EVALUAR EN UNA ESCUELA PARA TODOS César Coll y Javier

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EVALUAR EN UNA ESCUELA PARA TODOS César Coll y Javier
Versión preliminar del artículo: Coll, C. y Onrubia, J. (2002). Evaluar en una escuela para todos.
Cuadernos de Pedagogía 318, 50-54.
EVALUAR EN UNA ESCUELA PARA TODOS
César Coll y Javier Onrubia
Departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación
Universidad de Barcelona
Versión preliminar del artículo:
Coll, C. y Onrubia, J. (2002).Evaluar en una escuela para todos. Cuadernos de Pedagogía 318, 5054.
Accesible (dd/mm/aa) en: http://www.psyed.edu.es/grintie
Esta obra está bajo licencia Creative Commons
La mejora de la práctica educativa no es una tarea sencilla. Introducir cambios sustantivos en
el quehacer cotidiano de las aulas y los centros requiere amplias dosis de conocimiento, imaginación, esfuerzo y perseverancia, además de los necesarios apoyos y recursos. En el caso de
las prácticas de evaluación, esta dificultad es aún mayor, si cabe, por la variedad de funciones,
no siempre fácilmente conciliables, a las que sirve la evaluación de los aprendizajes de los
alumnos, y también por la importancia de las repercusiones que, a diferentes niveles, se
derivan de los resultados de esa evaluación. No resulta extraño, por ello, encontrar ejemplos
de procesos de transformación de la práctica educativa que alcanzan determinados aspectos
relacionados con los contenidos, la metodología o la organización del aula, pero que se
detienen justo al llegar a las prácticas de evaluación. Con todo, y pese a esta dificultad, la
transformación de las prácticas evaluativas es crucial para la mejora global de la práctica educativa. En particular, el paso de una escuela esencialmente selectiva, academicista y uniformizadora a una escuela abierta a la diversidad, en la que tengan cabida las capacidades, fondos
de conocimiento, experiencias, intereses y motivaciones de todos los alumnos en su diversi1
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dad, requiere necesariamente una modificación en profundidad de las prácticas de evaluación.
Para decirlo brevemente: una escuela inclusiva sólo podrá serlo si pone en práctica una evaluación inclusiva, una evaluación al servicio del ajuste de la ayuda educativa a todos y cada
uno de sus alumnos (Coll y Onrubia, 1999).
El presente artículo, y el conjunto de artículos que forman el “Tema del mes”1 que con él abrimos, abordan las características de una evaluación de este tipo. En particular, este primer artículo está dedicado a señalar y comentar los rasgos distintivos de una evaluación inclusiva,
contrastándolos sistemáticamente con los propios de la evaluación asociada a un modelo educativo de corte selectivo, academicista y uniformizador. Por su parte, los tres artículos siguientes profundizan algo más en los tres ingredientes que consideramos básicos para la concreción
de una evaluación inclusiva: su dimensión formativa, vinculada a la regulación de la enseñanza y el ajuste de la ayuda educativa; su dimensión formadora, vinculada a la regulación del
aprendizaje por parte del alumno y el desarrollo de capacidades de aprendizaje intencional y
autónomo; y su dimensión orientadora y de apoyo al proceso de transición que supone para el
alumno el final de la escolaridad obligatoria, vinculada en este caso a la función acreditativa
de la evaluación.
“El lunes, prueba”
La evaluación de los aprendizajes se ha concebido tradicionalmente como algo esencialmente
separado del proceso de enseñanza y aprendizaje, y en cierto sentido ajeno a él. Algo que tiene
un tiempo propio y diferenciado, con reglas de funcionamiento igualmente propias y diferenciadas. De ahí que una norma no escrita, pero cuyo incumplimiento supone, típicamente, ostensibles quejas y protestas por parte de los alumnos, sea la de que las actividades de evaluación deben anunciarse anticipadamente y con tiempo suficiente. Esta separación en tiempo y
forma entre enseñanza/aprendizaje y evaluación traduce la convicción de que ambos procesos
sirven, en último término, a funciones diferenciadas y esencialmente independientes: el uno, la
enseñanza/aprendizaje, sirve para que los alumnos aprendan; el otro, la evaluación, para que
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Las colaboraciones incluidas en este "Tema del mes" son deudoras de un proyecto de investigación sobre La
evaluación del aprendizaje en las prácticas educativas escolares desarrollado por sus autores entre 1996 y 2000.
La realización de este proyecto ha sido posible gracias a sendas subvenciones del Ministerio de Educación y
Ciencia (PB95-1032) y de la Direcció General de Recerca del Comissionat per a Universitats i Recerca de la
Generalitat de Catalunya (2000SGR 11).
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demuestren lo que han aprendido.
La separación entre enseñanza/aprendizaje y evaluación, entre el proceso de aprender algo y el
de mostrar lo que se va aprendiendo, es sin embargo cuestionable. De hecho, la idea de evaluación inclusiva exige adoptar el punto de vista opuesto. En el proceso de enseñanza y aprendizaje el alumno aprende gracias a la ayuda del profesor, y la clave no es otra que el ajuste
entre la ayuda que el profesor ofrece y el proceso de construcción que el alumno va realizando; un ajuste que sólo es posible si el profesor tiene un acceso continuado y explícito a
ese proceso de construcción. Dicho en otros términos: sólo el profesor que sabe lo que sus
alumnos están aprendiendo (o lo que no están consiguiendo aprender) puede ajustar adecuadamente la ayuda que debe proporcionarles en cada caso y en cada momento. Así planteada la
cuestión, la evaluación no sólo no es algo ajeno al proceso de enseñanza y aprendizaje, sino
que constituye un ingrediente esencial del mismo: es el instrumento básico que permite el
ajuste de la ayuda educativa que brinda el profesor a sus alumnos. Y ello es así independientemente del momento del proceso de enseñanza y aprendizaje en que tiene lugar la evaluación:
al inicio del proceso, durante el proceso, o al final del mismo; una evaluación realizada al
inicio, durante o al final de un proceso de enseñanza y aprendizaje puede y debe contribuir por
igual al ajuste de la ayuda educativa. Ello supone reconceptualizar la distinción clásica entre
“evaluación inicial”, “evaluación formativa” y “evaluación sumativa”, y extender la función
reguladora de la evaluación a todo el proceso de enseñanza y aprendizaje.
En efecto, esta distinción pone en juego de forma simultánea, y en cierto modo confunde, dos
aspectos distintos (Coll, Martín y Onrubia, 2001): el momento en que se lleva a cabo la
evaluación y las decisiones a cuyo servicio se ponen los resultados de la evaluación. La
evaluación que tiene lugar al comienzo de un proceso de enseñanza y aprendizaje -inicial, por
tanto, atendiendo al momento en que se hace- puede estar también al servicio de la toma de
decisiones sobre el tipo y la calidad de las ayudas que conviene adoptar para promover el
aprendizaje de los alumnos, o para hacer tomar conciencia a éstos de lo que saben, de lo que
no saben y de su propio proceso de aprendizaje -y ser, en consecuencia, formativa y
formadora en lo que concierne a la utilización de los resultados de la evaluación-. Y lo mismo
cabe decir de la evaluación sumativa: la evaluación que se lleva a cabo al término de un
proceso de enseñanza y aprendizaje -final, por lo tanto, atendiendo al momento en que se
hace- puede estar igualmente al servicio de una regulación y revisión de los procesos
posteriores de enseñanza y aprendizaje. La confusión entre ambos aspectos es especialmente
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frecuente en el caso de la evaluación sumativa, cuyos resultados pueden ponerse tanto al
servicio de procesos de toma de decisiones didácticas y pedagógicas sobre los procesos
educativos posteriores en los que van a verse implicados los alumnos -cumpliendo en este
caso una función formativa o formadora-, como de decisiones de certificación y acreditación
ante los alumnos, sus familias y la sociedad de los "niveles" de aprendizaje alcanzados cumpliendo, en este caso, una función de control social-.
El concepto de evaluación inclusiva exige distinguir ambos aspectos estableciendo un diferencia nítida entre, por una parte, la "evaluación sumativa acreditativa", que es la que tiene lugar
al término de un proceso de enseñanza y aprendizaje con fines de validación y control social y que cumple funciones de acreditación, de rendición de cuentas, y eventualmente de insumo
para tomar decisiones de política y planificación educativa-, y por otra, la evaluación sumativa
sin más, que, al igual que las otras modalidades y variantes de prácticas evaluativas, encuentra
su razón de ser en las informaciones que ofrece para mejorar los procesos subsiguientes de
enseñanza y aprendizaje en los que van a participar los alumnos. Es cierto que ambos aspectos
están estrechamente relacionados en el caso de la evaluación sumativa (ver la colaboración de
Miras y Solé incluida en este "Tema del mes"), pero desde la perspectiva de la evaluación
inclusiva la función pedagógica tiene una prioridad absoluta sobre la función acreditativa. Esta
afirmación, válida con carácter general, adquiere por lo demás aún más fuerza, si cabe, en el
caso de la educación básica y obligatoria, en la que los esfuerzos dirigidos a proporcionar a
todos los alumnos y alumnas sin excepción las ayudas que necesitan para progresar en sus
aprendizajes es una exigencia insoslayable derivada de sus propias finalidades (Coll, Barberà
y Onrubia, 2000).
“Profe, ¿esto entra en el examen?”
La consideración de la evaluación como ingrediente esencial del proceso de enseñanza y
aprendizaje tiene importantes consecuencias para la práctica de la evaluación. Por un lado, las
actividades de evaluación dejan de tener un carácter puntual y pasan a tener un carácter continuo: las actividades de evaluación no son momentos excepcionales, sino que forman parte del
desarrollo habitual de los procesos de enseñanza y aprendizaje. Por otro, ya no son momentos
en que se deja al alumno sólo para que resuelva una serie de tareas que, supuestamente,
demuestran el nivel de conocimiento que ha adquirido; más bien al contrario: son espacios
privilegiados para la regulación del proceso de enseñanza y aprendizaje, para que el alumno
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ponga de manifiesto la fase en que se encuentra en su proceso de aprendizaje, para que el
profesor explore en profundidad la calidad de ese aprendizaje y sus puntos fuertes y débiles, y
para que ambos puedan fundamentar y planificar acciones concretas de regulación y mejora de
la enseñanza y del aprendizaje.
Ello introduce una modificación radical en la manera de entender las actividades y tareas de
evaluación. En una concepción tradicional, la evaluación se concreta en una serie de tareas
esencialmente independientes entre sí, que son realizadas por el profesor o por el alumno de
manera también independiente: el profesor planifica la evaluación sin que el alumno participe
para nada en esa planificación; el alumno trata de preparar la evaluación sin apenas saber nada
de lo que el profesor diseña (más allá, tal vez, de alguna información sobre el “tipo de
examen”) e intentando adivinarlo a través de las más variadas tácticas; el alumno realiza solo
las tareas que se le plantean; el profesor corrige solo lo que ha hecho el alumno y lo califica; el
alumno tiene la responsabilidad de rectificar (“recuperar”) si los resultados no son satisfactorios. Desde el punto de vista que estamos sosteniendo, en cambio, la evaluación pasa a concebirse como una secuencia articulada de actividad conjunta entre profesor y alumnos cuya
responsabilidad, aunque asimétrica y diversamente repartida en momentos distintos, es siempre compartida: así, profesor y alumnos pueden planificar conjuntamente, mediante fórmulas
diversas, las actividades de evaluación; realizar actividades preparatorias en el aula de manera
previa a la evaluación propiamente dicha; compartir y elaborar conjuntamente criterios de
corrección y calificación; y llevar a cabo actividades que permiten aprovechar de distintas
maneras (identificando y analizando los errores cometidos, retomando los objetivos o contenidos principales de la secuencia previamente trabajada, desarrollando actividades complementarias, etc.) los resultados de la evaluación. Incluso la fase aparentemente más individual e
intransferible de la evaluación, la realización de las tareas (preguntas, ejercicios, temas,
problemas,...) por parte del alumno, puede implicar el trabajo conjunto de profesor y alumnos
si se considera, por un lado, que lo que el alumno sabe puede establecerse con mayor detalle,
profundidad y validez en un formato de trabajo interactivo (por ejemplo, mediante una
conversación en que el profesor va modulando y ajustando sus demandas en función de las
intervenciones del alumno en cada momento) que en un formato tradicional de resolución
individual; y por otro lado, que desde una perspectiva educativa resulta fundamental averiguar
no sólo lo que el alumno sabe o puede hacer sólo, sino también hasta dónde mejora y puede
mejorar su rendimiento cuando recibe algún tipo de ayuda o asistencia a su actuación individual.
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“... y este fin de semana tengo que preparar la prueba”
Esta manera de entender la evaluación como una secuencia articulada de actividad conjunta,
que incluye diferentes momentos y tipos de actividades interrelacionadas bajo la responsabilidad compartida de profesor y alumnos tiene implicaciones directas desde el punto de vista de
la planificación, por parte del profesor, de las actividades y tareas de evaluación. En primer lugar, y en tanto la finalidad que preside la evaluación es la de obtener informaciones relevantes
para la regulación de la enseñanza y del aprendizaje, esta planificación debe estar presidida
por la voluntad de conseguir que todos y cada uno de los alumnos puedan poner de manifiesto,
en las mejores condiciones posibles, lo que saben y pueden hacer. Ello conlleva, muy
especialmente, diversificar y flexibilizar los formatos y tipos de actividades y tareas de evaluación, los lenguajes y sistemas de representación implicados, los tipos de productos solicitados, las condiciones en las que se llevan a cabo, ... De lo contrario, puede ocurrir que el
formato o tipo de tarea elegido enmascare, en lugar de hacer emerger, el conocimiento que
efectivamente pueda tener el alumno. En el rendimiento de una prueba escrita, por ejemplo,
influye no sólo lo que el alumno sepa del contenido de que se trata, sino también, obviamente,
sus habilidades de composición escrita, entre otras muchas.
De modo similar, la planificación de la evaluación por parte del profesor debe estar igualmente presidida por la finalidad de obtener un perfil lo más detallado y completo posible de lo que
saben los alumnos. Dicho en otras palabras, de lo que se trata no es tanto de establecer qué no
sabe el alumno, ni siquiera cuánto sabe, sino más bien qué sabe y cómo lo sabe (cuándo puede
activarlo, en qué contextos lo usa efectivamente, qué dificultades encuentra para hacerlo
funcional). Desde el punto de vista del “qué evaluar”, la prioridad pasa a ser, entonces, la
planificación y organización de actividades de evaluación que permitan valorar el grado de
significatividad del aprendizaje realizado por los alumnos, la evolución en el tiempo de ese
aprendizaje y el progreso personal realizado, la funcionalidad del aprendizaje en distintos
contextos y situaciones de uso, el sentido personal que los alumnos atribuyen a lo que están
aprendiendo y al hecho de aprenderlo, el grado en que van adquiriendo autonomía en el uso
del conocimiento, la capacidad progresiva para autorregular su propio aprendizaje; y también
que permitan valorar todo ello en relación con el tipo y la calidad de las ayudas educativas que
han ido recibiendo los alumnos y gracias a las cuales pueden avanzar en su aprendizaje.
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En último término, este cambio de prioridades implica una “ruptura epistemológica”: romper
con una concepción cuantitativa y acumulativa del conocimiento y adoptar otra de carácter
esencialmente cualitativo y multidimensional; asumir que los alumnos no simplemente saben
“más o menos”, sino que saben “de una manera o de otra” (obviamente, habiendo maneras
mejores o más deseables que otras). En este sentido, la planificación de las actividades de evaluación pasa de estar presidida por el interés de medir el nivel de conocimiento de los alumnos
a estarlo por el propósito de indagar cómo está organizado el conocimiento de los alumnos
con relación a un contenido concreto y la manera en que pueden ponerlo en acción en un
contexto determinado. La cuestión principal, por tanto, ya no es planificar actividades y tareas
de evaluación dirigidas a medir “objetivamente” el nivel de conocimiento de los alumnos, sino
planificar actividades y tareas de evaluación que sean pertinentes y válidas, que ayuden a
poner de relieve los diversos aspectos implicados en el uso funcional del conocimiento por los
alumnos.
“Cada uno a lo suyo”
La concepción tradicional de la evaluación se refleja con especial nitidez en las características
de las tareas que habitualmente la conforman, así como en las condiciones en que los alumnos
deben afrontar la resolución de esas tareas. Las tareas típicas de evaluación son, en efecto,
tareas escritas, breves, de respuesta única, que definen su propio contexto, y que han sido
pensadas específicamente para evaluar sin que tengan una correspondencia clara con tareas
naturales de uso del conocimiento evaluado en situaciones reales. Además, y también típicamente, los alumnos deben resolverlas individualmente, sin apoyo de otros compañeros o del
profesor, en un período de tiempo limitado y habitualmente corto, y sin poder acceder a recursos o materiales de apoyo. Todas estas restricciones limitan muy fuertemente la capacidad
de esas tareas para ofrecer el tipo de información en profundidad, cualitativa y multidimensional sobre el conocimiento de los alumnos a que antes hacíamos referencia, así como para
cubrir los objetivos de regulación de la enseñanza y el aprendizaje, de ajuste de la ayuda, que
caracteriza a la evaluación inclusiva. Por lo demás, restringen notablemente, cuando no
impiden por completo, la posibilidad de que todos y cada uno de los alumnos puedan poner de
manifiesto, en las mejores condiciones posibles, lo que saben y pueden hacer. Más bien, por el
contrario, privilegian determinados alumnos por encima de otros, precisamente aquellos que,
por sus características individuales, se adaptan mejor a este tipo de tareas y condiciones.
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Evaluar en una escuela para todos requiere modificar y flexibilizar estas características, y
apostar por otro tipo de tareas de evaluación y por otras condiciones de realización de las
mismas por parte de los alumnos: tareas realistas y contextualizadas; que resulten valiosas y
relevantes desde la perspectiva del uso real del conocimiento; que planteen retos complejos;
que no dependan de limitaciones temporales no realistas o arbitrarias; que hagan intervenir
capacidades cognitivas de alto nivel; que requieran colaborar con los demás; que permitan
recorridos de resolución diversos; abiertas a la discusión de soluciones alternativas; que den
cabida a estilos de aprendizaje, aptitudes e intereses igualmente diferenciados; que incorporen
la reflexión y valoración del alumno sobre lo realizado.
La exigencia irrenunciable en las prácticas tradicionales de evaluación de que los alumnos
aborden y resuelvan invariablemente las tareas propuestas de forma individual, en solitario,
con el fin de poder valorar lo más objetivamente posible "lo que realmente saben", marca con
claridad la distancia que separa estas prácticas de una evaluación inclusiva, a la vez que pone
de relieve no sólo la separación entre enseñanza y aprendizaje y evaluación, sino también una
concepción limitada del aprendizaje y de los procesos de construcción del conocimiento. "Lo
que realmente saben los alumnos" sobre un contenido determinado no es sólo lo que pueden
hacer o decir cuando se enfrentan en solitario a unas tareas de evaluación sobre dicho contenido. "Lo que realmente saben" es también el uso que pueden hacer de su conocimiento cuando
interactúan con el profesor o con otros compañeros, aprovechando sus aportaciones, cuestionándose o cuestionándolas, integrándolas o rechazándolas; en suma, utilizando su conocimiento en un contexto de actividad social compartida, que es en definitiva el contexto "real"
en el que el conocimiento se construye y muestra su verdadera funcionalidad.
“Profe, ¿están ya las notas?”
Evaluar supone necesariamente emitir un juicio de valor, en este caso sobre la calidad del
aprendizaje logrado por los alumnos en un determinado momento y a propósito de unos determinados contenidos (Coll y Martín, 1996). Ello no cambia cuando nos planteamos la evaluación en una escuela para todos; continúa siendo un elemento consustancial a la noción misma
de evaluación. La emisión de este juicio, con todo, presenta al menos dos matices sustanciales
en la evaluación inclusiva. El primero tiene que ver con los indicadores y criterios que sirven
de base al juicio que se emite, y en particular con su carácter explícito, público y compartido
entre profesor y alumnos. Los indicadores y criterios que sirven para valorar una determinada
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actuación del alumno son, de hecho, dos ingredientes fundamentales para modelar lo que se
considera un aprendizaje de calidad, lo que se valora como un buen dominio de un contenido
determinado. En este sentido, es crucial que los indicadores y criterios estén, a diferencia de lo
que ocurre tradicionalmente en muchas prácticas de evaluación, al alcance de todos y cada
uno de los alumnos, que puedan conocerlos, comprenderlos y saber las razones de su elección.
Ayudar a los alumnos a apropiarse de los criterios de corrección y valoración que se usan en la
evaluación es, desde esta perspectiva, una tarea especialmente relevante.
El segundo matiz a señalar tiene que ver con el sentido que tiene el juicio que se emite: una
valoración sobre los resultados parciales y provisionales de un proceso (no sobre una persona),
dirigida a mejorar ese proceso. De ahí la importancia tanto del procedimiento seguido para
emitir ese juicio, como de lo que ocurre una vez que el juicio ha sido establecido: la comunicación del mismo y las acciones y consecuencias que se derivan de él.
La ausencia total de participación de los alumnos en el establecimiento de los criterios e indicadores de evaluación -e incluso, en ocasiones, el total desconocimiento de los mismos-, típica
de las prácticas tradicionales de evaluación, conduce a menudo a prestar escasa atención a la
comunicación de los resultados. De hecho, no es excepcional que, tras realizar unas determinadas actividades de evaluación, profesor y alumnos prosigan con el plan de trabajo inicialmente previsto posponiendo, en ocasiones durante un periodo de tiempo considerable, el análisis y la valoración conjunta de los resultados obtenidos, perdiendo así cualquier posibilidad
de utilizarlos para introducir mejoras en los procesos subsiguientes de enseñanza y aprendizaje. El razonamiento que subyace a este modo de proceder es lógicamente tributario de la
visión que implícita o explicitamente se tiene de la evaluación y de la función que se le atribuye: se evalúa al término de un proceso de enseñanza y aprendizaje con la finalidad fundamental, si no exclusiva, de certificar lo que los alumnos han aprendido -evaluación sumativa
acreditativa-. En este marco, la comunicación de los resultados a los alumnos, cuando finalmente tiene lugar, suele responder a un formato de extrema sencillez: basta con comunicar, a
cada uno de los alumnos por separado o a todos juntos, oralmente o por escrito, el juicio
evaluativo sobre el nivel de aprendizaje que han merecido sus respuestas a las tareas de evaluación realizadas. La comunicación del juicio evaluativo cierra definitivamente el ciclo de
enseñanza y aprendizaje al que se refiere adquiriendo así un valor sancionador, de refuerzo
(cuando es positivo) o de reprobación (cuando es negativo) con efectos supuestamente motivadores.
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En la evaluación inclusiva la comunicación, el análisis y la valoración conjunta de los resultados por parte de profesor y alumnos adquiere una importancia capital. Es el momento idóneo
para identificar, subrayar y hacer tomar conciencia a los alumnos de los avances realizados;
para reforzar retrospectivamente los conocimientos adquiridos ampliando su significatividad;
para poner de relieve relaciones y nexos que quizás no habían quedado suficientemente explícitos en las actividades realizadas en clase. Y también para identificar las lagunas e incomprensiones que no habían sido detectadas previamente; para hacer tomar conciencia a los
alumnos de las limitaciones que muestra todavía su comprensión de los contenidos aprendidos
y de posibles caminos y estrategias para superarlas; para valorar hasta qué punto se ha proporcionado o no a los alumnos las ayudas que necesitaban para avanzar en su aprendizaje; para dar mayor sentido retrospectivamente a algunas de las actividades de enseñanza y aprendizaje llevadas a cabo. En la perspectiva de una evaluación inclusiva, la comunicación de los resultados es mucho más que dar a conocer a cada uno de los alumnos implicados, a sus familias
o a otras instancias el juicio evaluativo que merecen, a juicio del profesor, sus respuestas a las
tareas de evaluación; es la ocasión para que los alumnos reflexionen sobre el proceso de
aprendizaje seguido y los resultados alcanzados, para que el profesor reflexione sobre su
práctica docente y el provecho que de ella han obtenido sus alumnos, y para que ambos,
profesor y alumnos, puedan hacer un balance provisional del camino recorrido y del que
todavía les falta por recorrer.
¿”Y ahora, ¿qué hago?”
Como ya se ha mencionado, en las prácticas tradicionales la comunicación del juicio evaluativo a los alumnos -y eventualmente a sus familias u otras instancias- marca el punto final de la
actividad de evaluación y, con ella, del proceso de enseñanza y aprendizaje al que se refiere
ese juicio. Nada de esto sucede en el caso de la evaluación inclusiva. En esta perspectiva, la
comunicación de los resultados proporciona más bien una plataforma y un nuevo punto de
partida para que profesores y alumnos puedan proseguir su tarea de enseñar y aprender en una
doble dirección.
Por una parte, la identificación, el análisis y la valoración conjunta de los resultados permite a
profesor y alumnos orientarse retroacticamente sobre aspectos ya trabajados en el proceso de
enseñanza y aprendizaje que cubre la actividad de evaluación. Mediante la puesta en marcha
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de actividades de "aprovechamiento" de diferente naturaleza -identificación y corrección conjunta de los errores cometidos en las tareas de evaluación; revisión o profundización de contenidos que los resultados de la evaluación muestran que han sido escasa o pobremente comprendidos; puesta en relieve de relaciones y nexos que han pasado desapercibidos; realización
individual o conjunta de tareas similares a las planteadas en la actividad de evaluación; etc.-,
esta "mirada hacia atrás" ofrece una nueva oportunidad para consolidar y ampliar los aprendizajes alcanzados y para colmar y superar las lagunas y limitaciones que se hayan podido
producir y que la actividad de evaluación ha permitido detectar. Pero, sobre todo, ofrece una
nueva y magnífica oportunidad para que los alumnos reflexionen sobre su propio proceso de
aprendizaje y los resultados que han obtenido, y para que el profesor ajuste aún más el tipo y
la calidad de las ayudas que pueden necesitar algunos alumnos para progresar en su
aprendizaje.
Por otra parte, la comunicación del juicio evaluativo, cuando se realiza desde la perspectiva de
la evaluación inclusiva que venimos comentando -es decir, cuando se formula sobre la base de
unos indicadores y unos criterios explícitos, públicos y compartidos por profesor y alumnos, y
cuando da lugar a las actividades de revisión, profundización y refuerzo a las que acabamos de
referirnos- tiene también una dimensión "proactiva". En efecto, en la medida en que
proporciona un conocimiento compartido tanto sobre los avances logrados y las dificultades
detectadas -superadas o no-, como sobre algunos ingredientes del proceso que han conducido
a unos y otras, la comunicación y el análisis conjunto de los resultados de la evaluación
permite abordar los procesos subsiguientes de enseñanza y aprendizaje sobre una base más
solida.
Esta doble dirección, retroactiva y proactiva, de la utilización de los resultados de la evaluación refleja y concreta el carácter regulador que la caracteriza en una perspectiva inclusiva y
justifica la afirmación con la que abríamos este artículo: la evaluación es un instrumento -quizás el más importante de todos- al servicio del ajuste de la ayuda educativa a todos y cada uno
de los alumnos. Éste es, por lo demás, el argumento que nos lleva también a afirmar que una
escuela inclusiva sólo podrá serlo si pone en práctica una evaluación inclusiva.
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Para saber más
Coll, C., Barberà, E. y Onrubia, J. (2000). Evaluación de los aprendizajes y atención a la diversidad. Infancia y Aprendizaje, 90, 111-132.
Coll, C. y Martín, E. (1996). La evaluación de los aprendizaje: una perspectiva de conjunto.
Signos. Teoría y práctica de la Educación, 18, 64-77.
Coll, C., Martín, E. y Onrubia, J. (2001). La evaluación del aprendizaje escolar: dimensiones
psicológicas, pedagógicas y sociales. En C. Coll, J. Palacios y A. Marchesi (Coords.), Desarrollo psicológico y educación. 2. Psicología de la educación escolar (pp. 549-572). Madrid: Alianza.
Coll, C. y Onrubia, J. (1999). Evaluación de los aprendizajes y atención a la diversidad. En C.
Coll (Coord.), Psicología de la instrucción: la enseñanza y el aprendizaje en la educación secundaria (pp. 141-168). Barcelona: Horsori/ICE UB.
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