perfiles e historias
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4 V I DA E L NORT E - Domingo 30 de Julio del 2006 PERFILES E HISTORIAS perfi[email protected] Claudia Susana Flores Editora: Rosa Linda González d Usualmente en la penumbra de las salas, a Enrique Fernández se le deben décadas de risas y carcajadas en los teatros regiomontanos. Insuperable, nadie ha podido batir sus récords de asistencia a las obras de humor. El señor de la comedia Enrique Fernández es sinónimo del teatro de humor en Monterrey • En su casi medio siglo de trayectoria ha montado más de 150 puestas, algunas de corte clásico • Se le recuerda por su mancuerna junto a la actriz Nena Delgado, pero también como maestro escolar y de generaciones de actores • Al artista se le rendirá un homenaje en el Festival de Teatro Nuevo León 2006 que inicia este 3 de agosto. Daniel de la Fuente A bordó el camión en su barrio de la Nuevo Repueblo y se dirigió hacia sus clases del tercer año de Leyes, en Ciudad Universitaria, a la que había entrado contra su voluntad y por orden de su madre. Era, recuerda Enrique Fernández, una tarde típica de Monterrey. “Modorrosa, en la que no tienes ganas de hacer nada que no sea hacer nada”, cuenta sonriendo y muestra sus dientes ligeramente separados. Enrique es regordete, calvo casi por completo y de estatura baja. “Iba por Juárez en el camión y me dije ‘no voy a ir, me la voy a perrear’, y me bajé en M.M. de Llano para ir a casa de mi amigo Alberto Ochoa”. Muy robusto entonces, rebasados los 20 años, el joven llegó, pero la mamá de su amigo le dijo que éste había salido. Enrique comenzó a vagar por el primer cuadro de la ciudad hasta llegar a la casona construida por Gregorio Martínez, en Zaragoza y Espinosa, de cuya parte posterior pendía un letrero: Escuela de Teatro. Y entró. “Me metí por curiosidad, a ver qué había. Avancé unos pasos y me encontré con Lola Bravo, Rogelio Quiroga, Pepe Marroquín ‘Pipo’, Irma Lozano”, explica y le da el golpe al primero de los tres mentolados del día. “Ensayaban ‘La Soga’, de Patrick Hamilton, que sería la primera con 75 puestas en el teatro El Globo”. Enrique permaneció en la oscuridad en tanto la luz de los reflectores iluminaba a los actores, quienes atendían las indicaciones de Lola, pionera de la vanguardia teatral en la ciudad. “Allí estaba, en la penumbra, escuchando a Lola: ‘¡tienes que profundizar!’, le decía a uno; ‘¡no eres tú el que habla, es el personaje!’, y lo veía transformarse, como de magia. “En eso Lola volteó y me descubrió junto a otros, a mis espaldas, que no había visto. ‘¿Y ustedes que están haciendo allí?’. Mirando, le respondí yo. ‘Pues aquí no se viene a mirar, se viene a trabajar. ¿Quiere ser actor? Trabaje’. Me fui volando, me asusté. Nadie me había hablado así nunca”. Tan nadie le había hablado así que al día siguiente Enrique se inscribió en Teatro y dejó Leyes. Hoy, piensa en su propio acto de iniciación, previo al homenaje por su trayectoria en el Festival de Teatro Nuevo León 2006. “No sé qué me pasó, ni qué pensé cuando los vi en el ensayo”, afirma, emocionado. “Sólo sentí que allí pertenecía, a ese mundo. Con ellos”. I Tiempo después se lo diría Lola Bravo cuando fue su alumno. Estaban él y Sergio García, también director tea- d En “La Mala Leche”, Enrique Fernández (segundo de der. a izq.) con las manos entrelazadas a las de su compañera por más de treinta años: Nena Delgado. Los contemplan, a la derecha, Yaya Mier, y a la izquierda (de der. a izq.) Guillermo Alanís y Javier Sancho. tral, muy jóvenes, y la maestra los exhortó: “Tú, Sergio, dedícate al drama, a lo fuerte. Es lo tuyo. “Y tú, Enrique, ni le busques: a la comedia. Te es fácil, te adaptas”. Hoy el teatrista, reconocido por sus obras de humor, sonríe. “Y sí, las primeras fueron comedias, dirigidas por Pepe Marroquín, antes que fuera ‘Pipo’, con temporaditas pequeñas”, cuenta el director. “Y es que la comedia me era fácil, natural. Luego ya me decía Pepe en los ensayos de obras serias: ‘lloras muy bonito, pero a mí me estaba dando risa’, y yo decía ‘¡chin!, ¿pues por qué?’”. Incluso, en el primer drama que dirigió, “Evasión”, una obra de corte gay, la gente se partía a carcajadas. Todavía allí Enrique se lo seguía preguntando: ¿de qué se ríe la gente? La verdad es que Enrique Livio Fernández López –el segundo nombre se lo debe a su abuela, afecta a las novelas de los Césares y quien le contaba historias del Imperio– es serio en tanto no se le conoce, incluso solemne. El director Hernán Galindo lo recuerda así al ser dirigido por él la primera vez, en 1979, en “Una viuda sin sostén”. “Era un personaje que impactaba con su presencia, su decisión; tiene una capacidad enorme de resolución para los textos, entonces sí impactaba la verdad. Daba miedo”, describe. Esas cualidades provienen de la madre, una costurera de San Luis Potosí que contrajo matrimonio con un trabajador de salas de cine oriundo de Allende, N.L. Ambos tuvieron cinco hijos y el mayor de los hombres, al morir uno de ellos muy niño, fue Enrique, nacido el 4 de agosto de 1938. “Con papá en los cines me pasaba días en la sala disfrutando sobre todo de dramas, de películas como ‘La Duda’, ‘Mujeres Sin Mañana’. Pero a quien le debo mucho fue a mamá”. La mujer lo llevaba de niño a declamar a la XET. Previo, ensayaban: le advertía de la naturalidad a imprimir en las líneas de los textos. Fue, ahora lo ve así, su primera maestra. “Ella me llevó a una escuela de monjas, Escuela de Boleros y Papeleros, que subvencionaba el Padre Ríos, de la Catedral. Allí hice escenificaciones. Luego entré a un colegio salesiano con una ‘beca’, que consistía en no pagar a cambio de barrer la escuela”. En tanto barría, recuerda, veía ensayar a alumnos una obra sobre la vida de un santo. Un día el niño del protagónico se encaprichó en no aparecer y Enrique se ofreció. Sabía de memoria las líneas, incluidas las canciones. “El Padre Soto, el prefecto, estaba desesperado. Cuando me ofrecí me dijo: ‘ándale, deja la escoba y ven’. Noté que me gustaba lo que hacía, pero también que estaba obteniendo algo: ya no tenía que barrer la escuela”. Llegó a la prepa en Colegio Civil. Allí se evoca con un ojo en las aburridas matemáticas y con el otro en los ensayos, en el Aula Magna, de las revistas universitarias, con Julián Guajardo y Joaquín Vázquez, entre otros. “Me atraían, gozaba los ensayos. Nunca participé. Fue hasta que llegué con Lola que me dio por el teatro”. II En tanto se preparaba con Lola y Pepe Marroquín, Enrique continuó su trabajo y formación como maestro, iniciada a los 15 años, cuando fueron por él a la secundaria para educar niños, lo que permitió ingresos en su casa. “Hice mi carrera como maestro normalista de educación básica, una carrera que me apasiona porque no hay nada que me guste más que ense- ñar a alumnos”, afirma con su voz engolada, de puntuaciones precisas como suelen tener los profesores. “Me acuerdo que al principio me tocó un salón ¡con 60 niños!, pero pude educar hasta una generación completa”. Para ascender en el escalafón, se dijo, debía cursar en los veranos la Normal Superior, en la Ciudad de México, y matar así dos pájaros de un tiro: se capacitaría y disfrutaría de la vida bohemia de allá. Eran los 70. La casualidad, sin embargo, volvió a surtir efecto y, un día, llegó hasta el Centro Universitario de Teatro, manejado por el maestro Héctor Azar. “Pedí una cita y Azar me la dio. Él era adusto, serio, pero lo hice reír cuando le dije que me parecía curioso el apellido de Susana Dosamantes, bellísima. Entré y pude conocer a Héctor Mendoza, Ana Ofelia Murguía, Sergio Kleiner, todos actorazos”. Enrique volvió varios veranos a aquella escuela, pero en donde más aprendía era en las reuniones en el café o el bar. Escuchar tantas anécdotas le dio conocimientos que no se ponían en práctica aún en Monterrey. “Ya aquí hice muchos montajes en el Teatro del Maestro. Me acuerdo de ‘La Hija de Rapaccini’, de Octavio Paz; montamos en comedia musical ‘La Escuela de las Viudas’, de Jean Cocteau. Ganamos lugares en concursos nacionales con obras como “Los Cuervos Están de Luto”, pero creo que la primera obra que tuvo mucho éxito fue de un libreto que me dio Héctor Mendoza, la comedia ‘Las Entretelas del Corazón’, que aquí le pusimos “Salpícame de Amor”. No, una reacción súper, aunque Luis Martín me decía ‘¡qué bárbaro, dura cuatro horas! ¡Ni Hamlet!’”. Ésa fue la obra que, a su decir, lo determinó para la comedia. “Fue el detonador, vi que la gente llegaba en tumultos y se reía, gozaba. Eso me gustó. El teatro de entonces era muy experimental, todas las obras eran muy tremebundas. Había cosas muy buenas, claro, como las de Sergio García, pero las veía y decía ‘no, eso yo no lo puedo hacer, nunca, y entonces venía otra comedia y otra y otra. “Muchas fueron con Blanca Martínez Baca, a la que quise tanto. Nomás salía al escenario y la gente se reía”. Sin embargo, sería con Nena Delgado con quien Enrique haría una mancuerna única en el teatro local. La conoció cuando ambos se peleaban por el Teatro del Maestro, en los 60. “Él tenía su grupito, yo el mío. Como era el único teatro nos la pasábamos deseando que la obra del otro no pegara para que desocupara el teatro”, cuenta Nena. “Lo recuerdo como es: tajante, pero que da gran libertad sobre el escenario, seguridad”. Si ella vio en él la firmeza, él descubrió en “La Prieta”, como le llama, a una actriz de brillo y temple inusuales. Para Enrique, la mancuerna nació con la obra “La Nalgada”, pero el éxito no los abandonaría tras “Luto, Flores y Tamales”, de Guillermo Alanís. “Lo primero que monté de Memo fue ‘De Acá de Este Lado’, un éxito, pero nada como ‘Luto...’”, explica Enrique y sus ademanes surcan figuras en el aire. “Yo conocía a los personajes, todos: eran mi tía, mi abuela; eran las mujeres que se sentaban con mamá en las noches a platicar”. A la primera que le ofreció el papel fue a La Nena, a quien no le convencía un muerto que hablaba en el escenario. Hugo Argüelles, que admiraba la obra de Memo, la convenció. Eran los 90 y les dieron un teatro de la CTM con pozos en el escenario, paredes “miadas” y rincones plagados de ratas, a decir de Nena. Pero Enrique veía aquello como parte natural en la obra. “Tuvimos que colgar los reflectores en un barandal frente al escenario; no había hombros, nada. Era el peor de los lugares, pero salimos gracias a la decisión de El Gordo (Enrique)”. A partir de allí vinieron “La Mala Leche” y otras donde el folclor norestense era el atractivo. “No lo concebía en teatro norteño”, reconoce Nena. “Yo lo tenía en el teatro español, no pensé que iba a tener tanto éxito con la comedia ligera”. Por supuesto, por mucho tiempo Enrique sufrió acusaciones de sus contemporáneos. Le decían “El mercachifle del teatro”. No le perdonaban ASÍ LO DIJO Allí soy yo: brinco, corro, salto, hablo todo el tiempo, río. Ya nomás empiezan las temporadas y estoy pensando en la siguiente obra, la siguiente”. Enrique Fernández, director teatral y maestros de actores el éxito, a decir de Hernán Galindo. “Muchos directores después que lo criticaron intentaron hacer después comedia y se dieron cuenta que no es fácil, es un género difícil”. Nena es más directa: a Enrique “le valía”. Seguro, sabía lo que quería. “Enrique es el señor comedia, es el director que sabe cómo hacer reír, que percibe qué golpea al público, qué no va. Nadie como él”. Enrique se ha acostumbrado hasta al anonimato. No le molesta no ser identificado, excepto cuando le llaman “el director de la Nena”. “¡Así me tocó!”, ríe. III Enrique ha conformado su vida de éxitos en la comedia, muy pocas veces se ha quedado con salas vacías, logros importantes como impulsor del teatro escolar y fundador de esfuerzos como el Centro de Estudios Teatrales (CET). Hoy, se dedica a su hija, que tuvo de un matrimonio que no funcionó, y a sus nietos. También, a viajar, ver cine y seguir montando teatro. “La primera vez que fui a Europa fue con él”, cuenta Hernán. “Es un gran guía, viajero incansable. Hemos ido varias veces a Nueva York y no deja de ver obras, es un teatrista que viaja para documentarse, actualizarse”. Sin embargo, quizá una de sus características sea que los actores no se metan en su trabajo, a decir de Nena. “No permite que le digas lo que debe hacer, dile las cosas a solas”. Entre las obras recientes de Enrique se encuentran “’Los Chicos del Arcoiris”, “Salón de Belleza” y “Solteronas Desesperadas”, todas, excepto la primera, con la Nena. Suman más de 150 los montajes dirigidos por él. “Nuestra Señora de la Tortilla”, de Luis Santeiro, será la obra con la que participará en el Festival de Teatro. Sin embargo, aclara que lo que más le encanta es el ensayo, donde su trabajo, enérgico y disciplinado, se explaya. Ya en los estrenos, toma distancia y deja que los actores hagan lo suyo. “Allí soy yo: brinco, corro, salto, hablo todo el tiempo, río. Ya nomás empiezan las temporadas y estoy pensando en la siguiente obra, la siguiente”. Es, sin duda, el mismo hombre que desde la oscuridad contempla actores, pero al que le corresponde parte de los éxitos. Lo disfruta, no lo niega. Alterna, pues, la penumbra y la risa. “Todo el tiempo me estoy riendo”, afirma Enrique cuando se le pregunta si aún disfruta del género. “Yo sufro poco... sufro más por cuestiones amorosas... Pero a mí me gusta reír, me gusta que la gente se esté riendo. ¡Hasta en los velorios me río!”. Tan así disfruta de la risa que ya le ha dicho a la actriz Andrea Zúñiga, otra de sus alumnas queridas, que cuando él muera le lleven a “Lupe el de Bronco” a que le cante “Pescador”; repartan rosas amarillas a los asistentes y luego partan todos a su departamento y hagan una fiesta en su honor. “Me voy a reír hasta el día que me muera”, dice y se sonroja. Y la carcajada no tarda en aparecer.