Miguel Joaquín Calvo Tras haber sostenido las más

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Miguel Joaquín Calvo Tras haber sostenido las más
Miguel Joaquín Calvo
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Tras haber sostenido las más duras batallas, de las que
Fantasía Primera.
Exordio antes del alfa.
no conozco a nadie que haya salido ileso, ni
en
nuestras filas ni en las de nuestros enemigos, hemos
tenido que volver a nuestro origen primero, a nuestro
comienzo fundacional de cuando ni siquiera sabíamos que tendríamos que luchar, que
habríamos de enfrentarnos a otros tan perplejos y enfurecidos (indirectamente) como
nosotros lo estábamos.
El resultado ha sido que en nada hemos avanzado. Y ello, lo digo modestamente y
contradiciendo las afirmaciones oficiales que carecen ya, para mí, de verosimilitud alguna.
La pretensión de haber conservado incólume nuestro fondo personal, el orgullo de
pertenecer a algo que la propaganda en las paredes de las casas denomina “los vencedores”,
y algún resto de ilusión con el que volver a casa con la noche ya cernida y penetrar en la
cocina, reflejada de azulejos por tubos fluorescentes, y poder esconderse, encogidos, bajo la
mesa laminada, con un trozo de pan entre las manos para irlo royendo lentamente, a fin de
conseguir de él su temporalidad más duradera y a esperar que el pasado, tan deliciosamente
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recordado en esa penumbra grisácea, retorne a los orígenes, todo ello, ha dejado de tener
algún significado.
Pues, de eso se trata. De que desde aquel instante inicial de la conciencia recién echada a
andar, justo después de su originaria formación, tuvimos que pasar por una etapa
preliminar (dilatada) de estabilidad semiinconsciente, de tierna temperatura, y humedad y
luz idóneas (las que se dan en el interior de la crisálida), en la que hicimos acopio, casi sin
darnos cuenta de ello, de brillos y principios, de perfectas diferencias en el límite de la
profanación de lo divino y de claridades pedagógicamente luminosas que, después de
aquello, no volveríamos a encontrar más en ese camino nuestro que nadie, a pesar de lo
que se nos había avanzado, conocía. Y esos principios que se fueron formando en nuestro
interior por acumulación, de manera algodonosa, tuvimos que oponerlos, sin mayor
protección, sin otra enseñanza que aquella con la que, en definitiva, habíamos partido en el
principio. Ello tuvo su coste, pues los acontecimientos derraparon con peligro sobre el
tiempo, empujados por todos esos individuos que aparecieron como de la nada,
impacientes por ocupar mejor lugar en la tribuna, y que hablaban con un cántico atractivo y
fatal de lo que habían conocido —sin que nada más que los demás supiesen—, de lo que
habían visto —sin que ninguna otra cosa que no hubiésemos observado nosotros antes,
hubiesen visto ellos y que, de haberlo hecho, su falta de pericia, su desconexión con otra
realidad y su fe inquebrantable en gozar del privilegio del superior conocimiento sin haber
contrastado esa creencia, les hubiese impedido comprender la magnitud de su falsedad— y
de lo que se podía esperar del sacrificio que nos estaban solicitando (entonces, lo
solicitaban; más tarde, cuando la batalla se hizo más cruenta y las pérdidas comenzaron a
ser decisivas, lo exigían, entrando en las casas por la fuerza) si, en esos momentos
decisivos, apoyábamos aquella opción, que era la única de auténtica probidad ética.
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Enardecidos (tengo que confesar que mi actuación fue, en cierta medida, un tanto ficticia,
pues era consciente de la presencia, en mi interior, de una duda que yo no quería dejar que
progresase hacia una mayor concreción de formas, pues, aún siendo tan embrionaria, en
aquellos momentos, me parecía una desgracia que me impediría entregarme como la causa
requería: totalmente), nos lanzamos a la obediencia del combate, a la salutación de las
consignas y al desprecio axiomático de cualquier expresión de una idea que pudiese
modular nuestro designio.
Ahora, a pesar de que los carteles de papel (algunos despegándose ya, pues ha pasado
mucho tiempo desde que todo ha concluido, y drapean penosamente contra el enfoscado
de las paredes) que nos indican y nos orientan con toda claridad sobre cuales han de ser
nuestros sentimientos (de felicidad, de orgullo, de satisfacción), creo que aquel escepticismo
que, lejos de desaparecer, los acontecimientos se han encargado de acentuar, no era otra
cosa que una superior capacidad perceptiva que me había sido otorgada y que me daba la
oportunidad de traspasar los discursos y los panegíricos, las arengas y las noticias
victoriosas de otra calle tomada o de otro edificio recuperado, y de ver al trasluz la densidad
y la orientación de su trama fibrosa, la granularidad dubitante, anhelante y por azar de los
ojos temblorosos y los dedos asustados que se encontraban detrás de su elaboración, por la
espesa oscuridad de todos aquellos confusos pensamientos.
Esa especial visión mía que, algunas veces, por no ver yo muy claro el contenido real de
todo aquello, me había hecho esconderme anticipadamente (y cobardemente, pero, en mi
defensa, me pregunto, casi en modo retórico, quién no es cobarde si no defiende una causa
inteligible) ocultando mi pecho a un destino incierto o errando, tal vez, con el deseo oculto
de hacerlo, el destino de la bala de mi venganza.
El caso es que el tiempo, ignorante ya de sus promesas anteriores, ha acabado por darme la
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razón. Lo sé, aunque no pueda contar con la conformidad de algunos ni, mucho menos,
con el reconocimiento del error cometido por parte de quienes nos condujeron hacia este
punto. Lo sé, aquí, sentado en el bordillo de esta calle, en cuyas grietas afligidas crecen
hierbas meditativas, provisionales y exiguas en las que se detiene mi vista, atraída
inexorablemente por su indiferencia y significado, emparentados con una permanencia de
alcance geológico.
Hemos perdido a muchos en la travesía que, al principio, se abría ante nosotros llena de
esperanzas; y, también, en el enfrentamiento y en la mirada sañuda, y de sentido ausente
(me pregunto si aún continúan los combates o si, acaso, nosotros hemos sido los últimos y
ya todo ha terminado); y, en ello, nos ha sido arrebatada, no sólo su presencia sino,
igualmente, nuestra ingenuidad, ese instrumento que nos permitía ver con claridad,
esponjosamente abiertos, críticamente generosos, los porvenires que se nos habían
propuesto con esa seguridad fantasiosa en la que jamás he encontrado palabras verdaderas
o francos pensamientos.
Y es que nuestra inocencia ha acabado por consumirse en la forma de una indefinición de
límites, en ese traspasar una frontera que debía haber sido inviolable. Pero nos engañaron
los que nos guiaban, supieron hacerlo a la perfección (con la habilidad adquirida por
cientos, miles, millones de adhesiones previas) cuando nos dijeron que un poco no
significaba nada, o cuando, igualmente, nos mostraron, con una persuasión a la que no
pudimos (no nos habían preparado para ello; ni tan siquiera para detectar su presencia)
hacer frente, que por una sola vez no pasaría nada, cuando, en realidad, todo lo que tendría
que pasar ocurriría, precisamente, en esa sola vez, y todos los efectos de traspasar ese límite
que no debería haber sido cruzado se produciría exactamente en ese milímetro de
transgresión, en esa micra que se encontraba más allá de la línea, en ese Armstrong
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infringido, porque no estaba el conflicto en la cantidad, sino en el hecho mismo (ahora
escribo la palabra deber sin conocer demasiado bien su significado, tan sólo como símbolo,
como imagen a cuyo alrededor se encuentran adheridos, como sanguijuelas, conceptos
contradictorios que me hacen difícil comprender lo que puedo y debo entender cuando la
escribo).
El que se hubiera producido, o no, era aquí lo capital, pues, en ese quebrantamiento, nada
más que en el hecho de su consumación, era en el que ocurría la disolución de todo el
esquema, de la teoría completa, de esa imagen global con la que todos, un día, llegamos
dotados y que quedó quebrada en trozos cortantes y contradictorios (de reconstrucción
impracticable, como fragmentos de un espejo roto), en el cruce de calles, en la plaza o en el
peralte de la curva de circunvalación en la que a cada uno se nos exigió tal sacrificio.
Los únicos que aún parecían tener alguna esperanza eran, precisamente, los vencidos:
aquellos a los que los carteles pegados en las paredes (con esa clase de pegamento que
parece cristalizarlos, solidificarlos en un acartonamiento que los caduca en cuanto se han
secado) se referían con el término genérico de “los vencidos”. Les quedaba todavía por
recorrer el camino de la venganza, del retorno al punto original, de la revancha para
recuperar el ideal de sus principios (ahora estoy seguro de que eran, exactamente, los
mismos que los nuestros), de sostenerse en un apoyo a esos de partida que no fueron
refutados por sí mismos, como había ocurrido en nuestro caso, sino que, desde su
perspectiva, habían sido sojuzgados, impedidos en su desarrollo y seguirían estando
vigentes una vez que la opción equivocada (desde su punto de vista, la nuestra), que se
había impuesto salvajemente, mostrase sus ocultas deficiencias y acabase por
decepcionarnos a todos.
Ellos, “los vencidos”, que caminaban entre nosotros con nuestra misma parsimonia
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desvencijada, sin ocultar su frustración, pero sin mostrar a las claras el bando en el que
habían estado (aunque yo los distinguía por un destello especial en la mirada que denotaba
resentimiento, pertinacia, esperanza en un próximo resarcimiento), quizás por temor a que
las represalias no hubiesen concluido (temor infundado, porque ninguno de nosotros, lo sé
por haber hablado de ello con muchos, pensábamos en otra cosa que en detenernos, por
fin, en un lugar aislado, ajenos a toda asechanza; a ser olvidados, al menos durante el
tiempo parentéticamente necesario para poder hacer inventario de sentimientos residuales,
catálogo de atrocidades cometidas contra nosotros mismos, relación de catástrofes en
nuestros basamentos y, después, hacer el diseño necesario, amorosamente humilde, de un
nuevo ser en el que poder reconocernos) nos recordaban que nuestro pasado también
había surgido, no en nosotros, sino en nuestros antecesores, en la misma forma baldía de
rencor. Por ello, por ver en su repetición la propia nuestra, nuestro abatimiento era mayor,
más profundo, más irreversible. Nos hacíamos más asequibles como víctimas.
Pero no había sido eso lo peor. Tras el último combate, cuando ellos bajaron los brazos y
nosotros (que ya pensábamos que esa manera de enfrentamiento, esa habilidad, cada vez
mayor, para las asechanzas; ese emborronamiento, más definido a cada instante, con el que
despachábamos a nuestras víctimas en forma de silueta, a la manera chinesca, eliminando
rasgos y perfiles, nos conduciría, progresivamente, a una consolidación de nuestra eficiencia
que habría de redundar, al final, en algo que desconocíamos, pero en lo que confiábamos
como resolutorio, tal y como se nos había asegurado) nos quedamos en pie frente a un
espacio bicolor de edificios vacíos en los que, de cuando en cuando, a través del vano de
alguna de sus ventanas, se percibía la sombra lenta de un caminar aturdido del que nos
veíamos obligados a apartar la vista, nos dimos cuenta de que la luz que confiábamos en
que nos iba a iluminar, no haría su aparición. Y nos sentamos en las piedras, sobre los
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montones de ladrillos chamuscados; y esperamos, sin animarnos a dirigirnos la palabra por
temor a que fuese tenida por desconfianza, hasta que se nos acabó la comida, hasta que el
agua comenzó a escasear.
Viendo que el enemigo ya no estaba, no porque hubiese desaparecido, sino porque se había
abandonado a una especie de tedio desconcertante, dejamos en el suelo nuestras armas
inútiles (sabíamos que nadie las empuñaría contra nosotros) y nos desperdigamos por las
avenidas, nos ocultamos en las calles, subimos a los espacios abiertos en las plantas de los
altos edificios de esta ciudad de la que habíamos eliminado sus límites, a esperar algo. Y,
como allí tampoco sucedía nada, decidimos (aquí, lo que yo pueda contar no puede rebasar
el juicio de la mera conjetura pues, para entonces, nos habíamos dispersado ya, y puedo
hablar solamente por referencias indirectas y por gente a la que conocí en un deambular
onírico y fuliginoso al que me dediqué a partir de entonces) dedicarnos a la búsqueda del
lugar del que habíamos partido en el origen.
Mi aproximación fue incierta, casi más una decisión que un hallazgo, pues andaba
buscando alguna referencia en la que situar mis recuerdos: de algún paseo con mi padre, de
los robos de los nidos de gorrión (entonces había pájaros por toda la ciudad), de las
imitaciones de las estrellas del deporte; de la esquina desde la que espiaba, avergonzado, el
paso indeciso de aquella figura que provocó el primer terremoto en mi corazón; del cine, en
el que se combinaban las proyecciones de aventuras y la imagen sísmica de “ella” formando
un fantástico mundo paralelo en el que yo solía habitar sin correspondencia.
Pero no hallé esa señal por la que reconocer, en un edificio en pie o, incluso, en una sola de
sus paredes, aquellas circunstancias que habían concurrido en ese tiempo que se me
mostraba ahora más irreal que el aire oleaginoso, negro en su mayor parte, cernido sobre
las terrazas de los rascacielos, que nos presidía, inexpugnable e indiferente a nuestra
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desesperanza. Tan sólo me fue posible decidir (una decisión, no un hallazgo), nada más que
por una suerte de conformación general, de distribución angular de calles y plazas, algo
impuntual, una zona amplia de bordes que contradecían, en algunas partes, la imagen de mi
origen que yo tenía preformada, que un determinado lugar era el sitio del que yo había
partido, alegre, un día lejano. Pero yo sabía que se trataba de la decisión de una atribución
formal, nada más que un trámite protocolario, pero imprescindible, para empezar desde el
punto inicial de la ausencia de conocimientos, desde el olvido de toda experiencia.
Necesitaba objetivar el origen material (cartográfico) de mis componentes biológicos y
convertirlos, a través de la renovación de todo precepto y omitiendo la certeza de todas las
pautas con las que me había orientado hasta entonces, en históricos.
Y así, a la sombra plomiza de aquellos días sin sol, en los que el viento caliente de los
incendios y las cremaciones arrastraba, sobre las calzadas y aceras, hojas de periódicos y
pedazos de carteles de victoria, en uno de los edificios abandonados de la plaza que yo
había convenido conmigo mismo en que era, definitivamente, mi origen, abrí el cierre
oxidado de un espacio, un bajo tal vez comercial, cuyo uso anterior fui incapaz de
identificar (debido, creo yo, al desconcierto que me produjeron las banderas de todos los
clanes, facciones y camarillas que pude observar, lánguidas, colgando de las paredes) y me
escondí en un rincón a esperar el impulso de un desarrollo que yo confiaba que se
produjese en mi interior, antes de que, llegado el momento de la consunción, hubiese de
darlo todo por concluido.
Fin
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