el escritorio delacan - PSILIGA (Liga Acadêmica de Psicanálise)

Transcripción

el escritorio delacan - PSILIGA (Liga Acadêmica de Psicanálise)
EL ESCRITORIO
DELACAN
jorge Baños Orellana
OrtCIO ANAllftCO
Jorge Baños Orellana
EL ESCRITORIO
DE LACAN
OFICIO ANALITICO
Fotos de tapa: LACAN, Judith, Album jacques Lacan, Seuil, Paris, 1991.
© Jorge Baños Orellana
ISBN 987-43-1004-9
Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723.
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Se terminó de imprimir en el mes de agosto de 1999
en Imprenta Titakis, Manuel Rodríguez 2023, Ciudad de Buenos Aires,
Argentina.
Es un hecho —al menos para mí— que es
mientras escribo que encuentro. Esto no quiere
decir que si no escribiera no encontraría nada.
Pero, en definitiva, tal vez no me percataría de
ello.
JACQUES LACAN
De acuerdo con mi creencia de que un
conocimiento detallado frecuentemente nos
torna más sabios que la posesión de fórmulas
abstractas, por profundas que sean, he colmado
este libro de ejemplos concretos, seleccionados
entre las expresiones más extremas. Algún lector
podrá pensar, en consecuencia, que ofrezco
simplemente una caricatura del tema. Estas
muestras, dirá, no resultan intelectualmente
sanas. Sin embargo, si tiene paciencia de llegara!
final, creo que entonces esa impresión
desfavorable desaparecerá; porque he procurado
combinar
esos
ejemplos
con
otras
consideraciones que servirán como correctivo de
la exageración y permitirán que cada lector
llegue a conclusiones tan moderadas como
pretenda.
WILLIAM JAMES
INDICE GENERAL
POR
QUÉ
EL
ESCRITORIO
LACAN……………………………………………….11
DE
EL MARKETING TAL COMO LACAN LO PRACTICABA……………………………
29
LA GRAN CORRECCIÓN DE 1966……………………………………………………
79
¿TERGIVERSACIONES PRIVADAS Y RECTIFICACIONES PÚBLECAS?
las siete maneras de Lacan de contar un caso de Kris………………………
111
Los
TRES
LECTORES
PSICOANÁLISIS………………………………………..203
EL
FREUD
AL
QUE
RETORNABA……………………………………..243
DEL
LACAN
NO
EFECTOS SECUNDARIOS DEL LACAN-LECTOR:
malas lecturas (misreadings) y lecturas malas de las
epifanías de Joyce……………………………………………………………………
269
CUANDO COMENTAR ES MOSTRAR:
anotaciones
de
una
lectura
I”…………………………..299
de
“Joyce
BIBLIOGRAFÍA...
……………………………………………………………………....333
el
síntoma
POR QUÉ EL ESCRITORIO DE LACAN
Sobre el escritorio, papeles, libros abiertos, hojas cubiertas de su fina
escritura de agradable grafismo, a veces escrita con una delgada
estilográfica de oro, regalo de una mujer según él, y que, siempre según
él, únicamente Gloria sabía llenar. Al pie de su escritorio, pilas de libros.
Jean-Guy Goldin, Jacques Lacan, calle de Lille nº 5
Sí, EN PRIMER LUGAR ESTÁ EL ESCRITORIO DE LACAN DEL CONSULTORIO
de la calle de Lille nº 5, en el corazón de París. Mientras se encaminaban
al diván, sus pacientes solían meter una larga bocanada de aire y echar
una mirada de reojo. A la izquierda, dominaba la chimenea, con la repisa
poblada de objetos arqueológicos y fotos familiares, el cuadro montado
sobre un espejo que cubría la columna de tiraje y la abertura del hogar
tapada por los libros apilados en el suelo, desde el día que instaló los
radiadores. A la derecha, el panorama era algo más severo pero
igualmente atractivo; en el robusto escritorio Luis XVI, cargado de libros
abiertos y dispuestos en abanico, a veces se atisbaba alguna prueba de
galera enérgicamente corregida u hojas de apuntes para la clase del
miércoles del seminario. (Sí, ese es el escenario del famoso retrato de
1957, en el que Lacan posa sonriente, sentado en la butaca del escritorio,
con la estilográfica abierta apoyada sobre el manuscrito de “La dirección
de la cura y los principios de su poder”). Pero ellos sabían que ese no era
el único escritorio. Cuando una señal de Gloria, la secretaria, los invitaba
a encontrarse con su analista, desfilaban primero por un cuarto
rectangular que separaba el bullicio de las dos salas de espera de la
intimidad del consultorio. Entonces, en una anticipación invertida, a la
derecha, notaban la acumulación de los libros y los objetos (esta vez,
acomodados en una biblioteca y una vitrina vidriada) y el anzuelo a la
mirada de otro cuadro (esta vez, uno pintado por el cuñado, André
Masson: “Baigneuses à la cascade”); y, a la izquierda, una mesa de
comedor vacía arrinconada contra la puerta ventana que a nadie podía
engañar: la pesada lámpara extensible de resortes en una de las
esquinas convalidaba el rumor de que Lacan disponía allí los papeles a
sus anchas en cuanto concluía la última consulta y se quedaba a solas en
Lille nº 5.
Como es de costumbre, buena parte de ellos preferían imaginar que el
hombre pasaba la vida guardado ahí dentro, entretenido en alguno de los
dos escritorios, hasta verlos regresar. Descubrir al analista fuera del
consultorio o de la institución de analistas nunca dejará de parecer
desconcertante e indebido. Naturalmente, Lacan extendía sus recorridos
y preferencias más allá; aunque no siempre alejándose de la
configuración espacial que lo rodeaba la mayor parte de las horas. En el
álbum armado por su hija Judith hay fotografías de las vacaciones de
1951 en Moleaude y las de 1960 en Porquerolles que lo descubren con
los codos apoyados en escritorios improvisados en mesas de hotel en los
que se reproduce el parapeto de libros, la disposición de los papeles y la
costumbre de arrimar una banquetita auxiliar para tener todavía más
libros al alcance de la mano. (1)
Desde luego, no solamente leía o escribía sentado al escritorio y rodeado
de las simetrías predilectas. ¿Dónde leía Lacan? Cuando hacía buen
tiempo, al aire libre en la casa de campo de Guitrancourt, recostado en la
chaise Iongue con rueditas y doble empuñadura, que arrastraba como
una carretilla hasta el medio del jardín. La soledad, sin embargo, no era
mayor requisito (“En Guitrancourt, era costumbre tomar el té en el
estudio donde trabajaba mi padre. Le gustaba que estuviésemos allí.
Nuestra charla no lo molestaba para nada. Continuaba trabajando, frente
a la ventana que daba al jardín, y, en su fijeza de piedra, tenía algo de
esfinge”, recuerda su hija Sibylle).(2) Como todo el mundo, también leía
en la cama ( “<<Me creerán, si quieren», me dije esta mañana al
despertarme, después de haber leído a Madeleine David hasta la una de
la madrugada”, cuenta al pasar en el Seminario 18), (3) o tumbado en la
playa (“Papá, echado sobre la arena a pleno sol, hundido en la lectura de
alguna obra erudita, se levantaba de pronto, vestido con un brillante traje
de baño verde esmeralda, corría hacia el agua a grandes zancadas y, con
la parte superior del cuerpo en la posición adecuada —los brazos
estirados, las manos juntas—, se lanzaba al mar con un gran “pluf”). (4)
Otras veces, lo hacía en circunstancias desacostumbradas o mal
toleradas: “Durante buena parte del almuerzo, Lacan se la pasó
estudiando atentamente un abultado volumen apoyado a un lado de su
plato; tornaba las páginas con una deliberada meticulosidad mientras
comía y, ocasionalmente, hacía algunas anotaciones en un pequeño bloc.
De vez en cuando emitía algún comentario, (...) aunque la mayor parte
de la conversación la sostuvieron Dora y Sylvia. “, recuerda
amargamente James Lord. (5) Y otra vez Sibylle: “Una tarde fuimos a
pasear al mar. Una lancha equipada con un pequeño motor era
conducida por un marinero. El espectáculo era magnífico: los acantilados
vertiginosos, el azul profundo del Mediterráneo, la centelleante luz sobre
el agua, el resplandor del sol —todo producía un estado de embriaguez-/.
Mi padre, no obstante, no levantaba los ojos de su Platón. A veces, el
marinero le lanzaba una mirada inquieta (6) ¿Dónde, cuándo escribía
Lacan? Como Freud, y tantos más, al no disponer de continuidad en los
días laborales, se veía empujado a sacar partido de las vacaciones (“Soy
concienzudo, el trabajo [de escribir “El seminario sobre «La carta
robada»] me lo tomé en el sitio que pongo al final: San Casciano. Queda
en los alrededores de Florencia, el lugar es encantado, pero eso me
arruinó mis vacaciones. Aunque ya tenía una inclinación para arruinar
mis vacaciones. ¡Siempre la misma cosa!”); (7) si no, de los fines de
semana (“La última vez les hice la confidencia de que la huelga me venía
muy bien;(...) estaba demasiado trabado ahí, entre mis nudos y Joyce,
como para que tuviese ganas de hablarles de la cuestión. Estaba
embarazado. Ahora lo estoy un poco menos, porque creo haber
encontrado algunas cosas transmisibles. Evidentemente, yo soy más bien
activo, quiero decir que la dificultad me provoca, de manera que durante
todos mis week-ends me encarnizo en romperme la cabeza con alguna
cosa que no funciona ").(8)
Y así podría seguir, con citas acerca de cómo escribía en trenes y
aviones, con descripciones de sus rasgos caligráficos o la contabilidad de
su voraz y gravosa bibliofilia. ¿Pero de qué serviría al psicoanálisis
aumentar la colección de estas estampas biográficas? ¿Para qué el
escritorio de Lacan? Contestar esta pregunta lleva todo el libro. De todas
maneras, sin anticipar soluciones que resultarían vacías o caprichosas
antes de recorrer su argumento, intentaré una apretada enumeración de
los supuestos y una reseña de lo se va y no se va a encontrar en las
próximas páginas.
El escritorio del analista comprende un con Junto de operaciones y
destrezas especificas que hacen a su trabajo, por más
que no tomen lugar en la escena tradicional del sillón y
del diván. «Consultorio» y «escritorio» son, en este
planteo, dos momentos separados pero no ajenos. Lo
que sucede entre el sillón y el diván está necesariamente sellado por la
singularidad y la privacidad: para que alcance la generalización de la
teoría y el pasaporte de la circulación pública, lo allí sucedido tendrá que
ser repensado y ajustado en el escritorio. En lo esencial, el escritorio es
una operación argumentativa y poética de mediación, que asalta en
cualquier momento y lugar; sin embargo, no hay que desdeñar que su
realización plena y concreta reclama, en algún momento, de una
topografía y de una colección de útiles propios en la que y con los cuales
el acto de la abstracción se corporiza (no en vano Virginia Wolf
reclamaba “un cuarto propio” para las mujeres, homologable al cuarto de
estudio de los hombres acomodados). A veces, el tránsito del sillón del
consultorio a la butaca del escritorio requiere, como en la calle de Lille nº
5, de algo tan insignificante como dar un par de pasos en el espacio de
un cuarto, o ni eso siquiera; pero epistémicamente equivale a dar un
gran salto, no siempre logrado, por encima de la fractura que separa la
práctica del psicoanálisis de su enseñanza. Una escena no va en
desmedro de la otra. Es impensable la formación de un analista sin
análisis personal y supervisión de casos (aunque habría que discutir en
qué limbo, entre uno y otro escenario, ocurre la supervisión...); pero con
esos dos pilares no alcanza, nunca alcanzó, para sostener el edificio
analítico. El psicoanálisis progresa, se transmite y se enseña antes,
durante y después de lo que sucede en los consultorios.
Sí, se me concederá a manera de réplica, el psicoanálisis también
transcurre más allá del consultorio, pero únicamente
porque reclama, además, el espacio de las
instituciones analíticas (y lo poco que la Universidad
pueda colaborar al respecto). Sí, estoy deacuerdo en
que desde la fundación del psicoanálisis hay sobradas pruebas de que su
desarrollo y reproducción es inviable, inconcebible sin agrupaciones
analíticas; y agreguemos que, en los últimos veinte años, se les suma la
práctica de la experiencia colectiva del pase (que posiblemente acabe
emparejada en el mismo rango que el análisis y la supervisión de casos).
Coincido en que las instituciones son necesarias, e incluso perfectibles, al
punto de haberme visto animado a escribir un libro anterior sobre el
lacanismo como discurso social, (9) cuya lectura no es requisito para leer
este otro, pero cuya escritura sí lo fue para poder producirlo. Pero no. la
institución (con las operaciones y destrezas específicas que, a su vez,
supone) tampoco es el escritorio. Como con el consutorio, la escena del
escritorio guarda una relación de anticipación y remisión con la escena
institucional, pero no se confunde es fácil de notarlo en el anecdotario de
esas pequeñas historias de Lacan que, como se vio, ocurren sin
excepción fuera de los horarios de consultorio y en los días en que las
instituciones analíticas mantienen cerradas las puertas.
“Es mientras escribo que encuentro”, (10) decía Lacan, a quien no puede
imputarse indiferencia por la experiencia clínica ni por la
gestión institucional. Y más lejos todavía llegaron los
dichos de Freud cuando, en la urticante carta a Ferenczi
del 4 de mayo de 1913, protesta porque “su trabajo”, el de
reflexión y escritura, se veía interrumpido por el estorbo de las
obligaciones cotidianas (oficiar de docente en la Sociedad Psicoanalítica
de Viena, contestar cartas, leer libros por cortesía, animar congresos e
incluso atender pacientes): “Lamentablemente, puedo trabajar tan poco
que debo esforzarme para mantener un estado de ánimo apropiado; esto
lastima tanto mi estilo como lo hace el estar tantas horas vinculado a
gente que habla tan mal el alemán Seguramente Melanie Klein, como
otras cabezas fecundas de la historia del movimiento psicoanalítico’
habría suscrito mayoritariamente estas convicciones y quejas. Y Lacan
también, pero uno de los obstáculos para hablar en particular del
escritorio de Lacan es que, al mismo tiempo que reconocía que escribía
para encontrar también se burlaba de la idea de publicar; describía su
producción como brotada de raptos de automatismo e ironizaba
agudamente a propósito de las esperanzas y alcances de la
representación. La frase “ningún ejemplo construido podría igualar el
relieve que se encuentra en la vivencia de la verdad” sirvió, en el
momento de ser pronunciada en “La instancia de la letra”, (12) para
saludar el valor de la anécdota comparado al de una fórmula algorítmica;
pero incluida en el contexto de cualquiera de los seminarios de los
últimos quince años, habría sido indicado interpretarla del modo más
radical, como un acatamiento a lo indecible. Tomados al pie de la letra,
obedecidos literalmente por lo que dicen, semegjantes resguardos
antirrepresentacionistas nos conducirían aun mutismo metódico o a una
fe en la espontaneidad del saber analítico que vuelven irrisorias las
concienzudas tareas del escritorio. Sin embargo, lo que muestran es otra
cosa. Muestran lo contrario, en la medida en que esas declaraciones se
convirtieron una y otra vez en letra (en el sentido meramente tipográfico
del término), y en que su período de mayor estridencia coincide con los
años en que Lacan decide reunir sus artículos en el libro de los Escritos y
en que avala el inmenso proyecto de publicar los veintisiete tomos de los
seminarios (tarea que, por otra parte, era factible porque él se había
ocupado de contratar estenotipistas por todos esos años y de guardar
bajo llave la montaña de los registros). Si el título del escritorio de Lacan
tiene algo de cómico, no lo es menos su contrapartida: pocos mensajes
circularon con mayor redundancia, resultaron entendidos como más
legibles y despertaron acuerdos más ecuménicos que los alegatos de
Lacan a propósito de la imposibilidad de la comunicación... Pero Lacan
sale airoso de este dilema que lo enfila hacia el ridículo si —como
veremos— se presta atención a su escritorio, y se concibe su enseñanza
(y el psicoanálisis que enseña) como una actividad y una mostración,
antes que como un sistema clara y unívocamente formulado. No quiero
sugerir que no haya en él una doctrina estructurada, sino que su
reconocimiento exige dar un rodeo por su producción. Como en la obra
de un vanguardista, el pasado genético forma parte del presente del
resultado. ¿Qué distingue las etiqueta de las latas de las sopas
Campbell’s de Warhol de las etiquetas de latas de las sopas Campbell’s,
o la rueda de bicicleta de Duchamp de una rueda de bicicleta, sino el
acto que las montó en la galería elevando lo vulgar a la singularidad y el
aura del arte? Para decirlo más claramente, vale aquí recordar la
indicación de James Joyce de que el genio se mide desde los borradores.
Del, hasta ahora, escasamente explorado tópico del trabajo de Lacan con
sus borradores, se ocupará el segundo y el tercer
capítulo:
“La
gran
corrección
de
1966”
y
“¿Tergiversaciones privadas y rectificaciones públicas?:
Las siete maneras de Lacan de contar un caso de Kris”.
El objeto de “La gran corrección” es el de las cientos de
correcciones que, durante el primer semestre de 1966, Lacan introdujo
en los artículos que llevaba publicados antes de entregarlos para la
recopilación de los Escritos. Confío en que el lector pueda compartir mi
sorpresa al percatarse de que —como procuraré demostrar— la
orientación dominante que rige esas correcciones va a contrapelo de lo
que el lugar común esperaría de Lacan y de su presunta concepción del
escrito analítico. Por su parte, “¿Tergiversaciones privadas y
rectificaciones públicas?” es un seguimiento de la fase previa a la de los
ajustes finales de los escritos, la correspondiente a las metamorfosis que
Lacan introducía al transponer sus lecciones orales al papel. El cotejo de
las diferencias que trajeron esas mudanzas vuelve patente que la
relación
Seminarios/Escritos
(o
Lacan
oral/Lacan
escrito)
es
apreciablemente más interesante de lo que acostumbran afirmar incluso
estudiosos destacados, como Jean-Claude Milner. Esa transposición
mantuvo
fidelidades
e
introdujo
tensiones
internas,
trajo
enriquecimientos y rectificaciones empobrecedoras, cambios acerca de
los que al analista probado, no menos que al principiante, le conviene
estar notificado, según se verá en un dramático ejemplo.
El principal y quizá único inconveniente de estos dos capítulos acerca del
Lacan-corrector es que resultarán descorazonadores para los que
aprecien a Lacan por su supuesta infalibilidad o cacareado autarquismo,
antes que por su infatigable empeño o ávida curiosidad. Muy arrimado a
la pose amilanada del escritor barroco, el consejo 231 del Oráculo Manual
de Baltasar Gracián anota: “Contemplar cómo se cocina el alimento más
exquisito, antes que apetito produce asco. El gran maestro evitará que
vean sus obras en embrión. Debe aprender de la naturaleza a no
exponerlas hasta que puedan gustar”. Desobedeciendo el 231, El
escritorio de Lacan se mete en la cocina, y se siente autorizado a
inmiscuirse en ella por el hecho de que no se ocupa de un escritor de la
corte barroca sino del hijo que tuvieron las vanguardias del principio del
siglo veinte con el psicoanálisis, vale decir, de alguien cuyo genio debe
apreciarse desde los borradores.
A continuación del Lacan-corrector, siguen los cuatro
capítulos
dedicados
al
Lacan-lector.
Aunque
cronológicamente la lectura precede en gran medida a la
escritura, es el examen de Lacan-corrector lo que crea la
necesidad argumentativa de prestar atención al Lacanlector. En el cierre del tercer capítulo, “¿Tergiversaciones privadas y
rectificaciones públicas?”, quedará abierta la pregunta acerca del
estatuto del cierto modo de Lacan de citar y reescribir textos ajenos, que
nos empuja o bien a la denuncia indignada, o bien a los encubrimientos
de un hiperlacanismo solidario, o bien a la urgencia de replantear la
cuestión de la lectura, para discutir si hay acaso algún marco teórico que
vuelva razonables y útiles tales desvíos de apariencia aberrante. Este
replanteo tiene lugar en el capítulo que le sigue, “Los tres lectores del
psicoanálisis”, que propone una solución esquemática pero estimo que
esclarecedora, sacando partido de las discusiones de la teoría de la
misreading [la “mala” lectura o lectura tergiversada] que mantienen
enfrentados a semiólogos (como Umberto Eco), filósofos (como Jacques
Derrida) y teóricos de la literatura (como Harold Bloom y Stanley Fish).
Los capítulos 5, 6 y 7 se ocupan, respectivamente, de singularizar tres
procedimientos desviantes y característicos del Lacan-lector: el de la
omisión (“El Freud al que Lacan no retornaba”), el de provocar malos
entendidos crónicos (“Efectos secundarios del Lacan Lacan-lector: Malas
lecturas (misreadings) y lecturas malas de Las epifanías de Joyce”) y el
de la emulación didáctica (“Cuando comentar es mostrar: anotaciones de
una lectura de «Joyce el síntoma 1»’’).
Sí, queda por reseñar el primer capítulo. Como es fácil de adivinar, su
tarea será la de cubrir lo que el escritorio de Lacan
pueda tener de obvio y manifiesto. Al situarse al
comienzo de un desarrollo que va de lo más público y
evidente (los capítulos que comparan versiones
publicadas entre sí y escritos con seminarios) a lo más reservado e
hipotético (los de las derivas de la lectura), al primer capítulo le
corresponde esa suerte. El inconveniente es que lo más obvio del
escritorio de Lacan (y del de la mayoría de los analistas) coincide con lo
más desdoroso y lo más incómodo de tratar. No sería inexacto adelantar
que el primer capítulo se ocupa de la autoproinoción del psicoanálisis o
de cómo la enseñanza de Lacan se cita con su actualidad o,
simplemente, del Lacan-promotor; de hecho, estos fueron títulos
tentativos. Sin embargo, en lugar de suavizar o siquiera ser ecuánime,
elegí realzar los vértices más molestos, titulándolo, con cierto exceso, “El
marketing tal como Lacan lo practicaba”. El tema es el de cómo el
psicoanálisis (y la obra de Lacan en particular) negocia su lugar en el
mundo de las ideologías, las modas culturales y las disputas internas del
psicoanálisis. Se trata de la dimensión más pedestre de la literatura
analítica. No es la yeta de la elaboración teórica, sino la de las relaciones
públicas; no es la razón del texto, sino lo que le permite circular
socialmente. El marketing tal como Lacan lo practicaba encuentra su
centro de atención en el primer capítulo, pero el primer capítulo no lo
agota. Lo veremos emerger una y otra vez en el resto del libro; puesto
que el estudio y la producción de los textos del psicoanálisis exigirían no
olvidar sus direcciones múltiples. En la butaca del escritorio del analista
(y notoriamente en la de Lacan) se sienta un monstruo de tres cabezas,
la del corrector, el lector trinitario y el promotor.
En el afán de ser tolerado e incluso promovido, la cita con la actualidad
naturalmente también incidió en el escritorio de este
libro y no quise enmascararlo, sino mostrarlo como un
ejemplo más. Aunque reescritos profusamente para
esta nueva ocasión, a cada capítulo lo anticipa —a
manera de agradecimiento pero también por su valor de prueba— una
nota a propósito de las circunstancias que hicieron posible y enmarcaron
su primera aparición. En cada capítulo, el lector reconocerá intentos de
hacer teoría flirteando con el ruido de fondo de los asuntos más
solicitados del momento. Queriendo aprender de Lacan, procuré servirme
de los temas y estilos de moda a manera de restos diurnos o elementos
de bricolage. Tomados así, el trato con la coyuntura no significó un
aburrido fingimiento sino la posibilidad de contar con una amable e
incluso imprescindible compañía. Como ya lo admití más arriba, el debate
extrapsicoanalítico de la misreading fue, por ejemplo, un auxilio decisivo
para alcanzar la solución de “Los tres lectores”, y se prolonga más lejos
todavía. Por su parte, la repercusión que adquirió últimamente el
neopragmatismo, especialmente el animado por Richard Rorty, me ayudó
para clarificar ciertos dilemas propios de la pregunta por el escritorio de
Lacan y supo llamar mi atención sobre la figura precursora de William
James, que acabé por adoptar como un comodín para varias analogías y
contraposiciones, con lo cual fue conformándose una especie de capítulo
acerca de psicoanálisis y pragmatismo seccionado en entregas que
colabora con un poco de amalgama a unir los siete capítulos. La otra
concesión, a mi entender provechosa es la del interés prestado a James
Joyce, que la considerable popularidad del Seminario 23 convirtió en un
visitante omnipresente de la actualidad lacaniana. Tal como ya lo
evidencia esta misma introducción, el recurso a Joyce será una
perseverante pieza de la argumentación. El zumbido de la filosofía
norteamericana y de la obra de Joyce se escucha, en efecto, cada vez
con más volumen en el lacanismo y no hay que descartar que esté
causado no solamente por su genuino interés teórico y estético, sino
porque vuelve presente al reto más importante que le espera al
lacanismo en la próxima década: el de conseguir que Lacan interese a los
analistas de lengua inglesa, y en particular en los Estados Unidos, o
resignarse, caso contrario, a ser visto en el mundo anglosajón como una
pintoresca escuela psicoanalítica latina.
Por último, y no menos importante, el carácter externo y azaroso de la
actualidad colaboró también a seleccionar los textos de Lacan que
recibieron mayor dedicación. Desde el comienzo de las investigaciones
que llevaron a este libro, yo contaba —si bien en su expresión más
rudimentaria— con la hipótesis de que al escritorio de Lacan convenía
abordarlo como una encrucijada de tres caminos, pero entendía que
contar con una anticipación representaba un serio riesgo. Como la obra
de Lacan es una muestra extensa y variada, iba a resultarme fácil
encontrar entre sus veintiocho escritos, veintisiete seminarios y un
número mayor de notas y conferencias, un recorte que encuadrara
cómodamente con lo previsto. El voto casual de la coyuntura vino a
oficiar de elector ciego. Aunque no cierran el corpus admitido, cada uno
de los texto de Lacan que la contingencia editorial de 1995-1998 quiso
traducir al castellano (El Seminario: libro 4, “Introducción a la edición
alemana de un primer volumen de los Escritos” y “Joyce el síntoma I”)
más la edición de 1996 de las Epifanías de Joyce merecieron trato
privilegiado.
Ahora bien, la cita con lo último no dejará plantado lo primero. Una y otra
vez, el Freud-promotor, el Freud-corrector y el Freud-lector aparecerán
con sus escritorios ocupando un espacio considerable. No podía ser de
otra manera, Lacan es ininteligible separado de la saga freudiana.
Lo que no se va a encontrar en este libro, a pesar de
que serían actuales y pertinentes, son consideraciones
acerca de los grafos, los maternas, las superficies
topológicas y los nudos. El escritorio de Lacan no
solamente contaba con hojas en blanco, fichas, libros,
estilográficas y lápices, también guardaba compases, tijeras, cartulinas,
goma de pegar, medias, tiras de neumáticos, hilos, cables, alicates y
agujas de tejer. Pero su empleo de esas herramientas y materiales
exceden los alcances de El escritorio de Lacan. Seguramente haría falta
escribir algo así como El tablero, el taller y la tejeduría de Lacan. Quizá
ya esté escrito; pero si me empeñara en hacerlo, procuraría abrir ese
cajón de sastre con la menor reverencia posible: hay algo allí dentro que
induce a la solemnidad religiosa. Como si los circuitos, las letras de las
fórmulas, las gomas recortadas y pegadas, o los piolines que guarda
fueran figuras platónicas y no figuras retóricas. Evidentemente, en ese
volumen sería imprescindible subrayar con qué ventaja estos modelos y
escrituras sirven como convenciones que ahorran tiempo, como fórmulas
mnemotécnicas y como imágenes que revelan ingeniosa y
elegantemente algunos aspectos. Pero la concentración del esfuerzo
estaría en precisar los límites de su aplicación, en insistir dónde sus
presentaciones conducen al absurdo, a partir de dónde dejan de ser
homologables a las que sí soportan todas las reglas del cálculo
aritmético, la gramática del álgebra o la arquitectura topológica;
colocándolas, de esta manera, más cercanas a la didáctica de la analogía
que al mapa del tesoro. Quizá el mismo Lacan fue en parte responsable
de que frecuentemente se las tome por códigos secretos de lo real. Así
como alentó el instructivo y vanidoso malentendido de que su prosa
debía tomarse por poesía dadaísta (lo que está muy bien mientras no se
la compare con poesía dadaísta), en compensación, fomentó un
pitagorismo para sus otros garabatos. El privilegio concedido a ese cajón
del escritorio es un asunto temprano. Puede reconocerse ya el 8 de julio
de 1953, en la conferencia inaugural de la SFP, “Lo simbólico, lo
imaginario y lo real”, cuando presenta en sociedad los tres registros
apelando extensa y resueltamente a un grafo. En la discusión que le
sigue, mantiene un diálogo con Didier Anzieu, cargado de malicia por
ambas partes, en el que Anzieu (inaugurando la lista de los ciegos al
Lacan-constructor) da a entender que la ocurrencia de emplear un grafo
no es más que una concesión a la moda, y Lacan responde con un
optimismo que alienta el malentendido de que ese recurso no es
solamente lícito sino superior, acaso por expresarse en una lengua más
pura:
SR. ANZIEU: ¿Qué origen se puede dar a estos modelos? ¿Lo que usted
propone hoy es un cambio de modelo.... mejor adaptado a la evolución
cultural?
DR. LACAN: Es algo más adaptado a la naturaleza de las cosas.
Finalmente, la tematización del escritorio de Lacan y el trabajo mismo de
escribir este libro, fue persuadiéndome de que nuestro
escritorio de analistas de hoy, incluso o más todavía el de
los que somos analistas lacanianos, es otro muy distinto
que el de Lacan. Viene con pantallas, parlantes, micrófono,
impresoras,
diskettes,
discos
compactos,
módem,
estabilizador de tensión y scanner. La digitalización de textos (las de las
obras completas de Freud y de Lacan, por ejemplo), el acceso económico
a fuentes bibliográficas remotas, la edición de página, el correo
electrónico, los foros virtuales, etc., convirtieron las escalas de los
mapas, desbrozaron el camino hacia las autoridades y renovaron
enormemente los pequeños el oficios de la escritura. Son cambios
dramáticos e irreversibles. El no los habría desdeñado: en los cincuenta,
obtuvo parte de su bibliografía para el seminario en mícrofilms; en los
sesenta, estuvo entre los que cambiaron la Leica por la Minox y, en los
setenta, celebraba los beneficios de volar al Japón por la vía traspolar.
NOTAS:
1
Cf. LACAN, Judith, Album Jacques Lacan, Seuil, Paris, 1991.
2
LACAN, Sibylle, Un padre (puzzle), ed. la Flor, Buenos Aires, 1995;
pp. 81-82.
3
LACAN, Jacques, EL SEMINARIO 18: De un discurso que no fuese
semblante inédito; clase del 10-III-1971.
4
LACAN. Sibylle, pp. 75-76.
5
LORD, James, a Memoir, Weidenfeld & Nicolson, London 1993, p.
203.
6
LACAN, Sibylle, p. 81.
7
LACAN, Jacques; clase del 10-III- 1971.
8
LACAN, Jacques EL SEMINARIO 23: El sínthoma, clase del 11-y1976, inédito en castellano. En ed. francesa del establecimiento de J-A
Miller en rey. Ornicar? Nº 11 1977; pp. 2-9.
9
BAÑOS ORELLANA, Jorge, El idioma de los lacanianos, Atuel, Buenos
Aires 1995.
10
LACAN, Jacques, EL SEMINARIO 19...o peor, inédito; clase del 15-XII1971.
11
Carta de Freud a Ferenczi del 4-v- 1913: The Carrespondence of
Sigmund Freud and Sándor Ferenczi, Vol. 1 (1908-1914), Harvard Univ.
Press, Cambridge, Massachusetts, 1994; pp. 48 1-82.
12
LACAN, Jacques, “La instancia de la letra en el inconsciente o la
razón desde Freud”, en Escritos 1, p. 185; Escritos v. corr. p. 480, siglo
XXI.
1
El punto de partida de este capitulo es una participación, realizada el 13
de octubre de 1997, en el ciclo de reuniones preparatorias de las VI
Jornadas de la Escuela de la Orientación Lacaniana (EOL): “El analista y
sus síntomas”, publicada en El Caldero de la Escuela, nº 57, nov-dic
1997. Buenos Aires. pp. 62-69, bajo el titulo de "La cita posmoderna",
junto a las atrás dos intervenciones de esa mesa y una reseña del
debate posterior. Con escasas modificaciones, reapareció en Cuaderno
de Pedagogía - Rosario, ano II – nº 3, junio 1998; pp. 33-45. La versión
actual duplica en extensión la original con la inclusión de respuestas a
comentarios y una considerable amplificación de los paralelismos entre
Freud y Lacan (en parte presentada el 14 de mayo de 1999 en las 1ras
Jornadas Anuales de la EOL sección Rosario, bajo el titulo de “La peste
del Padre”). Debido a la problemática que trata, creí oportuno mantener
el encuadre circunstancial y el tono polémico en que se dio a conocer,
aunque eso aparentemente desaliente las posibilidades de una mayor
abstracción.
EL MARKETING TAL COMO
LACAN LO PRACTICABA
La actualidad constante
Convincente y sanguínea
Aplaude en el trajín de la calle
Su plenitud irrecusable
De apoteosis presente
Mientras la luz a puñetazos
Abre un boquete en los cristales
Y humilla las seniles butacas
Y arrincona y ahorca
La voz lacia
De los antepasados.
J. L. Borges, Prismas: "Sala vacía''
VOY A CENTRAR MI COMENTARIO EN UNA DE LAS REFERENCIAS
Bibliográficas destacadas por la Comisión de Organización de las VI
jornadas, la del fragmento de “Función y campo de la palabra y del
lenguaje en psicoanálisis” que conclave, a propósito de la formación del
analista, con una formula alarmante: “Mejor que renuncie quien no
pueda unir a su horizonte la subjetividad de su época”. Si no la
entendernos como un exabrupto de Lacan o como una cláusula
meramente especulativa, sino como una indicación concreta que afecta
el ejercicio del psicoanálisis, cabe entonces preguntarse por el grado de
su severidad. ¿Esta cita exigida con la actualidad de nuestra época es un
rasgo que instala un binario del ser o no ser (cavando un abismo entre
los aptos y los ineptos para ocupar el puesto), o se trata de una
condición oscilante, que puede sufrir modulaciones sintomáticas que
entrarían, como tales, en el capítulo que nos reúne de “El analista y sus
síntomas”?
A primera vista, la cuestión no trae muchas dificultades; uno da por
descontado que, para bien o para mal, en la practica la posición del
analista es algo que se arriesga y se debe volver a ganar cada día, con
cada analizante, y que no hay prueba o grado que la habilite para
siempre. Lo que, en cambio, sí se descubre difícil es como establecer si
un analista (ni que hablar de si una ciudad de analistas como es nuestra
escuela) satisface o no la condición de concurrir a la cita con la época.
Se nos hace una misión impracticable e incluso inútil; ya sea por las
dificultades del examen mismo o porque, incluso obteniendo un
diagnostico certero, su veredicto se vuelve muy arriesgado de proferir.
El acceso al dato, conseguido a través del dialogo confiado con otros
colegas, la supervisión y el análisis de analistas; no da más de lo que
quita. A cada paso que se avanza, se vuelve más tormentosa la
perspectiva de hacer circular los resultados. El informe se volvería
delación. Afortunadamente, hay un arreglo menos frontal, de un sesgo
menos confrontativo (aunque mas chato), el de circunscribir la encuesta
a los textos. Ya no se trata de pesquisar la cita con la actualidad en lo
que transcurre efectivamente entre el sillón y el diván del consultorio,
sino en lo que se produce un par de metros más allá con los papeles del
escritorio de un analista (o de una escuela). Ciertamente no es la misma
cosa, pero esa distancia nos aleja benéficamente de la delación y de lo
imposible de hacerse escuchar. En este sentido, las VI Jornadas serán
una fuente aventajada. No solo porque es predecible que algún trabajo
aborde explícitamente la cuestión de la sintomatología del analista en su
cita con la actualidad, sino por la promesa de que una cantidad de
expositores tematizarán (adhiriendo a la convocatoria) aspectos de
nuestra época, lo que equivaldrá a una puesta en acto de la ajenidad o
la unión que guardan con los horizontes actuales de la subjetividad.
Desde luego que cuando Lacan dice que el analista debe unir su
horizonte al de su época, no se refiere a que deba necesariamente
acordar o festejar el estado de cosas que le toca vivir. La unión no tiene
que ser imperativamente una alianza, tampoco imperativamente un
alzamiento, pero sí una disponibilidad.
Estoy impaciente de que llegue el 31 de octubre. Y aguardo la fecha
repasando las publicaciones de los últimos años para vaticinar, por
proyección, los próximos acontecimientos. Esas proyecciones al futuro
me llevan a pensar que, por ejemplo, en las Jornadas será observable
algún síntoma de anacronismo.
Todo mensaje supone una escena de interlocución. Y bien, hay un
numero considerable de textos recientes no se
puede pretender que otros similares estén
absolutamente excluidos de las VI Jornadas) que se
agitan en airados debates dirigidos contra un
adversario difunto y malquerido del lacanismo, tal como si el estuviese
presente en la sala o en el universo actual del auditorio. Apostrofan,
pongamos el caso más corriente, a la caricatura de algún líder difunto de
la IPA de los años cincuenta. El atraso no es menos conmovedor cuando
se atribuye alguna actualidad semiótica a un resumen escolar de la
semántica de los años treinta, o alguna vigencia epistémica a las tesis
de algún círculo de la filosofía de la ciencia de la década del veinte. Por
supuesto que un alto porcentaje de esos textos practica un anacronismo
deliberado; son textos de batalla que sirven de munición a la época del
psicoanálisis, y que no por menos fidedignos resultan menos leales para
la conquista de la universidad, del mercado editorial o del reclutamiento
de futuros analistas. Pero hay ocasiones, como cuando se concentran en
temas muy eruditos o tienen un destino de publicación interna, en las
que no se ve la meta militar de su fábula. Sus autores no estarían
usando sino sufriendo anacronismos.
En el reportaje de agosto pasado, publicado en La Carta y El Caldero de
la Escuela, Jacques-Alain Miller señala: “...me pareció que la Egopsychology ya casi no tenia más defensores en el [ultimo] Congreso [de
la IPA] mientras que [en tiempos de] Lacan estaba muy activa”. Se
sobreentiende que, al resaltarlo, no pretende pacer pasar por una
noticia de ultimo momento a una situación que lleva varios años; lo que
hace -a mi entender- es despabilar a los lectores que demoran su cita
con la actualidad en el sumo de servir de escuderos a las batallas
imaginarias de la época del primer Lacan.
Seguramente aparecerá también alguna exposición ya no anacrónica
pero sí desencantada que dejara exhibir su nostalgia por
un pasado heroico del psicoanálisis que a su autor le
consta que nunca le tocara vivir como presente.
Exposiciones dolidas por no haber nacido en el lugar y tiempo
adecuados como para haber sido los alumnos de El seminario de Lacan,
pacientes de Freud o, al menos, para haber tenido la ocasión de ejercer
la profesión en una época en la que las familias eran familias; los
neuróticos, neuróticos, y la mayoría de los hombres tenían nobles
ideales. Una época, en fin, en la que los analistas eran vistos como
héroes (Hollywood y las películas de complejos de los años cincuenta) y,
a veces, hasta alcanzaban a serlo (“Cuando el Comisario nazi trajo el
documento [en el que debía declarar que ni el ni su familia habían sido
molestados en territorio austríaco], Freud por supuesto, no tuvo
escrúpulos en firmarlo, pero pregunto si le permitirían agregar una
frase, que fue la siguiente: <<De todo corazón puedo recomendar la
Gestapo a cualquiera»”, cuenta Ernest Jones en su influyente biografía)
(1)
Si la pantalla anacrónica es el sueno de que el hoy es el ayer, la vigilia
de la nostalgia no es menos riesgosa, puesto que conduce a la
depreciación de la actualidad. Su hoy es menos que ayer priva
igualmente del presente y el porvenir. La consecuencia de las
fantasmagorías del anacronismo y del desencanto de la nostalgia es la
incapacidad para catectizar la subjetividad de nuestro tiempo, y de esa
forma el analista pierde la posibilidad de registrar e interpretar las
discordias del nuevo malestar.
Cada tanto recaigo en nostalgias modernas. Compro
la última Uno por Uno, comienzo por la traducción de
"Joyce el síntoma I", y en cuanto leo la línea en que
Lacan dice: "a los diecisiete años, gracias al hecho de
que frecuentaba la librería de Adrienne Monnier, coincidí con Joyce", me
acuerdo, casi fotográficamente, de una página de las memorias de
Sylvia
Beach (primera editora del Ulises de Joyce y amante de Monnier), que
recuerda como, precisamente entre 1918 y 1919, en esa librería: “Se
organizaban lecturas para escuchar manuscritos que aun no estaban
editados, leídos por sus propios autores o por sus amigos. Apiñados en
el pequeño local, junto a la mesa y casi encima del lector,
escuchábamos atentamente conteniendo la respiración. Pudimos oír a
Jules Romains. Valery nos habló sobre el Eureka de Poe. André Gide
estuvo varias veces. En ocasiones se incluía un programa musical con
Erik Satie y Francis Pulenc”. Paso, entonces, a consultar un libro sobre
Erik Satie, y me entero de que el 21 de marzo de 1919, en la librería de
Monnier se estreno Socrates, un collage musicalizado de fragmentos de
El Banquete, Fedro y Fedón. “Yo hago ten retorno cubista a lo Antiguo”,
decía Satie, y con esa orientación resolvió su obra -que el joven Lacan
bien pudo haber presenciado- con un acompañamiento musical discreto
("blanco") para tres sopranos; le urgía que los diálogos se escucharan
como texto, de modo que despegó la representación de toda pregnancia
dramática asignando los papeles de Socrates y sus discípulos a mujeres
(los vanguardistas sabían llevar las cosas hasta las ultimas
consecuencias). (2) Corro a Tower Records. De regreso, mientras
escucho el CD, busco en la biblioteca el libro de Sylvia Beach. Es
entonces -y a esto voy- que, en medio de las agudas votes del El
Banquete, descubro que el dolor por no haber vivido en Montparnasse
en la fecha en que las vanguardias modernas nacían, había sabido
efectivamente preservarme esa pagina de Sylvia Beach como una
reliquia, pero no intacta sino substrayendo prolijamente un par de líneas
de mi memoria. Puesto que antes de largarse a enumerar los artistas
que desfilan ante los nostálgicos que estábamos sentaditos, calladitos
escuchando la pieza de Satie, Sylvia Beach aclara: “Durante los últimos
meses de la guerra, mientras los cañones retumbaban cada vez más
cerca de Paris, pasé muchas horas en la pequeña librería gris de
Adrienne Monnier". (3)
Los cañonazos resquebrajan, al menos por un tiempo, el
mito feliz según el cual Lacan creció (y llegó a ser quien
fue) en medio de (y gracias a) la última Edad de Oro de
la historia. También los cañonazos me llevaron a
recapacitar que, en algún momento de 1919 y no tan lejos de Paris,
Freud vio regresar de la guerra a sus tres hijos; desde entonces tres
desocupados en sus respectivas profesiones por el resto de sus vidas,
que nunca dejaron del todo de recibir (al menos mientras los apremios
de la hiperinflación no lo impidieron) ayuda del padre. Claro está que el
espectáculo de un hombre desocupado no era novedoso para Freud. Su
propio padre había estado sin trabajo desde que el tenía cuatro años de
edad; se sabe que la familia era mantenida por sus medio-hermanos,
que se volvieron prósperos en Inglaterra luego de haber quebrado en
Moravia cuando la moda de sombreros femeninos dejó de colgarse
plumas de avestruces sudafricanas de las que eran importadores.
Continuando con las secuelas de la primera guerra mundial, en 1920,
Sophia, la segunda hija de Freud, que había partido con un fotógrafo
berlinés contra la voluntad de la familia, muere en la epidemia de gripe
española; poco después, una tuberculosis miliar se lleva al pequeño
Heins, el nieto del juego del carretel. Y mejor no hablar de los cañonazos
de la segunda guerra mundial, que partieron en dos la carrera de Lacan
y precipitaron la muerte de Freud en el exilio. En 1989, se encontró la
declaración exigida por los nazis: estaba, en efecto, firmada de su puno
y letra y, obviamente, vacía de cualquier agregado irónico. (4)
Más poéticamente, el retumbe de los cañones en los vidrios de la librería
en que se refugiaba el joven Lacan, se puede asociar al episodio del
Ulises comentado en la novena clase del Seminario 23, “Pedazos-deReal”, (5) en el que el protagonista joven, Stephen Dedalus, discute con
Mr. Deasy, director del colegio en el que trabaja de maestro. “La historia
-dice Stephen- es una pesadilla de la que trato de despertar”. A lo que
Mr. Deasy, con su fraseología conservadora, responde que la historia
progresa hacia una gran meta, manifestación de Dios. En ese momento,
un repentino griterío procedente del patio de los alumnos invade la
oficina silenciosa del director. Stephen lo aprovecha para replicar que la
historia no es un orden preestablecido, sino que se parece mas a eso, a
una irrupción inopinada: “Eso es Dios. Un grito en la calle”, dice,
señalando la ventana.
Al respecto, no podemos menos que convenir que los ideales (o como se
dice ahora, los meta-relatos) de la modernidad no trajeron siempre lo
mejor a las calles de su tiempo, y reconocer que fue en esos paisajes,
entre esos gritos e incertidumbres, que nació y prosperó el psicoanálisis.
El Hombre de las Ratas murió en las trincheras; los bienes del Hombre
de los Lobos fueron confiscados por la revolución bolchevique y la
excomunión de Lacan por parte de la Asociación Psicoanalítica
Internacional ocurrió en medio de la Guerra Fría, en 1963 a dos años de
la construcción del muro de Berlín, cuando Europa parecía que iba a
volar por los aires, dejando en un gran desamparo potencial a los
seguidores que se arriesgaron a no abandonarlo.
Mejor que renuncie el analista que pretenda escuchar lo que se dice en
el interior del consultorio sin escuchar, también, lo que viene por la
ventana, decía en otras palabras Lacan. Y entiendo que es así por dos
razones. La primera, como se desprende de una lectura literal del
fragmento de “Función y campo", para escuchar mejor a nuestros
analizantes; la segunda, que es la que busco subrayar esta noche, para
que el psicoanálisis se haga escuchar. Puesto que, si no quiere
convertirse en una ciudadela que sirva de último refugio, la ciudad de
los analistas debe estar al corriente del discurso de su tiempo para
lograr participar en sus guiones de interlocución.
En “El psicoanalista y las letosas” (otra de las
referencias recomendadas por la Comisión), Colette
Soler advierte muy precisamente que el psicoanalista es
un objeto del mercado y que esta sometido a sus reglas
de juego. Tan es así -precisa- que, para mantener vigencia mercantil, el
analista “como todos los objetos del mercado, necesita promotores”. (6)
Si bien a esta altura su exposición concluye y no avanza en más
detalles, hay que hacer notar que diez páginas atrás había mostrado un
elocuente ejemplo de cómo practicaba Lacan la promoción del analista y
el psicoanálisis. Me refiero al momento en que ella precise que la
expresión « discurso capitalista», acunada por Lacan como tecnicismo
en 1972, era una concesión que el hacia a una época en la que “Nada
de lo que se pensaba en Francia durante esos años podía ahorrarse la
referencia marxista”. (7) “El psicoanalista y las letosas” es, edemas, una
referencia doblemente interesante porque, con esa y otras aclaraciones,
C. Soler no se limitaba a aconsejar acerca de cómo realizar una lectura
contextual de Lacan sino que, en el mismo gesto, actualiza el acto
promotor. ¿Cuál es el contexto mercantil de “El psicoanálisis y las
letosas”? La aparición en librerías de uno de los seminarios. Es enero de
1991, Soler se encuentra en la ciudad de Nantes en la campana de
lanzamiento de El Seminario 17: El reverso del psicoanálisis y su táctica
es la de anticiparse a las objeciones o el escaso entusiasmo que, en
1991, podían provocar algunas expresiones muy convocantes veinte
años atrás, pero que ya no atraían tanto, como lo era el adjetivo «
capitalista». Ella busca renovar, mediante guiños y aclaraciones, la
vigencia de ese seminario: “Actualmente estamos casi en la situación
inversa: nada de lo que se pretende pensar osaría pasar por la
referencia marxista” -subraya. (8)
El horizonte de época está hecho de truenos de cañonazos y de gritos,
pero también de una intertextualidad cuya urdimbre es tanto una red
densa de conexiones como un filtro impiadoso, por el que los objetos
teóricos pasan o no pasan al mercado de las ideas vigentes, según
sepan o no sepan articularse con la arbitrariedad de las contraseñas de
moda. Estoy hablando de vigencias, no de verdades. La validez de La
nota italiana o de El reverso del psicoanálisis, se empeña en decir
Colette Soler, es independiente a la suerte del marxismo, por mucho que
lo haya tenido por interlocutor privilegiado. Pero despegar una verdad
de su escena original es casi tan difícil como pegar una verdad recién
originada a lo vigente de su actualidad. Es la inercia y el drama de la
construcción enunciativa.
Al respecto, habría que agregar las muchas pequeñas anécdotas a
propósito de como Lacan se las arreglaba, a escala personal, para que
no únicamente los marxistas, sino figuras reconocidas o en ascenso de
diversos campos se sintieran implicadas por el psicoanálisis. Se
recuerdan numerosos episodios en los que de ninguna manera son los
matemáticos, los artistas, los filósofos o los psiquiatras los que toman la
iniciativa para ir a ver al gran hombre al que le suponen un saber que
les atañe, sino todo lo contrario: es Lacan quien los persigue,
colmándolos de galanterías, llevándolos a pasear en auto, invitándolos a
cenar, homenajeándolos con cartitas, y esto todavía cuando el era
alguien maduro y consagrado. Baste con el reportaje a Umberto Eco del
numero 50 de la revista L’Ane, donde el semiólogo recuerda sin perder
el asombro la cordialidad con que se le acerco Lacan, siendo el un joven
de treinta años únicamente conocido en círculos especializados. O con
et recuerdo de Marie-Pierre de Cossé Brissac, de cuando ella apenas se
asomaba a la redacción de Les Temps Modernes:
Lacan había conseguido hablar, como todo el mundo sabe, en una sala
del hospital Sainte-Anne. Me llamo para pedirme que fuera a escucharlo
y darme el itinerario que me conducía hasta él. Apunte cuidadosamente
sus indicaciones, que me parecieron de una minuciosidad tan singular
como poco habitual, que aun recuerdo la sensación de creciente
extrañeza al escucharlo. Por otra parte me hizo repetir cuanto me había
dicho para asegurarse de que yo no había omitido nada. (9)
En estas semanas, apareció la traducción de Resistencias del
psicoanálisis, otro libro de J. Derrida, que vuelve a corroborarlo. Un largo
capitulo titulado "Por el amor de Lacan" (subrayo el « de»), sirve a
Derrida para, entre otras cosas, atestiguar sobre la generosidad
enigmática de ese viejo y ufanarse de poseer un ejemplar dedicado de
los Escritos: "a Jacques Derrida, este homenaje que lo puede tomar
como guste". (10)
A esta altura, se impone la pregunta acerca de sí, además
de las cenas, los ejemplares dedicados, los paseos y las
llamadas telefónicas, Lacan no se hizo cargo de otros
costos más onerosos para construir un público propio.
Concretamente, hasta que punto el mentado Retorno a Freud no
produjo, además de una monumental puesta al día de Freud, un Freud
trastornado, tergiversado por el afán de sintonizarlo mas
espectacularmente con el mercado de las ideas de la época.
En principio, la severidad tan poco complaciente de su estilo y los datos
de algunos testimonios -hasta ahora no contradichos-, desautorizan
enérgicamente la acusación de que haya buscado notoriedad a cualquier
precio. La mencionada Cosse Brissac retrata un Lacan de cincuenta y
cinco años tan decidido a hacerse escuchar como a no ceder en sus
principios:
Mi segunda imagen, lamentablemente, es menos agradable: se trata de
dos sesiones en la Sociedad Francesa de Filosofía o en una asociación de
ese tipo, una en Saint-Germain-des-Prés bajo la presidencia de Jean
Wahl, y la otra, me parece, en la Sorbona. Jacques Lacan había ido a
presentar sus ideas, pero las cosas no iban bien. Bajo la luz amarillenta
o lívida de esas horribles salas de reunión, la asamblea de filósofos o
intelectuales que habían consentido en desplazarse -estábamos lejos de
las futuras multitudes de la gloria- manifestaba con un prudente silencio
su reserva ante un hombre que no sabían muy bien lo que quería y que
no formaba parte del rebano. Jacques Lacan se obstinaba, de pie, con los
dedos hundidos en una miserable mesa, como para dejar bien claro que
no se marcharía sin antes haber sido escuchado, si no entendido. A la
universidad de aquella época no le gustaba el dinero ni los hombres bien
vestidos. Esto jugaba en su contra, además de su lectura de Hegel. No
obstante continuaba, imperturbable. Hablaba como si un día,
ineluctablemente, la victoria debiera ser suya. La miserable sala se
desvanecía, el público se esfumaba ante la fuerza de una palabra sin
concesiones. El seguía su camino con una clase y un fervor admirables,
hasta que salimos todos un poco tristes a la noche oscura, fría e
indiferente. (11)
Cuesta imaginarlo así, pero indudablemente se trata del recibimiento
que merecieron “El psicoanálisis y su enseñanza”, el 23 de febrero del
invierno de 1957 en la Société Française de Philosophic, y “La instancia
de la letra”, el 9 de mayo de la siguiente primavera en el Groupe de
Philosophic de la Fédération des éstudiants ès Lettres de la Sorbona. No
pace falta decir que ni los filósofos ni los estudiantes de letras
recapacitaron y organizaron, la semana siguiente, un acto de desagravio
a la verdad ineluctable. Y todo hace suponer que, de haberse quedado
Lacan cruzado de brazos, difícilmente hubiesen llegado hasta nosotros
noticias de estas dos conferencias. Incluso (o especialmente) en los
tiempos mas difíciles, la circulación de las ideas tiene tanto o mas de
promoción y regateo de mercado que de disputa académica entre
sabios. Para su supervivencia intelectual, un empeño deliberado por
llamar la atención se hacia entonces recomendable. Sin embargo, para
algunas sensibilidades delicadas, esta estampa de un Lacan
doctrinariamente original e insobornable que se retira solitario en medio
del frío de la noche, no guarda una relación de causalidad sino de
incompatibilidad con otros retratos, igualmente veraces, que lo
descubren, el día siguiente o el día anterior de sus participaciones
publicas, jugando ambiciosamente al ajedrez de la repercusión:
Ese congreso [de Roma de 1953], que constituyo una burla en el propio
terreno para los ortodoxos de la IPA, fue un gran éxito para Lacan y los
lacanianos de la primera hora. Hubo que invitar a los conserjes italianos
para llenar la sala. Lacan me dijo en tono solemne: “Perrier, como usted
es hijo de periodista, escríbame unas líneas sobre el congreso”. Lo que
redacte se publico con el titulo “Voyage à Rome”. Avido de honores, de
respetabilidad y de gloria (lo cual, por otra parte, le ocurría a menudo),
Lacan logro haberse invitar por la embajada de Francia, y entonces me
dijo al oído: “la embajada supo transformar está gracia de Estado en
estado de Gracia”. (12)
Las evidencias de que, en septiembre de 1953, inició
contactos para llegar a aleccionar al Papa Pío XII sobre
la importancia para el su jeto de la palabra y el
lenguaje, 13 da una idea de la seriedad con que se tomaba a sí mismo y
del vértigo de las apuestas. Pero más interesante que medir la magnitud
de su ambición en la lucha contra el silencio, es detectar las marcas
textuales de ese intento. Quiero decir, los lugares en los que la
aspiración de construir un público propio no solamente comprometió el
paratexto ampliado de notas periodísticas y favores personales, sino
también la obra misma. Veamos un ejemplo muy mentado, que afectaría
el escrito "La cosa freudiana o sentido del retorno a Freud en
psicoanálisis", tal come, figura en la biografía de Lacan de Elisabeth
Roudinesco:
Para apuntalar ese hipótesis de una naturaleza subversive del
freudismo, de la que él era heredero gracias a su frecuentación de los
surrealistas, de Bataille y de la obra nietzscheana, Lacan había tratado
de hacer remontar su origen al propio Freud. Pero ¿cómo aportar la
prueba de semejante afirmación cuando no se la encuentra en ninguna
parte? Lacan había resuelto ese delicado problema haciendo una visita a
Carl Gustav Jung en 1954. (...) El 7 de noviembre de 1955, en su
conferencia sobre la “cosa” freudiana pronunciada en alemán en Viena,
declaró por primera vez su visita a Küsnacht: “...la frase de Freud a Jung,
de cuya boca lo he oído, cuando invitados ambos a la Clark University,
llegaron a la vista del puerto de Nueva York y de la célebre estatua que
ilumina el universo: <<No saben que les traemos la peste»” (...). Esta
frase supuesta de Freud fue escuchada más Allá de toda aspiración. En
nuestro país, en efecto, nadie duda de la realidad subversiva del
freudismo; sobre todo, nadie se atreve a imaginar que Freud, sin duda,
nunca pronuncio esa frase durante su viaje a Estados Unidos, en 1909,
en compañía de Jung y Ferenczi. Sin embargo, el estudio de los textos,
de la correspondencia y de los archivos muestra que Jung reservó
únicamente a Lacan esa preciosa confidencia. En sus Memorias, cuenta
el viaje pero no hace ninguna alusión a la peste. Por su lado, Freud y
Ferenczi no emplean nunca la palabra. En cuanto a los historiadores del
freudismo, de Ernest Jones a Max Schur pasando por Henri Ellenberger,
Vicent Brome, Clarence Oberndorf, Paul Roazen, Nathan Hale y Peter
Gay, anotan que Freud dijo simplemente: “Se sorprenderán cuando
sepan lo que tenemos que decirles”.
Apoyado en esa confidencia de la que el era el único depositario, Lacan
invento pues una ficción mas verdadera que la realidad, destinada a
imponer, contra el psicoanálisis llamado norteamericano, su propio
relevo de la doctrina vienesa, marcada desde entonces con el sello de la
subversión. (14)
Hay que decir que esta especulación audaz de
Roudinesco corrió con la mejor de las suertes, a pesar de
faltarle cimientos positivos. Gracias a la sonrisa cómplice
que supo desprender entre los que queremos bien a Lacan y a la carta
de triunfo que en ella creyeron encontrar los que lo quieren poco, esta
hipótesis se instaló sin mayores objeciones como si se tratara de un
hecho probado e incontrovertible. Pero su aceptación no es una cuestión
menor. Lo que está aquí en discusión es la expectativa con que conviene
leer a Lacan. En el momento de discernir entre lo que Lacan busca decir
y lo que dice para que su dicho sea escuchado, se instala la pregunta de
cuales son los dominios de cada intención. La moraleja del comentario
de Roudinesco sobre “La cosa freudiana”, es que el precio que pagaba
para ser escuchado era considerable. Guiado por su cálculo, el bisturí de
la partición verdad/promoción puede acabar resecando por accesorios a
párrafos y aún a escritos o seminarios enteros, cargándolos enteramente
a la cuenta de la política temporal de la enunciación (esto Lacan lo dice
para aproximarse a Winnicott, debido a que Winnicott presidía la
comisión ad hoc que evaluaba el ingreso de la SFP a la IPA; aquello otro,
para desprestigiar a Lagache, debido a que Lagache polarizaba su
escuela, etc.). De esa sombra tampoco se libran los tiempos prósperos
de la consagración, de los que se ha dicho que pagó el precio de su edad
(para F. Perrier, a partir del Seminario 21 sus lecciones son “casi una
jerganofasia de un viejo canceroso “), y el de su afán por sintonizarse
con los jóvenes mandarines del setenta (en términos de Roudinesco, eso
lo condujo a la galaxia topológica de la búsqueda del absoluto). Esta
tentación de reducir la interpretación de un texto exclusivamente a la
explicación de su marco de producción o de recepción es un
procedimiento de larga tradición y franca actualidad. En un reciente
debate sobre deconstrucción y pragmatismo, realizado en París en 1996,
Rorty opuso dos Derridas, de los cuales el que no le interesaba se
explica exclusivamente por el marketing académico:
Creo que lo mejor de Derrida está en obras como la sección “Envíos” de
La tarjeta postal. De Freud a Lacan. (...) Mientras que, previsiblemente,
sus seguidores anglófonos leen libros como De la gramatología como
demostración de verdades filosóficas trascendentales, yo los veo como
propedéuticos. La obra temprana, menos idiosincrásica, más
“estrictamente filosófica” de Derrida -y en particular sus libros sobre
Husserl- le fue necesaria para establecerse y ser publicado. (15)
El problema de las explicaciones es que en muchos casos son acertadas
y eso puede hacernos suponer que lo son todo. Derrida, creyendo
merecer otras expectativas de lectura para sus primeros libros, le señala
a Rorty que hay razones de la razón que el mercado no comprende:
Rorty distingue mis primeras obras, a las que se juzga como más
filosóficas, de las posteriores, calificadas como mis literarias. Rorty
regresó a ese tópico cuando dijo que es necesario empezar a publicar
libros que acepte la universidad y que es también cuestión de
legitimación política y editorial. Es cierto, pero no se trata solo de eso.
Creo que mis primeros textos, llamémoslos más académicos o menos
arriesgados filosóficamente, estaban también más allá del campo
editorial o de legitimación social y eran también una condición
discursiva y teórica, una condición irreversiblemente necesaria para lo
que vino después. (16)
Quizá estemos de acuerdo con Derrida, eso dependerá de como
juzguemos su obra; pero en otros casos, nos puede parecer muy bien
que la interpretación no vaya más allá de la explicación ideolágica,
económica o medica. Hay textos que no podemos convalidar, sino
apenas justificar en razones ajenas a la razón. Por ejemplo, un lector no
creyente no podrá adherir a William James cuando reclama, al comienzo
de su libro Las variedades de la experiencia religiosa, que se admita la
incidencia causal de una dimensión superior y sagrada:
...es la moda, coman hoy entre ciertos escritores, cuestionar las
emociones religiosas demostrando una conexión entre ellas y la
sexualidad. La conversión [religiosa] es una crisis de pubertad y de
adolescencia. La mortificación de los santos y la devoción de los
misioneros, nada más que ejemplos del instinto de sacrificio de los
padres desplazados. Para la monja histérica, que anhela la vida
sobrenatural, Cristo es nada más que el sustituto imaginario de un
objeto afectivo más terrenal. Y otras cosas por el estilo. (...) Defender la
causalidad orgánica de un estado de animo religioso, para rebatir su
derecho a poseer un valor espiritual superior, es ilógico y arbitrario...
(17)
En la vereda de enfrente de la propensión a reducir a Lacan a una
explicación exclusivamente mercantil, están los que encuentran herético
discutir su mas mínima presencia. La chatura que lo denuncia como un
embustero que no buscaba otra cosa que ser escuchado tiene enfrente
la prepotencia de la idealización discipular que lo despoja de la ironía y
sentido de la historia. Sin negar los riesgos, estoy a favor de una lectura
que tolere la cohabitación de lo preposicional con lo político (de la idea
con el aviso publicitario, de la voz con el megáfono), evitando
adhesiones maniqueas. Ni Lacan genio solitario que se resiste a hacer
negocios con el mundo, ni Lacan confabulador megalómano. Mas vale,
en su lugar, recordar francamente que fue, en los comienzos de cada
uno de nosotros, lo que primero nos atrajo hacia el psicoanálisis o hacia
Lacan en particular, y admitir que esos anzuelos marketineros no son el
meollo de ninguna enseñanza, pero sí la botella del mensaje; no el
edificio entero, pero sí la puerta de acceso.
En la historia corriente de las escuelas y los movimientos científicos, el
valor de verdad de una idea nunca garantiza automáticamente su
difusión, y la voluntad de hacerla escuchar se cruza, tarde o temprano,
con pago de aranceles. El progreso del psicoanálisis, no queda
exceptuado de este destino común. Más de una vez Lacan hostigó los
retratos santurrones de la fundación del psicoanálisis, condenando
cuanto menos por cómicos los esfuerzos de desentender la lectura de
Freud de su voluntad ambiciosa. Lo hizo, por ejemplo, en el curso de El
Seminario 3, seis meses después de pronunciar “La cosa freudiana” en
Viena:
Escuche un día hablar de Freud en estos términos: Sin ambición y sin
necesidades. La cosa es cómica si se piensa en la cantidad de veces, a
lo largo de toda su obra, en que Freud confiesa su ambición, avivada sin
duda por tantos obstáculos, pero que va mucho más allá en el
inconsciente, como el nos lo supo mostrar. ¿Será necesario, para que lo
perciban, pintarles -como lo hizo Jung un día hablando conmigo- la
recepción de Freud en la Universidad que el equiparaba a la atención
mundial? Quiero decir, pintar el flujo -cuya significación simbólica el fue
el primero en mostrar- que engalanó con una mancha que iba creciendo
en su pantalón claro. (18)
Escojo este ejemplo porque emplea, como material probatorio, otra
anécdota freudiana que habría escuchado en la visita al caserón de Jung
en Küsnacht, de cuyo testimonio Roudinesco tiene tan serias dudas. ¿Se
tratará de una nueva sección del Freud apócrifo de Lacan?
No seria temerario suponer que en esta oportunidad,
como en otras, Lacan vivifico su relato incluyendo
precisiones que narra como si fueran datos fumes a
pesar de ser solamente conjeturales. El detalle de
sastrería de que Freud llevaba puestos unos inoportunos pantalones
claros que volvieron más inocultable su desgracia, podría ser de ese
orden de invención realista. Lo que, en cambio, no se puede poner en
tela de juicio es que Jung le haya efectivamente contado lo esencial -no
importa con que patio y color- de esta anécdota de la incontinencia
urinaria de Freud. Si bien es cierto que se trata de un episodio que
tampoco aparece registrado en las cartas de Freud a su familia, ni en las
memorias de Jung, (19) ni en el archivo de las cartas de Jung a su
esposa; (20) desde 1992, contamos con el testimonio confirmatorio de
Saúl Rosenzweig, un psiquiatra americano de la Washington University
de Saint Louis sin vinculaciones conocidas con Lacan, que anota haber
escuchado la tarde del 6 de julio de 1951, en Küsnacht y de boca de
Jung, una historia inconfundible:
...abordé el tema de la visita a Estados Unidos en 1909. Primero Jung
parecía algo reticente, pero sus vacilaciones no duraron mucho y pronto
se mostró entusiasmado por tratar la cuestión. Parecía estar
especialmente satisfecho de las revelaciones que hacía a propósito de
Freud.
Hay un asunto del viaje que me lo describió con especial detalle. Poco
después de llegar a la ciudad de Nueva York, hubo una visita,
concertada por el Dr. Brill, a la clínica psiquiátrica de la Universidad de
Columbia, en donde Brill había estudiado y, en ese entonces, era medico
asistente. Mientras contemplaban, desde la clínica, el paisaje de los
montes Palisades de Nueva Jersey, Freud sufrió un contratiempo
personal. En un descuido, se orinó en sus pantalones y Jung tuvo que
auxiliarlo para superar el apuro.
Por otra parte, según Jung, pronto se hizo evidente que Freud abrigaba
temores de lamentar otro accidente semejante en el curso de alguna de
sus conferencias en la Universidad de Clark. Entonces, Jung le preguntó
a Freud si consentía que lo ayudara con este temor con una intervención
analítica. Freud estuvo de acuerdo y Jung comenzó "el tratamiento". A
su debido tiempo, Freud presentó un sueno cuya interpretación requería
asociaciones con temas íntimos. Cuando Jung le pidió esos detalles,
Freud hizo un silencio, lo pensó cuidadosamente, y renunció a hacerlo,
explicando que “No podía arriesgar su autoridad" con confesiones
semejantes. "Eso, concluyo Jung, me decepcionó, y fue el episodio que
inicio nuestra separación”. (21)
Desde luego, resta todavía la objeción de que Jung pudo haber
engañado la curiosidad de los dos visitantes. Es sabido que, por ese
entonces, venia progresando en la sistematización de su propia (y algo
descabellada) mitología personal. La reseña de las Memorias, sueños,
reflexiones que Winnicott escribe para el International Journal of PsychoAnalysis en 1964, lo dice elegantemente: “Puede ser que nosotros, los
psicoanalistas, estemos tratando de recobrarnos del vuelo de Freud
hacia la salud, de la misma manera en que los jungianos están tratando
de recuperarse del self dividido de Jung y de la forma en que Jung se
ocupó de eso”. Por cierto, la anécdota de la incontinencia (como la de la
peste) encaja bien dentro de la matriz de relatos cortos que incluyen un
dialogo breve entre dos hombres que tanto complacía a Jung.
Afortunadamente, la prevención se vuelve innecesaria puesto que
contamos con una confirmación indirecta aunque significativa en la
biografía de Ernest Jones. Apenas por un día de retraso, Jones no llegó a
ser testigo directo del accidente de Freud, ocurrido el 2 de septiembre
de 1909 (“...Brill les mostró también la Universidad de Columbia. Al día
siguiente me uní a ellos…”); (22) pero sí lo fue de las secuelas
inmediatas que trajo: "Otro trastorno físico de esa época eran sus
molestias prostáticas. Esto era, naturalmente, doloroso y embarazoso a
la vez y por supuesto era todo culpa de las costumbres americanas.
Recuerdo como se quejaba, dirigiéndose a mí, de la escasez y poca
accesibilidad de los lugares adecuados para obtener alivio: « Os
conducen a lo largo de kilómetros de corredores y al final os llevan al
subsuelo, donde os espera un palacio de mármol, exactamente con el
tiempo estricto»”. (23)
A la luz de estas confirmaciones, se nos aparece ahora menos irrebatible
el cargo de que Lacan "invento una ficción que es más verdadera que la
realidad", cuando atribuyó a Freud el chiste de "No saben que les
traemos la peste". Hay que lamentar que Saúl Rosenzweig no diga nada,
ni confirmatorio ni que vaya en sentido contrario, acerca de lo que Freud
habría manifestado cuando divisó el puerto de Nueva York desde la
cubierta del vapor alemán “George Washington”. Aún así, algunos
prolijos datos de su grueso libro acerca de la gira freudiana a los Estados
Unidos, Freud, Jung and Hall the Kingmaker, dan nuevamente crédito al
testimonio de Lacan.
Está lejos de mi intención sugerir que Lacan era incapaz de tabular con
fines didácticos y/o políticos: ¡uno de los ejes de El escritorio de Lacan
(particularmente el tercer capítulo) es el de procurar demostrarlo y
recomendar al lector que lo tome en -cuenta sin escandalizarse!; sin
embargo, quisiera hacer a continuación un breve juego hipotético para
hacer hincapié en que deben adoptarse serias precauciones antes de
asegurar qué es y que no es fábula en su obra.
Los dos reparos que siguen aún en pie no son demasiado
sólidos. (1) Que ni Jung ni Jones hayan anotado en sus
publicaciones el presunto chiste de Freud, podría explicarse
razonablemente por las circunstancias internas del
psicoanálisis de la década del 50. Como se puso de manifiesto, en sus
respectiva maneras de narrar el accidente de la incontinencia, Jung era
renuente a colaborar con imágenes que ilustraran la épica de Freud el
conquistador (lo que procuraba era pintarlo como un amo positivista
inmovilizado por sus prejuicios: “Freud me miro extrañado-su mirada
estaba llena de desconfianza-y dijo: El caso es que no puedo arriesgar
mi autoridad»”); y Jones, siendo uno de los primeros y principales
responsables de la introducción del psicoanálisis a la lengua inglesa, no
tenía por que cargar las tintas sobre el desprecio al nuevo rico y la
incredulidad eurocentristas que Freud solfa mostrar, en privado, hacia
los Estados Unidos. (2) En cuanto a la visita de Rosenzweig, cabe la
suposición de que por cortesía o pereza Jung eligió ocultar, a un visitante
nacido en Boston y con títulos honoríficos de Harvard, un chiste de
europeos que contemplan la intelectualidad norteamericana por encima
del hombro. Pero lo que pudo no haber sido dicho, en los setenta
minutos que duro la única conversación que mantuvieron, (24) quizás
haya aparecido tres años mas tarde durante la visita de Lacan. Como
además de ser europeo, se había presentado con una carta de
recomendación de Roland Cahen, el traductor de Jung al francés,”
probablemente recibió un trato mas familiar y prolongado en su
peregrinaje a Küsnacht.
Por otro lado, es importante subrayar que el relato de Lacan no
tambalea sino que se afirma en su credibilidad cuanto más lo tomamos
al pie de la letra en su confrontación con los restantes testimonios. Es
sabido que el ánimo exaltado de los tres viajeros, Freud, Jung y Ferenzci,
invitaba efectivamente a las bravuconadas. A lo largo de la travesía
habían conversado interminablemente, jugado a los naipes y conseguido
que Jung renunciara a la abstinencia alcohólica. La ronda de
correspondencia que los mantuvo unidos durante el primer semestre de
1909, da fe de las enormes expectativas confesadas por Freud en la
“Presentación autobiográfica” de 1925: “Cuando en Wocester subí a la
cátedra para dar mis Cinco conferencias sobre psicoanálisis, me pareció
la realización de un increíble sueño diurno. El psicoanálisis ya no era,
pues, un producto delirante, se había convertido en un valioso
fragmento de la realidad”. (26) Entre los recaudos neuróticos levantados
para distraerse de la importancia del viaje y la preocupación por
conseguir el sí de los anfitriones, estaba el juego de “Vengo a América
para encontrar un puercoespín”, (27) que avanzaba en la misma línea de
sentido de “No saben que le traemos la peste”. Pero lo que más
entusiasma a apostar a su valor de verdad es el impecable
emplazamiento de la escena en que Lacan asegura que ocurrió el chiste.
Según cuenta Lacan que le cuenta Jung, el comentario de Freud ocurre
en el momento en que los viajeros divisan el puerto de Nueva York y
están próximos a la estatua de la Libertad. El paisaje, naturalmente,
obligaba al comentario ingenioso o altisonante, no se olvide que todo
transcurre en los espacios teatrales y las velocidades lentas de un barco.
Este alto grado de convencionalidad vuelve muy factible la “invención”
de Lacan. Y más allá de estas generalidades del caso, hay una
particularidad que muestra el chiste de la peste como hecho a la medida
del 29 de agosto de 1909. Las condiciones meteorológicas adversas de
ese día hacen pensar en que el momento señalado del comentario
(“cuando llegaron a la vista del puerto de Nueva York y de la celebre
estatua”) debió de ocurrir tardíamente. Seguramente no pudieron
divisar la costa de Manhattan hasta que no se hallaron bastante
próximos o incluso algo más allá de la estatua. Al cielo tormentoso de la
última semana de viaje se había agregado una pesada niebla desde el
arribo a las costas de Newfoundland. El mapa, las condiciones de
visibilidad, la temática del chiste, todo sugiere que se encontraban a
punto de tocar la isla de Ellis, situada a escasos trescientos metros
pasando la estatua, o que estaban ya amarrados a esa isla para el
trámite aduanero. Desde 1892 hasta 1954, Ellis funcionó como Oficina
Federal de Inmigraciones. La pequeña isla se interponía entre los recién
llegados y tierra firme, ejerciendo controles médicos y políticos que
decidían el ingreso, la detención o la deportación. No admitía enfermos
crónicos o contagiosos, homosexuales, prostitutas, mendigos,
anarquistas ni dueños de libros comprometedores. Los pasajeros de
tercera clase eras desembarcados en tropel y sometidos a requisas a
veces humillantes; los otros, como Freud y sus acompañantes, pasaban
por un trámite más cortes, habitualmente sin descender del barco. Se
sabe que Brill facilitó incluso más las cosas, recomendando al psiquiatra
suizo Bronislav Onuf, consultor de los exámenes inmigratorios, que
aliviara el tramite de la comitiva freudiana; aun así, demoró un par de
horas.(28) De manera que la frase atribuida a Freud tuvo sobradas
razones para manifestarse en esas coordenadas meteorológicas y
sociales.
Por ultimo, localice otro dato que podría considerarse un indicio
confiable de que el chiste de la peste fue efectivamente pronunciado y
de que, como el de encontrar el puercoespín, alcanzó popularidad en el
grupo. Se trata de unas líneas de la carta de Jung a Freud del 31 de
marzo de 1911 desde el Hotel Central de Berlín: “Aquí he sido muy bien
acogido y desde luego, no a Kraus, pero si a toda su clínica la he
encontrado infectada con el psicoanálisis. Creo que la cosa ha
comenzado bien en Berlín”. (29) Dos días mas tarde, Freud escribe a
Ferenczi retransmitiendo la metáfora como si fuera una expresión
gastada entre ellos: “Jung estuvo recientemente en la clínica de Kraus,
en Berlín, y cuenta que allí están todos infectados. Fue espléndidamente
recibido". (30).
Ahora bien, el libro de Rosenzweig y la correspondencia de 1908-13,
hacen algo mas que confirmar las inclinaciones
uretrales de Freud en su sentido mas literal; muestran
también como la ambición de reconocimiento del
psicoanálisis afectó el escritorio de las dos versiones, muy próximas
entre sí, de las Cinco conferencias sobre psicoanálisis de la Universidad
de Clark; recordándonos en mucho el tema de las dos primeras
versiones (son tres), también casi simultaneas, de “Situación del
psicoanálisis y formación del psicoanalista en 1956” salidas del
escritorio de Lacan, en el sentido de que también se diferenciaban
según el target-diría un marketinero-, es decir según se dirigieran a un
auditorio o al publico algo mas borroso de una revista especializada.
A mediados de 1909, G. Stanley Hall, reconocido psicólogo experimental
norteamericano y presidente de la Universidad de Clark, comenzó a
temer, como organizador de los festejos de ese ano, que en el escritorio
de Freud no estuviese ocurriendo nada. Al principio, le pareció que el
vienés era alguien resuelto; entre el 15 de diciembre de 1908 y el 2 de
febrero de 1909, un par de cartas de cada uno de ellos alcanzaron para
renegociar exitosamente las fechas (septiembre, en vez de julio -tal
como también lo habían solicitado otros invitados europeos-) y los
honorarios ($750, en vez de $400 dólares de entonces). Unicamente
habían quedado aplazados el temario de la participación de Freud y la
precisión de si sedan “cuatro o cinco conferencias, en alemán o en
ingles”, sólo que la importancia de este par de detalles fue abultándose
a medida que pasaron los meses y continuaban pendientes. (31) El 9 de
agosto, sobre las vísperas del viaje, Hall solicita de nuevo e
infructuosamente enterarse de: “Si usted ya tiene decidido cuáles serán
los temas o el tema en particular de sus conferencias y cuántas
conferencias serán (...)” (32). Una vez enterado del arribo del vapor, el
31 de agosto insiste al Hotel Manhattan: “Será para nosotros un gusto si
usted nos hace el favor de enviarnos, con: uno o dos días de adelanto,
los temas de sus conferencias, y decidir si va a hablar en alemán o en
inglés y qué número de conferencias prefiere dar” (33). Freud nunca
dejará de responder, cordialmente, incluso durante toda su estadía
norteamericana o hará en un trabajoso inglés, aunque sin ceder una
respuesta completamente satisfactoria. Por fin, envía el aviso de que
serán cinco conferencias y en alemán (“mi ingles es pobre, como lo
estará notando en este momento “) y un pedido de disculpas por
continuar sin adelantarle de que hablara (“Lamento mucho no poder
informarle acerca de los temas de mis conferencias en el momento que
usted quisiera. Me apresuro a decirle que, tentativamente, titulo mis
conferencias: «Sobre el origen (¿o el desarrollo?) del psicoanálisis>>”
(34).
La respuesta a ¿de que va a hablar Freud? no se mantenía, sin embargo,
suspendida por desidia o parálisis, sino debido a un esfuerzo de
disponibilidad hacia el público. El escritorio de Freud trabajaba, desde
hacia rato, alrededor de la pregunta sobre ¿quiénes son y que quieren
los norteamericanos?, y en el equipaje llevaba más de una solución.
Venía sopesando varios criterios; se sabe que escuchó a Jones, a Jung, a
Ferenczi y al mismo Hall. En la carta de presentación, Hall le había
prometido que se acercaría a escucharlo “una selecta audiencia de los
mejores profesores norteamericanos de psicología y psiquiatría” (35). Le
señalaba también que su rival Pierre Janet había visitado Clark y le
advertía que los festejos de 1909 reunirían figuras muy destacadas. No
exageraba, a los festejos de 1909 del vigésimo aniversario de la
Universidad de Clark concurrieron veintinueve expositores renombrados;
una lista de matemáticos, físicos, astrónomos, químicos, biólogos,
psicólogos, pedagogos, antropólogos e historiadores que incluía, por
ejemplo, a los don últimos premios Nóbel de Física (A. Michelson y E.
Rutherford). Los invitados de las “Ciencias de la conducta”, el grupo mas
entusiasmante para Stanley Hall, eran, además de Freud y Jung, el
pedagogo vienés L. Burgerstein; el psicólogo experimental E.B.
Titchener; Franz Boas, famoso antropólogo norteamericano; el psiquiatra
Adolf Meyer; William Stern, precursor de los test de cociente intelectual,
y el et6logo H. S. Jennings (36) Pero ir conociendo o adivinando la
n6mina de los participantes no aplacó sino agitó la incertidumbre de los
analistas en el intento de anticipar qué clase de público tendrían que
enfrentar. Escuchemos sus conciliábulos.
Jones, que en 1908 había emigrado de Inglaterra a Canada por
peripecias legales y había establecido vínculos con el mundo académico
bostoniano, ratificaba las promesas del interés que la visita de Freud
despertaría entre los médicos:
De ningún modo podría decirse que Nueva Inglaterra no estuviera
preparada para escuchar las doctrines de Freud. En otoño de 1908,
mientras permanecí con Morton Prince en Boston, di dos o tres clases a
un auditorio compuesto por dieciséis personas, entre las cuales se
hallaban: Putnam, el profesor de Neurología en la Universidad de
Harvard, E.W. Taylor, que luego fue su sucesor, Werner Munsterberg,
que era profesor de Psicología en la misma universidad, Boris Sidis y
G.W. Waterman. El único con quien tuve realmente éxito fue con
Putnam. (...) De modo que la llegada de Freud era esperada con cierto
grado de impaciencia (37).
Muy interesado en sus últimos contactos, Jones presionara para que se
les de un lugar sobresaliente, dando a entender que son los únicos que
merecen ser tornados en cuenta y, acaso, los únicos que podrían tomar
en cuenta una visita de Freud:
Veo que ninguno de los bostonianos, ni Putnam, ni Taylor, ni Prince, etc.,
están enterados de su próxima visita, y en su mayoría han hecho otros
compromisos para esa época del año.
Por que Stanley Hall no envía los anuncios a, digamos, los miembros de
la American Neurological Association, etc.? El es demasiado remiso y el
tiempo pasa. Por lo que escucho, temo que tendrá que hacerse a la idea
de tener un pequeño publico (38).
El 10 de junio, Ferenczi encuentra, en el número de mayo del New York
Medical Journal, una resena de esas actividades proanalíticas (“Recent
Discussions on Psychotherapy: The New Haven Discussion”):
Querido Profesor:
Creo que le interesará el extracto que le adjunto del New York Medical
Journal. En primer lugar, resulta gratificante ver que los ánimos están
tan dispuestos a recibirlo. Por otro lado, en Norteamérica, tierra de los
negocios, la aparentemente extendida y creciente tendencia a
redescubrir y “modificar” sus cosas esta volviéndose manifiesta. Como
me entere, por una fuente confiable, de algo por el estilo en Jones, me
alegro que haya sido el quien menciono su nombre al menos una vez.
(...) Estoy convencido de que sin honestidad ningún progreso será
posible en psicoanálisis (39).
Pero Freud no estaba preocupado por obtener la obediencia del cuerpo
medico norteamericano -del que dudaba incluso que le siguiera
prestando alguna atención para el mes de Septiembre-, sino por
conseguir despertar interés en un público universitario mas inespecífico
a través de conferencias de un perfil mas abierto y no estrictamente
clínico. El 18 de mayo, ya se lo había comunicado a Jones de más de
tuna manera:
Querido doctor Jones:
Agradezco de todo corazón el envío de ese voluminoso paquete de
material impreso conteniendo sus valiosos aportes a la neuropatología
orgánica, envite que a su vez es preanuncio de otro envío no menor ni
mucho menos valioso de comunicaciones suyas sobre neurosis y
psicoanálisis que esperamos de usted los próximos años. (...) Todavía no
he decidido cual ha de ser el tema de mis conferencias en Worcester. A
ratos se me ocurre que la mejor solución sería que me ocupe de los
sueños y su interpretación. Estoy dispuesto a escuchar su sugerencia, si
no opina lo mismo que yo (40).
El 3 de junio, le confiará la misma idea de solución a Jung:
Me gustaría mucho hablar con usted acerca de América y que me
sugiriese algo. Jones me amenaza, no sin tendenciosidad, con la
presencia de todos los psiquiatras mas destacados. No espero nada de
“figurones”. Pero pienso si no sería mas prudente basarse en general en
la psicología, ya que Stanley Hall es psicólogo, y dedicar las tres o cuatro
conferencias exclusivamente a los sueños.”
Al día siguiente recibe el acuerdo de un Jung que se muestra confiado
hasta el menosprecio:
Si no quiere comportarse usted en sus conferencias americanas de un
modo muy elementalmente docente, comparto por completo su opinión
de que los sueños constituyen el material mas adecuado. De todos
modos, no se ha de esperar mucho por parte de la psiquiatría
americana, son mejores algunos psicólogos, pero desde luego tan solo
pocos (42).
Una vez en Clark, sin embargo, acabara por imponerse una propuesta
aún más generalista sugerida en segunda instancia por Jones. En su
biografía de Freud, lo recuerda así:
Freud no tenía idea sobre el tema que iba a abordar, o así lo decía al
menos, y al comienzo se mostró inclinado a aceptar la sugerencia de
Jung en el sentido de dedicar sus clases al terma de los sueños, pero
cuando me consultó a mí le aconseje que optara por otro mas amplio.
Luego de reflexionar al respecto, estuvo de acuerdo en que los
norteamericanos podrían considerar que el tema de los sueños no era
bastante “práctico”, o incluso frívolo. De modo que se dispuso a hacer
una exposición mas general del psicoanálisis (43).
No había, entonces, improvisación sino más de una solución prevista. Si
Freud evadía responder la pregunta de Hall, era para no comprometer el
temario antes de pisar el terreno. Veamos que sucedió a su llegada y
cómo se precipitaron las decisiones.
El domingo 4 de septiembre, los viajeros llegan en
tren a Worcester, Massachusetts, localidad de la
Universidad de Clark y la acogida privada del
presidente no los decepciona. Un mes más tarde,
Freud le escribirá a Pfister:
Así nos ocurrió con Stanley Hall. ¿Quién podía saber que allá, en los
Estados Unidos, a una hora de ferrocarril de Boston, estuviese un
venerable anciano que espera con impaciencia el Jahrbuch, que lee todo
y entiende todo y que además, como el mismo dice, lanza nuestras
ideas a los cuatro vientos? (44).
El lunes, primer día de los festejos y jornada libre para el psicoanálisis, la
diversidad de los asistentes lo inclina por el proyecto más introductorio.
Según contó veinticinco años mas tarde, el temario de las cinco
conferencias fue ajustado en pareja peripatética con Ferenczi:
Cuando en 1909 fui llamado a Worcester, Massachusetts, para dictar
unas conferencias durante una semana conmemorativa, lo invite [a
Sándor Ferenczi] a acompañarme. La mañana del día en que yo iniciaba
mis conferencias, paseábamos frente a los edificios de la universidad y
le pedí que me propusiese el tema sobre el cual yo hablaría, y él me
bosquejó lo que media hora después expuse en una improvisación. (45).
A favor de la veracidad de este reconocimiento, se destaca que algunos
meses antes Ferenczi había atravesado una experiencia parecida,
dictando una serie de lecciones introductorias a un grupo de médicos de
Budapest (46) Aun así, seguramente Freud exageraba un poco en
homenaje a su seguidor. En este punto, creo que las conjeturas de
Rosenzweig ofrecen una versión más plausible de lo que estuvo en juego
en los paseos por los jardines de Clark. Lo interesante de Rosenzweig es
que se le ocurrió comparar la versión impresa en 1910 de las Cinco
conferencias con lo que había sido, según consta en las crónicas de
testigos y periódicos, su puesta en escena oral. Por esta vía, corroborara
solo parcialmente lo asegurado por Jones a propósito del juego de las
semejanzas (que la prodigiosa memoria verbal de Freud consiguió
reproducir por escrito en una versión que: “no se aparto mucho de la
alocucion original”). Poniendo el acento en el juego de las disimilitudes,
Rosenzweig descubre, en las transformaciones y omisiones de la versión
publicada, el trabajo del Freud-promotor:
Afortunadamente, la cobertura periodística de las celebraciones de
Clark, que incluían las conferencias de Freud, es detallada. Allí se
evidencia un cambio importante en el orden de los temas. Freud
modificó aspectos esenciales de la tercera y la cuarta conferencia.
Desplazó los temas de la interpretación de los sueños y la asociación
libre de la cuarta a la tercera, y los del desarrollo sexual, incluyendo la
sexualidad infantil, de la quinta a la cuarta conferencia. Algunos temas
tratados en la quinta no pasaron a la versión publicada y otros fueron
agregados (47).
Con una argumentación envidiablemente documentada, atribuye estos
movimientos de corrección a que, en el momento de componer la
versión escrita, se encontraba liberado del peso de dos presencias que
sobresalieron en el salón de Clark. Concretamente, el atraso de la
exposición del tema de los sueños no habría respondido a una reflexión
distinta acerca del orden de las razones, sino a eventualidades del orden
de las invitaciones... en particular, la del psicólogo-filósofo William
James:
Freud se enteró que el renombrado William James iría a Worcester
solamente por un día, el viernes 10 de septiembre, y el eligió esa fecha
para exponer su teoría de los sueños. (...) Ese tópico había sido
descuidado por no ser suficientemente "practico" para una audiencia
americana. Pero James no era un americano típico, y para la lección del
día de su concurrencia Freud decidió -lo digo como probabilidad- que el
tema de los sueños sería particularmente apropiado (48).
James era por entonces una celebridad académica internacional. Los
principios de psicología, publicados en 1890 era una suma y
actualización de los desarrollos de esa disciplina. En 1892 apareció una
edición abreviada para estudiantes, conocida popularmente como
Jimmy. En los diez primeros años vendió 50.000 copias. Aun así, Los
principios no alcanzaron la notoriedad de Las variedades de la
experiencia religiosa, sus veinte conferencias escocesas publicadas en
1902.49
En cuanto a las cuestiones que Freud descartó al pasar por escrito la
quinta conferencia, Rosenzweig sospecha que la asistencia de la
reformadora Emma Goldman habría sido determinante para que estos
prosperaran en el escenario:
The Worcester Sunday Telegram dejó constancia de que, en la
conferencia del sábado (la quinta), Freud habló acerca del “suicidio
racial”, en términos de las diferencias de las tasas de fertilidad entre
Oriente y Occidente, y de la devastación de la guerra que elimina de la
posibilidad de convertirse en padres a los jóvenes mas fuertes y
brillantes, refiriéndose particularmente a la pérdida de dos millones y
medio de hombres en las guerras napoleónicas. Se ocupó también de la
eugenesia como herramienta esencial para el futuro de la sociedad.
Estos dos aspectos de la sexualidad y la reproducción fueron omitidos en
las conferencias publicadas. Que Freud tocara estos temas no es
sorprendente -hay evidencias de que se interesaba en ellos-, pero su
omisión en la versión definitiva lleva a preguntarse si el auditorio, en si
mismo, no alentaba su tratamiento, por más que él no pretendía darles
una importancia tal como para que siguieran presentes en la
consecutiva publicación. Una posible explicación es la asistencia, a las
conferencias, de la famosa Emma Goldman. Ella era una reformadora
socialista radical cuyo interés precisamente por esos temas era bien
conocido a través de una insistente propaganda. (...) Además, E.
Goldman había conocido con anterioridad a Freud; en su paso por Viena,
lo había ido a escuchar en 1896 (50).
Valdría la pena insistir en que la redacción definitiva de las Conferencias
se cumplió con presteza, sin que mediaran, entre la fecha de exposición
oral y la entrega del escrito, otros acontecimientos teóricos o
institucionales notorios. De regreso a Viena, Freud convino entregar las
cinco lecciones antes de Navidad, de manera que alcanzasen los
tiempos para tener lista su traducción inglesa revisada para el número
de abril de 1910 del American Journal of Psychology:
Viena, 21 de noviembre de 1909
Mi querido Dr. Hall:
Estoy trabajando con todo patas para arriba para alcanzar la inminente
fecha de entrega que me envió. Aquí esta la tercera de las cinco
conferencias: con su permiso, le introduje algunas modificaciones; en las
dos próximas también agregara varios detalles que en su momento
fueron descuidados, pero que se necesitan para completar el asunto
(51).
Indiscutiblemente
el
progreso
del
psicoanálisis
reclama
un
desenvolvimiento
interno,
una
historia
propia
extraterritorial que sólo tenga ojos para sí misma; pero
no es menos cierto que ello Jebe suceder sin descuidar el asentamiento
intelectual y profesional de los analistas -o como diría más
enérgicamente Colette Soler: sin descuidar al psicoanalista como objeto
del mercado. Vigencia en la ciudad, vigencia mercantil del analista que
viene dependiendo y seguirá dependiendo, en gran medida, de la
capacidad del psicoanálisis de exhibir aquellas caras de su progreso que
mejor se articulen a los temas y los estilos dominantes de la época. En
estos dilemas, nada es más serio que ser un poco snob. Para no
convertirse en una pesadilla, el sumo del futuro del psicoanálisis deberá
tener las modas intelectuales como resto diurno.
En lo temático ningún acontecimiento debería desalentar nuestras
reflexiones internas a propósito, por ejemplo, de la ley de borde que
separa el psicoanálisis de la ciencia. Pero habría que ver si actualmente
se puede esperar algo de su promoción; ahora, que la escena de la
historia y la filosofía de las ciencias se ha convertido temporariamente
en un teatro vacío después de la desaparición de sus últimas dos
grandes figuras, Feyerabend y Thomas Kuhn. En lo estilístico, por
ejemplo, el éxito del ultimo libro de Jorge Alemán, La experiencia del fin
(52), que -según el testimonio de los libreros- superó largamente las
fronteras del Campo Freudiano, creo que se debió, en buena parte, a la
ligereza
(muy
trabajada)
de
sus
juegos
derridianos
de
autorreferencialidad, composición en mosaico y zapping del lugar de la
enunciación, vale decir, a su posmodernidad (53). Homologándolo con la
arquitectura de la ciudad, los recorridos que preve La experiencia del fin
se conjugan mejor con las fachadas posmo del Hotel Hyatt y de la Banca
Nazionale del Laboro de Florida 40, que con las del Hotel Sheraton y el
ex-banco de Londres de Reconquista al 100, últimos coletazos de la
influencia de Le Corbusier en Buenos Aires. Leerlo es mas parecido a ver
Animaniacs y Beavis and Butt-head que a ver al Pato Donald o aun Las
aventuras de Tintín. Y no hace falta decir que la estética de la pagina de
La Carta de la Escuela reservada para nuestras VI Jornadas adhiere con
entusiasmo a la misma estética: amenazando (discretamente) la
legibilidad del cuerpo del texto, su logo se emplaza descentrado,
jugando (controladamente) con la serialidad, la fragmentación y el
detalle de la distorsión nodal de una lupa (54). La nueva subjetividad
está entre nosotros, o le abrimos la puerta o, sin pedir permiso, entrara
rompiendo una ventana.
Volviendo a “El psicoanalista y las letosas” de C. Soler, no puede menos
que decirse que se trata de un texto que se une como conviene al
horizonte de la época. Ningún anacronismo, ningún desencanto
nostalgioso. Ahora bien, ¿su época sigue siendo la nuestra? Entre los
historiadores, ha sido bastante bien recibida la hipótesis difundida por
Hobsbawm acerca de que el siglo veinte acabo hace unos años, de que
fue “un siglo corto” que duro desde mediados de 1914 (estallido de la
primera guerra mundial) hasta fines de 1991 (autodisolución de la Unión
Soviética) (55). “El psicoanalista y las letosas” es de enero de 1991, es
del siglo pasado y se nota. Sus anticipos de una guerra de las galaxias
afortunadamente no se cumplieron, su caracterización del mercado es
hoy algo obsoleta y su definición de que “estamos en la época del
trabajador” y de la adicción al trabajo, produce asombro: ¡estamos en la
época del desocupado! Si Soler disculpaba a Lacan, subrayando que
“Nada de lo que se pensaba en Francia durante esos años podía
ahorrarse la referencia marxista”; ahora nos toca disculparla a ella,
puesto que nada de lo que se piensa hoy osaría pasar por la referencia
al workholic, al overworking de los yuppies de la era de Reagan. Lo que
no es ningún cargo en contra de “El psicoanalista y las letosas”: Lacan
nos mueve a cumplir la cita con el presente, no a adivinar el futuro.
¿Que grito llega hoy desde la calle? O ¿que voces, que murmullos? La
historia no siempre irrumpe con el grito
desgarrador del Guernica (Stephen Dedalus
únicamente invita a Mr. Deasy a mirar por la
ventana la anotación de un tanto de un partido de hockey).
Una mirada desde lo alto de las ventanas de este salón o, para ser mas
exacto, una vuelta a la manzana de este edificio, alcanzaría, a los que
guardamos recuerdo de cómo era el paisaje hace unos diez años atrás,
para sacar conclusiones acerca de cómo se instala y adónde se dirige
una sociedad pos-industrial. Los cambios en el rol del Estado (aquella
fachada francesa eran oficinas de la ahora privatizada empresa de
aguas corrientes) y en el manejo del dinero (allí un cajero de la banca
electrónica, sinécdoque de la nueva expansión capitalista); el
crecimiento fenomenal de ]as comunicaciones (a metros de esa esquina,
uno de los cientos de locutorios de teléfono, fax e internet) y de la oferta
cultural (enfrente esta Tower Records -antes no se conseguía el Socrates
de Satie en Buenos Aires-); el imperio de las grandes cadenas (de ropa
deportiva, comida rápida y delicatessen) y la ultraespecialización de los
pequeños comercios sobrevivientes (a la izquierda de la salida del
edificio, un localcito de solamente cds de música clásica); la
perimetralización de los bolsones de riqueza (el éxito de los cines de
esta manzana de Barrio Norte, en desmedro de los del centro de la
ciudad) y la consolidación de la medicina pre-paga (saliendo a la
derecha, la sucursal de una de sus firmas mas poderosas) que va a
liquidar la práctica privada del psicoanálisis; también el mapa incierto
del mundo (a la vuelta, esta la embajada de Yugoslavia): todo esto y
mas pasa por el marco de estas ventanas de Avenida Callao al 1000.
Desde las del Marriot-Plaza, punto de reunión de las Jornadas, el
panorama es quizás un poco menos didáctico, pero en su interior
escucharemos varios retratos de un presente que, estemos o no de
acuerdo los analistas, ha adquirido el nombre de Posmodernidad.
¿Desde donde se hablara de la posmodernidad en las Jornadas? ¿Se la
nombrara con prevención o con confianza? ¿Se escuchara mencionarla
con los labios fruncidos o con disponibilidad hacia lo nuevo? Hasta el
momento, tengo la impresión de que todavía no se ha extinguido de
todos los colegas la primera reacción temerosa y algo paranoica que
generan las nuevas escenas intertextuales. Se hacen propios los lugares
comunes del periodismo, se demora el acercamiento atento. Se
prejuzga, por ejemplo, que Lyotard es light. No estudie a Lyotard, pero
me parece muy sofisticado sospechar de light a alguien que debate, con
la segunda generación de la escuela de Francfort, la posibilidad de
sostener, a partir de ciertos textos desatendidos de Kant, la existencia
de una cuarta Critica kantiana que daría cuenta de las condiciones de
posibilidad de la legitimación política luego de los acontecimientos de
los últimos veinte años de historia (56).
Me pregunto, para terminar, si no habrá un factor interno al grupo de los
analistas que hoy este sojuzgando el contacto con la actualidad. ¿Puede
ser que nuestra timidez frente a la época este hoy alentada por los
recelos de un Mr. Deasy contrariado con el curso de los hechos?
No se en otros ámbitos, pero entre nosotros habría que tachar
demasiadas líneas de J.-A. Miller para creerlo. Comenzando, si no antes,
por las de su conferencia de Tel Aviv de octubre de 1988, en la que
sostuvo, primero, que el posmodernismo encontró sus temas básicos en
Lacan y, segundo, que “Lacan es un posmoderno” (57). Y terminando
por las que se desprenden de sus ultimas visitas a Buenos Aires; en las
Jornadas de 1995, tituló su seminario: “Adiós al significante" y, para el IX
Encuentro de 1996, publicó “La interpretación al revés” anticipada por
tres frases: “La interpretación está muerta. No la resucitaremos. Si la
práctica es una práctica de hoy, sin saberlo bien todavía, es
ineluctablemente postinterpretativa”. Si esto no es un guiño a los
significantes de la posmodernidad, es el psicodiagnóstico de un hombre
triste...
Ahora bien, ¿será su autorizante insistencia correspondida en las
Jornadas de la EOL? No me atrevo a apostarlo. Las cuestiones de la cita,
el plagio y el intertexto, que son temas centrales de la retórica posmo y
también centrales entre nosotros (galvanizaron los debates vía fax en
1996 y vía internet en 1997 de la Asociación Mundial de Psicoanálisis),
deberían agregar, para incluir este dilema, una pregunta más a su
agenda: ¿por que serd que no todo to que dice el Master alcanza un
destino de Master-dixit?
Después de escuchar esa explicación estrictamente
marketinera que Rorty atribuía a sus primeros libros, Derrida
le contestó: "Es cierto, pero no se trata solo de eso". Y, sí, más
de un lector estará diciendo lo mismo de este capítulo.
Objetándome que es cierto, pero el psicoanálisis no se trata solo de eso.
En principio, justifico y adhiero al reparo, mis convicciones tampoco van
más lejos. La meta de este primer capítulo es apenas la de insistir en
que aunque no se trata solo de eso, lo cierto es que de eso también se
trata. No es mucho, pero sería pertinente. La omisión del registro de la
instancia promotora o marketinera de los textos analíticos es una
costumbre que conduce a lecturas ingenuas y, por su arrogante
sencillismo, probablemente también a posiciones clínicas desventajosas.
Confío en que los ejemplos traídos hayan puesto en evidencia que en la
mayoría de los casos (y siempre en Freud y en Lacan) no se trata -como
bien subrayaba Derrida- de que haya, de un lado, el producto precioso
(el psicoanálisis en sí mismo, de la doctrina y clínica) y, del otro, el
aparato (institucional, editorial, etc.) que lo vende y del que uno podría
(debería) desprenderse facilmente, como del envoltorio de un regalo. La
vida del psicoanálisis avanza con movimientos en los que todas las
dimensiones se mezclan convenientemente. Fue entreteniéndose con
hipnotizadores, sacerdotes curadores y médiums, y pronunciándose
equívocamente en las puertas del positivismo, como Freud consiguió
demarcar la singularidad del psicoanálisis. Por su parte, en los años de la
posguerra de la Segunda Guerra y luego en medio de la revolución
sexual, Lacan habilitó un retorno a Freud con porvenir, invitando y
visitando a existencialistas, jesuitas y marxistas, leyendo las lingüísticas
de turno y jugando con las matemáticas recreativas de la era Atómica.
¿Por que no podríamos nosotros cumplir nuestra parte, habiendo -entre
muchas otras cosas- un tour por la arquitectura de Las Vegas en
compañía de neopragmatistas y posmodernistas? Como nos esta
proscrito adivinar la escena del futuro, los analistas no tenemos otra
salida que la de ocupar la escena en tiempo presente. No es ninguna
desdicha. Es una suerte. La cita con la época además de un ejercicio de
reescritura oportunista, es una oportunidad para el hallazgo de lo nuevo
del psicoanálisis en lo nuevo del mundo. Cuando Freud, Jung y Ferenczi
regresaron de Europa, no solamente lo hicieron habiendo cumplido la
misión de infectar con la peste psicoanalítica, también volvieron -como
se vera- infectados de una peste americana que los lleva a una crisis
complicada y fecunda de no menos de cinco años.
Del Lacan-promotor y de la promoción del psicoanálisis queda mucho
por estudiarse. No se trata únicamente de los cambios de vientos del
espíritu de época. También están las mutaciones del público. En los
Estados Unidos, Freud y sus acompañantes notaron, tanto o más que en
sus países, la importancia de la emergencia del publico femenino, que
seria crucial en la historia futura del psicoanálisis (58). En una carta a
Freud de fines de 1909, Ferenczi hace la siguiente observación acerca
de unas charlas en la Escuela Libre de Ciencias Sociales de Budapest:
“Las mujeres allí presentes eran quienes prestaban más atención (como
en Worcester)” (59). A partir de 1964, el cambio de escenario, de la
capilla de la Clínica de Sainte-Anne al auditorio universitario de la École
Normale Supérieure, revolucionó igualmente el discurso de Lacan. Los
cambios de soporte tampoco deberían subestimarse. El peso que tuvo la
publicación del libro de los Escritos para que la enseñanza de Lacan
adquiriera una escala mundial es incontrovertible. Aunque no tan
dramáticamente, también fue decisiva para el psicoanálisis
norteamericano la decisión de Freud de acordar, en 1920, que su
sobrino Edward Bernays, residente en Nueva York y experto en
relaciones públicas, se encargara del tramite de la publicación del libro
de las Cinco Conferencias. Edward las tomó del número de la American
Journal of Psychology donde reposaban desde hacía diez años y las
convirtió en un libro que en 1926, en apenas seis años, alcanzó la
décimo sexta reimpresión (60). Cada uno de estos movimientos de
transposición (de lo oral a lo escrito o de la revista al libro) reclaman, a
su turno, trabajo. A veces, apenas unos retoques. En 1920, bastó con
que Edward le solicitara un prólogo a Hall para convertir las conferencias
de una revista académica en las conferencias de un libro de alto tiraje. A
veces, reclama muchísimo más. El próximo capítulo trata de lo que hizo
Lacan cuando, en 1966, apiló sus viejos artículos sobre el escritorio y
pasó meses corrigiéndolos hasta sacar de allí los Escritos.
NOTAS:
1
Jones, Ernest, Vida y obra de Sigmund Freud, Paidós, Buenos Aires,
1976; t.3, p.266.
2
VOLTA, Ornella et al., Erik Satie: Del chat Noir a Dadá, Instituto
Valenciano de Arte Moderno, Valencia 1996; p.39.
3
BEACH, Sylvia [1956], Shakespeare and Company, Nuevo Arte
Thor, Barcelona 1984; pp. 16-19.
4
ROAZEN,
Paul,
Meeting
Freud’s
Massachusetts Press, Amherst, USA, 1993.
Family,
University
of
5
“Lo increíble es que Joyce, que tenia el mas grande desprecio por
la historia --la calificaba de pesadilla-- [...] no haya podido finalmente
encontrar otra solución que escribir el Finnegans Wake, o sea un sueño
que, como todo sueño, es una pesadilla.” (reunión del 16 marzo 1976,
inédito).
6
SOLER, Colette [12-I-1991], El síntoma en la civilización (El
psicoanalista y las letosas), en AA.VV. La diversidad del síntoma, col.
Orientación Lacaniana, Buenos Aires 1996; p.101.
7
Ibíd., p. 91.
8
Loc. cit.
9
De COSSÉ BRISSAC, Marie-Pierre, “Lacan o la dicha de vivir”,
incluido en AA.VV. [1992], ¿Conoce usted a Lacan?, Paidós, Buenos
Aires, 1995; p. 21.
10
DERRIDA, Jacques [1996], Resistencias del psicoanálisis, Paidós,
Buenos Aires, 1997; p. 79.
11
DE COSSÉ BRISSAC, Marie-Pierre, Ibíd; pp. 20-21.
12
PERRIER François [19851, Viajes extraordinarios por Translacania,
Gedisa, Buenos Aires, 1986; p. 44.
13
ROUDINESCO, Élisabeth [1993], Lacan (Esbozo de una vida,
historia de un sistema de pensamiento), fce, Buenos Aires, 1994; p. 303.
14
Ibíd.; p. 390.
15
RORTY, Richard, “Notas sobre deconstrucción y pragmatismo”,
incluido en CRITCHLEY, Simon, DERRIDA, Jacques, LACLAU, Ernesto y
RORTY, Richard [1996], Deconstrucción y pragmatismo, Paidós, Buenos
Aires, 1998; p. 42. Y más decididamente en p. 87: “...toda esa temática
supuestamente profunda sobre la primacía del rastro en la obra
temprana de Derrida en la que parece un joven profesor de filosofía
todavía un poco inseguro de sí mismo, produciendo sonidos casi
profesionales”.
16
DERRIDA, Jacques, “Notas sobre deconstrucción y pragmatismo”,
incluido en Deconstrucción y pragmatismo; pp. 154-55.
17
JAMES, William [1902], Las variedades de la experiencia religiosa,
Península, Barcelona, 1986; pp. 19-20.
18
LACAN, Jacques [16-v-1956], EL SEMINARIO 3: Las psicosis, Paidós,
Barcelona, 1984; p. 337.
19
“Nuestro viaje a los Estados Unidos, que emprendimos en 1909 en
Bremen, duro siete semanas. Estuvimos juntos todos los días y
analizábamos nuestros sueños. (...) Freud tuvo un sueno cuyo contenido
no estoy autorizado a exponer. Lo interpreté lo mejor que supe, pero
añadí que se podrían deducir muchas más cosas si quería comunicarme
algunos detalles de su vida privada. A estas palabras Freud me miro
extrañado --su mirada estaba llena de desconfianza-- y dijo: ‘El caso es
que no puedo arriesgar mi autoridad’. En este instante la perdió”. Cf.
JUNG, Carl G. 11961], Recuerdos, sueños, pensamientos, Seix Barral,
Barcelona, 3ra, ed., 1981; p. 167. Lo que Jung no revela es que, como
enseguida se verá, ese sueño de Freud fue consecutivo al episodio que
nos importa.
20
Carta de Jung a su esposa del 3-IX-1909: "Ayer vimos la
Universidad de Columbia y su magnifica biblioteca. Todo es hermoso e
impresionante. Desde la vecina Riverside Drive (un espacioso paseo) se
ve las Palisades de la otra orilla del río Hudson. Es bastante lejos y bien
en las afueras de los limites de la ciudad. Nueva York es simplemente
enorme" cit. en ROSENZWEIG, Saul, Freud, Jung and Hall the Kingmaker: The Expedition to America 1909, Hogrefe & Huber, Seattle, 1992;
p.292.
21
ROSENZWEIG, Saul, op. cit.; pp. 64-65.
22 JONES, Ernest, Vida y obra de Sigmund Freud, Paidós, Buenos Aires,
1976; t. 2, p. 67.
23
Ibíd.; p. 71.
24
Cf. ROSENZWEIG, Saul, op. tit.; p. 291. Por supuesto que Harvard y
lodo el sistema universitario americano de entonces no era lo que es
hoy. En 1909, a Freud le da gracia cuando lo invita una universidad que
festeja sus primeros veinte años. Y, en 1901, a William James le pesa el
provincianismo con que los europeos se figuran a su país: “No sin
turbación me instalo detrás del escritorio enfrentándome a esta culta
audiencia [escocesa en Edimburgo]. Para nosotros, los norteamericanos,
la experiencia de recibir instrucción oral, o de eruditos libros europeos,
nos es familiar. En mi universidad, Harvard, no pasa invierno sin que se
realice una selección, pequeña o grande, de conferencias de escoceses,
ingleses, alemanes o franceses, representantes de la ciencia o la
literatura en sus respectivos países, a los que persuadimos de cruzar el
océano para que nos hablen, o bien atrapamos al vuelo mientras visitan
nuestra tierra. A nosotros nos parece natural escuchar mientras los
europeos hablan; sin embargo, lo contrario, hablar mientras los
europeos escuchan es una costumbre todavía no adquirida". JAMES,
William [1901-02], Las variedades de la experiencia religiosa, Península,
Barcelona, 1986; p. 13. Cuando, en 1966, Lacan viaja a los Estados
Unidos, situación era muy distinta y no deja de sentir el golpe: “En
Chicago vi una universidad completa; pero una Universidad ahí --como
ustedes sabrán--algo muy grande. Completamente construida en gótico,
un centenar de edificios de un gótico, debo decir, perfecto. Jamás vi
gótico más bello, un -gótico más puro. Esta muy bien hecho. El falso
gótico vale mucho más que el verdadero, se los aseguro”. (Seminario
13: El Objeto Del Psicoanálisis, clase del 23-III-1966, inédito.).
25
ROUDINESCO, Elisabeth [1993]; pp. 388-89.
26
FREUD, Sigmund [1909], Cinco conferencias sobre psicoanálisis, en
Obras completas t. XX, Amorrortu, Buenos Aires, 1979; p. 49.
27
Cf. JONES, Ernest, Vida y obra de Sigmund Freud, Paidós, Buenos
Aires, 1976; t.2, p. 70: “... [En la casa de campo de Putnam,] para gran
contento de Freud, vieron un puercoespín, incidente este que tenía un
sentido especial. Freud había hecho una manifestación interesante era
el sentido de que, cuando se hallaba frente a una tarea difícil, tal como
resultaba ser esta de presentar sus desconcertantes conclusiones a un
auditorio extranjero, era conveniente procurarse una especie de
pararrayos que desviara la propia atención hacia una finalidad
secundaria. Es así como antes de partir a Europa sostenía que iba a
América con la esperanza de ver un puercoespín salvaje y pronunciar
además algunas conferencias. « Encontrar su puercoespín» se
transformó en una frase corriente en nuestro círculo”.
28
Cf. ROSENZWEIG, Saul, op. cit.; pp. 57-58.
29
FREUD, Sigmund v JUNG, Carl, Correspondencia [1906-1923],
Taurus, Madrid, 1978; p. 475.
30
FREUD, Sigmund and FERENCZI, Sándor, The Correspondence of
Sigmund Freud and Sándor Ferenczi, Vol. 1, 1908-1914, Harvard Univ.
Press, Cambridge, Massachusetts, 1994; p. 265.
31
44.
“The Freud/Hall letters”, en ROSENZWEIG, Saul, op. cit.; pp. 339-
32
Ibíd., p. 351.
33
Ibíd., p. 354.
34
Ibíd., p. 355.
35
Ibíd., p. 339.
36
ROSENZWEIG, Saul, op. cit., pp. 120-25.
37
JONES, op. Cit., v.2, pp. 67-68.
38
Carta del 18-v-1909 de Jones a Freud, cf. FREUD, Sigmund and
JONES, Ernest, The Complete Correspondence of Sigmund Freud and
Ernest Jones, (1908-1939), Harvard Univ. Press, Cambridge,
Massachusetts, 1995; p. 24.
39
FREUD, Sigmund and FERENCZI, Sándor, op. cit., p. 65. El tiempo
le enseñará que ese no es un pecado exclusivo de los norteamericanos.
En la entrada del 12-VI-1932 de su Diario clínico escribe: “Fracaso con
alumnos. Dm. tiene ahora el coraje de reprocharme dejar caer a los
alumnos al primer signo de una adaptación o de una sumisión
incompletas. Debo reconocerlo, pero me disculpo haciéndole observar
que los alumnos me roban mis ideas sin citarme” cf. FERENCZI, Sándor
[1932], Diario clínico, Conjetural, Buenos Aires, 1988; p.176.
40
FREUD, Sigmund, Correspondencia, ed. de Nicolás Caparrós, T.3,
“1909-1914: Expansión. La Internacional Psicoanalítica", Bib. Nueva,
Madrid 1997; p. 43.
41
FREUD, Sigmund y JUNG, Carl, op. cit.; pp. 276-77.
42
Ibíd., p. 278.
43
JONES, Ernest, op. cit., p. 68. La correspondencia indica un
recorrido más tortuoso. Luego de que Freud se muestra en franca
alianza con Hall y poco convencido de los gustos de Jones y de sus
temores acerca de la falta de repercusión, Jones cambia el consejo: “Ya
debe hacer recibido mi carta acerca de Worcester y el terror de que el
público no sea tan numeroso. Pero quizá, coma de costumbre, mis
opiniones sean may pesimistas. (...) Usted podría hablar de algunos de
los
mecanismos
psicológicos
(Verdichtung,
Verschiebung,
Ersatzforniation, etc) en términos más generales, ilustrando su efecto en
distintas esferas, los sueños, las psiconeurosis, la vida cotidiana, etc.;
acercando, así, sus conferencias más al psicólogo que al clínico. (...) Lo
que seria algo mucho más abarcativo que unas conferencias únicamente
acerca de los sueños” (carta del 6-VI-1909: cf. FREUD, Sigmund and
JONES, Ernest, op. cit.; pp. 26-27).
44
Carta de Freud a Pfister del 4-X-1909, cf. FREUD, Sigmund,
Correspondencia, op. cit., p. 70.
45
FREUD, Sigmund [1933], “Sándor Ferenczi”, en Obras Completas,
t. XXII, Amorrortu, Buenos Aires, 1976; pp. 226-227.
46
Según Jiménez Avello: “...hay un estilo común en las conferencias
para médicos de Budapest y las conferencias Clark. Ferenczi sabe bien
lo que es habérselas con médicos ignorantes y prejuiciados. La misma
cautela de Ferenczi en “Las neurosis a la luz de la enseñanza de Freud y
el psicoanálisis” está presente en las cinco conferencias de Freud” (Cf.
JIMÉNEZ AVELLO, José, Para leer a Ferenczi, Biblioteca Nueva, Madrid,
1998; p. 59). La idea es atractiva, pero poco convincente: ese texto
primerizo de Ferenczi (cf. FERENCZI, Sándor, Obras Completas, Espasa-
Calpe, t. 1: 1908-1912, Madrid, 1981; pp. 19-38) me parece demasiado
acumulativo, desorganizado, asertivo y obvio, como para merecer
comparación con el saber pacer de Freud en 1909.
47
ROSENZWELG, Saul, op. cit.; p. 129.
48
Ibíd., cit. loc.
49
MENARD, Louis, “William James & the Case of the Epileptic
Patient”, en The New York Review of books, Dec. 17, 1998.
50
ROSENZWEIG, Saul, op. cit., pp. 131-133.
51
Ibíd., p. 363.
52
ALEMÁN, Jorge, La experiencia del fin. Psicoanálisis y metafísica,
Miguel Gómez ed., Málaga, 1997.
53
V. gr. los juegos de Jacques Derrida con los márgenes y las notas
en “Tímpano” (1972); con el trazo manuscrito en “Firma,
Acontecimiento, Contexto” (1971); con la organización alfabética en
“Limited Inc abc...” (1977); con las ochenta y ocho paginas de prólogo
de Mal de archivo (1995) para sus trece paginas de tesis; con el libro
partido en dos, escrito junto a Geoffrey Bennington.
54
Para una descripción precisa de la poética posmoderna, puede
consultarse: CALABRESE, Omar [1987], La era neobarroca, Cátedra,
Madrid 1989.
55
HOBSBAWM, Eric [1994], Historia del siglo XX: 1914-1991, Crítica,
Barcelona 1995.
56
para una crítica de J-F. Lyortard: NORRIS, Christopher, What’s
Wrong with Postmodernism: Critical Theory and the Ende of Philosophy,
The Jhons Hopkins Univercity Press, Baltimore 1992.
57 MILLER, Jacques-Alain [19881, “AIgunas palabras sobre Lacan y la
modernidad”, incluido en nº4/5 de Seminario Lacaniano, Buenos Aires
1990; p. 51.
58
Para un informe acerca de “El momento en que la mujer Pasó del
diván al sillón del analista en el psicoanálisis europeo; la hegemonía
creciente de las mujeres en la escena internacional de posguerra (Anna
Freud y Melanie Klein) y como influyó eso en la constitución del
psicoanálisis argentino”, consúltese: BALAN, Jorge, Cuéntame lo vida:
Una biografía colectiva del psicoanálisis argentino, Planeta, Buenos
Aires, 1991; pp. 17-47.
59
Carta de Ferenczi a Freud del 26-XI-1909, cf. FREUD, Sigmund and
FERENCZI, Sándor (1908-14), op. cit.; t. l, p.103.
60
ROSENZWEIG, Saul, op. cit.; p. 237.
2
Simpatizando con su propio tema, el de los estratos genéticos de la
escritura, el siguiente capítulo atravesó tres etapas. Primero, fue una
crítica bibliográfica breve a propósito de la edición bilingüe de las
diferencias entre las versiones originales y definitivas de los textos
reunidos en los Escritos de Lacan (“Las variantes textuales de Lacan”,
rey. Agenda Letra Viva, año XVI, nº9, mayo 1997, pp. 14-15). Después,
se convirtió en un artículo extenso para la revista sYc, cuyo número
estaba enteramente consagrado a la cuestión de la corrección (“Lacan
corrector”, en rey. sYc nº8, oct. 1997, Buenos Aires; pp. 109-124).
Ahora, actualizado, expandido y, naturalmente, corregido, se convierte
en un capítulo sobre la gran corrección de 1966 que guarda contrastes y
continuidades con el capítulo que le sigue, “¿Tergiversaciones privadas y
rectificaciones públicas?”, conformando juntos una introducción a los
dos caminos practicados por Lacan-corrector.
LA GRAN CORRECCIÓN DE
1966
Joyce era un discípulo de Ibsen, quien creía que un autor debe
dramatizar incógnitas y abstenerse de contar sus soluciones, no porque
él mismo pudiera tener dudas al respecto, sino porque esa sería la
manera de influenciar más intensamente al público.
William Empson, “Joyce’s Intentions”
Yen este caso, Lacan no se dirige a los analistas, no se dirige a sus
alumnos; se dirige más allá de a quienes un día había dirigido esos
textos, más allá de quienes habían sido su público ocasional. Se dirige,
más allá de ellos, a este lector nuevo que hará una nueva lectura de
esos textos.
Jacques-Alain Miller, “A treinta años de
la publicación de los Escritos”
HAY CIERTOS TEXTOS E INCLUSO CIERTOS AUTORES CUYA OBRA
ENTERA irrumpe de tal modo en el escenario del arte o de la disciplina a
la que pertenece que se constituye en centro irresistible de atención,
renovación y culto. Sus desvíos, con respecto a las previsibilidades de su
tiempo, acaban emplazándose como el nuevo standard, paradigma o
cabeza de serie de lo que vendrá. La singularidad de la obra de Lacan ha
merecido y sufrido este destino de punto de partida. La aparición de los
Escritos originó innumerables comentarios, desarrollos, aplicaciones y
emulaciones: el psicoanálisis dejó de ser pensado y de ser hablado como
se lo hacía hasta entonces. Entre las transformaciones que impulsó, la
del estilo fue la más inesperada, exitosa y enigmática. Blanco predilecto
de la crítica, las peores acusaciones no fueron obstáculo para que se
impusiera como su novedad más penetrante: el léxico, las preferencias
temáticas, los giros enunciativos y la retórica de Lacan contagió en
algún grado a todo el psicoanálisis latino, incluyendo a los que no
querían saber nada con él.
Si bien la asimilación veloz de las maneras y de los principales aforismos
lacanianos no garantizaron que su letra llegara invariablemente a
destino, tampoco la precipitó a un agotamiento de moda pasajera. Y uno
de los indicios de la vigencia y de lo mucho que resta por hacer con la
obra de Lacan, es la persistencia, todavía entre nosotros, del tabú de su
autoridad. Quiero decir que si bien se avanza, buena parte de nuestros
emprendimientos parecen progresar sin ser capaces de echar la vista
atrás. Como si volverse hacia el resplandor del foco originario (la obra
de Lacan haciéndose) repitiese, como en el mito y el cuento infantil, la
ofensa de la tentación de Orfeo y de la ambición de Alí-Baba. A Orfeo se
le concedió recuperar a Eurídice, siempre que desistiera de contemplar
el rostro de la Muerte; a Alí-Baba, retirar tanto oro como pudieran cargar
sus brazos, siempre que desistiera de regresar por más. Si
desobedecían, la parálisis u otras denigraciones propias o del objeto
estaban dispuestas para fulminarlos, aleccionando al infractor acerca de
la interdicción radical que afecta los encuentros cercanos con el poder.
No es éste, desde luego, un dilema exclusivamente lacaniano ni que
afecte al lacanismo en su totalidad. Los fuegos del origen inquietan a
cualquier parcialidad fundamentalista que reclame para su arte, escuela
o ciencia la conclusividad del texto sagrado. Leídos como infalibles y
vueltos objeto de culto, los textos germinales del fundador son
disecados de la vitalidad de impertinencias y omisiones que un día les
dio origen. La consagración los eleva al rango sentencioso del axioma,
reprimiendo su condición primera, la de haber sido, ellos también, la
entrega proyectada como transitoria del último borrador.
¿Estoy promoviendo una desacralización de la obra de Lacan, para que
se me autorice, a continuación, a imputarle alguna falacia doctrinaria o
algún fracaso en su estilo? No es eso precisamente. Lo que busco
destacar es que la novedad que trajo, y particularmente la que hace al
estilo, entrega su fuerza y sus designios no solamente cuando se la
emplea como trampolín (la obra de Lacan como punto de partida, como
modelo a emular), sino además cuando nos retrotraemos a lo que
muestra de sí como el resultado de una trayectoria (la obra de Lacan
como un punto de llegada, como última versión de ensayos y
correcciones). Concretamente, intentaré subrayar que su lección del
estilo no solamente vale estudiarla en los epígonos —como querían los
formalistas—, (1) sino además en los borradores —como lo practican los
genetistas textuales.
Conjugar ambas perspectivas, la de la recepción con la de la producción,
equivale a sumarie al método acostumbrado de leer los Escritos en sus
efectos (leer los Escritos desde el après coup de los últimos seminarios
de Lacan e incluso desde el lacanismo más actual), el de leerlos en el
status nascendi de sus versiones descartadas (leer las ideas y el estilo
de los Escritos como una forma que Lacan fue persiguiendo y resolviendo a partir de los borrones de sus primeros bocetos).
Más allá de la invalorable discusión de si Jacques Lacan
fue (de si el Hombre mismo es) amo, esclavo u hombre de paja del estilo
que lleva su firma, se concederá que hay otros perfiles y otros
acercamientos al estilo de Lacan de no menor incidencia analítica, como
el de la investigación —que aquí intentaremos— de lo que Lacan quitó,
agregó o mantuvo como corrector de sus propios escritos. Tales
infidencias genéticas podrían llegar a decir algo más y algo nuevo sobre
los legítimos vectores de su enseñanza. Por ejemplo, llegar a traer algo
nuevo a propósito de su parecer acerca de la valiosa discusión de si
Jacques Lacan fue (de si el Hombre mismo es) amo, esclavo u hombre
de paja del estilo que lleva su firma.
¿Pero están abiertos a nuestra disposición los archivos de Lacan? No
todavía, y lo más probable es que nunca accedamos a su colección,
sencillamente porque esos borradores no están más. La investigación
genética ideal únicamente es posible en oportunidades excepcionales,
en las que el autor o sus allegados (cf. el elogio de Curt Janz a la odiosa
hermana de Nietzsche) hayan vivido guiados por el interés de perpetuar
cada huella de la construcción de la Obra. Tal fue el caso de James
Joyce; él mismo acumuló cada línea escrita de sus últimos veinte años
de producción, alentado no menos por su poética que por su situación
financiera (obtener ingresos o favores de la venta y el obsequio de
manuscritos y esquemas). Hasta hace muy poco, nada semejante cabía
esperar del corpus del psicoanálisis. Por un exceso de celo de los
Sigmund Freud Archives y porque sus autoridades no daban con el
candidato apropiado que se hiciera cargo de la tarea (las dimensiones
tragicómicas y jurídicas de la gestión de Jeffrey Moussaieff Masson son
suficientemente conocidas) (2), se tenían noticias muy imprecisas
acerca de la existencia de los manuscritos de Freud.
La reciente publicación —de 1993 en alemán, traducida en 1996 al
inglés— de las investigaciones de Ilse Grubrich-Simitis abren hoy un
panorama novedoso y alentador. Habrá, ciertamente, que resignarse a
que es muy poco lo que sobrevive de los borradores y las pruebas de
galera anteriores a 1913; el mismo Freud le certificó a Abraham
Schwadron, en una carta de 1936, que los manuscritos de La
interpretación de los sueños los había “arrojado al tacho de la basura”.
Aunque a ese destino escaparon muchas páginas del caso del Hombre
de las Ratas, del estudio sobre Leonardo , del caso Schreber , de Tótem
y tabú y de algunos artículos breves, el atesoramiento sistemático
comenzó recién a mediados de 1913, cuando Paul Federn le comentó a
Freud que la Biblioteca Morgan de Nueva York, solventada por el
banquero americano John Pierpont Morgan, podía interesarse en adquirir
sus manuscritos. Las gestiones de Federn y luego las de Edward Bernays
se malograron por la Primera Guerra y la depresión; aún así, Freud
perseveró en guardar los papeles y acabó legándolos a sus siete nietos
(3). Lamentablemente, no hay noticias de que se conserve algo así de
Lacan. Por culpa del descuido, la destrucción y el uso del teléfono
(hábito al que Freud era afortunadamente reacio), de Lacan no hay
indicios ni siquiera de que haya quedado un importante epistolario —la
prudencia editorial, por otra parte, no publicó aún las 247 cartas
contabilizadas en la “recensión no exhaustiva” realizada por É.
Roudinesco—(4).
Sin
embargo,
contamos
con
un
material
considerablemente voluminoso y fácilmente accesible
que, aunque no merezca comparación con la pila
descomunal de los cuadernos de Joyce ni con los archivos
de Freud, resulta pleno de interés. Me refiero a las miles de correcciones
que, en 1966, Lacan introdujo a unos seiscientos párrafos de los
artículos que llevaba publicados desde los años treinta, antes de
entregarlos para su inclusión definitiva en los Escritos.
Algunas de estas correcciones ya han merecido estudios particulares y
seguramente estarán en marcha otros más, que aportarán nuevas
conclusiones poco posibles o imposibles de alcanzar por otro camino.
Pero lo que todavía no se han dado a conocer son evaluaciones globales
del trabajo de Lacan como corrector. Estimo que están diferidas por el
detenimiento que requieren; pero, a treinta años de la publicación de los
Escritos, esta demora impacienta, más aun cuando se cae en la cuenta
de que el monto de palabras, flechas y signos diversos que sustituyen e
incorporan las correcciones del 66 resulta, en extensión, equivalente a
un nuevo escrito, y de que ese escrito (editado, pero simultáneamente
inédito) habla o, mejor dicho, muestra en la orientación de sus
decisiones el pensamiento vivo de Lacan acerca de cómo hacer posible
la enseñanza del psicoanálisis a través de la escritura.
Tampoco yo pude concluir la evaluación minuciosa de la totalidad de la
muestra; aun así, creo que, debido a su carácter inesperado, sugerente
y, me atrevo a calificar, incontrovertible, no sería imprudente adelantar
esta primera observación: las correcciones de Lacan se dirigen
prevalentemente
hacia
soluciones
de
mayor
legibilidad.
Sorprendentemente, el “Góngora del psicoanálisis” (como debidamente
se autodefinió en “Situación del psicoanálisis y formación del
psicoanalista en 1956”) se nos aparece sentado horas y horas en su
escritorio, procurando quebrar la condensación hermética y reducir la
ambigüedad gramatical de sus papeles.
Una de las características más conocidas y evidentes de los borradores
de Joyce es la de que progresaban, casi sin excepción, hacia
una extensión y complejidad crecientes. Por sucesivos
agregados, él expandía la incertidumbre a medida que abultaba los
párrafos (5). En el comienzo estaba la legibilidad del sentido; el enigma
venía después, como resultado de un calculado trabajo. La revisión del
primer párrafo del cuarto capítulo del Finnegans Wake ilus na
ejemplarmente ese procedimiento en un solo paso de revisión. A la
primera versión, de 1927, le añadió límpiamente los agregados de 1937
(que destaco con subrayado):
As the lion in our teargarten remembers the nenuphars of his Nile (shall
Ariuz forget Arioun or Boghas the baregams of the Marmarazalles from
Marmeniere?) it may be, tots wearsense full a naggin in twentyg have
sigilposted what in our brievingbust, the besieged bedreamt him stil and
solely of those lililiths undeveiled which had undone him, gone for age,
and knew not the watchful treachers at his wake, and theirs to stay.
Fooi. fooi, chamermissies! Zeepyzoepy. larcenlads! Zijnzijn Zijnziin! (6)
Es innecesario un dominio exquisito de la lengua inglesa para advertir
que estas inclusiones no ofician de incisos aclaratorios, y para adivinar
que son ellas lo que mantiene más ocupados a los expertos en el
Finnegans Wake.
La documentación de las correcciones de Joyce se vuelve cada vez más
escasa en lo que corresponde a los libros anteriores al Finnegans, pero
ello no impide verificar los mismos hábitos en la composición del Ulises y
hasta en la de Dublineses. Hay un repetido ejercicio escolar que consiste
en contrastar los dos comienzos de “Las hermanas” (primer cuento de la
serie de Dublineses). El primero, publicado en el Irish Homestead del 13
de agosto de 1904:
Por tres noches sucesivas me encontré, a esa hora, en la calle Great
Britain como llevado por la providencia. Por tres noches elevé mis ojos
hacia el iluminado cuadrado de la ventana y me puse a especular.
Parecía saber que sucedería por la noche. Sin embargo, a pesar de la
providencia, que había guiado mis pasos, y a pesar de la respetuosa
curiosidad de mis ojos, no logré descubrir nada. Cada una de esas
noches, el cuadrado persistía iluminado de la misma tenue y desmayada
manera. No era luz de velas, por lo que se podía ver. De manera que no
había sucedido todavía.
La cuarta noche, a esa hora, estaba en otra parte de la ciudad. Quizá fue
la misma providencia la que me condujo allí —un tipo caprichoso de
providencia— para colocarme en desventaja. De regreso a casa, iba
preguntándome si aquel cuadrado de la ventana seguiría iluminado
como antes o si revelaría los velones ceremoniales que deben alumbrar
a los cristianos en su último sueño. No quedé sorprendido, por eso,
cuando en medio de la cena me descubrí profeta (7).
Y el segundo y definitivo, producto de una revisión fechada entre mayo y
junio de 1906:
Esta vez ya no había lugar para la esperanza: era el tercer ataque.
Noche tras noche había pasado por la casa (estaba de vacaciones) para
estudiar el iluminado cuadrado de la ventana, y noche tras noche la
había encontrado iluminada de la misma tenue y desmayada manera. Si
hubiera muerto, pensaba yo, se vería el reflejo de unas velas sobre las
oscurecidas persianas, pues sabía que han de ponerse dos velas en la
cabecera de un cadáver. El me decía con frecuencia: No me queda
mucho tiempo en este mundo, y yo siempre consideré ociosas tales
palabras. Ahora sabía que eran verdad. Todas las noches, al levantar la
mirada hacia la ventana, me decía suavemente a mí mismo la palabra
parálisis. Siempre sonaba rara a mis oídos, como la palabra gnomon en
el Euclides y la palabra simonía en el catecismo. Pero ahora me sonaba
como si fuese el nombre de algún ser maléfico y pecaminoso. Hacía que
me saltaran las lágrimas, y sin embargo no paliaba mi deseo de estar
cerca y observar su trabajo mortífero (8)
El pequeño detective católico del Irish Homestead se ha convertido en
un niño capturado por las palabras; la pequeña historia costumbrista se
ha vuelto hacia las perplejidades del simbolismo. Si hay un joycismo
para Dublineses, se debe a las correcciones de 1906. Recientemente,
por ejemplo, Garry Leonard intentó esta solución a la moda para
justificar la presencia del gnomon en “Las Hermanas”:
Como resultado de este impulso (que puede ser visto como el Deseo, en
el sentido que Lacan le da a este término) el protagonista es atraído por
esos objetos cuya presencia está socavada por una ausencia (la figura
geométrica del gnomon es el principal ejemplo) (9).
(Gracias al popular Joyce Annotated de Don Gifford (10), desde 1967
todo estudiante conoce que en la geometría de Euclides el gnomon es
“lo que queda de un paralelogramo cuando se le remueve un
paralelogramo semejante con el que comparte una de sus esquinas”).
Las especulaciones a que se dieron lugar estas variantes son muchas y
apenas más seguras que las inducidas por las del Ulises y el Finnegans
Wake (11). Pero lo que la temprana corrección de 1906 ya pone
severamente en duda son ciertas viejas hipótesis genéticas —más
guiadas por la mitomanía y la admiración que por el trabajo de archivo—
acerca de cómo Joyce alcanzó su estilo y acerca de cómo escribía. Es el
caso del descrédito que ahora merecen las declaraciones que, en 1930,
el propio Joyce le habría confiado al dibujante checo Adolf Hoffmeister:
En el primer relato de Dublineses, escribí que la palabra «parálisis» me
llenaba de horror y miedo, como si ella designara algo demoníaco y
pecaminoso. Amaba esa palabra y tenía que susurrármela a mí mismo al
atardecer con la ventana abierta. Fui acusado de haber creado ciertas
palabras por influencia de una concepción del universo que jamás tuve.
Probablemente sea la debilidad de mi vista la responsable de que mi
mente busque refugio en las imágenes evocadas por las palabras, y
seguramente también sea el resultado de mi educación católica y de mi
origen irlandés (12).
Teniendo, como tenemos hoy, a nuestro alcance la copia del Irish
Homestead, a este relato lo catalogamos del lado de la ambición del
escritor de hacerse de un nombre en la historia de la literatura y no de la
memoria fidedigna del nacimiento de su escritura. Este veredicto se
refuerza si se consultan las correcciones de “Eveline”, el cuento
entregado al Irish Homestead un mes después de “Las hermanas”. Su
primera versión tampoco trae ninguna alusión a la parálisis, que
ciertamente se convirtió en el leit-motiv alrededor del cual se
estructuraría el libro definitivo. Será recién dos años más tarde que
Joyce le agregará a “Eveline” la referencia a Santa Margarita María
Alacoque, la santa que quedó paralítica por autoflagelación y que luego
se recuperó milagrosamente con su ingreso a la vida monacal (13).
La razón para detenernos, con cierta parsimonia, en las
variantes de “Las hermanas” está en la vecindad que
guardan con nuestro tema, puesto que: (a) cada título de
los Escritos también tuvo una publicación previa que no
sería reeditada al pie de la letra, y (b) Lacan también fue
amigo de hacer circular anécdotas poco fiables y muy adecuadas al
verosímil vanguardista de cómo es que nace una idea o una obra.
Comenzaré, sin embargo, por lo que tienen de ajeno: (c) las correcciones
de Lacan muestran una orientación inversa a de las de Joyce. O, para ser
más preciso, Lacan-corrector no fue su exacto revés en un sentido
cuantitativo: en varios casos (si no en la mayoría) él también elegía
expandir sus párrafos; sí lo es en un sentido cualitativo, en cuanto al
rango alusivo, a la carga de enigma. La puesta a punto de los Escritos
reduce las expansiones de sentido, en lugar de agigantarlas a la manera
de Joyce. No es difícil comprobarlo, si bien exponerlo es algo engorroso
puesto que Lacan dedicó sus mejores cuidados a párrafos o cadenas de
párrafos considerablemente extensos, que exigirían una presentación
tanto más prolongada. Aunque no es de las más interesantes, confío en
que la siguiente corrección breve de un fragmento de Variantes de la
cura-tipo ilustre que las variantes introducidas en 1966 se inclinan por la
legibilidad:
VERSIÓN 1955
El mantenimiento de las normas cae más y más en el orbe de las
necesidades de coherencia del grupo, como se manifiesta en cierto país,
donde ese grupo representa un poder por la medida de la extensión de
ese país, sin justificarse ya por otros motivos sino la preservación de un
standard: preparándose por todas partes el advenimiento de un puro
formalismo, para retomar los términos del autor ya citado, de un
«perfeccionismo» técnico donde el análisis, dice, «pierde la medida de
sus límites de aplicación», al mismo tiempo que lo lleva a criterios de su
operación a la vez «perfeccionistas, inmotivados y por lo tanto fuera del
alcance de todo control» por la experiencia, incluso a una «mystique (la
palabra está en francés) que desafía el examen y escapa a toda
discusión sensata» (14).
VERSIÓN 1966
El mantenimiento de las normas cae más y más en el orbe de los
intereses del grupo, como se manifiesta en los Estados Unidos donde
ese grupo representa un poder.
Entonces se trata menos de un standard que de un standing. Lo que
hemos llamado más arriba formalismo es lo que Glover designa como
«perfeccionismo». Basta para darse cuenta de ello señalar cómo habla
de él: el análisis «pierde así la medida de sus límites», se ve conducido a
criterios de su operación «inmotivados y por lo tanto fuera del alcance
de todo control», incluso a una «mystique (la palabra está en francés)
que desafía el examen y escapa a toda discusión sensata» (15).
Resultaría excesivo afirmar que la versión para los Escritos nos libra del
esfuerzo de una lectura atenta e inclusive de la necesita de relecturas;
lo que es indiscutible es que el acceso está sensiblemente allanado en
comparación con su versión anterior La distribución espacial es mucho
más nítida después de los cortes del punto y aparte, y de los dos puntos
seguidos; resultado al que colabora, además, la nueva presentación de
as citas. Los sujetos del enunciado dejan de ser aludidos para pasar a
ser llamados por su nombre propio: “cierto país (...) ese país” es “los
Estados Unidos”; “el autor ya citado” es Glover”. Asimismo, la acusación
de que justificar una práctica en un standard conduce al formalismo, se
despliega en 1966 en el argumento añadido de que un standard (regla
consuetudinaria) no es un standing (regla fundamentada en principios),
etcétera.
En su merecidamente muy divulgada biografía de
Lacan, Élisabeth Roudinesco se ocupó de agrupar
los
móviles
mas
evidentes
que
habrian
desencadenado la publicación de los Escritos (la
política institucional, la insistencia de François Wahl desde la editorial
Seuil y la aparición de De l’interpretation: essai sur Freud de P.Ricoeur)
(16), sin embargo, su noticia de los hechos se resiente, a mi entender,
por no haberse detenido a examinar en detalle las correcciones. Mi
impresión es que, al adherir al lugar común según el cual el estilo de
Lacan se regodeaba más o menos gratuitamente en la ilegibilidad, ella
se ve llevada a sobredimensionar la injerencia de Wahl en las decisiones
acerca de las variantes, atribuyéndole a su sensatez de editor toda
iniciativa a favor de la legibilidad de los Escritos. Tanto es así que, a su
entender, la corrección progresa a tirones, con Lacan pisando el freno y
Wahl, el acelerador.
Corrección frenada —nos cuenta— por la terquedad estilística de Lacan
adversa a los consejos bien intencionados de Wahl (“Wahl quiso a veces
poner orden en unas subo rdinadas manieristas y Lacan no cedió —era
su estilo, su sintaxis, su cosa”) (17); apreciación ésta que descuida,
entre otras pruebas de lo contrario, la enérgica corrección de 1955 a
favor del orden legible que Lacan practicó, como redactor, al
Comentario hablado sobre la Verneinung de Freud de Jean Hyppolite.
Ejerciendo un intervencionismo fuera de lo común, Lacan-redactor
explicita (o interpreta) referencias veladas (cuando Hyppolite dice “…me
proporcionó la oportunidad de una noche de trabajo; y de traer el hijo de
esa noche ante ustedes”, Lacan anota que estamos frente a una alusión
al verso “Les traigo el hijo de una noche en Idumea” de Mallarmé) y
añade, a las siete páginas del texto, nueve frases entre corchetes que:
precisan la vaguedad de los sujetos del enunciado (“Tenemos en cierto
modo aquí [la pareja formal de] dos fuerzas primeras”), completan en
exceso su contenido (“...hay pues una operación que operación de
expulsión y la operación de introyección [no tendría sentido]”) y corrigen
las traducciones en alemán al francés ( a pesar del prestigio de Hippolite
como comentarista y traductor de Hegel) (18).
Y corrección acelerada por Walh –continúo Rodinesco-, cada ves que La
can cedía a sus propuestas, como de modificar la puntuación (“Walh
tuvo que ‘inventar’ una puntuación para casi la totalidad de los textos”)
(19). Ejemplo, este último, del que nos cuesta todavía más
convencernos. Ciertamente, los cambios de puntuación de 1966 son
números y decisivos; sin embargo, en las nuevas variantes se
reencuentran inalterables los hábitos más idiosincrásicos de Lacan:
ignora el punto y la coma; construir secuencias complejas de dos
puntos; combinar el guión largo y la coma de una forma alejada a la
noema; agregar y eliminar signos de interrogación de un modo
misterioso. Nos resulta más probable el siguente recuerdo de Walh que
va en sentido contrario, y que la misma E. Roudinesco tuvo la entereza
de citar:
Cada día, enviaba a Lacan un fragmento de texto acompañado de
interrogaciones y, a vuelta de correo, recibía las páginas modificadas
acompañadas, abajo, de notas suplementerias que eran respuestas
directas a sus preguntas: “Veía llegar el texto escrito y modificado”,
subraya Walh, “pero sin saber porqué caminos de pensamiento Lacan
habia llegado allí” (20).
Inclinando la balanza hacia este otro platillo, el testimonio de JacquesAlain Miller —registrado en una entrevista de un viejo número de la
revista belga Litrura (mayo de 1981) y en una reciente conferencia en
Buenos Aires (julio de 1996)— da una visión muy distinta del mismo
episodio, atribuyendo menos fatalismo y más funcionalidad al poder de
maniobra que Lacan mantenía con su estilo. A su entender, dos cosas
gobiernan el montaje y el terminado de los Escritos: la plasticidad
estilística de Lacan (“su tacto de no emplear en toda oportunidad el
mismo tono, de no apuntar siempre al mismo blanco sino de saber; en
cada ocasión, a qué punto dirigirse”) (21) y la decisión de 1966 de girar
el rumbo de sus textos más allá de la comunidad de lectores de revistas
especializadas y del círculo de sus alumnos analistas parisinos para los
que habían sido originariamente escritos, para dirigirlos así—subraya
Miller— a un lector nuevo:
Y en este caso, Lacan no se dirige a los analistas, no se dirige a sus
alumnos; se dirige más allá de a quienes un día había dirigido esos
textos, más allá de quienes habían sido su público ocasional. Se dirige,
más allá de ellos, a este lector nuevo que hará una nueva lectura de
esos textos (22).
Ese movimiento encontraría, por otra parte, su origen o su antecedente
dos años antes de la gran corrección; en 1964, fecha en que Lacan es
separado de la Asociación Psicoanalítica Internacional y en que se
produce la mudanza de su seminario, desde la geografía hospitalaria de
la capilla de Sainte Anne a la del aula universitaria de la École Normale
Supérieure:
Me parece que el interés del estudiantado de la École Normale
Supérieure (ENS) de aquel entonces, así como el del público intelectual
que allí asistía, modificó el destinatario de la enseñanza —del discurso
devenido enseñanza— de Lacan (...) reordenando su seminario.
Ciertamente, el seminario de Los cuatro conceptos estaba dirigido a un
nuevo público, y Lacan lo dice con todas las letras (...) A lo largo de diez
años, él encontró en la ENS la oportunidad de retomar las cosas de
manera sistemática. Los cuatro conceptos es, además, el primero de sus
seminarios no organizado como el comentario de un texto de Freud —
por más que muchos textos de Freud estén allí implicados,
particularmente los metapsicológicos. Es el primer seminario en el que
Lacan —si se me permite decirlo— se emancipa de la lectura de los
textos freudianos, abriendo la segunda época de su enseñanza; en la
cual cada nuevo seminario gira en torno a alguno de sus propios
términos: el objeto a, el Otro, el sujeto, etc. Allí se había producido una
mutación del destinatario.
En ese momento Lacan se encuentra excluido de la comunidad analítica
a la que había pertenecido (...) Como, aún para polemizar, es necesario
contar con un terreno en común, su alejamiento conduce a que, dentro
del seminario, ocurra una progresiva desatención por los referentes del
movimiento analítico internacional. Poco a poco, se orientará
principalmente a dar mayor coherencia a sus nociones y a sus maternas
(23).
¿Pero quién era ese nuevo lector? ¿Quién era ese
Hombre al que el estilo de Lacan se dirigió en 1966? Si
nos ajustamos al análisis textual, únicamente podremos
afirmar que hay ahí un aumento de los índices de
legibilidad, y que eso sugiere la prefiguración de un lector más masivo,
más universal. ¿Eran las señas de ese lector las de los concurrentes al
salón de la ENS? En parte, seguramente lo eran. Miller destaca además
que las autoridades del nuevo escenario también lo habrían incitado a
Lacan, por razones curriculares, a que se pusiese a trabajar en esa
dirección:
Es la decisión de los demás lo que lo llevan a Lacan a interrumpir su
seminario en Sainte Anne y lo que lo animan, a través de la invitación de
Althusser, a continuarlo en la Ecole Normale; la Ecole Practique des
Hautes Etudes le otorga, con ese propósito y gracias a Lévi-Strauss, el
título de Encargado de conferencias. Lucien Fevre habría aspirado, al
parecer, verlo algún día con el grado de Director de estudios, y le
traspasa este anhelo a su sucesor, Fernand Braudel, quien no pudo
llevarlo a cabo. Se prepararon, en efecto, los expedientes para alcanzar
la meta; Lacan estaba totalmente decidido a presentar su candidatura.
Althusser se ocupó de obtener apoyo entre los profesores de izquierda,
pero los sondeos de Braudel y Lévi-Strauss concluyeron que no saldría
elegido. El proyecto de nombrarlo Director sin goce de sueldo resultaba
muy incómodo pues fijaría precedentes. (...) Por ese entonces Lacan
tuvo en la mira escribir un tratado sistemático, que no llegó a tomar
forma o que, en todo caso, nunca publicó (24).
En mayo de 1964, llegó a firmar un contrato con la editorial Le Seuil,
luego anulado por incumplimiento de Lacan, por el que se comprometía
a entregar un volumen titulado Cuestionamiento del psicoanalista, que
sería una obra original y no una recopilación de material anteriormente
publicado (25).
Sin embargo, los resultados de la corrección del 66 parecen querer
remitir a un público todavía más amplio que el atraido por los seminarios
en la ENS, a uno definido por marcas más ligeras y lejanas, a uno que
coincide mucho mejor con aquel otro también supuesto, años después,
por Miller, en citada conferencia de Buenos Aires, cuando comparó la
edición de los Escritos con el acto de arrojar un mensaje adentro de
“una botella en el mar del futuro” (26).
Claro que más acá del análisis textual está el recurso a la historia y, en
esta oportunidad, a la historia interna del Seminario que nos tienta a
conjeturar un lector modelo efectivamente algo menos próximo que el
de la ENS, pero algo más particularizado que el de los difusos
pescadores que recogerán la botella arrojada al antojo de las mareas del
futuro. Nuestro sentimiento localista nos invita, naturalmente, con el
recuerdo de El seminario de Caracas de diciembre de 1980 y sus
preparativos parisinos (“Esos latinoamericanos que nunca me han visto,
a diferencia de los que están aquí ni escuchado de viva voz, (...) de
seguro, son e/porvenir”) (27), para así responder que ese lector nuevo
somos nosotros mismos. Lamentablemente, cuando se presta atención
al dato de que las correcciones a los Escritos fueron hechas entre marzo
y octubre de 1966, una hipótesis descorazonadora se impone con mayor
convicción: la de que el lector nuevo tenía el inglés por lengua materna
y residía en la ciudad de Nueva York... Esta es, en efecto, la solución
más aceptable, si se investigan las circunstancias inmediatamente
anteriores a las vísperas de la gran corrección. Lo primero que
sorprende de esas fechas es que el seminario se interrumpe entre la
tercera semana de febrero y la segunda de marzo (hay, en efecto, una
reunión el 23 de febrero de 1966, pero está a cargo de Perrier-Roufiet).
El misterio no tarda en aclararse para los que no estuvimos presentes.
Lacan retorna su puesto el 23 de marzo y se pasa la clase entera
detallando el motivo del ausentismo: su primer viaje a América
(movimiento pasado por alto en la minuciosa biografía de Roudinesco).
Comienza admitiendo que bien puede provocar extrañeza que él haya
esperado a la edad de 65 años para hacerlo, tomando en cuenta de que
se trataba de un viajero activo (en 1963, por ejemplo, había hecho una
de sus visitas al Japón), y pasa a contar la estadía de ocho días “de
turista” en México y la de veinte días “de misionero” en los Estados
Unidos. Roman Jakobson le había programado seis ponencias en
distintas universidades norteamericanas. El recuento de Lacan no está
libre de precauciones, pero lo cierto es que, de vuelta al seminario, no
puede ocultar el orgullo por la atención que había suscitado, tampoco
las ilusiones exportadoras con que quiere contagiar al auditorio, ni sus
expectativas —a esto quería llegar— de ser leído en aquel país,
especialmente en Nueva York:
[En los Estados Unidos] tuve la sensación de una apertura muy grande a
las cosas que yo presentaba, aunque eran cosas que, a sus oídos,
resultaban indiscutiblemente inéditas. Y hablo así con respecto al
ambiente universitario, exceptuando lo que se llama el medio highbrow, el de la alta inteligencia, localizado —por lo que vi— en la ciudad
de New York. En New York mi enseñanza es inédita —aunque
probablemente no lo será por siempre—, y sin embargo, está lejos de
ser desconocida. Como, sin duda, lo he dicho muy frecuentemente: New
York no es América. En New York se sabe perfectamente lo que pasa
aquí y el lugarcito que yo tengo no es ignorado (26).
A esto siguen recuerdos y recomendaciones a propósito de las ventajas
de ir allá con un discurso “más organizado, más simple y más
contundente”. Ciertamente, los acontecimientos de los siguiente años
no le darán toda la razón a estos entusiasmos de marzo del 66, la
historia no armonizará con su breve sueño americano. Del tercer viaje,
en 1973, Lacan obtendrá más renuencias que consagraciones, y todavía
no se puede decir que los Estados Unidos resulten hoy amigables con su
obra. Pero el peso de estas evidencias posteriores no destruye la
posibilidad de que aquellos espejismos del primer contacto con ese
“cierto país” —corno lo llamaba en 1955, hasta que en la corrección de
1966 prefirió designarlo por su nombre— hayan modulado, ellos
también, el estilo del libro de los Escritos.
Como se adelantó en el capítulo anterior, la cuestión norteamericana fue
desde el principio un tópico complicado en la historia del psicoanálisis,
que se ha inmiscuido en sus textos y en los cálculos de la promoción.
Hoy contamos con mayores detalles de los comienzos, con nuevos
episodios de las altas y bajas de esa relación. Hubo momentos rabiosos,
como el señalado por el trabajo de Ilse Grubrich-Simitis con los papeles
de Freud, que sacó a la luz las tres páginas eliminadas del manuscrito
del Apéndice de “Análisis profano” (esas tres páginas equivalían a la
tercera parte...). Freud las había tachado luego de escuchar a Ernest
Jones y Max Eitington que las juzgaron, con alguna razón,
excesivamente antinorteamericanas (29). Y también hubo fotos
sonrientes; como las rescatadas por la crónica de Saul Rosenzweig de
las andanzas de Freud por Nueva York y Massachusetts. “Los museos,
los parques, las calles; todo me provocó una fuerte impresión. También
la Universidad de Columbia, donde está Brili, pertenece a esta
categoría”, le escribía a su esposa desde el cuarto del Manhattan Hotel
(30); y días más tarde, después de su primera conferencia en Worcester,
le envía el telegrama de una sola palabra: “Success”.
Recapitulando, entre marzo y octubre de 1966, en un
laborioso esfuerzo que desveló sus noches en París y
que lo mantuvo prisionero durante las vacaciones en
un cuarto de hotel italiano, Jacques Lacan, por
iniciativa propia y alentado por el editor de Seuil, corrige unos
seiscientos párrafos de los artículos que llevaba publicados desde 1936,
siendo la colección de los Escritos la última versión de esa tarea. Ahora
bien, si se lo juzgara por el interés que despertó hasta ahora en la
bibliografía psicoanalítica, se diría que fue un episodio casi irrelevante.
Aunque no hay que dejar de subrayar que se trata de una frialdad
inducida por el mismo Lacan, que no perdió ocasión de disimular esa
aplicación suya de corrector detrás de las cortinas de la ventriloquia
surrealista (cf. “No soy un poeta, sino un poema. Y que se escribe pese
a que tiene aires de ser sujeto”) (31), de la posesión religiosa (cf. “Las
jaculaciones místicas y los Escritos de Jacques Lacan son del mismo
registro”) (32) y de las ironías contra las ilusiones de la comunicación
(“Lo que salva, sin embargo, mis Escritos del accidente que tuvieron, o
sea, que se los leyera enseguida, es que son de todas maneras un
worst-seller” (33); “Estos Escritos, ya se sabe, no se leen fácilmente ... y
a lo mejor la cosa llega hasta al punto de que no son para leer”) (34).
¿Habrá que atribuir todas estas pistas falsas a una voluntad de distraer
la autorrefutación de alguna de sus hipótesis preferidas sobre la
escritura? Nada de eso. Pero justificarlas exige volver al libro de donde
tomamos las dos versiones de “Variantes de la cura tipo”.
La cuestión, en efecto, sólo puede discutirse seriamente después de
estudiar cuidadosamente Los “Escritos” de Jacques Lacan: variantes
textuales, el libro de Angel de Frutos Salvador que da la posibilidad
invalorable de conocer, una por una y en edición bilingüe, las quinientas
cuarenta y cinco correcciones que detecta en lo que fue el ajuste
definitivo de los Escritos (35). O más precisamente las miles de
correcciones que las variantes introducidas a quinientos cuarenta y
cinco párrafos retomados por Lacan, las cuales van desde el agregado
mínimo de un signo de interrogación omitido o la reparación de un error
minúsculo (Juan Luis Borges por Jorge Luis Borges), hasta casos de
intensa reescritura con soluciones que se alejan notablemente del punto
de partida (v.g. las variantes de Kant con Sade). Es solamente a partir
de este producto de archivista que se puede desprender el invisible
“escrito inédito” de la corrección.
Entendido así, resulta poco menos que escandaloso que el libro de
Frutos Salvador haya tenido, hasta la actualidad, una repercusión
insignificante. Publicado en 1994, no se advierte todavía el torrente de
citas, reseñas y debates que cabía esperar de su novedad documental.
Ni las aparentes dificultades de distribución, ni el precio de tapa (que
triplica el de una novela corriente) alcanzan a explicar el muro de
silencio que se levantó alrededor de las variantes textuales de los
Escritos. ¿A qué responde semejante indiferencia? En parte, a ese
desaliento inducido por los velos de misterio interpuestos por el mismo
Lacan, pero seguramente también a las dificultades de leer un trabajo
de corrección. La agotadora perspectiva de detenerse a evaluar cada
variante debió disuadir a los menos dispuestos. De los más diligentes,
en cambio, cabe suponer el desencanto del final, después de que sus
previsiones más auspiciosas quedaron rotas al comprobar que, por
abrumadora mayoría, las correcciones de Lacan no respresentan
ninguna actualización doctrinaria (excepto en unos pocos casos de los
que ya se viene ocupando, con ventaja, la École Lacanienne de
Psychanalyse) (36).Por último, los epígonos de su estilo, que abrieron el
libro buscando lecciones paso a paso de cómo Lacan rizaba aun más el
rizo del jardín manierista, debieron cerrarlo amargamente, al atrapar al
maestro con tijeras de podar y ocupado en volverse legible. Por si
quedan dudas, me remitiré a un segundo ejemplo breve, el de las
correcciones que Lacan introduce a un párrafo del final de “Juventud de
Gide, o la letra y el deseo”:
les miennes
Le mouvement de cette main n’est pas en elle-même, mais en ces
lignes, qui ici continuent celles que Gide a tracée, /et qui déjà sont/
celles de ce Nietzsche que vous nous annoncez, Jean Delay.
/les vôtres qui seront/
Analicémoslo deteniéndonos primero en la versión publicada en 1958:
El movimiento de esa mano no está en ella misma, sino en estas líneas,
que aquí continúan aquellas que Gide trazó, y que son ya las de ese
Nietzsche que usted nos ha anunciado, Jean Delay.
La identidad de los cuatro dueños de las manos que aquí se turnan, en
los relevos de una sola escritura, resulta confusa, de fronteras
gramaticales equívocas. Ciertamente, no nos cuesta identificar detrás de
“el movimiento de esa mano” a la madre de André Gide. Esa
información la traemos del párrafo anterior, que se ocupa de un triste
fragmento del Journal de Gide en el que el escritor recuerda, de la
agonía de su madre, cierta pantomima de escritura en que ella se
agitaba en un inútil esfuerzo de anotar el último consejo: “el lápiz que
tenía en la mano corría sobre la hoja de papel blanco, pero sin trazar ya
ningún signo” (37). Resulta, en cambio, trabajoso reconocer al dueño y
el soporte de “estas líneas” Ijces lignes]. ¿Son, todavía, las del garabato
de la moribunda o son ya las del artículo de Lacan o, acaso, son siempre
idénticas a las de ese otro libro sobre Nietzsche, que no se sabe bien si
Jean Delay escribió, escribe, escribirá o simplemente se ocupa de
difundir?
En la versión corregida de los Escritos estos titubeos se suprimen. Con el
añadido de los dos posesivos y el cambio de un tiempo verbal, Lacan
renueva su apuesta a lo legible:
El movimiento de esa mano no está en ella misma, sino en estas líneas,
las mías, que aquí continúan las que Gide trazó, las de usted que serán
las de ese Nietzsche que usted nos ha anunciado, Jean Delay.
Con los posesivos (“las mías”, “las de usted”) la coordinación del párrafo
se resuelve inequívocamente: el movimiento conocido de las manos de
ella (la madre) se sucede en las líneas “mías” (de Lacan), “las de usted”
(Delay) y las de él (“Gide”). Asimismo, los planos verbales resultan más
netos, porque además de mantener el presente histórico de la madre
(“no está en ella misma”), en un lugar obviamente anterior al pretérito
del Journal del hijo (“que Gide trazó”), y libre de superposiciones con el
presente efectivo de Lacan (“que aquí continúan”), la versión 1966
refuerza el plano temporal del cuarto escenario; por obra de la
corrección, la escritura de J. Delay se aleja hacia el futuro imperfecto: su
mano no está escribiendo todavía (o no alcanzó a escribir en su
totalidad) las líneas “que serán” el libro que anuncia bajo el título de
Nietzsche.
Primero descubriéndolo con incredulidad y después comprobándolo
hasta el cansancio, uno va convenciéndose de que a Lacan, que supo
hacer del neo-barroco el estilo más propio para la enseñanza del
psicoanálisis, le importaban mucho también ciertos acotamientos del
sentido en el momento de exponer sus ideas. Comprobarlo es una
experiencia que puede ser decepcionante o muy rica en consecuencias.
Cada cual es dueño de hacer su lectura y poner la nota; sin embargo, es
difícil de tolerar que, por encontrarse entre el grupo de los
desilusionados, Frutos Salvador haya comprometido, hasta límites casi
imperdonables, su tarea de crítico y, lo que es más grave, de traductor.
De su falta de estima por la orientación de las variantes, resulta que al
término de las cien páginas de su “Comentario crítico” y “Conclusión”
uno se pregunte si Frutos Salvador leyó a Frutos Salvador o si sus
reflexiones son previas al trabajo de evaluar las correcciones de Lacan. Y
a propósito de cómo esto afectó su traducción, me limito a presentar las
soluciones que da al caso citado:
VERSIÓN 1958
El movimiento de esa mano no está en ella misma, sino en estas líneas,
las mías, que aquí continúan las que Gide trazó, y que son ya las de ese
Nietzsche que nos ha anunciado Jean Delay.
VERSIÓN 1966
El movimiento de esa mano no está en ella misma, sino en estas líneas,
las mías, que aquí continúan las que Gide trazó, las de usted que serán
las de ese Nietzsche que nos ha anunciado Jean Delay.
Como se ve, el descuido es doble. Por una parte, al adoptar
sistemáticamente, sin ninguna caución ni aparato de notas, la
traducción oficial de los Escritos como equivalente a la versión 1966, sus
resultados quedan expuestos a esporádicas imprecisiones; es lo que
sucede aquí: obsérvese que la coma que Lacan antepone al nombre de
Jean Delay con el propósito de situarlo en vocativo está ausente; al
olvidarla o suprimirla, el texto en castellano deja a Delay colocado en
una equivocadísima tercera persona. No podrá objetarse que es un
pecado venial, es uno que va en la dirección contraria de la política del
Lacan-corrector... Pero la displicencia de Frutos Salvador para con las
molestias que se tomó Lacan es mucho más elocuente en su traducción
personal de la versión 1958, en la que una de las novedades de 1966 (el
agregado del posesivo “las mías”) aparece ya anticipada. Muchos
descuidos filológicos semejantes insisten con una molesta frecuencia a
lo largo de esta edición, obligándonos a una tediosa vigilancia y cotejo
con las columnas de las versiones francesas, que son confiables aunque
incompletas (38). Aún así, seamos optimistas, estos descuidos
constituyen una molestia afortunada: nos obligan a repetir, con nuestras
manos, los movimientos del Lacan corrector —lo que resulta un ejercicio
muy instructivo.
Volviendo; la perplejidad que genera admitir que en Lacan hay un
cuidado por una cierta legibilidad, puede conducirnos, por otra parte, a
la formulación de una hipótesis acerca del motivo por el que prefirió
hacer circular el mito nocturno del ensueño inspirado, en vez de
testimoniar sus horas bajo la lámpara encendida del escritorio. Una
interpretación conciliatoria diría que después de un cálculo pesimista y
amable, él puede haberse decidido a ahorrarnos las evidencias de otra
perplejidad más de su enseñanza: la de que cuando se muestra con
ambigüedades la ambigüedad, no se deja lugar a ambigüedad alguna.
Pero el modelo de lector que reclaman los Escritos no necesita de tales
condescendencias, sino de la vigilia que le deje sacar provecho de las
mitologías y apólogos del libro sin pagar el precio de tomarlos
literalmente, como se discutirá y ejemplificará detenidamente en el
próximo capítulo. Una vigilia que sepa complicar la versión órfica para
consultorio, según la cual el estilo es pura ventriloquia, con la versión
voluntarista para escritorio que Lacan enarbola triunfante en “La
instancia de la letra”:
Me basta en efecto con plantar mi árbol en la locución: trepar al árbol, e
incluso con proyectar sobre él la iluminación irónica que un contexto de
descripción da a la palabra: enarbolar, para no dejarme encarcelar en un
comunicado cualquiera de los hechos, por muy oficial que sea, y, si
conozco la verdad, darla a entender a pesar de todas las censuras entre
líneas por el único significante que pueden constituir mis acrobacias a
través de las ramas del árbol, provocativas hasta lo burlesco o
únicamente sensibles a un ojo ejercitado, según que quiera ser
entendido por la muchedumbre o por unos pocos (39).
Lacan practicó, entonces, una voluntad de legibilidad. Y si esta
conclusión despierta incredulidad no es sin motivo; se debe a que la
suya era una voluntad avisada de que la legibilidad para escolares, la de
la comunicabilidad sencilla, no siempre alcanza para aproximarse más a
la verdad, darla a entender mejor o atrapar la atención del destinatario
acertado. Esta defensa a favor de una didáctica de la complicación
necesaria no es, por otra parte, un hallazgo lacaniano; tiene largos
antecedentes en el campo de la producción teórica, ya se encuentra
presente en el Menón (76d-77a) de Platón si no antes:
MENÓN —Magníficamente me parece, Sócrates, has expresado tu
respuesta.
SÓCRATES —Es que está expresada de un modo que te es familiar.
MENÓN —Pues me quedaría, Sócrates, si dijeras muchas cosas de ese
estilo.
SÓCRATES —Pues no es, desde luego, buena voluntad lo que me va a
faltar, tanto por ti como por mí mismo, para hablar así, sino que temo
que no voy a ser capaz de decir muchas cosas en ese estilo.
Con todo, las soluciones del estilo de Lacan resultaron renovadoras,
porque llevó adelante el viejo juego con los límites de lo legible
asumiendo los riesgos (y los excesos) a los que eran capaces los
hombres de las vanguardias de principios del siglo XX. Pero como no era
un escritor, como Joyce, sino un analista que escribe de psicoanálisis, en
el momento de la corrección estaba más ocupado en amanecer sin
olvidar los sueños que en avanzar otro paso más hacia el centro de la
noche.
NOTA:
1
Fue lo que ensayé en El idioma de los lacanianos, si bien forzando
la recomendación formalista a cruzar sus propios límites, hacia los
lugares en que el discípulo debe (incluso por obediencia) resignar o
transfigurar el modelo del maestro.
2
Cf. MASSON, Jeffrey Moussaieff El asalto a la verdad: la renuncia
de Freud a la teoría de la seducción, ed. Seix Barral, Barcelona, 1985, y
el imperdible: MALCOLM, Janet, [1983] In the Freud Archi ves, Vintage
Books, New York, 1985, publicado originariamente en entregas por The
New Yorker.
3
GRUBRICH-SIMITIS, Ilse [1993], Back to Freud’s Text. Making Silent
Documenis Speak, Yale University Press, New Haven and London, 1996;
pp. 86-89.
4
Roudinesco, Élisabeth, Lacan (Esbozo de una vida, historia de un
sistema de pensamiento), Buenos Aires, FCE, 1994; pp. 750-55.
5
Las escasas excepciones son muy tomadas en cuenta por los
joyceanos: “El muy señalado método acumulativo de Joyce, con su
aparente alergia a la eliminación, lleva a que los escasos pasajes que él
eligió desplazar o descartar cobren una importancia inmensa para la
crítica. (...) Esto es tan cierto que el mero acto de borrar parece
invariablemente denotar una crisis creativa o aun familiar. (...) El caso
más conmovedor es el relacionado estrechamente con la preocupación
de Joyce por la salud mental de su hija; aludo, obviamente, a la
Gramática y la Geografía de Issy de la primera mitad de la sección 11.2
(conocida por “Storielia”) del Finnegans Wake” HAYMAN, David [1998],
“Epiphanies/Epiphanoids. Joyce’s Shaping and Observing Eye”, texto en
preparación (reproducido con la autorización del autor).
6
Cf. BARGER, Jorn et al, Annotations to Finnegans Wake, Chapter 4,
Paragraph 1, URL http://www.mcs.net/∼jorn/html/jj/fwdiges.html (Last
Modified 22-II-95).
7
La versión del Irish Homestead se puede encontrar como anexo de
varias ediciones de Dubliners, v. gr. la de Vintage International o la
Viking Critical Library; para su reproducción facsimilar, la Illustrated
Edition de St Matin’s Griffin, New York 1995. (Tr. del A.)
8
JOYCE, James, Dublineses, edición de Fernando Galván, traducción
de Eduardo Chamorro, Madrid, Cátedra, 1993 (es la traducción que
permite seguir más escrupulosamente los estudios de los joyceanos); p.
81.
9
LEONARD, Garry, Reading ‘Dubliners’ Again: A Lacanian
Perspective, Syracuse, New York, Syracuse University Press, 1993; p. 26.
10
GIFFORD, Don, Joyce Annotated: Notes for Dubliners and A Portrait
of the Artist as a Young Man, 2nd revised and enlarged, Berkeley.
University of California Press, 1982.
11
Para un panorama acerca del surgimiento del joycismo de
Dublineses, cf. Stanley, Thomas F., “A Begining: Signification, Story, and
Discourse in Joyce’s ‘The Sisters’ “.Incluido en Bernard BENSTOCK (ed),
Critical Essays on James Joyce, Boston, Massachusetts, G.K. Hall & Co,
1985; pp. 176-190.
12
HOFFMEISTER, Adolf, “Portrait of Joyce”. Incluido en: Willard Potts
(cd), Portraits of the Artist in Exile: Recollections of James Joyce by
Europeans, Portmarnock County Dublin, Wolfhound Press, 1979, p. 132.
13
Cf. SCHOLES, R. y LITZ,A. Walton “Revisioris of «Eveling»”. Incluido
en de la edición de Dub/iners de la Viking Critical Library, New York,
Viking Press, 1976, pp. 238-240.
14
Trad. de Angel de FRUTOS SALVADOR, cf. Los Escritos de Jacques
Lacan: Variantes textuales, siglo XXI, Madrid 1994; p. 123.
15
LACAN, Jacques, Variantes de la cura -tipo, en Escritos 2, p. 95;
Escritos V. corr. p. 315, siglo XXI.
16
Traducido al castellano como Freud: una interpretación de la
cultura (siglo XXI, México 1970). Una reciente defensa de Ricoeur contra
las acusaciones de haber plagiado a Lacan se encontrará en: RICOEUR,
Paul (entretien avec François AZOUVI et Marc de LAUNAY), La critique et
la conviction, Calmann-Lévy, Paris, 1995.
17
ROUDINESCO, Élisabeth, op. cit.; p. 476.
18
HYPPILITE, Jean [1954], “Comentario hablado sobre la Verneinung
de Freud”, incluido en LACAN, Jacques Escritos 2, pp. 859-866; Escritos
V. corr.pp. 393-401, siglo XXI
19
ROUDINESCO, Élisabeth, loc, cit.
20
Ib., p. 475.
21
MILLER, Jacques-Alain, “A 30 años de la publicación de los
Escritos”, rey. El Caldero de la Escuela nº 47, nov. 1996, Buenos Aires: p.
64.
22
Loc. Cit.
23
MILLER, Jacques-Alain , “Entretien sur la lecture de Lacan” avec
Serge ANDRE, Yves DEPELSENAIRE & Christian VEREEKEN, rev. Littura,
Bélgica, s/f., p. 10.
24
Ib., pp. 10-11.
25
ROUDINESCO, Élisaheth, op.cit., p. 473. Llama la atención, sin
embargo, que el 15 de enero de 1964 Lacan anunciara en su seminario
un proyecto tan cercano al de los Escritos: “Este artículo [“Variantes de
la cura-tipo”] va a ser recogido en la edición que trato de hacer de
alguno de mis textos, y podrán juzgar si acaso ha perdido actualidad. No
creo para nada que la haya perdido.”
26
MILLER, Jacques-Alain, “A 30 años de la publicación de los
Escritos”; p. 64.
27
LACAN, Jacques, “El malentendido”, Seminario del 10-VI-80, rev.
Analítica nº 3-4, Caracas, Venezuela, dic. 1980; p. 5.
28
LACAN, Jaquecs [1965 -66], EL SEMINARIO 13: El objeto del
psicoanálisis, inédito, clase el 23-III-1966.
29
GRUBRICH-SIMITIS, Ilse [1993], Back to Freud’s Text. Making Silent
Documents Speak, Yale University Press, New Haven and London, 1996;
pp. 176-81.
30
ROSENZWEIG, Saul, Freud, Jung and Hall the King-maker: The
Expedition to America 1909, Hogrefe&Huber, Seattle, 1992, p. 66.
31
LACAN, Jacques [1976], “Prefacio a la edición inglesa del Seminario
XI”, incluido en intervenciones y Textos vol. 2, Buenos Aires, Manantial,
1988, p.61.
32
LACAN, Jacques, El Seminario 20: Aun, clase del 20-n-73, Paidós,
Barcelona 1981; p. 92.
33
LACAN, Jacques, Seminario 17: El reverso del psicoanálisis, clase
del 17-VI-70, Buenos Aires, Paidós, 1992; p. 208.
34
LACAN, Jacques, El Seminario 20: Aun, clase del 9-I-73, Barcelona,
Paidós, 1981; p. 37.
35
de FRUTOS SALVADOR, Angel Los Escritos de Jacques Lacan:
variantes textuales, Madrid, Siglo XXI, 1994.
36
V.gr. J. Allouch, desde la monumental reconstrucción de fuentes y
registros de la tesis doctoral de Lacan (ALLOUCH, Jean [1990/1994],
Marguerite: Lacan la llamaba Aimée, EPEL-Sitesa, México, 1995), hasta
su reciente discusión acerca de los títulos de “La cosa freudiana”
(ALLOUCH, Jean, Le sexe de la vérité: Erotologie analytique II, EPEL,
Paris, 1998; pp. 92-97). También los cotejos de E. Porge de las versiones
del escrito “El tiempo lógico y el aserto de certidumbre anticipada”
(PORGE, Erik, Se compter trois (le temps logique de Lacan), éditions
ÉRÈS, Tolouse, 1989).
37
cf. ACEVEDO, Hugo y VICENS, Antoni, “Apéndice” para “Juventud
de André Gide o la letra y el deseo”, incluido en Suplemento de Escritos,
Barcelona, Argot, 1984.
38
¿Cuántos párrafos reescribió verdaderamente Jacques Lacan? Lo
ignoramos, pero algunos más que los que se encuentran en Variantes
textuales. Al examen de ese libro se le pasan por alto, por ejemplo,
veintidós correcciones de las cuarenta páginas del artículo original de
“El seminario sobre «La carta robada»” o, lo que resulta asombroso,
olvida cotejar los diecinueve párrafos de “Función y campo de la palabra
y del lenguaje en psicoanálisis” que Lacan admitió, en expresas notas al
pie fechadas en 1966, como “párrafos reelaborados”. Es imprescindible
que Frutos Salvador lleve hasta el final sus esfuerzos en una segunda
edición corregida y aumentada.
39
LACAN, Jacques [1957] “La instancia de la letra en el inconsciente
o la razón desde Freud”, en Escritos 1, p. 190; Escritos y. corr. p. 485,
ed. Siglo XXI.
3
“¿Tergiversaciones privadas y rectificaciones públicas?: Las siete
maneras de Lacan de contar un caso de Kris” fue lo último que salió
como producto acabado del escritorio de este libro; sin embargo o por
eso mismo, es el capítulo que más abiertamente expone el problema
primogénito que me llevó a escribir El escritorio de Lacan.
Desde mediados de los ochenta vengo ocupándome de caracterizar las
dificultades del estilo de Lacan, estimando que se trata de un paso
preliminar para volver legible su obra y sacar, de esa manera, el mayor
provecho de sus enseñanzas. Después de obtener algunos resultados
satisfactorios en la descripción de sus procedimientos y efectos, los
avances en esta dirección quedaron detenidos al borde de una grave
dificultad: cómo explicar que cada tanto Lacan “mentía”. A pocos meses
de publicarse El idioma de los lacanianos, que reunió el fruto de esos
primeros esfuerzos, confié en la Biblioteca Freudiana de La Plata el
límite que no había cruzado y mi esperanza de superarlo: “Estoy en
medio de la redacción de un nuevo libro que probablemente se titulará
El Joyce de Lacan: Elogio de la falsificación de casos clínicos. Es una
vuelta a pensar el estilo de Lacan, pero esta vez privilegiando una sola
característica, ciertamente polémica, que es la del recurso a la
fabulación. No es un secreto, pero tampoco un tópico del que se hable
con tranquilidad, que Lacan retocaba y construía casos clínicos a los
fines de la enseñanza. Al elegir este tema, podría parecer que busco
manchar la fama del Lacan-clínico; sin embargo, de lo que se trata es de
elogiar y presentar con el mayor detalle, una de las maniobras más
geniales e incomprendidas del Lacan-teórico. (...) El asunto podría
relacionarse con las impugnaciones hechas a Un recuerdo infantil de
Leonardo Da Vinci. Como todo el mundo sabe, se ha probado que, desde
el punto de vista de la documentación iconográfica y filológica, ese libro
de Freud es disparatado: que toma de punto de apoyo una mala
traducción, etcétera. Sin embargo, también se conoce que esta objeción
no invalida el lugar que Leonardo merece dentro de la teoría analítica:
allí se esboza nada menos que la cuestión del narcisismo y de la madre
fálica. A mi entender con Lacan ocurre a veces lo mismo, excepto que
tenía pleno conocimiento de que empleaba datos incorrectos o por él
inventados. Es una técnica muy sutil y riesgosa, en la que la conclusión
no pretende ninguna clase de garantía de sus «premisas»” (cf. “Un
idioma de los lacanianos: Entrevista con Jorge Baños Orellana”, rev.
Anamorfosis nº 3 diciembre 1995, La Plata; pp. 49-50).
El anunciado Joyce de Lacan está escrito, se convirtió en los últimos dos
capítulos de este libro y en las varias menciones a James Joyce que
aparecen a lo largo de los restantes; pero si me hubiese limitado al
ejemplo ilustre de Joyce, El escritorio de Lacan se habría convertido en
una nueva estación de espera antes de alcanzar las fabulaciones más
inquietantes de Lacan, las que llevó a cabo con historiales clínicos del
psicoanálisis. Probablemente en ese limbo habría quedado todo de no
haber sido por una sugerencia de Hugo Vezzeti en el Coloquio de
Historia de las Ideas en Psicoanálisis de San Pablo en octubre de 1998,
donde presenté uno de los borradores del capítulo 6, con el nombre de
“El Joyce de Lacan: ¿Psicoanálisis de la vanguardia o psicoanálisis
vanguardista?”.
Vezzeti me sugirió que expandiera una escueta mención que hacía allí a
propósito de los comentarios de Lacan de un caso de Kris (“Mucho del
atractivo y del progreso que Lacan trajo al psicoanálisis reside en este
balanceo suyo entre la interpretación y el uso, entre el close-readingy
elmis-reading. El ejemplo más comentado es el de sus variaciones en
torno al Hombre de los Sesos Frescos de E. Kris. Se trata de uno de los
rasgos más osados, más divertidos y de mayor potencia heurística de su
estilo; pero también el que despierta mayor prurito: la moralina
positivista que sobrevive en nosotros se siente ultrajada por el padre si
el Joyce de Lacan no es el señor James Joyce”) y que clarificara una
indicación a pie de página (“V. gr. la respuesta escandalizada de
LEIBOVICH de DUARTE, Adela, «Crónica de una distorsión en
Psicoanálisis», rev. Asoc. Esc. Arg. de Psicotet para Graduados, nº 17,
1991, Buenos Aires; pp. 47-60”). Este fragmento que estaba,
efectivamente, envuelto en los velos de lo fugaz y del sobreentendido,
se convierte ahora en el tema central y casi excluyente del capítulo más
voluminoso del libro.
Su largo desarrollo reúne dos conferencias. Una, titulada “Elogio de la
falsificación de casos clínicos en Lacan”, fue organizada para el 9 de
junio de 1999 por la Secretaría de Cultura y Comunicación de la Facultad
de Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Allí pude plantear
extensa y libremente todas mis objeciones al artículo de la profesora
Leibovich de Duarte. La otra conferencia, “Lacan y la teoría posmoderna
de la lectura”, está planificada para el 25 de agosto de 1999 para el
ciclo “El Otro contemporáneo y las nuevas formas de expresión”
organizado por la biblioteca de la EOL Sección Córdoba, y coincide con la
fecha de cierre de este libro. Apelando al mismo ejemplo del Kris de
Lacan, en esta nueva ocasión mi propósito será señalar que la llamada
“disciplina del comentario” (que tanto provecho trajo al estudio de
Lacan, y muy especialmente en las publicaciones de la ciudad argentina
de Córdoba) se viene practicando bajo ciertas limitaciones —¡que han
sido también las mías!— en la medida en que nos obliga a privilegiar el
Lacan de párrafos asertivos y veraces. Como posible solución señalaré
que su práctica podría potenciarse con ventaja, logrando que se haga
cargo también de los pasajes del otro Lacan, si se toman en
consideración ciertas teorías de la escritura y la lectura que adquirieron
notoriedad (o merecieron tolerancia) en estos años de la llamada
posmodernidad.
A mi entender, el comentario “moderno” se disciplina bajo la exigencia
de limitarse al corpus de los textos definitivos y de esforzarse en la dura
e imaginativa tarea de comprenderlos como si fueran sistemas
deductivos cerrados y veraces, lo que conduce fatalmente a la decisión
de apartar ciertos párrafos que no encajan. En dirección inversa, la
disciplina “posmoderna” se niega a convalidar esa dureza de fetiche del
texto definitivo, y retrotrayéndolo a la serie genética de traspiés y
contradicciones de sus borradores, lo “degrada” a la condición inestable
de no ser más que la última versión entregada. De allí viene su (para
algunos) perversa y ofensiva predilección por destacar los pasajes más
indecisos u oscuros de un autor —predilección que, hay que reconocerlo,
a veces se aplica de un modo lamentablemente excluyente.
Para la reunión cordobesa, elegiré el siguiente pasaje de la “La dirección
de la cura” de Lacan: “Esa mostaza después de cenar que el paciente
respira, me parece que dice más bien al anfitrión que faltó durante la
cena. Por muy compulsivo que sea para olfatearla, se trata de un hint;
síntoma transitorio sin duda, advierte al analista: erró usted el blanco
(1)” El cual contrasta y complementa el espíritu de la elección de los
dieciocho pasajes que, de ese mismo escrito, aparecen glosados en lo
que es seguramente la más resuelta y consecuente muestra de
disciplina del comentario moderna aplicada a Lacan: los seis primeros
volúmenes de los Cuadernos del Colegio Freudiano de Córdoba (2).
Adhiriendo a la terminología de Hans Reichenbach, podría concluirse que
los comentarios modernos se concentran en hallar (o construir) el
contexto de la explicación, mientras que los comentarios posmodernos
se concentran en el contexto del descubrimiento (3). Claro que,
alejándose de Reichenbach, los posmodernos no creen que los
accidentes azarosos del descubrimiento sean irrelevantes para abordar
lo explicado en la última versión entregada. Puesto que las
explicaciones de los textos tenidos por definitivos (como lo son los de la
edición de 1966 de los Escritos de Lacan) constituyen indudablemente
una superación pero también, en parte, una máscara del caos inicial de
sus momentos de descubrimiento. Particularmente en la explicación de
objetos tan complejos como los que caen bajo la consideración del
psicoanálisis, el paso a paso de la inducción/deducción difícilmente
acierta en anotar lo principal de las piruetas de la abducción inaugural, y
sería irresponsable censurar o pasar ese límite por alto.
Por último, este capítulo ofrece una respuesta enérgica a quienes
continúan dubitativos acerca de qué beneficio podría traer a la práctica
de consultorio el demorarse en las cuestiones algo abstrusas del
escritorio de Lacan. Puesto que lo que las siguientes páginas persiguen
es cómo desentrañar el parecer de Lacan acerca de uno de los temas
más espinosos de la clínica: el acting out
¿TERGIVERSACIONES
PRIVADAS Y
RECTIFICACIONES
PÚBLICAS?
LAS SIETE MANERAS DE LACAN DE CONTAR UN CASO DE KRIS
No son la misma especie de escrito los escritos en los que hago, de
tiempo en tiempo, algún hallazgo y los escritos en los que preparo lo
que voy a decir aquí, en mi seminario. También están los escritos para
la imprenta, que son absolutamente otra cosa, que no tienen ninguna
relación con los anteriores. Sería enojoso creer que lo que pude haber
escrito tina vez para hablarles constituya un escrito absolutamente
aceptable que yo retomaría.
Jacques Lacan
Solamente leemos bien lo que está relacionado con algún propósito
personal. Puede darse por la intención de adquirir poder Puede darse
asimismo por odio al autor
Paul Valéry
EN EL CAPÍTULO ANTERIOR NOS DETUVIMOS EN DOS DE LAS
PRINCIPALES metas de la gran corrección de los Escritos, en la del
insospechado cuidado por la legibilidad (a expensas del consabido
manierismo de Lacan) y en la de la fidelidad al documento (a expensas
de las aspiraciones de una puesta al día de la doctrina). Ahora bien, este
considerable trabajo de 1966, que no es exagerado equiparar al de la
redacción de un escrito inédito, se cumplió sin mudanzas de soporte: los
Escritos no son otra cosa que una recopilación corregida de escritos
publicados con anterioridad. Eso no lo vuelve una operación menos
decisiva ni más sencilla pero, por trascendente que sea, la corrección de
lo escrito con anterioridad representa solamente la mitad en la tarea del
Lacan-corrector. Queda pendiente el hecho de que la mayoría, o acaso
todos, los escritos originales habían sido, a su vez, el resultado de la
transposición al papel de exposiciones orales (seminarios y
conferencias), y que en este cambio de soporte se agregaron un
sinnúmero de correcciones y retoques conceptuales. Simplificando
demasiado las cosas, Lacan se lo explicó a un periodista en los
siguientes términos: “Yo hablaba, daba cursos muy hilvanados y muy
comprensibles, pero como los transformaba en escrito sólo una vez por
año, naturalmente surgía un escrito que, en relación con la masa de lo
que había dicho, era una especie de concentrado increíble (4)” Esos
concentrados, resultantes muchas veces de la pretensión de admitir
veintipico de reuniones del seminario embutidas en unas pocas decenas
de páginas, son efectivamente increíbles sobre todo por la manera en
que, en beneficio de la acumulación, se atreven a arriesgar la legibilidad
(no tan hilvanados, no tan comprensibles como sus puntos de partida).
Lo que Lacan no le contó al periodista es que ese “apretamiento” —
como también lo calificaba— era, simultáneamente, una expansión
hecha de enmiendas y novedades. De lo que se desprende que la
transposición (acumuladora y revisionista) de lo oral a lo escrito
avanzaba en dirección inversa a la de los esfuerzos (atentos a lo legible
y respetuosos de lo ya dicho) de la gran corrección del 66. Pocos
ejemplos ilustran más dramáticamente el salto que podía traer el paso
del seminario al escrito que el de la transcripción realizada entre mayo y
agosto de 1956 en los escritorios de la casa de campo de Guitrancourt y
de un hotel de San Casciano. En esa ocasión las clases del 23 y el 30 de
marzo, y el 26 de abril de 1955 del Seminario 2 se convirtieron en
cuarenta y cuatro páginas del segundo número de la revista La
Psychanalvse, bajo el título de “El seminario sobre «La carta robada»”.
La comparación de las tres clases con su escrito sorprende menos por el
concentrado informativo que por la opulencia de la puesta al día. Es una
transposición con muchísima reescritura.
Jean-Claude Milner parece, entonces, haberlo dicho
todo cuando, comparando los dos grandes bloques
de la obra de Lacan, el oral y el escrito, subraya (a)
esa caída de la legibilidad: “Los primeros [los
seminarios] están tejidos de protréptica —alusiones,
ornamentos
literarios
o
eruditos,
diatribas,
deconstrucción de la doxa—; los segundos [los critos] tienden a
despojarse de ella: (...) el lector (que tiene todo por hace,ç menos
proyectarse como oyente ficticio) debe descifra, entre líneas, una tesis
de saber”; y (b) esa actualización doctrinaria: “Desde el punto de vista
del pensamiento, no hay ni habrá nunca en los seminarios nada más
que en los Scripta Pero siempre puede haber algo más en los Scripta
que en los seminarios (5)”. Las cosas, sin embargo, no son tan sencillas,
y afortunadamente de los seminarios se puede conseguir algo más que
un poco de entretenimiento.
En primer lugar, refutando la descripción de Milner, los Scripta no son
reacios sino que se sirven permanentemente de llaves protrépticas,
tales como la amplificación de citas, la enunciación alzada de las
diatribas, las espirales del ornamento y las zancadillas al sentido común
como vías regias para dar entrada a sus tesis de saber. Tal fue el caso
cuando, para el número lanzamiento de La Psychanalyse, Lacan
convierte en escritos las dos breves intervenciones con que había
abierto y cerrado la clase del 10 de febrero de 1954 del Seminario 1
reservada a una conferencia de Hyppolite. La redacción de la
“Introducción” y la “Respuesta al comentario de Jean Hyppolite sobre la
Verneinung” no trajo ningún despojamiento, sino una expansión eufórica
que duplica en extensión y condimento el punto de partida oral. Citas de
Freud ahorradas en la clase del seminario aparecen transcritas; por
ejemplo, “Respuesta” incluye un párrafo del caso del Hombre de los
Lobos de Freud:
Cuando tenía cinco años jugaba en el jardín al lado de su criada, (...) de
pronto notó con un terror imposible de expresar que se había
seccionado el dedo meñique de la mano (¿derecha o izquierda? No lo
sabe) y que ese dedo sólo colgaba ya por la piel. No sentía ningún dolor,
sino una gran ansiedad. No se animaba a decir nada a su criada que
estaba a sólo unos pasos de él; se dejó caer sobre un banco y
permaneció así, incapaz de lanzar una mirada más a su dedo. Al fin se
calmó, miró bien su dedo, y —¡fíjese nomás!— estaba totalmente
indemne.
Y hay que destacar que no lo transcribe por la simple gentileza de
ahorrarnos la molestia de ir a buscar el libro de Freud, aunque tampoco
para cifrarlo a continuación en una fórmula, sino para entrometerse en
su texto: para fingir con su prosa lo que el caso insinúa pero no alcanza
a decir. En medio del recuento que hace Freud del episodio en el jardín
del pequeño Sergei Constantinovich, Lacan inserta lo que
cinematográficamente llamaríamos una secuencia subjetiva de la
fenomenología íntima del niño. El propósito es nada menos que el de
prestar palabras a ese “terror imposible de expresar”. Sirviéndose de las
convenciones del montaje del cine de complejos de los años cincuenta,
lo que hace Lacan es anteponer un primerísimo primer plano de los
orificios de las pupilas de Sergei para zambullirse, entonces, por sus
ventanas abiertas (“no pestañea”) en el vértigo interior:
...no pestañea; lo que describe de su actitud sugiere la idea de que no es
sólo en un estado de inmovilidad en lo que se hunde, sino en una
especie de embudo temporal de donde regresa sin haber podido contar
las vueltas de su descenso y de su ascenso, y sin que su retorno a la
superficie del tiempo común haya respondido para nada a su esfuerzo
(6).
Al avanzar un poco más en la lectura de “Respuesta”, se hace evidente
que este descenso por “una especie de embudo temporal de donde
regresa sin haber podido contar las vueltas” no es pura literatura, por
mucho que recuerde el comienzo de Alicia en el país de las maravillas,
sino un elemento que adquiere la estatura de hecho clínico cuya
acentuación es decisiva para la argumentación. Lo que demuestra que
la protréptica ni es ajena a los Scripta ni es simple ornamento retórico;
puede ser también (y lo es frecuentemente en Lacan) un acelerador
epistémico. Contrariando la descripción de Milner, los Scripta
sobreabundan de protréptica y no es excepcional que para despejar sus
tesis de saber haya que pedir auxilio a los seminarios. Lo que sí se
puede comprobar, cuando oponemos unos a otros, es que los Scripta
soslayan el recurso más atrevido y potente de la protréptica de los
seminarios, el de la tergiversación de casos clínicos. El embudo
temporal es apenas un aditamento, no una tergiversación, como sí lo
sería si afirmara que Sergei no se encontraba en el jardín sino en el
dormitorio de sus padres; como veremos enseguida, los seminarios se
arriesgan a hacer estas cosas. Por no atreverse a ir tan lejos los Scripta
suelen ser doctrinariamente más cándidos que las fuentes orales que se
ocupan de transponer al papel, muy a pesar de la máxima de Milner
(“Desde el punto de vista del pensamiento, no hay ni habrá nunca en los
seminarios nada más que en los Scripta Pero siempre puede haber algo
más en los Scripta que en los seminarios”). Ocurre que los Scripta están
lejos de ser simplemente una expansión apretada, actualizada y algo
ilegible de las clases y conferencias que les toca trasponer: son también
su reducción censora hecha de enmiendas prudentes y silenciamientos
de la enseñanza oral. Intentaré demostrar esta hipótesis comparando las
insistentes alusiones que, a lo largo de catorce años, Scripta y
seminarios hacen a un artículo de Ernst Kris, “La psicología del Yo y la
interpretación en la terapia psicoanalítica”, particularmente en las
maneras contrastantes con que, Scripta por un lado y seminarios por
otro, cuentan un bien conocido caso allí presentado, el del Hombre de
los Sesos Frescos (7).
Nuestro ejercicio precisa que se tenga muy presente el
relato original de ese caso. Se trata dice Kris, de un
“científico” de unos treinta años con una trayectoria
académica exitosa hasta que encuentra un tope por la
imposibilidad de acreditar publicaciones propias. No es
que sea incapaz de pensar y hacer avanzar un proyecto intelectual,
tampoco es que le dé vértigo el vacío de la página en blanco; al
contrario, el Hombre de los Sesos Frescos guarda “prolongadas
investigaciones” en los cajones del escritorio. Lo que sucede es que no
se atreve a entregarlas por temor de que, al volverse públicas, se
descubra que inadvertidamente cometió un plagio, que es plagiario a su
pesar. Se sabe apto para conseguir tutores entre las autoridades de su
campo y para sostener parejamente conversaciones diarias con un
colega exitoso, pero estas son circunstancias que en lugar de elevar su
confianza por carácter transitivo, le sirven para darle más credibilidad a
las sospechas que mantiene con respecto a sus papeles. Empantanado
en estas contrariedades decide retomar el tratamiento analítico. Unos
pocos años atrás, probablemente tres o cuatro y seguramente no más
de diez, lo había analizado una mujer pero, a pesar del recuerdo
agradecido que conserva de esa experiencia, esta vez cree más
adecuado confiarse a un hombre. Procurando que la decisión no llegue a
oídos de su ex-analista, la nueva elección recaerá sobre Ernst Kris. No
tenemos noticia de cuánto tardó ella en enterar-se del cambio, pero los
lectores somos informados a vuelta de página de quién se trata: es
Melitta Schmideberg, la hija de Melanie Klein. Kris cita —revelando
puntillosamente la fuente— el único párrafo que Schmideberg había
publicado del caso en un artículo de 1934, “Inhibición intelectual y
perturbaciones en el comer”. Sin dejar de admitir los efectos benéficos
sobrevenidos al término de ese primer análisis, la primera cura pasa a
ocupar, dentro del artículo de Kris, el poco honroso casillero de los
análisis emprendidos: “en una época en la que los problemas de la
psicología del Yo no habían influido todavía en la técnica analítica, o
habían sido realizados por un colega que para entonces no apreciaba su
importancia (8)”. Al respecto, no hay que perder de vista el carácter
combativo de la prosa de Kris. Originariamente “La Psicología del Yo y la
interpretación de la terapia psicoanalítica” fue su participación en una
mesa sobre Implicancias técnicas de la psicología del Yo, realizada en la
sede neoyorquina de la Asociación Psicoanalítica Americana en
diciembre de 1948, con el firme propósito de promover las ventajas
comparativas de la nueva orientación sobre las demás. El caso del
Hombre de los Sesos Frescos constituía la pieza demostrativa principal
del annafreudismo de Kris contra la terapéutica de la fracción rival, la
del kleinismo (9), y contra la persona de su fundadora, a la que ataca
aludiendo indirectamente al perfil menos presentable de su hija Melitta,
el vinculado al tema de las acusaciones de plagio. En lo manifiesto lo
que se discute es, desde luego, las vueltas que da el Hombre de los
Sesos Frescos alrededor del plagio; sin embargo, al seleccionar a esa
analista y ese caso en particular, Kris también enviaba un guiño cruel a
toda la comunidad analítica, que estaba muy al tanto de las
acusaciones de plagio con que Melitta Schmideberg había atacado
reiteradamente a su propia madre y a sus seguidores:
El 11 de mayo de 1936 Jones informaba a la Comisión de Formación de
la acusación de plagio formulada por Melitta Schmideberg a propósito
del libro [On Bringing Up of Children de M. Klein et al.]; se formó una
comisión, integrada por Jones, Brierley y Payne para llevar a cabo la
investigación correspondiente. Lo que se descubriese se comunicaría
personalmente a la doctora Schmideberg y a los seis autores que
habían colaborado en la colección. Las actas no revelaban la naturaleza
específica de los cargos, pero sean cuales fueren estos últimos, Majorie
Brierley me dijo que la comisión estableció que no se podían
demostrar. Melitta continuó su estridente campana. El 19 de marzo de
1937 Joan Riviere escribía a James Strachey: “El miércoles Melitta leyó
una comunicación verdaderamente ofensiva en la que atacaba
personalmente a «la señora Klein y sus seguidores» y decía
simplemente que todos ellos eran malos analistas: indescriptible
(10)”.
Las ventajas terapéuticas de las técnicas de la
Psicología del Yo sobre las del primer kleinismo
(representado, a pesar de todo, por Schmideberg) son
puestas en evidencia sin mayores reparos en “La
psicología del yo y la interpretación”. Por mucho que el
primer análisis hubiese dilucidado apropiadamente la
importancia que tenía para el canibalismo oral infantil en el Hombre de
los Sesos Frescos, era notorio que su sola interpretación había resultado
pobre en consecuencias. Evidentemente, el temor paralizante de llegar a
cometer plagio quedó intacto. Como autora, Schmideberg había sabido
destacar en su artículo el daño potencial de esa “inhibición de gran
alcance” del paciente; pero como analista no había conseguido
levantarlo: eso permaneció enquistado esperando el momento en que
las consecuencias de la imposibilidad de publicar se volvieran
insostenibles. El análisis de Kris, en cambio, nada dejaba librado al
reproche. A pesar de verse interrumpido por la guerra y no poder ser
retomado, sus efectos terapéuticos habrían sido de un éxito pronto y
duradero:
El análisis del caso que aquí presentamos fue interrumpido por la
Segunda Guerra Mundial. Durante su transcurso el paciente publicó al
menos una de las contribuciones que había previsto publicar desde
hacía tiempo. Intentó reanudar su análisis después de la guerra lo que
no fue posible. Desde entonces he sabido que ha hallado satisfacción en
su vida familiar y en su carrera (11).
Varias diferencias técnicas, teóricas y polfticas separaban a Kris de
Schmideberg. Para nuestros propósitos, bastará detenerse en una, en la
del veredicto implícito del analista. Si bien ninguno de los dos
consideran al Hombre de los Sesos Frescos un criminal latente, sus
posiciones diferían mucho al respecto. Debido a que ella —en palabras
de Kris— privilegiaba la “interpretación referida al Ello”, todo la inclinaba
a destacar el núcleo de verdad pulsional del cual el neurótico se
defiende. Quizá por eso la definición que da del caso está situada entre
el historial y el prontuario: “Un paciente que ocasionalmente en la
pubertad había robado sobre todo golosinas y libros, y mantuvo
posteriormente cierta inclinación al plagio “. Es cierto que
inmediatamente la modera: “Dado que para él la actividad estaba
conectada con el robai y el trabajo científico con el plagio, él pudo eludir
estos impulsos censurables recurriendo a una inhibición de amplio
alcance en su actividad y esfuerzos intelectuales (12)”; pero si la cárcel
de su inhibición es tenida por demasiado severa, no queda por eso
menos justificada: el joven había robado y lo asechaban inclinaciones
deshonestas. Kris subraya, en cambio, —dicho en sus palabras— el
papel de “la identificación como mecanismo de defensa”. A su parecer,
la construcción del síntoma se sostiene principalmente en el
malentendido de las identificaciones y la doble trampa que le tienden al
neurótico: la de apresarlo en injustificados remordimientos (al
confundirlo con sus espejismos sin dejar que se percate de su ajenidad)
y la de prometer liberarlo por la falsa puerta de adoptar alguna
identificación como pasaporte al ser. Por eso, Kris desdramatiza los
fatalismos del paciente y de Schmideberg, con respecto a la tendencia al
plagio, interpretando que si es cierto que el Hombre de los Sesos
Frescos se siente desprovisto de talento, no se debe a que sea
efectivamente un incapaz o lo domine un canibalismo intelectual
incoercible, sino a que no se percata de los efectos nefastos de su
identificación con el padre incompetente que le tocó; y que si es cierto
que busca el consejo de padrinos y de un eminente colega, es sólo
debido a que persevera en el anhelo infantil de conseguir el gran padre
que no tuvo. Tan es así que, en el momento crucial del segundo análisis
una idealización se desvanece: ni él era plagiario, ni su vecino era como
se le aparecía (“...todo el problema del plagio se presentó bajo una luz
nueva. Resultó que el eminente colega había tomado en repetidas
ocasiones las ideas del paciente, las había adornado y repetido sin
otorgarle a él el debido reconocimiento (13)”). No es que la pulsión no
cuente en su esquema de la Psicología del Yo, lo que sucede es que se
transustancializa en estilos de defensa: te diré de qué te defiendes si me
dices cómo te defiendes. En palabras de Lacan, Kris analiza la defensa
antes que la pulsión suponiendo “que defensa y pulsión son
concéntricas y están, por decirlo así, moldeadas la una sobre la otra
(14)”. Luego, más que como un caso de un Ello severamente
canibalístico, Kris entiende al Hombre de los Sesos Frescos como un Yo
severamente enajenado en la identificación canibalística con un padre
infecundo. Más que la delincuencia pulsional, es el genio yoico lo que la
neurosis guardaba inhibido (15).
A modo de resumen, no sería gran atrevimiento pensar, entonces, que
los dos rumbos contrapuestos con que fue pensado y tratado este caso
entre dos escuelas, fueron los mismos que encaminaron el destino que
sus dos analistas tuvieron en Nueva York en la última etapa activa de
sus vidas. Schmideberg se dedicó a los jóvenes delincuentes en la
Asociación para el Tratamiento Psiquiátrico de Delincuentes de Nueva
York, de la que fue fundadora (16); y Kris fue la cabeza del Proyecto de
Investigación de Adolescentes Dotados, asociado al Instituto
Psicoanalítico de Nueva York, donde se daba atención analítica a jóvenes
artistas con problemas (17).
En cuanto a la coincidencia de ambos en Nueva
York, el almanaque permite suponer que, más acá
de la guerra global entre dos corrientes analíticas,
el ataque público de Kris a la primera cura del
Hombre de los Sesos Frescos obedecía muy
concretamente a una lucha territorial. El, que se había instalado en
Nueva York en 1940, se encontró en 1945 con que la tenía como vecina
a ella, a Melitta Schmideberg, quien había emigrado al descubrir que no
tenía mucho que esperar en Londres luego de la caída en desgracia de
Edward Glover, su padrino en las luchas contra el presunto sadismo de
su madre y su sexto analista (si contamos a la misma Klein como la
primera). Las convicciones doctrinarias y el carácter iracundo de
Schmideberg representaron seguramente una aparición amenazante
para la hegemonía neoyorquina de Kris sobre los temas de la infancia y
la adolescencia. De manera que si, como veremos seguidamente, hoy se
acusa con cierta razón a Jacques Lacan de practicar una distorsión
tendenciosa del artículo de Kris para sustentar sus posiciones, no es
menos cierto que Ernst Kris practicó una selección tendenciosa del
artículo de Schmideberg para sustentar las propias.
Sí, Lacan tuvo de quién aprender que la vida del psicoanálisis es algo
más que un simple y desinteresado debate de ideas. Del 2 al 8 de
agosto de 1936, la semana en que se reunió el XIVº Congreso de la
Asociación Psicoanalítica Internacional, debió de ser uno de los
momentos culminantes de ese aprendizaje. En ese hotel inmenso de la
escenografía del Congreso de Marienbad (Checoslovaquia), a lo largo de
sus corredores, por los salones y galerías de una construcción de otro
siglo, lujosa, barroca, pisando alfombras tan espesas que absorbían los
pasos (como si —al decir de Robbe-Grillet— la oreja no avanzara
acompañándolos), los principales personajes de toda esta historia se
cruzan y los conflictos preanuncian. El kleinismo inglés y el
annafreudismo vienés elevan el tono de una discusión que culminará en
las llamadas Grandes Controversias de 1940-44; Melitta Schmideberg
protagoniza uno de los primeros enfrentamientos públicos contra su
madre fuera de Inglaterra, contando con el respaldo visible de Edward
Glover; Jacques Lacan debuta internacionalmente exponiendo la primera
(y perdida) versión de su estudio sobre el estadio del espejo —Ernest
Jones lo interrumpe en cuanto excede los diez minutos previstos—,
luego de lo cual mantendrá una conversación casual con Ernst Kris. A lo
largo de un corredor transversal cargado de boiseries, estuco, mármol,
espejos negros y pinturas, los dos hombres caminan juntos alejándose
del salón de recepción del XVIº Congreso y protagonizan un diálogo que,
con cierta impudicia, Lacan reproducirá en “La dirección de la cura”.
Antes de recordarlo, detengámonos en la imagen muda de los dos
hombres. Vale la pena resaltar que ambos tienen la edad del Hombre de
los Sesos Frescos. A veces se exagera con personificar a Lacan como un
niño terrible; pero no, en esta oportunidad, con sus comentarios acerca
del artículo de Kris, Lacan no puede ser tomado por un entrometido en
el banquete de los mayores. Ernst es apenas un año mayor que Jacques,
y Jacques tiene tres años más que Melitta. Jacques es el único de los tres
con una formación psiquiátrica clásica. Ernst morirá en 1957 y Melitta en
1983, sobreviviendo dos años a Jacques. Las consideraciones de Lacan
acerca del Hombre de los Sesos Frescos no se distinguen por ser
conciliatorias —la de Kris ya no lo era—, ni tampoco, entonces, por
cometer desacato.
Retomando el caso: para Kris, la piedra del escándalo
estaba en las desmesuras de las defensas yoicas, lo que
lo anima a la tarea de develarle a ese Yo,
afortunadamente más tratable que el Ello, la insensatez
de sus identificaciones y soluciones mágicas. Para
Schmideberg, prevalecía la fiereza del Ello o, para ser más precisos, la
fiereza del Ello y del Superyó de la primera concepción kleiniana. Su
artículo, “Inhibición intelectual y perturbaciones en el comer”, es un
diario de guerra del cosmos del sadismo pregenital entre: “fuertes
deseos orales”, “anhelos voraces”, “temores al propio sadismo”,
“escapes de la envidia de los demás” y “ansiedades de retaliación”
contra los ataques del severísimo Superyó temprano (18), según la
versión que prevaleció en M. Klein hasta el viraje conciliatorio de 1935
de la concepción de posición depresiva, al cual Schmideberg nunca
adhirió. En “La dirección de la cura”, Lacan introduce el asunto
separando nítidamente los dos polos que acabamos de ver:
Se trata de un sujeto inhibido en su vida intelectual y especialmente
inepto para llegar a alguna publicación de sus investigaciones, esto en
razón de un impulso a plagiar del cual parece no poder ser dueño. Tal es
el drama subjetivo.
Melitta Schmideberg lo había comprendido como la recurrencia de una
delincuencia infantil; el sujeto robaba golosinas y libros, y fue por ese
sesgo por donde ella emprendió el análisis del conflicto inconsciente.
(.,.) Ernst Kris cambia la perspectiva del caso y pretende dar al sujeto el
insight de un nuevo punto de partida desde un hecho que no es sino una
repetición de su compulsión, pero en el que Kris muy loablemente (...)
va a las piezas probatorias y descubre que nada hay allí aparentemente
que rebase lo que implica la comunidad del campo de las
investigaciones (19).
El se coloca, a su vez, en un punto tácitamente intermedio o
discretamente inclinado hacia Schmideberg, aunque es notorio que
prefería no aliarse a ninguno de los dos (20). Claro que no nos
detendríamos tanto en Lacan si hubiese seguido la costumbre de
permanecer en el centro de la escala de los grises. No lo hacía y esta
oportunidad no fue la excepción; como en Schmideberg y en Kris,
reinaban también en él las posibilidades (y los límites) de una lectura
fuerte, ajena a las prudencias del término medio. Sus consideraciones
acerca del Hombre de los Sesos Frescos, decíamos, no se distinguen de
las de esos dos compañeros de su generación ni por tener un tono
conciliador ni por ser más irreverentes o aguerridas. Si tienen el touch
Lacan es porque son (previsiblemente) impredecibles.
Antes que bueno o malo, del todo alienado o en
predecible vías hacia la razonabilidad, lo que hace
Lacan es volver sorprendente aquello que toca. Lo
que se tiene por sabido y controlado, adquiere, bajo
su indagación, una segunda naturaleza paradojal y
grandiosa. Pasear por el Museo del Prado puede
llevarlo, como a cualquier turista, hasta “Las Meninas” de Velázquez;
pero no será para que se detenga en los sentidos consagrados de la
época, sino para desplazarlos de eje o trastornarlos. En su comentario
(21), “Las Meninas” dejarán de pertenecer al género de la pintura dentro
de la pintura; y Velázquez no posará más como pintando al Rev y la
Reina, por mucho que el espejo de los últimos planos capture a la pareja
real parada frente al bastidor del artista; y resultará que el plano más
esencial del cuadro se le ha escapado a Michel Foucault en el minucioso
comienzo de Las palabras y las cosas; y la composición del cuadro será
metáfora de una carta dada vuelta y de un circuito de dos vueltas
pulsionales; y constituirá una buena excusa para distinguir a los
hombres de los perros; y su escena de bienestar cortesano será
angustiante (a la inversa, en los cuadros de Zurbarán del martirio de
Santa Lucía y Santa Ágeda él no encontrará del orden de la angustia: allí
la mutilación despertaría indiferencia porque ojos y senos están
mostrados en bandejas de plata) (22). O la sorpresa estará —siempre
manteniéndonos en el ejemplo de los museos— en encontrar lo
consagrado en lo desapercibido; como en la colección permanente de
arqueología de Saint-Germai n-en-Laye, en que el milagro epifántico
sucederá en una sala perdida, la Sala Piette, en el momento en que
Lacan se tropieza con las vitrinas de una colección de pequeñas tallas
en hueso reunidas por un juez de paz. En una costilla marcada por unos
palotes agrupados rítmicamente, afluirán los cimientos del registro
simbólico, desde la lengua hasta los sistemas del parentesco:
¿Cómo expresarles la emoción que me embargó cuando inclinado
encima de una de esas vitrinas vi una costilla delgada, manifiestamente
una costilla de mamífero no sé muy bien cuál del género corzo cérvido
(y no sé si alguien lo sabrá mejor que yo), con una serie de pequeños
palotes: dos primero, luego un pequeño intervalo, y enseguida cinco, y
luego eso mismo que recomenzaba? “He ahí —me decía dirigiéndome a
mí mismo por mi nombre secreto o público— en suma, he ahí por qué,
Jacques Lacan, tu hija no es muda, he ahí por qué tu hija es tu hija, por
qué si fuésemos mudos ella no sería tu hija. “ (...) La diferencia
cualitativa [de los trazos de sus palotes] puede incluso venir a subrayar
la mismidad significante. Esta mismidad está constituida justamente
porque el significante como tal sirve para connotar la diferencia en
estado puro (23).
Esta monotonía de lo inesperado y de lo espectacular, de la que también
son resultado sus comentarios acerca del caso de Kris, ofrece a los
lectores renuentes la tentación para hacer psicología y atribuirlo todo a
una proyección de la personalidad desmesurada de Lacan. El intento
suyo de desautomatizar e invertir los lugares comunes del psicoanálisis
no merecería estudio, sino que reclamaría un diagnóstico clínico. ¿Pero
no cometen, de esta manera, la falacia de matar al mensajero para
refutar el mensaje? Que haya habido algo extemporáneo, caprichoso y
grandilocuente en la relación que Lacan mantenía con las cosas y con la
que procuraba contagiar a los demás, no garantiza Que sus impresiones
estén menos adaptadas a la naturaleza de las cosas que las nacidas de
un talante más moderado. Además, mutatis mutandis, lo mismo vale
para la tormentosa Schmideberg, para el pacifista Kris y para cualquier
analista, de Freud en adelante, con lo cual la teoría psicoanalítica no
sería más que una lucha de fantasmas privados.
Claro que sería igualmente impropio amordazar la
psicologia. Sobran testimonios acerca de exhibiciones y
atrevimientos de Lacan que apuntan a hacerlo ingresar
en el ateneo de lo mórbido o la caricatura (24); me
limitaré al que se desprende de la continuación de la
anécdota de un almuerzo en Guitrancourt citada en la Introducción:
Después de almorzar, fuimos acompañados fuera de allí hasta una
pequeña edificación separada de la casa: el escritorio de Lacan. Dora me
susurró: “Te va a mostrar el Courbet”. Dentro de un gran marco dorado,
a la derecha de la puerta, colgaba una abstracción inacabada pintada
sobre fondo marrón por Masson. Entonces, Lacan se dirigió a mí
prácticamente por primera vez y me dijo: “Ahora voy a mostrarle a
usted algo extraordinario “. Tirándola desde la izquierda, la pintura de
Masson, que estaba realizada sobre un panel delgado, se deslizó fuera
del marco revelando detrás un detallado y hermosamente pintado
primer plano de los genitales de una carnosa y casi corpulenta mujer.
Hice las exclamaciones de admiración que obviamente se esperaban de
mí, pensando para mis adentros si Lacan no podía estar dándome esa
sorpresa con la ligera presunción de que una imagen semejante
difícilmente pudiera excitarme sexualmente. Había otras pinturas
mediocres de Masson, un pequeño y extraordinario estudio de una
calavera hecho por Giacometti, y un cuadro grande y aburrido de un
sauce del último Monet. Lacan había traído consigo su volumen desde el
comedor y pronto se sentó al escritorio, despidiéndose de Dora y de mí
con una cortesía tan exagerada que resultaba casi grosera (25).
El problema de este y otros pequeños relatos que certifican el
argumento psicodiagnóstico es que descuidan el empeño epistémico
que podía estar (también) guiando tales encuentros y su ceremonia.
Pretenden convencernos de que sus episodios sólo atestiguan de lo que
pudieron tener de rapto megalómano, de exhibicionismo que nadie
solicitaba y de exigencias que no correspondían. El arquitecto Maurice
Kruk, contratado para levantar en Guitrancourt un pabellón de reposo
estilo japonés donde realizar la ceremonia del té, tuvo una aproximación
más simpática a la aparatosidad de Lacan: “Tengo la impresión de que
[las obras de arte] las había reunido bajo su techo simplemente para
interrogarlas a sus anchas. Por la manera en que reivindicaba a veces
las razones del apego a algunas de las revelaciones que le
proporcionaban, en función de su poder de provocación y de las
reacciones del prójimo que permitía desencadenar; siempre me pareció
que todo lo que poseía le era útil en todo momento para su reflexión
(26)”
Pero más allá de cómo se evalúen, obsérvese cómo unos y otros
reconocen la importancia que tenía para él convocar la atención y
provocar sorpresas. ¿Qué estatuto habrá que darle a esta inclinación a
montar espectáculos que se prolonga llamativamente a su obra, y en
particular cuando habla de historiales clínicos? Parecería razonable
juzgarla como un rasgo subalterno o una característica didáctica
secundaria; es lo que en Milner queda asimilado a la protréptica de los
fuegos artificiales de la retórica, en contraste con la luz diurna y clara de
la tesis de saber. Lo que sería una respuesta razonable, excepto en un
caso. En el caso en que su tesis de saber quisiera afirmar lo
sorprendente de su objeto y quisiera transmitir, en su exposición misma,
la capacidad de sorprenderse. Si esto último ocurriese en la obra de
Lacan —y creo que en buena parte así es— los cuadros de Courbet que
ella expone serían de una importancia no superior a la de sus
dispositivos mecánicos de ocultación y los sobreavisos de: “Ahora voy a
mostrarle a usted algo extraordinario”. La división entre protréptica y
tesis de saber sería, por esta vez, irrelevante e incluso dañina para su
estudio; algo que me parece evidente cuando se leen los comentarios a
propósito del caso de Kris. Veamos cómo comenzaron y cómo mostraron
lo previsible de su autor.
El Hombre de los Sesos Frescos no se hace esperar
aparece en el Seminario 1 y luciendo una encarnadura
mas realista y vital que en la descripción despojada del
relato original. Por ejemplo, Kris hace la siguiente
transcripción de un parlamento de su paciente:
“camino por la calle X (una calle bien conocida por sus pequeños y
atractivos restaurantes) y miro los menúes en las vidrieras. En uno de
esos restaurantes habitualmente encuentro mi plato preferido: sesos
frescos”. (27)
En el Seminario 1, Lacan-narrador
geográficas, sabores y pintoresquismo:
la
adereza
con
precisiones:
“…me fui a la calle X—esto sucede en Nueva York, y se trata de una
calle donde hay restaurantes extranjeros y donde se pueden comer
cosas un tanto condimentadas— y busqué un lugar donde pudiese
encontrar ese plato que me gusta particularmente, los sesos frescos
(28)”.
Semejante transcripción, didácticamente más animada, es cada Tanto
censurada por sus licencias. No hace mucho, en 1991, Adela Leibovich
de Duarte, profesora titular de la cátedra de Psicoanálisis: Psicología del
Yo, de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires,
observó severamente: “Lacan, dueño de una total certeza, nos asegura
que el análisis transcurre en Nueva York (?), que los restaurantes
vecinos al consultorio de Kris son extranjeros (?), que en ellos se pueden
comer cosas un tanto condimentadas (?) y que el paciente buscó uno
donde encontrar sesos frescos. (...) Lo único seguro es que Kris no
menciona lugar alguno y que Lacan, sin embargo, adorna a su gusto y
parecer el relato (29)”. Ella sugiere razonablemente que ese análisis
debió transcurrir en Londres. De buena gana, yo agregaría a estos
cargos el agravante de la reincidencia. Porque aunque no es el rasgo
más comentado de Lacan, es una característica notoria de su estilo la
afición por reconstruir acontecimientos del psicoanálisis suponiéndoles
pormenores que les agregan verosimilitud, siguiendo las mañas de
escritorio de la novela realista francesa (30). Lo acabamos de ver, unas
páginas atrás, en la secuencia subjetiva que añade al recuerdo infantil
del Hombre de los Lobos y, más atrás (en “El marketing tal como Lacan
lo practicaba”), cuando viste sospechosamente a Freud con un traje
claro para volver más calamitoso el accidente de la visita a la
Universidad de Columbia. Al respecto, un par de años antes que
Leibovich de Duarte, Carlos Faig —de la misma universidad— hizo
observaciones en esta dirección a propósito de cómo recordaba Lacan el
libro de Schreber (31). Pero mientras Faig encontraba (en todo caso,
preanunciando a Milner) que: “La reconstrucción de Lacan es ingeniosa
y literaria; tal vez, un tanto novelesca”, lo que hace Leibovich de Duarte
es alertar que esas pequeñas añadiduras al caso de Kris son el huevo de
la serpiente. Esos pequeños agregados preanunciarían y asistirían otro
mecanismo distorsivo más enérgico, que llamaremos: tergiversación
(teóricos de la lectura como Harold Bloom lo llaman: misreading), y que,
al entender de Duarte, hieren de muerte la posibilidad de la disputa en
psicoanálisis al no respetar criterios objetivos: “Cuando se abandona la
confrontación (...) y se produce el aislamiento queda el espacio abierto
para posturas autosuficientes y discursos oscurantistas desde donde es
fácil recurrir a opiniones tendenciosas, a ataques arbitrarios y a
distorsiones de la producción ajena para sostener la propia (32)”. El lado
flaco de su crítica está en que se para frente a Lacan como si el artículo
de Kris estuviese libre de todo comercio terrenal; o las Grandes
Controversias no hubiesen ocurrido y no hubiesen probado, desde hace
cincuenta años, la complicación (por no decir la imposibilidad) de la
confrontación en psicoanálisis: aquellos debates no condujeron a
ninguna síntesis superadora, sino apenas a una convivencia pacífica
mejor reglamentada. De todos modos, su punto de partida merece
nuestra atención. El planteo de la profesora Duarte resulta ser, al menos
a primera vista, impecable; nos entrega, primero, una traducción de “La
Psicología del Yo y la interpretación de la terapia psicoanalítica” de Kris
y, a continuación, agrega un artículo suyo, “Crónica de una distorsión en
Psicoanálisis”, en el que subraya seis menciones que hace Lacan del
Hombre de los Sesos Frescos, entre 1954 y 1967, como pruebas visibles
de que ninguna de ellas es fiel a los dichos de Kris y ni siquiera son del
todo compatibles entre sí, aunque todas coincidan, a su entender, en
orientarse a favor de las ambiciones de Lacan de llevar agua a su propio
molino:
sorprendentes son las seis versiones diferentes que Lacan maneja en
distintos textos escritos o exposiciones orales del caso de Kris. Estas
versiones, que no guardan similitud con el original, ni en general entre
sí, (...) se orientan en un mismo sentido el de la distorsión tendenciosa
en la cual Lacan se instala para sustentar sus posiciones (33).
Es una afirmación que, en lo esencial, me atrevo a suscribir. Ella está en
lo cierto al insistir en que hay algo que no encaja en las seis (en realidad
son siete) maneras en que Lacan cuenta el caso de Kris.
Resulta, en cambio, impensable seguirla en las dos
conclusiones que deriva de esa comprobación. La de
que la violencia ejercida por la lectura de Lacan sobre
el caso de Kris representa un simple y lamentable
abandono de las reglas del examen objetivo motivado
exclusivamente por una ambición de dominio. Y la de que, como todo
engaño, esa lectura tiene sus perjudicados, que se concentrarían
especialmente entre los propios lacanianos. Duarte cree comprobar en
los seguidores de Lacan los peores efectos oscurantistas de esa
distorsión. Ella encuentra y cita —reconozcámoslo, sin ninguna
distorsión— a lacanianos que estudian el caso clínico del Hombre de los
Sesos Frescos partiendo de alguna de las versiones inventadas por
Lacan y pasando por alto la fuente original de Kris: “[Aquí tenemos un]
ejemplo altamente elocuente del uso de la palabra del maestro como
verdad”, dice muy incómoda a propósito, por ejemplo, de un artículo de
Eric Laurent. Extendiendo ese hábito y presunta confusión a todo el
lacanismo, nos coloca a sus adeptos en una situación que ni siquiera es
la del cómplice: “[Con] los lamentables manipuleos y distorsiones (...)
[Lacan] tampoco pareciera respetar a aquellos que, sin una actitud
cómplice, candorosamente, no sospechan que alguien de la talla de
Lacan recurra a modificaciones o agregados al trabajo ajeno (34)”. No
seríamos cómplices, sino los sonámbulos de una secta hipnotizada que,
según reza el epígrafe del artículo de Duarte, anda por el mundo “con el
aplomo de quienes ignoran la duda”.
Hay que tener cuidado con las delicias de la indignación y la injuria. Yo
creo que eso es lo que arruina la “Crónica de una distorsión en
Psicoanálisis”. Cuando se habla de los rivales, la atribución de la maldad
y la estupidez es una hipótesis demasiado placentera como para ser
cierta, y demasiado imprudente como para ser publicada, nunca se sabe
en manos de quién puede caer. “Crónica” no generó ningún debate
hasta la fecha, lo que es una suerte porque sería sencillo mostrar su
fragilidad y apagar sus humos. En primer lugar, si su traducción al
castellano del artículo de Kris en 1991 no trajo ningún terremoto ni
corriente de aire civilizadora al aplomado lacanismo, no es porque
suframos de una sordera o ceguera incoercible, sino porque desde 1977
todo el mundo viene usando la traducción (que no tiene nada que
envidiarle a la suya) de Gustavo Dessal, para la serie “Referencias” de la
Escuela Freudiana de Buenos Aires (EFBA), que tiene la gran ventaja de
venir acompañada de: “Inhibición intelectual y perturbaciones en el
comer” el artículo de Melitta Schmideberg de 1934 que Kris cita. Como
las acusaciones de Duarte se extienden a los franceses, vale la pena
mencionar que, en 1988, la revista francesa Ornicar? también se había
ocupado de traducir y poner a la vista de todos el artículo de Kris (35). Es
casi inconcebible que la profesora ignorara en 1991 la traducción Dessal
y la existencia la biblioteca de la EFBA, abierta en 1974 y que por unos
pocos años fue la sede única del lacanismo argentino. ¿De dónde
obtuvo, sino, la versión castellana de los seminarios inéditos de Lacan
(el 10 y el 14) que cita generosamente en su trabajo? Además, está la
traducción parcial de 1986 que Vicente Palomera, de Barcelona, incluyó
en su artículo “Consideraciones sobre la anorexia mental: «El hombre de
los sesos frescos»” en la revista Analiticón nº 1 (36). Nuestra crítica
nombra este trabajo solamente para reprobar detalles de su traducción
de Kris, pero ella no dice nada, no reconoce ninguna deuda con el hecho
de que el artículo de Palomera tiene, entre sus principales méritos, el de
señalar los lugares en que Lacan habló del Hombre de los Sesos Frescos.
Que tenga esa deuda, cuyo no reconocimiento la acerca peligrosamente
al plagio (en 1991 todavía no se había digitalizado a Lacan), queda
puesta en evidencia en que “Crónica de una distorsión” únicamente
encuentra las seis versiones de Lacan que subraya Palomera y no una
séptima, la de la clase del 1 -VII- 1959 del Seminario 6, que le hubiese
servido —como veremos en seguida— maravillosamente a los fines de
su denuncia. El empleo políticamente incorrecto de los textos no tiene el
lacanismo como primera ni única residencia.
Sí, a nuestros propósitos es totalmente irrelevante medir la autenticidad
de la erudición lacaniana de Duarte, o llevar la cuestión a un juicio legalmoral, o incluso convertir a “Crónica” en una entrada de la historia o la
sociología posible del movimiento psicoanalítico. Nos importa
exclusivamente (y mucho) por el problema de lectura que nos trae. Me
refiero al problema que el planteo inicial de Duarte deja atisbar nítido,
antes de cerrarlo con el portazo de la indignación: el que a la
comprobación —sabida desde antes del artículo suyo e incluso que el de
Palomera, pero no por eso mal señalada— de que Lacan da seis (incluso
siete) versiones del caso del Hombre de los Sesos Frescos, ninguna de
ellas fiel al texto de Kris ni demasiado compatibles entre sí. ¿Cuáles
fueron esas tergiversaciones o distorsiones tendenciosas que cometió
Lacan?
La lectura de Lacan se focaliza en dos segmentos del
relato que hace Kris a pro-posito de lo ocurrido en
una sola sesión. En el primero de estos segmentos,
Kris procede a constatar, con una maniobra que
llama de “superficie”, la realidad de los dichos del paciente. El Hombre
de los Sesos Frescos acaba de comunicarle que suspenderá la inminente
publicación de una de sus investigaciones, porque descubrió que lo
esencial de su tesis lo había tomado sin querer de un volumen
consultado tiempo atrás y que ahora reencontró en la biblioteca:
Su tono paradójico de satisfacción y excitación me llevaron a preguntar
[to inquire about] con todo detalle acerca del texto que temía plagiar. En
un proceso de prolongada indagación [scruting] se pudo ver que la
mencionada publicación contenía un útil respaldo para su tesis pero no
había alusión alguna a la tesis misma. El paciente había hecho decir al
autor lo que el mismo quería decir. Una vez que este indicio estuvo
seguro, todo el problema del plagio se presento bajo una luz nueva (37).
A partir de ahí, se precipita a una segunda comprobación, la de que si
acaso había algún plagiario ese era —como sabemos— su colega
exitoso. A esta altura de la sesión, Kris estima que llegó el momento
para interpretar las consecuencias de la identificación del paciente con
la mediocridad del padre; para traerle de vuelta un sueño que retrataba
esa encrucijada edípica, y para refrescarle un recuerdo infantil de la
tendencia a comer y/o robar lo ajeno (en tanto que sólo lo ajeno sería
valioso). Al término de esta interpretación escalonada, en el sentido de
que va de la superficie del cotejo de la realidad presente al rescate de lo
profundo del pasado, Kris se detiene a la espera de una respuesta del
paciente que procure alguna forma de validación. El Hombre de los
Sesos Frescos abre, entonces, la boca y alcanzamos así el segundo
segmento privilegiado por Lacan y la anécdota que da nombre al caso:
A esta altura de la interpretación yo estaba esperando la reacción del
paciente. El paciente estaba en silencio y la misma duración del silencio
tenía una significación especial. Luego, como si comunicara un repentino
insight, dijo: “Todos los mediodías, cuando salgo de aquí, antes del
almuerzo, y antes de volver a mi oficina, camino por la calle X (una calle
bien conocida por sus pequeños y atractivos resto tirantes) y miro los
menúes en las vidrieras. En tino de esos restaurantes habitualmente
encuentro mi plato preferido: sesos frescos (38).”
Por muy poco que se siga adelante con el artículo de Kris, se vuelve
indiscutible que el “como si” del “como si me comunicara un repentino
insight” es un eufemismo (39). La cura ha alcanzado, a su entender, una
de sus cumbres de felicidad. Imaginamos —si se nos permite novelar un
poco más— un segundo silencio. El corpulento, por no calificarlo de
obeso, Hombre de los Sesos Frescos acaba de pronunciar su parte y
continúa echado en el diván; falta poco para tener que girar el trasero,
incorporarse y desaparecer por la puerta, pero todavía no se cumplieron
los 50 minutos. Fue una sesión inmensa. Cierra los párpados, sí, nunca
se sintió tan aliviado, el rostro se le ilumina como si contemplara la
vidriera de los restaurantes. Detrás suyo Kris, no menos complacido, ve
premiada su laboriosa interpretación con una de las maneras más
elegantes de confirmación, si le hace caso a lo que leyó en
“Construcciones en psicoanálisis” de Freud. En vez de recibir una hosca
negación, el paciente acaba de reaccionar transportando la intervención
del analista hasta los dominios de una predilección hasta ese momento
libre de toda pregunta, elevándola al rango analítico de acto sintomático
(40). —Me parece, Ernst, que usted dio en el blanco con eso de que yo
veo lo valioso solamente en lo ajeno. Sin ninguna necesidad, de chico
robaba los caramelos de mis compañeros de juegos, de estudiante
robaba los libros de mis condiscípulos y, ahora que soy un profesor;
solamente tengo ojos para las ideas de mis colegas. Y anote esto que
me acabo de dar cuenta ahora y que le va a gustar Cuando salgo de
aquí a las 12:20, muchas veces hago lo siguiente...
Como era predecible, Lacan invertirá como un
guante la estimación de estas dos escenas. La
astucia de acudir al cotejo de la realidad la
juzgará como una torpeza técnica, y la ocurrencia
del paciente de mencionar la historia de los sesos frescos, como una
confirmación de esa misma torpeza. Para las páginas más duramente
lacanianas (que nacen de dos seminarios y se retraen en la protréptica
menos audaz de los Escritos), el relato del paseo por los restaurantes no
equivale más a ningún insight, a ninguna coautoría con la intervención
del analista, sino a una invalidación, a una burla sabia a sus empeños.
Es que la historia de los sesos frescos pierde el rango de acto
sintomático contado y autointerpretado en sesión, para acabar
degradada a un acting out realizado fuera del consultorio después de la
sesión.
Desde esa plataforma crítica, Lacan abrirá las puertas a las ventajas
comparativas del empleo de otra técnica que la de la Psicología del Yo;
al diagnóstico diferencial de la neurosis obsesiva con la anorexia; a la
complicación del estatuto del objeto en su relación con la nada; a la
discusión de que la pulsión sea concéntrica a la defensa, y a algunas
finas disquisiciones como la de que: “No es que su paciente no robe lo
que importa aquí Es que no... Quitemos el «no»: es que roba nada. Yeso
es lo que habría que haberle hecho entender (41)” y la de que: “Lo que
es esencial, no es que el sujeto sea realmente o no un plagiario, sino
que todo su deseo sea plagiar (42)”. Pero, en este capítulo, nos
desentenderemos de qué hizo Lacan una vez que invirtió el valor de
esos dos segmentos del relato de Kris, nuestro interés es el de cómo
llegó a esa evaluación. ¿Qué clase de lectura practicó Lacan a “La
psicología del Yo y la interpretación en la terapia psicoanalítica” para
lograr invertir hasta ese punto el valor del caso? Responderlo lleva
directamente a revisar las pruebas que lo acusan de haber cometido una
colección de penosas tergiversaciones para así impugnar a su antojo la
técnica de Kris.
A grandes rasgos, esas tergiversaciones se agrupan en dos juegos de
diferencias. Las que afectan el primer segmento atendido por Lacan, y
que responden al propósito de caricaturizar a Kris, atribuyéndole una
prolijidad en el cotejo de la realidad de los temores del paciente que
nunca dijo haber llevado adelante. Y las que afectan el segundo
segmento, que se ocupan de invertir la secuencia de los hechos,
cambiando el emplazamiento del paseo a los restaurantes como si se
tratara de un episodio posterior y no anterior a la sesión narrada. El
siguiente resumen lacaniano muestra nítidamente ambos delitos:
En determinado momento, cuando su paciente se queja de que copia
todo, Kris saca un libro de la biblioteca y le muestra, prueba en mano,
que no copió nada. El paciente lo acepta y —episodio célebre— va a
comer algo al salir de sesión: sesos frescos (43).
¿Cómo llega Lacan a eso, en qué régimen de lectura, en
qué legalidad se sostiene? Buscamos en vano las
respuestas en los mencionados artículos de Duarte y de
Palomera. Evidentemente, el interés de Palomera no es
el de estudiar cómo llegó Lacan ahí; le importa precisar
qué hizo Lacan una vez que invirtió el valor de esos dos segmentos del
relato de Kris y qué se puede agregar al respecto. Duarte sí parece
interesarse en el cómo llegó a semejante evaluación; sin embargo su
solución es insuficiente. Se limita a yuxtaponer el artículo de Kris con las
menciones que Lacan hace del caso, como si todo lo interesante que
pudiese decirse de las diferencias que guardan con el original fuera
autoevidente y los modos en que divergen esos comentarios entre sí
fueran irrelevantes. Desde su antilacanismo no ve en todo esto más que
la esperada prueba de que Lacan no es serio ni bueno ¿Y desde el
lacanismo, qué se dice al respecto? No encuentro que nos hayamos
ocupado detenidamente del asunto. En ciertos casos, como el de
Palomera, el desinterés se explicaría por la ambición y el deber de ir
más allá de Lacan tomando a Lacan como punto de partida seguro.
Indudablemente, hay también algunos que callan porque cayeron, como
quiere Duarte, en la trampa de realizar una lectura candorosa de Lacan.
Pero hay todavía otros más, que tengo la impresión de que son mayoría,
que callan porque mantienen un diagnóstico pesimista acerca del
público
que
egresa
de
las
universidades,
considerándolo
epistemológicamente inmaduro, demasiado naif como para presentarle
una cuestión tan resbalosa como la de que algunas premisas de los
desarrollos de Lacan son ficciones, sin que eso afecte el reclutamiento
de candidatos.
Aunque el retrato del lacanismo que pinta Duarte sea muy parcial, es
indiscutible que la idealización discipular puede atentar contra la
inteligencia de la lectura. Valéry creía incluso que una buena lectura
tiene más posibilidades de nacer del odio, y quizá no sea otro el caso del
Lacan lector de Kris. Pero es una ecuación que no siempre funciona.
Intentaré, por eso, completar el trabajo abortado prematuramente por la
indignación de “Crónica de una distorsión en Psicoanálisis”.
Repasaremos, aunque sea a vuelo de pájaro, cómo fue que: “en un
proceso de prolongada indagación se pudo ver que la mencionada
publicación contenía...” (lo que no permite suponer más que a Kris
empleando varios minutos de esa sesión pidiendo un resumen y algún
detalle puntual acerca de un tema “científico” que probablemente no
dominaba) se convirtió para el lacanismo en: “Kris saca un libro de la
biblioteca y le muestra, prueba en mano”. Y cómo fue que el recuerdo
de una rutina: “Todos los mediodías, cuando salgo de aquí (...) miro los
menúes en las vidrieras. En uno de esos restaurantes habitualmente
encuentro mi plato preferido: sesos frescos”, se convirtió en un acto
inédito y emplazado en el futuro de la sesión: “El paciente lo acepta y —
episodio célebre— va a comer algo al salir de sesión: sesos frescos”.
La primera referencia al caso aparece en la
mencionada clase del 10 de febrero de 1954 del
Seminario 1 reservada a Hyppolite. Por esta vez, y
únicamente por esta vez, Lacan no cargará las tintas
sobre el episodio del cotejo (44); el emplazamiento
temporal del paseo por los restaurantes resulta, en
cambio, indisimuladamente tergiversado: “...la reacción inmediata del
sujeto es la siguiente: guarda silencio, y en la sesión siguiente dice: «El
otro día, al salir de aquí me fui a la calle X. ...» (45) ¿Podemos atribuirlo
a un simple error? Como ser a una confusión con el sueño de la
Monografía botánica del que Freud cuenta, entre sus restos diurnos, el
haber encontrado algo que le apetece en una vidriera de librería; o con
el caso de Abraham en el que un depresivo que se sacude de su
impavidez frente a la vidriera de una panadería que exhibe un pan
regional de su niñez. No, sería una solución demasiado inocente. Ahora
bien, tampoco es lícito sostener que el trastrocamiento del Seminario 1
está al servicio de allanar el diagnóstico de un acting out. Ciertamente
cuando, más adelante, Lacan juzgue el episodio de los sesos frescos
como un acting out, este corrimiento al futuro colaborará a darle mayor
verosimilitud; pero no hay méritos para afirmar que se creó
premeditadamente con esa postergada intención. No, y no es así puesto
que en esta primera mención del caso se reconoce que: “Sin duda, la
interpretación [de Kris] es válida”; apreciación que —al menos en Lacan
— desbarata la posibilidad del diagnóstico de un acting out. Esto no
significa, sin embargo, que no se le pueda suponer a la transformación
del relato un propósito, incluso uno bastante evidente. Convertida en un
episodio nuevo y posterior a la intervención del analista, la respuesta de
ir por sesos frescos deja de ser una rutina cuya resignificación confirma
amistosamente la interpretación, y puede entenderse —sin pedirnos
demasiado— en una reacción dirigida a negarla: Usted me asegura que
no soy un plagiario... Bueno, qué alivio, me voy a comer sesos. El paseo
por los restaurantes arrojado al futuro, oficia como una negación, vale
decir como una confirmación antipática de una interpretación oportuna:
“Tienen aquí paseo por los restaurantes] el tipo de respuesta evocada
por una interpretación justa”, dice Lacan (46). Negación claro está que,
al contrastarla con la Verwerfung del Hombre de los Lobos niño,
adquirirá unas dimensiones constitutivas que desbordan las de una
simple resistencia en análisis: “¿Por qué es aquí justa esta
interpretación? ¿Se trata acaso de algo que está en la superficie? (...) El
sujeto, en su manifestación a través de esa forma especial que es la
producción de un discurso organizado, en la que está siempre sometido
a ese proceso que se denomina la denegación y en el que la integración
de su ego culmina, no puede reflejar su relación fundamental con su yo
ideal más que en forma invertida. (...) Creo que el comentario de
Hyppolite lo ha mostrado hoy magistralmente (47)”.
La segunda referencia al caso nos presenta un
enigma de escritorio. ¿Tomaremos comosegunda a
la mencion hecha en la clase del 11 de enero de
1956 del Seminario 3 o a la que aparece en
“Respuesta al comentario de Jean Hyppolite sobre la Verneinung de
Freud”? La “Respuesta” es —como se sabela transposición (expansiva)
del cierre de la clase de 11 de febrero de 1954 que acabamos de revisar,
la disyuntiva está en que recién sería publicada en marzo de 1956. ¿Fue
escrita antes o después de la clase del 11 de enero?
Difícilmente pudo haber sido escrita muchos días después. El cierre de
las entregas para La Psychanalyse de marzo no pudo haberse
prolongado más allá de mediados de enero; además, “Respuesta” no era
la única participación de Lacan para ese número: se sumaban la
“Introducción al comentario de Jean Hyppolite”, las correcciones y notas
que practicó sobre el comentario mismo de Hyppolite y la espinosa
traducción del “Logos” de Heidegger, que no pudo haber iniciado antes
de septiembre de l955 (48). Tampoco parece muy creíble que la haya
escrito con anterioridad y que no haya cambiado ni una coma sobre las
vísperas de la entrega, especialmente luego de haber hablado un buen
rato acerca del caso en su seminario.
La simultaneidad parece ser la hipótesis más ecuánime; incluso no sería
descabellado suponer que si la clase del 11 de enero vuelve al caso de
Kris eso se debió, en gran medida, a que Lacan estaba trabajando en
esos días en el último borrador de “Respuesta”. Esta circunstancia
vuelve tanto más interesantes las licencias de lectura que encontramos
el 11 de enero, puesto que ningún olvido ni distracción puede servir, en
esta ocasión, de atenuante. La preparación de “Respuesta” obligó a un
repaso concienzudo de búsqueda de citas, con el artículo de Kris abierto
sobre la mesa del escritorio: “Pido excusas —escribirá allí—por seguir
paso a paso el texto. Pues es preciso aquí que no nos deje duda alguna
sobre el pensamiento de su autor”. Lo interesante, entonces, es que de
esta producción simultánea hayan salido dos resultados tan diferentes
como los que ahora veremos.
El 11 de enero se completa la distorsión que el lacanismo ha vuelto
clasica. Kris es sacado del sillón del consultorio y
arrastrado hasta la biblioteca. Simulando la voz de Kris,
Lacan reescribe de esta forma el primer segmento: “Cuando el sujeto
alude al trabajo de uno de sus colegas al que nuevamente habría
plagiado, nos permitimos leer ese trabajo, y, percatándonos de que
nada hay en ese colega que merezca ser considerado como una idea
original que el sujeto plagiase, se lo señalamos” En cuanto al
corrimiento temporal del segundo segmento, establecido por el
Seminario 1, su modificación se mantiene vigente: “Por suerte, somos
suficientemente honestos y ciegos —continúa diciendo el Kris de Lacan
— como para considerar como prueba de lo bien .fundado de nuestra
interpretación el hecho de que el sujeto traiga la vez siguiente esta linda
historieta: saliendo de la sesión, fue a un restaurante, y saboreó su plato
preferido, sesos frescos (49)”. Pero no es lo mismo: a partir de ahora
Lacan entiende que la interpretación del analista no es justa sino
improcedente y, entonces, que el paseo gastronómico no es una
negación sino un acting out: “Estamos encantados, la cosa funcionó.
¿Pero qué quiere decir? Quiere decir que el sujeto no entendió nada del
asunto (...) Kris apretó el botón adecuado. Apretar el botón adecuado no
basta. El sujeto sencillamente hace acting out. (...) ¿qué hace el sujeto?
Responde del modo más claro, en un nivel más profundo de la realidad.
(...) Uno le demuestra que ya no es plagiario, y él demuestra de qué se
trata haciéndole comer a uno sesos frescos”. Nótese que Lacan admite
el hallazgo de Kris de que ahí no se había cometido verdaderamente
ningún plagio (“Kris apretó el botón adecuado”), lo que le cuestiona es
otra cosa, es la oportunidad terapéutica practicar semejante cotejo en el
consultorio y de comunicar los resultados al analizante; como si un
cuadro neurótico tuviese más que ver con el atontamiento que con el
deseo. Entre la interpretación inoportuna de Kris y el apetito selectivo
del Hombre de los Sesos Frescos, Lacan entiende que el segundo es más
fiable y que habla de una realidad más cierta; analíticamente más cierta
que la Realidad en la que Kris está impaciente ver entrar a sus casos.
En contraste, “Respuesta al comentario de Jean Hyppolite” constituye un
retroceso en beneficio de la exactitud. Publicar la revista La
Psychanalyse equivalía a poner en circulación lo que había sido dicho
para ser escuchado bajo la campana de cristal de la capilla de Sainte
Anne, y ese cambio de público reclamaba compromisos y ajustes a otra
convencionalidad; no era únicamente el paso del soporte oral al escrito
—lo que hoy sería una desgrabación prolija—, se trataba de vérselas con
un cambio de receptor. Para la versión en papel de marzo, Lacan se
inclina por entregar una lectura menos fuerte (menos “lacaniana”) que
la del enero pasado e incluso, en ciertos aspectos, que la del Seminario
1. La “Respuesta a Hyppolite” se ajusta obediente al relato de Kris. El
“proceso de prolongada indagación”, imprecisamente narrado por Kris,
sigue siendo imaginado en su escenificación más filológica (“Kris, con su
ciencia y con su audacia interviene (...). Pide ver ese libro. Lo lee.
Descubre que nada justifica en él lo que el sujeto cree leer allí”) (50); el
emplazamiento temporal, en cambio, no admitía márgenes: la secuencia
original será juiciosamente mantenida. Lacan no se atreve a ninguna
tergiversación y, en su lugar, cita asépticamente el fragmento de Kris en
que se cuenta cómo y cuándo reaccionó el Hombre de los Sesos Frescos.
¿Tergiversaciones privadas (los seminarios) y rectificaciones públicas
(los Scripta)? Sí, pero no del todo, puesto que la rectificación no renuncia
totalmente a los beneficios de la tergiversación. El reacomodamiento de
los tiempos no lo hace sentirse obligado a Lacan a dejar de lado la
impresión de que allí hubo un acting out, y en esto la “Respuesta” va
más lejos que su punto de partida de 1954.
La versión del Seminario 3, según la cual el paciente permanecía mudo
hasta el final de la sesión y respondía saliendo inopinadamente del
consultorio en busca de su manjar, tenía ventajas evidentes; se
acomodaba sin roces al uso consagrado del término acting out, el cual
supone: un acto de trámite impulsivo realizado fuera del consultorio. Por
lo general hay acuerdo en cuanto a la impulsividad y a que esa
impulsividad se mantiene en límites del mediano riesgo. En cuanto a la
condición de que ocurra fuera del espacio del consultorio suele ponerse
más en tela de juicio; el diccionario de Laplanche-Pontalis, por ejemplo,
intenta disuadirnos a dejar de lado esa restricción: “El sentido original,
sólo espacial, de la preposición out ha podido inducir a algunos
psicoanalistas, erróneamente, a entender acting out como un acto
realizado fiera de la sesión analítica y a contrapelo del acting in, que
tendría lugar en el curso de la sesión (51)”. Pero, casi treinta años
después, el diccionario de E. Roudinesco recoge una comprobación
imbatible: “Los psicoanalistas de lengua inglesa distinguen el acting in
del acting out propiamente dicho. El acting in designa la sustitución de
la verbalización por un actuar en el interior de la sesión psicoanalítica
(...) mientras que el acting out caracteriza el mismo fenómeno fuera de
la sesión (52)”. Tampoco las pesquisas que se hen hecho del empleo de
Freud de la palabra Agieren son alentadoras para contrariar el use más
extendido (53).
Aunque se actualiza con respecto al diagnóstico (ya no es una negación,
sino un acting out), "Respuesta al comentario de Jean Hyppolite" no se
permite sacar partido de eras licencias narrativas de las tergiversaciones
de 1954 y 1956; sus dos ultimas páginas son, por eso, una prueba de
fuerza por mantener en pie el veredicto del acting out, aun cargando
con la pesada capa de la exactitud. Se proponen nada menos que llamar
acting out a un comentario inteligente de un analizante en sesión a
propósito de una rutina pacifica... ¿Llegó la hora de darle la espalda a
Jacques Lacan?
Antes de catalogar este escrito como una argucia
política contra el annafreudismo y desecharlo porque
no ten dría otro alcance, concedamos que aunque sea
efectivamente así, quizás no se trate solamente de
eso; de la misma manera como, con toda razón, Duarte
parece entender que “La Psicología del Yo y la interpretación de la
terapia psicoanalítica" de Ernst Kris es algo más que una chicana contra
el desembarco del kleinismo en los Estados Unidos. Claro que la defensa
que podemos hacer de Lacan, hay que ensayarla desde un sistema de
garantías diferente al de Duarte. Acertadamente ella defiende a Kris
tomando como juez supremo un cotejo poco problematizado entre lo
que es y lo que se dice (entre lo que Kris dice que es y lo que Lacan dice
que Kris dijo). Con Lacan eso resultaría inútil. Al respecto, al mismo
Lacan no se le ocurre, a pesar de su inquina, desautorizar a Kris por
hacer literatura, lo ataca exclusivamente por hacerla mal. No es un
chiste. La “Respuesta” introduce a E. Kris anteponiendo una observación
que más que maligna hay que calificar como llamativa; lo anuncia
advirtiendo que pasará a hablar de un caso, el del Hombre de los Sesos
Frescos, que no admite el mismo vuelo que el que acaba de permitirle el
anterior, el del Hombre de los Lobos de Freud (v. gr. “embudo temporal
de donde regresa sin haber podido contar las vueltas”) debido a la
diferente calidad de sus autores: “Si no ha de permitirnos llegar tan
lejos, es que el autor del que lo tomamos no muestra el poder de
investigación y de penetración adivinatoria de Freud, y que para sacar
de él más instrucción pronto nos faltará materia (54)” En vistas de lo
que sabemos que viene a continuación, es como si Lacan nos previniera
con estas palabras: si Kris no cuenta exactamente lo que yo adivino que
ocurrió después de su intervención “de superficie “, eso no demuestra
que tal cosa no haya sucedido, sino simplemente que Kris, apoltronado
en su satisfacción, no tuvo la penetración suficiente como para
percatarse de ello. Con lo cual se corre dramáticamente el punto fijo
desde el cual medir y discutir un caso psicoanalítico. La verdad de un
caso hablaría menos desde el registro detallado de su acontecimiento
que desde la credibilidad que hace resonar en mí, que lo leo desde mi
experiencia con los casos que tengo a mi haber. La documentalidad, la
literalidad del caso se eclipsa. Si Kris hizo tal cosa con su paciente,
entonces, de alguna manera, de alguna forma tuvo que haberse
desencadenado un acting out: esta es la lección de técnica que Lacan
pretende dar. Y si en ese artículo falta material que lo corrobore, será
por la falta de penetración de su autor. ¿Estaba tan equivocado? Visto
de este modo, el espíritu de sus tergiversaciones guardarían fuertes
semejanzas con el de una anécdota escrita por William James unos
pocos meses después de conocer a Freud en Worcester:
En los lejanos días del anfiteatro Sanders de Harvard, una vez tuve a mi
cargo un corazón acerca de cuya fisiología el profesor Newell Martin
daría una conferencia de divulgación. Este corazón, que era el de una
tortuga, sostenía un puntero que se movía acompasadamente con sus
pulsaciones arrojando una sombra amplificada sobre una pantalla.
Según el conferencista lo iba adelantando, en respuesta a la
estimulación de ciertos nervios, el corazón modificaba su desempeño.
Pero el pobre corazón estaba acabado. (...) Me aterroricé por el fiasco
que vendría. No había tiempo para deliberaciones, entonces me vi con
mi dedo índice bajo la parte no visible del puntero impulsiva y
automáticamente imitando los movimientos rítmicos que mi colega iba
profetizando. No sólo salvé a mi colega (y a la tortuga) de la humillación,
sino que le permití al auditorio tener un panorama verdadero de la
cuestión. No hay peor mentira que la verdad mal entendida (55).
Claro que el truco de Lacan es más complicado y especialmente difícil de
disimular en un escrito. En cuanto a los seminarios, la diferencia está en
que no puede suponer allí algo semejante a un engaño paternal a un
auditorio poco avisado. Cuando el 11 de febrero de 1956 Lacan salva
esa “falta de material” (ese corazón que no respondía como
verdaderamente responde) con el par de licencias que daban buen
crédito al diagnóstico de acting out ¿merece ser acusado de mentiroso
(al menos de mentiroso de mentiras “blancas”)? No exactamente. Para
atreverse a suspender de esa manera la exactitud, él contaba no con la
ingenuidad sino con la complicidad activa de su público habitual, que no
era precisamente un grupo de curiosos sueltos que asisten a
conferencias de divulgación, ni siquiera un grupo de alta calificación
intelectual tomado por sorpresa: ellos habían sido animados
anticipadamente a leer ese artículo de Kris (56). Es evidente que ellos
consentían que ese no fuera el lugar donde instruirse mejor acerca de
las Obras Completas de Kris, porque lo que valorizaban era la elocuencia
con que allí aprendían, por ejemplo, que no es técnicamente la mejor
idea refutar a los neuróticos en su apreciación afectiva de la realidad.
Para el escrito de la “Respuesta a Hyppolite”, con el borroso público de
la revista La Psychanalyse no cabía semejante solución. Siempre podía
aparecer alguno que, creyéndose más sagaz que todos los discípulos
juntos de Lacan, saliera a agitar el artículo de Kris por las calles,
anunciando que el rey estaba desnudo.
Veamos, entonces, cómo fue que la “Respuesta” defendió el diagnóstico
de acting ow’ ateniéndose a las limitaciones del material. Y mídase, de
paso, la sorprendente diplopía del escritorio de Lacan de ese momento.
Prácticamente el mismo día armaba dos soluciones distintas, la más
potente (más lacaniana) para la exposición oral del seminario y la otra
para el escrito que publicaría la revista. Naturalmente sería descabellado
conjeturar que el 11 de enero Lacan pudo haber pretendido sacar
partido de un dominio hipnoide sobre sus seguidores. Estaba condenado
a que dos meses después descubrieran el fraude: si La Psychanalyse
tenía un mercado cautivo de lectores era precisamente el de esa gente
que iba los miércoles a Sainte-Anne.
La traducción al castellano de los Escritos hace poco
favor para continuar nuestro ejercicio. El párrafo que
abre
la
conclusión
de
“Respuesta”
es
desconcertante: “Pero el muy vivo interés que siento
por los casos de generación sugerida de los ratones
por las montañas, los detendrá a ustedes… (57)”. Es uno de esos
momentos en que se pone a prueba qué suponemos de Lacan y del libro
de los Escritos en particular. Si creemos que está en su grandeza (o en
su pequeñez) el derecho a la ilegibilidad, seguiremos de largo sin
detenernos en esta habitación oscura, repitiéndonos que hay que leer
los Escritos sin el afán de encontrarle un sentido y dejar que las cosas
que deben escapar se escapen. Si no es así, la simple tarea de localizar
el original (“Mais 1 ‘intérêt très vif que je porte aux cas de génération
suggérée des souris par les montagnes, vous retiendra...”, Écrits, pp.
397-98) y consultar cualquier diccionario de dichos franceses nos librará
del absurdo. Porque el caso es que no se trata de ningún lenguaje
privado sino de un empleo de la expresión popular “La montagne est
accouchée d’une souris” [La monatña pario un raton], usada para reírse
de proyectos ambiciosos de los que sólo resultan pequeñeces (58). Sería
necesario, entonces, cambiar: “el muy vivo interés que siento por los
casos de generación sugerida de los ratones por las montañas” por: “el
muy vivo interés que siento por los casos de la generación de los
ratones concebidos por las montañas”, con una nota al pie que aclare el
sentido consagrado del dicho. La montaña es, naturalmente, la
interpretación escalonada de Kris, y el ratón, la reacción que obtiene del
paciente.
Ahora bien, Lacan no dice únicamente que la ocurrencia que trae el
paciente a propósito de sus paseos es apenas un ratón comparándola
con las altas ambiciones que depositaba en ella Kris; él precisa además
que se trata de un ratón chiquito: “Se trata de todo a todo de un
individuo (...) sin duda de pequeño tamaño “. ¿Acaso un ratón de
tamaño normal no equivalía a burla suficiente? No, no es eso, esta vez la
cuestión del tamaño juega para que nos riamos también un poco de él.
Hay que decir que el humor no es muy frecuente en Lacan (en un
sentido estrictamente freudiano, el chiste tiene como blanco un tercero,
mientras que en el del humor el ridículo recae sobre uno mismo); sin
embargo, en esta oportunidad se ríe del aprieto en que él mismo se ha
metido. Como venimos viendo, al no atreverse a tergiversar a Kris, la
“Respuesta” tiene que arreglárselas para demostrar que hay una o un
acting out en ese parlamento educado del paciente dicho en sesión que
cuenta una rutina pacífica que no es (si lo es) un acting out muy
manifiesto. Por eso el chiste a Kris del ratón concluye apuntalándose en
una autodefensa humorística: “Se trata de todo a todo de un individuo
de la especie llamada acting out, sin duda de pequeño tamaño, pero
muy bien construido “. Y lo que sigue es un chiste a expensas del lector.
Porque el tema del que se ocupa la última página restante de
“Respuesta” es, por cierto, la pequeñez y la buena constitución de ese
acting out, sólo que lo hace de una manera tal que el asunto queda sin
enunciado. Es en vano buscar allí las razones por las cuales sostiene que
el ratoncito está bien constituido. Lacan no se ocupa de demostrar, se
limita a asegurar del modo más estridente sus convicciones. A esta
altura, “Respuesta” se olvida de que los Scripta no acuden a la
protréptica, y concentra sus fuerzas en alzar el tono pendenciero de la
enunciación. Acusa a Kris de norteamericanismo y hace caer sobre él,
sobre el plato de los sesos frescos, sobre la posible originalidad del
Hombre de los Sesos Frescos (¡ni siquiera sería capaz de crear un acting
out sin espiar al vecino!), y sobre las membranas meníngeas de todos
ellos un ataque desopilante y críptico (que recuerda mucho la tormenta
que arrojaría contra las meninges de I. A. Richards en la nota 9 de La
instancia de la letra) (59):
Parece accesorio preguntar cómo va a arreglárselas con los sesos
frescos, los sesos reales, los que se rehogan con mantequilla y pimienta,
para lo cual se recomienda mondarlos previamente de la piamadre, cosa
que exige mucho cuidado. No es ésta sin embargo una pregunta yana,
pues supónganse que hubiera sido por los muchachitos por los que
hubieran descubierto en sí el mismo gusto, exigiendo no menores
refinamientos, ¿no habría en el fondo el mismo malentendido? Y ese
acting ant, como quien dice, ¿no sería igualmente ajeno al sujeto? (60).
¿Esto cómo se lee? (¿Con qué se come?). Con sentido del humor. Es por
no querer saber nada con esta clase de salidas que el antilacanismo es
necesariamente solemne y rezongón. Pero no es todo. No, las
conclusiones de Lacan no se suspenden necesariamente en un chiste.
No vamos a simular asombro de que, tres años más tarde, la clase del 1
de julio de 1959 del Seminario 6 retome sin inmutarse
las tergiversaciones del Seminario 3 (“Kris le explica
que no es para nada un plagiario, mediante lo cual el
otro se arroja fuera y demanda un plato de sesos
frescos para la alegría del analista quien ve allí una
reacción verdaderamente para su intervención”). Tampoco de que,
antes o después del Seminario 6, el Lacan de los Scripta prepare los
comentarios del caso en “La dirección de la cura y los principios de su
poder” retomando una lectura comparativamente prudente. De nuevo,
no sabemos si lo que nos incumbe de “La dirección de la cura” fue
escrito un año antes (considerando que fue originariamente un informe
pronunciado en un coloquio de julio de 1958) o si lo fue dos años
después (puesto que la versión conocida es la publicada en La
Psychanalyse n°6 de 1961).
En síntesis, el Lacan del seminario del 59 se “olvida” de los cuidados con
que había escrito en el 56, y probablemente en el 58, en vistas al
Coloquio; mientras que el Lacan que envía en 1961 “La dirección de la
cura” al sexto número de La Psychanalyse, recupera su memoria y los
tiempos vuelven a ser regidos por las agujas del reloj de Kris. En el
Scripta de 1961, apenas se transmuta la entonación con que el Hombre
de los Sesos Frescos pronuncia su parte. No será un relato orgulloso y
obediente entregado como un regalo confirmatorio, sino como una
replica desafectada del analizante al parlanchín del analista: “...en el
momento en que cree poder preguntar al enfermo lo que piensa del
saco así volteado, éste, soñando un instante, le replica [lui rétorque] que
desde hace algún tiempo, al salir de la sesión, ronda por una calle que
abunda en restaurancitos atractivos, para atisbar en los menús, el
anuncio de su plato favorito: sesos frescos (61)”. Con tan escasa
ventaja, vuelve igualmente a asegurar que hubo acting out: “Confesión
que, más bien que digna de considerarse como sanción de la felicidad
de la intervención por el material que aporta, nos parece tener el valor
correctivo del acting out, en el informe mismo que da de ella” Luego,
emulando la “Respuesta a Hyppolite”, “La dirección de la cura” no se
sentirá exigida a fundar la sentencia de su parecer, sino únicamente a
proclamarla, a martillarla en nuevos arranques enunciativos de tono
subido hechos de metáforas médicas (“...no es la mejor continuidad que
se puede dar a la lección de Freud. Ni el medio de terminar con la
profundidad, pues es en la superficie donde se ve como un herpes en los
días de fiesta floreciendo en el rostro (62)”) y culinarias (“Esa mostaza
después de cenar que el paciente respira, me parece que dice más bien
al anfitrión que faltó durante la cena. Por muy compulsivo que sea para
olfatearla, se trata de un hint; síntoma transitorio sin duda, advierte al
analista: erró usted el blanco (62)”). En esta reconstrucción, el Hombre
de los sesos Frescos más que hablar eructa. Y esta vez, el final áspero
que pone término a su desarrollo no se puede disculpar en la prisa: no
es, como en la “Respuesta”, un escrito al que le queda una sola página
por delante, todavía le quedan cuarenta y seis. Nunca más los Escritos
volverán a ocuparse del Hombre de los Sesos Frescos; y así se cierran,
sin explicitar en qué se sostienen para afirmar que el ratoncito está bien
constituido. Pero Lacan volverá a hablar de ellos (del Hombre, del ratón
y de la reanimación de corazones de tortuga) en los seminarios 10 y 14.
Allí su tesis de saber se volverá clara. No en vano en sus líneas está el
abrevadero de donde la media docena de diccionarios de psicoanálisis
lacaniano toman las definiciones y precisiones acerca del acting out.
Dos años después de “La dirección de la
cura”, la clase del 23 de enero de 1963 del
Seminario 10 mantendrá el gusto de
arrastrar a Kris hasta la biblioteca (“Ha leído
su libro, y su libro es completamente
original. Fueron los otros, por el contrario, quienes lo copiaron”), así
como la costumbre de los seminarios de invertir los tiempos para que el
acting out ocurra fuera del consultorio y con posterioridad a la sesión
(“El sujeto no puede discutirle. Sólo que le importa un bledo. Y al salir
¿qué hará? Como ustedes saben —pienso que algunas personas, una
mayoría, de vez en cuando leen lo que escribo—, se va a comer sesos
frescos”). Pero a diferencia de los otros dos seminarios, no se conforma
ni detiene en la tergiversación; y, a diferencia de la “Respuesta” y “La
dirección de la cura”, no se ensaña injuriando las meninges o el aliento a
mostaza. En su lugar, Lacan ofrece una aclaración inédita y de un
enorme sinceramiento: “No estoy recordando el mecanismo del caso.
Les enseño a reconocer un acting out “. Y pasa a exponer, desprendido
de las amarras del caso de Kris, las relaciones del acting out con la
oralidad, con la melancolía; las diferencias que guarda con el síntoma en
su relación con la interpretación y la transferencia; y las posibles
intervenciones del analista frente aun acting out “en sesión”. Por otra
parte, como es sabido, más de la mitad de las restantes clases del
Seminario 10 se ocupan de desplegar otros aspectos del mismo tema.
Finalmente, la clase del 8 de marzo de 1967 del Seminario 14 vuelve a
traer más del saber no dicho en los Scripta. Como de costumbre, Kris
vuelve a ser llevado a la biblioteca pero el emplazamiento del episodio
de los restaurantes obedece al curso establecido por el recuento de Kris
(“Después de un pequeño tiempo de silencio, el sujeto para que Kris
acuse el golpe, anuncia este menudo hecho, cada vez que sale del
consultorio va a sorber un buen platillo de sesos frescos”). Esta solución
que no saca provecho de la tergiversación no puede inquietarnos; si bien
se trata de un seminario, es muy distinta su circunstancia: el libro de los
Escritos había aparecido el 15 de noviembre del año anterior, y no sigue
siendo el seminario hospitalario de Sainte Anne, sino el universitario de
la École Normale Supérieure.
Como en “La dirección de la cura”, el Seminario 14 apenas tuerce el
matiz enunciativo: el Hombre de los Sesos Frescos habla “para que Kris
acuse el golpe”. Pero a diferencia de los Scripta, avanza con nuevas
precisiones acerca del acto analítico como espina disparadora del acting
out, y ensaya una definición a propósito de en qué el ratoncito es un
acting out bien constituido: “...desde un principio remarqué el hecho de
que sea un acting out. ¿En qué? En lo que no era articulable en ese
momento como puedo hacerlo ahora, que el objeto oral está
presentificado, llevado en bandeja por el paciente con relación a esta
intervención”. Con todo, como el ratón es más pequeño de lo
conveniente y los seminarios más rigurosos de lo que parecen, el cierre
de la clase es una pulseada lexicológica acerca de la expresión acting
out, procurando imponer un nuevo empleo. Lo que intenta, esta vez, es
acordar el pacto de otro significado. Un nuevo convenio en el que
«acting out» sea ajeno a la connotación espacial de “to go out for lunch”
o de “to go out for a walk” [salir fuera a almorzar/ a pasear], y a la del
desenfreno impulsivo de “to cry out” [dar alaridos]; y que envíe, en
cambio, a un actuar atravesado por el lenguaje: a un act que no sea un
mero agitarse, sino un representar un papel y representarlo para alguien
—por mucho que el sujeto sea ciego de su texto y represente ese papel
sin haberlo leído o sin saber leer. En otras palabras, una definición del
término actingout en la que el ratoncito habita a sus anchas y con la que
nuestro consultorio se abre, me parece, a una escucha más sutil.
¡Pero el debate sobre un caso clínico no se resuelve con un nuevo
vocabulario!, podrá objetarse con una razón quizá más dudosa de lo que
parece. Además —podría continuar nuestro objetor imaginario— ¿por
qué el analista no debería escudriñar la irracionalidad privada de las
creencias de sus neuróticos? Y, antes que nada, ¿por qué en toda esta
discusión no parece contar el axioma médico de que «la clínica es
soberana»? Después de todo, el paciente se curó. “Desde entonces he
sabido que ha hallado satisfacción en su vida familiar y en su carrera” —
asegura Kris. ¿O es que, para seguir a Lacan, vamos a tener que poner
bajo sospecha la palabra de Kris?
No, no hace falta dudar de nadie, así como tampoco
seria Justo circunscribir estas últimas preguntas a
los comentarios de Lacan. Desde muy temprano
ellas
acompañaron
al
psicoanálisis
y
frecuentemente sus dos dilemas coincidieron en la
agenda de los debates. Las cuestiones acerca de hasta qué punto es
lícito subordinar la verdad a la eficacia terapéutica, y acerca de cuál es
la manera (y la posibilidad) de cotejar con la Realidad la realidad de los
dichos del paciente son desde largo tiempo motivo de debates
recurrentes. La competencia en la promoción de éxitos terapéuticos y
distintos puntos de mira desde donde demostrar y ampliar la doctrina
analítica, viene convirtiendo la topografía del movimiento de un paisaje
de varias colinas, desde las cuales sus ocupantes aseguramos estar en
las mejores condiciones para la observación y el ejercicio clínico. Los
intentos de contraponer posiciones por lo general no llevan muy lejos, y
quizá no solamente por razones institucionales y mercantiles sino por la
inconmensurabilidad de las diferencias. Las subas y bajas parecen
depender tanto o más de azares biográficos que de la potencia
intrínseca de la teoría o su incontrovertible acierto objetivo. La muerte
prematura de Karl Abraham, por ejemplo, desaceleró la certidumbre de
que el punto de mira predilecto sea el de los analistas con trato
cotidiano con los cuadros psiquiátricos más duros. Desde su galería de
casos, Abraham se colocaba en el lugar del ilustrador y garante clínico
de los textos de Freud, los cuales, a su entender, correspondían más a
intuiciones geniales que a observaciones. De su obra más extensa y
citada, “El desarrollo de la libido”, no siempre se recuerda el título
completo, “Un breve estudio del desarrollo de la libido, observada a la
luz de los desórdenes mentales”. En sus páginas suena una y otra vez el
leit-motiv: el profesor Freud piensa y yo, Abraham, el psiquiatra
concienzudo y de enorme experiencia, ilustro y demuestro sus aciertos:
Me gustaría referirme particularmente a un comentario de Freud a
propósito del análisis de la homosexualidad. El sostiene el parecer (si
bien no lo apuntala con ningún material clínico) de que estaríamos en
condiciones de rastrear, en ciertos casos de homosexualidad, el hecho
de que el sujeto introyectó al progenitor del sexo opuesto. Hasta ahora
nosotros reconocíamos otra etiología de la homosexualidad. En los
análisis de tales casos, aparecían como regla hombres que habían
tenido una decepción amorosa con la madre y la dejaban dirigiéndose al
padre, hacia el que se acercaban adoptando la actitud propia de una
hija. (...) Hace muy poco, tuve un caso en el que me encontré en
condiciones de establecer la presencia de ambos caminos posibles de
progreso mental (64).
Paciente y discípula de Abraham, pero sin un grado que le permitiera
una práctica semejante, Melanie Klein elevará la clínica con niños como
la nueva colina del cotejo garante. Lo que el profesor Freud y el
psiquiatra Abraham deducían y (re)construían de sus pacientes adultos,
ella lo observaba en estado naciente en el niño de corta edad. Si ellos
dos eran una suerte de paleontólogos exquisitos, que se ufanaban al
comparar sus modelos de dinosaurios con los dragones de la mitología,
ella, a su turno, los miraba con piedad porque se sabía instalada en
medio de Jurassic Park (65). No analizaba el recuerdo infantil, sino la
infancia misma. Lugar desde donde creía, a la vez, estar en las mejores
condiciones para ensanchar las pretensiones y (re)construir recuerdo del
big-bang de fases más precoces. El mismo año que escribe la viñeta
acerca del Hombre de los Sesos Frescos, Melitta Schmideberg publica
“El análisis del juego de una niña de tres años”, en que se muestra
altivamente sentada en esta novedosa platea preferencial:
Supongo que los determinantes de los síntomas que descubrí [en mi
paciente] a los tres años habían operado de manera continua
desde la primera aparición de los síntomas. Esto no es susceptible
de prueba. Pero Freud hizo lo mismo en el análisis de adultos para
explicar síntomas que habían ocurrido en la niñez (66).
Claro que pasan quince años y Kris escribe “La psicología del Yo y la
interpretación en la terapia psicoanalítica”, donde se acuerda
afectuosamente de “el conspicuo adoctrinamiento intelectual del
Hombre de las Ratas” practicado por Freud (67), como si hablara de la
Edad de Piedra, y donde empuja a Schmideberg hasta las filas más
atrasadas del teatro psicoanalítico, el de los inadvertidos de las
consecuencias técnicas y teóricas vislumbradas desde la colina, desde
hace años elevada, de la Psicología del Yo. ¿Pero cuántos años habían
pasado realmente para llegar a esta nueva metamorfosis, quince o
cinco? Depende si contamos o no el hueco dejado por el sacabocados de
la segunda guerra mundial: el XVº Congreso de la IPA se reunió en París
en 1938 y el XVIº se Zurich tuvo que esperar hasta 1949.
Lacan, por su lado, teniendo acceso a la clínica psiquiátrica y habiendo
leído a M. Klein y a la Psicología del Yo, se subirá a su propia colina o,
mejor, se convertirá en un cartógrafo que dibuja esa topografía al revés.
Si Schmideberg y Kris en el fondo coincidían en que “la condición más
favorable para la producción intelectual es una identificación con una
madre buena que brinda comida y conocimiento, y —en el nivel genital
— con un padre potente (68)”, tenemos que Lacan, sin negarlo
terminantemente, prefería poner el acento en las consecuencias
nefastas de la madre que no quita la teta antes que en la que la niega; y
en el vacío del objeto, antes que en su plenitud; y en el horizonte ficticio
de la relación sexual, antes que en su satisfacción adecuada, y en el sin
sentido, antes que en el sentido de los síntomas. Desde esta
perspectiva, no se dejaba impresionar fácilmente por los resultados del
segundo análisis del Hombre de los Sesos Frescos: a su entender, eran
el producto de un adiestramiento bajo los ideales del analista, la
identificación con el Yo de Ernst Kris, antes que una emancipación de las
inhibiciones neuróticas. Visto de este modo, la certeza yoica desde la
que Kris se habilitaba para establecer lo que es y no es plagio, resultaba
particularmente tentadora para ser puesta en evidencia y en ridículo.
Algo de lo cual, como se sabe, Lacan no se privará. De allí el chiste de
imaginárselo saltando del sillon para tomar de su biblioteca personal el
libro citado como fuente de plagio. A Leibovich de Duarte no se le
escapa que, en la “Respuesta”, Lacan comete otro “rapto de inventiva”
al suponerle al Hombre de los Sesos Frescos una “profesión intelectual
que parece no estar muy alejada de la nuestra (69)”
Con el propósito de subrayar que detrás de tanta
seguridad no había más que una pequeña moralina, en
La dirección de la cura se atreve incluso a cruzar la
línea de lo reservado, confiando una anécdota personal
que guarda de su rival, la de la conversación que los
dos mantuvieron en 1936 en Marienbad. Lacan que —como se recordará
— acaba de salir del compromiso de leer su participación, confía
divertido sus planes de abandonar inmediatamente el hotel y huir a
Berlín para asistir a la inauguración de las Olimpíadas, a lo que Kris,
asumiendo un lugar rector (justificándose seguramente en su mayor
antigüedad dentro del movimiento y larga familiaridad con Freud) le
recrimina falta de compromiso con el psicoanálisis:
Yerra usted el blanco en efecto, proseguiré yo, dirigiéndome a la
memoria de Ernst Kris, tal como la he conservado del Congreso de
Marienbad, del que me despedí después de mi comunicación sobre el
estadio del espejo, preocupado como estaba de ir a husmear la
actualidad, una actualidad cargada de promesas, en la Olimpíada de
Berlín. Me objetó amablemente, en francés: “Ça ne sefait pas!” [¡Eso no
se hace!], ganado ya por esa tendencia a lo respetable que es tal vez la
que da aquí ese sesgo a su actitud (70).
Pero no hace falta recorrer tantos años de historia. En 1909, el parto de
la internacionalización del psicoanálisis es asistido por las dos
comadronas que aquí nos interesan: la que sostiene que la verdad está
en la eficacia terapéutica y la que enseña la manera más potente de
compulsar con la realidad neurótica. Freud se opuso, sin dudar, al
pragmatismo de la primera con la respuesta que dio aun periodista del
Boston Evening Transcript, al término de su conferencia inaugural en
Clark. Con la segunda, en cambio, lo primero que hace Freud es pagarle
para verla más de cerca. Es lo que sucede cuando regresa a Europa y,
en vez de dirigirse con prontitud a Viena, hace una escala de un par de
días en Berlín para asistir a una entrevista con la telépata Frau Seidler.
“Eso no se hace”, le objetará muy pronto Jones.
Estuve allí por un día, para ver cómo era Freud (...) Le confieso que, en
lo personal, me impresionó como un hombre obsesionado con ideas
fijas. En mi caso no puedo sacar nada de su teoría de los sueños y,
obviamente, el “simbolismo” es un método de los más peligrosos. Hay
una nota de un diario, a propósito del congreso, que dice que Freud
condenó la Terapia Religiosa Americana (la cual tan importantes
resultados ha dado) por ser muy “peligrosa” debido a “no ser científica”.
¡Bah! (71)
Con estas líneas, William James le informaba a
Théodore Flournouy (médico y psicólogo suizo
en aquel entonces bien conocido por sus
trabajos acerca del espiritismo) sus impresiones
a propósito del breve contacto personal que
había tenido con Freud y de su asistencia a la cuarta conferencia de
Clark en Worcester; la cual —según Rosenzweig— Freud habría
planificado pensando en él. Flournouy seguramente estaba al tanto de la
Terapia Religiosa Americana (TRA), pero es improbable que supiera que
en Boston y en sus zonas de influencia, como la del pueblo de
Worcester, prosperaba una de sus versiones: el emanuelismo. Consistía
en un servicio de consejeros religiosos para patologías mentales
organizado por la Iglesia Episcopal, iniciado oficialmente en 1906 con el
apoyo de varias figuras universitarias, entre las que destacaba James
(72). Hacia 1909, había crecido lo suficiente como para estorbar a la
Christian Science y alentar el debate público; fue dentro de este marco
de actualidad que el Boston Evening Transcript hizo sus preguntas a
Freud. ¿Comprendía Freud el carácter polémico que adquirirían sus
respuestas? ¿Estaba al tanto de que sus declaraciones iban a contrapelo
de los cuidados que ponía para atraer a W. James, o se complicó
involuntariamente por su ignorancia de recién llegado? Sí, Freud estaba
advertido. Desde hacía meses sabía del emanuelismo gracias a Jones
(73), sólo que no estaba dispuesto a promover el psicoanálisis a
cualquier precio. Aún así, es casi seguro que Freud no pudiese explicarse
tan nítidamente como Flournouy cuestiones tales como las del porqué
era inevitable, incluso de haber estado ausente el hostigamiento
periodístico, que a James le causara tan mala impresión su teoría de los
sueños; o cómo se las arreglaba James para sostener la TRA; o de dónde
provenía esa ligereza del americano de juzgar la validez de una teoría,
como la de los sueños, según pudiera o no “sacar algo”, y no según se
demostrara objetivamente verdadera o falsa. Las respuestas a estas
preguntas estaban en el corazón de la obra de James, que Freud no dio
señas de haber leído.
En Las variedades de la experiencia religiosa su libro de
mayor venta y renombre, James previene desde las
primeras páginas contra el “materialismo médico” que,
al proponerse explicar la religión como una experiencia
derivada del sexo, comete, a su modo de ver, la falacia de reducir lo
superior a lo inferior, el color y el sabor de “los frutos” a la amargura
monótona de “las raíces”:
Estas crueles asimilaciones parece que amenazan revelar los secretos
vitales de nuestras almas, como si el espíritu que debería explicar su
origen tuviese que justificar simultáneamente su significado (...). Es la
moda, común hoy entre ciertos escritores, de cuestionar las emociones
religiosas demostrando una conexión entre ellas y la sexualidad. La
conversión es una crisis de pubertad y de adolescencia. La mortificación
de los santos y la devoción de los misioneros, nada más que ejemplos
del instinto de sacrificio de los padres desplazado. Para la monja
histérica, que anhela la vida sobrenatural, Cristo es nada más que el
sustituto imaginario de un objeto afectivo más terrenal (74).
Como lector de ese libro, Flournouy también estaba
al corriente de que James no tuvo que esperar la
llegada del emanuelismo a Boston en 1906 para
enterarse de la TRA. Las variedades, que son la
transcripción de unas conferencias dictadas en
Escocia en 1900-01, ya describen y promueven ese
nuevo fenómeno social de los Estados Unidos, reuniendo sus
manifestaciones heterogéneas bajo título de mind-cure (75). ¿Pero cómo
pudo que alguien medico de profesión y con la sofisticada educación
filosófica y la orientación experimentalista de William James, apoyara
semejante conjunto inconsistente de plegarias efusivas y llamadas al
orden a la voluntad? Después de todo, el mismo había reconocido lo
basto y empalagoso de ese nuevo discurso (“...la verborrea de gran
parte de la literatura sobre la curación mental, que a veces parece tan
obstinada en el optimismo y está tan vagamente expresada, a un
intelectual educado académicamente le resulta casi imposible de
leer")." Sin embargo, al menos a primera vista, James lo consigue con
un giro de pensamiento que se declara deudor del pragmatismo de su
compatriota Charles S. Peirce, que consiste en la subordinación de la
verdad a la eficacia (77). Entendiéndose, claro está, la verdad como lo
que tiene verdadero sentido para la vida y no como un vasallaje a
ninguna forma de objetivismo, y la eficacia como lo que Libra de Los
sinsabores: la supresión del dolor y el síntoma. Obsérvese que la carta
a Flournouy representa cabalmente el enfrentamiento entre Los
reclamos de objetivismo científico (de Freud) y Los reclamos del
subjetivismo pragmático que pone el acento en el logro de
“importantes resultados" (por el lado de James).
La TRA, también bautizada "terapia de la despreocupación”, se abastece
de una despreocupación sistemática por cualquier pretensión de ir más
lejos del beneficio terapéutico demandado (“Nada importa que, al igual
que hay multitud de personas que no pueden rezar, también existan
otras que no pueden, de ninguna manera, verse influidas por las ideas
de la mind-cure; para nuestro propósito actual lo importante es que
exista un numero igualmente grande que si puede ser influida...”). (78)
A nivel de las intervenciones, cualquiera es bienvenida si resulta eficaz,
incluyendo el mandato prepotente de desinteresarse de todo lo
desagradable, por muy evidente (“verdadero”, objetivamente hablando)
que eso sea: "Se oye hablar del <<Evangelio de la Relajación>>, del
<<Movimiento de la despreocupación>>, de gente que repite
<<¡Juventud, Salud, Fuerza!>>, cuando se viste a la mañana, como
lema del día. En muchas familias se comienza a prohibir lamentaciones
sobre el estado del tiempo (79)" Y esto cuenta para verdades de
cualquier talla. La existencia misma de Dios se deriva de su eficacia, de
allí la famosa conclusión pragmática del Las variedades: < God is real
since he produces real effects» [Dios es real en vista de que produce
efectos reales].
En esta entronación de la eficacia, las diferencias entre la toma de
conciencia y el embauque de la sugestión son disquisiciones gratuitas.
No importan los caminos, solo el resultado. De allí el desprecio
(metódico y no caprichoso) de James ante la alarma de Freud de que la
TRA no sea “científica”:
Es indiferente que consideréis a los pacientes como víctimas de su
imaginación o no (...) ¿Que debemos pensar de todo esto? ¿Ha exigido
la ciencia una confirmación demasiado amplia? Creo que las peticiones
del científico sectario son, como mínimo prematuras. Las experiencias
que hemos estudiado muestran el universo sencillamente como un
asunto mucho mas complejo de lo que ninguna secta, ni siquiera la
científica considera (80).
No es sencillo refutar este reproche; pero lo desconcertante del
pragmatismo -o de cualquier otra posición mas tímida que anteponga
de alguna forma los resultados como juez supremo, es que sea tan
severamente agnóstico con respecto a la búsqueda de la verdad (“Al
fin y al cabo, ¿ que son nuestras verificaciones sino experiencias
acordes con sistemas de ideas mas o menos aislados (sistemas
conceptuales) que nuestras mentes han estructurado (81)") y
simultáneamente tan ingenuamente confiado para señalar que es
verdaderamente bueno (" [con la TRA] los inválidos crónicos recuperan
la salud y los frutos morales no han silo menos considerables (82)"). El
reparo de Lacan contra los efectos del análisis de Kris no discute el
hecho de que el Hombre de los Sesos Frescos haya “desde entonces
(...) hallado satisfacción en su vida familiar y en su carrera”. No discute
su eficacia, sino el camino por el que esa eficacia es alcanzada; a su
entender, ese éxito ocurrió por la vía de la identificación del analizante
con el Yo del analista y eso no sería irrelevante.
Hacia 1900, W. James todavía contaba con que podía
sacar algo de Freud. Las variedades mencionan con
entusiasmo “los cuentos de ha
das” de los Estudios
sobre la histeria, sin dudar de catalogarlos dentro de la
bibliografía de terapias por sugestión (83), lo cual no era
precisamente la idea que Freud se hacía de sus intervenciones, y tanto
menos de la técnica analítica hacia 1909. Por aquel entonces, Sandor
Ferenczi era su campeón contra semejante malentendido. Ferenczi
escribió sus primeros artículos y conferencias abanderándose en la
diferencia de que el psicoanálisis no era sugestión (84). Llegaba incluso
a inmiscuirse en el escritorio de Freud si le parecía que el maestro
olvidaba su propia consigna. Cuando, en enero de 1910, Freud le envía
un prefacio para los Lélekelemzés [Escritos sobre psicoanálisis], el
agradecido Ferenczi le responde que al traducirlo al húngaro aprovechó
para insertarle una palabra: “Donde usted habla a propósito de los
métodos terapéuticos anteriores (dieta, hidroterapia) le agregué
«sugestión», para enfatizar las diferencias con el psicoanálisis (85)” Dos
años después, lo amonestará al entender que en “Dinámica de la
transferencia” había párrafos algo ambiguos al respecto (86). Es por eso
que Ferenczi encuentra su adversario ideal en un crítico que ataca los
Lélekelemzés destacando la mayor eficacia e inocuidad de la técnica de
Pierre Janet por sobre la del psicoanálisis (“El resultado de las curas por
sugestión dirigidas al olvido del psicotrauma son al menos exitosas; el
psicoanálisis es frecuentemente dañino (87)”). Este crítico asoma en la
reseña de una revista húngara de medicina, pero se trata de un parecer
del todo coincidente con las opiniones de William James. El paradigma
que James rescataba de sus colegas europeos, se encuentra en el caso
Marie, publicado por Janet en 1889:
Marie es una joven de veinte años, que sufre de crisis convulsivas que se
producen particularmente en el momento de aparición de sus
menstruaciones y desaparecen apenas se inician. En períodos
intermenstruales, presenta los trastornos menos graves de ciertas
anestesias. Además sufre de una ceguera total y permanente del ojo
izquierdo. Janet la transporta a un estado hipnótico de sonambulismo,
haciéndola revivir el hecho de que durante su menarca, a la edad de
trece años, había sentido una vergüenza tal que se había sumergido en
una cubeta de agua fría. De lo que resultaba la interrupción de su
menstruación acompañada con grandes escalofríos, que se repetirá
cada mes bajo Ia apariencia de una crisis convulsiva. “Se imponía
hacerla regresar por sugestión a la edad de trece años e introducirla
dentro de las condiciones inaugurales del delirio y, allí, convencerla de
que sus menstruaciones habían durado tres días y no habían sido
interrumpidas por ningún accidente desgraciado “. Todo anduvo bien,
desde entonces, a propósito de ese punto.
Seguía pendiente la ceguera del ojo izquierdo. Janet utiliza nuevamente
la exploración hipnótica y el psicodrama: “Al convertirla en una niña de
cinco años, según los procedimientos conocidos, ella vuelve a tener la
misma sensibilidad que tenia a esa edad, y es posible constatar que ella
ve muy bien con ambos ojos. Luego, el comienzo de la ceguera será a
los seis años” Descubre, así, el acontecimiento traumático: “Durante el
sonambulismo y gracias a esas transformaciones sucesivas, durante las
cuales la hago jugar las escenas de su vida de entonces, constato que la
ceguera comienza en un momento preciso debido a un incidente fútil.
Habla sido forzada, a pesar de sus crisis, a acostarse próxima a un
pequeño de su edad que padecía un impétigo en la mitad izquierda del
rostro”. Faltaba todavía curarla de eso utilizando, naturalmente, el
mismo procedimiento hipnótico: “La hice volver junto al pequeño que la
horrorizaba, y le hice creer qué él era muy bueno y que no tenía las
lesiones del impétigo; pero ella solo se con venció parcialmente.
Después de dos repeticiones de la escena, tengo éxito y ella acaricia sin
temores al niño imaginario”. Al despertar, está curada. Cinco meses más
tarde, no había presentado recidivas (88).
No se trata de delatar lo inconsciente, sino de engañarlo. Para Ferenczi
nada podía ser más ajeno. Al punto de que si algo habría que
reprocharle, eso serla —como se lo reprocha Lacan— que se resistiera a
concebir lo contrario: que el inconsciente pueda engañar (89).
Consecuente hasta el final, Ferenczi nunca abandonó, por eso mismo, la
teoría del trauma. En su carta del 26 de julio de 1913 enviada a
Marienbad, donde Freud cumple un tratamiento “de desintoxicación”,
confía que entre sus planes para el próximo congreso de Munich está el
de “discutirle a Jung la falsa presunción de que usted renunció a la
teoría del trauma, en lugar de simplemente expandirla (90). Ahora bien,
esa inclinación por el esclarecimiento de la verdad no lo volvía
indiferente a la eficacia, al contrario, él hacía idénticos ambos términos:
“las píldoras de la verdad, a veces amargas, son siempre provechosas”,
concluía uno de sus escritos más encendidos (91). En contrapartida, lo
que le resultaba inaceptable era que pudiese haber cierta eficacia en la
mentira. Sus embestidas contra las terapias de sugestión no solamente
ponían bajo sospecha cualquier testimonio a favor de su presunta
eficacia, atacaban además su presunta inocuidad. La neurosis se le
hacIa equivalente a un oscuraritismo que no podía ser tratado con
todavía más oscurantismo, y entendía el análisis a una emancipación,
comprendiéndolo dentro de un proyecto iluminista a gran escala:
En la actualidad dos filosofías chocan en el lecho del neurótico; se
enfrentan desde hace mucho tiempo, y no solo en patología sino
también en el terreno social. Una de ellas pretende acabar con los males
prescindiendo de ellos, disimulándolos y rechazándolos; actúa
estimulando la compasión y manteniendo el culto a la autoridad. La otra,
por el contrario, combate “la mentira vital” dondequiera que la halle, no
abusa del peso de la autoridad y su objetivo final consiste en hacer
penetrar la luz de la conciencia humana hasta los resortes más
escondidos de los móviles de actuación; sin retroceder ante las tomas
de conciencia dolorosas, desagradables o repugnantes, desvela las
verdaderas fuentes de los males. Una vez alcanzado este objetivo, no es
difícil armonizar con total autonomía los intereses personales y los de la
sociedad, basándose solamente en la razón lúcida (92).
No hace falta dar más que un paso para vincular esta
declaración con su participación en la movida cultural
que acompaño la revolución húngara de Mihaly
Károiyi y Repüblica de los Soviets de Bela Khun, que
trajo como resultado la inauguración de la primera (y
muy fugaz) primera cátedra de psicoanálisis de la historia. En claro
contraste con el análisis ultra-iluminista de Ferenczi, el pragmatismo de
la sugestión y la despreocupación de la mind-cure se acomodaba sin
escándalo al liberalismo de James, hoy actual izado en el de las
esperanzas moderadas de Richard Rorty:
…no he estado nunca en un bazar kuwaití (ni tampoco en un club de
gentlemen inglés). Por ello puedo dar rienda suelta a mi fantasía.
Imagino a muchas personas en semejante bazar como personas que
prefieren morir antes de compartir las creencias de muchos de aquellos
con los que regatean, y sin embargo regateando provechosamente.
Obviamente un bazar así no es una comunidad, en el vigoroso
aprobatorio sentido del término en que lo utilizan algunos críticos del
liberalismo (...). Pero se puede tener una sociedad civil de tipo
democrático burgués. Todo lo que se necesita es la capacidad de
controlar nuestros sentimientos cuando una persona radicalmente
diferente se presenta en el ayuntamiento, en la verdulería o en el bazar.
Cuando esto sucede, lo que hay que hacer es sonreír, hacer el mejor
trato posible y, tras un esforzado regateo, retirarnos a nuestro club. Allí
nos sentiremos reconfortados por la compañía de nuestros partenaires
morales. (...) Si olvidamos el ideal ilustrado de la autorrealización de la
humanidad como tal, podemos disociar la libertad y la igualdad de la
fraternidad. (...) La síntesis política definitiva del amor y la justicia puede
resultar así un collage de densa textura del narcisismo privado y el
pragmatismo público (93).
No importa la manera, lo que cuenta para Rorty es que
los hombres se las arreglen con eficacia para hacer sus
negocios y encontrar un lugar de pertenencia al que
identificarse: salvarse del hombre y de la locura. Lo
cual es una traducción desacralizada de “La voluntad de creer (94)” uno
de los trabajos pilares de W. James, en que se establece la perspectiva
teológico-filosófica que le conviene a la Terapia Religiosa Americana. A
su entender, el objetivo humano no es alcanzar ninguna verdad en sí
misma, sino una verdadera unión con el mundo de tal manera que: “El
universo deja de ser una cosa para convertirse en un Tu” [The universe
is no longer a mere It to us, but a Thou]. O, como decía uno de los
testimonios clfnicos de Las variedades: "El alma, que puede sentir y
afirmar con serena confianza, jubilosa, como hizo el Nazateno: «Yo y mi
Padre somos uno», ya no necesita curación (95)" ¿Y si ese Tu o ese
Padre no existieran? Sirviéndose de una lógica que podría resumirse con
la formula: la insistencia precede la existencia y el deseo genera su
propia verificación, James sale al cruce de la objeción atea con una
notable solución creacionista, echando mano a un argumento digno de
atención, el de que Dios es una mujer que no sabe lo que quiere:
¿Los corazones de cuántas mujeres son vencidos por la mera
insistencia esperanzada de un hombre que clama que ellas deben
amarlo y que no consentirá que no lo hagan? El deseo de cierto tipo
de verdad da existencia a esa verdad; y así es en muchísimos otros
casos de otro tipo. ¿Quién gana ascensos, beneficios y citas sino el
hombre para el que tales cosas juegan el papel de hipótesis vitales, y
hace sacrificio para conseguirlas y se adelanta arriesgándose por ellas?
Su fe, como un reclamo, actúa sobre poderes que están encima suyo y
genera su propia verificación (96).
Pero, ayer no menos que hoy, sería una torpeza o una argucia de escasa
proyección concebir a los Estados Unidos como un campo intelectual
provinciano y unificado. El panorama de 1909 no dibujaba una oposición
sencilla entre el pragmatismo norteamericano de hombres de negocios y
el iluminismo de sabios europeos. Lo que había era una discusión
cosmopolita. James, por su parte, se había educado tantos o más años
en Europa que en su patria, como se adivina de su estilo adepto al
empleo de fórmulas alemanas; y de su alianzas locales hay que subrayar
que eran bastante menos seguras de lo que podría suponerse. Peirce, el
fundador del pragmatismo, siempre hizo odiosas reseñas de sus libros y
nunca se mostró agradecido ni se sintió cómodo (aunque si acomodado)
con la promoción que James realizaba de su pensamiento; al punto de
acabar cediéndole la marca de <<pragmatismo>> para mudarse a otra
menos eufónica: <<pragmatisismo>>, cuya fealdad esperaba que lo
librara de futuros “secuestradores” (97).Claro que, a nuestros fines, de
la interna norteamericana nos interesa mucho más la rivalidad que
James mantenía con Stanley Hall y la prolongada batalla cabaileresca de
la que participaron sus respectivas revistas y discípulos (98). Hasta es
tentador sospechar que Hall invitó a Freud a dictar las conferencias
norteamericanas con el objetivo encubierto de atacar a James.
Indudablemente, Freud cumplió ese papel maravillosamente con sus
declaraciones al Boston Evening Transcript. Pero el cálculo anti-James de
Hall dejaría un resto inesperado. Hubo un elemento extraño que se
agregó a la trama y que acabó alentando al más espectacular de los
intentos de cotejar o verificar un psicoanálisis. Un elemento que provoca
asimismo la alquimia de alinear a Ferenczi del lado de James. Ese resto
traerá consigo tantas repercusiones inmediatas en el movimiento
analítico, que merece decirse que el viaje americano de Freud no llevó
únicamente la peste del psicoanálisis a los nativos, sino que además
cargo de regreso a Europa con otra peste en la valija. Una peste que los
tres viajeros creían conocer y mantener a raya, solo que no resultaron
inmunes a la cepa americana: la de la peste de la telepatía y del
espiritismo trasmitida por la inteligente fascinación que James exhibía
por ellas.
La noche del 2 de diciembre de 1910, a un año de la vuelta a Hungria,
Ferenczi se sentía irritado y aturdido. Habla enviado, hacia ya diez días,
una de sus cartas más importantes a Freud, con el que mantenía un
intercambio de dos mensajes semanales, y no había recibido todavía
respuesta. O peor, solamente una respuesta incómoda y evasiva que no
aludía para nada a lo que él le había anunciado ruidosamente:
“Estimado Profesor: Interesantes noticias en la historia de la
transferencia. ¡Imagínese, yo soy un gran adivino, es decir un lector de
pensamientos! Leo los pensamientos de mis pacientes (99)” Ferenczi se
vuelve, entonces, hacia su escritorio y le escribe: “Indudablemente el
mal humor de su última carta me ha infectado. Quizá, como en ese caso
del ruso Naum Kotik, la “emanación psicofísica” se entrometió en su
papel y me infectó (100)”. Freud responde al día siguiente colocándolo
en cuarentena: “Quisiera pedirle que continúe investigando en secreto a
lo largo a lo de dos años enteros sin decir nada hasta 1913, en ese
momento, no le quepa duda, podrá publicar lo suyo abiertamente y a la
vista de todos en el Jahrbuch (101)”. En 1913, un episodio
absolutamente menor ocurrido en la Sociedad Psicoanalítica de Viena
(invitan a un telépata y resulta ser un fraude) volverá a alargar
indefinidamente los plazos (102)) Sabemos que cuando James descubría
un fraude en cuestiones espirituales, él lo disculpaba recordando su
anécdota como ayudante de fisiología con el corazón de la rana; Freud,
en cambio, era mas afín a la posición desconfiada de Stanley may (103).
Para Freud la lectura o transferencia de ideas nunca dejarán de ser una
cuestión puramente especulativa; la dejara entrar varias veces en salón
de juegos, pero nunca al consultorio.
A los ojos de James, Stanley Hall era uno de esos
autores que participaban de la moda de subordinar las
experiencias religiosas -entre las que James incluía los
trances espiritistas- a la sexualidad. No se equivocaba.
Para animar el primer día de estadía de los viajeros en su casa de
Worcester, Hall organizó un ateneo privado para refutar los poderes de
una médium. Pocos meses atrás, se había acercado a su despacho una
jovencita declarando que quería ver al profesor para que midiera sus
facultades
extrasensoriales.
Aplicándose
a
los
rigores
del
experimentalismo, al término de los exámenes, Hall y sus colaboradores
quedaron convencidos de la presencia del sexo detrás de todo eso. En
septiembre, se hicieron los arreglos para que la muchacha regresara en
presencia de Freud y su comitiva, de los qua se obtuvo rápidamente el
esperado aval acerca de la etiología sexual y no extrasensorial de sus
manifestaciones (104). James, por su parte, no llego de visita a
Worcester con las manos vacías. En medio de los saludos, le entrega a
Hall un informe de más de cien paginas recién publicado, el “Report on
Mrs, Piper’s Hodgson-Control” acerca de las revelaciones del espíritu
del finado señor Hodgson a través de la médium Leonore Piper. No era
un caso cualquiera; se trataba del conocido Richard Hodgson, que
durante su gestión como secretario de la American Society for
Psychical Research [Sociedad Norteamericana de Investigaciones
Parapsicológicas] les había prometido a sus colegas, entre los que se
encontraban James y Hall, la cortesía de visitarlos desde el más allá si
su muerte se anticipaba a la de el los. La desgracia ocurrió y la señora
Piper comenzó a sentir señales de su presencia una semana mas tarde.
¿Fraude o verdad? Al cabo de una meticulosa transcripción-discusión
de once ejemplos, seleccionados de sesenta y nueve sesiones, James
se inclina por creer: “En lo personal, debo decir que tomando el caso
aisladamente y considerando solamente las sesiones que presencia, no
hay pruebas contundentes de la presencia de una “voluntad de
comunicar” [will to communicate] detrás de las manifestaciones que la
médium pareció recibir de Hodgson; sin embargo, el efecto dramático
global que el conjunto de fenómenos similares tiene en mi mente es el
de hacerme creer que una voluntad de comunicación está de alguna
manera allí. No puedo demostrarlo, pero en los hechos estoy inclinado a
<<ir>> por eso, a apostar por eso y a asumir los riesgos (105)”. La
respuesta pública de Hall no se hizo esperar, apareció en octubre del
año siguiente; lamentablemente James no alcanzó a Ieerla, la muerte
interrumpió la discusión. El informe critico de Hall es llamativo, luego de
difíciles negociaciones había conseguido que la señora Piper le
concediera seis sesiones (a veinte dólares por sesión: a Hall le
encantaba revelar estos detalles contables), en las que, ayudado por
Amy E. Tanner, se dedicó a aplicar ingeniosamente la maquinaria
analítica como dispositivo de cotejo:
Tanner y Hall habían usado <<el test Jung-Freud>> de asociación de
palabras como una herramienta principal de su metodología (...) con el
propósito de determinar hasta qué punto el estado de posesión revelaba
algo realmente diferente a la personalidad primaria de la médium. En un
apéndice reproducen la lista de palabras y respuestas (...). Las
asociaciones sexuales eran prácticamente idénticas no importa si la
señora Piper se encontraba en estado normal o de trance (106).
Luego, o bien el pobre Richard Hodgson sufría los mismos complejos que
la señora Piper, lo que parecía muy raro o, como concluyeron los
autores, en Leonore Piper sólo habitaba Leonore Piper.
El efecto que la escena parapsicológica norteamericana tuvo sobre
Freud, Jung y Ferenczi no fue, sin embargo, ni el de la repulsa que había
generado en Jones ni el de la sonrisa de superioridad que Hall tenía
pronosticada en ellos. De regreso a Europa, Freud no insistirá en sumar
la transmisión de pensamientos como otra perla del collar del sentido
sexual, algo que ya había hecho en 1906 en su libro sobre “La Gradiva”
de Hensen. Jung, bien se sabe, tampoco corrió a perfeccionar su test
para convertirse en el campeón de los cazafantasmas. Y Ferenczi,
campeón del psicoanálisis contra las sombras oscurantistas, festeja el
primer aniversario de la expedición americana anunciando por carta a
Freud que posee poderes extraordinarios para capturar el alma del
paciente casi sin hacerle abrir la boca.
La suerte que corrió la aventura espiritista y telepática
entre los analistas se encuentra contada con notable
rigor documental en el tercer tomo de la biografía de
Freud de Jones, por mucho que Balint insista con que se
trata de una leyenda infame. Quizá sea otro ejemplo de buena lectura
alentada por el odio. Se especula con que a Jones le disgustó encontrar
en la correspondencia de Ferenczi (su analista), comentarios poco
agradables acerca de su persona; a lo que habría que sumar otras
molestias, como la de la circular de noviembre de 1923 en que Ferenczi
se quejaba al Comité Secreto de que Jones había publicado un artículo
sobre autosugestión sin citarlo. Jones se defenderá ardorosamente de
esa acusación de plagio: él introdujo a Ferenczi a la lengua inglesa, al
mandó con anticipación ese articulo al examen del Comité antes de
publicarlo, etc. En enero las aguas se calman; para satisfacción de
Ferenczi, una revista estadounidense publica un artículo sobre el asunto
otorgándole los créditos de la prioridad (107)
Nada seria más lejano a los hechos que sugerir que, antes del viaje a los
Estados Unidos, ellos ignoraban el vasto temario de la transmisión de
pensamientos. La tesis doctoral de Jung, defendida en 1902, se titulaba
“De la psicología y de la patología de los llamados fenómenos ocultos”, y
estaba centrada en las experiencias mediúnicas y el don de voces de
cierta señorita S.W., que resultaba ser prima suya (108) En 1899, luego
de practicar un ejercicio de escritura automática, Ferenczi obedece el
mandato de redactar y publicar en un periódico medico de Budapest el
artículo “Sobre el espiritismo”, donde apuesta a que: “Es bien posible
que la mayor parte de los fenómenos espiritistas se expliquen por un
clivaje, simple o múltiple, en el funcionamiento mental”. Freud mismo
había tenido curiosidad por el tema. Sin embargo, en vísperas del viaje,
Jung no estaba particularmente ocupado en el asunto; sabemos que en
1908, Ferenczi lee displicentemente un numero de la colección alemana
Cucstiones en la frontera de la vida mental y nerviosa, del ruso Naum
Kotik: “La emanación de la energía psicofísica: Una investigación
experimental en transferencia directa de pensamiento en conexión con
la radioactividad del cerebro”; y en las actas de la reunión del miércoles
4 de marzo de 1908 de la Sociedad Psicoanalítica de Viena, encontramos
a Freud y a su circulo haciendo ironías a propósito de un caso de
premonición y telepatía que Adler les acerca sonriendo (109). De vuelta
a Europa todo cambia. El rumbo de Jung se conoce ampliamente; en
cuanto a Freud y Ferenczi, hacen juntos escala en Berlín para visitar a la
señora Seider, dando lugar a largas cartas en que intercambian sus
animadas opiniones. Ferenczi queda convencido de que la Seider adivinó
ciertos pensamientos suyos, y con respccto aI rcsto dc sus lecturas
mentales, di la favorece con el beneficio de la duda. Si bien no reconoce
como propio parte de lo que dijo, concede que puede deberse a que ella
extrajo pensamientos reprimidos: “la mayoría de sus afirmaciones a
propósito de usted, del profesor Philipp, etc. correspondían a líneas de
pensamiento que yo realmente produje, pero también a otros que yo
pude haber reprimido. (...) Podrían corresponder a mis ideas de
grandeza más inconscientes (110)” Reavivado su vicejo entusiasmo,
Ferenczi explora la biblioteca con otra mirada: “En la colección de
Lowenfeld hay un volumen de un ruso acerca de clarividencia que
trabaja de una manera notablemente semejante a la nuestra con Seider.
Leí apresuradamente el pequeño volumen antes de ir a Norteamérica; lo
leeré nuevamente (111)”. Freud permanece ambivalente; por ejemplo,
en 1911 acepta ser miembro de la Society of Psychical Research (la de
Richard Hodgson) para escándalo de Jones (112); pero frente al progreso
acelerado que advierte en sus dos compañeros del viaje, retrocede. Un
año más tarde, refiriéndose a Jung como a Ferenczi, pronunciará un
sorprendente lamento: “El hábito psicoanalítico de sacar conclusiones
importantes a partir de pequeños signos, es difícil de superar (113)”.
En cuanto a lo que nos importa, eso que en sus cartas denominan
“transferencia de pensamientos” pasará por diferentes caracterizaciones
antes de llegar a pensarse como una vía de escudriñamiento colosal,
superior al test de Jung para acorralar al neurótico. Primero, de vuelta de
la experiencia de Berlín, Freud deduce que sólo podría ser permeable a
tales flujos de transferencia ideacional una persona intelectualmente
débil (“inactiva que hace imágenes de lo que de otra forma quedarla
suprimido por su propia actividad personal (114)”). Meses más tarde,
Ferenczi encuentra en un paciente de inteligencia probada que esa
permeabilidad, o mejor, que esa aptitud de dejarse penetrar por lo
ajeno, se explicarla más acertadamente por una inclinación ala
homosexualidad pasiva (“Este masoquismo (posiblemente) le permita
percibir impulsos para los demás imperceptibles (115)”) El siguiente y
último paso, que Ferenczi dará en solitario, corona la adivinanza de
inconsciente a inconsciente prescindiendo de La pasividad mental o
anal: las debilidades se transmutan, entonces, en poder y llega el conocido anuncio:
Estimado Profesor: Interesantes noticias en la historia de la
transferencia. ¡Imagínese, yo soy un gran adivino, es decir un lector de
pensamientos! Leo los pensamientos de mis pacientes (a través de mis
asociaciones libres). La metodología futura del psicoanálisis deberá
hacer uso de esto. Después de unos poco ensayos con Frau G. —que
fueron absolutamente estimulantes— hoy me aventuré con mi paciente
homosexual. Un éxito completo. Hice cuatro experimentos. El tenía que
pensar en gente que yo desconozco (...) Este método será apropiado
para atrapar los complejos más activos de un paciente. Puede ser
afinado aun más! Cuando vaya a Viena, me introduciré como “el
astrólogo de la corte del psicoanálisis”.
William James también tenia la voluntad de creer en poderes
supranormales que darían acceso a soluciones más altas (“No creo que
nuestra experiencia humana sea la más alta forma de experiencia (...)
Más bien estamos en la misma relación con la totalidad del Universo que
nuestros perros y gatos lo están con la totalidad de la vida humana,
andando por nuestros recibidores y bibliotecas (116)”; sin embargo,
nunca había gozado de la gracia de experimentarlos y solo los presentía
en las experiencias religiosas ajenas. Ferenczi, mas contundentemente,
testimoniaba en primera persona la posibilidad de cruzar la raya. Más
hercúleo todavía que ese analista con Yo certificado, que Lacan
denunciaba en la posición de Kris, el analista de la transferencia
telepática podía tomar atajos para ganarle en la carrera a las derivas de
la asociación libre del analizante y podía romper los remolinos de las
resistencias. Aunque mantuviera sesiones de cincuenta minutos
dominadas por el sentido común, se nota igualmente en Kris cierta
impaciencia ferencziana cuando corta la rumiación del obsesivo o el
hambre del anoréxico poniendo las cosas en su lugar. La Realidad entra
a su consultorio algo apresuradamente de la mano de la presunta
objetividad del Yo maduro del analista.
Espiar los secretos del Ello, objetar el Yo, apaciguar el Superyó,
desenterrar el trauma, apresar el complejo, son algunos de los nombres
de las intervenciones analíticas que han sabido convertirse
eventualmente en procedimientos totalitarios. Elevadas a superpoderes,
acechan al analista murmurándole cómo enseñorearse del inconsciente.
En psicoanálisis hay tantos modos de saber demasiado, como de no
saber lo suficiente. Y su historia los va recorriendo todos.
El escritorio del analista sufre de imprudencias y
enigmas semejantes. Por ejemplo las de cómo leer a
Jacques Lacan, en la medida en que hay extensos y
desconcertantes fragmentos suyos
que pueden
obedecer a la siguiente formula que él mismo declaró:
“Obviamente, el carácter sofistico de este pequeño juego de
prestidigitación no se me escapa. Traten de comprender sin embargo, la
verdad que oculta, al igual que todo sofisma (117)”. Como hemos visto,
no tiene caso avanzar sobre exposiciones semejantes practicando un
cotejo sencillo. Hacerlo solamente lleva ala comprobación tautológica de
que allí—en ese sofisma declarado— hay efectivamente un juego de
prestidigitación sofística. W. Auden decía que: “Un mal lectores como un
mal traductor: interpreta literalmente cuando debería parafrasear y
adopta la paráfrasis cuando debería interpretar literalmente (118)”. Lo
que hace falta para leer a Lacan es otra concepción más aguda de la
lectura que la de la filología tradicional. Encontrarla es el desafío del
próximo capitulo.
NOTAS:
1
LACAN, Jacques [1958/1961] “La dirección de la cura y los
principios de su poder”, en Escritos 1, p. 232; Escritos V. corr. p. 580.
2
cf. Cuadernos del Colegio Freudiano de
publicados entre julio de 1992 y marzo de 1994.
Córdoba,
nº
1-6,
3
La navaja de Reichenbach hace un corte limpio: “El acto del
descubrimiento escapa al análisis lógico; no existen reglas según las
cuales pudiera construirse una «máquina descubridora» que asumiera la
función creadora del genio. Pero la tarea del lógico no es explicar los
descubrimientos; todo lo que puede hacer es analizar la relación que
existe entre los hechos dados y una teoría que se presente con la
pretensión de que explica estos hechos. En otras palabras, a la lógica
sólo le importa el contexto de justificación” (REICHENBACH, Hans
[1951], La Filosofía Científica, FCE, reimpr de la 2da cd., México, 1985; p.
240). Lamentablemente tanta claridad no siempre resulta esclarecedora.
El psicoanálisis se anima con hechos que deben mucho a recortes
conjeturales, y la relación entre esos hechos y la teoría es igualmente
inconclusa.
4
LACAN, Jacques [29-X-1974], Conferencia de prensa del Dr. Lacan,
incluido en Actas de la Escuela Freudiana de París, Petrel, Barcelona
1980; p. 25.
5
MILNER, Jean-Claude [1995], La obra clara: Lacan, la ciencia, la
filosofía, Manantial, Buenos Aires 1996; pp. 23-24.
6
LACAN, Jacques [1956], “Respuesta al comentario de Jean
Hyppolite sobre la Verneinung de Freud”, en Escritos 2, pp. 152-153;
Escritos y. corr. pp. 374-75, Siglo XXI.
7
Cf. KRIS, Ernst [1948], “Ego Psychology and Interpretation in
Psychoanalytic Therapy”, Psychoanalytic Quarterly, 1951, y. 20, nº 1, pp.
15-30, que dio lugar a tres traducciones al castellano. La de 1977, de
Gustavo Dessal, para la serie “Referencias” de la Escuela Freudiana de
Buenos Aires, fichas nº 1-2, pp. 9-22; la de 1986, de Vicente Palomera,
para la serie “Textos de Referencia” de la Asociación de Psicoanálisis
Biblioteca Freudiana de Barcelona; y la de 199], de Adela Leibovich de
Duarte, en rev. Asociación Escuela Argentina de Psicoterapia para
Graduados, nº 17, 1991, Buenos Aires, pp. 29-45. Tomará las citas de
Kris de esta última versión porque estimo que acabará siendo la mejor
difundida al no pesarle las restricciones de publicación reservada a
circulación interna de las anteriores.
8
KRIS, Ernst , p. 34.
9
La toma de partido de Kris por Anna Freud era un hecho público,
muy visible en “La psicología del Yo y la interpretación en la terapia
psicoanalítica” al comenzar su sección clínica citando un trabajo de Anna
como lugar autorizado. Se trató de una alianza temprana que la partida
de Kris a Nueva York no interrumpirá. El continuará participando a
distancia de las llamadas Grandes Confrontaciones contra el kleinismo:
“En otoño de 1945, [Anna Freud] había estado reuniéndose
regularmente con sus discípulos más íntimas para analizar la situación.
A Ernst Kris se lo incluyó por correspondencia en estas conversaciones
porque él esperaba regresar pronto a Inglaterra con su familia para
trabajar con Anna y terminar el psicoanálisis que había empezado con
ella en 1938” (Cf. YOUNG-BRUEHL, Elisabeth Anna Freud, Emecé,
Buenos Aires, 1991; p. 243); llegando a cumplir un destacado papel
como estratega remoto. Anna responderá a una de sus cartas: “Usted
sabe lo que invariablemente sien te uno cuando tiene la impresión de
que alguien ha dicho o escrito algo sumamente valioso e inteligente:
que eso es exactamente lo que uno piensa, y que por una u otra razón
nunca le llevo el momento de ponerlo por escrito, Eso mismo siento
yo en este caso. Lo que usted escribió es exactamente lo que me da
vueltas por la cabeza desde hace uno o dos anos" (Ib., p. 244). En
febrero de 1946, ella escribirá en su carpeta de sueños: tengo un
bebe... como el de la mujer de Kris (lb.; p. 256). En 1949, Kris
organizará el viaje de Anna a los Estados Unidos, donde había sido
invitada por la Universidad de Clark, como cuarenta anos atrás lo había
sido su padre (íb.; p. 306-10)
10
GROSSKURTH, Phyllis [1986], Melanie Klein: Su mundo y su obra,
Paidós, Buenos Aires, 1990; p. 247. “Su esposo, Walter Schmideberg,
sumaria su voz en 1942: «Cuando llegué a este país (...) encontré
ideas de Freud, Ferenczi, Abraham y otros bajo nuevos nombres.
Incluso el “pene escondido (de Boehm” (así solíamos llamar [en Viena]
a la fantasía del pene del padre escondido en la madre) se hallaba --honi
soit que mal y pense-- en el equipaje de la señora Klein»” (íb., p. 311).
Las iras de Melitta apuntaban preferente aunque no solamente a su
madre. La misma Melanie Klein especulaba en una carta en 1942: “Otra
de sus víctimas fue Anna Freud en el Congreso de Lucerna, en el verano
de 1935, y estoy segura de que Anna Freud se acuerda muy bien de esa
exposición; este es, por cierto, un plinto que puede mencionarse... [lo
que] no debe ser mencionado, ni si quiera sugerido por ninguno de
nosotros, a saber, la enfermedad de Melitta. Estoy convencida, por
verdadero que ello resulte, que si se menciona se empleará contra
nosotros” (íb., p. 315).
11
KRIS, Ernst [1948], p. 41 nota L.
12
Cf. Schmideberg, Melitta [1934], “Inhibición intelectual y
perturbaciones en el comer” (“lntelektuclle Memmung und Ess-störung”
en el Zeitschrift für psa Pädagogik VIII- 1934; luego en International
Journal of Psychanalysis 1938) trad. Gustavo Dessal, para la serie
“Referencias” de la Escuela Freudiana de Buenos Aires, 1977, pp. 3-8.
Citado por Kris, E. [1948], p. 36.
13
KRIS, Ernst [1948], p. 35.
14
LACAN, Jacques [1958-1961] “La dirección de la cura y los
principios de su poder”, en Escritos 1, pp. 231; Escritos V. corr. pp. 579,
siglo XXI.
15
Sus conocidos intentos de articular arte con psicoanálisis, son
tributarios del mismo argumento: asimila el estado de buena salud a la
capacidad de hacer obra y la caída neurótica (y tanto más la psicótica) a
la sequedad de inspiración: “El artista progresa mediante el ensayo y el
error; aprende y sus modos de expresión cambian, o su estilo se
transforma. El artista psicótico… no busca un público y sus modos de
expresión permanecen inmutables en cuanto el proceso psicótico ha
alcanzado cierta intensidad. Por motivos que no se analizarán aquí, la
búsqueda del genio en el insano ha llegado a ser tina moda. Pero la
experiencia clínica demuestra que el arte como fenómeno estético --y
por ende social-- está relacionado con la integridad del yo. Aunque hay
muchas transiciones, los extremos son claros”. Cf. Kris, Ernst [1952], El
arte del insano, Paidós, Buenos Aires, 1964; p. 139.
16
GROSSKURTH, Phyllis [1986], p. 371.
17
RITVO Samuel y RITVO, Lucille, “Ernst Kris (1900-1957)”, incluido
en EKSTEIN y otros, Historia del psicoanálisis, y. 6, Paidós, Buenos Aires,
1968; pp. 122 y 127.
18
En “Consideraciones sobre la anorexia mental: «El hombre de los
sesos frescos»”, rev. El Analiticón, nº 1, 1986, Barcelona, p. 70, Vicente
Palomera observa que: “En definitiva, su interpretación es tributaria de
la introducción del superyó en la teoría y se basa en la simple idea de
que a un superyó cruel mayor inhibición intelectual”. Creo que, al
respecto, merece especial interés un artículo de M. Klcin de 1927:
“Tendencias criminales en niños normales” (incluido en Obras
(‘ompletas, t. 1: “Amor, culpa y reparación”, Paidós, Buenos Aires, 1990:
pp. 178-192) con su notable conclusión: “encontré que la disposición
criminal no se debía a un su peryó menos severo sino a un superyó que
actúa en otra dirección. Son justamente la angustia y el sentimiento de
culpa los que conducen al criminal a sus actos delictivos (…) no es la
falta de superyó sino un desarrollo diferente del superyó
--probablemente la fijación del superyó en un estadio muy temprano- lo que resultará el factor principal” (pp. 191-92).
19
LACAN, Jacques [1958/1961], “La dirección de la cura y los
principios de su poder”, en Escritos 1, p. 231; Escritos y. corr. p. 579,
siglo xxi.
20
En la página siguiente de “La dirección de la cura”, en medio de un
alzado diálogo imaginario contra Kris, llega incluso a defender a
Schmídeberg abiertamente: “Habla usted de Melitta Schmideberg como
si hubiese confúndido la delincuencia con el Ello. Yo no estoy tan seguro
y, si he de referirme al artículo donde cita ese caso, la formulación de su
título me sugiere una metáfora.” (p. 580). Pero en “Respuesta al
comentario de Jean Hyppolite sobre la Verneinung de Freud” había
sostenido que: “El analista (la analista) que le hizo su primer
tratamiento tenía bastante razón cuando le decía aproximadamente
«quien ha robado robará», puesto que también en su pubertad birlaba
de buen talante libros y golosinas.” (p. 378) y que: “este análisis [de
Kris]… no me parece muy diferenciado de lo que se reporta del modo de
abordamiento que habría seguido la primera analista” (p. 380).
21
Cf. LACAN, Jacques [1965-66], EL. SEMINARIO 13: El objeto del
psicoanálisis, inédito; clases del 11 y el 25-v-1966.
22
LACAN, Jacques [1962-63], El. SEMINARIO 10: La angustia, inédito;
clase del 6-XII- 1963.
23
Cf LACAN, Jacques [1961-62], EL SEMINARIO 9: La identificación,
inédito; clase del 6-XII- 1961.
24
Para continuar con los museos véase, a propósito de su tercer
viaje a los Estados Unidos: ROUDINESCO, Elisabeth [1993], p. 548; y de
su viaje a Estocolmo: PERRIER, François [1985], Viajes extraordinarios
por Translacania, Gedisa, Buenos Aires, 1986, p. 46.
25
LORD, James, a Memoir, Weidenfeld & Nicolson, London 1993; p.
204.
26
Declaración recogida en: ROUDINESCO, Élisabeth [1993], pp. 51516. A la que Roudinesco prolonga con el siguiente catálogo: “Entre las
innumerables maravillas que escondía aquella gran cueva de Alí Babá,
citemos desordenadamente una biblioteca de 5. 147 volúmenes,
cuadros de Masson, Renoir, Balthus, Derain, Monet y Giacometti, dibujos
de Picasso, estatuillas alejandrinas y grecolatinas, esculturas de marfil,
terracotas eróticas, jarrones pintados, cerámicas nazca, muñecas
kachina de los indios Pueblo, una edición original de la Enciclopedia de
Diderot, etc.”.
27
KRIS, Ernst [1948], p.36.
28
LACAN, Jacques [1953-54] EL SEMINARIO 1: Los escritos técnicos
de Freud, ed. Paidós, Barcelona, 1981; p. 100.
29
LEIBOVICH de DUARTE, Adela, “Crónica de una distorsión en
Psicoanálisis”, rev Asoc. Esc. Arg. de Psicoter. para Graduados, nº 17,
1991, Buenos Aires p. 50.
30
Cf.BARTHES, Roland [1968] “El efecto de realidad” AA.vv., Lo
verosimil, Tiempo contemporáneo, Buenos Aires, 1970: “La literatura
realista es, sin duda, narrativa, pero lo es porque el realismo es en ella
sólo parcelario, errático, confinado a los «detalles» y porque el relato
más realista que se pueda imaginar se desarrolla según vías irrealistas.
Aquí reside lo que se podría llamar la ilusión referencial” (p. 100).
31
“En el escrito llamado “De una cuestión preliminar”, Lacan cita (o,
en otros casos, menciona sin abundar en precisiones) alrededor de
cincuenta veces Memorias de un enfermo nervioso de Daniel Paul
Schreber [e] incurre en una serie de incorrecciones más o menos
curiosas. Y esto, en principio, porque Lacan critica los errores de la
lectura y traducción de Macalpine y Hunter. Sería deseable, entonces,
que el crítico no cayera en la misma tentación que descubre. Sin
embargo --y, tal vez, histeria mediante como anotaría Freud--, Lacan
comete los mismos errores: cita y traduce mal, inventa e incluso fábula
un poco”. Cf. FAIG, Carlos, “Schreber de memoria”, en Refutaciones en
Psicoanálisis, Alfasi, Buenos Aires, 1989: p. 47.
32
LEIBOVICH de DUARTE, Adela, op. cit.; p. 56.
33
Ib; p. 49.
34
Ib., p. 52.
35
20.
Ornicar?, revue du Champ freudien, nº 46, jul.- sept. 1988, pp.5-
36
V. supra nota 14.
37
KRIS, Ernst [1948], p. 35.
38
lb., p. 36.
39
En los dos siguiente párrafos todo es claridad: “...el punto crucial
era la «exploración de la superficie». El problema era, entonces,
establecer cómo aparecía la sensación: «Estoy en peligro de plagiar».
(...) La comparación entre la productividad propia del paciente y la de
los otros tuvo que establecerse detalladamente; después se pudo
aclarar el papel que tales comparaciones habían desempeñado en su
desarrollo temprano. Finalmente se pudo analizar la distorsión de
atribuirle a otros sus propias ideas y se logró que el mecanismo de «dar
y tomar» se hiciera consciente”.
40
Aunque no siempre lo aplico metódicamente, Freud solfa
diferenciar las acciones o acto sintomáticos [Symptomhandulug] de los
actor fallidos [Fehlleistung]: los primeros son pequeñas acciones de
mascara inocente en las que no se comete, como los segundos, error
alguno pero que sí implican, como aquellos, un sentido inconsciente.
41
LACAN, Jacques [1958-1961] “La dirección de la cura y los
principios de su poder”, en Escritos 1, p. 232; Escritos V. corr. p. 580,
siglo XXI.
42
LACAN, Jacques [1966-67], EL SEMINARIO 14: La lógica del
fantasma, inédito; clase del 8-III-1967.
43
LAURENT, Eric, Concepciones de la cura en psicoanálisis,
Manantial, Buenos Aires, 1984; p. 24. Citado en LEIBOVICH DE DUARTE,
Adela, op. cit., p. 55.
44
“¿En qué consiste la pretendida interpretación en la superficie que
nos propone Kris? Probablemente en esto: Kris se interesa
efectivamente en lo que ha sucedido y en lo que hay en ese artículo.
Examinándolo más de cerca, se da cuenta que para nada contiene lo
esencial de las tesis elaboradas por el sujeto “. Cf. LACAN, Jacques
[1953-54] EL SEMINARIO 1: Los escritos técnicos de Freud, cd. Paidós,
Barcelona, 1981; p. 99.
45
lb.; p. 100.
46
Loc. cit.
47
Ib., pp. 100-01.
48
Cf. ROUDINESCO, Élisabeth [1993], p. 333. A propósito de Lacantraductor, véase también: rey. Redes de la letra nº 4, “Logos: Políticas
de transmisión del psicoanálisis”, Koop, Guillermo et al., Buenos Aires,
junio 1995.
49
LACAN, Jacques [1955-56], EL SEMINARIO 3: Las psicosis, cd.
Paidós, Barcelona, 1984; pp. 116-17.
50
LACAN, Jacques [1956] “Respuesta al comentario de Jean
Hyppolite sobre la Verneinung de Freud”, en Escritos 2, p. 155; Escritos
V corr. p. 378, ed. siglo XXI.
51
LAPLANCHE, J. y PONTALIS, .J-B [1968], Diccionario de
Psicoanálisis, Labor, Barcelona, 1971; p. 6-7.
52
ROUDINESCO, Elisabeth Y PLON, Michel [1997], Diccionario de
psicoanálisis, Paidós, Buenos Aires, 1998; p. 22.
53
“Es muy indeseable para nosotros que el paciente, fuera de la
transferencia, actúe [agiert] en lugar de recordar; la conducta ideal para
nuestros fines seria que fuera del tratamiento el se comportara de la
manera más normal posible y exteriorizara sus reacciones anormales
.solo dentro de la transferencia.” FREUD, Sigmund [1939], Esquema del
psicoanálisis, en Obras Completas t. XXIII, Amorrortu, Buenos Aires,
1980; pp. 177-78.
54
LACAN, Jacques [1956], op. Cit., p. 377.
55
JAMES, William [1909], Essays in Psychical Research, en The Works
of William James, Harvard University Press, Cambrigde, 1986; pp. 36465.
56
La indicación expresa se encuentra en la clase del 20 de enero de
1954, es decir, tres semanas antes de la primera mención de todo este
asunto: “En el Psychanalytic Quaterly de 1951, encontrarán tres
artículos de Loewenstein, Kris y Hartmann sobre este tema que merecen
ser leídos. No podemos decir que lleguen a una formulación totalmente
satisfactoria, pero investigan en este sentido y plantean principios
teóricos que implican aplicaciones técnicas muy importantes que, según
ellos, no se habían percibido. Es muy interesante seguir este trabajo que
se elabora a través de artículos que vemos sucederse desde hace
algunos años, especialmente desde el fin de la guerra. Creo que en ellos
se evidencia un fracaso muy significativo, que debe sernos instructivo”
(LACAN, Jacques [1953-54], EL SEMINARIO 1; pp. 45-46).
57
LACAN, Jaques [1956], op. Cit., p. 381
58
Según REY, Alain et CHANTREAU, Sophie, Dictionnaire des
Expressions et Locutions, Le Robert, Paris, 1989; p. 858: “La montagne
est accouchée d’une souris” es una expresión empleada y difundida por
La Fontaine, derivada de la locución más abstracta “de grand dessein
une sonris” [de un gran proyecto, un ratón].
59
Se encontrará un extenso comentario a propósito de esa oscura
nota en mi libro El idioma de los lacanianos, pp. 84-87.
60
LACAN, Jacques [1956], “Respuesta al comentario de Jean
Hyppolite”; p. 382. Es versión corregida: el traductor de los Escritos,
olvidándose de la anatomía, convierte la membrana de la pie-mère en
una devota pía madre.
61
LACAN, Jacques [1958-1961] “La dirección de la cura y los
principios de su poder”, en Escritos 1, p. 231; Escritos V. corr., p. 579,
cd. siglo XXI.
62
Ib, p. 233/p.581.
63
lb., pp. 231-32 / p. 580.
64
ABRAHAM, Karl [1925], “A Short Study of the Development of the
Libido, viewed in the light of mental disorders”, incluido en Selected
Papers of Karl Abraham [1907-1925], The Hogarth Press, London, 1948;
p. 438.
65
Tomo prestada la comparación con la película de Spilberg de un
capítulo de Renato Mezán a propósito del estilo de los historiales
kleinianos: “<<El empieza a tomar una bebida con una pajita y he Iooks
(...) every bit a baby [parece enteramente un bebé]»: esta es una frase
característicamente kleiniana. Más abajo, en otra sesión, dirá: «evrery
inch a schoolboy [a cabo a rabo un escolar]». Las cosas son siempre
descritas con superlativos, adquieren el mismo grado de intensidad que
la teoría atribuye a los acontecimientos internos. Es la forma kleiniana
de presentar el mundo psíquico (...) El mundo kleiniano es siempre
Jurassic Park.” MEZAN, Renato, Escrever a Clínica, Casa do Psicólogo,
São Pablo, 1998; p. 323.
66
SCHMIDEBERG, Melitta [1934], “The play analysis of a three-yearold girl”, Int. J. Psycho-Anal. 15, pp. 245-64. Citado en HINSHELWOOD,
R.D. [1989], Diccionario del pensamiento kleiniano, Amorrortu, Buenos
Aires, 1992; p. 135.
67
Cf. KRIS, Ernst [1948], op. cit., p. 31.
68
SCHMIDEBERG,
Melitta
[1934],
“inhibición
intelectual
y
perturbaciones en el comer”, incluida en serie “Referencias” de la
Escuela Freudiana de Buenos Aires, 1977; p. 8.
69
LEIBOVICH de DUARTE, Adela, op. Cit.; p. 51.
70 LACAN, Jaeques [1958-1961], “La dirección de la cura y los principios
de su poder”, en Escritos 1, pp. 232; Escritos V. corr. p. 580, siglo XXI.
71
Cit. en ROSENZWEIG, Saul, Freud, Jung and Hall the King-maker:
The Expedition to America 1909, Hogrefe & Huber, Seattle, 1992; p. 174.
72
“James era un activo promotor de esas aplicaciones no médicas de
la psicoterapia. Había firmado una petición oponiéndose a un proyecto
de ley de la legislatura de Massachusetts para limitar la práctica de la
medicina a individuos con título”, Ib., p. 313.
73
De la carta de Jones a Freud del 10-XII- 1908: “Estoy muy
pendiente de que nuestro movimiento se mantenga dentro de un cauce
estrictamente científico, de esta manera acrecentará su “respetabilidad”
y capacidad de ser escuchado. Siempre me mantendré lejos de todos
esos charlatanes de la Christian Science y del movimiento de la
Emmanuel Church; es prácticamente imposible convertir estos fanáticos
religiosos.” (FREUD, Sigmund and JONES, Ernest, The Complete
Correspondence of Sigmund Freud and Ernest Jones, (1908-1939),
Harvard Univ. Press, Cambridge, Massachusetts, 1995, p. 10). De la
carta de Freud a Jones del 1-vi- 1909: “Permítame que lo corrija lo antes
posible acerca de Pfister. El no tiene nada que ver con el emanuelismo
ni cosa que se le parezca; lo conozco personalmente, luego de una visita
que me hizo el mes pasado. Es un científico de una intachable
honestidad, sumamente amable, además de encantador y muy
modesto.” (lb., p. 25).
74
JAMES, William [1902], Las variedades de la experiencia religiosa,
Península, Barcelona, 1986; pp. 18-19.
75
“En mi opinión, la corriente más importante e interesante,
religiosamente hablando, que viene imponiéndose es la extendida hace
poco por Norteamérica --y cada día parece más fuerte--, que
denominare <<Movimiento de curación mental» (mind-cure). Existen
diversas sectas de este <<Nuevo Pensamiento>> --otro de Los
nombres que se aplica-- (...). Una de sus fuentes doctrinales son Los
Cuatro Evangelios, otra el transcendentalismo de Nueva Inglaterra o
emersonianismo, otra el idealismo de Berkeley, otra el espiritismo, con
sus mensajes de «ley», <<progreso>> y «desarrollo>>; otra el
evolucionismo optimista de la ciencia popular, y finalmente el
hinduismo" (Ib., p. 80).
76
Ib., p. 81.
77
“Un filosofo norteamericano de eminente originalidad, Charles
Peirce, ha hecho un gran servicio al pensamiento ... [al formular] el
principio del pragmatismo, que lo define como sigue: « El pensamiento
en movimiento tiene, como único objetivo el logro de la creencia, o del
pensamiento en reposo. Solo cuando nuestro pensamiento ha
encontrado su reposo en la creencia, nuestra acción puede ser firme y
segura. En resumen, las creencias son reglas para la acción y la función
entera del pensamiento solo es un elemento en la producción de hábitos
activos. Si hubiera alguna fracción de un pensamiento que no produjera
ninguna diferencia en las consecuencias practicas del pensamiento
mismo, entonces esta fracción no sería un elemento propio del
significado del pensamiento. Para desarrollar el significado de un
pensamiento, por consiguiente, hemos de determinar que conducta
puede producir; esta conducta es para nosotros su único significado»”
(Ib., pp. 332-33).
78
lb., p.82.
79
Ib., p. 81
80
lb., p. 100.
81
Loc. cit.
82
lb., p. 81
83
“En los extraordinarios experimentos de Binet, Janet, Breuer,
Freud, Mason, Prince y otros sobre la consciencia subliminar de los
pacientes histéricos, se han revelado sistemas completos de vida
subterránea en la forma de recuerdos dolorosos, (...) alterad o eliminad
por sugestión estos recuerdos subconscientes, y el paciente sanará
inmediatamente. Estos historiales clínicos parecen cuentos de hadas la
primera vez que los leemos, a pesar de que es imposible dudar de su
exactitud” (íb., p.l8l).
84
V. gr. la carta que le envía a Freud el 16-II-1911: “Estimado
profesor: En la conferencia que di en la Asociación Médica, emplee la
táctica de limitarme a exponer la diferencia metodológica entre
sugestión y psicoanálisis” (FREUD, Sigmund AND FERENCZI, Sándor, The
Correspondence of Sigmund Freud and Sándor Ferenczi, Vol.1 (19141919), Harvard Univ. Press, Cambridge, Massachusetts, 1996; p. 255).
85
Carta del 2-I-1910, íb., p. 120.
86
Carta del 7-II-1912: “Su afirmación a cerca de la sugestión y el
análisis será empleada contra nosotros por nuestros adversarios.
«Entonces, es sugestión, después de todo.», dirán” (íb., p. 342).
87
Carta del 15-III-1910, íb., p. 151.
88
PRÉVOST, Claude M., Janet, Freud et la psychologie clinique, Payot,
Paris, 1973; pp. 57-58. Las citas de Janet corresponde a Automatismo
psychologique, Alcan, 1889, pp. 436-440.
89
Cf. LACAN, Jacques [1967-68], EL SEMINARIO 15: El acto
psicoanalítico, 21-II-68, inédito: “Cuando Freud protesta contra la
protesta --porque es exactamente eso lo que hace-- que se levanta a su
alrededor el día en que dice que [en “sobre la psicogénesis de un caso
de homesexulidad femenina”] que un sueño es mentiroso, el repite en
ese momento: si esta gente se escandaliza de esta forma porque el
inconsciente puede ser mentiroso, es porque no hay nada que hacer; a
pesar de lo que dije sobre el sueño, el los seguirán queriendo mantener
el mystique element, a saber que el inconsciente no puede mentir”.
90
FREUD, Sigmund AND FERENCZJ, Sándor, op. cit., p. 503.
91
FERLNCZI, Sándor, “Sugestión y psicoanálisis” en
Completas, Espasa-Calpe, t.1 (1908-1912), Madrid, 1981; p. 269.
Obras
92
Según Ferenczi, la sugestión no solo era de una eficacia nula o
pasajera, sino que traía corno efecto secundario un aumento de la
religiosidad y de la credulidad por la magia: “…hay que saber que la
hipnosis o (a sugestión fijan de alguna forma el estrechamiento del
campo de la consciencia, (...) quien se abandona totalmente al
hipnotizador llegara fácilmente a creer en la Virgen de Lourdes o en la
vidente del barrio de 0-Buda de Budapest”. (lb., p. 161).
93
RORTY, Richard [1958], “Sobre el etnocentrismo: respuesta a
Clifford Geertz”, incluido en Objetividad, relativismo y verdad, Paidós,
Buenos Aires, 1996; pp. 283-84. Pero la imagen del bazar kuwaití no es
más que una traducción pintoresca del mito fundador norteamericano,
tal como lo describe en “Una ética sin obligaciones universales”: “Es lo
que los Padres Fundadores de mi país intentaron hacer cuando le
pidieron a la gente que se pensara no como cuáqueros de Pennsylvania
o católicos de Maryland sino como ciudadanos de una república
tolerante, pluralista, federal.” cf. R0RTY, Richard [1994], ¿Esperanza o
conocimiento? Una introducción al pragmatismo, FCE, Buenos Aires,
1997; p. 101.
94
JAMES, William [1897], “The Will To Relieve”, incluido en
Internet
Enciclopedia
of
Philosophy:
http://www.utm.edu/research/iep/text/james/ will/will.htm (acceso 20
de Julio de 1996).
95
JAMES, William [1902], p. 86. De allí el valor terapéutico que le
atribuye a la plegaria: “El trato con Dios se establece por medio de la
plegaria, la plegaria es la religión en acto; es decir, la plegaria es la
religion real”. Ib., p. 347.
96
Cf. punto 9 de “La voluntad de creer”.
97
“La publicación del libro Pragmatismo de James hizo súbitamente
famoso Peirce, filósofo bastante olvidado que desde 1887 vivía
solitariamente en Milford (Pensilvania), y en efecto, le obligó a aclararse
(...) y a formular explícitamente su posición en diversos ensayos y
conferencias (...), siempre bajo las muy delicadas circunstancias de su
situación personal: por un lado debla sentirse agradecido (...), por otro
lado, sin embargo, tampoco podía ser infiel a su propia concepción
filosófica general, que le habla llevado par derroteros tan distintos a los
de so viejo y siempre solícito amigo W. James. La solución a es/c
conflicto la encontrarla Peirce en 1905 al adoptar el nombre de
<<pragmaticismo>> para definir su teoría”. Cf. APEL, Karl-Otto [1975],
El camino del pensamiento de Charles S. Peirce, Visor, Madrid 1997;
p.38.
98
En Las variedades, James anota a propósito de H.H. Goddard de la
Universidad de Clark: “Sus tesis sobre <<Los efectos de la mente en el
cuerpo según lo evidencian las curaciones de fe>> están publicadas en
el American Journal of Psychology en 1899 (vol. X). Este critico, después
de estudiar ampliamente los hechos, concluye que los éxitos de la mindcure son posibles pero no se diferencian en nada de los conocidos
oficialmente en medicina como curaciones par sugestión. La Ciencia
Cristiana, Curación Divino o (a Ciencia Mental no curan, ni pueden
hacerlo jamás, par la misma naturaleza de las cosas.” (pp. 82-83, n. 14).
En 1894 James y los suyos fundan la Psychological Review, porque la
American Journal dirigida por Hall se negaba a publicar parapsicología.
99
Carta del 22-XI-1910. Cf. FREUD, Sigmund and FERENCZI, Sándor
[1914-1919], pp. 235-3 6.
100
lb., p. 237.
101
lb., 3-XIII- 1910, p. 240.
102
lb. 23-XI-1913, pp. 436-37.
103 En obvia alusión a los últimos trabajos de James y a las máximas
de “La voluntad de creer”, Hall había publicado, en diciembre de 1908,
el artículo “Espectros y telepatía” donde reproduce sus conversaciones
con un espiritista. Hall denuncia que en la sesión se había realizado un
truco empleando un aparatito que conoce bien y vio vender a cinco
dólares, pero su interlocutor le replica que el cree profundamente que,
aunque el aparatito este allí, en esa oportunidad habían intervenido los
espíritus: “El tenía --ironiza Hall--una invencible voluntad de creer [will
to belive]. Si el pragmatismo tiene razón: el está en lo correcto y yo soy
el equivocado” cf. ROSENZWEIG, Saul [1992], p. 87.
104 El relato del caso, “Una médium en capullo”, se publico en 1918
en la American Journal: “La motivación erótica era obvia y los
sabios germanos vieron poco de nuevo como para interesarse en
el caso. Y yo quede un poco mortificado de que el motivo
largamente oculto se había vuelto tan consciente y confeso. Ellos
sospecharon la posibilidad de una demencia precoz incipiente,
algo que nos irritaba un poco aceptar”. Cf. ROSENZWEIG, Saul
[1992]; p. 104.
105 JAMES, William [1909], Essays in Psychical Research, en The Works
of William James, Harvard University Press, Cambrigde, 1986; p.356.
106 ROSENZWEIG, Saul [1992]; pp. 88-89. El test de Jung tuvo un papel
importantísimo en los primeros años de la promoción del psicoanálisis.
Según Balint, el mismo Ferenczi habla leído a disgusto La interpretación
de los sueños y sólo se encarrila hacia el psicoanálisis luego de
enterarse del test y entretenerse con las listas y el cronómetro. Cf.
JIMÉNEZ AVELLO, José, Para leer a Ferenczi, Biblioteca Nueva, Madrid,
1998; pp. 47-48.
107 Cf. GROSSKURTH, Phyllis, The Secret Ring: Freud’s Inner Circle and
the Politics of Psychoanalysis, Addison-Wesley, 1991; pp. 136-37.
108 Cf. MOREAU, Christian [1976], Freud y el ocultismo, Gedisa,
Buenos Aires, 1983; p. 54-55.
109 FREUD, Sigmund [1906-08], Las reuniones de los miércoles: Actas
de la Sociedad Psicoanalítica de Viena, tomo 1: 1906-1908, Nueva
Visión, Buenos Aires, 1979: pp. 350-51.
110 Carta del 5-x- 1909; FREUD, Sigmund and FERENCZI, Sándor
[1914-1919], p. 76.
111
Carta del 20-XI-1909; íb., pp. 104-05.
112 Carta del 17-III-1911: “Me pregunta por la Society of Psychical
Research. (...) ¿Aceptó la oferta de convertirse en miembro
corresponsal? No me parece que sus investigaciones den mayor
sustento al espiritismo, a pesar de las ardientes esperanzas de William
James. Pobre James.” FREUD, Sigmund AND JONES, Ernest [1908-1939],
pp. 97-98.
113 Carta del 23-I- 1912; FREUD, Sigmund and FERENCZE, Sándor p.
333.
114 “Yo tampoco excluyo que ella pueda, llamémosle, reproducir sus
pensamientos (...); puede que sea bastante imbécil o incluso una
persona inactiva que hace imágenes de la que de otra forma quedaría
suprimido par su propia actividad personal. (...) Coma ye suscribo so
interpretación de que ella adivina los pensamientos y probablemente los
pensamientos inconscientes del sujeto de (a experiencias, con las
correspondientes incomprensiones y mezclas de cierta distorsión en el
paso de una psique a la otra.” Carta del Il-x-1909 (lb., p. 80).
115 “Mi homosexual es un masoquista de primera. Este masoquismo
(posiblemente) le permita percibir impulsos para los demás
imperceptibles. Yo proyecto palabras-estímulo inconscientes, él las
introyecta. Actúo coma un hombre, él como una mujer; es, desde luego,
un homosexual”. Carta del 17-VIII,-1910 (íb., p. 209).
116 JAMES, William [1907, Pragmatismo, Sarpe-Aguilar, Madrid, 1984;
p.235.
117 LACAN, Jacques [1959-60] EL SEMINARIO
psicoanálisis, Paidós, Buenos Aires, 1988; p. 239.
7:
La
ética
del
118 Auden, W.H. [1948], “Ler”, incluido en A mão do artista, Siciliano,
São Pablo, 1993; p. 15.
4
En mayo de 1995 fui invitado por Germán García a presentar El idioma
de los lacanianos en una reunión del Centro Descartes anunciada como
“El estudio de los lenguajes hoy”. El título de la reunión venía al caso
porque mi libro formaba parte de la colección del Círculo Buenos Aires
para el Estudio de los Lenguajes Contemporáneos (al cual sigo
perteneciendo), y porque Mario Carlón y José Luis Fernández, dos
semiólogos (de la radio y de las artes visuales respectivamente),
estaban también allí invitados como miembros del Círculo y como
autores de la misma colección. En lo que me tocaba, la escena de una
mesa y un público mixto de analistas y semiólogos era propicia para
justificar o refutar la pertinencia analítica y/o semiótica de El idioma de
los lacanianos. Siendo los vínculos entre el psicoanálisis y la lingüística o
la semiótica una asociación no siempre posible, muchas veces
inconveniente y en los últimos años sospechosa, la oportunidad era
estimulante.
Había detrás una historia. En la Argentina de mediados de los sesenta, la
difusión de la semiología (particularmente la francesa) y del
psicoanálisis lacaniano había ocurrido casi simultáneamente y, en su
primer momento, no solamente coincidieron en varios temas y en el uso
de una bibliografía y una terminología afín, sino que compartieron
autoridades. Buena parte de los principales protagonistas del lacanismo
local ocupaban un lugar en los foros semióticos y viceversa, hasta que,
una década más tarde, se produjo un divorcio de mutuo acuerdo entre
ambas disciplinas. Por parte de los analistas, la distancia la puso un
reflejo de reserva metodológica (separar el campo del psicoanálisis de
cualquier metamodelo o pretendida “ciencia piloto”), así como una
apuesta de organización institucional (crear una agrupación de analistas
alternativa a la red de la International Psychoanalytic Association (IPA),
de la que Lacan había sido expulsado y a la que los analistas no-médicos
seguían sin poder ingresar). La profesionalización y el triunfo
universitario de la semiótica generaron, por su lado, un repliegue
paralelo. Entrados los noventa, la lejana aventura de los orígenes
compartidos es vista como un pecado de promiscuidad juvenil, y el
horror a su condición utópica constituye uno de los primeros lugares
comunes enseñados a los nuevos aprendices. Prestándole cada vez
menos atención, los lacanianos pasamos a acusar de comunicología a
una semiología que se autodefine por su falta de ingenuidad, y los
semiólogos a aburrirse del lacanismo por descubrirlo poco advertido de
las sutilezas de la enunciación. Lo que sigue no pretendió volver a unir lo
que es más racional y estratégico que permanezca separado, sino ser un
aviso de que hay al menos una cuestión, la de la lectura, en la que
resultaría beneficioso que en las líneas de fronteras lacanianosemióticas pueda establecerse alguna conversación (en el sentido de
Grice) y no exclusivamente cabalgatas de gendarmes.
La exposición original apareció publicada, bajo el mismo título, en la
revista Descartes n º14, dic. 1995, Buenos Aires, pp. 57-69. Lo que sigue
es una versión corregida y considerablemente actualizada —para las
nuevas páginas mantuve el tono de conferencia y el cálculo de enfrentar
un público de analistas y semiólogos.
LOS TRES LECTORES DEL
PSICOANÁLISIS
Pero, ¿quién será el amo? ¿el escritor o el lector?
Denis Diderot, Jacques el fatalista.
CUANDO SUPE DEL TÍTULO CONVENIDO PARA ESTA REUNIÓN, “EL
ESTUDIO de los lenguajes hoy”, me pregunté dónde podía estar la
actualidad del abordaje de El idioma de los lacanianos, este libro que
acaba de publicarse y que no hace todavía tres meses era una montaña
de hojas convertidas en archivos de computadora que no paraba de
corregir y rediseñar en un nuevo formato de página. El dilema es que ser
actual, pertenecer a la propia época no es una mera cuestión de
almanaque y actualización técnica; o al menos debió dejar de serlo
desde que, en 1932, Borges sacó “El escritor argentino y la tradición”.
Preguntándose acerca de una paradoja semejante, ¿cómo hace un
argentino para escribir como un argentino?, Borges responde que la
argentinidad no es un atributo provisto por la fatalidad (que se merece
por el simple hecho de haber nacido o de vivir aquí); puesto que ser
argentino, y tanto más si uno escribe, puede ser una pura afectación. El
había alcanzado esta conclusión incómoda retomando los planteos de
una conferencia pronunciada cinco años antes, “El idioma de los
argentinos”, en la que aseguraba que tener un idioma, una entonación o
una voz es mucho menos una cuestión de fatalidad que de esperanza, y
que para que las esperanzas se realicen es oportuno hacer propia y
perseguir alguna causa. Se trata, como se ve, de la actualización y de la
actualidad concebidas como deseo y decisión, y no como un mero
acomodamiento al estado de cosas del día de hoy. No alcanza con
escribir hoy para decirse actual, con escribir (por ejemplo de
psicoanálisis) de cualquier manera y en cualquier dirección para
protagonizar el (psicoanálisis) presente. Nada es más sencillo, bajo las
exigencias del joven Borges, que convertirse en un anacronismo
viviente.
A favor de la hipotética actualidad de El idioma de los lacanianos,
circunscribiré mi defensa a lo más ostensible, al hecho de que el tema
de la lectura sea una de sus entradas temáticas predilectas. Desde la
tapa y las primeras páginas es la cuestión que se impone, y estimo que
en esta preferencia, así como su forma de abordarla, se reconocerá la
influencia de y el compromiso con los estudios contemporáneos del
lenguaje, en la medida en que últimamente buena parte de las líneas de
investigación semiótica vienen siendo atraídas, como es sabido, por la
pregunta acerca del estatuto del lector. También en el psicoanálisis de
los últimos tiempos hay una interrogación creciente a propósito de qué
se lee en un análisis, de qué se escribe (o se inscribe) en la cura y de
cuál es la función del escrito y de lo escrito; sin embargo, sería
imprudente exagerar presuntas homologías. Borges hacía bien en
desconfiar de la equivalencia de los sinónimos. Hace tiempo que el
psicoanálisis y la semiótica dejaron de mantener, si alguna vez
realmente los tuvieron, desarrollos simultáneos; de manera que hoy
cualquier semejanza debe ser tomada, a prima facie, como un artefacto
de la casualidad o, más probablemente, del malentendido. Si es cierto
que el psicoanálisis y la semiótica tienen todavía algo que decirse, hay
que señalar que sus protagonistas estamos, desde hace 20 años,
demasiado separados por la desconfianza o el desaliento como para
alcanzar escuchar la otra orilla con nitidez. Que esta noche nos reúna es
una dichosa excepción. Pero si es un error alentar falsas sinonimias o
imaginarnos tomados de la mano en la ronda de un campo unificado,
otro error podría ser el de extremar los reparos de la asepsia. Como
analista que ensaya breves paseos por la semiótica, intentaré mostrar —
de una manera coincidente pero más formalizada que como figura en mi
libro— que hay una zona, la de los mencionados estudios sobre la
lectura, de la que se pueden importar algunas ideas que serían
pertinentes para discutir y hacer progresar las cuestiones del
psicoanálisis y su enseñanza.
El tema de la lectura agita, desde no hace tanto, los nombres de
Rifaterre (con su concepción de un archilector); de Iser (con su lector
implícito, correlato de la concepción de la lectura como operación
diferida); de Jauss (con el “horizonte de expectativas” de la estética de
la recepción); así como ciertos recorridos de Umberto Eco (desde Obra
Abierta, de 1962, hasta Los límites de la interpretación de 1990,
pasando por su intento de clausura del Lector Modelo de Lector in fabula
de 1979) y del último Roland Barthes; también están la dialéctica de la
productividad textual de Julia Kristeva, el lector real de Michel Picard, el
autor implicado de Wayne Booth, etcétera. Son desarrollos que, cuando
los psicoanalistas hablamos de la lectura, no los tomamos muy en
cuenta, ni siquiera para la pelea, aun en aquellos casos en que el texto y
el lector de los que hablamos coinciden, en gran medida, con los que
ellos toman en su muestra. Admito que, en El idioma de los lacanianos,
tampoco yo los nombré en cada oportunidad que se prestaba para
hacerlo, aunque varias ideas suyas aparecen en distintos capítulos. Pero
no sería una omisión por ingratitud, sino por una cuestión de tono.
Sucede que esas ideas se hacen presentes, por lo general, de una
manera muy poco académica: a través de personajes. Por una decisión
didáctica —o porque no pude evitar que así salieran las cosas—, las
hipótesis centrales de estos estudios a propósito de la lectura pasaron al
libro personificadas en breves anécdotas. Su ilustración (y su eventual
crítica) se realiza a través de pequeños episodios en los que
invariablemente algún lector es primera figura. Una vez puede ser un
estudiante imaginario de los noventa que hojea displicente, desde la
mirada de hoy, la primera introducción a Lacan llegada a Buenos Aires.
Otras veces, son personas de carne y hueso, como J. D. Nasio en una
historia que podría caratularse como “el seminario robado”. El reparto
de personajes incluye desde traductores y editores que se precipitan a
corregir a Lacan, hasta analistas que se alejan tercamente o quedan
oscilantes entre la emulación y la paráfrasis de su estilo y sus aforismos;
sin faltar otros lectores que, a una primera mirada, parecen entrar en
escena menos por su condición profesional o su adhesión lacaniana que
por su estado civil o su grado de dedicación al estudio. Los autores
también pasan por allí, pero ellos también protagonizando el papel de
lectores. Reúno, por ejemplo, una cantidad de comentarios de Lacan en
los que se despacha acerca de sus títulos, prólogos, contratapas y de la
singularidad de su estilo, y lo hago con el cuidado de yuxtaponer
observaciones suyas muy iluminadoras con otras que, a mi entender,
son bastante menos entusiasmantes, a fin de relativizar (ni consagrar, ni
denigrar) la autoridad crítica que el autor tiene sobre su propia obra.
Tampoco quedan fuera de este juego (¡Borges diría que es un libro más
poblado que una novela rusa!) las lecturas diversas hechas por ese otro
personaje, supuestamente unitario, que es el de la ficción de la primera
persona. Esta noche, en cambio, procuraré alejarme de tales alegorías
didácticas para poner a consideración de ustedes la aplicación de un
esquema abstracto de tres dispositivos de lectura. Tres dispositivos o
protocolos de lectura que, según intentaré demostrar, la literatura
psicoanalítica practica regularmente en sus comentarios, al menos
desde que Lacan entró en escena. Llamémoslos “las tres lecturas” o —
como última concesión a mi gusto por la prosopopeya—, “los tres
lectores del psicoanálisis”.
Me apresuro a declarar, antes de que me lo reprochen, que esta
tipología de los tres lectores encuentra su inspiración directa en el
último libro de Umberto Eco, Interpretación y sobreinterpretación (1);
aunque no sería desacertado considerar que parte de lo que sigue es
también una larga paráfrasis de un aforismo de un artículo de Germán
García acerca del arte del comentario que, en efecto, no me resultó
ajeno al momento de juzgar esta tipología de los tres lectores. Es un
artículo publicado en el volumen del año 1986 de la revista El analiticón
y el fragmento en cuestión es el que sigue:
Entre una significación que se propone infinita —un significante siempre
remite a otro—y unas sentencias que la delimitan, el comentario
encuentra su vel (2).
Comenzaré por lo más embarazoso, comenzaré por una
pose de lectura que es bien nuestra, aun que se aparte
sensiblemente de las poses en que nos complace
retratar al analista. Me refiero a una manera de leer que
no está reservada al psicoanálisis ni permite, de nuestra
parte, reclamar prioridad ni un futuro monopolio; puesto que se trata ni
más ni menos que de la manera de leer alentada por la instrucción
universitaria convencional; la proveniente de la protocolización de la
filología clásica y que se la entiende corrientemente, y con alguna razón,
como la forma seria o científica de abordar un texto. No, no nos
pertenece con exclusividad y, sin embargo, sería desastroso que los
analistas nos declaráramos exceptuados de practicarla: la posibilidad de
seguir las reglas del argumento de los principales textos de psicoanálisis
depende, en buena parte, de que se la ejerza con destreza.
Para sacudir la apatía que genera esta primera y prolija disciplina de
lectura, fui a buscar su actualización en el Lacan del Seminario 4: La
relación de objeto. Como acaba de publicarse la versión castellana de su
establecimiento, somos muchos los que ahora volvimos a su estudio. El
ejemplo lo encuentro en la última clase, la del 3 de julio de 1957, donde
el aplicado y brillante lector filológico que había en Lacan se manifiesta
nítida y pasionalmente. La ocasión se la ofrece (¿o debo decir: la presión
la recibe de?; hace doscientos años Diderot ya se preguntaba: “Pero,
¿quién será el amo? ¿el escritor o el lector?”) su retorno a un libro de
Freud, Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci (1910). No voy a
demorarlos con un resumen de este título bien conocido. Como se sabe,
Freud examina un recuerdo infantil de Leonardo y lo interpreta como un
falso recuerdo que encubre una fantasía disfrazada. Como sea, hay ahí
un pájaro que se acerca al Leonardo niño y le introduce la cola en la
boca, lo cual, si se lo interpreta como una fantasía homosexual tardía,
permite ver una escena de felatio apenas disimulada. En cuanto a la
elección del pájaro, Freud subraya que se trata de un buitre, una especie
renombrada antiguamente por su dedicación maternal y por la
lengendaria ausencia de machos, de lo cual deriva la conclusión de que
el pájaro de la fantasía es tanto un sustituto del pene como de la madre.
Recordarán, igualmente, que Freud sostiene la coincidencia de esta
doble interpretación y doble temporalidad (de cuya superposición se
genera la madre fálica), en dos pilares: en el del axioma de la
universalidad del pene de las teorías sexuales infantiles y en el de la
documentación histórica según la cual Mut, diosa egipcia de la
maternidad, era adorada en una figura con falo y cabeza de buitre (3).
La segunda edición (1919) de Un recuerdo infantil incluye un hallazgo
ingenioso que pareció venir a confirmar su hipótesis de manera un tanto
espectacular. El pastor Oskar Pfeifer había descubierto que dándole
medio giro a “Santa Ana, la Virgen y el Niño” se llegaba a distinguir,
atendiendo a la posición y el movimiento de pliegues del manto azul de
la Virgen, la imagen de un buitre, y todavía más: la de un buitre que
proyecta su cola hacia la boca del Niño Jesús. Pero para nadie es un
secreto que, después de la euforia inicial, aparecieron expertos de
historia del arte que, revisando y completando la documentación a la
que Freud se había remitido, objetaron duramente Un recuerdo infantil.
En 1923, un estudiante inglés de historia del Renacimiento, Erie
Maclagan, publicó “Leonardo in the consulting room” en una revista del
circuito de museos, la Burlington Magazine (nº 42, pp.54-5’7), con la
decepcionante noticia de que la referencia freudiana acerca de los
maternales buitres y de la diosa Mut estaba sostenida en un descuido
garrafal. El buitre del recuerdo infantil de Leonardo solamente era
«buitre» en la traducción alemana que había comprado Freud; en el
manuscrito italiano, en cambio, resultaba ser otro pájaro: un milano; no
precisamente conocido —y el propio Leonardo lo sabía bien— por sus
cuidados maternales. “Puede leerse por ejemplo en sus notas [las de los
Cuadernos de notas de Leonardo] que el milano es una animal muy
propenso a la envidia y que maltrataba a sus hijos. Vean lo que hubiera
resultado si Freud hubiera tropezado con esto, y la distinta
interpretación que podríamos dar de la relación de la madre a partir de
ahí” (4), dice Lacan en uno de los momento más entretenidos de su
clase; y obsérvese que en esta especulación él supone —creo que
acertadamente— un Freud respetuoso y atento a este tipo de
comprobaciones filológicas, al punto de tenerlas por garante o fiscales
de la argumentación.
A esta pifia de buitre por milano se sumarán luego la evidencia de varias
más, por obra de un amable y demoledor artículo, “Leonardo and Freud:
An art-historical study”, escrito por un destacado profesor de la
Universidad de Columbia de Nueva York, Meyer Schapiro (llamado Mejer
Schapiro hasta los tres años, cuando vivía en Lituania y aún no había
pasado por los escritorios de la Isla de Ellis). El encuentra otros varios
puntos filológicamente insostenibles en Un recuerdo infantil: señala,
entre otras cosas, que el registro bautismal de Leonardo cuenta con la
presencia de diez padrinos, todos vecinos de Ser Piero, lo que invalidaba
la hipótesis de que por un tiempo Leonardo no había sido reconocido por
su padre; también que la solución de representar a Santa Ana y a su
hija, la Virgen María, como dos mujeres de la misma edad no era una
rareza de Leonardo, sino que provenía del repertorio de una larga
tradición pictórica que se remontaba desde fines del siglo XV; y que el
recuerdo mismo de Leonardo no sería ni un recuerdo y ni siquiera un
fantasma privado, sino la puesta en imágenes del dicho popular del
Renacimiento de que los niños talentosos traían en su boca pájaros,
abejas o granos de trigo (5).
¿Freud se llegó a enterar del artículo de Eric Maclagan? La respuesta es
todavía terreno de conjeturas; si acaso no fue así, Schapiro sospecha
que Ernest Jones debió ser uno de los responsables del ocultamiento,
aunque también nos da pistas para que sospechemos de Ernst Kris —
debido a sus vínculos profesional con la museología y su todavía mayor
dedicación por relacionar arte con psicoanálisis (6). Del resto de los
analistas contemporáneos a Freud sería prudente concederles la
posibilidad de que ignoraran el asunto. Por ejemplo, encuentro que
Melanie Klein, residente en Londres, escribe en 1923 “Análisis infantil”
refiriéndose sueltamente a propósito de Un recuerdo infantil como si
nada lo hubiese rozado (7).
Todo lo contrario le ocurre a Lacan con el “Leonardo
and Freud de Shapiro. El articulo aparece en el Journal
of the History of Ideas nº 2 de 1956 (pp. 147-178) y él
lo cita meses después en la mencionada clase del 3
de julio de 1957. Es cierto que, a primera vista, parece
desentenderse rápidamente del asunto: lo nombra a Schapiro una única
vez y como si se tratara de un simple repetidor de Maclagan (8); sin
embargo, hay que decir que en el desarrollo de esa clase lo sigue
puntillosamente, con tanto ensimismamiento que acaba contando los
descubrimientos del otro como si fueran propios. Como Schapiro, Lacan
elogia y emplea el “Leonardo da Vinci” [1942] de Kenneth Clark, carta
de Pietro da Novellara a Isabel d’Este, y la referencia a Plinio el Viejo, y
habla del auge de Santa Ana entre 1485-15 10 y su relación con el
mercado de indulgencias, y —como vimos— especula a propósito del
párrafo de los Cuadernos de Leonardo que a Freud se le escapó y en el
que el pintor anota que el milano no es un pájaro muy solidario. ¿Plagio?
Sería uno muy torpe, puesto que declara detalladamente la fuente de su
delito. Me inclino por la explicación de que, como en otras
oportunidades, lo que pretende Lacan al apropiarse de hallazgos
filológicos debidos a otros, es mostrar al analista ideal (un mostrar corno
gesto didáctico y no un pequeño mostrarse como campaña egocéntrica).
Analista ideal del que muestra ahí una sola pero muy importante yeta: la
de ser un buen filólogo. Mientras el latiguillo de Schapiro era: “No me
propongo investigar su significado psicoanalítico —esto trascendería mi
conocimiento—, pero en algo puede conocerse su contenido manifiesto
mediante un estudio textual ordinario. (...) De nuevo aquí un en lo que
filológico nos será de ayuda”, la respuesta de Lacan será proponer un
modelo de analista que no tiene que quedarse a esperar el artículo del
filólogo, porque él mismo no es ajeno a sus destrezas. Lo insospechado
es que lo dice sirviéndose del atajo de la identificación que su público
mantiene con él. No dice expresamente que haya que apropiar-se de las
habilidades de un Meyer Schapiro: él es Meyer Schapiro. Pero la
apropiación de la erudición ajena no es su única manera de enseñar eso
con el ejemplo, es solamente la más graciosa. Había también en Lacan
una erudición genuina.
Es lo que se pone en evidencia cuando pasa a referirse a la
Hierogyphica de Horapolo citada por Freud. En esta oportunidad, no se
cumple la sospecha de que, desde el punto de vista del filólogo, no hay
nunca en el Seminario 4 nada más que en Schapiro; pero siempre puede
haber algo más en Schapiro que en ese seminario. Marcado por la
adicción del filólogo, Lacan deja relucir la gravedad de su propia
bibliofilia:
Esta obra, Hierogyphica, de la que ven ustedes aquí la edición de 1519,
hecha en vida de Leonardo por Aldo Manucio, debería resultarles familiar
a todos ustedes, porque de aquí tomé el dibujo que adorna la portada de
la revista La Psychanalyse.
Horapolo da la descripción que veo escrita aquí —Una oreja pintada
significa la obra hecha o por hacer (9)
Lacan se convierte, además, en el analista ideal de Schapiro. Atento a la
crítica que hace Schapiro, a propósito de los anacronismos cometidos
por los analistas, él se aferra a Koyré procurando no cometer ninguno en
su clase. Y siguiendo las recomendaciones expresas de Schapiro, centra
su análisis por el lado de la genética de Santa Ana, la Virgen y el Niño,
deteniéndose puntualmente en el peso del cuarto protagonista y en sus
indicios en el cuadro (10). Desde luego, tanta obediencia conduce a un
destino clínico insospechado por Schapiro: la de la dedución de ese
cuarto término y de esa doble madre como nuevo paradigma para
reinterpretar el caso Juanito) (11).
Por último, y no menos importante, es que para la reconstrucción del
escritorio del Seminario 4 hace falta destacar que ambos, Schapiro y
Lacan, tenían un rival en común: Ernst Kris. No hay que perder de vista
que “Leonardo and Freud: An art-historical study” fue originariamente
un acto público (una conferencia pronunciada, en enero de 1955, en el
William Alason White Institute de Nueva York) y que su secuencia está
organizada como una impugnación dirigida mucho menos contra Freud
que contra Kris. Las tres primeras extensas partes del artículo se
agolpan para lanzarse, en la cuarta y anteúltima parte, a desprestigiar
concretamente a Ernst Kris, quien había empezado a llamar la atención
en la materia de Shapiro luego de publicar Psychoanalitic Explorations in
Art en un sello neoyorkino en 1952. Como de costumbre, la verdad corre
con más posibilidades de ser dicha y publicada cuando afecta una lucha
territorial. Lacan, por motivos bien conocidos, buscó sacar ventajas de
ese litigio neoyorkino y tuvo la inteligencia de convertir todo lo que
había de antipsiconalítico en el contundente artículo de Schapiro en una
crítica que solamente dañaba a la Psicología del Yo. Por ejemplo, hacia
el cierre de su clase se sirve de la embestida filológica que trae a cuenta
a Leda y el cisne (una pintura de Leonardo, por entonces recientemente
descubierta, que desmiente la hipotética ausencia de erotismo en su
obra) para quitar, por esa vía, apoyo al modelo de la sublimación como
neutralizador libidinal que sostenía el último libro de Kris no citado
directamente por Schapiro: Neutralization and Sublimation de 1955.
Tal alianza no representa un compromiso gravoso: aún haciéndolas
suyas, todas las noticias de Schapiro no consiguen persuadirlo a Lacan a
que deje de considerar Un recuerdo infantil como un texto valedero. El
tendrá el mérito de rescatar el libro de Freud de tantas objeciones sin
caer en las debilidades de ocultar a Erie Maclagan y a Meyer Schapiro o
de desacreditarlos con el argumento de que ellos, por su condición de
lectores del primer tipo, no habían sabido leer a Freud. Ahora bien, para
conseguirlo le será necesario apartarse de la lectura filológica, cuya
importancia no ignora y cuya disciplina domina con talento. El cambio no
ocurre inmediatamente. En un primer mometo —él mismo lo confiesa y
lo reproduce el 3 de julio— pasa por una fase de reproches a Freud y de
un intento algo desesperado de salvar Un recuerdo por su cuenta sin
salirse de las artes y las reglas de la primera posición de lector.
Por momentos Lacan pierde la paciencia y no se priva de amonestar a
Freud por el descuido de no haber consultado las fuentes originales (los
manuscritos de Leonardo guardados en el Codex Atianticus de Milán), y
da pruebas indirectas (sus críticas a la traducción francesa) de que él sí
lo ha hecho (12). ¿Acaso el fragmento prolijamente anotado (Codice
Atlantico 145 r.a., trad. francesa de Gallimard, tomo II, p. 400) de los
Cuadernos de Leonardo, que sirven de epígrafe de “La instancia de la
letra en el inconsciente o la razón desde Freud”, escrito sólo cuarenta
días antes del 3 de julio, no es otra huella del escritorio de esa clase y
otro reproche velado al maestro acerca de cómo se debe proceder? Pero
mucho más importante y enternecedor es su embestida, en el campo de
batalla de la filología, queriendo rescatar el libro de Freud. Esa ambición
lo había llevado lejos, a una singular aventura egipcia. Naturalmente,
todo comienza con un incunable, la Histoire de la nature des oyseaux de
1555 de Pierre Belon, el precursor francés de la anatomía comparada:
Belon, que compuso una obra muy bella sobre los pájaros y había estado
en Egipto, así como en otros lugares del mundo, por cuenta de Enrique
u, había visto algunos milanos en Egipto y nos los describe como
sórdidos y poco amables, Debo decirlo, por un momento tuve la
esperanza de que todo iba a arreglarse, es decir, que el buitre de Freud,
por muy milano que fuese, iba a tener alguna relación con Egipto, y
acabaría siendo a fin de cuentas el buitre egipcio (13).
Una vez instalado en el terreno, como le corresponde
al arqueólogo, Lacan comprueba un par de cosas en
Egipto. Primero, que allí también hay efectivamente
milanos. Está desayunando al aire libre en el hotel de
Luxor y uno de estos pájaros atraviesa velozmente su
mesa, metiendo no la cola sino, por esta vez, el pico y le roba una
naranja. Segundo, que —como también lo adelantaba Belon— en ese
país hay una variedad de buitres, con el nombre de Hierax, que se
parece muchísimo a los milanos. Las esperanzas crecen: “Hay un buitre
egipcio que se le parece mucho y hubiera podido arreglarlo todo”.
Queremos mucho a Lacan, pero hay que convenir que la solución que
creció en él debió ser el fruto de una crecida súbita del entusiasmo
partidista o de la temperatura sofocante del lugar. Es mejor no
detenerse a pensar a qué simbolismo colectivo e iletrado tenía que
adherir para llegar a sostener que esa similitud, entre los milanos y una
familia de buitres de la pajarera egipcia, que la Naturaleza le daba a ver,
podía garantizar la equivalencia milano= buitre en el inconsciente
florentino del siglo XV de Leonardo. No hay vuelta posible, para que el
híbrido Hierax disimule la diferencia entre el milano del manuscrito de
Leonardo y el buitre de la mala traducción alemana hay que afrontar un
precio inmenso. Felizmente, Lacan no tuvo que hacerse cargo de tales
gastos, porque fue rescatado por un nuevo progreso de su inquietud
filológica, que se desentendió de esas semejanzas entre el milano y el
buitre Hierax, para fijarse en la ventaja que, de las diferencias entre el
buitre Hierax y el buitre convencional (el Fulvus), sacaban estos dos
pictogramas:
Hacerlo lo liberó de su primera solución tan embarazosa. Así, cuando, en
julio del 57, muestra estas dos láminas al público del seminario, resume
el cambio de su parecer de primer lector con esta explicación:
Todo iba muy bien si hubiera sido éste [el Hierax] el que se empleaba
para la diosa Mut, mencionada por Freud a propósito del buitre. Pero eso
no va, y Freud se equivocó de verdad, porque el buitre que se emplea
para la diosa Mut es éste que está aquí Fulvus].
La variedad Hierax no tenía nada que hacer; en la escritura jeroglífica
únicamente había servido de soporte para el pictograma de la letra
aleph. Ninguna madre, ningún falo que la adorne. “Freud se equivocó de
verdad”.
Aún resignado a no dar con una coartada
clásica que salve a Freud, Lacan no entregará
Un recuerdo infantil a los buitres; puesto que él
advierte (o admite), a continuación, que es
posible rescatar su validez (solamente) si uno
se aleja de la discusión con los filólogos e invoca la legalidad de otra vía
de lectura, la que veremos en tercer lugar. Ahora bien, su apelación a
otro modelo que el filológico, no implicará, de su parte, un abandono
definitivo del ejercicio de la primera posición de lector que vengo
ejemplificando, ni la menor sugerencia de que ésta sea ajena al
psicoanalista. Tan es así que inmediatamente después de reivindicar por
otros caminos a Freud, continuará utilizándola. Como se vió, hacia el
final de la clase reaparece el Lacan con letra de Schapiro (Leda y el
cisne y el augue de Santa Ana entre 1485 y 1510) empleando la lectura
filológica como única táctica argumental para refutar la concepción de la
sublimación de la Psicología del Yo. “Basta con tener una mínima noción
de lo ocurrido en aquella época, basta con haber leído un poco de
cualquier historia…”, le reprocha Lacan a las metidas de pata de Kris,
haciendo coro con Shapiro (14). Lo que equivalía a un tiro certero al
nimbo del prestigio de su rival; en el ambiente psicoanalítico Kris estaba,
justificadamente, reconocido como el más conocedor en las cuestiones
de las bellas artes. Antes de ingresar al psicoanálisis, había obtenido un
doctorado en historia del arte y nada menos que Julius Schlosser había
dicho de él: “Es mi alumno más original”. Todavía por esos años de la
década del cincuenta combinaba su tarea analítica con el trabajo de
consultor del Museo Metropolitano de Arte de Nueva Cork (15). En
resumen, Lacan adopta hacia el cierre de la disputa formas
argumentativas que tienen como magister, como juez, el protocolo de la
filología. El comentario respeta y hace respetar el vallado referencial de
la sentencia —para usar la polarización de G. García—. Esa es la regla
del “primer lector” del psicoanálisis. En el horizonte de su posición de
lectura brilla la remisión al referente (y esto no es una crítica); aspira
capturar lo que de antiguo se viene llamando la intentio auctoris. Vale
decir, lo anima el propósito de verificar y reconstruir (más que de
conjeturar y construir) aquello que el autor intentó efectivamente decir;
o en términos más amplios: aquello que el autor y su mundo fue, y su
tema es.
Pero si la formación del analista no puede descuidar el
perfeccionamiento de las destrezas del primer lector, ello no debe hacer
pasar por alto la insistencia con que Lacan recomienda y ejemplifica una
segunda manera de lectura, la de la intentio operis. Es decir, la busca de
lo que la obra dice en sí misma, por el formato de su lógica, por la
orografía de su estilo. Derrida, en un trabajo tan interesante como
amargo, La tarjeta postal, señaló, teniendo en mente el libro de Marie
Bonaparte sobre Poe, que: “En Francia la crítica literaria marcada por el
psicoanálisis no se había planteado el problema del texto”, admitiendo,
a continuación y en referencia a El Seminario de “La carta robada” de
Lacan, que:
…podemos reconocer en el seminario un avance muy claro con respecto
a toda la crítica posfreudiana. Sin precipitarse hacia el contenido
semántico, incluso temático, la organización significante es tomada en
cuenta tanto en su materialidad como en su formalidad) (16).
Desde esta segunda posición, saber leer un texto es ver el signo,
sopesando la materialidad del estilo y ver la lógica, trazando el circuito
de su argumentación. Como habrán advertido quienes le dieron una
ojeada a El idioma de los lacanianos, éste es el tipo de lectura que mi
libro más alienta; no por porque la tenga por superior, sino porque me
parece que su ejercicio es todavía insuficiente entre nosotros.
En “El comentario” G. García también destaca, como otros autores, la
fuerte incidencia de esta segunda modalidad dentro de la obra de Lacan
y, por su parte, le da el título de «comentario estructuralista». Lo que no
está nada mal; pero hoy preferiría llamarla «lectura semiótica» (o
lectura del «lector semiótico»), para poder incluir con menos violencia a
casi todos los autores que mencioné al principio; que se ocupan
indudablemente de la obra en sí misma, pero privilegiando el eje
pragmático de una manera que no se encuentra en el estructuralismo
consagrado en la década del sesenta. Lo que ellos hacen es poner el
acento en la cuestión del cómo es que las obras proponen, desde su
estructura formal, instrucciones al lector. En El límite de las
interpretaciones, por ejemplo, Umberto Eco define al Texto como:
...una organización de significantes que, en vez de servir para designar
un objeto, designan instrucciones para la producción de un significado
(17).
Para explicarme mejor, y pasar luego más fácilmente a la
tercera forma de lectura, voy a hacer una última
referencia a los seminarios de Lacan que será más
complicada y picante que la del Seminario 4 y su
Leonardo. Se trata de un pasaje del Seminario 23, Le
Sinthome, correspondiente al 13 de enero de 1976. Ese día Lacan trae
consigo el libro del Ulises de Joyce y juega a dramatizar, en el espacio de
la clase, el episodio escolar del segundo capítulo en el que Stephen
Dedalus plantea una adivinanza absurda a sus alumnos. Lacan la repite
a su auditorio (leyéndola en inglés para no perder la rima):
The cock crew,
The sky was blue
The bells in heaven
Were striking eleven
Tis time for my poor soul
To go to heaven (18).
— ¡A que no adivinan cuál es la respuesta!, arriesga a continuación. Y,
en efecto, nadie parece capaz de encontrarle solución (igual que los
niños de la clase de Dedalus). Ante el calculado silencio, Lacan prosigue:
“Joyce nos suministra la respuesta: The fox burying his grandmother
under the bush [El zorro en tierra a su abuela bajo un matorral].”
Concluyendo con esta breve y muy citada consideración: “Aparte de la
coherencia de la enunciación —les hice observar que está en verso, que
es un poema y, de allí, que es una creación—, aparte de eso, el fox, ese
pequeño zorro que entierra a su abuela bajo un matorral, es
verdaderamente una cosa miserable.”
No es una novedad que, entre nuestros colegas, hay gente muy
respetable que se ha puesto a leer Le Sinthome como si se tratara de un
esfuerzo psicobiográfico de Jacques Lacan para demostrar que Joyce
estaba chiflado. En otras palabras, asumen que el modelo de autor y de
lector que el Seminario 23 nos propone es el del filólogo interesado en la
psicología de la intentio auctoris. En consecuencia, toman el absurdo del
enunciado de la respuesta a El gallo cantó / el cielo estaba azul como un
comportamiento que hay que colocar en serie con los síntomas que la
nosografía enseña a reconocer como patognomónicos de las psicosis. A
eso apuntaría el comentario de Lacan. Decididos por esa vía, no
encuentran (no pueden permitirse encontrar) ninguna diversión en el
Ulises, sino ilustraciones de que eso no se comprende, de que no se
puede
hacer
empatía
con
un
autor
así.
E
interpretan,
consecuentemente, el episodio de la adivinanza como si la escena
novelesca de Stephen Dedalus con sus alumnitos fuera una misma y
única cosa con la escena virtual que une a Joyce con los que somos sus
lectores. ¡No puede extrañar, entonces, que tomen a los joyceanos, más
aún si son “estructuralistas”, por universitarios poco despabilados!
Dicho sea de paso, este vivo interés por la maniobra diagnóstica de
comprobar los agujeros negros de la ausencia de sentido tiene,
frecuentemente, el serio inconveniente de distraer y hacer olvidar una
distinción no menos importante —la que demuestra la imposibilidad
clínica de alcanzar un diagnóstico contando únicamente con un texto.
Me refiero a la distinción entre lo que es significativo para el lectorintérprete y lo que es significativo para el autor; diferencia que cobra
particular interés cuando algo (un texto, un fallido, un sueño, una
fantasía) tiene algún o algunos sentidos para el primero, pero ninguno
para el segundo. Es la circunstancia protagonizada por el propio Lacan
cuando comenta el episodio en el jardín del Hombre de los Lobos niño:
La castración, que es precisamente lo que ha existido para él, se
manifiesta en la forma en que él se imagina: haberse cortado el
meñique, tan profundamente, que sólo se sostiene aún por un pedacito
de piel. Le invade entonces el sentimiento de una catástrofe tan
inexpresable que ni siquiera se atreve a hablar de ello a la persona que
se encuentra a su lado. Aquello de lo cual no se atreve a hablar es lo
siguiente: es como si esa persona a quien le relata enseguida todas sus
emociones se hubieran anulado. Ya no hay otro. Existe algo así como un
mundo exterior inmediato, manifestaciones percibidas en lo que llamaré
un real primitivo, un real no simbolizado, a pesar de la forma simbólica,
en el sentido corriente del término, que adquiere este fenómeno (19).
Evidentemente, Lacan (el intérprete) no titubea —y no es una temeridad
de su parte— al atribuirle a la ensoñación o a la alucinación del meñique
cortado una figuración de la castración. Para el pequeño Sergei (el
autor), en cambio, eso (eso, no todo: ¡no es un afásico!) se le aparece
ilegible, eso no le dice nada, simplemente sucede y su certeza de que
ahí hay un vacío de sentido lo atrapa en embudo (20).
¿Cómo se desempeñaría, con este mismo material, el lector semiótico
orientado hacia la intentio operis? En
contraste con el lector filológico, se
preguntará primero acerca de lo que esa
adivinanza dentro de esa obra de Joyce le dice a él (cómo lo invoca Joyce
en tanto lector) y no acerca de lo que eso le dice acerca del señor James
Joyce. El acertijo es cuál es el lector que el Ulises propone, y no el de
cómo es el autor que propuso el Ulises si la vida fuera simplemente
texto. Seguramente, de continuar por esta vía, reconocerá la yeta
realista de la poética del libro (21), que invita a hacerse de una idea
precisa (a veces excesivamente precisa) del Dublín de aquel entonces,
de su política, de sus tradiciones. Continuando en esta dirección, tendrá
altas probabilidades de enterarse de que hay una popular colección de
canciones de cuna de lengua inglesa que funcionan como adivinanzas
con soluciones absurdas, y de las que no se sabe muy bien si son así
porque sus planteos fueron perdiendo letra por accidentes de la
transmisión oral o porque, lo que parece más probable, la inventiva de
las nodrizas las hizo directamente de esa forma para agotar con
rompecabezas incompletos la energía que mantiene a los niños
despiertos. Si nuestro lector semiótico es emprendedor, acabará por
enterar-se de que entre esos riddles tradicionales se encuentra el
propuesto por Stephen Dedalus. (Así como Leonardo no inventó el trío
de Santa Ana, la Virgen y el Niño como tópico de la pintura, Joyce
tampoco puso en boca de Stephen ningún riddle nuevo). Entre los
joyceanos se conoce, hace tiempo, que esa adivinanza con esa misma
respuesta idiota figura en una recopilación irlandesa de 1910, English As
Wc Speak It, firmada por un tal P.W. Joyce; que no era pariente directo
de James Joyce, pero que igualmente él conocía bien, al punto de incluir
en uno de sus poemas, Gas from a Burner, un verso que nombra otro
título de P.W (22).
Vale decir que un lector orientado hacia la obra como artefacto literario
difícilmente tentará catalogar los enigmas de Stephen Dedalus como
una creación desquiciada de su autor. Aunque tenga escasa erudición,
es metodológicamente reacio a apurar soluciones biográficas. Aunque lo
desconozca todo acerca de los estudios joyceanos sobre las fuentes del
Ulises, el lector de la intentio operis sospechará que la adivinanza del
zorro envía, en términos generales, al pequeño género popular de las
falsas adivinanzas y reconocerá que, en lo particular, ese fragmento
juega el mismo juego de las alusiones inter e intratextuales que
notoriamente definen la composición del Ulises. Nunca lo diagnosticará
corno una intromisión de lo ajeno, ni se le aparecerá como un sobresalto
en la página.
Desde luego que con tales logros y precauciones no cierran los placeres
y los goces de la lectura. Un análisis del cómo de la escritura del Ulises
resguarda —como se ha visto— al segundo lector de las impaciencias
del psicologismo, pero no ha de ser al precio de hacerle olvidar la
pregunta acerca del porqué del autor. Un analista debe poder moverse
ágilmente de una a otra plataforma giratoria de las tres posiciones de
lectura. El ejercicio intermitente de la lectura semiótica no trae como
secuela la prohibición ni la imposibilidad de preguntarse por el sujeto, de
otra forma sería refractario al psicoanálisis. Tomar a Joyce como caso
clínico no es ningún pecado mortal. Lo único que exige el pasaje previo
por la razón “estructural” es tener que hacerlo desde una clínica más
advertida.
Pero más allá del enfrentamiento y complementación de
arqueólogos y semiólogos, de intentio auctoris e intentio
operis, se levantan todavía los misterios de por qué el 13
de enero de 1976 la concurrencia del seminario
permaneció callada cuando Lacan formuló el acertijo de Stephen. Hay
una primera solución fácil y segura. Cuando Lacan dice: “!A que no
adivinan la respuesta!”, más que estar haciendo una pregunta, él está
dando una instrucción. Luego, para no estropear la puesta en escena
didáctica, el auditorio debía cumplir con la cortesía de no adivinar. De
otra manera, cuesta creer que a dos meses de comenzado el seminario
sobre Joyce nadie, entre sus seguidores, hubiese leído las primeras
quince páginas del Ulises como para poder responder: “El zorro entierra
a su abuela bajo un matorral”, por absurda que esa respuesta pareciese.
Todavía más llamativo e incómodo podría resultarnos, al respecto, el
silencio de los joyceanos que estaban presentes en el seminario después
de escuchar el comentario sentencioso de Lacan: “Joyce nos suministra
la respuesta (...) Aparte de la coherencia de la enunciación (...) es
verdaderamente una cosa miserable”. La fila presidida por J. Aubert o
alguno de sus colegas, debió morderse la lengua para no mencionar la
difundida historia de la recopilación de P.W. Joyce. Podría sospecharse
de la timidez, la desidia y de la ausencia de otras virtudes de la ética de
la disputa; sin embargo, me inclino a suponer que ellos simplemente
colaboraron, por segunda vez, con su silencio porque habían
descubierto, luego de la extrañeza que les habían provocado ya otros
comentarios previos de orientación semejante, que Lacan leía a Joyce de
un modo voluntariamente infiel, de espaldas a las cláusulas
compositivas de su obra y a los documentos que informan de su vida.
Obedeciendo otra legalidad que las que rigen para los dos primeros
lectores.
Entramos así en la tercera forma de lectura, en el territorio de la intentio
lectoris. El de los dominios de la iniciativa del lector; donde no hay punto
de apoyo sino semiosis infinita, deriva imprevisible de la significación.
Un significante siempre podrá remitir a otro, desobediente del espectro
de un sentido autorizado, original o final. Para el tercer lector del
psicoanálisis, el texto funciona como resto diurno: el texto no es más ni
un fósil ni una máquina, sino un paisaje sin los mojones de las
sentencias firmes o las instrucciones implícitas.
Los productos de la intentio lectoris no resultan, por eso (y no hay que
escandalizarse), del avance pautado deductivo o inductivo, ni del
veredicto de alguna forma consagrada de confirmación empírica; sino de
saltos vertiginosos, animados por el tipo de razonamiento que Peirce
llamaba abducción. Saltos de la atención flotante que cortan el aliento y
que dan felices en el blanco sin importar de momento el porqué.
Naturalmente no son infalibles; a veces (o en la mayoría de las veces),
se precipitan en atribuciones arbitrarias de la omnipotencia del
pensamiento. Una cosa es que a las lecturas derivantes haya que saber
rescatarlas con patrones blandos de validación, y otra es creer
devotamente en sus presagios. Incluso cuando aciertan, su
argumentación está ausente o es irrelevante, resultando esquivas a las
disciplinas de la disputa y la enseñanza, puesto que les es indiferente
partir de premisas falsas y avanzar por conexiones inválidas (o
“inexactas”, para usar el adjetivo de Glover). Tienen como única ley la
comprobación de que eventualmente un enunciado verdadero puede
llegar a adivinarse por los atajos de aspecto más inconsistente. ¿Vale,
entonces, la pena escuchar al tercer lector? Para algunos es
imprescindible.
Entre
los
más
entusiastas,
Peirce
defendió
ardorosamente la creencia en la alta incidencia de sus aciertos:
Negarle a su propia conciencia adivinar las razones de los fenómenos
sería tan tonto para el hombre como sería para un pichón negarse a
confiar en sus alas (...). Todas las teorías de la ciencia fueron producidas
de este modo. Pero ¿no habrían podido aparecer fortuitamente o por
alguna modificación accidental como el darwinista supone? Yo respondo
que tres o cuatro métodos de cálculo independientes muestran que sería
ridículo suponer que nuestra ciencia nació de esta manera. (...) La
mente del hombre debe haber sido puesta en el diapasón de la verdad
de las cosas para descubrir lo que descubrió (23).
No hace falta creernos en diapasón con lo Real,
para admitir la abducción. Puede bastar con tomar en consideración su
gran iniciativa de renovación y la envidiable economía de su trámite.
“No conquistaremos el mundo con la escalera de los lógicos sino con las
alas de la conjetura “, decía Peirce, y no cuesta tanto seguirlo si se
adoptan dos precauciones: (a) la de ser elásticos en el momento de
valorar la lateralidad de los aciertos (de Un recuerdo infantil nos
quedamos con la incipiente conceptualización del narcisismo y de la
madre fálica, pero no con su psicoanálisis de Leonardo; del Seminario
23, con las posibilidades de la representación nodal de la clínica, pero no
con el psicoanálisis de Joyce), y (b) la de no olvidar la irrelevancia del
camino seguido por el vuelo de la abducción (fue con las alas de una
mala traducción como Freud alcanzó lo suyo en Un recuerdo infantil —y
no le faltan antecesores ilustres: Santo Tomás de Aquino únicamente
supo de Aristóteles a través de la traducción latina y literal de Guillermo
de Moerbeke, pero le bastó para organizar siglos del pensamiento
cristiano).
Aceptar la abducción obliga, por otra parte, a hacerse una imagen
menos despejada y voluntarista de lo que efectivamente sucede en el
proceso secundario. La intentio lectoris, muchas veces desconoce su
condición: Freud no alcanzó a enterarse de las críticas iconográficas de
Meyer Schapiro, pero le habrían provocado desazón (24). De haber
estado Ernst Kris mejor informado acerca de las convenciones de la
pintura del Renacimiento italiano, el libro de Leonardo quizá nunca
hubiese alcanzado la publicación; difícilmente Freud habría sacado a la
luz un comentario del tercer tipo sin pensar que contaba con un
respaldo adicional. Con Lacan hay otra permisividad. El no habla de la
abducción, pero reconoce sus casos, por ejemplo, acabará festejando el
valor del error «buitre» por «milano», por las novedades a las que esa
puerta falsa abrió al psicoanálisis (“A menudo ocurre que, aun con toda
clase de fallos, la visión del genio se ha guiado con algo muy distinto
que esas pequeñas investigaciones, y ha llegado mucho más lejos que
esos apoyos puestos a su alcance deformación accidental”) (25);y
aunque para nombrarla no recurra a la nomenclatura de Peirce, sí
emplea su equivalente de la doctrina cristiana: la felix culpa.
Preocupado de que su mecenas, Harriet Shaw Weaver, no reconociera
esa expresión que aparece en la página 23 del Finnegans Wake, el 13 de
mayo de 1927 Joyce le envió la siguiente explicación de enciclopedia: “O
felix culpa!: La famosa exclamación de San Angustín en favor del
pecado de Adán. ¡Culpa dichosa! Sin ella el Redentor no habría nacido.
Lo mismo puede decirse del pecado anterior de Lucifer sin el que Adán
no habría sido creado ni habría podido pecar” (26).Lacan, siendo
también un niño educado por los curas, la emplea con familiaridad a
propósito de los errores filológicos de Freud:
Ahora bien, en todo este asunto ocurrió lo que podemos llamar un
accidente, incluso una culpa —pero es una culpa dichosa. Freud sólo
leyó este recuerdo infantil en la cita que de este pasaje hizo Herfeld, o
sea que lo leyó en alemán (27).
Aunque su formación decimonónica le impedía ir muy lejos, Freud no
siempre admitía, a pesar de todo, que sus hipótesis quedaran
automáticamente invalidadas cuando caían alguno de sus respaldos
interdisciplinarios. Ese fue el caso cuando lo sorprende el desprestigio
en que habían caído las observaciones etnográficas de Robertson Smith
(que Freud había tomado por cimiento antropológico de la identificación
canibalística); en lugar de entender que eso invalidaba, por caracter
transitivo, sus observaciones en psicoanálisis, se puso a reflexionar
en la firme posibilidad de que una teoría que hubiese perdido
vigencia en su propio campo, podía seguir funcionando como
valedera en otro. Vale decir, contempló la alternativa de que la
verdad no tenga uno, sino varios diapasones:
Sigo sosteniendo esa construcción. Repetidas veces tuve que oír
violentos reproches por no haber modificado mis opiniones en
posteriores ediciones del libro [Tótem y tabú], no obstante que
etnólogos mas modernos han desestimado de manera unánime las
tesis de Robertson Smith y postulado en parte otras teorías por
entero divergentes. Tengo para replicar que me son bien familiares
estos presuntos progresos, pero no he quedado convencido en
absoluto ni de la corrección de tales novedades ni de los errores de
Robertson Smith. Una contradicción no es todavía una refutación, ni
tampoco una novedad es necesariamente un progreso. Pero, sobre
todo, yo no soy etnólogo, sino psicoanalista. Tenía el derecho de
espigar entre la bibliografía etnológica aquello que pudiera utilizar
para el quehacer analítico. Los trabajos del genial Robertson Smith
me ban proporcionado valiosos contactos con el material psicológico
del análisis, anudamientos para su valoración. Con sus oponentes
nunca he coincidido (28).
Volviendo a Un recuerdo infantil, esta el mencionado debate de si el
artículo de Maclagan llegó o no a Freud, y de que pensó al respecto,
si acaso se enteró de que su buitre era milano. Lo concreto es que
Freud no hizo nada: en 1923 salió la tercera edición de Un recuerdo
infantil con varias correcciones y agregados sin mencionar esa
novedad, que tampoco figuró entre las variantes hechas para su
inclusión de 1925 en los Gasammelte Schriften. Indeciso, Peter Gay
apuesta, por un lado, que “[Maclagan] nunca fue reconocido por
Freud ni por ningún psicoanalista en vida de Freud” y, por el otro,
conjetura que “podemos considerar sumamente probable que Freud
supiera que una traducción errónea había convertido en buitre al
milano, no obstante lo cual nunca se corrigió” (29). Mas
inteligentemente, Jutta Birmele ofrece una solución posible que
desdramatiza esa eventual omisión: “Mucho se dijo, asumiendo que
Freud conoció el articulo de Maclagan de 1923, (...) [Pero] la meta de
Freud era la de distinguir el empleo del psicoanálisis en investigaciones
biográficas, enseñando su metodología con un caso ideal, sin reclamar
total certeza para su biografía del Leonardo histórico” (30). De este
mismo registro es la última opinión de M. Shapiro, que en 1994
concedió que:
Si Freud hubiera sabido el error, no podría haberlo reconocido en una
nota a una edición posterior sin poner en cuestión un argumento
clave del libro. Hubiera resultado escandaloso dar a conocer a la
opinión pública la debilidad de un método que, procediendo por
inferencia a partir de un único detalle dudoso, pudiera, no obstante,
construir con sus resultados un sistema tan comprensivo y
consistente de principios psicoanalíticos. En física un error así no
afectaría a un consenso sobre los principios; pero, como al
psicoanálisis se lo atacaba en general por su enfoque acrítico y
especulativo, el fracaso del libro sobre Leonardo tendería a utilizarse
mas como un arena en el debate (31).
De todas formas, los argumentos de Freud nacían bajo las pretensiones
de la filología; sólo después se veían en el apuro de buscar su
justificación en la legalidad de la tercera modalidad de lectura. En
comparación, la adopción de la tercera forma de lectura se presenta
mucho más soberana en Lacan, quiero decir: congénita y deliberada. Lo
fue así desde los primeros seminarios —como se vió en el capítulo
anterior a propósito de Kris— y fue progresando en audacia con el paso
del tiempo —como lo veremos en los capítulos 6 y 7 a propósito de
Joyce. Con todo nunca habrá una hegemonía absoluta del tercer lector.
Es cierto que en los años cincuenta todavía luchaba en Egipto para que
Un recuerdo infantil rindiera los estándares de la filología, y se
conformaba a regañadientes con practicar una interpretación débil (más
lateral, más alegórica) del libro de Freud, mientras que con los años
parece ceder su empeño de confirmación empírica; sin embargo, no hay
que exagerar. La aspiración confirmatoria nunca abandonó del todo su
escritorio, tal como lo revela un episodio ocurrido algunas horas después
de la conferencia “Joyce el síntoma”, según lo cuenta el joyceano
estadounidense David Hayman, dedicado desde los años cincuenta al
estudio de los borradores del Finnegans Wake:
Nos llevaron al consultorio de Lacan, ubicado más allá de la esperada
colección de objetos de arte expuestos en una vitrina iluminada. No
recuerdo mucho la habitación, pero dos cosas sobresalían: en lugar del
diván corriente había lo que me pareció más un sillón de peluquero en
posición semirreclinada, y en un escritorio estaba apoyado mi A FirstDraft Version of Finnegans Wake[Una primera versión en borrador del
Finnegans Wake], abierto en el lugar de mi” Introducción” en que doy,
como ejemplo, un pasaje de la página 114 del capítulo 15 del Finnegans
Wake, procurando ilustrar de qué forma Joyce se las había arreglado
para incorporar en el propio texto una descripción del método con que lo
corregía, identificando el proceso de construcción con el producto
terminado. (...)Lacan me condujo hacia el escritorio y señaló ese
fragmento ilustrativo de mi libro. La urgencia [de su invitacion], la razón
de mi presencia allí, en lo que parecía ser un evento social programado,
era indudablemente el párrafo ahí citado, dentro del cual él quería
encontrar uno de sus términos fetiche:
«Symptom». Yo estaba para rellenar, con garantías, ese hueco suyo.
“Mire aquí,” —me dijo— “¿está Joyce diciendo «symptomy»?”
Hayman traga saliva y, con una precisa argumentación que sigue la vía
de la intentio operis, le responde que eso no sería posible:
Su disgusto fue notorio, como lo fue el relincho de sorpresa de mi
mefistotélico amigo Philippe Sollers. “Oh... ¡Fue una gran cosa que yo no
haya mencionado el asunto esta mañana! (32)”.
No es tan contradictorio o tan “dividido” como puede parecer que Lacan
mantuviera
simultáneamente
la
vigencia
del
mandamiento de la comprobación y un ejercicio cada
día más abierto y premeditado de la intentio lectoris.
Estimo que su coincidencia más que confundir, aclara.
Por un lado, tomar en consideración esta innovación suya de practicar
deliberadamente la tercera lectura, que sería inédita en la literatura
analítica anterior, permite que cobren sentido las declaraciones órficas
que tantas veces hizo acerca de su propia escritura. Me refiero a esas
mismas declaraciones que se vieron contrariadas, en nuestro capítulo de
la gran corrección de 1966, hasta el punto de sugerirnos la sospecha de
que las guiaba una mera afectación de un analista con nostalgias de
haber sido un escritor vanguardista (al menos si disimulamos que ahora
se sabe que los textos de la escritura automática de Breton habían
recibido algunos retoques antes de ir a la imprenta y que el
espontaneismo de Jack Kerouac no escribió En el camino con la única
compañía de la benzedrina, sino también con prolijas sinopsis de cada
uno de los capítulos preparadas anticipadamente y a la vista sobre el
escritorio). Si se toman esas declaraciones como confesiones de sus
aventuras de tercer lector, todo encaja en su sitio.
Por otro lado, parece que la causa de la comprobación de una fuente-
referente no está completamente perdida en dichas aventuras. Todo
sugiere que las grandes libertades con que Lacan pensaba a Joyce
tenían como punto de apoyo seguro historiales de su propia casuística, y
que es, entonces, a esos casos suyos no contados (o contados en otra
parte) adonde debería dirigirse el primer lector del psicoanálisis en la
busca del “referente” del Seminario 23. Por ejemplo, la cuestión de las
palabras impuestas en Joyce, tratada en la clase del 17 de febrero de
1976, deriva claramente de una presentación clínica hecha poco antes,
la del llamado señor Primeau (33). Lacan no lo disimula: “Es difíciles su
caso [el de Joyce] no evocar a mi propio paciente (...); no se puede decir
que algo no estaba impuesto a Joyce (...).Me parece, en razón de ese
enfermo, cuyo caso consideraba la última vez que hice lo que se llama
mi presentación en Sainte-Anne, me parece ciertamente indicativo de
algo de lo que diré que Joyce testimonia en ese punto mismo, que es el
punto que designé como siendo el de la carencia del padre “. Más
explícita es todavía su aclaración de la clase anterior, la del 10 de
febrero, a propósito de la sexualidad de Joyce:
Joyce escribía gran cantidad de cartas. De ellas, hay tres volúmenes
gruesos (...). El conjunto de ese fárrago es tal que uno allí no se
encuentra. En todo caso, confieso que allí yo no me encuentro. Por
supuesto, allí me encuentro por medio de un cierto número de pequeños
hilos: sus historias con Nora. Me hago una cierta idea de eso a partir de
mi práctica; quiero decir a partir de las confidencias que recibo, puesto
que me ocupo de personas a las que dirijo a que les produzca placer
decir lo verdadero (...). Es evidente que yo no lo sé todo, y en particular
al leer a Joyce (...) ¿cómo saber lo que él se creía? Porque es
completamente cierto que yo no lo he analizado —y lo lamento.
Todo esto ocurre en plena marcha del seminario, no es una aclaración a
posteriori forzada por la aparición del artículo de algún Maclagen del
joycismo. Lacan no se siente obligado a estudiar la correspondencia de
Joyce; Freud, en cambio, que también escribía sobre Leonardo pensando
en lo que había escuchado en su consultorio, estaba mucho más
pendiente de no forzar las analogías. Le escribe a Jung en octubre de
1909:
Desde que he vuelto de Estados Unidos] ha ocurrido una cosa: el enigma
del carácter de Leonardo da Vinci se me ha aclarado de pronto. Ello
supondría, por tanto, un primer paso en la biografía. Pero el material
sobre Leonardo es tan escaso que dudo de exponer a otros, de forma
accesible, mi sólida convicción. Espero ahora, con gran interés, una obra
italiana sobre su juventud que he encargado. [cf. Ricercha e Documenti
sulla Giovinezza di Leonardo da Vinci de N. Smiraglia Scognamiglio]
Mientras tanto, quiero revelarle el secreto: ¿Recuerda usted mi
observación en las Teorías sexuales infantiles (segunda parte) acerca
del necesario fracaso de esta primitiva investigación por parte de los
niños y del paralizante efecto que emana de este primer fracaso? Lea las
correspondientes palabras; no fueron entonces tan seriamente
entendidas como las entiendo ahora. Uno de los que han transformado
tan precozmente su sexualidad en afán de saber y que han permanecido
fijados en el modelo de lo inconcluso, es también el gran Leonardo, el
cual era sexualmente inactivo o bien homosexual. No hace mucho me
he encontrado en un neurótico su vivo retrato (pero sin su genio) (29).
¿Pero, para qué embarcarse —deliberadamente o no— en análisis
imposibles de Leonardo o de Joyce en vez de informar directamente los
propios casos clínicos? El lector no podrá olvidar aquí la instancia de la
promoción en el escritorio del analista: Un recuerdo infantil de Leonardo
da Vinci se dirige a círculos de lectores mucho más extensos que el caso
Dora o el del Hombre de los Lobos o el de algún otro neurótico sin genio.
Buena parte de la popularidad del Seminario 23 se debe,
indiscutiblemente, a que se trata de James Joyce y no del pobre señor
Primeau o de las infelicidades de algún pequeño matrimonio parisino. Es
cierto, pero no se trata sólo de eso. En 1975, Lacan no podía aspirar a
ser más famoso; y la redacción de Un recuerdo infantil ocurre a la vuelta
de la conquista americana, cuando todavía, aunque por no mucho
tiempo más, no asomaban las nubes de las disensiones internas ni las
humaredas de las grandes guerras. Lo que ocurre probablemente es
que, más allá de la respetable promoción mercantil, hay un núcleo
épico, un sueño grandioso que abre y agita las alas de la abducción
fijándose horizontes diferentes al del mercado, incluso asumiendo
riesgos de perderlo de vista (si se piensa en la jauría de filólogos que
ellos presentían que se les vendrían encima para desgarrar sus
profesías). Lo que recuerda que las mejores paginas de Peirce sobre la
abducción son las de un artículo de 1908 que busca sacudirse de la
subita celebridad en que William James lo había colocado y en el que
culmina con una certeza que contraría el ideario de final abierto por el
que se lo festeja; me refiero a cuando asegura que la abducción tiene
alas cortas y recorridos bien previstos, puesto que: “sea como fuere, en
el Puro Juego de la Meditación [o sea de la abducción], la idea de la
Realidad de Dios aparecerá por cierto tarde o temprano” y esa
persistencia sería la demostración misma de su Realidad (30).
NOTAS:
1
Tanto el rescate de la oposición clásica entre intentio
auctoris/intentio operis como su triangulación con la pregunta acerca de
las restricciones de la intentio lectoris los tomo de: Eco, Umberto [1992],
interpretación y sobreinterpretación, Cambridge University Press, Gran
Bretaña 1995; p 66 y SS.
2
GARCÍA, Germán, “El comentario”, rev. El analiticón nº 1,
Barcelona, 1986; pp. 53-56.
3
El prólogo para la edición inglesa (incluido en: Freud, Sigmund
[1910], Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci, en Obras Completas
T. XI, Amorrortu, Buenos Aires, 1979; pp. 55-58), James Strachey
especula con la incidencia de un puntal clínico de la interpretación de
Freud. En una carta enviada a Jung el 17-x-1909, Freud menciona
efectivamente haber conocido “un neurótico que es el vivo retrato de
Leonardo (pero sin su genio)”. Cf. Freud, Sigmund y JUNG, Carl,
Correspondencia [1906-1923], Taurus, Madrid, 1978. Sin embargo, dejo
para el final este valioso dato genético, que constituye la mejor defensa
de la validez filológica de Un recuerdo infantil, porque no fue tomado en
cuenta por Lacan en el Seminario 4; quizá debido a que lo ignoraba: la
colección de la Standard Edition comenzó a salir en 1957 y la
correspondencia Freud-Jung recién tomó dominio público en 1973.
4
LACAN. Jacques [1955-56], EL SEMINARIO 4: La relación de objeto,
Paidós, Barcelona, 1994; p. 429.
5
SCHAPIRO, Meyer, “Freud y Leonardo: un estucho histórico del
arte” [1956], en Estilo, artista y sociedad: Teoría y filosofía del arte,
Tecnos, Madrid, 1999; pp. 163-200. Para una crítica puesta al día, puede
consultarse: NEIVA, Eduardo, “Tell me what you see, Rrose Sélavy”, rev.
Semiotica, v.104 nº 3/ 4, 1995, New York, pp. 3 17-53.
6
“¿No había leído Jones, lector empedernido interesado también por
el arte, el artículo de Maclagan en la Burlington Magazine o habría oído
al menos hablar de él en Londres? ¿No habría llegado alguna
información al respecto a Viena a través de los círculos de los museos y
de los aficionados para quienes la revista Burhington era algo familiar?”
(SCHAPIRO, Meyer, “Unas cuantas notas más de Freud y Leonardo”
[1994], op. cit., p. 201).
7
KLEIN, Mehanie [1923], “Análisis infantil”, incluido en Obras
Completas, T. 1: “Amor, culpa y reparación”, Paidós, Buenos Aires,
1990; pp. 97-98.
8
“Freud sólo leyó este recuerdo infantil en la cita que de este
pasaje hizo Herfeld, o sea que lo leyó en alemán. Pero Herfeid tradujo
como buitre algo que no es en absoluto un buitre. El hecho fue señalado
por diversos eruditos y últimamente por Meyer Shapiro, en un artículo
aparecido en el Journal of History of Ideas, nº 2, 1956” (LACAN, Jacques,
op. cit., p. 425).
9
LACAN, Jacques [1955-56], p. 428. Agreguemos que: “…Horapollo
se convirtió en un auténtico éxito [en el Renacimiento]. Apenas alcanzó
Florencia, el manuscrito Hierogyphica fue inmediatamente copiado y
entró en circulación; a pesar de la forma deficiente en que el texto se
transmite, y de su griego tardío y oscuro, fue entusiastamente leído y
comentado. Su errónea y confusa concepción de la escritura egipcia fue
aceptada enteramente con una confianza acrítica, y el libro permaneció
por siglos como la autoridad imbatible sobre la cuestión de los
jeroglíficos. El texto griego fue por primera vez impreso por Aldo en
Venecia en 1505, y apareció una traducción latina en 1515. El libro no
solamente animó estudios teóricos y literarios; su elaborada descripción
de los signos indujo a muchos artistas a reconstruirlos, y esos esfuerzos
fueron creando una tradición decorativa de imágenes jeroglíficas”
(IVERSEN, Erik [1916], The Myth of Egypt and its Hieroglyphs in
European Tradition, Princeton University Press, New Jersey, 1993; p. 65).
10
“…existen, sin embargo, rasgos verdaderamente originales en el
cuadro. Pero éstos han sido ignorados por Freud, aunque tienen un
interés psicológico y requieren quizá de la utilización de los conceptos
de Freud para su explicación. Algo excepcional de las imágenes del
tema es la presencia de San Juan Bautista como amigo del Niño Jesús.
(...) En el cartón de Londres el emparejamiento de las dos figuras ofrece
el efecto de una correspondencia de lo viejo y lo nuevo, como si Ana
fuera la madre de Juan. Su dedo señalando hacia arriba, indicando
quizás el origen divino de Cristo, es también el gesto tradicional del
Bautista” (SCHAMPIRO, Meyer [1956], p. 187-88).
11
“Lo que he querido indicarles, para que quede como punto de
apoyo, es la singular necesidad de un cuarto término que vemos ahí
como un residuo bajo la forma de este cordero, término animal donde
encontramos e/propio término de la fobia” (LACAN, Jacques [1955-56] P.
390).
12
Freud, en efecto, no se había tomado el trabajo de reasegurarse.
Strachey informa, a modo de defensa, que no sólo en la traducción
alemana del Codex, debida a Herfeld, aparecía «buitre», sino también en
otro libro que Freud tenía por principal fuente de consulta: la biografía
novelada de Leonardo del poeta ruso Merejkowski; ahí la palabra rusa
que traducía correctamente el milano italiano, había pasado al alemán
como Geier [buitre] en vez de acertar con Milán... En 1994, Schapiro
(ib., p. 203) nuevamente aclarara que el error solo estaba en el
Merejkowski en aleman: la traduccion del Codex preparada por Marie
Herfeld es una antología que no contiene el famoso pasaje.
13
LACAN, Jacques [1955-56], p. 226.
14
LACAN, Jacques [1955-56], p. 436
15
Fue precisamente en su carácter de especialista en tallas como
conoció a Freud, y de allí al psicoanálisis (Kris era también yerno de
Oscar Rie, el amigo Otto del sueño de la inyección a Irma).
16
Hay dos versiones en uso: la del artículo para la revista Poétique,
nº 21: DERRIDA, Jacques [1975], El concepto de verdad en Lacan, Homo
Sapiens, Buenos Aires, 1977; p. 21. Y la del libro Le facteur de la vérité
de 1980: La tarjeta postal: de Freud a Lacan y más allá, siglo XXI,
México, 1986; p. 163.
17
Eco, Umberto [1990], Los límites de la interpretación, Lumen,
Barcelona, 1992; p. 28.
18
La traducción casi literal de Salas Subirat es la siguiente: El gallo
cantó / el cielo estaba azul: / las campanas del cielo / estaban dando las
once. / Es tiempo de que esta pobre alma /se vaya al cielo. La versión de
J.Mª Valverde es, en cambio, atenta a la poesía (El gallo canta, / el sol se
levanta: / las campanas del cielo/están tocando a duelo. /Es hora de que
esta pobre alma /se vaya al cielo.); pero, como se verá, nos perjudica
con una pequeña ayuda [de duelo] que hace a la solución de la
adivinanza más verosímil.
19
LACAN, Jacques [1953-54], EL SEMINARIO 1: Los escritos técnicos
de Freud, Paidós, Barcelona, 1981; p. 97.
20
Cuando las lecturas de escritorio se alejan mucho del consultorio
(lo que es frecuente, incluso entre quienes trabajan a consultorio lleno),
le llega el turno a las deducciones inútiles que asumen como verdaderas
caricaturas simplificadoras (que no tienen otro acierto que el de ser
fáciles de dibujar y calcar): los delirantes crónicos se convierten en
afásico, o en lógicos capturados por una paradoja, o en entes incapaces
de armar un soneto, de inventar un chiste O incluso de mentir! Le llega
así también el turno a la indistinción entre un artista de vanguardia y la
esquizofasia.
21
Realismo o naturalismo señalado tempranamente por Harry Levin
en 1941. Cf. LEVIN, Harry [1994], James Joyce: introducción crítica, FCE,
México, 1973; Pp. 17-50.
22
En rigor la respuesta recopilada por P.W. dice: The fox burying his
mother under a holly tree. Modificación que se tiene como un fallido de
Stephen para eludir las acusaciones que le había hecho Mulligan, en el
capítulo anterior, acerca de la responsabilidad que le cabría por la
muerte de su propia madre. Es sabido que Joyce había leído a Freud.
23 PEIRCE, Charles S. [1908], “La realidad de Dios”, Coilected Papers
6.456-485, incluído en DELADALLE, Gérard Leer a Peirce hoy, Gedisa,
Buenos Aires, 1996; pp.203-04.
24 El 13 de febrero de 1919, a propósito de la recién publicada 2”
edición de Un recuerdo infantil, Freud le escribe a Ferenczi:
“Seguramente Leonardo es la única cosa hermosa que escribí en mi vida
“. (The Correspondence of Sigmund Freud and Sándor Ferenczi, Vol.2,
1914-1919, Harvard Univ. Press, Camhridge, Massachusetts, 1996; carta
790, p 332).
25
LACAN, Jacques [1955-56], p. 429.
26
Joyce, James [1915-1941], Cartas escogidas, vol. 2, Lumen,
Barcelona, 1982 p. 174.
27
LACAN, Jacques [195-56], p.425.(He y tomado la traducción
tomando en cuenta el doble sentido de la palabra francesa faute (falta y
culpa), en lugar de por “una falta feliz”, traduzco “heureuse faute” por
“una culpa dichosa”. A propósito del uso literal de la expresión latina
Ofelix culpa! por parte de Lacan en el Seminario 22 y de las
consecuencias de ese episodio sobre el Seminario 23, consúltese:
RODRÍGUEZ PONTE, Ricardo, “Para volver a la pregunta de si Joyce
estaba loco”, en: Lectura del seminario «Le sinthome», Fabrica de texto,
Cartel abierto, ficha interna de la Escuela Freudiana de Buenos Aires,
1988.
28
FREUD, Sigmund [1939], Moisés y la religión monoteísta, en Obras
Completas t. XXIII, Amorrortu, Buenos Aires, 1980; p. 127.
29
GAY, Peter, Freud, una vida de nuestro tiempo, Paidós, Buenos
Aires, 1989; p. 314.
30
BIRMBLE, Jutta, “Strategies of Persuasion: The Case of Leonardo
Da Vinci”, en GILMAN, S. et al., Reading Freud’s Reading, New York
Univ. Press, 1994; pp. 144-45.
31
SCHAPIRO, Meyer [1994], pp. 201-02
32
HAYMAN, David, “My Dinner with Jacques “, rev. Lacanian ink nº
11, 1997, New York. La traducción de este artículo y de los otros que, a
la luz de lo que luego fue el Seminario 23, suponemos que responden
otras preguntas que Lacan pudo haberle hecho a Hayman, aparecerán
reunidos en el próximo título de esta colección: Mi cena con Lacan.
33
Cf. “Una psicosis lacaniana”, en rev. El Analiticón, nº 1, pp. 16-41,
1986
29
FREUD, Sigmund, Correspondencia, cd. de Nicolás Caparrós, T.3,
“1909- 1914: Expansión. La Internacional Psicoanalítica”, Bib. Nueva,
Madrid 1997; pp. 74-75.
30
PEIRCE, Charles S. [19081, op. cit., pp. 196-97.
5
Incluso en alguien con lecturas tan exhaustivas como Lacan o, mejor
dicho, especialmente en alguien con lecturas tan exhaustivas como
Lacan, conocer cuáles fueron los libros que él dejó de lado o prefirió
olvidar, puede tener un valor tan positivo como el de conseguir la lista
de los volúmenes más gastados de su biblioteca. El capítulo que sigue es
un conjunto de reflexiones a propósito de la omisión más llamativa del
Lacan-lector, que es la que afecta a su impresionante colección de
comentarios acerca de la obra de Freud que llevó adelante en treinta
años de enseñanza. Y trata también de otra significativa omisión o
aparente omisión del psicoanálisis de hoy: la del sexo.
“El Freud al que Lacan no retornaba” es una versión extendida de
“Sobre una degradación general del erotismo en la literatura analítica”,
ponencia presentada el 26 de septiembre de 1998 en las Primeras
Jornadas de Bibliotecas del Campo Freudiano en Argentina, organizadas
por la Sección Santa Fe de la EOL a propósito del tema “La erótica en la
literatura”. Sus conclusiones derivan, en parte, del módulo de
investigación “La clínica como literatura” que coordiné en el Centro
Descartes de Buenos Aires en 1996-97, cuyos primeros resultados
aparecieron en la revista Pliegos (cf. “Freud: de la adquisición de un
estilo a la fundación de un género”, rey. Pliegos de la Sección Madrid de
la Escuela Europea de Psicoanálisis, nº 4, 2da época, enero 1997; pp. 8387).
EL FREUD AL QUE LACAN NO
RETORNABA
Entonces estoy aquí, en la mitad del camino, habiendo pasado
/ veinte años
Veinte años en buena medida malgastados, los años de l’entre
/deux guerres
Tratando de aprender a usar las palabras, y cada intento
Es enteramente un nuevo empezar y un diferente tipo de fracaso
Porque uno solamente aprendió a sacar lo mejor de las palabras
Para las cosas que ya no tiene que decir o del modo en el que
Uno no está más dispuesto a decirlas. Y entonces cada empeño
Es un nuevo comienzo, una incursión en lo inarticulado (...)
Para nosotros, sólo queda el intento. El resto no es cosa nuestra.
T.S. Eliot, “East Coker” (1940)
Desde el comienzo, desde las discusiones entre Freud y Breuer a
propósito de la publicación de sus Estudios sobre la histeria, la literatura
analítica tuvo que vérselas con los riesgos y beneficios de quedar
asimilada a la literatura erótica. Una cosa era hablar, como quería
Breuer, de estados segundos o estados hipnoides, emparentando
psicoanálisis la histeria a disfunciones neurológicas y
al síndrome confusional; otra cosa muy distinta era
vincularla con los suspiros de una mujer por su
cuñado. Lo que vino después, la teoría del trauma y la
seducción sexual precoz, enseguida eclipsada por el
retrato del niño como perverso polimorfo incestuoso,
no hizo más que empeorar la situación. Más allá de los resultados
médicos que el psicoanálisis prometía, a esa práctica de conversaciones
privadas acerca del sexo y a esa teoría que apuntaba a un orden que,
por enrevesado que fuese, se inclinaba por los beneficios de la
satisfacción, les faltaba el decoro de la literatura científica. Las
convenciones del género científico daban por hecho y hasta exigían que
la verdad fuera atea, pero todavía no indecente.
Un día primaveral de marzo de 1898, Freud observa en la vidriera de
una librería de Viena una monografía botánica y esa noche sueña que
hojea satisfecho un libro suyo que tiene todo el aspecto de una
monografía botánica. Se sabe que el libro que estaba escribiendo por
entonces era La interpretación de los sueños; él mismo asocia que esa
tarde había recibido la carta de Fliess que dice: “Me ocupo mucho de tu
libro sobre los sueños. Lo veo terminado frente a mí y yo lo hojeo”.’
Conseguir que un libro de psicoanálisis pueda ser tomado por la
comunidad de lectores como un libro de botánica seguía siendo, por lo
visto, una de sus grandes preocupaciones. No creo excesivo interpretar
este anhelo de inscripción en el género científico como uno de los
sentidos del sueño de Freud.
Cincuenta años más tarde, en 1948, los primeros pasos hacia la
profesionalización del psicoanálisis despertaban en Buenos Aires igual
clase de suspicacias. 1948 es también el año de la publicación de El
túnel, la novela del escritor argentino Ernesto Sábato; allí se cuenta que
cuando su protagonista, Juan Pablo Castel (pintor de éxito y loco del
lugar común), es invitado en el cuarto capítulo a un cóctel de la
Asociación Psicoanalítica Argentina, él no tarda en detectar la sintonía
inestable del nuevo grupo:
Todo era tan elegante que sentí vergüenza por mi traje viejo y mis
rodilleras. Y sin embargo, la sensación de grotesco que experimentaba
no era exactamente por eso sino por algo que no terminaba de definir.
Culminó cuando una chica muy fina, mientras me ofrecía unos
sándwiches, comentaba con un señor no sé qué problema del
masoquismo anal. (...) Damas y caballeros tan aseados emitiendo
palabras génito-urinarias.
Castel, entonces, huye (El túnel es un incansable maratón)
precipitadamente escaleras abajo hacia la calle Rodríguez Peña,
seguramente llevándose por delante —aunque Sábato se haya olvidado
de contarlo— la mesa de librería dominada por una pila del volumen IV
nº 3 de 1946 de la Revista Argentina de Psicoanálisis, puesto que el
cuarto capítulo de El túnel transcurre, en efecto, en la primavera del 46.
Con los años, ese será uno de los números más curioseados de la
revista. El analista fundador Arnaldo Rascovski publicó en sus páginas,
bajo el título de “Interpretación psicodinámica de la función tiroidea”, el
caso de su paciente Emilio Rodrigué, quien se convertiría en uno de los
analistas didactas más influyentes de los setenta en la Argentina. Muy a
lo Breuer, Rascovski documenta científicamente la remisión del
mixedema, del edema palpebral, de la macroglosia y el ascenso de las
cifras del metabolismo basal luego de 400 horas de análisis. (Por no
mencionar las radiografías de la solución de un proceso flemonoso en
una muela incluida.) ¿Pero cómo lo ha conseguido? A la manera de
Freud. Anotando que al niño Rodrigué lo vistió la niñera hasta los 9 años;
que el joven Rodrigué exhibe una: “intensa tolerancia por expresiones
pregenitales de la sexualidad marcadamente pueril y masoquística”, y
sufre de: “un intenso temor a la castración donde aparecían volcados
sus propios contenidos sádico orales hacia la mujer en la forma de la
clásica fantasía de la vagina castrante... que veía como un conducto
tortuoso lleno de piedras que trituraban al pene “. Sin omitir los
brillantes resultados de la cura: no solamente mejora la función tiroidea
y la dentadura de Rodrigué sino además, y como condición
determinante, el paciente alcanza “una genitalidad suficiente que le
permitió la elección de objetos adecuados”. En El antiyo-yo, su primera
autobiografía, Rodrigué evocará ese artículo, levantando la reserva de
su identidad (el paciente N.N. de Rascovski soy yo), respaldando la
veracidad de los datos clínicos y admitiendo: “me daban calor las cosas
que decía de mí” (2).Es en este contexto que Borges definirá el
psicoanálisis como la rama erótica (le la ciencia ficción. Ahora bien,
Freud no había retrocedido ante el semblante chistoso de la
interpretación de los síntomas ni ante lo novelesco de la cura; en su
lugar respondió escribiendo sucesivamente El chiste y su relación con lo
inconsciente en 1905 y El delirio y los sueños en la Gradiva de Jensen en
1906.
Y hay que destacar que el Guión Maestro del la primera
caso Rodrigué no se alejaba substancialmente del de
Freud. A Freud le habia parecido acertado comparar la
novela de Jensen con el relato de una cura analítica
exitosa debido a que Norbert, el joven arqueólogo
reprimido, evoluciona alegremente en sus páginas hacia
la genitalidad. La peripecia se desencadena, como es sabido, a partir de
un vivo interés, arqueológicamente injustificable, que a Norbert le
despierta el bajorrelieve de una doncella romana, y Freud festeja sin
reparos que todo acabe en una elección de objeto adecuada en el
sentido más casamentero: “Es con todo derecho una mujer antigua, la
figura de piedra de una mujer la que lo arranca a nuestro arqueólogo de
su extrañamiento respecto del amor y lo amonesta a pagar a la vida la
deuda que con ella tenemos desde nuestro nacimiento (3)”. Ese joven
aburrido que observaba con desprecio a las parejitas de su edad en viaje
de bodas, “absolutamente incapaz de comprender su obrar y trajinar
(4)”—subraya Freud—, progresa, por mediación de intervenciones semianalíticas, a una inesperada simpatía por los tortolitos y finalmente
acaba convertido en uno de ellos.
Considerando una pérdida de tiempo la discusión de si a Norbert le toca
el diagnóstico de “erotomanía fetichista (5)” u otra etiqueta de la
nosografía psiquiátrica, Freud prefiere definir el caso como una “huida
del amor (6)”, y a su cura como “el triunfo del erotismo (7)”. Y de un
erotismo, agreguemos, felizmente correspondido. Norbert encuentra (o
reencuentra) en Zoe a una mujer que lo comprende, que se arrima a sus
dislates con la paciencia de una analista: “...esta muchacha reflexiva y
prudente ha resuelto ganar para marido a su amado de la niñez después
de comprobar tras su delirio, su amor como fuerza pulsionante (8)”.
Además, Zoe se insinúa como una amante complaciente. La Gradiva
cierra con un detalle prometedor. Obedeciendo el capricho de Norbert, y
para el beneplácito de Freud lector, la muchacha posa muy dispuesta
bajo el sol pleno del mediodía del verano pompeyano.
Norbert Hanold se detiene y le ruega a la muchacha que lo preceda. Ella
lo comprende “y recogiendo un poco su vestido con la mano izquierda,
Zoe Bertgang, Gradiva rediviva, envuelta por los ojos de él que la miran
entrecerrados, cruza las piedras de la calzada hasta el otro lado de la
calle con su andar calmoso y grácil, en medio del resplandeciente brillo
solar”. El triunfo del erotismo lleva a reconocer lo que habíade bello y
valioso también en el delirio (9).
Peter Rudnytsky observó que en la copia de la novela que guardaba su
biblioteca, Freud había garabateado, en ese lugar, con un lápiz verde:
“Erotik! Aufnahme der Phantasie - Versöhnung” [Erótica! aceptación de
la fantasía – reconciliación] (10).
En 1948, Castel, el protagonista de El túnel, habría leído con convicción
y envidia la posibilidad de semejante armonía conyugal (11). El también
había conocido una mujer que lo comprendía. Una que iba derechito a
mirar en sus pinturas lo que nadie podía ver. “Existió una persona que
podría entenderme.
Pero fue precisamente la persona que maté. Todos saben que maté a
María Iribarne”.
¿Que ocurriría si hoy, vale decir 50 años después,
Castel octogenario saliera con permiso de la
reclusión psiquiátrica en donde había acabado y
visitara la Escuela de la Orientación Lacaniana?
Hace un mes atrás, mientras escuchaba allí el
testimonio de uno de los A.E. de la AMP, me acordé de Castel y me
imaginé lo asombrado que se pondría. No tanto al notar que hay
pacientes promovidos para contar sus propios casos, sino al comprobar
que las suyas son historias decentes. Quizá tristes, pero decentes, de las
que no da calor contar. Nada de detalles escabrosos acerca del
masoquismo anal. Ciertamente en un momento escuchamos mencionar
el agujero del grito, pero falsa alarma: se trata de el agujero de “El
grito”, el cuadro de Munch. Por otra parte, ningún triunfalismo del objeto
adecuado y completo; en su lugar la sensatez resignada de que el Otro
no existe y el sujeto está solo. De haberme analizado con un lacaniano
—piensa Castel— habría terminado consintiendo que todos vivimos en
un túnel y que era insensato, tal como me lo gritó su esposo ciego,
matar a María Iribarne porque ella no quería ser mi tortolita.
Con el sobresalto de los aplausos del cierre, el viejo se despeja e inicia la
marcha hacia la salida del gran salón del quinto piso de avenida Callao
1033. Antes de alcanzar el ascensor se deja atraer por la estantería de
nuestras publicaciones y su concentración paranoica, que no ha
menguado con la edad, verifica de una hojeada que lo que acaba de
escuchar no es privativo de los testimonios del pase de los A.E., sino que
corresponde a un giro generalizado del Gran Relato, del Guión Maestro
de nuestros historiales clínicos.
Supongamos que, desde que se lo declaró mentalmente insano, una de
las ocupaciones rutinarias de Castel haya sido la de estudiar a Freud. De
ser así, es muy probable que, una vez recobrado de las novedades de la
noche de la EOL, le haya venido a la mente la
hipótesis de que los lacanianos somos una secta estudiosa que
mantiene la cuestión sexual soterrada, igual que Norbert antes de
tropezarse con la piedra de la Gradiva. Nuestra situación también le
recuerda, naturalmente, el artículo de 1912: “Sobre una degradación
general de la vida erótica”, donde Freud habla de «degradación» en su
acepción cuantitativa de reducción de grado, de tendencia al cero, de
erotismo eliminado, depuesto del objeto idealizado. Adicto a las
demostraciones, de vuelta en el hospicio busca en la biblioteca la obra
de Lacan y se pone a averiguar cómo empezó todo eso. En su visita, no
se le había pasado por alto nuestra simpatía por la fórmula no hay
relación sexual, que seguramente hacía a la cuestión, pero advierte que,
como tal, se trata de una expresión tardía, no muy anterior al Seminario
16. Con lectura implacable y visión de túnel, marca una página del
Seminario 1 como el primer indicio firme del recelo lacaniano hacia los
tortolitos. Es la clase del 30 de Junio de 1954, en la que Lacan
reinterpreta el sueño de “La monografía botánica”. En vez de conjeturar,
a la manera clásica, el cumplimiento de algún deseo sexual infantil de
Freud —como hicieron Gristein, Anzieu y muchos otros—, Lacan da un
breve recuento de los restos diurnos y sentencia: “Estos, fueron los
puntos fonemáticos vividos, si así puedo decirlo, a partir de los cuales se
puso en funcionamiento la palabra que se expresa en el sueno. ¿Quieren
que la formule? Es, para decirlo crudamente: Ya no amo a mi mujer
(12)”. Repuesto de la noticia de que Sigmund no amaba más a Martha,
Castel continua sus hallazgos:
SEMINARIO 4, CLASE 22da: Mantengámonos firmes y en el terreno de
nuestra experiencia. Si esta ha hecho hacer algún progreso al problema
sexual (...) es en la medida en que ha sido capaz de situar las relaciones
entre los sexos (...). Para tener una perspectiva salubre sobre el
progreso de nuestra investigación, hay que darse cuenta de que en la
relación del hombre y la mujer queda siempre abierta una hiancia (13).
“LA DIRECCIÓN DE LA CURA”: [En] la novela rosa [de Abraham] del «
paso de la forma pregenital a la forma genital>>, las pulsiones « no
tornan ya ese carácter de necesidad de posesión incoercible, ilimitada,
incondicional, que supone un aspecto destructivo. Son verdaderamente
tiernas, amantes, y si el sujeto no por ello se muestra oblativo, es decir
desinteresado, y si esos objetos>> (...) [Pero] lo que hace que el objeto
se presente como quebrado y descompuesto, es tal vez otra cosa que un
factor patológico. ¿Qué tiene que ver con lo real ese himno absurdo a la
armonía de lo genital? (...) ¿Nos tocara a nosotros camuflar de cordero
rizado del Buen Pastor a Eros el Dios negro? (14).
SEMINARIO 9, CLASE 13ra Lo que ustedes tienen que hacer, no es
predicar una erótica, sino arreglárselas con el hecho de que incluso
entre la gente más normal y dentro de la aplicación mas plena de las
normas, eso no marcha (15)”
SEMINARIO 14, CLASE 12da: "Si algo nos revela la experiencia, es la
heterogeneidad radical del goce masculino y del goce femenino (16)”.
Cerremos la lista con la clase 13ra del Seminario 15:
...un hombre, una mujer, normalmente constituidos, (...) ¿es natural que
se besen? He aquí la cuestión. (...) Esta es la pregunta que hago. ¿Por
que? No para que se vayan a pasear por todo París a contar que lo que
Lacan enseña es que el hombre y la mujer juntos no tienen nada que
ver. (...) Es molesto que no pueda enseñarlo sin que se produzca un
escándalo. [Pero] es justamente porque no tienen nada que ver que el
psicoanalista tiene algo que ver en este asunto [cette affaire In].
Escribámoslo de esta manera en el pizarrón: staferla. Hay que saber
utilizar una cierta forma de escritura (17).
Castel opina, y quizá tenga razón, que este «staferla» es el primer
balbuceo dirigido a despejar una fórmula de mayor abstracción para el
desencuentro de los tortolitos.
Pero no terminan aquí sus pesquisas. Les cuento
que durante esa marcha en busca de citas, llevo
adelante una investigación paralela —a su
entender incluso más decisiva— que se ocupa de
la performance de Lacan lector de Freud. Su
primera conclusión es que el llamado “Retorno a Freud” no es un simple
slogan, sino el empeño de un trabajador incansable. Castel comprueba
que incluso ciertos tópicos de la obra de Freud habitualmente dejados
de lado merecieron algún comentario de Lacan. Es el caso de los
artículos sobre telepatía. Si bien el tratamiento que les da es de una
autorreferencialidad teórica que, incluso para Castel, es un poco risueña.
En los cincuenta, Lacan asegura que los fenómenos telepáticos prueban
que “el inconsciente es el discurso del otro (18)”; y encierra las
misteriosas coincidencias entre la clínica de dos pacientes o entre los
dichos de un paciente y los recuerdos guardados del analista —que
tanto llegaron a inquietar a Freud y a Ferenczi— en un dibujo de la
geometría de circuitos (19); más tarde, en los seminarios de los años
setenta, las experiencias telepáticas serán otro indicio de la no-relación,
del goce y de lo Real (20). Como fuere, según la contabilidad de Castel,
Lacan alcanzó a comentar expresamente noventa y siete títulos de
Freud, los correspondientes al grueso de sus artículos y a todos sus
textos extensos, excepto uno. No le extrañó a Castel que el libro de
Freud con el que Lacan no había querido saber nada sea el de El delirio y
los sueños en la Gradiva de Jensen. Le fastidió mucho, en cambio,
puesto que eso destartalaba su hipótesis inicial de que los lacanianos
sufrimos el mal de Norbert, el cerciorarse de que Lacan no se había
desentendido de las diez paginitas de “Sobre una degradación general
de la vida erótica”; antes bien, las cita puntualmente cada vez que la
cuestión staferla asoma seriamente.
Pero hay que hacer una precisión, Lacan lee este artículo freudiano de
un modo muy peculiar, transformandolo en la
premisa de lo que podría llamarse —parodiando a J.A. Miller— (21) “una clínica universal de la
perversión”. Con Lacan, “Sobre una degradación
general de la vida erótica” deja de ser la descripción recortada de un
cuadro de impotencia selectiva (22). No, la « degradación» en ciernes,
según la lectura de Lacan, no es -o no es solamente- degradación
cuantitativa del objeto idealizado (que se “degrada” porque es
catectizado en menor grado que otros), sino una degradación cualitativa
del objeto en general (por su condición misma de objeto). Es la
degradación del envilecimiento y es un trastorno universal de la vida
erótica que afectaría a todo sujeto. Puesto que el erotismo humano no
es, a pesar de las quejas del neurótico, el de la Have y la cerradura del
erotismo zoológico: “[El neurótico] quiere saber- dice Lacan- lo que hay
de real en eso que lo apasiona, es decir lo que hay de real en el efecto
del significante, (...) [quiere] el advenimiento de... una erótica,
finalmente constituida (...) quiere retransformar el significante en (...)
signo (23).
Desconfiado y a un mismo tiempo dócil, como buen paranoico, castel
recapacita y admite que el primer diagnóstico que se había hecho de la
situación actual del psicoanálisis es algo (y para su sistema algo es todo)
desacertado. Reconoce que esta ingeniosa misreading de Lacan de
“Sobre una negra dación general de la vida erótica”, junto a su silencio
con respecto a El delirio y los sueños en la Gradiva de Jensen, no
apuntan precisamente al sepultamiento del erotismo, no promueve un
erotismo soterrado como el de Norbert, sino que agita un erotismo
diferente al de “la novela rosa” de Abraham. Lo que tiene en el horizonte
es un erotismo oscuro, azorado, órfico que arruina los ideales de
comunicación plena. ¿Acaso no puede haber un erotismo semejante?
Desde luego que lo hay —concede Castel— y su memoria comienza a
vislumbrar borrosamente que algo de eso había en lo que escuchó en la
EOL; pero puesto que es un hombre mayor, que tiene más disponibles
sus recuerdos remotos, pasa a acordarse del giro metafísico que la
literatura erótica francesa había dado por los años cuarenta.
Porque, ¿qué llevó a Lacan a semejante posición? De creerles a las citas
que acabamos de repasar, lo condujo la experiencia, nuestra
experiencia; sin embargo, la experiencia clínica—objeta Castel—, eso de
atender hombres y mujeres, estaba a disponibilidad de todos los otros
analistas. Por supuesto que la práctica de la clínica permite, como en el
caso de la pintura, que se distingan practicantes mejor dotados como
agentes de progreso. Lacan pudo haber estado tocado por ese don de
unos pocos. ¿O habrá sido favorecido por experiencias más privadas?
Más líos con las mujeres parece que tuvo Ernest Jones y sin embargo...
—se responde Castel, al que tampoco se le escapó el epistolario
freudiano. Será mejor, concluye, dejar entonces en segundo plano los
elogios al empirismo clínico, la cacería de talentos y la escuela de la
calle: si Lacan pudo tener un otro registro de la clínica y de su vida
íntima, eso fue debido seguramente a que él recorrió el atajo de leer la
literatura erótica elegante de su tiempo.
En un comienzo —continúa monologando Castel que a esta altura de sus
estudios habla mas parecido a un lacaniano de los
noventa que a un pintor de los cuarenta— yo había
asumidoque, en el sistema Lacan, el relato ejemplar
de la Gravida de Jensen habia sido sustituido por “la
carta robada” de Poe. Ese cuento de una reina infiel (como María
Iribarne) y un rey ciego (como su esposo), ciego de imbecilidad, “de la
imbecilidad que corresponde justamente al Sujeto”, precisa Lacan (24).
Pero al avanzar mis estudios encontré candidaturas mucho más
acertadas en las novelas eróticas y los ensayos asociados de Bataille,
Klossowski y Blanchot —influencias que Lacan no ocultó ni se ahorró de
elogiar.
Recuerdo de Bataille sus lúgubres y paradójicas definiciones del éxtasis
y el erotismo para una enciclopedia de 1947:
ÉXTASIS: Goce que es insoportable, inútil, imposible y carente de goce.
EROTISMO: todo aquel que no haya optado por la obscenidad,
reconociendo en la obscenidad la presencia y la conmoción de la poesía,
y más íntimamente, el brillo elusivo de una estrella, no vale lo suficiente
para morir (25).
Por su parte, Klossowski fue recién a mediados del cincuenta que sacó
Roberte, esta noche. Primero parecía una novelita erótica clásica, por
recurrir al tópico de ofrecer la esposa a otro hombre; pero lo nuevo es
que esta vieja historia se imponía a partir de una deducción aristotélica
de la hiancia de los sexos. Octave, eminente profesor de escolástica,
quiere acercarse al conocimiento de la esencia de su mujer Roberte,
pero sabe (no al final, sino desde la primera página) que él no podrá
abrir tal cerradura de la identidad—son sus palabras— desde su lugar de
marido debido a que, razonaba: “Si la esencia de la esposa residiera en
la infidelidad, por más que el esposo juegue, habrá perdido de antemano
(26)”
A propósito de la influencia de Blanchot, Lacan no puede ser más claro.
En la última clase del Seminario 9 lee más de medio capítulo de Thomas
el oscuro (versión 1950). Novela organizada como una serie de
variaciones alrededor de la siguiente aritmética: “Si al menos [dice
Anne] pudiera encontrarme ante ti, completamente ajena a ti, tendría
alguna oportunidad de reunirme contigo. Pero sé que no te alcanzaré
nunca. La única posibilidad de disminuir la distancia que nos separa
sería alejarme infinitamente (27).
Hasta aquí Castel. Primero, llevándose la impresión de que el
descubrimiento freudiano del sentido sexual de los síntomas estaría hoy
siendo desplazado, “degradado” por las ironías del argumento de la nocomplementariedad de los sexos. Luego, especulando acerca del
contexto cultural de Lacan, recapacita que su primer diagnóstico fue
apresurado y es concebible pintar la actualidad analítica en relación a un
erotismo deja hiancia y el sentido de un goce del sin sentido sexual.
No hace falta decir que tanto la recusación como la absolución de los
dichos de Castel serían materia muy discutibles. El se desentiende, por
ejemplo, demasiado rápidamente de la posibilidad de que la clínica
psicoanalítica tenga una historia interna que puede prescindir en gran
medida del Otro de su tiempo. Castel no toma en cuenta que es
igualmente razonable invertir la flecha de las influencias y mantener que
fue en todo caso el marco del psicoanálisis lo que posibilito el
surgimiento de esa literatura que comenzó a llamar la
atención desde fines de los años cuarenta. ¿No comenzó
Georges Bataille a escribir Historia del ojo en el curso de
su análisis de 1926 a alentado por su analista Adrien
Borel? (28) ¿Acaso las reticencias de Maurice Blanchot a
exhibirse en público y sus equivalencias narrativas, son del todo ajenas
al ataque despiadado de 1943 que lanzó contra los avances del
psicoanálisis aplicado de Charles Mauron (en su intento de vincular la
doctrina de la impersonalidad de Mallarmé con la vida privada del
poeta)? (29). También podríamos objetar la solución de Castel yendo
más lejos en la misma dirección, exacerbando su apelación al contexto
cultural, hasta entender todo el asunto staferla como un efecto del
cambio de lugar de la mujer occidental a partir de la dos posguerras
europeas; nueva circunstancia social de la que las transformaciones del
psicoanálisis y de la literatura erótica serían a su vez meros síntomas.
Las reformas a favor de la igualdad de derechos civiles habrían alentado
los fantasmas de otras equivalencias entre los sexos que no se vieron
tan buenamente cumplidas.
O podríamos reordenar psicobiográficamente la
novedad, subrayando el protagonismo de la subjetividad
de Lacan. Su vida domestica ofrece algunas pistas.
Sylvia Maklès, la segunda mujer de Lacan, con quien
vivió a partir de 1940, era la ex-esposa de Bataille y
formaba parte del círculo de amistades del reservado M. Blanchot. Hay
una picante anécdota acerca del vínculo de Lacan con Blanchot, referida
por un paciente suyo:
Su muy reciente lectura de La escritura del desastre lo hundió en tal
estado que no puede hacer de otro modo que comunicar a Lacan su
turbación. No es totalmente ignorante, por supuesto, de la proximidad,
tanto amistosa como teórica, entre Lacan y Blanchot.
Respuesta de Lacan, completamente inesperada.
—II connaît mieux mafemme que moi (Literalmente sería: El
conoce mejor a mi mujer que yo)
Luego, percibiendo el equívoco gramatical, en francés, agrega:
—Quiero decir... él conoce mejor a mi mujer de lo que me conoce a mí
(30).
Para encontrarle motivos privados a su interés por P. Klossowski, hay
que escarbar apenas un poco más en las coincidencias e indiscreciones.
En los primeros años del matrimonio, Sylvia mantuvo a su lado a su hija
Laurence Bataille. Laurence, antes de ser actriz, activista política y una
analista de desacostumbradas cualidades, se convirtió en 1946, a los
dieciséis años, en la modelo predilecta y amante de Balthus (31).
Difícilmente la curiosidad y las preocupaciones de Lacan pudieron
haberse sustraído al atractivo de la relación de su hijastra con ese pintor
pedófilo y genial. Y quizá no haya sido un dato indiferente que Baithus
fuera hermano de Pierre Klossowski —su verdadero nombre era
Balthasar Klossowski.
Inclinado a fantasear y habitar los otros amores de María Iribarne, estos
datos apasionarían a Castel hasta la certeza. Pero el matrimonio Lacan
tenía una intensa vida social. ¿Por qué las inclinaciones epistémicas de
la celotipia y el voyeurismo habrían de preferenciar a esos tres
candidatos? ¿Por qué no considerar que si eventualmente el interés cayó
sobre ellos fue recién después de haberlos leído? Si aceptamos que la
lectura de esos libros de erotismo oscuro pudieron tener algún papel en
su tarea de analista, es decir, si la hipótesis absolutoria de Castel fuera
cierta, entonces podría concluirse que, con Lacan, la literatura analítica
habría sabido esquivar la maldición de la literatura erótica y, en vez de
dejarse incluir incómodamente en su género, esta vez habría aprendido
a servirse de ella.
Pero sería de muy corto alcance asimilar la lectura que Lacan practica
de esos libros a aquella otra que el ojo de Castel cumplía, en la novela
de Sábato, cuando espiaba por la ventana del dormitorio de Hunter para
ver lo que hacía, cómo se las arreglaba Hunter con María Iribarne.
No hay que descuidar el hecho de que Lacan avanza sobre el staferla
desplegando simultáneamente dos frentes, el de su interpretación
cualitativa de la degradación de la vida erótica y el de su insistencia en
la no-complementariedad del significante y el significado. Puesto que, a
su entender, en la sexualidad humana hay otra cosa que lo que se
puede observar desde afuera de la ventana de un escritorio: está su
relación con el significante. Al punto de que no sería un desatino
deducir, entre otras cosas, que a cada erótica le corresponde una
política de lectura. La transformación de la literatura erótica de los
cuarenta se corresponde, nítidamente, con un giro declarado en la
concepción de la lectura. De modo llamativo, la obra ensayística de
Blanchot se encarga de explicitarlo hasta el agotamiento (32). Pero
incluso sin necesidad de consultar, por ejemplo, a El espacio literario o
La escritura del desastre, uno encuentra un capítulo entero de la novela
Thomas el oscuro interesado sólo en eso. Es el cuarto capítulo, que no
casualmente es el que elige Lacan para leer en la despedida del
Seminario 9. Thomas, echado en su cama, entabla con la página de un
libro una relación que no es ni más ni menos tortuosa sino idéntica a la
que mantiene con Anne a lo largo de nueve capítulos. Como fue dicho,
es precisamente este cuarto capítulo el elegido para concluir el
Seminario 9. De haber concebido la sexualidad sólo literalmente, y no
también como algo radicalmente literal, Lacan hubiese hecho mejor en
preferir la anécdota de alcoba del décimo capítulo (en el que la staferla
es llevado a un paroxismo casi cómico); pero no es así, se queda con el
del desencuentro de Thomas con el signo. Lacan lee:
Los que entraban, viendo el libro abierto siempre por las mismas
páginas, pensaban que fingía leer. Pero leía. Leía con un cuidado y una
atención insuperables. Estaba, ante cada signo, en la situación en que
se encuentra el macho cuando la mantis religiosa va a devorarlo. Uno y
otra se observaban. Las palabras, extraídas de un libro que cobraba una
fuerza mortal, ejercían sobre su mirada, que las tocaba, una atracción
dulce y placentera a la vez. (...) El lector consideraba felizmente aquella
chispa de vida que no dudaba haber avivado. Se veía con placer en
aquel ojo que lo veía. Su placer se hizo incluso demasiado grande. Se
hizo tan grande, tan implacable, que lo soportó con una especie de
terror y que, incorporándose, momento insoportable, sin recibir de su
interlocutor ningún signo cómplice, percibió toda la extrañeza que había
en ser observado por una palabra como por un ser vivo, y no
únicamente por una palabra, sino por todas las palabras que habitaban
aquella palabra, por todas aquellas que la acompañaban y que, a su vez,
contenían en sí mismas otras tantas palabras, como una procesión de
ángeles desplegándose al infinito hasta el ojo de lo absoluto. (...) En
aquel estado se sintió mordido o golpeado, no podía saberlo, por lo que
le pareció ser una palabra, pero que se asemejaba más bien a una rata
gigantesca de ojos penetrantes, de dientes puros, un animal
todopoderoso. Viéndola a algunas pulgadas de su rostro, no pudo evitar
el deseo de devorarla, de arrastrarla consigo a la intimidad más
profunda (33).
En este fragmento se encuentran ilustrados (o de aquí parten):, el
“antes y más allá del acto de comprender”; “la mentira de toda
identificación”; la faena semántica de Sísifo y la desconfianza órfica por
los poderes de la palabra, que constituyen el temario de lo escrito por
Blanchot desde Comment la littérature esí-ell possible? (1942) en
adelante (34). En su dramatización de la vida erótica y del revés de su
trama, que es el trabajo de la lectura, Thomas el oscuro se ubica en las
antípodas del desenlace seguro, solar y feliz de la Gradiva. A su vez,
Blanchot en las antípodas del Freud de El delirio y los sueños en la
Gradiva de W Jensen, donde a Freud, sombra de Zoe, lo encontramos
más solar, feliz y seguro que nunca de sus interpretaciones.
Para concluir, cabe preguntarse si la justificación alcanzada por Castel
para el estado actual del Gran Relato analítico nos deja conformes. Hay
que decir, a su favor, que la indecencia original de la literatura analítica
reaparece, de esta manera, intacta detrás de un erotismo menos
evidente pero cierto. Y que el acento puesto sobre el staferla aligera la
pesada carga de tener que exhibir resultados de novela, que tanto pesó
sobre la literatura analítica de los tiempos de la conquista del mercado
profesional. A principios de siglo, en Viena, agobió a Freud y lo sentó a
escribir su psicoanálisis en clave de fábula de la Gradiva; a mediados de
siglo, en Buenos Aires, a Rascovski lo sentó a escribir la gloriosa cura del
hijo de ricos Emilio Rodrigué. Hoy, retornando a los inicios más
tempranos, el horizonte de un tratamiento analítico vuelve a ser la
promesa inaugural pronunciada por Freud en “Psicoterapia de la
histeria” en 1895:
«Usted mismo me lo dice; es probable que mi sufrimiento se entrame
con las condiciones y peripecias de mi vida; usted nada puede cambiar
en ellas, y entonces, ¿de qué modo pretende socorrerme?». A ello he
podido responder: «No dudo de que al destino le resultaría por fuerza
más fácil que a mí librarlo de su padecer. Pero usted se convencerá de
que es grande la ganancia si conseguimos mudar su miseria histérica en
un infortunio ordinario. Con un sistema nervioso restablecido usted
podrá defenderse mejor de este último.»
Sólo que la entonamos de otra manera. Aunque el progreso interno del
análisis permite alcanzar actualmente resultados más felices, tenemos
una imagen más espinosa de lo que es el infortunio ordinario, o dicho
con más optimismo, entendemos que la descripción que se tenía del
infortunio ordinario estaba algo sometida a la miseria histérica. Además,
con muchas más reservas subsumiríamos la cura a una intervención en
el sistema nervioso —el mismo Freud reemplazó, para la edición de
1925, ese “con un sistema nervioso” por “con una vida anímica (35)”
Sin embargo, en la medida en que el nuevo relato se empecina en
multiplicar las ilustraciones de su hazaña negativa, aumentan los riesgos
de que se implante una nueva monotonía. Del viejo relato fogoso del
cumplimiento de los deseos se pasa al nuevo relato avisado de la
serenidad del desapego. Me explico, en el último número (septiembre de
1998) de una publicación mensual de novedades bibliográficas de
Buenos Aires, se reproduce la contratapa de un nuevo libro acerca de la
psicopatología de la vida erótica que alza la siguiente advertencia: “Pero
la hiancia incolmable entre el hombre y la mujer en tanto expresión de
no-complementariedad sexual, persiste y se tiende a llenar con síntomas
neuróticos, actuaciones perversas y discursos fragmentarios del amor
manifestaciones sobre las cuales el libro ofrece testimonio psicoanalítico
(36)” En principio, no habría nada que objetarle, pero —al menos para el
analista formado— tanta impaciencia del autor por mostrarse dueño de
la clave universal de la hiancia resulta desalentador. Es sencillo y
eventualmente provechoso alinearse detrás de las grandes fórmulas:
aún sabiendo de su parcialidad, las adhesiones enérgicas a cualquiera
de ellas es y será un requerimiento didáctico y político irremplazable en
la historia del movimiento psicoanalítico. Pero el relato de un caso
siempre debería tener algo de incómodo y disruptivo para lo que se le
quiere hacer ilustrar. Oscilando entre la disciplina de la comprobación de
lo universal y la iniciativa del descubrimiento de lo único, un verdadero
psicoanálisis siempre debería ser algo impredecible.
NOTAS:
1
FREUD, Sigmund La interpretación (le los sueños, en Obras
Completas T. IV, Amorrortu, Buenos Aires, 1976; p. 188.
2
RODRIGUÉ, Emilio y BERLIN, Martha, El antiyo-yo, Fundamentos,
Madrid, 1977; pp. 98-104.
3
FREUD, Sigmund [1907], El delirio y los sueños en la “Gradiva” de
W. Jensen, en Obras Completas, T. IX, Amorrortu, Buenos Aires, 1976; p.
42.
4
Op. cit., p. 14.
5
Op. cit., p. 38.
6
Op. cil., p. 58.
7
Op. cit., p. 33.
8
Op. cit, p. 59.
9
Op. cit., p. 33.
10
Cf. RUDNYTSKY, Peter, “Freud’s Pompeian Fantasy”, en GILMAN, S.
et al, Reading Freud’s Reading, New York Univ. Press, 1994.
11
MC. Melgar tipificó acertadamente el romance de Zoe y Norbert
con la categoría de “el amor feliz”. Y no desafía el ánimo del libro de
Freud cuando su análisis permite oír el freudismo más optimista: “El
descubrimiento de la diferencia de los sexos deja en la memoria humana
una atracción formidable por lo diferente. A esta atracción podría
llamársela: la belleza de lo diferente” (cf. MELGAR, Mª Cristina, Amor Enamoramiento - Pasión, Kargieman, Buenos Aires, 1997; p. 61.)
12
LACAN, Jacques [1953-54], EL SEMINARIO 1: Los escritos técnicos
de Freud, Paidós, Barcelona, 1981; p. 391. Contrástese con la
formulación que da Freud a la palabra que se expresa en el segundo
sueno de Norbert Harold: “Y ahora nos gustaria ensayar la sustitución de
ese sueno «singularmente disparatado» de Hanold por los pensamientos
inconscientes que tras el se esconden (...): «¿Por que juega este juego
conmigo? ¿Quiere burlarse de mí? ¿O acaso me ama y quiere tornarme
por marido?». FREUD, Sigmund [1907], op. cit., p. 68.
13
LACAN, Jacques [1955-56], EL SEMINARIO 4: La relación de objeto,
Paidós, Barcelona, 1994; p. 376.
14
Lacan, Jacques [1958-1961] “La dirección de la cura y los
principios de su poder”, en Escritos I, pp. 237-238; Escritos v. corr. pp.
585-587, ed. siglo XXI.
15
LACAN, Jacques [1961-62], EL SEMINARIO 9.: La identificación,
clase del 14 -III-1962, inédito.
16
LACAN, Jacques [1966-67], EL SEMINARIO 14: La lógica del
fantasma, inédito; clase del 1-III-1967, inédito.
17
LACAN, Jacques [1967-68], EL SEMINARIO
psicoanalítico, clase del 27-III-1968, inédito.
15:
El
acto
18
“Que el inconsciente del sujeto sea el discurso del otro, es lo que
aparece más claramente aun que en cualquier otra parte en los estudios
que Freud consagró a lo que él llama la telepatía”: LACAN, Jacques
[1953], “Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis”,
en Escritos 1, p. 85; Escritos y. corr. p. 254, siglo XXI.
19
“...por ser agentes integrados, eslabones, soportes, anillos de un
mismo círculo de discurso, es que los sujetos ven surgir al mismo tiempo
tal acto sintomático o revelarse tal recuerdo”: LACAN, Jacques [195455], EL SEMINARIO 2: El yo en la teoría de Freud y en la técnica
psicoanalítica, Paidós, Barcelona, 1983, p. 140.
20
a clase del 20-XI 1973 se inicia con estas dos consideraciones, a
propósito de los textos de Freud sobre telepatía: “Lo oculto es, aunque
parezca imposible, seguramente esto: esa ausencia de la relación” y “No
es impensable que el cuerpo, en tanto que lo creemos vivo, sea algo
mucho más difícil de lo que saben los anatomofisiólogos. Habrá quizá
una ciencia del goce, si cabe la expresión”. La semana siguiente: “... si
la vez pasada los aburrí con esa historia de lo oculto, es justamente por
esto, porque para Freud es, en cierto modo, la confirmación patente
Sobre estas tres dimensiones [Imaginario, Simbólico, Real], de las cuales
el nos denuncia tan bien dos. , Que es para Freud lo Real?. Y bien, se los
diré hoy: es, justamente, lo oculto. Y lo es precisamente por cuanto
Freud lo considera como lo imposible. Pues acerca de la historia del
ocultismo y la telepatía, el nos previene, e insiste, que no cree en ella
para nada”: LACAN, Jacques [1973-74], SEMINARIO 21: Los
desengañados se engañan o los hombres del padre, inédito.
21
Cf. la expresión «clínica universal del delirio» incluida en: Miller,
Jacques-Alain, “Ironia”, rev. Uno por Uno nº 34, Buenos Aires, marzo
1993.
22
En la clase del 27-III-1968 del Seminario 15, su operación esta
franca y sistemáticamente expuesta: “...lo que el psicoanálisis sabe es
que todos los hombres aman no a la mujer sino a la madre. Esto, por
supuesto, tiene toda suerte de consecuencias, incluido que puede
suceder, al extremo, que los hombres no puedan hacer el amor con la
mujer que aman porque es su madre, mientras que, por otra parte,
pueden hacer el amor con una mujer a condición de que sea una mujer
degradada, es decir, la prostituida. Quedémonos en el sistema. Quisiera
plantear la siguiente pregunta: en el caso de que un hombre pueda
hacer el amor con, la mujer que ama -lo que también sucede, ¡uno no
siempre es impotente con las mujeres que ama, caramba! (...)
Supongamos que no hay impotentes, supongamos que no hay
degradación de la vida amorosa; les planteo una pregunta que...”
23
LACAN, Jacques [1961-62], EL SEMINARIO 9: La identificación,
clase del 14-ni-1962, inédito.
24
LACAN, Jacques [1956], “El seminario sobre «La carta robada»”, en
Escritos 2, p. 38; Escritos y. corr. p. 32, siglo XXI.
25
BATAILLE, Georges, LEIRIS, Michel, GRIAULE, Marcel y DESNOS,
Robert [1929/1947], Encyclopaedia Acephalica, Atlas Press, London,
1995; p. 156 y p. 129.
26
KLOSSOWSKl, Pierre [1953], Roberte, esta noche, Tusquets, 1997;
p. 20.Para una introducción a las correspondencias de Lacan con
Klossoswski, véase: ALEMÁN, Fátima, Pierre Klossowski/El erotismo del
gesto, ficha de circulación interna de la Biblioteca Freudiana de La Plata,
1996.
27
BLANCHOT, Maurice [1950], Thomnas el oscuro (nueva versión),
Pre-textos, Valencia, 1982; pp. 40-41.
28
Cf. “El placer glacial”, introducción de Mario Vargas Llosa a la
edición de la Historia del ojo de G. Bataille, Tusquets, Barcelona 1978;
pp. 35-37.
29
Cf. DE MAN, Paul, Blindness and Insight: Essays in Rhetoric of
Contemporary Criticism, Univ. of Minnesota Press, 1983; pp 68-69:
“Mucho más que otros críticos que se ocuparon de Mallarmé, Blanchot
subraya muy enfáticamente, desde el comienzo, que la impersonalidad
de Mallarmé no resulta de un conflicto interno de su persona. (...) La
alienación de Mallarmé no sería social ni psicológica, sino ontológica; ser
impersonal no significa, para él, que uno comparta la conciencia o el
destino de algunos otros, sino que uno se reduce a no ser más una
persona, a ser ninguno; en la medida en que uno se define a sí mismo
en relación a estar o no en relación con alguna entidad particular”.
30
ALLOUCH, Jean, 213 ocurrencias con Jacques Lacan, Sitesa,
México, 1992; p. 240.
31
“Los amigos que visitaban la casa de Balthus recuerdan que
Laurence se guía vistiéndose como una preadolescenle (puntillas,
medias tres cuartos, zapatos de charol) aunque ya tenía cerca de
veinticinco años. Balthus le prohibía fumar, beber alcohol y hasta café
(...) Laurence es la mnodelo de “La habitación”, la tercera pieza de la
trilogía erótica de Balthus”. Cf. Juan FORN, “El sensualista”, supl. cultural
diario Página 12, 7-XIII-1997; pp. 11-13. Una versión más discreta en:
ROUDINESCO, Elisabeth [1993], Lacan (Esbozo de una vida, historia de
un sistema de pensamiento), FCE, Buenos Aires, 1994; p. 278.
32
Paul de Man (op. cit., p. 67) llega a arriesgar que: “La relación
entre su obra crítica y su narrativa debe ser entendida en los siguientes
términos: la primera como una versión, preparatoria de la segunda.”
33
G. Poulet resume así la fábula: “La tarea consiste en descifrar el
enigma esencial, en conferir el conjunto de lo que es su significación
plena. Ahora bien, dicha significación nunca es adecuada, puesto que
siempre es parcial, superada)’ desmentida (...) De ahí, en la novelas de
este tipo, la multiplicidad de actuaciones y cuestionamientos, las
carreras interminables a lo largo de vacíos corredores (...) La novela de
Blanchot es pues la novela de un eterno fracaso (...) sin embargo, no
hay desesperación final, no hay ni muerte ni conclusión(...) Obra
desolada, una de las más tristes de todas las literaturas y, sin, embargo,
obra no trágica, marcada por una serenidad esencial” (cf. POULET,
Georges [1971], La conciencia crítica: De Mme de Staël a Barthes, Visor,
Madrid, 1997; pp. 167 y 170-71).
34
Cf. del prólogo de Anna Poca ala edición española de El espacio
literario: “Los órficos pensaban que la permanencia del alma en el
cuerpo no era sino su caída (...) protestaban así contra la esclavización
del hombre por la palabra, ya que el abandono del cuerpo equivalía a la
liberalización del espíritu de su instrumento parlante, cuya alma podía
finalmente callar. La figura de Orfeo ocupa centralmente El espacio
literario de M. Blanchot, cuya obra crítica y literaria parece concentrar
todo su esfuerzo en la actualización de este mito”. (BLANCHOT, Maurice
[1955], El espacio literario, Paidós, Barcelona, 1992; p. 6).
35
FREUD, Sigmund[1983-95] Estudios sobre la histeria, en Obras
Completas t. II, Amorrortu, Buenos Aires, 1976; p. 309 n.22.
36 Agenda Letra Viva nº 23, septiembre 1998, segunda era, año 8,
Buenos Aires; p. 6.
6
¿Quién es M’Intosh? He aquí uno de los enigmas clásicos que
entretienen y torturan a los especialistas del Ulises de James Joyce.
¿Quién es ése al que Lacan llamaba James Joyce? He aquí el enigma al
que este capítulo intenta introducir y resolver. Empecemos por la
pregunta joyceana, puesto que sirve de preparación para la lacaniana.
¿Quién es M’Intosh? M’Intosh hace su aparición en el capítulo 6 deI
Ulises, capítulo del que Joyce había anticipado una primera versión con
el título de “Hades”. Tenía buenos motivos; las semejanzas que guarda
con el canto de la Odisea del viaje de Ulises al País de los Muertos son
manifiestas. Leopoid Bloom hace el mismo viaje siguiendo el cortejo
fúnebre de Paddy Dignam hasta el cementerio de Glasnevin; la amistad
de Bloom con Dignam remeda a la de Ulises con Elpenor; los cuatro ríos
que atraviesa el cortejo, a los cuatro ríos del Hades; la inutilidad de
Cunnungham, a la de Sisyphus; el carácter canino del Padre Coffey, al
de Cerberus, etc. Pero hay otros detalles que no encajan tan fácilmente.
Como el de la presencia fugaz de un hombre delgado cubierto con un
impermeable que Bloom advierte entre los asistentes sin alcanzar
identificarlo. Este episodio insignificante dará lugar a una comedia de
errores cuando el periodista Joe Hynes lo consulta para hacer la lista de
los presentes:
-Cuéntame dice Hynes, ¿sabes que quién era ese tipo con el, el, el tipo
que estaba ahí con el...
Mira a su alrededor.
—Impermeable [Macintosh]. Sí, lo vi, dijo Mr. Bloom. ¿Dónde estará
ahora?
—M’Intosh, dijo Hynes anotando apresuradamente. No sé quién es. ¿Ese
es su nombre?
Hynes no espera la respuesta y desaparece súbitamente (quizá porque
adivina que si la conversación se demora un segundo más Bloom
volverá a recordarle que le debe dinero), el malentendido queda,
entonces, sin aclararse. M’Intosh es mencionado unas pocas veces en
los siguientes capítulos, siempre de manera equivocada o confusa (el
periódico recoge el informe de Hynes, y M’Intosh queda anotado como el
concurrente número trece; en el capítulo 12, “Los cíclopes”, se sabrá
que M’Intosh “ama a una mujer que murió”). A partir de estos indicios,
se han tejido diversas soluciones para la identidad de M’Intosh. El
número con que aparece en la lista, la delgadez de su figura y el hecho
de que se esfume una vez que entierran a Dignam, alientan la apuesta
de que M’Intosh sea la Muerte en persona. Otros ven en la imagen del
impermeable casi vacío una sombra, y lo identifican con un fantasma;
que podría ser el del pobre Dignam o el de algún otro que salió a festejar
el aniversario de su entrada al Hades un 16 de junio. La posibilidad del
fantasma también alienta a los que rastrean los paralelos del Ulises con
Hamlet; en clave shakespeariana, M’Intosh es el fantasma del padre de
Bloom (¡él era uno que amaba a una mujer que murió!!), de cuyo
suicidio nos enteramos en este viaje. También están los que destacan
que “El hombre con impermeable” era una canción popular de ese
momento (son varios los títulos de canciones registrados en el Ulises), o
que en “Circe” se alude a un patriota de la independencia de Irlanda
llamado John M’Intosh, apresado en el incendio de un polvorín que
dirigía (“Leopold M’Intosh, el famoso incendiario”). Hay partidarios de
que el nebuloso M’Intosh sería la forma con que la novela se las arregla
para poner en imágenes la abstracción «cualquiera» o «nadie». A
Nabokov se le atribuye la autoría de la solución de que M’Intosh es
James Joyce. Finalmente, para la mayoría de los especialistas se trata de
un enigma al que Joyce deliberadamente dejó sin solución; vale decir,
adhieren a una expectativa de lectura inversa a la que prevalece en la
mayoría del lacanismo con respecto quién es ése al que Lacan llamaba
James Joyce, en la medida en que se asume que Lacan no puso ahí
enigma alguno.
Buena parte de la producción lacaniana se comporta, en efecto, como si
esta pregunta careciese de sentido: ¡ése al que Lacan llamaba James
Joyce es, naturalmente, el famoso escritor irlandés! En algunos casos
estimo que la negación del enigma es deliberada. Tal como se discutió
en el tercer capítulo, a propósito del Hombre de los Sesos Frescos, el
juego especulativo de asumir como cierta alguna premisa débil de Lacan
no va a contrapelo del progreso del psicoanálisis, ni tiene que llevar a
figurarnos que los que juegan ese juego desconocen necesariamente su
condición de jugadores y se mueven “con el aplomo de quienes ignoran
la duda”. Sin embargo, en esta oportunidad me atrevo a pensar que hay
más inadvertencia que complicidad. Afortunadamente, cada tanto se
levantan voces contra la certeza de que el James Joyce del que habla
Lacan sea el señor James Joyce o, más exactamente, se hace notar que
lo que Lacan dice de Joyce no es siempre lo mismo. La primera
oportunidad que presencié avances en este último sentido fue en dos
reuniones organizadas por un cartel de la Escuela Freudiana de Buenos
Aires (EFBA) el 26 de noviembre de 1987 (“Para volver a la pregunta de
si Joyce estaba loco” de Ricardo Rodríguez Ponte) y el 14 de enero 1988
(“Enigmas y neologismos” de Norberto Rabinovich) (1). Lo que allí se
puso en tela de juicio fue si Lacan decía o no decía que Joyce era un
psicótico. Se trataba de un cuestionamiento estrictamente interno,
restringido a la pesquisa erudita de las variaciones sobre el tema que se
encuentran en los seminarios 22 y 23. En sus numerosas citas y notas
bibliográficas no se encontraba ningún envío a documentos biográficos
de Joyce ni indicios de lecturas de sus libros, evitándose
escrupulosamente la pregunta de si Joyce era o no era un psicótico. Mi
primera impresión, la que todavía mantengo, fue la de que debía darse
ese segundo paso y sacar provecho a las fuentes joyceanas para probar,
sin escandalizarse, que el Joyce de Lacan es ficticio. Si bien esta es una
hipótesis que vengo anunciando y prefigurando en los capítulos
anteriores, los dos siguientes representan intentos sistemáticos de llevar
adelante la demostración.
Por diversos accidentes, complicaciones o rechazos, los esfuerzos por
hacer circular esta hipótesis no tuvieron la suerte de alcanzar
publicación hasta 1998, en que encontraron un lugar tolerante en El
Caldero de la Escuela. El artículo “Primeros apuntes acerca de las
epifanías joyceanas” (El Caldero de la Escuela, nº 60, junio 1998, pp. 7079; luego incluido en la página de la World Associaton of Psychoanalisis:
http:// wapol.org/news/e-text) se reproduce a continuación con escasas
ampliaciones y un título nuevo, “Efectos secundarios del Lacan-lector”,
más adecuado para destacar la unidad de este libro. De aquellas lejanas
reuniones de la EFBA, mi intervención a propósito de que no habría que
tomar muy en serio la adhesión de Lacan a Surface and Symbol de
Robert Adams y acerca de la conveniencia de revisar documentación
biográfica de James Joyce, no alcanzó el papel impreso porque cayó bajo
un cono de sombra técnico (“La reunión prosiguió por 30 minutos
aproximadamente, pero no pudo ser grabada”). La siguiente
oportunidad malograda fue la de una exposición pronunciada el 11 de
octubre de 1991 en el Hospital Ameghino de la ciudad de Buenos Aires.
Por alguna razón editorial se consideró inoportuno incluirla en el libro
que juntó eras reuniones (AA.VV., Joyce o la través (a del lenguaje:
Psicoanálisis y literatura, LASIC, Nada y SZUMIRAJ, Elena [comp], FCE,
Buenos Aires, 1993). Con el titulo de “Cómo está hecho el «Cómo está
hecho el Ulises» de Ricardo Piglia”, yo tomaba como excusa una
conferencia del escritor argentino R. Piglia para precisar que clase de
joycismo era el del Seminario 23. A partir de la permisiva indicación de
Piglia de que hay que leer el Ulises “sin el afan de encontrarle un
sentido y dejar las cosas que se deben escapar que se escapen”, trace
un primer mapa del joycismo donde poder ubicar a Lacan (“El caso es
que las recomendaciones de Piglia se anotan, de esta forma, en una de
las parcialidades que dividen en dos a la interna joyceana, desde que
salio el Ulises. Al renegar de los universitarios, de los exegetas y de los
monomaníacos, elige el grupo heterogéneo de los agnósticos, de los
ultravanguardistas y de los conservadores. Pero guardando dentro de
esa fracción, insisto, una posición débil: Piglia nunca dice que las
alusiones a la Odisea sean ajenas a la construcción del Ulises, afirma
solamente que son irrelevantes para la lectura corriente; porque aunque
fueron los andamios, ya no son el edificio terminado de la novela. Quien
lo necesite no tendrá dificultad en encontrar párrafos enteros del
Seminario 23 donde Lacan parece adoptar, en la misma dirección, una
posición bastante más intransigente. Allí, por ejemplo, están sus
preferencias por Robert Adams o las ironías que, en la reunión del 20 de
enero de 1976, le hace a Jacques Aubert por haber orientado la filología
del Ulises como una aplicación de los grandes relatos del psicoanálisis
lacaniano”). No habiendo realizado todavía un acercamiento interesado
a los debates de la teoría de la lectura, mi exposición de entonces
encontraba su salida sacando partido de un chiste de Joyce que permite
balbucear algo semejante al concepto de misreading: “Joyce, por su
parte, se atrevió a ayudarnos con una definición positiva de nuestro
oficio. Ocurrió el 3 de enero de 1920, en una carta a su amigo Frank
Budgen, donde Joyce cuenta que acaba de conocer a un tal Schie. Lo
dice así: «Schie (el tipo de la Sra. Piazza) está aquí. Un hombre decente,
no un psicoanalista». ¡Eso es! La lectura de un psicoanalista no debe ser
ni la lectura formalista de un taller de escritores ni el contenidismo de
los críticos comprensivos, la lectura psicoanalítica será una lectura
indecente”. Tampoco tuve mejor suerte con el lacanismo de lengua
inglesa. El comité de redacción de la revista Lacanian ink rechazó, a
mediados de 1995, “Lacan’s Joyce”, un artículo en el que desarrollaba
“tres recomendaciones básicas: 1. No ubique el Seminario 23 en el
estante de los estudios joyceanos de su biblioteca; 2. No lea el
Seminario 23 a mucha distancia de los estudios joyceanos de su
biblioteca; 3. Sepa reconocer la dimensión heurística de las misreadings
“. En contrapartida, en 1998, fue a través de su directora, Josefina
Ayerza, que tomé contacto con David Hayman, lo que fue decisivo para
la redacción del último bloque de las próximas páginas.
¿Por qué elegí las epifanías para exponer la problemática del Lacan
lector de Joyce? Porque la cuestión de las epifanías resulta ser una
prueba de fuego para quien se acerca al conjunto de los comentarios de
Lacan acerca de la vida y obra de Joyce. Abordarlas nos atrapa en un
acertijo (¿quién es ese Stephen Dedalus que recoge voces de los barrios
bajos de Dublín? ¿es seguro que debajo de su impermeable se oculta el
mismísimo James Joyce alucinado?) que según quede resuelto quedará
decidida nuestra posición de lectores. Todavía escucho la voz de uno de
los asistentes de la reunión de noviembre de 1987:
lo que Joyce escuchaba, lo que se le imponía, y los neologismos que
escribía para hacer alguna operación con eso que a él se le imponía (...)
El neologismo, eso que Joyce escribía, escribía neologismos, y a mí me
parecía que eso tenía que ver algo con una operación que él hacía sobre
lo que escuchaba, sobre lo que se le imponía. Entonces, diferenciaba el
neologismo de las palabras que a él se le imponían, el neologismo
operando sobre esas palabras que a él se le imponían, que no es lo
mismo que galopiner. (2)
¿Credulidad o complicidad? Lo que sigue es una colaboración para que
los analistas mantengamos una honesta complicidad y no una creyente
perplejidad con los trucos y recursos del escritorio de Lacan.
¿Por qué privilegié la bibliografía francesa y particularmente la colección
de artículos del volumen Joyce avec Lacan? Por la gran autoridad que
irradia y para verificar que el enigma de ¿quién es ése al que Lacan
llamaba James Joyce? es obstinado y no se trata de un espejismo de las
traducciones.
Una última cuestión es si detrás de la serie de preguntas y respuestas
que componen esta nota y que se prolongan a largo de todo el capítulo
(y en la que algunos reconocerán un homenaje a “Ítaca”) no hay un
riesgo inútil. ¿Detrás de el prolijo desfile de pruebas que ahora vendrá,
dirigido a refutar una a una, las razones de los adversarios de mi
hipótesis no hay, acaso, un exceso pendenciero o una mueca pedante?
Es probable. Sin embargo, el lector reconocerá que en toda disputa hay
magullones y fanfarronadas, y que los combates cumplidos con las
armas de la lógica y la exposición alientan, a largo plazo, efectos más
productivos que los del espectáculo del combate con las armas de la
injuria y el disimulo. En cuanto al pecado de pedantería o de
inconsecuencia que supondría el enfrentar opiniones consagradas por
autoridades del movimiento o la institución a los que uno pertenece,
dejo mi entera defensa en manos de Stanley Fish que asegura que:
“Cuando el profesional que «es hablado» por una institución, tanto en
sus pensamientos como en sus acciones, «habla» en nombre de
esencias que la trascienden y que le dan a él una perspectiva más
amplia para criticarla, no actúa contradictoriamente; solamente está
actuando de la única forma en que pueden hacerlo los seres humanos”
(3)
EFECTOS SECUNDARIOS DEL LACANLECTOR
MALAS LECTURAS (MISREADINGS) Y
LECTURAS MALAS DE LAS EPIFANIAS DE JOYCE
Un ángel habla al oído de Mateo
que, viejo, barbado, pluma en mano,
mira el vacío delante suyo. El ángel
no puede estar hablando arameo
porque entonces Mateo no tendría
nada que pensar: copiaría
lo que el ángel le dicta.
Murmura el ángel frases sin sentido
en cuya oscura música celeste
el anciano ve saltar a veces
los peces, fugitivos de su tema.
Daniel Samoilovich, "San Mateo inspirado por el ángel"
Si bien James Joyce hizo todo lo posible en los últimos
veinte anos de su vida para alentar el joycismo, fue
recién después de su muerte, acaecida el 13 de enero
de 1941, que el paulatino desciframiento de cartas,
cuadernos de notas y primeros manuscritos dejo abrir episodios y hojas
de su obra olvidados o solapados. En ese escritorio de los objetos
perdidos estaban las epifanías, a las cuales las trescientas cincuenta
paginas de la biografía autorizada de Joyce de 1939, escrita por H.
Gorman y dictada por el propio Joyce, solo les habían dedicado un par de
lineas apuradas.' Precisamente en 1941, caen en manos de Harry Levin
las mil páginas de los manuscritos de Stephen Hero, el único lugar
donde Joyce se explayó —y muy extensamente— acerca de su
concepción de las epifanías. Stephen Hero es el borrador de una novela
interrumpida, abandonada hacia 1907, y el punto de partida del Retrato
del artista adolescente, que es su versión más compacta y elusiva (“más
estética” le adelanta Joyce a Stanislaus, su hermano confidente, en una
carta de septiembre de 1907). Uno de los pasajes que esa reescritura
simbolista del Retrato dejó en el camino fue la exposición didáctica y
oscilante —embebida en nomenclatura tomista y entusiasmada con
Flaubert y Baudelaire— que el personaje Stephen Dedalus hacía, en el
capítulo 25 de Stephen Hero, a su amigo Cranly a favor de una poética
de la epifanía que, en la práctica, consistía en la anotación de breves
instantáneas naturalistas y autorretratos líricos: “Por epitánía entendía
una súbita manifestación espiritual, ya fuere en la vulgaridad de la
alocución o del gesto, ya fuere en una faz memorable del mismo
espíritu. Creía que el hombre de letras debía dejar registradas tales
epifanías con sumo cuidado, dado que son los momentos más delicados
y evanescentes” (2). De una extensión que rara vez superaba la docena
de líneas, estos apuntes generalmente registraban muestras
sintomáticas de la vida cotidiana, pero también podían ser relatos
poetizados de sueños y de recuerdos lejanos. Generalmente se decidían
por el costumbrismo crítico o por la expresión sentimental, aunque no
eran excepcionales las filiaciones mixtas como la de la epifanía nº 26
según Scholes (nº 28 según Hayinan):
Está comprometida. Va bailando con todos ellos en círculo —un vestido
blanco que se alza ligero mientras baila, un ramillete blanco en su pelo;
la mirada algo esquiva, un ligero brillo en sus mejillas. Su mano es mía
por un momento, la más suave mercancía.
—Ahora vienes muy poco por aquí.
—Sí, me estoy volviendo una especie de recluso.
—Vi a tu hermano el otro día Se parece mucho a ti.
—¿Lo crees?
Va bailando con todos ellos en círculo —ecuánime, discreta, sin
entregarse a ninguno. El ramillete blanco se le desarma al bailar, y
cuando queda en la sombra el brillo de sus mejillas se intensifica.
Lacan habría realizado un solo y breve desarrollo
acerca de las epifanías de Joyce en la ultima clase del
Seminario 23 (Sem. Le Sinthome, II mayo 1976, clase
11ª “El ego de Joyce”):
…sería necesario que diga algunas palabras de la famosa epifanía de
Joyce (...) Cuando él da una lista de ellas, todas esas epifanías están
siempre caracterizadas por lo mismo, que es precisamente esto: la
consecuencia que resulta del error de que el Inconsciente esté ligado a
lo Real. Cosa fantástica, Joyce mismo no habla de ello de otra manera.
Es completamente legible en Joyce que la epifanía hace que, gracias a la
falta, lo Inconsciente y lo Real se anuden.
Pero según la llamada versión Chollet del mismo seminario, a Este
párrafo hay que sumarle acotadísima mención de la clase del 20 de
enero de 1976, la reservada a la conferencia del joyceano francés
Jacques Aubert. El tema aparece en el momento en que Aubert está
señalando que Joyce empleó provocativamente el término «epifanía» y
Lacan lo interrumpe para solicitarle que precise si esa apropiación para
el campo de la literatura de un término religioso había sido o no una
originalidad de Joyce. ¿Es un término de Joyce?, pregunta Lacan, y hay
que decir que su visitante elude dar una respuesta. Once años después,
en la transcripción de la conferencia publicada en Joyce avec Lacan —
antología dirigida por el mismo Aubert—, esa participación será tachada;
quedando, en cambio, curiosamente en pie la otra interrupción de
Lacan, esta vez una confirmación a Aubert algo deshilvanada y de
menos consecuencias (J. Lacan —…y sobre lo cual Jones insistió
bastante; Jones el discípulo de Freud) (3). A mi parecer, la pregunta
suprimida guarda interés porque revela ignorancias y saberes del Lacan
del Seminario 23. Pone de manifiesto que su erudición joyceana era
limitada; unjoycismo más aplicado le habría recordado, por ejemplo, que
la primera parte de El fuego de Gabriele D’Annunzio, uno de los libros
más admirados por el joven Joyce, se titula: “Epifanía del fuego” (4). A la
vez, esa interrupción nos obliga a recapacitar acerca de los móviles que
pudieron alimentar su pregunta y a recordar, entonces, los contactos de
primera mano que Lacan mantuvo a lo largo de toda la vida con las
vanguardias artísticas: a el no se lo podía convencer fácilmente de que
el empleo de una terminología religiosa en la literatura de principio de
siglo fuera algo inusitado. La pregunta a Aubert no está sostenida
únicamente por cierta falta de familiaridad con la bibliografía joyceana
sino, además, por las prevenciones del conocedor. Igualmente poco
sorprendido, al respecto, se había mostrado el joyceano mayor Richard
Ellmann, para quien « epifanía» es apenas un termino más llamativo o
sobrecogedor [a new and more startling descriptive term] (5) preferido
por Joyce entre otros términos, más o menos místicos o imaginistas, que
circulaban en ese entonces para nombrar de otra forma los ejercicios de
prosa poética puestos en boga desde Baudelaire.
En 1944, Stephen Hero fue publicada como
novela inconclusa; esta novedad académica
junto con la información de que entre 1900
y 1904 el mismo Joyce había juntado
epifanías, alentó las interpretaciones en
clave biográfica así como la hipótesis de que se podía encontrar la
genética y el manifiesto oculto de la obra completa de Joyce en aquel
dispositivo confesado en borradores por Stephen (6). Esas esperanzas
venían, además, prefiguradas por Así I Was Going Down Sackville Street,
las memorias de un condiscípulo de Joyce, Oliver Gogarty, publicado en
1937. El libro de Gogarty había adelantado el tema (“Probablemente el
Padre Darlington le enseñó —puesto que Joyce no sabía griego— que
Epifanía significa «manifestación ». Luego él catalogó como Epifanía
cualquier manifestación que considerara suficientemente reveladora
para su mente”), y había asimismo llamado la atención acerca de la
diversión y el terror que los hábitos escriturales del joven Joyce
despertaban entre sus amistades (“Joyce se deslizó amablemente fuera
del aposento con un “Disculpen”.
—iCállense, se fue a anotarlo todo! — ¿A anotar qué? —A anotarnos a
nosotros ... Y seguro que lo publicará”) (7). Lo cierto es que él jamás
intentó publicar sus epifanías; lo que sí hizo fue exhibirlas en círculos
privados, donde su contexto y estética eran conocidos, y más tarde
incluyó varias dentro del marco de sentido de algunas de sus siguientes
obras, introduciéndoles previamente los cambios que necesitaran. Un
ejemplo es la epifanía Scholes nº 21/ Hayman nº 23 (y. Epifanías, p.39)
fechada a mediados de 1903, tres meses después de la muerte de la
madre de Joyce:
Dos figuras de luto se abren paso entre la multitud. La chica, una mano
prendida a la falda de la mujer, corre delante. La cara de la chica es la
cara de un pescado, descolorida y con los ojos oblicuos; la cara de la
mujer es pequeña y cuadriculada, la cara de una regateadora. La chica,
torcida la boca, mira a la mujer para ver si es el momento de llorar; la
mujer, manteniendo en su sitio una cofia plana, se apresura hacia la
capilla mortuoria.
Este apunte se acomodará con recatadas variaciones en Stephen Hero
(y. Esteban el héroe, p. 181) para el capítulo de la muerte de Isabel:
Dos de sus acompañantes, que habían llegado tarde se abrieron paso
entre la muchedumbre. Una niña, que asía la falda de una mujer, se
adelantó unos pasos. El rostro de la niña se asemejaba al de un pez, un
rostro descolorido y de ojos oblicuos; el rostro de la mujer era cuadrado
y contraído, era el rostro de alguien dedicado a la compra y venta de
objetos varios. La niña, que tenía la boca torcida, miró a la mujer para
ver si había llegado la hora de llorar. Poniéndose un sombrero chato, la
mujer apresuró el paso y se dirigió a la capilla mortuoria.
Y reaparecerá bastante más modificado en el Ulises. Manteniéndose
completo aunque con visibles cambios de estilo en “Hades” (Ulises, p.
101):
Unas enlutadas salieron por la verja: mujer y una niña. Arpía de quijadas
flacas, mujer dura para regatear, con el sombrero torcido. Cara de niña
manchada de suciedad y lágrimas, del brazo de la mujer levantando los
ojos hacia ella en busca de una señal para llorar. Cara de pez, lívida y sin
sangre.
Y asomando una esquirla en “Circe” (Ulises, p. 568), para retratar a la
hija de Dignam: “Susy, con la boca de un bacalao condolido”. Con
respecto a las restantes epifanías, está confirmada la inclusión de otras
ocho en Stephen Hero, hay un número semejante en el Retrato y tres o
cuatro en el Ulises; de las otras, los comentaristas se empeñan
convincentemente en encontrarle funciones germinales: sospechan sus
ecos en el tono o la atmósfera de tal o cual párrafo, semejanzas en los
gestos de algún personaje y alusiones temáticas, o bien se sorprenden
de cómo puede ser que Joyce no haya aprovechado esta epifanía en
aquel pasaje de esa novela. La línea 11 de la página 508 del Finnegans
Wake, “-How culious an epiphany!”, vendría a definir, treinta anos mas
tarde, el merito y el Ifmite de las epifanías como ensortijamientos
[curliness] curiosos [curious] o curiosos floreos caligráficos [curlicue].
En los anos cincuenta, la hegemonía de la Nueva Crítica en el ambiente
universitario norteamericano, con la fuerza de su doctrina de la falacia
intencional, la autonomía y la inmanencia autorreferida [autotelic] del
texto, consiguió desalentar la exégesis biográfica que dominaba los
estudios literarios y, como se ha visto, también el primer joycismo de las
epifanías. La nueva corriente supo poner en evidencia la figura de la
ironía y las diferencias entre personaje, narrador y autor -especialmente
cuando el estilo emplea el recurso de la primera persona. Era una
posición crítica que armonizaba, por ejemplo, con el phylum de Borges,
a quien le gustaba subrayar a modo de elogio que: “durante mucho
tiempo se creyo que Walt Whitman, el autor, era Walt Whitman, el
protagonista de Hojas de Hierba. Son muy distintos. Whitman, por lo que
yo he leído sobre él, era un hombre tímido, desdichado” (8). El frente del
New Criticism tomo como banderas algunas declaraciones de Joyce
("estuve algo duro con ese muchacho [Stephen]") y subrayo ciertas
descripciones de su personaje protagónico inconciliables con los rasgos
de su persona. Este textualismo abrió a una lectura de notables logros,
como el hallazgo de Hugh Kenner del “Principio del tío Charles” (a
propósito de la técnica joyceana de encomendar ciertos adjetivos de la
narración al gusto del personaje descrito y no a las preferencias léxicas
del autor) (9)
Desde esta perspectiva literaria y anti -biográfica, se pudo leer como
una acentuación novelesca, y no como una declaración bajo juramento,
la única referencia expresa del Ulises ala poética de las epifanías,
presente en el monólogo interior del tercer capítulo: “¿Recuerdas tus
epifanías en hojas verdes ovaladas, profundamente profundas, copias
para enviar si morías, a todas las bibliotecas del mundo, incluida
Alejandría. Alguien las habría de leer al cabo de unos pocos miles de
años...”
La postura americana que se vio favorecida en 1958 con la aparición de
la biografía de Stanislaus Joyce, My Brother’s Keeper, puesto que allí se
subrayaba lo muy inserta que estaba la concepción de las epifanías en el
intertexto de la literatura de su tiempo, tan cercana a la imagen como
adversa al argumento, así como las diferencias que separaban a James
Joyce de la identidad de sus personajes (v. gr. precisando por qué “mi
hermano no era el débil, estremecido niño que aparece en el Retrato”
(10), o cómo el irritado viaje a Cork de Stephen con su padre no fue
idéntico al de James con el suyo: “las cartas que mi hermano escribió a
casa en ese momento tenían un tono divertido”) (11). Pero el
antibiografismo y los privilegios dados al distanciamiento irónico
llegaron a ser tan disciplinados que, a principios de los sesenta, Robert
Scholes debió librar una batalla en muy duros términos cuando publicó
la primera lista anotada de las epifanías de Joyce, que incluía
necesariamente precisiones acerca de su vida y especulaciones sobre la
posible supervivencia de ese recurso en sus obras mayores. Una de esas
batallas fue contra el jesuita William Noon, autor de Joyce an Aquinas
[Yale Univ. Press, 1957]. Noon,subrayaba el papel de la educación
jesuítica del joven Joyce y el tomismo que suponen las reflexiones
políticas puestas en boca de Stephen Dedalus. Vale decir, privilegiaba la
presión del intertexto escolar sobre el texto de autor. Scholes, en
cambio, se inclinaba por la particularidad de Joyce como autor e
individuo. En 1964, el Padre Noon apeló a influencias para evitar que
Scholes llegara a publicar sus puntos de vista en la prestigiosa PMLA
(12); en represalia, Scholes reescribe mas severamente su articulo
original, que consigue sacar en el Sewanee Review. La guerra estaba
declarada: "Yo sugiero que tanto Joyce como Stephen ingresaron, en
cierto momento, a estas oscuridades platónicas con la llave de la
epifanía, y que luego ambos emergieron de allí como resultado de sus
propias conclusiones. Son los críticos los que se niegan a emerger de allí
porque aman esos vapores pesados. A ellos solamente puedo decirles
[glosando el comienzo del Ulises] << Asómense, asómense ustedes,
temerosos .jesuitas» (13).
Todavía hay los estudios genéticos de los manuscritos y los cuadernos
de Joyce encuentran resistencia en los Estados Unidos, excepto en la
escuela de Madison (Wisconsin) dirigida por David Hayman (14).
Las numerosas apelaciones del seminario Le Sinthotne a la vida y obra
de Joyce, como ilustraciones de una clínica
nodal,
alcanzaron
amplia
repercusión
bibliográfica en los últimos veinte anos. Con
respecto al tema de las epifanías, un
sobrevalorado articulo de Catherine Millot,
“Épiphanies” (incluido en la mencionada antología Joyce aver Lacan, pp.
87-95, y luego, con ligeras modificaciones, en su libro La vocación del
escritor de 1991) se convirtió en el lugar común en el que muchos
delegaron la molestia de visitar las fuentes joyceanas.
“Épiphanies” parte de dos premisas basicas: (a) cargando las tintas
sobre la mencionada observation de Aubert, Millot califica de
extravagante [bizarre] la election de Joyce de reunir sus pequeños
ejercicios bajo el título de «epifanías»; y (b) buscando apoyos aislados
en la monumental biografía de Joyce escrita por Ellmann, ella
diagnostica en el joven escritor una afección megalómana o mística por
haber supuesto de sus epifanías alguna señal de genio literario. Por lo
que se vio hasta aquí, ni Stanislaus ni Ellmann ni probablemente Lacan
coincidirían con (a). En cuanto a (b), a los veinte años Joyce traía algo
más que un puñado de epifanías en el bolsillo: dos premios nacionales
de inglés —a los quince y dieciséis años—, un par de ensayos que
habían alcanzado repercusión en su universidad, un artículo premiado
por Fortnightly Review de Londres que mereció comentarios de Ibsen, y
una obra de teatro. Como única prueba, C. MilIot destaca una
declaración que habría hecho Yeats —según la entrada del 30 de
noviembre de 1903 del diario de su amigo Francis Sheehy Skeffington—
con respecto al joven Joyce: “Jamás vi combinados en una sola persona
tal colosal vanidad y semejante genio literario liliputiense” (15). Pero lo
que ella pasa por alto son los numerosos datos, también presentes en el
mismo capítulo que cita del libro de Ellmann, que indican palmariamente
lo contrario. Me limito a dos fragmentos del diario de Stanislaus Joyce:
“...mi hermano le llevó sus poemas y «epifunías». Yeats los leyó
cuidadosamente y luego le escribió una larga carta de cuatro páginas
aconsejándole que se dedicara a la literatura” (16). “Yeats escribió a mi
hermano, en carta fechada el 18 de diciembre de 1902: «Su técnica
poética es mucho mejor que la de ningún otro dublinés de mi época.
Merecería ser la obra de un joven en contacto con el ambiente literario
de Oxford»” (17).
Testimonio al que hay que añadir la fidelidad con que Yeats siguió
alentando y promoviendo a su joven compatriota en el medio literario y
editorial irlandés e inglés (v. gr. el 6 de diciembre de 1902, lo presenta a
A. Symonds y a los directores del Speaker y Academy). Este respaldo se
prolongó hasta, por lo menos, 1914; la publicación por entregas del
Retrato del artista adolescente fue gestionada a través suyo en alianza
con Ezra Pound.
Aunque el artículo entero de Miliot está construido de audacias y olvidos
semejantes, su credibilidad se mantiene alta. Como sus conclusiones
parecen demostrar verosímilmente los dichos de Lacan acerca del ego
de Joyce y su desanudamiento del registro imaginario, “Épiphanies”
consigue seducir todavía la confianza de lectores muy advertidos. Así es
como en una conferencia de diciembre de 1997, C. Soler sostuvo que:
“El escritor inglés Yeats, que conoció a Joyce cuando éste tenía 20 años,
reparó en que nunca había visto a un joven tan seguro de su propia
importancia con tan pocas razones para estarlo; subrayando el hecho de
que no había producido todavía nada. Entonces, no se trata de decir que
Joyce no tenga narcisismo sino que, justamente, hay que colocarlo del
lado de la inflación megalómana y no del de la fijación del narcisismo al
propio cuerpo. Esto es Joyce: el retrato del autista que acabo de hacer, y
no el retrato del artista” (18). Pero más allá de la inconsistencia
documental de ese artículo vuelto clásico, lo que se precisa decidir aquí
es hasta qué punto el Seminario 23 reclama o no una demostración por
la biografía. ¿Hasta qué punto hace falta creer que, para sacarle
provecho a su lección de psicoanálisis, el Seminario 23 deba referirse
efectiva y necesariamente a la vida de James Joyce?
En 1956, Oscar Silverman publicó, de la colección
de manuscritos de la Universidad de Buffalo (New
York), una transcripción de las veintidós epifanías
existentes de puño y letra de Joyce, fechadas
hipotéticamente entre 1900 y 1904) (19). Pero en
los siguientes diez años se hicieron dos descubrimientos que
descompletaron su colección y aumentaron el número. Peter Spielberg,
a cargo de los Archivos de Buffalo, advirtió que al dorso de las hojas de
las veintidós epifanías estaban escritos unos números, del 1 al 71, que
las ordenaban en una cronología muy atendible; el hallazgo reveló que
faltaban, en el mejor de los casos —en el que la número 71 es
efectivamente la última de todas—, al menos cuarenta y nueve
epifanías... Afortunadamente, Scholes encuentra en la colección de
Cornell dieciocho de los epifanías perdidas en las entradas de un
cuaderno de citas de Stanislaus Joyce. En 1965, Robert Scholes y
Richard Kain publican en The Workshop of Daedalus las cuarenta
epifanías reunidas junto a otros documentos del joven Joyce (20). Si bien
hay sospechas de que ciertos fragmentos o diálogos breves de Stephen
el héroe, del Retrato, el Ulises o aún el Finnegans Wake atesoran las no
menos de treinta y una epifanías aún faltantes, su identificación se
limita a especulaciones únicamente formales. Las cuarenta confirmadas
son seguramente “la lista” de la que habla Lacan el 11 de mayo del
1976, y son las que desde 1996 se pueden encontrar en la primera parte
de la edición David Hayman de las epifanías preparada para lengua
española (21).
Contando con ese número y su amplia variedad, no deja de sorprender,
entonces, que la mayor parte de la bibliografía analítica insista,
siguiendo a C. Millot, en citar y tomar como modelo una sola epifanía
que, además, no es seguro que lo sea realmente puesto que no está
entre las cuarenta certificadas... Me refiero a la única que aparece como
ilustración de qué es una epifanía en Stephen Hero. Como se recordará,
se trata de un breve diálogo entrecortado que Stephen alcanza escuchar
de una pareja de jóvenes en los suburbios de Dublín:
La Mujer Joven (arrastrando discretamente las palabras):…
Oh, sí… Estaba… en la… ca… pi… lla…
El Hombre Joven (con voz inaudible):… Yo… (de nuevo voz
inaudible)… Yo…
La Mujer Joven (suavemente):… Oh… pero usted es… muy…
Ma… lig… No… (22)
Varios han sido los esfuerzos por demostrar que este fragmento está
ausente de significación (desanudado de amarras imaginarias). En los
últimos años tuve ocasión de escuchar a tres expositores, de distintas
pertenencias lacanianas, que se obligaban a leerlo con un deletreo
monocorde (transitando más cerca del ridículo que de la demostración),
como si no se tratara de un diálogo y ni siquiera de una lengua
conocida. Otro intento, a mi entender desesperado, es el de Jacques
Aubert en su nombrada conferencia para el Seminario 23, cuando invita
a que leamos solamente los puntos suspensivos: “[El capítulo 25 de
Stephen el héroe] se refiere a un diálogo que escucha, un diálogo entre
una joven y un muchacho; una de las escasas palabras que aparecen es
la palabra capilla, aparte de eso, en ese diálogo no hay prácticamente
nada sino puntos suspensivos” (23). Por cierto, podemos convenir que si
a esta epifanía o pseudo-epifanía se la lee recortada de todo contexto,
su resultado queda —como sostiene C. Miliot— confinado al sin sentido.
¿Pero por qué habría que hacer tal cosa? ¿Qué escrito soportaría,
además, un aislamiento semejantes sin enrarecerse? Solamente los de
los cables de las grandes agencias noticiosas están inmunes a ese
resultado, porque sus redactores aprenden el engorroso oficio de
escribir de tal manera que cualquier párrafo se sostiene como
informativamente autosuficiente, listo para someterse sin resultados
desconcertantes a las privaciones del corte y pegado que le reservan los
periódicos. Ahora bien, incluido en el contexto de descubrimiento en que
se asienta en el Stephen Hero, el diálogo de la parejita dublinesa es de
una legibilidad patente.
Stephen, el joven que observa la escena, viene del capítulo anterior de
ser rechazado por Emma Clery, una muchacha nacionalista y muy
católica, que lo planta alarmadísima luego de escuchar su invitación
sexual (“Emma intentó soltar su brazo y murmuró como si repitiera algo
de memoria: —Usted ha enloquecido, Stephen”); (24) de allí surge que
el espectáculo de ese diálogo callejero, que duplica los que él había
tenido en sus primeros escarceos con Emma, no es más que una
presentificación redundante de que en todo Dublín a las parejitas les
pasa lo mismo por culpa de los curas: ningún vértigo de la significación,
apenas una didáctica machacona (25).
Lo que no extraña en Joyce, puesto que —como nos detuvimos a
comprobarlo en el capítulo 2— se sabe que sus borradores iban siempre
del sentido al sin sentido y no lo contrario. A la inversa de, por ejemplo,
las de Lacan (26), sus correcciones eran un esfuerzo de desplazar el
documentalismo realista por la ilegibilidad simbolista: la forma relato por
el relato de la forma. Para llegar al Retrato del artista adolescente, Joyce
debió escribir primero y sacarse de encima Stephen Hero, la cándida
novela de las epifanías. Pero más allá de las ligerezas de la lectura de
Millot, lo que se precisa decidir aquí es hasta qué punto el Seminario 23
reclama o no una demostración por el análisis literario. ¿Hasta qué
punto hace falta creer que, para sacarle provecho a su lección de
psicoanálisis, el Seminario 23 deba referirse efectiva y necesariamente a
lo escrito por James Joyce?
¿Si el Seminario 23 no es ni un aporte de Lacan a
la psicobiografía de James Joyce ni a la psicocrítica
literaria de su obra, cuál es, entonces, su tema y
su campo? El del psicoanálisis. En principio, el
asunto podría relacionarse con las impugnaciones hechas a Un recuerdo
infantil de Leonardo Da Vinci. Como todo el mundo sabe, se ha
comprobado que, desde el punto de vista de la documentación
iconográfica y filológica, este libro de Freud es algo disparatado: que
toma de punto de apoyo una mala traducción alemana, etcétera. Sin
embargo, también hay coincidencia en que esta objeción no invalida el
lugar que Un recuerdo infantil merece dentro de la teoría analítica: allí
se esboza nada menos que la cuestión del narcisismo y de la madre
fálica. Ahora bien, con Lacan ocurre a veces algo parecido excepto que,
a mi entender, él empleaba deliberadamente datos incorrectos o
inventados. No es ningún secreto, aunque tampoco es un tópico del que
se hable con tranquilidad, que Lacan no solamente fue un arqueólogo
genial del detalle clínico, sino además un fabulador no menos genial que
solía retocar y construir casos clínicos a los fines de la enseñanza, y no
solamente por la imposibilidad narratológica y epistémica de poder
contarlo todo. Mucho del atractivo y del progreso que Lacan trajo al
psicoanálisis reside en este balanceo suyo entre la interpretación y el
uso, entre el close-reading y el mis-reading. El ejemplo más comentado
es el de sus variaciones en torno al Hombre de los Sesos Frescos de E.
Kris (27). Se trata de uno de los rasgos más osados, más divertidos y de
mayor potencia heurística de su estilo; pero también el que despierta
mayor prurito: la moralina positivista que sobrevive en nosotros se
siente ultrajada por el padre si el Joyce de Lacan no es el señor James
Joyce.
¿La lectura interna del Seminario 23 debería renunciar, entonces, a todo
joycismo? No, siempre que sepa procurarse un joycismo a su medida.
Porque no se trata de validar o invalidar a Lacan desde los estudios de
Joyce (¡Joyce no es el tema!), sino de buscar o conjeturar el joycismo
que estaría bien para leer a Lacan en sus supuestos. Esta fue,
implícitamente, la recomendación de Jacques-Alain Miller en Barcelona a
fines de 1996 (28). Según Miller, ese joycismo debería cumplir tres
condiciones: (1) ocuparse exclusivamente del estudio genético del
Finnegans Wake (“De la misma manera que Raymond Roussel ha podido
escribir su texto Cómo he escrito alguno de mis libros, que ha
comentado Michel Foucault, estaría bien inventar un Cómo Joyce ha
escrito Finnegans Wake. ¿Cuál es el procedimiento o los
procedimientos? Eso ha sido estudiado...”) (29); (2) renunciar a la
exégesis biográfica (“…en Joyce nos encontramos con un enunciado que
no es interpretable. Los equívocos están ya previstos y explicitados, uno
está despojado del arma de la interpretación, todo es buscar las fuentes,
y nadie puede pensar que son las fuentes de vivencias infantiles: son
frentes de lectura, de biblioteca. Es su vida, son sus amigos, sus
experiencias, pero como de una novela, no de una vivencia. No se
puede interpretar porque no hay función de verdad: los que trabajan
sobre Joyce lo hacen en la dimensión de la exactitud”) (30); y (3)
restringir la búsqueda a esas fuentes de biblioteca (“Los lectores de
Joyce, ¿qué hacen? Hacen una cierta computación, enumeración, pero
esencialmente buscan de dónde ha sacado Joyce eso. En ese sentido, la
Bedeutung es el conjunto del saber”) (31). Nótese que, en estas tres
oportunidades, Miller habla como si ese joycismo existiese, ¿un nuevo
truco lacaniano?
No, de ninguna manera; la escuela de Dublín liderada por Danis Rose
(que desde mediados de los setenta se sirve del FW Circular), se define
por esos tres requisitos, y es secundada por la corriente inglesa que
viene del desaparecido A Wake Newslitter y el grupo belga de Geert
Lernout. Su enemigo natural es el “French Joyce”, el grupo francés de la
ITEM, al que le reprochan estar más interesado en ilustrar a Derrida y a
Lacan que en revisar los manuscritos y las fuentes; entre ellos se
encuentra Jean-Michel Rabaté (colaborador de Joyce avec Lacan y luego
autor de Joyce upon the Void) (32).En “The Finnegans Wake Notebooks
and radical philology”, Lernout resume estas internas y ejemplifica una
de esas crueles batallas contra París con un uso virtuoso de ejemplares
del Irish Times de octubre de 1922 en el abordaje de las primeras líneas
del cuaderno VI.B.10 (33). Conociendo esta metodología fue que señalé,
hace un tiempo atrás, que la adivinanza The cock crew/The sky was
blue, mencionada por Lacan el 13 de enero de 1976, es apenas un riddle
tradicional irlandés que Joyce tomó de una recopilación que tenía en su
biblioteca (English As We Speak It) y no “El primer enigma del universo”
del escritor, como lo llama Annie Tardits (34).
Pero esta descarnada y triunfal búsqueda de las fuentes ha encontrado
un rival complicado: David Hayman, a quien nadie le discute su lugar de
pionero, desde 1956, en el trabajo concienzudo con los cuadernos de
Joyce, ni los méritos de su A FirstDraft Version ofFWde 1963. (En 1975,
Lacan se acercó a este libro e incluso lo consultó personalmente a
Hayman, en una reunión cuyos detalles él ha recordado para Lacanian
Ink) (35). No es casual, por eso, que el mencionado artículo de Lernout
tenga a Hayman como editor. Ahora bien, Hayman cuestiona nuestro
joycismo predilecto de dos maneras: destacando la importancia de
ciertas experiencias biográficas como timón de las elecciones de
biblioteca de Joyce (cf. su estudio de la parodia de The Art of Being
Ruled de Wyndham Lewis presente en 466.17-1 8 del FW) (36) y,
particularmente, destacando el lugar que en la génesis del FW habrían
tenido las epiphanoids, las anotaciones epifanoides: epifanías no pulidas
que Joyce habría seguido confeccionando aun después de 1904 (37).
Según Hayman, los cuadernos de Joyce guardan más de quinientas
epifanoides... (38). Pero su detalle, y eventual aplicación para leer otro
Lacan que el del Seminario 23, será objeto de futuros apuntes acerca de
las epifanías joyceanas.
NOTAS:
1
De la colección de fichas de la biblioteca de la EFBA, bajo el título
de “Lectura del seminario «Le sinthome», Fabrica de texto, Cartel
abierto”.
2
Id., p. 40.
3
Fish, Stanley, Doing What Comes Naturally. Change, Rheioric, and
the Practice of Theory in Literary and Legal Studies, Duke University
Press, 1989; p. 246.
NOTAS DE “EFECTOS SECUNDARIOS DE LACAN-LECTOR”.
1
“...la creación de una docena o más de sketches sin argurnento,
destellos de vida, manifestaciones de genio que denominó Epifanías.
Años después, varios de estos fragmentos, muy corregidos y llevados a
la perfección que carecían en 1902 y 1903, fueron incluido en el Retrato
del artista adolescente” GORMAN, Herbert [1939], James Joyce, Santiago
Rueda, Buenos Aires, 1945; p 98.
2
JOYCE, JAMES [1907, ed.1944], Esteban, el héroe, Sur, Buenos
Aires, 1960; p.228.
3
Cf. AUBERT, Jacques (dir.), Joyce avec Lacan, Navarin, Paris, 1987;
p 56. Me queda pendiente revisar si la supresión ya había sido realizada
en una primera versión publicada en el suplemento de Ornicar? Nº 9:
rey. Analytica nº 4, 1977, pp.3-15.
4
“En cuanto a D’Annunzio, Joyce estaba convencido de que II Fuoco
cruel logro más importante desde Flaubert (...). En el examen final
italiana], pese a que apenas estaba preparado para responder las
preguntas que le hicieron, había estudiado tan profundamnente a D
‘Annunzio que pudo imitar su estilo, y los examinadores, tras una larga
discusión lo aprobaron” ELLMANN, Richard [1959, red. 1983], James
Joyce, Anagrama, Barcelona, 1991; p. 77.
5
ELLMANN, Richard, J a m e s J o y c e , new and revised edition,
Oxford University Press, New York, 1983.
6
SCHOULES, Robert [1964], “Joyce and the Epiphany: The Key to
the Labyrinth?”, incluido en su libro: I n S e a r c h o f J a m e s J o y c e ,
U . of Illinois Press, Chicago, 1992; p.59.
7
Cit. en SCHOLES, Robert and KAIN, Richard (ed.), Time Workshop
of Daedalus, Northwestern U.P., Evanston, Illinois, 1965; p.7.
8
BORGES, Jorge L. conversaciones con CARRIZO Antonio [1979],
Borges el memorioso, FCE, Buenos Aires, 1982; p.40.
9
KENNER, Hugh, Joyce’s Voices, Univ. of California Press, Berkeley,
1978; pp. 15-38.
10
JOYCE, Stanislaus [1958] Mi hermano James Joyce, Compañía
General Fabril Editora, Buenos Aires 1961; p 42.
11
Op. cit., p. 85
12
“Los miembros de la Modern Language Association forman el
grupo mas numeroso de profesores de literatura inglesa y
norteamericana de institutos y universidades. La MLA es una asociación
profesional con una cierta influencia sobre las condiciones de empleo,
reflotamiento, mejora de currículum, etc. en la enseñanza superior
norteamericana. También publica una gruesa revista trimestral,
densamente impresa a doble columna, dedicada a las investigaciones de
los eruditos y conocida como PMLA, y una extensamente utilizada
bibliografía anual de trabajos publicados en libros o periódicos en todas
las muchas áreas temáticas que recaen en su campo de acción. (...) Y la
MLA es un mercado al mismo tiempo que un circo, es un lugar donde
jóvenes
eruditos
reción
obtenida
su
licenciatura,
buscan
esperanzadamen te sus primeros empleos, y otros académicos mas
veteranos olisquean el aire en busca de otros mejores”. cf. LODGE,
David [1984], El mundo es un pañuelo, Anagrama, Barcelona, 1996; pp.
389-90.
13
SCHOLES, Robert [1964], p. 69. En su nota introductoria de 204,
detalla: “Escribí este articulo esperando verlo aparecer en la PMLA,
donde fue rechazado por consejo del Padre jesuita William Noon, quien
me recomendó alejarme de la critica y permanecer en la pesquisa
bibliogrdfica, hacia la que parecía tener alguna aptitud. Eso me dolió, y
condujo a cierta pelea entre nosotros que lamento profundamente y de
la que me disculpe ante el en sus últimos dial. Me respondió que yo no
era el único que debía cargar la culpa y que « el viejo pecado de Adán
había sido de ambos». (...) Es un artículo pendenciero, lleno de lo que
Bill Noon llamaba el pecado de Adán o de las ansiedades de un crítico
joven queriendo dejar su marca. Sin embargo, su argumentación me
sigue pareciendo correcta, aunque el tono sea desafortunado" (p. 59).
14
Cf. LERNOUT, Geert, “The Finnegans Wake Notebooks and radical
philology”, incluido en Probes: Genetic Studies in Joyce, eds. David
Hayman and Sam Slote, Rodopi, Amsterdam, 1995; pp. 19-48. También:
HARKNESS, Marguerite, A portrait of the Artist as a Young Man: Voices
of the Text, Twayne Publishers, Boston, 1990; p.14.
15
ELLMANN, Richard [1959, red. 1983], James Joyce, Anagrama,
Barcelona, 1991; pp. 121-24.
16
JOYCE, Stanislaus, íd.; p 206.
17
Op. cit., p. 124.
18
SOLER, Colette [2 dic 1997], “Os nós do sintoma”, en Agente,
revista de psicanálise nº 10, abril 1998, Escola Brasileira de PsicanáliseBahia; p8.
19
JOYCE, James, Epiphanies, introduction & notes by O.
SILVERMAN, Lockwood Memorial Library, Univ. of Buifalo, NY, 1956.
A.
20
SCHOLE5, Robert and KAIN, Richard (ed.), The Workshop of
Daedalus, Northwestern U.P., Evanston, Illinois, 1965.
21
JOYCE, James [1900-1939], Epifanías, ed. de David HAYMAN,
Montesinos, Barcelona 1996.
22
Considerando las acepciones de wicked, a esa altura del Stephen
Hero, quizas: tú eres... muy... tra... vie...so sería una traducción más fiel
para: you’ re... ve...ry...wick...ed... que la de R. Bixio: usted es... muy...
ma...lig...no... o la de J.M. Valverde: usted… es... muy... ma... lo...
23 “Séminaire du 20 janvier 1976”, en Joyce avec Lacan, p 59.
24
JOYCE, James [1907, ed. 1944], Esteban, el héroe; p. 214.
25
En “Du syptôme à son épure: le sinthome” (también incluido en
Joyce ayee Lacan, pp. 159-221) Jean-Guy Godin (que sí consulta la lista
de Scholes) hace una reconstrucción mucho más sesgada y ambiciosa
del contexto de este dialogo, con la esperanza de probar, de un solo
golpe, el acierto de Lacan y la solución Godin a la sonrisa de Gioconda
del Ulises: el enigma «U.p.» (que, como el del punto final de “Ithaca” ola
identidad de «M’Intosh», los joyceanos vienen discutiendo desde hace
décadas).
26
BAÑOS ORELLANA, Jorge, “Lacan corrector”, en rey. sYc nº 8,
octubre 1997, Buenos Aires; pp.109-124.
27
V. gr. la respuesta escandalizada de LEIBOVICH de DUARTE, Adela,
“Crónica de una distorsión en Psicoanálisis”, rey. Asoc. Ese. Arg. de
Psicoter. para Graduados, nº 17, 1991, Buenos Aires; pp.47-60.
28
MILLER, Jacqucs-Alain, “Lacan con Joyce: Comentario sobre la
conferencia de Lacan ‘Joyce el síntoma’ “, rey. Uno por Uno, nº 45,
primavera 1997; pp. 15-34.
29
Op. cit., p. 19.
30
Op. cit., p. 28.
31
Op. cit., pp.27-28.
32
RABATÉ, Jean-Michel, RABATÉ, “Notes sur les ex-ils”, incluido en
Joyce ayer Lacan; pp.97-106. Y Joyce upon the Void: The Genesis of
Doubt, St. Martin’ s Press, New York 1991. Para más detalles, consúltese:
LERNOUT, Geert [1990], The French Joyce, The University of Michigan
Press, 1992.
33
V. supra nota 14.
34
BAÑOS ORELLANA, Jorge, “Los tres lectores del psicoanálisis”, en
rey. Descartes nº 14, dic.1995, Buenos Aires; pp.57-69. Cf. TARDITS,
Annie, “L’appensée, le renard et l’hérésie”, incluido en Joyce ayee
Lacan, p. 115.
35
HAYMAN, Dayid, “My Dinner with Jacques”, rev. lacanian ink nº 11,
1997, New York..
36
HAYMAN, David, “Enter Wyndham Lewis Leading Dancing Dave.
Joyce’s Unpublished Letters and Dave the Dancekerl”, inédito, 1998.
37
HAYMAN, David, “Epiphanies/Epiphanoids. Joyce’s Shaping and
Observing Eye”, inédito, 1998.
38
Ib.: “Inicialmente pesaba que podía haber unas cincuenta y cinco
de estas anotaciones en los cuadernos. Hasta hoy (y sólo hasta el
momento) tengo aisladas más de quinientas; la mayor concentración se
encuentra en el gran cuaderno Scribbledehobble, particularmente en la
entrada: «Penélope», en donde Joyce parece haber compilado un álbum
de recortes (verbales y gestuales) atribuibles a su esposa Nora y a unas
pocas mujeres más”. Para la preparación de estos apuntes David
Hayman tuvo la gentileza de enviarme artículos inéditos y permitirme el
acceso a sus archivos de las epiphanoids.
7
Según Samuel Beckett, el tema del Finnegans Wake es el Finnegans
Wake. Por eso le parecía ocioso reseñarlo como una novela acerca de
alguna cosa: la cosa en cuestión estaba, a su entender, comprendida en
la escritura misma de ese libro (“Finnegans Wake is not about
something, it is that something itself”). La fórmula de Beckett es
brillante, aunque también demasiado inespecífica (podría decirse lo
mismo a propósito del simbolismo francés) o demasiado acotada
(seguramente el Finnegans Wake es algo más que autorreferencialidad).
En cuanto al psicoanálisis, todo ensayo de exportar la fórmula de
Beckett para la descripción de la obra de Lacan sería un ejercicio
igualmente ingenioso, pero de una imprudencia todavía mayor. Las
enseñanzas de Lacan no son un salón vacío de paredes de espejos. De
todas maneras, intentarlo daría la oportunidad de destacar la
importancia de las remisiones y los bucles internos de su retórica de
exposición. La reflexibilidad de la vuelta del discurso sobre sí mismo es,
indiscutiblemente, uno de los rasgos de estilo más distintivos, audaces y
obstinados de Lacan, y es también —como intenta probarlo el capítulo
que sigue— el más lábil de todos, el de transmisión más frágil.
La tautología es el pecado predilecto de los estilos autotélicos, pero no
conducen obligadamente a ella. Al respecto, por encima de los regodeos
significantes de Lacan hay una pasión demostrativa de Lacan que los
antecede y domina. Su proclividad a las reverberancias es por eso
didáctica; él habla de otra cosa que de su propio discurso (¡no escribe
música sino psicoanálisis!), sólo que, como si no alcanzara con decir
algo de esa otra cosa, sus escritos y seminarios están exigidos, además,
por la pretensión de que esa otra cosa esté presente en el dicho mismo,
de que aparezca allí exhibida, mostrada y no únicamente referida por el
nombre. A la docencia usual de la definición y la demostración se le
superpone una docencia de la mostración. Parafraseando libremente a
Beckett, la obra de Lacan no es solamente acerca de algo, sino que es
también ese algo por sí misma.
Se me reprochará, con razón, que esta fórmula es tan inespecífica como
lo es su predecesora para el Finnegans Wake. Por ejemplo, alguien que
la leyera sin conocer previamente ni una línea de Lacan tendría buenos
motivos para esperar de sus textos el colmo de la legibilidad. Imaginaría
con optimismo el aditamento de esta docencia de la mostración
permaneciendo como fondo redundante de lo dicho (tal como en el
modelo elemental de «una frase de cinco palabras», en la que la forma
de la descripción trae en sí misma una muestra de lo descrito) o
emergiendo, excepcionalmente, desde el fondo a la figura cada vez que
hace falta dar un giro al volante, porque la sentencia llana de la
definición muerde el abismo de sus límites. En una palabra, la
mostración como remedio de la ambigüedad y como garante de la
referencialidad del signo. No hace falta decir que semejante lector
virginal que se hiciese tales conjeturas acabaría desconcertado por la
experiencia. Pero no sería por culpa de la inexactitud de la fórmula la
obra de Lacan no es solamente acerca de algo, sino que es también ese
algo por sí misma, ni porque a Lacan le faltara oficio en la didáctica de la
mostración; sino debido a la paradoja de que lo que él quería mostrar
con su obra era la ajenidad y la errancia del objeto del psicoanálisis y el
lenguaje. Es decir, mostrar lo ilegible. El dilema es evidente: para
mostrar lo ilegible hay que proceder exactamente al revés de cómo se
hace para volver legible lo ilegible. El mandato de mostrar para sumar
claridad a través de la autorrepresentación encuentra en este encargo
su autodestrucción. Desde luego, tampoco se trata de que nuestra
expectativa de lectura se exceda en desconfianza, dejándose abrumar
por las exigencias de semejante propósito de Lacan de volverse ilegible
para presentificar lo ilegible. Que su obra no sea solamente acerca de
algo, sino también ese algo por sí misma no implica que este recurso
domine como el único y absoluto. Las enseñanzas de Lacan no son,
después de todo, un salón en medio de la oscuridad. Primero, porque se
ocupan de estudiar varias caras de su cosa y no exclusivamente la del
gesto de asombro frente a lo ilegible. De lo contrario estaríamos
equiparándolas a las enseñanzas de René Guénon, de las que U. Eco
concluyó que son “un secreto vacío” —coincidiendo de esta forma,
seguramente sin proponérselo, con la opinión de Lacan, como se verá en
las próximas páginas—. (1) Y, segundo, porque él alterna párrafos
herméticos con otros imprevistamente claros es uno de los principales
recursos con que cuentan para volver más patente lo ilegible.
La suya no es una enseñanza totalmente esotérica. Buena parte de su
exposición se resuelve, al fin y al cabo, a favor del consentimiento de la
complementariedad entre el decir y lo dicho: la sentencia y su
mostración concurren entonces simultáneas a la cita, superponiéndose
sin sobras -como en «una frase de cinco palabras». La didáctica de la
mostración de Lacan se efectúa así en la dirección tranquilizadora de la
redundancia. Tampoco es totalmente exotérica. En no pocas ni
intrascendentes ocasiones, la sentencia y la mostración se desparejan.
Ocurre una torsión y, en lugar de espejarse en recorridos paralelos como
los que dejan los surcos trazados por una parejita arrobada de
patinadores, el dúo sentencia-mostración se cruza, se tacha, se choca
como dos payasos queriendo patinar al unísono. Entonces, en lugar de
ilustrar, confirmar y machacar, lo Queridos mamá y papá: la forma del
argumento consigue es poner en vilo el contenido de su propia
afirmación. La didáctica de la mostración de Lacan se efectúa así en la
dirección de la desautorización íntima. Los procedimientos para llevar
esto último a cabo son variados y largamente conocidos por sus
precursores, a veces la firma de la enunciación no quiere respaldar el
enunciado (como en la célebre paradoja de Epiménides de Creta,
cuando afirmaba: «Todo los cretenses son mentirosos»), en otras, el
significante confiesa públicamente sus simulacros (como en «Esto no es
una pipa» de la pintura de la pipa de Magritte) o hace alarde de sus
poderes (como en la mentira «Esto es una frase de cinco palabras») y
sus desvíos (como en la figura sintáctica, el neologismo, etc.).
Esta segunda forma de la mostración, la de la complementariedad
cruzada, es naturalmente la mejor dispuesta para sostener la
escenificación del obstáculo analítico y para actualizar la caída de las
ilusiones de la comunicación. Ahora bien, su puesta en escena es, por
eso mismo, de un alto riesgo. Son muchas las ocasiones (hay pilas de
antipáticos ejemplos para demostrarlo) en que su aparición es pasada
límpiamente por alto. El lector corriente, educado para desentrañar y
aun construir la legibilidad, tiende a esquivar o postergar
indefinidamente las contradicciones en el empeño de encontrar un
sentido firme en lo que va leyendo. Víctimas de la impaciencia del aula,
son muchos los pasajes de Lacan que acaban descosidos y vueltos a
confeccionar por los comentaristas en procura de implicaciones
esquemáticas y urgentes. En nombre de la claridad, su obra pasa a ser
solamente acerca de algo, sin ser también ese algo por sí misma. El otro
trabajo de la mostración, el de la complementariedad paralela, si bien es
menos lábil, también suele quedar desmantelado por la indiferencia.
Claro que se trata de una ceguera menos grave; si bien no deja ver lo
que el juego de Lacan enseña del saber-hacer con la palabra, es un
descuido que al menos no arrasa con lo que, a través suyo, busca
informarse. La información queda intacta, en la medida en que lo que la
geometría del paralelismo pretende mostrar es siempre redundante. A
estos ciegos les da lo mismo «una frase de cinco palabras» que «una
frase que tiene cinco palabras», porque se imaginan esas cinco palabras
en el no-lugar de las abstracciones, en vez de encontrarlas en el texto
situado ahí, a centímetros de sus narices. Si bien aflige que no se
detengan a contar cuántas palabras hay en «una frase de cinco
palabras» (porque no se les ocurre, nunca los instruyeron a hacerlo o
porque la leen en una traducción que suma seis palabras), eso nunca
será tan catastrófico como que no lo haga con la ironía de «las frases
verdaderas
son
de
cinco
palabras»:
¡la
ceguera
de
la
complementariedad cruzada es una enfermedad de consecuencias
mucho más severas! Cada vez que se lee a Lacan confiando en que sus
textos adoptarán en todo momento la “seriedad” de la didáctica llana, el
lacanismo corre el riesgo de entrar en sus horas más aburridas y más
peligrosas. Son momentos en los que se nos vuelve invisible la
coreografía del dúo sentencia-mostración y, con el aplomo de los que
ignoran la duda, recitamos a viva voz una afirmación sin notar que en
ella anida astutamente su contraejemplo.
Y la aventura no concluye ahí. El lenguaje ofrece una tercera alternativa,
que la didáctica del escritorio de Lacan tampoco desaprovechó, en la
cual la mostración ya no viene a ilustrar o a contrariar, a envolver con
un sí o con un no la definición y sus inferencias, sino a ocupar su lugar, a
funcionar como suplencia antes que como complemento. En tales casos,
el asunto (la cosa de la que se habla) se nos aparece prácticamente sin
el aviso ni la mediación del comentario. El teatro del decir la exhibe
solitaria y desnuda, sin la etiqueta de la definición ni la lista
argumentativa de sus consecuencias lógicas. Expuesta como si el título
y los pensamientos a los que su sola presencia puede convocar fueran
siempre los mismos y se impusiesen automáticamente por añadidura:
como si se esperara o se exigiera que solamente una única conclusión
tuviese que desprenderse de la mera exposición de esas premisas. La
cosa en cuestión se aparece apenas señalada con el dedo del icono del
colofón (hablemos, por eso, de mostración colofón). No hace falta decir
que esta forma corresponde a las páginas más opacas de Lacan. No las
más complicadas, puesto que la complicación es algo visible, incluso
demasiado visible. El estudiante escribe en sus márgenes un gran signo
de interrogación. Son las más opacas en el sentido de que pasan
desapercibidas, no dejan ver ni escuchar nada, como dando la espalda al
tema y al público. En alarmante vecindad con lo que Beckett descubría
en el Finnegans Wake, el asunto no llega a ser tratado por el enunciado,
porque la sola entrada en la escena del asunto lo acapara y se adueña
de él.
Al respecto, “Joyce el Síntoma 1”, la conferencia de Lacan acerca del
Finnegans Wake y acerca de sus lecturas de Joyce y del joycismo, ofrece
en sus escasas páginas el repertorio completo y exacerbado de estos
tres recursos. Constituyendo, a mi entender, un texto modelo de enorme
provecho para enseñar al principiante los pasos básicos de cómo
recorrer la arquitectura de la obra entera de Lacan. Alternativamente,
“Joyce el Síntoma 1” (a) describe el Finnegans Wake, haciendo al mismo
tiempo un pastiche (= mostración paralela) de su estilo; (b) ironiza
buena parte de los estudios joyceanos, cometiendo como si fueran
propios sus errores más criticados (mostración cruzada), y (c) se
sumerge, de a ratos, en una emulación muda (mostración colofón). Y, en
cada uno de estas tres laboriosas tareas, el hercúleo Lacan se empeña
en enseñarse como un lector aturdido, que es más objeto que sujeto de
sus lecturas, más el poseído que el tramoyista de la función. En el
siguiente capítulo la incidencia de (a) y (b) se encontrará profusa y
detalladamente indicada; en cuanto a (e), el comentario final a propósito
de FW 531 .26 creo que resultará sobradamente elocuente.
Contagiadas también por la naturaleza del objeto, estas “Anotaciones de
una lectura de «Joyce el síntoma 1» no pudieron sustraerse de la
tentación de echar mano a una de las prácticas escolares del joycismo,
la del comentario línea por línea. Las limitaciones de este método para
introducir a la lectura de un texto de Lacan se harán en seguida
patentes, confío que lo mismo suceda con sus beneficios.
Con el agregado de dos breves actualizaciones, el siguiente capítulo
reproduce un artículo escrito a mediados de 1997 gracias al aliento de
Dudy Bleger. Su publicación está prevista para la edición
latinoamericana del nº 46 de Uno por Uno; si bien la discontinuidad que
viene suspendiendo esa revista en los últimos dos años hace temer que
las páginas del nº 46 continuarán inéditas para cuando aparezca este
libro.
CUANDO COMENTAR ES MOSTRAR
ANOTACIONES DE UNA LECTURA
DE “JOYCE EL SÍNTOMA 1”
Porque —dijo el dodo— la mejor manera de explicarlo es hacerlo.
Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas
Obviamente, Lacan sabía que lo que él encontraba en el Finnegans
Wake era lo que él quería encontrar Lo que es lícito, si se considera la
recomendación que allí da el mismo Joyce: “Limpien sus anteojos-glosas
con lo que sepan” you know]. Sin embargo, Lacan siguió esta
recomendación quizá un poco demasiado literalmente...
David Hayman, “My dinner with Jacques”.
LA CONFERENCIA DADA POR JACQUES LACAN EL 16 DE JUNIO DE 1975
en la inauguración del 5º Simposio Internacional James Joyce festejado
en París se publicó, por primera vez, como discurso de abertura de las
Actes du 5ème Symposium James Joyce, éditions du CNRS, 1975; luego,
como “Joyce le symtôme” en la revista L’Ane nº 6, Automne
1982, pp. 3-5; y cinco años más tarde fue incluida en el
libro Joyce avec Lacan, Jacques Aubert (dir.), Navarin, Paris,
1987, pp. 21-29—donde se le agregó el número “1” para
distinguirla de “Joyce le symptóme II”, un texto aparecido en Joyce &
Paris, Presses universitaires de Lilli et éd. du CNRS, 1979. La traducción
al castellano a la que me remitiré es la publicada en el nº 44 de Uno por
Uno, Revista Mundial de Psicoanálisis, otoño 1997, pp. 9-16, puesto que
seguramente se convertirá en la versión standard. Se conocen otras
traducciones anteriores, comenzando por la de Ana M. Gómez, publicada
en 1982 en Carpeta de psicoanálisis 2 de la clínica psicoanalítica: El
síntoma, Letra Viva, Buenos Aires, pero están agotadas o encuentran
legalmente inhibida su difusión.
La puntuación de “Joyce el síntoma 1” representa una
de las aplicaciones más estrictas de las reglas que
Jacques-Alain Miller adoptó para el establecimiento de
las intervenciones orales de Lacan. Especialmente en lo
que hace a la regla detallada en su entrevista con Françoise Ansermet:
“...le escribí una carta a Lacan para decirle que yo no utilizaría
deliberadamente ni el punto y coma ni los dos puntos —salvo algún
error usted no los encontrará en El Seminario—, sino un signo más
ambiguo, un signo de pausa distinto al punto y a la coma, que es el
guión. Por otra parte, yo aludía, en esa misma carta a Lacan, al hecho
de que esa manera de puntuar había sido la de Laurence Stern —el
autor de Tristam Shandy— en particular; tanto es así que la crítica
inglesa habla del shandean dash —del guión shandiano. Yo utilizo el
shandean dash para la transcripción de El Seminario de Lacan en lugar
de apelar —quiero subrayarlo— a todos los recursos de puntuación de la
escritura. Este rasgo dejaría marcado el origen oral que le es propio”. (1)
Este proceder de la transposición da lugar a un uso no solamente
abundante sino inesperado del guión; puesto que a su empleo habitual
en nuestra lengua (el de intercalar expresiones parénticas) se agregan
otros dos. (a) El de subrayar las entradas de los términos de una
enumeración; por ejemplo, en la página once, sexto párrafo (de ahora en
más 11∫6) de “Joyce el síntoma 1” se lee: en la trama de los
personajes de Finnegans, están esos dos gemelos —Shem, me
permitirán llamarlo Shémptoma —y Shaun. Obsérvese que los
guiones están allí para introducir los nombres propios de los gemelos y
no para encerrar el comentario me permitirán llamarlo Shémptoma.
Y (b) el de indicar un corte de la lógica de la argumentación por efecto
de alguna digresión; por ejemplo, en 10∫2 se lee: Lo importante no
es para mí pastichear Finnegans Wake —nunca estaremos a la
altura de la tarea—, es decir en qué le doy a Joyce, al formular
este título, Joyce el síntoma nada menos que su nombre propio.
Obsérvese que el segundo guión de 10∫2 no sólo cierra un comentario
paréntico, está abriendo paso, además, a una digresión que se instala de
espaldas a la lógica del párrafo, provocando esa forma de inconsistencia
(tan fácil de encontrar en cualquier exposición oral) que la tradición
llama anacoluto. En su lugar, una transposición “más escrita” y menos
fidedigna a los orígenes orales hubiese reemplazado, allí, el —, es decir
en qué le doy... por un; sino en qué le doy...
La concisión del establecimiento tampoco cedió ante los problemas
traídos por la caída de la gesticulación con que Lacan acompañaba su
ponencia; lo que se hace sentir en 11ʃ 1 Siempre llevé a cuestas (...)
una cantidad enorme —los hay hasta esta altura— una cantidad
enorme de libros entre los cuales los de Joyce no llegan más
arriba que así —los demás, son libros sobre Joyce. Una
transposición más intervencionista y menos taquigráfica, hubiese
preferido un resultado más amigable como: Siempre llevé a cuestas (...)
una pila enorme de libros joyceanos, en la que la obra de Joyce suma
poco lugar y todo lo demás son libros acerca de Joyce.
En las consideraciones que siguen a propósito de la nueva
versión castellana no hay que poder de vista que estamos
ante una de las pruebas más complicadas de la traducción
de textos psicoanalíticos: la de traducir el francés(?) del
Jacques Lacan de los últimos seminarios imitando el
inglés(?) del James Joyce del Finnegans Wake. Para superarla, la versión
publicada en Uno por Uno apeló a soluciones diversas que,
naturalmente, son materia opinable.
En cuanto a los frecuentes neologismos, sus soluciones menos
objetables son las que comprometen palabras de nuestra lengua que
provienen directamente del francés (como «popurrí» de «pot pourri») yio
que comparten con el francés raíces grecolatinas (como el todo y el tout
derivado del totus latino); así el neologismo tout-pourri queda
eficazmente convertido en 9ʃ 4 todpurrí. Aunque también en las
condiciones más favorables habrá que resignarse a alguna pérdida. Por
ejemplo, no es seguro que las palabras todpurrí - podredumbre
-podrespera - pudrir esperando - Nombre-del-Padre resuene entre sí con
la misma plenitud con que lo hacen tout-pourri -pourriture - pourspère pourrir en espérant - Nom-du-Père.
Cuando las dos lenguas se vuelven más ajenas, el traductor —que se
inclinó por no usar ningún juego de notas— no tiene más remedio que
decidirse, una veces, por el lado de la música (ptom, p’ titom, p’
titbonhomme será 9ʃ 5 tom, tombre, tombrecito) y, otras veces, por
el de la semántica (que cette
jouasse, cette jouissance será 14ʃ 3 esa jugancia, ese goce), lo que
en ciertas ocasiones obliga a pequeños retoques (Joyce le sinthomefait
hommophonie avec la sainteté será 9ʃ 7 Joyce el sinthome hace
homofonía en francés con la santidad del santo varón), a la
inclusión de información adicional para el lector extranjero (Sortant
d’un milieu assez sordide, Stanislas será 10ʃ 4 Proviniendo de un
medio bastante sórdido, el colegio Stanislas), y hasta al agregado
de verdaderos comentarios (Hi han a pas, à écrire comme celui de l’âne
será 16ʃ 2 Hihan a pas, no hay, que se escribe con el «i-a» del
asno).
De toda esta complicada operación solamente cabría disentir con una
omisión, la de 15ʃ 4, que traduce: “une structure qui est celle méme de
bm, si vous me perinettez de l’ écrire tout simplement d’un l.o.m. “por:
una estructura que es la misma de lombre —se lo reprocho por el
protagonismo que «LOM» cobrará después en “Joyce el síntoma II” (2).
Y señalar tres erratas: en 9ʃ 5, donde dice coitincidente debería decir
simplemente coincidente; en 10ʃ 1, donde dice del síntoma hizo
debería decir del sinthoma hizo; en 12ʃ 2, donde dice se lo digo
debería decir se los digo.
10ʃ 4 a los diecisiete años, gracias al hecho de que
frecuentaba lo de Adrienne Monnier, coincidí con
Joyce. Los siguientes recuerdos de Sylvia Beach
transcurren precisamente entre 1917 y 1919.
… Se veía una pequeña librería de color gris con las palabras <<A.
Monnier>> encima de la puerta. Contemplé lo atractivos libros del
escaparate y, escudriñando hacia el interior de la tienda, vi todas las
paredes cubiertas de estantes llenos de volúmenes recubiertos de
brillante papel de celofán (…) había también interesantes retratos de
escritores. Una joven estaba sentada junto a una mesa; A Monnier sin
duda. Al verme indecisa cerca de la puerta, se levantó con rapidez y me
abrió invitandome a pasar al interior, dándome calurosamente la
bienvenida, lo que estaba raro en Francia donde, por lo general, la gente
se muestra muy reservada con los desconocidos (…) Durante los últimos
meses de la guerra, mientras los cañones retumbaban cada vez más
cerca de París, pasé muchas horas en la pequeña librería gris de
Adrienne Monnier. A ella acudieron muchos autores Franceses –algunos
venían del frente y de uniforme- entablando con Adrienne vivas
discusiones. Se organizaban lecturas, en las que nunca dejaba de asistir.
Algunos socios [abonnés] de la librería eran invitados la Casa de los
Amigos del Libro para escuchar manuscritos que aún no estaban
editados, leídos por sus propios autores o por sus amigos, como cundo
Gide leía a Valery. Apiñados en la pequeña tienda, junto a la mesa y casi
encima del lector, escuchábamos atentamente conteniendo la
respiración. Pudimos oír a Jules Romains, de uniforme, leer sus poemas
pacifistas <<Europae>>. Valery nos hablo sobre el Eureka de Poe.
André Gide estuvo varias veces leyendo. Otros que también vinieron a
leer para nosotros fueron Jean Schlumberger, Valery Larbaud y LéonPaul Fargue. En ocaciones se incluia un programa musical con Erik Satie
y Francis Pulec; más tarde –pero esto ya fue después de que
Shakespeare and Co. se uniera a la Casa de los Amigos del Libro- , James
Joyce. (3)
Lacan habría comenzado a frecuentar esa librería en el último tramo de
su educación secundaria (4), y seguramente el hábito lo reforzó luego la
comodidad: el número 7 de la calle de l’Odeon quedaba a sólo
trescientos metros de la Escuela de Medicina de la calle Dupuytren.
“Construida en tiempos de destrucción”, según palabras de la misma A.
Monnier, la librería abrió en noviembre de 1915: “Teníamos muy poco
dinero y este detalle nos llevó a especializamos en literatura moderna;
de haber tenido mucho dinero, seguramente hubiésemos querido
comprarlo todo, para levantar una especie de Biblioteca Nacional “. En
1951 ella se desprenderá del local debido aun reumatismo invalidante;
en junio de 1954, sufriendo además de un severo síndrome de Méniere,
se quitará la vida (5).
10ʃ 4 Del mismo modo que asistí cuando tenía veinte años, a la
primera lectura de la traducción francesa de Ulises cuando
apareció. De nuevo Sylvia Beach —a partir de 1920 dueña de la librería
de lengua inglesa Shakespeare and Co. y primera editora del Ulises—
nos informa:
Fue fijada la fecha de la primera lectura del libro de Joyce, en la librería
de Adrianne, para el día 7 de diciembre de 1921, aproximadamente dos
meses antes de su aparición. (...) Larbaud se sintió un poco asustado y
colocó en el programa la siguiente advertencia: Advertimos al público
que alguna de las páginas que se leerán son de una crudeza poco
común y pueden legítimamente herir su sensibilidad. La lectura fue un
éxito. Tanto los cálidos elogios de Larbaud, como su lectura de los
fragmentos traducidos de Ulises, así como la excelente versión hecha
por Jimmy Ligth del episodio de «Las sirenas», fueron largamente
aplaudidos por todos los oyentes, reproduciéndose aún con más fuerza
los aplausos cuando Larbaud, después de buscar a Joyce por todas
partes, descubrió que estaba detrás de la cortina en la trastienda y le
hizo salir totalmente ruborizado” (6).
10ʃ 5 no es seguramente por casualidad, aunque sea difícil
hallar el hilo, que me encontré con James Joyce en París, cuando
él estaba aqut por algún tiempo todavía. Alternando con algunos
viajes veraniegos y otros cumplidos por razones de salud, Joyce
permaneció en París entre 1920 y 1940. Seguramente el azar de los
encuentros se vio favorecido porque Lacan continuó visitando las dos
librerías; de no haber sido así no podría haber hecho alarde, en una nota
al pie de “El seminario de La carta robada”, de ser propietario de uno de
los escasos ejemplares de la primera edición de Our Exagmination
Round his Factficationfor Incamination of “Work in Pro gress” (en la
página 19 de los Escritos anota: “Shakespeare and Company, 12, rue de
l’Odeon, Paris, 1929”), libro en el que conocerá por adelantado —el
Finnegans Wake recién apareció en mayo de 1939— el juego de A lette,
a litter
16ʃ 2 Que Joyce se delectase con Isis Unveiled de Madame
Blavatski es algo que me entero en Atherton, y que me deja
estupefacto. Helena Petrovna Blavatski (1831-1891) fue una teosofista
rusa divulgadora de una mezcla poco erudita de espiritismo, cábala judía
y cristiana, y doctrinas ocultistas de la India. Isis Unveiled [1876] (7),
que llevaba el elocuente subtítulo de Una llave maestra de los misterios
de la Teología y la Ciencia Antigua y Moderna (8), circuló como manual
teosofía y fue objeto de curiosidad de las vanguardias literarias de fines
del siglo pasado y principios de éste (9).
Valdría la pena subrayar que esa “delectación” de Joyce con Isis
Unveiled –bien conocida desde Ulisses- fue del orden de lo cómico; v. g.
el Finnegans Wake saca partido de que el apellido de soltera de
Blasvatsky era Hahn [gallina, en alemán] y de que entre sus primeros
desacreditadores estaban los hermanos Hare [libre, en ingles] (10).
Según Stanislaus Joyce: “… su interés por la teosofía duró muy poco y se
divirtió con mi irrespetuosa transformación de los miembros mas ilustres
teósofos: Col. Old Cod [bacalao viejo], Madame Bluefatsky (un hombre
que le quedaba bien porque tenia la cara y los ojos como si espiara a
través del humo del cigarrillo) y Mr. Wifwbeaten (señor maltratado por la
esposa). La Teosofía fue la única aventura intelectual de su juventud que
luego consideró un derroche de energia” (11). En la novena clase del
Seminario 23 (16-III -1976), Lacan se muestra más afín a esta clase de
consideraciones:
Detrás de la Historia, de la historia de los hechos en los cuales se
interesan los historiadores, está en mito, y el mito siempre cautivante.
Lo prueba el hecho de que Joyce, después de haber testimoniado
cuidadosamente el sinthome de Dublín (...), no deja —cosa
extraordinaria— de caer en el mito ciclos históricos] de Vico, que es lo
que sostiene el Finnegans Wake. Lo único que lo preserva es que, a
pesar de todo, el Finnegans Wake es presentado como un sueño y, no
solamente eso, sino que además señala allí a Vico como otro sueño más;
tal como lo son, al fin de cuentas, las habladurías de Mme. Blavatsky, el
Mahanvantara y todo lo que de eso se deriva. Es la idea de un ritmo, en
la que yo mismo caí…
Una reciente y bien informada novela de R.A. Wilson,Maskof the
Illuminati, eleva a rasgo definitorio este desprecio de Joyce hacia el
ocultismo en boga entre los intelectuales de su tiempo. La trama reúne
ficticiamente al escritor irlandés con un acaudalado caballero inglés, Sir
John Babcock, encaminándolos a la solución de una serie de enigmas.
Este es el momento del encuentro:
Joyce advirtió que Babcock no solamente era un ardiente admirador de
la pueril (aunque elegante) poesía de William Butler Yeats, sino de la
detestable (aunque amable) persona de Yeats, y que además era
miembro (como el mismo Yeats) de la Orden Hermética de la Rama
Dorada, un grupo londinense de ocultistas por el que Joyce guardaba,
desde hacía bastante tiempo, una opinión decididamente desfavorable.
(...) A Babcock, por su parte, le pareció injustificadamente malicioso el
desdén con que Joyce contemplaba a Yeats y con él a los de La Rama
Dorada, a Madame Blavatsky y a la totalidad de el misticismo moderno”)
(12)
16ʃ 2 poco después de la época en que, gracias al cielo, me había
encontrado con Joyce, fui a encontrar a un llamado René
Guénon, que no valía mucho (...) en lo tocante a la iniciación. Hi
han a pas, Este encuentro debió suceder antes de 1930, año en el que
Guénon (1886-195 1) parte definitivamente de París para radicarse en El
Cairo. En los años veinte, había surgido como un divulgador del
hinduismo y del esoterismo cristiano considerablemente más instruido
que Mme Blavatski. A diferencia de ésta, a la que dirigía parte de sus
diversos ataques, él era adverso a toda práctica espiritista y, a
diferencia de la mayoría de los teósofos, no se enfrentó al catolicismo
(“la adhesión a un exoterismo es la condición inicial para llegar al
esoterismo”, recomendaba Guénon); pero tenía por decisivas las
jerarquías espirituales y las experiencias de iniciación—v.g. participa en
una revista llamada La Voile d’Isis (juego de opuestos con Isis Unveiled).
Lo que Guénon divulgaba era que lo valioso es imposible de ser
divulgado. No sería muy aventurado conjeturar que Lacan haya conocido
a Guénon en mayo de 1924 en un publicitado debate organizado por
Nouvelles Litteraires que contaba, además, con las participaciones de J.
Maritain, R. Grousset, E Ossendowski) (13)
¿Qué quedó en Lacan de ese encuentro? Aparentemente, muy poco.
Solamente material para ironías, como cuando lo recuerda en el
Seminario 9: “Les juro que en una época, en el comienzo del siglo del
que formo parte, toda la diplomacia francesa encontraba en René
Guénon, ese imbécil, su maestro de pensamiento. Ustedes ven el
resultado... Es imposible abrir una de sus obras y encontrar algo que
hace, porque lo que siempre dice es que se debe cerrar el pico.” (clase
del 20-VI-1962); o restos para escribir la mampostería de alguna de sus
futuras líneas: en El simbolismo de la cruz de Guénon, por ejemplo, se
encontrarán varios ejemplares de los árboles enumerados en el bosque
de “La instancia de la letra” (14).
16ʃ 2 Hi han (...) del asno al cual Joyce alude como punto central
Que en la solución de un acertijo esté envuelto un asno, es un recurso
alegórico tradicional. Lacan ya lo había aludido en el Seminario 8, a
propósito de El asno de oro de Apuleyo, donde subraya la misión
esotérica de ese texto erótico, en el que Isis es invocada, y la situación
verbal del asno Lucio —que quiere hablar en primera persona su nuevo
saber, pero de sus labios sólo se escapan rebuznos: ¡Hi han!— (15). Esa
interjección también nos remite al Seminario 19, clase del 15-XII- 1971
(inédito):
la relación sexual no hay [n’ y a pas], que habria que
escribirlo así: <<H-I-H-A-N appât>> [appât:cebo,carnada, señuelo]”.
9ʃ 2 van a perdonarme que podrestichee (…) el Joyce
de Finnegans Wake, Lacan acostumbraba emplear
neologismos como anticipaciones misteriosas que iban
ganando legibilidad y riqueza semántica, conforme
avanzaba la argumentación. A través de sucesivas variaciones de
transliteración y de homofonía, daba pie a fijaciones melódicas de
nuevos neologismos y a acentuaciones rítmicas de ciertos términos; así
fue urdiendo, a lo largo de la conferencia, un aire de familia entre
poursticher - pourriture - pourspère - tout-pourri - Non-du Père. Por eso
uno de los dilemas de su traducción es el de convenir hasta dónde el
traductor puede sacar partido de su condición de lector de segunda
lectura. Quiero decir que, en el momento de empezar a traducir línea
por línea (o de corregir la primera versión de su trabajo), el traductor
debería oscilar entre recordar y olvidar que conoce de antemano hacia
dónde se dirigen los juegos de sentido, por haber realizado al menos una
lectura previa de la totalidad del texto. Conociendo los cálculos del
après coup de Lacan, su oficio deberá arreglárselas para administrar
prudentemente el secreto en vez de entregarlo impacientemente. La
traducción ideal es la que preserva la misma tensión, el mismo misterio
que se encuentra en el texto original. Al respecto, me parece que
traduciendo poursticher por podrestichee, nuestra versión castellana
muestra más de lo conveniente. En el contexto del apenas segundo
párrafo de la conferencia, me parece que poumsticher solamente da
para un pobrestichee, leído como condensación de la palabra inglesa
pour /pobre/ con la francesa pasticher /hacer pastiches/: es Lacan
disculpándose retóricamente de estar haciendo un pobre pastiche del
estilo del Finnegans Wake. El inconveniente de podrestichee sería que
no deja tiempo para que este primer neologismo se pudra bien, unos
párrafos más tarde, ante a los ojos mismos del lector.
9ʃ 2 Finnegans Wake(...) el sueño que éllega Buena parte de
Finnegans Wake, el último libro de Joyce, es el sueño de sus
protagonistas, pero, más todavía, es el sueño de la lengua en que está
escrito. Cuando Beckett le preguntó acerca del estilo del nuevo libro,
Joyce respondió: “He puesto el lenguaje a dormir”, y a August Suter le
había dicho: “Je suis bout de l’ anglais” (16).
9ʃ 4 ¿qué le puede importar todo eso al bosom de Abraham...?
Del inglés bosom: pecho, seno. No solamente en un sentido anatómico,
sino también concebido como centro de los sentimientos y ámbito de la
intimidad o la confidencialidad.
9ʃ 7 la santidad (...) algunas personas aquí recordarán acaso que
la televisioné. A propósito de la última sentencia del El oráculo manual
de Baltasar Gracián (recordada en la fórmula: “En una palabra: ser un
santo”) que Lacan retoma en Televisión (17).
10ʃ 4 Proviniendo de (...) el colegio Stanislas (...) de curas menos
serios que los suyos, que eran jesuitas, y Dios sabe lo que supo
hacer de ellos Lacan cursó sus primeros estudios en el colegio
Stanislas, dirigido por el clero secular en el barrio de Montparnasse.
Excepto por una breve interrupción, Joyce fue educado por los jesuitas
en los colegios de Clongowes Wood y Belvedere de Dubín. La impronta
de esa formación está omnipresente en su obra, e insiste
particularmente en los primeros cuatro capítulos del Retrato y en
“Ítaca”, el penúltimo capítulo del Ulises.
11ʃ 3 Joyce había dicho: “Lo que escribo no cesará de dar trabajo
a los universitarios” A la famosa declaración “Puse tantos enigmas y
rompecabezas, que mi obra mantendrá ocupados a los profesores
discutiendo por siglos lo que quise decir: es la única manera de
asegurarse la propia inmortalidad”, hay que sumarle la declaración, no
menos conocida, de las líneas 12 a 14 de la página 120 del Finnegans
Wake (de ahora en más, FW 120.12-14) que reclama para sí: “un lector
con un insomnio ideal que, sentenciado por siempre y una noche, lee el
libro un trillón de veces hasta que la cabeza le da vueltas”. Por otra
parte, está la cuestión secundaria de si Joyce dijo efectivamente eso que
Lacan repite. El problema es que el único testimonio original de que él
haya dicho algo parecido proviene de un tal Jacob Schwartz, un librero
de pésima reputación. En abril de 1999, William S. Brockman,
bibliotecario de la University of Illinois, hizo el siguiente resumen:
Schwartz era un vendedor de libros interesado en el provecho
económico y no en las disciplinas de la biografía académica. En los años
treinta adquirió la reputación de tramposo, lo que se volvió notorio en
los años cincuenta con sus ventas inescrupulosas de manuscritos de
Samuel Beckett. (...) La autenticidad es dudosa: Richard Ellmann nos
entrega dos versiones de la misma en su James Joyce (1982 ed.). En la
página 521, cita a Jacques Benoist-Mechin, según el cual Joyce habría
dicho, a propósito del Ulises: “Puse tantos enigmas y rompecabezas
como para mantener a los profesores ocupados por siglos discutiendo
entre ellos lo que quise decir esa es la única manera de asegurarse la
inmortalidad”. Y, en página 703, a Jacob Schwartz, a propósito del
Finnegans Wake: “«¿Porqué escribió este libro de semejante manera?»,
fue otra de mis preguntas, a lo que Joyce mne contestó: «Para mantener
ocupado a los críticos por trescientos años»”. Dado que, en ambos
testimonios, la fuente original es el poco fiable Schwartz y que Ellmann
tomó
ambas entrevistas recién en los años cincuenta, yo no confiaría de su
exactitud (18).
11ʃ 4 los cuatro maestros analistas (...) que fundaron las bases
de los anales de Irlanda. Soy otra especie de analista. A propósito
de The Annals of FourMasters escritos, entre 1632-36, por cuatro
maestros franciscanos en el monasterio de Donegal. En la carta a Mrs. H.
Shaw Weaver, fechada el 12-x1923, Joyce esquematiza la participación de los cuatro analistas en FW
398-399 (19).
11ʃ 6 en la constelación del sueño del que no hay despertar, a
pesar de la última palabra, Wake, Seguramente Lacan se refiere a
que la novela concluye sin que la lengua inglesa alcance su total
despertar. En cuanto a la trama, en cambio, hay un acuerdo bastante
generalizado entre los joyceanos de que:
Todo [el sueño] concluye en la cuarta parte del tercer libro con un gritito
infantil que despierta a los padres quienes, luego de acudir a consolar al
niño, vuelven al lecho y se entregan a un encuentro amoroso. El canto
del gallo cierra el libro tres. (...) El día clarea. “El Ricoroso” (libro 4)
representa el alba de una nueva era, con un despertar simbolizada por
el arribo de San Patricio a Irlanda. El cartero entrega el diario y la carta
(cuyo contenido será recién develado) y la mujer del tabernero,
semidespierta, pasa revista a su vida y a su familia hasta abrir los ojos
(20).
12ʃ1 En alguna parte en Ulises, Stephen Dedalus habla de
agenbite of inwit Stephen lo piensa en el primer capítulo (p. 16 en The
Gabler Edition; p. 91 entrad. de cd. Bruguera-Lumen).
Luego, la expresión reaparece tres veces en el noveno y una más en el
décimo (21).
12ʃ 5 Clive Hart, en Structure and Motif in Finnegans Wake, Se
trata de HART, Clive, Structure and Mot if in Finnegans Wake, Faber &
Faber, London 1962.
12ʃ 5 .J. S. Atherton, en su libro The books at the Wake, Se trata
de ATUERTON, James S., Books at the Wake: A Study of Literary
Allusions in James Joyce’ s Finnegans Wake, Faber & Faber, London
1959. Reimpr.: Viking, New York 1960.
13ʃ 3 el equívoco con el cual suele jugar Joyce —letter, litter. La
letra es desecho. Referencia expresa a: The letter! The litter! (FW
93.24); pero también a: hithaways writing andwith lines of litters
slittering up and louds of latters (FW 114.17-18), type by tope,
letterfrom litter word at ward (FW 615.1) y One would say him to hold
whole a litteringture (FW 570.18).
13ʃ 4 «Who ails tongue coddeau aspace of dumbillsilly?» Si
hubiera encontrado este escrito, ¿hubiera o no percibido —«Où
est ton cadeau, esptèce d’imbécile?»? Este juego (FW 15.18) de
homofonías translingüísticas, entre el inglés(?) y el francés reaparece,
por ejemplo, en (FW 528.27) Shysweet, she rest. que es posible
pronunciar como la frase francesa J’y suis, j’y reste (22).
14ʃ 3 ese trenzamiento de tierra y de aire con que abre Chamber
Music, su primer libro publicado, libro de poemas Luego de
algunas publicaciones parciales, esos poemas se reunieron en un libro
en 1907. Comienza así: Cuerdas en la tierra y en el aire / hacen dulce
música; ¡cuerdas cerca del río / donde los sauces se acogen (traducción
de Lilia Babachano) (23)
15ʃ 6 Es sorprendente que Clive Hart ponga el acento sobre lo
cíclico y sobre la cruz como aquello a lo que Joyce
substancialmente se apega El mismo Lacan nos amplía esta
referencia en la clase decimoprimera (11 -y- 1976) del Seminario 23:
“Joyce no tenía la menor idea acerca del nudo borromeo. [Sin embargo,]
no es que él no haya hecho uso del círculo y de la cruz. ¡No habla de
otra cosa que de eso! Un tal Clive Heart, espíritu eminente que se ha
consagrado al comentario de Joyce, se apoya mucho sobre este uso del
círculo y de la cruz (...) en el libro que tituló Structure in James Joyce,
hecho especialmente a propósito de FinneganS Wake “. Para un
resumen, coetáneo a “Joyce el síntoma 1”, de las hipótesis joyceaflaS
acerca de la estructura de Finnegafls Wake, consultar HAYMAN, David
111975], “Nodality and the Infra~Structh1te of FinnegaflS Wake” en: J.
Joyce Quartely, 16, Fail 1977-Win.78 (24).
15ʃ 6 con ese círculo y esa cruz, yo dibujo el nudo borromeo Cf.
Seminario 22, RSI, clase del 8-iv-1975 (inédito): “me he paseado por
Joyce, porque se me solicitó que tome la palabra para un congreso sobre
Joyce que tendrá lugar en junio. (...) No es Joyce el responsable de estar
pegoteado en la esfera y la cruz; se puede decir que fue así porque
había leído mucho a Santo Tomás, porque esa era la enseñanza de los
jesuitas, donde hizo su formación. Pero no es debido solamente a eso
(...). He puesto, ahí, un círculo (que es la sección de una esfera) y, en el
interior, la cruz. Ustedes no pueden saber hasta qué punto están
retenidos en ese círculo y en ese signo más, (...) nadie se percata de que
eso es ya el nudo borromeo”. Consultar también “La tercera” (25)
16ʃ 1 la conversación con los espíritus, que Atherton coloca bajo
el título general de spiritualism, cosa que me sorprende, pues
hasta el presente yo había denominado eso espiritismo. En
lengua inglesa no se acostumbra distinguir «espiritismo» de
«espiritualismo» —v.g. el Random House Unabridged Dictionary define
“spirºitºism: the doctrine or practices of spiritualism” y “spirºitºuºalºism:
the beliefor doctrine that the spirits of the dead, surviving after the
mortal life, can and do communicate with the living, esp. through a
person (a medium) particularly susceptible to their influence”.
—Lo mismo vale para el Webster’ s, que lo define como: “A beliefthat
departed spirits hold intercourse with mortals”. El malentendido
idiomático probablemente se consolidó en la insistencia con la que
Guénon aspiraba a un esoterismo espiritual desentendido de
espiritismos.
16ʃ 3 su última palabra no puede reunirse sino con la primera, el
the con el cual termina y que echa el gancho al riverrun con el
que se principia Lacan se está refiriendo al lazo sintáctico que se
establece entre la última frase del Finnegans Wake (A way a lone a last
a loved a long the) y la primera (riverrun, past Eve and Adam ‘s, from
swerve of shore to bend of bay, brings us by a commodius vicus of
recirculation back to Howth Castle and Environs.) Así se lo explicaba el
propio Joyce a su mecenas Harriet Shaw Weaver, en la carta del 8-xi1926: “En realidad el libro no tiene ni principio ni fin. (...) Acaba a la
mitad de una oración y comienza a la mitad de la misma” (26).
10ʃ 2 Lo importante no es para mípastichear
Finnegans Wake En efecto, luego de un comienzo
cargado de retruécanos (de puns), la conferencia pasa a
un registro comparativamente mucho más legible. A partir
de la línea 10ʃ 2, Lacan deja casi completamente de pastichear a Joyce.
¿Pero este giro significa, acaso, el punto final para la diversión o es sólo
un pasaje a otro modo de mantenerse en la dimensión del chiste? A mi
entender, la conferencia deja de pastichear a Joyce sólo para pasar a
pastichear o, mejor dicho, a parodiar las monografías de los joyceanos.
Es como si, por esta vez, Lacan siguiera todo el tiempo la táctica del
dodo de Lewis Carroll: “Porque —dijo el dodo— la mejor manera de
explicarlo es hacerlo”.
Creo que todo el comentario que va del párrafo 11ʃ 5 al 12ʃ 2, en el que
se sacan conclusiones a partir de una posible identidad del gemelo
Shaun, es producto de un empleo deliberado de los tics de la literatura
joyceana menor —en la que obviamente no se encuentran, por ejemplo,
los trabajos de los mencionados James Atherton y Clive Hart. Puede que
tenga su riesgo decirlo, pero creo que en el ejercicio hermenéutico de
Lacan con el nombre propio de Shaun hay la misma apelación
pusilánime a tesis consagradas, el mismo acopio de soluciones
previsibles y débilmente consistentes, y los mismos anacronismos que
caracterizan la producción del medio pelo universitario. Me explico:
—En 11ʃ 5 Lacan llama la atención (como si se tratara de una novedad)
acerca de la existencia de declaraciones de autores digno de fe que
conocía bien a Joyce que coinciden en subrayar cierta aversión del
escritor al psicoanálisis.
—Luego asume que esas declaraciones necesitan (¡todavía más!)
demostraciones textuales, como si creyera insuficiente la literatura
crítica que, desde hacía años, venía notándolo; señalándolo, por
ejemplo, en varios puns del Finnegans (como el de FW 522-32, donde
psicoanalizado se convierte enpsicoano-lizado; o el de FW 460.20, donde
el libro de interpretación de los sueños de Freud y Jung se convierte en
el fraude del libro de mentiras de señoritas ungfraud’s Messongebook]).
Como si buscara sumarse a esa tradición escolar, Lacan anuncia en el 5º
Simposio nternacional James Joyce su aporte a la lista de
demostraciones del mal encuentro de Joyce con el psicoanálisis: 11ʃ 6
Encontraré testimonio de ello en (...) esos dos gemelos Shem
(...) y Shaun. ¿Y dónde lo encuentra? En indicios de que Joyce habría
asimilado al psicoanalista Ernest Jones a la figura de Shaun (el gemelo
antipático del Finnegans): 11ʃ 6es a Shaun a quien Joyce le cuelga
la etiqueta de doctor Jones.
—¿Se trata de un hallazgo novedoso o significativo? No precisamente.
Era bien sabido que Joyce se había interesado por el psicoanálisis
durante sus años en Trieste (Octave Manoni escribió unas divertidas
páginas al respecto en Ficciones Freudianas) y que compró un ejemplar
de The problem of Halet and the Oedipus de Ernes Jones –presumo que
con la esperanza de sacar algo para el capítulo 9 de Ulises, que por eso
entonces venía escribiendo (27). En cuanto a la presencia de Jones en el
Finnegans es algo muy incierto. Lacan afirma que a Shaun… Joyce le
cuelga le cuelga la etiqueta de doctor Jones, pero omite decir cómo
dónde está eso escrito. De hecho, en las trece oportunidades en la que
aparece el término <<doctor>> nunca se encuentra muy cercano a un
<<Shaun>>, ni tampoco alguno de los once <<jones>>, cuyas
localizaciones entrego para que las estudie el lector desconfiado: FW
48.12; 149.10; 160.18; 210.17; 275.f8; 302.4; 431.12; 487.10; 521.13;
543.20 y 576.36. Por supuesto que, tratándose de Finnegans, esto no
significa gran cosa, tanto <<doctor>> como <<jones>> puede estar
transformados de cine maneras.
Lo que Lacan sí expone es que el apellido de Ernes Jones mantiene una
homofonía (parcial) son /Shaun/; si bien, tratándose de Finnegans, esto
no significa gran cosa, como lo revela muy bien FW 169.1: Shem is as
short for Shemus as Jem is joky for Jacob. Y, en segundo lugar, que el
nombre Ernest estaría indirectamente presente en las alusiones que el
libro hace (entre las otras que hace a otros trescientos cincuenta
autores) a Oscar Wilde que (entre muchas otras cosa) fue el autor de La
importancia de llamarse Ernesto (O La importancia de ser serio u
honesto,
como
también
permite
ser
entregado
en
inglés
/ernest/~/earnest/). Lo desalentador es que pocos joyceanos estarían
dispuestos en adherir seria a que, como dice Lacan en 12ʃ 2, [a] la obra
de teatro de ese título tan sorprendente, de Wide, (…) Joyce [la]
toma mucho en cuenta. De la misma manera en que pocos analistas
estamos dispuestos a creer que Lacan hablaba en serio cuan do sostiene
que: 12ʃ 1Freud le dio [a Jones] la carga de hacer su biografía. El
sabido que esa biografía comienza con la advertencia de que: “este libro
no podría haber contado con la aprobación de Freud” y que en curso de
su presentación Anna Freud se mostró, por un buen tiempo, reticente a
colaborar, y que su hermana Mathilda nunca lo hizo, expresando que así
cumplía el mandato paterno (28). En cuanto a la observación de que el
bueno del doctor Jones era confiable porque: 12ʃ 2 Jones –se los digo
por que me en contre con él- hacía remilgos sobre el hecho de
llamace Ernest, no pudo ser otra cosa que una muestra de la ironía de
Lacan. El no podia ignorar los confusos antcedentes penales de Jones
(que o corrieron una vez de su país y otra de Canadá), ni mucho menos
las criticas a los políticas de su administración de la Asociacion Británica.
En la introducción a la correspondencia Freud-Jones, Riccardo Steiner no
dudó en definirlo como “el entrepeneur más astuto e institucionalmente
exitoso de la primera generación de los seguidores de Freud” (29). Los
capítulos anteriores permitieron comprobarlo, a propósito de los
preparativos del viaje a Worcester y los pleitos por plagio. A Freud nunca
se le escaparon tales complicaciones, por más que también encontró
muy buenas razones para promover a Jones y seguir alguno de sus
consejos. En una carta de 1927 dirigida a Eintingon dice: “No creo que
Jones sea concientemente mal intencionado, pero es una persona
desagradable, muy dispuesto a dar órdenes, agitarse y enfurecerse,
para lo cual su deshonestidad galesa dishonesly] le viene bien” (30).
Otra de 1915, le cuenta a Ferenczi que: “Jones ha publicado un artículo
en la Internatioflale RundschaUn (de Zurich) acerca de “Guerra y
sublimación”, en el que figura una nota que dice: Ver también
“Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte” de Freud.
Pero el ensayo de Jones es una indisimulable traducción del mío” (31). Y
detengo la lista en la primera carta que le dirigió al mismo Jones, a su
regreso de las conferencias de Clark, el 31-x-1909:
Noté sus inhibiciones y creo que fueron la razón por las que no estuvo a
favor de mi viaje a Norteamérica. Temía que yo fuera a desbaratar sus
intenciones, y ahora admite que el viaje fue únicamente para promover
nuestra causa. Tiene usted una necesidad particular de complicar los
planes, en lugar de elegir el camino directo. Puede que muchas cosas
por el estilo se oculten detrás de semejante predilección constitucional
(32)
¿Tiene este chiste homofórlico otros usos en Lacan? Creo que sí. Me
parece que está sutilmente presente en el Seminario 3, cuando
haciéndose el ventrílocuo con Ernst Krís, le hace decir: “Por suerte,
somos suficientemente honestos [honnêtes] y ciegos como para
considerar como prueba de lo bien fundado de nuestra interpretación”
(33).
Sería, entonces prudente reflexionar acerca de cuál es la posición
enunciativa que sostiene las líneas de 11ʃ 5 -12ʃ 2 , antes de
aprehenderlas como si constituyeran un enunciado estrictamente
informativo y un aporte digno de alguna consideración para el estudio
de la vida y obra de James Joyce. Mi hipótesis es que más que como una
llave maestra de los misterios del Finnegans Wake, a estas líneas habría
que leerlas como una exhibición (una mostración) de lo chata que puede
llegar a ser la producción llamada universitaria y, entonces, como una
prueba de la sinceridad de Lacan cuando, en el umbral de 11ʃ 5,
advierte: Yo no soy un universitario, contrariamente a lo que se
me atribuye de profesor, de maestro y otras bromas (11ʃ 4).
Al respecto, los interesados por el Verdadero Sentido del Finnegans
Wake deberían saber que la llave de ese libro está, efectivamente, en la
relación que James Joyce guardó con el psicoanálisis. Pero que su
secreto no se encuentra ni en la equivalencia lexical de la palabra
inglesa joy(ce) con la palabra alemana freud, ni en la esporádica
aversión que Joyce sintió hacia los psicoanalistas en los peores
momentos del derrumbamiento de su hija Lucía, ni en el libro que leyó
de Ernest Jones en Trieste, sino en otras dos cosas. En el temprano e
intenso interés que tuvo para Joyce el psicoanálisis de los sueños —
mucho más influyente para su poética que, por ejemplo, el espiritismo—
(34) y en la equivalencia lexical de los nombres propios James y Jacques
(Joyce solía llamarse a sí mismo Jacques le joyeux). Puesto que la clave
de bóveda del Finnegans Wake de James Joyce, que se sepa, se
encuentra en el único lugar del libro en que se lee «lacan», vale decir en
la página 531, línea 26 que reza: Fuddling fun for Fullacan’s sake!
Una vez que se sacude a FW 531.26 de sus connotaciones alcohólicas
más manifiestas —las cuales, por otro lado, no contradicen e] ánimo
festivo de lo que sigue— y se la escucha en su contexto inmediato (FW
53 1.25: panapan kickakickkak. Hairhorehounds, shake up pfortner; FW
531.28: enough, genral, of finicking about Finnegan andfiddling with) se
hace la luz. Se vuelve incuestionable que allí James Joyce escribió:
Finding fun for full Lacan’s shake! Lo que debe traducirse como:
¡Encuentro divertida toda la movida del doctor Lacan!, o bien, para
complacer a los detectores de anacronismos: ¡Encontré muy divertido
estrecharle la mano al joven Lacan!
NOTAS:
1
Eco, Umberto [1990], Los límites de la interpretación, Lumen,
Barcelona 1992; p. 114.
1
MILLER, Jacques-Alain, Entretien sur Le Séminaire avec Françoise
Ansermet, Navarin, Paris 1985; p 31.
2 LACAN, Jacques, “Joyce el Síntoma II”, incluido en rey. Uno por Uno nº
45, primavera 1997, Buenos Aires; pp.7-l4.
3
BEACH, Sylvia [1956], Shakespeare and Company, Nuevo Arte
Thor, Barcelona, 1984, P. 16-19.
4
Cf. Roudinesco, Elisabeth [1993], Lacan (Esbozo de una vida,
historia de un sistema de pensamiento), FCE, Buenos Aires, 1994; p33.
5
Cf. MONNIER, Adrienne, The very rich hours of Adrienne Monnier,
con introd. y notas de Richard McDougall y Brenda Wineapple, Univ. of
Nebraska Press, Lincoln, 1996; pp.S, 64 y 71.
6 BEACFI, Sylvia, op. cit., p. 85.
7
8
9
Hay trad. al castellano: Isis sin velo, 4 vols., Colofón, México, 1997.
Para un panorama introductorio consúltese: GIOVETTI, paola
[1991], Madame Blavatsky y su teosofía, Grijalbo, Mexico.
Cf. GIFFORD, Don with SEIDMAN, Robert, “Ulisses” Annotated
(Notes for James Joyce’s Ulisses), 2nd ed, revised and
expanded, University of California Press, 1988; pp. 83 146 y
211.
10
Cf. TERUGGI, Mario, El Finnegans Wake por dentro, Tres haches,
Buenos Aires 1995; p 181.
11
JOYCE,Stanislaus [1958], Mi hermano James Joyce, Copnpañia
General Fabril Editora, Buenos Aires 1961; p . 156.
12
Cf. Wa.soN, Robert Anton, Masks of the ¡Iluminan, Dell Books,
1990; p.48.
13
Cf. CILAc0RNAc, Paul , La vida simple de René Guénon, Obelisco,
Barcelona 1987 y AA.vv., Dossier René Guénon, Cuadernos del Obelisco
nº 1,Barcelona 1991.
14
Cf. LACAN, Jacques [1957], “La instancia de la letra en el
inconciente o la razón desde Freud”. En Escritos I, pp. 189 -190; Escritos
V. corr. Pp 483- 584, siglo XXI.
15
LACAN, Jacques [clase 12- IV- 1961], Le Séminaire, livre VIII: La
trasnfert, Seuil, Paris, 1991; p. 264.
16
ELLMANN, Richard [1983], James Joyce, Anagrama, Barcelona,
1991; p. 607.
17
LACAN, Jacques [1974], Psicoanálisis. Radiofonía & Televisión, ed.
Anagrama, Barcelona, 1977; p. 98.
18
Cf.
archivos
de
http://www.andover.edu/englishIjoYce/j0y5ea1ch.html.
19
JOYCE, James [1915-1941], Cartas escogidas vol. II (selecc. R.
Ellmann), Lumen, Barcelona 1975; p. 135.
20
TERUGGI, Mario, op. cit.; p. 54.
21
Cf. TI-IORNTON, Weldon, Allusion in “Ulysses” (An Annotated List),
The Univ. of North Carolina Press, Chapel Hill, N. Carolina 1968. También
en GIFFORD, Don, op. cit.
22
Ejemplo señalado en RABATÉ, Jean-Michel, Joyce upon the Void:
The
Genesis of Doubt, St. Martin’s Press, New York 1991; p. 89.
23
JOYCE, James Chamber Music, incluido Poesía cornpleta de James
Joyce (trad. Lilia Babachaflo), Premia, México 1981.
24
Luego incluido en BENsTOCK, Bernard (cd.), Critical Essays on
James Joyce, G.K. Hall & Co., Boston 1985; pp. 163-176. Traducido al
castellano en: La casa de la ficción, Espiral, 1977, pp. 259-284.
25
[1974], “La tercera”, incluido en Actas de la Escuela Freudiana de
París: Vil Congreso -Roma 1974, Petrel, Barcelona 1980; p. 178.
26
27
JOYCE, James [1915-1941], op. Cit.; p. 163.
Cf. Ellmann, Richard [1983, op. Cit.; p. 377.
28
Cf. ROAZEN, Paul, Meeting Freud’s Family, University
Massachussets Press, Amherst 1993; pp. 22,90, 99, 117-18 y 128.
of
29
FREUD,
Sigmund
and
JONES,
Ernesr,
The
complete
Correspondence of Sigmund Freud and Ernes Jones, (1908-1939),
Harvard Univ. Press, Cambridge, Massachussets, 1995; p XXIII.
30
Cit, en ROAZEN, Paul, op. cit.; p. 102.
31
FREUD, Sigmund and FERENCZI, Sándor, The Correspondence of
Sigmund Freud and Sándor Ferenczi, Vol.2, 1914-1919, Harvard Univ.
Press, Cambridge, Massachusetts, 1996; p. 98.
32
FREUD, Sigmund and JONES, Ernest (1908-1939) op. cit., p. 32,
33
LACAN, Jacques EL SEMINARIO 3: Las psicosis, cd. Paidós,
Barcelona, 1984; pp. 116-17.
34
Para un ejemplo de Joyce interprete de sueños véase: JOYCE,
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