Volumen VI - Novela

Transcripción

Volumen VI - Novela
COLECCIÓN
PENSAMIENTO DOMINICANO
VOLUMEN VI
Novela
COLECCIÓN
PENSAMIENTO DOMINICANO
VOLUMEN VI
Novela
TULIO M. CESTERO | LA SANGRE (una vida bajo la tiranía)
FRANCISCO GREGORIO BILLINI | BANÍ O ENGRACIA Y ANTOÑITA
MARCIO VELOZ MAGGIOLO | JUDAS • EL BUEN LADRÓN
JUAN BOSCH | LA MAÑOSA
MANUEL DE J. GALVÁN | ENRIQUILLO
RAMÓN MARRERO ARISTY | OVER
F. GARCÍA GODOY | GUANUMA
PEDRO FRANCISCO BONÓ | EL MONTERO. novela de costumbres
Introducciones
Olivier Batista Lemaire
Guillermo Piña-Contreras
Odalís Pérez
Raymundo González
Santo Domingo, República Dominicana
2010
Sociedad Dominicana
de Bibliófilos
CONSEJO DIRECTIVO
Mariano Mella, Presidente
Dennis R. Simó Torres, Vicepresidente
Antonio Morel, Tesorero
Juan de la Rosa, Vicetesorero
Miguel de Camps Jiménez, Secretario
Sócrates Olivo Álvarez, Vicesecretario
Vocales
Eugenio Pérez Montás • Julio Ortega Tous • Eleanor Grimaldi Silié
Raymundo González • José Alfredo Rizek
Narciso Román, Comisario de Cuentas
asesores
Emilio Cordero Michel • Mu-Kien Sang Ben • Edwin Espinal
José Alcántara Almanzar • Andrés L. Mateo • Manuel Mora Serrano
Eduardo Fernández Pichardo • Virtudes Uribe • Amadeo Julián
Guillermo Piña-Contreras • María Filomena González
Tomás Fernández W. • Marino Incháustegui
ex-presidentes
Enrique Apolinar Henríquez +
Gustavo Tavares Espaillat + • Frank Moya Pons • Juan Tomás Tavares K.
Bernardo Vega • José Chez Checo • Juan Daniel Balcácer
Banco de Reservas
de la República Dominicana
Daniel Toribio
Administrador General
Miembro ex oficio
consejo de directores
Lic. Vicente Bengoa Albizu
Ministro de Hacienda
Presidente ex oficio
Lic. Mícalo E. Bermúdez
Miembro
Vicepresidente
Dra. Andreína Amaro Reyes
Secretaria General
Vocales
Sr. Luis Manuel Bonetti Mesa
Lic. Domingo Dauhajre Selman
Lic. Luis A. Encarnación Pimentel
Ing. Manuel Enrique Tavares Mirabal
Lic. Luis Mejía Oviedo
Lic. Mariano Mella
Suplentes de Vocales
Lic. Danilo Díaz
Lic. Héctor Herrera Cabral
Ing. Ramón de la Rocha Pimentel
Dr. Julio E. Báez Báez
Lic. Estela Fernández de Abreu
Lic. Ada N. Wiscovitch C.
Esta publicación, sin valor comercial,
es un producto cultural de la conjunción de esfuerzos
del Banco de Reservas de la República Dominicana
y la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, Inc.
COMITÉ DE EVALUACIÓN Y SELECCIÓN
Orión Mejía
Director General de Comunicaciones y Mercadeo, Coordinador
Luis O. Brea Franco
Gerente de Cultura, Miembro
Juan Salvador Tavárez Delgado
Gerente de Relaciones Públicas, Miembro
Emilio Cordero Michel
Sociedad Dominicana de Bibliófilos
Asesor
Raymundo González
Sociedad Dominicana de Bibliófilos
Asesor
María Filomena González
Sociedad Dominicana de Bibliófilos
Asesora
Los editores han decidido respetar los criterios gramaticales utilizados por los autores
en las ediciones que han servido de base para la realización de este volumen
COLECCIÓN
PENSAMIENTO DOMINICANO
VOLUMEN VI
Novela
TULIO M. CESTERO | LA SANGRE (una vida bajo la tiranía)
FRANCISCO GREGORIO BILLINI | BANÍ O ENGRACIA Y ANTOÑITA
MARCIO VELOZ MAGGIOLO | JUDAS • EL BUEN LADRÓN
JUAN BOSCH | LA MAÑOSA
MANUEL DE J. GALVÁN | ENRIQUILLO
RAMÓN MARRERO ARISTY | OVER
F. GARCÍA GODOY | GUANUMA
PEDRO FRANCISCO BONó | EL MONTERO. novela de costumbres
ISBN: Colección completa: 978-9945-8613-96
ISBN: Volumen VI: 978-9945-457-27-8
Coordinadores
Luis O. Brea Franco, por Banreservas;
y Mariano Mella, por la Sociedad Dominicana de Bibliófilos
Ilustración de la portada: Rafael Hutchinson | Diseño y arte final: Ninón León de Saleme Revisión de textos: José Chez Checo y Jaime Tatem Brache | Impresión: Amigo del Hogar
Santo Domingo, República Dominicana.
Agosto, 2010
contenido
Presentación
Origen de la Colección Pensamiento Dominicano y criterios de reedición................................... 11
Daniel Toribio
Administrador General del Banco de Reservas de la República Dominicana
Exordio.......................................................................................................................................... 15
Reedición de la Colección Pensamiento Dominicano: una realidad
Mariano Mella
Presidente de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos
Primera sección
Introducción
La sangre y baní o engracia y antoñita
Una dominicanidad novelesca en proceso de creación................................................................... 19
Olivier Batista Lemaire
Tulio m. cestero
La sangre (una vida bajo la tiranía)
(Introducción) Juicios compilados por Vetilio Alfau Durán................................................................ 43
francisco gregorio billini
baní o engracia y antoñita
(Prólogo) Carta del autor y rectificación de Herminia ........................................................................... 149
Segunda sección
Introducción
Momentos de la novela dominicana............................................................................................... 297
Guillermo Piña-Contreras
marcio veloz maggiolo
JUDAS..................................................................................................................................... 339
EL BUEN LADRÓN
(Prólogo) Significado de la novela actual (¿Por qué creamos mundos imaginarios?)...................................... 370
Antonio Fernández Spéncer
JUAN BOSCH
LA MAÑOSA......................................................................................................................... 399
MANUEL DE J. GALVÁN
ENRIQUILLO
(Reseña retrospectiva del autor) .................................................................................................... 473
(Prólogo) José Martí ..................................................................................................................... 473
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Tercera sección
Introducción
Novela, historia y sociedad en República Dominicana.................................................................. 749
Odalís G. Pérez
ramón marrero aristy
over....................................................................................................................................... 775
f. garcía godoy
Guanuma
(Prólogo) Juan Bosch. .................................................................................................................. 869
Cuarta sección
Introducción
El montero, la novela de Bonó........................................................................................................ 945
Raymundo González
pedro francisco bonó
el montero. novela de costumbres
(Prefacio) E. Rodríguez Demorizi..................................................................................................... 954
Semblanza de Julio D. Postigo, editor de la Colección Pensamiento Dominicano................. 995
10
presentación
Origen de la Colección Pensamiento Dominicano
y criterios de reedición
Es con suma complacencia que, en mi calidad de Administrador General del Banco de
Reservas de la República Dominicana, presento al país la reedición completa de la Colección Pensamiento Dominicano realizada con la colaboración de la Sociedad Dominicana de
Bibliófilos, que abarca cincuenta y cuatro tomos de la autoría de reconocidos intelectuales
y clásicos de nuestra literatura, publicada entre 1949 y 1980.
Esta compilación constituye un memorable legado editorial nacido del tesón y la entrega
de un hombre bueno y laborioso, don Julio Postigo, que con ilusión y voluntad de Quijote
se dedica plenamente a la promoción de la lectura entre los jóvenes y a la difusión del libro
dominicano, tanto en el país como en el exterior, durante más de setenta años.
Don Julio, originario de San Pedro de Macorís, en su dilatada y fecunda existencia ejerce
como pastor y librero, y se convierte en el editor por antonomasia de la cultura dominicana
de su generación.
El conjunto de la Colección versa sobre temas variados. Incluye obras que abarcan desde
la poesía y el teatro, la historia, el derecho, la sociología y los estudios políticos, hasta incluir
el cuento, la novela, la crítica de arte, biografías y evocaciones.
Don Julio Postigo es designado en 1937 gerente de la Librería Dominicana, una dependencia de la Iglesia Evangélica Dominicana, y es a partir de ese año que comienza la
prehistoria de la Colección.
Como medida de promoción cultural para atraer nuevos públicos al local de la Librería
y difundir la cultura nacional organiza tertulias, conferencias, recitales y exposiciones de
libros nacionales y latinoamericanos, y abre una sala de lectura permanente para que los
estudiantes puedan documentarse.
Es en ese contexto que en 1943, en plena guerra mundial, la Librería Dominicana publica
su primer título, cuando aún no había surgido la idea de hacer una colección que reuniera
las obras dominicanas de mayor relieve cultural de los siglos XIX y XX.
El libro publicado en esa ocasión fue Antología Poética Dominicana, cuya selección y prólogo estuvo a cargo del eminente crítico literario don Pedro René Contín Aybar. Esa obra
viene posteriormente recogida con el número 43 de la Colección e incluye algunas variantes
con respecto al original y un nuevo título: Poesía Dominicana.
En 1946 la Librería da inicio a la publicación de una colección que denomina Estudios,
con el fin de poner al alcance de estudiantes en general, textos fundamentales para complementar sus programas académicos.
Es en el año 1949 cuando se publica el primer tomo de la Colección Pensamiento Dominicano, una antología de escritos del Lic. Manuel Troncoso de la Concha titulada Narraciones
Dominicanas, con prólogo de Ramón Emilio Jiménez. Mientras que el último volumen, el
número 54, corresponde a la obra Frases dominicanas, de la autoría del Lic. Emilio Rodríguez
Demorizi, publicado en 1980.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Una reimpresión de tan importante obra pionera de la bibliografía dominicana del
siglo XX, como la Colección Pensamiento Dominicano, presenta graves problemas para editarse acorde con parámetros vigentes en nuestros días, debido a que originariamente no
fue diseñada para desplegarse como un conjunto armónico, planificado y visualizado en
todos sus detalles.
Esta hazaña, en sus inicios, se logra gracias a la voluntad incansable y al heroísmo
cotidiano que exige ahorrar unos centavos cada día, para constituir el fondo necesario que
permita imprimir el siguiente volumen –y así sucesivamente– asesorándose puntualmente
con los más destacados intelectuales del país, que sugerían medidas e innovaciones adecuadas para la edición y títulos de obras a incluir. A veces era necesario que ellos mismos
crearan o seleccionaran el contenido en forma de antologías, para ser presentadas con un
breve prólogo o un estudio crítico sobre el tema del libro tratado o la obra en su conjunto,
del autor considerado.
Los editores hemos decidido establecer algunos criterios generales que contribuyen a
la unidad y coherencia de la compilación, y explicar el porqué del formato condensado en
que se presenta esta nueva versión. A continuación presentamos, por mor de concisión, una
serie de apartados de los criterios acordados:
d Al considerar la cantidad de obras que componen la Colección, los editores, atendiendo a razones vinculadas con la utilización adecuada de los recursos técnicos y financieros
disponibles, hemos acordado agruparlas en un número reducido de volúmenes, que
podrían ser 7 u 8. La definición de la cantidad dependerá de la extensión de los textos
disponibles cuando se digitalicen todas las obras.*
d Se han agrupado las obras por temas, que en ocasiones parecen coincidir con algunos
géneros, pero esto sólo ha sido posible hasta cierto punto. Nuestra edición comprenderá
los siguientes temas: poesía y teatro, cuento, biografía y evocaciones, novela, crítica de
arte, derecho, sociología, historia, y estudios políticos.
d Cada uno de los grandes temas estará precedido de una introducción, elaborada por
un especialista destacado de la actualidad, que será de ayuda al lector contemporáneo,
para comprender las razones de por qué una determinada obra o autor llegó a considerarse relevante para ser incluida en la Colección Pensamiento Dominicano, y lo auxiliará
para situar en el contexto de nuestra época, tanto la obra como al autor seleccionado. Al
final de cada tomo se recogen en una ficha técnica los datos personales y profesionales
de los especialistas que colaboran en el volumen, así como una semblanza de don Julio
Postigo y la lista de los libros que componen la Colección en su totalidad.
d De los tomos presentados se hicieron varias ediciones, que en algunos casos modificaban el texto mismo o el prólogo, y en otros casos más extremos se podía agregar
otro volumen al anteriormente publicado. Como no era posible realizar un estudio
filológico para determinar el texto correcto críticamente establecido, se ha tomado
como ejemplar original la edición cuya portada aparece en facsímil en la página preliminar de cada obra.
*El número de tomos será 7. El presente, Vol. VI, dedicado a la Novela, y el próximo al Derecho y Frases Dominicanas,
que incluirá, además, el Epílogo de la Colección Pensamiento Dominicano, reeditada por Banreservas y Sociedad Dominicana
de Bibliófilos, dividido en dos partes. Esta nota aplica al penúltimo párrafo de la página 15.
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PRESENTACIÓN | Daniel Toribio, Administrador General de Banreservas
d Se decidió, igualmente, respetar los criterios gramaticales utilizados por los autores o curadores de las ediciones que han servido de base para la realización de esta
publicación.
d Las portadas de los volúmenes se han diseñado para esta ocasión, ya que los plan-
teamientos gráficos de los libros originales variaban de una publicación a otra, así como
la tonalidad de los colores que identificaban los temas incluidos.
d Finalmente se decidió que, además de incluir una biografía de don Julio Postigo y
una relación de los contenidos de los diversos volúmenes de la edición completa, agregar,
en el último tomo, un índice onomástico de los nombres de las personas citadas, y otro
índice, también onomástico, de los personajes de ficción citados en la Colección.
En Banreservas nos sentimos jubilosos de poder contribuir a que los lectores de nuestro
tiempo, en especial los más jóvenes, puedan disfrutar y aprender de una colección bibliográfica que representa una selección de las mejores obras de un período áureo de nuestra
cultura. Con ello resaltamos y auspiciamos los genuinos valores de nuestras letras, ampliamos
nuestro conocimiento de las esencias de la dominicanidad y renovamos nuestro orgullo de
ser dominicanos.
Daniel Toribio
Administrador General
13
exordio
Reedición de la Colección Pensamiento Dominicano:
una realidad
Como presidente de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, siento una gran emoción al
poner a disposición de nuestros socios y público en general la reedición completa de la Colección Pensamiento Dominicano, cuyo creador y director fue don Julio Postigo. Los 54 libros
que componen la Colección original fueron editados entre 1949 y 1980.
Salomé Ureña, Sócrates Nolasco, Juan Bosch, Manuel Rueda, Emilio Rodríguez Demorizi,
son algunos autores de una constelación de lo más excelso de la intelectualidad dominicana
del siglo XIX y del pasado siglo XX, cuyas obras fueron seleccionadas para conformar los
cincuenta y cuatro tomos de la Colección Pensamiento Dominicano. A la producción intelectual
de todos ellos debemos principalmente que dicha Colección se haya podido conformar por
iniciativa y dedicación de ese gran hombre que se llamó don Julio Postigo.
Qué mejor que las palabras del propio señor Postigo para saber cómo surge la idea o la
inspiración de hacer la Colección. En 1972, en el tomo n.º 50, titulado Autobiografía, de Heriberto
Pieter, en el prólogo, Julio Postigo escribió lo siguiente: (…) “Reconociendo nuestra poca
idoneidad en estos menesteres editoriales, un sentimiento de gratitud nos embarga hacia
Dios, que no sólo nos ha ayudado en esta labor, sino que creemos fue Él quien nos inspiró
para iniciar esta publicación” (…); y luego añade: (…) “nuestra más ferviente oración a
Dios es que esta Colección continúe publicándose y que sea exponente, dentro y fuera de
nuestra tierra, de nuestros más altos valores”. En estos extractos podemos percibir la gran
humildad de la persona que hasta ese momento llevaba 32 años editando lo mejor de la
literatura dominicana.
La reedición de la Colección Pensamiento Dominicano es fruto del esfuerzo mancomunado de
la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, institución dedicada al rescate de obras clásicas dominicanas agotadas, y del Banco de Reservas de la República Dominicana, el más importante del
sistema financiero dominicano, en el ejercicio de una función de inversión social de extraordinaria
importancia para el desarrollo cultural. Es justo valorar el permanente apoyo del Lic. Daniel
Toribio, Administrador General de Banreservas, para que esta reedición sea una realidad.
Agradecemos al señor José Antonio Postigo, hijo de don Julio, por ser tan receptivo con
nuestro proyecto y dar su permiso para la reedición de la Colección Pensamiento Dominicano.
Igualmente damos las gracias a los herederos de los autores por conceder su autorización
para reeditar las obras en el nuevo formato que condensa en 7 u 8 volúmenes los 54 tomos
de la Colección original.
Mis deseos se unen a los de Postigo para que esta Colección se dé a conocer, en nuestro
territorio y en el extranjero, como exponente de nuestros más altos valores.
Mariano Mella
Presidente
Sociedad Dominicana de Bibliófilos
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PRIMERA SECCIÓN
TULIO M. CESTERO | LA SANGRE (una vida bajo la tiranía)
FRANCISCO GREGORIO BILLINI | BANÍ O ENGRACIA Y ANTOÑITA
INTRODUCCIÓN:
Olivier Batista Lemaire
introducción
La sangre y Baní o Engracia y Antoñita:
una dominicanidad novelesca en proceso de creación
Olivier Batista Lemaire
La sangre
Modernismo y visión crítica del mundo nativo
Visión del presentador
L
a presentación de la novela La sangre (1914) del escritor y diplomático dominicano Tulio
Manuel Cestero (1877-1955) es un texto intrínsicamente orquestal, hecho de varias voces,
ingeniosamente compuesto por ese infatigable compilador y gestor de la memoria cultural
de la nación dominicana que fue Don Vetilio Alfau Durán. En dicha compilación desfilan de
manera fulgurante y sagaz las reflexiones, que sobre esta novela modernista (la única de la
historia literaria dominicana), una brillante pléyade de escritores dominicanos expresaron
sobre su valor estético y en particular sobre su merecido sitial en el panteón de las letras
dominicanas, donde funge, junto al Enriquillo de Manuel de Jesús Galván, como una de la dos
mejores novelas dominicanas. Evidentemente Vetilio Alfau Durán no puede, por emanar dichas
reflexiones de plumas prestigiosas, detenerse en intricados y largos aditamentos analíticos, ni
insertar menudencias. Acude a párrafos claves, donde La sangre es rescatada del moroso olvido
donde solían aletargarse obras cumbres de nuestra memoria literaria. Recurre como señala a
unos cuantos juicios emitidos por plumas autorizadas1: Pedro Henríquez Ureña, Manuel Arturo
Peña Batlle, Federico García Godoy, Max Henríquez Ureña, José Ramón López y otros.
El compilador atina a valorizar paladinamente la novela, a través de los escritores nativos, a ensalzar sus virtudes formales dentro de la veta modernista abierta en tierra firme del
continente americano por Rubén Darío, Enrique Larreta y Manuel Díaz Rodríguez. Pedro
Henríquez Ureña, con la entonación cosmopolita que caracteriza su hermenéutica históricocultural, sitúa la obra de Cesteros dentro de las novelas modernistas latinoamericanas, pero
su descripción es fugaz; no emite juicios de valores, no empalma con digresiones elogiosas
donde despunte el patriotismo literario, como lo hicieron muchos de sus coetáneos.
El conjunto de opiniones recogido por el compilador coincide más o menos con en el
crepúsculo de la vida de Tulio Manuel Cestero. La fecha de 1955 en que Alfau Durán finaliza
su introducción polifónica, es decir a varias voces, no se sitúa en los momentos más brillantes de la cultura dominicana, y menos de la difusión literaria. El novelista vivió largamente
en el extranjero, sobre todo en suelo chileno, patria de su esposa; abandonó arcanamente
la literatura a los treinta y siete años, dedicándose a la diplomacia. El dilatado silencio de
su pluma literaria, ya que no política2, y las magras o inexistentes historias literarias donde
se consignaban raudamente el acontecer literario nativo tendían a relegar en las bibliotecas
privadas y en los archivos de gacetillas y diarios, la existencia de La sangre.
Introducción a La sangre (Juicios compilados por Vetilio Alfau Durán), p.43 y sgts.
En efecto formó parte de la élite trujillista y puso su talento de escriba al servicio de la defensa del régimen
dictatorial. Su obra mayor de propaganda es Veinte años de superación nacional (1950).
1
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
No es pues fruto del azar si Vetilio Alfau siembra su compilación de los extractos más
laudatorios, hace figurar deliberadamente los comentarios que enaltecen la novela e incluso
la hacen figurar entre las mejores obras de prosa escritas en el país y hasta en América Latina.
Escoge el pasaje del consagrado ensayista y cuentista puertoplateño José Ramón López
donde este afirma taxativamente: La mejor obra dominicana en prosa que conozco es La sangre
de Tulio Manuel Cestero. Creo que, como factura artística, no solamente es el mejor libro dominicano
sino uno de los mejores de América Latina.”3 Pocas veces la crítica panegírica fue tan lejos; raras
veces a excepción del Enriquillo de Galván, una lectura crítica eleva una obra nativa a niveles
cualitativos continentales. Esta novela modernista, de estilo amplio y poético, procedente de
un creador inmerso en la tenebrosa historia de su país (la intriga acontece durante la ominosa
dictadura de Lilís) mereció ser valorizada a nuestro modo de ver, mas allá de sus fronteras.
El compilador saca a colación un artículo apócrifo del prestigioso diario conservador El
Mercurio de Santiago de Chile fechado del 1921 donde el crítico nos dice sin que le tiemble
el pulso: “La sangre, que es sin lugar a dudas, una de las mejores obras de la época contemporánea y
que mañana habrá de figurar entre Raza de Caín, Paz, Zurzulita, Canaán, e Ídolos Rotos. Quien ha
escrito una novela como La sangre, tiene sobrados derechos para ser llamado maestro”
Sabemos que nadie es profeta en su propia tierra y dentro de esta óptica el presente
extracto crítico, escrito en el otro extremo del continente americano, viene con oportuno
beneplácito a darle una legitimidad literaria transinsular a un texto, destinado históricamente
a circular en un reducido núcleo de lectores. La inclusión por el erudito Max Henríquez
Ureña de los escritos y la novela de Tulio Manuel Cestero, en el proceso cultural en el que
se gestó el modernismo, al lado de personalidades señeras como los venezolanos Manuel
Díaz Rodríguez, Rufino Blanco Fondona, y el uruguayo José Enrique Rodó, le da un relieve
inusitado al escritor dominicano. El valor de su obra, como bien puntualiza Henríquez Ureña,
reside en su carácter estético articulado, en el sentido dialéctico del término: es una novela
que tiene la impronta de la historia política dominicana, de la tensa relación que se teje entre
los sujetos y los desmanes de la política, que vienen a negarlos. Pero también es una obra
que participa de manera creativa en el diálogo intercultural que abrió el modernismo con la
cultura universal (en particular gala), y con la hispanidad peninsular, encorsetada en demasía
en añosos modelos lingüísticos y literarios (y por ende ideológicos), si exceptuamos a algunos
narradores como Leopoldo Aleas, Benito Pérez Galdos y en menor escala José Varela.
La síntesis de críticas de Vetilio Alfau Durán, más bien panegíricas, logra su efecto en el
lector. Suscita el interés por el escritor y en particular para que abordemos con más atención
la novela de Tulio Manuel Cestero. Apoya su llamado a leer la obra, de la autoridad literaria
de una pléyade de connotados historiadores y críticos de la literatura latinoamericana; nos
invita incluso a leerla como una gran novela, y adentrarnos en su universo narrativo, con
una suerte de detenimiento probatorio, para que encontremos las huellas de las calidades
señaladas.
Visión de la obra
Tulio Manuel Cestero acertó a crear una novela que brilla por su singularidad tanto
en la cultura latinoamericana de prosapia modernista como en la narrativa dominicana.
Tendencialmente la novela dominicana recaba costumbres y adopta el perfil incierto del
Ibíd., p.43.
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INTRODUCCIÓN | Olivier Batista Lemaire
ensayo antropológico (como El montero, de Bono, Baní o Engracia y Antoñita, de Francisco
Gregorio Billini) o se inscribe en la idealización histórica (La Fantasma de Higüey de Francisco
Javier Angulo Guridi, y Enriquillo de Manuel de Jesús Galván). La sangre encamima la novela
dominicana hacia la innovación sin marcar rupturas con los cánones estéticos. Narra con
sesgo retrospectivo (la intriga narrativa se inicia en 1899) las siniestras vicisitudes políticas
de Antonio Portocarrero, personaje central, durante la cruenta dictadura de Lilís. Haciendo
una lectura superflua no podemos argüir que la adopción de un tema político de esta
índole, en La sangre, donde peligran los valores de tolerancia y libertad en un universo
degradado, brille por su originalidad. En Baní o Engracia y Antonita de Francisco Gregorio
Billini, la representación de la virtud bucólica de la provincia de Peravia se transfigura en
su contrario, esto es en caos personalista donde los antisujetos (hombres y mujeres que
pregonan un espíritu anticívico) sin norte ético, son promotores de asonadas, surgen de un
espacio político premoderno y arcaico. La novela costumbrista, dada la personalidad liberal
de Billlini, se transforma en luz crítica de la política dominicana. Y La sangre entonces, ¿en
qué se diferencia? Es una novela política, pero en ella se dibuja un personaje en el sentido
moderno (y sin juego de palabras, modernista) de la noción. En efecto, Antonio Portocarrero,
presidiario de los cancerberos del régimen de Lilís, no es un personaje prototípico como
los de las novelas costumbristas, que encarnan valores, simbolizan actos trascendentes, y
son instrumentalizados en ese sentido por los novelistas.
En la novela de Tulio Manuel Cestero el personaje se individualiza, encarna su propia
y desconsolada humanidad, frente a un universo hostil que lo avasalla. Podemos atestiguar, sin temer equivocarnos, que La sangre acuña de un personaje de novela moderna y
que merced a esa dimensión no prototípica de Antonio Portocarrero, salimos de la novela
política de tono grave y moralizador, donde los personajes son ideas. Con La sangre, nos
confrontamos al drama del hombre tal y cual la novela modernista lo representó con
énfasis retórico. Dentro de la óptica de confrontación de un individuo con sus expectativas de libertad, pero que posee principios indefinidos, y un universo sojuzgado por la
arbitrariedad insana del poder, con sus componendas y traiciones, La sangre deslinda un
territorio en la novela dominicana, el de la novela política de personajes autónomos, que
se representan a sí mismos.
Dentro del ámbito de la novela modernista, reluce la singularidad de La sangre; no es
una novela modernista como las otras, aunque a veces los excesos de un estilo ostentoso
nos haga pensar lo contrario. Recordemos que en las principales novelas modernistas, los
personajes claves están representados por artistas, intelectuales, juristas cultos. La novela
Lucía Jerez (1885) de José Martí inaugura este tipo de personajes idealistas, como Juan Jerez,
amantes de abstracciones estéticas en un mundo cada vez más dominado por los valores
materiales. Juan Jerez es un intelectual deshacedor de entuertos, se moviliza en favor de
los pobres, vislumbra una sociedad más armoniosa, es un amante verboso de Lucía Jérez,
que funge como ondulante espejo del esteticismo intelectual y de un universo de ensueños
y promesas. Ídolos rotos (1901) del escritor venezolano Manuel Díaz Rodríguez exacerba
de forma más sinuosa el modelo narrativo modernista. Es la novela por antonomasia del
personaje esteta consumado.
El personaje Alberto Soria es un escultor que, luego de una estadía en París, regresa a
Venezuela y afronta los desmanes de una sociedad petrificada en las mediocres intrigas de
los mentideros políticos y en una vida social frívola. Con esta novela fue la primera vez, al
21
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
juicio del critico Aníbal González, que se empleó la palabra intelectual en América Latina4.
Si bien Díaz Rodríguez desmenuza con ojo clínico, y crítico, la amorfa sociedad venezolana,
no omite en describir también con distancia crítica, las vicisitudes de Soria, quien se enzarza
en sus disquisiciones estéticas y no logra conformar una visión del mundo estructurada,
para impugnar la desgarbada sociedad que lo rodea. Es decir no logra transformarse en
intelectual.
Soria no es un personaje fallido, pero sus valores artísticos, herméticos, simbolizados en
sus esculturas, acabarán por ser ídolos rotos, lacerados físicamente por las hordas del régimen.
El héroe no se adapta, y de resultas de ese desfase existencial, continúa a promover la ética
solipsista y provocadora del París finisecular donde residió. José Jerez, personaje mayor de
la novela de Martí y Alberto Soria de la novela de Díaz Rodríguez, viven en construcciones
intelectuales desprovistas de efectos sociales, por más que se empecinen en cuestionar sus
respectivas sociedades. La novela modernista y sus personajes intransigentes y flotantes,
afloran de manera paroxística en el texto Sobremesa (1896) del colombiano José Asunción
Silva. De prosapia decadentista e inspirada de manera un tanto cursi en la teoría de la termodinámica,5 y en particular de su segunda ley, esta novela muestra a María Bashkirtseff
y José Hernández como dos personajes atrapados en una idolatría voraz del arte pictórico,
en un mundo de sensaciones, pero disminuidos como individuos, incapaces de asentar
pensamientos, de moverse en la vida social y vivir valores de manera coherente.
La sangre es sin lugar a dudas una novela de veta modernista. Como las citadas más arriba,
su universo narrativo se estructura a partir de un personaje fuertemente individualizado, que
desarrolla de manera un tanto idealista una lucha feroz contra la frivolidad social, instaurada
como regla de vida, y a contracorriente del cinismo político. No obstante, las diferencias son
notorias; Antonio Portocarrero no es un intelectual, ni un esteta. Mas, tampoco funge como
un personaje desarmado para criticar su entorno. Incluso en su juventud sobresalió como
bien lo expone el narrador: “fue un buen alumno, inteligente aunque desaplicado; predilecto de los
profesores quienes en él vinculaban el éxito de los exámenes; acumulaba sobresalientes, y cuando de gala
en el gran salón de actos reuníanse las familias de los alumnos, los jurados y los profesores, reventaba
de satisfacción, sintiéndose alabado cuando atravesaba el salón con su carga de premios.6 No poseerá
valores firmes, aunque sean desfasados, como los protagonistas estetas de los otros novelistas
modernistas. El narrador para prevenir el lector en este sentido, señala el carácter muy efímero de su aureola de buen alumno del colegio San Luis Gonzaga; fue, entre otros deslices,
renuente a la disciplina: destituido de su cargo honorífico de ayo, ha recorrido la escala de los castigos
y sido clasificado entre los revoltosos. Su inquietud de azoguillo, sus ojos y piernas habituados al campo
sin vallados padecen en el espacio estrecho de las aulas7 sin que por ello el narrador culpabilice a
la sociedad de los desaciertos de Pontocarrero. Cuando crece en Moca, organiza bandas para
saquear ventorros, manifiesta actitudes irrespetuosas en las iglesias, y roba aves para hacer
4
1987.
Ver Aníbal González y su penetrante estudio La novela modernista hispanoamericana, Editorial Gredos, Madrid,
5
A grandes rasgos la segunda ley partía del principio de que la materia se desarrollaba a partir de altos estados
de organización y energía y descendía a estados de baja organización menor y de energía decreciente. Extrapolada al espíritu humano y lo que es insólito, adoptada en Francia de manera distante y confusa por hombres como
Gustave Flaubert y Charles Baudelaire, la corriente decadentista finisecular hace de esa segunda ley una pintoresca
forma de desapego espiritual y distancia irónica hacia lo real y lo social considerados como materias sin interés,
de reducido peso humano.
6
En este volumen p.60.
7
p.57.
22
INTRODUCCIÓN | Olivier Batista Lemaire
cocinados en solares. Más tarde y ya adulto, dirá de él el narrador, como un juez que quiere
evitar equívocos: Después, ingresó en el profesorado, sin vocación, como medio de vida. Imita a su
profesor, sin mucho éxito. No manifiesta vocación ni voluntad. Dentro de su búsqueda incesante
de una autodefinición como individuo, y sobre todo como ciudadano lúcido, llega a dirigir un
periódico: La Libertad. Paulatinamente y después del ajusticiamiento de Lilís, la problemática
planteada en la narración, de la defensa de valores, pierde relieve, pues lo vemos empecinarse
en medio de mediocres componendas a fin ocupar un puesto gubernamental, y no en virtud
de poner su talento al servicio de una causa trascendente.
Llega a decir a un conocido sin virtudes confirmadas y dentro de una óptica de apoyo
a un hipotético gobierno de Horacio Vázquez: Si cogemos el pueblo de los llanos, quién le quita
a usted ese misterio de Relaciones Exteriores y a mí ese consulado en el Havre?
El narrador que en ningún momento quiere crear una complicidad ética con el recluso, ironiza sobre sus descomedidas ambiciones: Y con qué deleite promulga sus planes de
gobierno. No importa el Departamento que se le destine, él está preparado. Estos actos lejos de
ser anecdóticos, orientan la representación del sujeto Antonio Pontocarrero, que poseerá la
temperancia para denostar al régimen de Ulises Heureaux, pero poca consistencia personal
para asumir ideas generosas. La mayoría de los protagonistas de las novelas modernistas
latinoamericanas adolecen de un idealismo con visos estéticos, que mal se aviene con las
sociedades procaces y premodernas en las cuales se expresan sus ideas. En La sangre de
Tulio Manuel Cestero, aunque A. Portocarrero no llega a perder la humanidad adquirida
en la turbia atmósfera del patíbulo, su itinerario va en el sentido de la adaptación a las
relaciones sociales imperantes, como el compadrazgo, el chisme de los grisáceos mentideros políticos y la ostentación social, a fin de salir de su falta de identidad socioprofesional.
Algunos críticos vieron ingenuamente en Antonio Portocarrero una suerte de héroe liberal
y moderno, opuesto a la irremisible barbarie decimonónica arrastrada en el alba del siglo
veinte dominicano. El autor más bien, a la manera de la estética narrativa modernista,
optó por mostrar con donosura, la imposibilidad para A. Pontocarrero de asumirse como
sujeto autónomo, de proveerse de valores éticos firmes, en una sociedad patrimonialista
como la dominicana. El espacio político representado en la novela absorbe al individuo,
lo compele vertiginosamente a revolotear en cubículos, donde brillan los personajes inescrupulosos, en el reino de lo efímero, de la palabrería altisonante, del apego enfermizo,
premoderno, al poder.
El novelista intenta con relativo éxito mantener el ritmo de la intriga. Conjuga brillantemente las sombrías reminiscencias carcelarias del protagonista y la historia de su salida y
reincorporación fallida a la vida mundana y política dominicana. Podemos empero constatar
algunos deslices. En efecto la estructura narrativa es interrumpida a veces por largas peroratas histórico-políticas, sonsacadas del género ensayístico, y extrapoladas en la narración,
que se hace un tanto engorrosa. De la página 58 a las 62 de esta edición el lector se sume en
una cátedra de historia sobre las asonadas y traiciones que ciñeron el adusto y autócrata
presidencialismo nativo en el transcurso del siglo XIX.
Conceptualiza la génesis y desarrollo de la tiranía de Lilís, creando un efecto de redundancia con las vivencias de Antonio Portocarrero. Pensamos que las intenciones del autor,
en un país sometido a oscilaciones políticas abruptas y a un subdesarrollo cultural que menoscababa su identidad, fueron de situar el itinerario del personaje dentro de una memoria
histórica. Es así como las formas argumentativas vienen regularmente a interrumpir una
23
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
narración que hubiese podido ser más fluida. El talento nato del escritor, su capacidad de
ver desde arriba lo que ocurre abajo, es decir, en el universo narrativo, lo hacen resarcirse
diligentemente y a salvaguardar los estribos del ritmo temático. La novela no se deshace en
el discurso histórico ni en la reflexión política. Otro aspecto notorio: el escritor inserta con
acierto e inteligencia extractos descriptivos sobre el vivir dominicano, desde la gastronomía
y la flora, hasta las relaciones familiares y el ambiente en un colmado o un parque nativo.
Retuvo la buena lección de la novela costumbrista y naturalista;8 inscribir el enfrentamiento
de un individuo en su entorno político, en la historia, o más bien en el vivir epocal.
En cuanto a la expresión escriptural, a la soltura estilística, Tulio Manuel Cestero posee
un dominio del idioma sin igual. Hace lo que desea de la riqueza léxica, la exhibe, yuxtapone con ventura, localismos y arcaísmos, expone alegremente sus competencias estilísticas,
sonsaca en frases magistralmente labradas, giros léxicos, para asir una dominicanidad de
orden cultural. Ello hace de la novela no un ejercicio fastidioso, sino más bien una fiesta
del lenguaje, ligeramente empañada a veces por desventurados excesos retóricos, propio
a la práctica escriptural modernista, y que ya había despuntado en la novela Lucía Jerez
(1885) del prócer cubano José Martí. ¿Estamos con la aparición y la enjundiosa recepción
que tuvo en la crítica de su tiempo La sangre, frente a una obra maestra? No lo pensamos,
pero el lector dominicano posee en sus manos una obra mayor del modernismo, y una
de las obras cumbres, merced a su composición narrativa, de la historia de la literatura
dominicana.
Visión de la obra hoy
En la compilación de textos críticos efectuada por Vetilio Alfau Durán, vemos aparecer
a escasos años de la publicación una serie de textos elogiosos sobre La sangre. La novela fue
un éxito de crítica, a excepción de los comentarios sañudos e improperios que el ensayista
positivista dominicano Félix Evaristo Mejía (1866-1945) le reservó. Vió en la novela una visión
despectiva y burlesca del dominicano9 y subrayó entre otras rémoras para su receptividad,
el hecho de que crearía confusiones sobre el hombre dominicano, en el lectorado extranjero.
Al ensayista y periodista, émulo de Eugenio María de Hostos, le disgusta el hombre de viaje,
un tanto aventurero, el escritor que presuntamente se inspira de modelos literarios como el
naturalismo de Zola y el cosmopolitismo modernista, para desmenuzar el sórdido acontecer
político nacional. Aduce que el lector nacional e internacional no estaba preparado para ello.
Reprocha la crudeza de las representaciones sociales de país en la novela su naturalismo
exacerbado: traslada este al lienzo la realidad sin velos, sin atenuantes; verdadera realidad a través
su temperamento, de un medio en que solo columbra deformidades morales, escenas triviales, nimios
detalles tristes o jocundos; mísera y farsa.10 ¿Cuál es el problema de señor Mejía? ¿Acaso no es este
crudo realismo, difícilmente discernible en la novela, que atenúa la desmesurada propensión
8
El crítico francés Joseph Joset percibió con agudeza la necesaria interiorización de las formas, en particular,
descriptivas del naturalismo por la estética modernista. Así nos dice: “la novela modernista, lo afirmamos, estaba amenazada al principio por una falta de vitalidad. Es por ello que recurre frecuentemente al naturalismo para paliar esta deficiencia.
La influencia de Zola en fin de cuentas fue más importante que las otras. La novela latinoamericana de principios de siglo XX se
presenta de manera notoria como el lugar de debate donde los escritores fraguan los instrumentos del futuro” Joseph Joset, La
litterature Hispano-américaine, Ed. Presses Universitaire de France, Paris, 1977, pp.60-61. Traducción O. B. L.
9
Ver sus diatribas con un telón de fondo nacionalista un tanto trasnochado en Revista Dominicana de Cultura,
enero 1956, artículos recopilados post mortem.
10
Ibíd., p.160.
24
INTRODUCCIÓN | Olivier Batista Lemaire
del autor a hacer uso de florilegios retóricos y arcaísmos? Ya subrayamos la presencia un tanto
perturbadora para el ritmo temporal y temático de la intriga, de las formas argumentativas,
donde el narrador explaya aspectos sombríos de la historia nacional. No existe a nuestro
entender el realismo crudo y pedestre que se le reprocha al autor, inhábilmente. La aguda
inteligencia de Cestero hace que la narración de los cruentos episodios vividos por Antonio
Pontocarrero, pasen por el tamiz de una escritura preciosista, henchida de hallazgos creativos
de carácter analógico, y giros poéticos que contrarrestan el desliz vulgar, la descripción de
una basta realidad.
Con el tiempo ese tipo de reproche injustificado se atenuará. La reciente receptividad de
la novela, evita la exaltada celebración de sus cualidades intrínsecas, del equilibrio magistral
que se deriva en la obra entre conducción estilística y el arte de narrar, tal y como lo hicieron
los autores compilados por Vetilio Alfau Durán. Mas también evita la acusatoria rigidez crítica
de Feliz Evaristo Mejía. Así, por ejemplo, en el estudio más minucioso dedicado a la novela
de Cestero, incluido en su libro: La sociedad dominicana de finales de siglo a través de la novela,
Josefina de la Cruz, inspirada en un marxismo transigente y en postulados narratológicos,
desmenuza ideológicamente los diversos niveles de significación de La sangre. No confunde
el itinerario del personaje con la ideología y práctica del autor, aunque ambos posean mediante un complejo y sutil juego de vasos comunicantes, rasgos existenciales comunes. Ello
es importante por cuanto la confusión de estos dos niveles, indujo a Mejía a acusar al autor
de los desmanes del personaje. Se percata empero de los valores del modernismo tildado
de decadentista, pero que coadyuvó a que dicho movimiento no se limitase a ejercicios discursivos retóricos: el encumbramiento irónico y su corolario, un cierto sesgo crítico en su
visión social. Cuando De la Cruz subraya la distancia irónica y crítica que toma el narrador
delegado o el autor, lo hace para hostigar con sus comentarios al personaje, que se muestra
voluble, inconstante, mediocre en sus decisiones, y a pesar de haber sido opositor, desprovisto de ideales democráticos sólidos.
Sentimos también la desagradable impresión de que el marxismo de la autora del estudio,
la conduce a sobrevalorar los tópicos (políticos) que más le interesan y que más se afilian a
su horizonte semántico de expectativa. Así la analista elude la función poética del discurso
narrativo, el trabajo inmenso que emprende Cestero para transfigurar las ideologías autoritarias y la del protagonista, liberal medias tintas, y atina a subrayar aquellos elementos que
tienen una función más representativa, que expresan un referente político exterior. Josefina de
la Cruz no vacila, en menoscabo del texto, en proponer un tedioso catálogo de temas o de lo
que llamaríamos más bien conceptos: los comicios, el ejército, las asignaciones, la indigencia,
los avatares económicos y otros etcéteras. Esos tópicos atraviesan la obra pero no con el grosero cariz referencial, aliterario, y documentalista que le atribuye el crítico. Josefina de la Cruz
desvía el significado del texto hacia lugares comunes propios de una crítica impresionista, la
novela documenta una tiranía latinoamericana cuyos excesos son bien conocidos: fraudes electorales
persecuciones, levantamientos sofocados, ambiciones mal disimuladas, oportunismo.11 Más aún, viene
a colación de manera súbita y sin que ninguna reflexión anticipativa la prefigure, una brutal
alusión a los supuestos prejuicios raciales del autor. La investigadora nos dice al respecto: a
diferencia de Ciudad romántica, en La sangre todos los trabajos serviles están desempeñados por
11
Josefina de la Cruz, La sociedad dominicana de finales de siglo a través de la novela, Editora universitaria, Santo
domingo, 1986, p.272.
25
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
negros: las sirvientas son negras, el cochero es negro, el portero es negro?12 Cuantificar el número de
sujetos negros que desfilan en la novela, ejecutando trabajos menores, no es suficiente para
caracterizar la ideología del autor respecto a la composición racial del país. Dentro de esta
lógica de apreciación ética, nota el crítico, que cuando el protagonista Antonio Pontocarrero
estaba en la cárcel quien le lleva la comida a la cárcel es un negro viejo panadero. Tenemos derecho en preguntarnos: ¿y entonces? ¿Acaso la presencia de personajes negros, es seguida de
enjuiciamientos denigrantes, y valores axiológicamente organizados como negativos, en el
texto? No lo creemos aunque nos diga sobre la representación del negro en la novela: la visión
general es negativa y etnocéntrica.13 A veces le atribuye dicha visión al personaje principal, cuya
autonomía sin embargó deslindó con fineza a lo largo de su estudio.
La investigadora pasa por alto el gran aporte de la novela, que se manifiesta como síntoma cultural benigno del proceso histórico-cultural dominicano: articular dialécticamente
una cultura cosmopolita de origen francés (desde el decadentismo de Jules Laforgue hasta
el nacionalismo de Maurice Barres, entre otros referentes culturales), una escritura transformadora de ideologías, y una representación sin matices de la historia política dominicana.
Estos factores discursivos que intervienen en la creación de la novela no nos permiten atribuirle más valor, como hace Josefina de la Cruz, a su vertiente documental y extraliteraria,
en detrimento de los otros aspectos arriba señalados de la novela.
La novela sale paradójicamente enardecida del estudio de Josefina de la Cruz, pues la
autora nos convida a no dejarnos seducir en demasía por los cisnes modernistas. Es normal
por otra parte que una estudiosa dominicana sea sensible a la representación ficticia problemática (problemática en la medida en que es propia al autor) de un país y su población, del
caos reinante, de la república eternamente abortada en la autocracia y el provincialismo.
La sangre ha cesado ya de traer polémicas y denuestos contra el autor, cuya persona sin
embargo causa aún resabios por sus compromisos trujillistas, pero cuya obra ocupa el sitial
que se merece. El doctor Joaquín Balaguer en su Historia de la Literatura Dominicana se hace
eco de una opinión más o menos consensuada, que se ha impuesto poco a poco en el medio
literario, al menos en lo que atañe las cualidades de La sangre y su importancia entre las
obras de Cestero: de esas novelas es La sangre la que perdura como una de las obras capitales de
la literatura nacional. Cestero se revela en las páginas de ese libro no sólo como un narrador fluente,
sino también como un maestro en la reconstrucción de sucesos históricos como el de la muerte de
Heureaux, y en el arte con que enlaza esos hechos a la acción de la novela centralizada en unos cuantos
personajes de leyenda que en las postrimerías del siglo pasado dieron un aire de barbarie romántica
a nuestras turbulencias civiles.14
Estos puntos de vistas lacónicos han sido superados con creces en otros estudios,
entre los que se destaca el ensayo del poeta, novelista y ensayista dominicano Manuel
García Cartagena, Tulio Manuel Cestero en la escena de su época (2003)15. Describe el diálogo
intertextual que el escritor en su formación y durante su etapa creativa, estableció con las
corrientes galas o latinoamericanas decimonónicas: parnasianas y decadentistas francesas, el
nacionalismo de Maurice Barres y evidentemente las diversas sensibilidades ante el mundo y
12
Ibíd.,
13
p.277.
Ibídem.
Joaquín Balaguer, Historia de la literatura dominicana, Editora Corripio, Santo Domingo, 1992, pp.272-273.
15
Manuel García Cartagena, “Tulio Manuel Cestero en la escena de su época”. En Tulio Manuel Cestero, Obras
escogidas I. Novelas. Biblioteca de Clásicos Dominicanos, Ediciones de la Fundación Corripio, Santo Domingo, 2003.
14
26
INTRODUCCIÓN | Olivier Batista Lemaire
la literatura expresadas por el modernismo. En el ensayo se subraya la adopción del modelo
de descripción naturalista adoptado parcialmente por Cestero, que vino a superponerse a
la retórica modernista para mejor vehicular conocimientos sobre la época, la vida social, y
el turbado espacio político. Con el estudio de García Cartagena, disponemos hoy de una
visión completa del escritor y de su obra La sangre. De más está decir que los lectores, a
partir de la revalorización que los intelectuales dominicanos han hecho de la obra de Tulio
Manuel Cestero, y en particular de La sangre, pueden ellos mismos apropiarse de su universo
narrativo y descubrir significados aún no desbrozados. Esa bien lograda novela no cesará de
depararnos gratas sorpresas, y a demostrarnos que pese al medio hostil en que fue concebida,
es una obra ineludible del patrimonio cultural dominicano.
Baní o Engracia y Antoñita
Entre costumbrismo y ficción liberal
Punto de vista del presentador
Bien entrado ya el siglo veinte, se impuso en el campo literario, y con marcada singularidad,
en América latina, la introducción de obras, como nota laudatoria y valor agregado literario,
con fines subrepticiamente mercantiles o abiertamente pedagógicos. Los estudios o prólogos
eruditos fueron orientados a la difusión de autores consagrados, más insuficientemente
conocidos; con ellos se valoriza aspectos de las obras que pueden pasar desapercibidos
al lector interesado, y sobre todo, permite, sagazmente, de contextualizar su sentido en el
proceso histórico- cultural en el cual surgió, así como subrayar aspectos que la singularizan
(lo abusivamente llamado en la tradición hispanoamericana, genio y figura) respecto a las
otras obras literarias. Una obra bien fraguada vuela por sus propias alas. Pero toma el riesgo
de diluirse, de ser relegada a un brumoso olvido, cuando encuentra en su entorno, la apatía
cultural y no es sonsacada de las cenizas de la historia por un espíritu dotado de conciencia
histórica plena. Las introducciones y las presentaciones de obras, desde esa óptica, rescatan
obras inverosímilmente olvidadas. ¿Cuál hubiese sido el derrotero de El montero (1856), la
primera novela dominicana publicada, por entregas folletinescas en París, en el periódico
El Correo de Ultramar, si el compilador y erudito dominicano Emilio Rodríguez Demorizi no
la hubiese presentado en su ya conocida edición y presentación de 1968?1 ¿Su desaparición
simple y llana en la desmemoria cultural, que a veces acosa a los dominicanos o, su definitiva
agonía en anaqueles polvorientos, en aciagos archivos?
Otras obras de calidad insospechada, tal como es el caso de la Invención de Morel, del
eximio escritor Argentino Adolfo Bioy Cazares, se trocó en obra maestra, bajo la aguda
pincelada introductoria de su coetáneo y amigo Jorge Luis Borges.
Recordemos su celebérrimo prólogo, donde en pocas páginas resalta los aciertos formales
de esa novela breve fantástica, bajo la luz de algunos señalamientos eruditos. En sí ese prólogo
es una obra maestra y adquiere dignidad de género literario. Las presentaciones escritas y
orales de autores y los prólogos de sesgo erudito, son a nuestro entender un juego donde hay
tres participantes: el autor, el lector potencial y evidentemente el presentador o prologuista. No
1
En su Historia de la literatura dominicana el doctor Joaquín Balaguer establece a veces una brillante glosa, con
pluma entusiasta, de autores menores, pero omite mencionar la primera novela dominicana El montero de Pedro
Francisco Bonó. ¿Se trata de un sesgo ideológico deliberado, o de una ingente omisión de sus copiladores?
27
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
debemos hacernos ilusiones; la interacción creada por los peritextos 2 (epígrafes, dedicatorias y
sobre todo presentaciones laudatorias) tienen sentido en una sociedad organizada, que disfruta
de una infraestructura cultural, compuesta de un lectorado asequible y de una ya asentada
difusión editorial. La presentación no es como se cree un trazo decorativo, ni la confesión de
una amistad personal y cultural; es sobre todo un mensaje de poder simbólico y de legitimación
cultural tendiente a promover al autor presentado dentro de un contexto materialmente vivaz,
con tazas de alfabetización ascendentes. En América latina los autores hispanoamericanos
prescindieron durante el siglo XIX de tal relación simbólica entre autor y presentador, porque el
campo literario como red de interacción cultural, a excepción de ciertos países de Sudamérica,
limitaba su escenario a reducidos círculos de juristas, estudiantes y escritores. Se escribieron
obras que apenas eran leídas por sus coetáneos ilustres, apenas difundidas y prontamente
olvidadas; sólo podían acceder a ellas un cenáculo de elegidos.
Casi todas las novelas del siglo diecinueve hispanoamericano prescinden de introducciones y prólogos. Además no pocos escritores se ilustraron como políticos, y hasta como
hombres de armas y ello les daba visos de legitimidad frente al lector potencial.
La novela Baní o Engracia y Antoñita del estadista y escritor Francisco Gregorio Billini, está
precedida de un Prólogo acompañado de una carta del autor y rectificación de Herminia. Sin embargo,
su objetivo no es transmitir legitimidad a través el prestigio de un presentador en torno a la
obra de un anónimo. Billini no lo necesitaba, pues publicó su obra siendo ya considerado un
hombre preclaro y un prócer. En efecto, años atrás había fungido como el fundador y director del
periódico antianexionista El pabellón dominicano (1861), en el 1878 fue designado Vicepresidente
de la república durante el gobierno provisional presidido por el general Cesáreo Guillermo, y
en el 1880-1882 fue ministro de guerra y marina del gobierno de Meriño. No tardó, dos años
después, en ocupar el solio presidencial, hasta el 1884; su presidencia duró apenas un año y
medio, y paradójicamente su aura de liberal inquebrantable y un tanto idealista, salió reforzada,
al ser, el temible dictador en ciernes, Ulises Heureaux, su sucesor. En el ocaso de su vida (1890)
asentó su prestigio de hombre altruista, asumiendo la responsabilidad del Colegio San Luis
Gonzaga. Como podemos constatar el autor de Baní o Engracia y Antoñita, podía prescindir del
patronato literario, del vuelo laudatorio de una pluma benemérita, del visto bueno otorgado
por un autor consagrado. ¿De dónde proviene entonces el prólogo? ¿Qué papel desempeña
la carta del autor que sigue al prólogo, así como la rectificación de Herminia que abre, no sin
un halo de misterio, la novela? ¿Quién es en verdad el prologuista, es decir el denominado
Antonio Andújar, el enigmático y apócrifo escritor que presenta su manuscrito?
Antes de responder, es menester precisar que la novela costumbrista, a la que
presuntamente pertenece Baní o Engracia y Antoñita posee un proyecto cognitivo inspirado
en la transmisión de conocimiento sobre costumbres y hábitos de una comunidad o región.
Es decir su estética es la de la verosimilitud. Los saberes sociales que se quieren transmitir,
se refieren a un entorno geográfico y humano con características topológicas generalmente
encomiables y rasgos culturales no exentos de pintoresquismo. Este saber que el narrador
transmite propende a la verdad, a dibujar bajo el velo de la descripción, lo real provinciano.
Como lo subraya con aguda pertinencia el semiólogo francés Phillipe Hamon con respecto a
2
Fue el crítico francés Gerard Genette quien en sus escritos sobre el paratexto, es decir, sobre aquellos aspectos
escripturales e icónicos que rodean los libros, propuso una conceptualización diferenciada entre los meramente exteriores (entrevistas, críticas, correspondencias, etc) que el llama epitextos, y aquellos que inscriben la identidad del libro
en su existencia material, como el título, y los prólogos, que el llama peritexto.
28
INTRODUCCIÓN | Olivier Batista Lemaire
este tipo de discurso: El discurso de la novela de costumbres y de la novela realista es un discurso
ostentador de saber (una suerte de ficha descriptiva) que se trata de enseñar al lector, poniéndolo a
circular, en y por el relato, acompañándolo de los signos ostensible de la autoridad.3 Un saber que por
toda clase de artificios retóricos hábilmente trabados, enmascara con frecuencia su carácter
literario. Se trata en la estrategia narrativa de insuflar veracidad al relato y las costumbres
que valoriza. Como dijimos, el prólogo o exordio desempeña en esa estrategia, donde se
busca darle una entonación fidedigna a la ficción, el papel de regulador del sentido, a favor
de la creencia en la realidad representada de la novela. La presentación insertada por Billini,
actúa en parte como reguladora de lectura, y encamina al lectorado, hacia un contrato
de verosimilitud. El prólogo fraguado con varios personajes, se propone sin afirmarlo
abiertamente hacer creer que estamos frente a un texto donde prima el principio de realidad
sobre el principio creativo. Fue un recurso literario de legitimación puesto en boga por los
autores decimonónicos. Es así por ejemplo que el gran narrador español Juan Varela, en su
connotada novela costumbrista Pepita Jiménez (1874) recurre al ya consagrado recurso de
manuscritos o epístolas traspapelados por el autor (en verdad el narrador), a partir de los
cuales se fragua la novela de manera casi mágica. En dicho prólogo el fantasmático Señor
Deán guardó con minucioso celo, legajos, y cartas, en la catedral donde ofició. El autor
previene al lector; no va a leer una novela elaborada en las tinieblas y desempolvada con
fines de publicación. Va a leer cartas reales escritas por un joven sacerdote (sobrino del
desaparecido señor) que será el narrador y arqueólogo de los poblados andaluces. El autor
es directo y osado al negarle el carácter de novela a su texto: “me inclino a creer ahora que no
hay tal novela, sino que las cartas son copias de las verdaderas cartas que el señor deán rasgó, quemó
o devolvió y que la parte narrativa designada con el título público de paralipomeno4 es la sola obra
del señor Deán a fin de completar el cuadro con sucesos que las cartas no refieren”.5
Juan Varela escogió una presentación lúdica de su novela costumbrista para asentarla
en una estrategia de verosimilitud6 y, más aún, con la habilidosa intención de desnovelizar
su narración, recurriendo al género epistolar, cuyas formas directas de escritura se prestan
a transmitir un efecto de realidad. Su presentación es un artificio con el cual el joven Luis
de Vargas pretende dar veracidad a las acotaciones minuciosas que efectúa, a la manera
costumbrista, de su entorno; recurriendo a ella equilibra la sensación de pesado retoricismo
en que se forja la mayor parte de la literatura costumbrista, inspirado de un sistema verbal
y en particular estilístico, ampuloso, excesivamente artístico y por consiguiente renuente
a fotografiar con fidelidad las presuntas costumbres objetivas que caracterizan una comunidad humana. La presentación, con su superchería, insufla la impronta de un documento
antropológico recogido fuera del texto, para atenuar el eventual efecto de incredulidad
que pueda engendrar la novela, fruto de una composición saturada de cultismos, donde el
escritor deja traslucir una impresión de irrealidad.
3
Phillipe Hamon, Un discours contraint, en Litterature et Réalite, Collections Points Ed. Seuils, p.145. Traducción
O. B. L.
4
El paralipomeno, o más bien, paralipomena es un tecnicismo de origen bíblico que se refiere a adiciones
veterotestamentarias de la Biblia, efectuadas en ediciones griegas y latinas y en particular en los libros de Samuel y
Reyes.
5
Pepita Jiménez, Juan Valera, edición de Leonardo Romero, colección letras hispánicas, Editorial Cátedra,
Madrid, 2005, p.137.
6
Leonardo Romero en su enjundioso estudio preliminar sobre Pepita Jiménez y en particular sobre el exordio que funge
de presentación, nos dice: Valera adopta pues un acreditado recurso de la tradición europea que en su trabajo novelístico responde
a estrategias de verosimilitud análogas a la apelación a fuentes orales que emplearon lo románticos españoles. Op. cit., p.136.
29
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
No es ilícito suponer que Francisco Gregorio Billini haya leído Pepita Jiménez, cuyo autor
Juan Valera es su coetáneo, y expresó ideas de filiación liberal, como él.
Francisco Gregorio Billini, sin embargo, no recurre al expediente imaginario de los legajos encontrados por un oscuro personaje. Pero sí está presente la explicación del origen y
genealogía de la novela Baní o Engracia y Antoñita, en un espacio transtextual, es decir más
allá de la novela. El autor recurre habilidosamente a un manuscrito de proveniencia amistosa,
desprovisto de pretensiones literarias.
La epístola como forma de imprimir verosimilitud ya no es una referencia lejana, como
en Pepita Jiménez, sino que viene a abrir la novela explicando su génesis, su origen exterior,
asentándola en lo real.
El sibilino Don leal de Pepita Jiménez, fantasma de catedral, cede su lugar en la novela
del egregio liberal dominicano, a un compilador anónimo de costumbres y personajes. La
epístola como forma de imprimir verosimilitud ya no es una referencia lejana, sino que
viene a abrir la novela explicando su génesis, su labranza, colocándola en una real vida
literaria.
El vivir pueblerino es trasmitido por el supuesto amigo del autor, Leopoldo Andújar,
personaje ambiguo (a la vez real y ficticio) que cobra un perfil de verdadero emisor e inspirador de la novela.7
Este adjunta una misiva al manuscrito, donde expresa haber escrito una historia (y no una
novela), y describir a dos amigas suyas (y no a personajes de ficción). Envía el manuscrito al
escritor real, y de esta manera, este le procura a su novela una legitimidad de testimonio, de
historia verídica, de saber no ficticio sobre las costumbres banilejas. Así se confirma uno de
los principios rectores de la estética costumbrista, a saber la primacía del saber antropológico
y geográfico, para no decir folklórico, sobre la disquisición ficticia y la creación abierta de
un relato. Leopoldo Andújar, con su condición de simple amigo del autor, pero también de
observador avezado de la vida local y sus costumbres, subraya en su epístola, el mérito de
su obra, y en particular su capacidad a compilar y transmitir un conocimiento verídico sobre
Baní y su vida local. De su historia enviada a Francisco Gregorio Billini nos dice: Si ella tiene
algún mérito es el que pueda darle el reflejo de la naturaleza y costumbres de Baní.
Hábilmente y poniendo en la pluma de Andújar la teoría de reflejo, con la cual realismos y costumbrismos prendieron monopolizar el valor literario de verosimilitud, el autor
dirige el lector al valor testimonial e histórico de la novela que leerá. Francisco Gregorio
Billini, de manera sutil, se vale de la intromisión de Leopoldo Andújar (que recordemos es
un personaje ambiguo con estatuto de prologuista) para orientar temáticamente al lector, y
le propone concentrarse en el conocimiento de la naturaleza y costumbres vehiculado por la
novela y dejar a un lado los florilegios literarios.
El peritexto, es decir la misiva y el prólogo, no es laudatorio, no insta al lector a descubrir
un gran escritor salido de las tinieblas del anonimato; más bien pese a su carácter ficticio,
propende a restarle literalidad8 a la novela y a resaltar su perfil (sólo aparente) de documento
etnográfico y político, pues también rinde cuentas de las asonadas y sus raíces, esto es del
7
Ficticio en cuanto a las funciones de autor que se le atribuyen en el prólogo. Nada confirma que este personaje
llamado Leopoldo Andújar existió. Todo concurre a situarlo como un sosias del licenciado Arturo Logroño, presunto
autor de originales no conservados que sirvieron de fuente de inspiración a Francisco Gregorio Billini.
8
La Literalidad es definida por Henri Meschonnic como: Especificidad de la obra como texto; lo que lo define como
espacio literario orientado, es decir, más allá del carácter informativo del texto. Henri Meschonnic, Para la poética I, Editora
de colores, Santo Domingo, 1996, p.142. Traducción del francés de Diógenes Céspedes.
30
INTRODUCCIÓN | Olivier Batista Lemaire
personalismo incívico predominante en el siglo XIX, y sus consecuencias disgregadoras en
el pequeño poblado del Baní de entonces.
El prólogo y sus emanaciones le dice al lector: lo que usted va a leer no es mentira, es el fruto
de las observaciones de un ciudadano perspicaz y honesto. Evidentemente, el autor no pretende
negar el carácter de novela al texto propuesto; simplemente juega con su genealogía, y jerarquiza sus preceptos estéticos, anteponiendo el saber sobre las costumbres y las relaciones
sociales de Baní a la escritura narrativa y sus giros imaginarios. Valiéndose del peritexto como
subgénero, el autor se arroga el derecho de transformar el género de la novela propuesta,
para darle, ocasionalmente, el aura incierta de un texto no ficticio y más bien testimonial.
Francisco Gregorio Billini va más lejos en su lúdica digresión; comenta la carta de Leopoldo
Andújar, y para darle una legitimidad popular a la narración de hechos y personajes reales
evocados por el autor imaginario del manuscrito, apela a la sabiduría popular de una llamada
Herminia. Este personaje también ficticio se transfigura en actor de la buscada verosimilitud,
pues aporta puntos de vistas a fin de darle más veracidad a la historia que el autor real le
cuenta. Por ejemplo, cuando el autor lee la novela a la tal Herminia, personaje enigmático,
sucintamente presentado, ella aporta correctivos a la fantasía, y aconseja que se enmienden
dos capítulos. Siempre apuntalando en el sentido ya evocado, de querer discernir lo verídico
en la representación de las costumbres y hábitos, Herminia se erige en una suerte de sabia
del pueblo y asevera, no sin pretensiones críticas (prestadas por el ex mandatario y narrador
de Baní o Engracia y Antoñita): En esos capítulos se exagera mucho –dijo Herminia, decantando
el texto de aquellas acciones narrativas que juzga estrafalarias y que a su entender le dan una
nota que hubiesen podido hacer del texto, un tejido de historias inverosímiles.
Paradójicamente Francisco Gregorio Billini convoca en su prólogo de la novela a personajes imaginarios, y ello con fines de deslindar, así lo creemos, lo real imaginario propio al
costumbrismo, de la fantasía romántica aún en boga en la República Dominicana.9
Esa superchería literaria surtió efecto, pues la crítica literaria y los glosadores nunca la
desmontaron, ni quisieron interpretar su sentido en la economía persuasiva de la novela.
Implícitamente le acreditaron valor de verdadero prólogo.
Visión de la Obra
Las corrientes literarias que se desarrollaron en el espacio cultural hispanoamericano como
el romanticismo (vinculado al liberalismo de prosapia romántica, a la defensiva culturalmente)
o el costumbrismo (prohijado por un liberalismo crítico y a veces mordaz), nunca a ciencia
cierta pudieron despuntar en la Republica dominicana. La narrativa romántica decimonónica
dominicana acuñó dos novelas de calidad, La Fantasma de Higüey (1857) de Francisco Javier
Angulo Guridi y en particular Enriquillo (1882) de Manuel de Jesús Galván, sin continuidad ni
manifiestos, en parte debido a un proceso cultural donde el estro dominicano estaba volcado a
buscar soluciones políticas allende el mar Caribe, y por otra parte, explicable por las recurrentes
invasiones, asonadas, y los cortejos de expatriaciones a que dieron lugar.
La ya renqueante premodernidad dominicana, con sus monteros, hateros, pequeños
productores de tabaco y funcionarios de un estado donde el interés grupal y privado,
9
Tan sólo años diez años transcurren entre la publicación integral de la novela histórico-romántica Enriquillo
(1882) del gran narrador dominicano Manuel de Jesús Galván y la publicación de Baní o Engracia y Antoñita (1892) de
Francisco G. Billini.
31
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
subsuma el interés colectivo y lo envilece, podía difícilmente acuñar corrientes literarias
consolidadas, con escritores afincados en una continuidad de oficio. Cultura y política eran
indisociables, con una primacía avasalladora de la segunda sobre la primera. El escritor
dominicano de manera flagrante, es político, militar y, las más de las veces, desterrado,
antes de escritor.
La novela Baní o Engracia y Antoñita (1892) del ex mandatario Francisco Gregorio Billini
(fue Presidente de septiembre de 1884 a mayo de 1885) no escapa a esta lógica cultural
que hizo de la literatura un epifenómeno a veces pálido del convulso espacio político. No
participó en el proceso de constitución de una corriente literaria costumbrista como acotan
críticos e historiadores, pues fue apenas la segunda creación novelística de importancia, en
el país, motivada por dicha visión del mundo. Fue publicada treinta y cuatro años después
de la primera novela dominicana, El Montero (1856) de Pedro Francisco Bono, cuya única
novela fue una tímida adscripción a una estética que podríamos tildar de costumbrismo
crítico, no exento de giros románticos.
En esta dialéctica literatura y política, desfavorable a una autonomía del campo literario,
la novela será el espacio simbólico privilegiado donde el escritor-político tomará una suerte
de enconada revancha contra el primitivismo reinante en las relaciones de poder, contra
el militarismo insano y los atavismos deleznables, o contra la doblez social y la violencia.
Francisco Gregorio Billini no dibuja tan sólo, como se pretende, el transcurrir de la vida bucólica del pequeño pueblo de Baní. Es incluso falso hacer del costumbrismo latinoamericano
y del dominicano una suerte de pintoresca compilación narrativa de costumbres, y hábitos,
adobados de un trasnochado folklor rural. Es más bien una modalidad de representación
ficticia donde los sujetos escritores toman una distancia crítica hacia la historia vivida y
padecida por ellos mismos, aunque la indecisión consustancial al discurso narrativo (del
costumbrismo como lo señalamos en la presentación) alterne la historia de dos señoritas
que representan valores positivos en una sociedad degradada, y abundosas descripciones
del vivir banilejo. La novela costumbrista como género se presta por su extensión para
darle amplitud a la narrativización del caos social nativo y evita, pese a lo que presume el
prólogo, la simple celebración (muy cercana en fin de cuentas a la del idealismo romántico)
de los rituales culturales de una comarca. A Baní o Engracia y Antoñita podemos aplicarle
las acotaciones que el historiador de la literatura mexicano Juan Luis Martínez hizo sobre
el costumbrismo latinoamericano: La vertiente más vigorosa del costumbrismo latinoamericano
lo constituye la novela. Los escritores se dieron rápidamente cuenta de que la simple acumulación de
cuadros de costumbres no bastaba para crear una novela de calidad, y tal vez porque lograron comprenderlo, los espíritus más perspicaces de la época desafiaron el peligro de retratar costumbres y se
abocaron a describir con profundidad las sociedades nuevas.10
Baní o Engracia y Antoñita quiéralo o no la crítica superficial que se hizo a partir de
modelos literarios europeos, es una novela política en el vasto sentido de la palabra, pues
focaliza, con minuciosa agudeza, los escollos y adversidades que una comunidad humana
(el otrora endeble pueblito de Baní)11 atraviesa para constituirse como tal, inspirada
en valores de tolerancia, concordia y relaciones sociales deferentes. El autor acude
10
José Luis Martinez, Unidad y diversidad. en L’Amerique latine dans sa litterature, París, ed. UNESCO, 1979, p.34.
Traducción O. B. L.
11
El Baní de Francisco Gregorio Billini, como lo señala el informe de la Comisión de los Estados Unidos en Santo Domingo, constaba de 300 casas de madera cubiertas de tejemanil y un número de habitantes reducidos a 1,500.
32
INTRODUCCIÓN | Olivier Batista Lemaire
evidentemente a largas descripciones de sesgo localista, a la exaltación lírica del entorno
banilejo, para darles verosimilitud espacio-temporal a los males sociopolíticos sempiternos
que desmenuza a lo largo de su narración, con agudeza de entomólogo.
Esa intención de querer insertar las acciones narrativas, donde predominan la intimidación, la manipulación, la inquina provincial y la asonada depredadora, en una atmósfera
bucólica, valorizada positivamente, provee la estructura de la intriga de una tensión entre
valores irreconciliables: La revolución incívica llegada de Azua se opone a la paz campestre
e idealizada de Baní; hombres y mujeres envilecidos por una codicia irracional impugnan la
armonía humana y el sentimiento comunitario de Engracia y Antoñita, personajes emblemáticos de la visión del mundo del autor. He ahí el núcleo narrativo y temático de la novela;
opone el universo cerrado del pequeño poblado y dos mujeres representativas, Engracia y
Antoñita, en las cuales se encarnan valores trascendentes, a la amenaza exterior, a personajes
disociadores y esquinados como Candelaria Ozán, procedente de un pueblucho exterior, o
Felipe Ozán, sobrino de Candelaria, que residió en Puerto rico y cuya familia abrazó la causa
anexionista. Podríamos decir que Engracia y Antoñita son metonimias, figuras retóricas de
contigüidad, en su versión humana, del apacible Baní, que no solo interactúa en la economía
del texto como telón de fondo pintoresco, sino como espacio donde reinan valores de buen
entendimiento, de concordia y labranza.
Es un error creer que esta novela relata los aconteceres políticos de manera unívoca, es decir
como un discurrir de acciones antisociales donde se fragua una denuncia del personalismo.
Así, sin embargo, lo expresa la investigadora Josefina de la Cruz en un bien acendrado estudio
sobre la novela dominicana del siglo XIX, pero donde reduce la novela en cuestión. Nos dice
sobre la obra de Francisco Gregorio Billini: Su novela es una diatriba contra los males de la política,
contra los personalismos en los gobiernos, contra la ambición personalista en nuestros pueblos.12
Y los dos personajes que dan el título a la novela, ¿acaso no intentan transmitir, simbolizar valores positivos, dentro de aquella atmósfera delicuescente de intrigas y asonadas, en
la cual se sume el poblado? Podemos agregar también que en la representación del espacio,
Baní no es un mero topónimo, es el espacio semiurbano de una utopía vivencial; es objeto de
largas y a veces extenuantes digresiones descriptivas y líricas, no exentas de una entonación
de candor y de una optimismo ingenuos. Las relaciones humanas, la convivencia pueblerina
frisan la virtud paradisíaca: “El entusiasmo de aquellos tiempos en que Baní hacía brillar entre la
sencillez de sus costumbres, a alegría de sus fiestas, parece que resucita. Aquel entusiasmo que daba
una fama al simpático valle, atrayendo a él muchas familias acomodadas de la capital, venían a pasarse
esos días en medio del solaz de las inocentes diversiones de un pueblo”.13
Abundan también los párrafos como éste: Siempre agradable la temperatura de esa Arcadia
de Quisqueya ejerce sus influencias bienhechoras; porque al decir de la fama pregonera ese clima tanto
en lo físico como en lo moral, resucita del enfermo las fuerzas decaídas.14 El clima de aquel edén
quisqueyano, cantado por el narrador, es propicio a la buena salud y a las buenas costumbres,
y evidentemente al buen entendimiento entre los hombres.
Esta no es pues una novela de revoluciones, un compendio de devastaciones, o el delta
redentor de un valle de lágrimas en su versión caudillista y tropical. Podemos aseverar que
12
Josefina de la Cruz, La Sociedad Dominicana de finales de siglo a través de la novela, Editora Universitaria UASD,
Santo Domingo, 1986, p.218.
13
Baní o Engracia y Antoñita, Librería Dominicana Editora Santo Domingo, República Dominicana, 1962, p.182.
14
Ibíd., p.162.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
incluso Engracia (paladín del trabajo arduo) y Antoñita (llamada sabichosa por su culto al
saber y su incansable práctica de la lectura) más allá de encarnar valores humanos elevados,
en un universo degradado, donde curiosamente predominan los hombres, forman parte de
una recia y deslumbrante galería de mujeres símbolos, promovidos tanto por las diversas
expresiones hispanoamericanas de las corrientes románticas, como aquellas que se forjaron
bajo la impronta ideológica y estética del costumbrismo. Recordemos a la mulata Cecilia
Valdez de la novela costumbrista del mismo nombre (1882), prohijada por el cubano Cirilo
Villaverde (1812-1894). Personaje prototípico, Cecilia Valdez será el sesgado espejo en el cual
la sociedad esclavista cubana verá desfilar sus injusticias y prejuicios. No debemos omitir
la menos conocida Manuela (1889), novela póstuma del colombiano Eugenio Díaz Castro;
Clemencia (1869) del mexicano Ignacio Manuel Altamirano, cuya intriga transcurre en el
diezmado México de la guerra contra Maximiliano de Austria (1863). En esta narración se
invierte el benigno simbolismo femenino de Baní o Engracia y Antoñita, y las mujeres encarnan la desmovilizadora frivolidad, la apatía intelectual, el pathos incívico. María (1857) del
Colombiano Jorge Isaac, Amalia de José Mármol donde se despliega otro personaje femenino
llamado Florencia, suerte de contrapeso semántico (se refugia en el ensueño apático y pedestre, es amorfa de carácter) de Amalia, cuya vivacidad de espíritu, y fogoso carácter nos
permite establecer semejanzas con Antoñita.
Evidentemente no podemos omitir dentro de las representaciones prototípicas de
personajes femeninos que fungen de eje semántico estructurador de las novelas y de sus
visiones del mundo a Pepita Jiménez (1874) de José Varela15. En un mundo de violencias
latentes o manifiestas, la feminidad idealizada tiende a introducir un equilibrio narrativo
y axiológico, en un universo donde los hombres en general, envilecidos o inmersos en la
incuria, predominan.
No obstante, el universo narrativo de Baní o Engracia y Antoñita dista de estar estructurado en torno a un rejuego de oposiciones binarias: Mujeres virtuosas vs hombres irracionales, liberales justos vs revolucionarios facciosos, pueblo apacible (Baní) vs. país bárbaro.
El estadista y escritor dominicano Francisco Gregorio Billini matiza sutilmente su novela,
mostrando el carácter frágil de Engracia y Antonita, en sus deslices amorosos por un mismo
hombre: Enrique Gómez. Más aún, como auténtico liberal, el escritor no desconoce el tortuoso proceso de descomposición que paulatinamente ganó las filas liberales, y que acuñó
al otrora azul Ulises Heureaux, autócrata y dictador perfecto. D. Postonio, personaje clave
en la narración, liberal ilustrado, no hace profesión de fe autoritaria, no traiciona a los suyos, no sucumbe a la imantación del poder. Al contrario, discurre en el sentido de asentar
en el poblado los principios liberales de libertad, armonía social, y estabilidad política. Su
espíritu cívico no cede ante nada. El autor empero no lo hace figurar como un héroe positivo e inmaculado. El personaje en efecto se enzarza en una ampulosa verbosidad moralista,
que mal se aviene a veces con la pedestre realidad social de Baní. El narrador nos describe
un hombre que ejerció oficios variospintos sin asentarse en un quehacer, sin constancia:
fue mercader de telas, ingeniero improvisado en mesuras de terrenos, oficial restaurador,
político, agricultor, comandante de tropas y evidentemente ideólogo entusiástico. Hizo de
15
La mujer es representada con una variedad de matices en la novela costumbrista y romántica hispanoamericana del siglo XIX. Al respecto deslinda el camino para una aprehensión significativa más sistemática de este tópico,
el historiador de la literatura Guiseppe Bellini, en su artículo De Amelia a Sancta: Una tipología de la mujer en la novela
costumbrista romántica.
34
INTRODUCCIÓN | Olivier Batista Lemaire
todo y nada. No logra conjugar sus ideas sobre el país, y su práctica, es más bien veleidosa.
Es ineficaz e inconstante cuando se trata de defender por las armas su poblado, sus acciones
son incongruentes y desdicen sus largas peroratas sobre el buen gobierno.
Cuando Francisco Gregorio Billini escribió sus novelas, el liberalismo dominicano
estaba sumergido en un sombrío crepúsculo; su precoz salida del solio presidencial fue
provocada por las intrigas y las inconstancia de los suyos, y en particular por las descomedidas ambiciones de Ulises Heureaux alias Lilís. Es normal, pues, que la representación del
sujeto liberal en la novela, se exprese dentro de una visión asaz crítica y sin concesiones a
su comportamiento social veleidoso.
Con estas breves acotaciones narratológicas no pretendemos asir la vasta gama de significaciones en torno a la cual se configura Baní o Engracia y Antoñita, sino simplemente trazar
pistas de comprensión sobre su núcleo temático y narrativo y sus ricos aciertos simbólicos,
encarnados en particular en los personajes de Engracia y Antoñita. No pretendemos afirmar
que estamos frente a una obra maestra. Esta novela política y de costumbres está atestada de
digresiones descriptivas, dignas de un catálogo de hábitos, costumbres y rasgos geográficos,
que frenan, indebidamente, la temporalidad narrativa. El narrador y sus personajes explayan
sus ideas políticas o comentan la mermada tranquilidad de Baní, de manera reiterativa. Las
formas argumentativas, a través de las cuales se quiere a toda costa convencer sobre los remedios que se habrían de oponer a las vicisitudes del imprevisible vivir banilejo, interfieren
también en la imprescindible fluidez de una novela, que a duras penas logra decollar. Pero
el escritor logra resarcirse a tiempo, toma conciencia de las sutilezas del arte de novelar y
sobre todo, corrige sus tendencias a redundar en retratos y etopeyas, en descripciones paisajísticas con efectos bucólicos, a persuadir una enésima vez sobre el ingente personalismo
que socava todo asomo de modernidad en su país. Deja fluir el tiempo narrativo y equilibra
la composición de su novela.
Francisco Gregorio Billini evita la novela de tesis, y logra narrar la inconstancia del sujeto
dominicano, el desfase entre un país virtualmente abierto a la modernidad y las relaciones
sociales donde los valores de responsabilidad, tolerancia y autonomía del individuo están
ostensiblemente ausentes. El lector tiene en sus manos, a pesar de las rémoras de composición señaladas, una de las mejores novelas dominicanas.
Visión de Hoy
Sobre la novela Baní o Engracia y Antoñita de Francisco Gregorio Billini, pocos son los
estudios pormenorizados acuñados. Abundan los comentarios precipitados, la acotación
ditirámbica, la mención historiográfica, las más de las veces supeditados a la dilucidación
de las proezas políticas y educativas del autor. No obstante los comentarios revisten un
indudable interés por cuanto valorizan, aunque sea de manera tautológica y superficial,
asuntos que identifican la novela de Billini. Gracias a ello, la novela no ha pasado desapercibida y pudo relucir y ser ponderada a la luz de sus aportes. El también presidente (1880),
presbítero Fernando Arturo de Meriño, fino letrado y orador de temple, con quien el autor
sostuvo lazos amistosos, fue el primer crítico de la novela en ciernes. Sobre ella hizo no
sólo observaciones en torno a la necesidad de una mejor depuración del estilo sino que
induce al autor a introducir latinismos un tanto fuera de contexto, como quique suum, o post
nubila, phoebus. Pretendió y aconsejó a su amigo limitar el liberalismo del que hace alarde
uno de los personajes, en lo que atañe por ejemplo al deseo de divorciar, y frunció el ceño
35
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
cuando vio las referencias explícitas a las estrafalarias teorías espiritistas de Allan Kardec,
Flaammarion y Pezzani.16 Es uno de los raros comentarios de la novela donde se abordan
aspectos expresivos y estilísticos.
En otro ámbito Max Henriquez Ureña introduce en el comentario de la novela, el tema
polémico de la falta de personificación de los actores del relato, la ausencia de una psicología tangible. Pero reconoce al creador de tipos (lo que llamamos personajes emblemáticos)
y sobre todo al ducho y perspicaz relator de las costumbres de una provincia y pueblo que
fue Billini.17 Henríquez Ureña inaugura la focalización del comentario literario en el tema
central de las costumbres, y menciona de manera un tanto volátil la corriente literaria a la
que se adscribió con su impronta personal, el escritor.
Las críticas merodearán en torno al consabido cuadro de costumbres, a la pincelada
antropológica de Billini, pero jamás definirán en cuales formas-sentidos se funda la poética
del costumbrismo. Más aún, nunca se nos dirá qué es el costumbrismo, dónde se origina, si
las fuentes de inspiración del versátil escritor son francesas, o españolas, y cuáles fueron los
aportes estéticos e ideológicos del sujeto Francisco Gregorio Billini como creador individual
y como copartícipe dinámico de un sujeto colectivo identificado con el ideario liberal. Al leer
las críticas de la novela confirmamos la insularidad intelectual y mental en la cual se encontraron (y se encuentran) atrapados los intelectuales dominicanos, con felices excepciones.
A nadie se le ocurrió, leyendo El Montero de Pedro Francisco Bonó y en especial a Baní o
Engracia y Antoñita insertar esas novelas en el movimiento cultural que acuñaron las novelas
de Benito Pérez Galdos, José Valera, del cubano Cirilo Valverde, del chileno Alberto Blast
Cana, y del mexicano Ignacio Manuel Altamirano. Por un efecto de interacción cultural,
las lecturas de los críticos dominicanos hubiesen sido menos parciales, menos sometidas a
la lectura temática única. Notar que hay homologías estructurales (concepto del sociólogo
de la literatura franco-búlgaro Lucien Goldman) al nivel de la cultura decimonónica hispanoamericana, entre un liberalismo (romántico, o anticlerical, o conservador), minoritario,
a la defensiva, y una novelística costumbrista a veces satírica, despiadadamente crítica, en
situación de anomia cultural, hubiese transformado la perezosa tendencia que consistió en
ver en la consabida (e impresionista) lectura del cuadro de costumbres, otra intención que una
adhesión ideológica hacia hábitos pintorescos.
La crítica dominicana para leer Baní o Engracia y Antoñita optó por la veta temática
escogida por Max Henríquez Urena, es decir, por el tema que goza de más visibilidad,
bautizado de manera un tanto simplista de cuadro de costumbres, y ulteriormente por
subrayar en la visión del mundo narrada, la representación del caos histórico, con su cortejo
de asonadas y revueltas sin causas, componendas sórdidas y antihéroes cuyas acciones se
limitaban a devastar, y acumular botines. El doctor y estadista Joaquín Balaguer, autor de
una ya consagrada y amena Historia de la literatura dominicana, focaliza su interés en la pericia
estética con la que el eximio político y escritor, representó las costumbres banilejas, y ensalza
la agudeza descriptiva que hace de Baní o Engracia y Antoñita “la mejor novela dominicana de
costumbres nacionales”. Nos dice el desaparecido ex presidente dominicano: “La narración
16
Los consejos literarios dados por el clérigo al escritor están consignados en misivas incluidas en la edición
preparada por Rodríguez Demorizi Baní y la novela de Billini, editorial del Caribe, 1964. Las observaciones citadas
figuran de las páginas 257-265.
17
Max Henríquez Ureña expresó esas ideas en su artículo Baní o Engracia y Antoñita, incluido en la edición ya
citada de Rodríguez Demorizi.
36
INTRODUCCIÓN | Olivier Batista Lemaire
contiene algunos cuadros de costumbres como el capítulo titulado el Peroleño, que reproducen con
fidelidad curiosos aspectos de la vida nacional en la centuria pasada y pinturas del medio físico en que
se desarrolla la novela como las del capítulo, Baní al natural, en que el tono de la égloga y el matiz
terrígena se mezclan admirablemente en pinceladas llenas de vigor descriptivo. Es Billini, uno de los
novelistas dominicanos que ha tenido mayores aptitudes para la contemplación ideal del mundo de
la naturaleza. El valle de Peravia, principal escenario de Engracia y Antoñita aparece descrito en su
novela con verdadera maestría”. Y prosigue su análisis: “El novelista, cautivado por el valle de Baní,
por el que siente un entusiasmo parecido al que poseyó Fray Bartolomé de las Casas en presencia el
valle de la Vega Real, concluye su sinfonía laudatoria comparando aquel rincón el país, con una cesta
llena de objetos multicolores y con los bordes de plata”.18
La lectura que propone Joaquín Balaguer es unívoca, se centra diligentemente a resaltar
la destreza con la que Billini contempla y poetiza la naturaleza de Peravia y rinde cuentas
de los hábitos y costumbres del poblado. Privilegió las profusas y exuberantes descripciones
que retardan el texto narrativo, y que por su carácter icónico y pictural, retienen con más
facilidad la memoria literaria del lector. Apenas en sus agudos comentarios hace referencia
al singular carácter simbólico de los dos personajes femeninos, apenas pasa por el tamiz de
su facundia crítica, el encadenamiento de acciones que vertebran la novela en torno a los
acontecimientos que perturban la placidez pueblerina. Da primacía a las formas descriptivas
sobre las narrativas.
Pese a ello Joaquín Balaguer logra transmitir el entusiasmo literario resultante de su
empatía con el estro patriótico de Francisco Gregorio Billini y con su capacidad a sintetizar,
una desprendida comunión con una comunidad de valores (los pueblerinos que conviven
en una armonía social idealizada) y un entorno geográfico exuberante.
El historiador de la literatura dominicana Nestor Contín Aybar lee el texto de Billini
con menos distancia; practicó la paráfrasis, el comentario impregnado de facundia analítica,
a veces certera. Como el ex mandatario, se dejó arrobar por los giros estilísticos preciosistas, y la celebración verbal de la naturaleza y las costumbres locales; se dejó seducir por la
ingente iconografía costumbrista, que Billini despliega para deslumbrar a sus lectores: “Lo
que más encanta a Billini es la abundancia del colorido. Es buen pintor ese novelista. Bebieron sus
ojos abundantes chorros de luz y arrancaron verdor a la foresta y variados matices a las flores: y ya
reunidos en su paleta, luz, verdor y matiz pudo pintarnos un cuadro en un aspecto encantador. Y
pudo apreciar la frescura y el encanto de las costumbres típicas, y allá están ellas en su obra, como un
homenaje cálido de amor y admiración al alma de su pueblo”.19 No permanece empero cautivado
por el resplandor descriptivo que dimana de la obra de Billini. Intenta asir la clave simbólica
que se esconde tras los personajes de Engracia y Antoñita. Es decir no disocia el itinerario
de las dos mujeres, de la visión idílica expresada sobre las costumbres de Baní, pues como
lo connota el título de la novela, existe estrecha relación temática entre el poblado y las dos
jóvenes mujeres. Nos dice el crítico: Así, en su obra cumbre Engracia y Antoñita narra la historia
de la vida de las dos muchachas sencillas, de aquel pueblo, dos auténticas doncellas peravianas que
con la pluma magistral de Billini adquieren caracteres novelescos, presentando a los ojos del lector un
amable cuadro natural, resumen acabado de la costumbres. Espejo de virtudes, en ambas doncellas se
18
Joaquín Balaguer, Historia de la literatura dominicana, Editora Corripio, Santo Domingo, VIII edición corregida
y aumentada, 1992, p.183.
19
Néstor Contín Aybar, Historia de la literatura dominicana, Tomo II, Ediciones de la UCE, San Pedro de
Macorís, p.196.
37
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
refleja la pureza del cielo banilejo. Y una es dulce como el canto de los pájaros, o como el murmullo
del arroyuelo; apacible como el hermoso valle. Y la otra es algo orgullosa como la piedra que recibe la
caricia del río o como la loma que recoge el último rayo del sol mugiente. E inteligente, lista hasta el
punto que la apodan la sabichosa.20
Contín Aybar habla de la literatura de Billini desde la literatura, desde la frase encendida y
entusiástica; desde ese ángulo sus intuiciones son fulgurantes; entendió que describir una vez
más los cuadros de costumbres, sin aludir directamente a los dos personajes, donde se concentran
las tensiones de la intriga y el ritmo narrativo, podría mermar la comprensión de la obra.
Como Joaquín Balaguer, nuestro historiador de la literatura hace caso omiso de las vastas
secuencias narrativas donde se fragua el conflicto entre dos actitudes frente a lo política y
a la vida social: los llamados revolucionarios, promotores de asonadas sin norte, y aquellos
personajes que de manera problemática expresan valores de saber, armonía social, consenso. Despolitiza la novela, y aunque escriba minuciosamente sobre el brillante compromiso
político de Billini, no establece el lazo semántico entre la visión del mundo liberal defendida
con brío y entereza por el patriota, y el sentido de la novela.
Si hiciéramos un recuento de la recepción de la novela Baní o Engracia y Antoñita en la
crítica dominicana, desgraciadamente nuestro recorrido desembocaría en los mismos lugares
comunes sobre el costumbrismo, en una suerte de variación sobre un mismo tema, ritual y
redundante, en desmedro de la amplitud significativa del texto.
Con el paso del tiempo se hicieron estudios breves o llamados preliminares, donde se
tuvo en cuenta el contexto histórico-cultural o la génesis de la narración. La calidad del trabajo de investigación de Josefina de la Cruz aparecido en su libro La sociedad dominicana de
finales de siglo a través de la novela ya citado no ha sido superada y sobresale entre las críticas
cada vez más intermitentes que ocasionalmente aparecen en el país. La autora, se dota de
conceptos teóricos provenientes del marxismo de George Lukacs y Lucien Goldmann, así
como de una abrumadora bibliografía histórica nativa, que coadyuvan a evitar los lugares
comunes propios a una lectura impresionista. La autora del estudio revierte los tópicos leídos
en las críticas precedentes; no se enzarza en el requerido cuadro de costumbres, y no pierde
de vista que estamos frente a una narración y no ante un catálogo paisajístico. Inspirada
del título, con el cual Billini propicia una falsa ambigüedad, puntualiza con pertinencia
argumentativa, que es improcedente separar la historia de las dos protagonistas Engracia y
Antoñita, de las descripciones un tanto idealizadas de Baní. Con un telón de fondo pueblerino político donde priman los resabios irracionales, las inquinas belicosas, y que dista de
ser un campo floral. Así nos dice con razón: la novela de Francisco Gregorio Billini es eso: Baní
o Engracia y Antoñita, y se mueve entre la epopeya de un pueblo escindido por una guerra civil sin
justificativo y la historia personal de dos chicas enamoradas de un mismo forastero que las conduce
al retiro voluntario del mundo.21
A pesar de focalizar su interés de manera decomedida en las relaciones sociales y la
economía nativas representadas, privilegiando así la dimensión cognitiva de la misma, hace
análisis muy agudos sobre los valores representados por los personajes principales: Engracia y Antoñita, Felipe y Candelaria Ozán y el voluble ideólogo liberal D. Postumio. Hace
observaciones que convencen, sobre el halo de valores positivos con el cual el autor reviste
Ibídem.
Josefina de la Cruz, La sociedad dominicana de finales de siglo a través de la novela, Editora universitaria, Santo
Domingo, 1986, p.219.
20
21
38
INTRODUCCIÓN | Olivier Batista Lemaire
el hacer y el decir de las dos señoritas y del personal femenino de la novela, a excepción de
la temible Candelaria Ozán. Repara bien en la oposición semántica que introduce el autor
de la novela, entre las dos humildes señoritas que intentan imprimir en su entorno valores
humanos trascendentes, y el soberbio accionar de los hombres sin reducir la narración a un
duelo maniqueo. Josefina de la Cruz traza caminos al lectorado potencial de esta novela
y permite descubrir lazos entre segmentos narrativos y descriptivos, que enriquecen la
aprehensión de su significado como totalidad o visión del mundo y no como una serie de
fragmentos o cuadros de costumbres.
Pese a sus lúcidas reflexiones no sabemos por qué la investigadora de dicho estudio va a
buscar en una novela, informaciones socioeconómicas sobre el Baní de entonces; la literatura
no es información extraída del exterior, es trabajo del lenguaje, recreación de un universo
con sentido propio, es decir, literario y no documental. Mas, las orientaciones culturales de
las cuales dispone un lector curioso, al leer el estudio de Josefina de la Cruz, son cuantiosas
y de valía indiscutible. Otro estudio que merece ser citado, por sus prolijas acotaciones
históricas y por los nexos interactivos que establece entre la obra del insigne dominicano y
la producción literaria de la época, es Francisco Gregorio Billini en la historia literaria y política
dominicanas del historiador Frank A. Roca, publicado en 1998. Con esta larga y minuciosa
introducción la relativa consagración de Baní o Engracia y Antoñita está consumada.
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No. 10
tulio m. cestero
la sangre
una vida bajo la tiranÍA
Introducción
(Juicios compilados por Vetilio Alfau Durán)
Introducción
(Juicios compilados por Vetilio Alfau Durán)
Hace ya más de tres décadas que un distinguido hombre de letras afirmó que con La sangre
quedaba “creado el molde de la verdadera novela dominicana”, observando atinadamente
que “este libro de Cestero y el Enriquillo de Galván se estiman los mejores exponentes de la
literatura dominicana hasta el presente”; explicando que “si bien es cierto que en la restante
producción nacional nos encontramos con extraordinarias páginas de Américo Lugo, con
bellos y amenos libros de crítica de Federico García Godoy, con brillantes páginas de tribunicia gallardía de Miguel Angel Garrido, con libros selectos de Pedro Henríquez Ureña,
de Arístides García Gómez, también es cierto que toda esa cosecha mental adolece de un
carácter fragmentario y diverso”. Y concluía que “la novela La sangre de Tulio M. Cestero,
escritor de sólida y de extensa reputación, por su estructura y factura, es la novela que merece ser considerada como tal”. A esa misma conclusión llegó hace apenas tres años Manuel
Arturo Peña Batlle, cuando escribió: “Creemos firmemente que La sangre es la mejor novela
dominicana”.
No me es dable hacer para este lugar un estudio de tan celebrada obra; y por eso, como
una guirnalda tejida para ornar la frente de su autor, ofrezco a continuación unos cuantos
juicios emitidos por plumas autorizadas.
d
“La novela alcanza menor desarrollo; los novelistas que sobresalen son Reyles, Quiroga,
Díaz Rodríguez, el venezolano Rufino Blanco Fombona, el dominicano Tulio Manuel Cestero,
los argentinos Enrique Larreta, con su ficción histórica La Gloria de Don Ramiro, y Roberto
José Payró, con sus narraciones y descripciones de la vida criolla”. (Pedro Henríquez Ureña,
Historia de la Cultura en la América Hispana).
d
“Con la extensa novela La sangre (1914) corona Cestero su labor de novelista. En el
subtítulo Una vida bajo la tiranía, el autor pone de relieve su propio método; la fusión de la
historia con la descripción de la vida y las costumbres, para reconstruir el medio políticosocial. La época elegida por Cestero en La sangre, es la de Ulises Heureaux: describía,
por tanto, un momento histórico que vivió y conoció. Acertó en su empeño y La Sanare
perdura como una de las novelas dominicanas mejor escritas y que mejor representa una
etapa de la vida nacional”. (Max Henríquez Ureña, Panorama Histórico de la Literatura
Dominicana).
d
“La mejor obra dominicana en prosa que conozco es La sangre de Tulio M. Cestero.
Creo que, como factura artística, no solamente es el mejor libro dominicano sino también
uno de los mejores de la América Latina… En La sangre, a las brillanteces del estilo, al
atrevimiento del dibujo y a la pompa del colorido, se agrega el estudio de la psicología
del dominicano, especialmente el capitaleño. Se puede, pues, asegurar que el mejor
estilista que ha producido Santo Domingo es Tulio M. Cestero, en La sangre”. (José R.
López, Letras, 1918).
43
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
d
“La sangre es un estudio de honda meditación y de una realidad abrumadora. Como
toda obra vivida y profundizada dentro de la vida, deja en el lector la novela de Cestero un
sedimento de profunda tristeza. El análisis nos conduce a la verdad y la verdad es triste.
Sobre los cuadros dolorosos de aquella existencia que nos presenta Cestero, pone el artista un
velo de ideal transparencia… Hay páginas en La sangre que evocan con encantadora gracia
el paisaje isleño y la ciudad en donde el descendiente de españoles se mezcla y confunde
con el africano indolente. Cestero es un colorista delicado. En sus cuadros el dibujo es de
precisión elegante y sobria. Su colorido no deslumbra tropicalmente; parece atenuado por
un soplo de otoño. Ha compuesto el escritor dominicano una novela interesante como obra
de arte y como documento humano”. (Maximiliano Grillo, El Literario, Bogotá. 1918).
d
“Tulio Manuel Cestero es el poeta del color y del estilo. Diríase que su obra literaria forma un arco iris i a la vez un concierto de rapsodias. El fondo, más o menos oscuro i en veces
de abismo, desaparece bajo la fronda de colores i la lluvia de los espejos. Sus descripciones
se fijan en la retina como realidades vivas i como cosas con alma. En todos sus libros hai
páginas destinadas a la Antología”. (Federico Henríquez y Carvajal, Letras 1918).
d
“La sangre, por su dramatismo como narración realista de un período atormentado de la historia
nacional, y por su calidad artística como novela, contribuye enfáticamente a desmentir la tesis de
Luis Alberto Sánchez, de que América es una novela sin novelistas”. (Manuel de Jesús Goico).
“La sangre es un libro bello, sin duda. No debe encerrársele en determinada frontera.
Criollo por el sabor, por la inspiración, por el ambiente, es un libro de toda nuestra América,
que no puede resultar extraño al paraguayo o al hijo de cualquiera otra de las naciones convulsivas de nuestro continente. Eso no se podría decir si el libro no estuviera escrito en pulido
y bien sonante castellano… Cestero –que si mete tanta piel oscura en su novela es siguiendo
un propósito científico– es un retratista formidable. Por su pluma, ya no morirá Lilís; el que
lo conoció podrá seguramente evocarlo al leer las páginas de La sangre. Adquiere tal vigor
este personaje que así que aparece en la narración, que ya el libro no resulta sino marco de
una figura de tanto relieve. Y esta pintura tan a lo vivo nos obsede hasta que llegamos a
las páginas aquellas donde el autor se complace, tal como un anticuario, en mostrarnos un
medallón de valor inapreciable, en describir una de esas matronas contra cuya señoría y
cuya pureza no pudieron nada las revoluciones. Es ésta, una página maestra, que no creo
superada en lengua castellana. Ni las más acertadas miniaturas de Azorín valen lo que este
capítulo que se destaca del libro por derecho de superioridad. Juzgado en conjunto, La Sanare es un buen libro; juzgado en detalle, La sangre no tiene par en la literatura americana.
Tulio M. Cestero, que a pesar de sus frecuentes viajes y de haber vivido tantos años fuera
de su país es siempre un dominicano quisqueyanísimo, podrá superarse en otro libro, y yo
creo que lo logrará en su próximo César Borgia. Pero otra novela como ésta, tan íntimamente
sentida, y tan sabrosamente escrita, ya no la escribirá nunca más. Nunca, porque en ella está
toda la juventud ardorosa e inquietante del autor con sus recuerdos, con sus luchas, con sus
aspiraciones, con sus primeros amores y también, con sus primeros choques con la realidad
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
del medio nativo. Para mí, el más alto mérito de La sangre, consiste en que es un libro juvenil,
escrito con toda el alma cuando ya la juventud de su creador va tramontando”. (Ruy de
Lugo-Viña, Social, La Habana, 1919).
d
“Tulio M. Cestero ha sido la representación más cabal entre nosotros del movimiento
artístico contemporáneo en sus más llamativos aspectos… Tulio M. Cestero continúa siendo
modernista en lo que toca principalmente a la forma. Al principio, al iniciarse, extremó los
procedimientos, con asombro y escándalo de muchas gentes temerosas de lo nuevo; pero su
actitud revolucionaria ha ido modificándose con el tiempo, hasta llegar últimamente, en su
libro Hombres y Piedras, a un procedimiento artístico equilibrado y sereno. Su peculiaridad
como escritor es la nota pictórica, intensamente pictórica. En su último libro La sangre, hay
derroche de luz, portentosa riqueza de colorido. En ocasiones carece de mirada introspectiva, de hondo análisis psicológico”. (Federico García Godoy, La vida intelectual dominicana.
Nuestra América. Buenos Aires, 1919).
d
“Tulio M. Cestero (1877), dominicano, diplomático, poeta y novelista, comenzó a publicar
hacia 1898 (Notas y escorzos), dentro del tipo de crónica que entonces alcanzaba considerable
auge. Pero, no fue ese el camino que le condujo a la difusión, ni posiblemente el que le asegure
un puesto respetable en la literatura del continente: su personalidad de novelista es lo que
más destaca en el conjunto de sus actividades. Entre sus libros, después de su novela La sangre
(París 1915), fuerte cuadro de costumbres criollas (p. 352)…”. “Entre otras dos novelas famosas,
Ciudad romántica y La sangre, esta última de intenso valor regional, y, por tanto, humano” (p.
371). (Luis Alberto Sánchez, Nueva historia de la literatura americana. Buenos Aires).
d
“La mejor obra de Cestero es aquella, que deja sentir más hondo el arraigo americano;
nos referimos a su novela La sangre, que es, sin lugar a dudas, una de las mejores obras de
la época contemporánea y que mañana habrá de figurar entre Raza de Caín, Paz, Zurzulita,
Canaán e Ídolos rotos. Quien ha escrito una novela como La sangre, tiene sobrados derechos
para ser llamado maestro”. (El Mercurio, Santiago de Chile, 1921).
d
“Creemos firmemente que La sangre es la mejor novela dominicana”. (Manuel Arturo
Peña Batlle, Semblanza de Américo Lugo. En Historia de Santo Domingo por Américo Lugo.
Editorial Librería Dominicana, Ciudad Trujillo, R. D. 1952).
d
“Los dos más destacados novelistas del país y entre los de rango en Hispanoamérica en
general, son Manuel de Jesús Galván (1834-1911) y Tulio M. Cestero (1877-).
El estilo y la dicción de Cestero están modelados en el de los escritores de la Edad de
Oro de España, especialmente Cervantes, y por esta razón su vocabulario y sintaxis causarán posiblemente alguna dificultad en los estudiantes. Él escribe telegráficamente, además
omitiendo frecuentemente verbos y cláusulas cortas…”.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
“Sin embargo sus escritos nos fascinan por su estilo y su contenido, quizás porque es
bastante moderno a pesar de todo. Su franco realismo se anticipó ya dos décadas a un movimiento similar en la literatura anglosajona. A veces nos repele por su energía, fineza, en los
detalles pocos atractivos, pero no nos puede dejar de impresionar con su intensa seriedad y
minuciosidad de autor. Su pintura de la vida de Santo Domingo no puede ser superada, ya
sea describiendo la vida de los escolares en la academia, o la de los presos en la torre, la alegre
vida social en el período de Heureaux, las aventuras de los revolucionarios en los montes, o
la devastación causada por el huracán tropical. Su pluma se mueve rápidamente, pero nos da
una pintura inolvidable, porque describe escenas que él ha presenciado personalmente y las
cuales le han impresionado poderosamente”. Traducción. (Introducción de la edición escolar
de La sangre, bajo el título Una vida bajo la tiranía, preparada por Albert Horwell Gerberich,
ph. D; y Charles Franklin Payne, M. S., D. C. Heath and Company Boston).
d
En la República Dominicana el modernismo hizo su aparición de manera tardía y, al
igual que en Venezuela, se manifestó primero en prosa y por último en el verso.
No fueron muchos, sin embargo, los escritores que siguieron la corriente renovadora.
El primero en el tiempo, fue Tulio Manuel Cestero, (n. 1877), que en su primer libro, Notas
y escorzos (1898), ensalzó la personalidad y la obra de un grupo de escritores y poetas que
figuraban en el movimiento modernista (Manuel Díaz Rodríguez, Pedro Emilio Coll, Ismael
Enrique Arciniegas, Rufino Blanco Fombona, José Enrique Rodó, Pedro César Dominici y José
María Vargas Vila). En el mismo libro incluyó apreciaciones críticas en elogio de la Afrodita,
de Fierre Louys, y deseoso acaso de emular la labor de Rubén Darío en Los raros, anunció
un segundo libro, Sensaciones Estéticas, del cual sólo llegó a anticipar la publicación de
uno que otro estudio suelto, como el que consagró a Tristán Cosbiere. El libro, que nunca se
publicó, estaba llamado a incluir además, las semblanzas de Maurice Barres, José María de
Heredia, Jean Moreas, Arthur Rinsbeau, Charles Morice, Henri de Reguier, Judith Gautier,
Jean Lorrain, Francis Vielé-Griffin, Stuart-Merrill, Laurent Tailhade, Maurice Maeterlinck,
Saint-Polle Roux le Magnifique, Jules Bois, Sar Peladan Istar, Gabriel D’Annunzio, Oscar
Wilde y Eugenio de Castro. La sola enunciación de esos nombres basta para señalar cuál era
la orientación literaria de Cestero.
De todos esos autores, fue D’Annunzio el que más directamente influyó en la prosa
preciosista de Cestero, para hacer primores modernistas de estilo. Sobresalió después en
el cuento psicológico, a modo de boceto imaginativo que plantea un conflicto espiritual,
como Alma dolorosa y sanguínea, páginas admirablemente buriladas, acaso no superadas
por otras suyas. Esta primera etapa de su labor está recogida en Sangre de Primavera (1908),
donde incluyó íntegramente su anterior libro El jardín de los Sueños (1904). En el mismo estilo
castigado y brillante escribió un libro de viajes, Hombres y piedras (1915). También publicó
un pequeño volumen de ensayo dramático, Citerea, (1907). En el campo de la novela supo
copiar con acierto el ambiente nacional. Ciudad romántica y Sangre solar, novelas breves reunidas en un volumen amparado por el título de la primera (1911), se inspiran en sucesos
reales de la vida dominicana. En su extensa novela La sangre (1914), que lleva subtítulo Una
vida bajo la tiranía, Cestero describió con fidelidad una época que había vivido: los dieciséis
años del régimen despótico del presidente Ulises Heureaux. La sangre perdura como una
de las novelas dominicanas que mejor reproducen una etapa de la vida nacional. Es, a no
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
dudarlo, la más notable de las obras de Cestero. Con La sangre y con un breve ensayo sobre
Rubén Darío (1916) se interrumpe la labor puramente literaria de Cestero. La ocupación
militar del territorio dominicano por fuerzas de los Estados Unidos de América, de 1916 a
1924, movió la pluma de Cestero para defender la soberanía nacional y condenar la tendencia imperialista en diversos ensayos que vieron la luz en periódicos y revistas, que reunió
más tarde en un volumen (Los Estados Unidos y las Antillas, 1931). Los nuevos trabajos que
publicó después de terminada esa campaña y de restablecida la soberanía dominicana, no
fueron precisamente sobre asuntos literarios: Colón (1933), César Borgia (1935), Hostos, hombre
representativo de América (1940).
Tal ha sido la trayectoria del primer escritor que en Santo Domingo se sumó a la corriente
modernista. (Max Henríquez Ureña, Breve historia del modernismo, pp 441-43).
d
…Mi querido amigo:
Mucho le agradezco el envío de su brillante ensayo sobre Darío, elegante, curioso, de
gran interés. El léxico como siempre notable. Le envié un folleto, ¿lo recibió? Suyo de siempre. (Fdo.) F. García Calderón. París, 31 de enero de 1917.
d
Bogotá, Febrero 27 de 1917.
Sr. D. Tulio M. Cestero
La Habana.
Muy estimado amigo:
Me refiero a su grata carta de 2 de enero, por la cual me impongo de que Ud. dejaría esa
metrópoli para establecerse en La Habana.
En La Reforma social he empezado a leer con gran interés su estudio acerca de César
Borgia. Ha hecho Ud. un resumen de los impulsivos hombres del Renacimiento, que se lee
con deleite. Permítame que le diga, ofendiendo su modestia, que es Ud. en mi opinión, uno
de los mejores prosistas que tiene hoy nuestra América. Lo que Ud. escribe se empieza a
leer y tiene uno que terminar la lectura. Este es para mí el mejor don de un escritor. (Fdo.)
Max Grillo.
d
Cerramos estas breves notas con el alma entristecida por la muerte inesperada de Cestero.
En la capital de la hermana República de Chile, a millares de millas de su amada tierra quisqueyana, pasó a mejor vida el esclarecido prosista, el eminente diplomático, el leal servidor
de su patria, el gallardo periodista que en sus días juveniles solía sellar las acciones de su
pluma con el pomo de la espada.
Tulio Manuel Cestero vio la primera luz en San Cristóbal el 10 de julio de 1877. Fueron
sus padres Doña Mercedes Leyva y Puello y don Mariano Antonio Cestero y Aybar, dominicano ilustre cuyo nombre figura con relieve inconfundible en los anales patrios.
Noviembre, 1955.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
I
Por el ventanillo del calabozo, un rayo de sol entra jocundo, adorna con ancho galón
de oro los ladrillos y trepando por las patas del catre, cosquillea al durmiente en el rostro.
Antonio Portocarrero despierta restregándose los ojos con ambos puños, bosteza, la boca
abierta de par en par, y mira en torno suyo con asombro. Siéntase en la barra del lecho examinando la celda de hito en hito y cual sí al fin, libertándose de una pesadilla, comprendiese,
murmura: “todavía... otro día más”.
Joven, de estatura prócer, la fisonomía enérgica y simpática, la color melada, cuya
palidez actual aumenta la sombra de la barba crecida. Los cabellos negros, de rebeldes
vedijas, la nariz roma y los labios carnosos de bordes morados, denuncian las gotas de
sangre africana que, desleídas, corren por sus venas. Las pupilas grandes y brillantes,
henchido el pecho.
El preso registra la estancia, tal si la viese por primera vez. En un ángulo, un aguamanil desportillado, de hierro esmaltado, sostenida la jofaina en una trípode. En mitad del
testero, junto al muro, una mesita de pino sin barnizar; al lado de ella una silla, cerca una
mecedora, y encima una alcarraza, una copa y varios libros: Los Girondinos, dos tomos de El
consulado e imperio, Los misterios de París, Historia universal por Juan Vicente González y los
tres mosqueteros. El recuerdo de los amigos que le proporciona el placer de la lectura, le saca
a la cara la luz de una sonrisa. En extremo opuesto, vecino a la puerta de roble con hileras
de clavos cabezones remachados, un cuñete, ceñido por arcos de acero, receptáculo de sus
deyecciones, que dos veces por día un penado carga en hombros y vierte en el mar. Sus
emanaciones infectan. Estos objetos, una escoba y el catre con una almohada y dos sábanas,
componen el ajuar. El enladrillado es frío. Las piedras de las gruesas paredes han sudado
durante siglos. Musgo verdinegro vetea el enjalbegado. La humedad se cala hasta los huesos.
Por el día el calor agobia, en las noches invernales el fresco molesta. El aire y la luz entran
por el ventanillo de fuertes barrotes de hierro. En las paredes, enlucidas de raro en raro, los
cautivos han escrito con carbón sus penas e indignaciones. Entre ellas hay una de su propia
letra: “26 de Julio de 1898, a las 9 de la noche”. Cuando la hubo leído dos veces, arruga el
sobrecejo, exclamando con dolor: “¡un año ya!” y se pone en pie, encaminándose al lavabo.
Con vigor se enjuaga rostro, cuello, sobacos y muñecas; luego arrima la sólida silla de sabina
y majagua, y encaramándose en ella, ase los barrotes, y a pulso alcanza el apoyo.
¡Qué fiesta para sus ojos! El cielo, azul, límpido, sin una nube. El sol derrama oro obrizo
sobre Santo Domingo de Guzmán, con amor fecundante, inagotable. El mar cabrillea deshilando sus randas de espuma en la arena de la Playa del Retiro, y muge con ternura de loro en
celo en las peñas del acantilado, sostén de la Torre del Homenaje, en donde él está recluso.
La vista complacida recorre la ondulosa línea de vegetación que arranca de los almendros
de elegantes amplias copas y los guayabos silvestres de la margen del río, y sigue por los
uveros, de hojas de abanico, hasta las ríspidas malezas de la Punta Torrecilla. Las lanchas
pescadoras, rezagadas, entran en la ría, a rastras los chinchorros repletos. En la cala, entre
los pies de los tripulantes, saltan agónicos jureles y carites de argentinas y róseas escamas.
En el Placer de los Estudios, balancean airosos sus cascos blancos, al tope el gallardete
tricolor, dos cañoneras de la armada nacional. Una vela cazada vira la punta y enfila hacia
la boca, obstruida por la arena acarreada por las dos corrientes. Un bote, al compás de sus
cuatro remos, sale. El ambiente, con serenidad jubilosa, afirma que el hombre, señor de esta
naturaleza, no ha de sufrir. Sin embargo, Antonio es un contemplador impotente. Y ¿por
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
qué? ¿Qué leyes humanas o divinas violó? Su amor a la libertad, al progreso, le ha sumido
en prisión. La tiranía le oprime paralizando sus fuerzas vitales. Las manos entumidas se
niegan a sostenerle y, con ira, se arroja al suelo, sentándose en el mecedor, y entre impaciente
y perplejo, se pregunta qué hará para ocupar el día. ¿Leer? No. Los libros le hablarán de
poder, de riqueza, de amores, de cuanto es triunfo, alegría o dolor en los hombres. Uno,
dos, tres... insensiblemente cuenta los clavos de la puerta. Se levanta, barre; pasea a trancos,
empeñándose, pueril, en no pisar las rayas del pavimento, y el nimio detalle conduce su
imaginación hacia los días venturosos de la infancia. De nuevo se sienta, gusta la necesidad
de enfrentarse con su vida, remontando su curso hasta hoy, hora por hora; reconstruirla,
analizarla... ¿Su vida? Sí, ¿qué ha sido su vida?
II
En el verdor de la sabana, con sus casitas pintadas de colores vivos, de metálicos
tejados relucientes, y los bohíos de adobe cobijados de palma, finge la villa, a lo lejos, un
rosal florido. Colinas suaves la protegen de una parte, mientras por la otra la pradera abre
vía al mar cercano. El río cantor la circunda, y sus linfas retratan garridas doncellas, cuyos
cuerpos acarician las aguas voluptuosas borbotando en los chorros y en la somnolencia de
los regatos. En las florestas aledañas la atabaiba embalsama leguas y leguas los caminos
asoleados. La cabra extrae de las hierbas aromosas leche exquisita, y la abeja, reina de aquel
jardín, ahíta de ambrosía, multiplica los panales. Las muchachas de la capital, encuentran
en su regazo morbideces para los cuerpos enjutos y paz espiritual para las penas de amor. El
aire sano y los baños fluviales excitan el apetito, y la hospitalidad de la gente crea el contento
en torno de los limpios manteles. Galana tierra de bucólica, si engendra héroes, les impone
la ecuanimidad de la naturaleza y les siembra en el alma un grano de poesía. Tal es el solar
de Antonio Portocarrero.
En la soledad del enclaustramiento, ¡cómo le alegra la visión del riente valle nativo, y con
qué placer buscaría reposo y olvido en sus montes fragantes! Cada casa, todos los árboles, las
vueltas del río, las piedras de las veredas, presentes en su memoria, le evocan mil incidentes
que podría hojear ahora cual páginas de álbum iluminado. Su primer recuerdo data de los
cinco años: una vecina entra de improviso en la casa tirándole de la oreja y acúsale de haberle
sorprendido con su hijita, escondido entre la ropa sucia. “Jugábamos a los matrimonios”,
balbuce girimiqueando, y la madre, entre bromas y veras, asienta: “comadre, amarre su gallina
que tengo mi gallo suelto”; pero a renglón seguido, con un rebenque, le aplica en las espaldas
la primera prédica de moral y la más elocuente demostración de la existencia del pecado
original. Diablo de chiquilla aquélla, le aventajaba en dos años y fue su iniciador. ¿Qué será
de ella? ¡Honesta casada, sí, y cargada de hijos! Los ojos le echan chiribitas.
Hasta los ocho años su vida transcurrió entre juegos con la chiquilla, perturbados por
las insinuaciones tempraneras del genio de la especie, y baños en el río, en compañía de las
vecinas. ¡Qué cosas veía!... y tanto, que alguna guapa moza, advirtiendo su embelesamiento, exclamaba: “¡miren qué ojos tiene este malvado!”. Cada día le aportaba en sus horas un
momento de dicha. A la sombra del mango frondoso que asombra el patio, después del
almuerzo, su madre cocía en paila de cobre, de interior estañado, sobre cuatro piedras y a
fuego de leña, el dulce de leche, industria famosa del lugar y de la cual era ella especialista.
Toñico, como le apodaban, y su novia, en cuclillas, velaban la paila, siguiendo ansiosos los
vaivenes de la paleta moviendo la jalea para que no se pegara del fondo. Las bocas se les
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
hacían agua; pero al fin, extendida la pasta sobre la pulcra tabla para cortarla en panetelas, se
les adjudicaban paila y paleta. Los pulgares rebañaban veloces hasta pulir estaño y madera.
La saliva fluíales por las barbillas hasta los cuellos. Las disputas menudeaban y afirmando
los moquetes el predominio del macho, desmentían el proverbio, pues, a pesar del amor, no
bastaba que uno solo comiese. Otro de sus grandes placeres se lo ofrecía el juego de escondite,
entre el pajón de la plaza en cuya linde habitaban.
En los atardeceres, de la hierba emergía deliciosa tibieza. El abrojo enjoyaba la verdura con
sus estrellas de oro. Los cuerpos chafando tallos y hojas, les extraían sus aromas. Los insectos,
viscosos algunos, les hurgaban las piernas, picábanles hormigas, y las espinas arañábanles;
acontecía también, y esto era lo más terrible, que a lo mejor, entre los matojos, erguíase Pepe,
el gallo de la casa: la cresta sangrienta, las barbas trémulas, erizadas las plumas, hiriéndoles
casi con sus pupilas vidriosas. Molestado en su señorío, empinábase con gravedad cómica,
presto a defenderse con sus afilados espolones. ¡Cuántas cosas decía aquella actitud de coraje
y reproche! y en tales instantes, cortos felizmente, pues el gallo convencido de sus pacíficas
intenciones, dardeaba su cantío y aleteando con ruido tomaba a escarbar gusanos, Pepe,
les infundía más miedo que las correas de su madre, a las cuales llamaban: “Juan Gómez,
tanto pica como come”. Y a través de los años le impresiona aún la gallardía de aquel reto.
¡Ah, si todos sus compatriotas alegaran así sus derechos, no estarían él y otros en esta cárcel
inmunda y el país perdido! Cuando había visitas en las casas respectivas, provistos de la
merienda –una galleta sobada y media panetela de dulce de leche–, les enviaban a buscar
gambusinos bajo un guayacán rodeado de mullido tapiz de hojas muertas, o enlazadas las
manos, serios y cuidadosos de sus trajes limpios, iban al patio de un bohío inhabitado a encelar en una espiga de pata de gallina un ñoño de jazmines don Diego de noche, para adornar
la imagen de la virgen de Regla, santificada en los hogares. ¡Dichosa edad!
Cumplidos los ocho años, sufrió los primeros cambios desagradables en su vida. Terciada
al busto la saqueta de tela con el libro primero de Mantilla, pizarra, cuaderno de escritura,
tintero, pluma y clarión, tomó el camino de la escuela de varones. En su casa había aprendido
a deletrear, y la escuela fue siempre castigo con el que su madre le amenazó. Ya no le llevaron
más a bañarse con las mozas del vecindario, y terminaron los retozos en la grama con la
chiquilla. Medrado el cuerpo, la musculatura se anunciaba vigorosa. Nadador como un pez,
exploró el fondo de los charcos del río; jinete audaz, echarle la pierna a un burro y tirarle del
pelillo obligándole a corcovear, era su placer. La escuela convirtióse pronto en sitio de recreo:
la lectura, algarabía coreada, y en los ratos de silencio, una mosca que volaba con un rabo
de papel hacía estallar las risas. El maestro manejaba recia palmeta de roble. Los chicos se
untaban ajo en la palma de la mano, suponiéndole al zumo, según fama, la virtud de partir
la madera. Y con qué hombría las extendían saboreando de antemano la venganza; pero
la palmeta resultaba intacta y la mano encandecida. ¡Cuántas ilusiones como ésa habíanse
desvanecido en sus luchas con la fuerza! Además de las vacaciones reglamentarias de estío,
las de Pascua de Navidad, Semana Santa, los domingos y las numerosas fiestas de guardar,
los más de los días eran de asueto, ora por quebrantos de salud del maestro o de los hijos,
ora por partos de la mujer y otras causas domésticas. Cuando las puertas del aula cerrábanse,
abríanse las del campo. Aquella sí valía la pena. El río, con sus hondos remansos y su rápida
corriente, ofrecía liza a los ardidos, quienes se zambullían hasta coger arena con la boca o se
dejaban ir aguas abajo. Agazapados en las cucarachas del cascajal, atisbaban a las lavanderas,
que, las faldas arremangadas, bateaban en las grandes piedras marginales, y a las bañistas,
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
al salir, modeladas las formas por la camisa mojada, o cuando tendidas boca arriba, el agua
borbollante les cubría el pecho de encajes y las descotaba o alzaba la fimbria, descubriendo
ocultas delicias. Si la imprudencia de alguno les vendía, arrancándoles a la contemplación
golosa de un blanco muslo venusto, perseguidos por gritos y maldiciones airadas, partían
cual potricos por sobre los cayados calientes. Pero mejor eran las carreras en burro, en pelo, en
la sabana, y más todavía, una pelea. Dividíanse en dos bandos, uno en cada ribera, baecistas
los unos, azules los otros, afiliados de acuerdo con las simpatías partidaristas de las familias.
Servíanles de proyectiles los duros cocorrones del guayabo, y se batían, reidores, regocijados,
arremetiéndose en el agua misma, con las peripecias de la refriega, hasta que una de las dos
guerrillas ponía en práctica el “pies para qué os tengo”, o un guijarro lanzado por mano
artera, hacía una baja, que conducían a la casa entre gritos de protesta, mientras el aporreado
sollipaba presintiendo que encima del chichón recibiría una cueriza.
Antonio, de tarde en tarde, placíase paseándose solo por la sabana. Echado sobre la
hierba rica en esencias, observaba el cielo azul, muy alto, hasta la hora en que los chivales
entran en la población, la abuela a la cabeza, y en pos de ella, en ringla, el cabrío barbudo
y apestoso, las hembras, con los cabritos pegados a los pezones, en tanto que berreando los
chivos triscan con las madres. Así, iguales, sucediéronse los días medidos por el toque, a la
del alba y a la oración, de las alegres campanas de la iglesia, hasta la madrugada de noviembre en que, a horcajadas sobre un caballo, emprendió el camino de la capital. Contaba a la
sazón catorce años. Desde meses antes, un tío, informado por su madre de su inteligencia y
progresos en la escuela, de la que era el primer alumno, había escrito pidiendo se lo enviaran
para que ingresara como interno en el Colegio de San Luis Gonzaga. La partida, prorrogada
de semana en semana, al fin se fijó para después de las fiestas de la Virgen, aprovechándose
así la compañía de los capitaleños que viniesen a ellas.
¡Nunca fueron las fiestas como aquel año! Desde las vísperas se animaron las calles solitarias por el tráfico de campesinos que vienen a mercar, y de las pandillas de muchachas,
que afanosas y parleras, recorren las tiendas en miras de las novedades recién llegadas
de la Capital. En la iglesia se hacen los preparativos, y en las casas el trajín doméstico se
aumenta con la labor de pintarlas de nuevo. La cosecha de café fue buena, y todos tenían
monis que gastar. La orquesta de baile llegada de Santo Domingo estaba formada por los
mejores instrumentistas, y, entre ellos, el bombardino, natural del pueblo. A la alborada, a
la salida de misa y de las salves, a los acordes de danzas y valses, sumábase el estrépito de
los triquitraques, cuyos mazos apagaban los granujas con pies y manos, de los montantes y
de las detonaciones de las cámaras. ¡Y qué misa, la del día de la Virgen! La iglesia de bote
en bote. En la tarde, la imagen de Nuestra Señora de Regla recorrió en procesión las calles
principales, barridas, desherbadas ex profeso y cubiertas de pétalos multicolores. Seis doncellas cargaban las andas florecidas. La Virgen, con su joyante túnica blanca bordada de oro,
manto azul y corona de pedrería, entre cálices, turíbulos, diosa de aquella Arcadia, ponía en
cada pecho el contento de vivir o la promesa de un milagro. Teorías paralelas de muchachas
tocadas de albos velos, con cirios encendidos hechos de la cera más fina de las colmenas,
procedían: una de ellas, la chiquilla, su ex novia, que, grave, casta, ni le miró. ¡Quién hace
cuenta de cosas de niños! Los bailes, rumbosos como jamás, y hasta le pareció a él que ni
las feas comieron pavo, y las notas de las danzas sugerían más elocuentes las declaraciones
de amor a los ladinos capitaleños. ¿Y las corridas de anillos y macutos, y las cenas? No sé si
todo fue magnífico, hecho adrede, para que él no lo olvidara. ¿Y el Peroleño?…
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Érase el Peroleño, legítimo descendiente del ilustre señor don Pedro Leño, perniquebrado,
pequeño y redondo, el lampiño rostro malicioso, en los labios finos y rojos, sonrisa despreciativa. La nariz remangada; negro el mostacho; la cabeza de escaso pelo lacio, plantada en
un cuello arrecho, se iluminaba con la lumbre de los saltones ojos azules y picarescos, hasta
la desfachatez. El pecho abultado y los hombros anchos desafían los golpes del contrario.
Colocado en su trono, de modo que se moviera al menor contacto, lucía espada, cruces y
medallas; cimera empenachada y adarga embrazada en la diestra. En la izquierda sostenía
una calabaza o vasija llena de agua de tuna. Los jinetes contrarios, a escape, le pegaban con
la siniestra, y el muñeco a su vez, aplicábales un lamparón bermejo. La victoria era de quien
salía ileso del encuentro, y para él, la ofrenda de un lazo con ancha moña rizada que antes
se ostentó en corpiño femenil, o palma que, las más de las veces correspondía al triunfante
Peroleño. Toñico sentía cominillo, irresistibles ganas de correr; se le antojaba fácil el éxito:
alcanzar el lazo de la ex-novia, ser admirado y aplaudido. Y tal empeño puso, que alguien
complaciente le prestó caballo, por una carrera nada más, e hipándose sobre los estribos,
pasó, alcanzando al muñeco con tan leve pasa-gonzalo, que apenas si unas gotas señalaron
su primera derrota.
¿Y el testamento del Peroleño?... ¡De rechupete! El noveno día, caballero en un borrico,
seguido de ruidosa cabalgata de damas y galanes, paseó el pueblo. En las esquinas fue leído el testamento, en verso, con sal y pimienta, satirizando a las autoridades y notables. Al
maestro también le tocó su chinita; y cómo la rieron los alumnos, exclamando: “¡Ya nos las
pagó todas juntas!”.
Y después, la despedida de su madre, llorosa, repitiendo consejos y recomendaciones:
“estudia, sé bueno, que eres la única esperanza para mi vejez”.
A cada vado del río, el corazón le da un vuelco. De entre los cendales de la aurora,
las lomas surgen azules o verdes, según la distancia, y su mirada zahorí distingue con
arrobamiento el guano, la yaya y el maguey que las tupe, y en la vera del camino, hasta los
cayucos, alpargatas y guazábara ve con afecto olvidando las veces que sus garras le sangraron. Desde sus nidos, ocultos entre las madejas áureas de los fideos, chinchilines y juliánchivíes salúdanle con sus píos onomatopéyicos, alborozados con su partida que les libra
de un enemigo, mientras las campanillas, aljofaradas y las carmíneas flores del carga-agua
y las cabritas, con la frescura de sus cerezas, le invitan a quedarse. Los viajeros satisfechos, caminan a pares, escapeando de trecho en trecho, comentaban los incidentes de las
fiestas. Alguno se confesaba preso entre las redes de una linda pueblerina; otro insinuaba
observación maleante acerca de este o aquel acto, que hacía prorrumpir a esotro: “por
eso nos llaman búcaros a los capitaleños”... Y así, entre bromas y chischisbeos galantes,
las lindas amazonas y sus caballeros corrieron las catorce leguas, excediéndose de ojos y
boca estrepitosa la alegría.
¡Cómo ha volado el tiempo y mudado los hombres y las costumbres! Su riente pueblo de
bucólica ya no será el mismo; pero con todo, con qué placer iría a limpiar su cuerpo de las
inmundicias de la prisión, tirándose de cabeza en Los tres charcos o en las chorreras de la Piedra
del Chivo, para que el agua corriente le lustrara el espíritu puliendo huellas dolorosas...
III
Cuando Antonio, conducido por el tío Tomás, traspuso el umbral de San Luis Gonzaga,
al día siguiente de su llegada, sintió que algo se desgarraba en sus entrañas. El severo edificio,
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
de dos pisos, adyacente a la iglesia de Regina Angelorum, abría sobre la calle numerosas ventanas altas y bajas y una sola puerta, flanqueada ésta por dos cañones enterrados boca abajo.
Convento de clarisas franciscanas hasta fines del siglo XVIII, cuartel en 1822 y en 1863.
A su vista, el muchacho se había detenido vacilante, sobrecogido, y su tío hubo de empujarle por el pasaje abovedado comunicante con el claustro. El negro portero, que guardaba
la entrada como antaño la hermana tornera, tañó una campana. Detrás de ellos venían, en
hombros de dos rapaces, el catre de tijera, con su forro de recia cotonía, un lebrillo y un
baulito de cedro, herencia de los abuelos, en el cual el cuidado de la madre había ordenado
dos mudas de rayadillo y dos de pearl river vuelto del revés, seis camisas y otros tantos pares
de medias; jabón, peine, una latita de betún de la marca El Gallito, y un cepillo, un par de
guillotinas de marroquín morado, aguja, hilo, botones, sus libros y útiles de escritorio, y
en un rinconcito, envueltas en papeles de seda y estraza, panetelas de dulce de leche, y un
escapulario de la Virgen de Regla relleno de alcanfor.
El claustro se ofreció a la mirada de Antonio hecha a registrar el campo con todos sus
detalles en pocas ojeadas. Era un cuadrilátero en cuyo límite alzábase el primer cuerpo
del edificio en todo su largo. A la derecha un cuartelillo ruinoso; a la izquierda, la iglesia y
viejas paredes, y al fondo, el refectorio, la cocina y un lienzo más, también caduco. La mayor
parte del espacio ocúpalo el jardín. Dos palmas airosas le forman portada y lo encuadra una
verja de madera descaecida, apoyada en pilares de mampostería. Los arriates, formados por
botellas vacías clavadas de pico, están plantados de cien hojas, mosquetas, purpurinas y un
nido de amor que se atavía con espléndidas rosas. Erectas cañas de azucenas, suspenden
blancos cálices odorantes; carmesíes lágrimas de Venus que acendran una gotita de miel;
la humilde flor de todo el año, inodora; amarillas copadas reventonas como su pariente el
clavel; celias, modestas rivales de la margarita, aunque las estrellas de su corola no hayan
sido jamás interrogadas por amantes. Aguaceros, nardos, albahaca y reseda, que saturan
la noche con sus aromas capitosos. La cambutera con sus corales escala graciosamente la
verja. El jazmín del Malabar, reta a sus vecinos con el armiño de sus pétalos. Un cerezo
que, cuando enfrutecido, riega granates mientras los pomposos girasoles siguen el curso
del astro, la celeste rueca hila el linón róseo de la Vara de San José y el níveo o con purpúreas vetas, de los lirios. La sangre de Cristo resplandece por sus cinco pétalos, cual cinco
llamas prendidas por la flecha del pistilo, y su prima, la cayena, es un coágulo sanguino.
Cuatro naranjos de pomas de oro, amparan bancos de piedra y nutren orquídeas cuyas
flores semejan mariposas. Con discreción de pobres, conviven con los orgullosos rosales,
la cara de hombre, de hojas caprichosamente matizadas y el Corazón de Jesús, que rodea su
vela blanca con guardabrisa violeta; la tónica yerbabuena, la malva, la salvia y la ruda, de
zumos benéficos; el hinojo, propicio contra el aojo, y el llantén de hojas y espigas eficaces
para colirios y tisanas; y entre la coraza verde de las hojas fulge la flor de cigarrón, ígnea
mano crispada. La verdolaga, rastreando, extiende el terciopelo de sus hojas. El cuartelillo
está cubierto por las hojas rígidas de la efímera y nocharniega flor de baile y las guirnaldas
de la trinitaria. Entre el jardín y el edificio, un almendro crece a prisa, como si estuviera
ganoso de favorecer la ventana del Rector, y en fila, defendidos por cercas de caña, sendos
raquíticos ejemplares de manzano, avellano y peral, y una mata de rabo de ratón, el añoso
tronco mutilo, alza un solo ramo nevado. Junto al aljibe, un redondo arbolillo de granos
rojos escuda del sol una tinaja de hierro. A la puerta de la iglesia, malangas, de hojas verdes o manchadas de blanco, y dos naranjos gemelos, de frutos regañados por las propias
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
mieles, y en último término, al fondo, un flamboyán, que cubre con sus ramas sin hojas el
brocal del pozo y cuyas vainas negras restallan derramando las duras semillas.
En el marco de la ventana más occidental, apareció la cara pálida, ascética, sonriente, del
padre Billini, y con su vocecilla aguda y el índice, a la par, les señaló la puerta de acceso a su
departamento. Antonio subió detrás de su tío, por la escalera de ladrillos; y en la presencia
del Padre, a quien se le había enseñado a venerar como a un santo, tal era la fama de su
caridad, se mantuvo en pie con el sombrero en las manos, apretándole las alas. Mientras su
tío expresaba la gratitud de la familia por la merced de recibirlo gratis o correspondía a las
preguntas del Padre indagando por los del lugarejo, parientes y conocidos, él examinaba
con suspicacia campesina al cura, canijo, nervioso, de ojos inquietos, nariz aguileña y finas
manos de cera, que se agitaban dentro de la sotana de Meriño, tal una lámpara azotada por
el viento.
La mano rectoral sonó por dos veces una campanilla, y momentos después, acudió un
vejete menguado de estatura, fuerte, sarmentoso, ceñudo, con luengas barbas canosas. Era
don Marcelino, el prefecto. El Padre le entregó el nuevo interno, y Antonio, después de
abrazar a su tío, siguió a aquél por salas y pasillos, escaleras abajo y arriba, hasta el dormitorio, vasto salón con ventanas a un ángulo del patio y al coro de la iglesia, al que se llegaba
por un pasadizo húmedo y estrecho, y escalera, comunes ambos al campanario. Los catres,
cerrados, se mantenían sobre sus patas por una cuerda enlazada en una de las cabezas, cubiertos por sábanas pringosas y teñidas de sangre de chinches. Don Marcelino le señaló su
sitio, del que tomó posesión, colocando catre y baúl. Y tras un imperioso venga, echó a andar
a su zaga hasta las aulas. En el curso primario ingresó el recién llegado, sin examen previo,
sin encuesta alguna que clasificara sus conocimientos, sin que le percibiera el profesor que
declamaba a gritos la lección.
Érase una sala, partida longitudinalmente por vigas blanqueadas, a manera de columnas. A los lados, pupitres colectivos con sus bancos de pino, y en los intercolumnios otros
más pequeños. Hasta un ciento de alumnos los ocupaban y producían constante rumor de
colmena irritada. Cuando Antonio, perplejo, despistado, se acogió al asiento más próximo
a la entrada, sintióse oprimido por una sensación angustiosa, que había experimentado
dos veces ya en su vida: una, la zambullidura inesperada y por primera vez en un charco
hondo del río, y otra, el día en que vagando solo por la sabana, se extraviara. Poco a poco,
a medida que sus ojos reconocían el ámbito, fue recuperando ánimo. Aquí y allá, descubrió
caras de compueblanos que le habían precedido. Uno de éstos, le llamó con la mano desde
el extremo opuesto, y Antonio, escurriéndose, le alcanzó. A su paso estalló un coro de risas:
le habían lanzado un monigote de papel con una pelotilla mascada que, pegándosele al
cuello, temblequeaba por la espalda. Corrido, acosado, se refugió silencioso junto al amigo
y continuó la inquisición. Del techo pendían dominguillos que la brisa zarandeaba.
La sala tiene ventanas enrejadas a la calle, por las cuales se traficaba en golosinas y solía
asomar la cara algún muchacho callejero que arrojaba por entre las rejas un grito chusco,
o un alumno que prevalíase de la ocasión para mofarse del maestro. Éste, mulato, fornido,
alto, las greñas aceitosas, largas las uñas y con orla negra. Le revoleaban los ojos chispeando
en las órbitas. Vestía de dril, y la americana tenía siempre las sobaqueras señaladas por una
mancha sarrosa. Tocábase con sombrero alón de fieltro blando, grasiento. De memoria sin
rival y puntualidad intachable. Ni lluvias torrenciales ni ciclones le intimidaban, entraba
y salía a la hora exacta, marcada en el reloj de níquel con gruesa cadena de plata. Recitaba,
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
con sus puntos y comas, todos los libros de texto, y de tal modo mecánico, que eludía las
preguntas que no estuvieran formuladas con las mismas palabras que él aprendiera; y si
los discípulos, azuzados por otros profesores, suscitábanle discusiones para obligarle a
razonar, él imponía la autoridad inapelable de la letra impresa. A las siete en punto de la
mañana descargaba otras tantas veces sobre la mesa un mazo, recto el índice y con voz
tonante, comenzaba la clase de Religión: “Diez años después de haber ascendido Nuestro
Señor Jesucristo a los cielos, vinieron los apóstoles San Pablo y San Bernabé”. Y proseguía,
recorriendo los rangos; interrogaba sin que nadie le contestara; él mismo con rapidez ensartaba la respuesta. A cada hora, hasta la meridiana, variaban la asignatura y el número de
porrazos, no el método, e igualmente de dos a cuatro de la tarde. Su paciencia superaba a
su memoria; si en cortísimo tiempo aprendió sin faltarle una tilde las doscientas páginas de
un tratado de Agricultura, jamás se violentó contra aquella hampa infantil. ¡Pobre maestro!
Antonio evoca su figura con simpatía. La política le separó de las aulas y le encaramó en la
judicatura y cátale ahí en el manicomio. Por las mañanas, desde un muro del ex Convento
de San Francisco, entre otros orates que vociferan, él truena predicando a las vecinas y a
los raros transeúntes. El Presidente Lilís, le sentenció diciendo de él, cuando alguien recomendándoselo enumeraba entre sus conocimientos el latín: “malo, malo; negro que sabe
latín se vuelve loco”.
Mientras profesaba, los muchachos, sordos a sus lecciones, entreteníanse, unos labran
con un cortaplumas la madera de los bancos y pupitres, grabando en ellos palabras obscenas; quienes pintando monos en los cuadernos o peleando pajaritas de papel engomado.
Disputaban, reñían, y cuando el escándalo invadía las otras aulas, don Marcelino, airado,
implacable, aparecía. Los ingenuos echábanse de bruces escondiendo las caras. El viejo
desfilaba pegando, sañudo. Adivinaba los delincuentes o los denunciaba alguna venganza
empapada en lágrimas. El demonio castigador, al acerccarse, fingía equivocarse con el vecino,
volteaba por sobre su cabeza una pita del grueso del pulgar, en dos, y cuando el muchacho
regodeábase, creyéndose a salvo, recibía el formidable latigazo. Excusábase el Prefecto, que
seguía la maniobra hasta que huía la víctima o se doblaba sollozante bajo el flagelo cruel. A
las veces les golpeaba en las corvas con una maceta de roble; además palmoteaba a troche
y moche. Otros castigos consistían en arrodillarlos con los brazos abiertos, o con la cabeza
debajo de los travesaños de bancos y sillas, o hacer en el suelo determinado número de cruces con la lengua: las frentes sudorosas manchábanse con el polvo rojizo, desollábanse las
rodillas y sangraban las bocas. Para las faltas graves existía el calabozo: covacha obscura,
debajo de la escalera principal, con puerta al pasillo de ingreso y ventilada por una claraboya. A los impenitentes metíanles de pies y también de manos en un cepo, y así pasaban
horas aduncos o tendidos sobre el piso duro y meado, o a ley de Bayona, que se aplicaba en
cuclillas, atados a una vara por debajo de las corvas y sobre los codos.
A la verdad, aquella congregación era una jauría; pero su fiereza no igualaba al inquisidor. Antonio no olvidará mientras viva la sorpresa dolorosa de una madrugada: soñando
hablaba en voz alta; don Marcelino oyó sus relaciones y le despertó macerándole con la
soga las flacas carnes desnudas. Viejo terrible, para ellos encarnaba a Satanás, ni perdonó
jamás ni acarició nunca, enternecido o vicioso. Siempre zahareño, el cigarrillo en los labios.
Sólo el alcohol le dominaba, y cuando la tisis le extinguió el aliento en los pulmones, según
publicara un periódico local, confesó haber sido uno de los que en la calle del Turco, en
Madrid asesinaron al general Juan Prim.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Durante todo el primer día, Antonio permaneció quieto, receloso, estudiando el terreno,
a caza de mutuas simpatías en los rostros vecinos, constantemente renovados, pues ninguno
tenía puesto fijo. En el internado se mezclaban orígenes y colores, huérfanos y ricos, expósitos
y vástagos de familias potísimas, y a éstos se agregaban los externos que sólo concurrían
a las clases. Los había vestidos con lujo, pulcros, calzados de cabritilla; pobres, de limpias
ropas reveladoras de los afanes maternos; otros harapientos, con las orejas terrosas, la piel
curtida, el pelo enredado, piojosos, pero ligados todos por dos sensaciones: hambre y miedo,
al servicio del más rico y del más fuerte.
A las cuatro, concluidas las clases, alineados o en pelotones, en el espacio medianero entre
el jardín y el edificio bajo el ojo de don Marcelino, el profesor de gimnasia les hizo mover a
compás las extremidades, saltar y ejercitarse en barras paralelas, escalas y argollas. Luego
el Prefecto mandó las evoluciones militares, y cuando al fin, después de más de hora, su
voz ordenó “rompan filas”, la reata se desbordó en todas direcciones, con alegría bulliciosa
de la toma que arrolla la presa. Antonio fue a sentarse en el cuadro formado por bancos
de madera entre el aljibe y el pozo, sitio de descanso, luego del recreo y la cena. Alguien le
colocó una pajita en el hombro, señal de reto. Le miró sin ira. Entonces otro gritó: “banilejo,
chinchoso”, aludiendo al cuento que pretende que las chinches fueron traídas a la capital
por los habitantes fugitivos de Baní cuando la invasión de Dessalines. La puya se le clavó,
hiriéndole en los amores por su pueblo, cuya nostalgia sentía con intensidad. Se plantó,
y como viera uno, más o menos de su tamaño, que reía enseñándole los puños, rápido, la
cabeza gacha, le embistió derribándole de soberbia morrada en el esófago. Los demás se
arremolinaron. Antonio buscó en torno suyo otro pollo. El vencido se levantó, jadeante, y
entonces acataron todos al triunfador, advirtiendo el cogote recio y las manos encallecidas
por las jáquimas, mientras le decían “yo soy tu amigo”, “compai Toño, con usté no va ná”,
y otro sentenciaba: “su madre del que acuse”. La riña había terminado en el mismo instante;
pero Antonio conquistó de sus pares respeto y también un mote, el ovejo, y desde entonces,
al menos en su presencia, Baní no tuvo más chinches.
La congregación sumaría hasta unos ochenta, entre los siete y diez y ocho años de edad.
En el recreo dividíanse en corros o se aislaban. Los mayores conversaban o leían, los demás
jugaban a los toros, fingiendo uno de bicho con un palo en los dientes a guisa de cuernos, o
bailaban trompos, que recogidos en la palma de la mano eran lanzados de punta al canto de
monedas o botones, y ya al morir de cabeza, a lo cual llamaban la moteca: el ochavo o el botón,
en una o varias veces, debía salir del espacio demarcado por una raya; otros dábanse a los
bolos. El mayor interés estaba en las disputas por los distintos valores de las bolas de vidrio, de
colores, clasificadas en razón del volumen y pintas en su germanía, bolones, bolas, fifises, gaticas,
aguas y güesos, y por los turnos de salida para determinar quién el mano, el trasmano, el trastrás
y el porra; o sobre si el contrario al disparar un por todo lo que coja o un ponte allá, que mató, había
o no robado tierra. También se jugaba al hoyo, que consistía en introducir monedas desde una
distancia convenida en un pequeño agujero escarbado en la tierra, ganándose tantas cuantas
en él cayeran. Tales partidas efectuábanse a resguardo de la mirada zahorí de don Marcelino.
Los más pobres contentábanse con la rayuela; o con el chato, es decir, el mismo juego de bolos
adaptado a los medios naturales, una lasca redondeada y semillas de cajuil. Las riñas menudeaban y la gritería manteníase siempre en el tono más agudo, por lo cual las intervenciones del
zurriago eran frecuentes, o los belicosos firmaban la paz en el calabozo, pues ningún sedante
más eficaz que aquella suerte de caponera para calmar iras y olvidar agravios.
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
En las primeras semanas, el temor a don Marcelino y la morriña hicieron de Antonio un
colegial modelo, habiéndosele promovido a la categoría de ayo, la que le otorgaba autoridad
de segundo sobre una sección de diez, vigilada por un decurión. Para tales comisiones escogíase a los mejores o a los más hipócritas, duchos en “tirar la piedra y esconder la mano”.
Mas, pronto, se adaptó; conociendo a cada uno de los condiscípulos, sumó amigos y restó
simpatías, descubría que también allí sobraban medios de solaz, como en los charcos del
río y en el pajón de las sabanas. El patio, situado detrás del claustro, le confío sus secretos.
En las mismas celdas de las monjas, intactas aún las cuatro paredes de algunas, crecían guineos, lechosas, mangos y caimitos. La escobita respetaba tan sólo las construcciones pétreas de
antiguas tumbas. El cundeamor, tejiendo mantos de verdura, cubría las tapias, convidando
al zumbador y a los chicos con la pulpa roja de sus abiertas cápsulas de oro. El chayote y la
auyama, la patilla y el melón extendían sus sarmientos desgarrando las pantorrillas de quien
buscara en su maraña el gordo fruto escondido. Las parchas y caguazas cuelgan, y para alcanzar su nectarios, preciso es trepar por los bejucos tramados que suelen ceder al peso, o
subir agarrándose de los agujales. Para Antonio, ninguna distracción vale como tenderse
boca arriba, aspirando el olor de la tierra y el aroma de las plantas en aquellos boscajes,
algunos de los cuales pudieron ser consumidos por el fuego bíblico; peccato gonorrhoerum,
dijo el santo sienés.
Transcurridos los primeros días, la vida del colegio se le va haciendo soportable; al cabo
del primer mes acepta, y antes del segundo, destituido de su cargo honorífico de ayo, ha
recorrido la escala de los castigos y ha sido clasificado entre los revoltosos. Su inquietud
de azoguillo, sus ojos y piernas habituados al campo sin vallados, padecen en el espacio
estrecho de las aulas... ¡Y luego, tan uniformes y reglamentados los días!
A las cinco de la mañana, invierno como verano, la voz imperativa del Prefecto despegábales las sábanas y diez minutos después, hechas las abluciones con poca agua, peinados,
vestidos, a la hila, dirigíanse al salón de estudios, en donde, ante una imagen de cuerpo de
la Purísima, cantaban las primas en latín. Y ¡qué latín!, ni los esclavos africanos de Roma lo
entenderían. En seguida, en fila india, al refectorio a desayunarse con una tacita de café claro
y un mollete de pan de dos onzas incompletas. El trayecto lo amenizaban con una canción
en francés, ¡y qué gabacho! Aún retiene una frase de las que ululaban en coro: te peti-pié de la
yurné. Una hora de estudio, interrumpida por quejas de vecinos quisquillosos, causantes de
una dosis temprana de rebenque, y por el permiso, que por parejas se les concedía para ir al
patio. De siete a once, clases. Luego otra hora de estudio, y a las doce el almuerzo: un plato
de sopa, en el cual nadan fideos, y otro de plátanos salcochados, arroz y frijoles colorados,
y entre días, carne guisada, completándose en éstos el denominado bandera nacional, y como
postres dos guineos, o mangos, o jobos, o caimitos, según la estación, cosechados en el propio
colegio. De nuevo al estudio, comenzando las aulas a las dos. De cuatro a cinco, gimnasia
y ejercicios militares; luego, una hora de recreo, en el que las expansiones naturales eran
comprimidas por la vigilancia del Argos. A las seis, en ringla, para la cena –pocillo de cacao
y un pan seco, con boca– y ésta sazonada al ir y venir con un coro en español, pura jerigonza,
sin concierto ni sentido, tal como la frase del “saber la luz”, convertida en “Isabel la aguja”,
y así por el estilo. El recuerdo de tales cosas le hace reír magüer las amarguras de entonces
y los dolores de hoy. Una hora más de estudio, y tras de cantar las Completas en latín de
cocina, a la cama. Tres campanadas ordenaban silencio. Los sábados se suprimía el estudio
en la prima, pero en cambio repetíanse los ejercicios militares y se cantaban las Letanías, y
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antes de dormir, baño general. Aquello era de verse; como no había baños en el plantel, el
convento en pelota, en torno al brocal del pozo, se enjabonaba, vaciándose encima cubos de
agua acarreados por cada quisque. ¿Y los domingos? ¡Tremendos! Obligados a levantarse
para asistir a la primera misa, la de alba, comulgaban aquellos a quienes le cumplía, y luego, sentados en el salón de estudio, sin el alboroto y regodeo de las cátedras, bostezando;
y cuál sería el fastidio, que algunos (entre ellos él), faltaban para que los encerraran en el
calabozo. Allí lo pasaban mejor. Sólo los primeros domingos de mes se les permitía salir
hasta el atardecer.
Pero tan monótona existencia, a pesar del tirano que la regía a precio de cardenales y
encierros, tenía sus variantes. Durante el día, el patio con sus escondrijos era palestra: a
pares o en pandillas, se ventilaban las cuestiones de honor, con puños, pies, cabezas, uñas
y dientes, y alguna vez cuchilla traidoramente esgrimida, o a pedrada limpia. Don Marcelino, a vergajazos, arremetía al modo de amigable componedor, y el calabozo apaciguaba los
ánimos. Además, el patio, tan provisto de frutales como un huerto, les brindaba, de enero
a diciembre, los bananos, con sus ópimos racimos que, separados en manos y escondidos
entre las cepas, a los doce días cabales estaban maduros. Esto llamábase hacer un nido. En
primavera y verano, mangos y caimitos, recogidos en la madrugada goteados o trepando
por las ramas a favor de las paredes; en otoño jobos, cuya madera frágil causaba frecuentes
caídas, y en invierno, naranjas. La rapiña de éstas constituía la más escabrosa empresa: por
claustro y patio, según las consejas, en la noche vagaban las ánimas en pena de aquellos cuyos
huesos suelen encontrarse excavando el suelo o que reposan en las tumbas de cal y canto
que aún existen. Había pues, que no temerles. Toño era de los valerosos. Sonadas las doce,
desnudos, provistos de una funda de almohada, a gatas, se deslizaban hasta los naranjos,
y empinados sobre los poyos de piedra o resistiendo clavadas de espinas y rasguños de los
muñones resinosos, consumaban el despojo, y los árboles que la víspera fingieron grandes
vasos de malaquita incrustados de áureas gamas, amanecían libres de las pesadumbres de
las pomas, manifestábanse entonces el polvo en el piojillo de las horas. También se robaban
las gallinas en complicidad con el propio cocinero, para sancochos y locrios, devorados en
conventículos. Ésta era hazaña de los mayores; pero como Antonio poseía la maña necesaria
para captar las gallinas que dormían en el higüero del traspatio, ahogándolas sin que gritaran, participaba en ellas. Cuando acaecían tales depredaciones, se practicaba un registro,
encontrábanse baúles y pupitres atestados de naranjas, o se disponía una confesión general;
mas, el secreto se conservaba fielmente. ¡Zoquete quien revelara! Antonio aprendió en sus
propios carrillos que importaba más callar, y así, por la rejilla del confesonario, no pasaron
más pecados que los comprendidos en los cuatro primeros mandamientos.
Los domingos primeros de mes eran gloria pura. Desde las ocho de la mañana, uniformados de rayadillo, gorras de paño azul con viseras de hule, y en una cinta negra en letras
doradas “Colegio de San Luis Gonzaga”, se desbandaban por las calles capitaleñas quienes
tenían en la ciudad familias o encargados, pues forasteros y huérfanos quedaban en libertad
en el jardín. Las aventuras de tales asuetos eran tópicos para el mes: el baño en la playa
de Güibia, disputándose quién nadó hasta peñita, hasta curazao o hasta santomás, que así
se nombran las tres peñas que casi cuadran el hondo y amplio balneario, y la irrupción
en las quintas vecinas desguazando mangos, cajuiles, naranjos, mameyes y cocales, y las
excursiones a comer guayabas a los montes de Galindo, caimitos en Pajarito o limoncillos
en San Carlos; y los paseos en bote hasta los Tres Brazos, con paradas en el pueblo de
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
Los Minas, para comprar casabe de ajonjolí, jarto reso y conservas de coco y naranja; o por
El Placer de los Estudios, más allá de la punta de La Torrecilla, con los correspondientes
baños en los remansos del río a la sombra de ceibos y copeyes o en la playita del Retiro;
y al pequeño mercado del Ozama, haciéndoles otomías a los campesinos que allí trafican.
De tales correrías regresaban algunos hinchadas las caras por la ponzoña de las avispas,
heridos los pies, o el brazo en cabestrillo y con el relato, hecho entre risas y pavor, de haber
tragado agua en un cantil.
Pero entre todos los del año, dos días magnos, señalábanse en el calendario del Colegio
con dos cruces: el del patrón San Luis Gonzaga, y el del Rector, San Francisco Xavier. Al
primero se le hacía el novenario, presidiendo su imagen, revestida de cándida sobrepelliz,
la capillita del estudio, y ante ella cantaban a coro –“pide a Dios que yo te imite, santo joven
Luis Gonzaga”–, intercesión que, si la hubo, jamás mereció la merced divina. El segundo
sobresalía por la copia de regalos, en su mayoría golosinas –frutas, fuentes de trémulas
natillas, reposado arroz con leche, espolvoreado con canela, pudines de a dos libras, blanqueados con suspiro y adornados con grajeas, confites y una banderita en el ápice–, que
entraban majestuosas en manos de la negra azafata, vestida de limpias y sonantes sayas.
Desde la víspera de ambas fiestas, suspendíase toda suerte de castigos, se indultaba a los
presos y se penaba a quien fuese con chismes y quejas a los superiores, siendo lícitas todas
las diversiones. Además, y eso era lo de p p y w, se les autorizaba el asalto a las bateas de
las vendedoras de dulces que, después del mediodía, acostumbraban poner tienda bajo la
propia ventana del Rector o a la sombra de los naranjos de la Virgen. El Padre pagaba, y
como esto lo sabían las interesadas, traían su venta íntegra.
Antonio se ríe, y con qué ganas, recordando aquel su salto felino, para caer sobre la
repleta batea de la mulata curazoleña, que a pesar de la garantía, miraba espantada cómo
aquellas manos ágiles, tal un instrumento de tortura, se abrían y cerraban apuñando los
piñonates melcochosos, el alfajor empolvado como presumida señoritinga, el bienmesabe, de
pasta tan suave como los bizcochos esponjados, los frágiles y levemente dorados merengues,
de corazón fundente; las pastas de leche, el azucarado huevo-mejía sobre papelitos de veriles
plegados; los chupa-bebis, empaladas las distintas figurillas acarameladas; las botellitas, llenas
de fragantes licores, que al romperse corren por las barbillas, y los gordos canteros de pan
de batata. ¡cuánta cosa buena! Los bolsillos atestados, en cada dedo un dulce, las palmas
agobiadas, pegados en las orejas, corrió a encerrarse con su botín, en busca de un rincón
oculto entre cepas y sarmientos para darse un atracón. El Padre en viéndole pasar, rompió
a reír, exclamando en tono tanto más alegre cuanto era raro, “¡muchacho gandío, gandío!”.
Dos veces, únicamente, le oyó la voz cantarina, ésa y una madrugada en que a filo de las
tres, orinando por una ventana del dormitorio que daba al claustro, surgió de las tinieblas
mudas, a compás del chorro: “¡ey, ey! ¿quién es el soldado meón?”. Era el Padre que venía
a despertar los acólitos que le ayudaban a misa.
Así discurrían semanas, meses, años, cual cangilones de noria. En las primeras vacaciones de verano se hospedó en casa del tío Tomás; pero cuando pasaron las mariposas de San
Juan, que los pilluelos cazan en las calles con varillas de coco, y le manearon, con prohibiciones, los pies, baqueanos de los caminos de Güibia y de La Fuente, y de los guayabales de
Galindo y la Fagina, se fastidió, echando de menos el bullicio del colegio. Los primos eran
tímidos, chinchosos, criados entre las faldas de la madre, y ésta, dispéptica, regañona, le
tenía ojeriza. A cada paso, su voz estridente gritaba: “este condenao me está perdiendo mis
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hijos”; y en la mesa, todo medido, sin derecho a repetir, él, que después de las mosucas del
Colegio, tenía ganas de sentirse pin-pin, sonándose la piel de la barriga como un tambor; ¿y
no había inventado ¡mal rayo la partiera! que del pollo, su presa preferida era el pescuezo,
y a chupar carreteles le condenó mientras los demás engullían tiernas pechugas, sabrosos
muslos y alas, deleitándose con el amargor del palomo, de esos pollos silvestres nutridos con
hierbas aromáticas? En las vacaciones siguientes, se quedó en el colegio. Allí estaba más a
sus anchas. Don Marcelino vigilaba menos y se emborrachaba en grado tal, que una noche,
con engañifa por supuesto, le zamparon en el cepo. ¡Cómo bramó el viejo inquisidor hasta
que el propio Padre lo libertara!
En los primeros exámenes de fin de curso, Antonio demostró los buenos elementos
aportados de su pueblo, ganó varios premios. En septiembre ascendió. Por otra parte, el tío
Tomás había mejorado de situación económica y le enviaba la comida; así tres veces al día, los
muchachos repicaban su goleta. El Padre le hizo monaguillo y lo trasladaron al dormitorio de
los que pagaban, próximo al departamento del Rector, con altas ventanas enrejadas a la calle
de la Universidad, desde las cuales se espiaban los patios de las casas fronteras. Entonces,
alternando, levantábase a las tres de la mañana para ayudar a misa, confesaba y comulgaba
con más frecuencia, y en las fiestas solemnes, en ayunas, se desvanecía de rodillas en las
duras gradas del presbiterio. En la prima noche, novenas, salves, tercios. ¡Cómo escamoteaba
padrenuestros y avemarías rodeado de beatas hediondas a andullo y a cucaracha! Empero,
de las frecuentaciones de la iglesia, de las suntuosidades litúrgicas, ninguna huella queda
en su espíritu. Fue, en realidad, un oficiante desapegado, atento más que a las puertas del
Paraíso a capar el dinero que los feligreses depositaban en el cepillo, engullirse los recortes
de las hostias, y aprovechar los cabos de velas y cirios para fabricar gallos y boliches. En
las procesiones, con la sotana de púrpura, hacíase notar por sus travesuras: si le confiaban
el incensario, balanceábalo de manera que las brasas cayeran sobre la gente apiñada en las
bocacalles del trayecto, si la naveta, echando el incienso en cantidad producía humo negro
y de olor ingrato. Al cabo de los años, cansado de encontrar aquel diablillo en la sacristía,
y tras una maldad de a folio, el Padre le arrojó a puntapiés, y púrpura y sobrepelliz dieron
en el calabozo, finando su servicio religioso sin haber cultivado la matita de mística reseda.
Mas, en cambio, fue un buen alumno, inteligente, aunque desaplicado; predilecto de los
profesores, quienes en él vinculaban el éxito de los exámenes; acumulaba sobresalientes, y
cuando de gala, en el gran salón de actos, reuníanse las familias de los alumnos, los jurados
y los profesores, reventaba de satisfacción, sintiéndose alabado cuando atravesaba el salón
con su carga de premios. ¡Si en tales instantes triunfales le hubiese visto su madre, que en el
pueblecito batía el dulce de leche sin cesar para vestirle; si le hubiese oído, de puntillas en
la tribuna, pronunciar con genial desenfado el discurso en español, pues en esas ocasiones
recitábanse hasta en latín, griego, francés e inglés, para maravilla de la concurrencia! Cierta
vez, el colegial a quien se le confió el griego, se le olvidó el texto pacientemente aprendido,
y sin vacilar, seguro de que sólo el catedrático caería en la cuenta, conjugó los verbos ser y
amar y descendió saludado por salva de aplausos entusiastas, mientras el maestro, encarnado
como pitahaya, le fulminaba con las miradas.
Los éxitos le acercaban más y más a las puertas del plantel, alentando envidias y rivalidades. Sus conocimientos crecían más que su cuerpo, y en veces, no podía reñir por
parejo con quien remataba una disputa con un “tu tío es un ladrón”, aludiendo a que aquél
era empleado de Aduana; pero sí castigó siempre, sin medir el tamaño del contrario, las
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
injurias alusivas a su madre. Estas punzábanle conmoviéndole hasta las lágrimas, y el “hijo
de…” expiraba bajo su puño en los labios ensangrentados, cuando una piedra certera no
le rompía la cabeza al infamante. El escozor de semejantes agravios removíale las entrañas
haciéndole llorar entre las sábanas. Cuando un enemigo caído le gritó que su padre fue
al lugarejo a darse baños porque estaba podrido, le mordió, le pateó, le escupió, con rabia
hasta dejarle túmido el rostro; mas el dardo, su primer dolor de hombre, permaneció clavado muy adentro.
A medida que sumaba ciencia, le placía más la soledad. La Historia le enseñaba con sus
espejismos el secreto del poder, sus placeres y sus beneficios; en los guarismos que escribía
con tiza en el pizarrón, resolviendo problemas aritméticos o ecuaciones algebraicas, presentía la fuerza del oro; empero, atraíale con sus encantos de poesía y misterio el estudio del
cielo. Estas nociones científicas alimentaban su mente, encalabrinada por la lectura de las
novelas de capa y espada que le prestaba el guardián complaciente de la biblioteca pública
anexa al instituto. Sus imágenes de la gloria y grandeza humanas vagamente supuestas,
eran dos estampas: la una un cromo, Pío IX promulgando el dogma de la Infalibilidad, en
el concilio de mitras deslumbradoras, y Monseñor Strossmayer irguiendo su rebeldía en el
púlpito; la otra un grabado de El Correo de Ultramar: el entierro de Víctor Hugo, de quien
se había sorbido Los Miserables. En las tardes, durante el recreo, Antonio apartábase de los
entretenimientos propios de sus años, se recogía con un libro en una apartada celda del patio,
en la cual las lianas habían tejido una hamaca. Instalado en ella, leía con avidez, y, de rato
en rato, entregábase a divagar, imaginando una vida gloriosa de luchas y triunfos. Veíase
muerto, en un féretro, seguido de tropas y de muchedumbre, o bien subyugando hombres;
y en duermevela delicioso, enredábase en mil cálculos por los que llegaba a ser presidente
de Francia. Rompía el silencio una lagartija reptando entre el follaje, y que, de repente,
levantando el cuerpecito, luciendo al sol la membrana traslúcida del cuello, atemorizada
quedábase mirando a aquel poderoso, hasta que una ráfaga retozando con las anchas hojas
de los bananos, le ofrecía dedada de miel en el áspero cáliz de las flores.
IV
Corría el año 1886, que por cierto no fue de gracias. Presidía la República un general de
treinta años, con fama de valor e inteligencia. Meses atrás, la Capital estupefacta vio cercada
la casa del ex presidente Guillermo, herida su señora, muerto un yanqui y él, perseguido,
después de apagar a tiros las lámparas, escapar por los patios, huyendo hasta ganar la provincia de Azua, en donde se alzó en armas, y, vencido por su rival Heureaux, acosado, solo,
a la postre murió por su propia mano.
Dos candidaturas presidenciales se disputaban el triunfo. La una proclamaba a Ulises
Heureaux, alias Lilís, que ya había ejercido la magistratura, y quien, aunque huérfano de
popularidad, tenía en su haber los resonantes éxitos militares del Cabao y Boca del Vía. Era
inexorable, no retrocedía ante los obstáculos ni le temía a los muertos; sus virtudes: audacia, energía, valor; además, la gente ignara creíale brujo. La otra, a Moya, joven de atractivo
talante, laborioso, inteligente, con algo de donjuanismo, congregó en torno suyo a los azules
liberales, a la juventud recién nutrida por las doctrinas de Hostos, y a cuantos poseían aspiraciones y soñaban con el progreso, aun cuando en las mismas filas militaran, sirviendo
de cimiento a la empresa, conmilitones de los tiempos pasados, y Benito Monción, señor de
horca y cuchilla de la Línea Noroeste.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
La atmósfera se caldea pronto, y los periódicos, recogiendo las palpitaciones de ambos partidarios, soplan las llamas. La tarde de un domingo, entre estandartes, banderas,
músicas, vivas y cohetes, desfila por las calles brillante y numerosa manifestación moyista.
Los adictos se agradaban luego, repitiendo que cuando la cola estaba en el arquillo de la
calle Santo Tomás, ya la cabeza había alcanzado la plaza de la Catedral por la de El Conde. A la octava siguiente, fue el turno de los lilisistas, inferiores en cantidad, en banderas
y en indumentaria. Los Comités Centrales dirigían con tesón la campaña, y al pie de los
manifiestos impresos, apretábanse millares de firmas de vivos y difuntos en pro de cada
uno de los candidatos. A las adhesiones sucedíanse las protestas por usurpación de firmas.
A la oratoria cordial de Federico Henríquez y Carvajal, pugnando por Moya, oponíase el
ingenio del poeta Scanlan y el del coplero popular Juan Antonio Alix, que servían a Lilís
en décimas chispeantes. La juventud recién salida de las aulas de San Luis Gonzaga y la
primera hornada de la Escuela Normal, rociaban la arena con su partidismo ardiente, en
el cual confundíanse el amor a la ciencia y las simpatías por el caudillo. Ambos candidatos
tenían para su guarda y defensa escolta de valientes. En la librería, frente al parque, en
la mañana y al crepúsculo, tertuliaban hombres notables, llevando la voz cantante, con
el imperio de sus nobles pasiones, Mariano A. Cestero y José G. García, más agresivas en
el uno y no menos tenaces en el otro. Y el mismo Presidente solía concurrir aportando
comentarios picantes, exprimidos de la malicia campesina y de la observación urbana.
Referíase, cierta mañana, con calor, que en la casa de Lilís, custodiada por centinelas, había
aparecido escrito con carbón un letrero que decía: abajo el negro mañé. García opina que
sólo el propio Lilís podía haberlo puesto, a lo cual opuso el Presidente: “no, el negro llora
de noche”. Y un coro de carcajadas acogió la ocurrencia maleante. Una madrugada, Moya
montó a caballo, tomando el camino del Cibao.
Por las ventanas del colegio entraban las lenguas de fuego que abrasaban las calles. Los
externos traían el eco de los sucesos, de las conversaciones y disputas escuchadas en las
casas, y el vocerío de las fiestas cívicas transponía los altos muros. En las aulas, se dividían
en moyistas y lilisistas, y entre los plátanos, a pedradas, se libraban batallas.
Antonio, cuyo tío es partidario de Moya, se siente solicitado por este candidato a quien
había visto alguna vez jinete en potro overo de larga cola, y que no se cayó un día que se le
encabritara. Además, entre todos los que luchaban en la prensa y la tribuna, su tipo predilecto
era uno de sus profesores, el fogoso, altivo, Miguel Ángel Garrido.
Los comicios duraron tres días del mes de julio. En la capital, los moyistas protestaron.
Apoyado por la autoridad, un negro lacertoso y bellaco, con un gran perro al lado, en el
atrio mismo del Palacio del Concejo, en donde se efectuaba la función electoral, coaccionaba. Votaron las tropas, primero de uniforme, después de paisanos. A los campesinos se les
afeitaba, y travestidos, cambiando los nombres para que sufragaran dos veces y hasta tres
en un colegio, amén de repetir en San Carlos y Pajarito, se les conducía en rebaños, y en las
propias barbas de las comisiones fiscalizadoras les sustituían los votos. Los boletines por
Moya lucían en el reverso los galanos colores nacionales, los de Lilís, la imagen de Nuestra
Señora de la Altagracia. En todos los pueblos de la República ocurría otro tanto, perteneciendo
la supremacía al grupo que contara con la autoridad. En pequeñas comunas se registraron
miles de electores, y de una se cuenta que el Comandante de Armas, sentándose a la mesa
de la comisión, puso en ella su clásico machete de cabo y arengó: “señores, las elecciones
son libres; pero al que no vote por el compai Lilí, le trozo la cabeza”.
62
tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
El 21 de julio se pronuncian Moya en La Vega y Monción en la Línea. Se organiza con
actividad una columna a las órdenes de Lilís para combatir la revolución. Un mediodía, se
conmovieron los rocosos cimientos de la ciudad: había explotado la dinamita que dos franceses
preparaban aceleradamente para Lilís: en las rendijas de los tabiques de madera, en el techo de
la casa junto al mar, se encontraron piltrafas de carne y los troncos cercenados. Heureaux salió
una hora más tarde al frente de sus tropas. Y las propagandas comenzaron en la medida de la
expectación. Villanueva le espera en el Sillón de la Viuda, se afirmaba, y ya se le veía caer en
la emboscada en aquel estrecho pasaje de la montaña. Billini, candidato a la vicepresidencia,
fue preso y muchos otros más. El gobierno cae al primer empellón, se decía, y se combinó un
golpe de mano; pero delatados, una noche, fueron cercados en las casas en donde estaban reunidos y capturados los jóvenes que debían realizarlo. Las más disparatadas noticias corrían
de boca en boca. Lilís entró en La Vega desocupada previamente por Moya. El sol alumbró
una mañana la ejecución sumarísima de tres presos políticos, y por la calle del Arquillo, en el
negrito (ataúd común del hospital militar), pasaron los tres cadáveres destilando sangre. Los
ciudadanos pusieron sordina a las voces, practicando el cuarto evangelio con sigilo. En alta
noche, las alegres canciones de una parranda rompen el silencio, suena un disparo de revólver.
A la mañana siguiente, la estatua del Gran Almirante de la Mar Océana, que sobre el pedestal
de granito, frente a la Catedral, esperaba el momento solemne de la inauguración, aparece,
caídos los lienzos sobre el zócalo, y un balazo en la cabeza, señalando hacia el Cibao, como si el
escultor, al extenderle el brazo en tal actitud, hubiese previsto los sucesos de aquellos días...
En la segunda quincena del mes se celebraron los exámenes. Antonio había estudiado
poco. Ahora a las diversiones del patio se unía el interés por las noticias políticas; sin embargo, valiéndose de mañas, con su natural despejo, soplando a los vecinos para ser oído por el
examinador y protestando cuando lo hacían con él, granjeó los sobresalientes de costumbre,
y en la repartición de premios recitó el discursito, y un cuarto de hora después estaba en el
calabozo, pues le habían sorprendido escondiendo en su pupitre los dulces que le cometía
brindar a la concurrencia. Pasó las vacaciones en casa del tío Tomás. ¡Buenos tiempos aquellos!
Conquistó la negrita sirvienta de la casa. El tío Tomás, aunque moyista puro, conservaba su
empleo en la Aduana, porque, según argüía, era amigo particular del Presidente.
Las nuevas llegaban del Cibao con asombrosa rapidez. No existía alambre, pero sí el
telégrafo de los campesinos. Los de ambas facciones las aliñaban según sus deseos, enmarañando la madeja de las propagandas, y el Hoyo de Lima, la Ceiba de Madera, el Aguacate,
lugares que Antonio ignoraba a pesar de sus estudios de geografía patria, se hacían familiares
a causa de los pleitos que en ellos se libraban. Se formaban planes en los corrillos queriendo
transmitirlos telepáticamente al caudillo. La muerte de los generales Cartagena y Tavárez,
aplanó a los moyistas, pues eran tenidos por hombres de empuje. ¿Por qué habían dejado
llegar a Lilís hasta La Vega?, se interrogaban. En tales hablillas, entreteníanse, tratando de
explicarse el retroceso de la revolución. De día y de noche, por las calles trajinaba gente
de armas. Tomás García y Linares, Comisarios de policía, eran el espanto de los moyistas.
Cuando rondaban por la calle, los escondidos salvaban los muros medianeros preparándose
a correrías por toda la manzana. Las negras en los patios, lavando, cantaban:
General Benito
Yo se lo decía
Que en el Aguacate,
La vieja salía.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Si tú eres Moya,
Yo Lilí,
Si no te gusta,
Yo pa mí.
Aquellas vacaciones fueron realmente las últimas de su infancia. Desatendido de la
caza de mariposas y lagartijas, sólo le halagan las conversaciones de la tertulia de su tío a
la prima, y organizó, bajo su jefatura, los mataperros del barrio afectos a Moya, y a pedradas
en la Sabana del Estado, extramuros, o en Galindo, con guayabas, debatían sus prematuras
controversias políticas, hasta que una noche, un negrito, jefe del enemigo, le hirió con una
lezna en la rodilla, hasta el hueso. Menuda follisca se armó en la casa; curada y vendada la
herida, el tío Tomás, con el paraguas viejo, le sacudió el polvo. También solían ir a la briba,
saqueando los ventorros, para lo cual, mientras unos distraían con regateos a la ventorrillera,
otro clavaba un anzuelo en un racimo de guineos, o en un haz de cañas y hasta en un tocino,
para después, tirando el cordel escabullirse con la presa, en tanto la burlada llenaba la calle
con el escándalo de sus maldiciones; o bien, concertaban una riña entre dos de corpulencia
distinta, el mayor esgrimía un garrote, cuya punta había sido embadurnada de la más ruin
materia. El pequeño exigía: “sin palo”, y la disputa se prolongaba hasta que un transeúnte
intervenía, ¡tanto mejor si era una beata! El del palo le suplicaba que se lo agarrara y cuando
éste asía la punta, tiraba de él y corrían todos como alma que lleva el diablo. El olor avisaba al
emporcado su mala ventura. También, provistos de un cordel que mantenían tenso de acera
a acera, y corriendo en dirección contraria a los pasantes, les derribaban en el arroyo.
Fue Antonio, con sus secuaces, la desesperación de aquel Hilario, manco y fañoso, a
quien gritaban ángel de un ala, gallina de una pata, y quien les apedreaba con furia, y de Rivié,
siervo y beato de la Catedral, con voz de emasculado, descaecido, los fondillos flojos, larga
americana de dril, entontecido por aquellas burlas.
En casa del tío Tomás, congregábase en las primas noches, en la puerta del patio, al abrigo
de miradas inquisidoras, una mano de amigos íntimos y correligionarios, los cuales glosaban
a su antojo las noticias del día. Desde luego, que las propagandas daban jugo sustancioso
a la charla, y cada uno desarrollaba allí sus inéditas aptitudes de estratégico, criticando las
operaciones militares y exponiendo su plan, el único que produciría el triunfo en brinco y
medio, según la gráfica expresión. Para unos, el gran golpe habría sido prender al presidente
Woss y Gil cuando estuvo en La Vega:
—Y no hay que darle vueltas, ha sido esa una debilidad de Casimirito.
—No, pues que Alejandrito es azul.
—Bueno, y ¿por qué no esperarían, caray, a Lilís en el Sillón de la Viuda? Eso sí era darle
en la yema.
—Pero, compadre, si ése fue el plan de Villanueva, pero Mariano Cestero se opuso,
sosteniéndole a don Pablo, en su misma cara, que no era hora de hacer capú.
—Las intransigencias de los sabios nos perderán, hay que ser prácticos.
—No, y no, Mariano tenía razón; don Pablo es rojo, y, si llega primero, puede entenderse
con Gautier y Damián, y aployarnos.
—Todo eso será así; pero lo que yo sé es que revolución que no avanza retrocede.
—Y Guelito, caray, el hombre de Santiago, que se deja prender asando batatas. Eso me
da mala espina.
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
—Pero chico, no seas pesimista; ¿cuándo se ha visto perder una revolución que baja del Cibao?
¡Ya verás sorpresa uno de estos días! Les contaremos un cuento a estos lilises, cuando vean al
manquito volver con el rabo entre las piernas. Y si se perdiere de momento, los Tiburcios se meten
en las lomas y será como cuando la de Los Pinos y le darán mucha agua a beber al Gobierno.
—Ah, sí, porque ésos son como el maquey, hay que darles candela.
—Dejémonos de ilusiones. El negro es brujo.
Y se relataba entonces que Lilís poseía dos muñequitos, a los cuales consultaba en unión
de la vieja María Vicenta Pavilo, que vivía en una casita semejante a un palomar; y de Mauricio Vega, zambo sexagenario de hirsutas barbas de troglodita, habitante de un bohío de
yaguas en el patio del ex convento de Dominicos, rodeado de laureles-rosa de sangrientas
flores tóxicas, el cual transitaba por las calles, en compañía de una nietezuela, cuyas escrófulas rebosaba en hojas y sucio barboquejo.
Y suerte que no pudo llevar la dinasmita, como dice Luperón, que si no, hicotea mea domine,
no nos salva ni la Chiquitica de Higüey –concluía uno.
Una noche cae en la tertulia, como piedra en charco de ranas, una vieja, de almidonada
bata de prusiana, muy ancha, la cabeza envuelta en un abrigo de los que llaman de piel de
cabra, que le emboza el rostro, con aspecto de lavandera en solicitud de algo a cuenta de
la ropa. Cuando se descubre, el asombro rompe en carcajadas estrepitosas. Es uno de los
amigos, que se ha escondido, y con tal disfraz sale a tomar lenguas.
—Pero chico, qué imprudencia.
—Sólo a ti se te ocurre esto.
—¿Y si te topas con Tomás García?
Y las miradas escudriñan recelosas, no ande por allí el temido esbirro.
El recién llegado refiere el fastidio del escondite, las carreras por los techos, salvando
paredes, algunas erizadas de fondos de botellas, y los accidentes por las calles esquivando
las puertas abiertas, y al fin pregunta:
—¿Pero qué hay de nuevo y de cierto, caray?
—Hombre, dicen...
—Sí, “dicen que viene y no viene ná”, como cantaleteaba el viejo Silverio claveteando
las suelas, en tiempos de Báez, y le mojaron las nalgas con agua salada.
Antonio, desde su rincón, en la penumbra, inmóvil para no ser advertido, escucha ávido,
sin perder palabra. En tales noches, no le importan las diversiones callejeras, y olvida que
le aguarda con sus caricias silenciosas la negrita oliente a aceite de coco.
V
La llave gira en la cerradura, el cerrojo rechina en las anillas, chirrían los goznes y la
puerta parte, al abrirse, la estera que la luz ha extendido sobre los ladrillos. El alcaide entra,
portador del cestillo de mimbre, y seguido de un penado astroso.
—Buenos días.
—Buenos días.
El carcelero, barcino, rechoncho y vulgar, macizo, sesentón, con el manojo de llaves
pendiente del cinto, avanza hasta la mesita.
Antonio, por hablar, por oír una voz humana, siquiera fuese la propia, interpela:
—¿Quién lo trajo?
—El viejo...
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Se encamina a la mesa, evocando la figura de aquel negro viejo, con ancas de eunuco,
belfos fláccidos y húmedos, argollas de plata en las orejas, quebrada cintura, caminando a
trancos, puesta en la cabeza la tabla de pan de gloria, que pregona por las calles al son de:
Pan sobao...é,
Tostaíto...é,
Pa toma con té,
Pa bebé ca fé.
Como en la casa no hay criados, él se presta a traerle las comidas, casi por caridad. La
cestilla, desflecados los bordes y rotas las asas por el trajín, contiene el desayuno. Sin duda
el alcaide lo recibió a las ocho de la mañana y se sirve a las diez, después de un registro
minucioso. El preso, habituado a tales penalidades, extrae la cafeterita de hoja de lata, un
pan partido en dos, untado de mantequilla norteamericana, y una arepa de maíz amarillo.
Entre bocado y bocado, sorbe por el pico el café frío; mientras el penado carga en hombros
el baché con las excretas que, agitándose, expanden sus pestilencias. El alcaide se balancea en
el mecedor. Tiene ganas de charlar, pero la altivez de Antonio le cohibe. Siempre seco, nunca
le da pie. Masca callado con desgana visible. Tras el último sorbo, el preso le recomienda:
—Mande decir a casa que me envíen ropa limpia y libros.
El alcaide recoge la cesta, y de un tirón cierra la puerta haciendo sonar con fuerza el
cerrojo y la llave.
Supino sobre el catre, Antonio ensarta de nuevo el hilo de sus recuerdos.
Cuando el 1ro. de septiembre volvió al Colegio, cambió de clase. Sus compañeros fueron
entonces jóvenes que le superaban en más de tres años; él era el único que vestía aún calzones,
y por cierto que, encogida la tela por las continuas lavadas, se le engarabitaban por encima
de las rótulas, sin que a su vez la chupa bajara más allá de la rabadilla, obstinada en durar
sin estirarse a la par que el dueño. Dos simientes trajo en el espíritu, las cuales, al fermentar,
le habían de distraer de los estudios: las pasiones políticas hervorosas, en cuyo ambiente
respiró durante las vacaciones y que continuarían entrando en ráfagas por las ventanas, y la
imagen de una muchachita, hermana de uno de los condiscípulos, entrevista en el patio en
las visitas de los sábados, y a la cual había hecho plantón al sol y bajo la lluvia en la esquina,
y escrito cartitas, que arrojaba al balcón cuando estaba sola. En ambos frutos en agraz mordió
con ganas, y sus jugos acidulados le producían sensaciones perturbadoras.
Comenzó de nuevo el desfile interminable de los días. Las noticias se reflejaban en las
caras de los externos, que repetían lo oído en sus casas, y así, adobadas por los intereses de
cada bando, difundíanse por aulas y claustros las alternativas de la guerra hasta que se supo
que Moya y Monción habían traspuesto la frontera. Lilís había triunfado, y al entusiasmo
en los moyistas sucedía el temor a las persecuciones y venganzas, que con la altanería de los
vencedores, avivarían los odios.
Antonio, a fin de ganarse las motas para los jalaos, que compraba por un agujero
practicado en un muro del patio, por donde se comunicaba con una casa del vecino callejón
y las golosinas que traían las dulceras, puso mesa de memorialista, escribiendo las cartas
amatorias que los compañeros enviarían los domingos de salida con las criadas, o lanzarían
los audaces con su propia mano. Así se inició en las letras, y la tarifa que regía su industria
marcaba sus admiraciones: en las de a tres por un real, se refería a César y a la conquista
de las Galias; en las de a medio, a Napoleón. Un profesor encomió un borrador que le fue
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
aprehendido en un libro de texto. Sus compañeros le distinguieron, y, a su vez, se sintió
superior a ellos, aumentándose sus simpatías por aquel de sus maestros que tenía en los
tobillos la huella de los hierros, y traía a las aulas el rumor de sus polémicas, escribiendo en
la mesa desvencijada de la clase las cartas a la novia, y la prosa inflamada y restallante de sus
artículos, soplos caldeados del ágora. A solas, Antonio, ensayaba sus gestos, el porte viril de
su testa, deseando imitarle en todo. Ningún elogio le placía tanto, y su satisfacción rebosó
el día en que le encargara repasar la lección: parecióle recibir el mandato de comunicar a los
demás la influencia que le dominaba; sin embargo, era una simple lección de geografía, en la
cual las maderas tintóreas de Chile se mezclaban con aquellos nombres de ríos y montañas
que las hazañas estupendas de conquistadores hispanos y libertadores americanos han
hecho célebres. Cierto día le pilló aceptando una dádiva, un medio, para perdonar una falta.
La pluma, que en tal momento lanceaba al tirano, cayó sobre el papel. La recia palmeta de
roble se alzó indignada, aduriéndole la diestra pecadora. Ningún castigo le dolió tanto. Lloró
con ira aquella debilidad, que le rebajaba ante su modelo.
Entre los profesores se contaban un extranjero librepensador, tenaz, laborioso, quien,
¡extraño contraste! siendo probo, caía en servilismo político nada grato –jamás tuvo las simpatías de sus discípulos, a pesar de la largueza con que les repartía en premio libros y dinero,
y de que nunca les pegó–; y otro, nutrido de ciencia, timbre del plantel del cual procedía,
un tanto indiferente a la inquietud de aquellas adolescencias, que seguía las explicaciones
dibujando a la pluma, y si las truhanerías le sobornaban, les echaba. Además por las aulas
pasaban de tiempo en tiempo figuras errantes de proscriptos o traídas por el oleaje de la
vida, a los que el espíritu filantrópico del padre Billini acogía. Dos no olvida Antonio, el
venezolano Miguel E. Pardo, cuando hacía sus primeras armas con la pluma, el recuento de
cuyas campañas periodísticas y duelos les distraía en la asignatura de lectura razonada que
regentó, y un inglés, alto, de fluvial barba blanca, pulcro, las manos finas que decía descender
de los Courtenay de las Cruzadas, y profesaba las de francés y astronomía en mal castellano.
Tales aves de paso, arrojaban una semilla al azar, o dibujaban en sus memorias perfiles que
al discurrir de los días le hacían reír o añorar.
Antonio cumplió los dieciséis años. Se creía un hombre y reñía con los profesores, y hasta
con el mismísimo don Marcelino se atrevió, colgándosele de las barbas.
¡El Prefecto no les inspiraba ya temor! La tos, rompiéndole el pecho cavernoso, sacudíale
y los chicos con el ardimiento de la sangre nueva y sana, alzaban el puño.
Transcurrió un año más. La reclusión pesábale. En las noches se escapaba con dos o tres
de los mayores para asistir a las zarzuelas que en el teatro de La Republicana se representaban, o recorrer los barrios en busca de sancochos, en la época en que se celebran las fiestas
consagradas a los patrones, arriesgándose de cuando en cuando por el de las meretrices.
Tascaba el freno. Las lecturas en la quietud del patio excitaban sus ansias. No le bastaba
vaguear, quería realizar, e impaciente, medía el lapso que le separaba del fin del curso, de
cuyos exámenes saldría armado Caballero de la Ciencia con su título de Bachiller. ¡Cómo se
pondrían la madrecita, que en el pueblo riente, mueve y mueve la paila de dulce de leche,
y la novia, pues había sido correspondido por vez primera, y por intermedio del hermanito
de ella recibía cartitas que le sabían a almíbar!
El carnaval de este año señala un hito en su existencia, deslumbrándole primero con su
lujo, e hiriéndole luego hasta provocar su indignación. Eran los días del Empréstito. Aquello
no se había visto jamás. Los diablos cojuelos, de toscas caretas, cencerros, puercas vejigas,
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
descalzos, sustituidos por pandillas organizadas por jóvenes. Antonio formó en una de ellas.
Todos los diablos del mismo color, rojos o negros, lucían carátulas finas, profusión de cascabeles, y campanillas, y racimos de grandes vejigas de vaca, bien infladas y hasta limpias. La
vieja roba-la-gallina, que enantes recorría las calles, con un macuto lleno de maíz en el brazo
izquierdo y una escoba enastada en la diestra, seguida de vagabundos, que volteaban en
cada esquina al grito de
Roba la gallina,
Palo con ella,
Ti-ti-ti tí,
Manatí,
huía desalojada de sus dominios por las comparsas de indios emplumados y relucientes de
cuentas, que en torno de un mástil encintado, enhiesto en las bocacalles, trenzan danzas,
por las que remedan a los negros Minas, que en las Pascuas del Espíritu Santo venían desde su aldea fluminense de San Lorenzo a bailar sus tangos africanos al son de los cañutos,
compuesta de parejas distinguidas que sobre tallos de caña brava bailan con elegancia. Las
mojigangas barrocas, de vecinos de los solares del Almirante y Aguacate, oriundos de Curazao, que acompañándose de acordeón y güira vociferaban hasta altas horas de la noche
Rumbamba, rumbamba,
Mi caballero,
Rumbamba, rumbamba,
Por ti me muero,
callan corridas a la vista de la mascarada que figura la Cámara de Diputados, tan perfectamente
imitada que pocos hablan y hasta copian el físico de algún representante popular, o pasmadas
por el espectáculo de un novio que navega sobre ruedas; y los grupos de dóminos, payasos,
frailes, monjas, murciélagos y Parcas, que disfrazando la flor y nata capitaleña de seda y raso,
alegran y perfuman las calles en la prima noche y bailan en las casas donde hay piano. Los
engalanados coches de plaza y los particulares, en las tardes del domingo, lunes y martes,
conducen al presidente, a los notables de la política y del comercio, quienes derraman sobre
las mujeres, sentadas en las aceras o asomadas a balcones y ventanas, copia de rosas, arroz
pintado, confites, pomos de esencia, ovillos de hila, objetos de fantasía, muñecos, y en el ardor
del combate, cuanto en las tiendas hay que pueda servir de proyectil más o menos galante. La
locura carnavalesca, alimentada por las libras esterlinas del banquero holandés, agitaba las
manos de los privilegiados que al sol primaveral encadenaban la autonomía de la República.
Antonio se sintió arrebatado por el torbellino, recibió y devolvió los objetos que esparcía la
insensatez desde los coches; pero cuando el Miércoles de Ceniza puso la cruz en las frentes,
apagando el júbilo de los cascabeles, y el viento barrió los restos del arroyo, pensó con tristeza
y vergüenza que su maestro, preso en la Torre del Homenaje, por haberse opuesto en la prensa
al Empréstito, le reprochaba su debilidad, y con el mismo impulso que le empujara días atrás
bajo una careta bicorne, escribió un artículo corto, cotejando las teorías de los economistas sobre
el empleo reproductivo de los empréstitos con las escenas de Carnestolendas, y las flores y
joyas con que los magnates, divididos en banderías adversas, obsequiaban a tiples y coristas
en el teatro, para terminar amenazando a aquéllos con el anatema de los Padres de la Patria.
Lo copió con su mejor letra, enviólo a El Eco de la Opinión, y al siguiente domingo le deleitó la
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
lectura de su prosa de estudiante, ceñida a las reglas de la Retórica. ¡Cómo había manejado
los tropos! ¡Y qué sonoridades tenía su nombre impreso! El lunes temprano, los sabuesos de
la Gobernación le husmearon; pero contra ellos prevalecieron las puertas de San Luis Gonzaga, y la cólera del Padre Billini. El tío Tomás, que conservaba su empleo en la Aduana, y de
quien las malas lenguas echaban cuentas comparando el sueldo con sus gastos y los ahorros
convertidos en casas, vino a verle y le regañó, aconsejándole: “muchacho, déjate de lirismos,
y sé prudente, que Lilís no olvida ni perdona”.
En julio se graduó; pero no le fue dable ir a abrazar a su madre; debía permanecer en
el asilo del Colegio. Leyó con furia, sin orden ni método, incitado por los títulos o la fama
de los autores, mezclando los juristas con Sué y Víctor Hugo, los economistas y los poetas,
deleitándose con los versos de Mármol contra Rosas, con los doce Césares de Suetonio y
los discursos de Castelar. De tales graneros, extrajo algún provecho, indigestando mente y
memoria de hechos y nombres históricos, frases rotundas y palabras sonoras y brillantes,
que luego habían de vibrar en su prosa con redobles de tambor.
Después ingresó en el profesorado, sin vocación, como medio de vida, hasta la tarde de
un domingo en que, a la salida del circo de toros, tensos aún los nervios por los lances de la
corrida, un oficial de la policía le puso la mano en el hombro a la voz de “venga conmigo, de
orden del gobernador…”. Lilís tiene, en verdad, excelente memoria. Ese día y en el mismo
sitio, se hicieron numerosos presos; decíase que Moya y los expulsos se movían. Desde entonces, ¡cuántas veces había entrado por la puerta monumental de la fortaleza ascendiendo
las gradas de piedra de la Torre! Unas por sus escritos, otras por conspiraciones o porque
acaecían levantamientos en el Cibao. Su nombre figuraba en las listas de la Gobernación y,
cierta vez, se le inculpó conjuntamente con otros correligionarios del incendio de la cocina de
un bohío de San Carlos. Había habitado todos los calabozos de la Torre: éste, el de Peynado,
donde Báez mantuvo durante seis años al general Jacinto Peynado; el del aljibe, húmedo, casi
subterráneo; el del pañuelo, que tiene la forma de un pañuelo esquinado; la Capilla con su
ventanillo que permite robar al celo de los carceleros el espectáculo de unos metros de calle;
el de Colón, donde se dice, sin ser cierto, que fue encerrado el Descubridor por Bobadilla;
el del profeta... ¡Qué horror! ¡Entre estos muros siniestros, en este ambiente mefítico, había
vivido lo florido de su juventud, enterrando sueños de gloria y de amor!
VI
A la hora meridiana, la atmósfera escalda en la celda. Antonio, boca arriba, el busto
desnudo. El calor le angustia.
—¡Qué vida! ¡Ni una ráfaga, ni una gota refrescantes; ¡y Dios sabe hasta cuándo!
—¡Ah!, libertad tan querida, tan ansiada...
¿Siempre le oprimirá la tiranía, que obliga a los ciudadanos a andar encorvados y mudos, cual si fusta candente brillara amenazante sobre las cabezas gregarias? ¡Y a tal rebaño
de castrados, el tirano en sus papeles públicos y él en sus artículos denominan pueblo
dominicano!... ¿En dónde están los varones? Y la simiente de hidalguía, ¿se ha podrido
acaso en el fango? Sin embargo, a menudo caen espigas al surco, a pleno sol en el cadalso,
o en las sombras, en las propias calles capitaleñas, y hay aún, pocos en verdad, corazones
leales que en el exilio y en la misma tierra palpitan por la patria. Del ochenta y seis a acá,
cuántos tránsfugas, si ya casi no restan nombres que tachar entre los firmantes del manifiesto sustentador de la candidatura Moya-Billini. En la rebotica de la librería, en su telar
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
de encuadernador, Enrique Peynado señala con una raya en un ejemplar del manifiesto a
quienes se pasan, mientras don José, a través de sus lentes, escudriña la rúa comentando los
sucesos cotidianos, y escribe la historia en humilde pupitre de pino, manchado por la tinta
nada más. También Lilís no desdeña entremeterse de raro en raro a la tertulia, y con su voz
meliflua, sazonarla con uno de sus cuentos, de doble intención, que corren de boca en boca
por el país entre risas y alabanzas. ¡Parábolas del Anticristo criollo!
Y la prensa, ¿qué es?, se interroga Antonio. Ni entidad, ni poder, ni cosa que lo valga.
Semanarios anodinos, un diario de información, revistas literarias efímeras, y hojas impresas,
más o menos periódicas, que un italiano industrioso edita; y hoy ni éstas... ¡Cuántas plumas rotas! Los paladines del ochenta y cuatro contra Gollito, y los del ochenta y seis contra
Lilís, peregrinan unos por playas extranjeras, otros anotan cifras en los libros del comercio,
y algunos, hartos de ayunas se han apropincuado al festín; mas a pesar de la ola de cieno
calcinante, aún combaten péñolas: Eugenio Deschamps, Miguel A. Garrido, cuyos penachos
han atraído tantas veces el rayo. Pero, ni siquiera se es libre para elogiar, ni se anuncian los
movimientos de los cruceritos de la armada. Es un círculo de hierro al rojo blanco, y el que
se descuide se achicharra.
Y por todas partes, en lo más recóndito, la mirada de Caín que penetra hasta el fondo.
Ni el hermano es de fiar. Las paredes oyen, espían. Enmurado yace el pensamiento. La vida
es una pesadilla. Y las esperanzas se alejan cada vez más. Moya, después de nueve años de
destierro, arruinado, regresa caducas las aspiraciones. Luperón, con todos sus prestigios de
caudillo restaurador, derrotado y burlado en los comicios de 1888 por atabales mandingas,
tocados a las puertas de sus comités eleccionarios, destruida la edición del primer tomo de su
autobiografía en oculto auto de fe por la propia mano cesárea, desaparecido por siempre bajo
el oropel de los funerales. Marchena, fusilado en La Clavellina, tras un año largo de prisión,
por haber lanzado su nombre al debate en 1892... ¿Quién, pues, el caudillo mesiánico?
¡Y cómo le escuecen a Antonio las fatigas electorales del 92! Lilís había promulgado su
decisión de retirarse del poder. –Estoy cansado –afirmaba. Ya no hacía el cuento de la novia
y la escalera; se disponía a bajar, a pesar de pesares. Se pensó en oponerle el rico comerciante Juan I. Jimenes apoyado en la espada de Máximo Gómez. Los lilisistas se dividieron en
partidarios de Nanita y de Figuereo, cofrades. Una tarde, el cañón anunció la muerte del
primero, ministro de Guerra y Marina. Las gentes cargan ese cadáver a la cuenta de Lilís;
sin embargo, no era ése el momento, había ocurrido a destiempo, pues según expresión del
mandante, “ése era el saco en que iba a coger toita la oposición”. Figuereo, ducho en hermenéutica criolla, retira su candidatura. Surge entonces la de Tomás D. Morales, que sólo él
tomó en serio. Eugenio Generoso de Marchena llega de París unos días antes de los comicios
y presenta la suya. En derredor de su bandera reúnense cuantos de veras anhelaban la caída
de Lilís. Se le atribuye carácter, valor, riqueza, conocimiento de la estructura íntima de la
tiranía, agregándose: “Lilís le teme”.
En los días de las elecciones, Antonio recorrió las calles a caballo, cabestrero, arrebiataba
sufragantes de San Carlos y Pajarito al Parque Colón. Los ánimos se enardecen. El segundo día
hubo las protestas de rigor. Y Lilís, irritado, en la esquina frente a la casa comunal, en donde
la campana tañía convocando a los ciudadanos, arrebató a uno de sus agentes un puñado de
votos, y rompiéndolos ordenó: “que no voten más mis electores”. La candidatura MoralesRivas había triunfado. Marchena, días más tarde, en el muelle, al embarcarse provisto de
pasaporte diplomático, fue preso; y enseguida, también Antonio y los principales partidarios.
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
Empero, la comedia no había terminado allí. Lilís reúne a los generales y gobernadores del
Cibao, y les anuncia que para evitar efusión de sangre, el general Morales había resuelto
renunciar en su favor. Al pobre candidato le dejó entelerido tan estupenda declaración. ¡De
buena había escapado!
Lilís logra el máximum de poder. González, ministro de Relaciones Exteriores, se fuga
en un cañonero español y denuncia tratos para arrendar a los Estados Unidos la bahía de
Samaná. El 27 de febrero, el Pacificador inaugura su tercer período, y por ante las tropas
formadas frente a la Catedral, va a prosternarse, en tanto el Prelado entona el Te Deum
bajo las naves góticas. Y, de allí en adelante, el telón se alza para la tragedia, la ruta está
indicada por cadáveres. Marchena y ocho más en Azua. Una hora después de la ejecución,
Lilís convoca al pueblo en la plaza de armas, y, trepado en una mesa, da la horrible noticia:
¡todos eran azuanos! y muestra una bomba, que dice preparada contra él. Pide un cuchillo, y
abriéndola con sus propias manos, descubre las entrañas explosivas. Y sin tropas, permanece
una semana, transita de un lado a otro, de día y de noche; audaz, no le teme ni a las iras de
los hombres ni a las espinas de la guazábara.
Tres años más tarde, Ramón Castillo, ministro de Guerra y Marina, que reside en Macorís
del Este, acusa al gobernador Estay de tentativa de asesinato en su persona. Lilís le llama a la
capital. En el Consejo, Castillo, mulato bravo y soberbio, gallea. Lilís le soporta arreglándole
el revólver que el otro se ha echado hacia adelante, le hace un cuento, que a las claras dice:
“tú, a mí, no me matarás”. Luego, los lleva a un careo, los apresa y transpórtalos a su patio
de Macorís, y, en La Punta, fusila a Castillo, en presencia de Estay, negro ardido y zahareño;
y cuando éste, que cree su prisión fingida, porque así se convino, dirigiéndose al director
de la ejecución, exclama: “General, ¡así se hace justicia!”, éste le responde: “pues ahora es
tu turno”, y en la misma orilla quedan derribados ambos, cuyas rivalidades animó el Pacificador. Lilís reúne luego a los notables en la sala de actos de la Gobernación, les anuncia la
nueva espeluznante, y confía el gobierno del distrito a un leguleyo. Cuantos de sus amigos,
engañados por sus propias manifestaciones, alentaron la ambición de sustituirle o se acercaron a otro candidato, afirman con la elocuencia terrible de sus muertes que el poder es
suyo y nada más que suyo. A él no le importa que sus tenientes roben, maten, violen; pero
¡ay, de quien busca con sus actos el aura popular o tiene veleidades políticas! Lilís no les
perdona que pongan piedras en ajeno bien o colchón de plumas para caer. Isidro Pereyra y
Joaquín Campo, gobernadores provinciales, mueren, el uno en la calle, al salir del teatro, el
otro en un camino. Su voluntad cargó las armas asesinas. Y Pablo Mamá, que vive, a pesar
de la autoridad que inviste, en los montes de Neyba, en casa inabordable si no reconoce al
viajero y, taimado y matrero, ojea las sabanas, observa las huellas, detuvo la mula ante un
gajo tendido en la vereda, y allí se abatió fulminado por la emboscada. La villa que conserva
en su sociedad la tradición de los caballeros fundadores, la de como feudo a un negro sin
letras, bigardo corajudo. Así, en todas las regiones, mantiene la enemiga entre la autoridad
y el pueblo, y es, centro del sistema, el árbitro supremo. Formidable tela de araña que se
extiende por todo el ámbito de la República; insaciable pulpo que chupa oro y sangre.
Antonio tiembla al considerar la trama de intereses ingentes, de la cual el sátrapa es
remate. Toda culpa tiene en él refugio. La avaricia, medro. Dispone de las vidas, como le
peta, y el oro le acorre porque incita la angurria pagando dos y tres por ciento al mes por los
préstamos que se le hacen. Su vida y su poder significan el goce pacífico de tales beneficios.
Todos son sus cómplices. ¿Y quién resiste a sus órdenes? Un panzudo y repulsivo esbirro,
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
muere en las calles de la capital, a manos del jefe de la Policía nocturna, porque no cumplió
una de aquellas órdenes de exterminio. ¿Y quién protesta, si él, aunque dice riendo, que no
leerá la historia, demuestra horror por la letra impresa? En la propia cabeza Antonio lo ha
aprendido. ¿Y no se cuenta, que en la fosa del poeta Juan Isidro Ortea, ejecutado preagónico,
Lilís arrojó un ejemplar del periódico en el que éste le atacara, murmurando palabras vengativas? ¿Y no murió envenenado en esta cárcel (acaso en este mismo cuarto), Custodio Santo,
pobre negrito, por un artículo mal pergeñado? ¿Y en el extranjero no ha recibido Eugenio
Deschamps dos balas en el pecho, y Abelardo Moscoso puñaladas en la espalda? Así ha
creado el silencio. Emite papel moneda sin garantía. Un dólar vale veinte pesos en billetes.
Las cosas alcanzan precios fantásticos. El país se arruina, mientras él afirma, inaugurando un
ferrocarril que esa moneda es tan eficaz contra la avaricia como la de Solón. ¿Y quién chista,
si los cadáveres aconsejan resignarse? Las vidas están a merced suya y el oro es su aliado.
No obstante, hay que derribarlo, se dice Antonio. ¿Y cómo, si suyos son los hombres
de armas, si ha rendido o muerto a los adversarios, y tiene dinero, parque y pericia? Una
idea le martilla las sienes. Pero, ¿quién sería capaz de la hazaña libertadora? ¿En dónde está
el héroe que matando, y tal vez muriendo, redima? ¡Quién sabe! Un escalofrío le sacude.
Recuerda una escena trágica. En el ardiente crepúsculo, en el patio de la fortaleza, mira a
Manuel Cruz Bobadilla, marmóreo, rubia la barba, el panamá inclinado hacia adelante, encarar el pelotón. Se le acusó de fraguar la muerte de Lilís. El tirano presencia el fusilamiento.
El olor de la sangre le embriaga, las narices se le dilatan, le chispean las pupilas y ordena
imperioso: “traigan a los otros”. Ansía sangre, toda la sangre. Voz amiga le recuerda cuánto
cuadra a su grandeza la clemencia. El negro poderoso se enjuga, con ademán felino, frente
y nuca. Los conjurados descienden. ¡Son los que van a morir! Pero no, la fiera, calmada, les
muestra como lección saludable el cadáver del compañero, amortajado por las rosas del sol
occiduo. Él es el amo. Impera por el hierro y por el oro.
Antonio, conmovido por tal recuerdo, siéntase al borde del catre. Sus propios pensamientos le infunden pavor. ¡Sin embargo, un día será! Cuantas veces se abre la puerta, se
interroga: ¿ya? Si despierta al conticinio, en escucha de los más leves ruidos, espera la visita
de los ejecutores que, al pie del Aguacatico, que fructifica a la vera del río, le darán cuatro tiros
o, si come, sospecha que los pobres manjares han sido envenenados. Se oprime la frente entre
las palmas; luego, sacude la altanera cabeza, desahogando el dolor y la cólera impotentes
en un grito mudo: “¡maldito negro!”.
VII
El ruido de la puerta al abrirse, arranca a Antonio de su soliloquio. El alcaide entra con la
cantina del almuerzo. El preso, en pie, retira la cuchara y el tenedor de estaño y, uno a uno,
los platos, y arrimando una silla se sienta a comer. La sopa, cubierta por una capa de grasa
fría, la carne guisada y el plátano salcochado, duros como suela, el arroz con habichuelas tan
revuelto, cual si le hubiese escarbado una gallina. El carcelero se desploma en el mecedor,
la camisa desabotonada. Gotas gruesas de sudor le corren hasta la empella, cintilando en
los pelos de tetillas y ombligo. Resopla como un escualo varado, y después de aspirar con
fuerza, exclama:
—¡Caray, qué calor!
Antonio engulle aprisa, callado.
El alcaide continúa:
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
—Mañana voy a ver cómo te paso al salón; allí estarás fresco y te divertirás mirando pal
río y pal corral de los criminales.
—Se lo agradeceré mucho, papá Quin.
—Sí, hombre, caray, que ya tienes un año aquí. ¿Cuántas veces te han metido?
—¿A mí?, quince con ésta; pero nunca he permanecido tanto tiempo ni tan solo.
—Ahora hay pocos presos políticos. La República está como una balsa de aceite.
—¿Y qué hay de nuevo? –inquiere.
—Ná; no pasa ná. El generai está por el Cibao, y el Palacio vacío. Cuando él se va, no
parece ni que hay gobierno.
—¿Y en qué anda por el Cibao?
—Dicen que a recoger la papeleta. Eso de la papeleta, si que no me gusta. Figúrate, caray,
que estos zapatos me han costado cien pesos hace una semana, y hoy, con un peso, no se
compra en la plaza una libra de carne.
—Y el comercio, ¿qué dice?
—Ello, repinga su miajita; pero al que no coge el billete, ya tú sabes. –Y se pasa el índice
por debajo de la papada, haciendo una mueca lúgubre.
—Pero esa situación es insostenible –replica Antonio con viveza.
—No creas ná, muchacho. Lilís sabe más que los blancos de la Impruven y les sacará
más cuartos.
—Pero el país es quien a la postre pagará los vidrios rotos; usted, yo y todos, que con
los derechos por las nubes no ganamos ni para comer.
—Yo ni entiendo de eso, ni me meto. El Generai lo arreglará to; con él no hay quien
puea.
—¿Usted cree?
—¿Que si lo creo? No jeringues, muchacho, si aquí no ha parío madre otro igual, ni lo
pare. Déjate de caballás y arréglate con él. Mira que yo los he visto, que mordían las rejas
de rabia, salir de aquí y al otro día ser papacotes. A más de un gobernador le he remachao
endenantes buenos pares de grillos. Será presidente hasta que se muera. Ese negro es el
demonio y no hay quien se menée.
—Dicen que es brujo –le interrumpe Antonio.
—Ello pué que lo sea. Lo que te digo es que sabe más que yo mismo lo que pasa en la cáice.
To se lo cuentan o lo adivina. Yo tengo un compadre seibano, que cree que Lilí es galipote.
—¿Y qué es eso?
—Ah, caray, ¿tú no sabes lo que es un galipote?
—Palabra que no.
—Pues un hombre que tiene la virtud de volveise animal: perro, gallo, hormiga; y dime
si con un marchante así, hay quien se atreva.
—Pero de veras, papá Quin, ¿usted cree en eso?
—Te diré: yo no lo he visto, pero mi compai sí. A él, siendo pedáneo, le dieron la orden
de prender a un vividor de su sección, que era brujo, y al pecharse con él, cerquininga de
una mata de la sabana, se le volvió puerco.
Antonio rompe a reír. El alcaide se incorpora y concluye:
—Sí, ríete; pero oye lo que te digo por tu bien: arréglate. No seas sonso, mira que Lilís
está untao y no le entran las balas.
¿Y la que le pegó en la nuca en El Cabao?
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
El barcino, arrastrando los pies, cierra tras sí la puerta. Antonio se queda de nuevo
frente a la realidad atroz, que la conversación con el carcelero ha hecho aún más evidente:
la potencia de su enemigo.
¿Cómo ha escalado la presidencia este hombre, hijo de haitiano, nieto, por la madre,
de un prócer venezolano, según se dice, con un poder tan absoluto? ¿Qué hado le solivia
constantemente desde las aventuras en la frontera sur, más que de guerra, de abigeato, hasta
el Palacio? Antonio se explica que dominaran Santana y Báez; ¡pero Heureaux!...
Los veintidós años de ocupación haitiana habían subvertido las costumbres patriarcales
de la colonia en aquella época denominada “España Boba”, poniendo en íntimo contacto
nuestra sociedad débil con el invasor fortalecido en una guerra feroz, distinto de origen,
idioma, tradiciones y costumbres. Su presencia en la Española arroja al Continente y a las
Antillas españolas, la cultura y la riqueza; clausura la Universidad, arruina los templos y
rompe los pétreos escudos nobiliarios de los portones señoriles. La empresa separatista ofrece campo propicio a Pedro Santana que, nativo de la frontera, odia al haitiano, y en cuyas
manos puso la espada libertadora el consejo de los conservadores, temerosos de los sueños
de los jóvenes duartistas. Por buenas y malas artes, descuella, siega laureles y se abre paso
al poder. Porque había sido jefe de milicias y tenía, por consiguiente, el hábito del mando,
se le confía la dirección suprema de la guerra, y porque hubo de vencer, le escogieron por
caudillo los afrancesados, es decir, los que por no confiar en la capacidad del dominicano para
el gobierno, buscaban las fuerzas necesarias en el protectorado de una potencia. En su hato
del Prado, del cual vino y a donde caído o alejado del poder, solía retirarse, aprendió en la
lidia con los toros las mañas que sirven para sojuzgar pueblos. Es un hombre del agro; para
él, valen el árbol y el ganado más que los ciudadanos. Encarna el principio de autoridad. En
1847, un decreto castiga el robo con la muerte, sin que los procesos sean conocidos por los
jurados, y cuatro meses después se ejecuta a Bonifacio Paredes, culpable de haber robado un
racimo de plátanos. Cuando el enemigo de allende la frontera y los del lado de acá le asedian
y se despena en la anexión a España, su voluntad en la diaria brega con los subalternos y
con los capitanes generales que le sustituyen, rompe las reglas de la disciplina; y se indigna
cuando uno de aquellos oficialitos rosados, de brillantes uniformes, corta una palma, el
árbol más útil de la tierra, porque engorda al cerdo con sus granos, brinda al hombre para
regalo del paladar la pulpa tierna del palmito, yaguas y tablas para fábricas y a las abejas
exquisito licor. Voluntarioso, bravo, zorro, bufa como los toros; fuerte cuando manda, es el
mismo que sus contemporáneos han visto acoquinado, con un par de chancletas debajo del
brazo, en el muelle, camino del desierto, y que desposeído de la autoridad que venera como
a cosa suya, muere sin honor en la patria anexada.
Báez que es alternativamente amigo, sucesor y émulo de Santana, es una figura de jefe
nato. Rico por su casa, con la acometividad de los mestizos, en la época haitiana ha sido
corregidor y diputado. Su valor cívico es grande. Cuando en el curso de una discusión
tumultuosa, el presidente Jiménez invade la sala de sesiones del Senado con un grupo que
esgrime pistolas, espadas y puñales, produciendo confusión inenarrable, Buenaventura Báez
que preside, con ademán de petimetre se descalza para no ensuciar la mesa del bufete, y de
un salto, erigiendo sobre ésta su pequeño cuerpo, se impone a todos y restablece la calma.
Su caballo es el mejor, y él cabalga con maestría. En su mansión reina la abundancia, y en
aquel tiempo de pobreza, en que los personajes más conspicuos se sientan en las primasnoches a tertuliar en las puertas vistiendo ropas viejas, él come en vajilla de porcelana de
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Sevres, a franjas rojas –el color de su divisa– pintada a mano, y con sus iniciales doradas.
Cuida de mantener su predominio: cierto día uno de sus edecanes se le presenta calzado
con botines de charol, iguales a los suyos; imperioso, le ordena quitárselos y le increpa por
su falta. Cinco veces le alzan sus partidarios hasta la presidencia, sin que una sola, en las
tantas revoluciones que acaudilla, aparezca en los campamentos. En el peñón de Curazao,
bien regalado, espera que vayan a buscarle para ofrecerle el poder conquistado a costa de
la sangre de sus huestes fascinadas. Cuando pasea por Europa, escribe a los que vagan
hambrientos en el exilio, sus triunfos en las Cortes: ha bailado un rigodón con Isabel II; Luis
Napoleón le promete cinco mil zuavos que, equipados y pagados por el emperador francés,
le restaurarán en el poder tan pronto como arregle la pendiente cuestión de la Iglesia, para
lo cual tiene concertada entrevista con el Papa. Y tales epístolas se leen con deleite y son
creídas, y aquellos hombres se lanzan al campo, y de nuevo, Báez, figuración del principio
aristocrático del Orden, rige la República.
Heureaux aparece por primera vez en la Historia, apuntando con su arma al general
Salcedo, en la plaza de Moca. Durante años es uno de tantos guerrilleros; un oficial, criatura
de Luperón, aunque no tiene como éste ideas, ni ideales, ni le escudan las sergas de la guerra
restauradora. Valor y audacia, sus méritos. Castigo de propietario depredado o desquite, le ha
roto la diestra de un balazo. Es el dardo que desde Puerto Plata, Luperón imperante dispara
contra el Palacio de la Capital, y dos veces, a la cabeza de tropas cibaeñas entra triunfador
en ella. Cuando sus corifeos le creen instrumento dócil, él se sirve a sí mismo, limpiando su
camino, e implacable, cumple el mandato siniestro, sin ahorrar la vida del propio cuñado, que
captura y fusila. Suave, meloso, achicándose, meliflua la voz, tolera desórdenes, al alcance de
todos los abrazos, se mete al fin en el Palacio, y una vez en él, granjea cómplices venciendo,
comprando y matando; pero no veja ni se abandona a sus pasiones realizando venganzas
inútiles. Él sabe olvidar agravios, aprovechar al enemigo de ayer y penar al traidor; premia
con largueza a los servidores; procede por cálculo, frío y profundo psicólogo, conoce los
hombres y los maneja como a títeres. El oro y el hierro adquieren en sus manos virtudes
inagotables, y disimula sus preocupaciones de raza, rodeándose de blancos. Cuéntase que
el famoso violinista negro Brindis de Salas, de paso en Santo Domingo, fue multado por
infracción a las ordenanzas de Policía. El presidente Heureaux intervino condonándole la
pena. El artista le visita para darle las gracias y le enristra enfática peroración, expresándole
cuán orgulloso sentíase de que uno de su raza hubiese llegado tan alto. Lilís con un relampagueo de sus ojos le corta el hilo, y apoyándole la mano en la rodilla, termina la audiencia
con esta frase: “Mire, ño Brindis, venga otro día, que yo estoy hoy muy ocupado”. Negro es
la palabra más ingrata a su oído y el insulto que jamás perdona...
En tres apoteosis, Antonio ha visto expuesto el poder de Lilís. Después del fusilamiento
de los nueve en La Clavellina, recorre triunfalmente la República, agasajado, honrado por
todas las ciudades, y al regreso a la capital, saludado por salvas de cañones y discursos de
ancianos, mozos y señoritas. Desde el río hasta la Puerta del Conde, y desde la colina de San
Miguel hasta el mar, la ciudad se adereza para recibirle. Las casas tendidas de colgaduras, en
balcones y ventanas la bandera nacional luciendo la alegría de sus colores, y calles y parques
tejidos de garambainas, guirnaldas y palmas. Los empleados fieles erigen un castillo en la
esquina de Palacio; el Ayuntamiento, la Colonia Española y la prensa, alzan arcos bajo los
cuales, periodistas y damas, le piden la libertad de los presos políticos; el Concejo le prepara
un banquete; en su honor se convida a los niños a un bazar; se hacen obras de misericordia;
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
se queman fuegos artificiales: ilumínanse las plazas a la veneciana; se pintan y empavesan
las embarcaciones, y una cadena que ostenta la inscripción “Paso al progreso” cierra la barra, para que, cuando entre en la ría, la rompa el crucero “Presidente” a cuyo bordo está el
feliz magistrado; el poeta nacional le da la bienvenida, y tres generales le saludan en malos
versos impresos en seda y desfila por entre soldados de gala hacia la Catedral.
En la prima noche, un viento fresco agita las banderas, desgreñando el follaje de sauces y
laureles tachonado de farolillos. Los vecinos, al acostarse, atracan puertas y ventanas. El mar,
furioso, escupe sus espumas hasta el faro. Después de las doce, el viento silba, brama, ruge,
sacude las puertas, descuaja árboles, derriba casas. La lluvia impetuosa inunda. De hinojos,
ante las imágenes, iluminada por lucecillas votivas, las mujeres rezan: “Dios te salve María,
llena eres de gracia”. Los osados se arriesgan en las calles. Por el arroyo corren torrentes
desbordados, vuelan en las tinieblas planchas de cinc amenazando cercenar cabezas, y familias desvalidas abandonan las habitaciones destechadas. Las centellas alumbran la escena
trágica. El viento y el mar acordan antífona estupenda. Es el ciclón. A la mañana siguiente, las
últimas ráfagas cimbrean los cocoteros y juegan con los restos de castillos, arcos y adornos.
Los árboles arrasados impiden el tráfico por los caminos vecinales. “¡No hay leche!”, gritan
las madres ante las cunas tibias. Clamor de miseria surge de los hogares en ruina; mujeres
desoladas buscan a los hijos perdidos; rimeros de tablas de planchas de cinc, cumbreras de
bohíos, herrajes de balcones, amontonados; hembras encinta, hombres contusos; los faroles
por tierra, y los laureles del Parque mostrando al Sol sus raíces. Y el Pacificador, incansable,
va de puerta en puerta pidiendo a los ricos una limosna para los pobres...
Desde que la banda de cornetas y redoblantes ejecutó la Diana de la Puerta del Conde, aquel
27 de febrero, expectación febril sacude la ciudad. Ni el mensaje presidencial leído por el propio
Lilís en el Congreso, ni el Te Deum, ni la inauguración del nuevo edificio de la Aduana, ni la retreta
con fuegos artificiales interesan a sus moradores. El baile de trajes que la Sociedad Entre Nous
ofrece en el local del Club Unión, y que se anuncia magnífico, acapara toda la atención. Durante
un mes ha sido pasto de las lenguas. Figurines y grabados, representaciones de personajes históricos, han corrido de mano en mano; se discute, modifícanse modelos hasta elegir guardándose
el secreto para evitar imitaciones. Por las calles se advierte inusitado ajetreo de domésticas que
van a las tiendas por muestras y telas, y en las primas noches de las muchachas que se afanan
en busca de adornos y perendengues. En casa de las modistas, atareadas a no poder más, se
reúnen a garrulear, dando entre risa y beso, su tijeretazo a las ausentes.
—Niña, María se está haciendo un traje de Margarita, todo de seda, pintado por ella
misma.
—Le resultará un primor, porque no se puede negar que tiene gusto. ¿Recuerdas qué
linda estaba en el baile en casa de...?
—Y Antonia P. de Trovador, de raso... ¡y qué avíos, chica!, le costará un ojo de la cara.
—Quién como ella, si tiene el gobierno en casa.
—Y las... que te cuento van las cuatro, y con qué lujo, seda y piedras finas...
—¿Y tú?
—Ya verás, de locura; pero chica, el viejo está imposible, se oponía al raso y ahora
pretende que no le ponga cascabeles. Dizque las cosas están muy malas y no se cobran los
alquileres de las casas.
—No creas nada. Dale duro en el codo para que abra la mano, que bien puede.
—¿Y tú?
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
—De gitana. Abelardo lo pintará.
—¡Una obra de arte!
Los caballeros no se han empeñado menos. Los sastres rechazan los encargos. Lechuga
transforma sin cesar crines de caballos en pelucas del siglo XVIII. Ricos y pobres, grandes
y chicos, asistirán a la fiesta. En las esquinas los jóvenes dialogan:
—¿Qué tal? ¿Has conseguido el traje?
—En ello ando. Tengo vendidos tres meses de sueldo y estoy negociando otros tres. No
me salva ni la burburaca.
—Pues, ya estoy listo. Mi amigo, el ministro H..., me ha prestado su firma, en una letra
a sesenta días.
—¿Y tú?
—Yo he comprado en casa de los Bazil un terciopelo blanco que por mareado lo dan
barato; pero como de noche no se le ven las manchitas... Mis hermanas me hacen el traje
de Pierrot, los borceguíes rojos me los presta un amigo, y la golilla me la acredita Rocha
Hermanos. La cuestión es ir, pues se lo he prometido a la muchacha.
—¡Qué turpén eres!
A las 8 de la noche, la acera frente al Club, está ocupada por multitud abigarrada. En los
balcones y tejados vecinos, racimos humanos. A las nueve empieza el desfile de los convidados, los unos en coche, los otros a pie. Un rumor de admiración sigue por el amplio portal
a cada recién llegado. ¡Cuánto lujo! Nunca viose una fiesta igual... Y con los comentarios
picantes regodease la masa pedestre.
Los tres salones del Club resplandecen iluminados a giorno. Lambrequines de papel
de colores y guirnaldas de flores naturales paramentan los arcos de las puertas, los espejos
recién dorados y las arañas de cristal; grecas enlazan las guardamalletas. Del brazo de los
galanes las damas se pasean exponiendo sus gracias a la vista de los que han hecho del balcón tabladillo para contemplar el espectáculo. Cuando rompe el primer vals, se confunden,
se entreveran armonizándose, luces, colores y líneas. Francisco I rutila, cuajado el sombrero
y el peto de diamantes: es un ministro poderoso. Carlos V, es un banquero millonario; un
centurión romano, lanza en asta y escudo al pecho, que no le solapa los vellos pectorales;
reinas, hechiceras, trovadores, vampiros, palomas, esperanzas, floristas, margaritas, novias
suizas, repúblicas, mariposas, rigoletos, poesías, musas, se deslizan, por el entablado pulido,
entre los brazos de galantes caballeros de Carlos III, clowns y pierrots. El Presidente viste
calzón negro de seda, calza escarpines de charol con hebillas de oro y medias negras, y se
toca con sombrero panamá forrado de raso gris, en cuya cinta deslumbran gruesos brillantes
y un espejito frontal. Le acompaña un alto personaje, que se ahoga ceñido por el frac violeta
y la chistera gris embutida hasta las orejas, mostrando, mohino, gordas pantorrillas rurales.
A su entrada, la orquesta toca el Himno Nacional. A sotto voce alguien pregunta:
—¿Cuál es el traje de Lilís?
—Dicen que de etiqueta parisiense.
—¿Y el del otro?
—De Lorenzo XVII de la Mascota.
Y las risas estallan a dúo.
En los huecos de los balcones aposéntanse las mamás, que vestidas de colores serios
como sienta a sus años y estado, custodian a las muchachas, y mientras éstas se divierten,
ellas hacen trizas los elegantes trajes ricos. La envidia invectiva.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
—¡Mira a fulanita, qué lujo! Después serán los dolores de cabeza y los cobros, si el papá
no tiene en qué caerse muerto.
—¿Y esta princesa? Pues si es fulanita, ¡quién se lo había de decir a su abuela, yo que
la conocí de cocinera!
—¿Y aquella mulatica, tan apurada, de dónde ha salido?
—No niña, es quimá pa sol.
—¿Cómo?
—Que está quemada por el sol.
—Y zutanita, qué hermosa y bien puesta. No hay que negárselo, la pobre.
—Pero se está quedando, ya anda cerca de los treinta. No sé en qué piensan los jóvenes.
—Chica, pero si ha tenido tantos novios. Ahora la cargan con un ministro casado. Yo no
lo creo, ¡qué va!, pero la gente es muy mala y cuando el río suena...
—¡Ave María purísima!
—¿Qué te sucede?
—¿No ves ésa, de azul marino, que está en aquel rincón?
—Sí, y...
—Pues que no es casada, y se atreve a presentarse aquí.
—Te equivocas, se casó hace dos semanas en intimidad, para poder acompañar las hijas
a los bailes. Es muy buena.
—En mi tiempo no se veían estas confusiones. Cada oveja andaba con su pareja; pero
ya se ve, hoy todo está revuelto, ni sociedad, ni religión: lujo y nada más.
—Mira al negrito cubaneándose con... ¡y el tío expulso! Fíjate con qué dulzura le habla
él, y ella le pone los ojos en blanco. ¡Qué mujeres, Dios mío!
—Le estará pidiendo un salvoconducto para el tío.
—No seas tonta... una aduana para el padre.
Al terminar las piezas, algunos mozos se arriman a la cantina, en donde estacionan de
preferencia los que no bailan; allí escancian champaña y entre alegres risotadas relatan sus
impresiones. Hay quien prefiere templarse con una copa de coñac o de ron del país.
¡La cuadrilla!, ¡la cuadrilla!, claman voces. En los tres salones se organizan sendas
tandas. En varias sesiones ha sido esmeradamente ensayada. La tanda presidencial elige
por escena el segundo salón, favorecido por mayor número de espectadores. El Presidente,
ceremonioso, baila con garbo. Cuando avanza solo, luce su marcial apostura; no pierde un
compás, sonríe a las lisonjas cortesanas murmuradas con un rictus que le contrae los labios
bezudos, enseñando los dientes, fuertes y blancos... Con el ademán felino que le es familiar
sécase frente y nuca sudorosas. Las damas saludan, se contonean con gentileza; los caballeros
se mueven mecánicamente temerosos de equivocarse. Al final de cada figura, las parejas de
la cabecera indican la próxima, suscitando discusiones rápidas, pues un error es un delito.
En la Poule, el golpe de un cuerpo contra el pavimento interrumpe la danza. Carlos V se ha
desplomado, y junto a él ríe su compañera, deliciosa pastora de Watteau. El buffet se abre
luego de la medianoche. Con el ímpetu con que el ganado se escapa de los corrales tras el
ordeño desbordándose por los potreros, la multitud lo invade, atropellándose. Un viejo, sin
desguantarse, para no perder tiempo, traga pastelillos y emparedados; la grasa mancha la
cabritilla y con la boca atestada, previene a los vecinos: “coman turcos, muchachos, que están
número uno”. Los pies aplastan melindres, dulces, aceitunas, caídos de manos, impacientes.
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
En la primera embestida, dos tinajones de frutas cristalizadas desaparecen. Por la escalera
de servicio, al soslayo va un galán escondiendo bajo las faldas de la levita un pudín de dos
libras. Por el balcón, amigos complacientes, arrían a los que están en la calle botellas de
champaña. Las mamás olvidadas, se indignan contra los gandíos que no las sirven. En su
tiempo, afirman, no era así.
El General se retira temprano, sin probar una gota de licor; no hay en la fiesta quien le
supere a cortés, baila con decencia sin arrimarse a las damas, y para todos tiene una amable
palabra oportuna. Las ligas de la etiqueta se aflojan, cabezas antiguas se muestran sin peluca. La comparsa de los payasos triunfa con sus blancos mamelucos amplios, pintarrajadas
caras y cráneos, y en pechos y espaldas reptiles cabalísticos. El champaña atiza la sangre.
La orquesta ejecuta con más brío; sus cobres y cuerdas excitan, sacuden, acarician, mientras
güira y pandereta cosquillean los nervios, aceleran los giros; y los labios secos se cierran
conteniendo un alarido de voluptuosidad revelada en las pupilas lánguidas, las manos calenturientas y las testas que desfallecen graciosas. A las cuatro de la madrugada, las últimas
parejas descienden la escalera de mármol. El carabiné, danza final, es bailado con los chales
sobre los hombros femeninos; las mamás soñolientas aguardan en el primer peldaño. Luego,
en los salones desiertos, mustios, en los cuales penetra ya la luz blanquecina del alba, un
grupo masculino apura las postreras copas. Dos poetas, venezolano el uno, dominicano el
otro, improvisan a puja, y las rimas galantes cantan las bellezas de cuantas han zarandeado
los corazones. Carlos V les escucha complacido, en tanto que un pintor le embroma golpeándole el abdomen con el clac. El sol los derrota. Por las calles doradas, a pie, Antonio
Portocarrero se dirige a su casa en compañía del cronista López que, a la tarde, reseñará en
el diario la suntuosa fiesta mágica, y que con su disfraz de pierrot, calamocano, escandaliza
a las beatas que salen de las iglesias marcada en la frente la cruz de ceniza.
El recuerdo de la tercera de aquellas apoteosis, acongoja al preso. Érase el aniversario
de la Independencia. El Parque de Colón, embanderado, enguirnaldado, rebosa de gente.
Entre el Palacio del Ejecutivo y el sardinel de la plaza, elévase una tribuna a la cual se accede
por amplia escalinata. En esa cima, el Pacificador se yergue, de gran uniforme, constelado
el pecho de condecoraciones europeas y terciada la banda tricolor. Le rodean funcionarios
y diplomáticos. Por los escalones asciende una teoría de capullos, infantitas en capullo, el
pelo suelto, que personifican la libertad, la república, la justicia, las artes, y entregan al
Presidente la espada de honor, costeada por subscripción pública. En la empuñadura de oro
fulgen brillantes y rubíes. El Pacificador la ciñe, y su ojo de halcón contempla el concurso.
¡Es el Señor! Su hierro, esgrimido por su mano potente taja en la hacienda y en la carne del
pueblo. ¡Es el Señor! El Himno Nacional vibra, y las tropas le presentan las armas...
Al amanecer, el Presidente se levanta, y en el baño comienza a recibir las primeras visitas,
que entran a su morada por la puertecilla de la calle Luperón: el jefe del Cuerpo de Serenos,
que le trae el informe de las ocurrencias de la noche, el médico que le pasa la sonda, amigos
íntimos, proxenetas, espías. Luego, envuelto en una bata de color de castaña, en la cabeza un
gorro encarnado, aparece en el balcón de la calle de Las Mercedes a cumplir un dulce rito:
dar de comer a las palomas realengas que se congregan allí, arrullándose y disputándose
el maíz. Cierto día, una anciana enlutada, el manto a la cara, las perturba, obligándolas a
alzar el vuelo, asustadas. ¡Es una madre que desde el arroyo implora por la vida del hijo, a
quien en aquel mismo instante ejecutan en la fortaleza! Con su voz suave, Lilís da los buenos días a sus vecinos, y de nuevo en sus habitaciones continúa las audiencias mientras se
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
viste y desayuna. Es tan cuidadoso de su persona, se dice, que con sus propias manos hace
la raya al pantalón. Es pulcro, no hiede, su continente es gallardo. A las 9 sale en coche, de
americana negra de alpaca, chaleco blanco, corbata de color, pantalón de casimir a cuadros
o de dril blanco, y fino jipijapa con estrecha cinta negra. Se sienta en el coche, tirado por
yegua mora, con las piernas abiertas y la diestra manca apoyada en el bastón de concha de
puño de oro. Va al Palacio. De paso, se detiene en casa de algunas de sus mancebas o con
un mendigo o con algún personaje.
En su oficina de Palacio, en la cual trabaja sin descanso hasta las 5 de la tarde, con interrupción de una hora para el almuerzo, se contiene toda la vida nacional. En aquel sencillo
despacho, sin lujo ninguno, en el cual le acompañan sus secretarios privados, recibe y escribe:
es oficina de mandatario y de comerciante. Su capacidad de trabajo es extraordinaria, su
actividad incansable, y teniendo excelente memoria, anota sin embargo cuanto le dicen y
cuanto observa, escribiendo con hermosa letra la pequeña historia vil de su época. Si raptan una doncella, interviene para castigar o proteger al don Juan, según le convenga. Casa,
arregla los matrimonios desavenidos y divorcia; vela por la fidelidad de sus queridas y las
de sus amigos; combina siniestros planes políticos y organiza bailes y bromas a los íntimos;
con la misma pluma con que ordena una ejecución, firma una dádiva para una iglesia o una
carta de amor. No cede a sus tenientes el puesto de peligro. El erario es su hacienda: dispone
de él. Toma dinero a préstamo al 3 por ciento mensual, y otro tanto paga a los fiadores de
sus letras. Debe millones: no importa. Emite papel moneda, desvía hacia sus bolsillos las
rentas y amontona deuda de millones sobre la República. De los diplomáticos extranjeros
se aprovecha: les halaga, da la mano para agarrarles por el pie, y con el mismo descoco con
que arregla los asuntos internos, trata las cuestiones internacionales. Minucioso, él mismo
disfraza a los que en una tarde de carnaval encarga una alta obra de venganza; a quien ordena un asesinato, le da el caballo ensillado y le prescribe emplear el puñal, arma más segura
que el revólver, y escolta en un crucero un balandro, convertido en patíbulo; e instruyendo
a un gobernador supersticioso, para el asesinato de un hechicero, suminístrale dos cartuchos embrujados con una cruz en el plomo. Mantiene el arsenal bien provisto de fusiles y
cañones; sus allegados le prestan propósitos de conquista, y al efecto visita el vecino Estado
con pompa, distribuyendo regalos; pero ello no empece para que firme protocolos secretos
acerca del territorio discutido y negocie con los yanquis. Habla francés e inglés; es fino en
sus maneras, e ignorante de las teorías científicas del gobierno y la historia de los pueblos.
Crea instituciones a semejanza suya y a la medida de sus necesidades; no lee, aunque alguien
asegura haber visto en su alcoba un libro de Núñez, el presidente de Colombia, acotado por
él; y él mismo se jacta de que le inspiró la reelección de 1892 la lectura de la Vida de Marco
Bruto, de don Francisco de Quevedo y Villegas.
Es un sátiro. En la Capital mantiene dieciocho mancebas, amén de las aventuras que la
miseria y el temor le proporcionan y de las hetairas portorriqueñas. No conquista, compra.
Blancas, mulatas, negras, de distintos países las posee. De París le han provisto una doncella,
y ante su vientre fecundado, él dice riendo que necesita un hijo blanco para meterlo a cura.
El ridículo de un cuerno, lo cobra con la muerte; cree mantenerse vigoroso merced a inyecciones de Brown Sequard y a pociones copiosas de Elíxir Godineau. Al crepúsculo pasea en
coche por la ciudad, y lo mismo visita a un diplomático o familia principal o interviene en
el milagro de una histérica o platica con una de sus barraganas, como prepara un fandango
para que sirva de ambiente propicio al asesinato que a la medianoche, bajo su inspección,
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
cometerán los serenos en persona que le estorba. Éstos, policía de seguridad nocturna, son
el espanto del vecindario; ¡malhaya quien tenga que hacer con ellos! El culatazo es la expresión favorita de su autoridad y las carabinas que gastan se disparan solas. El Presidente
ha premiado con cien pesos a uno que dio muerte, defendiéndose, y sin someterle a juicio,
al jefe de su Estado Mayor, y castigó con el máximum del arresto al jefe del cuerpo por no
haber obedecido la orden de hacer fuego sobre un baile de prostitutas en el cual habíase
armado un zipizape y uno de cuyos concurrentes era el comandante militar de la plaza. En
tales bailes, extramuros, se solazan la juventud elegante y los funcionarios del gobierno; la
champaña y la cerveza desbordándose de las copas enchumban el piso; los hombres riñen
disputándose las hembras, y cuando las querellas degeneran en trifulca, los serenos ocupan
las puertas apuntando con sus armas al interior, sin percatarse que haya o no ministros en
la sala. Dos de éstos han sido cogidos en alegre compañía, en coches que pasean la ciudad
con los faroles apagados; otro hace montar guardia a la puerta de una zorra para obligarla
a serle fiel, y en el ardor de una de esas bacanales, eminente magistrado se ayunta sobre la
grama con una grofa. En las noches, en traje civil o disfrazado, Lilís anda por la ciudad, que
vive siempre bajo su mirada zahorí, y en las de fiesta nacional se confunde con la multitud
apiñada en el Parque Colón y se pasea de chistera, casaca de paño azul con botones de oro
estampados con las armas de la nación. Él es el supremo arbitro, dadivoso y temido. Corrompe, humilla, impera.
Antonio, evocando tales escenas, mide la pesadumbre que aniquila al país; la montaña
hecha del almodrote de todos los crímenes, de todos los intereses y de todas las pasiones en
cuya cima el tirano, látigo en la diestra, se yergue con su carnavalesco frac rojo.
VIII
A las cinco de la tarde un ayudante del alcaide le trae la cena: en el mismo cestillo del
desayuno, una poción de cacao, un mollete con mantequilla y un piñonate de coco. También
le han enviado dos libros y un hatillo. A tragos gordos, intercalados con bocados de pan,
Antonio sorbe el chocolate de agua. Luego, mientras paladea el dulce, hojea los libros, a la
rústica: París, de Zola y Cosmópolis, de Bourget. Tras la cubierta amarilla, lee manuscrito:
Arturo Aybar. ¡Ah!, éste es envío de su amigo Arturo Aybar, que ha regresado de París.
¡Qué punto!..., apóstol, luchador intransigente, se transó con Lilís y hélo ahí cónsul en París.
Cuántas veces, calentada por sus declamaciones ciceronianas, movida por sus insinuaciones,
la pluma de Antonio atacó al tirano y fue encarcelado; en cambio, el predicador se metió a
diablo, y ahora le envía esos dos libros para que ellos le muestren en su celda los placeres
que serían el precio de su conciencia: la tentación. ¡Si él quisiera, apagaría la sed de una sola
vez! Y desata el lío envuelto en un ejemplar del Listín Diario: calzoncillos y camisilla. De la
ropa blanca y lustrosa se desprenden olores de carbón y cera, y a través de los muros, mira
él su mujercita inclinada sobre la tabla, que pasa con brío y paciencia la plancha: heroína
silenciosa.
Y acogiéndose al mecedor, Antonio revive sus amores, tragedia sin sangre ni muerte,
pero ¡cuán dolorosa!
¡Cómo la conoció! Púber la veía, mañana y tarde, en compañía de una hermanita en
dirección del Colegio El Dominicano desde la esquina, en donde él y otros hacían plantón
para ver entrar y salir a las muchachas, sin que jamás atrajera su atención aquella chiquilla
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
flacucha y sin gracia. Luego, la retiraron de la escuela, la fimbria de la falda tocó el calzado,
y dejó de encontrarla, hasta un día de San Andrés.
Desde mediados de noviembre, la chiquillería proveyéndose de tunas en los batiportes
anunciando el famoso día del santo crucificado, rayando de rojo las paredes de las casas y las
ropas de los compañeros y de las negritas sirvientas que transitan por las calles. La víspera
se inicia el juego. En la mañana comienza la faena de preparar las municiones, lavando los
cascarones de huevos que han sido cuidadosamente almacenados durante el año, y que en
varias casas constituye industria. Sobre el brasero en cazuela vidriada, se funden unas libras
de cera, y en torno de la tina de agua de tuna perfumada con Agua de Florida, se reúnen dos
o tres mujeres, y mientras una llena los cascarones, la otra corta parches de trapo, redondos,
que la tercera impregna de cera caliente y con ellos tapa los agujeros, entretanto un muchacho
coloca aquellos proyectiles en cajones, canastos y barriles. Al mediodía, empieza el trajín de
chiquillos que, con el macuto al hombro, vienen a comprar su par de docenas, con los cuales
molestarán a las señoritas ventaneras, amagando hasta hallarlas descuidadas. El cascarón
revienta en la reja salpicándola, o en la pared chorreándola, o entra traidor, y sobre el corpiño
de la hermosa pinta flor purpúrea, arrancándole un grito de susto. La ventana se cierra con
estrépito. Al atardecer, algunos jóvenes, entusiastas impacientes, recorren las calles a pie o
en coche lanzando proyectiles a diestra y siniestra. En la noche la gente se recluye en las
casas calafateando las rendijas, y se mantienen a obscuras los salones.
El día 30 desde el amanecer, los combatientes están listos. En las casas donde se juega,
los criados acarrean agua de pozos y aljibes, colmando bateas, baños, toneletes y latas que,
transportados a balcones y azoteas, constituyen el material de guerra de la tropa femenina.
En estas casas se congregan las muchachas. Los adversarios, vestidos de dril blanco o de
colores desteñidos, en grupos pedestres o a caballo, o en coches, o en carretas, cargan los
cascarones en barriles, canastas y macutos. Alguno de estos grupos lleva una charanga que
con sus sones alegra la algarada. La mañana es propicia a los jugadores furtivos, quienes
protegiéndose de los balcones con los paraguas, se escurren con mucho tiento junto a las
paredes, y cuando descubren una cabeza medrosa, en acecho del lechero o del panadero,
disparan el cascarón que ocultan en el bolsillo y se escapan, en tanto detrás de la reja rompe
un ¡ay! A las diez, ahí están las luchadoras en balcones y azoteas, cubiertas las miedosas con
mascarillas de alambre. Desde el arroyo, los hombres sin cesar arrojan cascarones, a tiempo
que de arriba cae sobre ellos una lluvia roja, azul, amarilla. La faena excita a ambos bandos;
se grita, los cascarones vuelan agresivos. Los más pudientes, los ofrecen a las muchachas,
y los proyectiles, blancos y frágiles, se entrecruzan innúmeros. De raro en raro, se oye un
grito, y del balcón o de la calle se retira un combatiente con la mano en el ojo averiado. A
veces el accidente es ligero; mas suele ser grave o por lo menos exige fomentos constantes
y reposo. Cuando la lidia, entiéndase la lucha, inflama, los de la calle asaltan la casa. Las
muchachas les esperan a pie firme, y se mojan cuerpo a cuerpo, se empapan, se sumergen
en los baños, o se empelucan con polvos de color: hay quien haya dejado un diente o medio
carrillo en el canto de una batea. Después de tales encuentros, fuerza es cambiar las ropas
ensopadas. Un armisticio para almorzar, que el combate se reanudará en la tarde con más
bríos. A las cinco, algunos, no por más galantes, sustituyen los cascarones con flores y confites;
en la noche, éstos visitan las casas, rociando a las muchachas con polvos y esencias finas, y
aquéllos, armados de una jeringa, introducen por las rendijas, o por el ojo de la cerradura,
chorro que hace estallar las lámparas, o echan pelucas a los transeúntes. Sonadas las diez,
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muertos de cansancio, después de una confortante fricción de bay-rum, cada cual rememora
en casa, delante de un pocillo de chocolate, los lances de semejantes horas de locura que
dejan párpados hinchados, brazos molidos, manchas multicolores en las paredes, y en el
arroyo briznas de cáscaras de huevos, amén de uno que otro herido de puñal o revólver, pues
no todos reciben de buen grado, y más si no juegan, una libra de harina o de almagre en la
cabeza. Tal era el inculto y deleitoso San Andrés, carnaval barato con que nuestros abuelos
de la Colonia se desquitaban por adelantado las penas del Adviento, y que el progreso ha
desterrado de las costumbres dominicanas, importando en cambio los bailes blancos.
En un asalto, Antonio se encontró de improviso frente a frente con aquella chica, magra
y nada bonita. Furiosamente se bombardearon con higüeras de agua, cerca tan cerca, que
sentían el calor de sus alientos. Se detuvieron, turbados, nacidos los músculos. Ella, apretados
los dientes, le miraba altanera, retándole. El traje ceñíale las carnes, mostrando los pechos
erectos y la cadera firme. Un golpe de agua en pleno rostro ahogó la mirada lasciva, y el
galán respondió arrojando el capullo de rosa que le adornaba la solapa.
El domingo siguiente, la vio pasar grave y serena, al salir de misa, en el atrio de la
Catedral, y así los otros domingos, hasta que por Pascua de Navidad, la encontró en una
jaranita en casa amiga, y bailaron una danza. No era una buena bailadora, pero ya le parecía
simpática, graciosa: algo de ella entraba en él. La noche de San Silvestre, la casualidad los
reunió en tertulia para esperar el cañonazo en la cena tradicional: pastelitos, lerenes, maní largo
y congo; y con las expansiones del año nuevo, entre los abrazos efusivos de los amigos, se
insinuaron bromas denunciadoras de una afinidad electiva, ya sospechada por los demás.
Y Antonio comenzó a pasear la calle, a pararse en la esquina. El Día de Reyes, organizaron
entre varios un bailecito a escote, pidiendo la sala a una familia respetable, y ella le concedió el primer valse y una danza. Después, las fiestas finaron, y con ellas las ocasiones de
hablarse. Continuó haciendo el oso, de plantón en la esquina y esperándola a la salida de
la misa dominical para llevarle la silla hasta la casa vecina del templo, que las presta, o en
donde las guardan las que habitan lejos. Comenzaba a sentir impaciencia, el Carnaval parecíale demasiado distante y recurrió a las cartitas. Hubo de comprar a la criada para que
las llevase, la primera y la segunda le fueron devueltas, sin abrir, pero la tercera presentaba
señales de lecturas, y las restantes fueron bien acogidas. Ya tenía esperanzas. A veces un
chubasco inoportuno interrumpía el plantón obligándole a guarecerse a escape en una de
las casas o debajo de un balcón, entre risas y burlas de las vecinas fisgonas. Las malacrianzas
del hermanito de la muchacha, a quien había de regalar motas para dulces, y las puertas
de la casa cerradas violentamente por la madre, decían a las claras que sus propósitos eran
conocidos. Buscó un confidente entre las amigas de ella. Ésta afirmóle: “Le eres simpático;
pero chico, tienes que darle pruebas, y además no le caes bien a la mamá”. Alimentada la
llama por miradas furtivas y sonrisas, discurrieron los días, hasta el Carnaval, cuyas tres
noches aprovechó cambiando de disfraces para no ser descubierto por la vieja perspicaz. En
el bullicio de las máscaras, le susurró algunas palabras al oído, nerviosas, anhelantes, y sintió
fuego en las manos de ella cuando estrechaban la suya. Pero eso no era mucho, necesitaba
oírla decir que le amaba. Al fin, el 27 de febrero en la noche, el Parque de Colón, rebosante
de multitud que choca y se confunde, les fue favorable. Ella paseaba con su hermana y un
grupo de amigas, pastoreadas por el papá, quien arrellanado en un banco divertíase con los
fuegos artificiales. Se acercó, y mientras volteaban al compás de la charanga, él, expresivo y
sincero, le habló de su amor, de sus esperanzas, de sus proyectos, y la chica muy quedo, dijo
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sí. Ante su alborozo le recomendó cautela, mucha prudencia, porque en su casa se oponían,
y prometió escribirle. Ella misma tiraría la carta por el balcón en el momento de cerrarlo al
día siguiente.
A las diez la charanga partió tocando marcial pasodoble, la muchedumbre se derramó
por las calles adyacentes, y Antonio, contemplando la fina silueta que se desvanecía, sintióse
feliz. Aquella noche Lilís le pareció menos perverso, pues el amor existía en sus dominios.
A la siguiente, la cartita cayó revoloteando. Antonio espió ansioso todas las puertas,
y cuando las de la cuadra estuvieron cerradas, la recogió, leyéndola a la luz de un farol.
¡Cuántas cosas dulces contenía aquel pliego escrito con letra menudita y buena ortografía,
y cuyas frases, aún las más amorosas, revelaban una mujercita orgullosa y leal! El correo se
estableció, valiéndose de la criada, o por el balcón, y alguna vez por medio de la hermanita
complaciente. Pero conversar, ¡cuán difícil! Un minuto, si acaso, los domingos. Había que
esperar la Semana Santa, y ¡qué larga y mortificadora aquella cuaresma! Entretanto había
que contentarse con hablar por letras de mano, suerte de telégrafo que manipulaban con
extraordinaria rapidez, desesperante para los curiosos.
La Semana Mayor era un acontecimiento público en Santo Domingo de Guzmán. Quince
días antes del Domingo de Ramos, principiaba el ajetreo de las costureras y el movimiento
en las tiendas. El espectáculo de la Pasión de Nuestro Señor exigía vestidos y sombreros
bonitos y de moda. Hasta el preciso momento en que las carracas sonaban, se oía el ruido
de las máquinas de coser; porque eso sí, tan pronto como encerraran el jueves en la Catedral
ni circulaban vehículos, ni bestias, ni se barría con escobas, ni se daba un martillazo. Un
silencio de dolor envolvía las cosas, magüer las gentes rieran y los amantes aprovecharan
para sus citas las ceremonias litúrgicas y las procesiones.
El primer número del programa correspondía al Sermón de la Magdalena, el Jueves del
Concilio. Desde el púlpito de la Catedral, la elocuencia del padre Meriño cerníase sobre las
cabezas de los feligreses que invadían las tres naves. Alto, hermoso, nieve en la testa altiva,
envuelto en la púrpura episcopal, el orador, con frase sobria y perspicua, convencía, conmovía, subyugaba, discurriendo en torno de la vida de aquella pecadora redimida por el amor
que inspiró las sublimes palabras de la Cena en casa de Simón. El Viernes de Dolores, misa
solemne, y horas cantadas durante el día, y en la noche rosario y sermón en la iglesia mayor.
El sábado, el paso de Jesús en el Huerto salía del Convento de Dominicos para recorrer las
calles de Universidad, Comercio, Plateros, las Mercedes, Nueva de las Mercedes y Universidad, hasta la propia iglesia, itinerario común a todas las procesiones siguientes. El domingo,
en el interior de la Metropolitana, y en cada iglesia, celebrábase la fiesta de los Ramos, en
conmemoración de la entrada de Jesús sobre la mansa borrica, a Jerusalén, repartiéndose a los
fieles palmas bendecidas, propicias contra las tentaciones y los rayos. A los privilegiados se
les obsequiaba con pencas de hojas entretejidas y adornadas con cintas, las cuales, colocadas
en las ventanas, prevalecerían contra las obras del demonio. En la noche, Jesús Cautivo salía
de la iglesia de la Merced. El lunes, de la Catedral, Jesús en la Columna, que en los tiempos
coloniales, cargaba la Cofradía de los Sanjuaneros, presidida por el Meso Polanco. El martes,
Jesús en la Peña (Ecce Homo) o la Humildad y Paciencia de Santa Bárbara. El miércoles, era
el día de la iglesita del Carmen: misas desde la madrugada hasta las doce del día, y la mayor
a las diez; horas cantadas después; a las cuatro de la tarde, sermón, encomendado siempre
a un reputado predicador. Sonadas las cinco, procesión de Jesús Nazareno, la imagen más
venerada y prestigiosa de todas, la mejor como talla, de humano parecido. Se cuenta que el
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imaginero oró varios días para que Dios le inspirase. Llevarlo en hombros, es señalado honor
que se atribuyen y debaten los de la hermandad. A la ceremonia concurren el gobernador
de la Provincia y un batallón de infantería con bandera, pues las Ordenanzas reconocen al
Nazareno el grado de coronel. El jueves, Consagración de los óleos en la Catedral y procesión
dentro de la iglesia para encerrar el Santísimo Sacramento. El presidente de la República,
embrazado el guión de plata, marcha con ritmo de cuadrilla delante del palio episcopal, y a
las campanas ladinas suceden las roncas carracas. En la tarde, lavatorio en la Catedral y en
Regina Angelorum. En la noche, adoración del Santísimo en todas las iglesias: Cristo yacente,
con un cepillo al lado para recibir las limosnas de quienes prosternados besan sus llagas. Calles y templos tienen aspecto de jubileo. Después de las diez de la noche, de la Capilla de San
Andrés, la procesión del Sexto Dolor: la Virgen con el Hijo en brazos. El viernes, el paso de la
Cruz en la Catedral. El presidente con la llave del Sagrario al cuello, hace tres genuflexiones,
deposita un ósculo en el cristiano pie y una morocota en el cepillo. Le siguen uno tras otro
los altos dignatarios, mientras el prelado y los canónigos cantan:
—Pópule meus. Agios o theos. Pópule meus, quid fecit tibi?, aut in quo contristavi te?
Responde mihi. Quia eduxi te de terra Egipti, parasti crucem Salvatori tuo.
—Agios o theos –impreca un coro.
—Sanctus Deus –responde el otro, y la antífona continúa por sobre las cabezas abatidas.
—Agios ischyros.
—Sanctus fortis.
—Agios athánatos, eléison imás,
—Sanctus inmortalis, miserere nobis.
Jueves y viernes son los días de exhibir el lujo. Al primero, corresponden los trajes azules,
rojos, gualdos, blancos, encintados; al otro, los tonos serios, lila, gris o negro. Por la tarde,
en la iglesia de la Merced, el sermón de las Siete Palabras, y el Descendimiento de la Cruz,
seguido de la procesión del Santo Entierro, en cuyo cortejo forman el Arzobispo y el clero
diocesano, el Gobernador de la Provincia, un batallón con la bandera enlutada y armas a la
funerala. El pesado sarcófago de cristal, rodeado de macetas de flores de seda, lo cargan los
isleños de San Carlos y le preceden minoristas, portadores del gallo, la corona de espinas, la
lanza, los clavos, la esponja, las escaleras y el paño de la Verónica. Y luego de sepultado en
una capilla de la iglesia Mayor, la concurrencia juvenil luce sus galas en el Parque Colón.
En la noche tinieblas en Regina, y pasadas las diez, sale de Santa Bárbara la procesión de
la Soledad, la Madre Dolorosa, que peregrina en busca del Hijo. El sábado en la mañana,
misa en la Catedral, el clero de bruces sobre las gradas del presbiterio, entona las letanías,
luego bendice el agua y el fuego, y a las diez, a la voz del oficiante, ¡Gloria in excelsis Deo!, el
velo negro que cubre al altar se rasga y aparece la Resurrección. Las campanas propagan la
buena nueva; en las calles estallan cohetes y triquitraques y se ajusticia a Judas, muñeco de
trapo, que cuelga de una soga tendida de casa a casa, y contra el cual se disparan piedras
y tiros, hasta que, derribado, la chiquillería lo arrastra y quema. Como por ensalmo, se reanuda el tráfago de coches y carretas; los caballos de los lecheros relinchan, y dan su nota
grave los burros portadores del pan y del carbón. El comercio abre sus puertas. En la noche
se baila: ¡Cristo ha resucitado! ¡Hosanna! El domingo a las cuatro de la madrugada, misa
en la Catedral, procesión del Santísimo en torno de la iglesia, y, enseguida, la imagen de la
Resurrección –Jesús con un estandarte rojo– es conducida a la Merced, acompañado de San
Juan, la Virgen, María Magdalena y las dos mariquitas. Y la Semana Santa fina.
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En tales días la ciudad se anima, los vecinos se echan a la calle en pandillas, con los críos
de la mano o en hombros, para ver pasar las procesiones, formadas de esta guisa: la cruz alta
y los cirios; filas, de uno en fondo, de niños, adolescentes y hombres destocados, a un lado y
otro de las aceras, cada cual con su vela encendida y protegida por guardabrisa de papel; el
paso del día, cargado por los de la hermandad, detrás un coro y orquesta de cuerda. Le sigue
San Juan Evangelista, de roja capa y pluma en ristre; la Magdalena, con pobre túnica violeta,
llevados casi en vilo por la gente joven, y, en último término, la Virgen, transfija por la espada
de los dolores; tres sacerdotes con capa pluvial, y el beaterío, que runrunea el rosario; cerrando
el desfile, una compañía de infantería, que marcha a paso lento y levanta nubes de polvo. Las
filas se clarean o se nutren, según se detenga el Santo ante la puerta de un devoto que ha pagado
un motete. No faltan las pelasgas cuando el que va delante sorprende al de atrás goleándole
la americana de casimir con la vela, o cuando ha recibido en la cabeza un golpe de cocomacaco,
pelota de cera endurecida y con perdigones que, sujeta por una cuerda elástica al puño de la
camisa, se alarga y encoge rápidamente, escondiéndose en la manga, o bien cuando quedan
prendidas dos beatas por los mantones de lana a flecos, con uñas de maya encontradas. Durante
las ceremonias en los templos, los jóvenes, en pie en las naves o agrupados en las puertas, se
entretienen charlando, mirando y haciendo señas a las muchachas, y montan la guardia en el
atrio para chicolearlas a la salida. La romería del jueves a los monumentos con su entrevero de
gente, favorece las travesuras; hay zagalejo que esgrime tijeras para cortar las trenzas, o que
riega cerillas en el piso para que ardiendo se asusten las mujeres, quienes se recogen las faldas
chillando; algunos diabólicos confabúlanse para robar los cepillos, lo cual efectúa el designado
untándose de sebo la suela del zapato, y al acercarse para besar el Cristo, empujado por el
cómplice, introduce el pie y lo apoya con fuerza para que las monedas se adhieran; el tal sale
de estampía, a la pata coja, simulando perseguir al otro. En las esquinas, la multitud se agolpa
para ver pasar las santas imágenes, y las manos salvas aprovechan.
En aquella Semana Santa, los camaradas de Antonio idearon formar una compañía para
velar el Monumento de Regina Angelorum, del jueves al sábado, al mando de un Capitán. Ese
año aumentó la concurrencia de muchachas en Regina, que siempre fue la iglesia predilecta;
¡había que ver a Pancho Peynado y a Lucas T. Gibbes, el más largo sargento que haya sido,
uniformados y con el fusil terciado! El padre Billini sonreía complacido; ¡los normalistas,
los ateos, rendían parias a Jesús! Antonio no formó en aquellas filas milicianas. No, él tenía
necesidad de todo el tiempo. Durante las funciones matinales, en la iglesia de turno, colocado
en donde su novia pudiera mirarle sin volver la cara, la contemplaba a su sabor. El misterio
de la Pasión, las voces gangosas del coro, el lujo chillón, le importaban poco; acariciado por
el aroma del incienso, contemplaba aquella muchacha, a quien había calificado de fea, pero
en cuya tez ambarina, en los ojos negros y luminosos, en la boca de grana, en la cabellera
que si suelta le caía hasta las corvas, el amor había impreso una gracia nueva, una idealidad
magnética; y por entre los fieles, de hinojos, cuando el oficiante alzaba la hostia sobre el cáliz,
sus ardientes miradas comulgaban trasmutando la carne y la sangre.
En las noches, al pasar de las procesiones, en las esquinas, atropellados por la muchedumbre apiñada, entre el polvo y los olores fuertes, se apretaban las manos musitando la
dulce letanía del amor. Para ellos no existían las amigas, ni las imágenes, sólo inquietábales
el temor de que los sorprendieran el padre o los hermanos.
Aquella Semana Santa terminó, dejando a los vecinos de Santo Domingo de Guzmán
tópicos para un mes de relatos, comentarios y chismorreos. Luisa le había dicho, al despedirse
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en la plazuela de la Merced, el domingo de Resurrección: “ahora hasta Corpus”, y el amante,
de facción en la esquina, por las tardes y primasnoches, empezó a contar los días. Una vez
el balcón permaneció cerrado. El hermanito no le pidió motas. En la noche, igual mutismo,
y asimismo al día siguiente. Acudió a la amiga confidente. Ésta lo recibió con las manos en
la cabeza.
—¿Pero de verdad que no sabes nada?
—Absolutamente.
—Pues figúrate que le han puesto un anónimo a la familia, por debajo de la puerta, y
como la madre es la primera que se levanta, a coger la leche, lo leyó y... la gran trifulca. No
te cuento más.
—Sí, quiero saberlo todo.
—Bueno; pero no me vayas a meter en líos. La vieja empezó por aconsejarla que peleara,
porque tú no eres más que un candidato perpetuo a la cárcel, que la harás desgraciada con
la política; que si tu familia esto y lo otro, bueno, y que patatín y patatán; pero Luisa dijo
que nones, y entonces fue lo gordo, la madre se enfureció y le cayó a moquetazos, no digo
más, la galleta hereje. El padre intervino, pero todos están contra ti, no te pueden ver ni en
pintura; sólo la hermanita, Herminia, te apoya. ¡Qué te parece!
—Son unos infames.
—Oye: dice Luisa, que en estos días no pases por la calle ni le escribas; que tengas
paciencia y consideres lo que sufre, la pobre... Ya puedes estar satisfecho, chico, porque te
quiere con toda el alma.
Antonio rondó por la casa a todas horas: el balcón siempre hermético. Transcurrió una
semana. Al fin, descubrió, ¡qué gozo!, dos brasas que brillaban detrás de la celosías; sí, los
ojos de ella, y cuando el diálogo mudo se iniciaba, se le acercó un oficial diciéndole:
—El gobernador quiere verlo. Venga conmigo.
Él sabía bien lo que tal invitación significaba: el Homenaje. Desde por la mañana le avisaron que por el Cibao había movimiento, que no se dejara ver; pero propio era ese momento
para esconderse, y ahora... ¡Nunca le pareció Lilís más abominable!
El carcelazo duró seis meses. El día en que lo pusieron en libertad, corrió a casa de la
confidente.
—¡Qué gusto, chico, y qué alegría para la pobre Luisa cuando te vea!
—¿Y cómo está?, dame noticias.
—Buena, ¡y qué bien se ha portado! No, si tú no te la mereces; sólo a misa, a rezar por
ti, ha ido en todo este tiempo. La familia se ha mudado.
—¿Adónde?
—Al papá le han quitado el empleo y están malpasando; figúrate, sin criada; la mamá
cocina y plancha, y las muchachas cosen para fuera, y hasta lavan.
—¿Pero dónde viven?
—Ya te lo diré. En la calle de La Merced, cerca de la iglesia, una casa de portón grande,
con dos ventanas, pintada de azul, ¿la recuerdas?
—No, ¿de quién es?
—De quién va a ser: de Alardo. Pero si no tienes pérdida; enfrentico de la pulpería de
seña Catalina.
—¿Medio-Tocino?
—Angelina... esa misma.
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Antonio estableció su campamento en el ventorrillo de la esquina, en el cual, para
granjearse la voluntad de la ventera, compraba cigarrillos y fósforos. Érase una negra
alta, fornida, cincuentona, el color de caoba, en la cabeza atado siempre un pañuelo de
madrás, y la ancha bata de prusiana morada arremangada en las caderas y enrollada hasta
el codo. El establecimiento ocupaba el espacio de una mediana habitación. En el aparador
de pino, sin pintar, mostrábanse en frascos bocones que antes contuvieron ciruelas pasas:
cigarrillos del país, hilo, azul de bolita, agujas, madejitas de lana y horquillas, caramelos
y café en polvo; y en otros que fueron de aceitunas: nuez moscada y canela; paquetes
de velas y fósforos; conservas de coco y de naranja envueltas en hojas secas de plátano.
Pendidos: macutos y escobas de Baní, ristras de ajos y cebollas, chichiguas, y un manojo
de pulidas higüeras; colgando de las alfaljías, racimos de guineos, amarillos taraceados
de negro los manzanos, verdes veteados los martinicos y gruesos cárdenos los mampurios.
En el mostrador, en cajones, fideos, pan, arroz, azúcar, frijoles colorados. Semejante a
fuste de columna, la pila de tortas de casabe. En el arroz, los huevos frescos, del propio
corral. Una damajuana de manteca de cerdo con tapón de tusa, y al lado el vidrio con el
embudo; una lata de mantequilla norteamericana; en una bateíta, tomates, ajíes, perejil,
puerros, berenjenas y aguacates. Debajo del mostrador, latas de petróleo y de melado; por
delante un barril de sal con el cuartillo de medirla; sobre otro y en una batea, las frutas de
la estación, mangos, guayabas, mamones, papaya, algarrobas, pasto de las moscas; y en
cajoncito, alineadas, las botellas de prú espumosas. En el suelo, plátanos, cocos, ñames y
batatas. En uno de los rincones, un rimero de petacas de carbón esmeradamente estibadas,
y en el opuesto, haces de caña de azúcar, y pendones con los cuales se arman los papalotes,
amén de un montón de leña. En dos cordeles, a lo largo del cuarto, ostentan sus magras y
gordos, una cecina (a la cual seña Catalina llama carne de mal nombre) y un tocino de El
Seibo. Al mediodía, hay majarete, harina con dulce y funde, en platos y tacitas. En la tarde,
una tabla de dulce de coco hecho con melaza, cortado en cuadros y colocados los jalaos,
famosos en la ciudad, en hojas de naranjo; ítem más, alegría de ajonjolí. La ventera, doblada
más que sentada en una sillita baja, en espera de los compradores, maja café, revolcando
con brío el pilón; desgrana mazorcas de maíz o raya cocos y batatas. Sus manos no están
nunca ociosas; respira a sus anchas el husmo de verduras y carnes, y los olores del café
tostado y de las fritangas que trascienden de la cocina. Seña Catalina, que se levanta cuando
las campanas de Regina tocan el Avemaría, para ir a mercar sus frutos a los campesinos
que vienen por el camino de Güibia, cierra sus puertas al tan tan de las nueve sonantes
en la Catedral. Tiene una hija, mulata galana que la suple a ratos en el ventorro y que se
ocupa en los quehaceres de la casa, es hija de un general y está aplazada con un oficial del
Batallón Pacificador. La madre dice: “es un sinselvir, que no le da ni pa jabón; man qué
le vamo a jacer, eso es de familia: a nojotas nos tiran los melitares”. Cuando no duerme,
fuma un tabaco que los dientes han convertido en escobilla, o masca andullo y escupe por
el colmillo hasta la acera, con singular destreza; y si reposa con las piernas cruzadas, se
distrae bailando la chancleta en la punta del pie desnudo. Los parroquianos, los muchachos
y las negritas sirvientas del barrio, la sacan de quicio, regateando, pellizcando las frutas,
pidiendo ñapas o devolviendo lo comprado, y cuando se encariba, las manos en jarras, les
increpa: “¡Condenao, a la perra que te volvió a parí, carijo!”.
Antonio le interrogó un día: Seña Catalina, ¿por qué le dicen Medio-Tocino?
Y ella, riendo, respondióle:
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—Aja, niño, eso fue cuando la España. Endentonces estaba yo moza, y una real jembra.
No te pué figurá tú los blanquitos que me cortejiaban. Una mañanita estaba yo en el mercao, echá palante, curcuteando una pollona para encontrale la gordura, y un maldecío cabo
españó, me dio una nalgá diciendo: paisana, qué buen medio tocino, y ahí tá; pero la gente
que é mu mala, jizo un acumulo endespués, ansina mesmo; pero yo me río, vivo pegá al
mate pá no necesitá de nadie, y mi, para la chuma jablanchina.
Y con mímica despectiva, alzóse la falda con la siniestra, se pasó el índice y el mayor por las
narices, los sacudió castañeteándolos, y volviéndose, enseñó el tocino entero, rematando la gráfica
acción con una sonora carcajada, que le sacó al sol doble hilera de dientes fuertes y níveos.
—¿Y qué tal era el cabo?
—Un güen mozo, como toiticos los epañoles.
Y la negra juntó los dedos cabezones y los besó, expresando de ese modo su delectación
por los últimos conquistadores.
Antonio continuaba profesando en San Luis Gonzaga; pero más que en el aula y en su
casa, se le encontraba en el ventorrillo a las ocho, cuando iba para clases, a las doce al regresar, a la una, a las cinco de la tarde y después de la cena, hasta que la vieja con un bostezo
ruidoso le intimaba la orden de retirarse. Conversaba con Luisa en la ventana, encelada
la joven por el cancel de madera que defendía el interior de las miradas inquisidoras. La
oposición de la madre se mantenía tensa, siempre irritada, y el hermanito menor, cuantas
veces hacía una diablura, por la cual habían de pegarle, al llegar a la esquina, disparaba una
piedra y entraba en la casa gritando: “Mamá, le zumbé una piedra a ese vagamundo”. Y la
madre engreíale, librándose el pillastre de la cueriza dos veces merecida.
Para tener la ventorrillera contenta, Antonio le regalaba de vez en vez, un pañuelo de
madrás de vivos colores o algún pomito de esencia barata. La seña Catalina le instruía de
los movimientos de la casa, avisándole cuando Luisa salía y por qué calle tomaba, y hasta
solía también intervenir en el servicio postal. Si Antonio se refería a los perjuicios que su
permanencia podía ocasionarle, ella replicaba con malicia:
—Ni por pienso, niño. Mejó, ansí me cogen meno fiao.
Y le mostraba la cuenta de la familia. La ventorrillera apuntaba en la memoria los créditos,
y cuando sumaban un peso, hacía un palote con carbón en la pared, detrás de la puerta.
—Las probe, tan mal que etán. Tú pué cree; hay día que no comen ma que arró, habichuela y plátano. Son buena gente, la vieja jabla, pero no e mala ná, por eso yo le fío tó. Tú
ve ese tocino, pue lo que falta se lo han comió ellos. Yo los conozco desdenantes, mi mama
fue cocinera de la familia de la niña Rosita, y los vio crecé a tós, y mi taita nació en el hato
del agüelo de don Pedro. El otro día la muchacha le regalaron una ecofiesta a mi nieto. Son
buena, las probe.
Y la negra, con su parlería, repasaba la vida del vecindario y de más allá; las altas y
bajas de las familias, según los avatares de la política; y abierta de piernas, manoteando en
muslos y regazo, concluía:
—Ansí mesmito é, que te lo digo yo, que vide al mundo dá mucha vuelta. Tú ve las...
pué tú no te figura la plata que tenían: ésa era gente de mucha campanita; el primer piano,
primerito, que trujeron aquí fue pa ellas, y ya lo ve, las probe, hasta por allá trá, por el Tripero,
vive una sin tené en qué caese muerta... Muchacho tú no sea pendejo, a tu mandao en cuantico
empuñe, y deja que jablen. Yo conoco en ete pueblo a tó Dio, si mi amitades son del cogollito,
a mí me jié la brosa, y lo mesmo fue mi jija, hasta que dio su mal paso, an pué.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Un mediodía estival, mientras los novios pelaban la pava a la reja, sonaron voces destempladas en el interior. Luisa suplicó: “vete pronto que ahí vienen mis hermanos”. Antonio
se dirigió al ventorrillo. Por la puerta, abierta con estrépito, aparecieron los dos hermanos
sin sombrero, furiosos, con sendos garrotes.
—¿Dónde está ese vagabundo? –preguntaban a la par.
—Ahora va a saber lo que es bueno.
Desde el umbral, la madre les acuciaba. El chiquillo saltaba de regocijo en la esquina.
Antonio, en pie en la acera, se llevó la mano al revólver, conteniendo el ímpetu de los agresores. Por entre los hierros de la ventana, Luisa le dirigía miradas de angustia. El padre, que
dormía la siesta, saltó de la hamaca, acudiendo en mangas de camisa y pantuflas. La seña
Catalina, indignada, con un plátano a medio pelar en la mano, les increpó:
—¿Qué e eso? Ustedes tan loco y do contra uno. ¡Manita con la gente!
El padre y dos o tres vecinos, atraídos por el alboroto, promediaron, haciendo entrar a
los hermanos. La puerta se cerró marchándose Antonio mohino y agraviado. Minutos después, toda la ciudad conocía el suceso, las lenguas se calentaban, favorables o adversas. El
tío Tomás, y el padre de Luisa, que eran amigos de infancia, conferenciaron, y resultó que le
concedieron a Antonio autorización para visitar la casa en las primas noches y en la tarde de
los domingos. La escena cambia como por encanto. El paso se estableció cerca de la puerta
en dos mecedoras bajo la mirada de la vieja que, ya apaciguada, solía regalarle con un platito
de piñonate o de malarrabia o de suspiro. El padre se dormía con el benjamín en las piernas,
mientras la hermana, en la acera, se mecía y abanicaba, esperando su turno entre bostezo y
bostezo, esto es, el novio, al cual se opondrían en la casa, al que apalearían, para terminar
por mimarlo. Cada noche, dos horas, durante cuatro años, y en los mediodías y atardeceres,
en la reja, en voz baja, confiábanse proyectos, esperanzas e ilusiones, reconviniéndose por
naderías, y aún al despedirse una post data en la puerta, por lo que la vieja, asomándose a la
ventana después de relojear el cielo, exclamaba: “¡como que va a llover!”.
En el último año de las relaciones, Antonio mejoró económicamente, fue nombrado director de una escuela nocturna con un ayudante y pocos alumnos, lo que le permitía asistir
de siete a ocho; y poco a poco, como los pájaros acarrean briznas para construir el nido,
fue comprando muebles y lance y dándole a la novia para la habilitación, que ella misma
confeccionara. El padre de Luisa emprendió un negocio, y de acuerdo todos, se resolvió que
el matrimonio se quedara a vivir en la casa; para el efecto, se mudaron a otra más amplia,
renovando a crédito el estrado de la sala.
El día de las bodas, ha sido el único feliz de su vida. Desde temprano, empezaron a llegar las domésticas de las amigas con bandejas y ramilletes de flores, que eran colocados en
jofainas de agua para que no se marchitaran, y más tarde, las íntimas de Luisa que habían
de pasar con ella el día. En el almuerzo, en cuyo condimento doña Rosita puso sus primores,
reinó la alegría en todos, hubo vallas alusivas que provocaron pucheros de risa, y muchachas
que, tocadas por el vino, lanzaron bolitas de migas de pan a la nariz de los galanes. Por la
noche, en el salón recién encalado, los invitados fueron sentándose en filas paralelas. Los
colores de los trajes femeninos y el negro uniforme de levitas, americanas y de alguna que
otra casaca masculina se concertaban. En el centro, mesa redonda de caoba, adornada con
el ramillete de azucenas y rosas blancas, en cuyo ápice tiembla un angelito de biscuit; allí el
tintero y la pluma. A las ocho en punto, el Oficial del Estado Civil, sentado frente a sus librotes,
carraspeó; entonces salió la comitiva nupcial del aposento: la novia, envuelta en amplio velo
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
albo, sonriente, resuelta, del brazo del papá; Antonio ceñido por la levita, con la suegra, y
detrás los testigos. Cuando todos estuvieron en sus puestos, en torno a la misma mesa que
sirvió para el matrimonio de la madre y de la abuela, el funcionario color de tabaco, canijo,
feísimo, con la boca llena de saliva, masculló los actos y los artículos del Código, y en pie,
enlazadas las manos, les tomó la promesa que unía sus cuerpos y sus bienes... El libro registro circuló recibiendo las firmas de novios y testigos. El hombre de la ley fuese en dirección
del comedor, en donde llenó el pañuelo con un par de botellas de cerveza y un gran pedazo
de pudín, para él y su mujer. El matrimonio religioso habíase celebrado en la madrugada,
velado, según tradición familiar. De hinojos oyeron la misa, y comulgaron. El oficiante les
unció con la cadena, cambiáronse las arras y anillos; fueron bendecidos. La desposada, en
el aposento, recibió besos y congratulaciones, mientras Antonio en la sala, iba de abrazo en
abrazo. Luego volvió ella a la sala, para repartir a las amigas las flores de azahar del ramo
prendido en el pecho; a una predilecta tocó la corona, a otra los guantes; la gente moza se
apresuró, en parejas, a meterse debajo del velo, pues tales amuletos y prácticas tienen la
virtud de facilitar los matrimonios. Los chicos de la familia ofrecieron a la concurrencia el
tradicional pudín, cortado en trozos y servido en platillos, así como el vaso de cerveza espumosa, y por grupos, a eso de las diez, fueron marchándose aquellos testigos de su ventura.
Luego, en la alcoba de ladrillos, iluminada por una lámpara rosada, Antonio desprendió el
velo estrechando contra su corazón a la virgen grave que se daba íntegramente...
La luna de miel fue realmente plácida. La suegra, aliviada de los quehaceres de la cocina,
se tornó festiva, agradable, y ya habían comenzado a comprar encajes, batistas y lana para
la canastilla cuando la eclipsó Lilís con la más injusta prisión. Entonces comenzó el calvario
de Luisa...
¡Maldita política!
IX
La celda en tinieblas. Se dijera que las paredes han rezumado sombras. El ventanillo
recorta un lienzo de cielo claro, claveteado de oro, y entre dos barrotes fulgura Venus. El
cejo se cuela sutil. Antonio, a tientas, se dirige a la cama, y sobre la almohada empata el
soliloquio.
En esta misma prisión le anunciaron el nacimiento del primogénito y aquí también, en la
plataforma de la torre, lo hubo de recibir en sus brazos, merced a un permiso del gobernador
para que la esposa le visitara. ¡Pobre muñeco! Cuando lo excarcelaron encontró el hogar en
la miseria. Había sido preciso deshacerse de los mejores muebles y de algunas prendecitas,
para capear el temporal. En los planteles, por causa de la ausencia prolongada, le remplazaron. Había que trabajar y buscó medios: en el periodismo, ni pensarlo; menos aún en el
comercio. Ayudar a quien es mal visto por el presidente, es comprometerse, y más tratándose
de uno de los “impenitentes enemigos del orden”. La cerrazón del horizonte, completa.
Sentíase rodeado por muro infranqueable: la tiranía. Sitiado, acorralado, tal un pestilente, y
con hijo, que no ha venido por cierto con una hogaza debajo del brazo. En aquella cabecita
cubierta de hebras rubias, que tan grato calor daban a sus mejillas cuando lo añoñaba, asentó
sus sueños, los que tejiera su imaginación infantil. Éste los realizaría. Cada hora medía una
angustia. ¡La casa, la leche, la criada del niño! ¡Cuántas puertas cerradas en su presencia!
Sólo mostrábanse benévolos los contrarios: el propietario de la casa, a quien debía meses,
personaje de la situación, no le notificaba desahucio, lo haría cuando le conviniera; y la leche
91
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
que criaba al hijo, de los potreros de otro; y la botica que acreditaba las medicinas, y la tienda,
y la pulpería, y el médico. Sí, lo aprisionan en su red formidable los intereses creados. Ni
siquiera interroga el porvenir. Y las gentes murmuran, porque le debe a éste y al otro, y la
suspicacia escudriña en su vida. “No trabaja, quiere vivir de la política”, mal dicen.
Al niño le han salido todos los dientes, le han bautizado, y come ya pan mojado en salsa de
habichuelas. Es lindo, pero su lengua no ata las sílabas. La abuela recorre la escala de la familia,
citando los casos de muchachos pesados para hablar. Los meses transcurren, tampoco anda,
ni siquiera gatea, y si le obligan a hacer pinitos, las piernecitas se doblan. Se arrastra por sobre
la estera. Inútiles los andadores, los fortificantes y las fricciones de aguardientes balsámicos.
Comienzan las consultas facultativas y las opiniones de los amigos y las recetas caseras, hasta
que un doctor recién llegado de París, sentencia: “un macrocéfalo”. ¡Qué dolor! La inquisición
del galeno penetró la ascendencia hasta el abuelo, y Antonio recordó las mejillas ardiendo, la
injuria del colegio: “tu padre, un podrido”. La madre no desespera. “Los médicos se equivocan, eso se ve todos los días... tal vez en el extranjero”, decía para fortalecer sus esperanzas,
encomendándose a la Virgen de la Altagracia, ¡tan milagrosa! Y en promesa, para ganar su
misericordia, se vistió un año entero de listado, oyó misas de rodillas, y continuó moviendo el
pedal de la máquina de coser sin quejas ni reproches; mientras él, atónito, espiaba el vientre
de nuevo fecundado. Y ¡cómo le laceraron esta vez los gritos de la puérpera! ¡Qué distinta la
emoción! Antes, los había escuchado impaciente, gozoso: era la corola que se abría para dar
a luz el fruto inmortal de su sangre; ahora, el corazón se le oprime, líquido álgido circula por
sus venas... Cuando la comadrona saliendo del aposento le avisó: “una niña, nació muerta”,
fogata impetuosa le caldeó, sintió vergüenza de sí mismo pero respiró libre de la duda terrible
que le había atormentado durante los meses de la preñez.
En la calle, le enfadan los conocidos, que preguntan y recetan. Mortifícale tal interés,
acaso maligno. La idea de inspirar conmiseración, humíllale exasperándole. Cuando alguien
dice, “el pobre”, le hiere. En la casa, el torcedor es cruel: si el niño reptando se le acerca, si
le llama pa o si aferrado a una silla grita cimbreándose. ¡Aquella larva había sido engendrada por él! En los ojos de la suegra lee la acusación implacable, y sospecha las que en su
ausencia taladran los oídos de la esposa: “Bien que te lo repetí, deja esos amores. Ese es el
castigo de tu desobediencia”. ¿Y ella misma, la elegida, cuando se ase a la esperanza de ir al
extranjero en busca de los recursos de la ciencia, no le sugiere: “claudica, arroja lejos de ti el
pasado infecundo, demuele la obra hecha, que no produce pan ni salud?”. Ella y todos son
adversarios suyos. Sí, sufrida, honesta, altiva, le ama; pero no acepta sin reservas la comunidad, ¿no es con él una en carne y espíritu?, ¿no comparte ya con orgullo e integralmente
sus empresas? Los pesares del noviazgo, los preceptos del Código, y los del apóstol, dolores
y placeres, les apretaron, y hoy el hijo les separa. Aquel guiñapo humano exige sacrificios, y
ella no vacila, reconoce el derecho, ciega, y amorosa ¡Y por qué, Señor, tan tremenda expiación! ¡Ah!, los que asesinan y roban al país poseen el contento en el hogar y se recrean con
hijos sanos, que hablan y corren, y el suyo se arrastra por los ladrillos húmedos del piso o se
agita con movimientos de arácnido, y su lengua que sólo articula monosílabos inconexos le
grita: “sacrifícame tu vanidad, tus ilusiones, tu dignidad; pon tu conciencia en almoneda”; y
cuando al fin se rinda, el coro voceará: “se ha vendido para gozar. ¡Ésos son los virtuosos!”.
Antonio muerde la almohada con ira, ¿pero es que eso mismo es posible? A los vencidos, el
tirano todopoderoso les tira un mendrugo, y les concede además sol y aire libres... Y por un
hilo tenue los conduce hacia la montaña de oro, a través de la charca, para que se atasquen
92
tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
hasta la nariz en el fango purulento. ¿Y qué poder humano ni divino transmutará el veneno
que corre por sus arterias? Muertos y vivos le precipitan; pero ¿cómo romper la cadena de
agravios y sufrimientos en la que cada minuto soldó un eslabón? No, el odio es también una
fuerza y ya se las pagarán. Lágrimas ardientes le rescaldan las mejillas, y frunce los párpados
de miedo a ver materializarse recuerdos y pensamientos. ¡Había revivido su vida!
La puerta, al abrirse, taja el silencio. La llama de un candil rasga las sombras. Antonio,
despertado, se incorpora. El alcaide entra, seguido de dos ayudantes, y le ordena:
—Amigo, voy a querer me haga el favor de venir. Los ayudantes cargan catre, silla, mesa
y demás trebejos. El preso sigue al carcelero por celdas y pasillos, y en la que se detienen,
Antonio reconoce la antigua Capilla. Se alegra del traslado: este calabozo tiene vista al patio
de la fortaleza y a la calle. Uno de los ayudantes se le acerca con un par de grillos. Se apoya en
la cama para que se los ponga. Los anillos muerden la piel, y los martillazos sobre la chaveta
remáchanle en el hueso. La voz del hierro rebota en las piedras. Antonio prorrumpe:
—¿No hay otros más estrechos? Dense gusto, que ya cobraremos; después no se quejen.
—Amigo, no se sulfure, que esto no es cosa nuestra, y puerco no se rasca en javillo. Buenas
noches.
Boca arriba, se consuela, pensando: cambio de calabozo y grillos de noche; algo serio
sucede en el país cuando interesa asegurar los presos. Yo dormiré mal, pero mis enemigos,
entre las sábanas finas, temen. El poder, el dinero, se les escapan; la hora de la venganza
está próxima.
Y con ese néctar en los labios se duerme.
X
Las cornetas de la diana cantando “despiértate soldado”, le sacuden. Los gallos desenroscan las cintas de sus quiquiriquís. La claridad se tamiza por el ventanillo. Antonio se alza.
Su primer cuidado es acomodar los grillos, y, al erecto, despernanca los calzoncillos que se
mudó ayer, y haciendo tiras, rodea los anillos de modo que se amortigüe el roce del hierro
y tejiendo con tres de éstas un cordón, que nuda por la mitad a la barra a fin de mantenerla
suspendida y aligerar el peso. Más adelante, limará la chaveta, y entonces dormirá sin ellos
y aún se librará durante el día. Y avanza un pie, antes que el otro, para ensayar, va al lavabo
y se abluciona; después, a saltos de rana, acarrea la silla, y arrimándola a la pared, sírvese
de ella como escalón, ase los barrotes, y, a pulso, se asoma al ventanillo.
Oficiales y soldados trajinan por el patio. Algunos paisanos salen a la calle solitaria por
el postigo de la puerta monumental, todavía cerrada. ¿Qué demonios ocurrirá? ¡Daría lo
indecible por saber! Se baja, salta hasta el mecedor; va al catre, toma un libro, vuelve a repetir.
Está nervioso, tiene cominillo, se desperece. En el patio, entre la torre y la puerta, han colocado
cuatro cañones, frente a frente, que brillan pulidos por los primeros rayos solares.
A las seis, mira abrirse las hojas de roble a grandes claros. La guardia de prevención
se forma presentando las armas, y la bandera nacional asciende lentamente, saludada por
toque marcial. Pero la han izado solamente hasta media asta. Las cornetas a la sordina y los
tambores destemplados indican duelo. Y enseguida, un oficial se acerca a uno de los dos
cañones, un cabo toma del arcón un cartucho, abre la recámara, la cierra, coloca el tirafrictor,
y alejándose unos pasos dispara. La pieza recula, el humo sube. El estampido rueda por el
ámbito de la ciudad dormida entre la colina y el mar. ¿Qué pasará? Las manos le escuecen,
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
tiene envarados los pies; no importa, continúa suspenso atalayando. Aunque la masa de
la Catedral con sus cúpulas, como las espaldas corcovadas de un gigante, limita la calle
Santo Tomás, por la primera cuadra advierte gentes presurosas y bien vestidas que entran
en casa del Gobernador, frontera al cuartel. Los balcones cerrados. En el patio se yergue un
árbol enfrutecido de pomas de oro, y junto a él dos cayucos altos, espinosos, cargados de
flores marchitas. Por la galería cruza una negra con una jarra de leche hacia la cocina; un
chiquillo en cueros corre... En la terraza, que da a la calle Colón, aparece un grupo: cuatro o
cinco personas, que hablan con aparato de misterio, ¿quiénes serán? Y se empeña por distinguirlas. Ese que no ha tenido siquiera tiempo de vestirse completamente, en mangas de
camisa, desabrochado el cuello, es el prócer. Un rayito de sol cabriola en la calva... ¿De qué
tratarán? ¡Ah! ¡poder de adivinar el pensamiento! No le es posible mantenerse más tiempo
en vilo. Gana el mecedor. De nuevo la voz del cañón retumba. ¡Aja! entre los dos disparos ha
transcurrido un intervalo largo: son honores, pues. ¿A quién? ¿Al Ministro de la Guerra? No,
desecha la idea, es un buen hombre, y no se atreve a aceptar la otra tan grata. Sería tan triste
equivocarse, ¡si fuera Lilís! ¡Cómo le pesa no saber de memoria las Ordenanzas Militares! Y
se complace observando cómo el sol hila sutilísimos alcatifes sobre los ladrillos.
A cosa de las ocho, un ayudante le introduce el desayuno, y se marcha sin pasar de los
buenos días. Antonio registra el pan: ¡nada! y por el pico de la cafetera comienza a apurar el
café. Se detiene, hay un obstáculo que represa el líquido; busca, en un papelito cuidadosamente doblado. En abriéndole lo pone al sol. Es letra de su mujer, y ávido lee: “Hay mucho
movimiento desde ayer tardecita. Mataron a Lilís en Moca”. De nuevo lee y relee; la noticia
le pasma. El pecho se le hincha, aspira con fuerza, la sangre circula vivaz. Bailaría de gozo.
Se frota las manos. Le parece que un puño invisible le ha roto el grillete, derruido las paredes. Se siente libre. Improviso arruga el ceño: “si fuese mentira”... y de súbito abate cabeza
y brazos. “Este hombre es muy marrajo, un engaño más no le importa, y es capaz de fingir
su propia muerte para averiguar quiénes se alegran”. “¡Caramba, pero eso sería demasiado
fúnebre!”. ¿Cómo vencer las dudas?, ¿saberlo todo?, ¿dónde y quién le dio muerte? Y su
imaginación concede al desconocido las virtudes creadoras de los héroes.
Nunca le ha parecido tan lento el ritmo de las horas, ni tan insoportable la pesadumbre
del silencio. Leer, ¡imposible! Va del ventanillo al mecedor. En el patio sigue el trasiego. Las
tropas están acuarteladas, la guardia de prevención reforzada. Se acuesta. El isócrono tronar
del cañón interrumpe sus cavilaciones.
A mediodía, con el almuerzo, entra el alcaide. En viéndole, estalla:
—¿Cómo está papá Quin?, ¿qué hay de nuevo?
—El desmandingue, amigo.
El viejo se desploma sobre el mecedor. Antonio, sin cuidarse de la cantina, insiste:
—¿Pero qué es?
—Qué va a ser, que lo mataron ayer de tardecita.
—¿A quién?
—Al Generai.
—¿En dónde?, ¿quién?
—En Moca, carijo, un hijo de Memé Cáceres y otros.
—¿Pero es verdad?
—Hombre, sí.
—¿Y los capturaron?
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
—No, que va; cogieron el monte... pero los pecharán, aunque el monte sea más grande
que la iglesia.
Antonio, las pupilas brillantes, la boca húmeda, las manos azogadas, exulta.
—¡Al fin... al fin!
—No te alegre; mira que ese hombre va a ser mucha falta pa toos.
—No crea eso, alégrese usted también, que ahora vamos a tener derechos, libertad.
—No creas todo monderó, eso es palucha; Lilís ha sido un padre para nosotros, y a este
país no va a haber quien lo gobierne. Tú no conoces la gente.
—No, no, verá usted como habrá más prosperidad; Lilís ha sido un tirano y no otra cosa,
que los ha explotado a todos ustedes.
—Así será, pero yo “visto y después Lisboa” –y el viejo se golpea con fuerza las rodillas.
—¿Y usted no me decía que Lilís estaba untado, que no le entraban balas?
—Ello... así decían.
—Y usted cree que está muerto de verdad, ¿verdad?
—Ello...
Y el alcaide, confuso, se rasca la cabeza en la cual bullen dudas.
El rosario de las horas es interminable para el preso; un día sigue a otro, y componen
una semana; las conversaciones con el alcaide, los mensajes clandestinos de su esposa, a
veces dentro de una arepita frita, de un dulce, o escritos en el fondo ahumado de la cafetera
con un alfiler, exacerban su impaciencia. A retazos sabe que los matadores de Lilís escapan
a la persecución; que en la frontera noroeste hay gente en armas. Ha visto desfilar fuerzas
del Batallón Pacificador, con la trazada terciada, parque y un cañoncito. En la calle, en la
mansión vecina, en el cuartel, el tejemaneje de militares y civiles denuncia la agitación
exterior, y él está retenido allí, fastidiado, inútil, en instante tan propicio a su energía. El
alcaide sólo suelta noticias vagas, pero se ha suavizado. Antonio, en los mediodías continúa
su prédica, ponderándole las libertades que ahora disfrutarán todos, el bienestar del país.
Y el viejo replica:
—Muchacho, tú no conoces esta tierra. Eso no pué sé. Eso está mu bueno en los papeles,
que aguantan too; pero yo te digo, “no creas too, no creas too”.
Mientras tanto, le quita los grillos, registra menos la comida y se hace más comunicativo.
Una tarde, cuando el tedio de la expectación se trueca en pesimismo, se abre la puerta,
y en su marco aparece la figura parisiense de Arturo Aybar.
Antonio le observa de arriba abajo y exclama:
—¿Pero eres tú?
—Sí, el mismo que viste y calza.
Y se estrechan en un abrazo afectuoso.
—¿Has venido a visitarme?
—No, chico, preso también.
—¿Tú, pero no eres de la situación?
—Sí y no; ya verás.
—Cuenta, cuenta.
Y siéntase el uno en el catre y el otro en el mecedor, Arturo Aybar después de carraspear
para limpiarse la garganta, y de estirarse los puños de la camisa, comienza su peroración:
—Recordarás que cuando me convencí de la inutilidad de las revoluciones contra el
poder de Lilís, y Enriquito nos invitó a ti, a mí y a unos cuantos más...
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
—Yo me negué.
—Sí, no te satisfizo la oferta; pero no me interrumpas.
—Pues bien, yo acepté, porque convencido de que cambiando elementos gastados y malos
por nuevos y buenos, se mejoraba indudablemente, y además que yo no servía a Lilís, sino
al país. Al efecto fui nombrado cónsul general en París. Hace un mes más o menos regresé,
llamado por el presidente, y héteme aquí.
—¿Pero por qué te prenden?
—A eso voy. El Gobierno es una olla de grillos, cada uno de los jefes tira de la manta
con el propósito de empuñar la herencia de Heureaux. Los que operan en el Cibao piden
dinero y armas; pero los que mangonean aquí no aflojan, porque temen el encubrimiento de
aquéllos, y el Gobierno está dividido por dos tendencias; sostiene la una, la pura doctrina
lilisiaca: el chicote; y la otra propende a la evolución en sentido liberal, civilista y Manolao,
que en cincuenta años de vida pública jamás ha caído, rompe el equilibrio, ladeándose a
la izquierda. Mientras tanto, los mozos de Moca triunfan, aunque tienen detrás fuerzas
numerosas, y ayer no más han cogido a San Francisco de Macorís, y en la Línea se pelea; la
revolución tiene a Juan Calvo... Esto gotea como los guineos maduros.
—Bueno, ¿y tu prisión?
—Ya llegamos. Como comprenderás, fiel a mis convicciones y a mi historia, he apoyado la evolución para ir preparando el terreno, e inicié la lucha con un artículo en favor del
Manifiesto de Manolao; me movía para ligar los jóvenes; pero Loló ha dado un batutazo y
me zampa en la cárcel para demostrar que es más fuerte que Enriquito. Pero en la bajaíta lo
espero, ahí vienen, y a paso de carga, los de Moca.
—¿Y cómo y quiénes mataron al negro?
—Un momento. ¡Caray, qué calor!
Y Arturo se desviste, colocando en el catre las ropas cuidadosamente dobladas. Una vez
en paños menores, narra:
—Hay varias versiones, pues cada uno relata a su acomodo: pero esta mía es el evangelio, porque la tengo de muy buena tinta, por gente de adentro. Verás: Horacio Vázquez
propuso esperar a Lilís en el camino con un grupo igual al que le acompañara, y atacarlo;
eso hubiera sido muy caballeresco, pero muy fácilmente Lilís habría escapado. Mon Cáceres rechazó el plan, como antes todo proyecto de revolución, y con razón porque Lilís
era invencible. La culebra se mata por la cabeza. ¿Y quién se atreve? Y Mon tomó para
sí la empresa en la cual habían de colaborar otros muchachos. Lilís sabía desde La Vega
que algo serio se tramaba, y sin embargo, despachó el Estado Mayor por delante para
Santiago, y se quedó solo con un oficial y el Secretario para seguir aquella misma tarde. A
los conjurados ya les arreglarían las cuentas, según sus órdenes, las autoridades locales.
¿Tú conoces a Moca?
—No.
—Bueno, pues fíjate bien. El almacén de los Lara forma esquina; a una calle de la tienda,
que también tiene puerta a la otra, en la que están las oficinas, y como la casa es la última de
la calle transversal, detrás de ella hay una barranca, y una guásima, en cuyo tronco amarró
Mon Cáceres su caballo. No olvides ese detalle. Lilís estaba sentado en la acera, en la puerta
de la oficina, de espalda al árbol, con botas y espuelas calzadas, hablando con don Jacobo.
Como oyera en la tienda la voz de Mon Cáceres, a quien hubo de conocer la noche antes en
el Club, preguntó; “¿Qué hace ahí ese joven Cáceres?”, y en el acto, vio a Mon enfrentársele,
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
en la diestra un revólver y en la siniestra una daga. Mon es alto, hercúleo, buen tirador y
gran jinete. Lilís se irguió. El primer tiro, dicen que se lo dio por la espalda Jacobito de Lara
que salió por la puerta del patio. Mon estuvo siempre frente a frente a Lilís, quien tomó
el revólver que llevaba en bolsillo trasero del pantalón con la izquierda, y pasándolo a la
manca hizo un disparo. Avanzaba increpándole, y con el panamá le hacía visajes de brujo,
retrocediendo cuando Mon le amagaba con el puñal. El último disparo fue a quemarropa,
apoyado el cañón en la boca, así se ve en la fotografía del cadáver, el bembe chamuscado y
tumefacto. Otros dispararon; pero la verdad es que cuando el lance se trabó, se quedaron
sólo Lilís y Mon, como dos gallos. Dicen unos que Lilís mató a un viejo limosnero al cual
rato antes le había regalado una papeleta de cinco pesos; otros que fue Pablito Arnaud que
hacía fuego desde la esquina. Mon, cuando al fin cayó Lilís, cargó de nuevo el revólver, le
examinó para cerciorarse de que estaba bien muerto. ¡Le parecía mentira! Y saltó sobre el
caballo y escapó con Pablito a grupas. Al aplicar la espuela con fuerza la enterró en el hijar,
y como se desangraba tuvo que abandonarlo en Estancia Nueva.
El cadáver quedó tendido en la calle, sin que nadie se acercara. El oficial que le acompañaba acudió a los tiros; pero le cerró el paso Manuel, un hermano de Cáceres, y se batieron.
Aún caído, Lilís infundía pavor, y a Mon mismo debió de asombrarle aquel hombre que
acometía impávido a pesar del plomo que le destrozaba el pecho. ¡Qué toro!
—Era valiente; pero tenía que ser: entre él y la sociedad había pactado un duelo a
muerte.
—Óyeme. Ahora todos encuentran la hazaña fácil, y despídete de los que la pensaron,
y más aún, le esperaron más de una vez, escapándosele de milagro.
—¡Ah! eso ya lo supongo; pero ese Mon es un héroe epónimo, y qué ganas tengo de
darle un abrazo.
—Sí; también su responsabilidad es grave, y hasta ahora la carga es para él, pues los
otros se sacuden.
—Mejor, la gloria será toda suya.
—Sí, aunque lo malo es que en este caso la gloria cae dentro del Código.
—Es verdad, dura lex sed lex. Sin embargo, el matador de Lilís es un libertador, ha hecho
servicio eminente al país...
A Arturo le mandan las comidas del Hotel, un azafate bien surtido dos veces al día, y
un desayuno suculento. El aburrimiento de Antonio se disipa; ya puede seguir el curso de
los acontecimientos; comentan y discuten; las noticias de los éxitos de la revolución o la
varadura del crucero Restauración en las patas de ñame, del puerto de San Pedro de Macorís,
ponen entre ambos barricadas. Antonio estalla:
—¡Hay que acabar con el lilisismo! Es obra gigantesca, lo comprendo, pero sólo así se
salvará el país.
—Pero chico –replica Arturo–, y ¿quiénes son los aptos para esa empresa? ¿Quiénes los
puros? Si el que más o el que menos tuvo que hacer con él: unos directamente, otros por
trasmano; lo que importa es restablecer el orden y administrar.
—¿Cómo? ¡Ah! de modo que vamos a seguir por el mismo camino, a olvidar culpas; no,
no aflijas. Hay que sanear por el hierro y por el fuego. Al que no quiera lo haremos digno
y libre a la trágala.
—Oye, Antonio, así pensaba yo, no lo ignoras, hasta que los tropezones me hicieron
levantar los pies y mirar hacia el suelo. Los intereses creados son mayores de lo que te
97
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
figuras. Los revolucionarios necesitan a los gobiernistas, y a esta hora ya se está tramando
una malla impenetrable para los intransigentes como tú.
—Tú hablas así porque te conviene.
—¡Ah!... ¿pero tú crees que le temo a los que vienen? No, hombre, si cuando lleguen
a Palacio, se cuidarán de buscar a los prácticos para que los ayuden. Échale agua al vino;
acuérdate de que has pasado muchas crujías y prepárate al desquite.
—No me importa, aspiro a que gobiernen los honrados.
—¿Pero cuáles son?… media docena. Lo primero es el orden, y ése será el fruto de la
transigencia, si no, tendremos jandinga para rato.
—¿Y el pueblo? ¿Acaso no apoyará a los que le han librado de la tiranía?
—Estás repitiendo, palabra por palabra, lo que yo decía hace años, cuando era un iluso.
Créeme, el pueblo en este país baila al son que le toquen, y si le apalean, pe bu, silencio; y así
será mientras no lo eduquemos cívicamente, tarea que requiere tiempo y paz.
—¡Pues estamos frescos! Con esa cantaleta nos jeringan desde el 44.
—Sí, compadre, ésa es la realidad, aunque te contraríe. Oye mi consejo: consigue un
Consulado y vete al extranjero. Como tú, yo encontraba pésimo cuanto hacía el Gobierno, y
a nuestra Capital fea y fastidiosa, y hoy después de conocer a Nueva York y a París, te juro
que no somos tan malos y que abundan bellezas junto a las cuales pasamos indiferentes.
Una cosa son las teorías en los libros y otra la acción, y cuando hayas contemplado, por
ejemplo, desde el Puente Viejo a media noche a Notre Dame, la luna entre las dos torres o al
Sena lamiendo el Louvre que la luz matiza, aprenderás a sentir la voluptuosidad de nuestro
ambiente y a descubrir las sensaciones estéticas contenidas en los arcaicos sillares de La
Primada, como dice don Fellé. ¿Has visitado de noche las ruinas del Alcázar de los Colón?
—No me vengas con esas filfas, que tú sabes bien que yo tengo razón, y no se mezclan
impunemente las manzanas buenas con las podridas. Al grito de abajo el lilisismo, limpiaremos la República.
—Bueno, así será; pero sigue mi consejo, sal por la boca del Ozama.
Y Arturo balanceándose en el mecedor o recorriendo la celda, expone las visiones tentadoras de París, la alegría del Barrio Latino, en donde la primavera resta gravedad a la
Ciencia; Montmartre, panido; bajo las aspas rojas del simbólico Molino, que exprime tantas
vidas; el Bulevar, y también las cátedras, y las bibliotecas, y los museos, y el gran mercado,
y las alcantarillas, concluyendo:
—¡Qué escuela!, frére; la Virtud y el Vicio comparten aquel reino encantado, y la voz de
los sabios y las risas de las cocottes se armonizan seductoras. Y óyelo bien: nunca apreciarás
el valor de sus teorías en nuestro ambiente encendido. La realidad, la verás desnuda, tal
cual es, a través de una copa de champaña, en compañía de una griseta, en un café de la
plaza de la Sorbona.
—¡Nunca! La verdad es una, aquí o allá, y porque amo la libertad lucho para que rija
nuestra vida.
Y Antonio, en calzoncillos, señala a su contrincante un muro del calabozo.
—Lee esos versos de Zenea, los escribió la mano viril de otro intransigente como yo, y
si la realidad es la que pintas, yo repetiré con el poeta:
Tengo el alma, Señor, adolorida
Por unas penas que no tienen nombres,
98
tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
Y no me culpes, no, porque te pida,
Otra patria, otro siglo y otros hombres.
Que aquella edad con que soñé no asoma,
Con mi país de promisión no acierto,
Mis tiempos son los de la antigua Roma,
Y mis hermanos con la Grecia han muerto...
Y Arturo corea el arrebato lírico con una risotada, rematándola con el refrán popular:
—¡Ay, Nana!
XI
En aquellos días caniculares, los dos presos, trasladados por el alcaide, a quien los éxitos
de la revolución han amansado, al salón, el mayor de los departamentos de la torre, cuyas
ventanas miran al patio de la Fortaleza, al río y al interior de la mazmorra, se aburren, languidecen. En las mañanas y tardes, un par de horas les distraen las evoluciones de los soldados,
que a la voz de uno, dos, repiten durante los cuatro años del enganche los mismos ejercicios,
y que a la postre, a fuerza de planazos y constancia de los instructores, llegan hasta desfilar,
sin marcialidad, en columna de honor, los aniversarios patrios, por delante de la mansión
presidencial, y a seguir a paso lento, arma terciada, las procesiones religiosas. ¡Pobres soldados
de una democracia! La injusticia les recluta entre la hez urbana y la gente moza campesina,
que no compra a tiempo la autoridad local con potranca fina u onza pelucona, de esas con
la efigie del rey Carlos IV, que la avaricia entierra. Mientras visten el uniforme de dril azul,
son mal pagados, duermen en duros camastros, sufren la horrible tortura del zapato, jamás
apropiado a sus pies; les apalean y si desertan, les fusilan. Por las calles, carabina al brazo,
custodian las yuntas de penados que arrastran la cadena, limpian las vías o trabajan en las
edificaciones de los magnates, y en las horas francas, hacen oficio de mandaderos, y en la
primas noches, el kepis ladeado hacia la oreja, balanceándose sobre las piernas abiertas
esperan en las esquinas el condumio con que les regala la criada corteja.
Después del toque de paseo, Antonio y Arturo matan el tiempo jugando a la brisca o al
tute; leen o disputan acerca de las últimas noticias. Ninguna idea les concierta encerrándose con frecuencia en silencio hostil. Antonio pasea a zancadas a lo largo de la estancia, las
manos atrás, y Arturo, amodorrado en el mecedor, cuenta las rejas, y si la brisa refresca un
tanto, monologa.
Se conocieron en los bancos de San Luis Gonzaga, estudiaron en los mismos libros,
jugaron juntos, y desde entonces datan sus divergencias. A la verdad, aquella no era una
escuela, pues no modelaba los espíritus, haciéndolos semejantes. De niños las dirimían a
puñetazos, ahora con palabras a veces agresivas. Arturo recuerda con cierta ternura la última
vez que riñeron, ya adolescentes, por un quítame allá esas pajas, de noche, en la Plazuela de
los Curas: revolcándose, se arañaron, pegaron y mordieron, y enseguida, jadeantes, se dieron
las manos, y sacudiéndose mutuamente los trajes empolvados, fueron a calmar la calentura
con sendos helados en el café La Diana. El odio a la tiranía los unió, tuvieron los mismos
ensueños; pero el uno más astuto y frío, aprovechóse del impulso ingenuo del otro.
Arturo, que se acusa de tal pecado, reconoce y admira, él que tuvo puesto en la mesa
del festín, la fiereza con que Portocarrero se ha estrellado contra la tremenda realidad, sin
miedo ni fatiga. Es como un dardo: ciego, hiere o se quiebra. Cree que su misión es combatir,
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
exterminar, y ataca sin mirar a su alrededor; no conoce los hombres y acepta con la mayor
candidez que la tiranía desaparece con Lilís. Y como él tantos otros, que se dicen intelectuales,
porque poseen título académico, o son lectores de novelas, o empollan de año en año un
articulejo, o hacen frases y chistes más o menos ingeniosos en los corrillos. Sí, de pipiripao,
nunca supieron el dolor que cuesta alumbrar una idea. Para ellos, no es por cierto el consejo
virgiliano: cuida el árbol para que tus nietos recojan los frutos.
Con la perspicacia de los ojos que vuelven a ver, y que por tanto pueden aislar seres
y cosas, observándolos por los cuatro lados, Arturo registra ayer y hoy en busca de un
hilo para guiarse mañana. La tiranía de Heureaux, se dice, no ha sido adventicia, como
Antonio y muchos piensan. No. Los veintidós años de dominación haitiana disgregaron
las castas coloniales y fueron los restos de éstas los que dieron molde a las dos facciones
contendientes en la Primera República. Caudillos y huestes concordaban; las pasiones eran
sinceras, comunes; de ahí el fervor, la abnegación y la implacable saña de sus bregas. En
Santana predomina el instinto, en Báez el intelecto; pero ambos llegan a su hora. Con la
levadura de los restauradores triunfantes de España, adviene un factor nuevo. Los hombres tienen prisa de gozar; la disciplina social desaparece; las clases se mezclan; el peculado asoma. El baecismo sobreviviente, impera con más vigor que antes frente a los azules,
quienes, por sentimentales, no se concilian en una sola aspiración bajo un jefe único, y a la
postre, contagian al adversario. Fragmentados ambos, rotos los ídolos, se inicia la era de
los caudillejos ignorantes, sanguinarios; las regiones se imponen, las figuras efímeras se
suceden en Palacio, y en tal ambiente de asonadas, fusilamientos y asesinatos, se destacan
un austero ideólogo, una mente patricia caída en la dictadura y un poeta epicúreo, hasta
que la anarquía engendra a Heureaux, cuya voluntad suma todas las ajenas dispersas, y
cercenando cabezas, estudiando los hombres y sus flaquezas, mete al país en el puño de
su diestra manca. Pero como a su sombra maléfica no ha creado ni una oligarquía vigorosa
ni una conciencia nacional, tornamos a las andadas, a los pronunciamientos, a los golpes
de estado, a los gobiernos estériles. La exaltación revolucionaria presumió sin género de
duda, que basta vitorear la libertad para alcanzarla, y encumbrará un civil, un hombre de
levita, o un novel general enamorado de las doctrinas de Hostos, que no comprende, y las
mismas manos lo derribarán al día siguiente.
¿En dónde el corazón que nos nutra con su sangre generosa? ¿En cuál cerebro anida el
pensamiento mentor? ¿Los viejos? Uno, dos, tal vez cuatro; pero no, encastillados en sus
virtudes, satisfechos de lo que han sido, inexorables en el juicio, permanecerán aislados,
respetados, no queridos, temidos más bien; son demasiado honrados para algunos, troncos
sin savia para otros. Como el griego, apurarían la cicuta sin temblar; mas no sabrían encontrar el ritmo de la vida en la cabellera del discípulo juvenil. Y sin embargo, la ocasión es de
perlas. ¡Quién se atreviera!
El diablillo del orgullo le tienta. La empresa es hermosa. Expulsar de sí al sibarita que se
place en la lectura de libros bien impresos, en la hembra entre encajes y perfumes, en la mesa
rica, en el vino añejo, en la cama mullida, en la obra de arte; bajar de la torre de marfil a la
arena, ser un hombre como los otros; amar, odiar, dar y recibir golpes; atisbar en las almas,
decir la palabra que alienta, redime, consuela o fulmina; sacrificarse por una idea, vencer,
triunfar. El laurel... ¡pero qué va!; los capitaleños se reirían de él, aquí no será profeta uno
a quien han visto en mamelucos volando chichiguas. No, de los campos cultivados vendrá el
varón fuerte, que tenga, como quería el florentino, de la raposa y del león...
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
—Oye, Arturo, esta frase es de Castelar.
—Déjate de pamplinas. Más te importa leer a Maquiavelo y estudiar a Lilís.
Y de un salto, Arturo se planta en una de las ventanas orientales.
En la anafaga del río expira la tarde. Del corral de los criminales suben ruidos de cacharros, de cadenas, acres vozarrones de bestias en brama. Los hombres, medio desnudos,
duermen en calabozos infectos, padecen hambre, miseria del cuerpo y del alma, acoplamientos infames; el capricho aparea el asesino con el ratero; la existencia es la más dura condena,
así la arriesgan frente a los fusiles de los cabos de vara al primer descuido, o salvando el
muro y las rocas, sin temer a los dientes de los tiburones ni el mar, vadean la ría; y cuando,
por merced arbitraria o por la de su arrojo, a espaldas de la ley se libertan, esparcen tales
miasmas por los campos.
Del antro asciende una voz fresca que entona una canción penetrante, sugestiva, la
misma que a la vera de las rejas sollozan las guitarras a la luz de la luna; pétalo, ala, la letra
vulgar conmueve acercando los hombres a través de los gruesos muros, destila una lágrima
de las piedras siniestras:
Símbolo de mi amor
Inmenso y triste
Guardo el blanco pañuelo…

Las cinco de la tarde.
Antonio baja a saltos los escalones de piedra y atraviesa como una flecha el patio hasta
ganar la puerta. ¡En libertad al fin! Tiene alas en los pies. En la calle esperábanle dos amigos
en un coche. Por el trayecto hasta su casa le enteran del acontecimiento del día, la renuncia
del presidente Figuereo, y de que la revolución que avanza por el norte y el este, toca ya con
las culatas de sus fusiles a las puertas de la Capital. Pero ésta no debe permanecer inerte,
es preciso dar un golpe y derribar el Ministerio que asume el Poder Ejecutivo. Y esta noche
será. Hay, pues, que apresurarse; Antonio acoge el proyecto con fruición. Sí, naturalmente,
¿cómo es posible que la victoria sea íntegra para cibaeños y seibanos? No, ha de ser de todos.
El pronunciamiento se impone, y de una vez. Manos a la obra.
Por las calles del tránsito, desde las puertas y aceras le saludan, efusivos, vecinos y
transeúntes. Él lee en todas las pupilas un acuerdo tácito. Cuando el coche desemboca por
la esquina próxima a su casa, sujetándose a la puerta, temblequeante, se empina el hijo, que
aulla, amá, apá. Le ha anunciado, y una impresión, mezcla de alegría y tristeza, le oprime.
¡Cómo ha crecido! Antonio le carga en vilo y entra con él en la casa. Un abrazo los confunde
a los tres. El contento se pinta en los rostros familiares. ¡Caramba, ya era tiempo! Y ahora ¡a
triunfar, a realizar los sueños! Le hacen coro; pero a qué remover las penas del cautiverio,
lo que importa es el porvenir que empezará dentro de dos o tres horas.
Y Antonio abraza con fuerza afectiva, que promete días de prosperidad, de dicha. La
cuñada, jubilosa, le presenta un gran plato de natillas con sus iniciales en canela espolvoreada, que saborea en compañía de los amigos. El hechizo del ambiente le encadena; pero
hay que arrancarse de allí, la palestra lo espera.
Los ojos de la mujercita reflejan inquietud resignada, y cuando se dispone a salir, ella le
acompaña hasta el umbral, y con voz insinuante pregunta:
101
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
—¿A qué hora vuelves a cenar?
—No sé, no me esperes; pero no tengas cuidado –y en la oreja siembra el secreto, fecundándolo con un beso.
Desde las siete de la noche en el Parque Colón nótase la presencia de corrillos y el ir
y venir de gente moza armada. Algunos han vestido chamarra de dril; otros, de bombito y
saqué cola de pato, embrazan larga carabina y cruzan el pecho la cartuchera repleta, y no
falta quien se tercie el machete de cabo.
Aunque el nuevo Gobernador simpatiza con la revolución conviene pronunciar la capital,
echar por tierra el Ministerio, porque, ¿quién quita?... Se cuentan entre sí los comprometidos.
Antonio, abrazado, felicitado, va de aquí para allá, cuchicheando, concertando pareceres.
¡Abajo el Ministerio!, grita una voz, y a su impulso el grupo se dirige por la calle de El Conde
a la Gobernación de la Provincia, y sin que la Policía, cuyo cuartel está en la planta baja, les
moleste, escaleras arriba gana el despacho del Gobernador. ¡Viva la revolución! ¡Muera el
tirano!... Un bastón de ébano fracasa el cristal del retrato ecuestre de Lilís. Descuélganlo, y
manos y pies le hacen trizas.
La fogosidad los ciega y los concita. El contentamiento los impele, y se echan de nuevo
a la calle. Hay que galvanizar la ciudad. Un chalet que irradia luz por sus cristales atrae las
miradas. Pedrada certera rompe una vidriera, y otra, y ciento, hacen añicos las ventanas. El
objetivo de la épica jornada ha sido descubierto; sí, el enemigo se esconde en las casas, edificadas con el oro del pueblo: tiembla entre su lujo. ¡Pues, sus a él! Y las piedras golpean las
mansiones de los engrandecidos. El grupo, inflamado, acusa lapidando. En cada calle erige
un pretorio. Una voz apunta: “¡a donde Manolao; sí, con él!…”. Pero otra detiene el coraje,
reflexiva: “hay que tomar precauciones, tiene azuanos armados en su casa”. ¡Es verdad! Y
la multitud piensa que sería inútil manchar con sangre tal proeza cívica, y recuerda que el
general Figuereo ha renunciado al poder. ¡Ese rasgo merece más respeto que los fusiles de
sus azuanos! Y los gritos llevan el ardimiento de la pasión regeneradora a los habitantes de
La Primada, que se están quedos y a cal y canto, mientras ellos les devuelven el bien sumo
de la libertad.
El pronunciamiento culmina en una Junta Gubernativa, uno de cuyos miembros perteneció al Ejecutivo derrocado, y el grupo se disuelve, roncas las gargantas, desmayados los
brazos, los unos a montar guardia en la Gobernación –es necesario estar alerta, los caídos
pueden reaccionar–, los otros a relatar los hechos, a repartir desde ya la parte que a cada cual
corresponde, en el Casino o en el Club Unión, en donde el ministro de Relaciones Exteriores
entretiene un coro con su charla amena.
Antonio rehúsa la botella de cerveza fría con que le invita un su correligionario, y, a
pesar del triunfo, toma camino de su casa, presa de vago malestar.
XII
Muy de mañana, Antonio, dejando el lecho, empierna unos pantalones remendados, y,
en camisilla, los pies desnudos en holgados chanclos, toalla al hombro, baja del piso alto, en
el cual están la sala y los dormitorios, a la planta terrera, compuesta de zaguán, comedor,
cocina y cuarto de baño. Provisto de un vaso, lo llena en el tinajero y asomándose por la
ventana de la cocina, se enjuaga la boca gargarizando, se frota los dientes con el índice a
guisa de cepillo, y escupe las bocanadas al patio. Luego se sienta en la clásica sillita criolla
a esperar el café, cuyas borras hierven, cantarinas, en anafe cerca de la puerta.
102
tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
La suegra preside en el ámbito, flaca, cetrina la rugosa piel de trigueña; un pañuelito
blanco anudado en el occipucio, la protege de resfriados, y con ademán cordial le alarga el
pozuelo de café tinto, caliente y aromoso. Mientras lo paladea a sorbitos, Antonio examina
la estancia. Dos puertas la comunican con el comedor y el patio, una ventana lateral se abre
sobre éste, y alta claraboya mira al colindante. En la pared del fondo, el aparador de pino,
en cuyos tramos escurren boca abajo la loza a flores, recién fregada, las ollas vidriadas y las
pulidas cucharas de higüero. Al lado, en la mesa cuadrilonga, de la misma madera añosa revelando la frecuencia con que el cuchillo raspa las manchas que la afrentan, reposan recostadas
en el muro, las pailas estañadas de hacer dulces, el almirez de piedra y la hachuela de picar
carne, el frasco de bija con su muñequita, la higüerita con la sal, cuchillos, tenazas, macetas,
bolillos, machetes y otros enseres; debajo de la misma, el pilón de algarrobo de moler café
y rajas de cuaba para juntar candela. En un ángulo, el barril del carbón; entre la ventana y
la puerta del patio, tiene su sede el fogón: hasta cinco anafes de hierro de diversos tamaños
asentados en poyo de mampostería, y detrás de éstos, en fila, reclinados en el tabique, los
calderos. De un clavo cuelgan colador de metal, espumadera y guayo.
En el umbral de la puerta del patio, la señora en cuclillas, despercude cacharros, faena
que abandona para preparar el café de los madrugadores o cuando en el portal suenan la
tapa de latón del panadero o las vasijas de la leche. Entonces se escucha su voz que cuenta:
“uno, dos, tres” y reclama, “cambíame ese mollete que es de ayer”, y “éste que está blandito
como barriga de viejo” o “llene bien la medida”, o “esta leche está bautizada y se le ve el
azul de la batata”. “Eso no es tener conciencia”.
Antonio, después de sorber la última gota azucarada, sale al patio y lo revisa con mirada
curiosa. Todo está igual. No; ha envejecido también. Es un cuadrilátero, plantado de árboles,
cerrado por tres tapias erizadas de fondos de botellas que lo guardan de los rateros. En uno
de los extremos medra un humilde jardincillo. La mitad la ocupa el gallinero, cercado de
cañas de Castilla atadas con tiras de yagua, en el cual ponen y enclocan al amor de un gallo
una docena de gallinas, que es fuerza mantener con las alas cortadas. Un limoncillo las ampara del sol con sus ramas, y un cocotero, cuyo tronco forma un codo, brinda tribuna a sus
estrepitosos cacareos; un casco de tinaja de hierro, el bebedero. Antonio observa complacido
una blanca pollona moñuda, que en un pie, en el borde de aquél, se mira coqueta en el agua
y lustra con el pico las plumas pectorales. El sultán engalla la cresta cárdena.
En el jardincillo, entre arriates de caracoles marinos, enfloran mosquetas y cienhojas,
espiga el llantén y brilla el terciopelo de la yerba buena. Hay también hinojo, salvia y zábila,
ruda y albahaca, y túa-túa cuyas hojas purgan arrancadas hacia abajo, según decir, y hacia
arriba son eméticas, concuérdase el placer estético con la utilidad de la medicina casera. En
cajoncitos, un geranio escarlata y un clavel de olor, defendidos de la adefagia de las lagartijas
por cascaras de huevos enhiestas en varillas de coco.
En uno de los ángulos, en cuartucho cobijado de cinc, está el retrete, que infesta el recinto y hasta la misma casa. Aquí y allá, restando dominio al sol, naranjos, guanábanos y
limoneros, y por encima de la pared medianera extiende el ancho abanico de sus hojas y
carga las hermosas esmeraldas peludas de sus mazorcas un pan de fruta, que regala con su
sombra el lavadero: una batea de roble sobre un barril vacío, tres piedras carbonizadas y
la lata de lejía. De tapia a tapia y de árbol a árbol, dividen el espacio los cordeles de tender
la ropa. En la opuesta esquina asienta sus reales el pozo, que surte agua fresca a dos casas.
Musgo fino tapiza el brocal de piedra, y de la boca surgen graciosos helechos.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Antonio, asida por la abrazadera la lata que fue de manteca, se allega a él. En el seno
profundo espejea la líquida pupila, de la cual afirma la conseja popular que, el día de San
Juan, las muchachas casaderas que se asomen ven retratado el futuro, aquel cuyo nombre
será el mismo del primer pordiosero que en tal día haya tocado a su puerta. La mirada escruta la pétrea garganta cavernosa, y el húmedo vaho le penetra. Bienhechora sensación de
calma y de poesía le acaricia. El claro ojo le fascina. Se aparta, de súbito, sustrayéndose a un
pensamiento: ¡sería tan fácil acabar, dormir para siempre, en la paz de lo hondo del pozo!
Rocía el carrillo para que no chirríe, y echa el recado, soga de majagua con dos bambúes. Y del
pretil al baño acarrea el agua. En el silencio se escucha el raudal vertiéndose en la batea.
En el baño, Antonio, boca arriba, las piernas encorvadas, el tronco sumergido hasta la
nuca, goza de la impresión voluptuosa del agua fría. Burbujas le cosquillean por la espalda.
¡Qué delicia! Y pensar que más de un año estuvo privado de ella. Sentado, mientras se estruja
la piel hasta enrojecerla y se enjabona copiosamente, dice para sus adentros: “no importa lo
que cueste, es urgente que el Homenaje no sea en lo adelante el domicilio de los dominicanos
que piensen en voz alta contra el Gobierno, y es necesario también que ésta sea la última
revolución”, enfrascándose en sus planes de sanear, libertar y restaurar el país.
Con la higüera se empapa la cabeza.
Cuando, de regreso a su cuarto atraviesa por la cocina, la leche que hierve forma una
cúpula de nata y se derrama sobre las brasas. La suegra acude presurosa, la trasiega repetidas veces para enfriarla. Antonio se detiene, le interesan estas faenas domésticas, en las
cuales descubre la belleza sencilla, y sigue unos instantes el curso del lácteo chorro. Sube
las escaleras ágilmente.
En su cuarto encuentra ya lista sobre la cama y en el espaldar de una silla, las ropas,
repasadas por la mano amorosa de la mujercita, que está allí, rondando, para ayudarle a
vestirse. Le sujeta los pantalones, por los bajos, para que el pie entre recto, y avienta los
cabellos que han caído sobre la pechera. Antonio mata con la esperma de un cabo de vela el
filo del cuello para que las hilachas no le molesten ni el sudor lo ablande. Quiere una corbata
roja, expresión de su radicalismo, pero no la posee. Mas, Luisa acude a uno de los hermanos
y vuelve con una, flamante, encarnada; ella misma le hace el nudo, y empinándose al final,
le besa. ¡Cómo le ama y admira!
Antonio, parte el revólver S. and W., lo aceita, y cargándole lo vuelve a la canana colocada
en el costado izquierdo; ceñido el saqué se planta ante el espejo; las solapas caen bien, en la
espalda ni un pliegue. Está un poco estrecho, tanto mejor, así marca las líneas varoniles del
tórax, y si huele a bencina, ya cesará en cuanto le dé el aire. Cala hasta las cejas el sombrero
de yarey, de alas acanaladas, la copa circuida por cinta negra de dos dedos de ancho, y en
el bolsillo de pecho guarda el pañuelo de seda blanco perfumado de Y’lan Y’lan. Aún hay
más: dos pesos para los cigarrillos. Y en compañía de la esposa, haciendo molinetes con la
varita de corozo, baja al comedor, donde le espera un desayuno extraordinario.
El mantel de alemanisco azul, color encubridor, doblado en cuatro, está puesto en una
de las cabezas de la mesa de caoba, mueble secular. En un plato, huevo frito y media vara
de longaniza; un plátano maduro de los mentados dominicos de los campos de San Cristóbal,
asado con cáscara en la hornilla; un pocillo de leche, un pan de corteza dorada, y en un platillo,
medio de mantequilla. La habitación es adyacente al zaguán. La amueblan un tinajero de pino
pintado, base de la piedra musgosa que destila el agua gota a gota a la panzuda tinaja, estregada
a diario con estropajo de hojas de guayabo; un cajón alacenado con puertas de tela metálica, en
104
tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
el cual se guardan bajo llave la loza, las golosinas y el azúcar por temor a los muchachos; unas
perchas o cosa así, destinadas a las tablas para secar al sol los cajuiles y al mármol para estirar
y cortar los caramelos; baúles viejos, sobre los cuales atadijos de ropa recién almidonada.
En torno de la mesa la familia se sienta. El suegro, rechoncho, encorvado ligeramente, con
un reflejo de bondad en el rostro rasurado, ha vuelto del mercado a donde él mismo va con
la negrita sirvienta a hacer la compra. Todos interrogan, desean saber qué fue lo de anoche.
Antonio, entre bocado y bocado, relata el pronunciamiento. A la verdad, se siente mohíno,
aunque no lo confiesa, no está satisfecho. Él habría preferido una pelea, sangre, los culpables
colgados de los faroles, como tremenda lección; pero ¿cómo referir que las piedras vejaron a
quienes más de una vez han favorecido a la familia y a él mismo? Del embarazo le sacan tres
conmilitones que llegan presurosos. Vienen a buscarle. La cosa está que arde.
—Es necesario que nos reunamos enseguida para construir una Asociación Cívica, que
vele porque no se emplee a los lilisistas. No pediremos nada para nosotros, bien entendido;
pero que no se les dé a ellos, porque eso sería injusto, inmoral –dice uno.
—Lo que importa es abrir los ojos y no dormirse sobre los laureles, pues ya hay un complot para reaccionar; en él están metidos hasta el gollete los jefes de San Carlos y Pajarito, y
de momento rompen los tiros –noticia otro.
—Eso no lo logran, aunque yo sé que desde esta madrugada están sacando carabinas y
cápsulas; pero lo más gordo es que se están llevando el dinero de Palacio para sus casas; los
han visto con los claros del día, cargando sacos llenos en un coche –asegura el último.
Don Pedro los ha oído suspenso. El primero ha sido empleado de la tiranía hasta ayer;
el segundo, mozo inofensivo, pacífico, excelente bailador; y el tercero, ¡santo Dios! ¡qué
transformación tan rápida! de espía y alcahuete le reputaban...
El buen hombre les dice persuasivo:
—Vayan despacio, que hay mucha gente mala, y no deben creer sus intrigas. ¡Qué sacos
ni ocho cuartos, si en las cajas no hay más que papeles!
—¡No, don Pedro, usted es muy sano, esta gente es capaz de todo, nosotros los
conocemos!
—Vamos, que debemos impedirlo.
—Sí, lo primero es ir a la Gobernación para poner en cuenta a la Junta.
Y los cuatro salen a cumplir el arduo deber de salvaguardar la paz de la ciudad, los
dineros del Estado y los servicios públicos.
La magna lucha duró seis días, en los cuales la juventud, ojo avizor hacia San Carlos y
Pajarito, veló las armas. Por la Puerta del Conde seguían entrando los lecheros, y la vieja
barca cruzaba el río con los pasajeros trafagadores...
Se confeccionó una lista de candidatos a mejorar las instituciones desde las oficinas, y la
Junta forcejeaba, vigorizada por la intransigencia de una cabeza dantoniana, contra el asalto
de las pasiones irascibles y de los nuevos intereses voraces. Un día, el aire embalsamado
por las pomarrosas de las sabanas orientales, trajo nuevas explosivas: el jefe revolucionario
de esas provincias se proponía entrar en la capital, con su taifa de paso tardo, armada de
largos machetes y al hombro el saco de yute en que almacenan frutos y objetos realengos,
que no desamparan ni en las marchas penosas ni en las refriegas. La Junta se opone. Vale más
esperar a los del Cibao, que sea el triunfo uno solo. En las esquinas, en corrillos, o medio a
medio de las calles, los comentarios corren quemantes, manos inexpertas lubrican los fusiles
aún oxidados, y a los oídos de la gente moza las canas duchas insinúan:
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—¡Cuidado con los del Este, son matreros, ambiciosos y amigos de hacer coca! Acuérdense de Santana...
En la tarde del sexto día, por debajo del Baluarte del Conde, pasan los revolucionarios,
a lo largo de la empavesada calle de La Separación hasta La Fuerza. En el grupo de jinetes
que precede, las manos entusiastas señalan figuras conocidas: el Jefe, alto, cual tallado en
mármol, la negra barba en punta; Ramón Cáceres, el héroe, hermoso, jinete insigne, un tanto ladeado, la cara de risa, ¡homérica risa que durante doce años resonará preponderante
en la política nacional! Sobre sus cabezas caen pétalos, revuelan los aplausos y aletean las
aclamaciones. A su paso, mirando a los balcones engalanados, y a las que en ellos agitan
manos febriles, los mal intencionados murmuran: “¡son las mismas que bailaban con el
negrito!” y los rapazuelos callejeros, que enantes corrían tras los carruajes en los bautizos
rumbosos, tararean las canciones procaces, en las cuales la chusma ha sacudido el lodo de
sus chancletas sobre las faldas de seda.
Los soldados de la revolución desfilan, mirando el hembrerío de los balcones, con una
palmita de guáyiga en los sombreros rotos: es la divisa de las tropas que desde Santiago a
la capital cuentan en su jornada una sola baja: un oficial herido en un muslo por el cuchillo
con que hacía rajas una caña.
En los días siguientes, un nuevo espíritu animó la ciudad. Las serenatas a los triunfadores
sucedíanse por las calles, los discursos premiaban el esfuerzo de los caudillos. Cada plaza se
convirtió en sucursal del ágora, y la palabra meeting, importada por un negro autodidacto,
graduado de doctor en una Universidad del Norte, que pasea su vehemencia de chistera y
levita, cuyos faldones ahueca el viento, adhirió al vocabulario político. La juventud audaz,
encaramada en sillas claudicantes, derrama sobre el pueblo las doctrinas constitucionales
de Hostos. El ejemplo de los Estados Unidos y de Suiza se cita como meta de la democracia.
Eugenio Deschamps, recién llegado, lee las cuartillas de sus arengas, y restalla el látigo de
siete colas en su verbo indignado, rico en dicterios. Miguel A. Garrido, de gallardo talante,
enciende los cohetes de su prosa; Antonio Portocarrero desenvuelve como en un cinematógrafo las visiones de los doce años de tiranía, y gimiendo con los presos, hace sonar los
grilletes y saca de la tierra en que se pudren los cadáveres de las víctimas. Arturo Aybar
habla del orden, de la libertad, de la educación cívica, de la necesidad de que los hombres
idóneos gobiernen, y del olvido de lo pasado. Y el pueblo, borracho de palabras, palmotea.
Algún orador novel alude al sol y al cielo, otro hace cambiar las sonrisas que produjera
esta poesía, por un gesto de espanto, anunciando: ¡se maquina en la sombra!. Las miradas se
vuelven buscando a los impenitentes lilisistas, y las diestras apuñan bajo las chaquetas las
cachas de los revólveres. Los papeles impresos, con títulos alusivos, aumentan: las piedras
de la épica noche se han transformado en tipos de imprenta. Se elogia, se insulta. E1 ditirambo y la diatriba se codean, y al pie de los artículos se leen todos los signos del alfabeto
o seudónimos más o menos jacobinos. Se ha descubierto que existía una lista de puño y
letra del tirano, en la cual están anotados los que debían morir por el hierro de sus esbirros.
Todos están en la nómina, uno explica: “yo porque no le saludaba”, otro, “yo porque no le
quise aceptar un puesto”. En el Jordán de la Revolución zabullen todos, y limpios de culpas,
bregan por hacer la felicidad de la Patria.
Portocarrero está asombrado: nunca supo que tuviera tantos admiradores ni la tiranía
tales enemigos. En una asamblea lanza su candidatura a Diputado, que sus oyentes acogen
con aclamaciones, y levantándose el pantalón, exhibe la mordedura de los grillos, su mejor
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
título para legislar. La candidatura gana prosélitos. “¡Se lo merece y sabrá defender nuestros
derechos!”, dice la gente. Pero una noche, con gran sigilo, bajo un laurel del parque, un
compañero de la Asociación le confía que el Gobierno Provisional no le apoya, ni tampoco
el candidato a la presidencia.
—¡A mí! ¡Eso no es posible!
—Sí, a ti. Dicen que eres muy intransigente, que lo discutes todo, y no eres un hombre
práctico, ni tienes ideas gubernamentales.
Mas, el presidente futuro, en una conferencia, le contesta, diciéndole: “Necesito ese puesto
para una combinación; usted tendrá otro en mi Gobierno, distinguido y de confianza”.
A diario, la prensa registra nombramientos. En los bancos del parque se despelleja a
los agraciados. Ningún mérito se les reconoce. Vientos de fronda desmadejan el ramaje de
álamos y laureles. Los vencedores se dividen en dos grupos, igualmente istas, roídos de
ambiciones indiscretas. Algunos jefes lilisistas venidos de las provincias, pasean por las
calles, señalados a la burla pública desde los periódicos, con sus panamás alones. Cuando
la naciente oposición da en el blanco, la pasión grita en el parque: “Horacio está que trina,
dice que va a desenvainar el encabao y a entrar a planazo limpio a la Bandera Libre. ¡Usted
verá!”. En las palabras, en los pensamientos, en los actos, se advierte una sombra: Lilís. Se
le niega, se le abomina, se le combate; pero está presente, suena en todas las bocas y obsede
las imaginaciones. Es cátedra de política criolla; se repite: “él hacía esto así”, o “acuérdense
de Lilís que tenía experiencia y sabía en dónde apretaba el zapato”. Acusación o ejemplo,
domina, amenaza. Ese muerto gobierna.
Un día de noviembre, la levita inglesa abrochada, reluciente el parisiense sombrero de
copa, cruzado el pecho por la banda tricolor, el elegido jura la Primera Magistratura. El Metropolitano, bajo las naves de la Catedral, entona el Te Deum Laudamus. En la tarde, a son de
bando, en las esquinas alternas, se lee el Decreto presidencial nombrando el Gabinete. Cada
apellido que cae de los labios del pregonero es presa de las lenguas implacables. En los días
siguientes, los cibaeños retornan a sus lares, el Listín Diario continua publicando las listas
de nombramientos, y el Presidente, cuatro veces al día, a zancadas, atraviesa el Parque, un
cigarrillo en la boca, los faldones al aire, seguido de dos edecanes, de azul y oro. El pueblo,
en tanto, le pone motes chocarreros.
Antonio espera cada día, impaciente, la carta del Presidente anunciándole su puesto.
Los compañeros que ya alcanzaron su tajada en el botín, le aconsejan calma. “Don Juan –le
dicen–, habla siempre de ti con cariño, y está preparando una combinación. Ten paciencia”.
Arturo Aybar, ratificado en su Consulado en París, mientras prepara las maletas, enseña a
los contertulios del Club a descorchar las botellas de champaña, sin ruido y sin que el espumante vino se derrame. Los acreedores presintiendo el fracaso, asedian a Antonio: siempre
hay un cobrador de facción en la puerta; otros le asaltan en la calle. La suegra murmura, y
él nota un ardor de súplica en las pupilas de su esposa.
¿Qué hacer? De arriba, de abajo, hay algo que le repele. La palabra intransigente ha
sido escrita como un inri sobre su cruz. Los amigos le traen del Palacio consuelos: el majarete
cuajará. Los periódicos suelen publicar gacetillas, en las cuales se recoge el rumor: “se dice
que nuestro querido amigo, el brillante periodista Antonio Portocarrero, será nombrado
próximamente secretario de Estado de…”. En Palacio se le ha ido descartando poco a poco
de todos los cargos. Es un “espíritu de contradicción”, han sentenciado. “Tampoco es serio”,
agregan, “tiene muchos ingleses”.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Se rebela contra la sorda, mansa y taimada hostilidad ambiente. ¡Ah! el triunfo para
los otros, aun para sus propios contrarios, menos para él, condenado al dolor, a la miseria; acorralado, desconocido, maldito. No, nunca; y airada, incisiva, la pluma rasga las
cuartillas.
Luisa, viéndole escribir, le interroga con timidez:
—¿Otra vez?
—Si quieren lucha, la tendrán. ¡Ya sabrán lo que es candela!
Al crepúsculo, descalzos, a trizas la sucia camisa, el rollo de periódicos debajo del brazo,
los rapaces vociferan: El Listín Diario a rial, artículo caliente de Portocarrero. Las manos les arrebatan el papel y arrellanados en los bancos públicos o en los mecedores de bejuco, devoran
la prosa vibrante, en cuyas cláusulas adquieren las palabras extraño sentido, y producen
sensación de fragua. “Pero, este hombre nunca está conforme. ¡Pobre mujer!” –opina uno.
“Ése es un despechado” –afirma otro. Los lilisistas se soban las manos con gusto, y un secretario del Despacho, acariciándose las patillas, acusa: “Ese huevo quiere sal”.
Al día siguiente, se cruzó en la calle con el presidente: la chistera parisiense y el yarey
portorriqueño permanecieron inmóviles en las respectivas testas.
XIII
En las columnas de La Libertad, interdiario que ha fundado y dirige, Antonio derrama
su ira contra el Gobierno, quebrando lanzas por la Constitución, pues a su juicio, los nuevos
mandarines la violan desahogadamente. Los errores de los jefes comunales analfabetos,
arrójalos sobre la cabeza de turno del Ejecutivo: el Palacio es el único responsable. Elocuente,
fuerte, rimbombante, su prosa estalla, desmenuzando al contrario. A su vez, los plumíferos
empleados le atacan. Un seudónimo impenetrable, inquiere cómo ha vivido hasta hoy, qué
industria costea su existencia, e insinúa que aceptó los favores de la tiranía; otro le amenaza
con el archivo del Tirano, suerte de bubón cuyo pus pringa todas las caras. Sus cartas circulan
de mano en mano, y la maldad adoba y cuchichea que, entre tales papeles, han aparecido
virginales camisas ensangrentadas con monogramas.
¡Marea de sanies! En la calle, la gente le estrecha la mano con efusión o esquiva el saludo,
según sirva o ataque sus intereses. Los lilisistas le elogian, los jimenistas le denigran. Éste,
le dice al oído: “siga amigo, que este Pan sobao se las trae, y es preciso defender los vitales
intereses del país”; aquél, que ejerce autoridad, con sonrisa maligna le susurra: “Usted no
sabe cómo anda la procesión por dentro, el santurrón quiere embestir. Esto es un cuero tieso,
le pisan una punta y se levantan las otras tres, y Horacio, hum…”.
La redacción, establecida en una accesoria de la imprenta, con una mesa de pino,
tres sillas y otros tantos cajones vacíos por mueblaje, es un mentidero. Allí se reúnen los
opositores y también quienes gustan de encandilar a salva mano. Las propagandas, los
chismes, las noticias, convergen y se transforman en prosa candente. A horcajadas, sentados
sobre la mesa y en los rimeros de periódicos sobrantes, charlan, porfían, mientras Antonio escribe, y los reporteros voluntarios acarrean gacetillas, y un misterioso colaborador
que se disfraza con un seudónimo desliza su manuscrito envenenado, recomendando el
secreto; el cronista de salones deshoja flores a los pies de las damas concurrentes al último
sarao, y los forasteros visitan para que les pongan un saludo de bienvenida. En los días
en que de antemano se sabe que La Libertad viene picante, lectores impacientes aguardan
a la puerta.
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
Antonio no mira hacia atrás, ni examina quiénes le impelen. Su enemigo es el Palacio,
madriguera del despotismo para él, y truena contra los mismos procedimientos que sólo
han cambiado de antifaz.
Al oído del presidente se insiste: “Usted es muy bueno, Lilís le habría metido en la
cárcel, por lo menos”. “Este país no se puede gobernar así”. En el parque, los discutidores
se enfurecen.
—Ésa es la obra de los lilisistas, que nos están dividiendo para vencernos.
—Sí, y don Juan debe pelar el ojo, y agarrarse, porque la mulita corcovea.
Portocarrero siéntese satisfecho. Es el blanco de todas las flechas; admirado, odiado,
aplaudido o denostado; su fuerza se enfrenta al poder, que al fin capitulará. Los que entretienen sus ansias haciendo combinaciones ministeriales, incluyen su nombre en primera
línea. Cada error gubernativo es una piedra más en su pedestal. El Presidente continúa recorriendo las calles a trancos, con sus edecanes a la zaga, y los domingos oye devotamente
la misa en la Catedral, acompañado de su familia. El edificio cruje al golpe de las piquetas
demoledoras, pero él, cabeciduro, repite con acento afrancesado su estribillo: “Ni un día
más, ni un día menos”.
Una tarde, los granujas vocean: “La Libertad”, con “la caída del Ministerio”, “lo que
dicen a don Juan”. Tres secretarios de Estado han renunciado, y Portocarrero enristra una
catilinaria al presidente, enumera los errores en que ha incurrido, le acusa de acoger a los
lilisistas, y lo que es peor, de usar las mismas prácticas corruptoras. “La Constitución es un
trapo, cuando debe ser tan sagrada como la bandera nacional”, escribe; y barajando los
nombres que se indican para el nuevo Gabinete, su péndola, sin piedad ni rebozo, excluye,
acusa, clava en la picota o elogia sin tasa, aclama o anatematiza.
En los mentideros del Parque Colón, se comenta el artículo; alguno afirma que Portocarrero será al fin ministro, y se le reconocen cualidades. Cuando llega en busca de los laureles
de la jornada, las manos se tienden afables, sólo una le repulsa. El paladín le mira retador,
y el otro estalla:
—Usted no es más que un sinvergüenza, y mi tío es un hombre honrado, que muchas
veces con su dinero le ha matado a usted el hambre.
El bastón del periodista se alza. El bombín del insultador rueda roto, los testigos se apartan
y los revólveres relucen. Portocarrero se planta en la avenida; el otro se escuda en el tronco
de un álamo, y entre los gritos de los presentes, los dos hombres se bombardean, pum, pum,
saltando, zigzagueando, o perfilados detrás de los árboles hasta que las cámaras se vacían;
entonces los otros promedian y la policía acude. Muchas puertas se han cerrado, y la guardia de la Gobernación está firme. Los combatientes, ilesos. Los espectadores la cuentan de
chiripa; a todos les ha pellizcado el plomo las orejas.
La única baja es una borrica que pasa por la calle cargada de petacas de carbón y haces de
caña de azúcar, la que herida en una pata, amusga las orejas y lanza un rebuzno formidable.
XIV
La noticia le precedió. En la casa estaban conmovidos, y aunque les habían avisado que
nada le ocurría, lloraban lamentándose. Luisa, los ojos acuosos y enrojecidos, le abrazó, junto
a la puerta. Todos querían saber.
—No ha sido nada, una pelotera sin importancia. Todo ha terminado. ¡Un mentecato!...
¡hombrearse conmigo!
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Después del lance, Antonio se sentía más varonil. Las balas habíanle respetado. El tributo
de tantas manos que estrecharon la suya alabándole por haberse portado como un hombre
le satisface.
Su popularidad medra. La Libertad relata el duelo, enumerando los disparos, los movimientos, los incidentes y haciendo constar que ni insultos ni tiros lo detendrán en su camino.
“Nuestro querido director –termina– se debe a la Patria, y en sus altares, si necesario fuere,
ofrendará la vida”. “Esta vez sí que llego”, se repetía a sí mismo.
En todas las combinaciones ministeriales publicadas por los periódicos se le nombra.
Los cobradores le han concedido una tregua, y hasta los tenderos le saludan con una sonrisa
prometedora de nuevos créditos. Los amigos le asedian, algunos le piden puestos, musitándole: “ya sabes que siempre he sido tuyo”, y no falta quien, de acera a acera, le diga
cariñosamente: “adiós, ministro”. Él, sonriente, replica: “Todavía no sé nada de cierto, ni sé
si me convenga aceptar. El Presidente está bien inspirado, a pesar de sus errores: pero los
compromisos, y las responsabilidades…”. Y deleitándose promulga sus planes de gobierno:
no importa el Departamento que se le destine, él está preparado. El Interior, hacer cumplir
la Ley con energía. En Hacienda, economías, gastos reproductivos, y fuera las asignaciones.
En Relaciones Exteriores, poner a raya a los diplomáticos extranjeros, rechazando, textos
en mano, sus reclamaciones dolosas y sus pretensiones humillantes. En Fomento, caminos,
puertos, inmigración; si Instrucción Pública, escuelas y educación cívica. El país necesita,
concluye, administración, mucha administración honrada, y nacionalismo; sí, nacionalismo,
para salvar la independencia amenazada.
—Así es. Hombres como tú e ideas como ésas, son las que convienen; si no, nos hundimos –asientan los oyentes.
En la casa, se mantienen alerta, esperando al conserje de la presidencia, portador de
la tarjeta de don Juan, convidándole a una entrevista. Esta vez parece seguro. Antes había
anunciado distintos nombramientos: Cónsul general en New York, en Hamburgo, Interventor
de Aduanas, los que, según él, le fueron ofrecidos, pero se los negó.
Reclamos y palabras hostiles le obligan a mentir para engañar la espera dolorosa en aquella
miseria que abate su vanidad. Luisa calla siempre. La suegra protesta: “ésta no lo cree; pero se
muere antes que confesar que él es un embustero”. Con acritud agrega: “no lo nombran ahora
tampoco, ya verás cómo se le pela”; y la abuela doña Altagracia, que sorprende las murmuraciones, adhiere: “¡porra para él!”, y volviendo el brazo derecho, hace un cuerno.
La familia se reúne en torno de la mesa dos veces al día, a las doce para la comida y a
las siete para la cena, y mientras toman la sopa y yantan el plato cuotidiano, compuesto de
carne guisada, arroz blanco, habichuelas rojas y plátanos salcochados, y en la noche sorben el
pozuelo de chocolate unos, otros de café con leche, y algunos de infusión de jengibre o de hojas
de naranja, chacharean hasta acalorarse de los sucesos del día. Antonio, displicente, frente a
la taza de chocolate humeante, con lentitud unta de mantequilla el mollete de pan.
La suegra, con retintín, le interpela:
—¿Qué fue el bando de esta tarde?
—El nombramiento de los nuevos ministros.
—¡Ah!...
Y se produce el silencio, sólo interrumpido por los sorbos y la masticación. En una esquina
de la mesa, el unigénito forcejea por alcanzar un pan, tembloroso, balbuceando, apa... apán...
Antonio, molesto, le alarga un pedazo, y cuando ha terminado con su ración, relata:
110
tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
—Don Juan me mandó un recado ayer, ofreciéndome el Ministerio de Hacienda o el de
Correos y Telégrafos; pero le contesté que no podía aceptar.
—¿Qué sueldo gana un ministro? –pregunta la suegra con viveza.
—Ninguno de los dos me conviene –prosigue Antonio sin responderle–. La Hacienda
está muy embrollada, y no voy yo a exponerme a fracasar, desenredando esa madeja de
la Improvement, los belgas, los franceses y la deuda flotante interior, puesto que mi criterio
radical, de cortar por lo sano, no habría de ser adoptado por el Gobierno. Y en Correos y
Telégrafos sería una figura decorativa, obligado a asumir las responsabilidades de los errores
cometidos y de los disparates que seguirán. Si me hubiera ofrecido la Cartera del Interior,
tal vez me habría sacrificado, y eso para tratar de unir a Horacio con don Juan, porque las
cosas andan de mal en peor y pronto llegaremos al rompimiento y a la revolución.
Luisa aprueba con energía: “has hecho bien, es una tontería comprometerse a última
hora”.
Sones musicales lejanos llegan hasta el comedor. Doña Altagracia pone la oreja en escucha, y anuncia:
—Oigan, música. Debe de ser la serenata que le traen a Antonio porque lo han hecho
ministro.
—No, señora, si no ha querido –refunfuña la suegra.
—Ah, yo... Como decían...
Y Antonio sale disparado, en busca de aire. En el parque los bancos están concurridísimos. En el ángulo sureste, entre la Catedral y el Palacio Nacional, se sientan comerciantes,
abogados y políticos graves, amén de algunas parejas de amartelados que se agradan en
el claroscuro protector. En el ángulo nordeste, parroquianos del café vecino, conversan a
gritos. En los bancos fronteros a la calle Separación, tienen su sede, bajo un laurel, un tipógrafo mudo, un zapatero curazoleño y un pirotécnico, los cuales disertan sobre política
internacional, analizando los cablegramas del Listín. El tópico palpitante es la guerra entre
Francia y Alemania que, a juicio del zapatero, estallará de un momento a otro. De la mitad
de aquel lado hasta la esquina de la calle de Plateros, son dueños los galleros, que forman
coro en derredor de un álamo. Aquí, las altas voces reseñan las últimas riñas y enumeran
las condiciones de un giro o de un malatobo. La batuta la lleva un hombre fornido, blanco,
descolada la camisa, que habla y gesticula sin cesar, replica a todos los argumentos, domina
todas las voces, y afirma contundentemente:
—A mí de gallos no hay quien me enseñe, porque yo sé hasta cuándo les duele la cabeza.
En el segundo y tercer banco del frente del Palacio Municipal, con un álamo por medio,
se juntan los políticos activos: empleados, periodistas, abogados, médicos y gente de lengua
chispeante. Allí, entre bromas y veras, se monda a cuanto ciudadano recibe la gracia de un
nombramiento. La honradez tiene una condición fatal: la cesantía. Los nuevos ministros
están en la mesa de disección, los bisturíes afanosos escudriñan en los pliegues de lo pasado.
Unos atacan y otros defienden. Alguien exasperado, clama inconforme:
—Bueno, ¿pero qué han hecho esos tales para que los nombren ministros? ¡Comprométase uno para que otros gocen!
Y un burlón, que quiere buscarle la boca, aludiendo al grado de coronel que las
Ordenanzas militares reconocen a Jesús Nazareno, agrega:
—Y lo peor es que han nombrado coronel a Jesús.
—Ahí está, y ¿qué mérito tiene Jesús para eso? Está visto. Este país está perdido.
111
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
—¿Y qué Jesús es ése?
—Hombre, ¡Jesús Nazareno!
Y el coro se desternilla de risa.
Antonio esquiva el Parque Colón, en donde se sentiría mortificado, y se acoge a la
penumbra de la Plaza Duarte. Y allí, solo, frente a la Iglesia del antiguo Convento de
Dominicos, cavila.
La última ilusión se ha pulverizado. ¿A qué seguir combatiendo? Y lo que es peor, ¿cómo
continuar? Su oposición ha perdido autoridad, y el público se cansa al fin de las palabras
altisonantes. Esta tarde, el dueño de la imprenta en que se edita La Libertad, le ha exigido
con urgencia: se le deben tres semanas. El administrador dice que los agentes del interior no
remiten los fondos, y que las ventas disminuyen. Y ha mostrado las cuentas muy claras, y
él mismo está muy alcanzado, tanto, que ha tomado a cuenta seis meses de sueldo, y se ha
cargado la cantidad; porque eso sí, él es un honrado padre de familia. El editor ha fallado el
pleito, conminándole al pago. Esperará una semana más, necesita el dinero, las cosas están
muy malas, tiene que hacer pagos en Europa, y, por otra parte, el Gobierno, en vista de que
se tira en sus talleres un periódico de oposición, no le da trabajo de sus oficinas. Y abriendo
los brazos, inclina la cabeza, y agrega: “más no puedo hacer”. Uno o dos números más y La
Libertad habrá muerto.
En el hogar, la situación es intolerable. Luisa y su hermana trabajan de seis a seis, y con
frecuencia su mujer mueve el pedal de la máquina hasta muy entrada la noche; cosiendo
para la calle. Herminia lava y hace dulce. El patio está siempre lleno de tablas con cajuiles
secándose al sol, y en la cocina borbota el almíbar en la paila estañada. ¡Pobre muchacha, y
cuando se case, continuará igual! La suegra cocina y plancha, y el suegro, que nunca maldice, a cada artículo suyo teme que le despidan del empleo que tiene en Palacio, y eso sería
el acabóse. La casa no la pagan hace años, está en ruinas, y el casero no la repara para que se
muden. Los cuñados apenas ganan para sus necesidades. Luisa no se queja; pero late en su
reserva una protesta; y el hijo crece, se estira, ha logrado caminar, temblequeante, los brazos
abiertos y un hilo de saliva colgante del labio belfo. ¡Qué horror! A menudo lo encuentra en
la calle, haciendo de policía o de cura, hazmerreír de una trulla de chiquillos que le burlan,
le torturan y le enseñan a balbucear obscenidades. Es la pesadilla que le abruma. De esa
tiranía nadie le libertará, ni poder ni riquezas.
En la oquedad de la plaza, sus ojos descubren dos cuerpos que se abrazan bajo un árbol
–una negra sirvienta y un soldado–: animalidad vibrante; y escucha gotear los higuillos de
los ramos sacudidos suavemente por el terral.
—Sí, hay que tomar una resolución –se dice–. En el Gobierno nada es posible; ya he
quemado las naves, sólo resta Horacio. Más allá de las lomas, el Cibao que quita y pone
Presidentes. Hay, pues, que avivar el fuego, y mientras tanto, otra vez a ludir los fondillos,
desasnando muchachos, en las sillas de las escuelas.
De regreso, encuentra a Luisa cosiendo a la luz de la lámpara de petróleo, colgante en
mitad de la sala.
—No debes matarte tanto, no hay necesidad, muchacha –le dice entre cariñoso y
reprensivo:
Y ella, alzando las dulces pupilas, le contempla satisfecha, y se excusa:
—No, si son camisas para ti. Las que tienes se están deshaciendo y quería darte la
sorpresa el día de tu cumpleaños.
112
tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
Y una sonrisa melancólica enarca levemente la boca fina, marchita.
Antonio le toma la cara por la barbilla, y alzándola, la besa en los ojos murmurando:
—¡Qué buena eres!
Se sienta a su lado siguiendo atento el pulgar que pliega las alforcitas de la pechera.
Luego pasea la mirada por la estancia, cuyos muebles nunca le parecieron tan viejos. Los
mecedores de bejuco de Viena, que fueron el lujo de sus bodas, descascarados, rota la rejilla,
tantas veces renovada, se zarandean de un lado a otro bajo el peso de las personas; el sofá,
cojo, se apoya en la pared; las sillas, desvencijadas; la mesa del centro, llena de máculas. El
polvo ornamenta la cal de los muros con extraños arabescos; entre vigas y alfaljías, la humedad dibuja fantásticas figuras. En el testero se destaca el retrato de cuerpo entero de uno
de los antepasados de Luisa; señor potentísimo de la Colonia, en cuyo pecho prominente
ostenta, bordada, la roja espadilla de una encomienda. En el marco, descaecido por los años,
el buril talló entre hojas de laurel y bellotas, armas y atributos de guerra; hogaño una arañita prende sus hilos leves a uno de los ángulos superiores del cuadro. La mirada de águila
hecha a regir hombres en las filas y a dominar negros en el hato, conserva toda su altivez, y
bajo una cicatriz que parte la frente, la nariz aguileña y el mentón pronunciado, denuncian
la energía de quienes por el mar o en la tierra impusieron su voluntad heroica.
Antonio siente la presión física de aquellos ojos que le dirigen reproches, y le parece que
la diestra que reposa entre dos botones de la túnica militar, se abre indicándole un camino,
y que aquellos labios sensuales, le interrogan.
—¿Qué has hecho de grande en tu vida? ¿Por qué dilapidas tu energía en palabras?
¿Qué obra digna de las tradiciones de esta tierra realizan los hombres de estos tiempos?
¿Sois libres, prósperos, venturosos? Nosotros izamos nuestras velas al viento desconocido
y desentrañamos del océano un mundo. Conquistamos imperios, matamos indios, esclavizamos negros, fundamos ciudades, edificamos hermosas catedrales, defendimos nuestros
bienes del asalto de los corsarios y enseñamos al bucanero de Occidente el hierro de las
lanzas castellanas, y cuando el Rey nos cedió al francés, al frente de mesnadas campesinas
vencimos a los soldados napoleónicos, y restituimos al Rey la Española. Fecundamos la tierra
y el vientre de nuestras mujeres. Veinte hijos sanos pregonaron mi estirpe, y la negrada de
mis ingenios proclamó que fui amo pródigo de mis caricias y de mi oro. Y vosotros peleáis
sin cesar, una revolución sucede a otra, desde que la Colonia se hizo República, y la bandera
cruzada ondea sobre las piedras yertas que cobijó el pabellón de los leones. Combatís, es
cierto, por empleos, con el mismo ardimiento de nuestra sangre...; ¡míseras hazañas!
El ruido monorrítmico de la Singer, palpita en el silencio.
XV
Doña Altagracia, la abuela, es una mujercita seca, pina, a pesar de sus noventa años. En
el rostro arrugado y moreno, brillan entre los párpados abotargados, las pupilas vivas, y
se destaca aquilina la nariz. Nadie la ha visto llorar. Sin embargo, en su largo vivir ha sido
traspasada por los siete puñales. Sufrió reveses de fortuna; cruzó el mar en buques de vela,
rumbo al exilio; las pasiones de la política le encarcelaron esposo, hijos, hermanos; cerró
los ojos a los padres, y besó la carne muerta de los vástagos; gozó diez veces el dolor de la
maternidad, siempre serena, fuerte, bíblica.
Almáciga preciosa. Su memoria comienza ya a desvariar; pero irreducible cuando le
rectifican, se atiene a su dicho y acude al testimonio de su libro de apuntes. Es un cuaderno
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
con tapas de cartón, en el cual, desde los albores del siglo, con malísima ortografía y letra
redonda, de gruesos perfiles, que con los años ha ido perdiendo serenidad, ha anotado los
sucesos de su casa y los de la calle. Así, en sus páginas se asocian la noticia política, las
ejecuciones y los pronunciamientos, con el nacimiento de hijos, nietos y biznietos; la exaltación y caída de los caudillos; el primer diente o el primer pinito; la muerte de los seres más
queridos y la primera comunión; las prisiones, las expulsiones, las angustias de los asedios,
y el ruido pasajero de bailes, mojigangas callejeras y fuegos artificiales. Empero, ni una sola
vez agrega al relato, lágrimas o comentario; la pluma consigna el hecho y nada más. Cuando
recibe en su morada interior la eucaristía, escribe: “he cumplido con Dios”, y al registrar la
muerte de un hijo: “Dios le tenga en su santo reino”. Y frente a Lilís, que triunfa corrompiendo
y humillando, ella que ha sido perseguida y martirizada en los suyos, exclama sin ufanía:
“¡nunca le he dado la mano!”.
Las modas pasan, los hombres nacen y mueren, ella conserva inmutable la forma del
traje y las mismas amistades. En la casa, viste bata de prusiana morada, a flores, alto el talle; un pañuelito esquinado cúbrele la cabellera nevada, partida en dos trenzas que rodean
la cabeza y se juntan en moño; medias blancas y guillotinas de marroquín morado, hechas
especialmente por José Mena, buen hombre de figura quijotesca, que toca la trompa en la
misa cantada de los sábados, en el ex convento de Dominicos. Sale dos veces al mes: una
para adorar el Santísimo, el domingo tercero en la Catedral, y pasar ese día en casa de una
amiga de infancia y comadre; otra, en la que se pone de hinojos ante su confesor. En tales
efemérides, luce sus sayas negras de viuda, prende a las orejas zarcillos de azabache y oro,
tócase con manto de merino a flecos, adorna el cuello con un pañuelo blanco sujeto por un
medallón con el retrato del esposo, y calza botín de ternel, con lacito en la punta y dos borlas
en el remate de la caña; devocionario en mano, camina erguida y despacito, junto al nieto,
que la auxilia en los accidentes de las aceras, y carga el paquete con la muda de entrecasa.
Con los años ha perdido la ecuanimidad, y es cada vez más terca; porfía y curiosea, aunque siempre muestra recato en el juicio y tal amor por los suyos que no les conoce defecto.
Recorre la casa sin cesar, husmea, regaña a los nietos, y a los impenitentes les planta en el
cráneo un cocotazo dado con sus nudillos huesudos. Cose, zurce y pone plantillas nuevas
a los calcetines. En su alcoba se consume constantemente una lamparilla de aceite ante la
imagen de Nuestra Señora de las Mercedes, de la cual es devota, y los miércoles ante la de
Jesús Nazareno, a quien ha consagrado su prole; y una palma bendita renovada cada Domingo de Ramos, protege el lecho. En armario de caoba, que era de su madre cuando ésta
casó, y cuya madera fue cortada y labrada en tierras propias, guarda la ropa; en arquilla de
cedro, los papeles y novenas, y en cestillos cuyos mimbres crecieron hace cincuenta años,
hilo, agujas, botones, dedales, la madejita de lana, tijeras y un cabo de vela. No bebe agua
de aljibe, sino de pozo, de los pozos profundos y poéticos, depositados en negra alcarraza
española; tampoco usa vaso sino una higüerita y otra higüera grande le sirve de jofaina.
Cubre la cama con colcha de retacitos de diversos colores, por ella misma coleccionados y
añadidos. Dos veces al día escancia agua endulzada con papelón. La silla de comodidad
procede de su padre. Los días modernos no le impresionan; para ella indiscutiblemente el
tiempo pasado fue mejor, y la grandeza ancestral la libra de injurias y de vanidades efímeras.
Su casa poseyó capilla, esclavos, rebaños, trapiches, y sus raíces espirituales se han afirmado
hace ya trescientos años en la tierra quisqueyana. El domingo primero de cada mes, después
de misa, la visita un primo, que viene en calesa y con chistera. Hablan una hora de las cosas
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
que fueron y de las que son, tales sus achaques. Desde el muro, el retrato del abuelo coronel de
milicias, cuyas hazañas rememoran, les sonríe, y cuando se despide, doña Altagracia cuenta,
cómo él pudo alcanzar en el comercio, sin meter un solo contrabando, posición desahogada;
fue desde joven honesto, tanto, que siendo hijo natural, un día el padre de ella, mayorazgo,
haciéndole comparecer a su presencia dijóle: “Sé que eres merecedor de llevar el nombre de
mi hermano, y desde hoy te autorizo a usar nuestro apellido”.
Cada noche, después de la cena, la familia se reúne en la sala, y la tertulia animada y a
veces reidora, dura hasta las diez. Los jóvenes se marchan tras el último trago de chocolate,
pero ingresan dos visitas: el novio de Herminia, mayor de veinticinco, y un viejo amigo,
quien desde chico frecuenta la casa. Alto, tez cobriza, digno, ebanista de oficio, siempre de
excelente humor, no tuvo la tiranía enemigo más firme, nunca se descubrió al paso de Lilís ni
le aceptó una sonrisa. En la tertulia inicia las bromas y corta el nudo de tristeza con que suelen
atragantarse. El novio es un buen muchacho, de pocas palabras, que llega invariablemente
a las siete y media y se despide a las diez. Empleado en el comercio, gana cuarenta pesos y
espera que le aumenten, cuando las cosas mejoren, para casarse. Todas las tardes, después
de la faena, se asea, acicala y perfuma, y prepara su espíritu para el coloquio amoroso, pues
es preciso que su amada lo crea el más elegante, fino, discreto y varonil. Herminia, la novia,
que ajetrea desde que amanece, después de recogidos los peroles de hacer dulce y la tabla
y las planchas, se baña, componiéndose con blusa de batistilla adornada de encajes y cintas,
falda de lanilla azul obscuro y zapatos de tacón alto. Florece la negra cabellera con una
rosa, y se sienta en el balcón a leer novelas de Dumas, de Feval o de Pérez Escrich, hasta
que llega el novio.
Don Pedro, en mangas de camisa, una pierna sobre el brazo del mecedor, charla con su
amigo en torno de los sucesos de la política. Jamás habla mal de nadie, ni alimenta dudas;
cree en los hombres, y si le engaña uno, pone su fe en otro. Sano de cuerpo y de espíritu,
gracias a un optimismo ínsito, resiste a los más duros embates de la miseria y se conforma
con su empleo, cuya paga a duras penas satisface los primeros menesteres de la vida, por la
que pasa sin odios ni envidias. Ni preocupaciones ni pesares le quitan el apetito; es un buen
diente cuando hay qué y a toda hora; a veces, después de los postres, la esposa echa de ver
con lástima que se ha quedado una taza de sopa de la que se guardó a mediodía y se va a
perder. –“Tráemela”, reclama con gozo–. “Muchacho, no la tomes, que te va a hacer daño”,
aconseja doña Altagracia; pero él ase con ambas manos el tazón, sopla la capa de grasa fría
que cubre el líquido y la apura con deleite. Y si la madre o la consorte le reprochan “qué
gandío eres”, replica risueño: “lo mismo era papá y no murió del estómago”, y enseguida
intercala, con gran escándalo de doña Altagracia, que niega indignada, alguna de las tantas
famosas indigestiones paternales.
Luisa, aunque también toma parte en la tertulia, al mismo tiempo cose o teje o cuida del
hijo que anda de un lado para otro, acarreando objetos estrafalarios, los brazos en balance,
las piernas temblorosas y cae a menudo, hasta que se duerme sobre el sofá, quedándose allí
cual un pelele desmadejado. Doña Rosita en un rincón, apelotonada, las piernas en cruz,
lee un grueso novelón, y, entre párrafo y párrafo, coloca un chiste mordaz. Para ella casi
todos los vecinos de la ciudad tienen un apodo, originado por defecto físico o por historieta
chusca, que les pone con gracejo hilarante. Incansable en el trabajo, virtuosa, consciente de
su destino que será igual hasta la tumba, si la dispepsia la atenacea se rebela, y es entonces
cuando sus saetas se clavan en el yerno y da recias nalgadas al nieto.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
La voz de la abuela es la que más suena en la tertulia, nunca le falta tema, pues remueve
pasado y presente. A Antonio le gusta oírla y la hace hablar, ora interrogándola, ora contradiciéndola. Y ella, altanera, recuenta, confundiendo fechas y nombres, reviviendo días y
hombres pretéritos. Un siglo entero se anima en su memoria. Y es su conversación pintoresca,
si evoca, tal como se las contó su mamita, los percances del año de Toussaint L’Ouverture,
cuando éste vino del Guarico, y los alzamientos de los esclavos. “Mi taita reunió los suyos,
cientos, y les dijo: mis hijos, ustedes son libres, y todos, toditos, se quedaron en el ingenio
y en los hatos, trabajando hasta pagar su rescate. ¡Cuándo los negros de hoy! ya todo está
cambiado hay mucho libertinaje y poca religión”.
—Doña –suele decirle Antonio–, he oído hablar de un tío de usted que era muy mujeriego.
—¡Malhaya quien lo diga! –replica.
—Pero si cuentan que una noche, trepando para entrar por la azotea se cayó de un alero
y estuvo tendido en la acera hasta que el fresco de la madrugada le devolvió el sentido. Y que
otra vez un amigo guasón metió por debajo del portal de la casa, en la cual había entrado
de tapadillo, un mazo de triquitraques, y que despertando azorado, le encontró el padre en
la alcoba de la moza.
—¡Quita de ahí, que son patrañas! Mi tío Miguel fue hombre muy de bien, casado dos
veces y que a sus hijos naturales les dio nombre y les encaminó. Nunca salía a la calle de
noche sin pedirle la bendición a su taita, y si es verdad que iba a visitar a sus amistades,
envuelto en la capa, la espada debajo del brazo y un farol en la mano –porque entonces no
había alumbrado–, volvía temprano, y ni jugaba ni tenía deudas. Entonces cada uno vivía
de lo suyo.
—El Listín anuncia que viene una compañía dramática.
—Así será ella –dice la abuela–. Ya no vienen cómicos buenos, ni mantones de china, ni
crea fina de hilo, como en mi tiempo. Antaño era otra cosa. Ninguna señorita correspondía
a un enamorado si aquél no tenía con qué casarse, y además cumplía con su madre. Y en
los bailes, todas muy bien puestas, y los jóvenes, de casaca azul con botones de oro. ¿Emborracharse? ¡Eso nunca! Se comían pastelitos y se bebía sangría.
—Pero no había teatro.
—¡Ofrézcome al Señor! Si no hacía maldita la falta. Cuando vino Pizarrosa, un gran
actor como no vienen agora, en el patio del Café de la Reina se levantó un tablado para el
escenario. Cada familia llevaba sus sillas, su potiza con agua y copas. Mi taita hizo colocar
un escaño grande, de caoba, donde cabíamos seis personas. Y se representaban muy buenas
comedias y misterios, y sin la inmoralidad de hoy en día. También venían maromeros, y muy
buenos. Por cierto que, una noche, uno que saltaba una docena de sillas a lo largo, fue a caer
abrazado a mi amiga Pepita Contreras, la misma que después vino a ser mi comadre. ¡Ave
María Purísima, qué pena! Ella se puso como la grana, se retiró, y mientras estuvieron aquí
los titiriteros no se asomó más a la ventana. ¡Qué diferencia de las muchachas de hoy en día,
que están siempre callejeando o con los dientes al sol en las rejas!
—Pero doña, si en aquella época la gente, después del toque de las oraciones, se sentaba
en la puerta en chancletas, con pantalones viejos, a fumar la cachimba, y el único refresco
era el vaso de agua de melao; ni existía moneda, sino cambalache.
—¡Alabado sea Dios!, ¡qué mala lengua tiene este demonio! ¡Ojalá los de hoy! Mucha onza
pelucona se guardaba, y cajones de pesos columnarios, y miles de cabezas de ganado en los
hatos. Ojalá ustedes se dieran un trasunto a aquellos hombres. ¡Cata uno ahí! –y señalando el
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
retrato del coronel de milicias, prosigue–: ese fue rico, muy rico, y bravo, de los campeones de
la Reconquista. La herida de la frente se la hizo un franchute con quien se batió frente a frente
en Palo Hincado. Su compadre don Juan Sánchez Ramírez, le quiso mucho, y cuando estuvo en
la Corte, el rey don Fernando le agasajó tanto... ¡Ésos sí eran varones!... ¡Y las mujeres! Mientras
mi abuelo sitiaba la ciudad, mi mamita, su esposa, entre las murallas, rezaba, hacía hilas, y se
comía el cuero de las butacas sancochado. Entonces había valor y virtud.
—Ésas son historias.
—¡Anda a la porra, condenado! Ustedes se mofan de los viejos, y se han dejado guberciar doce años por un negro mañé… ¡Quién se lo hubiera dicho a mi compadre el general
Santana!
Y la anciana, erguida, triunfante, se refugia en su alcoba a rezar ante el retablo de Nuestra
Señora de las Mercedes, por el ánima de vivos y de muertos, quince casas de su rosario.
XVI
La campana del vigía, desde la torre del Homenaje, desgranó dos repiques, y en el semáforo, cuatro bolas y la bandera roja señalaron vapor del oeste. Media hora más tarde, en
El Placer, frente a la calle del Tapado, el “Julia”, de la matrícula de La Habana con su ronco
silbato pide práctico y desgarra la ambiente serenidad matinal. Gentes presurosas bajan en
dirección del muelle. De acera a acera, se preguntan: “¿No vas al río?”. “¿Qué hay?”. “La
Compañía de Roncoroni que llega”.
Desde un mes antes, en gran cuadro de felpa, en el café La Tertulia, se exhiben las fotografías de los artistas dramáticos, mientras se diligencia el abono; y allí, toman helados,
los parroquianos y examinan las bellezas que el retoque presta a las mujeres, el tajante
aristocrático de los galanes, y escuchan la cuerda de sus triunfos pregonados por la prensa
extranjera. “Es la mejor compañía que ha venido”, concluyen convencidos por la locuacidad
amena del agente.
En los balcones de la Capitanía del puerto, los curiosos atalayan la barra; una grey humana
se mueve por la vera del muelle, flagelada por el sol, que ya pica. En El Tanque, tranquilo
remanso que el Ozama forma al pie de la muralla, granujas encueros bañan caballos, y un
cochero, los pantalones arremangados hasta la rodilla, lava su vehículo. Amarradas, en fila,
goletitas y balandros costeros cabecean. Detrás de la jaula de hierro, que es el depósito de la
Aduana, coches y carretas estacionan; los aurigas y los carreteros se confunden con los espectadores, los unos con sus fustas, los otros armados de un cuchillo cachicuerno a la cintura y
del garrote de guayabo con que castigan las bestias. Los estibadores medio desnudos, torsos
de bronce o de mármol negro, esperan apoyados en las carretillas. Al término del muelle,
frente al pequeño mercado, en el limo fangoso de la orilla, las canoas de los campesinos.
Aún quedan restos del tráfico de la madrugada: pilas de petacas de carbón, trojes de yerba
de maíz, frutas y casabe.
En la puerta de una casilla de madera, un hombre en mangas de camisa expende vasos
de leche, que hierve en anafe, muy a la vista, sobre el mostrador; en otro colmado una mulata
gruesa, de abultados pechos fláccidos, en cuclillas, con las piernas muy abiertas, fríe lonjetas
de tocino y mielosos plátanos maduros que vende ensartados en varillas de coco. Más allá,
una negra comercia en arepas con entresijo, conservas criollas y prú. –El suelo está tapizado
de cascaras y relieves descompuestos. A espalda de las casas, límite del mercado, alza su
ramaje centenario la Ceiba colombina, una gruesa cadena enroscada al tronco vencedor del
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
tiempo y de los hombres. De una a otra banda del río, cruzan yolas, y deslizándose por el
cable, lenta, majestuosa, la barca va y viene, por delante de la mitad que resta del puente
de hierro, que allí semeja esqueleto de enorme animal atascado. Malla, cuyos reflejos vivos
hieren las pupilas, reviste el agua, rota a veces, por la aleta de un tiburón. La floresta ribereña
trepando por la ladera oriental despide por cada una de sus hojas fulgores metálicos.
Cuando la masa obscura del “Julia” aparece en el estuario, llenando la boca estrecha,
los espectadores se sienten sobrecogidos, dijérase que entre las rocas hirsutas que soportan
la torre y la estacada del muellecito el vapor se ha clavado; pero no, avanza silbando. En el
puente de mando, los índices señalan la figura familiar del capitán Vaca, alto, grueso, las
patillas largas, la gorra blanca con galón dorado, y junto a él, el negro piloto. Frente a la
Aduana, girando merced a los cables, el vapor hace la cía-boga; los pasajeros pasan de babor
a estribor y el público que atiende a descubrirlos saluda a los conocidos. La maniobra dura
cerca de una hora. La multitud, apiñada, suda impaciente. Al fin, puesta la escala, comienza el desfile. “Ése es Roncoroni”. “Ha envejecido”, observa uno. “Mira, esa alta, bonita, es
la Adams”. “¡Compai qué hembra!”. Algunos se colocan cerca de la escalera para ver las
pantorrillas. Un coro de saludos acoge a Alcón, el barba, que trae en cada brazo un niño; la
característica le sigue, cargada con un loro y un perrito, y las segundas partes, las mujeres,
verdes aún por los efectos del mareo, despeinadas, vestidas a escape, algunas en bata; los
hombres sin cuellos, con cachuchas, los críos gritando y sucios. La farándula pasa, ante la
mirada pública, sin los prestigios emotivos y deslumbrantes de las candilejas y se reparte
en los coches, entrando en la ciudad por la puerta de San Diego, escoltada por una turba
de mocosuelos.
Durante el día, hubo ciudadanos de facción en la acera del teatro “La Republicana”,
presenciando la descarga del equipaje, los fardos de las decoraciones, e interviniendo en
las querellas de los carreteros; otros contando las monedas en la taquilla, y muchos, que no
pueden asistir al espectáculo, solazándose en el ensayo general, a mediodía, en sala donde
flotan las nubes de polvo que levanta la escoba.
A las 8 el teatro abre sus puertas, pues tal como reza el programa, media hora después
principiará la función, que no se suspende por causa de mal tiempo. Dos vallas humanas
forman pasadizo en la puerta central. En la acera de enfrente, una línea baja luminosa marca
los puestos de pastelitos, dulces y maní tostado, alumbrados por un candil de aceite; en las
casas vecinas también hay expendio de pastelitos de harina de Castilla y de catibía, de rico
relleno, servidos calientitos y amén de la cerveza fría y del ron. El teatro, austero edificio de
sillería, es la antigua iglesia de los jesuitas. Por fuera conserva su aspecto secular, ásperas
columnas adosadas al muro. En el interior, se ha edificado con madera, la sala; una herradura
dividida por barandas forma doble serie de palcos, altos y bajos, sobre ésta una galería, y en
la platea, más de cien butacas. El escenario, el foso y los camarines de los artistas, en el que
fue presbiterio. No hay ventilación. La bóveda ensordece la voz de los cantantes. La sala,
la noche del estreno, está de bote en bote, como escriben los cronistas. Los espectadores de
infantería se aglomeran detrás de los palcos, invadiéndolos.
La Compañía se estrena con una de las obras preferidas del público: Felipe Derblay, de
Georges Ohnet. La campanilla del apuntador suena, y en tanto se alza el telón, en los palcos
ruedan sillas acomodadas a prisa. Inclinadas sobre la barandilla, las mujeres siguen animosas
las escenas y los hombres discurren, a veces en voz alta. El telón cae. El público masculino
disemínase por las dos naves laterales. Los muchachos de la cantina destapan botellas y corren
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
de un lado a otro llevando bandejas con cerveza y dulces a los palcos. Se forman corrillos en
los cuales se enristran polémicas. Hay que abrirse paso a fuerza de codos para circular.
—¿Qué te ha parecido?
—Bien, bien; pero Roncoroni se muerde los puños demasiado y a la Adams le encuentro
un no sé qué.
—¡Ah! no; no hay comparación, es inferior a la Salas, aquélla sí hacía una Clara... ¿te
acuerdas?
—Y Roncoroni, chico, sabe llevar muy bien el frac, ¿no es verdad frer?
Antonio Portocarrero preside un grupo. Está furioso porque no le han dejado entrar en
el escenario a saludar a los artistas; mañana se cobrará en su crónica del Listín.
—Pero, creen ustedes –predica– que eso es arte. No y no. Ohnet es un pobre diablo, ganapán de la pluma, cuyos libros se venden, es cierto; mas la alta crítica no le tiene en cuenta.
—Sí, pero gusta.
—Naturalmente, todas las mujeres se sienten Clara, y los hombres se creen vengados
de sus ocultas humillaciones familiares por Felipe. No, señores, arte es el de Ibsen. ¿No han
leído ustedes a Ibsen, el coloso? ¡Qué Enemigo del pueblo! Ésa es la humanidad, ésa la pintura
de la realidad; ¿y La dama del mar?, qué fuerza de símbolo... y no estas piezas, donde todo
se arregla al final. ¿Qué problemas plantean?
—Y Hamlet, ¿qué te parece?
—A mí me gusta más el Puñal del Godo y Flor de un día –interrumpe un mercachifle del
Navarijo.
—Pero, socio, si eso está mandado a recoger. ¿Quién se acuerda de eso, ni de los árboles
gigantes, ni del campo de don Ñuño, ni de otras vacuencias por el estilo?
—Bueno, ¿y Don Juan Tenorio y El gran Galeoto? Ahí hay yema.
—No me hagas reír. Don Juan Tenorio es para los isleños de San Carlos, y Echegaray no
tiene en todo su teatro un verdadero tipo de cerebral. Eso, un cerebral.
—Y ustedes ¿en dónde han visto na mejor?
—Amigo mío –pontifica Portocarrero–, cada uno entiende de su oficio. Yo no le discuto
a usted de telas, pero no me toque a la literatura. Lea mañana mi crónica.
—Amigo, no arrugue que no hay quien planche. Usted no sabe que yo soy aficionado; he
pisado las tablas y mucho que me aplaudían. ¡Hablarme a mí de teatro! –Y obeso y currutaco,
los pulgares en los bolsillos del chaleco, palmotea en el piqué blanco a puntos rosas, haciendo
sonar la gruesa cadena de oro y el dije, un corcel encabritado sobre una cornalina.
La campanilla del apuntador les separa, y en tropel atorados por el último bocado,
empujándose, los espectadores ganan sus localidades. En el próximo entreacto continuarán
los debates, y aún a la salida, en el trayecto hasta los respectivos domicilios, y en los días
siguientes, glosarán los episodios, imaginando si después de la reconciliación serán o no
felices Felipe y Clara, o si la justicia castigará a su tiempo al Lázaro de la Dolores, drama
incompleto, según la opinión de sobremesa de un viejo publicista, porque la policía no actúa
prendiéndole y el juez penando el homicidio.
Durante los intermedios, la orquesta toca valses y danzones. En la platea sólo quedan
algunas señoras que, incómodas en las lunetas de hierro y madera, se abanican. En los palcos
ondula la línea de trajes femeninos de colores tiernos, las sillas cambian de posición por causa
de los mozos visitantes. Algunos, en pie, por entre las lunetas, charlan con las muchachas
recostadas en el antepalco, otros desde los pasillos miran y hacen señas a las dulcineas, a
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quienes la vigilante oposición de los papás les veda acercarse. Las bombillas eléctricas y
potentes lámparas de kerosene recaldan el ámbito.
A la tarde siguiente, los lectores del Listín, leían dos columnas de prosa vibrante, sonora,
en la cual Antonio Portocarrero, con el seudónimo de un personaje de Ibsen, relata sus sensaciones, dando de paso su pellizco a las primeras partes de la Compañía por la ejecución
de la obra. Al autor lo aplastó con una frase de Lemaître. La crónica está esmaltada de citas,
de nombres de dramaturgos y artistas de todos los países y épocas. Había exprimido en
ella sus lecturas.
En la noche, en el Parque Colón, Roncoroni se hizo presentar y prodigándole elogios; y
paseando bajo los laureles, se traba pronto entre ambos amistad sincera. Antonio descubrió que
el cómico era una buena persona, culta y discreta, asqueada de las cábalas de entre bastidores,
alentada por la sola ambición de ganar dinero para volver a Italia a descansar; y el artista entrevió las luchas dolorosas, las injusticias y persecuciones que el escritor padece, y le suscita deseo
de emigrar, de tentar la fortuna más allá del horizonte nativo. El cómico era, además, excelente
cocinero, y con frecuencia, a mediodía, reuníanse ante una fuente de macarrones sazonados
con salsa de pollo y tomate, o de fideos a la cazadora o de una olla de arroz a la milanesa, a
cuyo condimento contribuyeran hongos, trufas y marsala, espolvoreada de parmesano. En
tales momentos, inspirados por el vino de Chianti, acotan el margen de sus vidas respectivas.
El artista se había arruinado más de una vez, y duélese de su tarea ingrata, encarnar tipos que
no le placen, de la existencia diaria, ruda brega con los otros y con sí mismo para, sin duda,
quebrar de nuevo. Antonio, no había conocido el placer, ni una sola hora de voluptuosidad, de
triunfo, de poder. ¿Cómo romper la red en que ambos forcejean? El uno tiene en la Península,
familia que convierte en futilezas el oro de su cerebro; el otro, preso en los hilos misteriosos
de un reato. Cierto día, el artista le recibe alargándole un recorte impreso: “Mira, eso me lo ha
traído hoy un negrito descalzo, bajo un sobre cerrado dirigido a mí”. Era un artículo en que
meses antes un seudónimo fisgaba con saña en la vida de Antonio, casi un pasquín. El cómico,
en payama, erguido sobre el pavés de ladrillos, lealmente indignado, exclama con voz rauca y
marcado acento italiano: –“Esto es miserable, mío caro. ¿Y per qué lo hacen? Si has cometido
errores en tu vida política, no me importan, tienes talento y nobleza de espíritu. Escápate,
fúgate de esta prisión”. Antonio sonríe con tristeza, aquello le hiere humillándole. ¿A quién
daña su amistad? ¡Ah! sí, el aroma de los manjares ha trascendido...
Cada noche de función, Antonio en el escenario se distrae con el trajín de entre bastidores:
los chismes de los artistas urdidos en los ensayos, que luego detonan en palabras malsonantes lanzadas por sobre los tabiques de los camerines. Sentado en el umbral del de su amigo,
observa atento el tropel de los tramoyistas, en el sube y baja de los telones que a veces se
resisten a medio camino, provocando la hilaridad del público; los apuros para amoldar a las
cajas las decoraciones; las carreras de los utileros que acarrean los viejos tereques con que
se amueblan las casas ricas: sillas de bejuco, sofás desvencijados, camas de hierro crujientes,
toscas mesas de pino; los gritos de los comediantes, que reclaman una espada o una peluca;
la confusión de los comparsas, muchachos de la ciudad que, metidos en los trajes, presienten
las rechiflas que provocarán cuando les reconozcan sus compañeros de las altas galerías; y
las llamadas desesperantes del traspunte que cortan riñas y coloquios.
Antonio, por las confidencias del director, conoce a la compañía por dentro: celos, perfidias, envidias. En torno suyo siente el fuego de las pasiones, disputándose sus elogios.
Nadie pide sin desmedro para otro, todo mérito se empina sobre el defecto ajeno. Julieta
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
se mofa de la calva de Romeo; Hamlet murmura de Ofelia, y Desdémona cuenta cómo los
rugidos de Otelo estuvieron a punto de hacerla romper en carcajadas al estrangularla. A
su vez, don Juan censura la frialdad marmórea de doña Inés, y los demás se maltratan con
furor infatigable. Es mentira lo que cada uno cuenta, según la opinión de otro: ni virtudes
ni éxitos; los bombos de que se ufanan han sido pagados con monedas o caricias; para esta
gente, que cada noche declama pasiones y dolores extraños, la escena es un taller donde
amasan el pan, y, sin embargo, el menor reproche impreso le irrita, mendiga los aplausos,
y por un parrafito, cuántas intrigas y pendencias, en las cuales las miserias de la vida se
exponen a la luz de los candiles, en los pasillos o estallan vociferantes en aquella atmósfera
inficionada por las emanaciones de la letrina, el olor de las aguas sucias, los cosméticos, el
polvo y los trastos viejos.
De raro en raro, pasa un mozo de cantina con una botella de champaña, obsequio de
algún conquistador. En los entreactos, los pollitos invaden el escenario, boquiabiertos, miran
arriba y abajo, impiden los movimientos a los tramoyistas, quienes suelen apelar a la policía
para que los desaloje, si le hacen caso, y enracimándose frente a los cuartuchos cerrados,
acechan a fin de entrever pecho, brazo o pantorrilla desnudos.
Amojamada, felina, pálida, la cabellera negra formándole casco de azules destellos,
los ojos grandes y febriles. Ella es la única que nada le ha pedido. Los demás le reprochan
desamor de artista y liviandades de mujer. El director se desespera en los ensayos sin lograr una vibración de su cuerpo a líneas de arpa. Poco a poco, Antonio va interesándose
por ella, dándole relieve en sus crónicas. Es la querida del consueta, el hombre desaseado
que suda y grita dentro de la concha. No es bonita; sin embargo, las miradas de los machos
la acarician desde la sala. Las frases rimbombantes de las crónicas le son casi indiferentes,
apenas si lee el ejemplar del periódico que él le ofrece. Los amigos enterados del embullo
creciente, bromean: “Pero si es una gata tísica”. “No digas, a ti siempre te han gustado las
feas”. El director le previene: “no vale nada, va con cualquiera que la pague, y la carne de
teatro, ya lo sabes, cara y mala”. No obstante, se siente atraído. Entre dos escenas, ella le ha
referido una historia vulgar y triste: tiene, un padre anciano y un hijo paralítico, en su tierra.
Las demás son injustas con ella, porque las desprecia; no nació para esta vida de bohemia;
pero desgracias de familia, la muerte del esposo... Y tales desventuras le conmueven. En el
fondo de las pupilas, negras y hermosas, brilla, cuando se encuentran al azar detrás de los
bastidores, una llamita turbadora, y Antonio le oprime las húmedas manos, descarnadas.
A medida que la temporada avanza, la admiración del público se divide, formándose
bandos rivales, que rebaten con tempestades de aplausos y a golpe de ramilletes de flores,
ofrendados desde los palcos más próximos a las actrices. Las mujeres son partidarias de la
primera dama, que es toda una señora, afirman, y cada noche se acrece el homenaje floreal.
Los hombres se dividen en dos o tres campos. Antonio, que capitanea uno, al servicio de su
dama pone su pluma, y en las crónicas baraja las cualidades que le inventa con las penas
que ella le relata, granjeándole simpatías. Las noches de los beneficios, los partidarios se
manifiestan con esplendidez en canastillos floridos y regalos. Los poetas entusiastas desde
la escena recitan poesías en honor de la agraciada. La ciudad se regocija y amortigua las
pasiones políticas con las aventuras de las comediantes.
Por las noches, después de la función, Antonio y Roncoroni, bajo los laureles del parque,
discurren acerca de las piezas, los sucesos de entre bastidores y la política. El empresario
está satisfecho de la temporada: los sábados y domingos se llena el teatro, y el público acude
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
goloso a los estrenos; pero a la verdad, no gusta de las piezas modernas, precisa sacudirle
los nervios; aturde a Antonio a consejos, invitándole a marcharse con él: su pluma le hará
brillar en una gran ciudad vecina, libre, contento, dueño de sí mismo. Aquí, ¿qué porvenir
tiene?, ¿cuál es su aspiración?, ¿ser ministro?, ¿ganar trescientos pesos durante unos meses,
a cambio de injurias y claudicaciones? Y en cuanto a ella, le repite, no vale la pena de perder
el tiempo; por el contrario, sería peligroso echársela a cuestas, pues tales huesos pesan mucho en la ruta. A su vez, los amigos le incitan: “¿qué espera, por qué no le manda un coche
a la salida de la función, como han hecho otros?”. Antonio les oye, pero también ella habla.
Sí, es la calumnia, porque no va con ninguno. Todos la asedian, el director también; pero él
es el único que le agrada. ¡Si el querido no fuera tan celoso! ¡No la deja a sol ni a sombra!
Ella no le quiere, pero le hace falta un apoyo, pues el mundo es muy malo, y el anciano, y
el niño paralítico..., y con un sollozo cubre las voces acusadoras. Antonio la cree, porque
tiene necesidad de creerla, de vivir una novela; en el arco de su voluntad tiembla la flecha
que se plantará triunfadora en el blanco. Sólo una vez la ha besado, ocultos por un rimero
de telones en el foso, y en la boca ardiente le quedó un sabor de carmín.
Suele concurrir a esas tertulias al aire libre, un hombre raro, gallero de profesión, cuya
voz tonante martillea en la noche, refiriendo cosas curiosas, desconcertantes, que su imaginación escarnecida por la locura ancestral descubre en los seres a quienes aplica las observaciones hechas en los gallos, y así, vaticina sobre los políticos, con sobrada perspicacia. El
miedo le puebla las sombras de ojos que espían, o bien, explica sus ideas sobre la locura:
su hermana y su mujer lo son; a la una, que se creía reina, la curó de un acceso de furia
destronándola, y para vencer a la otra, se finge loco, y gesticula, gritando las escenas que
en su casa representa, o, de repente, interroga a Antonio: “¿Cuál es la que te gusta? ¿Ésa? Te
diré; me parece muy peligrosa; tiene una cabeza muy parecida a una gallinita moñuda que
tuve y que, suave, suavecita, ¡eh!, me tenía revuelto todo el gallinero”. Intrigados por su
charla copiosa y estrambótica, vagan por la ciudad dormida o van a comer un sancocho o un
locrio que en San Miguel o por el barrio de la Misericordia han preparado amigos suyos, o a
cenar en innoble fisgón, frente al cementerio, en donde sobre mesa pringosa, oyendo en la
habitación vecina los zipizapes y relatos de los cocheros, saborean un guiso de palomas. El
italiano se exalta en aquel ambiente, romántico remedo de apolillado infolio de caballerías.
Las palomas son exquisitas, silvestres, la carne prieta nutrida con frutas fragantes, los huesos
mascados segregan un amargor delicioso; la salsa es suculenta y la rebañan con arepitas de
maíz recién fritas. Los hombres hablan a voces, de hembras, de tiros, de puñaladas. El mozo,
pequeño como un gnomo, ostenta un bigote bufo por lo luengo y espeso; el mesonero, viejo,
esmirriado, con voz de marica, perdió un caudal en experimentos espiritistas; junto a las
brasas del fogón, al sazonar sus guisos, por el vellón canoso y largo que le cubre la testa,
semeja un brujo preparando filtros. “Esto es único, y las palomas óptimas. ¡Lástima que no
las mojemos con un añejo borgoña, o con uno de nuestros vinos hechos con sol! Es cosa de
maravilla”, afirma el cómico.
Antonio, imponiéndose, ha obtenido para ella un beneficio, con La dama de las camelias,
pieza de lleno seguro, atribuyéndole en el reparto el papel de Ninette. Las demás chillan
protestando; pero la empresa debe complacer al cronista. En gacetillas hábiles ha preparado
al público, incitando la curiosidad con promesas de novedades en la presentación del drama
y artístico adorno del teatro. Ella, en persona, ha repartido palcos y lunetas, acompañados
de una fotografía en la que el lápiz de Abelardo ha idealizado su figura. Han adornado el
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
severo pórtico del teatro con palmas de coco. En el frontis de palcos y galerías, en escudos
de cartón, vense las armas de las provincias y reinos de España, sobre banderas, cruzadas,
que prestan idéntico servicio desde las fiestas del Cuarto Centenario del Descubrimiento de
la América, y guirnaldas de flores de papel en el contorno. El piano de la orquesta desaparece bajo flores, Antonio ha despojado todos los jardines y hasta el camposanto; burlando
la vigilancia de la policía, cortó la víspera, con su propia mano, cincuenta cañas de azucena
en los arriates de la plaza de Colón, y su mujer y su cuñada han confeccionado ramilletes,
liras y canastillos ostentando el mayor ancha cinta azul. Al aparecer en escena, desde las
galerías, los muchachos a los cuales se ha dado entrada gratis, rompen en estruendosa
ovación; aplaudiendo y taconeando estorban por minutos la representación y un vuelo de
pétalos enflora las tablas. Las señoras se indignan en los palcos. Nadie ignora que Antonio
es el tenorio. “¡Qué escándalo! –cuchichean abanicándose con ira– y la infeliz pegada a la
máquina, y todo por esa ética, ¡valiente sinvergüenza!”. “Si mi marido me hiciera una así...
¡Ay, hija, pobres de nosotras las mujeres!”. Mas, que le importa a Antonio, es el placer que
llega, su hora voluptuosa, un capítulo de su novela. Esta noche, después de la función,
mientras el otro se come un sancocho, en San Antón con un grupo de amigos, ella y él… sí
todo está listo, al pelo.
A la salida, la orquesta y los admiradores ruidosos le forman séquito acompañándola hasta
la fonda. Antonio hace destapar cerveza; de un salto, un mozalbete, encaramándose sobre una
mesa, manda a callar la música, que toca una danza criolla, y comienza a hablar, lamentando no
poseer la elocuencia de Dantón, de Mirabeau, de Bossuet, de Castelar, para cantar a la divina
artista, y disparado, mezcla nombres de cómicos y de guerreros, de dramaturgos y tribunos,
hasta que los aplausos le apagan la voz y una mano le alarga un vaso de cerveza.
Antonio se ha despedido, y en una esquina próxima, ansioso espera en el coche, corridas
las cortinillas. La puerta se cierra. Todavía un cuarto de hora más y la ve salir, cautelosa,
arrebujada la cabeza en un chal. Su imaginación se inflama. La sangre le arde en las venas.
¡La tiene al fin a su lado! El coche parte hacia extramuros por la solitaria calle de las Mercedes. Excitado, la sienta en sus rodillas, la besa oprimiéndola, las manos ávidas aprietan la
carne estrujando la leve muselina. Ella, lánguida, le habla de amor, de vivir juntos siempre:
“quiero ser tu Margarita Gautier”, le musita lamiéndole la oreja. Él besa, chupa, muerde los
labios encarminados. El caballo trota, por el camino de San Jerónimo. La luna menguante
recorta los cocales, los mangos que protegen las casas de las quintas, los jabillos, que alargan
sus brazos colosales. Entre las cercas los perros ladran, intimidados por el rodar del coche.
La tierra fecundada exhala el aroma de flores, frutos y bálsamos. A la entrada de la vereda
que conduce a la playa, descienden. El castillo enhiesto desafía al tiempo. Desde el foso,
tres almendros en fila coronan las almenas con sus copas redondas. En las peñas, troncos
esqueléticos, arrastrados por la última creciente, fingen animales fantásticos. De la línea
argentada del horizonte brota, ensanchándose, rumor formidable que desfallece en la orilla
con dulzuras de brama. Las olas retozonas tejen randas. Antonio, henchido el pecho, subyugado por la naturaleza, rijo, abraza a la hembra magra, felina, tan deseada. Las lenguas
se anudan, y, jadeantes como dos perros, se revuelcan en la arena...
Al regreso, silenciosos, se apelotonan en los rincones, Antonio se siente cautivo, rotos los
músculos, distendidos los nervios. El caballejo trota. El coche salta en los baches. El camino
es interminable. ¡Qué asco, tal instante el precio de tantos afanes! Ella rompe el mutismo
hostil:
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—El sábado se estrena una comedia; necesito un traje de raso rosado y unos zapatos
Luis XV, doré; me los regalarás, ¿no es verdad, negrito?
—Sí –ha pronunciado él involuntariamente. Se pegaría para castigarse. ¡Qué imbécil! Sí, los amigos tenían razón, y pensar que para eso ha escandalizado y ha sufrido su
mujer, y encima, la humillación de pedir a un tendero fiadas unas varas de tela. ¡Qué
ridículo!... Y el cochero, que ha oído, lo repetirá a su barragana, y ésta lo dirá en el
mercado, y cada cocinera llevará la noticia a la casa en que sirve, intercalándola entre
los fideos, la carne y las verduras, mientras rinde la cuenta de la compra a la señora.
Será el hazmerreír de la ciudad. Y el otro... harto de viandas y licor, estará mofándose...
¡unos zapatos doré!...
El coche se detuvo, se despidieron con un beso helado, y ella en el estribo, insiste: “no
te olvides; de raso color de rosa”.
XVII
Partida la Compañía de Roncoroni, la ciudad en las primas noches recuperó su monótona calma. Los hombres, en cafés y parques, a comadrear sobre política; las mujeres
a balancearse en las puertas de las casas, en las aceras, y jueves y domingos, durante las
horas de la retreta, a dar vueltas en el Parque de Colón, cogidas del brazo o aparejadas con
galanes, según la moda que las yanquis y las criollas, que estuvieron un mes en Nueva
York, han introducido.
Antonio, mortificado aún por el escozor de su lance amoroso, con dos o tres amigos se
refugia en la Plaza Duarte, mal iluminada y solitaria. En la penumbra, a salvo de miradas
delatoras, es posible conversar, maquinar y aun conspirar. La situación política cada día
está peor, aumentándose la división entre los dos hombres que usufructúan el poder en
un tira y encoge insostenible. La prensa partidaria pega, las intrigas, bullen y los personajes moran en los caminos, chapaleando en el lodo, para atajar a los gallos que quieren
arremeterse. De boca a oreja se divulgan frases sibilinas. Las dueñas de casa almacenan
petacas de carbón; las verduras y gallinas suben de precio, y los campesinos se llevan las
hijas que sirven como domésticas, y aprovisiónanse de sal. La revolución está en el aire,
una chispa sola y las llamas crepitarán. El Congreso pide cuentas al Ejecutivo del manejo
de los fondos nacionales y después de acalorado debate, acuerda un voto de censura. Los
partidarios del Presidente recogen adhesiones al pie de un documento que le da un voto
de confianza. ¡Alea jacta est! ha exclamado, alisándose la barba, un docto de vara alta. De
noche bajo los haces de yerba, en carretas y en coches, transponen carabinas fuera de la
ciudad y damajuanas y bidones llenos de proyectiles. Los caballos están ensillados. Una
mañana radiosa de aquella primavera, por la calle de El Conde, a escape, tendido sobre
el cuello del corcel, el revólver en la diestra, disparando, fusilado por sus perseguidores
desde la esquina de la Gobernación, pasa un general cual un centauro. Un repórter de Le
Fígaro, de París, enfoca la escena con su kodak. Más tarde, los campesinos que han venido
a mercar, se arremolinan, clamorosos, aferrados al cabestro de sus bestias, defendiéndolas
de la policía que las requisa. Es la revolución.
Muy de mañana, Portocarrero ha recibido la visita de su amigo y contertulio Miguel
Gómez, y en el patio, junto al brocal del pozo, conferencian.
—Bueno, socio, ya rompieron los tiros. Horacio se ha pronunciado en el Cibao y viene
sobre la Capital.
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
—Pero, ¿es seguro?
—¡Cómo!, he leído el telegrama en clave que le ha puesto, a Corderito, éste, con su grupo,
se sale esta noche para Baní, y nosotros, si estás dispuesto, nos vamos por el Este.
—Y…
—Sí, socio; en Guerra se alzarán Amador y Marcos del Rosario, que tienen su gentecita
lista, y Lalo en Bayaguana, y con el nombre que tú tienes, nos adueñamos de la cosa y damos
tamaño golpe.
—Pero...
—Sin pero, hay que moverse, si no, nos meten en la cárcel. Desengáñate, en este país los
intelectuales no sirven más que para secretarios de los macheteros: hay que hacerse general.
—Sí, sí, yo quiero probar que soy hombre de acción, y que en esta tierra guapos somos todos.
—Así me gusta. Compai, si cogemos el pueblo de Los Llanos. ¿Quién le quita a usted
ese Ministerio de Relaciones Exteriores y a mí ese Consulado en El Havre?
—¿Y las armas, y el dinero?
—Todo está arreglado. Tengo dos carabinas 50-70 y un sable de cabo, ése para ti, que
serás el jefe. Oye el plan. Esta noche, en un coche, pongo las carabinas entre un paquete de
cañas, doscientos tiros en un macuto, tapados con naranjas de china, y bajo al río. Allí, en
La Fuente, nos espera un bote con dos marineros de confianza. En cuanto a dinero, yo llevo
diez pesos cambiados en nacionales para que abulten, tú, busca lo más que puedas; y ya
sabes, lo llevas en clavaos, rinden más; no te olvides de comprarte un sombrero de cana con
su divisa roja, y una chamarra de dril.
—Estamos entendidos.
—Hasta la noche, a las ocho.
Por detrás de la muralla, disfrazado con el sombrero de cana alón y el traje rural, Antonio ganó La Fuente, que es, en la margen del Ozama, aguada de los buques. A la luz de
las estrellas, se alza el paredón cubierto por manto verde de hiedra. El bote está oculto en
la sombra. Momentos después, un coche de punto se detiene en el camino. Miguel registra
con la vista el paraje.
—Venga, compadre, soy yo.
—¡Cará! no te había conocido. Déjame verte bien. Antonio se acerca al farol del
vehículo.
—Socio, de rechupete; y en cuanto te tercies el cabo, un general; no hay quien te lo despinte. Y entrambos conducen al bote las cañas y el macuto de naranjas. El cochero, que ha
vigilado el camino, un negrito de ojos vivos y finos rasgos, les despide:
—Buena suerte, y ya sabe, mano Miguel, cuando triunfen hay que conseguirme mi despacho de capitán y mi racioncita.
—Sí, oro molido que quieras. Has prestado un gran servicio a la causa, y ya sabes, mañana riegas en el paradero del parque nuestra salida.
El bote boga río arriba. Pronto entran en la parte desierta, sombría. En ambas laderas, los
manglares se esfuman con extraños perfiles; en las abras que sirven de atracadero, una ceiba
abre sus ramas o un mamey se yergue alto, inmóvil. Alas torpes agitan las hojas, y grillos y
ranas conciertan sus discantes. De rato en rato, en dirección contraria pasa una canoa cargada
de carbón, de yerba y de frutos. El campesino, desnudo el torso, los pantalones arrollados,
sentado en el centro, la impulsa con el canalete, cantando:
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
¡Eh! tololé-tololá,
¡Eh! tololé-tololá.
En los Tres brazos del río desembarcan. El agua trifurcada susurra entre los mangles de la
isleta. El terral les trae olores de vacada. Las carabinas en bandolera, las saquetas de cartuchos
a la espalda, y Antonio sable en mano, se dirigen a la casa del potrero cercano, en donde el
mayoral, pariente de Miguel, les proveerá caballos. Mas como éste no ha sido prevenido, se
excusa: “los caballos están sueltos en los vados, y ¿quién puede enlazarlos a tal hora? ¿Por
qué no le mandó un recao? ¡Qué cosas las del primo! Pero ya que están en el apuro, pa que
no digan, les prestará el mulo de hacer los mandados; eso sí, que no se sepa, pues no quiere
comprometerse”. No hay silla, sino aparejo, y los acompañará hasta ponerlos en el camino de
Guerra. Al pasito, entre horas, pueden llegar, la noche está fresca y clara. El mayoral mismo
les apera el macho, y les da el pie para montar, recomendándoles no tocarlo por detrás, pues
corcovea; es manso, y andador. Callados, atraviesan los potreros, la yerba páez crece lozana hasta
tapar el ganado. En la guardarraya, una vez corrida la tranquera, el mayoral les dice adiós:
—La Virgen los acompañe. Por ahí, derecho; no se perderá, y cuídeme mucho el mulo
y los aperos.
En la soledad del camino el arrebato de Antonio decae. El macho trota de modo infernal,
a cada salto el estómago le llega a la boca. Le molesta el compañero que va a grupas; el sable,
la carabina, la saqueta, le pesan sobre hombros y costillas; y luego, ni una casa, ni un alma
viviente a quien interrogar. ¡Qué barbaridad! ¿Cuándo llegarán? A mucho andar, distingue
la puerta de un ingenio, al fondo la casa de calderas, con los índices obscuros de las chimeneas. El aroma de la caña molida les sonsaca; pero no, si entran pueden encontrarse con el
Jefe de Orden y ser aprehendidos. Siguen. Al fin, divisan las primeras casas del pueblecito.
Ahora, ya Miguel es baqueano, conoce el bohío de su compadre, con quien en días atrás
habló. Los canes ladran. Es del otro lado, a la entrada del camino de Los Llanos, tiene un
flamboyán en la puerta.
—–Aquélla es. ¡Qué descanso? Miguel toca en la ventana.
—–Compai, compai, soy yo, Miguel Gómez.
El mastín ladra alarmado. De adentro una voz femenina pregunta:
—¿Quién va?
—Comai, es Miguel Gómez, al compai Juan que me abra...
—El no tá; fue a un velorio y entoavía no volvió.
—Entonces, ábrame, comai, que tengo que esperarlo.
Una mano desconfiada alza la aldabilla de la ventana y por la rendija un ojo escudriña.
—Espérese, compai.
En el interior se oyen murmullos de voces y de ropas. Al fin se abre la puerta. Un candil
aclara la habitación. La comadre, en enaguas, los recibe, y luego de un rato de conversación
exploradora, concluye:
—El hombre Juan, va a vení ahoritica.
Y aparece éste, pintadas en el rostro las huellas del sueño. Precavido, después de cerciorarse bien, salió por la puerta del corral y registrando dio la vuelta. Miguel le abraza efusivo
presentándole a Antonio.
—Éste es el amigo que le dije. Hombre de mucho prestigio, de toa confianza de Horacio.
Compai, con él tiene usted seguro su nombramiento de Jefe comunal.
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—Y el jefe Horacio, ¿es verdad?
—Cómo, compai, si ya está en Antonsí, con tres mil hombres, too el Cibao. ¡Ave María!
una pasá ná má, compai. Y los muchachos de usted ¿dónde están?
—Ello, escondió en el monte sin armas, y hace falta plata. El jefe Marco del Rosario anda
desde ayer por la sabana con unos viejitos, pa comer vacas ná má. La plaza está casimente
sola, pero mi compai, el ayudante, me dijo que el Gobierno manda a esta noche mesma tropa
de la capital... Asina es...
—De manera que todo se ha vuelto bulla; y ahora ¿qué hacemos?
El compadre Juan, indeciso, la cabeza bana, escupe y se rasca el dedo gordo del pie.
—Asigún; yo creo, compai, que lo mejor es aplastarse un tiempecito, hasta que la gente
del jefe Horacio llegue a Sabana Grande; vuelvo y digo, si al jefe Antonio le parece.
—¿Pero en dónde?
—Aquí, cerquininga, en ca el vale Pedro Espíritu Santo; es buen escondedero. Vamo pa
allá, él es seguro, hombre de mucha concencia.
Aceptan. Y de nuevo, a horcajadas en el mulo, parten detrás del compadre Juan por la
sabana, desvían el camino, alargándolo con marchas y contramarchas estratégicas por entre
las matas...
La luz láctea del alba mancha el cielo, cuando llegan a un destartalado bohío de palma
y yagua, inclinado bajo su propia pesadumbre, entre árboles de mangos y caimitos. El perro
ladra furioso. El compadre Juan llama, la mujer contesta; después de un parlamento, se abre
la ventana, y a la postre, por detrás del rancho, sale el vale Pedro, el busto desnudo, armado
de un trabuco. El vale Juan le explica; él oye con la cabeza gacha, y cuando ha rumiado bien,
conviene:
—Vale, yo soy suyo. Asina es. Que los amigos desmonten sin cuidado. –Y alzando la
voz–: Tanasia, alevántate, pa que le haga café al vale Juan y la compaña.
La cocina es un cobertizo hecho de cuatro varas, cubierto de yaguas. Tres piedras ennegrecidas, el fogón; latas ahumadas, higüeras, cucharas y un colador, el ajuar. El huésped les
brinda los asientos hechos de troncos toscamente labrados por las caras. La siña Atanasia,
agarrándose con una mano las polleras, tiende la otra a las visitas y pregunta por la mujer del
vale Juan. Enciende, en las brasas que enterradas guardó el día anterior, una raja de cuaba, la
mete debajo de la leña colocada entre las piedras del fogón y arrodillándose, sopla con vigor;
cuando llamea, afirma el burén, en el cual esparce puñados de café. Con una paleta lo mueve
para que no se pegue. El aroma de los granos tostados emerge. Luego, con mano firme, los pila
y recogiendo con un pedazo de higüera el polvo fragante, lo deposita en el colador, bañándolo
con agua hirviente, y una y otra vez lo pasa. A los forasteros, les brinda en jarritos y hoja de lata
con asa, a los de confianza en higüeritas, y muerde en el terrón de raspadura con sus dientes
amarillos, da a cada uno para endulzar su poción, un bocado húmedo de saliva.
—¡Siña Tanasia, qué mano, Dios se la guarde! –exclama el vale Juan, cuando el primer
trago le conforta.
—Magnífico, así no se toma en la Capital.
—–Éste es café legítimo –corean Antonio y Miguel.
El compadre Juan se marchó prometiendo volver al anochecer y recomendándoles no
dejarse ver de nadie; y el vale Pedro, desenjalmando el mulo, lo amarra con la soga larga
en una cejita de monte, en donde la yerba medra lozana. Los dos revolucionarios, que se
duermen en pie, internan detrás del bohío, y, bajo un mango, se acuestan, sobre la tierra.
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Roncaban como benditos, cuando un toque de corneta en dirección del pueblo les despertó.
El sol estaba en el cénit.
—Socio, ¿has oído?
—Sí, ese es punto de guerrilla. Las tropas de la Capital que llegan.
—¿Y tú crees que estamos seguros aquí?
—¡Uy! ¡Como en la iglesia!
El vale Pedro se les reúne. No hay que preocuparse; la gente se quedará en el pueblo y
por estos lados no vienen ni mosquitos.
El vale Pedro es alto, fornido. La tez del rostro y del busto, curtida por el sol, es áspera;
y dorada como cordobán antiguo. El bigote, largo y lacio, se mezcla con la barba gris ensortijada que le cubre el mentón. Usa camisa cuando va al pueblo; y los pantalones terrosos,
única prenda que viste, los sujeta a la cintura con una correa de la cual penden el “Collins”
de monte, en vaina historiada de arabescos; un cuchillo puntiagudo y afilado con el que
come, pica el tabaco, se escarba los dientes y se extrae las niguas, y un venerable revólver
de pistón, de esos que llaman marmitas. Sus manos son tenazas; la costra de los pies es dura
como pezuña. Desde Hato Mayor hasta Santiago de los Caballeros ha engendrado veinte
hijos. En otro tiempo fue hombre de guerra. Con el general Miches bajó al Cibao; el trabuco
se lo regaló Pedro Guillermo por una acción de flor, que realizó en plena capital, una noche, en la calle del Comercio, deslomando un azul; y el machete, que cuelga en la cabecera,
lo desenvainó la última vez en La Pomarrosa. Allí le rompieron una pierna, de la que aún
renquea en los días lluviosos, y por tal mérito, el general Cesáreo le recompensó con el grado
de comandante. Desde entonces es ciudadano pacífico; ha aprendido que los gobiernos olvidan siempre lo que prometen los caudillos revolucionarios. Y el comandante Pedro Espíritu
Santo, vive tranquilo, siendo buen amigo de las autoridades. Posee el bohío: dos piezas de
piso dé hormigón, sala y aposento; el tejado de yaguas se clarea; el moblaje consiste en tres
cajones que hacen de armarios y baúles; por cama, una barbacoa cubierta por una estera. El
platanal le regala pan nutritivo, y allí mismo, a un paso; batatas y ahuyamas frutecen para él;
árbol de higüero le provee la vajilla, y mangos y caimitos sus maduras pomas; las abejas le
engríen con la miel y la cera de sus panales, y las palmas le engordan los cerdos. ¿Para qué
trabajar? La mujer se ocupa en las faenas de la casa y del conuco; los hijos, aplazados todos,
hembras y varones, le traen, cuando le visitan, morro de huevos o banda de tocino; y si ha
menester ron, tabaco o un pantalón los empresta al vale Juan o a otro compadre, y si no, para
los apuros mayores, ahí está el ingenio: corta caña una semana, y basta.
Sentado a la puerta, en un tronco de roble, otea la sabana. A una legua reconoce a los
conocidos por la pisada de los caballos; de rato en rato, da una vuelta por el fogón, o corta
con pulso sereno finas hebras de andullo, que aspira primero con deleite, las desmenuza
entre las palmas, y luego rellena el cachimbo de barro rojo bien curado. Sin embargo, el
comandante Pedro Espíritu Santo, confía al jefe Antonio y al jefe Miguel, que espera de
ellos cuando “en sus glorias se vean” un alguito para lavarle la cara al rancho, comprarse
una muda, un revólver Miste y Ueso, cacha de nácar, pavón negro, de quince milímetros,
y un nombramiento de Alcalde pedáneo de la sección. Regocijado con la formal promesa,
conviene en ir al pueblo a brujulear, y antes de partir les envía con la Tanasia, dos plátanos
verdes, asados en las brasas, calientes y suaves como bizcochos.
La siña Atanasia, aunque más joven, ha visto cincuenta veces florecer los flamboyanes, y
ha parido doce hijos. El oscuro pigmento se ha desvanecido adquiriendo un agradable matiz
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
de caoba. El rostro libre de arrugas, las pasas cervunas, brazos y pantorrillas viriles. Cocina,
deshierba el conuco, carga el agua en calabazas desde el cachón, castra las colmenas y mata
y sala el puerco ajeno, si Dios se lo depara. Nunca fue celosa; es amiga de las mancebas de
su señor, y con más de una ha compartido en dulce paz el hogar.
A la puesta del sol el vale Pedro regresa de su excursión: había visto al compadre Juan,
quien tan pronto como vibrara la corneta, se encuevó; pero desde su escondite, en casa del
cura, está en atisbo.
—¿Y las tropas? –le interrogan.
—Cómo tropa; sí, ello son mucha, toos vestidos de azul, con frisa y cachufuces nuevecitos,
y las cartucheras jartas de tiros. Son del batallón y también trujeron cañones.
—Cañones, ¿cuántos?
—Yo vide uno.
—¿Y quién es el jefe?
—Un chiquito, flaquito y feo que ñaman Chavito, hermano del cantor que viene al pueblo
pa las fiestas de San Antonio.
—¡Ah! sí, el comandante Chávez, buena carabina y amigo nuestro.
—¡Anjá! Y dice el vale Juan, que en esta nochecita no pué vení, porque ello haberá guardia
en la boca de los caminos; pero que no tengan cuidao, que en cuantico se ponga al habla con
sus muchachos, esos descoloríos capitaleños van a sentir bajo e berraco.
En la sala se acomodan los dos amigos para dormir, teniendo por lecho el piso erizado
de pedrezuelas, y por almohadas los aperos sudados del mulo. Durante el día se alimentaron con plátanos asados y batatas salcochadas. Antonio se revuelve, intranquilo: las pulgas
le corren por las piernas, el suelo es duro; las noticias le inquietan. En tanto Miguel ronca
ruidosamente, él medita, imagina: “Hay que moverse, sí, no es posible permanecer inertes.
Pero ¿cómo? Escribir a Chávez, hablar con él, convencerle, ¿no son correligionarios? Pero
es un militar de honor y no aceptará. Tal vez, ¿por qué no? El Gobierno está caído y la resistencia será inútil. ¡Qué suerte si lo consigue! Con esas fuerzas, bien equipadas, parqueadas
y veteranas, tomaría a Pajarito, sitiando a Santo Domingo por esta parte del río, mientras
Horacio, con las tropas del Cibao, lo hace por San Carlos y San Jerónimo. No, así quedaría
eclipsado por la presencia del jefe superior; mejor plan es entrar a Bayaguana y Los Llanos,
cortar el telégrafo, reunir los elementos revolucionarios de esas localidades y atacar rápidamente de súbito, a San Pedro de Macorís, cabecera de provincia, con puerto y aduana. ¡Qué
golpe! ¡Cómo quedarían los charlatanes de la capital! Y luego, ¿no sería ese éxito brillante,
título indiscutible para una cartera en el Gabinete? Qué cara pondrían sus detractores envidiosos cuando el pregonero, leyendo en las esquinas promulgue: Secretario de Estado en
los Despachos de lo Interior y Policía, general Antonio Portocarrero. ¡Le parece que ya oye
los alegres redobles del tambor! Pero no, en el Gabinete no hay suficiente independencia, el
Presidente hace sombra, y los errores de éste recaen sobre los Secretarios; más le conviene
la Gobernación de Macorís, y quizás la Delegación en el este. ¡Eso sí! ¡Cuántas cosas haría!
Parques, calles, escuelas, veladas, discursos, la fiesta del árbol, acueducto, alumbrado eléctrico. Aquello se presta, cuenta con numerosa colonia extranjera, y, además, diez ingenios
que asisten a las iniciativas progresistas. Sí, decididamente, Gobernador de Macorís. De ese
modo, su prestigio irradiando a las otras provincias, se impondría a la capital misma, tan
desamorada de sus propios hombres y tan fácil para los del Cibao. Y el porvenir... ¡Quién
sabe!…”.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Las pulgas voraces le cosquillean chupándole la sangre.
A la mañana siguiente, mientras toman el café, Antonio expone su plan. El vale Pedro
irá al pueblo a comprar papel y un lápiz para la carta que escribirá al comandante. El medio
es infalible, Miguel asienta:
—Después de todo, nada se pierde. Él fue enemigo de Lilís y no le ha de gustar ver a
Perico y a otros cacaos lilisistas peleando por Jiménez. Pónselo en la carta, que eso le hará
efecto.
El vale Pedro, rascándose la cabeza interviene:
—Mi jefe, usted me dispensa; pero yo le oí a un Don de la capital, que vino a alcanzar
a Cesáreo, que la política no se ecribe.
—Eso será cierto; pero esa carta hay que enviarla.
—Pué, yo no la llevo. Ese comandantico tiene la cara muy seria, y, jefe Antonio, su merced
me perdone, manque yo esté viejo, las mujeres entoavía me apetitean.
Los argumentos y las promesas son inútiles; el vale Pedro es inconvencible. Al fin
propone:
—Güeno, pa que no digan, airé a montear; a ver sí me pecho con el vale Marco del Rosario. Eso, sí, endempués no se olviden del revólver, de la moticas pa el bohío y del papel
de Pedáneo. ¡A güeno!
En el platanal, al grato abrigo de las amplias hojas de malaquita, contemplando las gráciles columnas de jaspe que rodeadas de cepas mustias y tiernos retoños sostienen grandes
racimos, cada plátano es un dedo de gigante, y al extremo el floripondio morado donde la
abeja vagabunda liba, los dos revolucionarios comienzan a sentirse nerviosos, a dudar, a
desesperarse de la expectación. Los estómagos reclaman algo más que frutas y viandas.
Miguel parlamenta con la siña Atanasia:
—Mamita, ¿no habrá por ahí un pollo o una gallinita?, se la pagamos bien.
—Ay, jijo; si la última que me trujo una jija que tengo por la vuelta e lo Mina, se la comieron de viajito, lo maldito perro jíbaro.
—¿Y usted no tendrá algún pedazo de tocino? Vea, mamita, que le voy a regalar un
pañuelo de Madrás de a vara, para cuando vaya a verme a la Capital.
—¡Ay cristiano! –suspiró la negra, enseñando los afilados caninos.
Por la tarde, el vale Pedro volvió del cantón de Marcos, con noticias y un cuarto de novilla.
En torno a la lata en que se cuece el sancocho, las interpretan optimistas. El Gobernador de
El Seibo pronunciado contra el Gobierno; en Bayaguana y Los Llanos, gente en el monte;
y de Caño Hondo, una columna que avanza sobre Santo Domingo. No, si el triunfo es un
hecho, lo malo es que Marcos les aconseja esperar quietos aquí.
—No, de ningún modo, eso es una pendejada.
—Hay que atacar a Guerra cuanto antes.
—Ma, si el jefe Marco no tiene ma que unos viejitos desarmaos, y lo de la columna que
dicen, es humo e sabana.
Los días transcurren sin cambios. Antonio empieza a dudar del éxito de la empresa. El
vale Pedro trae del pueblo noticias desalentadoras: Puerto Plata, la Línea y el sur, están por
el Gobierno, y fuerzas de éste marchan sobre Santiago. ¡Propagandas!, afirma Miguel. No
obstante, la situación de ellos se hace más difícil, las guerrillas recorren los contornos, llegan
al bohío, piden agua, preguntan si no han visto revolucionarios; una vez, apenas tuvieron
tiempo de meterse debajo de la barbacoa; otra tendidos boca abajo entre matorral tupido, a
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
dos pasos, han oído hablar a los oficiales reconociéndolos por las voces. Así supieron que
en Los Jovillos se ha peleado, que Horacio está ya cerca, que una columna salió de Caño
Hondo, con dirección a Guerra, y que el compadre Juan; tan mentado, permanece en casa
del Párroco, habiéndoles ofrecido sus servicios. Ese no es más que un mancuenco, ha dicho
un tenientico.
¡Diablo! si a alguno se le hubiese ocurrido registrar!... De sólo pensarlo, Antonio se
estremece. ¡Qué ridículo, entrar a Santo Domingo prisionero, el muelle repleto de curiosos,
y en el tránsito, hasta la fortaleza, astrosos, lamentables, saludados por sonrisas irónicas y
burlas! No, sería insufrible, y, sin embargo, de un momento a otro puede suceder.
La angustia de la espera le extenúa; ya no sueña con la Gobernación, ni con la cartera; se
ha transado por la diputación, sí, en la cual, por independiente, será el centro de todos los
debates. Pero el recuerdo de la familia le perturba: cómo estará su mujer, sin saber nada de
él, pobrecita, y la suegra, dale que dale a la lengua, y el hijo... Y cierra los ojos para no verle
resbalando tremulento por las paredes.
Desde la copa de un caimito abarca la pampa que se tiende leguas y leguas, unido plano verde, cortado aquí y allá por meandros de hicacos o por robles solitarios, que parecen
desafiar el rayo. A lo lejos, un jinete pasa bajo el sol de fuego. A la sombra de los mangos,
de bruces sobre la tierra fresca, observa atento la labor de la hormiga, de la abeja, de la
lombriz viscosa. Entre las ramas, un ruiseñor canta. ¡Ah la villa nativa, el valle plácido, el
río bullidor!, ¿por qué los abandonó por las calles polvorientas, los parques empedrados de
malas intenciones y las luchas mezquinas de la dudad?, ¿y qué ha ganado? Allí, como sus
condiscípulos, habría sido tendero, además tendría chivales, apiarios, un buen caballo para
caracolear los domingos por las aldehuelas, bebería leche recién ordeñada, se bañaría en el
río y aspiraría a presidir el Ayuntamiento...
Miguel le interrumpe el soliloquio.
—Socio, tengo una comezón en el dedo gordo del pie derecho, ¿qué será?
—Nigua, seguro.
—Hombre, lo que me faltaba.
—Peor estoy yo.
A Antonio la cabalgata de la primera noche en aparejo le produjo una peladura en la
rabadilla, después, le ha salido una negrita, y luego otra y diez más; tiene las nalgas reventadas, los calzoncillos se adhieren a los bezos; cuando camina, aquellos se desprenden
lastimándole, y el pus sanguinolento le moja los muslos. ¡Bonita situación para un caudillo!
Y los días transcurren... Al fin, un tiroteo graneado les sorprende, seguido durante media
hora de descargas cerradas atacan a Guerra, ¿Quién?
—La colunia que a venío de arriba –asegura el vale Pedro.
Cuando cesa el combate, la brisa les trae las albricias. “¡Viva Horacio!”, se oye distintamente.
—¡Qué voz tan argentina! –exclama Miguel–. ¡Y era tiempo!
Se escucha el galope de un caballo; el vale Pedro anuncia: “el potro moro del compadre
Juan”, y en efecto, rato después, es él, que vestido de rayadillo, con botones militares dorados,
sombrero del yarey y divisa colorada, se zarandea enseñando las espuelas de plata.
—Compai ya ganamos. ¿No se lo mandé a decir, que esa gente iba a sentir bajo e
berraco?
—¿Pero usted ha tomado el pueblo?
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
—En compañía del general Rafael, que vino con una columna por Bayaguana; pero en
justicia, la acción mía y de mis muchachos, y esa Comandancia no hay quien me la quite.
—¿Qué general Rafael es ése?
—Él los conoce, ahí detrás; vienen dos caballos que les manda para que se vayan al
pueblo. ¡Viva Horacio!, ¡ca…! –vocea haciendo escarcear el jaco.
En el pueblo, el general Rafael, abrazándole casi le desmontó del caballo, y Antonio se
encuentra sentado ante una mesa de pino, pluma en ristre, convertido en secretario de aquel
jefe de operaciones.
La Capital capituló, asilándose el Presidente en una Legación. La campaña había terminado sin las hazañas proyectadas. ¡Qué gusto se darán los de los bancos del Parque! ¡Qué
suerte la suya! Las posaderas le torturan, putrefactas; no puede andar ni sentarse; imposible
montar a caballo; y mientras Miguel entrará por la Puerta del Conde, a la diestra del General victorioso, él lo hará por el río, acostado en un lanchón, sobre sacos de azúcar, entre
enjambres de moscas...
XVIII
En la hamaca, Antonio mécese y adormécese su impaciencia. Las nalgas pútridas le han
recluido en la casa desde el retorno de la campaña. El médico habló de cortar; pero la mujer
terca y cariñosa, lavándole y aplicándole fomentos de hierbas medicinales, logra restablecerlo
sin intervención del bisturí.
Miguel Gómez, visita diaria, le ha mantenido al tanto de los sucesos públicos, del reparto
del botín. Los empleados del régimen anterior ni con candela renuncian; todos pertenecen
al Partido Revolucionario, en tanto que los nuevos, los que se echaron al monte o conspiraron desde los escondites, no encuentran plato para sus apetitos. Algunos han asaltado las
oficinas en el tumulto de la primera hora, mientras las tropas desfilaban por la calle de El
Conde. El Presidente provisional está abatido, sin orientación en laberinto de intrigas, de
concupiscencias, de ambiciones. A mañana y noche le tienen con dolor de cabeza. La Gaceta
Oficial, al día siguiente de la instalación del nuevo Gobierno, en un suelto, expresó que era
voluntad de éste que no se exacerbara al vencido atacándole en la prensa, y los directores
de periódicos han entendido que tampoco es lícito combatir al vencedor.
Por corrillos de parques y esquinas circulan persistentes rumores de disgusto. En la
tertulia, en derredor de la hamaca, se protesta contra los nombramientos: a uno se les ha
dado en demasía, a otros nada. El lilisismo entra de nuevo en el Palacio. ¿Qué han hecho esos
hombres, y cuáles méritos poseen los que el cariño regional empina en los eminentes cargos
del Estado? Hasta las futuras curules tienen ya dueños. ¿Y para tales cosas expusieron Antonio y Miguel sus vidas y padecieron hambre y tribulaciones, y trajo el uno los pies cuajados
de niguas y el otro padece aún de las diabólicas negritas? Lo que es en otra, concluyen, no
los pescan; y en cambio, en los bancos del Parque Colón su campaña es motivo de risa; mil
cuentos jocosos se refieren, y Miguel, en alta voz repite:
—¿No dicen esos malditos, que hemos estado cinco días debajo de la cama del cura, y los
oficiales de la tropa gobiernista, que le visitaban, viéndonos los pies, se divertían acercándose
a la puerta para asustarnos?
—¡Charlatanes!
—Dicen que llevabas el sable colgado del pescuezo, y cuando el mulo corcoveaba te
agarrabas de las orejas, y por mal jinete te has pelado hasta el ombligo.
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
—¡Malsines! –truena Antonio, ladeándose–; que se vayan al monte en la próxima y
sabrán dónde les aprieta el zapato.
La primera salida de Antonio ha sido para visitar al Presidente. Se presentó en la tarde;
el oficial del Cuarto Militar de servicio que le anunciara, le trajo recado excusándose por
hallarse reunido con el Consejo de Ministros, y citándole para el siguiente día temprano. En
la mañana encontró una colección de ciudadanos de todos colores, clases y cataduras, de los
cuatro puntos cardinales de la República, en espera de turno. Éstos en solicitud de empleo,
aquéllos a buhar, muchos en demanda del pago de sus cuentas de revolucionarios. Quien
gastó cinco, cobra cien, pues hay que aprovechar, la Patria es de todos.
Los presentes miran al recién llegado con recelo: uno más a contender por el hueso.
¿Qué quieres?, interrogan las miradas, y cuando se cierra detrás del privilegiado la puerta
del despacho, desazón común turba sus ánimos.
Portocarrero, indica el edecán, y Antonio entra. El Presidente lo recibe cordialmente.
Alto, fuerte, de mirada límpida, una vaga sonrisa triste le endulza el rostro. Con palabra
adusta le habla de sus planes, que no es posible iniciar, del tiempo que se pierde en contentar
a los que piden; nadie quiere trabajar, los empleos no alcanzan... Y los compromisos y las
combinaciones... Si esto sigue, renuncia; es terrible lidiar con tanto vagabundo. El calor de
la capital le acosa. Echa de menos el campo y su caballo, y termina pidiéndole que acepte
un consulado, en isla vecina, con cien pesos, por ahora, pues es necesario hacer economías
para pagar las deudas extranjeras.
Aplastado bajo el repentino derrumbe de sus ilusiones, Antonio no acierta a responder.
¡A él, un consuladito, lo que se da a cualquiera, ¿y su vida de sacrificios, y sus prisiones,
y las batallas de su pluma? Se indigna, y a la vez compadece al hombre que tiene delante,
armado de buenas intenciones, presa de pasiones que le cercan y de apetitos que tuercen
sus miras. El castillo de naipes cae por tierra, y despidiéndose con una negativa, cruza por
entre los que esperan, la mirada soberbia, inflado el pecho, la testa engallada, en los labios
la huella del no rotundo, nuevo laurel, piensa, con que fustiga a esa traílla. ¿Quién entre
ellos repulsaría un consulado?
En su casa estalla. Eso ha sido un insulto; sí, una verdadera ofensa. ¿Qué cree el Presidente? ¿La República es su casa, su estancia, en la cual puede hacer lo que le place? La
suegra opina que ha debido aceptar; cien pesos, son quinientos nacionales y hay que trabajar
mucho para ganarlos. Pero ¿y su dignidad y sus aspiraciones? Y además, con ese sueldo no
podrían vivir decorosamente en el extranjero, y las deudas acumuladas en tantos años que
hay que pagar... Los acreedores le perseguirían como tigres. No y no; ya llegará su hora,
estos hombres no durarán en el poder. Es cosa de meses.
En efecto, se nota pronto la labor de zapa, el descontento hondo, la efervescencia solapada que arroja a la superficie palabras imprudentes, el malestar colectivo que precede a las
revoluciones. Nadie está satisfecho, los mismos empleados critican en voz alta, y aumenta
el prestigio del caudillo caído, hacia quien torna la opinión veleidosa.
El Presidente, enfermo, desalentado, vive a caballo en el camino del Cibao, empeñado
en unificar las voluntades de sus amigos, quienes a su vez afirman que él mismo no sabe
lo que quiere.
En los campos escabrosos y asoleados de la Línea noroeste iniciase la brega, la protesta
armada toma y pierde poblaciones, desaparece en un crepúsculo y a la mañana siguiente,
más pujante, ensangrienta las lomas. El terreno le es propicio, el regnícola es cazador, certero
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
en el tiro, y vive del ganado que pasta en sus sabanas; la frontera próxima le asila. Los cruceritos de la armada fatigan sus máquinas trasegando soldados reclutados violentamente,
que desertarán a la primera coyuntura o morirán en las llanadas aquellas sin que les calme
la sed una fruta ni les perfume una flor. La revolución se propaga por otras provincias y se
alza el patíbulo. En los días de carnaval, en los clubs, los hombres del poder y sus contrarios,
bajo las caretas, bailan confundidos.
En su refugio de la Plaza Duarte, Antonio, cada noche, oyendo las noticias de los contertulios siente latir su rebeldía; diestramente algunos le pintan con exageración el cuadro
repulsivo de la dictadura y lamentan el silencio de la prensa. Es el momento, “la lechosa está
madura y al caer de la mata”, insinúan. Vacila, duda; pero el cadáver del primer fusilado le
invita, le impele. ¡Nunca fue el segundo en la protesta! En el aire cunden voces tentadoras.
Esgrime de nuevo el látigo de sus acusaciones; mas para su artículo no hay letras en las imprentas, los directores de los periódicos le aconsejan “no meterse en eso, esta gente no respeta
pluma”, y a su insistencia oponen una negativa rotunda. El Homenaje rebosa de presos, por
calles y plazas de la capital pululan los confinados, y por las plazas de las Antillas vecinas
vagan los expulsos. Su enojo crece en razón de su impotencia; le exaspera este miedo que
escuda al Gobierno. En casa, mientras comen, a la hora en que la familia se reúne, refiere su
nueva desventura. El país está perdido, ningún periódico ha querido publicarle un artículo...
Cucharas en el aire, bocas abiertas, todas las caras se vuelven hacia él, perplejas.
—¿Pero este demontre está loco? ¿Pero usted no se alzó por Horacio? ¡Su abuela le llevará
la comida a la cárcel! –grita la suegra.
Don Pedro interviene; su misma mansedumbre vibra. ¿No calcula que le expone a perder
el empleo, lo único con que cuentan para vivir? Y la mujer, siempre resignada, que comprime su altivez en presencia de los demás, le desautoriza, disuadiéndole. No, él no debe ser
el sacrificado ¿qué ha conseguido con tantos años de luchas, cárceles y miserias, para que
otros medren? No, sería una tontería; que escriban ellos, los que le traen y llevan chismes
y le calientan la cabeza para que se lance. “No seas bobo”, le reprocha con dulzura. El hijo,
sentado en la escalera de piedra, golpea en el plato de hojalata, pidiendo más comida. Todos
contra él, ni uno solo le apoya; sus sentimientos le son extraños. Y hosco, rasga las cuartillas
y las avienta. Las caras sonríen, respiran contentas y sigue el yantar.
Un mediodía de marzo, tiros, seguidos de descargas, primero en la Fortaleza, luego en las
calles, interrumpieron la siesta. Los presos políticos, libertados y armados por un carcelero,
han tomado La Fuerza mal guarnecida. El Presidente está en Santiago. La sangre enrojece
el arroyo; los penados descerrajadas las puertas del presidio por la revolución, engrosan
sus filas. Negros feroces, carne de horca, transitan máuser al brazo; los jueces se topan en el
umbral de sus hogares con aquellos que la víspera condenaran. El Gabinete, sitiado en el Baluarte 27 de Febrero, capitula; la ciudad es la presa de una facción acéfala. Por el Este avanza
el presidente con tropas. Combate y entra a Guerra: dos días después, Pajarito es teatro de
una acción reñida; otros dos, y San Carlos es tomado. Los heridos pasan fugitivos por las
calles. La facción se atrinchera cerrando las salidas de la ciudad, con barbacanas de alambre
de púa y gruesos tubos de hierro. Treinta bocas de fuego, desde los fuertes de la muralla
que, cual cintura de piedra rodea la ciudad, vomitan metralla. El vecindario, angustiado,
sigue desde las alcobas aquel duelo, distinguiendo las voces de los cañones. Los del castillo
de Santa Bárbara, repercuten en el cauce del río; los de La Fuerza conmueven los cimientos
del Homenaje; bajan el tono las piezas pequeñas de San Antón y la Caridad, que a su vez
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
elevan las colinas de la Concepción y San Gil, mientras el de 9 de El Conde, gruñe por entre
los cocoteros como un enorme mastín danés. En El Placer están surtos navíos americanos,
italianos, franceses y dotaciones suyas protegen legaciones y consulados. Las balas granizan
en la población. ¡Es la guerra!
Una primanoche, el tiroteo de los sitiadores se aproxima nutrido. Los cañones braman.
De improviso, altas columnas iluminan la ciudad, las casas vecinas y los fuertes del ángulo
N.O., arden; el de la Concepción ha sido tomado, los asaltantes trepan por las piedras urentes,
sables en la boca; el de El Conde es abandonado por los defensores, achicharrados por el
calor, y desde una furnia, que las lluvias han escarbado en la calle, los hombres, ahumados,
y enloquecidos, disparan sin cesar. Los heridos, desfallecientes, sienten la caricia terrible de
las llamas que devoran cadáveres, suben por las cuestas pedregosas de San Carlos, alimentándose con la paja de sus bohíos. En el aire inflamado vibran los clarines como alaridos.
¡Es la guerra!
Antonio Portocarrero contempla el espectáculo estupendo, magnífico fuego de artificio
colosal. Los altos muros de las ruinas del convento de San Francisco se destacan bermejos.
La ingente hoguera enrisca sus grumos hasta el cielo, azul, profundo, estrellado. Presa de
irresistible exaltación, avanza alucinado; a su paso encuentra paisanos, jóvenes imberbes,
acarreando cajas de municiones, y a un periodista que corre a la refriega con una larga carabina. Por entre las rejas de las ventanas, dulces ojos femeninos vigilan... ¡Es la guerra!
Camina; sin darse cuenta, está ya en el collado de San Miguel; sus recuerdos le guían;
sale por un portillo de la muralla, se enreda entre los alambres de la cerca; el revólver cae
al suelo, lo busca, y rápido, antes de que lo adviertan los de la trinchera cercana, cruza el
camino, se desgarra las carnes en las púas de la otra empalizada, y ya está entre los guayabos de Galindo. Desde el cerro, cárdena, domina la iglesia de San Carlos. A partir de allí
hasta la muralla se extiende un surco de brasas. Antonio se orienta, rompe las malezas,
muerde los bejucos del cundeamor, al fin llega a la Fagina, vía que remata en el fuerte de la
Concepción. Cada bohío es una candelada: sus pies tropiezan con muertos, y con heridos
que se arrastran por la cuesta. Un oficial le ordena imperativo: “¡corra a la iglesia, diga que
manden refuerzos volando!”, y corre. Detrás de las esquinas descubre soldados en pandilla,
agazapados. Son los refuerzos que abandonan a los oficiales, es la carne que huye del hierro
y del fuego. Antonio les grita excitándoles; algunos avanzan y disparan sobre la ciudad. En
el Parque, cubierto en parte por las paredes de la iglesia, las balas silban sinfonía macabra,
segando el follaje de los laureles. Los jefes, enronquecidos, fatigados, reúnen los hombres
y los empujan: ¡es inútil, no llegarán! El templo, atestado de heridos que bromean, ríen y
padecen. Los cañones de continuo arrojan granadas de acero que revientan floreciendo en
rosas de bengala, y las llamas, las llamas insaciables, devoran seres y cosas, reflejándose en
las selvas aledañas, preñadas de mieles y bálsamos.
Antonio, desmazalado, sitibundo, se desploma sobre un banco. ¿Cómo ha venido y
por qué? El horror de la realidad calma el arrebato impulsivo que le dominó la voluntad.
Reconoce rostros amigos. Mil interrogaciones le asedian. No sabe nada; desde el día del
pronunciamiento ha permanecido en su casa encerrado, en donde estuvo hasta que el incendio le encalabrinó la sangre, y cátalo aquí. Mañana hablarán. Un amigo le ofrece lecho.
Y cuando su cabeza se apoya en la almohada, una granada rompe el seto, haciendo añicos
la luna de un armario. Esta es nuestra retreta, dice el compañero risueño. Y se duermen. ¡Es
la guerra!
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
En los días siguientes, Antonio estudia el ambiente. La tropa, compónenla campesinos
de distintas regiones, reclutados el día mismo de la partida, sin disciplina, y soldados regulares, sin espíritu militar, híbrida milicia, tan fácil al combate como al saqueo, disputándose
unos con otros constantemente por trampas en el juego, o por si los del Cibao son más
bravos que los del Sur o el Este, o por las condiciones de un caballo, y prontos a dirimir
con los rémington sus divergencias. Uno de éstos, vestido con un traje de mujer, tocado con
sombrero de pluma, pulseras en los brazos, sale al descampado, a la mira de la cortina, a
bailar un zapateo endiablado, y allí quedó, pudriéndose al sol la carroña carnavalesca; otro
marcha a vanguardia, a la cabeza, el fusil a la espalda; jamás dispara, desvalija los cadáveres,
y cuando reúne un puñado de oro, deserta. Empero, libres de la embriaguez de la pólvora
o del alcohol, son mansos.
El último revés, el asalto del Fuerte de la Concepción, les ha quebrantado el espíritu;
las murallas les infunden respeto, y el incendio, al destruir los bohíos que formaban una
suerte de reparos contra las baterías de la línea norte, de oeste a este, les deja a merced de
los cañones que comienzan a hacer blanco; un jefe es decapitado por una granada, otra se
abre en medio de una decena de soldados, que tallan en corro y los destripa. Los jefes son
esforzados, pero desprevenidos; improvisan sobre el terreno sin estrategia; celos, vanidades
y ambiciones les dividen, dificultando la acción unánime e intensa; las victorias nunca son
completas, no hay persecución, el empuje de la acometida desfallece en breve; el fruto no
se cosecha, y mientras el vencedor se distrae en contar fantaseando la hazaña, el derrotado
se retira a salvo o si quisiera, podría reaccionar. Para imponerse a sus mesnadas, rudos y
amables a un tiempo, ora doblan o tienden por tierra a un hombre a planazos, ora le abrazan
afectuosos, consintiéndoles sus bellaquerías con frecuencia penadas por el Código. De tal
manera crean entre unos y otros el vínculo gracias al cual afrontan con decisión la muerte.
Ascienden a saltos: el soldado de hoy es general mañana. ¿Qué concepto tienen estos hombres de la vida, si es gala exponer la propia y sacrificar la ajena? Aunque algunos poseen
hacienda, les seducen los botones dorados de las guerreras militares, y las ventajas del poder;
su malicia instintiva les detiene cuando creen que han sumado méritos bastantes para sus
aspiraciones. Hay quien diga: “no peleo más, ya he ganado la Comandancia de Armas y la
quiero gozar”. Pero el alcohol les deslumbra haciéndoles olvidar los mejores cálculos. Aman
el caballo y el arma: su dios es la fuerza.
Una madrugada, las columnas se forman: tres que atacarán la Capital por el oeste, antes
de que amanezca. Los hombres, destocados, a pie; los jefes, con sombrero, a caballo. Las filas
se mueven con desgana, a la zaga de los comandantes: rubio buen mozo, impetuoso el uno;
mulato, delgado, de vivos ojos, reflexivo el otro, y pequeño, vigoroso, sereno, el tercero. Con
el sol alto, se enfrentan a las trincheras; la tropa retrocede, flaquean casi al empezar la acción;
sin embargo, superiores a la adversidad, lanzan los oficiales contra las obras de acero y alambre; la fusilería los diezma desde la muralla; logra el uno abrirse paso, pero cae fulminado de
la mula; el otro irguiéndose ante la noticia, quiere entrar a la ciudad por una casa edificada
a ambos lados de la muralla, y es herido ante la puerta obstinadamente cerrada; el tercero se
abraza al cañón enemigo y recibe en el pecho la carga. La gente se desbanda, abandonando los
cadáveres, ola deshecha, se desborda por detrás del cementerio, y, atravesando las estancias,
alcanza a San Carlos. Es un mecanismo cuyo resorte se ha roto. El fracaso desolador y rápido
conmueve al caudillo tanto como al inferior, y aquella masa que ninguna voluntad contiene,
deserta o se prodiga en palabras contando y comentando el desastre.
136
tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
Antonio los compara con los actores de la noche hermosa y trágica: son los mismos seres
los que ahora huyen por los caminos hacia sus campos lejanos. Al anochecer, desmarrido,
contempló durante largo espacio aquellos hombres antes tan fieros, ahora pánidos, precipitarse, entrechocar las monturas, forcejear por entrar en la barca que cruza el Isabela en
Santa Cruz. Un disparo, un grito les pondría en fuga. ¿A qué seguirlos?; por donde pasen
sembrarán el espanto, deshaciendo la autoridad opresora que conscientes o ignaros crearon
con sus brazos armados... Y decepcionado, vuelve grupas. Las sombras invaden la ruta.
Llueve con furia, como si el agua quisiera borrar de la tierra las manchas de la sangre, tan
imbécilmente vertida. El viento sacude colérico los ramajes, y por entre el monte suena el
rugiente rumor del río. Los hombres huyen.
Antonio, las riendas en el cuello de la bestia, recalado, anduvo, anduvo, y, como un
espectro, entró en la ciudad silenciosa.
XIX
De la última andanza, Antonio Portocarrero hubo de volver maganto, y atormentado
el espíritu por impías dudas. La realidad, brutal, habíale quebrado las alas a su fantasía. A
cada instante las visiones impresas en sus pupilas violan su fe. ¿Sería verdad? El tan doloroso
empeño de su vida, ¿habría sido estéril, e infecundo todo grano sembrado en ese barro?
Separado de los suyos por los mismos prolongados sufrimientos que les ha impuesto, ¿no
alcanzará éxito, siquiera sea el efímero de la posición política, que el azar dispensa? ¿Lo que
es tan fácil a los demás, será eterno espejismo para él, no estampará jamás su nombre al pie
de un Decreto o de una Ley, y sus ideas habrán de secarse sin el goce del alumbramiento?
La reclusión en la casa, cada vez más desgraciada, le acongoja. La abuela, decrépita,
sucia, hurta los relieves de la mesa, se cisca y juega con zulla, vaga por las estancias, profiriendo palabras obscenas e impregnándolas de su locura. Ella, y el hijo temblequeante, que
expresa con monosílabos las ansias del adolescente, le dan un aspecto de hechizamiento, y
el recuerdo de ambos, trepánale días y noches, como un íncubo. En las tertulias de los parques se perpetúan las mismas cábalas y malsinerías en derredor del presupuesto. Se acoge,
pues, a los paseos solitarios por los barrios populares, en los cuales, por lo menos, siente
vivir a los humildes.
Por la tarde contempla el mar. Una vela que lo surca o la estela de un vapor, son amables invitaciones a divagar, a soñar. Sobre las rompientes, hierba cuyas hojas aterciopeladas
amortigua la dureza de las rocas, brinda asiento a los que entretienen el ocio con el tráfico
del camino líquido. Los pescadores tienden el aparejo a la voracidad de los escualos.
El Caribe, si en calma, tiende desde el horizonte paño de ormesí esmaltado de lentejuelas
áureas; si lo encrespa la brisa, estréllase contra el acantilado rociando la calle y atavía de
espumas hervorosas la roca plana del tripero, e introdúcese por la sopeña para surtir en
chorro esbelto. Aquí, medio siglo ha, triscaban sirenas entre las algas: las abuelas que se
bañaban en camisa y los muchachos, veían los cuernos al Diablo en la grieta denominada
Boca del Infierno. Cuantas veces se detiene en este paraje de la costa, Antonio recuerda una
escena de espanto, acaecida años atrás: un viejo pescador, aletargado por el bochorno del
mediodía, que fumaba su pipa con el cordel entre los dedos del pie, esperando que los jureles
picaran, cayó al agua. Al instante, las fieras le atacan, arrancándole vientre y tórax; el cadáver
flota con el vaivén de la ola, esquivando las fauces terribles. En las rocas, la familia grita,
plañe, rodeada de gente. Un negro, que es el terror de los gallineros, mediante la promesa de
137
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
diez pesos, atándose a un cable por las axilas, un cuchillo en la diestra, se arriesga, panquea,
apuñala en torno, revuelve el agua ensangrentada; los tiburones desprevenidos huyen,
ase el cadáver y gana la orilla, cuando repuestos, seis aletas ya hendían veloces el cristal
persiguiendo al atrevido.
Una cuadra más al oeste, la explanada del antiguo fuerte de San Gil es un punto de vista
admirable para las marinas que pinta el ocaso. En el Matadero público, que está al lado,
se congregan entre cuatro y seis de la tarde, tablajeros, médicos y concejales, amén de los
paseantes, en busca de entretenimientos. En el corral, el ganado que olfatea la muerte, muge
patético. La res enlazada por la cornamenta, se resiste, forcejea, tirada por un torniquete hasta
sujetarla en una de las columnas de hierro sustentadoras de la techumbre. La puntilla del
matarife la descabella, y luego añangotado, desnudo hasta la cintura, el pantalón a la rodilla,
la sangre al tobillo, la desuella y descuartiza, colgando las bandas blancas y róseas, aún
palpitantes. Muchachos haraposos compran los menudos que cargan en petacas, mientras
desperdicios y coágulos, vertidos al mar, ceban los tiburones. Enrojecido como un verdugo
medioeval, un jifero se ha acercado a Antonio, diciéndole con acento malicioso:
—Cuente conmigo. ¿Cuándo empuñamos la jicotea? En las primas noches barzonea por
el altaicín del norte, que el terral de los montes de Galindo refresca y aroma, prefiriendo las
callejuelas estrechas e intrincadas de uno y otro lado de las fortificaciones. Por las puertas
abiertas examina las habitaciones: lámpara mortecina ilumina escasos muebles desvencijados. En los umbrales, las mujeres sentadas sobre las piedras, charlan y fuman; los chiquillos,
en cerros, retozan en el arroyo, en el césped de las plazuelas o se escurren por los boquetes
de la muralla, por cuya cornisa corretean. Dos novios, recostadas las sillas en las jambas, la
doncella al interior, el galán afuera, pelan la pava o puntea el segundo la guitarra acompañando a la novia que entona melancólica canción de amor. Calle por medio, dos comadres,
recogidas las faldas, los brazos en jarra, riñen a causa de la lejía derramada por un rapaz
travieso o de una gallina extraviada; otra, de vuelta del pozo profundo, común al barrio,
la lata colma a la cintura, exclama escandalizada: ¡Ave María Purísima! y se santigua. –Los
hombres forman corros en las esquinas o en los timbiriches que a guisa de pulperías o cafés,
sirven de puntos de reunión. Éstos son los que durante el día sudan al sol en los muelles,
calles y talleres, aquéllas las que lavan y planchan de seis a seis.
Las mujeres miran a Antonio con picardía; “pájaro de la mar en tierra”, suponen que anda
a caza de aventuras eróticas o que como tantos otros viejos y mozos mantiene su pelazga
por aquellos andurriales. Los hombres, le dan las buenas noches con respeto; a los conocidos
les estrecha la mano deteniéndose a charlar con ellos. Quisiera penetrar sus pensamientos,
el secreto de sus vidas, saber qué aspiraciones alientan; pero esquivos, se lamentan de la
escasez de trabajo, de lo caro que está todo, y, de paso, tiran su chinita al Gobierno. Antonio se da cuenta de que algo les separa; acaso le indispone la altivez ingénita de su figura,
desprovista del aura de la popularidad, y en sus frases mañeras, equívocas, nota la desconfianza, pues aun los más expansivos, parecen decirle: si vienes a nuestros barrios pobres y
nos hablas, si sonríes a nuestras hembras y acaricias las cabezas desgreñadas de sus hijos,
es porque buscas escalera para subir. Sin embargo, ellos le inspiran simpatías; pero ¿cómo
lograr que las crean sinceras ni menos que comprendan sus anhelos de bien, nutridos con
generosa savia cordial?
Y por la periferia cada noche, escapándose de las garras de sus propios recuerdos,
continúa sus excursiones, y queriendo sentir las palpitaciones de la ciudad, la circunda.
138
tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
De los altos de San Antón, San Miguel y San Lázaro, baja a las vías nuevas de extramuros,
por donde la Capital se ensancha en casitas de madera y cinc, pintadas y limpias; entra por
la Puerta del Rey a la calle de la Misericordia, cuyas primeras cuadras la forman ruinosos
bohíos de tablas de palma; recorre la de San Pedro, en la que alternan el cinc, la yagua y la
piedra, y moran pared por medio vírgenes y hetairas, y en donde, detrás del fuerte de San
Fernando, ofrendan a Afrodita marinos y soldados, con prostitutas alcohólicas, de marchitas carnes enfermas, mulatas y negras que, en batas de colores crudos y en chancletas, se
exhiben con un túbano en los belfos, y por quienes las riñas mortales son frecuentes. Más
al este, en las celdas donde tiempo atrás oraban las Clarisas, germina el hampa ciudadana
–borrachos, mendigos, cuanto hiede y repugna–, oculta a la vista del transeúnte por las
casitas fronteras a La Fuerza, habitaciones de buenas gentes modestas. Sigue después por
los solares del Almirante y del Aguacate, separados por la empedrada calle de la Atarazana,
extendiéndose el uno detrás de la Casa de los Colón y el otro entre la puerta de la Atarazana, a espaldas de los almacenes y las calles Comercio y Marina, lugares donde procrean y
bullen curazoleñas y martiniqueñas, las que enfaldan y anudan el pañuelo en la nuca con
donaire, y preparan los azafates de dulces que se expenden al aire libre. Por fin, Antonio
se pierde en las intrincadas callejuelas que corren del Castillo de Santa Bárbara al bastión
del Ángulo, abrigo de maleantes porteños, y sitio en donde, las vísperas de fiestas, resuenan atabales y acordeones pautando las guarachas transmitidas de playa en playa por los
lobos del Mar Caribe.
En el espacio de dos años, las películas se han sucedido en el cinematógrafo político con
rapidez ofuscadora. Antonio, desgarrada el ánima, tan pronto febril de deseos, como desasido
de todo, ha seguido el desarrollo de los acontecimientos. Los generales que admiró días antes
en los campamentos, vienen a inclinarse ante el nuevo presidente, quien tras un simulacro de
comicios, en una mañana de agosto, pasa por las calles en carroza descubierta, en el pecho la
banda tricolor, entre improvisados dragones de pantalón de grana, a jurar el cargo. El oro del
erario se dilapida. El Presidente, que es un clubman culto, prosigue frecuentando los casinos,
platica de arte, de ciencias, de caballos, de perros, de logística, y recita versos de Virgilio en
latín, o pasea la ciudad, en piafante corcel portorriqueño, plantado en la silla con todas las
reglas de la equitación. La prensa, temerosa. Al Ejecutivo se le suponen ímpetus y energía.
Se conspira. El Homenaje se llena de presos; los vapores que zarpan, llevan cargamentos de
expulsos. En noviembre la Capital es sitiada y capitula. Jimenistas y horacistas se han unido
y traen en hombros un cura que ahorcó la sotana, inteligente, audaz. Apenas entra al Palacio, los jimenistas parten en guerra, y en diciembre un cerco de bayonetas se extiende de
Pajarito a San Jerónimo, suspendiéndose el tráfico en la ría. Durante cincuenta días, Santo
Domingo de Guzmán, encerrada entre sus murallas; se arrulla con la música de cañones y
fusiles, su juventud la defiende en las fortificaciones, y las mujeres van a misa, se visitan, y
las retretas continúan jueves y domingos, mientras los beligerantes intrecambiaban plomo.
Entonces acaece un hecho insólito, que deprime al soñador: las granadas de navíos de guerra
norteamericanos estallan en tierra dominicana, para castigar a los revolucionarios que desde
Pajarito han osado cañonear un buque mercante de la Unión. El nuevo jefe del Ejecutivo,
a la cabeza de una charanga, cada vez que sus armas obtienen un triunfo, discurre por la
ciudad, exaltando su gente con vítores y promesas. En febrero, una salida de los sitiados
rompe el cerco, y Santo Domingo de Guzmán respira. En el Homenaje no caben más presos,
los desterrados pueblan las vecinas islas. El tesoro vacío; hipotecadas las rentas.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
En el ámbito de la República, dos guerrilleros señalan, con rastro de sangre, el camino
de sus victorias. Atan a la cola de sus bridones la devoción de los civiles y de los mismos
intelectuales. Una comedia de elecciones consagra constitucionalmente al jefe, quien inaugura su período fusilando en la puerta del camposanto, a pleno sol, dos de sus contrarios. El
Presidente, vestido de dril blanco, desaliñado, va por las calles inspeccionando las incipientes
obras públicas, dialogando de acera a acera, y predicando con la palabra y la iniciativa el
progreso en ese campamento en reposo. Los odios partidarios provocan cismas en los hogares;
las amistades se quiebran; de reja a reja se cruzan miradas, y alguna vez, palabras agresivas;
se querellan las mujeres en las tertulias, ruegan en los templos, se mortifican con promesas,
desertan los bailes; los hombres en tanto, desaparecida aquella devoción ciega que caracterizó
las banderías de la primera república, saltan de una a otra sin más norma que el interés del
momento. Llegada la noche, manos salvajes dañan las obras públicas en construcción, y las
cartas anónimas, echadas en los buzones van por las manos del cartero a zaherir al primer
magistrado y al ciudadano. La prensa discute el nuevo pacto internacional convenido con
la Unión. Cercena la soberanía, afirman los opositores, mientras el Gobierno se encarama
en él, como en tabla de salvación, y flota. Luchas intestinas dividen a los copartícipes del
poder; el telón baja sobre el alzamiento del propio presidente, quien perseguido por tropas,
acusado ante la Cámara, habiéndose fracturado una pierna, atraviesa la ciudad una tarde
de enero hacia el exilio. Al nuevo caudillo adornan prestigios de héroes; es fuerte, sano de
cuerpo y espíritu, y la general aspiración a la tranquilidad funda en su energía y sencillez la
esperanza de días prósperos y tranquilos. El Homenaje continúa siendo medio pacificador,
y la razón de Estado siega vidas.
Antonio se pregunta, inmutado, si la tragedia se repetirá indefinidamente cambiando
tan sólo la figura corporal del cacique. ¿A qué pues, luchar? Le enoja la Convención; sus
sentimientos la repulsan. ¿A dónde dirigirse, cómo ganarse la vida? Para los particulares, él es
un político, bueno nada más que para vivir del presupuesto; para los gobiernos, un opositor
inconforme siempre, al cual hay que vigilar y castigar, y para los políticos, un intransigente
petulante que les enfada con sus actitudes. Miguel Gómez le reprocha inacción e inhabilidad
para abrirse camino hasta el Palacio, no entiende la hermenéutica ni saber menear el majarete,
términos con los cuales se significa la destreza para desenmarañar o urdir las intrigas y lograr un puesto gubernativo. Él siéntese encadenado al pasado, que le acogota señalándole
a la ojeriza de las gentes. “¿Para qué puede servir este hombre? ¿Qué obra has realizado?”,
expresan las miradas de sus oyentes cuando, demoledor, critica los sucesos.
La prensa alza el tono, traduciendo el malestar del país que discute la Convención. El
Gobierno la mantiene; sus contrarios la impugnan. Campaña de palabras desabridas, ayuda
de razones reales, que encubren temores y apetitos.
Antonio, obligado a permanecer en casa, por un ataque de gripe, las puertas entornadas, recibe a los jóvenes que le traen los ecos de la polémica y le explanan con ardor sus
inquietudes e interrogaciones. “El gobierno se impondrá, y el país naufraga. Es necesario
luchar, sublevar la conciencia nacional. Su palabra falta, su verbo dará dirección, la autoridad de su vida es indiscutible. En los bancos del Parque nadie se explica su abstención”.
La fiebre lo debilita y el cerebro le duele; les promete escribir más adelante; pero Miguel
Gómez insiste:
—No, socio, el momento es de oro. Horacio está a caballo; hable, hable, un catarro
no mata.
140
tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
Entonces, con voz débil, entrecortada por la tos, dicta un artículo corto, vibrante como
una arenga. Erguido el pecho en la mecedora, cada frase parécele un lanzazo asestado a la
Convención. El auditorio aplaude con ahínco aquel estallido impetuoso de sentimientos, de
cólera, de amargura. Su índice vengador señala a los réprobos, los acusa, los juzga, los sentencia y ejecuta; y termina con un rasgo soberbio, emplaza en nombre de la patria a los que
comprometen sus libertades negociando la soberanía y evocando los manes de los héroes de
Febrero. Magnífico, afirman; y mientras Miguel Gómez se escapa con las cuartillas hacia la
imprenta, y los demás corren a pregonar la aparición de la catilinaria destinada a conmover
a los diputados y hacer bambolear al Ejecutivo, Antonio solo, hundido en el mecedor, es
presa de una tenaza que le aprieta el cráneo.
El Poder Ejecutivo que barrunta la conjura detrás de las palabras violentas incubadoras
de revuelta, echa sus esbirros a la calle, y el Homenaje hospeda a los agitadores.
Un oficial, de uniforme de kaki, el revólver de ordenanza al cinto, se presenta a solicitar a Antonio, de parte del Gobernador. La mujer, experta ya, le conduce al aposento. El
representante de la fuerza ve al temido luchador, al sagitario, en un catre de tijera, hecho un
ovillo, contraída la faz por los agudos dolores que le trituran el cerebro.
XX
En la tarde cálida de mayo, Arturo Aybar y Antonio Portocarrero pasean por la ciudad en
coche. Respirando salud el uno, elegante el traje, la pupila viva, las manos cuidadas, contrasta
con la palidez de convaleciente, las facciones demacradas y el terno gastado del otro.
El coche rueda, salta y cruje en baches y zanjas, envuelto entre velos de polvo.
Sentadas en los alféizares de las ventanas o en mecedores en las aceras, las muchachas,
vestidas de muselinas claras, una flor en la cabellera, leen novelas o el Listín, miran con sus
ojos brillantes, circuidos de ojeras, los transeúntes que las saludan quitándose el sombrero
o familiarmente con la diestra, agregando un piropo cuando la intimidad lo permite. En
algunas rejas, ella acodada y él afuera, las manos en los fierros, hilvanan el diálogo de amor.
Otras parejas, en pie, en el umbral.
Circulan las criadas con la cesta del pan, acabado de salir del horno, las tablillas de chocolate, el queso y la mantequilla para la cena; engajado en el brazo y a remolque, un niño
que forcejea por correr a su antojo.
El cochero, negro, rechoncho, sin cuello, desgolletada la camisa, suda, fuma un cigarro,
y sin cesar excita al caballejo con las riendas y la lengua; de cuando en cuando le aplica un
zurriagazo, y de luego en luego requiebra a las negritas que, zahareñas, replican con un
¡vaya parejero! El vehículo es pequeño, ligero, de tres asientos, dos al fondo y uno junto al
auriga, que escucha cuanto conversan los pasajeros, quienes gozan además el privilegio de
olerle la tagarnina y el sobaco.
En el Parque Colón y en las esquinas, los hombres departen agrupados; algunos con el
diario en la mano gesticulan. El día anterior, el Congreso Nacional aprobó la Convención
Domínico-americana, y en la misma noche, después de la larga y emocionante sesión
legislativa, el Presidente alístase para partir a caballo camino del Cibao. A simple vista, los
rostros revelan la alegría del triunfo o la depresión de la derrota; pero todos se encalenturan
y elevan el tono transportados por el ardor de las palabras.
—Creo un disparate, Arturo, que aceptes un ministerio de este Gobierno; mejor estás en
tu Consulado de París, sin responsabilidades.
141
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
—No, socio, el error es tuyo. Entrando al Gabinete, como lo he prometido al Presidente,
serviré al país con más utilidad, y tendré ocasión para adaptar lo que he aprendido en medios
civilizados. Verás qué labor realizo.
—Pero te haces solidario de la Convención.
—¿Y por qué no? ¿Crees tú que es ella obra del Gobierno? No y no, es el fruto natural
de los desaciertos de tres generaciones.
—No, es sencillamente un acto criminal para mantenerse en el poder.
—Extremista siempre, Antonio. La oposición misma que tanto clamorea, la habría
pactado gustosa. No te engañes, obedece ella a una realidad nacional que se impone a los
gobernantes y los apresa, a ellos que se creen dueños absolutos. Recuerda: desde el año 44,
todos los gobiernos que han logrado sostenerse, compelidos por los desórdenes internos que
nos debilitan y por el peligro vecino, han buscado el equilibrio más allá del mar.
—Sí, esa es la fórmula con que se pretende excusar la anexión a España.
—Pues bien, fórmula o no, en la sucesión de tales hechos, preciso es convenir que existe
algo positivo, que no es la ambición y las pasiones de los caudillos, sólo que nosotros nos
damos el trabajo de analizar el medio para convencernos.
—No y no; la República debió ser como la querían los trinitarios.
—Sí, un sueño hermoso, que la realidad destruyó en crisálida.
—La Convención, óyelo bien, Arturo, es el caballo de Troya.
—No exageres. Convengo con que mortifica a nuestro patriotismo, pero no amenaza
la independencia: el mal no está en ella sino en nosotros mismos. Por otra parte, nos pone
en contacto con una gran nación, de cuyas instituciones y costumbres civiles tenemos que
aprovecharnos.
—A esos blancos le jié mucho el negro –interrumpe el cochero.
—Sí, ya nuestro pueblo baila tow steps, y pronto los muchachos jugarán a la pelota.
—¿Y qué?, la danza, demasiado voluptuosa, enerva. En cambio, el tow steps es un baile
gimnástico, y el base ball da músculos y enseña a los jóvenes a pensar y ejecutar con ardimiento, y eso es lo que necesitamos, audacia y energía, no los espasmos de violencia que son
nuestras revoluciones. Créeme, somos un pueblo falto de voluntad; queremos, sí, pero como
los chicos que gritan, lloran y patean por un juguete que olvidan a los cinco minutos o lo
despedazan para ver lo que tiene dentro y acaban por extasiarse amasando el lodo de la calle.
El español, quiso y conquistó la América, proeza estupenda. Los indios haitianos eran más
de un millón y se dejaron extinguir en las minas por el jinete blanco, para ser reemplazados
por el negro, a quien arrancaron de sus tierras nativas, transportaron y esclavizaron. Aún
persisten en nosotros rastros de aquella voluntad heroica del dominador y los resultados del
sometimiento doloroso de los otros. El yanqui lo quiere y óyelo: partirá el istmo de Darién,
señoreando los dos océanos, y nuestra isla está en las avenidas de ese gran camino.
—En resumen, tú concluyes que nuestro destino es ser absorbidos por el yanqui.
—No, yo no sentencio; por el contrario, aplico la lección de los hechos consumados: hay
que ser fuertes, cultivar la voluntad, amar el pasado, mas no como a cosa muerta sino como
a ser vivo, en incesante comunión con nosotros. Cada piedra de esas iglesias, que indios y
negros regaron copiosamente con su sangre, es el eslabón de una cadena, en ellas se nutren
raíces de nuestro espíritu; por esos motivos debemos defenderlas de los hombres, del tiempo
y del brazo destructor de la naturaleza.
—Palabras, bonitas palabras, socio.
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tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
—No, elocuentes páginas de historia. Mira: hay en la ciudad dos ajimeces; cuantas veces
pasamos frente a las casas en ruina que ellos adornan y rejuvenecen, nos complace admirarlos.
Pues bien, muchas veces he sentido la curiosidad de saber quién construyó la casa, y las ideas
y sentimientos del colono que primero la vivió. ¿Quién era? ¿Lo sabes tú? Ése es un detalle;
pero dime, ¿es que estudiamos nuestra historia tú y yo y los demás de nuestra generación,
y los gobernantes?... ¿Entonces? Por eso caemos hoy donde ayer nos rompimos la crisma.
¿Quién conoce la Primada? ¿Qué poeta dominicano ha extraído de esas piedras la intensa
poesía que en ellas vibra? Por estas calles paseó Hernán Cortés, en yegua fina que compró
en doscientos cincuenta castellanos... Palabras, dices tú, y, sin embargo, ella fue la cuna de la
Conquista y amamantó la gente leonina que en la Costa Firme y en las islas se hizo gloriosa
por medio de la espada y de las letras. En esta tierra, el español exterminó al indio, cuya
rebeldía trasvertió el estrecho con Hatuey. El colono combatió con los filibusteros ingleses,
con los bucaneros; venció al francés, reconquistándose para darse al Rey, primer vagido de
la nacionalidad, y exportó al Continente su cultura. Aquí, el negro dio a España un nuevo
Cid en Suero, y a la república un prócer en Luperón y Lilís mismo, aunque nuestras pasiones
lo nieguen, es un tipo representativo. De la mezcla, nos vienen el ímpetu y la resignación
repentinos, la violencia enfática, la suspicacia letal y la aspirabilidad; pero no lo olvides,
hemos engendrado a Máximo Gómez, el último de los libertadores americanos.
—Bueno, ¿y las revoluciones, supones tú que han terminado para siempre?
—Aún no, pero las matarán los ferrocarriles, las escuelas y la riqueza.
—Ilusiones... las tenemos en la sangre: genio y figura...
—Pues la depuraremos. ¿Pero quieres admirar un espectáculo tónico?... ¡Cochero, al
Palacio Viejo!
Desde la azotea de la que fue Capitanía General, ambos amigos abarcan la ciudad que
áurea lluvia inunda. En las aguas, marina y fluvial, cintila, reverbera, en el polvo; nubecillas
polícromas suben de los cascos y las ruedas. Al sur, el estilete de la punta Torrecilla corta las
olas; y la línea verde de los uveros, formando abra al mar azul, remata frente a la Torre del
Homenaje, revestida de un manto de brocado. En la margen oriental del Ozama, cocoteros y
almendros, y cinco bucares abren los rubíes de sus flores; sobre el firme de la ladera, los restos
de la primera ermita edificada en la tierra de América, festonada de lianas, y las ruinosas
chimeneas del ingenio La Francia. Hacia el norte, trepando por la cuesta arcillosa, los bohíos
de Pajarito, de virutas cobrizas los tejados pajizos. En la meseta, árboles próceres, soberbios
caimitos de hojas bicolores, mameyes erectos, de redondas copas, y galanas palmas solitarias.
En la margen occidental, la Puerta de San Diego, y a su izquierda, el Alcázar de los Colón,
los sillares gafados por los siglos y bronceados por la luz: tres ventanas al mediodía, tres al
poniente, tres al levante, desiguales, vacías; en los agujeros anidan palomas, que revuelan en
torno, las plumas suavemente irisadas. La lámina de acero bruñido del Ozama se descoge
entre las riberas, cubiertas de árboles; detrás del codo del río, al lejos, se columbra, cabujón
zafirino en mitad de ondulosa raya de azur, el Sillón de la Viuda, cima eminente de la cordillera. Hacia el oeste, se destacan de los follajes de Galindo, la iglesia de Santa Bárbara, y más
cerca, entre las antorchas de los cocoteros, la espadaña de San Antón, y sobre la colina, los
muros negros del convento de San Francisco coronados por un laurel. El sol, por detrás de
aquellas ruinas, incendia el cielo, y las paredes dentadas semejan enorme parrilla. Bajo las
bóvedas abatidas reposa Don Bartolomé Colón, mientras que en el umbral, para ser hollado
por cuantos pasaren, yacía Alonso de Ojeda, el de voluntad demiúrgica. En un balcón, una
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
doncella espera el amor que la hará fecunda. A través de los árboles, descuellan entre los
tejados planos de las casas, se admiran San Nicolás, con la higuera bravía arraigada en la
cúpula como un penacho, y la torre cuadrada de la Merced. La Catedral se adivina: ella es
la materialización de un sueño. Durante veintiséis años, españoles, indios y negros la edificaron sillar a sillar, juntándolos con dolores y esperanzas. Cada cual, del artífice inspirado
al oscuro picapedrero, dijo en ella plegaria a su dios, y si la miró con tristeza menguada
por las tinieblas, la descubrió, crecido el gentil edificio, a la mañana siguiente; y la pequeña
villa colonial, enclavada entre los dos mundos, debió de sentir el orgullo de haber realizado
empresa perdurable, no obstante las torres ausentes, que habrían sido la meta de la potencia
creadora; y así triunfa del hombre y del tiempo con su gracia ingente: el leopardo dejó una
garra en sus naves, los terremotos la desquiciaron, la ignorancia la afrentó, pero caliente
entre sus columnas los restos del grande y testarudo ligur. El rumor del mar se difunde confundiéndose con los sonidos urbanos. Por la Puerta de San Diego entran carretas cargadas,
burros arrastrando trojes de cañas, hierbas, largas varas que huellas ruidosas, o rimeros de
petacas de carbón. Los hombres que laboran en las oficinas de los muelles, suben sudorosos,
jadeantes, la cuesta empinada. Tufo cálido emerge de la tierra.
—¿No te invita a la acción toda esa historia petrificada y la lujuria potente de la naturaleza? Atrévete, hombre, sacude el pesimismo, quiere algo con voluntad cierta, constante.
—Sí, es bello, bello; pero yo soy un vencido, tú eres en cambio un triunfador. Hace unos
días la gripe que aquí es un coriza molesto y nada más, estuvo a pique de matarme. Presión
más fuerte de la tenaza que me comprimía el cerebro era suficiente, y el médico anuncia
que una recaída será mortal; basta un poco de ese leve polvo dorado que vuela detrás de los
coches... ¿A qué pues luchar? Y lo peor es que el médico afirma que mi carácter, mi altivez,
mi intransigencia, no es virtud, sino consecuencia de terrible herencia. Ahora resulta que
yo no soy yo...
—Atrévete, quiere, haz.
—No, soy un vencido. Me conformo con la idea de que le harán justicia a mi cadáver.
En mi infancia soñaba tener un entierro suntuoso; pues bien, como he sido maestro a palos,
seré conducido en andas, cubierto de flores el ataúd de tercera clase; asistirán los niños de
las escuelas, el pueblo, los mercachifles, los políticos, y mientras el sepulturero tapa la fosa,
los jóvenes, alzándose sobre las tumbas vecinas, pronunciarán discursos en los cuales me
calificarán de rebelde, ¡el gran rebelde! Pero, lo triste es que cuando todos vuelvan del camposanto, a prisa en busca de la cena que espera en la ciudad, mi hijo, mi sangre, traerá en
las manos los paños blancos que sirven para cargar los muertos, y con los brazos abiertos,
vacilante, miserable, dibujará al caminar, a la luz de los focos eléctricos, siluetas extrañas,
bufas, que harán reír; y créeme, esas risas me flagelarán hasta debajo de la tierra... Es horrible, ¿verdad?
Un sollozo se extinguió en los labios de Antonio; su cuerpo tremó la angustia. Arturo, conmovido, le apretó contra el corazón. La silenciosa tragedia se le revelaba de improviso. Carne
tundida por estacas de yangüeses, golpeada por molinos, ¿es su ánima la de un hombre o la de
toda la gavilla de averiados adoradores de Dulcinea, cuya es la prole de débiles turbulentos,
con mentes inferiores a su tiempo, que lapidan en las tardes las estatuas por sus propias manos
modeladas en la mañana, mientras los generales ignaros triunfan y les uncen?
En el Acrópolis, al declinar el día, Arturo había experimentado una intensa emoción
ante la imagen de Atenea, cincelada exquisitamente. Ceñido el casco, la diosa de formas
144
tulio m. cestero | la sangre. una vida bajo la tiranía
virginales, la siniestra en la lanza y abierta la diestra en la cadera, los pies descalzos, fija la
pupila beata en la tierra en donde perfuma una flor o crece una espiga. Minutos después,
desde el Partenón contempló la ciudad blanca, de la cual ascendía concierto de fuerzas
poderosas. Nuevos griegos dialogaban en el jardín de Platón; en el Pireo, las proas armadas
hacia Levante. En aquel ápice del espíritu humano, el más perfecto, los sacros mármoles,
libres de la costra de turcos y venecianos, profesaban con su milagrosa euritmia rota la más
elocuente lección de moral y belleza. Exaltado, esclarecido por su luz inmortal, comprendió,
amó la belleza pura, y libertándose de la materia, elevó la razón, inclinóse hacia la flor o
la espiga que los ojos de la diosa miran deleitados, ansió sembrarlos en la patria lejana, y
convirtiendo la vista más allá del golfo de Eleusis, hasta la Antilla, ensangrentada, a la deriva
hacia fatal destino, interrogó, ¿por qué no?
Por qué no, repite ahora. El vaho ardiente de la tierra enardece sus arterias, mientras
sus ojos escrutan la villa y el campo vecino, de grávidas entrañas. El numen le posee, y por
sobre la cabeza de lo que muere, abre los brazos para estrechar en magnífica elación las
piedras seculares.
Por el oriente las sombras estarcidas ahúman el cielo. El cejo del río humedece el aire.
La floresta aledaña avanza sus tentáculos constrictores. Las campanas de la Catedral tocan
el Ángelus; la voz de bronce lleva de puerta en puerta la divina promesa. En La Fuerza, la
guardia de prevención presenta las armas, y al son marcial del clarín la bandera desciende
del asta, lenta, zigzagueante, azul, blanca, roja... tal una ala rota.
La Habana, 1911 – Roma, 1913.
145
No. 20
francisco gregorio
billini
baní o engracia y antoñita
Prólogo
Carta del autor y rectificación de Herminia
A los mártires de la Era de Trujillo
Los editores
Prólogo
Carta al autor y rectificación de Herminia
I
Departiendo en Baní con uno de mis amigos, a quien gusta en sumo grado la literatura,
a menudo me excitaba a que escogiese asuntos de sencillo entretenimiento para escribir, y
me decía que yo podía encontrar un buen tema en la historia de las señoritas del mismo
pueblo llamadas Engracia y Antoñita.
Yo me negué a ello observando, al amigo, que no era posible escribir fotografiando tipos
contemporáneos, y relatando, aunque fuese con los ambages de la novela, y aunque fuera para
ser leída solamente en veladas de familias, cosas que tan recientemente habían ocurrido.
Ha pasado de esto mucho tiempo. Y ¡he aquí una coincidencia extraña!
Hallándome otra vez en Baní, dos días hace que he recibido de la Capital algunos pliegos
de papel escritos, y que voy a trasmitir precediéndolos de la carta que los acompaña, y la
cual es como sigue:
Santo Domingo,
Mayo 25 de 1890
Señor Francisco G. Billini.
Baní .
Mi muy apreciado amigo:
No hace mucho que se me antojó escribir un episodio referente a nuestras dos amiguitas,
las simpáticas y virtuosas banilejas Engracia y Antoñita.
Como sé cuánto ha estimado Ud. a esas dos alhajas de nuestro querido pueblo, no he
vacilado un instante en enviarle en esos pliegos borroneados los originales de lo escrito.
Notará Ud. que en todo he estado flojo y muchas veces hasta fastidioso. Por más que he
tenido a empeño retratar las protagonistas, verá cuán imperfectos están esos retratos, como
asimismo, le dará pena, desde el principio, notar lo poco feliz que he sido, cada vez que he
intentado física o moralmente, en detalles o en conjunto, dar a conocer a Baní.
Hubiera sido mi deseo extenderme más en lo relativo a la guerra civil y a la política
personalista que tantos daños han causado a nuestra pobre República.
No lo hice así, por evitar las sospechas que dieran motivos a creencias mal intencionadas
de actualidad, y porque, habiéndome alargado más en este punto importante, habría tenido
que dar otra forma a la índole de esta narración.
También pude ocupar más espacio al fotografiar el carácter y las otras cualidades que
adornan a don Postumio, el maestro y amigo de Antoñita.
Pero como habría tenido que meterme en intrincadas materias de metafísica, y como yo
he escrito cada episodio a medida que he ido recordando los hechos, y según han venido a la
mente las ideas, no quise emprender tan ardua tarea; tampoco habría dispuesto del tiempo
necesario para hojear libros como los de Allan-Kardec, La pluralidad de las existencias, por Pezzani,
La pluralidad de los mundos, por Flammarión, y otros de igual género que me hubieran dado
149
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
luz para plantear esas otras discusiones que tan a menudo se entablaban entre la discípula y
el maestro, es decir, entre don Postumio y la talentosa Antoñita.
Sin embargo, aunque en esta parte del libro no me haya extendido, como era mi deseo, acentuando más la última manía filosófico-espiritista en que dio don Postumio, usted
puede añadir (con tal que no se adultere la verdad de los hechos) lo que crea de gusto y
conveniencia.
Le advierto de antemano que al escribir esta historia, si se me permite llamarla así, no he
tenido otro móvil sino el de complacer a los amigos que tanto me suplicaron lo hiciera. Si ella
tiene algún mérito, es el que pueda darle el reflejo de la naturaleza y costumbres de Baní.
Así, pues, lo escrito está para usted y para los amigos y amigas de nuestro valle del
Güera que quisieren dar su benevolencia leyendo a Baní o Engracia y Antoñita.
Estas dos criaturas, buenas por excelencia, perdonarán mi osadía.
Para ello cuento con usted.
Me suscribo su siempre buen amigo,
Leopoldo Andújar.
II
Al leer y releer la carta que antecede, con los originales que en ella se mencionan, movido más que por otra cosa, por esa curiosidad que es instintiva en el corazón humano, y
que quiere averiguar, si gusta o no, la obra que se acaba de escribir, me fui con todo el rollo
de papeles a leerlos a una joven de buen gusto, con quien yo había llevado relaciones de
amor, y por quien toda la vida he sentido la afección tierna del alma. Esa joven a la cual
llamábamos Herminia, hoy una señora, la conocerán también los lectores, aunque sea de
pasada, en tiempo y lugar oportuno.
Con mucho gusto escuchó Herminia la historia de Engracia y Antoñita.
Concluida que fue la lectura, le pedí su parecer, y sin decirme si estaba mal, o bien
relatada, opinó porque se reformaran los dos capítulos, el uno que se titula: Engracia y los
talegos, y el otro, Antoñita salva al General en Jefe.
—En esos capítulos se exagera mucho –dijo Herminia–. Engracia no se llenó el vestido
de sangre con el cadáver de don Antonio, como dice ahí, ni se vio sola con él en el monte
esa noche, al asesinarlo los revolucionarios.
Con respecto de lo que le ocurrió a Antoñita al evitar la muerte del General en Jefe, a
que se alude, es incierto también que ella se vistiera de hombre y disparase tiros de revólver
contra los bandidos Solito, Baúl y sus otros compañeros.
Todo lo que se cuenta de Felipe Ozán y de su tía Candelaria –añadió en tono persuasivo–,
me parece muy poco, demasiado poco; pues yo podría relatar otros hechos y añadir otras
cosas concernientes a esos dos tipos que haría se les conociese mejor.
A causa de estas advertencias de Herminia, yo me he permitido rectificar los dos capítulos mencionados.
En cuanto a lo demás, inclusive la parte que se refiere a Felipe Ozán y a su tía, sin añadir,
ni quitar, lo trasmito a los lectores tal cual existe en los originales.
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
Capítulo I*
Primera Parte
He vuelto a él
I
Hacía más de siete años que me había ausentado del pueblo de Baní. Al cabo de ese
tiempo he vuelto a él. ¡Qué de impresiones recibidas al verme con los seres de mi afección
y en los lugares que despiertan en mi ánimo tantos recuerdos!
Donde corrieron los años de la infancia con sus inocencias y bellaquerías de niño; donde
el corazón desplegó sus alas al impulso de las emociones de la juventud; donde sintió por
primera vez la ternura de los amores, y en donde tantas veces soñó la imaginación con los
ideales de dichoso porvenir, después de larga ausencia, al volver, joven aún, ¿quién no siente
un verdadero renacimiento de espíritu? Tanto en lo físico como en lo moral, todo parece
entonces más bello y todo parece mejor.
Los objetos que, en otras situaciones normales del alma, no llamarían la atención, se
presentan llenos de atractivos, y las cosas, por frívolas que sean, al relacionarse con uno,
despiertan un interés mayor.
El cielo, si se contempla, es más hermoso. No importa que los horizontes estén despejados
o foscos; ellos nunca perderán su belleza. La brisa tiene más frescor, y no pasa sin denunciar
su melodioso susurro entre las hojas del árbol, ni deja de sentirse en ella el aroma que nos
trae cuando besa suspirando las flores.
Los destellos del sol, desde que nace hasta que muere, son más encantadores; la naturaleza toda, en fin, como que viste los mismos arreboles de alegría en que está envuelta el
alma del recién llegado.
Este no es el huésped que causa en la recepción el temor de no ser bien atendido, y las
inquietudes de aquellos que desean complacerlo; es el bienvenido a quien regalan espontáneas congratulaciones; todos le dan y reciben algo agradable que no pudiendo explicarse
es comprendido de todos.
¡Qué reciprocidad tan generosa! El viejo criado de la casa nos emociona con su alegría,
y hasta el perro que dejamos al partir nos conmueve con sus caricias.
Los saludos de los extraños nos parecen entonces afectuosos y las demostraciones del
afecto, por sencillas y naturales que sean, tienen para el corazón un mérito indescriptible.
En cada antiguo conocido que estrecha la mano, cree uno haber encontrado un amigo, y en
cada amigo o pariente, le parece al sentimiento hallar un hermano.
Por poco valioso que sea el favor ofrecido, se hace interiormente la promesa de retribuirlo
con creces, y por insignificante que sea el obsequio, vale tanto como la sensación agradable
que en exagerada disposición de ánimo se experimenta al recibirlo.
Los pensamientos tristes, las esperanzas decaídas creyéndose en derrota, baten sus alas
y se alejan. El recuerdo de la alegría de aquello que fue tierno, de aquello que inspiró las
ilusiones, lisonjea la imaginación, trayendo a ella el pasado para que vuelva a existir con
sus goces en el presente.
En el seno de la familia, al abrazar a la madre, al padre o a la hermanita querida,
¿a quién no le ha pasado, después de largo destierro, lo del poeta de Sorrento? No se
*En este capítulo Leopoldo no pudo prescindir del agradable recuerdo de las impresiones que recibiera en el año
75, cuando después de largo ostracismo volvió a su pueblo y a su hogar.
151
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
pueden ver los semblantes de esos seres del alma sin que la ternura inunde de lágrimas
los ojos.
Y si el recién venido vuelve ataviado con prendas morales o materiales, que en la ausencia
le diera la fortuna o la virtud, las miradas del cariño se vuelven a esas prendas, y ante ellas,
aparecen como riquísimo caudal; y si torna pobre, aunque haya derrochado la herencia que
le entregara el padre, se le recibe como al hijo pródigo de que nos habla la Escritura.
Al volver el ausente de largo tiempo, la casa es una fiesta; a ella acuden parientes y
amigos, cada cual trayendo, física o moralmente, la expresión del parabién; porque en ese
día, como dice el poeta,
“Sólo hay de flores
Castas coronas en el hogar”.
Y es de recordarse cómo se confeccionan los mejores dulces, se cogen del huerto las
legumbres y las frutas más frescas, y cómo solícito en el campo, detiene el cayado en la
manada –para darle muerte– a la más gorda de las terneras.
II
Así se reciben los hijos, y al padre, además de todo, ¡cómo se esmera la prole en
prodigarle caricias! Y él mismo, al prodigar las suyas, y al repartir sus bendiciones con
palabras de ternura, ¡qué de impresiones no siente! ¡Cómo se ve que no quiere descubrir
(para no despertar en los hijos la delicadeza de los celos que causa el cariño) el distinguido cariño que profesa a la hija, o al hijo privilegiado! Si es el esposo, a quien se guardó
limpia de toda impureza la fidelidad conyugal, aunque llegue en la noche y disfrazado
como Ulises, ya la esposa lo habrá reconocido en el alborozo instintivo de su alma, y él
olvidará hasta los sufrimientos de su Odisea. Cual que sea el proscrito, en fin, no se acordará de sus peregrinaciones, porque en aquellos momentos como que se limpia el alma
de todas sus llagas.
Después de tantas veces en que se vio en triste nostalgia, caer las hojas de los árboles, al
volver a la Patria y al hogar, no cabe duda, se siente realizado el milagro de una verdadera
resurrección.
Y en las resurrecciones tornan frescas y sanas las sienes que ensangrentaran las espinas
del martirio, y no se perciben ni aun las cicatrices de los azotes de la desgracia.
III
¡Ah! si triste es la ausencia, más dulce es la compensación que ella nos da.
Un día, lejos de mi amada, la que es hoy mi tierna esposa, quise en unos versos que le
dediqué expresar esa idea y dije:
Quiero sufrir no viéndote
Por gozar volviendo a verte.
Es verdad que nadie podría traer medida para la copa que contiene las gotas amargas
vertidas entre los que se aman, cuando se dicen ¡adiós!
Pero, ¿quién tampoco pondrá precio al primer abrazo, al primer beso, a los primeros
momentos, y a lo que se sucede después en el corazón, cuando se vuelven a ver la Patria,
el hogar y la familia?
152
francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
Creo que el ser más insensible no podría, en el caso, resistir a esas sacudidas del sentimiento humano. Creo que hasta el filósofo estoico, acostumbrado a la indiferencia y teniendo a ufanía la frialdad de su corazón, encontraría burlado en sí mismo el propósito de no
sentir, hallándose, sin saber cuándo, herido por alguna de esas emociones. El corazón puede
embotarse, y llegar a tener como ciertos árboles durísima corteza, pero como ellos mismos,
no puede prescindir de que haya filos agudos que lo penetren…
IV
¡He vuelto a él! Y con cuánta razón hay motivo para experimentar las sensaciones expresadas, si en el lugar a que se alude, además de que estuvieron sollozando los seres queridos
del alma, abundan hogares donde hay seres que dan el abrazo de bienvenida y contienen
también la ternura que indiscreta en unos, humedece en lágrimas los ojos, y en otros, no se
desdeña la satisfacción de bañarles en risas el semblante.
En las grandes ciudades volverá a su casa el proscrito de largo tiempo; el padre, o hijo,
a quien la ausencia durante años ha hecho sentir el hastío y la amargura de las playas extranjeras. Y ellos serán dichosos al volver. Pero ¡cuánta diferencia! –esas gratas impresiones
que recibe y que devuelve la sinceridad del cariño, no pasarán de los umbrales del hogar;
porque en las ciudades populosas se pierde la individualidad, y el recién venido se confunde entre sus mismos compatriotas como si fuera un extranjero. No así en las villas o en las
poblaciones pequeñas y, sobre todo, en el pueblo mío, donde nadie es desconocido de nadie
y donde todos se tratan como si fueran parte de una misma familia.
Por eso, al volver de mi ausencia, todos acuden a darme el saludo de bienvenida. Quienes
mandan a la casa ramilletes de flores, quienes el pudín adornado con banderillas y polvoreando de carmín y oro, otros los lacticinios, el pastelón o las aves para el gusto.
Nadie excusa sus demostraciones de afecto.
V
Al volver a él, no es necesario ser impresionable para sentir el goce de la satisfacción,
cuando uno mira por todas partes el goce que en ello experimentan los demás.
Así en aquel día, el más dichoso de mi vida, el hogar de mis padres era todo felicidad.
En aquella casa que se llenó de gente, el ruido y la algazara de la alegría no se interrumpieron.
Los unos vienen y toman antes de despedirse el brindis que se les ofrece, los otros entran a la sala y hacen suya la animación general, y la mayor parte se queda a participar del
festín.
Entre las señoras que se despiden, después de haberme dado el parabién; reconozco a
una: es la madre de Engracia quien en estrechísimo abrazo, con acento ahogado por el llanto,
me dice: –¡Ah! ¡pobre Engracia! ¡hija mía! ¡qué contenta estaría con tu llegada!
No tengo tiempo a responderla; ella se marcha. Entonces, en medio al oleaje de tantas
sensaciones como me invaden, noto que entre las jóvenes que han venido a saludarme,
faltan aquellas que más presentes tuve en la ausencia, mis dos queridas amigas Engracia y
Antoñita.
Me ocupé en preguntar por ellas en todo aquel día de satisfacciones.
La alegría es muy egoísta, y, ¿quién, cuando no se le ha dado tregua al dulce sentir,
puede echar de menos las faltas?
153
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
En fin, he vuelto a él. ¿He dicho algo referente a los rasgos morales del lugar a donde
he vuelto? No; que al describirlos, superiores serían a lo indescriptible de su belleza física
¡porque en el pueblo de Baní pródiga anduvo en sus concesiones Naturaleza!
Capítulo II
Engracia y Antoñita
I
Después de todas las gratas impresiones recibidas al volver a él, ¡cuán hondamente hirió
mi alma la experimentada al buscar primero solo y en silencio, y luego de no verlas, ni hallarlas
en sus casas, al preguntar por las dos amigas más estimadas que yo tenía en el pueblo!
Bellas y hermosas ambas como las flores que al relucir del alba despiertan adornadas
de rocío.
Era Engracia de diez y ocho años de edad en aquel entonces, y Antoñita apenas contaba
diez y siete.
Si esta relación que me propongo hacer no fuera real y cierta, sino inventada, yo me
detendría largo rato describiendo a estas dos criaturas. En el campo de su belleza hay flores
que puede regar en montones la imaginación de un novelista, y hay perlas en las urnas de
su alma que el exquisito gusto del poeta haría relucir en espléndida corona.
Sin embargo, fuerza es seguir dando las noticias más convenientes a ellas.
Engracia, cuando la dejamos de ver, vivía tranquila y dichosa en su casita blanca, fabricada de tabiques de tejamanil, y cobijada de palma-cana, donde aún habitan su madre
y sus hermanas.
Buena, sencilla, pura de intenciones, hacendosa, bella, retozando en el jardín de sus
mejillas el sonrosado pudor; con sus ojos verdes como las yerbitas que nacen a la orilla del
arroyuelo de Peravia, o como las esperanzas que sonreían a su alma; con sus facciones finas
y agraciadas; con su cabellera casi rubia y abundante, aunque un poco tostada; con sus
lindísimas manos, no obstante el trabajo cotidiano a que se encontraban acostumbradas;
con sus graciosos labios rojos, decidores elocuentes de la modestia de su ser, se mantenía
candorosa y llena de juventud Engracia.
II
Antoñita, huérfana de padre como Engracia, vivía también feliz al lado de su madre y
sus hermanos.
Desde muy niña dio a conocer Antoñita la precocidad de su inteligencia.
Era sensible como gota de rocío, extremosa en sus amistades, y apasionada hasta lo
sumo de las cosas que se acomodaban a sus gustos. Tenía en ciertos y determinados casos
una firmeza de voluntad bastante notable como eran notables también sus debilidades.
¡Extraño sentir de ese corazón!
Qué dualidad de carácter. Débil como los mimbres que se inclinan al más ligero soplo de
la brisa, nunca podía negarse al halago, a la complacencia; tímida en causar el disgusto de los
demás, siempre estuvo pronta a ceder aunque fuera en contra de su propio interés; blanda
como la cera en sus impresiones, dejaba esculpir en su corazón las penas y las tribulaciones
ajenas, y con ellas se mortificaba acariciando el dolor hasta de aquellos que la habían hecho
sentir dolores. Aún a costa de su propio gusto cuántas veces se sacrificó en aras de la amiga,
o al ruego de la hermana o de la madre.
154
francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
Era como las rosas, que de balde y sin sospecha alguna dan sus aromas aun a aquellos
que vienen a deshojarlas. Pero cuando se encontraba en cualquier asunto, en cualquier caso
que ella consideraba de delicadeza, o que lo creyese grave al cargo de su limpia conciencia,
entonces parecía como que su alma estaba iluminada, y fuerte como el bronce y dura como
el mármol, no había poder que la doblegara.
Antoñita no era de esas bellezas encantadoras que seducen a primera vista; pero en
su trato, en su conversación viva y siempre acompañada de esa acción que da brío a las
palabras y que insinúa más las ideas, revelaba que era mujer espiritual y capaz de sentir y
comprender las cosas dignas de las almas levantadas.
Por eso Antoñita se conquistaba el agrado de cuantas la trataban.
Aquella cabeza erguida y poblada de cabellos negros que tan a menudo usaba en dos
largas trenzas tendidas a la espalda; aquella frente despejada donde cualquiera podía leer
las impresiones de su corazón; aquellos ojos tan expresivos, con su mirada inteligente a la
vez que tierna; el suave perfil de su pequeña nariz, y más que todo, su boca que no economizaba aquellas risas sinceras, donde parecía anidar la franqueza y la complacencia, daban
a Antoñita ese no sé qué que inspira la simpatía.
Antoñita, por otra parte, con algunas diferencias en el gusto y algunas violencias de
carácter, estaba adornada de las mismas virtudes que embellecían a Engracia.
En su casa desde niña la mimaron mucho y todo se lo consentían, tal vez a causa de ser
la hermana menor. Acostumbrada a esa prodigalidad de cariño, ella quería, y con razón, ser
la más distinguida en el cariño de sus parientes y amigas.
Engracia no era tan exigente, ni mucho menos tenía el orgullo que en ciertos casos
aparentaba tener aquélla, pero la verdad es que amaba sin ostentación y con extremos a las
personas de sus afectos, y sobre ellas sentía una especie de debilidad por Antoñita.
III
Pobres fueron las dos desde su cuna, aunque Engracia mucho más que Antoñita.
Cuando Engracia llegó a tener uso de razón, ya estaba acostumbrada al trabajo. Todos los
quehaceres domésticos los aprendió desde la infancia, y en materia de curiosas labores
llegó a adquirir fama.
Antoñita no trabajó desde tan temprana edad, ni hacía los bordados y los tejidos tan
finos como Engracia; aunque es, y siempre ha sido, cualidad de las muchachas de Baní tejer y
bordar bien; pero aprendió a leer, escribir y contar con una facilidad poco común. Los versos
la entusiasmaban y los recitaba con gracia y sentimiento; sabía de memoria casi todas las
poesías de nuestros poetas, sobre todo las de José Joaquín Pérez, de quien se complacía en
repetir con su maestro don Postumio (hombre muy dado a emitir juicios hasta en las materias que no conocía) que José Joaquín Pérez si no se empeñara en matar su propio sentir,
abatiendo con el desaliento la estética natural de su alma, por su fácil ritmo y espontánea
expresión, hija de ese lenguaje interior que retoza en su cerebro, cual si allí tuviera un órgano
armónico, sería sin disputa alguna, no sólo el más connotado bardo de Quisqueya, como
algunos le han llamado, sino uno de los mejores poetas líricos de la América.
Por esas dotes intelectuales, y por las ocurrencias que tenía, en su casa y en el pueblo,
cuando niña la llamaban la Sabichosa; como asimismo por el carácter suave de Engracia, por
su modestia, por el eco dulce de su voz y por sus maneras apacibles, los de su familia y en
la vecindad le decían Graciadita.
155
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Era ella tan afortunada para vender sus labores, que le faltaban manos y tiempo para
cumplir con los tratos que hacía, sobre todo en tiempos de fiesta. Su madre complacida de
esta buena suerte, cada vez que se presentaba la ocasión, no la desperdiciaba recalcándole
la frase de costumbre:
—Engracia, hija mía, muchas veces te lo he dicho, acuérdate de eso: tú vas a ser rica
casándote con un comerciante o con un hombre de negocios.
Y como Antoñita vivía leyendo y se hartaba la memoria de todo lo que leía, solamente
después en dar las explicaciones sobre las obras y los autores, en su casa, como asimismo
don Postumio, no se cansaban de ponderar su inteligencia. Así era que cuando su madre
hablaba de novios y matrimonios y daba consejos o hacía sus advertencias a sus otras hijas,
relativas a los mozos del pueblo, concluía diciendo con firme aplomo:
—Antoñita no necesita de nada de esto, entiéndanlo ustedes; ella es suficiente a resolver
de su suerte y a seguir sus propias inspiraciones.
Estas creencias o pretensiones expresadas de continuo entre familias de las dos muchachas, no dejaron de influir en su ánimo, como se verá en el transcurso de esta narración.
Capítulo III
Sus diferencias y sus rasgos
I
Siendo Engracia sincera, parecía de carácter reservado; mientras que siendo Antoñita,
muchas veces por amor propio, efectivamente reservada, parecía más franca. A Engracia la
distinguía su modestia y una prudencia a toda prueba. A Antoñita sus arrebatos, y un arrojo
sin igual en los momentos precisos. Engracia era humilde hasta en sus ideales, y sobria hasta
en los atavíos relucientes con que tantas mujeres suelen vestirlos.
Antoñita, por el contrario, fantaseaba hasta llegar a términos imposibles.
En eso conservaba Engracia más la sencillez de su origen banilejo que Antoñita.
Cuando entre las dos hablaban del porvenir, Engracia apenas si tendía la vista para
colorearlo más allá de las verdes lomas que rodean su valle. Antoñita daba vuelos a su
imaginación y traspasaba los horizontes.
Para Engracia la felicidad de su porvenir podía muy bien acomodarse en su mismo
pueblo; para Antoñita, no.
Ni aún con su presente estaba conforme: ella aspiraba a otro espacio, quería otra vida,
deseaba otra residencia.
En esto también Engracia conservaba el tipo moral de sus paisanas de otros tiempos.
Antoñita era la imagen de sus paisanas de hoy.
II
Las banilejas de hoy por lo común desestiman a su pueblo; inconformes en él desearían
vivir en Santo Domingo. Y algunas que llevan hasta el exceso esas sus ardientes aspiraciones,
no comprenden que, en la mortificante idea de no poder realizarlas, pierden la dicha de vivir
contentas en su hermoso valle; porque, como dice un filósofo, “muchas veces se es más feliz por
la carencia de sufrimientos que por el goce de los placeres”. Así también aquellas que consiguen
realizarlas, se exponen, como se ve muy a menudo, a perjudicarse de una manera sensible en
el cambio. Al mudarse del lugar donde nacieron y se criaron, se ven obligadas a mudar de vida
y de costumbres, las necesidades aumentan y, por lo mismo, se aumentan los trabajos en unas
156
francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
y las privaciones en otras. Cuando no pierden en la parte social, pierden en la moral; y no sería
difícil probar con datos evidentes que hasta en lo porvenir de su vida se perjudican.
Las banilejas en su pueblo se casan en mayor número que aquellas que emigran de él.
Parece que inspiran más sus bellas cualidades entre los tintes de sus lomas y el aire puro
de sus praderas.
Las rosas, cuando se ven prendidas de sus rosales, tienen un atractivo mayor; y en el
campo parece que están más llenas de lozanía que en los cultivados jardines.
El agua cristalina se mira y se bebe con más gusto en sus propios manantiales.
Más sencilla, más pura, más poética se ve una ninfa entre las palmas de su valle y a las
orillas de su río.
Junto a la fuente de su pueblo fue donde ofreció el mensajero de Isaac a Rebeca la corona
nupcial.
No desdeñéis, pues, niñas de Baní, el tesoro que os dio Naturaleza; vuestro orgullo debe
de ser Baní.
Por no violentarse en deseos irrealizables, bien se hallaban vuestras madres en su manera
de vivir, sin envidiar el ruido de las capitales; y debido a esa conformidad nunca llagaron a
perder la herencia que a vosotros es tan legítima y que de Engracia era preciadísimo timbre
de honra local: aquella inocencia de vida y de modales que las agraciaba sin que fueran
ignorantes, ese candor que mantenía imperturbable la serenidad de su conciencia; aquella
sencillez en sus costumbres sin ser incultas; esa natural amabilidad sin coquetería que se
conquistaba los corazones; aquella alegría de que gozaban en las más simples de sus fiestas
sin ser tontas; y aquella satisfacción que tenían de su propio valer, sin abandonar nunca la
modestia que les era peculiar.
III
Engracia, aunque poseía, además, esa otra cualidad que tanto abunda entre sus paisanas: la
educación de todos los quehaceres del hogar, ni barría, ni fregaba, ni planchaba, ni cocinaba en
su casa; pero tejía y bordaba constantemente. Todo el dinero que ganaba con las labores de sus
manos, lo aplicaba a la compra de sus vestidos y a la ayuda de los gastos de la familia.
Antoñita estaba siempre pordioseando los libros, y, como hemos dicho, leía las poesías
y novelas que le era dable conseguir en Baní.
Cuando se dejaban de ver en las horas del día, preguntaba Antoñita a Engracia: –“¿Qué
has hecho hoy?”. Engracia le mostraba con satisfacción algún bordado, guariqueña, tejido,
o alguna costura. –“Y tú ¿qué has hecho?”. Y contestaba con igual satisfacción Antoñita:
–“¿Yo? Leí la Athala, de Chateaubriand, la Julia de Lamartine”, o le citaba otra obra cualquiera que hubiese leído, y luego añadía: –“Me aprendí de memoria estos versos, mira”;
y le enseñaba la copia de alguna poesía.
Con su carácter bueno y complaciente, celebraba Engracia a su amiga, y por lo regular
exclamaba: –¡Ah! ¡Antoñita!…
Así pasaban el tiempo estas angelicales criaturas, y ambas experimentaban placer dignificador en sus diferentes labores.
La una con el afán de su lectura creía enriquecer su inteligencia y fortalecer su espíritu,
primando en el ejercicio de la memoria como cultivo de su entendimiento; y la otra, sin hacer
mérito de ello, cumplía una alta misión moral con el trabajo de sus manos que ayudaba a
la subsistencia de su familia.
157
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
No hay duda: Engracia era una hija excelente, y por eso su madre no se cansaba de
bendecirla ponderando su fortuna.
Para afirmarse más en esa ponderación, refería muy a menudo el cuento de un gatito prieto.
Vulgar y todo parecerá dicho cuento; pero no se pueden omitir ciertas circunstancias en
la vida de personas que nos interesa dar a conocer, sobre todo, cuando esos detalles a veces
muestran más de relieve y explican mejor el carácter de su individualidad.
IV
Siendo muy niña todavía Engracia, le regaló su madrina de bautismo un gatito negro,
como signo de buena suerte.
De verse era el esmero con que la chicuela criaba a su animalito. ¡Con cuánta solicitud
le daba la comida y le arreglaba el blando lecho! Ella lo aseaba y le peinaba el pelo perfumándolo, y le ponía collares de cinta de diferentes colores.
¡Y qué manera de mimarlo y de prodigarle sus caricias! Ella lo subía a sus piernas y le
conversaba y lo bailaba y lo cantaba y lo besaba y estrujaba su hociquito con sus manos;
aunque algunas veces, al tomarle las patitas para enlazarlo en forma de abrazo a su garganta,
solía el felino animal abrir sus uñas y hacerle sus cardenalitos a la pobre niña. Ella al sentirse
arañada “¡anda ingrato! ¡no me quieres!”, decía, tirándolo al suelo. Pero reconciliándose bien
pronto con él, volvía a entretenerse en los mismos juegos y caricias.
Con esos mimos y ñoñeos fue creciendo el gato manso y domesticado, hasta llegar a obedecer como un perro a todo lo que se le mandaba; y así gordito y juguetón se hizo hermoso
y un cazador de fama, al extremo de causar la envidia de cuantas personas lo veían.
A un vecino de posición acomodada le dio por querer comprarlo; y después de algún
tiempo de haber hecho varias proposiciones inútiles para que se lo vendieran, llegó un día en
que ofreció por él una ternera de año.* La madre de Engracia que era muy interesada, veía un
buen negocio en el cambio, y aunque hacía la consideración del mucho cariño que su hija le
tenía al animal y la pena que debía causarle desprenderse de él, se fijaba más en el beneficio
que en la pena de su hija. Engracia, que ya había entrado en sus once años, comprendió el
deseo de su madre, y pensando en lo ventajoso del negocio por lo que su madre se complacía
en ponderarlo, ella misma, sin más vacilación, entregó el gato al vecino.
¡Qué esfuerzo tan sobrehumano hizo la niña! ¡Cuántas lágrimas derramó a solas!
Empero, la pena engendrada por la virtud llega un día en que se torna en gozo. Así
como todo en el mundo se equilibra también el sentir del corazón, y las acciones, tarde o
temprano, reciben con creces el premio merecido.
Esas lágrimas de Engracia tuvieron su compensación.
V
Apenas si habían transcurrido cinco años cuando Engracia llena de alegría experimentó
la satisfacción de recibir el dinero de la venta de sus reses, que había producido la novilla
cambalachada por el gato. Con ese dinero pudo Engracia regalar vestidos a sus hermanas en
las fiestas de la patrona del pueblo, y pudo dar a su madre el valor de la cobija de su bohío
que estaba vieja y llena de goteras.
*En Baní, como en casi todos los pueblos de le República es muy común la permuta de gatos por gallinas, chivos
y hasta por marranos.
158
francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
VI
Antoñita no tuvo nunca un rasgo como ese; pero recuerdan las gentes de la población
que una vez, en uno de esos incendios que ponían en tanto conflicto a Baní, ella, con la
inspiración del genio, salvó la casa de su familia, amenazada ya por las llamas de la casa
vecina, revistiéndose de un valor extraordinario.
Es costumbre allí, muy digna de aplaudirse por cierto, que al toque de ¡fuego! acudan
todos; pero también sucede muchas veces que hasta los hombres se atortolan y hacen dúo a
las mujeres, dando gritos y carreras inútiles; en tanto que el monstruo devorador sigue causando ruinas y dejando envueltas en el dolor de la miseria y sin hogar a las pobres víctimas
a quienes ampara la filantropía de los que logran salvarse del incendio.
Antoñita en esta ocasión, con la energía del mismo fuego, si así cabe decir, levanta la voz,
inspira valor, sustituye con la suya la iniciativa que debiera tomar la autoridad, y como una
heroína en medio del conflicto, ordena, manda, y hombres y mujeres la obedecen. Aquí hace
destruir un tablado, allí dispone colocar escaleras, más allá organiza el baldeo, y empapando
sábanas en agua que arrojan a los hombres que están sobre la techumbre, pone freno a la
candela y salva el bohío de su madre.
VII
Acabamos de anotar a la ligera las diferencias de carácter de las dos protagonistas
de esta historia; diferencias que si bien se examinan resultan ser afinidades, pues en el
fondo se parecían, se confundían, se cambiaban. En algunas exterioridades disentían tal
vez por capricho o por gusto; pues cuando Engracia, por ejemplo, en esas idas al río y al
volver del baño recogía varitas de San José, y esas otras menudas y bellísimas parásitas,
que allí llaman cañuelas y angelitos, Antoñita llenándose el labio de flores de quibey (especie de azucenas hermosísimas, que encierran un veneno activo), le llamaba la atención
poniéndose delante:
—¡Antoñita! ¡no seas loca!, gritaba Engracia llena de miedo quitándole las flores de la
boca. Y otras veces en tanto que Engracia se ocupaba solícita en arreglar su ramillete, Antoñita se entretenía en cortar espinas de guazábara y traía a su casa ramas de guayacán en
las manos.
No así sucedía en otras cosas.
Muchas veces entablaban discusiones sobre modas, baile y música, o sobre algún parecer
concerniente a la belleza o a las cualidades morales de alguna de las otras amigas del pueblo.
Por lo regular Antoñita triunfaba en sus opiniones sin que por esto Engracia dejara de sentirse
satisfecha con el triunfo de su amiga; y tanto era así que después en las conversaciones que
tenía con otras personas, cuando se hablaba referente a las mismas materias, daba el mismo
parecer de Antoñita y se complacía en anteponer estas palabras:
—Yo digo y pienso sobre esto como Antoñita. Y no se crea que Engracia fuera una mujer
desproveída completamente de iniciativa, ni mucho menos que fuera una sosa incapaz de
formular un buen juicio sobre las cosas; por el contrario, tenía clarísima concepción y mucho
tino en el pensar.
VIII
Como palomas arrulladas bajo las palmas de su pintoresco valle, descogiendo las alas
al romper sus crisálidas entre oro y rosas el orto de las mañanas, para subir del prado a la
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
colina, nunca remontando su vuelo más allá de los nidos de paja que forman sus viviendas,
y asentándose, de caricia en caricia y de brinco en brinco, ora en la cima del risco, o ya cabe
al cristalino río inspirador de sus amores, Engracia y Antoñita queden mientras nosotros
lancemos una ojeada al lugar que las vio nacer.
Capítulo IV
Baní del natural
I
El lugar pintoresco de los pintorescos lugares ¡quién pudiera describirlo!
Hermoso panorama presenta a la vista la extensión de su llanura rodeada de lindísimas
lomas que caprichosamente se levantan variadas en formas, tamaños y colores. El arte dando
a Miguel Ángel los pinceles y templando la lira de Lamartine encontraría allí digno motivo
de inspiración. Pero en la lucha de la competencia, en ese estímulo que sublimiza al arte,
habría siempre la distancia que hay entre la copia y el original, entre la obra inspirada del
hombre y la que hizo al calor de la inspiración de Dios.
Esas lomas que ofrecen tantas bellas perspectivas, según que uno se les acerque o se les aleje,
vistas desde el centro de la población, con los arcos y ángulos que describen en el fondo del cuadro,
y con sus líneas extendidas de lado y lado, vienen a formar el conjunto armonioso de una cordillera
semicircular que termina al Sur, dando espacio a la ancha planicie que precede a la costa.
Anfiteatro en donde la naturaleza enamorada derramó sus primores, poniendo algunas de
las de atrás más altas para que en lo verde de las primeras y en lo azul de las otras, esas lomas así
colocadas, hicieran el contraste del zafiro y la esmeralda, como si la esperanza debiera estar siempre más a la vista para ser la precursora del más allá. Entre ellas, las que se miran en sus lejanías,
cuando no confunden la limpieza de sus tintes con el de los cielos, se coronan con el nácar de las
nubes teñidas de arreboles; y las otras que describen el arco más al frente del caserío, a donde
juegan de continuo los cambiantes de la luz, aunque tupidas por el guano, la yaya y el maguey
que las pueblan, dejan descubrir en algunos de sus lomos las peladuras de los azotes que les han
dado los siglos, y alguna que otra calvicie que las tempestades han hecho en sus crestas.
En el fondo del valle aparece la población bañada en sus faldas por las aguas repartidas
del río, y cortejada por las pequeñas aldeas que la circundan.
Si se buscaran comparaciones, sobre todo en tiempo en que su suelo se engalana con el
alfombrado de innumerables florecitas amarillas, al divisarla desde alguna altura, con sus
techos de palma-cana, que abundan en mayor número en los bohíos de sus contornos, con
sus cobijas de zinc y sus tejados en el centro, diríase:
Baní semeja a una cesta de mimbres cubierta de chispas de oro y con bordes de plata,
llena de objetos multicolores, colocada encima de una meseta, y que tiene en el vacío de las
curvas que forman sus asas caídas otros cestillos de paja salpicados de flores y con fondo y
franjas de esmeralda…
II
El cielo de ese valle, lindo como el ponderado cielo de Italia, y rival entre aquellos de
la zona “que al sol enamorado circunscribe el vago curso”, siempre sereno a menudo nos
sorprende con el jaspeado embutido de sus relieves o con esos preciosos mosaicos que se
destacan en medio de la bóveda y que parecen allí puestos para colgar en la noche esa lámpara de luz melancólica que de continuo está alumbrando la mitad del Universo.
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
En otras veces, principalmente en las tardes estivales, se pintan variadas decoraciones
en sus confines; los colores del arco iris retozan en ellos amontonándose para reproducirse
en espejismos encantadores.
El reflejo de esos cuadros iluminados por la parte de Occidente, enciende los matices de
las montañas por la parte del Norte, pronunciando la corrección de sus líneas en esa otra
cordillera de nubes de nieve que se destaca detrás del azul subido de las más elevadas: prodigios de esa atmósfera que se complace en reproducir en sus volúmenes aéreos y volubles,
esos otros volúmenes firmes y sólidos del planeta.
¡Oh! ¡Cuántas veces, envuelta mi alma en plácida impresión, he contemplado en esos
horizontes la sonrisa de la naturaleza al levantarse las auroras, y su poética melancolía al
acostarse los crepúsculos! No parece sino que para toda esa constante labor de bellezas
celestiales se escogiera, en las mañanas y en las tardes, algún ángel enamorado de esos que
manda Dios a los lugares favoritos de la tierra…
III
¿Y a quién no despertarán el sentir del corazón las noches del ameno valle, si se pasean
al resplandor de la luna y a las orillas de su río?
De ese río, desprendido entre hilos de aljófares que se deslíen, donde vienen a vaciar sus
cuencas rebosadas de rocío bendito las vírgenes peregrinas del cielo. En él no se miran las
aguas turbias de los que tienen su lecho en el lodo. Exento de impuras, no recibe en su seno
sino los manantiales que lo fecundan y alguno que otro limpísimo arroyuelo. Nació para
fertilizar sitios deliciosos; para besar enamorado las faldas de la virgen población a quien
circunda. No es él de aquellos que con mangas imponentes, con esos saltos que meten miedo,
con ese oleaje que descompone, suspende el ánimo con violenta conmoción. El encanto de
su poesía es sencillo y pastoril. Allí sólo se ve el gracioso juego de sus trasparentes ondas:
conjunto de rizos de cristal, que plegándose los unos a los otros, corren con rapidez detrás
de los primeros, sin poder alcanzarlos en el nítido aleteo de su marcha presurosa.
Si se oye el agradable murmurio del retozo de esas ondas, aunque ruidoso en su caída,
es tan suave y tan inspirador de la ternura, que se creyera habíanse ocultado en sus cascadas
las ondinas a gemir.
Y quién no se finge más esa fantasía cuando se miran sus borbotones de espumas, ¡como
si fueran los blancos hombros descubiertos de esas mismas ondinas! ¡Oh! ¡recuerdos de
mi dichosa infancia! En esos chorros ¡cuántas veces escondido entre las verdes cucarrachas
de la isleta de algún cascajal, o encima de alguna barranca hice real esa ilusión al ver a las
muchachas de mi pueblo, con el pelo tendido a la espalda, los brazos desnudos, el turgente
seno medio oculto entre los encajes de sus camisas empapadas y los pies también desnudos,
acostarse sobre las piedras, oponiendo los hombros y la cabeza al choque de las aguas que
ahuecándose dejaban ver sus cuerpos en el vacío por dentro de las bóvedas del transparente
líquido, como si fueran ninfas allí aparecidas entre nichos de cristal.
IV
Ese río que se llama Baní y que muchos confunden con el barrancoso arroyo de Güera, al
salir del culebreo de sus lomas, se extiende, por algunos lados entre blancos cascajales; y en
la arboleda irregular de sus márgenes, como en todas las de sus cercanías, aunque no se vea
el tupido de esa bruta fertilidad que enmaraña los bosques, reverdecen los arbustos, que la
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
primavera llena de flores, haciendo contraste con esos claros caldeados por la seca donde ostentan sus espinas el cayuco, la tuna, la alpargata y, más que ninguna otra la guazábara, indígena
de greñas erizadas, que de toda esa familia de caliente raza, es la más arisca.
Así se mezclan lo bello con lo árido, lo agradable con lo áspero, lo triste con lo risueño,
como si la naturaleza allí quisiera significarnos, que así como andan juntos en el mundo la
alegría y el dolor, así también se avecinan las cosas que los simbolizan.
Y en esos cactus que tanto abundan en Baní y que tanto pincharon los dedos míos y los
de mis compañeritos de infancia al robarles sus pomas color de grana y bermellón, aseguran
algunos encontrar los asímiles productores de la rica y preciosa cochinilla.
Pero lo que causa mayor sorpresa es cómo aquí la sequedad rígida y característica de
esos campos, que a veces parecen azotados por ráfagas de fuego, poca lluvia les basta para
que reverdezcan sus pastos y para que florezcan sus plantas.
V
Entonces, no ya sólo por los caminos que conducen al río sino por todas partes, ¡cómo
se perfuma el ambiente y qué gusto da ver los primores de aquella vegetación! ¡Cómo se
engalana el suelo con el alfombrado de oro de sus innumerables florecillas de abrojo; y con
qué grata impresión nos sorprenden: aquí los árboles pequeños que entrelazan sus ramas
coronadas de campanitas blancas, moradas y azules; allí la exuberancia de las carga-agua,
exhaustas de hojas por estar cuajadas en racimos de flores, émulos del tinte encendido de los
crepúsculos; más allá el frescor de las verdes cabritas que al multiplicar sus frutos se destacan
con sus copas redondas como los cascos de muchas torrecillas que estuvieran cubiertas de
grana y salpicadas de coral!
Por otros lados se prodigan los tendidos de fideos, bejuquillos color de naranja, que en hebras
miles forman las cabelleras de oro con que se cubren, no sólo el verdor de algunos arbustos,
sino también las zarzas y los guaos, exornando sus lechos con las guirnaldas de la preciosa flor
de novios, como si en los tálamos nupciales debajo de las flores estuvieran las espinas. Y por
último las trepadoras anónimas, que no conoció Linneo, especie de madreselvas y galaripsos,
que entrelazándose las unas con los otros presentan las bóvedas gachas de sus enredaderas,
donde los chicuelos van a sorprender dormidos a los simplones pajaritos, ya que dado no le
es dar caza a los que, cautos, aperciben el peligro, y sobre todo a los dos envidiados que en
mayor número pueblan aquellas regiones; a esos que se repiten a sí mismo su propio nombre:
el primero, negrito presumido que tuerce graciosamente la cola para ensanchar su vuelo y
para dar más luz a los arcos encendidos de sus ojos; y el otro, de cabecita achatada, abultadito
de cuello, currutaquito, de simpática figura: ambos recogidos en el recato de sus amores, y a
quienes llaman por armonía imitativa de su canto, al uno Chin-Chilín y al otro Julián-Chiví.
VI
Siempre agradable la temperatura de esa Arcadia de Quisqueya ejerce sus influencias
bienhechoras; porque, al decir de la fama pregonera, ese clima, tanto en lo físico como en lo
moral, resucita del enfermo las fuerzas decaídas.
VII
Y para que resalten más las bellezas naturales del simpático valle, habitan aquellas
viviendas, unas medio rústicas y otras urbanas, hospitalarios moradores que pueden
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
enorgullecerse presentando al viajero que los visita, mujeres bellas, sin afeites artificiales,
de sencillas costumbres, de afable trato, que como madres y como esposas son dechado de
virtudes, y como hijas semejan al ángel bueno del hogar.
VIII
¡Oh! ¡Baní! ¡paraíso de mi infancia! Lugar de mis ensueños de poeta! Cada vez que he
querido describir las impresiones recibidas al contemplar tu naturaleza, rica de paisajes,
preciosa en matices y fecunda para inspirar ideas y sentimientos, no he encontrado ni energía
en las expresiones ni colorido en las imágenes.
Si he intentado contar lo que pasa en mi interior cuando después de largo tiempo
te he vuelto a ver ¡pueblo mío!… ¡pueblo mío!… los gritos muchas veces dicen más que
las palabras; ellos son el recurso de aquellos que no pueden expresarse, y aún de los que
saben trasmitir su entusiasmo: Chateaubriand en las Termópilas gritó llamando a Leonidas; el Tasso lloró gritando después de su cautiverio al volver a Sorrento: yo también
he gritado para desahogar mi corazón, sobre el derrisco de tus lomas y a las orillas de tu
río. Más apasionado que Rousseau al volver al sitio de sus amores, yo he cogido el polvo
de aquella tierra para besarlo; porque Baní, ese pueblo de los sueños de mi juventud es
el oasis donde mi espíritu recobra aliento y descarga las fatigas de sus pesadumbres, el
confesionario donde mi alma habla con Dios y pide perdón de sus debilidades y ofrece
la enmienda; el templo donde levanto mi oración; la piscina sagrada donde se purifica
mi pensamiento; el arca de paz donde se reconcilia el corazón con la fe y la esperanza; el
altar donde comulga mi amor a todo lo bueno para volver con fuerzas a luchar la vida
de la virtud…
Capítulo V
Felipe Ozán
I
Volvamos a nuestra anterior relación y sigamos dando las noticias relativas a Engracia
y a Antoñita.
Como ya lo sabe el lector, o la amable lectora, las dos íntimas amigas se querían como
hermanas.
Es verdad que Antoñita, aunque un año menor que Engracia, por esa natural altivez
que le era inherente, quería ejercer cierta preponderancia sobre ella. Engracia comprendía
esa tendencia, y sin embargo nunca dejaba de complacerla. Pero convencida Antoñita
del buen juicio de que estaba dotada su amiga, cuando tenía algo que decidir, a pesar
de su genio impaciente, esperaba hasta consultarla y se conformaba con el parecer que
le diera.
Engracia era muy parca en resolver cualquier asunto, y aún en aquellos que atañían a
Antoñita siempre daba su opinión o su consejo después de haber consultado bien la sinceridad de su amiga.
Delicada y concienzuda en todo, no es de extrañar esa timidez que informaba su carácter.
En más de una ocasión acordaron las dos sus pareceres, y ajustaron planes que llevaron
a cabo con buen éxito.
Para comprobar lo que decimos, nos viene como de molde referir lo que aconteció en
aquel entonces entre ellas y Felipe Ozán.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
II
Era Felipe Ozán un joven como de veintiséis años. En el 65, cuando los españoles
abandonaron el país, la familia de Felipe siguió, como otras tantas, la causa de España;
pero éste había salido de Baní para Puerto Rico contando apenas veintiún años de edad.
En el 68 volvió. Parece que con la ausencia y el trato de gente de no buena índole, este
joven, en tan poco tiempo, había adquirido una desfachatez que es muy contraria al carácter sencillo de los banilejos; y se habían despertado en él ideas bebidas en una escuela
fatal en punto a moralidad.
Felipe era alto de cuerpo más bien gordo que flaco; tenía el color casi indio, el pelo suelto
y muy negro, la mirada ojizaina, y en sus labios, el inferior fino y algo encogido, revelaba que
no era un hombre sincero. Usaba bigote copado, con puntas, y en esto, como en su modo de
andar, quería darse los aires marciales de uno de esos empapirotados oficiales de ejército.
Se había enamorado de Antoñita, y en los bailes, en los paseos y en todas las diversiones
de la buena sociedad del pueblo, se mostraba muy atento y solícito en complacerla. Felipe,
tan licencioso como embustero, hacía referencia entre sus amigos de las muchas conquistas
amorosas que había hecho en el extranjero: la echaba de buen enamorador y se jactaba en
decir que no existía mujer a quien él cortejara que no lo amase.
Sus modales eran desenvueltos, pero muy cursis, y a veces participaban de lo grosero;
de modo que en sus acciones atrevidas, queriendo imitar al don Juan no lo semejaba ni
siquiera en la parodia.
Antoñita, como toda hija de Eva, gustaba de los obsequios del enamorado; pero nunca
fue objeto de su deferencia, nunca detuvo su mente en pensar en él, ni nunca experimentó
la menor impresión que revelara simpatía.
Es de advertir que hasta entonces Antoñita no había oído hablar nada relativo a las
malas cualidades de Felipe. Las amigas le daban bromas con respecto a él, y ella, que se
encontraba superior y que aspiraba a obtener mejor porvenir, se reía las más de las veces
y otras contestaba de una manera tan indiferente y con un tono tan aplomado, que todas
quedaban en el firme convencimiento de que el señor Felipe, a pesar de su jactancia, en esta
ocasión saldría burlado y en completo ridículo.
Engracia tampoco había dado ninguna importancia al enamoramiento de Felipe; ella
conocía a su amiga y estaba segura de que a mayor elevación se fijarían sus ojos.
Y tan cierto era esto que hasta en las circunstancias más sencillas, como lo haremos notar
en seguida, Antoñita no dejaba rastro de duda.
III
En Baní, por ejemplo, eran frecuentes, todavía en aquella época, los alegres y divertidos
paseos en burros, que se hacían con las muchachas a los campos cercanos, con objeto de ir
a comer la boruga extraída de los mismos tarros en que la cuajaban los campesinos. Esas
cabalgatas tan inocentes y de tantos percances inofensivos que causaban la risa y la algazara,
sobre todo, cuanto a causa de las mañas o de los brincos de lo borricos venía a tierra alguno
de los jóvenes, o se rodaba del aparejo o del galápago alguna muchacha, no sé por qué razón
no se hacen como entonces.
Esas corridas, a más de que eran un recurso de solaz para la juventud de ambos sexos,
ejercitaban a las niñas en una especie de equitación provechosa a la salud, contribuyendo a
desenvolver mejor su físico y dándole mayor agilidad.
164
francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
Debido a esa costumbre, fue como entre las antiguas banilejas muy pocas eran las que
no sabían, desde su temprana edad, manejar con elegancia las bridas del caballo.
Pues bien: cada vez que había alguno de esos paseos, Felipe Ozán, con solícito empeño,
iba a ofrecer su burro o su caballo a Antoñita; pero ella, para no dar la menor sospecha de
agrado o simpatía al pretendiente, preparaba de antemano su montura para tener motivo
de negarse a recibir el cumplido.
En ese estado las cosas, se pasaron muchos días sin que Felipe obtuviese siquiera una
mirada de Antoñita, ni ésta se inquietase un solo instante del amor de aquél. Para ella era
igual que existiese o no; la tenía sin ningún cuidado.
Felipe, que hasta entonces no se había atrevido a propasarse, al observar el mal giro que
llevaban sus pretensiones, empezó a cavilar; y formando proyectos y combinando planes,
esperaba solamente una ocasión para cambiar de táctica, yéndose a su habitual camino.
IV
Una noche, en una de esas reuniones que formaban las muchachas de Baní bajo el árbol
que traían del campo para clavarlo en la puerta de la casa iluminándolo con farolitos de
colores que colgaban de sus ramas, para velarlo, como decían ellas, con el objeto de pasar
las horas en juegos de prendas, en los cuales se descifraban charadas, se recitaban versos y
se entonaban canciones, al par que se comían los pastelitos y dulces; estando todos alrededor del árbol, se le cayó al suelo el abanico a Antoñita, y Felipe, que se había precipitado a
cogerlo, resbaló la mano y le apretó el nacimiento de la pantorrilla.
Herida en su pudor la honesta joven no pudo ocultar la desagradable impresión que
tiñera de grana su semblante. Desde ese momento comenzó ella a sentirse profundamente
disgustada del amor de Felipe. No pudiendo contenerse, antes de que terminara la fiesta de
esa noche, se dirigió a una tía de Felipe, llamada Candelaria, que estaba en ella, y con tono
indignado lanzó tan duras y merecidas reconvenciones contra aquél, que a no intervenir
oportunamente Engracia, el asunto hubiera tomado un cariz bastante serio; pues la dicha
Candelaria era mujer de carácter díscolo y hubiera armado chismes y aspavientos.
El licencioso joven, a pesar de haber quedado convencido del mal efecto que produjo su
vulgar demostración, se preparó a seguir ejerciendo su táctica desenvuelta y de insufrible
tono; creyendo que de esa manera atrevida lograría al cabo su objeto. Él había hecho comparaciones de otros lances con otras mujeres, y como hombre corrompido al fin, medía a la
virtuosa Antoñita con la misma vara. La tía Candelaria, jamona de cuerpo mal entallado,
con los ojos de gato, el color casi indio y la boca grande, advenediza en Baní, y por otra
parte mujer de tan mala índole como el sobrino, lo alentaba en sus malas intenciones. Así
fue que cuando aún no se había borrado del ánimo de Antoñita la desagradable impresión,
logró Felipe encontrarla sola en la sala de su casa un día que la madre y las hermanas, después de comer, dispusieron irse a Paya con el objeto de ver a un pariente enfermo, a quien
apreciaban en alto grado.
Al entrar Felipe, según acostumbraba en otros tiempos, tras de un saludo asaz ceremonioso, no bien recibido por Antoñita, tomó una silla, y arrastrándola hasta acercarse a la
joven, con ese mismo desenvuelto naturalismo, principió por decirle:
—Cuánto me alegro de esta ocasión. Yo deseaba, Antoñita…
—Señor –le interrumpió ella, cerrando el libro que tenía en las manos–, hágame el favor…
aquí no está mi familia, y yo no recibo visitas.
165
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—Sí, pero Antoñita, yo supe por mi tía Candelaria que tú has creído.
—Yo no he creído nada –volvió a interrumpirle la joven con firmeza y sintiendo ya la
alteración de sus nervios.
—No, mi prenda, yo quise darte una prueba de mi amor.
—Yo no quiero el amor de Ud.
—Pues yo sí quiero el tuyo, y quieras que no quieras tendrás que ser mía.
—¡Vaya!… –replicó Antoñita con un gesto y un movimiento de soberano desprecio tal,
que cayeron sobre el corazón de Felipe como una brasa de candela.
—Óyeme –dijo éste ya sin encontrar aplomo ni aun en su misma osadía–, tú creíste que
yo al apretarte el tobillo lo hice con mala intención…
—¡Indecente! ¡Ese es el lenguaje soez que cuadra a hombres indignos como Ud.!
—No, Antoñita, no te alteres –dijo Felipe poniéndole la mano en el hombro al ver, que
ella toda nerviosa, soltaba el libro y se levantaba de la silla.
—¡Atrevido! –exclamó Antoñita, rechazándolo con energía imponderable–. ¡Salga Ud.
de mi casa! ¡salga! ¡salga! –y al repetir estas palabras volvió la espalda, dirigiéndose a uno
de los aposentos, en señal de desprecio.
Felipe no perdió tiempo; se le fue detrás y asiéndose de ella, le dio un beso en la mejilla.
Como pantera herida, o mejor dicho como un ángel más divino aún con el fuego de la
cólera a quien una bestia ha tratado de empañar los limpios cristales de su rostro, muda de
color Antoñita, busca con los ojos algún objeto, corre a la mesa y apoderándose de uno de
los vasos que sobre ella había, trémula de indignación: –¡Vagabundo!, exclama, y lo arroja
a la cara de Felipe. Éste, sorprendido de una acción tan heroica como inesperada, salvó
precipitadamente la puerta y huyó a la calle.
Antoñita, como se ha visto y se verá después, tenía siempre en los momentos precisos
arranques inspirados.
Capítulo VI
Un consejo y una lección
I
Después de esa escena tempestuosa, Antoñita llora a lágrima viva.
Naturaleza sensible, y con el orgullo de su amor propio ofendido, no podía conformarse
con que un hombre la hubiera besado. Es verdad que aquel hombre, en concepto de ella, era un
malvado y el más infame de los hombres: es verdad que absolutamente, en ésta que consideraba
Antoñita como desgracia, ella no tenía siquiera la culpa de la imprevisión; pero se reprochaba
haber consentido durante tanto tiempo los obsequios de palabras y requiebros de una persona tan cursi. Ella no se conformaba con no haberlo despreciado desde el primer instante que
le habló de amor; no se perdonaba, en fin, que le hubiera caído en suerte un enamorado tan
indigno de los sentimientos de su corazón, y que a tiempo no lo hubiera adivinado.
Eso y otras cosas parecidas pensaba y reflexionaba Antoñita. Y en medio de los tantos
pensamientos que asaltaron su imaginación, se le ocurrió por último ir adonde estaba Engracia. Y, ¿en quién mejor depositar su confianza y con quién mejor desahogar su pecho?
El carácter de Antoñita, como hemos dicho, era decisivo en sus resoluciones, y tan pronto
pensaba una cosa la ponía en ejecución.
Sin más vacilar entró a su aposento, se echó un abrigo de lana sobre los hombros, se
alisó el pelo con las manos, y apenas sin verse al espejo, cosa indispensable, imprescindible
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
para toda mujer, salió a la calle, cerrando la puerta de su casa del lado afuera con una piedra
(como es muy común en Baní) y dirigió sus pasos desde luego a la casa de Engracia.
Aunque no extrañó a ésta ni a su familia la llegada repentina de Antoñita, pues era
costumbre casi cuotidiana que la una estuviese donde estaba la otra; por la hora y por la
violencia mal disimulada que expresaba su semblante, comprendió Engracia que algo extraordinario le había acontecido.
Una vez que se hallaron a solas en el humilde aunque limpio aposentico de Engracia,
junto al catre abierto de ésta, que era el único que se tendía en aquel aposentico, con su
sábana blanca de encajeado rodapies y sus dos bien vestidas almohadas puestas en uno de
los extremos, Antoñita relató con todos sus pormenores la escena ocurrida.
En su relación rápida vertió entre llanto la indignación que le había causado el raimiento
del licencioso Felipe, y concluyó diciendo:
—¡Se lo diré todo a mi hermano para que castigue la osadía de ese malvado!
—Bonita la vas a hacer. Eso es: ocasionarás una desgracia sin fruto alguno –replicó Engracia impulsada por ese buen juicio y esa prudencia que le eran característicos–. Tú no sabes,
continuó en tono persuasivo, que ese Felipe, ¿a más de atrevido, tiene fama de ser alevoso?
—Alfredo lo conoce y sabrá darle una lección, replicó Antoñita con entereza.
Alfredo era el nombre de su hermano.
—¡Ay! ¡Antoñita, se debe pensar mucho, mucho, antes de comprometer a un hermano en
un lance que no le traería más que disgustos, y quién sabe si alguna desgracia irreparable!
¿Qué haría Alfredo con batirse? –preguntó Engracia con marcada insinuación, y prosiguió:
Se expondría a matar o a que lo maten. Y en cualquiera de los dos casos ¿qué sería de ti?
¿Podrías conformarte nunca? ¿No sería tuya sola, eternamente sola la culpa?… Nada, nada,
yo te aconsejo guardar silencio, mi querida Antoñita, concluyó diciendo Engracia con la
modulación de su dulcísima voz.
Antoñita rebatió con algunos argumentos; entre ellos el de decir que si Felipe observaba que su falta quedaba impune y se había visto con indiferencia, volvería a cometer
otras mayores. Engracia al fin terminó por convenir en que la madre y las hermanas de
Antoñita debían saberlo para que estuvieran prevenidas; pero que Alfredo no. Y así se
hizo.
II
Por lo que respecta a Felipe, aunque sintió miedo en el momento del caso por la actitud
soberbia de Antoñita, como hombre sin conciencia y avezado a las maldades se reía a solas
cuando recordaba su osadía y estaba satisfecho de su acción, considerándola como un buen
golpe de enamorado que no tardaría en producir los mejores efectos, tan luego se enfriara
la primera impresión.
Todos los malos tienen por costumbre justificar sus depravadas acciones en la esperanza
de obtener un buen resultado.
Sin embargo, pasaron los días y Felipe notaba que algunas señoritas, lo mismo que
algunos padres de familias, no le hacían en sus casas una recepción favorable, y que por el
contrario demostraban cierto disgusto al recibirlo. Esto sucedió a causa de que Engracia fue
dando a conocer entre las amigas y otras personas la conducta de Felipe. A medida que se
iban enterando de ella, lo iban rechazando, al decir de algunas, como a un joven indigno de
ser admitido en ningún círculo decente.
167
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
En Baní, desde tiempos muy atrás, siempre hubo esa sanción moral que necesitan las
sociedades no sólo para conservar la pureza de sus costumbres sino para dar ejemplo, castigando la licencia y el mal proceder. ¿Hoy sucederá así?…
La actitud seria, respetuosa y delicada que desplegó Antoñita, por consejo de Engracia,
hizo también que Felipe se contuviera en su osadía; pero más que otra cosa, contribuyó a que
muchas personas repugnasen a cara descubierta su presencia en las reuniones familiares y
hasta en los bailes y otras diversiones la constante prédica del verboso don Postumio.
III
Este personaje, que ya vamos conociendo por sus acciones, y del cual no está demás que
desde ahora bosquejemos el retrato; aunque estaba todavía en la flor de su edad, era hombre que
desde entonces presumía en ser doctrinario, principalmente en política; he ahí su mayor flaco.
Su rotundo nombre no daba idea de su figura, pues era seco de carnes, enjunto de rostro,
con bigote negro, ojos grandes, cejas algo copadas, angosta la frente y cabeza chiquita. Desde
esta época de sus mocedades ya era laborioso en todo lo que emprendía, aunque a la verdad
emprendió mucho durante su vida y alcanzó poco; porque tenía más fuego al principio que
constancia al fin. Llegó en algunos años a recorrer muchas profesiones sin alcanzar éxito
en ninguna. Fue exportador de maderas, negociante de frutos, pulpero, mercader de telas,
soldado y oficial de la Restauración. Después del abandono de los españoles se zambulló
de cabeza en la política, y en las guerras civiles que se sucedieron vino a ser recompensado
por su patriotismo con los grados, primero de Comandante, y más tarde de Coronel. En
esos interregnos de paz lo vimos entregado a las faenas del campo, ya como agricultor, ya
como ingeniero en mensuras de terrenos, o en exploraciones de minas, creyendo hallar en
cada pedazo de piedra en que relucían granos cristalizados de azufre, o en cada cuarzo que
brillara con piritas de cobre o hierro, el principio de un riquísimo filón. Parecía hombre
mezquino, porque discutía un centavo, sin embargo de que gastaba el dinero en fiestas y
bambollas. Era impresionable y un tanto alucinado. Aunque terco algunas veces, tenía clara
inteligencia; pero ahondaba poco por querer entretenerse en las superficies. Muchas veces
no veía lo de arriba por fijarse en lo de abajo: pasaba frente a la montaña y no alzaba los ojos
a la cúspide; pero escudriñaba el derrisco; perdía lo suyo (originalidad) por coger lo ajeno.
Siempre estaba asimilándose; el sistema en que se empapaba, o el libro que leía, eso era él,
y en esa materia, era fuerte, fortísimo: “teme al hombre de un sólo libro”, dice un principio
de filosofía. La echaba de práctico en las cosas de la vida; pero sufrió desengaños terribles
en la política, en la amistad y en el amor. Su pasión favorita eran los números y a no ser por
las circunstancias tan variables de su existencia, tal vez, hubiera sido un matemático de nota;
aunque por su carácter espacioso era hombre que en los cálculos, y en las demostraciones
y resoluciones de los problemas, siempre andaba con paso de buey.
Corriendo el tiempo, Felipe y Candelaria Ozán se atrevieron a hablar de su honradez,
y a causa de eso otras malas lenguas del pueblo, en algunas ocasiones, trataron de manchar
su limpia reputación. Él luchó con ardor contra esos ataques, sin perder nunca su calma
habitual, y solía repetir con la resignación o el estoicismo de un filósofo: “El tiempo es el
mejor amigo de la verdad: ellos se convencerán”.
Siempre estaba a caza de una discusión, y empeñoso de encontrarla, decía: “Yo quiero
luz, la luz que no me dan los libros; esa que hallan los entendimientos pesados en el choque
y la contradicción de las ideas”.
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
IV
Siendo, pues, don Postumio, en la época en que sucedió el episodio que hemos relatado,
uno de los jóvenes principales de Baní, y como ardiente admirador de las gracias y el talento
de Antoñita, de quien se loaba ser maestro, aplaudió con entusiasmo el proceder de las familias y encontró tema entre ellas por algunos días para traer siempre a colación el asunto.
—He ahí un ejemplo, señores –se solazaba en decir–, he ahí cómo Antoñita nos viene a
demostrar que la mujer, siempre que se inspira en sentimientos delicados y se apoya en la
virtud, puede luchar en los casos graves de la vida sin que sea infructuosa la lucha. He ahí
cómo se prueba también –y eso lo decía con marcada intención– que no siempre los osados
con el sexo que llaman débil, alcanzan la satisfacción de sus deseos. La razón es sencilla
–continuaba con aire más satisfecho al sentir el halago que producía su lenguaje entre las
personas que lo escuchaban–. Sí, la razón es sencilla: no a todas las mujeres se puede medir
con la misma vara, como tiene jactancia en repetir el protervo Felipe.
—¡Y hasta de los hombres se ha atrevido a generalizar este pensamiento afirmando
que todos son iguales! –añadía saltando de una cosa a otra–. Ya se ve: juzga el ladrón
por su condición. Porque créanlo ustedes; aunque el país está tan corrompido, no todos
los hombres son iguales, no todos se venden. Hay ciudadanos que se mantienen limpios
entre el mismo lodazal. Yo lo digo, yo lo afirmo, porque yo soy de ellos, y porque aquí en
nuestro pueblo hay muchos que todavía no hemos perdido la vergüenza y el patriotismo
que heredamos de nuestros padres. ¿No es verdad, señores? –preguntaba a los individuos
presentes, y luego que veía en ellos el signo de aprobación, volvía satisfecho al asunto
principal–. ¿Y Engracia? ¡qué muchacha! ¡qué muchacha! –exclamaba levantando el dedo
pulgar según tenía por costumbre cuando quería acentuarse: –Me dicen que con su prudencia y buen juicio…
¡Oh! sí, con su prudencia y buen juicio, –interrumpía alguna de las personas con quien hablaba– esa muchacha tan buena nos ha prevenido contra ese Felipe de tan malos precedentes.
—Vamos, yo lo sabía –contaba don Postumio en tono afirmativo.– Es de mala raza ese
Felipe y no podía ser cosa buena. Lo que hay de cierto es que eso nos servirá de experiencia;
pues nosotros no debimos nunca darle entrada en nuestras reuniones. Pero bien: Antoñita
ha venido a definir el punto y Engracia quitó la máscara. ¡Así me gusta! Esa venganza noble
y digna ejercida contra un corrompido, nos da motivo para seguir estableciendo en nuestro
pueblo precedentes de moralidad y respeto.
Estos discursos, en tono de homilías, repetidos más o menos de la misma manera por
don Postumio acabaron por desacreditar a Felipe.
Capítulo VII
Al ausentarme y al volver
I
Precisamente algunos meses después del suceso que se acaba de referir, ese mismo don
Postumio y yo nos vimos obligados a dejar a Baní, dejando a Engracia y a Antoñita ataviadas
con la belleza de sus primaverales años; con los llamativos de su conquistadora simpatía; con
los ideales soñadores de su mente, siempre descuajándose en rosas por horizontes de dichoso
porvenir, y en medio de los puros e inocentes placeres de una sociedad pura e inocente.
Otros jóvenes emigran de su pueblo natal en busca de trabajo. A nosotros no fue esa la
causa que nos separó de nuestros lares. ¡La política nos expulsó!
169
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Hay cosas que nadie ni nada podría borrar de la memoria. Yo recuerdo, como si hubiera
pasado ayer, como si pasara ahora mismo, la mañana en que don Postumio, entrando a mi
casa con aire de triunfo, me dijo:
Leopoldo, ¿sabes que acabo de vencerlos?
—¿A quiénes? –le pregunté.
—A ellos, a los amigos enemigos de nuestro partido. Acabo de probarles, como dos y
dos son cuatro, que el gobierno a quien sirven, no es más que el gobierno de un solo hombre, y que no hay libertad, y que han violado la Constitución, y que la justicia anda lejos, y
que las arbitrariedades están a la orden del día y que hay cien motivos en que fundar una
protesta, un manifiesto revolucionario; en fin, chico, los he dejado turulatos; no han podido
ni siquiera defenderse; el ataque ha sido de frente y a la bayoneta.
—Está bien, amigo mío, con esas imprudencias, allá veremos quién triunfa.
¡Oh! pero ¿quién ha de triunfar, Leopoldo? –me contestó don Postumio con la candidez
más grande del mundo–. ¿Crees tú que de esa manera se gobierna un país? ¿Acaso impunemente pueden los mandatarios de un pueblo faltar a los deberes que le imponen las leyes?
Pues, chico, ¡frescos estaríamos! Por eso se las canté, a todos ellos. Y sea como sea, ellos han
convenido. Mira, y a propósito, ¿sabes que se habló de ti?
—¿De mí? –le pregunté receloso–. ¿Y a qué vine yo a bailar en esa danza?
—¡Hombre! lo más natural. Al hablarse de patriotismo y de los partidos, les dije que tú,
lo mismo que yo, sostendríamos siempre las banderas de nuestros principios liberales, que
a nosotros nadie pretendiera hacernos religión, ni atemorizarnos con amenazas, ni embaucarnos con promesas; que tú eras firme como una roca y & a.
—Pues, amigo mío, bonitos estamos, ya verá Ud. a dónde vamos a parar con esas imprudencias…
Y con efecto no tardó mucho en que se cumpliera mi profecía.
II
El personalismo alzaba su pendón de odios y venganzas en el país, y Baní, pueblo de
hermanos, fue invadido también por ese monstruo que lo contagia todo, que destruye las
más caras afecciones y que es capaz, como Saturno, de devorar sus propios hijos.
Felipe Ozán, a quien ya conocen nuestros lectores, no habiendo podido corromper
aquella sencilla sociedad con sus ejemplos perniciosos, y rechazado del seno de las
familias, fue quien primero despertó allí la división, levantando sentimientos de odios
no conocidos. Él chismeó y embaucó por hacerse de la confianza de algunos amigos del
gobierno, y consiguió al fin recomendaciones para la Capital. Allí según costumbre, lo
alucinaron con ofertas de mando y promesas de satisfacer venganzas que de parte del
uno y otro partido se hacían entonces sin escrúpulo, con tal de conseguir que se intrigase
para hacer banderías. La República no había pasado aún de ese período de las pasiones
políticas con que principia a hacer sus explotaciones el personalismo para luego llegar a
la corrupción del dinero.
Felipe encontró campo donde desplegar sus perversas aptitudes y logró por medio de la
denuncia solapada expulsar a varios jóvenes de la población, entre ellos a don Postumio y a
mí. Preso y conducido por una escolta fui yo a la Capital, cuando me despedí de mi pueblo,
enternecido por la honda tristeza que dejaba en el corazón de mis padres; pero erguido y
orgulloso de que me vieran sufrir por el partido que creía representación del patriotismo.
170
francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
III
Después de ese largo tiempo de ausencia, en amargo ostracismo, y en la ruda lucha
de una guerra que duró años, creyéndose olvidado de las personas que vieron discurrir los primeros pasos de mi vida; creyéndome ya hasta desconocido en ese pueblo
de mis más caras afecciones, volví a él con la satisfacción del que cree haber cumplido
con un deber, lleno de juventud y con el alma henchida de ideales. Recibo al volver los
parabienes y complacencias de todos mis compatriotas, tal como se ha descrito en el
capítulo primero de esta historia, y pasadas las primeras gratísimas impresiones, cuando
la alegría del hogar dio tregua a otros recuerdos y a otros pensamientos que no fueran
los del hogar pregunto, averiguo, indago qué ha sido de mis dos estimadísimas amigas
Engracia y Antoñita.
¡Ay! Me cuentan sus historias…
¿Habían muerto?…
¿Se habían casado como otras tantas hijas del Güera con individuos que no residían
en Baní?
¿Estaban mancilladas?…
¿Les había sucedido alguna otra desgracia?…
Ya lo sabremos. Y para saberlo es preciso que contemos lo que nos contaron.
Capítulo I
Segunda Parte
En una tarde de estío
I
Era una de esas tardes en que el ameno valle convida al poeta para que las cante, y al
pintor para que reproduzca los coloridos más encantadores de la naturaleza; el viento no
se dignaba como otras veces estremecer las ramas del frondoso guayacán, de ese anciano
secular de las selvas banilejas, a quien persigue la especulación del campesino, ora causándole heridas profundas para en su lloro recoger las lágrimas que vierte, o ya destrozándolo
sin compasión para llevarlo hecho pedazos, al mercado público, solamente por haber conservado sanas y bonitas, como hechas en torno, las formas de su hercúleos miembros; pero
en cambio, la brisa juguetona susurraba, robando aromas en las flores de esos grupitos de
liliputienses individuos, que se prodigan en estos meses por las orillas de los caminos que
conducen al río, que, en el desorden y libertinaje de su invasión, se abrazan y se maridan
con las tribus de flechitas, lanzas y trompetillas, sin respetar a las castas siempre-vivas, ni
a esas otras de elevadita estatura que allí llaman carnestolendas, bella-cima y mari-lópez, y
que semejan al primer golpe de vista montones de blancas, azules y amarillas mariposas,
asentadas de trecho en trecho, donde vienen las asustadizas tortolitas a picotear el grano
seco de la tuatúa.
En esa tarde, limpios los horizontes, se dibujaba en el Occidente, entre arboledas desiguales, un extendido lago hirviendo en aguas de topacio y con ondas de llamas. Pedacitos
de nubes blancas, semejando navecillas empavesadas, cruzaban el lago y allá lejos muy lejos
se alcanzaban a ver portales de luz, con sus jambas y dinteles en tanta perfección y belleza
como si los cielos engañosos de este mundo, en aquel paraíso de Quisqueya, se esmeraran
en darnos una idea de los cielos verdaderos del otro.
171
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
El sol escondido en ese precioso juego de tonos y medios tonos, diseñaba todavía sus
líneas auríferas, partiendo en dos, con su claro-oscuro, la techumbre pajiza de la casita de
Engracia.
II
Esa casita, con sus setos de tejamanil, cubiertos de mezclas que imitan paredes con su
puerta y sus dos ventanas al frente de la calle, tan blanca como los mismos setos; con las lilas
que cubrían por uno de los costados y que intrusas penetraban sus ramas, por los abiertos
aleros del aposento donde dormía Engracia; con su bosquecito de plátanos que por el otro
extremo se veía, dentro del cercadito, que redondo como una glorieta, guardaba las rosas,
nardos y azucenas, que con curioso esmero, allí se cultivaban; esa casita, decimos, así graciosamente colocada, al contemplarla a la luz de los reflejos de aquella hermosísima tarde,
no parecía sino un nido de amores en donde se arrullaban la ternura y el deleite.
Engracia, dejando a un lado, más temprano que de costumbre, la almohadilla de su delicada guariqueña, dio riendas al capricho que hacía rato espoleaba su deseo. Era éste el de
ir por segunda o tercera vez, a ver la matita de heliotropo que su madrina le había regalado,
y que ella, Engracia, debía de trasplantar esa misma tarde.
Aquel regalo de su madrina le había traído el recuerdo de su gatito negro, que tanto
la hizo gozar y que tantas lágrimas le costó. Pero pensando en el resultado final de aquel
episodio, la matita despertaba en ella una sensación agradable. Al mirarla tan cuajada de
flores y tan hermosa se le alegraba el espíritu. Luego pensó en el significado de éstas; las
cuales le habían dicho que simbolizaban el amor… “¡Ay!, ¡si yo amara y me amaran!” –se
dijo para sí. Y calentado su imaginación en la fragua de esos soliloquios, después de algunos
momentos, ya en alta voz, como si hablara con alguna persona, exclamó. –“¡Qué simpático
es el heliotropo y qué significado tan expresivo tiene!”.
“¡Ah! cuando yo dé el aroma de mi corazón como el da el perfume de sus flores, y
cuando me den a mí el que deba ser mío, yo me aplicaré aquel versículo del Cantar de los
cantares que me enseñó Antoñita; y satisfecha y orgullosa diré: “Es el amado mío todo para
mí y yo soy toda para él”.
Decía Engracia este versículo de la Biblia, como quien se baña en un manantial de
ternura; y como se hallaba sola en la salita de su casa, junto a la mesa en donde había
colocado el tiesto lleno de la tierra que daba vida a las raíces del heliotropo, ya olvidada
de que la pudieran oír, la exclamación de algunas palabras y los pasos de un hombre del
lado de la calle, muy cerca del seto donde ella estaba, la despertaron de su arrobamiento.
Al sentir esa exclamación y esos pasos, estremecida de miedo, se encogió de hombros con
graciosa inclinación, y bañada de inefable sonrisa la inmutación de su semblante, abrió
cuan grandes eran sus verdes ojos, y con el dedo índice puesto en el labio, se quedó en el
sitio, silenciosa, contraída, ruborizada, como la hubieran descubierto al cometer un delito,
o como si la hubieran sorprendido sacando de urnas ajenas perlas tan preciosas como las
que ella acaba de vaciar.
III
Un poco repuesta de su inocente espanto, le cruzó la idea de ir a ver quién había sido el
que pasaba por la calle; pero al mismo tiempo distrajo su atención la madre que venía de la
cocina en busca de alguna cosa que le hacía falta a sus quehaceres.
172
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—Mamá… –exclamó Engracia al verla, como si hubiera recibido otra sorpresa.
—¿Qué?… ¿Qué es, hija?… ¡Jesús! me asustaste…
—¡Nada! –contestó Engracia disimuladamente, y volviendo los ojos a su heliotropo, y
señalándolo con el dedo–. Mira, mañana tengo que trasplantar esta mata –le dijo, y luego
añadió: ¿Hay agua, la han traído ya del río?
—Todavía no –contestó la madre, y al dirigirse otra vez a la cocina iba murmurando:
–el burro se ha puesto cojo; el sino está casi vacío; los barriles son muy pesados. ¡Caramba!
¡yo no sé cómo pretenden que haya agua!
—¡Ay! ¡pobre de mis sembrados! –exclamó Engracia, más bien buscando un pretexto
para suspirar que respondiendo al refunfuño de la madre.
Tan luego nuestra heroína se vio sola volvió a sentir en su interior ese no sé qué que la
dominaba; corrió sin darse cuenta a la puerta de la calle que había permanecido cerrada, y
movida por ese mismo impulso violento, temblando de susto le zafó la aldaba y la abrió.
Un apuesto joven estaba de pie, como quien ansioso esperaba que se abriera esa puerta, en
la calzada de la vecina de en frente. Este joven que no carecía de elegancia, y trajeado de
blanco en esa tarde, era Enrique Gómez.
A este encuentro mudó de colores Engracia, al mismo tiempo que Enrique, lleno de
emoción, se dijo: –“¡Es ella! ¡Es ella!”… y con una sonrisa que significada grata sorpresa,
esperanza, satisfacción, le hizo un saludo, silencioso pero expresivo: aquella inclinación de
cabeza encerraba un mundo de sentimientos.
“¡Dios mío! ¡no queda duda, este hombre me ha oído!” –se dijo Engracia; y lo que sintió
en aquel momento no podríamos nosotros definirlo.
Fue como un sonido eléctrico que recorrió todas las cuerdas íntimas de su ser, y que a
pesar de los esfuerzos de ella se quedó vibrando; fue un golpe de luz que le dio calor a su
alma, pero que dejó frío todo su cuerpo; un deseo violento, pero contenido como el del ave
que hace el impulso para volar, y que tímida se queda aleteando; fue un algo así como el
gozo mezclado con la inquietud; una alegría, en fin, que concibió temblando el corazón y
que envuelta entre sustos la hizo nacer.
En cuanto a Enrique, ya lo habrá comprendido el lector, oyó todo el monólogo de Engracia. Una casualidad hizo que él pasara al tiempo mismo que ella principió a hablar en su
delectación con ese arbolito que parecía estar encantado, especie de talismán, de perfume
venenoso, que había despertado en su alma las fibras de ese sentimiento dormido que se
llama amor.
Detenido allí al oír la dulcísima voz, como si oyera una sirena, quedó conmovido y al
terminar ella, retirándose exclamó: “¡Es un ángel!… la veré”…
IV
Dominada Engracia por esa impresión insólita para ella y de que en vano hemos querido
dar una idea, se fue a sentar junto a la mesa donde tenía la matita inspiradora de su idilio.
La miró un poco, le quitó un ramito, y volviendo a pensar en el significado de esa flor que
encierra la frase: “yo te amo”, le pareció en aquel instante a su imaginación exaltada que la
mano de Enrique se lo presentaba. Sintió miedo, sintió frío, y tirando las florecillas al suelo
se retiró de allí.
Engracia estaba predispuesta; tenía que venir la fiebre…
173
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V
Viniendo y volviendo a venir vio otra vez el ramito en tierra, y como quien quiere reparar un agravio hecho a cosa querida, se bajó a cogerlo, lo movió rehilándolo entre sus finos
dedos por llevarlo a la nariz, lo llevó a la boca, y aspirando el embriagador aroma, como si
las flores sintieran: –“¡Pobrecitas! quise despreciarlas” –dijo acariciándolas y lanzándoles una
mirada llena de ternura. Después como quien se arrepiente de lo hecho: –“¡Estoy loca!”…
¿Qué tengo yo? –se pregunta, y tira el ramito encima de la mesa.
En esa agitación, especie de delirio, como si un poder oculto la impulsara, vuelve a la
puerta de la calle y se hallan sus ojos con los ojos ansiosos de Enrique, y de ese otro choque
instantáneo de las almas que se atraen, brota el relámpago de luz que la dejó ver con toda
su belleza el cielo de una ilusión realizada. No puede tampoco permanecer en ese sitio, el
más querido para ella en aquellos momentos; porque necesita retirarse para dar salida al
suspiro que se escapa de su pecho.
Aquella última mirada de Enrique había penetrado hasta el fondo de su alma, y llenándola de fascinación le había abierto horizontes de esperanzas nunca vistos.
Eso que al principio casi no se advierte; eso que se va delineando entre sombras oscuras
en el corazón de la mujer cuando el amor o las simpatías lo han herido, acababa de pronunciarse en el alma de Engracia con toda claridad.
Por esa causa, impaciente como el pájaro que vuela de un lugar a otro sin hallar asiento
dentro de la estrecha jaula que lo aprisiona, iba y venía dando vueltas en aquella salita,
queriendo que Enrique la viera en su cruceteo y ruborizándose cuando éste la pillaba en el
disimulo de sus miradas.
VI
Aquella salita, limpia y aseada como una tasita de china; con su piso de hormigón
siempre bruñido; con sus tabiques blancos y lisos como papel; con sus pobres casi rústicos y escasos muebles, que con tanto gusto estaban colocados en sus puestos; con sus
graciosas cortinas en las puertas interiores recogidas con caprichosos lazos de cinta de
donde pendían lindos pájaros disecados por la misma Engracia; con aquella tinaja de
agua, en forma de cono, heredada de sus abuelos, que apenas podía distinguirse en
su rincón, porque estaba cubierta con la grama de canutillo que le daba frescor y con
las trepadoras enredaderas llenas flores que le habían sembrado; aquella salita, repetimos, tan vista y tan vigilada esa tarde por Enrique, tenía en su pobreza simpática y
envidiable, la misma poesía del conjunto de la casita blanca de que ella era el principal
departamento.
VII
Volviendo, pues, al estado de agitación en que se encontraba Engracia y a la impresión
que dominaba a Enrique, diremos, lo que no se habrá escapado a la penetración de los lectores: que el uno y la otra, desde esa tarde memorable para ellos, concibieron a un tiempo
ese sentimiento puro de amor que sublima los corazones en la tierra, y que mientras de él
se goza hace a los seres felices en el mundo.
Dicho esto, no nos detendremos en relacionar detalles de las escenas que se produjeron
después. El lector sabrá considerarlas, tal vez, mejor que nosotros, dada la situación moral
en que se hallaban los dos enamorados.
174
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Pero si del caso parece decir, que Engracia a pesar de esa situación de ánimo, en aquella
prima noche y al otro día, y al otro, y siempre se mantuvo llena de prudencia conteniendo
sus impresiones y evitando, lo más que pudo, que Enrique, ni nadie, con excepción de Antoñita, descubriera el que ella creía secreto de su corazón.
En ese disimulo y sin darle prendas a Enrique pasó algún tiempo sin que se decidiera a
corresponderlo hasta… pero si los lectores tienen la benevolencia de seguirnos, verán cómo
se resolvió el idilio de Engracia.
Capítulo II
Cómo se resolvió
I
Diremos ante todo dos palabras acerca de nuestro héroe, dejando para relatar después
una página interesantísima de su vida. Apenas contaba veinte y cuatro años de edad. En
un cuerpo elegante y de formas algo robustas, su color trigueño subido, sus facciones pronunciadas, su bigote y pelo negros, y sus grandes ojos también negros, hacían resaltar en el
semblante de Enrique las principales pinceladas de su retrato.
Como oriundo de Baní, había venido entonces de la Capital al pueblo donde nacieron
sus padres y donde vivían algunos de sus parientes.
Enrique no era un talento que digamos; pero no le faltaba inteligencia y tenía facilidad
para expresarse. No era tímido en la ejecución de sus proyectos, y presumido en el vestir
aparentaba finura en sus modales y delicadeza en sus costumbres.
Afortunado en ese juego de los negocios que se aventuran a la suerte más que al cálculo, se creía también afortunado en el amor; cosa que no es común en los hombres según la
creencia vulgar. Pero a él no le faltaba razón, en sostener la suya desmintiendo la del vulgo;
pues tan joven aún había ganado dinero y había caído bien en el corazón de las muchachas
a quienes había hecho la corte.
Precedido de una buena reputación de honradez y decencia, y siendo mozo de reconocida familia, Engracia no se sentía malquista con la espontaneidad favorable con que lo
había acogido su simpatía.
Viniendo y volviendo a Baní logró por fin Enrique arrancarle esa confesión tan deseada
de los que se enamoran con locura y que ella no le había querido dar hasta no recibir pruebas
de la verdad de su pasión.
II
¡Qué de palpitaciones no sintió la pudorosa virgen, antes de mover el labio para decir
a Enrique que lo amaba!
¡Cuánto no laboró su pensamiento ese sencillo tema!…
—“Si es verdad que me adoras tanto como dices, cuenta con mi corazón” –decía ella con
voz tierna y algo trémula, suponiéndose a Enrique delante.
—“¡No!, así no está bien” –se contestaba luego con un movimiento de cabeza, y proseguía:
–“Esas palabras envuelven una condición que no debe existir, pues yo no puedo suponer
nunca que él me esté mintiendo”… “¡Vamos! se lo diré de otro modo”.
Y entonces como quien quiere darse a sí mismo valor, combinaba otra frase: –“Enrique
como es que tú me amas, yo te amo también”. Pero ¿si me resulta como ayer –se preguntaba– que al tiempo de ir decírselo se me oprimió el pecho y temblando de miedo, no hallé
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
las palabras que me había aprendido de memoria?”. Y en este pensamiento se quedaba
entristecida:
—¡Ah! ¡qué tonta soy! –exclamaba después como quien había hallado una idea luminosa–: Cogeré la flor de mi heliotropo y sonreída le diré: “¿Tú la quieres?”… Y él, que conoce
el significado, me responderá que sí pero ¡ay! –añadía suspirando–, una flor dice y no dice
nada: es un pretexto para hablar, y yo no podría… Entonces, doblando otra vez su frente,
como un lirio de la tarde, se quedaba un rato meditando y volvía a decir: –“Nada, nada, no
hay que pensar más, Antoñita se lo dirá por mí”.
Pero volviendo a reconsiderar ese otro medio de que quería valerse, retrocedía, y entonces
ya con firme resolución terminaba: –“¡Eso no está bien! A Enrique le gustará mejor que se
lo diga en una carta… ¡Lo comprendo! así lo haré”.
III
En estos y otros soliloquios parecidos se pasaba Engracia la mayor parte del tiempo; perdiendo muchas veces los puntos que equivocaba de su tejido y que tenía que desbaratar, y en
otras, pinchándose el dedo con la aguja del bordado por estar sumida en esas distracciones.
Y motivo, en aquellos días, no le faltaba a la tímida gacela para hallarse en aquella situación agitada, pues Enrique, impaciente con la tardanza y conociendo cuánto lo amaba,
quiso ponerle un término fatal para precisar la decisión.
Llegó por fin un momento en que ella se halló sola con él en la salita de su casa. –¡Ánimo!
¡Dios mío!” –se dijo para sí… ¡Qué momento aquel para ella! Un temblorcito interior y frío
principió a invadirla… Se restablece un tanto y al tiempo en que pretende mover sus labios,
Enrique, que esperaba ansioso una oportunidad, rompe el primero aquel silencio solemne y
supremo de los enamorados y con acento conmovido, aunque firme por la resolución, dice:
—Engracia, ya es mucho esperar; o me amas o me despido de ti para siempre con el
profundo desengaño que dejas en mi corazón: ¡decide!
Engracia inclina instantáneamente los ojos al suelo; se ven subir las rosas del rubor a su
semblante y en voz baja, toda emocionada, contesta:
—Sí…
Al oír Enrique esta palabra salida con un dulcísimo suspiro de los labios de Engracia, corre hacia ella como si lo moviera un impulso eléctrico, le toma sus manos que las encuentra heladas.
—¿Con que me amas? ¿Y es verdad, y es verdad que me amas? ¡Vuélvemelo a decir,
Engracia de mi alma!
Engracia sin alzar los ojos se lo repite con un movimiento de cabeza, y Enrique, en el
arrebato de su alegría, le estampa un beso en la frente. Ella siente ese beso, el primer beso
de amor, que le penetra hasta el fondo del alma, un oleaje de ternura la invade inundando
de llanto sus mejillas.
¿Por qué lloraba Engracia?…
Ella misma no lo hubiera podido saber.
Las mujeres sensibles no pueden prescindir de las lágrimas en sus impresiones profundas, y cuando aman, ese es su lenguaje más elocuente.
Enrique, todo conmovido, a pesar de su gozo, se derramaba en ternezas para consolarla.
–¿Qué tienes? ¿Por qué ese llanto, alma de mi vida? ¿Te lo causo yo, luz de mis ojos? –le
preguntaba, recogiendo en el pañuelo las lágrimas como si fueran preciosas perlas. Y como
ella continuaba llorando, Enrique se expresó así:
176
francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
—¡Ah! te comprendo, te pesa haberme dado tu amor. Es verdad, yo no soy digno de tanto.
¡No, no, Enrique, te amo! –contestó Engracia levantando la frente.
—Y entonces, ¿por qué ese lloro?
—¡Ay! no lo puedo evitar… mamá… –respondió ella ahogando sus palabras entre nuevos sollozos.
—No temas, Engracia, yo se lo diré todo –contestó el joven con acento de firme resolución.
IV
De esa manera tierna resolvió Engracia el problema que tanto la había hecho pensar y
que tan difícil le parecía. Enrique, cumpliendo después con la promesa hecha a la novia,
díjole a la madre:
—Ofrezco, señora, que mi mano de esposo será para vuestra hija.
La madre expresó su gratitud y creyó en la palabra del caballero.
Engracia entonces sonrió a su alma solazándose de satisfacción.
—Ya soy feliz –se dijo en su alborozo–. Enrique me ama y yo lo amo: mamá lo sabe y
está contenta.
Y en efecto: bien merecida era esa alegría de Engracia, pues ella había cumplido, antes
de comprometer su porvenir, llenando el deber sagrado del hogar.
¿Y con qué corona más preciosa se puede orlar una joven de delicados sentimientos al
entablar sus amores que conciliando su gusto y sus sentimientos con el de sus padres?
Al hacerlo así, a esa niña, hija de familia, le quedará el consuelo, aún en el caso de las
decepciones, de haber cumplido con aquellos que, además de haberle dado la existencia,
son sus mejores amigos y consejeros, y tranquila estará siempre su alma.
V
Al tanto de esa digresión, es de advertir que nuestro protagonista en nada infundía la
menor sospecha para que se pudiera dudar de él.
Era muy cumplido, y como hemos dicho, tenía fama de honradez.
Bajo esas impresiones, y sin que ninguna nube entoldara el cielo de esos amores, se
ofrendaron su cariño Enrique y Engracia.
Capítulo I
Tercera Parte
Vienen las fiestas
I
Estamos en noviembre. Baní tiene lo que no es muy frecuente en este mes: abundanciosas
las aguas de su río, reverdecidos todos sus árboles y cubierto su suelo de esas florecillas de
abrojo que brotan innumerables como las estrellas para tachonarlo por todas partes. En su
hermosa plaza forman ellas tapices triangulares, más o menos extensos, divididos por las
angostas vías del transeúnte, que se miran a distancia, como si fueran oscuras franjas que
hacen resaltar la ondulación de la brisa en ese alfombrado de oro. Es verdad que no deja
de soplar en algunas horas del día y de la noche ese cauro incongruente que suele pasar
doblando la gargantilla de las flores, como si quisiera que ellas no ocultasen en sus verdes
tallitos las tiernas cuentas adheridas y puntiagudas que deben transformarse en espinas.
177
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Es verdad también que él no trae ahora tan agudo su silbido y perdona las luces en las
casas y en la Iglesia, aunque las hace titilar al través de los cóncavos vidrios que las guardan; ni tampoco, como otras veces, arrebata de la cabeza los sombreros haciendo correr tras
ellos a sus dueños, ni cierra y abre golpeando con estrépito las puertas y las ventanas. Pero
se complace un tantico en descomponer el traje y el peinado de las muchachas. Juguetón
importuno les riza los cabellos y picaresco se cuela por el ruedo del vestido, obligándolas
constantemente a llevar las manos unas veces hacia los pies y otras a la cabeza.
II
Baní, que es un pueblo metido en sus viviendas, que no sale a la calle, que apenas pasea,
que mantiene a sus mujeres sin que se comuniquen a menudo o se visiten las unas a las
otras con la frecuencia que debieran sino cuando ocurre alguna desgracia de enfermedad,
muerte, o cualquier otra, que acuden todas y llenan los aposentos, las salas y los patios de
la familia que está en tribulación; Baní, decimos, que es un pueblo tan triste que a veces
parece muerto, en esta ocasión, como si hubiera sacudido la actitud perezosa de su normalidad, siente, piensa, se mueve, labora, se anima. En todo y para todo cualquiera diría
que tiene nueva vida. Hasta el caserío de su poblado rejuvenece. En los barrios pobres nos
sorprenden, al levantarnos por la mañana, los setos y las puertas de los bohíos blanqueados
durante la noche, o en la madrugada, por las mismas mujeres; los unos con el caliche perla
que produce el cerro que se mira como un deforme animal echado a las orillas de la extensa
sabana que se encuentra al Oeste; los otros de almagres rosados o amarillos. El resto de las
casas, situadas en el centro, que los pobres llaman de los ricos, están pintadas con pinturas
de diferentes colores. Todo esto, unido a la gente que hoy se ve en sus antes desiertas calles,
le da un nuevo aspecto. Los habitantes de sus aldeas y villorrios pululan en ellas, a pie, en
burro, y otros a caballo. Ninguno viene al pueblo mal trajeado; todos traen sus ropas limpias
y sus pies calzados, sean hombres o mujeres.
III
Las fiestas en las poblaciones pequeñas animan al comercio; pero en Baní, en este año de
buena cosecha, se nota más la animación. Las tiendas se ven concurridas. A ellas, particularmente en las primas noches, acude la gente de los campos a hacer la venta de sus frutos
y la compra de mercancías. Otros toman los créditos –y estos son la mayor parte– a cuenta
del producto que entregarán después.
En alguna que otra de esas tiendas –la verdad sea dicha– no sucede ahora como en tiempo
de nuestros padres, que el comerciante y el productor como que trataban de ayudarse los
unos a los otros; había reciprocidad de intereses y mejor buena fe de parte de ambos. Hoy se
suscitan escenas desagradables. Algunas veces no faltan agrias disputas entre el comerciante
y el agricultor. El negocio del café a la flor, introducido de algún tiempo acá, es la causa de
esas desavenencias.
—¡Pagarnos el café a seis pesos, cuando ustedes han vendido el año pasado a veinte!
–grita un hombre del campo que parece de carácter más díscolo que sus compañeros, en la
tienda de don Antonio Díaz, a pesar de que don Antonio Díaz es un hombre de respeto y
consideración por su proceder honrado en los negocios.
—A veinte pesos; sí, es verdad –contesta don Antonio–. ¿Y el tiempo que esperamos?,
¿y el interés del dinero? Eso no lo cuentan ustedes.
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
—Pues, don Antonio –replica el campesino– yo no le doy gusto, prefiero que mis hijas
se queden sin ver las fiestas. ¡No vendrán al pueblo!
—¡A seis pesos, a seis pesos! Eso es valerse de la ocasión; eso no es dolerse del pobre.
¡Ah! ¡cómo han cambiado los tiempos en este pueblo! –añadió, metiendo su cuchara, una
de las mujeres que habían ido con sus maridos a hacer sus compras.
—Eso es no tener conciencia; ustedes, los nuevos comerciantes de ahora, no tienen conciencia –interrumpió otra, recalcando la repetición.
—¡Ah! ¿Pretenden ustedes que nosotros le entreguemos nuestras mercancías y nuestro
dinero, en cambio de su café al precio que lo vendemos en Santo Domingo? ¡Hombre! ¡qué
bonito fuera! –Y agregó don Antonio, ya un poco alterado–. ¡Vaya una gracia! y luego si el
año viene malo, apenas nos entregan la mitad del producto.
—¡Qué bonito! ¡Vaya una gracia! –repitió el hombre del campo remedando la ironía de
don Antonio. Y entonces (cambiando de tono) doblan ustedes la deuda, el ciento por ciento,
es decir, al que le toma en trapos seis pesos por quintal, aumentan en el año próximo a dos
quintales, y sin que tenga el cafetero derecho a pagar con doce pesos en dinero, sino el café,
el café así se vende en Santo Domingo a veinte pesos. ¡Bonita Justicia!
—Sí, el café a seis pesos. ¿Y cuando se lo pagamos a ocho para venderlo al cabo de
quince meses a doce, como sucede muchas veces? ¿Y cuando perdemos el total de la deuda
por algún accidente? ¿Y cuando después de esperar y esperar nos engañan ustedes?
—No, don Antonio, eso no; que aquí son conocidos los tramposos y nosotros no somos
de esa gente.
—Pero, amigo, en último ¿qué es lo que Ud. quiere? Si a Ud. no le conviene, no comprometa su café, y asunto concluido. Nadie le obliga a Ud., ni a ninguno de los otros. Váyase
Ud. con Dios y déjeme tranquilo –contestó don Antonio ya fuera de casillas.
—Sí; tiene Ud. razón, me echa Ud. fuera, porque no soy ignorante como éstos (dirigiéndose con aire de autoridad a los otros hombres del campo que estaban en la tienda). –¡Ya se
ve –proseguía intencionalmente–, quintal a seis pesos, y el año que no alcanza para pagar
porque hubo seca, o porque se perdió la mitad del grano, a doblar la deuda! ¿Qué hombre
por trabajador que sea, aguanta ese fuete? ¡Y quieren que haya agricultura!… ¡No sé cómo
Dios no castiga una usura igual! No sé cómo el Gobierno…
—¡Mire, amigo, lárguese de aquí! –gritó colérico don Antonio, amenazándole con la
vara de medir en la mano…
IV
En cambio de esa nota discordante, en otras tiendas no se ve sino el buen humor entre
compradores y vendedores. Se oye el ruido de las telas engomadas, que parece que gimen
al desenvolverlas y al medirlas, lanzando su chirrido al rasgarlas, en mal acordado son con
el tintín de las monedas que los compradores entregan en pago de la permuta verificada.
Y en algunas de esas tiendas que tienen sus limitados tramos llenos de artículos propios
del uso de la mujer, es curioso, y hasta agradable, mirar al frente de los también limitados
mostradores las muchachas del pueblo que vienen: unas a comprar el vestido y el sombrero,
otras las cintas y los encajes; y observar, sobre todo, el gesto de las que se despiden de allí
con el disgusto marcado en el semblante, por no haber encontrado el abanico, los guantes, las
flores, o cualquiera de esos perendengues y aderezos de adorno que fueran a buscar. Se ven
a aquéllas al volver a sus casas mostrando con alegría las compras hechas, reídas, gárrulas
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
y contentas; y a estas últimas con desagrado, serias y silenciosas al principio, desatando al
fin el nudo que el disgusto echara a las palabras, para reprenderse a sí mismas: –¡Caramba!
qué suerte la mía –exclaman–, qué fatal soy!– y en seguida, cambiando de tono –¡Sí yo lo
dije, que no iba a encontrar nada!– hasta que concluyen por inculpar al dueño de la tienda
llamándole estúpido porque no supo surtirse en novedades, ni tuvo tino para escoger los
artículos de fantasías, ni buen gusto, ni previsión para comprar en Santo Domingo, o donde
fuera, las mercancías más vendibles en tiempos de fiestas.
V
Ya varias veces al acostarse el sol, envuelto en sus gasas purpúreas, las campanas ladinas de la Iglesia con sus alegres repiques han llamado a los feligreses al rezo de las novenas
donde se cantan también lindos villancicos que ensalzan a la morena, reina de los cielos. A
este novenario acuden de todas partes de la Común con fervorosa devoción. El templo se
llena de bote en bote, y multitud de personas se agrupan a las puertas y del lado afuera por
no haber alcanzado lugar adentro.
No parece sino que todas la promesas hechas durante el año se han dejado para cumplirlas en estas noches en que se rinde culto a la milagrosa virgen de Regla.
Entre las jóvenes, no cabe duda que las más devotas son las de los alrededores de la población
y las de los campos circunvecinos. Esta circunstancia se la hizo notar Antoñita a don Postumio,
que ya por aquel tiempo había vuelto de su expulsión, y que por los méritos contraídos y por
su política liberal y conciliadora, se hallaba siendo Comandante de Armas de la Común.
—Observe Ud., don Postumio, le dijo: –Las primeras en llegar a la Iglesia cuando el
sacristán y los monaguillos no han acabado de encender las luces son ellas, y siempre se las
ve ocupando los lugares más próximos al altar.
—Cualquiera diría, –contestó don Postumio intencionadamente–, que lo hacen porque
son las más pobres…
—Así parece –interrumpió Antoñita–, la devoción hoy día se halla en la pobreza; los
ricos se olvidan de Dios.
—Pero no es así –continuó don Postumio, después de haberse sonreído por el dicho de
Antoñita–. Al disputarse esos lugares lo hacen en la creencia de que la virgen oye mejor los
ruegos; porque fijando los ojos en el rostro y en los ojos de la imagen, les parece, al tiempo
de hacer la petición, que la Virgen corresponde a la mirada fija y llena de fe que le dirigen
a la imagen. Y este capricho o fanatismo en la oración, o mejor dicho, en el rezo –continuó
diciendo en tono más internacional don Postumio– no creas, Antoñita, que sea propiedad
exclusiva de las muchachas de referencia. Muchas personas de aquí y de donde quiera que
se profesa nuestro catolicismo, creen como ellas que de ese modo el ruego o la súplica son
más eficaces. Muchas veces pienso que quién sabe si eso haya contribuido también a que e
sostengan todavía en el culto las imágenes.
VI
Es de verse y de decirse cómo, al concluir la novena, salen todas de la iglesia, llenas de
animación, siéndoles de mucho agrado el sonido de las campanas, y por ende el alboroto
que arman los muchachos al correr en pelotones sobre el mazo de cohetes que alguno tira.
Los grupos de las buenas mozas –y aun de feas– se detienen en la plaza y se dan el beso
del saludo.
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
—¿Ya acabaste el vestido? Y ¿cómo te quedó la chaqueta? ¿La concluiste al fin? –pregunta
la una.
—Al fin, hija; gracias a Dios –responde la otra.
—¿Quién de ustedes me presta sus figurines de baile? –suena una voz por otro lado.
—¡Ah! ¿Siempre te decides a quitarte el luto?
—Mamá no quería; pero hija, si una pierde las fiestas… ¡Esperar el año que viene! Es
bravo rigor. Además yo que ni siquiera conocía la prima muerta…
—¿Sabes que a Isabel le vinieron sus encargos de la Capital?
—Sí, niña, los vi; y el sombrero, ¡qué sombrero! –exclama la interpelada dirigiéndose al
grupo.– Tiene el ala izquierda vuelta hacia arriba, forrado de terciopelo negro, sujeta el ala
por un pajarito lindísimo y en la copa un lazo de cintas también negras, prendido con un
ramo de flores rojas.
—¡Ay! ¡qué precioso debe de ser!
—Pero quién como ella, su padre es rico…
—¿Y dicen que habrá muchos bailes?
—Sí, sí nos vamos a dar gusto.
—Es preciso no perder uno; yo estoy dispuesta a ir a todos.
—Y yo también.
—Y yo lo mismo. Vaya para cuando quedan las fiestas malas.
Así se interrumpen las unas a las otras, y alegres, parleras, reídas, se cuentan con rapidez lo que saben; pero sin omitir nunca antes de despedirse la pregunta sacramental: –Y,
¿quienes son, niña, los que vienen de Santo Domingo?
VII
A medida que se han ido acercando los días ha ido creciendo el embullo; las madres y
los padres como que se contagian con ese sentir de sus hijas, y nadie vuelve ceñudo el rostro al oír las disposiciones que se dan en las casas para pasar mejor y más divertidos esos
días, quién determina mudar los muebles de un lugar a otro para limpiarlos y arreglarlos
de una manera más conveniente; quién saca los cristales y las lozas más finas, que estaban
guardadas, para ponerlas al servicio; otras preparan el alojamiento para los huéspedes que
esperan; y las más pobres, si otra cosa no pueden, echan hormigón al suelo de su bohío y
ponen en las puertas cortinas blancas con lacitos de cintas.
El tema de las conversaciones y el asunto que más preocupa a las familias, de que más
se trata, principalmente en todos los grupos femeninos, es el de las fiestas.
El atareo con las costuras se hace general, no se da tregua a la aguja y no hay vagar para
la máquina sino en las altas horas de la noche.
Hay mujeres, hijas de padres acomodados, que vestirán trajes diferentes en cada misa y
en cada baile. Otras, pobres como Engracia, estrenarán los vestidos y el sombrero comprados con el producto de sus propias labores, y algunas, como Antoñita, con el producto de
la ternera que le regalaron al nacer.
VIII
Están llegando de Santo Domingo los jóvenes que se esperaban.
Vedlas. En unas reboza el contento, porque se ha realizado su deseo. El enamorado
simpático, o el cumplido amante acaba de desmontarse de los caballos. En otras, sin poder
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
evitarlo, palpita el corazón y hasta cruza atrevido pensamiento que muchas de ellas acarician
entre el rubor y la esperanza al oír la nueva de los reconvenidos. Hay quienes hasta dejan
de comer porque la dulce zozobra les roba el apetito.
Nuestras dos amigas no están ajenas de estas emociones. Engracia acaba de conmoverse
notablemente y está alegre como unas pascuas. El ser amado de su corazón acaba de llegar
en el último grupo.
Y Antoñita, ¿por qué ha tenido tan repentino cambio? Estaba inquieta, desazonada,
devorando en su interior el disgusto; y al oír la algarada de los recién llegados que detienen
los caballos a su puerta para dar el saludo, sin poderlo evitar, le palpita el corazón, lanza un
grito de alegría y palmotea aplaudiendo calurosamente.
En este grupo, además de Enrique Gómez, el novio de Engracia, y amigo íntimo y confidente de Antoñita, se hallan Alejandro Ricart, José Joaquín Pérez, Luis Caminero, Ignacio
González Lavastida y el que suscribe; jóvenes que entonces éramos los que hacíamos los
versos de las fiestas, como en otras épocas los habían hecho don Manuel M. Valencia, don
Félix María Delmonte, los Heredia, y más después la poetisa Perdomo.
Según Antoñita no podían quedar buenas, animadas, las fiestas sin décimas, poesías
de los Dos bandos en disputa, que ella misma inventó, y sin el juego y testamento del Peroleño.
Pero sigamos la ilación que comprenden estas páginas, y bien pronto sabrá el lector en
lo que consistían esos Dos bandos en disputa y el juego y testamento del Peroleño.
Capítulo II
En las fiestas
I
Es la antevíspera del día de la Virgen. Ya las fiestas, como si no pudieran resistir el calor
de su incubación, quieren romper la débil crisálida que las contiene.
II
Llegó la música de la capital. En esta época Baní tiene violines, algún bajo, flautas, panderetas y un mal organillo en la iglesia; pero no tiene todavía instrumentos de metal.
Esa clase de música es una novedad que se regala en estos días del año. Por eso, en la
madrugada de hoy, 20 de noviembre, despierta toda la población, al alegre acorde de los
clarinetes, cornetines y bombardinos, mezclado con el grato repique de las campanas y con
los tiros de las que aquí llaman cámaras, que son unos potes de hierro atacados con pólvora
y ladrillo, y que al dispararlos producen la explosión de un cañonazo.
El entusiasmo de aquellos tiempos en que Baní hacía brillar, entre la sencillez de sus
costumbres, la alegría de sus fiestas, parece que resucita. Aquel entusiasmo que daba tanta
fama al simpático valle, atrayendo a él muchas familias acomodadas de la capital, venían a
pasarse esos días en medio del solaz de las inocentes diversiones de un pueblo; y que proporcionaba el gusto de cultivar puros afectos y nuevas relaciones, ensanchando su comercio, y
más que todo eso, fomentando el trato en la juventud de ambos sexos para que se sucediesen
los frecuentes matrimonios de las hijas de Baní con los jóvenes forasteros; aquel entusiasmo,
decimos, ha cundido por todas partes. ¡Qué júbilo en el corazón de las muchachas! ¡Cómo
se animan todos! ¡Hasta los aires en el espacio parece que participan del regocijo general!
¡Nunca se vieron más lindos los albores de la mañana!
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
Corren las horas, y a medida que el sol se eleva va creciendo el ruido de la animación.
Llega la tarde y viene la noche. Todos se aprestan a las diversiones, cada cual a su manera
y según su clase y recursos…
III
Amanece el día de la Virgen… ¡Con cuánta solemnidad se celebra la misa, y qué lucida
concurrencia hay en ella!
Existe todavía la costumbre en este pueblo, que era muy severa en otro tiempo, de que
las madres impiden a sus hijas ir al baile de la noche si faltan en la mañana a la misa. Por
esa razón el templo está lleno de bote en bote: un mar de cabezas se extiende formando un
oleaje de flores, plumas y cintas. Óyese casi sin interrupción el rum-rás de los abanicos que
agitan aquella atmósfera de suaves esencias que se desprenden de las jóvenes, mezcladas
con el perfume del incienso que el sacerdote ofrenda en el altar.
Aquellos que no han podido penetrar dentro del templo, se agrupan a las puertas de
éste, apañuscándose los vestidos por devorar con sus miradas en aquel hermoso conjunto
a las que mayor fascinación provocan.
IV
Ninguno de nuestros personajes ha faltado a la solemne misa de hoy.
Engracia y Antoñita, elegantemente vestidas, con el vaporoso tul que riza jugando con
las tersuras de sus gargantas, se ven la una al lado de la otra; y, como si de rodillas se pudieran reproducir dos gracias de la Mitología, resaltan ellas en la muchedumbre de tantos
cuadros confundidos.
Engracia parece que se siente tranquila, o al menos, está más entregada al devocionario
que tiene en la mano. Antoñita, por más que trata de disimularlo, se nota que bulle en su
mente una idea. Hay veces que se concentra en sí misma; aunque de luego en cuando, se
despierta de su distracción volviendo la vista al lugar donde se hallan don Postumio, y los
miembros del Ayuntamiento, entre los cuales ocupan asiento don Antonio Díaz y Enrique
Gómez.
Felipe Ozán acaba de hender por en medio de la concurrencia, no sin antes haber pisado
los ruedos de los vestidos de algunas señoras, y Candelaria, su tía, abigarrada en cintarajos
y perifollos, se ha colocado detrás de Engracia y Antoñita, llamando la atención de todos,
ora con sus movimientos y palabras, o ya arrastrando la silla que descompone y vuelve a
componer.
Al entrar el sobrino, indicándole un asiento que está desocupado cerca de ella y al frente
de nuestras heroínas, le hace señas de tal modo y habla tan en alta voz que toda la gente,
hasta los clérigos desde el presbiterio, no pueden prescindir de volver la cara.
Cuando viene el momento en que el cura sube al púlpito, después de concluida la salutación en que se agita todo aquel océano levantando el ruido que hacen las mujeres al sentarse,
el templo queda en profundo silencio; nadie se atreve a interrumpir la voz del orador que
ensalza a la madre de Dios-hombre. Solamente Candelaria Ozán, con sus impertinentes
secreteos, tiene ya en gran mortificación a Engracia y a Antoñita. Acercando la cabeza al
oído de la primera le ha dicho: –Engracia, tengo que contarte una cosa sobre Enrique que
te interesa. A la segunda vez que le repitió las mismas palabras, Engracia, le contestó: –Sí
señora, está bien.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Sin embargo, nuestra protagonista al principio no hizo caso al dicho de Candelaria;
pensando en ello, se sintió intrigada en su interior, y aquella serenidad con que la vimos
entregada al libro de oraciones que tenía en las manos, huyó de su espíritu por algunos
momentos.
Candelaria, en su tema de importuna, no dejaba pasar mucho tiempo.
Cuando la campanilla anunció el Sanctus: –Miren el hipócrita de don Postumio, haciéndola de santurrón– les decía a las dos cuando don Postumio reverente se inclinaba, y luego,
cogiéndola de recio con don Antonio Díaz: –¡Vean, señores, al estirado de don Antonio!
Buenos palos le diera yo; ¿Uds. no lo ven señores?–.Y llegó a tal extremo con sus impertinencias, que Engracia, a pesar de su carácter moderado, le contestó: –Mire que estamos en la
Iglesia– y Antoñita a quien le entraron ímpetus de levantarse de allí, ya nerviosa, exclamó:
–¡Jesús!… ¡esto es insoportable!…
Candelaria, aunque se intimidó un poco con la actitud de esta última, siguió después
murmurando durante el resto de la misa.
Ha llegado la tarde. Está preciosa. El sol en Occidente, como un globo de cristal navegando en ondas de llama, lanza los reflejos de su luz recamando con cintas de oro las cimas
de las lomas del valle.
La procesión va recorriendo las calles. En otros años, bien lo recordamos, las señoritas
iban un poco apartadas del grupo de las viejas que rezan detrás del cura; y los enamorados,
protegidos por el ruido de las campanas, de los triquitraques, de la música, del canto y
hasta del desorden de los chicos a quienes corregía el sacristán dándoles en la cabeza con
la vela blanca que llevaba en la mano, se aprovechaban de esa circunstancia para entablar
conversación.
Hoy no sucede así. Parece que todo contribuye a solemnizar estas fiestas. Antoñita,
que de antemano había trabajado con ese ardoroso ahínco de su voluntad para darnos una
sorpresa, lo ha conseguido de una manera espléndida. Aquellas distracciones e inquietudes
con que la vimos en la iglesia, eran hijas del pensamiento halagador que debía de realizar. En
su impaciencia, a ella le parecía que el tiempo se le escapaba y por eso, tan pronto se acabó
la misa, sin detenerse del lado afuera, ni en la plaza, en los paliques de costumbre con las
otras amigas, solamente las preparaba diciéndoles: –Estén listas, estén listas; Engracia y yo
vamos a buscarlas.
Así fue como nuestras dos protagonistas cuando apenas comieron el almuerzo, sobre
todo Antoñita, que ni a la mesa se sentó y que de pie tomó un pozuelo de leche y despuntó
un pan, volviéndose a la calle, y con su determinada intención, convidaron a muchas personas, entre ellas a don Postumio, a quien cogieron de improviso:
—Don Postumio, venga Ud. con nosotras –dijo Antoñita al encontrarlo en la plaza ya
cuando la comitiva se dirigía a la casa del cura.
—¡Yo! ¿adónde?
—A casa del cura.
—¿Y a qué, Antoñita?
—A hacerle una súplica para que salga la procesión de una manera digna de Ud., que
es la autoridad del pueblo, y de todas nosotras.
—¿Procesión, Antoñita? –dijo don Postumio, moviendo la cabeza y no sabiendo de qué
modo escabullirse de aquel grupo que lo asediaba–. Bien sabes tú que yo llamo a eso mojiganga; y creo que eso es ridículo.
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
—¡Mojiganga! ¡ridículo!, ¿dice Ud. don Postumio? ¿Y cómo admite Ud. y se entusiasma
tanto cuando se trata de una procesión cívica?
—¡Ah! ¡miren que diferencia! ¡En esas fiestas se tributa homenaje a la libertad!
—Y también a algún candidato a la Presidencia en tiempo de elecciones –interrumpió
Antoñita con malicia.
—No, no, esas pueden ser apasionadas; yo hablo de las que se rinden a la libertad; a la
libertad, que es, y ha sido siempre, base del progreso; o de aquellas con que se rinde tributo
a algún grande hombre, benefactor, por algún concepto, de la humanidad.
—Y en estas –contestó Antoñita con su aplomo acostumbrado– se tributa homenaje a la
religión, que es y ha sido siempre base de moralidad, y sin la cual no pueden vivir los pueblos. ¿Con que admite Ud. como justo, como bueno que se rindan a parias un hombre que
hiciera algunos bienes, y cree ridículo que se le rinda homenaje a Dios? Vaya, don Postumio,
complázcanos Ud. y venga con nosotras.
—Sí, sí, venga con nosotras –exclamaron todas en coro–. Y don Postumio, aturrullado
con tantas voces femeninas y sin poder o sin querer defenderse de aquel ataque que hubiera
deseado llegara hasta el asalto, se agregó a la comitiva.
Antoñita, cuando llegaron en casa del cura, con el mayor despejo, le pidió que consintiera
a las mujeres formar la procesión.
El cura dio el permiso, y Antoñita lo dispuso y ordenó todo.
VI
Es de admirar lo bello y majestuoso de esta procesión. Todas las señoritas del pueblo,
formando dos largas hileras, van vestidas de blanco, con un lazo de cinta azul en el pecho,
un vistoso ramo de flores y una vela encendida en la mano. En medio de las dos filas y de
trecho en trecho, resaltan lindos estandartes llevados por niños vestidos de ángel.
Allá en el término se alcanza a ver la graciosa imagen de Regla, efigie bellísima que
parece que mira y sonríe, ataviada con su riquísimo vestido de seda blanca, bordado de
oro, su manto azul y su corona de piedras preciosas. A la aureola de plata que circunda a
la virgen se adhiere otra de jazmines y rosas encarnadas, que forma bellísimo juego con el
brillo argentino de la primera. Seis cadenas de menudas flores, y del color de los jazmines y
las rosas, prendidas de las engalanadas andas, que están llenas de macetas y otros adornos,
ondulan a merced del viento, sujetas en sus extremos por seis manos angelicales.
Antoñita y Engracia vienen al frente con dos primorosos pebeteros que lanzan el humo
del incienso en forma de varillas rectas que se quiebran al subir, perfumando el aire que
rodea a la imagen.
Y a una Pimentel, tan linda como la misma imagen; y a una Aminta, tan candorosa como
el velo que la envuelve; y a una Vidal, tan risueña como el ramo de flores que lleva en la otra
mano; y a una Guerrero, tan despejada como el cielo de esa tarde; y a una Castillo, tan majestuosa
como la misma procesión; y a una Andújar, tan simpática y tan llena de luz en los ojos como el
rayo de sol que en ese instante le hiere la frente, les han tocado las seis prendidas cadenas.
Don Postumio, que está loco de contento y tan satisfecho como quien hubiera alcanzado
un triunfo, no ha desperdiciado momentos para aplaudir la obra de Antoñita.
En ese instante en que la procesión se ha detenido, a causa del altar que han puesto en
una de las esquinas, para hacer un descanso, se han acercado a él algunas personas y jóvenes
de la Capital para darle el parabién y hacer sus elogios.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Don Postumio, más envanecido aún, y sin cuidarse de la negativa hecha a Antoñita
cuando lo convidó a ir a donde el cura, y sin reparar en quiénes eran los que le hablaban,
desató su entusiasmo con la verbosidad acostumbrada diciendo:
—¡Que vengan de Santo Domingo, esos mentecatos que se las dan de escépticos, y que
creyéndose sabios se burlan de la religión; que vengan a presenciar este cuadro! –añadía en
su palinodia abriendo los brazos como un predicador al señalar la procesión–. ¡Que vengan
y que aprendan de un pueblo que tiene muchachas como Antoñita! Y luego con ese prurito
que tenía de discutir y como quien se confunde a sí mismo: Pero demonio –exclama preguntándose–, ¿de dónde se le ha ocurrido a mi simpática discípula una idea tan original?
—Tal vez Ud. se la inspiró –dijo uno de los jóvenes de la Capital, como queriendo halagar
la vanidad de don Postumio.
—Yo, no, absolutamente. Yo recuerdo, sí, que en Esparta, según nos cuenta Rousseau,
las doncellas, hijas de los principales ciudadanos, casi siempre aparecían en procesión en las
solemnidades de las fiestas públicas, ellas solas, sin mezcla de otro sexo, formando corros
de danzas, coronadas de flores, cantando himnos y llevando cestillas, vasos y ofrendas para
presentar a los sentidos depravados de los griegos un espectáculo encantador que contrastaba el mal efecto de sus indecentes gimnasias. Pero, señores, yo nunca le he contado eso a
Antoñita, y por otra parte, aquí no tenemos necesidad de esos contrastes.
—Pero comoquiera que sea, don Postumio –dijo otro joven–, la gloria os pertenece y
debéis estar orgulloso, pues jamás se ha visto una procesión igual en el país.
—¡Ah! sí, sí, díganlo todos, todos –repitió don Postumio dirigiéndose a los otros–. A
lo menos ¿quién la ha visto nunca tan uniforme?… Así sí admito yo sin escrúpulo ni murmuración –continuó diciendo como quien cede en una discusión que ha combatido estas
solemnidades religiosas.
—¿Y en Santo Domingo, las admite Ud.? –le preguntó el mismo joven capitaleño, con
la intención de echarle en cara sus contradicciones.
—En Santo Domingo, amigo mío, el desorden, la ninguna devoción y la ridiculez de
las imágenes paseadas por las calles, han hecho que me pronuncie muchas veces contra las
procesiones, creyéndolas hasta contrarias al mismo culto. Pero esta tarde, señores, ustedes
mismos han de confesarlo, cualquiera que vea la que está verificando en Baní, tiene que
convenir en que bien se puede tributar ese homenaje al rey o a la reina de los Cielos, con
toda fe y con todo recato. Eso sí, eso sí –concluyó repitiendo y cambiando de tono–, siempre
que no perjudiquen los intereses que conciernen al desenvolvimiento del progreso, ni sirvan
para alimentar un ciego fanatismo.
En este momento el cura incensaba el altar en donde habían colocado a la Virgen, y el
coro cantaba el Ave, maris Stella…
—Miren, señores, miren ¡qué cuadro! –murmuró don Postumio al ver que todas las
muchachas hincaron una rodilla en tierra, apoyadas en la vela de cera que llevaban en la
mano, y que con el cuerpo medio inclinado se veían flotar a sus espaldas los velos blancos,
rizándose los unos con los otros en el retozo de la brisa, como si fuera el aleteo de muchos
querubines aprisionados al tiempo de levantar su vuelo.
Y en efecto: cualquiera, sin tener la fantasía tan exaltada como la de don Postumio, al
contemplar el hermoso espectáculo embellecido en aquel instante por los últimos reflejos
del sol que se veían al frente, irizando las nubes de ocaso, habría imaginado algo así, como
el trasunto de una de las entradas que conducen a la gloria.
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
Capítulo III
La primera gota de hiel
I
Es ya de noche: han corrido algunas horas y estamos en el baile.
¡Cuánta animación! Nada hace falta. Se nota, sin embargo, que no ha habido aquel esmero de aplaudirse con que en años anteriores se arreglaba la sala y el orden del programa
por medio del bastonero.
El baile tampoco tiene esa seriedad, ese tono aristocrático con que siempre se iniciaba,
en otros tiempos, aunque después el ardimiento de su misma animación se lo hiciera perder.
Hay una mezcolanza entre los concurrentes que denuncia a ojos vistas que ya la sociedad
banileja no tiene aquellos reparos que tanto la distinguían. Por lo demás, Baní conserva la
gracia, la compostura y elegancia en su bello sexo.
Es hermosísimo el cuadro que forman tantas deidades reunidas. Ellas, como las rosas,
exhalan sus aromas, y como los luceros que más brillan en el cielo, derraman su esplendor.
Es verdad que en los bailes, la música, las luces, las flores, los perfumes, la variación de
colores en los trajes y la dulce predisposición de los ánimos, contribuyen poderosamente a
realzar la belleza de las mujeres. Pero aquí, sin necesidad de esos recursos, estaría siempre
lleno de encantos el lugar que ellas ocupan: parece un recinto de hadas. ¡Lástima que sea
tan pequeño el espacio para tantas parejas y que la aglomeración de los hombres en la sala
impida contemplar mejor el cuadro! ¡Y cómo se destacan en él las figuras de Engracia y
Antoñita!
Visten ambas de color de rosa; en las faldas llevan encajes que hacen graciosas ondulaciones, y entre éstas, de distancia en distancia, se ven como perdidos lazos de cintas. Adornan
sus hombros del lado izquierdo con un ramo de flores blancas, y del mismo lado llevan en
la cabeza una rosa prendida en lo alto del pelo. Un collar de cuentas que imitan perlas ciñen
al cuello, y con otras perlas iguales están formados sus sencillos brazaletes. Calzan sus pies
elegantes zapatitos en armonía con el vestido, dejando entrever unas medias que confunden
sus tintes con el de la carne.
Se diferencian solamente en que Antoñita va un poco más escotada. Su garganta de cisne,
sus hermosas y mórbidas espaldas y sus torneados brazos resaltan en su blancura con el
color del traje: parece que juegan allí la nieve y el carmín. Antoñita, con su aire distinguido
y sus gestos expresivos cuando habla y sonríe, tiene un no sé qué de bello y de gracioso;
pero Engracia, con su lindo talle, con su cuerpo lucido, con sus bonitas facciones, y, sobre
todo, con aquella modestia candorosa que le es inherente, está encantadora. La una fascina,
despierta más voluptuosidad: bien podría compararse con cualquiera de las bellezas de la
Mitología. La otra seduce, inspira ese sentimiento psíquico que nos penetra el alma; ¡bien
podría comparase con las vírgenes del Cristianismo!
Así ellas, como todas sus compañeras, están irradiando el gozo, sin embargo de que
sienten ese miedito interior que no pueden evitar las muchachas jóvenes antes de romperse
el baile; y aunque es verdad que en algunas ese miedito es efecto de la timidez, en otras no
falta razón para sentirlo, hasta el extremo de tenerlas inquietas y desazonadas. En Baní, Venus
y Psiquis prodigaron a manos llenas sus tesoros y sus gracias; pero Terpsícore, lo mismo que
Euterpe, a pesar de que las convida la poesía del pintoresco valle, se han mostrado siempre
muy poco generosas en conceder sus dones. Por eso no es de extrañar que el temor sea tan
pronunciado en algunas.
187
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Empero, a juzgar por las apariencias, debían despejar sospechas, pues nada augura
descortesía de parte de los jóvenes. Los forasteros, principalmente, se disputan las complacencias; y las madres, desde el aposento, que es en donde toman asiento en los bailes de
aquí las señoras casadas, observan con mucho interés, y se sonríe por dentro su satisfacción
cuando ven los obsequios de que son objeto sus hijas o parientas.
Entre esos jóvenes, Enrique es uno de los que se distinguen más, pues no por complacer
y servir exclusivamente a su novia, deja de ser fino y atento con todas. Sólo Antoñita le acaba
de dar quejas porque no ha bailado más que una pieza con ella; pero esas quejas en tono tan
sentido, que Enrique apenas encuentra palabras con qué justificarse…
II
Ya el baile está en su punto, en ese término medio de su duración. Rompió con un vals
de forma, y luego una danza tras otra danza se han sucedido con los intervalos necesarios
para los brindis. La cerveza y los licores se han mezclado con los dulces, dando más ingenuidad al trato de los dos sexos reunidos. Ya las muchachas no son aquellas tímidas gacelas
del principio; sus movimientos son más desembarazados y en algunas la prodigalidad de
las risas acompaña a la prodigalidad de las palabras.
Ya nadie gasta cumplimientos; reina una especie de familiaridad respetuosa y la fiesta
participa de ese casi desorden que da la alegría cuando llega a apoderarse de ella el ardor
juvenil.
Entre tantas caras risueñas, al par que bonitas, sólo llaman la atención, haciendo contraste, tres o cuatro así como astros eclipsados que parece quisieran desprenderse de su órbita.
¿Qué les pasa? Cualquiera cosa digna de encomio o de vituperio; lo que ocurre a muchas
en los bailes. Celos algunas veces, caprichos o sentimientos hijos de la misma delicadeza.
Y a otras ¿qué le sucede?… No en vano eran aquellos temores… Pero seamos discretos y
dejemos la respuesta a la penetración de los lectores.
En la vida nada es perfecto. Por bello y sereno que esté el cielo, alguna nubecilla ha de
venir a entoldarlo.
Eso en cuanto a lo que se adivina, que a la verdad no debiera pasar en ningún baile, sobre
todo en éste, en el cual todo auguraba el reinado de la educación, la cortesía y el buen gusto.
Por lo demás ¿no es cierto que el cuadro de más luz necesita de sombras para resultar
encantador?
Entre las flores hay algunas a las que no tocan.
¡Quién sabe si entre esas señoritas a que aludimos, los rayos del sol y, sin embargo, en
el instante de cogerlas ¿cuántas iluminadas por él no se desechan por preferir aquellas para
formar el ramillete o la corona?
¡Quién sabe si entre esas señoritas a que aludimos, a pesar de ese tinte de melancolía que
parece apagar la luz de su semblante, hay alguna que se asemeja a esas flores preciosas, las
cuales, guardando por más tiempo aroma y rocío, vienen a ser envidiadas de las otras!…
Pero no por lo dicho se crea que en el baile haya habido incongruencias entre las señoritas
unas con otras, para inspirar esas reflexiones.
Esto nunca, o rara vez pasa en Baní. Si hay alguna tristeza en medio de tanta alegría, si
ha rodado alguna lágrima en medio de las risas. ¡Ay! ¡nos duele decirlo y nos duele verlo!
Engracia llora, y Antoñita siente algo grande que la tiene inquieta, disgustada, melancólica.
¿Quién ha venido a echar el acíbar en la copa que rebozaba miel?…
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Candelaria Ozán, como después se verá, esa mujer que siempre virulenta ve con envidia
el gozo ajeno, ha llamado a Engracia al aposento, le ha hablado, y ésta no ha podido contener
el llanto. Antoñita no puede disimular tampoco la situación forzada en que se encuentra.
III
Ahora, con respecto a lo otro, si se oye el murmullo desagradable porque haya quien sea
desatendida al tiempo de romper el vals o la danza, ese murmullo se ahoga en el ruido de
la animación general.
Puede haber alguna a causa de lo dicho, y no faltará tampoco alguno, que al concluirse el baile
llegue a su casa mal humorado, y haciendo promesa de no volver al de la próxima noche.
Por lo regular estas resoluciones, en las mujeres particularmente, duran el intervalo de
una mañana, o como dicen aquí, son tan ligeras como las corrientes de Guazuma.
Al siguiente día viene la reflexión, la esperanza… El bonito traje que estaba preparado,
u otra cualquiera circunstancia que las halague, las decide a volver.
Capítulo IV
El Peroleño
I
¿Quién es aquel que después que se han pasado tres días de no interrumpidas fiestas,
aparece en esta tarde por las calles, levantando el espíritu de las muchedumbres, hasta
traerlas embriagadas de júbilo a la plaza pública?
¿Quién sino el histórico hijo de Peravia que encabeza con su nombre el presente
capítulo?…
II
Antoñita, a pesar de su empeño, no había podido resucitar las antiguas Comisarias, jóvenes
que se nombraban, en los buenos tiempos de Baní, para recoger las contribuciones de las
fiestas, que tanto animaban a la población, ora con las comedias carnavalescas, o ya con el
baile de las cintas ejecutado por ellas mismas, vestidas, unas veces con la gracia y el salero
de las manolas, y otras representando diosas de la Mitología; pero en cambio Antoñita hace
dos años había inventado con buen éxito los dos bandos en disputa, de que hemos hecho
mención, uno que se formaba en el pueblo arriba y otro en el pueblo abajo. Estos bandos se
desafiaban para darse sorpresas agradables, y salían por las calles con música, ramos y banderas, llevando cada cual al frente del grupo una señorita coronada de flores con bandas de
cintas, y un alegórico estandarte en la mano. Esta señorita, escogida de entre sus compañeras
para representar el papel que le habían preparado, la designaban con el nombre de Capitana.
Las dos Capitanas entraban en una especie de justa, dirigiendo coplas en favor de su bando,
y cantando en competencia la alabanza del triunfo que creían adjudicarse.
Pero si esos bandos eran divertidos y muy encomiados por haber sido la inventora de ellos
nuestra simpática protagonista, la fiesta que se hacía al Peroleño era más popular y tenía un
no sé qué que reflejaba el gusto, el carácter, las costumbres y hasta el origen de los primitivos
habitantes de Baní. El Peroleño era una copia de aquellos juegos caballerosos de los antiguos
españoles; tenía también algo del ilustre mancebo de La Mancha. En la República, ni ahora
ni en ningún tiempo, hemos oído decir que existiera un divertimiento que se le parezca. El
Peroleño, pues, es el tipo más legendario de la patrona de Regla en aquel dichoso valle.
189
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
III
Pero entre tanto, ¿quién era verdaderamente el simpático personaje que hemos traído
a la escena, y que con tal entusiasmo contribuía a dar animación a las fiestas de la patrona
de Regla en aquél dichoso valle?
¿Por qué han dejado el descuido y la apatía de los banilejos que se pierda en la oscuridad
de los tiempos la interesante tradición de su origen?
¿Por qué, si él vino a resucitar en un rincón del nuevo mundo, las justas y los torneos
de los pueblos caballerescos, alcanzando en divertida liza aquellas palmas que adjudicaban
las doncellas de Peravia a su nunca bien ponderada resistencia, cuando vencía a tantos jóvenes, jinetes de lanza en ristre, que como los galanes del rey don Juan, o como los infantes
de Aragón, airosos y garridos, al correr de sus caballos creían asestarle el golpe en el pecho
o arrebatarle el penacho que adornaba su cimera?
¿Quién como el noble y generoso, después del singular combate que había sostenido, en
el cual concluían sus adversarios por dejarlo maltrecho, fustigado y lleno de heridas; quién
como él, repetimos, hubiera hecho que se celebrara su muerte entre el regocijo público, corrigiendo costumbres, condenando abusos y moralizando al pueblo con los sabios consejos
y los legados de su famoso testamento?
Don Pedro Leño fue su primitivo nombre. La corruptela vulgar, que siempre tienda a
democratizarlo todo, para quitarle el titulo de Don, le llamó después Peroleño a secas.
Nació, dicen unos, como los héroes de las antiguas leyendas, o como las divinidades del
paganismo, envuelto en el misterio y encanto de la fábula y al calor del regocijo de las primeras
fiestas que se hicieron para levantar el primer templo del pueblo. Otros creen haber hallado
los vestigios de su cuna a las faldas de Peravia; asegurando que allí viven todavía ancianos
individuos de su progenie. Quienes cuentan que fue como Moisés, salvado de las aguas, y los
más afirman que luchando contra las iras de Neptuno, se desprendió un día de la proa del
buque en donde lo mantenía aprisionado un mercader; y que luego, como un nuevo Ulises,
venció en su naufragio los irritados mares, llegando sano y salvo a las playas de El Agua de la
Estancia, que fue como si llegara a la isla de Calipso. Allí, entre las arenas, lo descubrieron unos
pescadores, que llenos de alegría, lo llevaron montado en un jumento a la población el 21 de
noviembre, el mismo día en que se celebraba el santo de la Virgen; y paseándolo por las calles
lo recibieron con ramos y banderas al son de música y entre el ruido de las aclamaciones.
IV
Era Peroleño, en su apariencia física, de agradable continente; y a pesar de su insensible
cuerpo, no tenía tan de cántaro el alma, pues el tronco de nuestro héroe debió ser, sin duda
alguna, de cáscara amarga, como pretenden serlo muchos de nuestros generales de hoy en día.
Nació sin piernas, y bien hizo su destino en condenarlo a no tener esas extremidades; porque
con ellas no hubiera podido ocupar el puesto honroso que se le destinaba en las fiestas, ni
hubiera podido en los reñidos combates alardear de aquella agilidad con que se movía para
defenderse de los golpes que se le dirigían y asestar los suyos contra sus adversarios. Su cara
pequeña y lampiña, redonda y maliciosa, daba ocasión a las risas; sus delgados y bermejos
labios aparentaban ese desdén que es tan propio de la gente cuando llega a empapirotarse,
y su bigotito negro, que dejaba limpio un gran trecho debajo de la nariz, hacía resaltar la
pequeñez y remangadura de ésta. Su cabeza de coco, con el pelo pintado, escaso y lacio,
contrastaba un tanto con lo estirado de su pescuezo, y en sus ojos azules, redondos, saltones
190
francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
y picarescos, cualquiera creería que ostentaba la desfachatez del sinvergüenza. Mofletudo y
rosadote, estaba convidando a fiestas. Su abultado pecho y sus anchos hombros denunciaban
que había sido formado para resistir golpes fieros en desiguales luchas.
Allá en sus mocedades, en aquellos buenos tiempos en que él era tan querido y tan
solicitado de hombres y mujeres, las señoritas más distinguidas del pueblo se disputaban
el honor de sacarlo del rincón en donde había estado durante un año. Desde el segundo o
tercer día de la Virgen le ponían sus armaduras, abigarrándolo con cintas y garambainas
para llevarlo en procesión al lugar en donde habían preparado la tarima que debía servirle
de asiento. Algunas horas antes, en el rumboso bando que paseaba las calles desafiando a
la juventud a desigual combate con Peroleño, la música no sonaba sino sus hazañas, y las
risas y conversaciones corrían animadas por bocas y lenguas. ¡Qué de aclamaciones en el
pueblo cuando volvían a ver, limpio del polvo de sus ocios, a este armado caballero, fingido
hidalgo de aquellas regiones! ¡Y qué curioso, bonito, interesante hubiera sido un encontrón
entre él y el famoso manchego, de quien nos habla Cervantes que, en el arrebato de su valor,
no perdonaba siquiera los inofensivos molinos de viento!
V
Se veía en su puesto a Peroleño con espada al cinto, lleno el pecho con cruces y medallas,
capotilla rosada a la espalda, cimera con penacho en la cabeza y una adarga en la mano derecha. En la izquierda, que siempre tenía suspendida, llevaba una bolsa de ceniza o almagre,
y otras veces era, en lugar de bolsa, un aparato dispuesto al caso, que llenaban de agua de
tuna y que podían poner y quitar según se les antojaba, para volver a llenarlo de agua o de
otra sustancia líquida o sólida.
En esa posición, en esa actitud amenazante, y del modo dicho, Peroleño se veía como los
galanes en los antiguos torneos, rodeado de todas las señoritas del pueblo, quienes llevaban
palmas y flores y coronas para premiar a los jinetes que lograban, en la carrera del caballo,
darle en mitad del pecho, o llevarle la cimera que estaba muy prendida a su cabeza.
Cuando en la corrida el jinete lograba alcanzar ese triunfo sin valerse de medios impropios, entonces, entre el aplauso de la concurrencia, se le daba el premio. Pero como éste era
difícil de obtener por motivo de que el Peroleño, siendo movedizo, estaba colocado en su
trono de tal manera que los jinetes tenían que operar con la mano izquierda, sucedía que el
muñeco, al dar la vuelta a impulsos del choque recibido, se defendía dándole a aquellos un
soplamoco, unas veces por la cara, otras por la espalda, con el brazo extendido en donde
tenía la bolsa de referencia, causando la hilaridad; y entre risas y aplausos estrepitosos veíase
al jinete salir teñido en tuna, o mojado, y entonces una de las señoritas adjudicaba, al son de
la alegre música, la palma al Peroleño.
En este divertido juego también se imponían multas a los jóvenes de la lidia, y ese dinero
se aplicaba a las fiestas.
En la continuación de la corrida sucedía al fin lo que es natural: el ser humano vencía al
maniquí, despojándole de sus armas, cimeras y adornos, y algunas veces, hasta arrancándolo
de su asiento a duros golpes, que lo derribaban al suelo.
VI
Ya cuando venían los últimos días de las fiestas, se preparaba una cabalgata con música y aparatos de estandarte, y se montaba en un borrico al Peroleño, o se llevaba en litera,
191
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
suponiendo que las graves heridas que recibió en el combate lo habían puesto de muerte,
y que él, como buen cristiano y como hombre de tantos títulos y riquezas, no quería morir
sin antes dictar sus últimas voluntades.
Este testamento, que se hacía en versos, y que uno de los jóvenes leía con sonora y
entonada voz en las esquinas, precediéndolo de solemnes marchas, era digno de ser oído
y conservado.
En él hacía Peroleño sus legados, sin perdonar en los versos de su crítica ni a los Comandantes de Armas, ni a los Alcaldes, ni a los Mandatarios de la República, con tal que
corrigiera costumbres, denunciara abusos o moralizara de algún modo.
VII
En la tarde de hoy, acompañado de alegre bullicio y precedido de la banda de música,
vemos que traen a Peroleño, con sus insignias y atavíos, como a personaje oriental, subido
en palanquín, y que lo detienen en las esquinas principales de la población para leer su
testamento.
Deseando Antoñita resucitar la antigua usanza, influyó para que ni el mismo don Postumio se escapara de la crítica.
Don Postumio tenía entonces sus amores con una joven llamada Sempronia, y como se
murmuraba de que estaba celoso de un Doctor extranjero que iba a Baní y que la galanteaba
mucho, le cupo en el testamento del Peroleño esta cuarteta:
Y mis borlas de Doctor
se las dejo a la Sempronia:
liberato cornum quonia
a don Postumio en su honor.
Aludiendo a otra persona, formuló sus legados de la manera siguiente:
Mi leva negra, y a más
mis pantalones de antaño,
que los use en buena paz
don Florentino el tacaño.
En otros cuartetos dice:
Yo, don Pedro de los mares,
grande de España y Señor,
de comarcas a millares
siendo “El Pacificador”.
Las heredades que hubieron
mis padres de conseguir,
y que luego sostuvieron
arma al hombro hasta morir:
Las dejo con servidumbres
en la tierra de mi amor,
con derecho, uso y costumbres,
al Mandatario mejor.
192
francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
Y de este modo salpimentado el testamento, el pueblo en general, en medio de la música,
las risas y el bullicio de la alegría, pasa una tarde de expansión, olvidado de las miserias y
tormentos de esta vida, gozando de esa libertad que ni a fuertes ni a débiles hace daño.
Capítulo V
Siguen las fiestas
I
Así siguen los días en holguras de inocentes diversiones, sin que haya, como en otros lugares, ni para pobres ni para ricos, leyes o reglamentos que las pongan tasa, ni autoridades que
impidan el vuelo de esas expansiones, intimidando con sus aparatos de fuerza o con el ceño de
su actitud amenazante. Y no por esa libertad, el desacato ni los disgustos vienen a interrumpir
el orden y la armonía que reinan en todas partes. Aquí se ven los unos bajo el Árbol iluminado
formando la rueda que recuerda aquellas veladas familiares de los tiempos patriarcales. En
ella el juego de prendas con sus sentencias y su lances chistosos, se establece entre jóvenes de
ambos sexos, que no asisten ni al uno ni al otro baile. Allí un poco más apartada del centro de
la población, hay otra tertulia animada que bebe, come los pastelitos y riyendo en paliques
bulliciosos espera el sancocho. Más allá, en el pueblo arriba, muy arriba, el triple, el cuatro o el
seis, que a los acordes de sus cuerdas abre la cantina y establece competencia entre los rústicos
bardos nacionales. Vedlos: ellos están en pie al lado uno de otro, al aire libre, y los que escuchan
sus improvisaciones los rodean también en pie. Ellos no rompen a cantar la décima improvisada sin antes inclinar el cuerpo para poner la mano en el instrumento, como si de ese toque
mágico sacaran la inspiración. Los espectadores, a cada décima ríen, beben, disputan, aplauden,
se entusiasman y forman bandos en favor del uno o del otro trovador, rodeando la mesa que
constituye el ventorrillo de fritangas y bebidas, casi siempre servido por una mujer.
¡Ay! cuántas veces, en tristísima soledad, agobiada por honda pena, estando en el patio
de la casa de mis padres, me ha herido el corazón haciéndome llorar, la ráfaga del viento
que trae y lleva ahora lejos los ecos de esos monótonos cantos, que duran en desafío, sobre
un mismo tema, como las lecturas del hidalgo manchego…
II
El trasnoche de jóvenes –y aún de los que no lo son– en medio del ruido de los festejos
no causa enfermedad. Los unos, particularmente los capitaleños, se roban un momento
después del desayuno, y en trajes caseros, con las toallas al hombro, se van al río, al baño
de la Peñita o Los tres charcos, y otras veces a caballo a las famosas chorreras de la Piedra del
Chivo. En estos baños, según ellos, botan la irritación de la noche y reponen el cansancio
para continuar las fiestas.
Las muchachas, al levantarse del lecho, donde apenas han dormido, amanecen como las
auroras, con el semblante más jovial y con las mejillas más sonrosadas. ¡Oh! ¡dichosa vida de los
pueblos que no han perdido la sencillez de sus costumbres! En todas partes agradan las fiestas
cuando uno quiere divertirse; pero en esos pueblos, y especialmente aquí, no sé qué favorable
disposición conquista los ánimos, ¡que en ellas todo gusta, y todo anima, y todo entusiasma!
No es el dinero ni el lujo lo que contribuye a que sean más agradables; el primero, con
su estúpida preponderancia, y el segundo, con sus formas aristocráticas, matarían el enlace
de esa independencia individual que se une espontáneamente para armonizar el sentir de
los corazones.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
¿Será entonces porque hay más libertad y menos etiqueta? ¿Contribuirán también a
ello los aires puros del lugar, el carácter franco de los banilejos y la belleza candorosa de las
muchachas?
Lo que en otras partes fuera cursi y pasaría sin causar la menor impresión, aquí contenta
de tal modo el espíritu, que una insignificancia parece de mérito. Y es que a Baní lo llena
cualquiera cosa en hallándose en la situación en que se halla. Así en todo, su defecto o su
belleza, está en el mucho sentir. Cualquiera le trasmite su entusiasmo: es el pueblo más fácil
de encarnar en una personalidad, como de hacer que una personalidad encarne en él.
III
Durante los seis días de las diversiones ya descritas, se han sucedido además: las alegres
comidas que se disponen hoy aquí, mañana allí, para obsequiar a los huéspedes; y en las
cuales por lo regular, hacen de criadas las señoras de las casas, sirviendo a la mesa el pastelón
y el buen condimentado pavo relleno, que son los platos de preferencia, sin que nunca falte
el famoso Desoeufs au lait que a gusto tienen en confeccionar ellas mismas: los paseos que se
organizan en el riguroso calor del mediodía, con música y banderas por las calles, a manera
de tunas, y en los cuales las señoritas amarran y llevan al grupo a los caballeros que no
acuden a él, sin que se escapen ni el Alcalde, ni el Comandante de Armas de pagar la multa
que le imponen, invadiendo luego con estos presos, en sus algaradas de alegría, a las casas
de familia que abren sus puertas de par en par y brindan los licores; las corridas a caballo de
hombres y mujeres, y sobre todo, los rumbosos y concurridos bautizos, en los cuales todavía
hay quienes al presentar el ahijado a los padres, se enserian mucho para decirles:
“Aquí tenéis a vuestro niño; nos lo entregasteis moro, y os lo devolvemos cristiano”.
IV
Pero si todas esas cosas han causado el júbilo de las fiestas, ninguna ha merecido tanta
fama, como El juego del canastillo.
Y por haber sido El juego del canastillo, como lo llaman aquí, una sorpresa original de la
siempre ingeniosa Antoñita, nos permitirán los lectores que hablemos de él en el siguiente
capítulo.
Capítulo VI
El juego del canastillo
I
Aquella nube que entoldara, en el primer baile los horizontes de Engracia y que causara
impresiones en el ánimo de Antoñita, se había desvanecido. Veamos cómo.
Candelaria Ozán, resentida y hasta celosa de Enrique, desde hacía algún tiempo, a
causa de haber éste dejado su amistad, retirándose de su casa, no sólo por haber entablado las relaciones de Engracia, sino por consejo que le diera su huésped y pariente don
Antonio Díaz, se propuso aquella noche, al ver la alegre satisfacción con que gozaban
Engracia y Enrique, marchitar las puras y frescas rosas de aquellos amores. Candelaria,
según se ha visto, desde la mañana en la misa había intrigado ya el corazón de Engracia
y velando una oportunidad, aprovechó que la joven entrara al aposento en donde ella
estaba, y llamándola aparte le había dicho, anteponiendo como preámbulo, estas mentirosas palabras:
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
—Graciadita, tú sabes que yo siempre te he querido. En Baní no hay una muchacha a
quien yo ame tanto como a ti. ¡Tú eres tan buena!… Por eso no puede oír con indiferencia
lo que se dice.
—¡Y qué se dice, Dios mío!…
—¡Ah! temes; ¿luego sospechas?
—No, yo no sospecho nada… ¿qué se dice?
—Mira, Graciadita, se necesita que estemos solas; ven, siéntate aquí; estamos mejor,
–añadió Candelaria indicándole el borde de una cama que estaba en el aposento contiguo.
Engracia, aunque con disgusto, pero cediendo a la curiosidad de saber lo que de ella se
decía, cayó en el lazo tendido. Candelaria, después de otras tantas protestas de afecto, le dijo:
que Enrique tenía una novia en la capital, llamada Eugenia María; y que como los padres
de Enrique amaban tanto a esa joven, estaban muy predispuestos contra ella (Engracia),
habiendo jurado acabar con los amores de ésta, o negar a Enrique como hijo en el caso que
quisiera continuarlos; que todo esto se sabía en el pueblo, contado por la misma gente de
la capital que había venido a las fiestas; que ya la murmuraban mucho; que vituperaban
su conducta porque había hecho desgraciada a Eugenia María, obligándola a sacrificar su
juventud en el Asilo de la Beneficencia, y añadió: –Para que te convenzas, Engracia, de la
certeza de todo lo que te cuento, te buscaré un periódico de Santo Domingo, en el que acaban
de publicar una carta muy conmovedora de Eugenia María a Enrique.
De esa manera logró Candelaria acibarar el corazón de nuestra protagonista en aquella
noche; pero al siguiente día, con esa facilidad que tienen los amantes para contentar a sus
novias, Enrique había desvanecido la nube negra, y Engracia, lo mismo que su fiel amiga
Antoñita, volvió a poner su ánimo en el embullo y alegría de las fiestas.
II
El juego del canastillo que se verificó en el baile de anoche, no lo habría imaginado su
inventora si esa nube no se hubiera desvanecido. Por el gusto, la animación y el estímulo
con que todo se preparó, y principalmente por la novedad introducida e iniciada desde el
día anterior por la siempre ingeniosa Antoñita, ese juego ha dejado tan gratos recuerdos que
no es extraño tenga imitación en lo futuro. Por eso, vamos a describirlo, siguiendo al mismo
tiempo la narración de nuestra historia.
III
En el centro de la sala, adornada en esta vez con exquisito y sencillo esmero, aparece
colgado un primoroso canastillo que además de ostentar otros atavíos, luce guirnaldas que,
entretejidas las unas en las otras, penden graciosamente de sus bordes. Él guarda y esconde
en la concavidad de sus mimbres, forrada de púrpura, como en el fondo de precioso cofrecillo oriental, flores y joyas. Frente al canastillo, en uno de los setos de la sala, fija la atención
un lindo cuadro, que en letras muy visibles tiene escrito a medio margen el nombre de las
señoritas, y a otra media el de las joyas y flores que a cada una de aquellas corresponde.
Las niñas del baile llevan prendido al pecho un lazo de cinta blanca en el cual se mira
escrito también el nombre de la flor o de la piedra preciosa que simbolizan. Y de ese modo
llamándose la una Lirio o Esmeralda, la otra azucena o Zafiro, aquella Heliotropo o Rubí, esta
otra Magnolia o Topacio, viene en conjunto a simular la corona representada en la gran rueda
que se ve formada con las parejas.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Para ejecutar esta divertida evolución, después que ya se han bailado algunas piezas, a
una señal convenida sube un joven a la tribuna que está preparada en uno de los extremos
de la sala, y desde allí, con voz entonada, lee los dos o tres cuartetos que anuncian el juego
del canastillo.
A golpe de música triunfal se baja éste, quedando siempre suspendido a una altura
conveniente. Los caballeros, por su turno, se acercan a él; ponen dentro la mano, y, al
azar, cada quien coje y saca uno de los envoltorios que esconden las flores o las joyas,
pasándolo a una niña de once o más años que representando a la diosa Fortuna, hace de
guardiana del canastillo para evitar engaño. La niña entonces desenvuelve y muestra
a la concurrencia la joya o la flor que le cupo en suerte al caballero. Este la recibe y se
dirige a levantar de su asiento a la señorita que tiene el nombre de la flor o la joya que
le tocara; entregándole a su vez la una o la otra cosa que ella prende del lazo de cinta
que lleva al pecho.
Cogidas las manos avanza la pareja al punto desde donde principia a formarse la rueda
o el círculo, y entonces, el joven que está en la tribuna lee el verso que se le ha dedicado a la
señorita y que ensalza sus gracias y belleza en armonía con el nombre que lleva.
Así, por ejemplo, anoche, en el baile que describimos, a la señorita Eladia R.… que ha
venido de Santo Domingo a las fiestas, y que se llamaba Lirio, habiendo sido la primera
flor que sacara del canastillo el primer joven que se acercó a él, el poeta desde la tribuna, le
dedicó la siguiente quintilla:
Eladia, si del Ozama
eres el Lirio gentil,
como hoy Baní te llama,
esta Corona embalsama
con tu perfume sutil.
A la segunda señorita Adriana B… que tenía por nombre Rubí, se le dedicó esta otra:
Roba una hechicera hurí
al ángel de la mañana
sus arreboles de grana,
y trasforma en un Rubí
a la simpática Adriana.
Con un bonito alegreto rompe la música al terminarse cada quintilla.
Se sigue, pues, en ese orden, El juego del canastillo, hasta completar el círculo con las
parejas que vienen a representar la formación de la Corona.
Tan luego ésta queda formada la niña del canastillo vacía dentro de él un número de papelitos doblados en forma de lazo; todos ellos están en blanco, con excepción de uno que lleva
escritas estas palabras: ¡Salve Regina! A golpe de música el canastillo se desata de la cinta
de que está suspendido, y aquélla lo presenta a las señoritas, quienes por su turno toman al
azar uno de los papelitos, y se lo entregan a su pareja; éste lo conserva sin desdoblarlo.
Así que se han distribuido todos cesa la música y los caballeros desdoblan entonces, cada
cual, el papelito de su dama. Aquel de entre ellos a quien le haya tocado el que está escrito,
declara, con palabras adecuadas, reina de la Corona a la flor o a la joya y reina del baile a la
señorita que representa esa flor o esa joya.
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
IV
Reconocida la reina, se le toma de la mano y se le coloca debajo del hermoso cuadro de
que ya hemos hablado al comienzo de esta narración.
Al compás de una majestuosa marcha las parejas hacen una graciosa evolución que les
permite ir pasando por delante de la reina, a quien rinden un saludo; formando de este modo
una especie de cadena que provoca inusitada animación y contento.
Nuestra simpática Antoñita, que tenía esa noche el nombre de Magnolia, fue la escogida
de la suerte. En esta vez la pícara fortuna, dejando sus caprichos desatinados, anduvo justiciera: bien merecía ser reina la que inventó un reinado de flores y fiestas.
La pareja que le había tocado en El juego del canastillo fue el joven Enrique Gómez.
Muchas impresiones extrañas sintió nuestra heroína. Al principio, cuando vio que la flor
que había sacado Enrique era la Magnolia, sin saber por qué le dio un salto el corazón,
como quien le coge de susto una cosa que no esperaba. ¿Por qué no tocarle en suerte el
Heliotropo que era el nombre de Engracia? ¿No hubiera sido eso lo agradable para él y lo
justo para ella?
Como era obligación, según el programa, que el caballero obsequiarse a la dama que
le tocara y cubanease llevándola al ambigú, y bailase con ella la pieza que sigue al acto de
coronación, Antoñita se expresó de aquella manera con Enrique. Pero éste le contestó, dándose por ofendido:
—¿Cómo, Antoñita, con que a ti no te place que yo te haya tocado de pareja mientras
que a mí de tal modo me ha favorecido la suerte que hasta me siento dichoso al realizar el
ardiente deseo que tenía?
—¿Y era ese en verdad el deseo de usted?, –preguntó vivamente interesada la joven.
—¿Pues acaso te voy a hablar mentira?
Antoñita no añadió una palabra más. Después de esto, en el trascurso de la noche casi
no hubo tiempo a entablar conversación; porque a cada instante recibía nuestra heroína las
congratulaciones por su delicada invención. Enrique, sin embargo, la daba repetidas quejas
por su silencio, y ella trataba de dejarlo satisfecho con respuestas amistosas. Antes de llevarla a su asiento, cuando ya se había concluido la danza que bailaban, le habló Enrique de
poesías, el tema favorito de ella, y concluyó por ofrecerle para el día siguiente sus Páginas
íntimas, un cuaderno de versos que él, dijo había escrito.
V
Así en el dichoso bullicio de la alegría se pasaron las horas. Hasta las dos de la madrugada duró el memorable baile.
Ningún incidente desagradable había turbado aquel regocijo general. Antoñita, con su
espléndido triunfo, tan aplaudido por todos, irradiaba satisfacción y orgullo.
Entre las muchachas, al darse el beso de despedida, no se oía más que –“adiós, Azucena”,
“adiós, Esmeralda”, “hasta mañana, Jazmín” & a.
Y en medio a la confusión de las felices despedidas, cuando Engracia se echaba al hombro
su abrigo de lana, en uno de los aposentos de la casa, para irse con su madre y hermanas,
oyó la voz destemplada de Candelaria Ozán que al acercarse a ella le dijo:
—Ya tengo el periódico de que te hablé y te lo mandaré mañana.
No se moleste usted; no quiero verlo –le contestó Engracia con tono de marcado disgusto,
alejándose rápidamente de allí.
197
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Capítulo VII
Un perfil de Don Postumio
I
—¿Que yo me negara a darles la sala, despertando en Baní ideas repugnantes y divisiones que no deben existir? No, señores, ese ha sido un tentón de Felipe Ozán, de ese joven
que siempre se inclina a ladearlo todo del lado de la política, y de la política intransigente
y fraccionaria…
Yo siempre seré yo, amigos míos. No sé cómo todavía no me conocen. Pueden ustedes
disponer de la sala.
—Gracias, mil gracias; se lo agradecemos.
—No, señores, no: ustedes no tienen para ni por qué agradecerme nada. Ya les he dicho,
pongan su baile y cuenten de antemano con mi concurso moral y material.
Así acababa de expresarse don Postumio, en la mañana del segundo día de lo que hemos narrado, con un grupo de gente de color que se despedía de él después que les hubo
concedido el salón de la Comandancia de Armas para poner un baile, y al tiempo en que
algunos jóvenes de la distinguida sociedad del pueblo, en compañía de otros de la Capital,
llegaban a la puerta de su casa.
—Pasen adelante, señores, tomen asiento –les dijo cortésmente don Postumio haciéndolos entrar.
—No se moleste, gracias; es poca cosa lo que nos trae aquí –contestó uno de ellos.
—¿En qué puedo servirles? –preguntó don Postumio, frotándose las manos, como quien
ya presumía lo que iban a pedirle.
—Nosotros queremos que usted nos conceda para esta noche el local de la Jefatura.
—¡Hombre! casualmente han visto ustedes salir de aquí a esos señores que vinieron con
el mismo objeto y a quienes acabo de concederlo.
—¡Ah!… Pero… tenemos comprometidas a las muchachas, y creemos que usted no nos
desairará a nosotros ni tampoco a sus buenas amigas que tanto empeño tienen en que se
repita esta noche El juego del canastillo.
Don Postumio volvió a frotarse las manos con la impaciencia del que quiere interrumpir a su interlocutor; pero éste, temiendo fracasar en su intento, prosiguió con tono
significativo:
—Y además, no creemos ni esperamos que un hombre como usted prefiera a esa gente,
dándole la sala en donde han bailado las señoritas de la primera sociedad. Eso sería una
desconsideración a ellas y a nosotros.
Los otros jóvenes, cuando el que llevaba la palabra se expresó de esta manera, levantaron
un murmullo de asentimiento.
¡Desconsideración! ¡A ustedes, a ellas! ¡qué extraviado, amigos míos, está vuestro sentir!
—Sí, don Postumio –afirmó el mismo capitaleño que se había apersonado la misión–,
nosotros venimos apoyados en razones, que a la fina inteligencia de usted no se escaparán.
Piense en la moral de la sociedad; calcule el precedente que usted establece; abra los ojos y
vea que mañana…
—¡Mañana! ¡Puf! si eso se consiente ¿a dónde vamos a parar? –murmuró otro de los
jóvenes que componían el grupo.
—Pues, señores, me dejan ustedes bobo –respondió don Postumio en tono de asombro–.
En verdad que no comprendo dónde está el liberalismo de ustedes, dónde están sus principios
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
democráticos. ¿Acaso estamos en una monarquía? ¿Hay por ventura clases privilegiadas en
la República? ¿No son ellos tan dominicanos como ustedes?
—Sí que lo son, pero si en el fondo de la misma democracia no distinguimos lo bueno
de lo malo; si no establecemos las diferencias sociales, y hasta pudiéramos decir, ciertas
diferencias de orden político, el país de tumbo en tumbo iría a caer en ese abismo…
—Señores, Noli me tangere de una manera tan brusca y tan peligrosa –interrumpió don
Postumio, aprovechando la ocasión para soltar uno de los latines que se sabía de memoria–.
Yo soy hombre de principios, y nunca incurriré en disparates de ese género. Conozco las
diferencias y distinciones que debe haber en la sociedad; pero este no es el caso. La República
es una, la democracia no tiene distinciones, y el derecho es igual para unos como para otros,
lo mismo que la libertad; ellos no pertenecen a un solo grupo, a una sola fracción, a un solo
partido: el derecho y la libertad son de todos los ciudadanos. De aquí el que todos tengamos
las mismas prerrogativas, en casos como el presente tanto el pobre como el rico, el jornalero
como el industrial, el negro como el blanco, el fuerte como el débil; y de aquí el porqué con
igual justicia, yo ceda el local de gobierno, tanto a los unos como a los otros.
—¿De modo que, según esa doctrina, deben convertirse en el país las oficinas públicas,
en públicos lugares, para que a todo aquel a quien se le antoje, por el solo hecho de ser dominicano, haya obligación de cederlas para que pongan en ellas sus bureos y fandangos?
—No, amigo mío, aquí no se trata de bureos ni fandangos, ni yo soy hombre para consentirlo; se trata de un baile tan decente y ordenado como cualquiera otro –contestó don
Postumio sintiéndose lastimado en su amor propio, y agregó movido por esa impresión–:
Y en cuanto a que las oficinas se conviertan en lugares de bailes, no soy yo quien establece
el fatal precedente, ni es en un pueblo como éste, donde se debe apreciar la importancia del
asunto. Los que me han conocido y me conocen, tanto aquí como en Santo Domingo, saben
que siempre he sido opuesto a esa costumbre: las casas de gobierno no deben ocuparse sino
para los asuntos oficiales. Y tengan ustedes entendido, que a mí nadie me viene a corregir
planas; yo cuando hago una cosa sé lo que hago y por qué lo hago.
Los jóvenes, a esta réplica un poco dura del que pareció en aquel momento tomar el tono
de la autoridad, a pesar de que aparentaba siempre una calma imperturbable, le pidieron
excusas; y dándole satisfacciones le encomiaron sus cualidades de patriota, liberal, recto y
justiciero; con lo que don Postumio se halló tan halagado, que concluyó por demostrarles
el sentimiento que le causaba no poderlos complacer.
II
El grupo entonces, al sentir el lado flaco del Comandante de Armas, le dio sendos ataques, valiéndose de esa táctica que hacía que éste le dejara muchos flancos. Pero, a pesar de
todo, don Postumio se mantuvo en sus trece y no queriendo retirar la promesa a los unos
para conceder la sala a los otros, trató de convencerlos diciéndoles:
—Amigos míos, hay que desechar preocupaciones tontas y fijarse en el fondo de las cosas.
Tan injustos son ustedes queriendo preferencias, como ellos cuando se ofenden porque se
figuran que en la sociedad todos los círculos deben ser iguales. Las distinciones es verdad
que existen aún en las mismas clases, pues hay zapateros que tienen a menos parangonarse
con otros de su oficio. Igual es, o mayor, la diferencia en la gente de una misma raza. Ustedes
ven, pues, que yo no obro por pasiones, busco en la razón y encuentro la verdad.
—¿Y sabéis cuál es la verdad, en dos platos?
199
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
—¿Quieren ustedes que se la repita más clara, sin temor a nadie?
Pues bien, la verdad es que cada vez que se da una oficina pública para bailes particulares,
se comete un grande abuso, como se comete también dando o cediendo, por favoritismo,
cual que sea la propiedad nacional. Y por eso, ustedes que son jóvenes y que tienen inteligencia para comprender lo que digo, deben trabajar en lo porvenir para que no se repitan
esos abusos que por otra parte ocasionan graves disgustos.
—Y el Gobierno, o el Presidente de la República, si mañana quiere dar un baile en el
Palacio, ¿no lo puede hacer? –interrogó uno de los jóvenes.
—Si es un baile oficial, sí; pero particular no; porque entonces todos los ciudadanos se
creerían con el mismo derecho.
Y luego que don Postumio con sus argumentos dejó convencidos a sus interlocutores,
satisfecho de su triunfo en lo que ya para él era una discusión entre amigos, con el fin de
complacerlos concluyó así:
—Y en cambio, señores, de lo que no me ha sido posible conceder, os daré una velada
divertida esta noche: tendremos un árbol iluminado, una cena y muchos licores; convidaremos
las señoritas, y Enrique Gómez nos obsequiará tocando la guitarra.
—Con muchísimo gusto –se apresuró a contestar Enrique, que era uno de los tantos que
componían el grupo.
—Y Antoñita y Engracia y otras cantarán; todas recitarán poesías, y de ese modo pasaremos horas.
—¡Bien! ¡muy bien! –respondieron los jóvenes casi en coro, y mientras don Postumio se
había levantado de su asiento para ir a buscar alguna bebida con que obsequiarlos, ellos se
deshacían en lenguas de reconocimiento y alabanzas en su favor.
III
Cuando el Comandante de Armas estuvo de vuelta, les sirvió la cerveza.
—¡Dichosos los pueblos que encuentran en la autoridad al amigo y no al tirano! –apostrofó un joven capitaleño en son de brindis levantando la copa.
Y otro de ellos cuando apenas éste acababa de pronunciar esas palabras, habló así:
—Señores, bebamos por el hombre liberal y tolerante en estos tiempos de las intransigencias políticas; bebamos por el patriota que gobierna este pueblo de Baní, sin dejar sentir
nunca el peso con que quieren las autoridades de otros lugares imponerse a la ciudadanía;
bebamos, en fin, ¡por el honrado y justiciero don Postumio!
Todos, aprobando el brindis, escanciaron las copas; y cada cual por su turno habló en
honra de don Postumio, recalcando todos la libertad de su proceder en el mando que ejercía;
y algunos haciendo comparaciones, casi directas, con otras autoridades, ponían de relieve
el contraste. Hubo quien dijera que don Postumio, como los antiguos patriarcas, en lugar
de ser un gobernante, era un amoroso padre.
Don Postumio a estos elogios contestó con protestas de gratitud, revelando siempre su
modestia, y cuando tocó el punto de cómo debían ser los mandatarios de una República, se
expresó del modo siguiente:
—Los pueblos deben gobernarse con justicia y con bondad. El mandatario debe hacerse querer, siquiera por la honra que le dispensaran los ciudadanos al respetarlo como
a representante o a ejecutor de las leyes. La autoridad mejor de un pueblo es aquella que
menos haga sentir su peso; por eso yo siempre tengo a empeño que la mía sea liviana
200
francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
como una pluma. Y, ¿para qué otra cosa entre ciudadanos que cumplen con las leyes?
¿No es mejor y más laudable era un gobierno, cual que sea, el suaviter in modo que el
fortiter in re?
El país, o cualquiera comunidad política, que crea que un hombre por ser bueno no sirva
para gobernarla, justifica el mando de los malos, y bien merecido se lo tiene; semeja a los
atenienses cuando expatriaron a Arístides porque era justo.
Desgraciada de la nación en donde las mayorías llegan a creer que los hombres han de
ser gobernados, como los esclavos, a fuerza de látigo. Esa nación, si no está perdida, padece
de una enfermedad que la llevará al sepulcro.
Si yo –prosiguió don Postumio, tocándose el pecho y dando más calor a sus palabras–,
si yo, repito, me viera obligado a gobernar un pueblo de bueyes, que no sabe sino uncirse
a la coyunda, me encontraría envilecido con ese poder, así fuera tan grande como el de los
Césares en el imperio romano.
Al concluir don Postumio su discurso con esas enérgicas protestas, los jóvenes llenos de
entusiasmo le dieron un aplauso muy caluroso, y se despidieron de él no sin antes beberse
la última copa de cerveza.
Capítulo VIII
Su secreto
I
Veíase a don Postumio, en esa noche de claro cielo y de suave ambiente, parlero, contento
y satisfecho, recibiendo y haciendo los honores a sus convidados.
Mucho había afanado en el día para disponerlo todo; pero sus deseos estaban realizados. Sólo tuvo al principio la mortificante idea de no ver llegar a su amiga Antoñita. ¿Qué
le pasaría?…
Los árboles que había hecho plantar en el patio de la casa están llenos de luces y banderas.
A su alrededor se apiñaban las señoritas y los jóvenes, y en delicioso bullicio, unas veces
reían y palmoteaban en el juego de prendas, y otras cantaban al son de guitarras y panderetas, levantándose de allí, cuando se les antojaba, cogidos del brazo para ir a la sala que don
Postumio había iluminado como para un baile; y en donde estaba servida una mesa con
pasteles, pudines, frutas extranjeras conservadas en almíbar y licor, pasas, confites, dulces y
bebidas. No faltaba allí, tampoco, ni lo hubiera consentido don Postumio, la hija agradecida
de los banilejos terreños, la tradicional sajona, frutilla sabrosa por la que tanto se desvive la
gente capitaleña que visita el valle.
Ora bajo los árboles, o ya junto a la mesa, se oían, entre el ruido de las copas y de las botellas que se destapaban, los ecos simpáticos de las voces femeninas que resonaban dentro y
fuera de aquel recinto, trasmitiendo a los aires la animación del holgorio. Hubo momentos
en que parecía que la casa se venía a bajo.
—Señores, señores, propongo que brinde don Postumio –decía una de las muchachas
alzando mucho la voz para hacerse oír.
—Sí, sí, que brinde.
—No, no, que cante.
—Sí, sí, que cante.
—Que cante, que cante –repetían gritando hombres y mujeres; desde luego que todos
sabían que el Comandante de Armas no daba pizca en materia de canto.
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Y en aquella confusión de voces, risas, carcajadas, choques de botellas, roturas de vasos,
sonsonetes de platos con cuchillos y tenedores, tropezones con sillas y alboroto de palabras,
sólo se sucedían las treguas, para soltar a don Postumio u a otro y cogerla con alguno de los
demás jóvenes o para que éstos a su vez, pusieran en grande apuro a las señoritas, aplicándoles, principalmente en el juego de prendas, alguna sentencia de difícil ejecución, u otra que
al cumplirse volviera a causar las risas, burlas y el alegre desorden de la bulla.
De ese modo los chistes y las sorpresas en ambos sexos se despertaban al calor de
las bebidas.
II
Pero, entre tanto, ¿qué ocurre a la inventora de las delicadas novedades, a la alegre y festiva
Antoñita, que no se le ve en esa divertida fiesta, de la cual ella debía de ser la protagonista, desde
luego que su maestro y amigo don Postumio es el Anfitrión? ¿Por qué no ha venido?…
No está como de costumbre con su amiga Engracia.
Vamos a su casa y no la encontramos tampoco con su madre y sus hermanas.
Es ya tarde; y permitiéndonos entrar a su aposento, allí únicamente hemos observado: una
lamparilla de aceite que apenas nos deja ver envuelta en la casi agonizante luz que despide, el lecho
de la joven, vacío y en desorden, como si en él se hubiera vuelto y revuelto sin poder dormir.
Junto a ese lecho, sobre una mesa, está una vela apagada en un candelero de cobre, y hay
algunos pliegos de papel, pluma, tintero y un cuaderno de poesías intitulado Páginas íntimas.
¿Dónde estará, pues, a esta avanzada hora de la noche la amiga y compañera de Engracia?
Su madre y sus hermanas duermen ya, sin haber notado su falta. Aunque quién sabe si alguna de ellas sintió el aleteo del ave, y no quiso sospechar que el nido iba a quedar vacío…
Sigamos, sigamos nosotros en nuestras pesquisas.
III
Hay en el patio de su casa un jobo que fue derribado por la última tempestad. En este jobo,
con su viejo tronco tendido en el suelo, y que guarda tantos recuerdos para mí y encierra entre
las cáscaras que lo visten tantos secretos de ella, se ve a la naturaleza dándonos una elocuente
lección al reproducir su fecundidad en la nueva vida que ha dado al árbol muerto.
Su conchudo tronco, con una deforme protuberancia al medio, como si fuera el ombligo
de monstruosa panza, viene a terminar con dos gruesos y secos ramos que se adhieren a
los extremos, semejando a un despatarrado gigante, que tiene por cabellos las raíces que
sobresalen de su cabeza medio enterrada, y por piernas, aquellos dos ramos gordos que
enseñan las formas de sus groseras rodillas, desde las cuales principiaron a nacer los vástagos o retoños que han levantado la nuevas ramas, copiosas de verdes hojas, y que se veían
en esa noche, al resplandor de la luna, balanceando y cubriendo con su sombra el cuerpo
caído que figura al gigante muerto, como si esas ramas hubieran sido su mortaja ondulante,
bañadas de luz o de oscuridad, según se le antojaba al viento.
IV
Antoñita, ¿quién si la hubiera visto no se hubiera detenido a contemplarla, cuando
tirando las almohadas de su lecho, en esa hora profunda del tiempo y de los pensamientos
profundos, se había levantado de él y había salido al patio a sentarse sobre el tronco de
202
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aquel árbol, apareciendo allí con el cabello en desorden, la garganta, el pecho y los brazos
desnudos, como la imagen blanca de la soledad?
¿Por qué la onda que trae los melodiosos sonidos de los clarinetes gemidores, que
acuerdan la voluptuosa danza nacional El sueño, inspiración del modesto artista dominicano
don Mariano Arredondo, ni siquiera la interrumpe en su faena interior de pensamientos y
meditaciones?…
¿Qué pasa en ella que así a veces golpea con impaciencia la tierra sin cuidarse tampoco
de sus mal calzados pies?
Y ¿por qué la candorosa doncella se ha levantado de su cama de esa manera, sin atender a su recato y oculta de su madre y de sus hermanas, guardando las precauciones que
guarda el crimen?
¿A qué viene ese temblor que la agita, dificultando la respiración de su pecho, que en el silencio
de la noche recoge la brisa y en sus alas se la lleva como el hálito perfumado de una flor?
¿Por qué en otros instantes prorrumpe en suspiros ahogados, que ella misma se empeña
en ocultar temiendo ser oída hasta de las ramas del jobo, que balancean sus sombras en el
suelo, y semejan con la claridad de la luna a seres misteriosos que se buscan, se encuentran,
se besan, se abrazan y se apartan para unirse otra vez?
¿Qué tiene, finalmente, Antoñita, que así llora como una Magdalena arrepentida, o como
las vírgenes puras de Jerusalén cuando los poetas colgaban de los sauces las liras que habían
cantado toda una generación?…
Vedla… Ha llegado el instante en que el espíritu de un firme propósito la estremece. Se
ha puesto de pies, y fijando los ojos en el cielo, se ha llevado la mano a la frente como quien
quiere coger una idea. No la encuentra y sacude luego la cabeza desechando otra que de
improviso la ha asaltado… Suspira. Da dos pasos, vuelve a detenerse… elabora un soliloquio
interior y al fin exclama:
—¡Si se descubre… si se descubre!… ¡Engracia!… ¡mi mejor amiga!… Pero… ¿a qué
más secreto? –se pregunta en alta voz, y al instante, como quien se da ánimo a sí misma,
concluye: –Sí… sí… ¡lo haré!…
Se desprende de allí casi corriendo, atraviesa el patio, traspasa la puerta, llega a la mesa de
su aposento, enciende temblando la vela que había en el candelero de cobre, acerca el papel,
toma la pluma, y convulsa, agitada, palpitándole el corazón, escribe. Pero… repentinamente
tira la pluma, rompe el papel, y saliendo otra vez al patio, ya como una loca atacada de un
síntoma nervioso grita:
—¡Dios mío! ¡lo amo! ¡lo amo!…
Capítulo IX
Tras las fiestas
I
Llegó por fin el noveno día. Baní parece que no quiere, en esta vez, volver a su silencio
habitual, a su monotonía de costumbre, a su quietud normal, a esa serena tranquilidad que
tan agradable ha sido siempre para los que huyen del bullicio y que sienta tan bien a los
espíritus asendereados.
Parece que no asoma todavía en ninguno de los hogares, ni por ninguna parte, ese malestar, especie de cansancio, que sucede a las fiestas que no puede definirse, por la melancolía
que dejan en el alma los placeres pasados.
203
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
¡Cosa rara! Con excepción del murmullo que se ha levantado referente al por qué Engracia y Antoñita no han asistido a la soire de don Postumio, no se oye si quiera lo que nunca
se ha perdonado en otras ocasiones: los comentarios de las fiestas; los chismoteos que ha
habido; las referencias de los que se han enamorado y de las locuras y ridiculeces que han
cometido; las murmuraciones que tachan a los que no han contribuido a ellas de la manera
que debieran; los elogios a aquellos que supieron animarlas con su carácter siempre dispuesto
a divertirse, o con su dinero y sus buenas disposiciones de ingenio; el cuchicheo sobre la
pobre muchacha que por no saber bailar comió pavo; la censura sobre el mal educado joven
que cometiera alguna incongruencia, y hasta la suposición sobre el secreto del alma de algún
secreto que nunca se confiesa, pero que se adivina: la envidia o los celos por no haber sido
ella tan obsequiada y tan preferida como alguna otra, a quien le cupo por suerte que los
jóvenes forasteros, para más halagar su gracia o su belleza, la apellidaran en ésta o en otra
vez, Virgen del Güera, Sol de Sombrero, Luna de El Llano o Lucerillo de Matanzas.
II
Parece que aún no está llena la copa, y esto después que se han vaciado tantas copas.
Sin embargo, las bebidas espumantes y los licores finos se han concluido en las bodegas
y en las tiendas mixtas de la población; las fiestas también van a concluirse.
III
Es más de medianoche. Algo hay, algo sucede que va picando la curiosidad.
Quién llama a cual y murmura palabras en secreto. Otros se hacen señas sospechosas
que llaman la atención. Repentinamente corre un rumor, crece, se hace alarmante, y ya sin
disimulo, sin guardar más misterio, se cuela en todas partes: penetra en los hogares; se va al
baile, desaloja la gente que estaba mirándolo del lado afuera, pasa por la sala, se introduce en
los aposentos donde están las señoras; recorre los grupos, pone en pie a los músicos; asusta a
las niñas que temblando piden sus abrigos; despierta al cura que dormía en santa paz; acude
a las extremidades del pueblo; hace cerrar las puertas que estaban abiertas; desbarata las
cantinas, partiendo por la mitad la décima que está cantando el trovador en porfía; se mete
sin respeto en la misma Iglesia, en donde ya principia alguna vieja beata los rezos del Ave
María; cruza la sabana, traspasa el monte, ocupa el campo y estalla más luego en el cañón
de alarma que dispersa a los forasteros, y prepara a la derrota a muchos del mismo pueblo.
Así acaban las fiestas y tras ellas viene… ¡la revolución!
Capítulo X
La revolución
I
De ese modo principiaron sus alarmas en Baní.
Azua –¡cuánto nos duele decirlo!– se había hecho la personificación del personalismo.
Azua, la ciudad heroica y noble que ciñó a la frente de la República la corona inmortal de gloria,
el 19 de marzo, ¡qué contrastes presenta en los cuadros de la historia patria! Ayer defendiendo
con bizarría espartana la bandera nacional, en sus caldeadas calles, en las ardientes arenas de
sus playas, en sus terruños erizados de guazábara, ¡cuántos reflejos de simpática luz! Y después…
alzando el perdón sangriento de las discordias civiles ¡cuánta oscura y tenebrosa sombra!…
204
francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
En la guerra redentora que conquista la libertad, sacudiendo el yugo de la ignominia
¡cuánto bien no siembra en su camino! ¡Qué ejemplos de virtud! ¡cuánto patriotismo, cuánta
abnegación!
Y en la otra, en la hermana bastarda, en la guerra del personalismo ¡qué de usurpaciones
no engendra! ¡qué de horrores!… ¡Hasta cuándo habrá guerra civil en los pueblos! Y si esa
guerra la provocan solamente la intransigencia y el egoísmo de las pasiones, ¡quién tendrá
perdón para ella! Como el Caín de la Biblia, merece la maldición del Cielo…
II
Azua había levantado el estandarte de esa guerra. En esta ocasión los revolucionarios no
habían asesinado al Gobernador de la Provincia. Este, acompañado con algunos partidarios
del Gobierno, llegaba a Baní huyéndole a la crueldad de los insurrectos.
Preguntar las causas que motivaban ese levantamiento era inútil. Eso era cosa muy
baladí para ocupar la atención de nadie. Preguntábase solamente a qué persona vitoreaban;
y aún esto, en aquel tiempo, parecía sandio, pues entonces los bandos del personalismo en
la República se dividían en cacoces y baecistas o azules y rojos. Si los unos estaban en el poder
cometiendo arbitrariedades y persecuciones, sin más ley que la del capricho o la de las venganzas, o sin más móvil que el de no dejarse caer, cuenta que los otros eran los revolucionarios.
Cuando éstos triunfaban trayendo por principio su bandera personalista y por doctrina el
ojo por ojo y diente por diente, se constituían gobierno en nombre de su triunfo y ejercían más
venganzas y mayor tiranía que sus antecesores.
Y no se crea que en las cortas treguas que dejaba esa lucha fratricida, el cacó o el baecista que
había usurpado el poder a fuego y sangre, o a veces por medio de una traición escandalosa,
tratara en el gobierno de cumplir con los programas escritos ni de ningún asunto de buena administración. Y si alguna vez se vio de pasada esa rara avis, porque alguno de los que formaban
parte del gabinete intentara hacer algo en bien o por el porvenir del país, o quisiera ceñirse al
mandato de las leyes, sus esfuerzos se estrellaban contra ese maremágnum de la política; y el
temor de la caída preocupaba de tal modo a los gobernantes, que los concretaba exclusivamente
a la vigilancia, a dar pábulo a la ligereza de las sospechas, a dar oído a las delaciones, y sobre
todo, a sostener la consecuencia del programa de quitarte tú para ponerme yo, que los había llevado al poder. Esta era la verdad, y aunque la verdad también era que entre los dos partidos el
cacó, y después azul, no tenía ídolo determinado, por lo que fue siempre menos intransigente,
así y todo, en semejante desorganización, tiempo le faltaba a los unos y a los otros para tomar
las arbitrarias medidas de precaución. Y cuando alguna vez no sucedía así (nunca al fin, sino
siempre al comienzo de los gobiernos), porque los unos en su liberalismo confiaban en la buena
fe de los otros, éstos se aprovechaban de esa confianza, y a mansalva principiaban a revolucionar:
la conciliación se tomaba con debilidad y el proceder generoso como cobardía.
III
El chismoteo del partidario, la denuncia solapada, los rencores mezquinos, los odios
injustificables habían encendido por todas partes el espíritu de intolerancia.
Los mandatarios de alta categoría, los jefes militares, todas las autoridades, en fin, no
respiraban en otra atmósfera; y las cárceles estaban llenas de ciudadanos engrillados o en
infames ruedas; el ostracismo y los confinamientos llegaron a ser penas leves, ¡y el patíbulo
levantaba por doquiera sus espectáculos de horror!…
205
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
—Así son los pueblos en el calor de sus divisiones –decía don Postumio, ya encarcelado
después de la época de su mando– se ciegan para entregarse a los gobiernos más déspotas;
cuando ya sin concierto se sumergen en ese extravío, no pueden vivir sino en los dos extremos:
en la anarquía o en la tiranía. Por eso hoy en nuestra República –continuaba tal vez aplicando
las frases que había leído en algún libro– vemos la tiranía representada en uno o en algunos
“que la hacen pagar el pecado de su mala conducta, acobardándola y envileciéndola para que ni
se atreva a pensar en sus libertades, ni mucho menos en gobernarse conforme a las leyes”.
Y en efecto, don Postumio, aunque participaba de las pasiones de la época, no mentía; pues
las leyes llegaron a ser un mito, y la justicia existía intransigente y severa cuando daba su fallo en
contra del personalismo caído; pero generosa, conciliadora, benigna, compasiva, contradictoria, en
fin, cuando por algún caso grave había que aplicar la ley en contra del personalismo reinante.
Así eran los gobiernos de entonces y así era la Revolución que amenazaba invadir a
Baní y al país entero.
Capítulo XI
Véase cómo empieza
I
Esa neblina blanca, en forma de nubes, con que algunas veces se visten las mañanas
de invierno en Baní, se extendía desde el Oriente envolviendo en sus gasas las lomas del
ameno valle. De ellas, las que más diseñan el hermoso anfiteatro en donde está fundada la
población, unas se ocultaban hacia el Norte, no dejando ver sino las anchas faldas de sus
vestidos; y los dos altos cerros que siguen la media herradura, tanto el que llaman Cucurucho
de Peravia, que se levanta al Este, como el otro que se inclina hacia el Noroeste, se envolvían
en la blancura de ese lino, presentando sus cúspides descubiertas; como si fueran gigantes
arropados que sólo enseñan los moños de sus desgreñadas cabezas.
A esa hora en que las autoridades dictaban órdenes militares, y en que el ruido alegre
de las fiestas se había trocado en ese ruido atemorizador de las armas que se disponen, se
limpian y se reparten para causar tal vez la muerte; si alguno se hubiera detenido frente a la
puerta entrejunta de la casita blanca de Engracia, que ya el lector conoce, situada en una de
las extremidades del pueblo, habría visto en el semblante pálido y en el cerco pronunciado
de los ojos de las dos amigas, la marca del desvelo y el sufrimiento, que les tenía amargado el corazón desde la tarde antes de la fiesta de don Postumio; y habría oído la voz, algo
conmovida, principalmente de Antoñita, cuando, en conversación ya entablada, y tirando
sobre la mesa un periódico que tenía en la mano, continuaba repitiendo:
—Sí, Engracia, sí, Engracia. Yo te lo había dicho desde la primera vez y hoy te lo repito:
no hay motivo para ese disgusto, para esa pena que te embarga. Tú hiciste mal desde la noche
del primer baile en dejarte influir por la maligna intención de esa mujer, de esa serpiente que
al morder tu corazón logró su objeto, solazándose más al verte tan abatida, hasta el extremo
de que te negaras a seguir bailando y llamaras la atención de todos en tu retraimiento. Por
eso, al sentir tu debilidad, al ejercer desde aquella noche su dominio sobre ti, ha buscado
nuevo enredo para darte tristeza; y solamente impulsada por ese espíritu de malevolencia,
que siempre la acompaña, te ha dado a leer esa carta dirigida a Enrique.
Y Antoñita al pronunciar estas últimas palabras señalaba con el dedo el periódico que
momentos antes había tirado sobre la mesa, y que era, según recordará el lector, el mismo
que Candelaria Ozán había ofrecido a Engracia, la noche de El juego del canastillo.
206
francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
—Piensa, amiga mía –prosiguió como quien se esfuerza demasiado en coordinar un
pensamiento–, piensa que si Enrique amara aún a esa joven, que tanto te preocupa, desde
luego ella no se habría resuelto a encerrarse en un convento. Esa carta te lo dice todo. Además, tu ignorabas esa historia: ni siquiera tenías noticias de que existiese en el mundo la tal
Eugenia María.
—¡Ah! verdad, verdad es –respondió con acento de profunda tristeza Engracia–, y esa
circunstancia atenúa un tanto la gota de acíbar que ha caído en el cáliz de mis amores. Pero
la idea, la desgarradora idea, de que yo haya venido a ser la causa de la desgracia de otra
mujer, no siendo yo culpable, me atormenta, me pone inconforme, me hace llorar, aunque
el examen de esa idea me deja limpia la conciencia.
No culpo tampoco a esa Candelaria –añadió casi sollozando–, ella me ha contado una
historia cierta y me ha mostrado una carta como prueba de esa historia que, a la verdad, no
hubiera querido leer jamás, ¡porque me revela lo noble, lo grande y eneroso del amor de
mi rival! Pero si ella lo hubiera hecho antes de dar mi palabra a Enrique; si Candelaria ayer,
como hoy, me hubiera mostrado esa carta, yo habría hecho lo mismo: lo amaba ya, y para
dejar de amarlo… ¡sería preciso arrancarme el corazón!
—¡Arrancarte el corazón!…
—Sí, el que ama como yo lo amo a él, ama aunque no le amen, ¡Antoñita!
Aquí la interlocutora, al sentir el fuego con que Engracia pronunció las últimas palabras,
lanzó un comprimido suspiro, y dominándose cuanto pudo, dijo, con tono de entristecida
reflexión:
—Es verdad, es verdad, el amor no tiene tarde ni temprano. Y haciendo un nuevo esfuerzo para no dejarse invadir por la misma reflexión agregó:
—Pero, Engracia, esa Candelaria, es mujer infernal que nos persigue. Si Enrique ha
amado a otra, no era a ella a quien correspondía decírtelo. ¿Quién le ha dado a esa mujer
el derecho de mezclarse en nuestros asuntos? Y además, añadiendo mentiras e inventando
cosas que no existen.
—¿Qué no existen? no, Antoñita, eso no es un invento. Esa carta, ese periódico no
dejan duda.
—Pero, ¿a qué ese empeño de que tú vieras la carta? ¿No ves claro su maligna intención?
—Sí, que la veo, pero ese no es el asunto que me importa, –contestó Engracia, en tono de
inconformidad, y revelando siempre ese espíritu de justicia que le era característico.– Como
quiera que sea, me figuro que si a mí me pasara lo que a esa pobre, mi valor no tendría fuerza
para tanto. ¡Yo me volvería loca si Enrique me olvidara! Sí, Antoñita, esa es la consideración
que hago, consideración que me atormenta como si tuviera un enorme peso encima, y por eso
no puedo resignarme. Además, yo hubiera deseado que el hombre a quien yo amo, al hacer la
comparación del amor de otras mujeres con el mío, hallara el mío ¡inmensamente superior!
—¡Ah! sí, sí, ¡inmensamente superior! –balbuceó Antoñita dejando escapar esas palabras
como suspiros ahogados que involuntariamente hubieran salido del pecho.
—¿Ves cómo esa Eugenia María –prosiguió Engracia, sin fijarse en el arrebato de su
amiga– por quien no siento, no siento, te lo juro, ni odio ni compasión, sino más bien celos
y envidia, de cualquier modo que sea, es mi rival? ¿Y la igualará yo en pruebas? Ella amó a
Enrique, y una vez que éste no la ama, se hace víctima de ese amor; desprecia su juventud;
rompe el prisma en que pudieran dibujarse los colores de otras ilusiones; olvida los placeres
del mundo; comete la barbaridad de matar con remedios el pelo que se corta para que no le
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
nazca más, afea su semblante sufriendo los dolores de las quemadas de esas tinturas para
que ni aún le quede sombra de duda a Enrique de la sinceridad del sacrificio; y así, todo,
todo, de esta manera original, se acaba para ella al recibir el desengaño.
—¡Ah! con ese espejo por delante, ¿qué haré yo para rivalizarla?… ¡ Qué desgraciada
soy! –concluyó diciendo Engracia, y al sentirse invadida por el llanto apoyó los codos en la
mesa y se cubrió la frente con las manos.
Antoñita en este momento, no pudiendo resistir la lucha que sostenía en su corazón, se
levantó de su asiento y alejándose algunos pasos:
—¡Se cree desgraciada!… y se aflige… y llora. ¡Dios mío! ¡y yo no lloro! –balbuceó
temblándole el labio, y tragándose las lágrimas que del borbotón que hervía en su interior
saltaban a sus ojos.
II
Así quedaron por algún rato en silencio, y en aquel intervalo sus imaginaciones eran
dos hornos en donde se caldeaban las ideas, que surgían al ardor de las pasiones de que
estaban poseídas.
Engracia en el mayor desconsuelo buscaba en su interior y no hallaba medios de darle
pruebas de su amor a Enrique, que se igualaran a las que había recibido de Eugenia María.
En aquella posición, con sus lindas manos en la frente, su cabeza medio inclinada, y el brillo
de sus pupilas humedecidas aún por el llanto, parecía la estatua del dolor, representada en
la lucha con el tormento de una idea; y Antoñita que había recostado el hombro en uno de
los horcones de la puerta del patio, consideraba su difícil situación, y saltando con el pensamiento el recuerdo de muchas cosas atropelladas, había llegado a las fiestas; recorriendo
en el desorden de sus ideas: la tarde de la procesión, el día del primer baile, la mañana de
la primera misa, el juego del canastillo, su desvelo y fiebre en la noche de la velada de don
Postumio, y últimamente se detuvo en la Revolución.
Ya la atmósfera de esa mañana estaba rarificada. Los rayos del sol entraban a la salita
de Engracia, hiriendo la frente de Antoñita, y coloreando su entristecido semblante; en ese
momento, con los brazos alzados y graciosamente puestos en cruz sobre el pecho, tenía los
ojos fijos en el horizonte, semejaba en aquella actitud a la pintura de una de esas vírgenes
de Murillo, que con la expresión de la mirada parece que van subiendo al cielo.
Luego repasó las lomas que le quedaban al frente; las que se acercan más a la población
con sus formas piramidales parecían al compararlas con las de atrás, torreones que guardan
la entrada de muchos castillos feudales, y los pinos de las más altas, se divisaban en esa mañana, como si fueran las filas de muchos soldados que se preparaban a tomar la fortaleza.
Pero, ¿las vería Antoñita de ese modo?
Ella estaba impresionada, es verdad, con la noticia de la revolución. Sabía que su gran
amigo don Postumio y su hermano Alfredo, y Enrique Gómez y otro joven de Santo Domingo, que aún estaba en Baní, tendrían que exponer sus vidas defendiendo la plaza. Pero su
exaltada imaginación, tal vez no estaba pensando en soldados que invadieran.
III
Entre tanto Engracia, que no había hallado la solución del problema que la ocupaba,
levantando al fin la cabeza volvió a interpelar a su amiga repitiendo:
—¡Ay! Antoñita ¿cómo podré rivalizarla?…
208
francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
—Tu amor y tu virtud sabrán rivalizarla –contestó ésta acercándose a ella y esforzándose
por dar aplomo a sus palabras–. Él, si es noble y digno de ti, sabrá comprenderte. además
tú tienes atractivos y siempre esas dotes de belleza son un arma poderosa en nosotras para
conquistarnos el corazón.
—¿Eso me dices tú a mí, Antoñita? ¿Tú no sabes que al sentir mi amor por Enrique, lo
he idealizado con la espontaneidad constante del suyo? Jamás he contado con atractivos ni
belleza. Yo lo he imaginado puro, ardiente, sin variaciones, y no puedo consentir que para
sostenerlo, haya otros recursos ni otras armas que las del mismo sentimiento que nos abraza
a los dos. Y por otra parte, ¿acaso me será grato venir a caer en las vulgaridades de otras
mujeres? ¿Inventaré la seducción poco delicada y la astucia de las pequeñeces y exterioridades para conquistar y sostener su cariño? ¿Podrá eso seducido a él? Y suponiendo que yo
lo sedujera con un poco de artificio, ¿sería eso una satisfacción para mí? No, yo le amo con
toda la sinceridad del corazón, y con todo el amor de esa sinceridad, he soñado con el amor
suyo. De otro modo no me conformo, pues no estaría satisfecha ni de él ni de mí.
—Tienes razón, sí, sí Engracia –dijo Antoñita que ya había vuelto a tomar su asiento, y
cada vez más contrariada agregó:
—La delicadeza de esos sentimientos es mía también; yo en tu caso pensaría lo mismo
y esas serían mis mismas aspiraciones.
Pero si Enrique no te ha dado motivos para incertidumbres ni dudas –añadió cambiando
de tono y ejerciendo nuevo dominio sobre sí misma–, ¿por qué te preocupa tanto el amor
que otra mujer le tiene?
—¡Ea! –respondió Engracia– me preocupo por lo que ya te he dicho. Yo hubiera deseado
que nadie ganara palmas en pruebas de abnegación y de sacrificios en aras del amor que
profeso a Enrique. Y en último, para hablarte la verdad, para vaciarte mi corazón entero, yo
quisiera lo que no puede remediarse…
—¿Y es? –interrumpió Antoñita.
—¡O no haberlo conocido, o que él no hubiera amado a nadie, a nadie antes que a mí!
Al terminar esta frase Engracia, en medio del arrebato entrecortado por el llanto, Antoñita lanzó otro suspiro y exclamó:
—¡Ay! ¡de nosotras! ¡Oh! ¡pobre de mí!… ¡Levantaba Engracia la frente con intención de interrogar a su amiga de quien al fin había notado las reticencias y los suspiros
y esa violencia interior con que desde un principio venía luchando, cuando en aquel
instante la detonación de un tiro de Rémington, y luego los gritos y carreras de gente
que se oyeron por la calle, vino a interrumpir el esparcimiento de espíritu de las dos
amigas, las cuales instantáneamente, como movidas por un mismo impulso, corrieron
a la puerta; y a las preguntas, que con extrema agitación hacen, de –¿Qué sucede? ¿Qué
sucede?– se oye la voz de una mujer que en medio de aquel alboroto y confusión, con
las manos en la cabeza, exclama:
—¡Dios mío! ¡lo han matado! ¡lo han matado! Antoñita la interroga casi gritando:
—¿A quién? ¡A quién!…
—¡A Enrique Gómez y al otro joven de Santo Domingo!…
Sin que la frase terminara, Engracia, como si le hubiera caído un rayo, da un grito y
cae al suelo; y Antoñita lanza un ¡oh!… de espanto, y queda como una estatua, inmóvil,
recostada del seto.
Fin del libro primero.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Libro Segundo
Capítulo I
Primera Parte
Enrique y Eugenia María
I
Finalizaba el mes de mayo de 1849. Después de la inmortal batalla de Las Carreras, en que
todo Baní se cubrió física y moralmente con el humo de la victoria, porque fue raro aquel de
sus hijos que no ciñera a su frente algún ramo de ese haz reverdecido de laureles que recogió
la Patria; un joven de los que más se habían distinguido en esa epopeya nacional, primero
como oficial de la compañía del valiente y casi olvidado capitán José Mojica, que maniobraba
bajo las órdenes del nunca bien ponderado coronel entonces Francisco Domínguez, del cual
asegura el veterano de nuestras gloriosas guerras, el de las páginas inmortales de Santomé
y La Canela, el general Cabral, en fin que fue sin disputa, el verdadero héroe de la reñida y
estratégica acción de El Número, y después en aquellas famosas guerrillas de sus paisanos
los dos Brunos, Bruno del Rosario y Bruno Aquino, que con unos cuantos banilejos, hicieron prodigios de valor asaltando de frente los cañones del enemigo; ese joven, repetimos,
perteneciente a una de las principales familias de la población, dijo ¡adiós! a sus padres y se
fue para la Capital, buscando el modo de obtener mejor porvenir, con la intención de seguir
viaje al Cibao, si allí no encontraba algo de provecho en qué ocuparse.
Una casa de comercio, a la que ofreció gratis sus servicios, lo aceptó; y de este modo,
dando su primera, al cabo de meses, por su conducta ejemplar y por su inteligencia y laboriosidad, le fue asignado un sueldo. Después adquirió un buen crédito, y con recomendaciones
valiosas estableció una tienda de mercancías en la Capital por su propia cuenta, casándose
inmediatamente con una joven de allí mismo.
El primogénito de ese matrimonio fue Enrique Gómez, a quien en la pila bautizaron
con el nombre de su padre.
Cuando aún era adolescente se unió en amores, a gusto y consentimiento de las dos
familias, con una niña de su vecindario; y he ahí el episodio que ofrecimos contar al lector,
cuando por primera vez dimos a conocer a nuestro protagonista.
II
Eugenia María, a causa de quien hemos visto tan entristecida y tan inconforme a Engracia, era el nombre de esa niña.
Dotada de sensibilidad y de una inteligencia muy precoz, había suspirado de amor por
él desde la edad de nueve años. El alma de Enrique también se sintió herida por esa tierna
afección. Sin comprender todavía el porqué de las alegrías y de tristezas cuando se mueven
los corazones al poder mágico y misterioso de ese sentimiento, ya ellos tenían sus motivos
de risas o de llantos.
—¡Tú no me quieres, ingrato! –decía ella con los ojos anegados en lágrimas, cuando
Enrique le escondía sus muñecas; y otras veces, cuando la reprendía con agrias palabras,
en esas querellas que por cualquier simpleza suelen armarse entre los niños, Eugenia se
entristecía tanto, y lloraba tanto, que costaba trabajo para consolarla.
Pero, así y todo, también le llegaban a Enrique los momentos de pagar su tributo en
ese cambio de las impresiones del corazón; pues comprendiendo ella el lado flaco de él,
210
francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
cuando quería bromearlo, se apartaba de su lado para ir adonde se hallaban jugando otras
niñas y niños.
Enrique se ponía furioso y sus celos se desbordaban en improperios contra ella.
Eugenia, al verlo así, tan incomodado, se reía a carcajadas, y precipitándose hacia él le
daba un golpecito cariñoso en la mejilla diciéndole:
—Te cogí, tontico, ¡fue por verte!…
De ese modo se contentaba Enrique, y después de inocentes explicaciones, se acordaban
las paces, y se ofrecían las mutuas garantías de no volver a reñir.
Así pasaban los años de su infantil edad. A menudo se les veía jugando en los patios de
sus casas, ora bajo los plátanos, o ya junto a las flores.
Allí se compartían las frutas y los dulces, que la una y el otro se guardaban para traer
a sus festines, en donde se los comían en plácido saboreo, cambiándose y distribuyéndose
por igual los bocados. Allí se mezclaban y se confundían las muñecas con los mates; los
sombreritos, vestidos de ella, con los trompos, las escopeticas y los sables de él; haciendo
Enrique de hembra muchas veces en los juegos y Eugenia María de varón.
En otras ocasiones, después de haber dado muchas vueltas en un molinete, ya cansados, en el calor de la siesta, se tendían los dos en el suelo y allí juntos se quedaban
dormidos.
Por mucho tiempo, como palomas que fueron arrulladas en un mismo nido, nunca la
una quería apartarse del otro. En la inocencia de sus juegos, en las sencillas promesas de su
cariño, en la ternura que se profesaban, se diría, si hubieran vivido en el campo y cerca de
las selvas, que en ellos estaba reproducida la imagen de Pablo y Virginia.
III
Así crecieron hasta que llegó el tiempo en que ese amor de niños se trocó en relaciones
de novios.
Eugenia María, dotada también de una extraordinaria imaginación, siempre estaba
formando castillos de oro.
Enrique al principio ponderaba con gusto esa facultad en ella; pero un día hirió su amor
propio diciéndola:
—Sabes mucho y no sabes nada.
—¿Y por qué me dices eso?
—Porque nunca te veo leer, y todas las señoritas leen para instruirse.
Ella desde entonces principió a devorar novelas y otras obras de género ligero, encontrando siempre algo que añadir al idealismo de los autores.
Cuando descubría en las historias, verdaderas o falsas, ejemplos de ardientes amores,
se solazaba en la lectura y se penetraba en los casos desgraciados de los protagonistas, que
muchas veces tenía que cerrar el libro para dar salida al llanto que inundaba sus mejillas.
Nerviosa hasta lo sumo, se identificaba con facilidad a las heroínas de su agrado, y hacía
sus comparaciones y deducía sus juicios.
Safo, arrojándose al mar por la ingratitud de Faón, no tenía por su alma un atractivo
tan grande como Eloísa sacrificada por Abelardo. Hablaba de la pasión de Eloísa como si se
sintiera capaz de hacer lo mismo en un caso igual.
En Romeo y Julieta no convenía con la desgracia de los dos amantes. Ella hubiera prolongado la escena del jardín, y hubiera repetido otras muchas parecidas.
211
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
—¿Por qué matarlos tan pronto? –se decía–. ¿Acaso el amor tierno, ardiente, sublime,
no puede tener duración en la tierra?…
Pretendió al principio reflejar sus amores en las inocencias de los idilios. Después, cuando su sencillo sentir fue haciéndose romántico, acaso por causa del carácter cada día más
indeciso y caprichoso de Enrique, pasó a considerar las exageraciones de la lectura de las
obras como cosas naturales y posibles.
Tuvo envidia a Carmelita asfixiada en los brazos de Colomban, y llegó a soñar con esa
muerte, hija sólo de la imaginación de Dumas, pareciéndole la cosa más sublime.
Un día, leyendo El Trovador, de García Gutiérrez, le dijo a Enrique en amoroso arrebato:
–Ven a las rejas de mi ventana esta noche con tu guitarra, despiértame con tu canto y yo te
guardaré flores y te daré mis besos.
IV
En cuanto a Enrique, desde la edad de quince años, y no habiendo recibido sino muy
escasa instrucción, se dedicó al comercio al lado de su honrado padre. Así como éste, andando
el tiempo, se hizo hombre de negocios; y su profesión, y luego el trato de otros jóvenes de
ideas y costumbres más a la moda, cambiaron la modestia de sus sentimientos. Despertóse
en su alma el deseo de figurar en los bailes y reuniones de alto tono y llamar la atención de
las señoritas de más rango, como uno de los dandys más elegantes de la ciudad. Consiguiólo
en efecto: se aprendió de memoria versos; cantaba canciones eróticas punteando la guitarra, y también se dio a leer unas cuantas novelas, según era la costumbre de entonces, para
poder echarla de erudito en las tertulias que frecuentaba. De este modo, ¡quién lo creyera!
se fue apagando en su corazón el amor que tuvo a la humilde Eugenia María. Ésta por lo
contrario mantuvo siempre viva la llama de su pasión. En ella, por desgracia, llegó a ser
como parte de su misma naturaleza. Tanto era así, que no siendo bonita, podía con aliños y
atavíos embellecer su físico, y ella, desde temprano, descuidó por Enrique hasta los afeites
de esos auxiliares del tocado; cosa que por nada ni por nadie sacrifica una mujer. Sus trajes
eran sencillos, su andar y sus movimientos carecían de afectación; y apenas si ya se acordaba
del manejo artístico del abanico, lo que por instinto aprenden y saben las mozuelas cuando
se van haciendo señoritas. Esto y otras cosas parecidas le vinieron a Eugenia María desde
una tarde de pascuas en que habiéndose acicalado mucho le dijo Enrique:
—Me gusta en todo la naturalidad, y me repugnan las mujeres apegadas a esas modas
y a aliños que no hacen más que hacerlas perder el tiempo al espejo.
Esta salida extemporánea del amante hizo cavilar a Eugenia; pero como para ella
hasta los caprichos de su prometido eran leyes, tomó con todo rigor esas palabras, y desde aquella tarde las aplicó a su modo de ser sin que su espíritu recibiera ninguna clase
de violencia. –Por otra parte –pensó ella–, ¿de qué valdría para contentar la satisfacción
de mi amor, ni el lujo ni los afeites ni aún la misma hermosura? –¡Infeliz! ¡Aunque era
inteligente en sumo grado, no conocía el valor que tienen las vanidades del mundo en
esas exterioridades! Así fue que en ese descuido en el vestir, en esa poca presunción, llegó
otro día en que Enrique (pero en esta vez sin decírselo a ella) la vio con su traje sencillo,
sin adornos de moda, y sintió tal repugnancia, que se dijo en su interior: –¡Qué mujer
tan cursi!… No puede negar que no tiene el roce de la sociedad. Y a esta reflexión añadió
otras muy desfavorables a Eugenia María, encontrándole muchos defectos, sin detenerse
a considerar ninguna de sus virtudes.
212
francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
Entre tanto, y a pesar de lo expuesto, los ojos de ella seguían fijos en lo grande, en lo
alto; no se bajaban a ver lo pequeño de esas contradicciones; ocupado su pensamiento en lo
esencial, no se detenía en lo accesorio. En el romanticismo de su espíritu, en ese ahínco que
tenía de leer libros y filosofar sobre lo sublime, la muy simplona creía que su ideal estaba
realizado y que para sostenerlo no necesitaba sino el fuego de su pasión.
Siempre espiritual, ¿qué le importaba lo físico? Siempre remontando su alma a elevadas
regiones, ¿qué le importaban las miserias de la tierra?
¡Siempre pura, siempre llena de tiernos afectos para con él, un solo día, un solo
momento, no dejó decaer sus ilusiones, evocando de continuo, junto al ser adorado, el
ángel de la felicidad que ella veía acercársele sonreída en esos delirios de sus ensueños
engañadores!
V
Así confiada en su dicha, sin sospechar desengaños, seguía dando vuelo a las expansiones de su amor, hasta que llegó el momento en que esos requiebros de novios, esas quejas
mezcladas de suspiros, esas ternuras del corazón, fastidiaban de tal modo a Enrique, que le
parecieron exagerados romanticismos, y últimamente se rebeló contra ellas, diciendo que
eran escenas ridículas propias de comedias.
Las demostraciones de lo sensible son así: caen en el alma según la disposición en que
ella se encuentre al recibirlas.
Después de esta época de disgustos para Eugenia, fue pasando el tiempo, y Enrique cada
vez más frío, acabó por no frecuentar su casa con la solicitud de antes; ella, ¡la pobrecita!, se
perecía entonces con mayor afán por complacerlo; pero todo lo que a ese propósito hacía le
daba resultados negativos. Enrique llegó a ser un misterio, una viva contradicción.
—¡Qué haré, Dios mío! –se preguntaba Eugenia entregada a las cavilaciones más ardientes, sin atinar la causa de esa variación.
Ella imaginó cuanto pudo para hacerse grata a los ojos de él; pero todo fue inútil. La
indiferencia con sus desdenes es la cosa más terrible…
En ese estado de inquietud, entre las amargas dudas que la llenaban de zozobra y la
entristecían profundamente, la sorprende una mañana una carta, junto con un paquetito
también de cartas, en donde venía el retrato de ella. ¡Qué impresión de dolor tan agudo recibió!… Enrique, en la carta, daba por concluidas las relaciones, pretextando que lo habían
impulsado a tomar esa resolución (que él llamaba irrevocable) los sinceros sentimientos de
su corazón, que no le permitían entretenerla por más tiempo, en unas relaciones sin objeto
para ella, puesto que él se había convencido que no podía hacerla feliz…
De esta bonita manera es muy cómodo salvar un compromiso de familia, marchitando,
tal vez para siempre, el corazón y el porvenir de una joven.
Eugenia María al recibir ese golpe se enfermó y tuvo accesos de locura. Pasó días casi sin
comer, suspirando en el rincón de su aposento, y escribiendo a Enrique cartas apasionadas
y conmovedoras.
Al principio recibió contestación de algunas, que por cierto, con el estribillo aquel de “no
puedo hacerte feliz”, y otras hipocresías desprendidas de ese simulado juicio, no sirvieron
más que para aumentar su amargura y hacerla derramar muchas lágrimas en desvelos continuos. Por último, perdida ya la esperanza de atraer al ingrato amante, en su desesperación,
se le ocurrió decidir el problema de su vida.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Capítulo II
Su reclusión y su carta*
I
Había llegado el mes de octubre, en el año precisamente de las alegres fiestas que después se sucedieron en Baní. El lector, si tuvo benevolencia, tal vez, ha leído su descripción
en el primer libro de esta historia.
En una mañana de ese mes, Eugenia María, sola en su aposento, al ponerse en pie, después de haber estado mucho tiempo de rodillas orando delante de la efigie del Crucificado,
exclamaba con las palabras de los apóstoles: “Señor, auméntanos la fe”, y añadía con la
humilde resignación de una santa: “Para que se verifique en mí el milagro de ser feliz en mi
retiro, sabiendo que él es feliz con mi rival”.
Desde que Enrique la olvidó, ella se había entregado con ardiente anhelo a la religión.
Vivía apartada de las cosas mundanas, y hasta evitaba el trato con las personas de su
amistad. Su mayor placer estaba en su retraimiento. Seguía la máxima evangélica: “Contristaos en la soledad”.
Allí, en el rincón de su casa, derramaba sus lágrimas, sin que nadie las viera. Para su
corazón eran fuentes de purísimo consuelo.
No soltaba de las manos las obras devotas. Había leído muchas veces El genio del Cristianismo. Repasaba diariamente algún libro de la Biblia, empapándose mucho en Los cantares,
de Salomón; se había aprendido de memoria los versos de Santa Teresa de Jesús y muchas
de las máximas de Kempis en la Imitación de Cristo, principalmente las del capítulo titulado:
Del maravilloso efecto del divino amor.
Solía entusiasmarse cuando leía en ese capítulo:
“No hay cosa más dulce que el amor, nada más fuerte, nada más alto, nada más ancho,
nada más alegre, nada más lleno, ni mejor en el cielo ni en la tierra; porque el amor nació de
Dios, y no puede aquietarse con todo lo criado sino con el mismo Dios”.
“El que ama, vuela, corre y se alegra, es libre y no embarazado”.
“Todo lo da por todo; y todo lo tiene en todo; porque descansa en un Sumo Bien”…
Y así siguiendo los inspirados versículos, se enternecía con arrobamiento al llegar a éste:
“Dilátame en el amor, para que aprenda a gustar con la boca interior del corazón cuán
suave es el amar y derretirse y nadar en el amor”.
Y terminaba repitiendo estos dos últimos:
“El que no está dispuesto a sufrirlo todo, y a hacer la voluntad del amado, no es digno
de llamarse amante”.
“Conviene al que ama abrazar de buena voluntad por el amado todo lo duro y amargo,
y no apartarse de él por cosa contraria que acaezca”.
II
En la oración se pasaba horas enteras. ¡Qué consuelo tan grande hallaba en ella! ¡Qué
bálsamo tan dulce para las heridas de su alma! –Por eso los tristes, los afligidos, los desgraciados tienen ese tesoro, que no agota su caudal –decía hablando de la oración.
*En El Eco de la Opinión n.º 6 se halla publicada otra carta de Eugenia a Enrique en la que también se despide de
él; y cuya carta fue la que Candelaria Ozán hizo leer a Engracia, enviándole el periódico, como ya se ha visto.
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
Al fin se dispuso a llevar a cabo el pensamiento por tanto tiempo apacentado, cuando
supo los detalles de los amores de Enrique con Engracia, y al enterarse de que Engracia era
de familia pobre como ella, y de la proverbial modestia que la adornaba, y de su virtud y
belleza, y de lo muy loco que estaba Enrique con su amor, y de lo mucho que ella lo adoraba,
dejó de llorar; apareció en sus labios la sonrisa; en su mirada ese reflejo de luz que dice: “Mi
alma está gozando”, y en su semblante se veía esa serenidad, especie de satisfacción, con
que el mártir para dar su prueba llega al altar del sacrificio.
Un día antes de despedirse del hogar de sus padres para entrar al asilo de la caridad,
escribió a Enrique por última vez una carta, llena de ese misticismo en que estaba sumergido
su espíritu, en la cual le daba su último adiós.
III
“Idolatrado mío: Amo hasta tu desprecio y en él se santifica más mi amor. Si me odiaras,
también te amaría. Tú eres mi vida, eres mi luz, eres mi Dios.
“¿Qué más haré por ti? Sé que amas a otra mujer: el cielo la bendiga… De ella será la
dicha de poseerte. Yo no soy digna de tanto. Conociéndome a mí, valorándome yo, comparándome con el amor que te tengo, sólo serviría para ser tu esclava…
“Porque he sabido que tú la amas a ella, yo la amo también. Si yo soy tú, ¿por qué no
sentir lo que tú sientes?… ¿Por qué dicen que el amor es egoísta? ¡Mentira! ese será el amor
que se relaciona solamente con la tierra: el mío para ti está en consorcio con el de los cielos.
¡Salió puro de las urnas del alma y puro ha quedado en su crisol.
“Me dicen que la escogida se llama Engracia; que tiene corazón de paloma; que es buena
como una santa y candorosa como un ángel; que vive en Baní y es bella y está dotada de muchas gracias… ¡Ah! ¡quién hubiera sido ella!… ¡Ojalá sean felices! ¡Yo lo seré también!…
.....................................................................................................................................................
“Me alejo del mundo, no como la desgraciada que se resigna, sino contenta y satisfecha.
“¿No creías que fuera capaz de hacerlo? Y sin ti ¿qué hago en el mundo?…
“¡Ya está resuelto! Me retiro a la Beneficencia. Vestiré el hábito de la hermana de la caridad, para servir haciendo el bien, para orar edificando mi espíritu: todo ofrendándolo a
ti. Desvestir lo humano para llevar el amor a lo divino, es levantarse sobre las Eloísas y las
Julietas, es compararse a algo más puro, a algo más sublime.
“Yo no quiero verte. Ayer rompí tu retrato. Y, ¿para qué necesito verte? En el santuario
de mi corazón estarás patente; y el fuego de mi fe y la luz de mi esperanza estarán siempre
allí encendidos.
“Cuando en el silencio de la noche te invoque, tú vendrás a mi interior, y sentiré tu voz
que me hará estremecer de júbilo.
“Allá en mis altares levantaré mis oraciones, y tú serás el ángel que la conduzca al
cielo.
“La Eucaristía, esa transustanciación que encierra un misterio, dejará de serlo para mí.
Al comulgar recibiendo la hostia que regenere mi espíritu, el misterio de la dualidad, del
hombre Dios lo veré sencillo al sentirte a ti en mí. Yo ofrendaré en él mi amor; y así estará
claro el símbolo incomprensible, que por encerrar en sí la contradicción de la parte en el
todo y del todo en la parte, el sabio no ha sido capaz de explicar…
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
“Amado mío, seré tu esposa aunque tú no lo quieras. Me llevo al altar el velo del desposorio. Mi alma estando con Dios está contigo. Pues ¿qué es el amor sino atributo de lo
infinito? ¿Y qué es ese atributo sino el infinito mismo indivisible? ¿Y qué es lo infinito sino
Dios?…
“¡Ay! si me inspirara en el estro de Santa Teresa de Jesús, cantaría como ella, en versos
místicos, el amor que te tengo en el amor divino.
“Mañana estaré en el retiro, y ya no te veré más en el mundo. Sí, te veré siempre,
porque reflejada está tu imagen en el espejo de mi alma. Eso me basta. ¡Después queda
lo porvenir! ¡qué grande es lo porvenir!… La muerte es la vida; delante hay una eternidad: nos volveremos a ver ¡Adiós!”.
Tuya,
Eugenia María.
V
Esta carta, inspirada por uno de esos enajenamientos que la vehemencia de la pasión
produce, fue bien pronto para Eugenia María motivo de cruel tortura. Y en efecto, al haber
sido conocida, habría bastado para que la Iglesia no admitiese a la aspirante entre las vírgenes del Señor.
En cuanto a Enrique, aunque conocía el carácter honradísimo de Eugenia, incapaz de
una ficción, dijo que era efecto de romanticismo; y guardándola tranquilamente no detuvo
un instante más su pensamiento en ella.
Como ya se sabe, Enrique había perdido de un todo ese amor tierno con que quiso a
la enamorada de su infancia; otras ideas y otros sentimientos habían invadido su corazón.
Eugenia María realizó su ideal realizando el sacrificio.
Capítulo I
Segunda Parte
Tras el crimen… la fuga
I
El Comandante de Armas, o sea don Postumio, que en esa época frisaba en los treinta
años de edad, al recibir la noticia del levantamiento de Azua, se impresionó bastante; no
porque fuera un hombre falto de valor, sino porque alentaba la ilusión de que la paz, en
aquel gobierno, al que con tanto entusiasmo prestaba sus servicios no sufriría esas alteraciones. En los primeros momentos de su indignación, se expresó con mucha dureza contra
los enemigos y habló de prender y poner grillos, cosa que no acostumbraba; pero luego
se conformó con repetir las frases tan de moda entre nosotros, de idénticas circunstancias;
frases que emplean el mismo tono justos y pecadores: –¡Ah! país, qué país, ¡tan perdido!
¿Quién puede con este país?…
Desde esa misma noche desplegó don Postumio una actividad poco común en él. Dictó
muchas órdenes, y en la misma madrugada hizo que se disparasen los tres tiros de alarma.
Antes que amaneciera reclutó toda la gente que pudo encontrar en la población; y acuartelándola en la Comandancia, le distribuyó los fusiles viejos y algunos tres o cuatro remington
que estaban depositados en la casita de cal y canto que sirve de cárcel y arsenal en Baní.
Satisfecho de lo que había realizado en el término de tan pocas horas, resolvió ir a su casa a
beber el café y a comer un pedazo de pan, recomendando el orden y la disciplina. Pero como
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
desgraciadamente ésta se había perdido hacía mucho tiempo, no sólo en Baní, sino en toda
la República, sucedió que Felipe Ozán, el insidioso Felipe Ozán, con el deseo de distinguirse
y, más que eso, guardando siempre rencor a Engracia por lo que ésta le había hecho en el
asunto de Antoñita, de motu proprio y dándose las ínfulas de jefe, tan pronto había vuelto
las espaldas don Postumio, se acompañó de cuatro soldados y condujo a la Comandancia
de Armas, en calidad de presos, a Enrique Gómez y a otro joven de la Capital que estaba
junto con él hospedado en casa de don Antonio Díaz.
II
Los ojos de Felipe habían caído con torcida mirada sobre este joven, desde una vez que
su tía Candelaria, con la vulgar desenvoltura de su lenguaje, le había dicho:
—Felipe, eres un tonto, ¿no adviertes que esa perrilla de Antoñita va perdiendo los
cascos por el santominguero?
—¡Ah!… ¡demonio! –contestó Felipe dándose una palmada en la frente–. ¡ya había tenido
yo ese presentimiento!… había pillado miradas de ella a ese Enrique…
—¿Cómo? ¿estás loco? te hablo del otro… De ese otro a quien le sirve de alcahuete el
sinvergüenza de don Antonio.
Candelaria, como toda la gente ordinaria y de mala índole, no soltaba de la boca los
groseros calificativos; y principalmente los prodigaba cuando se refería a don Antonio;
hacía tiempo que lo odiaba, como ya lo hemos dicho, a causa de los celos que por Enrique
la comían el alma.
Y aunque Felipe no ignoraba la amistad con que se trataban don Antonio y don Postumio
amistad que era conocida de todos en el pueblo, pues don Postumio había sido siempre un
caluroso defensor de los intereses y de la conducta de don Antonio, tantas veces vituperada,
como lo verá luego el lector, aprovechó la oportunidad que le ofrecía aquel momento.
—Haga yo mi gusto ahora, ejerza mi venganza, y poco me importa lo que suceda después –se
había dicho Felipe, estimulando los instintos de su maldad para llevar a cabo su resolución.
Al llegar los jóvenes a la Comandancia, preguntaron por don Postumio, y al saber que
éste no se hallaba allí, y al oír las palabras que el Ayudante de Plaza dirigía a Felipe, salvando
su responsabilidad en la prisión de ellos, comprendieron desde luego que esa prisión era
obra exclusiva de Felipe y resolvieron acto continuo marcharse. Felipe quiso impedirles el
paso, y como ellos forcejaran, mandó ¡firme! a la guardia, preparando su revólver con tales
alharacas y gritos, que uno de los hombres que lo había acompañado a conducir a Enrique y
a su compañero, y con quien parece que Felipe se había combinado para el desorden, disparó
de intento, en aquella confusión, su Rémington, y salió un tiro que hirió a Enrique y causó
la muerte de un pobre muchacho de los que estaban acuartelados.
III
Don Postumio –que a la sazón se hallaba tomando el desayuno en su casa–, al oír la detonación que produjo aquella alarma de gritos y carreras por las calles y que fue creciendo,
creciendo de una manera extraordinaria hasta llegar a donde Engracia y Antoñita estaban,
según lo hemos referido, levantándose de la mesa con el pedazo de pan en la boca y sin haber
acabado de tomar el café, echó mano a su rifle y acudió apresuradamente a la plaza.
Fue necesario que se armase de extraordinaria serenidad para resistir el oleaje de gente
que venía a encontrarlo. Aquel ruido, aquella vocería, aquel grupo de hombres alborotados
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
que corrían chocándose los unos con los otros y estallando en ternos y juramentos, aquella
agitación en fin, era una especie de desbordamiento; parecía el estruendo del mar enfurecido
en medio de una tempestad.
—¡Calma, señores, orden! –gritaba don Postumio, y apresuraba el paso para llegar pronto
al sitio donde se había cometido el crimen. A sus espaldas no dejaban de mortificarlo con
palabras descomedidas y pidiendo justicia.
En aquel instante intentaban algunos levantar del suelo el cadáver de la víctima para
llevarlo a la casa de sus padres, y otros se oponían gritando desaforadamente:
—¡No se lo lleven, déjenlo para que lo vea la autoridad! –y entre exclamaciones de amenaza se oía la voz de Felipe Ozán:
—No, no… ¡con mil diablos!… ¡que se lo lleven!
Felipe trataba de imponerse de ese modo, fingiendo indignación, y echando la culpa del
desorden y la muerte del pobre recluta a Enrique y al otro joven de la Capital.
Algunos que no tenían tiempo de informarse de cómo había ocurrido aquello en el primer
momento, hacían coro a Felipe lanzando imprecaciones contra las víctimas.
Por otro lado se veía a Enrique chorreando la sangre de su herida, y rodeado de otro
grupo que se empeñaba por apartarlo de allí:
—¡Abran paso, señores! –acababa de decir una mujer que se acercaba, y que venía con
la respiración jadeante, sudoso el rostro; con los ojos desplegados que lanzaban las chispas
del gato montaraz; con el moño medio caído sobre los pliegues de una manta colorada que
le envolvía el pescuezo y los hombros. Aquella mujer, que se aparecía allí con el aspecto repugnante de una arpía, empujó y atropelló a todo el mundo hasta aproximarse a Enrique:
—¿Quién te ha herido? –le interroga, abrazándolo de improviso y manchándose el vestido con su sangre.
—¿Y me preguntas? –contesta Enrique rechazándola, con el brusco movimiento del que
se siente una víbora encima.
Candelaria, a quien de seguro habrá conocido el lector, vuelve sobre él y le dice en tono
suplicante: –Ven conmigo, ven a mi casa, yo te salvo, yo te curo.
Enrique la rechaza otra vez con mayor actitud, repitiendo:
—¡Infame! ¡Infame! ¡aparta!… ¡Señores, por Dios! quítenme a esta mujer, ¡boten a ese
demonio!…
Candelaria muda de aspecto, su color cobrizo se vuelve ceniciento, y como una fiera le
lanza una mirada. Si ella hubiera podido lo devora en aquel momento.
—¡Maldito! tú sabías… –exclama apretando de rabia los dientes, y vuelve la espalda
buscando los ojos a su sobrino Felipe.
IV
A ese tiempo, don Postumio que ya se había enterado del motivo de aquel desorden,
procedía a prender a los culpables; pero éstos, que estaban prevenidos, remington en mano
y galán galán, como decimos por acá, dieron de su insolencia y se fugaron. Imposible fue a
pesar del esfuerzo tardío de don Postumio, darles alcance. Cuando volvieron los soldados
y oficiales que les habían echado detrás, diciendo que Felipe y su cómplice en la huida iban
gritando: –“¡Abajo don Postumio!… ya lo cogeremos… a ese boqui-muerto. ¡Él sabrá lo que
es cajeta! ¡Hijo de la grandísima…!” y otras cosas por el estilo. don Postumio desató su
indignación desahogándose así:
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—¡Eso es! ¡Ah! ¡país! ¡Ya sabía yo! Se fueron… ¡Y no lo quieren creer!… ¡Es el país más
perdido del mundo!… ¡Vean ustedes, señores! –exclamó dirigiéndose a los grupos que aún se
encontraban allí–, ¡tras el crimen la fuga, es decir: la víctima sin obtener justicia, la autoridad
burlada, los criminales, a más de quedar impunes, convertidos en una amenaza. Y luego, si
triunfa el desorden, entonces en sus gobiernos de desgobiernos, les dan la recompensa! ¡Y
no lo quieren creer! –añadía recalcando mucho la frase, y con un movimiento afirmativo de
cabeza como quien se siente muy convencido de lo que expresa–, esas son las consecuencias de esas guerras de partidos personalistas, sin que la Patria haya logrado, una sola vez
siquiera, la esperanza de alcanzar el bien!…
V
Agravándose después de más en más la situación en Baní, la autoridad de don Postumio
se iba haciendo cada vez más pálida. Él seguía dictando órdenes para ponerse en estado
de defensa; pero muy pocas de esas órdenes eran ejecutadas. Solamente las cumplían los
correos expresos que enviaba al gobierno para pedir recursos de armas y dinero. Su autoridad, efectivamente, se redujo a envío de esos expresos a la capital. Baní, que siempre se
había distinguido por su lealtad y donde nunca se conocieron la traición en política –que ya
iba invadiendo por todas partes– ni el interés de servir únicamente por el dinero, que a la
verdad no estaba entonces tan generalizado, y que después ha dado muerte al patriotismo
en la República; Baní, decimos, también principiaba a corromperse, siguiendo la moda del
engaño y la falsía.
He ahí por qué cuando corría la voz de que alguno de los expresos había vuelto, trayendo
buenas noticias contrarias a la revolución, y dinero para pagar las raciones, se llenaba de
gente el cuartel y la plaza.
Entonces todos eran protestas de adhesión al gobierno, hasta de los mismos que en el día
anterior habían llenado la casa de Candelaria Ozán, haciéndole las mismas demostraciones,
para ponerse en bien con los revolucionarios.
Y de esos cambios no estaban exentos, por cierto, muchos de los que se daban por amigos
del orden, y aún por amigos personales de don Postumio.
¡Cómo simulaban la dualidad de su papel! ¡Cómo sufrían la flagelación con que la lengua
de aquella mujer hería las reputaciones de don Postumio, de don Antonio Díaz, y de otros
hombres honrados del pueblo!
¡Qué poder tan insinuante es el de la política! ¡Cómo penetra su filtro en pueblos corrompidos, acobardando y envileciendo a los hombres!
A pesar de su experiencia, caía don Postumio en el lazo, y muy orondo arengaba a
los oficiales y soldados estimulándolos a la defensa del Gobierno, y rogándoles que no lo
abandonasen. Algunos de entre aquella muchedumbre le ofrecían lealtad y lo vitoreaban,
vitoreando al mismo tiempo al Presidente que estaba en el poder. Uno decía:
—Comandante, yo muero por usted, cuente conmigo.
Otro gritaba:
—¡Viva don Postumio! ¡Aquí no consentimos más jefe que don Postumio!– Y los más
repetían haciendo coro:
—¡Sí, sí, nuestro hombre es don Postumio!
Mientras que una voz aguardentosa rastreaba lo siguiente:
—Ojalá lo hicieran Miiinistro…
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Don Postumio, halagado en su vanidad, se hacía más largo en sus dádivas y promesas;
y bajo la agradable impresión en que se hallaba, se iba a dormir en sus laureles. Al despertar,
cuando volvía a la Comandancia ya no encontraba gente con qué poner una sola guardia.
Entre tanto, las noticias de la Revolución eran a cada hora más alarmantes.
Capítulo II
Luchas
I
Habíanse transcurrido ocho días después de la huída de Felipe Ozán.
Don Postumio, a pesar de sus prédicas y amonestaciones para que la gente se mantuviera reunida en el cuartel y la Comandancia de Armas, no había podido lograrlo. Su mala
situación se acentuaba cada vez más.
—¡Crea usted en pueblos! ¡crea usted en amigos! –terminaba diciéndole, en esa mañana,
don Antonio Díaz, después que también lo impuso de un complot que se tramaba en casa
de la tía Candelaria para cogerlo vivo o muerto cuando se acercaran los azuanos.
Para don Postumio fue ese el más terrible de los desengaños. Él, que había ponderado
tanto la lealtad de sus banilejos, incapaces de cometer una acción villana; él, que tan satisfecho había estado siempre en la creencia de que ellos jamás lo abandonarían en una situación
comprometida; él, que así lo había asegurado al Gobierno, y que así lo había proclamado a los
cuatro vientos, se vio acometido por una ráfaga de indignación al saber aquella infamia.
—¡Canallas! –dijo–, ¿por qué se extreman conmigo? ¿No los he defendido siempre, aún
a trueque de mi propia reputación? ¿No he librado a muchos de las persecuciones? ¿No he
procurado para todos el bien por cuantos medios ha sido posible? ¿Por qué se extreman
conmigo? ¿Se han portado ellos con nadie de esa manera?
Y, en efecto, don Postumio tenía razón; hasta aquel entonces, nunca en Baní la autoridad
se había visto tan desdeñada y tan sola. En los cambios de gobierno, es verdad, la persona
que revestía ese carácter era despojado de él; pero conservando siempre, hasta el último
momento, ese prestigio que le daban el respeto y la consideración.
—Pero, ¿qué ha de esperar usted de gente ignorante que ve la debilidad del gobierno
con sus enemigos y que sabe que cuando ellos cogen batuta está teso el chicote? –replicó
don Antonio, que sin embargo de no ser político de color subido, había puesto sus simpatías
del lado de don Postumio, y no se conformaba con que los otros llevasen esa ventaja tan
desproporcionada. Él, que no podía convenir con esa lenidad, y a quien se le había metido
entre ceja y ceja que ella era la causa de las revoluciones, terminó diciendo:
—Así no lograrán ustedes nunca tener paz, ni podrán gobernar este país.
Don Postumio que se mantenía en sus trece, al tocarle esta cuerda se apresuró a contestar:
—¡Cómo debilidad! ¿quiere usted que nosotros nos igualemos a los malos, persiguiendo
y atropellando por un quítame allá esas pajas? ¿Es decir que según usted y otros que piensan
como usted, están condenados los dominicanos a vivir bajo el yugo de una tiranía?
—¡Hum!… yo no sé qué diga… pero el caso es… –murmuró don Antonio, moviendo la
cabeza afirmativamente y recalcando mucho el pero al concluir la frase.
—No, no, yo no admito tan en absoluto esa doctrina; hay que luchar contra ese extravío
de sindéresis –repuso el Comandante de Armas–. Aunque la República esté hoy perdida, es
necesario luchar; y sobre todo, aquí en Baní…
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—Sí, aquí en Baní, en donde maquinan un complot para matarlo a usted, y creen
en las ofertas de una mujer como Candelaria Ozán –dijo don Antonio, con intención
marcada, no dejando concluir la frase de su amigo; y al notar que éste permanecía en
silencio, añadió:
—Yo sé que esa mujer le tiene a usted odio de muerte, como me lo tiene a mí, porque
hice que el pobre Enrique no volviera a pisar las puertas de su casa. Desde que lo supo, juró
venganza; pero yo estoy prevenido, y si Dios quiere, no caeré en sus garras.
Don Postumio –que a pesar de su indignación, no podía prescindir del afecto que le
tenía a su pueblo, y que aunque fuera por amor propio, deseaba siempre hallar medios
de justificarlo y de justificarse él, para que no le echaran en cara su política tolerante y su
alucinamiento de hombre tonto que se dejaba embaucar–, tomó pie de lo que había dicho
don Antonio, y echó la culpa de lo que ocurría a Candelaria y a dos o tres personas más que
habían llevado a Baní esas ideas de malevolencia; y habló de la corrupción de la República,
y de la poca constancia de los gobiernos en sostener sus programas liberales; terminando
por sacar limpios de pecado a los banilejos.
II
¿No se sucedían con frecuencia las revoluciones en el país? Y ¿cuándo hubo que lamentar
desgracias en aquel pueblo? Ellas pasaban por allí sin que los tiros vinieran a ensangrentar
su suelo, ni a turbar el reposo de las familias. Pero en esta ocasión, parece que se quería
seguir la perniciosa costumbre de otros lugares. Lo moral es tanto o más contagioso que lo
material. La mala semilla regada invade rápidamente todo el terreno. Candelaria Ozán no
era de Baní, pero como ya lo hemos dicho en otro lugar, hacía algún tiempo que había fijado
allí su residencia. Ella enseñó a que se abusara de la política tolerante, se rió de las prácticas
liberales, y burlándose de la autoridad había conquistado a los soldados, aconsejándoles
la deserción. Después mandó expresos a los revolucionarios excitándolos a que atacaran la
plaza que se hallaba indefensa. Su sobrino Felipe se había atrevido, con otros más, a tirotear
una noche en los alrededores de la población. No acostumbradas a tales zozobras, un miedo
pánico iba apoderándose de las familias. Muchas de ellas abandonaban sus casas para irse
al campo, donde se creían más seguras, y con el fin de evitar el peligro que las amenazaba a
la entrada de la tropa invasora. Solamente nuestras dos heroínas aparentaban no participar
del pánico general, y se empeñaban en permanecer en el pueblo.
Engracia, a causa de la herida de Enrique, no había podido desahogar su corazón… ¡tenía
tantas quejas!… ¡tantas cosas que decirle! ¿Cómo volver la espalda y dejarlo?
Sus hermanas, en algunos momentos se llenaban del miedo que cundía por todas partes, y casi decidían a la madre a seguir el ejemplo de las otras familias; pero Engracia con
esa dulzura de voz que penetra hasta el fondo del alma cuando hacía una súplica, volvía a
conseguir que no se movieran de casa.
III
La pobre muchacha había sufrido mucho, mucho, después que se cercioró de los amores
de Enrique con Eugenia María.
El relato de esa historia mató sus ilusiones, nubló el cielo de sus esperanzas, envenenó
las flores de su vida, despertó en su alma sentimientos de envidia, de celos, de egoísmo, y
traspasó, en fin, como una flecha, lo más sensible de su corazón.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Aquel periódico, que le envió intencionalmente Candelaria, había causado en ella una revolución. Desde aquel día no comió con gusto, ni durmió con sosiego, ni vivió sin penas.
¡Eugenia María, sacrificándose de una manera tan noble, tan generosa, tan abnegada,
por el amor que tenía a Enrique! Eso no la dejaba tranquila un momento.
Aquella carta tan sentida, tan apasionada, tan conmovedora, en que se despedía de él,
con la ternura y resignación de una mártir, y en la que le deseaba las felicidades de su nuevo amor, la había leído Engracia, dos, tres y más veces, a pesar de que hubiera querido no
haberla visto nunca. Siempre que la leía se preguntaba con el mayor desconsuelo:
—¿Seré yo culpable? ¿Habré venido yo a causar la desgracia de una mujer buena?…
¿Pero, busqué yo a Enrique? ¿Me he valido de medios indignos para alcanzar su amor?
¿Sabía yo tampoco que él amara a otra, ni que ésta lo amara a él?… ¡Ay! ¡Dios mío! y si es
verdad lo que dice esa Candelaria, que el padre y la madre de Enrique me odian y me maldicen, ¿qué será de mí?… Pero en amándome él –se decía, como sacudiendo el peso de todos
esos pensamientos tristes–, ¿necesito yo de otra cosa?… ¡Ah! ¡Enrique! ¡Enrique! ¿también
conmigo serás un ingrato? ¡Quién sabe!… No, no puede ser. ¿Por qué pienso en eso?– Y al
hacerse esa pregunta, se llenaba de aflicción, y, arrepentida, exclamaba:
—¡Yo soy la ingrata, pobre Enrique! ¡perdóname! ¡Y estar herido! Y no poder verle,
y no haber podido hablarle, sino aquella noche en que a despecho de Antoñita me fui
a casa de don Antonio… Hasta eso, por mi mala suerte: no hallarse Enrique en su casa
de familia. ¡Y dirán que no es fatalidad!… ¡Cuánto me habrán murmurado en el pueblo
por haber ido a esa casa! ¿Pero, Dios mío, qué crimen hay en eso? ¿No fui yo con mi
madre?… ¿Se me quita algún pedazo? Estoy segura, segurísima de que mi rival hubiera
dejado atrás los escrúpulos y hubiera ido cien veces, y estuviera allí, y no se apartaría un
instante de su lado. El pueblo hablaría de ella, es claro;… ¿qué importa en un caso tan
grande la murmuración del pueblo? Además, la gente es así, habla mucho al principio;
hace de un mosquito un elefante, y después… ¿Después? –se preguntaba deteniéndose
en esta reflexión para enseñar, sin quererlo, el fondo de su carácter. Ese después contenía
el tropel de sus ideas y la hacía revelar su prudencia y su timidez, a pesar del estado
violento en que se hallaba.
—Dios me libre de caer en boca de la gente: cuando el pueblo murmura deja el rastro,
deja la mancha, hiere y queda la cicatriz… Pero, no, no, éste no es el caso; yo no he cometido ningún delito –se apresuraba a contestarse justificándose a sí misma, para seguir en el
desparpajo de sus pensamientos.
—¿Acaso don Antonio Díaz no era un hombre decente? ¿Estaba tampoco su querida
en la casa cuando ella y su madre fueron a ver a Enrique? –¡Vamos! exclamaba–, hay que
convenir: yo soy una mujer cobarde, ¡cobardísima! No lo niego, lo comprendo; y Enrique
tendrá razón cuando me compare con Eugenia, con mi rival, que no sé por qué la miento,
ni por qué siempre la tengo en la cabeza. “¡Cuánta diferencia! ¡cuánta diferencia!”, se dirá
él en su interior.
IV
Tal era la situación de ánimo en que se hallaba la pobre Engracia. No había podido
dar quejas al amante, ni tampoco en las cartas, le había parecido propio hablarle sobre ese
asunto que tanto la atormentaba; era natural que buscase el desahogo de su corazón en esas
luchas consigo misma.
222
francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
Siempre con la esperanza de verse con Enrique para hablarle y expresarle todo lo que
pensaba y sentía, suplicaba a la madre que no se fuera al campo. Su propósito era permanecer
en el pueblo, así corriera el peligro más inminente.
—Nadie me moverá de aquí hasta que no se decida lo que se haga con Enrique –decía
con entereza–. ¡Hombre!, la última fuera que, por cobardía, ni aún esta prueba me atreviera a darle.
¡Enrique quería que lo llevasen a la Capital; pero sus amigos, y principalmente don
Antonio, tenían razones para impedirlo, a pesar de que todos pensaban en el peligro a que
estaba expuesto con el odio de Felipe y la venganza de Candelaria, cuando entraran a la
población los revolucionarios. Además, la fama de las maldades de Baúl, Solito y sus otros
compañeros no le dejaban duda de que debía a todo trance salir de Baní.
¿Pero cómo emprender ese viaje? Su herida no se había cerrado, y el temor de que fuese víctima
del pasmo al pasar el río Nizao que estaba muy hondo, los preocupaba seriamente a todos.
—Ese viaje es una imprudencia, una grande imprudencia –repetía Engracia a don Antonio, en esa misma mañana, poco después que éste se había separado de don Postumio, por
acudir al llamamiento que ella le había hecho–. No consienta usted ese viaje.
—No tengas cuidado, hijita, él se quedará aquí.
—¿Cómo aquí?
—Digo aquí; porque se quedará bien guardadito, esto es, no se iría para la capital. ¡Ah!
¡picarona! ya veo como se te alegra el semblante –repuso don Antonio, que acostumbrada
bromear con Engracia, por quien siempre había sentido un afecto desinteresado.
—¡Ay! don Antonio, y cuando esa gente venga…
—¡Bah! cuando esa gente venga, ni a él ni a mí nos encontrarán en el pueblo.
—¿Y a dónde?, dígame don Antonio, ¡dígame por Dios!
Tenía tanta dulzura el timbre de la voz de Engracia al hacer esa súplica, que don Antonio,
a pesar de que debía guardar el secreto para todo el mundo, aún para ella misma, no pudo
prescindir de contestarle:
—A nadie, a nadie lo digas: ni a tu madre, ni tu tía Francisca.
—¿Y qué tiene que ver mi tía en esto? –interrumpió la joven.
—Ya verás… Yo voy a esconderlo… y don Antonio se detuvo volviendo la cara a un
lado y a otro para cerciorarse mejor de que estaban solos.
—Voy a esconderlo –repitió, ahuecando la mano y acercándose hacia el oído de Engracia– en mi hato de La Montería.
—¡En La Montería! ¡Virgen de Regla! ahí estará tan vendido como aquí.
—No, así parece, ya tengo el lugar, tu verás. No lo digas a nadie, a nadie, y aunque tengan
ustedes que irse allá, al bohío de tu tía, no te des por entendida de que nosotros estamos
allí. ¿Me entiendes? Adiós, Graciadita, pierde cuidado que yo lo salvo –añadió don Antonio,
despidiéndose de ella con el mayor cariño.
Capítulo III
Otras luchas
I
Antoñita, en quien se notaba un cambio, debido a la profunda melancolía que la embargaba, apenas si se le daba cuidado tampoco del peligro que se corría en esperar en el pueblo
la entrada de los enemigos.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Después de la terrible mañana en que hirieron a Enrique, pocas veces se había visto con
Engracia. Nunca había sucedido tal cosa. Desde su niñez, no recordaba haber pasado un solo
día sin que se viesen y se hablasen. ¡En otro tiempo se hubiera desesperado! ¿Cómo? ¿esa
indiferencia para con su amiga? Ella misma no se explicaba ese fenómeno. ¿Sería por falta
de cariño? No, Antoñita la amaba lo mismo que antes, y hoy tenía un motivo poderoso para
interesar el afecto de su amistad: la compasión que le inspiraba su sufrimiento. Pero la causa
de ese sufrimiento era precisamente el punto negro de su alma. Por esa razón evitaba hablarle
de amores, ni de Eugenia María, ni de nada que se relacionase con Enrique. Ella, tan violenta
para formar resoluciones y llevarlas a cabo, se sentía débil en esta vez; le faltaba el ánimo para
combatirse a sí misma; se hallaba vencida en su interior; porque en la desesperante lucha que
sostenía se encontraba culpable, sin embargo de saber que no tenía culpa de lo que le pasaba. Orgullosa hasta lo sumo se mortificaba al ver abatido su amor propio. Su delicadeza se
revolucionaba al sentir abrigado en el fondo de su alma, como en oscura guarida, el secreto
que para ella era un crimen. ¿Cómo disimular por más tiempo la que siempre había odiado la
hipocresía? ¡Terrible angustia era la suya! Pero, ¿por qué demonio, o por qué castigo del cielo
había concebido una pasión tan vehemente? Y, ¿cómo y cuándo la había concebido? Enrique
era un perverso; puesto que con sus insinuaciones se la había inspirado. Aquellas confidencias
mutuas; aquellas quejas tan sentimentales; aquellos versos leídos por él en su presencia con
tanto entusiasmo; aquella hipocresía de exagerado romanticismo; aquellos elogios prodigados
a su talento, a su carácter, a su originalidad, en fin, ¿no habían sido medios endemoniados para
conquistarla? ¿Por qué desde un principio no se decidió a hablarle de amor? ¿Por qué no le
dijo siquiera una palabra? ¡Ah! ¡entonces hubiera sentido el más profundo desprecio por él!
II
La última vez que se vio con Engracia, sufrió de una manera horrible porque se creyó
vendida al exaltarse con violencia, cuando aquélla expresaba sus temores por Enrique, y por
su herida, y por el peligro que corría si Felipe Ozán y los enemigos lo hallaban en el pueblo:
—¡Lo matan! ¡lo matan! ¡el pobrecito! –dijo Engracia llorando.
—¡Ay! ¡de ellos si tocan siquiera un cabello de Enrique! Te juro, Engracia, que dejo de
ser mujer, porque ¡muero matando!
A este desborde de Antoñita, tan impropio de su educación, expresando con fuego y
acompañado de un gesto imponente, Engracia se quedó sin saber qué pensar; en el primer
momento le cayó como un plomo derretido, luego le pareció, algo así como que su amiga
no estaba muy firme de juicio.
Antoñita bien pronto comprendió lo lejos que se había ido en aquel arrebato de locura, y procuró desandar camino. Después volvió a sus reproches interiores, y se repugnó a sí misma.
Esa repugnancia iba poniendo una separación entre ella y Engracia.
Encontrábase humillada cuando siquiera pensaba en su amiga; era su deseo estar lejos
de su presencia. Pensaba en Enrique y se solazaba pensando en él; lo que más la atormentaba era la creencia de que Enrique también la amase; no obstante de que no podía contener
su mal humor cuando notaba alguna indiferencia de su parte. ¡Oh! ¡contradicciones del
corazón humano!…
Aquellas intimidades y confianzas con que se trataban le habían hecho mucho daño:
libre Dios a ninguna mujer de dar confianzas e intimidades a ningún hombre; por ahí se
principia, y después… ya el mal está hecho.
224
francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
El día que Enrique dijo, entre veras y juego, que era ella la primera señorita de quien se
había enamorado en Baní, Antoñita se puso del color de una granada y guardó silencio.
Enrique volvió a repetírselo otro día, y ella entonces, en vez de pasar por alto ese punto,
quiso averiguar la verdad, dando margen a que la conversación se alargara, y llegando hasta
el extremo de decirle:
—¡Anda, embustero, búrlate de otra!
Eso abrió las puertas a Enrique, quien para probarle que así había sido, le dio aquel
cuaderno de versos inéditos, titulado Páginas íntimas, en los cuales versos fingía Enrique
ardentísima pasión por una mujer.
Intrigada en su interior, Antoñita principió a sentirse inquieta y triste, y luego se confesó ella misma, y viendo claro el fondo de su alma, concluyó por sufrir en silencio de una
manera horrible.
Ella, que se creía tan franca, ¿estar obligada a la reserva? Ella, que alardeaba de ser
tan libre, ¿verse esclava? Ella, que había soñado siempre con mantener como un cristal
la limpieza de su conciencia, ¿sentirse con una mancha que no podía lavar? ¡Oh! ¡eso era
tremendo, insoportable, desesperante! Queriendo desechar por todos los medios esa pasión infortunada, a fuerza de calentarse los sesos con esa idea, la endemoniada pasión iba
creciendo más y más.
¿Estaría dispuesta a guardar su secreto hasta la tumba?… ¿Y qué otro recurso le quedaba?
Era un amor sin esperanzas. Ella hubiera muerto antes de hacer una traición a la amiga.
Por otra parte, su situación no podía ser más crítica, ni más penosa, ni más violenta.
Tenía que guardarse de Engracia, de la familia, de las amigas, de don Postumio, que siempre
estaba espiando hasta las miradas de sus ojos; y sobre todo, de Enrique, a quien era su afán
demostrar la más grande indiferencia, como lo había hecho en El baile del canastillo. ¡Ay! ¡si
su secreto llegaba a descubrirse! ¡Para ella equivalía a la mayor de las desgracias! Con sólo
pensarlo se estremecía de horror…
Sin embargo de su repugnancia al sentirse dominada por ese amor que creía indigno
y hasta criminal, lo amamantaba y se complacía en el tormento que le causaba. Hubiera
deseado irse lejos de Enrique, no volver a verle; pero su debilidad la sujetaba a permanecer
cerca de él. Hubiera querido no perderlo de vista un momento; pero cuando lo veía, su mayor afán era apartarse de su presencia; ¡infeliz! queriendo huir de la tentación lo que más
las seducía era la misma tentación, comprendía que estaba al borde de un abismo; pero ese
abismo la atraía con una fuerza irresistible: como la mariposa revoloteaba alrededor de una
llama que debía consumirla.
En esa situación, difícil de definir, Antoñita, lo mismo que Engracia, había sostenido a
su familia en la idea de que no era necesario irse al campo.
III
Esa tarde, como en eso de las dos, a la hora de la comida, alarmadas su madre y sus dos
hermanas, Aurelia y Alicia, con las malas noticias y las propagandas que corrían, trataron,
mientras estuvieron a la mesa, de persuadirla para que se aviniera a abandonar también la
población.
Después entró el calor de la discusión y hubo réplica y contra réplica, y amenazas de
responsabilidad moral si acontecían desgracias, y exageradas ponderaciones, y últimamente,
diálogos sin concierto:
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—Que nos cogerán, y nos pillarán, y nos matarán.
—Que Solito, dicen, no respeta las mujeres.
—Que de Baúl, cuentan y no acaban.
—Que corta los dedos para quitar los anillos.
—Y las orejas para llevarse los aretes.
—¡San Antonio! nos llamarán locas… ¡qué horror!
—Ya lo creo… Casi todas las familias se han ido.
—¿El pueblo?… se quedará solo.
—¡Y nosotros todavía aquí, Virgen de Regla! Y ¿cuándo suenen los tiros?
—No; no, se necesita estar loca de atar… Dios mío, ¡líbranos!
A manera de fuego graneado caían estas exclamaciones y reproches en el ánimo de Antoñita; pero ella resistía el ataque con la mayor serenidad. Nunca estuvo tan prudente:
—Señores, señores, no exageren –era lo más que decía tratando de contener ese desparpajo
de impresiones; aunque a la verdad, en una ocasión quiso irse de bruces, haciendo callar a
las hermanas; pero prontamente se moderó al oír que una de ellas, en medio del desorden
de aquella fraseología, balbuceó, tal vez intencionalmente:
—De veras, en tanto peligro no se qué particular interés tenga Antoñita en quedarse en
el pueblo.
La madre, entre tanto aspaviento de las hijas, no decía ni oste ni moste; y como su hija predilecta estaba convencida de la influencia que sobre ella ejercía, concluyó defendiéndose así:
—No sean cobardes, señores, no hay un por qué alarmarse tanto: don Postumio es la
autoridad, y espera fuerzas de la capital; el Gobierno se las ha ofrecido. Además, si el peligro fuera como ustedes dicen, él nos lo hubiera anunciado. Hay que esperar lo que nos
aconseje… y chitón.
Acababa de hablar así Antoñita, y al tiempo en que todas se levantaban de la mesa, se
apareció Engracia.
IV
Venía ésta vestida de blanco y con un abrigo de lana azul sobre los hombros. No tenía
aliño alguno; ni siquiera el ramito de heliotropo que acostumbraba prenderse del pelo, desde la tarde de su idilio, en que el aroma de esa florecilla, como si hubiera sido un talismán,
embriagó de amor su corazón; pero estaba tan interesante con aquella tristeza de virgen
angustiada, tan simpática con aquella melancólica palidez, denunciadora en su semblante
del estado de su abatido espíritu, que Antoñita, como si nunca la hubiera visto, sintiendo
un profundo disgusto que no pudo evitar, la encontró encantadora.
Engracia había pensado mucho en estos últimos días en la frialdad de su amiga. A fuerza
de averiguar cuál sería la causa de ese cambio, en la disgregación de sus ideas para volverlas
a reunir, dedujo consecuencias al recordar los suspiros ahogados que se escalaban del pecho
de Antoñita, y las reticencias, y las reservas y disimulos cuando hablaban de amores; y últimamente, vio con toda claridad que ella se guardaba un secreto. –¡Dios mío, qué desengaño!
–¡se dijo, no pudiendo contener las lágrimas–, ¡la que yo creía mi mejor amiga!…
Con esta prevención en ánimo, la novia de Enrique, después de la entrevista que tuvo
con don Antonio, entrevista que ya conoce el lector, resolvió ir a casa de Antoñita, no sólo
para anunciarle que en esa misma noche se iría con su familia al campo, sino con la intención
de expresarle las quejas y sentimientos que tenía de ella.
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
Al ver a Engracia, Aurelia y Alicia corrieron a recibirla; Antoñita vino detrás. ¡Cuándo
lo hubiera creído! ¡la que en otro tiempo era causa de su alegría, en este instante, sin darse
cuenta de ello, la sonrojaba con su presencia, haciéndole bajar los ojos!
Después de las rápidas preguntas y respuestas que se cruzaron entre todas sobre los revolucionarios, que era el tema del día, las dos amigas se retiraron a uno de los cuartos de la casa.
V
Antoñita tembló al hallarse sola con Engracia. Ésta, que traía el corazón rebosado de
sentimiento, rompió la primera el silencio, diciendo:
—Ingrata, no te atreves ni a disculparte siquiera.
—¿Por qué me dices eso? –murmuró Antoñita, tratando de que no la vendiera la emoción de su voz.
—Y ¿tienes valor de preguntarme por qué te lo digo? ¿No sabes que lo he adivinado
todo, todo?…
Antoñita tembló de pies a cabeza.
—Sí, no tienes para qué guardar más misterio…
—Yo misterios…
—Sí, tú… ¡quién lo hubiera creído!… así se hace con las amigas. ¡Quién lo hubiera
creído!
Engracia, sin saberlo, iba regando candela, y Antoñita se iba quemando.
—Dios mío, pero Engracia, ¿qué me quieres decir?
—¿Y todavía tratas de ocultarme lo que sé, lo que no me puedes negar? ¡Caramba!, qué
valor tienes.
Antoñita mudó de colores, estremeciéndose horriblemente: no sabía si aquello que le
estaba pasando era verdadero. Engracia comprendió la turbación de su amiga, y afirmándose
más en su creencia continuó el ataque de esta manera:
—Mira, tu voz, no lo puedes negar, la conciencia te vende…
—¡Engracia, por Dios!… –exclamó Antoñita casi fuera de sí, y haciendo un supremo
esfuerzo para no perderse de un todo.
—Y yo tan tonta, y tan confiada, en medio de mi mismo dolor, creyendo que tenía una
amiga, ¡una amiga verdadera!… ¡El desengaño ha sido terrible!
—Yo te juro que no he tenido culpa –contestó Antoñita, ya sin encontrar el equilibro.
—¿Qué no has tenido culpa? ¡Pues hombre! esa es mejor. Ocultarte de mí, de mí… ¡ah! no
tienes perdón. Tú, Antoñita, tú, mi confidente desde la infancia, mi inseparable compañera,
el ser a quien he querido más que a mis propias hermanas, tú, portarte conmigo así…
—Pero, Engracia, yo te juro por mi madre que no te he ofendido, mira yo he luchado por
arrancar esa criminal pasión de mi pecho, sin que nadie lo supiera, ni él menos… ¡te lo juro,
te lo juro! Por eso evitaba verme contigo, para que no descubrieras tampoco ese secreto.
Ahora era Antoñita, la que sin saberlo, iba acercando el brasero junto a Engracia. Ésta
todavía no se chamuscaba. Por eso se apresuró a contestar, más conmovido aún el timbre
de su dulce voz:
—¿Y acaso hay cosa que duela más que una decepción como ésta, cuando tú misma lo
confiesas?… ¿He tenido yo nunca secretos para ti?… ¡Ingrata!… ¡ingrata!
Estas inculpaciones, acabaron de matar a Antoñita, quien llena de sentimiento
exclamó:
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—¡Ay! ¡Engracia, yo no podía comunicarte una cosa tan indigna… tan horrorosa…
¡Perdóname Dios mío! ¡soy la mujer más desgraciada! ¡más desgraciada! –repitió apretándose las manos en desesperación, y bañada en llanto cayó de rodillas delante de su
amiga.
A no ser porque, la profunda emoción le cortó las palabras, en este instante, Antoñita
hubiera continuado hablando, y la novia de Enrique, entonces sí que se habría sentido el
vivo fuego de la candela levantándole ampollas y dejándole llagas, pues todo se habría
descubierto.
Engracia, entristecida al ver la situación desesperada y conmovedora de su pobre amiga,
no pudo resistir tampoco el raudal de lágrimas que inundó su semblante, y abrazándose de
ella, con la mayor ternura, le dijo:
—¡No, no, Antoñita de mi alma! tú no eres desgraciada; Eugenio te amará… yo lo presiento… estoy casi segura de ello…
—¡Ah!… –gritó Antoñita, levantándose de improviso, como quien acaba de sacudir del
corazón el enorme peso que la ahogaba…
El Eugenio, a quien se había referido Engracia, era aquel joven capitaleño, que ya conocen
los lectores, amigo y compañero de Enrique.
La madre y las hermanas de Antoñita llegaban al aposento llenas de susto preguntando
lo que ocurría.
—Nada –se apresuró a responder ella, recobrando su serenidad.
—¡Jesús! creí que te había dado un ataque –dijo su madre todavía temblando con la
sorpresa.
VI
Aquel grito de Antoñita se escapó de su pecho con el estallido de una alegría inesperada. ¿Creerse ya metida en la hoguera del tormento, y verse de improviso fuera de ella?
¡ah! ¡eso equivalía a una resurrección!… Un segundo más en aquella agonía, y todo estaba
descubierto. El nombre de Eugenio, caído como una bendición del cielo, la había salvado.
Contenta como si ya su difícil situación se hubiera despejado, le pareció en ese instante,
que no tenía nada que temer; que volvía a recobrar su dicha. Así sucede con frecuencia en
los casos de la vida: la salvación de un peligro inminente nos hace olvidar los demás que
estamos corriendo…
La patética escena que se ha descrito influyó también en el ánimo de Engracia para
despejarla bastante de su tristeza.
Al despedirse de Antoñita, y de las demás de la casa, diciendo que esa noche se iría
ella con su familia para el campo, volvieron Alicia y Aurelia a dar otro ataque sobre la
salida del pueblo a nuestra contrariada protagonista. Antoñita las tranquilizó accediendo en esta vez; pero sin dejar de suplicarles esperasen el consejo que diera su amigo el
Comandante de Armas.
En este instante todas volvieron la cara al escuchar los pausados y flojos pasos de don
Postumio, que tenía por costumbre entrar a las casas de una manera silenciosa que apenas
se sentía.
—¡Qué casualidad!, mentando al rey de Roma… –exclamó una de las hermanas de
Antoñita, acercándole una mecedora.
Don Postumio con una inclinación de cabeza le dio las gracias y se sentó.
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
Capítulo IV
Don Postumio en su elemento
I
—¿Con que hablaban ustedes de mí?
—Sí, don Postumio –contestó Antoñita–, decía yo a mamá y a las muchachas que no
se alarmaran tanto con las propagandas; que usted nos había ofrecido en caso de peligro
aconsejarnos lo que debiéramos hacer.
—Ciertamente, así fue, y por eso me he apresurado en venir.
En el tono de la voz y las maneras con que don Postumio pronunció estas palabras,
conocieron Antoñita y las demás que las cosas no estaban bien.
El Comandante de Armas prosiguió: –Es necesario que salgan de la población; los sediciosos se acercan, y yo no tengo gente ni siquiera para hacer una capitulación honrosa;
me veré en el caso de entregar el mando al Ayuntamiento hoy mismo; y aún me temo que
esto no llegue a realizarlo, porque todos sus miembros están llenos de miedo, y difícil será
que se reúnan.
—¡Ay! ¡Dios mío! Virgen de Regla, nos cogen en el pueblo esa gente. ¿Y a dónde iremos
nosotras para estar seguras? –se preguntaban las hermanas de Antoñita.
—¿A dónde? A Paya –contestó la madre.
—Paya está en el camino real, y no es prudencia irse allí; para eso mejor es que permanezcamos en casa –dijo Antoñita, quien a todo trance prefería quedarse en la población.
—No; quedarse aquí no –replicó don Postumio, y después de un corto silencio añadió:
—Yo creo que ustedes deben irse a un campo que esté más reguardado de los sediciosos,
por ejemplo a El Retiro.
—No tenemos allí ningún conocido –se apresuró a contestar la madre de Antoñita.
—Pues entonces, váyanse a La Montería, a casa de don Antonio. Estoy seguro que para
él será de grandísimo gusto.
La madre y las hermanas de nuestra heroína, dando aprobación al consejo de don
Postumio, dijeron que no querían perder tiempo, y se fueron a los aposentos a arreglar los
trastes para disponer la salida.
II
Antoñita permaneció en silencio al oír esta indicación del Comandante de Armas, y al
ver el gusto con que la familia la acogió, le brillaron los ojos; un relámpago la había iluminado, y sintió un cambio en su interior, con respecto a la oposición que hacía de abandonar
el pueblo. Iba a hablar aprobando sin duda el consejo de don Postumio, a pesar del reproche
que había hecho a Engracia por haber ido a la casa de don Antonio, pero don Postumio no
le dio tiempo, continuando así:
—Y como a Enrique Gómez, hemos resuelto, hace poco, esconderlo en otro lugar, en
caso de que no pueda irse a Santo Domingo, que creo será bien difícil, por estar muy hondo
Nizao, y porque sería peligroso ese viaje para su herida que todavía no se ha cerrado, no
habrá inconveniente alguno de parte de ustedes en irse allá, ni para don Antonio en recibirlas
con el mayor agrado.
—¡Ir nosotras en casa de don Antonio Díaz! – estalló diciendo Antoñita, ya sin resquicios
de aquella primera impresión que la sedujo un momento, al oír lo que acababa de decir su
maestro con respecto a Enrique.
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—¿Usted, don Postumio, el hombre que decanta tanta moralidad, y que tantas veces
nos ha dicho que es necesario restablecer las viejas costumbres del Baní de nuestros padres,
es el que nos propone que vayamos a mezclarnos con la querida de don Antonio Díaz? ¿Y
a mí, a mí, me propone usted eso, cuando sabe cuánto reproché a mi amiga Engracia el
que fuera a ver a Enrique? ¿Acaso porque don Antonio sea rico puede lavar la mancha que
tiene encima por el abandono de su mujer e hijos? No, don Postumio, ni mis hermanas, ni
yo, daremos ese ejemplo, autorizando a otros que con razón mañana nos echarían en cara
esta falta de consideración a las familias del pueblo. Baní no tiene otra cosa que le honre,
más que su honradez. don Antonio en esta circunstancia creería rehabilitado su proceder
indigno a costa de nosotras.
—¡Ay! Antoñita, no juzgues a don Antonio con esa severidad. Quién sabe si no es culpable –contestó don Postumio en tono asaz sentencioso.
—¿No es culpable el padre de familia que se despide un día de su casa, y se pasan años
y no vuelve más a ella?
III
En efecto, don Antonio, que era un hombre en aquella época como de cincuenta años,
hacía mucho tiempo que había salido de la Capital, dejando en ella a su esposa con tres
niños; dos varones y una hembra.
Veinte años hacía de eso, y aunque don Antonio era alto y seco de carnes, todavía se conservaba fuerte y joven. Él vivía entre Baní y San José de Ocoa; era hombre de dos residencias.
En ambos lugares había emprendido negocios, dando preferencia al de caoba, guayacán, mora
y campeche, a pesar del adagio nacional, y muy banilejo, de que: “Los palos dan palos”, los
palos a él le dieron mucho dinero: tal vez obtuvo ese resultado porque vendía en la playa
sus cargamentos, sin arriesgarlos nunca a la exportación. Por eso siempre recibía en Baní el
importe de ellos en efectivo o en letras a cobrar. Y cuando se las entregaban se solazaba en
decir: “yo no embarco; a Seguro lo llevan preso”.
Desde la fecha en que vino a Baní no se había probado que volviera a la Capital, y sin
exponer la razón, cuando alguno lo interrogaba sobre este punto, le respondía: “A Santo
Domingo ni en carta volveré jamás”.
Al principio, la murmuración, que siempre acecha campo donde sustentar sus reales, tomó
posesión clavando su envenenado diente en don Antonio y en su esposa. Los comentarios se
sucedieron, unos lo inculpaban a él, otros a ella. Los más prudentes achacaron esa separación
a desavenencias de carácter, pero más luego, los que atribuían la culpa a la esposa sospecharon
de su honra, y los otros, especialmente las mujeres, acriminaban a don Antonio.
IV
Cuando Antoñita en la réplica hizo la pregunta que hemos oído sobre la culpabilidad de
don Antonio, don Postumio, recobrando su acostumbrada calma de filósofo, le contestó:
—Mira Antoñita, no seré yo quien venga a descorrer velos que han permanecido en el
misterio; pero llévate siempre de esto: cuando tú veas que un matrimonio existe solamente
porque un juez lo verificara, conforme a la ley, o porque un sacerdote diera su bendición
a los cónyuges en nombre de la Iglesia, ese matrimonio, si por eso sólo, digo, conserva la
apariencia de su unión, estará herido de muerte, y como rotos están sus lazos, no tiene razón
de ser: es un crimen que la sociedad comete obligándolo a que sea.
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
—¿Y quién obliga a nadie a contraer matrimonio con nadie? El que se casa –afirmó Antoñita con el brío de su acento persuasivo–, ¿no lleva desde luego el convencimiento de que
ese lazo es indisoluble, establecido por las leyes y bendecido por Dios?…
—¿Y puede ser indisoluble el matrimonio que por una circunstancia agravante se destruya? –interrumpió don Postumio, ya en el calor de la discusión con su discípula, olvidado
enteramente de la situación en que se hallaba, como Comandante de Armas de un pueblo
amenazado por el enemigo.
—Sí, señor, es indisoluble; y aunque la volubilidad de los hombres quiera destruirlo por
su conveniencia o por sus pasiones, la ley debe siempre sobreponerse, sí se quiere conservar
la moralidad y la base de las familias.
—De ese modo no es posible conseguirlo –replicó don Postumio, acentuándose como
aquel que se cree maestro, y con ese tono de tal que tenía algunas veces, añadió: –Nada que
esté sujeto en la tierra a esclavitud; nada que destruya el libre albedrío; nada que mate las
voluntades, puede ser racional y justo, y la base que sostiene el matrimonio son las voluntades. Por eso el matrimonio, racionalmente hablando, es una mentira, desde que se pretenda
obligatoriamente hacerlo indisoluble.
—¡Ah! ¿entonces quiere usted que dejen a la pobre mujer a merced de las pasiones del
hombre, para que tan pronto como se canse de ella, la arroje a la calle? ¡Hombre! ¡qué buena
ley! ¡Bonita moralidad! –concluyó exclamando Antoñita con acento de verdadera acrimonia
al dar a la frase toda la entonación que expresa, acompañada de un movimiento de cabeza
el más intencional que pueda haber.
—Sí que es una inmoralidad obligar a dos personas que no se aman, que se han ofendido,
que se repugnan el uno al otro, que se odian, tal vez, a vivir juntos bajo un mismo techo,
agriándose la existencia, dando pernicioso ejemplo a los hijos, si los tienen, y engañando al
mundo, o sea a la sociedad, con una ficción horrorosa y criminal –contestó don Postumio,
rebatiendo la última ironía de su discípula.
—¿De manera que quiere usted que no haya ley que imponga deberes al hombre que
se casa?
—Yo no hablo sólo del hombre, hablo también de la mujer. Y nunca la ley ha podido,
ni podrá, con un mandato sobreponerse a lo que es un atributo legítimo del libre albedrío,
a lo que es exclusivamente inherente al espíritu humano; por esa razón la ley que haga indisoluble el matrimonio es tiránica, inmoral y contraria a la dicha y al reposo que se busca
en la organización de la familia.
Hace veinte años que don Antonio no ve a su señora, el apartamiento voluntario de estos esposos implica un divorcio; de modo que no permitiéndolo la ley, de hecho ésta queda
nula, y por su torpeza proporciona males a la sociedad, causando la desgracia y llenando
de vergüenza a dos seres que bien se podía evitar.
—¿Y es moral, y es bueno que la ley autorice a un hombre abandonar a sus hijos? –interrogó Antoñita.
—¡No, eso nunca! –contestó don Postumio, levantando la voz.
—Pues entonces don Antonio Díaz es un infame, es un criminal, y no comprendo por
qué usted, el hombre de las doctrinas, trate de defender a un criminal.
Don Postumio, que se sintió herido con esta dura increpación de Antoñita, que nunca
quería perder su reputación de hombre moral, sobre todo ante los ojos de su discípula, sacó
a relucir las virtudes de su amigo, dijo que a don Antonio en sus acciones nadie podía hacer
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
un reproche en Baní, que su conducta había sido ejemplar, que era de carácter pacífico, de
costumbres sanas y de buena educación.
—¿Y por qué, entonces –argumentó Antoñita–, vino a delinquir en lo más sagrado? ¿Por
qué si él, como dice usted, ha cumplido con los deberes que impone la sociedad, vino a faltar
al más precioso de todos ellos, exponiéndose a la crítica, al reproche y a la desaprobación
general?
—He ahí precisamente el punto difícil –contestó don Postumio con aire de triunfo–.
Y eso mismo decide en mi favor el asunto. Mira Antoñita –continuó tomando su tono
sentencioso y acompañando las palabras con ese movimiento del dedo índice que algunos acostumbran–, en la sociedad suele acontecer que las faltas graves, dignas de
vituperio, aparecen con los trajes de la virtud, y por ese motivo son aplaudidas por la
gente: así mismo sucede que la virtud (porque no podría en el presente caso ser virtud si
no quedara escondida) se presenta con los trajes de una mala acción, y hasta del crimen
muchas veces, pero como el público no está en autos, juzga por las apariencias y se ve
condenada por todos a la más injusta de las reprobaciones.
Por esta razón, en las cosas privadas de la vida ajena, en esos misterios que algunos
guardan ocultos en el fondo del alma, nadie debe aventurar sus juicios.
Antoñita, que se disponía a seguir rebatiendo, cuando oyó estos últimos pensamientos
que le llegaron tan adentro, se sintió vencida, y don Postumio, como si hubiera adivinado
el efecto que hacían en ella terminó diciendo:
—Cada hombre es un libro: pasa muchas veces en el mundo sin que nadie aprecie las
páginas que contiene y que están cerradas en el fondo del corazón.
—Es verdad, es verdad –exclamó Antoñita, meneando la cabeza con aire entristecido, y
ya fuera de toda discusión, se dirigió a su madre que volvía del aposento.
—Mamá, que se vayan Aurelia y Alicia en casa de don Antonio, ya que tienen tanto
miedo, y tú y yo nos quedaremos al cuidado de la casa hasta la última hora.
La madre no replicó una palabra; sin embargo de que por la expresión de su semblante
se comprendió que no quería apartarse de sus hijas. don Postumio, satisfecho de haber
discutido tanto y de haber vencido a su discípula, recordó en la comprometida situación
en que se hallaba, y se retiró pensando en reunir el Ayuntamiento, esa misma tarde, para
entregarle el mando.
Capítulo V
En y después de la invasión
I
Baní había anochecido güelfo y amaneció gibelino. don Postumio en discusiones y prédicas, dejó pasar lastimosamente la tarde sin hacer entrega del mando.
Ya en la noche, perdida la esperanza de realizar ese pensamiento, dijo con toda su
calma:
—¡Bueno! esperaremos a mañana.
Pero el Comandante de Armas no contaba con la huésped.
Antes de romper el día entraron los revolucionarios al pueblo.
Cuando don Postumio, que acababa de retirarse de la Comandancia, oyó, desde su casa,
el alboroto de los tiros y los desaforados vítores, quedó sorprendido. Nunca se figuró que
la invasión se efectuara tan pronto.
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
En la confusión de aquel momento lo primero que hizo fue correr hacia el patio
gritando:
—¡Mi caballo! ¿dónde está mi caballo?– pero al recordar que, a causa de una discusión
don Antonio, lo había despachado al campo, desatinado, volvió para la casa; y dirigiéndose a
los cinco individuos que habían acudido a prestarle auxilio para que se salvara, los interpeló
con la enérgica desesperación de Ricardo II en la escena que nos pinta Shakespeare:
—¡Un caballo! ¡un caballo! ¡Búsquenme un caballo!
Don Postumio, en aquel instante, como el héroe del poeta, hubiera dado también su
reino, si lo hubiera tenido, por conseguir un caballo.
Entre tanto se oyó la gritería de una horda de los invasores que venía por toda la calle.
—¡Huya! ¡Venga! ¡Corra! –le dijeron los cinco banilejos que habían acudido a su casa,
salvando desde luego la puerta.
Las mujeres de la familia de don Postumio, en aquella tribulación le impidieron el paso
empujándolo al aposento.
—¡Dios mío!… te matan… aquí… ocúltate aquí…–gritó una de sus hermanas, queriendo
que se metiera debajo de la cama.
—Yo, meterme debajo de una cama, –contestó don Postumio, rechazándola.
—No, en el soverado… pronto, pronto, ¡hijo mío!… –exclamó su madre en la más grande
de las angustias.
A esta súplica irresistible de la madre atendió él llegando a subir tres escalones de la
escalera de palo que conducía al dicho soverado; pero repentinamente volvió a bajar al oír la
voz de la hermana que decía:
—No, mamá, ahí no… lo cogen… aquí… aquí adentro… –y señalaba abriendo la tapa
de un baúl vacío que estaba en un rincón del aposento. don Postumio, sin perder tiempo,
agazapando su flacucho cuerpo, cuanto pudo, se metió en él.
Mientras que todo esto ocurría, con la rapidez de algunos segundos, el grupo de los
insurrectos, sin ocuparse en otra cosa, pasaba corriendo en persecución de los cinco individuos que salieron de la casa.
Por fortuna de don Postumio, pasó de esta manera este primer apuro; pues la hermana
se había sentado sobre el baúl, y él encerrado allí, se iba asfixiando.
Al abril la tapa del baúl, se levantó dando un brinco; tenía ya el color amoratado.
—¡Demonio! me ahogo, –fue lo primero que balbuceó cuando pudo encontrar respiración.
II
De repente volvieron a oírse las voces de una horrorosa gritería. Otros grupos se aproximaban.
—Huye por el patio, –le dijeron.
—¡Ni por ninguna parte!… –replicó, sin hacer caso de la súplica, y con el pensamiento
fijo en el lance del baúl, se le encaró a la hermana diciéndole:
—¿No saben ustedes que muchas veces por cobardía de mujeres se pierden los
hombres?
—¿Pero estás loco?… ¿no ves que viene esa gente?
—¡Meterme a mí en un baúl… manchar de esa manera mi honra militar!… ¡qué mujeres!
–repuso don Postumio, como si estuviera alegando en una discusión.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
—¡Sí, pero huye… ¡vete! –le replicaron todas.
—Huye, huye… con eso lo empatan ustedes. Confiesen la verdad… las mujeres…
—Sí, todo lo que quieras –interrumpió la madre.
—No, lo que quiera yo no, la verdad.
—Pero hombre de Dios, te cogen, te matan…
En este instante ya uno de los grupos llegaba a la puerta de la casa.
Don Postumio salió por el patio, y saltando empalizadas de los vecinos, llegó a una puerta
de cercado que daba a la calle, hoy llamada de Beler; allí con precaución sacó la cabeza y
vio que no había gente. Entonces emprendió una carrera para salvar el espacio despoblado
y tomar una vereda de las que conducen al río. Pero desgraciadamente antes de llegar ya
estaban al frente de él unos tantos invasores. Y estos eran los más temibles. Como perros
rabiosos le cayeron a nuestro pobre Comandante de Armas.
—Ríndase preso, ríndase preso –dijeron algunos poniéndole las carabinas al pecho.
—¡Amárrenlo! –repitieron otros, tirando una soga de cabuya.
—¡Matemos a ese sinverigüenza! –gritó un hombre de alta estatura, vestido con camisa
y pantalón colorado, que venía corriendo con la facha de un diablo.
¡Este hombre era Baúl!
—¡Pueden matarme, pero no consiento que me ajen! –contestó don Postumio con entereza,
al rehuir el cuerpo, cimbreándose como una culebra, a pesar de su cachaza, para desquitarse
un golpe de machete que le tiró Solito desde a caballo.
—¡Déjenmelo a mí! –decía Baúl llegando al grupo y abriéndose paso con el collin desenvainado, al tiempo que se oyó la enérgica voz de otro hombre que se acercaba gritando:
—¡Cuidado! ¡cuidado quien le pone la mano!…
Todos se detuvieron. Era el Jefe de la Revolución.
Llegaba en el momento preciso para salvarlo de aquel inminente peligro. Imponiendo su
autoridad ante aquella horda de forajidos, cogió del brazo a nuestro protagonista, y lo llevó
toda la calle hasta dejarlo preso en El Polvorín, que era la cárcel más segura que tenía Baní.
No por mucho tiempo permanecería solo don Postumio en su prisión. Ya vendrían otros
que lo acompañasen: así se lo anunció el mismo Jefe antes de despedirse de él.
III
El pánico había aumentado en las familias de una manera extraordinaria. Y no era para
menos. A las cinco de la mañana habían entrado los revolucionarios a la población, sin que
nadie les opusiera resistencia, y antes de la tarde se habían cometido numerosas tropelías.
Los desórdenes de las tropas amenudeaban. A cada momento una queja, un alboroto,
una persecución.
En pueblo arriba a una pobre mujer le habían pillado una canasta de pan, dos quesos y
todo el dinero que tenía en el cajón del mostrador.
A otra le registraron los aposentos porque no quiso venderles ron.
La casa de comercio de don Antonio Díaz (dicen que por indicación de Candelaria Ozán)
la habían descerrajado Baúl y Solito, buscando a Enrique Gómez.
El Comandante de Armas, que vino a sustituir a don Postumio, era uno de esos jefetones
arbitrarios, que no se paran en pelillos, uno de esos generalotes con quienes tantas veces
hemos tropezado. Se llamaba Pío del Monte.
Felipe Ozán, con el grado de coronel, ocupaba el puesto de Ayudante de Plaza.
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
—¿Quiénes son estos de levitas? –preguntó el general Pío al ver a unos jóvenes del
pueblo que le presentaba un tal coronel Musié, y a quienes había conducido allí por orden
de Solito.
Estos cónsule se han negado a ir al cuartel, alegando que ellos no son militares.
—Llévelos a El Polvorín, y métalos en el cepo, –dijo por toda respuesta el general Pío.
—General, hemos entregado las seis reses al Ayudante de Plaza, según su orden. Los
señores son los dueños de ellas.
Así acababa de hablar el sargento de guardia, señalando cuatro hombres del campo que
habían venido con él, y que eran los dueños de las reses que se aludía.
—Secretario, extienda ahí cuatro vales para pagar esas mancornas a estos señores.
—¿Por qué suma extiendo los vales? –preguntó el secretario.
—¿Vales?, ¿para nosotros vales? –interrumpieron a un tiempo los dueños– no Comandante
no se moleste usted, muchos de esos papeles tenemos nosotros que nunca nos han pagado.
—No se los habrán pagado… ya lo creo… qué van a pagar esos ladrones, vagamundos,
del gobierno de hoy, que no hacen más que robar y cometer injusticias –replicó el general
Pío, acentuando mucho los epítetos.
—Ni esos, ni los otros –contestaron los dueños.
—¿Ni los otros?… ¡ah! ¡cacoces!… Mire, coronel, lleve estos hombres a la cárcel –añadió el general con tono imperioso, dirigiéndose a Musié, que ya había vuelto de conducir los jóvenes.
—¡Atrevidos!… ellos sabrán… ¡ju… ju… todavía o me conocen aquí!…
Amenazaba y gruñía de esa manera el Comandante cuando llegó un oficial a informarle
de un caballo muy gordo que había visto en un patio de la población.
—¿Eh?… ¡vengan cuatro números! –gritó instantáneamente.
Al salir los cuatro soldados mandó al oficial que fuera con ellos a coger en requisición
el caballo.
A los comerciantes que se negaron, o que no pudieron entregar la suma que se les había
exigido en la reunión que se verificó esa tarde, ordenó ponerles un par de grillos.
El desorden que cometía alguno de la tropa, fuera jefe o soldado, no se corregía, y al traerle
quejas de algún robo, averiguaba quiénes eran los autores, no para imponerles castigo, sino
para exigirles después en reserva la parte que, según él, tenían obligación de darle.
De esa manera la impunidad aumentaba las tropelías y toda clase de abusos. Aquel
pueblo parecía una tierra conquistada en tiempo de los bárbaros.
Los hombres tenían que soportar en silencio por no exponer intereses y vidas, y las pobres
mujeres temblando de pavor esperaban la noche para salirse a los campos.
IV
El único que desde su prisión, al saber esos escándalos, echaba ternos y vivía sermoneando, era don Postumio.
—Ya lo habrán visto, he ahí el resultado… lo que yo decía… lo que vivo diciendo. Si
todos nos hubiéramos unido para defender la buena causa, si apartándonos del egoísmo, lo
hubiéramos hecho así desde un principio, no sucediera hoy lo que sucede; pero quieren que
los más bobos sean los que expongan el pecho al agua… Bueno… ¡Bueno!… ¡buenísimo!…
Ahora a vivir intranquilos… a que los pillen… a que los ajen… a que los maten…
—Y nada importan los sacrificios; aún los que se hacen en las revoluciones, porque sacrificios necesitan los pueblos para salvarse –añadía con acento de verdadera convicción–.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Pero en revoluciones en que predomina la ambición de mando; en revoluciones que no
traen otras banderas que las de los partidos personalistas, ¿habrá una sola que mejore las
condiciones de un país?
Y cuando alguno de los presos le aconsejaba callarse; porque podían oírlo y comprometerse.
—¿Y qué me importa a mí? –respondía con firmeza–; a ellos mismos se lo diría yo. Esas
revoluciones no hacen otra cosa que corromper las masas; causar la ruina de las poblaciones; devastar los campos; y lo peor, lo peor, presentar la oportunidad a hombres indignos
para que se sobrepongan a la gente buena y honrada; luego, dando apoyo inconsciente y
consiente al crimen para que se ría de la justicia, terminan por levantar jefetones, quienes
después con ínfulas de tiranos se engolfan en el mando y engolfan a los demás en una ciega
obediencia. Ahí tienen ustedes a Felipe Ozán; ya es un coronel con autoridad en el pueblo,
mañana querrá ser Ministro, y después candidato a la Presidencia.
Algunas veces solía Felipe ir a El Polvorín por algún motivo del servicio. Don Postumio
no podía contenerse:
—Vean ustedes –decía a sus compañeros de cárcel–. Vean ustedes de qué modo el crimen
se yergue cuando se halla en el goce de la impunidad.
Y como esto lo decía a las barbas del mismo Felipe; después que éste salía de El Polvorín
se armaban acaloradas disputas; pues los presos desaprobaban esas imprudencias de don
Postumio y hablaban de que él los iba a comprometer.
—¡Comprometer! –replicaba entonces lleno de indignación–. por tanta cobardía es que
está el país como está.
A estas palabras todos le caían a nuestro terco protagonista haciéndole nuevas objeciones,
y al hablarle de que nadie estaba loco para exponer su vida, les contestaba:
—Eso es, eso es… el espíritu de la propia conservación, y dejar por la propia conservación que todo se lo lleve el diablo. ¡Ah! ¡cuánto daño hace a los pueblos la propia conservación!…
Y don Postumio, sin embargo de su sangre fría, se irritaba en estas consideraciones,
aunque muy repetidor, decía a veces algunas verdades.
Con el asunto de la impunidad de Felipe dio y redió espíritu de conservación, hasta más
no poder. Dijo que la propia conservación era innoble, egoísta, cruel, inhumana, contraria
al heroísmo y a todas las acciones grandes; que a ser por ella todavía el mundo estaría
sumido en la barbarie; que ella era una de las tantas rémoras que impedían el progreso
de los pueblos; que cubriéndose con el antifaz de falsas virtudes, era la enemiga más
perjudicial que tenía la libertad, el civismo, la moral, la caridad y todas las virtudes. En
fin, cuando veía a Felipe, se ponía a desbarrar. Él no se conformaba con que el pueblo
en masa no se levantara pidiendo justicia. ¡Cómo! en Baní, en Baní, ¿haber pasado un
hecho tan horroroso, y todos callaban en presencia de semejante impunidad? ¿Acaso un
crimen igual tenía que ver con la política? ¿Qué se habrán hecho los nobles y humanitarios
sentimientos de los banilejos?… Y esas eran las simplezas de don Postumio: en su manía
de discutírselo todo, se olvidaba al hacer esas reflexiones de que en circunstancias tan
comprometidas, y con gente como la que había invadido a Baní, los que pudieran pedir
esa justicia no lo hacían, por ese mismo instinto de la propia conservación. Así fue que
hasta la misma familia del muerto se conformó con llorarlo y maldecir desde el rincón
de su hogar.
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
V
Hallándose en esa disposición el ánimo del maestro de Antoñita, a los dos días de cárcel, precisamente a la hora en que él y otros presos comían, teniendo que poner los platos
sobre una silla, porque no les habían permitido llevar mesa, y porque era muy reducido
aquel espacio, se oyeron del lado afuera los aplausos y las risas con que algunos celebraban
a Felipe Ozán, que refería el caso de su huida.
A nuestro hombre le subió la bilis; sin poderse contener tiró los cubiertos, y por correr
a la ventana de rejas que hay en El Polvorín, tumbó los platos de la comida, y gritando a
voz en cuello les dijo:
—¡Cobardes! ¡cobardes!… no tienen vergüenza… ¡aplaudir el crimen!… ¡ustedes merecen la muerte!
Felipe Ozán lo oyó sin contestar una palabra, y con los individuos que lo aplaudían, se
dirigió a la Comandancia de Armas; hablaron él y el general Pío.
Media hora después del noble y digno arrebato de los sentimientos de don Postumio,
recibía de sus compañeros la mortificación de durísimas reprobaciones, por encontrarse él
y todos ellos con un par de grillos.
Capítulo VI
En casa de Candelaria Ozán
I
La tía de Felipe, obedeciendo a sus instintos de venganza, y ya sin miramientos de
ninguna clase, había entablado relaciones de amistad con Baúl, Solito y otros de estos facinerosos, que infundían el terror por donde quiera que asentaban las huellas de sus soletas.
Excúsanos la descripción de esos hombres en la parte moral; porque fueron bien conocidos
en el país y porque los capitanes de bandoleros sólo se diferencian en las exterioridades. En
el fondo, o mejor dicho, en los hechos, todos se parecen, con la excepción del célebre Luigi
Vampa, o de algún otro como nuestro tradicional Agustín Recio, tan injustamente calumniado, de quienes se puede decir que son nobles y grandes, aunque el destino o la fatalidad
los obligue a estar en ese oficio.
Algunos días se habían pasado, en medio de las zozobras y angustias ya referidas, y
aún no había podido el gobierno destacar tropas para contener la Revolución por esta línea:
toda su atención estaba fija en el Cibao.
El Cibao en ese entonces ejercía la preponderancia, y los gobiernos no podían mantenerse
en pie cuando Santiago y Puerto Plata, principalmente, desconocían su autoridad.
Sin embargo, en esta ocasión los revolucionarios del Norte no fueron tan afortunados
como los del Sur. En casi todos los pueblos de aquella importante extensión de la República
se había verificado la reacción y el orden estaba restablecido.
En ese intervalo, se puede decir, especie de tregua, o sea, suspensión de armas, ocurrió
entre otros, un hecho horroroso.
La trama de ese crimen fue urdida en casa de Candelaria Ozán.
II
Serían las dos de la tarde de uno de aquellos luctuosos días para el pueblo de Baní, cuando
se hallaban sentados a la mesa, en el comedor de la tía de Felipe, Solito y Musié. Devoraban
con apetito de glotones un suculento sancocho que ella les había hecho preparar.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Candelaria había cerrado la puerta de la calle. A pesar de todo temía que vieran a esa
gente en su casa… ¡y tan obsequiados!
El comedor, como casi todos los de Baní (particularmente en aquella época) estaba al
extremo de la sala, formado por la división de un medio tablado, especie de antepecho con
su entrada al centro, que allí llaman pasamano. Candelaria, con los codos apoyados en dicho
pasamano, veía comer a sus huéspedes.
Después que les dio las últimas explicaciones sobre don Antonio y las señales del lugar
en donde se hallaba el bohío que debían asaltar esa noche en La Montería, terminó diciéndoles:
—Les suplico que a mí no me mienten para nada en el asunto, ni menos con mi sobrino
Felipe; pues él es un hombre muy delicado y estoy segura que sería el primero en defender
a don Antonio y al joven de Santo Domingo.
—Pierda cuidao, comay, nosotros semos hombres muy preveníos, y nadie sabrá nada; pero
lo que es a ese sinvergüenza de don Antonio se lo entregamos desplumao –contestó Baúl con
su honda y tosca voz, y levantándose repentinamente de la silla, desenvainó el collin que
acostumbraba llevar a la cintura, añadiendo:
—Mire, comay, cuando yo le haga así…
Candelaria lanzó un grito de espanto, al sentir el frío del acero, pues Baúl al tiempo de
pronunciar esas palabras, con un rápido movimiento de cuerpo y brazo, le había pasado el
lomo del cuchillo por la garganta; y con su brusco movimiento volcó la sopera que contenía
el original del sancocho, quedando el mantel en miserable estado.
Solito regañó a su compañero y tranquilizó a la Ozán que temblaba de pies a cabeza.
Baúl lo echó todo a juego, y Musié, bebiendo caldo al borde de su plato, acabó por reírse
mucho de aquella ocurrencia.
Candelaria, al fin, se repuso del susto; pero juzgó prudente retirarse de allí.
Musié vaciaba por tercera vez en el vaso que le habían puesto, como cuatro dedos de
ron de la botella que estaba sobre la mesa, y Solito sin reparar que Candelaria se había ido,
encogiendo los hombros al ver el trago, agregó:
—Lo que es al santominguero se lo traemos amarrado como un andullo.
Baúl llamaba a Musié tragón; pero él a su vez se echaba medio vaso del mismo líquido.
—¡Diablo! –exclamó Solito, que tenía por costumbre acentuar mucho esa interjección–,
me quedo a secas; y dirigiéndose a una sirvienta que había dejado en el comedor Candelaria,
interrogó:
—¿Muchacha, aquí no hay más romo? Diablo, anda, trae otra botella.
La muchacha cogió la botella ya vacía y a poco rato la volvió a traer llena.
Después vino con una fuente humeante de locrio de puerco que mandaba Candelaria.
Entre tanto, Musié recogía con la cuchara el caldo espeso, que aún formaba pozos en el
mantel, y se lo bebía.
Baúl que cortaba un pedazo de carne, valiéndose de los dedos y del grueso y largo
collin que ya hemos visto, reconvenía a Musié llamándole puerco y diciéndole que por
eso no lo convidaría más nunca a comer en ninguna casa decente; que el Musié no podía
negar que era un rayano de las líneas de Haití, hombre sin principio de gente y otras cosas
por el estilo.
Musié que le tenía respeto y quién sabe si miedo guardó silencio, acabando de raspar
con el cuchillo el mantel manchado. Luego cogió la fuente del locrio y se sirvió su plato
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
formando de una manera artística, aunque grosera, una especie de pirámide que tenía por
base algunos pedazos de carne y otros de plátanos.
Baúl soltó dos o tres interjecciones insolentes volviendo a regañarlo.
III
Pasóse un rato en que sólo interrumpía el silencio el ruido de las mandíbulas y las tragaderas de estos tres facinerosos heliogábalos.
Musié volvió a servirse ron, y Baúl y Solito lo imitaron.
—¡Diablo! ¡qué trago tan bueno! –exclamó este último; y saboreando el bocado de carne
que se echó tras el trago, repuso:
—Este sí que no es el tafiá de las enanitas de Allá abajo.
Aludía a los pueblos fronterizos; y ponderando el ron, expresó la necesidad de conseguir
algunos galones para mandarlos a su casa.
Baúl aprobaba el plan, al tiempo que Musié, limpiándose con el dorso de la mano la manteca
que chorreaba de sus amoratados y gruesos labios emporcando su ripiosa pera, les dijo:
—Yo tengo escondidas cuatro damezanas.
—Tú, ¡ah! diablo, ¿a quién se las pillaste? –preguntó Solito, cimbreando el cuerpo de
un lado y otro.
—¿A quién?… La mañana que rompimos la puerta de ese cacó de don Antonio, nos las
llevamos Llinito y yo.
—Pues entonces me darás una.
—Y a mí dos –añadió Baúl.
—No puedo.
—¿Que no puedes, puerco?
Y Baúl se levantó de la silla encarándosele al hacer esa pregunta.
—Digo que no puedo, y no puedo; porque el general Pío nos quitó dos.
—Mi compadre Pío todo lo quiere para él –murmuró Solito.
—Sí compay Solito, es verdad, pero como se sabe que don Antonio y ese santominguero,
(se refería a Enrique) son enemigos de la causa, le comunicaremos nuestro proyecto –interrumpió Baúl, ya sentado y echando ron en el vaso.
—No, no diablo, yo no estoy por trabajar para nadie –respondió el interpelado acentuando más que nunca su vocecita afeminada, y moviendo ligeramente la cabeza y los ojos
a uno y otro lado, cualidad que le era peculiar, como la es a todos aquellos que acechan y
que se creen acechados.
Baúl entonces propuso que no debían hablar a los muchachos (así llamaban ellos a sus
subalternos) del dinero de don Antonio, y que solamente se convidaran para esa expedición,
a Llinito, Sindo, Estrella, Ventana, Mandé, la Guinea y la Chiva.
Todos ellos, desde que se conocían, como sucede entre las gentes de ese pelaje, se bautizaban con alguno de esos motes.
IV
Mientras Solito y Baúl se ponían de acuerdo en el plan que debían seguir para llevar
a cabo esa misma noche el asalto que iban a dar a don Antonio, Musié se guardaba en la
faltriquera de su chamarra un jarrito de hojalata, que acababa de poner sobre la mesa la
criada de Candelaria.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
—¡Eh!… ¡deja eso… suéltalo! Siento haber trío aquí a ese malonete –refunfuñó Baúl,
dirigiéndose a Solito.
Musié obedeció el mandato, pero Solito no encontró aquello tuviera importancia
alguna para que su compadre se incomodara, y pensó en apropiarse el jarro antes de
que salieran de allí.
La criada trajo el café. Musié, que ya estaba borracho, se reía mucho porque a Baúl se le
zafó la taza e hizo otro charco en el mantel. En esta vez Baúl no le prestó atención.
Solito, levantándose de la silla para alzarse los pantalones que por lo regular se le bajaban, dijo:
—Tenemos que avisar a los muchachos.
—Esos muchachos… si no se lo advierten temprano, se van a marotiá –interrumpió Musié
arrastrando mucho la lengua, y cantando la última palabra.
Solito cogía su rifle, y alzándose otra vez el pantalón con esa viveza de su carácter, los
invitaba a despedirse de Candelaria. En ese instante pensó en el jarrito de hojalata; pero
casualmente Baúl, que se había levantado también de la silla, lo colgaba del cinto de cuero
de donde pendían el gran cuchillo y además los dos revólveres que siempre llevaba a la
cintura.
—¡Hombre ladrón! –pensó Solito para sí, al ver fracasado su inocente plan.
Candelaria y su sobrino acababan de entrar.
—¿Les gustó el sancocho? –preguntó ella dirigiéndose a sus convidados, y pasando de
una vez a la sala.
Solito, que era entre todos sus compañeros el que tenía mejores modales, hizo uso de la
palabra para responder y darle las gracias.
Felipe, aunque ellos le dirigían conversación, fue muy parco en el hablar. A la verdad,
él no aprobó a su tía esas confianzas dadas a sus nuevos amigos, y mucho menos al ver los
tropezones que daba Musié con las sillas y mecedoras.
A quien él hubiera deseado obsequiar en su casa era a su protector y jefe el general Pío.
Baúl, al fin, echándose la carabina por la espalda, se acercó a Candelaria y a Felipe, y
extendiéndoles su gruesa manaza se despidió de ellos. Lo mismo hizo Solito.
V
Entre tanto, Musié había vuelto al corredor y después de haberse bebido el último ron
que quedaba en la botella, empujó la puerta que daba al aposento contiguo y que era el
de Candelaria. Dando tumbos atinó a sujetarse de uno de los pilares de la cama de caoba,
de estilo antiguo que allí había. Por todo adorno tenía los colchones cubiertos con frazada
blanca y un pabellón de lino.
El aposento era espacioso, y entre otras cosas se veían algunos cromos sin marcos,
pegados al seto, un armario de pino pintarrajado y un San Antonio de bulto entre un
nicho que estaba adornado con cortinitas coloradas. Musié, afirmándose en su bamboleo,
pasó revista con los ojos a los objetos, y al llegar al armario pensó en registrarlo para
ver si hallaba dinero en él. Los cromos le parecieron muy bonitos, y en cuanto al San
Antonio, de una vez formó la idea de mandárselo a su querida, que vivía en un campo
de Neyba. Pero no pudiendo dar paso, resolvió dejar para después la realización de
esos pensamientos. Dio una media vuelta y se acostó en la cama. Chocó al recostar la
cabeza en las almohadas con la moña que usaba Candelaria en los días de tabla, y por
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
ese instinto que tenía de recoger todo lo que hallaba, atinó a guardarla en la faltriquera
de la chamarra.
VI
Ya Baúl y Solito se habían despedido, sin echar de menos a Musié.
Candelaria, queriendo evitar la ocasión de que el sobrino la volviera a reconvenir, y
temerosa también de que descubriera la trama de que ella acababa de ser autora, no esperó
tiempo para retirarse de la sala al patio; pero Felipe que estaba impaciente la siguió, y al
pasar por el corredor, señalando el mantel sucio y el desorden en que todavía estaba la mesa,
le llamó la atención diciendo:
—Mira, ahí tienes lo que es esa gente.
La tía hizo, por toda respuesta, un movimiento con los hombros, y luego los defendió,
y trató de probarle que en la política no había esos escrúpulos, y que para alcanzar altos
puestos era necesario valerse de todos los medios, que nadie después tomaría cuenta de las
acciones, ni se acordaría de que Solito, Baúl y Musié habían sido obsequiados en su casa;
que además, esos señores no eran tan despreciables, y que por otra parte nadie 1os había
visto allí, ni menos comiendo. Y como Felipe siguiera argumentándole, acabó por llamarle
tonto, y, últimamente, acalorándose ambos en la discusión, se echaron los trapos a la cara,
sufriendo Candelaria, por primera vez, la desconsideración del sobrino.
No se había calmado la amarga impresión en el ánimo de la tía, cuando apareció la
criada, pálida y llena de susto, diciendo:
—Siña Candelaria, ese hombre prieto que estaba borracho se ha dormido en su cama.
Felipe, que zafaba la aldaba de la puerta del cercado para irse, volvió sobre sus pasos
preguntando:
—¿Cómo?… ¿qué hombre?
Candelaria se quedó en una pieza.
Todos corrieron para adentro de la casa. ¡Qué asombro cuando dieron con Musié, tendido cuán largo era en la cama de Candelaria! Se había dormido en efecto y roncaba como
un animal.
Felipe al verlo se intimidó un poco. Musié tenía un revólver y un cuchillo en la
cintura.
En aquel instante Candelaria no se atrevió a resistir la mirada llena de reprobación que
le lanzó el sobrino.
—¡Llamemos gente! –gritó la criada yendo para la puerta de la calle.
El émulo de Baúl y Solito se movió dando un resoplido. Felipe al fin se acercó a la cama
y lo haló con toda su fuerza por los pies.
Musié despertando tiró un manotazo y le dio a Candelaria en un ojo; luego se puso en
pie y con el cuchillo desenvainado repartía golpes a diestro y siniestro hasta quedarse dueño
absoluto del campo.
A los gritos de la criada la gente acudía. Bien pronto aquello era un maremagnum; la
gritería y el escándalo invadieron la casa. Costó que viniera el general Pío con la guardia
para poner coto al desorden y llevarse a Musié.
A Candelaria se le hinchó el ojo de una manera extraordinaria, y sufrió horrorosamente
la vergüenza del lance. Ella misma se comprendió castigada; pero, a pesar de todo, no trató
de impedir el crimen que se iba a cometer.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Capítulo VII
Engracia y los talegos
I
Sin embargo de que Herminia, la joven a quien leímos los originales de esta historia
como lo recordarán los lectores, nos advirtió que aún más se podía decir con respecto a la
tía Ozán, nosotros no hemos querido, en la trama que ésta urdiera con Baúl y Solito para el
asesinato de don Antonio, dar crédito a lo que algunos banilejos aseguran, referente a que
ella intentó también contra Engracia la más horrible de las maldades, insinuando que la
llevaran presa a Azua, y otra cosa que por decoro no decimos.
Como Candelaria existe aún, más vieja que debiera estarlo, aunque lejos de Baní, si alguna vez llegare a sus manos este libro, le suplicamos que no sea a nosotros, ni a Herminia,
digna señora que vive entregada a su esposo y a los deberes de su hogar, a quienes maldiga
por haber referido este fatal episodio. Por disfrazado que aparezca, ella tendrá que reconocerse; y el que relata hechos, no puede prescindir de que la verdad sea amarga, no es culpa
nuestra: ella es la verdad…
II
Era la media noche. El cierzo se sentía en todo su frescor. Estaba sereno el cielo. La luna
en medio del firmamento alumbraba melancólica las colinas y los llanos del hermoso valle.
Algunas veces ocultaba su claro disco ese montón de nubes blancas, que se precipitan, las
unas tras las otras, como si quisieran alcanzarla en su aparente carrera, aglomerándose, tupiéndose y volviéndose a deshacer en pedazos de humo, que se despliegan para confundirse
en lo alto de la atmósfera.
La brisa jugaba en la copa de los frondosos guayacanes y movía ese ceniciento cortinaje
de guajacas con que se adornan las baitoas. De vez en cuando arreciaba su soplo, meciendo,
como si las abanicara, a las ramas de las flexibles lilas. En alguna de ellas el ruiseñor, ese
reycito de las armonías de las selvas, despertaba cantando (o quién sabe si dormía soñando
que cantaba, y en su sueño lanzaba a los aires el gorjeo de sus melodiosos trinos). Tal vez en
aquel instante laboraba el Julián-Chiví en su precioso nido, colgado de la penca espinosa de
alguna alpalgata, la difícil incubación del fruto de sus amores, o quién sabe cuántas mariposas esperaban saltando el arrebol de la aurora para romper su crisálida. La naturaleza, en
fin, parecía que ostentaba en medio de la calma y serenidad, sus incomprensibles prodigios.
Así es ella, generosa regala sus tesoros; espontánea brinda sus perlas al arte y su luz a la
ciencia; pródiga vierte por donde quiera su poesía y, satisfecha siempre, como quien tiene
conciencia de lo que eternamente está haciendo, sigue indiferente sus leyes inmutables sin
ocuparse en las cosas de los hombres ni en las del mundo.
¿Será por eso que la hayan confundido con Dios?…
III
A esa hora un grupo de hombres armados iba subiendo al llano de La Montería. Esa pintoresca colina, recostada al pie de dos lomas y bañada por las aguas del Güera, está al Noroeste
de la población, y aunque apenas dista cuatro millas, tal vez sea la más escondida que tenga
el valle. En ningún tiempo la planta de intrusos invasores había hollado la verdura de su
suelo. En las diferentes guerras fue antiguo refugio de las familias banilejas, y fue también,
allá en los principios del siglo, el lugar en donde aquella fervorosa devota, tan querida de
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su pueblo, y a quien llamaban Francisca la Francisquera escondió para librarla del pillaje,
la preciosa imagen de la virgen de Regla. Y he ahí de donde nace tal vez ese nombre de la
cañada de Nuestra Señora, que han dado en Baní a la que se encuentra entre los cerros del
Cañafístula; y he ahí también por qué la tradición ha conservado, de alguna décima escrita
en aquel entonces, aquellos últimos tres versos, que muy pocos han conocido:
“Y a las orillas del Güera
Salvó su Virgen de Regla
Francisca la Francisquera”.
Y a propósito hemos subrayado el su en el verso porque sabida está la historia de la
adquisición de esa linda efigie. No fue ella aparecida en las cabritas del Paso de los Hierros,
como cuenta una falsa tradición del vulgo, ni robada en la isla de Cuba como cuenta otra.
En tiempos de don Juan Sánchez Ramírez, trajeron de España a Santo Domingo algunas
imágenes, y entre ellas la de Nuestra Señora de Regla. Francisca la Francisquera se hallaba
en la Capital, y a fuerza de empeños, y sacrificando las riquísimas alhajas que poesía, consiguió que el Cabildo se la cediera; y llevándola a Baní hizo que el pueblo la adoptara como
patrona. Tampoco es verdad, como creen algunos, que allí haya sido donde se adulterase
el origen y la historia de ese culto, que es el mismo que la Iglesia celebra con el nombre de
la Presentación, y que establecido en España por el cardenal Jiménez de Cisneros y prescrito
por el papa Sixto V, data solamente desde el siglo XVI. Esos versos apócrifos que se cantan
en el novenario de su fiesta, llamando la negra africana, y atribuyéndole su aparición en la
guerra de los españoles contra los moros, no fue la Francisquera quien los llevó a Baní.
IV
Ya el grupo de los hombres a que hicimos referencia había llegado a la pequeña meseta en
donde están los pocos fundos de La Montería, y detenidos en una ceja de monte, se hallaban
en la expectativa, mientras dos de ellos se aproximaban con mucho sigilo a un bohío que les
quedaba de frente. Por las rendijas del bohío reflejaba la haz de una lámpara.
De los dos hombres, el uno, alto, grueso, ordinario, cabezón, con su cara grande, su frente,
aplastada, su nariz ñata, su boca descomunal, y con sus anchos pies envueltos en soletas de
cuero, era Baúl; el otro, de baja estatura, fornido, con sus anchos hombros, su color indio,
su pelo negro y abundante, sus ojos inquietos y medio brotados de las cuencas, era Solito.
Ambos vestían enlodados pantalones y chamarras de dril azul, ciñendo a sus cinturones
de suela deformes cuchillos y revólveres. Llevaba cada cual un rémington, unas veces al
hombro, y otras en la mano. Se acercaron al tablado del bohío con la cautela del que no
quiere ser descubierto, y allí, vieron por las rendijas a una joven que estaba sentada junto a
una mesa rústica, escribiendo con lápiz en un papel blanco. Sobre la mesa, además de una
lámpara de gas, había un gran tarro con una linda mata de heliotropo.
—Aquí no es posible que sea –murmuró el más pequeño de los dos hombres al oído del
otro, quien había tenido que agacharse para observar mejor.
—Ni tampoco me tiene este bujío cara de ser de gente rica –contestó el más alto apartándose algunos pasos.
—Vamos, compay Baúl aquí no es; que vayan Sindo y Mandé al otro lado del arroyo para
ver si dan con las señas del corral y las matas.
Baúl y Solito se dirigieron al grupo de sus compañeros.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Al buscar el bohío de don Antonio, ellos lo equivocaron en efecto, con este otro, a causa
de ser parecidas las señales que les había dado Candelaria, como es fácil que algunos de
nuestros lectores de Baní, equivoquen la antigua heredad a que aludimos con los fundos
que hoy pertenecen a la familia Castillo.
Aquellas señales eran: un corral de cabras, otro de reses, tres matas de baitoa y dos de
guayacán, que estaban al frente del bohío.
Engracia, que era la mujer que escribía junto a la mesa, sintió los pasos de Baúl y Solito
y corrió a ver poniendo los ojos en las mismas rendijas que ellos acababan de desocupar.
Un temblor frío invadió todo su cuerpo cuando al resplandor de la luna los reconoció.
Ella no los había visto nunca, pero por la pintura que de ellos le habían hecho, no le quedó
duda de su identidad.
Estos hombres se hicieron tan célebres, a causa de sus maldades, que no había quien no
tuviera la descripción de sus retratos.
Llena de terror nuestra heroína se comprimía el pecho con las manos, queriendo en aquel
instante contener la respiración para no ser oída. Sin perder tiempo corrió al aposento:
Dolores, Isabel, mamá –murmuró su labio tembloroso despertando a las hermanas,
a la madre y a la tía. Espantosa fue la impresión que recibieron todas al enterarse de lo
que ocurría.
Cuando volvió Engracia a mirar por las rendijas ya el grupo de los forajidos se retiraba
tomando la dirección hacia el fundo de don Antonio.
—Dios mío, seguro van a robar a don Antonio –dijo Engracia toda emocionada y, sin
darse cuenta, cayó de rodillas exclamando:
—Gracias te doy, Virgen de Regla, ¡gracias te doy!… ¡Enrique se ha salvado!
Esta repentina y vehemente exclamación de nuestra protagonista, salida de su alma en aquel
instante de angustioso conflicto para todas, era la voz del arrepentimiento que demandaba
perdón; pues Engracia desde que supo, al día siguiente de hallarse en La Montería, que Enrique
se había quedado escondido en el pueblo, inconforme, y a veces desesperada renegaba de su
suerte, y a pesar de la dulzura de su carácter, inculpaba a don Antonio, haciéndole reproches;
porque Enrique, según ella, en situación tan peligrosa, debía estar en donde él estuviera.
Las otras tres mujeres sobrecogidas de espanto, y echándose los vestidos, salían del
aposento a la sala, queriendo una vez huir del bohío para irse al monte. Una de las hermanas
dominada por ese pensamiento llegó a abrir la puerta.
—No seas loca –balbuceó la tía Francisca temblando de pies a cabeza.
La madre de Engracia, rezando de miedo padre nuestros y avemarías, arrastraba los
baúles y recogía trastos, líos de ropa.
Momentos después, a una corta distancia, se oyeron ladrar perros; todas se figuraron
que los hombres volvían.
¿Y dejaremos que nos maten? Huyamos –dijo Dolores abriendo la puerta.
Isabel y la tía Francisca salieron cada cual con uno de los líos que había hecho la madre.
Engracia las siguió con su mata de heliotropo. ¡Pues qué! ¿acaso merecía otra cosa salvarse antes? Ese heliotropo llegó a ser para ella la prenda más estimada; lo cuidaba con el esmero y el
cariño con que se cuida un ser querido. Llegó a tenerle más predilección que al gatito negro de
su infancia. En la ausencia de Enrique, y después, en todas las tristezas y sufrimientos que ella
había pasado, las flores de ese arbolito habían sido su único consuelo. Por eso no quiso dejarlo
en el pueblo la noche que salieron, y prefirió echarse el tarro al hombro, mortificándose al sentir
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su peso por aquellos caminos enlodados; y llevándolo, como si en él se encerrara algo sagrado,
con aquella religiosidad con que las vírgenes antiguas, cuando acosadas de sus hogares por enemigas invasiones, cargaban sus penates. Ella creyó que huyendo sin él dejaba parte de su amor.
Y en efecto, en sus alegrías, como en sus angustias siempre al escribir a Enrique puso dentro de
la carta algún ramito de ese heliotropo, como el mejor testimonio de la fe de su cariño.
V
Entre tanto los perros seguían ladrando en dirección al fundo de don Antonio.
—Pobre hombre, lo matan –dijo la tía Francisca muy compadecida.
¿Y será posible que nosotros no le avisemos? –repuso Engracia con ansiedad.
—¡Vengan, señores ayúdenme! –gritó la madre sacando uno de los baúles. Las hijas acudieron, y aunque se estorbaban las unas a las otras, a causa del miedo que las dominaba, con
una rapidez increíble, llevaron al monte casi todos los trastos que quedaban en el bohío.
De repente la luna se oscureció, al mismo que se oyeron las detonaciones de tres disparos
de rémington y algunos tiros de revólver.
—¡Dios mío! ¡sálvalo! –exclamó Engracia, cayendo de rodillas junto al tarro del heliotropo. Las demás, sin articular palabras, se estremecieron de horror.
Después de las detonaciones el viento traía el eco aterrorizador de la gritería.
Pasando ese primer momento, asaltó a nuestra heroína el recuerdo de Enrique, y tras él
sintió en lo más profundo del alma, la injusticia que había cometido al acusar a don Antonio
por haber dejado a su amante en el pueblo. Como relámpagos le cruzaron esos pensamientos,
y levantándose de improviso, gritó diciendo:
—¡Yo quiero pagarle!, ¡yo quiero pagarle! Vamos, vamos, aún podemos darle auxilio.
Y al ver que nadie le contestaba, en su desesperación, acometida de esa repentina idea,
se apartó de allí, emprendiendo la carrera de una loca. Se dirigía al fundo de don Antonio.
La madre, la tía y las hermanas siguieron tras ella, dándole voces para contenerla; pero estos
esfuerzos fueron inútiles. Un espíritu sobrenatural le daba aliento y encendía su valor. No
parece sino que algún secreto destino la impulsaba en su carrera. Al fin llegó, jadeando de
cansancio, y ya cuando apenas alcanzaba respiración.
La pandilla de los asaltadores acaba de salir llevándose cuanto habían encontrado en la
casa. don Antonio, que había sostenido una lucha heroica, disparando sobre ellos dos o tres
veces su revólver, al herir a Llinito por un brazo y rasguñar otra bala a Sindo, fue acometido
de una manera horrible; recibiendo heridas y golpes por todas partes; las últimas puñaladas
se las había dado Baúl.
Cuando Engracia entró a la sala lo halló tendido en el suelo, comprimiéndose con las
manos los chorros de sangre que vertía de las heridas del pecho.
—Graciadita… Dios te ha traído… oye –dijo don Antonio al verla; y haciendo un esfuerzo,
como si sus manos fueran de hierro, seguía apretándose el pecho.
—Tengo en Santo Domingo dos hijas… creo son mías… el otro… no… mi mujer cayó en
adulterio –yo he tenido que callarme– ¿sabes? –se contrajo en este instante todo su rostro, y,
después de una pausa, recogiendo la respiración en cada palabra, continuó:
—Mi dinero está en talegos… en la Costa… nadie lo sabe… debajo… del tamarindo…
sácalo… Para la adúltera… nada… para el hijo postizo… nada… Dale a mi hija del Maniel,
y a mis hijas… tú… y aquí hizo un supremo esfuerzo para continuar hablando; pero a borbollones le vino la sangre a la boca y quedó muerto.
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En este momento entraron las otras mujeres, acompañadas de dos de los peones de don
Antonio, que esa noche dormían en la misma casa, y que se escaparon milagrosamente.
Engracia había quedado inmóvil, confusa, aterrorizada, junto al cadáver.
Para una naturaleza delicada y sensible, como la de ella, eran demasiado esas impresiones.
Y después de todo, tímida como era, al pensar en los secretos que acababa de confiarle don
Antonio le parecía tener encima un peso insoportable, y una responsabilidad inmensamente
grande: los talegos le ponían delante peligros y compromisos inevitables.
Capítulo VIII
Cosas de aquí… y de más allá
(cuique suum)
I
En Baní, solamente Candelaria y los cabecillas de la revolución, tuvieron noticias del
horrible suceso que se ha referido. El pánico no daba tiempo a la gente a pensar en otra
cosa sino en la manera de salvarse. Los mismos que, por consecuencia de partidarismo,
deseaban la caída del gobierno se encontraban sin garantías, teniendo que ocultar sus
intereses para evitar que los pillaran. Si alguno que otro oficial, o jefe subalterno, de las
tropas invasoras, llevado de ideas más humanas, trataba de impedir aquellos robos y
tropelías, bien pronto se veía amenazado y expuesto a que lo atropellaran también. Era
tan comprometida la situación que hasta el mismo jefe superior del movimiento se veía
obligado a pasar por alto todos los desmanes que se cometían.
—Para hombres de conciencia y que se tengan por honrados, ¡cuán triste no será el
desempeño de ese papel! –dijo Herminia interrumpiéndonos en la lectura, cuando llegamos a esta parte de los originales.
—Es verdad –le contestamos nosotros–. Y ¿quién puede, a pesar de esas débiles justificaciones, atenuar la responsabilidad de los hechos?…
—Estoy pensando también –añadió ella–, ¡cuántos comentarios y cuántas discusiones
traerá esta obra en Baní, cuando lean el relato que se ha hecho de la muerte de don Antonio,
y, ¡cómo van a confundir los talegos que dejó a Engracia con el dinero enterrado, que todavía
se está buscando, de algún otro banilejo!
Y en efecto, Herminia tenía razón, pues al variar nosotros el otro capítulo, no hicimos
referencia de los conceptos de Leopoldo sobre el dinero, ni copiamos las citas que, para
comprobar el asesinato de don Antonio, hace de otros crímenes cometidos por Baúl, Solito
y sus compañeros en las comarcas del Sur.
En los originales cuenta el asalto que en el pueblecito del Rincón, dieron al general Andrés Ogando, causando la muerte de éste y de otros. Refiere la infame emboscada puesta
para matar al valiente general Nolberto Medina. Menciona el horroroso martirio del pacífico
y honrado habitante de La Descubierta, Jesús del Cristo, a quien dormido degollaron en el
mismo aposento en que dormían su esposa e hijos, para robar el dinero del general John
Lynch, un haitiano oriundo de ingleses y de sentimientos dominicanos, a quien esa misma
noche dieron un balazo en las sienes, matando también a todos los que allí estaban, entre
ellos al bueno y patriota general Lorenzo Acosta.
Pero, en esas depreciaciones y asesinatos, como en otros, hay quienes quieran justificar
el crimen; porque en el campo de la guerra –dicen– esos asaltos, a más de permitidos, son
legítimos y pasan como golpes de estrategia.
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¡Qué horror! ¡Jamás admitiremos esa doctrina, que alienta al hermano para que villanamente vaya a sacrificar al hermano! Y más cuando puede suceder que la Patria esté de
parte de la víctima.
¿Qué dirán los que así quieren atenuar esos hechos, si recuerdan la perversidad de esos
mismos hombres, cuando en plena paz, una noche, sorprendieron en su casa al general
Luis Navarro, y llevándoselo a un monte descuartizaron su cuerpo, haciéndole sufrir un
martirio espantoso? Y antes de eso, ¿qué tenían que ver con la política, ni con la guerra,
aquellos asaltos continuos dados a las familias en los campos de San Juan, Neiba, Las Matas
y Bánica, en los cuales se cometían actos tan horrorosos como el de cortarle los dedos y las
orejas a las mujeres, sin respetar edad, para quitarle los anillos y los aretes de oro que por
su mal usaban?
Pero, dejemos esas referencias para reanudar la ilación.
II
Algunos días después de la muerte de don Antonio, las tropas del gobierno ocuparon
a Baní. La revolución, sin embargo de que ya había ganado mucho terreno, se vio obligada
a reconcentrarse en Azua. Momentos antes de abandonar el pueblo, el jefe de ella ordenó
a Felipe Ozán que pusiera en libertad a don Postumio, y éste, tan pronto se vio fuera de la
cárcel, se valió de sus medios y evitó que se llevaran para Azua a los otros presos. Orgulloso
y satisfecho de su proceder, en pocas horas, reunió gente y organizando una guardia en la
Comandancia de Armas, esperó la entrada de las tropas amigas, recibiéndolas con el grito
entusiasta de: “¡Viva el gobierno legítimo de la República!”. Después de haber contribuido
con sus consejos y disposiciones al acuartelamiento de ellas, pasó a su casa; comió a la carrera, y luego fue a hacer una visita al general en jefe. Allí se vio con los amigos y conocidos
que habían venido formando parte del Estado Mayor. No estuvo muy bien hallado, que
digamos, nuestro hombre en esa visita.
—¿Qué significan esa frialdad, y esas reticencias, y esas miradas sospechosas de los unos
a los otros? Y, al referir lo que me ha pasado, ¿qué me quiso decir el general con aquellas
bruscas interrupciones de: “Ya lo sabemos todo… Sí, sí, lo sabemos todo”, y al fin levantándose de la silla: “No se moleste usted, no se moleste usted?”.
Esas y otras preguntas se hacía don Postumio lleno de confusiones, cuando después
de haberse despedido de esos señores, dirigía sus pasos otra vez a la Comandancia de
Armas.
Entretanto, en casa de la Ozán se comía y se bebía como si efectivamente hubiera
una fiesta. ¡Qué demonio de mujer! No se había dormido en las pajas. Antes de que las
tropas entraran al pueblo había escrito a uno de los oficiales que gozaba de más influencias, porque era pariente muy cercano del Ministro de Guerra, y con quien ella de viejo
tenía sus amistades. En la carta que le escribió lo invitaba a desmontarse en su casa; y le
ofrecía además declararle muchas cosas de importancia para el gobierno. Casualmente
este amigo de Candelaria era de esos políticos que se creen dueños de las situaciones
que otros han formado; y que llenos de intransigencias en los triunfos, pretenden que no
se les de garantías, sino a los individuos que ellos, por algún motivo interesado, desean
proteger.
Cuando a este señor le entregaron la carta a que nos referimos, se encontraban las tropas
vivaqueando en Pizarrete, una sección de Baní que está a las orillas del Nizao.
247
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—Aquí tiene ustedes la prueba, el don Postumio está compuesto con el cabecilla de la
revolución –dijo después de haberla leído mostrándola al general en jefe y a otros de los
oficiales.
Cada cual pensó del pobre don Postumio lo que quiso; y al hablarse de los individuos,
a quienes era necesario prender, tanto en Baní como en Azua, el pariente del Ministro de la
Guerra afirmó con mucha severidad:
—En esta vez no debe haber contemplaciones. Ya han abusado mucho; hay que castigar
con mano fuerte para escarmentar a esos vagabundos. Y nadie debe escaparse; al ladrón
como ladrón, al asesino como asesino: la justicia debe ser igual para todos.
—Sí, eso es lo que se debió hacer siempre, y lo que debe hacerse ahora –repuso uno de
los oficiales que tenía muchos méritos contraídos en la causa del gobierno, y añadió: –Ahí
está, ese bellaco de Felipe Ozán, sobrino de esa misma Candelaria, con quien es necesario
hacer un ejemplar”.
—No, no, mi amigo, a ese hay que respetarlo, entiéndalo usted. Nos ha hecho favores a
mi familia y a mí, que no se olvidan nunca –interrumpió el pariente del Ministro.
—¡Ajá!… pues yo le debo también favores al general Pío, y no permitiré que se le toque
–repuso el oficial.
—¡Al general Pío! ¿a ese arbitrario, vagabundo, que pudo salir garante por mi hermano, en
la revolución del año pasado, para evitarle la cárcel, y se negó rotundamente? ¡No hombre!…
Y el intransigente amigo de los Ozanes, rechazó, con ese personalísimo argumento, la
idea de su contrincante; otros terciaron en la discusión, y hubo quien trajera a relucir la ley
del embudo; pero el pariente del Ministro se mantuvo en la injusta pretensión de que sólo
sus protectores debían exceptuarse.
III
La tía de Felipe estaba lo más satisfecha; sus planes no podían ir mejor. ¡Cuántos de los
que habían sido atropellados por los revolucionarios, al ver lo que pasaba, renegaron de
la política!… El pariente del Ministro de Guerra se había desmontado en su casa, con dos
o tres más; ella los recibió con una mesa abastecida de viandas y licores, y con los halagos
de su melosa hipocresía. Bien pronto otros oficiales y jefes la honraban con su amistad. Se
diría de los hombres, que a los unos se les conquista por el estómago, y a los que no tienen
hambre, por medio de la adulación.
Mientras tanto, don Postumio, que llegaba de la visita hecha al general en jefe, se tiraba
triste y pensativo en una de las sillas de la Comandancia, oyendo el alegre ruido de las risas
y las palabras que animaban la comida con que Candelaria, aduladora y astuta además,
obsequiaba a los nuevos huéspedes.
Las familias que se habían ido al campo, volvían a sus hogares. Engracia llegó de La
Montería esa misma tarde. Antoñita no había salido del pueblo; ella supo a tiempo que
Enrique estaba escondido en casa del cura, junto con Eugenio, el otro joven de la Capital,
que había sido su salvador en el peligrosísimo instante en que su secreto iba a ser descubierto por Engracia, y eso le bastó para inventar escusas y pretextos que la sostuvieran
en la casa.
Don Postumio se mantuvo en la Comandancia, hasta por la tarde que recibió un oficio
del general en jefe en que le trasmitía una orden del Ministro de Guerra para que se sirviera
pasar inmediatamente a Santo Domingo.
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
—¡Qué significa todo esto, qué significa todo esto! –exclamó al leer el oficio, apretando
nerviosamente el papel con las manos.
Quiso pedir explicaciones, pero el general en jefe le dijo que él ignoraba la causa de
esa disposición.
A nuestro hombre no le quedó otro recurso sino el de cumplir con lo que se le ordenaba. Llegó, pues, a la Capital a los dos días de haber entrado las tropas del Gobierno a Baní.
¡Quién puede trasmitir la terrible impresión que experimentó! cuando al presentarse allí,
le dijo el Gobernador:
—Coronel, rinda las armas, usted está preso.
—¡Yo… yo… preso! –contestó don Postumio con el acento de la más profunda duda.
—Sí, señor, usted –afirmó el Gobernador haciendo que las entregara a los oficiales que
acto continuo lo llevaron a La Fuerza y lo encerraron en el cuarto de El Indio.
—Esto es para cualquiera volverse loco –se dijo nuestro protagonista, después de un
gran rato en que había permanecido silencioso y confuso, como a quien en aquel instante le
hubiera caído un rayo a los pies.
A medida que iba despejándose de aquella impresión buscaba y rebuscaba en su juicio
la causa de tan estupendo suceso.
—Yo preso… y preso por el partido y por el gobierno que tanto he defendido… ¡ja! ¡ja!
¡ja! Parece sueño –y así repitiendo esta última idea volvía a lanzar otra carcajada. Pensó luego
en escribir al Ministro, y últimamente al mismo Presidente de la República, al considerar
que no era posible que éste supiese lo que a él le estaba pasando. ¡Se hacían tantas cosas
malas sin el conocimiento del Presidente!… Sí, sí, yo llamaré –y acercándose a las rejas de
la ventanita del calabozo–. ¿Eh? ¿eh?… mira, centinela, llámame al carcelero.
—¿Qué quiere usted?… No tengo orden de escuchar a presos –contestó el centinela en
tono despreciativo, volviéndole la espalda.
En vano hizo don Postumio otras tentativas para que lo atendieran. Al fin la oscuridad
de la noche invadía las sucias y húmedas paredes del embovedado cuartico de El Indio,
cuando sintió el ruido del manojo de llaves del carcelero. –¡Ah! vamos –se dijo nuestro
hombre, pensando que, aclaradas las cosas, vendrían a ponerlo en libertad. El cerrojo lanzó
sus chirridos y la puerta se abrió. don Postumio, a pesar de su conocida serenidad, no pudo
evitar que la sorpresa lo hiciera palidecer. El carcelero había entrado con un par de grillos
en la mano, junto con otro oficial, de esos que servían, con el mismo espíritu de maldad a
todas las situaciones, y a quien don Postumio, algunos días antes de estallar la revolución,
había mandado bajo partida de registro al gobernador, por haberle sorprendido con una
caja de cápsulas que llevaba para Azua.
—¿Quién ha dado esa orden? –fue lo único que preguntó el pobre preso cuando le remachaban los hierros.
—El Ministro de Guerra –contestó el carcelero.
—¡Vamos! no lo sabe el Presidente –murmuró don Postumio en tono de satisfacción,
añadiendo:
—Ya sé de dónde viene todo esto… ¡qué mujer!… ¡y qué país!…
—¿Qué país? ¿eh?…¿por qué no dice usted? ¡qué traición! –interrumpió el oficial con
la mayor acritud, acabando de remacharle los grillos. Y como don Postumio, sin perder su
calma, le preguntara qué quería decir con eso, desató la lengua prodigándole tantos insultos,
al extremo que el mismo carcelero tuvo que reprenderlo.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
IV
Cuando quedó solo don Postumio en su calabozo se entregó a las meditaciones más
tristes. ¡Qué decepción tan grande había recibido!
—Sin embargo –se decía él–, estoy seguro que el Presidente ignora todo esto, y tal vez
los otros Ministros lo ignoran también; porque no es posible, no lo creo, no me da la gana
de creer que a mí me crean traidor… y por sólo la denuncia de Candelaria Ozán. ¡Ah! ¡esto
es horrible!… ¡Qué cosas las de este país!
Sería ya la media noche, cuando abrió la puerta el carcelero.
—Que salga el preso –dijo con sequedad.
Don Postumio salió casi sin poder dar paso; pues además de que los grillos le quedaban muy apretados, sentía el cansancio del viaje. Del Cuarto del Indio lo llevaron al Mulato,
ayudándole a cargar su capote y las valijas que acababan de traerle. Al entrar a su nueva
habitación se encontró allí con tres criminales que arrastraban cadenas. Su primera idea fue
la de protestar y volverse a salir; pero vio que eso era inútil, y se conformó con tender en un
rincón el capote y poner de almohada las valijas. Así pasó el resto de la noche, mortificado
con el hedor de aquellos individuos y casi sin poder dormir. En la mañana del siguiente día
lo trasladaron a El Salón. Todos los presos políticos que allí estaban, tan luego el carcelero
echó el cerrojo a la puerta, fueron saludarlo.
—Toque esos cinco –dijo uno.
—Deme un abrazo –añadió otro.
—Así era que yo lo quería ver a usted, unido a nosotros –repuso un tercero; y de ese
modo rodeando a nuestro protagonista, lo colmaron de parabienes asediándolo a preguntas,
hasta que él, perdiendo los estribos, lleno de indignación y con acento de verdadera energía,
se expresó así:
—¿Qué se han figurado ustedes? ¿Creen que yo sea un infame que haya traicionado mi
partido. Pues sepan que yo soy siempre el mismo; el hombre de principios que no abandona
sus filas, ni cambia su bandera: soy el enemigo acérrimo de ustedes, y del tirano personalismo de ustedes.
Todos al oír la interpelación de don Postumio se apartaron de él, algunos en silencio,
lanzándole miradas de odio, y otros con dichos irrespetuosos y burlescos.
Nada de lo que había pasado le causó tan honda impresión, como aquella escena. ¡Creer
los mismos contrarios que él había cambiado chaqueta! ¡Ah! ¡eso fue un golpe terrible! En
aquel instante renegó, maldijo y estuvo a punto de llorar…
Entre los que estaban en El Salón no faltó alguna que otra persona seria y bien educada que tratara de calmar el rebozo de indignación que acometió a don Postumio, y que,
reconociendo su honradez, le pidiera excusas y le diera satisfacciones en nombre de los
demás. Esto vino a calmarlo un tanto, aunque se pasó todo ese día reconcentrado y sin
comer.
Capítulo IX
Antoñita salva al Gral. en Jefe
I
Antes de oscurecer le entregaron una bandeja con comida, un catre, sábanas, almohadas,
taza, toalla y otros útiles que le enviaba el padre de Enrique Gómez, enviándole también
satisfactorias explicaciones del porqué no había cumplido con ese deber de amistad desde
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el momento en que lo prendieron. Esas satisfacciones despejaron mucho el abatido ánimo
de don Postumio.
Antes de salir el carcelero, le suplicó que le comprase velas, fósforos y le buscase un
libro para leer, al mismo tiempo que otros de los presos le daban dinero para que trajera
algunas botellas de ron.
—Las velas, los fósforos y el ron está bien; pero el libro no se puede permitir –respondió
el carcelero muy entonado, cerrando de una vez la puerta.
—¡Bendito sea Dios!… las cosas de aquí… ¿Qué no se permite libro? Y permite ron…
Vean ustedes que contrasentido –exclamó don Postumio con las manos apretadas y los
hombros encogidos, olvidándose, en aquel instante, de que hablaba entre los enemigos de
su partido. Y ya iba a caer en la manía de discutirlo todo, cuando lo interrumpió uno de los
presos, poniéndosele delante con un libro que acababa de sacar de adentro de la funda de
una almohada, diciéndole:
—Aquí ofrezco a usted la mejor obra filosófica y doctrinaria que se ha escrito en
este siglo.
El individuo, que tal ofrecimiento hacía, era un hombre ya entrado en años, alto, flaco,
y a quien los otros compañeros de cárcel tenían por chiflado. don Postumio aceptó el libro,
y abriendo su primera página leyó en voz inteligible:
—Obras Fundamentales del Espiritismo, por Allan Kardec.
Mientras tanto los otros presos se hacían guiños zumbones.
—Bueno… gracias, creo que me gustará –murmuró don Postumio retirándose al rincón
en donde había hecho colocar su catre.
Pocos momentos después, aquel histórico Salón, por tantos inquilinos habitado, en
diferentes épocas, presentaba los cuadros de costumbre en tiempo de nuestras revueltas
civiles. Cada cual hablaba y decía lo que se le antojaba, respecto de los hombres y las cosas
de la revolución y el gobierno. En ese intermedio, unos, subidos en las altas ventanas de
rejas, anunciaban todo lo que hablaban o veían del lado afuera. “Que forman la guardia”.
“Parece que traen más presos, porque vienen unos catres”… “Hay algo serio esta noche;
el gobernador está hablando con unos oficiales”… Los otros, silenciosos se tendían en sus
camas; quienes, en apartado grupo, bebían tragos de ron, formando proyectos y echando
ternos; quienes se desataban en improperios contra determinados personajes políticos, y otros
establecían el juego de barajas, poniendo de mesa un catre y de tapete la sábana del mismo.
Solamente don Postumio, después de haber cenado, se hallaba en su rincón, devorando, con
ansioso interés, las páginas del libro que le habían prestado. Así se pasó casi toda la noche,
empapándose de tal manera en la doctrina espiritista que, al otro día y al otro, y después,
Allan Kardec era su autor favorito.
II
Mientras tanto, en Baní, se habían levantado manifestaciones, justificando su conducta, cuyas manifestaciones con firmas de muchas personas de respeto habían sido
enviadas al gobierno. Por otra parte, allí se había restablecido el orden, y las autoridades
se habían enterado de todo lo ocurrido. Las familias tenían confianza en la situación; las
partes oficiales que se recibían no podían ser más satisfactorias; todo revelaba, en fin, que
la revolución estaba vencida. Pero, ¿quién se atreverá a dar esas seguridades en países
donde la política llega a arrastrarse en los lodazales? Una traición de parte de aquellos en
251
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
quienes más se confía, unas veces, escandalosamente derrumba a los gobiernos, y otras,
a los revolucionarios.
Cuando ya se habían tomado todas las disposiciones y se habían hecho todos los preparativos para levantar la columna del gobierno y seguir a Azua a ahogar la revolución
en su cuna, sucedió que simultáneamente caen atacados por la fiebre el general en jefe y el
comandante de la columna.
Esta circunstancia detiene la marcha, desorganiza un tanto la tropa, infunde la desconfianza, levanta las propagandas, alienta a los mal intencionados, y decide a Candelaria a poner,
sigilosamente, expreso tras expreso a su sobrino Felipe informándole de la mala situación.
III
Así las cosas, llega una mañana, y se acerca a la autoridad, un oficial a quien se le tenía
confianza; da la falsa noticia de que una partida de hombres, con Baúl, Solito y Felipe Ozán
a la cabeza, salían de Azua, ese mismo día para venir por caminos extraviados, a dar un
asalto en la noche al pueblo.
El Comandante de Armas, en quien en el caso, residía interinamente el mando superior, cree
al oficial; piensa, entra en cavilaciones, consulta y, últimamente, decide enviar las tropas compartiéndolas para que se posesionen de aquellos puntos por donde era natural viniese el enemigo.
La falsa noticia precipita esta operación al parecer buena; las fuerzas se debilitan; el
soldado que se ve sin sus jefes naturales y apartadas las compañías unas de las otras, se
desanima; luego se advierte el error; se dan contraórdenes para nueva reconcentración,
y en medio de estas evoluciones, la propaganda de que cortan la retirada cunde entre las
tropas, crece, se aumenta, se hace alarmante y causa el pánico, dando por resultado, desde
los primeros tiros del enemigo, la confusión de una derrota inexplicable.
Así sucede a menudo en la guerra. La historia está llena de estos ejemplos. Aún en las
grandes batallas que se pierden, y en los grandes capitanes que se derrotan, se ha visto que
una circunstancia ha traído un incidente insignificante, y ese incidente ha sido la causa del
desastre para los unos y de la victoria para los otros. Y luego los vocingleros del triunfo
Casualidad, dándolo a determinadas personas.
El jefe de la columna, que había quedado enfermo en la casa de la Comandancia, por un
tantico no fue cogido. Se salvó por su presencia de ánimo, que no permitiendo turbarlo, pudo
montar al tiempo preciso en su caballo, y, a fuerza de tiros, salió de la población, intrincándose
después por caminos extraviados que hicieron perder la pista a sus perseguidores.
IV
El general en jefe, aletargado por la fiebre se encuentra en la cama en aquel terrible momento. Nada sabe de lo que está pasando. Su muerte es inevitable. Entretanto que persiguen
al Comandante de la columna, una partida de forajidos, entre ellos Baúl, Solito y Felipe Ozán
se precipitan sobre su casa de familia.
—¡El enemigo, el enemigo! –grita una voz de afuera.
—¡Dios mío!… ¡pronto, pronto, corran, ayúdenme! –exclama en la mayor de las tribulaciones la madre del general, acudiendo a la cama en donde se hallaba acostado, y haciendo
que se levante y se vista.
Enrique Gómez está en el mismo aposento con él. Antoñita y otras amigas se encuentran allí desde por la mañana, visitando a la familia. La confusión, los gritos, las carreras de
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
aquellas mujeres, no son para describirse. Ya los forajidos, como fieras que corren a desgarrar su presa, han entrado. Felipe Ozán, Baúl y Solito se dirigen los primeros a la puerta del
aposento en donde se hallan el general y Enrique Gómez. Antoñita lanza una mirada sobre
Enrique, y arrebatada por un impulso inevitable, en medio de aquel desconcierto, con la
desesperación de una loca, se precipita con un revólver en la mano, que repentinamente ha
cogido de la mesa donde estaba, y, como una aparición misteriosa, con el arma preparada,
levanta el brazo sobre ellos, que no esperaban tal sorpresa, y les grita:
—¡Atrás! ¡si no queréis morir!
¿Qué hay de sublime en su fisonomía, en aquel supremo momento, que se llena de luz y
la transforma? ¿Qué destello divino e imponente es el que de sus ojos brota? Y, ¿quién puede
dar idea del timbre de su voz, cuando lívida, trémula, nerviosa, indignada, con el gesto de
la energía, soberbio, amenazador, y con la mirada y el continente sobrenaturales les lanzó
ese grito de: ¡atrás! ¡si no queréis morir!…
Como si en aquel instante la hubiese transfigurado un espíritu del cielo; como si le hubiese ceñido su aureola de fuego el ángel terrible que guarda las puertas del Paraíso, aquellos
demonios quedaron petrificados.
La osadía, encarnada en la hermosura, y en la misma debilidad de una mujer, los había
anonadado. Después que pasó en ellos la inesperada impresión, Baúl, el primero, se precipitó
sobre ella y le sujetó el brazo para quitarle el revólver. Felipe Ozán la defendió. La mujeres
apiñándose en la puerta rompían a gritos, y Solito con otros, abriéndose paso, a la fuerza,
entraron por fin al aposento. Corren a la cama del general, buscan por todos los rincones y
no encuentran a nadie. La víctima se había salvado.
—¡Demonio! por aquí se escapó –exclama Solito, dando una patada y alzándose por las
pretinas el pantalón, al ver que la puerta que comunicaba al patio estaba sin aldaba.
En ese instante se oye la voz de un soldado que entra a la casa gritando:
—¡Corran, corran, han matado al general Pío!…
Todos salen precipitadamente a la calle, y se dirigen al grupo que viene con un cadáver;
era el cadáver de un comandante de las tropas del gobierno, que se parecía mucho al general
Pío, y a quien habían asesinado en el paso del río. De ese modo, en tan inminente peligro,
una mujer evitó la muerte inevitable del general en jefe.
V
El valor puede residir en la fuerza, puede ser hijo del cálculo, de la convicción, del honor, del orgullo, del amor propio, en fin; pero el heroísmo es ciego en sus acciones, natural
y precipitado en sus rasgos, no reflexiona ni piensa, siente y nada más y entonces se lanza
como un loco en alas de la inspiración que lo arrebata, y atina como un sabio. No importa
en quién resida, grande o pequeño, débil o fuerte, en quien quiera que encarne, siempre
será poderoso, irradiador, terrible, extraordinario, sobrenatural. Tampoco importa para el
sexo: hombre o mujer, David o Juana de Arco: invencible en ellos sujetará a los ejércitos y
ofuscará a los gigantes.
Su voz en Antoñita, en aquel instante, aterrorizó como el rayo; su gesto fue un mandato
que impuso, pasmó, hizo temblar, acobardó.
Otras veces su grito se levanta y conmueve los corazones, encadenándolo a su voluntad;
y su gesto conquista, enamora, simpatiza y entusiasma.
¡Si hay algo en la tierra que tenga un reflejo de Dios, sin duda alguna, es el heroísmo!
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Capítulo I
Tercera Parte
Espiritismo
I
Era el mes de junio. La revolución había triunfado y hacía cerca de cinco meses que se
hallaba constituido el gobierno definitivo. El personalismo, osado como nunca, imperaba
en el país, y la tiranía con sus persecuciones y arbitrariedades, iba poco a poco arraigándose
en el poder, merced a los triunfos que le proporcionaban movimientos aislados, hijos de las
impaciencias, que sofocados hoy aquí, mañana allí ,trajeron por último el asiento de esa paz
marchita que, sin frutos de libertad y sin reverdecidos laureles para la patria, sumerge a los
pueblos en una especie de marasmo que los enferma y los acobarda hasta envilecerlos en
la corrupción más vergonzosa.
Baní, a pesar del contagio general de la época, no participaba de los odios y venganzas
del partidarismo. Entregado al trabajo, veía con desdén esa política personalista. Sus habitantes, tan fáciles a entusiasmarse por las causas nobles, han sido siempre poco dados a las
tiranías; y aunque apasionados a veces, no se enseñan en las maldades, ni la pasión les hace
cometer infamias y traiciones. Por eso, Candelaria Ozán, no hallaba campo donde seguir
desplegando sus insidiosas aptitudes, y por eso don Postumio, después del triunfo de la
revolución, había encontrado protectores que lo defendieron de persecuciones, y gozaba en
su casa de todas las garantías.
Desde el siguiente día de la noche en que lo dejamos en un rincón de la cárcel, leyendo a
Allan Kardec, lo habían puesto en libertad; recibiendo excusas y satisfacciones del Presidente
de la República, por la injusticia que se había cometido con él. No tuvo tiempo, en aquel
entonces, de volver a Baní; pues casualmente cuando se disponía a emprender su viaje llegó
a la Capital la noticia de la derrota de las tropas del gobierno.
II
En la actualidad, aunque sin dejar sus proyectos sobre la patria y la política, se entretenía
en dar clases de aritmética a su amiga Antoñita, queriendo meterla, también, en los laberintos
de intrincadas metafísicas; pues como era tenaz y ardoroso con lo que le cogía, sobre todo,
al principio, no soltaba de las manos y de la cabeza los libros espiritistas, buscando siempre ocasiones para desenvolver los temas de la reencarnación, de los diferentes órdenes y
escalas de los espíritus, de su progresión en la pluralidad de las existencias, del perispíritu,
o envoltura fluídica del alma, de los médiums y demás fenómenos experimentales de esa
doctrina que él llamaba “La ciencia y religión del porvenir”.
En sus constantes prédicas, había veces que la discípula le planteaba discusiones sobre
algunos de esos temas, en los cuales él se veía en grandes apuros.
—Si el espíritu es simple e indivisible –dijo ella una vez–, ¿cómo puede combinarse su
existencia con la materia corruptible, viniendo a ser, con su envoltura, espíritu y materia?
Esa amalgama de un es y no es al mismo tiempo no la entiendo yo. Y aunque esa capa, en
que están envueltos los espíritus, me la imaginara tan sutil y tan impalpable como la luz del
sol, la luz no tiene peso; mientras que esa envoltura, según la doctrina, es más material, es
decir, más pesada en unos espíritus que en otros.
Antoñita hablaba por intuición; pues aunque era muy inteligente, no conocía los imponderables, ni tenía la más remota noción de física.
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Don Postumio pretendió aclararle esa confusión, explicando la idea que los latinos expresaban con estas palabras: corpus, cordis opus.
Otro día, hablando el maestro de la justicia de Dios en la progresión de los espíritus, le
argumentó ella con estas reflexiones:
—Convengo en que de esa manera se explique la causa de las diferencias de los hombres sobre la tierra, naciendo los unos fáciles a los estudios y los otros torpes e incapaces
de concebir ninguna idea; los unos agraciados por el don del genio y los otros ignorantes, a
pesar de los esfuerzos que desplieguen por instruirse; los unos inclinados, desde que nacen,
al bien y a la moral, y los otros al vicio y a la maldad; veo, en fin, que es muy consoladora la
doctrina y que verdaderamente aclara uno de los puntos más obscuros de la religión. Pero lo
que no comprendo es el porqué en esa justicia que se explica, se cae en la desigualdad de que
unos progresen con tanta rapidez y otros se queden tan atrasados. Si a todos los creó Dios
con las mismas facultades y los mismos instintos ¿por qué esa diferencias? Y al contestarle
don Postumio: que Dios al formar los espíritus les dejaba su libre albedrío, dando a todos
las mismas aptitudes para que fueran perfeccionándose en las reencarnaciones; pues que
sería una blasfemia contra la Suprema Justicia suponer esas repugnantes desigualdades, así
como la creación de seres sensibles especiales, destinados los unos al bien y perdurable goce,
como los ángeles; los otros, al mal y eterno padecimiento, como los demonios; y, finalmente,
los hombres, a las miserias, trabajos, etc., con amenazas de un perpetuo infierno, aunque con
promesas, por otra parte, de un supremo bien, Antoñita, le objetó, diciéndole:
—Pero como hay que suponer que, o creó Dios los espíritus todos a un mismo tiempo o
los fue creando a medida que los necesitaba para las encarnaciones, sucede: que si lo primero,
la desigualdad está establecida en esa misma teoría de las preexistencias y reencarnaciones;
pues como todos los espíritus vienen por primera vez al mundo, según usted dice, ignorantes y sencillos, ha habido muchos de ellos que, obligatoriamente, han tenido que esperar
el aumento de los organismos; y, por supuesto, se han quedado en su ignorancia, mientras
los otros, encarnando y reencarnado, han tenido la suerte de mejorarse y hasta de alcanzar
los altos grados de perfección, llegando a la escala de los ángeles. Ahora, si lo segundo, la
desigualdad es más notable; porque no parece que sea muy equitativo, en la distribución de
lo justo, que vengan al mundo espíritus nuevos o recién creados, sin ideas de ningún género,
a luchar con los espíritus viejos: eso sería lo mismo que poner un ciego dando tropezones y
testaradas en medio de mucha gente con vista.
Antoñita, desflorando, de esa manera, los complicados problemas de la materia, pretendía
descubrir los vacíos en los raciocinios de don Postumio.
III
En otra ocasión, a causa de la muerte de un niño, encontró el maestro ancho campo
para confirmar sus asertos sobre el discutido tema, repitiendo los argumentos de los autores
espiritistas.
—Aquí tienes –decía– la prueba más elocuente de las preexistencias y reencarnaciones.
Sin ellas, ¿cómo se resolvería este problema sin que se librara de acusaciones a La Providencia? ¿Qué objeto tendría la vida de un niño que muere en su más tierna edad sin haber
podido hacer el bien ni el mal? ¿Vendríamos a caer en el absurdo de que ellos figuran entre
los escogidos? Y, ¿por qué se le concedería esa gracia sin haber hecho nada para merecerla?
¿En virtud de qué privilegio se les eximiría de las luchas, miserias y tribulaciones de la vida
255
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
para darles la eterna bienaventuranza? ¿Adónde, con esa doctrina, iría a parar la justicia
de Dios?…
—Desengáñate, Antoñita –añadió don Postumio, entonándose más que nunca en su aire
de predicador–, aunque no existieran tantas otras irrefutables pruebas como existen, esa sola
valdría para evidenciar la evangélica verdad de las preexistencias y reencarnaciones. Pero a
la discípula, ese fuego con que le hablaba el maestro, no la convencía, y haciendo objeciones,
y aclarando puntos, no quiso convenir, últimamente, con la explicación de que el alma de ese
espíritu que animó al niño la envió Dios a la tierra con el objeto de castigar al padre; porque
ella no halló justo que se distrajera la posesión de un espíritu, tomándole de instrumento en
beneficio o perjuicio de otro. En ese punto, lo mismo que en la falta de memoria que tenemos
de las vidas anteriores, a pesar del razonamiento de que el libre albedrío es omnipotente
para el progreso, y de que si los espíritus recordaran sus existencias pasadas, eso le serviría
de estorbo para su mejoramiento, siempre chocó don Postumio con las dudas de Antoñita,
quien le traía a colación la identidad de la persona perdida en la triste ley del Leteo.
—¿De qué sirve la nueva existencia para estimular la progresión moral, si el individuo
no recuerda nada del pasado? –le preguntaba ella–. A mí por el contrario, me parecería
mejor, muchas veces mejor, que estuviera patente en nosotros el recuerdo, sobre todo de las
malas acciones, para que nos despertase el arrepentimiento; pero si usted las olvida, si en
el mundo donde está, que es el mundo que se le destina para enmendarse, no tiene usted
conciencia de haberlas cometido, ¿cómo consigue arrepentirse de ellas? Las cosas, cuando
se ignoran, es lo mismo que si no existieran.
Don Postumio para rebatirla echaba mano de los argumentos que le daban los libros;
pero a ella les parecían flojos, y esto mismo animaba su osadía para seguir discutiendo, sobre
todo, cuando se hallaba de buen humor.
En uno de esos momentos llegó él a su casa, muy apenado, porque una de sus hermanas le había inferido una ofensa, que le causó profundísimo sentimiento. Al referírselo a
Antoñita, ésta le dijo bromeando:
—Pero, no sé por qué se apura usted tanto. Eso no es nada.
—¿Cómo, no es nada?
—¡Oh! ya lo creo, como ella no es ella, ni usted es usted, sino otro, o mejor dicho, un
reflejo de otro o un compuesto de muchas personalidades que existieron antes, y que volverán a existir después, no tiene una razón de ofenderse por lo que se refiere a ella, ni de
mortificarse por lo que se refiere a usted.
—¡Vaya un sofisma! –exclamó don Postumio, apretándose las manos y moviendo la
cabeza–. ¿Crees tú que yo no tengo naturaleza?
—El fuerte en convicciones, es fuerte de espíritu, y prescinde de esas pequeñeces…
—Pero mi espíritu no ha llegado a ese grado de adelanto. Yo estoy dando mis pruebas,
y cumpliendo mi misión.
—Convenido –respondió Antoñita–, y creyendo, en su broma, encontrar un hueco en el
pensamiento de su maestro, continuó:
—Y como en esa prueba, lo mismo que en esa misión, no le toca a usted sino una ínfima
parte, poco o nada vale la responsabilidad que le toque en el cumplimiento de ella. Otros
vendrán y el que venga atrás que arree. Además, como tenemos el porvenir delante, y a
la fuerza hemos de llegar, convencidos de esa verdad, economicémonos disgustos, que a
eso se amolda nuestra naturaleza. La indolencia nos hará mirar sin cuidado y sin dolores
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todo lo que nos suceda en la vida, aún tratándose de nuestra familia, pues como esos lazos,
espiritualmente, quedan destruidos en la tierra, desde luego que nuestros hermanos, sabe
Dios qué clase de espíritus tan exóticos a nosotros sean, hasta el extremo de que, por castigo,
nos hayan tocado los peores enemigos, o, quién sabe si son ellos espíritus perversos que
existieron haciendo los mayores daños a nuestros antepasados!…
—¿Será posible? –murmuraba don Postumio lleno de asombro, mientras que Antoñita
sin detenerse continuaba:
—Por eso me explico ahora esas desavenencias entre familias; esos escándalos de padres contra hijos, viceversa. Por eso me explico también que haya quienes digan que poco
o nada le deben a sus padres. Pues ya lo creo; todo eso que a nosotros nos parecían horrorosos crímenes, viene a quedar muy atenuado. Pues ya lo creo, como todo puedo ser yo, es
decir, puedo ser cualquiera persona, menos papá ni mamá; puesto que siendo imposible la
reencarnación de los padres en los hijos, sucede que con quienes menos estamos emparentados espiritualmente, es con aquellos que yo creía que nos habían dado el ser. Pero como
mi individualidad también se pierde en la hondonada de la doctrina –añadió Antoñita, sin
cesar en la carga–, yo no debo de quererla ni estimarla tanto en esta vida, puesto que la
tengo prestada; y como yo no soy yo, ni usted es usted, debemos perder ese sentimiento de
orgullo que tenemos de nuestras propias personas.
—¿Has concluido? –preguntó don Postumio a su amiga, como aquel que ha oído pacientemente a su contrincante, y pide ser oído.
—Sí –respondió ella con la gracia de una sonrisita asaz zumbona.
—Pues mira, has hablado mucho y no has dicho nada que tenga fundamento. A nosotros
en la tierra nos unen los lazos de familia, por ese intermedio que hay entre el espíritu y la
materia, y mientras más se perfeccione nuestro espíritu, más amaremos a los seres con quienes vivimos; llegando a extender nuestros afectos hasta donde manda la ley de Dios: “ama al
prójimo como a ti mismo”. En cuanto a las ofensas que recibimos, no podemos prescindir del
sentimiento que nos causan; porque estamos unidos a la grosera carne, y solamente cuando
nos espiritualicemos, es decir, cuando se aligere la capa material en que está envuelta el alma,
entonces podremos como Jesucristo presentar la mejilla izquierda al que nos haya azotado la
derecha; y decir a nuestra madre, hablando en lo que concierne a nuestra misión espiritual:
“nada de común tengo contigo”; y hacer de hombres ignorantes, discípulos sabios, bastándonos
solamente despertarles las ideas de sus existencias anteriores; y señalarles la reencarnación de
Elías en el Bautista; y confirmar en nosotros mismos la sentencia de esta doctrina en la respuesta
dada a Nicodemus: “En verdad, en verdad te digo, que nadie verá el reino de Dios si no nace
de nuevo”; y tener presente lo pasado de nuestras vidas; y ver claro lo porvenir en las pruebas
que habremos de dar al padre; y pedirle perdón por nuestros mismos verdugos; y exclamar en
medio de los tormentos del martirio, con la humildad y la resignación del santo: “Cúmplase en
mí tu voluntad, Dios mío…“. Y nos explicaremos los milagros sin necesidad de parapetarnos en la palabra misterio, y tendremos fuerza magnética para animar la materia, como la
vemos en la mesa giratoria y otras experiencias de los médiums, y estará explicado también,
conforme a lógica y razón, el difícil dogma del pecado original, desechando la injusticia de
la pena transcendental, que nos hace creer que somos responsables de faltas que no hemos
cometido, y otros y otros puntos que sólo el espiritismo nos aclara.
Ahora, en cuanto a que la doctrina nos lleve a la indolencia, porque convencidos de que
teniendo una eternidad por delante, nos deban de importar poco las cosas del mundo, ese
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
argumento prueba todo lo contrario: pues como sabemos que mientras mejor nos portemos
en las existencias, más pronto alcanzaremos el bien deseado, eso mismo hace que nos esmeremos en salir triunfantes de la lucha.
Antoñita no se arredró con esa granizada de don Postumio, y aunque no tenía erudición
para combatirle en ese terreno de alusiones y citas, contestó resguardándose con la autoridad
de este raciocinio:
—Y si esa ciencia es tan luminosa, si allana tantas dificultades y resuelve tan difíciles
problemas, ¿por qué no se ha extendido en el mundo, y por qué hay tanta gente ilustrada
que se ríe de los espiritistas?
Don Postumio volvió a dejar su verbosidad para decir que ese argumento no probaba
nada en contra; que los que hablaban burlándose del espiritismo, era porque no se habían
tomado la pena de estudiarlo y tenían la pretensión de condenar una cosa que no conocían.
Y aunque estas razones tampoco dejaron satisfecha a la discípula, el maestro se creyó que
la había vencido.
Capítulo II
Vino, estuvo y se fue
I
Engracia tampoco se había escapado de la invasión espiritista de don Postumio. Y, ¿cómo
escaparse? En aquella época en Baní, nadie hubiera contado ese milagro…
Como las dos amigas volvían a verse y a tratarse con frecuencia, aunque nunca con
aquella afección y franqueza de otros tiempos, don Postumio aprovechaba las ocasiones
en que se hallaban juntas para hablar de sus constantes y favoritos temas. Engracia no le
contradecía, y, muchas veces, animaba las discusiones que él entablaba. Eso le servía a ella
de distracción. ¡Estaba tan abatido su espíritu!…
Enrique, desde aquel instante en que el heroísmo de Antoñita lo salvó de las garras de
Baúl y Solito, salvando también al general en jefe, no había vuelto a Baní hasta hacía dos
días. Y, ¡qué de sufrimientos no tuvo Engracia antes de lograr que viniera! Al principio él le
escribía muy a menudo extensas cartas, haciéndole protestas de su ardoroso amor, y ella le
correspondía con la ternura de las suyas, expresándole sin cesar el deseo de verlo. Así pasaron cerca de tres meses, sin que Engracia sintiera otra pena que la causada por la ausencia.
Enrique siempre, siempre, le repetía la promesa de venir pronto, y ella se consolaba con
eso. Vivía de esperanza en esperanza. Llegó un tiempo en que él dejaba pasar los días y las
semanas sin escribirle. Ya no le hablaba tampoco de ir a Baní. La pobre muchacha no pudo
menos que entregarse a las cavilaciones más tristes, no sabiendo a qué atribuir la frialdad
de su amante. En tal situación le contó sus cuitas a Antoñita y le pidió su parecer; pero ésta
que se sentía, como ya lo hemos dicho en otro lugar, casi humillada cuando su amiga le
hablaba de Enrique y de los amores de ellos, no encontraba qué decirle, y por el contrario,
rehuía las conversaciones referentes a ese particular. Estas reservas de Antoñita llenaban
de amargas dudas el alma de Engracia; pues muchas veces se figuró que Enrique la había
olvidado por otra mujer. ¡Cuántos días se pasó sin comer apenas y cuántas noches sin poder
dormir mortificada con esa idea!
Por otra parte, ella no había dispuesto nada para cumplir el encargo de don Antonio,
esperando aconsejarse con Enrique, y la tardanza en resolver ese asunto aumentaba sus
desazones. Así fue que últimamente se decidió a escribirle de esta manera:
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
“Te llamo, porque quiero descargar mi conciencia; tengo un secreto que a la hora de su
muerte me comunicó tu pariente y amigo don Antonio: urge que lo sepas. Si no vienes… tú
serás el responsable de lo que suceda”.
II
Sin hacerse esperar mucho tiempo, llegó a las manos de Engracia la contestación de esa
carta. Enrique le escribió, en esta vez, de una manera satisfactoria y muy cariñosa, terminando por ofrecerle que no tardaría tres días en verse con ella.
Las nubes que entoldaban el cielo de nuestra heroína volvieron a desvanecerse. La alegría
reanimó su corazón, y daba gusto cómo se hacían los nuevos arreglos en su casita blanca,
y las veces que se movían y se limpiaban, sin necesidad, los pocos muebles que había en
ella, y cómo se cambiaban las cortinas de las puertas de su graciosa salita, adornándolas
con otros caprichosos lazos de cinta y flores de donde pendían los pájaros disecados por ella
misma. No se escapó tampoco de esta revista el viejo sino del agua, y la enredadera que lo
cubría. El patio, la huerta, las flores, todo se removió, con la cooperación de las hermanas,
mereciendo preferentísimo lugar el tarro del heliotropo. A la madre le tocó confeccionar el
dulce de leche y el sabroso cefolé con que fue obsequiado el recién venido.
En aquella humilde morada todo parecía estar de fiesta. El sol de ese día, con sus franjas
de luz, penetró por todos los rincones, porque se abrieron de par en par las puertas y las
ventanas. La tímida doncella, después de tanto tiempo en que su abatido espíritu, entregado
a la tristeza, no le daba tregua a calorear las esperanzas de su amor, respiraba el contento
de la dicha, y en derredor suyo, como si se trasmitiera este contento, se sentía el animado
reflejo de su alma.
Con el estreno del lindísimo traje blanco, que ella misma había bordado, hacía meses,
para esperar a Enrique, y que sentaba con tanta elegancia a su airoso cuerpo, lo recibió en
aquella tarde de su llegada.
No son para describirse la terneza y esmerada solicitud que de parte de la joven siguieron
a ese recibimiento. ¡Cuántas delicadas manifestaciones de cariño! ¡Cuántas pruebas no vio
al dichoso amante de que no había sido olvidado un solo día! Ora le sorprendía el bordado
pañuelo; luego el precioso montón de hojas disecadas en que primorosamente aparecían
dibujadas a la aguja estas palabras: “Recuerdo a mi inolvidable Enrique”, otras veces la cigarrera de finísima celda en delicadas mostacillas tejida, por ella misma, y siempre el ramito de
heliotropo, de alguna manera conservado entre las cartas y demás objetos de sus amores.
III
Cuando Enrique salió de la Capital, lo atormentaba la idea de dejar por espalda un negocio
que no había podido realizar por falta de dinero. De ese negocio, según él, dependía su porvenir.
“¡Ah! ¡si encontrara quién me facilitase esa suma, se la devolvería en poco tiempo con pingües
intereses!”. Dominado por ese pensamiento se encontraba precisamente dos días después de
su llegada a Baní, en la mañana en que Engracia le comunicó el secreto de don Antonio.
—Esos talegos se hallan enterrados en La Costa –le dijo ella, después de haberle referido
la historia de la noche de la Montería–, esperándote a ti no he ido a sacarlos; dame, pues, tu
consejo; dime qué debo yo hacer para cumplir con la última voluntad del amigo.
Enrique vio por un momento la realización del deseo que por tanto tiempo venía acariciando, y sintió en su interior el choque de una alegría inesperada.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
—Ni aún a mamá me he atrevido a decirle esto –repuso Engracia sin fijarse en la impresión
de su amante y retorciendo, a guisa de entretenimiento, el pañuelo que tenía en la mano.
—¿Con que yo soy el primero que lo sabe? –preguntó Enrique.
—Sí, tú y nadie más.
El silencio reinó entre los dos interlocutores. En un momento Enrique había llegado casi
a la tentación. “Nada más fácil (pensó él) que utilizar ese dinero sin perjuicio de los dueños”.
Pero repentinamente se le puso delante, como elocuentísimo ejemplo, la pobreza y honradez
de su amada; consideró lo mucho que se trabajaba en esa casa para ganar el pan de cada día;
las veces en que se habrían visto sin tener con qué remediar las más urgentes necesidades;
dedujo juicios de esas y otras reflexiones; se acordó de que él siempre había tenido a orgullo
ser honrado, y desechando, por último, como indigna, toda idea interesada, dijo a Engracia.
—Pues bien, cumple con la recomendación de don Antonio.
—¿Y no me ayudarías tú?
—No me toca, ni quiero, tener participación alguna en ese asunto.
IV
Enrique se encerró en esa respuesta, terminando por molestarse con Engracia cada vez
que ésta le volvía a pedir consejo sobre el particular. Un día llegó al extremo de decirle:
—Si me vuelves a hablar de eso, cuenta que será lo suficiente para comprender que lo
que tú deseas es que yo me retire para siempre de tu casa.
—No, Enrique, alma mía, no te enfades conmigo; perdona, no te hablaré más de eso –le
respondió ella con el dulcísimo acento de su voz impregnada de ternura.
Pero, a la verdad, Enrique había tenido un cambio tan repentino, se había puesto tan
susceptible, que cualquiera cosa le servía de pretexto para darse por disgustado con la
pobre joven.
V
A los cinco días de estar en Baní, ya se dejaba ver ese cambio. Principió por no ser
tan solícito en sus visitas como antes, y excusaba aceptar las meriendas con que tenían
por costumbre obsequiarlo en la casa. Después se hizo incomprensible. Si a Engracia,
por motivo de la indiferencia con que la trataba, o por la sequedad con que a veces le
respondía, le venían al labio, en amorosas quejas, las expresiones de su sentimiento,
llamándolo ingrato, y acusándolo con requiebros por su poco afecto, él se desataba con
acritud diciéndole:
—Pero, señor, no parece sino que te has propuesto mortificarme con tus ridículas exageraciones. ¿Qué es lo que quieres? ¿No conoces mi carácter? ¿He sido yo nunca de esos
zalameros que no sueltan de la boca las mentirosas palabras de “mi vida”, “cielo mío”, “luz
de mis ojos”, y cosas por el estilo?
Si por el contrario ella, en vez de darle los tiernos sentimientos de su amor, disimulaba
su tristeza, si bien mostrándose muy comedida en lo que hablaba para no causar su enojo,
entonces él se daba por ofendido acusándola de este modo:
—Tú ves, si es lo que te digo. Ahora finges como un hombre de mal trato, un grosero,
un tirano que no admite quejas de su novia. ¡Y después dirás que me amas!…
De esa manera todo en él era una contradicción difícil de comprender. ¡Ay! ¡si Engracia
hubiera sabido las tristes escenas pasadas con Eugenia María, antes de que Enrique la
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
olvidara!… Sin embargo, en las contradicciones de ahora se notaban rasgos que revelaban amor
y sinceridad. Algunas veces parecían los caprichos de un corazón apasionado y celoso. Cuando
Engracia estaba triste y lloraba, él no sabía cómo hacerse para contenerla, confesándose
culpable y haciéndole la promesa de ser en lo adelante más racional; si ella, como era natural,
después de esas satisfacciones, se ponía alegre y reía, entonces no esperaba muchas horas
para encontrar pretextos a sus disgustos, y principiando por enseriarse, concluía por volver
a reñirla.
Así se pasó ella todos esos días, de una en otra impresión, de una en otra incertidumbre,
hasta que él, cuando menos se esperaba, llegó una mañana a su casa, y le dijo:
—Vengo a despedirme de ti, me voy.
—¡Cómo, tan de repente! –contestó Engracia con el disgusto y la extrañeza marcados
en el semblante.
—Un negocio urgente me obliga a no detenerme.
En vano la desconsolada amante le suplicó con toda la ternura de su alma que se aguardara cuarenta y ocho horas más hasta que ella con su madre pudiera ir a La Costa y sacar el
dinero de don Antonio.
—No puedo esperar más, me causaría perjuicios irreparables, y yo creo que tú, si es
verdad que me amas, no querrás mi ruina.
—Enrique, ¿y por qué estableces esa condición tan dura? ¿Por qué finges esa duda?
¿No sabes que con decirlo, con sólo suponerlo, me hieres el corazón? –contestó Engracia
conteniendo las lágrimas.
—Eso es, siempre me interpretas mal, para buscarte sufrimientos y hacerme sufrir a mí.
—Pero, Dios mío, ¿cómo quieres que no sufra cuando me sales con que “si es verdad
que te amo?” –repuso ella; y ya entre los sollozos del llanto, añadió:
—¡Ay! Enrique, lo cierto es que soy una desgraciada, una mujer tonta, que no ha sabido
inspirarte amor.
El joven no pudo menos que conmoverse ante las tiernas expresiones y el sincero llanto
de su amada, y tomándole la mano, trató de consolarla haciéndole miles protestas, con las
que ella, inocente y sensible como era, terminó por quedar satisfecha.
Las mujeres, cuando han dado entero el amor de su corazón son muy fáciles a sentirse y
a llorar, pero también se contentan con cualquier agasajo, con cualquiera prueba de cariño;
la ternura de algunas palabras les basta muchas veces para trocar sus lágrimas en plácida
satisfacción; cuando soberbias e intolerantes se aferran en el resentimiento, o no aman con el
amor puro y tierno del alma, o están dominadas por la vehemente pasión del amor propio,
que puede conducirlas a muchos extravíos.
Dos horas después iba Enrique camino de la Capital, pensando en su negocio, y no sin
cruzarle, de vez en cuando, la idea de lo útil que le hubiera sido el dinero de don Antonio
para asegurar su porvenir.
Capítulo III
Un mal encuentro
I
A la mañana siguiente, antes de amanecer, se dirigían a La Costa tres mujeres. Un
burro aparejado y con árganas iba delante, manso y obediente, acomodando sus pasos al
querer de ellas. Engracia, que era una de estas mujeres, pocas horas después de la partida
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
de Enrique, reveló a la madre el secreto referente a don Antonio, y las recomendaciones
que éste le había hecho antes de morir. No era justo ni prudente (dijo ella) dejar por más
tiempo ese dinero expuesto al peligro de que alguno se diera con él; y mucho más cuando
en Baní, por todas partes, era buscado, no sólo por la familia del muerto, sino por otros
que, clandestinamente, vivían hoyando en los lugares en donde, por algún motivo, se
figuraban estaría enterrado.
La madre, que experimentó una grata sorpresa con lo que acababa de oír, aprobando el
pensamiento de la hija se expresó de este modo:
—Sí, Engracia, es necesario mañana mismo sacar ese tesoro, porque al decir de todo
el mundo es un tesoro… ¡Caramba! y no comunicármelo a mí… ¡sólo tú hubieras tardado
tanto en sacarlo!
—Es verdad, mamá, pero Dios sabe mi buena intención y las mortificaciones que he sufrido. Yo no había querido decirte nada, porque esperaba antes a Enrique para que me indicase
los medios de salir de tan grande responsabilidad, sin compromisos para nosotras; pues tú
sabes que si esto llega a descubrirse, no hay quien evite los juicios ligeros en contra de nuestra
conducta; y como se trata de cumplir la voluntad de don Antonio, repartiendo la suma del
modo que él me indicó, el asunto es más difícil y más peligroso de lo que parece.
La madre, a pesar de que no veía esas dificultades y esos peligros, pues aunque era una
buena mujer, no tenía ni la educación ni ese fondo de honradez y delicadeza que distinguían
a la hija, se atuvo a todo lo que ésta dispusiera, y acogió también la idea de que Dolores las
acompañara en la excursión.
Dolores era una muchacha muy reservada, y además, por su fuerte complexión, sería
una buena ayuda en el caso de que hubiera necesidad de hoyar demasiado.
II
En cuanto a Isabel (la otra hermana), buscarían un pretexto para que se fuera, mientras
tanto en casa de Antoñita; aunque a la verdad no estaba Engracia muy satisfecha de su amiga;
pues a ésta, durante el tiempo en que Enrique había permanecido en Baní, solamente en los
dos últimos días la había visto con la frecuencia acostumbrada. Antoñita, más que nunca en
esta ocasión, se propuso evitar los encuentros con Enrique, y por eso, excusó hasta las idas
al baño por las mañanas en compañía de Engracia. Pero habiendo notado que Enrique, muy
lejos de demostrar deseos de hallarse con ella, y de hacerle los cumplimientos y galanterías
de otro tiempo, ni siquiera había ido a visitarla, cuando por el contrario lo esperaba más
atento que nunca, puesto que no se habían vuelto a ver desde la memorable mañana en que
le salvó la vida; ella, intrigada en su interior, se dijo:
—¿Cómo? ¿no habrá valido nada para este hombre, mi valor y mi abnegación al arrostrar tan gran peligro por evitarle una muerte que era segura? Y aunque no me debiera esa
gratitud, ¿qué motivos tiene para mirarme con ese desdén? ¿no es a mí, en todo caso, a quien
toca despreciarlo a él?
La indiferencia de Enrique había chocado con el amor propio de nuestra heroína, y
produciendo un efecto contrario en el corazón de ella, la mantuvo al principio inquieta,
desazonada, calenturienta, y después la exasperó hasta el extremo de cometer algunas imprudencias que la hubieran vendido, a no ser porque Engracia, sencilla de carácter y muy
buena de intenciones para sospechar nada que fuese malo, no se fijó nunca en la causa de
ciertos arrebatos de su amiga.
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
III
Ya les había amanecido cuando dejaban el camino real de La Playa para entrar en una
de las veredas que conducen a La Costa. La aurora se presentaba con toda la belleza de sus
encantos. Las mariposas, anunciando la proximidad del día de San Juan, principiaban a cruzar
el espacio en innumerables bandadas de Oeste a Este, y el aire puro y fresco de tan hermosa
mañana trasmitía ese suave aroma, parecido al de la camelia, que esparcen las flores de los
cardones y cayucos al tiempo en que ellas esconden, entre sus tallos, como avergonzadas de
la luz del sol, los vaporosos estambres titilan entre los delicados plumajes que forman sus
lindas corolas, blancas como el armiño las unas, rosadas como el carmín las otras y amarillas
y sutiles las demás, como finísimos penachos de oro rizados por el viento.
Algunos campesinos, montados en sus burros, se dirigían a sus conucos; y de vez en
cuando cruzaban el camino mujeres de Boca Canasta y El Llano, que iban para el río, llevando
sobre sus cabezas los abultados líos que acomodan dentro de las bateas de roble que allí se
fabrican, y apoyando en sus cuadriles las grandes latas y calderos en que hierven el agua
para el lavado. Algunas de estas mujeres se detenían a esperar los chiquillos que traían las
paletas con que ellas golpetean, con toda la fuerza de su brazo, unas después de otras, las
piezas de ropa para sacarles el sucio.
Engracia y Dolores seguían detrás de la madre; ésta, que era una mujer de alta estatura,
gorda y fuerte, arreaba el burro dejando muchas veces a gran distancia a las hijas que no
podían andar tan pronto como ella. Engracia estaba pálida, pero bella, en sus ojos verdes
se reflejaba el tinte de vaga melancolía. No había dormido en toda la noche, pensando en
las ingratitudes de Enrique y en las dificultades y los peligros de la empresa que dentro
de poco iban a ejecutar. Dolores, contenta y risueña como unas pascuas, trataba de trasmitirle su buen humor. Esta muchacha, aunque bajita, era de cuerpo bien formado; tenía
dos años más que Engracia; contaba ya cumplido los veinte y dos, y era de carácter alegre
y bondadoso. Su cara redonda reboza salud, y su sonrisa que no podía extenderse, porque
se chocaba con la apretura de sus cachetes, apenas sí dejaba ver los blancos dientecitos
de su graciosa boca.
IV
Poco a poco se habían internado y ya estaban cerca del potrero de don Antonio. Esta
propiedad se hallaba abandonada. Sus empalizadas estaban en mal estado, y el rancho, que
se recostaba del lado del Este, sobre la mata de tamarindo, cerca de la cual estaba enterrado
el dinero, parecía un borracho que no puede sostenerse en pie.
Como a los diez minutos de haber seguido camino llegaron a uno de los extremos del
potrero. Allí se detuvieron repentinamente llenas de susto; porque oyeron como que daban
golpes de coa en la tierra.
—Dios mío, están hoyando, balbuceó Engracia con mayor amargura.
—Esperen aquí, yo voy a ver con precaución –dijo la madre en voz muy baja, y medio
agachada emprendió marcha por todo el costado de la empalizada.
Antes de los cinco minutos volvió, y pálida y agitada por la impresión, se acercó a las
hijas exclamando:
—¿Todo está perdido!… ¡Candelaria Ozán!
—Qué dices, ¿cómo? ¿Candelaria Ozán? –preguntó Engracia llena de turbación.
—Sí, sí, Candelaria, hoyando junto al tamarindo con un hombre y una mujer.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Mudó de colores, y como si hubiera sentido la explosión de un rayo, quedó anonadada
sin poder tenerse en pie.
Dolores y la madre acudieron a sostenerla, y después de un rato, en que había pasado
un poco la impresión de tan inesperada sorpresa, resolvieron apartarse de allí, a un lugar
desde donde pudieran ejercer la vigilancia sobre los hoyadores, sin que ellas fueran descubiertas.
—Síganme, vengan detrás de mí –dijo la madre cogiendo el burro por la jáquima, y caminando hacia la boca del río que estaba cerca.
Allí llegaron y se escondieron entre unos uveros de los que tanto abundan en esa playa.
—Quédense ustedes aquí; yo vuelvo a ver y a oír.
—¡Ay! ¡mamá, que fatalidad, cómo me persigue esa mujer! –le respondió Engracia con
el acento más afligido del mundo.
—Dios es grande, no llores –contestó la madre conmovida al ver el conflicto en que se
hallaba su hija, y, sin detenerse más, se fue a ver y a oír, según lo había dicho momentos
antes.
Las dos hermanas, sin hablar una palabra, se sentaron en la arena. Dolores se entretenía
mascando el palote verde de una hoja de uva y Engracia se sumió en el alborotado mar de
sus pensamientos.
Extractemos los que nos sean más fáciles:
—Dios mío –se decía ella–, si se pierde ese dinero, ¿no merezco yo que me maten?…
¡Cuántas veces me gritó en la conciencia la voz del deber y el buen juicio mandándome a
desenterrarlo! ¿No hubiera sido eso lo más prudente? ¿Y diré ahora para excusarme que yo
quería cumplir de una manera satisfactoria con la recomendación de don Antonio?… ¡Tonta!
si siempre lo he dicho: este carácter mío es una calamidad… ¿cómo no declaro que fue por
esperar a Enrique creyéndome que con eso le daría una gran prueba? Y Enrique en mi culpa
me ha hecho sufrir la penitencia. El que sacrifica lo ajeno en interés propio bien merecido
tiene el castigo. Y acabando de pensar esto último, nuestra atormentada heroína, olvidada
de su hermana, que ya se había recostado en la arena apoyándose con la mano derecha la
cabeza y formando un cono con el brazo, para sostener levantados los hombros, dijo en alta
voz, al tiempo en que se llevaba las manos a la frente como si quisiera sujetar el martilleo
repetido de sus atormentadoras ideas:
—Pero Dios mío, yo soy peor que una ladrona, soy una criminal, yo no tengo perdón
ni lo merezco. ¡Arrebatarle a una familia su tesoro! ¡Esto es horrible, atroz, espantoso! Y la
pobre muchacha, condenándose siempre a sí misma, con ese rigor hijo de su delicadeza, no
pudo contener las lágrimas que inundaron sus mejillas.
Dolores se había levantado, y en vano empleaba toda su elocuencia, más de sensibilidad
que de palabras, para calmar la aflicción de su querida hermana. Pero afortunadamente a
este tiempo llegó corriendo la madre a traerles la fausta noticia de que Candelaria Ozán
con sus compañeros, acababa de emprender marcha para el pueblo sin haber encontrado
el dinero.
Así como después de desencadenada tempestad brilla más hermoso el sol y luce más
bonito el cielo, así en los ojos y el semblante de Engracia aparecieron, como por encanto,
despejadas las nubes que entoldaban su alma, y la alegría se declaró bien pronto con sus
espontáneos alborozos.
264
francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
Capítulo IV
El anónimo
I
Eran ya las seis de la tarde. Allí, junto al cachón en donde desemboca el banilejo río, se
hallaban aún las tres mujeres de nuestra historia; pero en esta vez, custodiando, como a cosa
sagrada, el burro que tenían escondido en uno de los más oscuros bosquecitos que había
en el lugar. Cualquiera que hubiese visto la agitación de ellas, habría descubierto que algo
extraordinario les pasaba.
Y en efecto, aquellas impresiones que dominaban sus ánimos y que se traslucían en sus
semblantes, eran las del gozo mezclado con la zozobra del que vigila, creyéndose en peligro,
el buscado tesoro que se acaba de encontrar; eran el resultado de la realización de un deseo;
pero unido a las inquietudes del que temiendo perder lo conseguido, siente a cada instante
saltarle en el pecho el corazón. Por eso, si una hoja se caía, si un pájaro volaba de un árbol
a otro, si el viento susurraba entre los uveros, ellas no podían evitar ese temblor que les
causaba el miedo de ser sorprendidas.
Dolores y Engracia, principalmente, deseaban que volara el tiempo trayendo las oscuras
sombras la noche. La situación de su espíritu era tal que no les permitía la contemplación del
interesante espectáculo, que en aquella preciosa hora ofrecía a la vista la belleza del cielo y la
serenidad del mar. Ni se fijaban siquiera en los moribundos rayos del sol que, reflejando en
el pequeñito lago, formaban la ilusión de un áureo abanico abierto, pintado sobre el líquido
de aquella superficie diáfana y tranquila, que se veía brillar como un tendido espejo.
El río, en su avenida de esta vez, al igual que en otras muchas, había limpiado la raigambre de los mangles, hicacos y uvas silvestres, que entre el limo de sus orillas penetra,
vistiéndolas con las hojas maduras que caen, y se hacinan, y se aglomeran, y se tupen, para
formar, en dibujos ondulados, los marcos amarillos de ese espejo.
Nada veían ellas, sin embargo, el susto las tenía constantemente volviendo la cara a
todas partes.
II
Por fin llegó la deseada noche. La madre, que por la veintésima vez acababa de trastear las
árganas del burro, arreglando las piedras, que con la barreta y el pico que habían llevado para
la excavación, servían de contrapeso a la lata de zinc en donde estaban los talegos de don Antonio, sacó del macuto de la provisión un pequeño calabacino, y pasándoselo a Engracia le dijo:
—Toma hija, bébete la leche que queda; tenemos que andar pronto y tú debes de sentirte
con mucha debilidad.
—No, mamá, yo no puedo tomar nada hasta que no llegue a casa; me es imposible
–contestó la joven rechazando el calabacino.
En aquel día de afanes y zozobras, apenas sí habían comido algunos bocados del pan,
la carne frita y el dulce que llevaron de alforja. En la tarde, coló la madre un poco de café, y
aunque ésta y Dolores se tomaron sendas tazas, Engracia no quiso, a pesar de que era muy
amante al negro néctar que a todas horas beben los banilejos.
Un poco después de haber oscurecido emprendieron la marcha hacia el pueblo, excusando los caminos para irse por todo el cascajal del río.
Rara vez se cuenta, en empresas de esa naturaleza, un éxito tan feliz, pero nunca tan
lleno de desagradables percances.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Después que se había retirado Candelaria Ozán, al llegar ellas al potrero, ¡cuán grande
no fue su disgusto al ver las excavaciones que ésta había hecho alrededor del tamarindo!
Apenas quedaba sin hoyar el espacio de una vara. Por un momento volvieron a figurarse
que todo estaba perdido, y Engracia, inconsolable, volvió a sentir la amargura del que se
cree con la responsabilidad de una desgracia que fácilmente pudo evitarse.
Y tras esa terrible impresión, ¡qué de sustos y qué de trabajos pasaron esas tres mujeres
antes de desenterrar el buscado dinero! Cerca de cuatro horas gastaron en aquella faena, sin
que dieran tregua los sobresaltos y las angustias. A cada instante se creían sorprendidas. La
disposición de sus ánimos aumentaba el peligro. El sudor, el cansancio y la fatiga llegaron
a debilitar sus fuerzas hasta el extremo de que ya no podían continuar en la ruda labor. A
todas se les pelaron las manos, y Engracia las llevaba hinchadas y llenas de ampollas.
¡Y aún no se habían acabado los sufrimientos! En la oscuridad de la noche atravesaban
aquellos cascajes. A cada momento un tropezón, el palo o las ramas del árbol seco que les
impedían el paso, el desvío, entre las piedras, del rumbo que llevaban o del sendero por donde
iban, u otro cualquier incidente las obligaba a detenerse. El cuidado constante de asegurar,
con sogas de amarre, las árganas del burro, fue también motivo de muchas dilaciones. En
una vez en que la madre se había adelantado algunos pasos para hacer esa operación, tuvo
sobresaltada que retroceder al oír los desesperados gritos de Dolores.
—¡Mamá, corre, corre; Engracia se ha dado un golpe de muerte! –decía la muchacha en
la mayor conturbación.
—No, no ha sido nada –se apresuró a interrumpir Engracia, levantándose del suelo.
—¡Cómo! ¿no es nada? ¡Dios mío, y esa sangre! ¡y esa sangre!
—¿Hija mía, dónde te has dado? –le preguntó la madre acercándose a ella, y enternecida,
casi llorando le tocaba cariñosamente la cabeza.
—No, señores, cálmense, yo no me he dado golpe; tropecé en esa mala pasada y caí, pero
no me he hecho nada, repito. Esa sangre que sintió Dolores al coger mi pañuelo es de las manos. En la caída me he lastimado los rasguños que me hizo la barreta –contestó la bondadosa
joven con su dulce voz y no sabiendo cómo desvanecer aquella mala impresión.
—¡Ay! ¡Jesús!… –exclamó la madre desahogando de este modo su pecho con el comprimido suspiro.
A este tiempo el burro que, a causa de la sorpresa, lo habían dejado suelto y por su
cuenta, lanzó a los aires su escalado rebuzno.
—¡Dios mío, el burro! ¡el burro! –gritaron todas corriendo hacia él; pero al manso animal
parece que le tentó el diablo en aquel instante, y emprendiendo el trote al compás de su
música, les hizo pasar un rato tanto o más angustioso que los anteriores. Y así, después de
todos esos trabajos y zozobras, llegaron por fin a su casa, como a eso de las once de la noche,
sofocadas y rendidas de cansancio.
III
Sin haber apenas recobrado aliento, tomáronse las precauciones necesarias, y en el aposento de Engracia, silenciosas, pero animadas, estaban madre e hijas, junto al catre abierto
de aquella, contando las monedas que sacaban de los tres talegos, que habían encontrado
en la lata de zinc.
Tiene el dinero tan poderoso incentivo que a su sola vista se despierta el ánimo y se
levantan las decaídas fuerzas. Dolores y la madre, que en su vida habían imaginado tanto
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
oro junto, ni sentían el cansancio, ni se acordaban de los afanes y trabajos que, por espacio
de tantas horas habían pasado.
—Aquí hay trescientas onzas, –dijo en voz baja Dolores, acabando la primera de contar
el saquito que le había tocado.
—Esas no son onzas muchacha, se llaman morocotas, y también les dicen águilas americanas –murmuró Engracia, muy satisfecha de sus conocimientos en la materia.
La madre, que tampoco había visto nunca, a pesar de sus años, esa clase de moneda, se
acercó para examinarlas, mientras Engracia trayendo papel y lápiz apuntaba la cantidad, y
Dolores, sin hacer ruido, volvía a meterlas en el saco.
Contando y volviendo a contar, al cabo de una hora, averiguaron el contenido de los
tres talegos.
Había en ellos:
300 450 100 1
80 60 morocotas
onzas españolas
medias onzas ídem
libra esterlina
pesos columnarios y
pesos americanos.
Parece mentira que a estas cifras se redujera el tan renombrado tesoro de don Antonio. A
juzgar por lo que la gente decía, nadie lo hubiera creído. La fama, pregonera de esa fortuna
tan buscada por todas partes, había traspasado los límites de Baní llegando con las proporciones de la exageración a la Capital, en donde la acogieron y la acariciaron, introduciéndola,
con muchas precauciones, en los secretos de planes y proyectos que formaron, muy llenos
de esperanza, los soñadores de los tesoros enterrados, a quienes tal vez se daba que un poco
más tarde, atravesando esa diosa los mares, se fuera, con el ruido de sus cien lenguas, a
despertar los apetitos de esos aventureros de oficio, volviendo aquí en cartas que, fechadas
en Ceuta, en Fernando Pó o la Habana, ofrecieran descubrir (para pegar el timo) en donde
estaba el tesoro, mediante la suma que le diera de avance la víctima petardeada.
Se encontró también, en uno de los talegos, un anillo marcado con las iniciales de un
nombre y que contenía además un secreto en donde había guardado un macito de pelo.
—Dios mío, ¿será esto un misterio?… ¿Y a quién se entregará esta prenda? Las iniciales
no corresponden a ninguno de la familia de don Antonio –dijo Engracia, toda confusa, después de haberla examinado con mucha atención. Pero mayor fue su perplejidad cuando, más
luego en sus reflexiones, se fijó en el compromiso y la responsabilidad moral que aparejaba
la repartición del dinero. La joven, hasta en ese momento, no se había detenido a considerar el punto. ¿Debería distribuir la suma por partes iguales a las tres hijas de don Antonio?
¿No sería mejor aplazar tan grave asunto hasta que hubiera tiempo de consultarlo? Pero
consultarlo, ¿con quién? ¿Con Enrique?… Eso sería exponerse a otra negativa y a nuevos
contratiempos. Ella había sufrido mucho, y la tardanza era un peligro…
—No, no, es necesario salir de esto cuanto antes –pensó afirmándose en sus juicios.
Yo cumpliré en conciencia el mandato de don Antonio. Y acabando de formar esta última
resolución, se dirigió a su madre y a su hermana, diciendo:
—Debemos separar la tercera parte de este dinero para esta noche misma entregarlo a
la heredera de aquí y guardaremos el otro para las dos hijas que están en Santo Domingo.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
—¡Hombre! ¡bonito fuera!… ¿Y qué dejas para nosotras? –preguntó la madre.
—¿Para nosotras? Dejaremos guardado el anillo, pues sería imprudente entregarlo, ni a
la hija de aquí ni a las de allá –contestó Engracia con su inocente sencillez.
—¿Ese anillo?… ¿después de tantos trabajos y tantos sustos? –murmuró la madre con
acento de verdadera sorpresa.
—¡Oh! pero Engracia, seguro pensabas darle una parte a Enrique –repuso Dolores; y al
querer terminar el pensamiento, la interrumpió nuestra heroína:
—¿Yo, a Enrique? ¿Estás loca? Ni a él ni a nadie. Mal podría yo disponer de una cosa
que no me pertenece. Eso sería un robo.
—Pues no es un robo; yo no consiento que nos quedemos sin nada –le respondió la
madre con su tono de autoridad.
—No repitas eso, no repitas eso, por Dios, mamá, mira que me entristece oírte hablar
así. La honradez es nuestro único tesoro, y si nosotras dispusiéramos de un centavo ajeno,
ya no seríamos honradas.
Y venciendo, en esa lucha, al fin Engracia, por haber encontrado accesible el camino
donde sembraba su doctrina, terminó de esta manera:
—Vamos mamá, vamos Dolores, separemos la tercera parte de la suma y, ahora que el
pueblo duerme, aprovechemos el momento para llevarla.
—¡Cómo! ¿entonces quieres que la hija y la querida de don Antonio sepan que tú se la
entregas?
—Dios nos libre que ellas ni nadie descubrieran que nosotras hemos sacado este
dinero. Me propongo –continuó nuestra protagonista, levantándose de la silla en que se
había sentado y trayendo un pliego de papel en blanco, junto con el tintero y la pluma–
escribir con la letra bien disfrazada, un anónimo. Para no perder el tiempo, ahora mismo
lo verán ustedes.
Y la joven colocó el papel sobre el catre, y, al cabo de algunos minutos, presentándoselo
a su hermana le dijo:
—Toma, léeselo a mamá.
Dolores leyó en voz inteligible lo siguiente:
“Doña (N.)
“Este dinero es de vuestra hija, se lo dejó don Antonio antes de morir”.
“¡Que sea para bien!”.
IV
Acababa el centinela de la Comandancia de dar la campanada de la una. La población
dormía y en sus anchas y desiertas calles se compartían el domingo: la negra sombra que
reflejaba de un lado las angulares techumbres de las viviendas, y la pálida luz de la luna que
brillaba en el otro. El silencio, a fuerza de acallarlo todo, se hacía imponente, y no parecía
sino que la naturaleza en aquel instante ofrendaba a Dios.
Nuestra heroína, juntando las manos, como una virgen en acción de gracias, también
levantaba los ojos al cielo, después de haberse alejado un poco, con su madre y hermana, del
bohío de la que fue querida de don Antonio. Una parte de su misión estaba cumplida. Ella
misma había tirado, por el alero del aposento, en donde dormía la heredera, el talego que
contenía la suma apartada en monedas de oro y plata, y que llevaba, en la parte de afuera,
el anónimo prendido con un alfiler.
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
Dos horas después, mientras estas tres mujeres dormían el sueño de la conciencia tranquila y de la satisfacción bendecida por Dios, que inspiran las buenas acciones en la vida,
Candelaria Ozán, desgarrada y furiosa, echaba ternos y maldecía cielo y tierra en el potrero
de don Antonio.
Por las explicaciones que acababa de darle el hombre, al cual, junto con ella y la otra
mujer, había visto la madre de Engracia hoyando debajo del tamarindo, se convenció la tía
de Felipe de que el dinero lo habían sacado.
Ese hombre era uno de los servidores de más confianza que tuvo don Antonio, y siempre,
por razones que no son del caso explicar, había estado en la sospecha de que ese dinero, a
que nos referimos, estaba escondido en La Costa…
Candelaria no se podía conformar con el terrible fiasco que acababa de recibir. Ella,
después de la muerte de su víctima, al oír la fama del tesoro enterrado, se forjó la ilusión
de que también iba a ser la heredera. En este mundo no tiene nada de extraordinario que al
asesinato se una el robo.
Capítulo V
Una carta y un tropezón
I
También Antoñita, en el intervalo de esas cuarenta y ocho horas en que la hemos perdido
de vista, había tenido sus luchas y tormentos. Herida en su orgullo, a causa de la conducta de
Enrique, como ya lo hemos dicho, no podía conformarse con que éste se hubiera ausentado
de Baní, sin que entre los dos hubiesen mediado algunas aclaraciones. En la ofuscación de
sus ideas, por el estado febril en que se hallaba, ella hubiera querido desatarse en improperios contra el joven, echándole en cara su descortesía, su ingratitud, su mala crianza, en fin,
y haciéndole ver que le importaba muy poco, o absolutamente nada (lo que precisamente
causaba su mayor mortificación) la indiferencia y el desdén con que él la había tratado.
En esos dos días su malestar interior no podía esconderse, se revelaba en todo, y a cada
paso se hacía más visible en la expresión de su semblante; en los suspiros que se escapaban
de su pecho; en el descuido y la poca presunción de su toilette; en su manera de hablar; en
el sí o no de sus contestaciones distraídas, cuando por algún motivo era interrogada, y en
su retraimiento a los lugares más solos de la casa.
La mañana en que se fue Enrique, tuvo momentos de verdaderos arrebatos. ¡Es un
sinvergüenza! ¡qué hombre tan indigno! ¡lo cogiera y lo matara!, dijo alzando la voz y con
la mayor acrimonia, en uno de sus soliloquios. En otra vez, al chocar en su cuarto con el
cuaderno de versos que él le regaló, titulado Páginas íntimas, lo estrujó entre sus manos y
le dieron ímpetus de romperlo. Por su calenturienta imaginación no cruzaban sino ideas
inconvenientes. Llegó a escribirle una carta dándole una cita con el objeto de burlarse de él y
ponerlo en ridículo. En otra ocasión pensó ir a desahogarse con Engracia, desprestigiándolo y
mostrando a los ojos de la amiga los mil defectos que entonces, ella (Antoñita) veía en él.
II
Durante muchos días estuvo la joven dominada por esas impresiones, sin que volviera
la tranquilidad. Después que pasaron los accesos de la fiebre, la tristeza la invadió y muy a
menudo el llanto regaba sus reflexiones; porque veía claro, en la calma de ellas, que todos
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
esos arrebatos no habían sido más que delirios, hijos de la pasión. Sintió después la debilidad
del que ha luchado inútilmente por vencer un mal que no tiene remedio, y al fin, le sucedió
como a ciertos enfermos, que poco a poco se van acostumbrando al sufrimiento hasta que
llegan a la resignación.
—Dios mío, Dios mío, ¿será este un castigo? –se preguntaba una tarde, sentada bajo el
jobo de su casa–. ¿Qué no haya solución posible para mi problema? ¿Nunca verán mis ojos
los horizontes de halagüeñas esperanzas?… ¿Tan sólo para mí estarán cerradas las puertas
de lo porvenir?…
Y como el caprichoso y ligero pensamiento humano la llevara alguna vez por las regiones
de lo difícil, y hasta de lo imposible, ella se decía:
—No, no, la esperanza nunca debe perderse. Muchas cosas se han visto en el mundo…
Es verdad que mi situación es terrible… Pero ¿quién sabe? Engracia puede olvidarlo; casarse
con otro… ¡Engracia olvidarlo! ¿qué estoy diciendo? ¿la criatura más leal, y más fiel, y más
pura que existe en la tierra? Primero se muere, se muere mil veces… ¡Ah!… ¿y si se muriera
por una fatalidad?… ¡Si se muriera! Y ya en este declive, rodaron por su mente las ideas con
asombrosa rapidez, y a su imaginación se presentó el cuadro de la amiga amortajada, y al
verla con su corona de flores blancas en la frente, lanzó un grito: ¡Jesús! ¡Dios mío! ¡quécriminal soy! La joven, en ese instante, horrorizada de su propio pensamiento, había dado un
salto desde el tronco del jobo en que estaba sentada. No pudo resistir la profunda impresión
que le causara tan horrible idea, y algunos segundos después, llorosa como una Magdalena, pedía perdón a la amiga ausente; y de rodillas ante la imagen de Regla, que tenía en su
aposento, hacía el voto con todo el fervor y la sinceridad del corazón, de resignarse con su
suerte sin más esperanza que la de guardar en secreto su desdichado amor hasta la tumba,
si acaso no conseguía desterrarlo de su pecho.
III
Acababa Antoñita de hacer estas promesas y ruegos a la Virgen, cuando, al ponerse en
pie, limpiándose el sudor y las lágrimas del rostro para no dejar que se vieran señales de
llanto, entró al aposento su madre, con una carta en la mano, diciéndole en tono cariñoso:
—Antoñita, hija mía, tengo que hablarte de un asunto serio.
—¿A mí, mamá? –preguntó la joven sin poder disimular su sorpresa.
—Sí, hija, a ti sola… ven acá, siéntate aquí –contestó la madre, señalándose la silla que
estaba al lado de la cama de la misma Antoñita y sentándose ella a su vez en el borde de
dicha cama.
Nuestra heroína, que todavía no estaba del todo libre de las impresiones que la habían
dominado, no sabiendo a qué atribuir aquella llamada con tanta reserva, y fijándose en las
palabras: tengo que hablarte de un asunto serio, no pudo evitar un temblorcito interior, y al
cruzarle la idea de Enrique, se preguntó: ¿Habrá descubierto?…
La señora C., que así llamaremos a la madre de Antoñita, de quien en toda esta historia
no hemos hecho el retrato, por no habernos parecido necesario, después que ya estuvieron
sentadas, sin reparar la impresión de aquella, se expresó así:
—Pues bien, hija mía, hace tiempo que estaba por hablarte de un asunto que importa
mucho a tu porvenir. Tú sabes que yo nunca he querido meterme en darte consejos, ni te
he dicho una sola palabra referente a los enamorados que en varias ocasiones has tenido.
Siempre me atuve a lo que tú hicieras, sabía que tú no eras, como esas otras muchachas, que
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
se alucinan de cualquier cosa, y deciden sus amoríos sin consultar la prudencia y el buen
juicio. Yo estaba segura de esto, y sabía que el buen consejo guiaría tu corazón. Cuando se
habló de Felipe Ozán, ya conoces las contestaciones que di a su tía Candelaria, y cómo la
despedí al fin para que no te importunaran más. En los decires y murmuraciones que ha
habido con respecto de ese joven de Santo Domingo…
—¿De Santo Domingo? ¿cuál? –preguntó Antoñita interrumpiendo de repente el discurso de su madre.
—No, hija, no te alarmes, espera –dijo la señora C., levantando la mano, como para
tranquilizarla, al ver su impaciencia y turbación.
—Yo sé –prosiguió con su tono bondadoso– que a ti no te hubiera sido indiferente el
amor de ese joven…
En este instante Antoñita mudaba de colores, apretando el pañuelo que tenía en la mano,
mientras la madre continuaba diciendo:
—Las madres tenemos el instinto de adivinar… Yo sé que si él hubiera estado enamorado de ti, como lo creyeron Engracia y tus hermanas, muchas veces habría vuelto a Baní,
¿no es verdad?
—Sí, mamá, así es –balbuceó la joven, descargando el peso que la abrumaba, al comprender que era a Eugenio a quien se refería.
—También sé que tus aspiraciones han sido siempre las de amar a un hombre de letras;
pero hija mía, en este mundo no se realizan las cosas como una la sueña, y la felicidad no
consiste tampoco en esos ideales. Aceptar como esposo a un hombre bueno, digno, honrado, que no sea bruto y que te ame con el puro amor del alma, es mejor que irse a exponer
a recibir desengaños… Por tanto –prosiguió la madre, cogiendo la carta que había puesto
sobre la cama, y presentándosela a su hija–, esta carta te ofrece ese bien, y yo te la entrego
en la esperanza de que no despreciarás el amor y la mano de tu primo Eduardo.
—¿Cómo? ¡Eduardo! –exclamó la joven.
—Sí; Eduardo González, el hijo de mi hermana Rosalía –contestó la madre, y poniéndose
en pie, continuó hablando del modo siguiente:
—Él no había querido dirigirse a ti, porque temía un desprecio. Yo, que conozco la pureza
de sus intenciones, y mi hermana, que sabe te quiere con predilección, lo hemos animado
para que te escribiera. Demás estaría decirte que para mí será la felicidad más grande el día
que te vea unida a él.
Antoñita no volvió a pronunciar una palabra. La madre se retiró del aposento para la sala.
IV
Mientras estaba pasando la escena que acabamos de describir, tocaba la casualidad de
que, en una tertulia, de esas que se forman todas las tardes en Baní, a la sombra de la puerta
de alguna tienda, se emitían pareceres sobre el porqué Antoñita no había correspondido a
ninguno de sus enamorados, y todos concluían por afirmar lo que ya nadie ignoraba en el
pueblo, que nuestra protagonista amaba en secreto a alguna persona.
Don Postumio, que se hallaba en esa reunión, quiso defender a su discípula; pero, como
precisamente hacía algunos días que él también estaba en esa sospecha, no pudo sostener
la negativa.
Cuando la conversación versó sobre otro tema, nuestro antiguo Comandante de Armas
aprovechó un momento de silencio, y se despidió de los amigos.
271
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Mientras iba caminando, en dirección a su casa, se dio a pensar en esas afirmaciones que
acababa de oír. ¿Sería mentira, o sería verdad que Antoñita amaba? En el pueblo, hasta entre
las mismas muchachas se murmuraba lo último, y a él le habían cruzado sus dudas, y había
hecho sus conjeturas fundadas, al observar las distracciones de ella, los ahogados suspiros, y
otras veces, ciertas inquietudes y desasosiegos sin motivo, y ciertas tristezas repentinas que no
se explicaban. Él veía claro que en aquel corazón estaba pasando algo que la preocupaba, y
ese algo, ¿qué podía ser? Antoñita tenía en su contra su exquisita sensibilidad, era extremosa,
delicada, impresionable… Es verdad que no era una señorita veleidosa, ni alucinada, sino por
el contrario de buen juicio, y que parecía hasta fría e indolente en materia de amoríos. Pero
tenía ya diez y nueve años. No siempre iba a permanecer el ave dormida con la cabeza bajo el
ala. Algún día alguien debía despertarla… Y, ¿quién la había despertado? ¿Por quién sentía ese
misterioso amor?… Ahí estaba la confusión de don Postumio. Ella había visto con desprecio
a Felipe Ozán, y tras de Felipe Ozán a los otros que la habían requebrado. ¡Cuántas veces, al
hablarle de esos enamorados y al entretener conversaciones en íntimas confianzas sobre ellos,
y hasta sobre el mismo Eugenio, por ver si descubría el secreto, Antoñita, con la franqueza y
sinceridad del que no dice mentira, concluía por probarle que todos le eran indiferentes! Nuestro
hombre, en aquellos momentos, quería convencerse de esas protestas; pero después volvían sus
dudas y se aumentaban sus sospechas. En esa disposición se hallaba su ánimo en aquella tarde.
Pensando, y calentándose los sesos, se afirmó en la idea de que efectivamente la joven amaba;
y no pudiendo vislumbrar ninguna probabilidad en favor de nadie, se dijo en su interior:
—¿Con eso y con que sea a mí? Nada tenía de particular que él fuera quien le hubiese
inspirado esa pasión a su discípula. Y ya penetrando más y más en los halagos de este camino,
principió por recordar algunas palabras de Antoñita y por dar interpretaciones favorables a
su presunción; se fijó en las confianzas e intimidades con que siempre lo había distinguido;
reflexionó sobre el gusto que demostraba en pasarse las horas en su tertulia y conversación,
atribuyó cierta seriedad intencional a las bromas que ella le daba con otras muchachas del
pueblo, y no perdonó tampoco en la recolección de cosas que acomodaba a su sentir, ni aún
aquella superioridad con que a veces quería imponérsele la discípula en las discusiones.
—¡Ah! ¡tonto!… ¡cuánto tiempo me he pasado sin comprenderlo! –exclamó don Postumio,
entrando ya a casa y dirigiéndose a su aposento. En sus cavilaciones había resuelto ir a ver a
Antoñita, y en esa misma tarde hacerle una declaración formal. Animado por ese pensamiento,
se fue al espejo, se compuso el chaleco, se mudó el cuello, se arregló el lazo de la corbata, se
alisó el pelo, se atusó el bigote y tomando de su armario un pañuelo limpio, derramó sobre él
algunas gotas de esencia, y acto continuo salió a poner en ejecución su proyecto.
V
Al llegar en casa de Antoñita la encontró sola en la sala.
Aurelia y Alicia habían ido con la madre a la cocina para arreglar el chocolate y los
demás preparativos de la cena.
Todavía meditaba nuestra heroína sobre lo que le había pasado hacía apenas media
hora, y no hacía cinco minutos que, por segunda vez, acababa de leer la carta de Eduardo.
Ese asunto tenía para ella grandísima importancia, dada la situación de su espíritu y el
difícil caso en que se hallaba, desde luego que su delicadeza, por un lado, como mujer de
conciencia, no le permitía aceptar el amor de su primo, ni el respeto y el cariño que le tenía
a su madre, por el otro, le daban valor para rechazarlo.
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
Don Postumio, desde el umbral de la puerta saludó a la discípula, no con la desenvoltura
de costumbre: se hallaba un poco impresionado. Al tomar asiento le pareció bien acercar
la silla hacia ella. Se frotó dos o tres veces las manos, medio encogido de hombros, según
hacía siempre que iba a expresar sus ideas, y buscando la manera de abordar el asunto lo
encontró difícil, sin que antes precediera algún rodeo.
—Antoñita, ¿sabes que tú eres una mujer que a pesar de tu talento, no penetras los corazones? –dijo por último con la voz un poco emocionada.
—¿Yo, don Postumio? ¿Y por qué?
—Porque mirando claras las cosas no las quieres comprender. O tal vez, tal vez las
comprendas, y te hagas la ciega.
—¿Cómo así? Explíquese –contestó la discípula sin atinar por dónde venía su maestro.
—Digo es –replicó él, queriendo penetrar más en su sondeo–, porque siempre he visto
tu indiferencia para conmigo…
—¿Indiferencia? ¿yo? ¿para con usted? ¿cuándo? y ¿dónde?, preguntó la joven con
extrañeza.
—Tú debes de haber visto en mí el cariño que siempre te he profesado, debes estar convencida de que a ninguna mujer, como a ti, he amado tanto, y sin embargo…
—¡Oh! sí; yo no tengo absolutamente quejas de su buena amistad –interrumpió Antoñita,
desviando con finura en otro sentido la manifestación de don Postumio–. Convencida estoy
del cariño de usted; muchas veces me he complacido en alardear de él con Engracia y las otras
amigas. Siempre he dicho que usted me quiere y me ha querido con el afecto de un padre, y
usted puede estar seguro de que yo le correspondo ese afecto como si fuera su hija.
A esta salida inesperada de la joven, se quedó frío don Postumio. A él no le había pasado por la
idea la diferencia de edades, ni hallaba que ésta fuese tan desproporcionada hasta ese extremo.
—¿Con que es decir que yo soy un viejo, que no te inspira otra especie de cariño sino
el de padre? –replicó el maestro, recalcando mucho las palabras, y ya sin rodeos, al sentirse
lastimado en su amor propio.
—¿Y qué otro puede haber más sincero y más puro que ese?, interrogó la discípula sin
darse por entendida; y, aparentando la más espontánea sencillez, añadió:
—Pues tanto es así que siempre he pensado que será usted, el día en que me case, el
padrino de mi matrimonio.
Cayósele el alma a don Postumio, y hallándose en tan falsa posición, no sabía cómo salir
del paso, cuando a este tiempo entraron a la sala Aurelia y Alicia, quienes con su presencia,
vinieron a sacarlo del conflicto. Él, aprovechándose luego del momento en que las llamaban
a cenar, tomó su sombrero y se despidió. Cuando se vio en la calle, al pensar en el ridículo,
apretó los labios, hizo una mueca y con un movimiento afirmativo de cabeza, se dijo:
—¡He dado un tropezón!…
Capítulo VI
Realidades que parecen inverosímiles
I
Era el nueve de marzo del siguiente año, y Baní pasaba por una de esas sequías que
calcinan el pasto de sus campos y agotan las aguas de su río. Ese viento recio que baja de las
montañas arrasando muchas veces el fruto en flor, y que en el poblado nos importuna en el día
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
y nos asusta en las noches, al quebrar sus ondas entre los aleros de los bohíos, produciendo
en sus vibraciones el agudo silbido de sus pitos de bronce, no cesaba de soplar.
—Sí, está visto. No es posible que pare la luz esta noche si no se cierran las puertas,
dijo Engracia desde su aposento, levantándose de la silla, al ver que se había apagado por
tercera vez la lámpara de la sala.
—No parece sino que va a haber tormenta –murmuró Antoñita que se hallaba con ella
y que se había pasado toda esa tarde en su compañía.
—Como este viaje se ha trastornado tantas veces, no lo dudo. ¡Eso sólo faltaría para el
completo de mi fatalidad! –respondió Engracia ya con la luz encendida y acomodándola en
un rincón para resguardarla del viento.
Nuestras dos heroínas hacía tiempo que no dejaban de verse un solo día. Antoñita,
después de sus fervorosos ruegos a la Virgen y de la declaración de Eduardo, no volvió a
sentir los accesos de la fiebre de ese amor que tanto mal le había hecho. Ya no sonrojaba con
la presencia de Engracia, ni sufría aquellas violentas sacudidas interiores cuando se hablaba
de Enrique. Muchas veces se creyó completamente curada. Sin embargo, jamás pudo volver
a conseguir la plácida serenidad de su existencia; ella sintió siempre una profunda melancolía. En su corazón quedaba viva la cicatriz de esa herida, y en su alma el malestar de un
vacío que nunca podía llenarse. Esa tarde habían hablado mucho las dos amigas; la una se
iba para Santo Domingo en la madrugada, y la otra fue a despedirse de ella.
Cuando Engracia, con la profundísima tristeza que la agobiaba, acabó de pronunciar
aquellas palabras, que revelaban la desconfianza que existía en su ánimo, de que una tempestad viniese a trastornar su viaje, Antoñita, cerrando la puerta de la calle, decía:
—Dios ha de querer que no; el cielo está claro: todo no ha de ser contratiempo. Y después
de un rato de silencio añadió:
—No sé por qué me da el corazón que hasta eso que dicen de Enrique es una mentira.
—¡Ay! Antoñita, yo no tengo esperanza; soy muy fatal –murmuró la joven con la voz
conmovida–. Voy a Santo Domingo por esa carta de mi madrina que te mostré y por el deseo
de complacer a Eugenia María, que tanto me ha llamado. Por lo demás, ¿a qué iría yo sino
a renovar el dolor de mi desengaño?
La pobre Engracia, que no podía declarar ni a su amiga, ni a nadie, el verdadero motivo
de su viaje, se aprovechó de la circunstancia de la carta que había recibido de su madrina,
en la cual, al participarle la sensible noticia de la muerte de una hija, le suplicaba se fuera
a San Carlos, lugar en donde entonces vivía, a pasarse con ella siquiera una semana. Y se
aprovechó también, nuestra protagonista, del llamamiento que, desde el Asilo de Beneficencia,
acababa de hacerle Eugenia María, no ignoraba Antoñita la correspondencia que Eugenia,
hacía tiempo, había establecido con Engracia, manifestándole el cariño que le inspiraban
las bellas cualidades de ésta, y expresándole, últimamente, al encontrarse en el lecho de la
tisis, el interés y el gusto que tendría de conocerla antes de morir.
II
Engracia, a pesar de sus esfuerzos, no había podido entregar el dinero a las otras herederas de don Antonio. Los dos talegos permanecían en su poder. Ella, desde el día siguiente
en que la dejamos dormida, después de aquellas zozobras y fatigas porque había pasado,
formó la resolución de trabajar sin descanso en sus labores hasta reunir una suma que le
facilitara la manera de ir a Santo Domingo. Al cabo de algún tiempo logró reunirla; pero en
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
la enfermedad repentina que atacó a una de las hermanas, se vio en el caso de gastarla en
medicinas, médico y alimentos. Tuvo que trabajar de nuevo. ¡Cuántos afanes! En el término
de esos nueve meses habían sido muchas y muy grandes las dificultades. No parece sino que
la mala suerte se complacía en no dejarla de la mano, y el destino se cebaba en la pobre joven
para hacerla sufrir. Así pasa en el mundo: caen con todo su rigor las tribulaciones sobre una
criatura inocente y buena como un ángel, y no se van a castigar el vicio y la maldad…
Desde la mañana en que despertó, viéndose obligada a guardar ese dinero, principiaron
otra vez sus desazones. ¡Y guardarlo en una pobre casita tan insegura sin un hombre que lo
defendiera en un caso dado!… La responsabilidad de ese compromiso la tenía intranquila.
Ella no dormía con sosiego. A cada momento le parecía que iban a descubrirlo. Cualquier
incidente que se relacionara con él la hacía temblar.
En una ocasión porque oyó decir que Candelaria Ozán aseguraba que tres mujeres lo
habían encontrado en La Costa, se quiso caer muerta del susto. Y tras inquietudes y disgustos
vinieron más tarde las amargas luchas con la madre, la cual, a medida que se estrechaba la
situación económica de la casa y se presentaban los apuros en la familia quería que la hija
echase mano de alguna suma para remediarlos. La madre, como lo sabe el lector, aunque
buena, era una mujer muy interesada, y no le parecía, en conciencia, que se faltaba a la
honradez disponiendo de una parte de ese oro que ellas habían desenterrado. Engracia,
con sus reflexiones y con la dulzura de su carácter, lograba disuadirla de la tenacidad de su
propósito, como sucedió la noche en que separaban el talego que correspondía a la hija de la
querida de don Antonio; pero ella siempre quedaba inconforme y cada vez que se presentaba
la oportunidad, volvía a su constante tema. En esas terribles luchas se pasaban los días, y
las semanas, y los meses. Pero nada hubieran sido para nuestra heroína las mortificaciones
de esos conflictos, en comparación de lo que le estaba pasando. ¡Ay! lo que verdaderamente
amargaba su existencia, lo que llenaba su alma de dolor; lo que tenía despedazado su corazón,
era la incomprensible conducta de Enrique para con ella. Por aquel entonces la frialdad del
ingrato amante había llegado a su colmo. Ya no valían las protestas, ni las súplicas, ni las
lágrimas de la virgen angustiada para mover su indiferencia. Enrique se había enamorado
locamente, según su costumbre, de otra señorita en la Capital, y con cartas parecidas a las
que escribió a Eugenia María, en idéntica situación, concluyó finalmente por romper la
promesa que lo ligaba a Engracia.
Al principio, con la vulgaridad de sus recursos morales trató de justificar su inicuo
proceder, ensalzando las virtudes de ella para decirle que él era indigno de su amor; que él
no podía consentir en que una mujer tan buena se hiciera desgraciada, uniendo su suerte a
la suya; que ella se merecía mejor partido. Y después, copiando exactamente las frases que
había dirigido a Eugenia María, y con los mismos estribillos de “no quiero entretenerte por
más tiempo”, y de “no puedo hacerte feliz”, dio por terminadas las relaciones.
III
¡De ese modo había marchitado, el pérfido, las flores del alma más pura que pudiera
existir! La casta doncella vio desvanecidos para siempre sus dorados ensueños, y de negro
se vistieron los horizontes de su porvenir. Aquella fue una sacudida que volcó de su corazón
el nido de sus ilusiones; y una a una volaron sus esperanzas. Golpe terrible, golpe de muerte
fue para ella, que inocente y sencilla, jamás había imaginado que pudiera experimentarse
en la vida una decepción tan injusta y un desengaño tan cruel.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Por eso había sufrido tanto. Cuatro meses hacía de la última correspondencia de Enrique, y desde entonces la amargura y el dolor, apacentados en su alma, la hicieron verter
lágrimas a millares.
El llanto fue siempre la expresión de su sentir. Jamás se le oyó una palabra ofensiva, o
descompuesta, ni siquiera en los momentos de esos desahogos en que manifiesta el amor
desdeñado su natural indignación. De nadie se quejaba sino de ella misma.
—Yo soy la única culpable –decía a su madre y hermanas cuando éstas hablaban de
la infamia y deslealtad de Enrique–. Yo, que soy una tonta, insípida, sin atractivos para
hacerme amar.
Y de ese modo, con la prudencia y la bondad de una mártir, al lamentar su suerte, atribuía siempre la causa de todo lo que pasaba a su destino.
Afirmándose en el fatalismo de ese pensamiento había perdido todos sus gustos, y le
parecía que ya para ella no volverían más nunca los goces de la vida.
Esa noche al querer Antoñita, Isabel y Dolores abrir su baúl para colocar en él los mejores
trajes que tenían, con el fin de que se animara y pasease en la Capital:
—No los pongan, es inútil –les dijo–. Yo no veré la ciudad sino en el momento en que
vaya a La Beneficencia a visitar a Eugenia María.
Y en efecto, así lo hizo la entristecida joven; pero desgraciadamente le fue imposible
llevar a cabo el proyecto que había combinado.
Y ahora sabremos por qué.
IV
Desde hacía mucho tiempo, pensando y volviendo a pensar en la manera de cómo pondría
en posesión de los dos talegos a las hijas de don Antonio, sin que se descubriese que ella los había
entregado, se le ocurrió comunicar el secreto a Eugenia María, para que ésta, valiéndose de los
medios que indudablemente le facilitarían su estado religioso y su misión como hermana de la
caridad, fuese la que la sacase del apuro. Bajo la influencia de esa idea y con ese propósito, llegó a
San Carlos, acompañada de su madre, a las doce del día de esa misma madrugada en que salieron
de Baní. Era un sábado de cuaresma, y Engracia, en su impaciencia, con el deseo de descargarse
lo más pronto de la responsabilidad, que tanto la había mortificado, no quiso esperar más tiempo,
y a las cinco de esa misma tarde dirigía sus pasos, junto con su madre, al Asilo de Beneficencia.
Cuando llegaron al Rastrillo, poco antes de pasar el baluarte del Conde, hoy 27 de Febrero, no pudo
explicarse ella por qué le dio un salto el corazón. Sintió miedo y quiso retroceder.
Siguió, sin embargo, y ya al entrar a la puerta se chocó con Enrique que venía al lado de
su nueva novia, entre otros jóvenes y señoritas. Al cederles el paso, se quedó como muerta,
recostada de una de las paredes del baluarte.
—¿Canalla! –murmuró una voz que parecía verter en esa expresión todo el enojo de un
alma indignada.
—Cállate, cállate, mamá.
—¿Por qué he de callarme?… ¡Infame!… ¡Infame!…
—¡Cállate!, ¡por Dios!, ¡por Dios!, ¡mira que me haces mal; que me matas! Y la joven,
recobrando fuerzas ante este otro conflicto en que la ponían los improperios con que la madre
insultaba a Enrique, se apartó de allí precipitadamente.
Iba Engracia con el pecho oprimido y bebiéndose las lágrimas. Habían tomado la dirección de la calle Palo Hincado, y cruzaron luego por la de Santo Tomás. Poco después de
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
haber andado en la primera cuadra se detuvieron. Venía un entierro. La cruz y un grupo de
monaguillos que habían salido de la iglesita de San Andrés, fue lo primero que alcanzaron a
ver, oyendo al mismo tiempo el doble funeral de las campanas de El Carmen.
Sobrecogidas por la impresión, y teniéndose la una a la otra, a extremo de no atreverse ni
a mirarse siquiera a la cara, subían y bajaban las desiguales y angostas aceras de ese barrio,
cuando se presentó a sus ojos el ataúd, forrado de blanco, con sus coronas de flores encima.
Alrededor de él les llamó la atención, haciéndolas estremecer, algunas hermanas de caridad,
quienes traían sujetas por sus extremos las cintas que estaban prendidas del mismo ataúd.
Asomábanse a las puertas los moradores del vecindario, y los transeúntes se detenían
en las esquinas mientras pasaba el cortejo fúnebre.
Engracia, temblando de susto, no se atrevía a pronunciar una sola palabra; recelaba otra
desgracia.
La madre, que tampoco las tenía todas consigo, al acercarse a un grupo de mujeres que
estaban de pie sobre la alta acera de la única casa que en aquella calle tiene ventanas de rejas,
rompió por último aquel atemorizado silencio:
—Ven, hija, parémonos aquí.
En ese mismo instante una señorita, de las del grupo, le contestó a otra con quien hablaba:
—¡Sí; la pobre! yo la conocía… la traté mucho antes de meterse en el Asilo… y ese hombre
tan infame… ¡y ella tan buena! Se sacrificó en aras de su amor.
—¡La pobre! –repitió muy compadecida la interlocutora, en el momento que una voz
medio atiplada decía:
—Yo también la conocí; se llamaba Eugenia María…
—¿Eugenia María? –balbuceó Engracia, como quien recibe por fin el tremendo golpe
que esperaba.
—¿Y dicen que él la olvidó por una muchacha de Baní?
—Sí –repuso la señorita interpelada–, pero esa muchacha ha merecido su castigo.
—¿Mi hija? ¿Qué están diciendo? ¿mi hija?… ¿No conocen ustedes a mi hija? –interrogó
la madre dominada por un ímpetu y con un acento en que se revelaba la sorpresa unida
a la cólera, mientras nuestra heroína apartándose de allí, y ya sin fuerzas para contener la
terrible emoción que la ahogaba, exclamó:
—¡Castigo!… ¡Yo!… ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿qué es esto?…
Entretanto el entierro se había acercado, y, ante el imponente espectáculo, todas guardaron silencio.
Capítulo VII
Post nubila, phoebus
I
Ya la tarde se iba, y, como quien se despide con melancólica tristeza, perezosa recogía
los tendidos mantos de su luz, para dar paso a la sombra –negra inquilina– que la invade
con sus densas e impalpables lluvias de oscuridad, persiguiéndola, antes en el bosque que
en el llano, y, primero en la iglesia, para después botarla de la calle.
Engracia hacía apenas una hora que se hallaba otra vez en San Carlos. Acababa de referir
a su madrina, todavía manteniendo viva la emoción, los dos terribles e inesperados encuentros. ¡Ah! ¡cuánto hubiera deseado hacerla confidente también de su secreto! Por dos veces,
estuvo casi al declarárselo todo; pero alguna seria consideración, sin duda, la contuvo.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
La madrina, que la amaba entrañablemente, lloró junto con ella esa tarde, y le prodigó con
cariñosas palabras la terneza de una madre. Engracia, que era agradecida y razonable, sintió
un grande alivio a su dolor. Momentos después tuvo necesidad de orar, y decidió irse sola al
templo, que quedaba muy cerca de allí. Al entrar en el sagrado recinto, en donde ofrendan a
Dios los católicos de la isleña villa, ocupado en aquel instante por algunas mujeres devotas que
estaban hincadas, haciendo sus rezos, divisó, entre el silencio y el clarooscuro de uno de los
extremos, la respetable figura del sacerdote que, levantándose del confesionario, acababa de
absolver a una penitente. Era el padre Rafael García, el virtuoso pastor que por tantos años, con
edificante ejemplo, condujo la cristiana grey de aquella parroquia. A nuestra angustiada señorita,
repentinamente le cruzó una idea, y sin detenerse a reflexionarla, se acercó a él diciéndole:
—¿Padre, si me hace usted el favor?…
—Para eso estoy aquí; ese es mi deber: auxiliar espiritualmente a todos los fieles –contestó
él con la humildísima voz que le era peculiar, sentándose otra vez en el confesionario.
Engracia vaciló un poco; no había sido esa su intención, ni se hallaba su ánimo preparado para ello.
—Hija mía, ya te espero; encomiéndate resignada y arrepentida a nuestro Señor que está
en los cielos –dijo con dulzura el padre García.
Nuestra heroína instantáneamente se arrodilló junto a la rejilla que le quedaba a la izquierda. Pasose entre ambos un rato de profundo silencio. Ella, pensando en la mejor manera
de comunicarle el secreto relativo a los talegos de don Antonio, no encontraba palabras para
principiar, mientras que él, exhortándola con el amor y la caridad del verdadero Ministro
de Jesús, sin apartarse de los mandamientos, la distrajo al fin de su propósito; y penetrando
con unción en lo íntimo de su alma, fue poco a poco, llevándola de pregunta en pregunta,
y de consejo en consejo, hasta el término de la más completa y fervorosa confesión. ¡Qué
desahogo tan grande sintió su pecho! ¡Cómo sin tener manchas que limpiar en su conciencia,
ni culpas de que arrepentirse se descargó su espíritu del terrible peso que la agobiaba! En el
fondo de su amargura cayeron como bálsamo de miel las palabras del sacerdote.
—¡Ah! ¡qué consoladora es la confesión!… ¡Y qué piadoso es el padre García! ¡Con qué
suavidad nos atrae al tribunal de la penitencia! No parece sino que tiene un don especial para
ello. Sin darme cuenta a mí misma, sin saber cuándo me ha confesado –decía Engracia, media
hora después, a su madre y a su madrina, revelando en su semblante la mayor satisfacción.
II
Y en efecto, no exageraba ella, al expresar de ese modo, ni en los conceptos emitidos en
honra del que fue cura de San Carlos, de quien saben todos que, en su misión evangélica,
era un verdadero siervo de Jesucristo, ni en la situación moral de su ánimo. ¡Había sufrido
tanto!… ¡Y se hallaba tan agradablemente impresionada!…
Después de haber hecho su cristiana confesión, realizó su deseo, relatando al sacerdote
la historia del dinero de don Antonio. ¡Qué sorpresa para el padre García! Escrupuloso y
tímido como era, titubeó al principio, no queriendo hacerse cargo de los talegos. Se asustó
de poseer un secreto como aquél, y parecióle una cosa muy grande, que podía traerle algún
cargo de conciencia, desde luego que tal vez se haría difícil cumplir religiosamente con una
recomendación en la cual se imponían condiciones peligrosas. ¿Cómo evitar que no se supiera la entrega de ese dinero? No era justo tampoco que él se ganara méritos y gratitudes
que no le correspondían. Confundido en estos pensamientos, se le ocurrió aplazar el asunto
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
hasta consultarlo con el Arzobispo; pero recordó que no podía hacerlo sin el permiso de la
confesada, y bien pronto compadecido con las súplicas que ésta le hacía, y con las razones
que le expuso, se convenció de que iba a hacer una obra de bien, y terminó por decirle:
—Pues bueno, hija, yo cumpliré con tu recomendación.
—¿Y cuándo?
—Tan pronto me sea posible.
—¿No podría ser mañana?
—¿Mañana?… es domingo de pasión… quién sabe… –respondió el padre García, en
tono de incertidumbre.
—Pero como quiera que sea, indíqueme la hora en que mi madre y yo podamos llevarle
el dinero.
Mientras el cura se quedó pensando con la cabeza baja, y con el dedo índice apoyado
en la frente, Engracia repuso:
—Si usted quisiera, nosotras podríamos llevarlo a su casa esta noche después de las
nueve.
—No, prefiero que sea mañana en la noche –respondió él categóricamente levantándose
del confesionario.
Había reflexionado en que era necesario preparar de algún modo el terreno antes de
entregar los talegos a las hijas de don Antonio, y después de contestar de esa manera se
despidió de ella con un grave y respetuoso saludo.
Engracia quedó de rodillas haciendo su oración.
III
Como si hubiera estado escrito en el libro de los destinos, que ese dinero, hasta el último
momento, debía ser para esa criatura un suplicio, resultó que la madre, volviendo al tema
de otras veces, se opuso a que se entregara si antes no se apartaban algunas monedas para
ellas. Esta nueva lucha la resistió Engracia con la resignación de siempre; y ofreciéndola a
Dios como una prueba de penitencia, ni por un instante se alteró la paciente calma con que
objetaba a su madre, ni se amargó el humor de su espíritu. El dulce ruego, la humilde súplica
y la persuasión de un alma convencida en la fe de su virtud, vencieron al fin.
IV
Eran las once de la noche del domingo indicado. Todo San Carlos dormía, y nuestras dos
mujeres burlando el sueño de su huésped, y sin que nadie las encontrara a su paso, habían
llevado los talegos a casa del padre García.
Engracia, que llevaba también el anillo de las iniciales desconocidas, mostrándoselo y
abriendo el secreto en donde estaba el pelo, le dijo:
—Padre, aquí está el anillo de que le hablé. También deseo depositarlo en sus manos.
Tómelo.
—No, hija no, guárdalo tú, y consérvalo en tu poder hasta que se descubra a quién pertenece. Es una prenda que puede encerrar alguna historia, y no sería prudente entregarla ni
a la esposa, ni a las hijas de don Antonio.
La madre de Engracia, que hasta entonces había permanecido en silencio, no pudiendo
resistir a la tentación que la devoraba en sus adentros, se levantó de la silla en que estaba y
acercándose al cura le dijo:
279
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
—Y bien, padre, ¿cree usted justo, que nosotras, tan pobres como somos, habiendo hecho
gastos, y habiendo pasado por tantos tormentos para desenterrar ese dinero, nos volvamos
a Baní, sin que se nos dé una pequeña suma, siquiera para remediarnos de las más urgentes
necesidades?
Engracia al oír esta pregunta se quedó fría, y lanzó una mirada de disgusto a su madre.
El padre García, observando la desaprobación de la joven, y un tanto receloso, contestó así:
—¿Cómo? ¿Y son ustedes muy pobres?…
—Pobrísimas, padre; yo soy una viuda y con tres hijas. No tengo sino el trabajo de
cada día.
Esta vive –añadió refiriéndose a Engracia–, con la aguja en la mano. Las otras dos cosen,
lavan, planchan y me ayudan en los demás quehaceres de la casa. Por ese dinero, usted no es
capaz de figurarse, padre, los sinsabores que hemos pasado. El día que lo desenterramos se
nos desgarraron las manos, y después… ¡que de contratiempos!… ¡cuántos disgustos! Esta
muchacha ha sufrido mucho, mucho. Para hacer este viaje, no se sabe los sacrificios…
—¡Por Dios mamá! –exclamó Engracia en la mayor angustia.
—No, hija déjame hablar, es necesario que el padre lo sepa todo, todo; que compadezca
nuestra situación, vea si es justo que se nos dé alguna cosa para no irnos con las manos
vacías…
—Pero mamá, ¡Dios mío! –volvió a decir Engracia, acercándose a la madre.
—¡Ah! –exclamó el buen cura de San Carlos, dominado por uno de sus arranques
compasivos–. ¡Justo es, muy justo! Y murmurando esas palabras, se dirigió al aposento, en
donde había puesto los talegos, y sacó de uno de ellos cuatro onzas españolas.
Al volver a la sala se las puso en las manos a la madre de Engracia, quien al recibirlas,
llena de agradecimiento, lo colmó de bendiciones.
Entretanto la hija, sin poder disimular el sonrojo, en la amargura de aquel suplicio, había
bajado la frente, y sumida en profundísimo silencio parecía la estatua de la resignación.
El padre García, comprendiendo lo que pasaba en el fondo de esa alma, de la cual él había
tenido la oportunidad de conocer los delicadísimos sentimientos, trató de desvanecer en ella
la desagradable impresión, probando con persuasivas palabras que muy pocas personas,
en un caso como aquel, se hubieran conformado con devolver ese dinero, sin exigir de sus
dueños una buena recompensa; y añadiendo que esas cuatro onzas que acababa de entregar
no valían la pena de tomarse en consideración. Pero el padre García, que llevado de sus impulsos generosos, obró y habló de esa manera, pocos momentos después de haberse retirado
de su casa Engracia y la madre, no podía soportar la agitada situación de su espíritu.
—¿Qué he hecho yo, Dios mío? ¿Cómo he podido disponer de una cosa que no me
pertenece? –se decía, apretándose las manos sobre el pecho, y con tanta compunción, como
si verdaderamente hubiera cometido un crimen.
Él se había puesto a pensar en las cuatro onzas que regaló a la madre de Engracia, y
examinando este proceder, escrupuloso como era, e impresionable además, le pareció encontrarse reprendido en su conciencia. Sufrió mucho considerando aquello como una flaqueza,
y después de hacerse los reproches que le sugería su delicado sentir, procuró combinar la
manera de reparar la falta. Se fue a su armario, abrió la gaveta en donde guardaba su dinero,
y registrándola parsimoniosamente, sacó de ella una onza que había economizado, con el
fin de gastarla en el monumento del Jueves Santo, y tres pesos en plata, que era todo lo que
constituía su capital.
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
—Esto no alcanza –murmuró como si hablara con otra persona–. Faltan tres onzas. ¿Cómo
hago para conseguirlas? Y después de esta pregunta se quedó un instante cavilando. ¡Ah!,
–exclamó repentinamente–: empeñaré las prendas.
Se refería a dos cadenas, un medallón y un alfiler de oro, que le quedaban como resto de
la herencia de su abuela materna, y que se habían salvado de las caridades que hacía.
A la mañana siguiente, estuvo largo rato orando antes de decir la misa. Si en San Carlos
hubiera habido otro sacerdote, es seguro se hubiera reconciliado. Cuando volvió de la iglesia
a su casa no quiso tomar la taza del café con leche, ni el pan con que acostumbraba desayunarse. Había hecho la promesa de no comer nada mientras no repusiera la suma. Pasó casi
todo el día inquieto y desazonado, pues hasta por la tarde no pudo conseguir empeñar las
prendas. Tan pronto hubo oscurecido, mandó a buscar un coche de alquiler, y yéndose a la
ciudad entregó por fin los talegos a la esposa e hijas de don Antonio, a quienes con horas
de antelación había anunciado la visita.
Capítulo VIII
O virtud o extravío
I
Habían transcurrido tres semanas, y Engracia y su madre se hallaban otra vez en Baní
desde el lunes del Concilio. Era la mañana del domingo de Resurrección. En los últimos días
de la cuaresma algunos aguaceros habían caído sobre aquellas sedientas tierras, y cambiando
la temperatura, una brisa fresca traía en sus alas el hálito aromado de los campos. La primavera había principiado ostentando las galas de la naturaleza, y un sol hermosísimo doraba
las cumbres de las lomas del pintoresco valle. En la inmensa bóveda del espacio brillaban
las claridades de un cielo puro, en donde la vista se deleitaba recorriendo las distancias
azules, interrumpidas a grandes trechos por nubes blancas, que parecían, en las faldas de
los horizontes, promontorios de nácar, y por otros lados, montones de espuma suspendidos
reflejando en sus burbujas los cambiantes de la luz. La procesión, después de haber andado
las calles de costumbre, entraba en la iglesia, y esparcidos en diferentes grupos se veían en la
plaza los alegres cuadros que formaban las señoritas con los vivos colores de sus trajes. Para
ellas ese domingo de pascuas, era también domingo de sensación. En la misa de esa mañana
el cura había proclamado la primera y última amonestación del matrimonio de Antoñita con
Eduardo González. ¡Cuántos comentarios y qué de interpretaciones traían esas bodas! Nadie
en el pueblo las esperaba con esa prontitud, sin embargo de que hacía tiempo todos habían
visto los preparativos del novio, y sabían que la realización de ese enlace era el vehemente
deseo de la familia de Antoñita y de doña Rosalía, la madre de Eduardo.
II
Engracia también estaba en la iglesia. Esta había sido su primera salida después que
vino de la Capital. Tan pronto se concluyó la misa, sin esperar la procesión, ni detenerse en
ninguna parte, se fue a casa de su amiga. Al entrar en el aposento, en donde ésta se había
retirado para evitar los parabienes de la gente, la encontró pensativa y profundamente
melancólica. Antoñita como quien no quería darse cuenta de lo que le pasaba, permanecía,
hasta entonces, en un estado de incertidumbre; sentía una especie de confusión en su espíritu
que ella misma no podía aclararse. Desde la tarde en que su madre le entregó la carta en la
cual el primo le hizo la promesa de unirse a ella, si lo correspondía, principiaron a agitarse
281
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
en su interior esas luchas de pensamientos indefinidos; desde esa tarde reflexionó mucho
buscando la manera de resolver el problema que se le había presentado. El lector recordará,
si acaso nos ha seguido en la relación de esta historia, que don Postumio la encontró en esas
reflexiones cuando tuvo la mala suerte de dar su tropezón. Ella acababa de pasar la crisis
de aquella fiebre que le devoraba el alma; y cuando ya desesperada había caído de rodillas,
suplicando a la Virgen le inspirase el medio de ahogar aquella criminal pasión, como si el
cielo la hubiese oído, se le apareció la madre. Entre las negras sombras de su difícil situación,
alcanzó a ver un punto blanco, luego ese punto se tornó en luz, y esa luz fue bien pronto una
esperanza: su mal podía curarse. Eso llegó a creer; pero la vehemencia de su afán la engañaba.
Pasaron días y más días, y siempre pensando, y siempre confusa, no veía claro el camino
que deseaba seguir. Por un lado su voluntad la impulsaba a dar su mano a Eduardo, y por
otro su conciencia y su delicadeza, se revelaban contra esa idea. ¿Cómo iba ella a engañar a
un hombre por quien no sentía otra afección sino la sincera que se le tiene a un amigo?
—¡Dios mío, si es que yo no lo rechazo! ¡Si es que yo lo quiero amar! ¿Cuándo yo más dichosa?
¿Quién otro más digno que él puede presentárseme? Así, en la mayor aflicción, decía a su madre,
cuando ésta, impaciente y llena de enfado, al ver aquella tardanza, le preguntaba:
—Señor, ¿y hasta cuándo esperas? Parece mentira. ¿Qué motivos tienes tú para rechazarlo?
Y es que la madre, ignorando lo que pasaba en el interior de la hija, no atinaba a darse
cuenta de cómo podía suceder aquello.
Cualquiera otra no pensaría tanto para corresponder al amor de un joven como Eduardo.
Era bueno, honrado, laborioso. Tenía delicadísimos sentimientos y un carácter excelente.
Aunque de poca instrucción, es verdad, y muy modesto en sus costumbres, no era, sin
embargo, un tonto, ni participaba de las ordinarias maneras de un trato incivil. Además de
sus bellas cualidades morales, tenía bienes de fortuna, veinte y seis años de edad, cuerpo
elegante, color trigueño, hermosos ojos grises y el pelo engajado. ¿Por qué, pues, no podía
inspirar las simpatías de Antoñita, cuando él, antes que todo, la amaba con delirio?
He ahí las razonables consideraciones que muy a menudo se hacían la madre y las
hermanas de nuestra heroína.
Entretanto el tiempo iba pasando y ella no acababa de decidirse. Su deseo la impulsaba
a resolver favorablemente el problema, pero su honradez la detenía. No se hallaba con valor
para mentir, no ya solamente por lo que a ella importara, sino porque le parecía ofender la
honra de Eduardo. Llegó un día en que él desesperanzado se fue retirando de la casa. Hubo
desagradables escenas en la familia. La Señora C. cayó en cama. Aurelia y Alicia, y hasta
el mismo Alfredo, achacaron el quebranto a los disgustos; y Antoñita, asustada, y sensible
como era, no pudiendo resistir más a las súplicas de la madre enferma, dio por fin su palabra
al enamorado primo.
Seis meses hacía, precisamente en la mañana de ese domingo de Resurrección que se
habían realizado los amores, y más de cuatro que se hubiera efectuado el matrimonio, a no
ser porque ella siempre encontraba un pretexto para aplazarlo.
III
—¡Ay! ¡gracias a Dios!… ¡Cuánto te he esperado! –dijo Antoñita, dando un suspiro, al
ver entrar a Engracia al aposento.
Y aunque ésta venía de la iglesia, buscando un desahogo, porque la salida de ese día, y la
misma amonestación del matrimonio de su amiga, habían renovado en su pecho las heridas
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
del terrible desengaño de su amor, al fijarse en el sufrimiento de Antoñita, no pensó más en
ningún consuelo para sí misma, sino en dárselo a su amiga. Así era siempre, ocultaba sus
lágrimas para poder enjugar las ajenas.
—Sí; ya veo que vuelves a tus exageraciones. Déjate de eso; anímate y no pienses en
tantas cosas tristes –dijo quitándose la mantilla que traía prendida del pelo y poniéndola
sobre el catre de Antoñita; arrastró una silla y se sentó a su lado.
—Exageraciones. ¡Ojalá fueran exageraciones!, –exclamó ésta con profunda convicción.
—Entonces, ¿ha ocurrido algo de nuevo?
—Nada, siempre lo mismo.
—¿Cómo? ¿y no te habías resignado?
—Sí –contestó Antoñita con un movimiento afirmativo de cabeza.
—¿No me dijiste que tenías esperanzas?…
—Sí –volvió a repetir la interpelada.
—¿Y no te hallas con la virtud suficiente para cumplir tu misión de esposa?
—Sí.
—¿Y entonces?…
—Lo que siempre te he dicho, lo que tanto me temía. Voy a ser perjura ante el mundo y
ante Dios. Yo siento que voy a cometer una felonía, un crimen. Voy a engañar a un hombre
bueno y honrado… ¡Dios mío! ¡y no poder como otras veces aplazar la amonestación! Me valí
de todos los medios. Llamé por último al mismo Eduardo y le supliqué. Todo fue inútil… Se
creen que son caprichos míos… ¡No saben lo que pasa aquí adentro!… Y el jueves vendrá el
matrimonio, y me casaré ¿No crees tú que esta situación es para cualquiera volverse loca?
Engracia, que tenía los mismos delicados sentimientos de su amiga, no sabiendo de qué
manera objetar a esas razones de pura conciencia, contestó así:
—Pues bien, ¿tú no te hallabas ya conforme? ¿no me dijiste convencida que te resignarías
a tu suerte, poniendo tu esperanza en el porvenir?
—Sí, te lo dije, y tú lo sabes, formé el propósito de casarme, para evitar las habladas de
la gente, que hoy me daban un novio, mañana otro; y más que todo para complacer a mi
familia; a mi madre, principalmente, que tanto y tanto me lo ha suplicado. Yo me dije: él es
bueno, es digno y sus cualidades me harán amarlo. Trataré de hacerlo feliz, aunque yo sea
desgraciada al tener que ocultar en mi pecho la profunda herida que me mata. El sacrificio
será mío. Yo me concretaré a los deberes del hogar; seré una esclava de sus deseos; estaré
pendiente de sus menores caprichos. Pero todos mis esfuerzos son inútiles. Veo que no lo
amo, ni lo amaré. ¿Y cómo una mujer que se dice buena va a casarse con un hombre a quien
no ama? No, yo no puedo, no puedo, Engracia. Ayúdame a destruir este matrimonio.
—Pero ya con los carteles fijos en la puerta del Juez Civil, corrida la última amonestación,
no es posible Antoñita. Eso sería un escándalo. Tu madre se moriría.
—¡Dios mío! ¿y cómo me hago? ¿Seré perjura?
—Pero, Antoñita, si tú no le odias; si no te repugna; si por el contrario le tienes afecto,
¿por qué dudas que ese efecto con el tiempo se pueda trocar en amor?
—¿Pero si es el caso que ese afecto que digo tenerle no lo comprendo? Yo misma no lo
podría definir; es más bien una estimación, un aprecio a sus cualidades. Y por lo mismo que
lo estimo como a un hombre bueno, me parece un crimen engañarlo.
—¿Y por qué exageras de ese modo, si tú te sientes con fuerza y virtud para ser una
esposa fiel?
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—¡Ah! ¿me voy a parecer a esas mujeres que sólo guardan la fidelidad en el cuerpo, que
ofenden a sus maridos con el pensamiento y con el corazón manteniendo en el alma criminal
amor por otro hombre? No, yo no quiero que llegue el caso en que una circunstancia me haga
bajar los ojos; asustarme de mí misma; sentirme sonrojada al confesarme en mi interior, ni
sonrojar tampoco, aunque lo sepa, al compañero de mi vida. Yo quiero ser una esposa pura,
limpia de toda mancha en el fondo de mi conciencia.
—¡Señores, el almuerzo! ¡Vengan a tomar el chocolate! –gritó Aurelia que hacía poco
había llegado de la calle con Alicia, interrumpiendo la conversación de las dos heroínas.
Y cuando Engracia, levantándose de la silla, murmuraba algunas palabras razonables,
aconsejando la prudencia a su amiga, se oyó otra vez la voz de Aurelia, que ya en el aposento repetía:
—¡Señores el almuerzo! ¡el almuerzo! ¿no han oído ustedes?
IV
Una hora después volvió Antoñita a reanudar la conversación sobre el grave asunto
que la ocupaba, y así, durante el día, tuvo sus desahogos y recibió sus consuelos; pero la
pobre Engracia, tan comedida y tan conforme como era, nunca hizo mención de sus penas.
Solamente en una vez en que aludía a Eugenio (se entiende) siempre en la creencia de que
por él era que su amiga sentía ese amor, exclamó:
—¡Dios mío! ¿para qué se le ocurriría a Enrique traer a ese joven a Baní?
—Enrique!… sí, ese es el causante de nuestras desgracias –balbuceó Antoñita con indignación–. Hombre fatal… ¡hombre imperdonable! ¡Ojalá nohubiera venido nunca! ¡Dios
mío… éramos tan felices!…
—¡Sí… tan felices! –murmuró Engracia casi bebiéndose las lágrimas.
En otra ocasión, volviéndose a hablar de Eugenio, vislumbró la misma Engracia la idea
de que era un hombre soltero y dijo:
—Si se hubiera enamorado de ti; si hubiera hecho alguna demostración en ese sentido,
yo te habría aconsejado, desde luego…
—No sigas, sé lo que me quieres decir –interrumpió Antoñita–. pero oye –repuso refiriéndose a Enrique en su interior–, aunque yo esté sintiendo este criminal amor por él, y
aunque no existiera lo de Eduardo, viene ese hombre donde mí, y me propone que lo ame
para unir su suerte a la mía, y te juro que no lo aceptaría.
—¿Cómo? ¿no lo aceptarías? –replicó Engracia con la mayor sorpresa.
—No, nunca: hay un abismo entre él y yo.
—Pero entonces, ¿quién entiende este misterio?
A esta otra pregunta de su amiga la interpelada bajó la frente y con profundísimo desconsuelo suspiró:
—¡Ay!, Engracia, es y ha sido siempre un amor sin esperanza… ¡un imposible!
Y al expresarse Antoñita de ese modo, lo hacía con toda la sinceridad de su alma; pues
conociendo nosotros muy a fondo sus sentimientos, estamos seguros de que primero preferiría la muerte que unirse a Enrique.
En la noche de ese día, al despedirse de ella, le dirigió Engracia estas cristianas y consoladoras palabras:
—Dios te ayudará, confía en su misericordia. Encomiéndate a la Virgen, y tú verás cómo
no es tan negro el porvenir. Las nubes se despejarán.
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
V
Antoñita siguió el consejo de su amiga. Esa noche rezó mucho; al otro día hizo lo mismo.
La oración llegó a ser para ella el último recurso. En ese consuelo inefable llegó a ver una esperanza; pero una esperanza que se avivaba en el ardor de su fe. Orando le parecía resolver por
obra de milagro, su difícil, indefinido problema. Se aferró de la oración como el náufrago de la
tabla salvadora. En el agonizante estado de su espíritu creía encontrar en ella la realización de
un sueño, de un imposible. –¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡que él mismo destruya este matrimonio!,
¡que se arrepienta!, ¡qué se arrepienta! –así terminaba siempre y así volvía a principiar diciendo,
cada vez que se arrodillaba para vaciar en lo infinito el sentir de su corazón.
Y como en vano había escrito una carta a Eduardo para que se aplazara el matrimonio,
y en vano con lágrimas en los ojos se lo había suplicado a su madre, negados los recursos
en la tierra había vuelto sus miradas al cielo.
Dos días se pasaron en esas amargas luchas, y dos noches casi sin dormir. Había llegado en ella ese intermedio en que parece que descansan desfallecidos los espíritus agitados.
Estaba aletargada, silenciosa, meditabunda, indiferente, algo así como insensible. Parecía
hallarse en uno de esos intervalos de quietud que tienen las fiebres devoradoras. ¡Ay! cuándo
viniese la terrible crisis…
Con la angustiosa agonía del condenado a muerte contaba las horas. Por fin llegó el
espantoso jueves que ella hubiera querido detener a trueque de su vida. Amaneció negro,
muy negro para su alma.
Las hermanas ponían las cortinas con lazos de cintas en las puertas de la blanqueada
sala. Las amigas mandaban las flores. Se arreglaba la casa con todos los preparativos de la
fiesta. En la noche debía de efectuarse el acto; es decir, se preparaba el martirio de una víctima
inocente; una virgen iría con la corona de la desposada al altar del sacrificio.
Las horas iban corriendo. Eduardo ocupado en los asuntos de la boda no había ido en
toda la mañana en casa de la novia.
Alicia y Aurelia habían arreglado también el aposento. Limpiaron los muebles; adornaron
la mesa que servía de tocador; vistieron con las mejores sábanas el catre de Antoñita, y con las
bordadas fundas orladas de encajes las almohadas. Luego tendieron encima el vestido de seda
blanca, con la corona de azahares; y colocando en el respaldo de la silla que había junto al catre
el finísimo velo, dejaron, como al descuido, en el asiento de ella, las zapatillas de raso.
VI
Era ya la tarde. Engracia hacía algún rato que acompañaba a su amiga. La señora C.
también estaba en el aposento. En la sala se hallaba Eduardo. La madre demostrando su
disgusto había murmurado algunas palabras respecto a la actitud indiferente en que permanecía la hija.
Luego se sucedió un profundo silencio. El miedo, como cuando se teme una desgracia,
había invadido aquellos corazones, y hasta el aire, en aquel pequeño espacio, parecía estar
emocionado.
—¿Yo no sé hasta cuándo espera esta muchacha? ¿Qué es lo que pretende? –clamó al
fin la madre interpelando a la hija.
Antoñita como una loca se levantó de la silla, y con uno de esos arranques extraordinarios que salen del corazón como desbordado torrente, acercándose a ella, pálida, grave,
temblorosa, le dijo:
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
—¡No puedo más! ¡No puedo más!… ¡Yo no me caso, yo no me caso! Sépalo usted, y
sépanlo todos.
—¿Qué estás diciendo? ¿qué no te casas? –exclamó la madre con la sorpresa y el dolor
del que acaba de oír una tremenda noticia.
—¡Sí, sí, no me caso porque no quiero cometer un crimen! ¡prefiero morirme, morirme
mil veces!
—¿Estás loca? ¿Antoñita? ¿No digas eso, no lo repitas?
—¿Y cómo no repetirlo si yo no lo amo, si yo no lo amo?… Y a él mismo se lo diré, ya que nadie
se lo dice –y acercándose a la puerta con la mayor desesperación gritó: ¡Eduardo! ¡Eduardo!…
—¡Dios mío! ¡Dios mío!, exclamó la madre cayendo en el suelo acometida de un ataque.
—¿Qué es esto? ¿qué sucede? –preguntó Eduardo entrando al aposento con Alicia y
Aurelia.
—¡Perdóname!… ¡Yo sé que tú eres bueno, perdóname! ¡perdóname!… ¡te he engañado! ¡yo no te amo! ¡yo no te amo! –dijo Antoñita arrojándose a sus pies, y ahogando
entre los sollozos estas palabras inclinaba hasta la tierra la cabeza, comprimiéndose la
frente con las manos.
—¡Infamia! ¡Infamia!, murmuró Eduardo apretando los puños, y saliendo del aposento
se tiró a la calle como un desesperado.
Capítulo IX
Conclusión
I
Don Postumio y Alfredo, que llegaron a la casa poco después de la terrible escena que
acabamos de narrar, se encargaron de desvanecer la impresión que pudiera producir este
inesperado suceso, extendiendo la noticia de que Antoñita había caído con una fuerte calentura esa tarde, y que por esa causa no podía verificarse el matrimonio.
Al siguiente día le dieron a Engracia el último, tremendo golpe: Enrique se había
casado en la capital, precisamente en la noche de ese mismo jueves. Hasta entonces,
por más que ella estaba resignada, se entretuvo a veces en la idea de que un cambio,
una reacción podía operarse en él, pero esa noticia vino a extinguir el último destello
de su esperanza.
—Ya todo ha concluido –se dijo enjugándose los ojos; y desencantada de la vida resolvió
dejar a Baní, desterrándose para siempre a un solitario campo, por donde casi nunca transita
la gente. Allí vive con una vieja tía, hermana de su madre, que llora la muerte de su única
hija, y a quien ayuda en la educación de las dos nietecitas que le quedaron a la tía. Suspira
en las tardes, en las faldas de la colina, o debajo del palmar, desahogando sus pesadumbres;
llora a solas a orillas del arroyo, o en las noches, antes de levantar sus oraciones. Jamás se ha
oído de su labio una queja de amargo renegar, ni nunca una palabra que vierta hiel. Siempre
apacible en sus maneras, siempre suave, siempre con su dulce carácter, con el sereno semblante de una virgen resignada, con las melancólicas sonrisas de un ángel, habla a su tía, y
a su madre y hermanas cuando vienen a verla; y así también enseña a bordar y a tejer a las
dos huerfanitas, edificándoles el alma con sus lecciones de moral y sus ejemplos de virtud.
Imponiéndose la obligación de ayudar a su pobre familia, no se descuida en enviarles las
labores que confecciona, para que las vendan y remedien sus necesidades. Su única diversión es el esmero con que cultiva el pequeño huerto en donde tiene sembrado un hermoso
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rosal, entre una reata formada de matitas de heliotropo. Así enterrada en vida, se ha pasado
Engracia los mejores años de su juventud.
La otra, Antoñita, desde aquella tarde no volvió a salir del aposento. Al cabo de un
tiempo enfermó su madre. Un ataque de parálisis la puso en cama, y después hubo que
cambiarla de temperamento por indicación del médico. Antoñita se consagró a su asistencia, y como una esclava, en los dos años que duró su enfermedad, no se apartó un
momento de su lecho. Después de su muerte se entregó a trabajar sin descanso. Alfredo
se había casado, y fue ella la que desde entonces se hizo cargo de sufragar los gastos de
la casa de su madre.
De esa manera ha vivido, sin faltar a este deber que se impuso, retirada de los placeres,
sacrificando todos sus gustos, privada de toda sociedad. Jamás se le ha visto en la calle, ni
en ninguna parte que no sea su casa, y ni siquiera ha vuelto a vestir un traje de color.
He ahí cómo Enrique ocasionó el martirio de tres víctimas: una que reposa en la mansión
de los muertos y dos enterradas en el mundo de los vivos.
II
En cuanto a los otros personajes de esta historia, el lector sabrá:
Que Felipe Ozán siguió siendo el Ayudante de Plaza, pero que desde el día aquel en
que defendió a Antoñita amenazada por Baúl, cuando dieron el asalto a la casa del General
en Jefe, parece que aspiró a que se olvidaran sus malas acciones, y no había dado más que
decir en su conducta. A pesar de sus malos instintos el amor había operado ese milagro. Él
nunca perdió la esperanza de que Antoñita lo amara.
Que Candelaria, su tía, por el contrario, siempre estuvo buscando la manera de hacer
el mal, hasta que se fue a vivir al pueblo de…, en donde entabló relaciones ilícitas con el
general Pío, que era Comandante de Armas de aquella plaza. Desde aquel entonces cesaron
en Baní los chismes y las persecuciones políticas.
Gracias a eso pudo don Postumio, durante mucho tiempo, vivir tranquilo en su casa
bajo las garantías que le dieron las autoridades de su pueblo. Ejemplo raro en aquella época.
La intransigencia política seguía en el país, y el personalismo reinante no daba acceso a
ninguna clase de conciliación. Las revoluciones se sucedían; las unas fracasando al nacer,
a causa de las traiciones, y las otras, sin encontrar eco en las masas, obtenían el triste resultado de la derrota, dando a los vencedores nuevos motivos para abatir al patriotismo, ora
en las cárceles, ya en el destierro o ya también en el patíbulo. Se derramaron más lágrimas
y hubo más sangre en esas contiendas civiles que en la guerra de Independencia. Así es
como los tiranos cuestan más a los pueblos que su misma autonomía. El vicio inmola más
víctimas que la virtud y por la servidumbre hacen los hombres más sacrificios que por la
libertad.
III
Convencido don Postumio de esas verdades discutía con sus amigos y los aconsejaba
expresándose de este modo:
—Señores, cordura, cordura, hay que adoptar otros medios que no sean los empleados
hasta hoy. Dadas las condiciones morales del país, no se conseguirá nunca nada, en bien
de la patria, si queremos obtenerlo todo de una vez: es necesario ir poco a poco arrancando
derechos y libertades. No nos fijemos en el presente; busquemos el porvenir.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Y como don Postumio era tan amigo de repetir, y hasta de apropiarse los pensamientos
de los libros que había leído, después de esas y otras prédicas por el estilo, se acordaba de
algo de Pelletan y decía:
—El trabajo y la instrucción será lo único que salve a la República.
“Cada vez que un ciudadano guarda una moneda para librar a su familia de la miseria,
rescata al mismo tiempo a la patria de la servidumbre. La independencia de situación, afianza
la independencia de carácter. El despotismo necesita un pueblo mendigo. Que éste deje de
pedir y el déspota no podrá sostenerse”.
Y después que recomendaba la instrucción en las masas concluía copiando a Víctor
Hugo de esta manera:
—“¿Qué es lo que se necesita en las sociedades para desvanecer y disipar sus larvas? Luz.
Raudales y torrentes de luz. Ni un solo murciélago resiste a los resplandores del alba”.
“Iluminad la sociedad en las regiones inferiores”. Y… habréis salvado el país.
Baní al natural
Apéndice
I
Para terminar esta obra, volvamos a decir algo de Baní; pero no del Baní pintoresco
que describimos o que quisimos describir, en el capítulo cuarto del libro primero; sino del
Baní sin colores que no hayamos podido dar a conocer en el conjunto de los otros capítulos.
Cualquiera que haya vivido en el pueblo de Engracia y Antoñita, verá que al tratarse de él,
no se pueden pasar por alto ciertos vacíos que es indispensable llenar.
Es verdad que para llenar esos vacíos no vamos nosotros a guiarnos por el entusiasmo
exagerado de don Postumio, que a voz en cuello en una discusión, decía:
—¡Baní es el pueblo más civilizado, más moral y menos pobre que existe en la República, porque no se ve gente descalza ni raída vagando por las calles, y porque nunca se han
conocido en él prostitutas, ni mendigos!
Tampoco nos habremos cansado recalcando la belleza de su cielo, el lindísimo panorama
de sus lomas, la poesía de su río y sus colinas, ni la merecida fama de que goza el dulce y
sano temperamento de esa pequeña Arcadia, que si, como la de Grecia, no ha sido cantada
por los poetas, la han cantado en el sentir de su corazón todos aquellos en quienes ha ejercido sus bienhechoras influencias. Y callaremos también, para comprobar la certeza de esas
cualidades privilegiadas de salubridad, las veces en que sus habitantes se han librado de
las epidemias que han invadido el país; los innumerables extranjeros a quienes ha devuelto
ese clima la perdida salud, y las citas de los tantos casos de longevidad que allí abundan y
han abundado en todas las épocas.*
Repetiremos sí, que las costumbres de los banilejos, sin embargo de que participan un
tanto de ese abandono que es natural en los pueblos, son urbanas, y que no se puede negar
la moralidad y el grado de cultura que hay en ellas. Esto último se advierte, especialmente,
en el trato social de las mujeres, a quienes parece concedió dote intelectual graciosamente
Naturaleza. La banileja, además de que se distingue por su buen tipo y su gracia, es despejada
*En el momento en que escribimos estas líneas, conocemos en Baní (y tal vez haya otros casos) al anciano Pablo
Batista, que cuenta 117 años de edad, y a las señoras Dionisia Soto, con 109; Francisca Ortiz, con 105; Magdalena
Figuereo, con 103; Rafaela Pimentel, con 103; Dolores Araujo, con 99; y la vieja Paula Cueva, con 97.
288
francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
sin alarde, inteligente sin instrucción, culta con sencillez, y su conversación, sin dejos ni
modismos, unida a sus modales, es tan agradable como la de cualquiera educada mujer de
las ciudades.
En la apatía proverbial de los hombres resalta de igual modo la diferencia que existe
entre los dos sexos. Las hembras, muy al contrario de apáticas, son en extremo sensibles,
cuidadosas, esmeradas, activas, emprendedoras; y así como no hay quién las mejore en los
quehaceres y el cuidado del hogar, siempre se las halla dispuestas a la cooperación activa
del progreso de su pueblo.
En estas, y otras cosas, en que se diferencian notablemente las banilejas de los banilejos,
no han andado muy exactos autores como Rousseau, Aimé Martín y otros, cuando enseñándonos a conocer un pueblo nos dicen: “Estudiad a las mujeres y conoceréis quiénes son
los hombres”.
Cuenta la tradición que cuando ha sido necesario prestar concursos para el bien de la generalidad, las banilejas no han escaseado medios, contribuyendo a él moral y materialmente.
Ahí está confirmando esta verdad la que parecía obra titánica en Baní, su hermosa Iglesia
de cal y canto, donde nunca los albañiles prepararon la mezcla sin que el agua fuera traída
por ellas, y donde no hay apenas una piedra que ellas no cargaran a sus hombros.
II
En lo que se distinguió mucho, y aún por lo general se distingue, la mujer de Baní es en
el cuidado y aseo, tanto de sus personas, como de sus hogares. Siempre se esmeran en tener
limpias las viviendas, por pobres que sean, así se encuentren en los campos.
En las del pueblo, saltan a la vista los espaciosos patios, faltos por lo regular de árboles,
con excepción de aquellos donde ha nacido la intrusa y repugnante ballahonda, que los ingleses llevaron a Haití en el vientre de sus caballos y con la cual Haití nos viene invadiendo.
En esos patios se nota el descuido, pues debían de estar sembrando las frutas y otras plantas
útiles, y las señoritas deberían de cultivar en ellos hermosos jardines.
Sería frívolo hacer mención de la crianza de cabras, que allí abundan hasta en la misma
población, y de los rebaños de ovejas, a las cuales nunca trasquilan, y que sin pastores que
las conduzcan, vienen en las tardes, durante el verde de la primavera, a pacer los abrojos
con que se entapiza la plaza; de ese mugido melancólico del becerrillo que encerrado en el
corral clama por la madre, y que anunciando la proximidad del día, tan agradablemente nos
hace despertar en la cama: circunstancias estas que contribuyen a conservar, en lo urbano
de Baní, ese tinte característico de su origen pastoril.
Tampoco es de decirse la fama, tan celebrada en otro tiempo, del sabroso dulce de leche
que allí se confecciona, ni de las industrias de cabuya, textil del cual se fabrican los hicos
de color de perla más finos y duraderos que pueden existir; ni del guano y del yarey que
explotan las familias pobres, tejiendo, principalmente las mujeres, esos serones, árganas,
macutos, escobas y sombreros, que por su crédito adquirido, se venden con preferencia en
Azua, San Cristóbal y la capital.
III
Pero si todo parece baladí, no lo será por cierto, al hablar de la crianza y agricultura de la Común, hacer notar que, a pesar del rigor con que las castigan las grandes
sequías, bastan tres o cuatro años de regulares lluvias para que se multiplique la una y
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
florezca de un todo la otra. Débense ambas cosas a lo agradecido de aquellos terrenos,
y la labor persistente de los banilejos; y también influyen en ello dos circunstancias en
las cuales tal vez no se ha fijado la atención: la primera es la de hallarse los criaderos,
en algunos puntos, separados de los lugares que se aplican al cultivo; y la segunda es
la de que allí todos los terrenos, con excepción del llamado Catalina, son comuneros.
Esta última condición, por más que se diga, no cabe duda que es una gran ventaja para
extender y generalizar la agricultura en las comarcas; pues estimula al agricultor pobre,
que es el que forma verdaderamente la riqueza repartida de los pueblos; y lo estimula,
desde luego que lo hace propietario del terreno cultivado, sin estar sujeto, como en otros
lugares de la República, a pagar arrendamiento, ni a tener el temor de que el dueño,
por cualquiera circunstancia, le tace el fruto y lo eche de la tierra.
Con respecto a la crianza, en Baní, es verdad que aunque divida de la agricultura,
aún allí mismo, no están bien determinadas las zonas, (ni creo que en ninguna otra parte), por falta de una ley que sea bien clara y que se haga ejecutar, y sobre todo, por no
haberse podido libertar todavía el país de la influencia que ejerce ese tirano inmundo,
desfalcador libertino que invade toda la República, poniendo obstáculos al progreso
y ocasionando daños por doquiera al disponer a su grosero antojo de los frutos del
agricultor, sin que haya ley que lo sujete en sus desafueros; porque como rey absoluto
y consentido en esta tierra quisqueyana parece que goza de un derecho privilegiado.
Ese tirano impertinente de pelo crespo de raza jabalí, que todos conocen, es el puerco,
al cual don Postumio, o no sé quién llegó a llamar en Baní, por su conocida impunidad:
“miembro del ilustre Ayuntamiento”…
IV
En cuanto a historia, no se pueden pasar en silencio, por los errores que han cundido, que el lugar en aquel extenso valle, en donde se levantó la primera aldea, fue en
Boca Canasta, cuando aún de los indígenas se veían las recién abandonadas chozas, y
cuando aún el invasor hallaba en las alturas de Peravia, los fetiches que aquellos adoraban como a sus dioses penates. A ese mismo Boca Canasta, pequeño caserío que está
situado al Sur del pueblo, y a media legua del puerto de Agua de la Estancia, tocó la
honra de recibir al primer gobernador que mandaron a esos –entonces grandes hatos–
cuando ya los poblaban algunos villorrios. Ha recogido la tradición que después de
esa primera autoridad, vino el llamado don Pablo Romero, quien fue sorprendido una
noche, y cogido prisionero, junto con sus dos bellas hijas, por los piratas que invadían
las costas del Sur, y que merced al oro que tenía enterrado en la playa de ese mismo
puerto de Agua de Estancia, se rescató él, rescatando también a sus hijas, amenazadas
de sufrir un largo cautiverio.*.
En las costas de Baní no sólo desembarcaban los Filibusteros para hacer sus piraterías en
el siglo XVII, sino también, a principios del presente, fueron teatro sus campos del pillaje
de los llamados Insurgentes, cuando el inmortal Bolívar, en la América del Sur, levantó sus
gloriosas banderas de Independencia y Libertad.
De Sabana Grande de Palenque, en el año 15, se llevaron estos últimos, entre otras personas, a la respetable señora doña Petrona Tejera, bisabuela de Antoñita, y de Sabana Buey,
*Aún todavía, siendo nosotros casi niños, recordamos haber visto en la playa las excavaciones de gentes que mal
informadas buscaban el tesoro de don Pablo Romero.
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francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
en ese mismo año aprisionaron a don Juan Sarmiento, que fue rescatado después por un
cofre lleno de prendas que entregó.
Cuando esto vino a suceder, a pesar del incendio que había sufrido Baní en el año 5, en la
invasión de Dessalines, ya estaba completamente fundado. Son muy curiosas las tradiciones
de la fundación de este pueblo; ellas dieron margen a más disputas que las que tuvieron
Rómulo y Remo en la fundación de Roma. Unos querían que se fundase en El Llano, otros
en Paya, otros daban su preferencia a Peravia, y así cada cual disputaba la primacía para
su lugarejo, hasta que el viejo Bartolomé Castillo y la familia Cuello, dueños del llamado
Hato de Cerro Gordo y de La Estrella, decidieron la cuestión, regalando definitivamente
los terrenos de sus ejidos (que después, no sé por qué aparecen vendidos) y construyendo
los primeros bohíos, por los años del 64 del siglo pasado, en el pintoresco sitio en que hoy
se encuentra la población.
El hijo de ese mismo viejo don Bartolomé Castillo, que se llamaba Santiago Castillo,
consiguió que se erigiese en parroquia a Baní siendo él la primera autoridad, y merced a los
esfuerzos del padre Guerrero, que fue su primer pastor de almas, y al que sucedió muchos
años después en el curato, fray Vicente González Urra, de la orden de los Franciscanos. A
este fray Vicente cupo la honra, en el año 14, de recibir de manos de la señora Francisca la
Francisquera, mujer de costumbres muy cristianas, y de quien ya hicimos mención, la preciosa imagen de la Virgen de Regla, para colocarla definitivamente en el nuevo templo que
en aquel entonces se construyó.
V
De los dos primeros curas de Baní se cuentan anécdotas muy intencionales. Al padre
Guerrero, en el año uno del presente siglo, cuando vino a tomar posesión de esta parte el
célebre Toussaint L’Ouverture, se atribuye la del perro prieto.
Se dice que –cuando de la Sabana de Ñaga, fueron rechazadas las tropas del intruso
invasor, en cuya heroica acción murió, entre otros, el banilejo Pedro Mota, padre del general
Manuel de Regla Mota, que después fue Presidente de la República, las autoridades españolas en Santo Domingo–, a pesar de que no le faltaban recursos y fuerzas para su defensa,
se dejaron llevar de la astucia que empleó Toussaint, y le entregaron las llaves de la ciudad
y el mando de la capitanía.
Con este motivo el padre Guerrero, que tenía un perro prieto muy astuto para velar las
presas, y para robarse los mejores bocados de la alacena, púsole por nombre Toussaint. A su
regreso de Santo Domingo, el general se hospedó en casa del cura y comió a su mesa con
los oficiales de más alta graduación. El perro vino durante la comida, y el cura, fingiendo la
mayor despreocupación, lo echó fuera por dos veces, manoteando y diciendo en alta voz:
—¡Ala! ¡vete! ¡Toussaint!… ¡Ala! ¡vete! ¡Toussaint!…
En la última vez, ya con mal pronunciado ceño, el general tiró los cubiertos, y los oficiales
levantándose de la mesa interrogaron de mala manera al cura. Éste, con simulada humanidad,
pidiendo excusas y haciéndose el inocentón, como fraile al fin cogido en defecto, respondió
en buen francés, y con cierto énfasis:
—Por noble, por valiente y por hábil, le he dado ese nombre, que lleva el más bravo de
los hombres, al más bravo de los perros.
Esta salida del cura, expresada con la mayor ingenuidad, si no satisfizo a Toussaint, al
menos lo colmó, e hizo que todos siguieran comiendo.
291
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
De fray Vicente González existe la muy sabida tradición de que cuando Boyer, en el año
22 tomó posesión de la parte española, él recibió orden, como todos los curas en aquella
época, de bendecir la palma de la libertad.
Fray Vicente González, aunque de nacionalidad venezolana, era muy amante a los hijos
de este país; y tuvo, a su pesar, que obedecer la orden. Este fraile fue de los que creyeron firmemente que no hubo razón para no conservar la Independencia, haciendo don José Núñez
lo que hizo Boyer, que fue dar libertad a los esclavos; e inconforme con el nuevo orden de
cosas, decía que los dominicanos se habían dejado engañar como unos tontos. De modo que,
la tarde en que fue a bendecir la palma en la plaza de Baní, rodeado de tropas haitianas al
mando del coronel Hogue, que era el Comandante de Armas, y de muchos hijos del país
que a disgusto tuvieron que ir a presenciar el acto, rociaba con el hisopo el agua, sin duda,
no bendita alrededor de la palma, y dirigiéndose a estos últimos con marcada mordacidad,
a cada aspersión decía:
—“¡Buenísimo!… por pen… ¡Buenísimo! por pen… ¡Buenísimo! por pen…”. Dejo a los
lectores que concluyan en plural las dos últimas sílabas para que completen la palabra tan
conocida con que designó el cura a los dominicanos.
Tan punzante fórmula hizo mover la cabeza, con signos de aprobación, a algunos vecinos patriotas, y sonreír a otros de la concurrencia; lo cual, llamando la atención del coronel
Hogue, le movió a preguntar a un dominicano que le servía de intérprete:
—¿Ca li di?
—Mu pas cannais –le respondió–. C’est latin;* salvando así al inconforme oficiante.
VI
Sin hacer mención de otras anécdotas que pudieran contarse, y volviendo a las grandes
sequías, que son la causa principal de que Baní no sea un pueblo rico, haremos que se fije
la atención en una circunstancia que prueba, no sólo la apatía del carácter banilejo, sino
también su falta de iniciativa.
Convidando están a una canalización fácil y poco costosa las aguas del caudaloso Nizao,
las que regarían una grandísima extensión de terreno, y evitarían los perjuicios y la ruina
que allí causa la falta de lluvias.
Formándose una sociedad anónima, arreglada de modo que las acciones se estipulasen
a un precio y bajo condiciones de pago que permitiera a todos los habitantes comprarlas,
ya sea con dinero a prorrata, o ya a cuenta de trabajos materiales hechos en la misma canalización, la empresa sería realizable en corto tiempo. Pero el banilejo no comprende, o
no quiere comprender, a causa de su carácter, las ventajas de las sociedades cooperativas;
prefiere matarse trabajando, expuesto a perderlo todo en un momento, a sacrificar parte de
ese trabajo para asegurar el del porvenir.
Ese descuido o abandono de los intereses que le son comunes está comprobado también
en el hecho de las salinas de Puerto Hermoso. Estas salinas que les pertenecen desde hace
más de un siglo, y que pudieran haberle dado recursos para el fomento de la instrucción y
otras mejoras en su hermoso pueblo, durante muchos años, fueron donadas, por quien no
corresponde, a particulares que tampoco las beneficiaban; y los Ayuntamientos de aquella
común, tan indolentes como sus habitantes, no hicieron las gestiones que eran de su deber
*—¿Qué dice él?
—Yo no sé: es latín.
292
francisco gregorio billini | baní o engracia y antoñita
en la época de las donaciones, y hasta hace poco, que todos ellos se levantaron como un solo
hombre para reclamarlas, dejaban que se perdiera ese tesoro.
VII
Y el que conozca a fondo el carácter del banilejo, a penas podría explicarse cómo acontecen esas contradicciones, pues difícil sería hallar gente en ninguna parte más apegada a
su terruño.
En esto también existe una diferencia entre los dos sexos. La banileja, a pesar de las
cualidades que en ella hemos descrito, es menos sensible al amor de su pueblo; ella, ausente
de él, puede recordarlo, como se recuerda el lugar donde se nació; pero el banilejo lo echa
de menos, suspira por él, y le parece que no hay lugarcito en el mundo para vivir mejor que
Baní. Por Baní, uno de sus hijos, en la ausencia, es capaz, en una discusión en que quieren
desconceptuárselo, de poner el grito en el cielo, y si a mano viene, irse a los puños con el
contendiente ofensor.
El banilejo en ese rasgo, apasionado, sintetiza el carácter general del dominicano en
ausencia de la Patria.
VIII
En fin, sin haber anotado las diferencias del Baní puro, patriarcal y sencillo de otro tiempo, con el Baní casi heterogéneo de hoy; y sin haber delineado el cuadro de aquella generosa
hospitalidad, digna de los pueblos bíblicos, con que entonces se acogía a los huéspedes en
aquellos campos y en aquella población, vamos a concluir la descripción del Baní sociológico.
Y al hacerlo, refiriéndonos, casualmente a esa hospitalidad, de la cual todavía se dejan ver
las señales de su generosidad primitiva, nos parece que no faltará en aquel pueblo quién
diga, interrogándonos:
—¿Por qué haber omitido que, a pesar de las muchas atenciones y obsequios de que era
objeto el forastero, jamás el banilejo recibió otra recompensa que la del desdén; pues muchas
veces, o casi siempre, al verse en la Capital con sus huéspedes, éstos con un ¿Cuándo viniste?
y con otro ¿Cuándo te vas? o con un ¡Abur, chico! por conclusión, los despedían…?
293
SEGUNDA SECCIÓN
MARCIO VELOZ MAGGIOLO | JUDAS • EL BUEN LADRÓN
JUAN BOSCH | LA MAÑOSA
MANUEL DE J. GALVÁN | ENRIQUILLO
INTRODUCCIÓN:
Guillermo Piña-Contreras
introducción
Momentos de la novela dominicana
Guillermo Piña-Contreras
E
sta reedición que patrocina el Banco de Reservas de Judas y El buen ladrón, de Marcio Veloz
Maggiolo, La Mañosa, de Juan Bosch, y Enriquillo, leyenda histórica dominicana, de Manuel de
Jesús Galván, en un solo volumen y conservando el orden de la enumeración tal y como fueron
publicadas por la Colección Pensamiento Dominicano, de la Editorial de la Librería Dominicana,
en 1962, 1966 y 1970, respectivamente, representan importantes momentos de la historia de la
novela dominicana. Enriquillo, por ejemplo, es la novela fundadora de la Literatura nacional.
Esta obra fue también, desde su publicación completa en 1882, un paradigma para la literatura
nacional y latinoamericana no sólo por contar, sin que se tome en cuenta el ángulo ideológico
con que algunos críticos juzgan su enfoque, la conquista y colonización del Nuevo Mundo y, en
particular, la primera rebelión indígena de América sino por lo que ella significó en el Continente
hispánico llegando convertirse en uno de los más importantes relatos de la corriente llamada
indigenista. La Mañosa, por otra parte, aporta cierto modernismo a la incipiente novelística
dominicana. En torno a una mula llamada Mañosa, víctima como todos los personajes de la
novela de las llamadas revoluciones, un niño relata su visión de los acontecimientos políticos
que vivía la región del Cibao (y con ella el país) entre la muerte del presidente Ramón Cáceres
(1911) y la intervención militar de Estados Unidos en 1916. Y, finalmente, tanto Judas como
El buen ladrón, por el intermedio de temas bíblicos, simbolizan, burlando el ojo avizor de la
censura de la época, la protesta solapada contra la dictadura de Trujillo; pero al mismo tiempo
estas dos novelas marcan un punto de partida en lo que podríamos llamar la nueva narrativa
dominicana. El éxito de la reconocida obra de Galván como veremos, además del aspecto
poético, consiste en que esa “leyenda histórica” haya logrado, por su rigor, que la fábula, la
ficción, llegue a confundirse con la Historia; en la simbólica novela de Bosch seguiremos el
proceso de la historia de una escritura y en las de Veloz Maggiolo nos encontramos con un
mundo al revés para lograr engañar a la vigilante censura de la Era de Trujillo.
El buen ladrón y Judas: el mundo al revés
Preliminar
n 1960, cuando la editorial Arquero publicó El buen ladrón1, de Marcio Veloz Maggiolo,
hacía apenas unos meses que el régimen de Rafael L. Trujillo había desatado la más grande
represión política que se haya registrado en su historia desde que el dictador asumiera a la
Presidencia de la República Dominicana el 30 de mayo de 1930. En efecto, el 20 de enero de
1960, tras ser descubierto el Movimiento 14 de Junio (organizado en honor a los caídos en
junio de 1959 en Constanza, Maimón y Estero Hondo), se hizo preso, en el país, a todo aquel,
miembro o no de esa organización clandestina, que se sospechara estuviera involucrado en
lo que la policía política del régimen consideraba un complot para derrocar el gobierno. Las
E
Veloz Maggiolo, Marcio, El buen ladrón, Ciudad Trujillo, Ediciones Arquero, 1960.
1
297
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
exacciones de la tiranía durante esos últimos días de enero alcanzó niveles tales de injusticia
que la Iglesia Católica se vio precisada a reclamar cordura y, a pesar de que el régimen tuvo
que ceder, tres obispos (dos de ellos extranjeros) fueron objeto de persecución y represalias.
La situación empeoró aún más tras el asesinato de las hermanas Patria, Minerva y María
Teresa Mirabal el 25 de noviembre de ese año. Represión, miedo, asesinatos y desapariciones estuvieron a la orden del día hasta la salida de la familia Trujillo y sus secuaces el 19 de
noviembre, casi seis meses después del ajusticiamiento del tirano el 30 de mayo de 1961.
Así pues El buen ladrón, por su temática, aparece en el mismo volumen de la segunda
novela de Veloz Maggiolo, Judas2, publicada en julio de 1962 por la Librería Dominicana en
su reconocida Colección Pensamiento Dominicano. De estas obras, al menos la primera, fue
publicada en la época, como hemos señalado antes, de mayor represión política de la tiranía.
Judas, es evidente, también tiene una estrecha relación con esos meses postreros y decadentes
de la dictadura de Trujillo. En ese contexto histórico es que hay que situar estas narraciones
que debían escamotear una situación yéndose a temas bíblicos tan aparentemente alejados de
la realidad que, podría pensarse, no llamarían la atención de la censura de entonces.
Antonio Fernández Spencer, mentor de los escritores que se agruparon en torno a la Colección Arquero3, sostiene en “Significado de la novela actual (¿por qué creamos mundos imaginarios?)”: “La literatura ha de despertar al hombre del sueño cotidiano en que perezosamente
transcurre su existencia. Debe enfrentarlo con el significado de su vida.”4 Si tomamos en cuenta
lo que expresa un año más tarde en “Reflexiones sobre la novela actual”, prólogo a El testimonio, de Ramón Emilio Reyes, no cabe duda de que El buen ladrón despertó cierta curiosidad
en la censura del régimen5: “Olvídanse esos lectores retrasados en el gusto, que una novela,
por pertenecer al arte y no a la ciencia, es ante todo realidad imaginada; esto es, mundo que
transcurre en el reino de la pura fabulación poética.”6 Para entender esta suerte de precaución
habría que echar un vistazo a la historia literaria dominicana en la Era de Trujillo para los que
permanecieron en República Dominicana durante esos años de opresión y censura.
Desde 1930, la literatura en República Dominicana fue objeto de una censura despiadada que
impidió siempre cualquier intento de rebeldía intelectual. Si la reconocida novela de Juan Bosch, La
Mañosa (1936), pudo circular libremente en Santo Domingo fue porque ésta contaba una época, la
de
los desórdenes políticos de principios del siglo XX, que terminaron con la famosa “pacificación”
2
Veloz Maggiolo, Marcio, Judas / El buen ladrón, Santo Domingo, Librería Dominicana Editora, 1962, 173p. (Colección Pensamiento Dominicano, n.o 21)
3
Antonio Fernández Spencer (1922-1995), fue el más joven de los integrantes del grupo literario La Poesía Sorprendida (1943). Realizó estudios literarios en Madrid. Bajo la luz del día obtuvo el Premio Adonáis de 1952. En 1953,
el Instituto de Cultura Hispánica publico Nueva poesía dominicana, una antología en la que Fernández Spencer, en
tanto autor de la misma, se atrevió a incluir al poeta Pedro Mir a pesar de ser enemigo del régimen de Trujillo. A su
llegada a República Dominicana creó la Colección Arquero, cuya editorial se inició con El sol y las cosas (poemas), de
Marcio Veloz Maggiolo; Las manos vacías, de Máximo Avilés Blonda, El buen ladrón, de Veloz Maggiolo y El testimonio,
de Ramón Emilio Reyes. La Colección Arquero perduró hasta 1964.
4
Fernández Spencer, Antonio, “Significado de la novela actual (¿por qué creamos mundos imaginarios?)”, en Veloz
Maggiolo, Marcio, Judas. El buen ladrón, op. cit., p.104 y p.370 de esta edición. En lo adelante, las citas de la presente
edición serán señaladas por el número de la página.
5
A propósito de ese temor, Marcio Veloz Maggiolo cuenta, en una entrevista que le hiciera en 1975: “El buen ladrón
es una protesta contra la dictadura trujillista. Recuerdo en una ocasión que alguien me preguntó (estando Trujillo
vivo) si esa novela era antitrujillista, y quien me preguntó estaba muy al lado del régimen. No sólo me preguntó, sino
que me señaló algunas escenas que según su consideración hacía una crítica al gobierno; todo porque el paralelismo
entre las épocas representaban soldados imperiales vestidos de civil lo mismo que aquí en Santo Domingo en el año
1960 y también había frases muy fuertes contra los poderosos” (Piña-Contreras, Guillermo, “Entrevista a Marcio Veloz
Maggiolo”, en Doce en la literatura dominicana, Santiago, Universidad Católica madre y Maestra, 1982, p.201).
6
Fernández Spencer, Antonio, “Reflexiones sobre la novela actual”, en Reyes, Ramón Emilio, El testimonio, Ciudad
Trujillo, Ediciones Arquero, 1961, p.9.
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INTRODUCCIÓN | Guillermo Piña-Contreras
del país cuando Trujillo asesinó a Desiderio Arias en 1932. Sin embargo, la obra de Bosch (incluidos
sus cuentos), fue prohibida poco después de su salida al exilio en 1938. La censura era tal que no
sólo su obra fue proscrita sino también su nombre. El alcance de la dictadura era tal que hasta se
llegó a solicitar a la Organización de Estados Americanos (Oea), en la década de 1950-60, que
sus obras no figuraran en la lista de obras representativas de América Latina. Es significativo lo
que Bosch, en su carta de renuncia a su cargo en la Dirección de General de Estadísticas le escribe
a Trujillo en 1938: “Mi destino es ser escritor, y en ese campo, nada podía ya darme el país; y no
sería eso sólo causa bastante a hacerme dejar el lugar de mis afectos, si no [sic] que, además de no
poder seguir siendo escritor, tenía forzosamente que ser político, y no estoy dispuesto a tolerar
que la política desvíe mis propósitos o ahogue mis convicciones y principios.”7
Pero Bosch no fue el único escritor que tuvo conciencia de lo que iba a suceder con la
literatura. Andrés Requena, por ejemplo, autor de Los enemigos de la tierra (1942), que pagó
con su vida su oposición al régimen, también optó por el exilio. Pedro Mir hizo lo mismo
en 1947. Los escritores de reconocida importancia literaria, vale decir, que optaron por escapar a la censura o a no someterse al totalitarismo trujillista fueron pocos. En República
Dominicana, sin embargo, se siguió haciendo literatura. Se crearon movimientos y grupos
literarios que buscaban, por medios de artificios literarios, burlar la censura.
Hubo, es cierto, un interludio de tolerancia, como diría Bernardo Vega, en 1946, pero después de la llegada de los exiliados republicanos españoles que dieron un impulso a las ideas
políticas, la cultura y a las bellas artes en República Dominicana. A esto se le suma la Segunda
Guerra Mundial (1939-45), que obligó a la dictadura de Trujillo a simular cierta apertura y
hasta permitir agrupaciones de marcada orientación marxista-leninista. Aunque este período
de tolerancia fue de corta duración, los intelectuales dominicanos se nutrieron de nuevas ideas
que el muro de contención de la dictadura impedía que se conocieran en el país.
La Poesía Sorprendida (1943) y la conocida Generación del 48, Generación de postguerra
o Generación integradora están estrechamente relacionadas con esa apertura obligada por las
circunstancias internacionales. La literatura dominicana de los años 40, a pesar de la censura,
tuvo cierto esplendor. Hasta hubo los que, amparados en su colaboración con el régimen, se
atrevieron a publicar poemas de corte social como Héctor Incháustegui Cabral en Poemas de una
sola angustia (1940); y más aún Over (1939), de Ramón Marrero Aristy. No hay totalitarismo que
pueda hacer desaparecer la literatura. Los escritores pueden llegar a autocensurarse, pero sin
dejar de escribir. En República Dominicana nunca se dejó de hacer literatura, aunque no hubiera
poesía ni novelas que denunciaran los abusos y desmanes de la dictadura. Después de la caída
de Trujillo no se conocen obras escritas en la clandestinidad (con excepción de El Masacre se pasa
a pie, 1972, de Freddy Prestol Castillo). Una censura capaz de lograr este fenómeno puede dar
una idea de lo que fue la tiranía de Trujillo. Para Marcio Veloz Maggiolo esa autocensura, “el
llamado fenómeno agráfico, que generalmente se produce en los países donde la presión política
es violenta y agobiante, se traduce en la República Dominicana en las corrientes poéticas que son
la expresión de una agobiada situación: una corriente completamente lírica y otra épica.”8
Luego de las fallidas expediciones organizadas por exiliados dominicanos: Cayo Confites
(1947),
y Luperón (1949), la censura se hizo más fuerte, llegando a alcanzar sus más altos
7
“Carta de Juan Bosch a Trujillo renunciando a su cargo en la administración pública dominicana fechada del 27
de febrero de 1938”, en Piña-Contreras, Guillermo, Juan Bosch, imagen, trayectoria y escritura, Santo Domingo, Comisión
Presidencial de Efemérides Patrias, 2008, p.45.
8
Veloz Maggiolo, Marcio, Cultura, teatro y relatos en Santo Domingo, Santiago, Ediciones de la Universidad Católica
Madre y Maestra, 1972, p.163.
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
niveles después de la expediciones de Constanza, Maimón y Estero Hondo entre el 14 y 19
de junio de 1959. En esa época, poco antes de este último intento por derrocar al régimen,
entre censura, persecución política, desapariciones y asesinatos, es que se inicia en la literatura Marcio Veloz Maggiolo9 al publicar la colección de poemas El sol y las cosas (Ciudad
Trujillo, Editorial Arquero, 1957), seguida por su primera novela El buen ladrón (1960), y, poco
después de la caída de la dictadura de Trujillo, de Judas, ambas reunidas en la Colección
Pensamiento Dominicano de la Librería Dominicana en 1962.
El mundo al revés
Es reductor ceñirse a una lectura que trate únicamente de buscar en El buen ladrón y en Judas
la protesta solapada contra el régimen dictatorial de Rafael L. Trujillo. Estas novelas tienen, como
toda buena obra literaria, aspectos importantes que les permitieron entonces burlar la censura del
régimen y que hoy día, lejos de esa época, su escritura despierte el interés del lector. La crítica a
la tiranía no se puede descartar dentro del marco de los años en que fueron escritas y publicadas
estas obras. Pero hay algo más: en ellas se evoca un mundo con todas las apariencias de ser normal
y sin embargo está al revés. ¿Cómo se fueron construyendo entonces esos relatos para que ese
mundo absurdo, bizarro, nos fuera inclinando a favor de un forajido asaltante de camino, de una
prostituta y de un singular traidor que es, nada más y nada menos, el que vendió a Cristo?
En El buen ladrón el relato surge del dolor de una madre ante el cuerpo sin vida de su hijo:
“En el primer momento me sorprendió aquella escena imprevista, aquel macizo golpe sobre mi
corazón de madre enferma y vieja. Mis párpados cansados y tristes se hicieron plúmbeos al ver
el cuerpo de mi hijo extendido como un tronco derribado por el viento negro del desierto” (El
buen ladrón [Ebl], p.375). De entrada, estas conmovedoras palabras suscitan compasión y hasta
cierta identificación con el dolor de esa madre. A partir de ese momento sólo nos interesa conocer
las razones que llevaron la tragedia a la puerta de ese hogar. Las informaciones se suceden con
cierta rapidez. Es una narración ágil, tierna, triste y cruel. Pero también, si logramos distanciarnos de la compasión que genera el relato de esta mujer desesperada ante el cadáver de su
hijo y abandonada por la hija que la deja sin medios para sobrevivir, podríamos darnos cuenta
de que la madre-narradora, en su discurso, manipula con maestría las historias particulares
de sus hijos culpando la sociedad en que tuvieron que sobrevivir, llegando incluso a justificar
el medio del que se valieron para suministrarle, a una madre “enferma y vieja”, lo necesario
para mantenerse. Denás es condenado a morir en la cruz por ladrón y asesino. Es uno de los
ladrones que murieron junto a Jesús, el que el Nuevo Testamento designa como el “bueno” y al
que el Nazareno le dijo que resucitaría y estaría junto a él en el reino de los cielos. Midena es
la prostituta que se regenera y decide seguir difundiendo las prédicas de Cristo. Este cuadro
10
bíblico, histórico y social, aunque la madre no fuera creyente , le permitirá al organizador del
9
Marcio Veloz Maggiolo (Santo Domingo, 1936), es uno de los escritores más prolíficos y reconocidos de la Literatura dominicana. Ha obtenido en cinco ocasiones el Premio Nacional de Novela, de Literatura Infantil, de Poesía y
el Premio Nacional de Literatura por el conjunto de su obra, así como también el Premio Nacional de la Academia de
Ciencias por sus investigaciones en el campo antropológico. Sus principales novelas, además de El buen ladrón (1960),
y Judas (1962), sobresalen: De abril en adelante (1975), Biografía difusa de Sombra Castañeda (1981), Ritos de cabaret (1994), El
hombre del acordeón (2003), La mosca soldado (2004) y Memoria tremens (2009), entre otras. También ha publicado cuentos
y piezas de teatro. Varias de sus novelas han sido traducidas al francés, al italiano y al inglés.
10
“El que se deja matar para dar ejemplos de ese tipo tiene mucho de loco. Pero si es verdad que ha resucitado,
no tiene nada de anormal que se haya dejado matar en una cruz; en ese caso mi hijo es mucho más mártir que él,
puesto que murió por esas mismas creencias. consciente de que jamás resucitaría, ello me hace sentir orgullo a pesar
de mi tragedia” (Ebl, p.395).
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INTRODUCCIÓN | Guillermo Piña-Contreras
texto construir un mundo en que los actos delictivos de Denás y la prostitución de Midena serían
menos reprobables que la manera como las autoridades de Judea se exceden en el ejercicio del
poder, aún más cuando esa historia la narra una madre frente al cadáver de su hijo. Enfocados
de este modo, hechos que nos podrían parecer absurdos, bizarros, reprochables e ilegales nos
impiden tener conciencia de que estamos aceptando un mundo aparentemente al revés.
Mientras espera que su hijo resucite, como le dijo Midena, la madre recuerda como se
desarrolló su existencia hasta ese momento. Denás fue un hombre normal hasta que un día,
en horas laborables, tuvo un ataque de epilepsia, una fea y reprobada enfermedad que le
impidió volver a trabajar como cualquier ciudadano. Midena, por su parte, fue el fruto de
un amor pasajero. La madre sin dinero ni trabajo no podía sostenerse. “El Dios de Israel
quiso que el premio a mi vejez fuese un enfermo que sabía quererme y atender todas mis
debilidades de mujer aplastada por el peso de los años. Ahora comprendía por qué había yo
actuado de cierta manera sin proponérmelo: si hubiese reprendido a Denás la primera vez
que robó, si le hubiese convencido de que robar es un grave delito, él habría permanecido
en la inutilidad más terrible y yo, desde mucho tiempo atrás, hubiese muerto por falta de
atenciones. A veces el bien está sumergido en las profundidades del mal” (Ebl, p.378). Esta
reflexión, que en otras circunstancias nos podrían parecer aberrantes, comienzan a actuar
en la construcción de esa lógica que el mismo relato va exponiendo para llevarnos a aceptarlas como válidas. Para ella es un héroe pues su propia enfermedad lo había excluido de
la sociedad en que vivía y no se le podía obligar a desatender a su madre.
Midena, también obligada por las circunstancias, se prostituye. La madre no se inquieta,
más bien la justifica: “Mientras Denás estuvo enfermo servía de prostituta a los comerciantes
de Jerusalén… Después de meditarlo mucho me convencí de que aquello nada tenía de malo.
Me convencí porque necesitaba ya el dinero que ella depositaba en mis manos cada semana.
Durante la ausencia de mi hijo, Midena creó en mí una necesidad, y esa misma necesidad me
hacía ver las cosas más oscuramente; de otra manera no hubiese permitido que mi hija adoptara esa forma de vida” (Ebl, p.380). Pero en ese mundo sin normas de vida dentro de lo que
manda la ley es natural que Denás, cuando la madre le dice que su hermana es prostituta, le
respondiera con naturalidad, sin esperar aprobación o reproche, que era ladrón de camino.
No hay lugar a dudas de que es la historia de una madre egoísta que ni siquiera cree en
las prédicas de Jesús. Su vida, dependiente del sustento que le proporcionan sus hijos por
medio del robo y la prostitución, se ve trastornada cuando ambos se dejan seducir por las
enseñanzas del que decía ser hijo de Dios. El cambio en Denás y Midena no se opera por
respeto a las autoridades ni para acogerse a las leyes de Judea sino por las prédicas de Jesús.
Es un acontecimiento externo que lo provoca y para la madre, esa súbita transformación de
sus vástagos, la lleva a pensar que podría merecer su castigo: “Yo no maldigo. Creo en Dios.
Si ese hombre ha mentido al decir que es su hijo recibirá su merecido como lo he recibido
yo por haber vivido sin normas de vida pura y verdadera” (Ebl, Ibid.).
El buen ladrón es un relato circular que se cierra cuando el organizador del texto interviene
para significar que la madre, consciente de su infortunio, se deja caer muerta sobre el cadáver
de Denás. Siete capítulos en que, esperando que el hijo resucite como le prometió Jesús, se
filtran los problemas de la Judea de los tiempos de Cristo y una severa crítica a ese territorio
sometido por el Imperio Romano. Como toda obra literaria explica sus mecanismos, en esta
novela ese elemento no falta y el relato toma aspecto de parábola a la manera de las que Jesús
utilizaba en sus prédicas a través de todo el territorio: “Habla poniendo ejemplos, y cuando
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
no quiere decir las cosas directamente narra una historieta de moraleja difusa, como hacen
algunos griegos que vienen al mercado y esta moraleja es distinta completamente al caso
que le ocupa, pero con ella todos se dan perfecta cuenta de que él se refiere a sus asuntos
políticos o que critica los errores de Roma” (Ebl, p.396). Esa manera indirecta de decir las
cosas, le permitirá a la novela burlar la censura trujillista.
En Judas, publicada en 1962, aunque elaborada durante los últimos meses de la dictadura
de Trujillo, Marcio Veloz Maggiolo construye ese mundo al revés que se desarrolla en su
primera novela, pero con técnica diferente, la de la novela epistolar. Una ficción en la que
el relato discurre por medio de dos cartas con un solo destinatario: el padre de Judas y de
Moabad. Un procedimiento en el que el autor trata, con la ayuda de una suerte de prefacio
o algo semejante, darle cierta veracidad a su obra. Esa búsqueda de lo verosímil se justifica
aún más al tratarse de Judas, el personaje bíblico que para la grey cristiana y la cultura occidental representa por excelencia la figura del traidor. Una acusación que, a pesar de ciertas
evidencias enunciadas por los evangelistas, no ha evitado que cierta duda persista en la
milenaria traición ni que la polémica haya perdurado a través de los siglos.
Veloz Maggiolo explica, sin eximirse de apelar al clásico recurso de darle un origen a sus
documentos, en una suerte de prefacio a su obra, la manera cómo esas cartas, antes de la aparición de los rollos del Mar Muerto, llegaron a sus manos. La de Judas gracias a un amigo pintor
(fallecido para impedir cualquier verificación), y la de Moabad, traída de Italia por uno de sus
antepasados, se conservaba desde hacía tiempo en los archivos familiares: “Mi amigo, muerto en
un accidente hace exactamente un año y tres meses. conociendo mi interés por el caso de Judas,
me había dejado su papiro, documento que doy a la publicidad y que junto al heredado de mis
antepasados, es una historia clásica de la fatalidad de dos hombres. Uno cuyo destino era traicionar
y otro cuya suerte era precisamente aparentar ser un traidor” (Judas [J], p.340). Para permanecer
dentro del marco de la ficción el autor, en tanto organizador del texto, no se permite tocar nada de
los documentos auténticos en su poder, pero sí imaginarse a un Judas que, desde el más allá, se
defiende: “La traición de que tanto me acusan todas las generaciones no fue más que una violenta
treta del destino… Esa traición ¡La más importante traición de la Historia!” (J, Ibid.)
Esta intervención del autor señala el rumbo que deberán tomar ambas misivas: una severa
crítica a Simón, el padre de los autores de los documentos epistolares. La primera es una suerte
de psicoanálisis en que Judas reprocha a su progenitor las razones que lo llevaron a traicionarle;
la de Moabad, una justificación del papel que tuvo que jugar su hermano menor en el apresamiento y crucifixión de Cristo. Para Moabad, al tiempo que acusa también al autor de sus días
en este bajo mundo de todos sus males, defiende a su hermano de la terrible acusación que ha
arrastrado a través de los siglos, cuando Judas no hacía más que asumir el papel que Jesús y
su propio destino le habían asignado: “Todo sucedió para que se cumplieran las escrituras de
los profetas, porque los otros once, cuando mi hermano entregó al maestro salieron huyendo,
y hubo hasta quien negara que fue discípulo de Jesús, cuando a éste lo juzgaban” (J, p.369).
La historia de Judas, narrada por él mismo, le hace digno de compasión. Su traición pasa
a un segundo plano. Su autodefensa, en forma de reproche y al mismo tiempo una especie
de liberación por la escritura11, es simplemente un recurso narrativo para desviar la atención
11
“Escribir ayuda mucho el alma a descargarse de los rencores y del dolor que nos da la vida. Escribo a mi padre,
que eres tú, porque quiero buscar a quien responsabilizar de todo esto. Pero lo mismo podría hacerlo simplemente
porque sí, porque de ese modo dejo constancia de que no soy tan malo como pudieras pensar. Ya ves, escribir es darse
uno mismo a los otros. Descubrir una serie de pequeños mundos que nos dañan y nos corrompen. La letra nos libra
de ellos y ojalá nunca vuelvan a penetrar en nuestra alma” (J, p.360).
302
INTRODUCCIÓN | Guillermo Piña-Contreras
de lo que persigue el relato. Si Judas traicionó y vendió a Cristo no parece importante, pues
su carta, que precede a su relación con Jesús, se refiere únicamente a su padre, una suerte
de déspota autoritario, y al odio que su hermano, alimentado por su padre, sentía por él.
Por eso le reprocha: “Desde que escapé de tu lado violentamente, nunca me has perdonado
que heredara tu sombría manera de comportarte, tu habilidad para realizar engañifas, tu
poco sentido de la responsabilidad” (J, p.342). El relato se enfoca en este problema familiar
y nos conduce a sentir cierta identificación por el Judas maltratado por sus parientes. Este
acercamiento con el conocido personaje bíblico se refuerza cuando Moabad, su hermano
y antiguo enemigo, también le reprocha al padre su comportamiento y sale en defensa de
Judas y justifica su rebeldía ante la despótica autoridad paterna y la felonía que la historia
le reprocha por haber traicionado a su Maestro: “Sólo yo puedo defenderlo. Pero qué vale
mi voz entre una multitud que sólo siente y piensa como la fiera. ¡Qué vale la opinión de un
hermano ante quienes le consideran vil, y canalla! Temo que su nombre quede manchado
para siempre” (J, p.361).
Sin descuidar el objeto de la historia de Judas, sin dejar de enarbolar una nueva explicación a la función que le tocó jugar a Judas en la muerte de Cristo, queda claro que su defensa
frente a la Historia no es el objeto de la obra. Moabad, como acabamos de ver, se lo dice al
padre. Lo que se busca es narrar por un lado un conflicto familiar entre un padre y sus dos
hijos, en base a documentos “auténticos” encontrados en Tel Aviv y conservados por la familia
del “editor”, y por otro la polémica histórica de la traición de Cristo. La carta de Judas es el
relato del perfil sicológico del personaje. En la cultura occidental no hay quien no conozca,
por ignorante que sea, a Judas. Lo nuevo en esta obra es ese pasado conflictivo, del rebelde,
que llega incluso a robar y traicionar al padre tiránico y déspota, pero que no deja de ser
desinteresado. Esa novedosa carta-reproche de Judas apunta hacia una suerte de defensa
del traidor por antonomasia. La defensa se completa, en la segunda, la de Moabad, la que
concierne a la vida de Judas después de haber perdido mujer, “hijo” y fortuna y haberse
convertido en uno de los doce apóstoles que siguieron a Jesús en sus prédicas por Galilea
y Judea para terminar siendo el que, como estaba escrito para que la profecía se cumpliera,
el destino le llevó a que entregara a su Maestro. Moabad, su hermano y ex rival, además
de concederle razón en todo cuando Judas reprochaba al malvado progenitor, lo exonera
también de la acusación histórica que ha perdurado a través de los siglos: “Un capítulo
más de la historia humana. Yo espero que su acto de valentía sea recompensado. Yo espero
que Dios demuestre ahora dentro de unos días, o no sé cuando, al través de su hijo, que el
sacrificio de Judas tuvo grandes razones, y que él no es un traidor, sino el segundo mártir
de una historia que de seguro seguirá extendiéndose por los siglos de los siglos” (J, p.369).
Al completar el cuadro psicosocial de Judas ya estamos completamente identificados con el
personaje y hasta no nos queda duda de que Judas fue un ingenuo que simplemente asumía
su destino.
Tanto en El buen ladrón como en Judas se logra, gracias a eficaces recursos narrativos,
llevarnos del lado del robo, de la prostitución y de la felonía, actitud y comportamientos
que cualquier sociedad normalmente constituida no admite y sobre todo condena. El
manejo de lo absurdo como recurso filosófico y literario es precisamente lo que permite
que estas historias, en particular El buen ladrón por haber sido publicada antes del ajusticiamiento de Trujillo, pudieran burlar la implacable censura de la dictadura de Rafael
L. Trujillo.
303
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
La dictadura y Trujillo en El buen ladrón y Judas
Toda obra literaria es polisémica. Las lecturas son múltiples. No hay relato que escape a
esta regla inherente al arte. De manera que El buen ladrón, publicada en 1960, poco antes del
ajusticiamiento de Trujillo y de la caída del régimen; y Judas, el 5 de julio de 1962, cuando en
República Dominicana apenas se iniciaba en un régimen democrático interrumpido en 1930,
nos conducen, además de sus indiscutibles logros literarios, a ver en ambas obras una denuncia
de la sociedad bajo un gobierno tiránico en la primera, y una crítica directa al dictador que se
decía “Padre de la Patria Nueva” en la segunda. Tal vez, y esto es pura especulación anacrónica,
si esta última hubiera sido publicada antes de la salida de la familia Trujillo de República Dominicana no le hubiera sido fácil a Veloz Maggiolo burlar al censor de la despótica tiranía.
No hay pues escritura inocente. Desde el íncipit de El buen ladrón, con la madre frente
al cadáver de su hijo, los métodos de la dictadura de Trujillo están presentes. A partir de
ese instante se inicia la reflexión materna sobre los acontecimientos que llevaron a su hijo a
la cruz. Bajo el pretexto de un episodio del Nuevo Testamento la denuncia de una situación
política de opresión se pone en marcha. En República Dominicana hacía menos de un año
(junio de 1959), que el régimen había sofocado un intento de invasión para derrocarlo, y poco
antes de la publicación de la obra, en enero de 1960, había desatado una amplia represión con
fines de erradicar una conspiración política que también buscaba poner fin a la dictadura. Sin
embargo, ese ambiente subversivo es descrito explícitamente por la narradora: “Midena me
informó que en Jerusalén corrían rumores de que una sangrienta revolución se acercaba. Se
decía que un nuevo rey, hijo de judíos, estaba organizándola para liberarnos. Le puse desde
el inicio de la conversación poca atención al asunto, pero más tarde Denás me convenció de
que todo podía ser como se rumoraba” (Ebl, p.383). Luego de los acontecimientos de enero
de 1960 era extraño que ese discurso no despertara sospecha en el ojo que autorizaba la
publicación de una obra durante esos años de censura y represión.
Ahora bien, esa no es la única alusión a la situación que vivía República Dominicana desde hacía unos 30 años. La novela es una denuncia cabal del régimen de Trujillo. El miedo no
abandona nunca a esa madre desesperada ante el cadáver de su hijo. Así, cuando los militares
registraron su casa en busca del hijo ya prófugo por haber dado muerte a un mercader, ella
duda, piensa en que tal vez Denás había dicho algunas palabras que no eran del agrado de
las autoridades y por esa razón se le acusaba, piensa la madre, de un crimen, como era usual
en República Dominicana entonces, que no había cometido12. Hasta la descripción de los soldados que revisan la casa es una alusión directa a esa chusma que, como en cualquier sistema
totalitario, integran las fuerzas represivas: “Yo pensaba” dice la señora, “que muchos de esos
soldados fueron también estafadores y ladrones de camino” (Ebl, p.384). Y como si no fuera
suficiente, para completar la idea sobre la policía política del régimen, el temido Servicio de
Inteligencia Militar (Sim), recuerda que su hijo le había dicho: “Madre, los guardias están vestidos de paisanos, se rumora con insistencia lo que puede suceder si el pueblo se rebela contra
el César. Muchos creen que el tal Jesús puede también ser un agente puesto para ver quiénes
no creen en los de Roma, pero hasta la llegada de Géster nada sabremos” (Ebl, p.388).
Contando pues la historia del hijo crucificado junto a Jesús, la madre (anónima por ser
un símbolo), va desarrollando una historia de su tiempo. El hijo, afectado de una enfermedad
12
“Me seguía molestando la forma en que se presentaron los legionarios, y pensé que podía ser lo que decía Midena,
pero también sabía yo que Denás era suelto de palabras y capaz de protestar por cualquier injusticia. Me parecía que
había dicho algo que por ser verdadero y comprometedor para las autoridades debía callarse” (Ebl, p.385).
304
INTRODUCCIÓN | Guillermo Piña-Contreras
que le impide conseguir trabajo, se ve obligado a robar para mantener a su familia. Se
sabe que durante el gobierno de Trujillo aquellos que se atrevían a manifestar cualquier
oposición al régimen, o que simplemente se les tenía ojeriza, eran considerados como
pestíferos, que en el vocabulario de la época se traduce como “desafectos”. Sin embargo,
escudado en la recreación de un episodio de la muerte de Cristo, la denuncia del ambiente
que se vivía en la República Dominicana en 1960 aparentemente pasa desapercibida. La
expropiación de bienes inmuebles, tan frecuentes durante los 31 años de la dictadura de
Trujillo, es narrada por la madre de Denás cuando expone las razones que la llevaron a
cerrar su negocio: “Pronto tuvimos que cerrar el mesón. La casa donde vivíamos iba a ser
destruida, por allí debía pasar una vía enorme que sería paseo de gobernadores y gentes
de nobleza. Deshabitaron todo el lugar y lanzaron a la calleja los muebles y objetos de
aquellos que se negaron a salir y abandonar sus viviendas” (Ebl, pp.377-378).
Ya hemos señalado que El buen ladrón funciona como una parábola, pero es extraño que haya
podido superar los obstáculos de la censura con tantas referencias a lo que estaba sucediendo en
República Dominicana durante el año de su publicación. El complot develado en enero de 1960,
se encuentra a todo lo largo del relato de esa madre ante el cadáver de su hijo. Recordemos a
Géster, ese hijo de rico que decidió ser ladrón y luego seguidor de Jesús. Es él quien convence a
Denás de que habrá una revolución. Los que se organizaron en torno al Movimiento 14 de Junio
eran, en su gran mayoría, gente de clase media. Uno de los personajes dice que hasta militares
estaban comprometidos con la revolución que comenzaría con la llegada de Jesús a Jerusalén.
Pero nada llama la atención del censor público ni siquiera cuando la figura del dictador y la
situación del país es evocada explícitamente por la madre-narradora: “Los Pilatos y Césares
nos han traído miseria y esclavitud. Las contribuciones desangran al pueblo y nadie tiene valor
para oponerse a tantas determinaciones impuras. ¡Quisiera ver a esos poderosos con una red
al hombro, pescando en Genazaret! Para nosotros no hay buenas horas ni sosiego y hasta un
soldado intruso puede desconsiderar nuestras casas. ¡El avaro de Pilatos pide y pide, indica con
una mano los impuestos que cree convenientes y con la otra guarda riquezas y más riquezas en
su cofre personal; ayer mismo he visto su nuevo carruaje tirado por seis caballos y cubierto con
piedras preciosas y oro! ¡Es un avaro y un vicioso, madre!” (Ebl, pp.384-385).
Sólo si el ojo ubicuo de la dictadura vio en El buen ladrón una obra de ficción sin ninguna relación con la situación que vivía República Dominicana en 1960, podría explicarse
que esta novela haya podido superar los obstáculos de la implacable censura del régimen.
En 1962, cuando la Librería Dominicana publicó Judas, las condiciones habían cambiado,
pero la época en que fue escrita, a principios de1961 al decir de su autor, no. Por esa razón,
hay que leer a Judas dentro de ese contexto de represión y censura en que fue publicada la
primera novela de Marcio Veloz Maggiolo, pero centrada, a través de la figura del padre
de Judas, en la personalidad del dictador Trujillo.
Un acto tan reprobable como la traición es difícil de justificar. La de Judas, por la
misma naturaleza divina del traicionado, ha dado lugar a que se vea en ella, más que una
felonía, un malentendido histórico. Este acontecimiento ha originado miles de tratados
en busca de disiparlo y otros tantos negando que se trate de un error. Judas, la novela de
Veloz Maggiolo, se inclina por el malentendido. El propio personaje así lo asegura a su
hermano Moabad al decir que Jesús lo había designado para que lo entregara: “Estoy
convencido de que el Maestro quiere que sea yo quien le entregue. Ya no hay duda de ello
–me escribió Judas desde Betania–. Ha dicho el lugar y el día: pasado mañana. Hubiera
305
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
querido que estuvieses aquí cuando dijo que dentro de dos días sería entregado el hijo del
hombre para ser crucificado” (J, p.368).
Sin embargo, la culpabilidad o inocencia del apóstol no es tan relevante como la historia
de su propia vida: el conflicto con el padre y su hermano, un trauma que le llevó a rebelarse
contra su progenitor y a urdir un plan para llevar a cabo su venganza. Ese pasado lo conocemos por esa carta reveladora que el amigo pintor del novelista había comprado, en busca
de ciertos coloridos para su trabajo, en Tel Aviv. La otra carta, la de Moabad, al tiempo que
también narra su vida desde que se fue del hogar paterno, cuenta su reconciliación con Judas,
cómo le traicionó, le robó y sedujo la mujer, hasta que su nuevo encuentro con el hermano,
convertido en apóstol de Jesús, completa la historia del personaje bíblico. Moabad, según
relata a su padre, estaba frente a otro hombre: “Pensaba que en cualquier momento Judas
podía sacar su daga y vengarse. Es verdad que luego, cuando supe que ya se había convertido
a las ideas que predicaba su maestro Jesús aparté mis temores. No podía conciliar la idea que
aquel hombre fuese el mismo que hacía años, al salir de nuestros predios, nos había asaltado
a mí y a ti, querido Simón, hundiendo en nuestros caballos su filosa daga” (J, p.365).
Es en esta parte de la vida de Judas que se expone la idea del malentendido histórico
con respecto a su traición y se completa el reproche contra el tiránico padre a quien están
dirigidas ambas misivas. Un padre en el que se concentra toda la atención del relato y
que, en la medida en que se va describiendo la conducta del personaje, va apareciendo
sutilmente la personalidad y la manera de actuar del despótico tirano Rafael L. Trujillo.
El retrato moral que hace Judas de Simón, su padre, así como la enumeración de otros
defectos de su conducta como envidioso, alcohólico, mujeriego y vanidoso, podría leerse
como si se estuviera refiriendo al dictador dominicano. Para muestra vamos a destacar
esa exagerada vanidad que llevaba a Simón a perder el sentido del ridículo: “Y ya te veías
con una hermosa corona de laurel”, escribe Judas a su padre, “como esas coronas ridículas
con que los reyes del mundo exhiben su alma menesterosa, su mundo interior lleno de
hecatombes. Todo laurel es el símbolo de la desgracia de otros. Y tú sonreías ante el espejo
con tus ramitos verdes atados alrededor de la calva, sonreías con la sonrisa de un cómplice
que claudica contra su propio pueblo” (J, p.343).
La casa de Judas es una suerte de hogar-nación. Simón, el padre, sólo es capaz de dar
malos ejemplos. Tiene preferencia por Moabad, el hijo mayor, que únicamente ha adquirido los defectos del padre13. Para quien tenga cierto conocimiento de la vida dominicana
durante la Era de Trujillo y conociera la vida familiar del sátrapa, le resultaría fácil asociar
al hermano del “traidor” Judas con Ramfis, el hijo mayor del tirano. Lo mismo en lo que
concierne a cierta conducta que el propio Judas se atribuye como heredada de su padre
conciernen directamente al dictador: “Tú me dañaste. Desde entonces no puedo dejar de
sentir rencores; no puedo escapar ya al placer de ridiculizar a los demás” (J, p.377). Los
ejemplos de este género abundan en Judas, pero esta obra no tuviera el valor literario que
ha conservado tantos años después de su primera edición y ya lejos del régimen dictatorial que se mantuvo en pie en República Dominicana hasta finales de noviembre de 1961,
si no tuviera esa virtud que tiene la literatura de calidad de entrelazar, sin que se puedan
distinguir, los hechos históricos con la ficción y viceversa.
13
“A ese [Moabad] lo criaste con menos rigor que a mí, y sin embargo ha sabido imitarte casi a la perfección: robar
sin que lo descubran; persigue las mujeres de los demás y las soborna; cuando no ve guardianes en las siembras de
vides se introduce en ellas y las saquea” (J, p.342).
306
INTRODUCCIÓN | Guillermo Piña-Contreras
Historia de una escritura: La Mañosa, de Juan Bosch
C
omo toda obra de arte, La Mañosa tiene un origen. Antes de su primera edición en 1936
había que suponer naturalmente que existieran algunas notas para la redacción de su primera versión definitiva.
No se tiene constancia de que Juan Bosch se expresara, a lo largo de su carrera literaria, a
propósito de la existencia de otras versiones que no fuera la publicada y cuyo título completo
es: La Mañosa, la novela de las revoluciones14. A pesar de su mutismo a propósito del proceso
de elaboración de la obra, se conservan, repartidas en cuatro textos dactilografiados, dos
versiones de su primera novela.
Tres de esos manuscritos fueron encontrados en un sobre en 1985, por azar, en la casa paterna
de su amigo Mario Sánchez Guzmán en La Vega. En el sobre se leía lo siguiente: “Señor / Juan
Bosh [sic] / Ciudad”; y a la derecha del mismo otra inscripción que hacía mención a su contenido: “JUAN BOSCH / LA MAÑOSA / ORIGINALES”. Ahí había pues un fragmento de la primera
versión, otro completo de la misma y dos fragmentos de la segunda versión, la que daría pie al
cuarto manuscrito (completo) conservado por la escritora puertorriqueña Isabel Freire a quien
Bosch obsequiara una copia dactilografiada el 22 de enero de 1939 en San Juan y que ella, años
después, donara a su vez al escritor y crítico dominicano Bruno Rosario Candelier.
La redacción de las versiones encontradas en casa de Sánchez Guzmán son de 1934 o
principios del 35 después de su matrimonio con Isabel García Aguiar, el 19 de junio de 1934:
“Estuvimos viviendo al principio en la calle 16 de agosto,” relata Bosch, “ y después de cierto
tiempo nos mudamos a la calle Doctor Báez número 13, ahí estuvimos viviendo y allí fue donde
yo escribí La Mañosa. La Mañosa que la escribí a maquinilla ahí, en el comedor de esa casa.”15
Ya había publicado Camino Real (1933), e Indios (1935), y era asiduo visitante de La
Cueva, la casa del poeta Rafael Américo Henríquez. Es a partir de las conversaciones que
sostenía con sus amigos de La Cueva que le surge la idea de escribir La Mañosa: “Sin dudas
la elaboración de La Mañosa, la intención de escribir esa novela y el hecho de ponerme a
escribirla tuvo su origen en La Cueva, porque yo quería darle a entender a los compañeros
de La Cueva lo que había sido el país en los años en que yo era niño...”16
El manuscrito obsequiado a Isabel Freire y José Ferrer había sido terminado en 1936. La
versión definitiva de La Mañosa antes de la Semana Santa de ese mismo año: “[…] estando
yo en Santiago de los Caballeros, trabajando en la publicación de La Mañosa que se estaba
componiendo en la imprenta El Diario,” cuenta Bosch a Rosario Candelier, “un día el tipógrafo
me dijo: ‘Mañana no vamos a trabajar’, y le digo: ‘¿Por qué?’ ‘Porque es Jueves Santo.’”17
Según el colofón, la novela se terminó de imprimir el 23 de junio de 1936.
En los dos primeros manuscritos de la novela Bosch utiliza indistintamente el nombre de
Melada y Mañosa para llamar a la mula. Parece que por descuido del escritor, al pasar en limpio
el texto, se le quedara el nombre de Melada que ya había sido sustituido en el quinto episodio
de la primera redacción. Aunque los textos encontrados en casa de Sánchez Guzmán no llevan
títulos, era evidente que la obra llevaría por título el nombre de la mula: La Mañosa.
14
1966.
Bosch, Juan, La Mañosa, la novela de las revoluciones, 3ra. Edición, Santo Domingo, Editorial Librería Dominicana,
Piña-Contreras, Guillermo, Entrevista filmada (inédita) con Juan Bosch, Santo Domingo, 1986.
Ibid.
17
Rosario Candelier, Bruno, “Entrevista con Juan Bosch”, en En primera persona, entrevistas con Juan Bosch, (Guillermo Piña-Contreras, Editor), Santo Domingo, Ediciones Ferilibro, 2000, p.77
15
16
307
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
Lo de “la novela de las revoluciones” pudo haber surgido en la segunda versión, con el
tercer manuscrito, pues además de que “Mañosa”, está estrechamente relacionado con ese
tipo de híbrido, y las revoluciones eran una maña nacional, según explica el propio autor
en la presentación de la tercera edición de la novela en 1966.
Como en toda obra en proceso de elaboración es frecuente observar en los manuscritos de
La Mañosa correcciones de simples errores gramaticales, supresiones de palabras, de frases,
de párrafos, de episodios, de personajes, etc.; igualmente podemos llegar a constatar que,
de una versión a otra, ciertos episodios se transforman en capítulos o, más aún, que hasta
la novela misma, luego del segundo manuscrito, cambia no sólo de rumbo sino también de
estructura. Una segunda versión cuya nueva estructura arrastra consigo cambios de nombres
y de función de algunos personajes e incluso de título si tomamos en cuenta que la mula se
llamó en un principio “Melada”. Ese trabajo de orfebre ante una piedra preciosa es el que
Juan Bosch nos muestra en cada uno de los pasos que lo llevan a concebir dos versiones de
La Mañosa antes de dar por terminada la novela de las revoluciones.
La primera versión podría ser una suerte de plan general, pues según sus propias palabras no tuvo que “utilizar ningún método porque lo único que tenía que hacer era recordar.”
No hay duda de que esto sea cierto, pero esa primera redacción se convierte en un plan que
irá sufriendo las modificaciones que la creación literaria exige. Así, los cambios realizados
en el texto inicial se reportarán en la segunda redacción de la novela. De igual manera en el
tercer manuscrito comienza entonces a tomar forma lo que sería la versión definitiva como
es evidente en el cuarto manuscrito.
En la lectura que hace de su primera redacción el cambio más importante de todos es
que la mula se convierte en la “Mañosa”, pues ahí está el título de la obra.
Todas las intervenciones del autor en el segundo manuscrito son de suma importancia.
Unas son naturalmente más relevantes que otras, pero debemos detenernos en la que le da,
por así decirlo, una independencia a la obra: suprime toda alusión y explicación sobre los
caudillos políticos de la época en que tiene lugar la acción de la novela: Juan Isidro Jimenes
y Horacio Vásquez. Esta mutilación tendrá repercusiones en la versión siguiente, pues del
mismo modo que hace desaparecer la mención explícita de los jefes de los bandos que mantenían en zozobra la región y el país, también se verá obligado a atribuir nombres ficticios a
los generales que actúan en la novela. Nazario Suardí y Tentico Luna serán finalmente Fello
Macario y Monsito Peña. Los nombres ficticios en lugar de los reales dan a la novela una
dimensión que va más allá de la idea original de proporcionar a sus amigos de La Cueva
una idea del país en los años de su niñez.
Una nueva lectura del segundo manuscrito se traduce en una segunda versión que es
la que dará un giro total a la novela.
“Esto nos lo contó el viejo Dimas, cierta noche en que unas nubes bandoleras robaban
estrellas.”18 Con estas palabras se inicia el tercer manuscrito de La Mañosa, y que señala el
rumbo definitivo que tomará la novela. El simple hecho de empezar con el relato del viejo
Dimas sobre la muerte de una culebra, le imprime un nuevo trayecto a la narración que
será muy diferente al de la primera versión. No se trata ya del robo de la mula como el
acontecimiento que perturba la tranquilidad de la familia del narrador. La normalidad de
la familia y de la acostumbrada tertulia de la prima noche es interrumpida, en esta versión,
18
Bosch, Juan, La Mañosa, estudio, cronología, notas y variantes de Guillermo Piña-Contreras, Santo Domingo,
Industrias Banilejas, 2004, p.307.
308
INTRODUCCIÓN | Guillermo Piña-Contreras
por el anuncio de un posible levantamiento armado. Contrariamente a la versión anterior,
en ésta la revolución está presente desde el primer capítulo.
Desde el momento mismo en que el animal aparece más tarde que la revolución es un
hecho significativo en la novela, pues esto indica un cambio fundamental con respecto a la
versión precedente. La historia toma entonces un nuevo rumbo. En este estadio de la construcción de la novela nos podemos entonces aventurar a decir que ya Bosch había agregado
la novela de las revoluciones. Un subtítulo que figura explícitamente en el cuarto manuscrito, el
que Bosch regalara tres años después, en 1939, a Isabel Freire y José Ferrer en Puerto Rico.
Ni Dimas ni Mero ejercen las mismas funciones en esta segunda versión de la novela. Mero,
que ya no se llama –ni por error– Mongo, ahora tiene un pasado, una actividad definida y un
origen. Otro que cambia de función, aunque por el momento conserva su nombre, es Ñamará.
Los fragmentos del tercer manuscrito confirman que la obra ha sufrido un cambio radical en el que varios personajes e incluso la mula están llamados a completar funciones que
en la versión anterior habían quedado inconclusas. En las pocas páginas que se salvaron
de esta versión bisagra de La Mañosa se observan claramente esas definiciones de algunos
personajes mencionados más arriba, de igual manera cierta coherencia en la onomástica de
los mismos, aunque Ñamará no se llame aún Momón. Y, algo relevante, es que ninguno de
los demás animales de la recua tiene nombre si exceptuamos a la Mañosa.
Pero la historia no puede cambiar sin que en ella se opere un minucioso trabajo en la
escritura.
A la luz de esta versión no nos puede sorprender el cuarto manuscrito (conservado
completo), que toma, si no fuera por las diferencias que lo separan de la edición de 1936,
aspecto de versión definitiva. Es en esta cuarta redacción que verificamos esos grandes cambios que ya se vislumbraban en el tercer manuscrito: la fusión de las dos partes del segundo
manuscrito se convierte entonces en la primera parte de la versión definitiva.
Este nuevo texto experimenta cambios tan importantes que le dan sentido a la novela
con respecto a la idea desarrollada en su etapa inicial. Si no fuera por tantos elementos comunes entre los manuscritos se hubiera podido llegar a pensar que Bosch se había decidido
por contar otra historia.
Para llegar a la versión definitiva Bosch corrigió sin miramientos varias veces su obra
hasta encontrar el camino que le permitiera contar la guerra civil a través de una familia y
de los campesinos que trabajaban con ella así como los que les visitaban y de una mula que,
como todos, se convierte también en víctima de la revolución.
La vocación de cambios en La Mañosa se opera desde el manuscrito más antiguo que se
conserva del texto. El cambio de nombre de la mula es significativo pues, además de que
concierne directamente al título, hace suponer una relación más estrecha entre el animal y
las revoluciones. El adjetivo sustantivado “Melada”, que no va más allá de la descripción
del animal, pasa a ser otro también sustantivado “Mañosa”. Mañoso o mañosa es una de las
características que se les atribuye a estos híbridos y que el diccionario de la Real Academia
de la Lengua Española, entre otras acepciones, define como al que tiene “maña”, es decir,
que tiene “vicio o mala costumbre”. Denominar a la mula Mañosa tiene en la novela una
significación capital, porque ese nombre está estrechamente relacionado con las revoluciones,
el eje central de la novela.
La relación de la Mañosa con la revolución es más estrecha a partir del tercer manuscrito
cuando el padre del narrador se la presta al general Nazario Suardí (Fello Macario, en la
309
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
definitiva). El vínculo de la mula con la revolución en la primera versión está menos definido.
No importa que haya servido de montura al jefe rebelde y que este acontecimiento haga de
ella un instrumento de la revolución y, en última instancia, una víctima de la misma. El cambio
se opera probablemente (se trata de un fragmento), en el tercer manuscrito y de manera
evidente en el cuarto en donde juega el papel que mantendrá hasta la edición de 1936: la
mula, como todos los personajes de la novela deviene víctima de la revolución. “La Mañosa”,
escribe Bosch para la tercera edición, “fue un título simbólico. La mula de silla de papá se
llamó La Melada. En la obra se llama La Mañosa porque nuestras llamadas revoluciones de
aquellos tiempos eran una maña nacional, la versión tumultuosa y populachera y sangrienta
de lo que después de 1930 serían los ya clásicos golpes de Estado latinoamericanos.”19 De
manera que cuando la Melada cambia de nombre y asume un rol más importante, la obra
también está condenada, como hemos dicho, a cambiar de plan y tomar otros derroteros.
Ahora bien, aunque Bosch expresa que su novela no es autobiográfica reconoce sin
embargo, en “Palabras del autor para la tercera edición”, que hay en ella “muchos detalles
autobiográficos: los nombres del padre, de la madre, de los dos niños y de José Veras son
auténticos; José Veras fue como se dice en el libro; la casa existió en El Pino, y en esa casa fue
curado José Veras de la herida de machete que le infirieron por fechorías antiguas de José;
papá tuvo negocios de recua y su mula de silla fue robada por un cuatrero de los lados de
Bonao. Con esos datos se agota lo que hay de autobiográfico en la novela.”20 Pero también
hay otro episodio, común a las dos primeras redacciones, cuya referencia también es real:
la madre de Bosch tenía presentimientos. Por ejemplo, antes de que el desconocido proporcionara las pistas necesarias para la recuperación de la mula, Pepito le dice a Juan: “Mamá
soñó anoche que un hombre le dijo donde taba la Melá.”21
Su madre, al decir de Bosch, era una mujer que tenía unas condiciones verdaderamente
excepcionales: “Hay algo que no conté en la novela La Mañosa [en la versión definitiva, GPC].
A la Mañosa, la mula, se la robaron (como figura en la novela). Lo que no cuento, porque
no me atrevía a contar esas cosas, es que un día salimos de la habitación mamá y yo de la
mano (eso era en Río Verde de donde había desaparecido la Mañosa [Melada, como se llamaba
en realidad la mula, GPC]). Esa casa tenía por lo menos el piso a medio metro de la tierra, y
en esa entrada había un hombre que tenía un pie puesto en el quicio de la puerta y mamá,
cuando lo vio, ella me tenía agarrado del brazo, se volvió y dijo: ‘Pepe, ven que en la puerta
hay un hombre que viene a decirte dónde está la Mañosa’.”22
En las dos primeras redacciones el narrador, al evocar el robo de la mula, hace alusión a
Paquito: “Padre se veía ahora […], sin la ayuda generosa de aquel animal que se crió en casa
y que estrenó con su lomo lustroso y medio arqueado, el primer anhelo de ginete de cada
hijo, hasta el de aquel que se llamó Paquito, muerto cuando empezaba a sentir en su corazón
las raíces de los primeros amores por las cosas y la tierra.”23 Con esa alusión al hijo muerto
a destiempo tenemos una idea del dolor del padre cuando se roban la mula. Eso mismo
dice Bosch de su padre a la muerte de dos de sus hijos: “La muerte de mis dos hermanos
Bosch, Juan, La Mañosa, la novela de las revoluciones, 3ra. Edición, op. cit., p.11.
Ibid., pp.10-11.
21
Bosch, Juan, La Mañosa, estudio, cronología, notas y variantes de Guillermo Piña-Contreras, Santo Domingo,
Industrias Banilejas, op. cit., pp.195 y 243.
22
Piña-Contreras, Guillermo, Entrevista filmada (inédita) con Juan Bosch, Santo Domingo, op. cit.
23
Bosch, Juan, La Mañosa, estudio, cronología, notas y variantes de Guillermo Piña-Contreras, Santo Domingo,
Industrias Banilejas, op. cit., pp.194 y 242.
19
20
310
INTRODUCCIÓN | Guillermo Piña-Contreras
[Paquito y Ana] fue verdaderamente un acontecimiento muy duro para todos nosotros. Mi
padre encaneció tal vez en dos meses o tres meses, pero el caso es que él no tenía una cana.
[…]. Mi madre no se consoló nunca de la muerte de esos hijos.”24
Pero el uso de referencias reales tan evidentes no hace de la obra una novela autobiográfica, como tampoco el hecho de que el narrador se llame Juan como el autor ni que la voz
narrativa sea la primera. El autor quería mostrarle simplemente a sus amigos de La Cueva
lo que era el país en los años de su infancia.
Todos esos datos autobiográficos, en medio de la ficción, sólo tratan de asegurarse de lo
que busca, como sostiene Friedrich Spielhagen, toda novela a la primera persona: “Desde el
comienzo hasta el final, la novela a la primera persona es una lucha por la autenticidad.”25
De todos modos, toda novela es ficción por más referencia y efecto de lo real que pueda
generar el texto. “Los personajes desempeñan un papel”; formula Margaret MacDonald,
“los seres humanos viven su vida. Un personaje como cualquier otro elemento puramente
funcional, se reduce a su papel en el relato.”26
La primera versión de La Mañosa la constituyen los dos manuscritos iniciales. Únicamente se diferencia uno de otro por correcciones formales de tipo gramatical y otras de estilo.
Ambos textos forman parte de un mismo proyecto.
El segundo manuscrito no es más que una pasada en limpio del primero. En ese estadio
de la historia, la mula se muestra al principio como víctima de la avidez de un cuatrero y, al
final, de la revolución. Este no es evidentemente el plan que Bosch revela haber concebido,
al reeditar la obra en 1966, para escribir la novela, a saber: “En La Mañosa, según el plan que
me hice, debía haber un ‘personaje’, central, y sería la guerra civil; y todos los seres vivos
que desfilaran por las páginas del libro, sin exceptuar la mula que le daría nombre, deberían
ser, en un sentido o en otro, víctimas de ese personaje central. El mismo jefe del movimiento
armado, Fello Nazario [sic], sería otra víctima de la fuerza que había desatado, puesto que
su imagen de combatiente leal a ciertos principios debería quedar destruida al final.”27
Que el personaje central fuera la revolución, que no hubieran caracteres que pudieran
llamar la atención del lector y que se evitara ese maniqueísmo tan del gusto de ciertas novelas del siglo XIX, es un buen objetivo; pero nada de eso aparece en el proyecto inicial, pues
ni siquiera con el exhaustivo trabajo de corrección aplicado al segundo manuscrito logra
Bosch desarrollar ese “plan” en que todos los personajes, sin exceptuar a la mula, fueran,
en cierto sentido, víctimas de la revolución. Este plan comienza a lograrlo a partir del tercer
manuscrito y de manera evidente, por estar completo, en el cuarto.
El tercer manuscrito tiene la importancia de ser, como dijimos, un texto bisagra. Es en
esta tercera redacción que Bosch se decide por reestructurar su obra y completar lo que
expresa, de manera explícita, en sus palabras a la tercera edición en 1966. La nueva versión
nace de esa lectura crítica del segundo manuscrito de La Mañosa cuando el escritor toma la
decisión de atar los cabos sueltos que abundan en la versión que tenía las características de
obra terminada. La decisión de reestructurar la novela le permitirá, al mismo tiempo, llevar a
Piña-Contreras, Guillermo, Entrevista filmada (inédita) con Juan Bosch, Santo Domingo, op. cit.
Spielhagen, Friedrich citado por Glowinski, Michal, “Sur le roman à la première personne” (trad.GPC), en
Esthétique et poétique: textes réunis et présentés par Gérard Genette, Paris, Editions du Seuil, 1992 (Collection Point. Essais
249), p.240.
26
Macdonald, Margaret, “Le langage de la fiction” (trad.GPC), en Esthétique et poétique: textes réunis et présentés
par Gérard Genette, op. cit. p.220.
27
Bosch, Juan, La Mañosa, la novela de las revoluciones, 3ra. Edición, op. cit., pp.9-10.
24
25
311
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
cabo el plan que de manera implícita se había trazado: hacer de la guerra civil el “personaje”
central. Para alcanzar su objetivo tenía pues que penetrar en ese mundo imaginario y buscarle
una salida a muchas de las historias individuales de ciertos personajes que habían quedado
inconclusas en la primera versión. Tenía también que elaborar una relación más estrecha
entre ellas y la revolución. Todo esto podía ser posible no sólo transformando situaciones
sino también dándoles otras funciones a ciertos personajes, incluida la mula.
La importancia del tercer manuscrito, no importa que sólo se conserven los inicios de
cada una de las partes de la novela, estriba en que al iniciar esta nueva redacción la obra
acusa una suerte de terremoto para que se pueda operar la acción de atar cabos sueltos y
que el autor logre su plan.
Toda esta información es posible gracias a la lectura crítica del segundo manuscrito en
la que Bosch se da cuenta de que su plan de hacer de la revolución el “personaje” central de
la novela tenía un obstáculo: la cantidad de conflictos planteados en la novela que, como
cabos sueltos, se quedaban sin desenlace. Un desenlace que haría de todos los personajes,
sin excepción, víctimas de la guerra civil. Una de las soluciones posible, suponemos por el
hecho de que ya había dividido la obra en dos partes, era hacer una tercera. Pero su decisión
fue otra: reunir en una primera parte todo cuanto había escrito bajo el título de “Revolución”
y agregar una segunda: “Los vencedores”. En la primera se plantean los problemas, pero la
revolución es derrotada; en la segunda los rebeldes triunfan, pero ese triunfo es el precio que
tienen que pagar todos los personajes de la novela y, sin decirlo explícitamente, un precio
que hace de ellos víctima de esa victoria.
Todo cuanto había quedado pendiente para que la guerra civil fuera el “personaje”
central del universo de La Mañosa había tenido un desenlace. Sólo la vieja Carmita seguía
pensando en sus hijos y Pepe sentenciaba: “A mi mula le pude quitar las mañas; pero a los
hombres no se las quita nadie.”28
El manuscrito que Bosch regaló a Isabel Freire y a José Ferrer en 1939, corresponde, como
sabemos, al cuarto manuscrito. Pero, ese manuscrito, a pesar de su aspecto de obra terminada,
no es el texto que sirvió a la imprenta El Diario para la composición de La Mañosa en 1936.
La existencia de un quinto manuscrito, en el que el autor dejó asentados todos los cambios
así como las correcciones a mano que sufriera el texto conservado por Bruno Rosario Candelier,
se deduce de la simple comparación de la primera frase del texto dactilografiado con la de la
novela publicada en junio de 1936: “Esto nos lo contó el viejo Dimas, cierta noche en que unas
nubes pardas se entretenían en tragar estrellas:”. En esta redacción ya había mejorado el íncipit con
respecto a la anterior, pero aún permanecía muy arraigada en el joven escritor esa tendencia a
cargar de imágenes el relato. La primera edición, en cambio, se inicia con una oración mucho
más llana y más centrada en la acción que la del cuarto manuscrito: “Esto nos lo contó el viejo
Dimas, cierta noche agujerada de estrellas:”. El participio adjetivo “agujereada” reemplaza a
“…en que unas nubes pardas se entretenían en tragar…”. Esta sustitución permite centrar la
atención del lector más en lo que contó Dimas que en la descripción de la noche. Esa diferencia
inicial, que no es la única, hace evidente la existencia del quinto manuscrito y, al mismo tiempo,
nos permite constatar una vez más que la intervención del autor es todavía más severa que las
que hiciera en los manuscritos anteriores, pues las modificaciones que experimenta la novela
son propias de las de toda obra aparentemente terminada.
28
Bosch, Juan La Mañosa, la novela de las revoluciones, Edición dactilografiada, 1936, p.66.
312
INTRODUCCIÓN | Guillermo Piña-Contreras
No hay lugar a dudas de que el quinto manuscrito se perdió en la imprenta El Diario. Aunque
el quinto manuscrito mejora considerablemente la obra, el método utilizado por Bosch durante el
proceso de escritura de su primera novela estaba dominado por la espontaneidad, el plan surgía
luego de una primera redacción que iba completándose en la medida en que el autor procedía
a pasar en limpio su texto. Sin embargo, apenas unos meses después de la publicación de la
novela, observamos que el rigor había dado al traste con esa espontaneidad que se desprende
de los manuscritos que constituyen la historia de la escritura de La Mañosa.
La explicación que hiciera Bosch en la tercera edición de La Mañosa en 1966, nos muestra,
a la luz de los cuatro manuscritos que constituyen las dos versiones de la misma, que su plan
se comenzó a poner realmente en aplicación a partir del la tercera redacción. Por esta sencilla
razón es que no deja de tener validez, en lo que concierne a la primera versión, cuando nos
dice: “En La Mañosa no tuve que utilizar ningún método porque lo único que tenía que hacer
era recordar. Todos sus personajes los conocía en carne y hueso.”29 Pero también es válido
que en ese estadio de la escritura lo que realmente quería hacer no había sido logrado. El plan
para la versión definitiva comienza a ponerse en ejecución a partir del tercer manuscrito y
se desarrolla completamente en el cuarto, en el que la guerra civil alcanza la categoría de eje
central de la narración. Con esta nueva versión logra, además, superar sus propósitos iniciales
de contarle a sus amigos de Santo Domingo lo que era el país en los años de su niñez.
Si tomamos en cuenta las palabras de Bosch a propósito de la elaboración del cuento “La
Mujer” en el sentido de que la idea le surgía de manera espontánea, sin plan, tendríamos más
claro cómo se fue elaborando La Mañosa: “Al principio no [hacía plan], porque me sacaba el cuento
de adentro, de mis recuerdos. Es más, una vez me puse a escribir una carta a Mario Sánchez
Guzmán, la feché y de ahí no pasé porque en el mismo papel lo que me puse fue a escribir un
cuento y resultó ‘La Mujer’. Pero después no. Ya después me empeñé en ir dominando la materia,
hasta que creí que la había dominado cuando escribí El río y su enemigo [en 1940]. Tomaba mis
notas para escribir un cuento, estudiaba un personaje, preparaba el argumento antes, y luego me
sentaba a escribirlo.”30 Tal vez con la misma espontaneidad de “La Mujer” se fue construyendo
La Mañosa: el plan se fue imponiendo cuando terminó la segunda redacción.
En su primera etapa, el escritor dominicano ponía en escena sus vivencias de infancia, sin
plan, hasta obtener un resultado a base del trabajo de orfebre que caracteriza a los grandes
escritores con su obra y de las nuevas ideas que la escritura desarrolla durante el riguroso
camino de la creación: “La Mañosa es un libro demasiado hecho,” dice Bosch a Rosario Candelier, “demasiado elaborado, porque me esforzaba por escribir una novela y no conocía la
técnica de la novela. No era el género propio mío. En las páginas de La Mañosa hay rellenos;
en los cuentos no. En los cuentos yo trataba de ser lo más escueto, lo menos torrencial e
impetuoso; trataba de decir las cosas con el menor número de palabras.”31
Pero ya para 1938 esa espontaneidad del joven escritor comenzaba a desaparecer. En
una carta a Mario Sánchez Guzmán desde Puerto Rico le detalla el plan de El Pueblo: “No
te vayas a suponer que esto es autoestimación: es que he estado escribiendo con absoluta
conciencia, sabiendo qué iba a hacer, mientras que antes escribía por una especie de intuición.
Esta vez he estudiado en todos sus detalles la técnica novelística, y me he propuesto hacer
29
Piña-Contreras, Guillermo, “Entrevista con Juan Bosch”, en Doce en la literatura dominicana, Santiago, R.D.,
UCMM, 1982, p.74.
30
Ibid, p.66.
31
Rosario Candelier, Bruno, “Entrevista con Juan Bosch”, en En primera persona, entrevista con Juan Bosch, op. cit., p.88.
313
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
una novela que sea el resultado lógico del desarrollo de caracteres que determinan acontecimientos entrelazados entre sí por la unidad de tiempo y espacio.”32
Ahora bien, cuando Bosch emprendió la revisión de la primera edición de La Mañosa, aunque no tenía aún una teoría explícita de la literatura, ya sus reflexiones le conducían a leer con
otros ojos su primera novela. Es esa lectura crítica que lo lleva a hacer una exhaustiva revisión
de La Mañosa para la edición cubana de 1940 y que nos da una idea del trabajo del escritor que
se traduce en una crítica persistente de su propia obra lo que luego le permite elaborar una
teoría de la literatura en 1944, en La Habana, y perfeccionarla en 1958, en sus Apuntes sobre
el arte de escribir cuentos. Su carrera literaria, la de escritor de ficción terminó al escribir, en diciembre de 1960, “La mancha indeleble” en Caracas, apenas unos meses antes de su regreso a
República Dominicana el 20 de octubre de 1961. El escritor de ficción había quedado atrás, en
lo adelante todo su tiempo estaría consagrado a la actividad política y al ensayo sociológico e
histórico. Su actividad literaria se limitó a terminar El oro y la paz en su nuevo exilio de Puerto
Rico en octubre de 1963 y, a su regreso, en 1965, a la reedición de sus cuentos y de La Mañosa,
en la que hizo correcciones y cambios que conciernen únicamente a la primera edición de 1936,
lo mismo hace al reeditarla en 1974 y 1976. Pero en ningún momento dio muestra de haber
recordado el enorme trabajo de revisión a que había sometido la primera edición dominicana
para ser publicada por la casa editora La Verónica de La Habana en enero de 1940.
Podría parecer exagerado decir que La Mañosa, la primera novela de Juan Bosch, publicada
en 1936 y reeditada, según el colofón de la vigésima octava edición, en agosto de 2003 por la
Editora Alfa y Omega de Santo Domingo, sea una novela desconocida en República Dominicana.
Y lo es. Desconocida porque la edición de la novela que hiciera La Verónica, del poeta español
Manuel Altolaguirre en La Habana en enero de 1940, no circuló en República Dominicana por
razones políticas hasta la caída de la dictadura de Trujillo en 1961 y por descuido de la casa editora
que la publicó en 1966. Descuido porque hasta el subtítulo, “la novela de las revoluciones”, es
reemplazado por: “Novela. Edición revisada”. Esta indicación en la portada era algo más que
una simple revisión de autor. Se trataba de una nueva edición corregida de la obra.
Lo extraño, sin embargo y a favor del editor, es que Bosch, al permitir a la Librería
Dominicana una reedición de La Mañosa en 1966, no recordara entonces los importantes
cambios que realizara en 1940.
El olvido de Bosch es evidente cuando leemos las “Palabras del autor para la tercera
edición” en las cuales se empeña más en dar una explicación de los motivos que le llevaron a
escribir La Mañosa que en justificar por qué no reeditaba la versión publicada en Cuba. Aunque
los acontecimientos que vivía República Dominicana después de la caída de Trujillo y el papel
político de primer orden que desempeñaba Bosch en Santo Domingo desde 1961 podían justificar este olvido en la publicación de 1966. Pero Julio Postigo, el editor, es evidente que ni siquiera
tuvo en sus manos la publicación de La Verónica, pues el subtítulo “edición revisada” induce
a tomar la edición cubana como la versión definitiva: “La Mañosa fue publicada originalmente
por la Editorial El Diario, de Santiago de los Caballeros, como hemos dicho ya, en el mes de
junio de 1936. De ella se hizo otra edición en La Habana, en el año 1941 [sic], en La Verónica,
que dirigía el malogrado poeta español Manuel Altolaguirre. La presente, que entregamos al
lector dominicano, es la tercera, y al mismo tiempo la segunda edición dominicana.”33
32
33
Bosch, Juan, La Mañosa, la novela de las revoluciones, 3ra. Edición, op. cit., p.65, nota 60.
Ibid, p.8.
314
INTRODUCCIÓN | Guillermo Piña-Contreras
En la edición de 1974, y en las que se hicieron después, figuran variantes que coinciden
con la edición de Cuba. Sin embargo, ese olvido de Bosch en 1966 y el descuido de Julio Postigo en su edición de la Colección Pensamiento Dominicano impidieron, hasta la edición de
Industrias Banilejas en 2004, que se tuviera una edición cabal de La Mañosa, sin el subtítulo
“la novela de las revoluciones”.
Los cambios en la edición príncipe son inducidos por su teoría, aún implícita, que luego
figurarán en sus Apuntes sobre el arte de escribir cuentos de 1958. Sin embargo, además de lo
que luego plantearía en su conferencia de Caracas, suprime, de entrada, el subtítulo “la novela de las revoluciones”. La simplificación, como todo acto de revisión en literatura, no es
gratuita. Al dejar únicamente La Mañosa se evitaba una explicación al público cubano y de
lengua española, pues hubiera tenido que explicarles de qué revoluciones se trataba. Esta
supresión se reporta también en las ediciones posteriores a las de 1974.
En cuanto a la frase inicial de la edición cubana: “Así contaba el viejo Dimas cierta noche”,
cuando observamos la transformación experimentada en 1940 le acordamos crédito al consejo
que daba Kipling a sus lectores que, según reporta Bosch, “refiere que para él era más importante
lo que tachaba que lo que dejaba […]”34; pero también a su propia conclusión sobre la acción
en el relato: “Es en la acción donde está la sustancia del cuento. […] el cuentista debe usar sólo
las palabras indispensables para expresar acción. […] Miles de frases son incapaces de decir
tanto como una acción. En el cuento, la frase justa y necesaria es la que dé paso a la acción,
en el estado de mayor pureza que pueda ser compatible con la tarea de expresarla a través de
palabras y con la manera peculiar que tenga cada cuentista de usar su propio léxico.”35
En las ediciones de 1966 en adelante, como en la de 1940 naturalmente, muchas de las
variantes van de par con su teoría explícita del cuento. Bosch tenía una opinión muy particular
sobre La Mañosa, consideraba que le había salido muy lírica y eso fue lo que trató de evitar en la
exhaustiva revisión para la edición de 1940 en Cuba: “Hay algo que no me gusta de La Mañosa,”
dice, “y es que me salió demasiado lírica. Hay muchos momentos en que más que novela es
prácticamente poesía, pero poesía mala, poesía pobre. […]. A mí en realidad me sorprende el
hecho de que La Mañosa haya conservado una vigencia tan larga. De los libros míos, tal vez es
el que más se vende y su venta sigue siendo como si no hubiera pasado el tiempo.”36
Finalmente, hay que convenir en que la edición cubana de La Mañosa de 1940 es la que
comporta las variantes más importantes que sufriera la edición dominicana de 1936. Era la
época en que Bosch, como le dice a Trujillo en su carta de renuncia de la Dirección General
de Estadísticas: “Mi destino es ser escritor, y en ese campo, nada podía ya darme el país; y no
sería eso sólo causa bastante a hacerme dejar el lugar de mis afectos, si no [sic] que, además
de no poder seguir siendo escritor, tenía forzosamente que ser político, y no estoy dispuesto
a tolerar que la política desvíe mis propósitos o ahogue mis convicciones y principios.”37
La política ganó la partida, pero en el buen sentido.
“La Mañosa”, escribe para la tercera edición, “fue un esfuerzo juvenil en ese camino de
novedades; un camino que dejé abandonado cuando los infortunios dominicanos me forzaron
a dedicar mi limitada capacidad de escritor a la lucha política.”38 Esa actividad fue la que le
Bosch, Juan, Apuntes sobre el arte de escribir cuentos, Santo domingo, Editora Alfa y Omega, 1985, p.17.
Ibid. p.38.
36
Piña-Contreras, Guillermo, Entrevista filmada (inédita) con Juan Bosch, Santo Domingo, op. cit.
37
“Carta de Juan Bosch a Trujillo renunciando a su cargo en la administración pública dominicana fechada del 27
de febrero de 1938”, en Piña-Contreras, Guillermo, Juan Bosch, imagen, trayectoria y escritura, op. cit., p.45.
38
Bosch, Juan, La Mañosa, la novela de las revoluciones, 3ra. Edición, op. cit., p.4.
34
35
315
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
hizo olvidar sus aportes a la novela en la edición de La Habana y a corregir someramente
las ediciones de 1966 en adelante.
Las variantes, correcciones gramaticales, agregados y mutilaciones de que fue objeto,
durante cuarenta años La Mañosa y que figuran en la edición crítica que patrocinara Industrias Banilejas en 2004, representan en la obra literaria de Bosch una evolución que va de
par con su concepción del dominio de la lengua española, con su teoría explícita de la literatura que consiste en evitar detalles superficiales, el lirismo inútil y otras digresiones que
tanto afectan el ritmo de la narración, en favor de la acción en el relato. Este trabajo, que se
extiende pues del primer al cuarto manuscrito hasta la última edición revisada y corregida
por el autor, no es más que la historia de la escritura o, tal vez, la arqueología de ese mundo
imaginario que se recrea en La Mañosa, la novela de las revoluciones, primera ficción de largo
aliento de Juan Bosch.
Enriquillo, una leyenda con el rigor de la Historia
Preliminar
oy día, más de un siglo después que Manuel de Jesús Galván diera a la estampa la versión
completa de Enriquillo, leyenda histórica dominicana (1882), ninguna novela de tanta trascendencia literaria ha sido publicada en República Dominicana. La paradoja quiere que Enriquillo,
compuesta entonces en un país sin una literatura que le fuera propia, continúe siendo, después
de la consolidación de una literatura nacional, la gran novela dominicana por excelencia. El
texto ha suscitado otras novelas que no han tenido, a pesar de su innegable calidad y éxito
literarios, la repercusión ni la recepción en América Latina del Enriquillo de Galván.
A pesar de ser autor de otros textos de ficción dispersos en periódicos de su época39 y que
sólo publicara Enriquillo, la leyenda histórica de Galván es igual o superior a muchas de las
más grandes novelas latinoamericanas del siglo XIX. Se considera incluso como una de las
mejores novelas indigenistas de la América hispánica. En República Dominicana Enriquillo
debe ser considerado pues como un hecho aislado. En efecto, el país no poseía en 1882 los
niveles de desarrollo necesarios para una obra de esa dimensión continental.
H
A propósito de Galván
Manuel de Jesús Galván nació en Santo Domingo el 19 de enero de 1834, trece años después que Haití frustrara, el 9 de febrero de 1822, el intento de José Núñez de Cáceres (17721846), de crear la primera República (la cual llamó Haití Español), y cuatro años antes de
que Juan Pablo Duarte (1813-1876), fundara la sociedad secreta La Trinitaria, la organización
que pondría fin, el 27 de febrero de 1844, a 22 años de ocupación al proclamar la República
Dominicana. A la Independencia le sigue un período de guerras con Haití en defensa de
la soberanía que se extiende del 19 de marzo de 1844 al 24 de enero de 1856 y también una
lucha por el poder político en la naciente República que opone terratenientes y clase media:
“[…] durante unos veinte años, de 1843 a 1863”, escribe Juan Bosch, “la historia nacional se
39
Cfr. Galván, Manuel de Jesús, Novelas cortas, Estudio, notas y compilación de Manuel Núñez, Santo Domingo,
Consejo Presidencial de Cultura, 2000. Además de las tres novelas cortas: “La puericracia” (1855), “Federico o el aburrimiento” (1856), y “Elvira y Manfredo” (1856), se incluyen poemas, una pieza de teatro, “Las conspiraciones vistas
de un lado” (1855), así como una serie de artículos publicados en El Oasis y La Razón entre 1854 y 1864.
316
INTRODUCCIÓN | Guillermo Piña-Contreras
explica como un resultado de esa lucha entre pequeña burguesía y sector hatero, y la anexión
a España, producida en 1861, no es sino la salida que tuvo el grupo hatero ante la inevitable
extinción de su poder social y el traspaso de su poder político a la pequeña burguesía, los
hateros prefirieron la desaparición de la República.”40
Galván nace a la vida política dominicana hacia 1854. El autor de Enriquillo se había
forjado cierto prestigio intelectual en el Santo Domingo de entonces gracias a sus artículos
en El Oasis, un hebdomadario que había fundado ese año. Por su reputación es nombrado,
en 1859, secretario de la Legación diplomática dominicana en Copenhague y, a su regreso al
país, funge de secretario particular del presidente Pedro Santana (1801-1864), artífice de la
anexión de la República Dominicana a España en 1861. Durante la Anexión, en 1862, fundó
y dirigió La Razón, que sería el órgano de difusión del gobierno español de Santo Domingo.
En 1865, tras la derrota, las autoridades españolas le escogieron para entregar las llaves de
la Capital dominicana a los restauradores de la República. Por razones obvias, partió con
los españoles a Puerto Rico en donde fue nombrado Intendente de la Real Hacienda. En su
exilio puertorriqueño establece una larga correspondencia con el general Gregorio Luperón
(1839-1897). A partir de entonces, hacia 1868, inicia una lucha que contradice su pasado
político, y se enrola en las filas de los que combaten al presidente Buenaventura Báez que
quería, a su vez, anexar la República a los Estados Unidos de América.
En 1873, luego de la caída del presidente Báez, regresa a Santo Domingo y se acerca al
Partido Azul (liderado por Gregorio Luperón) llegando luego a ocupar varios cargos en el
gobierno del héroe de la Restauración. Después fue Ministro de Relaciones Exteriores en
varias ocasiones: en el gobierno de Francisco Ulises Espaillat (1876), en el de Cesáreo Guillermo (1879-1880), en el de Ulises Heureaux (1893) y en el de Alejandro Woss y Gil (1903).
También fue Ministro Plenipotenciario en Estados Unidos de América.
Ha de suponerse que en sus viajes a Europa, como diplomático, Galván concibió su
novela Enriquillo. La obra obtuvo, desde su primera edición completa en 1882, un gran éxito
literario y político. Para los dominicanos significó el resurgimiento de un mito: el del indio,
el ancestro desaparecido a finales del siglo XVI víctima de la crueldad del conquistador
español. El éxito de la novela se extendió por toda América Latina. Manuel de Jesús Galván
murió en San Juan de Puerto Rico el 13 de diciembre de 1910.
Historicidad de Enriquillo
El subtítulo Leyenda histórica dominicana, que lleva la primera edición de Enriquillo, no
aparece en algunas ediciones nacionales y extranjeras. Olvido que desnaturaliza la obra,
porque la asimilación del pueblo dominicano a la desaparecida raza taína no es gratuitamente formulada por su autor. Otras no llevan tampoco el epígrafe de Quintana,41 con el
cual Galván quiere hacer notar la importancia de la novela. La supresión, tanto del subtítulo
como del epígrafe, afecta naturalmente la interrelación dialéctica que se opera entre la historia
(la verdadera) y la leyenda (la ficción). Una iteración tan bien lograda que ciertos críticos e
historiadores no han podido discernir la historia –tal como la narra Las Casas o Fernández
Bosch, Juan, Composición social dominicana. Santo Domingo, Ed. Alfa y Omega, 1980, p.163.
“Dejemos siquiera en los libros algún lugar a la justicia, ya que por desgracia suele dejársele tan poco en los
negocios del mundo”. Quintana (Cfr. Galván, Manuel de Jesús, Enriquillo, leyenda histórica dominicana (1503-1533),
Santo Domingo, Imprenta de García Hermanos, 1882). Debo señalar, de la misma manera, que este epígrafe no aparece tampoco en la edición de la primera parte (Cfr. Enriquillo, leyenda histórica dominicana (1503-1533), Santo Domingo,
Imprenta Religiosa “San Luis Gonzaga”, 1879).
40
41
317
COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Volumen VI | NOVELA
de Oviedo en sus crónicas de las Indias, por ejemplo–, de la ficción creada por el autor de la
novela. El nombre indígena de Enriquillo que según Galván era Guarocuya, puede ilustrar
lo que acabamos de decir: este nombre no aparece registrado en ninguna de las crónicas de
Indias y mucho menos en la Historia de las Indias de fray Bartolomé de Las Casas, guía de su
relato. A pesar de la ausencia de nombre taíno para el cacique, en la República Dominicana
se tiene la creencia, gracias a la ficción y no a la verdad histórica, que se llamaba Guarocuya.
Contar los inicios de la conquista y colonización de Santo Domingo en Enriquillo tiene una
explicación histórica.
España, en 1882, ya no era amenaza para la República Dominicana. Cualquier acto que
se hiciera en su favor no provocaba ninguna controversia. Los problemas eran otros. Galván,
ante el pueblo dominicano, más bien la rehabilita, justifica el descubrimiento de América y
concibe una leyenda que narra el origen de la cultura dominicana: española, pero salpicada
con algo de taína.
Gracias a su maravillosa prosa, un hecho irreversible como los desmanes de la de la
conquista de América, se edulcora con la labor de los dominicos en el nuevo Continente:
“La posteridad, justa siempre, aunque a veces tardía en sus fallos, si tiene una voz enérgica
para condenar el fanatismo religioso que encendió en Europa las hogueras de la Inquisición,
tiene también un perdurable aplauso para el celo evangelizador que los frailes de la orden
dominicana desplegaron en el Nuevo Mundo, predicando el amor y la blandura a los fuertes consolando y protegiendo a los oprimidos, combatiendo abiertamente los devastadores
abusos y las inhumanidades que afearon la conquista.”42
Entre la publicación completa de Enriquillo (1882), y la salida de las tropas españolas de
la República Dominicana, median diecisiete años; y a pesar de que en ese lapso Galván se
había hecho nacionalista, no condena a España en su novela. Más bien trata de demostrar,
con un manejo magistral de la historia, que los indios de la isla fueron víctimas de actos
individuales, no de un sistema. Una manera de justificar a los españoles que ocuparon la
República Dominicana de 1861 a 1865 y de eludir todo análisis histórico en su obra: “Todos
los males”, escribe Pedro Conde a propósito de Enriquillo, “son atribuidos a la simple naturaleza del ser humano, a la eterna pugna entre el bien y el mal. Por tanto, sólo a la desigual
pelea entre buenos y malos debe acreditarse la facultad de mover el resorte de la historia y
producir cambios. El universo de Galván está poblado de fantasmas metafísicos, sin cuerpos y casi sin sustancia social. Galván descuida el análisis de la sociedad en que viven sus
personajes, esto es, crea una sociedad utópica en la cual la realidad no es dialéctica sino
unidimensional, en la cual los conflictos sólo son individuales y no de clases, en la cual no
hay algún problema moral o social directamente ligado a la estructura económica.”43
Enriquillo es la historia del último cacique de la isla de Santo Domingo. La del indio que
recibió, en el convento de la Vera Paz, la educación necesaria para comprender y asimilar la
cultura española: era cristiano y, además, había vivido sus primeros años entre los españoles de
la corte del gobernador Diego Colón. Después es destinado a uno de los más ricos colonos de
la isla, don Andrés de Valenzuela. Pero a la muerte de éste y con sus protectores (Las Casas y
Diego Colón), fuera de la isla, su suerte cambia radicalmente: las intrigas de Mojica, por un lado,
y los ultrajes y humillaciones del hijo de Valenzuela y de las autoridades de la Maguana, por
42
Galván, Manuel de Jesús, Enriquillo, leyenda histórica dominicana (1503-1533). Todas mis referencias de la novela
son tomadas de la presente edición y sólo se indican por el número de la página: p.597.
43
Conde, Pedro, Notas sobre el Enriquillo, Santo Domingo, Ed. Taller, 1978, p.40.
318
INTRODUCCIÓN | Guillermo Piña-Contreras
otro, obligan al cacique, seguido de un grupo de indios, a sublevarse. Las razones iniciales de
la rebelión eran evidentemente personales. Enriquillo había soportado que el joven Valenzuela
le quitara su mula, lo apaleara, lo metiera en prisión y hasta que intentara arrebatarle a Mencía,
su mujer. Cuando agotó, como hombre civilizado, todos los recursos legales comprendió que
la única solución era el alzamiento y hacerle la guerra a los españoles desde las montañas del
Bahoruco. Si los orígenes de la rebelión del humillado cacique eran individuales, una vez en la
montaña, el carácter personal de la guerra dio lugar a la lucha por la defensa de su raza

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