un milagro! –Gritó Bárbara desde abajo cuando el agua atravesando
el follaje, empezó a llegar al nivel del suelo.
389
Juan empezó a sentir el agua fresca chorreándole por la cara y abrió los
ojos. Lo primero que vio fue el rostro de Sara a diez centímetros del suyo
envuelto en una nube de niebla blanca.
–¿Estoy en el cielo? –Susurró–. Veo un ángel.
A Sara, emocionada, no le salían las palabras.
–¡Está despierto! –Dijo Antonio que también había escuchado a Juan.
–¿Sí? ¿Es cierto? –Preguntó Laura un poco más abajo.
–¿Laura? –Dijo Juan al oír su voz–. ¿Estás ahí?
– Sí, amor
–¿Dónde estamos? –Preguntó Juan, en voz más baja a Sara.
–En uno de tus dichosos árboles, en medio del bosque y en medio del
humo.
–¿Te duele algo? –Preguntó Antonio.
–Todo, pero eso no me importa, lo que me preocupa es que no siento los
brazos.
–Es posible que la posición en la que estabas te haya cortado la
circulación, si es así te recuperarás de a poco.
–¡Papá! ¡Me escuchás! –Gritó Sofía desde abajo.
–¡Sofí! ¿Vos también estás acá? Esto tiene que ser el cielo.
Después de quince minutos de lluvia intensa el incendio comenzó a
remitir, aunque el humo continuaba siendo espeso. Laura intentó encender
otra de las linternas pero estaba mojada y no funcionó. Subió casi a tientas
hasta dónde se encontraba Juan, sólo guiada por las voces de sus amigos.
Sara, Antonio y Laura se organizaron para bajar a Juan. Con la lluvia las
ramas se habían puesto resbalosas tornando la tarea dificultosa en extremo,
aunque el hecho de que Juan estuviera despierto facilitaba las cosas en gran
medida, ya que podía colaborar con sus piernas. Laura se colocaba una
rama más abajo y esperaba a recibir a Juan, mientras Sara y Antonio
sostenían el cuerpo desde arriba. A medida que bajaban, Juan empezó a
sentir que recuperaba la sensibilidad en los brazos por lo que el último
tramo la tarea les resultó algo más sencilla. De todas formas, les llevó más
de media hora llegar al suelo.
Sofía y Laura se fundieron en un abrazo con Juan al que también se
fueron sumando Bárbara, Sara y Antonio. En medio del abrazo, la única
linterna que aún daba luz, que era la de Sofía, se apagó definitivamente.
Permanecieron juntos y abrazados en la oscuridad más absoluta,
intentando mantener cálidos los cuerpos mojados por la lluvia. Era
390
imposible orientarse en esas condiciones y no les quedaría otra alternativa
que esperar el amanecer.
Un buen rato después la lluvia comenzó a remitir y entonces Sofía vio
unas pequeñas lucecitas blancas moviéndose en el bosque. Primero fueron
dos, luego cuatro.
–Alguien viene –dijo a los demás.
Las lucecitas se acercaron hasta pocos metros de ellos y los iluminaron,
entonces Sofía llegó a distinguir que los haces de luz salían de las cabezas
de unas figuras humanas paradas frente a ellos. No eran linternas, eran
ojos. Ojos que proyectaban un fino haz de intensa luz blanca.
–¡Gracias a Dios! ¡Están todos vivos! –Dijo una voz masculina.
–¡Alberto! –Dijo Sara reconociendo la voz–. Nos has encontrado.
–Yo no fui, fueron ellos. Y creo que no hace falta que los presente.
Una de las figuras se acercó a Juan y la luminosidad de sus ojos
disminuyó. Entonces Juan pudo ver su rostro. A pesar de que el tiempo
también había pasado para ella, no cabía duda. Era la mujer de los sueños.
–Hola –dijo ella.
Juan se vio tentado de abrazarla, y a punto estuvo de hacerlo, pero a
último momento se arrepintió y le dio la mano.
–Hola María, es un increíble placer poder verte en persona –dijo.
–También es un placer para mí –dijo María–. Él es José –señaló a la
persona que estaba a su derecha–.
Juan no podía terminar de creer que estaba estrechando las manos de los
mismísimos María y José, nada más y nada menos que los míticos
personajes del diario de Juan Pereyra. Ellos los condujeron fuera del bosque
hasta un campo de hortalizas en dónde habían aterrizado la nave. Al llegar
allí la visión era espectacular; en medio del humo que aún salía del bosque
estaba el gigantesco plato, suspendido a un metro del suelo, despidiendo
una luminosidad que inundaba de luz rosada todo el lugar. Al lado estaba
el diminuto tanque que había utilizado Alberto para destruir a Green.
Varios de los ocupantes de la nave estaban dispersados alrededor
custodiando el perímetro.
Todos comenzaron abrazarse de nuevo y algunos osados intentaron
abrazar a los extraterrestres quienes se rehusaban con cortesía. En ese lugar
sí había señal de telefonía móvil por lo que Bárbara pudo avisar a su
marido que estaban sanos y salvos, y explicarle dónde se encontraban para
que viniera a buscarlos.
391
–Estábamos rodeados por el fuego –explicó Sara a Alberto–. Nos
salvamos de milagro gracias a que llegó la lluvia.
–No fue un milagro –contestó Alberto–. Cuando ellos aterrizaron les dije
dónde estaban y ellos dirigieron la tormenta.
Al igual que en el relato de Pereyra, parecía ser María quien estaba al
mando.
–De todos modos no íbamos a permitir que el bosque se quemara –dijo
ella–. Pero con la indicación de Alberto intentamos concentrar las nubes
más cargadas justo en el lugar dónde estaban ustedes. Si no hubiera sido
por el incendio hubiéramos podido ubicarlos por infrarrojo, pero el calor
inutilizaba el sistema. Tuvimos que esperar a que el bosque se enfriara,
hasta que aparecieran en la pantalla y recién entonces pudimos ir a
buscarlos.
Un auto apareció por el camino que bordeaba el campo y resultó ser el
marido de Bárbara con sus hijos y Santiago. Cuando los chicos
descendieron, los abrazos y los festejos volvieron a multiplicarse mientras
empezaban a oírse sirenas acercándose desde distintas direcciones.
–Nos gustaría celebrar una fiesta aquí mismo, pero tenemos que irnos –
dijo María levantando la voz–. Los que quieran, los invitamos a entrar en la
nave. Los llevaremos a un lugar más tranquilo.
Nadie rehusó la invitación. Uno a uno fueron traspasando la escotilla y
entrando por un reluciente e iluminado pasillo. Cuando los encargados de
la seguridad ya se replegaban hacia la nave, un auto de la policía irrumpió
avanzando campo a través a menos de cien metros de la nave. Dos
extraterrestres levantaron las armas y las apuntaron hacia el vehículo.
–Déjenlo, es un colaborador –dijo María.
El auto frenó cerca de la entrada de la nave mientras los últimos
extraterrestres que estaban afuera entraban a la carrera por la escotilla. Un
policía bajó del auto mientras la rampa que conducía a la escotilla
empezaba a levantarse. El policía corrió hacia la puerta de la nave, pero la
escotilla ya se cerraba. María oprimió un botón en la pared y el cierre de la
escotilla se detuvo. El policía dio un salto y aterrizó boca abajo en el suelo
del pasillo resbalando hasta los pies de Bárbara. Levantó la cabeza.
–Rubia, no podía dejar que te fueras sola al espacio –dijo Germán.
La nave se elevó imponente ante la mirada atónita de policías, bomberos
y curiosos que ya estaban llegando al campo del invernadero en gran
número.
392
Domingo 1 de enero de 2012, 1:45
María los guió por el pasillo circular de la nave hasta un lugar en dónde
toda la pared lateral era transparente y permitía ver una amplia
panorámica del exterior.
Juan lo reconoció cómo el lugar desde dónde había visto el planeta tierra
en sus sueños. Al mirar hacia abajo vio que en el Camino Centenario aún
había un caos de camiones de bomberos, autos de la policía, y una
infinidad de curiosos que intentaban llegar hasta el lugar en dónde había
estado suspendida la nave. El incendio estaba extinguido por completo,
sólo desde algunos puntos aislados subían unas largas columnas de humo
blanco. Al tomar más altura se empezaron a ver las explosiones de los
fuegos artificiales en las localidades cercanas.
–Feliz año nuevo para todos –dijo.
–Es cierto –dijo Alberto–. Casi nos olvidamos del año nuevo.
María se había quedado a un lado y los observaba con curiosidad
mientras todos se saludaban.
–Cuanto han cambiado las vestimentas en este planeta desde la última
vez que vine por aquí –dijo–. Sí hoy utilizara la ropa que me regaló Juan
Pereyra desentonaría muchísimo.
–Sin duda –dijo Laura.
–Tengo que agradecerles a todos que hayan contenido a Green mientras
nosotros no estábamos –continuó María–. Nos hubiéramos sentido
responsables si hubiera dañado a más gente. Quiero darle las gracias en
especial a Juan, porque no tuve otra alternativa que meterme en su mente
para poder comunicarme. Juan, te elegí a ti porque tu mente es receptiva,
muy pocas son las personas que poseen esa capacidad. También intenté
enviarles mensajes a otros de ustedes pero la comunicación no fue tan clara.
–Yo lo sentí –dijo Sofía–. Cuando me indicaste que mi papa estaba arriba
entre las ramas.
–Sí, es cierto, debes haber heredado las condiciones de tu padre.
–¿Estamos hablando de una especie de telepatía interestelar? –Preguntó
Antonio.
393
–Sí, algo así, hay muchos organismos interconectados a través de
universo, pero esa comunicación sólo se produce entres seres
energéticamente afines.
–Eso me suena demasiado metafísico –dijo Eduardo.
–¿Metafísico? –Preguntó María–. Ah sí, ya sé a qué te refieres, pero sin
embargo es física estricta, la comunicación entre las mentes es un sentido
como la vista o el oído, sólo que en la mayoría de ustedes aún no está
desarrollado. En el caso de Juan sí lo está, y en Sofía también. Y ahora que
estamos más cerca también puedo leerte a ti Sara.
–¿En serio? ¿Puedes decirme lo que pienso?
–Sí. Piensa en un objeto, persona, o lugar en concreto, así será más fácil.
–De acuerdo.
–Qué lugar tan bonito –dijo María–. Podríamos llegar allí en una hora.
¿Quieres ir?
–¡De verdad! Me encantaría que todos pudieran conocerlo.
Sin moverse de dónde estaba María habló durante un momento en su
lengua y recibió una contestación.
Alberto pareció contrariado.
–¿Se puede saber a dónde vamos? –Preguntó–.
–No lo digas –dijo Sara a María–. Será una sorpresa
María sonrió y le guiño un ojo.
–Ya que vamos a viajar a alguna parte –dijo Juan–. Siempre me pregunté
cuál podía ser la fuente de propulsión de estas naves. ¿Podrías contarnos
algo acerca de ese tema?
–Sí –dijo María–. No es algo fácil de explicar con las palabras de aquí,
pero lo intentaré. El concepto de la fuente de energía es lo que ustedes
conocen como fusión nuclear, pero a un nivel mucho más desarrollado y
controlado. Y a la fusión nuclear se le suma el aprovechamiento la energía
lumínica cuando se pasa cerca de estrellas. En concreto el modo de
propulsión es por electromagnetismo. Como ya habrán visto la nave es
redonda. En las paredes laterales del círculo, o sea aquí mismo –dijo
tocando la pared–, hay unos tubos por dónde circulan partículas a una
velocidad altísima. Estas partículas girando alrededor de la nave generan
una gran cantidad de corriente eléctrica que básicamente se recoge en una
bobina que está en el centro de la nave. Esa electricidad se convierte en
magnetismo que se usa de dos maneras distintas. Una es para neutralizar la
gravedad en caso de que la nave se mueva cerca de un planeta como es el
394
caso ahora mismo y la segunda es para producir aceleración constante en el
espacio abierto.
–Parece muy sencillo –dijo Germán riendo–. ¿Cómo no se me había
ocurrido hasta ahora?
–Entiendo que lo dices en broma –continuó María–. En realidad con la
corriente eléctrica sola no alcanzaría ni para mover una nave de una
tonelada y esta nave pesa en este planeta doscientas treinta toneladas.
–Entonces cuál es el secreto.
–Las partículas girando a velocidad cercana a la de la luz reducen la
masa de todo lo que está en el interior del círculo hasta un noventa y nueve
coma seis por ciento. O sea que ahora mismo tú tienes una masa de más o
menos cuatrocientos gramos, esa es la razón por la que a la nave no le
cuesta mucho llevarte.
–Vaya manera de adelgazar –acotó Sara.
–Hablás de toneladas, gramos y demás –dijo Alberto–. Eso también lo
observé en el diario de Juan Pereyra. Se nota que han estudiado con
detenimiento las unidades de medida de nuestro planeta.
–No tanto –dijo María–. En realidad las unidades de medida son
bastante parecidas en todos lados. Me explico: Ustedes saben que la física y
la química son iguales en todo el universo, bueno, yo les digo que por
ejemplo la biología también es la misma, de hecho yo tengo dos piernas,
dos ojos y una boca igual que ustedes, y hasta incluso mis cuerdas vocales
son lo suficientemente parecidas como para poder aprender algunas
lenguas de este planeta. Eso es porque la biología se adapta a una lógica
universal. ¿Qué les quiero decir con todo esto? Que las unidades de medida
también son muy parecidas, de hecho la unidad básica de medida que
utilizamos nosotros tiene noventa y seis centímetros de los vuestros, así que
es casi lo mismo. Otro ejemplo concreto de universalidad que puedo darles
es la temperatura. En el universo vivo el elemento indispensable es el agua.
¿Correcto? Entonces todas las civilizaciones del universo toman cómo
punto de referencia para medir la temperatura la fusión y el evaporación
del agua. Si bien estos parámetros cambian de acuerdo a la presión
atmosférica de cada planeta, todos tienen escalas de temperatura parecidas.
Hay muchas cosas que ustedes creen exclusivas de este planeta que en
realidad son universales. Otra de de ellas es la música.
–¿Qué? –Dijo Bárbara– No vas a decir que en tu planeta escuchan rock.
–No, pero casi. Podemos decir que la música son ondas sonoras
concordantes a intervalos de tiempo regulares, y tanto las ondas sonoras
395
como el tiempo son elementos físicos y por lo tanto universales. Algo que
suena afinado aquí sonará afinado en cualquier parte del universo y lo
mismo un ritmo que vaya a tiempo. Cuatro cuartos, tres cuartos, los ritmos
son los mismos. Y aunque los instrumentos que producen el sonido pueden
ser muy diferentes, las notas musicales son las mismas también. Por
ejemplo, si tenemos una nota «la», como le llaman ustedes, que es una
vibración a cuatrocientos cuarenta ciclos por segundo, al ir subiendo de
entonación tendremos otro «la» cuando la frecuencia de los ciclos se
duplique y vuelvan a coincidir las ondas sonoras a ochocientos ochenta
ciclos por segundo. La música es matemática pura, por eso es igual en
todas partes. Un músico de mi planeta podría ponerse a tocar en una banda
de rock de las vuestras y entenderse perfectamente con los músicos en
cinco minutos o a la inversa también.
–No entendí del todo lo que explicaste, pero me parece maravilloso –dijo
Sofía–. Me gustaría escuchar algo de música de tu planeta.
–Nunca se me había ocurrido pensarlo, pero todo lo que dices es cierto –
dijo Juan.
–Y hay muchas más universalidades, pero ahora estamos llegando al
lugar a dónde nos invitó Sara. ¿Les parece si vamos a ver?
Todos se acercaron a la pared transparente y vieron el sol que aparecía
por el horizonte entre las nubes. La nave comenzó a descender con
notoriedad y el sol volvió a desparecer mientras se comenzaba a distinguir
un paisaje nevado debajo. Segundos después se comenzó a sentir una
fuerte desaceleración que los obligo a agarrase de lo que tuvieran más cerca
hasta que la nave se posó con suavidad en la cumbre de una montaña
nevada.
Alberto miró a Sara con ojos soñadores y le pasó el brazo por los
hombros.
–No me extraña –dijo–. La escaladora nos trajo a la cima de una
montaña. ¿Nos vas a decir el nombre de esta montaña misteriosa?
–Sí, pero primero mira hacia allí. Justo entre esos dos picos.
El lugar estaba en la penumbra y a los pocos segundos el sol despuntó
justo en dónde Sara había indicado, iluminando una a una todas las
montañas nevadas que había alrededor, dándoles diferentes tonalidades
desde el rosa hasta el dorado.
–¡Es increíble! ¡Qué colores! –Dijo Sofía.
Sara miró a Alberto contemplando el amanecer y lo besó.
396
–Te traje a un lugar en donde reina la paz, a ver si te olvidas de una vez
de los tanques y las armas –dijo.
–Sí pudiera vivir aquí contigo me olvidaría de todo.
–Casi se puede. No aquí arriba de la montaña, pero un poco más abajo
hay una ciudad hermosa que te va a encantar.
–¿Sí? ¿Y cuál es esa ciudad?
–Granada, y la montaña dónde estamos es el pico del Veleta, en sierra
nevada.
–¿Podemos bajar de la nave? –Preguntó Sofía.
–Sí claro, pero tengan en cuenta que la temperatura está en catorce
grados por debajo del punto de congelación del agua –dijo María–.
Esperen, usen esto.
María abrió un compartimiento en uno de los lados del pasillo y sacó lo
que en principio parecían varios rollos de plástico transparente. Resultó ser
una protección térmica que se adaptaba de forma asombrosa a la forma del
cuerpo permitiendo una total libertad de movimientos.
–Parece que nos estamos envolviendo con film de cocina –dijo Eduardo.
La escotilla se abrió y todos descendieron.
Juan notó el aire helado en el rostro, la única zona del cuerpo que no
habían podido cubrirse. El paisaje era aún más sublime sentido desde
afuera de la nave, respirando el aire puro y quieto de la montaña.
Santiago golpeó el suelo con los pies.
–¡Pápa! ¿Esto es nieve? –Preguntó.
–Sí, pero está congelada, por eso está tan dura.
Los chicos comenzaron a correr por la planicie algo inclinada que
formaba la cima de la montaña, mientras Juan abrazaba a Laura y ambos se
acercaban a María que había descendido sin ningún abrigo más que el
uniforme que ya tenía puesto.
–¿Vos no tenés frío? –Preguntó Juan.
–Un poco, pero estoy acostumbraba, el lugar al que nos trajo Sara tiene
una temperatura parecida a la que tenemos en nuestro planeta.
–Te quería hacer una última pregunta. ¿Sabés si el Árbol de Cristal
sobrevivió al incendio?
–No, hemos dejado que se quemara a propósito. Creemos que es lo
mejor, ya hemos comprobado que mal utilizado puede ser muy peligroso.
En nuestro planeta el árbol tiene el mismo efecto pero más suave, no
sabemos bien por qué algún elemento de la tierra de aquí lo potencia. Se lo
habíamos dejado a Juan Pereyra cómo un regalo por los servicios que él nos
397
había prestado. Él era una persona sensata y sabía utilizarlo con mesura.
Nos había prometido que sólo lo utilizaría para la agricultura y para sí
mismo, sin intentar reproducirlo ni difundirlo, y cumplió. Las generaciones
que lo sucedieron hicieron honor a su honorable antepasado y respetaron el
pacto, pero cuando la estancia fue expropiada alguien descubrió el secreto
y lo vendió al mejor postor.
–Y entonces ahí apareció Green –dijo Juan.
–Exacto. Se había quedado viviendo en vuestro planeta desde la época
de Juan Pereyra aunque sin saber nada del asunto del árbol de cristal.
Cuando le llegó la noticia supo de inmediato de que se trataba, y no tuvo
muchos problemas para conseguir un capitalista que pagara el precio.
–Por suerte ahora todo terminó.
–Es cierto –dijo María–. A nosotros ya no nos queda mucho tiempo
disponible. Sí les parece bien los llevaremos hasta su casa y luego
partiremos.
–De acuerdo –asintió Juan y se dio vuelta para mirar que estaba
haciendo el resto–. ¡Todo el mundo arriba! ¡Nos vamos!
–Me dan ganas de bajar caminando hasta mi casa –dijo Antonio.
A Sara le fascinaban las ideas alocadas.
–Hagámoslo –dijo.
–Se nos va a congelar la cara –dijo Alberto.
–¿Qué? ¿Tú vienes?
–Si preferís me voy en la nave.
–Era una broma, tonto. Quiero que vengas conmigo.
–Sí de verdad desean bajar caminando, puedo ayudarlos –dijo María.
Sara y Antonio asintieron sonrientes, mientras Alberto ponía cara de
sorpresa. María fue hasta la nave y regresó trayendo unos pasamontañas
transparentes del mismo material que los cobertores.
Mientras la nave despegaba Sofía observó como en pocos segundos,
Sara, Alberto, y Antonio, se convertían en tres puntitos diminutos que
apenas se distinguían del paisaje nevado.
–¿Volveremos a verlos? –Preguntó.
Juan tocó el mismo cristal del sueño. Desde allí había visto la tierra y
ahora veía a sus amigos alejarse.
–Pronto hija, volveremos a verlos muy pronto –dijo.
–Quiero volver a esta montaña pero subiendo desde abajo.
–Vaya ocurrencia. Pero sí, cuando Sara nos invite a su casa lo haremos.
Te lo prometo.
398
Del diario La Nación, 2 de enero de 2012
Nota de la página 9
Un voraz incendio desatado en el parque Pereyra Iraola durante la noche del fin
de año pasado, destruyó por completo el edificio de la escuela de policía Juan
Vucetich. El siniestro también afectó a por lo menos treinta hectáreas del parque
destruyendo árboles centenarios originales de la antigua estancia de la familia
Pereyra Iraola. Aún se desconocen las causas del inicio del fuego, aunque el
ministerio de seguridad de la provincia de Buenos Aires informó que podría
haberse tratado de una fiesta no autorizada realizada por alumnos de la escuela en
dónde se habrían utilizado bengalas.
En el día de ayer, un corresponsal de este medio se trasladó al lugar de los
hechos en dónde le fue negada la entrada al predio por el personal de gendarmería
que aún acordonaba la zona.
Una fuente proveniente de los bomberos de la localidad de Villa Elisa, quienes
actuaron en el lugar y fecha de los hechos, aseguró que previo al incendio se
desarrolló un intenso tiroteo, en dónde incluso se llegaron a utilizar armas de
guerra. En las imágenes facilitadas por la fuente y que ilustran esta nota, se
pueden apreciar los impactos de las balas en las carrocerías y los parabrisas de las
autobombas.
A este respecto el ministro de seguridad bonaerense aseguró que: “la versión de
los bomberos es un auténtico disparate” y acerca de los parabrisas baleados afirmó:
“seguro que se les rompió de un piedrazo y ahora quieren que se lo paguemos
nosotros”
Continúa…
Del diario Clarín, 16 de enero de 2012
Página 11
En abril del año 2011, la fuerza aérea argentina creó una comisión denominada
CEFAE (Comisión de Estudio de Fenómenos Aeroespaciales) cuyo fin es el estudio
del fenómeno OVNI. No deja de llamar la atención que la creación de dicha
comisión vaya a contramano de la opinión de la mayoría de las fuerzas aéreas del
399
mundo, que en los últimos años han desclasificado sus archivos sobre el tema,
concluyendo incluso en algunos casos, que el fenómeno OVNI no tiene relevancia
para las fuerza armadas en la actualidad.
En concreto, la nueva comisión ha estudiado 112 casos, de los cuales 23 han
sido considerados como probables encuentros reales, ya que aportan pruebas
fotográficas o contactos de radar, además de haber sido relatados por testigos
calificados, como ser pilotos de aeronaves u operadores de radar. En especial
resultan llamativos el caso del vuelo de Austral a Puerto Madryn, y los misteriosos
sucesos ocurridos durante la noche de fin de año en el parque Pereyra Iraola, dónde
multitud de testigos observaron un gran objeto rosado suspendido en el cielo
durante un periodo de tiempo de al menos una hora. No todas las narraciones
concuerdan, aunque todos coinciden en que las memorias de sus cámaras y
celulares resultaron borradas con posterioridad inmediata al suceso. ¿?
Los escépticos proponen que este suceso fue una conclusión visual errónea
producto del reflejo que producía en las nubes el resplandor el incendio que se
estaba desarrollando en esos momentos en el edificio de la escuela de policía Juan
Vucetich.
…
Las versiones que hablaban de que un vehículo artillado del ejército habría
realizado disparos contra la supuesta nave extraterrestre fueron descartadas de
plano por el Ministerio de Defensa de la Nación.
Continúa…
Del diario Crónica, 12 de febrero de 2012
Última página
Carlos Ahumada, el vecino de la localidad de Villa Elisa que resultó
damnificado cuando un tanque del ejército destruyó su vivero el día 1º de enero del
corriente, aún continúa reclamando la indemnización correspondiente al gobierno
de la provincia de Buenos Aires a quien considera responsable de todos los
desastres ocurridos ese día, a quién además solicita que se dejen de hacer
experimentos en el parque Pereyra Iraola.
Al respecto el señor Ahumada señaló: “Aprovechan que el parque se ha
convertido en una selva para construir todo tipo de instalaciones clandestinas en
dónde prueban armas de destrucción masiva. Si continuamos así esto puede
convertirse en un nuevo Irak. Uno de los ingenios voladores construidos allí, se
400
posó en mi campo y me cocinó todas las lechugas y las remolachas. He perdido toda
la cosecha”.
Resulta oportuno señalar que el año pasado el señor Carlos Ahumada pasó una
larga temporada internado en la Clínica Psiquiátrica Labarden de la localidad de
San Francisco Solano.
Quilmes, Argentina, 31 de Julio de 2010 – 18 de Mayo de 2012
401

Documentos relacionados