PREGON con fotos Def - Hermandad Jesús Nazareno de Pozoblanco

Transcripción

PREGON con fotos Def - Hermandad Jesús Nazareno de Pozoblanco
Presidentes, Capitán y Juntas de Gobierno, Hermanos Mayores de Hermandades y
Cofradías, hermanos y hermanas costaleros, cofrades, consiliarios y capellanes,
autoridades que nos acompañáis, familiares, amigos, paisanos
Según me llamó Isaías como presidente de la Agrupación de cofradías para hacerme
llegar la invitación a ser pregonero de nuestra Semana Santa, y tras un primer
momento de pánico que me dejó sin poder articular palabra, mi primer pensamiento
fue: “pero, ¿qué puedo dar yo?, ¿qué puedo ofrecer?”. Obviamente poca cosa, más
bien nada, de modo que opté por un planteamiento algo más realista (o egoísta, si
quieren) y cambiar el contenido de la pregunta por este otro: “¿qué puedo recibir yo?,
¿qué regalo me están ofreciendo?” A partir de ahí, me relajé y la cosa empezó a tomar
otra perspectiva.
Miren, desde hace ya demasiado tiempo, pago bastantes euros cada semana a una
psicoanalista para poder contarle durante veinte minutos lo que pienso, lo que siento,
lo que sueño…, ahora me brindan la ocasión de hacer lo mismo: confesar algo de
cuanto pienso y siento, aquello con lo que sueño dormido y despierto, y hacerlo esta
vez a lo grande, en un teatro, ante varios cientos de personas y encima hacerlo gratis,
sin pagar ni un céntimo. Acaso ¿se puede pedir más?, ¿hay alguien que ofrezca más
por menos?
Si les he dicho esto, así de entrada y nada más empezar, es para poder exhibir ante
ustedes cuanto antes, el único título que me habilita para poder pregonar la semana
que hemos de vivir dentro de ocho días en torno a la pasión de Jesús de Nazareth, el
Nazareno: mi condición de hombre herido y vulnerado. Todos lo somos, sin duda. Pero
mientras que algunos lo saben cada día desde que nacieron, siempre, otros mucho
más orgullosos, hemos de descubrirlo cuando ya peinamos canas, a base de esfuerzo,
con trabajo, despacio, dolorosamente.
No quisiera este pregonero tarugo hablar desde otro sitio que no sea el de la vida que
efectivamente he vivido, con sus luces y sus sombras, sus aciertos y errores, sus éxitos
y fracasos. No me basta en esta ocasión el currículum que envío habitualmente como
profesor de sociología cuando me invitan a dar conferencias aquí o allá, yo sé que hay
también un currículum oculto que sólo Dios conoce y yo tiendo a mirar de soslayo,
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desde el que estoy obligado a medir y sopesar cada palabra que les dirija a ustedes
esta noche, para no caer en la tentación de intentar venderles humo y proponerles
adquirir una mercancía que para mí ya ha caducado y hace tiempo que dejó de
servirme. ¡Es tan fácil predicar, y en cambio cuesta tanto repartir el propio trigo!
En las últimas semanas, he tenido ocasión de acercarme a las casas de hermandad y
hablar con unos y con otros buscando información, referencias, algo más de
conocimiento sobre la trama diaria y cotidiana que sostiene la Semana Santa de
Pozoblanco. Una realidad que yo desconozco en gran medida. Hace ya treinta y cuatro
años (¡que se dicen pronto!), que me marché a estudiar a Madrid; allí me casé, allí
trabajo, allí vivo con mi mujer y mis dos hijos. Aunque he venido regularmente durante
las vacaciones y desde hace muchos años procuro no faltar a mi cita con el Martes
Santo, mi desconocimiento de lo que arrastra la preparación de la Semana Santa es
sencillamente enciclopédico. Más allá de los aspectos más evidentes que saltan a la
vista ante cualquier turista, accidental o no, que nos visite en esos días y contemple la
explosión de belleza, entrega, devoción, música y arte que desfila por nuestras calles,
lo cierto es que lo ignoro casi todo. No sé casi nada de guardabrisas, respiraderos,
alegorías, chicotás, contraguías, caracolas o tulipas. Como espectador y como actor
implicado siquiera en una mínima parte, asisto sorprendido y asombrado cada año, a
una representación colectiva estremecedora y entrañable, que me emociona
profundamente y es sin duda mucho más que un espectáculo, puesto que es vida y
metáfora, oración y quejío, afirmación y sueño, pasado ancestral y promesa de futuro.
Sin embargo, cuando me pongo a reflexionar en todo lo que ha crecido e incorporado
nuestra Semana de pasión y gloria en estos últimos años, no puedo evitar que me
venga a la memoria aquella otra que viví de niño, no porque me parezca mejor o de
más mérito, que no es así; ni tampoco porque quiera hacer un ejercicio estéril de
melancolía lánguida y desconsolada a la búsqueda del tiempo perdido, sino porque
sospecho que junto a todo lo mucho que hemos ganado los tarugos del siglo XXI, no
está ausente del todo en nuestro tiempo el riesgo de perder lo mejor de cuanto
fuimos, aquello que nos dio solidez y nos constituyó por dentro, de manera que
acabemos volviéndonos extraños para nosotros mismos a fuerza de volcarnos hacia
afuera, asimilarnos a otros y navegar por internet como habitantes sin tierra en medio
de este mundo global y planetario, de este espacio de flujos versátil e inestable,
inconsistente y líquido.
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Me van a permitir que apele por tanto a la memoria (yo, ¡tan desmemoriado!), para
asomarme a mirar nuestro presente y disponerme a lo que pueda acontecer mañana,
desde la vocación manifiesta de lealtad a nuestra historia familiar y colectiva. Mientras
miro, desde atrás, espero poder ir repasando al mismo tiempo, la espléndida realidad
que es hoy en día nuestra Semana Santa.
En las imágenes -como es obvio en blanco y negro- que, como fotos oficiales, conservo
en la memoria de aquella Semana Santa que conocí de niño, prácticamente no hay
mujeres. Desde el capellán al alcalde, pasando por los concejales, el capitán de la
guardia civil, los municipales o los Hermanos mayores, todos eran varones. Con traje y
corbata, de uniforme o con sotana, una larga fila de rostros de varones circunspectos y
serios, revestidos de importancia simbólica y ceremonial presiden mis recuerdos
procesionales. Las mujeres han desaparecido de la historia oficial y retratada, no están
ni se las espera. Como en las representaciones iconográficas de la última Cena, desde
la archiconocida de Leonardo da Vinci hasta la de Dalí, pasando por las de Tintoretto,
el Giotto o tantas otras, las mujeres quedan invisibilizadas. Como si no existieran. Sin
embargo, dicen los que han estudiado y entienden de estas cosas, que prácticamente
con toda seguridad, las mujeres que acompañaban a Jesús y sus discípulos (María de
Magdala, Marta y María las hermanas de Lázaro, Salomé, etc), asistieron a aquella
Cena Pascual de la que han sido borradas sistemáticamente, puesto que no resultaría
imaginable otra cosa si pensamos en la estructura de aquella sociedad judía del siglo
primero en donde las mujeres ocupaban sin duda una posición subordinada, pero
estaban obligadas a celebrar la comida pascual. Por lo que muy probablemente fueron
ellas las que prepararon la mesa, cocinaron, dispusieron todo para el banquete y
después se sentaron a comer también con Jesús junto al resto de los discípulos.
Afortunadamente los tiempos han cambiado, acaso lenta e insuficientemente, pero
hay un protagonismo y una presencia notable de mujeres que se afirman por sí solas,
sin necesidad de tutelas de nadie. Quizás por eso me resulta tan admirable la
evolución que ha seguido la Cofradía hermana de Nuestra Señora de los Dolores. Y
aquí sí que hablo de oídas. Es la única que no he visto nunca desfilar desde que soy
adulto. ¡Qué le vamos a hacer!, coincidencias horarias hacen que a la hora de su paso
por la carrera oficial, ande yo por otros rumbos acompañando a Jesús Nazareno. Los
Dolores, ahí es nada.
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Dolores de mujer que atraviesan
la historia completa
de esta humanidad nuestra.
Dolores infringidos casi siempre por varones
ilustres y famosos, o escondidos y anónimos.
Príncipes, emperadores, generales, soldados todos ellos,
combatientes de guerras improbables e inciertas
pero que siempre dejaron
un rastro negro y ronco de viudas y de huérfanas,
una estela incontable de madres desgarradas,
de llantos y de penas.
Mujeres de dolor que aún siguen aquí al lado
justo tras de la puerta vecina que se cierra
tras ellas despacio cada día
y las abre a una noche de ultrajes y miseria.
Mujeres maltratadas, golpeadas,
vencidas, insultadas, violadas,
escondidas, llagadas, ignoradas
y muertas.
Víctimas de este mundo salvaje y primitivo
de machos ignorantes, acomplejados, fieros.
Pero también -¡ya era hora!-, mujeres renacidas,
ocupando su sitio
tras el dolor y el llanto,
tras la muerte y la pena,
mujeres rescatadas, derechas,
como velas,
orgullosas y firmes,
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independientes,
nuevas.
Sí, los tiempos han cambiado. Mucho. Afortunadamente. Y lo que queda. Si pensamos
que hasta comienzos de los ochenta una mujer casada no podía abrir una cuenta
bancaria sin contar con el permiso del marido, no tendremos necesidad de
remontarnos hasta el siglo XVIII para rastrear la situación de sometimiento inaceptable
que ha vivido la mujer. También en las celebraciones de la Pasión cuando el obispo de
Córdoba D. Miguel Vicente y Cebrián, en la primavera de 1743, promulgaba un edicto
en el que entre otras medidas orientadas a tratar de encauzar una religiosidad popular
difícil de regular ya por aquél entonces, ordenaba de forma tajante: "que no
concurran a dichas procesiones *…+, mujeres algunas con penitencia, con los pies
descalzos, con túnicas o de otra manera, por ser ajeno del sexo exercitarse en público
con semejantes mortificaciones" 1.
Bien es verdad que si en este asunto, el paso del tiempo le quitó la razón, tampoco
estuvo demasiado afortunado el ilustrado obispo tratando de prohibir también los
refrigerios "colaciones ... refrescos y agasajos" que suelen dar las cofradías a sus
miembros "por ser estas expresiones, demostraciones de fiesta y no de la
mortificación que deben tener los fieles en estos días en memoria de la Muerte de
Nuestro Redemptor". ¡Ay, esta Iglesia nuestra que riñe y amonesta tanto, y acompaña
tan poco!
1
ARANDA DONCEL, Juan (1990) “Evolución histórica”, en Semana Santa en los pueblos cordobeses.
Córdoba: Caja Provincial de Ahorros. Pág. 19
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Pero, en fin, yo no viví ese siglo convulso y agitado, apenas si puedo remontarme como
testigo presencial e involuntario hasta los años sesenta del pasado siglo XX a la hora de
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recordar la evolución de la Semana Santa pozoalbense. Por aquel entonces, Sevilla
quedaba a una distancia casi sideral. No había pues peligro alguno de que nuestra
Semana Santa pudiese morir de sevillanismo. Desde luego eran muy pocos los que
podían hablar con algún conocimiento de causa sobre los “armaos” de la Macarena, o
disertar sobre la diferencia entre el paso racheado que lleva el Gran Poder y los
andares del Señor de la Salud a su paso por Campana. ¿Quién había podido sentir el
pellizco del Cristo de los Gitanos subiendo por la cuesta del Chapiz en Granada?
Andalucía era a comienzos de los sesenta demasiado grande, inabarcable. La misma
Córdoba, quedaba allí, lejana y sola. Especialmente para nosotros, la gente de la Sierra
que viajábamos a la capital sólo cuando no nos quedaba más remedio y casi siempre
por prescripción facultativa. Nos bajábamos del autobús de línea cargados de bultos y
cajas, medio asustados, como quien va al extranjero. Yo creo que los cordobeses, tan
finos y elegantes ellos, nos conocían hasta por los andares. No digamos cuando ya
abríamos la boca y soltábamos: “Oiga usted, ¿por dónde queda la Cruz Roja?”. Porque
a Córdoba se iba sobre todo a eso, “a ver médicos”; a ver procesiones ni se nos pasaba
por la cabeza, ¿a cuenta de qué íbamos a echar todo el día de viaje y a meternos en
ese gasto, si nosotros teníamos las nuestras que eran iguales, pero mejores?
Andando un par de décadas más tarde, todo ese aislamiento forzado y orgulloso se lo
llevó el coche y las inversiones en carreteras. Como el tiempo es función de la
velocidad, la distancia entre nuestro Padre Jesús y la Esperanza de Triana se hizo de
pronto pequeña y accesible. Y por si fuera poco, todo lo que no aprendimos viajando,
nos lo acabó de enseñar la televisión. No sólo Canal Sur, con sus cursos acelerados de
andalucismo en siete días, sino también todas las otras teles sobrevenidas que nos
mostraban un mundo más brillante, en colores, con más tiendas, aparatos electrónicos
y paquetes vacacionales a playas tropicales de los que nunca hubiéramos podido
imaginar siquiera que existiesen (al menos para nosotros), y colocados ahí a nuestro
alcance, llamando a nuestra puerta a precios asequibles.
Es extraño esto de volverse rico de pronto y casi de improviso. Las manos se te llenan
de cosas, los ojos se aburren de mirar novedades que quedan anticuadas a los pocos
días, los oídos dejan de utilizarse para escuchar y se convierten en un apéndice más del
Mp3. Mientras tanto el corazón, atolondrado, va haciéndose chiquito y prescindible a
base de ingerir telenovelas y sentimientos enlatados. No hay cuerpo que resista
indemne la embestida de la sociedad del consumo de masas. Y para todo se necesita
un cuerpo dispuesto y entrenado, tanto da que sea para trabajar ocho horas en un
andamio, o para sentarse quieto a estudiar durante otras tantas. También para la
Semana Santa se precisa movilizar el cuerpo, antes, durante y después. Arrancarlo de
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la ociosidad y ponerlo a trabajar, a ensayar, a caminar, a meterlo bajo las trabajaderas;
o dedicarse a limpiar una y otra vez los enseres, a planchar albas, túnicas y capas,
quitar la cera derretida de las luminarias, desenvolver, colocar, embalar, recoger,
empaquetar, guardar… y así un año tras otro desde hace casi cinco siglos si nos
atenemos a la fecha aproximada en que comienza a celebrar la Pasión en Pozoblanco
aquella primitiva hermandad de la Vera Cruz. ¡Cuánto trabajo desde entonces! ¡Cuánto
esfuerzo!
De eso, de esfuerzo, saben mucho los hermanos y hermanas costaleros, quién iba a
pensar que aquella aventura que empezaron en 1985 un puñado de jóvenes en torno a
la ermita de San Gregorio, se iba a convertir en la avalancha juvenil, dispuesta y
entregada que ha llenado de empaque, solemnidad y gracia el discurrir de los pasos a
hombros por nuestras calles. Porque hasta entonces, aquella ermita era para mí al
menos la de la verbena, la sede de la virgencita la Salud, un lugar hasta donde
difícilmente se llegaba si no era en bicicleta camino de alguna huerta o de la Añora. Y
de pronto se organiza casi de la nada una cofradía que va a constituir una verdadera
revolución y acabará cambiando toda la puesta en escena de la Semana Santa.
Virgencita la Salud,
virgen vecina, pequeña, compañera.
Reina que se descorona
antes de pasar la puerta
para salir a la calle la primera
tras los pasos del hijo torturado,
amarrado a la columna, maniatado
y silencioso cual cordero
que, tranquilo, es llevado al matadero e inmolado.
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Aún recuerdo la profunda impresión que me causó la primera vez que vi bajar la
imagen de Jesús amarrado a la columna por la cuesta del Risquillo. El silencio, la noche,
el ruido amortiguado de las zapatillas costaleras desgastándose contra el suelo… La
oración surgía espontánea, como sobrecogida ante el misterio de ver a Dios, tan cerca,
tan humano, en el instante mismo de estar siendo azotado, atormentado, maltratado.
Aún hoy, cuando pienso en esa imagen no puedo evitar que me venga a la mente el
recuerdo de todas las víctimas de la tortura repartidas a lo largo de los cinco
continentes, de todos los hombres y mujeres apresados y sometidos a tormento por
parte de otros seres humanos, de Abu Grahib a Guantánamo, de Ruanda a Sudán, de
Bosnia Herzegovina a Chile o Argentina, la secuencia de horrores que no cesa; cuando
por un instante parece retroceder como consecuencia de la lucha de activistas y ONGs,
nos encontramos con que sólo dormitaba antes de volver a rebrotar ya sea en
situaciones de conflicto o en lugares de aparente calma. Mientras que 146 Estados han
firmado la Convención contra la Tortura y los tratos inhumanos o degradantes
adoptada en la Asamblea General de Naciones Unidas de 26 de junio de 1987, otros
muchos no lo han hecho, ni tampoco es seguro que los ya firmantes estén cumpliendo
estrictamente con aquello a lo que en su día se comprometieron. En nuestro propio
país, la Coordinadora para la prevención de la tortura criticó en su último informe
publicado en 2010 la obstrucción y descalificación que sufren los organismos sociales y
los profesionales que denuncian los casos de tortura, violencia institucional, malos
tratos y tratos inhumanos, crueles o degradantes, y organismos como Amnistía
Internacional o Human Rights Watch han denunciado la situación de los menores
internados en Centros Terapéuticos, o la de los menores extranjeros no acompañados
que son detenidos y expatriados sin las mínimas garantías jurídicas y humanitarias.
CEAR, Médicos del Mundo, Ferrocarril clandestino y SOS Racismo, han denunciado
recientemente las violaciones de derechos en los Centros de Internamiento de
Extranjeros, por no hablar de las recurrentes denuncias sobre abusos en los centros
penitenciarios, tan difíciles de investigar y demostrar pero que indudablemente siguen
ocurriendo en mayor o menor medida.
Sí, la pasión de Jesús no es algo lejano y admirable, sino una realidad próxima,
cotidiana y execrable, continuamente encarnada en multitud de víctimas que
reproducen en sus cuerpos los azotes, crueles e inhumanos que contemplamos
asombrados en la noche de nuestro Lunes Santo. La emoción estética y religiosa no
tiene por qué nublar en nosotros, gentes del siglo XXI, la indignación y la revuelta cívica
que necesita nuestro mundo todavía. Comulgar con las víctimas, ayudarles a
reconstruir sus vidas rotas, no es algo facultativo u opcional para quienes
procesionamos acompañando a Jesús amarrado a la columna y torturado, es una
obligación absolutamente insoslayable porque
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Levantar la mirada,
sobreponerse a la densa ruina de la muerte
que un día de improviso nos asalta
y nos echa por tierra como juguetes rotos,
objetos inservibles, o monedas retiradas de la circulación
sin uso ya, ni valor alguno por el que intercambiarse,
es un duro ejercicio que casi nunca podemos hacer solos.
Necesitamos la ayuda de los otros
para recuperar los trozos dispersos y esparcidos
de nuestro ser más íntimo, ¡tan frágil!, ¡tan desnudo!, ¡tan pequeño!
Pequeño como lo era todo al principio, cuando empezamos a entender algo de esto,
de la vida y la muerte, la pasión y la esperanza que se nos venían encima como
jugando, como quien no quiere la cosa mientras salíamos en procesión delante de un
borrico, más borricos nosotros todavía que el asno mismo.
Porque la Borriquita es el comienzo. No ya de la Semana Santa sino de toda la vida
cofrade y semanasantera. Ahí empezamos todos; o poco más o menos. Era entonces la
edad de la inocencia, cuando al mirarse al espejo era tan fácil verse guapo, listo…, y
casi bueno. Pues nos mirábamos de frente y con los mismos ojos con que lo hacían
nuestras madres mientras nos iban peinando y perfilando con cariño sobre el pelo una
raya perfecta, trazada como con tiralíneas, una raya -¡ay, dolor!- que ya algunos nunca
más volveremos a ver lucir sobre nuestras cabezas. Salíamos así limpios e inmaculados
a la calle, bien pasados por agua y colonia, ¡como un jaspe!, de nuestras viejas casas
sin baño, con la palma en la mano, como lamidos por una vaca, a comernos el mundo.
Claro que esa apariencia impoluta duraba sólo unos cinco minutos antes de que
echáramos a correr intentando volar como Superman con nuestra capa roja y la palma
a modo de lanza con la que embestir molinos que siempre nos derrotaban y hacían
que el flequillo volviera por sus fueros y tornara de nuevo a desplegarse por la frente,
indomable, incorregible…, salvaje. Como siempre. Como los demás días, aquellos en
que uno era mucho más feo, más torpe y desobediente, no olía a ningún perfume, y
volvía sencillamente a ser humano.
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¡Qué revuelo de capas!
¡Cuánto sol!
Entre las palmas mecidas
sobre un campo de niños sorprendidos
va avanzando despacio y sonriente
Dios en burro.
La luminosa tarde es sólo un río
de madres orgullosas y niños repeinados
que se chocan y giran,
se salen de la fila
e intentan todo el rato,
darle un papirotazo con la palma,
sin que el cura los vea,
a sus amigos.
Observándolo todo, en cambio
allá a lo lejos,
Dios sonríe
tranquilo y cachazudo
sobre el burro.
Y es que los niños de mi generación estamos muy “procesionaos”. Si no era el Corpus,
era el Corazón de Jesús, o la presentación de la Virgen, o María Auxiliadora, o San
Esteban, o la Virgen de Luna o el rosario de la aurora. Si no estábamos en el colegio, o
jugando en la calle, o haciendo un chozo a las afueras del pueblo con ramas y cuatro
támaras, el tiempo -eso que ahora llaman tiempo libre-, yo creo que se nos iba casi
todo en procesiones. Para poder tener dos perras gordas con las que comprar arropías
había que procesionar primero a Santa Marta o Santa Rita, aquella cofradía
exclusivamente femenina en la que un fervoroso y enardecido capellán, pionero sin
duda del lenguaje no sexista y políticamente correcto, ordenó un día: “ahora vamos a
salir todas de la iglesia, de dos en dos y Rita en medio”.
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Y cuando no eran santas las que había que sacar a pasear, entonces eran santos los
que pintaban: San Gregorio, San Antonio, San Isidro. Precisamente predicando sobre
este último santo madrileño, Don Celestino, ejemplar sacerdote pero que sin embargo
no tenía entre sus muchas virtudes la de la elocuencia, trató un quince de mayo de
aleccionar a una nutrida concurrencia de labradores vestidos de fiesta, bien plantados
y serios con sus trajes oscuros y sus camisas blancas, inmaculadas, limpísimas,
abrochadas hasta el último botón y sin corbata, a los que animaba a la santidad con el
argumento de que “San Isidro era un hombre como vosotros, un hombre igual que
vosotros: tosco, rudo, analfabeto…”.
La Iglesia, madre y maestra, la iglesia de Dios y sus esforzados representantes en la
tierra. ¡Qué afán por hacernos desfilar, por intentar hacernos buenos a base de paseos
procesionales, paternóster y sahumerios! Así se nos fue quedando a todos aquel olor
a incienso y sacristía que tardó en borrársenos varias décadas y algunos sofocones.
Visto desde la distancia podemos elegir entre reír o llorar, a veces las dos cosas vienen
a ser inevitables. Por un lado, el orgullo subjetivo de sabernos únicos y especiales, por
otro lado el hecho objetivo si queremos ser ecuánimes, de unas condiciones de vida
que rozaban la pobreza a la que había que ir sorteando a base de trabajo y muchas
letras. Nada que ver sin embargo con la pobreza en la que todavía viven el 24% de los
niños de nuestro país en el año 2010, según el último informe de UNICEF. Mientras
tanto el gasto público social destinado a políticas de familia e infancia es menos de la
tercera parte de lo que representa el gasto medio dedicado a estos temas en los países
de la Unión Europea. A pesar de todos los medios disponibles, casi un treinta por
ciento de los chavales no llega a graduarse en la Enseñanza Secundaria Obligatoria.
¡Qué enorme es la deuda contraída por tantos de nosotros con el colegio salesiano!
Ahí no valen medias tintas o acordarse tan sólo de las tortas que alguna que otra vez
volaban sobre nuestras cabezas, para despabilarlas y sacarlas de la modorra y el sueño
más que nada, fruto en todo caso de las circunstancias de aquel tiempo más que de
ninguna otra cosa. Cientos, o mejor miles de futuros universitarios pozoalbenses
tuvieron allí el estímulo que necesitaban para iniciar su largo y trabajoso periplo
académico.
El caso es que acostumbrados a ir de procesión en procesión, cuando llegaban los
desfiles de Pasión, nos pillaban ya a todos los chavales muy rodados en el asunto, de
manera que tampoco eran para tanto. Es verdad que los pasos eran más pesados y no
podían ir en andas sino sobre ruedas, que las velas habían crecido hasta convertirse en
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cirios y que los uniformes y túnicas reglamentarias eran especiales para la ocasión,
pero en esencia venía a ser más de lo mismo. Sin embargo había dos cosas que
marcaban para nosotros, chavales, una enorme diferencia: por un lado estaban los
capirotes y por otro, las bandas de cornetas y tambores. Unas bandas que salvo
honrosas excepciones desafinaban como los ángeles y en las que andábamos como
locos intentando entrar, pero a las que tenían acceso sólo una pequeña élite de
escogidos dotados de un talento singular y rarísimo que les permitía ser capaces de
hacer salir algún sonido de aquella corneta indomeñable que nos tendía D. Antonio
Jiménez un buen día, de improviso y sin avisar, en la terraza de los salesianos. De
buena gana hubiera canjeado yo un manojo de sobresalientes por unos cuantos
aprobados a cambio de poder tocar el tambor y ponerme aquel traje no sé si de
romano o gladiador, lleno de colorines y rematado con un casco soberbio y arrogante
que llevaban los compañeros en la banda chica.
Porque sí, no sólo por devoción y buenos sentimientos, sino también por pura envidia
y afán de figurar empezamos algunos a sentirnos atrapados por la Semana Santa en
nuestro pueblo. Ya se sabe que Dios puede escribir recto con nuestros renglones
torcidos.
Todavía me pregunto cómo es que no seguí el camino “natural” para un antiguo
alumno que me hubiera llevado a acabar integrándome en las filas del Perdón y la
Amargura, donde había salido más de una vez encendiendo velas y llenándome de cera
desde la punta de la coronilla hasta la suela de los zapatos para desesperación de mi
madre, pero el caso es que pasó la ocasión y a pesar de lo mucho que me gusta verla
salir por la estrecha puerta de la iglesia del colegio y enfilar hacia la Cruz de la Unidad
lo cierto es que no fue allí donde recalé como cofrade adulto.
Para mí, el jueves santo es mi madre, la más guapa de todas con peineta y mantilla,
subiendo hasta el lugar en donde la Amargura se hace Auxiliadora, el sufrimiento,
esperanza, la muerte, enredadera de ausencias que te acompañan y te abrazan, día y
noche, sin descanso, susurrándote al oído: “No estás sola”.
Y el Perdón, el jueves santo es el perdón.
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Qué noche más negra y más oscura
si el Perdón no saliera,
no se echara a la calle y no corriera
como un loco que va de puerta en puerta
gritando: ¡Paz!, ¡Amor! y ¡No a la guerra!
Si Dios se atrincherara y se hiciera tan sólo
patrimonio de algunos, bien de pocos,
privilegio exclusivo de curas y devotos.
Qué desgracia si Dios
se hiciera chico de repente un día,
como nosotros,
y viviera encerrado en sí mismo
o se volviera de pronto
corto de miras, santurrón y tonto,
en lugar de estar ahí, plantado entre la gente,
bajo el cielo estrellado,
en la calle y abierto, sobre la cruz,
como un pan
para el hambre
de todos.
El perdón tan difícil de pedir y más difícil aún de dar, pero tan necesario, tan humano y
divino a un tiempo; el perdón que nos rescata, nos salva, nos devuelve a la vida de
nuevo tras la guerra. Yo creo que a mí, a perdonar, me enseñó sobre todo mi padre.
Cuando yo nací, en el año 56, había un niño de apenas nueve años viviendo entre
lobos en una sierra próxima y hacía tan sólo diecisiete desde que “cautivo y desarmado
el ejército rojo, las tropas nacionales habían cubierto sus últimos objetivos militares”.
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Eso sobre el papel, porque de hecho en la sierra, junto a aquel niño salvaje vivían
todavía los últimos restos de aquella espantosa guerra que en su terrible posguerra
aún continuaba haciendo gotear sangre sobre nuestros campos. De modo que si
quiero mirar de frente y de verdad la Pasión de Pozoblanco, no puedo dejar de mirar el
sufrimiento de todos los cautivos, presos, vejados, torturados, ultrajados y asesinados
que hay en nuestra historia colectiva como pueblo. Esto de recordar y pregonar la
pasión y muerte de Jesús de Nazaret es una cosa muy seria, muy profunda, muy
honda, que no admite medias tintas, ni quedarse en florituras, ni andarse por las
ramas de las candelarias, sino que exige tocar el fuego, y hasta abrasarse en él si así
fuera preciso. Hay que nombrar los monstruos que aún llevamos escondidos por los
adentros, sacar del desván del inconsciente colectivo los viejos fantasmas que nos
siguen asustando de noche y de esa forma librarnos de la inercia que nos hace seguir
cayendo en sus añejas trampas; exorcizar los demonios con el poder de Jesucristo y
resucitar juntos, abrirnos al futuro como si fuera una mañana luminosa y radiante de
domingo de Pascua.
Porque el hecho es que desde los tiempos de Abel, la sangre de los inocentes sigue
gritando. Desde aquella primera contienda entre hermanos, hasta la última guerra
incivil, la sangre inocente derramada a lo largo de la historia nos grita y nos llama a
perdonar, a regenerar la sociedad, a renovarnos interior y exteriormente. Y oímos sus
gritos no porque fueran de uno u otro bando, sino porque fueron inocentes. A ambos
lados ha habido siempre en las guerras, también en las nuestras, sangre inocente
derramada. Toda ella mezclada nos convoca, nos inspira, nos reclama y nos concede la
posibilidad de ser fieles, a su pasión, a su muerte, a su esperanza renacida, resucitada
año tras año. Viniendo del pasado nos entrega un futuro construido sobre cimientos
sólidos, donde se mezclan la memoria, el perdón y la esperanza.
Dicen los que saben de procesos de reconciliación tras un conflicto armado que se
necesitan cuatro generaciones para lograr cerrar las heridas abiertas. Ahora mismo, en
este instante están cumpliendo dieciocho años los biznietos de los muertos en la
guerra, ya son mayores de edad los nietos de aquellos niños huérfanos, ellos son la
última generación que todavía ha podido escuchar de sus abuelos el relato en primera
persona de quienes vivieron aquel período de horror y sufrimiento. Ya son adultos los
herederos de los últimos testigos vivos de aquel drama colectivo. Podemos por fin
asumir nuestra tarea como generación y disponernos a cerrar el ciclo de
guerracivilismo que desgarró nuestro país durante más de un siglo.
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Yo no tengo la culpa de que al bucear en la vida, muerte y resurrección del Dios que se
hace hombre, me haya encontrado de bruces, asombrado, ante una realidad que no es
teatro, ni representación, ni simulacro sino vida encarnada de la Él se ha hecho parte, y
desde la que emerge vivo y transfigurado tras el tabique endeble y al mismo tiempo
firme que puso un dique al odio y preservó para todos nosotros la imagen querida de
Jesús Nazareno.
Y llegado a este punto aquí yo pierdo pie definitivamente. Ni me sirven las palabras, ni
los recuerdos personales, ni las citas históricas. Jesús Nazareno, permitidme que lo
diga así, es toda la Semana Santa pozoalbense. Más allá de hermandades o etiquetas,
ahí hemos bebido todos. Si la fundación arranca con la predicación de un fraile mínimo
en 1605, lo cierto es que bien pronto se vincula a la labor asistencial y caritativa del
hospital que fundaran en 1683 el hermano Diego de Novoa y la venerable Marta
Peralbo (otra vez, la mujer)2. Ahí continuamos. Devoción y caridad. Rezos y trabajo en
favor de los más pobres. Expresión de fe y construcción de una sociedad a la medida
del Reino que predicó Jesús. O si prefieren: procesiones y servicio al otro. Cofradía y
hospital. Ahí nos reconocemos todos, hermanos de Jesús y cofradía de soldados
romanos y penitentes sayones, ahí nos sabemos unidos y peculiares cada uno, mucho
mejor que en cualquier liturgia, desfile o representación, en el fruto milagroso de amor
y servicio que han de dar todas estas devociones. No creo yo que pueda tener sentido
alguno celebrar la Semana Santa si no es para seguir haciendo dos mil años después, lo
mismo que hizo en su día Jesús: “anunciar la buena noticia del reino de Dios y curar las
enfermedades y dolencias del pueblo” (Mt 4,23).
Cada mirada que recibe
al pasar
Nuestro Padre Jesús
es como una semilla
que siembra
con la esperanza secreta de verla
fructificar algún día en más vida,
justicia y dignidad para los pobres,
los niños y los locos;
2
Una referencia histórica y a la vez familiar, pues toda la vida oí a mi abuela hablar de “la joya de la
madre Marta Peralbo” que conservaban en su casa como antepasada suya que fue.
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los que se hallan perdidos,
los sin techo, los rotos
ya sea de cuerpo o de alma;
los extraños que llegaron de lejos
y se han visto de pronto
desarraigados, solos;
los hambrientos de pan o compañía,
las mujeres maltratadas, los presos,
los que no encuentran consuelo,
los de abajo, los muertos
de miedo o de vergüenza,
los despreciados, los “malos”,
los que viven de milagro
sin saber cómo siquiera
una vida desplomada
y hundida, a ras de tierra.
Todos ellos aguardan
que fructifique en trigo
la semilla sembrada
en cada Martes Santo
y pueda repartirse
el pan de cada día,
el pan más necesario,
el que nos vuelve hombres
con entrañas: hermanos.
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Llegado a este punto y aunque ellos no lo necesitan, quiero romper una lanza, o mejor
será quizá una pica, en favor de los hermanos sayones de Jesús Nazareno. La historia
les ha reservado en toda esta representación un papel especialmente delicado e
importante. Gracias a ellos podemos reconocernos todos en nuestro auténtico papel
de Judas, en nuestra condición inevitable de traidores, de cómplices con el mal y la
violencia que a través de los siglos viene arrasando al mundo. Cuando empezábamos a
creernos lo que no somos, los sayones vienen a ponernos en nuestro sitio, el que nos
corresponde realmente. Somos parte implicada en el drama y la tragedia que lleva a la
muerte al inocente. Reconocerlo es lo único que puede salvarnos.
Cualquiera que nos conozca siquiera un poco, conoce cómo somos de verdad, por
dentro. Si insistimos en tratar de vivir todo esto de la Semana Santa no es porque
seamos buenos o queramos parecerlo. No somos buenos (mucho menos: “los
buenos”), porque tengamos fe. Pedimos fe para ver si así, siendo como somos, malos,
nos vamos volviendo algo mejores; buenos, como es bueno Aquel en quien creemos.
Entretanto reconozcamos simplemente que estamos enfermos, mientras la fe nos va
curando, despacio, a fuego lento.
Creemos demasiado en el mérito. El trabajo debe tener su recompensa. El esfuerzo su
gratificación. Si la justicia nos parece deseable, es porque esperamos que, al final, cada
uno reciba su merecido. De ese modo, cuando pretendemos ser buenos, tratamos de
ser equitativos y distribuir recompensas según el trabajo y el resultado alcanzado por
cada uno: “Que gane el mejor”. Y que gane más que el otro: el regular, el peor, el
menos hábil, el malo, el vago, el perezoso, el que no ha luchado y se ha pasado el día
en la plaza tomando el sol, canturreando como la cigarra, echándose un pitillo tras
otro.
Esta sociedad meritocrática, nos aparta del verdadero corazón de Dios. Nos impide
vislumbrar el reino, la forma en que socialmente se organiza y administra la
sorprendente misericordia de Dios Padre: Vamos a ver, ¿qué es lo que necesitan para
vivir?, ¿cuánto cuesta sacar adelante a una familia?, ¿Un denario? Sea, pues. Que
reciban lo mismo, esto es, lo que necesitan para vivir, tanto los que fueron reclutados
a última hora, como los que se incorporaron a trabajar en la viña por la tarde o los que
fueron contratados ya al principio, desde las claras del día. Lo que necesitan. Lo
mismo, para todos. ¿Qué más da ser del siglo XVII o del XVIII, del XIX, del XX o de ayer
mismo, si no es a esa escala de tiempo a la que adapta su ritmo el latido del corazón de
Dios?
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Ahí está si no la Caridad, refundada, recuperada, restaurada o como quiera que sea
hace tan sólo once años, para refrescarnos la memoria y recordarnos a todos que no
puede perderse lo que empezó siendo elemento germinal de la celebración
penitencial en nuestro pueblo allá por 1564, la celebración anticipada de lo que será la
procesión última. La llegada definitiva. ¿Quiénes tendrán el privilegio de entrar y
abrirse paso tras la cruz de guía? “Venid benditos de mi padre porque tuve hambre,
sed, estaba desnudo y sin techo, y me disteis de comer, de beber, me vestisteis y me
ofrecisteis un lugar en donde dormir y descansar”.
Hoy, como siempre, están esperando aquí a nuestro lado, aguardando a quien quiera
fijarse en ellos, los leprosos, los endemoniados, las prostitutas, los pecadores, los
excluidos más pobres, la parte minúscula y despreciada de la sociedad y de nosotros
mismos. Esos que sin embargo en toda su pequeñez e insignificancia vienen a ser como
la fracción de levadura que introducida en la masa y abierta a la acción gratuita y llena
de misericordia de Dios, es capaz de fermentarla y hacer que se transforme todo en
pan. Al parecer, las tres medidas de harina a las que se refiere Jesús en la parábola
evangélica de aquella mujer que estaba en su casa amasando vendrían a ser,
traducidas al sistema métrico decimal actual ¡hasta 150 kilos de pan!, es decir, una
barbaridad de pan, pan para hartarse, pan de sobra, pan para todos.
¿Acogeremos toda la potencia del reino de Dios que se oculta en lo más pobre de
nosotros mismos? O bien ¿rechazaremos transitar por el itinerario que marca la cruz
de guía que portan los más pobres y excluidos de nuestro pueblo?
No hay atajos más rápidos que este para llegar a tiempo y en forma a la carrera oficial
definitiva.
No son los incensarios, ni las bandas, ni los bordados, ni los capirotes los que nos harán
preciosos a los ojos de Dios, salvo que sirvan para ayudarnos a acompañar, de corazón
y con obras, la marcha fatigosa y jadeante de los crucificados de este mundo.
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Caridad silenciosa,
tal y como es preciso,
que pasea despacio
por las calles desiertas y en penumbra
la imagen derramada
del Amor ofrecido,
tendido y al alcance
de todas las miradas.
Amor a nuestra altura
de hombres de cortas miras
que necesitan guía.
Caridad renacida,
vieja y recuperada,
moderna en su apariencia
y antigua en lo que importa.
Caridad escondida,
imprescindible, nuestra,
que abre paso a la justicia
con los pobres de la tierra.
El siglo XXI, igual que todos los anteriores, necesita creyentes que digan con sus actos
el credo que profesan con los labios. La religión no cuenta, el espíritu y las obras son lo
que importa. Jesús de Nazaret lo tenía muy claro cuando narraba a quien quisiera
escucharle aquel relato del buen samaritano. El samaritano es un hereje para los judíos
ortodoxos de aquel tiempo. El hombre que está tendido en la cuneta está sufriendo. La
gente que pasa, entre ellos los representantes del templo, de la religión oficial y
mayoritaria, lo ven y no sólo no se acercan a él sino que dan un rodeo. En su cabeza,
como es natural, bullirían razones, argumentos legítimos, obligaciones insoslayables y
justificadísimas. El caso es que el herido queda abandonado a su suerte, a merced de
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un nuevo enemigo que pueda llegar y rematar lo ya empezado, y desde su posición
indefensa ve llegar con aprensión al caminante samaritano porque “los judíos
(católicos diríamos nosotros hoy) y los samaritanos (protestantes de aquel entonces)
no se llevan bien”.
¿Qué hace este buen samaritano (evangélico)? Situándose más allá de las etiquetas y
de las liturgias o cultos separados (“¿se ha de rezar en Jerusalem o en el monte
Garizim?”) se acerca, se lo echa al hombro, lo cuida, lo mima, emplea su tiempo y su
dinero, lo saca adelante y muestra con sus obras el verdadero rostro del Dios Padre de
todos.
Hay nuevas formas de pobreza que golpean con especial virulencia a los más jóvenes.
El consumo abusivo de alcohol y otras sustancias es una de ellas. Nacidos dentro de
una sociedad adicta, no bien empiezan a vivir, ya empiezan muchos a morirse a
chorros. Quizás fueron los jóvenes de mi generación los primeros que empezamos a
caminar en nuestro pueblo por el filo de la navaja de los nuevos consumos donde se
mezclaba el ocio y la fiesta, la política y la música con el consumo de drogas y la
afirmación generacional frente al mundo que creíamos caduco y obsoleto de los
adultos. Muchos quedaron por el camino. Lo que parecía una tontería divertida acabó
convirtiéndose para algunos en una pesadilla de la que no despertaron 3. Lo malo no es
equivocarse, eso está en la naturaleza de las cosas y del ser humano, sino que la vida
no te de la oportunidad de rectificar. Las cofradías no las formamos una casta elevada
de personas sin tacha, seres arcangélicos e inmaculados que miran desde lejos las
miserias ajenas, aquí cabemos todos. Los de arriba, los de abajo y los del medio. Los de
dentro y afuera. Los buenos y los malos. Porque para mí que somos todos un poco de
Melilla: regulares todo el mundo.
Tenemos una juventud mejor preparada y dispuesta a trabajar de lo que nunca hemos
tenido. Sin embargo también están sometidos a tensiones y conflictos enormemente
difíciles de resolver con sus solas fuerzas. Actualmente, la presión hacia el éxito
académico, social y económico es brutal. Todo penaliza al que se retrasa siquiera
ligeramente, al que no sigue el ritmo marcado y prescrito año tras año. Hay que
3
Según la Encuesta europea de salud, publicada en noviembre pasado, uno de cada cinco jóvenes entre
16 y 24 años bebió “alcohol de manera intensiva” es decir, se emborrachó al menos una vez durante el
último mes. Uno de cada cinco varones jóvenes y una de cada diez chicas consumió cannabis en los
últimos doce meses (656 mil en cifras absolutas). Y el consumo de cocaína, anfetaminas, éxtasis o
sustancias similares durante el último año se elevó al 3% entre los varones y al 2% entre las chicas
jóvenes de 16 a 24 años (106 mil en total).
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acabar la carrera brillantemente en tiempo y forma si no quieres convertirte en un
juguete roto. El miedo al fracaso les sobrevuela día y noche. Así, paradójicamente se
encuentran ante el hecho de que mientras por un lado disponen de amplias
posibilidades educativas existen también ante ellos casi novecientas mil personas con
una o más carreras universitarias y experiencia laboral previa que se encuentran sin
embargo en paro. La lucha de clases cede hoy el sitio a la lucha de plazas en las que
poder colocarse. En un país donde se han llegado a construir más de setecientas mil
viviendas cada año, la edad de emancipación juvenil es la más alta de Europa, puesto
que los jóvenes en este momento necesitarían cobrar en promedio un 75% más de
sueldo del que cobran para poder pensar en comprar una vivienda de menos de 60 m2,
razón por la cual el 54% de las personas jóvenes en España es completamente
dependiente en términos residenciales. Es verdad que tienen muchas cosas a su
disposición pero quizás les falten horizontes vitales y un lugar hacia el que dirigir sus
pasos.
¿Será acaso por eso que hay tanta gente joven ocupada y trabajando en una cosa u
otra dentro de nuestra Semana Santa? ¿Cómo es que aquí encuentran su sitio, ya sea
bajo unas trabajaderas, o formando parte de una banda o sencillamente bajo el capuz
del uniforme de una hermandad? A pesar de todos los pesares, ¿qué es lo que buscan,
y parecen encontrar aquí, con estas cosas de semana santa que sin embargo no
encuentran en la iglesia de todos los días, cada vez más sola y más vacía de gente de
todas las edades pero sobre todo de gente joven?
Ante semejante panorama, como es natural Dios no iba a quedarse quieto, solo y
aburrido en una casa vacía. Lo sabemos por el evangelio, si los invitados no acuden a la
fiesta, antes o después, Dios se echará a la calle, saldrá a buscar a la gente allí donde se
encuentra, solo o llevado en procesión irá a los cruces de los caminos, a las puertas de
las discotecas, se colará en las gradas de los estadios los domingos por la tarde y en los
convites de boda, irá a reunirse con la gente joven mientras hace lo que viene
haciendo cada día habitualmente, se pondrá a comer, a beber, a reír y a bailar con
ellos, igual que hizo Jesús el Nazareno, un comilón y un borracho (según los fariseos).
Dios va a echarse a la calle en busca de la gente, joven o no tan joven, sin esperar a
que cambien, se arrepientan de sus pecados, se vuelvan capillitas, rezadores y beatos,
para decirles a la cara y con hechos, mientras está a su lado: “soy vuestro amigo,
vuestro Padre… y os quiero”. Cuando alguien te dice una cosa así, eso te cambia por
dentro. Y siendo Dios como es, pesado e insistente, antes o después te alcanza, te
desarma y no hay quien se le resista. Es el amor, no el juicio, el perdón aunque sea sin
palabras, la acogida incondicional, lo que nos cambia y nos regala un norte hacia el que
encaminarnos.
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Preparando mis notas para este pregón he tenido ocasión de visitar las casas de todas
las hermandades para intentar conocer un poco por dentro la vida que se agita en cada
una de ellas. Si en muchas me ha sorprendido ver a tanta gente joven metida en
preparativos, el caso de la Soledad resulta particularmente impresionante. Quizás
porque para mí, la Soledad es cosa de mayores, es mi padre saliendo ya de noche
vestido de nazareno después de un largo día de trabajo, dando un rodeo para no bajar
por las calles principales y encaminándose hasta el Cerro para ir a acompañar a su
virgen.
Eso, y el prodigioso repiqueteo del tambor del Chairo, al que perseguíamos los críos de
un lado para otro la noche del viernes santo, sin cansarnos de oírlo una y otra vez.
Quizás aquella banda si la viéramos ahora nos parecería demasiado sencilla o modesta
pero para nosotros era un acontecimiento esperado durante todo el año, que
escuchábamos envueltos en ese halo de misterio que le daba su uniforme nazareno.
La Soledad, espléndida y luminosa, avanza como un barco
que hendiera majestuoso el oleaje de los desencuentros
en la noche del Viernes Santo, cuando el mundo entero espera
suspendido el aliento,
que se resuelva el drama del inocente muerto
y hasta los grillos callan consternados ante tanto silencio.
La Soledad, ¡tan sola!, se abre paso en medio de la gente
y apura el cáliz de la noche hasta las heces,
la habita desde adentro y se disuelve
en su fondo oscuro de terciopelo negro.
Esta es noche para comulgar con la locura y el holocausto,
desayunar pan seco, vestirse de tristeza y pesadumbre,
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caminar por el filo de la navaja de los desesperados
y mantener la calma, como si nada de aquello que temíamos
hubiera sucedido realmente.
Acaso sólo Ella sea capaz entretanto
de caminar tras de la cruz desnuda,
esa cruz deshabitada y tan vacía,
sin dueño que la vuelva más humana, le dé un rostro
y le ponga corazón y manos.
Capaz de amar el sinsentido y aguardar la salvación en medio de este vértigo
que se nos cuela a todos los que vemos desfilar
por delante de nosotros el dolor y el sufrimiento.
Pero suena la música, exorcizando el miedo,
ahuyentando los demonios más oscuros e íntimos,
la música como un respiro,
como una bendición inmerecida,
como una tabla a la que agarrarse en medio del naufragio
(“¡Señor, que nos hundimos!”)
y todo de pronto es un prodigio de equilibrio y sueños,
un milagro preciso que nos abre los ojos
a los que andamos ciegos, sentados al borde del camino.
La Soledad avanza, la noche se repliega, el corazón se encalma.
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Es curioso, sí que atraiga a tantos jóvenes la hermandad de la Soledad, siendo la
soledad patrimonio sobre todo de las personas mayores. Quizás por eso mismo se
encuentren convocados y reunidos de modo particular los dos extremos de nuestra
pirámide demográfica. Porque si es verdad que la Semana Santa necesita siempre savia
nueva, ¿qué decir de la emoción contenida, de los recuerdos acumulados, de la fe y de
la esperanza más aquilatada que ponen en la mirada y el gesto tantas personas
mayores y ancianas como se asoman a ver desfilar los pasos? Si los jóvenes necesitan
un sentido para su vida, ¿qué decir de la necesidad de sentido cuando esa vida se
encamina ya hacia su final natural? Cuando ya no es tiempo de aportar trabajo físico,
sudor y esfuerzo a la construcción de nuestra Semana Santa, resulta doblemente
imprescindible participar en ella desde la contemplación, meditando, entregando
desde dentro todo cuanto se ha recibido como un regalo a lo largo de la vida;
disfrutando y descansando tras el trabajo bien hecho.
Cuando el país se abrió a la democracia, en 1975 había en España 36 personas mayores
de 65 años por cada cien niños de entre 0 y 16, actualmente hay 107 personas
mayores por cada cien críos. Con demasiada frecuencia se presentan estos datos de
forma negativa y catastrofista, sin embargo, es una suerte que la vida humana se haya
alargado y prolongado tanto, que se pueda llegar en buenas condiciones de salud a
edades antes inimaginables, que una persona anciana pueda seguir siendo durante
muchos años activa, entusiasta, móvil y dinámica; que en una sola biografía puedan
caber varias vidas de las de antes. En España tenemos la suerte de disfrutar de una
esperanza media de vida de 79 años para los varones y 85 para las mujeres, el
verdadero sexo fuerte como demuestra este dato. Si en la Semana Santa celebramos
en última instancia el triunfo de la vida sobre la muerte, tenemos sin duda que
celebrar el hecho de poder hacerlo junto a tantos paisanos y paisanas mayores,
experimentados y sabios, curtidos en mil batallas, peritos muchos de ellos en
paciencia, tolerancia, austeridad, prudencia. Virtudes especialmente necesarias para
encauzar todo cuanto se mueve entre bambalinas en nuestra Semana Santa: paciencia,
tolerancia, austeridad, prudencia.
Ciertamente pocas realidades sociales reflejan mejor que la demografía los enormes
cambios experimentados por la sociedad española en el último medio siglo que me ha
correspondido en suerte poder vivir. Si el Pozoblanco de 1960 contaba con dieciséis
mil habitantes, veinte años más tarde, a pesar de una natalidad expansiva, se habían
convertido en apenas trece mil seiscientos. A medida que crecíamos, íbamos viendo
partir a los amigos y compañeros de colegio e instituto, a Valencia, a Cataluña, a
Córdoba, a Madrid. Vecinos y conocidos nuestros iban y venían de Francia año tras
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año, mientras que otros afincados en Bélgica o Alemania volvían mucho más
raramente o incluso nunca más volvían. Situado en una región de inmigrantes, los
Pedroches tuvieron durante algunos años el dudoso honor de contar con las tasas de
emigración más altas de toda Andalucía. El Valle y Pozoblanco en aquellos años de mi
adolescencia, se desangraban.
De esa experiencia emigrante saben mucho especialmente algunos barrios de nuestro
pueblo, como por ejemplo las calles que rodean la parroquia de San Bartolomé, en
donde el mismo año en que nació este pregonero, se estaba fundando La Hermandad
de Ntro. Padre Jesús Rescatado y Cristo de Medinaceli.
Por detrás de la iglesia
de San Bartolomé
la luna es un columpio
que se mece despacio
sobre las casas blancas
y apacienta los sueños
de un futuro más claro,
de una calle aún más Nueva,
de un futuro más amplio
hacia el que encaminarse
siguiendo al Rescatado.
Cada miércoles santo
se pasea por las calles
el orgullo de un barrio
cautivo y desarmado.
Un barrio de este pueblo
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que renació del llanto,
la emigración, el paro
y se muestra orgulloso
en los sesenta brazos
que elevan solidarios
¡al cielo!, al Rescatado.
Ya han quedado atrás los años de la emigración, ahora nos toca a nosotros recibir a los
que llegan. Es la hora de la solidaridad global y planetaria pero vivida en las distancias
cortas, por ejemplo las que mantienen nuestros hijos en la escuela, o la que va hasta el
portal de los vecinos que hablan otra lengua y cocinan con ingredientes extraños y
desacostumbrados para nuestro olfato. La distancia estrechísima que nos separa del
próximo paciente en la sala de espera del Centro de Salud, o de la mujer con velo que
va delante de nosotros en la cola del supermercado. Hace veinte años nuestro país era
el lugar del mundo desarrollado donde nacían menos niños, dos décadas más tarde
hemos tenido la suerte de contar con trabajadores venidos de otros lugares para
poder cubrir el hueco demográfico que amenazaba el crecimiento de nuestra
economía. Ahora que ha llegado la crisis económica y la tasa de paro supera el 20% no
podemos olvidar la conocida frase con la que el escritor suizo Max Frisch se enfrentaba
a mediados de los 60, a la reacción xenófoba de algunos de sus compatriotas respecto
de españoles e italianos: “pedimos mano de obra y vinieron seres humanos”.
Ciertamente, a pesar de que las cosas han cambiado mucho en nuestro pueblo, los
tarugos estamos lejos de habernos convertido en suizos, pero no estamos exentos de
la tentación de mirar a alguno de los 640 rumanos, o de los 140 marroquíes que viven
ahora entre nosotros como si no fuesen otra cosa que trabajadores innecesarios. La
Semana Santa que celebramos actualmente tiene como espectadores a personas
residentes en Pozoblanco de casi treinta nacionalidades diferentes. Lo sepan o no,
también para ellos sale a la calle el Cristo de Medinaceli o la virgen de la Soledad.
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Si sigo espigando en mis recuerdos de niño, quizás sea la tarde del viernes la que me
resulta más difícil de recuperar. Yo creo que nunca acabé de entender del todo lo que
ocurría. Los entierros de verdad, tenían siempre un aire de profunda tristeza y
desolación. El cortejo salía de la casa hacia la iglesia y de allí se encaminaba
sobrecogido y solemne hacia el cementerio. El entierro de Cristo en cambio, no seguía
en absoluto ese fúnebre itinerario. A mí me parecía un entierro de juguete, como de
mentirijillas, una especie de pausa triste dentro del argumento de una película que ya
habíamos visto varias veces y sabíamos de sobra que acababa bien, de modo que por
más que lo intentaras no conseguía ponerte ni medianamente triste, ni arrancarte una
sola lágrima.
Con los años, el tiempo me enseñó que la muerte de Dios, del Dios encarnado en quien
creemos es algo bien real. Cuando muere lo hace de verdad y en serio. Muere, por
ejemplo, en las 54 personas sin hogar que murieron en las calles de nuestro país
durante el pasado año 2010; en las 73 mujeres que murieron a manos de sus parejas
como consecuencia de la violencia de género; o en los 1.300 jóvenes que fallecieron
absurdamente en accidentes de tráfico en 2005; o en las casi 100 personas presas que
murieron dentro de la cárcel, mientras cumplían condena o esperaban sentencia;
muere sin duda en las cerca de 1000 personas que se estima murieron en 2006 por
reacción aguda a drogas ilegales, en las 18 mil que lo hicieron como consecuencia del
alcohol… Dios se muere a cada instante en sus hijos, en cada muerte absurda o injusta
que podría haberse evitado si hubiéramos sido capaces de construir una sociedad a
imagen y semejanza de su Reino.
Y antes incluso de llegar a la muerte física, está claro que Dios se muere poco a poco
en todas las situaciones de exclusión y pobreza. No sólo en los dos mil seiscientos
millones de personas que a nivel mundial tienen que vivir con menos de 2 dólares al
día, sino en la pobreza que se nos cuela por debajo de la puerta y llega hasta nuestra
propia casa en estos tiempos de crisis y banqueros sin escrúpulos. El mes pasado 104
familias, más de 300 personas de nuestro pueblo comieron gracias al reparto de
alimentos que lleva a cabo Caritas interparroquial cada miércoles por la tarde. En
algunos casos se trata de personas que han vivido siempre en medio de la dificultad y
la pobreza, pero otras se han encontrado con que el paro les dejaba con una hipoteca
en vigor y muchas facturas pendientes cada mes, de modo que si se aplica el poco
dinero del paro a pagar la amortización del préstamo hipotecario no hay nada para
gastar en el supermercado. Muchas de esas personas también estarán dentro de ocho
días de pie en la acera viendo pasar los desfiles procesionales o incluso participando en
alguno de ellos, ¿qué pensarán de todo esto?
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Me impresionó profundamente descubrir que el paso del entierro de Cristo, propiedad
de la agrupación de Cofradías, se guarda en los locales de Cáritas en la avenida de
Argentina. Es algo así como si el Nazareno hubiera podido encontrar un lugar donde
recogerse después de su Pasión, gracias a la generosidad de los más pobres que, tal y
como hizo en su momento José de Arimatea con su sepulcro, ceden parte de su casa
para hacerle sitio al más Pobre entre los pobres. Una casa que actualmente se
encuentra desbordada con el almacén de comida, el ropero, los ordenadores para
buscar trabajo, elaborar un currículum o facilitar la comunicación con la familia lejana,.
Se me ocurre que después de más de veinte años disfrutando de la hospitalidad de
Caritas, quizás haya llegado el momento de devolverles el favor. Me consta que hay un
proyecto para reformar o construir una casa de acogida donde puedan encontrar
techo y asistencia estable y de calidad las personas más excluidas que viven o pasan
por nuestro pueblo. Un lugar donde poder detener el proceso de destrucción personal
y empezar a recuperar la ilusión, la dignidad y las razones para seguir viviendo. Un
lugar en donde se combata la exclusión y se promueva la reinserción social y personal,
donde la muerte se detenga y se multipliquen los signos de la resurrección. ¿No
podría ser este proyecto un empeño colectivo de todas nuestras cofradías y
hermandades de Semana Santa? Si tenemos algún derecho a representar la Pasión es
porque estamos dispuestos a celebrar y a demostrar que creemos en la Resurrección.
Y ahora sí que llegamos al final, un final que es el principio, la meta y el origen, la razón
de cuanto creemos, aquello de lo que se burlaban los sesudos griegos a los que predicó
San Pablo: “sobre eso de la resurrección de los muertos ya te oiremos hablar otro día”.
Sin embargo, ¡qué absurda sería nuestra fe sin la resurrección!, ¡qué absurda nuestra
Semana santa sin el Domingo de Pascua!
Por eso cada año alargo cuanto puedo el momento de volver de nuevo a Madrid con
mi familia hasta esperar a ver pasar bajo el balcón de la casa de mis padres la
procesión de la Hermandad Sacramental y cofradía de Nazarenos de Jesús Resucitado
y Ntra. Sra. Mª Stma. de Luna. Por más que la liturgia de la iglesia insistiera en la
alegría pascual, lo cierto es que mi semana santa infantil no contaba con la figura
espléndida y arrolladora del Resucitado, todo parecía acabar con la Soledad en la
noche del viernes santo, ni la vigilia pascual venía a celebrarse como hoy en día, ni
podíamos sospechar que todo lo que habíamos escenificado terminara con una
llamada radical a la alegría y la esperanza, con una afirmación absoluta del poder
amoroso del Padre venciendo sobre todas las tinieblas, las miserias y el absurdo de
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nuestras pobres mezquindades y carencias. Sí, a veces las cosas cambian para mejor,
para mucho mejor. La mañana del domingo de Resurrección en Pozoblanco es una
buena prueba de ello.
Porque además no es sólo el punto final de esta Semana, sino el punto y seguido que
se prolonga en las otras cincuenta y una que restan hasta la próxima entrada de Jesús
en Jerusalén a lomos de una borriquita. Es verdad que con la entrada de la última
procesión en Santa Catalina, terminan los desfiles y las bandas de cornetas y tambores,
los caperuchos y los costaleros pero el misterio tan sólo se transforma y continúa. Sí,
porque junto a las bandas, el otro elemento claramente distinto que marcaba
importantes diferencias con el resto de procesiones que menudeaban a lo largo del
año en nuestra infancia, eran los capirotes. ¡Qué suerte, pensábamos, poder salir a la
calle, de noche, enmascarado como el guerrero del antifaz, repartiendo caramelos o
saludando enigmático con la mano enguantada a los amigos que descubríamos entre
la gente! “¿Quién eres?, ¿quién eres?, venga, dinos quién eres”.
Ahí seguimos algunos desde entonces: tratando de averiguar quién somos.
Enganchados a esa pregunta que nos lanzan aquellos que nos quieren: “Tú, ¿quién
eres?”. La pregunta insistente con la que prueban, llevados de la curiosidad y del
cariño, a levantar el velo de todas nuestras máscaras, caretas y antifaces. Ahí seguimos
todavía, caminando a tientas, tropezando y levantándonos, entre luces y sombras,
buscando la cruz de guía con la mirada cuando estamos ya a punto de extraviarnos;
intentando ocupar nuestro sitio en la fila de las generaciones, para no dejar demasiado
hueco entre la fe de nuestros abuelos y la esperanza que necesitarán nuestros nietos.
¿Quién se esconde detrás de cada nazareno y nazarena? Ese era el enigma entonces.
Esa es también la pregunta a la que he tratado de hacer sitio en esta noche. Estoy
plenamente convencido de que la Semana Santa no sólo es digna de verse por razones
estéticas, culturales e históricas, sino porque constituye una fuente inagotable de vida,
esperanza y compromiso que, más allá de las palabras y las formas, cuando parece que
termina es cuando verdaderamente empieza. Si el Dios de Jesús está vivo en nuestra
Semana Santa, entonces, no me cabe la menor duda: están ocurriendo milagros en
nuestro pueblo. ¿Cuáles son? ¿Dónde se están produciendo? Puede que como
entonces, sucedan en su mayor parte, fuera del marco restringido de la Ley y el
Templo. Habrá pues que buscarlos más allá de los espacios conocidos y los caminos
trillados, participar en liturgias que no siempre huelen a incienso y cera
consumiéndose lentamente, entrar en la vida de cada día y reconocer el fruto de
cuanto hemos rezado y contemplado junto a cientos o miles de vidas anónimas pero
que entre nosotros, lo sabemos, tienen nombre y apellidos. Puede que sea aún más
difícil rastrear la pista de los nazarenos cuando van sin túnica y capirote, asombrarse
42
del esfuerzo de los costaleros en los días normales de trabajo, cuando no van con un
costal en la cabeza y no tienen otra faja en la que envolverse que no sea la fe pequeña,
justa y necesaria para vivir cada día.
La Semana Santa, estoy seguro, se prolonga de modo misterioso y desconocido hasta
hacer más digno y habitable nuestro pueblo con todo lo que encierra. Hoy y mañana,
Dios continúa poniendo signos de su misericordia en el mundo, en nuestro pueblo, en
Pozoblanco, signos y pruebas de la vida desbordante del Resucitado, ¿dónde están?
Campanillas de plata
de la Virgen de Luna.
Capas blancas y azules
para aventar la espuma
de nata y piñonate,
de dulces y arropías,
de menta y yerbabuena,
de sol de Andalucía
que en la mañana clara
se derrama ofrecida
sobre mi pueblo entero
mientras Jesús resucita
y se abre paso andando
más allá de la tumba,
más acá de las sombras,
más cierto que nuestras dudas.
He dicho.
43
44
Doy las gracias especialmente a Rafael Sánchez Ruiz, fotógrafo y artista extraordinario
por cederme parte de su obra, así como a Trini Fernández, Rafael Sánchez, Dolores
Lepe y mis amigos de la infancia Manolo Cabrera y Juan Carlos Martínez por dejarme
algunas de sus fotos familiares
A los responsables de la Agrupación de Cofradías, especialmente a Luna, a Rafael, a
Joaquín y a Isaías, su Presidente, que me han brindado todo su apoyo y ayuda,
cumpliendo estrictamente con aquel deber sagrado de “enseñar al que no sabe”.
A mis hermanos cofrades de Jesús Nazareno que hace unos años me ayudaron a
entender la entrega generosa que necesita toda esta liturgia colectiva.
Gracias a mi mujer, Ángeles, y a mis hijos, Javier y Mª Teresa, que me acompañan y me
ayudan a vivir la Semana Santa en Pozoblanco, y en serio.
A mis padres, mis hermanos, cuñados, sobrinos, primos… a toda mi familia, de la que
soy sólo un eslabón dentro de una gran cadena.
Gracias a todas las personas que a lo largo de la vida me han ido enseñando a amar y a
ser amado, a perdonar y a vivir el perdón.
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