El Barro Centenal en Manos y Fuego de Iribertegui

Transcripción

El Barro Centenal en Manos y Fuego de Iribertegui
El Barro Centenal en Manos y Fuego de Iribertegui “Esta es tierra centenal”, me explicaban cuando llegué a estos páramos, y yo me preguntaba si eso querría decir que era algo así como de siglos, de centenas… ¡Fíjense ustedes qué ignorancia la mía…! Y una sonrisa tan del “Güelo”, cobijada en nobleza bajo la boinona y sobre la capa del Padre Lanz, nos hacía cómplices de todo lo que significaba aquel hombrón con tres estrellas en el alma, que jugaba con nosotros (“abencerrajes” cazurros) a disfrazar su inmenso saber. Han significado mucho los navarros entre los nuestros Frailes de La Virgen, desde Estella, Villava, desde la Ribera de Oteiza, las peñas de Torralba y La Población, sintiendo el ser del Camino, hasta este alto secano leonés, para sembrar en duro centenal. A fray Miguel P. Iribertegui Eraso, tras finalizar sus estudios de Bellas Artes, le tocó en suerte ingrata labor de alfarería con tosco barro, aún poco amasado siquiera para adobe bruto: el nuestro. “Os propongo que penséis y creéis un modelo para cambiar algo”. Así, nada más que así, nos lo planteaba Maikel en el primer día de su enseñar, prendiéndole fuego a nuestra creencia de que bastaba que una forma disecada fuera trasladada con una cuadrícula incrustada en el papel y otra enrejada en la mente (por ejemplo) para hacernos con el dominio de lo que podíamos entender debía ser tenido por artístico. El Fuego había abrasado los leños‐hombre en los que se fijó una magistral lectura evangélica (más diáfana la del no creyente) en el apostolado del Santuario nuevo. Los bronces de Subirachs hubieron de prender en Iribertegui. Para Miguel, desde la luz de ese imponente frontal, o desde la sombra tras la vidriera en llamas de Rafols, que a su espalda tantas veces a él le fundiera sobre el órgano ahora callado, el bronce bullía en el esbozo de una línea: “La Iglesia nace en Pentecostés”. Los esbozos de Miguel, sus trazos decididos permanecen, a voluntad, nunca cerrados, como esperando que otra mano se sume a ellos. “¡Las manos de Picasso!”, decía Miguel como en una plegaria del creador, mientras nos revelaba las que abrazaban plenas de humanidad en sus bocetos al carbón, y en aquel bloque de madera al que tan poco tuvo que descarnar para descubrir las dos figuras hechas una en su genial “beso”. Lo humano en Iribertegui es su voluntad de trascenderse, por entendimiento y sentido, en su orientación estética. Para Miguel, la realidad que cuenta es, como él lo dijo, la del “mundo de hombres que peregrinan”. El Santuario viejo, y el nuevo… y el eterno, lo han sido de la religiosidad popular, de la Piedad del Pueblo, que en una pastoral dominicana (de los domini‐cane), a través del arte y sirviéndose de una iconografía que reconocen como suya los herederos del Reino, aúna la más estricta Escolástica (“equilibrio entre deducción racional y sentido del misterio”) con la más fundamental percepción, sentir, de que lo conocido de Dios es lo humano, y eso, mucho más allá de un ensayo de teología estética, para uno de los de Domingo, es conocer La belleza de María. Iconografía humana, la de Miguel, enraizada en la tierra, como hace con la Santina en la Anunciación de la Perdonanza ovetense, o con lo más identitario leonés, en esos grupos que integran su Belén: pastores de los nuestros puertos, vegas y oteros, las mañas de los aluches, el pendón concejil o el juego popular y tradicional de la sogatira, unión de la lucha por la vida y la alegría en el juego (Iribertegui no la presenta como grupo en tensión, sino en total equilibrio), a la vez, tan leonés como vascón, tan autóctono como universal. El pendón leonés no es una bandera; su ser y sentido es el de un tótem en el que se identifica una comunidad de aldea, un pueblo organizado en torno a su ancestral forma de vida regida por el Concejo. En Cataluña, uno de los nuestros de la diáspora y la añoranza realizó una magnífica imagen para obsequiar a quienes allí honraban lo de esta tierra de origen, aquella de adopción y la que es patria común: un pendón izado sobre un grupo de castellers. Crear es vencer la cuadrícula. Un pendón leonés, para la mayoría de nosotros, es perceptible izado en alto, destacando sobre otros y, si es posible, haciendo destacar a quien lo porta. Miguel supo ver en un pendón concejil leonés que no se yergue, sino que está exigiendo esfuerzo para alzarse, la total dependencia del pabellón que representa, en virtud de un determinado código, a la comunidad que sustenta ese símbolo y, en él, a sí misma. Cuando Miguel Iribertegui pensó y creó su modelo para interpretar y (si fuera posible) amejorar nuestro ser leonés, no se limitó a trasponer una estampa localista (por más entrañable y vistosa que lo es) de un San Froilán florecido de las singulares enseñas de nuestros pueblos. A él le prestó encontrar en esta tierra centenal, tan de Caín, una brasa no extinguida de sentir común y supo modelarlo para comunicarlo, más aún –conforme a la misión de su Camino– predicarlo. Tanto y tan bueno sembrado, y qué duro e ingrato el nuestro centenal. Ignorancia la nuestra, Padre Lanz. Antonio Barreñada Catálogo de la Exposición IriberteguiEsculturas León, Palat del Rey, 2011 

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