Cuento 1 – Iniciación

Transcripción

Cuento 1 – Iniciación
Fontanarrosa, Roberto – Nada del otro mundo y otros cuentos
CUENTO 1: “INICIACIÓN”
Yo creo que a mi padre se le ocurrió ese día en que entró al baño
y yo estaba bañándome. Dijo "permiso" y entró, sin esperar que yo
contestara, cosa que siempre hacía y que a mí me jodía bastante. Pero
él tenía esa costumbre de los clubes, de los vestuarios de los clubes. Le
gustaba esa cosa muchachera de la falta de privacidad de los clubes y,
entonces, lo mismo entraba. Yo creo que fue ese día porque me pegó
una ojeada, empezó a buscar algo en el botiquín, por ahí me volvió a
mirar, cerró el botiquín y se fue preguntándome si salía bien el agua de
la ducha y sin esperar a que yo le contestara.
También es cierto que yo hacía poco que me había puesto los
pantalones largos a instancias de mi viejo que le preguntó a mi vieja
qué esperaba para comprármelos y le dijo que faltaba poco para que se
me pasaran las bolas por debajo de los cortos. Además a mí me había
agarrado una gripe fuerte y había pegado un estirón interesante. No
diré que me había puesto alto porque nunca fui alto, pero para esos
días había pegado un estirón considerable.
Al poco tiempo lo encontré a mi viejo hablando en voz baja con mi
madre y eso me sorprendió porque mi viejo hablaba muy poco con mi
madre. Era de esos matrimonios de antes que funcionaban con muy
pocas palabras, con acuerdos tácitos, con miradas, con gestos. Por otra
parte, se daba por descontado que el padre no tenía por qué contarle
sus problemas a la esposa. Pero yo entré en la cocina no sé buscando
qué cosa y ellos estaban hablando en voz baja y cuando me vieron
dejaron de hablar o cambiaron la conversación, no sé, algo que yo me di
cuenta. Y me dio la impresión de que mi viejo quería convencerla a mi
madre de algo y que a ella no le caía del todo bien el asunto. Después,
esa tarde, mi madre, mientras planchaba, me miraba. Daba un par de
pasadas con la plancha y me miraba, después volvía a planchar. Yo
estaba estudiando química, me acuerdo —una materia que detestaba—
y me hacía que no la veía, pero notaba que ella me estaba observando.
Pasó un tiempo y no ocurrió nada. Digamos, todo esto que ahora
yo cuento lo relacioné después, después que pasó todo. En ese
momento, digamos, lo noté, pero no le di mayor importancia. Después
até cabos, más adelante.
Muy bien; un día mi viejo aparece de tarde, y eso era raro en él,
que casi siempre aparecía ya bien de noche, y me dice "vestite". Ahí fue,
ahí fue cuando yo me di cuenta de que había algo raro. Cuando él me
dijo "vestite" yo ya presentí que había algo raro.
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"¿Adonde vamos?" le pregunto. "Al club" me dice. Me acuerdo que
salimos juntos, caminamos esas tres cuadras y llegamos al club. En el
trayecto mi viejo no me habló una palabra, nada. Llegamos al club y mi
viejo entra en el buffet. No había un alma. Mi viejo se movía en el club
como en su casa, o mejor que en su casa porque se la pasaba más en el
club que con nosotros. "¿Está Mendoza?" le pregunta a un tipo que
aparece detrás del mostrador. "Salió" le dicen. "Cagamos" dice mi viejo.
"Pero vuelve" dice el tipo. "Lo esperamos, entonces" dijo mi viejo. "Acá,
con el compañero, lo esperamos". Nos sentamos en una de las mesitas
del salón. Mi viejo, después de hablar conmigo algunas pavadas,
banalidades, las clásicas preguntas de cómo me iba en el colegio, esas
cosas, me empieza a decir que todo llega en esta vida, que el tiempo
pasa, que yo ya había dejado de ser un pibe, que estaba empezando a
ser un hombre, que había algunas cosas que yo tenía que conocer, etc.,
etc., etc. Todo muy por encima, todo más amagado que concreto, pero
era la primera vez que nos poníamos los dos, uno frente al otro, solos,
en una mesa, a hablar de esos asuntos. O mejor dicho, hablaba él, yo lo
escuchaba. De todos modos, era la primera vez. No fue muy larga la
espera, sin embargo, porque enseguida llegó el Mendoza en cuestión.
Era el bufetero del club; yo lo había visto un par de veces antes. Y se ve
que ya habían conversado de la cosa porque mi viejo le dijo: "Acá está el
hombre" señalándome y el tipo dijo: "¿Así que éste es el campeón?" y
enseguida mi viejo se levantó, lo agarró del brazo y se lo llevó hasta el
mostrador. Ahí estuvieron hablando unos minutos con gran
familiaridad. Mi viejo le dio unos pesos que sacó de la billetera y
después se acercó de nuevo hasta la mesa. "Te dejo con Mendoza" me
dijo "es un amigo. Él se va a ocupar de todo". "Andá tranquilo que todo
va a salir bien" le dijo el otro a mi viejo desde atrás del mostrador mientras acomodaba unas facturas que se ve quería dejar arregladas antes
de venirse conmigo. "Después te veo en casa" me dijo mi viejo, y se fue.
Este Mendoza entró a lo que era la cocina del club y enseguida salió con
un saco puesto, así nomás, sin corbata. Me acuerdo que agarramos el
auto de él, un Plymouth viejo, todavía me acuerdo, y salimos. Ni sé para
qué lado agarramos pero este Mendoza tampoco me dijo nada.
Llegamos a una casa, una casa grande, y bajamos. Mendoza
entra y me hace esperar afuera. Al ratito sale y me dice: "Entrá". Yo
entro, era un living amplio, bastante bien puesto, con unos sillones,
esas mesitas con mantelitos de encajes y unas muñecas sobre las
mesas, todo bastante rococó.
Y ahí había una mujer, alta, grandota, que debía ser bastante
joven, andaría por los 35, por ahí, lo que pasa es que para mí, en ese
entonces era casi una jovata, una veterana. La mujer tenía puesto una
especie de salto de cama con muchos bordados y chinelas. No era fea,
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para nada. Tenía un pelo muy negro me acuerdo y los ojos muy
pintados. Me acuerdo también del perfume, un perfume dulzón, penetrante. Mendoza y la mujer cuchichearon un momento, se rieron y
enseguida Mendoza se fue hacia la puerta. "Te espero en el auto" me
dijo, y me guiñó un ojo. "Vení, pasá, pasá", me dijo la mujer, apoyada
en la puerta que daba al patio y que era parte de una mampara con un
vitraux.
Entonces me acuerdo que pasamos a una pieza, a un dormitorio,
donde había una estufa de esas altas a la que, en la parte de arriba, le
habían puesto una ollita con hojitas de eucaliptus para secar el
ambiente. No me podré olvidar nunca de ese olor. "Sentate" me dijo la
mujer, y me señaló una silla; "yo ya vengo". Yo me quedé ahí, sentado
en la punta de la silla, mirando todo, con las manos agarradas medio
tapándome los puños de la camisa que me sobresalían por debajo del
saco porque estaban medio despelusados y me daba vergüenza.
Enseguida vuelve esta mujer del baño y se había sacado esa especie de
batón, de salto de cama, que tenía. Tenía puesta una camisa blanca y
una pollera, sencilla nomás. Se sentó en la cama y, mientras me
miraba, dejó caer las chinelas y subió las piernas a la cama. Yo trataba
de no mirarla mucho, pero ella me miraba permanentemente. Por ahí
me dijo: "Tenés lindos ojos". Yo me quedé mudo y seguía tratando de no
mirarla. "De veras''', repitió, "tenés ojos muy lindos". Después se hizo un
silencio y yo noté que estaba transpirando. Yo, estaba transpirando.
Era un silencio muy pesado y sólo se oía el tic tac de un reloj desde la
otra pieza. Entonces ella se levantó y se acercó lentamente a mí. Se
agachó enfrente mío y puso sus manos sobre las mías. Después se
levantó, sin soltarme las manos, y yo quedé casi obligado a mirar a los
ojos. Entonces me dijo: "Hay cosas que un hombre tiene que saber". Y
enseguida: "Los Reyes Magos son los padres".
Después, lo único que me acuerdo es que me fui de aquel lugar
llorando.
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