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Transcripción

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ESTAMPAS
OAXAQUEÑAS
CARLOS FILIO BARZALOBRE
Oaxaca de Juárez
1926
Edición digital
Agosto de 2013
CARLOS FILIO BARZALOBRE
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PROLOGO
de
Carlos Arturo de la Vega
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n un alarde de bella e intensa visualidad
y ostentando una policromía de vívidos
colores –reminiscentes de Degás en su
intensa sugerencia– y punteadas, aquí y
allá, con crueles dibujos a la “aqua fortis”,
a la manera de Durero o de nuestro Julio;
Carlos Filio nos da, para regalo del espíritu y afinamiento
de la emoción estética, una serie de pequeñas “telas” que
forman una diminuta pinacoteca de esa vida, tan rica en
emociones, tan bella en todos sus aspectos y tan nuestra,
de la provincia.
En sus Estampas Oaxaqueñas, Filio nos hace la dádiva
íntegra de la emoción y del sutil encanto que tiene la silente ciudad de color de turquesa pálida. Ante nuestros
ojos ávidos, pasan lentamente, suavemente, con desmayos
románticos a veces y en otras con intensidad y fuerza dramáticas, todas las escenas del pasado; de ese pasado provinciano, ingenuo, sencillo y a la vez desbordante de emoción genuina, que es la médula de las dulces y melancólicas
saudades.
Filio como escritor tiene un estilo propio, muy suyo, ya
corta bruscamente la frase sintetizadora de la idea, ya deja
correr el adjetivo, admirablemente manejado, en los pasa-
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jes descriptivos, ya hace que el concepto fuerte, rebelde,
bronco y duro se retuerza y se enrosque en la sátira fina,
elegante, pero hiriente e implacable.
En la bellísima urdimbre que el talento del autor ha tejido de las “Estampas Oaxaqueñas” hay el hilo de oro de
la emoción pura, intensa, rutilante, mezclado con la seda
roja del pathos, del dolor y de la miseria. Recorriendo toda
la gama de la emotividad, el escritor-pintor nos da en esta
obra, hecha más con el corazón que con la técnica escueta
del escritor y del retórico, toda la palpitación íntima de ese
admirable pueblo de hombres fuertes de cuerpo y de espíritu, grandes de alma, hóspitos y pródigos, parcos en la
crítica y largos en el elogio y la dádiva, y de bellas mujeres
que aun conservan, en muchos casos, el sutil encanto-suave perfume de viejos arcones y coloniales bargueños-de las
costumbres hogareñas de hace treinta años.
Como escritor y periodista, Filio tiene una reputación
hecha, y definida su personalidad; pero como narrador, y
narrador es ante todo en este encantador libro, tiene estupendos aciertos de descripción y afirmaciones insospechadas de profundo observador, todo ello saturado de una
dulce saudade que sólo rompe, de vez en vez, el grito de
rebelión espiritual del eterno inconforme que hay en él, al
rememorar la injusticia, la arbitrariedad, la sevicia de los
poderosos, pero sin acrimonías, ni rencores.
Para el lector de esta obra, la cual indudablemente los
hijos de Antequera leerán más con los labios que con los
ojos, pues en cada cuadro hay una figura, una evocación,
que debe llegar al alma de los oaxaqueños y provocar con
la lágrima que nubla la vista, el beso que esboza el labio,
resaltará ante todo el intenso, el profundo amor del autor
al “terruño”; a la vieja ciudad orlada del prestigio inmen6
so de su leyenda y encerrada en el encanto de su misterio:
tenue velo que la hace aparecer diluida en la niebla del ensueño. Y es que Filio sabe encontrar el alma de las cosas y
el encanto de la sencillez y la sugerencia de lo ingenuo. En
cada descripción, en cada pasaje, como en cada concepto,
siempre, siempre, se sobrepone el amor a “su Oaxaca”: desde la sentidísima y magnífica dedicatoria que inicia la obra,
hasta la final descripción de los ritos hieráticos, el cariño
a la provincia se impone, pero con dulzura, sin hipérboles
ramplonas y exaltaciones de adjetivación.
Filio no lo dice en su obra, pequeño joyel de la vida en
Oaxaca, pero nosotros sentimos que el autor rememora
con tanta fidelidad, con tanta acuciosidad a la vieja Ciudad suriana, porque al vivir en ella dejó en cada cosa, en
cada piedra, en las laderas de sus admirables montañas de
esmeralda, doradas por el oro del magnífico sol de esas tierras, en sus lujuriosas vegetaciones, en sus desconcertantes iglesias y en sus edificios coloniales, algo de su alma,
girones de su espíritu, a fuerza de amarlos y verlos tanto, y
por ello como un dulce y grato ritornello, en cada estampa
hay un canto de amor y el sello inconfundible de una íntima y dulce melancolía.
Desde la atractiva y profundamente sugestiva narración
de las “Pozas Arcas”, que tiene todo el encanto de una leyenda medioeval, hasta la picaresca aventura de Monseñor
Ortiz, dicha con una finura, con una delicadeza absolutas
y denotantes del mejor gusto literario y dignas del drolatismo Balzaciano; pasando por las intensas y fáciles, ¡oh la
difícil facilidad de describir!, de los festejos provincianos;
estas Estampas Oaxaqueñas patentizan el calibre literario
de su autor y su profunda emotividad artística exteriorizada en una forma y manera muy suyas y muy bellas.
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Glosando la emoción del momento vívido, en forma sugestiva y muy personal, el autor nos ha dado un bello libro,
bien escrito y bien sentido que tiene suaves fragancias de
albahaca y de romero y de magnolias, y el cual al leerlo-como si hubiéramos descansado bajo la mandrágora que da
el “mal de amores”- nos hace sentir y amar a la vieja ciudad
de leyenda.
Poeta, pintor y narrador en esta obra, Filio se da todo
entero a Oaxaca; diríase que no escribe para el lector, sino
para la ciudad misma, como si ésta –estupenda mujer de
suavidades maternales y opulencias de hembra arrogante–
pudiera leer y ver lo que su hijo, su amante, su exegeta,
para ella solamente pintó, para ella rimó y para ella escribió.
Carlos Arturo de la Vega
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DEDICATORIA
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OAXACA, ciudad materna, suave cuna
de mis mayores, pueblo fatigado de laureles, alerta para todo esfuerzo y austero
en el dolor del sacrificio.
A la memoria de mi madre, doña JOSEFA BARZALOBRE DE FILIO.
Cuenta la historia que el jacobino, agitador de multitudes, solía decir que en su vida de desterrado había siempre
llevado en la zuela de sus zapatos el espíritu de Francia;
y esta bronca metáfora dantoniana que no es la manufactura de una frase feliz, sino la expresión acertada del sentimiento de añoranza, bien lo conocen los que han trafagueado fuera del hogar nativo, cuando a su simple nombre
la emoción sube a los ojos en fulgurante lágrima y se hace
temblar en el alma.
Al llegar a los altiplanos de la serenidad celebrada como
un don de los dioses, hacemos el balance de ayer, y vívidas surgen las esperanzas de la juventud y las ambiciones
tempraneras que canalizó el determinismo llevándonos a
hogares extraños, por tierras luengas, donde ejercitamos
las más disímbolas actividades: educadores momentáneos,
políticos de mitin y agitación, rebeldes armados y periodistas agresivos con la adarga de don Alonso al brazo; de todo
A
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hicimos y en todo también hubo la reiterada intención de
agreger un honesto prestigio para la tierra cuyo solo nombre, preclaro y dulce, vibró el corazón al pronunciarlo. ¡OAXACA!
Las Estampas Oaxaqueñas que aquí se publican, no pretenden ser la historia de las cosas del pasado, no tienen la vanidad
de llenar un vacío en la literatura de nuestra provincia, pues
son únicamente apuntes comprimidos del costumbrismo de
hace cuarenta años; son cuadritos que sacamos a la exhibición
pública, para verse con el deleite entretenido y sentimental con
que se hojea el album de los retratos familiares.
Estas estampas se recienten en lo que toca a la exactitud
histórica y fijeza en el dato cronológico, porque fueron hechas,
debemos confesarlo, sin la ruta preconcebida de un plan de formación, coherente y sucesivo y sin contar para su empeño con
datos originales; mas si les faltaren tales abrevaderos para su
mejor forma, en cambio tienen en su médula el sostén de los
puntales de un corazón emocionado por su tierra y la lealtad
de una memoria por Cirinie. Para su composición, además, no
se aprovecharon materiales de artificio literario, nada hay en
ellas que no sean fieles reproducciones de cosas oídas y vividas
y que hoy, bajo el sortilegio de la saudade, surgen un tanto retocadas en sus detalles de daguerrotipo, para darles los tonos
de la visión contemporánea.
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Finalmente, nada hay en ellas de intensión oculta, de fin
subalterno y descalificado, porque hechas fueron con alto cariño y con la acción sencilla de mover la manija del estereoscopio
para volver a verse sucesos olvidados y pretéritas escenas del
costumbrismo oaxaqueño.
Carlos Filio
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CAPITULO I.
Inauguración del Ferrocarril Mexicano del Sur.- Don Porfirio se emociona.- Un banquete de Periodistas.- Juan de
Dios Peza y las Sábanas del Hospital General.
A la memoria del Gral. Gregorio Chávez
benefactor de la Enseñanza Pública.
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a inauguración del Ferrocarril Mexicano
del Sur celebrada el 12 de noviembre de
1892, fué para Oaxaca un acontecimiento insólito realzado con la presencia del
Presidente de la República, Gral. Porfirio Díaz, a quien acompañaron algunos
miembros de su Gabinete y prominentes políticos, militares y diplomáticos.
Procuraremos en esta Estampa traducir la alegría que
embargó a Oaxaca al realizarse la obra de sus anhelos, por
la que había pugnado la locura tenazmente constructiva de
su antiguo gobernador, Luis Mier y Teran
La vida de Oaxaca se desarrolla con penuria por su falta
de vías de comunicación; es la causa de que sus riquezas
permanezcan inexplotadas; que el millón de sus habitantes se desconozcan entre sí, pues sólo vive unido por el
nexo romántico de la historia común y por el lazo débil de
la organización política; pero sin las ligaduras establecidas
por una comunidad de intereses y de un conocimiento íntimo y social.
Colocada la capital del Estado en el centro de un vasto polígono geográfico, no tiene fáciles conexiones con los
pueblos de la Costa, de la Mixteca y del Istmo, cuyos habi-
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tantes la consideran la ciudad asiento de los Poderes del
Estado, de donde salen las autoridades y a donde van a parar las recaudaciones fiscales. Este papel administrativo y
político es limitado y mezquino, pues deja descubiertos los
renglones de la comprensión y mutuo conocimiento. Nada
recibe la capital del Estado de los beneficios de la región
feraz de la Costa; el Istmo y Tuxtepec viven íntimamente relacionados con Veracruz; la Mixteca hace su comercio
con Puebla. Igual cosa sucede en lo tocante a la vida espiritual; la mayoría mixteca se educa en los colegios poblanos,
los istmeños y tuxtepecanos mejor conocen la ciudad de
México que la capital del Estado. ¿Qué sabemos los oaxaqueños nacidos con Oaxaca de los oaxaqueños que viven
en las riberas del Papaloápam; qué de la vida en su verdad
económica y espiritual de las razas mixes, y qué, en fin, de
los pobladores de la alta mixteca, rica en sus materias naturales, en su arte y en su historia? Nada consistente que
no provenga de la tradición y la efímera unidad política.
Oaxaca ante estas necesidades tuvo entonces motivos
para celebrar con fervoroso regocijo la terminación del Ferrocarril Mexicano del Sur, como hoy espera con apremio,
con fe comprensiva, la ampliación de sus caminos que le
incorporarán nuevos oaxaqueños. Toca a los hombres de la
generación revolucionaria sostener la unidad oaxaqueña y
fortalecerla para que en una anfictionía fraterna resplandezca, como la cabeza de vanguardia, la ciudad materna,
grande y enaltecida por el concurso amoroso de sus hijos.
Días antes de la inauguración oficial, el Gral. Gregorio
Chávez había puesto en una sencilla ceremonia el último rail
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del ferrocarril. Esta ceremonia que pudo haber pasado como
un acto de importancia casera, tuvo su resonancia nacional
y de ella se ocupó con regocijada largueza la prensa de oposición. Sucedió que nuestro buen don Gregorio, quien no
se distinguía por la facilidad de los prontos oratorios, vióse
aturullado para encontrar las palabras precisas para expresar su regocijo, y es fama entonces que el viejo soldado, que
en los combates hablárale de tú a la muerte, todo emocionado solamente pudo exclamar: “¡Gloria in excelsis Deo!”
Huelga decir que los periódicos lo hicieron motivo de
sus chungas. El “Hijo del Ahuizote” lo presentó vistiendo
traje talar y lanzado con ademán monacal la litúrgica frase. Oaxaca también se sonrió de la salida peregrina de su
gobernante, hizo motivo de ironía la bíblica aleluya; pero
sin encono, sin mordacidad, como que a través de aquella
frase estaba el amor de un hombre, que traducía su verdad;
la sinceridad de una esperanza.
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Los festejos de la inauguración se celebraron con unas
sencillas maniobras militares hechas por los alumnos de
la Escuela Correccional, mandados por su director, el Teniente Coronel Juan Orozco, frente a la Estación. En el
mismo lugar tuvo efecto otra fiesta popular el día 10 de
noviembre; al siguiente día llegó a las once y media de la
noche el primer tren directo de Puebla, con los representantes y corresponsales de la prensa, señores Darío Balandrano, director del Periódico Oficial de la Federación;
Enrique Santibáñez, por el “Nacional”; Bernabé Bravo, por
“El Partido Liberal”; Ramón Murgía, por “El Universal”;
Ignacio Dublán Montesinos, por “El Sigo XIX”; Mastillo
Clarke, por “The Two Republics”; N. Sampson, por “L´Echo de Mexique”; J. Arreola, por “El Tiempo”; N. Galindo,
por el Periódico Oficial de Puebla y Benjamín Mora, por el
“Diario”, de Puebla.
El doce de noviembre Oaxaca amaneció engalanada, las
casas lucían adornadas sus fachadas, arcos triunfales daban la nota decorativa, reinaba verdadero júbilo y se hacía
sentir una emoción cálida para recibir al hijo pródigo, al
amigo fraterno, al camarada de viejos tiempos. La llegada del Gral. Díaz despertaba en los porfiristas un mundo
de íntimo pasado que les aceleraba el corazón y anublaba
los ojos con la emocionada cordialidad de los recuerdos.
Quien recordábalo de mozo canijo, cenceño y de piel morena, siempre paseando su bohemia provinciana con su inseparable amigo el Lic. Manuel Pazos; quien, ya hecho soldado republicano, cuando llamábanle “El Botudo”, por las
grandes botas federicas que gastaba, narraba los episodios
valerosos del primer sitio contra las fuerzas de Brincourt;
quien contaba por enésima vez la fuga del convento de
Santo Domingo y quien refería, en fin, el romance de amor
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de doña Delfina Ortega y las ocurrencias peregrinas de “El
Coloradito”: el Doctor Ortega, “Suegro del Ejecutivo”. Y el
nemoroso “te acuerdas” brotaba con melancólico orgullo,
con íntima ufanía de los labios de los viejos porfiristas.
–¿Cómo vendrá? Dicen que ahora ya es blanco y colorado.
–Desde que se caso con Carmelita se ha vuelto entonado
y muy catrín. Desde que se tumbó la piocha se ve más joven.
–Los que han ido a verlo a México dicen que se acuerda
muy bien de todos, que no se le ha subido y todavía gusta
de comer los antojos de la tierra. Toma “verde”, “mole negro”, “chichilo”, “coloradito” y tortillas clayudas con “asiento” que de aquí le mandan sus amigos.
–¿Se acordará de tí?
–Yo creo que no ha de haber olvidado lo último, lo de
San Mateo Sindihui, donde nos dieron el gano los juchitecos de Benigno Cartas.
–Pues yo no lo veo desde Tecoac, cuando escolté a Tolentino.
–Si éste no se voltea con sus federales, nos pega el general Alatorre.
Estas y atrás añoranzas del ayer eran referidas con naturalidad, sin asomo de adulación, con voz de camaradas
que no eran políticos, ni esperaban graduarse de turiferarios del Dictador.
Y la multitud fuée incontenible, inquieta, atropellada y
alegre desde las primeras horas de la tarde. Por fin se escuchó lejanamente el silbato del tren de invitados, y paso
a paso, a vuelta de rueda entró a la estación a las cuatro
de la tarde, bajando entre salutaciones de bienvenida los
licenciados Rosendo Pineda, Félix Romero, Emilio Pimentel, Cutberto Castellanos, Roberto Núñez, Ramón Prida y
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Justo Sierra; el Prof. Apolinar Castillo, el poeta Juan de
dios Pera; el Gral. Rafael Cravioto; el coronel Lauro Carrillo; Francisco Pérez y Rosalino Martínez; los señores ministros de la República Dominicana, del Salvador y Guatemala; los señores Antonio Ramos, Alberto Díaz Rugama,
Manuel Guillén, Ricardo Honey, Eduardo Morcom, Carlos
Lecoq, Guillermo Shewart y Juan Díaz.
El tren presidencial llegó horas después con algún retraso, por las demoras que tuvo en las estaciones donde el
pueblo y las autoridades se disputaban, por curiosidad y
por honor, saludar al primer Magistrado de la República.
En el camino el Gral. Díaz venía de excelente buen humor,
su memoria se manifestaba absolutamente lúcida, relataba a sus compañeros de viaje el hecho que le evocaba algún
paraje o la presencia de algún viejo camarada, para quien
hallaba la palabra oportuna y el halago del nombre rápido en los labios. Hasta dentro de su habitual compostura,
apegada a conservar distancias, se permitió provocar una
ligera broma del Lic. Juan Bolaños, hombre de carácter festivo y de rápidos a propósitos, cuando al aproximarse el
tren a Oaxaca, dijérale el jurisconsulto:
–Compañero, hemos llegado a nuestra tierra.
–¿De qué somos compañeros, señor licenciado?
–De viaje, mi General.
A las siete y veinte minutos de la noche el tren presidencial entró a la estación en medio de un entusiasmo popular,
tumultuoso, férvido, sin nombre; las campanas tocaban
con locura, la artillería disparaba sus salvas ensordecedoras y todos los labios traducían en vivas el entusiasmo de
sus corazones. Cuando salió el viejo caudillo de las guerras
liberales, fué saludado conmovedoramente, con estridente
cariño, con unánimes aplausos.
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Pasó erguido, solemne; pero cordial y conmovido por
entre una lluvia de flores y de vítores, acompañado por sus
ministros Manuel Romero Rubio, Joaquín Baranda, Matías
Romero y Francisco González Cosío; seguíanle después los
señores Gral. Martín González, mayor Manuel González
Jr. y los jefes políticos de Tecamachalco, Tehuacán, Teotitlán del Camino, Cuicatlán y Etla.
Los tranvías que solamente corrían de la estación a la
Alameda, se extendieron hasta Palacio y se arregló un carro especial para el Presidente. Cuando el Gral. Díaz subía
al carro, se dió cuenta de que un numeroso grupo de gente
de la clase humilde pretendía desenganchar las mulas para
arrastrarlo; pero, rápidamente, con cariñosa energía, se
opuso a que tal cosa hicieran y después prosiguió su marcha rumbo a palacio.
Los festejos presidenciales se caracterizaron por su sencillez. La misma noche se dió en palacio una cena organizada por los jefes y oficiales de la guarnición federal, que
fué ofrecida en un brindis conceptuoso por el general Julio
Cervantes, jefe de la 10 ª. Zona Militar, y contestado por el
presidente con su natural prosopopeya.
El 13 de noviembre fué día para recibir a la familia oaxaqueña. El Gral. Díaz se presentó a las diez horas en el
salón de recepciones del Palacio del Estado. Rafael Bolaños
Cacho, Ignacio Candiani, regente de la imprenta oficial y
Perfecto Nieto, hicieron uso de la palabra y a todos les contestó en tono cordial, íntimo, casi conmovedor, con esa su
emoción, sincera o fingida de la que sabía hacer buen uso
hasta llegar al llanto.
Después hizo una visita a la Casa de Cuna, a la Escuela Normal para Profesores, a la Escuela Correccional y finalmente a la Escuela Normal para Profesoras, donde fué
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objeto de una fiesta literario-musical. Los mejores números del programa fueron los que estuvieron a cargo de Julita Guerrero de Navarrete, de María Banuet, del Maestro
Abraham Castellanos, que produjo inspirados versos y de
Adalberto Carriedo que dijo un estupendo discurso. La Escuela Normal para Profesoras, Academia de Niñas, como
siempre se le llamó, era plantel de un importante historial
educativo: fué pródigo almácigo de beneméritas maestras
llamadas Dolores Rodríguez, Soledad Escalante, Guadalupe Rojas, Aurora Ramos, Asunción Hernández, Edelmira
Cuevas, Soledad Brachetti, Soledad Robles, María Zanabria, etc. En recuerdo de que el Gral. Díaz le hubo dispensado cariñosa preferencia a la Academia durante su estada en el gobierno de Oaxaca, el cuerpo docente acordó la
imposición de una medalla de oro, comisionando al ameritado Prof. Eliseo Granja, ciudadano que pertenecía a la
vieja falange de los severos mentores integrada por Demetrio Navarrete, Fernando Arjona Mejía, Patricio Oliveros,
Eduardo Aguilar, Carlos Cerqueda, para que fuera quien
expresara los sentimientos de reconocida gratitud de la
Escuela, para el Presidente de la República.
Después de ese acto escolar, se registraron por la noche
festejos populares y los estudiantes del Instituto organizaron una manifestación, donde algunos de ellos hablaron
más de la cuenta. Fuera de ese incidente causado por la
vehemencia libertaria de la juventud escolar, las fiestas
presidenciales se dieron por bien terminadas, saliendo el
Presidente y algunos miembros de su comitiva, la mañana
del catorce de noviembre.
Para los visitantes que permanecieron se organizó un
paseo a las Ruinas de Mitla, presidido por el ministro de
Gobernación Manuel Romero Rubio, habiendo sido bas24
tante agasajados por el jefe político de Tlacolula, Manuel
Bustamante.
Los representantes de la prensa capitalina fueron obsequiados el día quince por sus colegas de Oaxaca con un
banquete en la huerta del Gral. Zertuche, donde dio la nota
de galantería literaria el poeta Juan de Dios Peza, produciendo una amable poesía, cuya primera estrofa decía:
“Por esta tierra heroica, tan querida,
a la que Juárez grande galardona……
La amistad es el alma de la vida,
y nos da su amistad como corona.”
En la noche del mismo día quince se organizó una tertulia
de confianza en honor del Lic. Romero Rubio, a la que asistió
el Oaxaca distinguido del mundo oficial y aristocrático.
Leyendo las crónicas dulzonas de la prensa de entonces, hechas con retórica altisonancia descriptiva y donde
se valorizaba con adjetivos de encumbrada cotización, se
encuentra, sin embargo, que el calificativo hiperbólico es
una justicia para las virtudes de nuestras matronas, como
delicada alabanza admirativa para la morocha hermosura
de las oaxaqueñas.
El claro abolengo de nuestras mujeres lució aquella noche galanamente en el salón palaciego: cada dama invitaba
al homenaje, dijeron los cronistas, y todas y cada una de
ellas merecieron la admirativa reverencia que se traduce en
largo y comedido murmullo.
En la lista de la crónica social se apuntaron los nombres
respetables de las señoras: Carriedo de Canseco, Guergué
de Zorrilla, Mariscal de Mercado, Romero de Sodi, Rodríguez de Zertuche, Prieto de Meixeueiro, Ortega de Cama25
cho, Barrudia de Zorrilla, Filio de Rodríguez, Robles de Feria, Bolaños de Garmendia.
Y en los apuntes del rosado carnet del cronista social
aparecieron escritos los nombres de la patricia juventud
femenina, honestidad y hermosura en maridaje fragante, de: Clotilde Esperón, Ignacia Canseco, Luisa Chávez,
Juanita Chávez, María Rueda, Delfina Rueda, Fidela Rodríguez, María Barrenqui, María Santibáñez, Elena Santibáñez, Isabel Aguirre, Luz Mariscal, Luisa Meixueiro, Lola
Barrundia, etc.
Los festejos de la inauguración del Ferrocarril terminaron con una nota de galante cordialidad de la sociedad
oaxaqueña para con los invitados. Al retornar los viajeros
a sus destinos, se les brindó una fiesta de tono sencillo,
donde pudo Oaxaca mostrar el relicario de su vida en el
galano pudor de sus mujeres y en la franca cortesía de sus
hombres, ya que adelantadamente se llevaban, como todo
viajero que visita la Nueva Antequera, la visión serena de
un cielo constantemente diáfano, la prodigalidad de los
vergeles, la contextura monumental nutrida de historia
de los templos, donde el oro y la encajería de Churriguera son pasmo para los ojos y meditación interesada para
el espíritu, como en el monasterio de Santo Domingo; la
majestad del árbol del Tule, que certifica el pasado de una
flora gigantesca, y las ruinas que vocean el arte fuerte de
los hombres epónimos de la raza.
Para que las crónicas de las fiestas fueran completas no
faltó la nota regocijada de la murmuración, la anécdota
zumbona de alegre corolario, como la que se refirió acerca
de las sábanas que se destinaron para algunos de los invitados. Cuéntase a tal respecto que el Gobierno del Estado, por autorización del Secretario General, Lic. Agustín
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Canseco, funcionario que gozó fama de severo en el gasto
de los fondos públicos, ordenó que las sábanas nuevas del
Hospital General se destinaran al servicio de ropa de cama
para los invitados.
El poeta Juan de Dios Peza, que fuera objeto de expresivas atenciones, se hizo lenguas de la gentiliza oficial al
observar que las sábanas ostentaban dos letras: “H.G.”
bordadas con hilo rojo. El poeta no salía de su confundido
asombro y en su halagada y candorosa vanidad, llegó a decirle al Lic. Rosendo Pineda, que si aquellas rojas iniciales
querrían hombres grandes.
Pineda no aclaró de momento las dudas del Cantor del
Hogar, pero tiempo después, cuando la murmuración llegó
hasta la Capital, se cuenta que el famoso “eje de diamante” de la política porfirista, preguntó con zumba al vate de
“Fusiles y Muñecas”.
-¿Qué dicen las letras de sábanas para “Hombres Grandes”, mi querido poeta?
-Que yo me quedo con ellas, aún cuando otros las traduzcan por Hospital General.
Gran verdad, liróforo doliente; es amable traducir en
veces las letras rojas de la vida bajo el prontuario de una
ilusión, con la eficacia de una esperanza. El candor de un
ensueño, como filtro de un divino estupefaciente es de
absoluta incapacidad para los trajinantes de las ventas de
Sancho. No por fingida deja de ser belleza la amplia mentira del azul del cielo, que dijo el clásico, que ni es cielo ni
es azul.
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CAPITULO II.
Una anécdota olvidada del Presidente Juárez. –Don Manuelito Maza. –Los viejos maestros de escuela.
A la niñez oaxaqueña, quien tiene el deber
de mejorar el esfuerzo del pasado.
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ace algunos años murió en la ciudad de
París, el Mariscal Fernandino Foch, que
durante la gran guerra mandó los ejércitos aliados de Europa y de los Estados
Unidos, contra Alemania.
Las proezas del general francés fueron significadas, pero cuando se piensa que la guerra es el
terrible azote de los pueblos, entonces sólo se admira a los
caudillos para quererse a los hombres pacíficos y de buena
voluntad. Por eso el Mariscal de Francia, aún cuando fué
ilustre por sus campañas en defensa de su patria, más nos
conmueve por su conducta de soldado de la paz y la del
general muerto en la pobreza que por su victoria sobre los
Imperios Centrales.
Sus cualidades de hombre pacífico y honrado lo enaltecen más que sus laureles de guerra. Luchar por la fraternidad de los hombres es una preciosa virtud, como lo es vivir
honestamente cuando se han manejado muchos millones
de dinero, porque ambas cosas son superiores a toda acción militar.
Cuando un ministro de Inglaterra, el prominente político Lloyd George, fué a Francia, el Mariscal Foch se vió precisado a cumplimentar a su amigo, ofreciéndole en su casa
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una modesta comida. Para cubrir los gastos del banquete,
el generalísimo de los ejércitos de Europa tuvo la necesidad
de empeñar sus acciones de los ferrocarriles de Francia.
¿Verdad que estos apuros, reveladores de la clara honradez del hombre, valen más que todos los laureles de sus
batallas?
Para fortuna y ejemplo nuestro la Historia de la Patria
nos cuenta de mexicanos que habiendo tenido bastante
poder en sus manos y todo el dinero de sus puestos públicos, vivieron humildes y salieron limpios de toda mancha.
Durante la guerra de tres años, llamada también de Reforma, se desató una lucha tremenda que dividió a los mexicanos en conservadores y liberales, es decir, entre los que
querían que siguieran los privilegios de los soldados, de los
ricos y de los curas –eran los conservadores– y los liberales
que deseaban leyes iguales para todos; libertad para todos;
libertad para escribir, libertad en las creencias, libertad de
sufragio, libertad para escoger el trabajo que a cada quien
mejor le conviniera, obligación de ir a la escuela primaria y
otras libertades y derechos que ahora disfrutamos gracias
a ellos. Fué la lucha del progreso contra la ignorancia, del
esclavo contra su señor, del rico contra el pobre a quien no
querían darle su parte de felicidad que le correspondía.
Entre los liberales que deseaban el adelanto de México,
hubo hombres valerosos y sin codicia a quienes hoy se les
admira por haber sido paladines del pueblo, como se les
venera también porque supieron ser honrados y de buenas
costumbres.
Santos Degollado, por ejemplo, que fué un general sin
fortuna en los combates, pero que siempre organizaba batallones al siguiente día de su derrota, vivió pobremente,
siempre escaso de recursos. A “don Santitos”, como le lla32
maban cariñosamente, lo sorprendieron una vez sus oficiales remendándose los pantalones.
Otro hombre honrado que prestó grandes servicios al
país, fué el poeta Guillermo Prieto, autor de cantos de guerra y de lindas estrofas populares, y que llegó a ser ministro de Hacienda, diputado, profesor de escuelas superiores
y que, no obstante haber ocupado tan elevados puestos,
murió pobre, dejando solamente una casita en Tacubaya.
Y entre todo este grupo de liberales ilustres y honrados,
nadie tan grande por sus virtudes cívicas y de hombre de
hogar, como Benito Juárez, el Benemérito de las Américas.
Cuando el Presidente Ignacio Comonfort desconoció la
Constitución del año 57, el licenciado Benito Juárez asumió, por ministerio legal, la Presidencia de la República, y
la defensa de los principios liberales.
Precisado a abandonar la ciudad de México, salió para
Guadalajara, donde iba a ser asesinado; de allí continuó
para el puerto de Manzanillo y se embarcó con rumbo a
Panamá.
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Como don Benito no podía abandonar al pueblo en manos del clero y del ejército, volvió al país, desembarcando
en Veracruz, amparado por el patriota Gobernador del Estado, Manuel Gutiérrez Zamora.
Los reaccionarios fueron a combatirle, Miramón atacó
por tierra Veracruz, y por mar atacarían los barcos del capitán Marín. Los ataques de los “mochos” no tuvieron buen
resultado, pues Miramón tuvo que levantar el sitio para ir
en auxilio de la Capital, que estaba amenazada por las fuerzas de Santos Degollado. Veracruz era una vez más heroica,
y Juárez expedía las famosas Leyes de Reforma, entre las
que estaba la nacionalización de los bienes del clero, los
bienes de manos muertas.
Durante los días de la guerra y los escasamente tranquilos que vinieron al triunfo de la República, don Benito
conservó sus costumbres austeras y sencillas. Los puestos
públicos no le marearon la cabeza y fué siempre afable y de
carácter sociable.
En Oaxaca se le recordaba, a ese respecto, como siendo el excelentísimo señor Gobernador del Estado, vestido
con la negra levita cruzada; al pasar los indios de la sierra,
sus paisanos, no se avergonzaba de saludarlos en idioma y
en la forma respetuosa que usan los indígenas de llevar la
mano del superior a los labios y con la otra descubrirse en
señal de cortesía.
Cuando un indio de Oaxaca pasa por un colegio, cuando
logra elevar su plano de cultura, no hay quien le ponga pie
adelante en el vestir, ni en el exacto empleo de las más delicadas y ceremoniosas formas de la cortesía.
En los días de guerra, de los problemas políticos que se
habían de resolver con todo patriotismo, don Benito aún
tenía tiempo para hacer una modesta vida social, a cuyo
34
efecto tenía la costumbre de comer periódicamente con
sus ministros.
Para uno de estos pequeños banquetes, que al triunfo
de la República serían famosas comidas de Estado que se
dieron en el Palacio Nacional, en cierta ocasión se vió en
aprietos el Benemérito por falta de recursos.
Don Benito no encontraba la manera de sacar dinero
para los gastos en ese día de la comida oficial. El hombre
reservado, que se complacía en guardar con esmero sus
grandes angustias como sus pequeños problemas, tuvo su
rato de desasosiego económico.
Hombre que sabía guardar las distancias y la honesta
majestad de la Primera Magistratura, no apeló a hacer uso
de su puesto para obtener fondos del Tesoro Público para
sus gastos particulares, sino que hizo lo que hacemos todos los pobres: emplear los bienes para remediar los males.
Y al efecto, el caudillo de la Reforma, el hombre que acababa de allegar al Tesoro de la Nación los inmensos bienes
de manos muertas, se vió precisado a empeñar una alhaja
para cubrir sus compromisos sociales.
¿Verdad que esta anécdota es ejemplar? ¿Verdad que es
una lección que no debe ser olvidada?
Pues con la sencillez agradable con que cuentan los viejos el pasado, oímos referir a Manuelito Maza, algunas de
las anécdotas de la vida íntima de su cuñado Benito Juárez.
A escuchar esas charlas de don Manuelito muchas veces
nos detuvimos en la sastrería de Severo Arce, situada en la
esquina de la Avenida Morelos y calle del 5 de mayo, en los
bajos de la casa habitación del Lic. Benjamín Peralta.
Frecuentemente al caer la tarde, Manuelito Maza, viniendo de su casita de cerca de la iglesia de las Nieves, y de
paso para la escuela nocturna de Santa Catarina, se detenía
35
a conversar con don Severo, que era un deslenguado profesional, que de todo mundo murmuraba con una acrimonía
incontenida que denunciaba que el hombre se vengaba por
los adefesios con que la cruel naturaleza le había ornado al
hacerlo de baja estatura, patizambo, desbordante barriga y
una cara de color trigueño toda picada de viruelas.
La pulcritud de don Manuelito se asustaba de las destemplanzas del amigo sastre, pero cuando la charla tocaba
los planos de los recuerdos históricos, entonces el cuñado
del Benemérito era el narrador delicioso de sabrosos sucedidos. De aquellas conversaciones episódicas sacamos el
que narramos y que puede ser normativo para los hombres
del presente y para los niños de hoy, ciudadanos futuros. Y
don Manuelito contaba sencillamente sus recuerdos como
quien hace sin saber una aportación histórica ni menos un
panegírico interesado.
Nuestro narrador fué un modesto pintor, sencillo y llano en su arte de la escuela pictórica de los imagineros sagrados de los Manso y en particular de la de Miguel Cabrera; pintó dentro de esa pauta cuadros murales con motivos
religiosos, sacados de la vida y pasión de Cristo, y cuyos
cuadros existen en el ex-convento de la Merced.
Dentro de la penuria artística de la pinacoteca de la provincia, Manuel Maza representa una honesta aportación
pictórica, parva en cantidad y originalidad, pero apreciable
en su dibujo y colorido.
Fuera de su arte plástico, en cuyo plano no intentamos
hacer obra de crítica ni una exégesis de su producción, queda el hombre que debe conocer la niñez oaxaqueña, queda
el maestro que fué dulcemente paciente, obstinado en difundir los secretos del dibujo entre un alumnado de obreros menesterosos, en la sala de la iglesia de Santa Catarina,
36
sala larga, umbría y apenas iluminada por quinqués de mal
oliente petróleo. En esta labor de difusión fué secundado
Manuel Maza por mi maestro José Irigoyen, artista humilde de su época que ofrendó la vitalidad de su juventud en
las bregas cotidianas de la enseñanza.
Al referir la anécdota de la vida jugosa en orientaciones
de ética privada y pública del Patricio Benemérito de las
Américas, no desaprovechamos la oportunidad de presentar a Manuel Maza como un educador de ayer, y como él,
también recordar al maestro Irigoyen, como tiempo tendremos para decir de la obra buena de los maestros de escuela, antecesores al normalismo, y cuyos nombres fueron:
Demetrio Navarrete, Eliseo Granja, Carlos Cerqueda, Manuel Martínez, Gonzalo Cabrera, Eduardo Aguilar y Fernando Arjona Mejía.
37
38
CAPITULO III.
Una casta de poetas. –Miguel Varela, el primer cantor de
la Jornada del 5 de mayo.
A mi maestro, el Lic. Manuel Brioso y Candiani.
39
40
sta Estampa, colocada reverentemente
en el vitral oaxaqueño, no corresponde,
en realidad, al album de la provincia,
porque aún cuando su marco encierra
una figura que creció en el hogar de la
Nueva Antequera, ella pertenece por su
amplitud, a los fastos de la Historia Nacional.
Nuestra pleitesía pone su fervor para extraer admirativamente, por entre las crónicas chinacas, esa personalidad
que tuvo como culminación cimera, los atributos singulares de saber pulsar la lira como esgrimir la espada. Porque
poeta y soldado, como los trovadores de acordado laud y
bien templado acero, el rimador oaxaqueño vive en el meridiano de la lucha en donde le tocó actuar, como los Altamirano y los Riva Palacio, sin dejar a la mano las flébiles
gracias de las musas por los broncos oficios de Belona.
En el período apasionado por las luchas de Reforma, en
los días inciertos y duros del Imperio, a Miguel Varela le
tocó vivir esa existencia de solicitudes entre las amenazas
de la ortodoxia y los apremios de los chinacos. De aquella
juventud que tenía tiempo para ensayar mensajes líricos,
dándose a las aventuras metafísicas, salía el trovador oaxaqueño para las filas liberales con la urgencia del patriota.
E
41
Hurgando la genealogía de los Varela, encontramos que
en ella hubo hombres que supieron enriquecer los valores
literarios y culturales de Oaxaca. Posterior a nuestro poeta
y soldado, brilló en la poesía y en la judicatura Manuel Ramírez Varela, de quien el Instituto de Ciencias del Estado
se ufana con particular orgullo.
Como los personajes de Balzac que salían de la provincia para ir a la conquista de Paris, el poeta fué a México con
una credencial de diputado que le expidió el camino para el
éxito. Desgraciadamente este poeta, que entre otros atributos tenía el de poseer una memoria estupenda de la que
hacía gala en la Cámara, llamando de presente a los diputados sin tener que ver la lista, y de quien se cuenta que
repetía una poesía con sólo
oírla por una vez, murió relativamente joven, víctima
de un exceso de dosificación
alcohólica.
De este mismo tronco de
sedas fué rama frondosa la
personalidad, más popular
que lírica, del poeta Joaquín
Varela, a quien faltáronle
lo filtros de la ciencia y los
conocimientos de las humanidades para clarificar
la linfa de su abundante
inspiración. Más que poeta,
que cincelador de estrofas y
paciente pulidor del estilo,
fué un trovero versificador,
fogoso rimador espontá42
neo. Esta misma cualidad hizo que Joaquín Varela llegara
con su poesía más adentro del alma de la multitud, que sus
versos contaran con el privilegio del aplauso callejero y el
entusiasmo cálido de los zaraos domésticos.
Su lira en las festividades patrióticas daba a veces con
entono la nota tricolor, en otras gustó de excursionar con
donaire por los campos droláticos de la sátira, y, finalmente, en la intimidad de la camaradería, su musa era repentista, fácil y espontánea para la improvisación, y en cuyo
terreno solamente era igualado por Celso Sánchez, otro
oportuno versificador de felices aciertos.
De tal progenie lírica fué ascendiente Miguel Varela y de
quien contó la historia esta proeza singular que consumó
el Cinco de Mayo del año de 1862:
En aquel amanecer cargado de obscuras inquietudes, la
primavera de mayo con sus gráciles encantos lozanamente
se entreabría sobre las llanuras de Puebla. En el valle de
esmeralda, en los empinados volcanes, en la Ciudad pávida, corría un temblor único, se sentía en todas partes la
tremante agitación precursora de las tragedias colectivas.
Nada difícil era prever que los resultados de la lucha nos
tendrían que ser adversos al combatir con un enemigo tan
valeroso como sabio en el arte de la guerra; pero dentro de
nuestra debilidad nos sentíamos fortalecidos de espíritu,
en heroica afirmación de vida.
En aquella mañana de nuestros ortos de primavera, del
lunes 5 de mayo de 1862, el invasor francés, aliado constante de la victoria, fustigador de toda bélica fortuna, se
acercaba a Puebla con paso de triunfo entre polvaredas de
bridones, relampagueantes destellos de aceros y cintilado
en el pecho de sus bravos las cruces de Magenta y Solferino.
43
Los nuestros son soldados de la “leva”, indios cetrinos
que visten harapos de dril moreno y con paños de sol en la
nuca, nada le deben a la prestancia guerrera, son artesanos,
labradores y estudiantes, y entre ellos los hay originarios
de toda la República: poblanos de la sierra que defendieron
los fuertes de Loreto y Guadalupe; serranos y mixtecos de
Oaxaca, traídos por el Chato Díaz y Mariano Jiménez y que
ha venido a mandarlos el diputado y general Porfirio Díaz;
los rifleros de San Luis, de Berriozabal; los cazadores de
Morelia y los dragones de Costa Chica, de los Alvarez. Todos son soldados improvisados e inexpertos, pero con una
intuición profunda de que defienden algo muy de ellos que
los estimula para el combate.
El general Zaragoza va y viene desarrollando dinámico
entusiasmo, cuando le sorprende, a las once de la mañana,
el trueno del cañón de Loreto, e inmediatamente sale de la
iglesia de la Resurrección, en donde acaba de dar sus últimas órdenes, y montando pequeño corcel bayo seguido de
su secretario Garza Ayala y el Jefe del Estado Mayor, general Colombres, va en busca de aquella novedad y se le informa que todo se ha reducido a un movimiento inicial que
han efectuado los franceses. Todos los jefes de los puestos
avanzados confirman la noticia de que el enemigo está preparando su movilización de ataque desde sus posiciones
de Tepozuchil y de la garita de Amozoc, con intención de
echarse sobre las trincheras de Loreto y Guadalupe.
Las fuerzas republicanas, a su vez, siguen ocupando sus
posiciones de la Boca de Xonaca, El Paje, Los Remedios, la
Plazuela de Román, Aranzazú y cubren el frente del camino de Veracruz. Las caballerías de O´Horán han salido a
perseguir a una partida de traidores que anda por Atlixco,
mandada por el gachupín José María Cobos.
44
Todo es ajetreo de gentes de armas que corren por las
calles de Puebla, y en todas partes también se mira al excelentísimo señor Gobernador del Estado, general Tapia,
secundando las órdenes de la suprema jefatura. Pasan
las ambulancias a los puestos de socorro donde ya están
listas para prestar sus servicios las enfermeras poblanas,
cuyos nombres no podrán olvidarse por patriotas, y que
se llamaron Guadalupe Prieto, Asunción Garay de Falcón,
Rosario Rivera de Zerón, Juana Arauz de Tapia y Teresita
Zahaone.
Al mediar el día, el vigilante Alejo Ruíz, apostado en
las torres de la Catedral, informa que definitivamente los
franceses se mueven de sus posiciones. Como en un cuadro
de pintura bélica, desde allí se descubre un brillante cortejo de parada; espejean los marrazos rutilantes y son nota
colorida en el paisaje los rojos dormanes, los pantalones
azules y las blancas polainas.
Son las doce y media del día. Nuestros clarines dan sus
trémulas notas de guerra y suenan las primeras descargas
de los fusileros franceses dirigidas sobre los fuertes. El aire
se llena de duros gritos de aliento, de polvo, de humo, de
ruido de bridones y de aceceos de pechos que se inflaman.
La tradicional furia francesa se desata, y la columna enemiga parece que se desarticula, que se aclara al paso de cada
metralla, pero sigue adelante, siempre subiendo la cuesta
empinada de los fuertes.
Los soldados de Miguel Negrete están untados a la tierra, permanecen inmóviles, como las fieras de su montaña
brava en el instante cauteloso del asalto, y con toda su indígena paciencia así permanecen hasta que truena la voz
del patriarca, el grito vibrante de ¡Viva Tetela! ¡Arriba Zacapoaxtla!
45
Y el arrogante francés, hombre de tradición guerrera,
allá va cuesta abajo, mal herido y asombrado, camino de
sus posiciones.
En tanto, en la ciudad corren los más desconcertantes
rumores con la retirada momentánea de los rifleros de San
Luis, atacados por el camino de México; la llegada de Juan
Méndez, todo sangrante; del comandante de la policía, Solís, casi destrozado, y de muchos soldados heridos. Además, ya rehechos los franceses han vuelto a generalizar el
combate en toda su línea de asalto, hasta desorganizar a
las fuerzas de Mariano Jiménez, salvadas por la oportuna
presencia de los lanceros de Oaxaca, a cuyo frente iba la
alentadora impetuosidad del Chato Díaz, hermano mayor
de Porfirio Díaz.
En esta función de la Ladrillera los lanceros de Oaxaca
tuvieron que lamentarse de algunas bajas, siendo las más
sensibles las de los abanderados González y Varela, muy
popular este último entre toda la oficialidad por sus dotes
caballerosas y su numen de poeta. Porque Miguel Varela,
descendiente de una casta de trovadores inspirados, era en
Oaxaca el amable recitador de los festines públicos y caseros, y más de una reja de novia enamorada supo de los
decires galanos del poeta.
Se cuenta que Varela, en el último día del vivac, bajo la
techumbre clara de la noche de primavera, en torno de las
fogatas a cuyo derredor departían en grupos separados
soldados y oficiales, tuvo el presentimiento de que él no
saldría con vida, pero que el triunfo sería de las armas republicanas.
Así lo presentía el poeta al amor de las fogatas del vivac,
cuando se cantaban melancólicas valonas del bajío, broncas
canciones norteñas, picarescos corridos campiranos, y se
46
hacían, naturalmente, conversaciones banales, íntimos secretos y rojos a propósitos para caer a la postre, en el tema
indispensable sobre la suerte que cada quien correría.
Nombre juventud fue aquella que vivió su vida de apasionamiento y que de todo renegó como exponente de su
fuerza espiritual, y sólo juicios desdeñosos y ácidos le mereció el pasado.
El poeta, anonadado por la materia dió a la patria, como
aquella juventud, toda su vida hecha una ofrenda lírica y
roja. Fué en los momentos decisivos, entre los débiles reductos de la Ladrillera, cuando muerto el teniente González le correspondió por jerarquía inmediata empuñar
la bandera de su regimiento. El combate es encarnizado,
bronco y terrible en toda su fuerza. Varela lucha como
los buenos, es audaz como los jóvenes, es tenaz como los
hombres de su estirpe zapoteca. Pero el destino le ha sido
adverso, se siente herido, ya no puede empuñar el arma y
antes de caer para siempre, tiene el supremo valor de reconcentrar su espíritu y en la trinchera humeante, cayendo
escombros, cruzando las balas, debatiéndose los soldados
en estertores de muerte, dice con inspiración mexicana,
con patriótico arrobo, en agónico gesto de victoria, el poema del heroísmo sorprendente de la Patria vencedora.
El poeta anonadado por la materia que se derrumba, se
sobrepone a sus dolores de muerte hasta marcar con temblores de alma en agonía, el primer canto bélico del 5 de
mayo de 1862.
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48
CAPITULO IV.
“El Milagro de su Señoría”. – Ignacio Merlín e Hipólito
Ortiz y Camacho. –Los santos protestantes–. Las
confusiones de José María Montes.
Al Senador Francisco Arlanzón.
49
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on maliciosa intención se cuenta en Oaxaca un lance escabroso que ocurrió entre una piadosa doncella y un clérigo que
pasó por venerable. El anecdotario oaxaqueño es copioso en el renglón picaresco,
parece informar, por su sabrosa malicia,
por su colorido y gracia, en el espíritu inquieto de Facundo.
Excluyendo las vidas accidentales de sus honorables
hombres máximos, Benito Juárez y Porfirio Díaz, que por
interesantes llenan con holgura las páginas de la historia,
Oaxaca tiene leyendas nutridas de interés; truculentas y
pávidas como las del Chato Díaz, el viejo; sugestivas como
las de la fastuosa Juana Catarina, tan opulenta y noble
como una princesa zapoteca; risibles como las de Martín
González, “Caclito”, gobernante ñoño y lúbrico; pero siempre todas ocurrentes, como las de algunos personajes que
vivieron hasta el último tercio del siglo pasado, tales como
las de aquel zumbón de Luis Fernández del Campo, bibliotecario oficial, que con donaire y gracejo hacía rabiar a todo
mundo con su deslenguada musa y de quien se recuerdan
aquellos versos en donde salían a colación el dentista José
Calvo, el periodista José María Vidaña y la popular Mercedes Rodríguez, alias “La Araña”, famosa señora por su
C
51
comadrería y que por su condición de propietaria de una
surtida tienda de sabrosas fritangas, se hizo de una clientela masculina esencialmente nocturna y parrandera.
Y nuestro gracioso pícaro Fernández del Campo, glosando un pleito que hubiera por los escabrosos amoríos de
cierta dama de por el barrio de la Sangre de Cristo, endilgó
una de sus trovas que principiaba:
Un Vidaña que no daña
y un Calvo que no lo es,
riñieron en cierta vez
en la tienda de “La Araña”.
Otro de los tipos con personalidad fué Benjamín Peralta, que gozaba de un crédito bien cimentado de hombre
rico, de copiosa cultura mundana y de proverbial facilidad
de palabra. Además, gustaba de la buena vida, de la buena
mesa y de brindar las hospitalidades de su casa, siempre
cordialmente abierta para todas sus amistades. Cuéntase
que cierta vez el rumboso y culto abogado, que de paso
debe decirse que estaba
casado con una señora
gentilísima, pero quien
a la hermosura nada le
debía pues las gracias
no le habían sido gratas,
fué urgido por su esposa
doña Luz Clara Valverde, para que dijera algunas palabras o algunos
versos de los que él sabía
hacer, en honor de los
contertulios. Nuestro
52
don Benjamín aceptó y fuese a tomar su sombrero. Esta
actitud no sorprendió a nadie conociendo el carácter festivo del anfitrión y lo dado que era a las sorpresas de buen
humor. Y el jacarandoso don Benjamín, ante los expectantes contertulios, se dirigió a su consorte y le endilgó esta
singular redondilla:
Eres Luz y no eres clara;
eres Clara y no eres luz;
Pero tienes una cara
que todos dicen: ¡Jesús!
Oaxaca conserva sus amables costumbres, las defiende
y practica con cariñosa aplicación y encantador cuidado;
quien en ella vivió no olvida el cielo divino que la cubre, la
diafanía de sus noches claras, el azul de sus días rutilantes: Cielo de raso sobre la Nueva Antequera, la que un día
fundaron los Tercios de Castilla; ciudad que vive y palpita
con donaire fervoroso en el regocijo de sus fiestas populares, en la amplitud de sus casonas enfloradas y en el blasón
artístico de sus iglesias maravillosas y únicas, como el portento de Santo Domingo.
Las tardes del lunes del cerro, enjoyadas de sol y colmadas de nardos y azucenas; los paseos en carreta al árbol del
Tule, donde se baila alegremente; las noches de los rábanos, olorosas a violeta y furtivos amores, los chachacuales,
donde se toman buñuelos y se rompen platos, son alegrías
que conserva la hazañosa y buena Ciudad de los presidentes.
Oaxaca, como todas las viejas poblaciones mestizas, tenía su vida dedicada a trabajar poco y a celebrar demasiado
53
las festividades religiosas. La conmemoración de los muertos, el aniversario de la Virgen de la Soledad, las calendas
de la Merced, Consolación y San Juan de Dios, con sus
“marmotas” de luces y sus canastas desbordadas de dalias
y amapolas; y los “encuentros” de Jalatlaco, el Marquesado, Xochimilco, eran los asuntos que movían su modorra
de población acogida al remanso del porfirismo.
Entre los sucesos que en su tiempo conmovieron a Oaxaca, se encuentra la muerte del señor obispo Fermín Márquez y Carrizosa, hombre humilde y virtuoso que tuvo el
respeto y cariño de los oaxaqueños. Toda la ciudad lamentó la muerte del prelado; por varios días los templos dieron
la llamada de sede vacante para recordar que el obispo había fallecido.
Automáticamente surgió entre clero y creyentes el problema de la sucesión episcopal. Dos fueron los candidatos
que señalaron el clero y la grey religiosa: los canónigos Ignacio Merlín e Hipólito Ortiz y Camacho; Ignacio Merlín
era un sacerdote de gran significación social, probo, austero, y de abundante cultura. Hipólito Ortiz y Camacho era
todo un señor canónigo, de varonil prestancia, alto de estatura y cautivador como un abate.
Los partidarios de uno y otro desplegaron grandes actividades a favor de sus candidatos, extendiéndolas en torno
del Papa Pío IX. La propaganda fué creciendo hasta hacerse delirante e incontenida. Clero y católicos se dividieron
en sendos grupos: Merlinistas y Orticistas. A la postre, se
salieron de la cordura los combatientes, pisaron el campo
de la intemperancia y sembraron el desasosiego en el Esta54
do. Fueron tan grandes las pasiones, tan desbordadas, que
Porfirio Díaz, que inauguraba su dictadura, tomó discretamente cartas en el asunto y con su tacto peculiar, atento a que no hubiera trastornos espirituales en la República, encargó al Ministro mexicano en Italia, Juan Sánchez
Azcona, de que explorara la opinión del Vaticano sobre el
conflicto religioso de Oaxaca e insinuara la conveniencia
de que se nombrara obispo a Eulogio Gregorio Gillow y Zavalza, presbítero poblano colocado al margen de las diferencias clericales oaxaqueñas.
El mismo asunto fué tratado por el Guardasellos de la Secretaría del Estado del Vaticano, Monseñor Angelini, clérigo
influyente en la corte Pontificia y que sostenía muy cordiales
relaciones con el General Díaz. Este mismo diplomático de
tonsura desempeñó, hasta las postrimerías de la dictadura
tuxtepecana, el cargo honorario de Consul de México en
Roma, en compensación a la licencia especial que obtuvo del
papado para que el ex-cura de Tehuantepec, Fray Fernández,
pudiera seguir oficiando en su calidad de manco. Este fraile
por faltarle un brazo fué suspendido por la curia mexicana:
pero amigo particular del Gral. Díaz, a quien le había prestado significados servicios en sus andanzas guerreras por el
Istmo, consiguió la revocación del acuerdo eclesiástico.
Logrado el nombramiento de obispo a favor de Monseñor Gillow, el partidarismo amainó en parte, pero sin dejar de subsistir hasta la muerte de los pretensos. A esa circunstancia obedeció que los primeros años del episcopado
del señor Gillow fueran difíciles en conseguir el equilibrio
entre las corrientes encontradas de los partidos que lo solicitaban. La prudencia del nuevo prelado suavizó relativamente las acometidas de los vencidos y de las que alguna
vez él mismo fuera víctima, pues hasta se le señaló de poco
55
fervoroso por tener un apellido extranjero y haber traído
reliquias de “santos protestantes” como las de un san Gaudencio, colocadas en San Felipe Neri.
Refiriéndonos al señor canónigo Ortiz, motivo esencial
de esta leyenda, se cuenta que sus partidarios tenían tanta
seguridad en que su candidato sería el obispo, que dieron
por ganado el asunto y le principiaron a dar el tratamiento
de “señoría”.
El señor Ortíz compartía la misma creencia que la de
sus simpatizadores y tan segura y a mano creía tener las
codiciadas bulas pontificias, que entre otras cosas y preparativos de espera se dió a remosar su amplia casona solariega de la calle de Colón donde los que la visitaban podían
ver que en el medio punto del interior del zaguán y en los
arquitrabes de los arcos de los corredores del primer patio, estaban colocados medallones, a manera de escudos
heráldicos, rematados con la mitra y el báculo episcopales,
signos de la futura alcurnia eclesiástica. Pero ni el opulento
Hipólito Ortiz y Camacho, ni “tío Merlín” como se le llamaba popularmente al austero, pero bilioso Ignacio Merlín,
contaban con la huéspeda, es decir, con la oculta intromisión del Gral. Díaz, quien en lo tocante a andar de aguafiestas siempre se escupió la mano sin que para ello fuera óbice la palabra empeñada, ni los afectos de la amistad, pues
tal lo hizo con su antiguo secretario Justo Benítez a quien
desengañó en víspera de las elecciones de que él no era el
llamado a substituirlo en la Presidencia de la República. La
verdad la conoció Benítez en forma insólita y en manera
desaprensiva, pues habiéndole ofrecido la Cámara de Co56
mercio de la ciudad de México una extraordinaria comida
en el Tívoli del Eliseo, al ser impresas las invitaciones, el
Gral. Díaz ordenó que fuera substituido el nombre de Benítez por el del Gral. Manuel González.
Y “su señoría”, Hipólito Ortiz y Camacho, acostumbrado
a descansar de las ocupaciones espirituales a que lo obligaban sus deberes de canónigo penitenciario de la Iglesia Catedral, como las de capellán del templo del Patrocinio, pasaba
largas horas en la casa de su cordial amigo José María Montes, donde entre cigarrillos de “La Opera” y tazas de buen
café pochuteco, se entretenían en displicente charla.
Noche por noche, al filo de las nueve,”su señoría” salía
pausada y arrogantemente, cubierto con su amplia capa
de vueltas de seda, tomando camino para su casa por la
calle de San Agustín. Toda Oaxaca sabía que José María
Montes, comerciante en artículos piadosos, era el amigo de
confianza del señor Ortiz y el único varón a quien abría la
munificencia de su casa.
Montes, indígena de raza pura y comerciante laborioso,
era viejo católico y llevaba una vida solitaria, de honesta
viudez, en compañía de su única hija, impúber y recatada
doncella. En aquel ambiente de sosiego, de recogimiento,
donde la niña de mansos encantos se había hecho señorita,
sucedió algo insólito que inquietó al sencillo José María.
Y con azoro razonaba: en la casa no somos más que tres,
“su señoría”, el burrito y yo. ¿Cómo sucedería esto? ¿Se habría repetido el milagro bíblico de la paloma espiritual?
Y urgida la cándida niña por los imperativos paternales,
ruborosa, compungida, al oído de su progenitor hizo entrecortada confesión: ¡De su señoría!
El viejo cristiano inclinóse reverente, musitando: ¡Bendito vientre!
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58
CAPITULO V.
Las fiestas patrias.- El “Grito”.- “La América”.- Manifestaciones de estudiantes.- Los oradores espontáneos.- Los
bailes populares y los saraos palaciegos.
Al Ing. Ricardo Luna.
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n Oaxaca tuvieron en su tiempo las fiestas religiosas un grande interés colectivo. El santoral de sus barrios se celebraba con una religiosidad que dijéramos
jocunda, porque a su amparo y pretexto
había pública alegría, la gente estrenaba
su ropa y los vecinos organizaban bailecitos rociados con
el mezcal de la tierra, dulces mistelas y sabrosa cerveza
de piña. En las calles ardían luminarias, había desfile de
carros enflorados; mucha música, cohetes, ruedas catarinas, palo ensebado y cucañas por la tarde en la esquina de
la iglesia. La fiesta era motivo de expansiones, causa para
riñas de lengudos con catrines y escaparate para que lucieran su belleza las chinas y las catrinas.
Mas, tampoco, no fueron menos entusiastas las fiestas
del quince y el dieciséis de septiembre, hasta llegar a ser
tan importantes, que su celebración obligaba a estrenar alguna prenda de vestir, como en las de Semana Santa, Año
Nuevo y Lunes del Cerro.
Los programas de las fiestas patrióticas se fijaban en
las esquinas de los portales y grupos de curiosos comentaban los números de más interés. Los programas eran vistosos, impresos a dos tintas, con una redacción literaria
E
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constantemente igual en las frases patrióticas y siempre
principiando con el anuncio de que una salva de veintiún
cañonazos saludaría a la aurora del glorioso día y que músicas y bandas recorrerían las calles de la ciudad. Después
seguía la enumeración de los festejos y concluía el programa firmado por el Gobernador y el Secretario de Gobierno
y con el pie de la imprenta del Estado autorizado por Ignacio Candiani o José María Pereyra.
Al rayar la aurora, la chiquillería se echaba a la calle a seguir a las músicas de la guarnición y a la famosa Banda del
Estado. El número matutino de más emoción era el de los
veintiún cañonazos. La artillería salía de su cuartel de Santo Domingo con sus oficiales y soldados de gala, bajaban
por las empinadas calles de Benito Juárez caminando con
estrépito marcial, doblaba por la Avenida Independencia
para entrar al atrio de la Catedral, y tras de maniobras muy
espectaculares para el público madrugador de cargadores,
humildes menestrales, comerciantes, detallistas, gatas y
placeras, la artillería enfilaba sus bocas hacia la Alameda
y al sonar exactamente las campanadas de las seis en el
viejo reloj, el grave capitán Sierra bajaba su rutilante acero y escuchábase horrísono disparo cuyo taco de petate, al
golpear los fresnos producía una lluvia de verdes hojas.
Qué grave, qué grande nos parecía el capitán Sierra
cuando señalaba la pieza que le tocaba disparar. Su cuerpo
chaparro, adiposo, ventrudo, la color trigueña, ornado el
indiado rostro con recios mostachos y breve perilla negra,
tomaba épicas proporciones dentro del vistoso dormán
que le cinchaba la barriga rotunda.
A medio día se reunían en Palacio los políticos de altura
a redactar un telegrama para el Presidente, felicitándolo
y deseándole “que con su mano experta siguiera llevando el
62
timón de la nave del Estado”. Este cariñoso telegrama para el
paisano era firmado por los amigos que pudieran ser Gregorio Chávez, licenciados Agustín Canseco y Nicolás López
Garrido; Francisco Uriarte, Carlos Sodi, Guillermo Sodi,
doctor Francisco Hernández, Pascual Fenochio, Francisco
Pérez, Feliciano García, Romualdo Zárate.
Los habitantes continuaban preparándose para los festejos que principiaban sustancialmente, la noche del quince. En las esquinas de los portales se daban los últimos
retoques a los arcos triunfales, unos hechos con bastidores forrados de manta pintada, otros manufacturados de
carrizo tejido; pero los había también de verdes ramas con
amapolas y dalias y todos ostentando frases patrióticas y
con los retratos de los caudillos insurgentes.
Las tiendas de ropa “Las Fábricas de Francia”, “La Ciudad
de México”, “El Pabellón Nacional”, etc; las sombrerías de
José Pacheco y Miguel Díaz; las sastrerías, desde las encopetadas de Manuel Vega y Francisco Martz, hasta las del más
humilde remendón; las peluquerías “La Rubia”, de Miguel Herrera y “El Buen Tono” de Francisco Llaguno –personaje im-
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portante que en tiempos de Emilio Pimentel llegó a regidor
del H. Ayuntamiento y a vestir levita y a tocarse con sombrero
masóu– hasta las del mercado de la “La Industria”, donde los
peluqueros calzonudos con casquete de hoja de lata y su vela
de sebo por las noches, cobraban cuartilla por la pelada y medio por hacer barba y pelo y poner loción de toronjil, todos
tenían una actividad que cumplir, sin que olvidemos las de las
coheterías que también tenían bastante trabajo.
La ciudad iba siendo invadida por los vecinos de los pueblos cercanos, la plaza se adornaba con farolitos de colores
y de poste a poste se prendían guías de festones de laurel o
de musgo. A las seis de la tarde los serenos de blanco uniforme, que volvían de las canteras de Ixcotel de hacer la vigilancia de los presos rematados, salían, despachados por
Barriguete, llevando al hombro una escalera de tijera y en
la mano una alcuza con petróleo para encender los faroles
de los barrios.
De las siete de la noche en adelante, los estudiantes del
Instituto organizaban una manifestación que resultaba
siempre simpática para el vecindario. Provistos de hachones, y vestidos con los trajes peorcitos que tenían, recorrían las calles pronunciando arengas que terminaban con
vivas a los héroes de la Independencia y los indispensables
mueras a los gachupines.
Al grito de suban a fulano, el presunto orador pretendía
escabullirse entre los manifestantes, pero como generalmente era alcanzado, lo subían en hombros y sin escuchar
sus protestas, tenía que hablar como Dios le diera a entender. El orador casi siempre era interrumpido por anotaciones hechas a gritos y por las ocurrencias de chacota del
auditorio; y si para su desgracia la forzada improvisación
no era del agrado del concurso, se le bajaba sin comedi64
miento, sobre su cabeza menudeaban golpes y caía al suelo
achuchado y maltrecho. ¡Qué simpático era todo ésto! Las
manifestaciones eran desfogue de la inquietud moza que
sentía ahogadas sus confusas ideas dentro de las prácticas
normativas del porfirismo. Fué íntegramente simpática
la turba de estudiantes ensayando sus mensajes bajo las
noches patrióticas, diciendo con atropellos el entusiasmo
lírico de su canción de libertad.
Sin intentar afirmar ñoñamente que los tiempos pasados fueron mejores porque en ellos vivimos, sí puede decirse que aquellos muchachos fueron rebeldes a su manera,
como sólo podían serlo dentro de un sistema pasivo, y a lo
más, solamente clerófobo, insumisos a las disciplinas en su
misión de vanguardia.
Juventud de blanco penacho que habló al pueblo sin
retorcimientos retóricos ni ficciones de sabiduría, se le recuerda por el romántico entusiasmo que puso en su indocilidad para las aprobaciones incondicionales. “Desventurada juventud que principia renegando, –dijo Barrés– que no
tiene en sus actos el tic del nerviosismo, que no tiene en la
voz de su mensaje la inflexión resuelta, aguda y áspera de
la virilidad espiritual”.
Evocar, no es solamente recordar el tiempo que fué, sino
penetrar en lo que ha muerto, para sentir la palpitación de
la vida que lo animó. Hay poesía en el fluir de esa fuente
misteriosa que resucita e ilumina un mundo extinguido,
que evoca los entusiasmos del pretérito.
En ese mundo de ayer viven los entusiasmos de las manifestaciones nocturnas del quince de septiembre, del veintiuno del marzo y del dieciocho de julio, llenas de los mensajes
premiosos de una juventud escolar, vehemente y tumultuaria. Es José Ma. Vidaña, con Aquiles García, Aguirreolea y
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Celso Sánchez, que con el interés de la palabra intranquilizan la pasividad social; fueron un pretexto las noches de
literatura tricolor para que hicieran sus ensayos oratorios
Adalberto Carriedo –malogrado después en el encierro impropicio de la provincia, cuando ya era poseedor cuajado de
la palabra– para que José Joaquín Varela diera sus versos
efusivos, y apuntando años después, viniera la musa clerófoba y festiva del pollo Carranza; las estrofas bien declamadas de Adolfo Arias; los poemas de Severo Castillejos, hoy
estratificado en una lamentable esterilidad de producción;
las poesías decorosas de Francisco Echeverría; las oraciones
sentidas de Alberto Vargas, como la bellamente inspirada
ante la tumba de Herlinda Calderón; las rimas tropicales de
Enrique Cervantes Olivera y de tantos otros que hicieron
preeminentemente la inquietud literaria y social de su época, ¿verdad mi querido Peje Luna?
Y después de recorrer los estudiantes las calles principales, hacían su alto en el zócalo, aparecía la comitiva de la
“América” llegando frente a Palacio, momentos antes de la
hora solemne de las once de la noche. Vieja costumbre fué
en Oaxaca que la noche del quince de septiembre se hiciera
antes del “grito” una procesión de antorchas con la “América”, la cual llegando frente al balcón central del Palacio de los
Poderes del Estado, cantaba un himno con música y versos
especiales. La representación de la “América” fué asunto que
tuvo sus bemoles, su encuentro estuvo sujeto a un proceso
habilidoso, para que no hiriera la suspicacia de los gremios
obreros femeninos que lo hacían cuestión de vanidad y de
amor propio. La “América” era buscada entre el gremio de
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las cigarreras de las fábricas “La Opera”, de Manuela Orozco
y de “La Sorpresa”, de Francisco Murguía, y debía reunir especiales condiciones: juventud, belleza y no escasa voz. Una
vez encontrada la singular doncella, de quien podríamos decir con el clásico: “infelíz de la que nace hermosa”, porque
generalmente, del carro alegórico pasaba a la categoría de
bocado de funcionarios de escaleras arriba, se comenzaban
los ensayos en la casa del profesor Cosme Velázquez, con
asistencia del personal del coro y de curiosos que hacían romería por conocer a la nueva “América”.
Cuando caen las once campanadas del reloj de Catedral
sobre el rumoreo de la multitud, las músicas se callan, la
gente se arremolina, se hace un momento de silencio y aparece decorativo, el balcón central de Palacio, el señor Gobernador, seguido de funcionarios de alto presupuesto. Empuñando la bandera de la Patria, ondeándola, el Ejecutivo dice
breves palabras y las remata con emocionados vítores para
la Independencia y sus héroes. El pueblo responde con vivas, las bandas tocan el Himno Patrio, truenan los cañones,
estallan las bombas, arden luminosos cohetes que se desgranan en el espacio en lluvia de feéricos colores y las campanas
aturden con sus largos repiques. La ceremonia del “grito”
ha terminado, pero el júbilo sigue y hay baile en el mercado
“Porfirio Díaz” y acto oficial en la primera demarcación.
El acto oficial que preside el Comisario, tiene importantes números: discursos, recitaciones, piezas de música y
tribuna libre, que es lo mejor de la fiesta, por los oradores
espontáneos y su público de buen humor que la emprende
con los mismos, poniéndose al tú por tú con ellos.
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Autor de uno de estos sucedidos de orador de tribuna
libre, fué cierta vez el popular Manuel Renero, ciudadano
maduro, por los años de 1900, y muy dado a trabar amistad
con estudiantes alegres y bromistas a pesar de que ya desempeñaba las serias funciones de maestro de una escuela
nocturna y de amanuense de la Secretaría General del Gobierno del Estado, en cuyo puesto se distinguía como su
contemporáneo Carlos Magro, por la pulcritud en el vestir
jaquette de cola de pato y brillantes zapatos de charol manufacturados por el maestro Cervantes.
Este Manuel, a quien guardé particular estima desde
que lo conocí en la casa de Mamá Chole, (Soledad Filio, esposa del historiador Manuel Martínez Gracida) fue obligado en una noche de fiestas patrias a tomar la palabra en la
tribuna libre de la primera demarcación por unos endiablados muchachos, graduados de buen humor, que se llamaban Cecilio Ortiz, Anselmo Cortés, Paco Ballesteros, “La
Rana Vasconcelos”, el “Cuete Cervantes”, el “Peje Luna”,
Luis Martínez Gracida, el “Tijerilla”, el “Cabezón Martínez”, Fausto Márquez, Emilio García, etc.
Habían ya terminado los números del programa oficial,
cuando estudiantes y plebe principiaron a gritar que subiera
el “Sordo Renero”. –“Sí, que suba, que hable “El Sordo”– gritaban, y Manuel, apesar de su sordera, no pudo hacerse el
sordo y no tuvo más remedio que dejarse subir a la tribuna.
El forzado orador procuró reponerse, dominar la emoción, entrar en quietud, darle largas a la situación para
coordinar ideas y palabras; pero aquello era imposible, lo
urgían demasiado los gritos de –¡ándale!, ¡ya está bien!,
¡ahora!, ¡lo que te salga!– Y al fin principió diciendo:
–“Teñor Comisario, teñores: Era una noche de tetiembre, hermota…
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–¡Muy bien, no te detengas, síguele!
–“El tol en el cenit resplandetía…” y mal acaba la frase
cuando el público se encrespa, le grita, le lanza chacotas, y
entonces Renero vacila, se aturulla, quiere continuar; pero
traga camote y pierde su buen humor y queriendo reaccionar ante los gritos que piden ¡abajo, abajo!, levanta la diestra que extiende con índice y cordial, y grita: ¡tos palabras,
tos palabras, nada más!
–Bueno, que hable, déjenlo que hable; pero dilas pronto,
le gritan. Y Renero, empinándose, sacando el cuerpo de la
tribuna, sin cerrar los dedos de la mano que los ha tenido
extendidos, deja caer desde todo lo alto posible, estas palabras:
–“¡Tois brutos y pendejos!”
Esto es agua sobre hierro en ascuas, se hace el juicio final, brincan los dicterios, le bambolean la tribuna y apenas
se le oye decir a Renero, que está en posición decúbita:
–¡Mi tombero, mi tombero!– Le habían volado el sombrero al orador.
El dieciséis de septiembre se despertaba con idéntico
programa al del día quince: músicas militares en las calles y cañonazos en el atrio de Catedral. A las diez de la
mañana salía la comitiva de Palacio presidida por los señores Gobernador y general Jefe de la Zona, quien atraía
la curiosidad de los espectadores por su uniforme y su
sombrero montado con albas plumas. El acto oficial era
como todos los de entonces, muy largo, mucho discurso
con citas de historia, pesados considerandos de Filosofía
y declamados ampulosamente, la música era incompren69
siblemente seria, absolutamente aburrida por su factura
de importación alemana, con mucha tambora y trepidación de latones.
Venía el número cumbre del día que era el desfile militar
presenciado desde Palacio por las autoridades, los señores
acomodados y los familiares de los altos empleados. Pasaban primero los carros enflorados, seguía despés el de la
“América”, y entonaba su patriótico canto.
Al toque del bélico clarín, la columna militar principiaba
a movilizarse; aparecía la descubierta formada de rurales de
la Federación y atrás el Jefe de la columna, que se apostaba
con su Estado Mayor frente a Palacio. La Banda de música del Estado pasaba tocando marcial paso doble, formando delante la infantería y artillería de la Guardia Nacional,
mandada por su jefe el mayor Demetrio Tello. Los rurales
del Estado, los famosos “Perros Rabiosos” iban pie a tierra; la policía urbana, con sus largos fusiles de un solo tiro,
quepis con quitasol y blanca polaina de lona, era mandada
por oficiales malfajados que caminaban montando flacas cabalgaduras; los muchachos de la Correccional, llevando banda de música y de guerra, los mandaba el Teniente Coronel
Juan Oronós, y finalmente venían las tropas regulares: un
batallón con sus cuatro compañías de soldados vestidos de
paño azul, alto chacó de cuero opaco con franjas acharoladas
que terminaban en púrpura borla de estambre y al frente el
número de la Corporación. Aquella vistosa columna formaba su retaguardia con un regimiento de caballería. El regimiento llevaba su banda de trompetas, claras y sonoras; la
banda de música, acompasada por las trompetas, tocaba su
clásica marcha dragona, luego venían los pesados escuadrones con soldados que portaban gruesos sables y en lo alto
de los chacós vistosos pompones; los dormanes vistosos de
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obscuros alamares de los jefes y oficiales y todo el regimiento, levantando una bélica polvareda y produciendo acompasado ruido los cascos de los corceles sobre las baldosas. A
la una terminaba el vistoso desfile y la “América” se soltaba
cantando por su cuenta en las puertas de las casas grandes,
las casa de los ricos, seguida de una turba admirativa.
Las fiestas terminaban con la clásica serenata con fuegos artificiales. Damas y caballeros paseaban por la calle
exterior de la Plaza de Armas; y el público de gleba; gatas,
indios y artesanos, por dentro de las pequeñas avenidas
de los camellones, pero con mucha alegría comiendo pepitas, calientes molotes y dulces canutos de caña, mientras
arriba, en el quiosco, tocaban alternándose las bandas de
música.
En esta noche la clase media y la humilde se iban a ver
los fuegos y a pasearse al zócalo para oír la serenata, exceptuando la gente rica que concurría al baile de Palacio donde
lucía sus encantos la belleza femenina de la aristocracia.
Si leyéramos las notas sociales de aquellos tiempos no
sería extraño que encontráramos un adorable cronicón
donde se dijera que al baile de Palacio habían concurrido
las respetables señoras Romero de Sodi, Carrasquedo de
Chapital, Pimentel de Hernández, Larrazábal de Sandoval,
Álvarez de Vasseur, Barrundia de Zorrilla, Gay de Parada,
Tejada de Larrañaaga, Valverde de Esperón, Gómez de del
Valle, etc., etc. Y el cronista cursi y amaneradamente ramplón, haciendo poesía menuda con palabras almibaradas y
adjetivos de usual circulación, no era remoto que escribiera
diciendo que por el patio central de Palacio, convertido por
la mano embrujada de un mago en un edénico salón, en
un paraíso luminoso de las fantásticas mil y una noches,
vieron cruzar la grácil figura de Rosita Gavito vestida con
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un traje azul de ensueño; por allí, cabe alto tibor de rosas
florecidas, estaba causando el enojo de las flores, ese capullo del vergel de Antequera que se llama Octavia Barrundia;
y que podríamos decir nosotros, humildes revisteros, de
la hermosura incomparable de Rosa Cajiga, de la nórdica
figura, diáfana y leve de Clarita Fenochio y de las señoritas Hinrichis? Y en verdad, fuera de toda altisonancia que
tanto usaron las hojas de aquel entonces, sí que fueron
hermosas aquellas sutiles damitas de nombres patricios
en la aristocracia oaxaqueña, y que se llamaron Sodi, Esperón, Gavito, Santaella, Grandisson, García Manzo, Magro, Larrañaga, Tejada, Barrundia, Bolaños Cacho, Serret,
Iñárritu, Figueroa, Sandoval, Canseco, Mimiaga, Gómez,
Dominguez, etc.
Al doblar el cabo de la vida donde las pasiones se encalman, como las olas que fueron encrespadas mar adentro y
dóciles llegan a la playa final, gratamente formamos esta
estampa tricolor con sus cohetes detonantes y a colores;
con la algarabía que pasa entre arcos pintorescos; con el
paso acompasado de los soldados; con el rumor de la alegría de los humildes y de los bailes palaciegos; pero que por
su estructura interna corre quietamente la melancolía del
pasado, la linfa de la añoranza que se filtra en cada pasaje
de las fiestas de ayer y que son, para quienes las vivieron,
el remanso que permite nuevamente oír el eco de la vaga
dulzura del ayer lejano.
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CAPITULO VI.
Los viejos teatros de Oaxaca.
Para el capitán Aviador David Chagoya.
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uando el ferrocarril ideado por la tormentosa locura de Luis Mier y Terán,
pasa el bochornoso Cañón de Tomellín
y con el cambio del paisaje, de hosco y
molesto, aparecen las frescas planicies
envueltas en una atmósfera luminosa,
entonces se comprende aquella cálida alegría que los caminantes experimentaban antaño al contemplar, desde las
cumbres de San Juan del Rey, la ubérrima llanura del vergel oaxaqueño.
Como el camino, en parte es desolado, de continua
monotonía, de sierras duras y yermas, sucesivamente rotas por la terquedad del Río de las Vueltas, el famoso Río
Tonto que no encuentra su salida y que anda y desanda
su mismo camino, haciendo eses inverosímiles- el viajero
se sorprende con agrado al encontrar la ciudad, hoy todavía tremante de dolor y angustia, que lo recibe con cariño
hóspedo y dulce que lo hace olvidar sus ideas de tránsito
por las de quietud que brinda el hogar. Así es de acogedora
y amorosa la suave Antequera, la ciudad extendida como
una sorpresa entre las aguas del Atoyac y el cerro vigilante
del Fortín, y en cuya cumbre se destaca la estatua de Benito Juárez, en su perentoria actitud de una sola pieza.
C
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Al cruzar las calles que fueron los dominios del Marqués del Valle de Oaxaca, brota la sugerencia del pasado,
el recuerdo se mece en el columpio azul de la emoción, y
nuevamente se abre la compuerta del viejo manantial para
dejar caer el agua cantarina a cuyo rumor despiertan los
recuerdos. Entramos a vivir el ayer, nos ha salido a recibir
el pasado que va desarrollando, con habilidosa prestidigitación, la cinta luminosa de la juventud.
Estamos en la ciudad fragante, de sencillez apacible y
tan propicia a toda la capacidad del ensueño, que sentimos
que su quietud es un alto para remansar la existencia.
La ciudad va prendiendo sus luces, y lentamente el rútilo crepúsculo desfallece, y la noche clara y azul de mayo
apenas deja brillar el oro de las estrellas.
Y aquí surge un hecho de candorosa sencillez que habíamos perdido; allí, por esos jardines, vivieron los amores
de las noches de retretas militares; y en estas calles empenumbradas fueron las aventuras onerosas, y en esta casona glosamos una iniciación literaria, y en toda cosa y lugar
habla la voz emocionada del pasado.
Entre el desbordamiento de sugerencias que provoca
nuestro Oaxaca, hallamos algo que reclama de nuestra
parte, detenida complacencia, los coloquios del Teatro Noriega.
En Oaxaca hubo varios teatros, el “Juárez”, que todavía
subsiste y era el preferido de las empresas de verso, de zarzuela y de ópera, y en cuyas temporadas brillaban los talentos inspirados del maestro José Alcalá y de sus músicos
Amando Fuentes, Pepe Vargas, Gabino García, Gregorio
Caballero y los hermanos Sánchez.
El Teatro “Juárez” fué el coliseo de postín, el foro único
para el arte de categoría principal, como fué el escogido
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para los conciertos caritativos de
largos programas;
las reparticiones
de premios, que
siempre eran solemnes, como rezaban las invitaciones; y lo que no
obstaba para que
de vez en cuando
fuera asiento de
prestidigitadores
de la alcurnia de
los Mésmeris y los
Onofrof. Además, nunca se llamó teatro “Juárez” a secas,
pues los señores periodistas le hacían frases adjetivas llamándole siempre: “vetusto coliseo”, “viejo palomar”, etc.
¡Pobre teatro “Juárez”, todavía sigue en pie y los cronistas
con la misma zaña de sus calificativos.
Otro teatro era el de Francisco Bado, el popular “Chato
Bado”, un viejecito que hizo mucho por la alegría de la infancia oaxaqueña con su compañía de títeres. Los muchachos se solazaban con los a propósitos escénicos de dicho
viejecito; eran enredos sencillos, intrascendentes los que
vivían sus héroes, tales como el pícaro de Pascualillo, la
viejecita marrullera nana Catarina, el simplón de Colás y el
imprescindible gendarme gruñón y atrabiliario.
Los niños se extasiaban con candorosa alegría en aquel
teatrito ingenuo, cuando aún el cine no aparecía y apenas
si se conocía la linterna mágica con sus panoramas de ciudades o con cuadros de la Pasión de Cristo. El cine con su
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penumbra celestina aún no abría su tela luminosa donde
el niño de ahora se adelanta a la vida, para ver las artes de
los pícaros habilidosos, cómo corren o persiguen los empistolados rancheros del Oeste americano entre huracanes
de polvo y de humo, o cómo las mujercitas andróginas e
inquietas de locura, rematan las escenas de amor con el
ineludible beso tremante de deseo.
Durante los entreactos no sonaba la música para los
pies, que hoy se manufactura; era música para alegría o deleite del espíritu, como hecha por músicos de saber a la par
que de corazón. Los abuelos seguían siendo humanos en
sus gustos, no conocieron el salto atrás de la zoología musical, procuraron conservar el sentido de la distancia entre
el hombre y el simio que hoy impone esa música silvestre.
Pero volviendo a aquellos teatros oaxaqueños nos queda
por mencionar el teatro de más color por su construcción
particular, sus sencillos actores, sus actrices que eran, a la
par, costureras y menestrales y su repertorio candoroso y
emotivo. Tal fué el teatro de Perfecto Noriega, propietario
permanente de un taller de hojalatería y empresario teatral por las temporadas de Navidad y Pascuas, de su teatro
de dramas, zarzuelas y pastorelas.
El Teatro Noriega estuvo situado en la esquina de las
calles de Colón y Ocampo, por el barrio de la Defensa; era
una casa con un patio tapado con tejamanil, su lunetario
era de largas bancas corridas sobre un piso de tierra suelta
cubierto de petates y en su derredor se alzaban los palcos
y la galería.
En las noches de función, qué cuadro tan movido presentaba el teatro iluminado con lámparas de petróleo, con su
público heterogéneo por su variedad social; pero todo uniforme por sus hábitos durante la representación y por su
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deseo de divertirse. Y decíamos que había uniformidad en
las costumbres, porque desde la señora decente, el rico comerciante, el grave funcionario, el pundonoroso militar, el
sabio catedrático del Instituto de Ciencias y Artes del Estado, hasta el lengudo de sombrero de pelo, camisa albeante y
pantalón apretado hasta el martirio y la donairosa china estanquera, rivalizaban en tomar durante la comedia sendos
vasos de nieve de leche o de limón rematados con copos de
nieve de roja tuna, o se comían semillas de calabaza y sabrosas cañas de los trapiches de la Noria y de Candiani.
A las seis de la tarde se encendían luminarias de ocote
frente al teatro, tocaba una música de viento hasta las nueve, hora en que se daba la última llamada y, con demoras
propias de todo espectáculo donde va un público de confianza, principiaba la farsa que podía ser el drama truculento
de “Lázaro el Mudo”, donde hacía el gasto de los aplausos
Manuel Mondragón, primerísimo actor de carácter en el
teatro y competente maestro de escuela en la calle. Cuando
se representaba el personaje bíblico de “Sansón, Juez de los
Hebreos”, era la noche de Diego Noriega, un hombrachón
adiposo y sencillo. Con ansia se esperaba el momento final
cuando el desventurado Sansón, ciego y colérico de celos
por la infiel Dalila, llegaba al pórtico del templo de Dagón
y abrazando una de las columnas gritaba con voz de dolor y
venganza: “¡Aquí morirá Sansón y todos los filisteos!”
Hay un derrumbe de terremoto, el polvo inunda la sala,
y el público emocionado aplaude y hasta pide la repetición
de la escena a gritos de: ¡otro! ¡otro!
Estos espectáculos eran los jueves y domingos; se representaba “El Paso de Adán y Eva”, “Las Riñas de Bato
y Gila”. “La Vida, Pasión y Muerte de Cristo” y otras más,
como “El Ángel Caído o la Rebelión de Luzbel”, que dió lu79
gar a un gracioso sucedido. Y sucedió, que como entre la
gente menuda y de comparsa sobresalía, por desenvuelto
y guapo, Juanito Chagoya –que fué con el tiempo el estimado doctor Juan Manuel Chagoya– se le dió el papel del
Arcángel San Miguel. Llegó la noche de la representación
y con ella el parlamento entre el angel y el réprobo Luzbel.
El niño vestía una túnica de esplendente tisú, en su frente
brillaba el fulgor de una estrella, de sus hombros brotaban
blancas alas y en su diestra flameaba la espada vengadora.
Así estaba en la escena el pequeño actor, cuando principiaron a oírse ruidos tremendos y a salir lenguas de fuego
que anunciaban la llegada del temible rey de los demonios.
Era el enorme Luzbel, sus ojos brillaban con resplandores
siniestros, sus manos eran filosas garras, y tenía una pata
de mula y en la cabeza le nacían cuernos de chivo.
Aquel demonio tremebundo se detiene en seco frente a la
cándida hermosura del arcángel y con su voz infernal, de cavernoso acento, exclama:
–¿Quién eres tú, que tanto pavor me causas?
Y el débil angelito, que ha creído que no se las ve con un
diablo de mojiganga, sino con un real y verdadero, principia a hacer pucheritos y sollozante, le dice:
–Soy Juanito Chagoya, hijo de Pedro Chagoya el escuelero.
El público se rio mucho tiempo del incidente entre Diegote y Juanito, y tan marcado quedó el incidente, que todavía a la fecha sigue haciendo el gasto entre el anecdotario
de la provincia.
Pero si el teatro de Perfecto Noriega se vió siempre concurrido, la verdad es que el éxito de taquilla y el artístico
también, por qué no decirlo, fué la deslumbrante pastorela
“La Adoración de los Santos Reyes”.
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Año por año era costumbre anunciar con un programa
especial la extraordinaria pastorela; a las seis de la tarde
salía el convite del Marquesado llevando por delante una
estrella luminosa de grandes proporciones; seguían dos
filas de muchachos con hachones encendidos, y después
venía una banda de música, cerrando la procesión los Santos Reyes con sus pajes que caminaban sobre enjaezadas
cabalgaduras.
El convite cruzaba la ciudad de un extremo a otro, repartiendo volantes durante su recorrido, la música no cesaba de tocar, ni de irse quemando cohetes hasta la puerta
del teatro donde, a esa hora, ya no era posible encontrar
buen acomodo.
La pastorela atraía a todo Oaxaca, nadie quería quedarse sin ver el momento arrobador en que los poderosos
monarcas del oriente se rendían de hinojos ante la grácil
majestad del hijo del humilde Carpintero de Nazaret.
Pero la función de los recuerdos no tiene fin y la noche
actual de la vieja Antequera es toda silencio; las estrellas
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parpadean esperando el alba y el caleidoscopio del pretérito todavía sigue desenvolviendo sus saudades sin ventura,
porque en mi juventud no aprisioné la ilusión azul, la que
llena de rosas florecidas el camino.
Los dolores de arraigo se encierran pudorosos y serenamente suben los peldaños de la vida, ¿no fué acaso al pié de
la torre sagrada donde se dice al peregrino que debe subirla de rodillas? Pues de vuelta de las andanzas donde hubo
más pesadumbre que fortuna, el corazón sube de hinojos
por tu torre de dolor, suave Antequera.
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CAPITULO VII.
Famosos lances de honor. –Díaz y Fernández del Campo.
–Zavala y Medrano.
A Félix Fagoaga.
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84
e las noticias de escándalos publicadas
por la prensa el año de 1894, ninguna
nos sedujo tanto como la que se refirió al
duelo registrado entre José Verástegui y
el coronel Francisco Romero. Con curiosa
atención seguimos las fases del duelo en
todos sus detalles, que deben haber sido bastante fuertes,
porque a través de treinta y nueve años de sucedido aún se
conservan diáfanamente en la memoria: tal recordamos la
figura del coronel Romero ejercitándose en la escuela de
tiro de la calle de San Felipe, donde con balas escribía su
nombre en la pared; la escena culminante, dramática y terrible de la muerte de Verástegui, antecedida por las voces
de mando del general jurista Sóstenes Rocha.
Bastante movidas fueron las escenas del jurado instruido por el Lic. Manuel de la Hoz a los autores de la tragedia
desarrollada en los campos del Panteón Español; profundo
interés causó el desfile de los padrinos: Lic. Apolinar Castillo, Lic. Ramón Prida, coronel Lauro Carrillo, Dr. Casimiro
Preciado y Gral. Sóstenes Rocha, como también fueron de
interés los sendos discursos de los defensores de Romero,
los Lics. Justino Fernández, Manuel Lombardo y Heriberto Barrón. La lectura de las cartas de picante intimidad de
D
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la esposa del pulquero Natalio Barajas; los motes pintorescos con que llamaron al coronel Romero periodiquero y
político ocasional que en Oaxaca había únicamente tronado cohetes y mandado telegramas para México en favor de
Martín González; y, finalmente, la regocijada declaración
del Lic. Prida, asegurando que había visto pasar la bala rosando la cabeza de Romero, fueron otros tantos incidentes
que atrajeron nuestra curiosidad, un poco malsana quizá,
pero honda y precisa.
Al triunfo de la República tuvo la prensa demasiada libertad en la expresión del pensamiento escrito, hasta llegar a veces a incursionar por los campos de la vida de algunos ciudadanos, que sintiéndose lastimados, buscaron en
el duelo la reparación de su honor.
Tiempos fueron aquellos en que los escritores tuvieron
que ser espadachines para sostener sus ideas con la hoja
del florete. Sonados fueron los duelos entre gente de pluma, como los de Reyes Espíndola con José Ferrel; como
también lo fué el que se registró entre el poeta Santiago
Sierra y el periodista Ireneo Paz, Director de “La Patria”,
donde pereció el primero.
El romanticismo francés de 1832 seguía privando por
inercia en nuestra literatura, y con afincado empeño se defendía contra las innovaciones de forma que introducía la
prosa fragante de Manuel Gutiérrez Nájera. Esta ideología
romántica, deshecha y caconímica, seguía fuera de las órbitas del arte, privando en las costumbres, en los gustos
de las damas melancólicas que ponían sus marginales de
suspiros, de lágrimas furtivas, a las páginas de la “María”
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de Jorge Isaac, o a las dolientes de la “Carmen” de Pedro
Castera. Con estas condiciones de ambiente circundante
no podía escaparse de la influencia romántica la vida masculina; la divisa caballeresca del medioevo de “por Dios
y por mi dama”, seguía siendo el camino de la hombría y
del honor indeclinables. Dentro de esa organización que
se desmoronaba en los últimos años del siglo diez y nueve, tenía natural cabida la práctica del duelo, como única
forma resolutiva para los conflictos del honor y a la que se
apelaba como desiderátum para la más mínima ofensa.
A pesar de que estas ideas absurdas del duelo formaban
la ética de la sociedad de aquellos tiempos, afortunadamente en Oaxaca no llegaron a prosperar.
Apuntados estos comentarios de menuda sociología, ya
podremos imaginar la sensación pávida y profundamente
curiosa que causó en Oaxaca la noticia del duelo registrado
el año 1894, entre dos mozalbetes de la clase bien, abanderados de precoces caballeros.
Por esa época aún no se despertaba en nosotros la curiosidad reporteril, la acuciosidad de historiador en agraz
que llevamos y quizá por tales circunstancias ignoramos
por entonces los móviles de aquel duelo juvenil, como tampoco pudimos catarlo en su aspecto social, pues ni aún conocíamos, como primaria orientación de ética, la página
del duelo escrito por el Barón de Montesquieu, y que después leeríamos en Nicolás Estévanez, el literato y Ministro
de la primera República Española.
Pues bien; el pues como oaxaqueñismo, ha venido a
pelo; aquel duelo fútil causó una dolorosa impresión al
resolverse en la muerte de uno de los jóvenes combatientes. Los duelistas Díaz y Fernández del Campo eran
muy conocidos en la sociedad oaxaqueña: el primero, Au87
relio Díaz, era hijo de aquella señora que alcanzaron los
hombres de mi época y a quien llamaban cariñosamente
“Mamá Meche”, y el segundo era hijo de Nicolás Fernández, prestamista al por mayor, hombre famoso por su
carácter violento y a quien se acusaba de haber matado
a mansalva al señor Ortega, en el camino de Tlacolula a
Santa Lucía.
El duelo se registró en las cercanías de la Hacienda de
Candiani; actuaron como padrinos Aquiles García Aguirreolea, Antonio Márquez y Manuel Güendulain, con resultados mortales para Díaz. La consternación fué tremenda; las autoridades apresaron al homicida y lo internaron a
la escuela Correccional en atención a su menor edad. Más
tarde Férnandez del Campo pasó algunos años en un batallón de línea, sin que nada valieran las influencias para que
saliera de las filas. Castigo duro fué para el homicida aristócrata, a quien por mucho tiempo se le vió por las calles
de Oaxaca con su mochila a la espalda y fusil al hombro,
marchando con los juanes de la gleba.
En los primeros años de la administración del General
Martín González se registró un lance de honor entre los señores Zavala y Medrano, cuyo hecho causó gran sensación
y fué origen de muchos comentarios por la calidad de los
duelistas, la causa que lo motivó y sus deplorables consecuencias.
En el ambiente frívolo del régimen gonzalista, donde el
Jefe de la administración pública era un tenorio impenitente, el duelo Zavala-Medrano puede considerarse como
un producto de elaboración palaciega, pues es de saberse
88
que en achaques femeninos el gonzalismo era un gallo en
rijo que campeaba con descarada intemperancia ofendiendo la honestidad de los hogares.
El duelo principió a marginarse en una noche de función en el Teatro Juárez, el viejo gallinero de todas las solemnidades; posiblemente esa noche tocó afuera la banda
del Estado para darle más lucimiento al espectáculo; pero
lo que indudablemente no faltó en la banqueta fueron los
puestos de quesadillas y molotes, de dulces, de suaves mamones y de los indispensables mueganitos; en las tiendas
de la esquina la clientela debe haber tomado sabrosas tortas compuestas rociadas con gaseosas de tapón de verde
canica o con botellas de cerveza “Pilsner” que ventajosamente sustituía a la cerveza de la “T” de Juan Súflita.
Por la puerta que da a la galería y a la cazuela entraba
el público humilde integrado por la china, el lengudo, el
dependiente de tienda de poca monta, el estudiante bruja,
las busconas pintarrajeadas y los pilletes que se cuelan de
contrabando, constituyendo un mundillo que gusta de los
esparcimientos teatrales, como otros buscan un escaparate
para su mercancía.
Las cinco grandes arañas de bronce principiaban a ser
subidas; la servidumbre da toda la luz a los quinqués de
petróleo fijados en columnas. Van llegando con sus instrumentos enfundados, bajo el brazo, los músicos conocidos:
este es el maestro Alcalá, bonachón, calvo y vestido de levita obscura y desgarbada; los otros son, Gabino García, Gregorio Caballero, el panzón Vargas, segundo de a bordo del
maestro Alcalá, José García, el más hábil tocador de pistón
y el bizco Coronado, el de los timbales y el redoblante, que
es un maestro en eso de la batería, como hoy llaman a los
chismes de la música para los pies.
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El gusto periodístico de la época obligaba a los gacetilleros a hacer en verso una exaltación, férvida y galante, de
los encantos de las damas que concurrían a una fiesta de
importancia.
Curiosa e histórica es esta loa del poeta Juan de Dios
Peza, manufacturada en quintillas de versos octosílabos:
¡En Oaxaca……! ¡Por San Juan!
allí está Vasconcelos
y es verdad, con celos van
los ángeles de los cielos
que contemplándola están.
En ese heroico vergel
de Juárez hay un lucero
de gracias, Pérez Raquel;
y como rosas de miel
una Rosaura Rivero.
¡María Arias! por discreta
todos la quieren allí;
¡es el sueño de un poeta!
y un ángel: Carmen Ezeta,
y un astro: Amalia Sadí!
Tres luces de encanto llenas
y de hermosura sin par
con las tardes más serenas:
Luz Mariscal, Luz Arenas,
Luz Ramírez de Aguilar.
Una Aurora Figueroa
que ¡vamos! de quicio saca
90
no digo a un hombre, a una boa;
¡Ni aquí ni en Guanabacoa
se tiene lo que en Oaxaca!
Mojando su pluma el cronista de antaño en las cortesanías de cajón, pudo quizá haber hecho crónica de aquella noche de función teatral, diciendo que el teatro era un
vergel, un paraíso o un cielo, donde cruzaba la femenina
belleza de Oaxaca. Naturalmente que en su lista rosa no
dejaría de mencionar a Isabel y a Rosita Larrañaga Tejada, tocadas de candor, negrísimos ojos, donde en las largas
pestañas se columpia la ilusión; las muchachas Gavito eran
pequeñas, diminutas “como todo primor” y sonantes como
cascabelitos de oro, las Barrundia eran estatuarias, con la
serena hermosura de las diosas; Nancy Canseco, toda una
damita de bibelot de los cuadros de Rousard, arrancada de
las escenas de los Luises; Paca Uriarte, toda blancura como
la pluma de la garza soñadora, luciendo el alto lis de su
cuerpo; Soledad Cajiga, era rosa fragante; María Cajiga, era
arrogancia seducida por su misma belleza; Lola Romero
una mujer de inquietud que en su garganta llevaba el ritmo
de la resaca del mar; las Sodi, todas eran bellas, eran gentiles, pero más lo era aquella dama doña Refugio Romero de
Sodi, en quien resplandecía la virtud de la señora con los
encantos de la hermosura; y el cronista apurando adjetivos
seguiría enumerando a la Trinkar, a las Grandisson, a las
Fenochio, bellas entre las bellas, a las Bolaños Cacho, y, sin
olvidar a las Figueroa, a las Gómez, a la bellísima María
Sandoval, a Josefina Serret, a María Magro, a María Bustamante, Berta Canseco, etc. Naturalmente que cuando las
niñas no poseían encantos físicos, el cronista las llamaba
discretas, virtuosas, inteligentes, etc.
91
En una de esas noches en que todo Oaxaca se reunía en
el Teatro Juárez para disfrutar de los placeres espirituales
del arte escénico, los asistentes pudieron observar en uno
de los palcos a una dama elegante, de bellos y singulares
atractivos.
Esta dama de belleza criolla tenía el atractivo de su exquisita sociabilidad y la seducción de una historia de “flirts”
galantes, frívolos amores y equívocos devaneos.
En el lunetario, los caballeros discretamente enfocaban
la insistente impertinencia de sus gemelos hacia el palco de
la dama, distinguiéndose un joven español, quien recibía en
correspondencia las miradas furtivamente complacientes
de la gentil señora. Cuéntase que esa misma noche, por esas
fatales coincidencias del destino, asistía a la función teatral,
otra dama, también hermosa y seductora, que llevaba a mal
traer al señor Medrano, Oficial Mayor de la Secretaría de
Gobierno, y hombre muy afecto a los amores prohibidos. Celosa la istmeña de su nueva rival, aprovechó la oportunidad
para castigar al veleidoso enamorado y principió a coquetear
ostensiblemente con el caballero español. Medrano al sentir herida su vanidad de
Don Juan, buscó un fútil motivo para quitar de
en medio al importuno
contrincante y pronto lo
encontró en el pretexto
de un vulgar pisotón. Vinieron las reclamaciones,
las negativas a las explicaciones por parte de
Medrano, quien a todo
trance buscaba una reso92
lución violenta y a esto se sucedieron las palabras gruesas y
pronto se llegó, por el camino resbaladizo de las injurias, a
la concertación de un duelo, como única finalidad. Medrano
fué descomedido, altanero, se sintió respaldado por su posición oficial; Zavala se dió cuenta de su situación desventajosa y apesar de ser el agraviado, expuso razones y explicaciones comedidas; todo fué estéril y el duelo se formalizó como
única satisfacción.
El grupo de duelistas formado por Luis Renero, el doctor Luis Flores Guerra, Aquiles García Aguirreola y el doctor Antonio Márquez, se dirigió a la casa de Medrano, en
la calle de Humboldt, donde se ultimaron los detalles del
lance de honor.
A la madrugada, después de muchas discusiones, los padrinos dieron por terminado con fortuna el lance, en virtud
de haberse llegado a una solución pacífica y satisfactoria y
al efecto, ya llegaban a la esquina de la casa, cuando inesperadamente salió a alcanzarlos Medrano, manifestando
deseos de hablar confidencialmente unas breves palabras
con Zavala. Los padrinos se quedaron en la esquina y pudieron ver que se alejaban los contrincantes por la calle del
Paseo del Llano, hasta casi perderse en las sombras de la
madrugada. Minutos después, a favor del silencio de aquellas horas, principiaron a escuchar que las voces se hacían
fuertes y finalmente oyeron sonar un tiro. Todos corrieron hacia aquel lugar, donde más tarde construyó su casa
el licenciado Emilio Pimentel, y encontraron a Medrano ya
moribundo, y a Zavala todavía empuñando humeante pistola. El resultado de este suceso se redujo a que Zavala ante
una inminente agresión de su contrincante, se apresuró a
disparar: Medrano murió por su imprudencia valentona,
lo mató el miedo de Zavala.
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Vino el escándalo y el suceso fué tema de constantes
y variables comentarios por muchísimo tiempo. Irritado
Martín González, descargó su furia sobre el infeliz homicida, quien fué recluído en los lóbregos calabozos de la cárcel de Santa Catarina, donde, juzgado por el Lic. Manuel
Zamora, pasó largos años de duro cautiverio. Sombrío,
perseguido, acosado en su misma prisión, Zavala comenzó a enfermar, a enloquecerse, hasta acabar sus días en el
Hospital General. El hombre que había llegado a Oaxaca en
plena juventud, con su caudal de ilusiones, concluía abandonado, desecho, perseguido por el odio de los hombres,
sacrificado por las veleidades de una mujer de seductora
hermosura.
Como en los cuentos de moraleja trascendente, concluímos esta relación recordando que la mayoría de los que intervinieron en esta tragedia, murieron en plena juventud:
Aquiles García Aguirreolea, que era fuerte esperanza espiritual, cayó en dipsómano y loco en una casa de orates en
México; Luis Flores Guerra moría en plena virilidad, cuando era poseedor de una estimación médica talentosamente
conquistada; y finalmente, Antonio Márquez moría ejerciendo su profesión médica en los días rojos de la decena
trágica.
Y de la dama que vivió en su melancolía, no hubo que
turbar la paz de su ancianidad dolorosa; la mujer, que hizo
de su vida una llama de amor, merece la gracia lustral del
perdón nazareno.
94
CAPITULO VIII.
“Tras de acorneado apaleado”. –Pepe Larrañaga. –De Juan
de León “El Mestizo” a Juan Marcotínez, (a) “Juan Crudo”.
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a fiesta brava que subsiste todavía en algunas poblaciones de la República y en
particular en la ciudad de México, en Oaxaca también tuvo su apogeo y su público
que supo de las tardes de color, de seda y
de bravura, en las corridas celebradas en
la plaza del Marquesado.
El Gobernador Gregorio Chávez, con ideas de renovación social, dió al traste con las corridas de toros, suprimiéndolas en un decreto expedido el año de 1892. Los
considerandos del decreto oficial sustentaban la argumentación de la fiereza del espectáculo, la muerte ignominiosa
de los caballos de pica, el peligro mortal de los diestros y el
proceso de sangre que influye maléficamente en la educación moral. Sin hacer líneas de refutación sobre la influencia de las corridas en el espíritu colectivo, nadie negará la
emoción fuerte de la fiesta taurina con su público delirante, el desfile garboso de los diestros al compás de una música gitana, la fiera domeñada que embiste obedeciendo los
vuelos de la capa, los puyazos de los picadores, las banderillas prendidas a pasos pinturescos y la muerte del toro, tras
de la faena coreada por la multitud.
L
97
Suprimidas las corridas de toros, solamente quedaron
las capeadas de las fiestas de los pueblos. Una de estas corridas es la que anualmente se celebra en la población de
Xoxo, en el famoso jueves de la ascensión.
En el citado jueves, Oaxaca se trasladaba a Xoxo para
asistir a la corrida que se hace en la plaza. Esta es muy
espaciosa, está circuida de frondosos árboles: en uno de
sus costados se levanta un templete para las autoridades
municipales, los invitados de honor y la música de viento.
Anexo a la plaza está el toril del ganado de lidia (?) y la
plaza queda cerrada con morillos y vigas que forman los
tendidos para el público.
Todos los que se sienten con ánimo para sacar una vuelta al toro, que son por lo general los que tienen una copa de
más, brincan a la arena de la improvisada plaza. Entre una
grita ensordecedora sale el toro, se procede a lazarlo, y ya
caído, se le coloca en cada asta una bola de cuero rellena de
crin para suavizar los golpes de la embestida; después se le
suelta y la bestia se levanta, brinca, repara y la lidia principia llena de barullos, de atropellos, de caídas y de sustos
que son el regocijo del público. Los que se han sentido con
cuerpo de torero ya han brincado a la plaza llevando una
cobija a manera de capa; otros, por carecer de tan necesario adminículo, sólo presentan su sombrero en la mano,
fiados en su habilidad taurina o en su inconsciencia para
torear a cuerpo limpio. El toro, además de estar imposibilitado para herir, no es un animal de lidia propiamente, es
ganado remontado, bronco y suelto, que llega a embestir
por acoso, por la aglomeración de los diestros (?) que lo
llevan a mal traer. La parte verdaderamente interesante
de esta corrida campirana es su ambiente, su colorido: los
músicos descamisados, la autoridad municipal signada en
98
un ciudadano muy poseído de sus funciones edilicias, que
se encarama en lo alto del tablado; el público que se mete
con los toreros, que se convierte frecuentemente en actor,
y la nota de todo interés que son los improvisados lidiadores que hacen sus quites a la diabla y siempre los terminan achuchados por el toro y por el gendarme municipal,
llamado auxiliar. El topil o auxiliar es un individuo de importancia, que viste camisa y calzón blanco, usa sombrero
de palma o de panza de burro; lleva su machete atado al
hombro con una correa, y en los toros se encarga de vigilar
que no toreen los borrachitos. Sucede con frecuencia que
los tales borrachitos son tercos y vuelven a saltar al ruedo
y en una de esas el toro la emprende con ellos; y cuando
acaba de darles su revolcón el toro, cae entonces sobre el
diestro levantándolo a planazos, y si él se pone pesado va a
dar a la cárcel. Este espectáculo, repetido con frecuencia, es
de un efecto gracioso para los espectadores, porque a veces
en estas averiguaciones y jalones entre torero y alguacil,
suele volver el toro y hace correr de espanto a los dos. Probablemente, ante esta costumbre de retirar a golpes a los
porfiados toreros, nació el proverbio de filosofía popular
que dice “tras de acorneado apaleado”.
Las corridas llamadas formales, las organizó en Oaxaca José Larrañaga, comerciante muy conocido en aquellos
tiempos y que tenía una tienda de ropa, donde hoy está el
Casino Español, y, además, otra de abarrotes, muy acreditada y con particular clientela, que estaba situada en el
mismo Portal de Clavería, donde estuvo “El Pabellón Nacional”, de Luis Bustamante, junto a la pequeña tlapalería
99
del señor Martínez, padre del popular estudiante Felipe
Martínez, (a) “El Cabezón”. Dadas estas señas propias de
la provincia, pero que encierran todo un Badeker de antigua geografía municipal, es de saberse que la citada tienda
de abarrotes del señor Larrañaga, era de las buenas tiendas
de ultramarinos por su variado surtido en latas, de buenos
vinos extranjeros y por su clientela sui géneris y pintorescamente abigarrada.
A medio día, a la hora de la clásica copita, llegaban los
asiduos concurrentes y amigos de don Pepe: el güero Oronós, teniente coronel de Caballería y Director de la Escuela
Correccional; el general Ignacio Vázquez –cuando venía a
Oaxaca de su ínsula de la Mixteca;– Antonio Martínez, a
quien decían “El Francesero”, porque tenía una panadería
especialista en la fabricación del pan llamado francés; el
coronel Jitio Ramírez, con su brazo baldado, cuya mano
llevaba metida en la bolsa del saco o en la del pantalón; su
paternidad el cura Zamora, quien se presentaba con capa
pero sin sotana y en la boca un eterno puro; y también no
eran extraños concurrentes Esteban Chapital, el teniente
coronel Antúnez, Fortino Figueroa, Chico Canseco, Manuel Larrazábal, Chico Camacho, etc. Después era curioso
observar a eso de al filo de las tres de la tarde, al ronroneo de los santos oficios en Catedral, en el ajetreo de los
horteras de las tiendas de ropa, al paso de los amanuenses
del Gobierno rumbo a Palacio, de la chiquillería camino de
la escuela, cómo salían tomados del brazo del coronel Jitio Ramírez, inválido soldado de las guerras de Reforma y
del Imperio, con el presbítero Zamora, llevando a la zaga a
José de la Luz Domínguez, “Pico de Oro”, famoso por sus
andanzas de plateado y a Benjamín Rodríguez, perpetuo
comisario de la Primera Demarcación.
100
A nuestro empresario de toros, Pepe Larrañaga, español de origen, todo rostro encendido, rubicundo, con
buena barba y copiosos bigotes castaños chamuscados
por la tagarnina del puro, le debe ratos agradables la antigua afición taurómaca de Oaxaca. Por sus esfuerzos se
conocieron los toreros de más tronío en aquellos tiempos,
que se aventuraron a hacer la caminata desde Tehuacán,
soportando las incomodidades de las famosas literas regenteadas por Demetrio Garmendia. Gracias, pues, a los
esfuerzos de Pepe Larrañaga, la afición oaxaqueña conoció
a algunos de los buenos toreros de aquella época, como a
Juan León, “El Mestizo”, al “Americano”, a Juan Moreno,
originario de Córdoba, Veracruz; a Diego Prieto, “Cuatro
Dedos”, que causó gran entusiasmo, y al más popular y admirado de todos los que pisaron el ruedo del Marquesado,
a Rebujina, con su valiente banderillero “El Cuquito”. El
“Americano” llevó un famoso picador y notable caballista,
el “Negro Conde”, quien, en un día de borrachera, montando el famoso caballo careto llamado “El Corcho”, propiedad de José Larrañaga, subió las escaleras del hotel hasta
el cuarto del matador Juan Moreno.
Los toreros se
hospedaban generalmente en el Hotel Nacional, propiedad de
Manuel Téllez, y los
espadas hacían tertulia casi siempre en el
casino administrado
por Federico Fodasqui, un italiano que
hacía cuentas famosas
101
con las del Gran Capitán. Los toreros llamaban profundamente la atención pública por sus peculiares trajes de calle, tan distintos de los que hoy se usan, parecidos a los
de cualquier fifí. El torero antiguo, además de ser profundamente masculino en su arte, pues desconocía el toreo
suave y aseñoritado de hoy, gustaba en vestir el traje de su
oficio: clásico sombrero cordobés, chaquetilla corta y pinturera y pantalón de talle que caía sobre las botas de una
sola pieza. Además, los toreros peinaban tufos y llevaban
la tradicional coleta.
El domingo era costumbre que saliera el convite de las
puertas del Hotel Nacional; abría el desfile una música con
el pintoresco zarzo de las banderillas de lujo, luego seguían
los carruajes descubiertos, con el capitán y la cuadrilla y a
los lados los picadores montados en flacos rocines. El convite salía a las once de la mañana a recorrer las principales
calles; en el trayecto se tocaban alegres piezas, pasos dobles, corridas de moda, y se repartían los programas de la
fiesta.
Mientras se hacía la entrada, la música tocaba en las
afueras de la plaza de las tres en adelante. Otro de los números públicos era la salida de la cuadrilla con sus trajes
de luces en coches descubiertos, del hotel a la Plaza del
Marquesado, causando su paso por las calles, curiosa admiración. A las cuatro de la tarde, los coches hacían su
entrada al ruedo, descendían los toreros a los acordes de
un flamenquísimo paso doble ejecutado por la Banda del
Estado, y se hacía el paseo de la cuadrilla. Después la corrida tenía todas las fases peculiares a su desarrollo. Los
gritos de entusiasmo coreando las faenas de los diestros,
las protestas por el ganado malo, por las torpezas o por las
cobardías de los artistas formaban el conjunto de entusias102
mo que caracteriza al deporte taurino. Naturalmente que
no faltaban los gritos, los apodos dichos a voz en cuello, las
salidas ocurrentes, el adjetivo bien puesto para el que iba
entrando, sin que escaparan de las guasas las poquísimas
mujeres que se aventuraban a ir a la corrida.
Las señoras casi nunca ocurrían a este espectáculo reservado para el sexo masculino; pero, no obstante, no era
extraño ver a señoras de la clase humilde y algunas mujeres maleantes, no de las de conducta equívoca, como se
dice en los eufemismos de las ordenanzas sanitarias, sino
perfectamente catalogadas como profesionales del placer
oneroso.
Así fueron las corridas formales que entusiasmaron al
público de aquel pretérito y del que el autor de estas estampas tiene un vago recuerdo, desdibujando en sus detalles y colores; pero al lado de estas corridas postineras,
parécenos pertinente evocar las corridas modestas que en
el mismo Marquesado hicieron nuestros aficionados en
competencia con las de los profesionales. Mencionaremos
la cuadrilla del célebre “Juan Crudo”, torero desgarbado,
espontáneo, silvestre en el arte taurómaco, pero que en el
ruedo era torero escalofriante en sus desafíos con la muerte.
“Juan Crudo” era un hombre del pueblo humilde, de
oficio pintor de ollita, usaba bigote según la costumbre
de los toreros mexicanos de la escuela del carro Ponciano
Díaz; tenía un gran partido entre la gleba, y, además, la originalidad de modificar su nombre en los programas, pues
llamándose Juan Marcos Martínez, apocopaba su nombre,
llamándose Juan Marcotínez. Pero el pueblo no entendía
del apelativo del cartel y por abreviada confianza le llamaba Juan Crudo.
103
Y Juan Crudo, en las tardes de toros del Marquesado,
se traía su público que le aplaudía sus bravuras y sus atrevimientos homicidas, hijos de su desconocimiento de las
leyes taurómacas, de su afición y de su valor, factores que
el mismo público estimulaba al grito de: ¡ora Juan Crudo!
¡viva Juan Crudo!
La plaza del Marquesado quedó un día sola, por obra del
decreto del señor gobernador; se cerró con tristeza de los
taurófilos; su maderamen principió con el tiempo a envejecer, a retorcerse, a quemarse por el sol, a pudrirse con el
agua, hasta que un día fué totalmente desmantelada. Sólo
quedó la barda que daba a la calle, con su puerta chaparrona de entrada y sus dos cuadritos enrejados destinados a
la venta de los boletos. Por aquellos cuadros de luz, como
pupilas cuadradas, parecían asomarse, casi salirse, los recuerdos de un pasado que moría lentamente, que desaparecía en definitiva.
Venían otros tiempos, otros hombres y otras costumbres de importación, quizá mejores; aquellos rumbosos y
bravos tiempos habían pasado. Los hombres ya no serían
el famoso “Pico de Oro”, plateado histórico y bravucón; ya
no discurriría por los tendidos la figura pequeñita del comisario popular Benjamín Rodríguez (a) “Vinagrillo”, ni
las arrogancias del arrendador Taurino Feria, ni las de Cherepe Filio, caballista y loco; de Varelita, que nunca atinaba
a darle ni al caballo ni al violín; de Anselmo Cortés, vestido
de jaquette y con sombrero hongo de anchas alas, ni todo
ese mundo que se agitaba de toreros, aficionados, tratantes de ganado, fijadores, desocupados y falenas condueñas
de tienditas de barrio donde se trinca y se rinde homenaje
a la complaciente Venus.
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¡Pobre placita de toros de mi provincia! Alineada su pared a la vera de la calzada asfaltada, su derrumbe inminente no conmueve la indiferencia urbana. Hoy la calle huele
a gasolina, verdes árboles la decoran municipalmente y en
los domingos cae sobre ella una metódica melancolía como
de tardes de biblia presbiteriana. Ya no es su calle con hoyancos y con polvo atosigante de las tardes quemadas de
sol que vió llegar a su público fiestero en las buenas calesas
o bajar de los tranvías de mulitas.
Los tiempos que vienen empujando traen consigo otras
modalidades; hoy se ejercita el músculo para hacer una juventud fuerte y sana; pero lástima que la alegría sea circunspecta, placer de importación, metódicamente extranjero y hablado en una lengua dura que desarmoniza con el
suave ritmo de nuestro dulce idioma.
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CAPITULO IX.
Curarse en salud.- Las clásicas poblanas.- Las humildes
falenas del Barrio de las Zacateras.
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arecenos pertinente prevenir que esta
estampa no tiene escabrosidades que
pusieran ofender la moral pudibunda
del lector, nada hay en ella de soez pornografía, pues solamente capta un ritmo
que modificó el compás de la vida galante
de Oaxaca, que había sido hasta entonces, empenumbrada, pacata y ejercitada a través de celestinas vergonzantes.
Lejos estará quien piense encontrar en ella escenas de ludibrio, momentos descriptivos de pasiones en rijo, instantáneas de la comedia sensual de las daifas, como se pudiera
suponer por su enunciado.
Para formar esta estampa se desecharon los motivos
ásperos de la sensualidad zoológica, todo el colorido que
trascendiera a copia de un Decamerón infortunado o a la
intención descomedida de hacer crudas imitaciones de
escenas droláticas de un Boccaccio al menudeo, pues únicamente se buscó la oportunidad objetiva de no dejar de
exhibir, por crudo que haya sido, un momento del costumbrismo oaxaqueño.
Principiaremos por contar que poco tiempo después de
haberse inaugurado el Ferrocarril Mexicano del Sur, Oaxaca presenció un espectáculo extraordinariamente descon-
P
109
certante con el arribo de una partida de mujeres galantes
organizada en la ciudad de Puebla.
Las tales mujeres con la inquietud de su belleza pecadora, el desenfado suntuario de sus trajes aparatosos, produjeron expectante curiosidad en la recoleta sencillez de la
ciudad y fueron origen de serios estragos entre los viejos
rabos verdes de cansada masculinidad, como lo fué también entre la juventud precoz que sólo conocía furtivamente los pecados caseros con domésticas tomadas por sorpresa, con chinas de tienditas de barrio o con indias palurdas,
matreras y difíciles.
Aquellas mujeres de altos peinados, complicadas peinetas y moños extraordinarios, eran una teoría de tentación,
una nota restallante en la monotonía ciudadana. Todo en
ellas era un deslumbramiento de promesas y de encantos
de tentación, pues sus rostros los llevaban, adelantándose a la actual moda femenina, totalmente enharinados
con insolente descaro, avivados los colores de las mejillas,
sombreadas las ojeras con abismales oscuridades y todas
vistiendo trajes con profusión de holanes y encajería como
manolas de pandereta y ciñéndoselos para detallar las curvas de sus flancos y mostrar apenas el nacimiento de la
pierna, un poco arriba de la lustrosa bota, lo que era un
desacato de cumbre inmoralidad. Rostros de tlapalería y
vestidos de escándalo, que fueron inquietudes asustadizas
para fines del siglo pasado, hoy resultan de una boba ingenuidad ante las enchamariladas desnudeces de las chicas
ambiguas del cine y del deporte.
“¡Qué barbaridad! Esto es el fin del mundo, es el enemigo malo que anda suelto por la tierra. Es el mismo Satanás
el que mueve estos tiempos de perdición. Son los beneficios del decantado progreso; esto es lo que nos ha traído
110
el famoso tren; sólo gente arribeña, gente soez, inmoral y
sin vergüenza”. Tales eran las diarias exclamaciones que se
oían cuando se llegaba a hablar de las infortunadas mujeres
mostrencas, a quienes se les llamaba poblanas por haber
sido reclutadas en Puebla, y cuyo nombre en Oaxaca corrió
la triste fortuna de hacerse genérico para toda pecadora.
Las famosas poblanas las trajo una señora llamada Joaquina, se establecieron sucesivamente por el barrio de Consolación, de allí pasaron a una casa de la Avenida Hidalgo,
casa que ocupó después la escuela de párvulos dirigida por
las señoritas Martz y finalmente fueron a recalcar a una
casa del Barrio del Peñasco, donde al fin se estabilizaron.
La novedad, el lujo de presentación y la belleza de algunas de las poblanas, atrajeron una numerosa clientela integrada por un público de capacidad económica, único que
podía solventar la onerosidad del espectáculo, pues siendo
de bienestar medio nuestra ciudad, sólo era para acomodados el visitar a las señoras poblanas. Aquellas mujeres que
habitaban una casa amueblada con lujo, con sala de baile,
con buen comedor, con cantina bien surtida y que vestían
con amplias quimonas y batas de seda, no podían menos
que costar un potosí y ser inasequibles para los menesterosos.
El salón de baile era una novedad de atracción nunca
vista en la parvedad humilde de los lenocinios vergonzantes de la provincia; aquel piso de madera, limpio y terso
como un espejo; los cortinajes suntuarios de puertas y
ventanas; las claras lunas encerradas en gruesos marcos
dorados; la sillería austriaca, alineada en las paredes empapeladas y un piano al fondo que sonaba toda la noche un
pianista, a quien las pupilas llamaban “profesor”, era algo
extraordinario y de un provocador incentivo.
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Al mediar las primeras horas de la noche, la casa de “las
poblanas” rebosaba de clientela; corredores, cantina y sala
de baile se inundaba de luz, era aquello un enjambre de
hombres que se movía tras del mariposeo de las pecadoras
envueltas gentilmente en la tela de las batas coloridas y
fragantes, y que respondían a los nombres de guerra, de
Elena la Cubana, Juana la Garrocha, Soledad la Charrita,
y otros más que pudiera recordar con sus nombres verdaderos la buena memoria de Fortispián y seguramente la
del inevitable Chilachas, como la no menos feliz del buen
mozo de Arturo Miranda, si viviera. En las mañanas de los
viernes, después de la obligada visita municipal, la autoridad tenía permitido a las hetairas, que fueran al centro en
carruajes cerrados a hacer sus compras. Con tal motivo no
era extraño ver en la esquina del Ayuntamiento, a un grupo de chulitos esperando la salida de sus amigas para irse
con ellas de paseo por los pueblos cercanos y rematar al
medio día o por las primeras horas de la noche en la tequilería de Alejandro Ornelas, tequilería situada en la primera
calle de Trujano y que estaba a cargo del tuerto Alejandro
Iglesias, un hombres famoso por sus bebidas preparadas
con tequila y por su enorme verborrea. El hombre hablaba
por los codos, tenía una conversación por episodios, pintoresca e inacabable.
El éxito pecuniario obtenido por “las poblanas” estimuló a los dueños de los antiguos lenocinios a mejorar la
presentación de sus negocios, estableciendo en sus casas
el mismo aparato escénico: sala de baile, cantina y mujeres
con mejor guardarropa. Los propietarios cambiaron de indumentaria; Marcelino, que siempre había vestido camisa
y calzón blancos, con roja tilma de lana en los hombros,
se ponía holgados pantalones de casimir y su camarada
112
de oficio, Manuel, se vestía de catrín. Igual camino siguió
Goyo, modificando si vestidura de indígena avecindado en
la ciudad.
Las casas de estos desventurados quedaron catalogadas
como de segunda clase en el escalafón del vicio. Las últimas permanecieron al margen de la evolución suntuaria
y continuaron por el Barrio de las Zacateras conservando
su aspecto sórdido, vergonzante y miserable. Estas casucas
infectas, sombrías, metidas en el riñón del arrabal, fueron
pintorescas en su funcionamiento y en el personal femenino que las atendió.
Las casucas del vicio humilde estaban en una barriada
pobre, desmantelada y terrosa, con calles sin banquetas,
sin empedrar y abiertas en el centro por un caño lleno de
lamas, zacatillo y verdolagas en tiempo de lluvias; y repleto de basura y de inmundicias en los meses de secana,
estando atravesadas
por puentes hechos
de vigas de madera. El
vecindario era de gente pobre: menestrales
dedicados a los oficios
de la alfarería, de la
cohetería, y pequeños
propietarios de ínfimas posadas. En cada
accesoria había un taller de modesta pirotecnia anunciado por
un torito o por un sol
rodeado de cohetes y
de bombas.
113
La mayoría de las casas eran ventas para traficantes,
mesones de poca monta, para indios trajinantes del Valle
Grande, yopes de Zaachila y Zimatlán que venían a la plaza
los sábados a vender capisayos y aceite de higuerilla; vendedores de loza de Azompa y Coyotepec; cortadores de tejamanil, morillos y ocote de la sierra, cargados en burritos;
vendedores de carbón y sarapes de Teotitlán, indígenas que
traían hielo del cerro de San Felipe; todos, comerciantes de
pobreza ínfima, eran los que constituían la parroquia de
aquellos mesones, donde se encontraba la comodidad de
un grueso petate de Etla para pasar la noche bajo techo y
un pozo de agua para las bestias, por el módico precio de
medio real.
Todo el barrio era un aposentamiento para comerciantes ínfimos que buscaban las comodidades del precio, las
de la proximidad al mercado y acomodo para sus hatajos.
Otra de las garantías de la barriada era la facilidad que había para encontrar pasturas, pues cuando no se vendían
en el propio mesón, era fácil hallar el zacate en la primera
puerta. Seguramente por la abundancia de los expendios
de zacate se llamó a esta parte de la ciudad, Barrio de las
Zacateras.
Conocida la calidad de los personajes y su escenario,
fácilmente se comprenderá como sería la catadura de las
meretrices. ¡Qué sórdidos eran aquellos lupanares, y cúan
plebeyas como espantables eran aquellas desventuradas
pecadoras de la baja barriada!
A dos cuadras de San Juan de Dios, haciendo esquina
con un mesón, se miraba una casa de adobes donde estaba
una tiendita con el piso hundido y mal alumbrada por la
noche con una vela de sebo colocada en una botella. Un
armazón mugroso de madera de ocote, que había sido pin114
tado en un pretérito lejano, mostraba en sus divisiones,
botellas de gaseosas, de mezcal, de mistela, de amargos de
ruda, de naranja y algunos frascos de chiles en vinagre y
otros con azúcar y especias; pero todo en pequeño y con
una lamentable parvedad de aseo, donde se destacaba una
amarillosa cartulina con un letrero escrito con lápiz de color que decía: “Hoy no se fía, mañana sí.”. Más arriba del
armazón estaba una imagen del santo de la devoción y al
frente un mostrador pringoso, forrado con lámina retorcida y con amarillas franjas de orín.
La trastienda era húmeda, sombría, infecta; sus paredes, hinchadas por el adobe revenido por las aguas, estaban pintadas con lechada de cal amarillenta, donde hacían
sus nidos las chinches que moteaban de puntos negros las
orillas de los agujeros; en las mismas paredes había largos
dedazos de sangre de las voraces chinches y negras manchas cónicas que dejaban las flamas de las velas consumidas. El ajuar eran petates en el suelo, que valían real y medio, y una cama con petate y mugrosa almohada que era
para los que pagaban dos reales.
Sentadas las mujeres en el alto umbral de la puerta de
entrada para la tienda, ofrecíanse a los transeúntes, llamándolos con cariñoso requerimiento.
¡Pero qué espantables eran estas pobres mujeres! aun
vistas con los turbios anteojos del deseo, o con la misericordiosa complicidad de la luz amarillenta de una vela de
sebo, tenían caras agresivas, rostros innobles, máscaras de
brujas adiposas en actitudes de un aquelarre en brama.
Peinadas a dos trenzas con raya en medio, alisados los
cabellos brillantes de manteca oliente a insoportable toronjil, la cara pintada con rojo escarlata de papel de china
y frecuentemente zurcada por la hendidura de una cuchi115
llada presidiaria, albeante la camisa adornada con tejidos
de hilo, cubierto el pecho rotundo y bofo, con la imprescindible mascada; una amplia y crujiente de almidón holanuda falda de jareta sostenida sobre un vientre en auge,
completaba el vestuario de estas mujeres descalzas, de pies
anchos, dedos abiertos, nudosos y con calcañales ásperos y
profundamente agrietados.
Así fué el trazo de tipo ínfimo de la buscona autóctona,
muy alejado de la que pudiéramos llamar de importación,
traído a Oaxaca por el Ferrocarril Mexicano del Sur. Quedaban las “tapaditas”, las que podrían encontrarse por el
zócalo en las noches de las retretas ingenuas solazadas por
la música de la Artillería; o como podrían vérselas en la
galería baja del Teatro Juárez, en los entreactos de aquellos
melodramas llamados “El Loco Dios”, “Mariana”, “El Gran
Galeote”, “Juan José”, y que eran representados con emoción estentórea por la Compañía de los hermanos Martínez; o finalmente, en los chachacuales de las verbenas,
como en las trastiendas celestinas de los tendejones y en
los bailes de candil alegrados con cerveza de piña y música
del maestro “Piernitas”.
Estas muchachas no eran profesionales en el estricto
sentido de la función social, eran ocasionales del amor, catacúmenas vergonzantes de los ritos de Venus a quienes
se les abordaba por interpósita persona, o por los medios
dilatados y adorables de la espera, del recato comedido y
hasta el de la pasión fingida, pero que tenía todo aquello
del sabor de una aventura, la gozosa inquietud de una conquista.
Noches de pláticas bajo la alta fresnada o los jardincillos del barrio, bajo el claro efectivo de la luna, sin las promiscuidades luminosas de los focos municipales; horas de
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largos paseos intermitentes de subidas y bajadas de enamoramiento por la calle terrosa y matizados con silbidos
convencionales de urgencia, momentos de espera en la esquina y charlas ingenuas en torno de las fuentes de verde
cantera de los atrios y jardines.
El ferrocarril había traído mujeres suntuarias, locas diablesas que se movían en un tinglado de música y de luz;
pero como eran mujeres poseídas de la finalidad del oficio,
de sus funciones por tarifa, eran groseras en su sensualidad y estaban, con ser tan sabias en las sutiles madejas
del amor, despojadas del señuelo del cariño, del fingido
entusiasmo del corazón rendido. Con las mujeres incomplicadas, espontáneas y sencillas, nos hemos quedado a la
postre; con lo que da la tierra; las chinas modositas, las
nitas cantarinas fragantes a agua fresca, oaxaqueñas de los
barrios pintureros, las de las tiendas de arrabal, a quienes,
acodadas al mostrador mientras bebíamas la gaseosa con
catalán, les planeábamos una aventura de amor intrascendente.
117
118
CAPITULO X.
La Calzada de las Lágrimas.- Prisciliano Benítez, el famoso “Treinta y Vuelta” .- Los padrecitos sin ventura.- Los
repiques de a cien pesos de un cura irascible.
Al compañero periodista Rómulo Velasco Ceballos.
119
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on histórica crudeza se hace repetida
mención, en algunas estampas, del general Martín González y debe saber el
lector que no es por meditado menosprecio para el ex gobernante, ni por el
deseo de darle notoriedad a quien en
su tiempo la supo conquistar; sino porque algunos de los
elementos tomados para confeccionarlas tienen conexión
con su persona, principal partícipe en los sucesos notorios
de su Gobierno. Además, por sus particulares características, Martín González será siempre que se haga historia
costumbrista de Oaxaca, una figura seductora para el humorismo, un subrayado irónico, la nota pintoresca de la
gravedad decorativa de su tiempo entre el conjunto austero de los gobernadores porfiristas.
Por eso es que dentro de la crueldad de esta estampa,
hecha con el dolor de los
humildes y la insolencia
castigada de la clase privilegiada, que no estaba
acostumbrada a sentirse
medida por un mismo rasero, pasa Martín Gonzá-
C
121
lez por la calzada “Porfirio Díaz”, malmodiento y gruñón
con los forzados alarifes, como chuleador impenitente de
las mocitas madrugadoras. Mas, sin embargo, es oportuno manifestar que nuestro don Martín no desentona entre
los gobernantes oaxaqueños en lo tocante a hombría, ni
menos se sonroja en lo que atañe al manejo de los caudales públicos, asunto en que sus pares fueron modelos de
honestidad: desde Albino Zertuche, a quien confusamente
recordamos en su varonil guapeza de soldado.
No todo fué desorganización en el Gonzalismo, ni todos sus colaboradores fueron tocados de deshonestidad,
pues que los hubo unos honorables y otros de grandes luces, como el licenciado Eutimio Cervantes, Secretario General de su Gobierno, y que, como abogado, honró la jurisprudencia y como Procurador General de la República
dejó huellas interesantes en los códigos y en los procedimientos jurídicos del país. Al lado de funcionario tan culto
como probo, aún a despecho de sus intermitentes viajes
por los campos dionisíacos, figura preeminentemente en
el comando de la Jefatura Política del Distrito del Centro,
el coronel Prisciliano Benítez, personaje de muchas campanillas, bien visto en las esferas oficiales de altura e íntegramente odiado en Oaxaca.
Buen representativo del porfirismo que ocultaba su debilidad bajo pavorosos arreos de combate, como el Caballero de la Noche de Tennyson, llegó a Oaxaca a sofrenar
con aspereza todo desmán policíaco y a hacer una administración constructiva, dentro del socorrido programa
de las obras materiales. El flamante Jefe Político no creó
conexiones que pudieran entorpecer su programa, se aisló
de la vida social, afinó su carácter severo y se dedicó a mejorar la ciudad a toda costa, aún apelando a los medios del
122
escarnio y del dolor públicos. Con su drástica inhumana
de militaroide se dió también a la tarea de moralizar la sociedad, creando respeto para los ordenamientos policíacos.
Visto en este ángulo de enfoque, indudablemente que la
personalidad del coronel Benítez merece comedida atención. Benítez inmisericorde, rígido, odioso, tuvo un acierto
social que lo absuelve de sus yerros, fué igualitario en sus
procedimientos; el que la debía la pagaba. De haber vivido
en otros tiempo y en otras latitudes, habría sido un nazista
en Alemania o menchevique en Italia, porque tenía alma
organizada de disciplinado intransigente.
Este hombre rectilíneo en sus acuerdos, concentrado y
voluntarioso en sus propósitos administrativos, fué enemigo profesional del desorden. Su exterior era hosco, de
mediana estatura, blanco de rostro, con bigote entrecano,
absoluta calvicie y con perpetuo sorbete de político, todavía lo recordamos, con esa minuciosidad de detalles con
que se imprimen las imágenes en la juventud, salir muy de
mañana seguido de sus favoritos: secretario, comandante
y ayudantes y encaminarse a vigilar los trabajos de la Calzada “Porfirio Díaz”.
A esta calzada se le llamó Calzada de “Las Lágrimas”,
porque se hizo con el dolor de los pequeños delincuentes,
con la miseria de los infractores menesterosos, con la vergüenza de los reos incidentales. Calzada hecha con dolor
para hermosear la ciudad, tal como los viejos monumentos
cuya arquitectura quizá no fué totalmente hija del fervor
cristiano, sino quizá producto de una labor de imposición
atormentada.
Los llanos de Aguilera y los del Campo de Marte, era
imposible transitarlos en la temporada de lluvias; en los
días de largas sequías, de abril y mayo, eran abundantes en
123
nubes de polvo; se miraban desolados, apenas punteados
por una vegetación ceniza, enana, constituida por cardos y
espinos agrupados en pequeños matorros. Convertir aquel
yermo en una carretera de placer, facilitar la comunicación
con el pueblo de San Felipe, de huertas pródigas y fecundas
en frutas y flores, teniendo como fondo la crestería azul de
la sierra, fué un propósito de comodidad y ornamentación
para Oaxaca, adquirido con procedimientos crueles, ácidos
e inhumanos. Por algo el pueblo, con el buen sentido de
canalización de su encono y su dolor sumisos, gritaba en
las noches de libertad fingida del quince de septiembre:
“¡Muera Treinta y Vuelta!”
Al contemplar el paseo alineado y fragante de hoy, con
sus rotondas de descanso señaladas por fuentes y monumentos de historia, recordamos el paraje hosco y desolado
que fuera antes, pero por asociación viene también el desfile lúgubre de miseria y de ludibrio que presenciamos.
En las mañanas frías, cuando sopla el viento del cerro
de San Felipe difundiéndose por las llanadas escuetas de
Aguilera, los peones forzados, desarrapados, canijos y febriles por los excesos alcohólicos, parecían seres sonámbulos, grotescos y dolidos, llevando con penuria física los
cubos con agua, arrastrando las pesadas carretillas y golpeando los marros bajo la mirada de los capataces. Se explotaba el trabajo del dolor, el del vicio humilde, el de los
seres caídos, hechos andrajos, bagazos humanos sin nervio, perfectamente agostados por el alcohol.
Al filo de medio día, quemado de lumbre, de solana reverberante, de calor que asfixiaba; en medio del páramo
barroso, desolado por la ausencia de todo árbol que pudiera abrigar, la peonada de los presos sentía la fatiga del
trabajo y los imperativos del alcohol que les atenaceaba la
124
garganta con sus sequías y era entonces apenas, cuando se
les concedía un momento de reposo bajo las arcadas del
puente o junto a las piedras lamidas por las aguas del arroyo de Jalatlaco.
Y a la tarde, con glorias de crepúsculo, en la feérica ornamentación del Valle, a la hora del ángelus, que decían
armoniosamente las campanas oaxaqueñas, la caravana
recogía la herramienta, se ponía entre las filas de los vigilantes y a paso cansino atravesaba las calles, llegaba a la comisaría y se arrojaba sobre los ladrillos infectos de los calabozos, saturado el ambiente con su pesado olor de fatiga.
Esta absurda visión de aquella cuerda estremecida de
dolor, integrada por hombres que el vicio desvalorizaba,
que la vida había quebrado en sus esperanzas, roncaba tirada en el suelo con sueño pesado, con sueño hondo, con el
sueño de las horas que los cansados escamotean a la realidad de la existencia.
Esta exhibición cotidiana tenía su faz escarnecedora,
porque no sólo era castigo reservado para el borrachín impenitente, bestia de mal trabajo, sino que adosado a esta
cohorte de leproserías, iba aparejado el hombre a quien la
desventura de su pobreza le había impedido pagar la multa
impuesta a su falta de policía. El artesano que tuvo una
riña intranscendente, el lengudo que no pudo pagarle la
capacitación a “Juan Borlacas”, el juerguista ocasional que
no pudo solventar el pago de unas copas, el infractor mínimo de los bandos municipales, eran arrojados al escarnio
de ir a la “Calzada de las Lágrimas” a purgar una condena
de “diez días y vuelta”, de “quince y vuelta”, hasta de “treinta y vuelta”.
Con ese criterio severo, cruel, igualitario para el castigo,
Oaxaca pudo presenciar casos inconcebibles ejercitados en
125
personas de calidad, que fueron tratadas a igual que los
ciudadanos humildes. Pero lo que llenó de sorpresa fué que
hasta algunos ministros eclesiásticos fueran a dar a la “Calzada de las Lágrimas” a purgar sus intemperancias. ¿Cómo
es posible que “Treinta y Vuelta” no se detenga ante los
señores sacerdotes? ¡Qué grave desacato, qué atentado tan
horrendo! ¡El “cabeza de tunillo” tendría que arder en los
apretados infiernos!
Por aquellos tiempos vivieron en Oaxaca algunos presbíteros, que por su vida poco edificante, estaban al margen
de la curia, por orden del arzobispo Eulogio Gregorio Gillow y Zavalza, prelado escrupuloso en lo tocante a la vida
pública y privada de los servidores de la Iglesia.
En el grupo de curas maleantes, ebrios y simoníacos,
que los hubo muy populares, podríamos citar a muchos, tal
a los curas Orozco, Aquino, etc.; pero para los fines de esta
estampa, es bastante mencionar al padre Fermín, hombre
de cuerpo rechoncho, indiado y con ojos estrábicos, que
gustaba de empinar el codo más de lo aconsejado por las
concesiones de la temperancia y a quien era frecuente encontrar por las tienditas de barrio alternando con borrachitos de baja ralea. Las autoridades eclesiásticas nunca
pudieron controlar al padre Fermín; de nada bastaron los
apremios, los castigos, la suspensión y la férrea disciplina
del Gobernador de la Mitra, Ignacio Marlín.
Compañero de parrandas y visitas tabernarias del padre
Fermín lo fué el cura Chanito Heredia; tipo opuesto a su
colega, en lo tocante al físico, pues Chanito era delgado,
bajito y siempre vestido de jaquette y con estropeada y alta
chistera.
Ninguna autoridad profana había osado molestarlos,
pero habiendo entrado a la Jefatura Prisciliano Benítez,
126
sucedió que a la primera guarapeta que se pusieron los
presbíteros, sus paternidades fueron a dar al bote y sin miramientos ni circunloquios cayeron clavados en los trabajos de la calzada. Los reverendos, como cualquier profano
hijo de Eva, cargaron el palo del barril del agua, sudaron
bajo los rayos del sol y pasaron entre filas a mañana y tarde, de la prisión a la calzada.
En aquellos tiempos las severidades que tuvo el coronel Benítez para los curas, fueron tomadas como clerofobia, pero juzgadas con serenidad, desaparece la supuesta
furia del jacobino para quedar el sereno aplicador de una
pena para todo delincuente de ebriedad, escándalo, etc. El
pueblo no pudo hacer ningún distingo para con el que suponía detentador de los respetos para los curas, y en tal
virtud, vació su encono en el Jefe Político, nombrándolo
en la intimidad, o aprovechando el anonimato solapado de
las manifestaciones públicas, con el epíteto de: ¡”Treinta y
Vuelta”!
Este odio se extendió hasta uno de sus familiares, a
quien se le dió un apodo equívoco, llamándolo: ¡Leonor!
Este hijo del coronel Benítez era entonces un joven apuesto, distinguido, en su persona muy atildado y poseedor de
una bonita voz de tenor que lucía en conciertos y festividades teatrales organizados por José Alcalá, Julita Cruz
de Navarrete o por Merceditas Rey, donde también se oía,
frecuentemente, cantar a Ernesto Iñárritu.
Entrado Benítez en todas las ramas administrativas, ordenó el cumplimiento exacto de las disposiciones policíacas en lo relativo al toque y repique de las campanas. Esta
disposición afectó a los curas y causó revuelo entre los feligreses. Los curas se negaban a ceñirse a los mandatos de la
autoridad, creyendo que podrían con sus influencia hacer
127
a un lado las órdenes de la Jefatura; pero, contra todo su
pensar, la ordeno principió a cumplirse. Sólo el cura Antonio Vargas Molano, párroco de San Francisco, célebre por
su carácter atrabiliario y bilioso, se negó a sujetarse al reglamento y siguió tocando sus repiques de costumbre. Inmediatamente fué aprehendido y llevado a la Jefatura, entre el escándalo del viejerío y del beaterío del barrio, donde
se le impuso una multa de cien pesos por haber repicado
más de la cuenta. El colérico padre Vargas pagó la multa y
preguntó al Jefe Político: “Si vuelvo a repicar ¿qué pasa?”
-“Que tendrá que pagar otros cien pesos,” – contestó el
flemático Benítez.
Y fama es que el párroco de San Francisco, Antonio Vargas Molano, sacando cien pesos, replicó:
-“Pues ahí van otros cien pesos por otro repique”.
Próxima a finalizar la administración del general Martín
González, el coronel Benítez se retiró de Oaxaca, pasando
a Guadalajara, donde años después murió de diabetes.
La obra de Benítez es de un espíritu de elevación y de
severidad social tan en desentono con su tiempo de distingos y componendas que bien puede merecer el grito de
¡Viva Treinta y Vuelta”! de las noches tricolores del quince
de septiembre.
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CAPITULO XI.
El novenario de San Juanito.- La clásica fiesta de La
Soledad.- La Noche de los Rábanos, la Nochebuena y el
Año Nuevo.
Para Jacobo Dalevuelta.
129
130
l mes de diciembre en todas partes tiene
múltiples encantos de carácter religioso y
profano, pero en ninguna parte es celebrado con una sucesión de fiestas tan especiales como las del novenario de San Juanito, las calendas de La Soledad, la noche
de los rábanos, la nochebuena y la del año nuevo, en Oaxaca
Mañanitas diáfanas de claro cristal que descubren los
azules picos del cerro de San Felipe, la suave pendiente de
Aguilera y las llanuras labradas y olorosas del valle, ¡quién
pudiera nuevamente saborear tus encantos madrugadores,
luminosos de sol, sonoros por los arpegios monocordios de
las golondrinas que bebían el agua clara que enantes corría
por los caños de verde cantera!
Mañanitas de luz y del lucero flojo, las de la estrella matutina que miraron salir a comerciantes y romeros por el
camino de Zimatlán para ir hasta Juquila, mientras nosotros íbamos por la carretera polvosa, bordeada de sauces,
de chamizos y de arbustos con rojas manzanitas, del camino de la compuerta o del puente del río Atoyac, rumbo a
San Juanito. Mañanitas frescas, todas llenas de pretextos
ingenuos para ir a todo, menos a rezar a la Virgen de la
fiesta, ¡cómo os recordamos!
E
131
Desde lejos se oían los alegres repiques que se difundían
por la llanura al reventar de los camarazos, el traquetear de
los cohetes y de las bombas de las ruedas catarinas, cuyas
humaredas se levantaban en blancos grumos de nubecitas
que se diluían en el azul del horizonte.
San Juanito es un pueblo pequeñito que se desparrama
por las laderas de un montículo, sobre el que se levanta su
escuela, su casa municipal, su iglesia con la humildad de
su pequeña categoría y sus casas de adobe con un aire de
sencillez cordial y acogedor.
Desde la aurora del primer día de diciembre, las campanas del pueblo se vuelven locas, la placita se llena de cocinas, de expendios de bebidas, de carcamanes baratos y de
loterías de poca monta. Después de la misa los visitantes
se desparraman por los puestos de la pequeña feria para
tomar el almuerzo, el más sabroso y bien sazonado que se
pueda imaginar. La levantada tan de mañana abre el apetito y sentados los paseantes en bancas de madera, frente
a rústicas mesas de albo mantel o en veces sobre el mismo
pasto, se come el buen pollo asado, las enchiladas con ruedas de blanca cebolla, abundante queso y ramitas de fresco
perejil; los sabrosos tamales de guajolote con mole negro,
los de dulce y los de chepile y como complemento la taza de
caliente chocolate o de atole blanco con granillo.
Esto se repite durante nueve días; en el penúltimo viene
la noche de los fuegos y de los maitines. Una noche alegre,
abundante en ruido de cámaras, en canciones, en jarabes
zapateados bajo las enramadas de chamizo y de petate,
alumbradas por lámparas de petróleo; mucho trajín en los
merenderos y en los puestos de cañas de Candiani, nueces
de Cuilápam, jamoncillos de la costa, tejocotes, jícamas de
Valle etc. Después de los fuegos, a la media noche, los ro132
meros emprendían el regreso, unos a pié, guardándose la
cuartilla para pasar al puente –un puentecillo de vigas con
terrado, puesto sobre el río– otros en carretas, las carretas
tardas, de colchones de zacate con un petate encima, que
eran cómplices de alegrías y de atrevimientos discretos,
mientras el guitarrista aficionado cantaba canciones amorosas o corridos que hacían la emoción de los oyentes.
Al día siguiente era la fiesta titular con su programa
idéntico al de todos los pueblos, porque el atractivo de las
fiestas de San Juanito era el novenario con el viaje matutino.
Cuando todavía no concluía la fiesta suburbana de San
Juanito, ya estaba encima la de la Virgen de Guadalupe.
Pero esta fiesta no tenía arraigo en sus manifestaciones
externas. A la fiesta guadalupana sin calendas, ni chachacuales, sucedía la fiesta de la Virgen de La Soledad, la celebración que llevaba gente de todo el Estado y de algunos de
los vecinos: costeños de Veracruz, comerciantes de Puebla,
gente marinera de Guerrero, sin faltar las clásicas tehuanas, pintorescas y admiradas.
El convite
para anunciar la
festividad salía
entre repiques
de campanas,
tocando músicas que venían
de Zaachila, de
Zimatlán y la
Banda del Estado con sus músicos vestidos
133
de paisanos, al frente de muchachos portando verdes carrizos embanderados, y de trecho en trecho se quemaban
cohetes y se repartían los programas de la fiesta.
Desde el primer día se instalaban, en la calle y en las escaleritas, los chachacuales, carpas de manta, de tejamanil o
de carrizo para restorancitos, ruletas, cotón-pintos, rifas,
loterías y carcamanes; los puestos de fritangas y sabrosas
carnitas, los de verdes cañas con un tripié por delante formado con rabos de cañas y con un ladrillo por anafre o brasero donde ardían pedazos de ocote; también había puestos de refrescos, apaxtles de chilacayote, de calabaza con
maíz reventado, de nieve de tuna, leche y limón; y finalmente los puestos de mueganitos, turrones y bien olientes
y apetitosos molotes y quesadillas y los petatitos tendidos
en el suelo con pepitas tostadas de calabaza.
Entre los puestos de frutas, dulces y comestibles, ningunos tan concurridos como los de los buñuelos. Estos puestos eran la nota típica y pintoresca. La buñolera, sentada
frente a la sartén servía los buñuelos en platos reventados,
desechados por algún defecto o sin vidriar, que tenía a la
mano o formados en pilas enormes. Los buñuelos se vendían con todo y plato, y el gusto del cliente era arrojar el
plato por los aires, cuando terminaba la colación. A esto se
le llama ir a romper platos: -“vamos a romper platos”- era
la invitación de aquellos días de fiesta que se prolongaban
hasta después de la Navidad.
Las calles de la Independencia, desde la Alameda hasta
las escaleritas, se ponían intransitables; las casas se adornaban con ramas, flores, cortinas y listones. De uno a otro
extremo de la calle pendían festones de laurel o de papel
con farolitos de colores y en el centro ardían luminarias
colocadas frente al zaguán de cada casa, en cuyo torno los
134
chicos del barrio encendían triquitraques, cohetitos corredores, y jugaban al toro y a San Miguelito.
Los chachacuales se llenaban de concurrentes, en ellos
se hablaba, se discutía con el coimero, se tocaban piezas y
en medio de aquella algarabía se escuchaba distinta la voz
del coime de la lotería:
“Éntrenle y váyanle entrando
como abejas al panal
después no diga yo la ganaba
¿pero con qué?
si nomás los ojos pelaba”.
Y el coime sigue gritando los cartones:
“Ya te vide calavera
y horita voy a sacarte”
……………
“La cobija de los pobres”
……………
“Al nopal lo van a ver sólo
cuando tiene tunas”.
En los primeros años de la Colonia aparece el culto de
Santa María de La Soledad envuelto en candorosas tradiciones exaltadas por la fé. No hay que repetir la historia de
aquellos trajinantes que un día, al seguir a la del alba su
camino para la Puebla de los Ángeles, se encontraron con
que una de las bestias que traían cargadas desde Guatemala la Antigua se negaba a caminar, se resistía a levantarse
y era rehacia a las maldiciones, resignada y sufrida a los
golpes. Como fuera trasladada la carga a nueva bestia y se
135
hubiera de repetir el mismo caso de resistencia, los arrieros procedieron a abrir el bulto para ver la causa de aquella
obstinación de las bestias y cuánto no se sorprenderían,
sigue contando el candor de aquellas gentes, cuando descubren que era por el peso de la imagen de Santa María de
La Soledad.
Ante aquel milagro de singular portento, refieren los
exegetas de la aparición, principió desde ese mismo día a
construirse el santuario en las laderas del cerro que hoy se
llama del Fortín.
Desde entonces, año por año, llegan romeros de los
puntos más equidistantes a rendirle pleitesía a la patrona
oaxaqueña; marinos salvados en trágicos naufragios que
traen en sus alforjas perlas del Pacífico, que miden por almudes; gentes del ardiente istmo venidas con el oro de sus
joyas de filigrana; labriegos del Valle Grande que llevan reverentes el diezmo de sus cosechas, como los de las tierras
frías de la Mixteca que llegan con el fruto de sus trigos a
pagar la vieja manda que hicieron en los días de escasez de
lluvia, de heladas, de plagas destructoras. Y también llegaban los enfermos de padecimientos incurables, hombres
que ponían su fé en la Madre de Dios, que llegaban febricitantes, dolidos, esperanzados en curarse de sus males.
Días de máximo júbilo religioso fue siempre en Oaxaca
la fecha del 18 de diciembre; las calles se llenaban de gentes
de toda condición social luciendo nuevas prendas de ropa,
se adornaban las casas y por las escaleritas, en el atrio extenso, en los patios del curato y en el interior del templo,
había plétora de peregrinos venidos con fé y esperanza.
136
Las fiestas de Navidad principiaban inmediatamente
con las tradicionales posadas que se celebraban en las iglesias y en las casas. Ya se sabe que las posadas se hacen en
las iglesias con el rosario de costumbre, la procesión de los
peregrinos y la petición de posada con acompañamiento de
música y pitos de agua. Las posadas caseras se distribuían
entre los amigos, teniéndose en cuenta las posibilidades de
cada quien. Otras veces era la suerte la que decidía el padrinazgo por medio de una rifa que se hacía al terminar la
posada y que era motivo de emoción, carreras, escondites
y algunas trampas. El agraciado, si podía llamarse afortunado al que tenía que solventar los gastos de música, bebidas, juguetes, dulces y piñatas, procuraba rebasar el rumbo
de su antecesor, produciéndose con mayor esplendidez y
buen gusto.
De fama fueron en Oaxaca las posadas celebradas en las
casas de Andrés Portillo, de Joaquín Malverde y de las Santaella.
La penúltima noche de Navidad, llamada de “Los rábanos” era una fiesta exclusivamente oaxaqueña. Esa noche
se alegraba el mercado; se hacía la venta de la lisa, de la
hueva, del camarón; los puestos de verdura eran un regalo
para la vista con sus colmados de lechugas, rábanos, cebollas, nabos, coles y coliflores, teniendo al lado sendos canastos de dalias, amapolas, violetas y trinitarias.
La fiesta social de esa noche es celebrada en la Plaza
de Armas, adornada igual que en las noches patrióticas:
mucha iluminación y mucha música que tocaban la Banda
del Estado y las Federales. Alrededor del zócalo se instalaban los puestos en mesas con palos a los lados, de donde
pendían como zarzos de banderillas, rábanos de grandes
proporciones, rábanos rojos, roji-blancos, púrpuras, con la
137
corteza levantada en escamas, representando seres humanos y animales. Los compradores los llevaban como presente para sus hogares, otros para obsequiar a algunas de
sus amistades que paseaban por el zócalo y la muchachada
se aprovisionaba de ramos de violetas y de trinitarias para
las damas de su predilección.
La noche de Navidad oaxaqueña es encantadora, la misma naturaleza convida a gozar de la fiesta brindando una
temperatura fresca bajo un cielo sereno, diáfano, donde los
astros brillan con fulgores extraordinarios. ¡Qué noches
tan bellas! cómo se llenaban de jocunda alegría, del sentido
de la vida que renace en florecida ilusión de epifanía.
En las casas de hacía el baile de la temporada terminando a las primeras horas de la mañana siguiente. En el
centro de la sala colgaba la piñata adornada con papel de
china, manufacturada a domicilio y a veces comprada en
la tienda de Juanico Torres; alineadas en las paredes las
sillas, bien estirada la alfombra y encendidas grandes lámparas de petróleo. En los corredores se ponían sillas para
descanso de los hombres después de cada pieza, pues es de
saberse que los jóvenes, terminando de bailar, soltaban a
la pareja y salían a hacer corrillos, dejando en lamentable
abandono a las muchachas, siempre vigiladas por las miradas de sus padres y familiares. Pero a los primeros acordes
de la mazurca, del schotis, de la polka, la corrida, la danza
o los lanceros, la muchacha irrumpía en el salón y con el
recato de la época, que imponía bailar despegadamente de
la pareja, se danzaba con deliciosa alegría.
A las once y media de la noche se daba en los templos el
primer repique para la misa de gallo; a esa hora salían de
las casas principales del barrio las procesiones, las cofradías, las hermandades, con velas apagadas, presentándose
138
a las doce frente a la puesta de la iglesia donde la señora
madrina descubría sobre bandeja de plata cubierta con rico
mantel bordado, al niño Dios. El capellán revestido de capa
pluvial y a los acordes de alegre música sagrada, llevaba el
niño hasta el nacimiento, hecho con oloroso musgo y fragantes ramas; no faltaban los peregrinos, los reverentes
pastores y la clásica mulita y el paciente asno. Qué júbilo
tan cándido e inocente se desparramaba, qué fervor tan
emocionado cuando se oía la frase evangélica de Gloria a
Dios en las alturas, sonaban pitos, campanitas, música y se
quemaba perfumado incienso.
Las muchachas se salían para danzar hasta la madrugada, y a continuar haciendo las rimas azules del amor.
El año tocaba a su fin con dominante alegría entre las
fiestas de la iglesia y las profanas. Con esa tradición de que
con el año que concluye se entierran los desengaños y olvídanse las pesadumbres, el año venidero se celebraba como
augurio de felices ilusiones. Por eso la llegada del año nuevo es siempre motivo de regocijo, de esperanzada alegría
de un nuevo vivir, más amable y optimista.
La última noche del año tenía aspectos encantadores, se
abrazaba al amigo, se besaba a los padres, y a la amada se le
decían renovadas ternezas. Época romántica fué aquella de
bailes, de música cordial y marginada con poesía. En aquellos bailes de año nuevo no era extraño que al sonar las doce
campanadas los poetas dijeran versos en medio de la sala,
entre la atención emocionada. Fué entonces cuando era grato oír las palabras de felicitación de Adolfo Arias, poeta galano y hermoso él como un efebo; la de Severo Castillejos,
pequeño buido, encerrando su mirada tras de gruesos anteojos; la atildada de Alberto Vargas, siempre lírica, elevada y
fogosa y la de Francisco Echeverría, pulcra y retórica.
139
ENVIO
Mi querido Jacobo Dalevuelta, esta Estampa no es una
crónica completa de la vida popular de nuestra edad de
pelo largo y entendimiento corto, que dijera Hugo; pero
sí puede ser, como decimos ahora, una “film” de nuestro
Oaxaca, cuyo ayer vivimos con intenso cariño.
140
CAPITULO XII.
Periódicos y periodistas.- El famoso “Huarache”.- Juan
Leperada y el ortodoxo Lic. Lorenzo Mayoral.- “El Estandarte”, periódico pre-revolucionario.
Al Lic. Heliodoro Díaz Quintas.
141
142
n la portada de estas estampas hemos
dicho que los cuadros de costumbres con
los hombres de nuestro tiempo, están
evocados con la emoción de un recuerdo
sin odios; también advertimos que no es
historia la que hacemos, sino reproducciones de las instantáneas que nos tocaron ver. Tal será la
estampa de los periódicos y de los periodistas que leímos
y conocimos.
Alejados por el tiempo y la distancia de toda apasionada predilección, creemos estar en un plano sereno cuando
escribimos sobre cosas del ayer; mas si en el desarrollo de
la narración nuestras palabras llegan a molestar a alguien,
rogamos, como en el prólogo de aquel bilioso Antonio de
Balbuena que tanto conocimos, no se den por escritas con
intención subalterna.
Mis aficiones por la lectura, que me llevarían por derivación al periodismo, las cultivó a la diabla una mi pariente
política, muy viejita, muy locuaz y fumadora, como suelen
serlo algunas mujeres de la Costa Chica, que fué la que puso
ante mi curiosidad unos novelones que hacía por entregas
baratas, de a real por cuaderno, un señor Ayala, agente de
los Pastelín. Mi viejita no reparaba en la calidad moral de
E
143
las obras que ponía en mis manos, ni en sus dificultades
prosódicas que tenían para leerse; pero sí recuerdo que los
primeros libros que leí fueron los de Enrique Pérez Escrich y
los de Luis de Val; sin faltar, naturalmente, los de “El Mártir
del Gólgota”, “La Mujer Adúltera” y, cosa increíble, hasta “La
Magdalena”, de Sandeau. Mi afición por la lectura me hizo
devorar cuanta revista o periódico se ponía a mi alcance; así
recuerdo la avidez con que iba a la casa de Tomás Heredia,
el precursor en Oaxaca de la moderna agencia de publicaciones, a esperar por las noches la llegada del correo de México, para leer los diarios, particularmente “El Imparcial”, y
“El Mundo Ilustrado”, de Reyes Espíndola; “El Combate”, de
Sóstenes Rocha; “La Patria”, de Ireneo Paz.
Tomás Heredia tenía una agencia cerca de donde hoy
está un salón de billares, frente a la antigua mercería de los
señores Frieben, y era, además, un centro de frívolo chismorreo en donde se podían ver, hasta las nueve de la noche,
a los hermanos Posada, al poeta Portillo, al escritor Adalberto Carriedo, al licenciado Pancho Magro, al pagador Villaseñor, al general
Juan M. Durán, a Tomás Morán,
arrogante y buen mozo; a Mario
Saavedra, encumbrado amanuense de Emilio Pimentel;
al literato Rafael Bolaños Cacho, de pulcritud espiritual;
a Alejandro Rueda Camacho,
bajito y muy decoroso en su
persona y a otros personajes
de la época. De los periódicos
de la provincia recordamos
bien pocos; su vida era efímera
y
144
precaria, no llegaba a prender en el público por su falta de
información, por el carácter clerófobo de unos o por el dogmatismo ortodoxo de otros, pero la mayoría aburridos, por
su espíritu de clase. Los periódicos de información, con dinamismo, no existían: los llamados de oposición surgían
con dificultades, la psicología oficial los extorsionaba y
concluía pronto con ellos.
Al finalizar el periodo del señor Chávez surgieron dos
candidatos al Gobierno del Estado: los generales Guadalupe López, jefe de la zona en Guadalajara y Martín González, del Estado Mayor del Presidente de la República. A
la postre quedó como candidato único González, aceptado
con la pasividad de la imposición. Una cadena de desaciertos oficiales y personales del nuevo mandatario le acarrearon el desprestigio a su administración, encargándose la
prensa en reflejar el malestar popular.
El notable abogado y escritor Esteban Maqueo Castellanos y el tabasqueño Darío Pérez, periodista con pasta de
agitador, fundaron el periódico independiente “El Estado”,
llamándolo después “El Estado de Oaxaca”. En su cuerpo
de redacción figuraron muchachos atrevidos como Chico
Canseco y Aquiles García Aguirreolea, estudiantes turbulentos y de arrastre dinámico.
Por considerarse el periódico desde su primer número
como opositor circunspecto del Gonzalismo, contó con la
benevolencia pública, como con el natural desagrado del
Gobierno. Paralelamente al “Estado de Oaxaca” apareció
“La Libertad”, periódico de moderada independencia dirigido por Juan Ocampo, quien tuvo la particularidad de
145
pagar a sus redactores un sueldo de veinte pesos, cosa extraordinaria para aquellos tiempos en que la valorización
literaria tenía una cotización sin importancia.
Como los actos públicos y personales del Gobernador
Martín González eran cada vez más deshonestos, a pesar
de los sanos años de esfuerzos de sus sucesivos secretarios, los licenciados Eutimio Cervantes y Miguel Bolaños
Cacho, se formó una atmósfera de menosprecio que aprovechó el periodismo independiente, editando el profesor
Carlos Bravo una hoja violenta, explosiva y congestionada
de acritud que denominó “El Huarache”.
El primer número causó turbadora sensación en el público por su valentía, por el gracejo de su lenguaje y por la
intención que llevaba en su mismo nombre. Uno de sus artículos políticos de ataque apareció con una cabeza que aludía intrínsecamente al señor Gobernador, pues con grandes caracteres decía: “Ahora lo verás huarache ya apareció
tu correa”. Pero lo que determinó el desbordamiento de la
cólera y de la paciencia del gobernante a quien le recordaban su apodo de “Caclito”, fué la publicación de unos versos hirientes y cuya paternidad se le achacó a Aquiles Aguirrolea. De estos versos solamente recordamos dos estrofas
y las intercalamos como curiosidad política y ejemplo de la
virilidad de los escritores jóvenes de aquella época:
“Cuando vino don Eligio
nuestro pueblo a gobernar,
salieron los estudiantes
y pelados a gritar:
Salió Tortugo del arenal!
Lo fueron a recibir
al Mexicano del Sur
146
subió Aquiles, subió Ernesto,
Director de “El Imparcial”,
y todos la mar diciendo:
Salió tortugo del arenal!”
El Gobernador ordenó al Jefe Político, Mariano Bonavides, la aprehensión de los redactores de “El Huarache” y
que fuera recogida la edición de la imprenta de Honorato
Márquez, el único impresor que se atrevía a servir a los
escritores de oposición. La orden se cumplió en parte en
lo tocante a la detención de los redactores, porque algunos
se ocultaron por haber tenido oportuno conocimiento de
ella, como Chico Canseco que se escondió en una casa de
por el Marquesado; Carlos Bravo que huyó hasta Tuxtepec
y de donde nunca volvió a salir; Aquiles García que también pudo escapar con oportunidad, y solamente fueron
aprehendidos José Ma. Vidaña y Darío Pérez, y encarcelados en el “Toro Negro” de la cárcel de Santa Catarina. Se
movieron muchas influencias en favor de los jóvenes periodistas, pero fueron ineficaces, todas se estrellaron ante
la cólera del gobernante y como consecuencia, se les sacó
subrepticiamente durante la noche y fueron consignados
al servicio de las armas: Vidaña a un batallón destacado
en Juchitán y Pérez a las fuerzas que hacían la campaña
contra los Mayas de Yucatán.
Este grosero atropello al pensamiento escrito fué formando, con otras destemplanzas oficiales, una situación
de malestar para el Gonzalismo, tal que llegó a amedrentar
momentáneamente, abriendo un compás de espera y de silencio entre la prensa; pero pasado el estupor, pronto aparecieron nuevas hojas, un poco atemperadas, pero no menos valientes y razonadas en sus conceptos, con el anhelo
147
de modificar la situación política del Estado, los escritores
no dejaron a la mano la pluma, no renunciaron a sus funciones depositarios de las esperanzas públicas y se dedicaron, como derivación ornamental y fecunda, al cultivo de
las bellas letras. En este interregno, formado por la presión
oficial, surgieron dos periódicos dogmáticos y opuestos en
su ideología: “El Ferrocarril” y “La Voz de la Verdad”, liberal
jacobino el uno, ortodoxo intransigente el otro.
En Oaxaca, todavía persistía como rumor de resaca la
pasión de las luchas entre conservadores y liberales, y esa
pugna seguía en el sector ideológico y social. Organizada
la reacción al amparo tolerante del porfirismo, procuró infiltrarse en el ejército; la burguesía ciudadana y campesina
respaldó su fuerza económica en la brutalidad tradicional
de los Jefes Políticos, y el clero se adueñó de la juventud
acomodada, apoderándose de la enseñanza, para cuyas
finalidades abrió sendos colegios, presentando un frente
con organizada capacidad de resistencia y de conquista.
En cambio, el liberalismo era una fuerza que disgregaba, apenas se manifestaba en el misterio intrascendente
de las logias masónicas de Santa Catarina; en las líricas
manifestaciones de los estudiantes; en la tribuna oficial
de las festividades patrióticas y en el recogimiento de la
cátedra; pero en los planos de la acción era absolutamente
nulo. Quedaba el liberalismo en la categoría de palabra de
literatura oficial, de señuelo del que en veces se servía el
régimen de la dictadura para satisfacer las vanidades de los
viejos jacobinos.
Bajo estas condiciones parecería extraño que pudieran
surgir y medrar las hojas liberales en la provincia; más sin
embargo, el liberalismo oaxaqueño pudo exteriorizarse en
periódicos de tesis anticlerical, manufacturados por el licen148
ciado Manuel Brioso y Candiani y Juan de Esesarte, profesor de saneada reputación como hablista y matemático.
Manuel Brioso y Candiani no fué un diarista en toda la extensión de la palabra, pero extendió las ideas liberales en la
cátedra del Instituto y de la Normal, escribió folletos, opúsculos de controversia literaria e histórica y en la literatura
del periódico oficial desterró la aridez curialesca, poniendo
en todos sus trabajos su decencia y su sinceridad espiritual.
Juan de Essesarte, gramático y retórico a la manera de
los hombres que salían de las aulas con un gran acervo de
humanidades, doctos en las lenguas muertas del griego y
latín, fué el prototipo del escritor de provincia que escribió
influenciado por el estilo periódico y editorialesco de los
hombres que entonces pontificaban en las letras.
La corriente periodística venida del centro a la periferia
provinciana, encontraba obsecuentes imitadores en artículos extensos y manufacturados en un tono de pedestre
suficiencia. Dentro de tales normas apareció “El Ferrocarril”, con un programa de clerofobia que espantaba por su
iracundia, por su temeridad demoníaca y por su irreverente descompostura para el dogma. Los azufres infernales de
esta hoja, causaron un pávido revuelo en las conciencias
tímidas, sacudía la modorra de los indiferentes y aceleraba
el ritmo de la inquietud por la prosa tajante con que hería al fanatismo. El clericalismo reconoció la fuerza de “El
Ferrocarril” y salió a defender sus intereses aprovechando
toda la fuerza de que disponía, inclusive la de su ascendiente espiritual y doctrinario. En este campo tortuoso de
encrucijadas quedó maltrecha la hoja liberal, sintió la derrota del vacío, la penuria de la circulación, la indiferencia
asustada de los lectores y cuyo conjunto dió por resultado
su desaparición.
149
Dentro de la política clerical del porfirismo, encubierta
con el eufemismo de política de tolerancia, era imposible
que viviera el periodismo jacobino y en consecuencia, “El
Ferrocarril” tuvo que pasar a la categoría de periódico fracasado. Pero en la historia de los esfuerzos culturales, en
un balance periodístico, Oaxaca siempre pondrá en sus listas de presente al panfletista iracundo y recio, a quien se
llamó Juan Leperada por su carácter explosivo, congestionado de fuerza y que, por su adelantada visión, parece vivir
el ritmo contemporáneo.
El valeroso Juan Leperada pasa por esta estampa su alta
figura de Quijote absolutamente fúnebre; alto sombrero de
copa, lustrado por la pobreza decorosa; magro el rostro y
tanto buido; ligeramente encorvada la nariz como la de
una halcónida, y envuelto en la amplitud de su eterno saco
cruzado, con los imprescindibles pantalones de fantasía,
va amargado, bilioso, incomprendido por entre el pavor
monacal, que tuvo recelos de contemplar al hombre que
llevaba en el rostro, como el Dante, los pavores del infierno
de la ignorancia.
Frente al inestable periodismo de los liberales apareció
perfectamente organizado el de la facción conservadora,
destacándose la hoja ultramontana llamada “La Voz de la
Verdad”, dirigida por el Lic. Lorenzo Mayoral, fervoroso
católico, hombre casuísticamente preparado por sus luces
intelectuales para la polémica doctrinaria y poseedor de
notable dinamismo. Este periódico se fundó con todas
las comodidades económicas que podían disponerse entonces en Oaxaca, pues tuvo su despacho, sus talleres y
su personal de paga, cuyos gastos sufragó con largueza la
tesorería del Episcopado. Está por demás comprender que
sus fines fueron los de la propaganda sectorial y la defensa
150
de los intereses clericales, y en cuya labor se destacó el Sr.
Mayoral, por su pasión y por su inquietud batallona, que
arremetía con todo coraje contra los jacobinos y heterodoxos.
Próxima a terminar la administración del general Martín González, la opinión pública principió a manifestarse
contraria a su continuismo recogiendo este malestar el periódico oposicionista llamado “El Estandarte”, redactado
por jóvenes cultos y de valor civil, entre los que recordamos
al Dr. Luis Flores Guerra, Dr. Ramón Pardo, Dr. Manuel
Pereyra Mejía, profesor Adolfo G. Gurrión, Lic. Heliodoro
Díaz Quintas, etc.
Don Martin, que sabía bien cómo se arreglaban las elecciones, salió para México a buscar la venia del Centro, y
cuando suponía tener los sacramentos oficiales que le aseguraban su continuación en el Poder, volvió a Oaxaca. Sus
partidarios le organizaron con tal motivo una notable manifestación de bienvenida; desde las primeras horas de la
tarde todos los empleados formaron en la Estación y en
los momentos de su llegada hubo repiques, vítores, discursos y desfile hasta Palacio, donde presenció el candidato la
manifestación de sus partidarios y escuchó los discursos
laudatorios de rigor.
La oposición se encauzó buscando un candidato de arraigo popular, y creyó encontrarlo en el mayor Félix Díaz, ciudadano que a sus limpios antecedentes de elemento joven
del Ejército, tenía la herencia brava de su estirpe porfirista, que tan seductora, le era al pueblo oaxaqueño. Ninguna
candidatura, ni antes ni después, contó con la unanimidad
popular que tuvo la del mayor Félix Díaz, pues hombres
de todos los sectores sociales se abanderaron de Felixistas
y hasta nuestras mujeres, que de por sí son ajenas a las
151
campaña políticas, tomaron una entusiasta participación,
ostentando el rojo clavel del Felixismo y fotobotón del candidato.
Fué una campaña delirante donde se puso de relieve la
fuerza espiritual de la prensa oposicionista contra la reelección del general Martin González, quien a pesar de estar
bien quisto con el dispensador supremo de las gracias oficiales, tuvo que retirar su candidatura ante las demandas
de la opinión pública. El pueblo obtuvo un triunfo a medias
porque Félix Díaz no respondió a los sacrificios hechos durante la campaña electoral y tuvo que aceptar al candidato
científico Lic. Emilio Pimentel.
Esta conducta del mayor de Ingenieros Félix Díaz, tan
imparalela con la de sus electores, bien la recordó el pueblo
de Oaxaca, cuando consumada la traición de la Cuidadela,
vino el candidato a su tierra con la esperanza de encontrar
un respaldo en la opinión pública. Terratenientes rencorosos, reaccionarios ejecutoriados de contumaces, indígenas sencillos, fueron los únicos que entonces respondieron
al llamado de Félix Díaz. Su herencia porfirista la había
pulverizado, nada quedaba de aquellos arrestos del viejo
Chato Díaz peleando contra los invasores en los campos
veracruzanos, de aquellas campañas legendarias de Porfirio Díaz, señaladas por los jalones de Miahuatlán y de la
Carbonera, todo quedaba deshecho en las manos del candidato que no interpretó el valor civil de Oaxaca en la lucha
electoral de 1902.
“El Estandarte” fué el último periódico pre-revolucionario de mayor consistencia dentro del régimen de la dictadura y aun cuando hubo otras hojas a posteriori de filiación independiente, como “El Bien Público” redactado por
el abogado Ismael Puga y Colmenares, hay que convenir
152
que, en la historia periodística de la Provincia, él tuvo la
visión de ser el encauzador de la corriente oposicionista,
el fertilizador de un campo donde nuevos hombres con
ideología más amplia y ademán resuelto, constituyeran el
mínimo núcleo del maderismo oaxaqueño, germen de la
Revolución Social contemporánea.
153
154
CAPITULO XIII.
La feria de Tlacolula.- El árbol del Tule.- Guillermo
Reimers Fenochio. -Maniáticos célebres.- El Farmacéutico
Carlos Cruz.
155
156
a tradicional fiesta del Rosario se celebra
anualmente en Tlacolula con todo entusiasmo, era una fiesta de romeros fervorosos, de trajinantes andariegos y de
algunos pícaros y enredadores tahures,
peregrinos de Oaxaca, comerciantes, labriegos y ganaderos con vecindad en los pueblos del Valle
Grande, en los de la Sierra de Ixtlán, de San Carlos Yautepec y hasta en los del Istmo, venían a traficar en generos
mantas y creas de Xía, Vista Hermosa y San José; en café
de Villa Alta y de Pochutla; en trigo de las Mixtecas, en
compra-venta de ganado costeño y en lanas y esquilmos.
En los paréntesis los romeros iban a la iglesia, pero pocos
eran los que olvidaban jugar en la partida, gozar de los divertimientos de los gallos, apostar en las carreras de caballos y escanciar el buen mezcal que dan los magueyes de la
tierra.
Ocho días duraba la feria y a su final era costumbre establecida en Oaxaca, salir a encontrar a los viajeros hasta
el pueblo de Santa María del Tule. Ignórase la época en que
se estableció esta costumbre, pero posiblemente nuestro
Martínez Gracida podría haberla contestado con su ejemplar acuciosidad; nada remoto sería también que el maes-
L
157
tro Brioso y Candiani la tuviera en el acervo de su rica
biblioteca y si mucho apuramos nuestra curiosidad, quizá
guarde la respuesta Guillermo Reimers Fenochio, cuyo espíritu se desequilibra al contacto de estos tiempos saturados de pestíferos hidrocarburos, como alejados de aquella
edad de suave modorra, fragante al lináloe de los miniados
arcones y al incienso y estoraque, por cuyo ambiente caminaron las procesiones de las hermandades de los dominicos, franciscanos y mercedarios oaxaqueños.
Habitantes con relieve, con personalidad folklórica,
con trazos hondos, pocos subsisten ahora en Oaxaca, no
obstante que ayer fué rica en procrearlos como lo podrían
atestiguar los contemporáneos de nuestra juventud, y que
se llamaron el licenciado Manita, hombre de vestimenta
estrafalaria, ojos estrábicos, con enorme tulipán rojo en el
ojal del pringoso jaquette, con su mano caída y su característica expuesta en una indeclinable debilidad amorosa; los
hermanos Azpe, alto uno, bajito del otro, pero ambos ridículos y desmayados como haciendo una anticipada caricatura de “Mut and Jeff”; Varelita, músico de bailecitos nocturnos, por el día era vendedor de caballos con ribetes de
arrendador, fué un hombre de popular importancia por su
personalidad de artista y caballerango, pero con tan escasa
fortuna en sus oficios que era fama que cuando desafinaba
el violín o cuando los caballos lo ponían en tierra, era corriente que exclamara: “mi fuerte es el caballo o mi fuerte
es el violín”, según le fuera mal en lo que desempeñaba de
momento. Podríamos recordar una serie de cuentos de los
tipos populares, desde lo que oímos contar de Loaiza, famoso invertido; los de Nana Andrea, una vieja estrafalaria,
tuerta y ensortijada, que pasó su apodo a cierto jefe político de la época de la dictadura, hasta los que alcanzamos a
158
oír referentes a tío Chico Hueso, don Panchito el Aguador,
Mambrú, etc., locos de cabotaje que fueron gracia de viejos y muchachos, y son faltan a la pleitesía femenina, no
se podría olvidar a aquella tendajonera de por el barrio de
las Nieves que era un adefesio en auge y a quien llamaban
Merced la Perra, señora notable por gorda, bofa y chaparra
y que se adelantó a su tiempo pintándose endiabladamente; y ya que de mujeres se habla pondremos punto final citando a la mujer del confitero Juanico Torres, la tremenda
Lupe torres, señora avecindada en el barrio de San Pablo,
de locuacidad de merolico, con ridiculeces de caracteristica
y con unos intrusos desplantes que constituyeron la alarma regocijada de Oaxaca.
Nuestra ciudad tuvo en su renglón folklórico muchas
sorpresas que mostrar al viajero curioso: bellezas naturales, monumentos, ruinas, pero, además, costumbres propias, notas coloridas en la regularidad del ambiente, tipos
monomaniáticos con apodos sembrados; festividades religiosas con sus alegres calendas, fiestas del 16 de septiembre catalogadas de típicas por el característico carro de la
“América”, y tantas otras cosas que han desaparecido o se
han modificado substancialmente hoy, a la fecha, según
confesión de los mismos oaxaqueños, hacen que sus notabilidades hayan quedado reducidas al árbol del Tule, Santo
Domingo, Mitla, Monte Albán y a las señoritas Quintanar.
Reimers Fenochio que no es un adefesio ni una ruina,
ni una dama popular, no sé por qué lo olvidan entre las
cosas notables del Oaxaca contemporáneo, cuando a ello
le dan lugar sus originalidades de desorganizado superior.
Dentro de la inclinación que Reimers Fenochio tiene por el
pasado, en cuya tarea se siente ayudado por su fértil memoria que lo orienta en achaques retrospectivos, el vulgo
159
lo ha tomado por un avaro que solamente sabe de los trueques de la quincallería, pero dentro de su flematismo que
le aflora, con la reserva de un judío anseático de Bremen o
de Harlem, venida esa misantropía por la sangre teutona
de su línea paterna, a pesar de que aquel Maximiliano Reimers parecía por su dinamismo y conversar a gritos, un
estudiante universitario de Munich, o un súbdito alegremente encervezado de la gentil Baviera, mi amigo es un
pintoresco oaxaqueño de quien Artemio del Valle Arizpe
puede glosar cosas peregrinas con su agudo regocijo.
Pero sin poder precisar la fecha en que quedó instituida
la costumbre de ir a recibir a los viajeros de la feria de Tlacolula, la verdad es que año por año, por el mes de octubre,
Oaxaca, alegremente se trasladaba al Tule. Los rematadamente pobres emprendían el viaje a pié, los charritos a caballo, lucían sus trajes pintorescos y sus buenas monturas,
y la mayoría yendo en carretas de dos o tres pesos por viaje
redondo. Lo típico era ir en carreta, tarda, rechinadora, de
ovalado y alto toldo de petate, con grueso colchón también
de petate y ya en ella emprenderla por un camino lleno de
piedras, pleno de hoyancos, abundante polvo, y que hoy se
ha transformado en una buena carretera.
Al Tule principiaban a llegar los primeros pasajeros al
rededor de las once del día y lo más rezagados al filo de la
una o las dos de la tarde. Debajo del árbol se organizaba
un baile, reservado para las niñas bien y para algunas de
la clase media que solían colarse. No era raro que el señor
Gobernador del Estado y los altos funcionarios concurrieran a la romería y que algunos de ellos se entregaran, como
el general Martín González a los deleites de la danza, del
schotis o del valse coreado por las voces de ¡abran sala!, a
cuyo mandato las parejas formábanse para que cada quien
160
luciera sus habilidades coreográficas, premiadas al terminar con los aplausos de la concurrencia. En esta ocasión,
como en otras similares, mucho se distinguía el boticario
Carlos Cruz, porque desbordaba la jácara de su alegría y
hacía gala de su infatigable destreza para el baile. Y como
aquel ateo que al poner punto y coma sobre una discusión
teológica, se despedía diciendo: “mañana, si Dios quiere
continuaremos nuestra plática”, nosotros repetiremos la
parodia diciendo también: “mañana, si Dios quiere, haremos una estampa sobre Carlos Cruz, cuyo nombre ha venido de golpe a la memoria, juntamente con una frase que
teníamos olvidada del Oaxaca alegre y juvenil”.
¡Ah! porque este simpático farmacéutico de Carlos Cruz,
era cojo como Alcibiades y como Lord Byron y como Brumel, era notoria su elegancia por el decorado de su levita
con rojo clavel en el ojal y todo él saturado de abundante
perfumería de botica.
Al llegar la temporada de carnestolendas, Carlos Cruz
organizaba comparsas ruidosas, bien trajeadas y formadas.
Las mascaradas salían los domingos por la tarde de su casa
del Carmen Alto, recorrían las calles en coches descubiertos
y a veces montadas a caballo, terminando por las noche en
un baile que se hacía en su propia casa, en la de Manuel Bonavides o en la de “Las Culebras”, donde él sobresalía por su
entusiasmo, su locuacidad y el júbilo incontenido que ponía
para bailar los lanceros o las danzas calabaceadas.
A los viajeros que por vez primera visitaban el árbol del
Tule considerado como el primero en América por el espesor de su tronco y a quien el Barón de Humboldt estimara
sólo inferior al castaño del Etna, se les pedía que firmaran
el album de registro de visitas. El album es un documento curioso por el número de sus firmas, por la calidad de
161
los suscritos, por la belleza y profundidad de alguno de los
pensamientos que guarda y por las frases peregrinas y sandias que contiene y de las que algunas se hicieron notables,
como las que se le achacaron al general Chávez: “¡Oh, árbol,
eres un Dios!” y que un guasón parodió escribiendo: “¡Oh
Chávez, eres un palo!”
El ferrocarril, el auto y el camión acabaron con dos aspectos de la tradicional fiesta del Tule: la ida y la vuelta,
pues ambos tenían peculiares características; el primero,
la alegría del viaje, la sorpresa del camino mañanero por
campos yermos por el otoño, el cruzar los ríos exhaustos
que pueden pasarse a saltos, por pequeños, la vista de mínimos poblados situados al margen de la carretera y el horizonte azul que se recorta por montes amarillosos y agrios
en espeluncas enanas. La vuelta tenía para unos la emoción esperada, por sedante, del descanso, para otros era el
continuar la iniciación de una complicación erótica, de una
amistad adquirida y para todos el saborear el epílogo de un
viaje que rompía el ritmo de la vida de la ciudad.
Cuando los paseantes habían comido el clásico mole
negro de guajolote y las sabrosas empanadas y ya habíanse surtido del
i nd i s p e n s a ble
manojo de verdes
guayabas
peruleras, atadas con ramas
de ahuehuetes,
se emprendía la
vuelta en las primeras horas de
la tarde. El auto
162
y el camión han restado ahora un número atrayente a esta
festividad, hoy se viene de prisa, no hay tiempo bastante
para seguir enhebrando la charla principiada bajo el árbol
del Tule, ni para prolongar las canciones cantadas en coro.
Aquella vuelta entre tolvaneras, a brincos de la tarda carreta, con charlas con los jinetes galantes que ponían sus
caballos al paso de las ruedas, fueron alegres, movidas dentro de la lentitud y propicias a la confianza que se formaba
entre pasajeros que iban por un mismo camino. Y en las
noches claras, con embrujo de la luna, el viaje se hacía más
cálido y había algo de ingenuo romanticismo, algo de honesta emoción que dejaba recuerdos en el espíritu.
La fuga del tiempo que tergiversa los rostros y las almas,
nada pudo en nosotros, porque hemos sabido conservar con
lealtad el amor por la tierra, por los mayores y por las tradiciones en nuestro Oaxaca, constantemente amada. Integro
el recuerdo, claro y preciso a pesar de nuestros ajetreos de
impenitentes andariegos, cuando no sabíamos en qué lecho
de azar apoyaríamos la frente en el siguiente día, hemos sabido conservar el cuadro de la vuelta del paseo al Tule. Vuelta con su tolvanera que se extendía por el espacio en un halo
de alucinación campirana y que arriba, en la divina noche
de otoño, se hacía magnifico torbellino de polvo y humo de
estrellas. Con aquel camino endiablado, pavimentado como
el lecho de un torrente, cuántas veces el amor hizo que golosos, como flores salpicadas de rocío, turgidos se levantaran
los labios en una ofrenda de beso, en tanto la carretera daba
tumbos y sonaba el cantar de la alegría.
¡Oh agridulce añoranza del ayer, endecha sencilla del
pasado, que puedes repetir con la saudade del poeta la estrofa que oímos en noche lejana, en una canción extraña
que casi nos mató.
163
164
CAPITULO XIV.
Una Ley impopular.- Motines sangrientos.- El final de un
Sábado de Gloria.
165
166
l porfirismo, el año de 1896, se encontraba completamente estabilizado, garantizaba la propiedad, estatuía el orden, el
trabajo y el miedo en la República. Las
guerras, las alteraciones públicas y los
motines estaban en los planos de la historia; las luchas de los chinacos contra la mochitanga y los
franceses; el periodo de los atracos escénicos de los plateados a las diligencias y las sublevaciones de los generales,
eran cosas ornamentales de conversaciones domésticas, de
pláticas que se hacían en las intimidades caseras al calor de
un recuerdo pluscuamperfectamente pasado.
En nuestros hogares, era cosa frecuente nombrar con
reverencia a Benito Juárez, narrar a diario su existencia
humilde, los afanes batalladores de su juventud, las bondades de su administración en el cargo de Ejecutivo del
Estado y su lenta elevación a las cumbres de la fama. Al
descubrir el ejemplo de su vida íntima, resplandecían las
honestas cualidades de su hogar, donde todo era virtud
doña Margarita Maza.
Porfirio Díaz constituía otro tema biográfico de las narraciones hogareñas, era seductora la aureola de sus hechos militares y la prestancia de su persona que, siempre a
E
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caballo como en los cuadros napoleónicos, surgía yendo en
acoso del laurel llevando en la diestra la espada vencedora.
Guerrero afortunado en las batallas contra el Imperio,
rebelde contra el continuismo de Juárez y de Lerdo de Tejada, después Cincinato habilidoso en su retiro de La Noria, volvía a la vida pública llamado por la opinión nacional
ante el desastre organizado de la administración del general Manuel González.
No era únicamente el relato de las vidas epónimas de estos dos hombres máximos de la historia las que con cariño
se recordaban; pues no podían olvidarse las de otros que
también a Oaxaca honraron con sus luces y su patriotismo.
De los labios de nuestros viejos oímos palabras reverentes para Bernardino Carvajal, sembrador de pensamientos
profundos; para Carlos Ma. Bustamante, historiador que
escribió con la pasión de la aventura política; para Félix Romero, escritor, jurisconsulto y constituyente; para Ignacio
Mariscal, ciudadano patriota y de clara honradez intelectual; para Matías Romero, trabajador incansable que dió
orientación a la economía pública; para Justo Benítez, Manuel Dublán, Apolinar Castillo y para otros más que en el
campo del saber, de las artes y de la guerra supieron honrar
a Oaxaca como los generales León, Mejía, Carbó, Díaz Ordaz, etc., que en los tiempos de lucha hicieron circular en
el pueblo el estremecimiento del patriotismo.
Como escribían los cronistas de antiguallas, diremos
que corría el año de gracia de 1896, cuando hubo en Oaxaca una perturbación del orden público originada por la
inconformidad para cubrir un nuevo impuesto que gravaba
la propiedad rural. A fuer de verídicos, la ley hacendaria
no tenía las proporciones extorsionadoras que se le atribuían, sino que por falta de preparación, de comprensión,
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se prestó para que los enemigos del régimen gonzalista
enderezaran sus pasiones por los caminos de la rebelión.
Por esta maniobra de soliviantación de que fueé acusado el
licenciado Adolfo Soto se le detuvo por algún tiempo en los
calabozos de la segunda demarcación de policía.
El movimiento tomó un carácter grave en los distritos
de Jamiltepec, Juquila, Villa Alta y Zimatlán, donde se
consumaron actos sangrientos que sembraron la intranquilidad en el Estado y particularmente en Oaxaca.
Finalizaba la semana santa del mes de abril de 1896 con
sus días de recogimiento, abstención de toda fiesta y prohibición de concurrir a bailes y serenatas. El teatro Juárez se
cerraba, el de las Delicias había concluido su temporada de
pastorelas desde el día dos de febrero y los habitantes, vestidos de luto el viernes santo, tenían que cumplir con los preceptos de la confesión y del ayuno. En los hogares se hacía
oración, no se tocaba ningún intrumento musical, las tertulias se suprimían, los coches, los carruajes abiertos llamados
“victorias”, de Anselmo Cortés, de José García y del doctor
Gildardo Gómez, suspendían sus actividades; pero cuando
llegaba el solemne momento de las ocho de la mañana del
sábado santo, al tocar a gloria las campanas de la Catedral,
todo era regocijo, volvía la alegría, en las calles se quemaban los “judas” y en la Alameda de León tocaba la Banda de
música del Estado, desde las once del día hasta la una de la
tarde, haciéndose un paseo elegante y concurrido.
Muy estrenada toda la gente se echaba a la calle vistiendo trajes de color, los muchachos sonabas sus matracas y
hacían corro en torno de los “judas”; la clase humilde libaba más que de ordinario en las tiendas de los barrios, y la
acomodada inundaba las mesitas de la pastelería y cantina
“El Edén”, situada en los bajos del Portal de Flores.
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Todo el mundo celebraba el sábado de gloria con diversiones honestas y sencillamente alegres.
Festejabanse pues, en Oaxaca, el sábado de gloria del
año de 1896, pero no con el regocijo de otros años, porque
había noticias de la sublevación de los indios de Zimatlán
y de Zaachila, de quienes se decía habían rechazado hasta
el pueblo de Cuilápam a las fuerzas de la Guardia Nacional
mandadas por el capitán Severo Ruíz.
Preparado el ánimo de la población para recibir cualquiera alarma, no fué extraño que al caer la tarde del sábado de gloria pudiera circular como cosa verdad el rumor de
que los sublevados venían por el puente, ya entrando por
las calles del mercado, por donde se escuchaban algunos
disparos.
En un santiamén se hizo verdad la noticia; hubo gentes
que aseguraban haber visto a los rebeldes saqueando las
tiendas de San Juan de Dios, otras que ya iban camino de
Palacio; el terror substituía a la reflexión; los pacíficos vecinos huían atemorizados; puertas y ventanas se cerraban
con presteza y con la fuga de las últimas luces de la tarde
aumentaba la zozobra; de las esquinas desaparecían los
guardianes y en las calles sólo se escuchaban los pasos presurosos de los retardados o los de las patrullas de los soldados. La ciudad estaba callada, pávida, inquieta, esperando
por momentos que entraran los alzados, que se oyeran sus
gritos, que se escucharan los disparos…pero afortunadamente pasó la noche y todo quedó en calidad de alarma.
La fresca del nuevo día restableció la paz en el vecindario, las explicaciones se tomaron como lógicas y el terror
de la noche anterior fué motivo de chacotas, puesto que
lo que había marginado el escándalo quedaba reducido a
risibles proporciones.
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Sucedió que a las seis de la tarde del sábado, cuando aún
la gente hacía sus últimas compras, un borrachito rehacio
a ir a la comisaría se lió con el gendarme y en las enredadas
y forcejeos se le cayó la pistola al policía, produciéndose
un disparo. Oírse el disparo y correr la gente, fué cosa instantánea; los primeros corrían sin saber lo que realmente
pasaba, los segundos sólo corrían porque aseguraban que
algo muy serio ocurría por San Juan de Dios, los terceros
porque decían que podían ser los sublevados y los últimos
ya afirmaban que los habían visto entrar por el puente. En
otras circunstancias en que no hubieran mediado las de especial alarma en que se encontraba el espíritu colectivo de
la ciudad, seguro es que el incidente de marras habría quedado en la categoría de escándalo sin importancia, pero la
proximidad de los rebeldes y las noticias verdaderas que se
tenían de sus movimientos, fueron la causa de tan grande
alarma.
La opinión pública se pronunció tan categóricamente
contra la ley hacendaria, que
el gobernador Martín González se vió obligado a derogarla,
pero cuando desgraciadamente
la sangre había corrido y consumádose actos delictuosos.
Los indígenas de las rancherías de Juquila, capitaneados por Orosio, invadieron la
cabecera del distrito en forma
tumultuosa, lanzando denuestos al Gobierno del Estado y a
las autoridades locales. El jefe
171
político, Sebastián Núñez, el licenciado González, juez de
primera instancia, el Recaudador de Rentas, el Director de
la Escuela de Niños y los jefes de las oficinas federales se
refugiaron en la casa municipal para buscar una solución
al conflicto que se les presentaba. En tanto, los sediciosos
tomaban una actitud cada vez más amenazadora; los comercios eran saqueados, aquéllos se amotinaban frente al
edificio municipal. Como en medio de la gritería oyéranse
vitorear a Octavio Gijón, este señor creyó conveniente salir
a aplacarlos y confiadamente se presentó ante los rebeldes; pero al manifestarles los medios pacíficos que debían
emplear para la solución del impuesto hacendario, los indígenas voltearon sus armas para Gijón, dejándole muerto
juntamente con dos de sus hijos.
El señor Gijón fué un hombre que gozó de notoria estimación en la costa sur del Estado, varias veces desempeñó
el puesto de Jefe Político en el distrito de Juquila, y en las
guerras de Reforma y contra el Imperio estuvo afiliado al
Partido Liberal, al lado del general Díaz.
Estos sucesos sangrientos en los que perdió la vida Sebastián Núñez, tuvieron su repercusión en Villa Alta y Zimatlán. Por sugestiones de Joaquín Morales secundaron
el movimiento anti-hacendista los causantes de Villa Alta.
Esta actitud fué pasajera, pronto concluyó con la aprehensión de los jefes del movimiento: Morales y Jiménez,
quienes fueron traídos a Oaxaca para ser internados en la
cárcel del Estado. Poco tiempo después Joaquín Morales
murió misteriosamente asegurándose que había sido asesinado en el interior de la cárcel de Santa Catarina.
Los indígenas de Zimatlán también se pronunciaron
y cometieron graves atentados; asesinaron al Jefe Político Perfecto Nieto y a su hijo y consumaron en sus demás
172
familiares actos bochornosos. Un piquete de soldados del
3er. regimiento de caballería, mandado por el teniente Torreblanca, fué materialmente arrollado y obligado a refugiarse en la torre de la parroquia, de donde más tarde pudo
escapar a vivo fuego por entre los amotinados.
Como los habitantes de Zaachila secundaron la actitud
de sus vecinos de Zimatlán, el Gobierno mandó una fracción de las fuerzas de la Guardia Nacional, a las órdenes
del teniente Severo Ruiz, para reprimirlos, pero momentáneamente fueron rechazadas hasta Cuilápam, de donde se
rehicieron volviendo sobre ellos. Por esta circunstancia la
tarde del sábado de gloria del mes de abril de 1896, la ciudad de Oaxaca se llenó de terror al suponer que los alzados
estaban a sus puertas.
Las autoridades federales ordenaron la inmediata salida
de una columna mixta rumbo a los pueblos del Valle Grande, integrada por fuerzas del 3er. regimiento y del 8º. batallón, mandado por el teniente coronel Joaquín de la Llave.
Por su parte, la Secretaría de Guerra ordenó que fuerzas
federales de guarnición en Guerrero entraran a Oaxaca por
Ometepec. La presencia de estas fuerzas del 4º batallón,
del coronel Lauro Cejudo, sosegaron desde luego la rebelión de la Costa Chica, y pronto se dió por terminada con la
aprehensión y fusilamiento del cabecilla Orosio.
De este Orosio, que se adelantó a su tiempo, se cuenta
que era un hombre que gozaba de grandes prestigios entre la gente de campo y que por la historia de sus hazañas temerarias había logrado obtener la jerarquía del valor. Metido en una aventura peligrosa la aceptó con todas
sus responsabilidades y quizá en forma confusa, hasta la
conceptuó de absoluta justicia; como un desafogue de la
vida de expoliación que el indio sufría en aquellas latitu173
des, donde las autoridades y los terratenientes disponían
en forma premiosa y lacerante de todos sus intereses. La
rebeldía de 1896 fué el grito de reivindicación social que
no correspondió a la actitud de rebelión de la época, que
no supo canalizar a la gleba, todavía sin rumbo, sin orientación, pero con el instinto explosivo de su dolor y de su
miseria.
Orosio fué capturado y llevado que fué a Juquila no
negó su participación en el pronunciamiento y, tras de las
formalidades de la sumaria averiguación militar, fué pasado por las armas. Cuentan que Orosio no se inmutó ni
por un momento en la prisión, ni en los últimos instantes
cuando conducido al lugar de su fusilamiento y caminando
entre las filas de sus ejecutores, fama es que dirigiéndose
a uno de los soldados le dijo: “Toma este taco que yo ya no
tengo tiempo.”
Así concluyó su vida el indio Orosio a quien el porfirismo de la provincia pintó como un troglodita que desparramaba en la jungla costeña el terror de sus crímenes.
Se le hace surgir a Orosio como un hombre de enconos
sombríos, con persistentes absurdos, pero dentro de esa
fiereza, sus contemporáneos no quisieron oír el dolor del
indio en el acento jadeante, en los vocablos penosamente
urdidos del oprimido cabecilla.
A través de la fuga del tiempo que precisa los contornos de los sucesos del ayer, Orosio pasará, no como el indio bandolero que purga una existencia de crímenes en el
patíbulo, sino quizá, adentrándonos humanamente en su
intención, se descubra en su médula al precursor de glebas.
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CAPITULO XV.
El IV Centenario.- El Lunes del Cerro.- Visión
retrospectiva.- El esfuerzo por superar el pasado.
Al Dr. Alberto Vargas, orador y poeta.
175
176
na feliz circunstancia nos llevó a nuestra
tierra durante los días en que Oaxaca celebraba el Cuarto Centenario de su elevación al rango de ciudad, concedido en
cédula por el Emperador Carlos V.
Creíamos encontrar una ciudad afligida rumiando su espanto y plañendo sus dolores; pero con
sorpresa conmovedora Oaxaca vencía su tragedia, ocultaba austeramente sus pesadumbres y se disponía a celebrar
sus cuatro siglos de existencia.
Como el programa era sencillamente popular, resultó
atractivo para todos, se suprimieron ¡loada sea la pobreza! las pantagruelicas comilonas con levita, discursos de
oratoria improvisada durante varios días, los saraos para
la corte del presupuesto, como se hacía en los tiempo pasados; pero para el bien de la colectividad, todo se redujo a un
paréntesis de alegría, a certámenes de cantos populares, a
exhibiciones de cerámica, a una exposición de objetos trabajados en paja y de tejidos de lana, donde sobresalían los
sarapes que han salvado las fronteras oaxaqueñas; como
también hubo manifestaciones de cultura física, constituyendo todo un exponente de trabajo, de arte y de esfuerzo
por mejorar la herencia de los antepasados.
U
177
Cuando se hizo la reseña de los festejos, hubo de señalarse el acto celebrado en el Fortín en homenaje a la ciudad por las siete regiones del Estado. Los que tuvimos la
fortuna de presenciar el Homenaje Racial, conservamos el
recuerdo de aquella tarde caliginosa, cuando a cielo abierto, bajo los rayos postreros de un sol candente, desfilaron
juntas, como en las pretéritas teorías, la gracia femenina
con la sencillez austera de los hombres.
Escritores y músicos hicieron un arreglo escénico que
llamaron Homenaje Racial y que resultó un logrado a propósito de oblación para Oaxaca; fueron Alberto Vargas y
Jacobo Dalevuelta los que tuvieron la iluminación de confeccionar un apoteósis superbo, secundados por la música
de Rosas Solaegui y la intuitiva cooperación de los actores.
No querríamos mencionar a todas las damitas que, al
rededor de Margarita Santaella, vinieron de sus tierras a
presentar su ofrenda, porque enumerar es distinguir, ni
queremos tampoco olvidar el conjunto: niños, labriegos,
profesores, que dieron realce al homenaje.
Este espectáculo plasmó con fuerza el momento aquél
de que habla la leyenda,
cuando las vírgenes impúberes moviéndose en la gracia
de su juventud, al compás de
los cuernos broncos, de los
tambores recios y las chirimías melódicas fueron, entre la escolta de los guerreros
de Ahuitzotl y el mayestático
ambular de los sacerdotes,
toda solemnidad, a ofrecer
sus flores y mirras y a hacer
178
danzas y a entonar sus cantos ante el poderoso Tlaloc, el
dios poseedor de los destinos del agua fecunda.
Año por año subía la suplicante caravana a impetrar de
Tlaloc sus bienandanzas, a que no dejara de mandar la gracia de la lluvia sobre la tierra del valle nutricio.
Como los conquistadores no suprimieron la tarde del
“lunes del cerro”, pudo conservarse la fiesta en su aspecto social durante la dominación y seguir después bajo el
nombre popular de “lunes del cerro” hasta llegar a nuestros tiempos modificada con el nombre de “feria de la azucena”.
Fiesta de Tlaloc, sagrada peregrinación o “feria de la
azucena”, el “lunes del cerro” supervive en su origen sustantivo y en su gracia, hasta llegar a la categoría de fecha
en el almanaque oaxaqueño. Porque, ¿quién no tiene en su
yo el recuerdo de un “lunes del cerro”? ¡Oh, las tardes lavadas de julio, tardecitas fragantes de perfumes de azucena, de nardos que se doblan al dulce peso de sus flores, de
maduras granadas reventonas y de membrillos odorantes
con pelusa de terciopelo! ¿Quién que ha nacido en la vieja
ciudad no guarda la sencillez de su recuerdo?
Qué alegría era el no ir a la escuela desde la mañana del
lunes, con qué alborozo subíamos a la azotea de la casa
para ver que los puestos se instalaban y oír las lejanas cadencias de la música en las notas altas del cornetín maravilloso del maestro Garzón. Y salir a escape de la casa,
atravesar jubilosamente las calles del Peñasco, las empinadas del Carmen Alto, continuar ascensando hasta trepar al
cerro, correr de aquí para allá con gritos jocundos de envidiosa alegría al encontrar entre los matorros el tallo de la
blanca azucena escondida entre los riscos. Y en la cumbre
asomarnos al estanque para ver sus aguas verdosas donde
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brincaban ranas y se deslizaban culebrillas a las que nuestro miedo daba peligrosas proporciones.
En la cumbre, donde había quedado como recuerdo de las
guerras de la Intervención y el Imperio un viejo cañón, se
llenaba uno de aire, de luz y de un panorama de sorprendentes adivinaciones al encontrar la calle nuestra, el templo
conocido, el jardín o el camino que salía por el ajedrez del
plano de las calles rectilíneas. Qué grande es Oaxaca, exclamaba la vanidad cariñosamente ignorante de nuestra infancia. Con qué delectación contemplábamos la ciudad materna, dulcemente asentada en el valle, mirándose en las aguas
del Atoyac y en las pequeñas del Jalatlaco, el arroyuelo de los
trágicos destinos que abultó la tradición de la fé ofendida. Y
allá los panteones, la garganta del valle de Tlacolula, el cerro
árido como espelunca, de San Antonio de la Cal y en frente
Monte Albán, con sus sorpresas históricas y a cuya falda va
haciendo culebrinas empolvadas el camino del Valle Grande,
por donde enantes vinieran los indios de Zaachila, cuyo recuerdo plasmó con zumba el refranero de los viejos tiempos,
cuando dijo: “Zaachila quiere, pero caballo no entra”. Qué
previsores eran en la acometividad los indios de las caballerías del Ejército de Oriente.
Por el norte la mole siempre azul, empinada, asaeteando el cielo de la montaña de San Felipe y abajo las lomas de
Aguilera que son el filtro de una agua fresca y clara. De por
esas lomas, que otean la llanura pródiga del Valle de Oaxaca, han bajado las indiadas serranas al acoso del derecho.
Nuestra fantasía en viaje retrospectivo voltea las páginas de la historia y desde esta pequeña cumbre que tiene
a su derecha el feudo del Conquistador Cortés, Marqués
del Valle de Oaxaca, qué de cosas descubrimos en la rueda sin fin de los años, cómo desfilan estampas antañonas,
180
cuadros con la pátina caída sobre las refulgencias de las espadas epónimas, sobre el rojo escarlata de la sangre, sobre
el verdor de los laureles, sobre las hecatombes de las tragedias colectivas.
Por allí entró la indiada pinta y gloriosa del generalísimo
Morelos quien tiene la vanidad de vestir por vez primera,
el traje de su alcurnia guerrera, todo oro, azul y escarlata.
¿Y qué de aquella polvareda que se levanta bajo el sol
mañanero de un día del año terrible del cuarenta y siete?
Es que salen a defender la Patria los Guardias Nacionales
mandados por el excelentísimo general Antonio de León,
mixteco que convivió con Morelos y fué par de Valerio Trujano y que hoy ya viejo, todavía conserva la garra insurgente para estrujar las águilas invasoras.
Siguen pasando en el caleidoscopio retrospectivo los
más variados cuadros, mas no siempre son de caudillos
ni de políticos con raigambre pública o con estructuras de
inconsistencia oportunista: pues hay también el del pasar
del humilde cuya esperanza se cuajó o se deshizo al contacto inhóspito de las tierras extrañas.
Mas la obsesión de las gestas bélicas vuelve a llenar el discurrir de los años pasados y se oyen las clarinadas, los toques
de fuego, los sones de arrebato, el estruendo horrísono de
las artillerías del Fortín y de Santo Domingo y de la fusilería
de la iglesia de la Compañía, acompañados por los gritos de
los chinacos acosados inútilmente por el francés Briocuort,
hasta después caer prisioneros del mariscal Aquiles Bazaine.
Mas, ¿por qué no rememorar también las horas buenas?
la salida de los Reyes Magos con su convite nocturno; las
tardes de las corridas de toros de “Cuatro Dedos” y de “Rebujina”, en la plaza del Marquezado; y aquella vez primera
en que el silbato del tren movilizó la pereza provinciana,
181
cuya estridencia hizo exclamar, “Gloria in excelsis Deo”, al
general Chávez.
Loado sea aquel buen gobernante del cuerpo rotundo,
la barba luenga y blanca asentada sobre el amplio rostro de
color broncíneo, a quien parece que lo vemos en las fiestas
oficiales llevando el áureo uniforme de general y el gorro
negro de blanco plumaje. En las mañanas frescas del paseo del llano lo miramos en sus años postreros pasear un
poco meláncolico, meditabundo, bajo la sombra de la verde
fresnada, con el semblante entristecido, pensando en su
dorado abandono en el desvío de los tiempos.
Incontenido el recuerdo nos muestra la barrida alta de
la ciudad desde el Chorro hasta el Carmen Alto, donde todo
es bullicio, la gente se sienta en sillas adosadas a las banquetas, hace tertulia y estrado en los zaguanes, llena las
ventanas y encarama su curiosidad hasta en las azoteas.
A las cuatro de la tarde la gente es una mancha polícroma
en la medianía del cerro, y el aire de la tarde trae los rumores
del paseo. Los muchachos corren y brincan con la alegría de
un rebaño; las señoritas dan la nota de sus sonrisas, son una
complicación sus altos peinados de roles, visten trajes con
mangas de abullones a la altura del hombro y la falda larga
recatadamente descubre la levedad breve de la botita de charol; la cara sólo lleva polvos de arroz, todavía no saben del
rimel en las ojeras, del rouge en los labios y en las mejillas.
La nota sepia, en la verdura del paisaje, la dan los catrines
tocados con el indispensable sombrero de bola y algunos llevando el largo jaquette de cola de pato, que fué tan caro para
los hombres con título o con categoría en la Secretaría de
Gobierno. También pasean los lengudos metidos en la imposibilidad de sus pantalones, con banda de seda a la cintura, blanca camisa con alforcitas en la pechera, sombrero de
182
castor con letras realzadas en oro y plata. No falta, naturalmente, la que es gala y ornamento de la barriada humilde, la
china donairosa de peinado a dos trenzas con sus arracadas
de filigrana y limpia camisa bordada bajo la roja mancha de
la mascada, y en la espalda rebozo de seda o bolita y planchada la enagua y crujiente el refajo almidonado.
Principiaban a bajar los paseantes con la noche que se
venía, terminando la fiesta con algún baile improvisado
con música de piano o con la de las mandolinas, las que
estaban muy en boga entonces, y le hacían competencia a
las orquestas de Piernitas y Varelita.
Así se celebraba en mis tiempos el “lunes del cerro”; no
sé si se habrá modificado en sus detalles, porque sé que sigue celebrándose; pero también creo que aquello de “pedir
el remojo” cuando uno llega a estrenar viene sin duda de
las mojadas que se recibían a la subida o bajada del cerro,
porque el aguacero se desataba casi siempre.
Probablemente esta fiesta amable no se perderá en el
devenir de los años, porque los oaxaqueños sabemos defender las costumbres del pasado, cultivar con cariñoso
empeño la herencia de bondad y de alegría, que es el encanto del recuerdo de los que ya vamos siendo viejos.
Ciudad mía, Oaxaca mía, por mi admiración y por mi
amor, quiero volver a verte en la tardecita de julio, en la
tarde de varas de nardos, en la tarde de membrillos odorantes y de verdes granadas, en la tarde empapada de lluvia.
183
184
CAPITULO XVI.
Droguistas y boticarios.- Médicos de antaño.- El loco
Barzalobre.- Fernando Soluguren y su bicicleta.- El Dr.
Varela.- Los médicos sin estrella.
A Indalecio Valverde, médico.
185
186
esde los tiempos aromados de leyenda de
la suave Grecia, sin mencionar los fabulosos del docto Egipto, donde el culto funerario hizo prosperar el arte y la ciencia
del embalsamamiento, los médicos rigen
el afán de la supervivencia humana. Ciudadanos de sapiencia, con un algo de brujos, de astrólogos
y de taumaturgos, su raigambre inicial está en mitológico
Esculapio, el hijo infortunado de Apolo y de Coronis, sacrificado por el irascible Júpiter hasta encontrarlo encarnado
en el espíritu de Hipócrates, hombre sabio y rebelde a los
halagos de Artajerjes el intruso.
El médico en el medioevo fué físico con ribetes de quiromántico herbolario y adivino que medró al amparo de
una ignorancia circundante, de la que a veces también fué
victima, pues aparece chamuscado en las llamas de la intolerancia, cuando se llama Miguel Servet.
Pero mientras la vida sea la lucha contra la muerte,
mientras exista el bien del dolor en sus funciones defensivas de centinela que exista el bien del dolor en sus funciones defensivas de centinela que avisa, la humanidad buscará la ilusión de las fuentes de Juvencio y andará con afán
a caza de una terapia de esperanza. Aferrados los hombres
D
187
a la vida, amándola con denodado interés, ponen en ejercicio hasta el carácter como fuerza de conservación. Tal es el
caso de Mirabeau que dicta agónico el estupendo discurso
que diría al siguiente día en la convención el señor de Talleyrand; y el de Voltaire, que deshecho, decrépito, aún tiene alientos para dirigir “Irene”, su último drama. Por algo
la voluntad de curar está a un paso de la curación, que dijo
Steevenson; el paciente que tiene fé en la cura, dice Ampibiloff, es el mejor médico; “cúrate tú mismo”, dice en China
el doctor mandarín Co-man-fu; “toma agua de esperanza”,
dice en la India el doctísimo médico John Bull.
Al aflorar a la memoria los nombres de los médicos que
en la noble y leal ciudad de la Nueva Antequera se dedicaron a la cura de las dolencias físicas, no los dibujamos en
el ejercicio de sus funciones humanitarias, porque no es
el intento hacer monografía de ellos sino solamente evocarlos tras de los apuntes de sus humorismos y que nos
hace contemplarlos en la truculencia del “Médico a palos”,
de que habló la sátira del clásico o quiza en la gracia estupefacta de los doctores del “Rey que rabió”, pero con un
interés admirativo y respetuoso que nos lleva hasta la veneración emocionada.
Aquellos médicos que conocimos conservaban la indumentaria del oficio, eran decorativos y espectaculares;
con su alta chistera, grave levita e inseparable bastón, se
presentaban a sus visitas y formulaban sus recetas en un
incomprensible latín. No olvidaban que en el espíritu del
enfermo se encuentra el factor moral que se crece con la
presencia del médico, hasta interesar la fé y constituir una
esperanza. El médico que se debe a la socialización imperante, a la sencillez regulizadora que todo estandariza, está
actualmente fuera de la antigua “misce en escene”, sin que
188
por esto ignore que la profesión requiere la eficacia de un
buen mostrador.
En Oaxaca, pues, el médico de la época tuvo su fase expectante, pero no dejó, a pesar de las apariencias externas,
de ser un profesionista serio, docto, modesto y además poseyó la moral caritativa, que suele perderse en la marejada
del mercantilismo fenicio. Los médicos tenían algo de la
vibración angélica de Martín de Tours, eran profesionistas
de la caridad. Cobraban un peso por visita a los acomodados, un tostón a los pobres y a los rematadamente indigentes les daban en sus boticas la receta y la medicina: el
remedio y el trapito.
Nuestras boticas eran del tipo de las de toda provincia con su característica de centros de reunión y de charla
para amigos desocupados. Las mejores droguerías y boticas de entonces eran la de Camilio Tolis, súbdito italiano,
comerciante honorable y muy cuidadoso de su persona y
de quien, por tener como socio a Luis Renero, se refería a
cierta persona incorporada a su hogar, que se presentaba
llamándose: Tolis y Renerís.
Otra droguería de importancia fué la llamada “Droguería Roja”, propiedad de Pomposo Ruiz, señor sobre quien
recayó una petulante ocurrencia.
Por lo visto parece
que los familiares
de los droguistas
oaxaqueños eran
muy propensos a
los dislates graciosos, pues fué cosa
bastante conoci189
da en Oaxaca que la niña del citado Pomposo, cuando era
presentada, siempre agregaba después de dar su nombre,
que era pariente de Pomposo Ruiz, dueño de la “Droguería
Roja”, quien tenía muchos pesos. Otra de las droguerías
de importancia fué la situada en la esquina de las calles de
Guerrero y San Francisco, hoy Carlos Ma. Bustamante, su
existencia fué breve y llamó la atención por el buen gusto
con que la arregló el doctor Gildardo Gómez, socio del cura
Gil y con quien terminó en un enredo judicial de sonada
murmuración.
En la categoría de droguerías y boticas estaban la “Botica del Sagrario”, atendida por el doctor y farmacéutico
Juan Chagoya; la botica de “San Felipe”, a cargo del profesor José Núñez, situada en los bajos del famoso colegio
católico del canónigo Ignacio Merlín; la botica de Gregorio
Peña, un viejecito siempre vestido de largo guardapolvo
de dril ruso y poseedor de una notabilísima joroba; la “Botica Guadalupana”, que tenía por responsable al profesor
en Farmacia, Gonzalo Ramírez; la “Botica Central”, de los
doctores Cervantes y Varela y finalmente, entre otras que
posiblemente olvidamos, la botica de Manuel de Esesarte,
distinguida de sus similares, porque su propietario no admitía corrillos ni visitas de larga permanencia, pues apenas
toleraba la constante de Joaquín Valverde, siempre enfrascado con el relato de las aventuras amorosas del boticario
Manuel Sánchez Peña y las no menos interesantes de Jesús
Alezón, el famoso “Charifo” a quien dimos popularidad en
una “calavera” del año de 1904.
Volviendo a nuestros médicos, recordamos que en Oaxaca supieron dejar buena memoria, Francisco Hernández,
Aurelio Valdivieso, Antonio Alvarez, Próspero Alvarez,
Fernando Sologuren, Enrique Montero, José Ma. Palacios,
190
Manuel de Esesarte, Severo Cervantes, Nicolás Varela, etc.
No abocetamos la personalidad de los médicos que sustituyeron a la generación de los médicos que citamos, porque
está relativamente cerca de nuestra época, pero sí recordamos, y a algunos con acendrado cariño, a nuestros maestros Gildardo Gómez y Adalberto Carriedo; a Luis Flores
Guerra, Herminio Acevedo, Manuel Pereyra Mejía, Ramón
Pardo, Macario Bribiesca, Perico Fuentes, Alberto Vargas,
Severiano Avendaño, etc.
Francisco Hernández era un señor diminuto, un poco
lleno de carnes, y tenía la amabilidad de los viejos de vida
serena. Era poseedor de una encumbrada popularidad entre
la pobrería, donde no se le llamaba con la ceremoniosidad
del título, sino con la respetuosa sencillez de “don Panchito”.
Y don Panchito Hernández, médico de las tropas liberales del general Díaz, fué director del Hospital General
y un médico que recetaba por cuatro reales o por nada a
sus clientes de los barrios pobres. ¡Qué bueno fué este don
Panchito!
Antonio Alvarez, en todo Oaxaca se le llamaba sencillamente don Tonche Alvarez, fué un poco político, pues
tenía frecuentemente una curul en el Congreso del Estado.
Poseedor de propiedades rústicas, era por correlación algo
aficionado a la agricultura y a la cacería. Aun cuando fué
eterno profesor del Instituto, no se contagió de la petulancia dogmática e inquebrantable de los sabios muy viejos,
pues siempre fué con el ritmo de su tiempo dentro de toda
innovación.
Alto, delgado, vestido siempre de terno negro de gran
levita, tenía la característica de llevar, con desentono personal, el desenfado de un gran gasnet, a manera de bufanda, sobre el cuello. Su hermano Próspero era alto como
191
él, vestía con la misma manera de holgura fúnebre, pero
siempre tocado de brillante sorbete; los ojos claros brillaban en su miopía tras de los espejuelos de arcos de oro;
volábale al aire la barba grave y plena y tenía la característica de rascarse la mejilla y de toser constantemente. En
la Escuela Normal para profesores, donde fue catedrático
de Higiene y de Antropología, se le llamaba cariñosamente
“Licurgo”. Ignoro por qué se le dió tal nominativo, quizá,
pienso ahora, porque invariablemente al iniciar su clase de
principio de año, con aquella su voz gravemente cantarina,
comenzaba diciendo: “No se te ipso”. O tal vez, porque su
cara y su bondadoso yo, alto y austero de cuerpo, daban la
sensación de un sabio heleno paseando su gravedad bajo la
sombra de los jardines de Academus.
Dentro de la sencillez habitual de los doctores oaxaqueños para hacer sus visitas, los hubo quienes se distinguieron por los medios de transporte que emplearon, tales
como el doctor Barzalobre, quien, caballero en su caballo
alazán, recordaba a los médicos aldeanos que en los folletones de las novelas costumbristas paseaban sus figuras
sabias y paternales.
Barzalobre fué un médico apreciable, hoy lo recordamos
como en una borrosa estereotipia cabalgando en su amarillo rocinante, o apurando la memoria, paréceme oír sus
gritos estentóreos que salían bajo la regadera del Hospital
General, en donde pasara sus últimos días curándose de
mortal locura.
A semejanza del doctor Barzalobre, sin su fin de paranóico incurable, Fernando Sologuren hacía también sus
visitas a caballo y le seguía un peón de estribo que lo ayudaba a subir y a bajar de la cabalgadura y a detener la brida
de la taquilla acémila. Levemente abultado el vientre, por
192
la natural obesidad de los años, Fernando Sologuren vestía
jaquettes de colores claros, era un inteligente médico, era
un temible platicador de motivos arqueológicos, y además,
por su viudez impenitente, era de una debilidad incorregible por las domésticas.
En materia de transportes, Sologuren estuvo siempre
con el último invento, así un día se conoció en Oaxaca la bicicleta, y rápido Sologuren, la utilizó para hacer sus visitas,
como otros la adoptaron por “sport”, magüer sus puestos
oficiales y la madurez de sus años, como los señores Pancho Magro y Antonio Iturribarría, graves funcionarios que
hacía “pandant” a la juvenil belleza de las ciclistas: Josefina Atristain, María Magro, Soledad Iturribarría y Alicia
Trinker.
En aquellos tiempos vestía mucho tener una bicicleta,
su posesión era un anzuelo para las conquistas de amor, un
pasaporte que expeditaba el camino para llegar a los corazones más indiferentes como hoy lo es el auto, para todas
las complicidades rectas o celestinas. Y las mejores bicicletas respaldaban a Alfonso Trápaga, al Chivo Herrera, a Fernando Isunza, a Enrique Zavaleta, a Manuel R. Canseco, a
los abogados Agustín y Enrique Canseco, mozos elegantes
de la época.
Siguiendo la trayectoria de nuestro médico, un día pasaron de moda de las bicicletas y entonces a Sologuren se
le vió hacer sus visitas en cómoda carretela tirada por un
tronco de mulas. Lástima es que nuestro doctor no hubiera
alcanzado estos tiempos de vehículos de gasolina, porque
seguramente habría de sustituir el auto por el avión.
En la relación de los doctores no puede olvidarse aquella figura severa, al descubrir, de Manuel de Esesarte, pero
tan llena de bondad y de llaneza en la intimidad de la ca193
becera del dolor. Volándole los faldones del jaquette, con
su constante quitasol verde en la mano, caminando con su
natural rapidez, con su característica violencia de formidable peatón que le hiciera conquistar el nombre del “doctor
ferrocarril”, el señor de Esesarte, que parecía gruñón, áspero y duro en su pequeño consultorio de la calle de Benito
Juárez, era una bondad, era un hombre que subrayaba la
severidad de su rostro encerrado en el óvalo de la barba
negra, con la dulzura de su atención comedida, de su caridad silente.
La ciencia médica que tiene mucho de impresionista
porque en sus funciones juega importantísimo papel la
personalidad de quien la ejerce, tuvo un magnifico representante en el doctor Nicolás Varela, quien cuidó mucho
de la representación. Su cuidado personal le procuró clientela ¡y cómo no iba a tenerla! si llegaba en un buen carruaje, brillándole la chistera de ocho reflejos, albo el cuello,
desbordada la corbata de plastrón, sujeta con prendedor
y perdida entre el buen chaleco de fantasía y apoyada la
mano en el bastón de puño de oro. De verlo tan médico,
el paciente se confortaba, sentía que estaba delante de un
doctor. Y qué bueno para curar debía ser aquel gran señor
con sus anteojos quevedianos, barba rubia, florida como la
de un nazareno de cuadro bonito, que al recetar cintilábale
un brillante de la mano taumatúrgica. El doctor Varela fué
un trabajador de la medicina que supo su oficio.
Con cuidada intención hemos dejado para el final de
nuestra estampa médica este apunte comprimido del doctor Aurelio Valdivieso, porque le somos deudores de una
reverencia personal desde los años de la infancia. Médico
eminente, cirujano distinguido, pedagogo de inflexibles
severidades, en todo puso la claridad de su saber, la morali194
dad de su espíritu encumbrado, el esfuerzo de su voluntad
orientada hacia el bien colectivo. Director del Instituto de
Ciencias y Artes del Estado, médico del Hospital General,
senador de la República, llena con su vida las más interesantes páginas de la historia médica, educativa y política
del Oaxaca de su tiempo.
El señor Valdivieso tenía una figura inconfundible y
personal: cuerpo montañoso, sin torpezas para el andar,
ojos desorbitados, con vivaces movimientos escrutadores;
rostro de rubicunda tez, congestionadamente sanguíneo y
barbas encrespadas, borrascosas que se abrían dejando en
descubierto el mentón ovalado a la manera cesárea de los
káiseres austriacos.
Y después, ¿por qué no recordar la memoria de otros
médicos que tuvieron la desventura de ejercer su profesión
con mala estrella? Tales médicos tuvieron una popularidad
negativa que el público les formó por nimias apariencias
externas; así recordamos que la clientela de que dispusieron no fué todo lo grande que pudo haber sido por sus luces, debido al sambenito que se les colgó. Uno de ellos fué
indiado, chaparro, con cara bondadosa, pero toscamente
vaciada en gruesos perfiles, que producían la imprensión
de un simio domesticado. De este doctor se contaba que le
apestaban los pies y por tal detalle, tan afirmativo, el vulgo
con su lógica concluyó por tomarlo como signo de incompetencia. ¿Cómo podía ser buen médico, quien no podía
curarse tan fea lacra?
Y a propósito de piés, cierto médico por un defecto parecido tuvo que luchar para imponerse; pues como andaba
con grandes dificultades,- casi arrastraba su cuerpo dolido
por los juanetes y los callos,- el pueblo huía de él considerándolo incapaz en su profesión, a quien no podía curarse
195
de sus propias dolencias. No deberían faltar en esta “estampa” los curanderos con ungüentos y cataplasmas, ni los
populares componedores de huesos y luxaciones, pero este
intento sería acreedor a una estampa propia de picaresco
colorido.
196
CAPITULO XVII.
El Istmo y los istmeños.- La fastuosa Juana Catarina
Romero.- El popular “Cónsul” de Tehuantepec, Anselmo
Cortés.- Una jaculatoria célebre y un discurso político.
Al señor Lic. Anastasio Garcia Toledo.
Gobernador Constitucional
del Estado de Oaxaca.
197
198
a región del Istmo constituye una tierra
de interés por sus relieves propios y sobresalientes. Su estructura física es de
una prodigalidad que se manifiesta en la
exhuberancia de sus árboles de maderas
preciosas y variados frutos y en una fauna rica en sus exponentes tropicales. Su clima, ardoroso en
los meses del verano, se suaviza con las brisas marítimas y
con las lluvias frecuentemente torrenciales.
A pesar de tales bienandanzas, el Istmo sufre hondo
malestar económico, afectando desde enantes, por la degradación de su puerto: Salina Cruz, venido a la categoría
de puerto de pescadores. Sin embargo, su actividad agrícola ha encontrado su compensación en el cultivo del plátano, y cuenta para su futura economía, además, con los
recursos codiciados del petróleo.
Las características raciales del istmeño han sido falseadas al mirárselas a través de un prisma de absoluta sensualidad irisada por los colores del huipil y del jicalpextle; o
dentro de la frívola circunscripción de los aires populares,
que han marginado el error de tomar al istmeño en perpetua actitud de zandunga.
L
199
En cuanto a la mujer del Istmo, el concepto social va
más allá de la equivocación hasta hacerse deprimente,
pues corre fama de ser mujer de pecado, clasificada como
producto exclusivo de consumo sexual. No es extraño que
los que dicen conocer a la mujer istmeña la hayan tomado
como una mujer de factoría de oriente; mercancía de zoco
berberisco. Lamentable equivocación es la de suponer que
la istmeña es una hembra baldía, una mujer de tarifa que
ofrece la dádiva de sus encantos, porque obligada por el
clima, mal encubre con la levedad de las pintadas telas, la
turgencia desbordada de su hermosura criolla; por el conjunto voluptuoso de su cuerpo grácil, que subraya con el
ritmo de su paso; por su llaneza unánimemente costeña y
por el embrujo, en fin, de su voz cálida que canta, al hablar
la dulce lengua nativa.
El romero acostumbrado a vivir de las limitaciones pazguatas de las distancias gazmoñas, no comprende la psicología del ambiente, y toma como síntoma de libertad
absoluta las maneras joviales de estas mujeres que saben
derrochar el tesoro inefalable de su alegría. Virtudes distinguidas tienen las istmeñas, pues además de poseer las
innatas a toda mujer mexicana, tienen también, las del encanto superbo de su raza y la gracia hóspita y seductora de
las costeñas.
En el mercado social corren sus hombres con fama de
perezosos y de seres taimadamente peligrosos. Se les pinta como seres sin nervios, que viven en una Isla de San
Balandrán, donde las mujeres desempeñan las faenas del
taller y del campo. Crueles en sus venganzas, poseídos de
odios ocultos, que para satisfacerlos apelan a expedientes
sombríos, a los medios violentos de la puñalada canallesca
o a los calculados del bebedizo que suministran con la frial200
dad pavorosa de unos Borgias silvestres. Esta fama corrió
en Oaxaca con la muerte de Albino Zertuche y el suplicio
del Chato Díaz. La muerte del general Félix Díaz es producto del fanatismo exasperado, es la represalia política
para quien mete la ganzúa de la intolerancia en la puerta
sellada de la conciencia. La escuela socialista, el periódico
rojo, la tribuna social, el mitin de clase, el cooperativismo
obrero y campesino, son los factores revolucionarios que
hacen obra de persuasión y de conocimiento de un mundo
humano y generoso.
Separando toda digresión, repetimos que no hay que ver
al istmeño en su clasificación arbitraria de hombre perezoso, ni en su aspecto de fiera acosada donde lo ha colocado
la comodidad de una sociología ínfima, hay que buscarlo
ejerciendo su calidad de factor de vida, su categoría de ciudadano en las lides cívicas, de camarada defensor de los
principios societarios, de soldado inigualado por su valor y
capacidad de resistencia.
En el Instituto de Ciencias,
en la antigua Escuela Normal
para Profesores, suenan con la
grata leyenda del recuerdo los
nombres de Rosendo Pineda,
Nicolás López Garrido, Porfirio
Ruiz, Lisandro Calderón, Mauro Carrasco, etc.; en el viejo escalafón de los defensores de la
República se leen los nombres
de Robles, Martínez, Toledo,
etc., y en el de las filas revolucionarias los de los Charis,
López, Salinas, sin olvidar el
201
nombre bravo de Adolfo C. Gurrión y el del inquieto político Ché Gómez.
Cuando se hace lista de presentes de los istmeños, que
en cualquier orden han sabido prestigiar la tierra de Oaxaca, siempre tendrá que recordarse a aquella gran señora de
munificencia real y de afanoso amor por su terruño, que se
llamó Juana Catarina Romero. Al mencionar a Juana Catarina, viene en espontánea asociación la vida costumbrista
del Istmo, a la que se dedicó, para su bien, todo su entusiasmo, convirtiéndose hasta en una productora de alegría
en la organización de las suntuosas “velas”.
Interesantes han sido estas festividades religiosas y
profanas, denominadas “velas”. Las hay grandes y chicas,
siendo la más grande la que se hace en honor del patrón
San Vicente, de Juchitán, y a la que siguen en importancia
las de la Asunción y San Jacinto. Estas festividades tuvieron su origen en el viejo barrio de San Blas, el pueblo paterno de los demás pueblos istmeños, y se anuncia saliendo
jóvenes muchachas a repartir entre los vecinos principales
la clásica leche con marquesote. El mayordomo de la iglesia
reune a los feligreses en su casa con sus amistades, llevando vinos, refrescos y colación para la “Vela”. Y es entonces
cuando todo el pueblo es alegría, la música toca sin cesar
los sones de la tierra; los más lindos rostros danzan constantemente, se mueven con eurítmico donaire, se agita la
belleza estatuaria de los cuerpos femeninos envueltos en
la vaporosa encajería de los bajos y altos huipiles, y en el
revuelto escarlata, verde y oro de las amplias faldas que
concluyen en albos tableados, se asoman, como alígeras
palomas, los breves pies calzados con zapatillas de seda.
Gentil y pintoresca fué Juana Catarina, que con ser tan interesante en sus desenfados, en sus discretos amoríos con
202
personas de calidad, en sus costumbres un tanto cuanto
libres para el trato con los hombres y en la suntuosidad
decorativa de su lujo de leyenda, todo queda empequeñecido y en calidad de arbitraria intrascendencia cuando se
descubre el cálido amor que tuvo para su tierra, la bondad
inagotable de su fuerza de impulsión para todo proyecto
colectivo, el entusiasmo tesonero para difundir la enseñanza y hasta en sus caprichos femeninos va siempre invívito el bienestar de su terruño, cuando rendidamente obliga a quien lo puede, a que pase por los aledaños del pueblo
natal el Ferrocarril de Tehuantepec.
Para la fama de que gozó Juana “Cata”, tanto como la
de su contemporáneo Rosendo Pineda, conviene decir que
nuestra estampa no es para personas de tanta calidad, sino
para istmeños humildes, que no por haberlo sido, dejaron
de ser interesantes, ni su contribución menos valiosa para
el enriquecimiento del anecdotario oaxaqueño.
En la colonia de tehuanos y juchitecos avecindada en Oaxaca sobresalían Arnulfo García, Celso Cortés. Emilio García, Gerardo Toledo, Severo Castillejos, Adolfo C. Gurrión,
Eduardo Dehesa, Porfirio Ruiz, Manuel Calderón, Ismael
gurrión Pineda, etc. y particularmente se distinguieron
istmeños colocados en planos distintos y con disímbolas
jerarquías, pero afines en lo tocante a popularidad.
Consuelo Molano fué una tehuana humilde, de colorida
y estallante nota por su traje regional en el claro ambiente
de la Nueva Antequera. Tehuana comadrera e insinuante,
desde temprano se la veía trafaguear y caminar, con su peculiar donaire, llevando en alto el revuelto del huipil encarrujado, almidonado y blanco, en contraste violento con el
rojo escarlata de la falda. Y con el largo pañuelo de color
en la mano, marcando el ritmo de su andar con los brazos
203
morenos y desnudos, subía y bajaba calles, entraba a esta
o aquella tienda, salía de casas y oficinas llevando la mercancía de sus alhajas en venta. La Molano era un comerciante ambulante, comisionista al menudeo y corredora de
chácharas de ocasión, que tenía un corazón y un modesto
hogar siempre abiertos para sus paisanos.
Entre un paréntesis que encierra la figura austera del
magistrado Nicolás López Garrido, la recia y bizarra del
mayor de ingenieros Alberto Canseco, la conocida del capellán Azcona, encargado del templo de La Soledad, se sale
la de un tehuano que llegó a encumbrada popularidad por
la amplitud de su carácter y por el sano divertimiento con
que tomó la vida. Ese tehuano singular, que puso el humorismo de sus tics a la teoría engolada de nuestras estampas
fue Anselmo Cortés, hombre ya de edad madura cuando
sale al tinglado de los recuerdos. De complexión delgada,
pero de calidad correosa, era de proporcionada estatura,
locuaz, insinuante, seductor y con sus prontos comprometedores cuando pasaba por los campos de Dionisos, porque
entonces arremetía contra todo lo instituído, sin temor de
los preceptos municipales y bandos de buen gobierno.
Decíamos que era, entonces, un hombre cuarentón; tenía vivaces los ojos, buen bigote, pequeña barbilla caprípeda, a la manera francesa de la época, y con una vestimenta
que denunciaba poco escrúpulo para observar los dictados
del buen gusto, pues llevaba pantalones estrechos, semicharros, alto chaleco desabrochado en los botones de arriba, corbata de cinta negra y delgada puesta bajo el albo
cuello volteado, a grandes picos, amplia levita volandera
llevada a la diabla y la cabeza tocada con un sombrero de
anchas y flexibles alas, que le daban un aspecto singular,
con un desenfado personal y pintoresco; mas no hay que
204
suponer que por su vestir arbitrario fuera un Ferruco, un
Azpe, un licenciado Manita o como el estrafalario Juan
Rebollar, personaje de verde quitasol y amplio levitón de
Holanda o de dril riso; ni menos era un Pablito el aguador
que se trajeaba ridículamente los “lunes del cerro”, no; Anselmo Cortés era un hombre serio que se distinguía por
la incongruencia de su sombrero hongo sobre la levita y
el pantalón charro, prendas que establecían un desentono
característico y de sello personal.
En lo íntimo era un hombre con sus prontos, pero a la
postre hablaba al corazón; para sus paisanos era el cicerone
cuando entraban a la ciudad; era el CONSUL para ellos, el
que ponía su hogar y sus relaciones al servicio de los suyos.
Hombre trabajador, entregado al comercio de los negocios
de toda índole, se ocupaba preferentemente de contratas
postales, en arrendamiento de bestias de carga, fletes, alquiler de carruajes y todavía se daba tiempo para hacerla
de picapleitos, porque algo conocía de las tortuosidades de
la ciencia de Papiniano y de los sutiles hilos de las mallas
de Anacarsis.
Por el carácter camorrista de sus vecinos valentones y la
guapeza de sus mujeres recargadas de anillos, de largos bejucos de filigrana, guardapelos ostentosos y grandes arracadas incrustadas con perlas, ha sido famoso en las crónicas
urbanas el barrio de Coyula. Pues en este Coyula, que también lleva el nombre de barrio de Consolación, sucedió que
un día Anselmo Cortés tuvo sus dimes y diretes con uno de
los vecinos matanceros hasta hacerse el escándalo con intervención de la policía. Inútiles fueron las explicaciones de
las partes para evitar ser arreados a la primera demarcación.
Los celosos guardianes del orden, que siempre son cumplidos como los abogados son ilustres jurisconsultos; como
205
los médicos, sabios galenos; como los obispos, ilustres prelados; como los maestros de escuela, abnegados mentores
de la niñez; como las señoritas feas y sin gracia, inteligentes y virtuosas, tuvieron que vérselas negras con Cortés,
que era de una complicada seriedad cuando andaba en la
paseada. Después de largos circunloquios el “reo” aceptó,
en apariencia, ser llevado a la comisaría. Huelga decir que
todo el barrio se puso en movimiento y la curiosidad de las
comadres se asomó por ventanas y zaguanes.
Los policías con dificultades ya conducían a los faltistas,
cuando Cortés, recordando el viejo derecho de asilo, creyó
que era llegado el momento de ejecutarlo, y para su prosecución pretextó que le permitieran rezar frente a la iglesia
de la Defensa. Nada tuvieron que oponer los custodios al
piadoso ruego del fervoroso “reo” que así era tentado por
el espíritu bueno, y aflojándole los brazos, elevó con arrobo
la vista hasta la imagen y principió diciendo humildísima y
tierna jaculatoria: “Madre Santísima de la Defensa, dame
fuerzas para”… (aquí cambió rápido la voz, de contrita se
vuelve bronca, los policías caen al golpe inesperado de los
brazos que se han abierto con fuerza y Cortés echa a correr
cuando en forma tan inesperada termina su oración) “líbrame de estos….”
Otra de las aventuras de Anselmo Cortés, fué la que ocurrió en el pueblo de Ocotlán, acompañando en su jira política
al licenciado Benito Juárez Maza. El candidato popular ¿qué
candidato no lo es? fué recibido con la alegría organizada
por sus partidarios y con la curiosidad de los indiferentes.
Los repiques, cámaras, cohetes y música, indispensables en
todo arribo de propaganda no faltaron ni el mitin en la plaza
pública, la comilona con discursos y por la noche la serenata
y el bailecito en la casa del vecino principal.
206
Posiblemente de todo esto debe haber habido en Ocotlán, pero de lo que sí hubo seguridad fué de que Anselmo
Cortés abordó la tribuna y produjo los naturales elogios
para el candidato, entusiasmando a los ocotlaneros cuando
habló pestes de los jefes políticos poniéndolos de todos colores. Sólo santos no los llamó, pero de arbitrarios, crueles
y pícaros, no les hizo ni una rebaja, acabando por decirles
que eran unos “uñas largas”.
El orador no contaba con la huéspeda; el señor jefe político lo había oído todo y andaba que echaba chispas. No
podía tolerar que en su cara y en su propia casa, vinieran
de fuera a decirle dos o tres frescas. Anselmo Cortés se dió
cuenta de su situación y se fué directamente a tomarla de
los cuernos, abordando al señor autoridad del distrito.
Nada le importó que el jefe político José Cervantes, a quien
en confianza sus amigos le llamaban el “Cuete” Cervantes,
estuviera hecho una cámara, porque en llegado hasta él, en
tono patético, díjole con los brazos abiertos:
–“Mi querido “Cuete”, ven: déjame que te estreche,
dame tu mano de hombre honrado. Quiero que mi saludo
sea la prueba de que no todos los jefes políticos son unos
pillos, pues si los hay, tú eres el mirlo blanco de toda esa
cálifa de bribones”.
Y el habilidoso Anselmo Cortés, seguía y seguía, y el airado jefe político, susceptible como todo humano a ceder a
la alabanza, fue desarrugando el entrecejo, las palabras las
oyó con timbre de buena ley, las aceptó como verdaderas
y concluyó convencido de que era una autoridad de excepción.
El jefe político quiso extremar sus atenciones para con
su amigo Anselmo acompañándolo en particular a la estación, y sacándole su pasaje para Oaxaca.
207
En los momentos en que el tren iniciaba su marcha, rápido Cortés se dirige a la plataforma del carro, levanta la
voz y grita estentóreamente: ¡mueran los jefes políticos!;
Mueran todos, sin quedar uno!.
Y como en esta efímera vida todo pasa, años después
le tocó su turno de muerte a Cortés, y con él se enterró a
uno de los vecinos de personalidad interesante que tuviera
nuestra hidalga ciudad de la Nueva Antequera.
208
CAPITULO XVIII.
Sugerencia romántica.- La bendición de los animales.- El
viernes de la Samaritana.- La Pila de Juan Diego.
Al poeta Enrique Othón Díaz.
209
210
l autor de las “Diablas”, Julio Barbey
D´aurevilly, narrador de la bella hazaña
del Cid de que hablara Rubén, cuenta
que a despecho de mirarse la nieve de
los años que blanqueaba sus cabellos, no
sentíase viejo; pero que habiendo tropezado cierta vez con la mujer que había querido en los días
de su juventud, hasta entonces se sintió viejo al contemplar el rostro destrozado de la novia olvidada.
Este melancólico episodio lo recordamos como un a
propósito cruel que tuvo su realización en Oaxaca, cuando
al volver después de largos años de ausencia nos encontramos con que la ciudad materna no había sufrido modificaciones substanciales en su característica material, en su espíritu romántico y noble; sus calles silentes, adormiladas,
abanquetadas de verde cantera; caserones de amplias ventanas guardadas con rejas de miniados que supieron callar
las ternuras apasionadas del amor en las noches quietas,
en las noches divinas con embrujos de lunas de plata; jardines de fresnada rumorosa, fresca y con hojas de eterno
verdor que vieron el inquieto discurrir de los años mozos,
todo parecía lo mismo y, sin embargo, qué melancolía tan
E
211
honda, qué desengaño tan rectamente hirió el corazón al
encontrarnos destrozada a la colegiala quinceañera que
furtivamente nos concedió su amor.
Los hombres van cambiando, van siendo otros y por
inercia, se mueven las costumbres y con leyes variantes se
reproducen las mismas escenas que hoy se celebran. Entre
esos cuadros populares que anualmente siguen saliendo a
la pública delectación, figura el del día 31 de agosto, dedicado a la bendición de los animales en el templo de la
Merced.
Costumbre fué entre los frailes de la orden militar y religiosa de la Merced, bendecir a los animales el 31 de agosto
para celebrar la memoria de San Ramón Nonato, miembro
distinguido de la comunidad y de quien los libros hagiográficos cuentan que fué un varón santo y sabio que llevó a
edad temprana el capelo cardenalicio.
En los tiempos a que nos referimos, se encontraba encargado del antiguo ex - convento de la Merced, el canónigo
penitenciario Manuel Aguirreola, sacerdote que conquistó
fama de virtuoso en Oaxaca y que puso todo su entusiasmo en la ornamentación interior del templo y en darle lucimiento a las festividades religiosas.
Principalmente la semana santa y la celebración de la
fiesta titular del 24 de septiembre, día consagrado a la Virgen de la Merced, se celebraban con fervor y entusiasmo
inusitados. Pero había otras festividades mínimas de índole popular que atraían la atención de la barriada y aún
de toda la ciudad, como la de la bendición de los animales. Esta fiesta era de escasa importancia religiosa, su acto
litúrgico es breve y su acción se repetía por varias veces
desde el alto de una pequeña ventana sin reja del segundo
piso del convento, de donde el capellán lanzaba la bendi212
ción sobre los animales llevados por sus dueños, quienes,
con ellos, se arremolinaban en la plaza.
La parte profana de la fiesta de San Ramón era la nota
popular y pintoresca: desde las primeras horas de la tarde
principiaban los vecinos a desfilar con sus animales por las
calle adyacentes al templo, arreglándolos de mil maneras y
a cual más originales y divertidas: briosos caballos con la
crin y la cola rizadas, dorados los cascos, moños en la frente y buenas mantillas en los lomos; gallinas pintarrajeadas;
perros vestidos con prendas ridículas o pintados con fuertes colores; pájaros encerrados en jaulas enfloradas; chivos
y borregos bañados y con los cuernos y cascos dorados o
plateados; pericos y guacamayas, conejos, gansos y patos,
todos los especímenes de la fauna doméstica, desde el buey
corpulento hasta los pequeños dípteros representados por
la pulga y la mosca, encerrados en jaulas hechas ex profeso. Su desfile constituía una fiesta curiosa para los vecinos
de la calle de Independencia y para los de la barriada de
la Merced, en cuya plaza se improvisaba una romería que
concluía en las primeras horas de la noche.
Entre las pequeñas fiestas religiosas
celebradas en la Merced, con ambiente
popular, sobresalía la
del viernes de cuaresma llamado de la Samaritana. En el viejo
convento, casi derruido desde entonces,
representábase el pa213
saje bíblico de la mujer de Samaria dándole de beber a Jesús, el peregrino divino. En el corredor que corresponde al
zaguán, poníase hasta el fondo y a dar con la sacristía, el
altar que representaba “el paso”, con un decorado de convencional panorama de oriente, indispensables palmeras,
macizos de verdes plátanos sombreando el brocal del pozo,
y a su vera la compasiva Samaritana extendía su mano en
actitud de brindarle, en jarra cincelada de plata, el agua
que pedía el sediento caminante. Abajo, y a los lados, se
colocaban grandes y ventrudas ollas adornadas en el cuello
con coronas de laurel matizadas con rosas, y llenas, rebosantes de agua bendita, la cual tenía privilegiadas virtudes:
aliviaba los vitandos padecimientos del cuerpo, resanaba
las dolencias espirituales y ahuyentaba a los maleficios.
Las señoras connotadas del barrio, pertenecientes a las
hermandades de la capellanía, encargabanse de repartir el
agua bendita entre los feligreses, mujeres y niños, generalmente, que llevaban jarros y ollitas de loza verde adornados con pequeños ramos de chamizo y de laurel.
Para el público, constituido por mujerucas y muchachas
de arrabal, se destinaba el agua ordinaria, el “acua fontis”,
vulgar y corriente, mas para los elegidos, los cofrades con
arraigo y acomodo en el barrio, se les tenía reservada la
auténtica horchata de semilla de melón, los refrescos de
chía, de roja jamaica, de tamarindo y de limón. Esta falta
de igualdad no era óbice para que el barrio se pusiera en
alegre movimiento, que se animara con el ir y venir de los
chicos y de las mujeres que caminaban presurosos a llenar
de agua bendita sus ollas y jarros adornados con ramas de
fresno o de chamizo; que la plaza de la Merced, la plaza
vieja, pringosa y decorativa en su sórdida mugre de arrabal, con sus “sombras” de petate para los puestos, sus me214
sas mantecosas destinadas al expendio de carnes y sobre
cajones los verdes y grandes apaxtles de chilacayote y de
calabaza batida con maíz, presentaba una pintoresca animación.
Ingenuos y primitivos divertimientos de los viernes de
cuaresma. Todos los viernes de pasión tenían un programa
de festejos peculiares, pero en ninguno de ellos faltaba el
paseo matinal al “llano”, jardín que en esa época del año
ostentaba con más regalo la frescura de su arboleda, el ornato fragante de sus rosales florecidos y la dádiva de las
violetas que circundaban los camellones. De las siete a las
nueve de la mañana tocaba la música del Estado, las avenidas interiores se llenaban de transeuntes y en las calles
que cerraban el jardín se hacía un desfile de carruajes y de
paseantes en bicicleta o a caballo.
Tenía mayor importancia profana dentro de su religiosidad, el llamado viernes de Dolores porque se festejaba
con una matiné especial en la Alameda de León que concluía hasta el medio día, haciéndose un mercado de flores
y el indispensable concierto de la banda de música dirigida
por el maestro Germán Canseco.
Cada día tenía su típica manera de celebrarse; el martes
santo se repartían aguas frescas en Xochimilco, al terminar el rezo del viacrucis que se hacía en el cementerio de la
iglesia; y el más famoso viernes entre todos, exceptuando
el viernes santo, era el quinto viernes, llamado en Oaxaca
del señor de las Peñas y que era celebrado con una romería
religiosa en la Villa de Etla, lugar de veneración especial
para el santo, cuya leyenda de aparición exaltaba el fervor
de los creyentes. Las fiestas eran muy alegres por sus atractivos populares, pues procuraban acrecentarlas interesantemente los curas y las autoridades. Jefe político hubo que
215
llegó a hacerse de fama por el empeño que puso en hacerlas
llamativas y por la manera tan sui generis con que encabezaba los programas, pues les ponía por cabeza estas palabras a grandes letras: ¡SIEMPRE LA VILLA DE ETLA!
Parece que esta forma de propaganda, que resultaba
una galleada de provincialismo comprimido, la legó Justo Franco a sus sucesores, pues el licenciado Manuel Díaz
Chávez no la encontró despreciable y fué consecuente con
su uso.
En el barrio más típico de Oaxaca, llamado barrio de
China, porque la mayoría de sus vecinos se ocupan en la
fabricación de loza, imitación de la cerámica de Talavera y
de China, se encuentra, a la mediación de una de las últimas calles de Trujano, una pequeña fuente conocida con el
nombre de “Pila de Juan Diego”. La calle es amplia, fresca
y regada por la mañana, polvosa y ardiente al medio día,
cuando el sol pone tonos de oro en la tierra amarilla, y por
la noche se llena con el trajín obrero y se alegra con los
cantos que salen de las trastiendas con rasgueos de melancólica guitarra.
La fuente surte de agua a la barriada. A ella van por
agua muchachos canijos y descalzos, mujerucas con el clásico rebozo y enaguas holanudas, que son todo murmuración en el vecindario; mocitas que tienen un pretexto para
hacer su romance callejero oyendo los decires del lengudo
enamorado; y aguadores profesionales que cargan sobre el
cojín de cuero atado al hombro, el cántaro de agua que venden en la casa de la “niña”.
216
Esta pila se dedicó a Juan Diego y los ciudadanos aguadores que en ella trabajaban tenían la costumbre de hacerle una fiestecita, en cuyo día la adornaban con carrizos
prendidos de banderas de papel y colocaban en el centro
una estatua de barro que representaba al venturoso indígena. En el citado día del patrono, los aguadores quemaban
cohetes desde el alba, una musiquita tocaba por algunas
horas y después el resto del día los camaradas aguadores la
seguían de juerga y de holgorio.
Esta fiesta de la pila de Juan Diego celebrada el 24 de
junio, no trascendía, por la pobreza de su programa, en
toda la ciudad, quedaba circunscrita a las limitaciones de
la calle de su ubicación, pero trasladamos su apunte para
esta estampa, por la calidad del escenario donde tuvo su
desarrollo, por el carácter propio del barrio en sus actividades, que han salido de los límites del Estado, llamando la
atención su loza brillante, original en el dibujo, armónica
en la forma y en las líneas. Además, dentro de las tradiciones de Oaxaca, el barrio de China fué almácigo de hembras
rumbosas y de charritos de temple bravucón y pinturero.
217
218
CAPITULO XIX.
Periódicos Lerdistas y Porfiristas.- El Gobernador José
Esperón.- Una compañía de Opera.- Las crónicas de “Don
Catarino”, treinta años después.
Para Guillermo Reimers Fenochio.
219
220
urgando bibliotecas casualmente, a las
que por desgracia no acudimos para formar estas estampas, nos hemos encontrado curiosos documentos de la vida
teatral que se llevaba a efecto en Oaxaca,
por los años de 1874, durante el Gobierno de José Esperón.
Más que en ninguna parte de la República, en Oaxaca
palpitaba el espíritu porfirista de oposición al régimen del
presidente Lerdo, el cual desaparecería por la impopularidad que le formó la prensa por la eficaz traición de Tecoac, cuyo acto modificó el porfirismo señalándolo como
un hecho de armas glorioso para su caudillo. Es sabido que
el general Tolentino, jefe de las caballerías lerdistas de la
división del general Ignacio Alatorre, traicionó al Gobierno
pasándose a las facciones porfiristas; pero quizá algunos
ignoran que la filiación de los oaxaqueños nació con aquella deslealtad, contándose a tal propósito, que la noche que
tuvo el general Díaz la entrevista con su compadre el general Francisco Tolentino, este militar, al terminar de conferenciar con el futuro caudillo, se le ocurrió una pregunta
muy natural del momento.
H
221
--“¡Ah! ¿y cómo reconoceré sus fuerzas?”
-“Muy sencillo, compañero; todos los que vea chaparros, prietos y cabezones, son de Oaxaca.”
Y la media filiación parece que corrió buena suerte porque los oaxaqueños que no tienen las características señaladas por el vencedor de Tecoac, no es raro que se les diga:
“caramba, no parece usted de Oaxaca”. Por algo nuestro
pueblo, haciendo uso de su buen humor, rimó en un dístico
las señas de marras, diciendo:
“Chaparro, cabezón y trigueño,
De seguro que es Oaxaqueño”.
La administración del presidente Lerdo, apegada a un
espíritu legalista, fué respetuosa de la libertad de imprenta, permitiendo que los periódicos de oposición se expresaran hasta la irreverencia, como lo hizo en “El Ahuizotle” la
pluma irónica de Riva Palacio, graficada por el lápiz violento de Villasana. Esta línea de combate tuvo sus imitadores
en la provincia, y natural es que en Oaxaca no escasearan
las hojas oposicionistas como “El Diablo” y “Tía Toribia”,
caracterizados por su destemplanza, y el periodiquito titulado “Don Simón”, que fué circunspecto y moderado.
Para contrarrestar la labor de los periódicos facciosos, el
lerdismo oaxaqueño tuvo sus órganos de defensa, sus hojas
oficiosas como “Don Catarino”, dirigido por Juan Santaella
y editado en la imprenta de M. Ruiz y Cía, cuya imprenta
estaba a cargo de Gabino Márquez y sus talleres establecidos en la tercera calle de San Nicolás, hoy Avenida Morelos.
“Don Catarino” era un periódico disfrazado de revista de variedades, pero entre sus columnas enderezaba alfilerazos a
los porfiristas, poniéndolos como no digan dueñas.
Gobernaba por aquellos tiempos nuestro Estado el señor José Esperón, hombre enérgico, recto y con notorias
222
capacidades administrativas. Físicamente, nos cuenta la
tradición y nos los confirman los viajeros retratos que de él
se conservan, era un sujeto de singular guapeza, de atractiva prestancia, de modales señoriales y con un especial
don de gentes. El porfirismo le negó muchas de sus cualidades espirituales y al calor de la lucha de partido, hasta
las características masculinas. El populacho hizo chunga
del sambenito que le colgaban al gobernador lerdista y en
renglones rimados que se repitieron en su tiempo, decía:
“No es pera ni es perón
don José Esperón”.
Cuando invadieron Oaxaca los serranos, secundando el
plan de Tuxtepec, ellos tradujeron a su manera el dístico
en cuestión, gritando: “muera la Esperona”.
Entre esa oposición, que caldeaba la atmósfera política
y entorpecía la acción administrativa, tuvieron cabida, no
obstante, las manifestaciones de cultura y las del arte lírico-dramático, pudiendo gozar la sociedad de Oaxaca de
espectáculos inusitados para los tiempos de turbación que
reinaban y cuando las comunicaciones con la capital de la
República eran de una dificultad aterradora. No obstante
las inquietudes causadas por los atracos de porfiristas, Oaxaca abría sus paréntesis para llenarlos con distracciones
espirituales, y así recibía con entusiasmo a la compañía de
ópera representada por Julio Compagnoli, y en la que actuaban como primeras figuras el maestro director, Enrique
Lombardi; primera donna, Luisa Marchetti; contralto, Elisa D´Aponte; tenor, César Cornazanni; violín concertino,
Constantino Agüero, y primer violín y director de escena,
nuestros artistas de casa, Bernabé Alcalá y Julián Arias,
respectivamente.
223
A mediados del año de 1874, la compañía llevó a escena
las obras clásicas del repertorio italiano; el coliseo se vistió de gala en las noches de función, con la concurrencia
selecta de las abuelitas que entonces eran gentiles damas,
y los viejos señorones que alcanzamos a ver, caballeros en
plena juventud. Es lástima que el periódico “Don Catarino” no diga en sus crónicas almibaradas, rebosantes de
adjetivos superadmirativos, los nombres de aquellos distinguidos asistentes a las veladas de la ópera, pero indudablemente que deben haber concurrido aquellas bellas
oaxaqueñas que se llamaron Concha Larrazábal, Consuelo
Noriega, Sabina de Bolaños Cacho, Josefa Castellanos de
Maqueo, Matilde Ocampo, Consuelo Guergué, etc.; y entre
la concurrencia masculina, seguramente asistió el excelentísimo señor gobernador José Esperón, el licenciado José
Inés Sandoval, los poetas Andrés Portillo y José Blas Santaella, Guillermo Carbó, José Antonio Alvarez, Francisco
Fenochio, el coronel Manuel Rueda, jefe del 2o. batallón de
Oaxaca, el doctor Manuel Bustamante, Esteban Chapital,
Francisco Camacho, Arturo Miranda, etc.
En el beneficio de Luisa Marchetti, que se celebró la noche del domingo 16 de julio de 1874, la compañía de ópera
cobró doce reales por luneta y dos reales por cazuela; se cantaron dos actos de Lucía de Lamermoor y uno de Guillermo
Tell; los músicos oaxaqueños, el profesor Cosme Velásquez
compuso para la beneficiada una bella romanza titulada:
“Pensando en ti” y el profesor Francisco Torres ejecutó unos
motivos sobre el último acto de Lucía en la trompa marina y
corno sin émbolos, instrumento que tocaba con perfección.
Inolvidable maestro Pancho Torres, quien a dos generaciones de maestros normalistas enseño a solfear derramando mucha bilis para desbravarlos en el arte musical.
224
Viejo, cansado, el maestro tenía ya el ánimo desaprensivo
cuando fue a dar de catedrático de solfeo a la Escuela Normal para Profesores; el músico había agotado su esfuerzo
enseñando a varias generaciones de filarmónicos; había
dirigido la banda del batallón de Auxiliares de Oaxaca y
concluía, todavía con aliento, organizando la banda de los
reclusos de Santa Catarina.
La memoria lo previene y lo presenta con la barba blanca caída sobre el pecho, bajo de cuerpo, estorboso de movimiento, caminando pausadamente a las tres de la tarde
desde su casa de “El Peñasco” hasta la escuela, llevando
bajo el brazo los cuadernos de coros y solfeos y apoyando
la mano regordeta en nudoso bordón.
Bienaventurado Pancho Torres, qué diabluras le hicieron los normalistas; le descomponían el órgano reventándole las cuerdas; ya le hacían sordos murmullos para interrumpir la clase, ya la aventuraban proyectiles de papel
para causarle incontenido malestar; pero prontamente le
pasaba el súbito de la cólera y surgía acallador el sentido
de la vejez en su calidad de instinto paternal. Tal era el músico, que joven entonces y briosamente enamorado de su
arte, tocaba en el beneficio de la Marchetti.
225
¿Se acuerda usted de todo esto del señor Torres, mi
querido profesor Fidel López? Usted debe sonreír melancólicamente ante este recuerdo y tengo seguridad que por
asociación le vienen a la memoria otros nombres y muchos
sucesos del ayer de nuestra Escuela Normal. Podría asegurar que la mencionar a Francisco Torres cree usted que
olvidé los “roleos” de José Irigoyen, las violencias del ingeniero Navarro Luna, las brusquedades de Alberto Canseco,
el platicar sabroso y picante del doctor Gildardo Gómez,
las incongruencias de Briosito, las elegancias brumelescas
de aquel gran señor que se llamó Manuel Morán, las suavidades de Perico Rodríguez y aquella afectuosidad del sabio
entre los sabios, que de tanto saber nos dejaba turulatos y
que en vida fué el gran químico, Manuelito Gómez Olavarri; pues, no hay nada de eso, ya ve usted que a través de
treinta años estos hombres siguen con toda lozanía en mis
recuerdos y que no olvido, naturalmente, al maestro máximo, a Casiano Conzatti, recto, pedagogo sin interlíneas,
bastante agrio, muy cuidadoso de las distancias oficiales,
pero bajo la corteza de sus severidades, el hombre guarda,
porque vive, un corazón jugoso y vibrante de bondad.
Un suceso social y artístico constituyó el beneficio del
director de la orquesta, Enrique Lombardi, y en verdad que
debe haber sido grande el alboroto, ya que el numen poético de los bardos de casa se manifestó en todas las formas
de la métrica, como lo comprueba la octava que Zabaleta,
expendedor de boletos en el teatro, le endilgó al beneficiado:
226
“AL DISTINGUIDO VIOLINISTA
ENRIQUE LOMBARDI.
EN SU FUNCIÓN DE GRACIA.
---------------OCTAVA
Tú, a cuyo imperio los acordes suaves,
Que al alma llenan de indecible encanto
Haces nacer, cual de canoras aves
El variado trinar o amante llanto:
Tú, que al divino arte sin orgullo sabes
Darle belleza y atractivo tanto,
No hallarás en mi voz la del poeta;
Pero sí la ovación de
ZAVALETA.
Oaxaca, julio 30 de 1874”.
Parece que en las noches de beneficio les fluía la vena poética a los versificadores, porque en la “serenata d´onore” del
tenor Cornazanni, también se manifestó en forma incontenida, con dísticos de autor anónimo e impresos en papel de
color, que fueron arrojados, desde las altas localidades, al pisar la escena el beneficiado. De estos dísticos, reproducimos
algunos como exponentes de aquella literatura:
“Tú tienes, Cornazanni, ya en la frente
Aureola de historia refulgente.
Del trabajo los hijos, en tu frente
Colocan un laurel resplandeciente.
Recibe las humildes ovaciones
De sinceros y humildes corazones.
227
Corónente las musas con las flores
Que no pierden en esencia y sus colores.
No es la amistad quien habla, es la justicia
Que castiga o que premia sin malicia”.
Hechas las transcripciones anteriores, creemos que serán leídos con curiosidad algunos de los párrafos escritos
por el cronista de “Don Catarino”, y lamentamos que el romántico articulista calle los nombres de las damas, pero
indudablemente por la descripción que hizo de las toaletas
y el entusiasmo que puso narrando los encantos de las mismas, los lectores de aquel tiempo supieron bien a quienes
hacía referencia la pluma del cronista.
“Tres bellas y modestas vírgenes, perlas de nuestra sociedad, graciosamente ataviadas de blanco y color de rosa,
nos causaron la primera impresión al recrear nuestros
ojos, por aquel florido vergel: la mirada de una era altiva,
la de las otras apacible. En seguida una aérea amazona, circasiana gentil, descollaba entre dos simpáticas amigas: su
traje era blanco, escotado y una banda de flores cruzaba
su turgente seno: sus ojos revelaban más fuego que el que
agitaba su pecho; era esquiva como la camelia de los climas
ardorosos. Veíase en seguida otra modesta niña de afable
mirar y pequeña boca; su traje lo podéis suponer, pues en
la generalidad eran blancos con adornos rojos, dando así
a todos los palcos al aspecto de una corona de azahares y
mirtos ligeramente matizados con otras puras y fragantes
flores”.
“El oscuro color de la polonesa que revestía las formas
de otra joven, parecía eclipsar su cándida hermosura; pero
sus ojos no eran menos humildes ni sus labios menos pur228
purinos. La gracia y la elegancia se ostentaban después, y
más allá, junto a una voluptuosa ondina de cabellos de oro,
se veían sonreír los labios de rosa de la virgen del aura”.
“Aquellos querubines que otra vez vimos engalanados
por vaporosas alas de color de cielo, son ahora dos jardines
por su fragancia y dos mirtos azotados por sus atavíos”.
“¡Allí está!” ... gallarda como la palmera del desierto,
pura como la linfa cristalina que retrata el cielo, rubia sirena como la virgen mexicana que cautivó la admiración
de Humboldt, se erguía majestuosa otra beldad, coronada por una diadema de pequeñas rosas; su elegante traje
como las nubes de invierno que tiñen los rayos del ocaso, reflejaba el color de sus mejillas; era quizás el mismo
con que el jueves santo la vimos cruzar vaporosa por los
altares del Supremo Ser; su mirada radiante como la de
la bella czarina Catalina II no se velaba sino por los ayes
conmovedores de delirio de Lucía. Emblema de la aurora,
lucero de la tarde, contrastaba con la apacible imagen de
la noche que se veía a su lado”.
“Seguid: esos dos nítidos lirios que se elevan sobre su
blando tallo, es vírgenes modestas siempre, pero siempre
graciosas y elegantes, cifran en nuestro corazón el recuerdo de los encantos infantiles, desde donde contemplamos
su fantástica carrera”.
“El ébano y la nieve de armonioso contraste, la noche
y el día, he aquí el aspecto que presentaba otra beldad de
mórbido y bello conjunto….”
Y así continúa la crónica, exaltada en romanticismo de
alfeñique, nutrida con imágenes pueriles que fueron ayer
de circulación forzosa en la literatura periodística y que
hoy nos hacen sonreír como cuando se mira a la luz del día
un figurín de miriñaque.
229
Al reproducir la crónica de antaño no nos mueve el deseo literario de presentarla como un modelo de la ramplonería sentimental de su tiempo, sino el que se mire a su
través la afición que Oaxaca tenía por el arte escénico y
cómo el público respondía a su reclamo, llenando las localidades de nuestro coliseo.
Treinta años después, como en la novela que leíamos a
las horas hurtadas a la realidad bajo la sombra de nuestros
amados rincones del paseo del “Llano”, se llevó a cabo una
función teatral organizada por el licenciado Constantino
Chapital, a beneficio de la Casa de Cuna.
Para curiosidad de la gente nueva y deleite agridulce para
los supervivientes que actuaron en el Teatro Juárez, llevando
a escena el año de 1904 la zarzuela “Marina” y el sainete cómico titulado “La Lluvia de Oro”, se ilustra este capítulo con
dos fotos de conjuntos de las “actrices” y ”actores”.
230
CAPITULO XX.
La famosa procesión de lunes santo en La Soledad.- Las
aguas frescas de Xochimilco.- Las tinieblas.- La seña
en Catedral.- Los monumentos.- Los encuentros.- Los
oradores.- La Gloria.- Los judas.- Las matracas.
A Ezequiel Canseco.
231
232
emana santa oaxaqueña olorosa a trébol
y a laurel, decorada con áureos panes voladores, fervorosa y recogida en oración,
que fué encantamiento, asombro y arrobo de la infancia. Luminosos días de abril
con ortos de oro y noches con embrujos
de luna, que guardaban el sortilegio de recordar los éxtasis niños ante los altares solemnes, aquellos sofocos en las
iglesias apretujadas, las carreras por ir a los encuentros,
las inquietudes por estrenar un vestido, por poseer una
matraca de tejamanil y gozar con la alegría de la hora de la
gloria con la quema de los judas.
¡Con cuánto embeleso descubrimos la tradicional semana santa de la provincia para vivir el minuto de ayer que se
desgrana de admiración ante los cuadros de la pasión de
Cristo!
La semana mayor principiada en Oaxaca, como en todas partes, con la bendición tradicional de las palmas en
recuerdo de la entrada de Jesús a Jerusalén.
Por la tarde del lunes santo se celebraba en el templo de
La Soledad un acto religioso que concluía con una vistosa
procesión. ¡Qué suntuosidad revestía la tal procesión! Al
caer la tarde y terminar los oficios del rosario con el indis-
S
233
pensable sermón y Te Deum, salía de la iglesia la procesión
a recorres el atrio. El capellán, acompañado de las altas
dignidades eclesiásticas, presidía la ceremonia saliendo
bajo palio y caminando entre salmos y nubes de oloroso
incienso. Seguíanle las hermandades con sus insignias, los
cofrades con sus escapularios en el pecho, otros cargando
faroles o los grandes estandartes de rica felpa, bordados,
llenos de amuletos y milagrería y que ostentaban un relicario de plata con la imagen de la devoción de la parroquia.
Todos los fieles de Oaxaca concurría a este acto para cuya
mayor solemnidad la Banda tocaba sus mejores piezas de
música sagrada.
Entre las filas de los creyentes, por entre una noble cadena de luces, que se movía lentamente, iban en alto las
imágenes colocadas en sus andas. La virgen lucía su mejor
traje de gala y su manto negro bordado con hilos de oro
y perlas. El señor del Rescate vestía una túnica guinda de
terciopelo, la cabeza la llevaba coronada de espinas y del
cuello a los pies colgábale un cordón esmaltado con ricas
gemas: esmeraldas, brillantes y diamantes de gran belleza
y valor.
El martes santo se celebraba con una fiesta religiosa y
popular en Xochimilco. Desde las primeras horas de la tarde se hacía una romería que era un cordón de gentes que
iba de la ciudad hasta las calles del pueblo. Todo mundo
iba a las “aguas frescas de Xochimilco”, donde era costumbre que, al terminar el rezo del viacrucis, hecho en el atrio
de la iglesia, con acompañamiento de de faroles y de los
estandartes de las mayordomías, de las autoridades municipales y del señor mayordomo en turno, se obsequiaba
a los visitantes con vasos de agua de limón, de tamarindo,
de chía y de melón.
234
El miércoles santo no había ninguna festividad de ambiente popular, pero ese día la iglesia celebraba un acto impresionante que llamaba de “las tinieblas”. Esta ceremonia
se hacía en varios templos, pero la más concurrida era la
que se celebraba en la catedral. La iglesia se llenaba de creyentes silenciosos, contritos, trémulos. Una emoción de
pavura salía de las cortinas que cubrían las pilastras y temblaban las doce llamas de las doce velas que representaban
a los apóstoles. Todo era recogimiento, dolor y angustia,
que se movía entre las sombras salidas de los muros, llenando el túmido recinto mientras un rezo lúgubre, agónico, lacrimoso, gangueado desde el púlpito se esparcía con
trémula angustia. Conmovidamente los asistentes rezaban en voz de sofoco, sus cuerpos se movían con epilepsia,
se arrojaban en el suelo para besar las baldosas o elevaban
sus manos impetrando el perdón para sus culpas y llenos
de arrepentimiento se disciplinaban ardorosamente.
Afuera de la ciudad se afanaba en los talleres, velaban
los operarios hasta las altas horas de la noche para cumplir
sus compromisos; porque el
jueves santo todo el mundo
principiaba a estrenar.
Amanecía el jueves santo y las campanas dejaban
de oír sus voces. Desde ese
momento sólo se oía sonar
en las torres el tableteo de
las matracas llamando a los
fieles a los actos sagrados.
Los altares lucían atractivos
decorados, en el centro estaba la urna que aprisiona a
235
Jesucristo, dentro de un incendio de luces; a los lados estaban colocadas las graves figurar de los profetas barbudos
y en las graderías había una simétrica profusión de macetillas de rojo barro sembradas con verde o amarillo trigo,
erectos tallos de maíz y retorcidos filamentos de chía. Los
muros se decoraban con ramos de verde laurel y de los candiles con velas pendían toronjas y naranjas adornadas con
banderitas de oro volador.
Después de los oficios se celebraba el acto del lavatorio,
que recuerda la humildad de Cristo lavando los pies de sus
discípulos. Para esta celebración se escogía a los niños o a
los viejecitos pobres del barrio, siguiendo la costumbre de
regalarles traje y calzado nuevos. Posiblemente de tal práctica salió la burleta de que es objeto algún individuo que se
presenta estrenado de pies a cabeza cuando de él se dice:
“éste salió de apóstol”.
Como todo mundo estrena en semana santa, es cosa frecuente encontrar a gentes de condición humilde que llevan
en la mano los zapatos que se han quitado por incómodos
y los que al llegar a la casa curan untándoles sebo o apelando al procedimiento sui géneris de llenarlos de orines y
ponerlos de punta a escurrir durante la noche.
Terminado el lavatorio, que era muy concurrido en la
Merced, en San Felipe Neri y en San Francisco, se celebraba
a las tres de la tarde la ceremonia de la “seña” en Catedral.
Este acto era de mucha impresión por la solemnidad de su
liturgia; los canónigos después de hacer unos rezos y cantos en el coro salían revestidos de negras capas, con vueltas
de moaré en el pecho y una cauda larga, que monaguillos
desenvolvían con habilidosa destreza, hasta hacerla llegar
al barandal del ciprés, donde uno de los oficiantes tomaba una bandera y moviéndola lentamente, de uno a otro
236
lado, la abatía sobre los fieles. Esta ceremonia debe tener
su significado en la liturgia de cuaresma, pero nosotros,
ayer como hoy, lo seguimos ignorando y sólo recordamos
la respuesta que a nuestra curiosidad le diera un presbítero de buen humor, asegurándonos que aquello servía para
recordar “que en este mundo todos nos tapamos con las
mismas frasadas”.
La tarde y la noche del jueves santo los creyentes se dedicaban a visitar los altares y los “pasos” de la vida y pasión
de Jesucristo. En originalidad y esplendor se disputaban
los monumentos de la Merced, San Francisco, San Felipe,
las Nieves y el Carmen Alto. Los “pasos” de la Merced eran
objeto de la más detenida contemplación; se formaban en
los corredores del convento, comenzando desde la entrada
donde, en un cuarto sombrío tras de la reja prisionera, estaba Jesús, vendados los ojos y atadas las manos. Un chico
hacía al paso de los visitantes un tétrico ruido de fierros
y cadena y con voz plañidera decía: “Una limosna para el
señor del aposentillo”. Excuso decir que el truco era de resultados positivos, pues no había visitante que conmovido
por el espectáculo que representaba el divino preso, no se
apresurara a depositar su limosna. En los demás “pasos”,
hechos con imágenes de tamaño natural, se representaba
la vida de Jesús: aserrando las maderas en el taller del patriarca José; entrando a Jerusalén montado en paciente
rucio; bendiciendo el agua y el vino en las bodas de Caná
rodeado de sus discípulos, sin faltar el maléfico Judas; la
Oración en el Huerto de los Olivos y finalmente su muerte
en el cerro del Calvario crucificado entre Dimas y Gestas.
El sentimiento religioso se exaltaba el viernes santo, la
ciudad vivía en los templos; era todo oración, y desde temprano sus habitantes, todos de luto, se iban al encuentro de
237
Xochimilco y al de Jalatlaco; a las once al del Marquesado y
a las doce al de la Merced. Los oradores sagrados como Mariano Palacios, Natalio Parada, Luis Santaella, tenían a su
cargo al panegírico del acto en que Jesús encuentra a María en la calle de la Amargura, La decoración de esta escena
se arreglaba sacando a las imágenes por lados opuestos y
llevándolas en andas cargadas por penitentes con sotana
rematada en largo picurucho y con hendiduras a la altura
de los ojos. Jesús salía escotado por soldados romanos, por
centuriones a caballo, que llevaban las banderas invencibles de Tiberio y las tradicionales tablas grabadas con la
orgullosa divisa “El pueblo, el Senado y la Curia Romana”, y
llegado al patético momento del encuentro, el orador, colocado en el púlpito, cabe la sombra de algún árbol del atrio,
hacía un sermón doliente y emotivo. Naturalmente que en
todos estos actos no faltaban los aditamentos profanos
traducidos en romerías hechas en torno de los templos,
donde se instalaban puestos de aguas frescas, vendimias
de frutas, dulces, globos de colores y matracas ensartadas
en gruesos carrizos.
Las siete palabras, el descendimiento y el pésame, eran
ceremonias patéticas, de emoción a toda intensidad y en
donde los curas oradores hacían gala de conmovida elocuencia. El descendimiento tenía su máxima solemnidad
cuando salían los representantes de Nicodemus y Juan de
Arimatea a desclavar el cuerpo de Jesús para ponerlo en los
brazos de la madre dolorosa.
La semana mayor terminaba con la alegría del sábado
de gloria, la quema de los “judas”, el paseo indispensable
de la Alameda y el estreno de un traje de color.
En nuestra Alameda, que allá por los años de José María Esperón, el cronista de “Don Catarino”, le llamó por238
tuguesamente Pequeño Bosque de Bolonia, era cita de
nuestros elegantes, paseo del mejor gusto para oír buena
música y hacerles a las damas presentes de ramos de flores
y matracas de marfil y cedro, talladas y caladas bellamente.
Aquellas matracas cinceladas iban a guardarse en el ropero
de laca y fragante a lináloe, junto a los abanicos de plumas
de avestruz y los retratos desvaídos por tiempo, que había
hecho el fotógrafo Leguísamo. Discretos recuerdos de las
abuelas que sorprendíamos con curiosidad y sin valorización y que hoy ya sabemos catar el deleite perfumado que
tuvieron.
239
240
CAPITULO XXI.
Las calendas.- Los danzantes de Marcial Salina y la
Fiesta del Cogollo.- Las danzas del 16 de septiembre.- El
pasajuego.- Las pozas arcas y los estanques.
Al Lic. Eduardo Vasconcelos
.
241
242
ace tiempo que las disposiciones municipales suprimieron las calendas, en atención a que eran manifestaciones de culto
externo que chocaban con el espíritu de
nuestras leyes. Es verdad que las calendas fueron convites religiosos, pero por
su decorado y composición tan únicos, figuran siempre en
las páginas de todo album oaxaqueño, por laico que se le
suponga.
Cuando llegaba la celebración de la fiesta de la imagen
titular de un barrio, se organizaba un modesto convite con
música y verdes carrizos adornados con banderitas, que
recorría por las tardes las calles de la ciudad para anunciar
el novenario. Un día antes de la fiesta, después de a diario
repicarse las campanas y de quemarse cohetes y ruedas catarinas en el atrio del templo mañana a mañana, salía la
calenda a anunciar la función religiosa.
Las calendas se hacían por la tarde y por la noche, siendo las nocturnas más populares, movidas y rumbosas.
Todo el barrio vibraba de entusiasmo, se adornaban las
calles adyacentes a la parroquia, se colgaban de la pared
festones de papel multicolor, la música tocaba en la calle
frontera a la iglesia, se lanzaban cohetes y las campanas,
H
243
con largos repiques, anunciaban que la calenda iba a salir.
Los músicos y los coheteros iban por delante, los seguían
muchachos con carrizos y pequeña marmotas forradas de
papel de china y en el centro iba un carro con niños vestidos con trajes de fantasía que eran la admiración de los
transeuntes, y a cuyo paso, por la medianía de alguna calle,
abríase una gran esfera, cayendo una lluvia de flores, de
papelitos y de blancas palomas. A los lados caminaban las
floreras de la Trinidad de las Huertas llevando en la cabeza unas canastas redondas, amplias y bajas. Las canastas
tenían un armazón de carrizo, representando un gallardo
cisne, una caprichosa jardinera o un buque de afilada proa,
cuyas figuras se cubrían de amapolas y dalias. Para el convite nocturno se agregaban marmotas de manta iluminadas en su interior, que daban la apariencia de esferas de
luz movidas entre las llamas cárdenas y humeantes de los
hachones. Las calendas más notables fueron de las de la
Merced, organizadas por las Cortés; la de la Consolación,
hecha por gente brava y de acomodo; y la de la Soledad que
se caracterizó por su aparato y por unas marmotas que representaban a tehuanas con jicalpextles en la cabeza, llenos de flores y frutas.
El curtidor Marcial Salinas fué un hombre de singular
importancia en el barrio de “Los Alzados” y en el pueblo
de Jalatlaco. Fué un hombre de extracción popular, que en
la época de las “refolufias” de “mochos” y “liberales” prestó significados servicios a los porfiristas coadyuvando a la
formación del Batallón “Libres de Oaxaca”, hombre de ejecutoria de valiente en los combates contra el Imperio.
244
Aquel Marcial Salinas, de mediana estatura, cenceño,
de color moreno, blanco bigote y calzado con zapatos de
gamuza y descuidado en el vestir, llegó a ser presidente
municipal de Oaxaca y a ocupar varias veces una curul en
el Congreso de la Unión. Su amistad con el Dictador y su
carácter sencillo le crearon una gran consideración entre la
sociedad de su tiempo.
Metido en la política por manera circunstancial, nunca
olvidó las actividades de su oficio de curtidor, pues hasta
sus últimos años siguió trabajando en sus pilas de Jalatlaco.
Año por año tenía la costumbre de celebrar el día de la
virgen del Refugio con grandes fiestas consistentes en actos religiosos, comida y baile con muchos invitados en su
casa, y para el público había palo ensebado, fuegos artificiales y baile de danzantes. El mejor número, el que todo
Oaxaca no dejaba de ver era el de los danzantes, el de la
famosa danza de pluma, cuyo divertimiento se conserva en algunos
pueblos.
Los danzantes llevaban en la
cabeza un gran penacho ovalado
hecho de plumas pintadas de color
escarlata o púrpura y adornado con
pequeños espejos y sartas de cuentas multicolores. Los danzantes se
pintaban la cara como la de un piel
roja y se prendían enormes aretes
de bisutería en las orejas. Cubrían
sus cuerpos con camisetas y calzoncillos de punto de algodón de
color ocre, se adornaban los puños
245
y los tobillos con plumas coloradas, y llevaban la sonaja y
el indispensable pañuelo en las manos. Dentro de una solemnidad hierática hacían la danza con pasos precisos, con
un movimiento de rito, y su cantar y la música fingían un
trasunto de gesta bárbara, de mayestático atavismo de ceremonia idólatra.
La celebración del diez y seis de septiembre tuvo siempre un número que gustaba al público sencillo y que consistía en una reproducción teatral dramático-bailable, de
una de las fases de la conquista. En el desaparecido portal de la Alhóndiga o en uno de los cobertizos del mercado
“Porfirio Díaz”, generalmente, la comparsa de danzantes,
disfrazados de indios guerreros y de soldados españoles,
representaba el pasaje histórico de la entrevista del Emperador Moctezuma con Hernán Cortés.
Caballeros tigres y caballeros águilas, graves sacerdotes,
hechiceros y esclavos aparecían escoltando al gran emperador, que pávido y amedrentado posaba en un escabel de
rica pedrería, caminaba bajo la sombra de abanicos de joyantes plumas de quetzal.
Entre ruido de arcabuces, de atabales y de trompetería,
el conquistador, blandiendo su refulgente acero y dando
al aire sus banderas, llega con el estrépito de sus armas,
con el cortejo rubio de sus capitanes y a su vera la pérfida
Malintzin.
Colocados frente a frente el emperador y el conquistador, se iniciaba la pantomima con danzas de simbólicas
evoluciones, cantos guerreros y rogativas para arrojar al
invasor. Todo inútil; Moctezuma no responde a los llamados del pueblo y de los guerreros; está perdido en el nirvana de los augurios de Quetzalcoatl; está apocado por el
aparato extraordinario de los hijos del sol y es en vano que
246
clamen a sus oídos diciéndole: “despierta monarca, no estés dormido”.
Por supuesto que esta es la ficción histórica, pero la verdad de la representación, apartando el conjunto de los danzantes, que está bien, el grupo que la hacía de conquistadores era de un adefesio anacrónico e irrisible por su figura y
vestuario. Indígenas catrines vestidos con trajes que se les
caen como a espantajos de sembradío, que hacen con ese
garbo el papel de conquistadores sin prestancia guerrera y
con desentonados movimientos. Pero esto no choca, por el
contrario, es la gracia, es el subrayado de sonrisa del simplicismo escénico que representa la página de la conquista.
Nuestro candor infantil quedaba en babia, miraba en
suspenso a los emplumados danzantes sin ser menos admirativa para los soldados vestidos de mamarrachos. ¡De
cuántos momentos de placer sencillo les somos deudores a
los humildes danzantes de nuestra provincia!
Al lado izquierdo de donde termina el paseo del llano,
doblando por la calle de Gómez Farías, se extendía la planicie de los llanos de Guadalupe, toda borrosa y amarillenta
en la temporada de secas y cubierta de verde pasto en la
época de lluvias. En ese lugar estuvo ubicado el juego de
pelota, cuyo deporte se jugaba todas las tardes con mucho
entusiasmo. El pasajuego comprendía dos secciones, la primera era un campo raso para los deportistas aficionados, la
segunda una pista en forma de paralelógramo destinada a
los jugadores profesionales y donde se hacían las apuestas
de interés. Uno de los lados mayores del cuadrilátero estaba cubierto por una alta pared de adobe, en el lado opues247
to se levantaban unas gradas para el público y en el fondo
había otra pared, también bastante alta, quedando al descubierto uno de los lados. El piso del frontón, como hoy se
dijera, estaba pavimentado de ladrillo; de trecho en trecho
se pintaban grandes rayas transversales y se colocaban en
los lugares llamados de saque, unas piedras cuadradas de
mármol.
Después de concertar los jugadores sus partidos procedían a quitarse sombrero, saco, chaleco, paliacates y en
seguida se ataban unos guantes de pergamino, largos, convexos, parecidos a las cestas vascas. La pelota era de hule
cocido, de color negro, sumamente elástica y de una gran
resistencia y dureza. El espectáculo para los mirones tenía
sus peligros, pues una pelota que desviara el jugador podía
ser de consecuencias para los concurrentes.
En este deporte jugaban hombres de toda condición
económica y social, pues había artesanos, oficinistas, industriales como Marcial Salinas y hasta ministros del altar,
como el padre Mateo, quien a pié, descalzo y con la cabeza
tonsurada, al aire, no era raro verlo entregado, tarde por
tarde, a los deleites del saque y del rebote. Además, el pasajuego era un centro de vaguitos, de aprendices de jugadores de rayuela, de “volados” de águila o de sol y de no pocos
escolares que hacían sus pininios de “jalar la escuela”.
Vendedores de frutas, de cañas, de charamuscas, de
“trompadas”, neveros con garrafas de nieve de limón, de
leche y de tuna, hacían improvisada placita. Una inquieta
muchacha sana y plebeya, se daba de moquetes, jugaba al
toro a gritos o lanzaba al aire sus palabrotas.
Todos eran alegres, acometedores y prontos para la
riña. Hoy, los que viven de aquel tiempo, van siendo viejos
y se han puesto graves por el estorbo de los años.
248
Las Pozas Arcas fueron las preferidas para las holganzas
de los escolares, por su situación especial; pues, separadas
de la ciudad por un camino de veredas pedregosas, escuetas, asoleadas y hundidas en las abras de un yermo lomerío,
los chicos podían estar en ellas a cubierto de importunas
vigilancias saboreando con largueza los deleites del baño.
La tradición les formó a las pozas una leyenda sombría,
como hecha para contener las escapadas de los chicos, pero
rehacios a la credulidad, seguíanlas frecuentando, a pesar
de que sobre la superficie de sus aguas nadaban los genios
infernales.
Las Pozas Arcas son tres: la del “diablo”, que es redonda,
profunda y pequeña, está hundida bajo una techumbre rocallosa que la cubre y rodea de tétrico misterio, esta poza
es la de las leyendas malignas, la que devuelve sin vida al
temerario o imprudente que llega a clavarse en sus aguas.
Las otras pozas se abren a plena luz, tienen un suave declive, sus aguas son diáfanas hasta dejar ver el color de oro de
la arena, y llevan nombres seráficos, pues se llaman de la
“virtud” y del “ángel”.
El solo nombre de las Pozas Arcas es evocador de andanzas juveniles; la “jalada” de la escuela, los pininos en
la natación, el corte de las azucenas y los desahogos de la
pubertad practicados al amparo de la soledad.
Los baños públicos fueron lugares que no sólo eran frecuentados por cuestiones de aseo, sino también para gozar
de sus huertos y jardines. Los baños de más fama en aquellos tiempos fueron los primitivos que tuvo Juan Prieto en
la Avenida Independencia, frente al jardín de San Pablo;
los de Rosita González, que continúan defendiéndose de
los años; los Morelos, llamados también de Zertuche, por
encontrarse en la casa que fuera del gobernador Albino
249
Zertuche. Todos estos baños eran de lujo, con su clientela
de altura que metódicamente se bañaba los domingos, oía
su misa, por la tarde se paseaba por el “Llano” y se recogía
después de gozar la retreta del zócalo.
Los otros baños eran modestos, populares y con un público en su mayoría constituído de muchachos traviesos,
nadadores que pasaban largas horas echando clavados desde el trampolín, haciendo el “muerto” o sacando centavos
con la boca desde el fondo del estanque. Estos baños de
clientela popular fueron los del Tívoli, de Agustín Arenas;
los de la alberca de Eduardo Ramírez, llamados de la “Gringa”, porque la esposa del administrador era una italiana –
en Oaxaca a todo extranjero, que no era francés o español,
se le llamaba gringo- los de Mariano Bonavides, los del Estanque del Toro, de Francisco Figueroa y los llamados de
Salmo, por el Carmen Alto.
Al hablar de baños no se pueden olvidar los chapuzones que nos dábamos en las pozas que se hacían debajo
del puente del río de Jalatlaco, ni aquellas bañadas en el
río Atoyac, largas, jubilosas, hechas a pleno sol y a cuyo
regreso por el camino de la compuerta nos esperaban las
sabrosas empanadas de “amarillo” y “verde” con carne de
puerco.
250
CAPITULO XXII.
Una “calavera” del Autor.- La calabaza, el mole y los
altares.- El viejo panteón.- El hombre del salterio.Patricio Oliveros.
Para el Prof. Fidel López.
251
252
n los gratos y melancólicos atardeceres
de los primeros días de otoño principian
a caerse las hojas de los árboles del Llano
y la Alameda; la campiña toma un tinte
amarillento y la atmósfera se aclara de
manera tan diáfana y sutil, que las crestas de las montañas parecen recortarse en el vacío. En este
cuadro romántico de los últimos meses del año se desarrollan las festividades que en Oaxaca se hacen en honor de
los muertos.
Los actos en conmemoración de los difuntos fueron un
pretexto para endilgar puyas a media humanidad poniéndola al desnudo en los pasquincillos llamados “calaveras”.
Algunas de esas hojas, escritas con picante gracia, fueron
causa de enojos trascendentales como los de la “calavera”
llamada “El Nicochurrias” –apodo dado a Nicolás Tejada–
que se supuso escrita por Enrique Vasconcelos.
En nuestra juventud tuvimos la ocurrencia de escribir
una “calavera” para que sonriera el público con las pequeñeces de los personajes del tinglado político y social. Pero
sucedió que nuestra “calavera” desconoció la valorización
de las distancias y situaciones, se puso a decir las verdades
E
253
del barquero, por cuya circunstancia se nos apresó en la
cárcel de Santa Catarina, donde, mal de nuestro agrado,
fuimos huéspedes de los calabozos del “toro negro”.
La “calavera” molestó al Lic. Pimentel y encolerizó a su
secretario particular Luis Saavedra, porque entre las rimas
del epitafio se transparentaban las inteligencias que tenía
con cierta dama. Los versitos decían:
Don Luis Mauro Sandía
hombrecito de mucho arte
vino a ocuparse hoy en día
de los dineros de Ugarte.
Esto de Ugarte tenía su miga y fué lo que causó escozor
al señor Saavedra.
Con la malcriadez del muchacho que se goza en su propia travesura, la “calavera” se metió además, con Tirso
Inurreta, jefe político de estatura montañosa, quien había
prohibido que se cantara en las tiendas de los barrios, pero
como la tal ordenanza fuera letra muerta para la condueña de un tendejón de por Santo Domingo, el público dió
en murmurar que Inurreta tenía sus dares y tomares con
la tendajonera. Otro de los ofendidos fué el párroco de la
Sangre de Cristo y finalmente, Luis García Nájera, quien se
sintió lastimado porque se ponía en duda su coronelato, en
los siguientes versos:
Es este el coronel vejiga ingrata?
Con qué se ha salvado?
Así exclamaba, sin que fuera lata,
Gorrión y Compañía consternado
Ese pan de salvado solamente
Fué el único galardón que ornó su frente!.
254
La curia, el clero y el ejército se sintieron lastimados y
buscando un hombre que canalizara su desagrado, lo encontraron en García Nájera. En principio no quiso el señor
Pimentel concedernos la beligerancia, poniéndose al tú
por tú con nuestra mínima persona, pero pronto encontró
quien nos echara la reciedumbre del Código y este fué, repetimos, el señor García Nájera.
La agresividad para con los funcionarios nos acarreó
dificultades con los impresores para que hicieran la “calavera”, logrando al fin que la tirara Honorato Márquez.
Nuestras idas y venidas por imprentas y talleres pusieron
en conocimiento a las autoridades de nuestros propósitos
y tan al corriente de todo, que la misma noche del 29 de octubre de 1904, fue recogida la edición. “La Calavera” salió
bajo el nombre de “EL VERDADERO CHARIFO”, apodo con
que se le llamaba a Jesús Ramírez Aleson, muchacho mancebo de la Botica de
Manuel de Esesarte y muy dado a las
conquistas femeninas a pesar de su físico sin fortuna. “EL
VERDADERO CHARIFO” tuvo un éxito
de publicidad por
la persecución de
que habíamos sido
objeto, habiéndose
vendido en México
a buen precio los
pocos ejemplares
que se salvaron.
255
Con la melancolía de la inquietud juvenil que pasó evocamos este suceso de nuestro ayer sin guardar ningún rencor, pues solamente lo estimamos como la canalización
imperfecta de nuestros ensayos de rebeldía.
La tradicional fiesta de todos santos y la del día de finados, se celebraban de manera especial en Oaxaca y eran
origen de prácticas sui generis. El día treinta y uno por la
noche, se improvisaba en el patio de las casas y en los solares de las vecindades, un fogón para cocer la calabaza,
dulce que no falta en esos días en ningún hogar; se condimenta el rico mole de guajolote, único por su sabor en la
cocina nacional; se compraba el pan de muertos, poroso,
blando y sabroso y sin faltar, naturalmente el indispensable “nicuatole”, las untuosas tablillas de chocolate, las
cañas de verdes panojas, las olorosas y amarillentas manzanitas, las jícamas frescas y jugosas, los cacahuates y las
dulces anonas. Con una mesa se arregla el altar en una de
las habitaciones principales de la casa y con la fruta y los
dulces por adorno, se iluminaba con velas que se prendían
para el descanso de los difuntos.
El día dos se hacía el paseo al panteón por la mañana
y por la tarde. El paseo se hacía entonces únicamente al
panteón viejo, el panteón número 2 se acababa de inaugurar y pocas eran las personas que deseaban que sus deudos
fueran allí enterrados.
Hace cuarenta años el viejo panteón nos parecía interesante dentro de la lobreguez de su calidad de fúnebre morada, con sus corredores largos y silentes y sus patios que
señalaban las diferencias sociales: el primero con un am256
biente de jardín, mausoleos de mármol y de cantera, callecitas alineadas y ornadas de flores y cipreses decorativos,
el patio segundo tenía un ambiente de pobreza decorosa,
tumbas modestas y escasos jardincillos; el tercer y último
patio era el refugio de la miseria, tumbas sin lápidas, unas
cuantas flores matizaban la negrura de la tierra, flores de
amarillo mastuerzo, alfombrillas pródigas y verdes jaramagos. Los patios eran exponentes de la burguesa clasificación impuesta por el dinero.
Las criptas de los generales, de los políticos y adinerados
tenían para nosotros la candorosa admiración de las proporciones del sarcófago del rey mausoleo; nos asombraban
las proezas que se narraban en las leyendas de biografía
comprimida escritas en las placas y quedábamos estáticos
ante los túmulos de los caudillos locales.
De aquella bazofia de fúnebre literatura de que todos los
panteones están hartos, se ha perdido para desdicha de la
historia y de la veneración pública, la loza que cubrió los
restos de los patricios Ignacio y Zacarías Heras, fusilados el
año de 1812. Aquella loza perdida guardaba esta cuarteta:
“Fueron para la Patria brazo fuerte,
Para la libertad timbre de gloria,
Por eso sobreviven a su muerte,
Por eso los conserva nuestra historia”.
Y entre las leyendas sentidas es de recordarse el soneto
que el coronel Manuel Alonso hizo escribir en la lápida de
la tumba de su esposa:
“Este el túmulo es donde imploro
Piedad a Dios con alma adolorida
Soledad para mí fué tu partida
Y por tí, Soledad, por tí es mi lloro.
257
Recuerdo del ayer, visión que adoro,
Tú que fuiste la antorcha de mi vida
Te has podido alejar sin despedida,
Mi dicha, mi ilusión y mi tesoro.
Eso no puede ser porque la muerte
No basta de mi pecho a separarte,
Se resigna mi espíritu a no verte:
Mas no por eso dejaré de amarte,
Nunca en mi corazón de poseerte
Ni cesarán mis ojos de llorarte”.
Nuestro antiguo panteón tiene en sus corredores unos
nichos que dan la impresión de una tétrica colmena. Hay
nichos con placas de mármol, otros tienen pequeñas ofrendas de coronas de porcelana encerradas tras de vidrieras
historiadas con dibujos en oro y en negro. De todas estas
criptas, las que nos llenaban de terror, eran las pintadas
de color rojo, que indicaban que allí habían enterrado una
víctima del cólera.
Las escenas de dolor de aquellos años de epidemia se
nos representaban terroríficas; las caravanas de cadáveres
llevadas en carretones, camino del panteón; la desolación
en que quedaban sumidos los hogares por la desaparición
súbita de sus deudos y a veces de toda la familia; el silencio
mortal que caía sobre la ciudad, cuyo silencio era turbado
por el lloro de los supervivientes y el paso de las ambulancias en un cuadro de pesadilla.
La contemplación de aquellos nichos de paredes rojas y
con leyendas negras, nos sugería un mundo de recuerdos
que extraíamos de las pláticas hogareñas. Como recuerdo
258
de aquella hecatombe quedó discurriendo por las calles de
Oaxaca, un hombrecillo tocado de bombín, enjuto de carnes, de rostro magro, de lacios bigotes y breve perilla. El
hombre era una impresión de eternidad que ambulaba con
un salterio para sostener su vida.
–Ahí viene el del salterio.– Y los chicos salíamos destapados y lo contemplábamos, más que seducidos por las
melodías que tocaba, por las historias que de él se referían,
pues contábase que habiendo sido uno de los atacados por
el cólera había estado a punto de ser enterrado vivo. Con
las prisas que había por enterrar a los apestosos del cólera,
no se daban las largas salvadoras a veces del entierro prematuro. Para fortuna de nuestro hombre, aquel día de su
“muerte”, los sepultureros estaban recargados de trabajo
y le tocaba su turno con retraso. Los enterradores estaban
haciendo su tarea, cuando de uno de los montones de cadáveres salió un leve quejido, a continuación principió a
moverse uno de los muertos, y haciendo un esfuerzo por
sacudirse el peso de los cuerpos de sus “compañeros”, se
incorpora y se levanta por sus propios pies ante el terror
de los peones y no menos de él mismo.
Y si continuamos haciendo recuerdos de nuestro viejo
panteón, allí estuvo un nicho que guardó los restos mortales de la esposa de Patricio Oliveros. La presencia de aquella
tumba nos hacía recordar la vida sin ventura del poeta que
en sus últimos años se hizo callejero y dipsómano, derramando por el arroyo la dulzura de su numen melancólico.
Los poetas de su tiempo hicieron versos de arte métrica; la
musa que los inspiró fué hija de las humanidades y de las
lenguas muertas, que bien se las sabían; pero poetas con
pulcritud artística, con acervo de inquietud y de inspiración diáfana, solamente quizá, Patricio Oliveros.
259
¡Pobre Patricio Oliveros!, tan comedido en la tristeza de
su constante embriaguez en sus años postreros; su memoria literaria en su consistencia poética se esfuma para quedar solamente el recuerdo del repentista feliz, que fuera
solaz de la vulgaridad municipal.
Día vendrá en que , libertado de la bazofia de la leyenda
de la calle, podamos presentar al que fué maestro sensitivo, poeta íntegro, que tuvo la capacidad de cincelar la joya
de estructura gramatical con alma de poesía y de dolor y
que tituló “La vaca prieta”.
260
CAPITULO XXIII.
La capitación y “Juan Borlacas”.- Un inspector de
sanidad.- Los gendarmes rebajados y “los sacrificios”.
A Francisco Moreno.
261
262
l sistema tributario del “ per capite” de
los romanos, adoptado por los ingleses
en el siglo XVI, fué implantado más tarde por los reinos de Castilla y de León,
de donde fué traído a su vez por los conquistadores, superviviendo en Oaxaca
hasta fines del siglo pasado.
Por su carácter desigual fué rechazado el impuesto directo por artesanos y campesinos, quienes eran víctimas
de cárceles y trabajos forzados cuando se resistían a pagarlo. La capitación era un impuesto que se pagaba mensualmente y su destino era cubrir las erogaciones administrativas y las exclusivas de la enseñanza primaria.
En encargado de cobrar el impuesto tuvo un apodo de
etimología arbitraria que confesamos ignorar; mas lo que
sí sabemos es que fué popularmente odiado, y que se llamaba “Juan Borlacas”, que desempeñaba con rabiosa diligencia sus funciones exactoras y que era chaparrón, cascorvo, trigueño de color, de bigotes lacios, de recia pelambre,
vestía en “pechos de camisa”, holgados pantalones de dril,
sombrero pequeño y con un lápiz en la oreja y que se hacía
acompañar por un ayudante que le servía para aprehender
a los remisos y para que lo cuidara de los malcriados.
E
263
“Juan Borlacas” detenía a todo artesano que se le atravesaba en su camino. Cuando llegaba a algún taller su presencia se hacía sentir por el revuelo que causaba entre los
operarios, como la del milano entre las palomas. Los que
no podían escapar no tenían más remedio que cubrir el impuesto; otros pedían esperas que cuando no las conseguían
terminaban en disputas, pues “Juan Borlacas” era duro, intransigente como un negrero; en él no cabía ninguna componenda: el que la debía la pagaba. Su rudeza contribuyó a
hacer intolerable la capitación y a que los causantes, exasperados, le pusieran las manos mandándolo al hospital.
El odio para la capitación formó honda huella en la inquietud atribulada de las masas. La capitación y la cuerda
fueron los medios
de explotación y
castigo empleados
por la burocracia
porfirista oaxaqueña para conservar
la miseria y el dolor
de la gleba. Juan
Yescas (a) “Juan
Borlacas”, fué el
verdugo más leal
que tuvo la explotación organizada
y por esta circunstancia el pueblo canalizaba su furia en
las manifestaciones
gritando: ¡muera
“Juan Borlacas”!.
264
La historia sacada de nuestros recuerdos nada nos dice
acerca de cómo fueron los últimos días de la existencia de
“Juan Borlacas”; quizá murió en su casa rodeado de los
suyos; pero de lo que sí estamos seguros es que entre los
empleados mínimos fué el representativo de su época absurda, que fué temido de la plebe y que su nombre llegó a la
jerarquía de servir de banderín en los tumultos callejeros.
De los empleadillos que prestaban sus servicios en los
tiempos a que nos contraemos, seguramente que los más
aborrecidos, más sórdidos por su mugre y su parda moral,
fueron los escribientes de la jefatura de policía y los del municipio. De esos empleados recordamos a un sujeto oriundo de Tlacolula, que tuvo en su existencia la condición del
gallo-gallina entre las aves del corral ya que los hombres lo
despreciaban y lo miraban con rencor las meretrices, las
daifas que saben defender el pudor de las doncellas. Nuestro empleado desempeñaba las utilísimas funciones de
envenenador de los perros callejeros y de vigilante de las
mujeres públicas; era inspector de sanidad, como lo llama
la terminología oficial con un literario eufemismo. Ignorando el pueblo los trapujos lingüísticos de la covachuela
oficial, pues gusta de llamar a las cosas por sus verdaderos
nombres, al inspector de sanidad, Nacho Aguilar, le llamaba tranquilamente “Nacho el putero”, como si el adminículo de sus funciones formara parte de su patronímico.
El ejercicio de sus funciones de cuidador de la higiene de
las prostitutas, hicieron que el inspector de marras fuera
perdiendo su nombre de pila y por antonomasia fuera conocido con el popular remoquete apuntado.
265
Aguilar cargó en vida con las odiosidades femeninas y
con el menosprecio de los varones, como si hubiera sido un
eunuco, pues aun cuando propiamente no desempeñaba
las funciones de los que cuidan los serrallos ni las escabrosas pero necesarias casas de las proxenetas, su calidad de
verdugo lo equiparaba con aquellos infelices.
Aguilar era un hombrachón de edad madura, de vestir
desfajado, algo rotundo del vientre por la iniciación de la
obesidad de los años, al aire daba sus largos y crespos mostachos y en su diestra blandía grueso bastón de madera.
Nacho, en el desempeño de sus funciones visitaba los
lenocinios de toda categoría; era áspero y un voluptuoso
del dolor, había en su alma de mestizo algo del sadismo
del inquisidor en amasiato con la fiereza idólatra del indio,
porque se complacía en escarnecer a las caídas, en recordarles su condición de traficantes de caricias valorizadas
por tarifa. El hombre tenía en Oaxaca una popularidad
acre y nauseabunda y aun cuando sus funciones no eran
las de un eunuco, no tuvo, ni en ese aspecto, las prebendas
del oficio que desempeñara Eusebio cerca del rey de Constancio, las de Eutropio favorito de Arcadio, ni menos las de
Narsés, que llevó a la corona de Justiniano los laureles de
la guerra de Italia contra los bárbaros y los de las conquistas de África contra los vándalos.
Su ferocidad de criollo higienista, mezclada con la violencia del exactor; le atrajo el desprecio de los hombres y
la pesadumbre de las mujeres sin honra. Por tener precisas
las características de los empleados menores, a Nacho bien
le valen unos renglones de la estampa de un sector de la
nómina oficial.
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Los investigadores de curiosidades históricas afirman
que el gendarme tuvo su nacimiento en los antiguos hombres de armas, de los “gens d’arms” de la nobleza medioeval que constituyeron la escolta o gendarmería de los reyes
de Francia ; pero entre nosotros su prosapia genealógica es
más humilde, viene transformándose a través del tiempo
y de las instituciones, del corchete y del ministril de la colonia, hasta llegar a convertirse en el tiempo presente en
el guardián del orden público, con su nombre escueto de
gendarme.
En el México de la República, el gendarme se ha reclutado entre los sectores de humilde capacidad social, por cuya
circunstancia posee escasamente el sentido de la responsabilidad y es fácil al mareo de la jerarquía. Desempeña sus
funciones de manera ruda y violenta y se constituye en el
azote de borrachitos incontinentes, de muchachos vagabundos y de mujeres malentretenidas. Hombre zafio, zaparrastroso y con las lacras de su casta de ínfimos burócratas, procura ir tirando de sus obligaciones en la forma más
cómoda, sin importarle nada al cumplimiento honesto de
sus funciones preventivas.
Así fueron aquellos gendarmes hasta que Prisciliano
Benítez los mejoró en disciplina y les dió una presentación
decorosa calzándolos con altas polainas, uniformándolos
con chaquetín de blancos cordones y con kepis y quitasol,
sin faltarles la macana, la pistola, una linterna para los
servicios nocturnos y armas largas para las revistas y los
desfiles cívicos.
En torno del gendarme la venganza popular ha forjado
una leyenda indeseable de arbitrariedad, por ser la autoridad de su inmediato contacto con la primera que suele
tropezar el infractor y el delincuente. Pero a pesar de es267
tos prejuicios, el pueblo tolera y acepta al gendarme, considerándolo como un empleado molesto, pero necesario.
Cuando el gendarme se despoja de su uniforme y pasa a la
categoría del emboscado que quiere pasar inadvertido, entonces ya tiene en Oaxaca para vivir amargado por el resto
de su vida y no habrá poder humano que le quite el sambenito del desprecio.
Con su ágil humorismo para determinar las características sintéticas de los individuos, el pueblo de Oaxaca
encontró pronto la manera de vengarse de los agentes de
la reservada llamándoles despectivamente gendarmes rebajados. Los gendarmes que no visten el uniforme de su
oficio merecen infamante desprecio, piensa el simplista razonar del pueblo.
Los gendarmes rebajados tuvieron su origen en la forma empleada por algunos jefes políticos para castigar a los
policías que no cumplían con su deber, pues les imponían
como castigo que salieran a desempeñar sus servicios vestidos de paisanos. Y así la ofensa más despectiva que encontró el pueblo para escarnecer a los policías reservados,
fué llamarlos “gendarmes rebajados”.
Ya que de apodos hablamos nos parece pertinente y curioso recordar el mote que se les da a los de la clase sub-media, porque no pertecen ni a la clase de los catrines ni a la
de calzón y camisa de manta. Estos mis paisanos se visten
con todas las prendas del catrín, a excepción del chaleco y
el saco cuyas prendas, si la fortuna no les es adversa, llegarán a vestir. El esfuerzo de estos hombres que desempeñan
268
el papel de batracios sociales, mereció la chunga del pueblo
llamándolos “sacrificios”.
Desaparecida la linda china oaxaqueña, para ser substituida por la pelona colicorta, desvinculada de tradición;
como ausente de los cuadros populares la figura sui géneris
del charrito mujeriego y matasiete, sólo ha quedado el “sacrificio” como representativo de un momento de evolución
social que destruyó el colorido de nuestros barrios altivos,
bulliciosos en sus romerías.
269
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CAPITULO XXIV.
El sacramento.- El confesor y el notario.- Un momento
patético de perdón y arrepentimiento.- La estufa y el
viático.- Los entierros con música.- La carroza fúnebre.
A Demetrio Bolaños Cacho.
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272
uestras escapadas a la tierra oaxaqueña
nos proporcionan el deleite de sumirnos
en las aguas de Juvencio, para sentirnos
remozados de espíritu, como Juan Fausto, y hablar golosamente de las cosas juveniles del pasado.
Charlando con los hombres que vivieron nuestro ayer
y que nos parece un milagro de resurrección encontrarlo
adorable, descubrimos dentro de las sombras de su pátina
el cuadro del viático para los enfermos, cuya escena habíamos olvidado.
El espíritu de agilidad retrospectiva de Heliodoro Díaz
Quintas, que nos hace un reproche de estímulo por no
haber hecho la estampa de los agonizantes, es el que desenvuelve con su charla la animación episódica de los momentos sucesivos que se desarrollaban en los últimos momentos de un moribundo.
El agónico de voluntad laxa y perdida, convenía en irse
de esta tierra desde que sus familiares principiaban a hablarle con diplomacia susurrante, conmovedora y afligida,
de la necesidad de llamar al padre para que se reconciliara
con la iglesia; y si el paciente tenia bienes de fortuna, en-
N
273
tonces era indispensable que hiciera su testamento ante
el señor notario, quien para tal caso, era Octaviano Díaz,
Jesús Acevedo o Pancho Parada.
El cura de la parroquia era recibido por caras afligidas de
ojos enrojecidos por lloros incontenidos. El presbítero pasaba a la recámara del enfermo, lo saludaba con voz puesta
al tono del momento y después de los circunloquios de rigor, entraba en el terreno de la confesión de los pecados.
Si el enfermo encontrábase en un momento de reposo, el
ministro le hablaba de que la confesión había sido instituída por Cristo y afirmada por la iglesia en sus concilios; que
era un sacramento integrante de la penitencia y que practicada con fervor y firmeza de arrepentimiento, se obtenía
la gracia celestial y la purificación del espíritu.
En la recámara sólo se oía el ronroneo de la voz del confesor, la tarda y difícil articulación de las palabras del moribundo y el leve rumor de la flama de la lámpara de aceite
cuyas trémulas luces realzaban la livideces del crucificado
y los rútilos oros de los bordados del manto de la virgen de
La Soledad.
El cura se retiraba prodigando palabras de resignación
para los deudos y ofreciendo que llevará el viático a esta o
aquella hora, según la gravedad del paciente. Los familiares
quedaban en parte consolados porque el enfermo se había
confesado como los buenos cristianos, había tenido la dicha
de hacer confesión de sus culpas a un ministro del Señor. El
no confesarse en aquellos tiempos era algo insólito, propio
solamente de masones y de gente protestante, endiablada
y sin creencias. Todo mundo estaba atento de que el enfermo se confesara y sacramentara, pues desventurado del que
se rehusara a recibir los sacramentos de la extremaunción,
porque ya tenía para arder en las lenguas candentes de la
274
beatería y en las llamas del infierno, o para ser azotado en la
iglesia, por descreído, masón y judaizante.
La confesión y comunión eran algo necesario para estar
bien con los hombres y con Dios, sobre todo con los primeros que pensaban que era imperdonablemente herético irse
al otro mundo sin haber cumplido con ese mandato juzgado
necesario por el Concilio de Trento y negado por la herejía
de Juan de Wiclef, pero cuya falta era origen de serias complicaciones religiosas y sociales para los familiares del difunto. Necesaria la confesión una vez al año, por lo menos, según los instituye el concilio de 1215 de San Juan de Letrán,
su cumplimiento era algo de fundamento tan imprescindible para la religiosidad de aquella sociedad, que el que no lo
cumplía le formaba a su familia una atmósfera de repulsa y
de terror considerándola como descendiente del réprobo de
la peor calaña. El oaxaqueño que voluntariamente moría sin
confesión, era un monstruo de herejía cuya falta trascendía
hasta el último de sus descendientes. Tan grandes eran las
consecuencias de la falta de los auxilios cristianos que fué
considerando como el peor de los castigos terrenos y celestiales, por eso en algunos países católicos de Europa subsistió hasta fines del siglo XIV la costumbre de negar la confesión a los reos condenados a muerte, como seres indignos y
que debían morir sin la absolución de sus pecados.
Siguiendo aquellas costumbres, hijas de la reciedumbre
de una fe exaltada, llegaba el momento de contrición para
el enfermo cuando pedía perdón para sus faltas y hacía
arrepentimiento solemne de sus mundanos yerros. No era
extraño oír entonces las cosas y casos más insólitos; qué
de sorpresas y revelaciones hacía el pobrecito moribundo,
quien tenido por una alma de Dios, resultaba un saco de
picardías y de concupiscencias.
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El ministro con su sacristán salían de la parroquia llevando el Santísimo; a su paso, en una carroza cerrada, abullonada con felpa azul y bordadas estrellas de oro, la gente
por la calle se arrodillaba y las más piadosas lo seguían descubiertas y musitando oraciones.
Tiempos aquellos de exaltada religiosidad católica que
salía a exhibirse con ardiente fe; cuando los vecinos de la
Nueva Antequera adornaban las calles con carrizos, flores
y banderines para celebrar el paso de la estufa del Domingo
del Buen Pastor. Piadosos tiempos de una liturgia que hacía solemne la procesión del señor del Rescate, en el atrio
de la Soledad, en los que la fe, la creencia, se echaban fuera
de los templos para seguir rigiendo en la calle la vida de los
feligreses, mandándolos a que se descubrieran reverentes
al paso de la carroza del Arzobispo; que detuviesen su paso
al toque de las doce y que también se descubrieran al sonar
las campanas de la oración: la hora azul y evocadora del
misterio de la encarnación.
276
Bajaba el sacerdote a las puertas de la casa del enfermo
y entraba musitando sus preces, sonaba la pequeña campana, se regaban flores a su paso, lo envolvían nubes de
incienso y sonaban los cantos de los salmos glosados por la
música del maestro Velásquez o de Alcalá, según los posibles de la familia, y el sacerdote llegando al altar, conforme
al libro del Romano de Paulo V, administraba el sacramento.
El enfermo seguía más malo y cuando entraba en agonía, las campanas principiaban a tañer, a doblar lenta, pausadamente, como dolorosa y atribulada plegaria que atormentaba y aplanaba los espíritus.
Los llantos desgarradores indicaban que el enfermo había muerto y que se procedía a tenderlo cristianamente.
Vestido con un sayal franciscano se le tendía en el suelo,
sobre una cruz hecha con polvo de cal y allí permanecía
hasta que se consumieran las primeras ceras, y en seguida
se trasladaba a la cama para el velorio. Las exequias se hacían según los recursos de la familia: eran largas, breves,
rezadas, cantadas o acompañadas a toda orquesta con tres
padres con capa pluvial y manguillos de cruz alta. Los funerales se celebraban generalmente en el Sagrario, porque
era la única parroquia; más tarde se crearon las de Consolación y la Sangre de Cristo, sin contarse las del Marquesado, Xochimilco y Jalatlaco, que estaban consideradas como
foráneas.
El sepelio era solemne o modesto según la alcurnia del
difunto; mas si era de los de alto copete, entonces los señores acompañantes eran particulares vestidos de levita y
sombrero masón que caminaban por el centro de la calle y
llegaban hasta el panteón a los acordes de una música, que
a veces era la propia Banda del Estado.
277
Así quedaba cristianamente cumplido el deber de dar
sepultura a los difuntos, ese deber general creado por el
concepto moral y piadoso del que habla Orígenes el filósofo y que se encuentra ya consignado desde las leyendas
judías en los tiempos de Abraham.
Considerando la muerte como un reposo del hombre
en su peregrinación por la tierra, las sociedades primitivas
formaron los dormitorios llamados cementerios, los cuales
la iglesia hizo inviolables creando el viejo derecho de asilo
de la jurisprudencia medioeval.
En aquellos tiempos fué costumbre conducir los cadáveres en andas, cuya práctica se conservó hasta fines del siglo
pasado, fecha en que se estableció el servicio de la carroza
fúnebre. Esta práctica, higiénica y cómoda, contrarió las
costumbres establecidas y fué causa de que en los primeros entierros hubiera sus dificultades y disputas entre los
dolientes y la empresa funeraria. El encargado de los servicios fúnebres en carroza fué Joaquín Rivera, y muy negras
se las vió con los primeros servicios que prestó su agencia,
hasta ser necesaria la intervención de la policía.
Después la práctica hizo costumbre el entierro en carrozas, dejaron las campanas de tocar el melancólico doble.
Y los muertos ya no van al panteón a los acordes del vals
“Sobre las Olas”.
FIN
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INDICE
Páginas
Prólogo
Dedicatoria
CAP. I.Inauguración del Ferrocarril Mexicano del Sur.- Don Porfirio se emociona.- Un banquete de Periodistas.Juan de Dios Peza y las Sábanas del
Hospital General.
CAP. II.- Una anécdota olvidada del Presidente
Juárez. – Don Manuelito Maza.- Los
viejos maestros de escuela.
CAP. III.- Una casta de poetas.- Miguel Varela,
el primer cantor de la Jornada del 5 de
Mayo.
CAP. IV.- “El Milagro de su Señoría”. – Ignacio
Merlín e Hipólito Ortiz y Camacho.Los santos protestantes.- Las confusiones de José María Montes.
CAP. V.Las fiestas patrias.- El “Grito”.- “La
América”.- Manifestaciones de estudiantes.- Los oradores espontáneos.Los bailes populares y los saraos palaciegos.
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09
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CAP. VI.- Los viejos teatros de Oaxaca.
CAP. VII.- Famosos lances de honor.- Díaz y Fernández del Campo.- Zavala y Medrano.
CAP. VIII.- “Tras de acorneado apaleado”.- Pepe
Larrañaga.- De Juan de León “El Mestizo” a Juan Marcotínez, (a) “Juan
Crudo”
CAP. IX.- Curarse en salud.- Las clásicas poblanas.- Las humildes falenas del Barrio
de las Zacateras.
CAP. X.- La Calzada de las Lágrimas.- Prisciliano Benítez, el famoso “Treinta y Vuelta” .- Los padrecitos sin ventura.- Los
repiques de a cien pesos de un cura
irascible.
CAP. XI.- El novenario de San Juanito.- La clásica fiesta de La Soledad.- La noche de
los Rábanos, La Nochebuena y el Año
Nuevo.
CAP. XII.- Periódicos y periodistas.- El famoso
“Huarache”.- Juan Leperada y el ortodoxo Lic. Lorenzo Mayoral.- “El Estandarte”, Periódico pre-revolucionario.
CAP. XIII.- La feria de Tlacolula.- El árbol del
Tule.- Guillermo Reimers Fenochio.Maniáticos célebres.- El farmacéutico
Carlos Cruz.
CAP. XIV.- Una ley impopular.- Motines sangrientos.- El final de un Sábado de
Gloria.
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73
83
95
107
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CAP. XV.- El IV Centenario.- El Lunes del Cerro.Visión retrospectiva.- El esfuerzo por
superar el pasado.
CAP. XVI.- Droguistas y boticarios.- Médicos de
antaño.- El loco Barzalobre.- Fernando Sologuren y su bicicleta.- El Dr. Varela.- Los médicos sin estrella.
CAP. XVII.- El Istmo y los istmeños.- La fastuosa
Juana Catarina Romero.- El popular
“Cónsul” de Tehuantepec, Anselmo
Cortés.- Una jaculatoria célebre y un
discurso político.
CAP. XVIII.- Sugerencia romántica.- La bendición
de los animales.- El viernes de la Samaritana.- La pila de Juan Diego.
CAP. XIX.- Periódicos Lerdistas y Porfiristas.- El
Gobernador José Esperón.- Una compañía de Opera.- Las crónicas de “Don
Catarino”, treinta años después.
CAP. XX.- La famosa procesión del lunes santo
en La Soledad.- Las aguas frescas de
Xochimilco.- Las tinieblas.- La seña
en Catedral.- Los monumentos.- Los
encuentros.- Los oradores.- La Gloria.
Los judas.- Las matracas.
CAP. XXI.- Las calendas.- Los danzantes de Marcial Salinas y la fiesta del Cogollo.- Las
danzas del 16 de septiembre.- El pasajuego.- Las pozas arcas y los estanques.
CAP. XXII.- Una “calavera” del Autor.- La calabaza, el mole y los altares.- El viejo pan281
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251
teón.- El hombre del Salterio.- Patricio Oliveros .
CAP. XXIII.- La capitación y “Juan Borlacas”.- Un
Inspector de Sanidad.- Los gendarmes
rebajados y “los sacrificios”.
CAP. XXIV.- El Sacramento.- El confesor y el notario.- Un momento patético de perdón
y arrepentimiento.- La Estufa y el Viático.- Los entierros con música.- La
carroza fúnebre.
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