(voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres del campo).
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(voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres del campo).
AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres del campo Jerez - la barca de la florida Mª Teresa Fuentes CABALLERO AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres del campo © Textos: Mª Teresa Fuentes Caballero © Fotos: Chozos en la finca. Niños colonos en los barracones. Ganado vacuno presentado a la feria. Matanza en lo de José Fernández. Viviendas y paisaje urbano de La Barca. Del libro Colonos y colonizaciones en la provincia de Cádiz. Los pueblos de Jerez. Archivo fotográfico-documental del Ayuntamiento de Guadalcacín. Museo de Las Colonizaciones de Guadalcacín. (págs, 67, 95, 47, 129, 78) Edita: Diputación Provincial Servicio de Publicaciones Diseño: Emotive Project Imprime: XXXXXXX ISBN: 000-00-00083-00-0 Depósito Legal: XXXXXX A los pioneros, hombres y mujeres protagonistas de todas las gestas que la humanidad ha llevado a cabo. A mis padres, que ya no están y que también formaron parte del tiempo y del mundo que narra este libro. A mis hijos Manuel y Pablo, y a Manolo. Por todo lo que me han dado. índice PRÓLOGO 13 PRESENTACIÓN 1. El punto de partida: El por qué y el cómo nació este libro 2. Haciendo visible la historia oculta de las mujeres 19 21 29 I. LA TIERRA PROMETIDA 1. La campiña de Jerez: esa tierra prometida 2. Condiciones de vida en los primeros poblados: tiempos difíciles 37 39 53 II. INFANCIAS RECUPERADAS 1. Niñas que trabajan 2. La escuela: los niños primero 3. La Primera Comunión: vestirse de blanco 4. Tiempo de juegos y fiestas 5. El padre: luces y sombras de la figura masculina 6. La madre: la fuerza silenciosa 7. Abuelos, tíos, padrinos… Apoyos necesarios 8. De niña a mujer: La sexualidad silenciada 79 81 93 101 111 117 123 131 137 III. EL MATRIMONIO COMO DESTINO 1. Escenarios del cortejo: un paseo hasta el puente 2. Amores difíciles: el drama del embarazo 3. Ampliando horizontes: trabajo y preparación del ajuar 4. La boda: antesala de una nueva vida 5. Embarazos, partos y crianza: la vida en un hilo 6. Madres trabajadoras: administradoras de la escasez 7. Salud, enfermedad, remedios caseros y otras ayudas 147 149 165 173 187 197 221 249 IV. EL TIEMPO LO CURA CASI TODO 1. Duelos y cicatrices 2. Guerra Civil: tiempo de silencio 255 257 263 V. TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR 1. Mujeres maduras: el nido casi vacío 2. La viudedad: una soledad no buscada 3. Tal como somos….y la vejez en el horizonte EPÍLOGO NOTAS BIBLIOGRAFÍA 273 275 303 313 339 345 353 AGRADECIMIENTOS Este libro es el resultado del esfuerzo y la colaboración de muchas personas, sin cuya aportación no se hubiera podido realizar. En primer lugar mi más sincero agradecimiento al grupo de mujeres, protagonistas de este trabajo, por haberme dejado entrar en sus vidas. María la costurera, María Álvarez, María Marín. Pepa P., Ana, Pepita, Antonia, Isabel, Cuqui, Encarnación B., Pilar, Remedios, Encarna García, Encarna B. y Josefa. Gracias a todas por compartir tantas cosas conmigo. Especialmente a Pepita Bazán, que me permitió realizar las fotos del ajuar de bebé y de la ropa interior de su madre. Gracias a Beli, porque su apoyo me facilitó tanto el contacto primero con el Ayuntamiento, como la realización del taller durante el primer año de trabajo. A Mª Carmen Martínez. Sin su interés y su ayuda no hubiera sido posible llevar a cabo el proyecto en La Barca. Julián Oslé me ha cedido generosamente algunas de las fotografías del Archivo fotográfico-documental del Ayuntamiento de Guadalcacín y Juan Gómez, un estudioso de la vivienda popular de la zona de colonización y promotor de la reconstrucción del chozo en el IES de La Barca de la Florida, me ha proporcionado la mayor parte de las fotos sobre el interior de la choza y los enseres y mobiliario doméstico. Gracias a los dos. 10 En cuanto a la revisión del estilo, son varias las personas que han colaborado de alguna forma a mejorar alguna parte del texto. Gracias a Silvia, por su escucha y paciencia a lo largo de estos dos años y por sus creativas sugerencias para la estructura del libro. Mariona y Asunción, siempre tan rigurosas, mejoraron notablemente el estilo de los dos primeros capítulos. Gracias también a Roca, que respondió amablemente a mi demanda de ayuda como Filóloga. Especial mención requiere mi amigo Pepe Cantillo; él ha empleado, de forma generosa y sin condiciones, mucho tiempo en la revisión final del texto. Gracias por tu interés, y por tu valiosa ayuda. Finalmente no puedo dejar de nombrar a Manolo, marido y compañero de vida, la persona más generosa que conozco. Él ha sido mi mayor apoyo en cada uno de los proyectos que he emprendido y ha sabido estar siempre a mi lado, soportando mis obsesiones y fracasos, dándome consejos, aportando recursos materiales, cuando era necesario. Ahora quiero compartir con él mi alegría y darle las gracias por tantas cosas que ni siquiera es posible nombrar. 11 PRÓLOGO AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres del campo Contar la propia vida es un ejercicio tan difícil como necesario. Es preciso narrar la vida para hacer recuento y para recrearla, para darle significado, para comprenderla y, también, para compartirla, para lanzarla al aire y recobrarla luego con mucho más de lo que tenía cuando estaba guardada en silencio y soledad entre nuestras manos. Para ello las mujeres, aunque silenciadas en el mundo y en la Historia oficial, siempre hemos tenido unas especiales aptitudes. Nuestros dones para contar la vida se han ido haciendo a fuego lento al calor del hogar, en el discreto espacio de lo privado, en el cuidado grande de todo lo pequeño, en el encuentro con otras, en largas tardes compartidas tejiendo o bordando, con exquisito gusto y denodada paciencia, labores hermosas y delicadas, pequeñas obras de arte. Y mientras las mujeres, al entrañable son de la conversación, tejemos o damos puntadas, con materiales de multitud de colores, grosores y texturas guardados con celo en la intimidad de nuestro costurero, la vida va tomando una forma, una medida, una tonalidad y un sentido preciso, una luz propia como la de la aurora, ese tiempo preñado de esperanza y de posibilidades, abie to siempre a tantos nuevos comienzos. Sólo así la vida permanece viva, en esa capacidad que tenemos de, a través de la relación y de la palabra, traer al mundo algo, dar a luz algo. Eso es lo que han hecho con este libro, de la 14 mano de Mª Teresa Fuentes, un grupo de mujeres de La Barca de la Florida: alumbrar un ramillete de historias de vida que son, a la vez, una magnífica colección de lecciones de lucha, coraje y superación en un tiempo de silencio, gris, plagado de injusticias y adversidades. Este tiempo, en el fondo no tan lejano, cobraba su máxima crudeza en el mundo rural, como muestra el relato coral de estas mujeres. Estas narraciones nos hablan de una vida en el campo donde subsistir era casi una proeza, donde cada amanecer era una conquista y, a la vez, el preludio de la lucha cotidiana que era preciso librar día a día, una lucha convertida en ejemplar al ser capaz de convertir tanto esfuerzo en dignidad. Los testimonios de estas mujeres, modelados con sus recuerdos y vivencias, a copia de palabras que conmueven por su sencillez y que en ésta alcanzan una admirable autenticidad, nos interpelan y nos hacen conscientes de su herencia callada pero fecunda. Porque ellas, sin saberlo, como tantas otras mujeres anónimas de su tiempo, no sólo se hicieron a sí mismas sino que también han hecho posible que las mujeres de generaciones posteriores tengamos una posición diferente en nuestra sociedad. Y eso reclama no sólo gratitud y admiración, sino también el orgullo de sabernos sus sucesoras y el compromiso de sentir que cada una de nosotras, desde nuestras particulares circunstancias, estamos hoy llamadas a contribuir con nuestras vivencias y relatos a crear un futuro mejor para las mujeres que nos seguirán. 15 Precisamente, buenas dosis de eso: gratitud, admiración, orgullo y compromiso, es lo que con suma sensibilidad ha vertido en este libro Mª Teresa Fuentes, amiga y compañera mía de tantas historias vitales compartidas. Conociéndola a ella y sus mapas sentimentales, la imagino escuchando atenta y emocionada los relatos que el grupo iba trenzando con el hilo fino de la palabra, lanzando preguntas como surcos por los que cada historia pudiera discurrir por si misma y junto con otras, animando la conversación hasta hacer de ella una larga y ancha vereda. La imagino también dejando que las historias de estas mujeres le calaran poco a poco como agua fina e, incluso, en algún que otro momento, le despertaran resonancias, avivando en ella recuerdos y nostalgias. Por desgracia, no son todavía frecuentes obras como ésta, libros en los cuales quien incita a otros a poner voz a la memoria se arriesga a cumplir el rol de compañero o compañera de viaje, de cómplice comprometido dispuesto a ponerse en juego en primera persona durante la travesía, en lugar de instalarse en la cómoda distancia de observador y cronista de hechos o experiencias ajenas. Este libro no es la crónica de unas vidas de mujer, entendida ésta como simple reproducción de lo sucedido o restauración de un tiempo acumulado, sino que es la narración de un tiempo vivido y construido, de unas experiencias y acontecimientos que se convierten en tales a través de la urdimbre argumental, de la trama creada. 16 Porque, ¿qué es la vida sino la persistente creación de una trama en la que sentirnos protagonistas, autores y autoras de un argumento cuyo desenlace está en nuestras manos? Ese es el mérito de las protagonistas del relato colectivo que alberga este libro: demostrarnos que no sólo podemos ser dueños y dueñas de nuestro presente y de proyectar futuros posibles, sino que incluso podemos modificar el pasado porque éste también habita en el presente, porque es desde el presente desde donde construimos el pasado con nuestras memorias y olvidos. Acaso, desde esta óptica esperanzada del pasado, podamos hacer nuestro aquello que Mario Benedetti llamara el porvenir de mi pasado y proclamar con él: el porvenir de mi pasado tiene mucho a gozar, a sufrir, a corregir, a mejorar, a olvidar, a descifrar, y sobre todo a guardar en el alma como reducto de última confianza. Silvia Navarro Pedreño 17 PRESENTACIÓN AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres del campo “Relatos aprovechados e instantes de felicidad, hilos sueltos y sueños frustrados, dedales y madejas que se deshacen como ilusiones viejas. Con este material las mujeres van tejiendo, año tras año, de generación en generación, la labor de la vida, hasta completar un tapiz que tiene la textura de la experiencia y el color de los deseos” (Vhitney Otto) PRESENTACIÓN 1. El punto de partida: El por qué y el cómo nació este libro El proyecto a partir del cual ha surgido este libro, está inspirado en una novela americana del mismo título: “Coser y cantar1”. Se trata de una pequeña obra, cuyas protagonistas son un grupo de mujeres que han pasado ya de los sesenta años, que se reúnen cada tarde, con la excusa de elaborar una colcha con trozos de distintas telas, colores y dibujos (patchwork). Pero en realidad las tardes de estas mujeres se convierten en un espacio para poder recordar, narrar y compartir sus vidas y experiencias, bajo la atenta mirada de la nieta de una de ellas. La joven, pretende hacer una investigación para su tesis doctoral sobre las labores y las tradiciones femeninas; por eso se ha trasladado desde su ciudad a la pequeña población, donde transcurre la acción. El proceso de narración que emprende el grupo, les lleva a bucear en las vidas personales de cada una, descubriéndose de esa forma un universo rico y variado. Los trozos de vida de las mujeres, se asemejan a la labor que van realizando, al hilo de la conversación. La belleza está precisamente en la variedad de experiencias, de recuerdos, de sentimientos y emociones que aparecen en el grupo. No se enjuicia lo que se hizo o se dejó de hacer, no se critican las decisiones, los errores y los aciertos de cada una de ellas. La narración es simplemente un tapiz hermoso, lleno de vida, con alegrías tristezas, con los momentos de felicidad y de dolor que cada cual ha expérimentado. En definitiva, sin querer ser una terapia, aquellas tardes alrededor de la labor, fueron un bálsamo perfecto para las heridas que habían quedado abiertas o sin cicatrizar suficientemente. 21 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Y lo más sorprendente es que aquella joven, perpetua estudiante, aprendió una gran lección a través de la vida de aquellas mujeres: hay que afrontar las cosas con valentía, porque, pase lo que pase, nada ni nadie nos va a evitar el riesgo, el vértigo y el dolor que implica vivir. Este hermoso relato me ha servido como fuente de inspiración para poner en marcha un proyecto; la materialización de una idea que empezó a gestarse hace ya algunos años: un taller de historias de vida. Pero para llevarlo a cabo necesitaba contar con un grupo de mujeres, dispuestas a narrar sus historias personales y abiertas a compartir retazos de sus vidas con otras mujeres. a) taller de memoria y narrativa “Coser y c@ntar”: el proceso de preparación En el otoño de 2004 tuve el primer contacto con la persona responsable del Área de la Mujer del Ayuntamiento de La Barca de la Florida3. Casualmente en esta población ya existía un colectivo femenino que podía coincidir en sus intereses con lo que yo me proponía. Además, la concejala de ese área municipal se mostró sumamente interesada por realizar la experiencia. Así, nos pusimos manos a la obra e iniciamos un proceso en el que tuvimos que clarificar qué pretendíamos con este proyecto. Además era necesario implicar al grupo de mujeres. Eso significaba que ellas tenían que sentirse interesadas por la experiencia que se les proponía: un espacio semanal para hablar de sus vidas. Pero, ¿para qué recordar el pasado y compartir unas vivencias tan íntimas y a veces tan dolorosas?, ¿qué beneficios iban a obtener ellas?, ¿qué uso se haría de todo lo que allí se hablase? Imaginábamos que el grupo iba a hacerse estas preguntas. Nuestras respuestas tenían que convencerlas y motivarlas para emprender la actividad y considerarla atractiva. Por mi parte, desde que empecé a idear este proyecto, tenía claro qué era lo que perseguía con él. Conocía algunos estudios realizados con personas mayores, que ofrecían datos interesantes sobre los beneficios que reporta un proceso sistematizado de recuerdo y narración del pasado, sobre todo, cuando éste se realiza en grupo; entre otros, mejora la salud mental, la autoestima, la sociabilidad, o el sentido de pertenencia4. 22 PRESENTACIÓN Enseguida vimos que la actividad podía cumplir dos funciones complementarias: una personal y otra colectiva. Por un lado aseguraba una actividad semanal para las mujeres, que sin ser una terapia, cumplía un papel terapéutico muy interesante y coincidente con la política social de la institución promotora. Por otro lado, teníamos la oportunidad de recuperar parte de la historia de La Barca; una historia, a partir de las voces y la perspectiva de un colectivo hasta ahora invisible y mudo: las mujeres. Así se lo expusimos al grupo y, a partir de ahí, pudimos negociar el día y la hora más adecuada para el encuentro semanal, contando con los intereses y el tiempo disponible de la mayoría de ellas. En enero de 2006 empezó la experiencia. b) El perfil de las participantes Hay una cierta homogeneidad en las características personales del grupo. Se trata de mujeres de edades comprendidas entre los 60 y los 80 años, aunque la mayoría está entre los 65 y 77. Habitualmente dedican las tardes a hacer labores; así que para ellas no es problema reunirse y aprovechar ese espacio de actividad para contar sus historias. Finalmente éste es un criterio abierto, ya que algunas de las integrantes del grupo prefieren tomarse la tarde del taller como un tiempo libre, en el que disfrutar de compañía y llamar a los recuerdos. En definitiva, algunas cosen, hacen croché o punto de media; otras sólo acuden a la llamada de las historias que surgen, a veces nítidas y llenas de detalles, otras, como las viejas fotografías, algo borrosas; como si el tiempo hubiese acabado con los perfiles y los colores. De todo hay: memoria y olvido, así que desde esa realidad nos disponemos a dar sentido a las narrativas, personales y colectivas. c) El grupo y las normas Al principio de la experiencia hubo un gran interés y se formaron dos grupos de doce mujeres cada uno; este hecho determinó que cada semana hubiese dos reuniones. Había que dar cabida a todas, y el tiempo suficiente para que cada cual pudiese expresarse con libertad y sin otros límites que el calendario. No se pusieron condiciones a la asistencia. Todas las mujeres interesadas podían formar parte del taller, siempre que no tuviesen 23 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN deterioradas las capacidades mentales para poder narrar coherentemente una vida. Posteriormente, una vez inmersas en la experiencia y vencidos los primeros temores y desconfianzas, cada una de las mujeres fue encontrando su sitio en el grupo y expresar, según su necesidad, su capacidad narrativa y emocional; o por el contrario abandonar el proyecto. En el mes de marzo el grupo quedó prácticamente cerrado, con unas catorce a dieciseis mujeres, que asistían a las sesiones de un modo más o menos continuado. Ya en la primera reunión, se dejó clara la importancia que tenía para la marcha del grupo respetar el turno de palabra y la intimidad de las personas. Cada cual podía decir o no decir aquello que considerase oportuno, pero en cualquier caso se esperaba respeto y confidencialidad. En otras palabras: la historia de cada mujer, aunque podía ser más o menos conocida por sus vecinas, la debíamos considerar algo totalmente íntimo que nadie tenía derecho a comentar fuera de la reunión. Sólo con este compromiso era posible crear un espacio de confianza, condición necesaria para nuestro propósito. Con el permiso de las asistentes, las sesiones fueron grabadas, ya que las historias individuales y grupales debían recogerse con el máximo detalle, respetando el léxico y estilo narrativo de cada una de las mujeres. También en este caso, y haciendo referencia a la intimidad, cada vez que alguna Haciendo “primores”, mientras narran sus vivencias de las protagonistas quería hablar de algún acontecimiento demasiado delicado, doloroso o que simplemente no le parecía adecuado su uso y publicación, se apagaba la grabadora. De ese modo se fueron creando lazos de confianza e intimidad entre las participantes, que han favorecido la comunicación en el más amplio sentido de la palabra. Ha sido especialmente significativo lo que algunas mujeres han confesado: era la primera vez que hablaban públicamente de ciertas cosas de su vida. 24 PRESENTACIÓN d) La conducción del grupo Respecto a las conductoras del grupo, quiero aclarar que de una forma muy natural se fue estableciendo una fuerte relación con las mujeres participantes. No podemos hablar de espontaneidad en el método de trabajo. Ciertamente ha existido una idea, a partir de la cual hemos tomado un camino, para llegar a donde pretendíamos. Creíamos necesario contar con una persona que orientase cada sesión, diera las pautas necesarias e hiciese propuestas de temas que había que tratar; pero también pensamos en una observadora, capaz de ser crítica con los procesos que se dan en todo grupo. Esa figura es importante para ayudar a consolidar el grupo y llevarlo a la consecución de sus fines. Beli López cumplió ese papel. El grupo observa y comenta una de las labores No obstante, la observadora pronto abandonó ese rol, en teoría más pasivo, para entrar en la dinámica grupal. A partir de ese momento, participó en las narrativas con sus preguntas y reflexiones, en apoyo de la conductora. El resultado de esta colaboración ha sido la creación de un espacio grupal original, en el que protagonistas y conductoras compartían y comparaban retazos de vida. Como ellas mismas han manifestado, refiriéndose a los roles: “no os hemos visto como las maestras, como las monitoras, sino como una más; como unas compañeras, y eso es lo que nos ha dado confianza para hablar de todo”. 25 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Detalle de la labor de una de las mujeres A pesar de esa relación tan cercana, nunca se confundieron los papeles. Cada cual ha sabido estar en su lugar, pero dejando un gran margen a la espontaneidad de cada momento y aprovechando lo que cada sesión nos aportaba, a veces la risa, otras la emoción sin disimulo, en muchas ocasiones el cruce de palabras y conversaciones atropelladas. ¡Había tanta necesidad de hablar! Las mujeres deseaban explicarse, dejar salir por fin esas cosas calladas para no hacer daño a nadie, escondidas para la mayor parte de la gente, pero a veces, simplemente olvidadas porque duelen demasiado. A las pocas semanas de iniciar la experiencia, ya estábamos seguras de tener en nuestras manos un material riquísimo de historias personales que ilustraban perfectamente el origen y evolución de La Barca de la Florida. Los relatos hablan de infancias sin apenas juegos ni tiempo para la fantasía, porque esas niñas, que hoy son mujeres maduras, contribuyeron con su trabajo, en el campo y en la casa, al mantenimiento de sus familias. Ellas no conocieron otra escuela más que la de la necesidad cotidiana de sobrevivir. Pero esa realidad, por suerte, les dio la posibilidad de desarrollar capacidades y recursos que luego les han valido para sacar adelante a sus propias familias y llegar a la situación actual con una sabiduría, una fuerza y una alegría dignas de admiración. 26 PRESENTACIÓN e) Las entrevistas individuales Durante los meses de trabajo grupal (entre enero y junio de 2006), fuimos madurando la idea de escribir un libro con el material obtenido del proceso de reminiscencia. Personalmente creía que había que completar las historias de vida, que habían quedado cerradas más o menos en los años ochenta del siglo pasado. Tenía mucho interés en que este libro reflejara, no sólo las vicisitudes de un tiempo de atraso y miseria, sino también el cambio; el gran paso que se ha producido, no sólo en La Barca de la Florida, sino en todo el mundo rural, en las dos últimas décadas del siglo XX. Así, el recorrido vital de este grupo de mujeres, puede observarse no sólo como algo local y centrado en unas pocas historias. A través de sus vidas vemos cómo han cambiado las costumbres, los valores y las condiciones de vida en la Baja Andalucía. La confortable sala de estar de cada una de ellas fue testigo de tranquilas conversaciones, que transcurrieron entre el calor de la candela, o del brasero, en los meses de invierno. Luego, con el inicio de la primavera, los aromas de azahar en las calles del pueblo, y de los jazmines en los patios, acompañaron el final del trayecto. Entrado ya el verano de 2007, di por finalizadas las entrevistas individuales. Los dos últimos capítulos del libro son el resultado de este proceso más personal e íntimo, en el cual, las mujeres fueron recordando algunos capítulos de sus vidas, que por diversas razones, no habían podido compartir con el grupo. Además, pudimos abordar un tema importante: la llegada de la vejez, la forma cómo afronta cada cual esa etapa de la vida, y también cómo se ven a sí mismas en este momento. 27 “Porque todas las cenas están cocinadas, todos los platos y tazas lavados; los niños han sido enviados a la escuela o se han abierto camino en el mundo. Nada queda de todo ello. Todo se ha desvanecido. Ni las biografías ni los libros de historia lo mencionan. Y las novelas, sin proponérselo, mienten” (Virginia Woolf) PRESENTACIÓN 2. Haciendo visible la historia oculta de las mujeres Hasta hace pocos años, los libros de historia se han ocupado básicamente de la vida pública, de todo lo que tiene que ver con el mundo de la política, la guerra, o los grandes avances tecnológicos, culturales o científicos. Estos han sido los temas que han interesado a los historiadores. Naturalmente los protagonistas casi absolutos de los acontecimientos que se narraban, eran hombres ilustres, personajes masculinos, de clases altas y de raza blanca. Además, eran ellos, principalmente, quienes se encargaban de escribir y publicar dichos libros. En definitiva, pasar a la historia, formar parte de esos seres privilegiados, a quienes se recuerda por sus gestas o por las aportaciones que han hecho a la vida social o cultural, es algo a lo que no hemos tenido acceso la mayor parte de la humanidad. De hecho, hasta hace pocas décadas no se han estudiado los movimientos sociales y sus protagonistas: obreros, sindicalistas, trabajadores del campo, y otros grupos, formados por hombres y mujeres, que al menos desde la Revolución Francesa han venido reivindicando sus derechos legítimos a ser tenidos en cuenta. No obstante, a partir de los años setenta del pasado siglo, muchos historiadores empezaron a dar protagonismo a estos colectivos olvidados por la historia tradicional. Esta nueva mirada al pasado coincidió además con la incorporación de las mujeres historiadoras a los departamentos universitarios y a la investigación. El resultado de estos cambios se ha visto reflejado en los temas y sus protagonistas. Así, desde el último tercio del siglo XX, 29 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN han aparecido numerosos estudios que sacan a la luz vidas muy interesantes de personajes femeninos: escritoras, médicas o pensadoras. Por el papel importante que han tenido en la cultura o en determinados ámbitos profesionales, y por el carácter mismo de su actividad, son personas que han producido documentación escrita y por tanto, es posible acceder a su conocimiento. Igual ocurre con las mujeres de las clases medias, cuyos diarios íntimos y cartas han servido para reconstruir partes del universo femenino en el pasado5. Pero, ¿qué sabemos de las otras mujeres; esas que, durante mucho tiempo han estado excluidas de la historia, pero que, aunque calladamente, también han formado parte de ella? Son personas que no han tenido voz, que no han sido socialmente visibles, porque su trabajo se ha realizado en un ámbito privado. Las mujeres del pueblo, en muchos casos analfabetas, no han generado documentos de ninguna clase, susceptibles de ser estudiados6. Para conocer sus vidas, (y más aún, las representaciones que se hicieron de ella), sólo disponemos de sus palabras, palabras que es necesario recuperar como patrimonio valioso que no debe desaparecer con ellas7. Son nuestras abuelas y madres, cuyas vidas transcurrieron entre la Segunda República, la Guerra Civil y la larga posguerra. Ellas son las que han aportado energía física y psicológica al mantenimiento de la familia. Porque, no lo olvidemos, han cuidado la vida en toda la extensión de la palabra, desde el inicio de ésta: gestando, pariendo y criando a niños propios y ajenos8; pero además proporcionando cuidados de todo tipo a los enfermos, ancianos o discapacitados. En definitiva, las “otras mujeres9” no han sido ese Ángel del Hogar del que hablaban muchos filósofos y moralistas de finales del siglo XIX10; mujeres pasivas, que sólo debían mostrarse bellas y afectuosas, alejadas de toda preocupación y responsabilidad que no fuera mantener el orden doméstico. Esta figura no se corresponde en absoluto con la realidad; todo lo contrario. En el mundo rural, las mujeres han tenido responsabilidades no sólo dentro de la vida doméstica, sino también trabajando en las explotaciones familiares, como jornaleras, regentando pequeños negocios, en el servicio doméstico y realizando otros trabajos, tradicionalmente femeninos, como la costura. 30 PRESENTACIÓN Es difícil asegurar qué trabajo resultaba más duro e imprescindible en la época a la que nos estamos refiriendo. Las tareas del campo eran importantes y a veces exigían mucho esfuerzo físico; pero también las habilidades que debían tener las mujeres para el mundo doméstico eran muchas y muy especializadas. Sus capacidades y estrategias de supervivencia eran variadísimas y han sido fundamentales para suplir la falta de medios materiales con los que vivían las familias trabajadoras en esa época. Se podría hacer un listado de las labores y trabajos no remunerados que, en el ámbito doméstico, realizaban las mujeres y que aprendían siendo niñas. Así, por ejemplo: - Lavar, teñir, planchar y almidonar. - Recomponer, remendar y confeccionar la ropa que necesitaba la familia. - Cardar, hilar y tejer lana para prendas de abrigo (desde los calcetines hasta todo tipo de jerséis, rebecas, chaquetas y chaquetones, bufandas, gorros…). - Tejer ropa y elementos decorativos de croché. - Confeccionar ropa de cama. - Bordar, hacer croché. - Guisar y elaborar alimentos no perecederos. (salsas, embutidos, chacinas, quesos…). - Blanquear, pintar y mantener el mobiliario doméstico. - Elaborar conservas y mermeladas con los productos de la huerta (tomates, melocotones, membrillos…). - Secado de frutos y hortalizas para el invierno (higos, tomates, pimientos…). - Criar animales domésticos para consumo propio y ajeno (gallinas, conejos, pavos, cerdos, cabras, vacas…). - Transportar agua, leña y otros productos de primera necesidad, haciendo uso de animales, o no. - Vender productos en el mercado, elaborados en casa o de la cosecha. - Preparar la lana de las ovejas para el relleno de colchones. - Elaboración de jabón, reciclando el aceite utilizado en la cocina. 31 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN La variedad de tareas es realmente impresionante y posiblemente el listado no esté completo. Sin embargo, a estos trabajos no se les ha dado valor, pese a la aportación económica que suponían. Simplemente se ha considerado natural que las mujeres realizaran esas tareas. No se pensaba que con este trabajo estaban aportando algo más que un “grano de arena” a la economía de la familia. Solo preguntándonos con qué se hubiera pagado todo este esfuerzo, si alguien ajeno a la familia lo hubiese tenido que hacer, podemos hacernos una idea del valor real que tenía. Hay que hacerlo; hay que dar valor a tantas y tantas horas de esforzada y compleja labor de las mujeres en el pasado y superar algunos de los estereotipos e imágenes que hemos heredado. Las mujeres no deberían ser presentadas sólo como víctimas pasivas de la opresión del mundo masculino y de una sociedad injusta y desigual. Con la actitud victimista, con la pasividad y el miedo no se dan soluciones reales y prácticas a la vida cotidiana. Para hacer frente a la pobreza y la injusticia de esa época había que ser fuertes y luchar cada día por la supervivencia. De esa lucha cotidiana saben mucho las mujeres de La Barca. Por eso, la perspectiva que aquí hemos querido ofrecer es más positiva: nos gustaría sacar a la luz las cualidades que han permitido, a estas y a otras mujeres, hacer de la necesidad virtud. El mejor documento que podemos consultar es la propia voz de las protagonistas contando sus vidas. Escuchar la palabra de ellas11, sus experiencias, únicas y personales, pero a la vez comunes; sus afanes, penas y alegrías, sus logros y fracasos. A través del recuerdo, la experiencia y el significado de las cosas, asistimos a un proceso de recuperación individual y colectiva de formas de vida prácticamente desaparecidas, que han ido forjando la identidad colectiva de un pueblo joven: La Barca de la Florida. Aquellos y aquellas que se acerquen a este libro pensando que es un estudio histórico-social, lleno de datos y referencias documentales, tenemos que aclararles que no van a encontrar nada de eso en las páginas que siguen12. Nos vamos a ceñir a los datos y fechas estrictamente necesarios para hacer comprensible el texto. Evidentemente el contexto donde se desenvolvió la infancia y juventud de estas mujeres está presente, pero lo encontramos en sus recuerdos, en la narrativa de lo más cotidiano; de otros 32 PRESENTACIÓN aconteceres íntimos y personales, que en otra época seguramente hubieran sido diferentes. Igual ocurre con los aspectos sociológicos y antropológicos. El libro aporta mucha información de la estructura familiar y social, así como de las costumbres, los ritos y demás aspectos de la cultura popular y del mundo rural. Pero en un caso y en otro, hemos intentado huir de terminología más o menos técnica y de los conceptos más académicos, de manera que la dimensión socio-antropológica aparece con un lenguaje que pueda ser asequible a cualquier lector no especializado. Al fin y al cabo es a ellos a quienes principalmente se dirige esta obra. Quisiera también advertir que lo que se dice aquí sobre la vida en los pueblos de colonización no es todo lo que se puede decir. Es sólo lo que las mujeres que han participado en la experiencia han vivido y han querido contar. Puede que algún lector o lectora no se sientan representados en el libro, pero eso se explica porque el grupo de mujeres que se prestaron a colaborar en el taller son las que son y ellas sólo hablan por sí mismas. Siempre existe, naturalmente, la posibilidad de dar espacio a otras voces, otras sensibilidades que completen lo que aquí hemos querido contar. 33 34 1922 1930 1937 1931 1931 1932 1937 1937 1938 1938 1939 1940 1940 1940 1943 1944 1947 Encarna G. María M. Remedios C. Encarna B. Encarnación B. Antonia S. Pepa P. Ana G. Isabel G. María G. Antoñita F. María A. Cristobalina B. Josefa G. Pepita B. Pilar S. Fecha nacimiento Francisca A. Nombre S.José del Valle S.José del Valle El Gastor El Cuervo Cortijo Torrecera 1962 1948 1944 1941 1940 1947 1943 1934/35 1934 1935 1957-58 1945/46 1939-40? Año de llegada El Torno Torrecera La Florida La Florida San José del Valle El Torno La Florida La Florida Cortijo Torrecera Cortijo La Suara La Barca de la Florida Cortijo Majarromaque San José del Valle Se instalan en Datos fundamentales sobre las mujeres que han participado en esta experiencia Cortijo Majarromaque Paterna Cortijo La Florida Alcalá del Valle Cortijo El Coronel Guadix Jerez Olvera Olvera Torre Alháquime Alcalá delos Gazules Arcos de la Frontera Lugar de nacimiento AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Situación de La Barca dentro del conjunto de pueblos de la Zona Regable del Guadalcacín FUENTE: Colonos y colonizaciones en la Provincia de Cádiz. Los pueblos de Jerez. PRESENTACIÓN 35 I LA TIERRA PROMETIDA AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres del campo “(…) Cuanto se abarcaba con la vista, tierras llanas o colinas, bancales labrados o manchones para el pasto, todo era de un amo. Podía un hombre caminar horas enteras sin salir de la propiedad de un solo dueño (…) Eran extensiones que sólo podían ser cultivadas por gigantes como los que aparecían en los cuentos, labrándolas con bestias que tuviesen pies y alas (…) Ni un pueblo, ni otras viviendas que el cortijo. Había que caminar horas y más horas hasta el límite de otras propiedades.” (La Bodega. Vicente Blasco Ibáñez). LA TIERRA PROMETIDA 1. La Campiña de Jerez: esa “Tierra Prometida” Las noticias tardaban en llegar a los pueblos de la sierra, las comunicaciones eran rudimentarias; pero corrió la voz. Se decía que el Gobierno estaba ofreciendo tierras, animales y casa a los campesinos que quisieran instalarse con sus familias en la zona regable del Guadalcacín, muy cerca de Jerez. Muchos no se lo pensaron, cogieron las pocas pertenencias que podrían aprovechar en su nuevo hogar; algunos salieron con “lo puesto”, otros se las ingeniaron para transportar incluso los cochinos y las gallinas que criaban en el corral de la casa familiar. Las mujeres no querían abandonar aquellas cosas tan bonitas que habían heredado de sus madres y sus abuelas. Los ajuares domésticos eran humildes, lo justo para poder sentarse alrededor de una mesa a comer, las camas y los colchones de farfolla. Pero estaban los retratos de los abuelos, aquel plato de cerámica de la madre muerta, la mecedora del niño…, en fin, poca cosa, pero los recuerdos no podían dejarse abandonados, sería perder demasiado. Salieron de sus casas, dejaron atrás sus pueblos, las calles que habían sido testigos de los juegos infantiles de varias generaciones, los campos en los que tanto se habían afanado y de los que no lograban obtener más que un mísero jornal. Los inviernos eran largos y rigurosos; los días de lluvia, de nieve y granizo podían dejar sin trabajo a los hombres durante muchas jornadas. Las mujeres y los hijos tenían que “arrimar el hombro” y traba39 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Vista general del valle, entre La Barca de la Florida y El Torno jar desde muy pequeños. La escuela quedaba en un segundo plano, porque antes que nada estaba la subsistencia y esa no siempre era posible con el escaso salario del cabeza de familia. Por eso, muchas veces la desesperación hacía acto de presencia y el desánimo llegaba a las tabernas y a las casas: ¿qué podían esperar del futuro?, ¿qué clase de vida podían ofrecer a sus hijos? ¡Qué lejos quedaba entonces todo!, la campiña jerezana estaba a una jornada de cualquiera de los pueblos serranos. Los caminos y las carreteras presentaban un estado lamentable y los medios de transporte no ayudaban nada. El viaje era una aventura y mucho más para aquellos que llegaban de la Andalucía Oriental, de algunos pueblos de Granada; pequeños agricultores, arrendatarios de tierras que se sintieron atraídos por las posibilidades que ofrecía la colonización. Como aquellos pioneros que poblaron el Oeste Americano, los colonos estaban dispuestos a sufrir toda clase de penalidades; sabían que viajaban a un lugar desconocido; la tierra era fértil en el valle, pero llevaba tanto tiempo sin ser labrada, que hacerla producir iba a costar mucho esfuerzo. La incertidumbre sobre la clase de vida que les esperaba les hacía ser cautos y desconfiados sobre el futuro, pero la mayoría pensaba que valía la pena el riesgo, si conseguían una mejor vida para ellos y para sus hijos. 40 LA TIERRA PROMETIDA Este relato, se ha nutrido de los recuerdos de un grupo de mujeres que vivieron ese tiempo y esa experiencia. Estos recuerdos, muchas veces, surgieron con total nitidez, mezclándose los detalles, los sabores, los olores y las anécdotas más triviales de la vida cotidiana, con vivencias más trascendentales. El dolor y el abandono se han intentado velar, superponiendo sobre la realidad imágenes y palabras más amables; o incluso borrando totalmente aquello que hizo daño. Por este motivo, muchas de las mujeres, relatan su infancia de un modo que puede parecer ideal. Las imágenes que van surgiendo, tienen muchas veces un aire bucólico, de nostalgia por un mundo que se ha perdido. Sus humildes viviendas, fabricadas para ser provisionales, son descritas con todo lujo de detalles; tal vez recrean aquel ambiente, añadiendo no sólo imaginación, sino mucho afecto y una emoción que se palpa en la sala donde transcurren las reuniones. Pero eso no ocurre en todos los casos. No todas las vidas son iguales. Cada cual ha tenido su historia y su sensibilidad. Algunos relatos están llenos de medias palabras y de silencios; en ocasiones, nos presentan vidas de abandono, de trabajo, de escasez afectiva y material. Es importante sacar a la luz esas pequeñas historias cotidianas y darles el valor que merecen. En este capítulo nos vamos a acercar a los orígenes de las familias que llegaron a la zona regable del Guadalcacín entre los años treinta y cuarenta del siglo XX, especialmente de los que luego se han convertido en vecinos de este pueblo. ¿Cómo era la vida de estas familias en sus lugares de origen?, ¿por qué decidieron abandonar su casa y trasladarse a otra zona, con unas condiciones que ciertamente no tenían nada de fáciles?, ¿cuál sería la situación de estas personas que, en algunos casos, se desplazaron de una punta a otra de la provincia, o de otras zonas de Andalucía? ¿Somos capaces de imaginar las primeras etapas de asentamiento en la nueva tierra, teniendo incluso que construirse la propia vivienda con total carencia de medios y unos cuantos hijos que alimentar? Las protagonistas del libro son sólo un ejemplo, pero ilustran las trayectorias vitales con las que mucha gente puede identificarse. La mayoría de ellas nacieron entre 1930 y la década de los cuarenta; años tremendamente duros, en los que las familias campesinas, sin tierra ni ningún otro medio de vida, dependían de que los grandes propietarios tuvieran a bien contratarlos en tiempo de cosecha, y por un salario más parecido a una limosna que a la remuneración justa por un trabajo realizado13. 41 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN SEVILLANAS DEL LABRADOR Primera Labrador, tú que la tierra la cuidas con gran cariño, la cuidas con gran cariño, siempre trabajando el campo, desde que eras un niño, siempre trabajando el campo, desde que eras un niño. Tercera Labrador tú que la tierra, la labras con tanto esfuerzo, la labras con tanto esfuerzo, y vas regando los surcos, con el sudor de tu cuerpo, y vas regando los surcos, con el sudor de tu cuerpo. Desde que eras un niño, dejaste tu juventud entre surcos y entre lirios, dejaste tu juventud entre surcos y entre lirios. Con el sudor de tu cuerpo todo el día trabajando, para ganarte el sustento, todo el día trabajando para ganarte el sustento. Estribillo Y qué poco te ha quedao, Y qué poco te ha quedao, Y qué poco te ha quedao, al final de la cosecha, tanto como has trabajao. Estribillo Y qué poco… Segunda Labrador que vas al campo cantando de madrugá, cantando de madrugá, trabajas de sol a sol, hasta que el día se acaba, trabajas de sol a sol, hasta que el día se acaba. Hasta que el día se acaba la fatiga y el cansancio se reflejan en tu cara, la fatiga y el cansancio se reflejan en tu cara. Estribillo Y qué poco te ha quedao… 42 Cuarta Labrador tú que en el campo, ya no puedes trabajar, ya no puedes trabajar, que tus huesos doloríos, ya te piden descansar, que tus huesos doloríos, ya te piden descansar. Ya te piden descansar, tus manos están vacías al final no tienes na, tus manos están vacías al final no tienes na. Estribillo Y qué poco te ha quedao… (Sevillana escrita por Pepa Bazán, una de las protagonistas de este libro). LA TIERRA PROMETIDA La literatura nos ha dejado hermosas páginas sobre esta terrible realidad que afectaba especialmente al sur de España14. La gente se desplazaba a las grandes fincas productoras de cereales, vid o aceituna. Llegaban desde los pueblos serranos y de las ciudades más cercanas, buscando trabajo, lejos de sus casas, durmiendo en las gañanías15 de los cortijos, hasta que se acababa la temporada. Luego, volvían a lo de siempre: el paro forzoso, la supervivencia, la precariedad, el hambre… Desde la segunda mitad del siglo XIX se habían hecho algunos intentos de resolver los problemas del campo, a través de distintas reformas de la estructura de la propiedad16, pero aquí vamos a referirnos a la Reforma Agraria de la Segunda República y concretamente en Jerez de la Frontera. Los distintos gobiernos republicanos se propusieron resolver el problema de las grandes extensiones de tierra improductiva y al mismo tiempo mejorar las condiciones de vida de la gran masa de jornaleros sin tierra, que desde principio de siglo empezaron a dejar oír sus voces y a organizarse para reivindicar sus derechos como trabajadores17. En la campiña de Jerez, más concretamente en la llamada Zona Regable del Guadalcacín, el Instituto de Reforma Agraria18 inició un conjunto de actuaciones, amparadas por los cinco proyectos aprobados entre 1933 y 1934. Estas actuaciones consistieron en una serie de expropiaciones y el reparto de parcelas para su cultivo por pequeños campesinos, que iniciaron la colonización de algunas zonas. Con la parcelación de tierras y los asentamientos de familias campesinas, se pretendía remediar el paro, la situación de miseria y los conflictos sociales en el campo. Una de las primeras expropiaciones fue la que afectó a la finca de Torrecera. Allí se instalaron treinta y cuatro familias, casi todas ellas procedentes de los pueblos de la sierra gaditana. Testigos de esa primera fase colonizadora fueron algunas personas que hoy viven en La Barca de la Florida. Precisamente Encarna Barroso y María Álvarez, dos de las mujeres del grupo, son hijas de estos pioneros. Su memoria y sus palabras inician este documento vivo. Encarna nació en Olvera, en el año 1931, y vino a la campiña de Jerez cuando sólo tenía tres años: en 1934. 43 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN “Nací en Olvera y cuando yo tenía tres años nos vinimos a Torrecera, a un cortijo que hay allí arriba, a una parcela. Era tierra de secano. Vinieron de muchos pueblos de la sierra, muchas familias y vivíamos en el cortijo. En el cortijo había una parte mu grande, una habitación donde se ponían las camas toas seguidas, separás por unas mantas. Aquello estaba mu estrecho, pero pasamos allí un tiempo, hasta que mi padre hizo una choza en la parcela pa irnos y estar más independientes. Luego, después de la guerra, aquellas tierras las cogió su dueño y nos vinimos a La Florida, a otra choza” (Encarna Barroso). También la familia de María fue pionera de este proceso. Mucho de lo que ella explica de esos primeros años no son recuerdos propios, sino de lo que ha escuchado de sus mayores. Así, nos habla del origen de aquellas familias, las condiciones de vida en el cortijo, las tierras que cultivaban, los animales domésticos…, y la expulsión después de la guerra, cuando se instalaron en las tierras de la Barca de la Florida. “Mis padres eran de Torre Alháquime, un pueblo de la sierra. Mi padre se vino soltero y luego se trajo a mi madre. Allí en su pueblo eran trabajadores, sin na. Yo nací en un cortijo, en Torrecera, en el año 1940. El cortijo estaba detrás de ese castillo, que ya no quedan más que cuatro paredes, detrás, estaba el cortijo. Ahí vinieron unas cuarenta familias, de tos los pueblos de la sierra: de Olvera, Setenil, Alcalá… Les daban una parcela con unas treinta o cuarenta aranzás19. Cada uno tenía su trozo de tierra y sus cabras y allí se podía comer. De eso, una parte se lo llevaba el gobierno y otra parte se lo quedaban ellos. Mis padres y mis abuelos vinieron ahí en la época de la República, antes de la guerra. Digo yo que eso sería de un señorito y se lo dieron a esas personas, pero cuando yo tenía unos cuatro años, los echaron de allí y nos vinimos a La Barca, en medio del campo, a una choza. Menos los granaínos, los demás vinieron de ese cortijo. Aquí, en La Barca vivíamos cada uno en su parcela, en su choza, era como un poblado, en medio del campo, con chozas, hasta que el pueblo se construyó y nos dieron la casa. Yo ya tenía nueve años” (María Álvarez). 44 LA TIERRA PROMETIDA Lo mismo que en Torrecera, entre 1934 y 1935 el IRA (Instituto de Reforma Agraria) realizó otras expropiaciones, en la finca de La Florida. Más de sesenta familias se instalaron en los alrededores del cortijo. Algunas vinieron de Jerez, y el resto de los pueblos más pobres de la sierra. En un informe de este organismo constan los siguientes datos: 11 familias de Jerez, 22 de Arcos, 9 de Olvera, 8 de Alcalá del Valle, 8 de Torre Alháquime y 8 de Setenil20. De Jerez llegaron los padres de Encarnación. Ella era tan pequeña que le quedan pocos recuerdos de ese momento. “Nací en Jerez, en el barrio de San Miguel. Cuando yo tenía tres años, en 1936, nos vinimos a una parcela a la Florida. De esa época recuerdo poco, porque era mu chica” (Encarnación). En la misma época y hasta 1936 se produjeron otros asentamientos en El Torno y La Suara. Los padres de Remedios, por ejemplo, procedían de Olvera, y en el año 1935 se instalaron en una choza, en La Suara, donde vivieron hasta que en el año 1945 les dieron una casa en La Barca. Pero ese traslado forma parte de una nueva fase de la política colonizadora en la zona; la que emprendió el nuevo Régimen Franquista, a través del Instituto Nacional de Colonización21. A través de distintas fórmulas (acuerdos de compra o expropiaciones), entre 1944 y 1947 se declaran zona de interés más de cinco mil hectáreas de tierra y se inicia la parcelación y urbanización de lo que se ha llamado zona regable del Guadalcacín22. La Barca de la Florida fue el núcleo principal de estas actuaciones. Como en años anteriores, las familias que se instalaron en la zona, algunas con parcelas y otras simplemente como jornaleros, provenían de la Sierra de Cádiz: Alcalá de los Gazules, Medina Sidonia y Paterna y algunos de Arcos y Jerez. Además, de la provincia de Granada, vinieron algunos agricultores expertos en cultivos de regadío23. Fue en esta segunda fase cuando llegaron a la zona la mayoría de mujeres del grupo. Veremos que no todas se instalan en La Florida, sino que fueron primero vecinas de El Torno, Majarromaque o Torrecera. Existen informes técnicos de los años anteriores a la guerra, en los que se insiste en que los pueblos de la sierra “son pueblos míseros y donde la vida es muy 45 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN difícil24”. Podemos hacernos una idea de cómo sería la situación de éstas gentes en plena posguerra. Estos son los relatos de algunas de las mujeres, que nos ilustran sobre la vida cotidiana, tal como ellas la recuerdan o como se la han contado. Paca trata de reconstruir su vida en Arcos, con la memoria que aún le queda. “Soy de Arcos y me bautizaron en Santa María. Nací en el año 1923. Éramos cinco hermanos. Antes de la guerra, nosotros vivíamos en un patio de vecinos. Me acuerdo que pasaban los panaeros por las calles y como había tanta hambre, me arremangaba el vestidillo y cogía los bollos de pan en un mandilillo que me hacía mi madre… Mi padre no tenía na, trabajaba en lo que podía. Recuerdo que cazaba por la noche pajaritos y a las cuatro de la madrugá mi madre pelaba los pajaritos. Yo le ayudaba y luego los vendía: de eso comíamos. Cuando llegaba con el dinero de los pajaritos me mandaba a comprar: tres chicas de manteca, una gorda25 de café, dos gordas de azúcar…” (Paca). Es lo único que Paca recuerda de la forma de vida de su familia, antes de marcharse de Arcos. Y es que, su memoria, ya cansada, le hace volver continuamente a las pequeñas anécdotas de su infancia pobre, pero feliz y le juega algunas malas pasadas con las fechas. De hecho, no puede recordar cuándo se marcharon de Arcos. No obstante, podemos deducir fácilmente la precariedad económica en la que transcurría la vida de Paca; en su caso, no hubo tiempo para poder superar esas condiciones. La muerte de su madre y la guerra fueron acontecimientos que truncaron la vida de esta familia. Pero eso ya es otra historia a la que nos referiremos más adelante. Nacida en el año 1937, en plena Guerra Civil, María se quedó sin padre cuando sólo tenía cinco meses. Esa muerte agravó la ya mísera situación de la familia. Así que podemos imaginar por qué al acabar la contienda, tuvieron que salir de Torre Alháquime. Unas cosas las recuerda y otras se las han explicado. “De mi padre no me acuerdo de na, porque tenía cinco meses cuando lo fusilaron en la guerra. Lo que me han explicao es que era 46 LA TIERRA PROMETIDA de Setenil y era albañil, pero su familia tenía también mucho campo y él trabajaba pa ellos, sobre to pa mi chacha Anica, que era la rica de la familia… Mi padre y mi madre hacían las matanzas en casa de la gente, pa ganarse unas pesetillas. Luego, cuando lo fusilaron, mi madre se quedó hundía; no se quitó nunca el luto. Ella siguió trabajando pa mi tía. (…) Lo que puedo decir es que he trabajao mucho de chica, mucho... Mi hermano mayor y yo nos íbamos al campo…, cogiendo garbanzos, cardando, desde mu chiquitita. Mi hermano cogía macuca26 y eso era lo que comíamos...” (María Marín). Imagen de un pueblo serrano. FUENTE: www.isorfoto.aspIdFotoRuta de los Pueblos Blancos de Cádiz. Algunos relatos se remontan al tiempo en que ellas no habían nacido. Encarna García, nació en Alcalá de los Gazules en el año 1930. Cuando era niña escuchaba esa historia tan triste sobre cómo su madre tuvo que pedir para poder comer. Su relato ayuda a entender la situación de indefensión en que se encontraban los niños y niñas cuando alguno de los progenitores enfermaba o moría prematuramente. “Mi madre se llamaba Aurora. Eran tres hermanos y ella era la mayor. Su padre era carabinero, pero murió mu joven y su madre se metió en la cama; digo yo que no tendría mucho valor, la pobre…, ni más familia. Mi madre tenía que pedir para dar de comer a la familia entera” (Encarna García). 47 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Luego, Encarna explica de qué vivían, cuando ella era niña. El trabajo de su padre y de su madre no era suficiente para poder dar de comer a sus doce hijos. “Éramos doce hermanos. Mi padre se dedicaba a arrendar tierras, las sembraba y de eso vivía. A veces estaba fijo con un señor que tenía olivares y en el tiempo de la aceituna nos íbamos alguno de los hijos, los mayorcitos. Mi madre además trabajaba en un horno; ella amasaba y hacía el pan y yo le ayudaba, aunque era mu chica” (Encarna García). Ana nació en el año 1938 en Alcalá del Valle, donde vivió hasta los ocho años. Fue entonces cuando la familia se trasladó a El Torno, más o menos en el año 1946. Esta mujer puede recordar cómo vivía una familia de jornaleros en los pueblos de la sierra. Imagen de la siega en un pueblo de la sierra. FUENTE:www.grafxdigital.com/torre.html. “Mi padre trabajaba con los señoritos en el campo. Yo de Alcalá tengo malos recuerdos: mucha hambre, mucho frío, poca ropa…, poco de to. La mitad del tiempo llovía y no se iba al campo. A los jornaleros que se quedaban sin trabajo les daban seis reales al mes. A eso se llamaba “alojarlos”; era algo así como el paro de ahora, pero con eso no había pa una familia. Aquí en la campiña de Jerez siempre había trabajo y mis hermanos también podían trabajar. Aquí, por lo 48 LA TIERRA PROMETIDA menos, se comía, por eso nos vinimos. (…) Teníamos una vecina que hacía esquina con mi casa. La niña, que era amiga mía, se llamaba Laura y por la tarde su madre la llamaba: ¡Laura, ven que tienes que merendar! Y yo le decía a mi madre: ¿Nosotros no merendamos? Y ella me decía: Cuando venga papá tenemos que repartir el pan que hay. Pero yo pensaba: ¿y por qué la gente merienda y nosotros no? Ahora lo comprendo y pienso en lo mal que lo pasaría mi madre cuando yo le decía eso” (Ana). El efecto llamada ejercía un papel importante a la hora de decidir el viaje. Es decir, los familiares, paisanos y conocidos proporcionaban muchas veces información y apoyo, cosa fundamental para cualquier persona que se desplaza o emigra. Ana, Encarna y María acudieron a la llamada de sus respectivas familias. “Desde Alcalá nos fuimos a El Torno, a ca mi tío que era colono y vivía en unas chozas. A los hijos de mi tío les dieron parcela en Revilla y sus chozas las cogieron mis padres, pero sin parcela” (Ana). “Nos vinimos con una familia mía. El marío de mi hermana, que estaba en un cortijo de ahí de Majarromaque. Él era el guarda, porque en el pueblo enfermó del riñón y trabajaba poco, y entonces se vinieron al cortijo. Mi hermana, la que estaba en el cortijo, tiró de nosotros. Pensaba que mi padre podría estar de guarda, sin tener que hacer esfuerzos y nos vinimos a vivir a una choza” (Encarna García). “Nací en Paterna, en el año 1939, pero en Paterna no había trabajo y mis padres decidieron venirse cerca de mi abuela; ella tenía una parcela en la Venta el Pinto, cerca de San José del Valle y allí nos instalamos” (María la costurera). Pepita, Pilar, Isabel y Pepa P., no tienen más recuerdos que los de la campiña jerezana, porque todas ellas nacieron ya en la zona, aunque sus padres y abuelos eran de los pueblos de la sierra. Sus historias son una muestra de la variedad de oficios, asentamientos y tipos de explotaciones que se daban en el campo jerezano. 49 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN “Ya nací en 1944 en San José del Valle. Mi madre era de El Algar y mi padre de Prado del Rey. Mi madre llegó sola aquí durante la guerra, porque a mi padre lo metieron en la cárcel siete años. Cuando él volvió se dedicaba a hacer carbón y mi madre trabajaba en las casas y luego puso la pescadería” (Pepita). “Yo nací en 1947 en una casa de campo que tenían mis abuelos en San José del Valle. Nosotros teníamos arrendás unas tierras, con una casa bastante grandecita. Las tierras las arrendó mi abuelo, pero mi padre, que era el hijo varón, llevaba las labores del campo. Al ser del campo, gracias a Dios, teníamos melones, maíz, trigo, de to. Además mi padre tenía una mula” (Pilar). “Vine al mundo en el año 1938. Sólo recuerdo que era un tiempo mu malo. Mi padre tenía un buen jornal de tractorista, pero eso no era na; era pa el sustento, pa ir tirando…, pero con un hijo cada año…, y eso de irse cada noche a la taberna… Yo creo que no he querío recordar, se me han borrao las cosas. Ya te digo, a mi madre nunca la he visto buena; cuando se puso mala debía tener yo cuatro o cinco años. Hasta que me fui al colegio, que ya tenía ocho años tampoco recuerdo yo, sino que iba con mi hermano en el camión…, y que yo iba con mi tía de la mano, saltando, jugando…, imágenes así, pero hasta los ocho años hay como una niebla…” (Isabel). “Nací en 1937. Mi padre era de Grazalema y mi madre de El Bosque. Ellos debieron venirse de allí antes de la guerra, pero yo no se exactamente en qué fecha. A mi padre lo contrataron en La Huerta del Coronel, como manijero27. El Coronel tenía un cortijo ahí mu grande, con mucha tierra y mucha gente trabajando. El Coronel le cedió a mi padre una casita que había al lao del cortijo, una casita que estaba bien y allí vivíamos” (Pepa P.). La familia de Antonia forma parte del grupo de agricultores expertos en regadío que llegaron de Granada, después de la guerra. Antonia nació en Guadix, en el año 1937. Cuando ella tenía seis años, en 1943, sus padres decidieron marcharse e instalarse en las tierras de La Florida. 50 LA TIERRA PROMETIDA “Mi padre era panadero en Guadix y tenía unas pocas tierras arrendás, pero no era suficiente pa dar de comer a tantos hijos. Nosotros éramos muchos de familia: veníamos ya nueve. Mi madre tenía cada año uno, hasta veintidós hijos que tuvo. Pues al saber que el instituto28 daba casas y parcelas, muchos nos vinimos…” (Antonia). También hubo colonos procedentes de Jerez y los pueblos cercanos. Antoñita, y Cuqui lo explican. “Nací en Jerez, en el barrio de San Miguel. Mi madre se vino de Paterna a casa de mi abuela mientras mi padre estaba en el hospital. En la guerra tuvo heridas, estuvo mucho tiempo en el hospital, pero no lo metieron en la cárcel ni na. Fue después de la guerra cuando estuvo en la cárcel. Ellos estaban en un cortijo y a mi padre le echaron las culpas de unos problemas que hubo allí…, es que había mucha hambre… En 1941 nos vinimos a La Barca” (Antoñita). Los abuelos y los padres de Cuqui ya eran colonos en otro pueblo de la provincia de Sevilla, pero se tuvieron que marchar de allí porque les quitaron las tierras para devolvérselas a los propietarios. Probablemente es uno de los casos de reparto de tierras de la época republicana que después fue anulada por el nuevo régimen, aunque no lo sabe con certeza. Cuqui relata las peripecias del camino y lo que encontraron al llegar a las parcelas de Torrecera. “Nací en El Cuervo, en 1940. Allí tenían mis abuelos unas tierras y mis padres se construyeron una choza y trabajaban con ellos. Después de la guerra esas tierras se las quitaron, pero no se por qué; creo que se las devolvieron a los amos. Mi padre consiguió una parcela en Torrecera y nos vinimos. Yo tenía ocho años. Nos vinimos en un camión. Eso lo recuerdo mu bien. Mi abuelo, fue a esperarnos con una carreta y dos bueyes. Pasábamos el arroyo Salao, ¡con un frío que hacía!, sin luz y sin na… Cuando llegamos a la parcela cada uno se buscó la cama, en una choza muy pequeña que nos prestaron. Mi abuelo se quedó afuera pa que nosotros estuviéramos mejor y como tenía tanto frío se quitaba el frío chillando: ¡eh, eh, eh, eh!” (Cuqui). 51 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Josefa nació y creció en El Gastor, un pueblo que está situado en el límite de Cádiz con Málaga. Esta mujer no ha tenido experiencia como hija de colonos, ya que su llegada a El Torno en 1960 se debió a su matrimonio con un muchacho del pueblo. Sin embargo, ha compartido con el grupo los recuerdos de su infancia en una zona diferente a la del resto de sus compañeras, y que también obligaba a toda la familia a trabajar para salir adelante. “Nací en el campo, en una huerta… Era la segunda de cinco hermanos (cuatro chicas). Las dos mayores éramos las que hacíamos más cosas. Nosotros no pasábamos hambre ni na. Mis padres vendían las cosas que salían de la huerta: pimientos, tomates…, de to. Mi madre era la que iba a la plaza a vender lo que sobraba del gasto de la casa. Luego mi padre sembraba cereales en un trozo mu grande de tierra que tenía arrendá: trigo, cebá y maíz. En la temporá de aceituna íbamos a nuestro olivar y luego nos íbamos a otro cortijo, el de mis padrinos y allí nos pagaban poco o nos daban una arroba de aceite o algo. Yo iba con una cuadrilla de mujeres, aunque tenía once años y trabajaba por na” (Josefa). Pero cuando Josefa llegó a El Torno se encontró ya una población en la que el proceso de urbanización estaba muy avanzado y las condiciones de vida de la gente empezaban a ser más llevaderas. 52 LA TIERRA PROMETIDA LA TIERRA PROMETIDA 2. Las condiciones de vida en los primeros poblados: tiempos difíciles Antonia tiene recuerdos vagos del paisaje y las condiciones de vida que se encontraron al llegar a las parcelas. Su extensa familia, venía buscando mejor vida. Se habían agotado las posibilidades que daba el pequeño trozo de tierra que tenía arrendado su padre, allá, en aquel pueblo de la provincia de Granada. Eran ocho hermanos, muchas bocas para alimentar y además había que encontrar trabajo para los grandes, que ya tenían una edad: el mayor, dieciocho años. Los primeros tiempos en su nuevo hogar no fueron fáciles, pero la niña no echaba de menos nada. Como cualquier criatura, no necesitaba más que el cariño y el cuidado de su familia. Por eso, aunque al llegar a La Florida se encontraron sin un techo donde refugiarse, ella no se preocupaba; sabía que su padre lo arreglaría todo. Y así fue. La solidaridad vecinal funcionó y les cedieron una pequeña choza, donde no había lugar más que para dormir. Una cama de matrimonio, y otra al lado, donde dormían los ocho hijos: unos en los pies y otros en la cabecera. Eran muchos, pero no había otra cosa. Además aquello era algo provisional, hasta que les adjudicaran su propio terreno y construyeran una vivienda adecuada. 53 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Al principio, la madre de Antonia guisaba en la cocina de la vecina; la que les dejó la choza. Algunas veces su padre se llevaba el tocino y el hueso a la parcela de los abuelos, que tenían una choza más grande y allí se hacía el puchero para todos. El día que estrenaron la choza que poco a poco había ido construyendo su padre, fue una fiesta. ¡Aquello era otra cosa! Tenía seis estancias, y la parte de la cocina estaba separada de la zona de dormir. Al lado de la cocina, construyeron un horno, donde se cocía un pan buenísimo. Su madre pudo colocar allí todo lo que había traído del pueblo: la cómoda, la cama de hierro, el espejo… La niña se sentía feliz, no echaba de menos nada; la vida era sencilla, pero alegre. Muchas veces, cuando en invierno se sentaban al calor de la candela, sus padres referían el viaje desde el pueblo y lo relataban como si de un cuento se tratase. Fue un viaje largo y duro, pero ellos se sentían todavía jóvenes y tenían mucha ilusión; deseaban algo mejor para sus hijos y estaban dispuestos a trabajar duro. En un camión echaron los pocos enseres que consideraban imprescindibles. El padre se empeñó en llevarse a los cochinos; estaban engordándose y en invierno podrían hacer una buena matanza; así que los animales viajaron en el camión, junto con las gallinas que quedaban, el humilde mobiliario, los ocho hijos y el matrimonio. Con diferentes detalles, el relato del viaje formaba parte de las largas noches de invierno, cuando la familia se reunía al calor del fuego o en el brasero. Ella lo guardó en su memoria… Quizás algún día lo contaría a sus hijos y a sus nietos; tal vez de esa forma no se perderían las raíces… Aunque aquel era un tiempo de posguerra y de restricciones de todo tipo, Antonia cuenta que no pasaron hambre. Sus padres tenían vacas lecheras, gallinas, cochinos… en su casa no faltaba el pan. El padre cogía el trigo y se iba a Arcos, al molino; luego, venía con el saco lleno de harina y amasaba y tenían pan para toda la semana. El pan se guardaba en una tinaja y así se mantenía tierno. Las gallinas ponían muchos huevos y su madre los guardaba para cambiarlos por ropa, zapatos y otros productos que traían los recoveros29. Las habas secas y las algarrobas eran para las bestias, pero en tiempo de escasez no se hacían remilgos, sus hermanos y ella se las comían sin rechistar, y les sabían a gloria. 54 LA TIERRA PROMETIDA Mucho más tarde, la muchacha escuchaba relatar a los mayores sus preocupaciones por el día a día. Hablaban de la cantidad de la cosecha que tenían que dar al Instituto Nacional de Colonización; sobre todo en los primeros años, con la escasez de abono, las tierras no producían y resultaba muy gravosa esa obligación. Además, si tenían vacas, el instituto se quedaba los terneros recién nacidos. Esos primeros años fueron difíciles. A pesar de todo, Antonia sigue teniendo nostalgia de aquel tiempo, de su vida en contacto con la naturaleza, que la compensaba del duro trabajo cotidiano de ayudar en la casa y del cuidado de los hermanos más pequeños. 55 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN La familia de Antonia es una de tantas, que llegaron de otros lugares de Andalucía a La Barca de la Florida. El relato, aunque breve e incompleto, habla de las condiciones de vida que encontró la gente que se instaló en la zona de colonización. Cuando acaba su intervención, Antonia tiene los ojos húmedos y exclama: “Yo, me veo mu feliz, en la choza... A pesar de lo poco que teníamos, yo lo recuerdo mu bien… feliz, la mejor época de mi vida”. Hablar de condiciones de vida es hablar de algo tan básico como un techo, una vivienda donde guarecerse y protegerse del calor, del frío, de la lluvia; y también de los medios para alimentarse, vestirse y desarrollarse como personas. De todo ello trata este capítulo; de un mundo ya casi desaparecido, del que muchos procedemos: el mundo rural. Además de Antonia, otras mujeres del grupo han aportado sus propios relatos, imágenes que completan este retrato de época. Rescataremos, en la medida de lo posible, el estilo de vida, las costumbres, las rutinas cotidianas, las estrategias de supervivencia, los valores y preocupaciones de un tiempo que ya es historia. Así es como recuerda Encarnación los primeros años en La Florida: “Estuvimos una temporá en un sombrajo, sin choza ni na. Seguramente mi padre lo perdió to…, pero no recuerdo yo bien… Luego, hicimos otra choza y ya estuvimos bastante tiempo” (Encarnación). Chozos en la finca La Florida. 1944 56 LA TIERRA PROMETIDA Como Encarnación, prácticamente todas las mujeres del grupo pasaron su infancia en una vivienda sumamente precaria y provisional, construida con materiales fáciles de conseguir en el campo. Sin embargo, las imágenes que surgen en sus relatos están llenas de detalles. No hay duda de que con muy pocos recursos, aquellas mujeres, eran capaces de crear un hogar. Como algunas de ellas cuentan, las madres blanqueaban los bajos de la choza, encendían la candela y colocaban el mobiliario del ajuar. Así conseguían dar una sensación de dignidad a aquellas humildes estancias. Este es el relato de María la costurera sobre los materiales con que se construían las chozas y los enseres de la vivienda de sus padres. “La estructura se hacía con palos amarraos unos a otros. Luego se cubría con palmas. Después se repellaba y se ponía tierra blanca que se traía de la vera de San José del Valle. Todo como una habitación, con una cama pa el matrimonio, una cómoda pa la ropa, su tocador, con su espejo… En la Tal y como María lo describe: a dos aguas. otra choza había una cocina, con un vasar pa los platos y los vasos, un anafe pa cocinar, una mesa y sillas. En esa misma choza había un catre pa nosotros, los niños: cuatro varones y yo, la única niña. Con el quinqué, por la noche, cosíamos. Mi madre me enseñaba a coser y a bordar de esa manera” (María la costurera). Detalle de la techumbre de una choza. De la reconstrucción realizada en el IES de La Barca de la Florida. 57 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Exterior de una choza que aún se mantiene en pie. Detalle de la entrada. María Álvarez recuerda cómo en el año 1944, después de ser expulsados del cortijo de Torrecera, donde ella nació y vivió sus primeros cuatro años, se instalaron en una choza, en La Florida. “Teníamos dos habitaciones: una pa ellos y otra pa tos nosotros. Luego había otra habitación pa guisar. En el centro, el comedor. La de afuera para guisar se arreglaba cada año, se le ponía mucha pendiente, a dos aguas, pa cuando lloviera” (María Álvarez). Con una vivienda tan provisional, el mobiliario y los enseres domésticos eran mínimos. La mayoría tenían lo suficiente para poder comer y dormir y poco más. Así nos lo cuenta María: “Había dos o tres peroles, una olla de porcelana y pocos platos, no como ahora. Las cucharas de alpaca y se fregaban toas las noches con arena. Mi abuela tenía la costumbre de fregarlas, aunque no se fregaran los platos, las cucharas no se dejaban nunca, porque se ponían negras” (María Álvarez). 58 LA TIERRA PROMETIDA Imagen reconstruída de una cocina, con los enseres más usuales. Así es como recuerdan varias de las mujeres la vida cotidiana en las chozas: “(…) un plato donde comíamos tos. Una mesa, se usaban unas tinajas: una pa el pan y otra pa otras cosas de comer, una sartén y una olla. Eso era lo que teníamos” (varias). A veces, esa escasez y austeridad llegaba al extremo que explican Isabel y Pepita: “Cuando nació mi hermana pequeña, la mujer de Don Francisco Lobatón nos trajo una canastilla con las cosillas que se necesitaban de ropa, porque no teníamos qué ponerle… En la casa no había ni sillas y como ella fue un día y lo vio, nos mandó a un hombre con un sillón pa que mi madre se pudiera sentar. Había unos bancos de madera, pero ni una silla” (Isabel). “En mi casa sólo había una mesa y varias sillas. ¡Era una vida…! Siendo yo una zagala, me fui a trabajar a la iglesia del Calvario…, unos tres meses que estuve de pinche…, pues con lo que gané le compré a mi madre seis sillas” (Pepita). 59 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Las chozas no siempre eran tan pequeñas y simples. Algunas familias grandes construían verdaderas viviendas que compartían con otras generaciones. Rincones reconstruídos del espacio de dormitorio. A la derecha el palanganero con las toallas y el peinador. “Nosotros teníamos tres chozas: una donde dormían mis padres y otra donde comíamos y dormíamos nosotras. En la cocina era donde estaba siempre la plancha, con la candela encendía” (Antoñita). Cuqui no se conforma con describir la forma cómo estaban situadas las chozas de su familia. Su memoria le lleva a evocar el olivar, los árboles frutales y ese camino de azucenas que imaginamos tan hermoso. Pero estas imágenes, algo bucólicas, se refieren a la etapa de El Cuervo. Luego, al llegar a Torrecera, vivieron primero en una pequeña choza y después en uno de los barracones construidos para alojar a los recién llegados. Allí permanecieron hasta que les entregaron la casa30. “Ellos, mis abuelos, siempre vivieron en la choza en El Cuervo, cerca de la carretera. Era un olivar y allí, entre el olivar, estaba la choza. Tenía un huerto, con un membrillo, un peral, una higuera…, era un peazo grande, con un camino to lleno de azucenas… Una choza grande y otra pequeña, pa guisar. Mis padres vivían cerca, en otra choza, porque cuando se casaron se quedaron allí, cerca de los abuelos. (…) En Torrecera tuvimos una choza, por una parte de pa60 LA TIERRA PROMETIDA Planchas de hierro de la época. red y arriba de pastos, un dormitorio y un saloncito... Allí estuvimos hasta que nos fuimos a los barracones. Los barracones tenían dos habitaciones, un cuarto de baño y una cocina. En toas las zonas de colonización había barracones, más o menos pa cuatro familias… Fue lo que hicieron hasta que construyeron las casas y las escuela” (Cuqui). Todas ellas recuerdan cómo eran las camas de la infancia, compartidas siempre con más de un hermano o hermana y a veces, con los padres. “(…) las camas…, con toniza y un colchón de paja o de farfolla” (varias). Sin embargo, Pilar Santos y Pepa P. disfrutaron de una situación de relativo privilegio, al menos en lo que refiere a la vivienda, seguramente porque sus padres, como ya han contado no eran parcelistas: uno era arrendatario y el otro manijero de un cortijo. Así es como recuerda Pilar aquella vivienda, en la que convivían tres familias: “Era una casa grande, con almacén donde se almacenaban las cosechas, el horno del pan. Si, si…, la casa era grande. Tenía una cuadra pa las mulas, un patio con un olivo, un carro… Nosotros éramos cuatro hermanos y vivíamos en dos habitaciones. El resto de la familia vivía en la parte de mi abuela. Total, vivíamos diez u once personas” (Pilar). 61 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Niños colonos en los barracones. Guadalcacín, años cincuenta. Pepa P. evoca la casa en la que llegaron a convivir trece personas: el matrimonio, los abuelos y nueve hijos. Sin embargo, ella no tiene la sensación de que les faltara espacio. “La casa era mu grande: un dormitorio pa nosotras, otro pa mis padres, la sala, donde comíamos y donde se guisaba, que tenía una chimenea y luego otros tres habitaciones, pa mis otros hermanos y mis abuelos. La casa era del mismo coronel que nos la cedió. No pagábamos na. Después de venirse mis padres a La Barca, se arrepintieron de no haberse quedao allí porque podría haberse quedao allí toa la vida. Ahora la casa está abandoná” (Pepa P.). El cultivo de la parcela, el ganado, y la cría de animales de corral, eran los medios de subsistencia con los que contaba cada núcleo familiar. A veces, en época de siega, o cuando llegaba el momento de labrar o recoger la cosecha de algodón, maíz, remolacha y leguminosas31, algunos jóvenes se marchaban a los cortijos a trabajar; otros, aprendían a manejar un tractor y con eso sacaban un sobresueldo. De esa forma se complementaba la débil economía familiar. Además, las familias iban creciendo, los hijos se hacían mayores y formaban nuevos núcleos de convivencia. En esos casos, muchos padres, les cedían un trozo de parcela, para que éstos continuaran en la tierra y no tuvieran que marcharse. Pero evidentemente, tan poca tierra, aunque era una ayuda para el autoabastecimiento de la casa, no daba suficiente para varias familias. 62 LA TIERRA PROMETIDA Antoñita nos relata cómo sus abuelos repartieron su parcela entre varios hijos. Del trozo que les correspondió vivieron sus padres, pero tenían que ayudarse con la cría de pavos. De alguna manera, la mujer asocia este relato a las difíciles condiciones de vida que vivió. No obstante los madrugones, el frío del invierno y esas imágenes de las niñas cogiendo higos chumbos y compartiéndolos con las vecinas, no dejan de tener dos caras: la de la precariedad y la de la alegría de compartir las pequeñas cosas. “Mi abuelo nos dió un poco de terreno a cada hijo pa poder salir adelante. El terreno estaba al lao del canal y allí criábamos pavos y las niñas nos cuidábamos de ellos. Mi padre iba por maíz y mi madre hacía tortas, unas tortas mu ricas. Era lo que había pa comer… Me acuerdo de una vecina, Antonia Sánchez, que tenía unas cuantas hijas. Nosotras íbamos con ellas a por higos chumbos; nos hartaba de higos a toas las niñas… Se me quedó mu grabao” (Antoñita). Para ilustrar las dificultades y la pobreza de su familia, Antoñita utiliza el sentido del humor y hace referencia a un refrán que había en el pueblo, sobre los pavos de su padre, al que le llamaban “Cañita” de apodo. “Tienes más hambre que los pavos de Cañita que se fueron detrás de la ˝rubia32˝ y el más chico reventó piando, porque no la alcanzó” (Antoñita). Antonia explica cual fue la solución que encontró la familia de su marido, cuando los hijos se casaron. Arrendaron otras tierras, para ampliar los cultivos. Además, su marido se buscó un trabajo asalariado, como tractorista. “Las mujeres también pasábamos a formar parte de la familia del marido. Con tres niños cada uno de los hermanos, más mis suegros, todavía vivíamos en la misma casa tos juntos…Se tenían que arrendar otras tierras, porque no eran suficientes las parcelas pa toa la familia. Mi marío hacía de tractorista y llevaba la parcela. La familia de mi marío sembraron la parcela de naranjas, pa vender y de ahí se sacaba bastante...” (Antonia). Las palabras de Pepita, refiriéndose a las diferencias de clases, son muy claras y hablan de hambre real; la que ella y su familia sufrieron. 63 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN “Antes había más pobres que ricos; se diferenciaba mucho más que ahora. Unos comían y otros no, así era la cosa… Mis hermanos iban a las cacerías a recoger conejos y pájaros; ¡cuando veíamos nosotros los animales allí! Pero aquello no se podía tocar, se los llevaban pa Sevilla. Y nosotros…, muertos de hambre” (Pepita). El padre de María la costurera era un jornalero con muchos recursos personales. La mujer nos describe cuales eran estos recursos y cómo su familia lograba sobrevivir sin pasar hambre, eso sí, el hombre se multiplicaba y el resto de la familia colaboraba. Rincón de cocina. Tinaja para almacenar agua o alimentos. Colgada, una capacha de esparto para transportar la comida del día al tajo. Mesa con cestas de mimbre y búcaro. “Nosotros no hemos tenío parcelas. Mi padre tenía tierras arrendás y trabajaba en un cortijo con las bestias, ganando un duro diario, con un arao. Además se dedicaba a vender por los cortijos: llevaba vino, refrescos y otras cosas. También cogía su bicicleta y sus herramientas y se iba a los cortijos, allí en la gañería, cortaba el pelo a los hombres y muchas veces volvía a las doce de la noche. Mi padre era un buscavidas y por eso no hemos pasao hambre, necesidades sí, pero él era mu mirao y trabajaba mucho, también arreglaba relojes. Además teníamos una especie de kiosco-tienda, donde mi madre vendía de to. Mi madre trabajaba mucho: tenía pavos; hasta cien pavos llegaron a tener, y ovejas…, y cabras. Nosotros nos hemos criao con leche de cabra” (María la costurera). Como en el caso del padre de María, muchos otros no eran parcelistas, sino que trabajaban en distintas tareas del campo y dependían de un jornal, no siempre de forma continuada. Esa circunstancia no cambiaba de un 64 LA TIERRA PROMETIDA modo relevante la vida de la gente. Los salarios no daban suficiente para las extensas familias que poblaban el valle. Por eso tenían que buscar otros medios de vida, complementar los ingresos del padre, con los animales y el trabajo de los hijos, desde que tenían ocho o diez años. Así es como lo relata Pepa: “Mi padre era manijero, el que mandaba en las mujeres, en La Huerta del Coronel. Pero en la casa teníamos más de trescientos pavos, pero la mitad eran del Coronel. Nosotros se los criábamos y luego ellos vendían su parte y se quedaban el dinero. La otra parte le vendíamos nosotros a la gente que venía de muchas partes en Navidad y otras fiestas, a comprar pavos. Las vacas las compró mi padre. Eran vacas lecheras y también las cuidábamos los niños. Además criábamos gusanos de seda en una habitación que nos quedó libre al morir mis abuelos. Nosotras, las niñas, llevábamos la burra cargadita de hojas de morera y les poníamos las hojas. To el mundo colaboraba en eso. Luego, teníamos un huertecito pa la casa, pa nosotros. (…) Mucho trabajo, mucho trabajo, eso es lo que yo recuerdo de mi infancia, pero no pasamos hambre” (Pepa P.). Algunos colonos tuvieron suerte y consiguieron unas tierras que producían suficiente para no pasar necesidades. Claro que eso resultaba más fácil cuando no se tenían muchos hijos y la desgracia no visitaba a la familia. Encarna nos relata con detalle todas los productos que sacaban de la parcela y cómo se conocían diferentes técnicas para aprovechar lo que sobraba y guardarlo para el invierno. “Nunca nos faltó de comer, ni en el año cuarenta, que fue un año mu malo. Pero mi padre mataba los cochinos, compraba pan donde fuera, molía y mi madre hacía unas tortas mu ricas, con aceite. Mi padre sembraba unos melones mu buenos. Al principio había que dar al Instituto los cereales. A eso se le decía en “tutela”33: patatas y también maíz. Se quedaban más de la mitad de la cosecha, pero las cosas de la huerta las vendíamos: higos, membrillos, granás, ciruelos, sandia... Algunas veces cuando sobraban higos los secábamos al sol y los teníamos pa el invierno. Los tomates se embotellaban, sin embudo, ni na, con la mano y el dedo se le empujaba. Se le echaba un polvito que había pa conservarlo y también se le ponía un poquito 65 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN de aceite. Los pimientos se ensartaban y los tomates también se dejaban colgaos, ensartaos en el soberao” (Encarna B.). Durante muchos años las zonas de colonización carecieron de las más elementales infraestructuras: la luz eléctrica, el agua corriente, las canalizaciones, escuela, comercios… En definitiva, hasta que no se construyeron los pueblos, proceso que se inicia a partir de 1948, la gente vivió de una forma muy simple y aprovechando las fuentes de energía que había entonces. Candil para iluminarse. Modelo de quinqué. “En las chozas teníamos unas candelas de aceite con las que nos iluminábamos por la noche. Luego, vinieron el carburo y el quinqué, pero más tarde. Con eso cosíamos, remendábamos la ropa… Como no había agua en las casas, íbamos a coger agua a la fuente; por lo menos dos kilómetros teníamos que andar, con el cántaro. Yo me levantaba a las seis de la mañana pa eso. Luego se ponía el agua en el lebrillo y a fregar los platos” (Paca). Como dice Paca, el agua corriente era algo excepcional y sólo llegaba a las casas pudientes, en la ciudad y en los pueblos. En el campo, las familias tenían que ir a buscarla con cántaros y otras vasijas preparadas para guardarla en la casa y así poder lavar los cacharros de cocina o la ropa. De ese transporte se podían encargar los niños y las niñas, valiéndose del animal más adecuado a estos menesteres: el burro. De igual forma había que transportar leña, que era uno de los combustibles básicos para calentar el ambiente y también para cocinar. 66 LA TIERRA PROMETIDA “Llevábamos el agua con la burra a la choza pa poder fregar y lavar y to eso. También ayudábamos a los padres a transportar leña pa la candela” (varias). Encarna tenía a sus abuelos en Olvera y recuerda los larguísimos viajes para visitarlos cada año. “Los viajes a Olvera duraban un día entero. A Jerez íbamos andando, luego cogíamos el coche de línea hasta Algodonales y luego venía otro autobús hasta Olvera… Un día entero de viaje” (Encarna B.). Pilar rememora el carro, un medio de transporte muy normal para trasladarse desde San José del Valle a La Barca de la Florida. “Cuando pienso que entonces teníamos que venir en el carro hasta el pueblo y ahora, que no tenemos necesidad, nos vamos a andar. ¡Cómo ha cambiao la vida!” (Pilar). Encarnación, una de las mayores del grupo, recuerda La Barca del año 1940, un espacio rural, donde no había apenas viviendas, ni comercios donde comprar las cosas elementales. “En 1940 había aquí tres casas… y de comercios, la “Pelos Tiesos” era la que tenía una choza mu chica, en la que vendía dos reales34 de esto, una gorda de aquello… ¡y mira ahora qué tienda tiene!” (Encarnación). En unas viviendas tan precarias como las que se han descrito, pasar el frío del invierno, debía ser duro. La candela y el brasero eran los focos de calor, cuando llegaba el invierno, y también el lugar alrededor del cual la familia se reunía por la noche a charlar, a coser, a desgranar maíz o desparasitar niños y adultos, algo que entonces era totalmente necesario. “En el brasero se hacían labores: punto de cruz y esas cosas. Mi padre ya estaba cansado a esa hora y se iba a dormir, pero las mujeres y las niñas nos quedábamos mucho rato” (Encarna B.). “De noche, con la luz del candil, mi madre cosía y nos quitaba los piojos…, to lo hacía de noche. Pa los piojos nos ponía petróleo, con lo mismo que encendíamos el quinqué y el candil…” (Pepita). 67 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Cántaros colocados en la cantarera. En el rincón un tipo de garrafa para almacenar aceite (reconstrucción). Así explican entre todas el sistema que utilizaban las madres para que la ropa quedara libre de parásitos: “Se ponía una candela y se echaba to en el barreño de agua caliente pa quitar los piojos de la ropa. Tenía to el mundo piojos, había de dos clases: unos de la cabeza y otros de la ropa. Luego, vinieron unos hombres y lo fumigaron to. Así se acabaron” (varias). Algunas de las mujeres hacen referencia al frío que pasaron en su infancia. Es evidente que es una sensación que ha quedado muy grabada en ellas y cada cual lo cuenta según las imágenes que recuerdan. “Antes de los diez años yo ya trabajaba…, ¡con el frío que hacía! Lo que más recuerdo es el frío que hacía, con los vestidos de crespón, de verano, las sandalias de goma…, siempre igual, en invierno y en verano” (Ana). “Teníamos unas sandalias de goma y unos vestiditos de cuadros..., no cambiaba el vestido aunque hiciera frío. Nos levantábamos mu temprano…, hacía mucho frío, el campo blanco, helao…, esos son mis recuerdos” (Antoñita). 68 LA TIERRA PROMETIDA Mesa que se solía utilizar en estas viviendas. Se observa perfectamente un brasero de picón. María la costurera, sin embargo, se sorprende al recordar que a pesar de la ropa tan inadecuada que llevaban, no tenía frío. El verano era caluroso, pero las casas estaban abiertas y entraba el fresquito. “Yo no recuerdo que pasara frío de chica. No teníamos los abrigos que ahora…, yo venía con mi rebequita a la escuela, calcetines cortos…, sin embargo, no recuerdo pasar frío. Claro que era joven. En el tiempo del Carnaval, por ejemplo, tampoco recuerdo yo pasar tanto frío. Los vestiditos que me hacía mi madre eran de la misma hechura, no eran gruesos… En el verano hacía calor, pero mi casa era grande y estaba to abierto, así que hacía fresquito… Ahora está to cerrao” (María la costurera). El alimento principal de la dieta en los años de la posguerra era el pan. Su elaboración formaba parte de las habilidades de las mujeres. De la propia cosecha de trigo se molía una cantidad para extraer la harina. Las mujeres se encargaban de amasar y de cocerlo en el horno. Normalmente se elaboraban varios kilos de pan y se guardaba en vasijas de barro, donde se mantenía fresco durante varios días. 69 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Las legumbres y hortalizas completaban la dieta en esos años, ya que los animales de corral eran generalmente para venderlos. La carne y los huevos apenas se consumían; tanto uno como otro producto se consideraban lujos que había que guardar para momentos de enfermedad o convalecencia de las personas más débiles de la casa. Sin embargo, a menudo se convertían en moneda de cambio, para obtener otros bienes, mientras llegaba el dinero de la cosecha o de la venta de animales y ganado. Estos son los recuerdos de las mujeres sobre la dieta: “Mi madre ponía tos los días puchero, al medio día y a la noche. Al caldo se le ponía algo diferente: papas o fideos. El puchero tenía hueso de cochino y carne de la matanza del cochino, ¡y poco bueno que estaba! Ahora, que otra carne no se le ponía” (María la costurera). “No había na más que gachas de maíz, tortas de maíz y café, cebá y garbanzos tostaos, eso era lo que había…” (Antoñita). “Pan, aceite y lo preciso. En la tienda de Angelita, que era la tendera, nos daba un poquito de chocolate fiao, según como nos portábamos” (Cuqui). “Nosotros no veíamos un plátano, la primera vez que vi un plátano me lo comí con cáscara, porque no lo conocía. La fruta era escasa, la que había en la parcela, si se tenían árboles frutales o melones… Los guisos, parecío. Mi suegra o mi madre guisaban y ponían habas, pues habas, un pavo cuando se podía, y porque lo criábamos nosotros, un guiso de papas, arroz… Entonces el pan era duro y poco. Amasábamos cada quince días y el pan era durísimo… Nosotros leche si que tomábamos lo que queríamos. Los huevos, cuando estábamos malos. Mi madre hacía buñuelos, pestiños…, por canastas los hacía” (Pepa P.). “La carne se comía cuando estábamos enfermas y no podíamos comer. Y los huevos igual, cuando estábamos enfermas” (Pepita). “Se comía la que había en cada época. De fruta: sandías, melones y eso. Las naranjas también en la época. Las naranjas se compraban 70 LA TIERRA PROMETIDA en El Valle, también boniatos cocíos en invierno, de postre. En Navidad no se comía pavo, ni na especial, sólo los dulces que hacíamos en la casa: los pestiños, los buñuelos. Los polvorones se compraban” (Encarna B.). “Pucheros, sopa de tomate, guisos de habas…, lo que cogíamos de la parcela. Cardillos, papas, migas, gachas con leche calentita y el perol encima de la mesa y tos comiendo del perol. No había tantos platitos como hoy” (Remedios). Una de las mujeres comparte con el grupo la receta de gachas con espárragos, un plato que muchas recuerdan: “Aceite, espárragos frititos, muy tiernos…, agua, sal y harina. Todo eso se movía…, y al final se le añadían unos coscorrones frititos. Cuando ya estaban las gachas se les ponía un poco de matalahúga.” Antonia explica cómo hacía su madre ese plato. Es una variante que proviene de la provincia de Granada. “En Granada eran gachas coloras de maíz con pimientos secos coloraos, con ajos majaos y aceite. Se le echaba el caldo y la harina y un poquito de picante. Estaba mu bueno. Aquello se comía con pimientos fritos y con pescao” (Antonia). Este podía ser un menú diario: “En el desayuno se tomaba café y tostás con aceite o con manteca del cerdo. Luego, en el almuerzo, guisos, fritos de papas, de pimientos fritos, huevos…, pocas veces, y pa cenar, los garbanzos con tocino y toas sus cosas” (Encarna B.). María Marín recuerda los años posteriores a la guerra, cuando estaban en el pueblo de la sierra. Allí pasaron hambre. Luego, en la parcela, las cosas fueron diferentes. Aunque tenían una alimentación basada únicamente en lo que recogían del campo, la mujer considera que comían bien, incluso se hacían cosas extras, como los dulces de Navidad. 71 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN “(…) ¿Lo que más me gustaba?, pero si no había de na pa comer. A mi me gustaba to. Una amiga me hacía un bollito pa que comiera, porque en mi casa no había…, no había ni leche ni na y el chocolate, ni probarlo. Mis padres nos lo daban to a mi hermano y a mí. Después, en el campo, criamos gallinas, cerdo, que se mataba tos los años. Comíamos tortillas, huevos, papas fritas y guisos. En la Navidad mi madre hacía pestiños” (María Marín). Ganado vacuno presentado en la feria. Vista general de La Florida. Pilar es la que introduce una nueva cuestión. El pago anual a las tiendas, debido a la escasez de dinero en metálico que había en los años cuarenta y cincuenta. Los comerciantes “fiaban” a las familias y éstas pagaban sus deudas cuando podían vender la cosecha. Algunas de las mujeres comentan cómo los niños y niñas esperaban ese momento, ya que muchas veces recibían regalos, como galletas o chocolate, caprichos que de otro modo no se podían permitir. “Se pagaba en la tienda por años, cuando se cobraba la cosecha. Entonces pagábamos to lo que habíamos gastao: los zapatos y to. A nosotros, cuando pagábamos, la tendera nos regalaba un poquito de galletas y chocolate” (Pilar). 72 LA TIERRA PROMETIDA Matanza en lo de José Fernández “el alberquilla”. Majarromaque, c.a. 1955. La matanza era fundamental para completar la alimentación de la familia, pero también una ocasión para la fiesta y la reciprocidad. La carne del cochino era prácticamente la única proteína animal que se comía. Del cerdo se aprovechaba todo y era un animal que resultaba fácil de criar, de ahí que la mayoría de familias campesinas dispusieran al menos de uno, que se sacrificaba para servir de alimento durante el año. 73 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN LA MATANZA María esperaba con ansia la llegada del día de la matanza. Cuando los fríos hacían acto de presencia y todo anunciaba esa alegría de las zambombas y los pestiños; entonces era el gran momento, toda una fiesta. Ese día todo el mundo se levantaba al alba. A esa hora el rocío mañanero cubría los campos y dejaba pequeñas gotas sobre las plantas que adornaban la entrada de la vivienda. La candela era lo primero; había que preparar el agua caliente para pelar al cochino. De la candela se encargaban las mujeres. Se colocaban grandes troncos de leña muy seca y se prendía el fuego. Entonces, daba gusto estar en aquella estancia, el calorcito y el olor a café recién hecho son sensaciones que han quedado grabadas en el cerebro de María, que muchas veces evoca aquellos días con sus hijas. El matarife llegaba muy pronto y ella, cuando lo veía, armado hasta las cejas con aquellos grandes cuchillos, se asustaba un poco. Los cochinos eran muy grandes y se resistían, dando unos grandes gruñidos que a María no le gustaba oír. Por eso se tapaba los oídos con las manos, hasta que el animal ya no tenía fuerza y se hacía el silencio. Los hombres de la familia le echaban una mano al matarife, porque el “bicho” era tan grande, que un hombre solo no podía dominarlo. No era fácil hacer que se quedara quietecito para poder hincarle el cuchillo en el cuello. María miraba entre asustada y curiosa la escena. La “chiquillería” se escondía detrás de las mujeres; se asomaban, como sin querer ver, tapándose la cara y dejando dos dedos abiertos, como una rendija para ver cómo del animal manaba la sangre de un rojo oscuro y muy espesa. Era un espectáculo que nunca se perdían. Luego, las mujeres movían la sangre…, eso de la sangre a las niñas les daba una cosilla… Ese primer 74 LA TIERRA PROMETIDA día era cuando la madre y la abuela de María hacían las morcillas. Ellas eran de aquellas mujeres que conocían todos los secretos del arreglo del cerdo y por eso, muchas veces las llamaban de casas particulares y les pagaban un sueldo para que se hicieran cargo de la matanza. María recuerda cómo se hacían las morcillas, porque solía ayudar en esa tarea: se movía la sangre y se le ponía la pringue; luego un poquito de pimentón, pimiento seco, un poquito de clavo, comino, matalahúga…, en fin, muchos aliños… Todo eso en una gran caldera que se utilizaba sólo para la matanza. Antes, ya se habían limpiado las tripas, para luego llenarlas con aquella masa oscura, que estaba tan rica, sobre todo cuando se probaba de allí mismo, de la caldera, calentita. Luego estaban los chicharrones…, tan crujientes…, y los chiquillos alrededor, gritando: ¡dame la vejiga, dame la vejiga! Aquello era como un globo, y los críos jugaban como si fuera un balón. Después se hacían los chorizos, se salaba el tocino… María recuerda todo aquello como si fuera ayer mismo. Es una de las sensaciones que le han quedado más grabadas en la memoria: sus tías, sus tíos, sus primos…, toda la familia ayudaba y era como una fiesta, como Navidad. Se hacía un guiso de carne con arroz y asadura frita; se sacaban unos polvoroncitos, una botella de anís y todo eso. Después su madre la mandaba con el presente a las vecinas y personas más cercanas. El “presente” consistía en una morcilla, un trozo de tocino, algo de chicharrones, manteca…, en fin, un poco de todo para que lo probaran. Era una forma de agradecer favores, de reciprocidad vecinal en la que todos participaban. 75 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Este relato, extraído de los recuerdos de varias de nuestras protagonistas, nos presenta la fiesta de la matanza. Y es que verdaderamente era un acontecimiento social, en el que participaban grandes y chicos, familiares y vecinos; cada cual con un cometido muy específico. También había muchas mujeres entendidas, con gran sabiduría acerca de las fórmulas y los condimentos necesarios para elaborar los embutidos y preparar todas las partes del cerdo que se guardaban durante todo el año. La abuela y la madre de María eran expertas en estas tareas, como vemos en el relato. También la madre de Ana era una de esas mujeres habilidosas a la que se pagaba un sueldo por realizar ese trabajo. Ella nos ofrece algunos detalles del festejo, incluido el gran banquete que se preparaba y del que disfrutaba mucho. “Mi madre iba muchas veces a hacer matanzas, a casa de los vecinos y algunos le pagaban por eso. De noche se lavaban las tripas de los cochinos. Yo me iba de madrugá, a las tres de la mañana, con las mujeres a lavar tripas y luego se hacían las morcillas, los chorizos, de to lo del cerdo y se formaba un banquete de pan con manteca y de to. Me hartaba de to y lo pasábamos mu bien” (Ana). Cuqui incluso recuerda el nombre de una mujer que entendía mucho y era la que ayudaba en su casa, cuando se mataba el cochino. “Mi padre tenía en su parcela melones y mataban su cochino cada año. Pa la matanza había una vecina que era comadre de mi madre: Benita. Ella entendía mucho y yo le ayudaba a limpiar las tripas, a hacer las morcillas, los chicharrones y al otro día los chorizos. Yo le ayudaba mucho. Había mucha unión, sobre to en los barracones. Estábamos unos al lao de otros…, todavía tenemos amistad” (Cuqui). Pilar evoca las matanzas, los guisos, los olores y los sabores de la casa de su tía. Y Encarnación recuerda esa fiesta como uno de los momentos del año en que disfrutaba más. “En casa de mi tía Isabel, una tía que yo tenía, la madre de mi prima, la que vivía con nosotros. ¡Allí si que se hacían matanzas!, no se 76 LA TIERRA PROMETIDA carecía de na: de quesos de cabra, de manteca, tortitas de las de Medina; las metía en una olla de porcelana de esas colorás. Luego hacía yemitas con los huevos, mataba un pollo y hacía un arroz” (Pilar). “Yo en la matanza también me lo pasaba mu bien: esos días era la niña más feliz del mundo” (Encarnación). 77 II INFANCIAS RECUPERADAS AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres del campo ¡Orgullosa madrecita! Ved a esta linda chatita cómo muestra un angelito, que se agarra del bracito, pues de sus fuerzas no fía. En su cara, la alegría de sostener a un chiquillo, angelote de murillo, con cabellera de oro y de belleza un tesoro ¡Es un muñeco divino! y aunque de pobreza el sino le fue trazado en la cuna, no se cambia por ninguna la niña que hoy le sostiene. Instinto de madre tiene, y nos le muestra orgullosa, como la más bella rosa, de los jardines de Dios. ¡Qué grupo forman los dos!, cuando se la ve descalza, su sacrificio realza; pone un nimbo a su cabeza, esa luz de la pobreza y ese gesto de cariño maternal para su niño. Luis Perez Solero González Byass 1. De sol a sol: Infancias recuperadas 1.niñas que trabajan Isabel no sabía qué estaba pasando, pero de pronto un coche se detuvo y de él salieron dos hombres con una camilla. Entraron en la choza donde su madre seguía tendida en la cama, atendida por la tía y la abuela. El padre daba vueltas nervioso; quería ayudar y no sabía cómo. Su desconcierto era grande: ¿qué iban a hacer si la mujer se ponía mala?, ¿cómo sacar adelante a los niños? La ambulancia se llevó a la enferma y durante una semana esperaron con ansia su regreso. El recuerdo más nítido de la niña es la llegada de un coche de caballos, en el que venía su madre. Pero ya no era aquella madre joven, sana y enérgica; Isabel era demasiado pequeña para advertir cómo había cambiado en esos días: no tenía la misma sonrisa, ni sus ojos brillaban como antes. No comprendía su silencio, ni sabía interpretar el sonido que emitía cada vez que quería decirle algo. Lo más evidente era que su madre ya no caminaba como antes, ni podía hacer las camas, ni cocinar, ni coser, ni cogerla en sus brazos para acunarla y dormirla. Isabel no podía ni imaginar cómo iba a ser su vida a partir de ese momento; porque su madre, hasta entonces, se había ocupado de todo y ella, como era tan chica todavía, podía jugar por el campo, correr detrás de las gallinas, hacer travesuras y dormirse luego, segura de que allí, muy cerca, estaba ella protegiéndola. Las madres tenían mucho trabajo, muchas obligaciones y preocupaciones, pero siempre cuidaban de sus hijos; y más cuando eran tan pequeños; porque, para Isabelita, eran como hadas 81 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN bondadosas, que siempre sabían qué había que hacer; estaban atentas a las necesidades de todos y además echaban una mano en la parcela, para que el padre no tuviera tanto trabajo. Pero la niña no contaba con que las madres también puedan enfermar, o quedarse incapacitadas por algún accidente, incluso algunas se morían; y cuando esto ocurría, todo cambiaba. Por eso, cuando su madre volvió a casa, sin poder hablar ni apenas moverse, aquella familia, su familia, ya no volvió a ser la misma. A Isabelita se le escapó de golpe la infancia y aprendió a valerse por sí misma y a tener cuidado de sus hermanos; y hasta de su padre que, como tantos otros, nunca estaba en la casa, ni se preocupaba de lo que había que comprar, o guisar, o remendar, o lavar…, de tantas y tantas cosas. Como la mayoría de las niñas de las parcelas, su vida, a partir de entonces, fue una vida de trabajo. Al amanecer había que superar la pereza y las ganas de seguir bajo el calor de las mantas. Casi siempre el padre tenía que vociferar y reñir a los más pequeños de la casa para sacarlos de la cama. Grandes y chicos, todos colaboraban en las labores del campo o en la casa. Lo primero, después de asearse y hacerse las trenzas, era preparar el desayuno: un tazón de leche recién ordeñada, con un poco de café, o cebada, una tostada de pan y aceite de oliva... Luego, durante el día, todo eran obligaciones: que si ocuparse de los hermanos más pequeños, que si preparar algo de comer, que si echarle de comer a los animales, que si transportar el agua para el día, que si lavar la ropa de la semana… Isabel no recuerda cómo podía hacer todo eso con tan pocos años, ha perdido la memoria de esa etapa de su vida. Seguro que se puso tan mala, con aquellas fiebres, por trabajar tanto, por no tener quien la cuidara. Luego…, sus años de colegio, en Jerez, con las Hermanas Salesianas; los más felices de la infancia…, y otra vez de vuelta… –“Isabelita, que ha venido Don Francisco Lobatón a buscarte, que le haces mucha falta a tu madre”, le dijo la madre superiora. Esas palabras la devolvieron a su antigua realidad: una vida llena de trabajo y privaciones, de la que algún día lograría escapar. 82 INFANCIAS RECUPERADAS Imagen publicitaria de la Bodega González Byass “Medina” Revista de la Sección Femenina, 26 Diciembre 1943. 83 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Aunque hemos podido reconstruir este triste episodio de la vida de Isabel, lo cierto es que a ella le cuesta recordar ciertos acontecimientos de sus primeros años. Pero no sólo Isabel tiene problemas con su memoria. Cuando iniciamos este paseo por la infancia sabíamos que nos encontraríamos con algunas dificultades. Ese tiempo queda muy lejano para nuestras protagonistas y tienen que hacer un esfuerzo considerable para poder recuperar imágenes, sensaciones, hechos concretos de cuando eran niñas. No obstante, iremos recuperando, en la medida de lo posible, esa pequeña historia cotidiana. Ciertamente hemos encontrado muchas coincidencias en las experiencias infantiles, pero no todas vivieron de igual modo esta etapa vital: unas se sintieron protegidas y arropadas, a pesar de la incertidumbre en la que trascurría la vida de las familias campesinas; otras han quedado marcadas por la incomprensión, la dureza o la falta de apoyo de sus progenitores; algunas aún pueden sentir la sensación que les producía el frío del invierno bajo aquellas ligeras ropas, las mismas con las que se vestían para el extremo calor del verano; otras, sin embargo, recuerdan con nostalgia las noches de invierno, con la madre, junto a la candela, esperando el sueño y aprovechando el calor del fuego para remendar los calcetines o acabar de poner el botón en una camisa. Ninguna puede hablar de abundancia, ya que la escasez formó parte de su vida cotidiana. A pesar de todo y por suerte, la memoria es selectiva y quizás por eso, aquellas niñas guardaron muy adentro las sensaciones más gratas, aquellas que aún hoy pueden recuperar: los olores, los colores, los sonidos, las imágenes y los afectos. Gracias a esa capacidad para sobreponerse a las malas experiencias y al espíritu de supervivencia, ellas han podido sacar partido de aquel tiempo gris y lleno de sacrificios. Las palabras de Isabel, seguramente nos acercan de manera muy fiel a lo que ella vivió, recuerda, o quizás sólo le han contado. “Mi madre se quedó que no podía hacer na de na. Yo me encargué de mis hermanos, de mi padre y de la casa…, bueno aquella choza…, que no teníamos ni sillas. Me puse enferma de paludismo, figúrate, yo era como un perrillo que nadie le hacía caso…, y con la alimentación que teníamos…,¡cómo no nos íbamos a poner malos…! Hasta los ocho años estuve haciendo lo que podía, hasta 84 INFANCIAS RECUPERADAS que un día me llevaron interna a Las Hermanas Salesianas de Jerez. Don Francisco Lobatón se empeñó y allí estuve unos tres años. En ese tiempo mi madre tuvo tres niños y vinieron a buscarme. Bueno, pues yo..., ¡qué iba a decir! Mis padres ya vivían en una casilla en La Florida. Yo no se ni cómo ella los podía cuidar con una mano… Bueno, los niños se habían muerto, y quedó uno, el último que estaba gateando cuando yo llegué. Yo acarreando agua, cuidando de los niños…, to lo tenía que hacer yo. Luego, tuvo tres más. Cuando nació mi hermana, me puse con la niña…, de contenta…, porque todo eran niños. Me acuerdo que como no teníamos ropa ni na, así que con cuatro sábanas viejas corté trozos pa hacer los pañales. Había aprendido en las monjas a coser de to. Yo zurcía estupendamente: bajeras, camisones, camisas, de to. Iba a la tienda a comprar tela de opal pa hacerle cositas pa mis hermanos, porque mi madre no se ocupaba de na. Si mis hermanos se ponían malos era yo la que tenía que correr al médico. No los llevaba hasta que ya veía que la cosa estaba mal, porque no tenía dinero, ni cartilla, ni na. A esa edad yo no comprendía… Don Julio, el médico, me decía: cuando se ponga malo me lo traes, si no tienes dinero, ya hablaré con tu padre. También iba al campo siempre que podía ganar una peseta, porque al final mi madre se acostumbró a hacer las cosas y pelaba papas, lavaba… Pero mi padre no quería que fuera al campo, porque tenía que llevar mi casa, ayudar y cuidar a mis hermanos. Yo lo que quería era irme a Jerez a servir, porque veía a las muchachas que estaban bien puestecitas y yo ya ves, encerrá en el cortijo haciendo de mujer. Por la noche era cuando hacía remiendos, arreglaba la ropa de todos. También lavaba los pantalones y la ropa de mi padre pa que pudiera irse a trabajar. A veces mi padre se quedaba en la casa hasta que se secara la ropa, porque no había otra” (Isabel). A través de este relato nos hacemos una idea de cómo las niñas pobres de la época se convertían en las personas responsables del funcionamiento cotidiano de la familia. Además, con ella nos hemos acercado a un mundo en el que las mujeres realizaban una gran cantidad de labores absolutamente imprescindibles para el mantenimiento de la vida familiar. Algunas de estas labores requerían tiempo, como por ejemplo la costura. Hay que tener en cuenta que en esa época casi nadie tenía acceso a la compra de 85 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN ropa confeccionada. Todo se tenía que coser o elaborar: desde la ropa interior de toda la familia, pasando por las camisas, pantalones, chaquetas, vestidos, batas, sábanas, jerséis y ropa de invierno, de lana o paño. La escasez hacía necesario el mantenimiento de la ropa el máximo de tiempo; es decir, se remendaba, se transformaba, y los hermanos pequeños heredaban lo de los mayores; no se tiraba absolutamente nada. Las niñas iban adquiriendo esas habilidades desde la infancia, observando a la madre, en la escuela, y más tarde, algunas iban al taller de una modista La panera de zinc donde se ponía el agua, y la madera para frotar la ropa. del pueblo. En aquella época era impensable que una mujer no supiera coser y remendar; era una habilidad totalmente necesaria. Tanto Isabel como sus compañeras del grupo son verdaderas maestras con la aguja, gracias a ese temprano aprendizaje. Algunas de ellas nos hablan de este tema. “Mi madre me enseñó a remendar la ropa. Aprendí a coser y a hacer labores en el Servicio Social. A mi casa, venía una mujer a coser pantalones y camisas pa mis hermanos y yo ayudaba sobrehilando y esas cosas…” (María Álvarez). “Aprendí a coser con mi madre y luego con una modista. Las modistas no querían que aprendiéramos y sólo nos ponían a sobrehilar, pero como mi hermana era mu lista me enseñaba a mí, así que eso luego me sirvió pa sacarme un dinerillo, porque siempre he cosío pa la calle” (Antoñita). “Estuve una temporá en el convento aprendiendo a bordar. Encajes de bolillos y bordados a bastidor. En Torrecera también aprendí a coser. Ratitos, cuando las cosas de la casa estaban hechas” (Cuqui). 86 INFANCIAS RECUPERADAS El tiempo que las mujeres dedicaban a coser, lavar y a la elaboración de alimentos era importante. Por eso, muchas veces las madres necesitaban ayuda, sobre todo, cuando la familia era numerosa, cosa bastante corriente. El trabajo de las niñas era habitual y doble: ayudaban a sus madres en las labores domesticas y a sus padres en las tareas del campo. Cuqui, por ejemplo, explica cual era su tarea principal en la casa y relata detalles sobre la higiene, el lavado de la ropa y el ambiente que se vivía en los lugares donde se reunían las mujeres y las niñas para hacer la colada. Muchachas de Guadalcacín, haciendo la colada. FUENTE: http/Red.es. “Mis amigas tenían varias hermanas y ellas siempre jugaban, pero yo no podía salir a jugar, porque tenía tanta gente pa cuidar. Mi madre me reñía porque venían a buscarme y yo no me podía ir. Venía una mujer de Arcos a lavar la ropa de la casa y yo un día dije: aquí ya no viene nadie y me dio por lavar. Tenía la ropa de mis abuelos (tres personas) y la de tos nosotros, me pasaba el día lavando. Me iba a la parcela con la carreta, al río, una ropa venía seca y otra mojá. Algunas veces se lavaba en el pozo, al lao de la parcela. Había muchas mujeres allí haciendo la colá y tendíamos en una alambrada” (Cuqui). A veces, se tenía que andar un buen trecho, “un kilómetro y medio, más o menos, había hasta llegar al arroyo”, dice Antoñita; y como no siempre se disponía de un medio de transporte, las niñas cargaban con la ropa. Los arroyos y las acequias, donde se reunían las mujeres y las muchachas 87 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN a lavar, eran un lugar de sociabilidad. Allí las noticias corrían y se comentaban con mejor o peor intención. También allí se exponían las “miserias” e intimidades de cada cual, a través de la ropa interior y de cama; algo que resultaba natural en un mundo en el que la higiene tenía una importancia relativa, dados los medios existentes. “Las mujeres y las muchachas comíamos juntas y charlábamos, pero poco tiempo, porque había mucha ropa… En el lavadero se veían sábanas negras y llenas de pulgas…, porque había gente que lavaba muy de vez en cuando. Entonces no había mucho jabón y mucho menos lejía, así que se le echaba clarilla35. Luego se ponía al sol y la ropa quedaba blanquísima…” (Cuqui). Existían también otros trabajos, ligados a las condiciones de vida del campo en los años cuarenta y cincuenta. La dispersión de las viviendas hacía necesario trasladarse de un lugar a otro para vender algunos productos o intercambiar. Como Antoñita que repartía leche por las chozas y la daba fiá y Pepa P., que solía venir con su hermana, andando o en bicicleta, a repartir la leche al pueblo. En la posguerra algunas niñas no sólo trabajaban en sus casas, ayudando a las madres, sino que sirvieron de “tapadera” a sus familias en una actividad perseguida: el estraperlo. Ellas podían más o menos pasar desapercibidas para la Guardia Civil y se convertían en pequeñas heroínas capaces de sacar un sueldo y ayudar a su familia a salir adelante. Es el caso de Pepita que con mucha “guasa” explica anécdotas referidas a esta cuestión: “Unos hombres venían de Alcalá de los Gazules. Venían con dos perros con un aparejo como el de las bestias y cargaos de tabaco. A mi me ponían un bambo36, forrado por dentro de café y tabaco. Yo no entendía na, no sabía ni leer ni escribir. Iba de casa en casa: ¡Mariquitaaa, ¿qué va a querer hoy?! Mi madre me decía: fulana quiere esto, la otra quiere lo otro y a mi no se me olvidaba, sin apuntar, ni na. Ellos venían cada quince días más o menos y llevaba pastillas de endulzar el café, de jabón, polvos de la cara, tabaco, etc. Lo que más se vendía era el tabaco. Recuerdo que unos cuarterones tenían un papel mu bonito, con un águila verde… To eso venía de Gibraltar. 88 INFANCIAS RECUPERADAS A mi me daban 700 pesetas por vender aquello. ¡Eso era un dinero! Nosotros escondíamos a los hombres y no los cogían. Se tiraban tres o cuatro días hasta que se terminaba de vender; escondíamos la mercancía en el campo, en una choza, al lao del corral allí mismo… Algunas veces los detenían y les daban palizas los guardias civiles. A mi no me pillaron nunca. Yo me metía debajo del mostrador de la pescadería y los guardias que se lo debían sospechar preguntaban por mí y no me veían. Mi madre les decía que estaba jugando” (Pepita). Pero además Pepita llevaba el trabajo de la casa, mientras su madre, viuda desde muy joven, vendía pescado en el mercado. “Mi madre estaba tranquila porque yo les hacía las cosas y la comida a mis hermanos. Hacía puchero tos los días, era lo que había. Luego, si mi madre se tenía que ir a algún sitio, me dejaba en la parada vendiendo. Lo apuntaba to con rayitas porque no sabía escribir: petróleo, sal, aceite, arroz, garbanzos, pastillas de azúcar, carbón, espárragos… Mis primas se pensaban que yo era mayor porque le hacía esas cosas” (Pepita). Encarna García complementaba los escasos ingresos del padre y la madre, con una serie de habilidades a las que ella sabía sacarles provecho. “Mi madre trabajaba en un horno y yo le ayudaba. Yo les hacía mandaillos a ella y a las vecinas. Llevaba un vale37 porque entonces era así, no teníamos dinero casi nunca. Ella me decía: ten cuidao que esto vale mucho. Total…, yo en el campo no trabajaba siempre. ¡La niña bonita!, pero la verdad, era la que más trabajaba, porque era mu rápida. Era mu rápida liando cigarrillos. Compraba los cuarterones de tabaco y era rapidísima haciendo ese trabajo. Eso era mu pequeña, cuando vivía en Alcalá. También me llamaban las muchachas para que les escribiera las cartas a los novios. Ellos estaban en la guerra o por ahí y me daban algo, una gorda o una chica38 … Yo siempre tenía dinerillo” (Encarna García). Encarna también explotaba sus cualidades artísticas, aunque no siempre con el beneplácito de los padres. 89 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN “Me gustaba muchísimo cantar y a mi hermana mayor también. Nos llamaban a las fiestecillas y me dejaba a mí el cante flamenco. Nos daban unas perrillas, no te creas. Tendríamos siete u ocho años, más o menos” (Encarna García). Ana y María trabajaron durante unos años a cambio de la comida y la ropa. “Trabajaba en casa de mis primos: cuidaba de ocho niños que tenían. Además ayudaba en la parcela y en la casa, hacía de to. Desde los diez años estuve así hasta que me harté y me fui a servir. Me trataban tan bien que alguna gente se pensaba que yo era hija de mis primos. Veía a mis padres algunas veces, pero ellos vivían en su casa y yo tenía allí mi vida hecha” (Ana). “Nosotros teníamos un campo de aceitunas y desde chiquitita me iba a coger aceitunas…, a coger garbanzos, cardando…, desde chiquitita. En ca de mi tía estaba yo por la comida y a cambio le hacía las cosas…, mucha calamidad es lo que pasé. A los doce años me fui a servir a Cádiz” (María Marín). El cuidado de los animales era una de las tareas que los niños podían realizar sin mucho esfuerzo, aunque sí requería una responsabilidad. Pepa recuerda esa etapa de su niñez, añadiendo al relato pequeñas anécdotas sobre sus experiencias menos agradables. “De niña mucho trabajo, esos son mis recuerdos. Cuidaba los animales, porque mi padre tenía vacas y pavos. Con ocho o nueve años yo ya era responsable de los pavos. Cuando veníamos de cuidar los pavos, íbamos por la leña pa la candela y si no podíamos salir rebuscábamos bellotas, maíz pa los cochinos. Éramos tres niñas y mis hermanos, los varones, que eran mayores y mu malos. Me encargaba de repartir la leche en el pueblo, andando o en bicicleta y mi hermana también. Teníamos unas medidas con las que echábamos a la gente un litro, medio, lo que ellos quisieran. No nos acostábamos por la noche hasta que desgranábamos el maíz…” (Pepa P.). 90 INFANCIAS RECUPERADAS Pero esta mujer no sólo trabajaba ayudando a sus padres, sino que con sólo doce años se fue a trabajar como jornalera. Eso representaba, además del trabajo la responsabilidad de madrugar, no faltar al tajo y tener que mantener el mismo ritmo que un adulto segando. Pepa recuerda esa época con toda claridad y presume en cierto modo de la madurez que demostró cuando decidió irse a segar, a pesar de la resistencia de su padre. “Me fui a trabajar con doce años a la Huerta del Coronel. Era mu endeblilla. Ganábamos tres pesetas, labrando maíz. Desde que salía el sol hasta que se ponía. Allí estaba mi padre de manijero. Luego, por una tontería que me pasó, me fui y me metí en una cuadrilla que estaba segando, en otra finca cerca de allí. Hablé con el manijero y me pagaban siete pesetas; era mucho entonces. Pero yo segaba como una persona mayor y a mi padre le dije: ¿has visto?, ahora gano mucho más. Allí ganábamos igual los hombres y las mujeres. Pero en el maíz ganábamos menos.” (Pepa P.). Le pido a Pepa que intente recordar cómo era un día normal en su infancia y esta era más o menos la rutina: “Me levantaba a las seis de la mañana, desayunaba con achicoria o malta, que era lo que había entonces, con pan y leche, después nos íbamos con los pavos a unos cinco kilómetros. Luego a coger tagarninas y cardillos, cargábamos la burra y las llevábamos a casa pa la comida del día” (Pepa P.). Algunas hablan de responsabilidades a una edad muy temprana. Es el caso de Encarnación que recuerda detalles muy conmovedores, como la escena en la que se dedica a desparasitar a su madre. “(…) Mis padres tenían una parcela de los primeros colonos. Ahí me trajeron con unos tres años. Mi madre me contó que me ponían una sillita guardando las gallinas. Me ponía allí porque yo era mu buena y no me movía del sitio. Con cinco años ya me iba con los cochinos, entre trigales..., lo pasaba fatal. Como era la mayor, yo era la que lo hacía to, cuidaba a mis hermanos chicos… Estaba rendía 91 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN cuando llegaban las ocho de la noche. Una vez, mientras mi madre estaba en el hospital, después de un parto, una mujer se quedó con mi hermana pequeña. Yo me harté de llorar y se me pusieron los ojos malos. A mi me daba unas ganas de llorar, porque a mi niña no la podía ver y a mi madre tampoco. Pero mira, luego le dio una diarrea y ese matrimonio no la quería tener. La cogí y me la llevé a mi casa. Se le fue la diarrea. Y eso que le daba yo unas cosas pa comer ¡que vaya!, no eran pa curarse… Cuando llegó mi madre del hospital ¡traía una piojera¡!, pero yo no la dejaba sola, me acostaba con ella y le daba besos to el rato, mientras la despiojaba” (Encarnación). Pero no todos los casos son iguales. Encarna, por el contrario, tiene un recuerdo muy dulce de su infancia y al compararse con sus compañeras, reconoce que ella tuvo suerte. “Yo trabajé, pero no tanto como mis compañeras. Era la más pequeña de la casa y me iba con once años a ayudar a mi padre al huerto. Él echaba la simiente, yo le echaba agua y luego él la enterraba. Sembrábamos tomates, melones, de to un poquito. Eran ayudas pequeñas. Mi madre no mandaba hacer las cosas, no nos daba trabajo a las hijas, prefería hacerlo ella” (Encarna B.). 92 INFANCIAS RECUPERADAS Infancias recuperadas 2. La escuela: los niños primero Ana no entendió nunca por qué su madre no quiso que volviera a la escuela. Era demasiado chica para comprender ciertas cosas y sólo pensaba en lo bien que se lo pasaba; estaba encantada. Allí encontraba niñas con quien jugar y aprendía a leer; le gustaba tener su cartilla, donde iba aprendiendo las primeras palabras, juntando letras: la m con la a: MA; la n con la e NE; y después mama, nene… Y tenía su libreta, con doble raya para que las letras salieran del mismo tamaño y bien rectas; y su lápiz de madera con una punta muy fina que siempre se le rompía, porque apretaba mucho para escribir. Le hubiera gustado pedirles a los reyes un plumier, como aquel de madera que llevaba su compañera de pupitre, pero eso ya era más difícil. Ana veía que otras niñas podían tener aquellas cosas, incluso muñecas, diábolo y saltador, pero a ella, siempre lo mismo: unos canastitos con caramelos y una gorda, un huevo duro pintado de colores..., esas cosas. Su madre le decía que se tenía que conformar, que así era la vida, que siempre había habido ricos y pobres. Y Anita siguió su vida de siempre. Desde que amanecía, ella salía a las calles a vender aquellos molletes calentitos que preparaba su madre y los colocaba en una cestita de mimbre, cubiertos con un pañito blanco para que guardaran el calor. Y ¡qué frío pasaba en aquellas gélidas mañanas del mes de enero! Sobre todo recuerda las sandalias de goma y el vestidito que no abrigaba nada, lo mismo que en verano, pero en enero los charcos se helaban y ella no ha podido olvidar aquella sensación, que se metía en los huesos…,¡qué frío! Gracias que su madre le ponía encima un mantón, y con el calorcito de los molletes… 93 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Es curioso cómo Ana ha guardado en algún rincón de su memoria este momento tan especial en su vida de niña. Su historia nos acerca a un hecho que ha condicionado la vida de muchas personas nacidas en los años treinta, cuarenta y cincuenta del siglo XX en este país. La escuela estaba reservada a unos pocos privilegiados39. Sobre todo en el campo andaluz, las familias campesinas más pobres y los hijos de jornaleros sin tierra, tenían demasiados problemas para salir adelante cada día. El valor de saber leer, escribir y hacer cuentas se entendía, pero en el contexto en el que esperaban desarrollar su vida, no era imprescindible. Si había que hacer un esfuerzo, se hacía para que los varones pudieran aprender a valerse por sí mismos y defender los intereses de la familia. Como Ana, la protagonista del relato anterior, algunas mujeres vivieron su primeros años en un pueblo de la sierra, donde había posibilidad de aprender a leer y a escribir, porque existían las escuelas públicas. Pero sus familias prefirieron tenerlas en casa para ayudar. En todo caso hablamos de una escuela muy pobre y rudimentaria, cuya imagen conocemos a través de muchas novelas de la época y algunas películas inolvidables40. En las zonas de colonización la cuestión era más complicada. Ciertamente, las familias que llegaron a la campiña de Jerez, sobre todo en los primeros años, no tenían fácil la escolarización de sus hijos. En primer lugar porque vivían en el campo, alejadas de poblaciones con servicios básicos, como la escuela o la iglesia. Por otro lado, hemos visto el panorama familiar que tenían muchas niñas y la responsabilidad que se les daba desde pequeñas. Así pues, algo que actualmente nos parece incuestionable como el derecho a la educación, en esos años no estaba al alcance de todos. Así es como vivieron algunas mujeres esta situación: “En El Torno, a mis hermanos si les daban clases. Mi hermana iba al colegio y mi hermano tuvo un maestro en la casa. A mí me tocó “la china”. Yo eso lo veía normal, porque desde chica había que trabajar” (Ana). “No fui nunca al colegio porque como “era un niño” tenía que cuidar de los animales. Cuando yo nací mi padre quería un niño y me trataba como a un niño. Hasta me llamaba “zagalillo”… A mi hermana la apuntaron a una escuela y a mí no. Eso creo que me afectó. Mi 94 INFANCIAS RECUPERADAS hermana sabe escribir y me escribía a mí las cartas de mi novio. Mi padre me puso un maestro por la noche, pero nunca tenía tiempo, así que he aprendío ahora, en la escuela de adultos” (Antoñita). “(…) Las niñas siempre teníamos que hacer… Aquí en las parcelas, los maestros venían a las casas y enseñaban a los niños, después de trabajar. Me acuerdo que una vez un maestro de estos empezó a abusar un poco de las niñas, tocándoles las piernas y ya los padres quitaron a las muchachas” (Encarna B.). Una forma de resolver la escolarización de los niños en las parcelas fue la utilización de maestros itinerantes. Después del trabajo del día, éstos se desplazaban por las chozas y daban clases a los niños y niñas de algunas familias. No está claro si estos hombres tenían estudios de magisterio, o sólo eran personas sin otros medios de vida y que sobrevivían de ese modo.41 Podemos imaginar el cuadro: en un habitáculo sin apenas mobiliario y sin luz eléctrica, un maestro se esfuerza por transmitir sus pocos conocimientos a unos niños cansados del trabajo diario, pero ávidos por ampliar sus horizontes. “Fui mu poco al colegio; yo es que criando a los chicos..., no tenía tiempo de na. Fui a la señorita Mª. Luisa una temporá, pero tenía que cuidar a mis hermanos pequeños y faltaba mucho. Se decía que las mujeres no necesitaban aprender esas cosas. Los niños tenían maestros que les enseñaban en la choza, después del trabajo. Me acuerdo que a uno le llamaban el “maestrito”, porque era mu pequeñito. A mí me daba envidia de mis hermanos que aprendían. Al maestro le pagaban mu poquito, y si era hora de comer o cenar, se le daba la comida” (Antonia). Que los varones aprendieran se veía como algo natural y nadie lo ponía en cuestión. “Mis hermanos tienen negocios y lo llevan to mu bien, porque aprendieron con un maestro que venía por la noche. Antes era así”. Dice María la costurera, refiriéndose a esta cuestión. Cuidar de los hermanos pequeños, de la casa, de la madre enferma, de los animales…, esa fue la ocupación fundamental de las niñas de esta ge95 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN neración. Este hecho tan evidente ha dejado en ellas una huella, o mejor dicho, forma parte de su identidad como mujeres, se reconocen en esa forma de estar en el mundo: cuidando, siendo útiles a los demás, entregando su tiempo para mejorar la vida de toda la familia. Pilar vuelve a insistir en esa obligación de las niñas. “Las monjas se quejaban de que faltábamos a la escuela. Las niñas cuidaban el melonar si había que hacerlo. Los niños iban a la escuela siempre, pero nosotras teníamos que ayudar. El ojito derecho de mi padre era mi hermano más pequeño. Él no quería que estuviera en el campo, quería que estudiara y a nosotras nos mandaba al campo…, así que hemos madurao a la fuerza: guisando, haciendo de to. Mi hermano se fue al seminario, le dieron una beca. Los niños eran los que tenían que estudiar; los señoritos mismos les pagaban los estudios” (Pilar). María la costurera es un caso peculiar. Sus padres encontraron una fórmula curiosa para resolver la cuestión de las distancias y la necesidad de que las niñas ayudaran. “Teníamos que andar más de un kilómetro, ¡mucho más!, pa llegar a la escuela y hacíamos falta en la casa, así que yo me iba a cuidar los pavos por la mañana y mi hermana al colegio; por la tarde me iba yo al colegio y ella cuidaba a los pavos” (María la costurera). Las distancias y la falta de medios de transporte rápidos, funcionaba como un gran condicionante para la escolarización de la población infantil. Muchos padres, aunque hubieran querido, no tenían la posibilidad de llevar a las criaturas desde el campo al pueblo, para que asistieran a la escuela. María, una de las más jóvenes del grupo explica cómo esa circunstancia afectó a su escolaridad. “Desde la parcela venía al colegio, aunque estaba lejos. Pero un día me puse mala y cogí un resfriado y ya mi madre dijo: hasta que nos vayamos al pueblo, cuando nos den la casa, no vas al colegio, así que estuve dos años por lo menos sin ir a la escuela. Luego fui hasta los quince, o sea, que hice toa la escolaridad” (María Álvarez). 96 INFANCIAS RECUPERADAS María se fue a vivir a una de las casas que construyó el INC para los colonos, aproximadamente en el año 1950, cuando ya tenía diez años. Fue entonces cuando empezó su escolaridad y la terminó a los catorce o quince, después de obtener el Certificado de Estudios Primarios. Además de los condicionanMaría con sus compañeras de escuela y tes que ya hemos visto, la ayude uniforme. 1953. da en el campo y en la casa, o las distancias y falta de medios de transporte, hay que señalar otros, no menos importantes. La simple confección de un babi (así se le llamaba a la bata que se ponían los escolares) y la compra del material necesario para poder aprender a leer y a escribir, podía convertirse para una familia numerosa en un gasto extraordinario, o imposible de asumir. Cuqui recuerda cómo la mayoría de niñas no podían llevar nada a la escuela. “Nadie llevaba na, porque la gente no tenía…, y a mí me decían que yo era la niña del “Perito”, porque mis tías, que estaban en Sevilla, me compraron una maleta de madera mu bonita, con unos dibujos y su asita; y yo iba mu arregladita, porque era la primera sobrina y me mimaban mucho” (Cuqui). Pilar añade otras vivencias relacionadas con la presencia del Régimen Franquista y de la Iglesia Católica en la escuela. “De lo poco que fui a la escuela lo que recuerdo es el cuadro de Franco que estaba allí siempre... Nos ponían en el patio a cantar el Cara al Sol, y nos enseñaban el catecismo” (Pilar). Algunas veces, la escuela sólo se utilizaba para determinados momentos, por ejemplo: la preparación para hacer la Primera Comunión, o sea, que la función principal quedaba en segundo plano. Las propias niñas percibían esta realidad y ahora se quejan de que no les enseñaban nada práctico. 97 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Otras, sólo recuerdan anécdotas. Son recuerdos deshilvanados, trozos de vida escolar que pueden responder a una experiencia más o menos traumática. Lo cierto es que María no ha olvidado el trato discriminatorio y poco afectuoso de su maestra. “Estuve en la escuela con tres maestras, no recuerdo cuanto tiempo. Yo aprendí, pero escribía malamente. Ahora de mayor he aprendío más. Recuerdo a una maestra que le pegaba a mi prima. Una vez me escapé, porque la maestra era mucho de una niña preferida y esa niña nos echó la culpa a unas cuantas de que le habíamos pegao; por eso me escapé. Además la maestra no me admitía porque tenía unas cositas en la cara, una especie de granitos... También recuerdo que un día nos dejó encerrás a unas cuantas y otras niñas nos echaban de comer por la ventana” (María Marín). María nos recuerda que antes de la guerra, durante la República, estaban todos juntos, niños y niñas, aunque los sentaran en lugares diferentes. “Antes no había tanta maldad como hoy, estábamos en la escuela las niñas y los niños. Había tres filas de bancas: una la de niños, otra de niñas y otra de los que sabían más. Luego, después de la guerra partieron la escuela en dos y nos separaron” (María Marín). Encarna es de las pocas que tuvieron una corta, pero bien aprovechada vida escolar. Aunque también ayudaba en su casa, como ya hemos visto, estuvo algún tiempo en el colegio, en Alcalá de los Gazules. Ella misma explica que la sacaron en cuanto aprendió a leer, escribir y las cuatro reglas. Era lo que las familias campesinas y humildes podían permitirse. Otra cosa se consideraba fuera de lugar, pocas personas se permitían soñar con algo diferente. “¿La Escuela…? pues me gustaba muchísimo. Me pusieron en el colegio. Yo era rápida aprendiendo. Mis padres cuando sabía leer, escribir y las cuatro reglas ya me sacaron. Un día la maestra me encontró en una tienda y me dijo: Tengo que hablar con tus padres y así fue. Dicen que fue la maestra a hablar con mis padres pa que no me quitaran del colegio. Ella decía que yo tenía una mente mu despierta y rápida. Tenía un hermano que era sacerdote y me propuso 98 INFANCIAS RECUPERADAS irme a Cádiz donde él me ayudaría a seguir los estudios, porque en la escuela ya no hacía na. Ellos se han arrepentío muchas veces de no haberme dejao ir. Todavía me acuerdo de algunas poesías que aprendí en la enciclopedia que había en mi casa: A un panal de rica miel…, Micifú y Zapirón se comieron un capón…, y también las historias de Rómulo y Remo, que los crió una loba, y Amílcar Barca…, tengo buena memoria” (Encarna García). Pocas eras las niñas que en los años cuarenta tenían la posibilidad de salir de su pueblo para estudiar en un colegio de monjas. Era un privilegio del que podían disfrutar las hijas de familias pudientes, aunque desde final del siglo XIX se habían establecido en Jerez algunas órdenes religiosas dedicadas a la enseñanza, que acogían a hijas de obreros en sus aulas42. Las niñas asistían a las clases, donde aprendían no sólo a leer y escribir, sino todo lo que por entonces se consideraba necesario para una mujer: coser, bordar, zurcir, higiene domestica, etc. Este es el caso de Isabel. “Yo tendría unos ocho años cuando vino Don Francisco Lobatón, que estaba en el Cortijo de la Florida, y me llevó a Jerez al colegio de monjas. Allí estuve hasta los once años. En el colegio estaba contentísima; el baño semanal, eso era un lujo, el cepillo de los dientes…, el camisón de dormir… Nosotros en la parcela no teníamos na. Aprendí a leer y a escribir…, leo mu bien y me encanta. Escribir porque no practico… También aprendí de cuentas, a coser. Nos hacíamos la ropa nuestra: bajeras, camisas de dormir, calaos, punto de marca… A mi me gusta sobre todo el bordao y hacer calaos, no tanto coser ropa, pero las labores…, sí. Yo zurcía con un huevo la ropa de las monjas, la ropa que se rompía. Podría haber aprendió mucho más con otro par de añitos que me hubiera quedao…” (Isabel). Como vemos, a Isabel le ha quedado un recuerdo muy positivo de su tiempo en el colegio. Y es que su vida mejoró realmente el día que salió de la parcela para irse a las Salesianas de Jerez. Por eso resulta dramática su vuelta a la situación de partida, donde de nuevo tuvo que vivir en la más absoluta pobreza y asumir las responsabilidades que desde muy “chica” había tenido. 99 “Como una blanca azucena, lo mismito que un jazmín mi niña va hacía la Iglesia, a la Iglesia de San Gil. Ha cumplido 7 años y va a recibir a Dios, mi niña toma rezando su primera comunión. En el quicio de la puerta estamos su madre y yo, con lágrimas en los ojos y risa en el corazón”. (Canción pupilar. Juanito Valderrama). Infancias recuperadas 3. La Primera Comunión: vestirse de blanco Encarnación lo ha pensado muchas veces y suele quejarse cuando se habla del tema: “Que yo no pudiera hacer la comunión, eso no lo perdono”. Pero así eran las cosas. En el año 1939, al acabar la guerra, ¿quién se podía permitir comprar un vestido de comunión? Tenía siete años y se pasaba el día cuidando del ganado. Por la tarde, algunas veces, podía escaparse a las misiones, con las muchachas de las parcelas vecinas: Francisca Alcalá, Micaela…, ellas ya mocitas, con novio. Encarnita era de aquellas niñas que se hacía querer y por eso conseguía que las muchachas se la llevaran a la iglesia. Allí se reunía toda la gente menuda de las parcelas para escuchar los sermones de los padres misioneros; unos sermones que conseguían inculcar en las mentes infantiles la idea del pecado y el miedo al castigo del infierno. Aquellos hombres eran verdaderos maestros de la palabra y por eso ejercían una enorme atracción en las gentes sencillas. Encarnación recuerda que su madre le había comprado una Doctrina Cristiana, para que se fuera preparando para la Primera Comunión. La niña había aprendido a leer con un maestro que venía a la casa algunas noches, así que ella sola se ponía y memorizaba las preguntas y las respuestas: –¿Eres cristiano?... soy cristiano por la gracia de Dios –¿Y qué es ser cristiano? … ser cristiano es ser discípulo de Cristo. (….) Luego, venían las oraciones fundamentales: el Padre nuestro, el Credo…, y también los Sacramentos de la Santa Madre Iglesia y los Mandamientos de la Ley de Dios… Todas esas cosillas, se memorizaban y entonaban como una cancioncilla. 101 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Ella no tenía muy claro por qué era tan importante aquello, pero sí veía cada año, al inicio de la primavera, la procesión de El Corpus. Era un día precioso y le encantaba mirar la fila perfecta de niñas vestidas como princesas; con su vestido largo, con pequeñas jaretillas o volantes; con sus manguitas de farol, muy graciosas, y los zapatos blancos a juego. Lo más llamativo era la corona y el velo de tul, primorosamente bordado. Un día, una vecina de las parcelas le enseñó un libro blanco, con su portada de nácar y el precioso rosario con cuentas también blancas, con una pequeña cruz. Aquella niña había hecho ya la comunión y llevaba un bonito vestido blanco, con su limosnera, recogida en la cintura. La limosnera servía de monedero, porque después de tomar la comunión los niños y niñas recorrían el pueblo repartiendo las estampas de recuerdo a las vecinas más conocidas. Como regalo, las mujeres les daban unas pesetillas que se guardaban en la bolsita. Pero aquella niña era lista, sabía que ella no podría tener tantas cosas. No se podía, no había “perras” para esos lujos; demasiadas preocupaciones en el día a día: la parcela, los animales, los hijos que se ponían malos, las medicinas… Era muy chica, pero sabía todo eso, porque era lo que contestaban las madres cuando, ansiosas, las niñas preguntaban por el traje de la comunión. Eso sí, estrenaría un vestido muy sencillito y bien limpia se acercaría ese día a la iglesia y comulgaría, como todas las demás. Cuando hablaba con sus amigas, cada una iba explicando con alboroto el vestidito que le estaba cosiendo su madre: uno era azul, de lunares diminutos, como una puntita de alfiler; otro, blanco de piqué con florecillas de colores… A ella ya le tenía preparado su madre uno de percal. Se lo hizo para la matanza, que era la fiesta más grande, pero lo utilizaría ese día, porque era nuevo y con él estaba muy guapa; eso le decía su madre. Pero lo que verdaderamente le importaba a Encarnita, lo que le llamaba la atención, era eso de que a las niñas les dieran regalos el día de la Primera Comunión. Lo sabía porque se lo había dicho su amiga: pan con chocolate, huevos duros, caramelos... ¡Qué banquete se iba a dar! La niña no esperó, no podía esperar; era más fuerte su deseo de aquellas cosas, que las ganas de estrenar vestido. Por eso, una tarde, sin decir nada a nadie, vestida con ropa de diario, subió al altar y, mezclada con las demás niñas, tomó la Primera Comunión. 102 INFANCIAS RECUPERADAS La Primera Comunión era una ocasión para festejar algo especial; un día que se esperaba con ilusión. Pero la mayoría, las niñas pobres de los pueblos de la sierra, o las que vivían en las parcelas, se tenían que conformar con estrenar un vestido corriente. Encarnación nos contó algunas de los detalles de esta narración, pero el texto es el resultado de los recuerdos que guardan las mujeres sobre ese acontecimiento. Así es como evoca Paca ese día, sin que sus palabras dejen entrever ninguna queja: “Hice la Primera Comunión en el cortijo El Sotillo. Había una iglesia de los señoritos, allí en el mismo cortijo, y una maestra que venía a prepararnos cuando llegaba la hora de la comunión. Luego, ese día nos dieron una onza de chocolate y huevos cocíos. Yo no fui con traje blanco, ni na, un vestidito bien, pero de limpio y ya está” (Paca). Ana, sin embargo, parece que tenía claro que había diferencias y desde luego a ella no le gustaba nada ir en las últimas filas de la procesión. “La Primera Comunión la hice con un trajecito rosa bordaíto y con unas tablillitas. No la hice de blanco, como otras que iban en la procesión de El Corpus. Nosotras íbamos detrás de las que llevaban el traje blanco. Yo ya estaba harta de ir allí detrás, me quería ir a mi casa, porque a mí me hubiera gustao ir de blanco. Las de “Pitiminí” eran las que iban en fila luciéndose…” (Ana). Varias de las mujeres explican cómo la posibilidad de recibir algo para comer, o cualquier “regalillo” hizo que ellas solas decidieran tomar la comunión en un día cualquiera, sin consultar a sus padres. ¿Quién iba a resistirse a una onza de chocolate, cuando en sus casas faltaba lo más elemental? Como sus compañeras, Cuqui no tiene fotos de ese día tan especial; y es que es otra de las que sorprendió a su familia con una comunión espontánea. “Yo iba a misa, porque mi abuela era mu religiosa, pero no me preparé pa hacer la Primera Comunión. Mis amigas estaban preparás y el día de la comunión de ellas subí a comulgar, porque nos daban 103 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN una bolsa de caramelos, huevos cocíos y eso… Mi madre se quedó pará, pero ya estaba hecho. Sí llevaba un vestidito de crespón, que era igual pa invierno que pa verano. Así que no tengo fotos de la comunión” (Cuqui). Pepita recuerda muy bien esa unión entre catecismo y merienda. Y no es extraño, ya que la imagen que ella nos transmite no puede ser más clara: los niños medio desnudos y descalzos, corriendo por las calles de San José del Valle. “El boticario venía a buscar a los niños pa prepararlos pa la comunión. Yo no podía ir muchos días porque tenía que fregar y ayudar. Una señorita del cortijo nos llevaba a la era y allí nos daba una merienda y nos enseñaba el catecismo. Tos los zagales detrás: unos desnudos o medio desnudos, otros vestíos, otros descalzos, tos detrás de ella… Un peazo pan y un peazo queso, esa era la merienda. Nos aprendimos de memoria el catecismo, ella nos compró los zapatos y las monjas nos hicieron el traje. Las estampitas que nos daban, íbamos como locas y se las dábamos a las mujeres del pueblo y nos daban un duro, ¡y contenta que estaba yo...!” (Pepita). Remedios relata con toda sencillez que en eso de hacer la Primera Comunión con el vestido blanco, era muy diferente ser parcelista de no serlo. Además, recuerda cómo entendía su madre la norma que existía entonces de subir al altar en ayunas. “Yo sí tuve traje de comunión. Vivía en La Suara, pero veníamos a La Barca al colegio. La maestra era la que nos preparaba. Nosotros éramos parcelistas, pero los pobres, con ropa limpia y ya está. Nos enseñaban el Padrenuestro, Yo Pecador, Ave María, y to eso. Me acuerdo de que no se podía comer antes de comulgar, pero mi madre me dijo: tú come y luego te enjuagas la boca… Porque entonces no había tanto cepillo de dientes ni na de eso” (Remedios). También el relato de Encarna nos aclara la importancia de ser de una familia pudiente para poder llevar el vestido blanco, la limosnera y los recordatorios. En su caso, fue su maestra quien corrió con los gastos de algunas de estas cosas que ella recuerda con cariño. 104 INFANCIAS RECUPERADAS “Recuerdo mi Primera Comunión y el vestido, que era verde. Fue mi maestra la que me lo compró. No tengo la foto, porque en esa época no se podía uno permitir ese lujo. Las pobres nos conformábamos estrenando un vestido. Me acuerdo de ese día; la maestra me miraba y yo estaba al tanto de to. Entonces no había recordatorios, pero ella me dio unas cuantas estampitas que ponía “Recuerdo de la Primera Comunión de la niña Encarna García”” (Encarna García). María recuerda con detalle cómo eran los lunares del vestido que llevaba puesto ese día, y la foto que se hizo con un vestido prestado. La mujer no ha olvidado, a pesar del tiempo transcurrido, el dinero que recogió de las vecinas del pueblo. “Mi prima me dejó su traje de comunión, porque ella estaba mejor que nosotros. Con ese traje me hice la foto, pero la comunión la hice con una batita blanca con lunaritos que eran como una puntita de alfiler. Salimos a la calle y recogí nueve reales” (María Marín). En algunos casos, las niñas llegaban a mayores sin haber pasado por la ceremonia de comulgar por primera vez. “Cuando fui más grandecita, con los misioneros, confesé y comulgué y me confirmé, pero nada de comunión ni de vestido blanco” (Encarna B.). “Yo ya le hablaba a mi marío cuando hice la comunión, con diecinueve años y no hicimos ninguna preparación, no sabía na” (Pepa P.). Por último, Josefa nos explica cómo fue ese día: “Hicimos la comunión en El Corpus, vestidas de blanco, con limosnera y to. Mi madre me hizo el vestido y a mi hermana se lo prestó mi madrina, que tenía una niña de su edad…” (Josefa). La misa dominical era otro acto religioso, en el que la gente se encontraba y tenía la ocasión de manifestar su voluntad de seguir la doctrina y las reglas de la Iglesia. Claro, que en los años cuarenta y cincuenta, cuando ellas eran niñas, todo esto se realizaba por pura costumbre; entonces pocas 105 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN se hubieran atrevido a cuestionarse si querían o no querían ser católicas. No olvidemos que la Iglesia Católica se alió con el régimen Franquista y que los púlpitos y confesionarios eran lugares perfectos para transmitir los valores del régimen; todos éramos católicos, pero por decreto. Sin embargo, no toda la población participaba de tales actos, sobre todo los hombres se resistían y buscaban excusas para no asistir. Una canción popular que cantan las mujeres del grupo, lo expresa de una forma un tanto sarcástica. “A la iglesia no vengo porque estoy cojo, me voy a la taberna, poquito a poco” (todas). Lo que relata Encarna confirma ese refrán popular que dice: “Antes está la obligación que la devoción”. “A los bautizos no íbamos las madres, decían que eso era de mala suerte. A mí ahora me gusta ir a la iglesia, pero cuando tenía los niños chicos íbamos poco. Íbamos a las fiestas, cuando se podía, pero no tos los domingos” (Encarna B.). Y es que en las zonas no urbanizadas, como fue durante mucho tiempo el Jerez rural, la iglesia estaba lejos físicamente, pero también en el sentir de la gente que vivía en las chozas. Quizás no hablaban mucho de ello, pero sabían distinguir entre la Iglesia y los curas y eso flotaba en el ambiente. Las palabras de Isabel son un ejemplo de esta forma de pensar. “En la iglesia no te enseñan nada malo, ni te dicen que mates, ni que robes, sino que te dicen que hay que ser buenos, nunca te mandan por mal camino. Pero claro, Franco siempre con los curas, Franco bajo palio…” (Isabel). Por eso, eran los propios “señoritos”, o más bien sus mujeres y sus hijas, los que facilitaban la llegada de misioneros o maestras al campo, sobre todo cuando había que preparar a las criaturas para que hicieran la Primera Comunión. Así lo cuenta María la costurera: 106 INFANCIAS RECUPERADAS LA COMUNIÓN DE Pepita. LA COMUNIÓN DE María Alvarez. “La Marquesa de Villareal, la dueña del cortijo, venía a temporás y era ella la que nos ponía la maestra pa que nos enseñara el catecismo y nos compraba el vestido blanco. Pa tos los niños de los trabajadores. En el mismo cortijo había una capilla y se hacía misa” (María la costurera). María habla de lo que su padre le transmitió sobre los curas: “Mi padre no quería que yo fuera a arreglar la iglesia con las niñas, y es que a él le hicieron tanto daño en la guerra…, pero fíjate como era, y sin embargo, el primer libro de misa me lo compró él. En esa época la Iglesia y la Guardia Civil tenían mala fama, pero siempre pagan unos por otros… Yo he sido mucho de la iglesia, porque las maestras nos metían en eso, pero si hubiera sío por mi padre… Pero mi madre siempre decía: Allí no aprendes na feo. Y es verdad, ¿no?” (María Álvarez). También en la literatura encontramos esa falta de interés de las clases populares por las cosas de la iglesia. En las novelas “La Bodega y Tierra de rastrojos”, a las que ya hemos hecho referencia, se habla de esa especie 107 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN de divorcio entre los trabajadores del campo y la institución. Los hombres que trabajan en las grandes fincas, como jornaleros o como arrendatarios, no iban a la misa nada más que cuando los señoritos traían algún sacerdote o misionero al cortijo, con motivo de alguna fiesta importante; y es que la práctica religiosa seguramente estaba reñida con la vida llena de penalidades y explotación que padecían. Lo mismo pasaba en los tajos y en las parcelas, allí no existían los domingos ni días festivos, sólo el duro trabajo para poder salir adelante. En los años anteriores a la Guerra Civil, esta vivencia de los trabajadores del campo se acentuó. Entonces se radicalizaron mucho las posturas, porque se veía claramente que la jerarquía católica estaba aliada con las clases dominantes. La Iglesia respaldaba de una manera explícita a terratenientes y patronos, y justificaba el sistema de propiedad de la tierra, que era lo que provocaba la situación de miseria en que vivía la mayor parte de la población del campo. En este contexto se sufrieron muchos abusos e injusticias, que afectaron a unos y a otros, porque lo simplificaban todo mucho: la gente tenía que ser de un lado o de otro, así de simple. Pepita relata lo que le ocurrió a su padre y reconoce que esta historia ha marcado su relación con la jerarquía de la Iglesia Católica durante mucho tiempo. “Soy creyente, pero no practicante, ya se lo dije al cura el otro día. Me han criao sin creer en la Iglesia. Mi madre me explicó que el cura acusó a mi padre de ser de los rojos, y mi padre era un hombre pacífico que estaba con los pobres, porque era pobre. Estuvo siete años en la cárcel. Por eso yo nunca he creído en los curas” (Pepita). 108 El cocherito leré, me dijo anoche, leré que si sabía, leré montar en coche, leré y yo le dije leré con gran salero leré no quiero coche leré que me mareo, leré El nombre de María que cinco letras tiene la M, la A, la R, la I, la A. MA-RÍ-A (canciones para saltar a la cuerda). Infancias recuperadas 4. Tiempo de juegos y fiestas Encarna cogía su cuerda y corría, saltando por la ladera, hacia la casa de sus amigas: una se llamaba Carmela, y era muy vivaracha y con mucho carácter; la otra, Patro, siempre risueña, era morena con ojos muy negros y unas trenzas muy largas y Anita, una niña tímida, rubita y muy cariñosa, con la que a ella le gustaba mucho jugar. Su madre no la dejaba irse hasta que había acabado las tareas del día. Ayudar en la parcela y la casa era una obligación, un trabajo con el que había que cumplir, pero siempre quedaba tiempo para divertirse. La hora de la siesta, el atardecer en primavera y las noches de verano, cuando el calor apretaba y la familia salía a tomar el fresco y a charlar con los vecinos, ese era el momento del juego. Entonces, Encarna y sus amigas aprovechaban para disfrutar de la libertad y la amplitud de los campos, cercanos a las chozas. Era casi el único tiempo de infancia del que podían disfrutar, lejos de la responsabilidad y de las obligaciones cotidianas; de esos momentos procuraban extraer el mayor gozo posible, la alegría que hay en las pequeñas cosas. 111 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Encarna muy flamenca, junto a su choza. Lo de no tener niñez y haber vivido una infancia triste, es una percepción generalizada. Casi todas las mujeres del grupo, tienen esa impresión: jugar sí han jugado, pero aquella era una vida sin tiempo para la fiesta, aunque disfrutaban de otras cosas. Encarna evoca el columpio que hacía su padre en los árboles cercanos a la vivienda: “Me acuerdo que se echaban columpios en los árboles, pa que los niños y las niñas nos columpiáramos, de eso yo me acuerdo. Ahora, que en aquella época no sabíamos si eran Navidades, si era fiesta... Y en verano, porque nos bañábamos en el canal, pero de domingos na” (Encarna B.). Para Paca existe un antes y un después. No puede evitar referirse a lo que ella llama el “Alzamiento Nacional”. Hasta entonces, en Arcos de la Frontera, tenía tiempo de jugar y aprovechaba el soberao y las prohibiciones de la madre para sus travesuras con las niñas y niños de su calle. “Antes de to eso (la guerra) yo jugaba, saltaba a la comba y cantaba “Soy la reina de los mares…” Jugaba a esconder, los chinos, los botones, al tejo al tocatel, eso no cambia. Los niños jugaban a 112 INFANCIAS RECUPERADAS Pepita vestida de flamenca con sólo diez años. la priora con las niñas. En las siestas nos encerraban en el soberao porque las madres no querían que saliéramos de las casas…, qué malita era yo...Allí jugábamos y hacíamos de to… En verano, en la era también se jugaba, incluso las madres con los niños” (Paca). Como recuerda Paca, la vida en el campo posibilitaba un tiempo de juego entre niños y adultos. El verano era propicio para este tipo de encuentros, y la era, un lugar apropiado, donde todos podían coincidir, después de la parva. Remedios aclara la duda que flota en el aire sobre si había alguna prohibición por parte de los padres para relacionarse niños y niñas. Sorprendida, explica cuales son sus recuerdos sobre eso: “Yo si he jugao mucho, allí mismo, mientras vigilábamos a los animales jugábamos mucho. Un zagal venía conmigo a guardar los animales y mi padre no tenía problemas. El muchacho no se metía conmigo ni na de eso, eran otros tiempos…, no había malicia. Y por la noche, en La Barca, jugábamos a esconder, un montón de niños y niñas juntos. Mi madre nos llamaba a voces pa recogernos, porque 113 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN no veíamos el momento de irnos a la casa. Antes no había maldad, jugábamos juntos y no había problemas” (Remedios). Algunas, extrañadas por nuestro intento de recoger algunos cuentos infantiles de esa época, exclaman: “¿Cuentos?, no se contaban cuentos, solo contaban cosas de la guerra. Si no tuvimos niñez”. Las niñas y niños de esa época no tenían juguetes comprados, sino que agudizaban su ingenio y utilizaban sus habilidades para construírselos a su gusto. Además, una parte importante del juego consistía en subirse a los árboles y descubrir en la naturaleza todo lo que ésta tiene de atractivo para alguien que quiere medir sus fuerzas, superar miedos y desarrollar su sentido del límite. “Los juegos eran subirse a los árboles. Algunas veces nos rompíamos un brazo, pero aquello era lo normal. Con las flores de las chumberas, las niñas hacíamos zarcillos, nos hacíamos muñecas de trapo y le poníamos el pelo con lana de las ovejas; los labios con hilo colorao... Como mi madre cosía tanto, nosotras cogíamos trapos y hacíamos las muñecas” (Antoñita). Los recuerdos de Antoñita nos llevan a uno de los momentos claves para la diversión de pequeños y grandes: la feria. Los días de la feria eran los únicos en que la gente de los pueblos y del campo se permitía algunos lujos y diversiones. Eran momentos para cerrar tratos, para reunirse con los vecinos de otros pueblos y comprar o vender animales y productos agrícolas. Por eso se podía disponer de algún dinero para comerse un poco de turrón y para que pequeños y mayores disfrutaran de los humildes “cacharros” que entonces llevaban los feriantes a los pueblos. “En la feria es donde nos divertíamos más: vendíamos tomiza de palma y juntábamos pa to el año. Comprábamos un cacho de turrón y subíamos en las cunitas. Entonces no se bailaban las sevillanas, no había muchas cosas, ni vestidos de gitana, ni na. Mi padre cantaba y a mi me encanta bailar y cantar, pero no tuve nunca un vestido” (Antoñita). 114 INFANCIAS RECUPERADAS Cuqui recuerda que la misa y el rosario eran casi los únicos lugares donde las niñas y jóvenes podían ir, escapando incluso a las pequeñas o más grandes obligaciones y sin temor a ser castigadas por las madres. “El domingo no existía; to era lo mismo cuando éramos niñas y después más grandecitas, to igual: misa, rosario, siempre igual… Mis amigas tenían varias hermanas y ellas siempre jugaban, pero yo no podía salir a jugar. Tenía tanta gente pa cuidar, que mi madre me reñía porque venían a buscarme y no me podía ir. Yo me enfadaba, y hasta me escapaba algunas veces, pero ella era mu recta y no me dejaba” (Cuqui). Ana y Encarna, que vivieron sus primeros años en un pueblo de la sierra, reconocen que, a pesar de que trabajaban y ayudaban mucho a sus madres, siempre encontraban tiempo para irse con las amigas o a casa de las vecinas a jugar. “Yo tenía amigas en Alcalá... Yo le decía a mi madre que me quería ir a casa de la vecina. La “canastita” era el mote de la familia, me acuerdo mu bien. Me iba a jugar a la oca” (Ana). “A pesar de trabajar desde muy chica yo he jugao, como toas las niñas. Me acuerdo del “tocaté”, que es un juego que se hace con un dibujo en el suelo y luego un tejo que se tiene que mover con el pie. También jugaba a los cromos. Ahora que a mí, lo que más me gustaba era ir a los bailes a cantar. Mi madre me pegaba, porque no quería que yo fuera, pero yo era mu pequeña y me encantaba” (Encarna García). Y Pilar nos habla de algo muy importante: la necesidad que ella tenía de sus amigas, la sensación de no estar sola y la solidaridad entre ellas. “Mis amigas eran buenísimas, las amigas de la infancia me hacían falta y allí estaban siempre. Ni teníamos pa el cine ni pa na y unas nos convidábamos a otras cuando teníamos algo” (Pilar). 115 Infancias recuperadas 5. El padre: luces y sombras de la figura masculina Pepita era feliz jugando con su padre. Ella era la niña de sus ojos, una niña menuda, con unas trenzas, acabadas con su lazo de color rojo, que le hacía su madre y que a él le gustaban tanto. Cuando su madre hablaba de cortarle el pelo, él no quería escucharla: ¡Deja a la niña, que así está mu guapa!, solía decirle. Él la llevaba en bicicleta a dar largos paseos, y lo que más le gustaba era ir a El Algar a visitar a sus tíos que vivían allí. En esos momentos Pepita se sentía la niña más querida del mundo. En esos viajes descubría todo lo que el campo encerraba de secreto, de misterioso; porque su padre sabía mucho de pájaros, de árboles, de plantas y ella preguntaba y preguntaba y él le explicaba montones de cosas. Además él cantaba muy bien; Pepe Pinto, El Niño de la Huerta, Manolo Caracol, eran los cantaores que se escuchaban en la radio. La niña y su padre cantaban muchas veces juntos, porque la voz es una de las cosas que Pepita ha heredado de él. A veces le viene la imagen de aquella vez que la montó en los caballitos de la feria, con su amiga. Ella llevaba el vestido rojo con flores bordadas, que tanto le gustaba ponerse, aquel que su madre le tintó de negro el día que su padre los dejó para siempre. 117 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Pepita compartió con el grupo los recuerdos que quedaron en su memoria de niña impactada por la tragedia de la muerte del padre. Es un relato salpicado de anécdotas y de imágenes que ella ha ido creando a través del tiempo: una mezcla entre lo que le contaron, lo que vivió y también de un ideal necesario para mitigar el dolor de la pérdida: el padre perfecto. “No ha habido otro padre como el mío…, mi padre tenía unos manuscritos preciosos…, aprendió en la cárcel a escribir. Él le daba de comer a uno que se estaba muriendo, compañero de celda. A ese hombre mi padre le salvó la vida, porque se comía las cáscaras de papas y la comida se la daba a él. Por eso nosotros le llamamos padrino, porque siempre nos decía que mi padre le había salvao. A mi padre también le gustaba componer letras de canciones y poesías como a mí. Pero lo perdí cuando tenía cinco años y eso no lo he superao nunca. Mi padre fue un ídolo para mí, era bueno, bueno, bueno…” (Pepita). Lo que esta mujer narró sobre su padre fue mucho más extenso y emotivo, porque se centró principalmente en el día del accidente y en las sensaciones y sentimientos que todo aquello provocó en ella, una niña de sólo cinco años. Por eso todo el grupo quedó impactado por la narración44. La sala quedó silenciosa y fue difícil volver al tema del día: hablar del padre y de la madre. Cada una de las mujeres podía decir aquello que le pareciera más significativo de sus progenitores; hablar de su relación con ellos, de la influencia que ejercieron en la formación de su carácter, de lo duros o cariñosos que se mostraban, de quien llevaba el peso de la educación de los hijos. En definitiva, era una invitación a rememorar el papel de la madre y el padre en la familia y poder reflexionar sobre la huella que dejaron en sus vidas. La pura descripción les resultaba difícil. Sin embargo, todas ellas podían recordar cosas sobre el comportamiento del padre, sobre cuales eran sus obligaciones cotidianas; y sólo algunas tuvieron palabras para referirse a los aspectos menos agradables del carácter o a los vicios, que tanto perjudicaron a la familia: el alcohol, el juego o “la vida alegre”. En todo caso los relatos son variados y de ellos podemos extraer varios modelos. 118 INFANCIAS RECUPERADAS “Mi padre estaba siempre en el campo y no decía nunca na. Él era el hijo varón y llevaba las labores del campo, así que no tenía tiempo de dedicarse a nosotros y a mi madre. Era mi tía, la que vivía con nosotros, quien “partía el bacalao” en la casa. Ni siquiera mi madre pintaba na… Era mu recto, mu machista y yo siempre he visto que no valoraba a mi madre. Empezó a cambiar cuando se fue de la tierra de su padre y se colocó de guarda jurado. A partir de entonces ya tuvo su sueldo y no dependía de su familia” (Pilar). “Mi padre…, mu bueno. Nunca se metió con nosotros. Tenía una yegua y él iba donde había algo pa que no pasáramos hambre” (Encarna B.). “Mi padre era buena persona, “templaíto”, pero no “flojo”, él hacía sus cosas tranquilas, no hacía ruido. Nunca me pegó” (María la costurera). “Mi padre, era mu cariñoso, besucón…, siempre nos daba besos. Cuando él no nos daba besos es que estaba enfadao, era mu diferente de mi madre, pero el control de la casa y los hijos lo llevaban los dos” (Pepa P.). En resumen, nuestras protagonistas hablan de una figura muy conocida en nuestra cultura: el hombre que se ocupa del sustento de la familia y deja a la mujer la administración de las cosas domesticas. Por eso, los recuerdos de sus hijas son muy neutros: sin nada extraordinario que destacar, aunque quieren dejar clara una cosa: no se metía en nada. Un aspecto que ellas entienden como positivo, seguramente por comparación con esos otros modelos negativos que otras presentan. De hecho, Ana se refiere a su progenitor aclarando que la única vez que le pegó no fue por nada grave, sino porque le supuso una incomodidad el que ella, como cualquier niña, se fuese a jugar y se olvidase de estar para abrirle la puerta de la casa. “Mi padre era guapito, un hombre normal, su trabajo, su casa, sus hijos… Me pegó sólo una vez, en la casa grande, cuando vivíamos en Alcalá, porque mi madre se había ido y me dejó la llave pa abrir la puerta. Cuando vino mi padre no estaba allí porque me fui a jugar. Me pegó, pero fuerte” (Ana). 119 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN En otros casos, los recuerdos son poco agradables y muchas veces cargados de dolor para las mujeres. Encarnación no tiene ningún pudor en hablar sobre ese tema, porque piensa que es una realidad en su vida que le hizo sufrir y no hay por qué negarlo. “Mi padre era mu trabajador, pero tenía sus cosas… Recuerdo una paliza que me dejó medio muerta. Estaba caliente, por el vino y lo que le había pasao…, cosas que prefiero no decir. Las vecinas vinieron a ponerme vinagre y curarme y le decían a mi padre: A una niña no se le pega así… Él no era malo, pero tenía ese problema” (Encarnación). Antoñita se debate entre una imagen amable de su padre, y los malos recuerdos que le dejó este hombre, que hizo la vida imposible a ella y a toda la familia. No sabemos si la experiencia de la Guerra Civil y la trágica muerte de su esposa le influyeron mucho en su comportamiento, pero fueron dos acontecimientos que necesariamente tuvieron que marcarle. A ella le cuesta mucho hablar sobre esta cuestión tan dolorosa, y no es extraño, porque no hay duda de que no fue un padre ideal, ni pudo contar con él en los momentos malos. “Era un hombre que le gustaba leer, leía mucho. Recuerdo las novelas que traía a casa, de esas por entregas, Ama Rosa, por ejemplo… Pero también era “pinturero”, mujeriego, y bebía mucho, sobre todo después de la guerra. Lo tiró to en juergas. Vendía quincalla en una maleta y ahí se tiraba varios días en un bar y acababa tirao. (…) A mi padre le teníamos miedo. La verdad es que no tengo buenos recuerdos de él. Nos trataba bastante mal y nos abandonó a mi hermana y a mí, después de la muerte de mi madre” (Antoñita). Isabel, por su parte, alaba una virtud muy valorada en los hombres y que ella piensa que tenía su padre: era muy trabajador. Me pregunto si necesita empezar por ahí para poder expresar después otras cosas, aspectos de su carácter y su conducta que le hicieron sufrir a ella y a toda su familia. Cuando habla de ello, sus sentimientos no son explícitos, pero no puede evitar cierta rabia al referirse a su inclinación a la bebida. 120 INFANCIAS RECUPERADAS “Mi padre era mu trabajador, el único defecto que tenía era la bebida. Él a las seis de la mañana ya estaba trabajando, aunque llegara a las tres de la tarde a la casa. Bebía cada noche, aunque tenía buen jornal se lo gastaba to. La verdad es que nunca se metió conmigo. Yo le pedía dinero pa comprar; me ponía seria con él y me llamaba municipal por lo severa que era. Tenía que estar al tanto pa que no se gastara to el sueldo y nos dejara sin na pa comprar la comida y to lo que se necesitaba pa la casa” (Isabel). Llama la atención que el papel paterno tuviese que ser cuestionado por una niña, que al fin y al cabo, era la que había tomado las riendas de la casa. En este caso, Isabel suplía el papel de la madre que, por su enfermedad, no podía asumir la responsabilidad y el control sobre su marido. El hombre bueno, cariñoso y considerado con los suyos es la imagen que parece más habitual, cuando se trata de padres que han muerto jóvenes, han sufrido cárcel, o cualquier otra circunstancia más o menos dramática. Ese es el caso de María y de Encarna. Ambas adoraban a sus respectivos padres, a los que perdieron siendo pequeñas. “Mi padre era alto, atractivo, inteligente, un hombre ¡tan bueno!...”. Así describe Encarna García a su padre. María Marín se refiere a su progenitor con una mezcla de pena y nostalgia, como si realmente lo hubiese conocido y ahora lo echara de menos. Sin embargo, nunca lo conoció, ya que ella tenía sólo cinco meses cuando lo fusilaron en la Guerra Civil. “Mi padre dicen que era mu bueno, pero no lo he conocío porque lo mataron en El Puerto de Santa María, en la guerra, cuando yo tenía cinco meses. Yo tengo escrita la historia. Tengo mucha pena de no ver cada día a mi padre” (María Marín). María Álvarez, por su parte, habla de un padre comprometido con el Socialismo, que tuvo que huir en la Guerra Civil. En realidad fue como una especie de héroe para ella, porque le contaron cuánto tuvo que sufrir hasta que volvió a su casa, al acabar la contienda. Quizás por eso habla de él con admiración y cariño. Además era el que se ocupaba de comprarle ropa, calzado y otras cosas. 121 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN “(…) Iba a Jerez y me media los pies pa comprarme los zapatos. Mi padre, aunque no era mu creyente que digamos, me trajo el primer libro de misa de Jerez. Era un poco bruto, porque nos pegaba en cuanto le contestábamos, como tos los padres de la época. Pero era mu bueno” (María Álvarez). 122 INFANCIAS RECUPERADAS Infancias recuperadas 6. La madre: la fuerza silenciosa Pilar no podía con aquello; a medida que se hacía mayor se daba cuenta, y no lo podía entender. Su madre era una especie de sombra silenciosa, trabajando, siempre lavando y planchando para todos, sin quejarse, sin que de sus labios saliera una sola palabra en contra de nadie. Eran muchos, once o doce personas en la casa de los abuelos, pero ella era la que menos mandaba en nada; se limitaba a obedecer, a callar y a trabajar. Pilar lo comentaba con sus hermanas y les daba rabia ver aquellas cosas: su padre, como si no pasara nada; él tenía sus preocupaciones y no podía ver ni valorar el esfuerzo que hacía su mujer. Al morir el abuelo todo fue de mal en peor. La tía tomó el mando de la casa y entonces ella veía a su madre aguantando cada vez más, sin capacidad ninguna para tomar decisiones. Le daba pena su madre, mucha pena. Estaba claro que aquella actitud obediente y sumisa que trataba de transmitir a sus hijas no era más que una defensa; no podía hacer otra cosa, porque estaba en una casa ajena, era una extraña allí. Por eso Pilar y sus hermanas saltaron de alegría el día que recibieron la gran noticia: se mudaban a una casita de las nuevas, de las que estaban construyendo en el pueblo. Se acabaron las llaves de la alacena, se acabaron las grandes coladas, las jornadas de plancha… Su madre dejó de ser aquella sombra silenciosa; su voz se dejó oír en la casa y empezó a administrar los ingresos familiares. Pilar ya tenía la edad suficiente para darse cuenta de ciertas cosas; ella pensó entonces que nadie, ninguna mujer debería aguantar tanto; que el silencio de las mujeres tenía que acabar para siempre. El sentimiento de lástima que siempre tuvo hacía su madre, se convirtió en rabia, en una especie de rebeldía frente a esa clase de injusticias. Es una lección que no ha olvidado. 123 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Pilar reconoce, sin embargo, una gran cualidad en su madre: supo estar en su lugar, tener la sensatez y discreción necesaria para no crear malestar entre los miembros de la familia. Aunque ella no estuviera de acuerdo en la forma de proceder de su cuñada y en el poco espacio que le dejaba en la casa, nunca puso en contra de ella a sus hijos. Pilar centra su intervención en la pena que le causaba el silencio de su madre. Esta cuestión surge más de una vez a lo largo de nuestros encuentros. Es algo que llama la atención y que vale la pena recuperar con sus propias palabras: “Mi madre no iba al campo, pero era la que más trabajaba. La pobrecita, con aquellas planchas de carbón, planchando to lo de la familia. Hacía las coladas…, un montón de ropa de tanta gente, que luego se ponía al sol… Cuando mi abuelo murió, mi tía empezó a mandar; ella tenía las llaves de la alacena y nadie podía coger na de allí sin su permiso. Mi madre, la pobre, a aguantar. Me da mucha pena de mi madre. No podía protestar porque no estaba en su casa…, ella se tenía que adaptar a eso. Además no quería que a mi padre le tuvieran que decir na; es que él no la valoraba a ella, antes los hombres eran así, mu machistas, por eso mi madre pensaba que era mejor no hablar. Ella sólo nos decía que obedeciéramos, no nos ponía en contra de mi tía ni na. En las monjas también a obedecer, en la casa a obedecer, siempre obedeciendo. Yo vi a mi madre revivir cuando se independizaron de la familia de mi padre y se fueron a vivir a su propia casa. Ella fue la que hizo las gestiones pa que le dieran la vivienda en el pueblo, y ya era otra cosa, porque era la dueña de su casa y manejaba su dinerito, de lo que ganaba mi padre. Pero es que ya eran los años sesenta y eran muchas cosas las que cambiaron entonces” (Pilar). Las palabras de Isabel nos acercan a una madre ausente. La enfermedad que tuvo la incapacitó para ejercer ese papel con responsabilidad y tuvo que sustituirla su hija: una niña que no tenía más de seis años. Nos sorprende conocer por sus palabras, que a pesar de esa dura situación, la actitud de aquella mujer nunca fue de amargura o tristeza. En su recuerdo hay una mezcla de extrañeza y rabia por esa forma de afrontar las cosas, que ella 124 INFANCIAS RECUPERADAS no sabe calificar. No obstante, sus palabras y su tono revelan mucho acerca de cómo veía ella a su madre: “Es que yo no recuerdo ver a mi madre como todas, haciendo las cosas, cuidando de nosotros, como cualquier madre…, era mu duro. Lo que sí puedo decir es que yo veía un embarazo detrás de otro…, hasta ocho…, y ella, ¡tan feliz! Cuando veía a mi madre embarazá, me ponía de un humor de perros. Ella no estaba amargá, ni na de eso, al contrario, siempre estaba riendo, pero a carcajadas. ¡A mi me llevaban los demonios!, pero ¿cómo podía estar contenta con aquella vida que llevaba?, ¿cómo podía soportar aquella vida?” (Isabel). Mientras que Isabel no puede comprender la actitud de su madre, Encarna trata de acercarnos a la historia de la suya; una historia llena de sufrimiento, algo que, según ella, debió marcar su carácter poco alegre. “Mi madre, como ya conté, se quedó sin padres cuando era todavía una niña y la recogió su tío, su única familia. Trabajaba pa él, guardando animales y por la noche tenía que preparar la cena y la comida pa el día siguiente. Ella contaba que trabajaba muchísimo y por eso un día se escapó, porque no podía más. Mi tío la volvió a casa, pisándole los pies con el caballo y llegó medio muerta… Yo creo que no era una persona alegre y tenía razones pa eso ¿no? Luego se presentó mi padre, un hombre ¡tan bueno! Ellos se llevaban mu bien, se respetaban y fue un matrimonio feliz, con mucho respeto” (Encarna García). Como Encarna, el resto de las mujeres del grupo guardan en su memoria la imagen de una madre algo desdibujada, en comparación con el padre, al que algunas admiran y atribuyen cualidades positivas. No se puede decir que haya admiración en las palabras que usan para referirse a ellas, sino una especie de sentimiento de compasión por lo que tuvieron que aguantar para sacar adelante a su familia. Y es que el papel de aquellas mujeres, nacidas a finales del siglo XIX o principios del XX, era bastante difícil de cumplir. Por un lado, tenían que encarnar el amor y la comprensión con todo el mundo. Por lo tanto, se esperaba de ellas que fueran cariñosas y dieran 125 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN apoyo afectivo a toda la familia. Naturalmente eso incluía el cuidado y la educación de los niños. Así mismo se encargaban de las personas mayores, cuando éstas necesitaban atenciones especiales, por edad o por enfermedad. Y cómo no, tenían que aceptar resignada y silenciosamente el trato más o menos violento o simplemente autoritario y machista de los hombres (padre y marido). Por otro, debían ser mujeres fuertes, capaces de complementar con su trabajo la débil economía familiar. Así, todas ellas tenían una jornada de trabajo interminable. Unas ayudaban a sus maridos en las parcelas, otras trabajaban como jornaleras, o en el servicio doméstico; y además, todas se ocupaban de que la vida cotidiana en la casa siguiera funcionando perfectamente. Hay una especie de solidaridad de género, incluso de identificación, en la compasión que muestran la mayoría de nuestras protagonistas por la vida que llevaron sus madres, mucho más dura incluso, que la que ellas mismas han vivido. Ahora pueden comprender mejor algunas cosas que en otros momentos vivieron con mucho dolor. Pepita, por ejemplo, habla de ese dolor, aunque también es capaz de entender qué pasó para que su madre la tratase de una manera que ella no ha podido superar. “Unas madres eran más severas y otras menos. Mi madre lo era, le llamábamos de usted, pero ¡es que había vivido una vida…! Lo fuerte de mi madre era lo amargá que estaba. Ella se descargaba en nosotros, nos pegaba porque estaba mal, amargá. Además de lo que pasó en la guerra, con cuarenta años se quedó viuda, con seis hijos pa darles de comer… Ahora la comprendo, porque he tenío hijos y mis primeros años de matrimonio fueron malos y también he descargao con los niños… Es así. Reconozco que mi madre me ha educao bien; hoy ya puedo decir que me enseñó a ser una mujer. Me enseñó a lavar, a planchar, a coser, a bordar…, a cocinar… Siempre he pensao que no me quería y en realidad lo único malo que hice fue casarme con un hombre que a ella no le gustaba. Como digo, yo lo pasé mu mal entonces, pero ahora lo comprendo mejor” (Pepita). Y se refiere a la muerte prematura de su padre, como una de las razones para poder comprender el comportamiento materno. 126 INFANCIAS RECUPERADAS “Ella se dedicaba a lavar en las casas que tenían dinero pa pagarle. Se dejaba a los niños, a mis hermanos, encerraos, les quitaba los cuchillos y to lo que era peligroso y se iba a lavar. Algunas veces se llevaba al pequeño con ella, pa vigilarlo. Con lo que le daban, nos daba de comer. También le daban el plato de comida, aunque se lo llevaba a casa pa nosotros. Un pariente suyo quería que le diera a mis hermanos mayores, pa ayudarle a criarlos, pero ella no quiso deshacerse de ninguno, aunque lo pasara mal” (Pepita). Aquí tenemos un ejemplo de una imagen materna fuerte. Se queda viuda y ella sola se hace cargo de seis criaturas; trabaja en todo lo que le sale y busca sus propias estrategias para poder hacerlo, sin abandonar sus obligaciones de madre. Resulta difícil hacer juicios de valor sobre las pocas demostraciones de afecto que recibió Pepita por parte de su madre; era algo habitual en un mundo tan duro. Y es que el amor a los hijos se demostraba de otra forma: alimentándolos y protegiéndolos de la enfermedad. Era una cuestión de supervivencia. Quizás ese fue el drama de las mujeres de las generaciones pasadas, tener que ponerse una coraza para sobrevivir, confundir la fortaleza de ánimo, el exceso de responsabilidad, con la dureza en el trato con las personas más débiles, los niños45. Hoy estaríamos hablando de malos tratos; pero entonces, se entendía como la disciplina necesaria para enseñar a los hijos a enfrentarse al mundo. Este modelo de mujer, llena de energía para enfrentarse a las dificultades de la vida y defender a los suyos es muy corriente en las sociedades rurales y mucho más en las familias pobres. De hecho, las mujeres viudas eran capaces de seguir adelante con su familia, aunque eso sí, requerían de la ayuda de todos los hijos en edad de trabajar. No era frecuente que ellas se volvieran a casar, aunque en algunos casos así ocurriera. Sin embargo, cuando una mujer se ponía enferma o moría joven, dejando hijos y marido, resultaba imprescindible su sustitución para que todo siguiera funcionando. Los segundos o terceros matrimonios de los viudos eran normales. Simplemente los hombres buscaban una mujer que se hiciera cargo de la familia, de educar a los hijos y proporcionar los cuidados que requería la vida domestica. Así ocurrió en el caso del padre de Ana. 127 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN “Mi madre tenía treinta años cuando se casó con mi padre que sería mayor. Entonces esa edad era mu mayor, porque la gente se casaba joven. Él ya se había casao dos veces, pero se le morían las mujeres. Mi madre era de carácter fuerte y yo le temía muchas veces cuando me portaba mal. No era de pegar…, ella era de relatar, relatar, relatar, eso es lo que hacía mi madre. Tenía que educarnos” (Ana). La madre de Pepita. Junto a ella los hijos mayores. Llama la atención la comprensión que muestra Ana sobre ese “duro” papel que se ha asignado a las madres dentro de la familia. Ana no valora este carácter como una cualidad, sino como un recurso que tenía que utilizar para controlar las trastadas de ella o de sus hermanos. Quizás no es consciente de que el carácter fuerte de su madre, como el de tantas otras, era una necesidad, por la ausencia del padre de la casa, por su escasa dedicación a la educación de los hijos. También el padre de Antonia se volvió a casar cuando enviudó. Ella nunca aceptó esa decisión, no comprendía para qué quería a otra mujer en la casa, cuando ella o alguna de sus hermanas mayores podían cuidar de los pequeños. 128 INFANCIAS RECUPERADAS “Mi madre tuvo veintidós embarazos, siempre estaba criando o embarazá. Debía estar destrozá con tanto niño…, la verdad es que yo la recuerdo delicá, no tenía mucha energía pa na… Lo único que hacía era hacer de comer, luego se sentaba a hacer croché y ya está. Pero no era triste, no era una mujer que estuviera amargá. Tampoco es que fuera alegre, era normal, para ella to eso era normal… Murió que tendría unos cincuenta y dos años, mu joven. Entonces mi padre se buscó enseguía a otra mujer, pero entonces nadie quería una madrastra, no era como ahora…” (Antonia). No hay duda que Antonia tiene una idea muy clara del papel tan importante que tuvo su madre, a pesar de su delicada salud, provocada posiblemente por sus continuos embarazos y partos. Por eso afirma emocionada: “Una madre no debería faltar nunca de una casa. En mi casa pasó de to después de morirse ella”. Con un hilillo de voz, Antoñita habla de su madre y se resiste a explicar su triste final. Es un tema que, comprensiblemente elude, para el que no le salen las palabras justas, así que se limita a decir: “¿mi madre...? mu cariñosa, nunca nos puso la mano encima”. Pero no puede evitar referirse, con pena, a su sufrimiento y aguante, única justificación a su trágica desaparición. “Mi madre, la pobrecita, to el día pidiendo: Antonio, dame algo pa comprar, anda, dame algo… Aunque ella vendía sus huevos, su leche y sus cosas de la huerta y tenía siempre dinero. Mi hermana y yo cosíamos lo que podíamos pa la calle y ganábamos algo. Entonces se hacía de to, camisas, pantalones… De to. Ella aguantando…, era mu sufría. No se enfadaba con mi padre, a pesar de lo que él nos hacía, y nosotras a callar, porque había “leña por un tubo”” (Antoñita). Era inevitable que otras mujeres hicieran referencia a la capacidad de aguante que tenían las mujeres de la época. Cuqui y Encarna se refieren a sus madres de ese modo y las califican como severas. El modelo que ellas nos presentan ya no es tanto el de la mujer que ha sufrido mucho y que se resigna a todo, sino el de la que tiene que tomar las riendas de la casa y de los hijos y no puede mostrarse blanda. 129 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN “Antes aguantaban mucho las madres… Mi madre se ocupaba de la casa, era mu buena. Mi padre era bueno, pero quizás mi madre era más severa, porque era la que estaba en casa” (Cuqui). “Mi madre era mu prudente, no decía na, aunque mi padre hiciera lo que hiciera, ella no hablaba nunca mal de él, pero cuando nos hicimos mayores nos dábamos cuenta de las cosas” (Encarnación). “Mi madre tenía más carácter y era más seria que mi padre, que era bromista. Ella era la que ponía orden. A mi madre le decíamos de usted. Ella trabajaba en casa y ayudaba en la parcela” (Encarna B.). María nos muestra una imagen dulce de su madre, a la que estuvo muy vinculada. Según cuenta, tenía muy buen carácter y era muy querida en el pueblo, pero sobre todo destaca ese vínculo entre ambas. “(…) Yo fui la niña de sus ojos, pa ella y pa mis hermanos. Mientras estuvo conmigo no quería ni que me diera el aire” (María Álvarez). 130 INFANCIAS RECUPERADAS Infancias recuperadas 7. Abuelos, tíos, primos, vecinos: apoyos necesarios Ella era muy pequeña entonces y no conocía otra cosa que aquellos inmensos y verdes llanos, en el límite de la provincia de Cádiz. Su vida transcurría libre de preocupaciones y disfrutando de esas pequeñas cosas que han quedado grabadas en su cerebro y en su corazón: una abuela amorosa, que cuidaba de ella y le proporcionaba una serie de placeres cotidianos, como el tazón de leche y las tostadas; y en lugar de una gran casa, una humilde choza, pero eso sí, rodeada de flores, que desprendían fantásticos aromas. Aquella niña, tenía la suficiente sensibilidad para captar de ese mundo rudo y materialmente pobre, lo más agradable, el cariño y el calor de la abuela, una mujer sencilla, que guardaba pequeños tesoros: corpiños, alfileres, mantones, grandes enaguas almidonadas… Los grandes ojos de Caqui se sorprendían, contemplando aquellas cosas tan bonitas…, y la niña se acurrucaba en el regazo de la abuela, mientras llegaba el sueño. 131 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN La percepción que Cuqui tiene de sus abuelos, tíos y primos es sumamente amorosa. Rememorando estas imágenes de infancia, transmite sentimientos muy positivos y una sincera nostalgia de aquel tiempo. Escuchemos una anécdota que cuenta sobre cómo la abuela cuidaba de su bienestar: “(…) Ella me consolaba y cuando yo lavaba la ropa, decía: Si no está limpia estará fresquita..., eso era pa que no lavara tanto… Se preocupaba por mí” (Cuqui). También sus tías, hermanas de su madre, fueron importantísimas para ella y suelen aparecer en su relato de infancia. “Mis tías estaban en Sevilla; ellas me hicieron mi primer babi pa la escuela y me compraron una maleta de madera mu bonita; además tos los meses nos mandaban un paquete de comida, con castañas, mandarinas, plátanos…” (Cuqui). En la sociedad rural eran habituales y muy necesarios estos lazos de solidaridad entre las distintas generaciones. La escasez de medios y la desprotección por parte del Estado en los periodos de malas cosechas, enfermedad o muerte podían dejar a una familia en la más absoluta miseria. Así que, era una cuestión de supervivencia, de sano egoísmo, el mantener buenas relaciones familiares y vecinales. Muchos colonos de los que llegaron a la zona del Guadalcacín vivían protegidos, hasta cierto punto, por redes familiares próximas: padres, tíos, primos… En periodos críticos, cuando había que sembrar o recoger la cosecha, intercambiaban jornales y de ese modo se ahorraban sueldos. Las matanzas del cerdo eran otra de las ocasiones en que se necesitaban manos hábiles y tiempo, para realizar todas las labores que esa ocasión requería. Incluso cuando alguna familia lograba mejorar y comprar tierras, o conseguían otros medios de vida, podían traspasar sus chozas a los familiares próximos más necesitados. Claro que siempre se esperaba una reciprocidad, es decir, que de alguna manera se tenían que pagar los favores. Con mucho sentido del humor Ana explica cómo tuvo que pagar la “hipoteca” con su trabajo. Su primo hizo una especie de traspaso de su 132 INFANCIAS RECUPERADAS choza a los padres de Ana, a cambio de que la niña se fuera a cuidar de sus hijos y a ayudar en la casa. “Desde Alcalá nos fuimos a El Torno a ca mi tío, que era colono y vivía en chozas. A dos hijos de mi tío les dieron parcela en Revilla y sus chozas las cogieron mis padres. Entonces mis padres me mandaron con uno de mis primos; era un matrimonio que tenía ocho críos y me necesitaban en la casa. A cambio del favor que nos hicieron allí me quedé, por la comida y la ropa” (Ana). Pilar recuerda la casa de su infancia. Era una casa grande. Su padre era el hijo mayor y trabajaba la tierra de la familia, con el abuelo. Allí nacieron ella y sus hermanos. Es éste un ejemplo de lo que llamamos familia extensa: los abuelos, el matrimonio con varios hijos, y La familia de Antoñita: Su abuela, sus tíos y primos. algún que otro familiar que ha quedado desvalido por distintas razones y se incorpora a la unidad productiva. Todos trabajando para mantener a la familia, cada cual según sus fuerzas y capacidades. Así explica Pilar este aspecto de su vida, y evoca los olores y sabores del campo, la cama de su abuela…, unos recuerdos que están muy vivos en ella. “Vivíamos en la casa de mis abuelos. Mi tía era viuda y con una niña y un niño. Se le murió la niña. Mi abuela, que era una santa, le dijo que se vinieran vivir con nosotros, porque había sitio y así podía alquilar su casa y sacar un dinerito. Allí vivíamos nosotros: mis padres y mis hermanas, una niña mayor de mi tía, otra hermana de mi padre se vino también porque la niña quería ir al colegio de monjas y no había quien la echara al campo, a ella le gustaba vivir en el pueblo. Otro primo de mi padre…, total, que nos juntamos doce personas. (…) Luego, recuerdo el campo, ¡yo no he visto un melonar 133 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN mejor que aquel…! Y el olor, aquel olor no lo he olvidao. Mi abuela era una mujer que nos quería muchísimo, ella siempre buscaba la ocasión para darnos caprichos, sabía que sus niñas la querían. Tenía su camita en un cuarto y ella destapaba la cama y esperaba que fuéramos a dormir con ella. De la despensa, mi abuela nos daba to lo que sabía que nos gustaba, porque mi tía lo escondía to. Eso se queda grabao, pero grabao” (Pilar). Mujeres de una familia de los años treinta. La madre de Pepita, a la izquierda, sentada. María nos cuenta que sus padres, al casarse, se quedaron en la parcela de sus abuelos y vivieron siempre juntos. La abuela era una figura bondadosa, que cuidaba de ella, y el abuelo tomaba las grandes decisiones. “(…) Mi abuela es la persona que más recuerdo de mi infancia. La madre de mi padre, porque siempre hemos estao juntos. Nos hemos criao con ella, y la quiero mucho. Nos traía pan con chocolate a la escuela. Yo estaba lavando, porque me tiraba un día entero lavando, y me traía un duro de caballa pa que comiera y me decía: ¡toma nena, que hoy estás trabajando mucho!, eso me decía. Una mujer 134 INFANCIAS RECUPERADAS buenísima. A mi abuela la queríamos tanto o más que a mi madre. Ellas se llevaban bien y se ayudaban mucho. Mi abuelo era el que mandaba. Mi padre chocaba mucho con él, pero sin embargo, nunca quiso dejar a su padre, aunque le ofrecieron otros trabajos fuera” (María Álvarez). Casi siempre eran los abuelos los que suplían al cabeza de familia, cuando éste faltaba. “Mi abuela, de parte de mi madre, nos quería mucho y mi abuelo el de mi padre también nos cuidaba y se preocupaba de nosotros. Ellos eran hombres de campo: uno porquero y otro tenía una parcela, y se portaron mu bien con nosotros” (Antoñita). Josefa recuerda con cariño a su madrina, una mujer afectuosa y siempre dispuesta a ayudar. “Cuando era chica, mi madrina fue una persona importante en nuestra vida. Venía a casa y resolvía cualquier cosa. Con ella nos sentíamos protegidas. Nos encantaba juntarnos mis hermanas, mi madre y ella a lavar, por delante de la huerta, por donde pasaba un chorro mu grande de agua. Allí nos tenía a toas alrededor. Cuando estábamos solas, porque mi madre iba a hacer a alguna matanza, ella venía a quedarse allí. Pa mi madre fue mucha ayuda y nos sacaba de apuros” (Josefa). Sin embargo, no todas las familias eran tan solidarias. También existían problemas entre padres e hijos, que provocaban verdaderos distanciamientos. Isabel, por ejemplo, nunca comprendió por qué sus abuelas no ayudaron a sus padres, cuando tenían una vida tan difícil. Sin embargo, encuentra una disculpa al abandono del resto de la familia: la gente tenía muchos hijos y no podían cargar con más obligaciones. Por suerte, ella pudo contar con una vecina: María se llamaba, y fue como su ángel de la guarda. “Mi abuela nunca vino a mi casa a ayudar, ¡con el panorama que había y la falta que hacía! Mi padre nunca se llevó bien con su madre, pero no sé por qué… Yo fui a ver a mi abuela cuando ya tenía novio, pero ni la conocía. La otra, la materna, tampoco venía a casa. 135 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Yo no entiendo que mi abuela jamás entrara en casa a ayudar a mis padres. Mi tía Antonia es la que nos ha echao una mano. El problema es que toas las mujeres de la familia y las vecinas tenían sus hijos, un montón de hijos y trabajaban mucho… Lo que sí recuerdo es que me gustaba irme a casa de una vecina: María “La Vaquera” le llamaban y vivía en La Florida. Yo encontraba en ella calor… Nosotros teníamos otra casilla, pegá a la suya. Los remiendos me los enseñó ella. Yo sabía coser, pero a hacer remiendos me enseñó ella. Porque mi madre no me trataba a mí como cualquier madre, porque no hablaba ni na… Calor, calor…, es de María de quien lo recibí. Luego, cuando nos vinimos a La Barca nos seguimos viendo y nos queríamos muchísimo. También tengo una amiga desde los catorce años y esta es la persona que me ha dao más afecto. Sabe de to: cocinar, coser y de to… Yo he aprendió de ella muchísimo. Desde mu joven hemos estao siempre juntas. Nos fuimos las dos a un cortijo a servir a San José del Valle, a un cortijo donde nos lo pasábamos mu bien, estábamos en una edad que cualquier cosa nos hacía reír” (Isabel). 136 INFANCIAS RECUPERADAS Infancias recuperadas 8. De niña a mujer: la sexualidad silenciada Algunas veces, Remedios se preocupaba. Sus amigas siempre estaban hablando del tema: “que si he tenido la regla, que si ya soy mujer”…, y ella, con más de catorce años, se preguntaba qué le pasaba, ¿por qué no le venía eso que parecía tan importante para todo el mundo? Un día de esos en que todas se reunían y algunas presumían de ser mayores, tuvo que oír algunas cosas que no le gustaron: tú eres “machorra”, le dijo una de las muchachas y para colmo le sentenció: “el día que te cases no tendrás hijos”. Remedios no sabía qué decir y no se le ocurrió otra cosa que responder, como si aquello no le importara: “pues muy bien, mala suerte”. Pero esa reacción de Remedios no era más que una defensa frente a la presión continua que recibía por parte de su entorno. Por fin llegó el gran día y supo por propia experiencia lo que era tener la regla. Antes, nunca había visto ni un pequeño rastro en la casa, porque se escondía todo; su madre y sus hermanas mayores ni le hablaban del tema, tampoco le dejaban a la vista ningún paño con restos de menstruación. Remedios se quedó un poco asustada y no le dijo nada a nadie, sino que se cambiaba la ropa y la guardaba en un lugar lejos de las miradas ajenas. A pesar del cuidado que puso la muchacha, un día las hermanas mayores, limpiando la casa, encontraron su pequeño secreto. Ella recuerda que no le dijeron ni palabra: se limitaron a lavar la ropa y tenderla. Fueron sus amigas las que le contaron qué se hacía esos días, cómo hacerse los paños y que “eso” era una cosa que venía cada mes. ¡Asombroso!, no se lo podía creer…, porque ella pensaba que sólo venía una vez. El silencio de la madre era abismal, incluso cuando la escuchaba quejarse de dolor, le preparaba una manzanilla, pero ningún comentario, el hermetismo era absoluto. 137 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN La historia que nos contó Remedios nos acerca a una vivencia muy importante para las niñas: la llegada de la menstruación. Pero la época en que nuestras protagonistas pasaron por esta experiencia convirtió algo tan natural en un auténtico tabú. Las adolescentes recibían informaciones poco precisas, sobre todo a través de las amigas o las hermanas mayores, eso sí, siempre revestidas de un gran secretismo y demasiadas supersticiones. Pilar recuerda la primera regla y sus palabras ilustran ambos aspectos: la falta de información y la superstición. “(…) Yo estaba en el campo en ese momento y hasta que llegaron mis hermanas y me lo explicaron me quedé plantá, sin saber qué hacer…, no me quería mover de allí, porque había lagartos y siempre se decía que los lagartos no sé que hacían con la regla, que te la cortaban o algo así. Tenía yo unos catorce o quince años. Sentí vergüenza y susto, porque entonces to era pecao…, éramos tontas, nadie nos decía na de na” (Pilar). Curiosamente entre Remedios, la protagonista del relato introductorio, y Pilar, hay una diferencia de edad importante: dieciséis años. Remedios tuvo su primera regla en el año 1946 y Pilar en el 1961. No parece, sin embargo, que las cosas hubieran cambiado mucho en ese tiempo. Además de los mismos silencios y miedos, las supersticiones todavía permanecían en la memoria colectiva de los pueblos. Los recuerdos de ellas nos llevan a la conclusión siguiente: la posguerra duró muchos años y aún al principio de los años sesenta, en el mundo rural, la vida cotidiana estaba presidida por dos leyes no escritas: la ley del silencio y la de la obediencia a la autoridad. Mediante el silencio, permanecían ocultas todas aquellas cosas que la moral del régimen y de la Iglesia Católica afín, consideraba tabúes46. A través de la obediencia a la autoridad, se conseguía que los mensajes que transmitían la Escuela, la Iglesia, y todos los poderes del Estado, fueran considerados por todos como algo verdadero que no tenía discusión. Como Remedios y Pilar, todas las mujeres protagonistas de este libro, fueron directamente afectadas por esta situación, ya que vivieron sus años de adolescencia y juventud en el Régimen Franquista, para el que la sexualidad era uno de los principales tabúes. Con la llegada de la primera regla, 138 INFANCIAS RECUPERADAS las niñas abandonan su infancia; esto es un hecho incuestionable en todas las sociedades. La posibilidad de poder procrear es la que marca ese paso, de ahí que menstruación y sexualidad estén tan íntimamente ligadas en la educación y la vivencia de las adolescentes. Escuchando los relatos de estas mujeres, nos hacemos cargo de los sentimientos ambivalentes de aquellas muchachas. Ellas veían que sus cuerpos estaban experimentando cambios evidentes, que las alejaba cada día un poco más de la infancia y las acercaba a otra etapa, lo cual les producía una especie de inquietud y desasosiego muy agradables. Y es que eso de ser mujer parecía otorgar a la niña otra categoría; nada que pudieran explicar de forma muy clara, pero para ellas era como una aspiración que estaba presente en sus conversaciones. Así lo comenta Isabel: “Con catorce años me puse con la regla, pero yo lo sabía porque con las amigas decíamos: pues tú no eres todavía mujer, pues yo ya soy mujer…, siempre hablábamos de eso” (Isabel). Pilar recuerda cómo públicamente se dio la noticia en su familia: “La prima Pilar ya ha sío mujer”, gritó su prima, como queriendo darle una trascendencia, más allá de la experiencia personal. A partir de ese momento, aquella niña entraba a formar parte del grupo de las jóvenes casaderas. “Yo sentía que era una mujer y decía pa mí: yo soy una mujer, yo soy una mujer”. Así recuerda Pepita aquel día. Pero al mismo tiempo que se fomentaba esa especie de deseo por entrar en el mundo femenino adulto, los silencios y las medías palabras alrededor de la regla, la sexualidad, y el cuerpo, eran una fuente de inseguridad y miedo. La mayoría del grupo comenta este hecho y hacen referencia a cómo vivieron ellas esa etapa. “Teníamos la sensación de que había que tener más cuidao…, había más secretos, teníamos que pedir permiso pa salir, sobre to de noche” (varias). Porque la regla no dejaba de ser “eso” tan desconocido y “sucio” que les tenía que pasar a todas, pero que nadie explicaba. No es extraño, que las muchachas escondieran sus primeras manchas e intentaran llevarlo en secreto, al menos en sus casas. Al final, la madre se enteraba de forma ca139 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN sual y a algunas lo que más les preocupaba era que los trapos manchados no estuvieran a la vista, que los hombres de la casa no los vieran. “Yo con doce años, no sabía qué era eso. Las amigas me lo decían y les parecía que era mu mayor pa no tenerla. Pero mi madre na, ni siquiera veíamos sus bragas, porque las madres las lavaban enseguía y no se veía na” (Encarna B.). “Nadie me enseñó qué tenía que hacer esos días. Yo buscaba en la canasta de la ropa trapos viejos, de sábanas y eso y los doblaba y me los ponía, eso era lo que había” (Antonia). Antoñita con unos trece años. A su lado, su hermana y dos de sus amigas. “Mi madre me decía que quitara de en medio los trapos pa que no los vieran mis hermanos. Era tabú” (Pepita). Cuando las muchachas eran sorprendidas por la temida y ansiada ”visita”, sin ningún tipo de protección, agudizaron el ingenio y se buscaron la vida con los recursos existentes. 140 INFANCIAS RECUPERADAS “A mí tampoco me había dicho na mi madre. Un día fui a coger garbanzos y con to el calor, un caloooor horroroso…, me tuve que poner el sujetador pa no manchar…, allí en medio el campo… Yo no me sentía mal, ni mal ni bien, normal…” (María Marín). “Yo estaba en el colegio. Una compañera me avisó que tenía una mancha detrás. Me puse la bolsa tapándola, pero cuando llegué a mi casa estaba llena hasta la cintura. Mi madre me lavó entera y eso que tenía catorce años. Al otro día me hizo unos paños con unas cintas pa atarlas a la cintura. Entonces no había felpa, era muselina47. Se comentaba con las amigas, algunas lloraban pensando que se habían reventao… ¡Cuidado con los hombres!, eso era una cosa que se decía a las muchachas” (María Álvarez). El caso de Pepa es muy peculiar, ya que hasta los diecinueve años no tuvo la regla y eso le hizo estar muy preocupada por el tema; hasta tal punto, que ella pensaba que sin ser mujer no podía pensar en casarse. La vivencia que tiene Pepa de su periodo es casi de enfermedad. Según cuenta, eran días en los que las molestias le obligaban a abandonar el tajo y marcharse a su casa, incluso le tenían que inyectar calmantes para el dolor. “A mí me vino el periodo a los diecinueve años. Yo no quería novio ni na, porque yo decía: si no soy mujer… Los médicos me mandaron muchas pastillas y gotas de hierro y al final me bajó. Pero mira, el día que me venía, llegaba al campo y el manijero decía: ¡hoy se me va una!, porque a mí me daban unos dolores…, una descomposición... Entonces el encargao decía: venga fulanita, lleva a esta a su casa. Y yo to el camino devolviendo. En mi casa no podía parar nadie de lo mala que me ponía. Mi hermano venía con la bicicleta ahí donde está la floristería, que vivía mi abuela y llamaba al médico y me ponía dos o tres inyecciones” (Pepa P.). María introduce un elemento importante en la conversación: el de las recomendaciones que a partir de ese momento se hacían a las adolescentes. ¡Cuidado con los hombres!, es una advertencia que muchas jovencitas han escuchado de sus madres. El mensaje no era demasiado claro, porque no se explicaba el por qué de ese cuidado. Por eso lo único que eso producía 141 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN era miedo y desconfianza, algo que convertía las relaciones con los muchachos en un verdadero tira y afloja, muy poco sincero. Josefa recuerda ese episodio con una sonrisa, porque, al tener hermanas mayores y amigas, las conversaciones sobre la regla eran muy habituales. Eso sí, utilizando ese lenguaje metafórico que esconde las palabras reales, una forma de no nombrar algo que era un tabú. “A mi me vino la regla a los trece años. Yo lo recuerdo como una cosa mu normal. Sofía era la hija mayor de mi madrina y estábamos mu unías. Ella, me acuerdo que bromeaba con eso y decía: Ya se le va a reventar el tomate, ya tiene los ovillitos de hilo, ya verás el tomatito…, pero mi madre no, mi madre no me dijo nunca na. Luego mi hermana fue la que se lo dijo a mi madre y ella se calló. Eso sí, siempre nos decía: Por la noche tenéis que estar en casa, con los hombres no se debe ir por la noche por ahí (Josefa). También en el caso de Antonia fue una prima, más joven que ella, la que le dio esa información. “A mi no me dijo na mi madre. Mi prima, que era más chica que yo, era la que me había dicho que cuando tienes la regla puedes quedarte embarazá, pero mi madre na de na. Yo le dije a mi madre: Mamá me tienes que comprar unas bragas, porque sólo tengo dos y mira lo que me ha pasao. Es que mi madre nunca habló de eso” (Antonia). Pepita, con su facilidad para narrar las historias, adornadas con los más pequeños detalles, nos explica cómo recuerda ella ese día. Su caso nos ilustra sobre las diferencias entre unas y otras en cuanto a la edad en que tuvieron la primera regla y las condiciones de su aparición. “Mi madre estaba siempre trabajando o fuera de casa y a mí nunca me hablaba de na, ni de regla, ni de tener niños, na de na. Cuando me vino yo tenía diez u once años y estaba tendiendo ropa en el campo. Me acosté, porque me sentí mu malamente y llegó una vecina, mayor que yo, de unos quince o dieciséis años. Entró la vecina y me llamó. Cuando me vio en la cama…, yo recuerdo como mu lejano que la vecina gritaba: ¡la Pepita se ha muertoooo, se ha muertoooo…! 142 INFANCIAS RECUPERADAS Mi madre salió corriendo y se pensaba que estaba muerta, estaba inconsciente y la sangre salía por debajo del colchón. Estuve tres o cuatro días en la cama, seguramente era de endeblez, porque yo era como un fideo, estaba mu mal alimentá” (Pepita). Todas las sociedades conocidas tienen ciertos tabúes y prohibiciones para esta etapa de la vida. La mayoría de estos tabúes tienen un origen antiguo, de cuando nadie podía dar explicaciones racionales, médicas o científicas a la realidad. El mundo mágico y la superstición sustituían a esas explicaciones, aunque para las personas que vivían en esa situación, podían ser tan ciertas, como para nosotros hoy en día cualquier diagnóstico médico. Algunos de estos tabúes que explican nuestras protagonistas se relacionan con la comida, otros con la higiene, otros con las plantas… Todas recuerdan esas prohibiciones y las seguían a “rajatabla”: “(…) No lavarse los pies, ni la cabeza…, en general no tocar el agua, no comer pepino, ni melón, ni coles, no estar en contacto directo con ciertos alimentos, ni manipularlos. Por eso no se podía participar en las tareas de la matanza, ni hacer la mayonesa…, no tocar las macetas ni ningún tipo de planta. Pepita, por ejemplo, quiere ilustrar lo que dice con una experiencia propia. De esa manera plantea la posibilidad de que la superstición fuera algo más real de lo que nosotros pensamos. “A mis amigas y a mí nos cayó un chaparrón en el campo, nos pusimos chorreando de agua. La verdad es que teníamos miedo, porque algunas de nosotras estábamos malas48 y al final a una de ellas se le cortó la regla. Tuvo unas calenturas grandísimas…, algo pasó, digo yo… También decían que estaba tísica…” (Pepita). Varias de ellas se reafirman en la posibilidad de que eso fuese así. “Contaban incluso que una muchacha se había vuelto loca por lavarse la cabeza. Se cayó en un arroyo viniendo del campo y se mojó enterita y se puso como las locas…, dicen. También se hablaba de que algunas mujeres quemaban las macetas si las tocaban cuando tenían la regla” (varias). 143 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Pepita, con unos quince años. María Alvarez, con una amiga de paseo. Tenía unos quince años. Claro que ellas mismas dudan de esa realidad al comparar aquella situación con la actual y ponen el ejemplo de la cuarentena de las mujeres que han dado a luz: “Tampoco se podía una duchar o lavar en la cuarentena. Sin embargo, ahora en cuanto acaban de parir ya se están duchando” (varias). Es una reflexión que sirve para recordar cuánto han cambiado las cosas en un siglo, también en este terreno. Encarna explica un detalle que sorprende a algunas de las más jóvenes: “En la época de mi madre, las mujeres más mayores, como no llevaban bragas, se ponían los paños con una cinta alrededor de la cintura” (Encarna B). La llegada de la menstruación supone un cambio fisiológico que se manifiesta en la imagen externa de la niña; las curvas hacen acto de presencia y exigen un nuevo vestuario, sobre todo en la ropa interior. Pilar y Josefa recuerdan este hecho y explican con qué tipo de telas se confeccionaban los paños y demás prendas íntimas. 144 INFANCIAS RECUPERADAS “El cuerpo empezaba a cambiar…, porque yo he sío muy pecherona y se me notaban ya unos pechos… Entonces me hicieron unas bajeras y un sostén de muselina que era la tela que comprobábamos pa coser calzoncillos, bragas, de to. La tela, recuerdo que la compraba mí tía Isabel, (¡qué buena era mi tía Isabel!), y mi madre era la que cosía to eso” (Pilar). “Los pañitos que me hacía mi madre eran de tela de toalla, con un remate mu bien hecho” (Josefa). 145 III EL MATRIMONIO COMO DESTINO AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres del campo La vecinita de enfrente A la lima y al limón tú no tienes quien te quiera a la lima y al limón te vas a quedar soltera qué penita y qué dolor qué penita y qué dolor la vecinita de enfrente soltera se quedó solterita se quedó a la lima y al limón. (Canción popular). EL MATRIMONIO COMO DESTINO 1. Escenarios de cortejo: un paseo hasta el puente Pepa no tenía prisa. No es que no quisiera casarse; algún día seguro que encontraría al hombre adecuado para ella; ese hombre que supiera quererla, que fuera agradable y trabajador. Pero ella se veía muy joven. Con diecisiete años todavía no quería comprometerse con nadie. Aquellos muchachos de la Marmolilla sonreían y miraban descaradamente, cuando la veían pasar con el cántaro a por el agua y hacían bromas entre ellos. La Marmolilla era un cortijo muy grande, donde cuadrillas enteras de trabajadores llegaban de todas partes a labrar el maíz. Entre los jóvenes jornaleros solía haber uno que se dedicaba a cocinar para todos. El cocinero recibía todos los meses lo necesario para comprar y elaborar los guisos de toda la cuadrilla: garbanzos, patatas, tocino, arroz, pan, aceite... A final de mes los trabajadores pagaban el importe de lo que habían consumido. Aquel año, el cocinero había puesto sus ojos en aquella muchachita tan joven que siempre iba acompañada por su hermana. No sabía aún su nombre, pero estaba decidido a acercarse; quería conocerla, porque le gustaba mucho, a pesar de que era un poco huraña. La joven pasaba siempre muy deprisa, sin levantar los ojos del suelo. Un día, el muchacho se armó de valor y abordó a las dos hermanas. Volvían de llenar los cántaros y se dirigían a su casa, a la vera del cortijo donde él trabajaba. Pepa no pudo evitar el encuentro. Él le pidió si podía acompañarlas y ayudarle con el peso. Ella no pudo negarse. Aquel día empezaron a hablar. Luego, su hermana y ella le traían encargos del pueblo: cebollas, ajos, arroz…, en fin, esas cosas que le faltaban a última hora para hacer el puchero. Así se fue creando cierta confianza entre ellos. Pero la muchacha se resistía; seguía pensando que hasta los veinte años ella no quería tener novio…, era su decisión y no quería dar más explicaciones. Pepa compartía con su hermana sus sentimientos; unos sentimientos poco claros, difíciles de transmitir con palabras. Sólo sabía que cuando él estaba lejos, echaba de menos su presencia, pero cuando lo tenía delante, sobre todo cuando escuchaba su preciosa voz, cantando las coplas de la Paquera, entonces no sabía si quería estar con él o no quería, tenía una mezcla de sentimientos… Pepa aprendió a querer a aquel muchacho tan bueno y que la trataba tan bien; ocho años estuvieron de novios y todavía ahora, cuando ya viven solos, jubilados y felices, suele decir: “de mi marío sólo puedo hablar cosas bonitas”. 149 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Como Pepa, aquellas muchachas, abandonaron lo que debía haber sido el “paraíso” de la infancia. Algunas, ya sabían de las miradas de los chavales, al cruzarse por la calle; los pequeños disimulos cuando coincidían en algún sitio, “casi” por casualidad; las serenatas en las noches claras de primavera. Se estaba preparando un nuevo tiempo para ellas, pronto llegaría el amor; estaba a punto de aparecer ese muchacho, trabajador, serio, sin vicios, que podía convertirse en el hombre con el que formar su propia familia. Eso era lo que tenía más valor, lo que siempre decían los mayores. Lo del príncipe azul sólo ocurría en los cuentos y en las películas, pero la vida real otra cosa. Nuestra andadura por este periodo de la vida de las mujeres nos muestra claramente cuales eran los modelos masculino y femenino que los padres transmitían tanto a las hijas como a los hijos. Ellas lo explican con total naturalidad, porque eso era lo que conocían, y aspirar a otra cosa resultaba algo ilusorio, carente de realismo y probablemente muy frustrante. El amor romántico, tal y como hoy lo entendemos, no podía concebirse en un mundo en el que había que luchar por la supervivencia. Veamos entonces, cuales eran los mensajes que recibían las jóvenes cuando se acercaba la época de elegir un novio: “Lo que nos gustaba de un muchacho era lo que los padres nos decían: que no fuera borracho, eso era importante. Sobre todo cuando un padre era borracho, se tenía en cuenta eso: que fuera trabajador, que no fuera flojo…, que fuera bueno y de buena familia, no de gente borracha o eso” (varias). El trabajo era una exigencia para sacar adelante una familia, y el hombre, teóricamente, el responsable económico. Los varones tenían que mostrar socialmente esa cualidad para ser valorados y aceptados por la mujer que pretendieran, y también por la familia de ésta. Claro que ganar el sustento diario no era suficiente. Un hombre que se distraía en la taberna más de lo conveniente, quedaba más o menos descartado como buen marido. En definitiva: ser trabajador y no tener vicios como la bebida y el juego, era lo más apreciado entre las cualidades de los jóvenes casaderos. Pilar recuerda los consejos de su madre en este sentido: 150 EL MATRIMONIO COMO DESTINO “Mi madre sólo nos decía: Mira, con que tengáis vuestra habitación en una casa propia, y vuestros maridos no beban, ya es suficiente”. Con esa pena no se ha ido mi madre, porque a ninguno de sus yernos les ha gustado beber” (Pilar). Además de las propias cualidades, cada persona pertenecía a una familia y eso también la marcaba. Como todos se conocían, la fama de los padres y abuelos, de alguna manera se traspasaba a sus descendientes. En el caso de los hombres, tener un padre bebedor o con otros vicios, podía hacer sospechar que esa falta la podía haber heredado el hijo. Pepita nos recuerda cómo su madre, por ejemplo, se negó en rotundo a aceptar a su pretendiente, porque no le agradaba el padre del muchacho. “Mi madre no lo quería ni ver, porque su padre era un hombre…, no se cómo decir…,¡un poquito mujeriego!, y a ella le parecía que él podría ser como el padre” (Pepita). Pero, ¿qué se exigía a las muchachas?, ¿cuál era el modelo de mujer que los muchachos querían para casarse y tener hijos? “Pa las muchachas igual: que fuera de buena familia y que no hubiera tenío novio. En muchos casos que nosotras conocemos, algunas se tenían que casar con alguien a la fuerza, porque habían tenío algún novio. Si tenías más de un novio te quedabas pa vestir santos. Lo que había era pretendientes, pero el novio era otra cosa” (varias). Lo de “buena familia” tiene relación con lo que anteriormente hemos comentado. Es decir, que los antepasados: padre, madre y abuelos fueran personas de bien, gente honrada y sin nada de qué avergonzarse. La segunda condición: no haber tenido otros novios, está justificado por el enorme valor que se le daba a la virginidad. Hablamos de una época en la que la principal virtud femenina era la pureza, la “santa ignorancia” en todo lo que refería al contacto con el propio cuerpo y, naturalmente, el más mínimo contacto con el otro sexo ya se consideraba algo pecaminoso y sospechoso. Quedarse “pa vestir santos” significaba pasar a ser una “solterona”, sin marido ni hijos de quien ocuparse. 151 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN La salida más natural entonces, era convertirse en una “beata”, dedicar su tiempo a las cosas de la iglesia. Al fin y al cabo esos eran los espacios más adecuados para una mujer decente: su casa y la iglesia. Remedios explica muy bien cómo el miedo a quedarse soltera era una de las razones para aceptar un matrimonio y señala uno de los temas centrales de esa etapa de la vida: la vigilancia continua que se ejercía sobre las mujeres jóvenes. “Muchas se han casao por no quedarse solteras…, sin quererlos ni na. A lo mejor les ha ido bien, pero…, es que nos tenían mu vigilás. Yo me acuerdo que incluso, con ocho o diez años de relaciones, teníamos que llevar a alguien con nosotras…, no creas que íbamos solas. Nosotras íbamos a los bailes y cada vez iba una madre, se turnaban pa que no fuéramos solas” (Remedios). Todas coinciden en la gran cantidad de restricciones que tuvieron en las relaciones con el otro sexo durante la época del cortejo y el cuidado que debían tener para no ser criticadas ni tachadas de chicas fáciles. En los refranes y dichos populares estaba presente esta visión sobre las jóvenes: “Moza que mucho va a la fuente anda en boca de la gente”. Antonia recuerda muy bien como ella y sus amigas, cuando salían del cine, se daban verdaderas carreras hasta su casa, huyendo del asedio de los muchachos, que lo único que pretendían era charlar con ellas. Con ese acto dejaban clara su honestidad. “Mira, con dieciséis años venían unos muchachos de El Torno y cuando íbamos al cine, ellos se ponían detrás de nosotras, pero sólo mirábamos…, nosotras y ellos. Luego, después del cine, salíamos corriendo a casa y ellos detrás. Yo con mi novio estuve así más de un año (risas). Y a mí me gustaba ese muchacho, pero no se podía hacer otra cosa” (Antonia). La vigilancia llegaba al extremo de que los hermanos varones de la chica, se convertían en verdaderos perseguidores, más incluso que los propios padres. 152 EL MATRIMONIO COMO DESTINO “A mi se arrimaban los muchachos y mis hermanos me vigilaban pa que no me vieran con nadie. ¡Como te vieran con un muchacho…! A mi hermano mayor le tenía más respeto que a mi padre. Yo tenía dieciocho años cuando me eché novio, enseguía entró en la casa y ya me dejaron tranquila” (Antonia). Isabel con sus amigas en un día de Carnaval de 1955 Hasta tal punto era importante guardar la virtud de las hermanas, que podían darse casos un poco ridículos, como el de Isabel, cuyo hermano, se convertía en un vigilante que incluso se dedicaba a insultarla por la calle. “Mi hermano iba detrás de mí cuando tenía novio y me iba diciendo “puta, puta…,” y tirándome piedras. Yo me aguantaba, porque él tenía problemas, nunca supimos qué le pasaba, pero era un niño especial” (Isabel). Esa vigilancia se acentuaba mucho más cuando la muchacha no tenía padre y si además el chico no era del agrado de la familia, la pareja podía pasarlo muy mal. Los otros varones de la casa, los hermanos, ocupaban el lugar de control y les hacían la vida imposible. Pepita explica la situación que tuvo que vivir ella: “Mi madre simplemente se le metió que no quería al muchacho. Pero yo empecé a salir con él y mis hermanos empezaron a pegarme…, en el cine, en el paseo... Cada vez que nos veían juntos ellos se liaban en mí, de toas las formas me pegaban. Hoy en día ellos se llevan mu bien, pero entonces… ¡ni verlo!” (Pepita). 153 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Pero hay otras historias, otros escenarios de cortejo: el paseo, el cine, la fuente, la vuelta de los “mandaos”…, lugares todos ellos públicos, a la vista de los vecinos, que se encargaban de ir dando noticias de quién pretendía a quién. Las situaciones son variadas, aunque todas ellas tienen un aire entre inocente y pícaro. Imaginamos los paseos, las miradas, los guiños, el disimulo femenino que quería expresar indiferencia…, pero que había que saber interpretar; en fin, todos los ardides masculinos y femeninos que han sido siempre un aspecto importante de la seducción y el cortejo. El relato de María es muy gráfico, casi cinematográfico: el pretendiente encima de su jaca, con aires de galán y disimulando su interés por la joven. “Estábamos en el paseo, con mis tíos, se acercó y preguntó: ¿Quién es esta muchacha? Mi tío dijo: Esta es mi sobrina. Charlamos toa la tarde. Luego, él llegó un día a ca mi abuela, en su jaca, a pelo. ¡Buenas tardes!, dijo. Yo no me figuraba que viniera a verme. Mi abuelo le invitó a sentarse. Se sentó en su silla y yo haciendo croché, pero haciéndome la tonta, sin hablar. Cuando se fue, mi abuelo le dijo a mi abuela: ¿A qué habrá venío Encarna, pasenado por el puente con Fernando? Y mi abuela, que era su novio. más zorra que él, dijo: ¿A qué iba a venir…? La próxima vez que nos vimos fue en el cine. Y así empezamos. Él no fue a hablar con mis abuelos ni na, nos hicimos novios así. Nos sentábamos a hablar en la casa y no nos mirábamos. A mí me daba mucha vergüenza mirarlo a la cara y él a la vera mía, allí sentao… Luego, ya pa la boda si fue a hablar con mi padre, pero pa preparar la boda. (…) Antes había mucha ilusión, no como hoy…, pero ni tanto ni tan calvo, ¿no es verdad?” (María la costurera). 154 EL MATRIMONIO COMO DESTINO Encarna y María nos explican la importancia de respetar ciertos límites en los paseos y se refieren al puente como una frontera que todas conocían. “Yo he salío sola con él, no tenía problemas. Lo que sí había era un tope pa el paseo…, el puente era el tope. Las que se pasaban no estaban bien vistas. Luego, pa ir a los bailes si que nos juntábamos unas cuantas, porque íbamos a los pueblos de al lao, a Majarromaque y a otros sitios…” (Encarna García). “Pues aquí empezábamos a mirarnos en los paseos del puente al pueblo y del pueblo al puente, ese era el paseo… Yo tenía mucho cuidaíto en no pasar del puente y mis hermanos siempre me estaban vigilando, los tres” (María Álvarez). Pasear más allá del puente era como acceder a un espacio sin control social, en el cual podía pasar cualquier cosa. Aquí el dicho popular es bien claro: “Moza que anda mucho por lo oscuro, si no ha pecado, es porque no pudo”. Algunas de las mujeres recuerdan cual era la actitud más correcta cuando un joven se acercaba a la muchacha e intentaba hacerle saber su interés por ella. Lo que explican, nos retrotrae a ese refrán popular que dice: “El hombre está para pedir y la mujer para negar”, o también: “La mujer, rogada; y la olla, reposada”. Estas son las historias de Paca, Remedios y María. Sus respuestas ante los pretendientes son semejantes, a pesar de la diferencia de edad que hay entre las tres. Paca moceaba en los años cuarenta, Remedios a mitad de los años cincuenta y María en los sesenta. Ellas, muy dignas, dan a entender a los muchachos que no están interesadas, que no tienen ninguna prisa por echarse novio. “Yo era mu buena moza, una polvorilla…, guapetona y los muchachos me echaban piropos. Me acuerdo que arrancando palmitos nos “tiraban los tejos” a las muchachas: Paca, ¡te estás poniendo más guapa…! Y yo les decía: ¡Déjate de pamplinas fulanito!..., había que hacerse de rogar. Pretendientes tuve muchos, en la venta San Miguel, en los bailes…, aunque yo no he tenío mucha juventud…” (Paca). 155 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN “Esperó que yo saliera y me pidió si me podía acompañar y yo le dije que sí, que a mi me daba igual, porque él no era importante pa mí, vaya, que me daba igual. Y dijo: Es que me han dicho que no tienes novio. Yo le contesté: Ni lo tengo, ni lo quiero. Así empezamos. Yo tendría unos diecisiete años. El primero y el último…, hablamos unos cuatro o cinco años y nos casamos” (Remedios). María Marín, cuando tenía dieciocho o veinte años. Es la joven de la izquierda. “Nosotras nos hacíamos de rogar…, no aceptábamos a la primera que nos acompañaran, eso no estaba bien. Cuando te gustaba no lo despachabas tanto, pero vaya, no querías ni que te rozara, porque eso… Yo tenía uno que se arrimaba mucho y le decía: Tú, ¡que te vayas!... Luego, más adelante, te pagaban el cine y se sentaban a tu lao, pero eso no era a la primera. Cuando se sentaban a tu lao es que ya éramos novios” (María Álvarez). Estas actitudes son todo un signo, puesto que el mensaje que recibe el varón es que las muchachas son las que eligen, y que lo puede hacer, porque “lo valen”. A pesar de estas restricciones y de los condicionamientos que existían en la época a la hora de elegir pareja, no hay duda de que toda la vida se ha dado la experiencia del enamoramiento. Los ojos de las mujeres del grupo brillan de un modo especial cuando tocan el tema. No hay duda, sienten un 156 EL MATRIMONIO COMO DESTINO cierto pudor; hablar de este sentimiento parece que no les resulta fácil. No obstante se inician las confidencias y Pepa P. muestra abiertamente lo grato que le resulta ese recuerdo: “To lo que tengo de ese momento es bonito. Conocí a mi marío trabajando en el campo; él estaba de cocinero en el cortijo, al lao de donde yo vivía. Tenía dieciséis años cuando empezamos a hablar, pero a lo primero no lo quería…, yo no quería novio tan joven. Luego…, los muchachos, sus compañeros…, cuando me veían pasar por la vera del cortijo decían: ¡Fernando, Fernando!... Le llamaban la atención y salía a verme. Yo tenía que pasar por el agua a la fuente del cortijo y no podía evitar encontrarme con él” (Pepa P.). Ana le sigue y, con una pícara sonrisa, tan expresiva que no requiere más explicación, nos relata su historia de amor. “Él trabajaba en una panadería y pasaba vendiendo por las parcelas… Yo esperaba cada día ese momento pa comprarle los bollos, me gustaba verlo. (…) Una siente que está enamorá… Él me lo decía to con la mirada, se quedaba fijo, fijo… Cuando me dijo que quería llegar a la puerta ya la cosa se formalizó” (Ana). “Una siente que está enamorá”. ¡Era tan lindo!. “Me entraría por los ojos”. Esa parquedad en la explicación del enamoramiento, hace pensar en que no han tenido mucha ocasión de hablar de ello; es como si no encontraran las palabras adecuadas para poder expresar ese sentimiento, lejano, pero que en este instante vuelve a estar vivo para ellas. “Yo había tenío pretendientes y bailábamos en el guateque, pero eso eran amigos. Con mi marío fue distinto, una siente que está enamorá” (Pilar). “A mi me gustó mi marío porque era mu lindo, mu listo, me gustaba y nos queríamos mucho” (Encarna B.). “¿Que qué me gustó de él? Pues…, no se…, algo tendría ¿no?, me entraría por los ojos. También que ya había hecho la mili y era mu trabajador” (Josefa). 157 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Para Josefa no parece suficiente explicación eso de que le entrara por los ojos, así que tiene que buscar otro tipo de razones más concretas, más realistas; esas razones que seguramente jugaron un papel importante en todas ellas a la hora de fijarse en un hombre: era muy trabajador. LA ESPAÑOLA CUANDO BESA Es más noble, yo lo aseguro y ha de causarle mayor emoción, ese beso sincero y puro que va envuelto en una ilusión La española cuando besa es que besa de verdad y a ninguna le interesa besar por frivolidad (….). (…) Me puede usted besar en la mano me puede dar un beso de hermano así me besará cuanto quiera pero un beso de amor no se lo doy a cualquiera (….). (Canción popular). La experiencia del primer beso parece ser como la antesala del noviazgo. Es decir, se entiende que si un muchacho besa a una muchacha es que tiene claro que ella lo va a aceptar. Eso significa que ya se han dado otros signos más o menos claros sobre los sentimientos de ambos. De todos modos, los besos que aquí se relatan son totalmente inocentes, contactos muy tenues, pero que entonces eran suficientes; un primer paso para avanzar en la relación de confianza. 158 EL MATRIMONIO COMO DESTINO Pero antes de entrar en detalles, el grupo conversa sobre los miedos que se transmitían en aquella época. Ya hemos visto anteriormente las pocas ocasiones que existían para los contactos entre ambos sexos, lo cual contribuía al desconocimiento y a la desconfianza. Además, como explica Ana, algunas madres se encargaban de sembrar en sus hijas sentimientos muy negativos; una especie de mezcla entre la ignorancia y el miedo hacia los hombres, algo que no ayudaba a vivir la sexualidad como algo agradable. “Antes se tenía miedo a los hombres. Yo tenía una vecina que tenía una niña que era mi amiga. La madre de esta niña era la que decía unas cosas… Mira, ¡le explicaba unas cosas a esa niña!, y yo lo escuchaba. Cuando un hombre te da un beso, eso se te nota en la cara, decía aquella mujer. ¡Cualquiera dejaba que le dieran un beso! Y no digamos si la cosa iba a más: Si un hombre te toca los pechos, eso se pone…, esas cosas decía la mujer. Se tenía mucho miedo” (Ana). Todas se muestran de acuerdo con esa desconfianza de la que habla Ana. Pero a pesar de todo, la joven pudo descubrir que un beso podía ser muy agradable y nada peligroso. “Estábamos los dos sentaos en la escalera de mi prima porque él se había mareao y yo lo llevé a darle un café y allí me cogió desprevenía y me besó. Me supo mu bien ese beso” (Ana). Fijémonos en los castos e inocentes besos que recibieron dos de nuestras protagonistas: “Tendría yo catorce o quince años. Mi suegra me invitaba a la feria de La Barca, que era donde ellos vivían. Aquella tarde él se montó en las cunitas conmigo, los dos solos, y allí me “zampó” un beso, un beso en la cara. Así empezó el noviazgo” (Pepita). “Un día, en la puerta me cogió de la mano y me entró un calor… y me dijo: Mira aquello…, pa distraerme. Me pilló desprevenía y me dio un beso, pero en el “cachete”49. ¡El calor tan grande que me entró…! A mi me daba vergüenza hasta que me echaba la mano por el hombro en el cine, ¡qué vergüenza!...” (Cuqui). 159 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Resultan muy tiernos los recuerdos que guarda Cuqui; ella se debate entre la sorpresa por las agradables y desconocidas sensaciones que le producían esos primeros contactos, y el pudor, que le hacía sentir mucha vergüenza. “Músicas y flores, galas de amores” Además de los escenarios que ya conocemos, los bailes eran una buena ocasión para conocerse y empezar alguna relación entre jóvenes. Ciertamente eran poco frecuentes, porque las fiestas estaban muy delimitadas por el calendario. Pero ellas recuerdan que en las parcelas, con el buen tiempo, se organizaban bailes, en los que participaban chicos y grandes. Así es como lo recuerda Remedios: “Aquí llamaban a los músicos unas veces a una choza, otras veces a otra y tocaban muchas cosas. Las madres siempre iban con las muchachas y lo pasábamos mu bien. Se tocaba el acordeón y las bandurrias: pasodobles, sevillanas, pero los fandangos era lo que más se tocaba. Era precioso, pero yo no me acuerdo cómo se bailaban. Yo conocí a una tal Pepa, en La Suara que bailaba mu bien y en los bailes lo que querían es que estuviera la Pepa. Venía Macareño con la guitarra y se cantaba mucho” (Remedios). Otra forma de llamar la atención sobre la joven que se pretendía, consistía en echarle serenatas debajo de la ventana, aunque esos recuerdos sólo los tienen las mujeres que vivieron en un pueblo, antes de llegar a las parcelas. Una jovencísima Antoñita, con su novio en la plaza del pueblo. “En El Gastor, íbamos a los bailes, nos echaban serenatas con el laúd, la guitarra, el acordeón. Mi padre invitaba a los muchachos y no le molestaba que vinieran por allí” (Josefa). 160 EL MATRIMONIO COMO DESTINO “Allí en Alcalá de los Gazules, aunque yo tenía unos catorce o quince años ya me salieron pretendientes. Lo que se hacía era cantar una serenata debajo de la ventana. Yo no me enteraba nunca, pero los vecinos al otro día decían: Anda que esta noche has tenío música. Lo que cantaban eran fandangos, con instrumentos de cuerda” (Encarna García). Muchas de las mujeres se animan a cantar algunas coplillas que recuerdan: fandangos y otros ritmos populares como “La Raspa”. De esas dos que están bailando, la que tiene delantal de esas dos que están bailando, es la novia de mi hermano pronto será mi cuñá ole y ole… Estribillo Que sí que sí que no que no, la bata me la pongo porque quiero yo. Esto se cantaba jugando a la conga. Pero también se bailaba La Raspa. La raspa con su son será nuestra diversión… Aprovechando esta ocasión, en la que la música es protagonista, Pilar, una de las más jóvenes, canta trozos de canciones de Los Brincos, Los Diablos, El Dúo Dinámico, Adamo… Eran los grupos y cantantes que tenían éxito en los años sesenta, cuando ella era joven y se organizaban guateques en las casas particulares. 161 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Una atractiva y joven Encarna Aunque muchas sociedades conceden una relativa importancia a la formalización de la relación amorosa, las mujeres no recuerdan ninguna costumbre fija para esa transición entre el cortejo y el noviazgo formal. Los relatos nos muestran distintas experiencias, aunque todas ellas coinciden en un detalle: sentarse en la puerta juntos era un signo de que el noviazgo era firme; pero sobre todo cruzar ese límite, entrar en el ámbito privado de la familia y ocupar un asiento alrededor de la mesa, era lo que convertía la relación en un compromiso relativamente formal. “No hubo ningún día especial en que mi novio entrara a hablar con mi padre. Él venía de la mili con permiso y entraba en mi casa sin problemas. En la casa se sentaba en la puerta, a mi lao, en una silla, y allí hablábamos. En la mili estuvo unos dos años y medio y estuvimos escribiéndonos to el tiempo” (Encarna García). Y es que algunos padres preferían no tener que pasar por el “mal trago” que suponía hablar con el muchacho y que luego la relación no llegara a buen puerto. Eso pasaba especialmente cuando el joven no era conocido. María Álvarez explica que esa fue la razón por la que su padre no quiso hablar con su novio. 162 EL MATRIMONIO COMO DESTINO “Bueno…, primero estaba en el paseo, luego en la puerta y luego entraba en la casa. Pero a veces se daba por hecho. Mi padre me dijo que con él no tenía que hablar nadie. Decía: Vaya que luego venga a guasearse de ti… Se pensaba que algunos venían a hacerle los niños a las novias y después se iban a su pueblo y las dejaban. Por eso mi padre no tenía mucha confianza en mi novio, que venía de Arcos” (María Álvarez). Antonia también tuvo esa vivencia. No recuerda ninguna conversación formal entre su padre y su novio, para dejar clara la relación. “Nosotros íbamos por la carretera y él me hizo un guiño. Al otro domingo se me arrimó. Entonces, si yo lo dejaba ya éramos novios. Luego llegaba a mi casa y se sentaba en una silla. Mi madre y mi padre al lao, y ya está. (Antonia). Sin embargo, el caso de Ana es diferente; el muchacho pasó a hablar con su padre, aunque el escenario no fue demasiado formal. A partir de entonces, ellos tuvieron más libertad para ir solos. Y es que, según parece, la formalización de la relación traía consigo ciertos privilegios y libertades para la pareja. “Él habló con mi padre en casa del zapatero, donde mi padre iba mucho. Ya después me iba en el carro hasta El Torno con él, sin problema. Como mi hermano trabajaba en la panadería, con él, yo aprovechaba pa ir a verlo. Luego, me invitaba al cine de verano y yo se lo decía a mi madre y a mi hermano. Después me traía mi hermano hasta la choza. Estuvimos siete años así” (Ana). También Cuqui recuerda que desde que se formalizó el noviazgo tenían más oportunidades de salir sin vigilancia, sobre todo cuando iban a Jerez. La ciudad se convertía en un espacio de mayor libertad, ya que allí los novios guardaban menos las distancias. “(…) Cuando ya éramos novios yo venía sola con él en la moto. Nueve años le hablé. Me acuerdo que yo estaba cosiendo en casa de una modista y mi novio me esperaba en la puerta del taller. En Jerez los novios sí se agarraban, pero en el pueblo, bien lejos” (Cuqui). 163 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Una de las formas en que se escenificaba la seriedad del noviazgo era a través del consentimiento de los padres para que la pareja se viera dentro de la casa. Cuando las mujeres dicen: “Hablé con él tantos años” se refieren a esa escena cotidiana en la que los novios, sentados uno junto al otro, y vigilados de cerca por la madre, conversan de cuestiones sin mucha trascendencia. Esta era la relación más íntima que podía tener una pareja de jóvenes. “Éramos tres hermanas y nos llevamos dos años cada una. Nos poníamos las tres con los novios en la cocina, al lao de la chimenea. Ella, mi madre, allí al lao to el rato. Teníamos que fregar los platos cada una una noche. Si venía el novio, tenía que esperar hasta que acabábamos de fregar, eso era siempre así. Muchas veces estábamos en silencio haciendo tomiza con la palma, o haciendo cualquier otra cosa pa distraernos… Allí nadie se tocaba ni un pelo… La gente que se quedaba embarazá era porque salían solas por mandaos del campo, a La Barca, y se encontraban con ellos en medio el campo. Por eso se quedaban embarazás. Por eso los padres no nos dejaban salir solas por esos caminos” (Pepa P.). 164 EL MATRIMONIO COMO DESTINO 2. Amores difíciles: el drama del embarazo “Yo le hacía mucho caso a mi madre. Ella decía que el novio había que cogerlo después de la mili, pa casarse, que si se iban a la mili se olvidaban y que no era cosa de pasar el tiempo” (Josefa). Las palabras de Josefa dejan claro que el noviazgo era la antesala del matrimonio; no tenía otra función más que esa. Durante la época de cortejo, hemos visto que el conocimiento que se adquiría de la otra persona era mínimo y, desde luego, quedaban excluidas las relaciones sexuales. De ahí que fuera tan importante evitar los contactos íntimos, así que toda la relación transcurría en el espacio público, a la vista de todos. Claro, que eso no debía ser suficiente, puesto que muchas parejas conseguían burlar la vigilancia y mantenían relaciones sexuales. Pepita, con la guasa y la ironía que la caracteriza, se refiere al tema con una mezcla entre la queja, por haber sido tan inocente, y el dolor que le produce recordar todo lo que vino después. “(…) Mi novio me dio un beso en la cara y yo ya creía que si me dejaba no iba a tener un novio en la vida. Mira tú por donde, en ocho años no me tocó y el día que me tocó me dejó preñá” (Pepita). Pero cuando la mujer relata lo que ocurrió después, entonces muestra todo su dolor y hay un momento de una emoción que ya no controla. Y es que, cuando se dio cuenta de que estaba embarazada se asustó tanto, que lo ocultó durante dos meses. Desde el momento en que fue consciente de su situación tomó una serie de decisiones, completamente inadecuadas que la llevaban cada vez más a un callejón sin salida. Su relato es suficientemente esclarecedor de lo difícil que lo tenían las mujeres solteras, cuando se quedaban embarazadas. Y es que, cuando el resultado de las relaciones sexuales era un embarazo, la situación se complicaba y la única salida aceptable era la boda. 165 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN “Yo me acostaba con mi madre y ella ni enterarse… Ella me preguntaba cada dos por tres si me había puesto mala (regla) y yo le decía que sí. Así me tiré dos meses, con unos mareos…, sin comer na, tomando aspirinas sin parar… Mi marío se lo dijo a su madre y ella a una cuñá mía. Mi madre sospechó que pasaba algo porque vio que yo me había llevado unos cacharros que tenía compraos pa cuando me casara. Entonces ella me dijo: Si pa la noche no han aparecío los cacharros le voy a decir a tus hermanos que te den una paliza. Lo de siempre, pegándome se penEncarnación, cuando tenía dieciocho años, saban que ya estaba to arreglao. Y yo no en un paseo por Jerez. A su lado una niña había manera de que soltara prenda, no le de la familia. decía na. Empecé a dar vueltas y vueltas, sin saber qué hacer y se hizo de noche. Cogí la carretera y llorando, llorando, sin saber a dónde iba. Cerca de la Venta de San Miguel no sentí una bicicleta que pasó, que era un pariente de mi padre, pero él me conoció y le avisó a un tío mío y me llevó a su choza. Yo muda, hasta que mi tía se dio cuenta de lo que pasaba. Mi tío fue el que se fue a hablar con mi madre y me dijo que no me tenía que preocupar de na. Mis hermanos no me buscaron, pero mi madre dijo: En mi casa no entra ni muerta” (Pepita). El problema con que se encontró Pepita fue la ofuscación de su madre, que siempre se había negado a aceptar a su novio. Por suerte, ella tuvo apoyos familiares. La actuación de uno de sus tíos que ejerció un papel mediador, ayudó a resolver la situación realmente complicada de la pareja, pero finalmente se celebró la boda. “Mi tío le dijo que si ella no me quería él no tenía problemas de quedarse conmigo. Pero luego vino la segunda parte. Mi novio fue a hablar con mi tío y le dijo que se quería casar conmigo. Pero mi suegra no quería que se casara, ni mijita, porque lo necesitaba a él 166 EL MATRIMONIO COMO DESTINO pa la casa y tampoco tenía un cuarto pa nosotros. A la madre no le convenía que se fuera porque era el que llevaba la casa. Mi suegro no llevaba ni un duro. Mi tío no quería que me fuera con ella en esas condiciones, sin casarme, prefería que me quedara con él. Mi marío dijo que si no se casaba conmigo se iba a Alicante y entonces como a la madre no le convenía que se fuera pues consintió en que nos casáramos” (Pepita). Otras jóvenes no tuvieron la suerte de contar con la comprensión de alguien, como le ocurrió a Pepita. La intervención llena de sentido común de su tío, posibilitó avanzar en la solución a su drama, aunque durante mucho tiempo no pudo tener contacto con su madre. Encarnación también sufrió la expulsión de la casa familiar. Sus padres la echaron cuando sospecharon que podía estar embarazada. La mujer tiene mucha necesidad de hablar de este episodio de su vida. Ella cree que aunque es demasiado duro y afecta a la imagen de su marido, ya fallecido, es algo que pasó y que quiere compartir con el grupo. El relato es largo y resulta difícil seguirlo, por la gran cantidad de detalles y nombres con los que lo adorna. Encarnación habla de la insistencia, la persecución a la que fue sometida por el muchacho que la pretendía, el que luego fue su marido. Esta actitud tan incómoda y molesta para ella, en lugar de llevarla al rechazo, acabó con la aceptación de un noviazgo que realmente no deseaba. Pero es que, como Pepita, ella creía seriamente en que el simple “tonteo” del cortejo era suficiente para ser señalada y no poder casarse más que con aquel muchacho. Si Pepita pensaba que con un beso en la cara ella no encontraría otro novio, si él la dejaba, Encarnación estaba convencida de que, con el roce de un brazo, cuando se “arrimaba”, su pretendiente tenía ya todos los derechos y a ella se le acababan las posibilidades de aspirar a otra relación más satisfactoria. “Nosotros nos vimos por primera vez en la feria de La Barca. Él tenía una novia de otro pueblo, pero sus padres no la querían porque había tenío ya novio…, a eso entonces se le daba mucha importancia. Bueno pues yo me acuerdo que venía hecho una pena, con unos pantaloncillos mu feos, mal arreglao. Iba con otros que también se querían arrimar a las otras muchachas que venían conmigo. Nos sen- 167 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN tamos en una caseta y allí to el rato luchando pa que no se acercara, porque no me gustaba. Yo verdaderamente no estaba enamorá de él. Él siempre se quería arrimar a mí y yo siempre retirándome. Y me hacía toas las perrerías que quería y yo aguantando… De verdad que yo no lo quería. Se arrimaba a mí cuando veníamos del campo hacía La Barca y luego me acompañaba a mi casa y al llegar allí él quería que me parara con él y yo no quería y sabía que mis padres no querían, pero el no tenía temor de nadie. Yo pensaba: ¡estará de Dios que yo sea pa este hombre…!” (Encarnación). La relación de Encarnación con el muchacho se convirtió, según nos cuenta, en una continua lucha entre los deseos de él y el miedo y la ignorancia de ella a ser abandonada, cuando a los ojos de todo el mundo ya eran novios. Su relato nos dejó impactadas por dos razones: en primer lugar, por el dolor y la emoción contenida que hay en sus palabras, y luego, porque es la primera vez que esta mujer habla de ello en público, que es capaz de ponerle palabras a esta historia. De su triste relato ofrecemos una parte, suficiente para hacernos una idea de cómo el miedo de una mujer puede llevarle a un callejón sin salida. “(…) En Semana Santa o en Feria, no recuerdo bien, dijimos de ir a Arcos. Yo les dije a mis hermanas que no me perdieran de vista, porque le tenía mucho miedo y no quería que volviera a lo de siempre… Pues nada, que se las arregló pa engañarme y hacer conmigo lo que quiso, sin yo poder evitarlo… Pero es que le tenía mucho miedo… Desde ese día me lié a llorar y a llorar, me pasaba los días llorando. Mi madre se imaginaba que era por él y se lo dijo: Mira, si tú no quieres a mi niña te vas y la dejas tranquila, porque ella va a enfermar, siempre llorando. Como él no tenía pelos en la lengua le dijo: Lo que su hija tiene es que está preñá. Bueno, mi madre, ¡cómo se puso! Y yo no sabía si era eso, porque no tenía ni idea de na. Mis padres me echaron a la calle y me fui a Torrecera a casa de mi suegra, pero es que ella tampoco me quería… Así empezó mi vida con él. (Encarnación). 168 EL MATRIMONIO COMO DESTINO Refiriéndose a la reacción desproporcionada de muchos padres, cuando se enteraban del embarazo de las hijas, Pilar afirma con rotundidad: “Los padres antiguos eran mu brutos. Mi padre con eso se ponía mu serio y decía: ustedes no vengan aquí embarazás…Teníamos mucho miedo” (Pilar). También María Álvarez comenta la importancia que le daba su padre a que ella se casara como “Dios manda”, o sea, sin estar embarazada. “Mi padre me había dicho: Si mi niña se casa bien le regalo una cadena de oro y mil pesetas. Él no quería que saliera embarazá, porque una prima mía salió así y a mi me daba vergüenza porque la gente comentaba…, lo criticaban to” (María). Remedios explica un caso en el que dos muchachas se convirtieron en rehenes de la ofuscación de su propia madre. “Cuando se enteraban que alguna estaba embarazá pues ya iba el novio a su casa y arreglaban la cosa pa casarse. Yo conozco a dos hermanas que la madre las encerró a una en un cuarto y a otra en otro, hasta que tuvieron los críos, las dos embarazás” (Remedios). En los pueblos pequeños, donde este tipo de cosas estaba totalmente controlado por la vecindad, siempre han existido esas situaciones extremas, como la que cuenta Remedios. En algunas ocasiones, las jóvenes que se quedaban embarazadas y no conseguían que el novio o pretendiente respondiera de su paternidad, se podían encontrar ante tremendos dramas, como el que cuentan las mujeres del grupo. “Una vez hubo un escándalo…, porque una echó al niño a la basura…, pero luego no pasó na, se casó con un militar y vive todavía. Ahora que a veces eran las madres las que escondían los embarazos y una vez una de ellas enterró a la criatura en unas obras que había al lao de su casa. Yo recuerdo que luego lo encontraron y se veía la cajita blanca, en el entierro. Luego la muchacha se casó…, no se si con el mismo que la dejó embarazá” (Remedios). 169 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN “Una de Majarromaque, que no recuerdo como se llamaba, se quedó embarazá y dicen que no sabía na la familia. Pues la muchacha se fue fuera del barracón a parir y dejó al niño abandonao, medio enterrao y dicen que cuando llegó al barracón todavía se escuchaba al niño llorar y ella chorreando sangre, porque seguramente se dejó la placenta dentro o algo así. Se la llevaron a la cárcel. En Jerez y en Cádiz había Casa Cuna, donde se podían dejar a los niños, pero es que no las ayudaban ni sus padres ni nadie” (Encarna García). “Una muchacha se quedó embarazá de un alemán y cuando tuvo la criatura la madre la tiró al canal. Fue un escándalo. Se cantaron unas coplas de esas que iban los hombres cantando por las calles. Yo digo que me lo hubiera dao a mí y lo hubiera criao con mi niño. A mi me metieron en el caso y me llevaron a declarar a Cádiz porque decían que yo sabía que ella iba a hacer eso. Pero si eso hubiera sío así hubiera dao parte. Yo no lo veía eso tan grave, lo de tener una criatura de soltera, pero ella quería ser mocita. Luego se casó, pero se fue de aquí. A mi me parece que aquello era cosa de la madre…” (Paca). Pero ni las costumbres, ni la marginación social podían evitar que algunas muchachas, madres solteras, salieran adelante; y hay que reconocerlo: en esa época había que tener un gran coraje para quedarse en el pueblo y enfrentarse a las duras críticas de un ambiente que era extremadamente cruel con las mujeres que, por un motivo u otro, se encontraban en esa situación. En cambio, a los hombres, no se les pedía ningún tipo de responsabilidad, ni eran rechazados por los vecinos del pueblo; y mucho menos si se trataba de personas con poder. Una de las opciones que tenían muchas parejas, cuando se producía un embarazo sin estar casados, era irse juntos. En casi todos los pueblos de España, y en Andalucía particularmente,“irse con el novio” fue una práctica muy corriente en épocas pasadas50. De hecho, esta costumbre se convertía en un recurso muy adecuado para aquellos novios que no disponían de medios económicos para montar una casa independiente. Si a eso se le añadía el embarazo, entonces la urgencia era la que mandaba. No se trataba de una decisión llevada por el impulso, sino algo totalmente premeditado. 170 EL MATRIMONIO COMO DESTINO La pareja hablaba sobre el tema y se ponían de acuerdo para comunicárselo a la familia. Veamos el caso de Encarna, que ilustra perfectamente este tipo de situaciones: “Yo me quedé embarazá y luego me fui con él. Me fui con él porque entonces no había dinero pa casarse y comprar esto y lo otro… Un día yo tenía que ir con mi padre a la parcela y él me dijo que por la noche me esperaba al lao de mi parcela y nos íbamos juntos. Entonces habló con mi padre y se lo dijo: Encarna se viene conmigo a mi parcela, porque como no tenemos pa casarnos, nos juntamos” (Encarna B.). Los embarazos prematuros eran una forma de presionar a la familia, cuando había problemas para que los novios se pudieran relacionar con una relativa libertad. Cuando esto ocurría, la pareja podía elegir: casarse o irse a vivir juntos. Este parece que fue el caso de Remedios. “Yo tenía diecinueve años cuando murió mi madre y todavía no éramos novios formales. Como los lutos eran tan serios, eso de hablar en la puerta con el novio no se podía hacer. Mi hermano no quería que yo estuviera allí en la puerta y él, mi novio, que sí, y mi hermano que no, total que me fui con él. Eso fue un capricho, lo de querer hablar en la puerta. Me quedé embarazá y ya nos fuimos a lo de mi suegra. Nos casamos a los dos años” (Remedios). Aquí vemos que ese excesivo control de sus hermanos, intentando protegerla, se les volvió en contra, porque, según ella misma afirma, su novio se encaprichó y eso hizo que perdiera la paciencia. Al final se quedó embarazada y se tuvo que ir con él. Una historia semejante explica Antonia, refiriéndose a su hermano. Antonia introduce otra razón que entonces servía para decidir llevarse a la novia: librarse de la mili. “Mi hermano Pepe se llevó a la novia y se fue a Jerez a casa de una amiga dos semanas… La familia de ella no lo quería, así que eso hacía mucho, porque en general los novios no tenían pa casarse, además de esa forma se libraban de la mili?” (Antonia). 171 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Isabel reflexiona sobre las presiones que existían a la hora de decidir si irse con el novio, o esperar a casarse. Una situación familiar como la de ellas, desde luego, provocaba muchas veces la huida, buscando una mejor vida. Sin embargo, a Isabel, no le ilusionaba el matrimonio, porque sabía que, una vez casada, seguiría siendo responsable de la casa de sus padres. “Mi hermana se fue con el novio. En cuanto pudo, ella se quitó de en medio, porque el panorama que teníamos en la casa... Yo misma, no tenía ganas de casarme porque me daba cuenta de las cosas. Lo que me esperaba era hacerme cargo de dos casas: la de mis padres y la mía. ¿A quien le hace ilusión algo así” (Isabel). 172 EL MATRIMONIO COMO DESTINO EL MATRIMONIO COMO DESTINO 3. Ampliando horizontes: trabajo y preparación del ajuar Ana tenía dieciséis años cuando decidió que ya había pagado la “hipoteca”. Llevaba más de ocho años en la casa de sus primos, trabajando como una adulta, cuidando de ocho niños, limpiando la casa, lavando, ayudando en la parcela… Se daba cuenta de que le había tocado devolver un favor familiar de esa forma. No ganaba nada, pero ciertamente no le faltaba lo necesario. Sus primos la trataban como a una hija más, en todos los sentidos. Pero había llegado el momento de volar por sí misma, de conocer otra cosa, de preparar su ajuar, y para ello necesitaba ganar algo de dinero. Se enteró de que en el cortijo de La Noriega buscaban muchachas de servicio y allí se presentó. Era una gran casa, con una familia no muy extensa, cuatro mujeres y varios hombres, no lo recuerda bien…, pero había mucho servicio: unas veinte personas. Unas limpiaban, otras cocinaban, otras se dedicaban a la ropa…, porque había muchísima ropa y ellas, las señoritas, eran muy refinadas y exigentes. 173 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Ana recuerda que desde el jueves hasta el domingo había varias muchachas dedicadas sólo a la ropa: se lavaba, se clareaba, se tendía y luego venía la plancha, un trabajo muy duro. Se almidonaba toda la ropa blanca, porque las sábanas llevaban encajes, y las almohadas, los pañitos de adorno…, incluso los delantales, unos delantales blancos con volantes, muy bonitos, muy vistosos, que se ponían las muchachas. Ella recuerda que cuando se acababa la plancha, aquello era para sacar una foto, de bonito que quedaba…, pero claro, era muy trabajoso; se necesitaba fuerza, cuidado, paciencia y mucho gusto, para dejar la ropa como las señoras querían. El domingo la ropa quedaba toda preparada, lista para cambiar las camas y vestirse de limpio todo el mundo. Por la mañana temprano, Ana barría la entrada del cortijo, un llano de cemento que a ella se le antojaba una cosa muy difícil. Le dieron una escoba de palma y la señora le decía, gritando: ¡niña, así no se barre, la escoba tiene que decir: perejil, perejil!... y enérgicamente le daba a la escoba, para enseñarle como hacerlo. Ana recuerda que ganaba 2,50 pesetas a la semana, aunque trabajar allí suponía tener comida y cama. Era el año 1954 y ella ya estaba hablando con su novio, querían casarse y no podía pedir dinero en casa de su familia. Además, le llamaba la atención la ciudad. Siempre había vivido en el campo y Jerez tenía muchas cosas; podía salir, comprarse vestidos, zapatos… Por eso se marchó y encontró trabajo en casa de una familia que tenía una zapatería en Jerez. Allí estuvo cinco años, un tiempo que ella recuerda con especial cariño, porque eso sí, la trataban muy bien, además ganaba 300 pesetas al mes… Así empezó a ahorrar dinero y se iba comprando sus cositas para el ajuar: sábanas, toallas, cacharros de cocina… Ana recuerda las veces que compraba pescado de la plaza, para llevárselo a su madre; una alegría que se permitía porque ganaba suficiente y le gustaba hacerlo. 174 EL MATRIMONIO COMO DESTINO Escuchemos cómo recuerda Ana esta parte de su historia. En ella, se muestra como una joven decidida, generosa con su familia y agradecida a las personas que la trataron bien. Son cualidades de las que quizás no sea consciente, pero que resultan evidentes en su conducta y en sus comentarios. “¡Es que he trabajao tanto!... Yo iba a lavar a los charcos que había en el campo, lavando pa ocho niños, y ya me harté. La verdad es que mis primos me trataban como a una hija; del dinero de la cosecha ellos lo dejaban en un sitio y me decían: Ana, lo que tu necesites lo coges, si te tienes que comprar algo te lo compras. Lo que pasa es que yo quería ganar ya mi dinerito porque ya hablaba con mi marío y me hacía falta. Me fui a Jerez, a La Bota de Oro. Allí tenían ocho niños y yo los llevaba y los traía del colegio. Lo que más me gustaba era que ganaba 300 pesetas al mes y eso estaba mu bien. Pero al final no creas, que me gastaba la mitad del sueldo en llevarle pescao a mi madre, porque la plaza estaba tan cerca… Además ya era otra vida, en la ciudad to era diferente. Me compré un reloj que lo pagaba poquito a poco. Estuve cinco años en esa casa. A mi me trataron mu bien en esa familia, todavía nos mientan y tenemos relación con ellos” (Ana). Como Ana, aquellas muchachas iban forjando su futuro como mujeres. Este futuro, en cierto modo estaba muy fijado por la propia costumbre social, en la que el matrimonio, como hemos dicho, era algo parecido a un destino contra el que no había nada que hacer. Así que durante los años mozos, la preparación de ese momento, era un aspecto central de la vida de las jóvenes. Pero ese no era un tiempo ocioso ni improductivo, todo lo contrario; la vida en el campo, exigía que todos los miembros de la familia aportaran algo material para su mantenimiento. Por ese motivo, las muchachas seguían trabajando, bien en las tierras de la familia o ganándose un jornal en los cortijos cercanos, en labores agrícolas o en el servicio domestico, una opción muy generalizada, a partir de cierta edad. El relato que encabeza este apartado, está lleno de imágenes reales, aunque pasadas por la memoria de Ana. Son como los retratos antiguos, como 175 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN esas postales que nos trasladan a otro tiempo, a escenarios y ambientes casi de ficción; casas grandes, muebles antiguos y lujosos, mujeres vestidas con primor, niños que juegan en un jardín… Así debían ser aquellos cortijos, como el que recuerda Ana, donde podían permitirse tener a veinte personas en el servicio doméstico. Otras mujeres, tienen experiencias bastante negativas como trabajadoras del sector. Antoñita recuerda, con cierto resquemor, el trato casi vejatorio que tuvo que soportar en algunas casas en las que sirvió. A ella le cuesta relatar esta parte de su historia, porque coincide con un acontecimiento dramático que la marcó de por vida: la muerte de su madre y la huída y abandono de su padre. “Trabajé en el campo y cosiendo; también estuve de cocinera y en varias casas sirviendo. Así estuve hasta los veintiún años que me casé, haciendo un poco de to. Como mi madre “hizo lo que hizo” y mi padre nos abandonó... nos fuimos mi hermana y yo a la calle Doña Blanca a servir a una casa. Yo ganaba poco: 3,50 pesetas y un poco más de cocinera, a lo mejor 4 pesetas…, no recuerdo exactamente. En la primera casa que estuve recuerdo que trabajaba muchísimo y no me trataban bien. Tenían trece hijos y eran mu ricos. Luego, Isabel (izquierda) con uniforme de servicio. Tenía 18 años. en la calle Vizcocheros también estuve en otra casa. La mujer era alcohólica y me trataba mu mal; era capaz de echar comida a los perros y a mí no me daba na. El aceite del pescao lo mojábamos con el pan, pero de comer, na de na. Nosotros, el personal del servicio, no comíamos con ellos. Luego, me fui a otra casa y allí sí me trataban como de la familia. El hombre era un funcionario del Ayuntamiento y eran de Asturias, pero cuando me quedé embarazá me echaron” (Antoñita). Antoñita parece no dar importancia a este último comentario; sin embargo, debió ser muy humillante para ella ser despedida en su estado. Este 176 EL MATRIMONIO COMO DESTINO episodio vuelve a poner sobre el tapete la moralidad de la época; una moralidad hipócrita que trataba a las madres solteras como si éstas fueran culpables de algún delito. En consecuencia, muchas de ellas se veían rechazadas hasta tal punto, que podían quedarse sin medios de vida. Encarna compaginó el trabajo en el campo, con la costura y el servicio doméstico. Buceando en su memoria, ha encontrado Antoñita, muy joven, con un delantal algunas anécdotas que ilustran muy bien el de trabajo. contacto tan estrecho y natural que siempre ha habido en esta zona con la población de etnia gitana. Además, sus palabras ayudan a aclarar algunos prejuicios respecto a determinados colectivos, históricamente marginados, en este caso los gitanos. “En aquellos tiempos, en los cortijos, solían trabajar cuadrillas de gitanos. Esto hacía que se entablaran relaciones de amistad con ellos, como de familia. A mi hermana la querían muchísimo. En el cortijo había unas chumberas y ayudaban a mi hermana a coger los higos chumbos. Con eso ella hacía una riquísima meloja, como la de los panales de las abejas. To el mundo comía de aquello. (…) Creo que todavía vive “El Colorao”, un gitano que conocía to el mundo, porque tenía la mitad de la cara colorá. Aquel hombre era buena persona, siempre que íbamos a Jerez teníamos que ir a visitarlo a su casa, pa que no se enfadara. Y María, su mujer también era mu buena mujer. “El Colorao” era el que iba a Jerez desde el cortijo con el carro, a recoger el pan pa toa la cuadrilla. Un día le pilló una tormenta en el camino y se quedó sin pan. Él se salvó de milagro y llegó tan mal al cortijo que mi hermana tuvo que estar dándole cosas calientes, hasta que se recuperó. Luego lo vistió con ropa seca; pero mira, temblaba, y temblaba, no se le quitaban ni a la de tres esos temblores del frío y el susto que cogió. Aquella familia se hacía querer por toa la gente, porque eran mu cariñosos. Luego los echamos de menos muchísimo, porque cuando el cortijo lo repartieron en parcelas ya dejaron de venir. (…) Una temporá estuve trabajando 177 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN en el cortijo de La Florida. Allí había también gitanos, que venían de Jerez a trabajar como jornaleros. Era mu divertío, se pasaba mu bien con ellos. Las muchachas eran guapísimas y ellos mu graciosos. No sabían leer, pero como a mí me gustaban mucho las novelas por fascículos, les encargaba que me las trajeran desde Jerez, que es donde las vendían. Cuando se echaba el cigarro, o sea, en el rato de descanso que teníamos, ellos me pedían que les leyera. Aquellos ratos eran mu agradables, to el mundo tirao en el campo, escuchando la lectura, ellos estaban embobaos con aquello. Cada semana era un fascículo lo que leía. Luego, como a mí me gustaba tanto cantar, se me ocurrió un día cantar una coplilla, que no sabía ni de quien era, pero ellos empezaron a decir que aquello era de la Niña los Peines, que si yo tenía que ser artista…, bueno, no me dejaban, que tuve que cantar más de cuatro veces, pa que me dejaran tranquila. A una de las muchachas le escribí muchas veces cartas pa su novio…, y luego, hicieron por verme muchas veces…” (Encarna García). Además del trabajo del campo, Encarna tiene otras experiencias, como sirvienta y modista, en dos ciudades: Cádiz y Málaga. “Con catorce años me fui a Cádiz una temporá a servir a la casa de un juez. En aquella casa eran catorce personas. Yo entré pa servir la mesa y abrir la puerta. Recuerdo al señorito Paco que estaba siempre mirándome…, no sé por qué me miraba tanto. Era un poco raro…, yo entonces pensé que estaba enfermo. También me ocupaba de la plancha. Los señoritos tenían chaqueta blanca, una ropa que daba mucho trabajo pa ponerla en condiciones, pero yo planchaba mu bien; hasta me querían subir el sueldo y to pa que no me fuera. Estaban mu contentos conmigo. Luego, mi padre se enfermó y lo ingresaron en Cádiz, así que me vine con mi madre cuando él murió. Más tarde me fui a Málaga con mi hermana. Allí cosíamos pa una tienda, porque ella era mu buena modista, pero me harté de coser y otra vez me fui a una casa a servir. Era un matrimonio de mayores que se les había muerto una hija. En aquella casa estuve mu bien, me querían muchísimo. Aquella señora me dijo que si yo quería seguir con ellos me quedaría como una hija. Ella me trajo hasta mi casa, pero mi madre no quería que me fuera, aunque a mí me hubiera gustao irme 178 EL MATRIMONIO COMO DESTINO a Málaga, pero claro, ¿cómo me iba a dejar a mi madre? Luego seguí cosiendo pa la calle, hasta que me casé. Me hice las sábanas y juegos de cama, de punto de cruz y bordaos” (Encarna García). Hay un aspecto que llama la atención del relato de Encarna: su interés por salir del reducido mundo de La Barca, después de experimentar la vida de una ciudad más grande y las posibilidades que ésta le ofrecía. Quizás fue dura la renuncia a una vida que le resultaba atractiva, pero en ese momento ella entendió que debía estar al lado de su madre. La vida de la ciudad atrajo de igual modo a Encarnación, que recuerda aquellos años como los mejores de su juventud, a pesar de tener que vivir fuera de su familia, siendo todavía muy joven. “El tiempo que estuve sirviendo es cuando viví mejor en mi juventud, pero también pasé mucho. Me daban dos pesetas, pero era la primera vez que alguien me reconocía por lo que hacía… Lo que me costaba mucho era eso de tener que decir señora, doña María..., eso era lo más grande del mundo, se me hacía mu grande… A las ocho de la mañana le tenía que poner el café al señor. Me tenía que subir en un cajón pa llegar al fregadero… ¡Mira tú qué personaje…! Me iba los lunes en el autobús y me quedaba en Jerez quince días, sin ver a mis padres. En la casa que estuve, en la calle Medina, había mucha gente, pero yo lo que hacía allí era ir por los mandaos y me daban doce duros. Me acuerdo de que me daba como miedo ver esas estatuas, la casa mu oscura…, y unas historias mu raras con el señorito…, total que me fui de allí. Con quince años me fui a otra casa. Tuve que mentir sobre mi edad pa que me cogieran. La señora no se lo creía mucho, pero le dije que en mi familia éramos mu pequeños. Me hicieron una prueba de diez días y me quedé. Allí estuve yo en la gloria. La señora me quería mucho; decía que yo tenía mucha educación y la cuidaba mu bien. Me cambiaron el nombre y me llamaban Isabel, no se por qué. Cuando llevaba cuatro meses en la casa dije que me iba, porque cumplía dieciséis años y yo había mentío, diciéndole qua la señora que tenía veinte… Pensaba que me iba a echar, pero no, al contrario, se puso mu contenta y me celebró mucho. Me hicieron regalos, fiesta… Allí aprendí yo a cocinar de to, porque cuando llegué a Jerez sólo sabía hacer pucheros y pringá. 179 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Luego, me fui con la hija, que tenía varios niños y necesitaban ayuda. Ellos se iban de fiestas y me dejaban sola. Allí trabajé más, pero me hacían muchos regalos, me daban cosas que a ellas les sobraban, pinturitas, medías, zapatos…” (Encarnación). Pepita y Pilar recuerdan la temporada que pasaron trabajando en una cocina. De ese modo, ambas ayudaban económicamente a la familia. “Yo de joven trabajaba en muchas cosas: en la casa, lavando la ropa de toa la familia, en el campo…, mucho trabajo, labrando trigo, maíz, algodón; cogiendo algodón, aceitunas garbanzos… Una temporá me mandaron a Jerez pa que se me olvidara mi novio. Vivía yo con mi tía, y trabajaba de pinche en el comedor de la Iglesia del Calvario, donde los obreros de Domecq recibían una especie de ejercicios espirituales o catequesis…, no se exactamente. Las mujeres no podían entrar en el comedor y entonces las chiquillas hacíamos de pinches. Yo recogía las cucharas y ponía el pan, cuando faltaba. Con el dinero que gané le compré a mi madre seis sillas, que no teníamos ni pa sentarnos en la mesa a comer a gusto” (Pepita). “Cuando mi padre dejó la finca, dejó el carro, las mulas y to, se lo dio a Domingo, el que estaba con nosotros. Entonces mis hermanas se fueron a servir. Yo cosía, pero como veía que no ganaba na, me fui al colegio y allí hacía de to: cocina, limpieza, de lo que salía. Allí había 1200 niños y to el personal. Había mucho trabajo, de diez a doce horas trabajábamos..., pero se ganaba, sirviendo y en el colegio era donde se podía ganar algo pa hacerse el ajuar. Salí de allí pa casarme” (Pilar). Antonia, sin embargo, tenía suficiente trabajo en la casa. Sobre todo se ocupaba del lavado de la ropa, ya que su familia era muy extensa. Pero por las tardes, como tantas muchachas, iba a aprender a coser a casa de una modista del pueblo. Su madre tuvo un interés especial en que las hijas aprendieran, porque ella tenía que contratar muchas veces a una vecina para esa tarea. 180 EL MATRIMONIO COMO DESTINO “(…) Por las mañanas, lavando y arreglando la casa… Yo tendría quince o dieciséis años cuando me fui a aprender a coser a casa de una modista de La Barca. Íbamos por las tardes, muchas muchachas. Es que no había na hecho y se tenía que coser a la fuerza. Incluso había mujeres que iban a las casas a coser, sobre to cuando había muchos niños. Mi madre metió a una mujer…, sí, una vecina mía que cosía, iba a mi casa y cortaba y cosía. Le dábamos de comer y luego se iba a su casa por la noche” (Antonia). María nos relata su experiencia en ese sentido. Ejerció una profesión que estaba bien remunerada y de esa forma ayudó a sus padres y se compró el ajuar. “Desde los dieciséis años cosía pa la calle y hacía de to. Antes, en la parcela, ayudando a mis padres. Cosiendo ganaba unas buenas pesetillas, porque a veces incluso me llamaban a casa de los parcelistas y allí me estaba un mes entero cosiéndoles toda la ropa de la familia. Me pagaban un sueldo y me daban de comer. Yo llegué a ganar 700 pesetas cada mes, que era mucho Muchacha cosiendo a máquina. (1921-1922). entonces. Cosía de to: calzoncillos E. Hopper. FUENTE: www.uncaminoenelaire. blancos, chaquetas…, sujetadores, blogspot.com/2007/04/coser-y cantar. bragas, vestidos, camisas, de to. Le daba el dinero a mi madre, aunque yo estaba con mi abuela. Me hice to el ajuar. Yo llevaba seis sábanas con sus fundas. Las toallas…, dos colchas… También sabía bordar y me bordaba las colchas. Recuerdo que una tía mía me regaló una colcha bordada a bastidor preciosa” (María la costurera). Como vemos, María entregaba el dinero a su madre, para que ella lo administrara, junto con el del resto de la familia. La bolsa común y una buena administración eran dos aspectos importantes de la economía rural, necesarios para poder salir adelante. Pilar y Pepa P. lo confirman: 181 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Isabel, con la cuadrilla, trabajando en un cortijo. Año 1954. “Antes te daban unos sobrecitos con el dinero de la semana. Yo le daba siempre el dinero a mi madre y ella lo administraba mu bien. Yo hacía mis particiones y me daba un caprichito, así aprendí a administrar el dinero desde mu joven” (Pilar). “El dinero que ganábamos, haciendo de to en el campo, como jornaleros, se lo dábamos a mi madre y ella lo administraba. Claro que tenía que pensar en comprarnos el ajuar; pero ella se ocupaba de eso y nosotras lo único que hacíamos era hacernos las sábanas, las braguitas, los sujetadores” (Pepa P.). Al preguntarle a Pepa en qué cosas ha trabajado durante sus años jóvenes, ella responde orgullosa: “Tú pregúntame qué es lo que no he hecho”, y hace un relato de todas las faenas que ha desempeñado. “(…) He segao trigo, he recogío garbanzos, he trabajao en la remolacha, el algodón, de to he hecho. El trabajo en el campo era duro, pero las muchachas lo pasábamos mu bien, nos reíamos mucho y aprovechábamos los descansos pa hacer labores. Allí en esos descansos fue donde yo me hice las cosillas de croché pa mi ajuar. En aquella época íbamos vestidas con una falda y debajo llevábamos un pantalón, pa que no se nos viera na” (Pepa P.). 182 EL MATRIMONIO COMO DESTINO Ropa interior del ajuar de la madre de Pepita Bazán. Detalle del puño de la camisa de dormir. También hubo algunas que no salieron fuera de su parcela familiar. “Yo hasta que me casé estuve trabajando en la parcela. No tuve ajuar, cuando me casé no tenía de na. La ropa de cama, la ropa interior me la hice yo: las bragas con muselina, las sábanas, los calzoncillos blancos, sujetadores…, to eso con muselina y luego se blanqueaba. En mi época no había colchas… Pero esas cosas me las hice después de casá” (Remedios). “Hasta que me casé ayudaba en la parcela, con mi padre. Luego me casé y ayudaba a mi marío. Éramos dos hembras y mi madre nos iba comprando el ajuar. Yo llevaba una cama de tubo que me compró mi suegra y una cómoda que me dio mi madre. Tenía sábanas…, quizás una media docena, mis mudas, que las hacía yo: bragas, sostén, la bajera51, dos camisones, uno blanco y otro rosa; se llevaban pocas toallas, porque no había ni baño. Se compraba tela de opal” (Encarna B.). María combinó el trabajo en la parcela familiar, con otras tareas ciertamente curiosas, como la cría de gusanos de seda. “A los dieciséis años yo criaba gusanos de seda. Teníamos una habitación grande llena. Luego se vendían y con eso me hice yo el ajuar. La Valenciana se encargaba de llevarlos a Sevilla. En la escuela había aprendió a bordar y yo misma me hice las sábanas, me bordé las toallas… Yo llevaba dos colchas y muchas toallas…, es que ya eran otros tiempos (1963) y entonces las muchachas se compraban muchas toallas” (María Álvarez). 183 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN El caso de Josefa tiene un carácter especial. Ella representa uno de los fenómenos de los años sesenta: la emigración de muchas personas fuera de Andalucía. Josefa estuvo trabajando, primero en la costa catalana y después pasó algunas temporadas en una fábrica de conservas francesa. De esa forma, ayudaba a su familia y, mientras tanto, su madre preparaba el ajuar de las dos hijas casaderas. “Yo me fui en los años sesenta a una panadería con una hermana de mi padre, a Arenys de Mar. A mi me gustaba mucho Arenys, era un cambio mu grande de vivir en un pueblo como el mío y llegar allí, to lleno de turistas, las playas llenas, mucho hotel…, poder salir a muchos sitios con mi prima y las amigas…, mucha más libertad. Estuve allí un año y luego cuando vine de vacaciones ya no me dejó el novio irme. Luego iba a una fábrica de conservas a Francia por temporás. Así estuve dos años. Otro año estuvimos en la aceituna también una temporá, en La Puebla de Cazalla, o sea, que yo iba ganando mi dinerito. Mientras tanto, mi novio se quedaba aquí y nos escribíamos, o nos llamábamos por teléfono, poníamos un aviso de conferencia…, porque en esa época se hacía así, no había teléfonos en las casas de la gente. Mi madre tenía un baúl con cosas pa mi hermana y pa mí: juegos de cama, mantas, cacharros de cocina… Cuando me vine de Francia me casé. Mis suegros compraron el comedor y el dormitorio pa amueblar la casa” (Josefa). Paca recuerda con dificultad las fechas; sin embargo, tiene claro que cuando volvieron de Alicante, después de la guerra, lo pasaron muy mal y tuvieron que ganarse la vida, cada uno en lo que podía…; había que aprovechar cualquier cosa que significara un ingreso para no pasar hambre. “Nosotros volvimos de Alicante, después de la guerra, y yo tenía ya diecisiete años. Mi padre se ganaba la vida cortando leña y luego la vendía. De esa manera limpiaba las fincas de algún señorito; también cazaba perdices por la noche, y luego la vendía. Los señoritos lo dejaban… Yo me ocupaba de mi hermana, mi hermano y mi padre, y trabajaba en el campo; además iba a las casas a lavar. Cuando iba a lavar es cuando ganaba algo…, la Quica era la que más me pagaba; 184 EL MATRIMONIO COMO DESTINO allí lavaba en la misma casa, porque tenían pozo. Luego, una tía de María la costurera me enseñaba cómo se tendía la ropa al sol. Esas cosas las tuve que aprender de las vecinas, porque claro, mi madre se había muerto y luego me tiré los tres años de la guerra por ahí, pidiendo, pa poder comer. En la Venta San Miguel era donde podíamos ir a por cosas pa comer. Por ejemplo, yo iba allí y le llevaba las perdices que cazaba mi padre y el hombre me daba tabaco, garbanzos, arroz, azúcar, café. Luego ya me daba lo que fuera con un papelito apuntao y lo descontaba de la cacería. Dinero no se usaba, cosas pa comer” (Paca). 185 EL MATRIMONIO COMO DESTINO EL MATRIMONIO COMO DESTINO 4. La boda: ante sala de una nueva vida Aquel día fue un día amargo para Pepita. Ella había soñado muchas veces con vestirse de blanco y llegar al altar con la cabeza alta, los ojos brillantes y el corazón latiendo con mucha fuerza. Recordaría a su padre; porque a él le hubiera gustado mucho verla así, tan guapa, emocionada por el paso tan importante que estaba a punto de dar. Había imaginado la cara de su novio, sorprendido y admirado ante su presencia; él no diría nada, pero hablaría con aquellos ojos capaces de dar voz a sus silencios. A veces las palabras no lo son todo y eso ella lo había aprendido después de tantos años hablando con él. Su madre se sentiría orgullosa de ella; porque aquella mujer, dura e implacable también tenía un corazón blando y podía querer mucho a su niña. Aquella niña, todo nervio, hacendosa y lista como ella sola, se había convertido en una mujer y estaba preparada para volar y formar su propio nido. 187 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Esta escena podría haber sido real, era el sueño de Pepita, pero las trabas con las que se encontró, la obcecación de la familia, que nunca aceptó al muchacho que la pretendía, impidió que todos pudieran disfrutar de un día así. Como ya nos ha contado, se quedó embarazada, y ese hecho fortuito fue una fuente de sufrimiento para toda la familia, aunque la principal afectada fue ella. Con pocas palabras Pepita nos narra su estado de ánimo y el ambiente que se vivió el día de la boda: “Mi tío mató un pollo y me casaron por la tarde. Mi madre y mis hermanos no acudieron. Ese fue el día de mi boda. Llegué a la iglesia llorando, a casa de mi suegra llorando…; era un mar de lágrimas. Fue una amiga mía, mi tío, mi primo y mi cuñá. Mi suegro apareció por allí, pero tampoco fue mi suegra. De allí nos llevó mi suegro a un bar y nos hicieron una tortilla y una copita de vino. Yo seguía llorando, así me pasé la tarde. Me dejó mi suegra una cama mueble y ese fue mi cuarto, pegada al cuarto de mis suegros, allí pasé la primera noche” (Pepita). Antoñita, del brazo de su padrino, el día de su boda. 188 La frustración y el dolor de Pepita son compartidos por más de una mujer del grupo; casi todas se sienten identificadas con ella, y recuerdan otras situaciones parecidas, circunstancias más o menos dramáticas, que afectaban a este tipo de celebraciones. Es el caso de Antoñíta. Su madre había muerto cuatro años antes, pero en la familia aún se guardaba el luto. A esa circunstancia se añadió un embarazo que nadie aceptó de buen grado. En el relato de esta boda se mezclan la tristeza y sentido del humor; y es que, algo de cómicas tienen las palabras de la protagonista, que recuerda con todo lujo de detalles la humilde celebración, con un singular viaje de novios. EL MATRIMONIO COMO DESTINO “Me casé en 1960. Eran las cuatro de la tarde…, con todo el calor. Me vestí con un traje negro, porque tenía luto todavía de mi madre. Como yo cosía, me hice yo misma mi trajecito y alquilé el ramo. Mi marío tuvo su traje, que le compró su madre. Yo me tuve que arreglar sola, porque mi hermana, que tenía que ayudarme, no vino a su hora. Lo que me acuerdo es que fue un día mu malo…, mucha pelea, to el mundo enfadao, por un asunto de un bautizo de una sobrina que sería largo de contar. Después de la ceremonia, una vecina trajo una lata de anchoas pa comerlas con las vecinas, mi familia, mi padre, mi tía. Allí no había ni más refresco ni más na. Nadie comía, to el mundo enfadao. Una vecina, cuando vio que yo no tomaba ni café, me trajo una tortillita francesa. Luego, trajeron el coche más viejo que había en Jerez, pa irme a pasar la noche allí. Nos llevamos a media familia en el coche, que por cierto, costó 300 pesetas. Esa noche nos quedamos en un hotel que había enfrente de la plaza. Nos levantamos a las ocho de la mañana; nosotros pensábamos: ¡a ver si nos van a echar! Como no pagábamos más que una noche… ¡Ay qué pena! Si hasta llevábamos una tripa de salchichón que nos puso mi suegra… ¡Como no teníamos pa comprar ni pa comer en ningún restaurante...!, pues salchichón. Nos levantamos y teníamos lo justo pa irnos en el coche de línea y mi tío me dio veinte duros pa la vuelta. Entonces nos fuimos a Medina que es donde vivía mi tío y allí teníamos una habitación con una cama pa pasar la noche” (Antoñita). También Antonia tenía luto por su madre y estuvo a punto de vestirse de negro. Fue su padre quien la convenció de lo contrario. Hay que reparar en el comentario que él hizo sobre ese tema: ¿Tú tienes algo que esconder…? Y es que ya en esas fechas no era habitual que la novia llevase el vestido oscuro; esa costumbre quedó reservada a las muchachas que llegaban al altar embarazadas, o que no podían permitirse ese gasto. Por el contrario, vestirse de blanco era considerado símbolo de pureza, de que la novia iba virgen al matrimonio. “Me casé en el año 1960. Fue el dieciocho de diciembre, con veintitrés años. Nosotros estuvimos seis años de novios. Yo si llevé traje blanco, aunque estaba de luto, porque mi madre se había muerto tres años antes. Mi novio me regaló la tela, que era de raso blanco, mu 189 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN bonito. Yo me compré el velo y to lo demás. (…) Yo quería casarme de negro, pero mi padre me dijo: ¿Tú tienes algo que esconder…? El día de la boda fue un drama, porque yo llevaba la pena de que mi madre no estuviera. Me compraron una tarta. En un pabellón debajo del ayuntamiento es donde se hizo el convite. Salimos de la iglesia y en el pasillo las mujeres me querían ver. Nosotros nos fuimos enseguía del convite y me quedé sin regalos. La gente regalaba cosas pa la casa y también daban dinero. Me fui a mi casa a cambiarme y nos fuimos primero a Jerez, luego a Sevilla y al final a Granada, a su pueblo y el mío. Estuvimos por lo menos tres semanas de viaje. Yo estaba contenta de haberme casao, pero no teníamos casa propia, sino que nos mudamos en ca mi suegra. Lo único que yo llevaba eran mis muebles…, ¡mu buenos muebles que me compré!” (Antonia). Encarna se casó a principio de los años cincuenta y nos explica el por qué de su traje de chaqueta. En esa época era lo más corriente y no tenía que ver con el estado de la novia, sino con la capacidad económica de la familia. Casi nadie podía costear el vestido blanco y demás complementos y adornos propios de las novias. “Me casé en 1952. Yo no fui de blanco porque no se estilaba. Sólo las que tenían dinero; las pobres, íbamos con un traje de chaqueta y ya está. El traje blanco era mucho más caro y casi nadie podía permitírselo. Nosotros pasamos la noche de bodas en la calle Higueras que había una pensión. Luego nos fuimos a vivir a la casa de la abuela de mi marío, porque él se había quedao sin padres y vivía allí. Esa fue nuestra primera casa” (Encarna García). Diez años después, todavía era un lujo el traje blanco. Así lo explica María, que se casó en el 1962: 190 Encarna el día de su boda. Año 1952. EL MATRIMONIO COMO DESTINO “Mi abuela se había muerto un poco antes de casarme. Yo llevaba siete años viviendo con ella, por eso no me puse de blanco. Además, antes no se casaban toas las mujeres de blanco, porque costaba mucho el vestido, el tocado, los zapatos…, en fin la boda era un gasto y no podían permitírselo toas las familias. Después de la ceremonia nos fuimos a Cádiz. Me acuerdo de que las amigas me gastaron una broma cuando me hicieron la cama. ¡Vaya faena que me hicieron! Al catre le quitaron unas maderas, porque entonces la cama eran unas maderas que se cruzaban haciendo de somier. Yo no me fiaba porque sabía que se hacían esas trampas, pero ellas fueron más listas. Menos mal que dejaron dos o tres tablas y me di cuenta. Si me hubiera acostao sin mirar, rompo to el colchón. Por la mañana tempranito mi cuñá nos trajo chocolate en una cafetera” (María la costurera). Los recuerdos de María nos retrotraen a las costumbres y rituales que siempre han existido alrededor de las bodas. La cama tenía un gran significado en una sociedad donde las relaciones sexuales completas se iniciaban teóricamente la noche de bodas. Por ese motivo las jóvenes solteras eran las encargadas de hacer la cama de la novia con las mejores sábanas y habitualmente se sorprendía a la pareja con alguna broma pesada. Además, siempre había alguna mujer mayor que se encargaba de informar a las inocentes novias sobre los cuidados que debían tener esa noche. María Álvarez nos relata algunos de esos detalles: “Cuando se acabó la boda yo me iba a ir a Cádiz de viaje y mi tía Araceli me decía: Tú echa una sábana en la bolsa del viaje. Yo no entendía pa qué y ella me decía: Tú no seas tonta, tú echa la sábana y la pones pa no manchar la cama de la pensión. En Jerez cogimos un taxi en la calle Medina y fuimos a La Moderna a tomar algo. Bueno, él me pidió una yema con leche (ríe) ¡Si no habíamos comío en la boda!… ¿No es verdad que en la boda no comen los novios…? Dormí bien en Jerez la primera noche. Yo pensaba que iba a ser otra cosa, pero como tanto se espera, tanto se espera… Al día siguiente nos fuimos a Cádiz y luego a Arcos, con mis suegros que eran de allí, y a los pocos días ya nos fuimos a Barcelona” (María Álvarez). 191 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN La cuestión del pudor está presente también en el relato de Cuqui. Ella se casó ya avanzados los años sesenta; sin embargo, cuando relata su viaje a Jerez se centra en el rubor que le producía las miradas curiosas de la gente en el bar y el hotel donde pasaron la noche de bodas. La boda de María en el año 1963. “Me casé en el año 1966, con veintiséis años, después de nueve años de novios. Por la noche nos fuimos a Jerez con mis suegros y ellos se fueron a los toros. Nosotros nos quedamos en el Nuevo Hotel, en la calle Caballeros. Primero me hice las fotos, luego me puse mi traje de chaqueta y me quité el de novia, pero se notaba que yo era una novia. Había un sitio que se llamaba “El Colmao”, con un mostrador grande, sin reservao ni na; total, que nos tomamos algo en el mostrador y luego nos fuimos al hotel. Por la mañana mi marío pidió que el camarero subiera unos churros a la habitación. Me metí en el cuarto de baño, de la vergüenza que me daba que me viera el muchacho” (Cuqui). 192 EL MATRIMONIO COMO DESTINO El caso de Pepa P. puede resultar curioso, pero era bastante corriente. Algunos muchachos tardaban en casarse porque eran necesarios para la economía de su casa de origen. Perder un sueldo para una familia sin recursos podía ser muy gravoso. Por eso esperaban el máximo tiempo posible y al final se solían quedar a vivir con los padres. Era la única forma de tirar adelante dos casas: uniendo fuerzas y economía. “Tardamos mucho en casarnos. Estuvimos ocho años hablando, porque la madre de mi novio necesitaba el sueldo de los hijos pa vivir. Ella no tenía paga ni na y los hijos le daban to lo que ganaban. Fui de blanco, mu guapa, porque las novias toas están guapas, ¿verdad?... Mu bien, pero como se me quemó la vivienda no tengo ni retratos. Vivíamos en el campo, pero mi padre no estaba apurao de dinero ni na, porque siempre ha tenío animales, trabajaba mucho, y nosotros le ganábamos un sueldecito cada uno. La noche de bodas la pasamos en Jerez. Sus primos vivían en Ubrique porque tenían la casa de los abuelos y había que repartir esa herencia, vender la casa, por eso fuimos allí unos días, en el viaje de novios” (Pepa P.). Las historias de Remedios y Encarna ilustran muy bien como en los casamientos influían muchas más cosas que el simple deseo de los novios de estar juntos. Las necesidades materiales mandaban y casi todos los nuevos matrimonios se quedaban a vivir en casa de los padres de uno de ellos, generalmente en casa del muchacho. “Tendría veinte años cuando me quedé embarazá y ya tuve que quedarme con él. Mis hermanos eran mayores y yo ya no hacía tanta falta en mi casa. Es que mi novio entonces vivía con su madre en una choza, una mujer viuda, con sus hijos…, y allí nos teníamos que meter nosotros. A mi familia no le gustó mucho que me fuera con el novio, pero cuando tuve a mi niña hice las paces con ellos y nos fuimos a mi casa, porque lo de mi suegra era mu pequeño: ella dormía aquí y yo ahí, al lao, con mi marío, ¡mu chico¡ Pero la boda se celebró después de estar dos o tres años juntos” (Remedios). “Me casé con veinte años. A mi me gustó mi marío porque era mu lindo, mu listo. Me gustaba y nos queríamos mucho. Fue el hombre 193 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN más completo de tos los hombres del mundo. Nos fuimos a vivir a lo de mi suegra y cuando tuve el niño nos casamos, pero ¡fui tan feliz…! Mi suegra fue una mujer mu buena que me quería mucho. La verdad es que ella quería que yo me juntara porque le hacía mucha falta. Nosotros nos habíamos criao juntos y yo le ayudaba siempre en la casa” (Encarna B.). Remedios con su marido, en la foto de boda. 1955. En ambos casos la boda se tuvo que celebrar fuera del pueblo, en otra parroquia, porque el sacerdote de La Barca se negó a dar la bendición a una pareja que “vivía en pecado”. No olvidemos que era el año 1951 y la Iglesia Católica exigía una serie de condiciones a sus fieles a la hora de contraer matrimonio. A pesar de todo, tanto Remedios como Encarna encontraron la forma de formalizar su situación. Las imágenes que nos quedaron de estos relatos están llenas de encanto: Remedios, retratándose con su sombrero y su ramo, y Encarna, dirigiéndose a la iglesia, en bicicleta, con su marido y su niño. “El cura de aquí no nos quería casar porque nos habíamos ido con el novio, así que nos fuimos a otro sitio. Algunas se casaban de noche, o el cura consentía en casarlas, pero en la parte de abajo del altar. Nosotros nos fuimos a San José del Valle y allí nos casaron. Me compré un trajecito que me lo hizo María la costurera. Fuimos andando hasta San José, luego nos fuimos a celebrar la boda a la casa de mi cuñao. Yo ya tenía una niña. Después fuimos a Jerez y 194 EL MATRIMONIO COMO DESTINO entramos en ca el retratista, que tenía unos sombreros mu lindos y se los dejaban a las que se querían fotografiar. Él iba con corbata negra por su padre que se había muerto, y yo me puse un sombrero y un ramo, con mi trajecito mu mono; ¡pues mu bien que estaba yo!” (Remedios). “Nos casamos en San José. El cura que vivía en El Torno no quería casar a las que se iban con el novio. Recuerdo que casó a una en la puerta de la iglesia; entonces mi marío dijo: Este no nos va a hacer a nosotros eso. Así que habló con el cura de San José del Valle y nos casó allí. Fuimos en bicicleta hasta San José del Valle. Con mi traje de chaqueta y con mi niño en brazos, porque ya tenía el primer hijo. Mis cuñaos iban en otra bicicleta” (Encarna B.). 195 A LA NANA NANITA Mi niño es mu chequitito no tiene cuna su padre que es carpintero le va a hacer una. A la nana nanita mi niño duerme con los ojos abiertos como la liebre. Mi niño es mu chequitito su abuela lo quiere mucho dice que le va a comprar de caramelos un cartucho. A la ea mi niño no tengas pena que tu abuela está aquí siempre te vela. (Canciones de cuna populares). EL MATRIMONIO COMO DESTINO EL MATRIMONIO COMO DESTINO 5. Embarazos, partos y crianza: la vida en un hilo Encarna no había pensado siquiera en que un día u otro se quedaría embarazada. Se daba cuenta de que un niño significaba más trabajo, más preocupación. Ella era joven y se ocupaba de la abuela, que era mayor, y su madre, que la necesitaba mucho; sabía que era mucho trabajo. Por eso, a medida que pasaban los días y empezaba a notar la fatiga, o a sentir esas cosas en las que nunca había creído, como aborrecer algunas comidas; entonces supo que estaba embarazada. No sintió alegría, y eso le hacía pensar en que ella era un poco rara. Luego, cuando su vientre latió por primera vez y notó el movimiento de su hijo, ya fue otra cosa. Allí había una vida y ella era responsable de que saliera adelante. A los nueve meses fue madre de un niño precioso. Aquella mañana, Encarna no se lo pensó dos veces. Había quedado con su hermana en que iría a visitarla a Majarromaque y eso no iba a cambiarlo, a pesar de lo que la abuela le decía: “¡niña, que estás ya casi cumplía, que se te puede adelantar ese parto…!” Pero a ella no le preocupaba eso; el parto ya llegaría y no iba a quedarse sentada esperando… La abuela había preparado su ropa la noche anterior, para no perder tiempo. Se levantaron temprano y al cambiarse de ropa se dio cuenta que tenía un poco de señal, 197 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN pero no le dio importancia, porque no sentía ningún tipo de malestar. Se colocó un pañito y sin decir nada emprendieron camino hacía Majarromaque. Cuando llevaban unos metros andando por la estrecha carretera, pasó un camión y ella, sin pensarlo mucho, lo paró y preguntó al conductor si podía llevarlas hasta el pueblo; era evidente que a Encarna le costaba cierto esfuerzo caminar, porque su vientre prominente, de casi nueve meses de embarazo, le pesaba. Ambas subieron al camión y así fueron hasta su destino. Ella no dijo nada, ni a la abuela, ni a su hermana y allí pasó el día, sin ninguna señal más de que el parto podría estar cercano. Pero Encarna sabía que su hijo estaba a punto de venir, lo presentía; su cuerpo hablaba y ella, aunque no tenía experiencia, se daba cuenta que se acercaba en gran momento. Por eso se despidió de su hermana con un “hasta mañana” que sólo ella entendía. Aquella noche, justo después de meterse en la cama se le “rompió la fuente”52 y alarmada llamó a su marido. Asustado, él dio un salto, se puso los pantalones y corrió a avisar al médico. Ni uno ni otro sabían nada de aquel líquido que había mojado totalmente las sábanas. El médico la reconoció y le avisó de que aquello podía durar, porque efectivamente el parto había empezado, pero venía lento. La noche fue larga, pero Encarna tenía fuerza para aguantar los dolores y los calambres en las piernas. Los últimos minutos fueron duros, porque el niño venía con unas vueltas de cordón. Ella tuvo miedo, pero allí estaban todos apoyándola: Isabel, la mujer que recogía a los niños en el pueblo, una persona con mucha experiencia y animosa; el médico, un hombre que parecía saber del tema, y desde luego, su marido y la abuela, que le cogía las manos de vez en cuando y le limpiaba el sudor de la frente. El niño nació sano, no le faltaba nada y ella dio gracias a Dios por haberle ayudado a pasar aquel trago tan duro. 198 EL MATRIMONIO COMO DESTINO “Yo no me veo sin hijos…, pa mí era mu importante. Yo sin mis niños…, es que mis niños son mi vida…” Así se manifiestan las mujeres del grupo cuando iniciamos el trayecto que nos llevaría a recuperar los recuerdos, las imágenes y las representaciones, sobre una experiencia fundamental para ellas: la experiencia de ser madres. La maternidad es una cuestión central en la vida de las mujeres, pero mucho más en épocas en que la función básica de éstas era la reproducción. En un mundo en el que no se conocen métodos efectivos para evitar los embarazos, muchas vivían únicamente para eso. Ellas se convertían en un vientre, y sus pechos no tenían tregua: un hijo detrás de otro, hasta el agotamiento. En ese contexto, ser madre era una experiencia que tenía sus luces y sus sombras: por un lado, el embarazo podía ser la confirmación de un deseo íntimo, pero también daba respuesta a una expectativa del marido y de las familias de ambos. Seguramente esta presión, ejercida de un modo más o menos explícito, les hacía esperar con ansia el gran día en el que se confirmaba su estado de “buena esperanza”. A partir de entonces estaba clara la posición de la mujer, sabía cual iba a ser su papel principal y se preparaba para cumplirlo. Antonia nos relató el caso de su madre, una mujer que llegó a tener hasta veintidós embarazos. “Mi madre empezó a tener hijos con dieciocho años. Tuvo veintidós embarazos, pero entre los cuatro abortos y dos que se le murieron pequeños, quedamos dieciséis. Ya te digo, o estaba embarazá o en cuarentena. Siempre tuvo los niños en la casa, bueno en la choza. De los últimos me acuerdo, pero me echaban a la calle. Una mujer “recogía”53 a las criaturas, una partera de esas de pueblo, que no tenía estudios ni na, pero sabía mucho. Después del parto se levantaba enseguía, pero ella estaba delicá. Recuerdo que se levantaba por la mañana y antes de empezar a trabajar teníamos que hacerle el almuerzo, luego se tumbaba, no tenía fuerza, el agua del pozo no podía con ella. Lo único que hacía era de comer. Se sentaba a hacer croché y ya está. Las cosas las hacíamos nosotras: mis hermanas y yo. Mi hermano le riñó una vez que se quedó embarazá, cuando ya éramos mayores, pero a mi padre no le decía na. Como lo hacían y “lo que 199 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Dios quiera”, pues…, así venían uno detrás de otro. Se murió que no tendría más de cincuenta años, yo creo estaría destrozada con tanto niño” (Antonia). Antonia no explica nada sobre el momento del parto, pero sabemos que durante siglos esa experiencia ha significado para muchas mujeres algo así como una condena. Las palabras de la Biblia lo dejan claro: “parirás con dolor”. Pero eso no era lo peor. La falta de conocimientos científicos sobre el funcionamiento del proceso de dar a luz, además de las difíciles condiciones de vida, convirtió a ese acontecimiento en un momento de mucho peligro para la vida, tanto de la criatura, como de la madre. Evidentemente morían muchas mujeres en el parto. También muchos niños, si lograban nacer sin problemas, no sobrevivían más de un año. Pepa P. tuvo muchos hermanos y vivió de cerca los embarazos de su madre. Ella habla del secretismo con que se vivían entonces esas cosas. A los niños se les alejaba de los “misterios de la vida”, contándoles historias de cigüeñas, o de viajes a Jerez. Y es que a nadie se le escapaba que el embarazo tenía que ver con las relaciones sexuales. De ahí que las explicaciones que se daban a los niños tuvieran que esconder esa realidad. Pepa, Antonia y Ana, recuerdan estos acontecimientos familiares: “Mi madre era una mujer mu seria, ella mu seria, procuraba que nosotras no viéramos que estaba embarazá. Nunca la vimos hacer un trapo pa lo que venía, to lo hacía a escondías. Cuando llegaba la criatura mi padre nos decía que había traío el niño “liaíto” en un trapo, de Jerez. Nosotros nos Ropa de bebé de los años cuarenta. lo creíamos to. Entonces estábamos… Veíamos a mi madre gorda, pero… Cuando tuvo la última, mi hermana mayor tenía veinte años y mi madre tenía preocupación porque pensaba que mi hermana le iba a caer mal eso de tener otro crío. Mi abuela dijo el día que dio a luz: mira, tenéis una hermanita y nosotras loquitas toas, porque claro era como una muñequita y nosotras ya éramos mayores” (Pepa P.). 200 EL MATRIMONIO COMO DESTINO “¿De los embarazos de mi madre?, ni enterarnos. Mi madre lo escondía to y nos decía que los niños los traían de Jerez. Ella se quedó embarazá de los chicos y eso si lo recuerdo. Recuerdo una bata marrón con flores preciosas en esa época, abierta de arriba abajo, con un barrigón tremendo. En la choza tuvo a mis hermanos. Allí los recogía una vecina, na de matrona, la vecina. Ella decía que eso era pa reventar. Yo escuchaba los gritos de mi madre… ¡Qué dolor!” (Antonia). “Me acuerdo cuando mi madre dio a luz a una hermana mía más pequeña. Mi padre se fue a trabajar y entonces llegó una tía. Mi madre estaba acostá y pusieron una olla de agua en la candela y yo tan ignorante, no sabía qué pasaba. Esa mujer era partera, no tenía estudios, pero era la que recogía los Faldón de piqué de los años cuarenta. niños. Yo tenía mucha curiosidad porque no sabía de donde venían los niños. Mi tía puso el agua y fue a avisar a la mujer esa. Ella dijo: Esto está aquí ya. A mi me echaron al corral. Cuando llegó mi padre le enseñaban la niña y me dijeron: La niña la ha traído tu padre en la talega. Yo decía: Qué mentira más grande; yo sabía que allí había pasao algo, era mu curiosa. Mi madre cuando dejaba de dar el pecho se quedaba embarazá. Eran dos años de pecho, por lo menos” (Ana). Hasta aquí hemos hablado de las madres, mujeres que tuvieron a sus primeros hijos en los años treinta y cuarenta del siglo pasado; veinte años después, habían cambiado poco las cosas. La mayoría de nuestras protagonistas tuvieron a sus hijos después del año cincuenta, algunas incluso en los setenta. Pero seguían sin poder controlar los embarazos y aceptando con resignación las exigencias de los maridos, los dolores del parto y al día siguiente retomaban las tareas cotidianas, como si nada hubiera ocurrido. Escuchando a Remedios nos hacemos cargo de cómo transcurría la vida fértil de las mujeres en esos años, y la resignación con la que llevaban las cosas. Pero aquellas mujeres estaban acostumbradas a la incertidumbre, 201 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN nada era seguro; el dolor y la muerte formaban parte de la vida y quejarse era cosa de débiles. Además ¿qué otra cosa podían hacer, sino afrontar la situación con toda la fuerza de la que eran capaces? “No he tenío ni uno por gusto, porque hasta el primero me quedé embarazá de soltera, así que…, alegría no puedo decir que tuviera. Ni quería macho ni quería hembra, pero ya que venían…, ya te digo, tos los años una barriga. Antes de estar embarazá ya tenía fatiga y decía: ya estoy embarazá. Les daba el pecho, pero a los tres meses de parir ya me ponía mala, me venía la menstruación, y otra vez podía quedarme embarazá. Yo procuraba que mi marío no me tocara; a veces estaba hasta dos meses, pero luego me cogía y otra vez, era tocarme y quedarme. De mis hijos, el que se lleva más es el mayor con la segunda, un año y medio…, y porque se me murió uno en medio, con diecisiete meses. Le salió unas pintitas colorás por to el cuerpo y no se sabía qué era. Empezó a sangrar por la nariz y venga a sangrar y se murió. A lo mejor era leucemia, pero entonces no se sabía na de esas cosas. Ahora, que mis partos eran mu rápidos, enseguía estaba el niño fuera. No había muchas sábanas en esa época, así que yo ponía unas toallas en la cama cuando llegaba el momento del parto. Me acuerdo que había una tienda delante de mi casa, pues en uno de mis partos fui por los alfileres pa coger las toallas al colchón y cuando llegué con los alfileres nació el niño en na. La primera, me puse mala al amanecer y a las nueve de la mañana ya estaba fuera, ¡y era la primera! No tenía a nadie que me ayudara, porque me quedé sin madre cuando estaba todavía soltera. Tenía a mi hermana, pero ella tenía un montón a su cargo…, así que estaba sola. En esa época los hombres no estaban en el parto, ni mucho menos, era cosa de las mujeres. En once años de matrimonio tuve ocho, uno detrás de otro. ¡Y porque mi marío se murió…!” (Remedios). Como vemos, por los recuerdos de Remedios, algunos partos transcurrían en el calor de la casa, con el fuego encendido, la mujer moviéndose de un lado para otro, haciendo recados, si era preciso, mientras apretaban los dolores. Mientras tanto, la partera, esperaba tranquilamente la llegada de la criatura, haciendo labor. Las parteras eran mujeres que habían aprendido el funcionamiento del parto fisiológico a través de la observación, 202 EL MATRIMONIO COMO DESTINO normalmente acompañadas de otras mujeres experimentadas en esa práctica. Ellas “recogían” a la criatura, la lavaban y vestían y hacían lo propio con la madre. Aunque eran personas analfabetas y probablemente con muchas falsas ideas y supersticiones acerca del embarazo, parto y crianza, lo cierto es que sabían reconocer en qué momento se encontraba el parto y tenían una gran habilidad para resolver ciertas dificultades como las vueltas de cordón, por ejemplo. Estas son las experiencias de algunas mujeres sobre el papel de la partera en el parto: Detalle de un batón para bebé. Años sesenta. “En mis partos estaba el médico y también Isabel, los dos juntos. A él le parecía bien que ella estuviera. Es que en aquella época, si no había problemas, si el parto venía bien, no se llamaba al médico” (Encarnación). “Pues mis embarazos fueron bien. Las grandes sin ninguna revisión ni na. Los partos primeros con matrona, en mi casa, sin problema ninguno. Yo le cosía a mis niñas una ropita mu linda” (María la costurera). “Yo parí la primera vez con la partera, que se llamaba Isabel. Luego, en los otros partos, Antonia Sánchez u otra vecina. Ellas recogían a los niños. Ellas se ponían allí con su manojo de palma y haciendo tomiza, esperando que salieran; lo bañaban y lo vestían…” (Remedios). Encarna García y Pepa P. entran en detalles sobre la pericia de las últimas parteras de La Barca: Frasquita e Isabel. “Pa la segunda vino Isabel, la mujer que recogía a los niños. Pero que la niña no nacía, aunque Isabel no paraba de decir: esto viene bien, metía la mano y decía que la niña estaba allí, aunque tenía un bulto en la frente, pero mi marío estaba preocupao porque parecía que tardaba mucho, y dijo que había que llamar al médico. Luego, el 203 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN médico me reconoció y le dijo a la mujer: Isabel, qué pena que usted tenga que dejar esto, porque se ha dao cuenta que esto viene bien. Esto presenta la frente, y sí cuando salió tenía un bulto en la frente, que gracias a Dios se le quitó” (Encarna García). “Los cuatro primeros los tuve en la choza y los otros tres ya en el hospital (después de 1970, eran otros tiempos). Mi Mari vivíamos en la choza, pero me fui a casa de mi madre a parir. Mis mellizos no los recogió la partera, porque aunque ella lo hacía mu bien, yo tenía mucha albúmina y tenía miedo de que pasara algo. Me fui al hospital por recomendación de ella. Con mi Mari no me daba tiempo de ir al hospital. Yo le decía a mi madre: ve por Franquita, que esto ya está aquí, que no da tiempo de ir al hospital. Y así fue. Cuando llegó ella dijo: esto ya está aquí. Se veía ya la niña, había coronao. Llevaba dos vueltas en el cuello, pero ella lo resolvió sin problemas. Esa mujer era mu competente, sabía mucho de eso. No había ninguna diferencia entre parir en el hospital y en la casa, porque estas mujeres sabían mucho” (Pepa P.). Isabel recuerda el día que nació su primera hija y nos acerca a una experiencia muy dolorosa para ella y para su marido: la muerte de la criatura a los pocos meses. Pero también es capaz de volver la mirada a los hermosos momentos que vivieron cuando nació Maribel, la segunda. “Yo fui por mi cántaro de agua a la fuente, como íbamos todos los días. Era un veinticuatro de junio. Como yo no sabía lo que era eso, tenía un dolor, un dolor… No me acuerdo mu bien, si es que avisamos a la partera o al médico o a los dos, el caso es que vino Don Julio, el médico. Me dijo que venía de nalgas, no se cuantas horas estuve allí, venga a empujar y empujar… La niña no llegaba a los dos kilos, como una muñequita, mu chiquitita, pero bueno, a los seis días tenía fiebre. Yo como las locas, esperando a mi marío. La llevamos al médico y desde luego no estaba bien. Ya cuando nació no cogía el pecho, no tenía fuerzas y luego se tomaba un mínimo de biberón. El veintiséis de agosto se me murió. En ese tiempo estuve to el día y to la noche mirándola y haciéndole un poquito de biberón y bañándola. La llevamos a un especialista de Jerez, pero la niña no estaba bien, seguramente inmadura. ¡Con la ilusión que teníamos…! 204 EL MATRIMONIO COMO DESTINO Él quería una niña, le encantaban las niñas, esa niña era la ilusión de los dos. Yo seguía con mis cuidaos a to el mundo: mi madre, mi padre, mis hermanos… Mi madre ya empezaba a ayudar en algo. Después, mi Maribel, la segunda, nació mu bien, sin problemas. Mi marío la enseñaba: ¡Mira –decía–, qué niña más bonita, mira qué niña más bonita! Me puse de parto por la noche y a media noche nació sin problemas” (Isabel). Antoñita relata las condiciones en las que transcurrió su primer embarazo. Su maternidad estuvo condicionada desde el principio por la falta de recursos económicos y de apoyos emocionales. Tenía diecinueve años, su madre había muerto dos años antes, y su padre abandonó la casa familiar sin despedirse. Como ya ha contado, fue despedida del trabajo por estar esperando un hijo cuando aún no estaba casada. Y es que la “buena sociedad jerezana” no toleraba ese tipo de cosas, era totalmente beligerante con las mujeres que se salían del “buen camino”. “Yo me pasé el embarazo, trabajando y trabajando. No comía na. A veces me iba a mi casa y mi suegra me traía un pan pa que comiera algo. Un tío mío decía: Esa niña se te muere, esa niña se te va a morir. Yo tenía diecinueve años y le hice la ropita a mi niño, aunque no tenía ni pa comprarle las cosas. Luego nació mi niño y nació mu mal. Decían que el bulto que tenía en la cabeza era por falta de vitaminas, ¡como yo no me alimentaba…! El parto me vino cuando estaba pintando mi casa, subía en una escalera, allí me puse de parto” (Antoñita). María la costurera sonríe divertida, mientras recuerda lo ignorantes que eran en aquellos años las mujeres. “Fíjate lo ignorantes que éramos que cuando me quedé embarazá un día noté que algo se movía en la barriga y le dije a mi vecina: -“Fulanita, ¿qué me pasará a mí en la barriga que noto una cosa que se mueve? -¿Qué tu no sabes que estás embarazá?, me dijo ella. -¿Los niños se mueven en la barriga?, le contesté. Pues que no lo sabía yo…, pero ¡qué tontas éramos!” 205 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Paca, a sus ochenta y cuatro años puede recordar algunos detalles de su primer parto. Tenía dieciocho años cuando se quedó embarazada y estaba sola, sin madre, así que fueron sus vecinas las que le ayudaron en esos momentos de total desamparo. “Yo me quedé sin madre y no sabía muchas cosas ni tenía a quien contarle. Me quedé embarazá, pero yo lo que notaba es que me estaba poniendo gorda, sentía algo por dentro…, no lo se explicar, pero no tenía miedo ni na. La señora Isabel, mi vecina, fue la que me dijo lo que Ajuar completo de un bebé: batón, faldón, camisitas, pasaba. Luego, cuando faja y hombliguero. ya estaba de ocho meses o más, me dijo que cuando me sintiera mala de noche, o necesitara algo, la llamara. Una noche empecé a tener dolores y le pedía: Isabel, dame unas hierbas o algo pa los retortijones, y me hizo una infusión, pero ya por la mañana me dijo: a ti lo que te pasa es que vas a tener un niño. Ella vino a mi choza y me lo recogió. Unas vecinas me regalaron la ropa del niño, porque no tenía na, ni dinero pa comprarla. Otra vecina, recuerdo que me dio unos batones preciosos: uno rosa y otro celestito y unos pañales…, porque ya tenía sus hijos criaos. En el parto estuvimos nosotras solas: Isabel y yo. A ese niño le di teta cinco años…, yo tenía mucha leche…” (Paca). Los recuerdos de su propio parto llevan a Paca a una anécdota que vivió cuando tenía sólo veinte años. Tuvo que hacer frente al parto de una vecina, algo bastante habitual en aquel medio, donde traer una criatura al mundo era un hecho totalmente natural, en el que apenas intervenía más que una mujer con más o menos experiencia. “Tenía yo veinte años y pasaba de mi choza a la de una muchacha con la que me llevaba bien. Sabía que estaba esperando y fui yo quien la recogí la criatura con una toalla. Se la metí en la cama y eso fue to. Fui la primera que cogió a la niña” (Paca). 206 EL MATRIMONIO COMO DESTINO De los dramáticos partos de Encarnación hemos tenido que entresacar lo más relevante. Desde luego no puede tener recuerdos agradables de aquellas experiencias y todas nos asombramos de que haya logrado sacar adelante a sus seis hijos. Curiosamente es la que fue asistida por médicos, tanto en la casa como en el hospital. “A mi ninguno me vino bien: uno con fórceps, otro a tirones, ventosa…, lo que había antes. Casi siempre tuve que acabar en el hospital y lo he pasao mu mal, mu mal. Los primeros fui al Hospital de Santa Isabel, y luego la tercera vez, con los mellizos, ingresé en otro sitio: el 18 de Julio se llamaba ese hospital. Tenía yo a la niña mala con fiebre, con una diarrea y estaba ya mu avanzá. Cogí a la niña pa llevarla al médico y en el camino sentí una cosa: ¡plaff!... y me mojé to la ropa interior. Yo estaba deseando llegar a casa de una parienta, que vivía cerca pa ver qué pasaba. Estaba de siete meses y mi madre me llevó a un médico mu bueno que había en Arcos. Ese médico me dijo que lo que tenía era un “bicho”, algo mu raro, y luego una criatura, pero que se estaba infectando la criatura de lo que cagaba el bicho ese… Me dio una fiebre mu alta y hasta que salió el bicho… El tiempo que estuve allí pasaban los médicos y me miraban y yo veía que hablaban como en secreto, pero yo no sabía qué pasaba. La matrona me decía: Tú no te asustes, tú no te asustes, porque las aguas las echaba mu oscuras... Un montón de días estuve en el hospital malísima, por lo menos tres meses, porque los niños se me colocaban de una manera que no podía ni respirar y allí me controlaban. El segundo, me lo sacaron a estirones me dejaron echa polvo por dentro, que por eso luego tuve más problemas en ese tercer embarazo, en el de los mellizos. Luego otro me lo tuvieron que sacar también y estuve mu mal. A ese le puse de nombre Miguel María por Mariquita Márquez, que fue la partera que me atendió. (…) ¿Que si no me importaba quedarme embarazá?, ¿pero es que yo podía hacer algo? Tos los he tenío igual. El chico ya fue el remate, me salvé de milagro. (me han quedao seis vivos) Lo tuve en la residencia y llegué y me dejaron allí donde dejan a las mujeres que van de parto. A la mañana siguiente pasó el médico y preguntó si yo era la mujer que entró por la noche anterior, ¡no se lo podía creer!, pero es que yo ya 207 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN no tenía fuerzas, de las horas que llevaba con dolores. Luego, criarlos no he tenío problemas, les he dao pecho, a la mayor dos años y pico, pero los partos, ¡qué desastre!” (Encarnación). Sin embargo, Pilar no tiene malos recuerdos, todo lo contrario. Ella reconoce que vivió muy bien sus embarazos y hasta tiene anécdotas sobre las condiciones higiénicas del centro hospitalario donde dio a luz. Con esta historia no pudimos evitar la risa. “Yo a los tres meses de casarme me quedé embarazá. No hicimos na pa no quedarme. Nosotros queríamos tenerlo…, yo contentísima. Fue estupendo el embarazo y pa el parto me mandaron al hospital de El Puerto, porque el hospital de Jerez estaba mu lleno. En la residencia te ponen al niño en el nido y lo dejan solito, pero en el hospital de El Puerto me lo ponían en una cunita de níquel mu bonita, allí a mi lao. Ahora que entonces ponían dos niños juntos, porque no estaba tan adelantao como la residencia, no había cunas bastantes. Pues resulta que en la habitación me Encarnación con sus cuatro hijos. 1964. pusieron con una gitana y el niño tenía unas liendres…, y claro, mi niño allí en la cuna con él. Yo se lo dije a las enfermeras, y a ellas les daba risa, pero yo, de verdad, le vi un piojito a mi niño, y no me hacía gracia ninguna. La partera que me asistió a mí, mu bien, amabilísima. Cuando me dieron el alta, como era el primer nieto, tos loquitos con el niño… ¡Qué alegría, qué bendición de Dios, un macho! Ay, mi Fali, mi Fali, Rafael, como el abuelo. Mi Carlos, el segundo igual de bien. Pesó cinco kilos” (Pilar). Las palabras de Pilar contrastan con las de su amiga Pepita,una experiencia decididamente dramática, como toda su historia. Pero de nuevo 208 EL MATRIMONIO COMO DESTINO nos asombra cómo una mujer, aparentemente tan frágil, ha podido superar tantas desdichas juntas. “Yo estaba malísima y venga a tomar pastillas. Yo no sabía que era malo pa el niño…, ¡si ni siquiera sabía cómo se tenía un niño…! No comía, estaba malísima, sólo pastillas de Okal y leche. Pesaba cuarenta y dos kilos con tres meses de embarazo. Cada vez estaba más delgá, porque no comía, que me iba a morir. Mi cuñá me daba un flan, me daba de comer, porque veían que me iba a morir. Ni te hacían análisis, ni ibas al médico, ni na de na. Te quedabas embarazá y luego parías y na más… Mi tía me dio de comer y me cuidó, pero luego con mis suegros no comía na. Me pasaba el día entero sin comer. Pero claro, como no estaba en mi casa… Cuando estaba mi suegra sí comía. Luego, cuando llegó el parto, yo no sabía na de partos. Pensaba que me había meao en la cama. Me levanté y cambié las sabanas y ya está. Empecé a lavar y yo notaba dolor de barriga: Chiquilla a ver si es que se te ha roto la fuente, me decía mi suegra. Yo cogí un pañal y metí las muditas del niño en un paquete: empapadera, ombliguero, mantilla... Y seguía lavando to el día. Mi suegra me quitó de lavar y seguía con el dolor de barriga. Estábamos comiendo papas fritas por la noche y yo me apretaba cada vez más pa dentro. No ayudaba al parto, al contrario. Tenía tanto miedo, que ellos me preguntaban si estaba de parto y yo que no, que no estaba de parto. Mi suegra llamó a Frasquita, la partera, la que recogía a los niños. Me dieron cebolla cocía, pa el dolor. A mi me daba mucha vergüenza, yo en el mismo cuarto…, con toa la familia…, del water a la cama. No dilataba ni pa na, porque estaba aguantando to el rato. Frasquita por la mañana, dijo: Esto no viene, llama al médico. Me decían: “No te duermas…” Estuve cuarenta y ocho horas, sin parar. Nosotros no teníamos ni seguro, ni dinero, ni na. El médico quería usar los fórceps y mi suegra no quería. Pero como el médico ya me había tocao ya empezó acelerarse el parto. Al final, con la Frasquita y el médico nació el niño. Me rajaron y no me cosieron ni na. Eso era el año 1964. Tenía yo veinte años. A los cuatro años me quedé embarazá de mi segundo hijo. Ese segundo se me salió sólo… Ahora las muchachas tienen apoyo de sus madres en to eso y lo hablan con nosotras, pero antes…, qué ignorancia” (Pepita). 209 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN El relato de María Álvarez nos acerca a una experiencia singular. Ella fue una de tantas personas de las que se marcharon a Cataluña en los años sesenta. Allí vivió los primeros meses de su embarazo, muy joven, en una tierra extraña, en condiciones a las que no estaba acostumbrada y lejos de su familia. No pudo aguantarlo y decidió volver a La Barca para tener allí a su hijo. “Sólo tuve una vez la regla después de casarme. Me sentó mu malamente, encima que me metieron allí en Barcelona. De estar al aire libre aquí, a meterme en un piso en Barbará del Vallés, me sentó mu mal el cambio. Me ponía mu mala, no hacía de comer porque mi marío se iba a trabajar to el día y solo comía un huevo frito y salchichón; claro pues a los siete meses me puse con anemia, mu mala. Yo le dije a mi marido: me voy a La Barca. Él dijo que se venía también. Como sólo teníamos los muebles del dormitorio, pues lo vendimos y nos volvimos a La Barca. El viaje larguísimo. Mi madre decía que tenía hasta la vista torcía. Ella empezó a alimentarme con yemas de huevo y me pusieron vitaminas y hierro. Tuve a mi niño en la casa y eso es horrible, porque yo tengo mu mal recuerdo de ese parto. Me decían: Venga acuéstate, métete en la cama. Fueron por la inyección esa que ponían entonces pa que vinieran antes. A mi madre se le rompió la inyección y nos quedamos sin ella. Luego, después de muchas horas se me rompió la fuente, como dicen, y la partera ya me dijo que el parto se aceleraba con eso. Se me cortó el agua y vino el niño. Estaba en el parto mi madre y la mujer que recoge a los niños. Mi padre estaba por allí. Creo que me rajé un poquito. Pero yo pasé mucho, así que no quería más niños. Los otros partos también estuve mala, con anemia y los tuve en el Hospital de Santa Fe, en Sabadell y el último en El Valle Hebrón. Tos los partos fueron bien, y en el último me pusieron inyección pa cortar el dolor. En un cuarto de hora nació. En estos ya me cuidé lo del hierro desde el principio” (María Álvarez). También Josefa volvió a la casa materna para dar a luz a su segundo hijo, después de pasar una mala experiencia en el primer parto. Pero, igual que en el caso de María, vemos cómo en esa época ha cambiado ya la asistencia al parto. Empiezan a usarse medios químicos para acelerar el proceso. 210 EL MATRIMONIO COMO DESTINO Estamos a final de los años sesenta y principio de los setenta. “El primer parto lo tuve en un dispensario que había en Jerez que lo regentaban unas monjas. Lo recuerdo como un sufrimiento largo. Tardé mucho, dos días en dar a luz, pero fue bien. Allí no apareció ningún médico, sólo monjas, ni comadrona, ni na. El segundo me fui a El Gastor, pa estar con mi madre y allí me atendió un practicante que había en el pueblo. Antes eran las parteras las que recogían a los niños. A mí y a mis hermanas nos atendieron estas mujeres, pero cuando llegó el practicante ya no las dejaban estar allí, eso ya era en otros tiempos. A mí el practicante me puso inyecciones pa acelerar el parto y darme más fuerza, porque se me iba la fuerza. Pero fue bien. A los cinco o seis días volví a mi casa” (Josefa). Pero la maternidad no es sólo un hecho biológico. Hay mujeres que por diversas razones, no consiguen quedarse embarazadas; sin embargo sienten la necesidad de desarrollar esa capacidad de dar afecto a una criatura y verla crecer. Ese es el caso de Cuqui. Ella se empeñó en ser madre y finalmente lo consiguió. “Cuando tuve el primer niño en acogida fue cuando yo valoré lo que me quería mi madre. Estaba yo loquita, porque me gustaban mucho los niños y na más que pasaron cuatro meses desde que me casé ya empecé a ir a los médicos. Fui a Cádiz y el médico dijo que si tenía la matriz pequeña, que si me tenía que operar…, total, que mi marío dijo que no. En aquella época operaron a una y se quedó mu mal. Total, que decidimos mirar lo de la adopción. Empezaron a darnos niños en acogida, pero eran niños que no se podían adoptar. A lo mejor tenían una madre en la droga, o en la cárcel o así, pero cuando se resolvía lo que fuera, los niños volvían a su casa. ¡Y no lloraba yo na cuando se los llevaban! Tuve muchos, pero al final la Asistenta Social de Cádiz me llamó. Era para un niño de Zamora. Yo ya le decía que no quería más, que lo pasaba mu mal cada vez que se iban. El niño ya tenía once años. El niño, cuando pasó los primeros días en mi casa ya no se quería ir. Primero sólo venía en Semana Santa, luego yo lo llamaba al colegio muy a menudo y en julio ya se vino. Estaba guapísimo, con un pantalón blanco… Su madre murió 211 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN cuando el niño tenía dos meses y una señora iba a verlo al colegio. Esta señora tenía varias niñas y se lo llevaban fines de semana y vacaciones. Hizo la comunión con ellos. Pero esa familia no lo quería adoptar. En fin, él ha sío un niño bueno, sin muchas complicaciones y nosotros loquitos con él. Ahora ya es un hombre y tiene un niño pequeño, así que tengo un nieto que es una preciosidad” (Cuqui). “En aquella época no se decía na sobre engordar, si a caso que había que alimentarse bien, que había que comer pa dos”. Con este comentario resumen las mujeres el tema de los cuidados durante el embarazo. Pero tienen una serie de anécdotas muy curiosas sobre los antojos, esas pequeñas manías que tienen muchas mujeres cuando están en estado. “A mí cada barriga me daba por una cosa. En uno de ellos le cogí manía a la radio. Cuando llegaba a una casa y estaba la radio cantando a mí me apestaba… Me acuerdo que en otro embarazo lo que me caía mu bien eran los huevos fritos con papas, ¡qué buenos estaban…, era el manjar más grande del mundo, ni fatigas, ni vómitos, ni na, ni na! Y otra vez otra cosa, en fin… Como fueron ocho…, hubo de to” (Encarnación). “A mí to lo de mi casa me caía mal, to lo echaba. Me iba a lavar ¡unos líos de ropa! Una vecina, Anita Colón, me decía: Pepa ven a tomar café. Y yo, aunque tenía mucho que lavar, le hacía caso y ¡qué bien me caía to lo que me daba! El pan con manteca, la morcilla, un trocito de pan y el cafelito que me ponía, lo que se comía entonces” (Pepita). “Pues a mi me daba el olor del café y una angustia… Tenía una vecina y cuando venía me decía si quería café y yo ¡no quería ni oír hablar de él! Vivíamos con mi suegra y ella me compraba chocolate o leche y eso si me lo comía. El arroz con bacalao lo aborrecí y todavía no lo hago. Yo no tomaba na pa la fatiga. Se quitaba y ya está. Eso sí, me ponía mu gorda” (Encarna B.). “A mí los pajaritos fritos me daban mucha angustia. A mi marío le encantan…, y yo todavía los hago, pero comerlos…, ni hablar” (Antoñita). 212 EL MATRIMONIO COMO DESTINO Cuando hablamos de la cuarentena, las mujeres sonríen e insisten en que tenían mucho trabajo como para poder quedarse cuarenta días ocupándose sólo de la criatura. Normalmente, la vida seguía como siempre, sobre todo para aquellas que no tenían una madre que se ocupara de las tareas domesticas y de las otras criaturas. Ese fue el caso de Remedios: “Después de lavar al niño, me lavaban a mí, y al otro día arriba, na de cama…, a veces un rato reposando y na más. Ni hospital, ni médico pa ver ni cómo estoy, ni como no estoy, na. Cuando soltaba uno a por otro y así hasta ocho” (Remedios). Encarna, sin embargo, nos cuenta que ella tuvo que quedarse varios días en la cama porque se quedó destrozada por dentro. “Yo tuve que estar con el primero muchos días en la cama, porque me quedé destrozaíta. Me han cosío ya cuando era mayor, cuando me operaron pa sacarme la matriz” (Encarna B.). Eso sí, durante las primeras semanas, había una serie de rituales, costumbres y prohibiciones para la parturienta. “Las visitas traían chocolate y vino de quina, pa dar fuerza y decían que las alcachofas daban más leche”. Este es un comentario en el que todas están de acuerdo. Por otro lado estaba el tema de la higiene. Lo mismo que en época de menstruación, la mujer no podía lavarse el cuerpo ni la cabeza. También había unos alimentos prohibidos, porque perjudicaban la calidad de la leche. “(…) El melón también decían que no se podía comer, ni ensalá, ni vinagre…, to eso pa la teta no era bueno” (todas). Hasta los años setenta, el periodo de lactancia se alargaba en muchos casos hasta los tres años. La razón no sólo era económica, (precio de las leches artificiales), sino cultural. Las mujeres entonces consideraban natural dar de mamar a sus hijos mientras tenían leche, y los niños, generalmente, se criaban bien de esa forma, hasta que podían empezar a masticar y comer de lo que se ponía en la mesa. Encarna recuerda su preocupación por tener suficiente alimento para su hijo, aunque a pesar de todo pudo amamantarlo durante mucho tiempo. 213 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN “En la cuarentena lo que tenía era la preocupación de que no tendría leche; to se me iba en pensar que mi hijo tendría hambre, que mi leche no le alimentaba bastante… Le dolía la barriga y ya pensaba que era porque tenía hambre. A la segunda no le di mucho de mamar, porque nació al año. El grande me tiraba del vestío pa que le diera a él, pero en aquella época, a los primeros, hasta tres años se tiraban mamando. Yo le daría un año y medio y la última un año más o menos, porque era mu tragona” (Encarna García). Eso sí, como otras muchas mujeres, hacía caso de los remedios antiguos para resolver la falta de leche. “Mi marío me trajo un mochuelo pa el puchero que decían que daba mucha leche. Y la verdad es que después de eso yo tenía muchísima leche. Ahora que en cuanto dejaba de tomar puchero la cantidad ya no era la misma. Ya sabes, a las parías se les ponía un puchero con gallina, por algo será” (Encarna García). Remedios, sin embargo, tenía que destetar a las criaturas antes de lo que ella hubiera querido. Además, por su situación económica, no podía permitirse comprarles Pelargón, que era la marca de leche que se les daba en aquella época a los bebés que no podían ser alimentados con leche materna. “Yo les tenía que quitar el pecho, porque me quedaba embarazá de momento. En once años tuve ocho, así que…, mis niños no han tomao papilla de la farmacia, les daba lo que podía. Les daba unas sopas que les hacía con lo que había en la casa. A la sopa le ponía cebollita, una cucharadita de aceite en el agua y azúcar, con harina o pan. Otras veces, ponía un cazo de agua con aceite, y luego pan, con un poquito de ajo. No podía darles otra cosa” (Remedios). Aunque hoy nos parezca un milagro, con esa alimentación, los hijos de Remedios salieron adelante. Encarna B. nos cuenta cuales eran los alimentos que se introducían en la dieta de las criaturas, después de destetarlas: 214 EL MATRIMONIO COMO DESTINO “Los criaba mu bien, tenía mu buena leche. El pecho…, dieciocho meses más o menos les daba. El segundo varón que tengo estuvo mamando tres años. Decía: mamá teta, mamá teta. A veces mamaba de pie, con tres años. Mu lindos se han criao. Luego, poquito a poco les iba dando lo que comíamos nosotros y cuando ya les quitaba el pecho estaban acostumbraos al puchero: un poquito de sopa, una papita machacá y se lo comían. Yo no sabía lo que era un biberón hasta que he criao a mis nietas. A mis niños nunca les di” (Encarna B.). Este es el traje de cristianar de los niños de Pepita Bazán. Para que los niños dejasen su apego al pecho materno, incluso al chupete, se utilizaban toda clase de estrategias como “untar los pezones con pimentón, o algo picante, o los asustábamos con cosas que pudieran darles miedo” (varias). La intervención de los médicos, por alguna complicación en esa etapa, hacía que muchas madres tuvieran que compaginar la lactancia materna con los biberones. La cuestión se convertía en un problema para algunas familias, cuyas débiles economías no permitían esos lujos. Pepita y Encarnación lo recuerdan así: “Yo quería darles de mamar, pero se me agrietó to el pecho. Mi suegra me daba aguardiente para que tuviera más fuerza, pero un día mi niño empezó a echar sangre y es que tenía el pecho echo una pena. Le quité el pecho porque el médico me lo dijo. Yo le tenía que pedir dinero a mi suegra pa comprar latas de leche pa el niño” (Pepita). 215 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN “Yo sí le tuve que dar Pelargón, porque la primera estaba tan mala con albúmina y eso. Los médicos decían que la niña se moría, pues le daba una toma de pecho y otra de biberón, y así la saqué adelante. Yo vivía en El Palmar, en un chozo y recuerdo un día que estaba yo con mi niña en los brazos, porque quería que si se moría se muriera en mis brazos. Pues estaba yo con mi madre y ella me dice: hija, ¿qué piensas? Yo le dije que quería llevarla a un médico que yo conocía y que quería saber qué me decía él. Ella no confiaba ya en na, pero yo me empeñé y la cogí a la niña y la lleve. El médico, cuando la vio me dijo: ¿Tú sabes lo que se necesita pa curar a la niña?, pues dinerito, ¿tú tienes dinerito? Yo le dije: no lo tengo, pero lo busco donde sea. Me fui derecha del médico a la farmacia y le expliqué a Don Fermín, el farmacéutico lo que me pasaba. Aquel hombre me dijo: Lo que usted quiera, aquí no hay problema. Y mi niña se puso bien…, porque mi marío, tenía otros defectos, pero era trabajador y pudimos pagar las medicinas” (Encarnación). Como hemos visto por los relatos de nuestras protagonistas, la lactancia se alargaba más de dos años y los niños salían adelante. Claro, que entonces no se iba al médico más que cuando las cosas ya eran muy graves. “Ni médico ni na… Antes de ir al médico hacíamos de to, porque no había dinero; hacíamos otras cosas. Les dábamos “neota”, que es como el poleo. El sarampión, se curaba bien arropaos y las cortinas rojas, así lo pasaban” (todas). “Pa la fiebre se le daban friegas con alcohol, les frotábamos las piernas. Pa el resfriao hacíamos cocimientos de higos pasaos y otras cosas. Con eso se hacía como un jarabe y le dábamos cucharaditas. También apio majao pa el empacho” (Encarna B.). Las abuelas y vecinas mayores eran las que traspasaban sus conocimientos a las madres primerizas y les decían qué había que hacer durante la lactancia y cuando las criaturas se ponían enfermas. Sin embargo, a partir de cierta época, los médicos tomaron mayor protagonismo en los consejos a las madres. 216 EL MATRIMONIO COMO DESTINO Esto ocurrió por la extensión de la Seguridad Social a toda la población y la apertura de centros de salud en las poblaciones que antes no tenían servicios médicos gratuitos. Las mujeres empezaron a confiar más en lo que la medicina decía que en la propia intuición para saber qué hacer en cada caso, y en la experiencia de sus madres y abuelas. De hecho, las que en sus primeros partos fueron asistidas en su propia casa por una matrona y amamantaron a las criaturas hasta el año y medio, tuvieron los últimos hijos en el hospital y redujeron el tiempo de lactancia por consejo del médico. Pero hablamos ya de los primeros años setenta. “Mis embarazos fueron bien. Las grandes sin ninguna revisión, ni na. Los partos primeros con matrona, en mi casa, sin problema ninguno. El pecho se lo daba un año más o menos. La última ya le di una ayuda porque lloraba y el médico me dijo que le faltaba alimento y me recetó una leche” (María la costurera). “El primero lo tuve en mi casa y le di el pecho dos años y medio y a los últimos, que nacieron en Barcelona, en dos hospitales diferentes, les di menos tiempo: unos cuatro o seis meses, más o menos” (María Álvarez). El conocimiento de los ciclos de fertilidad era bastante desconocido y poco asequible a la mayoría de la población. Las mujeres tratan de explicar, entre la seriedad y algunas risas nerviosas, hasta qué punto ellas podían evitar el embarazo, cuando no disponían de la información más básica sobre sus procesos fisiológicos. Por otra parte estamos hablando de una época en que no existían medios artificiales para controlar la maternidad. O sea, que ellas vivían pendientes de que cada mes les llegase la menstruación y buscaban estrategias para evitar los contactos sexuales, cosa que para casi todas resultaba complicado. Así hablaron las mujeres sobre esta cuestión: “Los cuatro que tuvimos fueron a conciencia. Decíamos: vamos por otro, lo encargábamos. Cuando las de mi edad me decían: ¡ay, cuatro hijos na más, qué suerte!, yo les decía: pues nosotros traemos los que queremos, na más. (…) A mí mi marío me respetaba, tenía 217 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN mucho cuidao. Un día me dijo: Si tú quieres más hijos vas a tener que buscar quien te los haga, porque aquí no vienen más niños. Y no vinieron, porque es que no se podía” (Encarna B.). Isabel tuvo la misma experiencia que Encarna. Ella ha sentido siempre el respeto de su marido, pero claro, precisa que sin medios artificiales, era muy difícil controlar los embarazos. “Mi marío no era de los que me obligaban a na. Los niños venían porque tenían que venir, porque no había medios artificiales pa evitarlo” (Isabel). Una de las mujeres usa su sentido del humor para aclarar su gran facilidad para quedarse en estado. Continúa la conversación y se establece un diálogo, en el que no todas participan, pero que nos ilustra sobre una cuestión de la que resulta difícil hablar de forma abierta. “Yo tenía los niños, les daba el pecho poco tiempo, porque no estaba bien, luego me ingresaban y me quedaba un mes en el hospital y a la vuelta me volvía a quedar embarazá. Lo único que hacíamos era marcha atrás. Yo le decía a la vecina: no tiendas los calzoncillos de tu marío a mi vista, que me quedo. Es que me quedaba por na. Ahora, que él siempre me ha respetao mucho, sobre to en la cuarentena, y ahora igual”. Te quedabas embarazá y luego parías y na más. Yo me he enterao de lo que era un matrimonio cuando he estao tranquila, solita, ya mayor” (Pepita). “En el último mes del embarazo si que se quedaban más tranquilos los maríos, pero las relaciones se mantenían en los demás meses. Luego en la cuarentena, nos respetaban bastante…, no?”. “Bueno, en la vida real eso no es así, eso es en las películas. Es que si el hombre no quería no se hacía na, en eso nosotras no podíamos hacer mucho. El mío no respetaba na. A veces estaba hasta tres meses, yo huía de él y así lo podía controlar, pero a los tres meses me venía el periodo y ya estaba otra vez. Era tocarme y quedarme”. 218 EL MATRIMONIO COMO DESTINO “Hay gente que no respetaba ni cuarentena, que te lo digo yo que lo sé. La mayoría es como yo estoy diciendo, porque yo he hablao con amigas y decían lo que yo he dicho…”. “Bueno… hay de to…”. Pepita explica cómo su marido tenía más interés que ella incluso por no tener muchos hijos. Para evitar los embarazos lo único que hicieron fue la marcha atrás, un método muy extendido y que sigue practicándose hoy día. Ella cree que les ha funcionado el método, pero reconoce que a ella le perjudicaba. “Pues yo he tenío tres porque mi marío no ha querío más. Y no me he puesto na, ni inyecciones, ni na de na. Y porque yo les pedía a tos los santos que quería una niña, porque estaba harta de tantos machos en mi casa, pero él, si hubiera sío por él, ni siquiera la niña. Yo no podía tener más criaturas porque no tenía ni donde acostar a mis niños. Los acostaba en dos sillitas y un colchón que les ponía encima y allí los acostaba, esa era la cuna de mis hijos. Le tenía que pedir a mi suegra hasta el dinero pa la leche, o sea, que no podía tener más. A mí la marcha atrás me ha funcionao. Pero en otras cosas no me iba bien, porque recuerdo que el médico me dijo que eso me estaba afectando. A mi me daban unos calambres en el vientre…, una cosa que el médico me decía que me tenían que regar, porque si no, me iba a volver loca” (Pepita). María es de las pocas que ha tenido acceso fácil a los anticonceptivos químico-hormonales, ya que vivía en Barcelona en los años setenta. Sin embargo, en esos primeros años había mucho miedo a tomarlos. Esta fue su experiencia: “Después de tener el primero, nosotros seguimos con la marcha atrás, a pesar de que en Barcelona ya se conseguían pastillas, pero a mí me daba miedo lo de las pastillas y no llegué a tomar más que una. Y es que, por casualidad, tuve un cólico esa noche y yo se lo achaqué a la pastilla, así que ya no volví a tomar na” (María Álvarez). 219 EL MATRIMONIO COMO DESTINO EL MATRIMONIO COMO DESTINO 6. Madres trabajadoras: administradoras de la escasez Después de la boda, María sabía que tenía que marcharse. Dejaba atrás los años de niñez y juventud, en los que se había sentido protegida por su familia. Se tenía que despedir de aquel pueblo blanco, de su casa, tan linda, toda ella llena de luz; las alegres y bulliciosas calles, por las que paseó sus diecisiete años. Echaría de menos los colores y los aromas que desprendían las macetas de los patios. Pero había que ganarse la vida. La gente se iba a Francia, a Madrid, a Cataluña, a Palma de Mallorca… Las parcelas ya no daban para mantener a tanta gente. Las cosas estaban cambiando. Casi nadie se conformaba ya con ir tirando; el mundo era grande y las oportunidades de progresar y buscar una mejor vida para los hijos estaban ahí. Desde que acabó la mili, su novio estaba trabajando en Barcelona. A partir de ese momento ella fue preparando el viaje. 221 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Con estas palabras María relata cómo era la situación en La Barca, poco antes de marcharse: “Me fui a Barcelona en 1963, al año de la riá. Se fue de aquí mucha gente a Francia. Aquí no se podía comer en esa época con tanta familia comiendo de la parcela. Mis hermanos se fueron tos porque nacían niños y no había pa tanto. Se sembraba trigo, garbanzos, habichuelas; luego se cambiaba lo que había por telas y otras cosas que necesitábamos, porque no había dinero. Se comía lo que se criaba. Pero los muchachos ya no se apañaban como nosotros en los años cincuenta. Me acuerdo cuando mi hermano se compró los primeros pantalones tejanos, aquello era una locura; pero él se tuvo que ir a otro cortijo a trabajar un verano y con eso se compró el pantalón”. A María le atraía esa aventura, pero al mismo tiempo tenía miedo de lo desconocido; no sabía qué se encontraría en un lugar tan lejano. Pero la ilusión de una nueva vida, junto al hombre que había elegido para formar una familia, le ayudó a ir superando los obstáculos que fue encontrando en el camino. María lloró la pérdida de su casa, del pueblo y de sus padres. “A lo primero estaba mu contenta con lo de Barcelona. Me compré unas maletas y me llevé toa mi ropita y mis cosas. Pero cuando llegué allí y mi marío me metió en una habitación, aquello no estaba ni enlucío. Era una habitación realquilá, ya te digo, aquella casa no estaba ni terminá de hacer. Yo acostumbrá aquí a una casa linda, grandísima que por fin nos había dao el Instituto, y meterme allí, entre cuatro paredes, sin conocer a nadie... Hasta pa ir a la iglesia tenía que ir lejos, fue durísimo y lo pasaba mu mal” María recuerda con nostalgia ese tiempo, tiempo de emigración, de incertidumbre y soledad, pero también de descubrimientos. Allí sintió por primera vez el latido de una nueva vida en su vientre; nacieron y crecieron sus hijos, trabajó y aprendió a administrar la casa, y con los ahorros se compraron la primera vivienda. 222 EL MATRIMONIO COMO DESTINO Es extraordinaria la cantidad de detalles que han quedado en la memoria de esta mujer. “Como ya he contao nosotros volvimos a La Barca, porque yo quería tener a mi niño aquí. Cuando nació el niño mi marío se fue a Torremolinos y allí me fui luego con él una temporá. Pero aquí no había dinero y otra vez volvimos a Barcelona. Yo no me quería ir. Él se fue y a los tres meses me marché yo. Ahora ya la habitación que me buscó estaba mucho mejor, más independiente, con gente mu buena. Compartíamos piso varias familias. Me compré una mesa de fórmica, unas sillas y la mujer me puso dos catres. Mi marío ya ganaba mil pesetas a la semana y trabajaba en Barcelona de carpintero. Al poco tiempo un vecino compro un piso y me lo alquiló. Dos mil quinientas pesetas me costaba de alquiler, en 1966 más o menos. Yo trabajaba en la casa, hacía jerséis y chaquetas, pero en casa. Nos daban cinco pesetas por poner los botones en una chaqueta. Era género de punto. Luego también hice bajos de pantalones. A los seis años ya nos compramos nuestro piso. Dimos treinta mil pesetas. A los dos años otras treinta mil, porque luego él ya ganaba más. Yo gastaba veinte duros diarios y el sábado doscientas pesetas y con eso hacía milagros. Con un pollo yo hacía maravillas, le sacaba un provecho… Mi vecina me decía: ¿Cuántos trozos has hecho con el pollo? Hacía puchero, croquetas, luego los muslos y las alitas, una comida con cada cosa…, en fin, es que yo estaba acostumbrá a eso, de ver a mi madre. Allí aprendí muchas cosas. Yo vi que las madres les compraban sesadas a los niños, pues yo también se las compraba al mío; pero él no quería comer eso, vaya, que no le gustaban los sesos. El yogurt también, al principio no sabía si había que echarle azúcar. Las albóndigas con caldo de puchero las aprendí de mi vecina de allí. A limpiar la casa también, porque allí las cosas se hacían diferentes. En La Barca no teníamos casi na, así que se limpiaba a fondo la casa, pero lo que teníamos era una mesa, una mesita pa la radio…, ni cuadros, ni na. Encalábamos la pared y entonces es cuando quitábamos los pocos retratos o los cuadros que había y tenían un cerco…, del humo de la candela. Allí la gente limpiaba toas las semanas y limpiaban detrás de los cuadros. Luego las duchas, aquello era nuevo. 223 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN El primer cuarto de baño lo tuvimos en el piso de alquiler. Antes, nos bañábamos en un barreño, en la habitación. Aquí en el pueblo, en la casa que le dieron a mi abuela, teníamos un cuarto de baño, pero ella no consintió poner una taza de water, porque le parecía que aquello estaba mu mal. Puso un ladrillo en el agujero y hasta que se murió allí no se puso cuarto de baño” (María Álvarez). Mientras tanto, el país estaba cambiando, las costumbres y los valores sociales se transformaban a pasos agigantados. La libertad fue impregnando la vida social y personal, y cuando María volvió a La Barca se dio cuenta de que el tiempo no había pasado en vano; que ella era diferente, que ya no le parecía bien eso de que las mujeres no pudieran ir al bar a tomarse un refresco. Las cosas en La Barca iban lentas, pero ella ya no volvería atrás. Se había convertido en una mujer de cuarenta años y sabía lo que quería: vivir tranquila con su marido y sus hijos, seguir trabajando y luchando por ellos, y esperar pacientemente la llegada de nuevos aires a La Barca; porque llegarían, seguro que llegarían… María recuerda esos momentos y cómo volvió a llorar, pero ahora porque tenía que dejar otra tierra a la que había cogido cariño. “¡Una variación entre vivir aquí y allí! La mentalidad era muy diferente. Las mujeres no podían ir a los bares, ni ponerse pantalones. To eso en Barcelona era otra cosa. Yo decía: ¡qué pena mi piso, con lo que he pasao pa tenerlo! Pero más lloré cuando me tuve que venir, porque yo tenía allí mi vida, mis vecinas buenísimas, que lo pasábamos mu bien. Llevaba a mis niños a la escuela y me iba a los mercaos, a los pueblos de alrededor, a muchos sitios: a Montserrat, al Tibidabo… Meterme otra vez en este pueblo me costaba. Esto ya era 1981 y había pasao allí mi juventud. En unas vacaciones que vinimos nos compramos un local, luego vendimos el piso, me lo traje to aquí y nos pusimos una tienda en Jerez” (María Álvarez). Como vemos, María vivió dieciocho años de su vida adulta fuera de La Barca. Ese periodo de tiempo que transcurre entre la boda y la crianza de los hijos, es el que trataremos en este capítulo. El relato de María, nos 224 EL MATRIMONIO COMO DESTINO acerca a las peripecias y dificultades por las que pasaba cualquier mujer de clase obrera en la época. A través de estos recuerdos nos adentramos en un tema muy importante: las habilidades que desarrollaban las mujeres con pocos recursos económicos para sacar adelante a la familia. Las estrategias de supervivencia eran variadas y no sólo las veremos en ella, sino en todas sus compañeras. La mayoría siguieron viviendo en La Barca, otras, se marcharon a otros lugares, pero todas, sin excepción, sacaban provecho de todo lo que tenían a su alcance. Ahora bien, el principal recurso lo tenían dentro de sí, porque eran mujeres con voluntad y capacidad de sacrificio, estaban acostumbradas a la lucha por la supervivencia y tenían clara una cosa: sus hijos merecían otra vida. Isabel ha tenido una historia, en cierto modo, parecida a la de María. También ella se marchó a trabajar fuera de La Barca: a Palma de Mallorca. Fue una mujer que demostró una gran independencia de criterio, porque se marchó a trabajar sin su marido y dejó en manos del hombre el cuidado de los hijos pequeños. Sus palabras nos llevan a la situación de precariedad de los primeros años de matrimonio. Entonces, una de las aspiraciones mayores de las familias era tener una casa propia. Mientras tanto, las parejas recién casadas convivían con los padres y compartían la débil economía con ellos. “Yo me casé y me fui a una habitación, en la casita que tenían mis padres y luego, al nacer el segundo, alquilé una habitación. Así íbamos pagando a la cooperativa, hasta que nos dieron nuestra casa. Yo tenía que trabajar pa poder pagar. Alquilábamos unos huertos y nos íbamos por las tardes los dos a sembrar cuatro cosas pa ayudar a la casa. Luego además siempre estuve al tanto de mi madre y mi padre. Íbamos con la libreta a la tienda, porque no daba pa mucho y a veces nos gastábamos lo que había en hacer de comer en casa de mi madre. Nos íbamos tos allí y preparaba pa comer y se gastaba to. Aquí no había trabajo y yo era joven. Entonces me fui a servir a Cádiz” (Isabel). Isabel explica de esta forma cual era su filosofía de vida, cómo se las ingeniaba para administrar el poco dinero que entraba en la casa, y cuales fueron los pasos que dieron ella y su marido, hasta conseguir tener una vida mejor que la que habían vivido en su infancia y primera juventud. 225 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN “Yo siempre he dicho: comeré menos, pero vivir malamente, como antes, yo no vivo. Nosotros tuvimos los cuatro niños enseguía. Como mi marío estaba de baja se quedaba en casa con ellos. A él le daban ocho o diez mil pesetas y con eso no se hacía na, pa cuatro niños y la casa… Yo decía: que estoy en la flor de la vida, ¿cómo me voy a estar pará? Si puedo sacar ocho mil pesetas en Cádiz sirviendo pues eso que tengo pa darles de comer a mis hijos. Me las ingeniaba pa que ellos tuvieran su ropita, la compraba fiá en una tienda que había aquí en La Barca y luego se lo iba Isabel con su marido. pagando poquito a poco a la mujer. Que si la tienda de comer, la de la ropa…, muchos gastos. Pues yo, ¿cómo me iba a quedar en la casa, en la flor de la vida, charlando con las vecinas? Porque después de hacer las camas y arreglar un poquito la casa, ¿qué tienes que hacer? Al mes y un poco más de estar sirviendo en Cádiz nos fuimos a vivir a Los Molinos, una finca en Medina Sidonia. Allí estuvimos tres años. Él cuidaba los jardines, las flores, yo la casa, la comida y cuando venían los señores y los criados yo era también la cocinera. Ya era otra cosa. Los niños apuntaos en el colegio en el pueblo; no ganábamos mucho, pero no teníamos que pagar ni luz, ni agua, ni na. Yo le dije a mi marío que teníamos que pedir más dinero a los señores, porque él trabajaba mucho en el campo. Como el señor no podía pagarle más nos fuimos a Palma. Yo no tenía ni cuarenta años y otra vez dejé a mi marío con los otros tres niños en La Barca. Él se apañaba con la comida, la ropa, la casa, se apañaba… Mi hija y yo estábamos en un camping de cocineras y nos daban comida y habitación. No era normal que una mujer casá se fuera sola y se dejara al marío con los niños. Pero claro, a nosotros nos hacía falta. Él nunca se quejó, ni tenía celos, ni na. Nos compramos el piso porque el dueño de la casa que teníamos alquilá nos quiso subir de diez mil a treinta mil pesetas de golpe. Fue entonces cuando pensé: 226 EL MATRIMONIO COMO DESTINO ¿cómo pago yo ese dinero si lo puedo pagar pa un piso de compra y ya tengo la vivienda propia? Me pasé muchas noches sin dormir. Se me metió en la cabeza y echaba cuentas y veía que mis hijos me podían ayudar y mi trabajo. Yo veía que no tenía problemas, que nosotros teníamos una casa en La Barca y siempre podíamos venderla, y quedarnos allí en Palma, que es donde estaba el trabajo. Ahora ya sabemos que es lo mejor que pude hacer. No he tenío que vender na, ni pedir a mis hijos un céntimo” (Isabel). Resultaría demasiado extenso el relato de la vida de Isabel en Palma de Mallorca, pero de lo que ella nos contó se puede sacar al menos una conclusión: Isabel demostró que era una mujer decidida y emprendedora, y además cumplió esa promesa que se había hecho a sí misma: “vivir malamente, como antes, yo no vivo”. La historia de Pepa también es una historia de lucha, sacrificio y generosidad. A través de su relato nos acercamos a un hecho muy general en La Barca y que prácticamente todas las mujeres lo vivieron: tener que compartir casa e ingresos, durante los primeros años de matrimonio, con la familia del marido. “A él no le corría bulla casarse, pero además es que su madre era viuda, sin paga y con hijos a su cargo. Claro, él quería recogerse, pero su situación no era pa casarse, no podíamos. Por eso me casé ya con veintiocho años. Después de casarnos nos fuimos a una casa que le dieron a mi marío, cerca de donde trabajaba él: en La Marmolilla. Nos compramos las cosas de la casa entre los dos y se vino mi suegra a vivir con nosotros. Como no tenían donde vivir… Hemos vivío juntas veintidós años; nos hemos ayudao mucho la una a la otra” (Pepa P.). Pero Pepa no se queja, sino que considera normal eso de ayudarse mutuamente. Es verdad que ella acogió a la familia de su marido en su casa, pero eso le permitió seguir trabajando, a pesar de tener una familia numerosa. “Entre los veintiocho y los treinta y nueve años tuve siete hijos, así que mira si me tuve que espabilar y trabajar. Yo seguí trabajando en el campo, gracias a que mi suegra se quedaba con los críos. Ella me 227 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN ha ayudao muchísimo y me ha querío un montón. Ha sío mejor que una madre. Al mes de casá empecé con los ataques del corazón y claro yo me fui a Madrid un tiempo, luego a Sevilla tres meses y medio y to eso mi suegra con mis niños. Luego, cuando tenía más niños, a tres de ellos los metí en un colegio, pa que ella no tuviera tanto trabajo, porque entonces no había ni lavadoras, ni na. Ella me ha criao a mis hijos; porque a pesar de estar mal del corazón, he trabajao siempre, primero seguí en los cortijos, como jornalera y luego, cuando llegó el paro me apunté a to lo que había: pintar colegios, el cuartel, la piscina… El campo lo dejé, pero he cogío algodón muchos años; nos íbamos los dos por temporás y así hemos podío cobrar el paro…, hasta que me jubilé a los sesenta y cinco años” (Pepa P.). Como las demás mujeres, Pepa tiene una historia larga y llena de altos y bajos, de momentos felices, pero también de desgracias, que superó con su entereza y su capacidad de lucha. Recuerda cuando se quemó su choza y perdió todo lo que había conseguido en muchos años. Por eso no puede enseñar las fotos de su boda, ni de sus niños pequeños; todo se perdió en ese día fatídico. Y a pesar de eso, como el Ave Fénix, resurgió y consiguió tener su propia casa. Contrariamente a Pepa, Paca tuvo muy poca ayuda. Ella sacó a su hijo adelante con mucho esfuerzo y sin la presencia de un padre, ya que estaba soltera. Para ello, trabajaba en todo lo que le salía, incluso se llevaba al niño, porque estaba completamente sola; no tenía madre, y su padre, como ella dice: “sólo le preocupaba tener el plato encima de la mesa”. Sin embargo, a esta mujer no le asustaba la vida, había aprendido a valerse por sí misma desde muy joven y no necesitaba a ningún hombre. A pesar de esa independencia, Paca esperaba casarse algún día. Por eso, cuando aquel muchacho le pidió matrimonio, lo supo reconocer enseguida, se dio cuenta de que era un buen hombre. Y no se equivocó. Se casó con él y a partir de entonces se sintió protegida y querida. No recuerda haberse preocupado de la economía; eran pobres, pero a su marido no le ha faltado trabajo y ella siempre ha estado a su lado, haciendo milagros con el sueldo, y criando a sus cinco hijos. 228 EL MATRIMONIO COMO DESTINO “Siempre he trabajao en el campo, pero también he lavao en las casas, he cosío, planchao, un poco de to. Así crié a mi niño, trabajando en lo que salía. Me llevaba a mi niño en la hamaquita a las casas donde iba a coser, a lavar, a planchar. Yo solita aprendí a hacer esas cosas. Luego, me iba a casa de alguna vecina a coser la ropita. Cuando me casé ya no me preocupé de la economía nunca más porque él se ganaba bien la vida. Mi marío trabajaba en los cortijos, nunca tuvo parcela, estaba en los canales también. Luego lo colocó un hombre de porquero y nos fuimos toa la familia a la vera de las marismas. Teníamos una piara de cochinos, nosotros los cuidábamos y teníamos una casita. Le daban un sueldo y los garbanzos, el pan y la cabañería que le llamaban. Vivíamos bien allí. Mi marío se iba con los cochinos y los niños más grandecillos, que también ayudaban. Teníamos que guisar con una hierba que era como el tomillo. Esto que te digo sería en 1950 más o menos. Yo tenía unos treinta años entonces” (Paca). Remedios es una mujer que vivió una niñez y una juventud sin problemas importantes. Sus padres eran parcelistas, y con lo que daba el campo y los animales tenían suficiente. Sin embargo, a partir de su matrimonio empezó para ella una etapa mucho más dura y con más privaciones. “Es que mi novio entonces vivía con su madre en una choza, una mujer viuda, con sus hijos…, y allí nos teníamos que meter nosotros. Mis padres se habían tomao mal lo de irme yo con el novio, pero después de nacer la criatura me acogieron en su casa. Pero mi padre nos hizo una choza en su parcela, porque el cura del pueblo siempre relataba porque decía que era pecao eso de dormir juntos sin estar casaos. Yo al principio tenía una mesa, cuatro sillas y una cama, eso era lo que tenía, unas sillas ahí mismo, de enea, que todavía las tengo. Lo que pasa es que tuve la desgracia de que se me quemó la choza y los cuatro muebles que me compraron cuando me casé me quedé sin ellos. Mi marío ganaba cinco duros a la semana, pues no tenía pa na. Luego me hizo mi marío los muebles más imprescindibles: mesa, sillas, cama y cómoda. Mi vida era normal, cuidando 229 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN de la casa y de los niños. No trabajaba fuera, bueno algunas veces ayudaba en la parcela, pero a eso no le llamo yo trabajar… ¡Ya tenía bastante yo con un niño detrás de otro! Luego, cuando se murió mi marío, a lo mejor iba a una familia y echaba dos o tres horas lavando, o iba a coger algodón con los mayorcitos, pero un trabajo continuo, no podía” (Remedios). Vemos cómo Remedios también tuvo que compartir vivienda, primero con la familia de su marido y luego con la suya. Él tenía un buen oficio, pero ganaba poco y tenían muchas criaturas, así que había que hacer malabarismos para sacar adelante la casa. Además una sombra amenazaba la humilde, pero tranquila vida de su familia: la enfermedad de su marido. Ella reconoce las virtudes que él tenía, “trabajador era como el primero”, dice, pero los pocos años que convivieron fueron muy difíciles. “Tenía mu mala bebida. Venirnos a la Barca, desde la choza, fue malo pa mi marío, porque tenía tiempo de irse a la taberna. En el campo no se iba a la taberna pa no dejarme sola, le daba miedo dejarme sola. O sea que bebió mucho más desde que nos vinimos aquí. Celoso era al máximo y cuando bebía eso era insoportable. Al otro día, ya que estaba bueno, me pedía perdón. El médico le preguntó un día: ¿tú bebes? Y entonces le dijo que si no dejaba la bebida seguiría viendo esas cosas, porque él decía que veía cosas. Tomaba medicación, pero claro, bebía con la medicación, así que no es raro que le pasara eso. Eran medicamentos pa los nervios, estaba enfermo” (Remedios). Pero la peor época estaba por venir. La muerte de su marido, la soledad, con sólo treinta años, siete hijos y embarazada. Esos fueron los peores años de la vida de Remedios. Ahí es donde ella midió sus fuerzas, superó dificultades y echó todo el arrojo que una mujer puede tener. Sus hijos tenían que comer y salir adelante y ella haría todo lo que estuviera en su mano. “Con treinta y tres años murió y me dejó solita, con siete niños y embarazá del octavo. Hasta los seis meses de la muerte de mi marío no me vino la primera paguita y no tenía ni que darles a mis hijos de 230 EL MATRIMONIO COMO DESTINO comer. Tenía yo treinta años. Fue entonces cuando empecé a trabajar en la calle. A partir de ese momento me apañé lavando en las casas. Me pagaban cinco duros lavando to el día y con el niño al lao, meciéndolo en la mecedora. Menos mal que antes no teníamos tantas tonterías y sólo había una silla y una mesa… Compraba la tela de muselina y les hacía to: los calzoncillos blancos, y to, porque entonces se cosía toa la ropa…, así iba saliendo adelante” (Remedios). Pero también tuvo la oportunidad de conocer la solidaridad. Las tiendas, las vecinas, incluso las mujeres de las casas donde trabajaba…, sus recuerdos y su agradecimiento hacía esa gente lo expresa de este modo: “Las tiendas me decían que me llevara lo que quisiera, pero yo me llevaba lo indispensable porque luego había que pagar. La primera paga fue pa María la del pan y uno que le llamaban Benítez, allí era donde me fiaban. Luego, una me daba una cosa, otra cosa. Mi vecina me traía de to y me recogió los niños. Esa mujer fue la que me ayudó. El pan y el melón a lo mejor era la comida de mis niños. Pepa, “la monjita”, así le llamaban a la otra vecina. Me dejaba los niños con ella mientras iba por agua o a lavar. Yo con el búcaro en la mano no podía llevar los niños también. Hasta me ayudaba a lavar la ropa…” (Remedios). Lo más duro fue separarse de sus hijos. Esa fue la solución provisional que encontró Remedios, para sacar adelante a una familia tan grande. Ella sufrió por la distancia, pero a la larga ha podido ver los aspectos positivos de la experiencia: sus hijos tuvieron una educación y salieron a la vida preparados. “Cuando mis niños tenían catorce años se iban a la remolacha o a otras cosas y entonces ya empecé a respirar. Mi hija mayor salió de la escuela pa ayudarme y empezó a trabajar con doce años. Se fue a servir a Jerez. Entonces me hablaron de un colegio interno donde podían estudiar y estar alimentaos. Como yo no tenía ni pa darles de comer pues me lo pensé y los llevé al colegio. A mi me costaba mucho trabajo quedarme sin ellos. Los dos mayores eran los que yo quería que se fueran y yo me quedaba con los chicos. Pero no había 231 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN plaza na más que pa los chicos. Bueno, ¡qué mal lo pasé yo!, sin mis niños, tan chicos. Ahí se quedaron y luego, cuando se hicieron más mayores los pasaron a Cádiz y luego a Chipiona. Estuvieron hasta los dieciséis años y acabaron el bachiller. Claro, me quitaron tres bocas. Cuando iba a verlos, ellos llorando y llorando, que se querían venir. Pero sólo venían en Navidad, en verano, o en Semana Santa. Ahora que son grandes ya la cosa está mejor. Si yo contara todo, día por día, tendría una novela…” (Remedios). Y es cierto, porque, lo que esta mujer compartió con nosotras, es mucho más: habló de sus estrategias para escapar y manejar lo mejor posible las broncas y las obsesiones del marido; su terrible y anunciada muerte, con sólo treinta y tres años y otra pérdida aún más dolorosa si cabe: la de su hijo, durante el servicio militar… Y ella, ahí, presente, como una roca, dando seguridad a sus hijos, haciendo de tripas corazón y echándole coraje a la vida. Con su eterna sonrisa, Encarna resalta los aspectos más agradables de su vida de casada: los afectos, la buena relación que siempre hubo entre sus suegros y ella y cómo organizaba su vida cotidiana, ya que no salió a trabajar fuera de la casa familiar. “(…) Desde el principio hemos estao con gente: primero con mis suegros y mis cuñaos, que eran muchos varones. A mi me querían mucho, pero no nos ha dao tiempo a vivir solitos, como él quería. Mientas vivió mi suegro, mi suegra era la que administraba, y cuando se murió, nos pasó a nosotros las responsabilidades. Lo que salía de la parcela siempre había sío pa tos, aunque mi suegra era la que tenía el mando. Yo me encargaba de la casa y ayudaba en la parcela. Era mucha faena, porque sin lavadora la ropa se llevaba mucho tiempo, luego la comida, los niños, los hermanos de mi marío, la ropa de ellos y darles de comer…, éramos muchos. Así que no he salío a la calle a trabajar. Bueno, una vez nos juntamos unas cuantas y montamos un taller de costura y hasta compramos nuestras máquinas industriales. Estuvimos poco tiempo porque no funcionó mu bien. Teníamos muchos gastos”. (Encarna B.). 232 EL MATRIMONIO COMO DESTINO Sin embargo, la experiencia de Antoñita fue muy diferente a la de su compañera. También tuvo que compartir sus primeros años de casada con la familia de su marido, pero mientras que Encarna fue acogida, valorada y querida por sus suegros y cuñados, lo único que recuerda Antoñita es el desagrado con que su suegra la recibió en la familia. “Mi marío perdió al padre con tres años. Eran seis hermanos y él tuvo que hacerse cargo de la familia. Mientras que su hermano más pequeño no viniera de la mili él tenía que trabajar en la parcela; por eso, cuando nos casamos me fui con mi suegra, aunque ella no me quería y lo que hacía yo era de criada, era la que les hacía las cosas a tos los hermanos, que eran solteros. Mi marío no podía dejar a su madre y ella no nos daba na. Él trabajaba pa ella y nosotros no teníamos pa comer. Algunas veces mi suegra nos daba algo…, cinco duros o así, pero yo los guardaba pa pagar la luz de mi casa54, pa que no me la cortaran, porque yo no quería dejar mi casa” (Antoñita). Como en tantas familias, el marido de Antoñita tuvo que seguir trabajando para su familia de origen durante cierto tiempo. Eso era más necesario cuando la madre era viuda o había hermanos en el servicio militar. Todos los brazos eran necesarios para el trabajo, para sacar fruto de la parcela. Esta mujer recuerda con tristeza las estrecheces que tuvo que superar, sobre todo en los primeros años de casada. Sin embargo, como sus compañeras, sacó la fortaleza que llevaba dentro y utilizó las habilidades que aprendió de chica, para que sus hijos pudieran tener lo necesario. “Yo puse mi casita, mu pobre, pero bueno, tenía mi casita. Antes de casarme yo tenía un huertecito y sembraba algodón, junté un poquito pa comprar cuatro muebles, mil pesetas entonces. Lo tenía que pagar mi suegra por meses, pero al final lo pagamos nosotros. La ropa de mi cama la hice yo bordaíta, antes de casarme, era lo que tenía. En el campo he trabajao mucho. Yo cogía los niños y los llevaba al tajo, ellos iban por delante, adonde yo iba allí los llevaba, porque no tenía ayuda de nadie. El saco colgao pa el algodón y el niño al lao. Ganar no ganábamos mucho, porque pa comer cada día casi siempre había. Las tiendas me fiaban, apuntaban en la libreta lo que me lle- 233 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN vaba y pagaba cuando podía. Yo compraba los plátanos pa mis niños; los niños y los hombres, eran los que tenían el mejor plato. Pero yo embarazá no me podía comer un plátano, En mi casa el primero era mi marío, porque era el que trabajaba… Luego, pa vestir a los niños, compraba restos y les cosía sus cositas; los llevaba como un pincel. Con dos pesetas compré una vez una tela roja pa hacerme un traje, con un escote cuadrao, precioso. Pantalones, calzoncillos, de to…, lo cosía to. Al venir mi cuñao de la mili mi marío ya trabajaba con una máquina segando y empezamos a tener algo de sueldo. Mi marío siempre ha trabajao de pintor de brocha gorda en la construcción, también en los canales…, con eso ya íbamos ahorrando un poquito. Él administraba to lo que había y me daba pa comprar. Yo no he podío tener mi propio dinero” (Antoñita). Los niños de Antoñita, con unas primas, éstas vestidas de flamenca. “He sío la madre de tos, de hermanos, sobrinos, hijos... Si alguien lo necesita yo me lo traigo”. Así se manifiesta Antonia, una mujer que desde muy joven asumió ese papel cuidador con el que se identifica plenamente. Tenía diecinueve años al morir su madre y era la mayor de siete hermanos. Para ella casarse no supuso empezar una nueva vida, sino continuar 234 EL MATRIMONIO COMO DESTINO haciéndose cargo de los hermanos que quedaban solteros, que se fueron una temporada con ella. Pero estaba acostumbrada y cuando lo recuerda, no sale una sola queja relativa a esa situación. Al contrario, ella se siente satisfecha de ese papel maternal, con el que dice sentirse feliz. “Yo estaba contenta de haberme casao. Nos mudamos en ca mi suegra. Llevaba mu buenos muebles… Tos mis hermanos se fueron a mi casa, porque mi padre se casó de segundas. Yo intenté que no se casara. Le dije que si arreglamos la cuadra me podía quedar, pero él quería que yo me fuera, que lo dejara con la nueva mujer. Él quería que yo me casara pa meter a una mujer. Era buenísimo, pero…, necesitaba siempre una mujer y nosotros no lo entendíamos ni lo aceptábamos. En fin, que mis hermanos solteros se vinieron y en mi casa no cabían, pero ellos no aguantaban aquella mujer. Es que entonces nadie quería una madrastra, no se entendía como ahora. Yo recogí la mesa y los muebles de mi madre y me los llevé. Me aconsejaron así, pero claro, ahora me doy cuenta que pa ella debía ser mu fuerte to aquello, que la dejaran con la casa vacía de muebles. Al poco tiempo se volvió a su pueblo y dejó a mi padre solo otra vez” (Antonia). Además, el matrimonio entró a formar parte de la gran familia política, o sea, que compartían casa y trabajo con los padres y los hermanos de su marido. Antonia ha combinado el trabajo domestico: niños, casa, ropa y alguna ayuda en la parcela, con algún jornal en el campo y otras habilidades que ha sabido aprovechar para aumentar los ingresos familiares. “La parcela de mi marío la tenían entre mi suegro, dos hermanos y nosotros, o sea, pa tres familias. No eran suficientes las parcelas pa tanta gente, así que ellos arrendaban tierra; además eran buenos trabajadores. Pero con tres niños cada uno de los hermanos, más mis suegros y viviendo en la misma casa tos…, tú dirás. Llegó un momento en que mi marío se fue a Alemania a trabajar, pero se puso malo del estómago, estuvo fuera sólo cuatro meses. Luego ya empezó a trabajar como tractorista. En fin, que yo he ido poco a la calle a trabajar. Pero bueno, tres niños dan trabajo, y además me iba a coger algodón, he echao permanentes, si me ha salío un trapo pa coser he cosío, que todavía lo hago y luego he ayudao cuando era necesario 235 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN en la parcela. Con lo poquito que yo he sacao de mis trabajillos me he comprao trapos, lo que me hacía falta pa la casa, calzao. Él no veía faltas de na nunca, pero pa lo diario nunca he tenío problemas, pa comer siempre hemos tenío un buen plato. Yo compraba las telas más baratillas y cosía la ropa, de esa forma podíamos tirar. Hemos pasao apuros y trabajo…, pero no me puedo quejar” (Antonia). Pilar no ha tenido que sufrir las privaciones e inconvenientes que explican muchas de sus compañeras. Es la más joven del grupo y eso tiene su importancia, porque cuando ella se casó la situación económica de este país estaba cambiando. Era ya el año 1973, una época en que muchos se tuvieron que marchar a trabajar a la costa o a otras zonas de España donde había trabajo. Ellos se fueron un tiempo a Cataluña, pero no como emigrantes, sino trasladados por la empresa constructora donde trabajaba su marido, en unas condiciones que para ella fueron muy positivas. “Llevo treinta y cuatro años en La Barca, pero yo pisé La Barca y me acogieron mu bien, como una hija. Toa la familia de mi marío, una familia maravillosa. Después de casá no trabajé fuera de la casa, no lo necesitábamos. Con este hombre, mi marío, no me ha faltao nunca un duro. Él ya tenía el mismo oficio de ahora, se dedica a encofrar y ha tenío siempre mucho trabajo. En el año 1979 fue cuando nos trasladaron a Barcelona. Me llevé a mi niño con tres meses y el mayor ya estaba grandecito. Vivimos en el barrio de La Bordeta y tengo buenos recuerdos de esa época. No es que me apeteciera, pero cuando estuve allí me gustó mucho. Como era trasladao nos lo pagaban to, el piso lo pagaba la empresa y luego el viaje en avión, hasta la guardería. El mayor ya iba al colegio y el pequeño me lo quedé conmigo en casa” (Pilar). Cuando Encarnación relata su vida de casada, no puede evitar referirse a los problemas de su matrimonio, debidos al alcoholismo de su marido. Ese aspecto es fundamental en su historia y ha marcado a toda la familia. Sin embargo, esta mujer resalta continuamente aspectos positivos del padre de sus hijos. De esa manera suaviza las malas experiencias, el dolor que le causaba verlo bebido y soportar los efectos que le provocaba el alcohol. 236 EL MATRIMONIO COMO DESTINO “Mi matrimonio fue mu forzao, como ya os he contao, pero luego él era mu guapo, mu fino y no tenía mal carácter con nadie. Lo que tenía era con el vino. Con los vecinos igual, era generoso, lo daba to. Yo he disfrutao porque arreglaba mucho a mis niños, una ropita mu bonita, sacaba a mis niñas monísimas. Cuando tenía que comprar las cosas pa la Primera Comunión de las niñas, era yo quien llevaba to el tema. Él me decía: Tú compra lo que tengas que comprar, que yo no tengo na que ver… Era mu generoso, no tenía na suyo. Al fin y al cabo era mu bueno… Algunas veces, yo le decía a mi hijo que su padre era mu hombre; y es verdad, mi marío era el mejor agrimensor que había por aquí y yo le decía: ¿A ti no te da na estar tirao por ahí por el dichoso vino, cuando vales tanto? Y él lo reconocía, pero no podía evitarlo” (Encarnación). La familia numerosa de Encarnación. Ella tenía 30 años. Hay que reconocer la capacidad de aguante de Encarnación, la voluntad que ha demostrado para no hundirse, para estar presente en el día a día, tanto en el cuidado de sus hijos, como en el trabajo fuera de la casa, a pesar de lo maltratada que se sentía. Pero no olvidemos que en esa época no había muchas opciones. Cuando una mujer decidía casarse, sabía que era para toda la vida, así que era fundamental tener la inteligencia y la voluntad suficiente como para no ser aniquilada, para saber sobreponerse a las situaciones de violencia más o menos explícita. 237 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Las mujeres solían mantener su dignidad a flote, a pesar de que en demasiadas ocasiones eran objeto de toda clase de mal trato, físico o psicológico. Encarnación, por ejemplo, tenía que ocuparse de seis criaturas, la casa, la comida, el lavado y mantenimiento de la ropa, y además salía al campo y traía un sueldo a la casa. No se permitió nunca venirse abajo, sino que procuró echarle valor a la vida y eso sí, preparó a sus hijas para ser mujeres independientes. “Yo trabajaba de casá, hasta que se casaron los niños y él empezó a estar malo en la cama. Trabajé en to lo que salía, porque pasaba mucha necesidad. En los embarazos, con la barriguita y los niños atrás, que no me daba tiempo de hacer de comer. Me comía un poquito de pan con chorizo por la mañana, na más. Después estuve cogiendo melocotones, porque yo quería sacarme la cartilla pa mi, pa el seguro y luego he ido muchas veces a coger uvas. Cuando los chiquillos eran más grandes, yo no quería que les faltara de na y me he ido a coger algodón pa comprarles una bicicleta, y he bregao mucho pa darles lo que necesitaban. Como no teníamos lavadoras, ni agua corriente en las casas, ni na, el lavao de la ropa era mu trabajoso. Algunas madres tenían a las niñas pa ayudar en esas cosas, pero yo lo que quería era que mis hijas estudiaran. Mandé a mi hija a Cádiz a estudiar y mi marío me decía: Tráete a la niña que te ayude, porque yo tenía mucho trabajo con tanta gente y tanto lavar…, pero nunca pensé en traerme a mi hija del colegio, es lo último que hubiera hecho”. (Encarnación). Josefa recuerda la primera época de casada y cómo entre sus padres y sus suegros le ayudaron a montar su casa, aunque ella había trabajado varios años para ganarse el ajuar. Por suerte, el nuevo matrimonio dispuso de su propia parcela desde el principio, y así no tuvieron que depender de los padres, como sucedía en otros casos. “Mis padres me compraron to para que tuviera una casa bien arreglá Mis suegros compraron el comedor y el dormitorio pa amueblar la casa. Mi marío tenía aquí su trabajo y sus padres tenían dos parcelas, donde él trabajaba con su padre, o sea, que no ganaba 238 EL MATRIMONIO COMO DESTINO na, hasta que nos casamos. Entonces su padre le pasó una de las parcelas y además empezó a trabajar en otras cosas pa sacar algo más. En seguía vinieron los hijos: una niña al año de casarme y luego cuatro más, seguidas” (Josefa). Sin embargo, como casi todas las amas de casa de la época, Josefa multiplicaba los ingresos familiares aprovechando sus habilidades. Las cosas que las madres enseñaban a las hijas eran una gran ayuda para organizar y administrar una casa con pocos medios. Ella sabe reconocer esas habilidades, que aprendió junto a su madre, y darles el valor que tienen. “Mientras he criao mis hijos, mi casa na más. Yo he trabajao en la calle sólo en temporás, por ejemplo recogiendo algodón, sobre to cuando los niños se hicieron grandes, pa ir cotizando. Pero vaya, he tenío que calentarme el coco pa comprar pa los cinco: unos deportes, un chándal… Yo iba a los baratos y compraba los retales y les hacía sus vestiditos a las niñas, pantalones, su ropita y to. Pa el invierno igual, con agujas, sus jerséis y to…, me tenía que calentar el coco. En mi casa sólo había una bolsa. Si había letras se llevaba el dinero a la caja de ahorros, pa cuando viniera la letra que hubiera dinero. Yo ahorraba to lo que podía y compraba las cosas necesarias, pero claro, la última palabra la tenía mi marío, aunque no había tanto pa gastar” (Josefa). Josefa tiene un recuerdo para su prima Paca, una compañera y gran ayuda desde que, recién casadas, las dos se instalaron en La Barca. “Luego, en La Barca, mi prima ha sío una gran ayuda. Las dos vinimos juntas cuando nos casamos. Ella se llevaba las niñas en cuanto yo me tenía que ir al médico. Me ha socorrío mucho, me ha ayudao a pintar y más cosas, como una hermana.” (Josefa). Cuqui recuerda los primeros años de casada y nos da unos datos muy interesantes sobre el ajuar y el valor que tenían las cosas en esa época. Entre el 1966 y 1970, su marido y ella consiguen, con su esfuerzo, pasar de dos habitaciones alquiladas, a una casa propia. 239 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Viviendas y paisaje urbano de La Barca. Foto de los años cincuenta. “Me casé con veintiséis años, pero la verdad es que era mu cría. Mi novio estaba trabajando y me daba el dinero pa comprar las cosas pa casarnos. Yo le di unas diecisiete mil pesetas a mi suegra pa que ella comprara lo que hiciera falta … Que si yo hubiera sido de otra manera me hubiera quedao con el dinero, pero yo entonces me dejaba llevar mucho por los mayores: mi madre, mi suegra…, era mu cría. La ropa la puso mi madre. Las dos habitaciones las puso él. Normalmente se hacía así. Primero nos fuimos a dos habitaciones, una casa de colonos, una tía de mi marío que nos dio un almacén y media cuadra y allí pusimos nuestra vivienda. Cuatro años estuvimos allí. Luego, ya la cooperativa sortearon estas viviendas y me tocó esta. Yo no quería tan grande, pero nos salió por trescientas mil pesetas. De eso hace ya más de treinta y cinco años. Al principio, cada mes pagábamos cincuenta pesetas más o menos, así lo hemos ido pagando poco a poco” (Cuqui). Cuqui, con su carácter afable y positivo, se muestra satisfecha de su matrimonio y no le pesa haberse dedicado a la vida domestica, porque su papel ahí ha sido fundamental. Esa satisfacción tiene que ver con su tarea como madre. Aunque no ha podido dar a luz, se siente realizada en ese terreno, porque ha educado a un hijo, que ha querido como si hubiera sido 240 EL MATRIMONIO COMO DESTINO biológico. Aunque dice que de joven se dejaba guiar por los mayores, luego ella ha sido una mujer autónoma y decidida, que ha llevado su casa con sentido común y ha contribuido a que el patrimonio no se malgastara. “Pues como yo no he tenío niños, la verdad es que no he pasao necesidad de na. Mi marío no ha dao ni un paso sin mí y yo sin él y nos unimos mucho más, porque al principio no era fácil ser padres adoptivos; luego hemos disfrutao mucho con el niño, que era mu bueno. Mi marío era mecánico y tractorista y me daba lo que ganaba a la semana o al mes y yo lo administraba. Luego, cuando mi suegro se hizo mayor y no podía ir al campo, fue cuando nos quedamos con las tierras. Dejó lo otro y ya trabaja él la tierra. Lo que se sacaba, la mitad pa sus padres y la otra mitad pa nosotros, porque había algodón y daba bastante... Yo he ayudao a la economía de la casa, porque no he malgastao el dinero. ¿Pa qué me voy a comprar una falda si estoy decente pa los sitios donde yo voy?, o sea, que yo también he colaborao pa que no nos falte nunca dinero. En mi casa había buena administración. Eso lo he aprendío en casa de mis padres, mi madre me decía: Ten cuidaíto, que administrar es lo más importante (Cuqui). Ana nos relata cómo ha vivido ella esta etapa y sonríe, cuando recuerda cómo se aprovechaba todo, las estrategias que se buscaba para administrar el sueldo de su marido. “Yo me dedicaba a la casa y a mis niñas, que tengo seis. Pero también ayudaba, a temporás iba al campo. Mi marío siempre ha trabajao de panadero, pero luego con el camión de las bombonas y las revisiones de butano, además cobraba letras. Los fines de semana se dedicaba a eso y le daban un porcentaje. Él ha trabajao mucho. A mi me daba su sueldo pa que lo administrara y comprara to lo de la casa. Luego, él con esas cosillas de las letras, compraba los libros de las niñas y otras cosillas que hacían falta. Además, ha sío un hombre que no gastaba, porque ni ha bebío ni ha fumao. Ningún vicio, sino guardar, guardar..., aprovechar to lo que podía. Antes, cuando no había bolsas de plástico, ni papel de envolver de este que tenemos 241 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN ahora, se aprovechaba to pa meterles los bocadillos a las niñas. Yo cualquier bolsa la utilizaba pa eso; vaciaba las lentejas, el café, hasta el paquete de café lo usaba. Y ellas me decían: mamá, que el bocadillo sabe a café. Y les daba vergüenza, porque estaban estudiando en el instituto. Pero no creas que tiraban la bolsita, la devolvían a casa pa volver a usarla. En nuestra época sí que se reciclaba, no hemos tirao na” (Ana). La anécdota de los bocadillos es sólo un ejemplo de aprovechamiento de recursos que vale la pena señalar, porque se trata de un valor importantísimo, que estas mujeres tenían muy arraigado. La vida de privaciones les enseñó muchas cosas, entre ellas a ser austeras en el gasto, y a tener imaginación. De hecho, las palabras de Ana son ratificadas por todas sus compañeras. Encarna García nos cuenta una historia que casi había olvidado, pero que ahora, cuando todas intentan aportar algún ejemplo de austeridad, ella logra rescatar de la memoria. “Yo recuerdo a Rafaela, una mujer de Jerez, que conocí trabajando en el cortijo de La Florida. Tenía cuatro hijos y pasaba mucha necesidad. Yo llevaba un chaquetón de abrigo, pa no pasar frío y le había prometío dárselo al acabar la temporá. Pues ¡no veas, cómo se preocupaba de levantar la alambrá que teníamos que pasar cada día, pa que no se estropeara el chaquetón! Claro, a ella no le convenía quedarse sin él. Yo cumplí mi promesa, y se lo di. Luego, un día me mandó a su niña, pa que le viera el abrigo largo que le había hecho con el chaquetón. Le había dao la vuelta y parecía totalmente nuevo, aquello si que era aprovechar las cosas” (Encarna García). Josefa también participa y explica cómo los zapatos de sus hijas se mantenían durante varias temporadas a base de arreglos caseros que ella misma realizaba. Además, aprovecha para enumerar la cantidad de habilidades que tenía y que ayudaban a la economía familiar. “Mi hija me decía: Mama, se me han despegao los zapatos. Yo se los pegaba y los ponía debajo de una maceta por la noche, a la otra mañana ya estaban los zapatos pa ponérselos y la niña iba arregla 242 EL MATRIMONIO COMO DESTINO (…) “Yo aprendí a hacer jabón, queso, a coser y toas las labores. He preparao las matanzas…, de to…” (Josefa). Como vemos, las mujeres sacaban provecho de las cosas que tenían a mano, pero, más importante si cabe, es que transmitían ese valor; que, sin darse cuenta, estaban educando a las generaciones futuras. Esa actividad educadora cotidiana es algo de lo que nuestras protagonistas deben de sentirse orgullosas: han dado un ejemplo, han sido modelos de comportamiento para sus hijos e hijas. Mis hijos me dicen: ojalá que yo pudiera educar a mis hijos como tú nos has educado a nosotros. Yo, ¿eh?, porque mi marío, con el fútbol, el bar, el trabajo y sus cosas…, él no se ha preocupao si hacía falta un pantalón, o unos zapatos, de na…” (Pepita). Pepita avala con sus comentarios la capacidad que ella desarrolló para administrar los pocos ingresos de la familia, sobre todo los primeros años de casada. “He trabajao pa reventar, de noche y de día. De pequeña y luego de casá. Cuando me casé no tenía dinero. Mi suegra me daba pa la leche, pero la ropa me las arreglaba yo. Con las mangas de las camisetas, por ejemplo, les hacía las polainas chiquititas. Mis hijos tienen fotos con mangas hechas de un pantalón. Hacía croché y punto pa la calle, jueguecitos pa cristianar; tenía que ganar y comprar cositas pa mi casa. Cuando nos dieron la casa no tenía na. Nadie me ha dao na. Al revés, to lo que tengo lo hemos conseguío nosotros, mi marío y yo. Aunque la verdad es que yo he sío más planificadora, he pensao más en el futuro, porque él a lo mejor hubiera vivío siempre al día y con su madre…” (Pepita). También esta mujer tuvo que compartir una pequeña vivienda de sus suegros, durante mucho tiempo, hasta que con mucho esfuerzo, su marido y ella pudieron tener una casa propia. Sus palabras están llenas de rabia y de orgullo al mismo tiempo. Porque Pepita tiene mucho dolor dentro de sí y busca el modo de poder canalizarlo. En nuestras charlas ha tratado de hacerlo, reconstruyendo su historia, y compartiendo con el grupo anécdotas, sentimientos, y emociones que ella necesitaba expresar. 243 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN “Mi marío se tenía que ir a la mili y ya estábamos casaos. Y yo pensaba: cuando él se vaya yo me voy a casa de mi madre. ¿Qué iba a hacer yo allí con tanta gente? Diez años estuvimos dándole el dinero a mi suegra. Así que al final me iba un mes con mi madre y otro con mis suegros. Tuve dos hijos en esos años. En esa época ahorraba. Nos dieron el solar de la cooperativa pa hacernos la casa y nosotros la hicimos solitos, con nuestro trabajo. La hicimos los dos, haciendo de albañil…, bueno, también con la ayuda de la familia. Luego, nos fuimos a vivir, sin luz ni agua…, así estuvimos una temporá. Hasta entonces seguíamos viviendo en la casa de mi suegra. Yo no podía permitir que mis hijos pasaran por lo que yo había pasao, así que como una hormiguita, ahorrando, trabajando día y noche. Empecé dando cinco duros que ganaba con el croché, pa la casa; con cuarenta y dos años acabé de pagarla. Hasta el primer coche se compró con lo que yo ahorraba. Sería el año 1979, más o menos. Mi marío estaba loquito con el coche. El pobre, cuando llovía, venía en bicicleta chorreando, y yo dije: le voy a comprar un coche. Pa hacer mi casa, lo mismo... Así hemos conseguío sacar a nuestros hijos adelante, que ellos vivan mejor que nosotros” (Pepita). Pepita no quiere dejar de nombrar a su amiga Anita Colón, una de las personas que más le ayudó, tanto en su primer embarazo, cuando estuvo tan débil y desatendida, como después en la crianza de sus hijos. “(…) Anita Colón, una vecina, era la que me daba de comer cuando estuve tan mala en mi embarazo. La recordaré siempre, porque si ella no me hubiera dao de comer…, lo poco que tenía, que era poco: morcilla, manteca, un trocito de pan, café… Eso es lo que me podía dar. Pero es que me quedaba sola en la casa y me iba a morir de hambre. Luego, cuando ya tenía a mis niños, ella se quedaba con ellos mientras yo me iba al hospital a operarme y siempre que lo necesitaba. Yo también estuve en su parto, cogiéndole las manos” (Pepita). Encarna no vivió nunca sola con su marido. Desde que se casaron se fueron a la casa que él compartía con su abuela, la persona que le cuidó desde chico. Además, como su madre quedó viuda muy pronto también se ocupaba de ella. 244 EL MATRIMONIO COMO DESTINO “Pues mira, la vida no ha sío color de rosa. He tenío problemas siempre. Por ejemplo, cuando yo me vine a la casa de la abuela, con el genio que ella tenía, las vecinas me decían: ¿Cómo te atreves a meterte con ella en la casa?, porque ella me reñía, me relataba, porque tenía mucho genio, pero yo he tenío paciencia y a veces nos reíamos juntas. Me acuerdo de que a veces hacía broma con ella. Salía yo de la ducha en bragas y sujetador y ella decía: Mira que graciosa está; mi marío decía: ¡Pero bueno, ¿eso que es?! , y ella contestaba: Déjala, que está mu graciosa. Como mi marío se quedó sin madre, era como si fuera mi suegra. Yo la respetaba y ella me quería, pero…, era mayor” (Encarna García). Como sus compañeras, Encarna sabía sacar provecho de lo que había, era una buena administradora y le robaba horas a la noche; era entonces cuando podía coser tranquilamente y hacer esas “cosillas” que los niños necesitaban para la feria u otras fiestas. “Mi marío ha estao trabajando siempre y la administradora he sío yo, de to, de los colegios también. Ahora que trabajar he trabajao mucho. De noche y de día: una casa, dos abuelas, cuatro hijos…, había que trabajar, trabajar muchísimo; él por su lao y yo, ya te digo, como una leona, desde que me levantaba. Luego, había gallinas, animales de toas clases en el patio, que era mu grande. Teníamos conejos y cuando venían de Jerez a comprar conejos y gallinas, el dinero lo repartía a los hijos pa que se compraran ropa. Eso cuando eran más grandes, de chicos me lo daba a mí y hacíamos una compra, casi siempre en Tejidos Martín. Dejé de coser pa la calle, pero en la casa siempre tenía trabajo. Por la noche cosía muchas veces pa hacerle trajecitos y vestidos pa las ferias…, porque él tenía una afición por que los hijos estudiaran… A mi no me faltaba el sueldo, que es mucho para los pobres. Mis hijos no han tenío necesidad y les hemos dao estudios... No nos sobraba, pero no hemos estao mal. Como mi marío trabajaba con los militares, aunque el sueldo era pequeño, nos daban suministro de comida, latas grandes de atún y otras cosas, eso era importante, costaba mu baratito. Hasta café crudo nos daban, que mi madre lo tostaba y le daba un punto…, mu rico. Ahora que él no 245 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN encontraba na preciso pa la casa. En esas cosas era más tacaño, decía que yo era mu larga. … Mi hijo mayor se sacó su beca de trescientas pesetas y lo mandamos con catorce años a Segovia a estudiar y luego fue a los Marianistas. Eso sí, con los niños tuve la ayuda de mi abuela y de mi madre” (Encarna García). Claro que Encarna pasó, como otras muchas, por momentos de preocupación y sufrimiento. Sobre todo durante la primera infancia de sus hijos. Ella recuerda y comparte esas vivencias con el grupo y al construir su relato va haciéndose consciente de que con un poco de suerte y la ayuda de su fe, sus hijos salieron adelante y superaron momentos en los que la salud se les quebró. Pero esa es otra historia que contaremos en otro lugar. María la costurera vivió de forma independiente desde que se casó. Alquilaron una casita en Paterna y allí colocaron sus muebles. Fue más tarde cuando se trasladaron a La Barca y compraron una de las casas que quedaron vacías en esa época, porque mucha gente se marchaba a trabajar a otros sitios. En esa casa ha vivido desde entonces y ha tenido su taller de costura. Pero María reconoce que al casarse se dio cuenta de lo que era tener que trabajar duro para sacar adelante a cuatro niñas, llevar la casa y seguir con la costura. Ella había sido una especie de “niña bonita” de su abuela, con la que convivió varios años. Es verdad que trabajaba mucho cosiendo en las casas, pero esa era casi su única obligación. Con la abuela tenía las demás cosas resueltas. “Yo puse la casa en Paterna. Alquilamos una casita de dos habitaciones y una cocina. Llevaba un dormitorio con un aparador, mis cortinitas blancas, de to bien. Ahora que yo al casarme tuve que espabilarme y trabajaba mucho más que de soltera. Claro, yo había sío una niña criá con mi abuela, cosiendo siempre y luego, al casarme había que ir a por el agua, lavar y hacerlo to. El agua había que ir a cogerla al grifo que había en la calle, con los cántaros. Te levantabas temprano y con el cántaro ibas llevando a la casa el agua. A veces dejabas el cántaro esperando que te tocara, porque siempre había cola. Pero es que yo no dejé de coser. Yo tenía mi oficio y seguí cosiendo, he cosío siempre pa la calle. Con eso me he ganao la vida y ha sío 246 EL MATRIMONIO COMO DESTINO una ayuda mu grande pa poder comprar la casa y criar a las niñas. Además una temporá puse una especie de academia de costura, de eso también gané mi dinerito” (María la costurera). María recuerda con agradecimiento y cariño a una vecina, que fue un gran apoyo en esos primeros años de casada “Tenía una vecina: la tita Rosa, que como yo no tenía familia cerca, ni ayuda de nadie, pues me echaba una mano. Era una mujer mu buena. Con mis niñas también me ayudó mucho, como ella era mayor y ya no tenía niños, pues mientras yo lavaba, se quedaba con ellas. A mí ella me ayudó muchísimo” (María la costurera). 247 EL MATRIMONIO COMO DESTINO 7. Salud, enfermedad, remedios caseros y otras ayudaS “A mi madre se le murió el niño mayor, con pocos años. Se lo dejó malito en la cama mientras le llevaba el almuerzo a mi padre al campo y se lo encontró muerto. Era el primero y entonces ella lo pasó mu mal. El segundo también le entró la difteria y por eso se puso el hábito marrón, porque hizo una promesa a la Virgen. La recuerdo más mayor que cuando de verdad era mayor. La conocí siempre con el hábito.” (Ana). “Antes no había médico siquiera, teníamos que ir a San José del Valle. Cuando los niños se ponían malos se morían porque se les llevaba cuando ya estaban mal y además estaba lejos. Mi madre tuvo un aborto en los últimos meses, antes de morirse, retirándosele la regla, con unos cuarenta años…, yo creo que se murió de algo de la regla… Tenía unos trastornos…, y le dio una angina de pecho. Aquel día se asomó por la ventana de su dormitorio y preguntó: ¿qué sos queda? A los cinco minutos de eso una amiga entró en la habitación y la vio que se ahogaba, que se ahogaba. Ella salió a avisarme y fuimos a llamar al médico, pero ese médico tenía unas tierras y estaba fuera, en el campo. Mi hermano fue a Jerez a buscar a otro médico y un hombre del pueblo salió a la carretera con una moto pa avisar que se volviera pa tras que ya estaba muerta” (Antonia). 249 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Los relatos de Ana y Antonia, nos introducen en una cuestión importante: la situación sanitaria del país en los años cuarenta y cincuenta. Este es uno de los cambios de los que ellas han podido ser testigos directos. La transformación ha sido importante: la higiene, la alimentación, y el sistema sanitario actual ha hecho que al inicio del siglo XXI la mortalidad infantil sea muy baja y la esperanza de vida muy alta, sobre todo para las mujeres. Por eso los avances de la medicina son valorados de forma muy positiva por ellas, que se han tenido que enfrentar a la enfermedad con escasísimos medios, con la sensación de que entre la vida y la muerte había una línea apenas visible. Además, las palabras de Ana nos acercan a uno de los rasgos e imágenes más clásicas de las mujeres-madres españolas de épocas pasadas: la madre sufriente, dando muestras de su dolor, incluso con su forma de vestir. Eran mujeres acostumbradas a la muerte, incluso de sus propios hijos y vivían pendientes de que cualquier enfermedad pudiera llevarse a alguno de ellos. Algunas, se ponían el luto y ya no se las veía vestidas de color nunca; otras hacían promesas a algún santo o virgen de su devoción, cuando el marido o un hijo se ponía enfermo. Normalmente estas promesas se concretaban en vestirse con un hábito con colores muy apagados: gris, marrón, morado… La madre de Ana fue una de estas mujeres. Antonia nos cuenta cómo se resolvían las cuestiones de salud en su juventud, y concluye que le parece mentira haber sobrevivido, después de pasar por varias operaciones bastante delicadas. “Cuando era joven, después de morirse mi madre, me quitaron un bulto del pecho y de la sexta costilla también, y mira donde estoy todavía. Me puse grasa de gallina, me dijeron las mujeres que me la pusiera…, esa grasa amarilla que tiene la gallina y se me reventó y se quedó un boquete abierto y estuvo supurando dos años aquello. Dos años después me operaron en Sevilla. Mi padre se vino conmigo y al mes tuve que ir a revisión y me recomendaron que me hiciera mensualmente un análisis. Ellos pensaban que yo tenía algo malo. Estoy 250 EL MATRIMONIO COMO DESTINO viva de milagro, porque en aquella época no estaba tan adelantá la medicina. Me acuerdo que una vez mi padre se enterró en estiércol pa quitarse los dolores de la espalda. Decían que era un remedio, el calor del estiércol mejoraba mucho los dolores” (Antonia). Todas las mujeres del grupo han tenido hijos que han pasado por las típicas enfermedades infantiles. Estos son algunos de sus comentarios sobre los remedios caseros que solían utilizar. “(…) Neota, una hierba que se hacía con agua hervida, parecía a la menta, también se hacía poleo y esas cosas… Emplastos de berros, pa la barriga. Pa la garganta también se ponía ceniza de la candela en un pañuelo, como un emplaste. (…) Las enfermedades más normales eran el sarampión, la difteria, el tifus. To eso se curaba en la cama, no se compraban muchas medicinas, porque no había perras…”. (Varias) “Yo tuve una hemorragia cuando di a luz a mi niña y me pusieron una talega de harina en la barriga pa cortarla” (María la costurera). Encarna recuerda que de niña pasó por unas fiebres altísimas, producidas por el tifus. Fue un proceso muy largo y duro del que salió gracias a una alimentación rica en vitaminas y mucho reposo. “Me puse enferma, malísima, malísima. Calenturas tifoideas. Las cogí en la aceituna, me debió dar frío, porque me dio por quedarme tendida debajo de un olivo to el día. Recuerdo que tenía un dolor de los riñones… Mi madre me daba con aceite calentito y también tomaba pastillas de Okal. El médico me dijo que me tenía que estar en cama. Estuve como un mes y mis hermanas, las que estaban en Cádiz, me mandaban la fruta por correo, porque lo que tenía que comer era eso, mucha fruta, pero yo lo pasé mu mal. Me quedé hasta sin pelo. Murieron muchas en esa época, pero no me lo dijeron, pa no asustarme. Los medicamentos estaban malísimos, eso lo recuerdo mu bien” (Encarna García). 251 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Encarna comparte una experiencia muy especial con el grupo. Se trata de una vivencia que tiene que ver con sus creencias, algo demasiado íntimo que en este momento no le importa explicar. “Cuando mis hijos eran pequeños, sólo tuve un problema, con mi hijo, que tuvo parálisis. Un buen día le dio un poquito de fiebre y un brazo se le cayó p´atrás y no lo podía subir. Ya me preocupé y llamé al médico. Él lo miró mu bien y empezó a tratarlo de la polio. Cada tres horas le daba una inyección y al final fuimos a Jerez y allí lo confirmaron: era Poliomelitís. Querían hacerle una punción, pero había una familia que se le había muerto una niña por una punción de esas. Entonces no había coches como ahora, y una tía de mi marío en Jerez me dijo que me fuera allí con él, porque iban a hacerle la punción allí en el hospital. Ella me dejó una habitación en un chalecito que tenía a las afueras de Jerez, con un brasero y una camita…, total que me acosté allí con mi niño y no podía yo dormir. Yo le pedía a la Virgen de Fátima que no punzaran a mi hijo. Mi niño empezó a llorar y llorar, con fiebre que tenía…, y yo le reñía pa que no hiciera ruido y se rindió al final. Estuve sentá en una silla toa la noche. El niño estaba dormidito totalmente y cuando lo desperté se me echó en los brazos y yo ¡pegué un grito! Le puse el termómetro y no tenía fiebre. Yo loca perdía, con una euforia… El médico lo miraba, lo miraba y no decía na. Yo le dije: gracias al medicamento, seguramente habrá sido ese último medicamento que me dio. El médico me dijo estas palabras: Déle gracias a Dios, porque esto no tiene explicación. Ojalá que esto lo curara, pero no es así. A los pocos años, cuando mi hijo estaba en los Marianistas y se puso malito, fui otra vez al mismo médico, porque me daba confianza. Él lo visitó y buscó la ficha. Cuando vio que caminaba perfectamente y su brazo lo movía bien, me dijo que aquello había sío un milagro” (Encarna García). Pero no es la única persona que tiene ese tipo de creencias. También Pepita cuenta un caso relativo a su hija y confiesa que ella cree en esas 252 EL MATRIMONIO COMO DESTINO cosas, que aunque no se lleve muy bien con los curas, tiene su fe y acude a la Virgen cuando le pasa algo grave; tiene confianza en su ayuda. “Llevé a mi niña al manto de la Virgen de los Santos, en Alcalá, y me encomendé a ella, pidiéndole que no tuvieran que operar a la niña. Pues me lo concedió: la niña no se tuvo que operar. Le hice la promesa de llevarle un ramo de flores, de rodillas desde la puerta y lo hice. Pero tengo otra promesa hecha y esa no la voy a poder cumplir...” (Pepita). 253 iV EL TIEMPO LO CURA CASI TODO AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres del campo EL TIEMPO LO CURA CASI TODO 1. Duelos y cicatrices De golpe las hermanas se quedaron solas. Su madre había decidido irse para siempre; y lo hizo sin despedirse ni explicar cual era su dolor, sin hablar de ese sufrimiento que se le hacía más insoportable incluso que dejar de ver a sus hijas. Ellas, sus niñas, la necesitaban porque ya estaban en edad de “merecer”; pronto tendrían novio y enseguida se casarían y tendrían sus propios hijos. Sin embargo, estaba segura de que saldrían adelante por sí mismas, porque estaban preparadas para la vida: sabían coser, cocinar, lavar, planchar, pintar, conocían las labores del campo… Además siempre podrían trabajar de sirvientas, porque ella les había enseñado todo lo que una mujer debe saber. Aquel día, cuando nadie la veía, salió de la casa y buscó el abrazo de las aguas profundas y turbias del río; allí se disolvió su inmenso dolor para siempre. Luego fue el padre…, sin mayores explicaciones cogió el dinero que había sacado de la venta de las tierras de la familia y se marchó a la ciudad. Las dejó solas, sin nada más que la casa donde vivían, pero sobre todo, con un doble sentimiento de abandono que no podían comprender. Ellas habían sufrido en sus propias carnes el descontrol y la violencia producida por el alcohol. No era el mejor padre, pero era el que tenían. Antes, la madre se ocupaba de todo, podía resolver las cosas de la vida cotidiana; además, aunque era callada, desprendía cariño y comprensión, sustituía la falta de padre con su serena presencia. Ahora estaban definitivamente solas y tenían que hacer de tripas corazón, salir a buscarse la vida, y lo hicieron. Luego, años y años sin tener noticias de él, sin saber qué camino había tomado y de pronto, con el mismo silencio con el que se había marchado, apareció por su casa. Era viejo y necesitaba cuidados y allí estaba, buscando lo que él nunca dio: la protección y el amparo. Ella cumplió con su obligación, hizo lo que su corazón le decía y le abrió las puertas de la casa. Lo peor estaba por venir, su estupor fue mayúsculo el día que se lo encontró muerto. También él había optado por quitarse la vida, y Antoñita no podía comprender por qué lo hizo allí, en su propia casa, para que ella tuviera que volver a vivir esa trágica experiencia y cargar con más peso y más dolor. 257 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN No se puede medir el sufrimiento humano y menos aún comparar el dolor de las personas cuando pierden a alguien muy querido de una forma traumática. Cada cual lo vive y lo expresa de una manera; las narrativas están construidas con partes de la realidad objetiva, pero también con detalles que han llegado a través de lo que otros cuentan del acontecimiento, o con la fantasía y la imaginación que la infancia pone en algunas historias, para poder encontrar explicación a lo inexplicable. La historia de Antoñita seguramente no es exacta, no corresponde a lo que verdaderamente pasó, pero está narrada a partir de esos retazos que ella misma ha ido vertiendo en las conversaciones. Ninguna de las participantes en el taller ha querido violentar su intimidad y su dolor, así que hemos respetado lo que era capaz de contar. Lo único que nos quedó claro fue su gran trauma, la terrible experiencia sufrida tras la muerte violenta de su madre, el abandono de su padre y finalmente el trágico final de éste, dentro de su propia casa. “Mi madre se puso muy mala con la vida que le daba mi padre. Tenía unos cuarenta y dos años y empezó a tener trastornos de la regla. Se le metió en la cabeza que estaba enferma, que estaba enferma…, ella no dejó na escrito, así que no sabemos bien sus razones. Se le juntó to: que mi padre se gastaba el dinero y no teníamos na, que la gente no nos pagaba la costura… Luego, después, cuando murió mi madre me criticaron. Decían que mi madre había hecho aquello por culpa nuestra, porque estábamos embarazás, pero era mentira, porque yo me quedé mucho más tarde, cuando ya tenía veintiún años. Mi abuela tampoco quería ir a nuestra casa. Nos abandonó to el mundo. Nos sentimos mu culpables. Y el luto, con un velo cinco años, que no se nos vieran ni lo ojitos. Mi padre ya bebía antes, sobre to después de la guerra empezó a beber mucho y luego, cuando lo de mi madre empezó a beber más y acabó en la calle, por ahí, en Barcelona. Se fue cuando nosotras teníamos diecisiete o dieciocho años. Al cabo de los veinte años volvió, y yo lo recogí. Se murió con ochenta y dos años. Mira lo que me hizo, se quitó la vida allí mismo en mi propia casa…” (Antoñita). 258 EL TIEMPO LO CURA CASI TODO También la muerte del marido de Remedios fue muy traumática, aunque era una muerte anunciada, pero era joven y tenía mucha vida por delante. Remedios sufrió su pérdida, lloró mucho y aún lo recuerda, a pesar de que resultaba difícil la convivencia por sus problemas con el alcohol. “Él intentó matarse con una serradora, pero de esa salió, porque en el hospital lo curaron. Yo tenía tres niños y estaba embarazá del cuarto, pero iba cada día a verlo. La segunda vez que intentó suicidarse lo consiguió. Se le perforó el estómago porque se bebió una botella de agua fuerte. Se lo llevaron a Jerez y le pusieron el gotero. Como yo tenía los niños chicos y no dejaban a las mujeres quedarse con los hombres, me vine a casa a dormir. Por la mañana me llamó mi hermana pa ver si iba al hospital. Me dijo que mi marío estaba peor. En un descuido del personal y de mi cuñao, que era el que se quedaba por la noche, él se levanto de la cama y se fue al baño a beber agua. Eso no lo podía hacer, pero lo hizo, y ya no lo superó. Con 33 años que tenía...” (Remedios). Pero Remedios se tuvo que enfrentar a una de las experiencias más dolorosas que puede sufrir una mujer: la muerte de un hijo; en plena juventud, haciendo el servicio militar. De nuevo tuvo que echarle coraje a la vida y seguir adelante. “Uno de mi hijos murió en la mili. Estaba malo con los nervios, aunque tenía tratamiento y lo dijo cuando fue a alistarse, pero nadie le hizo caso. Estaba con una depresión y entonces nadie hablaba de eso. Se dio un tiro en los servicios del cuartel. Unos dicen que fue accidental y otros que se suicidó. En esa época no se arregló na. Aquí me lo trajeron y no me dieron explicaciones. Ahora se puede reclamar alguna indemnización por los soldaos muertos y hemos echao los papeles; pero entonces nos dijeron que no teníamos derecho. Yo como tenía esa pena y la vida también estaba de otra manera no hice na. Ahora tenemos un abogao que me ha hecho los papeles y me han enviao unos documentos donde me explican cómo pasó el accidente. Que se lo encontraron muerto, eso dicen, pero que parece que fue voluntario. Ahora me han informao mu bien. Yo expliqué que 259 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN él había alegao que estaba malo, pero no le hicieron caso. Estuvo ingresao en El Puerto dos veces, o sea, que sabían que estaba malo. En el expediente estaba to eso. Pero allí constaba que había muerto en acto de servicio. Entonces me correspondía una pensión, pero por otro lao me dicen que no, que fue un suicidio…, o sea, que no queda claro. La muerte de mi hijo es la que más me dolió y me impresionó. Es algo que una no se espera…, porque la de mi marío sí la esperaba, sabía que un día u otro pasaría, pero esta no… Tardé mucho en recuperarme” (Remedios). Pepita perdió a su padre cuando era sólo una niña. También fue una muerte accidental, y por ello traumática. Ella, que lo adoraba, no ha podido superar su pérdida, sobre todo porque tiende a idealizarlo y fantasea con la posibilidad de que su vida hubiera sido menos infeliz si él hubiera vivido. “Yo tenía cinco años cuando mi padre se mató. Hasta ese día fui una niña mu feliz, porque era su niña. Luego todo cambió… Mi padre quería hacer una casa y se iba con mis hermanos a sacar piedra pa construirla. Se metían bajo tierra pa coger piedras. Allí murió, enterrao bajo tierra. Mi madre salió corriendo y yo detrás de ella. Mis hermanos estaban enterraos, pero ellos se salvaron. Los cuatro nos hincamos en la tierra y con las uñas fuimos sacando tierra hasta encontrar el cuerpo de mi padre muerto. Desde las cinco de la tarde hasta las doce de la noche estuvimos buscándolo. Una mujer me quería sacar de allí y yo la mordí, porque a mí no había quien me sacara de allí. Eso no se me olvidará en la vida” (Pepita). Pepita ha escrito la historia del accidente; una narración llena de detalles y dramatismo que comparte con nosotros. 260 EL TIEMPO LO CURA CASI TODO LA NIÑA DEL BABI VERDE (un relato verdadero) San José del Valle, barriada La Cuesta. Voy a contar un episodio de la vida de una niña llamada Pepita. Pepita era un cuarta de seis hermanos y apenas había cumplido cinco años cuando perdió a unas de las personas que más quería. Ese día, Pepita llevaba un babi a cuadritos, de color verde y unos zapatitos de goma. Se hallaba junto a su madre, en casa de una vecina y eran las cuatro de la tarde. De pronto se escuchó un ruido y unos niños chillando. La vecina salió corriendo diciendo: –¡Maríaaaaa, Maríaaaa, tus hijos están chillando! La madre de Pepita tiró un canasto que llevaba en la mano y salió corriendo. La niña corría detrás de ella. Al saltar una alambrada, la madre se pinchó una pierna con las púas del alambre. La sangre le salía a borbotones; mientras, Pepita seguía corriendo muy asustada, viendo el rastro de sangre que su madre iba dejando. Al llegar al sitio donde estaban sus hermanos, vio cómo los muchachos estaban enterrados hasta la cintura. Ella miraba y miraba con los ojos desorbitados y no veía a su padre, que se había quedado bajo tierra, cubierto de tierra y pedruscos. El hombre estaba sacando piedras de la cantera, para hacer una casa para su familia, ya que entonces vivían en una choza, y su ilusión era poder tener una vivienda donde vivir en mejores condiciones. La madre de Pepita pidió auxilio, mientras intentaba sacar a sus hijos de allí. Se hincó de rodillas y se puso a arañar en el suelo, buscando a su marido. Pepita lloraba asustada y también echaba tierra para atrás y sus hermanos, ilesos, hacían lo mismo. A los gritos que daba la madre, acudieron los vecinos con picos y palas y la madre decía: –¡Llevarse a la niña de aquí, por Dios! 261 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Una vecina cogió a Pepita de un brazo, pero la niña le dio un mordisco y no hubo manera de apartarla del lado de su madre. Ella lo que quería era ver a su padre salir de la tierra. Por fin, a las doce de la noche, dieron con el cuerpo sin vida del hombre. Ella, muy triste, no comprendía cómo un ratito antes de la tragedia, su padre había estado cantando; por que a Pepita le gustaba mucho que su padre cantara. Ya todo era silencio, ya no le decía nada. Pepita se quedó huérfana de padre, pero le parecía que se había quedado sola en la vida, porque él lo era todo para ella. Pepita tenía un vestido rojo con flores blancas bordadas, y su madre se lo pintó de negro. Y Pepita lloró mucho, porque con aquel vestido su padre la había llevado días antes a la feria; a ella y a su amiga María, y las había montado en los caballitos. La niña miraba el vestido y se acordaba de su padre y de la feria. La vistieron toda de negro y Pepita estuvo triste durante muchos años. Pepita Bazán 262 EL TIEMPO LO CURA CASI TODO 2. La Guerra Civil: tiempo de silencio Cuando Paca salió de Arcos tenía catorce años y hacía pocos meses que había perdido a su madre. Lo que parecía el levantamiento de unos cuantos militares contrarios a la República se había convertido en una guerra civil, que podía alargarse. Desde que se inició el movimiento, su padre no dormía; sólo pensaba en el hijo que tenía en Alicante, haciendo el servicio militar. El hombre no paraba de darle vueltas a la cuestión…, si la guerra continuaba quizá no volvería a verlo nunca. Las noticias eran confusas, había mucho miedo, pero él quería salir del pueblo, ir a buscarlo. Una mañana tomó la decisión: se marcharía a Málaga, donde vivía su hermano; desde allí sería más fácil dirigirse a Alicante. Los niños eran pequeños, pero resistirían, no había más remedio. Hicieron el atillo, con la ropa imprescindible y salieron de Arcos. Paca no conocía nada más que su pueblo y no sabía qué iban a encontrar en aquel viaje, pero confiaba en su padre; sabía que él los protegería de todo lo malo que pudiera pasar por el camino y procuraba transmitir esa confianza a sus hermanos más pequeños. El primer tramo era el más corto: había que llegar a Málaga, donde vivían sus tíos. Debía ser final de Enero del año 193755, porque aquel viaje coincidió con el avance de “los buenos”56 Eran días de asedio del ejército nacional, apoyado por tropas italianas, a la ciudad de Málaga. Las carreteras no eran nada seguras. Las bombas caían de forma arbitraria, nadie estaba a salvo; cualquiera podía ser el blanco perfecto y morir en una cuneta. Pero, por suerte, la familia de Paca se salvó de aquel infierno y lograron llegar, primero a Málaga, 263 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN donde su tío intentó convencer al padre para que no siguiera adelante con su viaje. Era demasiado peligroso y los niños eran pequeños. Paca no tenía claro nada: por un lado no quería abandonar a su padre y deseaba encontrar a su hermano mayor; pero también tenía muchísimo miedo a quedarse en una cuneta, como aquella gente que habían visto, viniendo por la carretera, desde Estepona a Málaga. Finalmente siguieron camino hacia Alcoy, un largo camino, en el que fueron testigos de todo tipo de desgracias: madres que huían con sus hijos de la mano, agotadas de las largas caminatas; familias enteras, que querían marcharse de aquel infierno, escapar de los bombardeos. La carretera de Málaga a Almería, única vía de escape de la población de la zona, era un hervidero de gente desesperada. Una vez, Paca y sus hermanos, se tuvieron que proteger metiéndose en una alcantarilla. Aquello fue muy duro, tanto como los tres años que pasaron en Alcoy, esperando que acabara la guerra, viviendo de la caridad de las gentes de aquella ciudad. Se instalaron en una cueva y allí se refugiaban durante la noche. Dormían en unos colchones que les dio una buena mujer: María; la misma que tantos días les llevaba una jarra con leche y una cafetera, para que los niños pudieran tomar algo. Buena gente, suele decir muchas veces Paca, cuando recuerda que podían comer algo de pan con aceite porque sus hermanos y ella salían a pedir por las calles. El padre se salió con la suya, encontró a su hijo mayor, pero no pudo evitar el sufrimiento de toda una familia. Después..., la vuelta a casa en aquel tren, un carguero que les llevó hasta Jerez…, como cochinos, hacinados, tirados unos encima de otros… Ellos eran los perdedores, los “malos”…, y tenían que empezar de nuevo. Se instalaron en la Venta San Miguel, en una choza que les prestó un vecino que le decían Diego Pérez. Paca, que ya tenía diecisiete años, recuperó lo poco que había dejado su madre: una cómoda y la máquina de coser. La vivienda era humilde, como todas las de los vecinos, pero era lo que podían permitirse. La guerra había acabado y tenían que seguir viviendo, con las heridas abiertas aún, pero esperanzados, porque aquellos tres años no podían ser un tiempo perdido…, quizás ahora vendría algo mejor. 264 EL TIEMPO LO CURA CASI TODO Paca ha tenido siempre una memoria prodigiosa, es capaz de recitar poesías y coplas antiguas y larguísimas, pero ahora suele dudar cuando se trata de concretar fechas y acontecimientos. Sus ochenta y cuatro años le están pasando esa factura, sus recuerdos empiezan a tener lagunas. Sin embargo, cuando inició su contacto con el taller, lo primero que rescató de su memoria fue “el Movimiento Nacional”, esos días trágicos de la huida hacia el Mediterráneo. Para Paca, como para la mayor parte de las personas que vivieron la época, existe un antes de la guerra y un después de la guerra; así suele iniciar sus recuerdos: “Cuando estalló el Movimiento estaba en Arcos. Yo llevaba un vestidito mu bonito que me hizo mi madre. Entonces pasaban unos panaeros, con unos cestos en la cabeza y como había tanta hambre, yo me arremangaba el vestidillo y cogía los bollos de pan en un mandilillo. Había una vecina mu buena que quería que viviéramos con ella. Un día mí madre se asustó y nos dijo: venga pa´rriba y nos encerró en un sitio, porque tenía miedo de que nos hicieran algo. Mi madre murió a los pocos días de empezar la guerra. Mi padre se fue huyendo del pueblo y nos llevó a Málaga, porque allí vivían sus hermanos… Nos fuimos a Estepota, de Estepona a Marbella y “los buenos” bombardeando por esas carreteras… Nosotros nos metimos en una alcantarilla pa que no nos mataran las bombas. Tenía catorce años y mis hermanos eran más chicos. Luego llegamos a Alcoy, to eso andando por las carreteras. Los tres años de la guerra nos los pasamos pidiendo to el día por las calles. De Alcoy me acuerdo del chorro de palmeras y que a los soldaos les preguntamos por mi hermano y al final lo encontramos. Cuando nosotros nos refugiamos en la cueva de Alcoy, toas las mañanas la señora María venía con su jarra de leche y su cafetera, pa que comiéramos algo. Allí estuvimos tres años. Un día estábamos sentaos y vi un avión y empezaron las bombas… ¡bom, bom, bom!, pero ¡que suerte tuve que no nos mataron!” (Paca). La vida de Paca después de la Guerra Civil no volvió a ser la misma. Aunque siempre habían sido pobres, a partir de entonces aún tuvieron más dificultades. Su padre se tenía que presentar diariamente ante las autoridades de San José del Valle y no podía tener un trabajo regular. 265 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN “Después de la guerra vinimos a La Colá. A nosotros nos trajeron en un tren desde Alicante a Jerez. Aquel tren era…, bueno, veníamos como los cochinos, como animales, en un carguero, tiraos unos encima de otros. Vinimos en busca de mis tíos, porque no teníamos na en Arcos. Mi tío era agrimensor, porque había que medir el terreno, pa que el señorito no nos engañara en las lanzás que habíamos cogío de garbanzos o de otra cosa. A mi padre no lo querían, no se llevaba bien con la familia de mi madre y por eso tuvimos que buscarnos la vida. Ellos me decían que si quería ir a su casa que me fuera yo… Claro que pasábamos hambre, con aquello no había pa na. Sopas de pan era lo que se comía en esos años…, claro que aquel pan era un pan bueno, no como el de ahora…” (Paca). Pepita está marcada por unos hechos que ella no vivió en primera persona, pero que le contaron después. La emoción hace que le resulte difícil mantener firme la voz, pero se recupera y relata una historia bastante trágica. Es la historia de una infamia que se cometió con su padre, una tremenda injusticia, provocada por la situación de radicalización de aquellos años. También la familia de Pepita vivió los días terribles del asedio de la ciudad de Málaga y finalmente la detención de su padre. Toda aquella tragedia provocó sufrimientos paralelos, especialmente a su madre, que perdió un niño de meses y gran parte de la visión, Tarjeta dibujada por el padre de Pepita. que nunca recuperó. La postal realizada por este hombre, que según dice Pepita, aprendió a escribir en la cárcel, nos muestra a una persona sensible y que sabe expresar los sentimientos hacia la madre de sus hijos. “Mi padre estuvo en la guerra y… (se emociona). Él era pacífico, no era capaz de hacerle daño a nadie, pero tos querían que se fuera al bando de unos y de otros. Un día vino del campo y le dijeron que la 266 EL TIEMPO LO CURA CASI TODO El sobre donde este hombre envió a su mujer la tarjeta postal pintada y escrita por él mismo. iglesia estaba ardiendo. Sin pensarlo, se fue a ayudar a apagar el fuego, pero luego, al acabar, empezaron a decir que si no era del bando de ellos, que era de los otros…, vaya, que el cura lo acusó. Estuvo siete años en la cárcel. Mi madre estaba embarazá cuando pasó eso y el niño se le murió en la cuarentena. Él se escondió durante varios días hasta que vinieron a cogerlo. Se fue a La Sauceda y mi madre fue a buscarlo pa estar con él. Allí se le murió el niño, porque se le fue la leche cuando le dijeron que se llevaban a su marío. Claro, ella le daba al niño lo que podía: un día le daba café, otro leche, otro lo que había…, hasta que se murió de hambre. Lo enterraron en La Sauceda. Mi madre y mi padre se fueron hasta Málaga andando, porque tenían familia. Allí vivieron los bombardeos de la toma de Málaga y mi madre me contaba cosas mu gordas. Mi tío se fue a buscar comida, porque había mucha falta de to, y mientras, se llevaron a mi padre. Mi madre ya estaba embarazá otra vez, ella tenía veintitrés o veinticuatro años. A la pobre se le fue la vista de tanto sufrir. Cuando mi madre volvió a su casa, que estaba en El Algar querían pelarla, por ser la mujer de un rojo, pero al final no le hicieron na. El mismo que nos avisó de que estaban buscando a mi padre fue el que la salvó a ella” (Pepita). También la familia de María vivió la huida del padre de familia. Ellos estaban instalados en un cortijo de Torrecera. Como otros muchos colonos, cultivaban sus parcelas y vivían compartiendo las dependencias de la vi267 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN vienda, que debía pertenecer a un terrateniente. María desconoce los datos concretos, pero sí le han contado que después de la guerra los echaron a todos de allí y tuvieron que marcharse a la zona de La Florida. Esa fue otra consecuencia de la contienda: la anulación de las reformas que se iniciaron en la época anterior. Pero también las represalias contra los campesinos que se suponían partidarios del régimen republicano. “Mis padres pasaron mucho, porque mi padre estuvo en la guerra y siempre hablaban de eso, lo sé por esas conversaciones. Mi padre me contaba que ellos se tuvieron que ir del cortijo porque dijeron que iban a venir por la gente joven. Se fue andando hasta Granada (en la zona roja) y llegó hasta Albacete. Mi padre ya estaba casao y mi madre embarazá; tenía unos treinta años, porque se casó ya mayor. Cuando él vino de la guerra lo primero que se encontró fue con que su hijo había muerto. Después llegó al cortijo, pero to el que había estao en la parte roja se lo llevaban a un campo de concentración. Creo que fue a San Fernando. Después Franco dio la orden de echar a la gente que no hubiese hecho na grave. Luego nos tuvimos que marchar del cortijo, porque les devolvieron las tierras a sus amos” (María Álvarez). Encarna tiene algunas imágenes bastante nítidas de los primeros meses de la guerra, cuando las madres corrían con las criaturas pequeñas de la mano, buscando un lugar seguro entre los cultivos. Además, comenta el miedo y el silencio que hubo después de acabada la guerra, un miedo del que esa generación nunca se desprendió. “Mi padre no pasó mucho porque él era un hombre que no se metió en política, pero nos teníamos que esconder de noche por ahí y los hombres vigilaban el cortijo. En Torrecera, en el cortijo, lo que me acuerdo es que las madres se iban con los más chicos en medio del campo porque venían los requetés, los de la Falange, y se llevaron a muchas criaturas de allí. Se llevaban a los mocitos, pero muchos no volvieron. Mi madre me llevaba en brazos a escondernos. Luego había mucho miedo después de la guerra. Mi padre tenía una radio y 268 EL TIEMPO LO CURA CASI TODO le ponía una antena y un palo mu grande y se las apañaba pa que se escuchara. Sólo lo escuchaba él, pero mi madre se asustaba porque pensaba que se iban a enterar y le iban a hacer algo. Los pobres se han muerto con ese susto” (Encarna B.). Del miedo y el silencio, antes y después de la guerra, también habla Pepa, así como de las muertes y desapariciones de sus tíos, el padre de su marido y tantos y tantos hombres, que salieron de su casa y nunca volvieron. “A mi padre no lo mataron, pero lo metieron en la cárcel. Mientras él estaba en la cárcel dos hermanos suyos se perdieron pa siempre. Sin embargo, mi suegro murió. Ellos estaban en una choza viviendo y llegaron y le dijeron: Mire usted Juan, venga con nosotros que le vamos a hacer unas preguntas. Se lo llevaron y no volvió más. Cuando murió estaba vestío de militar porque como se los llevaban al servicio… Entonces no se podía hablar, en cuanto hablaban algo los cogían. Después de la guerra se tenía mucho miedo, se decía: No hablar na que las paredes escuchan. Mira lo que le pasó a tu padre por hablar, eso se lo he dicho muchas veces a mi marío. Más me he acordao yo que él de ese tema..., total que hemos pasao mucho” (Pepa P.). El padre de María Marín era un hombre comprometido con la República. De hecho era concejal socialista, en su pueblo, cuando en 1937 lo detuvieron. Un vecino del pueblo lo traicionó y fue encarcelado en el Puerto de Santa María, donde murió. María sigue aún buscando documentación sobre esa historia y ha compuesto algunos relatos dedicadas a su progenitor, al que no conoció. “Dicen que mi padre se lo llevaron prisionero y lo fusilaron. Ya después he sabío que murió cuando yo tenía unos cinco meses. Por lo visto era concejal del Ayuntamiento del pueblo en 1937. Uno de allí dio un soplo, yo lo se, porque lo busqué en los papeles. Sus hermanos se fueron del pueblo y no les pasó na, pero a él se lo llevaron y lo mataron. Mi madre se quedó hundía, no se quitó nunca el luto” (María Marín). 269 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN HÉROES DE LA HISTORIA Despertaba una mañana, triste amanecer sangriento, allá en las aguas del puerto, qué triste amanecer… A las claritas del día. A cuatro hombres sacaron de aquella prisión: El Puerto de Sta. María. Los sacaron de su celda, para quitarles la vida, sin poder ni defenderse, ni poder ver a su familia. ¡Pobrecitos prisioneros!, con qué pena morirían, entre ellos había uno: Pedro Marín Salguero. Aquel hombre que conocí era compañero mío. ¡Pobre compañero, llorando de noche y día. Yo le decía: no llores, ten calma, algún día saldremos en libertad, desesperarse no sirve de nada. Yo a él le daba ánimo, pero ¿a mí quien me lo daba? Vivir allí era un infierno, todo porquería y mugre, mala alimentación, ¡ay de mí y de mis compañeros!, lloraba para mis adentros. Alguno tenía que ser más fuerte para que los demás no se desmoronaran. Nos trataban como animales apaleados y eso te llega a lo más hondo del alma. Aquella noche, un celador dijo: traigo la lista de los que van a fusilar. Yo no venía en la lista, pero maldigo la hora del final de mis compañeros. Te cuento esto a ti porque sé que tú, como hija de Pedro, mi gran amigo, vives pensando en él, porque te lo mataron, siendo tan bueno. Pero puedes estar tranquila, que algún día lo verás, y cuando eso ocurra, el corazón se te llenará de alegría. Entonces, él te dirá: “mi niña, ¡cuánto te quiero!, aunque tú a mí no me veas, yo sí te puedo ver y decirte en voz baja mis sentimientos. Con pena un día me fui, sin poder tenerte en mis brazos, ni un beso de despedida te pude dar, pero me queda el consuelo de que tu madre cuidará de ti y de tus hermanos; ellos se harán unos hombres, y tú una mujer”. María Marín 270 EL TIEMPO LO CURA CASI TODO Encarna tenía seis o siete años cuando ocurrieron todos estos hechos, así que puede recordar cómo fue la detención de su padre, un hombre justo y cabal, como tantos otros de los que desaparecieron. Además intenta escarbar en su memoria y relatar un bombardeo vivido en primera persona. “Recuerdo cuando fueron los municipales a llevarse a mi padre. Se lo llevaron, sin saber por qué, como tantos. Mi padre se dedicaba a arrendar tierras, las sembraba y de eso vivía, así que no se iba a meter en política. Mi madre y mis hermanas lloraban, pero yo no sabía qué pasaba. Me contaron que mi padre le dijo adiós a mi hermana, como si ya no la fuese a ver nunca más, porque según me dijeron, el municipal le dijo a él: Ya te vas a ir donde tu amigo…, uno que habían matao. Entonces él ya pensaba que no volvería. El hombre no era de ningún bando, era amigo de los pobres, porque era pobre, pero no era de na. Mi familia tenía relación con un sargento de la Guardia Civil que se llamaba Linares, así que mi hermano fue a hablar con él y le dijo que hiciera algo por mi padre. Ese hombre no se lo podía creer y le prometió que resolvería el tema. A las diez o las once de la noche se presentó mi padre en mi casa. Estábamos esperando en la calle y salimos corriendo cuando lo vimos llegar. Después de la guerra no lo molestaron más. También recuerdo un bombardeo. Yo jugaba en la calle a los cromos, con otras niñas y me perdí. Recuerdo un soberao, así..., con el techo bajito donde nos escondimos las niñas y nos buscaban. Allí murieron unas cuantas familias. En ese mismo momento mis padres cogieron un montón de cacharros y ropa y nos fuimos al campo donde vivían los padres de mi padre y sus hermanos, huyendo de las bombas” (Encarna García). Antonia tiene algunas palabras sobre esa etapa de su vida, cuando vivían aún en Guadix. Ella era pequeña, pero su madre contaba cómo se llevaban camiones enteros de hombres, que nunca volvían. “Mi padre se tenía que presentar no se si en cuartel o en el frente, cada mañana. Mu temprano se iba a Almería, y venía por la noche a amasar el pan. Mi suegra se escapó del pueblo, de allí de Granada donde vivían, porque por la noche llegaban con los camiones y se llevaban a los hombres y ya no venían más” (Antonia). 271 V TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres del campo TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR 1. Mujeres MADURAS: el nido casi vacío Como ya había vaticinado María, cuando en el año 1981 volvió de Barcelona, La Barca estaba cambiando. Durante esa década de los ochenta se produjo el milagro. Las mujeres fueron testigos y protagonistas de ese nuevo tiempo largamente esperado; tiempo de salir de las cuatro paredes, tiempo de relacionarse con otras mujeres fuera del ámbito doméstico: del mercado, de la labor con la sillita en la puerta, de la iglesia…, las visitas de cortesía, los entierros… El pueblo estaba cambiando a un ritmo frenético; era reflejo de lo que ocurría en todo el país. Los jóvenes salían juntos, sin tantas restricciones como habían tenido sus padres. Además ya podían estudiar en el nuevo instituto y muchos de ellos tuvieron la posibilidad de ir a la universidad. Las mujeres se sentaban en las terrazas de los bares, sin preocuparse de las críticas; algunas de ellas, las más atrevidas, empezaron a ir al centro cultural, a la escuela de adultos... Por fin cumplirían sus sueños, aprenderían a leer, a escribir, a hacer cuentas. Todo ocurría muy deprisa; parecía que hubieran estado esperando aquellos aires de libertad para implicarse, para organizarse en asociaciones, para participar en las actividades promovidas desde el Ayuntamiento. La crianza de los hijos había finalizado y ellas podían dedicarse un tiempo, descubrir nuevas cosas y disfrutar de otra manera. Pero ese proceso fue lento y largo, porque estas mujeres, que habían dedicado su vida a cuidar de los demás, seguirían cuidando a las nuevas generaciones y a las anteriores. Ser abuelas se convirtió en una nueva experiencia, algo que las llenaba de satisfacción, pero que también las obligaba a seguir en la tarea de cuidar y cuidar… Sus hijas trabajaban y necesitaban ayuda para las criaturas, y ellas querían echar una mano. Además quedaban los abuelos: los padres y los suegros se habían hecho mayores, y ¿quién iba a cuidarlos? A los viejos hay que devolverles lo que ellos han hecho por nosotros, solían decir…, y así, sin dejar de cumplir con esos “mandatos” que habían asumido desde niñas, estas mujeres se iban abriendo al mundo, a otras experiencias; creaban su propio espacio de relación, ampliaban horizontes y descubrían que siempre se puede aprender…, que nunca es tarde. 275 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN En este capítulo queremos resumir los años de madurez nuestras protagonistas. No resulta nada fácil sintetizar en pocas páginas un periodo tan largo. Aquellas jóvenes que iniciaron su vida de casadas, sin apenas más que lo puesto, con un techo compartido y muchas incógnitas por resolver, han llegado a su madurez con una relativa estabilidad económica; han conseguido tener su propia casa y una vida cómoda. Sus hijos han recorrido caminos muy diferentes a los que ellas conocían. Aunque algunos se han marchado fuera de Andalucía a trabajar y permanecen fuera de la comunidad, la mayoría siguió en el pueblo, o en las ciudades cercanas. Muchos han ido al instituto y a la universidad; otros han sacado un oficio, o una oposición para trabajar en la Administración Pública. Varios de ellos tienen incluso su propio y próspero negocio. El cambio generacional es claro; la tierra, que sus padres y sus abuelos hicieron producir con un enorme esfuerzo, ha dejado de tener interés para los jóvenes. Ellos prefieren trabajar en los servicios, en una oficina o arriesgarse y montar pequeñas empresas, que les dan una mayor sensación de independencia. Pero lo que resulta evidente es que esta nueva generación ha demostrado que es posible cambiar de vida; que con voluntad, capacidad de trabajo e iniciativa, se pueden obtener logros que para sus antepasados no entraban siquiera en el terreno de los sueños. Ellos son la nueva imagen de La Barca, un pueblo que se ha transformado y está dejando de ser una sociedad rural y agraria, para convertirse en una población con las características de cualquier sociedad urbana. De todo ello trata este capítulo, y de las nuevas experiencias de nuestras protagonistas. Ellas nos van a contar cómo se sienten en el papel de abuelas; una realidad que las ha conectado de nuevo con la crianza y el cuidado de las criaturas. Pero esta vez desde otro lugar, descargadas, por fin, de la preocupación por el pan de cada día y el trabajo. También hablarán de las pérdidas: hijos, padres, hermanos, maridos… Se puede decir que los cincuenta años son una frontera. A partir de esa edad, las mujeres han tenido que adaptarse a nuevas situaciones y encontrar salidas personales que compensen la soledad y la pena por los que se fueron definitivamente, pero también por la marcha de los hijos. Buscar un nuevo sentido a sus vidas, esa ha sido una tarea que muchas de ellas han sabido aprovechar y disfrutar. 276 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR Cada cual ha vivido esta etapa de forma diferente, pero en general, incluso las que han sentido la marcha de los hijos como una gran pérdida, han descubierto cosas positivas: los talleres y las actividades en el centro cultural, la escuela de adultos, la participación en asociaciones…, un mundo desconocido a través del cual se han descubierto a sí mismas y a sus propias vecinas. Pepita explica cómo era su vida antes de todo esto y comparte con nosotros esas sevillanas, escritas por ella misma: “Yo era mu boniquilla de jovencita, y me ha gustao vestirme bien y lucía cualquier cosa que me ponía. Me daban algo y le sacaba partido. Y él, mi marío se ponía un poco celosillo, o sea que tenía que tener cuidaíto. Luego ya dejé de salir, porque vinieron los niños y él prefería salir con los amigos. Yo me quedaba en casa con los críos y callaba, callaba, y un día y otro, callar y callar… Es que los hombres antes, no sé que se creían…, no sé, mu machistas. Y de salir de la casa… Me dedicaba a vender toa la semana, y el domingo a hacer limpieza: lavar la ropa, planchar, coser… Empecé a salir cuando empecé a ir a la escuela. Yo he tenío depresión, lo he pasao mu mal con esa soledad. Me decían que me habían echao mal de ojo…, yo decía: ¡pero si no tengo enemigos! Es que he tenío mucho, mucho, y con cualquier cosa me vengo abajo” (Pepita). 277 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN SEVILLANAS DE LA ESCUELA PRIMERA Yo he pasao mi niñez sin poder ir a la escuela, sin poder ir a la escuela, toa mi vida trabajando, me decían analfabeta toa mi vida trabajando, me decían analfabeta, me decían analfabeta, ahora ya estoy aprendiendo ahora que ya soy abuela, ahora ya estoy aprendiendo ahora que ya soy abuela. Estribillo Ay que alegría me da, ay que alegría me da, ay que alegría me da no tener que poner el dedo cuando tengo que firmar. SEGUNDA Gracias a la escuela de adultos ya no soy analfabeta ya no soy analfabeta, por fin se cumplió mi sueño, ya puedo ir a la escuela por fin se cumplió mi sueño, 278 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR y ya puedo ir a la escuela, y ya puedo ir a la escuela, ya sé leer y escribir, y sé un poquito de cuentas ya sé leer y escribir, y sé un poquito de cuentas. Estribillo Ay que alegría me da, ay que alegría me da, ay que alegría me da no tener que poner el dedo cuando tengo que firmar. TERCERA Si no sabes escribir a la escuela apúntate, a la escuela apúntate, no pienses que eres mayor nunca es tarde pa aprender no pienses que eres mayor, nunca es tarde pa aprender nunca es tarde pa aprender verás lo bien que te sientes cuando ya sepas leer verás lo bien que te sientes cuando ya sepas leer. 279 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Estribillo Ay que alegría me da, ay que alegría me da, ay que alegría me da no tener que poner el dedo cuando tengo que firmar. CUARTA Ay mujer libérate, y salte ya de tu casa, y salte ya de tu casa, deja la pena chiquilla, tras las puertas de tu casa, deja las penas chiquilla, tras las puertas de tu casa tras las puertas de tu casa vente a la escuela de adultos verás que bien te lo pasas, vente a la escuela de adultos verás que bien te lo pasas. Estribillo Ay que alegría me da, ay que alegría me da, ay que alegría me da no tener que poner el dedo cuando tengo que firmar. 280 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR Esta mujer dedicó mucho esfuerzo a llevar su negocio: una pescadería, que ha regentado hasta hace muy poco tiempo. Pero además, tuvo que compaginar ese trabajo con la crianza y educación de sus hijos, algo complicado, y que ella siente que ha finalizado con éxito. Ahora, ellos, se han marchado, tienen su propia familia y Pepa confiesa sentirse sola. “(…) Cuando trabajaba en la pescadería siempre estaba ocupá, rodeá de gente. Hasta el año pasao he tenío abierto. Me levantaba a las siete de la mañana y venía a la hora de la comida; después la casa, los niños… Ahora estoy más relajá, pero más sola. Antes…, campo, trabajo, trabajo, campo… Mis hijos son lo más importante pa mí, pero desde que se fueron lo que más noto es la soledad. Lo de quedarme sin ellos en casa me parece negativo, porque me gustaría poder verlos más; me gusta su compañía. La vida ha cambiao mucho. Nosotros, por ejemplo, éramos mayores y salíamos con mis padres. Ellos no. Y a mi es lo que más me gustaría, quiero más, eso es lo que yo creo que me pasa. Necesito darle un beso a mi hijo, y a veces paso por la carpintería, entro y se lo doy. Yo quiero ser independiente, pero al mismo tiempo necesito acaparar la atención de ellos. Eso es lo que espero de ellos, que me apoyen en esos momentos, cuando me dan los bajoncillos…” (Pepita). Pepita es capaz de ver estas dos caras de la madurez: la soledad del nido vacío y las posibilidades para iniciar nuevas experiencias y aprendizajes. Ha aprovechado esa segunda oportunidad que le ha dado la vida y ahora puede incluso escribir sus poemas en un ordenador. “(…) Pero también reconozco que ahora estoy haciendo cosas que con cuarenta años no hacía. Voy a gimnasia, estoy en el coro, soy la que saco las canciones del coro y dirijo un poco, dentro de lo que yo se…, voy a andar cada día… Ahora me voy a París. No me he montao nunca en avión, así que me he apuntao, aunque el viaje sea tan corto, sólo un día. Con cuarenta y seis años empecé a ir a la escuela. La escuela de adultos fue una cosa buenísima y he aprendío suficiente, aunque no tengo mucha soltura, pero puedo escribir mis poesías y mis historias. Lo último ha sío el ordenador, que me va a ayudar mucho a poner en limpio lo que tengo escrito. To eso yo no lo había hecho nunca” (Pepita). 281 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Josefa recuerda épocas de mucha preocupación por el futuro de sus hijas. Fueron años que coincidieron con un cambio importante para las mujeres: la pérdida de la menstruación. No es que tuviera nada grave, pero sí las molestias propias de esa etapa, que le provocaron una pequeña depresión, por fortuna superada. “Mientras las niñas han sío pequeñas no nos hemos podío permitir vacaciones, ni salir de paseo, to era pa ellas. Luego, entre los cuarenta y ocho y cincuenta y tantos años, tenía mucha lucha…, con tantos en casa y mu agobiá. No me encontraba bien. Después se me fue la regla y lo pasé mal, tuve depresión…, mu mala. Era falta de calcio, me dolía to…, rachas malillas he tenío, pero vamos, ya se me pasó. Es que yo me preocupaba mucho, porque precisaban muchas cosas, eran muchos, tres en el colegio y dos en Jerez, que ya necesitaban mucho. Además es que casi todos han estudiao su carrera o un oficio” (Josefa). A pesar de esas pequeñas crisis, Josefa se considera muy satisfecha de su papel de madre. El vacío que dejaron sus hijos al marcharse, lo ha superado gracias a que ellos mantienen una relación muy cotidiana con la casa familiar. Confiesa que disfruta de esas comidas dominicales, en las que puede tenerlos a todos juntos y contentos. Además, valora especialmente lo que sus hijas le aportan. Una de ellas ha estudiado Derecho, con lo que se ha convertido en la primera universitaria de la familia. Los demás también tienen una buena formación, y ella tiene la humildad suficiente como para aceptar las ideas y sugerencias que ellos le dan. “Lo más bonito que yo he tenío en mi vida: mis hijos. Se han casao ya y eso ha sío una cosa mu dura pa mí; lo que pasa es que están siempre aquí. Yo no he sío mu antigua, me he ido adaptando a los tiempos, creo yo… Ellas, mis niñas, me dicen esto o lo otro…, y una no sabe ciertas cosas, pero que ellas van por delante, porque tienen estudios y saben más. Una ha hecho Derecho…, y yo les hago caso. Me he adaptao a ellas. Después…, son tan buenos unos con otros…, con nosotros igual, se preocupan de que estemos bien. La última ya la tuve con treinta y tantos años y aunque se ha casao y vive en El Puerto, siempre está aquí. Tiene una peluquería en el pueblo, así 282 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR que come casi tos los días con nosotros; el mayor viene a desayunar o a almorzar, porque también trabaja aquí, aunque vive en Jerez. Como son tantos, pues siempre tengo a alguno… Ellos se llevan mu bien unos con otros y les encanta venir a almorzar los domingos, tos juntos. Cuando nos vamos de viaje nosotros, ellos se vienen aquí a comer y me llaman por teléfono, pa decirme lo bien que lo están pasando” (Josefa). Isabel habla de esa etapa de la vida y reflexiona sobre las dificultades de adaptación que tuvieron su marido y ella cuando los hijos se marcharon. Era la primera vez que vivían solos, porque, como la mayoría de las mujeres del grupo, desde que se casaron tuvieron que compartir la vida en común con los padres de ella y sus hermanos. Luego vinieron los propios hijos. A pesar de que se llevaban bien no fue fácil empezar una vida juntos y en soledad. “Con unos cincuenta y cinco años nos quedamos sin hijos en casa. Estuvimos solos unos cuatro años, porque él se murió enseguía. Fue una etapa diferente. Parecía que no habíamos estao nunca juntos. Eso de estar solitos es mu diferente, porque te ocupas más de él, estás más por él. Antes era todo estar detrás de los hijos. Lo recuerdo un poquillo fastidioso al principio. Nos costó un poco adaptarnos a esa etapa. Por mi parte era así, que estuviera allí siempre, cuando yo siempre había estao en la casa con los niños…, yo que sé, ¡que me costó bastante…¡” (Isabel). Pilar es la mujer más joven del grupo. Ella cuenta cómo durante unos años la vida cotidiana de las mujeres se ceñía a cuidar de los hijos y los abuelos. La que hacía cosas diferentes habitualmente era criticada por las personas del pueblo más reacias al cambio. Luego, a partir de cierta época las cosas han cambiado para ella y para la mayoría de mujeres de La Barca. Su relato es el que ofrece más información sobre los cambios sociales y culturales que han permitido a muchas mujeres, las que tenían ganas y necesidad, salir de sus casas y aprender cosas nuevas. “Antes yo no salía a ningún sitio, no te permitías una diversión, sólo la feria. En los años sesenta y setenta, las mujeres no podíamos 283 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN salir a tomar un café al bar o a la Peña Flamenca, todo se criticaba. Tampoco íbamos a la peña a buscar a los maridos, no era bien visto. Las cafeterías…, antes era impensable que las mujeres fueran a las cafeterías o a los bares. Yo no podía dejar a los viejos solos, porque tenía aquí a mis suegros y si me iba a una boda, le dejaba el cuidao a una vecina. Eso era para bodas de compromiso, porque a las otras no íbamos. Cuando estaban mis niños en el instituto ya empecé yo a salir a las fiestas, como el carnaval, iba a la escuela de adultos, a los coros rocieros… Mi suegra le pareció mu bien que saliera. Ella me ha apoyao siempre. La gente criticaba, le decía: Ahí va tu nuera vestía de gitana a la feria, y la mujer contestaba: Hace mu bien, que se divierta. A ella le gustaba que me vieran guapa y haciendo esas cosas. Ahora vamos a tos los sitios… La Barca está ahora mu bien” (Pilar). Estas son las asociaciones y actividades en las que participa Pilar. Su relato ilustra la variedad de grupos existentes en La Barca y las posibilidades que ofrece la población para que las mujeres sigan formándose y relacionándose. Es remarcable su apreciación sobre la importancia de la participación de las mujeres en la vida ciudadana, ya que son las auténticas educadoras de las nuevas generaciones. “Ahora colaboro en una asociación pa la prevención de drogodependencias y en Futuro Rural. He conocío a madres de presos, en jornadas, en el Proyecto Hombre he estao varias veces. También estoy en el Catecumenal, un grupo religioso. Eso me ha ido mu bien, porque estaba con una mentalidad religiosa de esa de to es pecao. Es maravilloso ese grupo, porque tenemos unas convivencias mu bonitas y te enseñan cosas que sirven pa la relación con tus hijos o con tu marío. Las mujeres de los pueblos de por aquí nos juntamos en muchas actividades: en la zambomba, los carnavales…, to lo hacemos juntas y nos conocemos casi todas. Es mu agradable. Eso es por las actividades de las asociaciones; nosotras, las mujeres hemos trabajao mucho pa eso. La primera fue la de manualidades: Manos Artesanas, luego el colegio de adultos, que fue una cosa buenísima pa nosotras. Otra asociación que surgió luego, es Futuro Rural que 284 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR le están apoyando mucho. Aquí, cuando hay problemas en el campo, las mujeres somos las primeras que vamos a las manifestaciones. Ahora, se ha terminao un curso de restauración, otro de danza del vientre, otro de sentimientos y emociones. En el centro cultural están haciendo unas charlas también sobre ese tema, que se vuelve a hacer. Otro de la menopausia. ¡No veas lo bien que nos ha venío ese taller…! Además, yo pienso que nuestros hijos también se aprovechan de las cosas que aprendemos. Las que tienen hijos más pequeños los transmiten” (Pilar). Pilar hace un guiño cariñoso a su marido, al que atribuye gran parte de sus avances como mujer. “Lo que me ha ayudao mucho, que to hay que decirlo, es este hombre, mi marío. Él me anima a que yo vaya a los sitios, me ha ayudao en to, eso hay que reconocerlo. Es mu trabajador, pero ya está necesitando que su hijo se haga cargo de muchas cosas, porque, como yo le digo a mi hijo: él no va a estar siempre” (Pilar). En la conversación que mantenemos, surge un nuevo tema: los miedos de las mujeres; la resistencia que tienen a hablar de determinados temas en grupo; hay desconfianza, porque como se suele pensar: en los pueblos todo se sabe. Esta mujer ha observado cómo en los talleres a los que asiste, se empieza a hablar con más confianza y libertad. Se refiere en concreto a la experiencia en el taller “Coser y Cantar”, donde se han abordado todo tipo de cuestiones, algunas muy íntimas, sin embargo, las participantes se han expresado con un grado de confianza que a Pilar le ha sorprendido muy agradablemente. “Antes, a las mujeres nos daba miedo a hablar de nuestras cosas y ahora todavía sigue un poco de miedo, pero progresamos. Fíjate, en nuestro taller lo que hemos hablao, las cosas tan duras que han vivío; lo que han dicho de su vida las más mayores, la confianza que ha habío en ese taller... La Barca ha cogío un progreso que no veas... Era mu cerraíta cuando yo llegué recién casá. ¡Yo he visto progresar La Barca!” (Pilar). 285 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Aprovechando las palabras de Pilar, vale la pena resaltar la valoración que otras mujeres han hecho acerca del taller. Remedios, Isabel y Pepita sacan parecidas conclusiones de su experiencia con el grupo. Reconocen que no han logrado recordar todo, pero valoran positivamente la comunicación que se consiguió y la calidad de las relaciones. “He recordao cosas, pero también se me olvidan. Hablando vienen muchos recuerdos… A mi me ha servío pa darme cuenta que to el mundo ha pasao cosas. A veces pensamos que sólo nosotras hemos tenío una mala vida. Ahora, desde que voy a la gimnasia y veo a las mujeres del grupo pues nos saludamos por la calle. Antes, aunque nos conociéramos no teníamos ningún trato” (Remedios). “Es que hablar de estas cosas es mu bueno. Pienso en que cuando yo era chica…, si no me acuerdo de na. Esto es una terapia. Te hace pensar y recuerdas cosas. Hay cosas que no te vienen…, pero es mu bueno. Ahora, después de pasar por este taller, tengo una convivencia mejor con mis compañeras, porque conocemos muchas cosas… Con algunas salgo a caminar, con Antoñita, por ejemplo, hablamos mucho...” (Isabel). “Pienso que la mayoría hemos vivío las mismas historias. ¡Aquella era una vida…! Llevo cuarenta años en La Barca y yo no me creía que pasaban esas cosas que se han oído en el grupo… Creo que no son cosas pa cotillear. Se ha hablao de la realidad, de la vida de cada cual, no de la vida de los demás, eso sí es ser cotillas. Yo no me avergüenzo de na de lo que me ha pasao en la vida, por eso he contao tantas cosas, cosas mu gordas” (Pepita). Como Pilar, Cuqui compara el antes y el después de La Barca. Ella participa activamente en la vida social del pueblo y reconoce los beneficios que ha aportado a las mujeres el cambio de los últimos veinte años. “En los primeros años de casarnos nosotros era imposible echarse la mano por alto, agarrarse…, pero en un año ya cambió. Yo voy por el pan y me meto en el bar a tomarme un café y eso antes no se hacía (…) Ya llevamos doce años haciendo cosas en el pueblo. Antes pocas cosas se hacían: hacíamos croché, o cosíamos, cada cual en 286 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR su casa. Ahora voy a la gimnasia, a las reuniones, a la asociación de agricultores y viajo a toas las reuniones que hacen en toa Andalucía. El otro día en el Hotel Guadalete estuve en un cursillo. A La Manga..., en fin, en muchos sitios. Eso nos beneficia mucho, porque no estamos pendientes de los dolores y de las pequeñas cosas; si no, es que te quedabas en casa y a quejarte de to. Algunas que se quedan en casa se ven más viejas, más estropeás… Cuando sales, te arreglas, te pones guapa, te mantienes más joven. Andar, por ejemplo, es un sacrificio, y no to el mundo está dispuesta” (Cuqui). Pepa ya vive sola con su marido. Ambos han estado y están muy unidos y gozan de esta etapa de la vida en la que por primera vez pueden dedicarse a ellos. “Yo empecé a ir a las cosas del pueblo desde que me jubilé, cuando mis hijos ya estaban casaos. Mi niña última se casó hace seis años y luego fue cuando yo empecé a ir a la gimnasia, a la escuela de adultos… Antes, na de na… mis hijos, mi casa… He cuidao también de mis nietos. A los de mi hijo los tuve tres años, porque él tuvo problemas y teníamos que ayudarle nosotros” (Pepa P.). Pepa es consciente del cambio que dio la vida, sobre todo a partir de los años ochenta. Ese cambio lo ha observado al comparar la juventud de sus hijas y la suya propia. “Mis hijas han vivío la juventud mu bien, porque era otra época. Cuando comparo…, me acuerdo de mi padre, que era mu raro y no nos dejaba que saliéramos ni na. Fíjate, con mis dos hermanas últimas ya fue diferente: salían y entraban con el novio en la moto, ya habían cambiao las cosas. Luego, mis hijas tenían siempre problemas con mi suegra que vivía con nosotros. A ella no le gustaba que llevaran alguna ropa. Las chiquillas son buenas, trabajan bien y to el mundo las quiere, pero se arreglaban y se iban por ahí. Yo hacía como que la apoyaba a ella, pa no crear problemas y al final salían como querían. A mi suegra le evitábamos los disgustos. La mujer decía que se llevaba mejor conmigo que con sus hijas. Nunca tuvimos problemas viviendo juntas y la cuidé hasta el final” (Pepa P.). 287 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Se siente muy satisfecha, porque ellos han conseguido un bienestar material que les permite vivir con comodidad y disfrutar de las cosas que sus padres no tuvieron. Como muchos jóvenes de La Barca han salido fuera a trabajar y algunos se han casado y viven en otros lugares de España. “Tos han ido a la escuela, pero no han tenío carrera. Una de ellas si era mu lista. Mi niña, la que tiene treinta y ocho años, quería estudiar azafata, pero además de que no podíamos pagarle una carrera, es que esos estudios a mi me daban no se qué, eso de que se fuera volando por ahí… ¡Qué miedo me daba! Algunos se han ido a Palma a trabajar. Nosotros hemos ido varias veces. Mi niña, la que tiene treinta y dos años, conoció allí a su novio, que es de Granada y trabajan a temporás en la hostelería. Ya llevan allí más de doce años, en Palma. Mi Mari tiene una empresa de persianas en San José del Valle y está mu bien…” (Pepa P.). Encarna García es de las que ha disfrutado un tiempo de vida de pareja. Aunque la muerte de su marido le dejó un hueco, ella llena sus horas con muchas cosas que le gustan. Recuerda cómo era él y lo que ambos hicieron para que sus hijos lograran aquellas cosas que ellos ni se atrevieron a soñar para sí mismos. “Con mi marío he vivío un periodo largo sin hijos. Estábamos relajaos, mu bien, porque nosotros siempre tuvimos una relación buena, no cambió tanto cuando nos quedamos solos. Yo no me he quedao nunca sin trabajo, siempre tengo cosas que hacer. Él no había estudiao, pero luchó mucho pa que estudiaran los hijos y que fueran los primeros. Pero a los pobres nos cuesta mucho trabajo eso de que los hijos estudien… Porque las becas solas son poca cosa, hay que poner un poquito. Ellos no han sío malos estudiantes, pero tampoco los mejores. Me quedé mu tranquila cuando acabaron, porque mi marío era mu exigente y no los dejaba vivir…, mucha exigencia, y eso tampoco es tan bueno, ¿no? Yo me siento satisfecha de haber educao a unos hijos que son trabajadores y buenos, es lo mejor que he hecho en mi vida. Me siento realizá con ellos. El varón es el que se fue antes de casa y le costó mucho porque era el único varón. Se fue a estudiar a Los Marianistas. Se llevaron a varios niños del colegio con 288 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR beca y uno fue mi hijo. Era un chiquillo buenísimo, mu noble. En quinto de bachiller se lo llevaron a Segovia, con una beca, pensando que tenía vocación pa ser religioso, pero pronto se dio cuenta de que no era ese su camino, que quería vivir en libertad. Luego estudió lo que le gustó: Magisterio y Psicología, y se quedó en Madrid. Ha sío siempre mu cariñoso y no falta ningún año en Navidad y esas fiestas importantes. Me llama muchísimo y está pendiente de mí. A mis hijas las ayudamos también en lo que ellas quisieron hacer. La mayor estuvo aquí, en una farmacia, y luego se fue a Canarias y sigue allí, de Oficial de Primera. Se le da bien, aunque no estudió la carrera, pero se aplicó y tiene mucha traza. Su hermana pequeña se fue con ella a Canarias y allí siguen. Tengo otra que vive en Jerez. Son buenas hijas y trabajadoras” (Encarna García). La mayor afición de Encarna es escribir poesía; algo que ha descubierto tardíamente, porque como ella dice: “Antes lo que había era el trabajo del campo y ya está”. Por eso valora muy positivamente que en los últimos años haya tantas actividades en La Barca. Ella participa en muchas de estas actividades, pero la que más le ha gustado es el taller de poesía que se hizo el año pasado. Allí aprendió y disfrutó del saber de la profesora y del contacto con sus compañeras. “Las actividades se han empezao hace poco tiempo, unos diez años. Antes, la gente no iba ni a los bares, y era lo único que había aquí. Ahora hay muchas actividades pa la gente mayor y también nos pagan una comida en la feria. Las posibilidades de escribir no las he tenío yo hasta ahora; escribo mis poemas y disfruto mucho con eso” (Encarna García). 289 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN EL AMOR ES VIDA Si el amor es vida contigo quiero vivir, porque vivir sin amor es como vivir sin sentir. Y si el amor da la fuerza ¡ay amor, quiero ser fuerte! porque amor, si tú te alejas, sé fuerza, que voy a perderte. No te quisiera perder porque fuerza es ilusión, sería como quedarme sin nada en el corazón. Y sería tan deprimente, que tan sólo de pensarlo, el corazón se deprime, sin ese amor esperado. Vida es vida con amor, amor y fuerza es vida, muy dentro del corazón, las dos deben ir unidas. Encarna García 290 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR Antoñita afirma con rotundidad que lo mejor que ha hecho en su vida ha sido tener a sus hijos y criarlos. A cambio, ellos y sus nietos le devuelven con creces su dedicación. Pero no puede dejar de hablar de su gran preocupación; del largo proceso que ha tenido que pasar para ayudar a salir a su hijo de una dependencia que le estaba matando. Por suerte la situación está superada, gracias al esfuerzo que él mismo ha tenido que hacer y a su apoyo incondicional. “Lo mejor de mi vida ha sío tener a mis hijos. Me siento querida por ellos, y por mis nietos… Y eso que con ellos ha habido sus problemillas, unos más grandes que otros. Lo que más me ha hecho sufrir es el problema de mi hijo. Cuando tenía catorce o quince años empezó con la droga. Yo meneaba los papeles, iba a buscar abogados de oficio, que no hacían na…, y to eso yo sola, sin dinero… Ahora esas cosas…, tienes información, pero antes, no te enterabas de na hasta que estabas en el juicio. De eso hace ya mucho tiempo, porque ahora él está recuperao y llevando una vida totalmente normal” (Antoñita). Por este y otros problemas familiares, Antoñita no ha tenido una madurez serena. Demasiados contratiempos y mucha soledad que ella relata así. “(…) En esos años lo pasé mu mal: mi padre alcohólico, mi marío con la silla de ruedas… Total que con cincuenta años tenía ese panorama. Y ya llevaba yo unos cuantos años con lo de mi hijo. Las muertes de mis padres ha sío el no va más, pero lo de mi hijo ha sío mu duro, no se lo deseo a nadie..., y sin ayuda. Pero sigo pensando que, a pesar de todo, tener a mis hijos es lo mejor de mi vida” (Antoñita). Pero la gran alegría de esta mujer son sus nietos. Con ellos ha aprendido a expresar sentimientos, a escuchar sus preocupaciones adolescentes, a estar cerca cuando lo necesitan. “A mis nietos los quiero muchísimo y ellos están loquitos conmigo. Yo con ellos lo paso mu bien y juegan mucho conmigo; se me quita to cuando estoy con ellos, y los grandes me cuentan muchas cosas…, sus preocupaciones, en fin, que tienen confianza y yo les 291 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN ayudo en lo que puedo. (…) Con el tiempo he aprendío a decirles que los quiero, porque antes no se decían esas cosas. Con mis hijos era diferente…, no tenía tiempo. Me levantaba a las cinco de la mañana y hasta las doce de la noche: cosiendo, pintando…, no podía hacer otra cosa” (Antoñita). A pesar de los avatares de su vida, Remedios, ha llegado a la madurez sin perder la capacidad para ilusionarse y disfrutar de las pequeñas cosas: ha descubierto el valor y el apoyo de las amigas, los viajes, o los talleres del Ayuntamiento. “Antes no he tenío amigas, porque estaba con mis niños y las obligaciones. Ahora me junto con unas cuantas y salimos bastante. Hoy, por ejemplo, hemos comío juntas. Algunas son más amigas que otras. Encarna es con la que mejor me llevo. Mi prima Anita que está mu mayor ya no viene… Con ella también me llevaba bien” (Remedios). La convivencia con los nietos y la implicación en la vida de sus hijos la ha mantenido activa y en contacto con un mundo que a veces resulta difícil de comprender. Así relata cómo sigue el proceso de recuperación de su hijo y los descubrimientos que ha hecho en contacto con otra religión. “Yo he tenío que cambiar a la fuerza, porque vivo con mis nietos. Desde luego los chiquillos son mu respetuosos y obedientes, porque son de los Testigos de Jehová. Yo empecé a ir a las reuniones de los Testigos porque mi hijo empezó a tener problemas, como su padre. En los Testigos de Jehová ha cambiao como de la noche al día. Va bien arreglao, tiene más respeto por to. Ahí la gente se lleva bien. No hay maldad, nadie habla de nadie. Hay mucha hermandad, mucha amistad, se apoyan unos en otros. Así que yo seguí y luego empezó a ir mi hija y los niños. Los niños respetan mucho a los mayores, no como otros que yo veo por ahí que hablan mal a los abuelos y los padres. Mis niños no van a las discotecas, no se emborrachan, hacen fiestas, pero no se emborrachan, ni botellones, ni eso. Hacemos muchas fiestas y lo pasamos bomba. Juntos, niños, jóvenes y mayores. No se dicen palabrotas. Una cosa mu bonita. Yo no me he bautizao, 292 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR ni predico ni na. Hacen unas reuniones preciosas, y me encantan. No tienen por qué hablar siempre de Dios, sino de las relaciones entre la gente, entre la familia…, que nos ayudemos…, to eso. La gente no sabe lo que es. Yo no me he comprometío más, pero sí voy a las reuniones. Mi hijo predica y se siente mu bien, se pone su traje, su corbatita y cómo predica, yo no me lo podía creer…Tiene su tratamiento y a él le ayuda mucho to eso, ha cambiao mucho” (Remedios). Además ejerce de abuela, porque sus hijas se dedican a coser y necesitan ayuda. “Cuando mis hijas se casaron yo me quedé tranquilita. Les ayudaba porque ellas estaban trabajando y tenían sus niños. Yo les lavaba, les planchaba la ropa, les recogía a los niños. Cuando acabé la crianza mía empecé con la de mis nietos. Casi los he criao yo. Al principio, en el patio de mi casa, mi hija se hizo la casita y el taller de costura. Las dos cosen pa la calle y se ganan la vida de esa manera” (Remedios). Antonia, una mujer que siempre cuidó de sus hermanos y de todo aquel que la necesitaba, sigue siendo una “madraza”, preocupada por la salud y el bienestar de su hijos, ya mayores. Reconoce que ha sido demasiado responsable de todo y tiene que hacer verdaderos esfuerzos para no quedarse encerrada, para no ser una mujer amargada. Por eso procura ocupar su tiempo en todo lo que le apetece. Eso, además de darle satisfacciones, le distrae de esa tendencia suya a preocuparse excesivamente de las cosas. “Ahora estoy bien, pero tengo la enfermedad de mi marío, mis hijos tampoco están bien de salud…, me preocupan mucho esas cosas. Mi hijo mayor es taxista, tiene tres coches y le va mu bien, gana mucho; aunque no para, pero… Y el otro, que está solo..., viaja to el rato; ahora está en Marruecos, está haciendo un recorrido en moto…, yo sufro por esas cosas. Ayer pensé en no ir al cine porque tenía un mal día…, pero esta mañana digo: que me voy… Es que si no, no voy a ningún sitio. Yo no me he puesto un traje de gitana nunca. He ido algunas veces a Jerez a la feria y no me lo compro… Siempre tengo algo pa no comprarlo” (Antonia). 293 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Por suerte, tiene la capacidad para ver las cosas positivas, ha ganado con la edad: tiempo libre y actividades lúdicas, nuevas amistades, viajes con su marido. Además valora de manera especial el poder administrar su propio dinero. Ahora, por primera vez, se siente independiente, con capacidad para decidir y darse pequeños gustos. “Mi marío ha sío siempre mu severo y a raíz de que estuvieron sus padres aquí él es más comprensivo con to. Yo muchas veces le digo: mira, que las mujeres van a este sitio o al otro y él me anima a que salga y vaya con ellas. Voy a la gimnasia, al cine a Jerez, a una comida de las asociaciones, a to. Eso sí, la comida se la dejo prepará y él la calienta. Luego, no le gusta ir solo a ningún sitio, así que me pide que lo acompañe y yo voy con mucho gusto. Luego, en otras cosas igual, hemos mejorao. Ahora ya disponemos de una pensión, cada uno tiene la suya. Hemos pasao apuros y trabajo… Él antes tenía que saber lo que se compraba, lo que se gastaba, había que estar aclimatá a lo que él decía…., pero yo ahora tengo mi dinero, mi cuenta y puedo comprar lo que se necesita sin pedirle permiso, eso es mu bonito…” (Antonia). Ana se considera una mujer feliz porque ha conseguido tener una vida tranquila y sin preocupaciones importantes, sobre todo a partir de cierta edad, que ella sitúa en los cincuenta. Se muestra orgullosa de la educación que ha dado a sus hijas y mantiene con ellas una buena comunicación muy provechosa, para ambas partes. “A partir de los cincuenta años más o menos, nosotros ya empezamos a estar bien. Mi marío ganaba más, las niñas en el colegio…, en fin, que ya era otra cosa. Gracias a Dios he tenío unos niñas mu buenas. No he tenío problemas con ellas y me siento mu satisfecha. Mis hijas han estudiao lo que han querío. Pero eso sí, yo tenía claro que no había que perder el tiempo. Yo les decía: Que no quiero a gente paseando libros; la que no quiera estudiar que lo diga y se va a servir, porque a mi no me ha pasao na por estar en una casa trabajando. A la mayor no le gustaba el colegio y al final se sacó el Graduado Escolar en la escuela de adultos. Las otras se han pasao la vida estudiando; una de ellas le costaba, pero ponía codos y sacaba 294 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR las cosas, con mucho trabajo. La Ana Mari, la hija de Pepa, estudió Derecho, pues esa, con un repaso, se lo sabía to, sin embargo, la mía necesitaba más, pero tenía mucha voluntad y se pasaba toa la noche estudiando. (…) Yo he aprendío mucho de mis hijas, hablo mucho con ellas, me cuentan cosas de sus trabajos y de to lo que quieren…, yo les aconsejo en lo que puedo, pero es que ellas saben más de muchas cosas. Se preocupan por mí y no quieren que me inrrite por na, que no sufra…, que si la paga llega, que si no llega…, ellas preguntan y se preocupan…” (Ana). Ana participa en muchas actividades en el pueblo, pero lo que más valora es haber podido ir a la escuela de adultos y aprender a leer: uno de sus sueños, que en parte ha cumplido. Sin embargo, ella se atreve a nombrar otros deseos más o menos íntimos, quizás nunca expresados en voz alta. “Ahora he ido a la escuela de adultos, pero era una analfabeta. Mis hijas me explican muchas cosas que yo no entiendo; eso es un orgullo pa mi. Lo que me queda pendiente es el carné de conducir; me hubiera encantao, hasta he soñao con eso, que voy conduciendo y que aparco… Y estudiar Historia, eso si yo hubiera nacío en otros tiempos sí que lo haría…” (Ana). Encarnación recuerda lo que ha tenido que luchar para educar a sus hijos prácticamente sola, ya que tenía que ejercer una doble autoridad: la materna y la paterna. La mujer lo tiene claro: su papel ha sido fundamental y se siente orgullosa del resultado. Sus hijos han conseguido tener su propia vida, buenos trabajos y sobre todo, algo que a ella le preocupaba: no han caído en el vicio de su padre. “Mira, de mayor mu bien, pero he tenío que cuidar de mi marío, que estuvo malo mucho tiempo; también tenía la preocupación de mis padres mayores... Así que las satisfacciones que yo he tenío han sío el nacimiento de mis hijos, que fue una cosa mu grande, que me hacían caso en los estudios, y luego, verlos casaos, to eso era mucha satisfacción. Son las mejores cosas que me han pasao en la vida. De pequeños han visto muchas cosas, como el mal trato de su padre. Algunas veces ellos también recibían sin motivo, pero hasta el día de 295 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN hoy ninguna ha tenío ese vicio, no han salío como su padre, porque han tenío una madre que ha luchao por ellos… Reconozco que he sío una madre dura, porque, ¡cómo iban a salir adelante, con lo que teníamos en casa! Los que han estudiao han tenío su beca. Los que no servían me los traía y se ponían a trabajar. Una de las chicas estudió Magisterio y ahora está colocá en Hacienda. Tengo otro que se fue a Barcelona y se colocó en una carpintería, que era su oficio. Luego se fue haciendo su taller, y ahora tiene una fábrica y una tienda de muebles grandísima. Otro de los chicos era mu trabajador, aunque le costaba mucho sacar los exámenes. Al final, después de mucho luchar, se colocó en un laboratorio farmacéutico en Cataluña. Sabe muchísimo de eso, aunque no haya hecho carrera, es mu listo. Otro se hizo cocinero y ha estao mucho tiempo en Madrid, ha sío un gran cocinero, en sitios mu buenos. Ahora está en los ancianos de Jerez, se ha vuelto después de muchos años a vivir aquí. Este hijo es el que está más cerca” (Encarnación). En los últimos años, y gracias al bienestar que disfrutan sus hijos, Encarnación está más despreocupada. Por eso procura divertirse y participar en las actividades que organiza el Ayuntamiento: asiste a los talleres de trabajos manuales, hace gimnasia, viaja…, y vive el día a día, con los achaques propios de la edad, pero activamente y con mucho positivismo. “Hace poco estuve de vacaciones, bailando, pasándolo bien…, y al otro día me dio un infarto. Del infarto me han dao el alta, claro que me tengo que cuidar, pero yo no me considero una mujer amargá, más bien soy positiva. Disfruto to lo que puedo: planto mis flores, salgo con unas y con otras, me voy a Jerez de compras… Ahora me voy a Torremolinos, luego a Barcelona y luego quiero irme a Canarias…” (Encarnación). María Álvarez tiene aún un hijo de veintiocho años en la casa. Comenta el cambio que supuso para ella convivir todo el día con su marido, cuando éste se jubiló. Y es que lo habitual es que, durante años, la casa sea el reino de las mujeres; al jubilarse el hombre pueden darse ciertos roces que hacen que la convivencia sea conflictiva, al menos hasta que ambos se vuelven a acoplar. 296 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR “De más joven me sentía querida, me llevaba bien con mi marío, pero de mayor…, desde que se quedó en casa, empezamos a discutir por tonterías: que si este mueble tiene que estar aquí, y yo que allí…, esas cosas, na de importancia, pero que cuesta un poco llevarlo al principio, porque convivir toas las horas del día no es fácil pa nadie” (María Álvarez). A pesar de todo María se siente satisfecha y joven de espíritu. Aunque ya está jubilada continúa buscándose actividades y participando políticamente, asistiendo a talleres, gimnasia, viajes… Como mujer progresista, se siente de izquierdas y muy comprometida con todo lo que beneficie a las clases trabajadoras. “Yo voy a tos los sitios. Me muevo mucho en el pueblo, en las asociaciones… El viernes voy a un curso de cocina, a gimnasia también voy. Estoy en la comisión para la segregación de La Barca, en toas las movidas…, me gusta, porque yo me siento una mujer de izquierdas y me gusta comprometerme en to lo que puedo. Cuando votamos para la segregación ahí estaba yo, porque es como una casa que cuando los hijos se hacen grandes hay que dejarlos independientes; que yo creo que La Barca ya está prepará pa tirar sola p´alante. Ya tenemos muchos habitantes y no deberíamos depender más de Jerez. Aunque vayamos a comprar, o a otras cosas, pero por lo menos que nuestros impuestos sirvan pa arreglar nuestro pueblo. Que a los ayuntamientos viene un dinero y luego a las pedanías no llega lo que necesitamos. Claro que a Jerez no le interesa, porque pierde votos y pierde dinero” (María Álvarez). Pero como la mayoría de sus compañeras, María no puede dejar de hablar de sus hijos, de la mayor obra que ella ha realizado. “Yo estoy mu contenta con mis hijos. Mi hijo mayor, por ejemplo, desde que vivíamos en Cataluña, era un chaval mu formalito y aplicao. Se sentaba con el padre delante de la tele a ver el telediario. Empezó a leer mu pequeño y leía muchísimo. Cuando llegó aquí, la gente se pensaba que había estao en un colegio privado, porque estaba mu adelantao. Hizo el Cou en Arcos y luego en Puerto Real 297 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN estudió tres años de Química, pero no acabó la carrera. Hizo oposiciones y se quedó en el INEM de funcionario. Tiene un trabajo que ayuda a las personas, escucha a la gente. Me siento orgullosa de el. Mi hija ya está casá y también es una niña mu educaíta. To el mundo dice de ella que es mu educá. El pequeño tiene veintiocho años y está en casa todavía. Ese ya es de otra generación, de otra manera; habla mu mal, como los jóvenes de ahora, yo le recrimino, pero él dice: Mamá que yo estoy en Andalucía, pero yo le digo que aunque se viva en Andalucía hay que hablar bien. Ahora, que to el mundo lo quiere, no son niños esaboríos, ni na, ninguno de ellos” (María Álvarez). Encarna se muestra satisfecha con su papel de abuela. A pesar de haber perdido a su marido puede disfrutar de una vida plena y eso gracias a la relación que tiene con sus hijos y con sus nietas, a las que adora. “Mis hijos mayores han hecho bachiller, no han ido a la Universidad, pero tienen oficio. Las hijas cosen en un taller en La Granja y el hijo está en una fábrica de muebles. Tengo otro en Castellón y lo echo muchos de menos. Mis hijas han trabajao después de casarse, pero es que yo me he quedao con los niños. Luego, ya cuando he sío más mayor me ocupo sólo de la comida y ellas hacen las demás cosas. (…) Estoy loquita con mis nietas. Las dos mayores las he criao yo. Una está estudiando en Cáceres y otra, la que está en Cádiz estudia Medicina y acaba ya el año que viene. Me tiene loca, es mu buena estudiante. Ahora se va a Méjico a hacer prácticas. Yo quiero mucho a mis hijos y a mis hijas, pero a mis nietos los quiero más. Disfruto de verlas estudiando y estoy loquita con ellas. Es que una tiene más tiempo de estar a la vera de ellas, de mirarlas, hablar...” (Encarna B.). Pero también en estos años, las mujeres han tenido que asumir el cuidado de sus mayores y han sufrido algunas pérdidas. Varias de nuestras protagonistas han perdido sus seres más queridos: un hijo, una hermana, los padres… Estas experiencias han ido dejando una huella, vacíos que cada una ha tratado de superar a su manera. Luego, una vez superado el luto, ellas han tenido la fuerza y la ilusión suficiente como para embarcarse en nuevas experiencias, como las acti298 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR vidades físicas, artísticas, los viajes, y lo más extraordinario: han querido aprender a leer y a escribir, recuperar la asignatura pendiente de una infancia sin escuela. Encarna se quedó viuda bastante joven, (en otro apartado relata su experiencia) pero además ha sufrido otras pérdidas que le han dejado mucha huella. “El primero que se murió fue mi suegro, después mi madre y yo tenía mucho calor con mi madre, además me quedé al cuidao de mi padre cuando murió ella. Al año se murió mi hermana con 42 años y dejó una niña de cuarenta días y ocho criaturas más. Yo les ayudé mucho y sobre todo a la pequeña la saqué adelante, les lavaba la ropa. Cada vez que iba allí lloraba, con el cuadro que había. Nosotras nos habíamos criao juntas y estábamos mu unías. Luego, al poco tiempo fue mi padre, y después otro hermano varón. He tenío muchas muertes, muchas” (Encarna B.). Además del dolor de las muertes, el luto implicaba para las mujeres, una especie de encierro, una retirada de la vida publica, hasta que pasaba un tiempo prudencial. Se vestían de negro de pies a cabeza y esperaban… Mientras, los años iban dejando su huella en ellas, hasta que un día se daban cuenta que ya no eran tan jóvenes. Encarna y Remedios lo explican de esta forma: “Cuando se murió mi suegra me puse el luto como si fuera mi madre: vestido negro, medias, un año por lo menos. Luego con mi madre también velo en la cabeza, pero un velo grande, con mi padre uno más pequeño. Mi suegra decía: Se te junta un luto con otro. Cuando me quitaba la ropa negra enseguía se moría otro. Ahora los lutos son más livianos” (Encarna B.). “Cuando yo tenía dieciocho años murió mi madre; luego, con treinta mi marío, después mi padre, mi hijo, mi suegro, algunos cuñaos… Entonces eran los lutos mu rigurosos. Por mi madre estuve tres años, por mi marío mucho tiempo, no sé cuanto. Me puse pañuelo negro, sí. Hasta en la casa me lo dejaba puesto Toa mi juventud he estao de negro. Por eso ahora prefiero ropa de color” (Remedios). 299 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Encarnación vivió una cruel casualidad: la muerte de su madre diez días antes de la boda de su hija, así que tuvo que resolver un duro dilema: asistir a la boda o no. Ella lo explica de este modo: “El día de la boda de una hija mía acabábamos de enterrar a mi madre, pocos días antes, pero ¡qué iba a hacer!, ¿iba a dejar a mi hija sola ese día? Además había venío mucha gente de la otra familia de fuera y ya no se podía hacer na. Yo estaba dividida ese día: entre mi madre y mi hija, pero ella me dijo: Mamá, hazlo por mí, por ella ya has hecho mucho, ahora me toca a mí. La verdad es que contenta no estuve en la boda; era una alegría, porque era mi hija más chica, pero…” (Encarnación). La mayoría de nuestras protagonistas han ocupado un tiempo de su vida adulta en el cuidado de sus mayores. Algunas, dentro de la propia casa, introduciendo arreglos para hacerla más adecuada. Por eso algunas no comprenden que la gente busque excusas para no tenerlos. Lo que nos relatan Pilar, Antonia y Caqui, ilustra la opinión mayoritaria en el grupo: a los mayores hay que devolverles lo que ellos hicieron por nosotros. “A mis padres los cuidamos nosotras, entre todas las hermanas. Antes no tenía la casa así de grande, sólo una salita, un cuarto cocina y una habitación pa nosotros. Pero arreglé la casa pa que ellos tuvieran su cuarto. Pero antes de hacer los arreglos yo ponía a mis niños en un sofá cama, pa que ellos pudieran tener su habitación. Por eso, cuando ahora dicen que no tienen sitio pa los padres, digo yo: si quieres…, puedes tenerlos” (Pilar). Antonia ha tenido una serie de obligaciones que la han mantenido dentro de la casa hasta hace poco tiempo. Después de la crianza de los hijos, vino el cuidado de su padre y de sus suegros, hasta que murieron. Fueron años de sacrificio, pero ella no se queja, porque considera que es así como se debe hacer. 300 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR “Antes era otra cosa. Nosotros pensamos con tiempo que había que hacer una habitación, pa cuando mis suegros nos necesitaran. Al principio íbamos a buscar la ropa pa lavarla y le hacía la comida mi hija, pero ya tuvimos que traerlos aquí, porque mi suegra cada vez estaba peor y él no podía. Cinco años estuvieron aquí totalmente incapacitados. Mu mayores: mi suegra con Parkinson, él había tenío un infarto. Mi suegra, tres años en la cama. Siempre nos habíamos llevao bien… Como viví con ella cuando me casé… Después, mi padre también estuvo un año en mi casa antes de morirse. Cuando se puso viejo y necesitaba cuidao me lo traje. Mi hermana tenía muchos niños chicos y embarazá que estaba, no podía cuidarlos, así que me lo mandó aquí. Se murió en mi casa... Ya te digo, yo he ido poco a la calle, con los niños y los abuelos pa cuidar…” (Antonia). Cuqui ha sido la cuidadora de su madre, que murió con noventa y tres años. Pero en lugar de quejarse de los años ocupados en esa tarea, habla de ello con nostalgia, porque ella veía a su madre como alguien muy especial. “A mí nunca me pesó mi madre, ni me quejé por tener que cuidarla, hasta los 93 años que murió de una embolia. Yo ese día le tenía preparao to pa arreglarle el pelo en la peluquería y de pronto me la encontré mu mal, empapaíta de sudor…, nos la llevamos al hospital y ya no se recuperó. Nosotras hemos querío mucho a mi madre y mis hermanos también. Ella era especial, me acuerdo de ella cada día. Se llevaba bien con los yernos, porque pa ella to estaba bien. Ponía paz entre las hermanas. Allanaba el camino” (Cuqui). 301 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR 2. La viudedad: una soledad no buscada Ellos habían soñado con poder vivir solos alguna vez; con tener una vejez relajada, sin otro quehacer que cuidarse el uno del otro. Muchas veces recordaban los años primeros de casados. Tenían tantas ganas de estar solos, de vivir su propia luna de miel…, eran tan felices cuando tenían ratitos de intimidad. No es que estuvieran mal con los padres, pero no es lo mismo. Siempre se había escuchado a los viejos aquello de que “el casado casa quiere”, por algo sería, pensaban ellos. Los niños vinieron enseguida y había trabajo, mucho trabajo, en la casa, en la parcela... Eran otros tiempos, nadie pensaba en la diversión, en salir a ningún sitio. Cuando llegaba la feria se disfrutaba, porque era lo único que había. La vida era así, obligaciones y obligaciones… Por eso la enfermedad de él fue una mala faena. Habían empezado a viajar con los grupos de pensionista; hacían excursiones a muchos sitios, pero de pronto todo se torció. Muchas veces le decía: “Encarna, nos vamos a ir una temporaíta a Ronda, a ver si allí me pongo mejorcito”. Pero no pudo ser. En diciembre hicieron un viaje precioso a Córdoba y en enero él se marchó para siempre, dejando un vacío tremendo en aquella casa y en la vida de la mujer con la que compartió tantas cosas. 303 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Encarna nunca había sentido esa soledad. Se vistió de negro y no quería salir a la calle; era como estar muerta; había perdido al hombre de su vida y aunque sus hijos estaban ahí, no podían suplir su presencia; lo necesitaba para seguir. Se daba cuenta de que tenía mucho tiempo por delante; era una mujer joven; con cincuenta y tantos aún se pueden hacer tantas cosas… Después supo que nadie se muere de pena, que se puede salir adelante y recuperar ilusión por las cosas…, pero le costó unos años de lágrimas y soledad. Ahora, Encarna es una mujer mayor, pero, a pesar de los achaques propios de la edad, se siente con ganas de hacer cosas, de aprender, de salir con las amigas, de recuperar el tiempo perdido. A veces piensa que él, allá donde esté, la mira y se alegra de que esté disfrutando de las cosas que hubieran querido hacer juntos. 304 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR La vida de Encarna, hasta la madurez, había transcurrido como un río transparente y tranquilo. Tuvo unos padres cariñosos, disfrutó de una juventud sin grandes preocupaciones y se casó con el hombre del que estaba enamorada. Por eso, al hacer un recorrido por toda su trayectoria vital, es la muerte de su marido lo que aparece como su peor experiencia. Su relato nos introduce en uno de los acontecimientos que marcan la vida de las mujeres adultas: las pérdidas de los seres queridos. Principalmente la muerte del marido es una vivencia de una gran carga emocional. Además, al quedarse solas, ellas tienen que resituarse, ajustar su vida a una situación no buscada, pero que poco a poco van asumiendo y superando. Veamos cómo tampoco en este aspecto hay una total coincidencia entre nuestras protagonistas: “Lo más duro de mi vida ha sío la muerte de mi marío. Cada vez que veo a matrimonios mayores me da mucha envidia, porque es lo que nosotros hubiéramos querío: estar juntos hasta el final. Yo he estao doce años vestía de negro, con manga larga, con medias. He tardao mucho en recuperarme, pero era porque yo no me sentía bien pa ponerme de color. Yo me encontraba bien así. Tenía cincuenta y cinco años y estaba echa una vieja, con el negro. Vivía con mis hijas y las nietas, que eran chiquitas, pero me sentí mu sola, con mucha pena. No salía a la calle, no podía salir, me liaba a llorar…, estuve mu mala, fatal, no salía de mi casa. A mi me echaban un café o un refresco en algún sitio y no me lo tomaba” (Encarna B.). Como vemos, Encarna ha sufrido esa pérdida, pero se nos muestra como una mujer realista y positiva, que afronta el futuro serenamente y saca de la vida lo mejor que ésta le ofrece. “(…) Luego te das cuenta que to se pasa, que no te mueres, pero he pasao mucho… Ahora ya salgo por ahí y me doy cuenta que hay gente que está peor que yo…, no quiero estar quieta. Por la mañana me levanto y arreglo las flores, el patio, y el almuerzo lo hago yo. Le pido a Dios ver a mis nietas con sus carreras, trabajando en lo que han estudiao” (Encarna B.). 305 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Una historia muy diferente es la de Encarnación. Y es que al volver la vista a los años de convivencia de este matrimonio no podemos más que comprender cómo se sintió esta mujer cuidando a un marido enfermo, un hombre que le había dado mala vida a ella y a sus hijos. Como en otros momentos de su relato, las palabras de la mujer están cargadas de emociones que transmite a todo el grupo. En momentos sale toda la rabia acumulada a lo largo de una vida, pero luego aparecen las lágrimas, el dolor sale en forma de llanto balsámico y reparador. “Hace cinco años que murió. Siempre he tenío problemas con él, pero cuando se puso malo ya no podía seguir siendo el “manda más”. Yo tenía sesenta años y me compré un baquero y le dije: Tú mírame, mírame bien, que de aquí pa´trás tú has llevao los pantalones, pero de aquí pa´lante los voy a llevar yo. Ya no me riñes más, ya no me pegas más, ya no te metes más conmigo…, mira, me hago un traje gitana y me voy a la feria de Jerez y tú no te metes más conmigo. Mientras ha estao enfermo yo lo he arreglao, le he puesto de comer, le he puesto su ropa, pero a partir de entonces, él no ha podio conmigo. Era mu trabajador y mu bueno, pero a mis niños los he educao yo. Estuve mucho tiempo cuidándolo, pero al final tuve que coger a una mujer pa que me ayudara, al final yo estaba mu mal, mu mal. Mira si estaría mal que un día, cuando ya estaba mu malo, ya le dije: no puedo más, no puedo más, voy a coger una botella de lejía y… El me dijo: no lo hagas, no lo hagas…” (Encarnación). Y luego llegó la muerte y la necesidad de perdonar, de dejar cerrada una herida profunda y que quizás ha dejado una cicatriz demasiado honda. “Murió con setenta años y lo perdoné. Le perdoné el mal que me había hecho, a mí y a mis hijos, porque él lo que tenía era del vino. El día que se murió me puse como las locas y no permití que nadie le hiciera na. Yo lo arreglé y hasta que se lo llevaron estuve allí, haciendo to lo que había que hacerle. Ese consuelo lo tengo, porque si lo hubiera dejao con mis hijas o mis yernos o eso, me hubiera quedao a mí peor sabor de boca. Al año de morir empecé a reponerme y mis hijos me han ayudao mucho en eso. Ellos me decían que saliera a la 306 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR calle… Yo he respetao a mi marío, pero lo del luto, a mis hijas les dije: Mirad, vosotras no hace falta que estéis ahora de negro, ya hemos hecho lo que teníamos que hacer. Con la práctica de tanto tiempo he aprendío” (Encarnación). Por eso precisamente, Encarnación nunca ha pensado en volver a casarse. Prefiere vivir estos años de viudedad pasándolo bien, viajando, haciendo cosas que nunca tuvo oportunidad de hacer, pero de hombres no quiere ni oír hablar. “Yo no quiero más hombres. Me han salío, porque voy de viaje y conozco a mucha gente, pero yo no he pensao nunca en tener otro hombre. Una vez conocí a uno en un viaje y se sentó a mi vera en el autobús, luego quería hacerse una foto conmigo. Nos la hicimos, pero el otro día que me pidió la foto y el número de teléfono yo no se la quise dar. Yo estoy bien así” (Encarnación). Antes de hablar de la muerte de su marido, Isabel recuerda la época del nido vacío, cuando se quedaron en casa sin los hijos. Reconoce que esos años, aunque tranquilos fueron difíciles para ella, porque tuvieron que acoplarse a una nueva relación. Luego, una muerte muy poco esperada, algo difícil de digerir, cuando ha existido respeto y compañerismo, lo más importante, según Isabel, para llevar una vida tranquila en el matrimonio. “Mi marido estaba como un sol pero tenía la tensión alta y le dió un infarto intestinal. No se había dao cuenta que le habían dao más de una vez. En nueve días se fue. Él tenía sesenta y seis años y yo cincuenta y siete. Nueve días en el hospital, operación y cuando salió del quirófano el médico me dijo que no había más que hacer. Pasó a la UVI y no podíamos entrar a verlo na más que un ratito. Eso fue un palo mu grande Siempre tenía la completa seguridad de que él me quería mucho a mí, fue un gran compañero, crió a sus hijos, me ayudó mucho en todo. Yo me llevaba mu bien con él, tenía un pronto que te daba dos voces, pero se le pasaba enseguía. Pero también te puedo decir que yo no tenía un enamoramiento y una ceguera con mi marío, que no. Lo he querío como un compañero, pero no enamorá. 307 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Es que yo cuando empecé a hablar con él era mu dura…, sería por la vida que llevaba, no tenía ni ganas de novio. Ahora que yo con él he llevao una vida tranquila, porque el que está mu enamorao no vive tranquilo, eso pienso yo” (Isabel). Y la soledad, Isabel la superó muy bien, gracias a la compañía de sus hijas y la tarea cotidiana de cuidar de sus nietos. “Tuve la gran suerte de que mi hija vivía allí en Palma y tenía una habitación, una cocina y un salón. Pues le dije a mi hija que se vinieran al piso mío que era más grande y allí se metieron, y yo con ellos. Por eso la soledad no la he sentío mucho. De noche, en la habitación, se nota mucho al principio. Pero vaya, yo me juntaba con mis hijas y he estao acompañá” (Isabel). Pero lo que no podía imaginar Isabel era que otro hombre iba a llegar a su vida y que tocaría su corazón con una fuerza desconocida para ella. Eso ocurrió a los tres años de quedarse viuda y no hay duda de que le ayudó a recuperar la ilusión por la vida. Al principio le costó mucho, sobre todo la decisión de hablar con los hijos, pero superadas las primeras reacciones de sorpresa y rechazo de la nueva situación, sobre todo por parte de sus hijas, la pareja inició una vida en común. “Ahora es cuando me he enterao de lo que es estar enamorá, pero también he visto que to se pasa con el tiempo, que la convivencia es otra cosa. A mi nueva pareja lo conocía yo desde que íbamos al colegio. A él no se le había olvidao eso y siempre lo refería. Cuando yo me eché el primer novio él quiso arrimarse a mí. Yo le dije: déjame tranquila..., nunca me había fijao en él. Luego, nos casamos los dos y se olvidó del tema. Pero en cuanto me quedé viuda empezó a llamarme y a llamarme… Él había vivío solo unos años de viudedad, yo nunca había tenío una pasión con nadie, ni he mirao a otro hombre, ni na. Los hijos de él han visto que su padre se iba a recoger, así que contentos. En cambio, a mis hijas, no les gustó que me viniera a vivir con él a los tres años de quedarme viuda. Ahora ya soy su compañera. Es buena persona, somos mayores y estamos bien juntos57. Nos acompañamos…” (Isabel). 308 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR La experiencia de Remedios es muy diferente a la de su compañera. Ella perdió a su marido cuando sólo tenía treinta años; así que la mayor parte de su vida ha vivido sin él. En otro capítulo pudimos ver cómo tuvo que sobrevivir y luchar para sacar adelante a sus ocho hijos. Por eso el dolor de la pérdida seguramente pasó más desapercibido para ella: tenía mucho que hacer, mucho por lo que luchar, no había tiempo para caer en la depresión. “¿Qué cómo me quedé? Pues cómo me iba a quedar, destrozá. Su muerte fue terrible, yo no quise ni acercarme a él, prefería recordarlo como era. Los niños eran pequeños, la mayor tenía once años, así que no fue tan difícil pa ellos. La muerte de mi marío la estaba esperando, porque él lo intentó otras veces. Fue mucho más duro lo de mi hijo…, una nunca espera enterrar a un hijo. Cuando murió mi marío estaba yo embarazá de este niño, así que no lo llegó a conocer. La verdad es que la muerte de mi hijo es la que más me dolió y me impresionó. Tardé mucho en recuperarme” (Remedios). El cuidado de sus nietos fue una verdadera terapia para Remedios. “(…) Yo tenía a mis nietos, que eran mu chicos y eso me distrajo mucho, me cuidé de ellos y esa lucha me ayudó a soportar aquello. La lucha me ayudó a superar lo de mi marío y lo de mi hijo… Ahora la gente se deprime con cualquier cosa, pero yo no me deprimí nunca, he luchao pa salir adelante” (Remedios). Remedios no pensó nunca en volver a casarse. Cuando se aborda este tema, ella, con mucho sentido del humor, tiene una respuesta tajante, que nos hace sonreír a todas. “¡No permita Dios! Y no es porque no me haya salío, me han salío pretendientes, pero yo no. Pa criar a mis hijos no quería otro hombre. Es que yo era mu joven, tenía treinta años cuando él se murió y fíjate que si me vuelvo a casar y vienen más hijos... Además…, pa muestra un botón… ¡No permita Dios! ¡Se acabaron los hombres pa mí!, eso pensé y lo he cumplío. Era mu bueno, mu trabajador, como el primero, pero el fin de semana se ponía a beber… Yo sentí mucho su muerte, porque era el padre de mis hijos y lo quería, a pesar de cómo era, y todavía me acuerdo mucho de él…” (Remedios). 309 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Encarna García confiesa que la muerte de su marido fue un cambio fundamental en su vida. Ni siquiera recuerda que los cincuenta años fueran algo especial para ella. En esa época sus hijos ya habían volado y vivían sus propias vidas, pero no sufrió por ello, al contrario: verlos independientes y felices le dio tranquilidad. Encarna no sintió especialmente ese “nido vacío” del que hablan algunas personas; seguramente porque su marido y ella estaban muy unidos y era la primera vez que podían vivir solos. Quisieron disfrutar de ello y así lo hicieron durante un tiempo. Por eso, su muerte, después de una penosa enfermedad, la dejó con una sensación de soledad que quizás no llegue a superar del todo. “Yo es que tengo lejos los cincuenta. En esa edad no recuerdo que cambiara mi vida. Una vez que me he quedado sola sí he cambiao. Su enfermedad fue una mala época. Estaba sola cuidándolo, la lucha era mía, con la radioterapia y eso…, y no estuvo tan malo como otros. Era diabético y los puntos de las operaciones se le iban. El médico me decía que pa qué quería que viviera más, si iba a vivir mal. Hay que evitar el sufrimiento. Él era un hombre guapísimo; a veces decía que si hubiera nacío más tarde hubiera sío modelo…, mu guapo era. Murió el 20 de febrero de 2004. Eso si es un cambio fundamental en mi vida; eso es una película que la tienes ahí dándole vueltas… La soledad no le gusta a nadie, vamos creo yo” (Encarna García). Encarna encuentra excusas y motivaciones para ahuyentar esa soledad y procura ser una mujer activa, positiva e independiente. De hecho, ella misma reconoce que hasta el año pasado nunca había tenido oportunidad de practicar una afición muy bonita que ha tenido siempre: escribir poesía. De esa manera, Encarna transforma las horas de soledad en tiempo creativo y placentero. “(…) y mira que me entretengo y leo, voy a las actividades del Ayuntamiento, escribo…, y to eso, pero…, estoy sola. La gente me decía: ahora te irás con tus hijas, o ellas contigo. Pero yo prefiero ser independiente” (Encarna). Este es otro de los poemas escritos por esta mujer, en el que expresa el dolor por la ausencia de su marido. 310 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR ¡AY AMOR, AMOR, AMOR! ¡Ay, amor, amor…! Que te fuiste para siempre Sin decirme ni un adiós. No lo podía creer, te imaginaba escondido, te busqué por todas partes, con el corazón en vilo, pero ya no te encontré. ¡Ay, amor, amor…! después de pasado el tiempo, creí haberte encontrado, ni reconocerte pude: venías enmascarado. ¡Ay, amor, amor…! ¿dónde estará el verdadero? si estás en algún lugar, si aún te acuerdas de mí, quiero que sepas que yo no te he podido olvidar. ¡Me faltas para vivir! Encarna García. 311 3. TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR 3. Tal como somos. Y la vejez en el horizonte Grandes amistades Josefa se siente feliz el día que va a visitar a su madre al pueblo. Con sus casi noventa años sigue siendo una mujer dicharachera y simpática, que transmite optimismo y alegría allí donde esté. “Siempre ha sío así”, dice, cuando la recuerda, joven, parándose por las calles con todas las mujeres del pueblo y charlando animadamente con ellas. Ahora pasa la mayor parte de su tiempo en un centro de día y gracias a Dios está perfectamente, a pesar de su edad. Cuando se despide de ella y vuelve a La Barca, Josefa no puede evitar pensar en su propia vejez, en cómo le gustaría a ella vivir esa etapa de la vida. Está claro que su carácter es muy diferente al de su madre; nunca se ha considerado graciosa ni simpática, sino más bien triste y pesimista. A veces, cuando se siente un poco baja de moral, suele decir que se siente mayor y piensa en la muerte, aunque su marido, enfadado, le dice que no tiene razón para ese pesimismo. Claro que el pequeño susto que tuvo al cumplir los sesenta años le ha dejado sus secuelas. Fue una trombosis, poca cosa, pero ella sabe bien que desde entonces tiene menos capacidad para todo, se siente más limitada y no se atreve a hacer ciertas cosas que antes le resultaban muy fáciles. Ya no se sube en la escalera para pintar 313 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN o limpiar las partes altas de la casa; tiene miedo de caerse, así que su día transcurre lento y tranquilo: se levanta sobre las ocho y media o las nueve de la mañana, limpia la casa, hace los mandaos y prepara el almuerzo. Después, por la tarde, a esta mujer, silenciosa e introvertida, le gusta hacer labores, sobre todo jerséis de punto. Antes, cuando sus niñas eran pequeñas nunca compraba prendas de abrigo, porque las hacía ella, pero ahora dice que los jóvenes prefieren comprar su ropa. Pero lo que más ilusión le hace, lo que de verdad le da alegría es cuidar de su nieto, un niño precioso, con el que se muestra generosa en mimos y caprichos. Cuando se encuentra con las amigas de la gimnasia suelen hablar de sus males, de esas pequeñas secuelas que va dejando la edad en el cuerpo y en el espíritu. La conversación y el ejercicio físico le ayudan a mantener el ánimo y a aliviar dolores de la artrosis. Alguna vez hablan del futuro, de qué harán cuando de verdad sean viejas y no puedan valerse por sí mismas. A Josefa no le cabe la menor duda de que sus hijas van a cuidarla, porque cuando estuvo ingresada por la trombosis no la dejaron ni un momento. Pero ella sabe que la gente joven tiene otra vida, que el trabajo y las obligaciones con los niños no les dejan tiempo para ocuparse de los viejos. “Antes era otra vida, había más unión y más tiempo”, suele decir, cuando recuerda cómo ellas cuidaron de sus mayores. Por eso, porque asume que la vida ha cambiado, ella confía en que de vieja podrá seguir en su casa, con su marido, y si a caso, en un centro de día, cuando ya no le queden fuerzas para hacer comidas. Mientras llega ese momento, quiere ser útil, salir de viaje con su marido, reunirse con sus vecinas en la gimnasia y en otras actividades que le resulten agradables, y sobre todo, ayudar a sus hijas, porque ellas tienen mucho trabajo y la necesitan. 314 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR Iniciamos nuestra andadura con la vista puesta en el pasado, y acabamos haciendo balance; intentando que las mujeres tengan una visión global de su vida, que sean capaces de valorar el conjunto y sacar alguna enseñanza de sus trayectorias. Pero esa mirada es una mirada que se hace desde la madurez biológica, desde la última etapa de la vida; algunas son aún jóvenes, pero otras han llegado a la antesala de la vejez y reflexionan sobre ese momento. De la percepción que tienen las mujeres sobre las distintas etapas de sus vidas, de lo que han aprendido y siguen aprendiendo, de cómo el trabajo doméstico se ha simplificado con los avances técnicos…, de todo ello se hablará en este capítulo. Pero también del futuro, del miedo a la enfermedad y a la incapacidad, de la necesidad de sentirse queridas y protegidas en la vejez, pero a la vez independientes. Josefa ha iniciado el capitulo. Su situación vital nos sirve de referencia para escuchar las voces de las otras mujeres y comprobar que cada vida es diferente; que a pesar de compartir un mismo contexto social, existe eso que llamamos la individualidad: las hay optimistas y pesimistas; algunas se confiesan satisfechas con lo realizado, otras sienten que les han quedado asignaturas pendientes; pocas se atreven a hablar del amor y del sexo, la mayoría prefieren guardar para ellas su vida íntima. En definitiva; estamos ante un “patchwork”, un hermoso mosaico hecho de historias, de pequeños retales de vida, con colores y texturas diferentes, pero todos de igual valor. Cuando invité a Isabel a recapitular y valorar cómo ha sido su vida, estas fueron sus palabras: “Yo he venío al mundo con una misión: criar a cuatro hermanos, sacarlos a flote. Fíjate que cuando me quedé viuda y me junté con Pepe, mi hermano pequeño me decía que no le gustaba que tuviese un nuevo hombre. Él me decía: Es que tú eres como nuestra madre. Pero claro, yo le decía: Pues sí, pero ahora es cuando yo puedo empezar a vivir… (…) También quiero decirte que tener a mis hijos y verlos crecer ha sío una cosa que me ha dao mucha satisfacción. Con catorce años salieron del colegio y se fueron a trabajar. Ellos no quisieron estudiar, estaban deseando salir de La Barca pa ganarse la vida. Las niñas, se han echao novios allí en Palma, una está casá con 315 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN un mallorquín. Todos están trabajando en el turismo, uno de ellos se fue mu joven a Estrasburgo, con un cuñao mío, que tenía un restaurante. Allí aprendió el francés y a trabajar en la hostelería, así que estoy mu contenta con ellos. (…) ¿Que si soy más sabía…? Pues mira, mi padre me dijo una vez: No eres más tonta porque no eres más grande. Yo creo que se refiere a que no tengo malicia. Pero bueno, yo tengo que ser como soy. A esta edad ya una tiene que aceptarse, sin pensar en cómo te ven los demás” (Isabel). Como es natural, esta mujer considera que la madurez no está en los años, sino en las vivencias y las responsabilidades que se tienen que asumir en la vida. Isabel vuelve la vista atrás y llega a la conclusión que está en la mejor época de su vida. Como mujer se siente acompañada por una nueva pareja y además ha descubierto otros sentimientos y emociones a través de sus nietos. “Yo creo que he sío mu madura siempre. Como me ha tocao lo que me ha tocao…, he madurao mucho antes. Hace diez años que dejé de trabajar y se puede decir que esta es la mejor época de mi vida. He llegao a la conclusión de que las mujeres no necesitamos a los hombres. A veces es mejor estar sola que mal acompañá… Eso es lo que yo pienso… Por ejemplo, yo vivo con Pepe, aunque podría vivir sola divinamente; ahora que meterme en mi piso, allí en Palma, tampoco es que me guste. Aquí en La Barca es otra cosa: hago mandaítos, voy a gimnasia, y a todas las actividades que me gustan… Pepe se sale, se queda con los amigos por ahí; mientras, yo me voy a Jerez de compras o a dar un paseo. Esa es nuestra vida. Por la tarde, cuando comemos, él se echa, luego, nos vamos al polígono a caminar un poco… Además yo he sío una abuela que he disfrutao mucho. Eso de tener nietos, se siente una cosa…, una sensación que no la había sentío nunca, una sensación mu agradable…, no se cómo explicarlo… No es lo mismo tener un hijo que un nieto. De mi madurez, lo que más he disfrutao es de mis nietos. He pasao una buena época con mis nietas chicas, cuidando de ellas, dos casi iguales. Ahora que están grandecitas, mucho mejor” (Isabel). Pero Isabel sabe que está en la antesala de la vejez. Pronto cumplirá los setenta y es consciente de que empieza una etapa en la que los achaques y 316 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR los problemas de salud pueden hacer acto de presencia. Así es como ella se ve a sí misma en los próximos años: “A mi no me da miedo la vejez. Nosotros, los dos juntos, tenemos dos pensiones y más bien me sobra un euro, estoy desahogá y les doy lo que puedo a mis hijos. Lo de cuidarme de mayor, los hijos están ahora en una situación que no se les puede pedir que te metan en sus casas. Ahora la juventud tiene su trabajo y no pueden ocuparse de los padres. Al contrario, yo ahora le llevo la niña al colegio a mi hija y me la quedo hasta que su madre llega del trabajo. Y ¿qué van a hacer con una vieja en su casa? Ellos, que hagan su voluntad, yo no les voy a imponer que me recojan en su casa. Estaré encantá si alguno dice que quiere que esté con ellos. Si estamos juntos Pepe y yo nos vamos a una residencia. También pienso que mientras uno esté bien, puede cuidar al otro. (…) Se puede querer de muchas maneras y nosotros, después de una etapa de mucha pasión hemos pasao a ser compañeros y a cuidarnos mutuamente. Tiene que llegar, pero lo que me da miedo es que me tengan que limpiar, que me quede sin poder hacer yo mis necesidades solita. Prefiero morirme” (Isabel). También Antonia piensa que la madurez tiene que ver más con la responsabilidad que con los años. Quizás por eso, sus mejores recuerdos son los de la niñez; una época en que, a pesar de la escasez, tenía a su madre y era feliz. El aspecto de Antonia denota su preocupación por cuidar su físico y sentirse atractiva, a pesar de la edad. Además, sigue siendo una persona activa, que incluso cose por encargo, hace labores de croché y sale a disfrutar de las pequeñas cosas, de todo lo que la vida actual ofrece a las personas mayores. “La madurez no tiene que ver con los años, sino a las circunstancias. Cuando mi madre murió tenía yo diecinueve años y quedábamos siete en la casa y yo tenía que hacerme cargo de to. Era la responsable de toa la familia… ¡Un celo que tenía pa que no faltara na en la casa! La juventud se acabó, me casé y luego…, el luto y enseguía vinieron los niños… Yo he sío la madre de tos: de hermanos, sobrinos, hijos…, y feliz. Si alguien lo necesita yo me lo traigo a mi casa. Por eso, recuerdo mi infancia como la mejor época de mi vida, sin preocupaciones… A pesar de que no había mucho, yo lo recuerdo 317 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN mu bien. Aunque a veces estoy un poco baja de moral, reconozco que me va mu bien ir a las actividades del pueblo; empecé a ir más o menos a los sesenta años y lo pasamos bien. Además coso mucho, pa la calle también algunas cosillas…, hago croché…, el paño que hacía en el taller me quedó precioso… No me gusta estar sin hacer na…” (Antonia). A pesar de ser una mujer “sufridora”, Antonia no se siente vieja y le cuesta mucho pensar en la posibilidad de necesitar ser cuidada por alguien. Como otras mujeres, ha cuidado, primero de sus hermanos y luego de sus mayores. Sin embargo, no concibe que sus hijos hagan lo mismo con ella y tiene plenamente asumida esa realidad. “¿Cuándo no pueda valerme…? Pues la verdad es que no pienso en eso todavía, me encuentro tan bien que no pienso. Mientras yo pueda, me gustaría quedarme en mi casa, con una mujer que le podamos pagar. Ahora es otra vida, no se puede pedir a los hijos que te metan en su casa. Mi hija está mala, operá de columna varias veces, con tres niños y tiene una mujer, ¿cómo me va a cuidar a mí? Al contrario, soy yo quien le ayudo y me gustaría ayudarle más, pero la casa que tiene es pequeña y tampoco yo me puedo meter allí. Si mi marido faltara, ya estaba yo allí ayudándola. Con los varones…, bueno, el que vive en La Barca nos puede ayudar; ella nos quiere, estamos bien con ellos. Si yo estuviera sola, eso sí estaría con mi hija, porque yo le hago mucha falta” (Antonia). Es bonito escuchar las palabras de Antonia, refiriéndose a su actitud actual ante las dificultades de la vida. “He aprendío a echarle cara a la vida…, ahora me enfrento a las cosas con conciencia de que la vida hay que aceptarla como venga y echarle valor. Recuerdo que cuando mi madre murió se me hundió el mundo. Ya tenía novio, pero yo me levantaba llorando y me acostaba llorando… Luego, me quitaron un bulto del pecho y tardé mucho en recuperarme de aquello. Estoy viva de milagro, porque en aquella época…, no estaba tan adelantá la medicina. Por eso te digo: yo he aprendío mucho” (Antonia). 318 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR Cuando Ana compara el aspecto que tenía su madre, se admira de cómo han cambiado las mujeres. Por eso le cuesta verse a sí misma como una persona mayor. Sin embargo es una mujer consciente de que la edad supone ciertas pérdidas y achaques. Lo mismo que sus compañeras, preferiría no dar mucho trabajo a sus hijas, ni hacerlas pasar por el sufrimiento de tener que verla incapacitada. “Yo no me considero una mujer vieja. (…) Una ya va perdiendo, le da miedo subirse en una escalera y hacer algunas cosas, pero no me siento mayor. Lo peor es el azúcar que me deprime un poco, pero no le tengo miedo a la muerte. Se lo digo a mis hijas: a mi me gustaría morirme pronto, comprendo que el sufrimiento vuestro será mucho, pero por otra cosa no me importa morirme. Que mis hijas no se agobien por mí, eso no quiero. Ellas están trabajando y no quiero que se tengan que agobiar por mí. Ellas tendrán que turnarse para cuidarme o buscar una mujer cuando lo necesite. Yo a una residencia no, mi casa, mi casa. Una persona se la puede pagar, una mujer que me limpie… Mis hijas lo que quieren son unas vacaciones cuando llega el verano, y hacen mu bien. Ya tengo mi pensión y la de mi marío, no las necesitamos a ellas, al contrario, les ayudamos en lo que podemos. Tenemos una en Granada, y cuando alguna hermana va a verla, va cargá de cosas de la huerta y de to” (Ana). Resulta reconfortante escuchar la valoración que hace esta mujer de su vida y de lo que es para ella ser una persona. Es un balance hermoso, muy humano y con una conclusión que denota que Ana ha aprendido algo importante: hay que vivir en el presente y evitar preocuparse de lo que no podemos controlar. “Yo estoy orgullosa de que no he hecho ningún mal a nadie. De eso estoy satisfecha. Como no he tenío, no he podío dar na material, pero he hecho lo que he podío. A mi me gustan las personas que les gusta aprender. Pa ser una persona hay que escuchar a los demás, relacionarse con personas que tienen algo que enseñar y que escuchan a los demás; eso he hecho yo. También he aprendío a comprender mejor a la gente y ya no me sofoco por tantas cosas, porque cada uno es como es. Por ejemplo, eso que te conté, de preocuparme tanto por 319 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN si la niña había llegao a casa de mi hermana cuando estaba estudiando en el Coloma. Entonces yo me preocupaba muchísimo, no estaba tranquila. Eso hoy no lo haría, ya no me preocuparía tanto” (Ana). La conversación con Ana nos lleva a recordar un cambio aparentemente sin importancia, pero que representó una mejora en la vida cotidiana de las mujeres. Se trata de los primeros electrodomésticos. Son recuerdos que ella asocia a otros acontecimientos y tal vez por ello es capaz de ponerles una fecha aproximada. “Lo que más valoro es la lavadora…, la lavadora con dos niñas a la vez era mu necesaria… Estaba to el día lavando…, yo he lavao mucho. También el frigorífico, porque antes la carne sólo se podía comprar de un día pa otro, gracias que entonces no se comía mucha carne… Yo tuve el primer frigorífico cuando me vine a la casa, más o menos en el año 1972, cuando la primera cooperativa. Cuando se murió Franco yo lo tenía to, se notó el cambio, en esos años; yo creo que desde el 65 hasta la muerte de Franco es cuando se compraron neveras, televisores..., de to eso. En el año 1973 ya compré yo el frigorífico y con 100.000 pesetas amueblé toa la casa” (Ana). “Cuando era mocita, esa ha sío la mejor época de mi vida”. Así se manifiesta Encarna al valorar el pasado, y continúa: “(…) Entonces, de mocita, no pensaba en na. Con cuatro vestidillos que tenía, nos íbamos con las amigas a cantar, con mi cuñao, que tocaba el acordeón, a bailar… Y luego, cuando hablé con mi marío…, no salíamos a ningún sitio ni na, pero nos queríamos mucho. De pequeña tampoco pasé mucho, porque mis padres eran mu buenos con nosotras y además no nos faltaba na” (Encarna B.). Como hemos podido ver en los capítulos anteriores, la vida de esta mujer ha sido relativamente sencilla, sin grandes dificultades. Se podría afirmar que su mayor sufrimiento ha sido la muerte de su marido, hace quince años. Salir de su depresión le costó un tiempo largo, pero concretamente dos personas han sido fundamentales en su recuperación: Antonia la de Rute y Remedios, su mejor amiga. 320 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR “Antonia, la de Rute fue la que me empezó a animar. Ella me apuntó a un viaje a Galicia y desde entonces ya empecé a salir. Ahora me doy cuenta de que es una tontería eso de estar encerrá. Remedios y yo hablamos mucho de eso: que hemos perdío mucho. Dice que si me muero yo antes, ella deja de salir. Es que somos mu buenas amigas y nos apoyamos mucho la una a la otra, tenemos mucha confianza. Nos reímos mucho, lo pasamos mu bien. Ha sío en los viajes cuando nos hemos hecho más amigas” (Encarna B.). La edad no ha sido un obstáculo para que Encarna aprenda a leer, a escribir y a hacer cuentas. Su optimismo natural y la actitud positiva que tiene frente a las cosas, han jugado un papel importante en su decisión de asistir a la escuela de adultos y demás actividades que organiza el Ayuntamiento del pueblo. “(…) He aprendío un poco a escribir algo, pero no sabía na y ya soy mu mayor y me cuesta mucho. Pero allí me distraigo. Además, hago cuentas de sumar, restar y multiplicar y lo paso bien. Me gustan toas las actividades, pero me voy encontrando cada vez más perezosa. Nadie se lo cree, porque no estoy nunca pará. Yo el beneficio que le encuentro es que aprendo cosas, que no me quedo ahí diciendo que no puedo, que no puedo…, a mí me da satisfacción eso. Yo veo mu bien eso de las actividades pa las mujeres, pero hay muchas que no quieren ir, porque les da vergüenza… Yo creo que hay más que no participan” (Encarna B.). A Encarna le quedan tres años para ser octogenaria y a veces le cuesta comprender algunos de los cambios que se han producido en estos últimos años. Sin embargo, no se ve vieja, aunque últimamente observa que está más sensible, más llorona. Su vida transcurre tranquila en la casa donde ha vivido desde que se casó y se ocupa de sus cosas, aunque sus hijas hacen las tareas más fuertes. “No le tengo miedo a ser vieja. Cuando me pongo pachuchilla pienso: pero si estoy bien… Estoy ya cerca de los ochenta, pero me estoy poniendo más sensible, lloro más. Dice mi hijo que me estoy 321 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN poniendo más abuela. Yo creo que con lo buena que yo he sío con ellos no me van a dejar sola. Ahora mis hijas me arreglan la casa, me lavan las cortinas y hacen las cosas mías antes que las suyas. La vida ha cambiao mucho, hay cosas que no me han gustao de los cambios, pero me acostumbro. ¿Qué voy a hacer? Ya no es como antes. Mi hijo mayor se ha separao de la mujer, ha tenío mala suerte y ahora vive aquí conmigo…” (Encarna B.). Cuqui vive con su marido y a veces se plantean el futuro. Confiesa sentir cierto miedo a la llegada de esa vejez que aún queda lejana. Es comprensible, porque, con sus sesenta y siete años, tiene un aspecto de mujer madura, pero bien cuidada y muy autónoma: conduce su propio vehículo y es tesorera de una asociación de mujeres. No obstante reconoce sus limitaciones, esas pequeñas cosas que le hacen sentir menos capaz y fantasea con la idea de que tener una hija siempre es mejor. “Dicen que soy una buena administradora en la asociación, que lo llevo mu bien y no quieren que me vaya… Cuando sea vieja no espero nada. Yo le temo a ese momento, cuando ya no me pueda valer, porque hay días que me doy cuenta que no puedo hacer to lo que antes hacía. Yo digo que me voy a un asilo. Pero mi marío dice que estamos en condiciones de estar en la casa y pagar a una mujer. Mi hijo no creo que se vaya a ocupar de nosotros. Ella, la muchacha es buena, pero tiene la idea de irse al lao de su madre, es normal, ¿no? A mi me hubiera gustao que se quedaran aquí y que esta casa fuera de él, pero… Yo creo que si tuviera una hija sería diferente…, hay más cariño…, más ayuda, pero vaya, ahora las madres ayudan más a las hijas que al contrario: mi hermana le hecha una mano a su hija y la madre de mi nuera le ayuda más que ella a su madre, así que nunca se sabe” (Cuqui). En este momento de su vida, cuando ya ha cumplido setenta y cinco años, Encarnación se siente orgullosa de sus logros como mujer, que ella atribuye en gran parte a las enseñanzas de su madre. En sus palabras está claro el valor que da al sacrificio y a saber mantener la familia unida, aunque se tenga que pagar un precio. 322 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR “He sío valiente, tuve valor pa sobrellevar las cosas. Mi madre me enseñó a ser mujer, saber sobrellevar a un hombre, tener unos hijos y llevarlos, sean buenos o malos. (…) Mi marío se emborrachaba y yo tenía que sobrellevarlo solita, sin que saliera na afuera. Eso es lo que tiene valor, sobrellevar esas cosas y que nadie se tiene que enterar de lo que pasa en tu casa. Yo les decía a mis hijos que su padre tenía una enfermedad y que lo que hacía no había que echarle cuentas. Yo pensaba así y por eso nunca he dao parte de mi marío; al revés, lo defendía y lo defiendo, a pesar de to lo que he pasao con él. Pero yo creo que eso es normal, la fuerza que una tiene… También mi madre sufrió mucho con mi padre. Pero dime tú: ¿A dónde iba una entonces, sin ganar na? Yo creo que eso es mérito, ir pa´lante…, a pesar de to” (Encarnación). En su balance de vida, la infancia ocupa un lugar especial. La evocación de ese tiempo, ya lejano para ella, la lleva a escenas muy cotidianas, como la matanza, o los domingos, cuando su madre premiaba su buen comportamiento con un simple pan frito y azúcar. Encarnación lo repite varias veces: “con eso era yo mu feliz”. Pero hay algo de esa época que esta mujer le ha quedado grabado: la diferencia de clases. La forma como lo explica no ofrece lugar a dudas: era una muchacha suficientemente consciente para darse cuenta de que existía otra clase de vida. Un deseo, un solo deseo la empujaba a esforzarse, a trabajar y a administrar bien su salario: tener una casa y un suelo para limpiar. “La época más feliz fue cuando yo tenía unos doce o catorce años, en casa de un tío mío, que eran mis padrinos. Tenía muchos primos y nos íbamos a la era y me daban una rebaná de pan con manteca…, ese pan moreno grande…, bueno, yo me acuerdo de aquello… ¡Eso era la felicidad mas grande! Otra cosa que me acuerdo de chica es cuando mi madre nos decía: si sois buenos, el domingo hacemos pan frito…, y nosotros estábamos esperando el domingo pa darnos el banquete…, y luego estaba el día que hacíamos las morcillas y los chorizos…, con eso yo era mu feliz. Ya te digo, con una mijita de azúcar éramos los más felices del mundo. Ahora que yo sí me sentía mal con eso de que algunas niñas iban bien vestidas y tenían de to y 323 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN yo era mu pobre y no podía tener de na. Mi madre decía: En el mundo siempre ha habío pobres y ricos. Nosotros somos pobres, ¿qué le vamos a hacer?... Mira, lo que más deseaba yo era una radio y un suelo que limpiar. Hasta que me casé no pude tener una casa con un suelo que limpiar… Yo me daba cuenta que había otra clase de vida” (Encarnación). Encarnación se siente satisfecha porque consiguió tener su propia casa, con suelo para limpiar y una vida cómoda. La lavadora fue una gran aliada en la consecución de sus deseos, uno de los mejores inventos, según ella; aunque sigue evocando tiempos pasados; cuando las mujeres eran felices y cantaban, lavando en el arroyo. “La lavadora es el mejor aparato que ha salío pa las mujeres. Eso ha sío la alegría mas grande pa mis hijos. La compré hace más de veinte años. Antes lavaba en el arroyo, en el río, que bajaba mu claro. Nos juntábamos cuatro o cinco mujeres lavando en el canal y tendíamos en los alambres. Entonces éramos mu felices con eso y cantábamos mucho” (Encarnación). En la actualidad, esta mujer se recupera de un pequeño infarto y no piensa mucho en el futuro, porque no le teme a la muerte, sino a que sus hijos tengan que vivir lo que ella ha vivido; y vuelve a recordar los malos momentos, los ocho años de incapacidad de su marido. “Yo no me siento vieja. Lo peor de la vejez es estar mala, pero a la muerte no le temo. A que mis hijos tengan que cargar con una enfermedad, a eso sí le temo. Aunque soy mayor, ahora es cuando estoy viviendo, viajando, haciendo gimnasia y actividades, con otras mujeres del pueblo (…) No quiero acordarme de los ocho años con mi marío en una silla de ruedas…; que el Señor lo perdone, porque era mu bueno, bebía mucho, pero era mucha compañía” (Encarnación). María Álvarez reflexiona sobre los cambios de la madurez y llega a la conclusión de que ha aprendido a ceder y está más serena. No piensa todavía en su vejez, porque es una persona muy participativa y que cuida su físico y su salud, se siente joven de espíritu. 324 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR “Yo con la madurez lo que sí me noto es más serena. Antes era más nerviosa y discutía por to, me enfadaba con mis hermanos, con mi marío… Como decía mi madre: si tú quieres a una persona, alguno tiene que ceder. (…) Yo me veo todavía mu bien. Los pies es lo que tengo peor. Me duelen los huesos, sobre to en la cama, así que necesito salir de casa, andar. Me preocupo de comer lo justo y sano pa no engordar, que me va bien. De más vieja, lo que le tengo miedo es a quedarme en la cama, sin poder moverme, pero nosotros queremos estar aquí en nuestra casa, mientras podamos valernos…, luego, ya veremos, no lo pienso todavía” (María Álvarez). Sobre los cambios fundamentales que ha vivido en La Barca, su memoria la lleva a la vuelta de la emigración y al primer gobierno socialista. María asocia los cambios en la vida cotidiana de las mujeres con esa etapa, que recuerda como un momento de gran alegría y esperanza. “Cuando me vine de Barcelona y entró Felipe González, fue entonces el cambio. Cuando ganó el partido socialista, que me dió mucha alegría, porque yo me siento socialista. Yo no soy de derechas, no sería nunca. Yo tengo metío que un partido de derechas nunca hará nada por la clase obrera, así que no votaría a las derechas. (…) Pues como te digo, yo veía que mi madre ya no fregaba el suelo arrodillá, que había fregonas, que tenía una cómoda y compraba ropa, y compraba con dinero, que antes no había dinero. La lavadora…, no sé qué haría sin lavadora. Es una de las cosas que valoro más pa el bienestar de las mujeres. La tele…, la primera era en blanco y negro y con esa hemos estao hasta ahora que hemos comprao una de pantalla plana pa ver el fútbol. Es como un cine” (María Álvarez). La evocación que hizo Paca de su infancia nos mostró a una niña que jugaba feliz en las estrechas callejas de Arcos de la Frontera. Sin embargo, al hacer un balance de su vida, se refiere a la juventud como su mejor época, aunque finalmente reconoce que cuando de verdad ha vivido sin preocupaciones y sintiéndose querida, es después de su matrimonio. “Cuando era mocita, con quince o dieciséis años vivía feliz, aunque mu pobre. Pero a partir de los cuarenta años es cuando yo he 325 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN vivío mejor. Los niños criaos, pa la feria los vestía con su ropita nueva y salíamos. Mi marío mu bueno, ni borracho, ni na, y mis hijos igual. Mi marío todavía vive y to lo que diga de él es poco58. Yo me he sentío querida, pero mu querida, mu querida por mi marío. Ha sío siempre mu bueno” (Paca). Cosa que no puede decir de su padre. Porque Paca, que al quedar sin madre convivió durante años con su progenitor, tiene la impresión de que no se preocupaba mucho por ella, de que no la quería lo suficiente para protegerla cuando lo necesitó. “(…) Mi padre…, poniéndole el plato, a él to le daba igual. Yo creo que no me quería. Consintió en que pasaran muchas cosas y no me defendió…, mi padre a mi no me defendía. Antes, como era chica, no sabía como era, pero luego, ya me di cuenta” (Paca). Paca no habla del futuro, al referirse a la vejez, porque tiene ochenta y cuatro años y empieza a perder algunas de sus capacidades: la artrosis la obliga a caminar con un andador y la memoria le empieza a fallar. Pero no pierde el humor y la chispa que ha tenido durante toda su vida y nos regala anécdotas, poesías e historias que por falta de espacio no las vamos a reproducir aquí. Pero sí escucharemos sus palabras acerca de cómo se ve a sí misma y cuáles son sus miedos en esta etapa de la vida. “A mi no me da miedo ser vieja, lo que menos me gusta es eso de los dolores y no poder moverme mucho, yo ya no puedo ni cocinar, pero como vivo con mi hijo y mi nuera, estoy acompañá y no tengo que preocuparme de la casa. Mi marío, está mejor que yo y me ayuda a acostarme, cuando no me puedo levantar me echa una mano. Yo no quiero irme a una residencia ni na, quiero seguir en mi casa. Nosotros tenemos la parte de abajo y mi hijo vive arriba, así cada cual tiene su sitio. Ahora tengo una pensión pequeña, pero si mi nuera se cansa de cuidarme, que le paguen una pensión de esas del gobierno” (Paca). “Si algo no he superao, es lo de mi padre. Su muerte fue un trauma mu grande”. Así inició Pepita el balance sobre su vida, la reflexión sobre lo 326 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR que considera que ha aprendido y también sobre lo que no ha conseguido o superado. En la conversación surge un tema que casi nadie ha tocado: las críticas, esa vieja costumbre de los sitios pequeños, que condiciona la vida de mucha gente. Pepita ha sacado una enseñanza de ese fenómeno que durante un tiempo le tocó sufrir. Ahora hace lo que le apetece, sin contar más que con sus ganas y con su conciencia. Resulta chocante, pero clarificador del modelo de conducta que se exigía a las mujeres, las críticas que Pepita recibía, por el sólo hecho de ser una persona alegre y expresar esa alegría de una forma espontánea. Recordando esa época de juventud, rememora sus gustos y costumbres en el vestir y los equilibrios que tenía que hacer para contentar a su novio, algo celosillo y al mismo tiempo presumir con sus tacones y sus vestidos con escote de barco. “Lo que yo he pasao me ha enseñao. Pero eso no me ha hecho una amargá. Yo no soy una persona amargá ni desconfiá. No dependo de la gente tampoco, de lo que digan. Tuve una etapa que dejé de cantar, de reír…, que yo era mu alegre. Eso de reír, no creas, pero era mal visto y a mi madre le decían: ¡Ay, tu hija va con unas risas por la calle! Como si estuviera mal reírse. Me acuerdo que iba con mi marío y con mi amiga por el paseo, él en medio de las dos, y siempre me iba riendo, hasta de mi sombra me reía…, a pesar de que me pegaban cada día. Pero yo no me acordaba, me reía… El primer pantalón que me puse también me criticaron. Cuando me casé, mi marío no se metía con la ropa que me ponía, pero tenía que tener cuidao, porque siempre había sío un poquito celosillo. Yo me ponía blusitas con un poquito de manga, porque a mi no me gustaba llevar los sobacos con los pelos, que entonces no se afeitaban y yo me los metía pa dentro. Y mi escote de barco, pa taparme los huesos, porque no me gustaba lo delgá que estaba” (Pepita). A sus sesenta y tres años, Pepita sigue aprendiendo y participando, por eso no tiene razones para sentirse vieja, ni para pensar seriamente en el momento en que necesite ser cuidada por alguien. Sin embargo, le gusta planificar las cosas y a veces habla con sus hijos de la posibilidad de que ella o su marido falten y ellos se tengan que hacer cargo del que quede solo. 327 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN “Me considero una mujer madura…, yo pienso que ahora las mujeres no son viejas hasta mu tarde. Todavía me siento bien…, la verdad es que estoy casi mejor que antes. Tengo mis achaques, pero no soy vieja. Lo que tengo es más soledad. La enfermedad no me da tanto miedo como la soledad. Lo que sí pienso es, que si se muriera mi marío y me quedara sola, creo que sería mu malo pa mí. El futuro…, será lo que Dios quiera. Yo hago mi vida. Eso sí, cuando sea vieja no me gustaría depender de ellos. Yo le digo a mi hija que si yo falto no vayan a llevar a su padre a un asilo o a una residencia, que él ha trabajao mucho por ellos. Pero claro, depende de su marío y mis hijos de sus mujeres…, entonces puede ser que ellos no puedan decidir solos. Yo confió más en que mi marío y yo nos cuidaremos, pero mis hijos…, no creo…, pero claro tampoco se sabe el día de mañana como será mi situación. Yo tengo mi casa, que es grande, y prefiero estar aquí, siempre que sea posible” (Pepita). La valoración que hace esta mujer de los cambios ocurridos en las últimas décadas es muy positiva, tanto a nivel individual, como colectivo. La vida doméstica ha ganado en comodidad, pero también la vida social se ha transformado y ha dado mayor bienestar a la población. “El paso de la choza a la casa59, eso fue el mayor progreso. El centro cultural, las fábricas de zanahorias y patatas que han dao mucha vida a las mujeres. La algarroba también la recogen las mujeres, da mucho trabajo temporal. Luego, la escuela de adultos pa las personas mayores ha sío importante porque hemos salío del caparazón. ¿Sabes lo que había antes?, pues la puerta, a coser sentaíta en la silla, eso era lo que hacíamos. Luego, te hincabas de rodillas pa limpiar el suelo, la escoba de palma…, mucho trabajo. A mí, el frigorífico y la lavadora me parecen dos aparatos fabulosos. Antes, porque no había comida, pero ahora, tener pa guardar y conservar, eso es importante. El trabajo de lavar ¡no te digo! ¡Lo que hemos llegao a lavar las mujeres!” (Pepita). “La vida me ha tratao mu duramente, pero estoy contenta”. Estas son las palabras de Remedios, ante la pregunta por su situación actual. Pero la mujer tiene algunas cosas más que decir sobre este particular y también so328 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR bre la vejez, la enfermedad, la muerte..., los temas que han ido apareciendo a lo largo de la tarde de conversación. “(…) Tos los hijos criaos, colocaítos…, estoy contenta. Lo que trato de evitar es las reconcómias60 entre ellos. Yo ayudo a que no haya malos rollos. Mi mejor época es ahora mismo, ahora es cuando estoy viviendo. Desde hace trece o catorce años, desde los sesenta años, más o menos. Lo paso bien, voy de viaje, salgo pa un lao y pa otro… Además tengo la paga de viuda que me da pa mis gastos y mi hija me anima pa que me vaya a donde a mi me apetezca. (…) Con la vida no me siento en falta... He ayudao a to el que me ha necesitao. Además no me considero mala persona, no estoy amargá, ni me alegro de los males ajenos. Me he superao en la vida y soy positiva. No tengo reconcómia de no haber hecho esto o aquello. Yo me acuerdo de mi madre y era una viejecita con cincuenta y tantos años, con un mantón negro… Yo no me veo así, pero es verdad que a mi edad ya no puedo según qué cosas; me ahogo, he perdío algunas capacidades y tengo limitaciones. Pero me siento útil y voy a to lo que se organiza en el Ayuntamiento: gimnasia, talleres, voluntariado…, lo que salga. Me apunto a to, a los viajes. Ahora hemos hecho cosas pa el voluntariado de lana: bufandas, chales, abriguitos de niño chico…, pa Cáritas. ¿La muerte?..., que venga cuando quiera. Cuando me pongo mala ya digo: me podría yo morir…, pero le temo más a la enfermedad que a la muerte. Yo quisiera una muerte dulce, de esas que no me entere, que no me ponga enferma y tengan que estar ahí detrás… Con tanto como he pasao, al menos le digo: Dios mío, dame una muerte dulce. Mi hija se enfada cuando yo digo que me quiero morir, que ya están tos criaos, si ya no sirvo pa na…, le digo, y ella me dice: ¡Pues no te queda na…!”(Remedios). Remedios no se preocupa por quien la cuidará, porque vive con su hija desde hace muchos años y sabe que ella va a hacerse cargo en el momento que sea necesario. Como las demás compañeras del grupo, no concibe pasar sus últimos años en un asilo, fuera de su casa y lejos de los suyos. “Cuando esté mu vieja y no me pueda valer, que me cuiden. Yo les digo muchas veces que me voy al asilo si estoy vieja, pero de mi 329 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN casa no me voy mientras esté bien. Luego, cuando ya no pueda, que vengan ellos. La chica es la que está conmigo desde hace muchos años. A mi no me gusta vivir sola, prefiero que esté conmigo. Tenemos nuestras cosas, como toas las madres y las hijas, pero al rato ya estamos igual. Yo me he quedao con los niños y les he dejao que ellos disfruten” (Remedios). Como casi todas sus compañeras, esta mujer vivió en una choza durante muchos años; quizás por eso valora muy positivamente las comodidades domésticas: la fregona, la lavadora…, así como el agua corriente y el cuarto de baño dentro de la vivienda, que no llegó hasta los años sesenta. “En los años sesenta pusieron el agua, el cuarto de baño… Luego, ya fui comprando la bañera y el water y to eso, que no venía en la casa. Después la lavadora es lo mejor que tenemos. A mi me gusta fregar los platos, pero lavar a mano, tener que ir a la punta del pueblo pa lavar era mucho trabajo, he pasao mucho. La vida ahora está mu bien. Y la fregona, ¡vaya invento!, porque fregar el suelo, tirás, con la bayeta…” (Remedios). A Antoñita la entrevisté cuando estaba pasando un mal momento; cuestiones de salud en la familia, pérdidas de personas queridas, la situación de su hijo…, demasiadas preocupaciones. Por eso le costaba mucho ser positiva, reconocer las cosas buenas que ha vivido. “(…) He tenío momentos en que parecía que había llegao a un bienestar, eso fue cuando mi marío empezó a andar, después de estar tanto tiempo en la silla de ruedas. También cuando mi hijo se fue a Palma. Ahora, mi mejor amiga se ha muerto de cáncer y a mi hija le están haciendo pruebas porque no se encuentra mu bien…, en fin, llevo unos días que no me siento mu optimista” (Antoñita). Sin embargo, finalmente reconoce que, a pesar de las dificultades, algo sí ha conseguido: aprender a reconocerse como una persona valiosa, a respetarse como mujer. Y es que, a pesar de su pasado, de sus momentos de tristeza, ella ha sido capaz de sobreponerse a las dificultades, ha sabido buscar los apoyos necesarios cuando necesitaba ayuda; unos apoyos, que la han enriquecido como persona. Quizás esa es su gran virtud: la hu330 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR mildad, que le hace estar abierta a todo lo que supone aprender y crecer humanamente. “¿Que qué he aprendío…? Que todo es mu difícil. Yo con el tiempo he cambiao pa mejor. He tenío la autoestima mu baja, porque mi padre nos tenía castigás a mi hermana y a mí, siempre diciéndonos que éramos más malas que Caín, que no servíamos pa na, eso nos decía. Luego mi marío tampoco me ha ayudao mucho en eso de valorarme. Si yo estoy con la moral alta es porque me han ayudao, porque he encontrao a mu buena gente. Lo que más me ha ayudao en ese cambio es estar en el grupo de la Catecumenal. Yo no podía salir de noche y he pasao mucho pa poder ir. A mi marío no le parecía bien, pero lo conseguí y allí he aprendío mucho a valorarme… Se aprende mucho. Yo estaba borraíta del mapa, pero con Pedro, el sacerdote, ¡he aprendío tantas cosas! Hacíamos muchas dinámicas de grupo, que enseñan mucho y aunque algunas veces nos ha hecho mucha falta un psicólogo, yo he podío salir adelante con esas ayudas. En la escuela de adultos también se aprende, fue el primer paso, pero el grupo me sirvió más. La gimnasia también es buena, nos damos cuatro meneos y ya nos animamos” (Antoñita). Cuando abordamos el tema de la vejez, esto es lo que responde: “Yo no me siento mayor…, le temo a la vejez, porque quizás tenga que depender de alguien, aunque mis hijos estoy segura de que me van a cuidar el día que lo necesite. Yo se que ahora, a mi hija, le hago falta, pero ¿cómo le voy a pedir a ella que se haga cargo de mí el día que yo sea más vieja? Ellos, ya se sabe, trabajan, tienen poco sitio en las casas…, ya veremos…, pero vamos, preocuparse por mí seguro que sí, porque he sío una buena madre” (Antoñita). Encarna no lo duda. Al repasar su vida se atreve a decir en voz alta qué le hubiese gustado hacer, cuales eran sus sueños de niña humilde. Pero su realismo, su sentido de la realidad, le lleva a mostrarse agradecida. “(…) A veces me he dicho a mí misma: ¿qué he hecho yo en mi vida? Porque sabes que me hubiera gustao ser una artista famosa… ¡Con lo que me gustaba a mí cantar! Además lo de ser modista…, 331 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN también eso me gustaba mucho. Yo soñaba con un teatro y una guitarra y cantando y que me aplaudieran... A estas alturas ya no tiene sentido que sueñe con eso, pero a mi me llevó la señora donde trabajaba a una academia a que me probaran la voz. Yo digo: ¿Pa qué nacería yo tan pronto? Pero hay que dar gracias a Dios por lo que se tiene” (Encarna García). “¿Que si le tengo miedo a la vejez y a la muerte? No ninguno. A nadie le gusta pasar ese trance, pero no me obsesiono, no lo pienso”. Esta es la respuesta de Encarna ante la pregunta sobre sus miedos. A sus setenta y siete años lo que más le preocupa es perder la memoria, no poder controlar su mente, como ya le está ocurriendo a su hermana. “Sentirme que no me pueda valer, eso sí me da miedo. Lo que a mí me preocupa más es que la mente me funcione, que no me pase como a mi hermana, que tiene demencia senil. En eso si pienso” (Encarna García). Encarna es una de esas mujeres mayores que les ha tocado asumir que quizás tendrán que pagar a alguien para que las cuide cuando sean viejas. Es una costumbre que se va imponiendo en la sociedad actual, y no sólo en las ciudades, sino en las pequeñas poblaciones como La Barca. Lo que fue bueno para las mujeres de su generación, ya no lo es para sus hijas, que tienen una profesión y no están dispuestas a renunciar a ejercerla para hacer de cuidadoras. Para los niños y los mayores están las guarderías y las residencias y centros de día; es algo que se impone y Encarna lo comprende. Por eso no se muestra preocupada, porque ve claras varias alternativas..., y finalmente…, seguro que sus hijos no la van a dejar sola. “(…) Además de la pensión, tengo lo que me dejó mi marido: un local y un piso, así que tendré pa pagar a una mujer pa que me cuide. Pero no lo hemos hablao, con mis hijos. La más chica sí lo ha dicho alguna vez: Que tú te vienes conmigo…, que tú te vienes conmigo. Pero ya te digo, si me alcanza la paga, puedo pagar a una mujer. Mis hijas tienen su vida y su casa y su trabajo y se van to el día. Veo que es imposible que yo me pueda colocar en sus casas. Ahora sí puedo, porque estoy bien, pero si estoy vieja… Yo me llevo mu bien con 332 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR ellos, no tengo queja de ninguno, pero tampoco he convivío nunca en sus casas. Mi hijo, el de Madrid, me dice que tiene una habitación allí y que podría salir a muchos sitios, como aquí. Pero yo confío en que mis hijos me van a cuidar, porque son buena gente. Yo, de chicos, los he reñío, pero no les he dao palizas, no los he tocao. (…) Dicen que si hacen una residencia va a estar mu bien, porque harán centro de día y por la noche te puedes venir a tu casa. Si es así, pues yo no lo veo mal, yo me apuntaría, si lo hacen” (Encarna García). Pero claro, es que esta mujer discreta y austera en su imagen y sus actitudes, tiene carácter, no le gusta depender de nadie y defiende sus criterios a la hora de tomar decisiones. Es así como ella dice que la ven sus hijas; y seguramente es cierto. “Yo no soy una madre “gallina clueca”, ellos mismos lo dicen. Yo sólo quiero su felicidad, ¿pa qué los quiero yo aquí a mi lao? Siempre tienes la inquietud de que no sabes diariamente de ellos…, pero ellos tienen que hacer su vida. Mis hijas lo que dicen es que yo hago lo que quiero, que no me guío por lo que ellas me dicen, que soy una mujer de carácter, que tengo las cosas claras… Ellas tienen ese concepto de mí. Ellos, mis hijos, están más preparaos que yo, pero yo decido por mí misma; no se si es una virtud, no lo sé, pero soy así. Yo creo ya no habrá muchas mujeres de esas que estén esperando que le digan lo que tienen que hacer, ¿no?... Yo he sío más optimista que pesimista, sin embargo, mi marío cualquier tontería se le hacía un castillo” (Encarna García). Quizás ese carácter suyo le hace valorar el conjunto de su vida con estas sabias palabras. “Pues mira, la vida no ha sío color de rosa, he tenío problemas siempre. Pero la verdad es que no me faltaba el sueldo, que es mucho pa los pobres, mis hijos no han tenío necesidad y les hemos dao estudios... No nos sobraba, pero no hemos estao mal” (Encarna García). De alguna manera, el poema que viene a continuación, expresa fielmente su filosofía sobre la vida. No hay duda, su otra mitad sigue estando presente en las palabras de Encarna. 333 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN EL BARCO DE LA VIDA En el barco de la vida zarpamos con decisión, unidos en la partida el amor y la ilusión. Sin apenas darte cuenta el barco va envejeciendo, se puede hacer dos pedazos uno acaba desapareciendo. Navegando con apuro, nos hacemos a la mar, a veces en aguas serenas, otras, con dificultad. Se ha ido por esos mares en busca del más allá, la otra quedó en la orilla llorando su soledad. En los viajes que son largos el barco se va a resentir, si aplicas conocimientos, su ruta va a proseguir. Pasa las noches en vela, segura de que volverá, por el náufrago perdido que un día dejó en el mar. Restableciendo energías hasta el final del trayecto, se acorta la travesía, haciendo escala en cada puerto. 334 Allí estará esperando, para unirse a su mitad, sin atuendo ni equipaje al mar de la eternidad. Encarna García. TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR Pepa tampoco tiene dudas sobre cual ha sido la mejor época de su vida. “Mi mejor época es ahora, desde que estamos jubilaos. Ahora vamos donde queremos los dos solitos, hacemos lo que nos viene en gana. Tenemos nuestro huerto y nos vamos los dos allí el tiempo que queremos. Luego, quince días de vacaciones. Hemos estao en Alicante, Murcia, Palma de Mallorca, Marina D´ors. Yo estoy mu satisfecha de mi relación con mi marío; desde que empezamos a hablar, mu jóvenes, él siempre me ha querío con locura y me ha respetao, pero ahora me sigue queriendo y tiene muchísimos detalles conmigo, así que no me puedo quejar” (Pepa P.). Pero además, Pepa es optimista y no le preocupa su futuro. Es así como ve ella ese momento en que deje de tener salud. “De salud, aunque estoy operá del corazón, estoy bien. Yo creo que cuando sea más vieja me cuidarán mis hijos. Mi hijo Juan dice que se quedará conmigo, no quieren ni oír que nosotros nos vayamos a una residencia. Ellos dicen: ¿Tú llevaste a tus padres?, pues nosotros tampoco, que somos siete. Además aquí van a hacer un centro pa los viejos y un centro de día, así que no vamos a estar abandonaos, digo yo...” (Pepa P.). Pepa vuelve al pasado, para hacer una valoración de los cambios tan importantes que le ha tocado vivir y se centra principalmente en la alimentación. “Nosotros no veíamos un plátano. La fruta era escasa, el yogurt, entonces no se conocía. Mis hijos han tenío de to eso, sus bocadillos, con su embutido… Antes, el pescao no lo veíamos, sin embargo, mis hijos han comío mucho pescao, han tenío los huevos que han querío y también se han criao con leche de vaca” (Pepa P.). También María la costurera compara su vida con la de sus hijas, pero lo que más le llama la atención de los cambios es la libertad de que ellas han gozado. Las salidas a altas horas de la noche es lo que ella y su marido tenían que discutir con las niñas y entre ellos. No fue fácil, pero las pequeñas ya se encontraron el camino libre. 335 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN “Bueno yo he estao bien, la diferencia mayor es el colegio, que han estudiao. Porque yo he comío siempre: mi desayuno, mi comida y mi cena no me han faltao. Luego, de mayores, ellas me pedían permiso pa salir al baile por la noche y yo les preguntaba con quien iban. Pero les ponía un horario; ahora que con las chicas ya no me he metío en na, porque como le decía a mi marío: es que la vida ahora es diferente. Hemos tenío que adaptarnos a lo que hay. Yo he cambiao mucho con mis hijas” (María la costurera). Reconoce que la mejor época de su vida ha sido la crianza de sus niñas. Por eso, siempre que puede, las reúne a la hora de las comidas, junto con los nietos. María no ha dejado nunca su oficio de costurera y confiesa: “Lo de coser ha sío mu sacrificao, y me encanta la costura, pero me he sacrificao mucho”. Pero también es cierto que trabajar en la casa le ha permitido ejercer de abuela con eficacia y satisfacción. Ahora ya está jubilada y es una gran ayuda para sus hijas. “La mejor época de mi vida es cuando criaba a mis niñas. Para mí, mis hijas han sío mi vida. Ellas han ido al instituto, a Arcos y luego han hecho Administrativo y Auxiliar de Clínica. No han salío fuera, ni han ido a la Universidad, pero ahora tienen su trabajo, son mu formales, mu buenas. Ahora que ya tienen su vida estoy más preocupá, porque ellas están en su casa y sólo quiero que estén bien y las llamo tos los días. Tengo una en Málaga y le echo de menos. Yo les hago la comida siempre que puedo porque trabajan y me traen a los niños. Aquí comen siete u ocho, entre ellas, los maríos y los niños… Algunos días se llevan a los niños cenaos y bañaos de mi casa” (María la costurera). María es una mujer con un temperamento muy alegre. Su aspecto es todavía el de una mujer madura, pero no mayor. Así que, en la recta final de los sesenta, le cuesta ponerse a pensar en la vejez. Sin embargo, sus palabras denotan que ella cree en aquel refrán que dice: “Hoy por ti, mañana por mí” No entendería que después de haber hecho tanto por sus hijas, ellas no le devolvieran con creces sus atenciones y cuidados. Sobre ese particular estas fueron sus palabras: 336 TIEMPO PARA APRENDER, PARTICIPAR Y DISFRUTAR “¿Que qué espero de ellas? Si se portan como yo me he portao con mi madre, me van a cuidar. Yo todavía me defiendo, luego, cuando sea vieja, ya veremos. Yo firmaría por estar como Paca, mi vecina. Pero no pienso todavía en eso… El día que no me valga por mí misma mis niñas me pondrán a alguien, no creo que me lleven al asilo. También me iría a casa de mis hijas. Mis yernos seguro que me tratarían bien porque yo el primer plato se lo pongo a ellos” (María la costurera). A punto de cumplir sesenta años, Pilar es una mujer madura que tiene ganas de disfrutar y que despliega sus mejores cualidades allá donde va. No le resulta fácil manifestarse con rotundidad sobre la mejor época de su vida, ya que su trayectoria ha sido muy lineal, sin traumas ni sobresaltos muy remarcables. Sólo acierta a decir que ahora, en la madurez se siente tranquila, a pesar de los cambios hormonales, que no han influido en su salud. “(…) Ahora estoy más tranquila, no se…, mejor… A mi se me fue la regla a los cincuenta y cinco años y no he tenío problemas de salud, ni depresión, ni sequedad, ni na… Mi mejor cualidad creo que es la alegría. Tengo mucha alegría y ánimo pa la gente, soy participativa y positiva. Tengo buena relación con las compañeras, yo noto que me quieren. No soy una persona de estar mal con la gente. (…)” (Pilar). Como otras muchas, ha cuidado de sus mayores y ayuda a sus hijos. Sin embargo, cuando piensa en su vejez, aún lejana, comprende que la vida ha cambiado y que sus hijos no podrán hacerse cargo de ella, en el caso de necesitar cuidados. Es un tipo de justificación que se repite en todas las mujeres y que puede ser una señal de verdadero cambio en las relaciones familiares. Las generaciones jóvenes ya no tienen obligación de cuidar de sus mayores, al menos con la misma intensidad y dedicación que lo hacían sus padres. El trabajo, la profesión, la participación de la vida pública, se ha convertido en un valor importante para las mujeres jóvenes; de ahí que pocas se sientan obligadas a dedicar su tiempo al cuidado de las personas dependientes. 337 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN “A mis padres los cuidamos nosotras entre todas las hermanas, ya lo conté otro día. Ponía a mis niños en un sofá-cama pa que ellos pudieran tener su habitación. Pero yo creo que mis hijos no se van a hacer cargo de mí. Mis nueras trabajan en sus profesiones, y les ha costao mucho trabajo pa que luego tengan que dejarlo, ¿no? Mis hijos, con sus trabajos, también están mu ocupaos to el tiempo. Me imagino que el día que llegue, una mujer me la van a poner, ¿no?... Yo, como tengo la experiencia de mi madre, que perdió la memoria, les digo lo que quiero que hagan, si eso me pasara a mí. Pero por ahora, no hay problemas, estoy bien, me siento joven y fuerte. Mis hijos ya están pensando en irse a vivir a sus casas. Nosotros les pagaremos el dormitorio cuando se casen o se vayan, bueno, les regalamos más cosas…, les ayudamos con la hipoteca… A los hijos se les ayuda en to lo que se puede…” (Pilar). 338 EPÍLOGO AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres del campo 339 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Una tarde calurosa del mes de junio, en plena siesta, me encontré con la última mujer a la que tenía que entrevistar. Pepa me recibió en un hermoso y florido patio, a través del cual se accedía a la vivienda; una casa amplia, cómoda y con muchas fotos. Así he podido conocer los rostros de muchas de las personas que han formado parte de sus relatos. La conversación se alargó casi dos horas y hablamos de todo. Pepa me ayudó a reconstruir algunos pasajes de su historia que no habían quedado claros en el taller grupal y me hizo partícipe de su realidad actual; una realidad con más luces que sombras, como toda su trayectoria vital. Este último encuentro podría haber sido con Antonia, Pepita, Remedios, Encarna, Antoñita, María, Isabel, Ana, Cuqui, Pilar…, da igual, porque lo importante es lo que ha supuesto esta experiencia. He compartido con ellas su intimidad, he entrado en sus casas y he conocido a sus maridos, a sus hijos y nietos. Durante dos años estos retazos de vida no se ha despegado de mí; y ahora ha llegado el momento de decir adiós. Se que hay mucha más historia en lo que se calla que en lo que se dice, pero hay que contar con ese reducto de la intimidad, algo demasiado frágil para ser desvelado y puesto al alcance de cualquiera. 340 EPÍLOGO En el último tramo del camino nos encontramos de nuevo, para volver al inicio y recorrer una a una todas las trayectorias. Pero ahora, las historias han quedado escritas; ya no son recuerdos difusos y desordenados, sino palabras que todos pueden leer. Se ha roto el silencio, la vida de las mujeres invisibles está ahí, sirviendo de documento, completando esa historia en la que ni ellas ni las personas como ellas contaban. La colonización de La Barca se ha encarnado; ya no es un cúmulo de datos, fechas y documentos archivados. Ahora conocemos quienes fueron esos pioneros y pioneras, y a través de las historias personales de unas cuentas mujeres hemos visto cambiar a este pueblo. Como ellas, los habitantes de La Barca, con su esfuerzo cotidiano, han contribuido a su crecimiento y mejora. Lejos quedan aquellas humildes chozas, en medio del campo, sin servicios básicos, como el agua o la electricidad, sin apenas mobiliario ni utensilios de cocina y mesa. Las niñas y niños que corrían por los caminos de tierra y barro, que ni siquiera se atrevían a soñar con nada mejor que aquella vida de escasez y trabajo, son hoy mujeres y hombres que han conseguido superar muchas dificultades. No es que hayan desaparecido los problemas, sino 341 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN que comparados con las épocas de penuria pasadas, tienen una importancia relativa. El Estado del Bienestar, con la extensión de un sistema público de salud, de educación, de pensiones, subsidios y servicios sociales, ha conseguido que la mayor parte de la población se sienta más protegida. Hay más capacidad para salir de las situaciones adversas, que hace cincuenta años dejaban a las familias en la más absoluta ruina. Hemos hablado de luchas personales para salir de la miseria y el atraso, pero eso ha ocurrido en un contexto histórico y social muy concreto: la Andalucía rural de la segunda mitad del siglo XX, dentro de una España que desde los años sesenta, pero sobre todo a partir de 1975, dió un paso de gigante. En menos de cincuenta años y una sola generación, se han producido cambios que anteriormente requerían siglos y varias generaciones. Las protagonistas de este libro son sólo un ejemplo, representan a millones de mujeres de este país, que vivieron en un mundo que hoy nos resulta ajeno. Con sus historias queremos ofrecer un homenaje a nuestras madres y abuelas, porque ellas, mujeres fuertes, silenciosas, y en ocasiones también rebeldes, nos amaron como sabían y podían; y vivieron con dignidad, a pesar de lo adverso de sus circunstancias. No hay duda de que, cada cual, según su capacidad, puso su granito de arena para que nosotras, mujeres del siglo XXI podamos disfrutar de lo que el mundo nos ofrece. Ojalá sepamos aprovecharlo, y si puede ser, mejorarlo. Jerez, diciembre de 2007 342 EPÍLOGO LOS DÍAS LEJANOS Allí, a lo lejos, donde tiemblan los maizales y el pueblo está dormido, donde invernan los erizos románticos, tu fe sigue sentada contemplando el humo. Igual que un monte herido por la noche, aún te sostienes firme en el camino; te acarician murmullos, risas, sueños, que, ayer, tuviste y ahora, al fin, reencuentras. Todo aquel tiempo está en tu corazón, iluminado por un sol de fresa. Delante de tus ojos, van pasando los días lejanos hacia un bello crepúsculo. (Alejandro López Andrada) 343 NOTAS AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres del campo AL HILO DE LA CONVERSACIÓN 1 OTTO, W. Coser y cantar. Barcelona, Ediciones B. 1996. La película, en la que la misma autora colaboró como guionista, ha sido conocida en España con el título de “Donde reside el amor”. 2 Utilizo la arroba de forma consciente. La ambiguedad del símbolo permite dos interpretaciones a la palabra: cantar y contar. Ambas actividades son propias del taller. Las mujeres cosen, cuentan y cantan. 3 La Barca de la Florida es una población de unos 4.000 habitantes, que depende administrativamente del Ayuntamiento de Jerez de la Frontera y está situada a unos veinte kilómetros del municipio jerezano. 4 A este tipo de trabajo con personas mayores se le denomina Reminiscencia. Los encargados de llevar a cabo los talleres y grupos de Reminiscencia son especialistas en Educación, Pedagogía, Psicología y en general profesionales de cualquiera de las disciplinas humanísticas, que se hayan formado en conducción de grupos. En la actualidad existen grupos de Reminiscencia en todo el mundo. En el año 2005 publiqué un artículo donde desarrollo este aspecto terapéutico de la memoria personal. Ver FUENTES, T. “Coser y cantar. Rememorar, narrar y compartir lo vivido”. En Revista Tiempo, nº 17, Noviembre, 2005. http://psicomundo.com/tiempo/educacion/reminiscencia.htm. 5 Un ejemplo de este interés por las experiencias diversas de las mujeres a lo largo de la historia es la creación de centros o departamentos investigación universitarios, así como la edición de revistas especializadas sobre esta materia. Un ejemplo de ello es el Seminari Interdisciplinari Dones y Societat de la Facultad de Historia de la Universidad Central de Barcelona, creado en 1989. 6 En este caso ni siquiera contamos con imágenes fotográficas de infancia, excepto dos o tres de primera comunión. 7 346 Sobre la vida cotidiana en el mundo rural y la experiencia femenina, en la España de la primera mitad del siglo XX, ver: ARRIERO RANZ, F. La voz y el silencio: historia de las mujeres en Torrejón de Ardoz, 1931-1990. Madrid, Editorial Popular, 1994. ESCUELA POPULAR DE ADULTOS Los pinos de San Agustín. La palabra de las mujeres. Una propuesta didáctica para hacer historia (1931-1990). Madrid, Editorial Popular, 1991. Recomiendo especialmente los libros de Ale- NOTAS jandro López Andrada, sobre las formas de vida ya desaparecidas del mundo rural cordobés. Los años de la niebla. Madrid, Oyeron, 2005. La tierra en sombra, Madrid, Visor, 2007. 8 Las nodrizas, niñeras y empleadas domésticas. 9 PUIGBERT, L. Las otras mujeres. Barcelona, El Roure, 2001 10 ALDARACA, B. El ángel del hogar: Galdós y la ideología de la domesticidad en España. Madrid, Visor, 1992. 11 Quiero aclarar que en los relatos de las mujeres (entrecomillados) he procurado respetar las peculiaridades del habla popular de la zona. 12 Las personas interesadas en los datos más concretos sobre las colonizaciones encontrarán una buena síntesis, referida específicamente al caso que nos ocupa en: Colonos y colonizaciones en la provincia de Cádiz. Los pueblos de Jerez. Fundación Provincial de Cultura, Diputación de Cádiz, 2005. Véase también, CARO, D. (coord.) Historia de Jerez de la Frontera, Tomo II, El Jerez moderno y contemporáneo. Diputación de Cádiz, Cádiz, 1999, pp. 254 y ss. 13 El 80% de la tierra del municipio de Jerez, estaba concentrado en manos de unos pocos propietarios terratenientes, que “vivían en la propia ciudad, mientras que se permitía la existencia de poblaciones marginales en las cercanías de los cortijos, donde malvivían los jornaleros eventuales, que formaban la mano de obra de estas, sin tener ningún tipo de servicios y con miserables chozas como vivienda”. Referencia en: CARO, D. (coord.) Op. cit. p.208. 14 Sobre la Baja Andalucía son especialmente interesantes las novelas de Vicente Blasco Ibáñez y de Antonio García Cano. BLASCO IBAÑEZ, V. La bodega. Madrid, Cátedra, 1998. GARCIA CANO, A. Tierra de rastrojos. Sevilla, Editorial Sevillana, 1975. 15 Edificaciones con única pieza escasamente iluminada, donde se alojaban los trabajadores eventuales o jornaleros, en unas condiciones muy precarias. 16 Véase: CARO, D. (coord.) Op. cit. pp. 252-253. 17 SIGLER, F. Aportación al estudio de los conflictos sociales y políticos 347 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN durante la II República en Andalucía: el caso de la sierra de Cádiz. Revista de la Facultad de Geografía e Historia, núm. 1, 1987, pp. 261274. SIGLER, F. Los proyectos de reforma agraria en la provincia de Cádiz durante la Segunda República. Repercusiones políticas y sociales. Madrid, 1995. Tesis Doctoral inédita. UNED. 18 A partir de ahora IRA 19 ARANZADA. Unidad de medida de superficie. Equivale aproximadamente a 4.472 metros cuadrados. Dato extraído de un cuaderno antiguo, aportado por Pepita, que según parece, estudió su padre en la cárcel. 20 Referencia en CARO, D (coord.) Op. cit. p.257 21 A partir de ahora INC 22 Referencia en CARO, D. (coord.) Op. cit. p. 259 23 No vamos a entrar aquí en las dificultades de la aplicación de las distintas leyes de Reforma Agraria del IRA, ni tampoco en su valoración. Para ello remitimos a los lectores y lectoras a la bibliografía sobre ese tema concreto. 24 Informe del jefe de Servicio Provincial del IRA; 16-XI-1934. Referencia en CARO, D., Op. cit. p.257. 25 GORDA: Moneda, llamada también perra goda, que equivalía a diez céntimos de peseta. 26 MACUCA: Fruta silvestre pequeña y colorada. 27 MANIJERO: Capataz de una cuadrilla de trabajadores del campo, hom- bres o mujeres. 28 Generalmente, las mujeres llaman instituto al INC (Instituto Nacional de Colonización). 29 RECOVERO. Persona que compra huevos y gallinas por los lugares, para luego revenderlos. 30 A principio de la década de los cincuenta empieza el proceso de urbanización de los poblados, que se alarga hasta 1960 aproximadamente. Los ministerios de Agricultura y Obras Públicas colaboraron para habilitar la zona y crear núcleos poblacionales con red eléctrica, des- 348 NOTAS agües, caminos, edificios oficiales, iglesias, etc. El Instituto Nacional de Colonización construyó dos tipos de viviendas: una amplia, y con terreno para animales y aperos, para los colonos con parcela, y otra más reducida, que se entregó a los trabajadores sin tierra. 31 Estos eran los cultivos fundamentales, aunque existían también pequeños huertos donde se cultivaban verduras y algunas frutas. 32 RUBIA: La “rubia” era el coche de línea que había en el pueblo. 33 Al asentarse, los colonos recibían un lote consistente en una parcela, una vivienda, aperos de labranza, animales de labor y ganado, aunque convertirse en colono no significaba que el campesino obtuviera la propiedad del lote concedido, ya que primero había de pasar por un camino que va desde la tutela estatal, el pago de una renta, hasta la propiedad años más tarde. Durante los primeros cinco años el colono se hallaba en una situación de prueba bajo el control y tutela del Instituto Nacional de Colonización. En la primera etapa el INC aportaba los medios de producción, indicaba y dirigía los aprovechamientos de la parcela y determinaba las labores y tratamientos a realizar. Asimismo, el INC recogía la cosecha y pagaba al agricultor a niveles de subsistencia. El proceso culminó en el año 1982, cuando al fin, tras un largo y difícil proceso, se entregan las escrituras para que estos colonos pasen a ser los propietarios de las parcelas. Ref. en: http://www.labarcadelaflorida. es/ELAlabarcadelaflorida. 34 REAL: Moneda fraccionaria, con un valor de veinticinco céntimos de peseta. 35 CLARILLA: Producto resultante de la mezcla de ceniza y agua. 36 BAMBO: Un tipo de vestido muy amplio. 37 Consistía en una especie de tarjeta de cartón que tenía un valor simbóli- co y sustituía al dinero real, hasta que se cobraba la cosecha y las familias disponían de algún dinero en efectivo. En ese momento se pagaba a las tiendas todo el gasto realizado y pagado con los vales. 38 CHICA: Moneda fraccionaria, con un valor de cinco céntimos de peseta. 349 AL HILO DE LA CONVERSACIÓN 39 Desde mediados del siglo XIX existía la Escuela Pública. La Ley de Moyano de 1857 exigía que se abrieran escuelas en las poblaciones de más de quinientos habitantes, aunque eso no siempre se cumplió. 40 Josefina Aldecoa publicó su novela La Maestra, en la que relata las peripecias de una maestra rural en los años de la Segunda República. Del mismo tema trata la película “La lengua de las mariposas”, dirigida por José Luis Cuerda y basada en un relato de Manuel Rivas ¿Qué me quieres amor?, publicado en 1996. 41 En la novela “Tierra de rastrojos”, citada anteriormente, se hace referencia a estos personajes singulares. 42 Las Hermanas Salesianas abrieron su primer centro en la ciudad en 1897. 43 SOBERAO: Lugar de la casa, parecido a un desván, donde se almacenan los cereales y los productos de la huerta que han pasado por un proceso que permite conservarlos para poder consumirlos durante meses. También se guardan en el soberao los aperos del campo y los trastos viejos. 44 En el capítulo V encontraremos más detalles sobre este acontecimiento. 45 Alice Miller ha publicado un interesante estudio sobre la crueldad y la severidad en la educación de los niños y sus efectos psicológicos. MILLER, A. El saber proscrito. Barcelona, Tusquets, 1990. 46 Asunto censurado socialmente al que se nombra por medio de palabras que sustituyen a la cosa real. Por ejemplo el sexo es un tabú en muchas sociedades y para referirse a él y toda lo relacionado con ese tema, se usan numerosos términos que ocultan o disimulan lo que se quiere decir: hacer el amor, hacer uso del matrimonio, etc., etc. En el caso de la menstruación es usual que en determinados lugares, como Andalucía, las mujeres digan “estoy mala” para referirse al hecho de tener la regla. 47 MUSELINA: Un tipo de tela de algodón, fina y poco tupida. 48 ESTAR MALA: Se refiere a estar con la menstruación. 350 NOTAS 49 CACHETE: La palabra, en este contexto, tiene el significado de mejilla, moflete, carrillo. 50 FRIGOLÉ, J. “Llevarse a la novia”: Matrimonios consuetudinarios en Murcia y Andalucía. Barcelona, Universidad Autónoma de Barcelona, 1986. 51 BAJERA: Es el nombre que se le da a la prenda interior que se pone debajo del vestido, llamada también combinación. 52 ROMPERSE LA FUENTE: Así se le llama en la zona a romper aguas. 53 RECOGER: Así se conoce al acto de acompañar e intervenir en el proceso fisiológico del parto, que se llevaba a cabo por una persona sin título: la partera. 54 Se refiere a la casa de sus padres, en la que vivía ella sola antes de casarse. 55 La toma de Málaga, un episodio trágico de la Guerra Civil, está fechado el día 8 de febrero de 1937. 56 Paca ironiza siempre con ese calificativo, cuando se refiere a las tropas del ejército sublevado. Por el contrario, la gente que estaba de acuerdo con el gobierno republicano, los campesinos que reivindicaban mejores condiciones de vida, esos eran los “malos”. 57 Durante el proceso de edición del libro, el compañero de Isabel falleció de forma repentina. 58 Durante el proceso de edición de este libro, el marido de Paca falleció. 59 Ver datos e imágenes fotográficas sobre el proceso de urbanización en: Colonos y colonizaciones en la provincia de Cádiz, Op. Cit. 60 RECONCOMÍA: Término utilizado para referirse a conflictos más o menos ocultos, celos, resentimientos que pueden derivar en malas relaciones. 351 BIBLIOGRAFÍA AL HILO DE LA CONVERSACIÓN Voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres del campo AL HILO DE LA CONVERSACIÓN ALDARACA, B. El ángel del hogar: Galdós y la ideología de la domesticidad en España. Madrid, Visor, 1992. ALDECOA, J. La Maestra. Barcelona, Anagrama, 2005. ANDERSON, B.S. y ZINSSER, J. P., Historia de las mujeres: una historia propia. Vol. I y II. 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