(voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres del campo).

Transcripción

(voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres del campo).
AL HILO DE
LA CONVERSACIÓN
Voz, memoria y vida cotidiana
de las mujeres del campo
Jerez - la barca de la florida
Mª Teresa Fuentes CABALLERO
AL HILO DE
LA CONVERSACIÓN
Voz, memoria y vida cotidiana
de las mujeres del campo
© Textos: Mª Teresa Fuentes Caballero
© Fotos:
Chozos en la finca.
Niños colonos en los barracones.
Ganado vacuno presentado a la feria.
Matanza en lo de José Fernández.
Viviendas y paisaje urbano de La Barca.
Del libro Colonos y colonizaciones en la provincia de Cádiz.
Los pueblos de Jerez. Archivo fotográfico-documental del Ayuntamiento
de Guadalcacín. Museo de Las Colonizaciones de Guadalcacín.
(págs, 67, 95, 47, 129, 78)
Edita: Diputación Provincial
Servicio de Publicaciones
Diseño: Emotive Project
Imprime: XXXXXXX
ISBN: 000-00-00083-00-0
Depósito Legal: XXXXXX
A los pioneros, hombres y mujeres protagonistas
de todas las gestas que la humanidad ha llevado a cabo.
A mis padres, que ya no están y que también formaron parte
del tiempo y del mundo que narra este libro.
A mis hijos Manuel y Pablo, y a Manolo.
Por todo lo que me han dado.
índice
PRÓLOGO
13
PRESENTACIÓN
1. El punto de partida: El por qué y el cómo nació este libro
2. Haciendo visible la historia oculta de las mujeres
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29
I. LA TIERRA PROMETIDA
1. La campiña de Jerez: esa tierra prometida
2. Condiciones de vida en los primeros poblados: tiempos difíciles
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39
53
II. INFANCIAS RECUPERADAS
1. Niñas que trabajan
2. La escuela: los niños primero
3. La Primera Comunión: vestirse de blanco
4. Tiempo de juegos y fiestas
5. El padre: luces y sombras de la figura masculina
6. La madre: la fuerza silenciosa
7. Abuelos, tíos, padrinos… Apoyos necesarios
8. De niña a mujer: La sexualidad silenciada
79
81
93
101
111
117
123
131
137
III. EL MATRIMONIO COMO DESTINO
1. Escenarios del cortejo: un paseo hasta el puente
2. Amores difíciles: el drama del embarazo
3. Ampliando horizontes: trabajo y preparación del ajuar
4. La boda: antesala de una nueva vida
5. Embarazos, partos y crianza: la vida en un hilo
6. Madres trabajadoras: administradoras de la escasez
7. Salud, enfermedad, remedios caseros y otras ayudas
147
149
165
173
187
197
221
249
IV. EL TIEMPO LO CURA CASI TODO
1. Duelos y cicatrices
2. Guerra Civil: tiempo de silencio
255
257
263
V. TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
1. Mujeres maduras: el nido casi vacío
2. La viudedad: una soledad no buscada
3. Tal como somos….y la vejez en el horizonte
EPÍLOGO
NOTAS
BIBLIOGRAFÍA
273
275
303
313
339
345
353
AGRADECIMIENTOS
Este libro es el resultado del esfuerzo y la colaboración de muchas personas, sin cuya aportación no se hubiera podido realizar. En primer lugar
mi más sincero agradecimiento al grupo de mujeres, protagonistas de este
trabajo, por haberme dejado entrar en sus vidas.
María la costurera, María Álvarez, María Marín. Pepa P., Ana, Pepita,
Antonia, Isabel, Cuqui, Encarnación B., Pilar, Remedios, Encarna García,
Encarna B. y Josefa. Gracias a todas por compartir tantas cosas conmigo.
Especialmente a Pepita Bazán, que me permitió realizar las fotos del ajuar
de bebé y de la ropa interior de su madre.
Gracias a Beli, porque su apoyo me facilitó tanto el contacto primero
con el Ayuntamiento, como la realización del taller durante el primer año
de trabajo. A Mª Carmen Martínez. Sin su interés y su ayuda no hubiera
sido posible llevar a cabo el proyecto en La Barca.
Julián Oslé me ha cedido generosamente algunas de las fotografías del
Archivo fotográfico-documental del Ayuntamiento de Guadalcacín y Juan
Gómez, un estudioso de la vivienda popular de la zona de colonización y
promotor de la reconstrucción del chozo en el IES de La Barca de la Florida, me ha proporcionado la mayor parte de las fotos sobre el interior de la
choza y los enseres y mobiliario doméstico. Gracias a los dos.
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En cuanto a la revisión del estilo, son varias las personas que han colaborado de alguna forma a mejorar alguna parte del texto.
Gracias a Silvia, por su escucha y paciencia a lo largo de estos dos años y
por sus creativas sugerencias para la estructura del libro. Mariona y Asunción, siempre tan rigurosas, mejoraron notablemente el estilo de los dos
primeros capítulos. Gracias también a Roca, que respondió amablemente a
mi demanda de ayuda como Filóloga. Especial mención requiere mi amigo Pepe Cantillo; él ha empleado, de forma generosa y sin condiciones,
mucho tiempo en la revisión final del texto. Gracias por tu interés, y por
tu valiosa ayuda.
Finalmente no puedo dejar de nombrar a Manolo, marido y compañero
de vida, la persona más generosa que conozco. Él ha sido mi mayor apoyo
en cada uno de los proyectos que he emprendido y ha sabido estar siempre
a mi lado, soportando mis obsesiones y fracasos, dándome consejos, aportando recursos materiales, cuando era necesario. Ahora quiero compartir
con él mi alegría y darle las gracias por tantas cosas que ni siquiera es
posible nombrar.
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PRÓLOGO
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres del campo
Contar la propia vida es un ejercicio tan difícil como
necesario. Es preciso narrar la vida para hacer recuento y
para recrearla, para darle significado, para comprenderla
y, también, para compartirla, para lanzarla al aire y recobrarla luego con mucho más de lo que tenía cuando estaba guardada en silencio y soledad entre nuestras manos.
Para ello las mujeres, aunque silenciadas en el mundo y
en la Historia oficial, siempre hemos tenido unas especiales aptitudes.
Nuestros dones para contar la vida se han ido haciendo a fuego lento al calor del hogar, en el discreto espacio
de lo privado, en el cuidado grande de todo lo pequeño,
en el encuentro con otras, en largas tardes compartidas
tejiendo o bordando, con exquisito gusto y denodada paciencia, labores hermosas y delicadas, pequeñas obras
de arte.
Y mientras las mujeres, al entrañable son de la conversación, tejemos o damos puntadas, con materiales de
multitud de colores, grosores y texturas guardados con
celo en la intimidad de nuestro costurero, la vida va tomando una forma, una medida, una tonalidad y un sentido preciso, una luz propia como la de la aurora, ese
tiempo preñado de esperanza y de posibilidades, abie to
siempre a tantos nuevos comienzos. Sólo así la vida permanece viva, en esa capacidad que tenemos de, a través
de la relación y de la palabra, traer al mundo algo, dar
a luz algo. Eso es lo que han hecho con este libro, de la
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mano de Mª Teresa Fuentes, un grupo de mujeres de La
Barca de la Florida: alumbrar un ramillete de historias
de vida que son, a la vez, una magnífica colección de
lecciones de lucha, coraje y superación en un tiempo de
silencio, gris, plagado de injusticias y adversidades. Este
tiempo, en el fondo no tan lejano, cobraba su máxima
crudeza en el mundo rural, como muestra el relato coral
de estas mujeres. Estas narraciones nos hablan de una
vida en el campo donde subsistir era casi una proeza,
donde cada amanecer era una conquista y, a la vez, el
preludio de la lucha cotidiana que era preciso librar día
a día, una lucha convertida en ejemplar al ser capaz de
convertir tanto esfuerzo en dignidad.
Los testimonios de estas mujeres, modelados con sus
recuerdos y vivencias, a copia de palabras que conmueven por su sencillez y que en ésta alcanzan una admirable autenticidad, nos interpelan y nos hacen conscientes
de su herencia callada pero fecunda. Porque ellas, sin saberlo, como tantas otras mujeres anónimas de su tiempo,
no sólo se hicieron a sí mismas sino que también han hecho posible que las mujeres de generaciones posteriores
tengamos una posición diferente en nuestra sociedad. Y
eso reclama no sólo gratitud y admiración, sino también
el orgullo de sabernos sus sucesoras y el compromiso de
sentir que cada una de nosotras, desde nuestras particulares circunstancias, estamos hoy llamadas a contribuir
con nuestras vivencias y relatos a crear un futuro mejor
para las mujeres que nos seguirán.
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Precisamente, buenas dosis de eso: gratitud, admiración, orgullo y compromiso, es lo que con suma sensibilidad ha vertido en este libro Mª Teresa Fuentes, amiga
y compañera mía de tantas historias vitales compartidas.
Conociéndola a ella y sus mapas sentimentales, la imagino escuchando atenta y emocionada los relatos que el
grupo iba trenzando con el hilo fino de la palabra, lanzando preguntas como surcos por los que cada historia
pudiera discurrir por si misma y junto con otras, animando la conversación hasta hacer de ella una larga y ancha
vereda. La imagino también dejando que las historias de
estas mujeres le calaran poco a poco como agua fina e,
incluso, en algún que otro momento, le despertaran resonancias, avivando en ella recuerdos y nostalgias.
Por desgracia, no son todavía frecuentes obras como
ésta, libros en los cuales quien incita a otros a poner voz
a la memoria se arriesga a cumplir el rol de compañero
o compañera de viaje, de cómplice comprometido dispuesto a ponerse en juego en primera persona durante la
travesía, en lugar de instalarse en la cómoda distancia de
observador y cronista de hechos o experiencias ajenas.
Este libro no es la crónica de unas vidas de mujer, entendida ésta como simple reproducción de lo sucedido
o restauración de un tiempo acumulado, sino que es la
narración de un tiempo vivido y construido, de unas experiencias y acontecimientos que se convierten en tales a
través de la urdimbre argumental, de la trama creada.
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Porque, ¿qué es la vida sino la persistente creación de
una trama en la que sentirnos protagonistas, autores y
autoras de un argumento cuyo desenlace está en nuestras
manos? Ese es el mérito de las protagonistas del relato colectivo que alberga este libro: demostrarnos que no
sólo podemos ser dueños y dueñas de nuestro presente y de proyectar futuros posibles, sino que incluso podemos modificar el pasado porque éste también habita
en el presente, porque es desde el presente desde donde
construimos el pasado con nuestras memorias y olvidos.
Acaso, desde esta óptica esperanzada del pasado, podamos hacer nuestro aquello que Mario Benedetti llamara
el porvenir de mi pasado y proclamar con él: el porvenir
de mi pasado tiene mucho a gozar, a sufrir, a corregir, a
mejorar, a olvidar, a descifrar, y sobre todo a guardar en
el alma como reducto de última confianza.
Silvia Navarro Pedreño
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PRESENTACIÓN
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres del campo
“Relatos aprovechados e instantes de felicidad, hilos sueltos y sueños
frustrados, dedales y madejas que se deshacen como ilusiones viejas. Con
este material las mujeres van tejiendo, año tras año, de generación en generación, la labor de la vida, hasta completar un tapiz que tiene la textura
de la experiencia y el color de los deseos”
(Vhitney Otto)
PRESENTACIÓN
1. El punto de partida:
El por qué y el cómo
nació este libro
El proyecto a partir del cual ha surgido este libro, está inspirado en una
novela americana del mismo título: “Coser y cantar1”. Se trata de una pequeña obra, cuyas protagonistas son un grupo de mujeres que han pasado
ya de los sesenta años, que se reúnen cada tarde, con la excusa de elaborar
una colcha con trozos de distintas telas, colores y dibujos (patchwork).
Pero en realidad las tardes de estas mujeres se convierten en un espacio
para poder recordar, narrar y compartir sus vidas y experiencias, bajo la
atenta mirada de la nieta de una de ellas. La joven, pretende hacer una
investigación para su tesis doctoral sobre las labores y las tradiciones femeninas; por eso se ha trasladado desde su ciudad a la pequeña población,
donde transcurre la acción.
El proceso de narración que emprende el grupo, les lleva a bucear en las
vidas personales de cada una, descubriéndose de esa forma un universo
rico y variado. Los trozos de vida de las mujeres, se asemejan a la labor
que van realizando, al hilo de la conversación. La belleza está precisamente en la variedad de experiencias, de recuerdos, de sentimientos y emociones que aparecen en el grupo. No se enjuicia lo que se hizo o se dejó de
hacer, no se critican las decisiones, los errores y los aciertos de cada una
de ellas. La narración es simplemente un tapiz hermoso, lleno de vida, con
alegrías tristezas, con los momentos de felicidad y de dolor que cada cual
ha expérimentado. En definitiva, sin querer ser una terapia, aquellas tardes
alrededor de la labor, fueron un bálsamo perfecto para las heridas que habían quedado abiertas o sin cicatrizar suficientemente.
21
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Y lo más sorprendente es que aquella joven, perpetua estudiante, aprendió una gran lección a través de la vida de aquellas mujeres: hay que afrontar las cosas con valentía, porque, pase lo que pase, nada ni nadie nos va a
evitar el riesgo, el vértigo y el dolor que implica vivir.
Este hermoso relato me ha servido como fuente de inspiración para poner en marcha un proyecto; la materialización de una idea que empezó
a gestarse hace ya algunos años: un taller de historias de vida. Pero para
llevarlo a cabo necesitaba contar con un grupo de mujeres, dispuestas a
narrar sus historias personales y abiertas a compartir retazos de sus vidas
con otras mujeres.
a) taller de memoria y narrativa “Coser y c@ntar”:
el proceso de preparación
En el otoño de 2004 tuve el primer contacto con la persona responsable
del Área de la Mujer del Ayuntamiento de La Barca de la Florida3. Casualmente en esta población ya existía un colectivo femenino que podía
coincidir en sus intereses con lo que yo me proponía. Además, la concejala de ese área municipal se mostró sumamente interesada por realizar la
experiencia. Así, nos pusimos manos a la obra e iniciamos un proceso en
el que tuvimos que clarificar qué pretendíamos con este proyecto.
Además era necesario implicar al grupo de mujeres. Eso significaba que
ellas tenían que sentirse interesadas por la experiencia que se les proponía:
un espacio semanal para hablar de sus vidas. Pero, ¿para qué recordar el
pasado y compartir unas vivencias tan íntimas y a veces tan dolorosas?,
¿qué beneficios iban a obtener ellas?, ¿qué uso se haría de todo lo que allí
se hablase?
Imaginábamos que el grupo iba a hacerse estas preguntas. Nuestras respuestas tenían que convencerlas y motivarlas para emprender la actividad
y considerarla atractiva.
Por mi parte, desde que empecé a idear este proyecto, tenía claro qué era
lo que perseguía con él. Conocía algunos estudios realizados con personas
mayores, que ofrecían datos interesantes sobre los beneficios que reporta
un proceso sistematizado de recuerdo y narración del pasado, sobre todo,
cuando éste se realiza en grupo; entre otros, mejora la salud mental, la autoestima, la sociabilidad, o el sentido de pertenencia4.
22
PRESENTACIÓN
Enseguida vimos que la actividad podía cumplir dos funciones complementarias: una personal y otra colectiva. Por un lado aseguraba una
actividad semanal para las mujeres, que sin ser una terapia, cumplía un
papel terapéutico muy interesante y coincidente con la política social de la
institución promotora. Por otro lado, teníamos la oportunidad de recuperar
parte de la historia de La Barca; una historia, a partir de las voces y la perspectiva de un colectivo hasta ahora invisible y mudo: las mujeres.
Así se lo expusimos al grupo y, a partir de ahí, pudimos negociar el
día y la hora más adecuada para el encuentro semanal, contando con los
intereses y el tiempo disponible de la mayoría de ellas. En enero de 2006
empezó la experiencia.
b) El perfil de las participantes
Hay una cierta homogeneidad en las características personales del grupo. Se trata de mujeres de edades comprendidas entre los 60 y los 80 años,
aunque la mayoría está entre los 65 y 77.
Habitualmente dedican las tardes a hacer labores; así que para ellas no
es problema reunirse y aprovechar ese espacio de actividad para contar
sus historias. Finalmente éste es un criterio abierto, ya que algunas de las
integrantes del grupo prefieren tomarse la tarde del taller como un tiempo
libre, en el que disfrutar de compañía y llamar a los recuerdos. En definitiva, algunas cosen, hacen croché o punto de media; otras sólo acuden a
la llamada de las historias que surgen, a veces nítidas y llenas de detalles,
otras, como las viejas fotografías, algo borrosas; como si el tiempo hubiese acabado con los perfiles y los colores. De todo hay: memoria y olvido,
así que desde esa realidad nos disponemos a dar sentido a las narrativas,
personales y colectivas.
c) El grupo y las normas
Al principio de la experiencia hubo un gran interés y se formaron dos
grupos de doce mujeres cada uno; este hecho determinó que cada semana
hubiese dos reuniones. Había que dar cabida a todas, y el tiempo suficiente
para que cada cual pudiese expresarse con libertad y sin otros límites que
el calendario. No se pusieron condiciones a la asistencia. Todas las mujeres interesadas podían formar parte del taller, siempre que no tuviesen
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
deterioradas las capacidades mentales para poder narrar coherentemente
una vida.
Posteriormente, una vez inmersas en la experiencia y vencidos los primeros temores y desconfianzas, cada una de las mujeres fue encontrando
su sitio en el grupo y expresar, según su necesidad, su capacidad narrativa
y emocional; o por el contrario abandonar el proyecto. En el mes de marzo
el grupo quedó prácticamente cerrado, con unas catorce a dieciseis mujeres, que asistían a las sesiones de un modo más o menos continuado.
Ya en la primera reunión, se dejó clara la importancia que tenía para la
marcha del grupo respetar el turno de palabra y la intimidad de las personas. Cada cual podía decir o no decir aquello que considerase oportuno,
pero en cualquier caso se esperaba respeto y confidencialidad. En otras palabras: la historia de cada mujer, aunque podía ser más o menos conocida
por sus vecinas, la debíamos considerar algo totalmente íntimo que nadie
tenía derecho a comentar fuera de la reunión. Sólo con este compromiso
era posible crear un espacio de confianza, condición necesaria para nuestro
propósito.
Con el permiso de las asistentes, las sesiones fueron
grabadas, ya que las historias individuales y grupales debían recogerse con el
máximo detalle, respetando
el léxico y estilo narrativo
de cada una de las mujeres.
También en este caso, y haciendo referencia a la intimidad, cada vez que alguna
Haciendo “primores”, mientras narran sus vivencias
de las protagonistas quería
hablar de algún acontecimiento demasiado delicado, doloroso o que simplemente no le parecía adecuado su uso y publicación, se apagaba la grabadora. De ese modo se fueron creando lazos de confianza e intimidad entre
las participantes, que han favorecido la comunicación en el más amplio
sentido de la palabra. Ha sido especialmente significativo lo que algunas
mujeres han confesado: era la primera vez que hablaban públicamente de
ciertas cosas de su vida.
24
PRESENTACIÓN
d) La conducción del grupo
Respecto a las conductoras del grupo, quiero aclarar que de una forma
muy natural se fue estableciendo una fuerte relación con las mujeres participantes. No podemos hablar de espontaneidad en el método de trabajo.
Ciertamente ha existido una idea, a partir de la cual hemos tomado un
camino, para llegar a donde pretendíamos.
Creíamos necesario contar con una persona que orientase cada sesión,
diera las pautas necesarias e hiciese propuestas de temas que había que
tratar; pero también pensamos en una observadora, capaz de ser crítica
con los procesos que se dan en todo grupo. Esa figura es importante para
ayudar a consolidar el grupo y llevarlo a la consecución de sus fines. Beli
López cumplió ese papel.
El grupo observa y comenta una de las labores
No obstante, la observadora pronto abandonó ese rol, en teoría más pasivo, para entrar en la dinámica grupal. A partir de ese momento, participó en
las narrativas con sus preguntas y reflexiones, en apoyo de la conductora.
El resultado de esta colaboración ha sido la creación de un espacio grupal
original, en el que protagonistas y conductoras compartían y comparaban
retazos de vida. Como ellas mismas han manifestado, refiriéndose a los roles: “no os hemos visto como las maestras, como las monitoras, sino como
una más; como unas compañeras, y eso es lo que nos ha dado confianza
para hablar de todo”.
25
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Detalle de la labor de una de las mujeres
A pesar de esa relación tan cercana, nunca se confundieron los papeles.
Cada cual ha sabido estar en su lugar, pero dejando un gran margen a la
espontaneidad de cada momento y aprovechando lo que cada sesión nos
aportaba, a veces la risa, otras la emoción sin disimulo, en muchas ocasiones el cruce de palabras y conversaciones atropelladas. ¡Había tanta
necesidad de hablar! Las mujeres deseaban explicarse, dejar salir por fin
esas cosas calladas para no hacer daño a nadie, escondidas para la mayor
parte de la gente, pero a veces, simplemente olvidadas porque duelen demasiado.
A las pocas semanas de iniciar la experiencia, ya estábamos seguras de
tener en nuestras manos un material riquísimo de historias personales que
ilustraban perfectamente el origen y evolución de La Barca de la Florida.
Los relatos hablan de infancias sin apenas juegos ni tiempo para la fantasía, porque esas niñas, que hoy son mujeres maduras, contribuyeron con su
trabajo, en el campo y en la casa, al mantenimiento de sus familias. Ellas
no conocieron otra escuela más que la de la necesidad cotidiana de sobrevivir. Pero esa realidad, por suerte, les dio la posibilidad de desarrollar
capacidades y recursos que luego les han valido para sacar adelante a sus
propias familias y llegar a la situación actual con una sabiduría, una fuerza
y una alegría dignas de admiración.
26
PRESENTACIÓN
e) Las entrevistas individuales
Durante los meses de trabajo grupal (entre enero y junio de 2006), fuimos madurando la idea de escribir un libro con el material obtenido del
proceso de reminiscencia. Personalmente creía que había que completar
las historias de vida, que habían quedado cerradas más o menos en los años
ochenta del siglo pasado.
Tenía mucho interés en que este libro reflejara, no sólo las vicisitudes de
un tiempo de atraso y miseria, sino también el cambio; el gran paso que se
ha producido, no sólo en La Barca de la Florida, sino en todo el mundo rural, en las dos últimas décadas del siglo XX. Así, el recorrido vital de este
grupo de mujeres, puede observarse no sólo como algo local y centrado en
unas pocas historias. A través de sus vidas vemos cómo han cambiado las
costumbres, los valores y las condiciones de vida en la Baja Andalucía.
La confortable sala de estar de cada una de ellas fue testigo de tranquilas conversaciones, que transcurrieron entre el calor de la candela, o del
brasero, en los meses de invierno. Luego, con el inicio de la primavera, los
aromas de azahar en las calles del pueblo, y de los jazmines en los patios,
acompañaron el final del trayecto. Entrado ya el verano de 2007, di por
finalizadas las entrevistas individuales.
Los dos últimos capítulos del libro son el resultado de este proceso más
personal e íntimo, en el cual, las mujeres fueron recordando algunos capítulos de sus vidas, que por diversas razones, no habían podido compartir
con el grupo. Además, pudimos abordar un tema importante: la llegada de
la vejez, la forma cómo afronta cada cual esa etapa de la vida, y también
cómo se ven a sí mismas en este momento.
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“Porque todas las cenas están cocinadas, todos los platos y tazas lavados;
los niños han sido enviados a la escuela o se han abierto camino en el
mundo. Nada queda de todo ello. Todo se ha desvanecido. Ni las biografías ni los libros de historia lo mencionan. Y las novelas, sin proponérselo,
mienten”
(Virginia Woolf)
PRESENTACIÓN
2. Haciendo visible la
historia oculta de las
mujeres
Hasta hace pocos años, los libros de historia se han ocupado básicamente de la vida pública, de todo lo que tiene que ver con el mundo de la
política, la guerra, o los grandes avances tecnológicos, culturales o científicos. Estos han sido los temas que han interesado a los historiadores.
Naturalmente los protagonistas casi absolutos de los acontecimientos que
se narraban, eran hombres ilustres, personajes masculinos, de clases altas
y de raza blanca. Además, eran ellos, principalmente, quienes se encargaban de escribir y publicar dichos libros. En definitiva, pasar a la historia,
formar parte de esos seres privilegiados, a quienes se recuerda por sus
gestas o por las aportaciones que han hecho a la vida social o cultural, es
algo a lo que no hemos tenido acceso la mayor parte de la humanidad. De
hecho, hasta hace pocas décadas no se han estudiado los movimientos sociales y sus protagonistas: obreros, sindicalistas, trabajadores del campo,
y otros grupos, formados por hombres y mujeres, que al menos desde la
Revolución Francesa han venido reivindicando sus derechos legítimos a
ser tenidos en cuenta.
No obstante, a partir de los años setenta del pasado siglo, muchos historiadores empezaron a dar protagonismo a estos colectivos olvidados por la
historia tradicional. Esta nueva mirada al pasado coincidió además con la
incorporación de las mujeres historiadoras a los departamentos universitarios y a la investigación. El resultado de estos cambios se ha visto reflejado
en los temas y sus protagonistas. Así, desde el último tercio del siglo XX,
29
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
han aparecido numerosos estudios que sacan a la luz vidas muy interesantes de personajes femeninos: escritoras, médicas o pensadoras. Por el
papel importante que han tenido en la cultura o en determinados ámbitos
profesionales, y por el carácter mismo de su actividad, son personas que
han producido documentación escrita y por tanto, es posible acceder a su
conocimiento. Igual ocurre con las mujeres de las clases medias, cuyos
diarios íntimos y cartas han servido para reconstruir partes del universo
femenino en el pasado5.
Pero, ¿qué sabemos de las otras mujeres; esas que, durante mucho tiempo han estado excluidas de la historia, pero que, aunque calladamente,
también han formado parte de ella? Son personas que no han tenido voz,
que no han sido socialmente visibles, porque su trabajo se ha realizado
en un ámbito privado. Las mujeres del pueblo, en muchos casos analfabetas, no han generado documentos de ninguna clase, susceptibles de ser
estudiados6. Para conocer sus vidas, (y más aún, las representaciones que
se hicieron de ella), sólo disponemos de sus palabras, palabras que es necesario recuperar como patrimonio valioso que no debe desaparecer con
ellas7. Son nuestras abuelas y madres, cuyas vidas transcurrieron entre la
Segunda República, la Guerra Civil y la larga posguerra. Ellas son las que
han aportado energía física y psicológica al mantenimiento de la familia.
Porque, no lo olvidemos, han cuidado la vida en toda la extensión de la
palabra, desde el inicio de ésta: gestando, pariendo y criando a niños propios y ajenos8; pero además proporcionando cuidados de todo tipo a los
enfermos, ancianos o discapacitados.
En definitiva, las “otras mujeres9” no han sido ese Ángel del Hogar
del que hablaban muchos filósofos y moralistas de finales del siglo XIX10;
mujeres pasivas, que sólo debían mostrarse bellas y afectuosas, alejadas
de toda preocupación y responsabilidad que no fuera mantener el orden
doméstico. Esta figura no se corresponde en absoluto con la realidad; todo
lo contrario. En el mundo rural, las mujeres han tenido responsabilidades
no sólo dentro de la vida doméstica, sino también trabajando en las explotaciones familiares, como jornaleras, regentando pequeños negocios, en el
servicio doméstico y realizando otros trabajos, tradicionalmente femeninos, como la costura.
30
PRESENTACIÓN
Es difícil asegurar qué trabajo resultaba más duro e imprescindible en la
época a la que nos estamos refiriendo. Las tareas del campo eran importantes y a veces exigían mucho esfuerzo físico; pero también las habilidades
que debían tener las mujeres para el mundo doméstico eran muchas y muy
especializadas. Sus capacidades y estrategias de supervivencia eran variadísimas y han sido fundamentales para suplir la falta de medios materiales
con los que vivían las familias trabajadoras en esa época.
Se podría hacer un listado de las labores y trabajos no remunerados que,
en el ámbito doméstico, realizaban las mujeres y que aprendían siendo
niñas. Así, por ejemplo:
- Lavar, teñir, planchar y almidonar.
- Recomponer, remendar y confeccionar la ropa que necesitaba
la familia.
- Cardar, hilar y tejer lana para prendas de abrigo (desde los calcetines
hasta todo tipo de jerséis, rebecas, chaquetas y chaquetones,
bufandas, gorros…).
- Tejer ropa y elementos decorativos de croché.
- Confeccionar ropa de cama.
- Bordar, hacer croché.
- Guisar y elaborar alimentos no perecederos. (salsas, embutidos,
chacinas, quesos…).
- Blanquear, pintar y mantener el mobiliario doméstico.
- Elaborar conservas y mermeladas con los productos de la huerta
(tomates, melocotones, membrillos…).
- Secado de frutos y hortalizas para el invierno (higos, tomates,
pimientos…).
- Criar animales domésticos para consumo propio y ajeno (gallinas,
conejos, pavos, cerdos, cabras, vacas…).
- Transportar agua, leña y otros productos de primera necesidad,
haciendo uso de animales, o no.
- Vender productos en el mercado, elaborados en casa o de la cosecha.
- Preparar la lana de las ovejas para el relleno de colchones.
- Elaboración de jabón, reciclando el aceite utilizado en la cocina.
31
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
La variedad de tareas es realmente impresionante y posiblemente el listado no esté completo. Sin embargo, a estos trabajos no se les ha dado
valor, pese a la aportación económica que suponían. Simplemente se ha
considerado natural que las mujeres realizaran esas tareas. No se pensaba
que con este trabajo estaban aportando algo más que un “grano de arena”
a la economía de la familia. Solo preguntándonos con qué se hubiera pagado todo este esfuerzo, si alguien ajeno a la familia lo hubiese tenido que
hacer, podemos hacernos una idea del valor real que tenía.
Hay que hacerlo; hay que dar valor a tantas y tantas horas de esforzada
y compleja labor de las mujeres en el pasado y superar algunos de los estereotipos e imágenes que hemos heredado.
Las mujeres no deberían ser presentadas sólo como víctimas pasivas
de la opresión del mundo masculino y de una sociedad injusta y desigual.
Con la actitud victimista, con la pasividad y el miedo no se dan soluciones
reales y prácticas a la vida cotidiana. Para hacer frente a la pobreza y la
injusticia de esa época había que ser fuertes y luchar cada día por la supervivencia. De esa lucha cotidiana saben mucho las mujeres de La Barca.
Por eso, la perspectiva que aquí hemos querido ofrecer es más positiva:
nos gustaría sacar a la luz las cualidades que han permitido, a estas y a
otras mujeres, hacer de la necesidad virtud.
El mejor documento que podemos consultar es la propia voz de las
protagonistas contando sus vidas. Escuchar la palabra de ellas11, sus
experiencias, únicas y personales, pero a la vez comunes; sus afanes, penas
y alegrías, sus logros y fracasos. A través del recuerdo, la experiencia y el
significado de las cosas, asistimos a un proceso de recuperación individual
y colectiva de formas de vida prácticamente desaparecidas, que han
ido forjando la identidad colectiva de un pueblo joven: La Barca de la
Florida.
Aquellos y aquellas que se acerquen a este libro pensando que es un
estudio histórico-social, lleno de datos y referencias documentales, tenemos que aclararles que no van a encontrar nada de eso en las páginas que
siguen12. Nos vamos a ceñir a los datos y fechas estrictamente necesarios
para hacer comprensible el texto. Evidentemente el contexto donde se desenvolvió la infancia y juventud de estas mujeres está presente, pero lo
encontramos en sus recuerdos, en la narrativa de lo más cotidiano; de otros
32
PRESENTACIÓN
aconteceres íntimos y personales, que en otra época seguramente hubieran
sido diferentes. Igual ocurre con los aspectos sociológicos y antropológicos. El libro aporta mucha información de la estructura familiar y social,
así como de las costumbres, los ritos y demás aspectos de la cultura popular y del mundo rural. Pero en un caso y en otro, hemos intentado huir de
terminología más o menos técnica y de los conceptos más académicos, de
manera que la dimensión socio-antropológica aparece con un lenguaje que
pueda ser asequible a cualquier lector no especializado. Al fin y al cabo es
a ellos a quienes principalmente se dirige esta obra.
Quisiera también advertir que lo que se dice aquí sobre la vida en los
pueblos de colonización no es todo lo que se puede decir. Es sólo lo que
las mujeres que han participado en la experiencia han vivido y han querido
contar. Puede que algún lector o lectora no se sientan representados en el
libro, pero eso se explica porque el grupo de mujeres que se prestaron a
colaborar en el taller son las que son y ellas sólo hablan por sí mismas.
Siempre existe, naturalmente, la posibilidad de dar espacio a otras voces,
otras sensibilidades que completen lo que aquí hemos querido contar.
33
34
1922
1930
1937
1931
1931
1932
1937
1937
1938
1938
1939
1940
1940
1940
1943
1944
1947
Encarna G.
María M.
Remedios C.
Encarna B.
Encarnación B.
Antonia S.
Pepa P.
Ana G.
Isabel G.
María G.
Antoñita F.
María A.
Cristobalina B.
Josefa G.
Pepita B.
Pilar S.
Fecha nacimiento
Francisca A.
Nombre
S.José del Valle
S.José del Valle
El Gastor
El Cuervo
Cortijo Torrecera
1962
1948
1944
1941
1940
1947
1943
1934/35
1934
1935
1957-58
1945/46
1939-40?
Año de llegada
El Torno
Torrecera
La Florida
La Florida
San José del Valle
El Torno
La Florida
La Florida
Cortijo Torrecera
Cortijo La Suara
La Barca de la Florida
Cortijo Majarromaque
San José del Valle
Se instalan en
Datos fundamentales sobre las mujeres que han participado en esta experiencia
Cortijo Majarromaque
Paterna
Cortijo La Florida
Alcalá del Valle
Cortijo El Coronel
Guadix
Jerez
Olvera
Olvera
Torre Alháquime
Alcalá delos Gazules
Arcos de la Frontera
Lugar de nacimiento
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Situación de La Barca dentro del conjunto de pueblos de la Zona Regable del Guadalcacín
FUENTE: Colonos y colonizaciones en la Provincia de Cádiz. Los pueblos de Jerez.
PRESENTACIÓN
35
I
LA TIERRA
PROMETIDA
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres del campo
“(…) Cuanto se abarcaba con la vista, tierras llanas o colinas, bancales
labrados o manchones para el pasto, todo era de un amo. Podía un hombre caminar horas enteras sin salir de la propiedad de un solo dueño (…)
Eran extensiones que sólo podían ser cultivadas por gigantes como los
que aparecían en los cuentos, labrándolas con bestias que tuviesen pies y
alas (…) Ni un pueblo, ni otras viviendas que el cortijo. Había que caminar horas y más horas hasta el límite de otras propiedades.”
(La Bodega. Vicente Blasco Ibáñez).
LA TIERRA PROMETIDA
1. La Campiña de Jerez:
esa “Tierra Prometida”
Las noticias tardaban en llegar a los pueblos de la sierra, las comunicaciones eran rudimentarias; pero corrió la voz. Se decía que el Gobierno
estaba ofreciendo tierras, animales y casa a los campesinos que quisieran
instalarse con sus familias en la zona regable del Guadalcacín, muy cerca
de Jerez. Muchos no se lo pensaron, cogieron las pocas pertenencias que
podrían aprovechar en su nuevo hogar; algunos salieron con “lo puesto”,
otros se las ingeniaron para transportar incluso los cochinos y las gallinas
que criaban en el corral de la casa familiar. Las mujeres no querían abandonar aquellas cosas tan bonitas que habían heredado de sus madres y sus
abuelas. Los ajuares domésticos eran humildes, lo justo para poder sentarse alrededor de una mesa a comer, las camas y los colchones de farfolla.
Pero estaban los retratos de los abuelos, aquel plato de cerámica de la madre muerta, la mecedora del niño…, en fin, poca cosa, pero los recuerdos
no podían dejarse abandonados, sería perder demasiado.
Salieron de sus casas, dejaron atrás sus pueblos, las calles que habían
sido testigos de los juegos infantiles de varias generaciones, los campos en
los que tanto se habían afanado y de los que no lograban obtener más que
un mísero jornal. Los inviernos eran largos y rigurosos; los días de lluvia,
de nieve y granizo podían dejar sin trabajo a los hombres durante muchas
jornadas. Las mujeres y los hijos tenían que “arrimar el hombro” y traba39
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Vista general del valle, entre La Barca de la Florida y El Torno
jar desde muy pequeños. La escuela quedaba en un segundo plano, porque
antes que nada estaba la subsistencia y esa no siempre era posible con el
escaso salario del cabeza de familia. Por eso, muchas veces la desesperación hacía acto de presencia y el desánimo llegaba a las tabernas y a las
casas: ¿qué podían esperar del futuro?, ¿qué clase de vida podían ofrecer
a sus hijos?
¡Qué lejos quedaba entonces todo!, la campiña jerezana estaba a una
jornada de cualquiera de los pueblos serranos. Los caminos y las carreteras
presentaban un estado lamentable y los medios de transporte no ayudaban
nada. El viaje era una aventura y mucho más para aquellos que llegaban
de la Andalucía Oriental, de algunos pueblos de Granada; pequeños agricultores, arrendatarios de tierras que se sintieron atraídos por las posibilidades que ofrecía la colonización. Como aquellos pioneros que poblaron
el Oeste Americano, los colonos estaban dispuestos a sufrir toda clase de
penalidades; sabían que viajaban a un lugar desconocido; la tierra era fértil
en el valle, pero llevaba tanto tiempo sin ser labrada, que hacerla producir
iba a costar mucho esfuerzo. La incertidumbre sobre la clase de vida que
les esperaba les hacía ser cautos y desconfiados sobre el futuro, pero la
mayoría pensaba que valía la pena el riesgo, si conseguían una mejor vida
para ellos y para sus hijos.
40
LA TIERRA PROMETIDA
Este relato, se ha nutrido de los recuerdos de un grupo de mujeres que
vivieron ese tiempo y esa experiencia. Estos recuerdos, muchas veces, surgieron con total nitidez, mezclándose los detalles, los sabores, los olores
y las anécdotas más triviales de la vida cotidiana, con vivencias más trascendentales. El dolor y el abandono se han intentado velar, superponiendo
sobre la realidad imágenes y palabras más amables; o incluso borrando
totalmente aquello que hizo daño. Por este motivo, muchas de las mujeres,
relatan su infancia de un modo que puede parecer ideal. Las imágenes
que van surgiendo, tienen muchas veces un aire bucólico, de nostalgia por
un mundo que se ha perdido. Sus humildes viviendas, fabricadas para ser
provisionales, son descritas con todo lujo de detalles; tal vez recrean aquel
ambiente, añadiendo no sólo imaginación, sino mucho afecto y una emoción que se palpa en la sala donde transcurren las reuniones.
Pero eso no ocurre en todos los casos. No todas las vidas son iguales.
Cada cual ha tenido su historia y su sensibilidad. Algunos relatos están
llenos de medias palabras y de silencios; en ocasiones, nos presentan vidas
de abandono, de trabajo, de escasez afectiva y material.
Es importante sacar a la luz esas pequeñas historias cotidianas y darles
el valor que merecen. En este capítulo nos vamos a acercar a los orígenes
de las familias que llegaron a la zona regable del Guadalcacín entre los
años treinta y cuarenta del siglo XX, especialmente de los que luego se han
convertido en vecinos de este pueblo. ¿Cómo era la vida de estas familias
en sus lugares de origen?, ¿por qué decidieron abandonar su casa y trasladarse a otra zona, con unas condiciones que ciertamente no tenían nada de
fáciles?, ¿cuál sería la situación de estas personas que, en algunos casos,
se desplazaron de una punta a otra de la provincia, o de otras zonas de Andalucía? ¿Somos capaces de imaginar las primeras etapas de asentamiento
en la nueva tierra, teniendo incluso que construirse la propia vivienda con
total carencia de medios y unos cuantos hijos que alimentar?
Las protagonistas del libro son sólo un ejemplo, pero ilustran las trayectorias vitales con las que mucha gente puede identificarse. La mayoría de
ellas nacieron entre 1930 y la década de los cuarenta; años tremendamente
duros, en los que las familias campesinas, sin tierra ni ningún otro medio
de vida, dependían de que los grandes propietarios tuvieran a bien contratarlos en tiempo de cosecha, y por un salario más parecido a una limosna
que a la remuneración justa por un trabajo realizado13.
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
SEVILLANAS DEL LABRADOR
Primera
Labrador, tú que la tierra
la cuidas con gran cariño,
la cuidas con gran cariño,
siempre trabajando el campo,
desde que eras un niño,
siempre trabajando el campo,
desde que eras un niño.
Tercera
Labrador tú que la tierra,
la labras con tanto esfuerzo,
la labras con tanto esfuerzo,
y vas regando los surcos,
con el sudor de tu cuerpo,
y vas regando los surcos,
con el sudor de tu cuerpo.
Desde que eras un niño,
dejaste tu juventud
entre surcos y entre lirios,
dejaste tu juventud
entre surcos y entre lirios.
Con el sudor de tu cuerpo
todo el día trabajando,
para ganarte el sustento,
todo el día trabajando
para ganarte el sustento.
Estribillo
Y qué poco te ha quedao,
Y qué poco te ha quedao,
Y qué poco te ha quedao,
al final de la cosecha,
tanto como has trabajao.
Estribillo
Y qué poco…
Segunda
Labrador que vas al campo
cantando de madrugá,
cantando de madrugá,
trabajas de sol a sol,
hasta que el día se acaba,
trabajas de sol a sol,
hasta que el día se acaba.
Hasta que el día se acaba
la fatiga y el cansancio
se reflejan en tu cara,
la fatiga y el cansancio
se reflejan en tu cara.
Estribillo
Y qué poco te ha quedao…
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Cuarta
Labrador tú que en el campo,
ya no puedes trabajar,
ya no puedes trabajar,
que tus huesos doloríos,
ya te piden descansar,
que tus huesos doloríos,
ya te piden descansar.
Ya te piden descansar,
tus manos están vacías
al final no tienes na,
tus manos están vacías
al final no tienes na.
Estribillo
Y qué poco te ha quedao…
(Sevillana escrita por Pepa Bazán, una de las protagonistas de este libro).
LA TIERRA PROMETIDA
La literatura nos ha dejado hermosas páginas sobre esta terrible realidad
que afectaba especialmente al sur de España14. La gente se desplazaba a
las grandes fincas productoras de cereales, vid o aceituna. Llegaban desde
los pueblos serranos y de las ciudades más cercanas, buscando trabajo,
lejos de sus casas, durmiendo en las gañanías15 de los cortijos, hasta que se
acababa la temporada. Luego, volvían a lo de siempre: el paro forzoso, la
supervivencia, la precariedad, el hambre…
Desde la segunda mitad del siglo XIX se habían hecho algunos intentos
de resolver los problemas del campo, a través de distintas reformas de la
estructura de la propiedad16, pero aquí vamos a referirnos a la Reforma
Agraria de la Segunda República y concretamente en Jerez de la Frontera.
Los distintos gobiernos republicanos se propusieron resolver el problema
de las grandes extensiones de tierra improductiva y al mismo tiempo mejorar las condiciones de vida de la gran masa de jornaleros sin tierra, que
desde principio de siglo empezaron a dejar oír sus voces y a organizarse
para reivindicar sus derechos como trabajadores17.
En la campiña de Jerez, más concretamente en la llamada Zona Regable
del Guadalcacín, el Instituto de Reforma Agraria18 inició un conjunto de
actuaciones, amparadas por los cinco proyectos aprobados entre 1933 y
1934. Estas actuaciones consistieron en una serie de expropiaciones y el
reparto de parcelas para su cultivo por pequeños campesinos, que iniciaron la colonización de algunas zonas. Con la parcelación de tierras y los
asentamientos de familias campesinas, se pretendía remediar el paro, la
situación de miseria y los conflictos sociales en el campo.
Una de las primeras expropiaciones fue la que afectó a la finca de Torrecera. Allí se instalaron treinta y cuatro familias, casi todas ellas procedentes de los pueblos de la sierra gaditana.
Testigos de esa primera fase colonizadora fueron algunas personas que
hoy viven en La Barca de la Florida. Precisamente Encarna Barroso y María Álvarez, dos de las mujeres del grupo, son hijas de estos pioneros. Su
memoria y sus palabras inician este documento vivo.
Encarna nació en Olvera, en el año 1931, y vino a la campiña de Jerez
cuando sólo tenía tres años: en 1934.
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
“Nací en Olvera y cuando yo tenía tres años nos vinimos a Torrecera, a un cortijo que hay allí arriba, a una parcela. Era tierra de
secano. Vinieron de muchos pueblos de la sierra, muchas familias
y vivíamos en el cortijo. En el cortijo había una parte mu grande,
una habitación donde se ponían las camas toas seguidas, separás por
unas mantas. Aquello estaba mu estrecho, pero pasamos allí un tiempo, hasta que mi padre hizo una choza en la parcela pa irnos y estar
más independientes. Luego, después de la guerra, aquellas tierras las
cogió su dueño y nos vinimos a La Florida, a otra choza” (Encarna
Barroso).
También la familia de María fue pionera de este proceso. Mucho de lo
que ella explica de esos primeros años no son recuerdos propios, sino de
lo que ha escuchado de sus mayores. Así, nos habla del origen de aquellas
familias, las condiciones de vida en el cortijo, las tierras que cultivaban,
los animales domésticos…, y la expulsión después de la guerra, cuando se
instalaron en las tierras de la Barca de la Florida.
“Mis padres eran de Torre Alháquime, un pueblo de la sierra. Mi
padre se vino soltero y luego se trajo a mi madre. Allí en su pueblo
eran trabajadores, sin na. Yo nací en un cortijo, en Torrecera, en el
año 1940. El cortijo estaba detrás de ese castillo, que ya no quedan
más que cuatro paredes, detrás, estaba el cortijo. Ahí vinieron unas
cuarenta familias, de tos los pueblos de la sierra: de Olvera, Setenil,
Alcalá… Les daban una parcela con unas treinta o cuarenta aranzás19. Cada uno tenía su trozo de tierra y sus cabras y allí se podía
comer. De eso, una parte se lo llevaba el gobierno y otra parte se lo
quedaban ellos. Mis padres y mis abuelos vinieron ahí en la época
de la República, antes de la guerra. Digo yo que eso sería de un
señorito y se lo dieron a esas personas, pero cuando yo tenía unos
cuatro años, los echaron de allí y nos vinimos a La Barca, en medio
del campo, a una choza. Menos los granaínos, los demás vinieron de
ese cortijo. Aquí, en La Barca vivíamos cada uno en su parcela, en su
choza, era como un poblado, en medio del campo, con chozas, hasta
que el pueblo se construyó y nos dieron la casa. Yo ya tenía nueve
años” (María Álvarez).
44
LA TIERRA PROMETIDA
Lo mismo que en Torrecera, entre 1934 y 1935 el IRA (Instituto de Reforma Agraria) realizó otras expropiaciones, en la finca de La Florida. Más
de sesenta familias se instalaron en los alrededores del cortijo. Algunas
vinieron de Jerez, y el resto de los pueblos más pobres de la sierra. En un
informe de este organismo constan los siguientes datos: 11 familias de Jerez, 22 de Arcos, 9 de Olvera, 8 de Alcalá del Valle, 8 de Torre Alháquime
y 8 de Setenil20.
De Jerez llegaron los padres de Encarnación. Ella era tan pequeña que le
quedan pocos recuerdos de ese momento.
“Nací en Jerez, en el barrio de San Miguel. Cuando yo tenía tres
años, en 1936, nos vinimos a una parcela a la Florida. De esa época
recuerdo poco, porque era mu chica” (Encarnación).
En la misma época y hasta 1936 se produjeron otros asentamientos en
El Torno y La Suara. Los padres de Remedios, por ejemplo, procedían de
Olvera, y en el año 1935 se instalaron en una choza, en La Suara, donde
vivieron hasta que en el año 1945 les dieron una casa en La Barca. Pero
ese traslado forma parte de una nueva fase de la política colonizadora en la
zona; la que emprendió el nuevo Régimen Franquista, a través del Instituto
Nacional de Colonización21.
A través de distintas fórmulas (acuerdos de compra o expropiaciones),
entre 1944 y 1947 se declaran zona de interés más de cinco mil hectáreas
de tierra y se inicia la parcelación y urbanización de lo que se ha llamado
zona regable del Guadalcacín22.
La Barca de la Florida fue el núcleo principal de estas actuaciones.
Como en años anteriores, las familias que se instalaron en la zona, algunas
con parcelas y otras simplemente como jornaleros, provenían de la Sierra
de Cádiz: Alcalá de los Gazules, Medina Sidonia y Paterna y algunos de
Arcos y Jerez. Además, de la provincia de Granada, vinieron algunos agricultores expertos en cultivos de regadío23.
Fue en esta segunda fase cuando llegaron a la zona la mayoría de mujeres del grupo. Veremos que no todas se instalan en La Florida, sino que
fueron primero vecinas de El Torno, Majarromaque o Torrecera. Existen
informes técnicos de los años anteriores a la guerra, en los que se insiste en
que los pueblos de la sierra “son pueblos míseros y donde la vida es muy
45
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
difícil24”. Podemos hacernos una idea de cómo sería la situación de éstas
gentes en plena posguerra.
Estos son los relatos de algunas de las mujeres, que nos ilustran sobre la
vida cotidiana, tal como ellas la recuerdan o como se la han contado.
Paca trata de reconstruir su vida en Arcos, con la memoria que aún le
queda.
“Soy de Arcos y me bautizaron en Santa María. Nací en el año
1923. Éramos cinco hermanos. Antes de la guerra, nosotros vivíamos en un patio de vecinos. Me acuerdo que pasaban los panaeros
por las calles y como había tanta hambre, me arremangaba el vestidillo y cogía los bollos de pan en un mandilillo que me hacía mi
madre… Mi padre no tenía na, trabajaba en lo que podía. Recuerdo
que cazaba por la noche pajaritos y a las cuatro de la madrugá mi
madre pelaba los pajaritos. Yo le ayudaba y luego los vendía: de eso
comíamos. Cuando llegaba con el dinero de los pajaritos me mandaba a comprar: tres chicas de manteca, una gorda25 de café, dos gordas
de azúcar…” (Paca).
Es lo único que Paca recuerda de la forma de vida de su familia, antes de
marcharse de Arcos. Y es que, su memoria, ya cansada, le hace volver continuamente a las pequeñas anécdotas de su infancia pobre, pero feliz y le
juega algunas malas pasadas con las fechas. De hecho, no puede recordar
cuándo se marcharon de Arcos. No obstante, podemos deducir fácilmente
la precariedad económica en la que transcurría la vida de Paca; en su caso,
no hubo tiempo para poder superar esas condiciones. La muerte de su madre y la guerra fueron acontecimientos que truncaron la vida de esta familia. Pero eso ya es otra historia a la que nos referiremos más adelante.
Nacida en el año 1937, en plena Guerra Civil, María se quedó sin padre
cuando sólo tenía cinco meses. Esa muerte agravó la ya mísera situación
de la familia. Así que podemos imaginar por qué al acabar la contienda,
tuvieron que salir de Torre Alháquime. Unas cosas las recuerda y otras se
las han explicado.
“De mi padre no me acuerdo de na, porque tenía cinco meses
cuando lo fusilaron en la guerra. Lo que me han explicao es que era
46
LA TIERRA PROMETIDA
de Setenil y era albañil, pero su familia tenía también mucho campo
y él trabajaba pa ellos, sobre to pa mi chacha Anica, que era la rica
de la familia… Mi padre y mi madre hacían las matanzas en casa de
la gente, pa ganarse unas pesetillas. Luego, cuando lo fusilaron, mi
madre se quedó hundía; no se quitó nunca el luto. Ella siguió trabajando pa mi tía. (…) Lo que puedo decir es que he trabajao mucho
de chica, mucho... Mi hermano mayor y yo nos íbamos al campo…,
cogiendo garbanzos, cardando, desde mu chiquitita. Mi hermano cogía macuca26 y eso era lo que comíamos...” (María Marín).
Imagen de un pueblo serrano. FUENTE: www.isorfoto.aspIdFotoRuta de los Pueblos Blancos de Cádiz.
Algunos relatos se remontan al tiempo en que ellas no habían nacido.
Encarna García, nació en Alcalá de los Gazules en el año 1930. Cuando era
niña escuchaba esa historia tan triste sobre cómo su madre tuvo que pedir
para poder comer. Su relato ayuda a entender la situación de indefensión
en que se encontraban los niños y niñas cuando alguno de los progenitores
enfermaba o moría prematuramente.
“Mi madre se llamaba Aurora. Eran tres hermanos y ella era la
mayor. Su padre era carabinero, pero murió mu joven y su madre se
metió en la cama; digo yo que no tendría mucho valor, la pobre…, ni
más familia. Mi madre tenía que pedir para dar de comer a la familia
entera” (Encarna García).
47
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Luego, Encarna explica de qué vivían, cuando ella era niña. El trabajo
de su padre y de su madre no era suficiente para poder dar de comer a sus
doce hijos.
“Éramos doce hermanos. Mi padre se dedicaba a arrendar tierras,
las sembraba y de eso vivía. A veces estaba fijo con un señor que
tenía olivares y en el tiempo de la aceituna nos íbamos alguno de
los hijos, los mayorcitos. Mi madre además trabajaba en un horno;
ella amasaba y hacía el pan y yo le ayudaba, aunque era mu chica”
(Encarna García).
Ana nació en el año 1938 en Alcalá del Valle, donde vivió hasta los ocho
años. Fue entonces cuando la familia se trasladó a El Torno, más o menos
en el año 1946. Esta mujer puede recordar cómo vivía una familia de jornaleros en los pueblos de la sierra.
Imagen de la siega en un pueblo de la sierra. FUENTE:www.grafxdigital.com/torre.html.
“Mi padre trabajaba con los señoritos en el campo. Yo de Alcalá
tengo malos recuerdos: mucha hambre, mucho frío, poca ropa…,
poco de to. La mitad del tiempo llovía y no se iba al campo. A los
jornaleros que se quedaban sin trabajo les daban seis reales al mes. A
eso se llamaba “alojarlos”; era algo así como el paro de ahora, pero
con eso no había pa una familia. Aquí en la campiña de Jerez siempre
había trabajo y mis hermanos también podían trabajar. Aquí, por lo
48
LA TIERRA PROMETIDA
menos, se comía, por eso nos vinimos. (…) Teníamos una vecina que
hacía esquina con mi casa. La niña, que era amiga mía, se llamaba
Laura y por la tarde su madre la llamaba: ¡Laura, ven que tienes que
merendar! Y yo le decía a mi madre: ¿Nosotros no merendamos? Y
ella me decía: Cuando venga papá tenemos que repartir el pan que
hay. Pero yo pensaba: ¿y por qué la gente merienda y nosotros no?
Ahora lo comprendo y pienso en lo mal que lo pasaría mi madre
cuando yo le decía eso” (Ana).
El efecto llamada ejercía un papel importante a la hora de decidir el viaje. Es decir, los familiares, paisanos y conocidos proporcionaban muchas
veces información y apoyo, cosa fundamental para cualquier persona que
se desplaza o emigra. Ana, Encarna y María acudieron a la llamada de sus
respectivas familias.
“Desde Alcalá nos fuimos a El Torno, a ca mi tío que era colono y
vivía en unas chozas. A los hijos de mi tío les dieron parcela en Revilla y sus chozas las cogieron mis padres, pero sin parcela” (Ana).
“Nos vinimos con una familia mía. El marío de mi hermana, que
estaba en un cortijo de ahí de Majarromaque. Él era el guarda, porque
en el pueblo enfermó del riñón y trabajaba poco, y entonces se vinieron al cortijo. Mi hermana, la que estaba en el cortijo, tiró de nosotros. Pensaba que mi padre podría estar de guarda, sin tener que hacer
esfuerzos y nos vinimos a vivir a una choza” (Encarna García).
“Nací en Paterna, en el año 1939, pero en Paterna no había trabajo
y mis padres decidieron venirse cerca de mi abuela; ella tenía una
parcela en la Venta el Pinto, cerca de San José del Valle y allí nos
instalamos” (María la costurera).
Pepita, Pilar, Isabel y Pepa P., no tienen más recuerdos que los de la
campiña jerezana, porque todas ellas nacieron ya en la zona, aunque sus
padres y abuelos eran de los pueblos de la sierra. Sus historias son una
muestra de la variedad de oficios, asentamientos y tipos de explotaciones
que se daban en el campo jerezano.
49
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
“Ya nací en 1944 en San José del Valle. Mi madre era de El Algar
y mi padre de Prado del Rey. Mi madre llegó sola aquí durante la
guerra, porque a mi padre lo metieron en la cárcel siete años. Cuando él volvió se dedicaba a hacer carbón y mi madre trabajaba en las
casas y luego puso la pescadería” (Pepita).
“Yo nací en 1947 en una casa de campo que tenían mis abuelos en
San José del Valle. Nosotros teníamos arrendás unas tierras, con una
casa bastante grandecita. Las tierras las arrendó mi abuelo, pero mi
padre, que era el hijo varón, llevaba las labores del campo. Al ser del
campo, gracias a Dios, teníamos melones, maíz, trigo, de to. Además
mi padre tenía una mula” (Pilar).
“Vine al mundo en el año 1938. Sólo recuerdo que era un tiempo mu malo. Mi padre tenía un buen jornal de tractorista, pero eso
no era na; era pa el sustento, pa ir tirando…, pero con un hijo cada
año…, y eso de irse cada noche a la taberna… Yo creo que no he
querío recordar, se me han borrao las cosas. Ya te digo, a mi madre
nunca la he visto buena; cuando se puso mala debía tener yo cuatro
o cinco años. Hasta que me fui al colegio, que ya tenía ocho años
tampoco recuerdo yo, sino que iba con mi hermano en el camión…,
y que yo iba con mi tía de la mano, saltando, jugando…, imágenes
así, pero hasta los ocho años hay como una niebla…” (Isabel).
“Nací en 1937. Mi padre era de Grazalema y mi madre de El Bosque. Ellos debieron venirse de allí antes de la guerra, pero yo no se
exactamente en qué fecha. A mi padre lo contrataron en La Huerta
del Coronel, como manijero27. El Coronel tenía un cortijo ahí mu
grande, con mucha tierra y mucha gente trabajando. El Coronel le
cedió a mi padre una casita que había al lao del cortijo, una casita
que estaba bien y allí vivíamos” (Pepa P.).
La familia de Antonia forma parte del grupo de agricultores expertos en
regadío que llegaron de Granada, después de la guerra. Antonia nació en
Guadix, en el año 1937. Cuando ella tenía seis años, en 1943, sus padres
decidieron marcharse e instalarse en las tierras de La Florida.
50
LA TIERRA PROMETIDA
“Mi padre era panadero en Guadix y tenía unas pocas tierras arrendás, pero no era suficiente pa dar de comer a tantos hijos. Nosotros
éramos muchos de familia: veníamos ya nueve. Mi madre tenía cada
año uno, hasta veintidós hijos que tuvo. Pues al saber que el instituto28 daba casas y parcelas, muchos nos vinimos…” (Antonia).
También hubo colonos procedentes de Jerez y los pueblos cercanos. Antoñita, y Cuqui lo explican.
“Nací en Jerez, en el barrio de San Miguel. Mi madre se vino de
Paterna a casa de mi abuela mientras mi padre estaba en el hospital.
En la guerra tuvo heridas, estuvo mucho tiempo en el hospital, pero
no lo metieron en la cárcel ni na. Fue después de la guerra cuando estuvo en la cárcel. Ellos estaban en un cortijo y a mi padre le echaron
las culpas de unos problemas que hubo allí…, es que había mucha
hambre… En 1941 nos vinimos a La Barca” (Antoñita).
Los abuelos y los padres de Cuqui ya eran colonos en otro pueblo de la
provincia de Sevilla, pero se tuvieron que marchar de allí porque les quitaron las tierras para devolvérselas a los propietarios. Probablemente es uno
de los casos de reparto de tierras de la época republicana que después fue
anulada por el nuevo régimen, aunque no lo sabe con certeza. Cuqui relata
las peripecias del camino y lo que encontraron al llegar a las parcelas de
Torrecera.
“Nací en El Cuervo, en 1940. Allí tenían mis abuelos unas tierras
y mis padres se construyeron una choza y trabajaban con ellos. Después de la guerra esas tierras se las quitaron, pero no se por qué; creo
que se las devolvieron a los amos. Mi padre consiguió una parcela
en Torrecera y nos vinimos. Yo tenía ocho años. Nos vinimos en un
camión. Eso lo recuerdo mu bien. Mi abuelo, fue a esperarnos con
una carreta y dos bueyes. Pasábamos el arroyo Salao, ¡con un frío
que hacía!, sin luz y sin na… Cuando llegamos a la parcela cada
uno se buscó la cama, en una choza muy pequeña que nos prestaron.
Mi abuelo se quedó afuera pa que nosotros estuviéramos mejor y
como tenía tanto frío se quitaba el frío chillando: ¡eh, eh, eh, eh!”
(Cuqui).
51
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Josefa nació y creció en El Gastor, un pueblo que está situado en el límite de Cádiz con Málaga. Esta mujer no ha tenido experiencia como hija
de colonos, ya que su llegada a El Torno en 1960 se debió a su matrimonio
con un muchacho del pueblo. Sin embargo, ha compartido con el grupo
los recuerdos de su infancia en una zona diferente a la del resto de sus
compañeras, y que también obligaba a toda la familia a trabajar para salir
adelante.
“Nací en el campo, en una huerta… Era la segunda de cinco hermanos (cuatro chicas). Las dos mayores éramos las que hacíamos
más cosas. Nosotros no pasábamos hambre ni na. Mis padres vendían las cosas que salían de la huerta: pimientos, tomates…, de to.
Mi madre era la que iba a la plaza a vender lo que sobraba del gasto
de la casa. Luego mi padre sembraba cereales en un trozo mu grande de tierra que tenía arrendá: trigo, cebá y maíz. En la temporá de
aceituna íbamos a nuestro olivar y luego nos íbamos a otro cortijo, el
de mis padrinos y allí nos pagaban poco o nos daban una arroba de
aceite o algo. Yo iba con una cuadrilla de mujeres, aunque tenía once
años y trabajaba por na” (Josefa).
Pero cuando Josefa llegó a El Torno se encontró ya una población en la
que el proceso de urbanización estaba muy avanzado y las condiciones de
vida de la gente empezaban a ser más llevaderas.
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LA TIERRA PROMETIDA
LA TIERRA PROMETIDA
2. Las condiciones de vida
en los primeros poblados:
tiempos difíciles
Antonia tiene recuerdos vagos del paisaje y las condiciones de vida que
se encontraron al llegar a las parcelas. Su extensa familia, venía buscando
mejor vida. Se habían agotado las posibilidades que daba el pequeño trozo
de tierra que tenía arrendado su padre, allá, en aquel pueblo de la provincia
de Granada. Eran ocho hermanos, muchas bocas para alimentar y además
había que encontrar trabajo para los grandes, que ya tenían una edad: el
mayor, dieciocho años.
Los primeros tiempos en su nuevo hogar no fueron fáciles, pero la niña
no echaba de menos nada. Como cualquier criatura, no necesitaba más que
el cariño y el cuidado de su familia. Por eso, aunque al llegar a La Florida
se encontraron sin un techo donde refugiarse, ella no se preocupaba; sabía
que su padre lo arreglaría todo. Y así fue. La solidaridad vecinal funcionó
y les cedieron una pequeña choza, donde no había lugar más que para
dormir. Una cama de matrimonio, y otra al lado, donde dormían los ocho
hijos: unos en los pies y otros en la cabecera. Eran muchos, pero no había
otra cosa. Además aquello era algo provisional, hasta que les adjudicaran
su propio terreno y construyeran una vivienda adecuada.
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Al principio, la madre de Antonia guisaba en la cocina de la vecina;
la que les dejó la choza. Algunas veces su padre se llevaba el tocino y el
hueso a la parcela de los abuelos, que tenían una choza más grande y allí
se hacía el puchero para todos. El día que estrenaron la choza que poco
a poco había ido construyendo su padre, fue una fiesta. ¡Aquello era otra
cosa! Tenía seis estancias, y la parte de la cocina estaba separada de la zona
de dormir. Al lado de la cocina, construyeron un horno, donde se cocía un
pan buenísimo. Su madre pudo colocar allí todo lo que había traído del
pueblo: la cómoda, la cama de hierro, el espejo… La niña se sentía feliz,
no echaba de menos nada; la vida era sencilla, pero alegre.
Muchas veces, cuando en invierno se sentaban al calor de la candela,
sus padres referían el viaje desde el pueblo y lo relataban como si de un
cuento se tratase. Fue un viaje largo y duro, pero ellos se sentían todavía
jóvenes y tenían mucha ilusión; deseaban algo mejor para sus hijos y estaban dispuestos a trabajar duro. En un camión echaron los pocos enseres
que consideraban imprescindibles. El padre se empeñó en llevarse a los
cochinos; estaban engordándose y en invierno podrían hacer una buena
matanza; así que los animales viajaron en el camión, junto con las gallinas
que quedaban, el humilde mobiliario, los ocho hijos y el matrimonio. Con
diferentes detalles, el relato del viaje formaba parte de las largas noches de
invierno, cuando la familia se reunía al calor del fuego o en el brasero. Ella
lo guardó en su memoria… Quizás algún día lo contaría a sus hijos y a sus
nietos; tal vez de esa forma no se perderían las raíces…
Aunque aquel era un tiempo de posguerra y de restricciones de todo
tipo, Antonia cuenta que no pasaron hambre. Sus padres tenían vacas lecheras, gallinas, cochinos… en su casa no faltaba el pan. El padre cogía el
trigo y se iba a Arcos, al molino; luego, venía con el saco lleno de harina
y amasaba y tenían pan para toda la semana. El pan se guardaba en una
tinaja y así se mantenía tierno. Las gallinas ponían muchos huevos y su
madre los guardaba para cambiarlos por ropa, zapatos y otros productos
que traían los recoveros29. Las habas secas y las algarrobas eran para las
bestias, pero en tiempo de escasez no se hacían remilgos, sus hermanos y
ella se las comían sin rechistar, y les sabían a gloria.
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LA TIERRA PROMETIDA
Mucho más tarde, la muchacha escuchaba relatar a los mayores sus preocupaciones por el día a día. Hablaban de la cantidad de la cosecha que
tenían que dar al Instituto Nacional de Colonización; sobre todo en los primeros años, con la escasez de abono, las tierras no producían y resultaba
muy gravosa esa obligación. Además, si tenían vacas, el instituto se quedaba los terneros recién nacidos. Esos primeros años fueron difíciles. A pesar
de todo, Antonia sigue teniendo nostalgia de aquel tiempo, de su vida en
contacto con la naturaleza, que la compensaba del duro trabajo cotidiano
de ayudar en la casa y del cuidado de los hermanos más pequeños.
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
La familia de Antonia es una de tantas, que llegaron de otros lugares de
Andalucía a La Barca de la Florida. El relato, aunque breve e incompleto,
habla de las condiciones de vida que encontró la gente que se instaló en
la zona de colonización. Cuando acaba su intervención, Antonia tiene los
ojos húmedos y exclama: “Yo, me veo mu feliz, en la choza... A pesar de
lo poco que teníamos, yo lo recuerdo mu bien… feliz, la mejor época de
mi vida”.
Hablar de condiciones de vida es hablar de algo tan básico como un
techo, una vivienda donde guarecerse y protegerse del calor, del frío, de la
lluvia; y también de los medios para alimentarse, vestirse y desarrollarse
como personas.
De todo ello trata este capítulo; de un mundo ya casi desaparecido, del
que muchos procedemos: el mundo rural. Además de Antonia, otras mujeres del grupo han aportado sus propios relatos, imágenes que completan
este retrato de época. Rescataremos, en la medida de lo posible, el estilo de
vida, las costumbres, las rutinas cotidianas, las estrategias de supervivencia, los valores y preocupaciones de un tiempo que ya es historia.
Así es como recuerda Encarnación los primeros años en La Florida:
“Estuvimos una temporá en un sombrajo, sin choza ni na. Seguramente mi padre lo perdió to…, pero no recuerdo yo bien… Luego,
hicimos otra choza y ya estuvimos bastante tiempo” (Encarnación).
Chozos en la finca La Florida. 1944
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LA TIERRA PROMETIDA
Como Encarnación, prácticamente todas las mujeres del grupo pasaron
su infancia en una vivienda sumamente precaria y provisional, construida
con materiales fáciles de conseguir en el campo. Sin embargo, las imágenes que surgen en sus relatos están llenas de detalles. No hay duda de
que con muy pocos recursos, aquellas mujeres, eran capaces de crear un
hogar. Como algunas de ellas cuentan, las madres blanqueaban los bajos
de la choza, encendían la candela y colocaban el mobiliario del ajuar. Así
conseguían dar una sensación de dignidad a aquellas humildes estancias.
Este es el relato de María la costurera sobre los materiales con que se
construían las chozas y los enseres de la vivienda de sus padres.
“La estructura se hacía con palos amarraos unos a otros. Luego
se cubría con palmas. Después se
repellaba y se ponía tierra blanca
que se traía de la vera de San José
del Valle. Todo como una habitación, con una cama pa el matrimonio, una cómoda pa la ropa,
su tocador, con su espejo… En la
Tal y como María lo describe: a dos aguas.
otra choza había una cocina, con
un vasar pa los platos y los vasos, un anafe pa cocinar, una mesa
y sillas. En esa misma choza había un catre pa nosotros, los niños:
cuatro varones y yo, la única niña. Con el quinqué, por la noche,
cosíamos. Mi madre me enseñaba a coser y a bordar de esa manera”
(María la costurera).
Detalle de la techumbre de una choza. De la reconstrucción
realizada en el IES de La Barca de la Florida.
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Exterior de una choza que aún
se mantiene en pie.
Detalle de la entrada.
María Álvarez recuerda cómo en el año 1944, después de ser expulsados
del cortijo de Torrecera, donde ella nació y vivió sus primeros cuatro años,
se instalaron en una choza, en La Florida.
“Teníamos dos habitaciones: una pa ellos y otra pa tos nosotros.
Luego había otra habitación pa guisar. En el centro, el comedor. La
de afuera para guisar se arreglaba cada año, se le ponía mucha pendiente, a dos aguas, pa cuando lloviera” (María Álvarez).
Con una vivienda tan provisional, el mobiliario y los enseres domésticos
eran mínimos. La mayoría tenían lo suficiente para poder comer y dormir
y poco más. Así nos lo cuenta María:
“Había dos o tres peroles, una olla de porcelana y pocos platos,
no como ahora. Las cucharas de alpaca y se fregaban toas las noches
con arena. Mi abuela tenía la costumbre de fregarlas, aunque no se
fregaran los platos, las cucharas no se dejaban nunca, porque se ponían negras” (María Álvarez).
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LA TIERRA PROMETIDA
Imagen reconstruída de una cocina, con los enseres más usuales.
Así es como recuerdan varias de las mujeres la vida cotidiana en las
chozas:
“(…) un plato donde comíamos tos. Una mesa, se usaban unas
tinajas: una pa el pan y otra pa otras cosas de comer, una sartén y una
olla. Eso era lo que teníamos” (varias).
A veces, esa escasez y austeridad llegaba al extremo que explican Isabel
y Pepita:
“Cuando nació mi hermana pequeña, la mujer de Don Francisco
Lobatón nos trajo una canastilla con las cosillas que se necesitaban
de ropa, porque no teníamos qué ponerle… En la casa no había ni
sillas y como ella fue un día y lo vio, nos mandó a un hombre con
un sillón pa que mi madre se pudiera sentar. Había unos bancos de
madera, pero ni una silla” (Isabel).
“En mi casa sólo había una mesa y varias sillas. ¡Era una vida…!
Siendo yo una zagala, me fui a trabajar a la iglesia del Calvario…,
unos tres meses que estuve de pinche…, pues con lo que gané le
compré a mi madre seis sillas” (Pepita).
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Las chozas no siempre eran tan pequeñas y simples. Algunas familias
grandes construían verdaderas viviendas que compartían con otras generaciones.
Rincones reconstruídos del espacio de dormitorio. A la derecha el palanganero
con las toallas y el peinador.
“Nosotros teníamos tres chozas: una donde dormían mis padres y
otra donde comíamos y dormíamos nosotras. En la cocina era donde
estaba siempre la plancha, con la candela encendía” (Antoñita).
Cuqui no se conforma con describir la forma cómo estaban situadas las
chozas de su familia. Su memoria le lleva a evocar el olivar, los árboles
frutales y ese camino de azucenas que imaginamos tan hermoso. Pero estas imágenes, algo bucólicas, se refieren a la etapa de El Cuervo. Luego,
al llegar a Torrecera, vivieron primero en una pequeña choza y después en
uno de los barracones construidos para alojar a los recién llegados. Allí
permanecieron hasta que les entregaron la casa30.
“Ellos, mis abuelos, siempre vivieron en la choza en El Cuervo,
cerca de la carretera. Era un olivar y allí, entre el olivar, estaba la
choza. Tenía un huerto, con un membrillo, un peral, una higuera…,
era un peazo grande, con un camino to lleno de azucenas… Una
choza grande y otra pequeña, pa guisar. Mis padres vivían cerca, en
otra choza, porque cuando se casaron se quedaron allí, cerca de los
abuelos. (…) En Torrecera tuvimos una choza, por una parte de pa60
LA TIERRA PROMETIDA
Planchas de hierro de la época.
red y arriba de pastos, un dormitorio y un saloncito... Allí estuvimos
hasta que nos fuimos a los barracones. Los barracones tenían dos
habitaciones, un cuarto de baño y una cocina. En toas las zonas de
colonización había barracones, más o menos pa cuatro familias…
Fue lo que hicieron hasta que construyeron las casas y las escuela”
(Cuqui).
Todas ellas recuerdan cómo eran las camas de la infancia, compartidas
siempre con más de un hermano o hermana y a veces, con los padres.
“(…) las camas…, con toniza y un colchón de paja o de farfolla”
(varias).
Sin embargo, Pilar Santos y Pepa P. disfrutaron de una situación de relativo privilegio, al menos en lo que refiere a la vivienda, seguramente
porque sus padres, como ya han contado no eran parcelistas: uno era arrendatario y el otro manijero de un cortijo.
Así es como recuerda Pilar aquella vivienda, en la que convivían tres
familias:
“Era una casa grande, con almacén donde se almacenaban las
cosechas, el horno del pan. Si, si…, la casa era grande. Tenía una
cuadra pa las mulas, un patio con un olivo, un carro… Nosotros
éramos cuatro hermanos y vivíamos en dos habitaciones. El resto de
la familia vivía en la parte de mi abuela. Total, vivíamos diez u once
personas” (Pilar).
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Niños colonos en los barracones. Guadalcacín, años cincuenta.
Pepa P. evoca la casa en la que llegaron a convivir trece personas: el matrimonio, los abuelos y nueve hijos. Sin embargo, ella no tiene la sensación
de que les faltara espacio.
“La casa era mu grande: un dormitorio pa nosotras, otro pa mis
padres, la sala, donde comíamos y donde se guisaba, que tenía una
chimenea y luego otros tres habitaciones, pa mis otros hermanos y
mis abuelos. La casa era del mismo coronel que nos la cedió. No
pagábamos na. Después de venirse mis padres a La Barca, se arrepintieron de no haberse quedao allí porque podría haberse quedao
allí toa la vida. Ahora la casa está abandoná” (Pepa P.).
El cultivo de la parcela, el ganado, y la cría de animales de corral, eran
los medios de subsistencia con los que contaba cada núcleo familiar. A
veces, en época de siega, o cuando llegaba el momento de labrar o recoger
la cosecha de algodón, maíz, remolacha y leguminosas31, algunos jóvenes
se marchaban a los cortijos a trabajar; otros, aprendían a manejar un tractor y con eso sacaban un sobresueldo. De esa forma se complementaba la
débil economía familiar. Además, las familias iban creciendo, los hijos se
hacían mayores y formaban nuevos núcleos de convivencia. En esos casos,
muchos padres, les cedían un trozo de parcela, para que éstos continuaran
en la tierra y no tuvieran que marcharse. Pero evidentemente, tan poca
tierra, aunque era una ayuda para el autoabastecimiento de la casa, no daba
suficiente para varias familias.
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LA TIERRA PROMETIDA
Antoñita nos relata cómo sus abuelos repartieron su parcela entre varios
hijos. Del trozo que les correspondió vivieron sus padres, pero tenían que
ayudarse con la cría de pavos. De alguna manera, la mujer asocia este
relato a las difíciles condiciones de vida que vivió. No obstante los madrugones, el frío del invierno y esas imágenes de las niñas cogiendo higos
chumbos y compartiéndolos con las vecinas, no dejan de tener dos caras:
la de la precariedad y la de la alegría de compartir las pequeñas cosas.
“Mi abuelo nos dió un poco de terreno a cada hijo pa poder salir
adelante. El terreno estaba al lao del canal y allí criábamos pavos y
las niñas nos cuidábamos de ellos. Mi padre iba por maíz y mi madre
hacía tortas, unas tortas mu ricas. Era lo que había pa comer… Me
acuerdo de una vecina, Antonia Sánchez, que tenía unas cuantas hijas. Nosotras íbamos con ellas a por higos chumbos; nos hartaba de
higos a toas las niñas… Se me quedó mu grabao” (Antoñita).
Para ilustrar las dificultades y la pobreza de su familia, Antoñita utiliza
el sentido del humor y hace referencia a un refrán que había en el pueblo,
sobre los pavos de su padre, al que le llamaban “Cañita” de apodo.
“Tienes más hambre que los pavos de Cañita que se fueron detrás
de la ˝rubia32˝ y el más chico reventó piando, porque no la alcanzó”
(Antoñita).
Antonia explica cual fue la solución que encontró la familia de su marido, cuando los hijos se casaron. Arrendaron otras tierras, para ampliar los
cultivos. Además, su marido se buscó un trabajo asalariado, como tractorista.
“Las mujeres también pasábamos a formar parte de la familia del
marido. Con tres niños cada uno de los hermanos, más mis suegros,
todavía vivíamos en la misma casa tos juntos…Se tenían que arrendar otras tierras, porque no eran suficientes las parcelas pa toa la
familia. Mi marío hacía de tractorista y llevaba la parcela. La familia
de mi marío sembraron la parcela de naranjas, pa vender y de ahí se
sacaba bastante...” (Antonia).
Las palabras de Pepita, refiriéndose a las diferencias de clases, son muy
claras y hablan de hambre real; la que ella y su familia sufrieron.
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
“Antes había más pobres que ricos; se diferenciaba mucho más
que ahora. Unos comían y otros no, así era la cosa… Mis hermanos
iban a las cacerías a recoger conejos y pájaros; ¡cuando veíamos
nosotros los animales allí! Pero aquello no se podía tocar, se los llevaban pa Sevilla. Y nosotros…, muertos de hambre” (Pepita).
El padre de María la costurera era un jornalero con muchos recursos
personales. La mujer nos describe cuales eran estos recursos y cómo su
familia lograba sobrevivir sin pasar hambre, eso sí, el hombre se multiplicaba y el resto de la familia colaboraba.
Rincón de cocina. Tinaja para almacenar
agua o alimentos. Colgada, una capacha de esparto para transportar la comida del día al tajo.
Mesa con cestas de mimbre y búcaro.
“Nosotros no hemos tenío parcelas. Mi padre tenía tierras arrendás y
trabajaba en un cortijo con las bestias, ganando un duro diario, con un
arao. Además se dedicaba a vender
por los cortijos: llevaba vino, refrescos y otras cosas. También cogía
su bicicleta y sus herramientas y se
iba a los cortijos, allí en la gañería,
cortaba el pelo a los hombres y muchas veces volvía a las doce de la
noche. Mi padre era un buscavidas
y por eso no hemos pasao hambre,
necesidades sí, pero él era mu mirao
y trabajaba mucho, también arreglaba relojes. Además teníamos una
especie de kiosco-tienda, donde mi
madre vendía de to. Mi madre trabajaba mucho: tenía pavos; hasta cien
pavos llegaron a tener, y ovejas…,
y cabras. Nosotros nos hemos criao
con leche de cabra” (María la costurera).
Como en el caso del padre de María, muchos otros no eran parcelistas,
sino que trabajaban en distintas tareas del campo y dependían de un jornal,
no siempre de forma continuada. Esa circunstancia no cambiaba de un
64
LA TIERRA PROMETIDA
modo relevante la vida de la gente. Los salarios no daban suficiente para
las extensas familias que poblaban el valle. Por eso tenían que buscar otros
medios de vida, complementar los ingresos del padre, con los animales y
el trabajo de los hijos, desde que tenían ocho o diez años. Así es como lo
relata Pepa:
“Mi padre era manijero, el que mandaba en las mujeres, en La
Huerta del Coronel. Pero en la casa teníamos más de trescientos pavos, pero la mitad eran del Coronel. Nosotros se los criábamos y
luego ellos vendían su parte y se quedaban el dinero. La otra parte le
vendíamos nosotros a la gente que venía de muchas partes en Navidad y otras fiestas, a comprar pavos. Las vacas las compró mi padre.
Eran vacas lecheras y también las cuidábamos los niños. Además
criábamos gusanos de seda en una habitación que nos quedó libre al
morir mis abuelos. Nosotras, las niñas, llevábamos la burra cargadita
de hojas de morera y les poníamos las hojas. To el mundo colaboraba
en eso. Luego, teníamos un huertecito pa la casa, pa nosotros. (…)
Mucho trabajo, mucho trabajo, eso es lo que yo recuerdo de mi infancia, pero no pasamos hambre” (Pepa P.).
Algunos colonos tuvieron suerte y consiguieron unas tierras que producían suficiente para no pasar necesidades. Claro que eso resultaba más
fácil cuando no se tenían muchos hijos y la desgracia no visitaba a la familia. Encarna nos relata con detalle todas los productos que sacaban de
la parcela y cómo se conocían diferentes técnicas para aprovechar lo que
sobraba y guardarlo para el invierno.
“Nunca nos faltó de comer, ni en el año cuarenta, que fue un año
mu malo. Pero mi padre mataba los cochinos, compraba pan donde
fuera, molía y mi madre hacía unas tortas mu ricas, con aceite. Mi
padre sembraba unos melones mu buenos. Al principio había que
dar al Instituto los cereales. A eso se le decía en “tutela”33: patatas y
también maíz. Se quedaban más de la mitad de la cosecha, pero las
cosas de la huerta las vendíamos: higos, membrillos, granás, ciruelos, sandia... Algunas veces cuando sobraban higos los secábamos al
sol y los teníamos pa el invierno. Los tomates se embotellaban, sin
embudo, ni na, con la mano y el dedo se le empujaba. Se le echaba
un polvito que había pa conservarlo y también se le ponía un poquito
65
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
de aceite. Los pimientos se ensartaban y los tomates también se dejaban colgaos, ensartaos en el soberao” (Encarna B.).
Durante muchos años las zonas de colonización carecieron de las
más elementales infraestructuras: la luz eléctrica, el agua corriente,
las canalizaciones, escuela, comercios… En definitiva, hasta que no se
construyeron los pueblos, proceso que se inicia a partir de 1948, la gente
vivió de una forma muy simple y aprovechando las fuentes de energía que
había entonces.
Candil para iluminarse.
Modelo de quinqué.
“En las chozas teníamos unas candelas de aceite con las que nos
iluminábamos por la noche. Luego, vinieron el carburo y el quinqué,
pero más tarde. Con eso cosíamos, remendábamos la ropa… Como
no había agua en las casas, íbamos a coger agua a la fuente; por lo
menos dos kilómetros teníamos que andar, con el cántaro. Yo me
levantaba a las seis de la mañana pa eso. Luego se ponía el agua en
el lebrillo y a fregar los platos” (Paca).
Como dice Paca, el agua corriente era algo excepcional y sólo llegaba
a las casas pudientes, en la ciudad y en los pueblos. En el campo, las
familias tenían que ir a buscarla con cántaros y otras vasijas preparadas
para guardarla en la casa y así poder lavar los cacharros de cocina o la ropa.
De ese transporte se podían encargar los niños y las niñas, valiéndose del
animal más adecuado a estos menesteres: el burro. De igual forma había
que transportar leña, que era uno de los combustibles básicos para calentar
el ambiente y también para cocinar.
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LA TIERRA PROMETIDA
“Llevábamos el agua con la burra a la choza pa poder fregar y
lavar y to eso. También ayudábamos a los padres a transportar leña
pa la candela” (varias).
Encarna tenía a sus abuelos en Olvera y recuerda los larguísimos viajes
para visitarlos cada año.
“Los viajes a Olvera duraban un día entero. A Jerez íbamos andando, luego cogíamos el coche de línea hasta Algodonales y luego venía
otro autobús hasta Olvera… Un día entero de viaje” (Encarna B.).
Pilar rememora el carro, un medio de transporte muy normal para trasladarse desde San José del Valle a La Barca de la Florida.
“Cuando pienso que entonces teníamos que venir en el carro hasta
el pueblo y ahora, que no tenemos necesidad, nos vamos a andar.
¡Cómo ha cambiao la vida!” (Pilar).
Encarnación, una de las mayores del grupo, recuerda La Barca del año
1940, un espacio rural, donde no había apenas viviendas, ni comercios
donde comprar las cosas elementales.
“En 1940 había aquí tres casas… y de comercios, la “Pelos Tiesos” era la que tenía una choza mu chica, en la que vendía dos reales34 de esto, una gorda de aquello… ¡y mira ahora qué tienda tiene!”
(Encarnación).
En unas viviendas tan precarias como las que se han descrito, pasar el
frío del invierno, debía ser duro. La candela y el brasero eran los focos de
calor, cuando llegaba el invierno, y también el lugar alrededor del cual la
familia se reunía por la noche a charlar, a coser, a desgranar maíz o desparasitar niños y adultos, algo que entonces era totalmente necesario.
“En el brasero se hacían labores: punto de cruz y esas cosas. Mi
padre ya estaba cansado a esa hora y se iba a dormir, pero las mujeres
y las niñas nos quedábamos mucho rato” (Encarna B.).
“De noche, con la luz del candil, mi madre cosía y nos quitaba los
piojos…, to lo hacía de noche. Pa los piojos nos ponía petróleo, con
lo mismo que encendíamos el quinqué y el candil…” (Pepita).
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Cántaros colocados en la cantarera. En el rincón un tipo de garrafa para almacenar aceite
(reconstrucción).
Así explican entre todas el sistema que utilizaban las madres para que la
ropa quedara libre de parásitos:
“Se ponía una candela y se echaba to en el barreño de agua caliente pa quitar los piojos de la ropa. Tenía to el mundo piojos, había de
dos clases: unos de la cabeza y otros de la ropa. Luego, vinieron unos
hombres y lo fumigaron to. Así se acabaron” (varias).
Algunas de las mujeres hacen referencia al frío que pasaron en su infancia. Es evidente que es una sensación que ha quedado muy grabada en ellas
y cada cual lo cuenta según las imágenes que recuerdan.
“Antes de los diez años yo ya trabajaba…, ¡con el frío que hacía!
Lo que más recuerdo es el frío que hacía, con los vestidos de crespón, de verano, las sandalias de goma…, siempre igual, en invierno
y en verano” (Ana).
“Teníamos unas sandalias de goma y unos vestiditos de cuadros...,
no cambiaba el vestido aunque hiciera frío. Nos levantábamos mu
temprano…, hacía mucho frío, el campo blanco, helao…, esos son
mis recuerdos” (Antoñita).
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LA TIERRA PROMETIDA
Mesa que se solía utilizar en estas viviendas. Se observa perfectamente un brasero de picón.
María la costurera, sin embargo, se sorprende al recordar que a pesar de
la ropa tan inadecuada que llevaban, no tenía frío. El verano era caluroso,
pero las casas estaban abiertas y entraba el fresquito.
“Yo no recuerdo que pasara frío de chica. No teníamos los abrigos que ahora…, yo venía con mi rebequita a la escuela, calcetines
cortos…, sin embargo, no recuerdo pasar frío. Claro que era joven.
En el tiempo del Carnaval, por ejemplo, tampoco recuerdo yo pasar
tanto frío. Los vestiditos que me hacía mi madre eran de la misma
hechura, no eran gruesos… En el verano hacía calor, pero mi casa
era grande y estaba to abierto, así que hacía fresquito… Ahora está
to cerrao” (María la costurera).
El alimento principal de la dieta en los años de la posguerra era el pan.
Su elaboración formaba parte de las habilidades de las mujeres. De la propia cosecha de trigo se molía una cantidad para extraer la harina. Las mujeres se encargaban de amasar y de cocerlo en el horno. Normalmente se
elaboraban varios kilos de pan y se guardaba en vasijas de barro, donde se
mantenía fresco durante varios días.
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Las legumbres y hortalizas completaban la dieta en esos años, ya que los
animales de corral eran generalmente para venderlos. La carne y los huevos apenas se consumían; tanto uno como otro producto se consideraban
lujos que había que guardar para momentos de enfermedad o convalecencia de las personas más débiles de la casa. Sin embargo, a menudo se convertían en moneda de cambio, para obtener otros bienes, mientras llegaba
el dinero de la cosecha o de la venta de animales y ganado. Estos son los
recuerdos de las mujeres sobre la dieta:
“Mi madre ponía tos los días puchero, al medio día y a la noche. Al
caldo se le ponía algo diferente: papas o fideos. El puchero tenía hueso de cochino y carne de la matanza del cochino, ¡y poco bueno que
estaba! Ahora, que otra carne no se le ponía” (María la costurera).
“No había na más que gachas de maíz, tortas de maíz y café, cebá
y garbanzos tostaos, eso era lo que había…” (Antoñita).
“Pan, aceite y lo preciso. En la tienda de Angelita, que era la tendera, nos daba un poquito de chocolate fiao, según como nos portábamos” (Cuqui).
“Nosotros no veíamos un plátano, la primera vez que vi un
plátano me lo comí con cáscara, porque no lo conocía. La fruta
era escasa, la que había en la parcela, si se tenían árboles frutales
o melones… Los guisos, parecío. Mi suegra o mi madre guisaban
y ponían habas, pues habas, un pavo cuando se podía, y porque lo
criábamos nosotros, un guiso de papas, arroz… Entonces el pan era
duro y poco. Amasábamos cada quince días y el pan era durísimo…
Nosotros leche si que tomábamos lo que queríamos. Los huevos,
cuando estábamos malos. Mi madre hacía buñuelos, pestiños…, por
canastas los hacía” (Pepa P.).
“La carne se comía cuando estábamos enfermas y no podíamos
comer. Y los huevos igual, cuando estábamos enfermas” (Pepita).
“Se comía la que había en cada época. De fruta: sandías, melones
y eso. Las naranjas también en la época. Las naranjas se compraban
70
LA TIERRA PROMETIDA
en El Valle, también boniatos cocíos en invierno, de postre. En Navidad no se comía pavo, ni na especial, sólo los dulces que hacíamos
en la casa: los pestiños, los buñuelos. Los polvorones se compraban”
(Encarna B.).
“Pucheros, sopa de tomate, guisos de habas…, lo que cogíamos
de la parcela. Cardillos, papas, migas, gachas con leche calentita y el
perol encima de la mesa y tos comiendo del perol. No había tantos
platitos como hoy” (Remedios).
Una de las mujeres comparte con el grupo la receta de gachas con espárragos, un plato que muchas recuerdan: “Aceite, espárragos frititos, muy
tiernos…, agua, sal y harina. Todo eso se movía…, y al final se le añadían
unos coscorrones frititos. Cuando ya estaban las gachas se les ponía un
poco de matalahúga.”
Antonia explica cómo hacía su madre ese plato. Es una variante que
proviene de la provincia de Granada.
“En Granada eran gachas coloras de maíz con pimientos secos
coloraos, con ajos majaos y aceite. Se le echaba el caldo y la harina
y un poquito de picante. Estaba mu bueno. Aquello se comía con
pimientos fritos y con pescao” (Antonia).
Este podía ser un menú diario:
“En el desayuno se tomaba café y tostás con aceite o con manteca
del cerdo. Luego, en el almuerzo, guisos, fritos de papas, de pimientos fritos, huevos…, pocas veces, y pa cenar, los garbanzos con tocino y toas sus cosas” (Encarna B.).
María Marín recuerda los años posteriores a la guerra, cuando estaban
en el pueblo de la sierra. Allí pasaron hambre. Luego, en la parcela, las cosas fueron diferentes. Aunque tenían una alimentación basada únicamente
en lo que recogían del campo, la mujer considera que comían bien, incluso
se hacían cosas extras, como los dulces de Navidad.
71
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
“(…) ¿Lo que más me gustaba?, pero si no había de na pa comer.
A mi me gustaba to. Una amiga me hacía un bollito pa que comiera,
porque en mi casa no había…, no había ni leche ni na y el chocolate, ni probarlo. Mis padres nos lo daban to a mi hermano y a mí.
Después, en el campo, criamos gallinas, cerdo, que se mataba tos los
años. Comíamos tortillas, huevos, papas fritas y guisos. En la Navidad mi madre hacía pestiños” (María Marín).
Ganado vacuno presentado en la feria. Vista general de La Florida.
Pilar es la que introduce una nueva cuestión. El pago anual a las tiendas,
debido a la escasez de dinero en metálico que había en los años cuarenta
y cincuenta. Los comerciantes “fiaban” a las familias y éstas pagaban sus
deudas cuando podían vender la cosecha. Algunas de las mujeres comentan cómo los niños y niñas esperaban ese momento, ya que muchas veces
recibían regalos, como galletas o chocolate, caprichos que de otro modo
no se podían permitir.
“Se pagaba en la tienda por años, cuando se cobraba la cosecha.
Entonces pagábamos to lo que habíamos gastao: los zapatos y to. A
nosotros, cuando pagábamos, la tendera nos regalaba un poquito de
galletas y chocolate” (Pilar).
72
LA TIERRA PROMETIDA
Matanza en lo de José Fernández “el alberquilla”. Majarromaque, c.a. 1955.
La matanza era fundamental para completar la alimentación de la familia, pero también una ocasión para la fiesta y la reciprocidad. La carne
del cochino era prácticamente la única proteína animal que se comía. Del
cerdo se aprovechaba todo y era un animal que resultaba fácil de criar, de
ahí que la mayoría de familias campesinas dispusieran al menos de uno,
que se sacrificaba para servir de alimento durante el año.
73
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
LA MATANZA
María esperaba con ansia la llegada del día de la matanza.
Cuando los fríos hacían acto de presencia y todo anunciaba esa
alegría de las zambombas y los pestiños; entonces era el gran
momento, toda una fiesta. Ese día todo el mundo se levantaba
al alba. A esa hora el rocío mañanero cubría los campos y dejaba pequeñas gotas sobre las plantas que adornaban la entrada
de la vivienda. La candela era lo primero; había que preparar
el agua caliente para pelar al cochino. De la candela se encargaban las mujeres. Se colocaban grandes troncos de leña
muy seca y se prendía el fuego. Entonces, daba gusto estar en
aquella estancia, el calorcito y el olor a café recién hecho son
sensaciones que han quedado grabadas en el cerebro de María,
que muchas veces evoca aquellos días con sus hijas.
El matarife llegaba muy pronto y ella, cuando lo veía, armado hasta las cejas con aquellos grandes cuchillos, se asustaba
un poco. Los cochinos eran muy grandes y se resistían, dando
unos grandes gruñidos que a María no le gustaba oír. Por eso
se tapaba los oídos con las manos, hasta que el animal ya no
tenía fuerza y se hacía el silencio. Los hombres de la familia le
echaban una mano al matarife, porque el “bicho” era tan grande, que un hombre solo no podía dominarlo. No era fácil hacer
que se quedara quietecito para poder hincarle el cuchillo en
el cuello. María miraba entre asustada y curiosa la escena. La
“chiquillería” se escondía detrás de las mujeres; se asomaban,
como sin querer ver, tapándose la cara y dejando dos dedos
abiertos, como una rendija para ver cómo del animal manaba
la sangre de un rojo oscuro y muy espesa. Era un espectáculo
que nunca se perdían. Luego, las mujeres movían la sangre…,
eso de la sangre a las niñas les daba una cosilla… Ese primer
74
LA TIERRA PROMETIDA
día era cuando la madre y la abuela de María hacían las morcillas. Ellas eran de aquellas mujeres que conocían todos los secretos del arreglo del cerdo y por eso, muchas veces las llamaban de casas particulares y les pagaban un sueldo para que se
hicieran cargo de la matanza. María recuerda cómo se hacían
las morcillas, porque solía ayudar en esa tarea: se movía la
sangre y se le ponía la pringue; luego un poquito de pimentón,
pimiento seco, un poquito de clavo, comino, matalahúga…,
en fin, muchos aliños… Todo eso en una gran caldera que se
utilizaba sólo para la matanza. Antes, ya se habían limpiado
las tripas, para luego llenarlas con aquella masa oscura, que
estaba tan rica, sobre todo cuando se probaba de allí mismo,
de la caldera, calentita. Luego estaban los chicharrones…, tan
crujientes…, y los chiquillos alrededor, gritando: ¡dame la vejiga, dame la vejiga! Aquello era como un globo, y los críos
jugaban como si fuera un balón.
Después se hacían los chorizos, se salaba el tocino… María
recuerda todo aquello como si fuera ayer mismo. Es una de las
sensaciones que le han quedado más grabadas en la memoria:
sus tías, sus tíos, sus primos…, toda la familia ayudaba y era
como una fiesta, como Navidad. Se hacía un guiso de carne
con arroz y asadura frita; se sacaban unos polvoroncitos, una
botella de anís y todo eso. Después su madre la mandaba con
el presente a las vecinas y personas más cercanas. El “presente” consistía en una morcilla, un trozo de tocino, algo de
chicharrones, manteca…, en fin, un poco de todo para que lo
probaran. Era una forma de agradecer favores, de reciprocidad
vecinal en la que todos participaban.
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Este relato, extraído de los recuerdos de varias de nuestras protagonistas, nos presenta la fiesta de la matanza. Y es que verdaderamente era un
acontecimiento social, en el que participaban grandes y chicos, familiares
y vecinos; cada cual con un cometido muy específico. También había muchas mujeres entendidas, con gran sabiduría acerca de las fórmulas y los
condimentos necesarios para elaborar los embutidos y preparar todas las
partes del cerdo que se guardaban durante todo el año. La abuela y la madre de María eran expertas en estas tareas, como vemos en el relato.
También la madre de Ana era una de esas mujeres habilidosas a la que se
pagaba un sueldo por realizar ese trabajo. Ella nos ofrece algunos detalles
del festejo, incluido el gran banquete que se preparaba y del que disfrutaba
mucho.
“Mi madre iba muchas veces a hacer matanzas, a casa de los vecinos y algunos le pagaban por eso. De noche se lavaban las tripas de
los cochinos. Yo me iba de madrugá, a las tres de la mañana, con las
mujeres a lavar tripas y luego se hacían las morcillas, los chorizos,
de to lo del cerdo y se formaba un banquete de pan con manteca y de
to. Me hartaba de to y lo pasábamos mu bien” (Ana).
Cuqui incluso recuerda el nombre de una mujer que entendía mucho y
era la que ayudaba en su casa, cuando se mataba el cochino.
“Mi padre tenía en su parcela melones y mataban su cochino cada
año. Pa la matanza había una vecina que era comadre de mi madre:
Benita. Ella entendía mucho y yo le ayudaba a limpiar las tripas, a
hacer las morcillas, los chicharrones y al otro día los chorizos. Yo le
ayudaba mucho. Había mucha unión, sobre to en los barracones. Estábamos unos al lao de otros…, todavía tenemos amistad” (Cuqui).
Pilar evoca las matanzas, los guisos, los olores y los sabores de la casa
de su tía. Y Encarnación recuerda esa fiesta como uno de los momentos del
año en que disfrutaba más.
“En casa de mi tía Isabel, una tía que yo tenía, la madre de mi prima, la que vivía con nosotros. ¡Allí si que se hacían matanzas!, no se
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LA TIERRA PROMETIDA
carecía de na: de quesos de cabra, de manteca, tortitas de las de Medina; las metía en una olla de porcelana de esas colorás. Luego hacía
yemitas con los huevos, mataba un pollo y hacía un arroz” (Pilar).
“Yo en la matanza también me lo pasaba mu bien: esos días era la
niña más feliz del mundo” (Encarnación).
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II
INFANCIAS
RECUPERADAS
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres del campo
¡Orgullosa madrecita!
Ved a esta linda chatita
cómo muestra un angelito,
que se agarra del bracito,
pues de sus fuerzas no fía.
En su cara, la alegría
de sostener a un chiquillo,
angelote de murillo,
con cabellera de oro
y de belleza un tesoro
¡Es un muñeco divino!
y aunque de pobreza el sino
le fue trazado en la cuna,
no se cambia por ninguna
la niña que hoy le sostiene.
Instinto de madre tiene,
y nos le muestra orgullosa,
como la más bella rosa,
de los jardines de Dios.
¡Qué grupo forman los dos!,
cuando se la ve descalza,
su sacrificio realza;
pone un nimbo a su cabeza,
esa luz de la pobreza
y ese gesto de cariño
maternal para su niño.
Luis Perez Solero
González Byass
1. De sol a sol:
Infancias recuperadas
1.niñas que trabajan
Isabel no sabía qué estaba pasando, pero de pronto un coche se detuvo y
de él salieron dos hombres con una camilla. Entraron en la choza donde su
madre seguía tendida en la cama, atendida por la tía y la abuela. El padre
daba vueltas nervioso; quería ayudar y no sabía cómo. Su desconcierto era
grande: ¿qué iban a hacer si la mujer se ponía mala?, ¿cómo sacar adelante
a los niños? La ambulancia se llevó a la enferma y durante una semana esperaron con ansia su regreso. El recuerdo más nítido de la niña es la llegada
de un coche de caballos, en el que venía su madre. Pero ya no era aquella
madre joven, sana y enérgica; Isabel era demasiado pequeña para advertir
cómo había cambiado en esos días: no tenía la misma sonrisa, ni sus ojos
brillaban como antes. No comprendía su silencio, ni sabía interpretar el sonido que emitía cada vez que quería decirle algo. Lo más evidente era que
su madre ya no caminaba como antes, ni podía hacer las camas, ni cocinar,
ni coser, ni cogerla en sus brazos para acunarla y dormirla.
Isabel no podía ni imaginar cómo iba a ser su vida a partir de ese momento; porque su madre, hasta entonces, se había ocupado de todo y ella,
como era tan chica todavía, podía jugar por el campo, correr detrás de
las gallinas, hacer travesuras y dormirse luego, segura de que allí, muy
cerca, estaba ella protegiéndola. Las madres tenían mucho trabajo, muchas obligaciones y preocupaciones, pero siempre cuidaban de sus hijos;
y más cuando eran tan pequeños; porque, para Isabelita, eran como hadas
81
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
bondadosas, que siempre sabían qué había que hacer; estaban atentas a las
necesidades de todos y además echaban una mano en la parcela, para que
el padre no tuviera tanto trabajo.
Pero la niña no contaba con que las madres también puedan enfermar,
o quedarse incapacitadas por algún accidente, incluso algunas se morían;
y cuando esto ocurría, todo cambiaba. Por eso, cuando su madre volvió a
casa, sin poder hablar ni apenas moverse, aquella familia, su familia, ya no
volvió a ser la misma. A Isabelita se le escapó de golpe la infancia y aprendió a valerse por sí misma y a tener cuidado de sus hermanos; y hasta de
su padre que, como tantos otros, nunca estaba en la casa, ni se preocupaba
de lo que había que comprar, o guisar, o remendar, o lavar…, de tantas y
tantas cosas.
Como la mayoría de las niñas de las parcelas, su vida, a partir de entonces, fue una vida de trabajo. Al amanecer había que superar la pereza y las
ganas de seguir bajo el calor de las mantas. Casi siempre el padre tenía que
vociferar y reñir a los más pequeños de la casa para sacarlos de la cama.
Grandes y chicos, todos colaboraban en las labores del campo o en la casa.
Lo primero, después de asearse y hacerse las trenzas, era preparar el desayuno: un tazón de leche recién ordeñada, con un poco de café, o cebada,
una tostada de pan y aceite de oliva... Luego, durante el día, todo eran obligaciones: que si ocuparse de los hermanos más pequeños, que si preparar
algo de comer, que si echarle de comer a los animales, que si transportar
el agua para el día, que si lavar la ropa de la semana… Isabel no recuerda
cómo podía hacer todo eso con tan pocos años, ha perdido la memoria de
esa etapa de su vida. Seguro que se puso tan mala, con aquellas fiebres, por
trabajar tanto, por no tener quien la cuidara. Luego…, sus años de colegio,
en Jerez, con las Hermanas Salesianas; los más felices de la infancia…, y
otra vez de vuelta…
–“Isabelita, que ha venido Don Francisco Lobatón a buscarte, que le
haces mucha falta a tu madre”, le dijo la madre superiora.
Esas palabras la devolvieron a su antigua realidad: una vida llena de
trabajo y privaciones, de la que algún día lograría escapar.
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INFANCIAS RECUPERADAS
Imagen publicitaria de la Bodega González Byass
“Medina” Revista de la Sección Femenina,
26 Diciembre 1943.
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Aunque hemos podido reconstruir este triste episodio de la vida de Isabel, lo cierto es que a ella le cuesta recordar ciertos acontecimientos de
sus primeros años. Pero no sólo Isabel tiene problemas con su memoria.
Cuando iniciamos este paseo por la infancia sabíamos que nos encontraríamos con algunas dificultades. Ese tiempo queda muy lejano para nuestras protagonistas y tienen que hacer un esfuerzo considerable para poder
recuperar imágenes, sensaciones, hechos concretos de cuando eran niñas.
No obstante, iremos recuperando, en la medida de lo posible, esa pequeña
historia cotidiana.
Ciertamente hemos encontrado muchas coincidencias en las experiencias infantiles, pero no todas vivieron de igual modo esta etapa vital: unas
se sintieron protegidas y arropadas, a pesar de la incertidumbre en la que
trascurría la vida de las familias campesinas; otras han quedado marcadas
por la incomprensión, la dureza o la falta de apoyo de sus progenitores;
algunas aún pueden sentir la sensación que les producía el frío del invierno bajo aquellas ligeras ropas, las mismas con las que se vestían para el
extremo calor del verano; otras, sin embargo, recuerdan con nostalgia las
noches de invierno, con la madre, junto a la candela, esperando el sueño
y aprovechando el calor del fuego para remendar los calcetines o acabar
de poner el botón en una camisa. Ninguna puede hablar de abundancia,
ya que la escasez formó parte de su vida cotidiana. A pesar de todo y por
suerte, la memoria es selectiva y quizás por eso, aquellas niñas guardaron
muy adentro las sensaciones más gratas, aquellas que aún hoy pueden recuperar: los olores, los colores, los sonidos, las imágenes y los afectos.
Gracias a esa capacidad para sobreponerse a las malas experiencias y al
espíritu de supervivencia, ellas han podido sacar partido de aquel tiempo
gris y lleno de sacrificios.
Las palabras de Isabel, seguramente nos acercan de manera muy fiel a lo
que ella vivió, recuerda, o quizás sólo le han contado.
“Mi madre se quedó que no podía hacer na de na. Yo me encargué de mis hermanos, de mi padre y de la casa…, bueno aquella
choza…, que no teníamos ni sillas. Me puse enferma de paludismo, figúrate, yo era como un perrillo que nadie le hacía caso…, y
con la alimentación que teníamos…,¡cómo no nos íbamos a poner
malos…! Hasta los ocho años estuve haciendo lo que podía, hasta
84
INFANCIAS RECUPERADAS
que un día me llevaron interna a Las Hermanas Salesianas de Jerez.
Don Francisco Lobatón se empeñó y allí estuve unos tres años. En
ese tiempo mi madre tuvo tres niños y vinieron a buscarme. Bueno,
pues yo..., ¡qué iba a decir! Mis padres ya vivían en una casilla en
La Florida. Yo no se ni cómo ella los podía cuidar con una mano…
Bueno, los niños se habían muerto, y quedó uno, el último que estaba
gateando cuando yo llegué. Yo acarreando agua, cuidando de los niños…, to lo tenía que hacer yo. Luego, tuvo tres más. Cuando nació
mi hermana, me puse con la niña…, de contenta…, porque todo eran
niños. Me acuerdo que como no teníamos ropa ni na, así que con
cuatro sábanas viejas corté trozos pa hacer los pañales. Había aprendido en las monjas a coser de to. Yo zurcía estupendamente: bajeras,
camisones, camisas, de to. Iba a la tienda a comprar tela de opal pa
hacerle cositas pa mis hermanos, porque mi madre no se ocupaba de
na. Si mis hermanos se ponían malos era yo la que tenía que correr
al médico. No los llevaba hasta que ya veía que la cosa estaba mal,
porque no tenía dinero, ni cartilla, ni na. A esa edad yo no comprendía… Don Julio, el médico, me decía: cuando se ponga malo me lo
traes, si no tienes dinero, ya hablaré con tu padre. También iba al
campo siempre que podía ganar una peseta, porque al final mi madre
se acostumbró a hacer las cosas y pelaba papas, lavaba… Pero mi
padre no quería que fuera al campo, porque tenía que llevar mi casa,
ayudar y cuidar a mis hermanos. Yo lo que quería era irme a Jerez a
servir, porque veía a las muchachas que estaban bien puestecitas y
yo ya ves, encerrá en el cortijo haciendo de mujer. Por la noche era
cuando hacía remiendos, arreglaba la ropa de todos. También lavaba
los pantalones y la ropa de mi padre pa que pudiera irse a trabajar.
A veces mi padre se quedaba en la casa hasta que se secara la ropa,
porque no había otra” (Isabel).
A través de este relato nos hacemos una idea de cómo las niñas pobres
de la época se convertían en las personas responsables del funcionamiento
cotidiano de la familia. Además, con ella nos hemos acercado a un mundo
en el que las mujeres realizaban una gran cantidad de labores absolutamente imprescindibles para el mantenimiento de la vida familiar. Algunas
de estas labores requerían tiempo, como por ejemplo la costura. Hay que
tener en cuenta que en esa época casi nadie tenía acceso a la compra de
85
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
ropa confeccionada. Todo se tenía que
coser o elaborar: desde la ropa interior
de toda la familia, pasando por las camisas, pantalones, chaquetas, vestidos,
batas, sábanas, jerséis y ropa de invierno, de lana o paño. La escasez hacía necesario el mantenimiento de la ropa el
máximo de tiempo; es decir, se remendaba, se transformaba, y los hermanos
pequeños heredaban lo de los mayores;
no se tiraba absolutamente nada.
Las niñas iban adquiriendo esas habilidades desde la infancia, observando
a la madre, en la escuela, y más tarde,
algunas iban al taller de una modista La panera de zinc donde se ponía el agua, y la
madera para frotar la ropa.
del pueblo. En aquella época era impensable que una mujer no supiera coser y remendar; era una habilidad
totalmente necesaria.
Tanto Isabel como sus compañeras del grupo son verdaderas maestras
con la aguja, gracias a ese temprano aprendizaje. Algunas de ellas nos hablan de este tema.
“Mi madre me enseñó a remendar la ropa. Aprendí a coser y a hacer labores en el Servicio Social. A mi casa, venía una mujer a coser
pantalones y camisas pa mis hermanos y yo ayudaba sobrehilando y
esas cosas…” (María Álvarez).
“Aprendí a coser con mi madre y luego con una modista. Las modistas no querían que aprendiéramos y sólo nos ponían a sobrehilar,
pero como mi hermana era mu lista me enseñaba a mí, así que eso
luego me sirvió pa sacarme un dinerillo, porque siempre he cosío pa
la calle” (Antoñita).
“Estuve una temporá en el convento aprendiendo a bordar. Encajes de bolillos y bordados a bastidor. En Torrecera también aprendí a
coser. Ratitos, cuando las cosas de la casa estaban hechas” (Cuqui).
86
INFANCIAS RECUPERADAS
El tiempo que las mujeres dedicaban a coser, lavar y a la elaboración de
alimentos era importante. Por eso, muchas veces las madres necesitaban
ayuda, sobre todo, cuando la familia era numerosa, cosa bastante corriente.
El trabajo de las niñas era habitual y doble: ayudaban a sus madres en las
labores domesticas y a sus padres en las tareas del campo.
Cuqui, por ejemplo, explica cual era su tarea principal en la casa y relata
detalles sobre la higiene, el lavado de la ropa y el ambiente que se vivía en
los lugares donde se reunían las mujeres y las niñas para hacer la colada.
Muchachas de Guadalcacín, haciendo
la colada. FUENTE: http/Red.es.
“Mis amigas tenían varias hermanas y ellas siempre jugaban, pero
yo no podía salir a jugar, porque tenía tanta gente pa cuidar. Mi madre me reñía porque venían a buscarme y yo no me podía ir. Venía
una mujer de Arcos a lavar la ropa de la casa y yo un día dije: aquí
ya no viene nadie y me dio por lavar. Tenía la ropa de mis abuelos
(tres personas) y la de tos nosotros, me pasaba el día lavando. Me
iba a la parcela con la carreta, al río, una ropa venía seca y otra mojá.
Algunas veces se lavaba en el pozo, al lao de la parcela. Había muchas mujeres allí haciendo la colá y tendíamos en una alambrada”
(Cuqui).
A veces, se tenía que andar un buen trecho, “un kilómetro y medio, más
o menos, había hasta llegar al arroyo”, dice Antoñita; y como no siempre
se disponía de un medio de transporte, las niñas cargaban con la ropa.
Los arroyos y las acequias, donde se reunían las mujeres y las muchachas
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
a lavar, eran un lugar de sociabilidad. Allí las noticias corrían y se comentaban con mejor o peor intención. También allí se exponían las “miserias”
e intimidades de cada cual, a través de la ropa interior y de cama; algo que
resultaba natural en un mundo en el que la higiene tenía una importancia
relativa, dados los medios existentes.
“Las mujeres y las muchachas comíamos juntas y charlábamos,
pero poco tiempo, porque había mucha ropa… En el lavadero se
veían sábanas negras y llenas de pulgas…, porque había gente que
lavaba muy de vez en cuando. Entonces no había mucho jabón y
mucho menos lejía, así que se le echaba clarilla35. Luego se ponía al
sol y la ropa quedaba blanquísima…” (Cuqui).
Existían también otros trabajos, ligados a las condiciones de vida del
campo en los años cuarenta y cincuenta. La dispersión de las viviendas
hacía necesario trasladarse de un lugar a otro para vender algunos productos
o intercambiar. Como Antoñita que repartía leche por las chozas y la daba
fiá y Pepa P., que solía venir con su hermana, andando o en bicicleta, a
repartir la leche al pueblo.
En la posguerra algunas niñas no sólo trabajaban en sus casas, ayudando
a las madres, sino que sirvieron de “tapadera” a sus familias en una actividad perseguida: el estraperlo. Ellas podían más o menos pasar desapercibidas para la Guardia Civil y se convertían en pequeñas heroínas capaces de
sacar un sueldo y ayudar a su familia a salir adelante. Es el caso de Pepita
que con mucha “guasa” explica anécdotas referidas a esta cuestión:
“Unos hombres venían de Alcalá de los Gazules. Venían con dos
perros con un aparejo como el de las bestias y cargaos de tabaco. A
mi me ponían un bambo36, forrado por dentro de café y tabaco. Yo
no entendía na, no sabía ni leer ni escribir. Iba de casa en casa: ¡Mariquitaaa, ¿qué va a querer hoy?! Mi madre me decía: fulana quiere
esto, la otra quiere lo otro y a mi no se me olvidaba, sin apuntar, ni
na. Ellos venían cada quince días más o menos y llevaba pastillas
de endulzar el café, de jabón, polvos de la cara, tabaco, etc. Lo que
más se vendía era el tabaco. Recuerdo que unos cuarterones tenían
un papel mu bonito, con un águila verde… To eso venía de Gibraltar.
88
INFANCIAS RECUPERADAS
A mi me daban 700 pesetas por vender aquello. ¡Eso era un dinero!
Nosotros escondíamos a los hombres y no los cogían. Se tiraban
tres o cuatro días hasta que se terminaba de vender; escondíamos la
mercancía en el campo, en una choza, al lao del corral allí mismo…
Algunas veces los detenían y les daban palizas los guardias civiles.
A mi no me pillaron nunca. Yo me metía debajo del mostrador de la
pescadería y los guardias que se lo debían sospechar preguntaban por
mí y no me veían. Mi madre les decía que estaba jugando” (Pepita).
Pero además Pepita llevaba el trabajo de la casa, mientras su madre,
viuda desde muy joven, vendía pescado en el mercado.
“Mi madre estaba tranquila porque yo les hacía las cosas y la comida a mis hermanos. Hacía puchero tos los días, era lo que había.
Luego, si mi madre se tenía que ir a algún sitio, me dejaba en la parada vendiendo. Lo apuntaba to con rayitas porque no sabía escribir:
petróleo, sal, aceite, arroz, garbanzos, pastillas de azúcar, carbón,
espárragos… Mis primas se pensaban que yo era mayor porque le
hacía esas cosas” (Pepita).
Encarna García complementaba los escasos ingresos del padre y la madre, con una serie de habilidades a las que ella sabía sacarles provecho.
“Mi madre trabajaba en un horno y yo le ayudaba. Yo les hacía
mandaillos a ella y a las vecinas. Llevaba un vale37 porque entonces
era así, no teníamos dinero casi nunca. Ella me decía: ten cuidao que
esto vale mucho. Total…, yo en el campo no trabajaba siempre. ¡La
niña bonita!, pero la verdad, era la que más trabajaba, porque era mu
rápida. Era mu rápida liando cigarrillos. Compraba los cuarterones
de tabaco y era rapidísima haciendo ese trabajo. Eso era mu pequeña,
cuando vivía en Alcalá. También me llamaban las muchachas para
que les escribiera las cartas a los novios. Ellos estaban en la guerra o
por ahí y me daban algo, una gorda o una chica38 … Yo siempre tenía
dinerillo” (Encarna García).
Encarna también explotaba sus cualidades artísticas, aunque no siempre
con el beneplácito de los padres.
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
“Me gustaba muchísimo cantar y a mi hermana mayor también.
Nos llamaban a las fiestecillas y me dejaba a mí el cante flamenco.
Nos daban unas perrillas, no te creas. Tendríamos siete u ocho años,
más o menos” (Encarna García).
Ana y María trabajaron durante unos años a cambio de la comida y la
ropa.
“Trabajaba en casa de mis primos: cuidaba de ocho niños que tenían. Además ayudaba en la parcela y en la casa, hacía de to. Desde
los diez años estuve así hasta que me harté y me fui a servir. Me
trataban tan bien que alguna gente se pensaba que yo era hija de mis
primos. Veía a mis padres algunas veces, pero ellos vivían en su casa
y yo tenía allí mi vida hecha” (Ana).
“Nosotros teníamos un campo de aceitunas y desde chiquitita me
iba a coger aceitunas…, a coger garbanzos, cardando…, desde chiquitita. En ca de mi tía estaba yo por la comida y a cambio le hacía
las cosas…, mucha calamidad es lo que pasé. A los doce años me fui
a servir a Cádiz” (María Marín).
El cuidado de los animales era una de las tareas que los niños podían
realizar sin mucho esfuerzo, aunque sí requería una responsabilidad. Pepa
recuerda esa etapa de su niñez, añadiendo al relato pequeñas anécdotas
sobre sus experiencias menos agradables.
“De niña mucho trabajo, esos son mis recuerdos. Cuidaba los animales, porque mi padre tenía vacas y pavos. Con ocho o nueve años
yo ya era responsable de los pavos. Cuando veníamos de cuidar los
pavos, íbamos por la leña pa la candela y si no podíamos salir rebuscábamos bellotas, maíz pa los cochinos. Éramos tres niñas y mis hermanos, los varones, que eran mayores y mu malos. Me encargaba de
repartir la leche en el pueblo, andando o en bicicleta y mi hermana
también. Teníamos unas medidas con las que echábamos a la gente
un litro, medio, lo que ellos quisieran. No nos acostábamos por la
noche hasta que desgranábamos el maíz…” (Pepa P.).
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INFANCIAS RECUPERADAS
Pero esta mujer no sólo trabajaba ayudando a sus padres, sino que con
sólo doce años se fue a trabajar como jornalera. Eso representaba, además
del trabajo la responsabilidad de madrugar, no faltar al tajo y tener que
mantener el mismo ritmo que un adulto segando. Pepa recuerda esa época
con toda claridad y presume en cierto modo de la madurez que demostró
cuando decidió irse a segar, a pesar de la resistencia de su padre.
“Me fui a trabajar con doce años a la Huerta del Coronel. Era mu
endeblilla. Ganábamos tres pesetas, labrando maíz. Desde que salía
el sol hasta que se ponía. Allí estaba mi padre de manijero. Luego,
por una tontería que me pasó, me fui y me metí en una cuadrilla que
estaba segando, en otra finca cerca de allí. Hablé con el manijero y
me pagaban siete pesetas; era mucho entonces. Pero yo segaba como
una persona mayor y a mi padre le dije: ¿has visto?, ahora gano mucho más. Allí ganábamos igual los hombres y las mujeres. Pero en el
maíz ganábamos menos.” (Pepa P.).
Le pido a Pepa que intente recordar cómo era un día normal en su infancia y esta era más o menos la rutina:
“Me levantaba a las seis de la mañana, desayunaba con achicoria
o malta, que era lo que había entonces, con pan y leche, después nos
íbamos con los pavos a unos cinco kilómetros. Luego a coger tagarninas y cardillos, cargábamos la burra y las llevábamos a casa pa la
comida del día” (Pepa P.).
Algunas hablan de responsabilidades a una edad muy temprana. Es el
caso de Encarnación que recuerda detalles muy conmovedores, como la
escena en la que se dedica a desparasitar a su madre.
“(…) Mis padres tenían una parcela de los primeros colonos. Ahí
me trajeron con unos tres años. Mi madre me contó que me ponían
una sillita guardando las gallinas. Me ponía allí porque yo era mu
buena y no me movía del sitio. Con cinco años ya me iba con los
cochinos, entre trigales..., lo pasaba fatal. Como era la mayor, yo era
la que lo hacía to, cuidaba a mis hermanos chicos… Estaba rendía
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
cuando llegaban las ocho de la noche. Una vez, mientras mi madre
estaba en el hospital, después de un parto, una mujer se quedó con
mi hermana pequeña. Yo me harté de llorar y se me pusieron los
ojos malos. A mi me daba unas ganas de llorar, porque a mi niña no
la podía ver y a mi madre tampoco. Pero mira, luego le dio una diarrea y ese matrimonio no la quería tener. La cogí y me la llevé a mi
casa. Se le fue la diarrea. Y eso que le daba yo unas cosas pa comer
¡que vaya!, no eran pa curarse… Cuando llegó mi madre del hospital
¡traía una piojera¡!, pero yo no la dejaba sola, me acostaba con ella y
le daba besos to el rato, mientras la despiojaba” (Encarnación).
Pero no todos los casos son iguales. Encarna, por el contrario, tiene un
recuerdo muy dulce de su infancia y al compararse con sus compañeras,
reconoce que ella tuvo suerte.
“Yo trabajé, pero no tanto como mis compañeras. Era la más pequeña de la casa y me iba con once años a ayudar a mi padre al huerto. Él echaba la simiente, yo le echaba agua y luego él la enterraba.
Sembrábamos tomates, melones, de to un poquito. Eran ayudas pequeñas. Mi madre no mandaba hacer las cosas, no nos daba trabajo a
las hijas, prefería hacerlo ella” (Encarna B.).
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INFANCIAS RECUPERADAS
Infancias recuperadas
2. La escuela:
los niños primero
Ana no entendió nunca por qué su madre no quiso que volviera a la escuela. Era demasiado chica para comprender ciertas cosas y sólo pensaba
en lo bien que se lo pasaba; estaba encantada. Allí encontraba niñas con
quien jugar y aprendía a leer; le gustaba tener su cartilla, donde iba aprendiendo las primeras palabras, juntando letras: la m con la a: MA; la n con la
e NE; y después mama, nene… Y tenía su libreta, con doble raya para que
las letras salieran del mismo tamaño y bien rectas; y su lápiz de madera
con una punta muy fina que siempre se le rompía, porque apretaba mucho
para escribir. Le hubiera gustado pedirles a los reyes un plumier, como
aquel de madera que llevaba su compañera de pupitre, pero eso ya era más
difícil. Ana veía que otras niñas podían tener aquellas cosas, incluso muñecas, diábolo y saltador, pero a ella, siempre lo mismo: unos canastitos con
caramelos y una gorda, un huevo duro pintado de colores..., esas cosas. Su
madre le decía que se tenía que conformar, que así era la vida, que siempre
había habido ricos y pobres. Y Anita siguió su vida de siempre. Desde que
amanecía, ella salía a las calles a vender aquellos molletes calentitos que
preparaba su madre y los colocaba en una cestita de mimbre, cubiertos con
un pañito blanco para que guardaran el calor. Y ¡qué frío pasaba en aquellas gélidas mañanas del mes de enero! Sobre todo recuerda las sandalias
de goma y el vestidito que no abrigaba nada, lo mismo que en verano, pero
en enero los charcos se helaban y ella no ha podido olvidar aquella sensación, que se metía en los huesos…,¡qué frío! Gracias que su madre le ponía
encima un mantón, y con el calorcito de los molletes…
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Es curioso cómo Ana ha guardado en algún rincón de su memoria este
momento tan especial en su vida de niña. Su historia nos acerca a un hecho que ha condicionado la vida de muchas personas nacidas en los años
treinta, cuarenta y cincuenta del siglo XX en este país. La escuela estaba
reservada a unos pocos privilegiados39. Sobre todo en el campo andaluz,
las familias campesinas más pobres y los hijos de jornaleros sin tierra, tenían demasiados problemas para salir adelante cada día. El valor de saber
leer, escribir y hacer cuentas se entendía, pero en el contexto en el que
esperaban desarrollar su vida, no era imprescindible. Si había que hacer un
esfuerzo, se hacía para que los varones pudieran aprender a valerse por sí
mismos y defender los intereses de la familia.
Como Ana, la protagonista del relato anterior, algunas mujeres vivieron
su primeros años en un pueblo de la sierra, donde había posibilidad de
aprender a leer y a escribir, porque existían las escuelas públicas. Pero sus
familias prefirieron tenerlas en casa para ayudar. En todo caso hablamos de
una escuela muy pobre y rudimentaria, cuya imagen conocemos a través
de muchas novelas de la época y algunas películas inolvidables40.
En las zonas de colonización la cuestión era más complicada. Ciertamente,
las familias que llegaron a la campiña de Jerez, sobre todo en los primeros
años, no tenían fácil la escolarización de sus hijos. En primer lugar porque
vivían en el campo, alejadas de poblaciones con servicios básicos, como
la escuela o la iglesia. Por otro lado, hemos visto el panorama familiar que
tenían muchas niñas y la responsabilidad que se les daba desde pequeñas.
Así pues, algo que actualmente nos parece incuestionable como el derecho
a la educación, en esos años no estaba al alcance de todos.
Así es como vivieron algunas mujeres esta situación:
“En El Torno, a mis hermanos si les daban clases. Mi hermana iba
al colegio y mi hermano tuvo un maestro en la casa. A mí me tocó
“la china”. Yo eso lo veía normal, porque desde chica había que
trabajar” (Ana).
“No fui nunca al colegio porque como “era un niño” tenía que
cuidar de los animales. Cuando yo nací mi padre quería un niño y me
trataba como a un niño. Hasta me llamaba “zagalillo”… A mi hermana la apuntaron a una escuela y a mí no. Eso creo que me afectó. Mi
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INFANCIAS RECUPERADAS
hermana sabe escribir y me escribía a mí las cartas de mi novio. Mi
padre me puso un maestro por la noche, pero nunca tenía tiempo, así
que he aprendío ahora, en la escuela de adultos” (Antoñita).
“(…) Las niñas siempre teníamos que hacer… Aquí en las parcelas, los maestros venían a las casas y enseñaban a los niños, después
de trabajar. Me acuerdo que una vez un maestro de estos empezó a
abusar un poco de las niñas, tocándoles las piernas y ya los padres
quitaron a las muchachas” (Encarna B.).
Una forma de resolver la escolarización de los niños en las parcelas fue
la utilización de maestros itinerantes. Después del trabajo del día, éstos se
desplazaban por las chozas y daban clases a los niños y niñas de algunas
familias. No está claro si estos hombres tenían estudios de magisterio, o
sólo eran personas sin otros medios de vida y que sobrevivían de ese modo.41
Podemos imaginar el cuadro: en un habitáculo sin apenas mobiliario y
sin luz eléctrica, un maestro se esfuerza por transmitir sus pocos conocimientos a unos niños cansados del trabajo diario, pero ávidos por ampliar
sus horizontes.
“Fui mu poco al colegio; yo es que criando a los chicos..., no tenía
tiempo de na. Fui a la señorita Mª. Luisa una temporá, pero tenía que
cuidar a mis hermanos pequeños y faltaba mucho. Se decía que las
mujeres no necesitaban aprender esas cosas. Los niños tenían maestros que les enseñaban en la choza, después del trabajo. Me acuerdo
que a uno le llamaban el “maestrito”, porque era mu pequeñito. A
mí me daba envidia de mis hermanos que aprendían. Al maestro le
pagaban mu poquito, y si era hora de comer o cenar, se le daba la
comida” (Antonia).
Que los varones aprendieran se veía como algo natural y nadie lo ponía
en cuestión. “Mis hermanos tienen negocios y lo llevan to mu bien, porque
aprendieron con un maestro que venía por la noche. Antes era así”. Dice
María la costurera, refiriéndose a esta cuestión.
Cuidar de los hermanos pequeños, de la casa, de la madre enferma, de
los animales…, esa fue la ocupación fundamental de las niñas de esta ge95
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
neración. Este hecho tan evidente ha dejado en ellas una huella, o mejor
dicho, forma parte de su identidad como mujeres, se reconocen en esa forma de estar en el mundo: cuidando, siendo útiles a los demás, entregando
su tiempo para mejorar la vida de toda la familia. Pilar vuelve a insistir en
esa obligación de las niñas.
“Las monjas se quejaban de que faltábamos a la escuela. Las niñas
cuidaban el melonar si había que hacerlo. Los niños iban a la escuela
siempre, pero nosotras teníamos que ayudar. El ojito derecho de mi
padre era mi hermano más pequeño. Él no quería que estuviera en el
campo, quería que estudiara y a nosotras nos mandaba al campo…,
así que hemos madurao a la fuerza: guisando, haciendo de to. Mi
hermano se fue al seminario, le dieron una beca. Los niños eran los
que tenían que estudiar; los señoritos mismos les pagaban los estudios” (Pilar).
María la costurera es un caso peculiar. Sus padres encontraron una fórmula curiosa para resolver la cuestión de las distancias y la necesidad de
que las niñas ayudaran.
“Teníamos que andar más de un kilómetro, ¡mucho más!, pa llegar
a la escuela y hacíamos falta en la casa, así que yo me iba a cuidar los
pavos por la mañana y mi hermana al colegio; por la tarde me iba yo
al colegio y ella cuidaba a los pavos” (María la costurera).
Las distancias y la falta de medios de transporte rápidos, funcionaba
como un gran condicionante para la escolarización de la población infantil.
Muchos padres, aunque hubieran querido, no tenían la posibilidad de llevar a las criaturas desde el campo al pueblo, para que asistieran a la escuela. María, una de las más jóvenes del grupo explica cómo esa circunstancia
afectó a su escolaridad.
“Desde la parcela venía al colegio, aunque estaba lejos. Pero un
día me puse mala y cogí un resfriado y ya mi madre dijo: hasta que
nos vayamos al pueblo, cuando nos den la casa, no vas al colegio, así
que estuve dos años por lo menos sin ir a la escuela. Luego fui hasta
los quince, o sea, que hice toa la escolaridad” (María Álvarez).
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INFANCIAS RECUPERADAS
María se fue a vivir a una de
las casas que construyó el INC
para los colonos, aproximadamente en el año 1950, cuando
ya tenía diez años. Fue entonces cuando empezó su escolaridad y la terminó a los catorce
o quince, después de obtener
el Certificado de Estudios Primarios.
Además de los condicionanMaría con sus compañeras de escuela y
tes que ya hemos visto, la ayude uniforme. 1953.
da en el campo y en la casa,
o las distancias y falta de medios de transporte, hay que señalar otros, no
menos importantes. La simple confección de un babi (así se le llamaba a la
bata que se ponían los escolares) y la compra del material necesario para
poder aprender a leer y a escribir, podía convertirse para una familia numerosa en un gasto extraordinario, o imposible de asumir. Cuqui recuerda
cómo la mayoría de niñas no podían llevar nada a la escuela.
“Nadie llevaba na, porque la gente no tenía…, y a mí me decían
que yo era la niña del “Perito”, porque mis tías, que estaban en
Sevilla, me compraron una maleta de madera mu bonita, con unos
dibujos y su asita; y yo iba mu arregladita, porque era la primera
sobrina y me mimaban mucho” (Cuqui).
Pilar añade otras vivencias relacionadas con la presencia del Régimen
Franquista y de la Iglesia Católica en la escuela.
“De lo poco que fui a la escuela lo que recuerdo es el cuadro de
Franco que estaba allí siempre... Nos ponían en el patio a cantar el
Cara al Sol, y nos enseñaban el catecismo” (Pilar).
Algunas veces, la escuela sólo se utilizaba para determinados momentos,
por ejemplo: la preparación para hacer la Primera Comunión, o sea, que la
función principal quedaba en segundo plano. Las propias niñas percibían
esta realidad y ahora se quejan de que no les enseñaban nada práctico.
97
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Otras, sólo recuerdan anécdotas. Son recuerdos deshilvanados, trozos de
vida escolar que pueden responder a una experiencia más o menos traumática. Lo cierto es que María no ha olvidado el trato discriminatorio y poco
afectuoso de su maestra.
“Estuve en la escuela con tres maestras, no recuerdo cuanto tiempo. Yo aprendí, pero escribía malamente. Ahora de mayor he aprendío más. Recuerdo a una maestra que le pegaba a mi prima. Una vez
me escapé, porque la maestra era mucho de una niña preferida y esa
niña nos echó la culpa a unas cuantas de que le habíamos pegao; por
eso me escapé. Además la maestra no me admitía porque tenía unas
cositas en la cara, una especie de granitos... También recuerdo que
un día nos dejó encerrás a unas cuantas y otras niñas nos echaban de
comer por la ventana” (María Marín).
María nos recuerda que antes de la guerra, durante la República, estaban
todos juntos, niños y niñas, aunque los sentaran en lugares diferentes.
“Antes no había tanta maldad como hoy, estábamos en la escuela
las niñas y los niños. Había tres filas de bancas: una la de niños, otra
de niñas y otra de los que sabían más. Luego, después de la guerra
partieron la escuela en dos y nos separaron” (María Marín).
Encarna es de las pocas que tuvieron una corta, pero bien aprovechada
vida escolar. Aunque también ayudaba en su casa, como ya hemos visto,
estuvo algún tiempo en el colegio, en Alcalá de los Gazules. Ella misma
explica que la sacaron en cuanto aprendió a leer, escribir y las cuatro reglas. Era lo que las familias campesinas y humildes podían permitirse.
Otra cosa se consideraba fuera de lugar, pocas personas se permitían soñar
con algo diferente.
“¿La Escuela…? pues me gustaba muchísimo. Me pusieron en el
colegio. Yo era rápida aprendiendo. Mis padres cuando sabía leer,
escribir y las cuatro reglas ya me sacaron. Un día la maestra me
encontró en una tienda y me dijo: Tengo que hablar con tus padres
y así fue. Dicen que fue la maestra a hablar con mis padres pa que
no me quitaran del colegio. Ella decía que yo tenía una mente mu
despierta y rápida. Tenía un hermano que era sacerdote y me propuso
98
INFANCIAS RECUPERADAS
irme a Cádiz donde él me ayudaría a seguir los estudios, porque en la
escuela ya no hacía na. Ellos se han arrepentío muchas veces de no
haberme dejao ir. Todavía me acuerdo de algunas poesías que aprendí en la enciclopedia que había en mi casa: A un panal de rica miel…,
Micifú y Zapirón se comieron un capón…, y también las historias
de Rómulo y Remo, que los crió una loba, y Amílcar Barca…, tengo
buena memoria” (Encarna García).
Pocas eras las niñas que en los años cuarenta tenían la posibilidad de
salir de su pueblo para estudiar en un colegio de monjas. Era un privilegio
del que podían disfrutar las hijas de familias pudientes, aunque desde final
del siglo XIX se habían establecido en Jerez algunas órdenes religiosas
dedicadas a la enseñanza, que acogían a hijas de obreros en sus aulas42. Las
niñas asistían a las clases, donde aprendían no sólo a leer y escribir, sino
todo lo que por entonces se consideraba necesario para una mujer: coser,
bordar, zurcir, higiene domestica, etc. Este es el caso de Isabel.
“Yo tendría unos ocho años cuando vino Don Francisco Lobatón,
que estaba en el Cortijo de la Florida, y me llevó a Jerez al colegio
de monjas. Allí estuve hasta los once años. En el colegio estaba contentísima; el baño semanal, eso era un lujo, el cepillo de los dientes…, el camisón de dormir… Nosotros en la parcela no teníamos
na. Aprendí a leer y a escribir…, leo mu bien y me encanta. Escribir
porque no practico… También aprendí de cuentas, a coser. Nos hacíamos la ropa nuestra: bajeras, camisas de dormir, calaos, punto de
marca… A mi me gusta sobre todo el bordao y hacer calaos, no tanto
coser ropa, pero las labores…, sí. Yo zurcía con un huevo la ropa de
las monjas, la ropa que se rompía. Podría haber aprendió mucho más
con otro par de añitos que me hubiera quedao…” (Isabel).
Como vemos, a Isabel le ha quedado un recuerdo muy positivo de su
tiempo en el colegio. Y es que su vida mejoró realmente el día que salió de
la parcela para irse a las Salesianas de Jerez. Por eso resulta dramática su
vuelta a la situación de partida, donde de nuevo tuvo que vivir en la más
absoluta pobreza y asumir las responsabilidades que desde muy “chica”
había tenido.
99
“Como una blanca azucena,
lo mismito que un jazmín
mi niña va hacía la Iglesia,
a la Iglesia de San Gil.
Ha cumplido 7 años
y va a recibir a Dios,
mi niña toma rezando
su primera comunión.
En el quicio de la puerta
estamos su madre y yo,
con lágrimas en los ojos
y risa en el corazón”.
(Canción pupilar. Juanito Valderrama).
Infancias recuperadas
3. La Primera Comunión:
vestirse de blanco
Encarnación lo ha pensado muchas veces y suele quejarse cuando se habla del tema: “Que yo no pudiera hacer la comunión, eso no lo perdono”.
Pero así eran las cosas. En el año 1939, al acabar la guerra, ¿quién se podía
permitir comprar un vestido de comunión? Tenía siete años y se pasaba
el día cuidando del ganado. Por la tarde, algunas veces, podía escaparse a
las misiones, con las muchachas de las parcelas vecinas: Francisca Alcalá,
Micaela…, ellas ya mocitas, con novio. Encarnita era de aquellas niñas
que se hacía querer y por eso conseguía que las muchachas se la llevaran a
la iglesia. Allí se reunía toda la gente menuda de las parcelas para escuchar
los sermones de los padres misioneros; unos sermones que conseguían inculcar en las mentes infantiles la idea del pecado y el miedo al castigo del
infierno. Aquellos hombres eran verdaderos maestros de la palabra y por
eso ejercían una enorme atracción en las gentes sencillas.
Encarnación recuerda que su madre le había comprado una Doctrina
Cristiana, para que se fuera preparando para la Primera Comunión. La niña
había aprendido a leer con un maestro que venía a la casa algunas noches,
así que ella sola se ponía y memorizaba las preguntas y las respuestas:
–¿Eres cristiano?... soy cristiano por la gracia de Dios
–¿Y qué es ser cristiano? … ser cristiano es ser discípulo de Cristo.
(….) Luego, venían las oraciones fundamentales: el Padre nuestro, el
Credo…, y también los Sacramentos de la Santa Madre Iglesia y los Mandamientos de la Ley de Dios… Todas esas cosillas, se memorizaban y
entonaban como una cancioncilla.
101
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Ella no tenía muy claro por qué era tan importante aquello, pero sí veía
cada año, al inicio de la primavera, la procesión de El Corpus. Era un
día precioso y le encantaba mirar la fila perfecta de niñas vestidas como
princesas; con su vestido largo, con pequeñas jaretillas o volantes; con sus
manguitas de farol, muy graciosas, y los zapatos blancos a juego. Lo más
llamativo era la corona y el velo de tul, primorosamente bordado. Un día,
una vecina de las parcelas le enseñó un libro blanco, con su portada de
nácar y el precioso rosario con cuentas también blancas, con una pequeña
cruz. Aquella niña había hecho ya la comunión y llevaba un bonito vestido
blanco, con su limosnera, recogida en la cintura. La limosnera servía de
monedero, porque después de tomar la comunión los niños y niñas recorrían el pueblo repartiendo las estampas de recuerdo a las vecinas más
conocidas. Como regalo, las mujeres les daban unas pesetillas que se guardaban en la bolsita.
Pero aquella niña era lista, sabía que ella no podría tener tantas cosas.
No se podía, no había “perras” para esos lujos; demasiadas preocupaciones en el día a día: la parcela, los animales, los hijos que se ponían malos,
las medicinas… Era muy chica, pero sabía todo eso, porque era lo que contestaban las madres cuando, ansiosas, las niñas preguntaban por el traje de
la comunión. Eso sí, estrenaría un vestido muy sencillito y bien limpia se
acercaría ese día a la iglesia y comulgaría, como todas las demás. Cuando
hablaba con sus amigas, cada una iba explicando con alboroto el vestidito
que le estaba cosiendo su madre: uno era azul, de lunares diminutos, como
una puntita de alfiler; otro, blanco de piqué con florecillas de colores… A
ella ya le tenía preparado su madre uno de percal. Se lo hizo para la matanza, que era la fiesta más grande, pero lo utilizaría ese día, porque era nuevo
y con él estaba muy guapa; eso le decía su madre.
Pero lo que verdaderamente le importaba a Encarnita, lo que le llamaba
la atención, era eso de que a las niñas les dieran regalos el día de la Primera
Comunión. Lo sabía porque se lo había dicho su amiga: pan con chocolate,
huevos duros, caramelos... ¡Qué banquete se iba a dar! La niña no esperó,
no podía esperar; era más fuerte su deseo de aquellas cosas, que las ganas
de estrenar vestido. Por eso, una tarde, sin decir nada a nadie, vestida con
ropa de diario, subió al altar y, mezclada con las demás niñas, tomó la Primera Comunión.
102
INFANCIAS RECUPERADAS
La Primera Comunión era una ocasión para festejar algo especial; un día
que se esperaba con ilusión. Pero la mayoría, las niñas pobres de los pueblos de la sierra, o las que vivían en las parcelas, se tenían que conformar
con estrenar un vestido corriente. Encarnación nos contó algunas de los
detalles de esta narración, pero el texto es el resultado de los recuerdos que
guardan las mujeres sobre ese acontecimiento.
Así es como evoca Paca ese día, sin que sus palabras dejen entrever
ninguna queja:
“Hice la Primera Comunión en el cortijo El Sotillo. Había una
iglesia de los señoritos, allí en el mismo cortijo, y una maestra que
venía a prepararnos cuando llegaba la hora de la comunión. Luego,
ese día nos dieron una onza de chocolate y huevos cocíos. Yo no fui
con traje blanco, ni na, un vestidito bien, pero de limpio y ya está”
(Paca).
Ana, sin embargo, parece que tenía claro que había diferencias y desde
luego a ella no le gustaba nada ir en las últimas filas de la procesión.
“La Primera Comunión la hice con un trajecito rosa bordaíto y
con unas tablillitas. No la hice de blanco, como otras que iban en la
procesión de El Corpus. Nosotras íbamos detrás de las que llevaban
el traje blanco. Yo ya estaba harta de ir allí detrás, me quería ir a mi
casa, porque a mí me hubiera gustao ir de blanco. Las de “Pitiminí”
eran las que iban en fila luciéndose…” (Ana).
Varias de las mujeres explican cómo la posibilidad de recibir algo para
comer, o cualquier “regalillo” hizo que ellas solas decidieran tomar la
comunión en un día cualquiera, sin consultar a sus padres. ¿Quién iba a
resistirse a una onza de chocolate, cuando en sus casas faltaba lo más elemental?
Como sus compañeras, Cuqui no tiene fotos de ese día tan especial; y
es que es otra de las que sorprendió a su familia con una comunión espontánea.
“Yo iba a misa, porque mi abuela era mu religiosa, pero no me
preparé pa hacer la Primera Comunión. Mis amigas estaban preparás
y el día de la comunión de ellas subí a comulgar, porque nos daban
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
una bolsa de caramelos, huevos cocíos y eso… Mi madre se quedó
pará, pero ya estaba hecho. Sí llevaba un vestidito de crespón, que
era igual pa invierno que pa verano. Así que no tengo fotos de la
comunión” (Cuqui).
Pepita recuerda muy bien esa unión entre catecismo y merienda. Y no es
extraño, ya que la imagen que ella nos transmite no puede ser más clara:
los niños medio desnudos y descalzos, corriendo por las calles de San José
del Valle.
“El boticario venía a buscar a los niños pa prepararlos pa la comunión. Yo no podía ir muchos días porque tenía que fregar y ayudar. Una señorita del cortijo nos llevaba a la era y allí nos daba una
merienda y nos enseñaba el catecismo. Tos los zagales detrás: unos
desnudos o medio desnudos, otros vestíos, otros descalzos, tos detrás
de ella… Un peazo pan y un peazo queso, esa era la merienda. Nos
aprendimos de memoria el catecismo, ella nos compró los zapatos
y las monjas nos hicieron el traje. Las estampitas que nos daban,
íbamos como locas y se las dábamos a las mujeres del pueblo y nos
daban un duro, ¡y contenta que estaba yo...!” (Pepita).
Remedios relata con toda sencillez que en eso de hacer la Primera Comunión con el vestido blanco, era muy diferente ser parcelista de no serlo.
Además, recuerda cómo entendía su madre la norma que existía entonces
de subir al altar en ayunas.
“Yo sí tuve traje de comunión. Vivía en La Suara, pero veníamos
a La Barca al colegio. La maestra era la que nos preparaba. Nosotros
éramos parcelistas, pero los pobres, con ropa limpia y ya está. Nos
enseñaban el Padrenuestro, Yo Pecador, Ave María, y to eso. Me
acuerdo de que no se podía comer antes de comulgar, pero mi madre
me dijo: tú come y luego te enjuagas la boca… Porque entonces no
había tanto cepillo de dientes ni na de eso” (Remedios).
También el relato de Encarna nos aclara la importancia de ser de una
familia pudiente para poder llevar el vestido blanco, la limosnera y los
recordatorios. En su caso, fue su maestra quien corrió con los gastos de
algunas de estas cosas que ella recuerda con cariño.
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INFANCIAS RECUPERADAS
“Recuerdo mi Primera Comunión y el vestido, que era verde. Fue
mi maestra la que me lo compró. No tengo la foto, porque en esa época
no se podía uno permitir ese lujo. Las pobres nos conformábamos
estrenando un vestido. Me acuerdo de ese día; la maestra me miraba
y yo estaba al tanto de to. Entonces no había recordatorios, pero ella
me dio unas cuantas estampitas que ponía “Recuerdo de la Primera
Comunión de la niña Encarna García”” (Encarna García).
María recuerda con detalle cómo eran los lunares del vestido que llevaba
puesto ese día, y la foto que se hizo con un vestido prestado. La mujer no
ha olvidado, a pesar del tiempo transcurrido, el dinero que recogió de las
vecinas del pueblo.
“Mi prima me dejó su traje de comunión, porque ella estaba mejor
que nosotros. Con ese traje me hice la foto, pero la comunión la hice
con una batita blanca con lunaritos que eran como una puntita de
alfiler. Salimos a la calle y recogí nueve reales” (María Marín).
En algunos casos, las niñas llegaban a mayores sin haber pasado por la
ceremonia de comulgar por primera vez.
“Cuando fui más grandecita, con los misioneros, confesé y comulgué y me confirmé, pero nada de comunión ni de vestido blanco”
(Encarna B.).
“Yo ya le hablaba a mi marío cuando hice la comunión, con
diecinueve años y no hicimos ninguna preparación, no sabía na”
(Pepa P.).
Por último, Josefa nos explica cómo fue ese día:
“Hicimos la comunión en El Corpus, vestidas de blanco, con
limosnera y to. Mi madre me hizo el vestido y a mi hermana se lo
prestó mi madrina, que tenía una niña de su edad…” (Josefa).
La misa dominical era otro acto religioso, en el que la gente se encontraba y tenía la ocasión de manifestar su voluntad de seguir la doctrina y las
reglas de la Iglesia. Claro, que en los años cuarenta y cincuenta, cuando
ellas eran niñas, todo esto se realizaba por pura costumbre; entonces pocas
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
se hubieran atrevido a cuestionarse si querían o no querían ser católicas.
No olvidemos que la Iglesia Católica se alió con el régimen Franquista y
que los púlpitos y confesionarios eran lugares perfectos para transmitir los
valores del régimen; todos éramos católicos, pero por decreto.
Sin embargo, no toda la población participaba de tales actos, sobre todo
los hombres se resistían y buscaban excusas para no asistir. Una canción
popular que cantan las mujeres del grupo, lo expresa de una forma un tanto
sarcástica.
“A la iglesia no vengo porque estoy cojo, me voy a la taberna,
poquito a poco” (todas).
Lo que relata Encarna confirma ese refrán popular que dice: “Antes está
la obligación que la devoción”.
“A los bautizos no íbamos las madres, decían que eso era de mala
suerte. A mí ahora me gusta ir a la iglesia, pero cuando tenía los niños chicos íbamos poco. Íbamos a las fiestas, cuando se podía, pero
no tos los domingos” (Encarna B.).
Y es que en las zonas no urbanizadas, como fue durante mucho tiempo
el Jerez rural, la iglesia estaba lejos físicamente, pero también en el sentir
de la gente que vivía en las chozas. Quizás no hablaban mucho de ello,
pero sabían distinguir entre la Iglesia y los curas y eso flotaba en el ambiente. Las palabras de Isabel son un ejemplo de esta forma de pensar.
“En la iglesia no te enseñan nada malo, ni te dicen que mates,
ni que robes, sino que te dicen que hay que ser buenos, nunca te
mandan por mal camino. Pero claro, Franco siempre con los curas,
Franco bajo palio…” (Isabel).
Por eso, eran los propios “señoritos”, o más bien sus mujeres y sus hijas, los que facilitaban la llegada de misioneros o maestras al campo, sobre
todo cuando había que preparar a las criaturas para que hicieran la Primera
Comunión.
Así lo cuenta María la costurera:
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INFANCIAS RECUPERADAS
LA COMUNIÓN DE
Pepita.
LA COMUNIÓN DE
María Alvarez.
“La Marquesa de Villareal, la dueña del cortijo, venía a temporás y
era ella la que nos ponía la maestra pa que nos enseñara el catecismo
y nos compraba el vestido blanco. Pa tos los niños de los trabajadores. En el mismo cortijo había una capilla y se hacía misa” (María la
costurera).
María habla de lo que su padre le transmitió sobre los curas:
“Mi padre no quería que yo fuera a arreglar la iglesia con las niñas,
y es que a él le hicieron tanto daño en la guerra…, pero fíjate como
era, y sin embargo, el primer libro de misa me lo compró él. En esa
época la Iglesia y la Guardia Civil tenían mala fama, pero siempre
pagan unos por otros… Yo he sido mucho de la iglesia, porque las
maestras nos metían en eso, pero si hubiera sío por mi padre… Pero
mi madre siempre decía: Allí no aprendes na feo. Y es verdad, ¿no?”
(María Álvarez).
También en la literatura encontramos esa falta de interés de las clases
populares por las cosas de la iglesia. En las novelas “La Bodega y Tierra
de rastrojos”, a las que ya hemos hecho referencia, se habla de esa especie
107
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
de divorcio entre los trabajadores del campo y la institución. Los hombres
que trabajan en las grandes fincas, como jornaleros o como arrendatarios,
no iban a la misa nada más que cuando los señoritos traían algún sacerdote
o misionero al cortijo, con motivo de alguna fiesta importante; y es que la
práctica religiosa seguramente estaba reñida con la vida llena de penalidades y explotación que padecían. Lo mismo pasaba en los tajos y en las
parcelas, allí no existían los domingos ni días festivos, sólo el duro trabajo
para poder salir adelante.
En los años anteriores a la Guerra Civil, esta vivencia de los trabajadores del campo se acentuó. Entonces se radicalizaron mucho las posturas,
porque se veía claramente que la jerarquía católica estaba aliada con las
clases dominantes. La Iglesia respaldaba de una manera explícita a terratenientes y patronos, y justificaba el sistema de propiedad de la tierra, que
era lo que provocaba la situación de miseria en que vivía la mayor parte de
la población del campo.
En este contexto se sufrieron muchos abusos e injusticias, que afectaron
a unos y a otros, porque lo simplificaban todo mucho: la gente tenía que
ser de un lado o de otro, así de simple.
Pepita relata lo que le ocurrió a su padre y reconoce que esta historia ha
marcado su relación con la jerarquía de la Iglesia Católica durante mucho
tiempo.
“Soy creyente, pero no practicante, ya se lo dije al cura el otro día.
Me han criao sin creer en la Iglesia. Mi madre me explicó que el cura
acusó a mi padre de ser de los rojos, y mi padre era un hombre pacífico que estaba con los pobres, porque era pobre. Estuvo siete años en
la cárcel. Por eso yo nunca he creído en los curas” (Pepita).
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El cocherito leré,
me dijo anoche, leré
que si sabía, leré
montar en coche, leré
y yo le dije leré
con gran salero leré
no quiero coche leré
que me mareo, leré
El nombre de María
que cinco letras tiene
la M, la A, la R, la I, la A.
MA-RÍ-A
(canciones para saltar a la cuerda).
Infancias recuperadas
4. Tiempo de juegos y fiestas
Encarna cogía su cuerda y corría, saltando por la ladera, hacia la casa
de sus amigas: una se llamaba Carmela, y era muy vivaracha y con mucho
carácter; la otra, Patro, siempre risueña, era morena con ojos muy negros
y unas trenzas muy largas y Anita, una niña tímida, rubita y muy cariñosa,
con la que a ella le gustaba mucho jugar. Su madre no la dejaba irse hasta
que había acabado las tareas del día. Ayudar en la parcela y la casa era una
obligación, un trabajo con el que había que cumplir, pero siempre quedaba
tiempo para divertirse. La hora de la siesta, el atardecer en primavera y
las noches de verano, cuando el calor apretaba y la familia salía a tomar el
fresco y a charlar con los vecinos, ese era el momento del juego. Entonces, Encarna y sus amigas aprovechaban para disfrutar de la libertad y la
amplitud de los campos, cercanos a las chozas. Era casi el único tiempo de
infancia del que podían disfrutar, lejos de la responsabilidad y de las obligaciones cotidianas; de esos momentos procuraban extraer el mayor gozo
posible, la alegría que hay en las pequeñas cosas.
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Encarna muy flamenca, junto a su choza.
Lo de no tener niñez y haber vivido una infancia triste, es una percepción generalizada. Casi todas las mujeres del grupo, tienen esa impresión:
jugar sí han jugado, pero aquella era una vida sin tiempo para la fiesta,
aunque disfrutaban de otras cosas. Encarna evoca el columpio que hacía
su padre en los árboles cercanos a la vivienda:
“Me acuerdo que se echaban columpios en los árboles, pa que los
niños y las niñas nos columpiáramos, de eso yo me acuerdo. Ahora,
que en aquella época no sabíamos si eran Navidades, si era fiesta...
Y en verano, porque nos bañábamos en el canal, pero de domingos
na” (Encarna B.).
Para Paca existe un antes y un después. No puede evitar referirse a lo
que ella llama el “Alzamiento Nacional”. Hasta entonces, en Arcos de la
Frontera, tenía tiempo de jugar y aprovechaba el soberao y las prohibiciones de la madre para sus travesuras con las niñas y niños de su calle.
“Antes de to eso (la guerra) yo jugaba, saltaba a la comba y cantaba “Soy la reina de los mares…” Jugaba a esconder, los chinos,
los botones, al tejo al tocatel, eso no cambia. Los niños jugaban a
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INFANCIAS RECUPERADAS
Pepita vestida de flamenca con sólo diez años.
la priora con las niñas. En las siestas nos encerraban en el soberao
porque las madres no querían que saliéramos de las casas…, qué malita era yo...Allí jugábamos y hacíamos de to… En verano, en la era
también se jugaba, incluso las madres con los niños” (Paca).
Como recuerda Paca, la vida en el campo posibilitaba un tiempo de juego entre niños y adultos. El verano era propicio para este tipo de encuentros, y la era, un lugar apropiado, donde todos podían coincidir, después
de la parva.
Remedios aclara la duda que flota en el aire sobre si había alguna prohibición por parte de los padres para relacionarse niños y niñas. Sorprendida,
explica cuales son sus recuerdos sobre eso:
“Yo si he jugao mucho, allí mismo, mientras vigilábamos a los
animales jugábamos mucho. Un zagal venía conmigo a guardar los
animales y mi padre no tenía problemas. El muchacho no se metía
conmigo ni na de eso, eran otros tiempos…, no había malicia. Y por
la noche, en La Barca, jugábamos a esconder, un montón de niños y
niñas juntos. Mi madre nos llamaba a voces pa recogernos, porque
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
no veíamos el momento de irnos a la casa. Antes no había maldad,
jugábamos juntos y no había problemas” (Remedios).
Algunas, extrañadas por nuestro intento de recoger algunos cuentos infantiles de esa época, exclaman: “¿Cuentos?, no se contaban cuentos, solo
contaban cosas de la guerra. Si no tuvimos niñez”.
Las niñas y niños de esa época no tenían juguetes comprados, sino que
agudizaban su ingenio y utilizaban sus habilidades para construírselos a
su gusto. Además, una parte importante del juego consistía en subirse a
los árboles y descubrir en la naturaleza todo lo que ésta tiene de atractivo
para alguien que quiere medir sus fuerzas, superar miedos y desarrollar su
sentido del límite.
“Los juegos eran subirse a los árboles. Algunas veces nos rompíamos un brazo, pero aquello era lo normal. Con las flores de las
chumberas, las niñas hacíamos zarcillos, nos hacíamos muñecas de
trapo y le poníamos el pelo con lana de las ovejas; los labios con hilo
colorao... Como mi madre cosía tanto, nosotras cogíamos trapos y
hacíamos las muñecas” (Antoñita).
Los recuerdos de Antoñita nos llevan a uno de los momentos claves para
la diversión de pequeños y grandes: la feria. Los días de la feria eran los
únicos en que la gente de los pueblos y del campo se permitía algunos lujos
y diversiones. Eran momentos para cerrar tratos, para reunirse con los vecinos de otros pueblos y comprar o vender animales y productos agrícolas.
Por eso se podía disponer de algún dinero para comerse un poco de turrón
y para que pequeños y mayores disfrutaran de los humildes “cacharros”
que entonces llevaban los feriantes a los pueblos.
“En la feria es donde nos divertíamos más: vendíamos tomiza de
palma y juntábamos pa to el año. Comprábamos un cacho de turrón
y subíamos en las cunitas. Entonces no se bailaban las sevillanas, no
había muchas cosas, ni vestidos de gitana, ni na. Mi padre cantaba
y a mi me encanta bailar y cantar, pero no tuve nunca un vestido”
(Antoñita).
114
INFANCIAS RECUPERADAS
Cuqui recuerda que la misa y el rosario eran casi los únicos lugares donde las niñas y jóvenes podían ir, escapando incluso a las pequeñas o más
grandes obligaciones y sin temor a ser castigadas por las madres.
“El domingo no existía; to era lo mismo cuando éramos niñas y
después más grandecitas, to igual: misa, rosario, siempre igual…
Mis amigas tenían varias hermanas y ellas siempre jugaban, pero yo
no podía salir a jugar. Tenía tanta gente pa cuidar, que mi madre me
reñía porque venían a buscarme y no me podía ir. Yo me enfadaba,
y hasta me escapaba algunas veces, pero ella era mu recta y no me
dejaba” (Cuqui).
Ana y Encarna, que vivieron sus primeros años en un pueblo de la sierra,
reconocen que, a pesar de que trabajaban y ayudaban mucho a sus madres,
siempre encontraban tiempo para irse con las amigas o a casa de las vecinas a jugar.
“Yo tenía amigas en Alcalá... Yo le decía a mi madre que me quería
ir a casa de la vecina. La “canastita” era el mote de la familia, me
acuerdo mu bien. Me iba a jugar a la oca” (Ana).
“A pesar de trabajar desde muy chica yo he jugao, como toas las
niñas. Me acuerdo del “tocaté”, que es un juego que se hace con
un dibujo en el suelo y luego un tejo que se tiene que mover con el
pie. También jugaba a los cromos. Ahora que a mí, lo que más me
gustaba era ir a los bailes a cantar. Mi madre me pegaba, porque
no quería que yo fuera, pero yo era mu pequeña y me encantaba”
(Encarna García).
Y Pilar nos habla de algo muy importante: la necesidad que ella tenía de
sus amigas, la sensación de no estar sola y la solidaridad entre ellas.
“Mis amigas eran buenísimas, las amigas de la infancia me hacían
falta y allí estaban siempre. Ni teníamos pa el cine ni pa na y unas
nos convidábamos a otras cuando teníamos algo” (Pilar).
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Infancias recuperadas
5. El padre: luces y sombras
de la figura masculina
Pepita era feliz jugando con su padre. Ella era la niña de sus ojos, una
niña menuda, con unas trenzas, acabadas con su lazo de color rojo, que le
hacía su madre y que a él le gustaban tanto. Cuando su madre hablaba de
cortarle el pelo, él no quería escucharla: ¡Deja a la niña, que así está mu
guapa!, solía decirle. Él la llevaba en bicicleta a dar largos paseos, y lo que
más le gustaba era ir a El Algar a visitar a sus tíos que vivían allí. En esos
momentos Pepita se sentía la niña más querida del mundo. En esos viajes
descubría todo lo que el campo encerraba de secreto, de misterioso; porque
su padre sabía mucho de pájaros, de árboles, de plantas y ella preguntaba
y preguntaba y él le explicaba montones de cosas. Además él cantaba muy
bien; Pepe Pinto, El Niño de la Huerta, Manolo Caracol, eran los cantaores
que se escuchaban en la radio. La niña y su padre cantaban muchas veces
juntos, porque la voz es una de las cosas que Pepita ha heredado de él. A
veces le viene la imagen de aquella vez que la montó en los caballitos de
la feria, con su amiga. Ella llevaba el vestido rojo con flores bordadas, que
tanto le gustaba ponerse, aquel que su madre le tintó de negro el día que su
padre los dejó para siempre.
117
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Pepita compartió con el grupo los recuerdos que quedaron en su memoria de niña impactada por la tragedia de la muerte del padre. Es un relato
salpicado de anécdotas y de imágenes que ella ha ido creando a través del
tiempo: una mezcla entre lo que le contaron, lo que vivió y también de un
ideal necesario para mitigar el dolor de la pérdida: el padre perfecto.
“No ha habido otro padre como el mío…, mi padre tenía unos
manuscritos preciosos…, aprendió en la cárcel a escribir. Él le daba
de comer a uno que se estaba muriendo, compañero de celda. A ese
hombre mi padre le salvó la vida, porque se comía las cáscaras de
papas y la comida se la daba a él. Por eso nosotros le llamamos
padrino, porque siempre nos decía que mi padre le había salvao. A
mi padre también le gustaba componer letras de canciones y poesías
como a mí. Pero lo perdí cuando tenía cinco años y eso no lo he
superao nunca. Mi padre fue un ídolo para mí, era bueno, bueno,
bueno…” (Pepita).
Lo que esta mujer narró sobre su padre fue mucho más extenso y emotivo, porque se centró principalmente en el día del accidente y en las sensaciones y sentimientos que todo aquello provocó en ella, una niña de sólo
cinco años. Por eso todo el grupo quedó impactado por la narración44. La
sala quedó silenciosa y fue difícil volver al tema del día: hablar del padre
y de la madre.
Cada una de las mujeres podía decir aquello que le pareciera más significativo de sus progenitores; hablar de su relación con ellos, de la influencia
que ejercieron en la formación de su carácter, de lo duros o cariñosos que
se mostraban, de quien llevaba el peso de la educación de los hijos. En definitiva, era una invitación a rememorar el papel de la madre y el padre en
la familia y poder reflexionar sobre la huella que dejaron en sus vidas.
La pura descripción les resultaba difícil. Sin embargo, todas ellas podían
recordar cosas sobre el comportamiento del padre, sobre cuales eran sus
obligaciones cotidianas; y sólo algunas tuvieron palabras para referirse a
los aspectos menos agradables del carácter o a los vicios, que tanto perjudicaron a la familia: el alcohol, el juego o “la vida alegre”.
En todo caso los relatos son variados y de ellos podemos extraer varios
modelos.
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INFANCIAS RECUPERADAS
“Mi padre estaba siempre en el campo y no decía nunca na. Él era
el hijo varón y llevaba las labores del campo, así que no tenía tiempo
de dedicarse a nosotros y a mi madre. Era mi tía, la que vivía con
nosotros, quien “partía el bacalao” en la casa. Ni siquiera mi madre
pintaba na… Era mu recto, mu machista y yo siempre he visto que
no valoraba a mi madre. Empezó a cambiar cuando se fue de la tierra
de su padre y se colocó de guarda jurado. A partir de entonces ya
tuvo su sueldo y no dependía de su familia” (Pilar).
“Mi padre…, mu bueno. Nunca se metió con nosotros. Tenía
una yegua y él iba donde había algo pa que no pasáramos hambre”
(Encarna B.).
“Mi padre era buena persona, “templaíto”, pero no “flojo”, él
hacía sus cosas tranquilas, no hacía ruido. Nunca me pegó” (María
la costurera).
“Mi padre, era mu cariñoso, besucón…, siempre nos daba besos.
Cuando él no nos daba besos es que estaba enfadao, era mu diferente
de mi madre, pero el control de la casa y los hijos lo llevaban los
dos” (Pepa P.).
En resumen, nuestras protagonistas hablan de una figura muy conocida
en nuestra cultura: el hombre que se ocupa del sustento de la familia y deja
a la mujer la administración de las cosas domesticas. Por eso, los recuerdos
de sus hijas son muy neutros: sin nada extraordinario que destacar, aunque
quieren dejar clara una cosa: no se metía en nada. Un aspecto que ellas
entienden como positivo, seguramente por comparación con esos otros
modelos negativos que otras presentan.
De hecho, Ana se refiere a su progenitor aclarando que la única vez que
le pegó no fue por nada grave, sino porque le supuso una incomodidad el
que ella, como cualquier niña, se fuese a jugar y se olvidase de estar para
abrirle la puerta de la casa.
“Mi padre era guapito, un hombre normal, su trabajo, su casa, sus
hijos… Me pegó sólo una vez, en la casa grande, cuando vivíamos
en Alcalá, porque mi madre se había ido y me dejó la llave pa abrir
la puerta. Cuando vino mi padre no estaba allí porque me fui a jugar.
Me pegó, pero fuerte” (Ana).
119
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
En otros casos, los recuerdos son poco agradables y muchas veces cargados de dolor para las mujeres. Encarnación no tiene ningún pudor en
hablar sobre ese tema, porque piensa que es una realidad en su vida que le
hizo sufrir y no hay por qué negarlo.
“Mi padre era mu trabajador, pero tenía sus cosas… Recuerdo
una paliza que me dejó medio muerta. Estaba caliente, por el vino
y lo que le había pasao…, cosas que prefiero no decir. Las vecinas
vinieron a ponerme vinagre y curarme y le decían a mi padre: A una
niña no se le pega así… Él no era malo, pero tenía ese problema”
(Encarnación).
Antoñita se debate entre una imagen amable de su padre, y los malos
recuerdos que le dejó este hombre, que hizo la vida imposible a ella y a
toda la familia. No sabemos si la experiencia de la Guerra Civil y la trágica
muerte de su esposa le influyeron mucho en su comportamiento, pero fueron dos acontecimientos que necesariamente tuvieron que marcarle. A ella
le cuesta mucho hablar sobre esta cuestión tan dolorosa, y no es extraño,
porque no hay duda de que no fue un padre ideal, ni pudo contar con él en
los momentos malos.
“Era un hombre que le gustaba leer, leía mucho. Recuerdo
las novelas que traía a casa, de esas por entregas, Ama Rosa, por
ejemplo… Pero también era “pinturero”, mujeriego, y bebía mucho,
sobre todo después de la guerra. Lo tiró to en juergas. Vendía
quincalla en una maleta y ahí se tiraba varios días en un bar y acababa
tirao. (…) A mi padre le teníamos miedo. La verdad es que no tengo
buenos recuerdos de él. Nos trataba bastante mal y nos abandonó a
mi hermana y a mí, después de la muerte de mi madre” (Antoñita).
Isabel, por su parte, alaba una virtud muy valorada en los hombres y que
ella piensa que tenía su padre: era muy trabajador. Me pregunto si necesita empezar por ahí para poder expresar después otras cosas, aspectos de
su carácter y su conducta que le hicieron sufrir a ella y a toda su familia.
Cuando habla de ello, sus sentimientos no son explícitos, pero no puede
evitar cierta rabia al referirse a su inclinación a la bebida.
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INFANCIAS RECUPERADAS
“Mi padre era mu trabajador, el único defecto que tenía era la
bebida. Él a las seis de la mañana ya estaba trabajando, aunque llegara
a las tres de la tarde a la casa. Bebía cada noche, aunque tenía buen
jornal se lo gastaba to. La verdad es que nunca se metió conmigo.
Yo le pedía dinero pa comprar; me ponía seria con él y me llamaba
municipal por lo severa que era. Tenía que estar al tanto pa que no se
gastara to el sueldo y nos dejara sin na pa comprar la comida y to lo
que se necesitaba pa la casa” (Isabel).
Llama la atención que el papel paterno tuviese que ser cuestionado por
una niña, que al fin y al cabo, era la que había tomado las riendas de la
casa. En este caso, Isabel suplía el papel de la madre que, por su enfermedad, no podía asumir la responsabilidad y el control sobre su marido.
El hombre bueno, cariñoso y considerado con los suyos es la imagen que
parece más habitual, cuando se trata de padres que han muerto jóvenes,
han sufrido cárcel, o cualquier otra circunstancia más o menos dramática.
Ese es el caso de María y de Encarna. Ambas adoraban a sus respectivos
padres, a los que perdieron siendo pequeñas.
“Mi padre era alto, atractivo, inteligente, un hombre ¡tan bueno!...”.
Así describe Encarna García a su padre.
María Marín se refiere a su progenitor con una mezcla de pena y nostalgia, como si realmente lo hubiese conocido y ahora lo echara de menos.
Sin embargo, nunca lo conoció, ya que ella tenía sólo cinco meses cuando
lo fusilaron en la Guerra Civil.
“Mi padre dicen que era mu bueno, pero no lo he conocío porque
lo mataron en El Puerto de Santa María, en la guerra, cuando yo
tenía cinco meses. Yo tengo escrita la historia. Tengo mucha pena de
no ver cada día a mi padre” (María Marín).
María Álvarez, por su parte, habla de un padre comprometido con el
Socialismo, que tuvo que huir en la Guerra Civil. En realidad fue como
una especie de héroe para ella, porque le contaron cuánto tuvo que sufrir
hasta que volvió a su casa, al acabar la contienda. Quizás por eso habla de
él con admiración y cariño. Además era el que se ocupaba de comprarle
ropa, calzado y otras cosas.
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
“(…) Iba a Jerez y me media los pies pa comprarme los zapatos.
Mi padre, aunque no era mu creyente que digamos, me trajo el primer libro de misa de Jerez. Era un poco bruto, porque nos pegaba en
cuanto le contestábamos, como tos los padres de la época. Pero era
mu bueno” (María Álvarez).
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INFANCIAS RECUPERADAS
Infancias recuperadas
6. La madre:
la fuerza silenciosa
Pilar no podía con aquello; a medida que se hacía mayor se daba cuenta,
y no lo podía entender. Su madre era una especie de sombra silenciosa, trabajando, siempre lavando y planchando para todos, sin quejarse, sin que de
sus labios saliera una sola palabra en contra de nadie. Eran muchos, once o
doce personas en la casa de los abuelos, pero ella era la que menos mandaba en nada; se limitaba a obedecer, a callar y a trabajar. Pilar lo comentaba
con sus hermanas y les daba rabia ver aquellas cosas: su padre, como si
no pasara nada; él tenía sus preocupaciones y no podía ver ni valorar el
esfuerzo que hacía su mujer. Al morir el abuelo todo fue de mal en peor.
La tía tomó el mando de la casa y entonces ella veía a su madre aguantando
cada vez más, sin capacidad ninguna para tomar decisiones. Le daba pena
su madre, mucha pena. Estaba claro que aquella actitud obediente y sumisa
que trataba de transmitir a sus hijas no era más que una defensa; no podía
hacer otra cosa, porque estaba en una casa ajena, era una extraña allí. Por
eso Pilar y sus hermanas saltaron de alegría el día que recibieron la gran
noticia: se mudaban a una casita de las nuevas, de las que estaban construyendo en el pueblo. Se acabaron las llaves de la alacena, se acabaron las
grandes coladas, las jornadas de plancha… Su madre dejó de ser aquella
sombra silenciosa; su voz se dejó oír en la casa y empezó a administrar los
ingresos familiares. Pilar ya tenía la edad suficiente para darse cuenta de
ciertas cosas; ella pensó entonces que nadie, ninguna mujer debería aguantar tanto; que el silencio de las mujeres tenía que acabar para siempre. El
sentimiento de lástima que siempre tuvo hacía su madre, se convirtió en
rabia, en una especie de rebeldía frente a esa clase de injusticias. Es una
lección que no ha olvidado.
123
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Pilar reconoce, sin embargo, una gran cualidad en su madre: supo estar
en su lugar, tener la sensatez y discreción necesaria para no crear malestar
entre los miembros de la familia. Aunque ella no estuviera de acuerdo en
la forma de proceder de su cuñada y en el poco espacio que le dejaba en la
casa, nunca puso en contra de ella a sus hijos.
Pilar centra su intervención en la pena que le causaba el silencio de su
madre. Esta cuestión surge más de una vez a lo largo de nuestros encuentros. Es algo que llama la atención y que vale la pena recuperar con sus
propias palabras:
“Mi madre no iba al campo, pero era la que más trabajaba. La
pobrecita, con aquellas planchas de carbón, planchando to lo de la
familia. Hacía las coladas…, un montón de ropa de tanta gente, que
luego se ponía al sol… Cuando mi abuelo murió, mi tía empezó
a mandar; ella tenía las llaves de la alacena y nadie podía coger
na de allí sin su permiso. Mi madre, la pobre, a aguantar. Me da
mucha pena de mi madre. No podía protestar porque no estaba en su
casa…, ella se tenía que adaptar a eso. Además no quería que a mi
padre le tuvieran que decir na; es que él no la valoraba a ella, antes
los hombres eran así, mu machistas, por eso mi madre pensaba que
era mejor no hablar. Ella sólo nos decía que obedeciéramos, no nos
ponía en contra de mi tía ni na. En las monjas también a obedecer, en
la casa a obedecer, siempre obedeciendo. Yo vi a mi madre revivir
cuando se independizaron de la familia de mi padre y se fueron a
vivir a su propia casa. Ella fue la que hizo las gestiones pa que le
dieran la vivienda en el pueblo, y ya era otra cosa, porque era la
dueña de su casa y manejaba su dinerito, de lo que ganaba mi padre.
Pero es que ya eran los años sesenta y eran muchas cosas las que
cambiaron entonces” (Pilar).
Las palabras de Isabel nos acercan a una madre ausente. La enfermedad
que tuvo la incapacitó para ejercer ese papel con responsabilidad y tuvo
que sustituirla su hija: una niña que no tenía más de seis años. Nos sorprende conocer por sus palabras, que a pesar de esa dura situación, la actitud
de aquella mujer nunca fue de amargura o tristeza. En su recuerdo hay una
mezcla de extrañeza y rabia por esa forma de afrontar las cosas, que ella
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INFANCIAS RECUPERADAS
no sabe calificar. No obstante, sus palabras y su tono revelan mucho acerca
de cómo veía ella a su madre:
“Es que yo no recuerdo ver a mi madre como todas, haciendo las
cosas, cuidando de nosotros, como cualquier madre…, era mu duro.
Lo que sí puedo decir es que yo veía un embarazo detrás de otro…,
hasta ocho…, y ella, ¡tan feliz! Cuando veía a mi madre embarazá,
me ponía de un humor de perros. Ella no estaba amargá, ni na de
eso, al contrario, siempre estaba riendo, pero a carcajadas. ¡A mi me
llevaban los demonios!, pero ¿cómo podía estar contenta con aquella
vida que llevaba?, ¿cómo podía soportar aquella vida?” (Isabel).
Mientras que Isabel no puede comprender la actitud de su madre, Encarna trata de acercarnos a la historia de la suya; una historia llena de sufrimiento, algo que, según ella, debió marcar su carácter poco alegre.
“Mi madre, como ya conté, se quedó sin padres cuando era
todavía una niña y la recogió su tío, su única familia. Trabajaba pa
él, guardando animales y por la noche tenía que preparar la cena y
la comida pa el día siguiente. Ella contaba que trabajaba muchísimo
y por eso un día se escapó, porque no podía más. Mi tío la volvió a
casa, pisándole los pies con el caballo y llegó medio muerta… Yo
creo que no era una persona alegre y tenía razones pa eso ¿no? Luego
se presentó mi padre, un hombre ¡tan bueno! Ellos se llevaban mu
bien, se respetaban y fue un matrimonio feliz, con mucho respeto”
(Encarna García).
Como Encarna, el resto de las mujeres del grupo guardan en su memoria
la imagen de una madre algo desdibujada, en comparación con el padre, al
que algunas admiran y atribuyen cualidades positivas. No se puede decir
que haya admiración en las palabras que usan para referirse a ellas, sino
una especie de sentimiento de compasión por lo que tuvieron que aguantar
para sacar adelante a su familia. Y es que el papel de aquellas mujeres,
nacidas a finales del siglo XIX o principios del XX, era bastante difícil de
cumplir.
Por un lado, tenían que encarnar el amor y la comprensión con todo el
mundo. Por lo tanto, se esperaba de ellas que fueran cariñosas y dieran
125
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
apoyo afectivo a toda la familia. Naturalmente eso incluía el cuidado y la
educación de los niños. Así mismo se encargaban de las personas mayores,
cuando éstas necesitaban atenciones especiales, por edad o por enfermedad. Y cómo no, tenían que aceptar resignada y silenciosamente el trato
más o menos violento o simplemente autoritario y machista de los hombres (padre y marido).
Por otro, debían ser mujeres fuertes, capaces de complementar con su
trabajo la débil economía familiar. Así, todas ellas tenían una jornada de
trabajo interminable. Unas ayudaban a sus maridos en las parcelas, otras
trabajaban como jornaleras, o en el servicio doméstico; y además, todas se
ocupaban de que la vida cotidiana en la casa siguiera funcionando perfectamente.
Hay una especie de solidaridad de género, incluso de identificación, en
la compasión que muestran la mayoría de nuestras protagonistas por la
vida que llevaron sus madres, mucho más dura incluso, que la que ellas
mismas han vivido. Ahora pueden comprender mejor algunas cosas que
en otros momentos vivieron con mucho dolor. Pepita, por ejemplo, habla
de ese dolor, aunque también es capaz de entender qué pasó para que su
madre la tratase de una manera que ella no ha podido superar.
“Unas madres eran más severas y otras menos. Mi madre lo era,
le llamábamos de usted, pero ¡es que había vivido una vida…! Lo
fuerte de mi madre era lo amargá que estaba. Ella se descargaba en
nosotros, nos pegaba porque estaba mal, amargá. Además de lo que
pasó en la guerra, con cuarenta años se quedó viuda, con seis hijos pa
darles de comer… Ahora la comprendo, porque he tenío hijos y mis
primeros años de matrimonio fueron malos y también he descargao
con los niños… Es así. Reconozco que mi madre me ha educao bien;
hoy ya puedo decir que me enseñó a ser una mujer. Me enseñó a
lavar, a planchar, a coser, a bordar…, a cocinar… Siempre he pensao
que no me quería y en realidad lo único malo que hice fue casarme
con un hombre que a ella no le gustaba. Como digo, yo lo pasé mu
mal entonces, pero ahora lo comprendo mejor” (Pepita).
Y se refiere a la muerte prematura de su padre, como una de las razones
para poder comprender el comportamiento materno.
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INFANCIAS RECUPERADAS
“Ella se dedicaba a lavar en las casas que tenían dinero pa pagarle. Se dejaba a los niños, a mis hermanos, encerraos, les quitaba los
cuchillos y to lo que era peligroso y se iba a lavar. Algunas veces se
llevaba al pequeño con ella, pa vigilarlo. Con lo que le daban, nos
daba de comer. También le daban el plato de comida, aunque se lo
llevaba a casa pa nosotros. Un pariente suyo quería que le diera a mis
hermanos mayores, pa ayudarle a criarlos, pero ella no quiso deshacerse de ninguno, aunque lo pasara mal” (Pepita).
Aquí tenemos un ejemplo de una imagen materna fuerte. Se queda viuda
y ella sola se hace cargo de seis criaturas; trabaja en todo lo que le sale y
busca sus propias estrategias para poder hacerlo, sin abandonar sus obligaciones de madre. Resulta difícil hacer juicios de valor sobre las pocas demostraciones de afecto que recibió Pepita por parte de su madre; era algo
habitual en un mundo tan duro. Y es que el amor a los hijos se demostraba
de otra forma: alimentándolos y protegiéndolos de la enfermedad. Era una
cuestión de supervivencia. Quizás ese fue el drama de las mujeres de las
generaciones pasadas, tener que ponerse una coraza para sobrevivir, confundir la fortaleza de ánimo, el exceso de responsabilidad, con la dureza en
el trato con las personas más débiles, los niños45. Hoy estaríamos hablando
de malos tratos; pero entonces, se entendía como la disciplina necesaria
para enseñar a los hijos a enfrentarse al mundo.
Este modelo de mujer, llena de energía para enfrentarse a las dificultades
de la vida y defender a los suyos es muy corriente en las sociedades rurales
y mucho más en las familias pobres. De hecho, las mujeres viudas eran
capaces de seguir adelante con su familia, aunque eso sí, requerían de la
ayuda de todos los hijos en edad de trabajar. No era frecuente que ellas se
volvieran a casar, aunque en algunos casos así ocurriera.
Sin embargo, cuando una mujer se ponía enferma o moría joven, dejando hijos y marido, resultaba imprescindible su sustitución para que todo
siguiera funcionando. Los segundos o terceros matrimonios de los viudos
eran normales. Simplemente los hombres buscaban una mujer que se hiciera cargo de la familia, de educar a los hijos y proporcionar los cuidados
que requería la vida domestica. Así ocurrió en el caso del padre de Ana.
127
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
“Mi madre tenía treinta años cuando se casó con mi padre que sería
mayor. Entonces esa edad era mu mayor, porque la gente se casaba
joven. Él ya se había casao dos veces, pero se le morían las mujeres.
Mi madre era de carácter fuerte y yo le temía muchas veces cuando
me portaba mal. No era de pegar…, ella era de relatar, relatar, relatar,
eso es lo que hacía mi madre. Tenía que educarnos” (Ana).
La madre de Pepita. Junto a ella los hijos mayores.
Llama la atención la comprensión que muestra Ana sobre ese “duro”
papel que se ha asignado a las madres dentro de la familia. Ana no valora
este carácter como una cualidad, sino como un recurso que tenía que utilizar para controlar las trastadas de ella o de sus hermanos. Quizás no es
consciente de que el carácter fuerte de su madre, como el de tantas otras,
era una necesidad, por la ausencia del padre de la casa, por su escasa dedicación a la educación de los hijos.
También el padre de Antonia se volvió a casar cuando enviudó. Ella
nunca aceptó esa decisión, no comprendía para qué quería a otra mujer en
la casa, cuando ella o alguna de sus hermanas mayores podían cuidar de
los pequeños.
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INFANCIAS RECUPERADAS
“Mi madre tuvo veintidós embarazos, siempre estaba criando o
embarazá. Debía estar destrozá con tanto niño…, la verdad es que
yo la recuerdo delicá, no tenía mucha energía pa na… Lo único que
hacía era hacer de comer, luego se sentaba a hacer croché y ya está.
Pero no era triste, no era una mujer que estuviera amargá. Tampoco
es que fuera alegre, era normal, para ella to eso era normal… Murió
que tendría unos cincuenta y dos años, mu joven. Entonces mi padre
se buscó enseguía a otra mujer, pero entonces nadie quería una madrastra, no era como ahora…” (Antonia).
No hay duda que Antonia tiene una idea muy clara del papel tan importante que tuvo su madre, a pesar de su delicada salud, provocada posiblemente por sus continuos embarazos y partos. Por eso afirma emocionada:
“Una madre no debería faltar nunca de una casa. En mi casa pasó de to
después de morirse ella”.
Con un hilillo de voz, Antoñita habla de su madre y se resiste a explicar
su triste final. Es un tema que, comprensiblemente elude, para el que no le
salen las palabras justas, así que se limita a decir: “¿mi madre...? mu cariñosa, nunca nos puso la mano encima”.
Pero no puede evitar referirse, con pena, a su sufrimiento y aguante,
única justificación a su trágica desaparición.
“Mi madre, la pobrecita, to el día pidiendo: Antonio, dame algo pa
comprar, anda, dame algo… Aunque ella vendía sus huevos, su leche
y sus cosas de la huerta y tenía siempre dinero. Mi hermana y yo
cosíamos lo que podíamos pa la calle y ganábamos algo. Entonces se
hacía de to, camisas, pantalones… De to. Ella aguantando…, era mu
sufría. No se enfadaba con mi padre, a pesar de lo que él nos hacía, y
nosotras a callar, porque había “leña por un tubo”” (Antoñita).
Era inevitable que otras mujeres hicieran referencia a la capacidad de
aguante que tenían las mujeres de la época. Cuqui y Encarna se refieren a
sus madres de ese modo y las califican como severas. El modelo que ellas
nos presentan ya no es tanto el de la mujer que ha sufrido mucho y que se
resigna a todo, sino el de la que tiene que tomar las riendas de la casa y de
los hijos y no puede mostrarse blanda.
129
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
“Antes aguantaban mucho las madres… Mi madre se ocupaba de
la casa, era mu buena. Mi padre era bueno, pero quizás mi madre era
más severa, porque era la que estaba en casa” (Cuqui).
“Mi madre era mu prudente, no decía na, aunque mi padre hiciera
lo que hiciera, ella no hablaba nunca mal de él, pero cuando nos
hicimos mayores nos dábamos cuenta de las cosas” (Encarnación).
“Mi madre tenía más carácter y era más seria que mi padre, que
era bromista. Ella era la que ponía orden. A mi madre le decíamos de
usted. Ella trabajaba en casa y ayudaba en la parcela” (Encarna B.).
María nos muestra una imagen dulce de su madre, a la que estuvo muy
vinculada. Según cuenta, tenía muy buen carácter y era muy querida en el
pueblo, pero sobre todo destaca ese vínculo entre ambas.
“(…) Yo fui la niña de sus ojos, pa ella y pa mis hermanos. Mientras
estuvo conmigo no quería ni que me diera el aire” (María Álvarez).
130
INFANCIAS RECUPERADAS
Infancias recuperadas
7. Abuelos, tíos, primos,
vecinos: apoyos
necesarios
Ella era muy pequeña entonces y no conocía otra cosa que aquellos inmensos y verdes llanos, en el límite de la provincia de Cádiz. Su vida
transcurría libre de preocupaciones y disfrutando de esas pequeñas cosas
que han quedado grabadas en su cerebro y en su corazón: una abuela amorosa, que cuidaba de ella y le proporcionaba una serie de placeres cotidianos, como el tazón de leche y las tostadas; y en lugar de una gran casa, una
humilde choza, pero eso sí, rodeada de flores, que desprendían fantásticos
aromas. Aquella niña, tenía la suficiente sensibilidad para captar de ese
mundo rudo y materialmente pobre, lo más agradable, el cariño y el calor
de la abuela, una mujer sencilla, que guardaba pequeños tesoros: corpiños, alfileres, mantones, grandes enaguas almidonadas… Los grandes ojos
de Caqui se sorprendían, contemplando aquellas cosas tan bonitas…, y la
niña se acurrucaba en el regazo de la abuela, mientras llegaba el sueño.
131
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
La percepción que Cuqui tiene de sus abuelos, tíos y primos es sumamente amorosa. Rememorando estas imágenes de infancia, transmite
sentimientos muy positivos y una sincera nostalgia de aquel tiempo. Escuchemos una anécdota que cuenta sobre cómo la abuela cuidaba de su
bienestar:
“(…) Ella me consolaba y cuando yo lavaba la ropa, decía: Si no
está limpia estará fresquita..., eso era pa que no lavara tanto… Se
preocupaba por mí” (Cuqui).
También sus tías, hermanas de su madre, fueron importantísimas para
ella y suelen aparecer en su relato de infancia.
“Mis tías estaban en Sevilla; ellas me hicieron mi primer babi pa
la escuela y me compraron una maleta de madera mu bonita; además
tos los meses nos mandaban un paquete de comida, con castañas,
mandarinas, plátanos…” (Cuqui).
En la sociedad rural eran habituales y muy necesarios estos lazos de
solidaridad entre las distintas generaciones. La escasez de medios y la desprotección por parte del Estado en los periodos de malas cosechas, enfermedad o muerte podían dejar a una familia en la más absoluta miseria.
Así que, era una cuestión de supervivencia, de sano egoísmo, el mantener
buenas relaciones familiares y vecinales.
Muchos colonos de los que llegaron a la zona del Guadalcacín vivían
protegidos, hasta cierto punto, por redes familiares próximas: padres, tíos,
primos… En periodos críticos, cuando había que sembrar o recoger la
cosecha, intercambiaban jornales y de ese modo se ahorraban sueldos. Las
matanzas del cerdo eran otra de las ocasiones en que se necesitaban manos
hábiles y tiempo, para realizar todas las labores que esa ocasión requería.
Incluso cuando alguna familia lograba mejorar y comprar tierras,
o conseguían otros medios de vida, podían traspasar sus chozas a los
familiares próximos más necesitados. Claro que siempre se esperaba
una reciprocidad, es decir, que de alguna manera se tenían que pagar los
favores.
Con mucho sentido del humor Ana explica cómo tuvo que pagar la
“hipoteca” con su trabajo. Su primo hizo una especie de traspaso de su
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INFANCIAS RECUPERADAS
choza a los padres de Ana, a cambio de que la niña se fuera a cuidar de sus
hijos y a ayudar en la casa.
“Desde Alcalá nos fuimos a El Torno a ca mi tío, que era colono y
vivía en chozas. A dos hijos de mi tío les dieron parcela en Revilla y
sus chozas las cogieron mis padres. Entonces mis padres me mandaron con uno de mis primos; era un matrimonio que tenía ocho críos
y me necesitaban en la casa. A cambio del favor que nos hicieron allí
me quedé, por la comida y la ropa” (Ana).
Pilar recuerda la casa de
su infancia. Era una casa
grande. Su padre era el hijo
mayor y trabajaba la tierra
de la familia, con el abuelo.
Allí nacieron ella y sus hermanos. Es éste un ejemplo
de lo que llamamos familia
extensa: los abuelos, el matrimonio con varios hijos, y
La familia de Antoñita: Su abuela, sus tíos y primos.
algún que otro familiar que
ha quedado desvalido por distintas razones y se incorpora a la unidad productiva. Todos trabajando para mantener a la familia, cada cual según sus
fuerzas y capacidades.
Así explica Pilar este aspecto de su vida, y evoca los olores y sabores
del campo, la cama de su abuela…, unos recuerdos que están muy vivos
en ella.
“Vivíamos en la casa de mis abuelos. Mi tía era viuda y con una
niña y un niño. Se le murió la niña. Mi abuela, que era una santa,
le dijo que se vinieran vivir con nosotros, porque había sitio y así
podía alquilar su casa y sacar un dinerito. Allí vivíamos nosotros:
mis padres y mis hermanas, una niña mayor de mi tía, otra hermana
de mi padre se vino también porque la niña quería ir al colegio de
monjas y no había quien la echara al campo, a ella le gustaba vivir
en el pueblo. Otro primo de mi padre…, total, que nos juntamos doce
personas. (…) Luego, recuerdo el campo, ¡yo no he visto un melonar
133
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
mejor que aquel…! Y el olor, aquel olor no lo he olvidao. Mi abuela
era una mujer que nos quería muchísimo, ella siempre buscaba la
ocasión para darnos caprichos, sabía que sus niñas la querían. Tenía
su camita en un cuarto y ella destapaba la cama y esperaba que fuéramos a dormir con ella. De la despensa, mi abuela nos daba to lo
que sabía que nos gustaba, porque mi tía lo escondía to. Eso se queda
grabao, pero grabao” (Pilar).
Mujeres de una familia de los años treinta. La madre de Pepita, a la izquierda, sentada.
María nos cuenta que sus padres, al casarse, se quedaron en la parcela de
sus abuelos y vivieron siempre juntos. La abuela era una figura bondadosa,
que cuidaba de ella, y el abuelo tomaba las grandes decisiones.
“(…) Mi abuela es la persona que más recuerdo de mi infancia. La
madre de mi padre, porque siempre hemos estao juntos. Nos hemos
criao con ella, y la quiero mucho. Nos traía pan con chocolate a la
escuela. Yo estaba lavando, porque me tiraba un día entero lavando,
y me traía un duro de caballa pa que comiera y me decía: ¡toma
nena, que hoy estás trabajando mucho!, eso me decía. Una mujer
134
INFANCIAS RECUPERADAS
buenísima. A mi abuela la queríamos tanto o más que a mi madre.
Ellas se llevaban bien y se ayudaban mucho. Mi abuelo era el que
mandaba. Mi padre chocaba mucho con él, pero sin embargo, nunca
quiso dejar a su padre, aunque le ofrecieron otros trabajos fuera”
(María Álvarez).
Casi siempre eran los abuelos los que suplían al cabeza de familia, cuando éste faltaba.
“Mi abuela, de parte de mi madre, nos quería mucho y mi abuelo
el de mi padre también nos cuidaba y se preocupaba de nosotros.
Ellos eran hombres de campo: uno porquero y otro tenía una parcela,
y se portaron mu bien con nosotros” (Antoñita).
Josefa recuerda con cariño a su madrina, una mujer afectuosa y siempre
dispuesta a ayudar.
“Cuando era chica, mi madrina fue una persona importante en
nuestra vida. Venía a casa y resolvía cualquier cosa. Con ella nos
sentíamos protegidas. Nos encantaba juntarnos mis hermanas, mi
madre y ella a lavar, por delante de la huerta, por donde pasaba un
chorro mu grande de agua. Allí nos tenía a toas alrededor. Cuando
estábamos solas, porque mi madre iba a hacer a alguna matanza, ella
venía a quedarse allí. Pa mi madre fue mucha ayuda y nos sacaba de
apuros” (Josefa).
Sin embargo, no todas las familias eran tan solidarias. También existían
problemas entre padres e hijos, que provocaban verdaderos distanciamientos. Isabel, por ejemplo, nunca comprendió por qué sus abuelas no ayudaron a sus padres, cuando tenían una vida tan difícil. Sin embargo, encuentra una disculpa al abandono del resto de la familia: la gente tenía muchos
hijos y no podían cargar con más obligaciones. Por suerte, ella pudo contar
con una vecina: María se llamaba, y fue como su ángel de la guarda.
“Mi abuela nunca vino a mi casa a ayudar, ¡con el panorama que
había y la falta que hacía! Mi padre nunca se llevó bien con su madre, pero no sé por qué… Yo fui a ver a mi abuela cuando ya tenía
novio, pero ni la conocía. La otra, la materna, tampoco venía a casa.
135
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Yo no entiendo que mi abuela jamás entrara en casa a ayudar a mis
padres. Mi tía Antonia es la que nos ha echao una mano. El problema
es que toas las mujeres de la familia y las vecinas tenían sus hijos, un
montón de hijos y trabajaban mucho… Lo que sí recuerdo es que me
gustaba irme a casa de una vecina: María “La Vaquera” le llamaban
y vivía en La Florida. Yo encontraba en ella calor… Nosotros teníamos otra casilla, pegá a la suya. Los remiendos me los enseñó ella.
Yo sabía coser, pero a hacer remiendos me enseñó ella. Porque mi
madre no me trataba a mí como cualquier madre, porque no hablaba
ni na… Calor, calor…, es de María de quien lo recibí. Luego, cuando
nos vinimos a La Barca nos seguimos viendo y nos queríamos muchísimo. También tengo una amiga desde los catorce años y esta es
la persona que me ha dao más afecto. Sabe de to: cocinar, coser y de
to… Yo he aprendió de ella muchísimo. Desde mu joven hemos estao siempre juntas. Nos fuimos las dos a un cortijo a servir a San José
del Valle, a un cortijo donde nos lo pasábamos mu bien, estábamos
en una edad que cualquier cosa nos hacía reír” (Isabel).
136
INFANCIAS RECUPERADAS
Infancias recuperadas
8. De niña a mujer:
la sexualidad silenciada
Algunas veces, Remedios se preocupaba. Sus amigas siempre estaban
hablando del tema: “que si he tenido la regla, que si ya soy mujer”…, y
ella, con más de catorce años, se preguntaba qué le pasaba, ¿por qué no le
venía eso que parecía tan importante para todo el mundo? Un día de esos
en que todas se reunían y algunas presumían de ser mayores, tuvo que oír
algunas cosas que no le gustaron: tú eres “machorra”, le dijo una de las
muchachas y para colmo le sentenció: “el día que te cases no tendrás hijos”. Remedios no sabía qué decir y no se le ocurrió otra cosa que responder, como si aquello no le importara: “pues muy bien, mala suerte”.
Pero esa reacción de Remedios no era más que una defensa frente a la
presión continua que recibía por parte de su entorno. Por fin llegó el gran
día y supo por propia experiencia lo que era tener la regla. Antes, nunca
había visto ni un pequeño rastro en la casa, porque se escondía todo; su
madre y sus hermanas mayores ni le hablaban del tema, tampoco le dejaban a la vista ningún paño con restos de menstruación. Remedios se quedó
un poco asustada y no le dijo nada a nadie, sino que se cambiaba la ropa
y la guardaba en un lugar lejos de las miradas ajenas. A pesar del cuidado
que puso la muchacha, un día las hermanas mayores, limpiando la casa,
encontraron su pequeño secreto. Ella recuerda que no le dijeron ni palabra:
se limitaron a lavar la ropa y tenderla. Fueron sus amigas las que le contaron qué se hacía esos días, cómo hacerse los paños y que “eso” era una
cosa que venía cada mes. ¡Asombroso!, no se lo podía creer…, porque ella
pensaba que sólo venía una vez. El silencio de la madre era abismal, incluso cuando la escuchaba quejarse de dolor, le preparaba una manzanilla,
pero ningún comentario, el hermetismo era absoluto.
137
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
La historia que nos contó Remedios nos acerca a una vivencia muy importante para las niñas: la llegada de la menstruación. Pero la época en que
nuestras protagonistas pasaron por esta experiencia convirtió algo tan natural en un auténtico tabú. Las adolescentes recibían informaciones poco
precisas, sobre todo a través de las amigas o las hermanas mayores, eso sí,
siempre revestidas de un gran secretismo y demasiadas supersticiones.
Pilar recuerda la primera regla y sus palabras ilustran ambos aspectos: la
falta de información y la superstición.
“(…) Yo estaba en el campo en ese momento y hasta que llegaron mis hermanas y me lo explicaron me quedé plantá, sin saber
qué hacer…, no me quería mover de allí, porque había lagartos y
siempre se decía que los lagartos no sé que hacían con la regla, que
te la cortaban o algo así. Tenía yo unos catorce o quince años. Sentí
vergüenza y susto, porque entonces to era pecao…, éramos tontas,
nadie nos decía na de na” (Pilar).
Curiosamente entre Remedios, la protagonista del relato introductorio,
y Pilar, hay una diferencia de edad importante: dieciséis años. Remedios
tuvo su primera regla en el año 1946 y Pilar en el 1961. No parece, sin
embargo, que las cosas hubieran cambiado mucho en ese tiempo. Además
de los mismos silencios y miedos, las supersticiones todavía permanecían
en la memoria colectiva de los pueblos.
Los recuerdos de ellas nos llevan a la conclusión siguiente: la posguerra
duró muchos años y aún al principio de los años sesenta, en el mundo rural,
la vida cotidiana estaba presidida por dos leyes no escritas: la ley del silencio y la de la obediencia a la autoridad. Mediante el silencio, permanecían
ocultas todas aquellas cosas que la moral del régimen y de la Iglesia Católica afín, consideraba tabúes46. A través de la obediencia a la autoridad, se
conseguía que los mensajes que transmitían la Escuela, la Iglesia, y todos
los poderes del Estado, fueran considerados por todos como algo verdadero que no tenía discusión.
Como Remedios y Pilar, todas las mujeres protagonistas de este libro,
fueron directamente afectadas por esta situación, ya que vivieron sus años
de adolescencia y juventud en el Régimen Franquista, para el que la sexualidad era uno de los principales tabúes. Con la llegada de la primera regla,
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INFANCIAS RECUPERADAS
las niñas abandonan su infancia; esto es un hecho incuestionable en todas
las sociedades. La posibilidad de poder procrear es la que marca ese paso,
de ahí que menstruación y sexualidad estén tan íntimamente ligadas en la
educación y la vivencia de las adolescentes.
Escuchando los relatos de estas mujeres, nos hacemos cargo de los sentimientos ambivalentes de aquellas muchachas. Ellas veían que sus cuerpos
estaban experimentando cambios evidentes, que las alejaba cada día un
poco más de la infancia y las acercaba a otra etapa, lo cual les producía una
especie de inquietud y desasosiego muy agradables. Y es que eso de ser
mujer parecía otorgar a la niña otra categoría; nada que pudieran explicar
de forma muy clara, pero para ellas era como una aspiración que estaba
presente en sus conversaciones. Así lo comenta Isabel:
“Con catorce años me puse con la regla, pero yo lo sabía porque
con las amigas decíamos: pues tú no eres todavía mujer, pues yo ya
soy mujer…, siempre hablábamos de eso” (Isabel).
Pilar recuerda cómo públicamente se dio la noticia en su familia: “La
prima Pilar ya ha sío mujer”, gritó su prima, como queriendo darle una
trascendencia, más allá de la experiencia personal. A partir de ese momento, aquella niña entraba a formar parte del grupo de las jóvenes casaderas.
“Yo sentía que era una mujer y decía pa mí: yo soy una mujer, yo soy una
mujer”. Así recuerda Pepita aquel día.
Pero al mismo tiempo que se fomentaba esa especie de deseo por entrar
en el mundo femenino adulto, los silencios y las medías palabras alrededor de la regla, la sexualidad, y el cuerpo, eran una fuente de inseguridad
y miedo. La mayoría del grupo comenta este hecho y hacen referencia a
cómo vivieron ellas esa etapa.
“Teníamos la sensación de que había que tener más cuidao…, había más secretos, teníamos que pedir permiso pa salir, sobre to de
noche” (varias).
Porque la regla no dejaba de ser “eso” tan desconocido y “sucio” que
les tenía que pasar a todas, pero que nadie explicaba. No es extraño, que
las muchachas escondieran sus primeras manchas e intentaran llevarlo en
secreto, al menos en sus casas. Al final, la madre se enteraba de forma ca139
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
sual y a algunas lo que más les preocupaba era que los trapos manchados
no estuvieran a la vista, que los hombres de la casa no los vieran.
“Yo con doce años, no sabía qué era eso. Las amigas me lo decían
y les parecía que era mu mayor pa no tenerla. Pero mi madre na, ni
siquiera veíamos sus bragas, porque las madres las lavaban enseguía
y no se veía na” (Encarna B.).
“Nadie me enseñó qué tenía que hacer esos días. Yo buscaba en la
canasta de la ropa trapos viejos, de sábanas y eso y los doblaba y me
los ponía, eso era lo que había” (Antonia).
Antoñita con unos trece años. A su lado, su hermana y dos
de sus amigas.
“Mi madre me decía que quitara de en medio los trapos pa que no
los vieran mis hermanos. Era tabú” (Pepita).
Cuando las muchachas eran sorprendidas por la temida y ansiada ”visita”,
sin ningún tipo de protección, agudizaron el ingenio y se buscaron la vida
con los recursos existentes.
140
INFANCIAS RECUPERADAS
“A mí tampoco me había dicho na mi madre. Un día fui a coger
garbanzos y con to el calor, un caloooor horroroso…, me tuve que
poner el sujetador pa no manchar…, allí en medio el campo… Yo no
me sentía mal, ni mal ni bien, normal…” (María Marín).
“Yo estaba en el colegio. Una compañera me avisó que tenía una
mancha detrás. Me puse la bolsa tapándola, pero cuando llegué a mi
casa estaba llena hasta la cintura. Mi madre me lavó entera y eso que
tenía catorce años. Al otro día me hizo unos paños con unas cintas
pa atarlas a la cintura. Entonces no había felpa, era muselina47. Se
comentaba con las amigas, algunas lloraban pensando que se habían
reventao… ¡Cuidado con los hombres!, eso era una cosa que se decía
a las muchachas” (María Álvarez).
El caso de Pepa es muy peculiar, ya que hasta los diecinueve años no tuvo
la regla y eso le hizo estar muy preocupada por el tema; hasta tal punto,
que ella pensaba que sin ser mujer no podía pensar en casarse. La vivencia
que tiene Pepa de su periodo es casi de enfermedad. Según cuenta, eran
días en los que las molestias le obligaban a abandonar el tajo y marcharse
a su casa, incluso le tenían que inyectar calmantes para el dolor.
“A mí me vino el periodo a los diecinueve años. Yo no quería
novio ni na, porque yo decía: si no soy mujer… Los médicos me
mandaron muchas pastillas y gotas de hierro y al final me bajó. Pero
mira, el día que me venía, llegaba al campo y el manijero decía: ¡hoy
se me va una!, porque a mí me daban unos dolores…, una descomposición... Entonces el encargao decía: venga fulanita, lleva a esta a
su casa. Y yo to el camino devolviendo. En mi casa no podía parar
nadie de lo mala que me ponía. Mi hermano venía con la bicicleta
ahí donde está la floristería, que vivía mi abuela y llamaba al médico
y me ponía dos o tres inyecciones” (Pepa P.).
María introduce un elemento importante en la conversación: el de las
recomendaciones que a partir de ese momento se hacían a las adolescentes.
¡Cuidado con los hombres!, es una advertencia que muchas jovencitas han
escuchado de sus madres. El mensaje no era demasiado claro, porque no
se explicaba el por qué de ese cuidado. Por eso lo único que eso producía
141
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
era miedo y desconfianza, algo que convertía las relaciones con los muchachos en un verdadero tira y afloja, muy poco sincero.
Josefa recuerda ese episodio con una sonrisa, porque, al tener hermanas
mayores y amigas, las conversaciones sobre la regla eran muy habituales.
Eso sí, utilizando ese lenguaje metafórico que esconde las palabras reales,
una forma de no nombrar algo que era un tabú.
“A mi me vino la regla a los trece años. Yo lo recuerdo como una
cosa mu normal. Sofía era la hija mayor de mi madrina y estábamos
mu unías. Ella, me acuerdo que bromeaba con eso y decía: Ya se
le va a reventar el tomate, ya tiene los ovillitos de hilo, ya verás el
tomatito…, pero mi madre no, mi madre no me dijo nunca na. Luego
mi hermana fue la que se lo dijo a mi madre y ella se calló. Eso sí,
siempre nos decía: Por la noche tenéis que estar en casa, con los
hombres no se debe ir por la noche por ahí (Josefa).
También en el caso de Antonia fue una prima, más joven que ella, la que
le dio esa información.
“A mi no me dijo na mi madre. Mi prima, que era más chica que
yo, era la que me había dicho que cuando tienes la regla puedes
quedarte embarazá, pero mi madre na de na. Yo le dije a mi madre:
Mamá me tienes que comprar unas bragas, porque sólo tengo dos
y mira lo que me ha pasao. Es que mi madre nunca habló de eso”
(Antonia).
Pepita, con su facilidad para narrar las historias, adornadas con los más
pequeños detalles, nos explica cómo recuerda ella ese día. Su caso nos
ilustra sobre las diferencias entre unas y otras en cuanto a la edad en que
tuvieron la primera regla y las condiciones de su aparición.
“Mi madre estaba siempre trabajando o fuera de casa y a mí nunca
me hablaba de na, ni de regla, ni de tener niños, na de na. Cuando me
vino yo tenía diez u once años y estaba tendiendo ropa en el campo.
Me acosté, porque me sentí mu malamente y llegó una vecina, mayor que yo, de unos quince o dieciséis años. Entró la vecina y me llamó. Cuando me vio en la cama…, yo recuerdo como mu lejano que
la vecina gritaba: ¡la Pepita se ha muertoooo, se ha muertoooo…!
142
INFANCIAS RECUPERADAS
Mi madre salió corriendo y se pensaba que estaba muerta, estaba
inconsciente y la sangre salía por debajo del colchón. Estuve tres o
cuatro días en la cama, seguramente era de endeblez, porque yo era
como un fideo, estaba mu mal alimentá” (Pepita).
Todas las sociedades conocidas tienen ciertos tabúes y prohibiciones
para esta etapa de la vida. La mayoría de estos tabúes tienen un origen
antiguo, de cuando nadie podía dar explicaciones racionales, médicas o
científicas a la realidad. El mundo mágico y la superstición sustituían a
esas explicaciones, aunque para las personas que vivían en esa situación,
podían ser tan ciertas, como para nosotros hoy en día cualquier diagnóstico
médico.
Algunos de estos tabúes que explican nuestras protagonistas se relacionan con la comida, otros con la higiene, otros con las plantas… Todas
recuerdan esas prohibiciones y las seguían a “rajatabla”:
“(…) No lavarse los pies, ni la cabeza…, en general no tocar el agua, no
comer pepino, ni melón, ni coles, no estar en contacto directo con ciertos
alimentos, ni manipularlos. Por eso no se podía participar en las tareas de
la matanza, ni hacer la mayonesa…, no tocar las macetas ni ningún tipo
de planta.
Pepita, por ejemplo, quiere ilustrar lo que dice con una experiencia propia. De esa manera plantea la posibilidad de que la superstición fuera algo
más real de lo que nosotros pensamos.
“A mis amigas y a mí nos cayó un chaparrón en el campo, nos pusimos chorreando de agua. La verdad es que teníamos miedo, porque
algunas de nosotras estábamos malas48 y al final a una de ellas se le
cortó la regla. Tuvo unas calenturas grandísimas…, algo pasó, digo
yo… También decían que estaba tísica…” (Pepita).
Varias de ellas se reafirman en la posibilidad de que eso fuese así.
“Contaban incluso que una muchacha se había vuelto loca por lavarse la cabeza. Se cayó en un arroyo viniendo del campo y se mojó
enterita y se puso como las locas…, dicen. También se hablaba de
que algunas mujeres quemaban las macetas si las tocaban cuando
tenían la regla” (varias).
143
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Pepita, con unos quince años.
María Alvarez, con una amiga de paseo.
Tenía unos quince años.
Claro que ellas mismas dudan de esa realidad al comparar aquella situación con la actual y ponen el ejemplo de la cuarentena de las mujeres que
han dado a luz:
“Tampoco se podía una duchar o lavar en la cuarentena. Sin embargo, ahora en cuanto acaban de parir ya se están duchando” (varias).
Es una reflexión que sirve para recordar cuánto han cambiado las cosas
en un siglo, también en este terreno. Encarna explica un detalle que sorprende a algunas de las más jóvenes:
“En la época de mi madre, las mujeres más mayores, como no
llevaban bragas, se ponían los paños con una cinta alrededor de la
cintura” (Encarna B).
La llegada de la menstruación supone un cambio fisiológico que se manifiesta en la imagen externa de la niña; las curvas hacen acto de presencia
y exigen un nuevo vestuario, sobre todo en la ropa interior. Pilar y Josefa
recuerdan este hecho y explican con qué tipo de telas se confeccionaban
los paños y demás prendas íntimas.
144
INFANCIAS RECUPERADAS
“El cuerpo empezaba a cambiar…, porque yo he sío muy pecherona y se me notaban ya unos pechos… Entonces me hicieron unas
bajeras y un sostén de muselina que era la tela que comprobábamos
pa coser calzoncillos, bragas, de to. La tela, recuerdo que la compraba mí tía Isabel, (¡qué buena era mi tía Isabel!), y mi madre era la
que cosía to eso” (Pilar).
“Los pañitos que me hacía mi madre eran de tela de toalla, con un
remate mu bien hecho” (Josefa).
145
III
EL MATRIMONIO
COMO DESTINO
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres del campo
La vecinita de enfrente
A la lima y al limón
tú no tienes quien te quiera
a la lima y al limón
te vas a quedar soltera
qué penita y qué dolor
qué penita y qué dolor
la vecinita de enfrente
soltera se quedó
solterita se quedó
a la lima y al limón.
(Canción popular).
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
1. Escenarios de cortejo:
un paseo hasta el puente
Pepa no tenía prisa. No es que no quisiera casarse; algún día seguro que
encontraría al hombre adecuado para ella; ese hombre que supiera quererla,
que fuera agradable y trabajador. Pero ella se veía muy joven. Con diecisiete
años todavía no quería comprometerse con nadie. Aquellos muchachos de la
Marmolilla sonreían y miraban descaradamente, cuando la veían pasar con el
cántaro a por el agua y hacían bromas entre ellos. La Marmolilla era un cortijo
muy grande, donde cuadrillas enteras de trabajadores llegaban de todas partes
a labrar el maíz. Entre los jóvenes jornaleros solía haber uno que se dedicaba
a cocinar para todos. El cocinero recibía todos los meses lo necesario para
comprar y elaborar los guisos de toda la cuadrilla: garbanzos, patatas, tocino,
arroz, pan, aceite... A final de mes los trabajadores pagaban el importe de
lo que habían consumido. Aquel año, el cocinero había puesto sus ojos en
aquella muchachita tan joven que siempre iba acompañada por su hermana.
No sabía aún su nombre, pero estaba decidido a acercarse; quería conocerla,
porque le gustaba mucho, a pesar de que era un poco huraña. La joven pasaba
siempre muy deprisa, sin levantar los ojos del suelo. Un día, el muchacho se
armó de valor y abordó a las dos hermanas. Volvían de llenar los cántaros y
se dirigían a su casa, a la vera del cortijo donde él trabajaba. Pepa no pudo
evitar el encuentro. Él le pidió si podía acompañarlas y ayudarle con el peso.
Ella no pudo negarse. Aquel día empezaron a hablar. Luego, su hermana y
ella le traían encargos del pueblo: cebollas, ajos, arroz…, en fin, esas cosas
que le faltaban a última hora para hacer el puchero. Así se fue creando cierta
confianza entre ellos. Pero la muchacha se resistía; seguía pensando que hasta
los veinte años ella no quería tener novio…, era su decisión y no quería dar
más explicaciones. Pepa compartía con su hermana sus sentimientos; unos
sentimientos poco claros, difíciles de transmitir con palabras. Sólo sabía que
cuando él estaba lejos, echaba de menos su presencia, pero cuando lo tenía delante, sobre todo cuando escuchaba su preciosa voz, cantando las coplas de la
Paquera, entonces no sabía si quería estar con él o no quería, tenía una mezcla
de sentimientos… Pepa aprendió a querer a aquel muchacho tan bueno y que
la trataba tan bien; ocho años estuvieron de novios y todavía ahora, cuando ya
viven solos, jubilados y felices, suele decir: “de mi marío sólo puedo hablar
cosas bonitas”.
149
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Como Pepa, aquellas muchachas, abandonaron lo que debía haber sido
el “paraíso” de la infancia. Algunas, ya sabían de las miradas de los chavales, al cruzarse por la calle; los pequeños disimulos cuando coincidían
en algún sitio, “casi” por casualidad; las serenatas en las noches claras de
primavera. Se estaba preparando un nuevo tiempo para ellas, pronto llegaría el amor; estaba a punto de aparecer ese muchacho, trabajador, serio,
sin vicios, que podía convertirse en el hombre con el que formar su propia
familia. Eso era lo que tenía más valor, lo que siempre decían los mayores.
Lo del príncipe azul sólo ocurría en los cuentos y en las películas, pero la
vida real otra cosa.
Nuestra andadura por este periodo de la vida de las mujeres nos muestra
claramente cuales eran los modelos masculino y femenino que los padres
transmitían tanto a las hijas como a los hijos. Ellas lo explican con total
naturalidad, porque eso era lo que conocían, y aspirar a otra cosa resultaba algo ilusorio, carente de realismo y probablemente muy frustrante. El
amor romántico, tal y como hoy lo entendemos, no podía concebirse en un
mundo en el que había que luchar por la supervivencia.
Veamos entonces, cuales eran los mensajes que recibían las jóvenes
cuando se acercaba la época de elegir un novio:
“Lo que nos gustaba de un muchacho era lo que los padres nos decían: que no fuera borracho, eso era importante. Sobre todo cuando
un padre era borracho, se tenía en cuenta eso: que fuera trabajador,
que no fuera flojo…, que fuera bueno y de buena familia, no de gente
borracha o eso” (varias).
El trabajo era una exigencia para sacar adelante una familia, y el hombre,
teóricamente, el responsable económico. Los varones tenían que mostrar
socialmente esa cualidad para ser valorados y aceptados por la mujer que
pretendieran, y también por la familia de ésta. Claro que ganar el sustento
diario no era suficiente. Un hombre que se distraía en la taberna más de
lo conveniente, quedaba más o menos descartado como buen marido. En
definitiva: ser trabajador y no tener vicios como la bebida y el juego, era lo
más apreciado entre las cualidades de los jóvenes casaderos.
Pilar recuerda los consejos de su madre en este sentido:
150
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
“Mi madre sólo nos decía: Mira, con que tengáis vuestra habitación
en una casa propia, y vuestros maridos no beban, ya es suficiente”.
Con esa pena no se ha ido mi madre, porque a ninguno de sus yernos
les ha gustado beber” (Pilar).
Además de las propias cualidades, cada persona pertenecía a una familia
y eso también la marcaba. Como todos se conocían, la fama de los padres
y abuelos, de alguna manera se traspasaba a sus descendientes. En el caso
de los hombres, tener un padre bebedor o con otros vicios, podía hacer
sospechar que esa falta la podía haber heredado el hijo. Pepita nos recuerda
cómo su madre, por ejemplo, se negó en rotundo a aceptar a su pretendiente, porque no le agradaba el padre del muchacho.
“Mi madre no lo quería ni ver, porque su padre era un hombre…,
no se cómo decir…,¡un poquito mujeriego!, y a ella le parecía que él
podría ser como el padre” (Pepita).
Pero, ¿qué se exigía a las muchachas?, ¿cuál era el modelo de mujer que
los muchachos querían para casarse y tener hijos?
“Pa las muchachas igual: que fuera de buena familia y que no hubiera tenío novio. En muchos casos que nosotras conocemos, algunas
se tenían que casar con alguien a la fuerza, porque habían tenío algún
novio. Si tenías más de un novio te quedabas pa vestir santos. Lo que
había era pretendientes, pero el novio era otra cosa” (varias).
Lo de “buena familia” tiene relación con lo que anteriormente hemos
comentado. Es decir, que los antepasados: padre, madre y abuelos fueran
personas de bien, gente honrada y sin nada de qué avergonzarse. La segunda condición: no haber tenido otros novios, está justificado por el enorme
valor que se le daba a la virginidad.
Hablamos de una época en la que la principal virtud femenina era la
pureza, la “santa ignorancia” en todo lo que refería al contacto con el
propio cuerpo y, naturalmente, el más mínimo contacto con el otro sexo ya
se consideraba algo pecaminoso y sospechoso. Quedarse “pa vestir santos” significaba pasar a ser una “solterona”, sin marido ni hijos de quien
ocuparse.
151
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
La salida más natural entonces, era convertirse en una “beata”, dedicar
su tiempo a las cosas de la iglesia. Al fin y al cabo esos eran los espacios
más adecuados para una mujer decente: su casa y la iglesia.
Remedios explica muy bien cómo el miedo a quedarse soltera era una
de las razones para aceptar un matrimonio y señala uno de los temas centrales de esa etapa de la vida: la vigilancia continua que se ejercía sobre las
mujeres jóvenes.
“Muchas se han casao por no quedarse solteras…, sin quererlos
ni na. A lo mejor les ha ido bien, pero…, es que nos tenían mu vigilás. Yo me acuerdo que incluso, con ocho o diez años de relaciones,
teníamos que llevar a alguien con nosotras…, no creas que íbamos
solas. Nosotras íbamos a los bailes y cada vez iba una madre, se turnaban pa que no fuéramos solas” (Remedios).
Todas coinciden en la gran cantidad de restricciones que tuvieron en las
relaciones con el otro sexo durante la época del cortejo y el cuidado que
debían tener para no ser criticadas ni tachadas de chicas fáciles. En los
refranes y dichos populares estaba presente esta visión sobre las jóvenes:
“Moza que mucho va a la fuente anda en boca de la gente”.
Antonia recuerda muy bien como ella y sus amigas, cuando salían del
cine, se daban verdaderas carreras hasta su casa, huyendo del asedio de los
muchachos, que lo único que pretendían era charlar con ellas. Con ese acto
dejaban clara su honestidad.
“Mira, con dieciséis años venían unos muchachos de El Torno y
cuando íbamos al cine, ellos se ponían detrás de nosotras, pero sólo
mirábamos…, nosotras y ellos. Luego, después del cine, salíamos
corriendo a casa y ellos detrás. Yo con mi novio estuve así más de un
año (risas). Y a mí me gustaba ese muchacho, pero no se podía hacer
otra cosa” (Antonia).
La vigilancia llegaba al extremo de que los hermanos varones de la chica, se convertían en verdaderos perseguidores, más incluso que los propios
padres.
152
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
“A mi se arrimaban los muchachos y mis hermanos me vigilaban
pa que no me vieran con nadie. ¡Como te vieran con un muchacho…!
A mi hermano mayor le tenía más respeto que a mi padre. Yo tenía
dieciocho años cuando me eché novio, enseguía entró en la casa y ya
me dejaron tranquila” (Antonia).
Isabel con sus amigas en un día de Carnaval de 1955
Hasta tal punto era importante guardar la virtud de las hermanas, que
podían darse casos un poco ridículos, como el de Isabel, cuyo hermano, se
convertía en un vigilante que incluso se dedicaba a insultarla por la calle.
“Mi hermano iba detrás de mí cuando tenía novio y me iba diciendo “puta, puta…,” y tirándome piedras. Yo me aguantaba, porque
él tenía problemas, nunca supimos qué le pasaba, pero era un niño
especial” (Isabel).
Esa vigilancia se acentuaba mucho más cuando la muchacha no tenía
padre y si además el chico no era del agrado de la familia, la pareja podía
pasarlo muy mal. Los otros varones de la casa, los hermanos, ocupaban el
lugar de control y les hacían la vida imposible. Pepita explica la situación
que tuvo que vivir ella:
“Mi madre simplemente se le metió que no quería al muchacho.
Pero yo empecé a salir con él y mis hermanos empezaron a pegarme…, en el cine, en el paseo... Cada vez que nos veían juntos ellos
se liaban en mí, de toas las formas me pegaban. Hoy en día ellos se
llevan mu bien, pero entonces… ¡ni verlo!” (Pepita).
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Pero hay otras historias, otros escenarios de cortejo: el paseo, el cine,
la fuente, la vuelta de los “mandaos”…, lugares todos ellos públicos, a la
vista de los vecinos, que se encargaban de ir dando noticias de quién pretendía a quién. Las situaciones son variadas, aunque todas ellas tienen un
aire entre inocente y pícaro. Imaginamos los paseos, las miradas, los guiños, el disimulo femenino que quería expresar indiferencia…, pero que había que saber interpretar; en fin, todos los ardides masculinos y femeninos
que han sido siempre un aspecto importante de la seducción y el cortejo.
El relato de María es muy gráfico, casi cinematográfico: el pretendiente
encima de su jaca, con aires de galán y disimulando su interés por la joven.
“Estábamos en el paseo, con
mis tíos, se acercó y preguntó: ¿Quién es esta muchacha?
Mi tío dijo: Esta es mi sobrina.
Charlamos toa la tarde. Luego,
él llegó un día a ca mi abuela, en
su jaca, a pelo. ¡Buenas tardes!,
dijo. Yo no me figuraba que viniera a verme. Mi abuelo le invitó a sentarse. Se sentó en su
silla y yo haciendo croché, pero
haciéndome la tonta, sin hablar.
Cuando se fue, mi abuelo le dijo
a mi abuela: ¿A qué habrá venío
Encarna, pasenado por el puente con
Fernando? Y mi abuela, que era
su novio.
más zorra que él, dijo: ¿A qué iba
a venir…? La próxima vez que nos vimos fue en el cine. Y así empezamos. Él no fue a hablar con mis abuelos ni na, nos hicimos novios
así. Nos sentábamos a hablar en la casa y no nos mirábamos. A mí
me daba mucha vergüenza mirarlo a la cara y él a la vera mía, allí
sentao… Luego, ya pa la boda si fue a hablar con mi padre, pero pa
preparar la boda. (…) Antes había mucha ilusión, no como hoy…,
pero ni tanto ni tan calvo, ¿no es verdad?” (María la costurera).
154
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
Encarna y María nos explican la importancia de respetar ciertos límites
en los paseos y se refieren al puente como una frontera que todas conocían.
“Yo he salío sola con él, no tenía problemas. Lo que sí había era
un tope pa el paseo…, el puente era el tope. Las que se pasaban no
estaban bien vistas. Luego, pa ir a los bailes si que nos juntábamos
unas cuantas, porque íbamos a los pueblos de al lao, a Majarromaque
y a otros sitios…” (Encarna García).
“Pues aquí empezábamos a mirarnos en los paseos del puente al
pueblo y del pueblo al puente, ese era el paseo… Yo tenía mucho
cuidaíto en no pasar del puente y mis hermanos siempre me estaban
vigilando, los tres” (María Álvarez).
Pasear más allá del puente era como acceder a un espacio sin control
social, en el cual podía pasar cualquier cosa. Aquí el dicho popular es bien
claro: “Moza que anda mucho por lo oscuro, si no ha pecado, es porque
no pudo”.
Algunas de las mujeres recuerdan cual era la actitud más correcta cuando un joven se acercaba a la muchacha e intentaba hacerle saber su interés
por ella. Lo que explican, nos retrotrae a ese refrán popular que dice: “El
hombre está para pedir y la mujer para negar”, o también: “La mujer,
rogada; y la olla, reposada”.
Estas son las historias de Paca, Remedios y María. Sus respuestas ante
los pretendientes son semejantes, a pesar de la diferencia de edad que hay
entre las tres. Paca moceaba en los años cuarenta, Remedios a mitad de los
años cincuenta y María en los sesenta. Ellas, muy dignas, dan a entender
a los muchachos que no están interesadas, que no tienen ninguna prisa por
echarse novio.
“Yo era mu buena moza, una polvorilla…, guapetona y los muchachos me echaban piropos. Me acuerdo que arrancando palmitos nos
“tiraban los tejos” a las muchachas: Paca, ¡te estás poniendo más
guapa…! Y yo les decía: ¡Déjate de pamplinas fulanito!..., había que
hacerse de rogar. Pretendientes tuve muchos, en la venta San Miguel,
en los bailes…, aunque yo no he tenío mucha juventud…” (Paca).
155
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
“Esperó que yo saliera y me pidió si me podía acompañar y yo le
dije que sí, que a mi me daba igual, porque él no era importante pa
mí, vaya, que me daba igual. Y dijo: Es que me han dicho que no tienes novio. Yo le contesté: Ni lo tengo, ni lo quiero. Así empezamos.
Yo tendría unos diecisiete años. El primero y el último…, hablamos
unos cuatro o cinco años y nos casamos” (Remedios).
María Marín, cuando tenía dieciocho o veinte años.
Es la joven de la izquierda.
“Nosotras nos hacíamos de rogar…, no aceptábamos a la primera
que nos acompañaran, eso no estaba bien. Cuando te gustaba no lo
despachabas tanto, pero vaya, no querías ni que te rozara, porque
eso… Yo tenía uno que se arrimaba mucho y le decía: Tú, ¡que te
vayas!... Luego, más adelante, te pagaban el cine y se sentaban a tu
lao, pero eso no era a la primera. Cuando se sentaban a tu lao es que
ya éramos novios” (María Álvarez).
Estas actitudes son todo un signo, puesto que el mensaje que recibe el
varón es que las muchachas son las que eligen, y que lo puede hacer, porque “lo valen”.
A pesar de estas restricciones y de los condicionamientos que existían
en la época a la hora de elegir pareja, no hay duda de que toda la vida se ha
dado la experiencia del enamoramiento. Los ojos de las mujeres del grupo
brillan de un modo especial cuando tocan el tema. No hay duda, sienten un
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EL MATRIMONIO COMO DESTINO
cierto pudor; hablar de este sentimiento parece que no les resulta fácil.
No obstante se inician las confidencias y Pepa P. muestra abiertamente
lo grato que le resulta ese recuerdo:
“To lo que tengo de ese momento es bonito. Conocí a mi marío
trabajando en el campo; él estaba de cocinero en el cortijo, al lao de
donde yo vivía. Tenía dieciséis años cuando empezamos a hablar,
pero a lo primero no lo quería…, yo no quería novio tan joven. Luego…, los muchachos, sus compañeros…, cuando me veían pasar por
la vera del cortijo decían: ¡Fernando, Fernando!... Le llamaban la
atención y salía a verme. Yo tenía que pasar por el agua a la fuente
del cortijo y no podía evitar encontrarme con él” (Pepa P.).
Ana le sigue y, con una pícara sonrisa, tan expresiva que no requiere más
explicación, nos relata su historia de amor.
“Él trabajaba en una panadería y pasaba vendiendo por las parcelas… Yo esperaba cada día ese momento pa comprarle los bollos, me
gustaba verlo. (…) Una siente que está enamorá… Él me lo decía
to con la mirada, se quedaba fijo, fijo… Cuando me dijo que quería
llegar a la puerta ya la cosa se formalizó” (Ana).
“Una siente que está enamorá”. ¡Era tan lindo!. “Me entraría por los
ojos”. Esa parquedad en la explicación del enamoramiento, hace pensar en
que no han tenido mucha ocasión de hablar de ello; es como si no encontraran las palabras adecuadas para poder expresar ese sentimiento, lejano,
pero que en este instante vuelve a estar vivo para ellas.
“Yo había tenío pretendientes y bailábamos en el guateque, pero
eso eran amigos. Con mi marío fue distinto, una siente que está enamorá” (Pilar).
“A mi me gustó mi marío porque era mu lindo, mu listo, me gustaba y nos queríamos mucho” (Encarna B.).
“¿Que qué me gustó de él? Pues…, no se…, algo tendría ¿no?, me
entraría por los ojos. También que ya había hecho la mili y era mu
trabajador” (Josefa).
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Para Josefa no parece suficiente explicación eso de que le entrara por los
ojos, así que tiene que buscar otro tipo de razones más concretas, más realistas; esas razones que seguramente jugaron un papel importante en todas
ellas a la hora de fijarse en un hombre: era muy trabajador.
LA ESPAÑOLA CUANDO BESA
Es más noble, yo lo aseguro
y ha de causarle mayor emoción,
ese beso sincero y puro
que va envuelto en una ilusión
La española cuando besa
es que besa de verdad
y a ninguna le interesa
besar por frivolidad (….).
(…) Me puede usted besar en la mano
me puede dar un beso de hermano
así me besará cuanto quiera
pero un beso de amor
no se lo doy a cualquiera (….).
(Canción popular).
La experiencia del primer beso parece ser como la antesala del noviazgo. Es decir, se entiende que si un muchacho besa a una muchacha es que
tiene claro que ella lo va a aceptar. Eso significa que ya se han dado otros
signos más o menos claros sobre los sentimientos de ambos. De todos modos, los besos que aquí se relatan son totalmente inocentes, contactos muy
tenues, pero que entonces eran suficientes; un primer paso para avanzar en
la relación de confianza.
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EL MATRIMONIO COMO DESTINO
Pero antes de entrar en detalles, el grupo conversa sobre los miedos que
se transmitían en aquella época. Ya hemos visto anteriormente las pocas
ocasiones que existían para los contactos entre ambos sexos, lo cual contribuía al desconocimiento y a la desconfianza. Además, como explica Ana,
algunas madres se encargaban de sembrar en sus hijas sentimientos muy
negativos; una especie de mezcla entre la ignorancia y el miedo hacia los
hombres, algo que no ayudaba a vivir la sexualidad como algo agradable.
“Antes se tenía miedo a los hombres. Yo tenía una vecina que tenía
una niña que era mi amiga. La madre de esta niña era la que decía
unas cosas… Mira, ¡le explicaba unas cosas a esa niña!, y yo lo escuchaba. Cuando un hombre te da un beso, eso se te nota en la cara,
decía aquella mujer. ¡Cualquiera dejaba que le dieran un beso! Y no
digamos si la cosa iba a más: Si un hombre te toca los pechos, eso se
pone…, esas cosas decía la mujer. Se tenía mucho miedo” (Ana).
Todas se muestran de acuerdo con esa desconfianza de la que habla Ana.
Pero a pesar de todo, la joven pudo descubrir que un beso podía ser muy
agradable y nada peligroso.
“Estábamos los dos sentaos en la escalera de mi prima porque él
se había mareao y yo lo llevé a darle un café y allí me cogió desprevenía y me besó. Me supo mu bien ese beso” (Ana).
Fijémonos en los castos e inocentes besos que recibieron dos de nuestras
protagonistas:
“Tendría yo catorce o quince años. Mi suegra me invitaba a la feria
de La Barca, que era donde ellos vivían. Aquella tarde él se montó
en las cunitas conmigo, los dos solos, y allí me “zampó” un beso, un
beso en la cara. Así empezó el noviazgo” (Pepita).
“Un día, en la puerta me cogió de la mano y me entró un calor…
y me dijo: Mira aquello…, pa distraerme. Me pilló desprevenía y
me dio un beso, pero en el “cachete”49. ¡El calor tan grande que me
entró…! A mi me daba vergüenza hasta que me echaba la mano por
el hombro en el cine, ¡qué vergüenza!...” (Cuqui).
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Resultan muy tiernos los recuerdos que guarda Cuqui; ella se debate
entre la sorpresa por las agradables y desconocidas sensaciones que le
producían esos primeros contactos, y el pudor, que le hacía sentir mucha
vergüenza.
“Músicas y flores, galas de amores”
Además de los escenarios que ya conocemos, los bailes eran una buena
ocasión para conocerse y empezar alguna relación entre jóvenes. Ciertamente eran poco frecuentes, porque las fiestas estaban muy delimitadas
por el calendario. Pero ellas recuerdan que en las parcelas, con el buen
tiempo, se organizaban bailes, en los que participaban chicos y grandes.
Así es como lo recuerda Remedios:
“Aquí llamaban a los músicos
unas veces a una choza, otras veces
a otra y tocaban muchas cosas. Las
madres siempre iban con las muchachas y lo pasábamos mu bien. Se
tocaba el acordeón y las bandurrias:
pasodobles, sevillanas, pero los
fandangos era lo que más se tocaba.
Era precioso, pero yo no me acuerdo cómo se bailaban. Yo conocí a
una tal Pepa, en La Suara que bailaba mu bien y en los bailes lo que
querían es que estuviera la Pepa.
Venía Macareño con la guitarra y se
cantaba mucho” (Remedios).
Otra forma de llamar la atención
sobre la joven que se pretendía, consistía en echarle serenatas debajo de
la ventana, aunque esos recuerdos sólo los tienen las mujeres que vivieron
en un pueblo, antes de llegar a las parcelas.
Una jovencísima Antoñita, con su novio en
la plaza del pueblo.
“En El Gastor, íbamos a los bailes, nos echaban serenatas con el
laúd, la guitarra, el acordeón. Mi padre invitaba a los muchachos y
no le molestaba que vinieran por allí” (Josefa).
160
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
“Allí en Alcalá de los Gazules, aunque yo tenía unos catorce o
quince años ya me salieron pretendientes. Lo que se hacía era cantar
una serenata debajo de la ventana. Yo no me enteraba nunca, pero los
vecinos al otro día decían: Anda que esta noche has tenío música. Lo
que cantaban eran fandangos, con instrumentos de cuerda” (Encarna
García).
Muchas de las mujeres se animan a cantar algunas coplillas que recuerdan: fandangos y otros ritmos populares como “La Raspa”.
De esas dos que están bailando,
la que tiene delantal
de esas dos que están bailando,
es la novia de mi hermano
pronto será mi cuñá
ole y ole…
Estribillo
Que sí que sí
que no que no,
la bata me la pongo
porque quiero yo.
Esto se cantaba jugando a la conga. Pero también se bailaba La Raspa.
La raspa con su son
será nuestra diversión…
Aprovechando esta ocasión, en la que la música es protagonista, Pilar,
una de las más jóvenes, canta trozos de canciones de Los Brincos, Los Diablos, El Dúo Dinámico, Adamo… Eran los grupos y cantantes que tenían
éxito en los años sesenta, cuando ella era joven y se organizaban guateques
en las casas particulares.
161
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Una atractiva y joven Encarna
Aunque muchas sociedades conceden una relativa importancia a la formalización de la relación amorosa, las mujeres no recuerdan ninguna costumbre fija para esa transición entre el cortejo y el noviazgo formal. Los
relatos nos muestran distintas experiencias, aunque todas ellas coinciden
en un detalle: sentarse en la puerta juntos era un signo de que el noviazgo
era firme; pero sobre todo cruzar ese límite, entrar en el ámbito privado de
la familia y ocupar un asiento alrededor de la mesa, era lo que convertía la
relación en un compromiso relativamente formal.
“No hubo ningún día especial en que mi novio entrara a hablar
con mi padre. Él venía de la mili con permiso y entraba en mi casa
sin problemas. En la casa se sentaba en la puerta, a mi lao, en una
silla, y allí hablábamos. En la mili estuvo unos dos años y medio y
estuvimos escribiéndonos to el tiempo” (Encarna García).
Y es que algunos padres preferían no tener que pasar por el “mal trago”
que suponía hablar con el muchacho y que luego la relación no llegara a
buen puerto. Eso pasaba especialmente cuando el joven no era conocido.
María Álvarez explica que esa fue la razón por la que su padre no quiso
hablar con su novio.
162
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
“Bueno…, primero estaba en el paseo, luego en la puerta y luego
entraba en la casa. Pero a veces se daba por hecho. Mi padre me dijo
que con él no tenía que hablar nadie. Decía: Vaya que luego venga a
guasearse de ti… Se pensaba que algunos venían a hacerle los niños
a las novias y después se iban a su pueblo y las dejaban. Por eso mi
padre no tenía mucha confianza en mi novio, que venía de Arcos”
(María Álvarez).
Antonia también tuvo esa vivencia. No recuerda ninguna conversación
formal entre su padre y su novio, para dejar clara la relación.
“Nosotros íbamos por la carretera y él me hizo un guiño. Al otro
domingo se me arrimó. Entonces, si yo lo dejaba ya éramos novios.
Luego llegaba a mi casa y se sentaba en una silla. Mi madre y mi
padre al lao, y ya está. (Antonia).
Sin embargo, el caso de Ana es diferente; el muchacho pasó a hablar
con su padre, aunque el escenario no fue demasiado formal. A partir de
entonces, ellos tuvieron más libertad para ir solos. Y es que, según parece,
la formalización de la relación traía consigo ciertos privilegios y libertades
para la pareja.
“Él habló con mi padre en casa del zapatero, donde mi padre iba
mucho. Ya después me iba en el carro hasta El Torno con él, sin problema. Como mi hermano trabajaba en la panadería, con él, yo aprovechaba pa ir a verlo. Luego, me invitaba al cine de verano y yo se
lo decía a mi madre y a mi hermano. Después me traía mi hermano
hasta la choza. Estuvimos siete años así” (Ana).
También Cuqui recuerda que desde que se formalizó el noviazgo tenían
más oportunidades de salir sin vigilancia, sobre todo cuando iban a Jerez.
La ciudad se convertía en un espacio de mayor libertad, ya que allí los
novios guardaban menos las distancias.
“(…) Cuando ya éramos novios yo venía sola con él en la moto.
Nueve años le hablé. Me acuerdo que yo estaba cosiendo en casa de
una modista y mi novio me esperaba en la puerta del taller. En Jerez
los novios sí se agarraban, pero en el pueblo, bien lejos” (Cuqui).
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Una de las formas en que se escenificaba la seriedad del noviazgo era
a través del consentimiento de los padres para que la pareja se viera dentro de la casa. Cuando las mujeres dicen: “Hablé con él tantos años” se
refieren a esa escena cotidiana en la que los novios, sentados uno junto al
otro, y vigilados de cerca por la madre, conversan de cuestiones sin mucha
trascendencia. Esta era la relación más íntima que podía tener una pareja
de jóvenes.
“Éramos tres hermanas y nos llevamos dos años cada una. Nos
poníamos las tres con los novios en la cocina, al lao de la chimenea.
Ella, mi madre, allí al lao to el rato. Teníamos que fregar los platos
cada una una noche. Si venía el novio, tenía que esperar hasta que
acabábamos de fregar, eso era siempre así. Muchas veces estábamos
en silencio haciendo tomiza con la palma, o haciendo cualquier otra
cosa pa distraernos… Allí nadie se tocaba ni un pelo… La gente que
se quedaba embarazá era porque salían solas por mandaos del campo, a La Barca, y se encontraban con ellos en medio el campo. Por
eso se quedaban embarazás. Por eso los padres no nos dejaban salir
solas por esos caminos” (Pepa P.).
164
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
2. Amores difíciles:
el drama del embarazo
“Yo le hacía mucho caso a mi madre. Ella decía que el novio había
que cogerlo después de la mili, pa casarse, que si se iban a la mili se
olvidaban y que no era cosa de pasar el tiempo” (Josefa).
Las palabras de Josefa dejan claro que el noviazgo era la antesala del
matrimonio; no tenía otra función más que esa. Durante la época de cortejo, hemos visto que el conocimiento que se adquiría de la otra persona
era mínimo y, desde luego, quedaban excluidas las relaciones sexuales. De
ahí que fuera tan importante evitar los contactos íntimos, así que toda la
relación transcurría en el espacio público, a la vista de todos. Claro, que
eso no debía ser suficiente, puesto que muchas parejas conseguían burlar
la vigilancia y mantenían relaciones sexuales.
Pepita, con la guasa y la ironía que la caracteriza, se refiere al tema con
una mezcla entre la queja, por haber sido tan inocente, y el dolor que le
produce recordar todo lo que vino después.
“(…) Mi novio me dio un beso en la cara y yo ya creía que si me
dejaba no iba a tener un novio en la vida. Mira tú por donde, en ocho
años no me tocó y el día que me tocó me dejó preñá” (Pepita).
Pero cuando la mujer relata lo que ocurrió después, entonces muestra
todo su dolor y hay un momento de una emoción que ya no controla. Y es
que, cuando se dio cuenta de que estaba embarazada se asustó tanto, que
lo ocultó durante dos meses. Desde el momento en que fue consciente de
su situación tomó una serie de decisiones, completamente inadecuadas que
la llevaban cada vez más a un callejón sin salida. Su relato es suficientemente esclarecedor de lo difícil que lo tenían las mujeres solteras, cuando
se quedaban embarazadas. Y es que, cuando el resultado de las relaciones
sexuales era un embarazo, la situación se complicaba y la única salida
aceptable era la boda.
165
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
“Yo me acostaba con mi madre y ella
ni enterarse… Ella me preguntaba cada
dos por tres si me había puesto mala (regla) y yo le decía que sí. Así me tiré dos
meses, con unos mareos…, sin comer na,
tomando aspirinas sin parar… Mi marío
se lo dijo a su madre y ella a una cuñá
mía. Mi madre sospechó que pasaba algo
porque vio que yo me había llevado unos
cacharros que tenía compraos pa cuando
me casara. Entonces ella me dijo: Si pa la
noche no han aparecío los cacharros le
voy a decir a tus hermanos que te den una
paliza. Lo de siempre, pegándome se penEncarnación, cuando tenía dieciocho años,
saban que ya estaba to arreglao. Y yo no
en un paseo por Jerez. A su lado una niña
había manera de que soltara prenda, no le
de la familia.
decía na. Empecé a dar vueltas y vueltas,
sin saber qué hacer y se hizo de noche. Cogí la carretera y llorando,
llorando, sin saber a dónde iba. Cerca de la Venta de San Miguel no
sentí una bicicleta que pasó, que era un pariente de mi padre, pero él
me conoció y le avisó a un tío mío y me llevó a su choza. Yo muda,
hasta que mi tía se dio cuenta de lo que pasaba. Mi tío fue el que se
fue a hablar con mi madre y me dijo que no me tenía que preocupar
de na. Mis hermanos no me buscaron, pero mi madre dijo: En mi
casa no entra ni muerta” (Pepita).
El problema con que se encontró Pepita fue la ofuscación de su madre,
que siempre se había negado a aceptar a su novio. Por suerte, ella tuvo
apoyos familiares. La actuación de uno de sus tíos que ejerció un papel
mediador, ayudó a resolver la situación realmente complicada de la pareja,
pero finalmente se celebró la boda.
“Mi tío le dijo que si ella no me quería él no tenía problemas de
quedarse conmigo. Pero luego vino la segunda parte. Mi novio fue
a hablar con mi tío y le dijo que se quería casar conmigo. Pero mi
suegra no quería que se casara, ni mijita, porque lo necesitaba a él
166
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
pa la casa y tampoco tenía un cuarto pa nosotros. A la madre no le
convenía que se fuera porque era el que llevaba la casa. Mi suegro
no llevaba ni un duro. Mi tío no quería que me fuera con ella en esas
condiciones, sin casarme, prefería que me quedara con él. Mi marío
dijo que si no se casaba conmigo se iba a Alicante y entonces como
a la madre no le convenía que se fuera pues consintió en que nos
casáramos” (Pepita).
Otras jóvenes no tuvieron la suerte de contar con la comprensión de alguien, como le ocurrió a Pepita. La intervención llena de sentido común de
su tío, posibilitó avanzar en la solución a su drama, aunque durante mucho
tiempo no pudo tener contacto con su madre.
Encarnación también sufrió la expulsión de la casa familiar. Sus padres
la echaron cuando sospecharon que podía estar embarazada. La mujer tiene mucha necesidad de hablar de este episodio de su vida. Ella cree que
aunque es demasiado duro y afecta a la imagen de su marido, ya fallecido,
es algo que pasó y que quiere compartir con el grupo.
El relato es largo y resulta difícil seguirlo, por la gran cantidad de detalles y nombres con los que lo adorna. Encarnación habla de la insistencia,
la persecución a la que fue sometida por el muchacho que la pretendía, el
que luego fue su marido. Esta actitud tan incómoda y molesta para ella, en
lugar de llevarla al rechazo, acabó con la aceptación de un noviazgo que
realmente no deseaba. Pero es que, como Pepita, ella creía seriamente en
que el simple “tonteo” del cortejo era suficiente para ser señalada y no
poder casarse más que con aquel muchacho. Si Pepita pensaba que con un
beso en la cara ella no encontraría otro novio, si él la dejaba, Encarnación
estaba convencida de que, con el roce de un brazo, cuando se “arrimaba”,
su pretendiente tenía ya todos los derechos y a ella se le acababan las posibilidades de aspirar a otra relación más satisfactoria.
“Nosotros nos vimos por primera vez en la feria de La Barca. Él
tenía una novia de otro pueblo, pero sus padres no la querían porque
había tenío ya novio…, a eso entonces se le daba mucha importancia. Bueno pues yo me acuerdo que venía hecho una pena, con unos
pantaloncillos mu feos, mal arreglao. Iba con otros que también se
querían arrimar a las otras muchachas que venían conmigo. Nos sen-
167
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
tamos en una caseta y allí to el rato luchando pa que no se acercara,
porque no me gustaba. Yo verdaderamente no estaba enamorá de él.
Él siempre se quería arrimar a mí y yo siempre retirándome. Y me
hacía toas las perrerías que quería y yo aguantando… De verdad que
yo no lo quería. Se arrimaba a mí cuando veníamos del campo hacía
La Barca y luego me acompañaba a mi casa y al llegar allí él quería
que me parara con él y yo no quería y sabía que mis padres no querían, pero el no tenía temor de nadie. Yo pensaba: ¡estará de Dios que
yo sea pa este hombre…!” (Encarnación).
La relación de Encarnación con el muchacho se convirtió, según nos
cuenta, en una continua lucha entre los deseos de él y el miedo y la ignorancia de ella a ser abandonada, cuando a los ojos de todo el mundo ya eran
novios. Su relato nos dejó impactadas por dos razones: en primer lugar, por
el dolor y la emoción contenida que hay en sus palabras, y luego, porque
es la primera vez que esta mujer habla de ello en público, que es capaz de
ponerle palabras a esta historia.
De su triste relato ofrecemos una parte, suficiente para hacernos una idea
de cómo el miedo de una mujer puede llevarle a un callejón sin salida.
“(…) En Semana Santa o en Feria, no recuerdo bien, dijimos de
ir a Arcos. Yo les dije a mis hermanas que no me perdieran de vista,
porque le tenía mucho miedo y no quería que volviera a lo de siempre… Pues nada, que se las arregló pa engañarme y hacer conmigo
lo que quiso, sin yo poder evitarlo… Pero es que le tenía mucho
miedo… Desde ese día me lié a llorar y a llorar, me pasaba los días
llorando. Mi madre se imaginaba que era por él y se lo dijo: Mira, si
tú no quieres a mi niña te vas y la dejas tranquila, porque ella va a
enfermar, siempre llorando. Como él no tenía pelos en la lengua le
dijo: Lo que su hija tiene es que está preñá. Bueno, mi madre, ¡cómo
se puso! Y yo no sabía si era eso, porque no tenía ni idea de na. Mis
padres me echaron a la calle y me fui a Torrecera a casa de mi suegra,
pero es que ella tampoco me quería… Así empezó mi vida con él.
(Encarnación).
168
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
Refiriéndose a la reacción desproporcionada de muchos padres, cuando
se enteraban del embarazo de las hijas, Pilar afirma con rotundidad:
“Los padres antiguos eran mu brutos. Mi padre con eso se ponía
mu serio y decía: ustedes no vengan aquí embarazás…Teníamos mucho miedo” (Pilar).
También María Álvarez comenta la importancia que le daba su padre a
que ella se casara como “Dios manda”, o sea, sin estar embarazada.
“Mi padre me había dicho: Si mi niña se casa bien le regalo una
cadena de oro y mil pesetas. Él no quería que saliera embarazá, porque una prima mía salió así y a mi me daba vergüenza porque la
gente comentaba…, lo criticaban to” (María).
Remedios explica un caso en el que dos muchachas se convirtieron en
rehenes de la ofuscación de su propia madre.
“Cuando se enteraban que alguna estaba embarazá pues ya iba el
novio a su casa y arreglaban la cosa pa casarse. Yo conozco a dos
hermanas que la madre las encerró a una en un cuarto y a otra en
otro, hasta que tuvieron los críos, las dos embarazás” (Remedios).
En los pueblos pequeños, donde este tipo de cosas estaba totalmente
controlado por la vecindad, siempre han existido esas situaciones extremas, como la que cuenta Remedios. En algunas ocasiones, las jóvenes que
se quedaban embarazadas y no conseguían que el novio o pretendiente
respondiera de su paternidad, se podían encontrar ante tremendos dramas,
como el que cuentan las mujeres del grupo.
“Una vez hubo un escándalo…, porque una echó al niño a la basura…, pero luego no pasó na, se casó con un militar y vive todavía.
Ahora que a veces eran las madres las que escondían los embarazos
y una vez una de ellas enterró a la criatura en unas obras que había
al lao de su casa. Yo recuerdo que luego lo encontraron y se veía la
cajita blanca, en el entierro. Luego la muchacha se casó…, no se si
con el mismo que la dejó embarazá” (Remedios).
169
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
“Una de Majarromaque, que no recuerdo como se llamaba, se quedó embarazá y dicen que no sabía na la familia. Pues la muchacha
se fue fuera del barracón a parir y dejó al niño abandonao, medio
enterrao y dicen que cuando llegó al barracón todavía se escuchaba
al niño llorar y ella chorreando sangre, porque seguramente se dejó
la placenta dentro o algo así. Se la llevaron a la cárcel. En Jerez y en
Cádiz había Casa Cuna, donde se podían dejar a los niños, pero es
que no las ayudaban ni sus padres ni nadie” (Encarna García).
“Una muchacha se quedó embarazá de un alemán y cuando tuvo la
criatura la madre la tiró al canal. Fue un escándalo. Se cantaron unas
coplas de esas que iban los hombres cantando por las calles. Yo digo
que me lo hubiera dao a mí y lo hubiera criao con mi niño. A mi me
metieron en el caso y me llevaron a declarar a Cádiz porque decían
que yo sabía que ella iba a hacer eso. Pero si eso hubiera sío así hubiera dao parte. Yo no lo veía eso tan grave, lo de tener una criatura
de soltera, pero ella quería ser mocita. Luego se casó, pero se fue de
aquí. A mi me parece que aquello era cosa de la madre…” (Paca).
Pero ni las costumbres, ni la marginación social podían evitar que algunas muchachas, madres solteras, salieran adelante; y hay que reconocerlo:
en esa época había que tener un gran coraje para quedarse en el pueblo y
enfrentarse a las duras críticas de un ambiente que era extremadamente
cruel con las mujeres que, por un motivo u otro, se encontraban en esa
situación.
En cambio, a los hombres, no se les pedía ningún tipo de responsabilidad, ni eran rechazados por los vecinos del pueblo; y mucho menos si se
trataba de personas con poder.
Una de las opciones que tenían muchas parejas, cuando se producía un
embarazo sin estar casados, era irse juntos. En casi todos los pueblos de
España, y en Andalucía particularmente,“irse con el novio” fue una práctica muy corriente en épocas pasadas50. De hecho, esta costumbre se convertía en un recurso muy adecuado para aquellos novios que no disponían
de medios económicos para montar una casa independiente. Si a eso se le
añadía el embarazo, entonces la urgencia era la que mandaba. No se trataba
de una decisión llevada por el impulso, sino algo totalmente premeditado.
170
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
La pareja hablaba sobre el tema y se ponían de acuerdo para comunicárselo a la familia. Veamos el caso de Encarna, que ilustra perfectamente este
tipo de situaciones:
“Yo me quedé embarazá y luego me fui con él. Me fui con él porque entonces no había dinero pa casarse y comprar esto y lo otro…
Un día yo tenía que ir con mi padre a la parcela y él me dijo que
por la noche me esperaba al lao de mi parcela y nos íbamos juntos.
Entonces habló con mi padre y se lo dijo: Encarna se viene conmigo
a mi parcela, porque como no tenemos pa casarnos, nos juntamos”
(Encarna B.).
Los embarazos prematuros eran una forma de presionar a la familia,
cuando había problemas para que los novios se pudieran relacionar con
una relativa libertad. Cuando esto ocurría, la pareja podía elegir: casarse o
irse a vivir juntos. Este parece que fue el caso de Remedios.
“Yo tenía diecinueve años cuando murió mi madre y todavía no
éramos novios formales. Como los lutos eran tan serios, eso de hablar en la puerta con el novio no se podía hacer. Mi hermano no
quería que yo estuviera allí en la puerta y él, mi novio, que sí, y mi
hermano que no, total que me fui con él. Eso fue un capricho, lo de
querer hablar en la puerta. Me quedé embarazá y ya nos fuimos a lo
de mi suegra. Nos casamos a los dos años” (Remedios).
Aquí vemos que ese excesivo control de sus hermanos, intentando protegerla, se les volvió en contra, porque, según ella misma afirma, su novio
se encaprichó y eso hizo que perdiera la paciencia. Al final se quedó embarazada y se tuvo que ir con él. Una historia semejante explica Antonia, refiriéndose a su hermano. Antonia introduce otra razón que entonces servía
para decidir llevarse a la novia: librarse de la mili.
“Mi hermano Pepe se llevó a la novia y se fue a Jerez a casa de
una amiga dos semanas… La familia de ella no lo quería, así que
eso hacía mucho, porque en general los novios no tenían pa casarse,
además de esa forma se libraban de la mili?” (Antonia).
171
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Isabel reflexiona sobre las presiones que existían a la hora de decidir si
irse con el novio, o esperar a casarse. Una situación familiar como la de
ellas, desde luego, provocaba muchas veces la huida, buscando una mejor
vida. Sin embargo, a Isabel, no le ilusionaba el matrimonio, porque sabía
que, una vez casada, seguiría siendo responsable de la casa de sus padres.
“Mi hermana se fue con el novio. En cuanto pudo, ella se quitó de
en medio, porque el panorama que teníamos en la casa... Yo misma,
no tenía ganas de casarme porque me daba cuenta de las cosas. Lo
que me esperaba era hacerme cargo de dos casas: la de mis padres y
la mía. ¿A quien le hace ilusión algo así” (Isabel).
172
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
3. Ampliando horizontes:
trabajo y preparación
del ajuar
Ana tenía dieciséis años cuando decidió que ya había pagado la “hipoteca”. Llevaba más de ocho años en la casa de sus primos, trabajando como
una adulta, cuidando de ocho niños, limpiando la casa, lavando, ayudando
en la parcela… Se daba cuenta de que le había tocado devolver un favor
familiar de esa forma. No ganaba nada, pero ciertamente no le faltaba lo
necesario. Sus primos la trataban como a una hija más, en todos los sentidos. Pero había llegado el momento de volar por sí misma, de conocer otra
cosa, de preparar su ajuar, y para ello necesitaba ganar algo de dinero. Se
enteró de que en el cortijo de La Noriega buscaban muchachas de servicio y allí se presentó. Era una gran casa, con una familia no muy extensa,
cuatro mujeres y varios hombres, no lo recuerda bien…, pero había mucho
servicio: unas veinte personas. Unas limpiaban, otras cocinaban, otras se
dedicaban a la ropa…, porque había muchísima ropa y ellas, las señoritas,
eran muy refinadas y exigentes.
173
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Ana recuerda que desde el jueves hasta el domingo había varias muchachas dedicadas sólo a la ropa: se lavaba, se clareaba, se tendía y luego
venía la plancha, un trabajo muy duro. Se almidonaba toda la ropa blanca,
porque las sábanas llevaban encajes, y las almohadas, los pañitos de adorno…, incluso los delantales, unos delantales blancos con volantes, muy
bonitos, muy vistosos, que se ponían las muchachas. Ella recuerda que
cuando se acababa la plancha, aquello era para sacar una foto, de bonito
que quedaba…, pero claro, era muy trabajoso; se necesitaba fuerza, cuidado, paciencia y mucho gusto, para dejar la ropa como las señoras querían.
El domingo la ropa quedaba toda preparada, lista para cambiar las camas
y vestirse de limpio todo el mundo.
Por la mañana temprano, Ana barría la entrada del cortijo, un llano de
cemento que a ella se le antojaba una cosa muy difícil. Le dieron una
escoba de palma y la señora le decía, gritando: ¡niña, así no se barre, la
escoba tiene que decir: perejil, perejil!... y enérgicamente le daba a la escoba, para enseñarle como hacerlo. Ana recuerda que ganaba 2,50 pesetas
a la semana, aunque trabajar allí suponía tener comida y cama. Era el año
1954 y ella ya estaba hablando con su novio, querían casarse y no podía
pedir dinero en casa de su familia. Además, le llamaba la atención la ciudad. Siempre había vivido en el campo y Jerez tenía muchas cosas; podía
salir, comprarse vestidos, zapatos… Por eso se marchó y encontró trabajo
en casa de una familia que tenía una zapatería en Jerez. Allí estuvo cinco
años, un tiempo que ella recuerda con especial cariño, porque eso sí, la
trataban muy bien, además ganaba 300 pesetas al mes… Así empezó a
ahorrar dinero y se iba comprando sus cositas para el ajuar: sábanas, toallas, cacharros de cocina… Ana recuerda las veces que compraba pescado
de la plaza, para llevárselo a su madre; una alegría que se permitía porque
ganaba suficiente y le gustaba hacerlo.
174
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
Escuchemos cómo recuerda Ana esta parte de su historia. En ella, se
muestra como una joven decidida, generosa con su familia y agradecida a
las personas que la trataron bien. Son cualidades de las que quizás no sea
consciente, pero que resultan evidentes en su conducta y en sus comentarios.
“¡Es que he trabajao tanto!... Yo iba a lavar a los charcos que había
en el campo, lavando pa ocho niños, y ya me harté. La verdad es que
mis primos me trataban como a una hija; del dinero de la cosecha
ellos lo dejaban en un sitio y me decían: Ana, lo que tu necesites lo
coges, si te tienes que comprar algo te lo compras. Lo que pasa es
que yo quería ganar ya mi dinerito porque ya hablaba con mi marío
y me hacía falta. Me fui a Jerez, a La Bota de Oro. Allí tenían ocho
niños y yo los llevaba y los traía del colegio. Lo que más me gustaba era que ganaba 300 pesetas al mes y eso estaba mu bien. Pero al
final no creas, que me gastaba la mitad del sueldo en llevarle pescao
a mi madre, porque la plaza estaba tan cerca… Además ya era otra
vida, en la ciudad to era diferente. Me compré un reloj que lo pagaba poquito a poco. Estuve cinco años en esa casa. A mi me trataron
mu bien en esa familia, todavía nos mientan y tenemos relación con
ellos” (Ana).
Como Ana, aquellas muchachas iban forjando su futuro como mujeres.
Este futuro, en cierto modo estaba muy fijado por la propia costumbre
social, en la que el matrimonio, como hemos dicho, era algo parecido a
un destino contra el que no había nada que hacer. Así que durante los años
mozos, la preparación de ese momento, era un aspecto central de la vida
de las jóvenes.
Pero ese no era un tiempo ocioso ni improductivo, todo lo contrario; la
vida en el campo, exigía que todos los miembros de la familia aportaran
algo material para su mantenimiento. Por ese motivo, las muchachas seguían trabajando, bien en las tierras de la familia o ganándose un jornal en
los cortijos cercanos, en labores agrícolas o en el servicio domestico, una
opción muy generalizada, a partir de cierta edad.
El relato que encabeza este apartado, está lleno de imágenes reales, aunque pasadas por la memoria de Ana. Son como los retratos antiguos, como
175
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
esas postales que nos trasladan a otro tiempo, a escenarios y ambientes
casi de ficción; casas grandes, muebles antiguos y lujosos, mujeres vestidas con primor, niños que juegan en un jardín… Así debían ser aquellos
cortijos, como el que recuerda Ana, donde podían permitirse tener a veinte
personas en el servicio doméstico.
Otras mujeres, tienen experiencias bastante negativas como trabajadoras
del sector. Antoñita recuerda, con cierto resquemor, el trato casi vejatorio
que tuvo que soportar en algunas casas en las que sirvió. A ella le cuesta
relatar esta parte de su historia, porque coincide con un acontecimiento
dramático que la marcó de por vida: la muerte de su madre y la huída y
abandono de su padre.
“Trabajé en el campo y cosiendo; también estuve de cocinera y en varias casas
sirviendo. Así estuve hasta los veintiún
años que me casé, haciendo un poco de to.
Como mi madre “hizo lo que hizo” y mi
padre nos abandonó... nos fuimos mi hermana y yo a la calle Doña Blanca a servir
a una casa. Yo ganaba poco: 3,50 pesetas
y un poco más de cocinera, a lo mejor 4
pesetas…, no recuerdo exactamente. En la
primera casa que estuve recuerdo que trabajaba muchísimo y no me trataban bien.
Tenían trece hijos y eran mu ricos. Luego,
Isabel (izquierda) con uniforme de servicio.
Tenía 18 años.
en la calle Vizcocheros también estuve en
otra casa. La mujer era alcohólica y me trataba mu mal; era capaz de
echar comida a los perros y a mí no me daba na. El aceite del pescao lo mojábamos con el pan, pero de comer, na de na. Nosotros, el
personal del servicio, no comíamos con ellos. Luego, me fui a otra
casa y allí sí me trataban como de la familia. El hombre era un funcionario del Ayuntamiento y eran de Asturias, pero cuando me quedé
embarazá me echaron” (Antoñita).
Antoñita parece no dar importancia a este último comentario; sin embargo, debió ser muy humillante para ella ser despedida en su estado. Este
176
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
episodio vuelve a poner sobre el tapete la
moralidad de la época; una moralidad hipócrita que trataba a las madres solteras como
si éstas fueran culpables de algún delito. En
consecuencia, muchas de ellas se veían rechazadas hasta tal punto, que podían quedarse sin medios de vida.
Encarna compaginó el trabajo en el campo, con la costura y el servicio doméstico.
Buceando en su memoria, ha encontrado
Antoñita, muy joven, con un delantal
algunas anécdotas que ilustran muy bien el
de trabajo.
contacto tan estrecho y natural que siempre
ha habido en esta zona con la población de etnia gitana. Además, sus palabras ayudan a aclarar algunos prejuicios respecto a determinados colectivos, históricamente marginados, en este caso los gitanos.
“En aquellos tiempos, en los cortijos, solían trabajar cuadrillas
de gitanos. Esto hacía que se entablaran relaciones de amistad con
ellos, como de familia. A mi hermana la querían muchísimo. En el
cortijo había unas chumberas y ayudaban a mi hermana a coger los
higos chumbos. Con eso ella hacía una riquísima meloja, como la de
los panales de las abejas. To el mundo comía de aquello. (…) Creo
que todavía vive “El Colorao”, un gitano que conocía to el mundo,
porque tenía la mitad de la cara colorá. Aquel hombre era buena
persona, siempre que íbamos a Jerez teníamos que ir a visitarlo a
su casa, pa que no se enfadara. Y María, su mujer también era mu
buena mujer. “El Colorao” era el que iba a Jerez desde el cortijo
con el carro, a recoger el pan pa toa la cuadrilla. Un día le pilló una
tormenta en el camino y se quedó sin pan. Él se salvó de milagro y
llegó tan mal al cortijo que mi hermana tuvo que estar dándole cosas calientes, hasta que se recuperó. Luego lo vistió con ropa seca;
pero mira, temblaba, y temblaba, no se le quitaban ni a la de tres
esos temblores del frío y el susto que cogió. Aquella familia se hacía
querer por toa la gente, porque eran mu cariñosos. Luego los echamos de menos muchísimo, porque cuando el cortijo lo repartieron
en parcelas ya dejaron de venir. (…) Una temporá estuve trabajando
177
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
en el cortijo de La Florida. Allí había también gitanos, que venían
de Jerez a trabajar como jornaleros. Era mu divertío, se pasaba mu
bien con ellos. Las muchachas eran guapísimas y ellos mu graciosos. No sabían leer, pero como a mí me gustaban mucho las novelas
por fascículos, les encargaba que me las trajeran desde Jerez, que
es donde las vendían. Cuando se echaba el cigarro, o sea, en el rato
de descanso que teníamos, ellos me pedían que les leyera. Aquellos
ratos eran mu agradables, to el mundo tirao en el campo, escuchando
la lectura, ellos estaban embobaos con aquello. Cada semana era un
fascículo lo que leía. Luego, como a mí me gustaba tanto cantar, se
me ocurrió un día cantar una coplilla, que no sabía ni de quien era,
pero ellos empezaron a decir que aquello era de la Niña los Peines,
que si yo tenía que ser artista…, bueno, no me dejaban, que tuve que
cantar más de cuatro veces, pa que me dejaran tranquila. A una de
las muchachas le escribí muchas veces cartas pa su novio…, y luego,
hicieron por verme muchas veces…” (Encarna García).
Además del trabajo del campo, Encarna tiene otras experiencias, como
sirvienta y modista, en dos ciudades: Cádiz y Málaga.
“Con catorce años me fui a Cádiz una temporá a servir a la casa de
un juez. En aquella casa eran catorce personas. Yo entré pa servir la
mesa y abrir la puerta. Recuerdo al señorito Paco que estaba siempre
mirándome…, no sé por qué me miraba tanto. Era un poco raro…,
yo entonces pensé que estaba enfermo. También me ocupaba de la
plancha. Los señoritos tenían chaqueta blanca, una ropa que daba
mucho trabajo pa ponerla en condiciones, pero yo planchaba mu
bien; hasta me querían subir el sueldo y to pa que no me fuera. Estaban mu contentos conmigo. Luego, mi padre se enfermó y lo ingresaron en Cádiz, así que me vine con mi madre cuando él murió. Más
tarde me fui a Málaga con mi hermana. Allí cosíamos pa una tienda,
porque ella era mu buena modista, pero me harté de coser y otra vez
me fui a una casa a servir. Era un matrimonio de mayores que se les
había muerto una hija. En aquella casa estuve mu bien, me querían
muchísimo. Aquella señora me dijo que si yo quería seguir con ellos
me quedaría como una hija. Ella me trajo hasta mi casa, pero mi
madre no quería que me fuera, aunque a mí me hubiera gustao irme
178
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
a Málaga, pero claro, ¿cómo me iba a dejar a mi madre? Luego seguí
cosiendo pa la calle, hasta que me casé. Me hice las sábanas y juegos
de cama, de punto de cruz y bordaos” (Encarna García).
Hay un aspecto que llama la atención del relato de Encarna: su interés
por salir del reducido mundo de La Barca, después de experimentar la vida
de una ciudad más grande y las posibilidades que ésta le ofrecía. Quizás
fue dura la renuncia a una vida que le resultaba atractiva, pero en ese momento ella entendió que debía estar al lado de su madre.
La vida de la ciudad atrajo de igual modo a Encarnación, que recuerda
aquellos años como los mejores de su juventud, a pesar de tener que vivir
fuera de su familia, siendo todavía muy joven.
“El tiempo que estuve sirviendo es cuando viví mejor en mi juventud, pero también pasé mucho. Me daban dos pesetas, pero era
la primera vez que alguien me reconocía por lo que hacía… Lo que
me costaba mucho era eso de tener que decir señora, doña María...,
eso era lo más grande del mundo, se me hacía mu grande… A las
ocho de la mañana le tenía que poner el café al señor. Me tenía que
subir en un cajón pa llegar al fregadero… ¡Mira tú qué personaje…!
Me iba los lunes en el autobús y me quedaba en Jerez quince días,
sin ver a mis padres. En la casa que estuve, en la calle Medina, había mucha gente, pero yo lo que hacía allí era ir por los mandaos y
me daban doce duros. Me acuerdo de que me daba como miedo ver
esas estatuas, la casa mu oscura…, y unas historias mu raras con el
señorito…, total que me fui de allí. Con quince años me fui a otra
casa. Tuve que mentir sobre mi edad pa que me cogieran. La señora no se lo creía mucho, pero le dije que en mi familia éramos mu
pequeños. Me hicieron una prueba de diez días y me quedé. Allí estuve yo en la gloria. La señora me quería mucho; decía que yo tenía
mucha educación y la cuidaba mu bien. Me cambiaron el nombre y
me llamaban Isabel, no se por qué. Cuando llevaba cuatro meses en
la casa dije que me iba, porque cumplía dieciséis años y yo había
mentío, diciéndole qua la señora que tenía veinte… Pensaba que me
iba a echar, pero no, al contrario, se puso mu contenta y me celebró
mucho. Me hicieron regalos, fiesta… Allí aprendí yo a cocinar de
to, porque cuando llegué a Jerez sólo sabía hacer pucheros y pringá.
179
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Luego, me fui con la hija, que tenía varios niños y necesitaban ayuda. Ellos se iban de fiestas y me dejaban sola. Allí trabajé más, pero
me hacían muchos regalos, me daban cosas que a ellas les sobraban,
pinturitas, medías, zapatos…” (Encarnación).
Pepita y Pilar recuerdan la temporada que pasaron trabajando en una
cocina. De ese modo, ambas ayudaban económicamente a la familia.
“Yo de joven trabajaba en muchas cosas: en la casa, lavando la
ropa de toa la familia, en el campo…, mucho trabajo, labrando trigo, maíz, algodón; cogiendo algodón, aceitunas garbanzos… Una
temporá me mandaron a Jerez pa que se me olvidara mi novio. Vivía
yo con mi tía, y trabajaba de pinche en el comedor de la Iglesia del
Calvario, donde los obreros de Domecq recibían una especie de ejercicios espirituales o catequesis…, no se exactamente. Las mujeres
no podían entrar en el comedor y entonces las chiquillas hacíamos de
pinches. Yo recogía las cucharas y ponía el pan, cuando faltaba. Con
el dinero que gané le compré a mi madre seis sillas, que no teníamos
ni pa sentarnos en la mesa a comer a gusto” (Pepita).
“Cuando mi padre dejó la finca, dejó el carro, las mulas y to, se lo
dio a Domingo, el que estaba con nosotros. Entonces mis hermanas
se fueron a servir. Yo cosía, pero como veía que no ganaba na, me
fui al colegio y allí hacía de to: cocina, limpieza, de lo que salía. Allí
había 1200 niños y to el personal. Había mucho trabajo, de diez a
doce horas trabajábamos..., pero se ganaba, sirviendo y en el colegio
era donde se podía ganar algo pa hacerse el ajuar. Salí de allí pa casarme” (Pilar).
Antonia, sin embargo, tenía suficiente trabajo en la casa. Sobre todo se
ocupaba del lavado de la ropa, ya que su familia era muy extensa. Pero
por las tardes, como tantas muchachas, iba a aprender a coser a casa de
una modista del pueblo. Su madre tuvo un interés especial en que las hijas
aprendieran, porque ella tenía que contratar muchas veces a una vecina
para esa tarea.
180
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
“(…) Por las mañanas, lavando y arreglando la casa… Yo tendría
quince o dieciséis años cuando me fui a aprender a coser a casa de
una modista de La Barca. Íbamos por las tardes, muchas muchachas.
Es que no había na hecho y se tenía que coser a la fuerza. Incluso
había mujeres que iban a las casas a coser, sobre to cuando había muchos niños. Mi madre metió a una mujer…, sí, una vecina mía que
cosía, iba a mi casa y cortaba y cosía. Le dábamos de comer y luego
se iba a su casa por la noche” (Antonia).
María nos relata su experiencia en ese sentido. Ejerció una profesión que
estaba bien remunerada y de esa forma ayudó a sus padres y se compró el
ajuar.
“Desde los dieciséis años cosía
pa la calle y hacía de to. Antes, en
la parcela, ayudando a mis padres.
Cosiendo ganaba unas buenas pesetillas, porque a veces incluso me
llamaban a casa de los parcelistas
y allí me estaba un mes entero cosiéndoles toda la ropa de la familia.
Me pagaban un sueldo y me daban
de comer. Yo llegué a ganar 700
pesetas cada mes, que era mucho
Muchacha cosiendo a máquina. (1921-1922).
entonces. Cosía de to: calzoncillos
E. Hopper. FUENTE: www.uncaminoenelaire.
blancos, chaquetas…, sujetadores,
blogspot.com/2007/04/coser-y cantar.
bragas, vestidos, camisas, de to. Le
daba el dinero a mi madre, aunque yo estaba con mi abuela. Me hice
to el ajuar. Yo llevaba seis sábanas con sus fundas. Las toallas…, dos
colchas… También sabía bordar y me bordaba las colchas. Recuerdo
que una tía mía me regaló una colcha bordada a bastidor preciosa”
(María la costurera).
Como vemos, María entregaba el dinero a su madre, para que ella lo
administrara, junto con el del resto de la familia. La bolsa común y una
buena administración eran dos aspectos importantes de la economía rural,
necesarios para poder salir adelante. Pilar y Pepa P. lo confirman:
181
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Isabel, con la cuadrilla, trabajando en un cortijo. Año 1954.
“Antes te daban unos sobrecitos con el dinero de la semana. Yo le
daba siempre el dinero a mi madre y ella lo administraba mu bien.
Yo hacía mis particiones y me daba un caprichito, así aprendí a administrar el dinero desde mu joven” (Pilar).
“El dinero que ganábamos, haciendo de to en el campo, como jornaleros, se lo dábamos a mi madre y ella lo administraba. Claro que
tenía que pensar en comprarnos el ajuar; pero ella se ocupaba de eso
y nosotras lo único que hacíamos era hacernos las sábanas, las braguitas, los sujetadores” (Pepa P.).
Al preguntarle a Pepa en qué cosas ha trabajado durante sus años jóvenes, ella responde orgullosa: “Tú pregúntame qué es lo que no he hecho”,
y hace un relato de todas las faenas que ha desempeñado.
“(…) He segao trigo, he recogío garbanzos, he trabajao en la remolacha, el algodón, de to he hecho. El trabajo en el campo era duro,
pero las muchachas lo pasábamos mu bien, nos reíamos mucho y
aprovechábamos los descansos pa hacer labores. Allí en esos descansos fue donde yo me hice las cosillas de croché pa mi ajuar. En
aquella época íbamos vestidas con una falda y debajo llevábamos un
pantalón, pa que no se nos viera na” (Pepa P.).
182
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
Ropa interior del ajuar de la madre de Pepita Bazán.
Detalle del puño de la camisa de dormir.
También hubo algunas que no salieron fuera de su parcela familiar.
“Yo hasta que me casé estuve trabajando en la parcela. No tuve
ajuar, cuando me casé no tenía de na. La ropa de cama, la ropa interior me la hice yo: las bragas con muselina, las sábanas, los calzoncillos blancos, sujetadores…, to eso con muselina y luego se blanqueaba. En mi época no había colchas… Pero esas cosas me las hice
después de casá” (Remedios).
“Hasta que me casé ayudaba en la parcela, con mi padre. Luego me
casé y ayudaba a mi marío. Éramos dos hembras y mi madre nos iba
comprando el ajuar. Yo llevaba una cama de tubo que me compró mi
suegra y una cómoda que me dio mi madre. Tenía sábanas…, quizás
una media docena, mis mudas, que las hacía yo: bragas, sostén, la
bajera51, dos camisones, uno blanco y otro rosa; se llevaban pocas
toallas, porque no había ni baño. Se compraba tela de opal” (Encarna
B.).
María combinó el trabajo en la parcela familiar, con otras tareas ciertamente curiosas, como la cría de gusanos de seda.
“A los dieciséis años yo criaba gusanos de seda. Teníamos una
habitación grande llena. Luego se vendían y con eso me hice yo el
ajuar. La Valenciana se encargaba de llevarlos a Sevilla. En la escuela había aprendió a bordar y yo misma me hice las sábanas, me bordé
las toallas… Yo llevaba dos colchas y muchas toallas…, es que ya
eran otros tiempos (1963) y entonces las muchachas se compraban
muchas toallas” (María Álvarez).
183
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
El caso de Josefa tiene un carácter especial. Ella representa uno de los
fenómenos de los años sesenta: la emigración de muchas personas fuera
de Andalucía. Josefa estuvo trabajando, primero en la costa catalana y después pasó algunas temporadas en una fábrica de conservas francesa. De
esa forma, ayudaba a su familia y, mientras tanto, su madre preparaba el
ajuar de las dos hijas casaderas.
“Yo me fui en los años sesenta a una panadería con una hermana
de mi padre, a Arenys de Mar. A mi me gustaba mucho Arenys, era
un cambio mu grande de vivir en un pueblo como el mío y llegar
allí, to lleno de turistas, las playas llenas, mucho hotel…, poder salir
a muchos sitios con mi prima y las amigas…, mucha más libertad.
Estuve allí un año y luego cuando vine de vacaciones ya no me dejó
el novio irme. Luego iba a una fábrica de conservas a Francia por
temporás. Así estuve dos años. Otro año estuvimos en la aceituna
también una temporá, en La Puebla de Cazalla, o sea, que yo iba
ganando mi dinerito. Mientras tanto, mi novio se quedaba aquí y nos
escribíamos, o nos llamábamos por teléfono, poníamos un aviso de
conferencia…, porque en esa época se hacía así, no había teléfonos
en las casas de la gente. Mi madre tenía un baúl con cosas pa mi hermana y pa mí: juegos de cama, mantas, cacharros de cocina… Cuando me vine de Francia me casé. Mis suegros compraron el comedor
y el dormitorio pa amueblar la casa” (Josefa).
Paca recuerda con dificultad las fechas; sin embargo, tiene claro que
cuando volvieron de Alicante, después de la guerra, lo pasaron muy mal y
tuvieron que ganarse la vida, cada uno en lo que podía…; había que aprovechar cualquier cosa que significara un ingreso para no pasar hambre.
“Nosotros volvimos de Alicante, después de la guerra, y yo tenía
ya diecisiete años. Mi padre se ganaba la vida cortando leña y luego
la vendía. De esa manera limpiaba las fincas de algún señorito; también cazaba perdices por la noche, y luego la vendía. Los señoritos lo
dejaban… Yo me ocupaba de mi hermana, mi hermano y mi padre, y
trabajaba en el campo; además iba a las casas a lavar. Cuando iba a
lavar es cuando ganaba algo…, la Quica era la que más me pagaba;
184
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
allí lavaba en la misma casa, porque tenían pozo. Luego, una tía de
María la costurera me enseñaba cómo se tendía la ropa al sol. Esas
cosas las tuve que aprender de las vecinas, porque claro, mi madre
se había muerto y luego me tiré los tres años de la guerra por ahí, pidiendo, pa poder comer. En la Venta San Miguel era donde podíamos
ir a por cosas pa comer. Por ejemplo, yo iba allí y le llevaba las perdices que cazaba mi padre y el hombre me daba tabaco, garbanzos,
arroz, azúcar, café. Luego ya me daba lo que fuera con un papelito
apuntao y lo descontaba de la cacería. Dinero no se usaba, cosas pa
comer” (Paca).
185
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
4. La boda:
ante sala de una
nueva vida
Aquel día fue un día amargo para Pepita. Ella había soñado muchas
veces con vestirse de blanco y llegar al altar con la cabeza alta, los ojos
brillantes y el corazón latiendo con mucha fuerza. Recordaría a su padre;
porque a él le hubiera gustado mucho verla así, tan guapa, emocionada
por el paso tan importante que estaba a punto de dar. Había imaginado la
cara de su novio, sorprendido y admirado ante su presencia; él no diría
nada, pero hablaría con aquellos ojos capaces de dar voz a sus silencios. A
veces las palabras no lo son todo y eso ella lo había aprendido después de
tantos años hablando con él. Su madre se sentiría orgullosa de ella; porque
aquella mujer, dura e implacable también tenía un corazón blando y podía
querer mucho a su niña. Aquella niña, todo nervio, hacendosa y lista como
ella sola, se había convertido en una mujer y estaba preparada para volar y
formar su propio nido.
187
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Esta escena podría haber sido real, era el sueño de Pepita, pero las trabas
con las que se encontró, la obcecación de la familia, que nunca aceptó al
muchacho que la pretendía, impidió que todos pudieran disfrutar de un día
así. Como ya nos ha contado, se quedó embarazada, y ese hecho fortuito
fue una fuente de sufrimiento para toda la familia, aunque la principal
afectada fue ella.
Con pocas palabras Pepita nos narra su estado de ánimo y el ambiente
que se vivió el día de la boda:
“Mi tío mató un pollo y me casaron por la tarde. Mi madre y mis
hermanos no acudieron. Ese fue el día de mi boda. Llegué a la iglesia
llorando, a casa de mi suegra llorando…; era un mar de lágrimas.
Fue una amiga mía, mi tío, mi primo y mi cuñá. Mi suegro apareció
por allí, pero tampoco fue mi suegra. De allí nos llevó mi suegro a un
bar y nos hicieron una tortilla y una copita de vino. Yo seguía llorando, así me pasé la tarde. Me dejó mi suegra una cama mueble y ese
fue mi cuarto, pegada al cuarto de mis suegros, allí pasé la primera
noche” (Pepita).
Antoñita, del brazo de su padrino, el día
de su boda.
188
La frustración y el dolor de Pepita
son compartidos por más de una mujer
del grupo; casi todas se sienten identificadas con ella, y recuerdan otras situaciones parecidas, circunstancias más o
menos dramáticas, que afectaban a este
tipo de celebraciones.
Es el caso de Antoñíta. Su madre había muerto cuatro años antes, pero en
la familia aún se guardaba el luto. A
esa circunstancia se añadió un embarazo que nadie aceptó de buen grado.
En el relato de esta boda se mezclan la
tristeza y sentido del humor; y es que,
algo de cómicas tienen las palabras de
la protagonista, que recuerda con todo
lujo de detalles la humilde celebración,
con un singular viaje de novios.
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
“Me casé en 1960. Eran las cuatro de la tarde…, con todo el calor.
Me vestí con un traje negro, porque tenía luto todavía de mi madre.
Como yo cosía, me hice yo misma mi trajecito y alquilé el ramo. Mi
marío tuvo su traje, que le compró su madre. Yo me tuve que arreglar
sola, porque mi hermana, que tenía que ayudarme, no vino a su hora.
Lo que me acuerdo es que fue un día mu malo…, mucha pelea, to el
mundo enfadao, por un asunto de un bautizo de una sobrina que sería
largo de contar. Después de la ceremonia, una vecina trajo una lata
de anchoas pa comerlas con las vecinas, mi familia, mi padre, mi tía.
Allí no había ni más refresco ni más na. Nadie comía, to el mundo
enfadao. Una vecina, cuando vio que yo no tomaba ni café, me trajo
una tortillita francesa. Luego, trajeron el coche más viejo que había
en Jerez, pa irme a pasar la noche allí. Nos llevamos a media familia
en el coche, que por cierto, costó 300 pesetas. Esa noche nos quedamos en un hotel que había enfrente de la plaza. Nos levantamos
a las ocho de la mañana; nosotros pensábamos: ¡a ver si nos van a
echar! Como no pagábamos más que una noche… ¡Ay qué pena! Si
hasta llevábamos una tripa de salchichón que nos puso mi suegra…
¡Como no teníamos pa comprar ni pa comer en ningún restaurante...!, pues salchichón. Nos levantamos y teníamos lo justo pa irnos
en el coche de línea y mi tío me dio veinte duros pa la vuelta. Entonces nos fuimos a Medina que es donde vivía mi tío y allí teníamos
una habitación con una cama pa pasar la noche” (Antoñita).
También Antonia tenía luto por su madre y estuvo a punto de vestirse de
negro. Fue su padre quien la convenció de lo contrario. Hay que reparar en
el comentario que él hizo sobre ese tema: ¿Tú tienes algo que esconder…?
Y es que ya en esas fechas no era habitual que la novia llevase el vestido
oscuro; esa costumbre quedó reservada a las muchachas que llegaban al
altar embarazadas, o que no podían permitirse ese gasto. Por el contrario,
vestirse de blanco era considerado símbolo de pureza, de que la novia iba
virgen al matrimonio.
“Me casé en el año 1960. Fue el dieciocho de diciembre, con veintitrés años. Nosotros estuvimos seis años de novios. Yo si llevé traje
blanco, aunque estaba de luto, porque mi madre se había muerto tres
años antes. Mi novio me regaló la tela, que era de raso blanco, mu
189
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
bonito. Yo me compré el velo y to lo demás. (…) Yo quería casarme
de negro, pero mi padre me dijo: ¿Tú tienes algo que esconder…?
El día de la boda fue un drama, porque yo llevaba la pena de que mi
madre no estuviera. Me compraron una tarta. En un pabellón debajo
del ayuntamiento es donde se hizo el convite. Salimos de la iglesia
y en el pasillo las mujeres me querían ver. Nosotros nos fuimos enseguía del convite y me quedé sin regalos. La gente regalaba cosas
pa la casa y también daban dinero. Me fui a mi casa a cambiarme y
nos fuimos primero a Jerez, luego a Sevilla y al final a Granada, a
su pueblo y el mío. Estuvimos por lo menos tres semanas de viaje.
Yo estaba contenta de haberme casao, pero no teníamos casa propia,
sino que nos mudamos en ca mi suegra. Lo único que yo llevaba eran
mis muebles…, ¡mu buenos muebles que me compré!” (Antonia).
Encarna se casó a principio de los años cincuenta y nos explica el por
qué de su traje de chaqueta. En esa época era lo más corriente y no tenía
que ver con el estado de la novia, sino con la capacidad económica de la
familia. Casi nadie podía costear el vestido blanco y demás complementos
y adornos propios de las novias.
“Me casé en 1952. Yo no fui de
blanco porque no se estilaba. Sólo
las que tenían dinero; las pobres,
íbamos con un traje de chaqueta y
ya está. El traje blanco era mucho
más caro y casi nadie podía permitírselo. Nosotros pasamos la noche
de bodas en la calle Higueras que
había una pensión. Luego nos fuimos a vivir a la casa de la abuela de
mi marío, porque él se había quedao
sin padres y vivía allí. Esa fue nuestra primera casa” (Encarna García).
Diez años después, todavía era un lujo
el traje blanco. Así lo explica María, que
se casó en el 1962:
190
Encarna el día de su boda. Año 1952.
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
“Mi abuela se había muerto un poco antes de casarme. Yo llevaba
siete años viviendo con ella, por eso no me puse de blanco. Además,
antes no se casaban toas las mujeres de blanco, porque costaba mucho el vestido, el tocado, los zapatos…, en fin la boda era un gasto
y no podían permitírselo toas las familias. Después de la ceremonia
nos fuimos a Cádiz. Me acuerdo de que las amigas me gastaron una
broma cuando me hicieron la cama. ¡Vaya faena que me hicieron! Al
catre le quitaron unas maderas, porque entonces la cama eran unas
maderas que se cruzaban haciendo de somier. Yo no me fiaba porque
sabía que se hacían esas trampas, pero ellas fueron más listas. Menos
mal que dejaron dos o tres tablas y me di cuenta. Si me hubiera acostao sin mirar, rompo to el colchón. Por la mañana tempranito mi cuñá
nos trajo chocolate en una cafetera” (María la costurera).
Los recuerdos de María nos retrotraen a las costumbres y rituales que
siempre han existido alrededor de las bodas. La cama tenía un gran significado en una sociedad donde las relaciones sexuales completas se iniciaban
teóricamente la noche de bodas. Por ese motivo las jóvenes solteras eran
las encargadas de hacer la cama de la novia con las mejores sábanas y habitualmente se sorprendía a la pareja con alguna broma pesada. Además,
siempre había alguna mujer mayor que se encargaba de informar a las inocentes novias sobre los cuidados que debían tener esa noche.
María Álvarez nos relata algunos de esos detalles:
“Cuando se acabó la boda yo me iba a ir a Cádiz de viaje y mi tía
Araceli me decía: Tú echa una sábana en la bolsa del viaje. Yo no
entendía pa qué y ella me decía: Tú no seas tonta, tú echa la sábana
y la pones pa no manchar la cama de la pensión. En Jerez cogimos
un taxi en la calle Medina y fuimos a La Moderna a tomar algo.
Bueno, él me pidió una yema con leche (ríe) ¡Si no habíamos comío
en la boda!… ¿No es verdad que en la boda no comen los novios…?
Dormí bien en Jerez la primera noche. Yo pensaba que iba a ser otra
cosa, pero como tanto se espera, tanto se espera… Al día siguiente
nos fuimos a Cádiz y luego a Arcos, con mis suegros que eran de allí,
y a los pocos días ya nos fuimos a Barcelona” (María Álvarez).
191
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
La cuestión del pudor está presente también en el relato de Cuqui. Ella
se casó ya avanzados los años sesenta; sin embargo, cuando relata su viaje
a Jerez se centra en el rubor que le producía las miradas curiosas de la
gente en el bar y el hotel donde pasaron la noche de bodas.
La boda de María en el año 1963.
“Me casé en el año 1966, con veintiséis años, después de nueve
años de novios. Por la noche nos fuimos a Jerez con mis suegros y
ellos se fueron a los toros. Nosotros nos quedamos en el Nuevo Hotel, en la calle Caballeros. Primero me hice las fotos, luego me puse
mi traje de chaqueta y me quité el de novia, pero se notaba que yo
era una novia. Había un sitio que se llamaba “El Colmao”, con un
mostrador grande, sin reservao ni na; total, que nos tomamos algo en
el mostrador y luego nos fuimos al hotel. Por la mañana mi marío
pidió que el camarero subiera unos churros a la habitación. Me metí
en el cuarto de baño, de la vergüenza que me daba que me viera el
muchacho” (Cuqui).
192
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
El caso de Pepa P. puede resultar curioso, pero era bastante corriente. Algunos muchachos tardaban en casarse porque eran necesarios para la economía de su casa de origen. Perder un sueldo para una familia sin recursos
podía ser muy gravoso. Por eso esperaban el máximo tiempo posible y al
final se solían quedar a vivir con los padres. Era la única forma de tirar
adelante dos casas: uniendo fuerzas y economía.
“Tardamos mucho en casarnos. Estuvimos ocho años hablando,
porque la madre de mi novio necesitaba el sueldo de los hijos pa
vivir. Ella no tenía paga ni na y los hijos le daban to lo que ganaban. Fui de blanco, mu guapa, porque las novias toas están guapas,
¿verdad?... Mu bien, pero como se me quemó la vivienda no tengo
ni retratos. Vivíamos en el campo, pero mi padre no estaba apurao
de dinero ni na, porque siempre ha tenío animales, trabajaba mucho,
y nosotros le ganábamos un sueldecito cada uno. La noche de bodas
la pasamos en Jerez. Sus primos vivían en Ubrique porque tenían la
casa de los abuelos y había que repartir esa herencia, vender la casa,
por eso fuimos allí unos días, en el viaje de novios” (Pepa P.).
Las historias de Remedios y Encarna ilustran muy bien como en los casamientos influían muchas más cosas que el simple deseo de los novios de
estar juntos. Las necesidades materiales mandaban y casi todos los nuevos
matrimonios se quedaban a vivir en casa de los padres de uno de ellos,
generalmente en casa del muchacho.
“Tendría veinte años cuando me quedé embarazá y ya tuve que
quedarme con él. Mis hermanos eran mayores y yo ya no hacía tanta
falta en mi casa. Es que mi novio entonces vivía con su madre en
una choza, una mujer viuda, con sus hijos…, y allí nos teníamos
que meter nosotros. A mi familia no le gustó mucho que me fuera
con el novio, pero cuando tuve a mi niña hice las paces con ellos y
nos fuimos a mi casa, porque lo de mi suegra era mu pequeño: ella
dormía aquí y yo ahí, al lao, con mi marío, ¡mu chico¡ Pero la boda
se celebró después de estar dos o tres años juntos” (Remedios).
“Me casé con veinte años. A mi me gustó mi marío porque era mu
lindo, mu listo. Me gustaba y nos queríamos mucho. Fue el hombre
193
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
más completo de tos los hombres del mundo. Nos fuimos a vivir a
lo de mi suegra y cuando tuve el niño nos casamos, pero ¡fui tan feliz…! Mi suegra fue una mujer mu buena que me quería mucho. La
verdad es que ella quería que yo me juntara porque le hacía mucha
falta. Nosotros nos habíamos criao juntos y yo le ayudaba siempre
en la casa” (Encarna B.).
Remedios con su marido, en la foto de boda. 1955.
En ambos casos la boda se tuvo que celebrar fuera del pueblo, en otra
parroquia, porque el sacerdote de La Barca se negó a dar la bendición a
una pareja que “vivía en pecado”. No olvidemos que era el año 1951 y la
Iglesia Católica exigía una serie de condiciones a sus fieles a la hora de
contraer matrimonio. A pesar de todo, tanto Remedios como Encarna encontraron la forma de formalizar su situación. Las imágenes que nos quedaron de estos relatos están llenas de encanto: Remedios, retratándose con
su sombrero y su ramo, y Encarna, dirigiéndose a la iglesia, en bicicleta,
con su marido y su niño.
“El cura de aquí no nos quería casar porque nos habíamos ido
con el novio, así que nos fuimos a otro sitio. Algunas se casaban de
noche, o el cura consentía en casarlas, pero en la parte de abajo del
altar. Nosotros nos fuimos a San José del Valle y allí nos casaron.
Me compré un trajecito que me lo hizo María la costurera. Fuimos
andando hasta San José, luego nos fuimos a celebrar la boda a la
casa de mi cuñao. Yo ya tenía una niña. Después fuimos a Jerez y
194
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
entramos en ca el retratista, que tenía unos sombreros mu lindos y
se los dejaban a las que se querían fotografiar. Él iba con corbata
negra por su padre que se había muerto, y yo me puse un sombrero y
un ramo, con mi trajecito mu mono; ¡pues mu bien que estaba yo!”
(Remedios).
“Nos casamos en San José. El cura que vivía en El Torno no quería
casar a las que se iban con el novio. Recuerdo que casó a una en la
puerta de la iglesia; entonces mi marío dijo: Este no nos va a hacer
a nosotros eso. Así que habló con el cura de San José del Valle y nos
casó allí. Fuimos en bicicleta hasta San José del Valle. Con mi traje
de chaqueta y con mi niño en brazos, porque ya tenía el primer hijo.
Mis cuñaos iban en otra bicicleta” (Encarna B.).
195
A LA NANA NANITA
Mi niño es mu chequitito
no tiene cuna
su padre que es carpintero
le va a hacer una.
A la nana nanita
mi niño duerme
con los ojos abiertos
como la liebre.
Mi niño es mu chequitito
su abuela lo quiere mucho
dice que le va a comprar
de caramelos un cartucho.
A la ea mi niño
no tengas pena
que tu abuela está aquí
siempre te vela.
(Canciones de cuna populares).
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
5. Embarazos, partos y
crianza: la vida en un hilo
Encarna no había pensado siquiera en que un día u otro se quedaría
embarazada. Se daba cuenta de que un niño significaba más trabajo, más
preocupación. Ella era joven y se ocupaba de la abuela, que era mayor, y
su madre, que la necesitaba mucho; sabía que era mucho trabajo. Por eso,
a medida que pasaban los días y empezaba a notar la fatiga, o a sentir esas
cosas en las que nunca había creído, como aborrecer algunas comidas; entonces supo que estaba embarazada. No sintió alegría, y eso le hacía pensar
en que ella era un poco rara. Luego, cuando su vientre latió por primera
vez y notó el movimiento de su hijo, ya fue otra cosa. Allí había una vida y
ella era responsable de que saliera adelante. A los nueve meses fue madre
de un niño precioso.
Aquella mañana, Encarna no se lo pensó dos veces. Había quedado con
su hermana en que iría a visitarla a Majarromaque y eso no iba a cambiarlo, a pesar de lo que la abuela le decía: “¡niña, que estás ya casi cumplía,
que se te puede adelantar ese parto…!” Pero a ella no le preocupaba eso; el
parto ya llegaría y no iba a quedarse sentada esperando… La abuela había
preparado su ropa la noche anterior, para no perder tiempo. Se levantaron
temprano y al cambiarse de ropa se dio cuenta que tenía un poco de señal,
197
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
pero no le dio importancia, porque no sentía ningún tipo de malestar. Se
colocó un pañito y sin decir nada emprendieron camino hacía Majarromaque. Cuando llevaban unos metros andando por la estrecha carretera, pasó
un camión y ella, sin pensarlo mucho, lo paró y preguntó al conductor si
podía llevarlas hasta el pueblo; era evidente que a Encarna le costaba cierto esfuerzo caminar, porque su vientre prominente, de casi nueve meses
de embarazo, le pesaba. Ambas subieron al camión y así fueron hasta su
destino. Ella no dijo nada, ni a la abuela, ni a su hermana y allí pasó el día,
sin ninguna señal más de que el parto podría estar cercano. Pero Encarna
sabía que su hijo estaba a punto de venir, lo presentía; su cuerpo hablaba y
ella, aunque no tenía experiencia, se daba cuenta que se acercaba en gran
momento. Por eso se despidió de su hermana con un “hasta mañana” que
sólo ella entendía.
Aquella noche, justo después de meterse en la cama se le “rompió la
fuente”52 y alarmada llamó a su marido. Asustado, él dio un salto, se puso
los pantalones y corrió a avisar al médico. Ni uno ni otro sabían nada de
aquel líquido que había mojado totalmente las sábanas. El médico la reconoció y le avisó de que aquello podía durar, porque efectivamente el parto
había empezado, pero venía lento. La noche fue larga, pero Encarna tenía
fuerza para aguantar los dolores y los calambres en las piernas. Los últimos minutos fueron duros, porque el niño venía con unas vueltas de cordón. Ella tuvo miedo, pero allí estaban todos apoyándola: Isabel, la mujer
que recogía a los niños en el pueblo, una persona con mucha experiencia y
animosa; el médico, un hombre que parecía saber del tema, y desde luego,
su marido y la abuela, que le cogía las manos de vez en cuando y le limpiaba el sudor de la frente. El niño nació sano, no le faltaba nada y ella dio
gracias a Dios por haberle ayudado a pasar aquel trago tan duro.
198
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
“Yo no me veo sin hijos…, pa mí era mu importante. Yo sin mis niños…,
es que mis niños son mi vida…” Así se manifiestan las mujeres del grupo
cuando iniciamos el trayecto que nos llevaría a recuperar los recuerdos, las
imágenes y las representaciones, sobre una experiencia fundamental para
ellas: la experiencia de ser madres.
La maternidad es una cuestión central en la vida de las mujeres, pero
mucho más en épocas en que la función básica de éstas era la reproducción. En un mundo en el que no se conocen métodos efectivos para evitar
los embarazos, muchas vivían únicamente para eso. Ellas se convertían en
un vientre, y sus pechos no tenían tregua: un hijo detrás de otro, hasta el
agotamiento.
En ese contexto, ser madre era una experiencia que tenía sus luces y sus
sombras: por un lado, el embarazo podía ser la confirmación de un deseo
íntimo, pero también daba respuesta a una expectativa del marido y de las
familias de ambos. Seguramente esta presión, ejercida de un modo más o
menos explícito, les hacía esperar con ansia el gran día en el que se confirmaba su estado de “buena esperanza”. A partir de entonces estaba clara la
posición de la mujer, sabía cual iba a ser su papel principal y se preparaba
para cumplirlo.
Antonia nos relató el caso de su madre, una mujer que llegó a tener hasta
veintidós embarazos.
“Mi madre empezó a tener hijos con dieciocho años. Tuvo veintidós embarazos, pero entre los cuatro abortos y dos que se le murieron pequeños, quedamos dieciséis. Ya te digo, o estaba embarazá o
en cuarentena. Siempre tuvo los niños en la casa, bueno en la choza.
De los últimos me acuerdo, pero me echaban a la calle. Una mujer
“recogía”53 a las criaturas, una partera de esas de pueblo, que no tenía estudios ni na, pero sabía mucho. Después del parto se levantaba
enseguía, pero ella estaba delicá. Recuerdo que se levantaba por la
mañana y antes de empezar a trabajar teníamos que hacerle el almuerzo, luego se tumbaba, no tenía fuerza, el agua del pozo no podía
con ella. Lo único que hacía era de comer. Se sentaba a hacer croché
y ya está. Las cosas las hacíamos nosotras: mis hermanas y yo. Mi
hermano le riñó una vez que se quedó embarazá, cuando ya éramos
mayores, pero a mi padre no le decía na. Como lo hacían y “lo que
199
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Dios quiera”, pues…, así venían uno detrás de otro. Se murió que no
tendría más de cincuenta años, yo creo estaría destrozada con tanto
niño” (Antonia).
Antonia no explica nada sobre el momento del parto, pero sabemos que
durante siglos esa experiencia ha significado para muchas mujeres algo así
como una condena. Las palabras de la Biblia lo dejan claro: “parirás con
dolor”. Pero eso no era lo peor. La falta de conocimientos científicos sobre
el funcionamiento del proceso de dar a luz, además de las difíciles condiciones de vida, convirtió a ese acontecimiento en un momento de mucho
peligro para la vida, tanto de la criatura, como de la madre. Evidentemente
morían muchas mujeres en el parto. También muchos niños, si lograban
nacer sin problemas, no sobrevivían más de un año.
Pepa P. tuvo muchos hermanos y vivió de cerca los embarazos de su madre. Ella habla del secretismo con que se vivían entonces esas cosas. A los
niños se les alejaba de los “misterios de la vida”, contándoles historias de
cigüeñas, o de viajes a Jerez. Y es que a nadie se le escapaba que el embarazo tenía que ver con las relaciones sexuales. De ahí que las explicaciones
que se daban a los niños tuvieran que esconder esa realidad.
Pepa, Antonia y Ana, recuerdan estos acontecimientos familiares:
“Mi madre era una mujer mu
seria, ella mu seria, procuraba que
nosotras no viéramos que estaba
embarazá. Nunca la vimos hacer
un trapo pa lo que venía, to lo
hacía a escondías. Cuando llegaba la criatura mi padre nos decía
que había traío el niño “liaíto” en
un trapo, de Jerez. Nosotros nos
Ropa de bebé de los años cuarenta.
lo creíamos to. Entonces estábamos… Veíamos a mi madre gorda, pero… Cuando tuvo la última,
mi hermana mayor tenía veinte años y mi madre tenía preocupación
porque pensaba que mi hermana le iba a caer mal eso de tener otro
crío. Mi abuela dijo el día que dio a luz: mira, tenéis una hermanita
y nosotras loquitas toas, porque claro era como una muñequita y
nosotras ya éramos mayores” (Pepa P.).
200
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
“¿De los embarazos de mi madre?, ni enterarnos. Mi madre lo
escondía to y nos decía que los niños los traían de Jerez. Ella se quedó embarazá de los chicos y eso si lo recuerdo. Recuerdo una bata
marrón con flores preciosas en esa época, abierta de arriba abajo,
con un barrigón tremendo. En la choza tuvo a mis hermanos. Allí
los recogía una vecina, na de matrona, la vecina. Ella decía que eso
era pa reventar. Yo escuchaba los gritos de mi madre… ¡Qué dolor!”
(Antonia).
“Me acuerdo cuando mi madre
dio a luz a una hermana mía más
pequeña. Mi padre se fue a trabajar
y entonces llegó una tía. Mi madre
estaba acostá y pusieron una olla
de agua en la candela y yo tan ignorante, no sabía qué pasaba. Esa
mujer era partera, no tenía estudios, pero era la que recogía los
Faldón de piqué de los años cuarenta.
niños. Yo tenía mucha curiosidad
porque no sabía de donde venían los niños. Mi tía puso el agua y fue
a avisar a la mujer esa. Ella dijo: Esto está aquí ya. A mi me echaron
al corral. Cuando llegó mi padre le enseñaban la niña y me dijeron:
La niña la ha traído tu padre en la talega. Yo decía: Qué mentira
más grande; yo sabía que allí había pasao algo, era mu curiosa. Mi
madre cuando dejaba de dar el pecho se quedaba embarazá. Eran dos
años de pecho, por lo menos” (Ana).
Hasta aquí hemos hablado de las madres, mujeres que tuvieron a sus
primeros hijos en los años treinta y cuarenta del siglo pasado; veinte años
después, habían cambiado poco las cosas. La mayoría de nuestras protagonistas tuvieron a sus hijos después del año cincuenta, algunas incluso en
los setenta. Pero seguían sin poder controlar los embarazos y aceptando
con resignación las exigencias de los maridos, los dolores del parto y al día
siguiente retomaban las tareas cotidianas, como si nada hubiera ocurrido.
Escuchando a Remedios nos hacemos cargo de cómo transcurría la vida
fértil de las mujeres en esos años, y la resignación con la que llevaban las
cosas. Pero aquellas mujeres estaban acostumbradas a la incertidumbre,
201
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
nada era seguro; el dolor y la muerte formaban parte de la vida y quejarse
era cosa de débiles. Además ¿qué otra cosa podían hacer, sino afrontar la
situación con toda la fuerza de la que eran capaces?
“No he tenío ni uno por gusto, porque hasta el primero me quedé
embarazá de soltera, así que…, alegría no puedo decir que tuviera.
Ni quería macho ni quería hembra, pero ya que venían…, ya te digo,
tos los años una barriga. Antes de estar embarazá ya tenía fatiga y
decía: ya estoy embarazá. Les daba el pecho, pero a los tres meses
de parir ya me ponía mala, me venía la menstruación, y otra vez podía quedarme embarazá. Yo procuraba que mi marío no me tocara;
a veces estaba hasta dos meses, pero luego me cogía y otra vez, era
tocarme y quedarme. De mis hijos, el que se lleva más es el mayor
con la segunda, un año y medio…, y porque se me murió uno en
medio, con diecisiete meses. Le salió unas pintitas colorás por to el
cuerpo y no se sabía qué era. Empezó a sangrar por la nariz y venga
a sangrar y se murió. A lo mejor era leucemia, pero entonces no se
sabía na de esas cosas. Ahora, que mis partos eran mu rápidos, enseguía estaba el niño fuera. No había muchas sábanas en esa época, así
que yo ponía unas toallas en la cama cuando llegaba el momento del
parto. Me acuerdo que había una tienda delante de mi casa, pues en
uno de mis partos fui por los alfileres pa coger las toallas al colchón
y cuando llegué con los alfileres nació el niño en na. La primera, me
puse mala al amanecer y a las nueve de la mañana ya estaba fuera, ¡y
era la primera! No tenía a nadie que me ayudara, porque me quedé
sin madre cuando estaba todavía soltera. Tenía a mi hermana, pero
ella tenía un montón a su cargo…, así que estaba sola. En esa época
los hombres no estaban en el parto, ni mucho menos, era cosa de las
mujeres. En once años de matrimonio tuve ocho, uno detrás de otro.
¡Y porque mi marío se murió…!” (Remedios).
Como vemos, por los recuerdos de Remedios, algunos partos transcurrían en el calor de la casa, con el fuego encendido, la mujer moviéndose
de un lado para otro, haciendo recados, si era preciso, mientras apretaban
los dolores. Mientras tanto, la partera, esperaba tranquilamente la llegada
de la criatura, haciendo labor. Las parteras eran mujeres que habían aprendido el funcionamiento del parto fisiológico a través de la observación,
202
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
normalmente acompañadas de otras mujeres experimentadas en esa práctica. Ellas “recogían” a la criatura, la lavaban y vestían y hacían lo propio con la madre. Aunque eran personas analfabetas y probablemente con
muchas falsas ideas y supersticiones acerca del embarazo, parto y crianza,
lo cierto es que sabían reconocer en qué momento se encontraba el parto y
tenían una gran habilidad para resolver ciertas dificultades como las vueltas de cordón, por ejemplo.
Estas son las experiencias de
algunas mujeres sobre el papel de
la partera en el parto:
Detalle de un batón para bebé. Años sesenta.
“En mis partos estaba el médico y también Isabel, los dos
juntos. A él le parecía bien que
ella estuviera. Es que en aquella
época, si no había problemas, si
el parto venía bien, no se llamaba
al médico” (Encarnación).
“Pues mis embarazos fueron bien. Las grandes sin ninguna revisión ni na. Los partos primeros con matrona, en mi casa, sin problema ninguno. Yo le cosía a mis niñas una ropita mu linda” (María la
costurera).
“Yo parí la primera vez con la partera, que se llamaba Isabel. Luego, en los otros partos, Antonia Sánchez u otra vecina. Ellas recogían
a los niños. Ellas se ponían allí con su manojo de palma y haciendo
tomiza, esperando que salieran; lo bañaban y lo vestían…” (Remedios).
Encarna García y Pepa P. entran en detalles sobre la pericia de las últimas parteras de La Barca: Frasquita e Isabel.
“Pa la segunda vino Isabel, la mujer que recogía a los niños. Pero
que la niña no nacía, aunque Isabel no paraba de decir: esto viene
bien, metía la mano y decía que la niña estaba allí, aunque tenía un
bulto en la frente, pero mi marío estaba preocupao porque parecía
que tardaba mucho, y dijo que había que llamar al médico. Luego, el
203
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
médico me reconoció y le dijo a la mujer: Isabel, qué pena que usted
tenga que dejar esto, porque se ha dao cuenta que esto viene bien.
Esto presenta la frente, y sí cuando salió tenía un bulto en la frente,
que gracias a Dios se le quitó” (Encarna García).
“Los cuatro primeros los tuve en la choza y los otros tres ya en
el hospital (después de 1970, eran otros tiempos). Mi Mari vivíamos
en la choza, pero me fui a casa de mi madre a parir. Mis mellizos no
los recogió la partera, porque aunque ella lo hacía mu bien, yo tenía
mucha albúmina y tenía miedo de que pasara algo. Me fui al hospital
por recomendación de ella. Con mi Mari no me daba tiempo de ir al
hospital. Yo le decía a mi madre: ve por Franquita, que esto ya está
aquí, que no da tiempo de ir al hospital. Y así fue. Cuando llegó ella
dijo: esto ya está aquí. Se veía ya la niña, había coronao. Llevaba
dos vueltas en el cuello, pero ella lo resolvió sin problemas. Esa
mujer era mu competente, sabía mucho de eso. No había ninguna
diferencia entre parir en el hospital y en la casa, porque estas mujeres
sabían mucho” (Pepa P.).
Isabel recuerda el día que nació su primera hija y nos acerca a una experiencia muy dolorosa para ella y para su marido: la muerte de la criatura a
los pocos meses. Pero también es capaz de volver la mirada a los hermosos
momentos que vivieron cuando nació Maribel, la segunda.
“Yo fui por mi cántaro de agua a la fuente, como íbamos todos
los días. Era un veinticuatro de junio. Como yo no sabía lo que era
eso, tenía un dolor, un dolor… No me acuerdo mu bien, si es que
avisamos a la partera o al médico o a los dos, el caso es que vino
Don Julio, el médico. Me dijo que venía de nalgas, no se cuantas
horas estuve allí, venga a empujar y empujar… La niña no llegaba a
los dos kilos, como una muñequita, mu chiquitita, pero bueno, a los
seis días tenía fiebre. Yo como las locas, esperando a mi marío. La
llevamos al médico y desde luego no estaba bien. Ya cuando nació
no cogía el pecho, no tenía fuerzas y luego se tomaba un mínimo de
biberón. El veintiséis de agosto se me murió. En ese tiempo estuve
to el día y to la noche mirándola y haciéndole un poquito de biberón
y bañándola. La llevamos a un especialista de Jerez, pero la niña no
estaba bien, seguramente inmadura. ¡Con la ilusión que teníamos…!
204
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
Él quería una niña, le encantaban las niñas, esa niña era la ilusión
de los dos. Yo seguía con mis cuidaos a to el mundo: mi madre, mi
padre, mis hermanos… Mi madre ya empezaba a ayudar en algo.
Después, mi Maribel, la segunda, nació mu bien, sin problemas. Mi
marío la enseñaba: ¡Mira –decía–, qué niña más bonita, mira qué
niña más bonita! Me puse de parto por la noche y a media noche
nació sin problemas” (Isabel).
Antoñita relata las condiciones en las que transcurrió su primer
embarazo. Su maternidad estuvo condicionada desde el principio por la
falta de recursos económicos y de apoyos emocionales. Tenía diecinueve
años, su madre había muerto dos años antes, y su padre abandonó la casa
familiar sin despedirse. Como ya ha contado, fue despedida del trabajo por
estar esperando un hijo cuando aún no estaba casada. Y es que la “buena
sociedad jerezana” no toleraba ese tipo de cosas, era totalmente beligerante
con las mujeres que se salían del “buen camino”.
“Yo me pasé el embarazo, trabajando y trabajando. No comía na.
A veces me iba a mi casa y mi suegra me traía un pan pa que comiera
algo. Un tío mío decía: Esa niña se te muere, esa niña se te va a
morir. Yo tenía diecinueve años y le hice la ropita a mi niño, aunque
no tenía ni pa comprarle las cosas. Luego nació mi niño y nació
mu mal. Decían que el bulto que tenía en la cabeza era por falta de
vitaminas, ¡como yo no me alimentaba…! El parto me vino cuando
estaba pintando mi casa, subía en una escalera, allí me puse de parto”
(Antoñita).
María la costurera sonríe divertida, mientras recuerda lo ignorantes que
eran en aquellos años las mujeres.
“Fíjate lo ignorantes que éramos que cuando me quedé embarazá un día
noté que algo se movía en la barriga y le dije a mi vecina:
-“Fulanita, ¿qué me pasará a mí en la barriga que noto una cosa
que se mueve?
-¿Qué tu no sabes que estás embarazá?, me dijo ella.
-¿Los niños se mueven en la barriga?, le contesté.
Pues que no lo sabía yo…, pero ¡qué tontas éramos!”
205
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Paca, a sus ochenta y cuatro años puede recordar algunos detalles de su
primer parto. Tenía dieciocho años cuando se quedó embarazada y estaba
sola, sin madre, así que fueron sus vecinas las que le ayudaron en esos
momentos de total desamparo.
“Yo me quedé sin madre
y no sabía muchas cosas ni
tenía a quien contarle. Me
quedé embarazá, pero yo
lo que notaba es que me
estaba poniendo gorda,
sentía algo por dentro…,
no lo se explicar, pero no
tenía miedo ni na. La señora Isabel, mi vecina,
fue la que me dijo lo que
Ajuar completo de un bebé: batón, faldón, camisitas,
pasaba. Luego, cuando
faja y hombliguero.
ya estaba de ocho meses
o más, me dijo que cuando me sintiera mala de noche, o necesitara
algo, la llamara. Una noche empecé a tener dolores y le pedía: Isabel, dame unas hierbas o algo pa los retortijones, y me hizo una infusión, pero ya por la mañana me dijo: a ti lo que te pasa es que vas
a tener un niño. Ella vino a mi choza y me lo recogió. Unas vecinas
me regalaron la ropa del niño, porque no tenía na, ni dinero pa comprarla. Otra vecina, recuerdo que me dio unos batones preciosos:
uno rosa y otro celestito y unos pañales…, porque ya tenía sus hijos
criaos. En el parto estuvimos nosotras solas: Isabel y yo. A ese niño
le di teta cinco años…, yo tenía mucha leche…” (Paca).
Los recuerdos de su propio parto llevan a Paca a una anécdota que vivió cuando tenía sólo veinte años. Tuvo que hacer frente al parto de una
vecina, algo bastante habitual en aquel medio, donde traer una criatura al
mundo era un hecho totalmente natural, en el que apenas intervenía más
que una mujer con más o menos experiencia.
“Tenía yo veinte años y pasaba de mi choza a la de una muchacha
con la que me llevaba bien. Sabía que estaba esperando y fui yo
quien la recogí la criatura con una toalla. Se la metí en la cama y eso
fue to. Fui la primera que cogió a la niña” (Paca).
206
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
De los dramáticos partos de Encarnación hemos tenido que entresacar
lo más relevante. Desde luego no puede tener recuerdos agradables de
aquellas experiencias y todas nos asombramos de que haya logrado sacar
adelante a sus seis hijos. Curiosamente es la que fue asistida por médicos,
tanto en la casa como en el hospital.
“A mi ninguno me vino bien: uno con fórceps, otro a tirones, ventosa…, lo que había antes. Casi siempre tuve que acabar en el hospital y lo he pasao mu mal, mu mal. Los primeros fui al Hospital
de Santa Isabel, y luego la tercera vez, con los mellizos, ingresé en
otro sitio: el 18 de Julio se llamaba ese hospital. Tenía yo a la niña
mala con fiebre, con una diarrea y estaba ya mu avanzá. Cogí a la
niña pa llevarla al médico y en el camino sentí una cosa: ¡plaff!... y
me mojé to la ropa interior. Yo estaba deseando llegar a casa de una
parienta, que vivía cerca pa ver qué pasaba. Estaba de siete meses
y mi madre me llevó a un médico mu bueno que había en Arcos.
Ese médico me dijo que lo que tenía era un “bicho”, algo mu raro,
y luego una criatura, pero que se estaba infectando la criatura de lo
que cagaba el bicho ese… Me dio una fiebre mu alta y hasta que
salió el bicho… El tiempo que estuve allí pasaban los médicos y me
miraban y yo veía que hablaban como en secreto, pero yo no sabía
qué pasaba. La matrona me decía: Tú no te asustes, tú no te asustes,
porque las aguas las echaba mu oscuras... Un montón de días estuve
en el hospital malísima, por lo menos tres meses, porque los niños
se me colocaban de una manera que no podía ni respirar y allí me
controlaban. El segundo, me lo sacaron a estirones me dejaron echa
polvo por dentro, que por eso luego tuve más problemas en ese tercer
embarazo, en el de los mellizos. Luego otro me lo tuvieron que sacar
también y estuve mu mal. A ese le puse de nombre Miguel María por
Mariquita Márquez, que fue la partera que me atendió. (…) ¿Que si
no me importaba quedarme embarazá?, ¿pero es que yo podía hacer
algo? Tos los he tenío igual. El chico ya fue el remate, me salvé de
milagro. (me han quedao seis vivos) Lo tuve en la residencia y llegué
y me dejaron allí donde dejan a las mujeres que van de parto. A la
mañana siguiente pasó el médico y preguntó si yo era la mujer que
entró por la noche anterior, ¡no se lo podía creer!, pero es que yo ya
207
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
no tenía fuerzas, de las horas que llevaba con dolores. Luego, criarlos no he tenío problemas, les he dao pecho, a la mayor dos años y
pico, pero los partos, ¡qué desastre!” (Encarnación).
Sin embargo, Pilar no tiene malos recuerdos, todo lo contrario. Ella reconoce que vivió muy bien sus embarazos y hasta tiene anécdotas sobre
las condiciones higiénicas del centro hospitalario donde dio a luz. Con esta
historia no pudimos evitar la risa.
“Yo a los tres meses de casarme
me quedé embarazá. No hicimos na
pa no quedarme. Nosotros queríamos tenerlo…, yo contentísima. Fue
estupendo el embarazo y pa el parto
me mandaron al hospital de El Puerto, porque el hospital de Jerez estaba
mu lleno. En la residencia te ponen
al niño en el nido y lo dejan solito,
pero en el hospital de El Puerto me
lo ponían en una cunita de níquel mu
bonita, allí a mi lao. Ahora que entonces ponían dos niños juntos, porque no estaba tan adelantao como la
residencia, no había cunas bastantes.
Pues resulta que en la habitación me
Encarnación con sus cuatro hijos. 1964.
pusieron con una gitana y el niño tenía unas liendres…, y claro, mi niño allí en la cuna con él. Yo se lo
dije a las enfermeras, y a ellas les daba risa, pero yo, de verdad, le vi
un piojito a mi niño, y no me hacía gracia ninguna. La partera que
me asistió a mí, mu bien, amabilísima. Cuando me dieron el alta,
como era el primer nieto, tos loquitos con el niño… ¡Qué alegría,
qué bendición de Dios, un macho! Ay, mi Fali, mi Fali, Rafael, como
el abuelo. Mi Carlos, el segundo igual de bien. Pesó cinco kilos”
(Pilar).
Las palabras de Pilar contrastan con las de su amiga Pepita,una experiencia decididamente dramática, como toda su historia. Pero de nuevo
208
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
nos asombra cómo una mujer, aparentemente tan frágil, ha podido superar
tantas desdichas juntas.
“Yo estaba malísima y venga a tomar pastillas. Yo no sabía que
era malo pa el niño…, ¡si ni siquiera sabía cómo se tenía un niño…!
No comía, estaba malísima, sólo pastillas de Okal y leche. Pesaba
cuarenta y dos kilos con tres meses de embarazo. Cada vez estaba
más delgá, porque no comía, que me iba a morir. Mi cuñá me daba
un flan, me daba de comer, porque veían que me iba a morir. Ni te
hacían análisis, ni ibas al médico, ni na de na. Te quedabas embarazá y luego parías y na más… Mi tía me dio de comer y me cuidó,
pero luego con mis suegros no comía na. Me pasaba el día entero
sin comer. Pero claro, como no estaba en mi casa… Cuando estaba
mi suegra sí comía. Luego, cuando llegó el parto, yo no sabía na
de partos. Pensaba que me había meao en la cama. Me levanté y
cambié las sabanas y ya está. Empecé a lavar y yo notaba dolor de
barriga: Chiquilla a ver si es que se te ha roto la fuente, me decía mi
suegra. Yo cogí un pañal y metí las muditas del niño en un paquete:
empapadera, ombliguero, mantilla... Y seguía lavando to el día. Mi
suegra me quitó de lavar y seguía con el dolor de barriga. Estábamos
comiendo papas fritas por la noche y yo me apretaba cada vez más
pa dentro. No ayudaba al parto, al contrario. Tenía tanto miedo, que
ellos me preguntaban si estaba de parto y yo que no, que no estaba
de parto. Mi suegra llamó a Frasquita, la partera, la que recogía a
los niños. Me dieron cebolla cocía, pa el dolor. A mi me daba mucha
vergüenza, yo en el mismo cuarto…, con toa la familia…, del water
a la cama. No dilataba ni pa na, porque estaba aguantando to el rato.
Frasquita por la mañana, dijo: Esto no viene, llama al médico. Me
decían: “No te duermas…” Estuve cuarenta y ocho horas, sin parar.
Nosotros no teníamos ni seguro, ni dinero, ni na. El médico quería
usar los fórceps y mi suegra no quería. Pero como el médico ya me
había tocao ya empezó acelerarse el parto. Al final, con la Frasquita
y el médico nació el niño. Me rajaron y no me cosieron ni na. Eso
era el año 1964. Tenía yo veinte años. A los cuatro años me quedé
embarazá de mi segundo hijo. Ese segundo se me salió sólo… Ahora
las muchachas tienen apoyo de sus madres en to eso y lo hablan con
nosotras, pero antes…, qué ignorancia” (Pepita).
209
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
El relato de María Álvarez nos acerca a una experiencia singular. Ella
fue una de tantas personas de las que se marcharon a Cataluña en los años
sesenta. Allí vivió los primeros meses de su embarazo, muy joven, en una
tierra extraña, en condiciones a las que no estaba acostumbrada y lejos de
su familia. No pudo aguantarlo y decidió volver a La Barca para tener allí
a su hijo.
“Sólo tuve una vez la regla después de casarme. Me sentó mu
malamente, encima que me metieron allí en Barcelona. De estar al
aire libre aquí, a meterme en un piso en Barbará del Vallés, me sentó
mu mal el cambio. Me ponía mu mala, no hacía de comer porque mi
marío se iba a trabajar to el día y solo comía un huevo frito y salchichón; claro pues a los siete meses me puse con anemia, mu mala. Yo
le dije a mi marido: me voy a La Barca. Él dijo que se venía también.
Como sólo teníamos los muebles del dormitorio, pues lo vendimos
y nos volvimos a La Barca. El viaje larguísimo. Mi madre decía que
tenía hasta la vista torcía. Ella empezó a alimentarme con yemas de
huevo y me pusieron vitaminas y hierro. Tuve a mi niño en la casa
y eso es horrible, porque yo tengo mu mal recuerdo de ese parto.
Me decían: Venga acuéstate, métete en la cama. Fueron por la inyección esa que ponían entonces pa que vinieran antes. A mi madre
se le rompió la inyección y nos quedamos sin ella. Luego, después
de muchas horas se me rompió la fuente, como dicen, y la partera
ya me dijo que el parto se aceleraba con eso. Se me cortó el agua y
vino el niño. Estaba en el parto mi madre y la mujer que recoge a los
niños. Mi padre estaba por allí. Creo que me rajé un poquito. Pero yo
pasé mucho, así que no quería más niños. Los otros partos también
estuve mala, con anemia y los tuve en el Hospital de Santa Fe, en
Sabadell y el último en El Valle Hebrón. Tos los partos fueron bien,
y en el último me pusieron inyección pa cortar el dolor. En un cuarto
de hora nació. En estos ya me cuidé lo del hierro desde el principio”
(María Álvarez).
También Josefa volvió a la casa materna para dar a luz a su segundo hijo,
después de pasar una mala experiencia en el primer parto. Pero, igual que
en el caso de María, vemos cómo en esa época ha cambiado ya la asistencia al parto. Empiezan a usarse medios químicos para acelerar el proceso.
210
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
Estamos a final de los años sesenta y principio de los setenta.
“El primer parto lo tuve en un dispensario que había en Jerez que
lo regentaban unas monjas. Lo recuerdo como un sufrimiento largo.
Tardé mucho, dos días en dar a luz, pero fue bien. Allí no apareció
ningún médico, sólo monjas, ni comadrona, ni na. El segundo me fui
a El Gastor, pa estar con mi madre y allí me atendió un practicante
que había en el pueblo. Antes eran las parteras las que recogían a
los niños. A mí y a mis hermanas nos atendieron estas mujeres, pero
cuando llegó el practicante ya no las dejaban estar allí, eso ya era en
otros tiempos. A mí el practicante me puso inyecciones pa acelerar el
parto y darme más fuerza, porque se me iba la fuerza. Pero fue bien.
A los cinco o seis días volví a mi casa” (Josefa).
Pero la maternidad no es sólo un hecho biológico. Hay mujeres que por
diversas razones, no consiguen quedarse embarazadas; sin embargo sienten la necesidad de desarrollar esa capacidad de dar afecto a una criatura
y verla crecer. Ese es el caso de Cuqui. Ella se empeñó en ser madre y
finalmente lo consiguió.
“Cuando tuve el primer niño en acogida fue cuando yo valoré lo
que me quería mi madre. Estaba yo loquita, porque me gustaban
mucho los niños y na más que pasaron cuatro meses desde que me
casé ya empecé a ir a los médicos. Fui a Cádiz y el médico dijo que
si tenía la matriz pequeña, que si me tenía que operar…, total, que
mi marío dijo que no. En aquella época operaron a una y se quedó
mu mal. Total, que decidimos mirar lo de la adopción. Empezaron a
darnos niños en acogida, pero eran niños que no se podían adoptar.
A lo mejor tenían una madre en la droga, o en la cárcel o así, pero
cuando se resolvía lo que fuera, los niños volvían a su casa. ¡Y no
lloraba yo na cuando se los llevaban! Tuve muchos, pero al final la
Asistenta Social de Cádiz me llamó. Era para un niño de Zamora. Yo
ya le decía que no quería más, que lo pasaba mu mal cada vez que se
iban. El niño ya tenía once años. El niño, cuando pasó los primeros
días en mi casa ya no se quería ir. Primero sólo venía en Semana
Santa, luego yo lo llamaba al colegio muy a menudo y en julio ya se
vino. Estaba guapísimo, con un pantalón blanco… Su madre murió
211
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
cuando el niño tenía dos meses y una señora iba a verlo al colegio.
Esta señora tenía varias niñas y se lo llevaban fines de semana y vacaciones. Hizo la comunión con ellos. Pero esa familia no lo quería
adoptar. En fin, él ha sío un niño bueno, sin muchas complicaciones
y nosotros loquitos con él. Ahora ya es un hombre y tiene un niño
pequeño, así que tengo un nieto que es una preciosidad” (Cuqui).
“En aquella época no se decía na sobre engordar, si a caso que había
que alimentarse bien, que había que comer pa dos”. Con este comentario
resumen las mujeres el tema de los cuidados durante el embarazo. Pero tienen una serie de anécdotas muy curiosas sobre los antojos, esas pequeñas
manías que tienen muchas mujeres cuando están en estado.
“A mí cada barriga me daba por una cosa. En uno de ellos le cogí
manía a la radio. Cuando llegaba a una casa y estaba la radio cantando a mí me apestaba… Me acuerdo que en otro embarazo lo que
me caía mu bien eran los huevos fritos con papas, ¡qué buenos estaban…, era el manjar más grande del mundo, ni fatigas, ni vómitos, ni
na, ni na! Y otra vez otra cosa, en fin… Como fueron ocho…, hubo
de to” (Encarnación).
“A mí to lo de mi casa me caía mal, to lo echaba. Me iba a lavar
¡unos líos de ropa! Una vecina, Anita Colón, me decía: Pepa ven a
tomar café. Y yo, aunque tenía mucho que lavar, le hacía caso y ¡qué
bien me caía to lo que me daba! El pan con manteca, la morcilla, un
trocito de pan y el cafelito que me ponía, lo que se comía entonces”
(Pepita).
“Pues a mi me daba el olor del café y una angustia… Tenía una
vecina y cuando venía me decía si quería café y yo ¡no quería ni oír
hablar de él! Vivíamos con mi suegra y ella me compraba chocolate
o leche y eso si me lo comía. El arroz con bacalao lo aborrecí y todavía no lo hago. Yo no tomaba na pa la fatiga. Se quitaba y ya está.
Eso sí, me ponía mu gorda” (Encarna B.).
“A mí los pajaritos fritos me daban mucha angustia. A mi marío
le encantan…, y yo todavía los hago, pero comerlos…, ni hablar”
(Antoñita).
212
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
Cuando hablamos de la cuarentena, las mujeres sonríen e insisten en que
tenían mucho trabajo como para poder quedarse cuarenta días ocupándose
sólo de la criatura. Normalmente, la vida seguía como siempre, sobre todo
para aquellas que no tenían una madre que se ocupara de las tareas domesticas y de las otras criaturas. Ese fue el caso de Remedios:
“Después de lavar al niño, me lavaban a mí, y al otro día arriba,
na de cama…, a veces un rato reposando y na más. Ni hospital, ni
médico pa ver ni cómo estoy, ni como no estoy, na. Cuando soltaba
uno a por otro y así hasta ocho” (Remedios).
Encarna, sin embargo, nos cuenta que ella tuvo que quedarse varios días
en la cama porque se quedó destrozada por dentro.
“Yo tuve que estar con el primero muchos días en la cama, porque
me quedé destrozaíta. Me han cosío ya cuando era mayor, cuando
me operaron pa sacarme la matriz” (Encarna B.).
Eso sí, durante las primeras semanas, había una serie de rituales,
costumbres y prohibiciones para la parturienta. “Las visitas traían
chocolate y vino de quina, pa dar fuerza y decían que las alcachofas daban
más leche”. Este es un comentario en el que todas están de acuerdo.
Por otro lado estaba el tema de la higiene. Lo mismo que en época de
menstruación, la mujer no podía lavarse el cuerpo ni la cabeza. También
había unos alimentos prohibidos, porque perjudicaban la calidad de la
leche.
“(…) El melón también decían que no se podía comer, ni ensalá,
ni vinagre…, to eso pa la teta no era bueno” (todas).
Hasta los años setenta, el periodo de lactancia se alargaba en muchos
casos hasta los tres años. La razón no sólo era económica, (precio de las leches artificiales), sino cultural. Las mujeres entonces consideraban natural
dar de mamar a sus hijos mientras tenían leche, y los niños, generalmente,
se criaban bien de esa forma, hasta que podían empezar a masticar y comer
de lo que se ponía en la mesa.
Encarna recuerda su preocupación por tener suficiente alimento para su
hijo, aunque a pesar de todo pudo amamantarlo durante mucho tiempo.
213
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
“En la cuarentena lo que tenía era la preocupación de que no tendría leche; to se me iba en pensar que mi hijo tendría hambre, que mi
leche no le alimentaba bastante… Le dolía la barriga y ya pensaba
que era porque tenía hambre. A la segunda no le di mucho de mamar,
porque nació al año. El grande me tiraba del vestío pa que le diera a
él, pero en aquella época, a los primeros, hasta tres años se tiraban
mamando. Yo le daría un año y medio y la última un año más o menos, porque era mu tragona” (Encarna García).
Eso sí, como otras muchas mujeres, hacía caso de los remedios antiguos
para resolver la falta de leche.
“Mi marío me trajo un mochuelo pa el puchero que decían que
daba mucha leche. Y la verdad es que después de eso yo tenía muchísima leche. Ahora que en cuanto dejaba de tomar puchero la cantidad ya no era la misma. Ya sabes, a las parías se les ponía un puchero
con gallina, por algo será” (Encarna García).
Remedios, sin embargo, tenía que destetar a las criaturas antes de lo
que ella hubiera querido. Además, por su situación económica, no podía
permitirse comprarles Pelargón, que era la marca de leche que se les daba
en aquella época a los bebés que no podían ser alimentados con leche materna.
“Yo les tenía que quitar el pecho, porque me quedaba embarazá
de momento. En once años tuve ocho, así que…, mis niños no han
tomao papilla de la farmacia, les daba lo que podía. Les daba unas
sopas que les hacía con lo que había en la casa. A la sopa le ponía
cebollita, una cucharadita de aceite en el agua y azúcar, con harina o
pan. Otras veces, ponía un cazo de agua con aceite, y luego pan, con
un poquito de ajo. No podía darles otra cosa” (Remedios).
Aunque hoy nos parezca un milagro, con esa alimentación, los hijos de
Remedios salieron adelante.
Encarna B. nos cuenta cuales eran los alimentos que se introducían en la
dieta de las criaturas, después de destetarlas:
214
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
“Los criaba mu bien, tenía mu buena leche. El pecho…, dieciocho
meses más o menos les daba. El segundo varón que tengo estuvo
mamando tres años. Decía: mamá teta, mamá teta. A veces mamaba
de pie, con tres años. Mu lindos se han criao. Luego, poquito a poco
les iba dando lo que comíamos nosotros y cuando ya les quitaba el
pecho estaban acostumbraos al puchero: un poquito de sopa, una papita machacá y se lo comían. Yo no sabía lo que era un biberón hasta
que he criao a mis nietas. A mis niños nunca les di” (Encarna B.).
Este es el traje de cristianar de los niños de Pepita Bazán.
Para que los niños dejasen su apego al pecho materno, incluso al chupete, se utilizaban toda clase de estrategias como “untar los pezones con
pimentón, o algo picante, o los asustábamos con cosas que pudieran darles miedo” (varias).
La intervención de los médicos, por alguna complicación en esa etapa,
hacía que muchas madres tuvieran que compaginar la lactancia materna
con los biberones. La cuestión se convertía en un problema para algunas
familias, cuyas débiles economías no permitían esos lujos. Pepita y Encarnación lo recuerdan así:
“Yo quería darles de mamar, pero se me agrietó to el pecho. Mi
suegra me daba aguardiente para que tuviera más fuerza, pero un día
mi niño empezó a echar sangre y es que tenía el pecho echo una pena.
Le quité el pecho porque el médico me lo dijo. Yo le tenía que pedir
dinero a mi suegra pa comprar latas de leche pa el niño” (Pepita).
215
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
“Yo sí le tuve que dar Pelargón, porque la primera estaba tan mala
con albúmina y eso. Los médicos decían que la niña se moría, pues le
daba una toma de pecho y otra de biberón, y así la saqué adelante. Yo
vivía en El Palmar, en un chozo y recuerdo un día que estaba yo con
mi niña en los brazos, porque quería que si se moría se muriera en
mis brazos. Pues estaba yo con mi madre y ella me dice: hija, ¿qué
piensas? Yo le dije que quería llevarla a un médico que yo conocía y
que quería saber qué me decía él. Ella no confiaba ya en na, pero yo
me empeñé y la cogí a la niña y la lleve. El médico, cuando la vio me
dijo: ¿Tú sabes lo que se necesita pa curar a la niña?, pues dinerito,
¿tú tienes dinerito? Yo le dije: no lo tengo, pero lo busco donde sea.
Me fui derecha del médico a la farmacia y le expliqué a Don Fermín,
el farmacéutico lo que me pasaba. Aquel hombre me dijo: Lo que usted quiera, aquí no hay problema. Y mi niña se puso bien…, porque
mi marío, tenía otros defectos, pero era trabajador y pudimos pagar
las medicinas” (Encarnación).
Como hemos visto por los relatos de nuestras protagonistas, la lactancia
se alargaba más de dos años y los niños salían adelante. Claro, que entonces no se iba al médico más que cuando las cosas ya eran muy graves.
“Ni médico ni na… Antes de ir al médico hacíamos de to, porque
no había dinero; hacíamos otras cosas. Les dábamos “neota”, que es
como el poleo. El sarampión, se curaba bien arropaos y las cortinas
rojas, así lo pasaban” (todas).
“Pa la fiebre se le daban friegas con alcohol, les frotábamos las
piernas. Pa el resfriao hacíamos cocimientos de higos pasaos y otras
cosas. Con eso se hacía como un jarabe y le dábamos cucharaditas.
También apio majao pa el empacho” (Encarna B.).
Las abuelas y vecinas mayores eran las que traspasaban sus conocimientos a las madres primerizas y les decían qué había que hacer durante la
lactancia y cuando las criaturas se ponían enfermas. Sin embargo, a partir
de cierta época, los médicos tomaron mayor protagonismo en los consejos
a las madres.
216
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
Esto ocurrió por la extensión de la Seguridad Social a toda la población
y la apertura de centros de salud en las poblaciones que antes no tenían
servicios médicos gratuitos. Las mujeres empezaron a confiar más en lo
que la medicina decía que en la propia intuición para saber qué hacer en
cada caso, y en la experiencia de sus madres y abuelas. De hecho, las que
en sus primeros partos fueron asistidas en su propia casa por una matrona
y amamantaron a las criaturas hasta el año y medio, tuvieron los últimos
hijos en el hospital y redujeron el tiempo de lactancia por consejo del médico. Pero hablamos ya de los primeros años setenta.
“Mis embarazos fueron bien. Las grandes sin ninguna revisión,
ni na. Los partos primeros con matrona, en mi casa, sin problema
ninguno. El pecho se lo daba un año más o menos. La última ya le di
una ayuda porque lloraba y el médico me dijo que le faltaba alimento
y me recetó una leche” (María la costurera).
“El primero lo tuve en mi casa y le di el pecho dos años y medio
y a los últimos, que nacieron en Barcelona, en dos hospitales diferentes, les di menos tiempo: unos cuatro o seis meses, más o menos”
(María Álvarez).
El conocimiento de los ciclos de fertilidad era bastante desconocido y
poco asequible a la mayoría de la población. Las mujeres tratan de explicar, entre la seriedad y algunas risas nerviosas, hasta qué punto ellas podían evitar el embarazo, cuando no disponían de la información más básica
sobre sus procesos fisiológicos. Por otra parte estamos hablando de una
época en que no existían medios artificiales para controlar la maternidad.
O sea, que ellas vivían pendientes de que cada mes les llegase la menstruación y buscaban estrategias para evitar los contactos sexuales, cosa que
para casi todas resultaba complicado.
Así hablaron las mujeres sobre esta cuestión:
“Los cuatro que tuvimos fueron a conciencia. Decíamos: vamos
por otro, lo encargábamos. Cuando las de mi edad me decían: ¡ay,
cuatro hijos na más, qué suerte!, yo les decía: pues nosotros traemos
los que queremos, na más. (…) A mí mi marío me respetaba, tenía
217
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
mucho cuidao. Un día me dijo: Si tú quieres más hijos vas a tener
que buscar quien te los haga, porque aquí no vienen más niños. Y no
vinieron, porque es que no se podía” (Encarna B.).
Isabel tuvo la misma experiencia que Encarna. Ella ha sentido siempre
el respeto de su marido, pero claro, precisa que sin medios artificiales, era
muy difícil controlar los embarazos.
“Mi marío no era de los que me obligaban a na. Los niños venían
porque tenían que venir, porque no había medios artificiales pa evitarlo” (Isabel).
Una de las mujeres usa su sentido del humor para aclarar su gran facilidad para quedarse en estado. Continúa la conversación y se establece
un diálogo, en el que no todas participan, pero que nos ilustra sobre una
cuestión de la que resulta difícil hablar de forma abierta.
“Yo tenía los niños, les daba el pecho poco tiempo, porque no estaba bien, luego me ingresaban y me quedaba un mes en el hospital y
a la vuelta me volvía a quedar embarazá. Lo único que hacíamos era
marcha atrás. Yo le decía a la vecina: no tiendas los calzoncillos de
tu marío a mi vista, que me quedo. Es que me quedaba por na. Ahora,
que él siempre me ha respetao mucho, sobre to en la cuarentena, y
ahora igual”.
Te quedabas embarazá y luego parías y na más. Yo me he enterao
de lo que era un matrimonio cuando he estao tranquila, solita, ya
mayor” (Pepita).
“En el último mes del embarazo si que se quedaban más tranquilos
los maríos, pero las relaciones se mantenían en los demás meses.
Luego en la cuarentena, nos respetaban bastante…, no?”.
“Bueno, en la vida real eso no es así, eso es en las películas. Es que
si el hombre no quería no se hacía na, en eso nosotras no podíamos
hacer mucho. El mío no respetaba na. A veces estaba hasta tres meses, yo huía de él y así lo podía controlar, pero a los tres meses me
venía el periodo y ya estaba otra vez. Era tocarme y quedarme”.
218
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
“Hay gente que no respetaba ni cuarentena, que te lo digo yo que
lo sé. La mayoría es como yo estoy diciendo, porque yo he hablao
con amigas y decían lo que yo he dicho…”.
“Bueno… hay de to…”.
Pepita explica cómo su marido tenía más interés que ella incluso por no
tener muchos hijos. Para evitar los embarazos lo único que hicieron fue
la marcha atrás, un método muy extendido y que sigue practicándose hoy
día. Ella cree que les ha funcionado el método, pero reconoce que a ella le
perjudicaba.
“Pues yo he tenío tres porque mi marío no ha querío más. Y no me
he puesto na, ni inyecciones, ni na de na. Y porque yo les pedía a tos
los santos que quería una niña, porque estaba harta de tantos machos
en mi casa, pero él, si hubiera sío por él, ni siquiera la niña. Yo no
podía tener más criaturas porque no tenía ni donde acostar a mis niños. Los acostaba en dos sillitas y un colchón que les ponía encima
y allí los acostaba, esa era la cuna de mis hijos. Le tenía que pedir a
mi suegra hasta el dinero pa la leche, o sea, que no podía tener más.
A mí la marcha atrás me ha funcionao. Pero en otras cosas no me
iba bien, porque recuerdo que el médico me dijo que eso me estaba
afectando. A mi me daban unos calambres en el vientre…, una cosa
que el médico me decía que me tenían que regar, porque si no, me
iba a volver loca” (Pepita).
María es de las pocas que ha tenido acceso fácil a los anticonceptivos
químico-hormonales, ya que vivía en Barcelona en los años setenta. Sin
embargo, en esos primeros años había mucho miedo a tomarlos. Esta fue
su experiencia:
“Después de tener el primero, nosotros seguimos con la marcha
atrás, a pesar de que en Barcelona ya se conseguían pastillas, pero a
mí me daba miedo lo de las pastillas y no llegué a tomar más que una.
Y es que, por casualidad, tuve un cólico esa noche y yo se lo achaqué
a la pastilla, así que ya no volví a tomar na” (María Álvarez).
219
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
6. Madres trabajadoras:
administradoras de la
escasez
Después de la boda, María sabía que tenía que marcharse. Dejaba atrás
los años de niñez y juventud, en los que se había sentido protegida por su
familia. Se tenía que despedir de aquel pueblo blanco, de su casa, tan linda,
toda ella llena de luz; las alegres y bulliciosas calles, por las que paseó sus
diecisiete años. Echaría de menos los colores y los aromas que desprendían las macetas de los patios. Pero había que ganarse la vida. La gente se
iba a Francia, a Madrid, a Cataluña, a Palma de Mallorca… Las parcelas
ya no daban para mantener a tanta gente. Las cosas estaban cambiando.
Casi nadie se conformaba ya con ir tirando; el mundo era grande y las
oportunidades de progresar y buscar una mejor vida para los hijos estaban
ahí. Desde que acabó la mili, su novio estaba trabajando en Barcelona. A
partir de ese momento ella fue preparando el viaje.
221
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Con estas palabras María relata cómo era la situación en La Barca, poco
antes de marcharse:
“Me fui a Barcelona en 1963, al año de la riá. Se fue de aquí
mucha gente a Francia. Aquí no se podía comer en esa época con
tanta familia comiendo de la parcela. Mis hermanos se fueron
tos porque nacían niños y no había pa tanto. Se sembraba trigo,
garbanzos, habichuelas; luego se cambiaba lo que había por telas y
otras cosas que necesitábamos, porque no había dinero. Se comía lo
que se criaba. Pero los muchachos ya no se apañaban como nosotros
en los años cincuenta. Me acuerdo cuando mi hermano se compró
los primeros pantalones tejanos, aquello era una locura; pero él se
tuvo que ir a otro cortijo a trabajar un verano y con eso se compró el
pantalón”.
A María le atraía esa aventura, pero al mismo tiempo tenía miedo
de lo desconocido; no sabía qué se encontraría en un lugar tan lejano.
Pero la ilusión de una nueva vida, junto al hombre que había elegido
para formar una familia, le ayudó a ir superando los obstáculos que
fue encontrando en el camino. María lloró la pérdida de su casa, del
pueblo y de sus padres.
“A lo primero estaba mu contenta con lo de Barcelona. Me compré
unas maletas y me llevé toa mi ropita y mis cosas. Pero cuando
llegué allí y mi marío me metió en una habitación, aquello no estaba
ni enlucío. Era una habitación realquilá, ya te digo, aquella casa no
estaba ni terminá de hacer. Yo acostumbrá aquí a una casa linda,
grandísima que por fin nos había dao el Instituto, y meterme allí,
entre cuatro paredes, sin conocer a nadie... Hasta pa ir a la iglesia
tenía que ir lejos, fue durísimo y lo pasaba mu mal”
María recuerda con nostalgia ese tiempo, tiempo de emigración, de
incertidumbre y soledad, pero también de descubrimientos. Allí sintió
por primera vez el latido de una nueva vida en su vientre; nacieron y
crecieron sus hijos, trabajó y aprendió a administrar la casa, y con los
ahorros se compraron la primera vivienda.
222
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
Es extraordinaria la cantidad de detalles que han quedado en la memoria
de esta mujer.
“Como ya he contao nosotros volvimos a La Barca, porque yo
quería tener a mi niño aquí. Cuando nació el niño mi marío se fue a
Torremolinos y allí me fui luego con él una temporá. Pero aquí no
había dinero y otra vez volvimos a Barcelona. Yo no me quería ir. Él
se fue y a los tres meses me marché yo. Ahora ya la habitación que
me buscó estaba mucho mejor, más independiente, con gente mu
buena. Compartíamos piso varias familias. Me compré una mesa de
fórmica, unas sillas y la mujer me puso dos catres. Mi marío ya ganaba mil pesetas a la semana y trabajaba en Barcelona de carpintero.
Al poco tiempo un vecino compro un piso y me lo alquiló. Dos mil
quinientas pesetas me costaba de alquiler, en 1966 más o menos. Yo
trabajaba en la casa, hacía jerséis y chaquetas, pero en casa. Nos daban cinco pesetas por poner los botones en una chaqueta. Era género
de punto. Luego también hice bajos de pantalones. A los seis años
ya nos compramos nuestro piso. Dimos treinta mil pesetas. A los dos
años otras treinta mil, porque luego él ya ganaba más. Yo gastaba
veinte duros diarios y el sábado doscientas pesetas y con eso hacía
milagros. Con un pollo yo hacía maravillas, le sacaba un provecho…
Mi vecina me decía: ¿Cuántos trozos has hecho con el pollo? Hacía
puchero, croquetas, luego los muslos y las alitas, una comida con
cada cosa…, en fin, es que yo estaba acostumbrá a eso, de ver a mi
madre. Allí aprendí muchas cosas. Yo vi que las madres les compraban sesadas a los niños, pues yo también se las compraba al mío;
pero él no quería comer eso, vaya, que no le gustaban los sesos. El
yogurt también, al principio no sabía si había que echarle azúcar. Las
albóndigas con caldo de puchero las aprendí de mi vecina de allí. A
limpiar la casa también, porque allí las cosas se hacían diferentes. En
La Barca no teníamos casi na, así que se limpiaba a fondo la casa,
pero lo que teníamos era una mesa, una mesita pa la radio…, ni cuadros, ni na. Encalábamos la pared y entonces es cuando quitábamos
los pocos retratos o los cuadros que había y tenían un cerco…, del
humo de la candela. Allí la gente limpiaba toas las semanas y limpiaban detrás de los cuadros. Luego las duchas, aquello era nuevo.
223
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
El primer cuarto de baño lo tuvimos en el piso de alquiler. Antes, nos
bañábamos en un barreño, en la habitación. Aquí en el pueblo, en la
casa que le dieron a mi abuela, teníamos un cuarto de baño, pero ella
no consintió poner una taza de water, porque le parecía que aquello
estaba mu mal. Puso un ladrillo en el agujero y hasta que se murió
allí no se puso cuarto de baño” (María Álvarez).
Mientras tanto, el país estaba cambiando, las costumbres y los valores sociales se transformaban a pasos agigantados. La libertad fue
impregnando la vida social y personal, y cuando María volvió a La
Barca se dio cuenta de que el tiempo no había pasado en vano; que
ella era diferente, que ya no le parecía bien eso de que las mujeres
no pudieran ir al bar a tomarse un refresco. Las cosas en La Barca
iban lentas, pero ella ya no volvería atrás. Se había convertido en una
mujer de cuarenta años y sabía lo que quería: vivir tranquila con su
marido y sus hijos, seguir trabajando y luchando por ellos, y esperar
pacientemente la llegada de nuevos aires a La Barca; porque llegarían, seguro que llegarían…
María recuerda esos momentos y cómo volvió a llorar, pero ahora porque tenía que dejar otra tierra a la que había cogido cariño.
“¡Una variación entre vivir aquí y allí! La mentalidad era muy
diferente. Las mujeres no podían ir a los bares, ni ponerse pantalones. To eso en Barcelona era otra cosa. Yo decía: ¡qué pena mi piso,
con lo que he pasao pa tenerlo! Pero más lloré cuando me tuve que
venir, porque yo tenía allí mi vida, mis vecinas buenísimas, que lo
pasábamos mu bien. Llevaba a mis niños a la escuela y me iba a los
mercaos, a los pueblos de alrededor, a muchos sitios: a Montserrat,
al Tibidabo… Meterme otra vez en este pueblo me costaba. Esto ya
era 1981 y había pasao allí mi juventud. En unas vacaciones que vinimos nos compramos un local, luego vendimos el piso, me lo traje
to aquí y nos pusimos una tienda en Jerez” (María Álvarez).
Como vemos, María vivió dieciocho años de su vida adulta fuera de
La Barca. Ese periodo de tiempo que transcurre entre la boda y la crianza
de los hijos, es el que trataremos en este capítulo. El relato de María, nos
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EL MATRIMONIO COMO DESTINO
acerca a las peripecias y dificultades por las que pasaba cualquier mujer de
clase obrera en la época. A través de estos recuerdos nos adentramos en un
tema muy importante: las habilidades que desarrollaban las mujeres con
pocos recursos económicos para sacar adelante a la familia. Las estrategias
de supervivencia eran variadas y no sólo las veremos en ella, sino en todas sus compañeras. La mayoría siguieron viviendo en La Barca, otras, se
marcharon a otros lugares, pero todas, sin excepción, sacaban provecho de
todo lo que tenían a su alcance. Ahora bien, el principal recurso lo tenían
dentro de sí, porque eran mujeres con voluntad y capacidad de sacrificio,
estaban acostumbradas a la lucha por la supervivencia y tenían clara una
cosa: sus hijos merecían otra vida.
Isabel ha tenido una historia, en cierto modo, parecida a la de María.
También ella se marchó a trabajar fuera de La Barca: a Palma de Mallorca.
Fue una mujer que demostró una gran independencia de criterio, porque se
marchó a trabajar sin su marido y dejó en manos del hombre el cuidado de
los hijos pequeños.
Sus palabras nos llevan a la situación de precariedad de los primeros
años de matrimonio. Entonces, una de las aspiraciones mayores de las familias era tener una casa propia. Mientras tanto, las parejas recién casadas
convivían con los padres y compartían la débil economía con ellos.
“Yo me casé y me fui a una habitación, en la casita que tenían
mis padres y luego, al nacer el segundo, alquilé una habitación. Así
íbamos pagando a la cooperativa, hasta que nos dieron nuestra casa.
Yo tenía que trabajar pa poder pagar. Alquilábamos unos huertos y
nos íbamos por las tardes los dos a sembrar cuatro cosas pa ayudar
a la casa. Luego además siempre estuve al tanto de mi madre y mi
padre. Íbamos con la libreta a la tienda, porque no daba pa mucho y
a veces nos gastábamos lo que había en hacer de comer en casa de
mi madre. Nos íbamos tos allí y preparaba pa comer y se gastaba
to. Aquí no había trabajo y yo era joven. Entonces me fui a servir a
Cádiz” (Isabel).
Isabel explica de esta forma cual era su filosofía de vida, cómo se las
ingeniaba para administrar el poco dinero que entraba en la casa, y cuales
fueron los pasos que dieron ella y su marido, hasta conseguir tener una
vida mejor que la que habían vivido en su infancia y primera juventud.
225
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
“Yo siempre he dicho: comeré menos, pero vivir malamente, como antes,
yo no vivo. Nosotros tuvimos los cuatro
niños enseguía. Como mi marío estaba
de baja se quedaba en casa con ellos.
A él le daban ocho o diez mil pesetas y
con eso no se hacía na, pa cuatro niños
y la casa… Yo decía: que estoy en la
flor de la vida, ¿cómo me voy a estar
pará? Si puedo sacar ocho mil pesetas
en Cádiz sirviendo pues eso que tengo
pa darles de comer a mis hijos. Me las
ingeniaba pa que ellos tuvieran su ropita, la compraba fiá en una tienda que
había aquí en La Barca y luego se lo iba
Isabel con su marido.
pagando poquito a poco a la mujer. Que
si la tienda de comer, la de la ropa…, muchos gastos. Pues yo, ¿cómo
me iba a quedar en la casa, en la flor de la vida, charlando con las
vecinas? Porque después de hacer las camas y arreglar un poquito la
casa, ¿qué tienes que hacer? Al mes y un poco más de estar sirviendo en Cádiz nos fuimos a vivir a Los Molinos, una finca en Medina
Sidonia. Allí estuvimos tres años. Él cuidaba los jardines, las flores,
yo la casa, la comida y cuando venían los señores y los criados yo era
también la cocinera. Ya era otra cosa. Los niños apuntaos en el colegio en el pueblo; no ganábamos mucho, pero no teníamos que pagar
ni luz, ni agua, ni na. Yo le dije a mi marío que teníamos que pedir
más dinero a los señores, porque él trabajaba mucho en el campo.
Como el señor no podía pagarle más nos fuimos a Palma. Yo no tenía
ni cuarenta años y otra vez dejé a mi marío con los otros tres niños en
La Barca. Él se apañaba con la comida, la ropa, la casa, se apañaba…
Mi hija y yo estábamos en un camping de cocineras y nos daban comida y habitación. No era normal que una mujer casá se fuera sola
y se dejara al marío con los niños. Pero claro, a nosotros nos hacía
falta. Él nunca se quejó, ni tenía celos, ni na. Nos compramos el piso
porque el dueño de la casa que teníamos alquilá nos quiso subir de
diez mil a treinta mil pesetas de golpe. Fue entonces cuando pensé:
226
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
¿cómo pago yo ese dinero si lo puedo pagar pa un piso de compra
y ya tengo la vivienda propia? Me pasé muchas noches sin dormir.
Se me metió en la cabeza y echaba cuentas y veía que mis hijos me
podían ayudar y mi trabajo. Yo veía que no tenía problemas, que nosotros teníamos una casa en La Barca y siempre podíamos venderla,
y quedarnos allí en Palma, que es donde estaba el trabajo. Ahora ya
sabemos que es lo mejor que pude hacer. No he tenío que vender na,
ni pedir a mis hijos un céntimo” (Isabel).
Resultaría demasiado extenso el relato de la vida de Isabel en Palma
de Mallorca, pero de lo que ella nos contó se puede sacar al menos una
conclusión: Isabel demostró que era una mujer decidida y emprendedora,
y además cumplió esa promesa que se había hecho a sí misma: “vivir malamente, como antes, yo no vivo”.
La historia de Pepa también es una historia de lucha, sacrificio y generosidad. A través de su relato nos acercamos a un hecho muy general
en La Barca y que prácticamente todas las mujeres lo vivieron: tener que
compartir casa e ingresos, durante los primeros años de matrimonio, con
la familia del marido.
“A él no le corría bulla casarse, pero además es que su madre era
viuda, sin paga y con hijos a su cargo. Claro, él quería recogerse,
pero su situación no era pa casarse, no podíamos. Por eso me casé
ya con veintiocho años. Después de casarnos nos fuimos a una casa
que le dieron a mi marío, cerca de donde trabajaba él: en La Marmolilla. Nos compramos las cosas de la casa entre los dos y se vino mi
suegra a vivir con nosotros. Como no tenían donde vivir… Hemos
vivío juntas veintidós años; nos hemos ayudao mucho la una a la
otra” (Pepa P.).
Pero Pepa no se queja, sino que considera normal eso de ayudarse mutuamente. Es verdad que ella acogió a la familia de su marido en su casa, pero
eso le permitió seguir trabajando, a pesar de tener una familia numerosa.
“Entre los veintiocho y los treinta y nueve años tuve siete hijos, así
que mira si me tuve que espabilar y trabajar. Yo seguí trabajando en
el campo, gracias a que mi suegra se quedaba con los críos. Ella me
227
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
ha ayudao muchísimo y me ha querío un montón. Ha sío mejor que
una madre. Al mes de casá empecé con los ataques del corazón y claro yo me fui a Madrid un tiempo, luego a Sevilla tres meses y medio
y to eso mi suegra con mis niños. Luego, cuando tenía más niños, a
tres de ellos los metí en un colegio, pa que ella no tuviera tanto trabajo, porque entonces no había ni lavadoras, ni na. Ella me ha criao a
mis hijos; porque a pesar de estar mal del corazón, he trabajao siempre, primero seguí en los cortijos, como jornalera y luego, cuando
llegó el paro me apunté a to lo que había: pintar colegios, el cuartel,
la piscina… El campo lo dejé, pero he cogío algodón muchos años;
nos íbamos los dos por temporás y así hemos podío cobrar el paro…,
hasta que me jubilé a los sesenta y cinco años” (Pepa P.).
Como las demás mujeres, Pepa tiene una historia larga y llena de altos
y bajos, de momentos felices, pero también de desgracias, que superó con
su entereza y su capacidad de lucha. Recuerda cuando se quemó su choza
y perdió todo lo que había conseguido en muchos años. Por eso no puede
enseñar las fotos de su boda, ni de sus niños pequeños; todo se perdió en
ese día fatídico. Y a pesar de eso, como el Ave Fénix, resurgió y consiguió
tener su propia casa.
Contrariamente a Pepa, Paca tuvo muy poca ayuda. Ella sacó a su hijo
adelante con mucho esfuerzo y sin la presencia de un padre, ya que estaba
soltera. Para ello, trabajaba en todo lo que le salía, incluso se llevaba al
niño, porque estaba completamente sola; no tenía madre, y su padre, como
ella dice: “sólo le preocupaba tener el plato encima de la mesa”. Sin embargo, a esta mujer no le asustaba la vida, había aprendido a valerse por sí
misma desde muy joven y no necesitaba a ningún hombre.
A pesar de esa independencia, Paca esperaba casarse algún día. Por eso,
cuando aquel muchacho le pidió matrimonio, lo supo reconocer enseguida,
se dio cuenta de que era un buen hombre. Y no se equivocó. Se casó con
él y a partir de entonces se sintió protegida y querida. No recuerda haberse
preocupado de la economía; eran pobres, pero a su marido no le ha faltado
trabajo y ella siempre ha estado a su lado, haciendo milagros con el sueldo,
y criando a sus cinco hijos.
228
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
“Siempre he trabajao en el campo, pero también he lavao en las
casas, he cosío, planchao, un poco de to. Así crié a mi niño, trabajando en lo que salía. Me llevaba a mi niño en la hamaquita a las
casas donde iba a coser, a lavar, a planchar. Yo solita aprendí a hacer
esas cosas. Luego, me iba a casa de alguna vecina a coser la ropita. Cuando me casé ya no me preocupé de la economía nunca más
porque él se ganaba bien la vida. Mi marío trabajaba en los cortijos,
nunca tuvo parcela, estaba en los canales también. Luego lo colocó
un hombre de porquero y nos fuimos toa la familia a la vera de las
marismas. Teníamos una piara de cochinos, nosotros los cuidábamos
y teníamos una casita. Le daban un sueldo y los garbanzos, el pan y
la cabañería que le llamaban. Vivíamos bien allí. Mi marío se iba con
los cochinos y los niños más grandecillos, que también ayudaban.
Teníamos que guisar con una hierba que era como el tomillo. Esto
que te digo sería en 1950 más o menos. Yo tenía unos treinta años
entonces” (Paca).
Remedios es una mujer que vivió una niñez y una juventud sin problemas importantes. Sus padres eran parcelistas, y con lo que daba el campo
y los animales tenían suficiente. Sin embargo, a partir de su matrimonio
empezó para ella una etapa mucho más dura y con más privaciones.
“Es que mi novio entonces vivía con su madre en una choza, una
mujer viuda, con sus hijos…, y allí nos teníamos que meter nosotros.
Mis padres se habían tomao mal lo de irme yo con el novio, pero
después de nacer la criatura me acogieron en su casa. Pero mi padre
nos hizo una choza en su parcela, porque el cura del pueblo siempre
relataba porque decía que era pecao eso de dormir juntos sin estar
casaos. Yo al principio tenía una mesa, cuatro sillas y una cama,
eso era lo que tenía, unas sillas ahí mismo, de enea, que todavía las
tengo. Lo que pasa es que tuve la desgracia de que se me quemó la
choza y los cuatro muebles que me compraron cuando me casé me
quedé sin ellos. Mi marío ganaba cinco duros a la semana, pues no
tenía pa na. Luego me hizo mi marío los muebles más imprescindibles: mesa, sillas, cama y cómoda. Mi vida era normal, cuidando
229
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
de la casa y de los niños. No trabajaba fuera, bueno algunas veces
ayudaba en la parcela, pero a eso no le llamo yo trabajar… ¡Ya tenía
bastante yo con un niño detrás de otro! Luego, cuando se murió mi
marío, a lo mejor iba a una familia y echaba dos o tres horas lavando,
o iba a coger algodón con los mayorcitos, pero un trabajo continuo,
no podía” (Remedios).
Vemos cómo Remedios también tuvo que compartir vivienda, primero
con la familia de su marido y luego con la suya. Él tenía un buen oficio,
pero ganaba poco y tenían muchas criaturas, así que había que hacer malabarismos para sacar adelante la casa. Además una sombra amenazaba la
humilde, pero tranquila vida de su familia: la enfermedad de su marido.
Ella reconoce las virtudes que él tenía, “trabajador era como el primero”,
dice, pero los pocos años que convivieron fueron muy difíciles.
“Tenía mu mala bebida. Venirnos a la Barca, desde la choza, fue
malo pa mi marío, porque tenía tiempo de irse a la taberna. En el
campo no se iba a la taberna pa no dejarme sola, le daba miedo dejarme sola. O sea que bebió mucho más desde que nos vinimos aquí.
Celoso era al máximo y cuando bebía eso era insoportable. Al otro
día, ya que estaba bueno, me pedía perdón. El médico le preguntó un
día: ¿tú bebes? Y entonces le dijo que si no dejaba la bebida seguiría
viendo esas cosas, porque él decía que veía cosas. Tomaba medicación, pero claro, bebía con la medicación, así que no es raro que
le pasara eso. Eran medicamentos pa los nervios, estaba enfermo”
(Remedios).
Pero la peor época estaba por venir. La muerte de su marido, la soledad,
con sólo treinta años, siete hijos y embarazada. Esos fueron los peores
años de la vida de Remedios. Ahí es donde ella midió sus fuerzas, superó
dificultades y echó todo el arrojo que una mujer puede tener. Sus hijos
tenían que comer y salir adelante y ella haría todo lo que estuviera en su
mano.
“Con treinta y tres años murió y me dejó solita, con siete niños y
embarazá del octavo. Hasta los seis meses de la muerte de mi marío
no me vino la primera paguita y no tenía ni que darles a mis hijos de
230
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
comer. Tenía yo treinta años. Fue entonces cuando empecé a trabajar
en la calle. A partir de ese momento me apañé lavando en las casas.
Me pagaban cinco duros lavando to el día y con el niño al lao, meciéndolo en la mecedora. Menos mal que antes no teníamos tantas
tonterías y sólo había una silla y una mesa… Compraba la tela de
muselina y les hacía to: los calzoncillos blancos, y to, porque entonces se cosía toa la ropa…, así iba saliendo adelante” (Remedios).
Pero también tuvo la oportunidad de conocer la solidaridad. Las tiendas,
las vecinas, incluso las mujeres de las casas donde trabajaba…, sus recuerdos y su agradecimiento hacía esa gente lo expresa de este modo:
“Las tiendas me decían que me llevara lo que quisiera, pero yo me
llevaba lo indispensable porque luego había que pagar. La primera
paga fue pa María la del pan y uno que le llamaban Benítez, allí era
donde me fiaban. Luego, una me daba una cosa, otra cosa. Mi vecina
me traía de to y me recogió los niños. Esa mujer fue la que me ayudó.
El pan y el melón a lo mejor era la comida de mis niños. Pepa, “la
monjita”, así le llamaban a la otra vecina. Me dejaba los niños con
ella mientras iba por agua o a lavar. Yo con el búcaro en la mano no
podía llevar los niños también. Hasta me ayudaba a lavar la ropa…”
(Remedios).
Lo más duro fue separarse de sus hijos. Esa fue la solución provisional
que encontró Remedios, para sacar adelante a una familia tan grande. Ella
sufrió por la distancia, pero a la larga ha podido ver los aspectos positivos
de la experiencia: sus hijos tuvieron una educación y salieron a la vida
preparados.
“Cuando mis niños tenían catorce años se iban a la remolacha o a
otras cosas y entonces ya empecé a respirar. Mi hija mayor salió de
la escuela pa ayudarme y empezó a trabajar con doce años. Se fue
a servir a Jerez. Entonces me hablaron de un colegio interno donde
podían estudiar y estar alimentaos. Como yo no tenía ni pa darles
de comer pues me lo pensé y los llevé al colegio. A mi me costaba
mucho trabajo quedarme sin ellos. Los dos mayores eran los que yo
quería que se fueran y yo me quedaba con los chicos. Pero no había
231
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
plaza na más que pa los chicos. Bueno, ¡qué mal lo pasé yo!, sin mis
niños, tan chicos. Ahí se quedaron y luego, cuando se hicieron más
mayores los pasaron a Cádiz y luego a Chipiona. Estuvieron hasta
los dieciséis años y acabaron el bachiller. Claro, me quitaron tres
bocas. Cuando iba a verlos, ellos llorando y llorando, que se querían
venir. Pero sólo venían en Navidad, en verano, o en Semana Santa.
Ahora que son grandes ya la cosa está mejor. Si yo contara todo, día
por día, tendría una novela…” (Remedios).
Y es cierto, porque, lo que esta mujer compartió con nosotras, es mucho
más: habló de sus estrategias para escapar y manejar lo mejor posible las
broncas y las obsesiones del marido; su terrible y anunciada muerte, con
sólo treinta y tres años y otra pérdida aún más dolorosa si cabe: la de su
hijo, durante el servicio militar… Y ella, ahí, presente, como una roca,
dando seguridad a sus hijos, haciendo de tripas corazón y echándole coraje
a la vida.
Con su eterna sonrisa, Encarna resalta los aspectos más agradables de
su vida de casada: los afectos, la buena relación que siempre hubo entre
sus suegros y ella y cómo organizaba su vida cotidiana, ya que no salió a
trabajar fuera de la casa familiar.
“(…) Desde el principio hemos estao con gente: primero con mis
suegros y mis cuñaos, que eran muchos varones. A mi me querían
mucho, pero no nos ha dao tiempo a vivir solitos, como él quería.
Mientas vivió mi suegro, mi suegra era la que administraba, y cuando se murió, nos pasó a nosotros las responsabilidades. Lo que salía
de la parcela siempre había sío pa tos, aunque mi suegra era la que
tenía el mando. Yo me encargaba de la casa y ayudaba en la parcela.
Era mucha faena, porque sin lavadora la ropa se llevaba mucho tiempo, luego la comida, los niños, los hermanos de mi marío, la ropa de
ellos y darles de comer…, éramos muchos. Así que no he salío a la
calle a trabajar. Bueno, una vez nos juntamos unas cuantas y montamos un taller de costura y hasta compramos nuestras máquinas
industriales. Estuvimos poco tiempo porque no funcionó mu bien.
Teníamos muchos gastos”. (Encarna B.).
232
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
Sin embargo, la experiencia de Antoñita fue muy diferente a la de su
compañera. También tuvo que compartir sus primeros años de casada con
la familia de su marido, pero mientras que Encarna fue acogida, valorada
y querida por sus suegros y cuñados, lo único que recuerda Antoñita es el
desagrado con que su suegra la recibió en la familia.
“Mi marío perdió al padre con tres años. Eran seis hermanos y él
tuvo que hacerse cargo de la familia. Mientras que su hermano más
pequeño no viniera de la mili él tenía que trabajar en la parcela; por
eso, cuando nos casamos me fui con mi suegra, aunque ella no me
quería y lo que hacía yo era de criada, era la que les hacía las cosas
a tos los hermanos, que eran solteros. Mi marío no podía dejar a su
madre y ella no nos daba na. Él trabajaba pa ella y nosotros no teníamos pa comer. Algunas veces mi suegra nos daba algo…, cinco
duros o así, pero yo los guardaba pa pagar la luz de mi casa54, pa que
no me la cortaran, porque yo no quería dejar mi casa” (Antoñita).
Como en tantas familias, el marido de Antoñita tuvo que seguir trabajando para su familia de origen durante cierto tiempo. Eso era más necesario
cuando la madre era viuda o había hermanos en el servicio militar. Todos
los brazos eran necesarios para el trabajo, para sacar fruto de la parcela.
Esta mujer recuerda con tristeza las estrecheces que tuvo que superar,
sobre todo en los primeros años de casada. Sin embargo, como sus compañeras, sacó la fortaleza que llevaba dentro y utilizó las habilidades que
aprendió de chica, para que sus hijos pudieran tener lo necesario.
“Yo puse mi casita, mu pobre, pero bueno, tenía mi casita. Antes
de casarme yo tenía un huertecito y sembraba algodón, junté un poquito pa comprar cuatro muebles, mil pesetas entonces. Lo tenía que
pagar mi suegra por meses, pero al final lo pagamos nosotros. La
ropa de mi cama la hice yo bordaíta, antes de casarme, era lo que tenía. En el campo he trabajao mucho. Yo cogía los niños y los llevaba
al tajo, ellos iban por delante, adonde yo iba allí los llevaba, porque
no tenía ayuda de nadie. El saco colgao pa el algodón y el niño al lao.
Ganar no ganábamos mucho, porque pa comer cada día casi siempre
había. Las tiendas me fiaban, apuntaban en la libreta lo que me lle-
233
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
vaba y pagaba cuando podía. Yo compraba los plátanos pa mis niños;
los niños y los hombres, eran los que tenían el mejor plato. Pero yo
embarazá no me podía comer un plátano, En mi casa el primero era
mi marío, porque era el que trabajaba… Luego, pa vestir a los niños,
compraba restos y les cosía sus cositas; los llevaba como un pincel.
Con dos pesetas compré una vez una tela roja pa hacerme un traje,
con un escote cuadrao, precioso. Pantalones, calzoncillos, de to…,
lo cosía to. Al venir mi cuñao de la mili mi marío ya trabajaba con
una máquina segando y empezamos a tener algo de sueldo. Mi marío
siempre ha trabajao de pintor de brocha gorda en la construcción,
también en los canales…, con eso ya íbamos ahorrando un poquito.
Él administraba to lo que había y me daba pa comprar. Yo no he podío tener mi propio dinero” (Antoñita).
Los niños de Antoñita, con unas primas, éstas vestidas de flamenca.
“He sío la madre de tos, de hermanos, sobrinos, hijos... Si alguien lo
necesita yo me lo traigo”. Así se manifiesta Antonia, una mujer que desde
muy joven asumió ese papel cuidador con el que se identifica plenamente.
Tenía diecinueve años al morir su madre y era la mayor de siete hermanos. Para ella casarse no supuso empezar una nueva vida, sino continuar
234
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
haciéndose cargo de los hermanos que quedaban solteros, que se fueron
una temporada con ella. Pero estaba acostumbrada y cuando lo recuerda,
no sale una sola queja relativa a esa situación. Al contrario, ella se siente
satisfecha de ese papel maternal, con el que dice sentirse feliz.
“Yo estaba contenta de haberme casao. Nos mudamos en ca mi
suegra. Llevaba mu buenos muebles… Tos mis hermanos se fueron
a mi casa, porque mi padre se casó de segundas. Yo intenté que no se
casara. Le dije que si arreglamos la cuadra me podía quedar, pero él
quería que yo me fuera, que lo dejara con la nueva mujer. Él quería
que yo me casara pa meter a una mujer. Era buenísimo, pero…, necesitaba siempre una mujer y nosotros no lo entendíamos ni lo aceptábamos. En fin, que mis hermanos solteros se vinieron y en mi casa
no cabían, pero ellos no aguantaban aquella mujer. Es que entonces
nadie quería una madrastra, no se entendía como ahora. Yo recogí la
mesa y los muebles de mi madre y me los llevé. Me aconsejaron así,
pero claro, ahora me doy cuenta que pa ella debía ser mu fuerte to
aquello, que la dejaran con la casa vacía de muebles. Al poco tiempo
se volvió a su pueblo y dejó a mi padre solo otra vez” (Antonia).
Además, el matrimonio entró a formar parte de la gran familia política,
o sea, que compartían casa y trabajo con los padres y los hermanos de su
marido. Antonia ha combinado el trabajo domestico: niños, casa, ropa y alguna ayuda en la parcela, con algún jornal en el campo y otras habilidades
que ha sabido aprovechar para aumentar los ingresos familiares.
“La parcela de mi marío la tenían entre mi suegro, dos hermanos
y nosotros, o sea, pa tres familias. No eran suficientes las parcelas
pa tanta gente, así que ellos arrendaban tierra; además eran buenos
trabajadores. Pero con tres niños cada uno de los hermanos, más
mis suegros y viviendo en la misma casa tos…, tú dirás. Llegó un
momento en que mi marío se fue a Alemania a trabajar, pero se puso
malo del estómago, estuvo fuera sólo cuatro meses. Luego ya empezó a trabajar como tractorista. En fin, que yo he ido poco a la calle a
trabajar. Pero bueno, tres niños dan trabajo, y además me iba a coger
algodón, he echao permanentes, si me ha salío un trapo pa coser he
cosío, que todavía lo hago y luego he ayudao cuando era necesario
235
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
en la parcela. Con lo poquito que yo he sacao de mis trabajillos me
he comprao trapos, lo que me hacía falta pa la casa, calzao. Él no
veía faltas de na nunca, pero pa lo diario nunca he tenío problemas,
pa comer siempre hemos tenío un buen plato. Yo compraba las telas
más baratillas y cosía la ropa, de esa forma podíamos tirar. Hemos
pasao apuros y trabajo…, pero no me puedo quejar” (Antonia).
Pilar no ha tenido que sufrir las privaciones e inconvenientes que explican muchas de sus compañeras. Es la más joven del grupo y eso tiene
su importancia, porque cuando ella se casó la situación económica de este
país estaba cambiando. Era ya el año 1973, una época en que muchos se
tuvieron que marchar a trabajar a la costa o a otras zonas de España donde
había trabajo. Ellos se fueron un tiempo a Cataluña, pero no como emigrantes, sino trasladados por la empresa constructora donde trabajaba su
marido, en unas condiciones que para ella fueron muy positivas.
“Llevo treinta y cuatro años en La Barca, pero yo pisé La Barca
y me acogieron mu bien, como una hija. Toa la familia de mi marío,
una familia maravillosa. Después de casá no trabajé fuera de la casa,
no lo necesitábamos. Con este hombre, mi marío, no me ha faltao
nunca un duro. Él ya tenía el mismo oficio de ahora, se dedica a encofrar y ha tenío siempre mucho trabajo. En el año 1979 fue cuando
nos trasladaron a Barcelona. Me llevé a mi niño con tres meses y el
mayor ya estaba grandecito. Vivimos en el barrio de La Bordeta y
tengo buenos recuerdos de esa época. No es que me apeteciera, pero
cuando estuve allí me gustó mucho. Como era trasladao nos lo pagaban to, el piso lo pagaba la empresa y luego el viaje en avión, hasta
la guardería. El mayor ya iba al colegio y el pequeño me lo quedé
conmigo en casa” (Pilar).
Cuando Encarnación relata su vida de casada, no puede evitar referirse a
los problemas de su matrimonio, debidos al alcoholismo de su marido. Ese
aspecto es fundamental en su historia y ha marcado a toda la familia. Sin
embargo, esta mujer resalta continuamente aspectos positivos del padre de
sus hijos. De esa manera suaviza las malas experiencias, el dolor que le
causaba verlo bebido y soportar los efectos que le provocaba el alcohol.
236
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
“Mi matrimonio fue mu forzao, como ya os he contao, pero luego
él era mu guapo, mu fino y no tenía mal carácter con nadie. Lo que
tenía era con el vino. Con los vecinos igual, era generoso, lo daba to.
Yo he disfrutao porque arreglaba mucho a mis niños, una ropita mu
bonita, sacaba a mis niñas monísimas. Cuando tenía que comprar las
cosas pa la Primera Comunión de las niñas, era yo quien llevaba to
el tema. Él me decía: Tú compra lo que tengas que comprar, que yo
no tengo na que ver… Era mu generoso, no tenía na suyo. Al fin y
al cabo era mu bueno… Algunas veces, yo le decía a mi hijo que su
padre era mu hombre; y es verdad, mi marío era el mejor agrimensor
que había por aquí y yo le decía: ¿A ti no te da na estar tirao por ahí
por el dichoso vino, cuando vales tanto? Y él lo reconocía, pero no
podía evitarlo” (Encarnación).
La familia numerosa de Encarnación. Ella tenía 30 años.
Hay que reconocer la capacidad de aguante de Encarnación, la voluntad
que ha demostrado para no hundirse, para estar presente en el día a día,
tanto en el cuidado de sus hijos, como en el trabajo fuera de la casa, a pesar de lo maltratada que se sentía. Pero no olvidemos que en esa época no
había muchas opciones. Cuando una mujer decidía casarse, sabía que era
para toda la vida, así que era fundamental tener la inteligencia y la voluntad suficiente como para no ser aniquilada, para saber sobreponerse a las
situaciones de violencia más o menos explícita.
237
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Las mujeres solían mantener su dignidad a flote, a pesar de que en demasiadas ocasiones eran objeto de toda clase de mal trato, físico o psicológico. Encarnación, por ejemplo, tenía que ocuparse de seis criaturas, la
casa, la comida, el lavado y mantenimiento de la ropa, y además salía al
campo y traía un sueldo a la casa. No se permitió nunca venirse abajo, sino
que procuró echarle valor a la vida y eso sí, preparó a sus hijas para ser
mujeres independientes.
“Yo trabajaba de casá, hasta que se casaron los niños y él empezó
a estar malo en la cama. Trabajé en to lo que salía, porque pasaba
mucha necesidad. En los embarazos, con la barriguita y los niños
atrás, que no me daba tiempo de hacer de comer. Me comía un poquito de pan con chorizo por la mañana, na más. Después estuve
cogiendo melocotones, porque yo quería sacarme la cartilla pa mi,
pa el seguro y luego he ido muchas veces a coger uvas. Cuando los
chiquillos eran más grandes, yo no quería que les faltara de na y
me he ido a coger algodón pa comprarles una bicicleta, y he bregao
mucho pa darles lo que necesitaban. Como no teníamos lavadoras,
ni agua corriente en las casas, ni na, el lavao de la ropa era mu trabajoso. Algunas madres tenían a las niñas pa ayudar en esas cosas,
pero yo lo que quería era que mis hijas estudiaran. Mandé a mi hija a
Cádiz a estudiar y mi marío me decía: Tráete a la niña que te ayude,
porque yo tenía mucho trabajo con tanta gente y tanto lavar…, pero
nunca pensé en traerme a mi hija del colegio, es lo último que hubiera hecho”. (Encarnación).
Josefa recuerda la primera época de casada y cómo entre sus padres y
sus suegros le ayudaron a montar su casa, aunque ella había trabajado varios años para ganarse el ajuar. Por suerte, el nuevo matrimonio dispuso de
su propia parcela desde el principio, y así no tuvieron que depender de los
padres, como sucedía en otros casos.
“Mis padres me compraron to para que tuviera una casa bien
arreglá Mis suegros compraron el comedor y el dormitorio pa
amueblar la casa. Mi marío tenía aquí su trabajo y sus padres tenían
dos parcelas, donde él trabajaba con su padre, o sea, que no ganaba
238
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
na, hasta que nos casamos. Entonces su padre le pasó una de las
parcelas y además empezó a trabajar en otras cosas pa sacar algo
más. En seguía vinieron los hijos: una niña al año de casarme y luego
cuatro más, seguidas” (Josefa).
Sin embargo, como casi todas las amas de casa de la época, Josefa multiplicaba los ingresos familiares aprovechando sus habilidades. Las cosas
que las madres enseñaban a las hijas eran una gran ayuda para organizar y
administrar una casa con pocos medios. Ella sabe reconocer esas habilidades, que aprendió junto a su madre, y darles el valor que tienen.
“Mientras he criao mis hijos, mi casa na más. Yo he trabajao en
la calle sólo en temporás, por ejemplo recogiendo algodón, sobre to
cuando los niños se hicieron grandes, pa ir cotizando. Pero vaya, he
tenío que calentarme el coco pa comprar pa los cinco: unos deportes,
un chándal… Yo iba a los baratos y compraba los retales y les hacía
sus vestiditos a las niñas, pantalones, su ropita y to. Pa el invierno
igual, con agujas, sus jerséis y to…, me tenía que calentar el coco.
En mi casa sólo había una bolsa. Si había letras se llevaba el dinero
a la caja de ahorros, pa cuando viniera la letra que hubiera dinero.
Yo ahorraba to lo que podía y compraba las cosas necesarias, pero
claro, la última palabra la tenía mi marío, aunque no había tanto pa
gastar” (Josefa).
Josefa tiene un recuerdo para su prima Paca, una compañera y gran ayuda desde que, recién casadas, las dos se instalaron en La Barca.
“Luego, en La Barca, mi prima ha sío una gran ayuda. Las dos vinimos juntas cuando nos casamos. Ella se llevaba las niñas en cuanto
yo me tenía que ir al médico. Me ha socorrío mucho, me ha ayudao
a pintar y más cosas, como una hermana.” (Josefa).
Cuqui recuerda los primeros años de casada y nos da unos datos muy interesantes sobre el ajuar y el valor que tenían las cosas en esa época. Entre
el 1966 y 1970, su marido y ella consiguen, con su esfuerzo, pasar de dos
habitaciones alquiladas, a una casa propia.
239
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Viviendas y paisaje urbano de La Barca. Foto de los años cincuenta.
“Me casé con veintiséis años, pero la verdad es que era mu cría.
Mi novio estaba trabajando y me daba el dinero pa comprar las cosas pa casarnos. Yo le di unas diecisiete mil pesetas a mi suegra pa
que ella comprara lo que hiciera falta … Que si yo hubiera sido de
otra manera me hubiera quedao con el dinero, pero yo entonces me
dejaba llevar mucho por los mayores: mi madre, mi suegra…, era
mu cría. La ropa la puso mi madre. Las dos habitaciones las puso él.
Normalmente se hacía así. Primero nos fuimos a dos habitaciones,
una casa de colonos, una tía de mi marío que nos dio un almacén y
media cuadra y allí pusimos nuestra vivienda. Cuatro años estuvimos allí. Luego, ya la cooperativa sortearon estas viviendas y me
tocó esta. Yo no quería tan grande, pero nos salió por trescientas mil
pesetas. De eso hace ya más de treinta y cinco años. Al principio,
cada mes pagábamos cincuenta pesetas más o menos, así lo hemos
ido pagando poco a poco” (Cuqui).
Cuqui, con su carácter afable y positivo, se muestra satisfecha de su
matrimonio y no le pesa haberse dedicado a la vida domestica, porque su
papel ahí ha sido fundamental. Esa satisfacción tiene que ver con su tarea
como madre. Aunque no ha podido dar a luz, se siente realizada en ese
terreno, porque ha educado a un hijo, que ha querido como si hubiera sido
240
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
biológico. Aunque dice que de joven se dejaba guiar por los mayores, luego ella ha sido una mujer autónoma y decidida, que ha llevado su casa con
sentido común y ha contribuido a que el patrimonio no se malgastara.
“Pues como yo no he tenío niños, la verdad es que no he pasao
necesidad de na. Mi marío no ha dao ni un paso sin mí y yo sin él y
nos unimos mucho más, porque al principio no era fácil ser padres
adoptivos; luego hemos disfrutao mucho con el niño, que era mu
bueno. Mi marío era mecánico y tractorista y me daba lo que ganaba
a la semana o al mes y yo lo administraba. Luego, cuando mi suegro
se hizo mayor y no podía ir al campo, fue cuando nos quedamos con
las tierras. Dejó lo otro y ya trabaja él la tierra. Lo que se sacaba, la
mitad pa sus padres y la otra mitad pa nosotros, porque había algodón y daba bastante... Yo he ayudao a la economía de la casa, porque
no he malgastao el dinero. ¿Pa qué me voy a comprar una falda si
estoy decente pa los sitios donde yo voy?, o sea, que yo también he
colaborao pa que no nos falte nunca dinero. En mi casa había buena
administración. Eso lo he aprendío en casa de mis padres, mi madre
me decía: Ten cuidaíto, que administrar es lo más importante (Cuqui).
Ana nos relata cómo ha vivido ella esta etapa y sonríe, cuando recuerda
cómo se aprovechaba todo, las estrategias que se buscaba para administrar
el sueldo de su marido.
“Yo me dedicaba a la casa y a mis niñas, que tengo seis. Pero
también ayudaba, a temporás iba al campo. Mi marío siempre ha
trabajao de panadero, pero luego con el camión de las bombonas y
las revisiones de butano, además cobraba letras. Los fines de semana
se dedicaba a eso y le daban un porcentaje. Él ha trabajao mucho. A
mi me daba su sueldo pa que lo administrara y comprara to lo de la
casa. Luego, él con esas cosillas de las letras, compraba los libros de
las niñas y otras cosillas que hacían falta. Además, ha sío un hombre que no gastaba, porque ni ha bebío ni ha fumao. Ningún vicio,
sino guardar, guardar..., aprovechar to lo que podía. Antes, cuando
no había bolsas de plástico, ni papel de envolver de este que tenemos
241
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
ahora, se aprovechaba to pa meterles los bocadillos a las niñas. Yo
cualquier bolsa la utilizaba pa eso; vaciaba las lentejas, el café, hasta
el paquete de café lo usaba. Y ellas me decían: mamá, que el bocadillo sabe a café. Y les daba vergüenza, porque estaban estudiando en
el instituto. Pero no creas que tiraban la bolsita, la devolvían a casa
pa volver a usarla. En nuestra época sí que se reciclaba, no hemos
tirao na” (Ana).
La anécdota de los bocadillos es sólo un ejemplo de aprovechamiento
de recursos que vale la pena señalar, porque se trata de un valor importantísimo, que estas mujeres tenían muy arraigado. La vida de privaciones
les enseñó muchas cosas, entre ellas a ser austeras en el gasto, y a tener
imaginación. De hecho, las palabras de Ana son ratificadas por todas sus
compañeras.
Encarna García nos cuenta una historia que casi había olvidado, pero
que ahora, cuando todas intentan aportar algún ejemplo de austeridad, ella
logra rescatar de la memoria.
“Yo recuerdo a Rafaela, una mujer de Jerez, que conocí trabajando en el cortijo de La Florida. Tenía cuatro hijos y pasaba mucha
necesidad. Yo llevaba un chaquetón de abrigo, pa no pasar frío y le
había prometío dárselo al acabar la temporá. Pues ¡no veas, cómo se
preocupaba de levantar la alambrá que teníamos que pasar cada día,
pa que no se estropeara el chaquetón! Claro, a ella no le convenía
quedarse sin él. Yo cumplí mi promesa, y se lo di. Luego, un día me
mandó a su niña, pa que le viera el abrigo largo que le había hecho
con el chaquetón. Le había dao la vuelta y parecía totalmente nuevo,
aquello si que era aprovechar las cosas” (Encarna García).
Josefa también participa y explica cómo los zapatos de sus hijas se mantenían durante varias temporadas a base de arreglos caseros que ella misma
realizaba. Además, aprovecha para enumerar la cantidad de habilidades
que tenía y que ayudaban a la economía familiar.
“Mi hija me decía: Mama, se me han despegao los zapatos. Yo se
los pegaba y los ponía debajo de una maceta por la noche, a la otra
mañana ya estaban los zapatos pa ponérselos y la niña iba arregla
242
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
(…) “Yo aprendí a hacer jabón, queso, a coser y toas las labores. He
preparao las matanzas…, de to…” (Josefa).
Como vemos, las mujeres sacaban provecho de las cosas que tenían a
mano, pero, más importante si cabe, es que transmitían ese valor; que, sin
darse cuenta, estaban educando a las generaciones futuras. Esa actividad educadora cotidiana es algo de lo que nuestras protagonistas deben de sentirse
orgullosas: han dado un ejemplo, han sido modelos de comportamiento para
sus hijos e hijas.
Mis hijos me dicen: ojalá que yo pudiera educar a mis hijos como tú
nos has educado a nosotros. Yo, ¿eh?, porque mi marío, con el fútbol,
el bar, el trabajo y sus cosas…, él no se ha preocupao si hacía falta un
pantalón, o unos zapatos, de na…” (Pepita).
Pepita avala con sus comentarios la capacidad que ella desarrolló para
administrar los pocos ingresos de la familia, sobre todo los primeros años de
casada.
“He trabajao pa reventar, de noche y de día. De pequeña y luego de
casá. Cuando me casé no tenía dinero. Mi suegra me daba pa la leche,
pero la ropa me las arreglaba yo. Con las mangas de las camisetas,
por ejemplo, les hacía las polainas chiquititas. Mis hijos tienen fotos
con mangas hechas de un pantalón. Hacía croché y punto pa la calle,
jueguecitos pa cristianar; tenía que ganar y comprar cositas pa mi casa.
Cuando nos dieron la casa no tenía na. Nadie me ha dao na. Al revés,
to lo que tengo lo hemos conseguío nosotros, mi marío y yo. Aunque la
verdad es que yo he sío más planificadora, he pensao más en el futuro,
porque él a lo mejor hubiera vivío siempre al día y con su madre…”
(Pepita).
También esta mujer tuvo que compartir una pequeña vivienda de sus suegros, durante mucho tiempo, hasta que con mucho esfuerzo, su marido y ella
pudieron tener una casa propia. Sus palabras están llenas de rabia y de orgullo
al mismo tiempo. Porque Pepita tiene mucho dolor dentro de sí y busca el
modo de poder canalizarlo. En nuestras charlas ha tratado de hacerlo, reconstruyendo su historia, y compartiendo con el grupo anécdotas, sentimientos, y
emociones que ella necesitaba expresar.
243
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
“Mi marío se tenía que ir a la mili y ya estábamos casaos. Y yo
pensaba: cuando él se vaya yo me voy a casa de mi madre. ¿Qué iba
a hacer yo allí con tanta gente? Diez años estuvimos dándole el dinero a mi suegra. Así que al final me iba un mes con mi madre y otro
con mis suegros. Tuve dos hijos en esos años. En esa época ahorraba.
Nos dieron el solar de la cooperativa pa hacernos la casa y nosotros
la hicimos solitos, con nuestro trabajo. La hicimos los dos, haciendo
de albañil…, bueno, también con la ayuda de la familia. Luego, nos
fuimos a vivir, sin luz ni agua…, así estuvimos una temporá. Hasta
entonces seguíamos viviendo en la casa de mi suegra. Yo no podía
permitir que mis hijos pasaran por lo que yo había pasao, así que
como una hormiguita, ahorrando, trabajando día y noche. Empecé
dando cinco duros que ganaba con el croché, pa la casa; con cuarenta
y dos años acabé de pagarla. Hasta el primer coche se compró con
lo que yo ahorraba. Sería el año 1979, más o menos. Mi marío estaba loquito con el coche. El pobre, cuando llovía, venía en bicicleta
chorreando, y yo dije: le voy a comprar un coche. Pa hacer mi casa,
lo mismo... Así hemos conseguío sacar a nuestros hijos adelante, que
ellos vivan mejor que nosotros” (Pepita).
Pepita no quiere dejar de nombrar a su amiga Anita Colón, una de las
personas que más le ayudó, tanto en su primer embarazo, cuando estuvo
tan débil y desatendida, como después en la crianza de sus hijos.
“(…) Anita Colón, una vecina, era la que me daba de comer cuando estuve tan mala en mi embarazo. La recordaré siempre, porque si
ella no me hubiera dao de comer…, lo poco que tenía, que era poco:
morcilla, manteca, un trocito de pan, café… Eso es lo que me podía
dar. Pero es que me quedaba sola en la casa y me iba a morir de hambre. Luego, cuando ya tenía a mis niños, ella se quedaba con ellos
mientras yo me iba al hospital a operarme y siempre que lo necesitaba. Yo también estuve en su parto, cogiéndole las manos” (Pepita).
Encarna no vivió nunca sola con su marido. Desde que se casaron se
fueron a la casa que él compartía con su abuela, la persona que le cuidó
desde chico. Además, como su madre quedó viuda muy pronto también se
ocupaba de ella.
244
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
“Pues mira, la vida no ha sío color de rosa. He tenío problemas
siempre. Por ejemplo, cuando yo me vine a la casa de la abuela,
con el genio que ella tenía, las vecinas me decían: ¿Cómo te atreves
a meterte con ella en la casa?, porque ella me reñía, me relataba,
porque tenía mucho genio, pero yo he tenío paciencia y a veces nos
reíamos juntas. Me acuerdo de que a veces hacía broma con ella.
Salía yo de la ducha en bragas y sujetador y ella decía: Mira que
graciosa está; mi marío decía: ¡Pero bueno, ¿eso que es?! , y ella
contestaba: Déjala, que está mu graciosa. Como mi marío se quedó
sin madre, era como si fuera mi suegra. Yo la respetaba y ella me
quería, pero…, era mayor” (Encarna García).
Como sus compañeras, Encarna sabía sacar provecho de lo que había,
era una buena administradora y le robaba horas a la noche; era entonces
cuando podía coser tranquilamente y hacer esas “cosillas” que los niños
necesitaban para la feria u otras fiestas.
“Mi marío ha estao trabajando siempre y la administradora he sío
yo, de to, de los colegios también. Ahora que trabajar he trabajao
mucho. De noche y de día: una casa, dos abuelas, cuatro hijos…,
había que trabajar, trabajar muchísimo; él por su lao y yo, ya te digo,
como una leona, desde que me levantaba. Luego, había gallinas, animales de toas clases en el patio, que era mu grande. Teníamos conejos y cuando venían de Jerez a comprar conejos y gallinas, el dinero
lo repartía a los hijos pa que se compraran ropa. Eso cuando eran
más grandes, de chicos me lo daba a mí y hacíamos una compra, casi
siempre en Tejidos Martín. Dejé de coser pa la calle, pero en la casa
siempre tenía trabajo. Por la noche cosía muchas veces pa hacerle
trajecitos y vestidos pa las ferias…, porque él tenía una afición por
que los hijos estudiaran… A mi no me faltaba el sueldo, que es mucho para los pobres. Mis hijos no han tenío necesidad y les hemos
dao estudios... No nos sobraba, pero no hemos estao mal. Como mi
marío trabajaba con los militares, aunque el sueldo era pequeño, nos
daban suministro de comida, latas grandes de atún y otras cosas, eso
era importante, costaba mu baratito. Hasta café crudo nos daban, que
mi madre lo tostaba y le daba un punto…, mu rico. Ahora que él no
245
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
encontraba na preciso pa la casa. En esas cosas era más tacaño, decía
que yo era mu larga. … Mi hijo mayor se sacó su beca de trescientas
pesetas y lo mandamos con catorce años a Segovia a estudiar y luego
fue a los Marianistas. Eso sí, con los niños tuve la ayuda de mi abuela y de mi madre” (Encarna García).
Claro que Encarna pasó, como otras muchas, por momentos de preocupación y sufrimiento. Sobre todo durante la primera infancia de sus hijos.
Ella recuerda y comparte esas vivencias con el grupo y al construir su relato va haciéndose consciente de que con un poco de suerte y la ayuda de su
fe, sus hijos salieron adelante y superaron momentos en los que la salud se
les quebró. Pero esa es otra historia que contaremos en otro lugar.
María la costurera vivió de forma independiente desde que se casó. Alquilaron una casita en Paterna y allí colocaron sus muebles. Fue más tarde
cuando se trasladaron a La Barca y compraron una de las casas que quedaron vacías en esa época, porque mucha gente se marchaba a trabajar a
otros sitios. En esa casa ha vivido desde entonces y ha tenido su taller de
costura.
Pero María reconoce que al casarse se dio cuenta de lo que era tener
que trabajar duro para sacar adelante a cuatro niñas, llevar la casa y seguir
con la costura. Ella había sido una especie de “niña bonita” de su abuela,
con la que convivió varios años. Es verdad que trabajaba mucho cosiendo
en las casas, pero esa era casi su única obligación. Con la abuela tenía las
demás cosas resueltas.
“Yo puse la casa en Paterna. Alquilamos una casita de dos habitaciones y una cocina. Llevaba un dormitorio con un aparador, mis
cortinitas blancas, de to bien. Ahora que yo al casarme tuve que espabilarme y trabajaba mucho más que de soltera. Claro, yo había sío
una niña criá con mi abuela, cosiendo siempre y luego, al casarme
había que ir a por el agua, lavar y hacerlo to. El agua había que ir a
cogerla al grifo que había en la calle, con los cántaros. Te levantabas
temprano y con el cántaro ibas llevando a la casa el agua. A veces dejabas el cántaro esperando que te tocara, porque siempre había cola.
Pero es que yo no dejé de coser. Yo tenía mi oficio y seguí cosiendo,
he cosío siempre pa la calle. Con eso me he ganao la vida y ha sío
246
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
una ayuda mu grande pa poder comprar la casa y criar a las niñas.
Además una temporá puse una especie de academia de costura, de
eso también gané mi dinerito” (María la costurera).
María recuerda con agradecimiento y cariño a una vecina, que fue un
gran apoyo en esos primeros años de casada
“Tenía una vecina: la tita Rosa, que como yo no tenía familia cerca, ni ayuda de nadie, pues me echaba una mano. Era una mujer
mu buena. Con mis niñas también me ayudó mucho, como ella era
mayor y ya no tenía niños, pues mientras yo lavaba, se quedaba con
ellas. A mí ella me ayudó muchísimo” (María la costurera).
247
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
7. Salud, enfermedad,
remedios caseros y
otras ayudaS
“A mi madre se le murió el niño mayor, con pocos años. Se lo dejó
malito en la cama mientras le llevaba el almuerzo a mi padre al campo y se lo encontró muerto. Era el primero y entonces ella lo pasó
mu mal. El segundo también le entró la difteria y por eso se puso el
hábito marrón, porque hizo una promesa a la Virgen. La recuerdo
más mayor que cuando de verdad era mayor. La conocí siempre con
el hábito.” (Ana).
“Antes no había médico siquiera, teníamos que ir a San José del
Valle. Cuando los niños se ponían malos se morían porque se les
llevaba cuando ya estaban mal y además estaba lejos. Mi madre tuvo
un aborto en los últimos meses, antes de morirse, retirándosele la
regla, con unos cuarenta años…, yo creo que se murió de algo de la
regla… Tenía unos trastornos…, y le dio una angina de pecho. Aquel
día se asomó por la ventana de su dormitorio y preguntó: ¿qué sos
queda? A los cinco minutos de eso una amiga entró en la habitación y
la vio que se ahogaba, que se ahogaba. Ella salió a avisarme y fuimos
a llamar al médico, pero ese médico tenía unas tierras y estaba fuera,
en el campo. Mi hermano fue a Jerez a buscar a otro médico y un
hombre del pueblo salió a la carretera con una moto pa avisar que se
volviera pa tras que ya estaba muerta” (Antonia).
249
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Los relatos de Ana y Antonia, nos introducen en una cuestión importante: la situación sanitaria del país en los años cuarenta y cincuenta. Este
es uno de los cambios de los que ellas han podido ser testigos directos.
La transformación ha sido importante: la higiene, la alimentación, y el
sistema sanitario actual ha hecho que al inicio del siglo XXI la mortalidad
infantil sea muy baja y la esperanza de vida muy alta, sobre todo para las
mujeres. Por eso los avances de la medicina son valorados de forma muy
positiva por ellas, que se han tenido que enfrentar a la enfermedad con escasísimos medios, con la sensación de que entre la vida y la muerte había
una línea apenas visible.
Además, las palabras de Ana nos acercan a uno de los rasgos e imágenes
más clásicas de las mujeres-madres españolas de épocas pasadas: la madre sufriente, dando muestras de su dolor, incluso con su forma de vestir.
Eran mujeres acostumbradas a la muerte, incluso de sus propios hijos y
vivían pendientes de que cualquier enfermedad pudiera llevarse a alguno
de ellos.
Algunas, se ponían el luto y ya no se las veía vestidas de color nunca;
otras hacían promesas a algún santo o virgen de su devoción, cuando el
marido o un hijo se ponía enfermo. Normalmente estas promesas se concretaban en vestirse con un hábito con colores muy apagados: gris, marrón,
morado… La madre de Ana fue una de estas mujeres.
Antonia nos cuenta cómo se resolvían las cuestiones de salud en su
juventud, y concluye que le parece mentira haber sobrevivido, después de
pasar por varias operaciones bastante delicadas.
“Cuando era joven, después de morirse mi madre, me quitaron un
bulto del pecho y de la sexta costilla también, y mira donde estoy
todavía. Me puse grasa de gallina, me dijeron las mujeres que me la
pusiera…, esa grasa amarilla que tiene la gallina y se me reventó y se
quedó un boquete abierto y estuvo supurando dos años aquello. Dos
años después me operaron en Sevilla. Mi padre se vino conmigo y al
mes tuve que ir a revisión y me recomendaron que me hiciera mensualmente un análisis. Ellos pensaban que yo tenía algo malo. Estoy
250
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
viva de milagro, porque en aquella época no estaba tan adelantá la
medicina. Me acuerdo que una vez mi padre se enterró en estiércol
pa quitarse los dolores de la espalda. Decían que era un remedio, el
calor del estiércol mejoraba mucho los dolores” (Antonia).
Todas las mujeres del grupo han tenido hijos que han pasado por las típicas enfermedades infantiles. Estos son algunos de sus comentarios sobre
los remedios caseros que solían utilizar.
“(…) Neota, una hierba que se hacía con agua hervida, parecía a la
menta, también se hacía poleo y esas cosas… Emplastos de berros,
pa la barriga. Pa la garganta también se ponía ceniza de la candela en
un pañuelo, como un emplaste. (…) Las enfermedades más normales
eran el sarampión, la difteria, el tifus. To eso se curaba en la cama,
no se compraban muchas medicinas, porque no había perras…”.
(Varias)
“Yo tuve una hemorragia cuando di a luz a mi niña y me pusieron
una talega de harina en la barriga pa cortarla” (María la costurera).
Encarna recuerda que de niña pasó por unas fiebres altísimas, producidas por el tifus. Fue un proceso muy largo y duro del que salió gracias a
una alimentación rica en vitaminas y mucho reposo.
“Me puse enferma, malísima, malísima. Calenturas tifoideas. Las
cogí en la aceituna, me debió dar frío, porque me dio por quedarme
tendida debajo de un olivo to el día. Recuerdo que tenía un dolor
de los riñones… Mi madre me daba con aceite calentito y también
tomaba pastillas de Okal. El médico me dijo que me tenía que estar
en cama. Estuve como un mes y mis hermanas, las que estaban en
Cádiz, me mandaban la fruta por correo, porque lo que tenía que
comer era eso, mucha fruta, pero yo lo pasé mu mal. Me quedé hasta
sin pelo. Murieron muchas en esa época, pero no me lo dijeron, pa
no asustarme. Los medicamentos estaban malísimos, eso lo recuerdo
mu bien” (Encarna García).
251
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Encarna comparte una experiencia muy especial con el grupo. Se trata
de una vivencia que tiene que ver con sus creencias, algo demasiado íntimo que en este momento no le importa explicar.
“Cuando mis hijos eran pequeños, sólo tuve un problema, con mi
hijo, que tuvo parálisis. Un buen día le dio un poquito de fiebre y un
brazo se le cayó p´atrás y no lo podía subir. Ya me preocupé y llamé
al médico. Él lo miró mu bien y empezó a tratarlo de la polio. Cada
tres horas le daba una inyección y al final fuimos a Jerez y allí lo confirmaron: era Poliomelitís. Querían hacerle una punción, pero había
una familia que se le había muerto una niña por una punción de esas.
Entonces no había coches como ahora, y una tía de mi marío en Jerez
me dijo que me fuera allí con él, porque iban a hacerle la punción allí
en el hospital. Ella me dejó una habitación en un chalecito que tenía
a las afueras de Jerez, con un brasero y una camita…, total que me
acosté allí con mi niño y no podía yo dormir. Yo le pedía a la Virgen
de Fátima que no punzaran a mi hijo. Mi niño empezó a llorar y llorar, con fiebre que tenía…, y yo le reñía pa que no hiciera ruido y se
rindió al final. Estuve sentá en una silla toa la noche. El niño estaba
dormidito totalmente y cuando lo desperté se me echó en los brazos
y yo ¡pegué un grito! Le puse el termómetro y no tenía fiebre. Yo loca
perdía, con una euforia… El médico lo miraba, lo miraba y no decía
na. Yo le dije: gracias al medicamento, seguramente habrá sido ese
último medicamento que me dio. El médico me dijo estas palabras:
Déle gracias a Dios, porque esto no tiene explicación. Ojalá que
esto lo curara, pero no es así. A los pocos años, cuando mi hijo estaba en los Marianistas y se puso malito, fui otra vez al mismo médico,
porque me daba confianza. Él lo visitó y buscó la ficha. Cuando vio
que caminaba perfectamente y su brazo lo movía bien, me dijo que
aquello había sío un milagro” (Encarna García).
Pero no es la única persona que tiene ese tipo de creencias. También
Pepita cuenta un caso relativo a su hija y confiesa que ella cree en esas
252
EL MATRIMONIO COMO DESTINO
cosas, que aunque no se lleve muy bien con los curas, tiene su fe y acude a
la Virgen cuando le pasa algo grave; tiene confianza en su ayuda.
“Llevé a mi niña al manto de la Virgen de los Santos, en Alcalá,
y me encomendé a ella, pidiéndole que no tuvieran que operar a la
niña. Pues me lo concedió: la niña no se tuvo que operar. Le hice la
promesa de llevarle un ramo de flores, de rodillas desde la puerta y
lo hice. Pero tengo otra promesa hecha y esa no la voy a poder cumplir...” (Pepita).
253
iV
EL TIEMPO LO
CURA CASI TODO
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres del campo
EL TIEMPO LO CURA CASI TODO
1. Duelos y cicatrices
De golpe las hermanas se quedaron solas. Su madre había decidido irse
para siempre; y lo hizo sin despedirse ni explicar cual era su dolor, sin
hablar de ese sufrimiento que se le hacía más insoportable incluso que
dejar de ver a sus hijas. Ellas, sus niñas, la necesitaban porque ya estaban
en edad de “merecer”; pronto tendrían novio y enseguida se casarían y
tendrían sus propios hijos. Sin embargo, estaba segura de que saldrían adelante por sí mismas, porque estaban preparadas para la vida: sabían coser,
cocinar, lavar, planchar, pintar, conocían las labores del campo… Además
siempre podrían trabajar de sirvientas, porque ella les había enseñado todo
lo que una mujer debe saber. Aquel día, cuando nadie la veía, salió de la
casa y buscó el abrazo de las aguas profundas y turbias del río; allí se disolvió su inmenso dolor para siempre.
Luego fue el padre…, sin mayores explicaciones cogió el dinero que
había sacado de la venta de las tierras de la familia y se marchó a la ciudad.
Las dejó solas, sin nada más que la casa donde vivían, pero sobre todo,
con un doble sentimiento de abandono que no podían comprender. Ellas
habían sufrido en sus propias carnes el descontrol y la violencia producida por el alcohol. No era el mejor padre, pero era el que tenían. Antes, la
madre se ocupaba de todo, podía resolver las cosas de la vida cotidiana;
además, aunque era callada, desprendía cariño y comprensión, sustituía
la falta de padre con su serena presencia. Ahora estaban definitivamente
solas y tenían que hacer de tripas corazón, salir a buscarse la vida, y lo
hicieron. Luego, años y años sin tener noticias de él, sin saber qué camino
había tomado y de pronto, con el mismo silencio con el que se había marchado, apareció por su casa. Era viejo y necesitaba cuidados y allí estaba,
buscando lo que él nunca dio: la protección y el amparo. Ella cumplió con
su obligación, hizo lo que su corazón le decía y le abrió las puertas de la
casa. Lo peor estaba por venir, su estupor fue mayúsculo el día que se lo
encontró muerto. También él había optado por quitarse la vida, y Antoñita
no podía comprender por qué lo hizo allí, en su propia casa, para que ella
tuviera que volver a vivir esa trágica experiencia y cargar con más peso y
más dolor.
257
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
No se puede medir el sufrimiento humano y menos aún comparar el
dolor de las personas cuando pierden a alguien muy querido de una forma
traumática. Cada cual lo vive y lo expresa de una manera; las narrativas
están construidas con partes de la realidad objetiva, pero también con detalles que han llegado a través de lo que otros cuentan del acontecimiento, o
con la fantasía y la imaginación que la infancia pone en algunas historias,
para poder encontrar explicación a lo inexplicable.
La historia de Antoñita seguramente no es exacta, no corresponde a lo
que verdaderamente pasó, pero está narrada a partir de esos retazos que
ella misma ha ido vertiendo en las conversaciones. Ninguna de las participantes en el taller ha querido violentar su intimidad y su dolor, así que
hemos respetado lo que era capaz de contar. Lo único que nos quedó claro
fue su gran trauma, la terrible experiencia sufrida tras la muerte violenta
de su madre, el abandono de su padre y finalmente el trágico final de éste,
dentro de su propia casa.
“Mi madre se puso muy mala con la vida que le daba mi padre. Tenía unos cuarenta y dos años y empezó a tener trastornos de la regla.
Se le metió en la cabeza que estaba enferma, que estaba enferma…,
ella no dejó na escrito, así que no sabemos bien sus razones. Se le
juntó to: que mi padre se gastaba el dinero y no teníamos na, que la
gente no nos pagaba la costura… Luego, después, cuando murió mi
madre me criticaron. Decían que mi madre había hecho aquello por
culpa nuestra, porque estábamos embarazás, pero era mentira, porque yo me quedé mucho más tarde, cuando ya tenía veintiún años.
Mi abuela tampoco quería ir a nuestra casa. Nos abandonó to el mundo. Nos sentimos mu culpables. Y el luto, con un velo cinco años,
que no se nos vieran ni lo ojitos. Mi padre ya bebía antes, sobre to
después de la guerra empezó a beber mucho y luego, cuando lo de mi
madre empezó a beber más y acabó en la calle, por ahí, en Barcelona. Se fue cuando nosotras teníamos diecisiete o dieciocho años. Al
cabo de los veinte años volvió, y yo lo recogí. Se murió con ochenta
y dos años. Mira lo que me hizo, se quitó la vida allí mismo en mi
propia casa…” (Antoñita).
258
EL TIEMPO LO CURA CASI TODO
También la muerte del marido de Remedios fue muy traumática, aunque
era una muerte anunciada, pero era joven y tenía mucha vida por delante.
Remedios sufrió su pérdida, lloró mucho y aún lo recuerda, a pesar de que
resultaba difícil la convivencia por sus problemas con el alcohol.
“Él intentó matarse con una serradora, pero de esa salió, porque en
el hospital lo curaron. Yo tenía tres niños y estaba embarazá del cuarto, pero iba cada día a verlo. La segunda vez que intentó suicidarse
lo consiguió. Se le perforó el estómago porque se bebió una botella
de agua fuerte. Se lo llevaron a Jerez y le pusieron el gotero. Como
yo tenía los niños chicos y no dejaban a las mujeres quedarse con los
hombres, me vine a casa a dormir. Por la mañana me llamó mi hermana pa ver si iba al hospital. Me dijo que mi marío estaba peor. En
un descuido del personal y de mi cuñao, que era el que se quedaba
por la noche, él se levanto de la cama y se fue al baño a beber agua.
Eso no lo podía hacer, pero lo hizo, y ya no lo superó. Con 33 años
que tenía...” (Remedios).
Pero Remedios se tuvo que enfrentar a una de las experiencias más dolorosas que puede sufrir una mujer: la muerte de un hijo; en plena juventud,
haciendo el servicio militar. De nuevo tuvo que echarle coraje a la vida y
seguir adelante.
“Uno de mi hijos murió en la mili. Estaba malo con los nervios,
aunque tenía tratamiento y lo dijo cuando fue a alistarse, pero nadie
le hizo caso. Estaba con una depresión y entonces nadie hablaba de
eso. Se dio un tiro en los servicios del cuartel. Unos dicen que fue
accidental y otros que se suicidó. En esa época no se arregló na. Aquí
me lo trajeron y no me dieron explicaciones. Ahora se puede reclamar alguna indemnización por los soldaos muertos y hemos echao
los papeles; pero entonces nos dijeron que no teníamos derecho. Yo
como tenía esa pena y la vida también estaba de otra manera no hice
na. Ahora tenemos un abogao que me ha hecho los papeles y me han
enviao unos documentos donde me explican cómo pasó el accidente. Que se lo encontraron muerto, eso dicen, pero que parece que
fue voluntario. Ahora me han informao mu bien. Yo expliqué que
259
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
él había alegao que estaba malo, pero no le hicieron caso. Estuvo
ingresao en El Puerto dos veces, o sea, que sabían que estaba malo.
En el expediente estaba to eso. Pero allí constaba que había muerto
en acto de servicio. Entonces me correspondía una pensión, pero por
otro lao me dicen que no, que fue un suicidio…, o sea, que no queda
claro. La muerte de mi hijo es la que más me dolió y me impresionó.
Es algo que una no se espera…, porque la de mi marío sí la esperaba, sabía que un día u otro pasaría, pero esta no… Tardé mucho en
recuperarme” (Remedios).
Pepita perdió a su padre cuando era sólo una niña. También fue una
muerte accidental, y por ello traumática. Ella, que lo adoraba, no ha podido
superar su pérdida, sobre todo porque tiende a idealizarlo y fantasea con la
posibilidad de que su vida hubiera sido menos infeliz si él hubiera vivido.
“Yo tenía cinco años cuando mi padre se mató. Hasta ese día fui
una niña mu feliz, porque era su niña. Luego todo cambió… Mi padre quería hacer una casa y se iba con mis hermanos a sacar piedra
pa construirla. Se metían bajo tierra pa coger piedras. Allí murió,
enterrao bajo tierra. Mi madre salió corriendo y yo detrás de ella.
Mis hermanos estaban enterraos, pero ellos se salvaron. Los cuatro
nos hincamos en la tierra y con las uñas fuimos sacando tierra hasta
encontrar el cuerpo de mi padre muerto. Desde las cinco de la tarde
hasta las doce de la noche estuvimos buscándolo. Una mujer me quería sacar de allí y yo la mordí, porque a mí no había quien me sacara
de allí. Eso no se me olvidará en la vida” (Pepita).
Pepita ha escrito la historia del accidente; una narración llena de detalles
y dramatismo que comparte con nosotros.
260
EL TIEMPO LO CURA CASI TODO
LA NIÑA DEL BABI VERDE
(un relato verdadero)
San José del Valle, barriada La Cuesta. Voy a contar un
episodio de la vida de una niña llamada Pepita. Pepita era un
cuarta de seis hermanos y apenas había cumplido cinco años
cuando perdió a unas de las personas que más quería.
Ese día, Pepita llevaba un babi a cuadritos, de color verde y
unos zapatitos de goma. Se hallaba junto a su madre, en casa
de una vecina y eran las cuatro de la tarde. De pronto se escuchó un ruido y unos niños chillando. La vecina salió corriendo
diciendo:
–¡Maríaaaaa, Maríaaaa, tus hijos están chillando!
La madre de Pepita tiró un canasto que llevaba en la mano
y salió corriendo. La niña corría detrás de ella. Al saltar una
alambrada, la madre se pinchó una pierna con las púas del
alambre. La sangre le salía a borbotones; mientras, Pepita seguía corriendo muy asustada, viendo el rastro de sangre que su
madre iba dejando. Al llegar al sitio donde estaban sus hermanos, vio cómo los muchachos estaban enterrados hasta la cintura. Ella miraba y miraba con los ojos desorbitados y no veía
a su padre, que se había quedado bajo tierra, cubierto de tierra
y pedruscos. El hombre estaba sacando piedras de la cantera,
para hacer una casa para su familia, ya que entonces vivían
en una choza, y su ilusión era poder tener una vivienda donde
vivir en mejores condiciones.
La madre de Pepita pidió auxilio, mientras intentaba sacar a
sus hijos de allí. Se hincó de rodillas y se puso a arañar en el
suelo, buscando a su marido. Pepita lloraba asustada y también
echaba tierra para atrás y sus hermanos, ilesos, hacían lo mismo. A los gritos que daba la madre, acudieron los vecinos con
picos y palas y la madre decía:
–¡Llevarse a la niña de aquí, por Dios!
261
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Una vecina cogió a Pepita de un brazo, pero la niña le dio un
mordisco y no hubo manera de apartarla del lado de su madre.
Ella lo que quería era ver a su padre salir de la tierra. Por fin,
a las doce de la noche, dieron con el cuerpo sin vida del hombre. Ella, muy triste, no comprendía cómo un ratito antes de la
tragedia, su padre había estado cantando; por que a Pepita le
gustaba mucho que su padre cantara. Ya todo era silencio, ya
no le decía nada.
Pepita se quedó huérfana de padre, pero le parecía que se
había quedado sola en la vida, porque él lo era todo para ella.
Pepita tenía un vestido rojo con flores blancas bordadas, y su
madre se lo pintó de negro. Y Pepita lloró mucho, porque con
aquel vestido su padre la había llevado días antes a la feria; a
ella y a su amiga María, y las había montado en los caballitos.
La niña miraba el vestido y se acordaba de su padre y de la
feria.
La vistieron toda de negro y Pepita estuvo triste durante muchos años.
Pepita Bazán
262
EL TIEMPO LO CURA CASI TODO
2. La Guerra Civil:
tiempo de silencio
Cuando Paca salió de Arcos tenía catorce años y hacía pocos meses que
había perdido a su madre. Lo que parecía el levantamiento de unos cuantos militares contrarios a la República se había convertido en una guerra
civil, que podía alargarse. Desde que se inició el movimiento, su padre no
dormía; sólo pensaba en el hijo que tenía en Alicante, haciendo el servicio
militar. El hombre no paraba de darle vueltas a la cuestión…, si la guerra
continuaba quizá no volvería a verlo nunca. Las noticias eran confusas,
había mucho miedo, pero él quería salir del pueblo, ir a buscarlo. Una
mañana tomó la decisión: se marcharía a Málaga, donde vivía su hermano;
desde allí sería más fácil dirigirse a Alicante. Los niños eran pequeños,
pero resistirían, no había más remedio. Hicieron el atillo, con la ropa imprescindible y salieron de Arcos.
Paca no conocía nada más que su pueblo y no sabía qué iban a encontrar en aquel viaje, pero confiaba en su padre; sabía que él los protegería
de todo lo malo que pudiera pasar por el camino y procuraba transmitir
esa confianza a sus hermanos más pequeños. El primer tramo era el más
corto: había que llegar a Málaga, donde vivían sus tíos. Debía ser final de
Enero del año 193755, porque aquel viaje coincidió con el avance de “los
buenos”56 Eran días de asedio del ejército nacional, apoyado por tropas
italianas, a la ciudad de Málaga. Las carreteras no eran nada seguras. Las
bombas caían de forma arbitraria, nadie estaba a salvo; cualquiera podía
ser el blanco perfecto y morir en una cuneta. Pero, por suerte, la familia
de Paca se salvó de aquel infierno y lograron llegar, primero a Málaga,
263
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
donde su tío intentó convencer al padre para que no siguiera adelante con
su viaje. Era demasiado peligroso y los niños eran pequeños. Paca no tenía
claro nada: por un lado no quería abandonar a su padre y deseaba encontrar
a su hermano mayor; pero también tenía muchísimo miedo a quedarse en
una cuneta, como aquella gente que habían visto, viniendo por la carretera,
desde Estepona a Málaga.
Finalmente siguieron camino hacia Alcoy, un largo camino, en el que
fueron testigos de todo tipo de desgracias: madres que huían con sus hijos
de la mano, agotadas de las largas caminatas; familias enteras, que querían
marcharse de aquel infierno, escapar de los bombardeos. La carretera de
Málaga a Almería, única vía de escape de la población de la zona, era un
hervidero de gente desesperada. Una vez, Paca y sus hermanos, se tuvieron
que proteger metiéndose en una alcantarilla. Aquello fue muy duro, tanto
como los tres años que pasaron en Alcoy, esperando que acabara la guerra,
viviendo de la caridad de las gentes de aquella ciudad. Se instalaron en una
cueva y allí se refugiaban durante la noche. Dormían en unos colchones
que les dio una buena mujer: María; la misma que tantos días les llevaba
una jarra con leche y una cafetera, para que los niños pudieran tomar algo.
Buena gente, suele decir muchas veces Paca, cuando recuerda que podían
comer algo de pan con aceite porque sus hermanos y ella salían a pedir por
las calles. El padre se salió con la suya, encontró a su hijo mayor, pero no
pudo evitar el sufrimiento de toda una familia.
Después..., la vuelta a casa en aquel tren, un carguero que les llevó hasta
Jerez…, como cochinos, hacinados, tirados unos encima de otros… Ellos
eran los perdedores, los “malos”…, y tenían que empezar de nuevo. Se
instalaron en la Venta San Miguel, en una choza que les prestó un vecino
que le decían Diego Pérez. Paca, que ya tenía diecisiete años, recuperó lo
poco que había dejado su madre: una cómoda y la máquina de coser. La
vivienda era humilde, como todas las de los vecinos, pero era lo que podían permitirse. La guerra había acabado y tenían que seguir viviendo, con
las heridas abiertas aún, pero esperanzados, porque aquellos tres años no
podían ser un tiempo perdido…, quizás ahora vendría algo mejor.
264
EL TIEMPO LO CURA CASI TODO
Paca ha tenido siempre una memoria prodigiosa, es capaz de recitar poesías y coplas antiguas y larguísimas, pero ahora suele dudar cuando se trata
de concretar fechas y acontecimientos. Sus ochenta y cuatro años le están
pasando esa factura, sus recuerdos empiezan a tener lagunas. Sin embargo,
cuando inició su contacto con el taller, lo primero que rescató de su memoria fue “el Movimiento Nacional”, esos días trágicos de la huida hacia
el Mediterráneo. Para Paca, como para la mayor parte de las personas que
vivieron la época, existe un antes de la guerra y un después de la guerra;
así suele iniciar sus recuerdos:
“Cuando estalló el Movimiento estaba en Arcos. Yo llevaba un
vestidito mu bonito que me hizo mi madre. Entonces pasaban unos
panaeros, con unos cestos en la cabeza y como había tanta hambre,
yo me arremangaba el vestidillo y cogía los bollos de pan en un
mandilillo. Había una vecina mu buena que quería que viviéramos
con ella. Un día mí madre se asustó y nos dijo: venga pa´rriba y nos
encerró en un sitio, porque tenía miedo de que nos hicieran algo.
Mi madre murió a los pocos días de empezar la guerra. Mi padre se
fue huyendo del pueblo y nos llevó a Málaga, porque allí vivían sus
hermanos… Nos fuimos a Estepota, de Estepona a Marbella y “los
buenos” bombardeando por esas carreteras… Nosotros nos metimos
en una alcantarilla pa que no nos mataran las bombas. Tenía catorce
años y mis hermanos eran más chicos. Luego llegamos a Alcoy, to
eso andando por las carreteras. Los tres años de la guerra nos los
pasamos pidiendo to el día por las calles. De Alcoy me acuerdo del
chorro de palmeras y que a los soldaos les preguntamos por mi hermano y al final lo encontramos. Cuando nosotros nos refugiamos en
la cueva de Alcoy, toas las mañanas la señora María venía con su
jarra de leche y su cafetera, pa que comiéramos algo. Allí estuvimos
tres años. Un día estábamos sentaos y vi un avión y empezaron las
bombas… ¡bom, bom, bom!, pero ¡que suerte tuve que no nos mataron!” (Paca).
La vida de Paca después de la Guerra Civil no volvió a ser la misma.
Aunque siempre habían sido pobres, a partir de entonces aún tuvieron más
dificultades. Su padre se tenía que presentar diariamente ante las autoridades de San José del Valle y no podía tener un trabajo regular.
265
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
“Después de la guerra vinimos a La Colá. A nosotros nos trajeron
en un tren desde Alicante a Jerez. Aquel tren era…, bueno, veníamos
como los cochinos, como animales, en un carguero, tiraos unos encima de otros. Vinimos en busca de mis tíos, porque no teníamos na
en Arcos. Mi tío era agrimensor, porque había que medir el terreno,
pa que el señorito no nos engañara en las lanzás que habíamos cogío
de garbanzos o de otra cosa. A mi padre no lo querían, no se llevaba
bien con la familia de mi madre y por eso tuvimos que buscarnos la
vida. Ellos me decían que si quería ir a su casa que me fuera yo…
Claro que pasábamos hambre, con aquello no había pa na. Sopas de
pan era lo que se comía en esos años…, claro que aquel pan era un
pan bueno, no como el de ahora…” (Paca).
Pepita está marcada por unos hechos
que ella no vivió en primera persona, pero
que le contaron después. La emoción hace
que le resulte difícil mantener firme la voz,
pero se recupera y relata una historia bastante trágica. Es la historia de una infamia
que se cometió con su padre, una tremenda injusticia, provocada por la situación de
radicalización de aquellos años. También
la familia de Pepita vivió los días terribles
del asedio de la ciudad de Málaga y finalmente la detención de su padre. Toda aquella tragedia provocó sufrimientos paralelos, especialmente a su madre, que perdió
un niño de meses y gran parte de la visión,
Tarjeta dibujada por el padre de Pepita.
que nunca recuperó.
La postal realizada por este hombre, que según dice Pepita, aprendió a
escribir en la cárcel, nos muestra a una persona sensible y que sabe expresar los sentimientos hacia la madre de sus hijos.
“Mi padre estuvo en la guerra y… (se emociona). Él era pacífico,
no era capaz de hacerle daño a nadie, pero tos querían que se fuera al
bando de unos y de otros. Un día vino del campo y le dijeron que la
266
EL TIEMPO LO CURA CASI TODO
El sobre donde este hombre envió a su mujer la tarjeta postal pintada
y escrita por él mismo.
iglesia estaba ardiendo. Sin pensarlo, se fue a ayudar a apagar el fuego, pero luego, al acabar, empezaron a decir que si no era del bando
de ellos, que era de los otros…, vaya, que el cura lo acusó. Estuvo
siete años en la cárcel. Mi madre estaba embarazá cuando pasó eso
y el niño se le murió en la cuarentena. Él se escondió durante varios
días hasta que vinieron a cogerlo. Se fue a La Sauceda y mi madre
fue a buscarlo pa estar con él. Allí se le murió el niño, porque se le
fue la leche cuando le dijeron que se llevaban a su marío. Claro, ella
le daba al niño lo que podía: un día le daba café, otro leche, otro lo
que había…, hasta que se murió de hambre. Lo enterraron en La
Sauceda. Mi madre y mi padre se fueron hasta Málaga andando, porque tenían familia. Allí vivieron los bombardeos de la toma de Málaga y mi madre me contaba cosas mu gordas. Mi tío se fue a buscar
comida, porque había mucha falta de to, y mientras, se llevaron a mi
padre. Mi madre ya estaba embarazá otra vez, ella tenía veintitrés o
veinticuatro años. A la pobre se le fue la vista de tanto sufrir. Cuando
mi madre volvió a su casa, que estaba en El Algar querían pelarla,
por ser la mujer de un rojo, pero al final no le hicieron na. El mismo
que nos avisó de que estaban buscando a mi padre fue el que la salvó
a ella” (Pepita).
También la familia de María vivió la huida del padre de familia. Ellos
estaban instalados en un cortijo de Torrecera. Como otros muchos colonos,
cultivaban sus parcelas y vivían compartiendo las dependencias de la vi267
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
vienda, que debía pertenecer a un terrateniente. María desconoce los datos
concretos, pero sí le han contado que después de la guerra los echaron a
todos de allí y tuvieron que marcharse a la zona de La Florida. Esa fue otra
consecuencia de la contienda: la anulación de las reformas que se iniciaron
en la época anterior. Pero también las represalias contra los campesinos
que se suponían partidarios del régimen republicano.
“Mis padres pasaron mucho, porque mi padre estuvo en la guerra
y siempre hablaban de eso, lo sé por esas conversaciones. Mi padre
me contaba que ellos se tuvieron que ir del cortijo porque dijeron que
iban a venir por la gente joven. Se fue andando hasta Granada (en
la zona roja) y llegó hasta Albacete. Mi padre ya estaba casao y mi
madre embarazá; tenía unos treinta años, porque se casó ya mayor.
Cuando él vino de la guerra lo primero que se encontró fue con que
su hijo había muerto. Después llegó al cortijo, pero to el que había
estao en la parte roja se lo llevaban a un campo de concentración.
Creo que fue a San Fernando. Después Franco dio la orden de echar
a la gente que no hubiese hecho na grave. Luego nos tuvimos que
marchar del cortijo, porque les devolvieron las tierras a sus amos”
(María Álvarez).
Encarna tiene algunas imágenes bastante nítidas de los primeros meses
de la guerra, cuando las madres corrían con las criaturas pequeñas de la
mano, buscando un lugar seguro entre los cultivos. Además, comenta el
miedo y el silencio que hubo después de acabada la guerra, un miedo del
que esa generación nunca se desprendió.
“Mi padre no pasó mucho porque él era un hombre que no se metió
en política, pero nos teníamos que esconder de noche por ahí y los
hombres vigilaban el cortijo. En Torrecera, en el cortijo, lo que me
acuerdo es que las madres se iban con los más chicos en medio del
campo porque venían los requetés, los de la Falange, y se llevaron
a muchas criaturas de allí. Se llevaban a los mocitos, pero muchos
no volvieron. Mi madre me llevaba en brazos a escondernos. Luego
había mucho miedo después de la guerra. Mi padre tenía una radio y
268
EL TIEMPO LO CURA CASI TODO
le ponía una antena y un palo mu grande y se las apañaba pa que se
escuchara. Sólo lo escuchaba él, pero mi madre se asustaba porque
pensaba que se iban a enterar y le iban a hacer algo. Los pobres se
han muerto con ese susto” (Encarna B.).
Del miedo y el silencio, antes y después de la guerra, también habla Pepa,
así como de las muertes y desapariciones de sus tíos, el padre de su marido
y tantos y tantos hombres, que salieron de su casa y nunca volvieron.
“A mi padre no lo mataron, pero lo metieron en la cárcel. Mientras
él estaba en la cárcel dos hermanos suyos se perdieron pa siempre.
Sin embargo, mi suegro murió. Ellos estaban en una choza viviendo
y llegaron y le dijeron: Mire usted Juan, venga con nosotros que
le vamos a hacer unas preguntas. Se lo llevaron y no volvió más.
Cuando murió estaba vestío de militar porque como se los llevaban
al servicio… Entonces no se podía hablar, en cuanto hablaban algo
los cogían. Después de la guerra se tenía mucho miedo, se decía: No
hablar na que las paredes escuchan. Mira lo que le pasó a tu padre
por hablar, eso se lo he dicho muchas veces a mi marío. Más me
he acordao yo que él de ese tema..., total que hemos pasao mucho”
(Pepa P.).
El padre de María Marín era un hombre comprometido con la República.
De hecho era concejal socialista, en su pueblo, cuando en 1937 lo detuvieron.
Un vecino del pueblo lo traicionó y fue encarcelado en el Puerto de Santa
María, donde murió. María sigue aún buscando documentación sobre esa
historia y ha compuesto algunos relatos dedicadas a su progenitor, al que
no conoció.
“Dicen que mi padre se lo llevaron prisionero y lo fusilaron. Ya
después he sabío que murió cuando yo tenía unos cinco meses. Por
lo visto era concejal del Ayuntamiento del pueblo en 1937. Uno de
allí dio un soplo, yo lo se, porque lo busqué en los papeles. Sus hermanos se fueron del pueblo y no les pasó na, pero a él se lo llevaron
y lo mataron. Mi madre se quedó hundía, no se quitó nunca el luto”
(María Marín).
269
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
HÉROES DE LA HISTORIA
Despertaba una mañana, triste amanecer sangriento, allá
en las aguas del puerto, qué triste amanecer… A las claritas
del día. A cuatro hombres sacaron de aquella prisión: El
Puerto de Sta. María. Los sacaron de su celda, para quitarles
la vida, sin poder ni defenderse, ni poder ver a su familia.
¡Pobrecitos prisioneros!, con qué pena morirían, entre
ellos había uno: Pedro Marín Salguero. Aquel hombre que
conocí era compañero mío. ¡Pobre compañero, llorando
de noche y día. Yo le decía: no llores, ten calma, algún día
saldremos en libertad, desesperarse no sirve de nada. Yo a
él le daba ánimo, pero ¿a mí quien me lo daba? Vivir allí
era un infierno, todo porquería y mugre, mala alimentación,
¡ay de mí y de mis compañeros!, lloraba para mis adentros.
Alguno tenía que ser más fuerte para que los demás no se
desmoronaran. Nos trataban como animales apaleados y eso
te llega a lo más hondo del alma.
Aquella noche, un celador dijo: traigo la lista de los que
van a fusilar. Yo no venía en la lista, pero maldigo la hora del
final de mis compañeros.
Te cuento esto a ti porque sé que tú, como hija de Pedro,
mi gran amigo, vives pensando en él, porque te lo mataron,
siendo tan bueno. Pero puedes estar tranquila, que algún día
lo verás, y cuando eso ocurra, el corazón se te llenará de
alegría.
Entonces, él te dirá: “mi niña, ¡cuánto te quiero!, aunque
tú a mí no me veas, yo sí te puedo ver y decirte en voz baja
mis sentimientos. Con pena un día me fui, sin poder tenerte
en mis brazos, ni un beso de despedida te pude dar, pero
me queda el consuelo de que tu madre cuidará de ti y de tus
hermanos; ellos se harán unos hombres, y tú una mujer”.
María Marín
270
EL TIEMPO LO CURA CASI TODO
Encarna tenía seis o siete años cuando ocurrieron todos estos hechos, así
que puede recordar cómo fue la detención de su padre, un hombre justo y
cabal, como tantos otros de los que desaparecieron. Además intenta escarbar en su memoria y relatar un bombardeo vivido en primera persona.
“Recuerdo cuando fueron los municipales a llevarse a mi padre.
Se lo llevaron, sin saber por qué, como tantos. Mi padre se dedicaba
a arrendar tierras, las sembraba y de eso vivía, así que no se iba a meter en política. Mi madre y mis hermanas lloraban, pero yo no sabía
qué pasaba. Me contaron que mi padre le dijo adiós a mi hermana,
como si ya no la fuese a ver nunca más, porque según me dijeron,
el municipal le dijo a él: Ya te vas a ir donde tu amigo…, uno que
habían matao. Entonces él ya pensaba que no volvería. El hombre no
era de ningún bando, era amigo de los pobres, porque era pobre, pero
no era de na. Mi familia tenía relación con un sargento de la Guardia
Civil que se llamaba Linares, así que mi hermano fue a hablar con
él y le dijo que hiciera algo por mi padre. Ese hombre no se lo podía
creer y le prometió que resolvería el tema. A las diez o las once de
la noche se presentó mi padre en mi casa. Estábamos esperando en
la calle y salimos corriendo cuando lo vimos llegar. Después de la
guerra no lo molestaron más. También recuerdo un bombardeo. Yo
jugaba en la calle a los cromos, con otras niñas y me perdí. Recuerdo
un soberao, así..., con el techo bajito donde nos escondimos las niñas
y nos buscaban. Allí murieron unas cuantas familias. En ese mismo
momento mis padres cogieron un montón de cacharros y ropa y nos
fuimos al campo donde vivían los padres de mi padre y sus hermanos, huyendo de las bombas” (Encarna García).
Antonia tiene algunas palabras sobre esa etapa de su vida, cuando vivían
aún en Guadix. Ella era pequeña, pero su madre contaba cómo se llevaban
camiones enteros de hombres, que nunca volvían.
“Mi padre se tenía que presentar no se si en cuartel o en el frente,
cada mañana. Mu temprano se iba a Almería, y venía por la noche
a amasar el pan. Mi suegra se escapó del pueblo, de allí de Granada
donde vivían, porque por la noche llegaban con los camiones y se
llevaban a los hombres y ya no venían más” (Antonia).
271
V
TIEMPO PARA
APRENDER, PARTICIPAR
Y DISFRUTAR
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres del campo
TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
1. Mujeres MADURAS:
el nido casi vacío
Como ya había vaticinado María, cuando en el año 1981 volvió de Barcelona, La Barca estaba cambiando. Durante esa década de los ochenta
se produjo el milagro. Las mujeres fueron testigos y protagonistas de ese
nuevo tiempo largamente esperado; tiempo de salir de las cuatro paredes,
tiempo de relacionarse con otras mujeres fuera del ámbito doméstico: del
mercado, de la labor con la sillita en la puerta, de la iglesia…, las visitas de
cortesía, los entierros… El pueblo estaba cambiando a un ritmo frenético;
era reflejo de lo que ocurría en todo el país. Los jóvenes salían juntos, sin
tantas restricciones como habían tenido sus padres. Además ya podían estudiar en el nuevo instituto y muchos de ellos tuvieron la posibilidad de ir
a la universidad. Las mujeres se sentaban en las terrazas de los bares, sin
preocuparse de las críticas; algunas de ellas, las más atrevidas, empezaron a ir al centro cultural, a la escuela de adultos... Por fin cumplirían sus
sueños, aprenderían a leer, a escribir, a hacer cuentas. Todo ocurría muy
deprisa; parecía que hubieran estado esperando aquellos aires de libertad
para implicarse, para organizarse en asociaciones, para participar en las
actividades promovidas desde el Ayuntamiento. La crianza de los hijos había finalizado y ellas podían dedicarse un tiempo, descubrir nuevas cosas
y disfrutar de otra manera.
Pero ese proceso fue lento y largo, porque estas mujeres, que habían
dedicado su vida a cuidar de los demás, seguirían cuidando a las nuevas
generaciones y a las anteriores. Ser abuelas se convirtió en una nueva experiencia, algo que las llenaba de satisfacción, pero que también las obligaba a seguir en la tarea de cuidar y cuidar… Sus hijas trabajaban y necesitaban ayuda para las criaturas, y ellas querían echar una mano. Además
quedaban los abuelos: los padres y los suegros se habían hecho mayores,
y ¿quién iba a cuidarlos? A los viejos hay que devolverles lo que ellos
han hecho por nosotros, solían decir…, y así, sin dejar de cumplir con
esos “mandatos” que habían asumido desde niñas, estas mujeres se iban
abriendo al mundo, a otras experiencias; creaban su propio espacio de relación, ampliaban horizontes y descubrían que siempre se puede aprender…,
que nunca es tarde.
275
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
En este capítulo queremos resumir los años de madurez nuestras protagonistas. No resulta nada fácil sintetizar en pocas páginas un periodo tan
largo. Aquellas jóvenes que iniciaron su vida de casadas, sin apenas más
que lo puesto, con un techo compartido y muchas incógnitas por resolver,
han llegado a su madurez con una relativa estabilidad económica; han conseguido tener su propia casa y una vida cómoda. Sus hijos han recorrido
caminos muy diferentes a los que ellas conocían. Aunque algunos se han
marchado fuera de Andalucía a trabajar y permanecen fuera de la comunidad, la mayoría siguió en el pueblo, o en las ciudades cercanas. Muchos
han ido al instituto y a la universidad; otros han sacado un oficio, o una
oposición para trabajar en la Administración Pública. Varios de ellos tienen incluso su propio y próspero negocio.
El cambio generacional es claro; la tierra, que sus padres y sus abuelos hicieron producir con un enorme esfuerzo, ha dejado de tener interés
para los jóvenes. Ellos prefieren trabajar en los servicios, en una oficina o
arriesgarse y montar pequeñas empresas, que les dan una mayor sensación
de independencia. Pero lo que resulta evidente es que esta nueva generación ha demostrado que es posible cambiar de vida; que con voluntad,
capacidad de trabajo e iniciativa, se pueden obtener logros que para sus
antepasados no entraban siquiera en el terreno de los sueños. Ellos son la
nueva imagen de La Barca, un pueblo que se ha transformado y está dejando de ser una sociedad rural y agraria, para convertirse en una población
con las características de cualquier sociedad urbana.
De todo ello trata este capítulo, y de las nuevas experiencias de nuestras
protagonistas. Ellas nos van a contar cómo se sienten en el papel de abuelas; una realidad que las ha conectado de nuevo con la crianza y el cuidado
de las criaturas. Pero esta vez desde otro lugar, descargadas, por fin, de la
preocupación por el pan de cada día y el trabajo.
También hablarán de las pérdidas: hijos, padres, hermanos, maridos…
Se puede decir que los cincuenta años son una frontera. A partir de esa
edad, las mujeres han tenido que adaptarse a nuevas situaciones y encontrar salidas personales que compensen la soledad y la pena por los que se
fueron definitivamente, pero también por la marcha de los hijos. Buscar un
nuevo sentido a sus vidas, esa ha sido una tarea que muchas de ellas han
sabido aprovechar y disfrutar.
276
TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
Cada cual ha vivido esta etapa de forma diferente, pero en general, incluso las que han sentido la marcha de los hijos como una gran pérdida,
han descubierto cosas positivas: los talleres y las actividades en el centro
cultural, la escuela de adultos, la participación en asociaciones…, un mundo desconocido a través del cual se han descubierto a sí mismas y a sus
propias vecinas.
Pepita explica cómo era su vida antes de todo esto y comparte con nosotros esas sevillanas, escritas por ella misma:
“Yo era mu boniquilla de jovencita, y me ha gustao vestirme bien
y lucía cualquier cosa que me ponía. Me daban algo y le sacaba partido. Y él, mi marío se ponía un poco celosillo, o sea que tenía que
tener cuidaíto. Luego ya dejé de salir, porque vinieron los niños y él
prefería salir con los amigos. Yo me quedaba en casa con los críos y
callaba, callaba, y un día y otro, callar y callar… Es que los hombres
antes, no sé que se creían…, no sé, mu machistas. Y de salir de la
casa… Me dedicaba a vender toa la semana, y el domingo a hacer
limpieza: lavar la ropa, planchar, coser… Empecé a salir cuando empecé a ir a la escuela. Yo he tenío depresión, lo he pasao mu mal con
esa soledad. Me decían que me habían echao mal de ojo…, yo decía:
¡pero si no tengo enemigos! Es que he tenío mucho, mucho, y con
cualquier cosa me vengo abajo” (Pepita).
277
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
SEVILLANAS DE
LA ESCUELA
PRIMERA
Yo he pasao mi niñez
sin poder ir a la escuela,
sin poder ir a la escuela,
toa mi vida trabajando,
me decían analfabeta
toa mi vida trabajando,
me decían analfabeta,
me decían analfabeta,
ahora ya estoy aprendiendo
ahora que ya soy abuela,
ahora ya estoy aprendiendo
ahora que ya soy abuela.
Estribillo
Ay que alegría me da,
ay que alegría me da,
ay que alegría me da
no tener que poner el dedo
cuando tengo que firmar.
SEGUNDA
Gracias a la escuela de adultos
ya no soy analfabeta
ya no soy analfabeta,
por fin se cumplió mi sueño,
ya puedo ir a la escuela
por fin se cumplió mi sueño,
278
TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
y ya puedo ir a la escuela,
y ya puedo ir a la escuela,
ya sé leer y escribir,
y sé un poquito de cuentas
ya sé leer y escribir,
y sé un poquito de cuentas.
Estribillo
Ay que alegría me da,
ay que alegría me da,
ay que alegría me da
no tener que poner el dedo
cuando tengo que firmar.
TERCERA
Si no sabes escribir
a la escuela apúntate,
a la escuela apúntate,
no pienses que eres mayor
nunca es tarde pa aprender
no pienses que eres mayor,
nunca es tarde pa aprender
nunca es tarde pa aprender
verás lo bien que te sientes
cuando ya sepas leer
verás lo bien que te sientes
cuando ya sepas leer.
279
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Estribillo
Ay que alegría me da,
ay que alegría me da,
ay que alegría me da
no tener que poner el dedo
cuando tengo que firmar.
CUARTA
Ay mujer libérate,
y salte ya de tu casa,
y salte ya de tu casa,
deja la pena chiquilla,
tras las puertas de tu casa,
deja las penas chiquilla,
tras las puertas de tu casa
tras las puertas de tu casa
vente a la escuela de adultos
verás que bien te lo pasas,
vente a la escuela de adultos
verás que bien te lo pasas.
Estribillo
Ay que alegría me da,
ay que alegría me da,
ay que alegría me da
no tener que poner el dedo
cuando tengo que firmar.
280
TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
Esta mujer dedicó mucho esfuerzo a llevar su negocio: una pescadería,
que ha regentado hasta hace muy poco tiempo. Pero además, tuvo que
compaginar ese trabajo con la crianza y educación de sus hijos, algo complicado, y que ella siente que ha finalizado con éxito. Ahora, ellos, se han
marchado, tienen su propia familia y Pepa confiesa sentirse sola.
“(…) Cuando trabajaba en la pescadería siempre estaba ocupá,
rodeá de gente. Hasta el año pasao he tenío abierto. Me levantaba a
las siete de la mañana y venía a la hora de la comida; después la casa,
los niños… Ahora estoy más relajá, pero más sola. Antes…, campo,
trabajo, trabajo, campo… Mis hijos son lo más importante pa mí,
pero desde que se fueron lo que más noto es la soledad. Lo de quedarme sin ellos en casa me parece negativo, porque me gustaría poder verlos más; me gusta su compañía. La vida ha cambiao mucho.
Nosotros, por ejemplo, éramos mayores y salíamos con mis padres.
Ellos no. Y a mi es lo que más me gustaría, quiero más, eso es lo que
yo creo que me pasa. Necesito darle un beso a mi hijo, y a veces paso
por la carpintería, entro y se lo doy. Yo quiero ser independiente,
pero al mismo tiempo necesito acaparar la atención de ellos. Eso es
lo que espero de ellos, que me apoyen en esos momentos, cuando me
dan los bajoncillos…” (Pepita).
Pepita es capaz de ver estas dos caras de la madurez: la soledad del nido
vacío y las posibilidades para iniciar nuevas experiencias y aprendizajes.
Ha aprovechado esa segunda oportunidad que le ha dado la vida y ahora
puede incluso escribir sus poemas en un ordenador.
“(…) Pero también reconozco que ahora estoy haciendo cosas que
con cuarenta años no hacía. Voy a gimnasia, estoy en el coro, soy la
que saco las canciones del coro y dirijo un poco, dentro de lo que yo
se…, voy a andar cada día… Ahora me voy a París. No me he montao nunca en avión, así que me he apuntao, aunque el viaje sea tan
corto, sólo un día. Con cuarenta y seis años empecé a ir a la escuela.
La escuela de adultos fue una cosa buenísima y he aprendío suficiente, aunque no tengo mucha soltura, pero puedo escribir mis poesías
y mis historias. Lo último ha sío el ordenador, que me va a ayudar
mucho a poner en limpio lo que tengo escrito. To eso yo no lo había
hecho nunca” (Pepita).
281
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Josefa recuerda épocas de mucha preocupación por el futuro de sus hijas.
Fueron años que coincidieron con un cambio importante para las mujeres:
la pérdida de la menstruación. No es que tuviera nada grave, pero sí las
molestias propias de esa etapa, que le provocaron una pequeña depresión,
por fortuna superada.
“Mientras las niñas han sío pequeñas no nos hemos podío permitir
vacaciones, ni salir de paseo, to era pa ellas. Luego, entre los cuarenta
y ocho y cincuenta y tantos años, tenía mucha lucha…, con tantos
en casa y mu agobiá. No me encontraba bien. Después se me fue la
regla y lo pasé mal, tuve depresión…, mu mala. Era falta de calcio,
me dolía to…, rachas malillas he tenío, pero vamos, ya se me pasó.
Es que yo me preocupaba mucho, porque precisaban muchas cosas,
eran muchos, tres en el colegio y dos en Jerez, que ya necesitaban
mucho. Además es que casi todos han estudiao su carrera o un oficio”
(Josefa).
A pesar de esas pequeñas crisis, Josefa se considera muy satisfecha de
su papel de madre. El vacío que dejaron sus hijos al marcharse, lo ha superado gracias a que ellos mantienen una relación muy cotidiana con la casa
familiar. Confiesa que disfruta de esas comidas dominicales, en las que
puede tenerlos a todos juntos y contentos. Además, valora especialmente
lo que sus hijas le aportan. Una de ellas ha estudiado Derecho, con lo que
se ha convertido en la primera universitaria de la familia. Los demás también tienen una buena formación, y ella tiene la humildad suficiente como
para aceptar las ideas y sugerencias que ellos le dan.
“Lo más bonito que yo he tenío en mi vida: mis hijos. Se han casao ya y eso ha sío una cosa mu dura pa mí; lo que pasa es que están
siempre aquí. Yo no he sío mu antigua, me he ido adaptando a los
tiempos, creo yo… Ellas, mis niñas, me dicen esto o lo otro…, y una
no sabe ciertas cosas, pero que ellas van por delante, porque tienen
estudios y saben más. Una ha hecho Derecho…, y yo les hago caso.
Me he adaptao a ellas. Después…, son tan buenos unos con otros…,
con nosotros igual, se preocupan de que estemos bien. La última
ya la tuve con treinta y tantos años y aunque se ha casao y vive en
El Puerto, siempre está aquí. Tiene una peluquería en el pueblo, así
282
TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
que come casi tos los días con nosotros; el mayor viene a desayunar
o a almorzar, porque también trabaja aquí, aunque vive en Jerez.
Como son tantos, pues siempre tengo a alguno… Ellos se llevan mu
bien unos con otros y les encanta venir a almorzar los domingos, tos
juntos. Cuando nos vamos de viaje nosotros, ellos se vienen aquí
a comer y me llaman por teléfono, pa decirme lo bien que lo están
pasando” (Josefa).
Isabel habla de esa etapa de la vida y reflexiona sobre las dificultades
de adaptación que tuvieron su marido y ella cuando los hijos se marcharon. Era la primera vez que vivían solos, porque, como la mayoría de las
mujeres del grupo, desde que se casaron tuvieron que compartir la vida en
común con los padres de ella y sus hermanos. Luego vinieron los propios
hijos. A pesar de que se llevaban bien no fue fácil empezar una vida juntos
y en soledad.
“Con unos cincuenta y cinco años nos quedamos sin hijos en casa.
Estuvimos solos unos cuatro años, porque él se murió enseguía. Fue
una etapa diferente. Parecía que no habíamos estao nunca juntos.
Eso de estar solitos es mu diferente, porque te ocupas más de él, estás más por él. Antes era todo estar detrás de los hijos. Lo recuerdo
un poquillo fastidioso al principio. Nos costó un poco adaptarnos a
esa etapa. Por mi parte era así, que estuviera allí siempre, cuando yo
siempre había estao en la casa con los niños…, yo que sé, ¡que me
costó bastante…¡” (Isabel).
Pilar es la mujer más joven del grupo. Ella cuenta cómo durante unos
años la vida cotidiana de las mujeres se ceñía a cuidar de los hijos y los
abuelos. La que hacía cosas diferentes habitualmente era criticada por las
personas del pueblo más reacias al cambio. Luego, a partir de cierta época
las cosas han cambiado para ella y para la mayoría de mujeres de La Barca. Su relato es el que ofrece más información sobre los cambios sociales
y culturales que han permitido a muchas mujeres, las que tenían ganas y
necesidad, salir de sus casas y aprender cosas nuevas.
“Antes yo no salía a ningún sitio, no te permitías una diversión,
sólo la feria. En los años sesenta y setenta, las mujeres no podíamos
283
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
salir a tomar un café al bar o a la Peña Flamenca, todo se criticaba.
Tampoco íbamos a la peña a buscar a los maridos, no era bien visto.
Las cafeterías…, antes era impensable que las mujeres fueran a las
cafeterías o a los bares. Yo no podía dejar a los viejos solos, porque
tenía aquí a mis suegros y si me iba a una boda, le dejaba el cuidao
a una vecina. Eso era para bodas de compromiso, porque a las otras
no íbamos. Cuando estaban mis niños en el instituto ya empecé yo
a salir a las fiestas, como el carnaval, iba a la escuela de adultos, a
los coros rocieros… Mi suegra le pareció mu bien que saliera. Ella
me ha apoyao siempre. La gente criticaba, le decía: Ahí va tu nuera
vestía de gitana a la feria, y la mujer contestaba: Hace mu bien, que
se divierta. A ella le gustaba que me vieran guapa y haciendo esas
cosas. Ahora vamos a tos los sitios… La Barca está ahora mu bien”
(Pilar).
Estas son las asociaciones y actividades en las que participa Pilar. Su
relato ilustra la variedad de grupos existentes en La Barca y las posibilidades que ofrece la población para que las mujeres sigan formándose y
relacionándose. Es remarcable su apreciación sobre la importancia de la
participación de las mujeres en la vida ciudadana, ya que son las auténticas
educadoras de las nuevas generaciones.
“Ahora colaboro en una asociación pa la prevención de drogodependencias y en Futuro Rural. He conocío a madres de presos,
en jornadas, en el Proyecto Hombre he estao varias veces. También
estoy en el Catecumenal, un grupo religioso. Eso me ha ido mu bien,
porque estaba con una mentalidad religiosa de esa de to es pecao.
Es maravilloso ese grupo, porque tenemos unas convivencias mu
bonitas y te enseñan cosas que sirven pa la relación con tus hijos o
con tu marío. Las mujeres de los pueblos de por aquí nos juntamos
en muchas actividades: en la zambomba, los carnavales…, to lo hacemos juntas y nos conocemos casi todas. Es mu agradable. Eso es
por las actividades de las asociaciones; nosotras, las mujeres hemos
trabajao mucho pa eso. La primera fue la de manualidades: Manos
Artesanas, luego el colegio de adultos, que fue una cosa buenísima
pa nosotras. Otra asociación que surgió luego, es Futuro Rural que
284
TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
le están apoyando mucho. Aquí, cuando hay problemas en el campo,
las mujeres somos las primeras que vamos a las manifestaciones.
Ahora, se ha terminao un curso de restauración, otro de danza del
vientre, otro de sentimientos y emociones. En el centro cultural están
haciendo unas charlas también sobre ese tema, que se vuelve a hacer.
Otro de la menopausia. ¡No veas lo bien que nos ha venío ese taller…! Además, yo pienso que nuestros hijos también se aprovechan
de las cosas que aprendemos. Las que tienen hijos más pequeños los
transmiten” (Pilar).
Pilar hace un guiño cariñoso a su marido, al que atribuye gran parte de
sus avances como mujer.
“Lo que me ha ayudao mucho, que to hay que decirlo, es este
hombre, mi marío. Él me anima a que yo vaya a los sitios, me ha
ayudao en to, eso hay que reconocerlo. Es mu trabajador, pero ya
está necesitando que su hijo se haga cargo de muchas cosas, porque,
como yo le digo a mi hijo: él no va a estar siempre” (Pilar).
En la conversación que mantenemos, surge un nuevo tema: los miedos
de las mujeres; la resistencia que tienen a hablar de determinados temas
en grupo; hay desconfianza, porque como se suele pensar: en los pueblos
todo se sabe. Esta mujer ha observado cómo en los talleres a los que asiste,
se empieza a hablar con más confianza y libertad. Se refiere en concreto a
la experiencia en el taller “Coser y Cantar”, donde se han abordado todo
tipo de cuestiones, algunas muy íntimas, sin embargo, las participantes
se han expresado con un grado de confianza que a Pilar le ha sorprendido
muy agradablemente.
“Antes, a las mujeres nos daba miedo a hablar de nuestras cosas
y ahora todavía sigue un poco de miedo, pero progresamos. Fíjate,
en nuestro taller lo que hemos hablao, las cosas tan duras que han
vivío; lo que han dicho de su vida las más mayores, la confianza que
ha habío en ese taller... La Barca ha cogío un progreso que no veas...
Era mu cerraíta cuando yo llegué recién casá. ¡Yo he visto progresar
La Barca!” (Pilar).
285
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Aprovechando las palabras de Pilar, vale la pena resaltar la valoración
que otras mujeres han hecho acerca del taller. Remedios, Isabel y Pepita
sacan parecidas conclusiones de su experiencia con el grupo. Reconocen
que no han logrado recordar todo, pero valoran positivamente la comunicación que se consiguió y la calidad de las relaciones.
“He recordao cosas, pero también se me olvidan. Hablando vienen
muchos recuerdos… A mi me ha servío pa darme cuenta que to el
mundo ha pasao cosas. A veces pensamos que sólo nosotras hemos
tenío una mala vida. Ahora, desde que voy a la gimnasia y veo a las
mujeres del grupo pues nos saludamos por la calle. Antes, aunque
nos conociéramos no teníamos ningún trato” (Remedios).
“Es que hablar de estas cosas es mu bueno. Pienso en que cuando
yo era chica…, si no me acuerdo de na. Esto es una terapia. Te hace
pensar y recuerdas cosas. Hay cosas que no te vienen…, pero es mu
bueno. Ahora, después de pasar por este taller, tengo una convivencia mejor con mis compañeras, porque conocemos muchas cosas…
Con algunas salgo a caminar, con Antoñita, por ejemplo, hablamos
mucho...” (Isabel).
“Pienso que la mayoría hemos vivío las mismas historias. ¡Aquella era una vida…! Llevo cuarenta años en La Barca y yo no me
creía que pasaban esas cosas que se han oído en el grupo… Creo que
no son cosas pa cotillear. Se ha hablao de la realidad, de la vida de
cada cual, no de la vida de los demás, eso sí es ser cotillas. Yo no me
avergüenzo de na de lo que me ha pasao en la vida, por eso he contao
tantas cosas, cosas mu gordas” (Pepita).
Como Pilar, Cuqui compara el antes y el después de La Barca. Ella participa activamente en la vida social del pueblo y reconoce los beneficios que
ha aportado a las mujeres el cambio de los últimos veinte años.
“En los primeros años de casarnos nosotros era imposible echarse
la mano por alto, agarrarse…, pero en un año ya cambió. Yo voy
por el pan y me meto en el bar a tomarme un café y eso antes no se
hacía (…) Ya llevamos doce años haciendo cosas en el pueblo. Antes
pocas cosas se hacían: hacíamos croché, o cosíamos, cada cual en
286
TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
su casa. Ahora voy a la gimnasia, a las reuniones, a la asociación de
agricultores y viajo a toas las reuniones que hacen en toa Andalucía.
El otro día en el Hotel Guadalete estuve en un cursillo. A La Manga..., en fin, en muchos sitios. Eso nos beneficia mucho, porque no
estamos pendientes de los dolores y de las pequeñas cosas; si no, es
que te quedabas en casa y a quejarte de to. Algunas que se quedan en
casa se ven más viejas, más estropeás… Cuando sales, te arreglas,
te pones guapa, te mantienes más joven. Andar, por ejemplo, es un
sacrificio, y no to el mundo está dispuesta” (Cuqui).
Pepa ya vive sola con su marido. Ambos han estado y están muy unidos
y gozan de esta etapa de la vida en la que por primera vez pueden dedicarse
a ellos.
“Yo empecé a ir a las cosas del pueblo desde que me jubilé, cuando mis hijos ya estaban casaos. Mi niña última se casó hace seis años
y luego fue cuando yo empecé a ir a la gimnasia, a la escuela de
adultos… Antes, na de na… mis hijos, mi casa… He cuidao también
de mis nietos. A los de mi hijo los tuve tres años, porque él tuvo problemas y teníamos que ayudarle nosotros” (Pepa P.).
Pepa es consciente del cambio que dio la vida, sobre todo a partir de los
años ochenta. Ese cambio lo ha observado al comparar la juventud de sus
hijas y la suya propia.
“Mis hijas han vivío la juventud mu bien, porque era otra época.
Cuando comparo…, me acuerdo de mi padre, que era mu raro y no
nos dejaba que saliéramos ni na. Fíjate, con mis dos hermanas últimas ya fue diferente: salían y entraban con el novio en la moto, ya
habían cambiao las cosas. Luego, mis hijas tenían siempre problemas con mi suegra que vivía con nosotros. A ella no le gustaba que
llevaran alguna ropa. Las chiquillas son buenas, trabajan bien y to
el mundo las quiere, pero se arreglaban y se iban por ahí. Yo hacía
como que la apoyaba a ella, pa no crear problemas y al final salían
como querían. A mi suegra le evitábamos los disgustos. La mujer decía que se llevaba mejor conmigo que con sus hijas. Nunca tuvimos
problemas viviendo juntas y la cuidé hasta el final” (Pepa P.).
287
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Se siente muy satisfecha, porque ellos han conseguido un bienestar material que les permite vivir con comodidad y disfrutar de las cosas que sus
padres no tuvieron. Como muchos jóvenes de La Barca han salido fuera a
trabajar y algunos se han casado y viven en otros lugares de España.
“Tos han ido a la escuela, pero no han tenío carrera. Una de ellas si
era mu lista. Mi niña, la que tiene treinta y ocho años, quería estudiar
azafata, pero además de que no podíamos pagarle una carrera, es que
esos estudios a mi me daban no se qué, eso de que se fuera volando
por ahí… ¡Qué miedo me daba! Algunos se han ido a Palma a trabajar. Nosotros hemos ido varias veces. Mi niña, la que tiene treinta
y dos años, conoció allí a su novio, que es de Granada y trabajan a
temporás en la hostelería. Ya llevan allí más de doce años, en Palma.
Mi Mari tiene una empresa de persianas en San José del Valle y está
mu bien…” (Pepa P.).
Encarna García es de las que ha disfrutado un tiempo de vida de pareja.
Aunque la muerte de su marido le dejó un hueco, ella llena sus horas con
muchas cosas que le gustan. Recuerda cómo era él y lo que ambos hicieron
para que sus hijos lograran aquellas cosas que ellos ni se atrevieron a soñar
para sí mismos.
“Con mi marío he vivío un periodo largo sin hijos. Estábamos relajaos, mu bien, porque nosotros siempre tuvimos una relación buena,
no cambió tanto cuando nos quedamos solos. Yo no me he quedao
nunca sin trabajo, siempre tengo cosas que hacer. Él no había estudiao, pero luchó mucho pa que estudiaran los hijos y que fueran los
primeros. Pero a los pobres nos cuesta mucho trabajo eso de que los
hijos estudien… Porque las becas solas son poca cosa, hay que poner
un poquito. Ellos no han sío malos estudiantes, pero tampoco los
mejores. Me quedé mu tranquila cuando acabaron, porque mi marío
era mu exigente y no los dejaba vivir…, mucha exigencia, y eso
tampoco es tan bueno, ¿no? Yo me siento satisfecha de haber educao
a unos hijos que son trabajadores y buenos, es lo mejor que he hecho
en mi vida. Me siento realizá con ellos. El varón es el que se fue
antes de casa y le costó mucho porque era el único varón. Se fue a
estudiar a Los Marianistas. Se llevaron a varios niños del colegio con
288
TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
beca y uno fue mi hijo. Era un chiquillo buenísimo, mu noble. En
quinto de bachiller se lo llevaron a Segovia, con una beca, pensando
que tenía vocación pa ser religioso, pero pronto se dio cuenta de que
no era ese su camino, que quería vivir en libertad. Luego estudió lo
que le gustó: Magisterio y Psicología, y se quedó en Madrid. Ha sío
siempre mu cariñoso y no falta ningún año en Navidad y esas fiestas
importantes. Me llama muchísimo y está pendiente de mí. A mis hijas las ayudamos también en lo que ellas quisieron hacer. La mayor
estuvo aquí, en una farmacia, y luego se fue a Canarias y sigue allí,
de Oficial de Primera. Se le da bien, aunque no estudió la carrera,
pero se aplicó y tiene mucha traza. Su hermana pequeña se fue con
ella a Canarias y allí siguen. Tengo otra que vive en Jerez. Son buenas hijas y trabajadoras” (Encarna García).
La mayor afición de Encarna es escribir poesía; algo que ha descubierto
tardíamente, porque como ella dice: “Antes lo que había era el trabajo del
campo y ya está”. Por eso valora muy positivamente que en los últimos
años haya tantas actividades en La Barca. Ella participa en muchas de estas actividades, pero la que más le ha gustado es el taller de poesía que se
hizo el año pasado. Allí aprendió y disfrutó del saber de la profesora y del
contacto con sus compañeras.
“Las actividades se han empezao hace poco tiempo, unos diez
años. Antes, la gente no iba ni a los bares, y era lo único que había
aquí. Ahora hay muchas actividades pa la gente mayor y también nos
pagan una comida en la feria. Las posibilidades de escribir no las he
tenío yo hasta ahora; escribo mis poemas y disfruto mucho con eso”
(Encarna García).
289
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
EL AMOR ES VIDA
Si el amor es vida
contigo quiero vivir,
porque vivir sin amor
es como vivir sin sentir.
Y si el amor da la fuerza
¡ay amor, quiero ser fuerte!
porque amor, si tú te alejas,
sé fuerza, que voy a perderte.
No te quisiera perder
porque fuerza es ilusión,
sería como quedarme
sin nada en el corazón.
Y sería tan deprimente,
que tan sólo de pensarlo,
el corazón se deprime,
sin ese amor esperado.
Vida es vida con amor,
amor y fuerza es vida,
muy dentro del corazón,
las dos deben ir unidas.
Encarna García
290
TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
Antoñita afirma con rotundidad que lo mejor que ha hecho en su vida ha
sido tener a sus hijos y criarlos. A cambio, ellos y sus nietos le devuelven
con creces su dedicación. Pero no puede dejar de hablar de su gran preocupación; del largo proceso que ha tenido que pasar para ayudar a salir a
su hijo de una dependencia que le estaba matando. Por suerte la situación
está superada, gracias al esfuerzo que él mismo ha tenido que hacer y a su
apoyo incondicional.
“Lo mejor de mi vida ha sío tener a mis hijos. Me siento querida por ellos, y por mis nietos… Y eso que con ellos ha habido sus
problemillas, unos más grandes que otros. Lo que más me ha hecho
sufrir es el problema de mi hijo. Cuando tenía catorce o quince años
empezó con la droga. Yo meneaba los papeles, iba a buscar abogados
de oficio, que no hacían na…, y to eso yo sola, sin dinero… Ahora
esas cosas…, tienes información, pero antes, no te enterabas de na
hasta que estabas en el juicio. De eso hace ya mucho tiempo, porque ahora él está recuperao y llevando una vida totalmente normal”
(Antoñita).
Por este y otros problemas familiares, Antoñita no ha tenido una madurez
serena. Demasiados contratiempos y mucha soledad que ella relata así.
“(…) En esos años lo pasé mu mal: mi padre alcohólico, mi
marío con la silla de ruedas… Total que con cincuenta años tenía
ese panorama. Y ya llevaba yo unos cuantos años con lo de mi hijo.
Las muertes de mis padres ha sío el no va más, pero lo de mi hijo
ha sío mu duro, no se lo deseo a nadie..., y sin ayuda. Pero sigo
pensando que, a pesar de todo, tener a mis hijos es lo mejor de mi
vida” (Antoñita).
Pero la gran alegría de esta mujer son sus nietos. Con ellos ha aprendido a expresar sentimientos, a escuchar sus preocupaciones adolescentes, a
estar cerca cuando lo necesitan.
“A mis nietos los quiero muchísimo y ellos están loquitos conmigo. Yo con ellos lo paso mu bien y juegan mucho conmigo; se me
quita to cuando estoy con ellos, y los grandes me cuentan muchas
cosas…, sus preocupaciones, en fin, que tienen confianza y yo les
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
ayudo en lo que puedo. (…) Con el tiempo he aprendío a decirles
que los quiero, porque antes no se decían esas cosas. Con mis hijos
era diferente…, no tenía tiempo. Me levantaba a las cinco de la mañana y hasta las doce de la noche: cosiendo, pintando…, no podía
hacer otra cosa” (Antoñita).
A pesar de los avatares de su vida, Remedios, ha llegado a la madurez
sin perder la capacidad para ilusionarse y disfrutar de las pequeñas cosas:
ha descubierto el valor y el apoyo de las amigas, los viajes, o los talleres
del Ayuntamiento.
“Antes no he tenío amigas, porque estaba con mis niños y las
obligaciones. Ahora me junto con unas cuantas y salimos bastante.
Hoy, por ejemplo, hemos comío juntas. Algunas son más amigas que
otras. Encarna es con la que mejor me llevo. Mi prima Anita que
está mu mayor ya no viene… Con ella también me llevaba bien”
(Remedios).
La convivencia con los nietos y la implicación en la vida de sus hijos la
ha mantenido activa y en contacto con un mundo que a veces resulta difícil de comprender. Así relata cómo sigue el proceso de recuperación de su
hijo y los descubrimientos que ha hecho en contacto con otra religión.
“Yo he tenío que cambiar a la fuerza, porque vivo con mis nietos.
Desde luego los chiquillos son mu respetuosos y obedientes, porque
son de los Testigos de Jehová. Yo empecé a ir a las reuniones de los
Testigos porque mi hijo empezó a tener problemas, como su padre.
En los Testigos de Jehová ha cambiao como de la noche al día. Va
bien arreglao, tiene más respeto por to. Ahí la gente se lleva bien. No
hay maldad, nadie habla de nadie. Hay mucha hermandad, mucha
amistad, se apoyan unos en otros. Así que yo seguí y luego empezó
a ir mi hija y los niños. Los niños respetan mucho a los mayores, no
como otros que yo veo por ahí que hablan mal a los abuelos y los
padres. Mis niños no van a las discotecas, no se emborrachan, hacen
fiestas, pero no se emborrachan, ni botellones, ni eso. Hacemos muchas fiestas y lo pasamos bomba. Juntos, niños, jóvenes y mayores.
No se dicen palabrotas. Una cosa mu bonita. Yo no me he bautizao,
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TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
ni predico ni na. Hacen unas reuniones preciosas, y me encantan. No
tienen por qué hablar siempre de Dios, sino de las relaciones entre la
gente, entre la familia…, que nos ayudemos…, to eso. La gente no
sabe lo que es. Yo no me he comprometío más, pero sí voy a las reuniones. Mi hijo predica y se siente mu bien, se pone su traje, su corbatita y cómo predica, yo no me lo podía creer…Tiene su tratamiento y a él le ayuda mucho to eso, ha cambiao mucho” (Remedios).
Además ejerce de abuela, porque sus hijas se dedican a coser y necesitan
ayuda.
“Cuando mis hijas se casaron yo me quedé tranquilita. Les ayudaba porque ellas estaban trabajando y tenían sus niños. Yo les lavaba, les planchaba la ropa, les recogía a los niños. Cuando acabé
la crianza mía empecé con la de mis nietos. Casi los he criao yo. Al
principio, en el patio de mi casa, mi hija se hizo la casita y el taller de
costura. Las dos cosen pa la calle y se ganan la vida de esa manera”
(Remedios).
Antonia, una mujer que siempre cuidó de sus hermanos y de todo aquel
que la necesitaba, sigue siendo una “madraza”, preocupada por la salud
y el bienestar de su hijos, ya mayores. Reconoce que ha sido demasiado
responsable de todo y tiene que hacer verdaderos esfuerzos para no quedarse encerrada, para no ser una mujer amargada. Por eso procura ocupar
su tiempo en todo lo que le apetece. Eso, además de darle satisfacciones, le
distrae de esa tendencia suya a preocuparse excesivamente de las cosas.
“Ahora estoy bien, pero tengo la enfermedad de mi marío, mis
hijos tampoco están bien de salud…, me preocupan mucho esas cosas. Mi hijo mayor es taxista, tiene tres coches y le va mu bien, gana
mucho; aunque no para, pero… Y el otro, que está solo..., viaja to el
rato; ahora está en Marruecos, está haciendo un recorrido en moto…,
yo sufro por esas cosas. Ayer pensé en no ir al cine porque tenía un
mal día…, pero esta mañana digo: que me voy… Es que si no, no
voy a ningún sitio. Yo no me he puesto un traje de gitana nunca. He
ido algunas veces a Jerez a la feria y no me lo compro… Siempre
tengo algo pa no comprarlo” (Antonia).
293
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Por suerte, tiene la capacidad para ver las cosas positivas, ha ganado con
la edad: tiempo libre y actividades lúdicas, nuevas amistades, viajes con su
marido. Además valora de manera especial el poder administrar su propio
dinero. Ahora, por primera vez, se siente independiente, con capacidad
para decidir y darse pequeños gustos.
“Mi marío ha sío siempre mu severo y a raíz de que estuvieron
sus padres aquí él es más comprensivo con to. Yo muchas veces le
digo: mira, que las mujeres van a este sitio o al otro y él me anima a
que salga y vaya con ellas. Voy a la gimnasia, al cine a Jerez, a una
comida de las asociaciones, a to. Eso sí, la comida se la dejo prepará
y él la calienta. Luego, no le gusta ir solo a ningún sitio, así que me
pide que lo acompañe y yo voy con mucho gusto. Luego, en otras
cosas igual, hemos mejorao. Ahora ya disponemos de una pensión,
cada uno tiene la suya. Hemos pasao apuros y trabajo… Él antes
tenía que saber lo que se compraba, lo que se gastaba, había que estar aclimatá a lo que él decía…., pero yo ahora tengo mi dinero, mi
cuenta y puedo comprar lo que se necesita sin pedirle permiso, eso
es mu bonito…” (Antonia).
Ana se considera una mujer feliz porque ha conseguido tener una vida
tranquila y sin preocupaciones importantes, sobre todo a partir de cierta
edad, que ella sitúa en los cincuenta. Se muestra orgullosa de la educación
que ha dado a sus hijas y mantiene con ellas una buena comunicación muy
provechosa, para ambas partes.
“A partir de los cincuenta años más o menos, nosotros ya empezamos a estar bien. Mi marío ganaba más, las niñas en el colegio…,
en fin, que ya era otra cosa. Gracias a Dios he tenío unos niñas mu
buenas. No he tenío problemas con ellas y me siento mu satisfecha.
Mis hijas han estudiao lo que han querío. Pero eso sí, yo tenía claro
que no había que perder el tiempo. Yo les decía: Que no quiero a
gente paseando libros; la que no quiera estudiar que lo diga y se
va a servir, porque a mi no me ha pasao na por estar en una casa
trabajando. A la mayor no le gustaba el colegio y al final se sacó el
Graduado Escolar en la escuela de adultos. Las otras se han pasao la
vida estudiando; una de ellas le costaba, pero ponía codos y sacaba
294
TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
las cosas, con mucho trabajo. La Ana Mari, la hija de Pepa, estudió
Derecho, pues esa, con un repaso, se lo sabía to, sin embargo, la mía
necesitaba más, pero tenía mucha voluntad y se pasaba toa la noche
estudiando. (…) Yo he aprendío mucho de mis hijas, hablo mucho
con ellas, me cuentan cosas de sus trabajos y de to lo que quieren…,
yo les aconsejo en lo que puedo, pero es que ellas saben más de muchas cosas. Se preocupan por mí y no quieren que me inrrite por na,
que no sufra…, que si la paga llega, que si no llega…, ellas preguntan y se preocupan…” (Ana).
Ana participa en muchas actividades en el pueblo, pero lo que más valora es haber podido ir a la escuela de adultos y aprender a leer: uno de sus
sueños, que en parte ha cumplido. Sin embargo, ella se atreve a nombrar
otros deseos más o menos íntimos, quizás nunca expresados en voz alta.
“Ahora he ido a la escuela de adultos, pero era una analfabeta.
Mis hijas me explican muchas cosas que yo no entiendo; eso es un
orgullo pa mi. Lo que me queda pendiente es el carné de conducir;
me hubiera encantao, hasta he soñao con eso, que voy conduciendo
y que aparco… Y estudiar Historia, eso si yo hubiera nacío en otros
tiempos sí que lo haría…” (Ana).
Encarnación recuerda lo que ha tenido que luchar para educar a sus hijos
prácticamente sola, ya que tenía que ejercer una doble autoridad: la materna y la paterna. La mujer lo tiene claro: su papel ha sido fundamental y
se siente orgullosa del resultado. Sus hijos han conseguido tener su propia
vida, buenos trabajos y sobre todo, algo que a ella le preocupaba: no han
caído en el vicio de su padre.
“Mira, de mayor mu bien, pero he tenío que cuidar de mi marío,
que estuvo malo mucho tiempo; también tenía la preocupación de
mis padres mayores... Así que las satisfacciones que yo he tenío han
sío el nacimiento de mis hijos, que fue una cosa mu grande, que me
hacían caso en los estudios, y luego, verlos casaos, to eso era mucha
satisfacción. Son las mejores cosas que me han pasao en la vida. De
pequeños han visto muchas cosas, como el mal trato de su padre.
Algunas veces ellos también recibían sin motivo, pero hasta el día de
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
hoy ninguna ha tenío ese vicio, no han salío como su padre, porque
han tenío una madre que ha luchao por ellos… Reconozco que he sío
una madre dura, porque, ¡cómo iban a salir adelante, con lo que teníamos en casa! Los que han estudiao han tenío su beca. Los que no
servían me los traía y se ponían a trabajar. Una de las chicas estudió
Magisterio y ahora está colocá en Hacienda. Tengo otro que se fue
a Barcelona y se colocó en una carpintería, que era su oficio. Luego
se fue haciendo su taller, y ahora tiene una fábrica y una tienda de
muebles grandísima. Otro de los chicos era mu trabajador, aunque
le costaba mucho sacar los exámenes. Al final, después de mucho
luchar, se colocó en un laboratorio farmacéutico en Cataluña. Sabe
muchísimo de eso, aunque no haya hecho carrera, es mu listo. Otro
se hizo cocinero y ha estao mucho tiempo en Madrid, ha sío un gran
cocinero, en sitios mu buenos. Ahora está en los ancianos de Jerez,
se ha vuelto después de muchos años a vivir aquí. Este hijo es el que
está más cerca” (Encarnación).
En los últimos años, y gracias al bienestar que disfrutan sus hijos, Encarnación está más despreocupada. Por eso procura divertirse y participar en
las actividades que organiza el Ayuntamiento: asiste a los talleres de trabajos manuales, hace gimnasia, viaja…, y vive el día a día, con los achaques
propios de la edad, pero activamente y con mucho positivismo.
“Hace poco estuve de vacaciones, bailando, pasándolo bien…, y
al otro día me dio un infarto. Del infarto me han dao el alta, claro que
me tengo que cuidar, pero yo no me considero una mujer amargá,
más bien soy positiva. Disfruto to lo que puedo: planto mis flores,
salgo con unas y con otras, me voy a Jerez de compras… Ahora me
voy a Torremolinos, luego a Barcelona y luego quiero irme a Canarias…” (Encarnación).
María Álvarez tiene aún un hijo de veintiocho años en la casa. Comenta
el cambio que supuso para ella convivir todo el día con su marido, cuando
éste se jubiló. Y es que lo habitual es que, durante años, la casa sea el reino
de las mujeres; al jubilarse el hombre pueden darse ciertos roces que hacen
que la convivencia sea conflictiva, al menos hasta que ambos se vuelven
a acoplar.
296
TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
“De más joven me sentía querida, me llevaba bien con mi marío,
pero de mayor…, desde que se quedó en casa, empezamos a discutir
por tonterías: que si este mueble tiene que estar aquí, y yo que allí…,
esas cosas, na de importancia, pero que cuesta un poco llevarlo al
principio, porque convivir toas las horas del día no es fácil pa nadie”
(María Álvarez).
A pesar de todo María se siente satisfecha y joven de espíritu. Aunque
ya está jubilada continúa buscándose actividades y participando políticamente, asistiendo a talleres, gimnasia, viajes… Como mujer progresista, se
siente de izquierdas y muy comprometida con todo lo que beneficie a las
clases trabajadoras.
“Yo voy a tos los sitios. Me muevo mucho en el pueblo, en las
asociaciones… El viernes voy a un curso de cocina, a gimnasia también voy. Estoy en la comisión para la segregación de La Barca, en
toas las movidas…, me gusta, porque yo me siento una mujer de
izquierdas y me gusta comprometerme en to lo que puedo. Cuando
votamos para la segregación ahí estaba yo, porque es como una casa
que cuando los hijos se hacen grandes hay que dejarlos independientes; que yo creo que La Barca ya está prepará pa tirar sola p´alante.
Ya tenemos muchos habitantes y no deberíamos depender más de
Jerez. Aunque vayamos a comprar, o a otras cosas, pero por lo menos
que nuestros impuestos sirvan pa arreglar nuestro pueblo. Que a los
ayuntamientos viene un dinero y luego a las pedanías no llega lo que
necesitamos. Claro que a Jerez no le interesa, porque pierde votos y
pierde dinero” (María Álvarez).
Pero como la mayoría de sus compañeras, María no puede dejar de hablar de sus hijos, de la mayor obra que ella ha realizado.
“Yo estoy mu contenta con mis hijos. Mi hijo mayor, por ejemplo, desde que vivíamos en Cataluña, era un chaval mu formalito y
aplicao. Se sentaba con el padre delante de la tele a ver el telediario.
Empezó a leer mu pequeño y leía muchísimo. Cuando llegó aquí,
la gente se pensaba que había estao en un colegio privado, porque
estaba mu adelantao. Hizo el Cou en Arcos y luego en Puerto Real
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
estudió tres años de Química, pero no acabó la carrera. Hizo oposiciones y se quedó en el INEM de funcionario. Tiene un trabajo que
ayuda a las personas, escucha a la gente. Me siento orgullosa de el.
Mi hija ya está casá y también es una niña mu educaíta. To el mundo
dice de ella que es mu educá. El pequeño tiene veintiocho años y está
en casa todavía. Ese ya es de otra generación, de otra manera; habla
mu mal, como los jóvenes de ahora, yo le recrimino, pero él dice:
Mamá que yo estoy en Andalucía, pero yo le digo que aunque se viva
en Andalucía hay que hablar bien. Ahora, que to el mundo lo quiere,
no son niños esaboríos, ni na, ninguno de ellos” (María Álvarez).
Encarna se muestra satisfecha con su papel de abuela. A pesar de haber
perdido a su marido puede disfrutar de una vida plena y eso gracias a la
relación que tiene con sus hijos y con sus nietas, a las que adora.
“Mis hijos mayores han hecho bachiller, no han ido a la Universidad, pero tienen oficio. Las hijas cosen en un taller en La Granja y
el hijo está en una fábrica de muebles. Tengo otro en Castellón y lo
echo muchos de menos. Mis hijas han trabajao después de casarse,
pero es que yo me he quedao con los niños. Luego, ya cuando he
sío más mayor me ocupo sólo de la comida y ellas hacen las demás
cosas. (…) Estoy loquita con mis nietas. Las dos mayores las he
criao yo. Una está estudiando en Cáceres y otra, la que está en Cádiz
estudia Medicina y acaba ya el año que viene. Me tiene loca, es mu
buena estudiante. Ahora se va a Méjico a hacer prácticas. Yo quiero
mucho a mis hijos y a mis hijas, pero a mis nietos los quiero más.
Disfruto de verlas estudiando y estoy loquita con ellas. Es que una
tiene más tiempo de estar a la vera de ellas, de mirarlas, hablar...”
(Encarna B.).
Pero también en estos años, las mujeres han tenido que asumir el cuidado de sus mayores y han sufrido algunas pérdidas. Varias de nuestras protagonistas han perdido sus seres más queridos: un hijo, una hermana, los
padres… Estas experiencias han ido dejando una huella, vacíos que cada
una ha tratado de superar a su manera.
Luego, una vez superado el luto, ellas han tenido la fuerza y la ilusión
suficiente como para embarcarse en nuevas experiencias, como las acti298
TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
vidades físicas, artísticas, los viajes, y lo más extraordinario: han querido
aprender a leer y a escribir, recuperar la asignatura pendiente de una infancia sin escuela.
Encarna se quedó viuda bastante joven, (en otro apartado relata su experiencia) pero además ha sufrido otras pérdidas que le han dejado mucha
huella.
“El primero que se murió fue mi suegro, después mi madre y yo
tenía mucho calor con mi madre, además me quedé al cuidao de mi
padre cuando murió ella. Al año se murió mi hermana con 42 años
y dejó una niña de cuarenta días y ocho criaturas más. Yo les ayudé
mucho y sobre todo a la pequeña la saqué adelante, les lavaba la
ropa. Cada vez que iba allí lloraba, con el cuadro que había. Nosotras nos habíamos criao juntas y estábamos mu unías. Luego, al
poco tiempo fue mi padre, y después otro hermano varón. He tenío
muchas muertes, muchas” (Encarna B.).
Además del dolor de las muertes, el luto implicaba para las mujeres,
una especie de encierro, una retirada de la vida publica, hasta que pasaba
un tiempo prudencial. Se vestían de negro de pies a cabeza y esperaban…
Mientras, los años iban dejando su huella en ellas, hasta que un día se daban cuenta que ya no eran tan jóvenes.
Encarna y Remedios lo explican de esta forma:
“Cuando se murió mi suegra me puse el luto como si fuera mi
madre: vestido negro, medias, un año por lo menos. Luego con mi
madre también velo en la cabeza, pero un velo grande, con mi padre
uno más pequeño. Mi suegra decía: Se te junta un luto con otro.
Cuando me quitaba la ropa negra enseguía se moría otro. Ahora los
lutos son más livianos” (Encarna B.).
“Cuando yo tenía dieciocho años murió mi madre; luego, con treinta mi marío, después mi padre, mi hijo, mi suegro, algunos cuñaos…
Entonces eran los lutos mu rigurosos. Por mi madre estuve tres años,
por mi marío mucho tiempo, no sé cuanto. Me puse pañuelo negro,
sí. Hasta en la casa me lo dejaba puesto Toa mi juventud he estao de
negro. Por eso ahora prefiero ropa de color” (Remedios).
299
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Encarnación vivió una cruel casualidad: la muerte de su madre diez días
antes de la boda de su hija, así que tuvo que resolver un duro dilema: asistir
a la boda o no. Ella lo explica de este modo:
“El día de la boda de una hija mía acabábamos de enterrar a mi
madre, pocos días antes, pero ¡qué iba a hacer!, ¿iba a dejar a mi hija
sola ese día? Además había venío mucha gente de la otra familia de
fuera y ya no se podía hacer na. Yo estaba dividida ese día: entre mi
madre y mi hija, pero ella me dijo: Mamá, hazlo por mí, por ella ya
has hecho mucho, ahora me toca a mí. La verdad es que contenta
no estuve en la boda; era una alegría, porque era mi hija más chica,
pero…” (Encarnación).
La mayoría de nuestras protagonistas han ocupado un tiempo de su vida
adulta en el cuidado de sus mayores. Algunas, dentro de la propia casa, introduciendo arreglos para hacerla más adecuada. Por eso algunas no comprenden que la gente busque excusas para no tenerlos.
Lo que nos relatan Pilar, Antonia y Caqui, ilustra la opinión mayoritaria
en el grupo: a los mayores hay que devolverles lo que ellos hicieron por
nosotros.
“A mis padres los cuidamos nosotras, entre todas las hermanas.
Antes no tenía la casa así de grande, sólo una salita, un cuarto cocina y una habitación pa nosotros. Pero arreglé la casa pa que ellos
tuvieran su cuarto. Pero antes de hacer los arreglos yo ponía a mis
niños en un sofá cama, pa que ellos pudieran tener su habitación. Por
eso, cuando ahora dicen que no tienen sitio pa los padres, digo yo: si
quieres…, puedes tenerlos” (Pilar).
Antonia ha tenido una serie de obligaciones que la han mantenido dentro
de la casa hasta hace poco tiempo. Después de la crianza de los hijos, vino
el cuidado de su padre y de sus suegros, hasta que murieron. Fueron años
de sacrificio, pero ella no se queja, porque considera que es así como se
debe hacer.
300
TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
“Antes era otra cosa. Nosotros pensamos con tiempo que había
que hacer una habitación, pa cuando mis suegros nos necesitaran.
Al principio íbamos a buscar la ropa pa lavarla y le hacía la comida
mi hija, pero ya tuvimos que traerlos aquí, porque mi suegra cada
vez estaba peor y él no podía. Cinco años estuvieron aquí totalmente
incapacitados. Mu mayores: mi suegra con Parkinson, él había tenío
un infarto. Mi suegra, tres años en la cama. Siempre nos habíamos
llevao bien… Como viví con ella cuando me casé… Después, mi
padre también estuvo un año en mi casa antes de morirse. Cuando se
puso viejo y necesitaba cuidao me lo traje. Mi hermana tenía muchos
niños chicos y embarazá que estaba, no podía cuidarlos, así que me
lo mandó aquí. Se murió en mi casa... Ya te digo, yo he ido poco a la
calle, con los niños y los abuelos pa cuidar…” (Antonia).
Cuqui ha sido la cuidadora de su madre, que murió con noventa y tres
años. Pero en lugar de quejarse de los años ocupados en esa tarea, habla
de ello con nostalgia, porque ella veía a su madre como alguien muy especial.
“A mí nunca me pesó mi madre, ni me quejé por tener que cuidarla, hasta los 93 años que murió de una embolia. Yo ese día le tenía
preparao to pa arreglarle el pelo en la peluquería y de pronto me la
encontré mu mal, empapaíta de sudor…, nos la llevamos al hospital
y ya no se recuperó. Nosotras hemos querío mucho a mi madre y mis
hermanos también. Ella era especial, me acuerdo de ella cada día. Se
llevaba bien con los yernos, porque pa ella to estaba bien. Ponía paz
entre las hermanas. Allanaba el camino” (Cuqui).
301
TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
2. La viudedad:
una soledad no buscada
Ellos habían soñado con poder vivir solos alguna vez; con tener una
vejez relajada, sin otro quehacer que cuidarse el uno del otro. Muchas
veces recordaban los años primeros de casados. Tenían tantas ganas de
estar solos, de vivir su propia luna de miel…, eran tan felices cuando tenían ratitos de intimidad. No es que estuvieran mal con los padres, pero
no es lo mismo. Siempre se había escuchado a los viejos aquello de que
“el casado casa quiere”, por algo sería, pensaban ellos. Los niños vinieron enseguida y había trabajo, mucho trabajo, en la casa, en la parcela...
Eran otros tiempos, nadie pensaba en la diversión, en salir a ningún sitio.
Cuando llegaba la feria se disfrutaba, porque era lo único que había. La
vida era así, obligaciones y obligaciones… Por eso la enfermedad de él fue
una mala faena. Habían empezado a viajar con los grupos de pensionista;
hacían excursiones a muchos sitios, pero de pronto todo se torció. Muchas
veces le decía: “Encarna, nos vamos a ir una temporaíta a Ronda, a ver
si allí me pongo mejorcito”. Pero no pudo ser. En diciembre hicieron un
viaje precioso a Córdoba y en enero él se marchó para siempre, dejando un
vacío tremendo en aquella casa y en la vida de la mujer con la que compartió tantas cosas.
303
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Encarna nunca había sentido esa soledad. Se vistió de negro y no quería
salir a la calle; era como estar muerta; había perdido al hombre de su vida
y aunque sus hijos estaban ahí, no podían suplir su presencia; lo necesitaba
para seguir. Se daba cuenta de que tenía mucho tiempo por delante; era una
mujer joven; con cincuenta y tantos aún se pueden hacer tantas cosas…
Después supo que nadie se muere de pena, que se puede salir adelante y
recuperar ilusión por las cosas…, pero le costó unos años de lágrimas y
soledad. Ahora, Encarna es una mujer mayor, pero, a pesar de los achaques
propios de la edad, se siente con ganas de hacer cosas, de aprender, de salir
con las amigas, de recuperar el tiempo perdido. A veces piensa que él, allá
donde esté, la mira y se alegra de que esté disfrutando de las cosas que
hubieran querido hacer juntos.
304
TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
La vida de Encarna, hasta la madurez, había transcurrido como un río
transparente y tranquilo. Tuvo unos padres cariñosos, disfrutó de una juventud sin grandes preocupaciones y se casó con el hombre del que estaba
enamorada. Por eso, al hacer un recorrido por toda su trayectoria vital, es
la muerte de su marido lo que aparece como su peor experiencia.
Su relato nos introduce en uno de los acontecimientos que marcan la
vida de las mujeres adultas: las pérdidas de los seres queridos. Principalmente la muerte del marido es una vivencia de una gran carga emocional.
Además, al quedarse solas, ellas tienen que resituarse, ajustar su vida a una
situación no buscada, pero que poco a poco van asumiendo y superando.
Veamos cómo tampoco en este aspecto hay una total coincidencia entre
nuestras protagonistas:
“Lo más duro de mi vida ha sío la muerte de mi marío. Cada vez
que veo a matrimonios mayores me da mucha envidia, porque es lo
que nosotros hubiéramos querío: estar juntos hasta el final. Yo he
estao doce años vestía de negro, con manga larga, con medias. He
tardao mucho en recuperarme, pero era porque yo no me sentía bien
pa ponerme de color. Yo me encontraba bien así. Tenía cincuenta y
cinco años y estaba echa una vieja, con el negro. Vivía con mis hijas
y las nietas, que eran chiquitas, pero me sentí mu sola, con mucha
pena. No salía a la calle, no podía salir, me liaba a llorar…, estuve
mu mala, fatal, no salía de mi casa. A mi me echaban un café o un
refresco en algún sitio y no me lo tomaba” (Encarna B.).
Como vemos, Encarna ha sufrido esa pérdida, pero se nos muestra como
una mujer realista y positiva, que afronta el futuro serenamente y saca de
la vida lo mejor que ésta le ofrece.
“(…) Luego te das cuenta que to se pasa, que no te mueres, pero
he pasao mucho… Ahora ya salgo por ahí y me doy cuenta que hay
gente que está peor que yo…, no quiero estar quieta. Por la mañana
me levanto y arreglo las flores, el patio, y el almuerzo lo hago yo. Le
pido a Dios ver a mis nietas con sus carreras, trabajando en lo que
han estudiao” (Encarna B.).
305
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Una historia muy diferente es la de Encarnación. Y es que al volver la
vista a los años de convivencia de este matrimonio no podemos más que
comprender cómo se sintió esta mujer cuidando a un marido enfermo, un
hombre que le había dado mala vida a ella y a sus hijos. Como en otros momentos de su relato, las palabras de la mujer están cargadas de emociones
que transmite a todo el grupo. En momentos sale toda la rabia acumulada
a lo largo de una vida, pero luego aparecen las lágrimas, el dolor sale en
forma de llanto balsámico y reparador.
“Hace cinco años que murió. Siempre he tenío problemas con
él, pero cuando se puso malo ya no podía seguir siendo el “manda
más”. Yo tenía sesenta años y me compré un baquero y le dije: Tú
mírame, mírame bien, que de aquí pa´trás tú has llevao los pantalones, pero de aquí pa´lante los voy a llevar yo. Ya no me riñes más,
ya no me pegas más, ya no te metes más conmigo…, mira, me hago
un traje gitana y me voy a la feria de Jerez y tú no te metes más conmigo. Mientras ha estao enfermo yo lo he arreglao, le he puesto de
comer, le he puesto su ropa, pero a partir de entonces, él no ha podio
conmigo. Era mu trabajador y mu bueno, pero a mis niños los he
educao yo. Estuve mucho tiempo cuidándolo, pero al final tuve que
coger a una mujer pa que me ayudara, al final yo estaba mu mal, mu
mal. Mira si estaría mal que un día, cuando ya estaba mu malo, ya le
dije: no puedo más, no puedo más, voy a coger una botella de lejía
y… El me dijo: no lo hagas, no lo hagas…” (Encarnación).
Y luego llegó la muerte y la necesidad de perdonar, de dejar cerrada una
herida profunda y que quizás ha dejado una cicatriz demasiado honda.
“Murió con setenta años y lo perdoné. Le perdoné el mal que me
había hecho, a mí y a mis hijos, porque él lo que tenía era del vino.
El día que se murió me puse como las locas y no permití que nadie
le hiciera na. Yo lo arreglé y hasta que se lo llevaron estuve allí, haciendo to lo que había que hacerle. Ese consuelo lo tengo, porque si
lo hubiera dejao con mis hijas o mis yernos o eso, me hubiera quedao
a mí peor sabor de boca. Al año de morir empecé a reponerme y mis
hijos me han ayudao mucho en eso. Ellos me decían que saliera a la
306
TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
calle… Yo he respetao a mi marío, pero lo del luto, a mis hijas les
dije: Mirad, vosotras no hace falta que estéis ahora de negro, ya
hemos hecho lo que teníamos que hacer. Con la práctica de tanto
tiempo he aprendío” (Encarnación).
Por eso precisamente, Encarnación nunca ha pensado en volver a casarse. Prefiere vivir estos años de viudedad pasándolo bien, viajando, haciendo cosas que nunca tuvo oportunidad de hacer, pero de hombres no quiere
ni oír hablar.
“Yo no quiero más hombres. Me han salío, porque voy de viaje y
conozco a mucha gente, pero yo no he pensao nunca en tener otro
hombre. Una vez conocí a uno en un viaje y se sentó a mi vera en
el autobús, luego quería hacerse una foto conmigo. Nos la hicimos,
pero el otro día que me pidió la foto y el número de teléfono yo no se
la quise dar. Yo estoy bien así” (Encarnación).
Antes de hablar de la muerte de su marido, Isabel recuerda la época del
nido vacío, cuando se quedaron en casa sin los hijos. Reconoce que esos
años, aunque tranquilos fueron difíciles para ella, porque tuvieron que acoplarse a una nueva relación. Luego, una muerte muy poco esperada, algo
difícil de digerir, cuando ha existido respeto y compañerismo, lo más importante, según Isabel, para llevar una vida tranquila en el matrimonio.
“Mi marido estaba como un sol pero tenía la tensión alta y le dió
un infarto intestinal. No se había dao cuenta que le habían dao más
de una vez. En nueve días se fue. Él tenía sesenta y seis años y yo
cincuenta y siete. Nueve días en el hospital, operación y cuando salió
del quirófano el médico me dijo que no había más que hacer. Pasó
a la UVI y no podíamos entrar a verlo na más que un ratito. Eso fue
un palo mu grande Siempre tenía la completa seguridad de que él
me quería mucho a mí, fue un gran compañero, crió a sus hijos, me
ayudó mucho en todo. Yo me llevaba mu bien con él, tenía un pronto
que te daba dos voces, pero se le pasaba enseguía. Pero también te
puedo decir que yo no tenía un enamoramiento y una ceguera con mi
marío, que no. Lo he querío como un compañero, pero no enamorá.
307
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Es que yo cuando empecé a hablar con él era mu dura…, sería por la
vida que llevaba, no tenía ni ganas de novio. Ahora que yo con él he
llevao una vida tranquila, porque el que está mu enamorao no vive
tranquilo, eso pienso yo” (Isabel).
Y la soledad, Isabel la superó muy bien, gracias a la compañía de sus
hijas y la tarea cotidiana de cuidar de sus nietos.
“Tuve la gran suerte de que mi hija vivía allí en Palma y tenía una
habitación, una cocina y un salón. Pues le dije a mi hija que se vinieran al piso mío que era más grande y allí se metieron, y yo con ellos.
Por eso la soledad no la he sentío mucho. De noche, en la habitación,
se nota mucho al principio. Pero vaya, yo me juntaba con mis hijas y
he estao acompañá” (Isabel).
Pero lo que no podía imaginar Isabel era que otro hombre iba a llegar a
su vida y que tocaría su corazón con una fuerza desconocida para ella. Eso
ocurrió a los tres años de quedarse viuda y no hay duda de que le ayudó a
recuperar la ilusión por la vida. Al principio le costó mucho, sobre todo la
decisión de hablar con los hijos, pero superadas las primeras reacciones de
sorpresa y rechazo de la nueva situación, sobre todo por parte de sus hijas,
la pareja inició una vida en común.
“Ahora es cuando me he enterao de lo que es estar enamorá, pero
también he visto que to se pasa con el tiempo, que la convivencia es
otra cosa. A mi nueva pareja lo conocía yo desde que íbamos al colegio. A él no se le había olvidao eso y siempre lo refería. Cuando yo
me eché el primer novio él quiso arrimarse a mí. Yo le dije: déjame
tranquila..., nunca me había fijao en él. Luego, nos casamos los dos y
se olvidó del tema. Pero en cuanto me quedé viuda empezó a llamarme y a llamarme… Él había vivío solo unos años de viudedad, yo
nunca había tenío una pasión con nadie, ni he mirao a otro hombre,
ni na. Los hijos de él han visto que su padre se iba a recoger, así que
contentos. En cambio, a mis hijas, no les gustó que me viniera a vivir
con él a los tres años de quedarme viuda. Ahora ya soy su compañera. Es buena persona, somos mayores y estamos bien juntos57. Nos
acompañamos…” (Isabel).
308
TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
La experiencia de Remedios es muy diferente a la de su compañera. Ella
perdió a su marido cuando sólo tenía treinta años; así que la mayor parte
de su vida ha vivido sin él. En otro capítulo pudimos ver cómo tuvo que
sobrevivir y luchar para sacar adelante a sus ocho hijos. Por eso el dolor
de la pérdida seguramente pasó más desapercibido para ella: tenía mucho
que hacer, mucho por lo que luchar, no había tiempo para caer en la depresión.
“¿Qué cómo me quedé? Pues cómo me iba a quedar, destrozá. Su
muerte fue terrible, yo no quise ni acercarme a él, prefería recordarlo como era. Los niños eran pequeños, la mayor tenía once años,
así que no fue tan difícil pa ellos. La muerte de mi marío la estaba
esperando, porque él lo intentó otras veces. Fue mucho más duro lo
de mi hijo…, una nunca espera enterrar a un hijo. Cuando murió mi
marío estaba yo embarazá de este niño, así que no lo llegó a conocer.
La verdad es que la muerte de mi hijo es la que más me dolió y me
impresionó. Tardé mucho en recuperarme” (Remedios).
El cuidado de sus nietos fue una verdadera terapia para Remedios.
“(…) Yo tenía a mis nietos, que eran mu chicos y eso me distrajo
mucho, me cuidé de ellos y esa lucha me ayudó a soportar aquello.
La lucha me ayudó a superar lo de mi marío y lo de mi hijo… Ahora
la gente se deprime con cualquier cosa, pero yo no me deprimí nunca, he luchao pa salir adelante” (Remedios).
Remedios no pensó nunca en volver a casarse. Cuando se aborda este
tema, ella, con mucho sentido del humor, tiene una respuesta tajante, que
nos hace sonreír a todas.
“¡No permita Dios! Y no es porque no me haya salío, me han salío
pretendientes, pero yo no. Pa criar a mis hijos no quería otro hombre.
Es que yo era mu joven, tenía treinta años cuando él se murió y fíjate
que si me vuelvo a casar y vienen más hijos... Además…, pa muestra un botón… ¡No permita Dios! ¡Se acabaron los hombres pa mí!,
eso pensé y lo he cumplío. Era mu bueno, mu trabajador, como el
primero, pero el fin de semana se ponía a beber… Yo sentí mucho su
muerte, porque era el padre de mis hijos y lo quería, a pesar de cómo
era, y todavía me acuerdo mucho de él…” (Remedios).
309
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Encarna García confiesa que la muerte de su marido fue un cambio fundamental en su vida. Ni siquiera recuerda que los cincuenta años fueran
algo especial para ella. En esa época sus hijos ya habían volado y vivían
sus propias vidas, pero no sufrió por ello, al contrario: verlos independientes y felices le dio tranquilidad. Encarna no sintió especialmente ese “nido
vacío” del que hablan algunas personas; seguramente porque su marido
y ella estaban muy unidos y era la primera vez que podían vivir solos.
Quisieron disfrutar de ello y así lo hicieron durante un tiempo. Por eso, su
muerte, después de una penosa enfermedad, la dejó con una sensación de
soledad que quizás no llegue a superar del todo.
“Yo es que tengo lejos los cincuenta. En esa edad no recuerdo que
cambiara mi vida. Una vez que me he quedado sola sí he cambiao. Su
enfermedad fue una mala época. Estaba sola cuidándolo, la lucha era
mía, con la radioterapia y eso…, y no estuvo tan malo como otros.
Era diabético y los puntos de las operaciones se le iban. El médico
me decía que pa qué quería que viviera más, si iba a vivir mal. Hay
que evitar el sufrimiento. Él era un hombre guapísimo; a veces decía
que si hubiera nacío más tarde hubiera sío modelo…, mu guapo era.
Murió el 20 de febrero de 2004. Eso si es un cambio fundamental en
mi vida; eso es una película que la tienes ahí dándole vueltas… La
soledad no le gusta a nadie, vamos creo yo” (Encarna García).
Encarna encuentra excusas y motivaciones para ahuyentar esa soledad
y procura ser una mujer activa, positiva e independiente. De hecho, ella
misma reconoce que hasta el año pasado nunca había tenido oportunidad
de practicar una afición muy bonita que ha tenido siempre: escribir poesía.
De esa manera, Encarna transforma las horas de soledad en tiempo creativo y placentero.
“(…) y mira que me entretengo y leo, voy a las actividades del
Ayuntamiento, escribo…, y to eso, pero…, estoy sola. La gente me
decía: ahora te irás con tus hijas, o ellas contigo. Pero yo prefiero
ser independiente” (Encarna).
Este es otro de los poemas escritos por esta mujer, en el que expresa el
dolor por la ausencia de su marido.
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TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
¡AY AMOR, AMOR, AMOR!
¡Ay, amor, amor…!
Que te fuiste para siempre
Sin decirme ni un adiós.
No lo podía creer,
te imaginaba escondido,
te busqué por todas partes,
con el corazón en vilo,
pero ya no te encontré.
¡Ay, amor, amor…!
después de pasado el tiempo,
creí haberte encontrado,
ni reconocerte pude:
venías enmascarado.
¡Ay, amor, amor…!
¿dónde estará el verdadero?
si estás en algún lugar,
si aún te acuerdas de mí,
quiero que sepas que yo
no te he podido olvidar.
¡Me faltas para vivir!
Encarna García.
311
3.
TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
3. Tal como somos. Y
la vejez en el horizonte
Grandes amistades
Josefa se siente feliz el día que va a visitar a su madre al pueblo. Con sus
casi noventa años sigue siendo una mujer dicharachera y simpática, que
transmite optimismo y alegría allí donde esté. “Siempre ha sío así”, dice,
cuando la recuerda, joven, parándose por las calles con todas las mujeres
del pueblo y charlando animadamente con ellas. Ahora pasa la mayor parte de su tiempo en un centro de día y gracias a Dios está perfectamente, a
pesar de su edad. Cuando se despide de ella y vuelve a La Barca, Josefa
no puede evitar pensar en su propia vejez, en cómo le gustaría a ella vivir
esa etapa de la vida. Está claro que su carácter es muy diferente al de su
madre; nunca se ha considerado graciosa ni simpática, sino más bien triste
y pesimista.
A veces, cuando se siente un poco baja de moral, suele decir que se siente mayor y piensa en la muerte, aunque su marido, enfadado, le dice que
no tiene razón para ese pesimismo. Claro que el pequeño susto que tuvo
al cumplir los sesenta años le ha dejado sus secuelas. Fue una trombosis,
poca cosa, pero ella sabe bien que desde entonces tiene menos capacidad
para todo, se siente más limitada y no se atreve a hacer ciertas cosas que
antes le resultaban muy fáciles. Ya no se sube en la escalera para pintar
313
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
o limpiar las partes altas de la casa; tiene miedo de caerse, así que su día
transcurre lento y tranquilo: se levanta sobre las ocho y media o las nueve
de la mañana, limpia la casa, hace los mandaos y prepara el almuerzo.
Después, por la tarde, a esta mujer, silenciosa e introvertida, le gusta hacer
labores, sobre todo jerséis de punto. Antes, cuando sus niñas eran pequeñas nunca compraba prendas de abrigo, porque las hacía ella, pero ahora
dice que los jóvenes prefieren comprar su ropa. Pero lo que más ilusión le
hace, lo que de verdad le da alegría es cuidar de su nieto, un niño precioso,
con el que se muestra generosa en mimos y caprichos.
Cuando se encuentra con las amigas de la gimnasia suelen hablar de sus
males, de esas pequeñas secuelas que va dejando la edad en el cuerpo y en
el espíritu. La conversación y el ejercicio físico le ayudan a mantener el
ánimo y a aliviar dolores de la artrosis. Alguna vez hablan del futuro, de
qué harán cuando de verdad sean viejas y no puedan valerse por sí mismas.
A Josefa no le cabe la menor duda de que sus hijas van a cuidarla, porque
cuando estuvo ingresada por la trombosis no la dejaron ni un momento.
Pero ella sabe que la gente joven tiene otra vida, que el trabajo y las obligaciones con los niños no les dejan tiempo para ocuparse de los viejos.
“Antes era otra vida, había más unión y más tiempo”, suele decir, cuando
recuerda cómo ellas cuidaron de sus mayores. Por eso, porque asume que
la vida ha cambiado, ella confía en que de vieja podrá seguir en su casa,
con su marido, y si a caso, en un centro de día, cuando ya no le queden
fuerzas para hacer comidas. Mientras llega ese momento, quiere ser útil,
salir de viaje con su marido, reunirse con sus vecinas en la gimnasia y en
otras actividades que le resulten agradables, y sobre todo, ayudar a sus
hijas, porque ellas tienen mucho trabajo y la necesitan.
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TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
Iniciamos nuestra andadura con la vista puesta en el pasado, y acabamos
haciendo balance; intentando que las mujeres tengan una visión global de
su vida, que sean capaces de valorar el conjunto y sacar alguna enseñanza
de sus trayectorias. Pero esa mirada es una mirada que se hace desde la
madurez biológica, desde la última etapa de la vida; algunas son aún jóvenes, pero otras han llegado a la antesala de la vejez y reflexionan sobre
ese momento.
De la percepción que tienen las mujeres sobre las distintas etapas de sus
vidas, de lo que han aprendido y siguen aprendiendo, de cómo el trabajo
doméstico se ha simplificado con los avances técnicos…, de todo ello se
hablará en este capítulo. Pero también del futuro, del miedo a la enfermedad y a la incapacidad, de la necesidad de sentirse queridas y protegidas en
la vejez, pero a la vez independientes.
Josefa ha iniciado el capitulo. Su situación vital nos sirve de referencia
para escuchar las voces de las otras mujeres y comprobar que cada vida
es diferente; que a pesar de compartir un mismo contexto social, existe
eso que llamamos la individualidad: las hay optimistas y pesimistas;
algunas se confiesan satisfechas con lo realizado, otras sienten que les han
quedado asignaturas pendientes; pocas se atreven a hablar del amor y del
sexo, la mayoría prefieren guardar para ellas su vida íntima. En definitiva;
estamos ante un “patchwork”, un hermoso mosaico hecho de historias, de
pequeños retales de vida, con colores y texturas diferentes, pero todos de
igual valor.
Cuando invité a Isabel a recapitular y valorar cómo ha sido su vida, estas
fueron sus palabras:
“Yo he venío al mundo con una misión: criar a cuatro hermanos,
sacarlos a flote. Fíjate que cuando me quedé viuda y me junté con
Pepe, mi hermano pequeño me decía que no le gustaba que tuviese
un nuevo hombre. Él me decía: Es que tú eres como nuestra madre.
Pero claro, yo le decía: Pues sí, pero ahora es cuando yo puedo
empezar a vivir… (…) También quiero decirte que tener a mis hijos
y verlos crecer ha sío una cosa que me ha dao mucha satisfacción.
Con catorce años salieron del colegio y se fueron a trabajar. Ellos no
quisieron estudiar, estaban deseando salir de La Barca pa ganarse la
vida. Las niñas, se han echao novios allí en Palma, una está casá con
315
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
un mallorquín. Todos están trabajando en el turismo, uno de ellos se
fue mu joven a Estrasburgo, con un cuñao mío, que tenía un restaurante. Allí aprendió el francés y a trabajar en la hostelería, así que estoy mu contenta con ellos. (…) ¿Que si soy más sabía…? Pues mira,
mi padre me dijo una vez: No eres más tonta porque no eres más
grande. Yo creo que se refiere a que no tengo malicia. Pero bueno,
yo tengo que ser como soy. A esta edad ya una tiene que aceptarse,
sin pensar en cómo te ven los demás” (Isabel).
Como es natural, esta mujer considera que la madurez no está en los
años, sino en las vivencias y las responsabilidades que se tienen que asumir en la vida. Isabel vuelve la vista atrás y llega a la conclusión que está
en la mejor época de su vida. Como mujer se siente acompañada por una
nueva pareja y además ha descubierto otros sentimientos y emociones a
través de sus nietos.
“Yo creo que he sío mu madura siempre. Como me ha tocao lo que
me ha tocao…, he madurao mucho antes. Hace diez años que dejé de
trabajar y se puede decir que esta es la mejor época de mi vida. He
llegao a la conclusión de que las mujeres no necesitamos a los hombres. A veces es mejor estar sola que mal acompañá… Eso es lo que
yo pienso… Por ejemplo, yo vivo con Pepe, aunque podría vivir sola
divinamente; ahora que meterme en mi piso, allí en Palma, tampoco
es que me guste. Aquí en La Barca es otra cosa: hago mandaítos, voy
a gimnasia, y a todas las actividades que me gustan… Pepe se sale,
se queda con los amigos por ahí; mientras, yo me voy a Jerez de
compras o a dar un paseo. Esa es nuestra vida. Por la tarde, cuando
comemos, él se echa, luego, nos vamos al polígono a caminar un
poco… Además yo he sío una abuela que he disfrutao mucho. Eso
de tener nietos, se siente una cosa…, una sensación que no la había
sentío nunca, una sensación mu agradable…, no se cómo explicarlo… No es lo mismo tener un hijo que un nieto. De mi madurez, lo
que más he disfrutao es de mis nietos. He pasao una buena época
con mis nietas chicas, cuidando de ellas, dos casi iguales. Ahora que
están grandecitas, mucho mejor” (Isabel).
Pero Isabel sabe que está en la antesala de la vejez. Pronto cumplirá los
setenta y es consciente de que empieza una etapa en la que los achaques y
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TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
los problemas de salud pueden hacer acto de presencia. Así es como ella se
ve a sí misma en los próximos años:
“A mi no me da miedo la vejez. Nosotros, los dos juntos, tenemos
dos pensiones y más bien me sobra un euro, estoy desahogá y les doy
lo que puedo a mis hijos. Lo de cuidarme de mayor, los hijos están
ahora en una situación que no se les puede pedir que te metan en sus
casas. Ahora la juventud tiene su trabajo y no pueden ocuparse de los
padres. Al contrario, yo ahora le llevo la niña al colegio a mi hija y
me la quedo hasta que su madre llega del trabajo. Y ¿qué van a hacer
con una vieja en su casa? Ellos, que hagan su voluntad, yo no les voy
a imponer que me recojan en su casa. Estaré encantá si alguno dice
que quiere que esté con ellos. Si estamos juntos Pepe y yo nos vamos
a una residencia. También pienso que mientras uno esté bien, puede
cuidar al otro. (…) Se puede querer de muchas maneras y nosotros,
después de una etapa de mucha pasión hemos pasao a ser compañeros y a cuidarnos mutuamente. Tiene que llegar, pero lo que me da
miedo es que me tengan que limpiar, que me quede sin poder hacer
yo mis necesidades solita. Prefiero morirme” (Isabel).
También Antonia piensa que la madurez tiene que ver más con la responsabilidad que con los años. Quizás por eso, sus mejores recuerdos son
los de la niñez; una época en que, a pesar de la escasez, tenía a su madre
y era feliz. El aspecto de Antonia denota su preocupación por cuidar su
físico y sentirse atractiva, a pesar de la edad. Además, sigue siendo una
persona activa, que incluso cose por encargo, hace labores de croché y sale
a disfrutar de las pequeñas cosas, de todo lo que la vida actual ofrece a las
personas mayores.
“La madurez no tiene que ver con los años, sino a las circunstancias. Cuando mi madre murió tenía yo diecinueve años y quedábamos siete en la casa y yo tenía que hacerme cargo de to. Era la
responsable de toa la familia… ¡Un celo que tenía pa que no faltara
na en la casa! La juventud se acabó, me casé y luego…, el luto y enseguía vinieron los niños… Yo he sío la madre de tos: de hermanos,
sobrinos, hijos…, y feliz. Si alguien lo necesita yo me lo traigo a mi
casa. Por eso, recuerdo mi infancia como la mejor época de mi vida,
sin preocupaciones… A pesar de que no había mucho, yo lo recuerdo
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
mu bien. Aunque a veces estoy un poco baja de moral, reconozco
que me va mu bien ir a las actividades del pueblo; empecé a ir más
o menos a los sesenta años y lo pasamos bien. Además coso mucho,
pa la calle también algunas cosillas…, hago croché…, el paño que
hacía en el taller me quedó precioso… No me gusta estar sin hacer
na…” (Antonia).
A pesar de ser una mujer “sufridora”, Antonia no se siente vieja y le
cuesta mucho pensar en la posibilidad de necesitar ser cuidada por alguien.
Como otras mujeres, ha cuidado, primero de sus hermanos y luego de sus
mayores. Sin embargo, no concibe que sus hijos hagan lo mismo con ella
y tiene plenamente asumida esa realidad.
“¿Cuándo no pueda valerme…? Pues la verdad es que no pienso
en eso todavía, me encuentro tan bien que no pienso. Mientras yo
pueda, me gustaría quedarme en mi casa, con una mujer que le podamos pagar. Ahora es otra vida, no se puede pedir a los hijos que te
metan en su casa. Mi hija está mala, operá de columna varias veces,
con tres niños y tiene una mujer, ¿cómo me va a cuidar a mí? Al
contrario, soy yo quien le ayudo y me gustaría ayudarle más, pero
la casa que tiene es pequeña y tampoco yo me puedo meter allí. Si
mi marido faltara, ya estaba yo allí ayudándola. Con los varones…,
bueno, el que vive en La Barca nos puede ayudar; ella nos quiere,
estamos bien con ellos. Si yo estuviera sola, eso sí estaría con mi
hija, porque yo le hago mucha falta” (Antonia).
Es bonito escuchar las palabras de Antonia, refiriéndose a su actitud
actual ante las dificultades de la vida.
“He aprendío a echarle cara a la vida…, ahora me enfrento a las
cosas con conciencia de que la vida hay que aceptarla como venga y
echarle valor. Recuerdo que cuando mi madre murió se me hundió el
mundo. Ya tenía novio, pero yo me levantaba llorando y me acostaba
llorando… Luego, me quitaron un bulto del pecho y tardé mucho en
recuperarme de aquello. Estoy viva de milagro, porque en aquella
época…, no estaba tan adelantá la medicina. Por eso te digo: yo he
aprendío mucho” (Antonia).
318
TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
Cuando Ana compara el aspecto que tenía su madre, se admira de cómo
han cambiado las mujeres. Por eso le cuesta verse a sí misma como una
persona mayor. Sin embargo es una mujer consciente de que la edad supone ciertas pérdidas y achaques. Lo mismo que sus compañeras, preferiría
no dar mucho trabajo a sus hijas, ni hacerlas pasar por el sufrimiento de
tener que verla incapacitada.
“Yo no me considero una mujer vieja. (…) Una ya va perdiendo,
le da miedo subirse en una escalera y hacer algunas cosas, pero no
me siento mayor. Lo peor es el azúcar que me deprime un poco,
pero no le tengo miedo a la muerte. Se lo digo a mis hijas: a mi me
gustaría morirme pronto, comprendo que el sufrimiento vuestro será
mucho, pero por otra cosa no me importa morirme. Que mis hijas no
se agobien por mí, eso no quiero. Ellas están trabajando y no quiero
que se tengan que agobiar por mí. Ellas tendrán que turnarse para
cuidarme o buscar una mujer cuando lo necesite. Yo a una residencia
no, mi casa, mi casa. Una persona se la puede pagar, una mujer que
me limpie… Mis hijas lo que quieren son unas vacaciones cuando
llega el verano, y hacen mu bien. Ya tengo mi pensión y la de mi marío, no las necesitamos a ellas, al contrario, les ayudamos en lo que
podemos. Tenemos una en Granada, y cuando alguna hermana va a
verla, va cargá de cosas de la huerta y de to” (Ana).
Resulta reconfortante escuchar la valoración que hace esta mujer de su
vida y de lo que es para ella ser una persona. Es un balance hermoso, muy
humano y con una conclusión que denota que Ana ha aprendido algo importante: hay que vivir en el presente y evitar preocuparse de lo que no
podemos controlar.
“Yo estoy orgullosa de que no he hecho ningún mal a nadie. De
eso estoy satisfecha. Como no he tenío, no he podío dar na material,
pero he hecho lo que he podío. A mi me gustan las personas que les
gusta aprender. Pa ser una persona hay que escuchar a los demás, relacionarse con personas que tienen algo que enseñar y que escuchan
a los demás; eso he hecho yo. También he aprendío a comprender
mejor a la gente y ya no me sofoco por tantas cosas, porque cada uno
es como es. Por ejemplo, eso que te conté, de preocuparme tanto por
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
si la niña había llegao a casa de mi hermana cuando estaba estudiando en el Coloma. Entonces yo me preocupaba muchísimo, no estaba
tranquila. Eso hoy no lo haría, ya no me preocuparía tanto” (Ana).
La conversación con Ana nos lleva a recordar un cambio aparentemente
sin importancia, pero que representó una mejora en la vida cotidiana de
las mujeres. Se trata de los primeros electrodomésticos. Son recuerdos que
ella asocia a otros acontecimientos y tal vez por ello es capaz de ponerles
una fecha aproximada.
“Lo que más valoro es la lavadora…, la lavadora con dos niñas a
la vez era mu necesaria… Estaba to el día lavando…, yo he lavao
mucho. También el frigorífico, porque antes la carne sólo se podía
comprar de un día pa otro, gracias que entonces no se comía mucha
carne… Yo tuve el primer frigorífico cuando me vine a la casa, más
o menos en el año 1972, cuando la primera cooperativa. Cuando se
murió Franco yo lo tenía to, se notó el cambio, en esos años; yo creo
que desde el 65 hasta la muerte de Franco es cuando se compraron
neveras, televisores..., de to eso. En el año 1973 ya compré yo el
frigorífico y con 100.000 pesetas amueblé toa la casa” (Ana).
“Cuando era mocita, esa ha sío la mejor época de mi vida”. Así se manifiesta Encarna al valorar el pasado, y continúa:
“(…) Entonces, de mocita, no pensaba en na. Con cuatro vestidillos que tenía, nos íbamos con las amigas a cantar, con mi cuñao,
que tocaba el acordeón, a bailar… Y luego, cuando hablé con mi
marío…, no salíamos a ningún sitio ni na, pero nos queríamos mucho. De pequeña tampoco pasé mucho, porque mis padres eran mu
buenos con nosotras y además no nos faltaba na” (Encarna B.).
Como hemos podido ver en los capítulos anteriores, la vida de esta mujer ha sido relativamente sencilla, sin grandes dificultades. Se podría afirmar que su mayor sufrimiento ha sido la muerte de su marido, hace quince
años. Salir de su depresión le costó un tiempo largo, pero concretamente
dos personas han sido fundamentales en su recuperación: Antonia la de
Rute y Remedios, su mejor amiga.
320
TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
“Antonia, la de Rute fue la que me empezó a animar. Ella me
apuntó a un viaje a Galicia y desde entonces ya empecé a salir. Ahora
me doy cuenta de que es una tontería eso de estar encerrá. Remedios
y yo hablamos mucho de eso: que hemos perdío mucho. Dice que
si me muero yo antes, ella deja de salir. Es que somos mu buenas
amigas y nos apoyamos mucho la una a la otra, tenemos mucha confianza. Nos reímos mucho, lo pasamos mu bien. Ha sío en los viajes
cuando nos hemos hecho más amigas” (Encarna B.).
La edad no ha sido un obstáculo para que Encarna aprenda a leer, a
escribir y a hacer cuentas. Su optimismo natural y la actitud positiva que
tiene frente a las cosas, han jugado un papel importante en su decisión de
asistir a la escuela de adultos y demás actividades que organiza el Ayuntamiento del pueblo.
“(…) He aprendío un poco a escribir algo, pero no sabía na y ya
soy mu mayor y me cuesta mucho. Pero allí me distraigo. Además,
hago cuentas de sumar, restar y multiplicar y lo paso bien. Me gustan
toas las actividades, pero me voy encontrando cada vez más perezosa. Nadie se lo cree, porque no estoy nunca pará. Yo el beneficio que
le encuentro es que aprendo cosas, que no me quedo ahí diciendo
que no puedo, que no puedo…, a mí me da satisfacción eso. Yo veo
mu bien eso de las actividades pa las mujeres, pero hay muchas que
no quieren ir, porque les da vergüenza… Yo creo que hay más que no
participan” (Encarna B.).
A Encarna le quedan tres años para ser octogenaria y a veces le cuesta
comprender algunos de los cambios que se han producido en estos últimos
años. Sin embargo, no se ve vieja, aunque últimamente observa que está
más sensible, más llorona. Su vida transcurre tranquila en la casa donde ha
vivido desde que se casó y se ocupa de sus cosas, aunque sus hijas hacen
las tareas más fuertes.
“No le tengo miedo a ser vieja. Cuando me pongo pachuchilla
pienso: pero si estoy bien… Estoy ya cerca de los ochenta, pero me
estoy poniendo más sensible, lloro más. Dice mi hijo que me estoy
321
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
poniendo más abuela. Yo creo que con lo buena que yo he sío con
ellos no me van a dejar sola. Ahora mis hijas me arreglan la casa, me
lavan las cortinas y hacen las cosas mías antes que las suyas. La vida
ha cambiao mucho, hay cosas que no me han gustao de los cambios,
pero me acostumbro. ¿Qué voy a hacer? Ya no es como antes. Mi
hijo mayor se ha separao de la mujer, ha tenío mala suerte y ahora
vive aquí conmigo…” (Encarna B.).
Cuqui vive con su marido y a veces se plantean el futuro. Confiesa sentir cierto miedo a la llegada de esa vejez que aún queda lejana. Es comprensible, porque, con sus sesenta y siete años, tiene un aspecto de mujer
madura, pero bien cuidada y muy autónoma: conduce su propio vehículo
y es tesorera de una asociación de mujeres. No obstante reconoce sus limitaciones, esas pequeñas cosas que le hacen sentir menos capaz y fantasea
con la idea de que tener una hija siempre es mejor.
“Dicen que soy una buena administradora en la asociación, que
lo llevo mu bien y no quieren que me vaya… Cuando sea vieja no
espero nada. Yo le temo a ese momento, cuando ya no me pueda valer, porque hay días que me doy cuenta que no puedo hacer to lo que
antes hacía. Yo digo que me voy a un asilo. Pero mi marío dice que
estamos en condiciones de estar en la casa y pagar a una mujer. Mi
hijo no creo que se vaya a ocupar de nosotros. Ella, la muchacha es
buena, pero tiene la idea de irse al lao de su madre, es normal, ¿no? A
mi me hubiera gustao que se quedaran aquí y que esta casa fuera de
él, pero… Yo creo que si tuviera una hija sería diferente…, hay más
cariño…, más ayuda, pero vaya, ahora las madres ayudan más a las
hijas que al contrario: mi hermana le hecha una mano a su hija y la
madre de mi nuera le ayuda más que ella a su madre, así que nunca
se sabe” (Cuqui).
En este momento de su vida, cuando ya ha cumplido setenta y cinco
años, Encarnación se siente orgullosa de sus logros como mujer, que ella
atribuye en gran parte a las enseñanzas de su madre. En sus palabras está
claro el valor que da al sacrificio y a saber mantener la familia unida, aunque se tenga que pagar un precio.
322
TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
“He sío valiente, tuve valor pa sobrellevar las cosas. Mi madre
me enseñó a ser mujer, saber sobrellevar a un hombre, tener unos
hijos y llevarlos, sean buenos o malos. (…) Mi marío se emborrachaba y yo tenía que sobrellevarlo solita, sin que saliera na afuera.
Eso es lo que tiene valor, sobrellevar esas cosas y que nadie se tiene
que enterar de lo que pasa en tu casa. Yo les decía a mis hijos que su
padre tenía una enfermedad y que lo que hacía no había que echarle
cuentas. Yo pensaba así y por eso nunca he dao parte de mi marío; al
revés, lo defendía y lo defiendo, a pesar de to lo que he pasao con él.
Pero yo creo que eso es normal, la fuerza que una tiene… También
mi madre sufrió mucho con mi padre. Pero dime tú: ¿A dónde iba
una entonces, sin ganar na? Yo creo que eso es mérito, ir pa´lante…,
a pesar de to” (Encarnación).
En su balance de vida, la infancia ocupa un lugar especial. La evocación
de ese tiempo, ya lejano para ella, la lleva a escenas muy cotidianas, como
la matanza, o los domingos, cuando su madre premiaba su buen comportamiento con un simple pan frito y azúcar. Encarnación lo repite varias veces: “con eso era yo mu feliz”. Pero hay algo de esa época que esta mujer
le ha quedado grabado: la diferencia de clases. La forma como lo explica
no ofrece lugar a dudas: era una muchacha suficientemente consciente para
darse cuenta de que existía otra clase de vida. Un deseo, un solo deseo la
empujaba a esforzarse, a trabajar y a administrar bien su salario: tener una
casa y un suelo para limpiar.
“La época más feliz fue cuando yo tenía unos doce o catorce años,
en casa de un tío mío, que eran mis padrinos. Tenía muchos primos
y nos íbamos a la era y me daban una rebaná de pan con manteca…,
ese pan moreno grande…, bueno, yo me acuerdo de aquello… ¡Eso
era la felicidad mas grande! Otra cosa que me acuerdo de chica es
cuando mi madre nos decía: si sois buenos, el domingo hacemos pan
frito…, y nosotros estábamos esperando el domingo pa darnos el
banquete…, y luego estaba el día que hacíamos las morcillas y los
chorizos…, con eso yo era mu feliz. Ya te digo, con una mijita de
azúcar éramos los más felices del mundo. Ahora que yo sí me sentía
mal con eso de que algunas niñas iban bien vestidas y tenían de to y
323
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
yo era mu pobre y no podía tener de na. Mi madre decía: En el mundo siempre ha habío pobres y ricos. Nosotros somos pobres, ¿qué le
vamos a hacer?... Mira, lo que más deseaba yo era una radio y un
suelo que limpiar. Hasta que me casé no pude tener una casa con un
suelo que limpiar… Yo me daba cuenta que había otra clase de vida”
(Encarnación).
Encarnación se siente satisfecha porque consiguió tener su propia casa,
con suelo para limpiar y una vida cómoda. La lavadora fue una gran aliada
en la consecución de sus deseos, uno de los mejores inventos, según ella;
aunque sigue evocando tiempos pasados; cuando las mujeres eran felices
y cantaban, lavando en el arroyo.
“La lavadora es el mejor aparato que ha salío pa las mujeres. Eso
ha sío la alegría mas grande pa mis hijos. La compré hace más de
veinte años. Antes lavaba en el arroyo, en el río, que bajaba mu claro. Nos juntábamos cuatro o cinco mujeres lavando en el canal y
tendíamos en los alambres. Entonces éramos mu felices con eso y
cantábamos mucho” (Encarnación).
En la actualidad, esta mujer se recupera de un pequeño infarto y no
piensa mucho en el futuro, porque no le teme a la muerte, sino a que sus
hijos tengan que vivir lo que ella ha vivido; y vuelve a recordar los malos
momentos, los ocho años de incapacidad de su marido.
“Yo no me siento vieja. Lo peor de la vejez es estar mala, pero a la
muerte no le temo. A que mis hijos tengan que cargar con una enfermedad, a eso sí le temo. Aunque soy mayor, ahora es cuando estoy
viviendo, viajando, haciendo gimnasia y actividades, con otras mujeres del pueblo (…) No quiero acordarme de los ocho años con mi
marío en una silla de ruedas…; que el Señor lo perdone, porque era
mu bueno, bebía mucho, pero era mucha compañía” (Encarnación).
María Álvarez reflexiona sobre los cambios de la madurez y llega a la
conclusión de que ha aprendido a ceder y está más serena. No piensa todavía en su vejez, porque es una persona muy participativa y que cuida su
físico y su salud, se siente joven de espíritu.
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TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
“Yo con la madurez lo que sí me noto es más serena. Antes era más
nerviosa y discutía por to, me enfadaba con mis hermanos, con mi
marío… Como decía mi madre: si tú quieres a una persona, alguno
tiene que ceder. (…) Yo me veo todavía mu bien. Los pies es lo que
tengo peor. Me duelen los huesos, sobre to en la cama, así que necesito salir de casa, andar. Me preocupo de comer lo justo y sano pa no
engordar, que me va bien. De más vieja, lo que le tengo miedo es a
quedarme en la cama, sin poder moverme, pero nosotros queremos
estar aquí en nuestra casa, mientras podamos valernos…, luego, ya
veremos, no lo pienso todavía” (María Álvarez).
Sobre los cambios fundamentales que ha vivido en La Barca, su memoria la lleva a la vuelta de la emigración y al primer gobierno socialista.
María asocia los cambios en la vida cotidiana de las mujeres con esa etapa,
que recuerda como un momento de gran alegría y esperanza.
“Cuando me vine de Barcelona y entró Felipe González, fue entonces el cambio. Cuando ganó el partido socialista, que me dió mucha alegría, porque yo me siento socialista. Yo no soy de derechas,
no sería nunca. Yo tengo metío que un partido de derechas nunca
hará nada por la clase obrera, así que no votaría a las derechas. (…)
Pues como te digo, yo veía que mi madre ya no fregaba el suelo arrodillá, que había fregonas, que tenía una cómoda y compraba ropa, y
compraba con dinero, que antes no había dinero. La lavadora…, no
sé qué haría sin lavadora. Es una de las cosas que valoro más pa el
bienestar de las mujeres. La tele…, la primera era en blanco y negro
y con esa hemos estao hasta ahora que hemos comprao una de pantalla plana pa ver el fútbol. Es como un cine” (María Álvarez).
La evocación que hizo Paca de su infancia nos mostró a una niña que jugaba feliz en las estrechas callejas de Arcos de la Frontera. Sin embargo, al
hacer un balance de su vida, se refiere a la juventud como su mejor época,
aunque finalmente reconoce que cuando de verdad ha vivido sin preocupaciones y sintiéndose querida, es después de su matrimonio.
“Cuando era mocita, con quince o dieciséis años vivía feliz, aunque mu pobre. Pero a partir de los cuarenta años es cuando yo he
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AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
vivío mejor. Los niños criaos, pa la feria los vestía con su ropita
nueva y salíamos. Mi marío mu bueno, ni borracho, ni na, y mis hijos
igual. Mi marío todavía vive y to lo que diga de él es poco58. Yo me
he sentío querida, pero mu querida, mu querida por mi marío. Ha sío
siempre mu bueno” (Paca).
Cosa que no puede decir de su padre. Porque Paca, que al quedar sin
madre convivió durante años con su progenitor, tiene la impresión de que
no se preocupaba mucho por ella, de que no la quería lo suficiente para
protegerla cuando lo necesitó.
“(…) Mi padre…, poniéndole el plato, a él to le daba igual. Yo
creo que no me quería. Consintió en que pasaran muchas cosas y no
me defendió…, mi padre a mi no me defendía. Antes, como era chica, no sabía como era, pero luego, ya me di cuenta” (Paca).
Paca no habla del futuro, al referirse a la vejez, porque tiene ochenta y
cuatro años y empieza a perder algunas de sus capacidades: la artrosis la
obliga a caminar con un andador y la memoria le empieza a fallar. Pero
no pierde el humor y la chispa que ha tenido durante toda su vida y nos
regala anécdotas, poesías e historias que por falta de espacio no las vamos
a reproducir aquí. Pero sí escucharemos sus palabras acerca de cómo se ve
a sí misma y cuáles son sus miedos en esta etapa de la vida.
“A mi no me da miedo ser vieja, lo que menos me gusta es eso de
los dolores y no poder moverme mucho, yo ya no puedo ni cocinar,
pero como vivo con mi hijo y mi nuera, estoy acompañá y no tengo
que preocuparme de la casa. Mi marío, está mejor que yo y me ayuda
a acostarme, cuando no me puedo levantar me echa una mano. Yo
no quiero irme a una residencia ni na, quiero seguir en mi casa. Nosotros tenemos la parte de abajo y mi hijo vive arriba, así cada cual
tiene su sitio. Ahora tengo una pensión pequeña, pero si mi nuera se
cansa de cuidarme, que le paguen una pensión de esas del gobierno”
(Paca).
“Si algo no he superao, es lo de mi padre. Su muerte fue un trauma mu
grande”. Así inició Pepita el balance sobre su vida, la reflexión sobre lo
326
TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
que considera que ha aprendido y también sobre lo que no ha conseguido
o superado. En la conversación surge un tema que casi nadie ha tocado: las
críticas, esa vieja costumbre de los sitios pequeños, que condiciona la vida
de mucha gente. Pepita ha sacado una enseñanza de ese fenómeno que durante un tiempo le tocó sufrir. Ahora hace lo que le apetece, sin contar más
que con sus ganas y con su conciencia. Resulta chocante, pero clarificador
del modelo de conducta que se exigía a las mujeres, las críticas que Pepita
recibía, por el sólo hecho de ser una persona alegre y expresar esa alegría
de una forma espontánea. Recordando esa época de juventud, rememora
sus gustos y costumbres en el vestir y los equilibrios que tenía que hacer
para contentar a su novio, algo celosillo y al mismo tiempo presumir con
sus tacones y sus vestidos con escote de barco.
“Lo que yo he pasao me ha enseñao. Pero eso no me ha hecho una
amargá. Yo no soy una persona amargá ni desconfiá. No dependo de
la gente tampoco, de lo que digan. Tuve una etapa que dejé de cantar,
de reír…, que yo era mu alegre. Eso de reír, no creas, pero era mal
visto y a mi madre le decían: ¡Ay, tu hija va con unas risas por la calle! Como si estuviera mal reírse. Me acuerdo que iba con mi marío
y con mi amiga por el paseo, él en medio de las dos, y siempre me
iba riendo, hasta de mi sombra me reía…, a pesar de que me pegaban
cada día. Pero yo no me acordaba, me reía… El primer pantalón que
me puse también me criticaron. Cuando me casé, mi marío no se
metía con la ropa que me ponía, pero tenía que tener cuidao, porque
siempre había sío un poquito celosillo. Yo me ponía blusitas con un
poquito de manga, porque a mi no me gustaba llevar los sobacos con
los pelos, que entonces no se afeitaban y yo me los metía pa dentro.
Y mi escote de barco, pa taparme los huesos, porque no me gustaba
lo delgá que estaba” (Pepita).
A sus sesenta y tres años, Pepita sigue aprendiendo y participando, por
eso no tiene razones para sentirse vieja, ni para pensar seriamente en el
momento en que necesite ser cuidada por alguien. Sin embargo, le gusta
planificar las cosas y a veces habla con sus hijos de la posibilidad de que
ella o su marido falten y ellos se tengan que hacer cargo del que quede
solo.
327
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
“Me considero una mujer madura…, yo pienso que ahora las mujeres no son viejas hasta mu tarde. Todavía me siento bien…, la verdad es que estoy casi mejor que antes. Tengo mis achaques, pero no
soy vieja. Lo que tengo es más soledad. La enfermedad no me da
tanto miedo como la soledad. Lo que sí pienso es, que si se muriera
mi marío y me quedara sola, creo que sería mu malo pa mí. El futuro…, será lo que Dios quiera. Yo hago mi vida. Eso sí, cuando sea
vieja no me gustaría depender de ellos. Yo le digo a mi hija que si yo
falto no vayan a llevar a su padre a un asilo o a una residencia, que
él ha trabajao mucho por ellos. Pero claro, depende de su marío y
mis hijos de sus mujeres…, entonces puede ser que ellos no puedan
decidir solos. Yo confió más en que mi marío y yo nos cuidaremos,
pero mis hijos…, no creo…, pero claro tampoco se sabe el día de
mañana como será mi situación. Yo tengo mi casa, que es grande, y
prefiero estar aquí, siempre que sea posible” (Pepita).
La valoración que hace esta mujer de los cambios ocurridos en las últimas décadas es muy positiva, tanto a nivel individual, como colectivo. La
vida doméstica ha ganado en comodidad, pero también la vida social se ha
transformado y ha dado mayor bienestar a la población.
“El paso de la choza a la casa59, eso fue el mayor progreso. El centro cultural, las fábricas de zanahorias y patatas que han dao mucha
vida a las mujeres. La algarroba también la recogen las mujeres, da
mucho trabajo temporal. Luego, la escuela de adultos pa las personas
mayores ha sío importante porque hemos salío del caparazón. ¿Sabes lo que había antes?, pues la puerta, a coser sentaíta en la silla,
eso era lo que hacíamos. Luego, te hincabas de rodillas pa limpiar el
suelo, la escoba de palma…, mucho trabajo. A mí, el frigorífico y la
lavadora me parecen dos aparatos fabulosos. Antes, porque no había
comida, pero ahora, tener pa guardar y conservar, eso es importante. El trabajo de lavar ¡no te digo! ¡Lo que hemos llegao a lavar las
mujeres!” (Pepita).
“La vida me ha tratao mu duramente, pero estoy contenta”. Estas son
las palabras de Remedios, ante la pregunta por su situación actual. Pero la
mujer tiene algunas cosas más que decir sobre este particular y también so328
TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
bre la vejez, la enfermedad, la muerte..., los temas que han ido apareciendo
a lo largo de la tarde de conversación.
“(…) Tos los hijos criaos, colocaítos…, estoy contenta. Lo que trato de evitar es las reconcómias60 entre ellos. Yo ayudo a que no haya
malos rollos. Mi mejor época es ahora mismo, ahora es cuando estoy
viviendo. Desde hace trece o catorce años, desde los sesenta años,
más o menos. Lo paso bien, voy de viaje, salgo pa un lao y pa otro…
Además tengo la paga de viuda que me da pa mis gastos y mi hija me
anima pa que me vaya a donde a mi me apetezca. (…) Con la vida no
me siento en falta... He ayudao a to el que me ha necesitao. Además
no me considero mala persona, no estoy amargá, ni me alegro de
los males ajenos. Me he superao en la vida y soy positiva. No tengo
reconcómia de no haber hecho esto o aquello. Yo me acuerdo de mi
madre y era una viejecita con cincuenta y tantos años, con un mantón
negro… Yo no me veo así, pero es verdad que a mi edad ya no puedo
según qué cosas; me ahogo, he perdío algunas capacidades y tengo
limitaciones. Pero me siento útil y voy a to lo que se organiza en el
Ayuntamiento: gimnasia, talleres, voluntariado…, lo que salga. Me
apunto a to, a los viajes. Ahora hemos hecho cosas pa el voluntariado de lana: bufandas, chales, abriguitos de niño chico…, pa Cáritas.
¿La muerte?..., que venga cuando quiera. Cuando me pongo mala ya
digo: me podría yo morir…, pero le temo más a la enfermedad que
a la muerte. Yo quisiera una muerte dulce, de esas que no me entere,
que no me ponga enferma y tengan que estar ahí detrás… Con tanto
como he pasao, al menos le digo: Dios mío, dame una muerte dulce.
Mi hija se enfada cuando yo digo que me quiero morir, que ya están
tos criaos, si ya no sirvo pa na…, le digo, y ella me dice: ¡Pues no te
queda na…!”(Remedios).
Remedios no se preocupa por quien la cuidará, porque vive con su hija
desde hace muchos años y sabe que ella va a hacerse cargo en el momento
que sea necesario. Como las demás compañeras del grupo, no concibe pasar sus últimos años en un asilo, fuera de su casa y lejos de los suyos.
“Cuando esté mu vieja y no me pueda valer, que me cuiden. Yo
les digo muchas veces que me voy al asilo si estoy vieja, pero de mi
329
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
casa no me voy mientras esté bien. Luego, cuando ya no pueda, que
vengan ellos. La chica es la que está conmigo desde hace muchos
años. A mi no me gusta vivir sola, prefiero que esté conmigo. Tenemos nuestras cosas, como toas las madres y las hijas, pero al rato
ya estamos igual. Yo me he quedao con los niños y les he dejao que
ellos disfruten” (Remedios).
Como casi todas sus compañeras, esta mujer vivió en una choza durante
muchos años; quizás por eso valora muy positivamente las comodidades
domésticas: la fregona, la lavadora…, así como el agua corriente y el cuarto de baño dentro de la vivienda, que no llegó hasta los años sesenta.
“En los años sesenta pusieron el agua, el cuarto de baño… Luego,
ya fui comprando la bañera y el water y to eso, que no venía en la
casa. Después la lavadora es lo mejor que tenemos. A mi me gusta
fregar los platos, pero lavar a mano, tener que ir a la punta del pueblo
pa lavar era mucho trabajo, he pasao mucho. La vida ahora está mu
bien. Y la fregona, ¡vaya invento!, porque fregar el suelo, tirás, con
la bayeta…” (Remedios).
A Antoñita la entrevisté cuando estaba pasando un mal momento; cuestiones de salud en la familia, pérdidas de personas queridas, la situación
de su hijo…, demasiadas preocupaciones. Por eso le costaba mucho ser
positiva, reconocer las cosas buenas que ha vivido.
“(…) He tenío momentos en que parecía que había llegao a un
bienestar, eso fue cuando mi marío empezó a andar, después de estar
tanto tiempo en la silla de ruedas. También cuando mi hijo se fue a
Palma. Ahora, mi mejor amiga se ha muerto de cáncer y a mi hija le
están haciendo pruebas porque no se encuentra mu bien…, en fin,
llevo unos días que no me siento mu optimista” (Antoñita).
Sin embargo, finalmente reconoce que, a pesar de las dificultades, algo
sí ha conseguido: aprender a reconocerse como una persona valiosa, a respetarse como mujer. Y es que, a pesar de su pasado, de sus momentos de
tristeza, ella ha sido capaz de sobreponerse a las dificultades, ha sabido
buscar los apoyos necesarios cuando necesitaba ayuda; unos apoyos, que
la han enriquecido como persona. Quizás esa es su gran virtud: la hu330
TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
mildad, que le hace estar abierta a todo lo que supone aprender y crecer
humanamente.
“¿Que qué he aprendío…? Que todo es mu difícil. Yo con el tiempo he cambiao pa mejor. He tenío la autoestima mu baja, porque mi
padre nos tenía castigás a mi hermana y a mí, siempre diciéndonos
que éramos más malas que Caín, que no servíamos pa na, eso nos
decía. Luego mi marío tampoco me ha ayudao mucho en eso de valorarme. Si yo estoy con la moral alta es porque me han ayudao, porque he encontrao a mu buena gente. Lo que más me ha ayudao en ese
cambio es estar en el grupo de la Catecumenal. Yo no podía salir de
noche y he pasao mucho pa poder ir. A mi marío no le parecía bien,
pero lo conseguí y allí he aprendío mucho a valorarme… Se aprende
mucho. Yo estaba borraíta del mapa, pero con Pedro, el sacerdote,
¡he aprendío tantas cosas! Hacíamos muchas dinámicas de grupo,
que enseñan mucho y aunque algunas veces nos ha hecho mucha
falta un psicólogo, yo he podío salir adelante con esas ayudas. En
la escuela de adultos también se aprende, fue el primer paso, pero
el grupo me sirvió más. La gimnasia también es buena, nos damos
cuatro meneos y ya nos animamos” (Antoñita).
Cuando abordamos el tema de la vejez, esto es lo que responde:
“Yo no me siento mayor…, le temo a la vejez, porque quizás tenga
que depender de alguien, aunque mis hijos estoy segura de que me
van a cuidar el día que lo necesite. Yo se que ahora, a mi hija, le hago
falta, pero ¿cómo le voy a pedir a ella que se haga cargo de mí el día
que yo sea más vieja? Ellos, ya se sabe, trabajan, tienen poco sitio en
las casas…, ya veremos…, pero vamos, preocuparse por mí seguro
que sí, porque he sío una buena madre” (Antoñita).
Encarna no lo duda. Al repasar su vida se atreve a decir en voz alta qué
le hubiese gustado hacer, cuales eran sus sueños de niña humilde. Pero su
realismo, su sentido de la realidad, le lleva a mostrarse agradecida.
“(…) A veces me he dicho a mí misma: ¿qué he hecho yo en mi
vida? Porque sabes que me hubiera gustao ser una artista famosa…
¡Con lo que me gustaba a mí cantar! Además lo de ser modista…,
331
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
también eso me gustaba mucho. Yo soñaba con un teatro y una guitarra y cantando y que me aplaudieran... A estas alturas ya no tiene
sentido que sueñe con eso, pero a mi me llevó la señora donde trabajaba a una academia a que me probaran la voz. Yo digo: ¿Pa qué
nacería yo tan pronto? Pero hay que dar gracias a Dios por lo que se
tiene” (Encarna García).
“¿Que si le tengo miedo a la vejez y a la muerte? No ninguno. A nadie
le gusta pasar ese trance, pero no me obsesiono, no lo pienso”. Esta es la
respuesta de Encarna ante la pregunta sobre sus miedos. A sus setenta y
siete años lo que más le preocupa es perder la memoria, no poder controlar
su mente, como ya le está ocurriendo a su hermana.
“Sentirme que no me pueda valer, eso sí me da miedo. Lo que a
mí me preocupa más es que la mente me funcione, que no me pase
como a mi hermana, que tiene demencia senil. En eso si pienso”
(Encarna García).
Encarna es una de esas mujeres mayores que les ha tocado asumir que
quizás tendrán que pagar a alguien para que las cuide cuando sean viejas.
Es una costumbre que se va imponiendo en la sociedad actual, y no sólo en
las ciudades, sino en las pequeñas poblaciones como La Barca. Lo que fue
bueno para las mujeres de su generación, ya no lo es para sus hijas, que tienen una profesión y no están dispuestas a renunciar a ejercerla para hacer
de cuidadoras. Para los niños y los mayores están las guarderías y las residencias y centros de día; es algo que se impone y Encarna lo comprende.
Por eso no se muestra preocupada, porque ve claras varias alternativas..., y
finalmente…, seguro que sus hijos no la van a dejar sola.
“(…) Además de la pensión, tengo lo que me dejó mi marido: un
local y un piso, así que tendré pa pagar a una mujer pa que me cuide.
Pero no lo hemos hablao, con mis hijos. La más chica sí lo ha dicho
alguna vez: Que tú te vienes conmigo…, que tú te vienes conmigo.
Pero ya te digo, si me alcanza la paga, puedo pagar a una mujer. Mis
hijas tienen su vida y su casa y su trabajo y se van to el día. Veo que
es imposible que yo me pueda colocar en sus casas. Ahora sí puedo,
porque estoy bien, pero si estoy vieja… Yo me llevo mu bien con
332
TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
ellos, no tengo queja de ninguno, pero tampoco he convivío nunca
en sus casas. Mi hijo, el de Madrid, me dice que tiene una habitación
allí y que podría salir a muchos sitios, como aquí. Pero yo confío
en que mis hijos me van a cuidar, porque son buena gente. Yo, de
chicos, los he reñío, pero no les he dao palizas, no los he tocao. (…)
Dicen que si hacen una residencia va a estar mu bien, porque harán
centro de día y por la noche te puedes venir a tu casa. Si es así, pues
yo no lo veo mal, yo me apuntaría, si lo hacen” (Encarna García).
Pero claro, es que esta mujer discreta y austera en su imagen y sus actitudes, tiene carácter, no le gusta depender de nadie y defiende sus criterios
a la hora de tomar decisiones. Es así como ella dice que la ven sus hijas; y
seguramente es cierto.
“Yo no soy una madre “gallina clueca”, ellos mismos lo dicen. Yo
sólo quiero su felicidad, ¿pa qué los quiero yo aquí a mi lao? Siempre tienes la inquietud de que no sabes diariamente de ellos…, pero
ellos tienen que hacer su vida. Mis hijas lo que dicen es que yo hago
lo que quiero, que no me guío por lo que ellas me dicen, que soy
una mujer de carácter, que tengo las cosas claras… Ellas tienen ese
concepto de mí. Ellos, mis hijos, están más preparaos que yo, pero
yo decido por mí misma; no se si es una virtud, no lo sé, pero soy
así. Yo creo ya no habrá muchas mujeres de esas que estén esperando
que le digan lo que tienen que hacer, ¿no?... Yo he sío más optimista
que pesimista, sin embargo, mi marío cualquier tontería se le hacía
un castillo” (Encarna García).
Quizás ese carácter suyo le hace valorar el conjunto de su vida con estas
sabias palabras.
“Pues mira, la vida no ha sío color de rosa, he tenío problemas
siempre. Pero la verdad es que no me faltaba el sueldo, que es mucho
pa los pobres, mis hijos no han tenío necesidad y les hemos dao estudios... No nos sobraba, pero no hemos estao mal” (Encarna García).
De alguna manera, el poema que viene a continuación, expresa fielmente su filosofía sobre la vida. No hay duda, su otra mitad sigue estando presente en las palabras de Encarna.
333
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
EL BARCO DE LA VIDA
En el barco de la vida
zarpamos con decisión,
unidos en la partida
el amor y la ilusión.
Sin apenas darte cuenta
el barco va envejeciendo,
se puede hacer dos pedazos
uno acaba desapareciendo.
Navegando con apuro,
nos hacemos a la mar,
a veces en aguas serenas,
otras, con dificultad.
Se ha ido por esos mares
en busca del más allá,
la otra quedó en la orilla
llorando su soledad.
En los viajes que son largos
el barco se va a resentir,
si aplicas conocimientos,
su ruta va a proseguir.
Pasa las noches en vela,
segura de que volverá,
por el náufrago perdido
que un día dejó en el mar.
Restableciendo energías
hasta el final del trayecto,
se acorta la travesía,
haciendo escala en cada
puerto.
334
Allí estará esperando,
para unirse a su mitad,
sin atuendo ni equipaje
al mar de la eternidad.
Encarna García.
TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
Pepa tampoco tiene dudas sobre cual ha sido la mejor época de su vida.
“Mi mejor época es ahora, desde que estamos jubilaos. Ahora vamos donde queremos los dos solitos, hacemos lo que nos viene en
gana. Tenemos nuestro huerto y nos vamos los dos allí el tiempo que
queremos. Luego, quince días de vacaciones. Hemos estao en Alicante, Murcia, Palma de Mallorca, Marina D´ors. Yo estoy mu satisfecha de mi relación con mi marío; desde que empezamos a hablar,
mu jóvenes, él siempre me ha querío con locura y me ha respetao,
pero ahora me sigue queriendo y tiene muchísimos detalles conmigo, así que no me puedo quejar” (Pepa P.).
Pero además, Pepa es optimista y no le preocupa su futuro. Es así como
ve ella ese momento en que deje de tener salud.
“De salud, aunque estoy operá del corazón, estoy bien. Yo creo
que cuando sea más vieja me cuidarán mis hijos. Mi hijo Juan dice
que se quedará conmigo, no quieren ni oír que nosotros nos vayamos
a una residencia. Ellos dicen: ¿Tú llevaste a tus padres?, pues nosotros tampoco, que somos siete. Además aquí van a hacer un centro pa
los viejos y un centro de día, así que no vamos a estar abandonaos,
digo yo...” (Pepa P.).
Pepa vuelve al pasado, para hacer una valoración de los cambios tan
importantes que le ha tocado vivir y se centra principalmente en la alimentación.
“Nosotros no veíamos un plátano. La fruta era escasa, el yogurt,
entonces no se conocía. Mis hijos han tenío de to eso, sus bocadillos,
con su embutido… Antes, el pescao no lo veíamos, sin embargo, mis
hijos han comío mucho pescao, han tenío los huevos que han querío
y también se han criao con leche de vaca” (Pepa P.).
También María la costurera compara su vida con la de sus hijas, pero lo
que más le llama la atención de los cambios es la libertad de que ellas han
gozado. Las salidas a altas horas de la noche es lo que ella y su marido tenían que discutir con las niñas y entre ellos. No fue fácil, pero las pequeñas
ya se encontraron el camino libre.
335
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
“Bueno yo he estao bien, la diferencia mayor es el colegio, que
han estudiao. Porque yo he comío siempre: mi desayuno, mi comida
y mi cena no me han faltao. Luego, de mayores, ellas me pedían
permiso pa salir al baile por la noche y yo les preguntaba con quien
iban. Pero les ponía un horario; ahora que con las chicas ya no me he
metío en na, porque como le decía a mi marío: es que la vida ahora es
diferente. Hemos tenío que adaptarnos a lo que hay. Yo he cambiao
mucho con mis hijas” (María la costurera).
Reconoce que la mejor época de su vida ha sido la crianza de sus niñas.
Por eso, siempre que puede, las reúne a la hora de las comidas, junto con
los nietos. María no ha dejado nunca su oficio de costurera y confiesa: “Lo
de coser ha sío mu sacrificao, y me encanta la costura, pero me he sacrificao mucho”.
Pero también es cierto que trabajar en la casa le ha permitido ejercer de
abuela con eficacia y satisfacción. Ahora ya está jubilada y es una gran
ayuda para sus hijas.
“La mejor época de mi vida es cuando criaba a mis niñas. Para mí,
mis hijas han sío mi vida. Ellas han ido al instituto, a Arcos y luego
han hecho Administrativo y Auxiliar de Clínica. No han salío fuera,
ni han ido a la Universidad, pero ahora tienen su trabajo, son mu formales, mu buenas. Ahora que ya tienen su vida estoy más preocupá,
porque ellas están en su casa y sólo quiero que estén bien y las llamo
tos los días. Tengo una en Málaga y le echo de menos. Yo les hago
la comida siempre que puedo porque trabajan y me traen a los niños.
Aquí comen siete u ocho, entre ellas, los maríos y los niños… Algunos días se llevan a los niños cenaos y bañaos de mi casa” (María la
costurera).
María es una mujer con un temperamento muy alegre. Su aspecto es
todavía el de una mujer madura, pero no mayor. Así que, en la recta final
de los sesenta, le cuesta ponerse a pensar en la vejez. Sin embargo, sus palabras denotan que ella cree en aquel refrán que dice: “Hoy por ti, mañana
por mí” No entendería que después de haber hecho tanto por sus hijas,
ellas no le devolvieran con creces sus atenciones y cuidados. Sobre ese
particular estas fueron sus palabras:
336
TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR
“¿Que qué espero de ellas? Si se portan como yo me he portao con
mi madre, me van a cuidar. Yo todavía me defiendo, luego, cuando
sea vieja, ya veremos. Yo firmaría por estar como Paca, mi vecina.
Pero no pienso todavía en eso… El día que no me valga por mí misma mis niñas me pondrán a alguien, no creo que me lleven al asilo.
También me iría a casa de mis hijas. Mis yernos seguro que me tratarían bien porque yo el primer plato se lo pongo a ellos” (María la
costurera).
A punto de cumplir sesenta años, Pilar es una mujer madura que tiene
ganas de disfrutar y que despliega sus mejores cualidades allá donde va.
No le resulta fácil manifestarse con rotundidad sobre la mejor época de su
vida, ya que su trayectoria ha sido muy lineal, sin traumas ni sobresaltos
muy remarcables. Sólo acierta a decir que ahora, en la madurez se siente
tranquila, a pesar de los cambios hormonales, que no han influido en su
salud.
“(…) Ahora estoy más tranquila, no se…, mejor… A mi se me
fue la regla a los cincuenta y cinco años y no he tenío problemas de
salud, ni depresión, ni sequedad, ni na… Mi mejor cualidad creo que
es la alegría. Tengo mucha alegría y ánimo pa la gente, soy participativa y positiva. Tengo buena relación con las compañeras, yo noto
que me quieren. No soy una persona de estar mal con la gente. (…)”
(Pilar).
Como otras muchas, ha cuidado de sus mayores y ayuda a sus hijos. Sin
embargo, cuando piensa en su vejez, aún lejana, comprende que la vida
ha cambiado y que sus hijos no podrán hacerse cargo de ella, en el caso
de necesitar cuidados. Es un tipo de justificación que se repite en todas las
mujeres y que puede ser una señal de verdadero cambio en las relaciones
familiares. Las generaciones jóvenes ya no tienen obligación de cuidar de
sus mayores, al menos con la misma intensidad y dedicación que lo hacían
sus padres. El trabajo, la profesión, la participación de la vida pública, se
ha convertido en un valor importante para las mujeres jóvenes; de ahí que
pocas se sientan obligadas a dedicar su tiempo al cuidado de las personas
dependientes.
337
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
“A mis padres los cuidamos nosotras entre todas las hermanas,
ya lo conté otro día. Ponía a mis niños en un sofá-cama pa que ellos
pudieran tener su habitación. Pero yo creo que mis hijos no se van
a hacer cargo de mí. Mis nueras trabajan en sus profesiones, y les
ha costao mucho trabajo pa que luego tengan que dejarlo, ¿no? Mis
hijos, con sus trabajos, también están mu ocupaos to el tiempo. Me
imagino que el día que llegue, una mujer me la van a poner, ¿no?...
Yo, como tengo la experiencia de mi madre, que perdió la memoria, les digo lo que quiero que hagan, si eso me pasara a mí. Pero
por ahora, no hay problemas, estoy bien, me siento joven y fuerte.
Mis hijos ya están pensando en irse a vivir a sus casas. Nosotros les
pagaremos el dormitorio cuando se casen o se vayan, bueno, les regalamos más cosas…, les ayudamos con la hipoteca… A los hijos se
les ayuda en to lo que se puede…” (Pilar).
338
EPÍLOGO
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres del campo
339
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Una tarde calurosa del mes de junio, en plena siesta,
me encontré con la última mujer a la que tenía que entrevistar. Pepa me recibió en un hermoso y florido patio, a
través del cual se accedía a la vivienda; una casa amplia,
cómoda y con muchas fotos. Así he podido conocer los
rostros de muchas de las personas que han formado parte
de sus relatos. La conversación se alargó casi dos horas
y hablamos de todo. Pepa me ayudó a reconstruir algunos
pasajes de su historia que no habían quedado claros en
el taller grupal y me hizo partícipe de su realidad actual;
una realidad con más luces que sombras, como toda su
trayectoria vital.
Este último encuentro podría haber sido con Antonia,
Pepita, Remedios, Encarna, Antoñita, María, Isabel, Ana,
Cuqui, Pilar…, da igual, porque lo importante es lo que
ha supuesto esta experiencia. He compartido con ellas su
intimidad, he entrado en sus casas y he conocido a sus maridos, a sus hijos y nietos. Durante dos años estos retazos
de vida no se ha despegado de mí; y ahora ha llegado el
momento de decir adiós. Se que hay mucha más historia
en lo que se calla que en lo que se dice, pero hay que contar con ese reducto de la intimidad, algo demasiado frágil
para ser desvelado y puesto al alcance de cualquiera.
340
EPÍLOGO
En el último tramo del camino nos encontramos de nuevo, para volver al inicio y recorrer una a una todas las trayectorias. Pero ahora, las historias han quedado escritas;
ya no son recuerdos difusos y desordenados, sino palabras
que todos pueden leer. Se ha roto el silencio, la vida de
las mujeres invisibles está ahí, sirviendo de documento,
completando esa historia en la que ni ellas ni las personas como ellas contaban. La colonización de La Barca
se ha encarnado; ya no es un cúmulo de datos, fechas y
documentos archivados. Ahora conocemos quienes fueron esos pioneros y pioneras, y a través de las historias
personales de unas cuentas mujeres hemos visto cambiar
a este pueblo. Como ellas, los habitantes de La Barca, con
su esfuerzo cotidiano, han contribuido a su crecimiento y
mejora.
Lejos quedan aquellas humildes chozas, en medio del
campo, sin servicios básicos, como el agua o la electricidad, sin apenas mobiliario ni utensilios de cocina y mesa.
Las niñas y niños que corrían por los caminos de tierra y
barro, que ni siquiera se atrevían a soñar con nada mejor
que aquella vida de escasez y trabajo, son hoy mujeres
y hombres que han conseguido superar muchas dificultades. No es que hayan desaparecido los problemas, sino
341
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
que comparados con las épocas de penuria pasadas, tienen
una importancia relativa. El Estado del Bienestar, con la
extensión de un sistema público de salud, de educación,
de pensiones, subsidios y servicios sociales, ha conseguido que la mayor parte de la población se sienta más protegida. Hay más capacidad para salir de las situaciones
adversas, que hace cincuenta años dejaban a las familias
en la más absoluta ruina.
Hemos hablado de luchas personales para salir de la
miseria y el atraso, pero eso ha ocurrido en un contexto
histórico y social muy concreto: la Andalucía rural de la
segunda mitad del siglo XX, dentro de una España que
desde los años sesenta, pero sobre todo a partir de 1975,
dió un paso de gigante. En menos de cincuenta años y una
sola generación, se han producido cambios que anteriormente requerían siglos y varias generaciones. Las protagonistas de este libro son sólo un ejemplo, representan a
millones de mujeres de este país, que vivieron en un mundo que hoy nos resulta ajeno. Con sus historias queremos
ofrecer un homenaje a nuestras madres y abuelas, porque
ellas, mujeres fuertes, silenciosas, y en ocasiones también
rebeldes, nos amaron como sabían y podían; y vivieron
con dignidad, a pesar de lo adverso de sus circunstancias.
No hay duda de que, cada cual, según su capacidad, puso
su granito de arena para que nosotras, mujeres del siglo
XXI podamos disfrutar de lo que el mundo nos ofrece.
Ojalá sepamos aprovecharlo, y si puede ser, mejorarlo.
Jerez, diciembre de 2007
342
EPÍLOGO
LOS DÍAS LEJANOS
Allí, a lo lejos,
donde tiemblan los maizales
y el pueblo está dormido,
donde invernan
los erizos románticos, tu fe
sigue sentada contemplando el humo.
Igual que un monte
herido por la noche,
aún te sostienes firme en el camino;
te acarician murmullos,
risas, sueños,
que, ayer, tuviste
y ahora, al fin, reencuentras.
Todo aquel tiempo
está en tu corazón,
iluminado por un sol de fresa.
Delante de tus ojos,
van pasando
los días lejanos hacia un bello crepúsculo.
(Alejandro López Andrada)
343
NOTAS
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres del campo
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
1 OTTO,
W. Coser y cantar. Barcelona, Ediciones B. 1996. La película,
en la que la misma autora colaboró como guionista, ha sido conocida
en España con el título de “Donde reside el amor”.
2 Utilizo
la arroba de forma consciente. La ambiguedad del símbolo permite dos interpretaciones a la palabra: cantar y contar. Ambas actividades son propias del taller. Las mujeres cosen, cuentan y cantan.
3 La
Barca de la Florida es una población de unos 4.000 habitantes, que
depende administrativamente del Ayuntamiento de Jerez de la Frontera
y está situada a unos veinte kilómetros del municipio jerezano.
4
A este tipo de trabajo con personas mayores se le denomina Reminiscencia. Los encargados de llevar a cabo los talleres y grupos de
Reminiscencia son especialistas en Educación, Pedagogía, Psicología
y en general profesionales de cualquiera de las disciplinas humanísticas, que se hayan formado en conducción de grupos. En la actualidad
existen grupos de Reminiscencia en todo el mundo. En el año 2005 publiqué un artículo donde desarrollo este aspecto terapéutico de la memoria personal. Ver FUENTES, T. “Coser y cantar. Rememorar, narrar
y compartir lo vivido”. En Revista Tiempo, nº 17, Noviembre, 2005.
http://psicomundo.com/tiempo/educacion/reminiscencia.htm.
5 Un
ejemplo de este interés por las experiencias diversas de las mujeres
a lo largo de la historia es la creación de centros o departamentos investigación universitarios, así como la edición de revistas especializadas
sobre esta materia. Un ejemplo de ello es el Seminari Interdisciplinari
Dones y Societat de la Facultad de Historia de la Universidad Central
de Barcelona, creado en 1989.
6 En
este caso ni siquiera contamos con imágenes fotográficas de infancia, excepto dos o tres de primera comunión.
7
346
Sobre la vida cotidiana en el mundo rural y la experiencia femenina,
en la España de la primera mitad del siglo XX, ver: ARRIERO RANZ,
F. La voz y el silencio: historia de las mujeres en Torrejón de Ardoz,
1931-1990. Madrid, Editorial Popular, 1994. ESCUELA POPULAR
DE ADULTOS Los pinos de San Agustín. La palabra de las mujeres.
Una propuesta didáctica para hacer historia (1931-1990). Madrid,
Editorial Popular, 1991. Recomiendo especialmente los libros de Ale-
NOTAS
jandro López Andrada, sobre las formas de vida ya desaparecidas del
mundo rural cordobés. Los años de la niebla. Madrid, Oyeron, 2005.
La tierra en sombra, Madrid, Visor, 2007.
8 Las
nodrizas, niñeras y empleadas domésticas.
9 PUIGBERT,
L. Las otras mujeres. Barcelona, El Roure, 2001
10
ALDARACA, B. El ángel del hogar: Galdós y la ideología de la domesticidad en España. Madrid, Visor, 1992.
11
Quiero aclarar que en los relatos de las mujeres (entrecomillados) he
procurado respetar las peculiaridades del habla popular de la zona.
12 Las
personas interesadas en los datos más concretos sobre las colonizaciones encontrarán una buena síntesis, referida específicamente al caso
que nos ocupa en: Colonos y colonizaciones en la provincia de Cádiz.
Los pueblos de Jerez. Fundación Provincial de Cultura, Diputación de
Cádiz, 2005. Véase también, CARO, D. (coord.) Historia de Jerez de
la Frontera, Tomo II, El Jerez moderno y contemporáneo. Diputación
de Cádiz, Cádiz, 1999, pp. 254 y ss.
13 El 80% de la tierra del municipio de Jerez, estaba concentrado en manos
de unos pocos propietarios terratenientes, que “vivían en la propia ciudad, mientras que se permitía la existencia de poblaciones marginales
en las cercanías de los cortijos, donde malvivían los jornaleros eventuales, que formaban la mano de obra de estas, sin tener ningún tipo
de servicios y con miserables chozas como vivienda”. Referencia en:
CARO, D. (coord.) Op. cit. p.208.
14
Sobre la Baja Andalucía son especialmente interesantes las novelas de
Vicente Blasco Ibáñez y de Antonio García Cano. BLASCO IBAÑEZ,
V. La bodega. Madrid, Cátedra, 1998. GARCIA CANO, A. Tierra de
rastrojos. Sevilla, Editorial Sevillana, 1975.
15
Edificaciones con única pieza escasamente iluminada, donde se alojaban los trabajadores eventuales o jornaleros, en unas condiciones muy
precarias.
16
Véase: CARO, D. (coord.) Op. cit. pp. 252-253.
17
SIGLER, F. Aportación al estudio de los conflictos sociales y políticos
347
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
durante la II República en Andalucía: el caso de la sierra de Cádiz.
Revista de la Facultad de Geografía e Historia, núm. 1, 1987, pp. 261274. SIGLER, F. Los proyectos de reforma agraria en la provincia de
Cádiz durante la Segunda República. Repercusiones políticas y sociales. Madrid, 1995. Tesis Doctoral inédita. UNED.
18 A partir
de ahora IRA
19 ARANZADA.
Unidad de medida de superficie. Equivale aproximadamente a 4.472 metros cuadrados. Dato extraído de un cuaderno antiguo,
aportado por Pepita, que según parece, estudió su padre en la cárcel.
20
Referencia en CARO, D (coord.) Op. cit. p.257
21 A partir
de ahora INC
22
Referencia en CARO, D. (coord.) Op. cit. p. 259
23
No vamos a entrar aquí en las dificultades de la aplicación de las distintas leyes de Reforma Agraria del IRA, ni tampoco en su valoración.
Para ello remitimos a los lectores y lectoras a la bibliografía sobre ese
tema concreto.
24
Informe del jefe de Servicio Provincial del IRA; 16-XI-1934. Referencia en CARO, D., Op. cit. p.257.
25
GORDA: Moneda, llamada también perra goda, que equivalía a diez
céntimos de peseta.
26
MACUCA: Fruta silvestre pequeña y colorada.
27 MANIJERO: Capataz de una cuadrilla de trabajadores del campo, hom-
bres o mujeres.
28
Generalmente, las mujeres llaman instituto al INC (Instituto Nacional
de Colonización).
29
RECOVERO. Persona que compra huevos y gallinas por los lugares,
para luego revenderlos.
30
A principio de la década de los cincuenta empieza el proceso de urbanización de los poblados, que se alarga hasta 1960 aproximadamente. Los ministerios de Agricultura y Obras Públicas colaboraron para
habilitar la zona y crear núcleos poblacionales con red eléctrica, des-
348
NOTAS
agües, caminos, edificios oficiales, iglesias, etc. El Instituto Nacional
de Colonización construyó dos tipos de viviendas: una amplia, y con
terreno para animales y aperos, para los colonos con parcela, y otra más
reducida, que se entregó a los trabajadores sin tierra.
31
Estos eran los cultivos fundamentales, aunque existían también pequeños huertos donde se cultivaban verduras y algunas frutas.
32
RUBIA: La “rubia” era el coche de línea que había en el pueblo.
33
Al asentarse, los colonos recibían un lote consistente en una parcela,
una vivienda, aperos de labranza, animales de labor y ganado, aunque
convertirse en colono no significaba que el campesino obtuviera la propiedad del lote concedido, ya que primero había de pasar por un camino
que va desde la tutela estatal, el pago de una renta, hasta la propiedad
años más tarde. Durante los primeros cinco años el colono se hallaba
en una situación de prueba bajo el control y tutela del Instituto Nacional de Colonización. En la primera etapa el INC aportaba los medios
de producción, indicaba y dirigía los aprovechamientos de la parcela
y determinaba las labores y tratamientos a realizar. Asimismo, el INC
recogía la cosecha y pagaba al agricultor a niveles de subsistencia. El
proceso culminó en el año 1982, cuando al fin, tras un largo y difícil
proceso, se entregan las escrituras para que estos colonos pasen a ser
los propietarios de las parcelas. Ref. en: http://www.labarcadelaflorida.
es/ELAlabarcadelaflorida.
34
REAL: Moneda fraccionaria, con un valor de veinticinco céntimos de
peseta.
35
CLARILLA: Producto resultante de la mezcla de ceniza y agua.
36
BAMBO: Un tipo de vestido muy amplio.
37 Consistía en una especie de tarjeta de cartón que tenía un valor simbóli-
co y sustituía al dinero real, hasta que se cobraba la cosecha y las familias disponían de algún dinero en efectivo. En ese momento se pagaba
a las tiendas todo el gasto realizado y pagado con los vales.
38
CHICA: Moneda fraccionaria, con un valor de cinco céntimos de peseta.
349
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
39
Desde mediados del siglo XIX existía la Escuela Pública. La Ley de
Moyano de 1857 exigía que se abrieran escuelas en las poblaciones de
más de quinientos habitantes, aunque eso no siempre se cumplió.
40 Josefina Aldecoa
publicó su novela La Maestra, en la que relata las peripecias de una maestra rural en los años de la Segunda República. Del
mismo tema trata la película “La lengua de las mariposas”, dirigida
por José Luis Cuerda y basada en un relato de Manuel Rivas ¿Qué me
quieres amor?, publicado en 1996.
41
En la novela “Tierra de rastrojos”, citada anteriormente, se hace referencia a estos personajes singulares.
42
Las Hermanas Salesianas abrieron su primer centro en la ciudad en
1897.
43
SOBERAO: Lugar de la casa, parecido a un desván, donde se almacenan los cereales y los productos de la huerta que han pasado por
un proceso que permite conservarlos para poder consumirlos durante
meses. También se guardan en el soberao los aperos del campo y los
trastos viejos.
44
En el capítulo V encontraremos más detalles sobre este acontecimiento.
45 Alice
Miller ha publicado un interesante estudio sobre la crueldad y la
severidad en la educación de los niños y sus efectos psicológicos. MILLER, A. El saber proscrito. Barcelona, Tusquets, 1990.
46 Asunto
censurado socialmente al que se nombra por medio de palabras
que sustituyen a la cosa real. Por ejemplo el sexo es un tabú en muchas
sociedades y para referirse a él y toda lo relacionado con ese tema,
se usan numerosos términos que ocultan o disimulan lo que se quiere
decir: hacer el amor, hacer uso del matrimonio, etc., etc. En el caso de
la menstruación es usual que en determinados lugares, como Andalucía, las mujeres digan “estoy mala” para referirse al hecho de tener la
regla.
47
MUSELINA: Un tipo de tela de algodón, fina y poco tupida.
48
ESTAR MALA: Se refiere a estar con la menstruación.
350
NOTAS
49 CACHETE: La palabra, en este contexto, tiene el significado de mejilla,
moflete, carrillo.
50
FRIGOLÉ, J. “Llevarse a la novia”: Matrimonios consuetudinarios en
Murcia y Andalucía. Barcelona, Universidad Autónoma de Barcelona,
1986.
51
BAJERA: Es el nombre que se le da a la prenda interior que se pone
debajo del vestido, llamada también combinación.
52
ROMPERSE LA FUENTE: Así se le llama en la zona a romper aguas.
53
RECOGER: Así se conoce al acto de acompañar e intervenir en el proceso fisiológico del parto, que se llevaba a cabo por una persona sin
título: la partera.
54
Se refiere a la casa de sus padres, en la que vivía ella sola antes de casarse.
55 La toma de Málaga, un episodio trágico de la Guerra Civil, está fechado
el día 8 de febrero de 1937.
56
Paca ironiza siempre con ese calificativo, cuando se refiere a las tropas
del ejército sublevado. Por el contrario, la gente que estaba de acuerdo
con el gobierno republicano, los campesinos que reivindicaban mejores condiciones de vida, esos eran los “malos”.
57
Durante el proceso de edición del libro, el compañero de Isabel falleció
de forma repentina.
58
Durante el proceso de edición de este libro, el marido de Paca falleció.
59
Ver datos e imágenes fotográficas sobre el proceso de urbanización en:
Colonos y colonizaciones en la provincia de Cádiz, Op. Cit.
60
RECONCOMÍA: Término utilizado para referirse a conflictos más o
menos ocultos, celos, resentimientos que pueden derivar en malas relaciones.
351
BIBLIOGRAFÍA
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
Voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres del campo
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN
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