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LA MENSAJERA
DE LA DIVINA
MISERICORDIA
Biografía de Santa Faustina Kowalska
EDICIONES PALABRA
Madrid
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Colección: Arcaduz
Título original: Siostra Faustyna. Biografia Świętej
© Ewa Czaczkowska 2013
This translation is published by arrangement with Spoteczny Instytut Wydawniczy
ZNAK Sp. 20.0., Kraków, Poland
© Ediciones Palabra, S.A., 2014
Paseo de la Castellana, 210 - 28046 MADRID (España)
Telf.: (34) 91 350 77 20 - (34) 91 350 77 39
www.palabra.es
[email protected]
Traducción: Higinio J. Paterna
Diseño de cubierta: Raúl Ostos
ISBN: 978-84-9840-217-9
Depósito Legal: M. 2.585-2014
Impresión: Gráficas Anzos
Printed in Spain - Impreso en España
Todos los derechos reservados.
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento
informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea
electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos,
sin el permiso previo y por escrito del editor.
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LA MENSAJERA
DE LA DIVINA
MISERICORDIA
Biografía de Santa Faustina Kowalska
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PRIMERA PARTE
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«¿ERES TÚ MI DIOS O UN FANTASMA?»
«Hasta aquí pude soportarlo todo. Pero cuando el Señor me pidió que pintara esa imagen, entonces, de verdad,
empezaron a hablarme y a mirarme como a una histérica
y una exaltada» (Diario 1251), escribe sor Faustina en su
Diario sobre sus experiencias de 1931. «Exaltada» o, más
exactamente: fantaseadora, aunque también histérica,
alucinada, extravagante, miserable... ¿Cuántos insultos
más tuvo que soportar?
Y todo a causa de una aparición del Señor, que le
mandó pintar un cuadro, hoy conocido en todo el mundo,
con el rótulo «Jesús, en Ti confío». Ese fue el comienzo de
su misión: tendría que transmitir al mundo el mensaje de
la Misericordia Divina. Durante los dos años siguientes,
sor Faustina no encontró a nadie que la confirmara en su
convicción de que sus encuentros con Jesús no habían sido
un producto de su imaginación. Fueron tiempos muy duros para ella, quizá los más duros de toda su vida.
Comenzó el 22 de febrero de 1931. Sor Faustina, monja
desde hacía seis años, llevaba casi un año en el convento
de la Orden de las Hermanas de la Madre de Dios de la Misericordia en P�ock. Era el primer domingo de Cuaresma.
Atardecía. Faustina acababa de volver a su celda. Antes ha1
Numeración de los puntos del Diario.
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bía cenado y hecho su oración en la capilla del claustro.
Estaba preparándose para acostarse. De repente, vio a Jesús en la celda.
«Tenía una mano levantada para bendecir y con la otra
tocaba la túnica sobre el pecho. De la abertura de la túnica
en el pecho salían dos grandes rayos: uno rojo y otro pálido —describe en el Diario—. En silencio, atentamente
miraba al Señor, mi alma estaba llena de temor, pero también de una gran alegría. Después de un momento, Jesús
me dijo: “Pinta una imagen según el modelo que ves, y ponle
esta rúbrica: Jesús, en Ti confío. Deseo que esta imagen sea
venerada primero en vuestra capilla y luego en todo el
mundo.
Prometo que el alma que venere esta imagen no perecerá. También le prometo, ya aquí en la tierra, la victoria
sobre sus enemigos, sobre todo a la hora de la muerte. Yo
mismo la defenderé como mi gloria”» (D. 47).
—Las hermanas que pasaban al lado de la celda vieron
una luz en la ventana, más clara que la de la lámpara de
petróleo —es lo que cuenta la tradición oral de la orden,
según sor Klawera Wolska, hasta hace poco superiora del
convento de P�ock.
El encuentro en la celda no fue un ensueño. Sor Faustina lo sabía con una certeza absoluta. Ya antes, en varias
ocasiones, había visto al Señor. Él le habló antes de que ingresara en la congregación, apremiándola a dar el paso, y
más tarde, cuando, a la vez que se formaba en la orden, iba
progresando en el camino de la vida mística. Faustina, tras
haber sido purificados sus sentidos y su espíritu durante
la llamada noche oscura del alma, experimentada solo por
los místicos, iba conociendo la Esencia de Dios y experimentaba la unidad con Él en el amor en momentos repentinos de luz que Dios concedía a su alma cada vez con más
frecuencia. Para Faustina, que nada sabía de los meandros
de la vida mística, fueron unas experiencias grandiosas,
aunque también difíciles. Mientras, todo quedaba en el in12
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terior de su alma y se refería exclusivamente a ella, eran
su alegría. Ese domingo, el 22 de febrero de 1931, todo
cambió. Ese día Jesús le confió la misión de pregonar el
mensaje de la Divina Misericordia a todo el mundo. Pintar
el cuadro era la primera parte.
Cuatro años más tarde, Jesús dirá a Faustina que debe
preparar al mundo para su venida final. Pero ya en P�ock
se veía aterrada por la grandeza de una tarea que con el
tiempo iba a crecer aún más. No es de extrañar. Ella no podía pintar el cuadro por sí misma, pues carecía de las habilidades necesarias. Jesús le mandó transmitir a sus superiores todo lo que le dijera. Estos, sin embargo, no daban
fe a sus palabras. «… manifestándome compasión como si
estuviera bajo la influencia de la ilusión o la imaginación»
(D. 38), se quejaba a Dios en su alma, según escribió años
más tarde en el Diario. Esperaba que sus superiores la
ayudaran pues —según pensaba— debían estar mejor
instruidos que ella en la vida espiritual.
La primera persona con la que Faustina habló sobre la
aparición de Jesús fue su confesor. Por desgracia, no sabemos de quién se trataba. En esos tiempos, tres eran los
sacerdotes que escuchaban confesiones en el convento de
P�ock de la Congregación de las Hermanas de la Madre de
Dios de la Misericordia: Adolf Modzelewski, Ludwik
Wilko�ski y Wac�aw Jezusek. Este último, después de la segunda guerra mundial, habló muchas veces y con emoción
a los seminaristas de P�ock de las apariciones de sor Faustina, lo que no significa necesariamente que antes no fuera
crítico con respecto a las experiencias de la monja. Se sabe
que el confesor al que Faustina habló de la aparición de
Jesús la escuchó con grandes reservas. Más bien contradijo el mandato de Jesús. Le dijo que eso se refería a su
alma: «Pinta la imagen de Dios en tu alma» (D. 49). Cuando
sor Faustina se alejó del confesonario, tranquilizada porque la aparición fuera interpretada de este modo, escuchó
de Jesús estas palabras: «Mi imagen está en tu alma».
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Luego Jesús añadió: «Deseo que haya una fiesta de la Misericordia. Quiero que esta imagen que pintarás con pincel sea bendecida solemnemente el primer domingo después de Pascua de Resurrección: ese domingo debe ser la
fiesta de la Misericordia» (D. 49). También le dijo que en
ese día los sacerdotes deben anunciar a la gente la «gran
misericordia (que tiene) a las almas pecadoras» (D. 50).
Así pues, Jesús expresó un deseo más: la institución de
la fiesta de la Divina Misericordia. El culto a Jesús en la
imagen y la fiesta de la Divina Misericordia fueron las dos
primeras formas de la nueva devoción a la Misericordia
por cuya realización trabajará incesantemente Faustina a
partir de ahora, apremiada por Cristo. Y Jesús le irá mostrando en las siguientes apariciones lo que es la Misericordia Divina.
Faustina, al no encontrar comprensión en el confesor,
habló de la aparición de Jesús con la superiora del convento de P�ock, la madre Ró�a K�obukowska. Pero tampoco ella la creyó. «Cuando dije a la Madre Superiora lo
que Dios me pedía, me contestó que Jesús debía explicarlo
más claramente a través de alguna señal. Cuando pedí al
Señor Jesús alguna señal como prueba de que verdaderamente Tú eres mi Dios y Señor y de Ti vienen estos encargos, entonces oí esta voz en mi interior: «Lo haré conocer
a las superioras a través de las gracias que concederé por
medio de esta imagen» (D. 51). Jesús exigía, pero no le facilitaba la tarea. Fue años después cuando comprendió
Faustina que las dificultades eran necesarias para confirmar la autenticidad de las revelaciones, como le había dicho Jesús claramente. Además, más valor posee a los ojos
de Dios no el resultado de la actuación del hombre, sino la
misma intención con que se acomete y el sufrimiento que
conlleva.
Por aquel 1931, sin embargo, Faustina se encontraba
desorientada, confundida: «y así andaba de las superioras
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al confesor, del confesor a las superioras, sin encontrar la
paz» (D. 122), escribía.
Pero para las superioras de Faustina la tarea tampoco
era sencilla. Debían de sentirse fuertemente asombradas y
asustadas cuando cierto día una joven monja del segundo
coro les comunicó que se le había aparecido Jesús y le había mandado pintar un cuadro religioso de nuevo tipo.
Más aún, había mandado a la Iglesia instituir una nueva
fiesta religiosa. Las superioras de Faustina veían seguramente en ella a una monja buena y humilde, unida a Jesús,
sencilla y poco instruida y que aún no había hecho los votos perpetuos. ¿Por qué se le iba a aparecer Jesús a ella?
—podrían pensar—. ¿Por qué transmitirle a ella ese mensaje? ¿Y qué podía saber ella de mística? ¿Dónde podía haber experimentado aquel estado espiritual? ¿Detrás de la
barra de la panadería? ¿Junto al horno donde trabajaba?
Las apariciones privadas son un asunto complicado.
No causan problemas mientras están dirigidas a una persona en concreto, para su conversión o para el aumento de
su fe. Los obstáculos comienzan cuando el vidente anuncia que ha recibido una misión: que tiene que transmitir al
mundo un mensaje de parte de Dios, de María o de los
santos. Para la Iglesia, la única y definitiva Revelación de
Dios es Cristo, el Hijo de Dios. Esa es la Aparición más importante —también llamada pública— y se encuentra en
la Sagrada Escritura. La Iglesia no rechaza las apariciones
privadas si, después de un proceso que suele ser largo y
tedioso, se asegura de que no amplían, traspasan ni modifican la Revelación pública, sino que extraen de esta algún
hilo olvidado o poco valorado y que puede resultar de importancia en una determinada época. Otra circunstancia
de importancia no menor es cerciorarse de que el vidente
no anuncia las apariciones por motivos egoístas, no busca
su gloria ni satisfacer sus ambiciones personales y de que
lleva una vida plenamente cristiana. En la valoración de la
autenticidad de las revelaciones es de importancia ex15
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trema la sumisión a la disciplina eclesiástica, a las decisiones de los superiores, incluso a precio de sufrimientos.
—Uno de los peligros más grandes de las revelaciones
—subraya Jan Machniak, sacerdote, profesor de teología
de la espiritualidad y autor de numerosos libros dedicados a la espiritualidad de sor Faustina— resulta de que
tienen lugar en el ámbito de los sentidos. Actúan sobre la
vista, el oído, el tacto, el olfato.
—Todo lo que influye en nuestros sentidos es también
susceptible de la actuación del maligno, que puede tratar
de engañar al hombre —aclara el profesor Machniak—.
Por eso san Juan de la Cruz aconsejaba rechazar todas las
revelaciones, incluso las que nos acercan a Dios, para no
caer en la trampa que el mal espíritu puede tender al hombre.
Así fue, entre otras, en el caso de las supuestas apariciones Maríanas en Garabandal, España, que en los años
sesenta del siglo XX causaron expectación en gran parte
de los católicos de Europa. Los teólogos han encontrado
muchas pruebas de la actuación del maligno en estas revelaciones, en las que seguramente se trataba de alejar a la
gente de las apariciones Maríanas de Fátima. Pero no eran
estos los únicos motivos por los que san Juan de la Cruz,
uno de los mayores místicos y doctor de la Iglesia, tenía en
poca estima las visiones: las apariciones en el ámbito de
los sentidos se encuentran al comienzo del camino místico, cuya plenitud se encuentra en la unión con Dios en el
amor.
Las superioras y los confesores de Faustina debían de
tener, además, otros motivos para guardar distancia con lo
que esta les decía. Posiblemente ya se habrían encontrado
con personas cuyas supuestas visiones eran consecuencia
de una enfermedad psíquica. Las vivencias internas actúan con fuerza sobre la psique humana, por lo que a veces es difícil distinguir la experiencia mística de una enfermedad psíquica. Es necesaria mucha cautela e incluso
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exámenes psiquiátricos. Por eso, unos años más tarde, en
Vilna, don Micha� Sopoćko pidió a un psiquiatra que examinara a la futura santa antes de convertirse en su director espiritual.
Había una causa más para la reserva con respecto a las
apariciones de Faustina. El padre jesuita Józef Andrasz,
que fue director espiritual de sor Faustina al final de su
vida, afirmaba que la congregación a la que pertenecía trataba con escepticismo las revelaciones extraordinarias
porque sencillamente no las esperaba. La Congregación de
las Hermanas de la Madre de Dios de la Misericordia «formada en la ascesis de san Ignacio», fundador de los jesuitas, «lejana a toda exaltación», disponía ya de un rumbo y
unos métodos de trabajo definidos: «por medio de sus reglas, de sus ejercicios espirituales, de sus cursos de retiro
anuales, de las conferencias dirigidas por sacerdotes y superioras, inculca a las hermanas un gran respeto no por lo
extraordinario, sino por el trabajo silencioso y sólido, comenzando por la penitencia y la humildad y acabando en
el amor ardiente y sacrificado a Dios y a las almas. (...) Se
puede afirmar con total seguridad que el solar espiritual
de la congregación no es en absoluto el más apto para que
en él puedan tener lugar visiones místicas de dudoso valor», concluía el padre Andrasz, quien conoció bien la congregación en los años treinta del siglo pasado.
Así fue como —humanamente hablando— sor Faustina se quedó sola con unas revelaciones que no estaban
dirigidas exclusivamente a ella, sino a todo el mundo. Con
ella estaba Jesús, cuya presencia y amor le dieron hasta el
fin de su vida la fuerza para realizar la misión que le había
confiado. No significa eso que no acompañaran a Faustina
indecisiones ni dudas. Las alimentaban sus superioras,
quienes, al no dar crédito a sus palabras, sembraron la zozobra en su corazón. Eso duró hasta que encontró a confesores capaces de reconocer el carácter de su vida espiritual. Entre tanto, en P�ock, sor Faustina —reprendida por
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sus superioras— comenzó a «bajar el tono», como ella
misma confesaba: a evitar las inspiraciones espirituales.
«Empecé a evitar el encuentro con el Señor en mi propia
alma, pues no quería ser víctima de la ilusión». Pero de
nada servía, pues «la palabra divina es muy elocuente y
nada es capaz de sofocarla», —escribía. El Señor la perseguía con «sus dones»: «de verdad, experimentaba, por
turno, sufrimientos y alegrías» (D. 130). Cuando trataba
de evadirse del mandato de Jesús, tanto más Él la urgía a
obrar. Sor Leokadia Drzazga recordaba años después que
en cierta ocasión, en P�ock, sor Faustina le dijo: «hay que
rezar mucho por las almas que tienen revelaciones y visiones, porque tienen tantas experiencias, dudas e inseguridades, que se pueden venir abajo».
Una vez, cansada de las incertidumbres, sor Faustina
se dirigió a Jesús: «Jesús, ¿eres Tú mi Dios o eres un fantasma? Las superioras me dicen que existen ilusiones y
toda clase de fantasmas. Si eres mi Señor, te pido, bendíceme. De repente, Jesús hizo una gran señal de la cruz encima de mí, y yo me santigüé. Cuando pedí perdón a Jesús
por haberle hecho esa pregunta, Jesús me contestó que
con esa pregunta no le causé ningún disgusto y el Señor
me dijo que mi confianza le agradaba mucho» (D. 54), escribió en el Diario.
Sin embargo, los meses pasaban y Faustina seguía sin
poder cumplir ninguno de los mandatos de Jesús. Dijo en
cierta ocasión a sor Damiana Zió�ek, con quien trabó amistad en P�ock, que «una de las hermanas» había visto «a
nuestro Señor Jesús, muy hermoso (...) todo resplandeciente en unas llamas», quería «pintar al Señor Jesús, pero
no sabía». Aunque Damiana advirtió el entusiasmo con
que se lo decía, no pensaba que Faustina se estuviera refiriendo a sí misma. Esta, por su parte, pidió ayuda a otras
hermanas, sin confiarles el secreto. Sor Bożena Pniewska:
«Siendo incapaz de pintar rostros, y sin saber que se trataba de un cuadro religioso de nuevo tipo, le di a elegir en18
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tre las muchas y hermosas imágenes que tenía. Me agradeció la propuesta, pero no la aceptó».
En otoño de 1931, la superiora de la casa de P�ock, la madre Róża Kłobukowska, informó a la madre general, Michaela Moraczewska, de que sor Faustina estaba convencida de que Jesús le había mandado pintar un cuadro.
Madre Michaela Moraczewska: «... sin querer, y a pesar del
gran afecto que le tenía, debí de causar sufrimientos a sor
Faustina. (...) Mientras sus ricas vivencias internas y místicas permanecían dentro de los muros del claustro, y eran
un secreto entre Dios, su alma y las superioras, [me alegraba... n.d.a.], viendo en todas esas gracias un gran don
de Dios para la Congregación. Esto cambió cuando las apariciones de la hermana comenzaron a tratar de manifestarse al exterior. Tuve entonces mucho miedo a introducir
en la vida de la Iglesia la más mínima novedad o acto litúrgico..., y como principal superiora me sentí en este caso
responsable de toda la Congregación».
Reconoce también que temía que se diera en Faustina
un exceso de «fantasía, o quizá de histeria, porque no
siempre se cumplía aquello que predecía». La madre Moraczewska recordaba cómo cierto día Faustina pidió a
otras hermanas que rezaran por una alumna que se encontraba en el internado que la congregación dirigía. Según las palabras de Faustina, debía ella de «sufrir grandes
dificultades para reconocer sus pecados, pero la alumna
no pensaba en absoluto en confesarse y no hablaba de
ello». Por eso la madre general admite que «con gusto y
muy edificada» escuchaba a Faustina cuando contaba sus
«pensamientos, hermosos y profundos, sus iluminaciones
espirituales», hasta que le pidió «ciertos pasos externos».
Entonces trató las revelaciones «con gran reserva».
No se sabe qué ordenó la madre Moraczewska a la superiora del convento de P�ock en relación con Faustina.
Quizá le aconsejó guardar gran cautela y no dejarse influir
por sus sugerencias. Cuando, en noviembre de 1932, Faus19
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tina fue desde P�ock a Varsovia y le transmitió personalmente a la madre general el mandato de Jesús, esta le respondió: «Bien, le doy la pintura y el lienzo, ¡y pinte usted,
hermana!». Faustina se fue triste.
Al no encontrar comprensión en nadie, rezó ardientemente pidiendo un director espiritual que la ayudara a
comprender lo que ocurría en su alma y le facilitara el
cumplimiento de lo que Jesús le exigía.
Mientras tanto, en el convento de P�ock comenzó a correrse el rumor de que Faustina había visto a Jesús. Las
hermanas empezaron a mirarla con curiosidad y a observarla con atención. Y como, aparte de en su especial predilección por la oración, en nada se distinguía del resto en
su porte externo, la mayoría no dio crédito a la noticia. Algunas hermanas advertían a Faustina que estaba siendo
víctima de un ensueño, le decían que era una fantaseadora, una histérica. Había también monjas que la miraban
con buenos ojos, como Damiana Zió�ek. No sabemos si fue
ella u otra monja quien pidió a Faustina que se defendiera
de esas maledicencias. «Fue sincera aquella alma y lo que
había oído me lo dijo con sinceridad. Pero tuve que oír cosas semejantes todos los días» (D. 125), escribía Faustina.
Y, aunque se sentía interiormente cansada, se propuso no
dar explicaciones, sino soportarlo todo en silencio humildemente. «A algunas les irritaba mi silencio, especialmente a las más curiosas. Otras, las de pensamiento más
profundo, decían que seguramente sor Faustina estaría
muy cerca de Dios, visto que tenía fuerza para soportar
tantos sufrimientos. Y veía delante de mí como dos grupos
de jueces. Traté de conseguir el silencio interior y exterior.
No decía nada referente a mi persona, aunque era interrogada por algunas hermanas directamente. Mi boca calló.
Sufría como una paloma, sin quejarme. Sin embargo, algunas hermanas encontraban casi placer en inquietarme de
cualquier modo. Les irritaba mi paciencia. Sin embargo,
Dios me daba tanta fuerza interior que lo soportaba con
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calma» (D. 126). En el Diario —que comenzó a escribir en
1934— Faustina volvió a los acontecimientos del convento de P�ock, lo que muestra que debieron de ser tiempos difíciles para ella. Pasado ese período en que se convirtió en centro de atención de las demás hermanas, vino
un momento de calma, interrumpido brutalmente poco
después, a lo que se le sumaron ciertos fracasos externos
que Faustina no nos explica: «Veo que soy vigilada en todas partes como un ladrón: en la capilla, cuando hago mis
deberes, en la celda. Ahora sé que además de la presencia
de Dios tengo siempre presencia humana; de verdad, más
de una vez esta presencia humana me ha molestado mucho. Hubo momentos en que me preguntaba si desvestirme o no para lavarme. De verdad, hasta mi pobre cama
también fue controlada muchas veces. A veces me daba
risa saber que no dejaban en paz ni siquiera la cama. Una
hermana me dijo, ella misma, que cada noche me observaba en la celda para ver cómo me comportaba» (D. 128).
Sor Faustina —acusada de histeria, en el punto de mira
de las superioras, de los confesores y de las hermanas—,
aunque a veces no se fiaba de sí misma, seguía pidiendo
en su oración un director espiritual. Sus peticiones fueron
escuchadas en 1933, cuando conoció en Vilna al padre Micha� Sopoćko, hoy beato. Un año más tarde fue pintado el
cuadro del Jesús Misericordioso.
Pero debió transcurrir casi medio siglo hasta que las
apariciones privadas de sor Faustina fueran reconocidas
por la Iglesia.
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G�OGOWIEC-ŚWINICE WARCKIE
«Nunca más avergonzaré a mi padre»
1905-1921
Maríanna Kowalska temía este parto. Los dos anteriores a punto estuvo de pagarlos con su vida. El 25 de agosto
de 1905, viernes, a las ocho de la mañana, dio a luz a su
tercera hija, Helena. Fue rápido y sin complicaciones. No
sabemos quién lo asistió: puede que una vecina de
G�ogowiec con experiencia en obstetricia, o quizá la madrastra de Maríanna, que vino de la cercana aldea de Dąb
nad Nerem. Su marido, Stanis�aw, seguramente llevó las
vacas al prado detrás de casa, como cada mañana, y luego
daría de comer a los animales en el granero. No tenía ninguna tarea urgente en el campo. La cosecha de cereales ya
había sido recogida y aún quedaba tiempo para la recolección de las patatas. Podía ocuparse de sus hijas, Józefa de
tres años, y Ewa de dos, a la que llamaban en casa Gienia.
O quizá andaba con algún trabajo de artesanía entre manos. Tenía el taller cerca, en la leñera, junto al establo. El
día prometía ser cálido, soleado. A las cuatro de la mañana
los termómetros en Varsovia marcaban quince grados
centígrados.
Pero los tiempos eran muy intranquilos. Los ecos de
los conflictos mundiales llegaban también a G�ogowiec,
una aldea ubicada por aquel entonces en los confines occi23
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dentales del enorme Imperio Ruso, en la gobernación de
Kalisz, en la comarca de Turek. Polonia, aún dividida entre
tres ocupantes, tardará aún trece años en recobrar su independencia. Desde enero de 1905, en la Rusia zarista
—corroída por la crisis política, social y económica— tenía lugar una revolución democrático-burguesa. No tardó
en llegar desde San Petesburgo a las calles de Polonia,
principalmente a las de Varsovia, Częstochowa, a la Cuenca
de Dąbrowa y a �ódź, a cincuenta kilómetros escasos de
G�ogowiec. Los obreros protestaban contra el absolutismo
de las autoridades y exigían una mejora de la situación
económica. Hubo frecuentes enfrentamientos violentos
con el ejército zarista y la policía, cientos de muertos y heridos. En Łódź, donde las protestas de los trabajadores se
tornaron en una batalla que duró tres días, fue decretada
la ley marcial. El 19 de agosto el zar Nicolás II anunció que
convocaba la Duma —el Parlamento— en representación
de la sociedad, aunque solo como órgano consultivo, lo
que no podía calmar la situación. Estalló una nueva ola de
huelgas. El día que nació Helena Kowalska, 25 de agosto
de 1905, en Varsovia, a ciento setenta kilómetros, también
fue impuesta la ley marcial. El periódico «Kurier Warszawski» imprimió a dos páginas las serias restricciones
que —por orden del gobernador ruso, el general Maximovich— obligaban desde ese momento a los ciudadanos de
la ciudad, so pena de severos castigos.
Las huelgas en tierras polacas se extendieron también
entre los jóvenes, estudiantes universitarios y maestros
que desde el año anterior luchaban contra la rusificación
de la enseñanza. La lengua rusa era oficial en las instituciones públicas y era idioma vehicular en las escuelas,
donde además los profesores polacos eran sustituidos
cada vez con más frecuencia por rusos. También estalló la
huelga en la escuela de magisterio en Łęczyca, ciudad de
varios miles de habitantes situada a veinte kilómetros al
este de Głogowiec. El movimiento contra la rusificación de
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la enseñanza era tan potente que en junio de 1905 las autoridades se avinieron a introducir la lengua polaca en las
clases de religión y polaco, y como idioma vehicular en las
escuelas privadas.
Los habitantes de la gobernación de Kalisz sintieron
también las consecuencias de la derrota de Rusia en la
guerra con el lejano Japón. Sus efectos fueron el aislamiento de las fuentes de abastecimiento del Oriente y de
los mercados de consumo de la industria textil de Łódź,
con lo que aumentó la masa de desempleados y bajó la demanda de productos agrícolas que suministraban los campesinos de las aldeas cercanas a la ciudad. Por eso los periódicos polacos siguieron con atención primero el
desarrollo de la guerra y luego las negociaciones ruso-niponas comenzadas el 9 de agosto en Portsmouth —EE.
UU.— y concluidas el 5 de septiembre con la firma del tratado de paz. Las noticias del orbe llegaban con retraso a
Głogowiec, una aldea perdida en medio de llanuras de crecidos bosques. Antes se enteraba de lo que pasaba la gente
de Świnice Warckie, un pueblo algo más grande al que dio
nombre el arzobispo de Gniezno, Jakub Świnka. A principios del siglo pasado, en Świnice se cruzaban caminos que
llevaban a poblaciones de más importancia: Łódź, Łęczyca,
Łowicz, Varsovia, Kalisz y Włocławek. Los comerciantes se
detenían en Świnice para descansar. Comían en las tabernas, daban reposo a los caballos y conversaban con los autóctonos sobre los acontecimientos del lejano mundo. Las
nuevas llegaban también a oídos de Stanisław Kowalski
cuando realizaba obras de carpintería para los habitantes
de Świnice o cuando se acercaba allí cada domingo para
oír Misa.
El templo parroquial, bajo la advocación de san Casimiro, se encuentra en el centro del pueblo. Es ya la cuarta
iglesia en el mismo lugar. Las anteriores, comenzando por
la primera —un templo de madera erigido alrededor de
1300 por el arzobispo Świnka— no resistieron el paso del
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tiempo. La actual es una modesta iglesia de una nave, alzada a mitad del siglo XIX. Es demasiado pequeña para que
puedan caber en ella todos los peregrinos, cada vez más
numerosos, por lo que algunos años antes se emprendieron unas obras de ampliación. Desde 2002 lleva el título de
Santuario del nacimiento y bautizo de santa Faustina.
La parte principal de la iglesia tiene hoy el mismo aspecto que el 27 de agosto de 1905, cuando a la una de la
tarde Stanisław Kowalski la trajo en brazos al templo. El
párroco, don Józef Chodyński, bautizó a la niña sobre la
misma pila bautismal que puede verse allí hoy día. Le administró el sacramento en latín, pero el acta tuvo que escribirla en cirílico, en el idioma oficial, el ruso: «Dado en
Świnice el 27 de agosto del año 1905, a la una de la tarde.
Compareció Stanisław Kowalski, campesino, de 40 años,
de Głogowiec, estando presentes Franciszek Bednarek, de
35 años, y Józef Stasiak, de 40 años, ambos campesinos de
Głogowiec, y nos mostraron una niña nacida en la aldea
de Głogowiec el 25 de agosto del año en curso a las ocho de
la mañana de su esposa Maríanna, de apellido de soltera
Babel, de 30 años. Se otorgó a dicha niña en el santo bautismo celebrado el día de hoy el nombre de Helena, y los
padrinos fueron Konstanty Bednarek y Maríanna
Szewczyk. Esta acta, leída al compareciente y a los testigos
iletrados, queda firmada por nosotros». Por nosotros, o
sea, por el sacerdote, D. Józef Chodyński, y por Stanisław
Kowalski, que dos años antes, cuando bautizó a Ewa, era
aún analfabeto y firmó con una equis. En el documento figura la fecha por partida doble: según el calendario gregoriano, usado por los polacos, y el juliano, de uso obligatorio
en Rusia y empleado en todas las instituciones del territorio polaco bajo dominio del imperio. Al lado de la fecha del
25 de agosto (día de nacimiento de Helena), figura también
el 12, y junto al 27 de agosto (día del bautizo), el 14 de
agosto. Sin embargo, debido a un fallo en el acta y a traducciones equívocas del documento, en la bibliografía suele
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darse erróneamente la edad del padre de Helena: Stanisław
Kowalski tendría, por culpa de esta incorrección, cuarenta
o incluso cuarenta y cinco años, cuando en realidad solo
había cumplido treinta y siete.
Hay algo conmovedor en la iglesia de Świnice, tan modesta y noble en su sencillez. En este lugar Helena
Kowalska, primero como niña y luego como adolescente,
vivió sus primeras experiencias espirituales profundas.
Aquí escuchó en su corazón a los siete años, mientras rezaba ante el Santísimo Sacramento, una invitación a la vida
de perfección, sin saber aún lo que eso significaba. A los
nueve años recibió por primera vez la comunión y se confesó en el mismo confesonario que allí puede verse hoy día.
Rezó delante del cuadro de la Virgen de Częstochowa que
había en el altar mayor y que en 1983 fue trasladado a uno
de los laterales, dejando su sitio al de Jesús Misericordioso.
Y seguramente aquí meditara en su corazón qué significarían todos esos estados del alma que experimentaba, esa
luz que veía desde su niñez. Quizá precisamente en este
templo se propuso ser una «gran santa». Durante dieciséis
años, casi la mitad de la corta vida de santa Faustina, la
iglesia en Świnice fue el lugar de su oración.
Los padres de Helena, Maríanna y Stanisław Kowalski,
se mudaron a Głogowiec, perteneciente a la parroquia de
Świnice, en algún momento a fines del siglo XIX o principios del XX. Por desgracia desconocemos la fecha exacta.
Eran matrimonio desde hacía unos años. Se casaron en
1892. Ella tenía entonces diecisiete años, él, veinticuatro.
Stanisław nació el 6 de mayo de 1868 en la vecina aldea de
Kraski. Maríanna Babel (a veces se escribe su apellido
como Bawej), el 8 de marzo de 1875 en la aldea de
Mniewo, en los alrededores de Koło. Se conocieron en
1891 en Dąb nad Nerem, donde vivía ella con su padre y
su madrastra, mientras que él trabajaba como carpintero
en la fábrica de cerveza. Se dijeron el «sí, quiero» el 9 de
noviembre de 1892 en la iglesia de San Nicolás de Dąb,
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que aún sigue en pie. Después del casamiento, Stanisław
siguió trabajando en la fábrica y Maríanna pasó a ocuparse de la casa. No se sabe lo que les empujó a trasladarse a Głogowiec. Compraron allí una parcela de cinco
hectáreas, de las cuales dos las ocupaba una dehesa. El
campo se alargaba desde el camino hasta un bosque que
allí había. La tierra era pobre aquí, y en ella crecían sobre
todo centeno y patatas. La casa estaba desmoronada, por
lo que decidieron construir una nueva. Solo podían permitirse el material más barato, la caliza, que se extraía en la
cercana Rożniatowo y era muy popular en la comarca. La
piedra amarilla se cortaba en pedazos rectangulares, no
muy regulares, que luego se adosaban unos a otros empleando un mortero hecho de barro que no tardaba en
resquebrajarse. Un techo de paja cubría la construcción.
Stanisław Kowalski hizo por sí mismo todos los trabajos
de carpintería. La casa no era grande, tenía la estructura
típica de las fincas rurales de la época: dos habitaciones
divididas por un zaguán. A la derecha estaba la cocina con
un horno, en ella Stanisław montaba su taller de carpintería en invierno; a la izquierda, la habitación principal. En
la parte de atrás de la casa había una puerta que daba al
patio. Poco queda en la casa de los Kowalski de los tiempos en que vivió allí Helena: el taller del padre y tres cuadros —del Corazón de Jesús, la Sagrada Familia y santa
Águeda—. Otros enseres que podemos ver en la casa de
santa Faustina son de la época, pero no formaban parte de
su ajuar original.
La casa que hoy visitan los peregrinos tiene también
un aspecto distinto. Parece igual a la que vemos en fotografías de hace decenas de años, pero ya a primera vista se
ve que, tras las reformas generales que acabaron en 2003,
es otra, una versión mejorada. Los muros amarillo claro
brillan después de haber sido renovados y no queda rastro de las grietas en el mortero. Se instalaron nuevas puertas y ventanas. La techumbre fue cubierta con tejas nue28
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vas. El patio también es otro. A la derecha, se echó abajo el
viejo establo en ruinas y se adaptó el granero a las necesidades de los peregrinos. En el jardín ya no están los árboles frutales que se ven en la fotografía de 1935, la única
vez que sor Faustina visitó siendo monja a sus padres,
pero sí crecen las rosas delante de la casa en el mismo lugar en el que un día las plantó Helena.
En esa casa, en la que nació en 1905 la futura santa,
hasta hace poco seguía viviendo su familia. A finales de los
años ochenta, Mieczysław Kowalski, hermano de Helena,
se mudó a una casa más grande no muy lejos. Años más
tarde, a instancias de la parroquia, se llevaron a cabo las
primeras obras serias en la casa de santa Faustina. El edificio estaba en un estado tan malo que podría haber quedado en ruinas si no se hubiera intervenido con diligencia.
Cuando, alrededor de 1900, los Kowalski terminaron
de construir su casa, no podían suponer que en poco
tiempo se les iba a quedar estrecha. Durante los primeros
diez años de matrimonio no tuvieron hijos. Maríanna sufría y junto a su marido rezaba, pidiendo tener descendencia. Su primera hija nació en 1902, y al año siguiente volvió
a dar a luz. Helena, la tercera, «fue como si nos trajera la
dicha», recordaba su madre, porque desde entonces empezó a llevar bien los embarazos y partos. En 1908 vino al
mundo Natalia, en 1912 Stanisław, en 1916 Lucyna y, en
1920, Wanda. Dos hijas —Kazimiera y Bronisława— murieron al poco de nacer. En total, a lo largo de dieciocho
años Maríanna dio a luz a diez niños. Alimentar la creciente
prole de lo que daban tres hectáreas de tierra tan poco fértil suponía casi un milagro. El trabajo ocasional del padre
como carpintero no podía acabar con las limitaciones. No
es de extrañar, por tanto, que en casa se comiera miseria.
Así era entonces la vida de la mayor parte de las familias en
el campo. En los terrenos del antiguo Reino de Polonia ocupados por Rusia más de la mitad de las fincas eran pequeñas, más aún incluso que la de los Kowalski: eran «fincas
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enanas» —de hasta dos hectáreas— o de pequeños campesinos —de hasta cinco—. En 1910, el treinta y ocho por
ciento de la tierra se encontraba en manos de grandes propietarios, como era el caso de Świnice, donde Stanisław
Sempołowski poseía cuatrocientas hectáreas.
En casa de los Kowalski mandaba el padre. «Era severo, sin miramientos, exigente para con todos en casa»,
así lo recordaban sus hijos Mieczysław, que heredó la parcela de su padre, y Stanisław, que después de la guerra fue
organista en la iglesia de Świnice. Stanisław seguirá recordando años más tarde la paliza que le dio su padre por
arrancar unas ramitas del abedul del vecino. La madre se
ocupaba del hogar. Era «valiente y laboriosa, abnegada y
entregada a la familia» y más bondadosa que el padre. En
la foto de 1935, hecha delante de la casa de los Kowalski,
se ve a los padres: Stanisław —un hombre delgado, moreno y de abundante bigote— y Maríanna, con un pañuelo
en la cabeza. Stanisław era piadoso y muy trabajador. Todos los días, al amanecer, entonaba en voz alta las Horas
de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora, el cántico Maríano Cuando despierta la aurora (Kiedy ranne
wstają zorze) y, en Cuaresma, las Lamentaciones. Esta piedad paterna, en la estrechez de un hogar donde en un
mismo lecho dormían varios niños, era a veces onerosa
para el resto de la familia. «Se levantaba el primero,
cuando el resto de la familia aún dormía y sin reparar en
los niños ni en nuestra madre —cansada de trabajar día y
noche junto a los hijos— cantaba en voz alta y con vehemencia sus Horas, pretendiendo sobre todo honrar a la
Virgen. Nuestra madre, medio muerta, le pedía que parara
o incluso se enfadaba con él por haberla despertado, pero
no servía de nada...», así lo recordaban los hermanos de
Helena pasados los años. Después de la guerra, don Franciszek Jabłoński, párroco de Świnice desde 1937, preguntado por la familia Kowalski respondía que «no se distin30
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guían en nada del resto de los feligreses, que son católicos
muy mediocres». Pero eso fue mucho más tarde.
Poco se sabe de los primeros años de vida de Helena
Kowalska, antes de ingresar en el convento. Lo evoca con
parquedad en el Diario, que empezó a escribir en 1933. No
es improbable que hubiera más información en la primera
versión de este, que quemó por incitación de un mal espíritu. Pero cuando al año siguiente recomenzó el Diario,
reproduciendo lo que había escrito con anterioridad, seguramente lo pasado tenía las de perder frente a la descripción de nuevas e intensas vivencias espirituales. Por
desgracia, también fueron destruidas las cartas de Helena
a sus padres, primero desde los lugares en que trabajó
como sirvienta y luego desde los conventos en que estuvo
viviendo.
«Teníamos sus cartas, un montón de ellas, pero las
quemamos», lamenta años después su hermano Stanisław.
Las cartas, recuerda, «eran muy hermosas». Siempre
escribía sobre la bondad de Dios y les animaba a confiar
en Él. De su abundante correspondencia solamente se
conservan tres cartas a su familia. Las restantes fueron
quemadas durante la segunda guerra mundial por su hermana Gienia: «Temía que durante una revisión las cartas
pudieran caer en manos de los enemigos», explicaba. Las
cartas, aparte de asuntos familiares, tenían un contenido
religioso.
Es mérito de sor Bernarda Wilczek que hayan sido salvados y reunidos numerosos recuerdos sobre sor Faustina de su familia cercana. Viajó a Głogowiec con este fin
en 1948, por orden de sus superioras en la congregación
y a petición del padre Józef Andrasz, primer confesor de
sor Faustina, quien escribió un libro —nunca impreso—
sobre su extraordinaria penitente. La hermana Bernarda,
cuya ayuda a los judíos del Gueto de Varsovia durante la
segunda guerra mundial es ejemplo de excepcional valentía, conocía a sor Faustina. Hicieron juntas el noviciado.
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Don Franciszek Kowalski volvió a recoger los testimonios
de la madre y los hermanos de sor Faustina en junio de
1952, pues había planes para iniciar el proceso informativo de la causa de canonización. Esta vez la familia dio
testimonio bajo juramento. Maríanna Kowalska, que seguía siendo analfabeta, para dar fe de la autenticidad de
sus declaraciones, dejó impresas las huellas dactilares de
su pulgar mojado en tinta. Lamentablemente el padre
de sor Faustina murió en julio de 1946. Fue enterrado en
un cementerio cercano a la iglesia de Świnice. En 1965,
los hermanos de Helena dieron sepultura al cuerpo de
Marianna.
En casa de los Kowalski los niños trabajaban desde muy
pequeños: llevaban las vacas al prado, se ocupaban de los
hermanos menores y ayudaban a sus padres en la finca.
Ese era el sino común de los niños en la campiña. Por aquel
entonces, todas las labores relacionadas con el cultivo se
hacían con las manos: se cortaba los cereales con hoz y se
desgranaba con ayuda de un mayal. Uno era afortunado si
disponía en su granja de un caballo para las labores más
arduas. Cuando, en el curso de la primera guerra mundial,
los soldados les requisaron su caballo, no teniendo con qué
comprar uno nuevo, los Kowalski engancharon al arado
una vaca. Los hermanos de Helena, ya a la edad de nueve
años, ayudaban a desgranar el centeno. Helena también tenía sus obligaciones, no solo en casa, cuidando de los más
pequeños. También llevaba las vacas a pastar. Zofia Olejniczak, vecina de los Kowalski, cuenta cómo Helena «leía libros y le gustaba hablar de lo que leía» mientras pacían las
vacas. Por su parte, sor Faustina rememoraba, pasados los
años, que rastrillaba el campo, lo que debía de ser labor pesada para una adolescente. Pero era obediente y cumplía
todo lo que le mandaban sus padres, lo que testifican unánimemente su madre y sus hermanos. «Hacía de buena
gana todos los trabajos. Nunca le decía que no a nadie», recordaba su madre. Lo confirma Natalia Grzelak (primo voto
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Olszyńska), hermana de sor Faustina y tres años más joven
que ella: «Bien dispuesta a todas las labores, alegre y conciliadora, y además piadosa; creo que nuestros padres la
querían más que a los demás hijos y nos la ponían como
ejemplo». Maríanna Kowalska decía que Helena era «una
niña excelente, la mejor de todos». Según sus hermanos era
vivaz y alegre, como su padre, que por ese motivo la trataba
con distinción, pues era la más obediente. «Nosotros no le
envidiábamos que se hubiera ganado el corazón de nuestro
padre porque sabíamos que era justo, y ella nos explicaba:
sed también obedientes y veréis cómo papá os querrá
igual». Pero su madre lo recordaba de un modo distinto:
«Los niños le pegaban y se ensañaban con ella porque tenía
el favor de papá y mamá». Ciertamente, el padre tenía depositada su confianza en Helena, pues solo ella sabía dónde
guardaba la escopeta, y no su hija mayor ni ninguno de los
hijos.
Helena a veces cobraba por los demás, cuando los niños hacían alguna travesura y se escapaban y solo ella se
quedaba, sin tratar siquiera de buscar una excusa. «Era
buena, siempre amable, alegre y benévola con ellos, nunca
se enfadaba», escribía sor Bernarda sobre las relaciones
entre Helena y sus hermanos. Helena era una niña sensible e inteligente. «¡Ay, vieja compasiva!», se reían de ella a
veces los pequeños cuando se apiadaba de una gallina o
de un perro que sufría. Una vez se vistió con ropas viejas
de su madre y se puso a pedir por el pueblo como una pordiosera, musitando oraciones, y lo que ganó se lo llevó al
párroco para que lo distribuyera entre los pobres. Ese fue
también el fin de una tómbola para la cual ella misma hizo
unos juguetes de papel y trapos.
En 1917 Helena fue a la escuela que acababa de ser
inaugurada en Świnice. Hoy no queda huella del edificio. Estaba cerca de la iglesia, junto al camino de Łęczyca. Helena,
de doce años, ya sabía leer. Le enseñó su padre. «Solo papá
y Bereziński sabían leer, estaban suscritos a revistas».
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Natalia, al igual que los demás niños, estaba orgullosa de
que su padre fuera uno de los dos que dominaron este arte
en Głogowiec. No sabemos si ya entonces había revistas en
casa de los Kowalski, en esos años de penurias bélicas. Sí
había libros religiosos que Helena leía cuando llevaba las
vacas a la pradera detrás de la casa. Helena estudió algo
menos de tres años. En 1919 o 1920 finalizó su instrucción,
como todos los alumnos de más edad. La directiva de la escuela resolvió que tenían que dejar su sitio a los menores.
Natalia, sobre Helena: «Aunque estudió poco tiempo (...),
sabía mucho y quería enseñar a los demás. Sabía contarnos
a mí y a otros niños de la aldea muchas cosas, sobre todo
vidas de santos, y enseñarnos oraciones».
Helena tenía buenos y malos recuerdos del colegio. Entre los primeros se encuentra el premio que recibió por el
poema que recitó durante la visita de un inspector a la escuela —hecho que quedó entre los recuerdos familiares—,
entre los segundos, la humillación que sufrió de parte de
dos compañeras que no querían sentarse con ella en el
mismo pupitre a causa de su mísera vestimenta. Al parecer el profesor, un tal Łaziński, viendo que Helena lloraba,
le dijo: «No importa que vayas peor vestida porque tú estudias mejor que ellas». Maríanna Kowalska recuerda que
uno de los profesores alabó a su hija: «Ya se ve que la hija
de Kowalska es una niña selecta, nunca se queja».
Helena experimentó desde su primera niñez vivencias
espirituales fuera de lo común. Tenía visiones. Contaba a
sus hermanos, por ejemplo, que soñaba con la Virgen. La
veía hermosa, andando por los jardines del paraíso. Veía
también una claridad, un resplandor extraordinario, una
luz divina. A Maríanna Kowalska se le grabó en la memoria una conversación con Helena cuando esta tenía trece
años: la niña se despertó por la noche diciendo que veía
un resplandor. «¡Anda ya!, ¿estás tonta? Lo estarás soñando y dices tonterías», le reprendió su madre. Se puso a
rezar. «Creo que te estás volviendo loca de no dormir y le34
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vantarte cada dos por tres. ¡Duérmete!», le regañó su madre. «¡Que no, mamá! Que creo que un ángel me despierta
para que no duerma y rece», le respondía.
Debió de ocurrir bastantes veces porque Maríanna
Kowalska menciona que Helena, soñolienta, le pedía durante el día que la dejara echarse una siesta, para lo que
no siempre le daba permiso.
Helena, educada en condiciones difíciles y severas, tenía los pies en el suelo. Era realista. Sabía que esos resplandores no eran una ensoñación ni una alucinación.
Pero ni su padre ni su madre eran capaces de entenderlo
porque lo que su hija experimentaba no cabía en su experiencia religiosa, en su modo popular de vivir la fe. Helena,
al no encontrar comprensión en sus familiares más cercanos, comenzó a guardar estas cosas en su corazón. No hablaba de ellas en casa. Opinaba además que no eran materia de conversación durante la confesión. Se quedó sola
con ellas. Y sin embargo sabía que eran una invitación a
otra vida. Muchos años después, ya como sor Faustina, escribió en el Diario que sintió la vocación a la vida monástica desde los siete años: «por primera vez oí la voz de
Dios en mi alma, es decir, la invitación a una vida más perfecta» (D. 7), pero no encontró a nadie entonces que le
aclarara aquello que sentía. «A los siete años, estando en
las vísperas, con el Señor Jesús expuesto en la custodia,
entonces, por primera vez se me comunicó el amor de
Dios y llenó mi pobre corazón y el Señor me hizo comprender las cosas divinas» (D. 1404), apuntó. Ludmiła
Grygiel, quien describe la vida mística de sor Faustina, advierte aquí elementos de contemplación adquirida, pero
también algún «resplandor de contemplación infusa», por
la cual se le concede comprender las cosas de Dios.
Helena, siendo aún niña, no sabía cómo responder a la
invitación de Jesús. No suponía siquiera que existiera la
vida conventual. Aun así, hablaba a sus hermanos y padres
de ermitaños «que comían solo raíces y miel silvestre».
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«Desde pequeña nos decía que no se quedaría con nosotros, que se iría con los “peregrinos”, porque una vez nuestro padre nos leyó sobre los “peregrinos” y se le quedó
grabado en el alma —recuerda Natalia Grzelak—. ¿Quién
iba a saber entonces en el pueblo que hay muchas órdenes
a las que van chicas como nuestra Helenita?».
La futura santa, como vemos, ya entonces presentía su
destino. Sabía que se marcharía de casa. Su deseo se vio
cumplido a pesar de la oposición de sus padres. «No te vas
a ningún sitio», le respondían su padre o su madre cuando
sacaba el tema de los «peregrinos» y más tarde, cuando ya
estaba segura de que su lugar era el convento.
Sentía gusto por la oración desde pequeña. Se arrodillaba junto a sus padres y a sus hermanos para rezar antes
de ir a dormir. Durante el día invitaba a sus hermanos a
hacer oración. Ella era quien cuidaba del altarcillo que había encima de la mesa, en la habitación: un crucifijo y dos
figuras de loza —de Jesús y de la Virgen— que trajo su padre de una romería a Częstochowa. Cuando se fue de casa
las dejó al cuidado de su hermana Natalia, quien las regaló
al convento de Łagiewniki antes de morir. La sencilla cruz
de metal, las figuritas pegadas con cola y unas cuantas
cartas a la familia son los únicos recuerdos auténticos de
la vida de la santa en su antigua casa y que ahora custodia
la Orden de las Hermanas de la Madre de Dios de la Misericordia.
La Primera Comunión fue para Helena un gran acontecimiento. Era el año 1914. A finales de julio estalló la primera guerra mundial. En otoño se desató una de las mayores operaciones en el frente oriental: la batalla de Łódź.
Lucharon a ambos lados de la barricada —de los países
centrales y de Rusia— ochocientos mil soldados. Como
consecuencia, los rusos dejaron las tierras de Kalisz y
Świnice y comenzó la ocupación alemana. Duró cuatro
años, hasta el final de una guerra que, tras ciento veintitrés años de dominio extranjero, trajo a Polonia su anhe36
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lada independencia. Helena debía de recordar aquella
época de esclavitud de la nación. Quizá por eso mantuvo
hasta el final de su vida un fervoroso sentimiento patriótico y rezaba tan ardientemente por Polonia.
A punto de comenzar la guerra, en 1914, Helena tenía
nueve años. Cuando, tras recibir la Primera Comunión,
una vecina de Głogowiec le preguntó por qué volvía de la
iglesia sola y no con las demás niñas, Helena respondió:
«Es que yo voy con Jesús». Maríanna Kowalska: «Recuerdo
que cuando volvía a casa después de la Primera Comunión
preguntó a una amiga: “Oye, ¿tú eres feliz hoy? Porque yo
siento algo en el corazón porque tengo a Dios en mi alma”.
Desde entonces, cuando recibía la Comunión, prefería volver sola a casa. Rehuía la compañía de otros». Y quería ir
todos los días a la iglesia. Su madre reconoce que no se lo
permitía, ya que siempre había algo que hacer en casa con
tantos niños pequeños. «Pero, cuando llegaba el domingo,
se levantaba nada más amanecer y, para no despertar a
nadie, salía por la ventana, agarraba las vacas y las llevaba
al prado. El padre se levanta para sacar las vacas, mira, y
resulta que ya no están en el establo. Y es que Helenita ya
las había llevado a pastar antes de que llegara la hora de ir
a la iglesia». La niña, obediente a su madre durante toda la
semana, el domingo se ve que se adelantaba a los acontecimientos para que no hubiera impedimento para participar en la Santa Misa. Pasaba a veces que no podía ir a Misa
el domingo. El motivo debía de serle doloroso: no tenía
qué ponerse. Las hermanas tenían un solo vestido que
usaban por turnos. Los domingos en que era su hermana
quien se ponía el vestido, Helena cogía el devocionario y
se metía en un rincón o salía corriendo al jardín para leer
en silencio toda la Misa. La madre a veces se enfadaba,
porque prefería que le ayudara en la cocina pero Helena le
explicaba: «Mamaíta, no te enfades, que Jesús se enfadaría
más si no hiciera estas cosas». A la pequeña Natalia se le
quedó grabada para toda su vida la vez en que Helena, tres
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años mayor que ella, le contó lo que ocurre durante cada
parte de la Santa Misa: «Presta atención a lo que hace el
sacerdote. Cuando sale, Cristo va a la oración al Huerto y
suda sangre. Cuando empieza la Misa, Jesús ora. Ahora el
sacerdote besa el altar: es cuando Judas besó a Jesús y lo
entregó en manos de los judíos. El sacerdote va al otro extremo del altar —llevan a Jesucristo a Anás—. Cuando
dice: “Kyrie eleyson”, lo abofetean, le escupen en la cara,
luego lo llevan a Caifás, luego, a Pilato. El sacerdote se lava
los dedos, Pilato se lava las manos. Cuando destapa el cáliz, lo desnuda para la flagelación; está en pie, entonces es
cuando lo azotan. Cubre el cáliz, le ponen la corona de espinas. Cuando levanta la Hostia, Cristo es elevado en la
cruz. Parte la Hostia y la mete en el cáliz —Jesús
muere...—». Es ciertamente asombrosa la manera en que
Helena, una niña aún, le explica a su hermana el sacrificio
de Jesús que se celebra durante la Santa Misa. ¿Lo habría
escuchado de alguien? ¿Se lo habría dictado el corazón?
Una cosa ocurrió en los dieciséis años que Helena pasó
en Głogowiec que quedó en la memoria de toda la familia
y que dejó huella en la futura santa. Fue un baile como
otro cualquiera de los que se celebraban en Świnice Warckie. Nadie se acuerda ya de la fecha. Puede que fuera en
1919. Aparte, el objetivo del festejo era noble: el dinero
recogido estaba destinado a las necesidades de la parroquia. La hija mayor de los Kowalski, Józefa, estaba invitada
al baile. De las distintas versiones de lo ocurrido que quedaron en la memoria de la familia, podemos deducir que, o
bien los padres mandaron a Helena con su hermana como
acompañante, o bien Józefa la convenció para que fuera
sin que su padre estuviera al corriente, lo cual parece poco
probable. Las chicas lo pasaron bien, y es seguro que pasaron allí un buen rato. Volvieron tarde a casa. Según una
versión a las diez y, según otra, después de medianoche.
Además, las acompañó un tal Kociurski. Stanisław
Kowalski aún no dormía, esperaba a sus hijas. «¿Para eso
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os he educado, para que me avergoncéis y traigáis la infamia a esta casa?», les regañó, muy alterado.
Helena sintió profundamente la reprimenda del padre.
Sabía que lo había decepcionado y que se sentía muy disgustado con ella. Al parecer, era la primera vez. Cuando,
después de este incidente, le pedían que fuera a otra fiesta,
respondía que tenía que preguntar a su padre. Pero esta
historia tuvo un eco mucho más profundo. Helena se lo reveló a Gienia cuando esta le hizo una visita en el convento
de Varsovia. Confesó —relata años después Gienia— que,
cuando nuestro padre se enfadó tanto con ella, pensó que
«nunca más causaría vergüenza a papá, que trataría de
traerle no infamia, sino fama y consuelo».
¿Sería entonces cuando se propuso ser santa? ¿Como
aquellas, cuyas vidas les leía en casa su padre en voz alta?
«Desde mi más temprana edad deseé ser una gran santa»
(D. 1302), escribió pasados los años en el Diario.
Helena quería ser obediente a su padre, pero en una
cosa —la entrada en la orden— sí le llevó la contraria. El
mandato del corazón y la llamada de Dios fueron más
fuertes que la prohibición paterna.
Pero, antes de que eso ocurriera, Helena marchó a la
ciudad en busca de trabajo. Stanisław Kowalski no solo no
estaba en condiciones de costearse la educación de sus
ocho hijos y de dar una dote a sus hijas, sino que no podía
alimentarlos ni vestirlos a todos. Por eso las hijas de los
Kowalski, cuando ya habían crecido, salían de casa para
trabajar como sirvientas para mantenerse y ayudar a la familia. Era el destino típico de los hijos de las familias numerosas de campesinos. Los jóvenes del campo, donde había poca tierra y demasiadas manos, huían de allí en busca
de trabajo. Salían al ancho mundo, a veces literalmente, a
América. En las ciudades y pueblos polacos los hombres
se empleaban como mano de obra no cualificada y las chicas, como ayuda doméstica. En casa de los Kowalski la pobreza debía de ser terrible, pues ya en 1916 los padres ac39
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cedieron a que Natalia, que tenía entonces ocho años,
fuera a trabajar como sirvienta a casa de unos parientes
lejanos, a ocuparse de los hijos más pequeños.
La primera vez que Helena salió de casa para trabajar
era mayor. Tenía dieciséis años. Ya había hablado del tema
con sus padres hacía uno o incluso dos años. Argüía que el
padre no podía trabajar tanto, que no tiene qué ponerse
los domingos, que tiene el peor vestido. Los padres transigieron. Precisamente una conocida de los Kowalski, Anna
Ługowska, de la vecina aldea de Rogów, les comentó que
su hermana, Leokadia Bryszewska, que vivía en Aleksandrów, cerca de Łódź, estaba buscando sirvienta. Helena
marchó. Era el año 1921. Volvió a Głogowiec pasado un
año. Entonces pidió a sus padres por primera vez permiso
para ingresar en el convento. «Mamaíta, tengo que ir al
convento», Marianna recordaba pasados los años las palabras de su hija.
Pero los padres se negaron en redondo. Su padre argumentaba que tenía deudas y no había dinero para darle en
dote, cosa que exigían por aquel entonces las órdenes religiosas. Helena les dijo que no necesitaba ningún dinero
pues «el mismo Jesús la llevará al convento». Pero no consiguió nada. Sus padres, inflexibles y no cedieron. Muy posiblemente fue entonces cuando el párroco, don Roman
Pawłowski, trató de convencer al padre de Helena para que
vendiera una vaca y le diera el dinero en ajuar, si es que tenía tantos deseos de ir al convento. Pero el padre no quería
ni oír hablar del tema porque «¿de qué vamos a vivir, con
una familia tan grande?», y enganchó las vacas al arado.
Helena, ya que no pudo ingresar en una orden, volvió
al trabajo de sirvienta. Esta vez marchó a Łódź. Posiblemente en esa época —de 1922 a 1924— sí iba de vez en
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cuando a visitar a sus padres. Sin embargo, desde su marcha de Łódź a Varsovia en 1924 y la entrada en el convento, la primera vez que volvió a Głogowiec fue en 1935,
pasados once años. Regresó como monja llamada Faustina. Desde 1924 solo se había visto con sus padres una
vez: en 1928, cuando viajaron a Cracovia a sus primeros
votos monásticos.
Sor Faustina fue a Głogowiec desde Vilna, alarmada
por su familia debido a que su madre había caído gravemente enferma. Maríanna Kowalska padecía serios ataques de dolor en el hígado. Con el permiso de la superiora
del convento, Faustina se subió al tren el 15 de febrero de
1935, llegó a Varsovia por la mañana y a Głogowiec a las
ocho de la tarde. «Entró en mi habitación, alabó a Dios y se
puso de rodillas junto a mí, junto a la cama, y me dijo al
momento: “Mamaíta, tú aún volverás a andar”» —así recuerda al cabo de los años Marianna Kowalska las palabras de su hija—. Ante su propio asombre y el de toda la
familia, al momento se sentó en la cama por sus propias
fuerzas. «Solo de verla, me sentí curada. Al día siguiente
era domingo. Ella salía para la iglesia. Mi marido enganchó
el caballo y fuimos todos juntos. Y hasta hoy sigo sana»,
narraba Marianna Kowalska en 1952.
El encuentro fue conmovedor. «¡Qué alegría la de mis
padres y de toda la familia! —escribe sor Faustina (...)—.
Después de saludarnos, nos arrodillamos todos para agradecer a Dios la gracia de poder vernos todos otra vez en
esta vida (D. 397). Al ver cómo rezaba mi padre me avergoncé mucho de que, después de tantos años en la Orden,
yo era incapaz de rezar con tanta sinceridad y ardor, por lo
que no dejo de dar gracias a Dios por mis padres» (D. 398).
Sor Faustina miraba extrañada lo mucho que habían cambiado las cosas en casa: «el jardín era tan pequeño, y ahora
está irreconocible, mis hermanos y hermanas eran aún
pequeños y ahora no los reconozco, todos mayores, me ex41
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trañaba no encontrarlos tales como eran cuando nos separamos» (D. 399).
Todos querían saludar a Helena, a quien no habían
visto en tanto tiempo. «Los días en casa transcurrieron entre mucha compañía porque todos querían verme y cambiar conmigo unas palabras. Muchas veces llegué a contar
hasta veinticinco personas» (D. 401), escribía. En la fotografía que se hicieron durante la visita de sor Faustina, que
por suerte se conserva, hay catorce personas. Están de pie,
con los árboles de fondo. El invierno debió de ser suave ese
año. No hay ni rastro de nieve. Todos, los niños también,
posaron para la foto sin abrigo. Vestidos de fiesta, rodeaban a Helena-Faustina, que ocupaba el lugar de honor en
medio de todos, sentada en una silla. Al lado, a la derecha,
se sentaron su madre, con una nieta en las rodillas, y su
padre. A la derecha, los tíos de sor Faustina —Józefa y Józef
Kowalski—. Delante de ella se sentaron dos de los niños.
Los hombres vestían camisa blanca y pajarita, las mujeres
llevaban vestido de cuello blanco o iban con el pelo recogido con un lazo. La futura santa no pudo encontrarse durante esta visita con dos hermanas suyas, lo que la dejó
algo preocupada. «Sentí en mi interior el gran peligro en
que se encuentran sus almas. El dolor me agarrotaba el corazón de solo pensar en ellas. Cuando una vez me sentí
muy cerca de Dios, le pedí ardientemente gracias para ellas
y me respondió Dios: Les concedo no solo las gracias necesarias, sino también otras particulares. Comprendí que Dios
las llamaba a una mayor unión con Él» (D. 401).
Durante su estancia en Głogowiec, sor Faustina habló
mucho de Dios, de las vidas de los santos. «Pensé que
nuestra casa es verdaderamente casa de Dios, porque cada
tarde solo se habla de Dios. Cuando, cansada de hablar,
echando de menos la soledad y el silencio, salía al jardín
para poder hablar a solas con Dios, ni eso lo lograba, llegaban mis hermanas y hermanos (...) y otra vez hay que hablar (...)». Encontraba ratos para orar internamente
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cuando sus hermanos, a petición suya, se ponían a cantar.
Tenían buena voz. Uno tocaba el violín, otro la mandolina.
«Me alegro inmensamente de que tan gran amor reine en
nuestra familia», anotó.
Desconocemos el tiempo que pasó Faustina con su familia. Sabemos que en esos días se acercaron a casa de los
Kowalski no solo familiares cercanos y lejanos, sino también vecinos, antiguas compañeras de Helena. Ahora eran
señoras de treinta y tantos años con marido, niños y problemas. «Me costó mucho tener que besar niños. Mis conocidas venían con sus niños y me pedían que por lo menos los tomara un momento en brazos y los besara. Lo
tenían por una gracia muy grande y para mí era ocasión de
ejercitarme en la virtud, porque más de uno estaba bastante sucio, pero, para vencerme y no mostrar asco, a los
niños sucios los besaba dos veces. Una vecina me trajo a
su niño, que tenía los ojos enfermos, llenos de pus (...). Mi
naturaleza sentía asco, pero, sin reparar en nada, lo cogí
en brazos y lo besé dos veces precisamente en los ojos llenos de pus y le pedí a Dios que se mejorara. Tuve muchas
ocasiones de ejercitarme en la virtud. Escuchaba a todos
los que me contaban sus penas y me di cuenta de que no
hay corazón alegre cuando no se ama a Dios sinceramente,
y no me extrañaba para nada».
Sor Faustina iba todos los días a la iglesia de Świnice
Warckie, acompañada de su hermano Stanisław. Recordaba conmovida lo que sintió en esa iglesia: «¡Cuánto
pude rezar en esta pequeña iglesia! Me acordé de todas las
gracias que recibí en este lugar y que hasta ahora no comprendía y de las que tan frecuentemente abusaba; y me
extrañaba de mí misma, de cómo podía haber sido tan
ciega». De repente, mientras así meditaba, se le apareció
Jesús y le dijo: «A ti, elegida mía, te concederé aún más gracias, para que seas por toda la eternidad testigo de mi infinita misericordia» (D. 400). Estas palabras de Jesús pue43
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den leerse en una inscripción dentro del templo de
Świnice.
Sor Faustina pasó mucho tiempo con su hermano menor: «Sentí que aquella pequeña alma era muy agradable a
Dios» (D. 400). Salía con él a pasear por el campo, seguramente donde llevaba a pastar las vacas. Cuando al despedirse le habló de la bondad de Dios, se puso a llorar «como
un niño pequeño, y no me extrañaba, porque es un alma
pura, por lo que reconoce fácilmente a Dios» (D. 402).
Hubo muchas lágrimas durante la despedida. «Mi padre, mi madre y mi madrina me dieron la bendición entre
lágrimas y me desearon la mayor fidelidad a la gracia de
Dios, y me pidieron que nunca olvidara cuántas gracias
me había concedido Dios llamándome a la vida conventual». Sus padres, que al principio se opusieron a que Helena entrara en el convento, una vez se hizo monja, no solo
se alegraron por ello, quizá con orgullo, sino que la bendecían. «A pesar de que todos lloraban —continúa sor Faustina— yo no derramé ni una lagrimita, traté de ser fuerte y
consolaba a todos como podía, recordándoles que en el
cielo ya no habrá separaciones» (D. 402). Se puso a llorar
solo una vez entró en el coche. «Solté las riendas al corazón y me puse a llorar también, como un niño, de la alegría, de que Dios concede tantas gracias a nuestra familia,
y me sumí en oración de acción de gracias» (D. 403).
Esta fue la última vez que estuvo en Głogowiec. De regreso, se detuvo en Łódź. Quería ver a su hermana Natalia,
que no sabía de su visita a casa de sus padres. Natalia vivía
por entonces con su marido en el número 189 de la calle
Piotrkowska. «Estuvo esperándome largo rato, como me
dijo mi vecina, hasta que volviera del trabajo, y al final
dejó tres rosas colgadas del picaporte en señal de que había estado», rememora Natalia. De noche, Faustina ya estaba en Varsovia.
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