La Dama de las camelias, Alejandro Dumas hijo, 1848
Transcripción
La Dama de las camelias, Alejandro Dumas hijo, 1848
http://www.bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/LiteraturaFrancesa/Dumas/L adamadelascamelias/ La Dama de las camelias, Alejandro Dumas hijo, 1848 Capítulo XXV Armand, cansado por este extenso relato, interrumpido a menudo por sus lágrimas, se llevó las manos a la frente y cerró los ojos, ya para pensar, ya para intentar dormir, después de darme las páginas escritas de puño y letra de Marguerite. Unos instantes después, una respiración un poco más rápida me indicaba que Armand dormía, pero con ese sueño ligero que el menor ruido hace desaparecer. Esto es lo que leí, y lo transcribo sin añadir ni quitar ninguna sílaba: “Hoy estamos a 15 de diciembre. Hace tres o cuatro días que no me siento bien. Esta mañana me he quedado en la cama; el tiempo está sombrío, yo estoy triste; no tengo a nadie junto a mí y pienso en vos, Armand. Y vos ¿dónde estáis en el momento en que escribo estas líneas? Me han dicho que lejos de París, muy lejos, y quizá ya haya olvidado a Marguerite. En fin, seáis feliz vos, a quien debo los únicos momentos alegres de mi vida. No pude resistir el deseo de daros una explicación de mi conducta, y os escribí una carta; pero, escrita por una chica como yo, tal carta puede parecer una mentira, a no ser que la muerte la santifique con su autoridad y que en vez de ser una carta sea una confesión. Hoy estoy enferma; puedo morir de esta enfermedad, pues siempre he tenido el presentimiento de que moriría joven (…), pero no quiero morir sin que vos sepáis a qué ateneros respecto a mí, si es que, cuando regreséis, aún os preocupáis por la pobre chica a quien tanto queríais antes de marcharos. He aquí lo que contenía aquella carta que me sentiría feliz de volver a escribir para darme una nueva prueba de mi justificación: Recordaréis, Armand, cómo la llegada de vuestro padre nos sorprendió en Bougival; os acordaréis del terror involuntario que aquella llegada me causó, de la escena que tuvo lugar entre vos y él y que vos me contasteis por la noche. Al día siguiente, mientras estabais en París esperando a vuestro padre, que no volvía, se presentó un hombre en mi casa y me entregó una carta del señor Duval. En aquella carta, que adjunto a ésta, me rogaba en los términos más solemnes que os alejara al día siguiente con cualquier pretexto y que lo recibiera; tenía que hablar conmigo y me recomendaba sobre todo que no os dijera nada de su petición. Ya sabe con qué insistencia os aconsejé, tras vuestra vuelta, que os fuerais otra vez a París al día siguiente. Hacía una hora que os habíais marchado cuando se presentó vuestro padre. Excuso deciros la impresión que me causó su rostro severo. Vuestro padre estaba imbuido de las vagas teorías que quieren que toda cortesana sea un ser sin corazón, sin razón, una especie de máquina de coger oro, siempre dispuesta, como las máquinas, a triturar la mano que le tiende algo y a desgarrar sin piedad ni discernimiento, al que la hace vivir y actuar. Vuestro padre me escribió una carta muy correcta para que yo accediera a recibirlo; mas no se presentó en absoluto como había escrito. Hubo en sus primeras palabras la suficiente altanería, impertinencia e incluso amenazas, como para que yo tuviera que hacerle comprender que estaba en mi casa y que no tenía por qué darle cuenta de mi vida, a no ser por el sincero afecto que sentía por su hijo. El señor Duval se calmó un poco, y con todo se puso a decirme que no podía sufrir por más tiempo que su hijo se arruinara por mí; que yo era hermosa, cierto, pero que por hermosa que fuese no debía servirme de mi hermosura para echar a perder el porvenir de un joven con gastos como los que yo tenía. A eso no había más que una cosa que responder, ¿verdad?, y era enseñarle las pruebas de que desde que era vuestra amante no me había costado ningún sacrificio seros fiel sin pediros más dinero del que pudierais darme. Le enseñé los papeles del Monte de Piedad, los recibos de las personas a quienes había vendido los objetos que no pude empeñar, y le conté a vuestro padre mi decisión de deshacerme de mi mobiliario para pagar mis deudas y para vivir con vos sin ser una carga demasiado pesada. Le hablé de nuestra felicidad, de la revelación que vos me habíais hecho de una vida más tranquila y más dichosa, y acabó por rendirse a la evidencia y tenderme la mano, pidiéndome perdón por su forma de presentarse al principio. Luego me dijo: – Entonces, señora, no será con reprensiones ni amenazas, sino con súplicas, como intentaré obtener de usted un sacrificio más grande que todos los que ha hecho hasta ahora por mi hijo. Me eché a temblar ante aquel preámbulo. Vuestro padre se acercó a mí, me cogió las dos manos y continuó en tono afectuoso: - Hija mía, no me tome a mal lo que voy a decirle; comprenda solamente que la vida tiene a veces necesidades crueles para el corazón, pero a las que hay que someterse. Es usted buena, y hay en su alma generosidades desconocidas de muchas mujeres que quizá la desprecian y no valen lo que usted. Pero piense que al lado de la amante está la familia; que más allá del amor están los deberes; que a la edad de las pasiones le sucede la edad en que el hombre, para ser respetado, necesita estar sólidamente asentado en una posición seria. Mi hijo no tiene fortuna y, sin embargo, está dispuesto a cederle la herencia de su madre. Si él aceptara el sacrificio que está usted a punto de hacer, sería para él un motivo de honor y dignidad el hacerle a usted a cambio esa cesión que la pondría para siempre al abrigo de una adversidad completa. Pero él no puede aceptar ese sacrificio, porque el mundo, que no la conoce, atribuiría a ese consentimiento una causa desleal que no debe alcanzar al nombre que llevamos. No mirarían si Armand la ama ni si usted lo ama a él, si ese doble amor es una felicidad para él y una rehabilitación para usted; no verían más que una cosa: que Armand Duval ha permitido que una entretenida (y perdóneme, hija mía, lo que me veo obligado a decirle) vendiera por él todo lo que poseía. Luego llegaría el día de los reproches y las lamentaciones, puede estar segura, para usted como para los demás, y arrastrarían los dos una cadena que no podrían romper. (…) »En fin, hija mía, sépalo todo, pues no se lo he dicho todo; sepa, pues, lo que me traía a París. Acabo de decirle que tengo una hija, joven, guapa, pura como un ángel. También ella ama y quiere hacer de ese amor el sueño de su vida. Le escribí todo esto a Armand, pero estaba tan ocupado con usted, que no me contestó. En fin, mi hija va a casarse. Se casa con el hombre que ama, y entra así en una familia honorable que quiere que todo sea honorable en la mía. La familia del hombre que será mi yerno se ha enterado de la vida que Armand lleva en París y ha manifestado que retirará su palabra si Armand sigue viviendo así. En sus manos está el futuro de una niña que no le ha hecho nada y que tiene derecho a contar con el futuro. » ¿Puede usted y se siente con fuerzas para destrozarlo? En nombre de su amor y de su arrepentimiento, Marguerite, concédame la felicidad de mi hija.” Yo lloraba silenciosamente, amigo mío, ante todas aquellas reflexiones que yo me había hecho con tanta frecuencia y que, en boca de vuestro padre, adquirían una realidad más seria aún. Me decía todo lo que vuestro padre no se atrevía a decirme y que tuvo en la punta de la lengua veinte veces: que al fin y al cabo yo no era más que una entretenida y que cualquier razón que diera a nuestra relación tendría siempre el aspecto de cálculo; que mi vida pasada no me daba ningún derecho a soñar con semejante futuro y que aceptaba responsabilidades que, por mis costumbres y mi reputación, no ofrecían ninguna garantía. En fin, yo os amaba, Armand. La manera paternal de hablarme del señor Duval, los castos sentimientos que evocaba en mí, la estima de aquel anciano leal que iba a conquistar la que, estaba segura, tendría yo de vos más tarde, todo ello despertó en mi corazón nobles pensamientos que me realzaban a mis propios ojos y me impulsaban a hablar de santas vanidades, desconocidas hasta entonces. Cuando pensaba que algún día aquel anciano, que me imploraba por el futuro de su hijo, le diría a éste que añadiera mi nombre a sus oraciones, como el nombre de una misteriosa amiga, me transformaba y me sentía orgullosa de mí misma. La exaltación del momento exageraba quizá la verdad de aquellas impresiones; pero eso era lo que yo experimentaba, amigo, y aquellos nuevos sentimientos hacían callar los consejos que me daba el recuerdo de los días felices pasados con vos. – Está bien, señor – le dije a vuestro padre, enjugando mis lágrimas –. ¿Cree usted que amo a su hijo? – Sí - me dijo el señor Duval. – ¿Con un amor desinteresado? – Sí. – ¿Cree que había hecho de ese amor la esperanza, el sueño y el perdón de mi vida? – Firmemente. – Pues bien, señor, béseme una vez como besaría a su hija, y le juro que ese beso, el único realmente casto que habré recibido, me hará fuerte contra mi amor, y que antes de ocho días su hijo volverá con usted, quizá desgraciado por algún tiempo, pero curado para siempre. (…) Hacía falta levantar entre nosotros una barrera infranqueable tanto para el uno como para el otro. Escribí a Prudence que aceptaba las proposiciones del señor conde de N..., y que fuera a decirle que cenaría con ella y con él. Cerré la carta y, sin decirle lo que encerraba, rogué a su padre que la enviara a su destino cuando llegara a París. No obstante me preguntó qué contenía. –Es la felicidad de su hijo le respondí. Sin embargo, soy mujer y, cuando volví a veros, no pude menos de llorar, pero no flaqueé. ¿He hecho bien? Eso es lo que me pregunto hoy que he caído enferma en un lecho que quizá sólo muerta dejaré. Usted fue testigo de lo que yo experimentaba a medida que se acercaba la hora de nuestra separación inevitable; vuestro padre ya no estaba allí para apoyarme, y hubo un momento en que estuve muy cerca de confesároslo todo, de tan espantada como estaba ante la idea de que usted iba a odiarme y despreciarme. Quizá no lo creáis, Armand, pero rogaba a Dios que me diera fuerzas, y la prueba de que aceptó mi sacrificio es que me dio la fuerza que le imploraba. ¡Aún necesité ayuda en aquella cena, pues no quería saber lo que iba a hacer, de tanto como temía que me faltase valor! ¿Quién me hubiera dicho a mí, Marguerite Gautier, que llegaría a sufrir tanto ante la sola idea de tener un nuevo amante? Bebí para olvidar y, cuando me desperté al día siguiente, estaba en la cama del conde. Esta es toda la verdad, amigo: juzgad vos y perdonadme, como ya os he perdonado yo todo el daño que me hiciste desde aquel día.