la piel acerba

Transcripción

la piel acerba
CENTRO DE CULTURA CASA LAMM
CON RECONOCIMIENTO DE VALIDEZ OFICIAL DE ESTUDIOS DE LA
SECRETARÍA DE EDUCACIÓN PÚBLICA, SEGÚN ACUERDO
No. 2005229 DE FECHA 22 DE ABRIL DE 2005
LA PIEL ACERBA
TESIS
QUE PARA OBTENER EL GRADO DE
DOCTOR EN CREACIÓN LITERARIA
ÁREA NOVELA
P R E S E N T A :
FELIPE DE JESÚS CUEVAS RUIZ
DIRECTOR: DR. JUAN ANTONIO ROSADO ZACARÍAS
MÉXICO, D.F. 2013
FELIPE CUEVAS RUIZ
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Para Danixa & Isabella
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
FELIPE CUEVAS RUIZ
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Las mejores lágrimas son las que nos hacen
mejores, y las mejores lágrimas, asimismo, son
las que no se alejan demasiado de la risa.
Charles Dickens
Si a los mexicanos les dieran a administrar el desierto del Sahara,
en pocos meses habría escasez de arena.
Milton Friedman
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PRIMERA PARTE
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1
En el sillón orejero de su oficina, Alfredo Galván bebía whisky a sorbos. Entornó los
ojos: no deseaba deslumbrarse con las luces de los autos, que penetraban como si se
zambulleran en la sombría esfera de la estancia, apenas iluminada por la lámpara estilo
banquero del escritorio. Apartó el vaso de los labios y lo puso en el brazo del sillón. La
otra mano, en vilo, sostenía una sección del periódico de días anteriores. Parecía como
si lo fuera a soltar en cualquier momento. Lo ensordecían las palabras que había
aprendido de memoria y que se amalgamaban con los recientes sucesos. Acercó el
diario para releerlo:
La paciente Fernanda Fernández fue atendida en el área de Urgencias de un
hospital de Interlomas. Desde su semana veintiocho, se le diagnosticó diabetes
gestacional y un síndrome hipertensivo. El director, Tomás Robledo González,
comentó ayer que la madre fue hospitalizada el lunes. “En un control normal —
dijo— se halló una presión de ciento cincuenta, lectura un poco elevada, por lo
que se le internó para su reposo y controlar así la hipertensión”. El doctor afirmó
que a partir de entonces ella se mantuvo con lecturas tensionales normales, pero
que el martes, a las 6:45 de la mañana, inició de sopetón el trabajo de parto.
Agregó que éste se dio en condiciones obstétricas habituales. La señora
Fernanda Fernández, a las 10:30 horas, dio a luz a una saludable niña.
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Puso la mano de nuevo en vilo, pero esta vez el periódico se le escapó y cayó. Las
palabras volvieron a dar vueltas en su cabeza, desorientándolo. Creyó ver cómo se
desprendían del papel y giraban en su oficina; parpadeó para ajustar la mirada: las
vocales copulaban con las consonantes, se apartaban, se amontonaban con violencia,
formaban palabras, frases incoherentes, a veces anagramas, y luego un mensaje
tergiversado de la verdad, opuesto a aquella certidumbre que no se dignaba a aceptar.
Entonces los caracteres se dirigieron hacia el ventanal que daba a la calle de Monte
Altai y se grabaron en el vidrio. Alfredo pestañeaba con el afán de habituarse a la visión
de su locura, aunque en el fondo sabía que distaba de ser un lunático, acaso un
solitario en estado febril. Se resignó y observó. El vidrio mostró una nueva porción de la
noticia: “Veinte minutos después del parto, la joven madre fue trasladada a la sala de
recuperación, y en eso presentó una crisis convulsiva con posterior compromiso de
conciencia y paro cardiorrespiratorio”.
Los médicos intentaron reanimarla; sin embargo, su esposa murió.
“Ya lo leí”, pensó mientras sus ojos traspasaban el párrafo adherido al cristal y se
situaban en la noche, en las casas y edificios que recortaban el cielo nublado de la
ciudad de México, en las copas de los árboles que de tanto en tanto eran alumbrados
por los autos que dejaban de transitar conforme se hacía tarde. De un trago, bebió lo
que restaba de whisky y se levantó para ir al escritorio por la botella. Llenó el vaso
hasta el tope. Bebió la mitad y quiso sentarse de nuevo, pero antes pateó la sección del
periódico. Deseaba olvidar la redacción chocante, amarillista, para concentrarse en su
desgracia y rememorar lo presenciado, sin necesidad de que un “reporterito” de la
división Ciudad se lo refrescara. Menos mal que no se enteró y, por lo tanto, no
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mencionó quién era su verdadero padre; si así hubiera sido, se habrían vendido
muchos millares más de ejemplares de ese día.
“¿Dónde estará mi hija? No sé... No me importa.”
Habían transcurrido algunos días desde el velorio. Conservaba el mal sabor de
boca que le había dejado el momento. Lo vivió como en un sueño que le nubló la
visión. ¿Y los oídos? Inmersos en un constante zumbido. Sintió repugnancia al recordar
las reverencias mordaces, la caricaturización de los saludos y los pésames de
desconocidos; los besos empapados en la mejilla; los chistes y chismes en sordina,
provenientes del pasillo; los rostros confusos y las palmaditas en el hombro; el tufo de
crisantemos, gladiolos y claveles, helechos y follaje que formaban las coronas; las
condolencias que recibió de manera artificiosa e institucional (algunas llevaban listones
morados con las siglas del PRI). Sintió aversión por la humanidad espesa y engalanada
de negro, con ropa, zapatos y accesorios de marca para entonar con la ocasión; por
sus miserias mundanas e intereses ocultos. Se sentía zaherido por la falsedad, hundido
en un universo de cojines de felpa y sillones de cuero azabache, junto a Susana y
Gustavo, sus únicos amigos. Imaginó los días futuros contemplando los crespones
clavados en el marco de las puertas de su oficina, de su apartamento y, en eso, desvió
la mirada: vio el llanto desconsolado de su suegra. Estaba absorta, sollozando con la
recién nacida en los brazos. Luego vio acercarse a un hombre de blanco. En la bruma
del malestar, creyó reconocerlo. Se acuclilló frente a él y se presentó:
—Doctor Galván, soy el director del hospital.
—¿Cómo sabe que soy doctor? ¿Es usted médico?
—No.
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—¿Entonces por qué viene vestido de blanco?
El director se encogió de hombros.
Sintió con mayor intensidad el acre de su lengua conforme escuchaba la petición
del hombre; invadió poco a poco su boca y penetró en la garganta. Con gestos, Alfredo
Galván dio a entender que no cedería al acoso, ni del hospital ni de la ley. Se hallaba
obcecado, con la energía suficiente para dar por terminada el habla del director.
Intentaba convencerlo de retirar el cadáver de su esposa en ese instante para llevarlo a
la morgue y practicarle la necropsia.
—Usted sabe de eso, abogado. Tanto para ustedes como para el hospital es
necesario determinar las causas del fallecimiento. Es necesario trasladar el cuerpo al
Servicio Médico Forense. Su muerte fue poco habitual y, de conformidad con la ley, se
debe iniciar un análisis forense para descubrir las causas del deceso.
Sin ganas de escuchar más al director, el abogado espetó, al tiempo que se puso
de pie, amenazador:
—¡Cuánto quieres, cabrón, para que dejes de estar chingando y ya te largues!
El director se sobresaltó, se incorporó. Por orden de la mesa directiva, fue enviado
para convencerlo. Querían deslindar al hospital de cualquier responsabilidad civil o
penal. No obstante, cuando estuvo a punto de responder al insulto, lo abordaron dos
hombres elegantes, rechonchos y paticortos, quienes lo tomaron con delicadeza de los
hombros y lo condujeron al pasillo. Allí lo disuadieron de su propósito. Se trataba de
dos miembros del Partido que no permitirían que el asunto resonara en el eco público.
Alfredo Galván volvió a tomar asiento. Acarició la felpa de los cojines. Puso uno de
ellos en su regazo.
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FELIPE CUEVAS RUIZ
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“Fernanda ya no tiene tiempo. Está fuera de él, es un fantasma que nos debe de
estar contemplando ahora mismo, lo que hacemos, lo que pensamos. Salió de la vida
para dejar a la niña entrar al mundo. Guardémosle respeto”.
Sus amigos le abrazaron.
—Quiero hacer un resumen de mi vida, Gus, Susana; reflexionar. Cuando esto
termine, iré a mi oficina y allí pensaré el tiempo que sea necesario. Quiero morirme;
ustedes saben lo que ha sido mi vida. No me vayan a decir una pendejada, ni me
respondan con una frase de catálogo de Sanborns. Me voy a encerrar para pensar si
deseo vivir o no. Si resuelvo suicidarme, ustedes se encargarán de los detalles de mi
voluntad. Pienso en la niña, claro. Ella es lo más importante.
Caviló como si de repente se encontrara solo en el velatorio:
—Todavía no tiene nombre. A mi mujer le gustaba Sofía; la quería llamar Sabiduría,
como el personaje de Carpentier. No estoy seguro de que la niña se llame así. Pocos
saben algo. Dios manda a los sabios muy de vez en cuando; no los encuentra uno en
cualquier esquina. Aquí no hay ninguno, como pueden ver —señaló con desprecio a la
concurrencia—. Mírenme a mí, muy doctor en derecho y no sé ni madres de la vida.
Voy a la deriva. No soy capaz de gobernarme. Ésa es mi paradoja.
—Está bien, no voy a decir pendejadas, meit —expresó Gustavo muy serio—. Pero
te digo que sí puedes gobernar tu vida.
—¿Cómo? Si estoy enterrado en la mierda, como el náufrago de una isla desierta
en arenas movedizas, sin nadie que me salve. Para él, es difícil controlar la situación;
no hay escapatoria; es consciente de lo que ocurre y además tiene el tiempo de ver
cómo se hunde. Para salvarse, depende de que un Viernes cualquiera le arroje una
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liana para rescatarlo. No sé qué me ha dado por andar tan retórico. Será que Fernanda
me escucha y quiere mis mejores palabras.
—Quién sabe, amigui… —dijo, sin énfasis, Susana.
—La niña se llamará de otra manera y veremos si las circunstancias me arrojan una
enredadera de Tarzán, para salir de este légamo de mierda.
—Vas a ver que sí, meit. Te llegará la liana que buscas y saldrás. Nunca sabes
cuándo la vida te pone a la vista algo extraordinario que termina rescatándote —opinó
su amigo un tanto campechano, y le dio una palmada en el hombro.
—Supongo. Ahora lo único que me queda es estar solo para reflexionar.
El suministro eléctrico sufrió una falla y la oficina quedó en penumbras. Alfredo no
tardó en escuchar el claxon de los automóviles en la lejanía. Intentó organizarse para
cruzar. Se puso de pie y se dirigió al ventanal. Examinó el vidrio, lo refregó con la uña y
comprobó que no había letras adheridas a la superficie. Escuchó a unos peatones que
se detuvieron a hablar justo afuera de la casona; se trataba de una pareja que
comentaba los detalles de las celebraciones decembrinas. Debatían sobre quién
cocinaría el pavo, quién los romeritos, quién la pierna; en dónde será la Navidad y
dónde el Año Nuevo, ¿en casa de mi padres o de los tuyos? Preferiría que la Navidad
fuera en mi casa, Toño, porque casi siempre es en casa de tus papás y ya ves que tía
Bola ya no puede caminar y nos lleva regalos a todos. No tiene mucha lana, pero
siempre nos lleva un detallito. Es tan linda ella... Pero mamá es de las pocas que
acostumbran arrullar al niño al punto de las once frente al nacimiento, y luego tía Chata
se pone a cantar: “¡Gloria cantan en los cielos!/los arcángeles de Dios/la montaña ha
replicado/el mensaje celestial/¡Gloooorriaaaa!/in excelsis Deo…”.
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“In excelsis Deeeooo”, canturreó Alfredo, recordando el himno litúrgico, la doxología
mayor católica, el hymnus angelicus que solía cantar con Fernanda cuando
escuchaban villancicos en la temporada navideña y viajaban por carretera hacia
Acapulco. “¡Gloooorriaaaa! In excelsis Deo…”, cantó con voz en pecho mientras veía
cómo los transeúntes reanudaban su caminata.
Bebió otro sorbo de whisky, se rascó la nariz casi pegando la frente a la ventana.
Sintió en el rostro el frío nocturno que se colaba por los poros del cristal. La calle,
vacía. Se sintió como en un galeón encallado, devastado por los siglos, envuelto en
silencio, sin escuchar las maderas crujir al sol, y sin el bostezo mecedor del oleaje, el
acento del tiempo. El galeón estaba encallado en Acapulco, su segundo hogar, su
verdadero hogar. Deseó encontrarse allí, a la orilla del mar, con la vista en la
inmensidad, recibiendo como respuesta el hálito que desordenaba su cabellera e
impregnaba su piel con granos de arena. Se debatió entre llevar el luto en la costa o en
la nublada metrópoli.
Se volvió para mirar el escritorio. La penumbra no le permitía observar el contenido
de la botella. Faltaba algo en la superficie del escritorio. La botella no debe sólo
compartir el espacio con la lámpara; carece de algo más para bosquejar la vida
espartana que debí haber llevado, algo que dé luz y trascendencia a mi futuro
inmediato. Ya tenía en mente lo que deseaba añadir.
Abrió una de las gavetas y sacó su pistola, que puso en el centro. La contempló
mientras se servía otro vaso. En ese momento, regresó la luz. Él se rio del perturbador
escenario como se ríen los malvados. “Plomo y alcohol, qué bonita miscelánea. ¡In
excelsis Deeeeooo!…”.
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Se sentó en el sillón. Tenía lo que necesitaba para meditar, para zambullirse en su
pasado. Quería liberar sus pensamientos para justificar su vida. ¿Valía la pena o era
mejor el suicidio? Las moscas de imágenes, de recuerdos, revolotearon de nuevo
sobre su cabeza. Quiso ordenarlos, pero no se lo permitieron. “Liberarlos no significa
ordenarlos. Que transcurran a capricho, que hagan lo que quieran. Iré a mi pasado y
éste dirá si debo matarme o no”. Lo asaltó una risa sarcástica. Se carcajeó de los
amigos de su padre, de su padre mismo y de sus negocios turbios, de su hija recién
nacida al cuidado de su suegra, del horno crematorio que consumió el cuerpo de su
esposa y lo redujo a un cúmulo de cenizas confinadas en una cajita de ébano:
Fernanda completita, recluida en una urna y encerrada en un receptáculo de cemento
con una placa de mármol que cubre la entrada.
Dejó de reírse cuando rememoró su compañía, su calidez dormida por las noches,
el tacto y la visión de su piel semidesnuda, el abrazo de sus piernas y sus fluidos
sensuales que se transformaban en su propio cuerpo. Alfredo miraba el espacio de su
oficina con expectación, borracho, divisando la pistola automática y la botella de
whisky, la luz de la lámpara que parpadeaba, los párrafos de la noticia del periódico
que se habían vuelto a instalar en la ventana. Cada vez más cansado, se sentía
impedido para seguir despierto a causa de un gemido de chocolate caliente con pan de
chilindrina proveniente de la cocina. Con seguridad, su nana merendaba. La mano dejó
caer el vaso y su contenido se derramó. Se formó un río alcohólico que serpenteó la
estancia y se prolongó hasta desaparecer por debajo de la puerta. Como Alfredo,
perdió conciencia y se fundió con el pasado en la oquedad de su mente.
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Alfonso Castellón cerró el libro y lo puso en la mesa de noche. Se deslizaba en un
sueño placentero. Era medianoche y tenía los párpados pesados como taras. La
realidad se evaporaba; el llanto de su hijo se disolvía y también la voz de su esposa
consolándolo. Resbaló al contexto del ensueño, aunque no menos real: en ese sitio
incierto, tramaba sus fechorías. El mundo de los vivos se desvaneció y pronto se vio
apretando manos e intercambiando sonrisas con socios de quienes recibiría mucho
dinero por un negocio cuyo suceso rememoró. La dilución de las imágenes no hacía
mella en sus motivaciones. Su nexo con la política no lo alejaba del afán por
enriquecerse y forjarse más poder en Nuevo León, su estado natal, aunque en esa
ocasión se encontraba en Cozumel.
Alfonso Castellón era padre de su primogénito y homónimo, muy chico en ese
entonces, antes de que le cambiara el nombre por Alfredo Galván para protegerlo de
las vendettas con que siempre lidiaría, y que lo acompañarían hasta su expatriación y
muerte, sin reputación ni personalidad, en una isla tropical.
Caminaba por los corredores del restaurante El Capi Navegante para ir al baño y
darse tiempo de pensar si la propuesta que le hacían era la mejor. El sueño se
instalaba casi a la perfección a lo sucedido aquella tarde. Orinaba y leía la noticia de un
periódico local adosado al muro. Allí se relataba el descubrimiento del cadáver de un
buzo alcohólico. El hedor hizo que los vecinos lo reportaran a la policía, y luego de que
el comandante lo ordenara, allanaron la vivienda donde se hallaban los restos. Había
una fotografía sugestiva. Los empleados del Servicio Médico Forense llevaban en
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camilla al difunto. Detrás se veían los curiosos, vecinos morbosos complacidos por lo
patético del suceso; tomaban fotografías y contemplaban el momento sin pesar, con
esa deformidad del rostro producida por la muerte.
El político se sacudió y metió al águila en su nido. Cuando se cansó de ver la foto,
exclamó: “¡No mames!” Fue de nuevo a la mesa donde lo esperaban para tomar una
decisión.
Se cambió de postura en la cama. Escuchó, en la lejanía onírica, los sonidos de su
esposa: tintineo de las alhajas en el buró; fricción de ropas; el cuerpo penetrando en la
cama con los pies helados. “Ya estoy dormido”. Retornó al sueño.
—¿Qué pues, Poncho? ¿Qué opinas? ¿Le entras? O tú dinos cómo le hacemos.
Alfonso Castellón miró a su interlocutor. Venía acompañado de dos sujetos de
expresión ambigua y gélida, como si en ellos no existiera la facultad para expresar una
emoción. Mientras esperaba la respuesta, el hombre hizo una mueca burlona. Sus
ojillos lo escrutaban; brotaba un fulgor puntiagudo que lo penetraba para adivinar qué
diría. Era cachetón, muy moreno y regordete. Usaba un bigotito ralo a lo Pedro Infante.
“Qué feo eres, güey”, pensó. “¿Para qué quieres ser rico? ¿Para coger con indias tan
feas como tú y perpetuar así una prole de nacos sin oficio ni beneficio?”. Sin embargo,
el sujeto gozaba de los favores y protección de un jefe sindical, importante para los
negocios de Alfonso en el norte. Su futuro dependía, en parte, de su respuesta, ya que
se esperaba que compartiera las ganancias con el gordo moreno al que detestaba sólo
con verlo. Alfonso tenía sus fortalezas. Iba acompañado de su compadre, conocido
también como El Compadre, dirigente del PRI en Coahuila y hombre cercano al
gobernador de Quintana Roo. El trato debía concretarse como un acuerdo de beneficio
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mutuo a partes iguales, situación que le disgustaba, porque era él quien había
aprovechado las condiciones para beneficiarse. Alfonso miró a El Compadre (así lo
apodaban en la grey política) y halló un rostro embebido que reflejaba lo mismo que él
sentía. Lo conocía bien y la vaguedad de sus ojos le transmitía que era inevitable
ceder. “Estos pinches nacos se protegen entre sí, son codiciosos y pretenden ganar lo
mismo para sentirse como iguales, pero no lo son. ¡Bola de güevones! ¡Oportunistas!
Por eso prefiero el norte. Allí casi no hay indios pata-rajadas”.
—¡Está bien, Roque! No hay problema —respondió el norteño con aire de seriedad
y camaradería—. Estoy dispuesto a ceder la porción que me pide. Siempre he pensado
que todos debemos ganar. Usted es nuestro bastión aquí en la península, como
nosotros los suyos de San Luis Potosí p’arriba. Recapitulando, algunos compañeros
adquirimos terrenos de playa y la mayor parte de aquellos por donde pasará la
carretera que bordeará Cozumel. A lo largo, habrá hoteles, centros comerciales y
conjuntos residenciales que favorecerán la economía local —dijo con zalamería de
político—. Ahora les toca a ustedes comprarnos los terrenos al precio pactado y así
ganamos.
El rostro del sujeto, en apariencia impasible, se transformó, se iluminó fugazmente
como emblema de satisfacción. Después regresó a su aspecto inconmovible. Sonrió y
estiró la mano para estrechar la de Alfonso Castellón.
—Me alegra saber, don Alfonso, que usted es verdadero hombre de negocios y un
gran político. Supo ver las obras viales que nuestro señor gobernador tenía previsto
construir y se le adelantó a colegas nuestros en la adquisición de tierra. Lo felicito,
aunque, si me permite abrirme de capa —tijereteó el aire con los dedos—, el dinero
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solicitado que nos devolverá “por fuera” parece excesivo, pero no lo es; se trata de la
parte que les corresponde a los compañeros que no pudieron hacer negocio y que de
todos modos, usted lo sabe, se tienen que beneficiar. Es un derecho inherente que nos
debe, por el hecho de haber nacido aquí. Nosotros respetamos que usted se beneficie
y ganará mucho dinero, pero el pago de este “peaje” también es una manera de
permitirle que continúe con sus negocios en Quintana Roo. No se ofenda por ello, don
Alfonso. Cuando a usted le surja algún negocio dondequiera en el país, no dude en
comunicárnoslo, si es que necesita ayuda financiera o gestión política… Con gusto se
la facilitaremos.
Alfonso Castellón escuchó atento. No perdió la serenidad. Sonrió con picardía.
—Muchas gracias, Roque. Será un placer trabajar con usted en el futuro.
Comieron y platicaron de política y futbol. Se despidieron con disimulada amabilidad
y salieron del Capi Navegante. Fue el momento en que las imágenes de lo ocurrido
aquella tarde cesaron en la mente de Alfonso; enseguida concilió un sueño profundo.
Durmió más de lo que acostumbraba sin soñar más, con las manos entrelazadas sobre
el vientre, como si sostuviera un valioso objeto litúrgico. Dibujaba una sonrisa guasona.
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Quebró el amanecer. El dolor en el cuello por la mala posición en el sillón y la resaca
devolvieron a Alfredo Galván a la realidad. Parpadeó ante un sudor salado que le entró
en los ojos. Se los talló. Aun así vio borroso. Sentía en la lengua el saborcillo de la
mostaza y de algo que debían ser visos de cobre estrellándose contra sus dientes, el
paladar y la garganta. Tenía ganas de vomitar, pero se resistió. Vio en el escritorio la
botella de whisky y la pistola. ¿Qué me ven? ¿Quieren seguir la fiesta?, dijo y sonrió
como un payaso. Pues sigámosla, ¡qué chingados! Hoy no voy a trabajar.
Ultimadamente hay a una bola de cuates trabajando para mí.
Estaba aturdido por el desagüe de recuerdos, aunque seguía empeñado en hacer el
resumen de su vida y decidir si se suicidaría o no. Permanecería en su oficina el tiempo
necesario.
Se incorporó. Fue al escritorio. Tomó asiento, cogió el auricular y llamó a su
secretaria.
—Angélica. Dígale a la señora Elena que me traiga el desayuno, agua, aspirinas, el
periódico y otra botella.
—¿Se encuentra bien, doctor?
—Todo bien, Angélica. Sólo haga lo que le digo.
—Sí, doctor.
—¡Ah!, y otra cosa, no me pase ninguna llamada; dígales a los clientes que me
encuentro de viaje, que no vine a trabajar, que estoy esquiando en Tahoe, que no
existo…
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“¿No sería mejor decirles la verdad? Lo entenderían. Además, se van a dar cuenta
por las esquelas”, pensó la secretaria.
—Sí, doctor Galván—titubeó y se animó a continuar lo mejor que pudo—. Todos
estamos muy consternados, así que cuente con nuestro apoyo. De mi parte, le ofrezco
mis condolencias y le comparto su dolor. Si necesita algo, hágamelo saber y con gusto
le ayudaré.
—Gracias, Angélica… Sólo diga a la señora Elena que me traiga lo que pido.
Colgó el teléfono. Vio el vaso que había tirado anoche. El riachuelo se había
secado. Palpó el rastro seco que quedaba. Se sentó ante el escritorio y sirvió el poco
licor de la botella. Acarició la pistola y bebió un primer sorbo. Los acres sabores que le
despertaron se disolvieron, pero no dejó de hacer una mueca de asco. Una mosca
volaba y fue a chocar una y otra vez contra la ventana; zumbaba con angustia. Hizo un
gesto como si se la espantara de la nariz.
El recuerdo de las fechorías de su padre y las suyas por encubrirlo cuando se
convirtió en abogado fiscalista vinieron a colmar su enojo y aturdimiento. Sirvió lo que
quedaba de whisky. No hay modo de desaparecer las malas acciones.
—Nada de lo humano me es ajeno. “Homo sum, nihil humanum a me alienum puto”.
Y como dice Dostoievsky: “La razón es la esclava de la pasión”.
No quiso otra cosa más que seguir bebiendo y sufriendo la muerte de Fernanda.
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—Me contaron un chiste buenísimo—dijo desde su curul Alfonso Castellón a El
Compadre, cuando eran diputados en 1980.
—A ver, pues, suéltalo, huerco.
—Un día cualquiera, aquí, en la Cámara de Diputados, iban pasando, para acabarla
de chingar, dos compadres frente al Palacio Legislativo y de pronto se escucharon
muchos
gritos
provenientes
del
recinto.
Se
oyó
que
gritaban:
“¡huevón!”,
“¡comemierda!”, “¡descarado!”, “¡ladrón!”, “¡naco!”, “¡ignorante!”, “¡violador!”, “¡asesino!”,
“¡maricón!”, “¡sinvergüenza!”, “¡vendepatrias!”, “¡culero!”, “¡puto!”, “¡degenerado!”,
“¡cabrón!”, “¡hijo de puta!”, “¡ojete!”, “¡pendejo!”, “¡desgraciado!”, “¡inepto!”, “¡corrupto!”,
“¡burro!”, “¡estafador!”, “¡ratero!”, “¡lameculos!” —la mímica y la elocuencia de Alfonso
tenían a su compadre doblado de la risa. Hizo una breve pausa para reír con él y luego
prosiguió:
—Entonces uno de ellos dijo: “Óyelos. Ya se armó la bronca.” El otro
contestó: “No seas pendejo, compadre, ¡están pasando lista!”
No disimularon las risotadas. Un legislador que andaba por allí y que los escuchó se
acercó para celebrar el chiste.
—¿Y tú a qué vienes, ¡pendejo!? —le dijo Alfonso, riéndose.
—A lo mismo que tú, ¡culero! A hacerme güey y ver qué tienes para mí —dijo
embargado también por una risa aviesa y desenfrenada.
—Ah, sin duda tengo algo para ti. Hablé con mi contacto en el Banco Rural, ¿te
interesa un préstamo hipotecario hacia persona ficticia para adquirir ejidos en Acapulco
y en Ixtapa? Se escriturarían a nombre de quien tú quisieras, podrías pagarlo durante
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algún tiempo y luego, así nomás, lo dejas de pagar. Yo me arreglo para que el banco
no te demande por incumplimiento.
—¡Excelente!
—Así lo venimos manejando desde hace tiempo.
El Compadre se sentó.
—Muy bien, llámame mañana y nos vemos pronto para aterrizar tu idea.
—¿Y cómo ves, si a cambio, me presentas a tu amigo Estanislao, de PEMEX?—
sugirió Alfonso.
El legislador se quedó pasmado. No pensó que le dirigieran una bala como aquella.
Quiso responder, pero sólo le salió un gesto coagulado que puso en duda su
disposición al intercambio equitativo de favores.
—¿Qué sucede? No me digas que las cosas no son iguales para todos.
—No, claro que no, lo que pasa es que no pensé que supieras de él.
—Ah, pues ya ves cómo es esto de la política. Hay que estar en todo, como Dios.
Entonces, ¿me lo presentas p’hacer negocios? —se emperró Alfonso.
—No sé si sea posible… Me advirtió que no dijera nada de él.
—Todo es posible. No te preocupes por nosotros, no te quedaremos mal. Tu
negocio con Estanislao está seguro, pero recuerda que hay que ser compartidos. Si ya
sabes para qué estamos aquí, ¿no?
Alfonso estiró la mano para estrechársela. El legislador se soltó y se la miró como si
le hubiera hecho daño. Durante un momento, no supieron qué decirse. Alfonso
Castellón lo miró con ojos de halcón satisfecho y todos tomaron asiento cuando
comenzó la sesión.
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Como borracho crapuloso se dirigió a la puerta para escuchar que ya se iban sus
empleados y entonces salir a deambular por la casona —el espacio de sus oficinas—,
igual que un espíritu errante, maloliente, desarrapado. Pecho tierra, se asomó apenas,
cual niño travieso, mientras escuchaba las simpáticas voces de las secretarias
deslizarse hacia el silencio cuando cerraron la puerta principal y se alejaron. Sintió que
estaba solo, pero no era así. Rio y pensó: “calaveradas del pedo.” Avanzó en la misma
posición como un soldado hacia el enemigo, y se topó con los tobillos de la doméstica,
la señora Elena, de Guanajuato y sin más familia que el joven abogado que la
empleaba. Había entrado en carnes y encanecido; llevaba delantal azul y zapatos tenis.
—¿No te da vergüenza lo que haces, niño? —luego le espetó una parrafada en
náhuatl.
El abogado sonrió, se puso bocarriba y se rascó la panza.
—Mira nada más, pero si estás bien borracho. Te voy a hacer un té.
—¡No quiero té!
—Entonces te caliento la comida.
—Tampoco.
—¡Tons qué quieres, chamaco!
—Bueno… Creo que sí quiero comer… Tengo hambre… Lo que no quiero es salir
de aquí. Voy a vivir en mis oficinas, ¿me oyes? Escúchame bien, Elena. Te estoy
dando instrucciones directas: quiero tomes con seriedad, aunque esté medio pedo —
dijo con la voz arrastrada—. Primero, me pones mi recámara allá arriba —señaló el
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nivel superior de la casona—, con todas las de la ley; ve a mi casa por la ropa, por mis
enseres de baño y tráetelos. Segundo, me la voy a pasar encerrado y no quiero que me
molesten; allí quiero comer, pasar el día y parte de la noche antes de dormir… Tercero,
si se da cuenta de que dejo de hacer ruiditos es porque ya me morí…
La señora Elena pensó en la hija de Alfredo, pero prefirió no preguntar qué sería de
ella. Sabía que estaba al cuidado de su abuela.
—Mira nada más qué burradas dices, niño. Ya se te zafó la tuerca. Te voy a traer tu
ropa y te voy a hacer tu comida, pero no creas que no te pondré el ojo encima.
Alfredo sonrió alelado. Esbozó algo que pudo haberse convertido en frase, pero
desistió y cerró los ojos. Se quedó dormido; padeció su último recuerdo del día.
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—¿Cómo ves mi nueva casita, compa? —Alfonso se refirió con jovialidad a la mansión
que había construido en uno de los mejores barrios de Monterrey.
—Preciosa, digna de un marajá.
—Es mi palacio Xanadú, como la del ciudadano Kane —luego comentó por lo
bajo—; lástima que por mi mujer no pude traerme antes a una morrilla que me ando
cogiendo… Rubia, bonita.
—Seguro que sí, ya conozco tus gustos en materia de mujeres. ¿Entramos o qué?
—Pa’pronto…
Los señores entraron. Enseguida se les unieron sus esposas. Fueron directo a la
cantina. Alfonso puso música y sirvió dos vasos de whisky. Le ofreció uno a su
compadre, sentado al otro lado de la barra. Llevó la mano arriba de la boca, a modo de
visera, para decir un secreto.
—Ya me anunció el Partido que me tocó una diputación junto con los líderes
sindicales y obreros que te comenté. Me la dieron por el restablecimiento de las
alianzas que promoví, ¿recuerdas?
—Seguro. A ver a cómo nos va los próximos tres años.
—¡Bien, compadre! Ahora sí puedo continuar con los negocios pendientes porque
no asistiré a las sesiones; nomás se la pasan con sus idioteces. Tengo quien pase lista
por mí. Para eso están las hormiguitas humanas, mecanizadas, del aparato estatal,
para hacer la verdadera chamba y garantizar la viabilidad del Estado. Nuestra labor es
hacer relaciones, alianzas, ¡dinero, carajo!…
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—Estoy de acuerdo. Por cierto, llámale a esta gente de… Tú sabes... No vayan a
pensar que te olvidaste de ellos. Son peligrosos, saben demasiado y nos podrían
denunciar… O peor, tomar sus propias armas.
—No te preocupes. Acuérdate: Law in Mexico is an entrepreneurial activity. Los
gringos deben de estar súper agradecidos con Dios por tener al sur un vecino tan
pendejo, promotor de la ignorancia y el atraso. Estamos diseñados para la desigualdad.
Sin ella no habría monopolios ni corrupción ni, por supuesto, riqueza y poder. Por eso
nos quieren los güeros. No les damos lata. Representamos una preocupación menos
en su larga lista de pendientes. Imagínate que en lugar de los mexicanos fueran los
japoneses, los alemanes o los judíos quienes compartieran la vecindad...
—Yo te digo que les llames, porque ya has recibido amenazas, tú y tu familia, y en
una de ésas, se trata de esos cabrones que no han recibido su parte —dijo El
Compadre, tratando de revelar, por deducción, quién lo había amenazado. Pero
Castellón no se entretuvo en permitir que le advirtieran.
—Mira, en este país hay que ser más diablo que el diablo y más papista que el
Papa. Sólo así se sobrevive y nosotros estamos más allá de la línea de flotación. No te
preocupes.
—Ten cuidado, nadie es indispensable. “A rey muerto, rey puesto”. No te vayan a
dar un susto. Mejor comparte el negocio y todos felices.
—Así lo haré—Alfonso miró a su compadre al trasluz del vaso de whisky.
Chocaron los vasos. ¡Salud!
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Cada día, Alfredo Galván sentía el mismo desaliento; pesaba sobre él una fatiga
indescriptible. Se sentía diferente, melancólico, pero con una nostalgia que no
pretendía detener porque la gozaba. Empezaron a abrirse auténticas posibilidades para
el suicidio. ¿Cuál preferiré llegado el momento?, se decía mientras observaba el día
transcurrir a través del ventanal, o sentado en su sillón de orejas. Le acometían
sensaciones conocidas y grotescas. Atestiguaba cómo se desteñían los aspectos de su
vida al saberse parado en una montaña de excremento monetario y político que lo
absorbería poco a poco hasta tragárselo y llevarlo al centro de la Tierra. Lerdo de sí por
la borrachera, los recuerdos se volvieron más nítidos en el florecimiento de la culpa.
Fue consciente de que la felicidad y la prosperidad de las élites cuesta a otros un
tributo de miseria, y la realidad es que él, en lo personal, estaba resguardado bajo un
techo en las Lomas de Chapultepec. Pero el cargo de conciencia no abandonaba sus
pensamientos, lo agotaba. Recordaba citas de su padre de quién sabe quién,
expresadas como mejor le convenía; frases como “No se celebra nunca el éxito de un
fin sino la viabilidad de un medio. Lo que los empresarios-políticos logramos es sólo un
medio para alcanzar el siguiente medio, jamás un fin”. Otra frase: “Los empresarios de
alto rango, es decir, los monopolistas de la telefonía, del cemento, de las
telecomunicaciones, la televisión, el internet, los supermercados, la biotecnología,
etcétera, primero crean necesidades para luego crear el órgano regidor; en cambio, los
políticos crean el órgano y se olvidan de la necesidad. Yo soy un poco de los dos y
hago lo que me conviene”.
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Sendas lágrimas resbalaron por sus mejillas. Lamentaba su orfandad conyugal. Se
destiló el ectoplasma de su padre y se le quedó envasado en el cerebro, después se
vertió y esparció en la oficina como el licor de la zozobra. Su padre representaba para
él los enigmas y corruptelas del PRI, que florecieron en torno al enriquecimiento ilícito
basado en tráfico de influencias; expropiación de terrenos y ejidos, expedición de
permisos, licencias y concesiones; asociación forzada en negocios de particulares a
cambio de protección y adjudicación de licitaciones; extorsión a enemigos públicos y
privados; robo de presupuesto en cargos públicos; campañas electorales amañadas y
sus gastos relacionados; cuotas sindicales; desarrollo inmobiliario, de carreteras y
presas; venta de productos de la minería y el petróleo en altamar; hurto y usufructo de
inventos a investigadores; especulación financiera con información “privilegiada” en
mano; narcotráfico; cuotas al comercio informal, transportistas y pescadores; piratería;
giros negros; asociaciones religiosas y demás sospechas, antes y después de la
dictablanda. “México sodomizado por sus abusadores”, reflexionó. Y le quedaba claro
que el absurdo público (a ojos vistas de los ciudadanos), el cinismo del desfalco y el
establecimiento de ligas eran considerados una virtud.
La figura de Alfonso Castellón, su padre, se apoderó de él. Lo odiaba y maldecía la
fragilidad de su madre muerta, cuyo asesinato provocó que lo enviaran al DF con una
familia sustituta y le cambiaran de nombre para protegerlo de los sicarios que
intentaron matarlo. Conforme el alcohol lo embriagaba, le fue más fácil poner sus
pensamientos en blanco y negro. Quiso plasmarlos. Cogió su pluma fuente lapislázuli y
hojas blancas con la intención de escribirle una carta insultante al “lameculero de su
padre”. Decidió tomárselo a pie juntillas. Febril, escribió con caligrafía perturbada,
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reprochándole la indignidad de su comportamiento, y que lo tenía atado de por vida, sin
modo de escaparse de los negocios que lo había forzado a enderezar, a limpiar, a
legitimar, con el uso de su especialidad en derecho fiscal. Se trató de un torbellino de
reclamos cimentados en la gramática: la ciencia que reproduce la vida. Ansiaba
escaparse del sentimiento de cobardía, convencido de que pensaba con la mente de
otros, de ahí que citaba a pensadores y novelistas para sostener sus creencias. Mucho
de lo que lo rodeaba era un absurdo, la constante contradicción entre su deseo de ser
hombre de bien y ser, sin remedio, el hijo de un político corrupto que le proveía de
negocios lucrativos a cambio de preservar el vasto patrimonio familiar. Alfredo era el
vehículo de la doble moral y el filtro que purificaba los yerros, un hombre lejos de
sentirse orgulloso de lo que hacía.
En el aire cargado de vapores alcohólicos, le escribió de la Revolución Mexicana, o
más bien, de las muchas revoluciones que no resolvieron el problema de fondo. Habló
de la anarquía, luego de las batallas y el derrocamiento de Porfirio Díaz. Resumió
algunos hechos: Huerta asesinó a Madero, Carranza derrocó a Huerta, Obregón se
chingó a Carranza, Calles y Obregón crearon el Partido Nacional Revolucionario (PNR)
el 4 de marzo de 1929, con el fin de conciliar los intereses de los revolucionarios y no
seguirse asesinando entre sí, cosa que no sucedió porque su principal creador fue
asesinado por un cristero; a la postre, Calles se alzó sobre la sombra del caudillo
manco. En ese momento histórico, nacieron la maldición moderna de México (para
conservarlo en el atraso y la ignorancia) y el mejor invento de Latinoamérica para
mantener a la población sometida y en paz: el partido de la dictadura blanda, el partido
“oficial”, escribió mientras acariciaba con la otra mano la pistola. Se sintió un personaje
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histórico. Imaginó que le crecieron bigotes horizontales y que retorcía sus extremos con
la cerilla de las orejas, bigotes como los de Carranza, Villa o Zapata. Rio como un
condenado a ser fusilado. “Pásenme por las armas y luego ‘veriguan’”, se burló. “No me
buigo cuando estoy escrebiendo”, continuó con acento norteño, los ojos hechos vidrio
quebrado y una sonrisa que brotó de su cara rotativa. Estaba de fierro malo, según la
jerga de la época.
Escribió: “El presidencialismo, la burocracia, el corporativismo, el clientelismo del
que mucha gente vive y que se defiende a sí mismo chupando el petróleo y los
impuestos de muy pocos contribuyentes, y por último, la falsa democracia, o más bien,
la democracia autoritaria e inoperante.” El preámbulo, antes de sus reclamos, fue una
extensa précis de la lógica, casi un ensayo, porque siguió hablando del Congreso de la
Unión, ese monstruo de mil cabezas: “de mil cabezas de borregos que balan que sí a
todo: “Beeee. Sí-i-i-i-i-i, señor presidente-e-e-e-e”, hasta que llegó la famosa frase con
botas: “El Presidente propone y el Congreso dispone”. De allí, concluyó, se cambió al
político recesivo, manso, por un político activo, lisonjero, charlatán, embaucador,
adulón, astuto, en resumen: el demagogo codicioso con el discurso almibarado de las
elecciones de 2006 en adelante.
La señora Elena irrumpió en el despacho sin tocar. Nada más de oler, dijo:
—Mira nomás. ¡Si ya estás otra vez bien borracho, niño!
Alfredo levantó la vista del escritorio. Quiso ocultar la pistola con la mano, pero no
fue posible. La doméstica hizo como que no la vio. Se miraron en silencio durante un
momento sin saber qué decir.
—Vente a tomar un cafecito. Ya es tarde.
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Alfredo contestó con una sonrisa alelada. La dentadura le brilló como una ristra de
luciérnagas ateridas de embriaguez.
—Voy, nana. Ya terminé la primera carta a mi padre —dijo con la mirada turbia y
penetrante de los enfermos terminales.
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—No he podido dormir. Las pesadillas, compadre…
—Pues claro, si atentaron contra la vida de tu familia, y por proteger a tu hijo murió
tu mujer. No me cabe en la cabeza que los hayan rociado de balas afuera de la escuela
de Alfonsito… Me asombra que el niño saliera ileso.
Los señores miraban taciturnos por la ventana del restaurante donde tomaban café.
Afuera los elementos se desplegaban: un baldío convertido en campo de futbol, el cerro
de la Silla en segundo plano, casas a medio construir y sin pintura, el panorama reseco
del norte mexicano, la compañía Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey a poco
tiempo de irse a la bancarrota, perros callejeros, niños saliendo de la escuela pública
con sus uniformes. Los varones se pateaban el trasero unos a otros, lanzando
risotadas.
—Fue un milagro que mi hijo viviera, lo sé —dijo Alfonso con tono de indulgencia—.
Aquí la cosa es que crean que sí falleció. En cuanto anuncié la muerte de ambos a la
prensa y los enterré (en teoría juntos), lo mandé pal’Deefe. Una familia ya se está
haciendo cargo de él.
—¿Y por qué hiciste eso? Al principio sí pensé que había muerto el niño. Cuando
vuelva, intentarán matarlo otra vez.
—Eso es lo interesante, compadre. Alfonsito no vendrá a vivir más conmigo. Se va
a quedar con su nueva familia. Le darán nombre y educación, pero, obvio, sin que yo
deje de ser su padre y así se reconozca.
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—Si eso vas a hacer, pues sí que le tienes que cambiar el nombre —dijo El
Compadre, sabiendo que en la vida uno tiene lo que le cae encima y la muerte es una
eventualidad que sólo pueden correr quienes se arriesgan, aquellos que la acogen por
propia voluntad o por una voluntad que consideran superior.
—Ahora se llama Alfredo, Alfredo Galván. Alfredo Galván…—repitió como para
saborear el amargor que le producía pronunciarlo.
—¡Ámonos! Y ese nombre, ¿cómo se te ocurrió?
—Alfredo se lo puse yo, y Galván es el apellido de mi amigo en la capital. Por cierto,
un bato de todas mis confianzas y que nada tiene que ver con la política: un hombre
decente.
—¡Bien hecho, Poncho! Nomás que vas a ver que cuando pase el tiempo, el niño no
te reconocerá como su padre. Chance y hasta sus papás adoptivos lo propicien.
—Verás que no. Para eso es la lana y el poder. Saben que se arriesgarían si me
hicieran una chingadera. No permitiré que se burlen de mí, para eso soy su padre, para
ver por él, ¿o qué?
—Qué daría yo si pudiera irme a un país sin nombre, sin reputación ni personalidad,
donde se pueda vivir tranquilo y sin tener que escuchar el himno a la bandera… Su
sola letra me enfurece, no sé por qué. Me iría a una islita del Caribe o del Pacífico Sur
—comentó con sonrisa extraña—. A las Bahamas, donde hay hartos tiburones, o a
Nueva Zelandia.
—Yo también, si no me interesaran la política y la feria. Y aunque fuera muy rico, no
me largaría de aquí. Me gusta demasiado el desmadre de este país. Es el paraíso de
los explotadores.
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—Qué bueno que salvaste la vida de tu hijo, eso estuvo bien, compadre, pero nada
más recuerda una cosa: siempre hay un flanco por donde entra la muerte, para ti o
para Alfredo. Así lo nombro porque así se llama ahora. Aunque te cuides, aunque en la
política y los negocios creas que tienes los pelos de la burra en la mano, la muerte, si
se le da la gana, te da un madrazo con su guadaña y te lleva calacas.
—Eres más raro que un perro amarillo, compadre —le dijo Alfonso Castellón,
examinándolo con indudable desconfianza, con una mirada fija y pendenciera. Entornó
los ojillos para verlo mejor—. A veces dices tanta mamada… Lo importante es que el
huerco está a salvo y que jamás dejará de ser mi heredero. Lo seguiré manteniendo y
educando. Si le he cambiado el nombre, es para su bien. Cuando tenga edad suficiente
le explicaré todo. Chance y hasta le guste la política. Por lo que respecta a mi
mujercita, a Viridiana, que Dios la guarde en su gloria. La extraño un montón.
—¡Que Dios la guarde en su gloria! —coreó El Compadre—. Ahora dime, ¿qué
pesadillas has tenido?
—Pura pendejada, compadre. ¿Pa’qué te cuento?
—Cuénteme. Muchas veces en los sueños se revelan las verdades.
Alfonso Castellón bajó la mirada; sonrió. No dejaba de contemplar a su compadre
con aire sospechoso. Un tanto embrollado por la dirección imprevista que tomaría la
charla, con la vaga idea de que le tomaba el pelo, decidió contarle una pesadilla en
particular, mirando por la ventana el paisaje entrañable de su infancia. “Esto se va a
poner de aúpa”, pensó.
Le contó que se había soñado en el aeropuerto de Miami, pero se trataba de un
túnel subterráneo, una especie de tubular gigantesco: en un extremo, la entrada; en el
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otro, la salida. Buscaba desesperado a su hijo, pero no podía encontrarlo. Adosados a
una pared, los mostradores con las empleadas que atendían a los pasajeros, quienes
hacían una línea como podían y, en ocasiones, se empujaban para pasar con su
equipaje y documentarlo. Se escuchaban gritos, carcajadas, groserías. Estaba perdido
entre una muchedumbre exasperada sin hallar a su hijo. De pronto, se le acercó un
niño chapeado y le preguntó: “¿Usted es el papá de Alfredo Galván?”. Alfonso
Castellón dijo que sí. “Venga conmigo. El salón está por acá”. Decidió seguirle a través
de una puerta disimulada en la pared. Antes de perderse en el pasillo a que daba
acceso, miró por última vez la multitud. Uno se acostumbra a todo. Luego de recorrer el
pasillo iluminado por bombillas que manaban luz blanquísima, llegaron a una puerta de
madera labrada con figuras de querubines, desnudos y nalgoncitos, y de semblante
risueño. El niño abrió la puerta. “Entre y fórmese”, le indicó con la voz auténtica del ser
humano, aquella con que se buscan las palpitaciones más profundas. Alfonso Castellón
se situó detrás de un hombre joven y alto, con el rostro pálido que le miraba curioso. Su
sonrisa le reconfortó. “¿Preparó lo que va a decir a la clase?”. Alfonso negó, sin saber a
qué se refería. Los niños estaban en sus pupitres, mirándolos con atención,
aplaudiendo cuando terminaba de hablar el papá en turno. Allí se encontraba su hijo,
Alfredo Galván, sentado en la parte trasera de salón. Lucía hermoso, con sus rasgos
castellanos y sus expresivos ojos verdes. Se notaba orgulloso de que su padre fuera a
hablar; era tan bueno dando discursos. “Bueno, tampoco se trata de una conferencia
magistral o de un examen profesional, así que relajémonos y digamos lo que nos salga
del alma”, aclaró el hombre joven. Una señal de alarma comenzó a espumar en el
interior de Alfonso Castellón. Transcurrieron los discursos y entonces supo que se
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trataba de una exposición de los padres de familia. La cabeza le zumbó al escuchar a
quien le precedía dirigirse a los niños: “¡Buenos días, niños!”. “¡Bueeenooos díaaaas!”,
respondieron al unísono. “¿Cómo están?”. “¡Biieeeeeen!”. “He venido hoy, junto con los
demás papás, para hablarles de nuestro trabajo, a qué nos dedicamos, y yo les hablaré
de la arquitectura. Un arquitecto es un señor que se dedica a hacer casas y edificios”.
Para Alfonso Castellón, las palabras se perdían en la vaguedad; ya no sonaron en sus
oídos. Se convenció de que quien no tiene familia (hijos y una esposa afectuosa), es
como si no tuviese memoria ni porvenir. Todo parecía indicar que estaba encauzado a
correr ese destino. Llegó su turno. El papá que se despedía de los niños le palmeó con
suavidad el hombro para infundirle ánimos. Vio que tenía el rostro verdoso, a punto de
vomitar.
“Buenos días, niños. ¿Cómo están?”, preguntó tajante. “¡Biiieeeeeen!”. “Yo también
vengo a hablarles de lo que hago. Miren, yo soy político. Soy de aquellas personas que
no pueden disimular el vicio por el poder y la codicia. Me encanta el dinero y que la
gente me respete, con razón o sin razón, o como mejor dice el Escudo Nacional y lema
patrio de nuestro país hermano, Chile: ‘Por la razón o la fuerza’, se hará lo que a
nosotros nos venga en gana, porque para eso gobernamos, o lo que es lo mismo: aut
consiliis aut ense. O por consejos o por espada. Esto de ser político es un trabajo muy
duro, ¡grueso! Imagínense... tener que administrar los bienes públicos por los que la
mayoría de la población no paga ni un centavo, y de todos modos lo exigen como si lo
merecieran. No pagan luz porque se cuelgan de los cables, no pagan agua, no pagan
el asfaltado de las calles, no pagan por la educación, no pagan por la recolección de la
basura, no pagan por la leche, ¡no pagan ni madres…! La mayoría son ciudadanos de
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segunda, una chusma ignorante y renegrida que nos ha estado invadiendo desde el sur
en busca de trabajo, y que nada tiene que ver con ustedes, niños lindos y de buena
cuna. Ustedes son los futuros empresarios de Nuevo León, ¡sí señor! Miren, niños, ser
político es lo más difícil del mundo. A diario tenemos que enfrentarnos a los colegas
astutos, habilidosos, sagaces, conspiradores, intrigantes, calculadores, egoístas y
ambiciosos del Congreso de la Unión y del Congreso local, y son quienes difaman,
denigran,
deshonran,
afrentan,
mancillan,
ultrajan,
ofenden,
menosprecian,
desacreditan, calumnian, censuran, critican, murmuran, chismorrean, falsean, exageran
e imputan las nobles esperanzas y propósitos de quienes sí deseamos el progreso de
México y de Nuevo León. Los políticos trabajamos desde el Congreso proponiendo
leyes que nuestro señor Presidente aprueba, o bien, desde los puestos públicos del
Gobierno donde se beneficia a la sociedad. Por tan ardua labor, algo tenemos que
ganar, ¿no es cierto, niños?”. “¡Síiiiii!”. “¿Ya ven cómo es fácil de explicar, nomás que
los nacos y los malnacidos no lo entienden. Si por eso, otro norteño chingón tuvo que
poner orden en tiempos de la Revolución, y con esto me refiero al maestro, don Álvaro
Obregón. Entonces, eso de que somos unos ladrones, unos rateros, unos pillos, es una
falsedad, una total mentira. Tenemos derecho a ganarnos el pan como cualquier
ciudadano decente, porque decentes somos. Si tomamos algo del erario, piensen que
alguien se está beneficiando de dicho gasto, o si hacemos nuestros negocitos por allí,
pues se trata de que generen una ganancia lícita a la cual tenemos derecho, repito, a
cambio de hacernos cargo de la gente, lo cual está canijo, ¿me entienden? ¡Quítense
de la cabeza que los políticos somos unos infames, unos hipócritas, porque no es
cierto! Gobernar da derecho a disponer de los recursos y tomar decisiones que
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benefician a la mayoría, aunque en la primera parte de esa mayoría estemos nosotros,
ni modo. Además, alguien tiene que hacerlo, ¿qué no? Y una canonjía es poco a
cambio de lo que uno hace por la gente. Como dijo Huxley: ‘Cuanto más siniestros son
los deseos de un político, más pomposa se vuelve la nobleza de su lenguaje’. Como
pueden ver, yo les digo las cosas como son, sin pompa, porque soy honesto. Les
agradezco que me hayan escuchado, huercos. Vayan a casa tranquilos; díganles a sus
papás que pueden confiar en nosotros, que quienes gobernamos, velamos por la
seguridad y el progreso a cambio de unos centavitos”.
Cuando terminó, los niños estaban embobados y tristes. La voz de Alfonso
Castellón había sido la de un ave rapaz, y su expresión, una manifestación
circunspecta. Sin embargo, no pudo sostener la mirada escrutadora de su hijo. Lo
contemplaba decepcionado, cerca del limbo al que sin duda aspiraría como región de la
bondadosa redención. Su padre bajó los ojos, y de azor, se convirtió en avecilla
lastimada. Alguien aplaudía: el niño que lo había guiado desde el aeropuerto hasta el
salón de clases. Palmoteaba con sus mejillas sonrosadas, la diminuta boca, la nariz
chata y un poco curvada, los párpados abultados, tan elegante en su gesto como un
guardia del sultán de Brunei. El político se sintió en un estado sonámbulo. Tenía el
ritmo de la respiración excitada y no podía serenarse. Se volvía para un lado, para el
otro, sin que nadie más aplaudiera, además del niño-guía. Ya sentía cómo le
sentenciaban con presteza y le condenaban sin apelación.
“Excelente discurso, licenciado. Es hora de regresar”, le dijo el niño cuando dejó de
aplaudir. Luego le cogió del brazo y lo llevó hacia fuera. Sintió que no volvería a ver a
su hijo. Quiso despedirse diciéndole adiós con la mano, pero cuando se volvió, ya no
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había nadie, sólo la bandera de México en el pupitre que ocupara Alfredito Galván.
Meneó la cabeza y sus ojos se cerraron. El sueño concluyó.
—¿No es de lo más extraño, compadre? ¿Qué significa?
—No sé, Poncho. El perro amarillo eres tú. Sin duda alguien (tu hijo, tu mujer o tú
mismo) te ha querido decir algo. El pasado a veces brinca como conejo hacia el
presente, no lo olvides. Aún estás triste. Recién enviudaste. Perdiste la compañía de tu
hijo, así que no le hagas mucho caso a lo que sueñes. Si tu conciencia dicta que dejes
de ser un político y hombre de negocios, te aseguro que tienes suficiente para
dedicarte a otra cosa con menos riesgos y más decoro.
—¡Jamás! Para esto nací, y ni mi difunta esposa ni mi hijo me privarán de lo que me
gusta.
Su rostro quedó un instante postrado, como si el esfuerzo de la remembranza
hubiera sido descomunal. Alfonso Castellón tenía la apariencia de un Frankestein en
luto, del frecuente personaje de Halloween surgido de una hoguera en la noche de
Walpurgis.
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Con el infierno como trasfondo, o más bien con la sensación de estar siendo invadido
por un demonio sin el deseo de que lo exorcizaran, Alfredo devoró algunas páginas en
blanco. Caminaba por el lugar no hollado por la zancada retórica dedicada a confesar
la verdad de las transas y la corrupción en que se había inmiscuido con su padre, sin
omitir casi nada. Describía con lentitud el estado de las cosas, de las inversiones, de
las propiedades inmobiliarias, de las triangulaciones entre cuentas nacionales y
extranjeras, el estatus procesal de juicios de nulidad, de amparo, la creación de
cooperativas, sindicatos y asociaciones religiosas, para colocarse en el título tercero de
la Ley de Ingresos de la Federación y no pagar el Impuesto Sobre la Renta; la creación
de asociaciones civiles sin fines de lucro por donde filtraban ingresos sin declararlos y
que luego desaparecían, etcétera.
Sin verba no hay res, pensaba al escribir. La luz blanca de la lámpara se inflamaba
en sus pupilas. Saboreaba el hervor de la carne de político entre los dientes y las
encías; asomaba imaginariamente los ojos al piélago de lenguas de los legisladores
lamiéndose el culo entre sí en el pleno del Congreso (su padre, uno de ellos), para
después salir del recinto muy orondo con nuevos negocios por explotar. Entonces le
llamaba a su despacho de Las Lomas, y otra vez Alfredo se concentraba en la
planeación fiscal: la ingeniería del no-pago, la creación de más cuentas bancarias, la
apertura de más cajas de seguridad, la relación con proveedores de facturas y gastos,
el movimiento de fondos, litigios en puerta que luego redundarían en más dinero que
había que desaparecer de la vista de la Secretaría de Hacienda.
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Su escritura iba de lo ñoño a lo estridente. No aceptaba la mentira como límite de su
confesión. Padre, eres una víbora, un cautivador, un perspicaz, servicial con tus
compinches del modo más falso, inmisericorde en el empleo de tu mano zurda (no te
compadeces de nadie) y generoso en el de la derecha. Cuando escuchas a alguien en
problemas, sonríes como si dijeras que comprendes y que no se preocupe, y cuando
puedes le clavas el diente hasta liquidarlo. Por eso intentaron matarme, para vengar tus
infamias. Me arrancaste de los brazos de mi madre, ¡maldito! Y ahora ella está muerta.
Eres de los que nos obliga a vivir en el infierno, o lo que es lo mismo, en México, en
una democracia que se instaló en el 2000 como el más perverso y costoso de los
lastres, nuestra novísima maldición, reflejo de nuestros fracasos históricos, de la
perversa demostración de la libertad y de nuestros anhelos más oscuros, porque aquí
se transa y se asesina sin consecuencias. No existe la gobernabilidad ni la justicia ni la
equidad, por políticos como tú.
Se fue más lejos, dijo que desde la ONU, la OEA, la OTAN hasta las potencias
mundiales, pasando por nuestro mayor alcahuete, Estados Unidos, son unos cerdos y
unos “ijoeputa”. “Quise ser el tenor de la ópera de mi existencia, el arquitecto de mi
futuro para renunciar a la butaca del espectador, y heme aquí, sentado en el palco de
honor, viendo cómo se desmorona mi vida por servirte.” Después dudó si continuar. Se
hizo el silencio. La señora Elena lo espiaba detrás de la puerta; vio que se movía la
sombra de sus pies por debajo; escuchó su respiración nerviosa. Con seguridad tendría
la oreja pegada, porque andaba muy calladito escribiendo.
—Estoy bien, nana —exclamó—. Hazme de cenar mi sándwich y en un momento te
alcanzo en la cocina. Hoy no estoy tan pedo… bueno… sí… un poco.
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La piel acerba
[FELIPE CUEVAS RUIZ]
La señora no respondió. Apartó su sombra y fue a preparar la cena.
Alfredo tomó otro folio en blanco. Agitó la mano para descansarla y siguió
escribiendo. No quiso sustraerse de lo que deseaba anotar. Murmuró como si rezara
una plegaria. Anotó una lista de reflexiones sobre democracia y política, el tema
favorito de su padre:
1. La democracia es una mentira, padre.
2. La democracia es la trampa que disfraza la política con el discurso dizque
humanitario y dizque librepensador.
3. La democracia es una receta que no deja de ser menos sanguinaria en México.
4. En la democracia mexicana se difunde el sueño guajiro de que se tiene voz y
voto (¡jaja!).
5. Los perversos del partido de la Revolución fueron capaces de reaccionar luego
de perder la presidencia y se adaptaron a las nuevas condiciones. Se mimetizaron en
demócratas.
6. La democracia mexicana está diseñada para seguir embruteciendo a las masas.
7. Para que la democracia funcione, esa abstracción, que es el pueblo, tendría que
ser escolarizada, ilustrada y politizada para decidir el rumbo de la nación, lo cual es
imposible.
8. La democracia no funciona si el ciudadano común sólo va y vota. Allí no termina
su responsabilidad democrática.
9. Los demagogos como tú, padre, legitiman el nefasto régimen aduciendo que el
electorado es políticamente maduro.
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FELIPE CUEVAS RUIZ
La piel acerba
10. La demagogia gusta de adular, y como los mexicanos en su mayoría son gente
humilde e ignorante, le creen a quienes les mitigan el pulsio revolucionario.
11. La democracia es el menor de los males, y para el “mundo libre”, la tecnocracia
y la religión son de gran utilidad para su propósito de dominación.
12. La democracia es “la tiranía de la mayoría”. Según Churchill, “La democracia es
la peor forma de gobierno, excepto todas las otras formas que se han probado de
tiempo en tiempo”.
13. La democracia por sí sola no favorece al progreso.
14. La democracia mexicana está desvirtuada, se trata de un sistema autoritario
disimulado por el voto y que ha generado otras aberraciones como la plutocracia, la
partidocracia y la oclocracia.
15. México no logrará autogobernarse ni olvidarse de la elección popular o la
dictadura; sólo es posible alcanzar la autogestión en países civilizados como Suecia,
Noruega, Canadá, de altísima cultura y baja población.
16. En México se admira a los malvados, a los transas, al narco; los autores les
componen corridos porque en su fuero interno aspiran a su condición de supremacía.
17. Dijo Dostoievsky en Crimen y Castigo que los hombres se dividen en ordinarios
y extraordinarios. Los primeros deben vivir en la obediencia (los ciudadanos comunes)
y no tienen derecho a violar la ley. Los extraordinarios (los demagogos, los magnates)
tienen derecho a cometer todos los crímenes y a prescindir de todas las leyes, por
aquello de que son “extraordinarios”. Tienen derecho (no oficialmente) a franquear
ciertos obstáculos, por eso los políticos y los líderes de la humanidad, empezando por
los más antiguos para continuar con Licurgo, Solón, Napoleón, y yo añado a Hitler,
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
Stalin, Mussolini, Franco, Pinochet, Echeverría, Somosa, Milosevic, Fujimori, etcétera,
todos, sin excepción, han sido unos criminales, ya que al promulgar leyes nuevas
violaron por ello las antiguas. Sí, padre, me dirás que me refiero a los tiranos, a los
totalitaristas que no vivieron en la democracia. El problema es que los autócratas de
México, como tú, se instalaron en la democracia para seguir enriqueciéndose de
manera ilícita y abusando de su posición. Son la misma vaina, padre.
18. Me enseñaste a desconfiar de los carismáticos: lobos disfrazados de corderos.
19. Los demagogos legitiman el engaño en las urnas.
20. Los políticos son la vergüenza de la humanidad, la peor ralea: embusteros,
ambiciosos, depravados, libertinos, corruptos y corruptores.
21. El pueblo de México extraña el paternalismo priista y admitió una democracia
sin carácter; sin embargo, renunció, como siempre, a su soberanía para concederla a
un ente externo, de ahí el deseo de que vuelva el PRI a La Silla. “Me cae que extraño
al PRI”, dijo Luis Téllez, y me cae que la mayoría de los mexicanos, también.
22. México: pueblo sin voluntad, pueblo resignado, pueblo desvergonzado, pueblo
cobarde, pueblo idiota, pueblo cómplice, pueblo indigno, pueblo forjador de su propia
desdicha.
23. En la democracia mexicana opera la misma clase de gente que en la
dictablanda: policías, ejército, jueces, legisladores, multinacionales, la iglesia. La única
diferencia la hace la mafia demócrata. El narcotráfico en boga es la fuerza que surge
en la democracia.
24. Mi desprecio por los políticos creció como empalizada perimetral, semejante a
una armadura que me previene de su falsedad.
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La piel acerba
Decidió dejar en ese último punto la carta. Como no podía disimular la vergüenza de
sí mismo, notó que para verse en el espejo, era preciso cerrar los ojos. Un raro aire de
sarcasmo, mezclado con condescendencia, para enmascarar la cortedad que le
oprimía. Se sentía obtuso, extraído de la exquisita y variopinta obra de Orwell,
observado sin cesar por un todopoderoso que lo condenaría por lo recién escrito. Si
vas a ser el verdugo de tu padre —recordó a Carlos Fuentes— asegúrate de ser
invisible. ¿Deshacerme de él, entonces?, se preguntó. ¿Jugar carambola a tres bandas
para que no sepa que fui yo quien lo eliminó y lograr así la invisibilidad que sugiere
Fuentes?, pensó y contrajo el rostro en una mueca sardónica. Eso le dio todavía más
pavor mezclado con ira.
Tenía hambre y ganas de penetrar las fronteras del sueño. Recordó a su hija y la
extrañó, aunque no la conociera (la había visto dos veces desde que nació), contagiado
con la añoranza de una novela decimonónica. Se incorporó con torpeza y dejó su
pluma fuente destapada y la pistola sin el cargador en el escritorio. Abrió los brazos.
Simuló volar: “mmmmmm… mmmmmm…” Así llegó a la cocina, como avioncito. La
señora Elena lo recibió con ojos de asombro y el deseo de que no se tambaleara más.
Trató de sostenerlo con la fuerza de la mirada, pero cayó a sus pies, se puso bocarriba
y se rascó la panza. Sonrió con estupidez cuando percibió el déjà vu.
—Espero que a mi sándwich le hayas puesto queso menonita —dijo con el habla
lenta: una voz de roca.
—Hueles a borrego frito con salsa borracha —respondió la señora con una
imaginación y una elegancia que le desconocía—. Y hasta tienes la cara de recién
degüellado.
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“Elegancias de una pueblerina ya hecha al Deefe”, pensó. “¿Cómo habrá inventado
tal expresión?”
—¡Ya deja de hacerte el chistoso! Levántate y vente a cenar, niño menso.
El cuerpo de Alfredo se convirtió en esa máquina de beber alcohol y melancolía. Su
organismo parecía no funcionar, dormía poco, comía poco, se la pasaba contemplando
el atardecer casi sin parpadear, sentado en el sillón de orejas. Se había convertido en
un vegetal alcoholizado que satisfacía los sentidos bebiendo y rumiando su infelicidad
como el sabor del chocolate que permanece en el paladar después de haber besado la
fruta del tiempo.
“Antes era más ácido. Ahora soy dócil. Mi descomposición es una de las formas de
la verdad: la verdad de mi procedencia basada en la deshonestidad y la riqueza
ilegítima. Mi fortuna tiene la misma sustancia que la muerte espiritual. Para mí, la
muerte y el dinero están hechos con la misma cualidad corrompida”, pensó mientras
masticaba un bocado del sándwich y luego bebía grandes tragos de leche.
—¡Pica como la chingada, nana! ¿Qué le pusiste?
—Le unté chile habanero, a ver si con esto se te quita lo pendejo.
Se dio cuenta de las intenciones de la señora por rescatarlo del abismo y así dejó,
por un breve instante, a que llegara al corazón de su fragilidad.
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Llovía en Cozumel. Al amanecer, se sentía la humedad más incómoda que otros días:
producía un tufo de caverna atormentada dentro del departamento de lujo a orillas de la
playa. Alfonso Castellón murmuraba su nombre mirando el cielorraso y de vez en
cuando volvía la vista para contemplar la silueta de la joven modelo que dormía a su
lado. Estiró la mano y palpó su cadera, como para convencerse de que, en efecto, la
chica estaba allí y no perdida en una fantasía. Pensó como cuando tenía catorce años.
Qué hubiera dado por tener en aquel entonces a una chica tan guapa, cuando
sobrellevaba su inexperiencia con la misma desvergüenza con que indagaba las
costumbres sexuales de sus compañeras del colegio, y ahora se preguntaba,
precisamente, por el onanismo de su acompañante. ¿Se estimula, acaso, el talismán
eréctil enclavado en el vértice de sus piernas?
Sacudió sus pensamientos con un pestañeo. En ocasiones, los remordimientos no
le permitían dormir, por lo que se mantenía en vela esperando a que rayara el sol.
Pasaron los años y su hijo se convirtió en prominente abogado y doctor en derecho
fiscal. Con qué sagacidad limpia distribuye, preserva y oculta el dinero de mis negocios,
¡es un genio! Pero le dolía que estuviera dispuesto a eso, siempre y cuando lo dejara
en paz. No le permitía involucrarse en sus asuntos personales y llamaba “papá” al
padre adoptivo que lo crió. A Alfonso lo llamaba por su nombre o le decía “padre”.
Rememoró cuando, años atrás, desde su pedestal político, se dedicó al
contrabando de mercancías. Luego de defraudar a unos traficantes, mataron a su
mujer y tuvo que alejar a Alfredo de sí para protegerlo. Incluso tuvo que esconderse
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durante un tiempo fuera de Nuevo León, en lo que El Compadre negociaba con un
grupo político más poderoso para que le permitieran regresar a la función pública y
contrabandear con carta libre, siempre y cuando se pusiera a mano con su cuota y
devolviera lo robado. Sólo así lo dejaron tranquilo. Y es que Alfonso se creía muy listo,
ganaba por todos los flancos, primero, porque la compañía de transporte era suya, y
segundo, cuando la mercancía no le pertenecía (como el caso de los contrabandistas
defraudados), cobraba por la seguridad del cargamento apoyado en la mafia que
asaltaba los caminos. No fue sino hasta la pérdida de su familia cuando reconoció que
debía ceder una porción del negocio a sus adversarios. Le costó trabajo reconocer que
la fidelidad al clan no tiene nada que ver con la geografía, dado que el PRI mandaba en
toda la nación.
La chica cambió de posición en la cama. Se destapó y se puso bocarriba: los
pechos exangües caían a cada lado del tórax; una rodilla alzada, la mano tendida sobre
el monte calvo del pubis. El político se mofó de la costumbre moderna de rasurarse la
vulva y quedar como niñas. Cuando cogían le hacía falta la visión bruna de la
entrepierna.
Se dejó transportar de nuevo por la cruel dirección de sus reflexiones. Se sentía
deshabitado, sin su esposa ni su hijo. Tenía la fuerza del Estado consigo, se
beneficiaba de secretarías, gubernaturas, senadurías, diputaciones, alcaldías, la
policía…, para sostenerse en su podio de poder y hacer juegos malabares con el
dinero, el tráfico de influencias y la muerte. Sin embargo, vivía un prolongado período
de soledad, como si el mundo se hubiese olvidado de él y a nadie se le ocurriera que
existía la persona de Alfonso Castellón, con necesidades afectivas y filiales. Los fines
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de semana en el DF, se la pasaba en bares de las colonias Condesa y Polanco con
aprendices de política y novias animosas, el cabello cortado a la moda, vistiendo buena
ropa y bebiendo Martinis de manzana. O bien, tomaba un avión a Cozumel
acompañado de una chica y se quedaba allí por semanas, asoleándose, jugando al golf
y controlando sus negocios con el celular y el internet a la mano, como en esta ocasión,
que amanecía e intentaba despertarse a salvo en la ribera de sus argucias largo tiempo
ideadas, a salvo también de las tortuosas pesadillas de la cotidianeidad.
La lluvia se estrellaba contra la ventana. Le gustaba escuchar la lluvia; el sonido le
transmitía un estado de embriaguez semejante al que experimentaba cuando evocaba
sus recuerdos. Puso una mano en el vientre de su amante, le conmocionó la intensa
humanidad que expelía aquel cuerpo joven (se sentía protegida con él y por lo tanto
respiraba con inocencia). La contemplaba sin apremio. Su desnudez le inducía a una
cálida familiaridad, la que necesitaba para sentirse apegado a algo afable y abandonar
la prisión del discurso político. El aroma de cama, de encierro, de humedad (había
apagado el aire acondicionado), el olor de los cuerpos que compartían el espacio del
lecho, lo apartaban de las tribulaciones del desamparo, ahuyentaban el mordaz humor
de la maldad.
Pensó por última vez en su hijo y en su familia aquella mañana en que nació su
nieta y su nuera murió. Evocó la generosidad que irradiaban sus ojos; era una buena
muchacha. ¡Qué tragedia! La recién nacida ya no llevaba su apellido, por cierto. Luz
María se apellidaba Galván Fernández. No fuera a ser que se supiera que era su nieta
y la mataran. Alfonso Castellón perdió su descendencia gracias a su inteligencia
criminal. El poder y el dinero prevalecieron sobre la ensangrentada célula de su familia,
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esa entidad que mutilaba su ánimo de trascendencia. “Ambos somos viudos…”, agregó
a su añoranza, y la reflexión le dio una extraña lucidez, como si quisiera encontrarle
una segunda intención a su vida, amén del ostracismo al que se había sometido.
La lluvia chocaba, se deslizaba por los cristales. La habitación tenía una hermosa
vista al mar, aunque no podía ver afuera. Las persianas estaban cerradas, pero
imaginó el entorno gigantesco del exterior como el gran espacio del Caribe invadido por
nubarrones raudos con su hálito de tristeza. Caían relámpagos que de vez en cuando
iluminaban el interior, igual que relucientes espadas. Le dieron ganas de salir al balcón
y estirar las manos para palpar la lluvia. Se incorporó y salió desnudo, no sin antes
echarle una mirada a la chica. Disfrutó de su belleza apaciguada sin mezquindad. Se
alegró de no necesitar de la imaginación para deleitarse. Afuera, caminó por el balcón
balanceándose como si estuviera en la cubierta de un buque a mitad de una tormenta.
No sólo tocó la lluvia, sino que levantó la cabeza y abrió la boca para engullir las gotas
que se precipitaban “como agua de mayo”.
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11
El abogado se despertó al mediodía, luego de un sueño convulsivo que no le permitió
restaurar sus energías. Soñó de manera sibilina imágenes alegres y sugestivas que lo
hicieron reír en voz alta: una contradicción, puesto que no era lo que deseaba
fantasear. Estaba enflaquecido, contrahecho, olía agrio, a vagabundo, tenía la barba
crecida y el cabello largo. Los ojos parecían escurrírsele en sendas ojeras amoratadas
que lo hacían parecerse a un cadáver devuelto de la patria de ultratumba. No podía
creer que hubiera despertado tan feliz, así que intentó crearse la desdicha. Se golpeó
el rostro con la mano y vituperó contra sí mismo. Cuando menos lo pensó, se
sorprendió vagando por la casona en el momento en que ya se encontraban los
empleados trabajando. La gente iba de aquí para allá, los teléfonos sonaban, el jefe de
litigio daba instrucciones a un par de abogados, expediente en mano; las secretarias
anotaban las citas en las agendas y atendían las llamadas de los clientes.
Alfredo irrumpió. Lo miraron boquiabiertos. Desde la desaparición del patrón por los
rincones de la casa y su reclusión en su oficina, notaron la diferencia con el espécimen
en que se había convertido. Se hizo el silencio. El tiempo pareció pesar. Alfredo los
observó desde la bruma de la resaca y la amargura. El aspecto de sus empleados le
molestó: sus rostros, entre asombrados y circunspectos, la vestimenta formal, lo que
decían, lo que no decían, el cabello engominado de los varones, las mechas
esponjadas de las mujeres... Y se lamentaba del delito de su necesidad de trabajo, o
más bien, de su subordinación al jefe que provee. Ellos jamás podrían lograr algo así
por sí mismos. Se lamentaba también de la felicidad del estrato socioeconómico de los
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trabajadores (sin duda inferior) y de la enorme distancia que mantenían con la soledad.
“Estoy solo, y a él lo acompañan sus amigos, su familia, sus compañeros de trabajo…”,
pensó al ver al primer licenciado con que se topó.
—Cada quien está en su lado de esta historia…
—¿Se encuentra bien, señor? —le preguntó el abogado, viendo que se sentía igual
que un vómito.
—Sí… sí, estoy bien. Nomás ayúdame a irme a mi oficina. ¡Que la señora Elena me
lleve el desayuno! —ordenó a su asistente quien, supuso, se encontraría por allí. El
subalterno lo abrazó de la cintura y lo trasladó a su despacho, donde lo sentó en el
sillón.
—Ahorita le digo a la señora que le traiga su café y sus huevos. ¿Quiere algo más?
¿Aspirinas? ¿Que llame al médico?
—No necesito nada más. Vete. Estoy bien.
El abogado hizo una reverencia fingida y se retiró asqueado por el olor de bacterias
que despedía su patrón.
Solo, Alfredo se hizo el que miraba para otro lado, pero no pudo evitar posar la vista
en el escritorio. En la superficie no había más que la lámpara encendida (él mismo la
dejó así la noche previa) y una fotografía enmarcada en pewter al centro, en la que
aparecía su hija en brazos de alguien que no se reconocía.
—Y ‘ora qué chingados… —dijo con desdeño.
Cuando más cercana estaba su hija de él, fotografiada, más se apartaba su
pensamiento de ella con la culpa a cuestas, como si cargase un barril de pólvora con
una mecha prendida. Giró para no verla y sonrió del modo más devastador.
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—¡Elena! ¡Elena!
La irritación de Alfredo fue en aumento, mas en su rostro verdoso y trémulo asomó
una sonrisa bizantina que se desplegó como biombo nipón.
—¡Nana! ¡Con una chingada! ¿Dónde estás?
Su asistente entreabrió la puerta y asomó la nariz sólo para anunciar:
—Ya viene, doctor. Fueron por ella. Debe de andar haciendo sus quehaceres.
—¡Que venga, carajo! Hace rato pedí que me trajera el desayuno.
Si escribir con su puño y letra las fechorías de su padre y sus malos recuerdos era
para él un modo de borrar los afluentes de la memoria, protestar por la aparición de la
fotografía podría significar mantener la culpa por el abandono de su hija lejos de su
conciencia. Su auto reclusión y el desaliño de su persona representaban un silogismo
falso, un absurdo. Lo sabía. Comprendía que los acontecimientos inesperados, como la
muerte de Fernanda, provocan consecuencias incalculables. Y aun harto de sí mismo,
su propósito era tocar fondo para, de allí, resurgir de la oscuridad y corregir sus errores,
sin importar el carácter imbricado de los delitos.
Estaba muy enfadado. Parecían escurrírsele lágrimas de la voz. Llamaba con
desesperación a la señora Elena, pero sólo era capaz de emitir un gimoteo. La oficina
estaba casi en penumbras. Tocaron la puerta. Era ella. Entró y vio a su patrón llorando.
Cargaba la charola con el plato con huevos con jamón y frijoles refritos, jugo, café, pan
dulce y un vaso de agua para que tomara sus aspirinas. Dejó la charola en el escritorio
y vio la fotografía. Abrió las cortinas para que entrara más luz. Se aproximó a Alfredo
sin decir palabra. Jamás se habría imaginado cómo lloraba; lo hacía con el gesto
resentido, apesadumbrado, con una mueca de desprecio. Observó la foto. Ella quiso
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emprender una suerte de retirada, pero no logró zafarse del vínculo visual de su patrón,
quien comenzó a darse repetidos golpecitos en el pecho, como rezando: “Por mi culpa,
por mi culpa, por mi gran culpa…”
—Ya te traje tus huevos, niño. Desayúnate; traes una cara…
Alfredo comenzó a fijarse ora en su nana, ora en la imagen de su hija. Ella notó el
ademán, pero no quiso volverse para comprobar lo que sabía que estaba viendo.
—Tú la pusiste allí, ¿verdad?
—¿Poner qué?
—Sabes bien a qué me refiero, nana. Mira, yo te quiero mucho, pero no voy a
tolerar una mentira. Quiero saber si tú pusiste allí la fotografía de mi hija. Y no te hagas
güey, que bien sabes que allí está. Si la estás viendo de reojo.
No tuvo más remedio que aceptarlo.
—Sí, ya la vi, pero te juro que yo no la traje. Me extraña que me lo preguntes y no
me creas, porque sabes que yo no me ando con tonterías. Quizá fue alguna de tus
secres chismosas.
Alfredo sabía que sus empleados estaban lejos de su microcosmos.
—Ellos no fueron, ni las secres ni mis abogados. No se concederían una libertad así
—caviló; luego dedujo—: ¿Ha venido mi suegra? ¿La has dejado pasar cuando no
estoy aquí?
—No, te lo hubiera dicho, niño.
—Ajá…—hizo un rostro sugerente—: la presencia de un portento, como un espectro
que viene a joderme con una foto que alguien tomó, imprimió y luego se tomó la
molestia de enmarcar, traer y ponerla en el escritorio; y decirme entre líneas: “Mira,
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animal, aquí tienes a tu hija a quien no pelas mientras andas de pedo”. Quien la haya
puesto es como si deseara hacerme recordar la caja con garigoles, como de pastel
barato de quinceañera, que tuvo el cadáver de mi esposa. ¿Qué te puedo decir, nana?
¿Que me voy a creer que fue un acto de magia?
La señora Elena se encogió de hombros.
—Quiero saber quién fue el hijo de la chingada que la trajo… —hubo un instante en
que contempló todo con despreocupación e hizo una seña para que pusiera en sus
piernas la charola con su desayuno. Después sacudió el dedo índice de una mano con
la soltura de un soberano. Significaba que lo dejara solo y que averiguara quién se
había tomado tal libertad.
Alfredo no era hombre de bilis sino de instantes afables, pero el luto lo estaba
desbaratando, le dolía la vida y se hallaba lejos del tiempo real, cercano más bien al
tiempo de una poesía mal escrita, desastrosa. Se concentró en el recuerdo de cuando
su voz se introdujo en la vulva de Fernanda acostada en una cama con sábanas de
colores de motel, semejante a un jardín con jazmines y geranios: la recorría con la
minuciosidad de un espeleólogo y fue consciente de que se encontraba lejos de la
miseria conyugal: olía despacio, con delicadeza, a perfume y a piel y a fervor. Su
esposa se dejaba lamer, mientras, a lo lejos, escuchaban una balada.
Alfredo bebió un sorbo de café. “Un carajillo me sabría mejor”, pensó y comió un
bocado de huevo. Se levantó para sacar la botella de brandy. ¡Comenzó La Hora del
Amigo!
“Me hace falta llenarme los bolsillos de dinero y salir, buscar un bar de mala muerte,
uno de esos puteros de Garibaldi, que ya casi no existen porque ahora están de moda
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los table-dance; ocupar una mesa solitaria en un rincón, alumbrada tristemente por la
luz de una lamparita, escoger a un montón de putas y organizar una francachela, y de
la francachela al sexo multitudinario, y de la orgía y las putas exhaustas, borrachas y
drogadas, a las peroratas sobre la miseria de México, por sus pinches políticos
ladrones como mi padre, hasta que no tenga más que agregar y me quede dormido
junto a ellas, en un acto amoroso que represente la línea del horizonte para mí. Quizá
por la mañana despierte con un par de huevos revueltos servidos en la cama y mi
carajillo, y de ese modo, inaugurar la borrachera del nuevo día”.
“¿Quién querría ser testigo de esta tristeza turbia? Por eso me encierro con mi
pistola y mi güisqui (y ahora con la foto de m’hija).” Entre sorbos de carajillo y bocados
de huevo, que volvía a picar como el diablo, escrutó la fotografía de Luz María. Cómo
la aborreció. Le bastó la muerte de Fernanda, su pasado inmediato, para comprender
el porvenir que le esperaba, sin atreverse a juzgar los resortes de la vida y de la
muerte, que no deseaba comprender. Miró el ventanal y no vio los encabezados del
periódico, pero era suficiente llevarlos en la cabeza.
“Ya no aparecerá más la noticia. Me ha abandonado, se quedó en el pasado”. Tosió
y fue al escritorio para sacar la pistola del cajón. La puso junto a la fotografía; una
miscelánea que también le satisfizo. El desamparo y la soledad le hicieron repetir sus
muecas, así como el terror de sus fechorías que, durante los días de encierro, le
acometieron: se le reveló la vacuidad del mundo y sus contradicciones. No necesitó de
un fenómeno sobrenatural para convencerse de que la muerte y la vida se zanjan
misteriosamente en una calavera de azúcar y en una falsa celebración eternizada.
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—A veces me da la sensación de que hablas como si estuviera muerto, pinche
compadre —dijo Alfonso Castellón, haciendo un visaje como si de todos modos le
solicitara consejo con la mirada.
—No, compadre, para nada. Sólo que estoy preocupado por tu huerco, no contesta
ni devuelve las llamadas… Se la pasa encerrado y hasta vive en la casona donde tiene
sus oficinas. La viudez le pegó con tubo, si me permites la expresión, pero hay que
entender que el mundo sigue su marcha y la verdad es que nos ha dejado colgados
con la lana y los negocios.
—Yo sé, compadre. No sé bien qué hacer, pero te prometo que los dineros del
fondo estarán listos pa’ la fecha en que se tenga que invertir en la nueva refinería en
Hidalgo. Las licitaciones se están preparando y vamos en primer lugar por las de
ingeniería conceptual, de diseño y construcción, la venta de equipo, además de las
licitaciones “accesorio” que acompañarán a la grande. Ya se tienen listas las empresas
y los prestanombres. Cuando las ganemos, tendremos chamba hasta el 2015, cuando
en teoría entre en operación, y lana suficiente para retirarnos al país sin nombre, al que
tanto quieres irte. Sabes que Alfredo siempre ha obedecido, pero ahora no quiero
presionarlo de más —agregó con expresión ceñuda—, no vaya a ser que nos mande a
la goma en el peor momento.
—El problema, Poncho, es que tiene el control de buena parte de la lana. Es el
operador legal y financiero. Tiene guardado nuestro capital en sabrá Dios cuántas
cuentas en el mundo.
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—Sí, pero recuerda que acordamos que así sería y han transcurrido los años sin
problemas. No te preocupes, ya se le pasará. Es joven y tiene mucha vida por delante.
—Ojalá. ¡Y es que ahí viene la grande, Poncho! El negocio de nuestras vidas. La
construcción de la chingadera ésta de PEMEX tiene para dar y repartir a todos, si para
eso negociamos con Hidalgo como plaza, sin importar que no fuera la mejor.
—Oficio político, compadre, como siempre… Gracias al oficio y a las alianzas, ya
tenemos garantizado el regreso a Los Pinos y a los beneficios a que renunciamos en el
2000 —comentó Alfonso con una media sonrisa; su rostro delineó un ademán
malicioso.
—Hay que triangular mucha lana. Invertirlos en los fondos que licitarán, etcétera. Si
tu hijo no se repone pronto, ¿qué vamos a hacer? Él tiene los contactos con los
bancos.
—Ya te dije que no te preocupes. Recuerda que sin dolor no hay alivio. Dale tiempo
a mi muchacho… No habrá riesgos, nuestra participación será segura y a tiempo.
—Espero que sí, Ponchito, ya ves que ahora pretenden revisar el origen de todo.
—No digas tonterías, compadre, sabemos que los recursos para las licitaciones
provienen de gente e instituciones de todo tipo. Vamos juntos hacia un mismo objetivo.
La ciudadanía nunca se da cuenta: “A río revuelto, ganancia de 20,000 millones de
dólares…”. Hay que recurrir a la estupidez; nada más ve a los borregos que se creen lo
del chupacabras, que lo de Mouriño fue accidente y otros cuentos… Mira, compadre,
México es un país sin estado de derecho (la justicia nos la garantizamos sólo a
nosotros mismos); no somos una nación constitucional, sino una dictadura partidista
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que pasa por el tamiz de la democracia abusiva y falsa. Vivimos en anarquía gracias a
los pendejos panistas, que no salieron buenos ni para transar. ¿Estás de acuerdo?
—Sí. Pues bien, confío en ti. Pon en orden tu casa (“la poquita que tienes…”) y
avísame cuando estemos listos para invertir. Yo voy a liderar las inversiones y las
licitaciones, ¡que te quede claro!
—Me queda claro, nomás recuerda que apenas se están conformando los grupos
de trabajo.
—Me voy, me están esperando.
Los señores se despidieron.
Alfonso Castellón quedó pensativo. En su cabeza daba vueltas la patente
desconfianza y curiosidad senil de El Compadre. Sentía la cabeza seca de ideas y
huesuda por la falta de apetito. En su fuero interno, sabía que debía tomar acciones
para ayudar a su hijo a recobrarse. Era consciente de que no podría seguir eludiendo
con más pretextos a su compadre y a sus socios: el dinero debía estar disponible para
el momento de invertirlo en el gran proyecto de transición, como lo llamaron. Si acaso
no sucediera así, esta vez le darían una muerte muy chula. Desde hace tiempo, pensó,
ya no me sé reír, casi no hablo, pero eso sí, cómo observo…
El corazón le dio un vuelco. Se asustó ante la idea de que Alfredo perdiera la razón
y se negara a encubrirlo más. Le dio pánico pensar que no quisiera devolver el dinero.
La aflicción lo hizo mover la quijada y toda la cabeza, como un cráneo mondo que
desea desquitarse del secreto que reúne su desconcierto. Dominaba sus nervios como
podía. Y seguía reflexionando: “cómo hincarle el diente a la desgracia, si también son
parte del caos”. Experimentaba un sobresalto de pavor, estaba abrumado, los ojos
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revolcados, abiertos cual platos, mirando hacia todos lados para captar la futura
imagen de su muerte.
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Alfredo tomó la pluma lapislázuli y escribió: “Método para hablar como político (igual
que mi padre…) sin prometer nada”, y añadió un subtítulo: “Sistema Resumido de
Elaboración del Discurso”. Puso una primera frase de prueba:
“Frase 1: ¡Estimados compañeros!, el aumento constante, en cantidad y en
extensión de nuestra actividad, ayuda a la preparación y a la realización de las nuevas
proposiciones”.
“Frase 2: No es indispensable argumentar el peso y la significación de estos
problemas, ya que el nuevo modelo de actividad de la organización exige la precisión y
la determinación del sistema de formación de cuadros que corresponda a las
necesidades”.
Se carcajeó, hizo un gesto demencial mientras admiraba el cuadro sinóptico de
cuatro columnas por sinnúmero de filas que concibió durante la noche, otra vez, con la
pistola, la botella y la fotografía de su hija. Era de madrugada. Escuchaba el trinar de
las aves y uno que otro automóvil que ya interrumpía la calma del crepúsculo.
Comenzó a leer una tercera frase con la interpretación meliflua de un demagogo:
“Frase 3: El afán de organización, pero sobre todo la consulta con los numerosos
militantes implica el proceso de reestructuración y modernización de las básicas
premisas adoptadas”.
Conforme escribía las oraciones y recordaba las transas, ricas en desmesura y
desvergüenza, aliviaba el resentimiento guardado por años; escribía y se sentía
reconfortado. Aspiró hondo y anotó la siguiente frase:
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“Frase 4: Por último, y como definitivo elemento esclarecedor, cabe añadir que una
aplicación indiscriminada de los factores concluyentes permite, en todo caso, explicitar
las razones fundamentales de los elementos generadores”.
¿Cómo negarse a anotar lo que le quemaba la lengua? Evocó a Roberto Bolaño: “El
mundo está lleno de rateros —de políticos como Alfonso, añadió— y muchas veces son
los que van con la medalla al pecho del éxito”. Mientras se enriquecen del erario y los
negocitos, se les zafa la chaveta y piensan (y se lo creen) que es normal, moral y
correcto hacerse con una riqueza ilegítima. Después anotó al calce: Denise Dresser:
“México arrastra un legado que no debería ser motivo de aplausos; México carga con
una herencia de la cual los priistas se distancian, pero de la cual son responsables”.
Luego se dirigió a su padre: “Alfonso: En el país sobran políticos que se creen
ideólogos inspirados por el Panteón griego; sobran los que citan a los redactores de la
Ilustración y a los novelistas de la Revolución (imagínate, hasta citan a Nellie
Campobello); sobran los hijos de rancho, iletrados y primitivos que ocupan las curules
sin saber siquiera redactar, porque no estudiaron una profesión ni se sometieron a una
oposición para acceder a su puesto de “honor”, como requisito mínimo; sobran los
machitos de pito pequeño, que con sus frases cantineras revelan cuan capados están
en su fuero interno (apuesto a que con su sobrepeso no podrían satisfacer a ninguna
de las güeritas con las que aspiran a mejorar la “raza”: el mestizaje del que se
avergüenzan); sobran los Sun Tsu pata-rajadas que se dicen representar a las
mayorías; sobran los nacos en Porsche y en Aston Martin, con escoltas siguiéndoles en
el Periférico, ofendiendo al prójimo y violando las normas de conducir; sobran los
arribistas, los oportunistas y los lameculos. Ellos son la razón por la cual la desigualdad
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continuará y México no progresará, ¡si lo sabré yo!… Y lo peor es que allí viene el joven
dinosaurio, el “Gober modelo-bombón”, el Gel-boy, El Acorazado Potemkin de
Atlacomulco, candidato de los intereses oscuros que mezclan la eficacia de los medios
de comunicación y los viejos métodos del poder para rescatar “La Silla del Águila”,
escribió, asumiendo una suerte de amparo iluminador que hacía a su mano moverse
con velocidad para anotar con caligrafía desquiciada. El vértigo que le causaban sus
previsiones, más su desgracia personal, parecían acechar los arriesgados pasos que
daba al rebelarse contra su padre. Añadió que los políticos del mundo, pero muy en
especial los mexicanos, son unos pillos redomados, cuando no unos grandísimos
pendejos, y que de todos ellos no hay manera de hacer un hombre entero, según
nuestro Premio Cervantes, Sergio Pitol. “Esa es mi hipótesis, padre: México no tiene
remedio, ni lo tendrá. Es un país, según el mismo Bolaño, que en algún momento de su
historia se asemejó al paraíso y que hoy se parece al infierno, pero no un infierno
cualquiera, sino el infierno especial de los hermanos Marx, el infierno de Guy Debord,
el infierno de Sam Peckinpah… México no será jamás civilizado y no habrá nadie que
demuestre lo contrario y que cambie nuestra realidad trágica, satírica, y a final de
cuentas, política. México está diseñado (y conviene a muchos que así sea) para ser
pobre, porque en la corrupción y la desigualdad está el arraigo de los privilegiados”.
Alfredo dejó la pluma sobre el papel y se puso de pie afectado por una extraña
incomodidad. Se dirigió al ventanal para admirar el jardín. La buganvilia y las aralias
echaban flor; el césped estaba recién podado; la hiedra adosada a la tapia lucía
frondosa, elegante; un colibrí flotaba frente a un capullo.
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Molesto, no comprendía su vida ni su destino como el niño “bien” que nació en cuna
sobresaliente, para eternizar la riqueza y proteger los intereses de Alfonso Castellón y
sus compinches del “partido oficial”, cuya toma de la presidencia se le antojaba
inminente. La mayoría de las flores se encuentran en la naturaleza y las más hermosas
están inaccesibles en barrancos y despeñaderos, pero hay otras también bellas,
sembradas en macetas y al cuidado de una mano diligente que no permitirá que se
marchite. Ese soy yo, pensó, como si se debiese esa confesión en el elegante espacio
doliente de su oficina, convertida ahora en su eremitorio. Cabe decir que ya no sentía el
pánico de los días previos. Ahora se trataba de un miedo mórbido, de un sentimiento
más bien aprensivo; por lo tanto, se decidía a no suicidarse, sino a salir de su encierro
y a deshacerse del aroma agrio de vagabundo. Sabía que era mejor redimirse,
liberarse de la obligación de alcahuetear. La mano invisible de la opulencia,
proveniente de los años de rapiña, rozó su semblante abstraído. Sintió con amargura la
obligación de delatar a su padre (¿pero a quién?, pensó con ironía, ¿a las autoridades,
que están compuestas por los mismos pillos y encubridores?), o cuando menos frenarlo
en seco. ¡Así será!, aunque el Partido de la Revolución sea experto en proteger a sus
militantes y justificarlo todo: la Revolución, la falsa democracia, el mediocre progreso y
el atraso económico; el clientelismo y el corporativismo, la corrupción y la paz. “Quizá
no sea capaz de detenerlo, pero no seré más su patiño”.
“Frase 5: La práctica de la vida cotidiana prueba que el desarrollo continuo de
distintas formas de actividad cumple deberes importantes en la determinación de las
direcciones educativas en el sentido del progreso…”.
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Después de su trayectoria política y la función pública, de sus conexiones y la forma
como había amasado una gran fortuna, Alfonso Castellón era uno de aquellos que
podían alcanzar la plenitud de la estupidez sin pretenderlo. La lubricidad de sus
propósitos era para trastornar a quien fuera. Tenía, a veces, la intención de llorar la
desgracia de su hijo en un rincón de su apartamento de Cozumel, pero el regocijo que
le producía su viudez campeaba en él una alegría que hubiera hecho palidecer de
pasmo a cualquiera, y se preguntaba desde cuándo era el verdugo patibulario y
depredador de sí, acostumbrado a conducirse aladamente para comer de su misma
carne. Con el correr de los años, su rostro había cambiado: era más duro, pero no
evitaba que sus facciones se transparentaran de repente; dejaban ver la cúspide de
sus sentimientos, su debilidad, y sus emociones hacían que corriera el riesgo de ser
tratado como una viejecita cruzando la calle. ¿Qué había sido de él, después de todo?
Se volvía a preguntar. El recuerdo de su esposa ocupaba el sitio menos intranquilo de
su ser, la memoria de sus gestos, sus movimientos en casa, el vaivén de sus miembros
más sensibles, la altiva sensualidad de casada resplandecían con suavidad en esa
genial lucidez del recuerdo que no permite lagunas. Su hijo le hacía sentir orgulloso. Le
asombraba su inteligencia: no había conocido a alguien con tanta retentiva y agudeza
juntas. Lo mismo sabía de filosofía que de derecho; sabía algo de letras. En las
discusiones con sus compinches, sólo abría la boca para dar la mejor explicación y la
estocada final al pomposo adversario que se proclamaba poseedor de la verdad, para
dejarlo en ridículo. Hubiera sido el político perfecto, pero como financiero e ingeniero
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fiscal tras bastidores, era el arma perfecta para enriquecerse. Le preocupaba que fuera
huraño y un tanto tristón, y parecía no saber lo encantador que podía ser cuando se
impregnaba de alegría o amor y bajaba de la nube en que parecía encontrarse
suspendido.
Confundido por sus secretas motivaciones y con un fuerte impulso, como si le
hubieran clavado un alfiler entre la uña y la carne, tomó el teléfono y marcó el número
de la casona de Monte Altai. No sabía qué decir, cómo preguntar por Alfredo. Alzó la
mirada al firmamento, como si quisiera que fuese testigo de lo que vendría; vio que
atardecía, se regocijó con la luminiscencia amoratada del cielo de Quintana Roo. Quiso
imaginar el cielo del DF, gris lechoso y caduco, donde es imposible ver las estrellas,
ocultas tras un edredón de nubes.
—¿Bueno?
Alfonso Castellón no contestó de inmediato.
—¿Sí? ¿Quién habla? —insistía la doméstica—. ¡Bueno!
—Elena, ¿verdad?
—Sí, ¿quién habla?
—Alfonso Castellón —hizo una pausa como para mantener la total atención de la
mujer—. ¿Sería tan amable de poner a Alfredo al teléfono?
—Está dormido.
—Despiértelo, si me hace usted el favor. Necesito hablar con él —dijo con tono
ligero.
—No puedo, señor Castellón, discúlpeme. Alfredo está indispuesto. Es mejor que
duerma a que lo inquiete usted. Luego se encierra para emborracharse por días, hasta
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que se cansa y le da sueño otra vez. Durmiendo se recupera uno de las tristezas,
¿sabe?
El político endureció su tono. Hizo una pregunta con jiribilla, una doble intención
cuya malicia esperaba que diera en el blanco.
—¿Y por qué a su padre adoptivo, a mi amigo Galván, sí se lo pasa y a mí no?
La doméstica fingió haber caído en la trampa, pero en realidad se armó de valor
para decirle la verdad.
—Ah, pues porque con él es diferente.
—¡Cómo diferente!
—Diferente, señor Castellón. Él no lo angustia, le llama de vez en cuando, lo
tranquiliza y le da consejos. Le manda regalos que lo reconfortan.
—Pero yo casi no le llamo.
—Pero sí lo intranquiliza…
—Es urgente que hable con él. Además, ¡soy su padre!
—Señor Castellón, mire, sé lo temible que es usted, que tiene el poder para
matarme mañana y yo ni cuenta me daría, pero piense, ¿no cree que es mejor que
haya aquí una persona que se preocupe por Alfredito? No me lo tome a mal, es sólo
que me importa la vida de su hijo y estoy segura de que lo que le va a decir nomás lo
pondrá con los pelos de punta. Si ya sé para qué llama. Ahora no es momento para
hablar de negocios. Será cuando se sienta mejor, porque ahora está muy triste, casi no
come, casi no duerme, y anda paseando con su pistola por la oficina. Como dice la
canción: “y con ella da consejo”.
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El político escuchó la voz de la señora Elena con una oscilación sarcástica que le
crispó los nervios, aunque sus razones lo desarmaron. Intentó componer una frase
digna:
—¿Qué regalos le da mi amigo Galván?
—No sé si fue él, pero ¿quién más que alguien tan sensible y cariñoso para traerle
la foto de Luzma? Estoy segura de que una noche vino y se la dejó en su escritorio. A
lo mejor eso evitó que se diera un tiro. Se ha puesto tan chula la nena, ¿a que no?
La afirmación, de nuevo cargada de ironía, penetró el corazón del político como una
estocada. No había visto a su nieta desde el funeral de Fernanda. Sintió a cuestas esa
especie de fatiga espiritual sobrellevada por mucho tiempo. No toleraba más la
conversación con la criada; había en sus mensajes un saborcillo turbador, una ternura
hacia su hijo que lo protegía de su banalidad: una temeridad sobreprotectora que no
reparaba en su propia seguridad. No supo qué decir sobre la nieta.
—Yo sé que está bonita ella —balbuceó.
La señora María Elena supo que tenía al político a su merced. Se aventuró a decir
con la elocuencia que a veces le invadía:
—Sé que no puede visitar a la nena y que tampoco lo dejarían sus verdaderos
abuelitos —bajó la voz para referirse a los padres adoptivos de Alfredo—; sería
desastroso que se supiese que Luz María es nieta de usted. Imagínese, licenciado, que
la pobre criatura cargase con los errores del pasado y le recetaran el mismo jarabe de
palo que a su señora esposa, que Dios la tenga en su Gloria. No se ofenda, pero la
verdá hay que decirla, aunque duela.
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Se hizo un silencio de expectación. Le pareció que el político dudaba, que su
pensamiento se volvía inseguro, dubitativo.
—Es duro todo esto que digo, licenciado, pero la mera verdá estoy más que al
pendiente de Alfredo. Le hago de comer, lo obligo a dormir, trato de que no tome. La
verdad, no sé si salga vivo de ésta… No se ve que se reponga, ni que quiera más de la
vida. Y así se pasan los días. Se emborracha y delira tendido, en mitad de su oficina.
Le pido que comprenda que no lo puedo despertar.
Alfonso Castellón tardó en responder a lo que la señora decía; quería deshacerse
primero de esa especie de vergüenza pegajosa y armarse con la dignidad suficiente,
sin que su respuesta sonara caricaturesca y le hiciera una doble llave en la mente y el
corazón. Contemplaba a conciencia el piso queriendo encontrar algo inteligente que
decir. En actitud hierática y las piernas tiritando con soltura musical, respondió:
—Tiene razón, señora, primero está la integridad de mi hijo. Sin ella, qué sería de
mí. Si Alfredo y mi nieta son lo único que me queda… Le agradezco que lo cuide y vea
por su salud. Sólo le pediré que me informe a diario sobre su estado; me preocupa. Soy
su padre y he visto por su bienestar mucho antes que usted. Por último, señora María
Elena, no quiero que vuelva a decir algo similar a los errores del pasado, o el jarabe de
palo que le dieron a mi señora. La relación que tengo con mi hijo no es de su
incumbencia, y frases como ésa, me llenan de descontento, me hacen desconfiar de su
buen cuidado, si dice lo que piensa. Si se atreve a expresarme cosas así, qué no hará
con la demás gente, con los empleados del despacho. Supongo que ha de ser una
chismosa y le cuenta a todo mundo lo poco que sabe de nuestras vidas. No vuelva a
hablarme así, porque entonces, en efecto, yo mismo le propinaré el jarabe de palo, y
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luego se lo introduciré por la cola para que le salga por la boca, y ya empalada, la
quemaré a fuego lento en el pinche barrio de donde vino, para advertirle a la gentuza
como usted, con quién se metió, porque, ¡entiéndalo!, no somos iguales. ¿Entendido?
—Sí, licenciado… Lo que usted diga… —respondió y colgó asustada.
El político advirtió que su naturaleza estaba alejada de la compasión. No sentía
miedo cuando amenazaba a alguien, y menos cuando no lo hacía. Daba la orden para
exterminarlo al más puro estilo de la mafia. Con todo, tratándose de la salud de su hijo
(además del interés económico de por medio) y la criada que intentaba protegerlo, aun
con torpeza, se incrementaba la ilusión de sentirse en un laberinto sin salida. No le
quedaba sino esperar y tal vez viajar a la ciudad de México para comprobar que, en
efecto, su hijo perdía la razón, así como la localización y enajenación de los fondos,
propiedad de una multitud de transas. No sabía si irse dando al temor delicioso de la
muerte anticipada, parsimoniosa (en caso de perder el dinero), o abandonarse al pavor
de la muerte violenta (decapitado, baleado, acuchillado, desmembrado), muerte de la
que manaba un aroma fúnebre, luego de la sutil amenaza que le hiciera El Compadre.
Le dieron ganas de olvidarse de sí, parrandearse, volver al DF para perforar las noches
saturadas de música, tequila, drogas y degradaciones amatorias, acompañado de sus
jóvenes amigos congresistas y funcionarios de mediana estrofa, juniors que poco a
poco tomaban posiciones en el gobierno con el fin de sustituir a los viejos dinosaurios.
Agazapado en la sala y mirando el atardecer, escuchaba el vasto rumor del oleaje y
soñaba con la conclusión de una velada defeña en el departamento de alguno de ellos:
cadáveres de botellas, ceniceros atiborrados de colillas, ropa interior diseminada por
doquier, cuerpos desnudos tapizando el camino hacia la cocina (“¿Cómo ir por un vaso
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de agua?”); la cama del anfitrión que él habría de ocupar oliendo a libídine y a nuca de
mujer, y los mimos de manos, pies y nalgas frías de su compañera al frotarse contra su
cuerpo para robarle un poco de calor. Él pasaría luego la mano por los muslos y el
vientre; la cubriría con la sábana.
Más allá de la ventana se presentaba un panorama inclemente y un mar agitado. Se
había nublado de pronto e iba a llover. Ya había desaparecido la luz violácea que viera
antes de tomar el teléfono. La tempestad se precipitaba contra su conciencia en un
chubasco de resignación y extravío. No sabía qué sería de él. Sentía que la hiena de
su hijo se había apropiado de la presa: su vida.
Según Alfredo, su padre había vivido una sucesión de experiencias tormentosas, el
opuesto de las nubes de Baudelaire que discurren por el cielo, o lo que es lo mismo, ya
le oprimían sus ultrajes. Era como si observara las nubes discurrir cargadas de sus
agravios, incapaz de subsanarlas. El abogado fiscalista se dijo, igual que Nicodemo:
“¿Es posible que mi padre pueda entrar otra vez en el vientre de mi abuela para volver
a nacer?”.
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Una noche de tormenta eléctrica, meses después de la muerte de Fernanda
Fernández, Alfredo permanecía en su sillón semi-inconsciente. Casi no advertía el
encogimiento de su estómago; sabía que su hambre no sería satisfecha porque no
tenía ni energía ni voluntad para levantase e ir a la cocina. La lámpara del escritorio
derramaba una luz parpadeante. La duermevela parecía acechar sus pasos en el curso
de sus pesadillas, que parecían perturbar más la memoria de su pasado. Soñando,
vivía con más intensidad; la lógica se gobernaba por otras leyes. Se soñaba en su
lancha en Acapulco, navegando solo a mitad de la bahía. Miraba la costera a lo lejos,
bajo un cielo cristalino arañado por estelas de vapor. Decidió apagar el motor para que
la embarcación estuviera a la deriva; sus estribores lamían el agua con lengüetazos
abundantes, mientras se mecía apaciblemente. Luego, un pájaro negro lo amenazó con
un revoloteo vibrátil, como si hubiera manado de una realidad alterna, quizá de una
puerta surrealista surgida del firmamento. El ave, vinculada con el más allá, aleteaba y
emitía su croscito como dentro de una caja de resonancia; se oía un retumbo lúgubre.
Era un cuervo. “¿Un cuervo a mitad de la bahía de Acapulco?”, pensó y rumió mal
presagio. Sí, en efecto, Alfredo, un cuervo a mitad de la bahía de Santa Lucía. Éste se
alejaba y se aproximaba para volverlo a amenazar. “Ave de mal agüero, como dice
Poe”. Tradujo: “Porque no tiene un valor sentimental como el gallo del coronel de la
novela de García Márquez”. No, Alfredo se equivocaba. El ave sí tenía un valor
sentimental y simbólico. Quizá personificaba a la esposa muerta, o bien era el emisario
que la evocaba.
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El croscito rebumbaba en sus oídos. No le permitía siquiera escuchar el oleaje ni el
viento. Tomó un remo y apuntó el cabo hacia ella, advirtiéndola que, si se acerca de
nuevo, la golpearía. El ave hizo caso omiso a la advertencia, retomó el vuelo y restalló
las alas a un palmo de su rostro. Alfredo cerró los ojos y frunció el rostro como cuando
se evita el golpe de una pelota. El plumaje era bellísimo: fulgor metálico azulado, era la
expresión de matices pavonados; plumas de luminosidad laceradas por el sol del
mediodía. El cuervo pudo esquivar el palazo y se alejó. Lo perdió de vista. Pensó que
había franqueado el vano de la puerta esotérica de donde provino, y tenía razón, pero
no contó con que retornaría al instante, seguida de cientos de aves más. Ya no eran
cuervos, sino sus primas hermanas, las urracas. El cuervo las comandaba, emitiendo
su croscito. Las urracas lo seguían con sus chirridos. “¡Qué chingados!”, alcanzó a
proferir cuando sintió sobre sí el aleteo profuso. Entonces supo que no simbolizaban a
su esposa. Se sintió como Tippi Hedren en The Birds, aunque las urracas no chirriaron
más, sino que comenzaron a hablar como políticos. Le daban cuentas de sus
actividades públicas con las expresiones fatuas que él mismo había inventado, y otras
célebres más…: “La ejecución de las proposiciones del esquema…”. “No es
indefectible argüir el peso y la trascendencia de estas dificultades, ya que…”. “Ni nos
beneficia ni nos perjudica... sino todo lo contrario”. “Tengo menos amigos de los que
dicen y más de los que esperaba”. “¡Necesitamos la varita mágica de Harry Potter!”. “El
chiste no es orinar, sino hacer espuma”. “El que se mueve no sale en la foto”. Se lo
decían aves amorfas, como las mujeres que le gustaban a su amigo Gustavo. Había
aves con gigantismo y aves enanas; aves intoxicadas que trasmitían su oratoria desde
el planeta Metanfetaminas. La pesadilla tenía, en parte, algo similar al Congreso de la
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Unión, con sus legisladores exoftálmicos y la suficiente visión para extraer miel de una
rocallosa por medio de la transa.
El estruendo transformaba las voces en un pastoso ruido. El sol chisporroteaba, el
aleteo de la parvada y las patitas contra su cuerpo cortaban la piel de su espalda, de
sus brazos, del rostro. Alfredo estaba herido de muerte. “Construyen sus mejores
frases con las palabras de otros”, gritó. A lo lejos vio a su padre; era un cuerpo sin
cabeza ni brazos ni piernas: un tronco humano con un enorme hueco en el pecho que
avanzaba levitando hacia la lancha. Lo veía entre la parvada mientras se defendía con
el remo.
Desde niño tenía los oídos barrenados con toda esa facundia política. Estaba harto
de las vulgaridades de su padre y de sus cómplices, gentuza acostumbrada a vivir a
expensas del pueblo. La presencia de Alfonso Castellón le distraía, diluía el terror del
ataque, aun sabiendo que moriría.
“¡Político defenestrado de la decencia!”, le dijo. “Has pertenecido a un régimen
corrupto y cruel, a una farsa macabra. México es el torso de América y tiene el corazón
roto. Se lo han roto ladrones como tú, sin corazón. Si no me crees, vete nada más
cómo tienes el pecho…”, decía, mientras se defendía, y un pájaro le reventaba un ojo.
“¿Dices que México no está al borde del precipicio? ¡Claro que sí! Cae al vacío, pierde
la conciencia y la soberanía porque no hay inteligencia colectiva, ni sabiduría, ni vena
progresista, ni virtud científica. México ya pasó el borde, cae sin remedio al precipicio
de los países desdichados. Los gobernantes que han secuestrado a la nación como
botín tienen la culpa histórica. Y todavía sonríes ante la crítica a los políticos en la
radio, en la televisión, o ahora que te lo digo. ¡Eres un cínico! Eres como estas urracas
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de mal agüero, aunque enorme, capaz de reducir a polvo a la Sierra Madre Occidental
con tus brinquitos y tu picoteo”.
La expresión del tronco flotante, si es que la pudo haber tenido después de un flujo
rápido de sangre, bombeado por quién sabe qué corazón, estaba ahora lívido
presenciando las palabras de su hijo. Alfredo perdía la vida de a poco, ya con la
calavera expuesta al sol. El tronco sin cabeza quiso hacerse el despreocupado, aunque
dos detalles de la víctima terminaron por grabarse en su conciencia: la misteriosa
sonrisa que le dedicó tenía la misma perfección que la suya, sin ser inverosímil; y la
perorata obedecía a su deseo de infligirle castigo, avergonzado por tener los genes y la
herencia de semejante hijo de puta.
Alfredo cayó con la parvada atacándolo a cuestas. Sólo el cuervo reposaba sobre el
tubular que da marco a la techumbre de lona de la embarcación, mirando la escena
satisfecho, como el gato que tiene en su poder al canario que se creía inalcanzable.
Antes de perder el conocimiento, masculló: “Perteneces a un gobierno arrogante que
no escucha las demandas y olvida las necesidades de la gente, porque de ellos
recaudan escasos impuestos y porque el petróleo ha sido vasto. Y ya hasta eso se
acabaron, cabrones…”.
Antes de morir, y al igual que un personaje de Kafka, alzó las manos y abrió mucho
los dedos. Alfonso Castellón no hizo nada para evitar su muerte. Alfredo balbuceó:
—¡Como un perro, padre! ¡Cómo un perro!
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Un fuerte relámpago lo sacó de la pesadilla. Brincó e imitó el último gesto de su sueño;
levantó las manos y abrió los dedos. Después, se palpó los ojos para comprobar que
no estaba ciego, que sus ojos aún estaban dentro de sus órbitas. Miró alrededor. Todo
le daba vueltas. La profunda somnolencia, favorecida por la luz vacilante de la oficina le
motivaba a regresar al sueño profundo, pero se apartó de la inconsciencia frotándose
los ojos. Cuando fue más consciente, se dio cuenta de que la señora María Elena se
hallaba de pie frente a él, mirándolo. Ella vio cómo se había transformado de un día a
otro en un semblante fatigado que, sin duda, evidenciaba más edad de la que tenía. Su
gallardía casi lo había abandonado. Lo que quedaba de las urracas que lo habían
atacado era “la nada”, una parvada que lo acechaba desde el territorio de la pesadilla,
descansando en las ramas de un árbol de mango acapulqueño, recortadas contra un
cielo tormentoso. Le hacían señas obscenas con sus alas y sus patas desde aquellas
extremidades arbóreas que se prolongaban hacia el firmamento.
—¡Vade retro, Satanás! Qué susto me has dado, nana.
—Mira nada más qué fregado andas. ¿Hasta cuándo vas a seguir así, tristeando sin
remedio, diciendo incoherencias mientras duermes? —exclamó con el rostro sugerente,
dueña de la región de la vida que lo invitaba a preservarse derrotando la devastadora
realidad de la fugacidad del hombre—. Tienes que seguir con tu vida. Fernanda no te lo
reclamará. Tienes una hija.
—Nana, el infierno se ha encarecido. Hay más demonios y malvados en la Tierra
que en el mismo infierno, y para muestra, tienes el botón de mi padre.
Le señora movió la cabeza reprobándolo.
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—¿Qué ganas con mentársela? Deberías escuchar lo que dices de él mientras
duermes.
—¿Digo muchas cosas?
—Sí.
—¿Cómo qué?
Le dijo que criticaba que su padre fuera un corrupto en todos sentidos, corrupto
sentimental por mujeriego y cabrón, y corrupto corrupto porque se robó la lana de
Banrural y Procampo, del fondo privado de las Carmelitas Descalzas; por el tráfico de
influencias, la confiscación de terrenos, la extorsión a enemigos, la expedición de
permisos, licencias y concesiones; el embarazo de urnas con votos falsos, robo de
inventos, manejo de información privilegiada, ratería de cuotas sindicales, fabricación
de medicinas sin licencia sanitaria, congales, licitaciones de obra amañadas, cobro de
cuotas al comercio informal y quién sabe qué más.
—Ya veo de dónde salió para la casita —dijo con un tono de voz que a Alfredo le
pareció burlón y vio cómo el rostro de la señora se afeó por el gesto que hizo.
—Sí, nana, de allí, y por mi talento la lana se ha preservado. He decidido que no me
voy a matar…
La señora María Elena aspiró aliviada.
—A quien voy a matar es a mi padre.
—¿Y ahora me sales con eso? Ya te imagino, terco como una mula para cometer el
peor error de tu vida. Tienes que pensar en Luzma.
Alfredo volteó para ver el retrato, sintió una emoción más cercana a la piedad que al
miedo.
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Los relámpagos seguían cayendo inmisericordes sobre la ciudad. La luz de la
lámpara continuaba parpadeando.
—Luna oculta, luna nueva, noche de febrero…
La señora María Elena notó que el abogado deliraba. Había percibido que además
de enfermo, el tiempo de su encierro le había servido para curarse a sí mismo, pero por
mesura o por flojera, prefirió no decir más. Tocó su frente. Tenía calentura. Fue hacia el
escritorio y llamó al médico de cabecera, cuyo teléfono ya sabía de memoria. Pidió que
se presentase de inmediato. El doctor accedió.
—Voy a matar a mi padre, voy a matarlo… —dijo, y se desmayó.
A partir de ese momento, Alfredo mejoró. Ascendió del tejido de negruras y sombras
con la sensación de haber estado recluido por años. Se convenció de que la
mezquindad es el aderezo más desagradable de la vida, así que decidió rescatarse y
liberarse. Físicamente se había convertido en algo repugnante, tenía los cabellos
largos, enredados y tan pringosos, que se le habían aglutinado en mechones
desiguales haciéndolo parecer un dreadlock jamaicano. El color rubio que le distinguía
se volvió pajizo. Tenía la barba larga y los pómulos saltones. Los ojos se le
semicerraron. De la boca manaba un olor a bilis y a bacteria. Estaba enflaquecido,
aunque tenía la prestancia de un vagabundo carterista. A pesar de haber estado
inactivo, movía su cuerpo con soltura. Tomó un baño prolongado, se afeitó, dejó de
beber y durmió bien noche tras noche, sin soñar, como si por fin hubiera podido
escapar de las pesadillas. Retomó su trabajo, comenzó a recibir a sus clientes y cogió
la dirección de su despacho, que para ese momento decaía. Visitó a su hija. Se
reconcilió con sus suegros; incluso el suegro le dio palmaditas en la espalda cuando lo
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FELIPE CUEVAS RUIZ
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vio cargando a Luz María. No obstante, decidieron que la niña viviría con sus abuelos
hasta que el abogado estuviera restablecido, porque lucía aún desmejorado. Por
último, visitó la cripta donde yacían los restos de su mujer. Allí lloró en el subterráneo
solitario. Puso las manos en la placa de mármol y leyó el epitafio una y otra vez:
“Descanse en paz”, convenciéndose de su muerte, despidiéndose de ella, sabiendo
que, a pesar del tiempo, el sufrimiento impregna la nostalgia. De regreso a su oficina
(donde viviría un tiempo más), guardó la pistola. Retiró el cargador y tiró a la basura
casi todas las botellas de whisky escondidas en las gavetas y detrás de los libros.
Así transcurrieron semanas. No volvieron a aparecer los encabezados en el
ventanal. Tampoco los malos sueños traspasaron la tapia de basalto hacia el interior de
la casona de Monte Altai. Ocurrió la calma, especie de ronroneo placentero que hizo
que Alfredo se sintiera rejuvenecido, como un universitario que hace novillos y se
acuesta en los brazos de la diosa Kali para meditar.
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SEGUNDA PARTE
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FELIPE CUEVAS RUIZ
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1
—¿Cómo te sientes, amigui? Es necesario que te dé aire fresco. Ya va a ser un año de
lo de Fer —dijo Susana refiriéndose a su esposa—. No puedes seguir encerrado. Nada
más te la pasas en tu oficina trabaje y trabaje —expresó desde el teléfono celular—.
Sal con nosotros esta noche, te vas a divertir, es lo que te hace falta, ¿no?— preguntó,
elevando la voz con acento de exhortación.
Alfredo, pensativo, miró alrededor como si esperara el consejo de alguien, pero se
encontraba solo, con la puerta de su oficina cerrada. Mientras hablaba con ella, sonó el
teléfono. Presionó el botón del altavoz para aceptar el llamado. Era la voz metalizada
de su secretaria:
—Doctor Galván, le llama el licenciado Tapia; dice que es urgente. ¿Le paso la
llamada?
—Permíteme un momento, Susy —interrumpió la conversación y cogió un
expediente. Pretendió leer las líneas de un documento, pero su mente se desvió.
Imaginó a Susana a cuatro patas encima de él pidiéndole salir a un bar. Se incomodó
porque se trataba de una verdadera amiga.
—Doctor Galván, ¿le paso la llamada?
—No, dígale que yo me comunicaré con él en cinco minutos.
—Dice que es urgente, doctor.
—No importa, Angélica, dígale que me encuentro atendiendo una llamada muy
importante, y que ahora mismo estoy analizando sus documentos. En cinco minutos,
Angélica. Gracias.
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—Sí, doctor.
Presionó el botón del altavoz para desactivarlo.
—Perdóname. Ya sabes cómo es esto de fingirse el ocupado.
Ella rio; se mofó de la simulada devoción de su empleada. ¡Uy sí!, doctor Galván, ¡ja
ja!…
—¿Entonces, amigui? ¿Sales con nosotros? —insistió.
—No sé. No me siento bien. No tengo ganas de nada, tal vez de ir a mi antiguo
departamento y ver la tele. Hace tiempo que no voy. Ya sabes que sigo viviendo aquí.
—Ya sé, allí lo tienes todo: tu cuarto, tu nana que cumple tus caprichitos, te hace el
café, el desayuno, en la noche te prepara la cama...
—Además, no quiero salir con ninguna de tus amigas.
—No saldríamos con mis amigas, bobo, sólo Gustavo, tú y yo. No te hagas el santo
o el que no sale con nadie, porque ya me enteré que hace poco te llevaste a Valentina
a no sé dónde y luego te la cogiste en un motel de Viaducto. ¡No mames!
—¡Pinche chismosa! —exclamó irritado. Susana soltó una carcajada—. ¿Acaso no
se pueden callar nada las mujeres? ¡Maldita la hora en que decidí invitarla a salir!
Apesta, ¿sabes?
—No me cuentes esos detalles, amigui, no son de mi incumbencia y no me interesa
a qué huelen mis amigas cuando cogen. Lo que sí quiero saber es si vas a salir con
Gustavo y conmigo. ¡Ándale! No te voy a estar rogando, güey.
—Bueno, está bien.
—En año nuevo me he propuesto invitarte a salir a todos lados y vas a aceptar,
abogadete de secano. En una de ésas conocerás a la segunda mujer de tu vida, sin
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que me lo tomes a mal, claro. No se trata de salir por salir y que te presente a cuanta
golfa se me ocurra, pero sí nos la vamos a pasar chido, ¿eh?
—Eh… sí… ¿A qué hora y dónde nos vemos? —preguntó desganado.
—Pasamos por ti a las nueve. Allí andarás inventándote un quehacer o haciéndote
el pendejo.
—Estaré estudiando, Susy. Aquí nos vemos. ¡Chau! —apretó el botón del celular sin
esperar la despedida de su amiga.
Por su lado, Susana se vio hablando sola. Cuando se dio cuenta, dijo para sí a
media voz: “Hijo de la chingada… Me colgó…”.
A la hora señalada, un auto compacto se estacionó. Alfredo no esperó a que alguien
se apeara. Como ya los esperaba, salió y ocupó el asiento del copiloto. Gustavo
manejaba el coche de Susana y ella estaba en el asiento trasero.
—Así que la Dragona te trae de chofer —le dijo a Gustavo.
—En efecto, meit.
—¿Cómo ves a Gustavo? Mi Depra, querido. No tiene empacho en tratarme como a
una reina, no como otros cabrones que me cuelgan sin despedirse —se quejó Susana
con su cara más agria.
—¿Eso hice? —preguntó Alfredo.
—Eso hiciste, amigui. Pero olvídalo. Ya sé cómo eres y así te acepto y te quiero.
Alfredo rio con aspereza para disimular la molestia que le había causado. Quiso
tener un aspecto natural, aunque no estaba seguro de asumirlo. Preguntó:
—¿Adónde vamos?
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
—¿Qué tal si primero a calentar motores al Montejo? —sugirió ella—. Es temprano;
luego nos vamos a un bar que no creo que conozcan. Chance y les guste. ¡Es una
sorpresa!
Los amigos se miraron y se encogieron de hombros. Aceptaron la propuesta. “Ojalá
sea algún lugar del submundo”, pensó Alfredo: “No tengo ganas de encontrarme a
nadie conocido”. Deseaba evitar a los amigos superficiales o la pasión de alguna
conocida, perderse en el hueco de la noche porque se sentía mortificado. Sólo sus
amigos le daban en aquel momento esa sensación de compañía. Mientras, en el auto,
dirigía miradas oblicuas a la vaguedad de las calles. La noche en la ciudad de México
de repente se lo come todo, vaporiza el entorno y no se distingue nada, se confunde el
enjambre de peatones y autos transitando por la Avenida Reforma y por el Circuito
Interior. Miraba las calles fingiendo ser un extranjero. Le parecía extraordinaria, a pesar
del caos de las obras públicas y el tráfico exasperante. El auto compacto ya tomaba
avenida Parque Lira con dirección a la Colonia Condesa, el Soho defeño.
Llegados a la cantina, bebieron tequila derecho y cerveza. Miraban el futbol
español. Susana y Gustavo hablaban con ánimo de algo sin importancia y Alfredo se
dedicó a observarlos y a beber con avidez. El dueño del lugar, un gallego que emigró a
México, les sugirió el frijol con puerco, la especialidad del día. Agradecieron el gesto y
el hombre se retiró para situarse ante la caja, su sitio favorito.
—Estos gachupines vienen de Galicia, la tierra de los supuestos tontos y les va de
maravilla haciendo comida de yucatecos, que piensan como si fueran de Marte —
comentó Alfredo para sí en voz alta.
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—Este abogadete se agrada con sus prácticas de autoconmiseración. Míralo —dijo
Susana a Gustavo.
Ambos se volvieron hacia él, pero Alfredo, a pesar de la presión de las miradas,
siguió viendo el futbol.
—¿Ya lo viste? ¡Está bien pendejo! —dijo La Dragona.
Alfredo rio por el tono cómico que usó su amiga para afrentarlo.
—Ya no me traten de veleta. Saben que no me siento bien, déjenme con mis
chupes. ¿A qué hora nos vamos al antro?
—Calma, amigui, falta mucho. Aún es tempra. Allí podemos llegar a la hora que
sea. Si es medianoche, mejor. Tú chupa y relájate, no hay prisa.
Asintió, la miró con intensidad y besó el aire. Su pensamiento se dejó llevar por la
trenza de frases deportivas. Un par de argentinos de ESPN Latinoamérica narraban el
futbol. Le causaron gracia los modismos con que resaltaban la actuación del delantero
del Barça que había anotado dos goles en la primera mitad, comparados con las
locuciones grandilocuentes y la retórica sobrecargada del “Perree Bermudez”. Tomaba
la botella sin verla y se servía más tequila en el caballito, que bebía de dos tragos;
luego le daba un sorbito a su cerveza Indio. Lanzaba de tanto en tanto miradas al resto
de los comensales, que sonreían, alzaban la voz, jugaban cubilete o dominó, chocaban
los vasos, ¡salud, compadre! ¡Salud! Otros veían el juego con el mismo
ensimismamiento que él. Un trío cantaba Flor de Azalea al fondo y dos clientes se
empeñaban en hacer sonar sus voces carrasposas a pleno pulmón, evidenciando su
borrachera galopante. La concurrencia rio, silbó, aplaudió. A uno de ellos se le rompió
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la voz como la tensa cuerda de un tololoche al intentar cantar “A través del cristaaaal” e
hipó. El aludido hizo una reverencia.
—Todo el mundo canta en este pinche país. ¿Así será en otros? ¿Los italianos
cantarán sus tarantelas en los bares, como nosotros los boleros y las rancheras? Me
pregunto si un borracho en Suecia se levanta y canta cuando tocan una canción
popular…
—No sé, meit —dijo Gustavo—. Yo nunca sé nada; no lo creo. Aquí todo mundo
canta, muy mal por cierto. Somos un país de cantores —añadió intentando continuar la
conversación que sostenía con su amiga.
—¿Cómo se llama la música popular de Suecia? —preguntó Alfredo desde su
abstracción.
—No sé, güey, y me vale madres. Tú siempre andas con la cabeza en otro lado
preguntándote pendejadas. En lugar de que estés aquí con nosotros, estás entre la
Luna y el partido del Barça contra el Espanyol. Pinches catalanes, chinguen a su
madre. ¡Yo le voy al Madrid! —gritó.
Susana miró a Gustavo con severidad; parecía decir: ¿Ya? ¿Me haces caso por
favor? Te estaba diciendo algo importante. Y es que no pudo soportar su regocijo. Éste
torció la boca apenado y siguió escuchándola. Alfredo se encontró en el umbral de la
ebriedad, escuchando en su mente compases arábigos de Najwa Karam en el Nilo,
sobre la cubierta de un crucero, bañada por un sol inmisericorde, con los pies metidos
en una piscina. A lo lejos, divisó el Templo de Luxor y su cotidiana oleada de turistas
vestidos de blanco. Canturreaba “wa habibi” y bebía tequila. Prefirió entonces
imaginarse la puesta de sol allí mismo, en Luxor. “Al igual que los templos egipcios, soy
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el rescoldo, quizá, de algo que fue maravilloso, no estoy seguro. Habría que
preguntarle al fantasma de Fernanda”. Bebió. Hizo ojillos de tejón y sintió que la
atmósfera del Montejo lo absorbía, se volvía liviana. Los borrachos lo habían aturdido,
al igual que los locutores argentinos y los comensales a su lado, que no dejaban de
quejarse de sus esposas. Se acordó de Carlos Fuentes: “Actúa en público como si
tuvieras un secreto y quisieras que te lo adivinasen”. Entonces le dijo a sus amigos:
—Tengo algo que quisiera compartirles.
Sus palabras se arrastraban. Sonrió como pudo.
—¿Quieren escucharlo?
—Sí.
—Ahora que Fernanda se ha vuelto crepuscular y es parte del martirologio, puedo
hacer con mi tiempo y con mi libertad lo que se me dé la gana. Ya casi es medianoche,
¿qué les parece si vamos al antro? —dijo a Susana; luego a ambos—: Quiero echar
desmadre, hacer algo inusual. Ojalá vayamos a un sitio poco ortodoxo, algo fuera de mi
“normalidad”. La cantina ya me hartó, sólo hay pedos nacos… ¿O no? Y los pedos son
insoportables. Cantan muy mal y no hacen más que quejarse de las viejas. Mírenme a
mí. Perdí a la mía pariendo a m’hija y no ando lloriqueando como este par de
mariquitas.
—¡Shhh!… ¡Baja la voz, pendejo! —exclamó Susana— o se arman los madrazos.
Vámonos, chingao. No te preocupes, el antro es justo lo que había pensado para ti,
güey.
Pagaron. De vuelta en el coche, Alfredo reclinó el respaldo y se durmió. Ya no quiso
ver la coloración ambarina del alumbrado, ni la sombra imprecisa de la gente
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deambulando como Nosferatus en la atestada metrópoli mexica, como siluetas
infernales o bestiarios de la imaginería gótica. Les tomó unos minutos llegar a un bar
del afrancesado barrio vecino, la colonia Roma; de hecho, un palacete estilo art
nouveau, que desplegaba, sobre el marco grabado en piedra rosada de cantera,
sendas banderas con el arcoíris. Circularon por la pasarela en semicírculo para rodear
la fuente de talavera de la que salía un chorro de agua azul fluorescente y se
detuvieron frente al acceso principal. Gustavo miró con extrañeza a su amiga, pero ella
fingió no darse cuenta de su sorpresa. Alfredo despertó azulado y se bajó del coche
vociferando incoherencias; no se percató de las banderas y apenas reparó en la
altísima “dama” que lo tomó del brazo y lo condujo a la caja para que pagara el cover.
—¡Qué chava tan amable! —expuso a sus amigos mientras pagaba—. Así debería
ser en todos los antros, comparado con los orangutanes que ponen por cadeneros y
que fastidian la noche antes de que empiece.
Adentro la música era ensordecedora.
—Hay varias secciones —explicó Susana—: está la heavy y una más tranquilona,
en la que escuchas algo así como acid jazz o lounge. El restaurante está en la terraza.
¿Qué prefieren?
—¿Por quién nos has tomado? —preguntó Gustavo contrariado.
—No te fijes, güey. Ya sé que ustedes no son putos, pero el antro está chido. A mí
me encanta. Vamos a pasarla bien. No tienes que socializar más que conmigo y con el
picapleitos éste.
Alfredo los miró vidriosamente, los ojos como fondos de botella, y sonrió. Luego
dijo:
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—Lo que ustedes quieran. Yo ya estoy pedo, así que a mí me da igual.
Gustavo parecía sopesar qué prefería.
—Vamos al área heavy. Si no te gusta nos vamos a la otra, ¿te parece?
—Okey.
La sección, con tapicería estilo romanticista de rojo intenso, se encontraba en el
sótano. Los destellos multicolores de las luces se combinaban y proveían un ambiente
epicúreo. En el perímetro había taburetes, aunque la gente prefería permanecer de pie;
al centro, dos altas tarimas de madera a las que se accedía por una escalera. Daban
cabida a unas cuatro personas alineadas, una detrás de la otra. Ambas estaban
ocupadas por cuatro jóvenes que bailaban electronic & dance, sin camisa y con los
pantalones a la mitad de las nalgas (daba la sensación de que se les caerían en
cualquier momento); los calzoncillos asomaban y se podía leer incluso la marca
grabada en el resorte.
Sólo con verlos, Alfredo lanzó carcajadas fogosas; luego rugió. Susana y Gustavo
se miraron con la risa en los ojos. Les gustaba la cuerda irónica de su amigo.
—Este cabrón ruge cuando está pedo —comentó ella. Su voz apenas se escuchaba
en el espacio estridente.
—¡Ya sé!
—¿Qué quieren tomar? —preguntó ella—. Por lo pronto, Alfredo querrá tequila; que
siga tomando lo mismo… —decidió por él—. ¿Tú qué quieres, Depra? Para que se lo
encargue a un mesero o, ¿sabes qué?, mejor voy a la barra y me traigo en chinga los
chupes. ¿Qué quieres?
—¡Vodka Ricki!
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—Ok. ¡Ora vuelvo!
Los amigos hallaron comodidad y anonimato en unos taburetes debajo de un
altavoz, desde donde pudieron observar todo. Alfredo se asió al hombro de su amigo
para sentir seguridad y no caerse; se le dibujaba una sonrisa, pero no se veía que
dedicara el gesto a alguien. Sentía cómo el sudor corría por el surco de su espina
dorsal, mientras dardos de emociones lo asediaban al mirar alrededor. Lo mismo le
sucedía a Gustavo. Se notaba que eran turistas en aquel sitio. Entre hombres y
mujeres, había muchos tipos de homosexuales: travestis guapas, delgadas y
curvilíneas, que bailaban solas o con su pareja; mujeres de aspecto tosco vestidas a lo
Harley Davidson, quienes tomaban de la cintura a sus acompañantes femeninas, con
sus blusas blancas escotadas, a las que se les transparentaban los pezones por la
humedad y los chorreos furtivos de alcohol que, de vez en cuando, vertían sus
machorras en sus pechos; muchachitos delicados, con camisetas ajustadas y
pantalones de mezclilla, rotos en las rodillas y en el tiro, quienes recargaban el rostro
sobre el pecho de un caballero joven, de aspecto instruido y adinerado; varones sin
ningún distintivo especial, que merodeaban la sección como perdigueros y después
salían de allí...
—De los mayates, meit —comentó Gustavo señalando a la concurrencia con la
mirada—, los que me dan más miedo son los que no lo parecen.
—¡Cómo tú! —Rieron.
—No dudo que en una de ésas me encuentre a alguien. Va’ pensar lo mismo que
yo… —dijo en un volumen que su amigo no escuchó, por lo que más bien fue una
reflexión para sí mismo.
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En la tarima se llevaba a cabo un bailoteo sicalíptico. Los participantes frotaban los
torsos entre sí, se desnudaban hasta quedar en calzoncillos, se tocaban con brío y
movían las caderas con las piernas entremetidas unos con otros. Miembros y rostros se
confundían con la humareda de hielo seco y las luces.
—Eso me recuerda a Wild On, nada más que con puro marisco. ¡Ja! ¡Ja! Lástima
que no estamos en Miami o en Mallorca para gozar de veras —comentó el abogado ya
un poco más dueño de sí. En el tiempo que dejó de beber fue recuperando la
sobriedad.
De pronto, dos individuos con los sentidos excitados, en busca de aventura, se
fijaron en Alfredo y Gustavo. Se les pararon enfrente. Ellos, desde su asiento, los
miraron pasmados. No se levantaron. Al notar los individuos que no lo harían, se
acuclillaron. Parecían gemelos: altos, muy delgados, cabellos rubios, rostros pálidos,
como de amortajados; ambos vestidos con un tono claro, usaban lentes de contacto
blancos con un borde negro, para que no se disolvieran los iris por completo (apenas
se distinguían sus pupilas). Su fisonomía era espeluznante. Los aparentes mellizos se
miraron y rieron. “Qué cara estaremos haciendo”, pensó Alfredo. Uno de ellos habló:
—¡Tengo mojados mis intersticios! ¿Podrían ayudarme a ponerle remedio?
Alfredo rugió como león y Gustavo encontró la escena tan divertida, que lanzó una
risotada. Tardaron en responder. Entretanto, sus interlocutores los contemplaban. El
abogado contestó:
—Ni por equivocación me gustaría que bajaras a saborear mi frescor; además,
estamos aquí por accidente. Dos: no eres mujer. Tres: no soy uno de ustedes —
exclamó, examinándolos de pies a cabeza.
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—¿Uno de nosotros? —objetó el amortajado —. ¿Qué quieres decir?
—Pues… Uno de ustedes, un mayatón, un queer, un homosexual, como quiera que
ustedes lo digan sin que se ofendan.
—¿Y quién dice que lo somos?
—¿No lo son? —dijo Alfredo e interrogó con la mirada.
—Somos emos blancos —aclaró—. Vinimos a lo mismo, a divertirnos. Por ningún
lado dice que sólo pueden concurrir homosexuales. Aquí puede venir quienquiera,
incluso bugas fresones como ustedes.
—Entonces, ¿no son putos? —preguntó Gustavo con franca curiosidad.
—No —respondió el otro emo.
—Muy bien, amigo emo —prosiguió Alfredo—: ¿cómo quisieras que te ayudara a
ponerle remedio a la humedad de tus intersticios, ya que ustedes son emos y nosotros
bugas fresas? ¿Cómo se logra eso?
—¡Con imaginación! No te permitiría que me tocaras como esos que se manosean
—ultimó con firmeza, haciendo un gesto despreciativo con la mano hacia quienes
bailaban sobre los estrados—. Para nada dejaría que me tocaras. ¡Qué poca
imaginación tienen! ¿No te parece?
Los cuatro se volvieron para ver lo que ocurría con los que bailaban en la tarima: se
arracimaban, se besaban, las lenguas trasponían el limen de la boca para encontrarse
con otra y con otra lengua; las manos sucumbían en el interior de calzoncillos para
palpar traseros y vergas. Cada bamboleo manifestaba el nacimiento de erecciones,
fluidos y sudor. Los cuatro conversadores prefirieron desviar su atención.
Al ver el rumbo que tomaba la charla, Gustavo le dijo con ánimo a su amigo:
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—Mira, meit, ¡mister emo es como tú! Ahora sí podrías echarte una de tus
frasesitas, tú que eres el inelectualoide.
En ese instante llegó Susana con las bebidas. Ahora sí se pusieron de pie Gustavo
y Alfredo para recibirlas y ofrecerle un taburete. Los emos hicieron lo mismo, aunque
ella prefirió seguir de pie. Saludó a los desconocidos con un movimiento de cabeza, sin
extrañarse de su aspecto. Escuchó lo que Alfredo le dijo a su interlocutor:
—Sólo desbordando los parietales podría resolver tu problema de humedad. Aún
así, no lo haré. No estoy de humor para sensiblerías.
—Entonces hazlo con la imaginación de otro —arguyó con tono retador y amigable.
—“ Y tuve que ser yo el que rellenara las ausencias…”
—¡Pablo Neruda! —completó el emo con prontitud.
Susana no sabía lo que ocurría, pero tuvo la certeza de que Alfredo había atinado
con lo dicho. Los emos aplaudieron. Entonces ella sugirió:
—Oigan, ¿les parece si nos largamos de aquí? Ya se sobrepasó esa bola de
pendejos. Que se consigan un hotel, ¿no?
Accedieron y se mudaron a la sección de quietud, la de música lounge. En uno de
los costados, había arcos tallados estilo art nouveau, que daban a un largo pasillo; en
el centro, una tarima en desuso; frente a los arcos, en el otro costado, el acceso a la
terraza, desde donde se contemplaba el jardín.
Ya no se tenía que gritar para hacerse escuchar. Así tuvieron ocasión de
presentarse.
—Ella es Susana; él, Gustavo, y yo, Alfredo.
Se estrecharon las manos.
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—Nosotros nos llamamos Hugo —dijo uno de ellos.
—¿Hugo? —preguntó Susana.
—Ambos nos llamamos Hugo —aclaró el otro.
—¡Los Hugos! —definió Gustavo, riendo.
—Así es —respondió el primero, el más alto, respirando con libertad.
—Se nota que son buenos cuates —exclamó el segundo, sensible a su lenguaje
corporal.
—¡Claro que somos amigos! —lanzó Susana—. ¡Inseparables! Y ustedes, ¿son
hermanos?
—Lo parecemos —dijo el primer Hugo—, pero no, aunque también somos
inseparables.
Los Hugos miraron a Susana con curiosidad. Ella tenía un rostro de facciones muy
bellas, piel blanca, encendida por la noche vampirezca de su apellido: Dracoulis; ojos
negros de mirada penetrante y oronda, vestida con lujo. Notó que la observaban, así
que quiso adelantarse.
—Y ustedes ¿qué onda?, ¿qué son? No los había visto por aquí.
—No frecuentamos este lugar —respondió el segundo Hugo—. Somos emos.
Ella hizo un gesto de incredulidad.
—En verdad que lo somos —aseguró—, pero debo explicar que somos emos
blancos. No nos tapamos la cara con flecos ni usamos crepé en la nuca. Somos rubios
naturales. Nuestros padres son amigos y son de Alemania. Tampoco vestimos de
negro, obvio. No nos herimos las extremidades ni nos tatuamos. Estamos de acuerdo
con la delgadez —dijo y recorrió a Susana de arriba abajo.
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—Gracias por lo que me toca, cabrón —dijo ella con precaución.
Los cinco rieron. El emo continuó:
—No nos decoramos con estrellas ni nos perforamos. Nos gusta la poesía y los
preceptos del gnosticismo. Desechamos lo superficial, el new age, lo populachero, a los
que se creen esotéricos y lo serializado. Vamos por la ciudad intentando hacer
transformaciones de acuerdo con las sensaciones y el conocimiento, no en el dolor ni
en la oscuridad; tampoco en el resentimiento social. No queremos pertenecer a ese
infiernito donde viven los demás emos —entrecomilló en el aire—, o los darketos, los
metaleros, los raztecos o los dixies. Amamos la luz porque de allí provenimos.
—No entiendo entonces a qué vinieron.
—A lo que hacemos y pregonamos, a cambiar algo de nuestro universo. En la teoría
de los paradigmas existe la historia de un muchacho que a diario se dedicaba a lanzar
ostras y devolverlas al océano para que no se secaran al sol y pudieran vivir. Una
ocasión que un señor pasaba por allí corriendo, ejercitándose, decidió detenerse para
preguntarle al joven qué hacía. El muchacho respondió: “Las regreso al mar para que
no mueran”, a lo que el señor protestó: “¡Hombre! ¿Pero que no ves que no acabarás
jamás? Te queda toda la playa por delante”. El joven concluyó: “Para esta ostra —tomó
una— habrá valido la pena”, y la lanzó de vuelta al agua.
“A partir de ese día, el señor decidió pasar las mañanas con el joven para devolver
ostras al océano. Lo mismo sucede con cualquier persona con quien nos topemos.
Quién sabe, a lo mejor tenemos la suerte de cambiar la vida de alguno de ustedes.
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
La curiosidad que Susana le dedicaba se transformó en un fisgoneo malsano.
Alfredo rio para sus adentros, pero rugió como león apenas tuvo oportunidad; luego
dijo:
—Yo, por lo pronto, quiero otro tequila. ¿Alguien de ustedes quiere algo?
—¡Yo, amigui! Pero te acompaño. Prefiero escuchar la interesante conversación
con otro vodka —comentó con sarcasmo.
Cuando dejaron a Gustavo con Los Hugos, Susana sugirió:
—Mejor vámonos, Alfred. Esto no es lo que tenía pensado. No quería que nos
abordaran, sólo que nos divirtiéramos nosotros y no con esos pinches anómalos.
—Y esto es lo que yo quería, salir de lo cotidiano, ver las rarezas del DF. Justo lo
que dijo el güey ése: conocer el parainfierno del antro. Mira cómo goza la gente, no se
cohíben, expresan sus instintos primitivos sin cuidado, cosa que yo debería hacer, con
mujeres, por supuesto. Pero que no les apeste la cola… como a tu amiga ésa…
¿Cómo se llamaba?
—¡Calla, pendejo! El problema es que el idiota de Gustavo ya se enredó con uno, el
chaparro —exclamó con voz precipitada—. ¿No ves?
—No, para nada. Pero si a Gustavo sólo le gustan las deformes.
Susana hizo un gesto demostrativo con los brazos, como queriendo decir: “Y este
par, ¿acaso no lo son?”.
—Me refiero a que le gustan las deformidades físicas en las mujeres. No estoy al
tanto de si le atraen sexualmente los hombres con deformidades —dijo con sonrisa
nerviosa.
—Yo tampoco. ¿Quisieras averiguar si Hugo number two tiene alguna deformidad?
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FELIPE CUEVAS RUIZ
La piel acerba
—No. Pero es aquí, en el submundo, donde se encuentra a individuos así.
Susana se encogió de hombros y le suplicó con la mirada.
—Vamos por él y larguémonos.
—De acuerdo. Además, ya tengo hambre y quiero tacos.
Susana se sintió habitada de súbito por una fuerza alienígena, desconocida, sin
importar que frecuentara bares del subterráneo social; una energía abominable que la
aterró de todo lo que hasta ese momento conocía; se sintió amenazada y a sus amigos
también. Rechazó cualquier probabilidad de enmienda. Se acercó a Gustavo y, sin
importarle que le escucharan, manifestó:
—Vámonos, Gus, no me siento bien, ¡ahora! Estos cabrones me dan mala espina.
Experimentó una sensación de angustia cuando vio que los emos la miraron con
resentimiento y como desde opiáceas, felices de tener en exclusiva a Gustavo el breve
tiempo que se separaron de él. De hecho, lo aprovecharon. Su rostro amargo demostró
que le costaba trabajo dominar su irascibilidad; quiso someterla a toda costa, pero no
pudo. Entonces adoptó un tinte desatento con los jóvenes. Se despidió con una mueca
esquiva al tiempo que jaló de la manga al Depra y lo llevo con Alfredo. Uno de Los
Hugos, el más bajo, alcanzó a decir:
—Gracias por haberme dado tu teléfono, Gustavo. Te llamaré mañana. ¡Buenas
noches! —completó con acento bufón y levantando la mano izquierda en señal de
despedida, dejándoles ver que supo del motivo de su turbación, puesto que padecía en
la mano una deformidad, sindactilia, los dedos fusionados. La carnosidad le envolvía,
además, hueso y uñas.
Susana entendió la expresión.
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La piel acerba
[FELIPE CUEVAS RUIZ]
—No te tomes esto como algo familiar, pendejo, deforme. ¡Chinga tu madre!
Vámonos, Depra, ¡con un carajo!
—¿Qué pasa? ¿Por qué te pusiste como loca?
—¡Porque sí, güey!
Después de pensarlo dos veces mientras esperaban que el Valet Parking les
entregara el auto, rectificó:
—Discúlpenme, amiguitos. No sé qué sucedió, creo que se trató de un reflejo, un
presentimiento tal vez. No me latió que siguiéramos allí con ese par de grotescos. Creo
que nos estaban cazando. Además, quiero cenar taquitos —dijo, intentando distraer su
atención hacia algo más agradable—. ¿Me llevan a los de Vértiz?
—Sí, lo que quieras, Dragoncita —exclamó Gustavo, pellizcándole un cachete con
docilidad.
Sus sonrisas se igualaron. Para ese momento, el rostro de Alfredo estaba borrado
de expresiones, distante, en la argamasa de sus pensamientos errabundos.
Preservado por la madrugada desdibujada de la colonia Narvarte, mientras el auto
avanzaba por la glorieta de Vértiz, reflexionó en voz alta: “El espejo es el enemigo de la
máscara, su mentira inaugural, el proton seudos, la falacia maestra de las apariencias y
la seducción contra la veracidad de nuestra contextura, como esos dos gemelos güeros
que, en efecto, estaban a la caza de nosotros cual Carmilla que sedujo con exquisitez
voluptuosa y astucia a mademoiselle Rheinfeldt en la novela de Sheridan Le Fanu,
precursora de Drácula. Según el cubano Manuel Pereira, la blancura difunde la
emoción del miedo, es la personificación del mal. Susana lo sabe y lo presintió, porque
ella pertenece a la noche, es su territorio: la oscuridad, las tinieblas. Pereira dice:
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La piel acerba
“Blanco es el frío del hielo tan cercano a la muerte, los fantasmas son blancos, blanca
es la mortaja que teje la niebla…”, y tiene razón. El peligro se halla en la blancura. Y
mira lo que son las cosas y qué reconfortante saber que fue la oscuridad (que por lo
general nos atemoriza) la que nos salvó de la desventura. Nos protegió la Dragona, nos
amparó Susana Dracouli. Drácula y Dracouli son sinónimos. ¿Qué concluyo? Emos
albinos (la máscara) comprobándose ante Susana (el espejo): lo irreal que pretende
convertirse en real, sin éxito. Qué lástima, amiga, que no estuviste allí para salvar a
Fernanda del director del hospital que viste de blanco, como doctor, sin serlo”.
El auto ya estaba frente a la taquería. Gustavo y Susana se quedaron absortos ante
la deliberación. Cavilaban. Recordaron cuando el director del hospital hizo enfurecer a
Alfredo en el funeral de su mujer. Mientras tanto, el viene-viene, franela en mano,
golpeaba con los nudillos el cristal sin obtener respuesta, y preguntaba si querían los
tacos en el auto, servicio extra a cambio de mejor propina. Un golpe más fuerte los
regresó a la realidad. Susana bajó el cristal.
—Tons qué, seño, ¿les traigo los tacos?
—Eh… sí, joven. ¿De qué quieren, amiguis?
—Cinco de bistek, meit —formuló Gustavo —. Con todo, plis.
—¿Tú, abogadete?
—También cinco, pero de cochinada. ¡Con todo!
—¿De cochinada? ¿Estás seguro de que a esta hora te quieres tragar esa
campechana de suadero, longaniza y chicharrón, más el chicloso raspado de sarro y
cochambre del fondo del comal que se ha cocinado toda la noche? —inquirió ella con
una mueca de asco.
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
—Sí. El sedimento hipergrasiento le da sabor. Sientes cómo se va constriñendo tu
aparato digestivo que te tendrá adherida al retrete para cagar y sentir que aún eres de
la tierra, que estás vivita y coleando. Yo no levito por sabores gourmet: prefiero cagar
una diarrea.
El viene-viene frunció la boca. Se dignó a tomar la última orden de la señorita:
—Yo quiero cinco, joven. De cochinada también… ¡A cagar diarrea se ha dicho!
El joven se fue. Entonces, Alfredo comentó:
—Es la noche más divertida que haya tenido en mucho tiempo. Quiero que me
invites a salir más seguido, Susy; a todos lados, como lo prometiste.
—Lo prometo, amigui, y así será.
La luz del restaurante don Beto se prolongaba hasta el auto, aleteaba como el cabo
de una vela a punto de extinguirse. Sus ocupantes, callados, los rostros alargados,
sonreían con afabilidad. Aún recordaban a los emos, semejantes a la seducción que
provocan los acantilados; también las manifestaciones eróticas de los homosexuales
en las tarimas. Gustavo tenía un papelillo doblado en la mano. Lo desplegó con
discreción. Vio escrito el nombre Hugo Hans Spohr y un número telefónico. El trazo era
el de una persona instruida. Lo sacudió un estímulo de malicia. Un estremecimiento lo
atravesó al imaginarse marcando el número y escuchando la voz de su nuevo objeto
del deseo: el vacío fascinante ante el acantilado. Estuvo a punto de desenmascarar su
excitación con una sonrisa picante, pero se contuvo con una tosecita fingida. Dobló el
papel y se lo metió en el bolsillo. Susana lo vio por el espejo retrovisor.
—¿Estás bien?
—Sí —respondió con una mueca casi imperceptible.
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Ella no le creyó.
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2
Susana despertó el domingo con un sabor a cobre en la boca. Había pasado la víspera
en algún bar, en compañía de sus amigos de la televisora donde trabajaba hasta el
amanecer. A pesar de haberse acostado con el alba, no pudo dormir más allá de las
diez; descansó menos de cinco horas. Pensó que, al llegar los viernes, la asaltaría una
fuerza renovadora que la motivaría a exprimir de diversión y experiencias sus fines de
semana. El lunes retomaría sus responsabilidades como asistente de una líder de
opinión de Televisa en su noticiero estelar.
Entre las sábanas, padecía la cruda. Le molestaba cómo la luz llenaba su
habitación. Entraba de lado y se proyectaba hacia ella con silueta de florete; se
instalaba en su rostro y le aguijoneaba los párpados: “Otra vez no cerré las persianas,
chingao”.
Percibía el canto de sus canarios mezclado con el aroma de huevos revueltos,
frijoles y tortillas. Su madre preparaba el desayuno para su padre, único que se
sentaba a la mesa a la hora apropiada. Su hermano estaría dormido o de plano
ausente, atrapado quizá en el cerrojo de zancas de alguna mujer. Meditó qué deseaba
hacer: “Algo tranquis”, se dijo, “Algo a lo México tradicional…”.
Cogió el celular de la mesilla de noche y llamó a Alfredo. Escuchó la grabación: “El
número que usted marcó es probable que se encuentre apagado o fuera del área de
servicio”.
Lo mismo que el viernes, rumiaba los sucesos de la noche previa: lo chocarrero de
sus amigos, la elocuencia de las bromas, el estrujamiento de los cuerpos en el
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minúsculo espacio del bar. Mil veces restregó el trasero y los pechos contra amigos y
desconocidos sin que nadie la esquivara. Por el contrario, a veces la abrazaban del
hombro o la tomaban de la mano para ayudarle a trasladarse por entre la
muchedumbre. A nadie le disgustaba el contacto de su distinguida corpulencia, que
daba la impresión de ser, más que la de una mujer con deseos íntimos, la de una
muñeca de peluche con carita de porcelana, cubierta de flores de naranjo y limonero.
Todo en su memoria era grato, a excepción de una voz que la asaltó en la proximidad:
“Miren a esa gorda. No es más que una lépera perdularia”. Su propia campechanía le
incomodó; su llaneza le pesó. Quedó pensando si la frase del desconocido era para
ella. Cuando estuvo segura de que sí, le costó trabajo aceptar que no movió ni un
músculo para defenderse. Ella, altiva, mordaz y mal hablada, era capaz, sin embargo,
de adoptar los modos de un dandy en los entornos refinados por los que transitaba,
debido a su cuna burguesa y al hábitat aristocrático de su jefa. No consiguió
sobreponerse a su ofensor. Mientras se revolvía entre las sábanas, buscó desesperada
el mejor pretexto para no haberlo puesto en su lugar, y se quiso engañar diciéndose
que si sus amigos la hubieran defendido, habría sido a golpes. ¡Qué madriza se
hubiera armado! Se enfureció consigo misma y eso le hizo despertarse por completo.
Resopló: “Hijo de su puta madre. Ni que el cabrón ése fuera un lord”.
En ese tenor divagaban sus evocaciones cuando sonó el celular. Era Alfredo.
—¡Buenos días, Susy! Tengo registrada tu llamada. Disculpa que no te contesté. No
oí el celular. ¿Ya estás entre los vivos?, ¡y tan temprano!
—Ni me lo digas. ¡Anoche estuvo tremendo! Pero ya me tengo que salir del
sarcófago…
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
El abogado rio. Luego preguntó:
—¿Adónde me vas a invitar esta vez? Dime que a remar a Chapultepec, porque si
buscas copas, estás fuera de horario.
—¡No, pendejo! ¿Te late desayunar en la fonda San Ángel? Se me antojó el buffet:
huevito, chilaquiles, salsita roja y verde, fruta…
—Estupendo. Y después vamos al Templo San Jacinto y miramos las pinturas que
venden en la plaza. Paso por ti en cuarenta minutos.
—Aquí te espero.
Sentados a la mesa, en la terraza del restaurante, disfrutaron de la vista a la
plazuela y al jardín. Los pintores exponían sus obras alrededor de la fuente. A lo lejos,
se veía la entrada al templo erigido por los dominicos en el siglo XVI, cuando fundaron
una pequeña ermita que luego evolucionó en la austera nave de una iglesia, con su
atrio jardinado, huertos y una fabrica que aprovechaba la caída de agua para poner en
funcionamiento las máquinas hiladoras. Pasaban las indias con sus artesanías y un
desafinado guitarrista cantaba un bolero para disgusto de los comensales.
—Déjame darle una moneda a este cabrón para que se calle —apuntó Susana
cuando se encontró harta de la fragosidad de su voz —. ¡Ya me tiene hasta la madre!
Le dio dos monedas de diez pesos y le pidió, en nombre de los asistentes, que se
retirara.
—Cantas más o menos, compadre —le dijo con una voz que se escuchó a la
redonda—. No me lo tomes a mal, pero es que has de andar igual de crudo que yo. Por
favor…
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El juglar hizo un gesto de enfado, pero accedió. Hubo alguien en una mesa vecina
que aplaudió. Un mesero sonrió y les sirvió más café.
—Qué bonito. Me gustaría vivir aquí. ¿Qué me puedes decir de San Ángel,
sabihondo?
—Mmm. Nace con la fundación del convento del Carmen, el que está en
Revolución. ¿Has visto las momias? Están súper conservadas.
Susana negó.
—Los frailes hicieron casi todo, hasta que en el porfiriato los ricos compraron lotes
donde construyeron sus casotas campestres con un estilo entre afrancesado y
tradicional mexicano. Lo que me gusta de aquí es que te hace sentir en provincia. Sus
calles empedradas, las placitas y los jardines son tranquilos. No se oye el ruido de las
calles.
—A mí me sucede lo mismo; podría pasarme horas contemplando alrededor, y no a
la gente, que más bien parece un clan de changos en celo, sobre todo en el paradero
de camiones de Revolución. ¡Es un caos! —apostilló, como si de repente hubiera
cruzado por su cabeza esa idea.
—Todos los chilangos ansiamos la paz de provincia; ni modo, nos la quitamos
solos. La centralización del gobierno hizo su parte.
Entonces Susana le disparó sin preámbulos sus preocupaciones. Le dijo que no
localizaba a Gustavo por más que le llamaba.
—A mí me late que se fue con uno de los Hugos. No contesta ni en su casa ni en el
celular. Está perdido. Su familia dice lo de siempre. Ya ves cómo es: un tipo rarísimo
que hasta a nosotros nos sorprende. No sabemos con qué nos va a salir en cada
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
ocasión, así que déjalo, ya aparecerá. Es como los gatos, que se van y regresan
sucios, hambrientos y arañados.
A Susana le parecía que había mordido el polvo ante el güero teutón, a propósito de
su gusto por los deformes, pero le extrañaba que le hubiera atraído por ser hombre.
—Sólo falta que, además de dismorfofílico, sea dismorfofílico maricón —añadió con
pesar.
—¿Qué te puedo decir? —suspiró el abogado y exclamó con una subexpresión
afligida—. No nos podemos meter en su vida, aunque esté llena de extravagancias.
Ojalá que no le pase nada. Ya ves la mala espina que te provocaron esos tipos el
viernes. Sobrio lo veo con diferentes ojos.
—Sí, por eso hago hincapié. Lo siento como a Eluana. ¿Recuerdas esa chica
italiana con muerte cerebral que vivió como vegetal por diecisiete años y a la que el
baboso de Berlusconi no le permitía morir por eutanasia? Me provoca la misma
sensación de injusticia. Nada más que con Gustavo pienso: este güey está como
muerto en vida, se gobierna con arbitrariedad, como un kamikaze sexual que va tras el
peligro en cada acostón. ¿Cuándo llegará el fin? Es irremediable. Lo hace sin condón.
Sostiene que el VIH no existe, que son patrañas de los gobiernos para manipularnos, y
además, ya sabes con qué tipo de engendros se inmiscuye. Ha tenido la desfachatez
de llevarlas a las reuniones, el muy idiota.
—Lo sé, no tienes que decírmelo.
—¡Pinche Depra depravado! ¿Cuándo le apuntará con una pistola alguna de sus
amantes jodidas para secuestrarlo, o un doctor le confirme que está condenado por
SIDA, hepatitis, qué se yo? Lo quiero, pero a veces me da vergüenza salir con él, sólo
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de pensar quién lo acompañará. Por eso cada vez que le llamo le pido que vaya solo,
que ni se atreva a salir con alguien. Y se limita a reírse de mí el cabrón.
—Le voy a llamar en la noche. A mí no se me niega. Luego te digo qué hizo, ¿va?
—Va.
Gustavo hacía de la metáfora su realidad, se burlaba de ella para justificar su
comportamiento heterodoxo e ingenuo. En ocasiones, sus propias palabras y su
discurso se burlaban de él, en especial cuando enfrentaba sucesos arriesgados que le
erizaban la espina, cuando el miedo le hacía su presa porque las chicas deformes que
cautivaba provenían de cualquier estrato social o económico. Los familiares de la
víctima (la chica deforme) no sabían a veces cómo reaccionar cuando percibían la
cercanía de un joven educado, solvente, de buenas maneras e incluso apuesto, que se
interesaba por la muchacha; jamás requebrada por varón. Se internaba por senderos
estrechos y misteriosos de las colonias misérrimas del extrarradio de las ciudades para
aproximarse a jóvenes que poco salían de su vivienda por vergüenza o por la repulsión
que causaban en quienes las veían. Un sinsentido del que era consciente y que
evolucionaba hacia el deseo de otras distorsiones físicas, no nada más la deformidad
congénita. ¿Cómo las localizaba? ¿Cómo las seducía? Hacía su tarea solo. ¿Quién
podría haberlo acompañado a los arrabales más lamentables para flirtear con mancas,
cojas, jorobadas, ciegas, sordas, enanas, con gigantismo, elefantiasis, amelotasis,
andróginas, amputadas, con enemas y protuberancias nudosas, cicatrizadas, peludas,
pechugonas, rollizas, sin importar la edad?
Luego de convencer a los padres de que sus intenciones eran honorables, éstos,
embelesados por sus finas maneras, su determinación y su auto de lujo, permitían que
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
la hija se diera la oportunidad de conocer las bondades de la vida (y vaya si las
conocían por un lapso, sin imaginar que luego saldrían desengañadas, ya que, en
cuanto Gustavo satisfacía su curiosidad, las añadía a su colección y las renegaba). Al
principio (ya dominaba el proceso), se divertía descifrando y debilitando su resistencia,
sus miedos. Las cautivaba de a poco, iba venciendo la distancia que mediaba entre los
cuerpos hasta que le permitían el contacto de manos y hombros, y en ocasiones el
rostro. Esa era la primera parte. Les hablaba despacio, sin perder la elocuencia ni la
vivacidad. No se detenía ni se desalentaba. En la mayoría de los casos, cuando de
plano sus acompañantes eran engendros iletrados, se dedicaba a monologar sobre
política, viajes, gente que conocía en los lugares más lejanos y exóticos, así como las
mujeres que lo habían atraído por la coincidencia física que tenían con su interlocutora
del momento (cuestión que las interesaba sobremanera); deseaban, de alguna modo,
compartir sus sentimientos, avenirse con alguien que sufriera lo mismo que ellas,
aunque fuera a través de su enamorado. Gustavo se proponía el segundo objetivo: el
beso. Les hacía comentarios que les sentaban bien, rompía dócilmente la separación
física al tocarlas con una sensualidad que parecía ordinaria; gozaba de su nerviosismo,
y cuando notaba que estaban a punto de salir corriendo para escapar del ayuntamiento
de los labios, retrocedía con alguna distracción. Prefería eso a quedar peor que al
inicio.
Las llevaba al cine y a restaurantes finos (allí se encontraba a sus conocidos,
quienes, luego de ver su trastorno, lo apodaron el Depra), sin inmutarse de que la
gente los mirara con desconcierto, con extrema curiosidad. Por el contrario, las tomaba
de la mano, orgulloso de lucirlas, como si se encontrara con la modelo más atrayente
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de Philip Pearlstein. La esplendidez de Gustavo tenía un efecto fascinador. El
resultado: las chicas se enamoraban, convencidas de que habían encontrado en él a
un partido inigualable, luego de vivir con desdicha. Entonces ocurría el milagro: las
chicas se sublevaban ante los misterios del trauma y se entregaban con los sentidos
adormecidos por la avidez, con “la coyunda que enlaza el Himeneo”. De las colonias
Polanco, Condesa o Las Lomas, se encubrían en hoteles de paso de mal aspecto,
donde pasaban horas, a veces los fines de semana (con una estuvo una semana)
cogiendo, comiendo, regodeándose en ósculos afectivos y viendo películas
pornográficas que los inspiraban a continuar copulando. Eran ellas quienes salían con
la honra incólume de las amazonas victoriosas, y Gustavo, la antípoda del macho, la
barba crecida, el cabello desordenado, dificultado para sonreír y las piernas temblando
de agotamiento post-sexual. Al despedirse, las besaba, impostaba la voz para
apropiarse de un personaje que creía ser él mismo aún y salía de la barriada a toda
velocidad para no ser vaporizado por los parientes encalabrinados o los maleantes
vecinos interesados en sus pertenencias. No volvía a llamarles ni a responderles, y
cambiaba su número de celular.
En cuanto llegaba a casa era objeto de una inspección minuciosa por parte de su
madre. Luego de ausentarse por días y llegar como gato, le exigía que se desvistiera.
—¿Estás loca, mamá? ¿Cómo me voy a desnudar frente a ti?
—Ándale, huevón, si no te lo estoy pidiendo por las buenas. ¿Qué me habría yo de
perder? Ya me dijeron la clase de adefesio con la que saliste. Si hasta posaron para
una foto que salió hoy en la sección de sociales. Vas a ver cómo está tu padre de
afligido. Eres famoso por tus payasadas. ¿Quieres ver la foto?
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
—No.
—Quítate la ropa entonces. ¡Quiero ver que no tengas furúnculos o sabrá Dios qué
allí! Quítate la ropa, ¡te lo ordeno!
Susana parecía estar sentada en una especie de tabernáculo desde donde
manifestaba su pesar y su asco. Se quedaba pensativa, con la vista fija en un punto
indiscernible de San Jacinto. Jugaba con el dedo siguiendo las formas de la
balaustrada verde de herrería, que delimitaba la terraza del restaurante y la acera; a
veces, nerviosa, mecía la mesa provocando que el café se derramara. Alfredo pidió que
les calzaran la mesa y más café.
—¿Ya quieres ir al buffet?
—En cinco. Deja que se me pase el asco. —Se quedó abstraída, como si una
oleada de beodez la hubiera trastornado—. ¿Se volvió puto nada más para saber qué
se siente con un deforme? ¿Qué quiere? ¿Que el emo le haga una puñeta con su
manita de espatulita para hot-cakes? Me vale madres la homosexualidad, no me
molesta, yo misma me asombro de encontrarme en un antro gay, divirtiéndome sin
serlo; las lesbianas se dan cuenta de que no soy gay y no se me acercan, y si por
casualidad me codeo con alguna, me tratan como a una amiga, pero no se me insinúan
ni mucho menos. Yo puedo ser lo golfa que quieras, Alfredo, pero jamás lesbiana. De
todos modos creo que somos unos raros: Gustavo, un depravado; yo, una vampira, y
tú, un tinterillo que sólo piensa en estudiar ene mil doctorados para concluir que no
sabe nada. ¿Qué opinas?
Quedó pensativo. Eso hacía cuando deseaba aportar una reflexión.
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FELIPE CUEVAS RUIZ
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—Dice Ricardo Piglia que la pasión es el único vínculo que tenemos con la verdad,
y Sergio Pitol, que todo principio amoroso tiene algo que asemeja a la aurora. Sus
reflexiones son equivalentes. ¿Pretendes decirme que somos “raros” porque nos
dejamos llevar por el amor, por nuestras pasiones y nuestras creencias, quitándonos
de encima, a como dé lugar, los obstáculos de una madre que te revisa la verga
cuando llegas de coger, un padre que te cuestiona si eres lesbiana, o el hijo de puta de
Alfonso Castellón, que me obliga a limpiar sus cagadas institucionales y políticas
después de defecarlas en plena vía pública?
Susana lo miró asombrada.
—Somos nosotros los que huimos del desatino —dijo peripatética—. Ya sin
Fernanda, que era con quien daba rienda suelta a mis locuras, aunque por breves
lapsos (deberías haber visto los desvaríos de los que éramos capaces…), prefiero
amanecer con el trasero de una mujer en lencería erótica a lo John Kacere: con el
trasero de Scarlett Johansson perdida en Tokyo.
—Cómo te gusta esa actriz…
—Sé que seguiré amaneciendo así el resto de mi vida, en cuanto encuentre a una
buena mujer; no con tu amiga Valentina. ¡Qué feo olía! —interrumpió burlándose.
—¡Come pito, puto! Ya no me digas eso. De tanto que lo dices me lo estoy
imaginando, güey. ¿Que de plano le apestaba muy feo la cola?
—Cual huachinango podrido —le dio un ataque de risa y luego continuó con
seriedad—: No he conocido aún a alguien de quien obtenga ese sabroso intercambio
de mi ideal erótico versus mi contemplación, alguien que me dé el máximo deleite; ya la
encontraré, y con ella estaré dispuesto a recrearme. Kacere proponía atrapar el rubí en
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
el aire, que no cayera en el piso —suspiró—, y descubrir ese aroma de intimidad con
que amanecen las mujeres. ¡Umh!
La alegoría fue el trámite conclusivo de su deseo, la advertencia palpitando cada
vez que rumiaba una idea. Dio otro sorbo a su café, ya frío. Le desagradó. Levantó la
mano y pidió al mesero otra taza. Susana lo miró con el sentimentalismo de una mujer
y la compostura de un hombre.
—Creo que ya estoy lista para el buffet, amigui. ¿Vamos?
—Vamos.
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3
Se marcharon de la Fonda San Ángel bajo un mediodía cristalino. Fueron a la plazuela
de San Jacinto. Alfredo quiso sentirse inalcanzable al desánimo, así que propuso
caminar. Ella aceptó. Se sentían abatidos pensando en lo que habría terminado
Gustavo con el emo. Imaginaron cualquier cosa, desde insignificancias, hasta el acto
sexual consumado. Hacían visajes de desagrado. Alfredo vio la cara de su amiga;
sabía qué pasaba por su mente. Prefirió seguir sumido en sus pensamientos y en sus
ascos. Parecía que se asfixiaban en la melancolía, resultado de sus más íntimas
creencias homofóbicas. Su aceptación por la libertad sexual retrocedió cuando ésta
palpó las preferencias de Gustavo. Creían asegurar que no era homosexual. Susana se
asió a su brazo y caminaron como novios por el empedrado.
Visitaron las tiendas de artesanías, compraron prendas de manta bordadas,
huaraches de piel con suelas de llanta y un par de alebrijes; Susana adquirió un rebozo
para asistir a una boda. “Prefiero un rebozo a una pashmina”. El tema de Gustavo
quedó reducido a algo semejante a niebla televisiva: hasta no retomar la programación,
no surtiría de nuevo su efecto depravador.
Saboreaban el domingo admirando la mercancía de las tiendas y los cuadros de los
pintores que vendían sus obras; palpaban la textura de maderas, tela, hierro forjado,
barro y cera de las artesanías. Olía a cera e inciensos, a barniz de los muebles nuevos
y el vetarro del moblaje de segunda mano, exhibido en tiendas de antigüedades.
—¿Vamos a la Casa del Risco? —sugirió ella.
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
La construcción del siglo XVII, alguna vez vivienda de Isidro Fabela, fue donada
para convertirse en museo. Además de su biblioteca y el archivo histórico, se exhibe la
colección artística que comprende obras del barroco mexicano, arte religioso europeo y
las escenas costumbristas de nobles y burgueses de México y Europa.
—Olvídate de las pinturas, amigui; me da hueva ver arte. Quiero quedarme aquí,
frente a la fuente —leyó en voz alta el letrero adjunto—: “Fuente de estilo barroco,
elaborada a base de cerámica, porcelana y azulejos. Está adosada al muro a modo de
altar y fue construida en la segunda mitad del siglo XVIII”. Está bonita. No la recordaba.
—Yo sí. Una vez vine con Fernanda cuando recién se embarazó. Me acuerdo de
ese domingo. Quisiera volver y no abandonar esa fracción de tiempo, estacionarme allí,
hacerlo eterno. No necesitaba más. Estaba enamorado, confortable.
Sonó el celular de Susana.
—Permíteme, amigui. ¡Ash! Es mi jefa, deja le contesto a ver qué chingaos quiere.
¿Bueno?... Sí, dime, Rosario —escuchó, después respondió—: Ahorita, en la calle, así
que no tengo teléfono fijo. ¿Me esperas un segundo? Estoy con alguien —Susana tapó
el celular con la mano. Le dijo a Alfredo—: Voy a salir para atenderla, ¿no te importa?
No tardo.
—No, para nada. Voy a subir para ver las pinturas. Alcánzame allí.
—¡Sale y vale!
Su amiga salió y se sintió desamparado, como plantado en una caverna sin luz.
Quiso contemplar la fuente, pero la miró sin atención. No reparó en la abundancia de
volutas, roleos y demás ornamentos. Agotó su vista. Subió. Arriba no había nadie.
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La piel acerba
Entonces, como una cámara, se dedicó a recorrer el edificio en busca de recuerdos.
Resucitó el tema Gustavo, por lo que la niebla televisiva cobró vida, primero con la
pantalla de su mente colmada de franjas verticales de colores, y después con escenas
que se reprodujeron caprichosas.
Se transportó entonces a un pasado que sólo él conocía; se lo contó Gustavo e
imaginó los espacios en blanco de la historia, que se mezclaba con una pintura
costumbrista del siglo XIX frente a él. Su amigo le rompió el corazón a una chica de Las
Lomas. El padre, político y funcionario público importante, lo hizo llevar a su presencia
con guardaespaldas. Lo interceptaron en la calle dos coches negros. El muchacho
creyó que sería secuestrado y no supo cómo reaccionar. Quiso chocarles y echarse en
reversa para escapar, pero sus músculos no obedecieron; se quedó quieto, esperando
a que lo llevaran preso, cuando descendieron cuatro sujetos vestidos de oscuro, sin
ostentar pistolas. Uno de ellos le indicó que los siguiera, que no se asustara, que
alguien importante deseaba hablar con él, pero que no se pasara de pendejo, porque si
quería escapar, tendrían que llevarlo por la fuerza.
—Está bien, no me escapo, meit. Nomás díganme adónde vamos.
—A casa de tu novia —se le escapó decir a uno. El responsable le lanzó a su
compañero una mirada torva.
—Es cierto. Síguenos, te escoltamos, no te va a pasar nada.
—¿Qué podría pasarme peor que esto? —respondió irónico, pero el guarura ya no
dijo nada. Los hombres se metieron en sus autos y le pidieron que avanzara.
Un coche se colocó frente al suyo y el otro detrás. Fueron a la calle Sierra Tejupilco.
Se estacionaron frente al domicilio de la chica. Gustavo miró la puerta con agudeza. No
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
notó nada extraordinario. Resoplaba como búfalo, como lo hacía Susana cuando
estaba agobiada. Se acordó de ella y tuvo el impulso de llamarle para que diera cuenta
del secuestro, pero abandonó el intento al ver que los hombres no descendían de sus
autos, sino que esperaban a que él lo hiciera por su propio pie.
En el camino, Gustavo fue pensando lo peor, que la muchacha, en su
desesperación, había perdido la chaveta y lo mandaba llamar para decirle que estaba
embarazada y, por lo tanto, debía responder por el crío casándose con ella. Otra
imagen surgió: se vio en el altar, jurándole a la chica deforme amor y fidelidad, y luego
levantándole el velo para mirar su rostro de labio leporino y ojo escurrido: “Te amaré
por siempre”. Ella llevaría su mano a su vientre para hacerle patente el embarazo;
doble promesa, doble responsabilidad: un feto igual de deforme en camino, para
hacerle miserable por el resto de su vida. Imaginó otras incoherencias que fue
descartando.
¿Qué le quedaba? Sólo apearse y recibir instrucciones de los guaruras. Así lo hizo.
Se acercó y preguntó: ¿qué chingaos hago? ¿Para qué me trajeron si se van a quedar
allí sentados?
El orangután de Poe (así apodó al principal cuando recordó algún discurso de
Alfredo) le indicó que la puerta estaba abierta y que alguien más le conduciría con el
señor.
—Gracias, Edgar —respondió Gustavo nombrándolo en homenaje al escritor.
Al orangután le extrañó la respuesta, pero su naturalidad lo dejó mutis.
La puerta estaba sin cerrojo. La entreabrió. Antes de entrar, dirigió una mirada
escrutadora a los autos estacionados. Los hombres de negro ya no lo miraban, leían el
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periódico o bostezaban aburridos. Uno de los copilotos tenía los pies arriba del tablero.
Gustavo se encogió de hombros y entró. Se encontró con la sirvienta, la misma que lo
recibía cuando visitaba a María y le ofrecía té con galletitas y crema, al más puro estilo
inglés.
—¡Hola, joven! ¡Nos visita de nuevo! ¿Me permite llevarme su chaqueta?
—Eh… no, no —olvidó su nombre, así que formuló la pregunta que ya le quemaba
la lengua—. ¿Es cierto que el papá de María quiere hablar conmigo?
—Sí, joven. Por favor, sígame. Lo está esperando.
Lo condujo por los corredores de la mansión hasta una habitación a media luz,
tapizada de caoba y un escritorio con papelera de cuero frente a un ventanal que daba
a un jardincillo casi en la penumbra, a pesar de ser mediodía. Le recordó por un
segundo el despacho de su amigo.
Alfredo Galván rio frente al cuadro costumbrista del siglo XIX cuando recordó ese
detalle en la conversación de Gustavo. Puso sus ojos en el Popo y el Izta para seguir
transitando por sus recuerdos.
—Tome asiento, joven. Ahorita viene el patrón.
Se sentó en el sillón de la salita y tomó lo primero que vio: una revista de negocios y
análisis político con atraso de dos años. Estaba mancillada de sus contornos y tenía la
foto de una chica guapa contrayendo nupcias con un hombre de aspecto juvenil,
aunque encanecido; unidas las manos, dejaban ver las sortijas frente a la escalera de
alguna hacienda. “Pinches mamones”.
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—¡Hola, Gustavo! Veo que no te gusta la foto de bodas del hijo de mi amigo
Quijano. Cuando me dieron la revista, pensé lo mismo —dijo el funcionario; Gustavo se
puso de pie. Estrechó la mano de quien le ofreció un saludo cortés y pragmático—. Hay
cosas en México que no cambian. Hoy la gloria la ofrecen las revistas para mamones,
como dices. No se trata de Hola o Caras, pero ya ves que las portadas de las revistas
de negocios tampoco adolecen de las mismas trivialidades —apostilló. Lo invitó a
sentarse. Él lo hizo en su sillón orejero. Gustavo se acordó de Alfredo. “Pinche meit,
¿dónde estás cuando te necesito”.
—Es cierto lo que dice, don Rodrigo. A mí me desagradan los convivios así, no
acudo a ellos. Salir en la sección Club del periódico no es lo máximo para mí.
—Lo sé, eres bastante peculiar. Pero dime, ¿qué se te ofrece? ¿Qué puedo hacer
por ti, muchacho?
—Al contrario, don Rodrigo. ¿A qué debo el honor de su amable invitación y, sobre
todo, por conducto de sus más fieles sicarios? Gracias a ellos es que he llegado sano y
salvo.
—Ah, vaya pormenor… —comentó con un retintín mal disimulado—. No te fijes en
ese detalle. Ellos tienen sus formas y no puedes culparlos de que sean un poquito
bruscas, pero obedece a su naturaleza, ¿cómo definirla?... Eh, humilde. No puedes
exigir buenos modales porque no provienen de buen cuna, como la tuya. Sin embargo,
mis muchachos son serviciales y efectivos. Yo confío en ellos, se diga lo que se diga de
los guardaespaldas, de que si al contratarlos metes el Diablo en tu propia casa, y todo
lo que se dice de ellos. El chiste es saber contratarlos, comprometerlos con contratos
de trabajo, investigarlos a fondo, que no tengan antecedentes penales, saber dónde
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viven y luego, colmarlos de regalos, atenciones y palabras suaves que los hagan sentir
importantes. Así te ganas su confianza. Y mira, nada más pedirles que te mandaran
llamar, ya estás aquí conmigo. Eso sí, te agradezco que hayas entrado por tu propio
pie a mi casa. Habla bien de ti, Gus. ¿Te puedo llamar Gus?
—No sé qué decirle, don Ro. ¿Le puedo llamar Ro?
El hombre soltó una carcajada. Se le surcó el rostro de arrugas.
—Me caes bien, Gus, aunque no me había dado cuenta de que eres simpático y
apuesto, porque eres guapo, ¿sabes? Me lo comentó mi mujer en cuanto te conoció.
—Gracias por el cumplido, don Ro, no sé qué decir, pero creo que ya es suficiente
foreplay. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿A qué debo el honor de su invitación?
—Mira, Gus, he tenido la inquietud de hablar contigo por días. Lo he meditado,
porque debo confesarte que dudé. Ya que estás aquí, te lo diré con franqueza. Mi
mujer y yo nos alegramos cuando comenzaste a salir con mi hija María; la amo mucho,
sin importar sus diferencias físicas con quienes llamamos “normales”. Ella es muy
normal, te diría que es extraordinaria, su rostro tan sólo es de una belleza con la que la
mayoría no se siente cómoda, pero para mí es bellísima. Como podrás imaginarte, a lo
largo de su vida ha sido objeto de burlas, crítica y chistes por parte de sus compañeras
de clase y de la gente que no la conoce. Debo reconocer que la familia la ha tratado
muy bien siempre. La hacen sentir comprendida y acompañada. Ella les tiene confianza
y no siente el desprecio ni el miedo de los demás. Por eso se ha recluido en casa al
amparo de mi esposa. Ella la cuida, la mima, no se separan —mientras don Rodrigo
hablaba, Gustavo miraba su lenguaje corporal y gozaba de su angustia; adivinaba que
no sabía hacia dónde se dirigía la conversación; auguraba lo peor—. Por eso cuando
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entraste en su vida con una actitud diferente, de total aceptación de su persona, nos
alegramos. Pensamos que había por fin alguien capaz de hacerla feliz, alguien como
tú, simpático y bien parecido, que la sacara adelante. Reconozco que me anticipé a mis
pronósticos, pues ni siquiera se hicieron novios. Mi mujer me recriminó que mis
expectativas fueran altas, inalcanzables, según ella, y que primero debíamos dar
tiempo a ver si la relación de ustedes se daba o no.
—Ajá, entiendo —susurró, mirando de cuando en cuando el jardincillo, cada vez
más oscurecido, y dejó en paz la revista que estrujaba con nerviosismo.
—Si me permites mayor franqueza, el hecho es que no la quisiste, ¡te aprovechaste
de ella!
Dio un manotazo en la mesa que se escuchó en toda la casa. Gustavo dio un brincó
y abrió los ojos. El hecho de que aquel hombrecillo parco, avejentado y de pocas
carnes, como un Hitler de bolsillo con halitosis, lo interpelara así, hizo que reaccionara
a la defensiva. Por breves segundos se acordó de un cuadro que no sabía a bien
dónde había visto, que representaba al dirigente del Partido Nacional Socialista alemán
contemplando un paisaje campestre. Quiso levantar la mano y gritar ¡Sig Heil!, pero se
contuvo.
—¿Aprovecharme de ella? —interrogó con un hilo de voz.
El funcionario prosiguió como si no le hubiese escuchado:
—Ahora estoy solo. Le pedí a mi mujer que se llevara a María para permitirme
hablar contigo a solas. No me refiero a solas en mi estudio, sino en la casa, porque
cuando me enojo soy muy gritón. El punto es que te he investigado, Gus. Ya sé de tus
manías y que tu apodo es Depra, por depravado. Sé que te dedicas a pervertir a
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cuantas chavas con alguna deficiencia física te encuentras, y eso es injusto para
quienes ponen sus ilusiones en alguien como tú. Te aprovechas de su desventaja
emocional para seducirlas. Eso está muy mal, y quiero decirte que por parte nuestra,
para defensa de mi hija, ¡es imperdonable! —volvió a golpear la mesa y manoteó en el
aire, como imaginando estrangularlo.
Gustavo volvió a dar un salto. Se fue encorvando. Un desconocido por fin lo había
atrapado, como a un mapa español de la costa americana robado por los ingleses. No
contó con que habría alguien de su mismo nivel que no se arredraría y le reclamaría su
fechoría. Se siguió encogiendo sin saber qué decir. Hubiera sido imposible alegar lo
contrario. De haberlo hecho, hubiera ofendido la inteligencia de don Rodrigo y quién
sabe qué hubiera sucedido. Se limitó a escucharlo. La frase ¡Sig Heil! ya no aparecía
en su atlas mental. Al contrario, sintió ganas de llorar, pero se contuvo. Las palabras de
don Rodrigo lo transportaron al interior de María; imaginó la desilusión causada por su
desprecio como el amante que la desvirgó y no respondió más sus llamadas. No se
dignó a darle la cara de nuevo. Ella supo entonces que había sido timada por un cretino
y maniaco sexual.
—Debo confesarte: sopesé la idea de mandarte matar, a ti, un hijo de la chingada
que se metió a mi casa y se aprovecho de mi única hija. Pero en el curso de mis
indagaciones me enteré de quiénes son tus padres, así que me detuve. No quise
imponer una pena de tal magnitud a gente decente como ellos. Sé lo que sufren
cuando se enteran de tus desaciertos, que son cada vez peores. ¿En qué acabarás?
En fin, ahora que sabes la verdad y no me contradices, ¿o me vas a contradecir, Gus?
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—No, señor —a esa altura de la charla abolió la idea de seguir llamándolo don Ro—
. En nada. No tengo qué agregar.
—Bien —dijo complacido y prosiguió—; siendo que no te atreves a contradecirme,
quiero pedirte un favor… ¡de hombres! Qué de hombres, ¡de caballeros!
—¿Qué favor?
—Quiero que te presentes otro día aquí y le des la cara a María y le ofrezcas tus
más sinceras disculpas. Dile cualquier mentira que le endulce el oído y no sepa la
verdad. Córtala, digamos, de una manera civilizada. Lo merece. Que no se quede con
la idea de que el amor es la experiencia traumática que sufrió contigo, sino que hay
otras posibilidades, que la vida le puede brindar a alguien que la ame sin condiciones.
¿Me entiendes, Gus?
—Sí, señor. Lo haré cuando usted me diga.
—Hazlo el día que tú quieras, cuando estés inspirado; tienes que dirigirte a ella con
el más digno respeto y sin rodeos, sin adornos que denoten la mentira y echen a perder
las cosas. Si no te cree, sufrirá. Por eso insisto, ven el día que quieras y termínala con
gentileza. Ya sabrás qué decir. Lo que piense o sugiera yo, ya no se apega a la forma
de pensar de ustedes, los jóvenes. Los discursos amorosos han cambiado. Por mi
parte —le dijo un poco más repuesto de su rabieta—, te perdono. No te mandaré matar
y podrás seguir con tu vida como te dé la gana. Ojalá que aprendas de esta experiencia
para madurar y sepas que cualquier mujer, por fea, deforme o repugnante que te
parezca, no debería convertirse en tu fetiche. Recuerda mis palabras: en cualquier
momento, la vida te devuelve las mezquindades.
—Sí, señor, las recordaré. Vendré cuando esté inspirado.
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—¡Bien, muchacho! —se puso de pie y le extendió la mano—, te deseo un buen
día. Ya conoces el camino a la calle.
El funcionario abandonó el estudio y dejó la puerta entornada. Gustavo, de pie,
quedó pensativo. Luego se sentó en el sillón de orejas. “¿Cuándo le pediré disculpas a
María?” Se vio abordándola. Sintió un estremecimiento cuando la visualizó escuchando
la verborrea al descubrir que lo hacía por encargo de su padre, lo que no debía
suceder. Al cabo sintió a alguien entrar en la habitación. Era la doméstica.
—¡Ya llegó la niña María! —comentó con nerviosismo—. ¿Y ‘ora qué hacemos?
—Dígale que la estoy esperando, que deseo hablar con ella.
La doméstica obedeció y después condujo a la chica al estudio. Cerró la puerta,
invadida por la curiosidad de lo que se dirían, de cómo la terminaría de acuerdo con las
instrucciones del patrón (no se perdió ni una palabra de los señores, puesto que estuvo
afuera del estudio con la oreja pegada a la puerta). Acercó el oído, pero sólo escuchó
murmullos y tela frotándose.
Alfredo, poseído como por la cámara imaginaria, salió otra vez del espacio de los
recuerdos, respiró y se paró frente al retrato de un noble pintado al estilo de la escuela
flamenca. Lo mismo que con la fuente, lo miraba sin hacerlo. Preparaba en su
imaginación el montaje de otro plano cinematográfico virtual, y es que, tiempo después,
quizá algunos meses de haber obtenido el perdón de María con un discurso preciso y
conmovedor, don Rodrigo llamó a Gustavo. Lo invitó a que se presentara en sus
oficinas para tratar un asunto de índole personal, muy importante para él.
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—¿Se trata de lo mismo, don Ro? Porque si es así, permítame decirle, con todo
respeto, que ya no estoy dispuesto a seguir con esto. Obtuve el perdón de su hija ese
día, así que no veo la necesidad de hablar más.
—Te llamo para decirte algo importante, de índole personal, Gus. Tiene que ver con
mi familia, nada de qué preocuparse. Ven, por favor. Es delicado —recalcó—. No te
quitaré más de media hora.
—Está bien, don Ro, voy para allá.
—Te lo agradezco. Aquí nos vemos.
Encontró al funcionario con la fisonomía de haber dormido poco y mal. Mientras
discutía acaloradamente por teléfono, le indicó con una sonrisa que tomara asiento. La
oficina contrastaba con el estilo de su estudio en casa. De las paredes y los muebles
tradicionales de caoba, el librero atestado de volúmenes de derecho e Historia, se
encontró en un sitio casi desprovisto de mobiliario: el escritorio en escuadra forrado en
piel color marfil al más moderno estilo italiano, el sillón ejecutivo, una credenza y dos
sillas para visitantes. En el escritorio había una laptop, una calculadora, la agenda
abierta y tres lápices. La oficina no se encontraba en el piso más alto del edificio, como
podría pensarse de un secretario de Estado, sino en un nivel incluso inferior a la planta
baja. Aprovechando que la edificación estaba en las laderas de Bosques de las Lomas,
la oficina del secretario gozaba de una terraza. De la ventana la luz ingresaba de refilón
y pasaba por el tamiz de una película verdosa, lo que le daba al interior una sensación
de comodidad.
La secretaria le ofreció algo de beber. Gustavo quiso café y agua. Ella salió y
quedaron solos. Gustavo pensó que don Rodrigo frisaba los cincuenta años, pero
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llegaba a ellos bastante descompuesto. La conversación giraba en torno a un
comunicado oficial que debía detenerse hasta no ser revisado; ya ves que nada puede
salir a la luz pública así porque sí. Los reporteros de todo se enteran y luego uno se
mete en broncas. Ya ves lo que le sucedió al mentecato de Comunicaciones por andar
hablando así nomás, lo grabaron y luego… Hazme el favor de detener el oficio hasta
que lo revise mi gente y yo. ¡Gracias!
Colgó.
—¿Cómo estás? —dijo el secretario de Gobierno suspirando—. ¡Me da gusto verte!
—Lo mismo digo, don Ro, ¿cómo está?
—Bien… bien… He reservado esta hora para atenderte sólo a ti.
La secretaria entró para servir el agua y el café.
—¿Café y agua, Gus? ¡Bah! Ven a la terraza. Allí estaremos más a gusto. ¿Quieres
otra cosa? ¿Whisky, coca cola, tequila?
—No, café y agua están bien.
—Bueno, como quieras. M’hija, a mí tráeme mi whisky. No me pasen ninguna
llamada.
Fueron a la terraza. Se trataba de un sitio cómodo, y a pesar de encontrarse a
merced de la mirada de los pisos superiores, los sillones estaban debajo de una amplia
sombrilla, lo que hacía imposible ver lo que allí sucedía. Entretanto, la secretaria puso
el whisky en la mesa de servicio junto al sillón, y el agua y el café sobre otra mesita.
Cerró la puerta.
—¿A poco no está lindo aquí?
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—Sí, don Ro. Está chido. Me podría traer a mis cuates y armar una súper peda —
comentó sin verlo a los ojos, la vista hundida de modo impreciso entre su cinturón de
marca y el perfecto nudo de la corbata. Aun cuando iba en mangas de camisa, recordó
que era su Hitler de bolsillo. Se imaginó en una fiesta privada, meseros elegantes con
charolas atestadas de tragos entre los invitados, pocos hombres y una variedad de
mujeres rubias vestidas de primavera, escotadas e insinuantes, idénticas, con el fin de
reproducirse con su Führer gubernativo, y que nacieran chamaquitos semejantes que
dieran sustento a la idea de la raza superior, pero al imaginar a los críos, creyó ver en
la “raza superior” de don Rodrigo labiecitos hendidos, ojitos escurridos, jorobaditos,
fruto de sus malos genes. Gustavo se sacudió la imagen para regresar a la realidad.
—El día que quieras ven con tus amigos. Nada más avísame si vendrán mujeres,
porque ellas deben ingresar por la puerta trasera. Ya sabes que conmigo todo se
puede. Siéntate. ¿Quieres un cigarro, un puro? Bueno, pasando al tema, siendo que el
foreplay te aburre, quiero proponerte un trato, o más bien, pedirte un enorme favor.
—A ver, ojalá pueda ayudarlo.
—Al grano: ¡quiero que embaraces a mi hija! —planteó.
—¿Qué? ¡Está usted loco!
—No lo estoy, Gus. No me hables así. Primero escucha y luego mientas madres.
El Führer lo volvió a dominar con la mirada. Gustavo desvió la suya de aquellos ojos
afilados. Contempló sus falanges blancas y nudosas, abrazándose en el estado de
expectación en que se encontraban. Sintió que lo penetraba una serpiente por el culo
sin poder protestar ni defenderse. Se sumió en su propia compasión.
—Estoy dispuesto a pagarte cincuenta mil dólares.
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Gustavo replicó con un poco más de seguridad que él no necesitaba dinero y lo
sabía.
—Uno siempre debe tener dinero. Nunca sabes cuándo lo vas a necesitar y más tú,
que eres un flojo mantenido. Perdóname que te lo diga así. Me he enterado que todo te
lo dan tus padres y que estudiaste por obligación. ¡Eres un inútil, Gus! Tu madre te
trata como a un niño. Créeme, en algún momento tendrás conflictos debido a eso.
Entonces necesitarás dinero. ¡Qué mejor que te lo proveas sin hacer nada indebido! Lo
que te pido no es ilegal.
—Me rehuso, don Rodrigo —dijo, a sabiendas de que daba lo mismo lo que
respondiera—. No creo necesitarlo y no quiero ni pensar que habrá en el mundo un hijo
al que no querré y que es mío. No voy a casarme con su hija… Además, ¿para qué
quiere un nieto?
—Pues porque la descendencia es importante. Tú eres el único que se ha atrevido
a tocarla; sí sabes a qué me refiero. Eres testigo de su virginidad. ¿Quién más lo haría?
Creo que me darías un nieto hermoso, saludable —rebatió orgulloso, y entonces
Gustavo imaginó la fiesta llena de rubias. Quiso vivir lo que sucedía en su imaginación
para no soportar más la imposición del secretario. Adivinaba el timo y sentía la misma
desilusión de cuando Cristóbal Colón confundió al rechoncho manatí con la sirena,
acinturada y bustona, rubia, para que concordara con la tetona-teutona fiesta
imaginaria. Sentía la cara como la faz de un payaso afligido.
—¿Y si nace deforme? —preguntó con timidez.
—¡Imposible! Además, María necesita ocuparse en algo. Qué mejor que un hijo. Te
lo pido. Te daré cien mil dólares por esa pequeña porción de ti, por esa celulita.
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¿Cuándo podrías haberte imaginado que un esperma tuyo valdría tanto? —remató con
campechanía y las manos entrelazadas, previendo la victoria.
—Y mucho esfuerzo también —sugirió con sarcasmo—. Lo pensaré…
Don Rodrigo pareció rumiar otra idea, más escabrosa quizá, porque el rostro se le
constriñó, las manos deshicieron su nudo, se desató la corbata con nerviosismo y gotas
de sudor surcaron sus carrillos. Tardó en hablar.
—Jamás sé qué decir en casos como éste y siento que, diga lo que diga, voy a
quedar como un imbécil —se disculpó.
—Diga lo que siente, don Ro. No se ande por las ramas. ¿Qué trae en mente?
—¿Y si se lo hicieras también a mi mujer, para el mismo propósito? ¿Para
embarazarla?
—¡Usted está lunático! —respondió Gustavo, presa de una ansiedad fiera—. ¿Qué
ofrece en esta ocasión? ¿Lo doble?
—¡Lo que sea!
—¿Por qué hace esto, don Rodrigo? Dígame, ¿por qué se deschaveta? Usted, tan
importante e inteligente, se permite libertades así. Si antes me tildó de degenerado, hoy
se ha puesto a mi mismo nivel. ¿No lo comprende?
El secretario hizo una seña con la mano, como diciendo déjame responder, déjame
pensar.
—Desde que mi hija nació, no he vuelto a tocar a mi mujer… Dice que es mi culpa,
que mis genes son defectuosos y que su cruz la lleva a cuestas al ponerse al servicio
de su hija. He llegado a creer que tiene razón, que mis genes son anómalos. Tú has
visto a mi esposa: es bella y aún joven. Le llevo casi veinte años. A mí me ha ido bien
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en lo que hago porque, en verdad, no tengo distracciones que me separen de mi
trabajo, así que bien podría darse la oportunidad de rehacer su vida con la maternidad
de otro chiquillo, pero a mí no me permite tocarla y yo me volvería loco por un niño.
¿Qué quieres que te diga? ¿Qué me siento solo con ellas a mi lado? Quiero que mi
familia crezca. Con dos intentos (mi hija y mi esposa) puedo lograrlo. Me cuesta trabajo
aceptar la idea de que tendrían que entregarse a ti para eso, a menos que accedas a
donar tu esperma y ella quisiera someterse a los procedimientos para la inseminación
artificial, pero es renuente incluso a la idea de tener otro hijo. Qué decir de los modos
de la ciencia moderna. Tiene una forma de pensar arcaica —hizo una pausa—. ¿Qué
dices?
—Lo voy a pensar.
—Resuélveme pronto, muchacho. Tengo planes para el futuro.
—¿Qué le parece si instauramos una fiesta aquí mismo en lo que lo pienso —hizo
una pequeña pausa para beber un sorbo de café. Ya se había enfriado—. ¿Por qué no
mejor me manda traer un tequilita? Y cocas.
En ocasiones Gustavo podía ser un fresco pedigüeño, composición por demás fatal,
pero sucedió el efecto contrario. El rostro de don Rodrigo se iluminó. Vio a Gustavo
como un elemento demasiado fino que lo hizo sentirse esperanzado, aunque torpe. Sin
reparar en lo impertinente de la petición, se levantó y él mismo llevó la botella de
tequila y los caballitos, seguido de su secretaria, quien llevaba una charola con
refrescos. Le enviaron además al barman de la Secretaría.
—Oiga, ¿y este cuate no es chiva?
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—Es como una momia —dijo don Rodolfo—. Le va la vida si abre la boca. Y lo
sabe.
Alfredo rio en medio de la sala de arte religioso europeo. Estaba cruzado de brazos,
viendo que su reloj avanzaba sin que Susana regresara; seguro que seguía atendiendo
a su jefa. “¡Perra impertinente! ¡Es domingo!”, pensó. “No importa. Aquí me la paso
bien”. Descendió al siguiente plano del pasado, con perfecta coherencia con lo que
venía reconstruyendo.
La tarde se pasó mientras don Rodrigo y Gustavo charlaron de los temas más
diversos, fumaron puros y bebieron hasta emborracharse. El secretario solicitó a su
asistente la presencia de las señoritas más guapas de la oficina, se las presentó a
Gustavo como a un gran amigo y colaborador. Viéndolos entrados en copas, saludaron
con afabilidad y se vieron forzadas a dar sus datos personales. Él les llamará. Gus es
un joven magnífico que les dará gusto conocer. Se retiraron de la terraza con cara de
desagrado, no sin que antes les examinaran el trasero.
El sol perfilaba los edificios. Comenzaba a oscurecer.
—¿Hasta qué hora podemos estar en esta terraza de poca madre? —preguntó
Gustavo relamiéndose los labios y regodeándose de la vulgaridad de su pregunta.
—A la hora que queramos —respondió arrastrando las palabras—. La gente está
aquí para servirme. Tú nada más dime y hasta mando traer unas chamaquitas más
relajadas.
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—No es necesario, don Ro. Hay cosas más importantes que decirnos, además de la
chingona plática que hemos tenido. Y yo que le tenía pavor, lo confieso, pero ahora que
lo conozco, sé que es una persona decente. Me disculpo por haberlo juzgado. Tiene
razón, si por casualidad algún cabrón como yo se hubiera aprovechado de su hija, yo
mismo lo hubiera molido a palos. Le ofrezco una disculpa por haber molestado a su
familia.
—No tienes que disculparte —hizo una pausa—. Eso quiere decir que has
sopesado mi proposición y tienes una respuesta, ¿verdad?
—En efecto, don Ro. Estoy dispuesto a apoyarle con ambas, con el debido respeto,
para que se haga su voluntad y se cumplan sus deseos. Yo también querré tener
familia y que ésta crezca; me imagino también rodeado de chavitos.
Los ojos duros y puntiagudos de don Rodrigo se fragmentaron en un montón de
lucecitas. Por lo general, su mirada era plena y rebosante, pero ahora se desbordaba
en lágrimas de gusto que quiso evitar, pero no le fue posible. Se levantó y abrazó al
joven.
—No sabes lo dichoso que me has hecho. Es la felicidad del resto de mi vida lo que
te estoy pidiendo, y soy feliz al ver que has aceptado. Gracias.
Se separó para no diluirse con frases inoportunas y que alguna tontería saliera de
su boca.
—Siéntate, tómate otro tequila. ¡Levantemos los vasos!
—¿Por qué brindamos, don Ro?
—Por la felicidad, por mi felicidad y la de mis mujeres. Y por ti; sé que encontrarás
el camino adecuado. ¡Salud!
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
—¡Salud!
—En algún lugar leí que “no hay como estar en contacto con la juventud para
aprender a envejecer”. Eso me pasa contigo. Te llevo muchos años y parece como si
fuéramos amigos de la vida —dijo, con la elocuencia seductora que le era tan propia,
borracho o no.
—Es cierto.
—Jamás imaginé que seríamos amigos. Ahora dime, ¿qué te llevó a decidirte?
—Usted es poderoso, don Rodrigo. No cualquiera es secretario de Gobierno. Tiene
razón, no sé cuándo necesitaré dinero; pero no le he dicho un detalle, si me lo permite.
—Anda, dime. La vida siempre es una negociación.
—He resuelto que querré doscientos mil dólares por atender a su mujer, en el modo
que ella prefiera, no me importa si es por inseminación o con el… procedimiento usual.
Ahora, en lo que concierne a María, no le cobraré con dinero, sino con un favor, cuando
yo crea pertinente. Que me lo pague, pues, cuando se presente el momento oportuno.
¿Qué dice?
—Es razonable. Acepto —dijo con una risa generosa y llana—. ¡Salud de nuevo!
Anda, échate el tequila ¡y vámonos de putas! Tengo ganas de una chamaca. Vámonos
en mi coche, con mi chofer; que aquí se quede el tuyo y te lo mando luego. Anda,
¡chupa y vámonos!
No había lugar para una negativa. Cuando proponía algo el señor secretario, se
obedecía. Había algo en él tan seductor y mandón, que era imposible negarse.
Los días posteriores se dedicó a convencer a su esposa que aceptara su idea. Ella
se negó. No podía convencerla, pero al final, con un poco de violencia verbal y
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FELIPE CUEVAS RUIZ
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amenazando con abandonarla y dejarla en la miseria, lo logró. “Conmigo no quieres
nada ¿no?, porque soy defectuoso. Te lo concedo, tienes razón, entonces deja que
alguien más haga la tarea y nos dé un hijo. Hacerlo contigo tampoco me interesa, pero
no olvides que mereces tener un hijo normal. Qué mejor que ese muchacho, discreto y
de buena familia”. Le comunicó que también había hecho el mismo trato para María, su
hija: ¡o se le daba un nieto o se le daba un hijo!, cualquiera de los dos. La esposa
prefirió la segunda propuesta. Sabían que un acercamiento de Gustavo hacia María la
desharía en sus brazos para entregarse al amor. Después resolvieron que en cuanto la
primera quedara embarazara, la segunda ya no lo intentaría más. María no sabría de
este pacto entre ellos, así que si su madre quedaba preñada, le pedirían otra vez a
Gustavo que se alejara para siempre y evitar así el nacimiento de dos niños con un
vínculo absurdo; el hijo de la madre sería al mismo tiempo hermanastro de María y
medio hermano y tío de su hijo. “¡Absurdo! Qué aberración. No puede suceder algo
así”, arguyó la señora. Pero don Rodrigo se rehusó:
—¡No! Se hará lo que yo diga. ¡Ya he aguantado bastante! Cuando la primera se
embarace, la otra lo dejará de hacer. ¡Punto!
—¿Y si las dos salimos embarazadas?
—¡Cuánto mejor!
La señora no quiso intervenirse en una clínica de inseminación artificial. “Nomás me
faltaba eso, que me obligues a hacer algo que no quiero y en el proceso ni siquiera lo
goce… Míralo por el lado amable, Rodrigo, te ahorrarás mucho dinero. La renta de
unos cuantos meses de un apartamento en Polanco será todo cuanto pagarás por lo
que a mí toca, porque ni te creas que me voy a meter en hoteluchos de paso. ¡Soy una
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señora decente que no ha sido tocada por nadie que no seas tú!” Él aceptó a
regañadientes.
Pasado algún tiempo encontró un apartamento amueblado “monísimo”, de las
características requeridas y en Polanco, de ésos que se rentan para extranjeros. Sin
admitirlo, la propuesta renovó su vida de cuarentaitantos. La motivó a ir al spa y al
gimnasio. Se realizó un fashion emergency en una clínica de belleza que la dejó muy
hermosa; renovó su guardarropa; compró ropa interior provocativa y entonces decidió
recibir a Gustavo.
—Ya está lista mi señora, Gus. Llámale a su celular. Te mando el número a tu
correo electrónico junto con la dirección. Para que no te hagas bolas, el edificio está en
Arquímedes esquina con Polanco. Te puedes estacionar en la placita del colegio
Ciudad de México, allí atrasito. Hay policías para que a tu coche no le pase nada. Sé
que está de más decirlo y me siento como un pendejo haciéndolo, pero por favor,
trátala bien, sé gentil —la pronunciación nunca había sido insegura en él.
—Sí, don Rodrigo. Lo que usted diga —respondió con acato.
—Mañana te depositaré el dinero. Confío en que todo saldrá bien, que obtendré lo
que quiero.
—Sí, señor.
—¿Y en cuanto a María? No me has dicho nada. ¿Todo va bien? —ahora la voz
pareció cabriolarle.
—Todo ha ido bien desde que comencé a frecuentarla, don Ro. No es necesario
que pregunte. Es todo un proceso; vaya, a veces nada más vamos al cine y a cenar. Yo
le diré cuando me anuncie algún retraso en su ciclo. ¿Le parece?
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—Ok.
La primera ocasión que visitó a la señora, hizo caso de la recomendación de don
Rodrigo. Se estacionó en la calle Polanco, una pequeña calle sin salida, que daba la
sensación de una plazuela adoquinada del centro de Coyoacán. En el contorno había
casas, jardineras (la principal obstruía precisamente la salida a Arquímedes) y los
pocos autos que el colegio permitía que se estacionaran allí. El suyo ya contaba con la
autorización gestionada por su empleador. El moderno edificio al fondo de la calleja, se
alzaba contundente, forrado de vidrios esmerilados y materiales color aluminio. Era una
tarde lluviosa de octubre.
Bajó del coche y caminó el tramo que lo separaba de la entrada. Lo recibió un
portero uniformado, quien le preguntó su nombre y le señaló la ubicación de los
ascensores. “Bienvenido. Ya le esperan”. Subió. El elevador se abrió en el
departamento, en un recibidor agradable. Había una consola con fotografías familiares,
y sobre ésta, un espejo que le devolvió su imagen. No le gustó cómo lucía. Tenía el
aspecto de desvelado.
Se encontraba en una edificación minimal-art, con su estilo estricto y reductivo,
muros lisos y blancos. Irradiaba el minimalismo posterior a los noventa. Se sintió
confortable y boquiabierto de que la señora concordara con el estilo arquitectónico en
boga. En cambio, su casa era la representación del estilo doméstico tradicional. Una
sirvienta lo recibió y lo condujo a la sala. “En un momento viene la siñora. Que la
ispere. ¿Quiere cafecito?”. El visitante negó con la cabeza. Prefirió aguardar.
Al cabo de un momento, la señora lo saludó de mano, pero él la jaló con docilidad y
le acomodó un beso en la mejilla. “¡Qué rico huele!”. Estaba nerviosa. No sabía qué
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decir. En ese instante de incertidumbre, el mundo para ella no se prolongó más que a
la tela rayada en blanco y negro de la camisa de su joven amante. Se sentó a su lado y
le ofreció de beber. Llamó a la muchacha y le pidió dos tazas:
—Té, María... ¿Lo deseas igual que siempre, Gustavo? —propuso con un dejo de
sorna.
—¿Estilo inglés? Olvídalo. Si tienes infusión de manzanilla con una cucharadita de
azúcar, está bien.
—Perdóname. Me siento fuera de lugar, pero convencida de lo que haremos,
aunque me cueste trabajo. Mi marido está loco, pero en el fondo es bueno. Y yo deseo
rehacer mi vida de alguna manera. No tendré ningún sentimiento por ti, Gustavo, serás
el vehículo para mi felicidad. En cuanto logre mi propósito, no nos volveremos a ver.
¿Me entiendes? Oh, perdona que sea tan directa, pero no soy de las que hablan
mucho ni bien. Soy práctica; voy al grano.
Gustavo la escuchó sin reparar en su determinación. Quiso concentrarse en la
música de su voz. Era suave, firme, acostumbrada a mandar y ser obedecida.
Llegaron las bebidas. La señora despidió a la sirvienta.
—Ya te puedes retirar. Nos vemos mañana. Si necesito algo, te toco el timbre.
—Sí, siñora.
Quedaron a solas. Gustavo se levantó para mirar a través de la ventana. Los
cristales tenían esas franjas que imitaban el esmerilado y dejaban poco espacio para
apreciar el exterior. Abrió la puerta que daba al balcón. Desde allí, miró su coche
estacionado y a la gente sentada en las bancas de concreto colocadas frente a la
jardinera grande. Sus conversaciones llegaban hasta el noveno piso como un rumor,
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desaparecían cuando sonaba el rugido de motores y bocinas. “¿Qué estoy haciendo
aquí? Tanto desmadre para que ya no tenga ni el más mínimo deseo de seguir con
este teatrito…”. La señora pareció adivinar sus pensamientos. Se aproximó y lo abrazó
por la espalda, tierna, como una gatita.
—Perdóname, Gus. Siento haberte recibido así, pero debes saber que ya me he
marchitado. En ocasiones soy cruda. Ven conmigo.
Lo tomó de la mano. Él no se soltó. Su piel era suave; con el tacto adivinó que la
madurez aún no violentaba su textura y que no había hecho gran esfuerzo para
embellecerla. Ella, por el contrario, se sintió atravesada por un chispazo de luz artificial.
Le dio pena sentir que sudaba de la palma. Lo condujo a la habitación alumbrada
apenas por la lámpara de noche. Junto a ella, una mesita de servicio con una hielera
que contenía champaña. Al lado, dos copas. Se acercó a la cómoda para reproducir
una música suave en el altavoz del iPod.
—Ya no recuerdo cómo se hace esto de la seducción. ¿Tú sí? Preferiría que lo
tomáramos con calma, y también quisiera un sorbo, para relajarme…
—Estás perfecta, María —le dijo al oído. Sintió algo peculiar al nombrarla igual que
a su hija—. No estoy acostumbrado a percibir la perfección —le dolió decir esto
cuando, en cierta manera, implicó que se refería a su gusto por la deformidad y por su
hija—, y tú lo eres— terminó con rapidez para disimular su estupidez.
Descorchó la botella y sirvió las copas. Ambos Conversaron de temas agradables.
Ella se olvidó de sus temores; salió de la habitación para apagar las luces del
apartamento y quedar alumbrados por la lámpara de noche. Un resplandor brillaba en
la penumbra del pasillo; era el reloj de pared que hacía un tic tac electrónico. María
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volvió con aire relajado. Se sentó en el borde de la cama, junto a Gustavo. Tomó su
copa y bebió. Sonrió sin decir nada, sin escuchar las palabras de su amante. Se puso
otra vez de pie para ir al baño. Salió vestida con una batita de seda que le llegaba a la
mitad de la pierna y que dejaba ver el nacimiento de los senos, desprovistos de sostén.
Se sentó en la cama de lleno y se recargó en la cabecera; sus rodillas parecían dos
islas nevadas que flotaban en un océano de molicies. Le dio su copa y él puso las dos
en la mesa de servicio; fue al baño para desvestirse. María se metió en la cama.
Gustavo salió desnudo, entonando la frase de Rocío Dúrcal que sonaba. Ella rio y se
tapó la boca como una colegiala. Gustavo se metió en la cama con ella. Adoptaron un
aire seductor. Hubo palabras y caricias, besos ocultos bajo las almohadas, pausas y
discursos incomprensibles; se enredaron en el espeso tejido de las sábanas y el
edredón; las piernas se confundieron, la marea baja envolvió a la anguila. La tetera de
la boca de María gimió como el viento entre oyameles. La noche se hizo rotunda.
Gustavo visitaba a la señora María cada tercer día a la misma hora. En casa, y para
que su hija no sospechara que se acostaba con el mismo hombre, había dicho que
tomaría un curso de reflexología, y que éste duraría algunos meses. El primer
encuentro, ciertamente bueno, propició que se dieran los subsecuentes. Ella regresaba
a casa cerca de la medianoche. La satisfacción sexual otorgaba a su rostro una mueca
peculiar que en ocasiones se atrevía a ser sonrisa y evidenciarla frente a su esposo,
pero de inmediato la contenía. Don Rodrigo no era tonto, se volvía hacia su hija, si es
que allí se encontraba, y cambiaba de tema; si no, abandonaba la habitación y se
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dirigía a su estudio para servirse un trago. La concupiscencia de su consorte por
momentos le lastimaba, pero se aferraba a su idea original: “¿Cuándo será el día en
que éstas queden cargadas?”.
Para Gustavo, el goce de los encuentros fue similar. Le gustó la forma como fue
asimilado en la cama: rígida y nerviosa al principio, tierna y comunicativa después, con
más imaginación para las faenas del amor de lo que hubiera pensado. La madre lo
recibía vestida con elegancia y con las comodidades de un hogar: copa de vino o trago
de tequila, café o té, bocadillos, la calefacción ajustada a una temperatura agradable
para la desnudez, flores en el recibidor, en la sala y, por supuesto, en la habitación; una
jofaina con agua y toallas en el tocador, velas aromáticas en los sitios más incitantes.
La señora era elocuente en su charla, acompañaba sus frases con una risa franca y
honesta, en ocasiones divertida. No había televisión. Cuando concluían se revolvían en
arrumacos que parecían estremecer todavía más el aire del apartamento, o se
acercaban desnudos a la ventana para contemplar el exterior, fuera de día o de noche,
a escuchar los ventarrones del noveno piso.
Al principio, Gustavo se sintió extraño cuando tuvo entre sus brazos un cuerpo
maduro, esbelto y sin mácula, para él normal. Desde su iniciación no había
experimentado con una señora, así que le plació su edad y su complexión, contrario a
lo que se sometía cuando iba a la cacería de anormales, quienes a veces lo pasmaban
y le dispensaban impresiones de toda índole. Por momentos predominaba el asco,
producto de chicas sin recursos para menguar las desavenencias de su físico y la
omisión de la asepsia, por lo que la cercanía de la señora María fue encantadora;
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parecía haber nacido para la complacencia en los deleites sensuales y los domésticos
detalles inspiradores.
La persistencia logró su cometido con ambas mujeres. Puesto que las veía
alternadamente, Gustavo escuchó de cada una la gran noticia el mismo día. ¿Puedes
creerlo?, le dijo en su momento a Alfredo Galván cuando le contó lo sucedido. Así,
quiso darle la buena nueva en persona a don Rodrigo. Se presentó sin anunciarse en
sus oficinas, con la frescura que le distinguía. La secretaria lo llevó a la terraza. Él
volvería de una reunión de gabinete.
—¿Te ofrezco un café, Gustavo? —dijo la asistente con sincera amabilidad. Había
algo en él que la ponía de buen humor. ¿Sería su desvergüenza?
—Sí, Tere. Oye, ¿me podrías mandar una botella de champaña? La más cara (al fin
que el pueblo paga) y dos copas. Confía en mí. Don Rodrigo no se va a enojar.
Ella pareció inquietarse, pero accedió. Se retiró y volvió con el café. Diez minutos
más tarde irrumpió el mismo barman que los atendiera antes, empujando un carrito de
servicio con la hielera, la botella de champaña y sendas copas de tulipa.
—¿Quiere que la ponga a enfriar y la sirva?
—No, sólo enfría la botella. Yo me hago cargo del resto. Puedes irte.
—Lo que usted indique, licenciado.
Esperó una hora a don Rodrigo. Mientras tanto, se entretuvo con revistas. Vio al
secretario en la portada de un par de ellas y leyó los artículos relacionados con su
gestión. Le aburrió el tema. Salía de tanto en tanto de debajo de la sombrilla; miraba
las ventanas de los edificios aledaños: gente laboriosa, vestida con formalidad. Ellos,
por lo regular, en mangas de camisa, y las mujeres, con sus trajes sastre que tanto
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hacen resaltar su belleza. Luego miró hacia las ventanas de la Secretaría donde se
encontraba y descubrió a varias personas que lo espiaban. Les leyó el pensamiento:
“¿Qué hace ese fresita en la oficina del secretario, pateando las pelotas de golf…?”.
—¡Les vale madres! —les gritó y se alejaron de la ventana, momento en que se
presentó don Rodrigo.
—¿A quién le gritas, Gus?
—A ésa bola de huevones. Mírelos. ¿Ya vio? ¡Allí! —le dijo tomándolo del hombro y
señalándole una ventana, dos pisos arriba. Se escondieron en cuanto vieron al jefe.
Don Rodrigo se alegró y luego abrazó a Gustavo. Vio la hielera con la botella
enfriándose.
—¿A qué debo el honor? —expresó con genuina complacencia.
—Espero que no tenga nada que hacer el resto del día, ¡porque vamos a celebrar!
—Tengo tantas cosas que hacer, hijo, pero pueden esperar, dependiendo de lo que
me vayas a decir. No me digas que…
—¡Así es, don Ro! Me lo han confirmado ambas, ¡y no lo va a creer! ¡Ayer! Mary me
llamó; está muy preocupada por su reacción. Su esposa también me llamó para darme
la noticia. Está preocupada si le sucedió lo mismo a su hija; dice no estar de acuerdo
en la aberración familiar que esto causaría. Aun así, ¿puede creerlo? No tardan en
decírselo. Me inquieta lo que sucederá con Mary.
—¡Nada de eso importa!
El hombre brincó. Gritó como un desesperado. Los burócratas asomaron las caras
por las ventanas y atestiguaron la algarabía. Se miraban entre sí para comentar.
Algunos reían y luego se retiraban de los cristales.
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—¡Tenías razón, Gus! Esto hay que celebrarlo a lo grande.
Abrazó al muchacho y descorchó la botella. Levantaron las copas:
—¡Brindo por mi felicidad!
—¡Por su felicidad, don Ro!
—¡Salud, hijo!
—¡Salud!
“¡Salud!”, gritó Alfredo al pie de la fuente barroca, riendo con similar felicidad a la del
secretario de Gobierno y por la habilidad de su amigo para salir avante.
—¿Qué gritas, amigui? —exclamó Susana al entrar— ¡Pareces un loco!
—¿No dijiste que somos unos raros? Río porque vale la pena reírse, sobre todo en
este pinche país. Es una batea colmada de contradicciones, melodrama, decepción,
corrupción y sufrimiento, pero también atiborrada de chascos, de cómicas
desvergüenzas, alegría, arte popular y albures que, combinándolos, machacándolos en
un molcajete cósmico, dan este extraño resultado, que es México: virulento y curativo,
equivalente a las víboras en espiral que, según los mesopotámicos, sanaban. Igual que
con el caracol, atributo de Quetzalcóatl que, a su vez, es una serpiente. ¿Lo ves?
Somos serpientes entrelazadas. No es broma, Susy. Es la revelación de nuestra
naturaleza: una espiral tripartita de amigos.
—Qué bueno que tienes de qué reírte, amigui. Ahora que te dejé plantado durante
no sé cuánto tiempo en lo que atendía a la cabrona de mi jefa.
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—Lo he gozado y no estoy enojado contigo —exclamó y recordó la última parte de
su película interior: la señora María y su hija se embarazaron. Dieron a luz con una
semana de diferencia a dos niños, con el rostro de Gustavo instalado en sus facciones
(al Führer de bolsillo, además, se le cumplieron sus expectativas raciales: presumía de
lo rubio y bellos que eran sus nietos). Don Rodrigo se sintió dichoso. Tuvo a su nieto y
a su hijo a entera satisfacción. No le importó que Gustavo tuviera que romperle el
corazón a Mary de nuevo. Esta vez, ambos padres la convencieron de que era lo más
adecuado. “Hija, date cuenta que el muchacho no está en condiciones de afrontar
ningún compromiso, y a cambio, te ha dado el más precioso regalo y la más seria de
las responsabilidades”.
El Secretario estuvo tan complacido que cuando supo que estaban saludables,
depositó cien mil dólares adicionales a su benefactor. Cuando Gustavo se dio cuenta,
le llamó para preguntar si era correcto y que se los devolvería.
—Ni te preocupes, Gus. Lo hice con gusto. Es mi modo de agradecerte por todo
cuanto has hecho por mí. ¡Lo mereces! Respetaste el acuerdo: desde que mi mujer se
embarazó, se desmontó el apartamento de Polanco y no la volviste a llamar. Por lo que
respecta a Mary, te agradezco que la hayas cortado con caballerosidad. Esta vez lo
tomó bien. No te guarda rencor. El día que quieras saber de los niños, pregúntame y te
enseñaré las fotos. No te podrás involucrar de ninguna manera con ellos.
El joven estuvo de acuerdo y le hizo ver que aún quedaba un pago pendiente.
—Cuando lleguemos al puente veremos cómo cruzarlo.
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—¿Me vas a contar de qué te reías, amigui? Tus risotadas se escuchaban hasta la
calle —dijo Susana—. Es claro que algo cagado pasó por tu cabezota de sabihondo.
—Algún día. Ahora no puedo.
—Tiene que ver con Gustavo, ¿verdad, putito?
Alfredo se iluminó. Afirmó saturado de melancolía:
—Sí… Pero ahora me vas a decir qué pasó con tu jefa.
—Otro día, amigui. Es una larga historia. Ahora sólo quiero ir a casita y acabar de
crudear el fin de semana. Ya no tengo ganas de nada. ¿Te importa si nos vamos?
—No. Quiero ver a Luz María, aunque sea un rato. No puedo abandonarla más.
—¡Cierto! No puedes abandonarla más y dejarla al cuidado de tu suegra. Te has
pasado de pendejo. Mira, qué mejor. Llévame a mi casa y lánzate con tu nena. Juega
con ella; no hay nada mejor.
Susana lo miró con intensidad. Alfredo supo que lo vio avejentarse de súbito. Se
imaginó encanecido y encorvado, jugando con su hija de un año. Se repuso y tomó a
su amiga del brazo. Caminaron por el empedrado hasta el coche. Abandonaron San
Ángel.
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4
Era martes, alrededor de las siete. El Montejo estaba medio lleno. Anochecía con lluvia.
Alfredo esperaba a Gustavo con un tequila y una cerveza, malhumorado porque ya
habían transcurrido más de treinta minutos sin que se presentara. “Hay mucho tráfico”,
le escribió por celular. Él, sin responderle, pensó: “¡Y a mí qué! Vengo de Las Lomas y
llegué puntual. Comprendo que la ciudad está desquiciada, por el tráfico, el desorden
de las obras públicas que ya nos tienen hartos; ¡qué decir de la propaganda por la
presidencia, que ya comenzará a invadir el país el año próximo! Yo tomé mis
previsiones”.
—¿Otra ronda, Alfredo? —ofreció su usual mesero.
—Otra, Poli —respondió con desgana—. En lo que llega este idiota.
Se distrajo viendo el futbol español. Sopesaba un bolígrafo entre las manos,
queriendo y no anotar sus reflexiones en servilletas de papel. Le urgía escribir sus
sentimientos. Se seguía comportando con nerviosismo desde que murió Fernanda.
Pensó en Luz María. Entristeció. La veía sólo los fines de semana. “¿Por qué la llamé
Luz María y no Sofía, como deseaba mi mujer?”. Porque sí. Los suegros se lo
reprocharon. “Como dijo el buen Einstein: Lo que el mundo tiene de eternamente
incomprensible es su comprensibilidad”.
Cuando veía a Luz María se alegraba. Le maravillaban sus mejillas encendidas y
los ojos de Fernanda perpetuados en ella. Consideraba imposible atenderla; por eso la
dejaba con sus abuelos. Qué diferencia entre quitarle las briznas de yerba del pelo y
uno que otro moco, y hacerse cargo de ella, abismo del que rehuía. Como ejercicio de
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divagación, imaginó un escenario: ellos dos de camino a Acapulco. ¿Y si llorara? ¡No
importa! A ver cómo le hago. No puedo tenerla lejos.
Estaba en esas abstracciones cuando llegó Gustavo, trastabillando entre las mesas.
Se convenció de que fingía. Se abrazaron. Los ojos de su amigo brillaban más que
otras veces.
—¿Qué traes, Depra? Tu mismísima jeta agrisa el aire.
—Ya me tronó el cohete en las manos, meit —dijo con voz contundente y ordenó
una botella de tequila sin mirarlo, gesto grosero que el mesero no tomó a mal. La frase
afectó a Alfredo como dosis de barbitúrico.
—¿De plano va a ser peda? —preguntó el abogado aturdido.
—Al menos para mí, sí.
—Dime, carajo, ¿qué te pasó?
—Ya me tronó el cohete en las manos. ¿Qué quieres que te diga? Mi madre
contrató a un investigador (no sé cuándo); me ha estado siguiendo con su camarita. No
sé qué tanto sepa, pero me cachó con Hugo en una situación… vergonzosa. ¡Y pues
ya valió madres!
—Por más que Susana te protegió aquella noche, ¿lo volviste a ver? Espero que no
como imagino.
Gustavo asintió como un falso petrificado y con el gesto de un idiota. Alfredo lo
reprobó.
—No pensé que te atreverías…
—Pues lo hice, meit. Te juro que no soy puto. Es más, ¡qué desagrado! ¡Qué asco!
¡Y qué peligroso! Cuando menos lo imaginé. El otro Hugo se nos unió. ¿Un trío?,
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pensé. Qué repugnante. Con decirte que vomité cuando los vi desnudos. Yo estaba
embobado con la mano deforme, pero cuando me pidió que siguiera con lo demás,
supe que la había cagado. En eso entró su álter ego, si ropa, con la verga parada y se
sentó a un lado. Hizo ojitos de borrego degollado. “¿Me puedo unir?”, dijo.
—Dijiste “no”, por supuesto.
—¡No dije nada! Mi Hugo dijo: “Ya sabes que eres bienvenido. Mi cama es tu
cama”.
Gustavo se extendió en su relato, enfebrecido. Dio detalles que Alfredo no hubiera
querido escuchar. No hacía sino mirarlo con ojos desorbitados y la mano en la boca.
—El problema fue cuando salté de la cama, entre apendejado y aterrorizado, y los
mandé a la chingada. Ellos rieron. Como que ya sabían que algo así pasaría. No quise
hacerles el oral, así que me zafé.
—Sí, baboso, pero también aceptaste que te la mamaran a dúo. Cómo no pegaste
el brinco en ese momento. Obvio, cuando los rechazaste, se rieron de ti, pero también
se enojaron.
—Una caricia parecía un asalto de box, meit —reanudó Gustavo, como si no
hubiera escuchado lo último—. No es como con una mujer. Ellas son tiernas, se dejan
desvestir bien rico, con sensualidad. En cambio, estos cuates arremetían, se
manoseaban y se abalanzaban pues… pues… como hombres. Fue raro ver su
musculatura, siendo tan flacos. Tenían la piel pálida, casi azulada, esnifaban coca y
entre lengüeteo y lengüeteo se la untaban en la verga, blanca como una paleta de
coco, y también en el culo.
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—Un túnel del tiempo congelado, afiliados a un gozo que parecía habitual pero con
invitados de ocasión, como tú. Y ya que te levantaste, ¿qué les dijiste?
—No me acuerdo. Se me atropellaban las palabras. Pero sí recuerdo que me
dijeron que era inaceptable que hiciera eso, que me habían dado su confianza, que me
habían abierto las puertas de su casa y que no estaban dispuestos a dejarme ir antes
de que se vinieran. “Tienes un trabajo pendiente”, dijo mi Hugo, señalando su pito
blanqueado. Les dije que estaban locos si creían que le seguiría, así que se levantó,
tomó una Mágnum cromada y me apuntó. El otro habló de cosas que no entendía, del
microcosmos, del macrocosmos, de instrucciones hereditarias embutidas en moléculas;
de galaxias y mitología, de arqueología vegetal y no sé qué mamadas más. Ya sabes
que no entiendo nada de eso. Así que tuve a uno apuntándome con la pistola,
ordenándome que regresara a la cama para concluir lo pendiente, y el otro hablando de
temas extrañísimos desde su burbuja sideral de cocaína. No tuve opción, meit.
Mientras uno me sodomizaba, el otro me la metió a la boca, y ahí de mí si se la mordía,
aclaró, porque me metería un tiro en el trasero, pa’que primero se la soltara, y otro en
la cabeza, pa’que me fuera a chingar a mi madre por pasado de verga. Estoy
aterrado… Me lo hicieron sin condón… Soy un depravado, pero siempre lo hago con
condón.
—¿Te acuerdas dónde viven?
—Sí. Tengo la dirección en mi cel.
—Okei —respondió el abogado con el hielo en los ojos que miraban, no hacia el
movimiento de la acera que se escabullía por los márgenes de la ventana, sino hacia
su interior. No tardó en resolver—: Dame la dirección. Yo me encargo de ellos.
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—Eso no es lo peor, meit. Lo que me preocupa es la forma como mi madre
consiguió fotos del interior, un lugar, ¿cómo describirlo?, extravagante. ¿Cómo
chingaos me retrató con los gemelos cogiéndome? El fotógrafo las debió de haber
tomado desde el edificio de enfrente. Bueno, pues con una serie de fotos que
desplegaron frente a mí, mis papás, fríos como no los había visto nunca, fueron con el
notario y me desheredaron. Me dieron mi copia del testamento modificado. Dejaron sus
bienes a mis hermanos y a mis tíos. ¡Nada para mí! “Eres la deshonra de la familia”, me
dijeron. Cancelaron mi mesada, la tarjeta de crédito y me quitaron el Mercedes. No
tengo ni un centavo partido por la mitad. ¡Me lleva la chingada!
—Yo no me preocuparía. Tienes lo que cobraste por María y su mamá. Además te
queda un cobro pendiente. No tienes problema, Gus —dijo Alfredo con sobriedad.
—¿Lo que me debe don Rodrigo? —preguntó Gustavo con la voz crispada—. No
había pensado en cobrarle. Desearía haberlo olvidado. Suficiente tuve con lo que hice
para regresar a pedirle clemencia. Me va a decir: “Ya ves, Gus, yo tenía razón. Sabía
que algún día necesitarías de mí”. ¿A qué precio me pondré a sus órdenes? ¡Es un
dictador! Tengo suficiente con los trescientos mil. Con eso pondré un negocio, o a ver
qué hago.
—Eso no te alcanza para montar un buen negocio. Haz lo que te digo. Ve con él y
platícale tu problema. No menciones lo pendiente. Cuando hayas concluido, deja que él
hable, a ver qué te propone. ¡Y dame de una vez la dirección de esos cabrones!
—¿Qué vas a hacer? —dijo con voz pastosa y el caballito en la mano—. ¿Los vas a
matar?
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
—No. Mejor que eso —replicó, enorgulleciéndose del poder que no ejercía a menos
que fuera necesario. Parecía experimentar una especie de fascinación ante lo
inminente. Gustavo, sin saber qué hacer con los ojos, los puso en los de su amigo.
Tenían un filo que parecía cortar el aire. Concluyó con una sonrisa indefinible—: una
cosa es el jugueteo de cuando los conocimos, y otra, muy diferente, lo que te hicieron.
Te diré que hasta dudarán de su gnosticismo.
Gustavo escribió la dirección y Alfredo salió de la cantina. No tardó más de cinco
minutos en volver con paso militar. Llevaba consigo una sonrisa implacable.
—“¡En aguas tranquilas, demonios se agitan!” —sancionó—. Compra mañana la
prensa amarilla. A ver si allí sale algo de tus amiguitos.
Su amigo no respondió, pero se estableció en él un gesto licencioso y apacible.
Lloviznaba. Ráfagas de viento retumbaban en las ventanas del Montejo. El ruido de
voces, vasos y cubiletes se contuvo. Un mutismo reflexivo se dio entre ellos. Dejaron
correr el tic tac del tiempo y los biip biip de los coches intentaban abrirse paso en el
cruce de Nuevo León con Benjamín Franklin, luego de que la obra del metrobús lo
dejara hecho un desastre.
—Perdón por ser impuntual, como siempre —dijo Gustavo, interrumpiendo el mutis.
—No te preocupes. Ya serás puntual sin importar los obstáculos que impone el DF,
cada vez más irresistible.
Al decir esto, fue consciente de su inmodestia.
—¿Y a ti qué te pasa, meit?
—Me voy a Acapulco con Luz María. Este fin —Gustavo se interesó—. Ya es
tiempo de que me conozca.
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FELIPE CUEVAS RUIZ
La piel acerba
—¡Qué bien! Te felicito. ¿Y eso por qué?
—No quiero ser un padre mediocre. Fernanda merece que sea buen padre para su
hija, ¿no crees?
Gustavo asintió. La mirada glauca de Alfredo volvió a atravesar la de su amigo, pero
no con el filo de la amenaza, sino con la súplica. Deseaba decir algo, pero se quedaba
en el intento.
—No tienes que decirme nada elegante, meit. Dilo y punto.
Se hizo una pausa. Se aventuró a decir:
—Estamos como retraídos. No es que no tengamos a nadie, pero tú, Susana y yo
vivimos una soledad autoimpuesta; se nos da la gana vivir así. Piénsalo. No nos
comprometemos con nadie, no nos enamoramos (bueno, yo recién enviudé), vivimos
entre jirones de humo y en el planeta de los sueños. Sí, es el mundo imaginario que se
apodera de las reglas de la fantasía y las asumimos para evadirnos de los sentidos y
de la responsabilidad. No tomamos nada en serio. Somos buenos en sociedad, pero en
la intimidad, un fracaso. Por eso voy a Acapulco con mi hija y que Dios me bendiga con
los pañales y la leche y con todo lo demás.
Para su asombro, al expresar aquello, una onda ardiente invadió y contagió a su
compañero. Fue una mirada traviesa que se asomaba por una grieta. Con un
movimiento de cabeza, dio a entender que tenía razón. No opinó, sin embargo; ambos
se llevaron la reflexión a la cama con la intención de cambiar sus vidas.
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
5
La mañana de miércoles comenzó sin contratiempos para Gustavo. Despertó cuando
ya no pudo dormir más. Durante la noche, rumió la conversación en la cantina con
Alfredo, inmerso, como dijo, bajo las normas de la fantasía. En el reloj del buró vio las
once. “Mi clase de tenis se fue a la mierda. De todos modos, no tengo ni para el taxi”.
Se despabiló y llamó a su asesor financiero. Le solicitó un traspaso a su cuenta
bancaria. Se aseó. Desayunó. Se puso frente a la computadora para localizar la
agencia automotriz más cercana y solicitar una cotización para comprar un coche. “Van
a ver éstos que sí puedo solo. No los necesito”. Le atendió un asesor de ventas. Anotó
la cotización en una libreta. Se conformó con un subcompacto con aire acondicionado y
reproductor de CD. “¿Lo tienen de entrega inmediata? ¡Excelente! Deme sus datos
bancarios para transferir el dinero, prepare los papeles. Pasaré a recogerlo en una
hora”. Colgó.
Mordía una manzana, ensimismado en sus preocupaciones. Recordó los gestos de
su amigo cuando le pidió la dirección de los emos. Entonces entró en la web de la
prensa amarilla. Se sorprendió de lo que vio. El encabezado decía: “Emos llevados a
Xoco para extraerles latas de cerveza del trasero”. Luego leyó la nota completa. La
más importante decía así: “Golpeados y ultrajados, dos emos blancos, como se
nombraron, acudieron anoche al hospital de Xoco para recibir atención médica por los
severos golpes de que fueron objeto por parte de sus desconocidos agresores, y para
extraerles, a cada uno y bajo procedimiento quirúrgico, una lata de cerveza (sin abrir)
que sus verdugos les introdujeron por el conducto excretor del aparato digestivo”.
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“Oséase, el aniseto; ¡el Juilán!”, ironizó mientras leía. Murmuraba cada palabra como si
mordisqueara una moneda de oro para comprobar si era verdadera. Cuando terminó,
soltó una carcajada que llenó de estrépito su cuarto y la casa entera. En la cocina, su
madre y la sirvienta se miraron perplejas. ¿A qué se deberá tanta felicidad?
“En aguas tranquilas ¿qué?”, quiso concluir el refrán citado por Alfredo. Entró a
Google y encontró el resto: “En aguas tranquilas, demonios se agitan.” Still waters run
deep. Reflexionó: “Aunque todo parezca normal, se esconden graves peligros. Me
vieron indefenso ante la pistola, todo un fresita (pues no dejaron de echármelo en
cara), pero no imaginaron que alguien como Alfredo, con sus brazos laaargooos de
poder, les daría su merecido”. Rio. “Igual que El Padrino, les hizo una propuesta que no
pudieron rechazar”.
En ese momento, entró su madre. Lo vio hacer señales de victoria, figuras insólitas
en el aire de su alcoba que parecían adquirir la rotundidad de una espada láser.
—¿Qué tanto gritas? —dijo frunciendo el entrecejo cuando lo vio sacudirse de
satisfacción.
—Nada que te interese, mamá. Sal de mi cuarto.
La señora se asomó para ver el monitor de la computadora y alcanzó a leer parte de
la nota periodística y la fotografía de uno de los emos con el cabo de la lata asomando
por el ano, al tiempo que un paramédico intentaba deshacerse del descomunal
cargamento. Reconoció a Hugo Spohr por el perfil de su rostro y la palidez del trasero.
Alzó una mano a modo de rendición y soltó:
—De plano tú no cambias. Qué fechoría habrás cometido, que te tiene tan contento.
Seguro ya les habrás dado su merecido a los esperpentos ésos. Tú crees que jamás
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recibirás el tuyo. Ojalá la vida te demuestre lo contrario. ¡Eres un depravado, un
enfermo, un animal!
Gustavo emitió una risa enfermiza, de personaje malvado y la sacó de su cuarto
casi a empujones. Cerró la puerta. Llamó a su amigo para agradecer el desquite. Luego
fue a la agencia para recoger su coche nuevo, abrazado a una concreción vaporosa,
instado desde lo más profundo a acercarse a sí mismo, a su ser más desconocido,
enterado de su propia anarquía. En la lengua sostenía el regusto de las noches
guacareadas de saliva, de fluidos y sabores corrosivos, humanidades amorfas, música
de jazz, cerveza, ropa desperdigada en alfombras desgastadas y deslucidas, lechos
con aroma a sexo, mujeres grotescas desconcertadas, abochornadas, cruzando de
puntitas el cuarto de motel con sus prendas al pecho para encerrarse en el baño y
ocultar su aberrante desnudez de la luz diurna, cortando la cascada del tiempo para
comunicar, de algún modo, que detrás de Gustavo no había nada memorable:
besuqueos como ojos que no se abrirían más allá de la saciedad de su obsesión por lo
deforme.
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6
Amanecía en la calle de Fuego, en el Pedregal. Mientras se despabilaba, Susana tomó
el teléfono como una autómata y marcó a Alfredo. Contestó la señora Elena, quien ya
conocía sus extrañas costumbres: no se extrañó que telefoneara a las seis de la
mañana en pleno diciembre. Intercambiaron palabras de ocasión y se despidieron con
amistad cuando ofreció transferir la llamada a la habitación del joven, que aún dormía.
Alfredo contestó en la vera del sueño. Tampoco se sorprendió de que su amiga lo
llamara a esa hora. Asomó el rostro fuera de las cobijas, entreabrió los ojos. Vio que la
luz despuntaba. Un rayito helicoidal penetraba por la hendidura de las cortinas
entornadas. Se fue quedando dormido de nuevo y pensó en contraventanas francesas.
Su amiga hablaba, pero él no entendía. Pareció salir de su trance cuando escuchó la
palabra “posada”.
—¿Posada? —dijo con su voz más carrasposa—. ¿Posada de qué, de quiénes?
—De Televisa, güey. Hoy a las nueve. Si no te llamo lo olvidaré, ya me conoces.
Preséntate en las instalaciones de San Ángel y nada más di mi nombre al señor que
recibe los carros en la entrada del estacionamiento. Él te dirá por dónde entrar y yo te
estaré esperando. Mándame un texto para que esté al pendiente.
Se sintió como niño extraviado en medio del bosque. Ahora veía las contraventanas
de su sueño desde el exterior, bajo un sol ardiente y una cruda irreparable, y se
preguntó por las delicias del sueño que habría de haber dentro de la provincial casa
imaginaria afrancesada, extraída de un cuento infantil, y que veía bajo el mediodía de
la campiña. “¡Y yo muriéndome de frío y de hambre aquí afuera!”.
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La voz femenina lo volvió a sacar de su letargo.
—¿Es posible labrar el mar?
—¡Despierta, cabrón! ¡Estás diciendo pendejadas! Ya levántate a trabajar.
¡Ándale!—. El abogado dio un brinco. Su amiga, con el teléfono inalámbrico entre la
oreja y el hombro, se deslizaba como una felina escaleras abajo, vestida aún con la
piyama, para buscar algo de desayunar en la cocina—. ¿Me oyes bien, amigui? Ahí te
va de nuevo en los términos que sólo tú entiendes: sirva la presente llamada para
realizar formal invitación a la posada de Televisa, la cual tendrá verificativo hoy, nueve
de diciembre de los corrientes, a las nueve pasado meridiano, en las instalaciones de
San Ángel, ubicadas en Periférico Sur, no recuerdo el pinche número ni la pinche
colonia, de esta Ciudad de México, Distrito Federal —le dijo con la formalidad de un
pliego jurídico, burlándose de la prosodia legal. Luego, abandonando el aire legaloide,
añadió—: No quiero estar sola en medio de la multitud de superegos, y quiero que me
acompañes. Quizá te eches un taquito de ojo con las calacas que abundan. ¿Qué
dices? ¿Vamos?
—Sí… —dijo Alfredo— allí estaré a las nueve.
—¡Excelente, tinterillo bonito! Te dejo, pues, para que sigas rumiando tus
disertaciones parafísicas acerca del arado del océano. ¿Qué vas a sembrar?
¿Calamares, pez espada, atún?
Alfredo rio, más dueño de su realidad.
—Voy a sembrar medusas —respondió de buen humor— para que cuando nades
en mi océano te piquen las nalgas y te dé la urticaria que sólo se quita con meados.
—Tú no cambias, güey. Nada más te levantas y dices tus ocurrencias.
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—Tú también eres ocurrente al amanecer. Nos vemos al filo de las nueve, pasado
meridiano. ¡Chau!
Colgaron.
Alfredo llegó en el asiento del copiloto de su lujoso automóvil. El chofer se dirigió al
encargado del estacionamiento para anunciar que el doctor Galván asistiría al evento
por invitación de Susana Dracoulis. ¿Sería tan amable de decirme adónde puede
dirigirse?
—¿Lo va a esperar? —contestó con otra pregunta—. No se puede permanecer
dentro del coche en el estacionamiento. Tendría que retirarse, señor. Reglas de la
empresa —aclaró.
El chofer cuestionó con la mirada a su jefe. Alfredo resolvió:
—No hay problema, aquí déjame y regrésate a la oficina. Cena tranquilo. Yo te
llamo para que pases por mí.
—Sí, doctor, como usted diga —y luego, dirigiéndose al de la puerta—: ¿Es posible
que el doctor baje del coche en un lugar más cómodo?
—Entre y tome hacia la derecha. Allí está la entrada del personal. Anúnciese con
quien está allí y le darán indicaciones. No se tarde, si no me regañan.
Para entonces Alfredo ya se había enzarzado en una animada conversación
telefónica con su amiga. Siguieron las indicaciones del encargado. Susana ya lo
esperaba. Se abrazaron con efusión.
—Hola, amigui. ¡Qué gusto! Ven. Nos la vamos a pasar súper.
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Fueron recibidos por una señora maquillada, entrada en carnes, con coquetería
excesiva. Tenía el pelo pintado de un tono azulado que el abogado no pudo precisar.
Llevaba jeans y una blusa blanca con escote pronunciado, por donde asomaban los
senos. Gesticulaba. Prendido a un borde de la blusa, su gafete bailoteaba. Alfredo
sintió caerse de bruces sobre aquel apretujón de carnes: “un viaje a la eternidad”,
prefiguró. Susana la saludó, aunque la mujer recorrió al abogado de arriba abajo, le
mostró los dientes con encanto y le dio la bienvenida. “Que la pase bien”, dijo con
énfasis. “chau, linda, nos vemos”, se despidió de Susana y le guiñó un ojo cuando
intentó ver el trasero de su acompañante.
—¡Pinche vieja pendeja! —dijo apenas andaron. Él se rio.
—¿Así va a ser toda la noche?
—No lo creo, amigui. No te conoce y obvio sabe que no tienes las mañas ni el
donaire de los guapitos de aquí. Ni te sientas mucho, güey. Verás demasiados galanes
como para que te creas la última chela del estadio.
Lo condujo del brazo por los pasillos. Vio las enormes puertas metálicas de los foros
y las oficinas provisionales. Llegaron a una explanada cubierta por un llamativo
velarium: un mástil en el centro para sostener las extensiones de lona que de allí se
desglosaban hacia la periferia, como velas de barco, sostenidas por una estructura
metálica y un sistema de poleas y cuerdas de acero. Hacía sentirse bajo una parvada
de gaviotas de lona, gigantescas. Alrededor había puestos de comida y juegos de azar:
una aparente feria de pueblo dispuesta para la farándula y los empleados, para
celebrar las posadas y la Navidad. Había bastante gente departiendo. Susana no
soltaba el brazo de su amigo, lo llevaba sin rumbo, deseosa por encontrar a sus
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compañeros de trabajo. Chocaban con personas, se disculpaban, caminaban en otra
dirección; se cruzaban con camarógrafos cargando sus equipos y los periodistas que
se detenían frente a los famosos para entrevistarlos. Alfredo se dejó llevar por la mano
diligente de su amiga, hasta que se toparon con dos de sus compañeros. La esperaban
con un vaso de espiritoso ponche. Platicaron, comentaron acerca de quienes veían
entre la multitud. El cantante tal, ése de allí, ¡míralo! ¡Es más guapo en persona! La
bailarina que se hizo fotos al desnudo para una revista de caballeros es ésa. Se ve
flaca, ¿no? ¿Recuerdas el escándalo que hubo hace unos meses sobre equis actriz por
su participación en la obra de teatro tal? Pues resulta que no anda con zutano, sino con
mengano. Alfredo seguía las miradas de las chicas —y la de un mariconcillo que les
hacía segunda— hacia los afamados, de quienes comadreaban. Bebía ponche en
pequeños sorbos. Con el primero hizo una mueca de repulsión. Estaba muy cargado de
brandy. Las amigas de Susana lo notaron y soltaron una risita de urracas. Le aclaró al
oído que estaba prohibido ingerir alcohol, pero sus compañeras habían introducido una
botellita a escondidas. “Muévele con el dedito o con tu trocito de caña para que se
diluya, amigui, y no hagas cara de que estás chupando. Además la mayoría lo hace.
Basta con que te fijes y en un rato verás dos que tres pedos”. Para incluirlo en la charla
dijo: “Relájate, amigui. Tienes cara de órale, ¡qué onda!”. Vas a ver a muchas estrellas,
aunque ni te importan, porque no ves la tele y porque eres ajeno al gusto de las
masas”. El abogado relajó el rictus y se encogió de hombros. Sonrió.
Había una ferocidad burlona en los rostros, un nerviosismo de la gente para
abordarse y departir, así que prefirió concentrarse en Susana y comentar sobre sus
quehaceres cotidianos. Ellos no se entrevistaban con nadie; permanecían de pie
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pasando a cuanto famoso localizaban por el tamiz de su diatriba. Quiso reconocer a los
más afamados que pudo de entre la concurrencia. Reconoció a un cronista de
deportes, aunque no recordaba su nombre, y a un joven presentador del noticiero
matutino, acosado por jovencitas que querían fotografiarlo. Distinguió a un cantante
ranchero. Caminaba con las chicas, se hacían fotos y se tambaleaba al reanudar la
caminata. “¡Ése ya está pedo!”, comentaron. Alfredo contemplaba, en efecto, galanes
garbosos, actores de telenovela, tomando de la cintura a mujeres angelicales
tristemente enflaquecidas, desecadas por el esfuerzo del régimen alimentario,
sonriendo ante cámaras imaginarias como si fueran el objeto del deseo de un público
ficticio. “Seres febriles por su popularidad y que en otro tiempo no fueron más que
muchachitas incultas, aspirantes a la gloria, y que en el futuro pocos las recordarán”,
comentó. “Se extasían por las palabras ardientes de sus amantes bizarros y luego,
apoyados en la sinrazón, las echarán de sus vidas”. Le dio tristeza contemplar la
obviedad de las relaciones interpersonales en aquel recinto cargado de histrionismo y
sociopatía.
Una chica se aproximó para saludar al mariconcillo de marras. Susana y sus amigas
se mantuvieron imperturbables. Sonrieron y la saludaron con un beso en la mejilla. Se
trataba de una celebridad de rostro bellísimo e insondables ojos verdes. Su encanto no
se mimetizaba con el aforo de caras bonitas y contexturas magras; por el contrario,
resaltaba. Cuando se acercó a Alfredo, se puso nervioso.
—Amigui, te presento a Bárbara Docal. Es una mujer maravillosa y excelente actriz.
Como no ves telenovelas ni cine contemporáneo, no la reconocerás, pero te aseguro
que es extraordinaria —dijo Susana con formalidad.
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Sus ojos, hasta entonces enfrascados en ver el gentío, se posaron en la estrella. La
miró de fijo; había algo atrayente en su naturaleza. Sintió la urgencia de dar un paso
adelante ante el temor de que lo ignorara y se fuera. ¿Qué había en ella que ejerció
una irresistible influencia en su ánimo y le confirió un aspecto cautivado? Antes de que
Alfredo pudiera saludarla, intentó recuperar su dignidad. Sus ojos se volvieron
diligentes y expresivos, y su encanto se desenvolvió jubiloso. Tomó su mano y besó su
mejilla. El solo contacto con la piel del cachete le prodigó un fragmento eterno de vida.
La existencia de Bárbara le iluminó, deshizo el gesto enjuto que a la postre le
distinguía. Reunió fuerzas para no remedar el modo de los torpes cotilleos de sus
acompañantes y no perder el interés femenino por conversar con él. Se reanimó,
incluso se irguió. Susana lo notó y continuó con la presentación con más aplomo—:
Bárbara, permíteme presentarte a mi mejor amigo, Alfredo Galván, respetable abogado
y estudioso de la literatura, la filosofía y de todo cuanto le cae en las manos; enemigo
acérrimo de lo superficial y tierno hasta el hartazgo. No le hagas caso si te dice algo
extravagante.
Bárbara sonrió sin soltar la mano del abogado.
—¡Algo se le está ocurriendo ya!... — explicó Susana y se carcajeó.
—¿Ah, sí? ¿En verdad? Me gustaría escucharlo —expresó y liberó su mano.
En eso sonó el celular de Susana. Respondió con gesto hastiado.
—¡Dime, Rosario! —y luego murmuró, apartando el celular de los labios—. Es mi
jefa, ¿me permiten un momentito? Bárbara, te dejo en buenas manos. Nada más
cuelgo y te rescato de este loco. ¿No te importa?
—No, para nada.
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
El mariconcillo se distrajo con alguien que pasaba por allí. Las demás compañeras
se replegaron. Alfredo y Bárbara se vieron aislados. Lo advirtieron y se sintieron como
colegiales sin saber qué hacer, casi frotando el piso con la punta de un zapato
nervioso.
—¿Es la primera vez que asistes a la posada?
—Sí, la primera —respondió él, mirándola en un estado de reconocimiento más que
de afecto o de galantería. Algo en ella se le hacía familiar. A Bárbara le sucedía lo
mismo.
—¡Dime, pues, algo insólito! —retó la actriz.
—¿Algo insólito? —dijo él e hizo cara de palo.
—Sí, algo inusual. Todos se enamoran de mí a la primera —dijo con franqueza—.
Si te sucede eso, con tus virtudes de psicólogo, filósofo o sabio o lo que sea, dime algo
impactante.
El licenciado quedó pensativo, se sintió como un torpe forastero. Contra su
voluntad, restregó inquieto el zapato contra el suelo. Cerró los ojos y se cobijó bajo el
suave embozo de sus pensamientos. Quiso convencerse de que se hallaba frente a
otra flacuchenta (y además feúcha), como algunas de por allí, que no valía la pena
conquistar, y menos por desafío. Abrió los ojos y encontró, desafiantes, los de la actriz:
una ceja se enarcaba con notoriedad a la espera de una respuesta. Los ojos verdes lo
ruborizaron. El atractivo del abogado, adoleciendo de la pantomima a la que Bárbara
estaba acostumbrada, hizo retroceder la ceja retadora. Terminaron por mirarse sin
decir nada más, como dormidos uno junto al otro, y sus sueños hubieran coincidido en
terreno neutral a mitad de un silencio moderador. Alfredo lo rompió:
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—Las palabras de la gente de por aquí son muy cordiales para ser honestas. El
gesto les baila demasiado cuando conversan. ¿Lo has notado? —la actriz asintió—.
Parece como si representaran una puesta en escena. Tienen las lenguas incendiadas
por los tacos de pastor y de bistec con salsa picosísima, y por la verborrea. Son meros
retratos. Así los veo, y también las chicas que se colaron y andan tras los huesos de
los galanes para fotografiarse y conseguir sus e-mails (¿Qué les escribirían? ¿Cartas
de amor? ¿Versos facilones?) —hizo una pausa—. Miro la estructura de arriba y pienso
que Azcárraga quiere hacernos sentir en el año 72, en el Anfiteatro Flavio: el Coliseo
romano —explicó—, frente a Vespasiano. Al igual que en el Colosseum (invento de la
corrupción romana para proveer pan y circo a la plebe, en el anfiteatro donde se
encarnaron luchas de gladiadores y juegos), Televisa hace lo mismo, no en un recinto
físico, sino en un estadio virtual que abarca todo México. Por lo tanto, instalaron, a
guisa de homenaje, una velaria romana —señaló el toldo que ocultaba el cielo—, pero
en lugar de cubrir la gradería, nos cubre a nosotros. Pienso: Gobierno = Emperador
Vespasiano = Coliseo = Circo romano = Manipulación y control de la chusma =
Televisa = Entretenimiento y desinformación = El cuarto poder = Gobierno. Así
concluyo, viendo que hay cámaras y entrevistas en vivo. Lo que aquí se representa en
realidad es espectáculo para la plebe con pretexto de celebración navideña. Por eso
los gestos se dramatizan, los actores fingen estar dentro de cuadro. Las cámaras son
los ojos de la gente en el anfiteatro virtual, y la velaria está dedicada a los asistentes
ajenos como yo, que fungimos como extras en la magnánima obra Orwelliana del Gran
Hermano, que nos contempla desde su palco monarcal. Nos contempla Azcárraga y el
Gobierno, probados Vespasianos de México. Susana, sin saberlo, me ha mostrado este
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
capítulo de la trágica comedia de mi país. Ahora, si me pides un diálogo zarzuelero que
sobresalga en este harén de calacas, mi respuesta es no. ¿Qué podría decir para
diferenciarme de los discursos galantes que se cocinan aquí? Podría mejor responderte
como mi amigo Gustavo: es preferible contraer mi galantería para desplazar hacia
arriba mi curva de oferta de palabras románticas. Al quedar en suspenso, aumentaría el
precio, es decir, el valor asignado por una mujer que deseara escucharme
sinceramente y no por desafío. Querida Bárbara, antes de disolverme frente a tus ojos,
frente a tus rizos, elijo mantenerme callado en este patio al que le hace falta el silencio.
No hay nada apropiado que pudiera decir para la ocasión.
Al decir esto, tuvo el atrevimiento de tomarla de los hombros y mirarla con
profundidad. Bárbara no protestó; mantuvo una expresión serena. Se imaginó en un
hábitat onírico y lóbrego, como si el juicio de Alfredo la hubiera llevado a otra parte. No
dijo si estaba de acuerdo o si discrepaba. Se iluminó y en el interior de su boca movió
la lengua como si estuviera saboreando y diluyendo un cubito de azúcar. Cuando quiso
sacar la conversación del vapor en que se había suspendido, llegó Susana con el
celular en la mano.
—¿Qué onda, amigui? Me imagino que ya tendrás agobiada a Barbarita, ¿no? —
soltó y vio que la cercanía entre ellos indicaba que habían roto la distancia social.
Alfredo aún la tomaba de los hombros. La soltó de pronto. Las amigas y el mariconcillo
los miraban atónitos desde su sitio.
—No, para nada —dijo Bárbara sin colegir si lo que respondía era lo acertado. Con
la mirada taladró la distancia que la separaba del puesto de tacos más próximo. El
lugar parecía una cerrazón repleta de sombras moviéndose con disparidad. La veían
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sus conocidos con aspecto disgustado—: ¿Me acompañan por un taco de bistec con
salsa verde picosísima y por más verborrea?
—Sí, Barby —aceptó Susana, detectando el pensamiento de su amigo en las
palabras de la actriz. Movió la cabeza en señal de reprobación y aquiescencia al mismo
tiempo. “¡Qué le habrá dicho en el poquito tiempo que la dejé con él”.
En el puesto les sirvieron tacos. La salsa, como había descrito Alfredo, picaba
mucho.
Bárbara, ya embalada por la naturalidad con que conversaban los amigos, le
preguntó al abogado a qué se dedicaba, además de deliberar sobre velarias y
zarzuelas.
—Soy abogado fiscalista. Defiendo a mis clientes de la avidez de Hacienda. Ya
sabes cómo se las gastan en el SAT. Les ayudo también con planeación financiera y
fiscal.
La actriz lo miró con ojos de caracol. Le dedicó una mirada de inteligencia que sólo
ella pudo comprender.
—Entonces, ¿defiendes a tus clientes de esos malditos?
—Así es…
—Ujum —expresó con rostro malhumorado y ofendido.
Susana y Alfredo intercambiaron miradas sin saber a bien adónde dirigía la
pregunta. Se encogieron de hombros mientras atacaba su taco. Después se limpió los
labios con una servilleta. Vista desde el ángulo de la familiaridad, con el puesto de
tacos detrás de ella y el letrero Tacos Doña Chole, Bárbara casi se parecía a cualquier
persona; sólo su belleza, su atuendo, sus ojos agudos y la ceja arqueada la separaban
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
de quienes asisten a las taquerías comunes. Susana y Alfredo quisieron imaginarla
comiendo tacos de cochinada en Vértiz después de una farra, pero no pudieron. La
imagen no compaginó con aquella que idealizaban: la plasticidad de la diva no daba
para tanto. La actriz comía su último taco y no estaba dispuesta a ser asediada ni por
sus conocidos ni por los periodistas del corazón, los que iban de famoso en famoso
grabando mensajes de amor para la clientela televisiva, y hacían frívolas preguntas
sobre qué comerían en Nochebuena, ¿tienes planes para casarte el año próximo?,
¿dinos de tu próxima película?
Se despidió de Susana. A Alfredo le dio un beso afectuoso en la mejilla, beso que
llevó consigo preñado también de un fragmento de vida y de albor.
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—¡Espera! ¡No te vayas! Es más, vámonos de aquí! ¡Vámonos de pedos!
—¿Adónde? —preguntó Susana asombrada por la proposición.
—¡Donde sea!, a una cantina, no sé, a ningún lugar frecuentado por la farándula.
Estamos aquí para criticar y ser criticados. La gente nos ve y murmura, pero no nos
interesa qué piensen de nosotros. Estamos con Bárbara y es obvio que no desea
conversar con nadie; prefiere sus taquitos. La gente la ve con cara de “¡Mira! ¡Come
tacos, y de ladito! ¡Muy coqueta ella!”.
—Yo sí quiero estar aquí, amigui. Por eso te invité. No hemos estado ni una hora,
falta la piñata y que pidamos Posada. No malinterpretes las jetas, así es el pedo aquí.
Además, no sabes si Barby aceptará tu idea perversa. Seguro que tiene sus
compromisos, que no compaginarán con tu deseo de ponerte hasta la madre. ¿O sí?
—No puedo, Alfredo, discúlpame —aclaró la actriz—; tengo que quedarme aquí
hasta medianoche. Y tengo una cita después. Lo de la cantina me parece buena idea,
en serio, pero por aquí anda mi novio, mi representante, mis amigos y mis compañeros.
Tengo que ir con mi hijo… Creo saber cuáles son tus intenciones, tu deseo de sacarme
de esta representación teatral, como la definiste. Por desgracia, estoy obligada a
representarla.
—Ya ves, amigui, como sí estás bien pendejo. Perdona mi francés, Barby.
Alfredo se sintió como el payo de la fiesta. Bárbara estalló en risas y les dejó saber
su necesidad de fugarse; sin embargo, se encogió de hombros y fue al puestito de
tacos para tirar su plato en la basura. Con discreción, la tendera lo recogió como un
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trofeo y lo guardó aparte. “¿Un souvenir?”, se dijo Alfredo, “¿como cuando la gente no
se lava la mano en una semana porque tocó a su ídolo?”.
—No importa. Me hubiera gustado darle un giro a la velada. Quizá en otra ocasión.
Me ha dado mucho gusto conocerte —notó que la actriz se impacientaba y deseaba
irse para atender a otras personas—. Espero no haberte agobiado con mis ideas.
—Al contrario, fue interesante. No imaginé que pudieras hacer una analogía con
Televisa y lo sucedido en el año 72. No hemos cambiado del todo.
—No hemos cambiado nada. Estoy encantado con tu cabellera lavada en
caracolillos, como de la Grecia arcaica; mis ojos se precipitan, persiguen tus contornos;
contemplan tus ojos semejantes a esmeraldas de luz o cardos de mar.
La actriz agradeció las palabras y se despidió. Alfredo alcanzó a percibir su aliento
al decir un hasta luego, envuelto en un efluvio de bistec, tortilla y perejil. Cuando hubo
la suficiente distancia para comentar, Susana glosó:
—Jamás pensé que fueras a anotar un gol con Bárbara Docal. Tiene fama de
mamona. Por eso no le hicimos mucho caso cuando se acercó. Felicidades, tinterete
bonito, te has llevado la noche. No la olvidará. Dudo que su novio o los idiotas que la
cortejan le expresen algo tan bonito. ¿Qué tanto le dijiste en lo que hablé con mi jefa?
—Simplezas. Ya me conoces.
De pronto Alfredo se sumió en un silencio lánguido. Se sintió fatigado, solitario, aun
en compañía de Susana, como expósito en su cesto, untado con pez, a mitad de una
calle lluviosa. Extrañó a Fernanda y a Luz María. Quiso dejarse caer en su sillón para
dormitar, mirar por la ventana el pequeño territorio del DF que se distinguía; dejar entre
renglones a la concupiscente farándula que lo crispaba; diluirse en la luz caprichosa de
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los reflectores y esfumarse tras las alas de gaviota de la velaria, pero no tuvo más
remedio que asumir la celebración a la que había aceptado asistir. El resto de la noche
se dejó llevar con agrado por su amiga, saludó a cuantos personajes célebres le
presentó, lo hizo como si asistiera a un funeral y no le quedara de otra más que esperar
a que concluyeran los votos.
Conoció a la jefa de Susana, la famosa Rosario, líder de opinión y defensora
acérrima de los derechos de la Mujer. Vestía, impecable, de negro, peinada de salón y
enjoyada en exceso, lo que le daba un aire misterioso y atrayente. Dos dedos largos y
huesudos sostenían un cigarrillo mentolado. Tenía la mirada al mismo tiempo afectuosa
y desafiante, el rictus endurecido, sin avenirse a lo adusto. Observaba más de soslayo
que de frente; la voz bien timbrada destacaba entre el fragor colectivo. Le pareció una
persona más bien precavida, inteligente y hermética, el retrato de una matriarca:
indulgente, sin dejar de ser imperiosa. Susana se sintió emocionada de tener a su
mejor amigo frente a la señora con quien pasaba su tiempo y su esfuerzo laboral, pero
sólo consiguió que ella lo interrogara con la mirada y lo saludara con disimulada
gentileza. Lo escrutó con ojillos de vieja usurera. Con aire indiferente le preguntó al
abogado si era él el amigo de quien su pupila se expresaba con admiración. Asintió con
modestia. “Supongo que sí, doña Rosario. Agradezco que lo diga”. Quizá Alfredo la
miró de un modo extraño porque la señora adoptó un aire aprensivo. Se quedaron en
suspenso, con el intríngulis en las manos, sin saber qué decir, sabiendo que aún con la
vena salerosa del abogado, ¿de qué más podría charlar con la líder de opinión, que
diera motivo a permanecer allí? Además, Rosario iba con otras personas que la
instaban a proseguir con el itinerario de aquella noche. “¡Vamos, que aún nos aguarda
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una llamada importante!”, le dijeron. Despellejado de toda razón, algo trastornado,
Alfredo se despidió de la matriarca. Susana entristeció.
—Lo siento, amiga, parece que te dejé con un palmo de narices…
—Sí, amigui, yo que deseaba que te llevaras súper bien con ella, y mira… “Fui por
la lana y volví trasquilada”. No te preocupes, Rosario es muy… muy… ¡Es una
cabrona! Su fachada es la del deber, no se relaja, de allí su actitud de mujer
inalcanzable. Su conducta tiene muchas lecturas y cuando no sabe qué hacer (ya
descubrí sus debilidades), responde con una especie de cordialidad institucional que
me caga. La pendeja fue ella, no tú, rabulita. Lo bueno es que hoy no la atiendo; si no,
ya me hubiera ido. Ya viste cómo nos trae en chinga.
Alfredo se encogió de hombros, parecía asistir a un réquiem. Se sentía atraído por
la piedra imán del infortunio aunque quisiera impedirlo, igual que Gustavo cuando
conoció a los emos y no evitó que se lo cogieran. ¿Qué le quedaba entonces? ¿Vivir
como dentro de un simulacro de vida? ¿Discrepar de las ortodoxias políticas y
financieras que convergían en él? ¿Convertirse en su padre o actuar contra él? Eso
significaba proceder a costa de sus intereses. Algo en aquel momento le oprimió el
corazón. Intentó emanciparse de sus miedos, y así, como era, como se sentía, quiso
rememorarse para siempre. No había un espejo que le devolviera su imagen, pero se
supuso con los ojos vivarachos, el rostro azulado por la noche navideña, revelando así
sus hábitos de intemperancia.
Cuando cantaron las Posadas, estaban junto al cantante de rancheras, quien para
ese instante ya estaba más beodo que un José Alfredo Jiménez cualquiera. Parecía
que entonaría “Llegó borracho el borracho”. Tenía los ojos vidriosos y revolcaba la voz
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por entre las frases “En el nombre del cieeeelooo/ooos pido posaaaadaaa/pues no
puede andaaaar/miii esposa amaaaaaada”. Fue tal la conmoción y la risa que causó en
quienes tenía alrededor, que Alfredo intervino imitando su borrachera y entonando a
todo pulmón la frase ranchera: “Aquel que doble las corvas/ le va a costar su
dineroooo”. La gente se murió de la risa, incluso quienes se encontraban dentro de la
“humilde” vivienda para responder en la letanía. El charro cantor, entorpecido, no echó
bronca, pero aceptó de buena gana que el abogado lo abrazara y le dijera una frase
socarrona:
—Amigo de correrías, tú que derrochas los desmayos amorosos de cuanta chica
que te aborda, permíteme decirte que para eso está el tequila, para olvidarse de las
penas y centrarse en lo que uno de verdad desea. Sólo uno sabe a quién ama y a
quién oculta… —Alfredo apartó la vista del charro y la dirigió a la muchedumbre, hizo
una mueca satírica que denotaba el doble sentido de sus palabras—. Pero no te
preocupes, “esta vida es un camote y el que no la goza es un chayote”…
Susana retiró a su amigo jalándolo. Éste se zafó y regresó para rematar:
—Por cierto, tengo un vecino en Acapulco que canta mejor que tú.
Algunos rieron y el cantante se sostuvo de dos chicas.
Susana lo volvió a agarrar y se lo llevó. Sin que ellos supieran, Bárbara Docal
atestiguó la escena. Su novio, malhumorado por el comportamiento del desconocido, la
tomaba de la mano e intentaba cantar la letanía. La sensación de la mano sosteniendo
la suya le estorbó. No se determinó a nada, si a reírse o a enconcharse por el inusitado
atractivo que encontró en Alfredo. Hubiera querido acercarse y reírse con ellos, así
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porque sí. Los veía en la distancia; su rostro dibujó una sonrisa de fascinación que no
pasó desapercibida a su pareja.
—Estás muy cagado, amigui, pero también muy pendejo. Este putete también se
encabrona y no es ningún idiota. Comprende la indirecta que le lanzaste. Vente,
vámonos a cantar por allá. Falta que partamos la piñata, ¡tiene fruta, cigarros y cositas
para adultos! Yo siempre le pego.
Alfredo dejó que la noche se desmigajara poco a poco. Cuando todo hubo
terminado, sintieron hambre. Los tacos no fueron suficiente cena.
—¿Tienes hambre, amiga?
—Pues sí… ¿Adónde me vas a llevar?
—A los tacos de cochinada. Celebremos la amistad con algo pringoso.
—¡Cerrado! ¡Vamos!
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La terraza del Secretario gozaba de la luz directa del sol. Apuntaba sus rayos
verticalmente, otorgando al entorno un ambiente cálido y festivo. Gustavo y don
Rodrigo conversaban con un café, deseando que fuera viernes para sustituir la crema y
el azúcar por sal y limón para el tequila. Sin embargo, las ocupaciones no les
permitieron romper la rutina. Don Rodrigo atendía al joven. Sus negocios no habían
concluido. Sabía que acudía para solicitar el pago pendiente. Estaba al tanto de que
había arribado en un compacto y no en el Mercedes. El modo como Gustavo desviaba
la mirada lo confirmaba; se revolvía en el sillón hablando con flojedad de futbol y de la
crisis. Titubeaba cuando iba a abordar la sustancia de su pensamiento. El secretario se
regodeaba aguardando a que dijera la frase que lo pondría de rodillas, aun cuando la
deuda fuera suya. Estaba habituado a que la gente apelara a su buen corazón para
ganarse sus dádivas a cambio de futuras concesiones, pero esperaba primero a que el
interesado se intoxicara de rendición. Entonces accedía como un César, con el dedo
admonitorio levantado. Para variar, se hacía con el mayor beneficio. Su libro de
cabecera era El Padrino.
Como buen político y funcionario, apaciguó al joven distrayendo la charla hacia los
temas personales. Ya se daría el momento en que el cauce del diálogo los llevara a la
cobranza pendiente. Dijo que vivía la etapa más feliz, con los chiquillos deleitando su
casa: “nacieron con una semana de diferencia en el mismo hospital. ¿Te imaginas,
Gus, qué dicha cuando los cargué?”. Su casa ya no era ese antro de cortinajes
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entornados y olor a rancio que lo obligaban a estar en la oficina, trabajando, lejos de su
hija y de su esposa amargada.
—Los niños se parecen, son como hermanos; tienen tus facciones. ¿Quieres
verlos?
—¡Por supuesto! —dijo y puso la taza de café en la mesa.
El Hitler de bolsillo entró en su oficina y luego salió con dos retratos.
—¿Qué te parecen mis angelitos?
—Hermosos, don Ro. ¿Qué puedo decir, si son parte de mí? Es verdad, parecen
gemelos. Pero ¿acaso madre e hija no se han cuestionado su procedencia?
—No abiertamente. Creo que Mary lo ha adivinado, observa a su madre con
sospechosa inquisición, con ese fulgor de inteligencia que tiene cuando le brillan los
ojos, pero no dice más. Seguro que lo sabe, pero se hace la disimulada. Ama a su hijo
y ama a su medio hermano.
—¿Y la señora María?
—Tampoco dice nada. Hacemos la vista gorda y nos dedicamos a ser felices. Ahora
paso más tiempo en casa atendiendo asuntos domésticos como no lo había hecho
antes. En ocasiones trabajo en mi estudio. ¡Vaya, en el jardín, con los chiquillos
gateando! Para eso están las computadoras conectadas en red, los celulares, mi
secretario y mi asistente. La cosa va de maravilla en mi carrera, tengo incontables
subordinados cuya alma me he embolsado desde los años de mi querido PRI, cuando
el país funcionaba como relojito, y ahora, con la catastrófica democracia.
Hizo un aspaviento, triunfante al cabo, con las manos en alto. Luego, con las
comisuras de los labios invadidos de una saliva pegajosa que se adhería a ambos
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belfos, formando hilos elásticos, viscosos (Gustavo quiso dejar de contemplarlos),
continuó:
—Ya no soy joven, pero gracias a mi impecable reputación, he decidido recoger las
mieles de mi labor en el gobierno. Soy excelente funcionario público y vivo a toda
madre, pero así como he cambiado mi vida con mis niños…
—¿Cómo se llaman? —interrumpió Gustavo.
—¿Perdón?
—¿Cómo se llaman los niños, don Ro?
Don Rodrigo dio un trago a su café y se enjugó la boca con la servilleta. Los hilos de
saliva desaparecieron de las junturas; resultó un alivio para el joven.
—El hijo de María se llama Mario. A mi mujer siempre le gustó lo etrusco de su
nombre. El de Mary, Gustavo, en tu honor, muchacho.
Al joven se le llenaron de lágrimas los ojos. No comprendió de inmediato la
magnitud del acontecimiento. Un lloriqueo inesperado repercutió, como si a lo largo de
una galería de arte vacía él fuera el único asistente.
—¡Vamos, vamos! No te me descompongas —exclamó don Rodrigo a un tiempo
irritado y curioso.
—Estoy desesperado, don Ro. A eso he venido. No se haga… No sé ni cómo
decirle.
—Eso intentaba hacer, hasta que me interrumpiste —la imbecilidad de su llanto casi
le hizo perder todo interés por hacer negocios con él. Necesitaba a alguien con temple
y ambición. Gustavo dejó de llorar cuando notó la seriedad de su benefactor; entonces
lo invitó a que prosiguiera—: Te decía que, así como cambié mi vida al precio que fuera
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(bastante gravoso, debo admitirlo, tanto por lo que te pagué como por la tolerancia en
la cuestión íntima), sigo tras mi propósito. Estoy en una posición en la que tomo
decisiones importantes, no nada más para mi Secretaría, sino para cualquier otra, y el
hecho es que la llevo bien con todo el gabinete. Sé lo que te sucedió… —dijo de
pronto, dando un giro calculado a la conversación—, lo que te hicieron aquellos
cabrones. Hoy no sólo tienen el trasero reconstruido; además parece que ya comparten
el alimento y el agüita con los peces de Cozumel —hizo una pausa para permitirle
adivinar. Gustavo permaneció en suspenso—. ¿Será que a los Hugos se los cargó el
payaso? Quién sabe…
Se llevó la mano a la frente. Dejó ver, con tal ademán, el sentir que le merecía su
capacidad de gobernante y mafioso. “No era para tanto”, caviló.
—Sucedió tiempo después de que te ofendieron, cuando se recobraron y viajaron al
Caribe para olvidarse del asunto. No contaron con que hay más ojos atendiéndote,
protegiéndote; no sólo los de tu amigo Alfredo Galván —pronunció el nombre con una
misteriosa expresión—. Por ahí en mi escritorio tengo la prensa que relata lo sucedido
en el Xoco. Te investigué para que fueras el padre de mis niños y lo he seguido
haciendo. Quizá puedas ayudarme con mis proyectos.
—¿Sus... proyectos? —respondió con atropello.
—Sí. Pero antes, permíteme decirte que ya sé quién es tu amigo Alfredo, de quién
es hijo, cuáles son sus alcances, desde cuando se llama así, qué intereses administra.
Sé de la muerte de su madre y de su esposa; sé de Susana Dracoulis y de su trabajo
con Rosario, a quien admiro y con quien departo. En las altas esferas somos pocos, en
este México de escasos burgueses y mucho menos aristócratas, hay escaladores
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sociales e hipócritas que encuentran su beneficio, pero no los vuelves a ver. Yo no soy
de ésos, Gus. Soy de los que prevalecen, como Alfonso Castellón… Sí, el padre de
Alfredo, ese que sobresale, ora como empresario, ora como político.
Al hablar, la mente casi se le derramaba. Miraba a su protegido con ojos de
serpiente, cuyo magnetismo viajaba atravesando la luz meridional. Los burócratas se
apostaban en las ventanas, contemplaban la mímica sin adivinar lo que allí se
fraguaba, porque la sombrilla estaba replegada. “¡Inteligente!”, pensó Gustavo, “abrirse
de capa al aire libre, así la voz se confunde con el ruido ambiental; se cuida de ser
grabado…”
—Al grano, don Ro. ¿Qué tiene pensado?
—Quiero saber si cuento contigo para un empleo público, dependiendo de tus
estudios y tus capacidades. ¿Cómo podría asignarte en un puesto de mando, si no
tienes las agallas ni la ambición? Dos: ponme en contacto con Alfonso Castellón. Sé de
su destreza. Hemos coincidido en reuniones del Partido, pero no lo conozco como para
hacerle una propuesta de negocios seria y que implique el sigilo de las operaciones,
¡uhm! Cómo definirlas… subterráneas, para hacernos, escúchame bien, muy ricos.
¿Comprendes? Si venías a cobrarme, éste es el momento para formular el precio. Yo
ya he pensado cómo te recompensaré, y créeme, va más allá de tus pretensiones.
Gustavo meditó. Supo que su respuesta, cualquiera que fuera, ya estaba
anticipada, así que se animó a replicar con la vanidad de que hacía uso cuando
recobraba su amor propio:
—Si ya me ha investigado, don Ro, debe saber que soy economista de la Ibero y
que pasé de noche, porque para mí resultó ser una mierda. Después cursé una
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maestría en el Reino Unido, de ésas chafas de la provincia para extranjeros y
mediocres.
—¿En qué tema?
—¿No lo sabe? —preguntó con ironía.
Don Rodrigo negó con una mueca cínica.
—Economía ambiental. Me dedico a hacerme güey, a vivir al amparo de mi padre
arquitecto, cosa en la que usted está al corriente. Es cierto, he venido a cobrar porque
mis padres ya me excomulgaron.
—Ahora, explícame una cosa, Gus. ¿Por qué el afán de seducir a mujeres como mi
hija? Dime algo de fondo, no te vayas por la tangente.
Su examen iba más allá del objetivo de negocios.
—No lo sé. Una vez Alfredo, que todo lo reflexiona porque es un sabelotodo, me
dijo, citando a no sé quién (siempre cita a alguien), que además de estar demente,
pongo mi energía sexual en la infidelidad estética. Dígame si cumplo con los requisitos
para el puesto o no. Lo que estudié sólo sirve para cubrir las apariencias. Usted
requiere a alguien que no sea familiar suyo y de su confianza. Puede confiar en mí,
está de más aclararlo.
El secretario imaginó a las mujeres contrahechas, reflexionó en silencio, con la
mano acariciándose la barbilla. Vio dolor, repugnancia y asco, además de compasión y
devota humanidad por aquellas que no son deseadas por alguien común. Tenía la boca
entre adivinada y gozosa. Se acomodó en el sillón, cerró los ojos y entrecruzó las
manos. Su fisonomía de hombrecillo sobrio constituyó una imagen familiar en la
memoria del economista, que esperaba el siguiente paso del Führer gubernativo,
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semejante a un director de orquesta que meditaba un pasaje musical recién
interpretado por su orquesta, y a punto de decidir si regresar a un compás previo para
perfeccionarlo o continuar. Enseguida, como si se alzara de una imprevista colina,
comenzó un monólogo:
—Es suficiente. Estoy satisfecho con lo que has dicho. Lo que te ofreceré te
ayudará a independizarte, tendrás mi protección pero debes socavar los intereses de
mis adversarios, engrosar los míos, y, al final, los tuyos. Como dice Carlos Fuentes, en
uno de sus manuales para el buen político: “El poder es sólo el ejercicio de la
necesidad, la máscara de la virtud y el azar de la fortuna”. Pretendo ejercer con
plenitud mi posición. La vida me ha dado un vuelco con los niños. Pensando en mi
vejez, miro un horizonte de opulencia y seguridad. Deseo una ancianidad sosegada en
un pueblito recóndito con mi mujer, en Suiza, en Italia o quizá Guanajuato, contigo a
cargo de mis negocios, y mi nombre para la posteridad, designado a parques públicos,
hospitales y calles. Lo merecemos los legítimos gobernantes de este país de indios y
de mierda. Ya fueron para mí muchos años de comer sapos sin hacer gestos, para no
obtener las concesiones que merezco con la complicidad que engendran décadas de
labor política. Haré uso, por fin, de mis envidiables contactos en el sistema del Estado.
Me voy a servir con la cuchara grande. Desde que perdimos la presidencia hemos sido
pacientes, sigilosos. Nos reunimos y diseñamos un plan a mediano plazo para
recuperarla. Es inminente. Cabalgamos hacia ella en caballo de hacienda. Y a pesar de
ser priista, dirijo esta secretaría porque el actual gobierno no tuvo operadores de alto
rango con experiencia. Nos pusimos tras bastidores en el 2000 y dejamos que panistas
y perredistas se desgastaran en infiernitos. Como previmos, se hicieron pedazos con
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argumentos triviales, con los melodramas domésticos del retórico ranchero con botas
(un verdadero imbécil de dos patas), y los reclamos descabellados el prietito tropical.
Hartaron a la gente los azules, con su falta de oficio e inoperancia, y los amarillos, con
su beligerancia a tutiplén. Así resurgimos. Hoy gobernamos casi todo México. Gracias
a la preferencia de voto de las elecciones de julio pasado, dominamos el congreso.
Como ves, ahí la llevamos. Hemos mecido la cuna desde siempre, desde detrás. El
diseño cimentado en la paciencia nos recompensará. A un palazo de los demás
partidos, la piñata entera nos caerá en los brazos. Los mexicanos añoran la dictablanda
y se las devolveremos. Se quejaban con amargura, pero cómo añoran cuando se
daban los pactos ocultos, la coerción, las alianzas en lo oscuro, todo confluyendo en lo
anhelado: prosperidad (¡al precio que sea!), desarrollo social, democracia simulada
pero con seguridad, en un entorno de corrupción como modo admisible de
subsistencia: la pus lubricante. Hace tiempo la presidenta de nuestro partido exclamó
con frescura inaudita: “Somos más eficaces para gobernar”. Sin querer, reveló que está
dispuesta a recrear el juego de antaño, cerrar los ojos ante la corrupción, vanagloriarse
de la eficacia priista de la que nos jactamos. ¡Pero es cierto!, es la eficiencia para
construir círculos de sigilo en torno al poder. En un par de años nos mofaremos del
actual gobierno, incapaz de desmontar el clientelismo y el corporativismo. Hace falta
ese mundo paralelo de los buenos políticos post-revolucionarios. Allí entramos, Gus,
previo al cambio de la banda tricolor y en el desajuste inicial del próximo presidente.
Habrá cacería de brujas, revanchas, ajuste de cuentas… Entonces mis colegas
requerirán expertos. Requerirán de mí: un ladrón para atrapar a otro ladrón, y de paso
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llevarnos la gloria. ¿Comprendes? —concluyó apenas encontró ocasión para ceder la
palabra y dar un trago al café.
—Sí, don Ro. Dígame dónde y yo encantado.
El secretario permaneció en silencio, como para permitirle saborear su perorata.
Luego continuó:
—Preséntate mañana temprano en Avenida Hidalgo con el administrador general de
aduanas. Él te recibirá. Hijo —la curiosidad hizo a Gustavo abrir los ojos—, te he
asignado el puesto de administrador central de Planeación Aduanera del Servicio de
Administración Tributaria de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público. ¿Qué te
parece?
El joven se incorporó. Sin proponérselo, se hizo de aire y figura dominantes. Juntó
las palmas sobre la cabeza en señal de victoria y miró al cielo en súbita manifestación
de agradecimiento. Tenía una expresión imperiosa, un Napoleón surgido de la varita
mágica del político ultraderechista. Después lanzó sobre los burócratas en las ventanas
una mirada no del todo afectuosa.
—¿Qué me ven? ¡A trabajar, güevones!
Las personas se ocultaron. Don Rodrigo lanzó una risotada. La secretaria se
presentó y preguntó si deseaban algo más.
—Sí, reinita, que abran la sombrilla y más café.
El secretario se acercó a Gustavo, lo tomó del hombro y lo apartó para que no le
escuchara el empleado que irrumpió para desplegar la sombrilla. Le dijo palabras con
expresión severa. El joven entrecruzó los brazos y asentía mientras recibía
instrucciones: parecía una pose faraónica con el áspid junto a él. Los oficinistas más
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obstinados que seguían mirando la terraza comprobaron la irrealidad del suceso: no
era lógico que las cosas fueran tan fáciles para Gustavo; sin embargo, obedeció y se
presentó al otro día, trajeado y perfumado, con el administrador general. Le asignaron
una oficina, le proporcionaron la descripción del puesto, la misión y la visión de la
división de Aduanas, le pidieron que se tomara algunos días sentado en su lujoso sillón
ante un escritorio amplio, y que estudiara lo concerniente a normatividad, trámites y
autorizaciones, acciones anticorrupción, donaciones, contrabando, cruce de personas y
vehículos, padrones y encargos conferidos, el programa Paisano, etcétera. Tenía que
practicar la verborrea propia del empleo para dictar conferencias y redactar
comunicados de prensa.
Días después, reunió en el bar de un hotel a Alfonso Castellón y a don Rodrigo.
Congeniaron a pesar de que no se conocían del todo. Intercambiaron sus experiencias.
Enfatizaron su empaque dogmático. Se divirtieron evocando el pensar y las actividades
de sus conocidos, el desastroso entorno económico y la necesidad de salvarse a sí
mismos, ya que nadie velará por nadie cuando repunte la miseria (como si ellos fueran
a ser absorbidos por ella). En este pinche país nunca se sabe qué pueda pasar, ya ves
que se nos andaban colando los bolivarianos de Sudamérica con su apetito de
sedición. Hablaron con tal pompa, que, sin pensarlo, Gustavo creyó que estaban
declamando un texto escolar de Historia. Recordó cuando cantaba el Himno Nacional
en la escuela y los alumnos representaban escenas históricas. No comprendía la
fuente de su fortuna, sólo la veía deambular a su alrededor. Miró a los señores y creyó
ver a dos caudillos de la Revolución salvaguardando sus intereses, negociando sus
márgenes y concluyendo la reunión con fruslerías. A partir de entonces sus reuniones
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menudearon. Hubo otras juntas de carácter confidencial con su jefe, el administrador
general y otros funcionarios de alto rango. Le comunicaron de qué se trataba su trabajo
en la Planeación Aduanera.
Aguijoneado por el descubrimiento, los meses posteriores se complació en sacar el
dinero en carretillas, para beneficio suyo, de su “suegro” y de sus cómplices. En poco
tiempo, Gustavo se hizo multimillonario controlando el tránsito aduanal, triangulando
mercancías, corrompiendo a los estadounidenses para dar paso a cargamentos de
droga protegida políticamente, administrando y distribuyendo el contrabando de
electrodomésticos,
computadoras,
electrónicos,
farmacéuticos,
juguetes,
ropa,
pornografía y automóviles robados. Se olvidó de los emos y se mudó a un apartamento
en la colonia Roma, que compró en efectivo, y donde lo visitaban Mary y otras chicas,
digamos, normales, a quienes conoció gracias a sus nuevos amigos del gobierno, en
un intento por escaparse de la corrupción estética que lo hechizaba.
Como un desafío, adquirió un Mercedes Benz similar al que le fue quitado. Visitaba
a sus padres los domingos. Allí narraba con arrogancia su vida profesional (tronaba sus
dedos cuando se refería a sí mismo) con la perversidad reconcentrada en la mirada. En
sus mejillas florecían unas sombras rojizas, como solía ocurrir cuando disimulaba algo
o se ponía nervioso. Esperaba con impaciencia la zalamería de sus familiares, pero no
hubo lisonja que llegara a sus oídos. Su padre movía la cabeza, reprobándolo,
consciente de su inminente caída. Su naturaleza corrompida no daba pie a una
intervención para disuadirlo del quebrantamiento. Bufaba cuando escuchaba el nombre
de don Rodrigo y benefactor de su hijo. Notaba que Gustavo le guardaba un respeto
excedido, una admiración sobreactuada. Cuando ya no podía más, con los pelos de
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punta, sabedor de que no tenía derecho a la intimidad de Gustavo, ni cuando, a
pregunta expresa de la madre sobre a qué se dedicaba para hacerse de lujos si el
salario de un funcionario público de su nivel tampoco daba para tanto, se levantaba y
se encerraba en su estudio.
—¿Todo eso que haces y no nos cuentas, lo saben tus amigos Alfredo y Susana?
—preguntó la madre azorada.
Mintió diciendo que sí, y que no hacía nada malo, pero la verdad era que sus
amigos no estaban al tanto de su colosal enriquecimiento. Comprendían que en esa
posición tendría acceso a alguna triquiñuela que le dispensara del suntuoso coche,
pero creían que el departamento era rentado y no comprado en efectivo. Alfredo
tampoco sabía que su padre participaba de los negocios de don Rodrigo, vía Gustavo,
en las aduanas. Dicha ignorancia tendría sus consecuencias.
La madre de Gustavo sentía que la realidad que pintaba su hijo se torcía en algún
punto. Lo veía contar sobre sus éxitos con su mueca de embustero, una media sonrisa
que la convencía a no tragársela en lo mínimo, signo indiscutible de que sucumbiría.
Cuando dejaba de hablar a trompicones y terminaba el postre, se encaramaba en
su coche y salía deprisa rechinando llantas. No se le vería hasta la siguiente semana,
acaso ostentando un reloj de oro con diamantes y una vestimenta de diseñador, que no
solía vestir. “Nomás le falta el bigotito de galán a este cabrón-güevón”, dijo la madre a
su marido. Él, desacostumbrado a ese lenguaje en su mujer, hizo un gesto
despreciativo con las manos, como para rechazar los pensamientos que le invadían.
No supo qué leer en el talante de su hijo.
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FELIPE CUEVAS RUIZ
La piel acerba
9
Por el interfono, se escuchó la voz metalizada de la secretaria:
—Doctor, está al teléfono Susana Dracoulis. ¿La transfiero?
—Sí, Angélica, gracias —indicó el abogado. Tenía los labios comprimidos, los ojos
desprovistos de luz, una tristeza que le rebanaba el alma.
Como ventosa, el anochecer se adhería a la ventana. El sonido de la llovizna le hizo
sentirse como una libélula sacudida por el viento. Estaba apesadumbrado. Le sucedía
diario, casi a la misma hora. Abrió la gaveta derecha del escritorio para contemplar la
pistola. “Calladita te ves más bonita. Así… así… quieta”. Casi vio que el arma le sonrió
condescendiente. La secretaria tardó en transferir la llamada: se puso a charlar con
Susana. Hablaron de los galanes de la televisora:
—Preséntame a César, Susy, ¡Está guapísimo!
—Claro, Angy, nomás que pueda lo invito al antro, te lo presento y chance y hasta
te lo tires, ¡ja ja!
—Me invitas, ¿eh?, pero sin mi jefe, porque es muy serio y qué pena…
Alfredo percibía la sonrisa de la pistola cuando entró la llamada.
—¡Amigui! ¿Cómo estás?
—Trabajando, amiga; tristeando también.
—¡Ya, cabrón! Ya quítate de pendejadas y sonríe. ¡Ánimo! Mira que te llamo para
hacerte sonreír. ¿Recuerdas a Bárbara Docal?
—Cómo olvidarla, Dragoncita.
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La piel acerba
[FELIPE CUEVAS RUIZ]
—Ah, pues anoche me fue a buscar al plató y me pidió hablar contigo. Me dijo que
se trataba de un asunto legal, una consulta, por aquello de que eres abogado fiscalista.
No fue muy clara. Le ofrecí tu teléfono para que agendara una reunión y se negó. Dijo
que prefería visitarte, como es debido, y que si yo pudiera hacerle el favor de agendarla
de acuerdo con tu tiempo. Y aquí tienes a su pendeja haciéndole una cita de amor con
pretexto de negocios. ¿Cómo ves?
Alfredo sonrió con flojera, mas una luz le quemó el pecho y no pudo refrenar una
alegre sonrisa. Las imágenes de la actriz fulguraron en su cabeza con los matices
intrincados de un caleidoscopio. No le era posible responder.
—Te estoy hablando, güey. ¿Qué opinas?
Alfredo saltó del sillón. De pie, respondió:
—No sé qué decir, Susy. Me siento feliz.
—Vaya, ¡revive el muerto!
—Aunque preveo que sólo se tratará de una consulta legal. ¿Vendrás tú con ella?
—Al parecer así lo quiere, pero no me dan ganas. Ya sabes que los temas
legaloides ni los entiendo ni me gustan. Veré la manera de que vaya sola; será mejor.
—A ver qué pasa —respondió con frescura—. Dile que puedo cualquier día de la
próxima semana a partir de las tres.
Se despidieron.
Se extinguió la llovizna; sirvió para ensuciar la hojalata de los coches. La noche dejó
escapar las exhalaciones de las coladeras preñadas de agua con basura. El aroma
penetró las oficinas, agrió el aire. Le llegó el sonido de las voces apenas perceptibles
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FELIPE CUEVAS RUIZ
La piel acerba
de sus empleados despidiéndose: ¡Hasta mañana, Angie! ¿Todavía te quedas otro
ratito? Sí, nada más que el doctor me diga si ya me puedo ir…
El espejismo amoroso se hizo cargo de su fantasía. Era una noche sosegada,
borrada de su propia historia. Sintió la pistola lejana y la dejó dormir en la comodidad
de la gaveta derecha.
—¿Se le ofrece algo más, doctor? —escuchó por el altavoz.
—No, Angélica. Ya puede irse. Nos vemos mañana. Que descanse.
—Gracias. Que pase buena noche.
“Buenas noches”, pensó e imaginó polvillo argento sobre senos sin sostén, una ceja
enarcada, la órbita de la grupa, ojos semejantes a cardenillos y la noche manchada con
semen estelar fertilizando el firmamento… Abstracciones cuya sustancia poética le
pareció pésima.
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Alguien llamó a la secretaria Angélica para concretar la cita (Alfredo supo que no fue
Bárbara). Ella, con un gesto de morboso deleite, la anotó, pero no pudo contener los
celos imaginándola a solas con su jefe. La persona fue clara: “Solicito una entrevista
con el doctor Galván para la señora Bárbara Docal…”. “¿Vendrá?”. “Sí, ella asistirá,
señorita”, recalcó. “¡Qué estúpida me sentí al preguntar si vendría”, se dijo la empleada.
La actriz se presentó puntual en compañía de su padre, hombre de mediana
estatura y apariencia morisca: ojos avellanados, párpados árabes, entrecano, vestido
de traje oscuro; un ser que conquistaba el espacio conforme recorría el vestíbulo y
analizaba el ornato de paredes y estantes. Era, digamos, la manifestación del atractivo
de la hija hecha varón. Ella vestía un traje sastre gris; le favorecía un enjoyado discreto
y poco maquillaje.
La recepcionista anunció su llegada a la secretaria:
—¡Ya llegó! —musitó escondida tras la recepción—. ¡Viene con su papá que está
guapísimo!
Acostumbrados a ese tipo de manifestaciones, los visitantes ni se inmutaron con el
cuchicheo. El padre miró a la hija sin una expresión definible; se encogió de hombros.
Bárbara sonrió: “Mira, papi”, le dijo acariciando su hombro, “ya tienes otra admiradora”.
El hombre respondió palmeando la mano de su hija. Se sentaron en la salita. Él
tamborileaba con los dedos en la mesa de centro y leía la portada de una revista de
abogados. Bárbara clavó la mirada en la recepcionista, quien optó por refugiarse detrás
de su computadora.
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—¿Qué miras, pa’? ¿Qué piensas? Porque no estás leyendo.
Él murmuró:
—Nada. Veía a esta bola de malnacidos. Me dan ganas de matarlos a todos, y a los
inspectores de impuestos, más —ella rio—. Me han contado un chiste de abogados
buenísimo, ¿lo querés escuchar?
—Sí, papi —hizo un gesto para que fuera discreto.
—Eran tres cirujanos que discuten sus experiencias en cirugía. El primero dice: “A
mí me gusta operar a los contadores, los abrís y tienen todo numerado”, a lo que el
segundo contesta: “No, yo prefiero a los bibliotecarios. Tienen todas sus partes
ordenadas alfabéticamente. ¡Es maravilloso!”, y el tercero concluye: “pero los más
fáciles son los abogados: carecen de corazón y de riñones, y la cabeza y el culo son
intercambiables”.
Rieron, tapándose la boca. Ella escondió el rostro en el hombro de su padre y
después le dio un beso en la mata de risos. Aún bromeaban cuando escucharon un
taconeo resuelto. La secretaria les indicó que la acompañaran: “El doctor los recibirá”.
Se levantaron; Bárbara, del brazo de su padre, siguió los pasos de Angélica. Entraron a
una oficina amplia, decorada a la manera de los abogados: estantes atiborrados de
libros voluminosos con los signos del uso y sus lomos grabados con títulos como Juicio
de Amparo, Derecho Civil Mexicano, Código de Derecho Canónico, Derecho Mercantil,
Las Garantías Individuales, Práctica Forense del Juicio de Amparo, Compendio de
Derecho Civil, Derecho Procesal Mexicano, Filosofía del Derecho, diplomas, títulos de
licenciatura, maestría y doctorado, cuadros con motivos de corceles, una marina y uno
de Rafael Coronel colocado en un nicho con luz propia, que el visitante reconoció y en
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el que se sugerían juegos planimétricos de animales tropicales. El escritorio adolecía
de papeles; sólo se veía la lámpara y un vaso de agua.
La secretaria les pidió que tomaran asiento en la salita, frente al sillón de orejas.
—¿Gustan algo de beber?
Ellos se negaron.
—En un momento vendrá el doctor. —La señorita se retiró entrecerrando la puerta.
Bárbara se puso de pie y caminó alrededor. Admiró los volúmenes en los libreros y
se aproximó para observar la fotografía del título y las de los posgrados, arrobada por
el arcano de la estancia. Suspiró y en ese instante el aire sonó como un cañaveral
reverberando. “¡Chíldrix!”, dijo con la emoción de una ciega que acaricia la musculatura
marmórea de los Esclavos de Miguel Ángel. El padre notó la atracción de la actriz hacia
las fotografías; sintió que su ser se le escapaba de entre las manos como pez aceitado.
Se enfadó.
—¿Chíldrix? ¿Qué es eso de Chíldrix?
—Es una curiosa expresión que dicen los camarógrafos. La tengo pegada desde
hace días —dijo mientras recorría con el dedo el cuadro de los corceles—. ¿Por qué?
—¡Suena horrible! No digas eso, no significa nada.
—Claro que sí, quiere decir chido, papá, bonito…
El padre frunció el entrecejo. Su fisonomía adquirió un aire encrespado. No se dijo
más porque escucharon una voz masculina en el rellano de las escaleras. Daba
instrucciones.
—Es él… —dijo Bárbara, reconociéndolo—. Mejor me siento; verá que ando de
fisgona.
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—Y cómo no, parece como si estuvieras tomando posesión de tu nueva casa.
Apuró el paso y se sentó. La puerta se abrió. Apareció Alfredo. Los visitantes se
pusieron de pie y saludaron. Ella se tallaba las manos con nerviosismo mientras los
señores pronunciaron las comunes frases de presentación. Soy Jorge Docal, papá de
Bárbara, ¡mucho gusto!
Bárbara no sabía qué comportamiento tendría su papá frente al abogado. Sin
querer lo miró con una tristeza compasiva. Alfredo también era todo palpitaciones, pero
mantuvo el control. Los invitó a sentarse y les ofreció café. Se negaron de nuevo.
—Me comenta mi hija que le gusta la literatura —exclamó, recalcando su acento
rioplatense.
—Un poco. Leo lo que puedo; pero ahora estudio filosofía.
—Interesante. A mí también me gusta leer. ¿Qué opina de Borges, de Cortázar?
—¡Papá!… —Bárbara le dio a entender con la mirada que no fuera fastidioso.
—Es que Bárbara me ha hablado muy bien de usted, doctor.
—Hábleme de tú, don Jorge.
—Gracias, Alfredo. Decía que mi hija me ha dicho que eres culto y ocurrente. No
encuentro en este país quien lea a mis paisanos; si no a los clásicos, menos a los
contemporáneos. ¡Ah! y la música: la “Negra” Sosa, Los Chalchaleros, Los Hermanos
Ávalos, Horacio Guaraní, el "Chaqueño" Palavecino; qué decir de Gardel. Todos
invocan los recuerdos más sentidos del lugar donde nací, porque México ya es mi
nación. Ahora escucho a Agustín Lara, a José Alfredo Jiménez, Pedro Infante, Jorge
Negrete, Alejandro Algara, Chavela Vargas, Fernando Fernández y su tocayo De la
Mora; a Vicente Fernández y hasta a Luis Miguel.
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—¿Ha escuchado a Los Nocheros? Es un grupo joven, pero exitoso.
—¡Claro! —reconoció y se llevó un dedo a la frente—: ¡Olvidé mencionar a
Atahualpa Yupanqui! Sin duda, el mejor. De los escritores, qué te parece Borges, y qué
tal las metáforas de Cortázar… —comentó con el acento porteño—: ¿Qué pensás?
¿Te gustan?
Alfredo se mantuvo pensativo; en el ínterin, Bárbara se emocionó: en sus ojos se
leía que deseaba la réplica al sutil reto de su padre, que apelara al pensamiento
reflexivo que le conoció. La víspera, cuando le pidió a Susana los teléfonos para
solicitar la cita, quiso saber más de él, así que platicó con ella largo rato y obtuvo lo que
quiso. Susana le confirmó, además de su historia, que era ilustrado. Lo observaba con
sus ojos altivos y la ceja curveada; las manos reposaban sobre el oculto follaje trigueño
de su entrepierna, debajo del enfaldo gris.
—Sí, los he leído. Borges me gusta, pero no lo he leído tanto como quisiera.
Recuperó la literatura sin moral y se despojó de sentimentalismos. Reescribió sus
textos tanto como pudo para legarlos sin adornos excesivos ni adjetivos inútiles. Borges
fue la orilla urbana del lenguaje: la ambigüedad, la sátira, el doble sentido que tanto nos
gusta a los mexicanos. Así como Cortázar, construyó la memoria a partir de la metáfora
para edificar sus realidades. El lenguaje es el actor, el punto de partida que nos
conduce a la metaficción de su obra. Es el guardagujas que da las señales con su
banderita y su farol en los empalmes de las vías de la literatura y nos traduce entre
líneas la dimensión política de sus textos. Borges es maravilloso.
—Y de Cortázar, ¿tiene la misma erudición?
Bárbara miró a su padre de nuevo con el gesto de no seas impertinente.
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—Uff… —exclamó la voz muy tenue—. José Lezama Lima elogió una metáfora de
Rayuela; dijo algo así como: “Raíz profunda, porteña; su universalidad…”. Mi memoria
falla; traeré la novela.
Fue a los estantes y tomó el libro. Se sentó sin mirarlos, extasiado por La Maga de
los ojos verdes (así pensó en Bárbara mientras hojeaba Rayuela).
—¡Aquí está! Dice: “Berthe Trépat miró una vez más al público, su redonda cara
como enharinada pareció condensar de golpe todos los pecados de la luna, y la boca
como una guinda violentamente bermellón se dilató hasta tomar la forma de una barca
egipcia”. La metáfora es bellísima.
—Lo es —agregó ella.
—Lo pone a uno en pausa —dijo el padre en tono distante y teatral—, con la piel de
gallina. Nos transporta a su tiempo en París, con Lucía cuando escuchaban un jazz de
Coltrane.
—Si algo bueno sale de Argentina son escritores. ¿Le gusta Ricargo Piglia?
—No lo conozco —reconoció.
—Se lo recomiendo. Dice algo interesante, que hay quienes tienen fascinación por
el fracaso, sobre todo en la juventud, y que muchas veces eso es lo que la gente
busca. El fracaso tiene un vértigo infernal, atrae a la mayoría. Casi todos somos
fracasados. ¿Pero qué es un fracasado para Piglia? Un hombre que tiene muchos
dones, quizá más que los hombres de éxito, pero que no los explota. Entonces, cuando
se da a la búsqueda del éxito, destruye sus dones y naufraga, arruina su vida. ¡Caray!
Es una síntesis de la historia de México; si sabrá de eso Piglia, que es historiador —
concluyó el abogado.
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—Interesante lo que decís, pero, ¿no me dirás que eres un fracasado en los
asuntos del trabajo, verdad? ¿Concuerdas con Piglia para esas cuestiones? Si no,
imagínate a qué abogado me ha traído mi hija… —dijo manoteando.
—Comprendo su preocupación, don Jorge. Le aseguro que, tratándose de chamba,
son fáciles las cuestiones fiscales. Soy un fracaso en otros temas, quizá más
profundos; me hubiera gustado ser poeta o profesor de historia, como Piglia.
—Aprovechando, quisiera traer el tema de nuestra visita. ¿Es fácil ganarle al
gobierno?
—Sí, lo es, y más aún si poseemos los recursos para ganarle al fisco, y no hablo de
dinero. Es necesario tener la llavecita para abrir la puerta de la libertad fiscal —miró
con liviandad a la actriz. Ella bajó la mirada—. Imagínese: dejar de darle cuentas a
Hacienda —dijo como un querubín con rostro de Caín vagando por la tierra de Nod.
—¿Y crees tú que yo tenga esa llavecita?
El abogado la miró de nuevo y se acomodó en su sillón.
—Depende de su expediente. Mejor, platíqueme su situación.
—Muy simple —dijo, respirando con la hondura de los que duermen angustiados, y
luego relató que hacía cinco años había tenido auditoría. Los contadores, unos
incompetentes, atendieron la visita y firmaron de conformidad los oficios, utilizando su
poder notarial, lo que dio certeza jurídica a la acción. Con argucias y falsos
argumentos, rechazaban las pólizas cuyos comprobantes fiscales no cumplían, según
los auditores, los requisitos, de modo que, cuando desacreditaron el dos por ciento de
la contabilidad, recurrieron a la facultad de Ley para determinar un adeudo exorbitante.
“¡Lo aproximado a un millón de dólares!, ¿podés creerlo?” Mientras relataba, la sangre
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inundaba los diques de sus venas; vituperó a los funcionarios. “¡A esos comemierda los
mato!”.
—¿Qué hizo cuando le determinaron el crédito, don Jorge? ¿Sus abogados
respondieron antes de los cuarenta y cinco días que marca el Código?
—Sí. Los abogados litigaron por años el Juicio de Nulidad, sin ganar. No me
informaban el estatus procesal, ni me facilitaban copia de la supuesta sentencia a su
favor. Las multas que acompañaban a la Auditoría se habían vuelto un enjambre de
avispas, por la cantidad y la molestia... Hay que atenderlos cuando se les da la gana.
Los abogados no se encargaban de los citatorios y a veces tuve que pagar las
sanciones. Para colmo, me enviaban contratos adicionales por el mismo asunto, pero
ahora con un clausulado leonino y el cobro de un porcentaje de comisión mayor al
pactado. Unos buitres... Claro que no los firmé.
Hace tiempo que Alfredo no veía una escena así: el padre tapándose la cara y la
hija con la expresión extraviada. Los problemas con Hacienda, pensó: el fantasma con
el que nadie quisiera toparse, un vampiro que no permite trabajar, y que está allí sólo
para hacer sangrar.
—No resisto más. Me congelaron las cuentas bancarias, como si no fuera suficiente
el acoso de los citatorios. ¿Cómo voy operar? ¿Cómo se atreven a confiscar el salario
de mis trabajadores sin sentencia? —decía con su voz más puntiaguda—. Los
abogados dicen que interpusieron el juicio de Amparo y que les otorgaron la
suspensión provisional, pero para efecto de que las cosas se mantengan en el estado
que guardan. Significa que la cuenta seguirá congelada. ¿Qué es eso, Alfredo?
¡Increíble! Hacienda puede congelarme, aun cuando el asunto sigue en litigio. ¿Qué
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país es éste, sin leyes para defendernos de los abusos del estado? Mirá, yo vine y me
naturalicé mexicano escapando de las brutalidades de mi país, y me encuentro con que
aquí no hay golpes de estado, pero las crisis son recurrentes. Si antes sucedían cada
seis años, ahora es la crisis mundial y la poca recaudación lo que nos tiene fritos a los
cautivos, únicos que trabajamos para mantener al gobierno, que no es sino un montón
de holgazanes. Como el petróleo ya se les acabó, andan muertos-de-hambre, robando
a las pequeñas empresas. Ayudame, Alfredo. ¿Qué podés hacer por mí? No sé qué
pensar sobre tus honorarios, porque los abogados son cabrones. Perdoná que me
exprese así, pero me inspiras confianza.
No se preocupe. Entre nosotros habrá más confianza de lo que cree, pensó Alfredo
mientras miraba de soslayo a su hija, con un hilo incesante de ardor. Lo tenía
sobrecogido. Ella lo veía con cautela. Se hacía presente con leves señales de
aproximación. Cuando estaba con él, se olvidaba de su novio.
—Quiero pagar lo justo, pero que se tome en cuenta lo ya litigado. Deseo saber en
qué estado se encuentra mi asunto, o si ya me rompieron el orto. ¿Entendés?
—Sí. De antemano, le digo que no tengo necesidad de mentirle. Sé lo que uno se
juega en los litigios. Envíeme el expediente. Voy a investigar cómo va la cosa. No es
necesario que gaste en poderes notariales expedidos a mi favor, ni tampoco le cobraré
por la investigación. Todo sea por Susana. Sus amigos son mis amigos. Cuando sepa
algo, le llamaré.
—¡Magnífico! Dale tus teléfonos, hija, que te llame porque yo estaré fuera. Anótalos
aquí —dijo y le extendió su tarjeta. Escribió en el dorso de una tarjeta y se la entregó.
Cuando el abogado la tuvo, examinó la caligrafía aovada de colegiala y un mensaje
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que decía: “Gracias. Llámame”, y el número celular. Como se tardó examinando la
tarjeta, Jorge Docal se preguntó qué tanto le ve. Se le ocurrió decir:
—¿A qué se dedica su empresa, don Jorge?
La pregunta sirvió para que su interlocutor se explayara hablando de su infancia, de
sus inquietudes de empresario y de su matrimonio con una mujer bellísima que le había
dado dos hijos: un niño y una niña, pero por circunstancias de la vida, el interés mutuo
cambió y la señora decidió continuar sola. Le pidió el divorcio. Solo y con los hijos a su
cargo, emigró a México. Habló de lo difícil que fue conocer el DF. Inició el negocio con
sus ahorros. Se hizo de algunos clientes hasta que fue reconocido por honesto y
puntual. Distribuía componentes eléctricos. “Veinte años después, me cayó Hacienda”.
Hablaba y manoteaba como un italiano en América, a pesar de su apariencia de
fenicio. Bárbara, aburrida de la perorata, fue al ventanal. Admiró el jardín: las aralias,
los helechos, las dalias y la buganvilia. Carraspeó para indicarle a su padre que era
momento de irse. El argentino levantó las cejas tupidas, algunas tan largas, que se
extendían al espacio como los bigotes de un jaguar. Agradecieron las atenciones y la
lectura de Cortázar.
—Entonces, Alfredo, ¿crees que tengo la llavecita?
—Estoy seguro de que sí, don Jorge. ¡Encantado!
Alfredo y Bárbara se despidieron. Él se sintió como si su encuentro hubiese durado
una eternidad. Se reunieron en un instante las emociones del manierismo: el idioma de
las manos enganchadas creando un vínculo intenso de confianza y el beso en la
mejilla. Ella parecía conformarse con la perspectiva cinematográfica del episodio:
hundirse en otro espacio que no era el suyo, adaptarse a una atmósfera ajena en la
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que ardían los pecados de la luna de Cortázar. No vio la boca con forma de barca
egipcia de Berthe Trépat en Rayuela, pero se vio a sí misma en esa misma barca,
navegando por el Nilo, por los cerros del arcén de Amada, recortados delante de un sol
esplendoroso que amarillaba el firmamento y contrastaba con los frunces del agua
corriente. Creyó escuchar a Alfredo silbando las canciones de Najwa Karam. Las
manos se separaron, pero compartieron el sudor egipcio; experimentaron lo que era
estar en el purgatorio dantesco: la dilación inerme del tiempo antes de ser amado,
condensándolo todo.
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Antes de dirigirse a la oficina como todas las mañanas, Gustavo notó que el mundo se
había transformado para él. La armonía que le dispensaba la pereza y la sujeción
paternal se habían extraviado como una canoa a la deriva en Xochimilco, arrastrada
por la corriente hacia el terror de La Isla de las Muñecas. Vivía azorado y nervioso. Se
contemplaba en el espejo retrovisor y sentía la configuración de su rostro adulto como
retrato inconcluso: tan sólo un adolescente próspero. Entonces aceleraba en su
recorrido por avenida Reforma. Se revolvía en la soledad del poder, inmerso en un
estado de invisibilidad auspiciada por los ojos del que todo lo ve y todo lo calla. Las
transas que hacía para sus jefes lo mantenían a últimas fechas incorrupto de amores,
viendo pornografía mientras cenaba un cereal rancio. Despertaba humedecido,
pensando en la blancura de la ropa interior femenina intoxicada de fluidos ventrales,
más vulvas, ombligos, nalgas, pezones, bocas y lenguas.
Con los labios deshidratados y las manos aferradas al volante, se paseó de un lado
a otro de Reforma sin importarle que le mentaran la madre quienes se sentían
amenazados por su trayectoria. Recordó que esa mañana trabajaría en una actividad
que lo mantendría ocupado: le correspondía desviar, poco a poco, veinte millones de
pesos de las arcas del gobierno sin dejar rastro de malversación, adjuntando los
comprobantes fiscales de las licitaciones simuladas que lo escudarían en caso de
auditoría. Pensó en Alfredo Galván: “Querido amigo”. Quizá con alguna de sus
asociaciones civiles podría ayudarlo a cubrir parte del desfalco a cambio de una
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
comisión. “¡Olvídalo!”, se dijo de inmediato: “Sabiendo cómo es, me va a mandar a la
chingada”.
(“—¿Qué pasó con el equipo de reproducción de CD y DVD que te pedí? —se
acordó de pronto de la petición de don Rodrigo mientras se estacionaba en el SAT.
”—El laboratorio de reproducción ya está montado y trabajando, don Ro. En
Mazatlán, como usted lo solicitó”).
Sí: su vida había cambiado.
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Comenzó a llover cuando partieron. Sin premeditación, como siguiendo un impulso,
Alfredo salió para verlos alejarse. Los perdió de vista y entró a la casona empapado. La
recepcionista lo miró como cuando se reconoce a un chiflado. Tenía frío. Mientras
barría su oficina, la señora Elena lo vio entrar tiritando.
—¡Te va a hacer daño, niño! Mejor ve a tu cuarto y cámbiate. No sé a qué saliste.
—Pero yo sí… —aclaró Angélica desde su escritorio, mientras tecleaba en la
computadora.
La señora comprendió y le dedicó una mirada de complicidad. El abogado cerró la
puerta para que la secretaria no pudiera oírlos. Le tenía más confianza a esa señora
que vivía con él, que a su asistente.
—Me da gusto que estés mejor —dijo a media voz—, que ya no te duela tu pérdida.
Ojalá que esa muchacha sea buena, si de verdad la quieres. No pude ni verla; andaba
lavando ropa, pero oí los murmullos de las viejas. ¿Es famosa, verdad?
—Sí —respondió sonrojándose.
—Nomás cuídate de los reporteros. Son gente mala que ronda pa’ sacar provecho
malsano. Los que peor la pagan son los allegados.
—Sí, nana —también los empleados la llamaban así—. La conozco poco, pero me
atrae, aunque no me hace olvidar a Fernanda.
—Pues sólo hay un modo de saber si es buena, niño.
—¿Cómo?
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—Lámale. Invítala a cenar o a tomar café; tú sabes de eso. Que no pase el tiempo.
No tiene nada de malo que sepa que te gusta. Si se hace del rogar y se anda con
jueguitos, bótala. Ya no estás para esos trotes, y ni falta te hace. Con lo que eres,
¡cuántas chamacas ya quisieran por lo menos un acostón!
—¡Nana!…
—¡Nada de nana! Llámale y ponla a prueba, sin miedo. Lo peor que puede pasar es
que no se dé la cosa.
—Tienes razón. Le llamaré ahorita. Pero no te vayas.
—¿Por qué no? ¿Yo qué necesidad tengo de oír arrumacos? Es cosa tuya. Sé
honesto, dile lo que sientes. Verás que no te manda a volar.
La señora Elena le hablaba con una confianza que producía respeto y afecto. El
rostro del abogado se encendió. La valentía se entronizó en su ánimo. Entonces la
doméstica decidió salir para ir por una camisa limpia.
Tomó el teléfono. Marcó. La actriz no respondió el celular. Volvió a marcar.
Tampoco contestó. Se le ocurrió enviar un mensaje de texto: “Soy Alfredo Galván.
Quisiera hablarte. Respóndeme. Saludos”. La señora Elena entró de nuevo para darle
ropa limpia, una toalla y un peine. Ya solo, se cambió y volvió a marcar:
—Hola.
—Hola —respondió un poco paralizado.
—Qué pronto llamaste.
—Quise escucharte de nuevo.
—Gracias. A mí también me da gusto oírte.
—Te invito a cenar. Hoy…
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FELIPE CUEVAS RUIZ
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—No puedo.
Se hizo el silencio. Pocas veces se quedaba sin saber qué decir. Ella lo pensó así
también.
—No sé si deba… —dijo ella con una voz infantiloide. Alfredo la imaginó vestida
como Lolita. Sintió una vibración en el bajo vientre. Tuvo una erección.
—Anda, paso por ti y vamos a cenar. Conozco un excelente restaurante italiano.
—No puedo —insistió—. No en un lugar público.
—¿Qué tal en un lugar privado?
—Podría ser.
—¿Se te ocurre algo? —preguntó con cautela.
—Tu oficina. ¿A qué hora salen tus empleados?
—En unos minutos. ¿Por qué?
—Porque tampoco quiero que me vean.
—Ya casi se van. Bueno, sólo quedaría mi nana, la señora Elena. Vive aquí, pero
es discreta como una tumba, ni siquiera la verías.
—Te veo a las ocho. No me gusta, pero seré yo quien vaya —decretó con una rara
sonrisa—. ¿Tendrás algo bueno para cenar?
—Lo que quieras. ¿Deseas algo en especial? —inquirió, presa de una descomunal
emoción.
—Nada que engorde. Ni se te ocurra pedir pizzas o tacos.
—Muy bien. A las ocho.
Colgaron.
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
Alfredo aspiró. Lejos de tranquilizarse, sus latidos se hicieron más violentos. Tomó
el teléfono y por el conmutador solicitó a su asistente que llamara a Elena. Cuando
entró, notó su conmoción.
—¿Qué pasa? ¿Tan mal te fue?
—Al contrario. Viene a cenar.
—¿Aquí? Qué cosa más rara. ¿Por qué?
—Es famosa, tú sabes. Nadie puede verla, es decir, no podemos cenar en público.
Le armarían un escándalo porque dizque tiene novio.
—¡Uh, qué la canción!… Bueno pues, ¿qué necesitas?
—Discreción, y ver si tenemos vajilla, copas, cubiertos bonitos.
—No hay nada de eso aquí. Y si ahorita me pones a hurgar en la cocina, las
serpientes se van a dar cuenta. Vaya si las conozco.
—Es cierto. ¿Qué hacemos entonces?
—¿A qué hora viene la muchacha?
—A las ocho.
—Ah, pues tienes tiempo para comprar una botella de vino y la cena. Pídela a
domicilio.
—Eso es fácil. ¿Y la vajilla, las copas, los cubiertos?
—Cenen con lo que hay. No la acostumbres a elegancias a la primera. Ella decidió
venir; que cene con los cubiertos de fonda que compraste pa’ que comiéramos. Te voy
a acomodar lo mejor que encuentre en la sala de juntas. Hay por ahí velas con sus
candeleros. Mientras, vete a comprar el vino y la comida. No querrás ofrecerle
quesadillas y frijolitos.
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FELIPE CUEVAS RUIZ
La piel acerba
—No, no. ¡Excelente! Te dejo a cargo, nana. ‘Ora vuelvo.
—Sí, niñito. Ándale, que se te hace tarde.
La lluvia había cesado. El restaurante se comprometió a entregar la cena antes de
las ocho. Volvió. Los empleados se habían ido y la nana trapeaba la sala de juntas.
Alfredo se alegró, aunque el semblante se le tornó cetrino cuando se dio cuenta de
que sería la primera vez que cenaría con una mujer desde el fallecimiento de
Fernanda. Quiso rehacerse para que la nana no se diera cuenta. Preguntó, fingiéndose
el sorprendido:
—¿Cómo? ¿Ya te dio tiempo de arreglar la sala?
—¡Claro! Apenas saliste, la bola de flojos —dijo señalando con desprecio los
escritorios desocupados de los empleados— se largaron, según ellos, a chupar a un
bar. ¡A chupar a un bar!… —repitió acalorada—. Al ojo del amo… Regáñalos. Te andan
tomando la medida. Desde que te encerraste, se traen unas murmuraciones que
pa’qué te digo. Mira nada más qué cara traes, ¡la tienes hueca! Deberías estar alegre:
viene una muchacha bonita. Siéntete halagado. A ver si me dejas conocerla.
Consiguió encajar una respuesta.
—Sí, nana. Sabe que eres de confianza.
El abogado se quedó callado, contemplando el resplandor renovado de la sala de
juntas, con los libros en los estantes, los cuadros alumbrados, los espejos relucientes y
la superficie de la mesa recién abrillantada. Había floreros rebosantes que ya le
procuraban un aroma delicado. Tenía en los ojos un baile de obstinada ilusión.
—Báñate, niño, te queda poco tiempo. Yo me encargo de todo; recibiré la comida y
la dejaré lista en la cocina.
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La piel acerba
[FELIPE CUEVAS RUIZ]
Convencido, subió a asearse.
La actriz llegó puntual, en un auto negro. Elena escuchó el motor mientras ordenaba
las flores y salió a ver si era ella. A esas horas solitarias, ya casi no circulan coches por
las avenidas laborales de Las Lomas, de modo que el sonido de motores se escucha
como tromba. Allí se encontraba la joven. Estaba oscuro, pero la reconoció por el
contorno de las cejas (una más arqueada), el brillo verdoso de las pupilas y el perfil
engallado. Bárbara miró con curiosidad a la nana en su delantal azul y sus zapatos
tenis, de pie junto a la puerta. Se acercó al vehículo y le sugirió a la conductora que lo
metiera en la cochera. Después, le abrió la portezuela y la saludó con simpatía, sin
darle la mano. La condujo a la sala de espera, donde había estado antes con su padre.
Le sirvió un vaso de agua.
—El joven baja en unos instantes, señorita. Se está emperifollando.
—Gracias —respondió con la voz inquieta, mirando en todas direcciones para
comprobar que sólo estuvieran la señora, el abogado y ella.
—La dejo un momentito. Con su permiso.
La actriz dio las gracias otra vez y permaneció sentada, con las piernas cruzadas.
Cerró los ojos. Aspiró. Estaba nerviosa. Quiso centrarse en las sensaciones de su
cuerpo y de su talante. Percibió su peso apisonando el asiento acojinado, imprimiendo
la impronta de sus nalgas.
Alfredo se presentó. Le dio un beso en la mejilla y sostuvo su mano. Ella lo miró con
rigor, un tanto apenada.
—Veo que ya conociste a la nana. Es amable. Yo la quiero —se apresuró a explicar
con aparente calma.
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—Sí, es amable. ¿Cómo se llama?
—Elena. Es de Guanajuato y vino desde hace mucho al DF para cuidarme —rio.
La pareja creó una transparencia sin igual en el aire, mientras estuvieron en el
vestíbulo. El tiempo se estancó. La primavera se le instaló a Alfredo en el arrecife de la
pelvis. Deseaba ser tragado por un maremoto para no sonrojarse más y seguir
encarando la inexpresable hermosura de la chica, como pincelada por Renoir. Su
gestualidad proclamaba curiosidad. Sentía que no había modo de amarla mal si se
liberaba de la torpeza y la vacilación, como le había recomendado la señora Elena: que
su ser natural y campechano fluyera. Sin querer, se mostraba irresistible: alto, castaño,
dotado de un perfil apuesto, la nariz prominente y recta, los ojos verdes melancólicos
bajo unas pestañas tupidas y rizadas que los protegían como mamparas, y la boca a un
tiempo risueña.
—¿Vamos al comedor? Bueno, aclaro, no es el comedor, pero la nana preparó la
sala de juntas para la ocasión. Traje un vino muy rico.
—Sí, vamos.
La actriz notó que había dos espejos adosados a los muros, uno frente al otro, de
modo que pudieran reflejarse mutuamente.
—¡Qué chistoso! —dijo poniéndose frente a uno y comprobando el efecto: las
imágenes de multiplicaban hasta el infinito. Daba la apariencia de encontrarse en
sinnúmero de salas de juntas—. ¿Cómo se te ocurrió ponerlos así?
—A mí no; a María Teresa de Habsburgo, en su palacio de verano. Hace algunos
años estuve en Schönbrunn y descubrí el detalle. Quise imitarlo.
—¿Y qué significa para ti?
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—No mucho. Me reflejo y me multiplico. Imagino que hay muchos Alfredos y que
cada uno vive independiente del otro y del otro y del otro —sujetó a Bárbara de los
hombros, se colocó detrás y la puso en una posición en que ambos se miraban
reproducidos. Prosiguió:
—Yo somos muchos, ¿lo ves? Por eso pienso que son existencias que no viviré
pero que no dejan de ser yo mismo. Al final, cuando llegue el tiempo de recapitular,
cada Alfredo contará su vida a los demás. ¿Les habrá ido mejor que a mí? ¿Quiénes
son sus esposas? ¿Serán abogados, o quizá se dedicaron a lo que les divertía? No
como yo… —manifestó con melancolía—. Si se portaron mal, ¿sus faltas estarán
fecundadas por sus propias condenas? Tal vez el concilio de los Alfredos durará una
eternidad antes de ser juzgados por Dios, que se ofende de lo que sea. Date cuenta: si
estuviésemos condenados, no pisaríamos el infierno. Ojalá que el día en que muera,
suceda aquí —dijo y pensó en una trinidad maligna: Lenin, Stalin y Mao Tse Tung.
—Pero no tienes cara de pecador.
—Chance y no, pero la vida se vuelve contra mí. Algún día serás vieja —dijo en un
lapso reflexivo—; una viejecita hermosa. —Deseoso de cambiar la plática, sugirió—:
¿Vamos a la cocina para servir la cena? He preferido que estemos solos, sin la nana
que nos ayude ni a lavar los platos, y como no soy hábil para estas cuestiones, tal vez
quieras ayudarme.
—Vamos, te ayudo.
Cenaron comida “molecular”: Aire de humo y soya, sopa Conde y chuletas de
cordero asadas con verduras cocidas. La maridaron con un Mariatinto de medio
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cuerpo, elegante y balanceado. Cenaron a media luz. Las velas sustituyeron las
bombillas.
Alfredo admiró la ambigüedad racial de su acompañante. ¿Qué era en realidad?
¿Una miscelánea de arábigo con sudamericano meridional? Se embelesó con el
pintoresquismo de los ojos verdes, avellanados, que escudriñaban la profundidad de
los suyos; las cejas frondosas heredadas de su padre junto con el torrente de pestañas,
la sonrisa argentinizada, el gesto italianísimo de las manos, los tirabuzones helénicos.
El abogado permaneció sin el amparo de sus expresiones, mientras Bárbara se
transformaba en un lucero macerándose en aceite hirviendo, viéndolo comer. Se sintió
mojada y evocó el aroma de su propia excitación. También penetraban las
emanaciones del jardín. Olían las rosas y los alcatraces: sólo hacía falta que Bárbara
se hincara desnuda para sostenerlos en una canasta.
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“—Hola, Gus —el sarcasmo colmaba el auricular—. ¿Cómo va la engorda de las
cuentas off shore? ¿Bien? ¿Has hecho las triangulaciones de acuerdo con el esquema
trazado? ¡Qué gusto, qué gusto! Sigue así. Pronto tendrás suficiente lana para rentarte
la suite real en el hotel Burj Al Arab de Dubai. ¡Adiós!”.
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A partir de la noche en que cenaron, el contacto se estrechó. Nació una amistad que
palpaba los bordes del amor y no los trasponía. Bárbara se detenía pensando en su
novio y en su hijo de ocho años. Al abogado le decía: “Qué pensaría tu hija si ni me
conoce”. Olvidaba que Luz María tenía apenas un año. Él reía sin sacarla de su error,
respondía con elocuencia y se volvía más seductor. Charlaban a diario y se escribían
notitas perspicaces por correo electrónico o celular. Cuando se veían, se contagiaban
la felicidad en las oficinas de Alfredo o en un apartamento de ella situado en el suburbio
de Bosque Real, en la periferia poniente de la ciudad. Era una vivienda amplia en un
octavo piso y con un gran ventanal con vista a la ciudad y al campo de golf. Había
pocos muebles. Él preguntó por qué no lo rentaba si vivía con su novio en la Condesa.
La actriz se encogió de hombros y descorchó la botella. Ponían velas en la sala
desamueblada y se sentaban en el piso de duela para ver el atardecer y el agua de una
fuente distante de la que fluía un chorro potente. Cuando oscurecía, no encendían la
luz. En las pupilas, brillaban las cárdenas flamas de las velas; parecían parte de un
Rembrandt. Ambos se contemplaban fascinados, sin tocarse, y sus sombras irradiaban
soflama. Cada vez se fueron haciendo de menos palabras y de más contemplación.
Antes de que se hiciera tarde (ella tenía un hijo que atender) lavaban las copas, se
hacían cargo de la basura y regresaban a la ciudad, cada uno en su coche.
Tiempo después, la actriz decidió dejar su condición afantasmada para contarle por
escrito lo que le sucedía, para escapar del fondo gelatinoso que la aglutinaba. Había
decidido separarse de su novio e irse a vivir con su hijo al apartamento de Bosque
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Real. “Ya no quiero vivir con nadie más, ¡nunca! Aunque sea maravilloso, no es justo
para mi hijo”, decía su primera misiva. La separación le era ajena incluso a su
manager. Cuando se enterara, propondría una estrategia de medios para darlo a
conocer al público, así que Alfredo era el único que sabía del escándalo mediático que
ocurriría y de la extenuación de la estrella para sobrellevarlo. Por su parte, se condujo
con un código no escrito que dictaminaba, so pena de sospecha, que la apoyaría como
buen amigo, y en esos términos respondió al mensaje por correo electrónico, dándole
ánimos y felicitándola por su determinación. Ella respondió así:
De: Barbara Docal; [mailto: [email protected]]
Para: Alfredo Galvan [mailto: [email protected]]
Querido Alfredo:
¡Muchas gracias por tu apoyo y tus ánimos! La verdad es que no esperaba
menos de ti. Me da alegría saber que cuento con tu amistad. Personas como
tú hacen que valga la pena la vida.
Pues sí, la verdad es que la situación es triste, pero aunque no lo creas soy
una persona que antes de tomar decisiones doy advertencias. Por más que
le expliqué que el amor es como una planta que hay que regar para que no
se marchite, él lo tomó a que soy una sentimental y que los cariñitos ¡son
boberías!
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Ya te tengo confianza. Para que te hagas una idea de por qué tomé la
decisión, te explico: llegué a apuntar cuántas veces me daba un beso en un
mes, y lo triste fue darme cuenta de lo poco que me besaba. ¡Por supuesto
no pretendía que lo hiciera a todas horas!
Cuando caminábamos, jamás me tomaba de la mano. Con eso de que le da
pena que le tomen fotografías los paparazzi... Y eso que le aseguré que no
tengo lepra, ¡je, je, je!
Respecto a mi vida en pareja, he de decirte que en vez de pareja tengo un
hermano (por favor que no cruce por tu cabeza lo que la mayoría de los
hombres piensan a este respecto, y sobre todo porque se trata de mí).
Pretende castigarme porque he hecho escenas profesionales de desnudo en
las películas. ¡No es justo!
En fin, te podría numerar un millón de cosas, pero no vale la pena. Esto sólo
te lo digo para que entiendas por qué tomé esa decisión. Quizá una de las
razones que más me duele es que siempre lo he apoyado económicamente,
y parece que lo único que le importa de mí es ese aspecto.
Cuando hablé con él y le expliqué por qué me quería separar, me dijo que
tenía razón y que él era el culpable de mi desilusión. No te puedes imaginar
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la manera tan fría como se lo tomó (mejor para mí, pues es menos difícil
superarlo). Tengo fe en que todo se arreglará para el bien de los dos. Yo no
tengo la intención de hacerle daño y quiero quedar bien.
No te puedo negar que tomar la decisión me dio miedo, pero la verdad es
que siento que quedarme con alguien sólo por rutina y por pena es dejar
pasar mi vida, mis sueños y mis esperanzas. ¡Tú sabes que soy una
romántica, lunática, enamorada de la vida y del amor, y no puedo vivir sin
amor! Si tengo poco o mucho dinero me da igual, pero no puedo vivir sin
amor. Ésa es la fuerza que me mueve, y sin amor, nada vale la pena…
Ya no te echo más rollos. Sólo quería decirte que te quiero mucho, que eres
un gran amigo y que agradezco a Dios que te haya puesto en mi camino.
(En estos momentos es cuando te das cuenta de quiénes son tus
verdaderos amigos).
Te mando un abrazo enorme.
Bárbara D.
Cuando terminó la lectura creó un abucheo mental para el novio, y pensó, como
cualquier descendiente del cromañón: ¿cómo es posible que no le hiciera el amor a
una mujer como Bárbara Docal? “Mejor, eso significa que es para mí”, pensó de forma
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medio-sapiens. Miró la pantalla de la computadora y rumió la redacción del correo una
y otra vez. Las palabras le complacían. Hubiera querido tener la memoria de su futuro,
un trazo de eventos en fila que lo llevaran sin obstáculos a los brazos de la actriz.
Quizá era cuestión de tiempo.
Salió al jardín para pensar cómo daría el paso decisivo para conquistarla. Se sentó
en una jardinera y comenzó a hacer dibujos indefinibles en la tierra con una brizna.
Advirtió a un gato callejero que lo veía desde lo alto de la tapia, sin inmutarse que se
encontrara allí. Era dueño de la inmortalidad y del borde tibio de la barda. Lo
deslumbraba la luz grisácea del cielo. Bisbiseó para llamar la atención del animal, pero
sólo logró que se revolviera en su sitio y le diera la espalda para calentarse el lomo con
la poca luz que penetraba la capota del DF. “Pinche gato cara de rana”, dijo y se le
ocurrió una idea. Regresó a su oficina para atender una llamada (era lunes) y para
redactar una propuesta a Bárbara, que le enviaría por correo electrónico. Entró
retorciéndose las manos. Atendió al cliente en espera. Colgó. Después abrió una
pantalla de correo y escribió sin ambages: “Los invito, a ti y a tu hijo, a pasar el fin de
semana próximo en Acapulco con nosotros. Dice Luz María que tiene muchas ganas
de conocerlos. Anímate. Nada mejor que el sol de Guerrero para liberarse de los
lastres”. Después le envió un mensaje de celular: “Te envié mail importante. ¡Chécalo!”.
Cuando supo que no había marcha atrás, se estremeció; levantó la cabeza y miró
alrededor, a su oficina olorosa a biblioteca de viejo. La presencia de la bestia del
espanto dejó de atemorizarlo y se interpuso la de la incertidumbre. Escuchó el sonido
distintivo de la madera crujiendo cuando aumenta la temperatura. Era la gaveta donde
guardaba la pistola. Abrió el cajón y contempló el tosco pedazo de metal sobre su cama
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de terciopelo. Le atemorizó el recuerdo de sus monólogos con el arma. Un retortijón de
tripas le arremetió. Sintió ganas de cagar: la clepsidra puntual del los alimentos
reconvertidos. Vio que llegó un correo electrónico de Bárbara. No lo leyó porque no
quiso aguantar más los rifirrafes de sus intestinos. Se levantó y fue al baño pensando:
“Te quiero más que a una buena cagada…”.
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—¿Qué vas a hacer este fin, amigui? —preguntó Susana rijosa con rispidez.
—Voy a Acapulco con la niña —respondió el abogado, apretando los dientes y
cerrando los ojos. No quería que sus amigos supieran dónde estaría.
—Bien hecho, me da gusto que ya comiences a hacerte cargo de ella, no del todo,
pero un comienzo es un comienzo. ¿Vas con alguien más?
—Con Bárbara.
Se hizo un silencio penoso.
—Tiene novio, Alfred, no te metas en pedos. Ese güey es capaz de ir hasta allá
nomás para partirte la madre.
—Ya no es su novio —aclaró—. Vendrán ella y su hijo Jorge.
Volvió a hacerse el silencio.
—Uy, ¡qué esperanzas de que nos tomaras en cuenta para tus vacaciones
familiares! —dijo con sarcasmo—. Qué bien que ya no es su novio, pero te recuerdo
que, oficialmente, sí... Y si los paparazzi los ven, los van a estar chingando. Te lo aviso
—durante un momento, Susana sintió un ansia irreprimible por compartir el viaje con su
amigo.
—Lo sé, amiga, pero no nos importa. No saldremos del condominio. No te ofendas
porque no te invité. Ya tendremos la oportunidad de ir sólo los cuates.
Imaginó a Susana en un entorno sepia, como en una fotografía vieja. Parecía su tía
abuela dándole consejos de amor y de cómo llevar las buenas intenciones con una
muchacha decente como Bárbara, sin equivocarse. Le dio flojera seguir conversando.
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Era casi como darle una explicación a quien la desmerecía: “Los bemoles de la amistad
con una mujer”, pensó.
—Recuerda que los hijos ajenos son actos de firmeza muy duros —dijo con
expresión hosca; Alfredo rio sin ganas:
—Si quieren ir, vayan. Nada más no me mosqueen la noche del sábado. Ya tengo
contratada a una niñera que se hará cargo de los chamacos para llevar a Bárbara a
cenar. Ojalá acepte.
—No te preocupes, amigui. No iremos ni Gustavo ni yo para echarte a perder tu
luna de miel familiar. Te deseo una bonita semana —dijo tajante y colgó.
Momentos antes, cuando Alfredo regresó del baño, se sentó ante la computadora
para leer la respuesta de Bárbara. Respondió con una avidez que al parecer se
apoderó de ella en el instante que escribía. El correo electrónico decía así:
De: Barbara Docal; [mailto: [email protected]]
Para: Alfredo Galvan [mailto: [email protected]]
Asunto: Invitación especial.
Querido Alfredo:
Gracias por tu mensaje. La idea de aceptar tu invitación me ha dado vueltas
en la cabeza mil veces. La considero especial porque incluiste a Jorge. Yo
también quisiera conocer a Luz María; no imagino lo bonita que es,
proviniendo de ti y de Fernanda.
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Acepto pasar el fin de semana con ustedes. Lo único que me apena decirte
es que tengo algunas condiciones, debido a que soy un personaje público,
bastante asediado por los medios:
- No puedo visitar sitios públicos: ni playas ni restaurantes.
- No puedes hablar de mi visita con nadie, ¡vaya!, ni con Susana, porque si
se lo cuenta a sus amigos, en un santiamén llenas tu condominio de
paparazzis, y no tienes idea de lo desagradable que es. Tendrías a tus
vecinos atentos en la ventana para ver en qué momento salgo en bikini.
Seguro comprendes que la situación es delicada para mí. Qué puedo
decirte. Existiría una doble lectura si visito a un hombre en su depa de
descanso. Para los medios no he terminado con mi novio y se requiere un
mensaje programado de mi manager y de mí ante los medios para que no
juzguen mi comportamiento. ¡Si vieras las mentiras que se dicen en las
revistas y los programas de chismes!
Llámame para ver los detalles del viaje.
Con cariño,
Bárbara D.
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Tenía razón en ser tan cuidadosa. “La burra no era arisca…”. Se sentía como un
personaje de novela a punto de un clímax. Deseaba que transcurriera la semana en un
abrir y cerrar de ojos para romper la morosidad de sus merodeos intelectuales y
sentirse acompañado por la chica en camino de Acapulco, su hogar.
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—¿Otro Bloody Mary?
—No, gracias. Se está muy bien aquí. También Jorge se está divirtiendo mucho.
Estaba acostada en el camastro, bajo la sombra de una sombrilla. Tenía una revista
de moda en una mano; con la otra, mecía la carriola donde dormitaba Luz María.
Alfredo, de pie, veía jugar a Jorge en la piscina con otros niños. Algunos vecinos,
tendidos en los camastros, los saludaban u observaban con curiosidad. Si los veían de
soslayo, en especial a las mujeres, se notaba que entre labios hablaban de ellos.
Murmuraban: “¿Ya viste quién es?”. “Es la que la hace de malvada en la comedia de
hace un año, ¿no?”. “Creo que sí”. “¡Está flaquísima! ¡Y tiene celulitis!”. “¿Que no tenía
novio?”. “Sí, un muchachito sin chiste que vende ropita barata”. “¿Y qué hace entonces
con Alfredo?”. “Ya ves cómo son de nalgas-prontas”. “¿Qué habrá pasado con su
esposa, oye? ¿Cómo se llamaba?”. “Fernanda”. “Dicen que murió por negligencia
médica. Una desgracia”. “Lo que me asombra es lo rápido que ya anda con otra. Digo,
si mi marido hubiera fallecido, ya parece que andaría pavoneándome con otro frente a
mis vecinos”. “Mira con qué cariño mece la carriola, como si fuera la verdadera
madre…”. “Pues que le aproveche”.
La actriz se levantó para tirar un vaso y una servilleta a la basura. Los ojos de las
chismosas se postraron en la curva de la cintura y la cadera, donde incluso ellas se
hubieran quedado a vivir. Eran por entero ordinarias: mujeres capaces de cualquier
quebrantamiento, salvo vivir un drama. Bárbara les lanzó una mirada encrespada y
ellas dieron la impresión de estar concentradas en afanes sin importancia: comer fruta
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picada con salsa picante y limón, acomodarse el cabello, sonreír con la mirada puesta
en otra parte, beber su cerveza.
Alfredo se recostó en el camastro adjunto. Notó qué ocurría. No reprimió una risa
sarcástica.
—¿Cómo las ves? —preguntó ella, señalándolas con la ceja. Se puso los lentes de
sol.
El abogado sacudió las manos como si quisiera desvanecer el corro de gallinas;
después, aplaudió con estrépito. Las mujeres comprendieron y se retiraron
abochornadas.
Miró a su compañera en su refinado bikini negro que recluía la porción más delicada
de su piel; el resto gozaba de la libertad del aire y del sol; se atezaba apenas. Hubiera
deseado iniciar un juego de envite. “¡Qué ilusión tan apolínea!”, pensó.
El ambiente estaba húmedo; olía como si acabara de llover. El atardecer era
inminente. Ambos tenían hambre y ganas de irse.
—¿Vamos al depa?
—Sí. Jorge ya no puede tomar más sol; le puede hacer daño.
El apartamento estaba en la segunda planta. Era agradable, con pinturas de aves y
de mujeres indígenas en papel amate. Alfredo se sentó en el balcón, sin un propósito
determinado. Vio a Bárbara acercarse con la naturalidad de una esposa, henchida de
una repentina audacia. No pudo relacionarla con el rótulo impersonal de una actriz.
—La muchacha hizo la comida.
—¿Qué preparó?
—Algo sencillo: atún y sopa de fideos. ¿Vienes a comer?
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—Sí, pero antes te propongo algo. Guarda un poco hambre: quiero invitarte a cenar
—dijo con voz persuasiva.
—No puedo ir a un lugar público. Te lo dije.
—Te llevaré a un sitio discreto, lo prometo. Quiero platicar, sólo tú y yo.
—No sé. Me puedo meter en problemas serios. No lo comprendes.
—Cenaríamos en un lugar bonito.
“¿A qué lugar bonito de Acapulco iríamos que no conociera, si me han invitado a
cenar a los mejores restaurantes?”.
—No te inquietes. No te llevaré a un baile calentano.
Bárbara sonrió y continuó a la defensiva:
—Además, no tenemos con quién dejar a los niños.
—Ya pensé en ello. La administración nos enviará a la niñera del condominio. ¿Qué
dices?
—A Jorge no le gustan los desconocidos, ni tampoco a mí. Cómo saber si es de fiar.
—Lo es. Ya he visto cómo cuida a los hijos de mis vecinos. La conozco, puedes
confiar en ella. Piénsalo —dijo en un intento casi vano.
—Lo pensaré, pero no prometo nada. Vente, se enfría la sopa.
Volvió sobre sus pasos. La recorrió desde la nuca hasta los talones. Vio sus formas
a través de la translúcida salida de baño. Gozó cada rincón, cada pliegue: espacio
terso e inacabable que fue descubriendo en el breve instante en que caminó hasta el
comedor y se sentó junto a su hijo. Un chispazo de intuición lo hizo afirmarse: “Vendrá”.
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Mientras se enjugaba los labios, la actriz sentía remordimiento. Sentía que había
expulsado sus verdades para poner en su lugar una mentira, la mentira de Alfredo
Galván. “¿Qué sintió tu novio, Bárbara, cuando supo de tus escenas de cama? ¿Te lo
reprochó? ¿Te confesó lo miserable que se creyó, lo desechable o quebradizo? Porque
no es padre de Jorge y porque la predestinación hizo que se conocieran tiempo más
tarde, cuando tu carácter se había fortalecido y no eras más una chica inexperta,
curiosa, envuelta por una belleza desbordante”.
“No sé lo que sintió mi ex novio, ni me interesa. Debió de saber que no era
personal. ¡Estaba trabajando!”, caviló en tanto veía a Alfredo Galván cenar e imaginaba
que era él quien en realidad la interrogaba. Ya se hacía ideas de romance. Se
imaginaba besándolo, compartiendo el tiempo y los susurros, lo que más le gustaba
cuando se enamoraba. No pensaba en la cercanía física, porque la consideraba una
consecuencia. Era una mujer deseada sin miramientos desde la pubertad, desde que
quiso fotografiarla desnuda un extraño que se le aproximó en un sitio de playa, y a
quien detestaba recordar. Aquel desagradable acontecimiento fue la bienvenida a su
primera juventud: un hombre con la libido incendiándole las pupilas, deseoso por
contemplarla con el pretexto de una cámara y la profesión de fotógrafo que no ejercía.
Le mostró un falso catálogo con adolescentes para convencerla de que era común
desvestirse frente a la cámara.
“¿Qué sentiste, pues, Bárbara, cuando te seguía con pasos lerdos y admiraba tu
trasero campanear apresurado, mientras te alejabas por el recorrido de estrechas
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callejuelas, hasta que te perdió de vista? Regresaste con tu padre y tu hermano y no
les dijiste nada. Años después, revelaste lo sucedido a quien fuera tu esposo y padre
de Jorge”.
En el set, en presencia de los técnicos, el fotógrafo y el director, una se tiene que
abstraer. Además, mi compañero de escena fue muy respetuoso. Hicimos trabajo de
mesa y luego ensayamos para que la toma saliera a la primera y así mi desnudez
durara poco. No sé qué hubiera hecho si me hubiera tocado uno de ésos que se
equivocan a propósito, nada más para seguirme palpando y yo sentir su… No sé qué
sintió mi ex novio; sin embargo, esa noche le hice el amor sin sentirme traicionera ni
traicionada, sin recordar siquiera que horas antes había expuesto los senos frente a
varios individuos y que un actor los manoseó y los besó. ¡Bah! Un par de bubis más en
el mundo frente a una cámara de cine. ¿Cuántas actrices internacionales han realizado
escenas incluso más atrevidas que la mía sin sentir tantita pena? ¡Ah!, pero cuando me
hice mexicana, debí haberme mexicanizado también y avergonzarme; responder a las
preguntas de los malditos reporteros de chismes: “¿Qué sentiste en la escena de
desnudo?”. “¡Nada, estúpidos! ¡No sentí nada! No entienden la actuación. No tengo por
qué enamorarme ni mucho menos excitarme en escenas de cama”.
Así que no sentiste nada especial. Qué bien. Esa noche tu novio te lo hizo con
vehemencia, ¿recuerdas? Una ligera violencia para hacerse presente en tu espíritu
dominante. Pero no se lo permitiste; te enfureciste, detuviste la escena de la vida real
sin cámaras, sin desconocidos. Te levantaste y le dijiste con el enojo de un personaje
melodramático que qué le sucedía, cuando sabías lo que tenía. Él supo que actuabas;
por eso creyó que el amor y la pasión de la dichosa escena fueron reales. Una parte de
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
ti, en algún sitio profundo, no permaneció impávida; fantaseó con el actor porque no era
ningún imbécil. Un buen tipo en realidad.
En cuanto te encerraste en el baño, tu novio se masturbó frente a la luna y eyaculó
en el piso. Te patinaste cuando ibas de regreso a la cama, ya vestida con la piyama.
—¿Qué es esto? —preguntaste desorientada.
—No sé —replicó él, perturbado—. Algo habrás tirado.
—¿Qué podría haber tirado?
Ya no respondió. Desnudo, se tapó con la sábana y te dio la espalda.
Anda, ve, es tiempo de que vuelvas a la mesa, donde el abogado te espera.
Alfredo comía entre sonrisas cada vez que la actriz lo miraba, bebía vino y
contemplaba el sinfín de luces en la bahía a la medianoche, como ecos en el mar que
los reproducía como azogue. De vez en cuando, en medio de los pliegues acuosos, se
veía alguna lucecita rondar con quietud. Se trataba de los pescadores nocturnos que
retornarían al embarcadero al amanecer, con su captura marina, igual que sus
antepasados nahuas y coixcas, y después los primeros españoles en 1531, en la aquel
entonces bahía de Santa Lucía.
—¿Llevamos a los niños a la lancha? —preguntó él, concentrado en las
embarcaciones.
—Sí, como quieras. No sabía que tuvieras una.
—Está guardada en el Club de Yates. Llamaré por la mañana para que la traigan a
Puerto Marqués. Allí abordamos —aclaró sin necesidad.
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La piel acerba
Se hizo un prolongado silencio. Cenaron contemplándose. De pronto, a él le cambió
el semblante, se ensombreció. Bárbara lo notó, si bien no quiso preguntar. No lo
conocía lo suficiente como para saber si estaba afligido. Chasqueó con la lengua, lo
que llamó la atención de su compañera, a quien vio con los ojos aceitosos de un
borracho y con un gesto que significaba cualquier cosa:
—Aquí te conocí —aclaró—. No apropiadamente, pero fue la primera vez que
estuve contigo, o más bien, frente a ti —concluyó con atropello.
Bárbara detuvo el bocado que estaba a punto de llevarse a la boca. Lo vio con sus
ojos de mar, la boca entreabierta, la mano en vilo sosteniendo el tenedor con filete de
pescado incrustado.
—Fue arriba, en la terraza.
Alfredo tomó pan, le untó mantequilla, decidido a seguir comiendo.
—¿Cuándo?
—Hace poco más de un año.
—¿Cuándo? No lo recuerdo. Vengo aquí tan seguido que cómo podría…
Alfredo comía más de su pulpo a la gallega.
—Cuéntame —pidió Bárbara—, cuéntame por favor.
Terminó su platillo y bebió. Miró el cielo, alumbrado por la luna. El firmamento
parecía revestido de verrugas, nubes mammatos, un cáncer de piel estelar,
embriagado por el vino que los enamorados bebían en aquel restaurante guarecido por
altos ventanales, que obsequiaba a los comensales la visión cérea de la rada.
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
—Te lo diré donde sucedió, ¿te late? Apura tu cena y subamos a la terraza.
Quisiera que tomáramos el fresco. Salgamos de este ambiente con aire artificial y
gente mirándonos de reojo. Arriba quizá no nos noten.
Ya en el deck, el abogado solicitó más vino. Se acomodaron en un colchón de lona,
a guisa de cama. Con los taburetes y la mesa de centro, tuvieron la sensación de
reposo en el espacio del bar, muy al estilo lounge británico: una imitación de salón de
té al aire libre en el trópico mexicano. Un formidable hule les prodigaba algo de su
sombra en el sitio más íntimo.
—Cuéntame.
—Fue allí —señaló una mesa alejada unos metros de donde se encontraban.
Explicó que hacía poco más de un año visitó el Zuntra con su esposa y dos
matrimonios amigos. Cuando las señoras regresaron a la mesa luego de ir al sanitario,
comentaron con excitación que en el lugar se encontraba la actriz Bárbara Docal. “¡Allá
abajo!”, dijeron. Es muy bonita, explicó mi mujer. Tiene el cabello corto de cuando se lo
cortó para actuar en no sé qué película. Los hombres nos encogimos de hombros y
seguimos disfrutando de la velada. No le pareció extraordinario que una actriz de
telenovelas se encontrara allí. No sabía quién era, las confundía a todas creyendo que
acaso se trataba de una pechugona con las nalgas redondeadas con silicones,
luciendo un bronceado espectacular (exclamó burlándose), y que atendía a sus fans de
soslayo para recibir sus adulaciones, y a quienes olvidaría de inmediato.
Bárbara sonrió sin sentirse ofendida ni aludida. Mientras Alfredo explicaba, se
transportó a la atmósfera de las televisoras donde laboró y donde, en efecto, conoció a
mujeres como las que describía. Algunas célebres, las que a menudo aparecían en las
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portadas de magazines de comidillas con fotografías comprometedoras, y otras
aventureras sin talento histriónico ni voz para cantar, pero con ritmo para bailar entre
una cápsula y otra de los programas matutinos, desesperadas por abrirse camino. La
aspiración popular era que “la niña de mis ojos” se hiciera famosa y que intimara con
alguien célebre para asegurarse el futuro, procrear güeritos fotografiados en su auto
deportivo o en una residencia, urgida por abandonar las casitas de Iztapalapa, Tláhuac
o los conjuntos habitacionales de Villa Coapa... Mujeres que terminaban extraviadas en
los brazos de representantes envejecidos o de sus mismos compañeros de andanzas
artísticas, compartiendo fracasos, sin contratos ni giras ni fotografías de portada ni
amoríos de renombre. Torpes en la escuela y de cascos ligeros desde la pubertad, por
ser la “naquita bonita” de la secundaria pública o el colegio privado de medio pelo que
todos se querían coger. A Bárbara le pudo haber sucedido lo mismo, pero entendió a
tiempo el mecanismo de la actuación. “Se actúa con las entrañas”, le advirtió un
director de cine. “La voz no debe emitirse con la garganta, como hace la mayoría. Debe
provenir de las entrañas, del corazón, y entonces se transforma en emoción dramática
y no en soap opera del canal 2, aunque hagas soap opera del canal 2”. Llevó consigo
el consejo sin importar que actuara en telenovelas. Preparaba las escenas a pesar del
poco tiempo disponible y decía sus diálogos con el abdomen contraído, imaginando
que su torso se iluminaba con el espíritu del personaje, un fantasma que desaparecía
tan pronto terminaba el episodio y resucitaba al día siguiente, hasta morir, cuando
ocurría el desenlace. Gracias a ello, resaltó de entre las actrices jóvenes, se cambió de
televisora y más tarde le dieron su primer “protagónico”. El personaje llevaba el nombre
de una gema. Durante el melodrama, el fantasma y ella se fusionaron: ninguna quiso
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renunciar a la esencia de la otra. Interpretó el papel como ella misma y con la voz de
quien la habitó y se apoderó de su energía vital y de sus pesadillas. Entretanto,
vislumbró la luz del éxito al final de la gruta del anonimato. Sucedió en un santiamén y
ahora se encontraba disfrutando de una velada acapulqueña con Alfredo, hombre que
poco sabía de su medio y que quizá no estaría dispuesto a tolerar su carácter
dominante y su carrera en ascenso. Por momentos, se hizo ilusiones de un amor
incondicional adaptado y entregado a ella. Su voz la sacó de sus cavilaciones y se
convenció de que una relación así era imposible. Las personas inteligentes, sensibles y
escolarizadas son incapaces de convertirse en rodrigones de las divas mexicanas.
—Cuando pagamos y nos disponíamos a salir —relataba Alfredo—, mi mujer me
confesó que deseaba le hiciera una foto contigo, pero le daba pena; no sabía cómo
pedírtela. Ya te había abordado mucha gente como para hacerle caso a alguien más.
—¿Qué le respondiste? —musitó, mordiéndose los labios.
Sus ojos y la cabellera abundante volvieron a seducir la membrana de la noche,
frágil, como la película que envolvía las embarcaciones de pescadores bajo el cielo que
se encapotaba de coliflores, para incorporarlos en un entorno difuso en que apenas las
siluetas y su lubricidad se distinguieron.
—Le aseguré que tendría su foto. Ya me conoces.
—Sí, ya conozco tu espontaneidad —apostilló y rio. Su interés aumentó.
—Cámara en mano me acerqué a ti. Tu novio me vio con el gesto contrariado, como
poniendo a la fuerza cara de buena educación. “Uno más que viene a chingar”, ha de
haber pensado, al igual que dos chicas que me miraron a disgusto. Estabas de pie
platicando con alguien. Te tomé del hombro y te pregunté si sería posible tomarte una
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fotografía con la mujer más guapa del Zuntra. Cuando comprendiste que no me refería
a ti, preguntaste:
—¿Quién es la más bonita?
—Pues quién más que mi esposa. ¡Fernanda, ven! —le hice a mi mujer una seña
para que se acercara. Posó junto a ti. Sonrieron. Disparé e hice la imagen que todavía
guardo de las dos.
—¿Fuiste tú el que me pidió la foto de esa manera?
—Eso fue lo que dije, más o menos.
—¡No! ¡Eso fue lo que dijiste exactamente! —Bárbara miró a Alfredo con
admiración, con una visión de reconocimiento en el sobrecejo—. Recuerdo el suceso.
¡Qué hombre más encantador!, pensé, que me pide una foto y de paso me dice que su
esposa es más guapa que yo, no porque no lo sea, sino porque estoy acostumbrada a
escuchar la afirmación contraria.
—Me imagino —dijo alegrado, sabiendo que cada uno tiene su colección de
instantes memorables y ése se había convertido en uno de ellos.
—¡Así que fuiste tú, Alfredo Galván…! Te llevé en mis pensamientos por días. A
veces quise no ser famosa y que un hombre extraordinario y anónimo me tratara con
esa naturalidad.
Alfredo simuló una reverencia teatral, como un bailarín al final de la obra,
agradecido.
—¿Siempre has sido así de espontáneo, de cordial, de ocurrente?
—No sé, supongo… He cambiado. La soledad me ha transformado en alguien
huraño y enojón. A veces no me reconozco. En mis reacciones lo compruebo.
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El lamento sobrenadó en el ambiente por breve lapso; se instaló una pausa
embarazosa que Bárbara quiso mitigar luego de la agradable sorpresa. Entonces
preguntó sin mucha astucia:
—Ahora dime, ¿es cierto que tu esposa era más guapa que yo?
Alfredo suspiró al pensar qué contestaría. La brisa le revolvió el cabello, le trajo el
aroma tibio cargado de tierra, hierba, mangos y salitre, que tanto le recordaban a su
mujer.
—Fernanda era guapísima, también deseada y cortejada en el ambiente que
frecuentamos. Cada vez que la visitaba en el salón de clases de la Universidad, cuando
no impartía yo la clase, veía cómo la abordaban sus pretendientes. Supongo que fui yo,
con la simpatía de la que hablas, quien la conquistó. Pero la perdí. Algo que no
comprendo me la quitó, o tal vez fui yo quien la mató; no la cuidé en su embarazo como
merecía. Me la pasé trabajando y estudiando otra licenciatura, posterior a mi doctorado.
Me atiborro de estudios y doy segunda importancia a quienes amo. Ya ves... Me
embrollé y Fernanda murió.
Hizo una pausa y continuó con la voz renovada:
—Fernanda era bellísima y también tú lo eres. ¿Cómo podría comparar La joven
con arete de perla de Vermeer con Scarlet Johansson? Sería ridículo. Me has hecho
recordar la frase de Proust: “Las mujeres bellas son para los hombres sin imaginación”.
No es que esté de acuerdo, pero tu figura me sirve para sensibilizar mi sentido de la
belleza: lo estético y lo espiritual, aceptando, por el contrario, tus defectos. El hecho de
que seas hermosa es sólo una añadidura por la que no luchaste y que no mereciste. La
fatalidad te favoreció e hizo que nacieras así, pero no te ennoblece ni te envilece.
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La joven hizo un gesto de complacencia. Levantó su copa:
—¡Salud! —se oyó el tintineo de los cristales.
Examinaron la noche. Ella adivinó borregos en las formas caprichosas de las nubes
y él pensó en verrugas y coliflores. Bárbara tomó su mano. Se revelaban diversas
emociones en el ademán, hizo que Alfredo se estremeciera y se mantuviera inmóvil,
sonriente, temeroso de aproximarse para besarla y ser rechazado en el intento. Quedó
pensativo y después señaló:
—No puedo besarte. Hay demasiadas miradas puestas en nosotros.
—No deberías, porque sí nos observan. Seguro que habrá algún paparazzo por allí
y mi manager me recomendó no besarte en lugares públicos. Aun así, deseo que lo
hagas.
—Quisiera hacerte catleyas, llenarte de orquídeas y hacer contigo lo que la
primavera hace con los cerezos.
—¿A quién citas? —dijo con los ojos entornados y luego abiertos, obedeciendo un
impulso natural.
—“Hacer catleyas” es una frase en clave, una insinuación de cópula. Cuando Pablo
Neruda dijo: “Quiero hacer contigo lo que la primavera hace con los cerezos” evocaba a
Proust: la nostalgia por el erotismo vegetal, preámbulo del nuestro.
Luego de enviudar, Alfredo disfrutó del placer de algunas amantes, todas
ocasionales, que seducía en bares, o viejas amigas que hubieran querido atraparlo, y
que años después por fin lo gozaron. Pese a ello, se sintió como un intruso frente a los
detalles y la cercanía de sus cuerpos, la inminencia de los labios, la lengua, la
dentadura, que gustaba de lamer, los lunares que descubría en sitios recónditos y que
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lo aproximaban a un segundo desagrado: los aromas a los que no estaba habituado,
las emanaciones de perfumes pretenciosos y en teoría atrayentes, el hedor de vulvas,
axilas y muslos; el de cabellos y cuellos, motivados a la sensualidad por una hilaridad
voluptuosa, pero como no eran los de Fernanda, le provocaban repulsión. Se preguntó
si se sentiría igual con Bárbara… si ocurriera… Y ahora que había dicho: “Aun así,
deseo que lo hagas”, supo que la proximidad era inminente y que, además, nada en la
actriz le disgustaba. Cuando subían al auto y la olía, le parecía agradable. No había en
ella detalles agridulces que le causaran aversión, ni su aliento, ni el ligero contacto
entre ellos, ni la piel de sus hombros bronceados ni su dentadura (¿la lamería?), ni sus
ojos verdes semejantes a cenotes vistos desde lo alto de un talud. No sólo su belleza le
atraía. El universo de sus tentaciones superaba sus defectos: los distinguía y los
confrontaba, pero no era capaz de enumerar sus atractivos y compararlos con sus
opuestos.
Mientras se besaban, ella musitó:
—¿Y cuando regresemos?
—Curioso —respondió, separándose apenas de los labios.
No hubo nadie que los molestara, ni flashes de cámaras. Si se hubieran encontrado
en una película, el fotógrafo hubiera dirigido la lente hacia la noche. El disco plateado
volvió a dominarla. Los pescadores seguirían allí, navegando con su lucecita triste a los
ojos de las personas distantes, en los cerros, en las discotecas y los restaurantes. Los
mirarían y pensarían en ellos como en arduos trabajadores de la noche. La bahía y su
voz inmemorial dieron seña de cuánto ha visto Acapulco.
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Luego el fotógrafo imaginario, con un fundido-encadenado, hizo la transición a la
pareja. El iris se cerró poco a poco para cortar la escena y la velada en el Zuntra.
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Salieron; la actriz, colgada del brazo de su nuevo amor. Esperaban a que los valets les
trajearan la minivan. Quienes también aguardaban su auto fisgoneaban. La ceja se
volvió a arquear cuando Bárbara sintió que era el objeto del deseo. Dejó que la mirasen
lo que quisieran; sin embargo, no le dio entrada a nadie para una charla o una
fotografía. Tenía la vista fija en un punto indeterminado de la carretera y en la
continuación del cerro que se alzaba delante. También miraba a Alfredo y lo besaba.
Imponía su mutis y se hacía inaccesible.
El abogado condujo lento. Coches repletos de jóvenes borrachos que erraban de
una discoteca a otra los rebasaban a alta velocidad, ora por la izquierda, ora por la
derecha. En una ocasión, un compacto estuvo a punto de desbarrancarse en el
costado de una curva sin señalamientos de precaución (se escucharon las risas de los
ocupantes cuando el conductor recobró el control). Movieron la cabeza en señal de
reprobación. Bárbara musitó: “Chavitos idiotas”.
Entraron al departamento y encontraron a la niñera dormitando en el sofá con el
monitor a su lado en el volumen más alto, para asegurarse de que la niña dormía.
Despertó al escuchar entrar a la pareja.
—Luz María está en su cunita. No ha dado nada de guerra. Jorge se ha portado
muy bien y duerme en su cuarto, señora —dijo medio dormida—. ¿Gustan que les
prepare de desayunar cuando amanezca, licenciado?
—No, Paquita, gracias —respondió fingiéndose el somnoliento—. Vete a descansar.
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La niñera no opuso resistencia, ni siquiera respondió, comprendió lo que sucedería
porque Bárbara bajó la mirada y se retiró encorvada a su habitación. A Alfredo le
traicionaron los ojos: le brillaban con un fulgor que desconocía; fingía que en su voz
había una alta dosis de alcohol, pero cuando se distraía, hablaba con buen timbre. La
boca se le torcía un poco para controlar las sonrisas que se le escapaban. La niñera
volvió la vista hacia la consola. Los retratos de Fernanda aún estaban allí. Tomó el
dinero sin contarlo y se marchó.
—¡Que pasen buena noche, licenciado! —dijo aquellas palabras con animación
desusada.
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El origen del mundo. Ese cuadro, pintado en 1886 por el adalid del realismo, Gustave
Courbet, expone el tronco desnudo de una mujer recostada con las piernas abiertas.
Ocupa el plano principal la textura lasciva de las partes que rodean y constituyen la
abertura externa de la vagina, punto focal de la obra. Con esa pintura, se supuso un
drástico acontecimiento que escandalizó a sus contemporáneos y transitó por muchas
manos (incluidas las de la Wehrmacht y el Ejército rojo), por más de un siglo de
existencia “indecorosa”, hasta que encontró su sitio de honor en 1995, en el Musée
d'Orsay de París, junto a otras obras del pintor. En la imaginación de Alfredo Galván, el
cuerpo de su amante acostada bocarriba lo trasladó a la pintura del francés como una
viscosa prolongación del estrépito pictórico, y quizá para él, una perspectiva nada
obscena porque estaba habituado a ella, como amante y como ciudadano del siglo XXI.
Mientras le lamía el pubis, la respiración de la chica era entrecortada y gozosa; el
sudor perlaba su abdomen. También le agarraba las nalgas. Asomó la vista por encima
de su monte de Venus, semejante a un caimán que, sólo los ojos afuera del agua,
avizora. Se estremeció ante la supremacía de la mirada erótica de la actriz.
“¿A qué sabe tu sexo? ¿A serosidad? ¿A fluxión? ¿A cine erótico filmado por
milímetro?”. Se concentró en lo alto de la vulva, en ese cuerpo pequeño, carnoso y
eréctil. Pasó la lengua repetidas veces de arriba abajo examinando su textura. Su
peculiar aspereza le recordó la piel del tiburón. “¿La porción de un escualo en el
capuchón y el glande?”. Lijoso, como la piel del cazón. “La piel acerba”, reflexionó, “la
piel acerba; el clítoris de Bárbara Docal”.
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“¡Ya sé a qué sabe, Bárbara! Ventanuco donde millones quisieran rozar y oír el
gemido melodioso; regodearte entre las sábanas y capturarte como a una fotografía de
Auguste Belloc, y después penetrar tu cavidad dispuesta: tu profundidad insondable.
Esto es más que hacerte la corte, ¿verdad? No pensaste que llegarías tan rápido a
este punto; significa haberte entregado a un hombre que tu hijo no conoce y que se
encuentra a pocos metros de nosotros, en el otro cuarto, aparentando dormir”.
Escuchaban música para disimular los gemidos. La canción envolvía a la actriz y la
transportaba; parte de su mente se encontraba allí, disfrutando de la lengua que la
recorría; otra porción se hallaba en otra parte, reflexionando algo diferente. Se
mezclaban pensamientos y emociones; estaba triste por su reciente ruptura (recordaba
a su ex novio haciéndole lo mismo), y además imaginaba los reclamos de su hijo. Las
palabras le retumbaban: “¡Ya no quiero verte con otro! ¡Ya no quiero vivir contigo!
¡Quiero a mi papá!”. La desnudez otorgaba a la chica un tono superior de dignidad,
como les sucede a aquellas que saben conducirse sin sus ropas, con soltura,
dondequiera que estén.
Alfredo sepultó la punta del índice en el ano; la falangeta exploró la respuesta
afectiva del esfínter, de esa sortija, ese espacio que nadie había conquistado aún (para
él significaba el retrato de la belleza, la intimidad y la confianza). La actriz no protestó,
abrió más las piernas y alzó la pelvis para que lograra su cometido. Falangeta quiso
que su compañera de dedo, Falangina, la llevara más adentro. Recitando ambas
articulaciones un verso de Apollinaire sobre los orificios de la bienamada —y en
especial del más secreto de todos: el ojo supremo, según Kundera—, el dedo se
hundió más y dejó a Falangina y a Falangeta adentro. La chica gimió, índice en el culo
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y lengua en el clítoris. La yema tentó lo que creyó era la punta de otro dedo que surgía
en sentido contrario desde adentro; se tocaron como lo hizo el dedo del Padre al del
Hijo en La Creación de Adán. Comprendió de qué sustancia se trataba. “Las mujeres
nos ofrecen sus orificios con generosidad”, se convenció. “Y no sólo porque tienen
vagina, sino porque el ano en la mujer es más anterior y superficial. Si están desnudas,
se aprecia con cualquier movimiento sensual”.
El iPod sonaba.
—¡Qué hermosa canción! ¿Cómo se llama? ¿Quién la canta? —articuló ella con
fervor.
—Possesso. Canta Ramón Vargas.
—Sublime…
Bárbara se deleitaba: tenía los cabellos desparramados en la sábana; las manos,
con los dedos estirados en el abdomen; el gesto, como en la frontera entre un sueño
profundo y la realidad, similar a un trazo surrealista. Dejó a merced de su compañero el
universo microscópico y macroscópico de su vagina. Lo llamó a sí para que lo ocupara
con su masculinidad.
Se hizo presente el vaivén de los cuerpos; se escuchó la salva de aplausos que
producen las carnes al chocar. Se abrazaban, se besaban, se lamían, deshabituados al
ritmo del nuevo amante, acostumbrados a otro tipo de escarceo. Ahora, una curva
diferente, brazos fornidos, ojos que miraban de fijo; ligamentos y músculos se
contrajeron para cambiar de posición. Ella se puso arriba. Las cumbres de los senos se
mecían. Alfredo recitó entre suspiros: “Tus pechos son como cervatillos/ mellizos de
una gacela.”
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Ella no contestó. Cerró los ojos, se llevó los dedos de su amante a la boca. Arriba lo
dominaba, decidía dónde iban las manos, dónde la lengua y qué tanto de su
compañero adentro. Imponía el ritmo. Él se entregó a la voluptuosidad del olfato y de la
vista. Se hallaba determinado a grabarla en su memoria. Comenzó con los senos. Eran
esféricos y aún mantenían el borde de la primera juventud; las areolas, ovoideas,
sonrosadas y revestidas en su margen por minúsculos nódulos; los pezones, excitados,
tenaces como granos. ¡Tetas magistrales! El espejo sensible de su constitución.
Poseían la carnosidad superior que crea una línea ligeramente convexa, y en la base,
la órbita cóncava que semeja a un ánfora grecorromana. No se habían distendido,
como si no fuera aún madre. De pie, los surcos submamarios eran incapaces de
sostener un trocito de papel (prueba suprema para el seno perfecto), porque estaban
enaltecidas: los pezones le miraban. No eran las mamas discoideas de las japonesas
en su afán por redondearlas con pilules, ni las tetas globulosas de las vedettes, ni las
cónicas e incipientes de las Lolitas de un colegio de monjas, ni las ubres de sus tías
pechugonas. Bárbara era, en resumen, una de Las Tres Gracias de Antonio Canova.
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Alfredo pretendía ser el protagonista de su novela cotidiana, de su República Literaria
favorita. Sus amigos lo querían y apreciaban por sabihondo. No había para él mejor
expresión que el arte. Cuando despertó y comprobó que la luz matinal entraba lo
suficiente por la ventana (eran las siete y los niños aún dormían), rebuscó en el chiribitil
de sus recuerdos una figura artística, una expresión que se apegara a su Bárbara
dormida junto a él, descubierta, dándole la espalda, vestida con una playera suya y
calzón blanco semitransparente.
La víspera habló de La joven con arete de perla de Vermeer y de la actriz Scarlet
Johansson. Cómo comparar su belleza. Sería ridículo. Y ahora, el perfil de Bárbara
como una pintura de John Kacere. ¡Exacto!, como sus obras hiperrealistas con mujeres
acostadas de lado, vistiendo exquisita lencería: calzoncitos de encaje, ligueros, medias
de nylon, piyamas, blusitas de seda, medio fondo; prendas que expresan esa
exterioridad íntima de las mujeres y que además permiten entrever el pliegue de las
nalgas en la quietud de un lecho.
La imagen de Scarlett Johansson lo perseguía, primero con Vermeer y ahora con
Kacere. ¿O acaso era Bárbara Docal quien se parecía a ella? ¿Y ahora qué tenía que
ver Johansson con John Kacere y la posición en que dormía Bárbara? ¡Mucho! Ambas,
actrices; las dos le fascinaban y en ese instante dormían de la misma manera: una
junto a él y la otra en su mente, igual que en el inicio de la película Lost in Translation.
Lo único que no le proporcionaba la actriz estadounidense era la cercanía y el aroma
de corolas y de cama.
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La piel acerba
Consciente de que no era Scarlett quien dormía a su lado, deseaba tocar a Bárbara
sin despertarla. Algo sí era seguro: la imagen de las nalgas bajo el calzón
semitransparente era más poderosa que su propia desnudez. Como en el videoclip de
Los Teenagers dedicado, precisamente, a la Johansson, se creyó él mismo filmado en
la piel del dorso de Bárbara haciéndole el amor. “Tu piel es una pantalla de cine donde
apareces de nuevo, amándome”.
En la pantalla de piel, la acción se ralentizó: una secuencia fílmica. Interrumpe el
cunnilingus antes de ser atrapado por el útero; un breve instante en que un cordón de
baba enlaza su boca con el pubis de la actriz. Se retuerce de placer como gusano
cortado en dos. Entra Possesso en la voz de Ramón Vargas, su fiato interminable… El
aire finísimo del trópico penetra la ranura de la ventana como navaja de lavanda. Añora
los orgasmos femeninos sin tregua y el fumetto, la nota mental de Bárbara con sus
pensamientos opresivos: el pájaro azul de Darío encerrado en la jaula de su cerebro.
Luego, el silencio. Una postal bucólica. Disolvencia de rostros y cuerpos. Corte.
Atrapado en la matriz, se ve cual gameto victorioso, como con su difunta esposa.
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A medianoche, llegaron al Barba Roja, un bar al aire libre que es la imitación de una
cubierta de barco pirata en la playa Condesa. Bárbara entró con lentes oscuros (según
ella para que no la reconocieran), del brazo de Alfredo, tanteando el espacio como una
ciega. Susana ya los esperaba en la parte alta, lejos de los altavoces.
“¡Estúpida! ¡Estúpida! ¡Qué estúpida soy por haber venido!”, pensó con el aspecto
de no conceder su confianza a lo que sucedería.
Saludaron. Bárbara se quitó las gafas para besar a Susana.
—¡Te ves guapísima, Barby!
—¡Childrix! —clamó—. Perdón Susy, tengo la palabrita pegada.
Susana rio.
—Sí, se la escucho a los camarógrafos. Es su nuevo mantra. ¿Con quién dejaron a
los niños, amigui? —preguntó a Alfredo.
—Con la niñera. Vinimos tarde porque esperamos a que Jorgito se durmiera.
—Ya no tarda en llegar Gustavo… —advirtió con tonillo jocoso.
El abogado sintió que la sangre se le salía de la cabeza hasta quedar en un estado
de torpor medicinal.
—¡No manches, Susy! ¿Por qué me haces esto?
—¿Hacer qué? —preguntó la actriz entre angustiada y curiosa, al ver la cara que
puso él. Susana levantó las cejas, le ardía la piel del rostro por el sol, tenía jaqueca, los
ojos se le apretaban en las órbitas, y al final, no respondió.
—Nada, mi amor —eludió.
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La piel acerba
Fue la primera vez que la llamó así. Su amiga sonrió con complicidad, les tomó la
mano y se las levantó cantando victoria.
—¿Cómo que nada? —insistió Bárbara, sin permitir que la conversación se
desviara—. Si hiciste una cara horrible. ¿Quién es Gustavo? ¡Quiero que me digas!
Susana y Alfredo se miraron, se encogieron de hombros. No tuvo más remedio que
decirle cómo era su mejor amigo y sus preferencias sexuales. Susana lo secundó con
simpatía, diciendo que no se asustara, que Gustavo era muy lindo, alguien maravilloso
con gustos un poco excéntricos, nada más. No hablaron de sus detalles más
perversos, pero dejaron ver que si se presentaba con una jorobada o con una mujer
con la fisonomía escurrida o con linfedema, la actriz tendría que salir corriendo de allí
antes de que un paparazzo la fotografiase.
—Que te quede claro, Alfredo, ¡ya te lo había advertido! No puedo salir a sitios
públicos sin la aprobación de mis apoderados y de mi manager. Ya me he arriesgado
mucho en venir a este bar para gringuitos white trash y chilangos, no porque yo sea
clasista, sino porque no es parte de mi estrategia de medios y de relaciones públicas.
¿Comprenden? —dijo a ambos.
Asintieron sin decir nada más.
—Si Gustavo se presenta con un adefesio, ¡me voy!
En eso, Alfredo Galván recordó un suceso que le sucedió años antes en un bar
vecino donde acudieron y soltó una carcajada. Lo evocó por aquello de “bares para
gringuitos”. Bárbara se irritó, pero antes de que tomara su bolso y saliera enojada, la
tomó del brazo.
—Quiero contarles algo que recordé.
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La piel acerba
[FELIPE CUEVAS RUIZ]
Un mesero se presentó, tomó la orden y se retiró.
—Estábamos Gus y yo en Disco Beach hace mucho. Éramos chavitos, no más de
diecinueve años. Era noche de Camisetas Mojadas en pleno Spring Break. El bar
estaba a reventar. Era imposible acercarse a la barra para pedir cervezas, así que las
comprábamos de dos en dos. —Mientras hablaba, tomaba de la mano a la actriz y la
acariciaba; contemplaba la madeja de sus cabellos. El sonido del oleaje se mezclaba
con una canción reguetona que la concurrencia bailaba dondequiera (había mujeres en
las mesas vecinas echando miradillas adonde ellos)—. Pues ahí nos tienen, viendo a
dos gringas que subieron a las tarimas y bailaban con sensualidad. Movían las
caderas, los hombros, la cabeza. Giraban y lucían el trasero, se reían. Los hombres las
mirábamos idiotizados. Se oía el típico alarido gabacho: “¡Uuuuu!” Las chicas vestían
shorts cacheteros con media nalga al descubierto y playeras blancas con el logotipo del
bar. Después de que terminó la primera canción y un maestro de ceremonias al
micrófono pedía aplausos, comenzó a sonar la segunda rola. “More sexy, ladies; more
sexy”, vociferaba: “¡Aplauso para las chicas que nos visitan de… Alabama!”. Se oía de
nuevo el gritito multitudinario: “¡Uuuuu!”. Como pudimos, nos colocamos en un sitio
donde era posible seguir viéndolas bailar sin compartir sudores al pie de la tarima. En
eso, un empleado, mamado y vestido de negro, les mojó los senos con una jarra de
agua. Las gringas dejaron de bailar y gritaron porque quizá estaba helada. ¡Era el
momento culminante! Al micrófono se escuchó al mexicano decir: “¡Oh, yeah! ¡Alright,
ladies! Keep dancing sexy”. Con las camisetas mojadas, cambió el modo de bailar de
las chicas. Esta vez hacían bambolear los pechos. Los pezones se distinguían debajo
de la tela mojada. El estrépito era ensordecedor. “That’s right, ¡move your tits, ladies!”,
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FELIPE CUEVAS RUIZ
La piel acerba
decía el del micrófono como una voz en off en la mente de cada güey presente en
Disco Beach. Para mí, a esa edad, no había nada más en el mundo que esas chicas
balanceando las tetas y mis ganas de verlas desnudas: una satisfacción gratuita por la
cual no tendría que luchar para conseguirla. La sangre y la cerveza corrían por mis
venas, el vientre me asestaba con explosiones de ardor hormonal. Gritaba “¡Uuuuu!”
igual que los demás y también rugía, pero no me atrevía a acercarme, ni a las chicas
que bailaban en el entablado ni a ninguna otra que se encontrara allí viendo el show.
Era la época en que aún no éramos galanes con mujeres a nuestros pies.
Susana y Bárbara rieron e hicieron un gestó irónico.
—¡Quisieras que estuviera a tus pies, pendejo! —exclamó Susana, provocando
risas—. Pinche abogadete picapleitos. Síguenos contando, güey.
—Me divertía a mares, vociferaba ante la visión de las chavas que bailaban cada
vez más desinhibidas. Aun cuando estaba atestado de gabachos, lo que sucedía para
mí se asemejaba a una escena sacada de una película europea: quería que las
palabras no dichas, tan sólo pensadas por las chicas de Alabama, fueran más
expresivas que sus contoneos.
—Ya desde entonces eras un pedante, güey —apuntó Susana.
—Luego noté que algo no iba bien. Gustavo no miraba hacia los objetos de mi
deseo, no gritaba, parecía aburrido, abstraído en sus pensamientos y mordiendo los
granitos de sal del borde de su vaso. A veces me daba la espalda y dirigía la mirada a
la playa, donde los borrachos vomitaban y cubrían su porquería con arena.
—¡Guácala! ¡Evita dar detalles, plis!
—Sí, Alfredo. No seas cerdo —añadió la actriz.
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
—Bueno, ¿y qué le pasaba a Gustavo?
—No sabía. Le pregunté si se sentía bien y me dijo que sí. ¿Seguro, güey? ¡Qué sí!
Me encogí de hombros y seguí divirtiéndome. Creo que fue casualidad, no lo sé, pero
noté que había algo raro en una de las chicas que bailaba. Se movía con cierta torpeza
y a veces se cubría el pecho cruzando los brazos. Para animarla le ofrecían tragos de
tequila que bebía con ansiedad. El animador parecía lograr su cometido. Se relajó y se
liberó del reflejo por cubrirse. Había más volumen en su ofensiva que en la otra chica,
pero las tetas debajo de la playera no se le percibían del todo. Parecían un solo bulto
con un pezón oscuro que surgía como volcán. Fijándose bien, su bamboleo era más
bien lastimoso —el abogado se puso de pie e hizo un movimiento extraño con las
manos y con la boca, como inflando imaginariamente dos enormes globos—. Intuí lo
que ocultaba, así que me quedé a la expectativa. “Mira, Depra, esto te va a interesar”,
le dije a Gustavo con un codazo, al tiempo que el maestro de ceremonias gritaba en su
micrófono: “Wanna see some tits?” La gente imploró: “Yeeaah!” “Wanna see some
tits?”, insistió. “Yeeaaah!”, respondió la masa con más empeño: “Come on, ladies.
Vamos señoritas, dennos un regalito for everybody tonight. Griten conmigo. Shout with
me, everyone!: ¡Tits! ¡Tits! ¡Tits!”. La propuesta vino seguida del coro: una sola voz, una
sola pretensión. Las Alabama girls bailaban sobre una música que ya no escuchaban.
Veían una multitud de brazos extendidos hacia ellas, chorros de cerveza saltando, ojos
ávidos postrados en un sitio específico de su cuerpo. El fortachón de negro se acercó
con la jarra de agua y ellas le hicieron la seña de que no les echara más. Mira, güey,
esto te va a gustar, le dije a mi amigo, y fue hasta ese momento que salió de su
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ensimismamiento. La primera chica por fin se atrevió y se levantó la playera, dejando al
descubierto dos chichis preciosas que me provocaron una erección.
—¡No digas mamadas! —intervino Susana. Bárbara movió la cabeza.
—¡La gente bramó! Más cerveza salió disparada como el vapor de un géiser. Luego
gritaron, ya sin la dirección del cuate del micrófono: “More tits, more tits!…”.
Bárbara y Susana lo miraban atónitas. No se dieron cuenta de que dos paparazzi
estaban apostados en un rincón fotografiándolos (sin flash). La gente los miraba.
—¿Y luego? —preguntó Susana.
—A la gringa del bulto raro no le quedó más remedio que quitarse la playera y
mostrar el regalito que tenía escondido.
—¿Qué era?
—Como habrán podido imaginar, tenía algo diferente… Poseía tres tetas. La de en
medio tenía una areola más prieta que las otras, como un eclipse de sol en medio del
cielo de su piel. Cuando las mostró, no hubo chorros de cerveza ni vociferaciones. Los
hombres callaron. Se dio un silencio inaudito. A Gustavo, los ojos se le salían de las
órbitas; temblaba con nerviosismo, sudaba. Dejó caer su vaso y apretó los puños. El
maestro de ceremonias apartó el micrófono de la boca, impedido para terminar el
numerito. Al fortachón de negro también se le cayó su jarra, el agua se derramó,
escurrió y desapareció por un resquicio. Se escuchó un murmullo, un “¡ohhh!”
generalizado, igual que un halo tragado por una ventana, pero proveniente de las
mujeres. La chica que se había descubierto primero se vistió y bajó la mirada como si
la hubieran regañado. Cosa extraña. La chava de los tres senos estaba de pie sin
saber qué hacer, pero con la mirada cínica, juguetona. Miré a mi amigo y noté que
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
retenía en los ojos la visión de las bubis, meciéndose apenitas. Le escurría saliva por
las comisuras de los labios. Me dijo: “Ahorita vengo”. Lo perdí de vista y no lo volví a
ver en toda la noche. La chica decidió romper el silencio. Levantó los brazos, se
contoneó (los pechos oscilaron). Gritó: “This is the way I wanted you to be,
motherfuckers!” La muchedumbre por fin reaccionó. Celebraron con una ovación.
Entonces, una nube de hielo seco la fue cubriendo. Desapareció.
—¿Y qué hiciste después? ¿Te quedaste allí solo persiguiendo gringas? —preguntó
Bárbara.
—Claro que no. Cuando me di cuenta de que el Depra se había ido, terminé mi
chela y me fui caminando al depa de su tío. Desde aquí se ve el edifico, en playa
Icacos. ¡Miren! —dijo, señalando el sitio exacto donde se encontraba la edificación.
—¿Y luego? —dijo Susana.
—Desperté a mediodía. La sirvienta me llevó el desayuno. Después fui a la alberca
para asolearme. Cuando atardecía, apareció el Depra. “¿Qué onda, cómo vas?”, me
preguntó, como si nos hubiéramos visto diez minutos antes. “Qué pasó, ¿dónde te
metiste toda la noche? Ni siquiera me avisaste que te largabas. ¿Qué hiciste?”.
—Ya me imagino lo que ha de haber hecho —supuso Susana.
—Lo lógico, ya lo conoces. Lo chistoso fue lo que respondió.
—¿Qué respondió?
—Con la cara de idiota que pone siempre que está en aprietos, dijo: “No me
reclames, meit”. ¿Qué hiciste, pues?, le contesté. Gustavo confesó con chanza: “Me
comí el pastelito de tres leches de anoche”.
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Los tres rieron. En ese justo momento llegó Gustavo en compañía de una bella
joven, alta y rubia. Lo miraron como si fuese un marciano, aprobándolo con los ojos.
—¿Qué me ven? Han estado hablando de mí, ¿verdad? Vengan, quiero que
conozcan a Rossana. Ross, te presento a Susana y a Alfredo. Tú debes de ser Bárbara
—dijo, dirigiéndose a la actriz y dándole un beso—. ¡Mucho gusto!
Saludaron de mano y beso a Rossana. Notaron que tendió su mano izquierda. La
muchacha adolecía del antebrazo derecho, por lo que llevaba la manga de la blusa de
lino anudada con coquetería para disimular. Sonrió y ocupó un lugar en la mesa. Por
primera vez el rostro de Gustavo parecía relajado. Reía a su manera. Sus dientes
brillaban bajo un velo de saliva. Tomaba la mano de su novia, a quien trataba como a
una reina; le sugería cosas al oído mientras miraba el oleaje y la playa peinada.
A Alfredo le dio mucho gusto verlo establecido. Así lo juzgó. La anécdota que contó
con nerviosismo lo hizo sentirse como un desalmado. Sentía que había hecho una
imagen tenebrosa de su amigo sin necesidad. Se atornilló a su silla y dejó sus manos
flácidas en la mesa. Bárbara lo advirtió, le tomó una mano y la llevó a su regazo. Él la
vio con los ojos acuosos, de cloaca; se aferró al recuerdo de la víspera, que perduraba
en su cabeza: su cuerpo húmedo, cálido, encima de él. “Te deseo”, le dijo al oído,
imitando el gesto de su amigo. “Me urge llevarte a la cama”, completó. Bárbara asintió y
le apretó la mano con fuerza. Parecía no escuchar la charla de los demás,
ensimismado en la visión de las ventanas oscuras de su mente, ventanas que
ocultaban interiores lóbregos, o bien, cerradas con contraventanas de hierro para no
dejar salir los secretos que se pronunciaban a gritos. A pesar de la amabilidad de
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
Rossana, se acongojó porque sintió que la trataba con conmiseración y que se forzaba
a departir con naturalidad.
Charlaron de temas peregrinos, hasta que un waspy, alto y pálido como un vampiro,
con una cachucha de beisbolista al revés, se le plantó enfrente a la actriz y le pidió un
autógrafo. Le dijo algunas palabras al oído, al parecer agradeciéndole el gesto, pero
ella se molestó a ojos vistas. Gustavo se aproximó y le preguntó si se encontraba bien.
El gringuito comprendió que era momento de retirarse. Hizo una reverencia y se fue
con paso ligero al otro extremo del bar.
—¿Qué pasa? ¿Te dijo algo que te haya molestado? ¿Te ofendió? —preguntó el
abogado.
—No me ofendió. Fue amable. Me pidió mi autógrafo.
—¿Entonces por qué hiciste esa cara?
—Porque me advirtió que está lleno de paparazzi y ya me tomaron fotos. No quiero
voltear siquiera. No puedo más que sonreír. ¿Logras verlos?
Alfredo oteó el espacio. Contestó con la verdad.
—Sí, los veo. Mucha gente nos ve, de hecho. ¿Quieres que nos vayamos?
—Todavía no. Tus amigos me simpatizan y no deseo salir corriendo para gusto de
ésos.
La noche se inflamaba, quería estallar.
Gustavo llamó a Alfredo aparte y dejaron que las mujeres charlaran a solas en la
mesa.
—¿Qué pasa? —preguntó Gustavo—. Te veo nervioso.
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La piel acerba
—Bárbara es quien me pone nervioso. Cuando hay fotógrafos tiembla como una
gelatina.
—Afróntalo, meit, como lo hizo su ex hasta hace poco. Eso pasa cuando andas con
famosos. ¿Quieres que nos vayamos?
—Ella no quiere irse aún. Esperemos un poco más. Está a gusto y yo también.
Verte en compañía de Rossana me da mucha satisfacción. Es una chava linda.
Felicidades. Te confieso que estuve nervioso antes de que ustedes llegaran. Pensé
que vendrías con una mujer árbol, infestada de papilomas rugosos, o con una
jorobada…
Gustavo enrojeció. El comentario le hirió una cuerda sensible. Reinó entre los dos
un aire gélido.
—¡No quiero que me vuelvas a decir nada al respecto! ¡Y menos de Ross! ¿Me
entiendes, meit? Estoy harto de que la gente me juzgue por lo que me a mí me
satisface. ¿Acaso crees que necesito una mujer como la tuya? ¿Una hermosa actriz,
imagen aspiracional de los hombres y que no cuadra con la realidad física de las
mujeres ordinarias? No corresponde, ni por los genes mestizos que heredaron, ni por
sus limitaciones económicas. Personas como Bárbara no son parte del lustre síquico
de la mayoría de las mexicanas, meit. ¡Estamos jodidos y lejos del glamour!
Perdóname que te lo diga, pero tu vieja es la anormal. ¿No te das cuenta?
Alfredo escuchaba sin interpelarlo. Se volvió para mirar a Rossana; le pareció como
una escultura de Duane Hanson, una hermosa figura de cera vestida, conversando.
Gustavo continuó:
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
—Piensa lo incómodo que es cuando la gente observa a tu acompañante. Hoy te
sucede a ti, meit. Te miran igual que a mí: la pareja del “bicho raro”. Bárbara es tan
bella y famosa que resulta una deformidad, igual que las mujeres con las que yo salgo,
pero con una diferencia: ella es asediada por los fans, le hacen piropos, le piden fotos,
autógrafos, que diga unas palabras, que qué opina de equis actriz, su rival en la tele.
Los paparazzos y la gente común coleccionan su belleza-deformidad en una vil foto.
Eso no te sucedió con Fernanda, a pesar de que era bonita, porque no era famosa. Al
final, aunque nuestro gusto por las viejas sea diametralmente opuesto, el resultado es
el mismo. ¿Puedes verlo? —dijo, señalando con el dedo, cuando un grupo de
jovencitas abordaba a Bárbara brincando de gusto y tomándose con ella fotografías
con los celulares.
Alfredo disfrazó su enojo con un rostro imparcial. Gustavo siguió diciendo:
—Bárbara es como esas modelos que posan para promover productos, todo lo que
criticas y aborreces: la serialización, la automatización del hombre y de sus
preferencias de consumo, de comportamiento. Bárbara sería experta para anunciar
refrescos, coches de lujo, lencería, departamentos en la playa, telenovelas, tarjetas de
crédito, toallas femeninas. Sólo le faltaría actuar como demostradora Tupper Sex.
Promovería los vibradores multiorgásmicos que estimulan vagina, ano y clítoris a la vez
—rio con ironía—. Piénsalo, meit, ella es el mecanismo con el que los caca-grandes de
las televisoras y del gobierno nos manipulan para meternos hasta el alma la cultura
vulgar gringa y definir luego el bodrio de la nuestra: hamburguesas a la mexicana, sushi
de guanábana, pizzas con jalapeños y chipotle, cocacola con tequila, futbol
dominguero, malls, cervezas, obesidad, talk-shows, OV7, Rebelde, reality-shows de
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FELIPE CUEVAS RUIZ
La piel acerba
baile, reality-shows de chistes, reality-shows de canto, reality-shows literarios,
¡mentiras, mentiras, mentiras!… ¿Y todo para qué? Para serializarnos como líneas de
producción de robots, y hacernos objetos manipulables para los gobernantes:
trabajamos para ellos y de nuestro dinero viven para disfrute de sus yates, sus bailes
de gala, sus viajes al extranjero, sus ostentaciones, sus mujeres aristócratas de
Francia, Italia e incluso de la realeza jordana. Un círculo vicioso del que el mexicano no
saldrá. Toda forma de vida moderna radica en el dominio y el consumismo. Pues bien,
meit, ¡felicidades! ¡Tanto has estudiado, te has quemado las pestañas, para caer en el
entorno de todo cuanto repruebas!
Alfredo miraba a su amigo exhausto, pensando en frascos de psicofármacos y sus
etiquetas blanquiazules. Pensó en la cosmogonía del blíster para ausentarse de sí
mismo. Nunca lo había escuchado hablar así.
—Yo te sugiero dos cosas —apuntó Gustavo—: primero, que nos larguemos porque
están chingando a tu vieja; dos, que tu filosofía, tu perfeccionismo y tu pensamiento
profundo, que ya me tienen hasta la madre, te los metas por donde te quepan.
Alfredo se volvió. En efecto, las mujeres estaban rodeadas de gente. Reporteros
intentaban entrevistar a Bárbara. La fotografiaban. A ellos también les hacían fotos.
Susana se puso de pie con la acometividad que le distinguía, manoteó y los mandó “a
chingar a su madre”.
—¡Sáquense, putitos!
Con voz recia, animada, Alfredo invitó a sus amigos a que fueran a otro lugar.
—¿Adónde quieres ir, amigui?
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—¿Les parece a mi departamento? La noche no se ha acabado. ¿Qué opinan? —
sugirió, con la sensación de haber dicho algo atroz, estupefacto por lo que escuchó de
su amigo.
El mesero que los atendía recibió un billete de mil pesos de mano del abogado.
—Nos vamos, amigo. Gracias por todo.
—Pero si la cuenta es menor a lo que me está pagando, jefe.
—No te fijes, recíbelo y acompáñanos afuera. No queremos más broncas con los
fotógrafos.
—¡Va que va, jefe!
Se retiraban y la gente reseñó el porte de la actriz y de sus amigas. Sin duda, en
sus ojos se imprimió la imagen de sus aspiraciones. Observaron a sus acompañantes
con sangre fría: fresitas guapitos, sabandijas infecciosas que sólo merecieron su
desprecio.
Uno de los reporteros venía acompañado de otro periodista (su amante, de hecho),
pero de la sección de Política de un periódico nacional. Este último se encontraba
vacacionando y acompañaba a su pareja en la caza de celebridades, aprovechando,
además, el cuarto de hotel y los viáticos sufragados por el tabloide. Cuando vio pasar a
Gustavo algo le latió. Le tomó una ráfaga de fotografías, y también a Alfredo.
—Yo conozco a ese cuate.
—¿Sí? ¿De dónde?
—No sé, creo que trabaja en el gobierno. Lo voy a averiguar.
El reloj corría, la noche se ahondaba. Estaban aburridos y exhaustos. Las parejas
tenían ganas de hacer el amor porque aún les quedaba noche; no deseaban encarar el
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FELIPE CUEVAS RUIZ
La piel acerba
día liminar. Gustavo fue quien se atrevió a rehusar la propuesta de “seguirla”, y como
respuesta obtuvo un “okey, no hay problema”, sin resistencia de Alfredo. La amistad
entre ellos se había aflojado. Gustavo hacía ojillos de roedor cuando lo veía. El
resentimiento se percibía en su voz cuando le hablaba. Antes de subir a su deportivo
(Rossana ya se había despedido y estaba dentro) se lo presumió con la mirada que
parecía expresar: “Mira, meit, yo también puedo. Me lo gané yo solito. No eres el único
que hace mucha lana y que a final de cuentas lo que tienes es por tu papi político,
como mi don Rodrigo”. Al abogado se le instaló un filamento incesante de malestar en
el alma; estaba más alelado que sorprendido. Bárbara le tomó la mano otra vez y la
apretó en señal de entendimiento.
—Vámonos, mi amor. También estoy cansada y los niños se van a despertar
temprano.
Gustavo arrancó rechinando llantas. La mano izquierda de Rossana (fue curioso
cómo lo hizo) asomaba por la ventanilla del copiloto haciendo la señal de despedida.
—¡Coman pito, putos, ojetes! —vociferó Susana enfurecida, dirigiéndose a su par
de amigos. Pidió que la llevaran a su hotel. Se supo solitaria sin nadie que la abrazara
cuando durmiera. Fue en un tris que pensó en Tupper Sex para gozar en solitario, pero
sin ningún juguete consigo, como si Bárbara Docal le hubiera transmitido de algún
modo la imagen de sí misma como personaje imaginario de una película: la bellísima
orientadora, caja de juguetes sexuales en mano, haciéndole una versada demostración
de los artilugios. Susana agitó la cabeza para deshacerse de la imagen y añadió el
suceso de la noche a su inventario de qué pedos. Se colocó brazos en jarras y los
escrutó con una amable —o acaso conmovedora— necesidad de comprensión.
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
Subieron a la minivan y después se confundieron con los demás autos de la
Costera Miguel Alemán rumbo a la Escénica, con Alfredo al volante, tarareando una
cavatina. Susana, como autómata erizada por el enojo, repitió el mismo gesto pero
cantando Piensa en mí.
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22
Rubicundo, los ojos inyectados de sangre, Alfredo encaró a su amada. Se sentía morir,
le dolían los músculos con el alma llena de pesar y confusión. Actuaba como si
desease despertar de una pesadilla, puesto que cada movimiento, cada palabra se
deformaba y perdía significado. Sentía como si no fuera Bárbara a quien besaba y
acariciaba. Jadeaban en el espacio que olía a su encuentro previo, a cuerpo sudoroso
y pelo mojado. En el fondo, se veían como amantes eternos, expertos en el manejo del
territorio corporal del otro.
Esta vez no oían música ni les importaba que sus hijos los escuchasen.
Tenía a la actriz a horcajadas y veía cómo se le deformaba el rostro, cómo se
transformaba en un monstruo gótico, en un espectro de carne y hueso elegido para
asustarlo como a un labriego del siglo XII inmerso en el terrorismo religioso de su
tiempo. ¿Qué le sucedió? ¿Le dio ginefobia? O supo que vivía una pesadilla, igual que
cuando en su oficina leyó los encabezados en el vidrio, confirmando la muerte de
Fernanda. ¿Cómo escapar? Cavilaba. Traspasaban la etapa de la excitación;
circundaban las estribaciones de una montaña de lava incandescente hacia la meseta
del coito ininterrumpido, una Massada cuesta arriba, que los llevaría al multi-clímax
(facultad de la actriz en el amor). Los gemidos de Bárbara se fragmentaron, sus ojos se
tornaron fríos: era la mirada tenebrosa del monstruo ojival en que se había convertido.
Alfredo la vio como a las mujeres amorfas que le gustaban a Gustavo. Conforme la
imaginaba, su morfología obedecía su voluntad. Se transformaba. ¿Qué vio? Le
mutilaba los brazos y éstos desaparecían; entonces ya no se apoyaba en su pecho
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
mientras, encajada en él, se movía con la fuerza de sus caderas; luego le amputó las
piernas e hizo reaparecer los brazos para que no perdiera el equilibrio; la enanizaba, la
agigantaba, le tapaba la boca con piel y con mechas, o hacía que los senos se le
escurrieran como gotas de resina hasta el ombligo (se bamboleaban lastimeramente).
Surgía un labio leporino, un ojo caído; brotaban michelines horrendos de los que se
agarraba para propinarle enviones más enérgicos; la vio fea y con el cabello corto,
como cuando tuvo que cortárselo para actuar en cierto papel… Y al final, retornó a la
realidad su rotunda belleza, sus ojos verdes que se advertían a pesar de la oscuridad
diseminada por la habitación. Entonces alcanzaron un orgasmo perentorio y repetitivo,
antecesor de una resolución pacífica, semejante a una sobredosis de Valium cargada
de psicodelia.
Bárbara se tumbó encima de su amante con los ojos convertidos en espejo y la piel
mojada. A Alfredo le dieron ganas de beber. Quería quitarse de encima la sensación de
haber invitado a seres fantásticos para verlo copular. Se levantó con el pretexto de
asomarse para ver a los niños. En lugar de eso, fue a la cocina desnudo con
movimientos oleosos; se sirvió un whisky que bebió a pequeños sorbos en el balcón.
No había nadie en los jardines ni en la piscina. Se respiraba el aire del trópico. Todavía
un par de ventanas titilaban por el esplendor cambiante de los televisores encendidos
en su interior. La expresión se le iluminó en una extraña sonrisa; en tanto, cierta
languidez y fatiga se deslizaron a su espíritu. Terminó el vaso de un trago.
Apareció ella de improviso.
—¿Ya vienes? Te quiero a mi lado —dijo con melancolía. Vio que también estaba
desnuda (en un apartamento vecino se asomó una de las señoras chismosas y los vio).
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—Sí —le dijo besándole la frente. Entró ella de nuevo, envuelta por un halo
hagiográfico.
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FELIPE CUEVAS RUIZ
La piel acerba
1
Alfredo sentía la vida como una unidad y no como trozos de tiempo que le iban
sucediendo. Luego de la reclusión en su oficina y el reencuentro con el amor, había
decidido cambiar, no ser más un hombre sin vida interior, sino alguien devuelto a la
existencia pura sin necesidad de una existencia pura, así, tras una vida que le había
aleccionado cierta contención. Decidió redimirse e iluminar a los demás, en especial a
los necesitados, sin que la mano de hierro de su padre se interpusiera. De su pasado
repudiaba las mezquindades, los convites turbios, la cortedad espiritual, las transas y
las majaderías de sus autores, con sus risas gruesas. En el negocio de la política, en la
corrupción y en el enriquecimiento ilícito —pensaba—, es común la presencia de la
difamación, las amenazas y la muerte. De su padre (un tipo resentido por razones que
no conoció y que se debían a su infancia), desdeñaba su avaricia y su peligrosidad.
Su situación económica holgada y sin duda sofisticada era algo que había resuelto
mantener. Disfrutaba de las comodidades y del mundo. Aun así, de él había brotado
una vena de generosidad que no se sospechaba. Meses después de su
restablecimiento, decidió imitar con astucia y doblez (y de paso, hacerse de un lugar en
la posteridad) a los políticos mexicanos para crear una vorágine clientelar, un espantajo
corporativista, una organización con fines altruistas, vida propia y crecimiento sostenido
imposible de arruinar, como los sindicatos, las asociaciones religiosas y civiles
politizadas, las organizaciones ciudadanas, aunque con un propósito en verdad
benéfico. A partir de su experiencia como abogado fiscalista e ingeniero financiero,
diseñó un monstruo institucional para que actuara como virus computacional, como
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
La piel acerba
fórmula matemática circular, incapaz de corregirse: un error sistémico enzarzado en sí
mismo. El Bodrio Dadivoso, como lo llamó en un inicio, entraría en un círculo virtuoso
imparable, en una espiral con guisa de caracol, prologándose al infinito igual que los
amonites, y con las facultades curativas de las serpientes entretejidas (otra espiral).
Pensando en términos médicos, se propuso aliviar una porción del tejido social enfermo
y con posibilidades de curación, amputando tejido sano de otra parte del organismo
para insertarlo donde se necesitara. El tejido amputado era, por supuesto, una jugosa
porción del dinero que había lavado para su padre y sus cómplices. De esta manera,
diseñó un sistema de donaciones y fondeo ininterrumpido, utilizando las herramientas
de la Teoría de Juegos, para motivar a los participantes. Involucró a organizaciones no
gubernamentales,
a
organismos
internacionales,
fundaciones,
universidades,
sindicatos, fondos de capital de riesgo, y al gobierno mexicano. Recién se
reconciliaran, Gustavo le habría de ayudar a incluir al Gobierno Federal desde la
Secretaría de Hacienda.
La premisa era: más inviertes, más ganas y nadie se da cuenta de la estrategia en
el corto plazo hasta que estén involucrados los participantes “transas”, de modo tal que,
si las aportaciones fueran interrumpidas porque justo un transa abandona el juego,
provocaría un desastroso efecto bola de nieve, y el escándalo público tendría
consecuencias graves para todos, sin importar quién violara el acuerdo, dado que se
revelaría el lavado que contrató en el despacho de Alfredo, además de una fuerte
penalización económica pactada en contrato. El modelo consistía en la subsistencia
mutua garantizada: si abandonas el juego, pierdes, te denuncian y quemas
públicamente al resto de los transas; si, por el contrario, permaneces e inviertes más,
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ganas más que proporcionalmente al monto de la inversión, porque los servicios del
Bodrio Dadivoso a la comunidad, de ningún modo serían gratuitos, y porque las
ganancias extraordinarias se pagarían del dinero antes robado a la sociedad y a aquel
que siguiera lavándose e ingresando al organismo.
La pregunta ahora es: ¿cómo diablos se interesaron quienes invirtieron en el reality
show para corruptos, e incluso firmaron contratos amañados? Sencillo: quienes
firmaron le tenían confianza a Alfredo Galván como operador de lavado; el esquema
financiero de recompensas era suculento; notaron la presencia del gobierno como aval;
vieron plasmados los nombres de gente importante en el acta constitutiva de la
asociación civil, y porque vieron los balances bancarios con millones de dólares
aportados ante notario y administrados por un fideicomiso de renombre. Alfredo utilizó
los elementos del sistema y la transa (falsificación de firmas e identidades) para
volcarlos contra los corruptores. A cambio, las organizaciones honestas y sin fines de
lucro serían recompensadas: recibirían reconocimiento y el pago de intereses muy por
encima de los precios de mercado, y el gobierno, las corporaciones y los organismos
internacionales recibirían el pago de intereses y la motivación para no abandonar el
juego, o sea, la amenaza de denunciarlos por haber invertido en él con la finalidad de
enriquecerse fuera de la ley: la corrupción por sí sola alimentaría la maquinaria de
sanación. El propósito de su creador ya no era lavar dinero, sino curarlo. Para ello, creó
cuatro divisiones por fomentar: escolarización, alimentación, ciencia y salud, ejes,
según Alfredo, para sacar al país de la mierda que lo absorbía igual que a un fluido no
newtoniano. Había puesto a la burocracia y al mal gobierno atestiguando la visión de
un soñador fastidiado del atraso, la demagogia, la propaganda y la falsedad. Con sus
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mismos artificios y el dinero que los políticos ya habían “recaudado”, los engatusó e
inauguró la Fundación Docal, en honor a Bárbara. Dijo: “Que el progreso acabe con la
corrupción en su propio territorio de la fatalidad. El paradigma en sentido inverso: la
transa proyectará el desarrollo para hacernos prosperar como trufas en tiempo de
lluvias”.
Se dice que es complicado encontrar culpables en estado puro, aunque Alfredo era
testigo de que en México, los gobernantes descubren cada día maneras de funcionar
más mal que bien en aras de su enriquecimiento, sin importarles que, como
autoridades, les corresponda velar por el bien común… El bien común: aquella idea
que para Tomás de Aquino no es más que una prescripción de la razón en orden al
bienestar del prójimo, promulgada por aquel que tiene el cuidado de la comunidad. Por
eso Alfredo Galván decidió ejercer a su modo las leyes antiguas de la justicia, la lex
talionis, aquellas referentes a la justicia remunerativa en la que se impone una pena
proporcional al crimen cometido, para de este modo, con su Fundación, devolverle a la
comunidad algo de lo que les robó el político Alfonso Castellón y sus secuaces.
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2
Los amigos se reconciliaron. No se vieron por meses luego del reclamo de Gustavo en
el Barba Roja. Fue Susana quien intervino para reunirlos. A Gustavo le daba la razón y
Alfredo aceptó su equívoco. Reconocía que lo hacía sentir menos. “¡Ya, par de
pendejos! Dense un abrazo y que ahí muera. Tantos años para distanciarse por una
pendejada”. Sucedió en el apartamento de Gustavo. Alfredo sostenía un vaso de
cocacola. Lo dejó caer para abrazar a su amigo; se escuchó el estallido, después las
burbujas crepitaron formando un espumarajo ennegrecido, mientras el aire pareció
calentarse de repente.
—Perdóname, Gus. A veces soy muy pendejo.
—Así es la vida, meit: éxito y desánimo; eso nos enseñaron nuestros padres, ¿no?
Me da gusto que ya estés mejor —sus ojos poseían un brillo de plata debido a que las
enojosas sensaciones dejaron de flotar.
El abrazo perduró en la mente de Susana como el mejor coagulante de sus
experiencias. Sugirió: “Depra, ábrete una botella de tequila y pongámonos un pedo,
¿va?”. Aceptaron.
Era la noche de un sábado. Encendieron la televisión y vieron una pelea de box a la
que no hicieron caso. Estaba presente más el interés por contarse lo que fue de ellos.
Gustavo habló de Rossana, cómo le gustaba. Sus besos eran lenguas que lamían más
allá de su boca; las llevaba consigo, chasqueando contrariadas, hasta que volvía a
tenerlas en los labios:
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—Es maravillosa —tosió con orgullo—. Cuando estamos a solas y digo mis
tonterías me perdona, haciendo como que no me oye; luego se desabrocha el segundo
botón de la blusa y me deja ver esa sombra que me vuelve loco.
—Mmh… Esa como colita de pescado que forman los pechos de las mujeres.
¡Maravilloso!
—¡Así es, meit! Ross me satisface en todos los sentidos…
Susana y Alfredo, sin querer, intercambiaron una mirada traviesa. Gustavo supo lo
que imaginaron y aclaró:
—Sé lo que están pensando. Les aclaro: lo de su mano no es una deformidad ni
tampoco estoy con ella por eso.
—Sabemos que no es eso, Gus. Además, no tienes que darnos explicaciones. Si tú
decides que ella es para ti, nosotros la amaremos —intervino Susana.
—Fue un accidente de cuando era pequeña —añadió como si no la hubiera
escuchado.
—Está bien, Gus —insistió—. No digas más. Tuve la oportunidad de platicar con
ella y me pareció una chica fascinante. Espero que seamos amigas.
Gustavo encendió un cigarrillo y lo mantuvo entre los labios. Dejó que humeara en
su rostro. No sabía por qué estúpida razón o inercia se había confesado. Su intimidad
sólo le concernía a él, pero de algún modo seguía necesitando de la aprobación de sus
amigos. Cómo decirles entonces que Rossana le complacía, entre otras cualidades,
porque sí tenía una deformidad, una imperfección tan íntima, que hubiera sido una
deshonra mencionarla. Susana se lo hubiera recriminado de inmediato, así que decidió
callar su clitoromegalia. ¿Cómo supo que la chica padecía eso? ¡Quién sabe! Sólo
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Gustavo y su talento para encontrar gente así habían logrado que conociera a la chica
con la que compartiría su vida. Sintió mirarse con ojos de repulsa cuando estuvo a
punto de violar la intimidad de su novia, pero decidió desentenderse y seguir bebiendo.
De noche, el DF parecía adoptar una apariencia de irrealidad, aislada del resto de
México como una perla vestida de luces parpadeantes y permeada de un aroma de
cloaca lacustre. El box había terminado. Ahora veían, a todo volumen, un programa
cómico para gente boba, de la televisión abierta. Terminaron la botella y abrieron otra.
El abogado se empinó el cadáver de vidrio y obtuvo con fruición las últimas gotas antes
de tirarla a la basura.
—¡Apaguen esa porquería! —dijo el abogado—. Y vamos a cortarnos las venas a
fuerza de rancheras. ¡Pon a José Alfredo, Gus! —dejó de nombrarlo Depra.
Por un lapso, permanecieron absortos, cada uno con sus pensamientos y más tarde
se miraron entre divertidos y asustados.
—Extraño a Bárbara —exclamó el abogado con una peculiar risa—. Me es
insoportable estar sin ella. Quisiera empedarme y luego recostarme en su regazo.
—Y yo en el de Ross —respondió Gustavo.
—¿Y yo, en el de quién? —terció Susana; guardó silencio y no supo qué hacer con
su soledad, esa carencia involuntaria de compañía amorosa que se había instalado en
su vida sin justificación, y que la obligaba a traicionarse en el pensamiento, porque
hasta le dieron ganas de abrazar al último hijo de puta que la decepcionó. Agitó la
cabeza como para sacudirse el pensamiento y lo sustituyó por el de Tupper Sex en
Acapulco. Gustavo se aproximó a ella y, como adivinando lo que cavilaba, la abrazó y
la besó en la mejilla.
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—En mi regazo, Dragoncita. Aquí te acuestas porque también hay espacio para ti —
dijo y ella se desmoronó en tibio abrazo. Se sintió amada. Su mirada reflejaba la
desilusión del recuerdo que había evocado. Se ayudó de otro sorbo de tequila para
aliviarse.
Cuando la segunda botella se vaciaba, Alfredo se levantó dispuesto a irse. “Aquí,
ahora mismo”, pensó, “todo vibra, se emociona: mis amigos, las rancheras, el tequila, la
tristeza que llevamos dentro y que nos cuesta trabajo desvanecer”. La sala del
apartamento latía, respiraba afecto como un pulmón descomunal, aunque la tristeza no
perdió ese hilo de acero que lo troza todo. Parecían fosilizados por su propia sombra,
con los ojos clavados en el techo, mirando más allá de éste. El abogado tiró a la basura
las colillas, la segunda botella vacía y sobras de botanas; puso en el fregadero los
caballitos y el cenicero. Los demás permanecieron en la sala diluidos en una
combinación abigarrada de emociones. Sabía que cuando se fuera, allí se quedarían
por largo rato, tal vez hasta dormirían allí con el iPod apagado y la televisión vuelta a
encender, sintonizada en algún otro programa para retrasados mentales de los
sábados por la noche, cuando casi nadie ve la televisión. Escucharían el murmullo de
la pésima comedia mexicana de las emisiones gratuitas abriendo el apetito de la
estupidez.
—Me voy —dijo, como no queriendo sacarlos del letargo.
—Perdón, meit. Ahorita te abro —se levantó y se dirigió a la puerta.
Alfredo se acercó a su amiga. La besó en la frente: “Te quiero”, susurró. Susana
sonrió y un torrente nocherniego envolvió sus mejillas de rubor. “Me too”, respondió.
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En el vano de la puerta, los amigos se abrazaron, se transmitieron efusividad al
darse las gracias, por las disculpas, por las atenciones. Una paz química se suscitó en
sus estómagos; se dieron cuenta de que serían amigos para rato. Se volvieron para ver
qué hacía Susana. Había apagado el iPod y encendido la tele. Veía un programa que la
hacía reírse por lo bajo. La pantalla despedía destellos multicolores en las paredes.
—Necesito de tu ayuda. ¡Voy a cambiar mi vida cañón! —dijo Alfredo con tono
enigmático.
—Yo también necesito la tuya. Me urge hablar contigo —respondió el otro, aunque
su voz contrastó. En él temblaba, como si un cierto miedo no le permitiera avanzar ni
retroceder. El abogado percibió un olor acre en su aliento. Se preocupó cuando lo
observó de cerca: la tez pálida, los ojos enrojecidos y los labios demacrados—. ¿Nos
vemos mañana? ¿Te parece bien en los tacos Villamelón a las once?
—Allí nos vemos.
Se abrazaron de nuevo. Una reconciliación en toda regla.
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3
Gustavo llegó el lunes a su trabajo, más temprano de lo usual. Llevaba una sola idea:
liberar a Jorge Docal Nasser de sus problemas fiscales. Además de tratar otros asuntos
durante el almuerzo en los tacos Villamelón, se comprometió con Alfredo a ello, sin que
el abogado pudiera negarse. “Lo van a dejar de fregar. Tengo influencias. No tendrás
que mover un dedo, meit”, aseguró con el ceremonial de un oráculo.
Caminaba por los pasillos y miraba el contorno. Se había acostumbrado a traer los
ojos en la nuca para cuidarse las espaldas y contraatacar viperinamente las intrigas de
los colegas. Gozaba del respaldo de don Rodrigo, debido a que era eficaz en el desvío
del erario. “Las personas de espíritu baboso no tienen futuro en la administración
pública”, solía decir. Levantó la bocina y marcó un número. Solicitó al Director Central
que se presentase en su oficina de inmediato.
—Todavía no ha llegado, Gustavo. Apenas son las siete.
—Cuando llegue, que venga a mi oficina. Es algo urgente que debemos tratar en
persona —dijo y colgó sin esperar la despedida de su interlocutor.
Apareció el director. Luego del saludo y la charla superficial, las instrucciones fueron
simples: “Le pido con respeto que el departamento a su cargo se desista de todo juicio
contra el ciudadano Jorge Docal Nasser y que cancelen las medidas cautelares, o sea,
descongelen las cuentas bancarias del señor Docal”.
El director lo miró incrédulo, dado que recibía una orden de alguien con rango
inferior al suyo. En un principio no respondió. Después se atrevió a decir, tuteándolo:
—¿Tienes autoridad para esto, Gustavo?
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El joven licenciado le hizo un guiño de complicidad.
—La recaudación es una obligación castrante, pero en ocasiones hay que hacer la
vista gorda, sobre todo si se trata de alguien cercano. Si estuviera en tu lugar, haría lo
mismo por ti, te lo juro. Nadie se enterará.
Los ojos del director eran como dos monedas doradas, clavadas en él, mirándole de
arriba abajo. Decidió desviarla para reflexionar. Se aproximó a la ventana. El joven
licenciado marcó una pausa para calibrar el desconcierto de su colega.
—No estoy seguro de hacerte el favor, Gus —eludió el director, a la defensiva.
Parecía como si le hubiera descabalgado de su trono doctoral con grosería.
—Hazlo por mí. No quisiera llamarle a mi padrino, tú sabes… —hizo una pausa
para cambiar el tono; lo acarició con la voz—: por favor, es personal. Yo me haré
responsable. Tú eres quien manda, pero por mi parte, nadie lo sabrá.
El director, tras oírle con impaciencia, aceptó. Gustavo, vencedor, abrió una sonrisa
radiante.
—Hoy mismo me desisto y borro del sistema la intención de seguirle revisando —
acató con indiferencia casi despectiva y salió, no sin antes despedirse con un guiño
burlesco. Desconfiaba del muchacho y de su poder de seducción para buscar
represalias.
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4
—Ahora que estamos solos, quiero que me hagas el amor en el lugar más insólito que
se te ocurra —dijo Bárbara con esfuerzo sensual—. Ni por equivocación pienses en
algo al aire libre. Imagínate que un paparazzo nos fotografíe…
Alfredo se alegró y pensó que su pareja embarazada deseaba conquistar otra
porción de su terreno libidinal por estar encinta.
—Sí, los paparazzi. Son como un veneno glutinoso que se cuela por dondequiera y
lo emponzoña todo. ¿Existirá algún antídoto para esos bichos?
—Hazme caso.
—¡Mañana mismo! ¡Aquí en Acapulco! Desayunamos y nos vamos de aventura,
¿okey?
—Ya sabes dónde iremos, ¿verdad?
—Sí —dijo con la seguridad que le diferenciaba de cualquier moqueafaldas.
Al día siguiente, se ducharon. Permanecieron bajo el chorro de agua abrazados. Él
disfrutó el apacible modo con que ella lo ciñó de la cintura. Cuando terminaron, Alfredo
hizo ronronear la rasuradora eléctrica. Vio el cuerpo desnudo de la actriz confundirse
con las claridades de la mañana, yendo de un lado a otro para aplicarse sus cremas
faciales frente a la luna y enseguida ponerse el bikini. Ya era evidente el vientre
preñado.
Mientras se acicalaba, creyó oír en su enamorado un murmujeo de palomo con el
pecho esponjado. Veía cómo le crecía dentro algo suave, afectivo y sensual. Le
enloquecía cómo se movía por el baño, con la toalla a la cintura, el torso desnudo, los
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hombros relajados, sugiriendo elegantes regodeos. Su perfil destacaba vigoroso y
diáfano. Sintió un hervor de mezcal que llenaba el cauce de su femineidad, la
inconfesable humedad en el nacimiento de las piernas que se anticipa al cumplimiento
de la fantasía, lo que la llevó a reírse para sus adentros y comenzar a peinarse. De
repente, sintió un beso que la recorrió desde la nuca hasta el coxis, un beso ávido que
aspiró su aroma de frutas. “Este canijo me leyó el pensamiento”.
—Espera, ¡todavía no! Deja que me apure si no se nos va a ir la mañana.
—Okey, apúrate y desayunemos.
Pidió prestada una Van a la administración del condominio para evitar ser vistos por
los paparazzi, apostados afuera. Se puso una gorra de repartidor y lentes oscuros.
Bárbara se recostó y así escaparon. Por cierto, en el grupo de reporteros estaba aquel
que los fotografiara en el Barba Roja y cuyo amante pertenecía a la sección de Política
de su periódico. Desde que reconociera a Gustavo como un funcionario de Hacienda y
a Alfredo como el hijo de un prominente político, el fotógrafo los seguía adondequiera.
Ambos reporteros convinieron en no publicar nada sobre ellos. Estaban a la caza de un
secreto con mayor impacto.
Alfredo se dirigió al Acapulco tradicional. Justo antes de continuar hacia la
Quebrada, tomó en dirección al Club de Yates y después al condominio Las Américas.
En la caseta anunció que iban a la residencia de un amigo. Le dieron el paso. Bárbara
lo miraba con curiosidad. Una idea se le hizo posible: “Me llevará a la casa de su
amigo, donde no hay nadie, y lo haremos en la terraza, contemplando el mar”. Imaginó
una vivienda solitaria enclavada en el risco con su piscina volada confundiéndose con
el océano. “O quizá en la alberca, ¡mejor!”. No obstante, estacionó la Van frente a una
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construcción abandonada. Los restos de un anuncio luminoso en letras grandes y
otrora verdes decía: Hotel Cantamar. Estaba protegida por malla ciclónica. Un letrero
de madera pintado a mano advertía: Propiedad privada. Prohibido el paso.
—¿Es aquí? —preguntó ella con prevención.
Alfredo afirmó. Se apearon.
—¿Y cómo vamos a entrar?
—Por acá. Ven.
Bordearon hasta que encontraron una abertura en la malla, por donde era posible
ingresar. Así lo hicieron. La actriz tenía las mejillas sonrosadas y un temblor nervioso
en los labios. “¿Cómo sabía por dónde entrar?”
—Esto es un mugrero, Alfredo. ¿Cómo piensas que vamos a hacerlo aquí?
—Primero vamos a investigar y luego decidimos. Tú dijiste un lugar insólito. Este es
uno.
—¿Y si nos cachan y nos meten a la cárcel?
Él rio por el tono de niña asustada con que habló:
—Lo harán sólo si nos descubren, pero los nervios te mantendrán alerta. Entremos,
pues, a lo que alguna vez fue uno de los hoteles más glamorosos de Acapulco.
Mauricio Garcés filmó alguna película aquí. Verás la atmósfera sesentera. Tal vez te
transportes en el tiempo y te sientas como las actrices que actuaron con el Zorro
Plateado. ¿Quiénes fueron? Maura Monti, Rosita Mendoza, Elsa Aguirre, Zulma Faiad,
Silvia Pinal, tu tocaya Bárbara Angely, Isela Vega… —recitaba y escandían las
baldosas del pasillo que los llevaría al interior.
—¡Qué memoria! Sabes más de cine de lo que pensaba.
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Se detuvieron en el umbral.
—¿Te animas?
Parecía dudar, más por repugnancia que por miedo.
—Es un hotel abandonado. No hay nadie. ¿Qué nos podría pasar?
Habiéndose decidido, caminó dos pasos. Se encontraron en un vestíbulo arruinado.
Era la visión del desamparo y la soledad absoluta, luego de un par de décadas de
clausura. Parecía como si al inmueble le hubiera pasado el hachazo del tiempo en un
santiamén. La barra de la recepción estaba destrozada; en los compartimientos donde
se colocaban las llaves de los huéspedes, había nidos de palomas. La maqueta del
hotel se hallaba en el suelo, pisoteada y con huellas de zapatitos tenis de los niños que
alguna vez entraron a hacer sus diabluras. Fragmentos del plafón diseminados como
pétalos de cartón daban la bienvenida. Una frase de asombro de la actriz dio cuenta de
la abyección y la miseria del predio. Caminaron por el pasillo que los llevó a un patio
interior. Alrededor, había habitaciones sin puerta que les permitieron ver su interior
desvencijado: bases de mampostería para la cama, colchones despanzurrados con los
resortes salidos del vientre, cortinas raídas, retretes arrancados de su base, lonjas de
polvo, el ramaje salvaje que lo invade todo, el universo de las hormigas transportando
en ristra hojitas hacia su guarida ubicada en el intersticio de las paredes. El vértigo
oblicuo de la luz les desvelaba imágenes extraviadas del esplendor perdido, que se
amontonaron en su ánimo, con ese desasosiego que vence la esperanza del
fracasado. La fuente al centro lucía verdosa por el moho. El sol de mediodía la bañaba
y modelaba sus aristas: suavizaba la sombra que proyectaba.
—Tengo la sensación de encontrarme en un barco varado.
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—¡Buen símil! Falta que nos sintamos en las bodegas de un buque y encontremos
la rueda del timón, la aguja de marear. Entraríamos en la cámara de oficiales, donde
veríamos una mesa con mapas, cartas de navegación y los anteojos de larga vista; un
nocturlabio, la esfera armilar y reproducciones de los eclipses de luna. Al fondo, la
cabina del capitán, su cama con dosel: nos acostaríamos y nos retrataría el tiempo
como en La Cama de Toulouse-Lautrec —agregó con perspicacia. Ella le dedicó una
mirada de admiración.
Continuaron su recorrido. Hallaron la piscina. Tenía forma ovalada y en un extremo
la profundidad era asombrosa, quizá de cinco metros con una plataforma de clavados
de diez metros de alto levantada justo a la orilla.
—¡Órale! Hace tiempo que no veía una alberca así. La última vez debió de haber
sido cuando niña, un día que mi papá nos llevó a mi hermano y a mí a un hotel
parecido a éste.
—Así eran antes, para que los “señoritos” se echaran clavados para impresionar a
las chavas ¿Te acuerdas de la escena del Club Chapultepec en A toda máquina?
—Sí, cuando Luis Aguilar entra uniformado para que su novia de sociedad le pida
perdón… —dijo ella e hizo un gesto que a Alfredo le pareció kafkiano, como un insecto
voraz contemplando una historia más de derrotas a la mexicana—. ¡Chistosa! ¿Y qué
es eso que se ve allí? —dijo, olvidándose del tema.
—El funicular.
—¿Vamos?
Alfredo sonrió al ver que se entusiasmaba cada vez más.
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La cabina del teleférico, todavía sobre su riel, oxidada; los cristales, rotos; la maleza
había invadido su interior. No se alcanzaba a ver dónde concluía el recorrido del
artefacto. Del interior de la cabina de mando, se escuchaba un peculiar chirrido
multitudinario. Ella intentó acercarse, pero algo semejante a un ave salió de pronto
volando.
—¿Qué fue eso…? ¿Qué se oye allí dentro?
—Deben de ser murciélagos, como el que salió volando.
La actriz se alejó corriendo antes de que él le explicara que no eran peligrosos.
“¡Sólo se alimentan de fruta!”. Le dio alcance cerca de la salida respirando con
agitación.
—Lo siento, ¡no soporto las alimañas! Mi espíritu de aventura es limitado. ¿Falta
algo interesante que podamos ver sin que haya bichos?
El abogado se encogió de hombros.
—Seguro que hay más, pero depende de ti que sigamos.
La actriz miró alrededor, le vino a la mente la sensación del barco encallado en una
isla deshabitada y la botella de vidrio arribando a la playa con su mensaje de auxilio
dentro, devuelta por el mar a falta de un destinatario que pudiera salvarlos. Así, el
barco sería su refugio y la isla su fuente de alimento. “Qué más da conocer mi barco,
con o sin alimañas”.
—Sigamos. Me divierte esto de explorar. Podríamos hacer una travesura.
—¿Además de hacer el amor?
Bárbara afirmó con la cabeza e hizo un mohín díscolo.
—¿Cómo qué?
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—No sé, romper vidrios, destruir lo que queda de la maqueta a pisotones… —rio y
se cubrió la cara con las manos para ahogar una risita.
Fueron a un pasillo que no habían recorrido; allí había unas escaleras que daban a
un nivel superior. En la pared, estaba escrito con grafiti rojo: “Viejas desnudas”, y una
flecha que señalaba escaleras arriba.
—¡Childrix!
—¿Subimos?
—¿Para qué? ¿Para que veas viejas desnudas?
—O para que vea a mi vieja desnuda.
Arriba había oficinas y una terraza que con seguridad fue para los directivos. Los
escritorios no se encontraban en su lugar original, ni los archiveros y mesas de trabajo,
algunas volcadas. Las gavetas, abiertas, vomitaban su contenido de papeles
decolorados e indescifrables. Todo se concretaba a un amontonamiento espectral. El
entorno estaba manchado por ese lustre de ruindad y extravío con que la intemperie
envuelve las casas abandonadas. La obsesión por descubrir algo nuevo los incitaba a
seguir indagando. “¿Dónde estarán las viejas desnudas?”, se reía la actriz sólo de
pensarlo.
—¡Una escalera de caracol! Subamos —sugirió ella bajo la influencia de una
efusión nerviosa.
Alfredo asintió, satisfecho por haberla dirigido adonde había pensado llevarla; con
seguridad, el sitio más recóndito del Cantamar: una especie de torre de vigilancia
desde donde se divisaba la bahía y las áreas comunes del hotel. Allí Bárbara se dedicó
a observar el contorno. Calló. Adquirió un aire pensativo. Miraba cómo redoblaban las
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olas a lo lejos frente a los hoteles y condominios. Gaviotas surcaban el cielo y se
perdían detrás de los navíos detenidos en el Club de Yates. El abogado contempló su
serenidad que se acentuaba sobre un firmamento diáfano, con los hombros
bronceados y el apetito tropical. Se aproximó y la desnudó. Era imposible ser
fotografiados allí, por eso se entregó. “¡Ah, esta mujer conmigo!, para palparla. Cómo
gozo cuando me mira. Dame tu piel y tus suavidades”.
Recorrió el cuerpo, aprendido ya de memoria. Percibían en los labios el gusto
salobre del aire, mientras añadían un secreto más a la torre bajo un mediodía
desconocido. Conforme se amaban, se convertían en un repertorio de grabados
rutilantes extraviados en la memoria del Cantamar. La actriz lo recibía por detrás. Así
aprovechó para poner la mirada fija en lontananza y conjeturar a los bañistas distantes
que tomaban el sol, ajenos a la amada estrella de cine. Intuyó a gente recostada en
camastros, leyendo, untándose bronceador, bebiendo bajo sombrillas bicolores o
techumbres de palma que los lugareños plantan en la arena para prestar sus servicios;
gente escuchando las olas morir en la orilla; los jóvenes regodeándose con la visión de
las chicas que caminan en la arena o tumbadas sobre toallas como caimanes al sol,
distraídas del flujo del tiempo. Bárbara se regocijaba de la experiencia. Por primera vez
en su vida, supo cómo dejar de gobernarse dictatorialmente a sí misma. Los elementos
de su universo acabaron encajando unos en otros.
Entonces Alfredo habló y rompió el goce para dar aviso de algo inesperado.
“¿Escuchas? ¡Shh!”. Desnudos, atornillados, permanecieron inmóviles, en suspenso.
Recibían el resplandor del sol con su oblicua rapidez. “¡Un paparazzo!”, receló ella. La
paz de su ánimo se interrumpió. No sabían si eran los pasos de alguien que hacía
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sonar el ramaje bajo las suelas o lagartijas que atravesaban un pasadizo. Se suscitó
una ansiedad opresora porque los sonidos no sólo continuaron, sino que se
acrecentaron en dirección suya, avanzaban con sigilo. Sus ropas estaban esparcidas;
alguna había caído escaleras abajo a consecuencia del embate. Los amantes,
fundidos, se asomaron al nivel inferior intentando poner fin a la expectación. Vieron la
parte baja del bikini. Su color anaranjado contrastaba con la grisura del piso.
—¡Hagámonos para atrás. Si hay alguien nos podría ver!
“Viejas desnudas”, pensó. “¿Cuántas habrá habido antes de mí?”. La actriz decidió
separarse. Se hincó y cogió algunas ropas, con las que se cubrió. Gateó con disimulo y
se asomó de nuevo. Su inacción hizo que la sombra de la techumbre arruinada dibujara
un tatuaje estriado en su espalda.
—¡Mis calzones ya no están!
Los reflejos parecían revelar siluetas, espejismos, la apariencia de unos zapatos
tenis detrás de un mueble carcomido; respiraciones intermitentes que les hicieron
perder la línea del tiempo y avivaron al espectro del espanto y la vergüenza. Seguro
que no eran los fantasmas huidizos del hotel.
Con los sentidos agotados, el abogado lanzó un grito desgarrador y bajó corriendo.
Se escucharon alaridos histéricos desbandándose. Bárbara aprovechó para vestirse. A
falta de calzón, se puso los de Alfredo. Al poco, él regresó.
—¿Quiénes eran?
—Chiquillas, supongo.
Tenía razón. La actriz no recuperó la parte baja del traje de baño.
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La piel acerba
Alfredo y Bárbara no volvieron al Cantamar, pero otros más lo visitaron. Hicieron lo
mismo, exploraron, se maravillaron con la evocación del esplendor perdido, huyeron de
las alimañas, hasta que dieron con el sitio ideal para hacerlo, guiados siempre por el
grafiti en la pared y la flecha señalando escaleras arriba. Tiempo después de lo
ocurrido a nuestros amantes, una frase más fue añadida al letrero original, esta vez con
grafiti azul y caligrafía de niña. El letrero completo decía así: “Viejas desnudas. Y
hombres también”.
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—¡Alfonso! ¿Ya te enteraste de lo que está haciendo tu hijo? ¡Es inaceptable!
—Sí, compadre. Algo muy inteligente y muy cabrón —respondió con un susurro
resignado que le agotó el aliento.
—Dirás muy pendejo, si trata de ir contra nuestros intereses —la voz se afirmó, para
amenazar—. No sé lo que vas a hacer para que se eche p’atrás en su empresita. Pero
es que, despojarnos de nuestro patrimonio ¡a lo chino! es imperdonable.
Se hizo el silencio. Alfonso Castellón se sintió examinado y evocó el pasado; se
quedó con una pregunta en los labios, tan previsible: “¿Qué le sucedió a m’hijo?” El
político cerró los ojos con pesar; centró la mirada en un punto indeterminado y sonrió
con sarcasmo, mesándose los cabellos, para luego tributarle una lágrima a su difunta
esposa. “Alfredo ha dado el paso definitivo: arruinarnos”. El recuerdo de las transas, su
consternación por el presente, dejaron de ser nostalgia y se convirtieron en la
esclavitud de su espíritu.
—Estoy esperando tu respuesta, Poncho…
Aquellos aguaceros de opulencia, que por décadas lo bañaron todo con su luz de
quietud y bonanza, se habrían de convertir en torbellinos de desolación para quienes
robaron la Patria. Por primera vez el político se enfrentó a la fiera del miedo,
mordiéndole las entrañas.
—Reconozco que resultó ser un móndrigo: mucha inteligencia y mucho trasteo para
los dineros. ¡Confiamos demasiado en él! —se desespera. Aparta con la mano un
pisapapeles. Una idea estalla en él. La comparte:
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—Habrá que darle el mismo tratamiento que a un enemigo.
—¡Bien dicho, Poncho! No esperaba menos de ti. Negocios son negocios. Ya
tendrás tiempo de limar asperezas con él. ¿Qué piensas que debemos hacer?
—Conocer sus debilidades y atacar, pero por ningún motivo aceptaré que se elimine
a nadie —dijo, sintiendo en sus palpitaciones el tremor de la implacable persecución
política—. ¡Es mi hijo! —gruñó, multiplicando las arrugas en torno a sus ojos cuando se
entregó por completo a la emoción del pavor.
—Tranquilo, Ponchito, tranquilo… No te preocupes, nada le pasará. Confiamos en ti
y sabemos que nos devolverá el dinero y todos contentos. Dinos sus debilidades y si
necesitas de nosotros para apoyarte. Mientras tanto, háblale, hazle entrar en razón,
que no se ande con sueños guajiros.
—Así se hará.
Colgaron.
La intranquilidad del rostro, su conjunto (labios marchitos, nariz larga, cabello
encanecido y desordenado) funcionaba para definir la efigie del pasmo. Tenía la mirada
desvariada que se paseaba por los registros de la demencia. “Muertos mis
contemporáneos, se acabó la rabia. Muerto yo, la epidemia se propagará. De todos
modos se van a chingar”.
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6
“¡Hijos de puta!”, definió Alfredo a los paparazzi que publicaron una foto de portada
de la pareja descendiendo de un yate, y en la que se notaba el embarazo de la actriz.
—Eso quería yo al ser actriz, ¿no? —dijo Bárbara recriminándose—. (“Menos mal
que no nos fotografiaron haciéndolo en el Cantamar”). La nueva santidad y la fama que
otorga la revista Hola, según tu admirado Carlos Fuentes.
—Fuentes es un cínico. Critica la banalidad en sus novelas y al mismo tiempo
aparece en las revistas de chismes recibiendo premios de manos del Rey de España, o
en comilonas suntuosas con quién sabe qué famosos. Es un socialité. Por mí, que los
paparazzi se vayan a la mierda. A mí no me interesa aparecer en revistas satinadas
junto a publicidad de cosméticos. Estoy harto de la lluvia de flashes. ¡No nos dejan en
paz! Nomás falta que nos tomen cagando —dijo, y Bárbara hizo un gesto de
desagrado, pero no le interrumpió—. Ya descubrieron las manías de Gustavo y dónde
trabaja. Antes de tiempo, hablaron de mi proyecto. ¿Ahora cómo voy a cumplir con mi
plan para joder a los políticos?
—¿Joder a los políticos? ¿Por qué quieres joderlos? ¿De qué hablas?
—¡Bah! Es cosa mía. No tiene importancia.
El ejemplar de Hola lo hacía crujir en sus manos. Después de un silencio, como si
prosiguiera la conversación, pero consigo mismo, dijo:
—Tengo que mover la lana; proteger a los niños, a Bárbara… Ahí viene la tormenta.
Bárbara lo escuchaba sin saber a qué se refería. El abogado le dijo con
brusquedad, pero sin levantar la voz:
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—Siempre tendrás una explicación, aunque me difamen y vivamos una pesadilla.
El escrutinio de su mirada tuvo el poder para desarmarla y hacerle ver que algo
sucedería y que de momento no necesitaba mayor explicación. Por alguna razón debía
callar.
—¡Vaya! Y a mí me preocupaba qué contestar a ¿se van a casar?, ¿qué opina tu
hijo de que serás mamá de nuevo?, ¿cómo lo ha tomado tu ex?, ¿vas a filmar
embarazada?
Alfredo permaneció en silencio. Había transcurrido el tiempo y no se acostumbraba
a una fama que no buscó ni deseaba. Añoraba el anonimato. Del oficio discreto de la
abogacía, había incursionado en un ambiente que no respeta la intimidad. ¿Ser
afamado para perder la privacidad? Es incomprensible. En ocasiones, los actores
mismos buscan que se hable de ellos para no perderse en el olvido colectivo. Lo
confundía el comportamiento de su novia ante los medios; sufría la sensación del
extravío emocional porque los toleraba, incluso usaba su fisgoneo malsano para
agraciarse con el público cuando le convenía: jugaba el juego.
Le desesperaba la plétora de gente impúdica, imprecisa, homosexuales bien
hablados, vestidos con camisas ceñidas que presumían su delgadez; o bien, chicas de
primor efímero (no de aquella belleza perdurable, instalada hasta en los huesos),
comportándose como prostitutas de acera, ávidas por forjarse un nombre e inmersas
en la polvareda de las relaciones públicas, que acentuó el fastidio del abogado hacia el
medio del espectáculo.
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En una ocasión, un gay dedicado a la producción de películas y anuncios
publicitarios supo de la erudición de Alfredo y quiso saber si era cierto, así que lo
desafió frente a Bárbara y los demás comensales cuando cenaban en un restaurante.
—¿Qué me puedes decir de su belleza? —dijo refiriéndose a Bárbara, y por un
lapso Alfredo imaginó que llevaba a cuestas a toda esa gente. Los flashes de los
reporteros le deslumbraban—. No me respondas como novio, así saldría una respuesta
parcial. No, haz de cuenta que se trata de alguien ordinario y que no tendrás el
privilegio de conocer. ¿Qué dices de su belleza?
—¡Nevermore!… ¡Nevermore! —gritó y se golpeó la frente con las manos. El gesto
provocó que la concurrencia del restaurante (pendiente de Bárbara) los mirara con más
atención y que sus acompañantes a la mesa dieran un brinco. La actriz tomó su mano y
la apretó gentilmente, acaso para expresar: “Sé que es impertinente, pero ten
paciencia”. El productor no supo a quién había citado, pero lo miraba entretenido.
Había logrado provocarle. Alfredo prosiguió:
—Haría lo mismo que cualquier hombre: la desnudaría con la imaginación y la
contemplaría… Bárbara Docal, ¡qué hermosa! —Se volvió hacia ella; ambos se miraron
con intensidad, sin mediar palabra. Les vino a la mente lo sucedido en el hotel
abandonado—. No me importaría que no fueras famosa; al contrario, así ninguno de
éstos irrumpiría en nuestras vidas. ¡Eres una ataraxia de mármol! ¡Una Venus que me
marmoriza a tu lado para igualarme a tu eternidad!
Aplaudieron. El productor pareció satisfecho, pero Alfredo, harto, se dirigió al
hombre y agregó:
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—Daría lo que fuera por reproducir una cortinilla fílmica sobre ti, para, digamos,
cortar tu aparición en el celuloide, porque eres insoportable. ¡No me vuelvas a retar,
maricón!
Bárbara tomó su bolso muy molesta y abandonó el restaurante. Afuera tomó un taxi.
El abogado dejó que se fuera. Permaneció sentado viendo al productor con esa lentitud
amenazante que le era dado gozar en sus fantasías de crueldad, igual que cuando
vengó a Gustavo el día en que los emos lo violaron. El aludido creyó adivinar el peligro
y se limitó a disculparse. Tomó de su regazo la servilleta, se enjugó los labios y se
marchó. A su salida, pagó al mesero la cuenta.
Día a día, su hastío se ensanchó. Sentía una especie de pasmo por la frivolidad de
esa gente. Desdeñaba las reuniones de desvergonzados con hábitos ramplones y sus
cascos ligeros, su empuje por lo material y su vulgaridad involuntaria. Así comenzó a
abandonar a la actriz en los eventos sociales, o ni siquiera asistía.
“No comprendo cómo puedes presentarte y que además te paguen por ello. ¡Vaya,
son relaciones públicas sin estrategia! Llegamos, das la mano al público, ni siquiera
dedicas unas palabras que reflejen tu comprensión por lo que los empresarios te
contrataron; te ostentan con sus socios: vejetes lascivos de gestos obscenos, te comen
con los ojos con todo y tu embarazo; te abandonan a merced de gente velada que te
elogia y te hacen sugerencias turbias; tú sonríes y te excusas. Siempre terminamos
peleando. ¿Qué puedo decir? Mi concepto del trabajo es diferente”, le dijo cuando se
sintió una figura resecada por el tedio, por ese jubileo contaminado por lo grotesco y lo
trivial.
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Pese a todo y después de prevenirla de lo que vendría, dio inicio a las medidas para
proteger a su familia. Creó más cuentas foráneas, compró inmuebles a nombre de Luz
María y Bárbara, un par de departamentos para el chiquillo Jorge. “Para mi familia,
Roma no será de cartón-piedra”. Actualizó su testamento, dejando como heredera
universal a su hija en tanto no naciera el crío. Depositó efectivo y dólares en bóvedas
bancarias a los mismos nombres y contrató fideicomisos para los niños en
renombradas universidades del extranjero. Para no levantar sospechas, mantuvo la
posesión de las oficinas en Monte Altai. El apartamento donde vivió con Fernanda, y al
que ya no pudo volver, quedó a nombre de la niña.
Luego de saber del embarazo, se mudó con Bárbara a Bosque Real.
Pasaban los domingos en casa, mirando por la ventana la ciudad empañada; él,
trabajando en su laptop, transfiriendo saldos y redactando documentos; ella, leyendo
en voz alta los diálogos de un guión: se brincaba a veces los signos de puntuación
(Alfredo reía cuando aquello sucedía) porque no le gustaba acotarse a ellos. Se fiaba
más bien de su entonación. “Ritmo de progresión interna. Desarrollar la escena
dramáticamente. ¡Implosión! ¡Implosión!”, se decía.
Cuando el abogado reía, guillotinaba la lectura, se aproximaba a él y le acomodaba
un beso en la frente. Lo miraba con atención, concentrado en la computadora; tenía
treintaicinco años, pero algunas arrugas ya habían comenzado a sitiar sus ojos. Le
venían bien. Parecía haberse estacionado en una madurez indefinible. Cuando ella
desaparecía en la cocina para preparar la comida, él evocaba una analogía para el
aroma. A veces eran frutas; otras, nueces y avellanas. La tarde de referencia olía a
maderas nobles, a brandy, a tiempo, a libros.
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—¡Listo, amor mío! Ya no tienen de qué preocuparse —afirmó y se hincó para besar
su vientre—. Cuando sea oportuno, sabrás lo que ahora poseen tú y los niños.
—¿Poseer? No deseo poseer. No me hace falta nada más de lo que ahora tengo.
La actriz seguía sin saber a qué se refería con “lo que vendrá”. Desconocía la
magnitud de su riqueza y del lavado de dinero. Pensaba en la esencia de su hombre:
es un excelente abogado que gana millonarios asuntos y de los que cobra jugosos
porcentajes. Nada más. No se reflejaba en él la felicidad perenne de los súper ricos.
Tampoco poseía la sonrisa ni la serenidad que heredan los aristócratas, como la clase
media hereda la esperanza, las preocupaciones y la conciencia. Bárbara percibía en el
abogado algo así como una adhesión a la causa de quienes tienen orígenes
socioeconómicos similares, y con ella, la solidaridad de los seres que se unen para
forjarse un mismo porvenir. Por ello, Alfredo no vacilaba ni se ataba a la aridez del
futuro; había aprendido a resistir y dominaba la esencia transparente e inagotable de su
capacidad para sobrevivir.
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7
—¿Bueno?
—Deseo hablar con Norma Setter.
—Ella habla. ¿Con quién tengo el gusto?
—Alfonso Castellón.
—¡Don Alfonso! Qué gusto escucharle. Ya esperaba su llamada.
—Me comentó mi compadre que usted nos ayudará. ¿Sí sabe que ahora nos
encontramos en un embrollo un tanto delicado, verdad?
—Lo sé todo. Él me lo contó.
—¿Es cierto que conoció a mi hijo en la primaria, cuando todavía vivía en
Monterrey?
—Sí, sí, era un chico agradable, inteligente. Una vez nos casamos en la feria
decembrina del colegio. Nos gustábamos, así que nuestros compañeros nos llevaron a
la imitación del Registro Civil, y una maestra que hizo de juez, nos casó. Nos pusimos
las alianzas (dos argollitas de latón) durante la festividad. Seguro que Alfonsito…,
quiero decir, Alfredo Galván, se habrá convertido en un hombre distinguido.
—No se haga la disimulada, señora. Sabe muy bien quién es mi hijo, porque ya
incluso su fotografía ha aparecido en la portada de las revistas. Rompió por completo el
pacto de discreción. Hace poco salió en Hola. Ya lo habrá visto. Conozco a mi
compadre, ¿sabe? Ya se lo habrá mostrado para que lo investigue a fondo, así que no
nos tomemos el pelo. No soy ningún pelao ni ningún tonto y prefiero, la verdad, que me
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trate con el respeto que una persona de trayectoria política merece. ¿Queda claro,
morra?
—Sí, don Alfonso. Mis disculpas si le ofendí. Por un instante me distraje y hablé lo
primero que pensé.
—Entiendo que es usted una señora joven y guapa, muy profesional. Le ruego se
ponga en contacto con m’hijo de inmediato. A mí ya no me contesta. La semana
pasada fui al DF y me presenté en sus oficinas. No tuve siquiera la suerte de
encontrarlo. Tampoco sé dónde vive.
—Sí, señor. Haré lo que me han encomendado, según las directrices de El
Compadre…
—No diga su nombre por teléfono. Puede que alguien nos esté escuchando.
—Pero si todo mundo sabe quién es su compadre…
—¡Tengo muchos compadres! Una suposición no le daría a mis enemigos la certeza
para iniciar una acción en contra de ninguno de ellos —luego de cavilar prosiguió con
una voz que se hacía más presente que nunca—: Señora Norma, confío en su instinto
y en sus capacidades. Estoy seguro de que no nos defraudará, que cumplirá el trato.
Un buen final es lo mejor.
—Sí, don Alfonso, no se preocupe. Seré implacable.
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Don Rodrigo estaba repantingado en su sillón, con la expresión más malhumorada de
lo usual. Sentía que esperaba el destello rojo de la torreta y el sonido de la sirena, con
el apremio de un atropellado que aguarda a que llegue la ambulancia. Había mandado
llamar a Gustavo para aclarar la información que recibió de su mal comportamiento en
Hacienda desde su puesto en la Administración Central de Aduanas. Una situación de
malos manejos podría arruinar su carrera, sin importar que no estuviera contratado por
su Ministerio.
Esperaba con las luces apagadas; rumiaba lo que diría, sin perder la calma.
Gustavo abrió la puerta. Lo que vio le devolvió la compostura; el aire exhalaba un
humor corrosivo entre cuyas sombras asomaban algunos objetos indefinibles. Le abatió
saberse parte de la mitología familiar del político. Miró al Secretario con una especie de
asombro contrariado. Sabía que se llevaría una severa reprimenda; por lo tanto,
intentaba aclarar su pensamiento: llevaba las ideas embrolladas. No le era posible
imaginarse una escena más incómoda. Tenía ganas de un trago, así que dirigió la
mirada hacia el bar, deseando acogerse al mito que une el whisky con la función
pública de alto nivel. No le quedó más remedio que romper el silencio:
—Dígame, señor.
—Entra y siéntate, Gustavo.
El joven burócrata olvidó el recato; quiso ser más coloquial.
—¿Me permite servirme un trago, don Rodrigo?
—No… (“Te voy a permitir que lidies un toro, malnacido”). Siéntate.
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Don Rodrigo sabía de los problemas que Alfonso Castellón tenía con su hijo y el
revuelo que había provocado. Estaba al corriente de que Alfredo Galván había creado
una organización insólita, una asociación sin fines de lucro, sin el permiso de algunos
involucrados y con un formato de retribuciones muy lucrativo, aunque no conocía bien
su funcionamiento, pero se decía que lo había hecho para provocar la ira de su padre y
estafar a sus colegas. Eso le obligó a cancelar el negocio de contrabando que tenía
con Alfonso. De hecho, ya le había llamado para anunciarle su decisión y en ese
momento le daría la orden a su pupilo para que detuviese cualquier maniobra. Se había
enterado también de que Gustavo había ejercido atribuciones que no le correspondían;
ejemplo: suspender la acción de fiscalización a un contribuyente con “línea” para
continuar auditándolo. Pero lo que más le enfureció fue saber que con su firma
electrónica (ya pocos plasman una firma autógrafa en Hacienda) había destinado el
equivalente a diez millones de dólares al bodrio dadivoso de Alfredo Galván. El
Secretario había consultado el saldo de su cuenta para robos; la transferencia reflejaba
la cuenta de la Fundación Docal. ¿Dónde estaba, entonces, el dinero, y con qué
autorización realizó el traspaso? Le preocupaba que hubiera involucrado a Hacienda y
a él en un asunto político que tuviera consecuencias graves, no sólo para los
secretarios de Estado, sino para el mismo Presidente.
Don Rodrigo prendió un cigarro. Un dosel de humo devolvió una azulada conciencia
al joven licenciado: su vida corría peligro y quizá la de Alfredo también. Escuchaba en
su cabeza algo similar al insoportable chirrido de un gis rasgando un pizarrón. Pasaban
los minutos y ninguno hablaba. Gustavo intentó sonreír. Sus mejillas con hoyuelos
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lucieron deleitablemente seductoras. El gesto le disgustó al secretario, y más cuando
acentuó aquella sonrisa fascinadora.
—Dime si es cierto —dijo con voz temblorosa de rabia.
—Si es cierto, qué —respondió Gustavo murmurando entre dientes.
Don Rodrigo soltó una carcajada. “Este muchacho es más falso que oro de gitano”,
pensó.
—Te doy la última oportunidad. ¿Son ciertas las fregaderas que me informan que
has hecho?
—Sí, don Ro —reconoció.
El rostro del secretario se ensombreció.
—¿Qué hay del dinero depositado a la empresa de tu amigo?
—No tiene que preocuparse. Hice una planeación fiscal con su asociación civil. Ya
ve que Alfredo es bueno para esa cuestión, así que me adelanté a sus indicaciones.
Noté que había un excedente y traspasé el dinero. Si lo desea, puedo corregirlo y
devolver los fondos.
—Es posible la corrección, pero el rastro electrónico permanecerá. Lo único que me
consuela es que nadie fiscaliza al fiscalizador. Sólo que tu amiguito decida exponernos,
la transferencia saldría a la luz —don Rodrigo, piadosamente y mientras fumaba,
conservó la calma y enseguida se explicó con palabras sencillas—: mira, Gustavo,
hemos sido objeto de tus supuestas habilidades, aunque lo que se dice hábil, no lo
eres. Confié en ti y hoy noto que no eres de fiar. La única manera para que salgas
decorosamente del gobierno es que nos firmes una serie de documentos que nos
liberen de responsabilidad. No te preocupes, no ejerceremos acción legal contra ti, pero
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sí será un salvavidas que usaremos en caso amenaza. La otra opción para que te
largues odiaría siquiera mencionarla, porque a ninguno nos gustaría, así que no tienes
opción. Tus facultades han sido derogadas, ya no tienes firma ni chamba. Preséntate a
tu oficina como si nada, hazte el buey un tiempo (yo decidiré cuánto) y luego que
firmes, dejarás tu puesto.
El funcionario accionaba sus reservas, su espíritu siempre en alerta. El más mínimo
gesto de desacato le hubiera hecho tomar otra decisión. Gustavo fue inteligente: la
presión de la mirada del Hitler de bolsillo con halitosis lo confirmaba. Bajó la mirada y
supo responder, con el tono de voz adecuado, para hacerle creer que le había
convencido y no corría peligro:
—Sí, señor. Haré lo que usted diga. Lo siento, don Ro. Mis intenciones, créamelo,
eran buenas. ¿Puedo retirarme?
A su manera de ver, Gustavo era algo jactancioso y sobre todo lenguaraz, lo que no
es una condición reprochable. Lo que sí era imperdonable es que pusiera en riesgo su
carrera e incluso su libertad. En la política se vale todo. ¡Todo!
Con la boca pastosa, movió la cabeza afirmando e hizo un gesto despreciativo con
la mano, a modo de despedida.
—Gracias, don Ro. Dele un beso a los niños de mi parte —comentó antes de
retirarse, refiriéndose a Mario y Gustavo, sus hijos biológicos. Lo dijo con una docilidad
asombrosa, una mezcla de verdad y mentira que encerraba un doble lectura. El
secretario miró sus espaldas con nostalgia. No supo que había caído en la trampa.
Cuando se halló de nuevo solo y en penumbras, oyó el tiempo volatilizarse: los
segundos, las centésimas.
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9
Alfonso Castellón añoraba su juventud. Tenía entre sus manos una fotografía de
cuando comenzó su carrera política: un digno y joven diputado con futuro promisorio.
Se veía favorecido junto a sus compañeros de bancada (El Compadre, uno de ellos), la
sonrisa campechana, un bigotillo a lo Beatle y el traje ajustado. Merodeaba sus
secretos; conmemoró sus fechorías igual que fantasías que no ocurrieron. “Y después
de añales, es mi compadre quien viene a amenazarme”, pensó al sentirse defraudado
por quien consideraba su socio de la vida.
Permanecía encerrado, imitando sin querer a su hijo. “Ahorita no tengo fuero. Me
pueden tocar y hacerme lo que quieran”. No deseaba convertirse en una historia más
de derrotas, si es que no lograba recuperar el dinero que Alfredo había secuestrado.
Para él, como político, significaría la muerte profesional, no más ejercicio del poder, no
más enriquecimiento y, quién sabe, no más derecho a la vida. La oligarquía ejerce su
fuerza oculta para retribuir a sus hijos y darles lo suyo. “Lo comprendo. Los políticos
somos la epidemia de México. No hay cosa peor que uno de nosotros”.
Había algo turbador en su rostro. Se había acostumbrado a la sensación del miedo.
Quizá ya no le afectaba igual. Se convencía de que moría lento, o quizá no del todo.
Eso era lo peor. Su hijo lo ignoraba, no respondía sus mensajes, y El Compadre le
telefoneaba para atosigarlo con “¿Ya hablase con tu hijo? ¿Será posible que nos
devuelva la lana esta semana? ¡No nos dejarán invertir en la nueva refinería!…”
Buscaba un rostro, una figura para serenarse. Sólo encontró el de la joven modelo que
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lo mimaba en Cozumel, más allá del deber del sexo, la que le retribuía con la
contemplación de su desnudez dormida.
¿Qué hacer? El dinero no va a regresar. ¡Se ha ido a la mierda! No sólo no se
lograría el negocio de su vida con la Refinería Bicentenario, sino que perderían el
caudal reunido durante décadas. Sacó su bola de cristal imaginaria para escudriñar el
futuro. No vio nada, el destino de nadie. Miraba la bola en su escritorio, pasaba las
manos rozando apenas la superficie de cristal, una espesa fumareda llenaba su
interior, se revolvía. Incluso interrumpió la respiración, absorto en el balón de vidrio que
iba a decirle algo. Vivió unos segundos sólo de su reloj circadiano. Sin embargo, la
vaharada se interrumpió y quedó tan cristalina como en un inicio. “¡Chingada madre!”
Mejor lo hubiera hecho con un pájaro, tanto que le gustan a Alfredo... Con eso de que
son la cábala hablada. “Un puto loro me hubiera hecho el favor”.
Alfonso decidió recibir el futuro como viniese. Había descubierto su odio, sus
temores y sus lealtades. Todo eso lo hacía sentirse humano. Era consciente de que el
miedo le arrebataba la razón al hombre y eso lo obligaba a obedecer; por lo mismo,
porque era rebelde, decidió que el destino se le plantase como quisiese. No temería
más. No se fiaba de nadie, menos de sus colegas; sólo deseaban conservar el caudal y
el poder. “Qué risa. Antes se cagaban pantalones abajo cuando entraba el nuevo
presidente. Ora andan algo desacostumbraditos, pero ya llegará el Vengador, ¿será el
Gavioto, el guapo Astro boy?”.
Miró por última vez la fotografía. La arrojó. El vidrio del marco se hizo añicos. “El
gallo de mi compadre quiere su maicito: ¡kikiri-kiii mandinga! ¡Que venga!”.
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Los secretos comenzaron a salir a la luz. Un artículo publicado por el periodista de la
sección Política (el acompañante de la revista “del corazón” en Acapulco), señaló la
trayectoria abogadil de Alfredo Galván y su relación con políticos prominentes.
Revelaba, sin más, que era hijo de Alfonso Castellón, priista de Nuevo León. La noticia
cuestionaba el cambio de nombre y su estrecha relación con altos dignatarios. Tuvo
revuelo en el gremio gubernativo porque algunos de sus miembros, si no habían
contratado apenas los servicios de “limpieza”, lo habían hecho en el pasado. El artículo
también revelaba la existencia de una Fundación creada por el abogado, dedicada al
beneficio social en los campos de la investigación científica y la educación, sin
proporcionar más detalles sobre su funcionamiento ni sus miembros. El reportaje
finalizaba: “¿Será que el Doctor se ha animado a combatir la pobreza y el atraso? Ojalá
y que no sea sólo otra pantalla para encubrir los oscuros negocios de sus
representados en este país del ‘no pasa nada’, porque la Fundación Docal no fue
creada desde la trinchera política, sino desde la abogacía del más alto nivel”.
La mañana del viernes, fecha de la publicación, Alfredo recibió la llamada de
Gustavo para dársela a conocer. “Ahí viene el clímax”, reflexionó. Esa noche Bárbara y
Alfredo asistieron a un desfile de modas. La actriz anunciaría su participación en otra
película. “¿Se van a casar, Barbie? ¿Actuarás embarazada?”. “No. El rodaje
comenzará después de que nazca mi bebé”, respondió evasiva. Hablaría también de la
Fundación en aras de conquistar más donadores quienes, claro está, no sabrían de la
trampa que encerraba y que, con el honor de sus nombres, hicieran más difícil la salida
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de las fuerzas oscuras. Para Alfredo era inevitable asistir y quizá ser cuestionado sobre
el artículo. El problema era que todavía no le había revelado la verdad a su mujer. Ella
no sabía que lavaba dinero ni quién era su verdadero padre ni la magnitud de su
riqueza. Llevaban una vida apacible, disfrutaban del embarazo en el apartamento de
Bosque Real sin nadie que los molestara. A veces, se pasaba los días con ella sin ir a
la oficina.
—¿No vas a ir a trabajar, flojito?
—No te preocupes, controlo mi despacho desde aquí. Prefiero estar contigo. “Para
vivir en Roma hay que hacerse romano”, dice Saramago.
El desfile de modas tuvo lugar en el hotel Camino Real. A su arribo, fueron recibidos
por la prensa rosa. Los fotografiaron de la mano, caminando con distinción. Bárbara
presumía su embarazo de seis meses. Se ponía de perfil para que la retrataran; se
exhibía ante las cámaras con su mirada de esmeralda y sus palabras de almíbar. Su
figura imponía y algo brillaba en ella. Al abogado le agradó cómo se dejaba despegar
del piso ante la pila de halagos. Los reporteros, fuera de protocolo, le decían que
estaba bellísima; entre ellos, los reporteros de marras. El de la revista de chismes
tomaba fotos; el otro observaba al jurista con ojos entornados. Rumiaba un
pensamiento.
—Tienes cara de sospechosismo. ¿Qué te pasa?
—¿Cómo los ves? —preguntó el de la sección Política.
Su pareja respondió más emocionado que analítico. La belleza de la actriz le
sobrecogió. “¡Qué chula está!”.
—¿Que cómo los ves, carajo?
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—Se les nota que todavía hacen el amor, ¡y mucho!
Al centro del salón, los organizadores habían instalado una pasarela con forma de
herradura. Por el pasillo semicircular y elevado, desfilarían las modelos, y en el interior
estarían los asistentes VIP. A los costados de la herradura, se montó un graderío para
el resto de los asistentes. La pareja fue acomodada en el lugar de honor.
El abogado volvió a sentir la incomodidad de la oleada de demencia que le
producen los eventos sociales. Miraba con enfado las risas, la vestimenta refinada, las
joyas, la llaneza y la campechanía de la gente como desde un limbo novelesco. Se
saludaban y parecía como si se conociesen. Bárbara no hizo comentarios; creía que
estaba menos incómodo que en otras ocasiones. Le asentó el cabello con la mano y le
ajustó el nudo de la corbata. En realidad, era un gesto cariñoso para confortarlo. Una
foto fue tomada en ese instante. El rumor de las voces invadía el recinto. Alfredo
hubiera deseado tener el valor para escapar, tomar a Bárbara del brazo, hacer a un
lado al gentío y largarse de allí, huir de su miseria espiritual y del tufo a perfume y
humanidad.
El evento comenzó. Las luces se apagaron y sólo quedó alumbrado el sitio por
donde caminarían las chicas. El maestro de ceremonias dio la bienvenida, anunció la
presencia de los invitados de honor. Cuando tocó el turno de Bárbara, ella se puso de
pie y saludó a la concurrencia; le aplaudieron y alguien por allí gritó: “¡felicidades por tu
bebé!”. Dio inicio al desfile: “¡Lo mejor de la moda mexicana se presenta aquí, en este
majestuoso espacio capitalino del hotel Camino Real! El diseñador Macario Rodríguez,
experto en la psicología femenina, hace gala de su colección Atavíos con alma de
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México”. Narró las características y bondades de los vestidos conforme las modelos
aparecían.
—¡No manches, qué flacas! —dijo el jurista y una señora lo calló: “¡Shhh!”.
Para él, lo que en un inicio fue un fastidio, se tornó en ocasión de burla. Le pareció
cómica la jerga sobre moda, en especial en las personas cercanas con quienes
compartían el espacio interior de la herradura. Embozado tras la manga, logró ocultar la
risa con los primeros comentarios; luego, no pudo más y la convirtió en atalaya. “El
colorido y la variedad, qué linda línea veraniega”; “¡mira los plisados, los drapeados y
las escarolas! ¡Divis, divis!”. “Se nota el tránsito del elemento aire, ¿que no?”. “Las
puntadas son inapreciables, ¿cuántas puntadas por pulgada aplicará el hombre?”;
“mando sobre la transparencia, querida”. Alfredo reía. “¡Uy, mira eso! Me encanta,
simplemente, me encanta”. “Coral, fuschia. O llámese azul y amarillo, quizá el rosa
mexicano…”. Todavía escuchó por ahí un “Está 100% punible”.
—¡Ya cállate, amor! ¿Estás borracho?
—¡Escucha lo que dicen!
“Me gusta más aquél, su tonalidad estridente con respecto al otro, al gris
conmovedor”. “La colección está definida como un juego mexicano entre opacidad y
brillantez”. El maestro de ceremonias agradeció y las chicas desfilaron juntas al término
del evento. Concluyó la pasarela: “Una propuesta sencilla, el balance perfecto entre los
estados de ánimo de los seres humanos. La obra de un mexicano para el mundo”. El
diseñador apareció y se colocó en medio de las chicas. Aplausos.
La gente dejó sus asientos y se dirigió al vino de honor. Era el momento de las
relaciones públicas, de los halagos, las fotos y las miradas turbulentas hacia su mujer.
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Alfredo llegó a una conclusión: “¡Esto también es una mamada!”. Gravitaba en torno a
Bárbara: “¿Es que ya pertenezco a la grey de marginados que la sirven? Entre los fans
y su manager, ¡me tienen harto!”
De pronto apareció una mujer que llamó su atención. Lo miraba con fijeza a una
distancia prudente. Le saludaba con el brillo de sus pupilas. Estaba concentrada en él.
Le sonreía con complicidad porque había adivinado su hartazgo y su risa mordaz.
Tomó de la charola de un mesero una copia de vino que bebió a pequeños sorbos,
dejándole ver sus labios voluptuosos en el borde de cristal. Su aspecto distinguido
circulaba bajo una especie de halo sensual, como si la persiguiesen los reflectores de
la ópera. “Caderas amplias, estatura media, esbelta, nalgas a modo, senos
abundantes”. Hacía brillar las castañas guedejas. Entonces se instaló una trama vital
entre su mano que sostenía la copa y la combada figura que avanzaba con gentileza
hacia él. Se apoderó de sus hilos vitales con sus ojos avellanados. Alfredo se excusó
con la actriz y las personas que les hacían corro. Se distanció para recibirla.
—¿Ya no te acuerdas de mí, Alfonso Castellón?
La miró con detenimiento. ¿Quién era, que después de tantos años recordaba su
nombre de la infancia? Buscó en la memoria sin dar con ella. El atractivo de la mujer
emanaba gracias a su economía de gestos (se concentraba en uno sólo: ¡atraparlo!).
—No te recuerdo, perdóname. ¿Quién eres? —preguntó, forzando un tono
impasible.
—Soy tu esposa de la primaria —sonrió. Hablaba con acento norteño. Puso la mano
en su antebrazo—. ¿No recuerdas que nos casamos en la feria decembrina del
colegio? Estábamos en sexto.
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La pista hizo que la identidad se le revelara.
—¿Norma?
—¡Sí! ¿Cómo estás? Veo que muy bien… —expresó refiriéndose a Bárbara
embarazada.
—La verdad es que sí. ¿Y tú, qué haces por aquí?
—Vine en representación de Conaculta. Ya ves, trabajo para el gobierno y me
enviaron a admirar la moda mexicana con fines de promoción cultural, bla, bla, bla. El
rollo de siempre —dijo y pareció que repetía un guion.
En un santiamén, le acunó la memoria de su infancia, un aflujo melancólico de
brasas y ceniza, de ayer y hoy unidos. Mientras charlaban, Bárbara escrutó a Norma,
como a un insecto que se tiene que exterminar. Inspeccionó cada detalle de su cara y
de su figura. Olfateó el peligro. Su primera impresión fue que su fachada era la de la
obligación. Había algo institucional en ella. Oyó su voz a la distancia, le pareció
chillona; no correspondía a sus grandes tetas ni a su trasero prominente, pero su rostro
era bello, sin duda. Difundía un aire mimado, una candidez aburrida, la mezcla de una
vida estatuaria y una pasión que no establece subordinación ante hombre alguno, ni
tampoco un grado extraordinario de intimidad para con nadie. La desconocida se volvió
para tomar otra copa y vio cómo Alfredo posó la mirada acariciante en sus nalgas:
valoró el trasero firme, los senos acentuados debajo de su chaqueta de casimir, su
buena planta. Era momento de actuar. Sin hesitar, tomó también una copa de vino y se
disculpó con sus acompañantes. Tomó a Alfredo de la mano y descubrió que en un
instante la provinciana le había inflamado. La actriz se sintió presa de una especie de
trampa mezquina.
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—Mi amor, como siempre, te has encontrado a alguien. ¡Conoces a todo el mundo!
—Sí. Mira, te presento a Norma Setter. Fue mi compañera en la primaria.
—¡En Monterrey! —aclaró la aludida para inyectar el veneno sin mayor dilación.
Alfredo se sintió acorralado. ¿Cómo explicarle a Bárbara que era una amiga de la
infancia y que él era de origen regio? ¿Cómo decirle que los padres que había
conocido eran en realidad sus padres adoptivos?—. Igual que Alfonso, siempre me
encuentro regios dondequiera que voy. ¡Estamos invadiendo el país!
—¿Alfonso? —inquirió la actriz a media voz.
Algo se le abrió al abogado: una lesión. Surgió un dolor profundo. Miró a la norteña
con desconfianza; no supo qué decir y el alma se le colmó con algo semejante a una
confusión herida. Bárbara, sin embargo, fue inteligente. En lugar de poner los brazos
en jarras y espetar reclamos, analizó con detenimiento al padre de su futuro hijo (éste
supuraba nerviosismo), así que apretó su mano con discreción repitiendo el gesto
afectuoso para reconfortarlo. Se percató que habría una explicación en torno a ese
nombre, ¡y además la exigiría!
—¡Alfonso, claro! Qué tonta. ¿En qué estoy pensando, mi vida? Discúlpame —dijo,
guardando la compostura. Adivinó el talento mimético de Norma y captó cómo le dirigía
una sutil mirada despreciativa. Bárbara conocía a ese tipo de mujeres; por eso, la
sonrisa volvió a ella. Repuesta del desconcierto, prosiguió con naturalidad:
—Y dígame, señorita Setter, ¿que la trae al DF? La ciudad es un caos: el tráfico, los
bloqueos viales, el desgobierno…
Bárbara Docal estaba muy bella. Sus ojos irradiaban su preñez. El vientre abultado
le daba un aire de musa, una pintura surgida del pincel de Ingres: una odalisca
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embarazada. Presintiendo el peligro, echó mano a su profusa belleza para aplastar a la
funcionaria. Pretendió convertirla en su objeto lúdico. Sonrió y, si se percataba de la
presencia de algún conocido, saludaba levantando la mano.
—Le comentaba a Alfonso que trabajo en Conaculta. He venido para promover la
moda mexicana. ¿Te gustó el desfile?
—Umh, más o menos. No se exhibió nada que me cautivara. ¿Y a usted le gustó?
—respondió la diva sin romper el turrón.
—No estoy habituada, pero sí me gustó. Las modelos, muy guapas.
Aunque bonita, la funcionaria tenía algo intensamente antipático. No era de la
cuerda de Alfredo ni de la actriz. Bárbara seguía intentando identificar lo que le
desagradaba de ella: no era su pelo ni su peinado, teñido de castaño, esponjado,
desligado de su cara, ni el abuso de maquillaje para ocultar un acné juvenil; era otra
cosa… Norma sorprendió la mirada, advirtió en los otros ojos la desconfianza, y que tal
vez había detectado sus intenciones. Se sintió descubierta. Charlaban de nimiedades,
del clima, de su infancia en Monterrey, de política. Lo hacían con movimientos
moderados, mientras las mujeres se examinaban. Un olor a bocadillos se extendió por
el salón. Alfredo escuchaba las voces femeninas y saboreaba su pasado en la visión de
Norma Setter, tan linda cuando era niña, y cómo la tomaba de la cintura para bailar en
los festivales de primavera o fin de cursos. “¿Cómo habrá sido su vida?”, pensó. “Hace
tantos años que no la veía. Tiene algo de mundo. ¡Pero qué nalgas, qué pechos, qué
labios! Con una mano sostiene el pie de la copa y con la otra roza el tallo como si fuera
un pene…”.
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De pronto, se quedaron sin habla. No hubo tema de conversación que pudiera
rescatarlos del hastío. Alfredo, usualmente vocinglero, no supo reparar el encuentro y
su mujer, lejos de incomodarse, miraba a la funcionaria con desafiante urbanidad tras
el seductor chispeo de sus ojos. Por fin, fue Norma quien habló. Decidió inyectar un
poco más de veneno:
—Por cierto, Ponchito, ¿leíste el artículo de primera plana que salió sobre ti en el
periódico de hoy? No imaginé que tuvieras tantas conexiones y hasta un alias: ¿Alfredo
Galván?
Bárbara no imaginó que vendría aquella información; en efecto, un elemento más
de sus morisquetas. Volvió a tambalearse por una fracción de segundo. “¿Qué
periódico? ¿Qué artículo? ¿Qué se trae esta vieja?”. Pero se rehízo. Nació en ella un
resentimiento puro. Sí, Norma Setter era un bicho ponzoñoso al que debía aplastar.
Debido a que las parejas casi siempre adoptan los gestos del otro, Bárbara se
encaramó en la parafernalia del abogado y respondió con astucia y propiedad:
—No lo hemos leído, pero sabíamos que vendría. Tomamos la ocasión por los
pelos cuando formamos la Fundación Docal. No fuera a ser que la diosa Ocasión se
nos escapara —dijo con sentido político—. ¡Qué casualidad que hoy se haya publicado
el artículo y que usted esté aquí! Veo que Alfredo le interesa por alguna razón; de
hecho, no creo que su presencia sea una casualidad.
—Se equivoca, señora. Lo es. Alfonso, te ofrezco una disculpa si acaso fui
impertinente. Ya es tarde y debo irme. ¿Me obsequias tu tarjeta? —y sugirió de paso—:
sería lindo juntarnos algún día para recordar viejos tiempos, si no hay problema, por
supuesto.
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—Claro que no, Norma. ¿Me la permites, mi amor? Aquí la tiene, Norma.
La funcionaria cogió la tarjeta de manos de la actriz y a su vez le ofreció la suya.
Decía su nombre y su puesto: Directora Ejecutiva de Vinculación Institucional.
—Alfonso, perdón… Alfredo. Señora… Me voy —dijo y se retirró con una
displicencia cercana a la descortesía. Aun con la mala impresión que dejó, al abogado
le pesó no haberla besado de despedida y llevarse consigo el rubor de sus mejillas, su
suavidad pegada en los labios. Mujer condensa, endurecida, un meteorito que de
pronto gravitaba en su vida.
—Y bien, ¿qué fue todo esto? ¿Qué tienes que decir? ¡Anda! Con tu elocuencia, di
quién es esa golfa que vino a cambiarme la vida en dos segundos y eso de que tienes
otro nombre y sales en primera plana. Dime, Alfredo, o mejor, Alfonso. ¿Quién eres?
¿A qué te dedicas, que te la mandaron para hacerte una advertencia?
Alfredo sentía que se ahogaba en una suspensión coloidal gelatinosa. Le pesaba no
haber compartido con su mujer la cruz de su destino.
—Quiero que me digas todo. ¡Todo, Alfredo! ¿Cómo está eso de que ya no tengo
nada de qué preocuparme, o que cuando sea el momento me dirás lo que poseemos?
Me tienes aterrada.
—Sí, te diré todo. Pero primero, larguémonos —dijo lánguido y erizado. Los
vocablos rodaron de su boca. La tomó de la cintura y la condujo a la salida. En el lobby,
Bárbara decidió ir antes al sanitario.
—Espérame, no tardo.
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La actriz fue a la recepción y pidió el periódico del día. Leyó la primera plana. La
foto de Alfredo era reciente. (“¿Dónde se la habrán tomado?”). Luego leyó el artículo.
Hizo muecas de irrisión.
Alfredo había florecido gracias a ella, constituía su primavera, lo sabía por lo que
Susana le contaba y además porque lo notaba. Lo prefirió y lo plantó en su lecho.
Llevaba a su crío dentro y educaba a Luz María, su hija. No estaba dispuesta a perder
a otro hombre y menos a éste, que no sólo le gustaba, sino que se interesaba mucho
en ella. “Ay, Alfredo, ¡andas queriendo hacerte el muy macho!”, pensó cuando terminó
de leer. “Aquí hay peligro, pero no maldad”. Ansió salir de allí, llegar a casa para
escucharlo y después sentir su aliento, su aroma, conquistar la sucesión de estímulos e
imágenes bajo su ritmo amoroso y, enseguida del clímax, reducirse al silencio para
escuchar, bajo las sábanas, su voz en la penumbra, ese amplio ronroneo que la mujer
siente junto a su hombre.
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11
Una tarde lluviosa, Alfredo Galván recibió una visita inesperada. En la sala de juntas
firmaba contratos con los abogados de un proveedor para surtir de equipo al área de
investigación de su bodrio dadivoso, cuando su asistente entró y le informó al oído,
abrió los ojos y levantó las cejas. Se pudo leer la sorpresa en su cara. Los señores
sonrieron.
—Hágala pasar a mi oficina, Angélica —dijo con voz tranquila—. Ofrézcale un café
y si ella lo desea, que me espere lo necesario. Ahora estoy ocupado.
Norma Setter fue conducida a la oficina. Le ofrecieron café, té, agua. No, gracias,
estoy bien; aquí lo espero. La dejo en su casa, licenciada; si necesita algo, avíseme. La
secretaria entornó la puerta. Permaneció de pie, inventariando la oficina de una ojeada;
luego dirigió sus pasos al ventanal y miró a través. Le gustó el jardín: un gato caminaba
en el borde de la tapia y se detuvo para mirarla, como si supiese de antemano que se
encontraba allí; creyó verlo sonreír como al gato de Cheshire: “Igual que Alfredo; puede
aparecer y desaparecer”. Y también se preguntó cómo sería posible decapitar a un
abogado sin sonrisa, o a una sonrisa sin abogado...
Sacó de su bolso varios dispositivos para espionaje que colocó en distintos sitios:
en el librero, debajo del escritorio, en el sillón orejero, en la mesa de centro de la salita,
etcétera. Eran micrófonos semejantes a la pila redonda y plana de un reloj de pulso,
con adhesivo en una de sus caras para adherirse a cualquier superficie. Tuvo tiempo
suficiente para llevar a cabo su empresa sin ser descubierta. Después, tomó asiento y
esperó. Sacó una revista, la hojeó.
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Al cabo, se presentó Alfredo. Se saludaron de beso sin mucha efusividad. Norma
Setter se disculpó por el mal rato que le hizo pasar en el desfile de modas.
—No fue mi intención incomodarte, Alfonso, pero ya ves que nadie es monedita de
oro.
Él respondió que nada malo había sucedido, que lo olvidara, y aclaró:
—Me llamo Alfredo Galván, Norma. Por favor llámame Alfredo. El niño Alfonso
Castellón murió hace muchos años en Monterrey junto a su madre.
Imaginó una pintura sacra en la que se rompía el cielo y aparecían ángeles,
resplandores y una mano beata guiándolos a la luz.
La señora María Elena se hallaba por allí, al acecho. La presencia y aspecto felino
de la funcionaria había causado revuelo en las secretarias, así que estaba atenta a lo
que sucedía. La puerta estaba abierta, así que no tuvo empacho en presentarse para
preguntar si se les ofrecía algo. “La gente ya se está retirando”, comentó refiriéndose a
los empleados, “pero yo andaré por aquí por si me necesitas. Todavía tengo mucho
quehacer. Acuérdate, niño, que Barbarita te espera para cenar”. Aguardó a que
asintiera para marcharse.
Había comenzado a llover fuerte, y a través de los cristales empañados, se
distinguía la silueta difusa y curvada del gato sobre la barda, observando el interior sin
resguardarse de la lluvia. “Un gato al que le gusta el agua”, caviló Norma.
—Me voy, Alfredo —dijo de repente—. Ya es tarde, mira cómo está lloviendo y
además la señora tiene razón. Es hora de que te vayas con tu familia a descansar.
En eso sonó su celular. Era Bárbara:
—¿Qué haces?
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—Saliendo a casa. No tardo —dijo con nerviosismo.
—¿Con quién estás?
—Con nadie. Hace rato que se fue el proveedor y la nana anda por allí haciendo
sus cosas. Ya voy —añadió con impaciencia. Los ojos de Norma le traspasaban;
alcanzaba a escuchar lo que su mujer le decía (esa voz metalizada que los celulares
dejan escapar) y supo que era el momento de suministrar más ponzoña.
—Qué bueno, porque no me siento muy bien.
Cortó la llamada.
Norma lo miró como a un alucinado. No podía creer que haya mentido en su
presencia. Él pensó que quizá la había ofendido, pero su autoestima era invulnerable.
También reparó en que ni siquiera le había preguntado a qué se debía su visita. Era
tarde para ello.
—Antes de irme, ¿me permites pasar al baño?
—Claro, está por allí —dijo él, confundido, y le señaló la puerta de su baño privado.
Entró y dejó la puerta entreabierta. El gesto le extrañó.
—¿Me permites hacerte una pregunta indiscreta? —dijo desde dentro del sanitario.
Su voz tenía una intención oculta, como si pidiese que le contara un secreto.
—Dime.
—¿Hace cuánto que no haces el amor?
—¿Por qué preguntas?
—Porque se te nota. Hueles muy rico y no me refiero a tu colonia; tienes en tu
actitud un no sé qué, un nerviosismo enfadado, hablas con un cloqueo nervioso, como
si estuvieras encorsetado en una camisa de fuerza por haber hecho algo malo (aunque
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sí has pecado de pensamiento), y la verdad es que una canita al aire no tiene nada de
malo… Soy mujer del siglo XXI, Alfredo, no me preocuparía si mi pareja se quitara las
ganas sin que me diera cuenta; no por ello incumples el pacto de exclusividad…
Escuchaba intrigado, pegando la oreja casi contra la puerta. Se oían ruiditos: abría
el grifo, lo cerraba, pero no del todo; permanecía un gorgoteo, golpes de frascos,
fricción de prendas… Arropó la visión de una belleza sensual prohibida. La señora
María Elena pasó por allí fingiendo barrer. Lo vio de pie esperando a que la burócrata
saliera; no advirtió nada sospechoso, así que siguió con su barrer escaleras abajo.
—El proverbio dice —continuó Norma Setter—: “La mujer del César no sólo tiene
que ser honrada, sino parecerlo”, y tú lo haces bien; la has ennoblecido en público.
¿Cómo podría considerarse pecado hacerlo con otra en la intimidad de tu oficina? —
glosó apasionada y con énfasis palaciego.
—Si estás pensando, Normita, lo que creo, me inclino a hacer caso de la nana. No
vaya a ser que llueva más recio y te agarre un embotellamiento en Reforma.
Un aura erótica manaba de baño. Alfredo sentía que estaba descalzo y pisaba
brasas. No podía resistir el deseo de abrir la puerta para profanar la relativa intimidad
femenina.
—¡Ay, qué torpe! Tiré la toalla en el retrete. Está toda mojada. ¿Me das otra?
—Abre el mueble debajo del lavamanos, allí encontrarás más.
—No hay.
—Seguro que sí. Debe haber una docena.
—¿Podrías ayudarme? Entra, no te voy a comer.
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Entró y la encontró de pie, con la toalla seca en las manos y en ropa interior. Sonrió
como una niña traviesa y mala. Arrojó la toalla al piso. Vestía calzoncitos cacheteros y
un sostén realzador que cubría su océano de tetas. Su vista se resistió. Volteó un poco
para no contemplarla bien. Su bajo vientre hormigueó. El cuerpo de la concubina turca
se abría como una flor sedienta. Despedía el aroma de un perfume untuoso, aglutinado
en la comisura de los pechos. Norma Setter esperaba la segunda ojeada en una
postura atrevida, con aire de emperatriz. Una soltura armoniosa se había apoderado de
su cuerpo semidesnudo. El abogado se embelesó, además, con el olor de mujer
enardecida que ondeaba en el aire, semejante a una sarta de espejos que le impidió
retraer la mirada. Admiró el cuerpo otra vez. Se volvió, riéndose de sí mismo. La
observó de nuevo a través del espejo. Ella se admiraba a sí misma en el azogue: un
roce insolente. Volvió a contemplarla.
—Si desposado miras a una mujer la primera vez, usaste la vista. Si la miras por
segunda vez, estás consintiendo ser tentado. Si la miras una tercera vez, abriste tu
corazón al pecado. Más allá, has pecado. ¿Qué más da que le sigamos?
—No puedo.
—¡No eres adúltero! ¿O acaso eres Marco Antonio, Bill Clinton, Carlos Menem?
¡Eres un hombre! ¡Fuerte, que merece satisfacción! Si deseas fantasear con la traición,
llévame a tu escritorio y házmelo. Hazme tu Ana Bolena: desnúdame y córtame la
cabeza.
—No puedo —decía y le daba pánico hacerlo, ¡y menos sin condón!
Norma Setter se aproximó. Se abrazó a su cuello. Lo besó. Encontró respuesta.
Bajó la mano y palpó su verga. Lo siguió besando y descendió. Abrió la cremallera del
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pantalón. Desde arriba, Alfredo admiró (por quinta vez) la cúspide de los pechos. Sintió
la tibieza de sus labios. Cosquillas. Un gemido. La funcionaria proveyó la alfarda de su
lengua. Él se fue, se fue perdiendo en el sonido de succiones y saliva; imaginó a
Bárbara Docal desnuda. Reparó en la boca carmesí humedecida en gozo,
engulléndolo, emitiendo un eco gutural. Arremetió con la energía de una bestia que se
lanza sobre un manantial de miel, y al final, tragó con apetencia el velo de plata. La
funcionaria sintió su garganta como una ofrenda a la resurrección del fénix. “El triunfo
del vicio para mi Ninon de Lenclos”, pensó él.
Los días posteriores, hubo un sinfín de visitas de la supuesta Directora Ejecutiva de
Conaculta, y, por supuesto, en cada encuentro ocurrieron los juegos sexuales sin
penetración; sin duda, una práctica en la que ambos se sintieron cómodos, encerrados,
escuchando música, esperando a que el personal se marchara. La señora María Elena
le hizo ver que los empleados se daban perfecta cuenta de su relación deshonesta con
la zorra ésa. “Te visita con el pretexto de una consulta legal. ¡Sí, cómo no!”. Lo acusó
de poner en riesgo la armonía por la que había luchado e incluso de manchar la
memoria de Fernanda.
—¡Jesús, María y José! ¿Qué te ha dado esa mujer? ¡Comprende que vas a tener
un hijo!
Al ver que las recomendaciones no funcionaban, la nana recurrió a las amenazas.
Le levantó el dedo y vociferó:
—¡Ay de ti si la sigues recibiendo, niño! La próxima la corro a escobazos y te acuso
con Bárbara, ¡cabrón!
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En la intimidad, Norma era diligente, se conducía con delicadeza y esmero.
Prolongaba el placer a voluntad hasta dominarlo; se imponía como una sultana del
fellatio. Satisfecho, él se transformaba en un dócil siervo y mimaba La Gruta del Tigre
Blanco. “No sabe tan rico como La piel acerba”, cavilaba. Rugía igual que cuando reía y
entonces prodigaba un humming placentero para rendirle sus respetos a la Wu Zetian
de Conaculta. Concluía siempre recitando: “Tu vulva es un cántaro donde no falta el
vino aromático”. Eventualmente dejaron de verse.
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12
—¿Ya sabes quién es la tal Norma Setter? —preguntó Bárbara azorada.
—Ya. Es una perra de cuidado. Es la típica golfa que pretende convertirse en vaca
sagrada de la política, ¡y va que vuela! Ha tenido varios cargos en el gobierno. Altos
funcionarios le tienen confianza y ahora no desempeña un puesto específico. Digamos
que la usan como comodín —respondió Susana reflexiva—. ¿Qué quieres hacer?
—Contraatacar.
—Ajá. Déjame pensar cómo. A ver si Rosario puede ayudarnos. Ya sabes que a ella
le chocan las golfas. ¿De plano es muy grave?
—Creo que se está cogiendo a Alfredo, y además lo quiere reventar por cuestiones
políticas. ¿Acaso no es grave? Ya no me escucha. Está harto: harto de mí, harto de los
paparazzi, harto de las revistas, ¡harto de todo lo que tiene que ver conmigo! No lo
quiero perder. No lo voy a perder, Susy. Cómo le voy a hacer, con esta panza de siete
meses y el año que ya termina…
Surgía en la conversación una especie de ceniza fúnebre. La actriz se remontaba a
los días en que Alfredo llegaba tarde, y que coincidieron con el reencuentro con la
funcionaria. Desde entonces su comportamiento cambió. Sus tribulaciones iban en
torno al patente alejamiento del abogado. “Qué Curioso”, pensó: “nadie me pide
matrimonio. Me elogian por bella e irresistible, pero ninguno, ni siquiera Alfredo, me ha
pedido que me case con él”. Gracias a la nana supo que Norma Setter lo había
visitado. Sabrá Dios para qué. Señora, no vi nada raro, pero la vibra de la mujer da
escalofríos. Cuando le preguntó si había acudido en más ocasiones, respondió con
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evasivas, nerviosa quizá de decir algo que quebrantara la paz de su embarazo. La
actriz estaba segura de que un poderoso la había enviado, aunque Alfredo decía
haberla visto sólo una vez: una medida sutil para gente de poder como Alfredo Galván
e incluso su padre.
Bárbara se propuso proteger a su pareja y sus intereses. Ahora sabía a qué se
dedicaba y la fortuna que le había heredado, como si la hubiese palpado la frialdad de
una premonición. “Algo grande se avecina. Algo riesgoso. Ha movido fibras sensibles y
se la está jugando”. Estuvo segura de que veía a Norma en secreto y que quería
robárselo, si bien había factores que objetaban su hipótesis. El amor y la fidelidad son
algo misterioso, aunque conocía bastante de los resortes de ambos. Por eso decidió
emplear la pasión más gratuita, la más sofisticada. Su debilidad estribaba en el asedio
de los medios: “la pareja gay no deja de asediarlo; Alfredo está cansado; discutimos a
diario; se va a la cama fúrico. ¡Esto no puede seguir!”. A partir de entonces, se dedicó a
cautivarlo, a estimular sus sentidos con maniobras y detalles. No podría pasar por alto
la coquetería. Si Norma Setter representaba lo novedoso y su fortaleza era la
fogosidad, Bárbara respondería reforzando el lazo de confianza con un ardor más
exquisito: la visión a largo plazo (la bella actriz, la familia y la armonía codiciadas).
—¡Los hombres buscan, tengan o no tengan carencias en casa, Barbie! —indicó
Susana.
—Pues que se eche su canita al aire, siempre que no me dé cuenta, pero con esa
zorra, ¡jamás!
Hizo gala de sus virtudes aparentando que en la disputa contra la funcionaria se
jugaba la vida. Contrató los servicios de un florista para colmar de flores las oficinas de
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Monte Altai y su apartamento. Sobrevino la presencia permanente y el aroma de
crisantemos, lilis y rosas: siempre una rosa roja en el escritorio y en el buró. Se hizo
una fotografía de estudio, la enmarcó en plata y la puso junto a la de Luz María.
Canceló su participación en la película, así como sus compromisos, decisión que
enfureció a su representante. Anunció a la prensa que había decidido dedicarse a su
familia. “¡Pronto vendrá mi bebé! La reanudación de mi carrera les será informada en
su oportunidad”. Comenzó a visitarlo en la oficina bajo cualquier pretexto, y cuando el
abogado llegaba tarde a casa, no protestaba ni ejercía ninguna presión inconveniente:
la mesa puesta, una cena gourmet, música suave, vino, a veces una vela y la charla
sobre sus libros, que comenzó a leer y que también comentaba en la cama después de
hacer el amor. “Según Sergio Pitol”, citó con La vida conyugal en las manos: “Toda la
vida matrimonial descansa en la cama”. Alfredo sonrió complacido. Escuchaban
Humaine, la canción triste de Hélène Ségara.
Alfredo notó los detalles. Fue como si un rayo lo traspasara, llenándolo de vitalidad.
La reacción de su mujer se ajustó como un guante a sus necesidades. Los fines de
semana se escabullían de los paparazzi y la pasaban con amigos, o en Acapulco,
disfrutando el final del embarazo y a sus hijos, mientras la Fundación Docal adquiría
renombre.
Un día Bárbara tuvo un encuentro con Norma Setter. Con ayuda de Susana supo
que tenía una oficina en la Secretaría de Gobierno, así que el día que la funcionaria
menos lo pensó, la actriz se presentó ante ella. Con un tono apenas sarcástico la
saludó:
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La piel acerba
—No esperabas verme, ¿verdad? —dijo tuteándola y pensó que era justo la típica
sinvergüenza que imitaba las maneras de los ricos, pero actuaba con la vileza de los
ojetes.
Norma Setter quiso haberse expresado con una indolencia rayana en la
descortesía, y en cuanto lo hizo dejó ver su verdadero miembro sensual: la boca,
experta en el oficio de lo oral, porque de su pubis manaba algo así como un escudo
imaginario para no copular con cualquiera, sólo con el señor secretario, don Rodrigo
Barrera, a quien juró exclusividad a cambio de impulso. Bárbara no pareció percibirla
como persona, más bien como un ser artificial adquirido en una sex-shop del Eje
Central Lázaro Cárdenas, una muñeca inflable con una gran boca redonda, labios
pintados de rosa y hondo receptáculo para engullir penes. Bárbara continuó, adoptando
un suave acento argentino que no le era común:
—¿Ya viste la primera plana de hoy?
La burócrata la miró desconcertada, con el temple aterido en el abismo de
pendientes de trabajo. Permaneció pasmada intentando rehacerse.
—Después de la lectura, piensa que habrá sido la última vez que lo veas. (“A
propósito de artículos en el periódico, te vengo a dar una sopa de tu propio chocolate”,
pensó).
—Te lo voy a quitar... —advirtió la funcionaria con una mezcla de valor y estupidez.
—Después de lo de hoy, lo dudo. Le dará asco nada más de pensar que estuvo
contigo.
—¿Acaso ya confesó mi esposito de la primaria? Porque recuerda que él sí se casó
conmigo… ¿Ya te contó las cochinadas que hicimos?
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Bárbara no retrocedió, aunque un sinnúmero de sentimientos se apoderó de ella.
Sin duda, esperaba una respuesta similar, y más por la brusquedad como la confrontó.
Tuvo que recordarse (o acaso convencerse) que Norma representaba una existencia
vana, una mera fachada para progresar. “Pertenece a una chusma estridente, a una
fauna vulgar de parásitos. No se ganan la vida trabajando, sino succionando”.
—Claro que no. ¡Los hombres no confiesan! Pero no fue necesario. Son bobos para
ocultar sus maldades. Lo supe por ti, porque eres una golfa desvergonzada sin talento
seductor. Eres demasiado obvia —la oficinista entornó los ojillos de chacal acosado y
dejó ver una mirada dolorida—; fuiste la mancha gubernamental en el desfile de
modas, con tu peinado a lo Elba Esther Gordillo a punto de un mitin y tu apocamiento
ante la farándula. Tus intenciones se notaban a un kilómetro. No eres más que
picapleitos, una rábula, mandadera de un politiquillo que pretende dañar a Alfredo, sin
saber que es él quien los tiene fregados.
—Lo que tú digas —respondió Norma con sonrisilla conejil.
—Lee el artículo. Alfredo no está solo; todo tiene su opuesto: la corrupción tiene un
límite impuesto por el hijo de un miembro de su propia calaña. Te prevengo que, de
continuar, tú y quien te haya enviado sufrirán las peores consecuencias —dijo con la
voz sin inflexiones y sin acento sudamericano—. Ahí de ti que lo vuelvas a ver —
finalizó.
Antes de irse, Norma alcanzó a sentenciar:
—Su suerte está echada… Nada puedes hacer para remediarlo.
Las palabras infundieron en la diva una imagen funeraria, acaso la conciencia del
sepulturero antes de echar tierra en la fosa.
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Salió de la Secretaría de Gobierno agitada. Miró el Reloj Chino: eran las once,
momento en que se aproximó su chofer con el auto. Se apeó y le abrió la portezuela.
—No, Nicolás. Estaciónalo y alcánzame en el Café La Habana. Quiero un café con
leche.
Por la noche, además del artículo, la señora Rosario en su noticiero nocturno habló
de Norma Setter y sus escándalos de sexo, drogas y corrupción en los que estuvo
inmiscuida, cuando tuvo a su cargo equis cargo en el gobierno. Entrevistó por teléfono
al secretario de Gobierno, quien negó que la funcionaria trabajara en la actualidad para
él. Comentó que el video de Norma Setter marchándose hoy de las oficinas de
Bucareli, con credencial electrónica de acceso y portafolios en mano, se debía tal vez a
una visita a alguien con motivos personales que desconocía, pero que, en efecto, no
trabajaba allí. Dijo que daría premura a las investigaciones para deslindar
responsabilidades.
Mientras la líder de opinión daba la noticia, Susana llamó a Bárbara Docal desde el
plató.
—¿Cómo ves, Barbie? ¿Así o más chingona?
—Te adoro, Susy. Dile también a Rosario que muchas gracias…
—¿Necesitas que despedacemos a otra zorra, o con ésta basta?
—Con ésta basta, dragoncita. No creo que se vuelva a meter con nosotros. Un
beso.
En eso, Alfredo llegó a casa con aire desentendido e hipocritón. Tenía cara de
haber leído la noticia y el conocimiento de que fue chamaqueado. ¿Hasta qué punto?
¡Quién sabe! Le dio a Bárbara un beso en la frente. Ella veía el noticiero en cama.
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Advirtió que no había vino ni velas ni música de Hélène Ségara; tampoco una rosa en
la mesa de noche. Preguntó por los niños. Ya están dormidos.
—¿Cenamos? —dijo con tono manso y bondadoso.
—Ya cené. Hazte un sándwich si quieres.
El abogado se encogió de hombros. Consideró mejor no estimular ni un ápice su
enfado.
Cenó en la cocina. Cuando regresó al cuarto la encontró dormida (o más bien,
fingiendo dormir). Había dejado encendida la lámpara de noche de su lado, y sobre el
buró, La vida conyugal, abierta bocabajo. Alfredo tomó el libro; leyó una cita subrayada,
muy ad hoc: “Las experiencias conyugales de rutina: arrebatos, riñas, infidelidades,
crisis y reconciliaciones”.
Se puso la piyama, apagó la lámpara y se acostó con el electroencefalógrafo liso.
Ella cantaba en su mente un estribillo de Patricia Kaas:
Il me dit que je suis belle.
Et qu'il n'attendait que moi.
Il me dit que je suis celle,
juste faite pour ses bras.
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—Me acabo de enterar que Gustavo invirtió recursos de Hacienda en fondos de
inversión no aprobados —expresó don Rodrigo con preocupación.
—¿Y eso qué? Recupéralos y sanseacabó —respondió El Compadre. Parecía que
los grupos políticos se unían para salvar el dinero que invertirían en el gran negocio de
la refinería.
—No es fácil. Se trata de aquellos fondos de capital de riesgo donde está el dinero
de todo mundo. ¡Hay hasta narcos metidos allí! Todo mundo quiere lavar su dinerito.
—¿Cómo permitiste que eso sucediera?
—Ni me lo digas. Hoy la función pública y la política están patas p’arriba. Ya no es
lo de antes. Un bróker amigo de Gustavo le propuso la inversión a un buen
rendimiento, y ya ves que se me salió del huacal. La operación la hizo antes de que lo
congelara.
—Elimina al bróker… ¡Ya!
—¡Hecho! ¿Y a Gustavo? —don Rodrigo percibió algo en el estómago.
—Todavía no —dijo El Compadre y su mirada cambió.
Un silencio incómodo, como una advertencia, se apoderó de la conversación.
—¿Qué hay del espionaje a Alfredo Galván? —preguntó El Compadre.
—Ahí la llevamos, pero no pudimos obtener lo que queríamos. Escucharlo por
teléfono y en su oficina no es suficiente. La planeación y las transferencias no las hace
desde allí. No es pendejo. El esquema que utiliza es complicado, así que es difícil
rastrear cómo mueve el dinero. Lo peor es que algunas de las organizaciones con las
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que triangula son de amigos nuestros. Hace lo mismo que los chinos en el Tíbet:
invade, fecunda, reproduce, propaga, domina, vence. Ahora diles que no laven su
dinero con él, ¡y con la inercia de años!…
—¿Es cierto que escucharon cómo la putita se la mamaba?
—Sí. Muy ilustrativo. Bueno, esa fue idea tuya. Tú la enviaste… No creo que haya
estado tan mal. Lo malo es que se dio cuenta, la echó y localizaron los dispositivos de
espionaje. Sólo usa los teléfonos para la actividad normal; lo secreto lo hace con
celulares protegidos. No es ningún pendejo.
—Qué periodicazo le dieron a Norma, hombre… ¡Y también en los noticieros!
—¡Esto es un desmadre! Hay que tomar las cosas de otro modo. Es inevitable.
—Lo sé —dijo reflexivo El Compadre.
—¿Qué, pues? ¿Qué sigue?
—Faltan algunas reuniones, en Monterrey. Cuando esté decidido, te informaremos.
—Bien, quedo en espera —dijo don Rodrigo con el rostro colorado.
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Pálido, los ojos dilatados y el semblante ensombrecido, Gustavo tomó el periódico y
leyó el encabezado. Sintió que la lectura provenía de una voz femenina insondable que
hablaba desde las puertas del Ultramundo. La noticia le causó terror. Su angustia se
originaba en una fuente muy distinta de la que conocía, en la que el llanto no era más
un hábito. El suyo era un ojo que no lloraba más lágrimas de agua, sino de sangre.
Terminó la lectura y apoyó el rostro en ambas manos, abatido. “Sigo yo”.
Un bróker amigo suyo, con quien había invertido, fue asesinado. La noticia en su
cabeza lo cegaba, le provocaba la pérdida de toda convicción. Tenía erizados los pelos
de la espalda. Se imaginó escondido en un búnker húmedo y oscuro para salvar la
vida. “Bienvenido al México de los muertos”, le comunicó una voz interior que le habló
con la mayor y más honesta garantía de admonición, consciente de que había
transgredido el escenario de los poderosos y ahora estaba a punto de convertirse en la
inscripción de un escarabajo del Libro de los Muertos: si pesara su corazón, ¿su
conciencia y su moralidad le permitirían continuar hacia los fértiles campos egipcios de
Aaru?
—En el fondo, seguí los pasos de Alfredo, limpié la mierda de México a costa de mi
vida. ¿Qué se sentirá que siga creciendo el pelo y las uñas dentro del féretro, y que la
nostalgia se afiance en mi cráneo?
Sus ojos se perdieron en las páginas del diario. Sin desearlo, terminó en las de
amarillismo, en la imagen de los cadáveres que amanecen ensangrentados dentro de
la cajuela, o a la vera de un desagüe para unirse a la pudrición ad libitum. Sonrió con
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ironía, anunciándose su condena a muerte. Un silencio fúnebre reinó en la sala de su
apartamento. Por allí andaba Rossana, yendo de aquí para allá esa mañana de
sábado. Preparaba el desayuno, iba a la recámara, al baño; se escuchaba el correr del
agua del inodoro y del lavabo; regresaba a la cocina. Un olor a huevos invadió la
vivienda. La vio poner la mesa con esmero. “¿Quieres pan Bimbo o tortillas?”. Gustavo
sonrió como diciendo: “Lo que sea”.
Luego de cerrar el periódico, la miró con cariño. Sintió como si ella esperara mucho
de él, quizá la vida entera, excepto la muerte. ¿Se decepcionará de mí? ¿Será cierto
que en el instante de morir los recuerdos se amontonan en la mente?
—Andas muy callado. ¿Qué traes? —dijo ella perturbando su ensoñación.
—La cabeza llena de murciélagos.
—Ven, te quiero enseñar algo.
La chica se sentó en una silla del comedor y palmeó el colchoncillo de otra,
invitándolo a unírsele. Gustavo se sentó y miró el plafón deseando que hubiera un
ángel que evitara lo que iba a escuchar.
—A ver.
Rossana le extendió la prueba de la farmacia:
—¡Estoy embarazada!
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Alfredo supo muy tarde que Norma había sido una espía de su padre; no pudo librarse
de pensarlo cuando llegaba a su oficina. De inmediato revisó el expediente de la
Fundación y vio que faltaban documentos, aunque no los más importantes. Los
referentes a su constitución, los contratos y las cuentas bancarias estaban en el
apartamento de Bosque Real. Aun así, ignoraba las dimensiones del daño. Localizó los
dispositivos de espionaje y los destruyó. Comprendió que los encuentros sexuales
habían sido grabados. No transcurriría mucho tiempo para que lo chantajearan.
Concentró su odio en Norma Setter y en el fastidio que nacía de sus días de “lavador”.
Volvió al pasado, a la Cámara de Diputados donde su padre se ganaba la vida. “Mi
padre es un leguleyo, un levantadedos más diciendo ¡Sí! a las reformas del presidente
en turno, y ahora que las cosas han cambiado, cuando se supone que la democracia
mejoraría al país y no fue cierto, el PRI ha dejado en claro que con su retorno sólo
quiere de regreso sus cuotas de poder. Son tan pusilánimes como en tiempos de la
dictablanda. Jamás los priistas (ni ningún político) serán la opción para México”. Ya se
lo había escrito en sus días de encierro: “México no tiene remedio ni lo tendrá. México
cae al abismo”. En ese instante, pensó: “¡Las cartas a mi padre!”. Abrió la gaveta del
escritorio. “¡No están!”
“Las va a leer. También sus colegas. Las usarán en mi contra”. Después se alegró
de que así fuera. Sintió algo insospechado: podía morir. ¿De dónde obtenía el valor
para bregar contra la corriente en el mundo de la política? ¿Lo hacía en verdad por
México? La Fundación Docal, su bodrio dadivoso, curador del dinero de la corrupción,
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significaba su lucha contra los tiranos, los demagogos y su despotismo: un semillero de
la libertad; la lucha por la patria perdida y el progreso arrebatado por un puñado de
pirañas del PRIato. Milán Kundera dijo que los dictadores son mortales, pero Rusia,
eterna. Basándose en esta frase, Alfredo compuso la suya: “México es mortal mientras
los corruptos se eternicen y nos quiten la esperanza”.
Su proyecto corría peligro. Debía apurar su plan para consolidar la Fundación, a fin
de que fuera imposible desmantelarla. Sólo hacía falta la publicidad y poner en marcha
la división educativa. “Norma ha de estarse riendo a costa mía. ¡Nadie se burla de mí!”.
Cuando estuvo con ella no reconoció a la Norma de su infancia; la niña de rizos
castaños y pasos ágiles se perdía en el recuerdo, pero sus palabras no le
correspondían en lo más mínimo. Se había convertido en una mujer maliciosa y vacía.
Durante las siguientes semanas, se concentró en terminar la campaña publicitaria.
¡Las mentiras de la publicidad! ¡Qué ventaja cuando el bodrio salga a la luz!, le decía a
Susana. Todo mundo se emboba porque le creen. Es la indecencia más grande de la
humanidad. Los publicistas se especializan en mentir y manipular. También dio con
Norma Setter. Después del encuentro de Bárbara, la actriz fue objeto de amenazas. Un
tipo llamó a su celular (“¿cómo obtuvo el número si ni siquiera está a su nombre?”).
Con la voz ronca le dijo: “Sólo sirves para sacarte provecho de tu belleza. No tienes
nada. Eres una ignorante. ¡Maldita sudaca, eres una machu-pichu, payopony, pendeja
y arribista! Cuídate. Los inmigrantes poco valen aquí”. Un día su coche fue embestido
por un auto negro con los cristales polarizados. Nicolás, el chofer, sorteó como pudo
las acometidas sin evitar chocar. Se escuchó la detonación de un arma y enseguida los
agresores se perdieron de vista. Nicolás fue de inmediato a Monte Altai. Cuando
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llegaron, Bárbara era el retrato mismo de la desesperación. Con el embarazo en las
últimas, la cara aterrorizada y los ojos hundidos, parecía la mensajera del Mictlán.
Entonces Alfredo le asignó dos escoltas.
Cuando dio con Norma la enfrentó sin miramientos. Tenía una pequeña oficina en el
Centro Histórico de Tlalpan, desde donde atendía asuntos de menor importancia e
ideaba cómo resurgir después del escándalo público que se le fincó y que la obligó a
desaparecer de la escena pública. Parecía una caricatura siniestra: huidiza, turbia,
nerviosa. Estaba sola, en tanto que Alfredo se hizo acompañar de dos sujetos de
catadura aviesa. La sola visión del abogado le erizó los pelos. “Espérenme en el
coche”, les dijo y los hombres salieron. Norma carraspeó sin saludarlo. Permaneció en
silencio. Sentía que se cagaba allí mismo, de pie, pero no se dignaba a justificarse,
porque era altanera y liviana. Lo miraba como quien mira el baúl abierto de sus
pesadillas. Alfredo fue para ella como una evocación de lo fantasmal, pero se humanizó
por al arrojo que traía consigo: siempre tuvo conciencia de la convulsión y del peligro.
La funcionaria, fecundada por el artificio (factor que él tanto aborrecía), abrió una
gaveta y sacó un cigarro, lo prendió con una larga pitada. Se animó a hablar:
—¿Qué va a pasar conmigo?
Él contenía un maremágnum de insultos. Su rostro parecía afilarse por momentos.
—“Envidio a los muertos (también envidio a mi madre asesinada). Sólo por ellos me
cambiaría”.
—¿Acaso crees que enviarían a una tonta para seducirte? Te estudié por meses.
No eres presa fácil. Eres más encantador y peligroso que todos ellos juntos… Admiro
tu valentía. A mí jamás se me hubiera ocurrido hacer algo así. Me refiero a tu
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fundación. Como yo lo veo, están aterrados. Ya es imposible que la arruinen. En el
fondo tienes razón. No sé vivir de otra manera. El sabor de la corrupción me enloquece.
Como de ella y se me sale por los poros. —Da otra chupada al cigarro y continúa—:
Estuve tentada a decirte, pero tenía un deber que cumplir —creyó encontrar por fin una
plataforma conciliatoria—. Tú haces lo mismo cuando se trata de tus clientes evasores,
¿no?
Relacionó a Hacienda con el cínico Diógenes y con los sacerdotes que detuvieron a
un sacristán que había robado un copón: “Los grandes ladrones apresan al pequeño”.
La miraba y creía descubrir en ella las huellas de los pasos perdidos en la infancia,
cuando corrían en el patio escolar durante el recreo y se casaron “muy enamorados” en
la feria. Se quiso gestar en su interior un engaño sentimental, al que no le permitió
hacerle mella. Aspiró y recobró la compostura. Se convenció de que su enemiga estaba
acostumbrada a poner los intereses materiales por encima de los genuinos valores
intelectuales. Su convicción parecía no admitir réplica. Miró la curva de las caderas: ya
no le convencieron. Se alejó de ella física y espiritualmente. Debió de hacer un gesto
de desagrado, porque ella desvió la mirada hacía sí misma en un silencio contenido.
—¿Me perdonas? —dijo en un intento vano por sentirse a salvo.
—Puedo perdonarte lo que sea, pero no perdonaré que hayas intentado matarla con
mi hijo dentro.
—Yo no mandé matar a Bárbara. ¿De qué hablas?
—¿Y los telefonazos para decirle “sudaca”?
Norma guardó silencio y admitió su culpa bajando la cabeza.
Hubo un silencio incómodo que la funcionaria interrumpió lo mejor que pudo:
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—Haré lo que me pidas. Me tienes de tu lado —dejó escapar un nervioso ruido-risa.
“Ya ves lo que te buscas por andarte refocilando con esta mujerzuela”, pensó de sí.
Afuera, el viento hacía sonar su propia melodía. El día se había oscurecido de
pronto e infundía a Tlalpan una atmósfera turbia. Llovería. Llegaba con disimulo el
rumor de los comensales en el café La Selva.
Era momento de irse. No había más qué decir. En ese instante, el rostro de Norma
se hallaba constreñido en un gesto de agudo malestar. El propósito de la visita de
Alfredo era infundirle miedo y lo había logrado. Él chocó los talones de sus zapatos.
Sonrió con una sonrisa que a la funcionaria no le gustó y salió.
Lo primero que ella hizo cuando anocheció y sintió que ya no había nadie en la calle
esperándola, fue tomar su bolso, apagar la luz y salir deprisa, sin siquiera preocuparse
por cerrar con llave. Su auto se encontraba en un estacionamiento público, al otro lado
de la plaza. Le asaltó una idea: “¿Y si aún me esperan?”. Tenía razón. Norma Setter,
su cuerpo frutal, balsámico, se perdió en las tinieblas. Las caderas y los senos que
trastornaron a Alfredo, el temblor de sus blanduras, se desvanecieron en la oscuridad.
La voluptuosidad de la boca desflorada con que tragó su simiente, fue engullida en el
abrazo de la noche. No se volvió a saber de ella por muchos días.
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Gustavo no llegó a casa. La última vez que llamó dijo que le faltaba poco para terminar
sus labores. Antes de colgar, agregó: “Casi acabo. Nos vemos en un ratito, amor”.
Rossana comprendió su sentido de responsabilidad. Fue como si dijera: “mañana tengo
cita de estrategia militar con el mismísimo Napoleón”. En la madrugada, la mujer llamó
a Susana para expresarle su preocupación. Ambas intentaron comunicarse con él al
celular, a la oficina, sin conseguirlo. Se llamaron de nuevo.
—Voy para Hacienda. ¡Algo le pasó!
—Tranquila, Ross. Se debe de haber ido de pedo. Ya ves cómo es ese güey…
—No. Yo sé que no. Ya no es el de antes. Anoche dijo que ya venía —se hizo el
silencio—. Háblale a Alfredo, que me ayude a encontrarlo.
Susana meditó que Rossana había sido la única en frenar las divagaciones de su
amigo. Colgaron y llamó a Alfredo. Medio dormido, escuchó a Susy. Lo desconcertó el
terror que encubría. Sí, creyó que algo había sucedido. Tiempo después, la claridad se
les reveló en su dramática certidumbre: ninguno dio con él. Rossana armó tal alharaca
en Hacienda, que el propio subsecretario acudió para asistirla. Investigaron la hora de
su partida. Estaba claro que había salido poco después de las nueve de la noche
anterior. Su tarjeta electrónica lo demostraba. “¿Y el video? Todo aquí esta
videograbado. ¡Quiero ver el video que demuestre que salió ileso!”. El subsecretario
cerró los ojos en señal de aprobación al jefe de seguridad, sin saber por qué la mujer
desconfiaba de la información que le proporcionaban. Minutos después, entró en la
cabina donde reprodujeron el instante en que, en efecto, se marchó del ministerio.
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Lo más desolador fue contemplar la alternativa de acudir a la Agencia del Ministerio
Público para levantar un acta de desaparición. Alfredo se negó. “¡Eso no sirve de nada!
¡Las vías oficiales valen madres en este pinche país! Voy a llamar a quien podría
localizarlo”.
Horas después, recibió una llamada. En el departamento de Gustavo, las mujeres
veían los gestos de su amigo negando con pesimismo lo que escuchaba. Se sentían
como panadería ardiendo, escoltados por la demencia y la incertidumbre: la imagen
misma de la entropía. “Seguirán buscándolo”, aclaró. “No se asusten, no podemos
concluir nada todavía”. En cuando pudo, le llamó a Bárbara.
—¿Qué pasó? —preguntó la actriz azorada—. ¿Lo encontraron?
—No.
—¿Qué vas a hacer?
—Esperar, y si algo le hicieron, se las verán conmigo —calló para abrir espacio y
hacer una pausa; enseguida dijo—: Quiero que salgas del país con los niños. No es
seguro estar aquí. Mañana te vas a Miami. Allá tengo departamento y coche.
Bárbara rebatió con una metralla de cuestionamientos y negativas, pero no doblegó
la decisión del abogado. Al día siguiente, tomó el primer avión a “la ciudad más limpia
de América”, con los niños de la mano y sendos escoltas que se encargaron del
equipaje y los condujeron a las puertas del avión. Llevaba un embarazo de ocho meses
que casi reventaba.
Cuando sus amigos se fueron, Rossana quedó desolada. Decidieron esperar un día
más para emprender una búsqueda profesional. Una triste mueca bailaba en sus
labios. Fue hacia la ventana y se quedó mirando el exterior, al DF que se extendía en la
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lejanía, más allá de las sombras que aún flotaban sobre la metrópoli. Por la noche, se
puso la piyama y se sentó en la cama a esperar con la televisión apagada. Todo
permanecía en silencio, salvo el tic-tac del despertador y el taconeo de la vecina del
piso de arriba. Llamaba al celular de Gustavo una y otra vez; se escuchaba el mensaje
del buzón de voz. Cortaba la comunicación y lo intentaba de nuevo, así, hasta que la
batería se agotó. Cada vez que escuchaba la voz decir “¡Hola! Ya sabes quién soy,
déjame tu mensaje”, transpiraba gotitas de espanto que afligieron su rostro. Pensó en
el éxito de Gustavo sin saber en realidad de dónde provenía. Habló con rencor: “Aquí
todo mundo se encarga de que nadie destaque”. La frase estuvo colmada de un fluido
subcutáneo, uno de esos momentos en que el espíritu toma nota del peligro.
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—¿Qué pasó? ¿Se hizo lo que pedí?
—Al pie de la letra, señor.
—¿Qué tal se pusieron las cosas en Hacienda?
—La chica armó un escándalo. Alzaba el brazo y se le veía muy feo el muñón de la
mano. Parecía que el antebrazo era una vergototota. Nos amenazaba con ella si
Gustavo no salía de inmediato porque, según ella, lo teníamos secuestrado.
—¿Mínimo le metió el muñón a alguien por el culo?
Risas.
—No, señor secretario. Dijo que nos denunciaría a la prensa si no aparecía.
Después de ver los videos con el jefe de seguridad, se fue.
—Mándales el mensajito a la oficina de Alfredo. Lo que envíes debe llevar la
esquela del pendejo ése. Que se den cuenta que ya chingó a su madre y que no se van
a burlar de nosotros…
—Sí, señor. Como usted diga.
—Dicho sea de paso, dile a Frodoberto que me llame. Lo voy a poner a cargo,
porque es el más chingón. No podemos correr riesgos. Este pedo se puede hacer muy
grande.
—Sí, señor, yo le digo.
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“Creí en Dios durante tres minutos”, fue la frase que a Alfredo se le quedó en la mente
y rumió por días, luego de ver una película. Solitario en el apartamento de Bosque
Real, estaba convencido de que las rémoras de la política y el gobierno ya habían
destruido al país. Sí, México está arruinado. Jamás les interesó a los gobernantes
conservar el paraíso, el porvenir. El disgusto social, la corrupción, el abuso de poder, la
partidocracia que asegura sus prebendas, el Instituto Electoral sometido por los
partidos, los incompetentes y excesivos diputados y senadores con sus estipendios de
aristócratas, los feudos sindicales, la revolución inacabada y sin sentido, las marchas y
protestas de los acarreados muertos-de-hambre con sus consignas y pancartas
rayadas con frases desgastadas, los neandertales despojos de tribuna, los privilegios
de los magnates, los regímenes de excepción y la solución en mano para acabar con
todo no fueron suficientes para infundir conciencia en la clase política, sin duda, la
responsable de la ruina. Su vocación es la devastación del botín perfecto: un país fértil,
poblado por mansos corderos desconfiados, egoístas, cortoplacistas, nostálgicos e
idólatras, con alma de conquistados y complejos de identidad, gracias a la patética y
derrotista adaptación de la historia que el gobierno les ha narrado. El dominio sobre los
mexicanos está arraigado, con o sin dictablanda, con o sin democracia déspota. El
mortal virus de la política tiene infectada y moribunda a la nación. “México no tiene
remedio ni lo tendrá”, confirmó. La reflexión de Octavio Paz: “México es patria, mas no
nación”, le había convencido para rebelarse contra su padre y crear la Fundación Docal
como el primer vivero de esperanza que devolviera a la gente la sensación de libertad y
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progreso: un órgano terapéutico alimentado por la corrupción para beneficio de
aquellos con la voluntad de sostenerse a sí mismos, y no a través de las dádivas
gubernamentales a cambio del voto.
Alfredo la concibió pensando en la concepción del bien común. La instituyó para
aliviar la pudrición del tejido social que comenzó con la mentira del Milagro Mexicano y
el colosal error del proteccionismo de los años cincuenta. Pero la simbiosis entre
corruptos y gobernados estaba rota desde hacía decenios. Los gérmenes del
“organismo” enfermo (México) defendían su hegemonía contra los leucocitos
institucionales en su reacción inmunitaria. Era el caso del bodrio dadivoso de Alfredo y
sus amigos, en su afán por hacer la diferencia. El hurto del dinero lavado, como si no
fuera una falsa herencia, y los vínculos fantasmales contra los villanos del poder, los
habían llevado más allá de las fronteras del peligro. ¿Qué eran Alfredo y sus amigos
contra los tiranos? Quizá simples girones de carne esparcidos a mitad de la Avenida de
los Insurgentes, una masa infame enrojecida y un hilillo de sangre que resbalaba por la
barbilla, cercados por los curiosos desacostumbrados a la presencia de la muerte.
Lo primero que pensaron cuando recibieron un primer paquete fue que estaban
perdidos. Dejaron de ignorar que había cambiado su vida. Una hielera portátil contenía
dedos y un pie amputados, así como una nota ensangrentada escrita con puño y letra
de Gustavo. La caligrafía era accidentada y la redacción macarrónica, típica de su
incapacidad para escribir bien, y desde luego menos si fue torturado. No contenía
tristeza ni añoranza, sólo la despedida y el deseo de amor eterno a sus amigos y a
Rossana. Con la certeza de su muerte, se dedicaron a reconstruir las horas en que lo
creyeron vivo, cuando en realidad había expirado con violencia. No les dio miedo por
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Gustavo, solitario a la hora de morir, sino por ellos mismos, que continuaban vivos.
Salpicaron su existencia de explicaciones para justificar que su ofensiva contra las
oscuras fuerzas eran legítimas: consuelos, abatimientos o espaldarazos para no perder
de vista al tiempo que, después, se encargaría de borrarlos, como si la vida no tuviera
tiempo para asistir sus buenas intenciones o se uniera a los perversos para ejecutarlos.
Rossana también abandonó la capital del reino infernal, el pandemónium del DF,
para viajar a Miami, encontrarse con Bárbara y ponerse a salvo. ¿Acciones de
conservación? ¿O más bien de cobardía? Susana, con su carácter indómito, decidió
quedarse para apoyar al abogado en el contraataque. Decidieron que no debía
transcurrir mucho tiempo antes de reaccionar.
Pero aún hubo más perplejidades. Un día después del envío macabro, Alfredo
recibió en Monte Altai un segundo paquete por conducto de un mensajero (estaba
solo). Dentro de un sobre, había una carta póstuma de Gustavo escrita en
computadora. Esta vez bien redactada, fechada días antes de su desaparición. Tras la
lectura supo que su amigo imaginaba su muerte. Le contaba acerca del bróker
asesinado y de las inversiones ilícitas que hizo con él. “Meit: ésa es, entre otras
maniobras, la razón de mi deceso a manos de don Rodrigo, a quien señalo como
responsable de mi muerte”. Le informó también que Rossana estaba embarazada; le
suplicaba que se hiciera cargo de ella y de su hijo. “Si no fuimos compadres, fue
porque no nos alcanzó el tiempo —con Luz María no tienes compadre—; sin embargo,
esta carta manifiesta mi voluntad para que así sea. Previo al sacramento y aunque
seas un ateo hijo de puta, te declaro padrino de mi futuro hijo (o hija)”. Dentro del sobre
se encontraba el testamento que daba cuenta de sus bienes y que heredaba a
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Rossana. Le solicitaba más cosas: un fideicomiso educativo para el crío, la venta del
Mercedes y algo que lo hizo caer en la desesperación porque no se encontraba en el
paquete: “Retira el saldo de mis inversiones y ponlas a nombre del recién nacido. Tú
sabes cómo”. ¡Pero cómo! ¿Dónde están los números de cuenta, las claves de
acceso? ¿En qué bancos está el dinero? Me pides algo importante y no me dices
cómo, ¡si serás pendejo!
Gustavo había puesto su casa en orden. Alfredo no halló nada espiritual en la
congoja de su resignación. “No me dijiste nada, Gus. No te importó que te amara y
fuera tu mejor amigo. Hubiera visto por ti”.
Aun cuando se realizó la búsqueda, no se encontró el cadáver. Su familia y amigos
depositaron la urna con sus órganos incinerados en el nicho familiar. Lo declararon
muerto el 17 de diciembre.
Entonces Alfredo se replegó en Bosque Real. Las dos garitas de vigilancia hacían
imposible la intrusión de cualquier enemigo. Una simple notificación judicial no se podía
entregar sin la aprobación del condómino. Allí continuó operando la Fundación a la que
invirtió más millones en infraestructura y publicidad. Un mensaje publicitario que ideó
con Susana fue: “Educación Docal: El milagro de tu educación por una minúscula
retribución. Lo demás ya ha sido pagado por tus benefactores: los magnánimos
políticos”. Habló a los medios y dio conferencias de prensa promoviendo su proyecto
para hacerlo indestructible. Respondió las críticas y acusaciones con aplomo.
Como si Gustavo hubiera calculado los tiempos del mundo sin su presencia, un
tercer paquete arribó al domicilio de su amigo. Cuando vio el remitente se le nubló la
vista, le dio frío hasta en las axilas. Llamó a Susana. “¡Claro que es de Gustavo!”, le
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comentó luego de que ella le dijera que quizá se trataba de una bomba. “No seas
pendejo, amigui. Estos cabrones te van a matar por mensajería”. No, es de Gustavo,
aseguró, convencido de que su amigo era gran aficionado a esas chanzas. Abrió el
paquete. “¡Sí, es de Gustavo! Ahora te llamo”, indicó sin darle tiempo de reaccionar
porque colgó. El paquete contenía una fotografía de la noche en que cenaron en el
Barba Roja. La contempló con detenimiento. El waspy alto y pálido, con su cachucha
de beisbolista al revés, se las había hecho. Se veían alegres: Susana posaba en medio
haciendo relucir sus ojos negros y su cabellera densa y larga. A su lado, Bárbara y
Rossana, cada una tomando la mano de su pareja. La sonrisa se les acentuaba a
causa de la noche y la brisa. Posaban despreocupados cuando sus ansiedades aún no
les embargaban. Gustavo le envió el tiempo acontecido, la visión de sí mismos
apresada en la imagen que hace a cualquiera sentirse otro para dar testimonio del
pasado. “Qué bien se llevan la fotografía y la muerte…”, meditó. Además del retrato,
había otro sobre con la información de las cuentas y una carta con más instrucciones.
“¿Qué pensaste, meit? Seguro que este idiota me dice que mueva la lana y no me dice
cómo. ¡Ja ja ja! Soy como Pepito el de los cuentos cuando le hacen la circuncisión
obedeciendo su deseo póstumo. ¡Para que vean que hasta muerto me la siguen
pelando!”. Alfredo soltó una carcajada. La carta venía acompañada de la información
de las inversiones y las claves secretas. “Ya sabes qué hacer. Mueve la lana y manda
a don Rodrigo y a su séquito a chingar a su madre. Cuida a tu papá. Don Rodrigo hace
negocios con él”. El abogado siguió riendo, embelesado con la inteligencia y la
previsión de su amigo. Resultó ser un tipo listo y afectuoso a su modo. “¿A quién
pertenece la voluntad de un moribundo?”, concluyó de ese modo la carta, sólo para
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prolongar su zozobra, porque sabía que de esa pregunta él reflexionaría mucho.
Alfredo soltó la respiración, aliviado y feliz. Permaneció silencioso sentado al pie del
ventanal, mirando la ciudad a lo lejos, y echando de tanto en tanto atisbos curiosos a
los estados de cuenta.
Antes de cerrar los ojos, se dijo: “Creeré en Dios por otros tres minutos”.
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Don Rodrigo tomaba el sol en la terraza. Jaibol en mano, pidió a su secretaria que
desplegara la sombrilla para así desaparecer de la vista de su ejército de subordinados,
asomados a la ventana. El jefe de seguridad irrumpió sin previo aviso. Tenía algo
urgente que informarle, pero no articulaba palabras: mugía, se lamentaba. Tenía la
facha de un sacerdote nahua con perfil de tucán.
—¿Qué, pues? ¿Qué chingaos viniste a decirme?
—Llegó un paquete para usted que no aprobó la inspección de seguridad.
—¿Qué es? ¿Una bomba o qué carajos?
—No, nada que ponga su vida en peligro, señor.
—¿Entonces qué es?
El hombre se encogió de hombros y se pasó la mano por las mejillas cacarañadas.
—¿Lo traes contigo?
—Sí.
—A verlo…
Se puso de pie y fueron al interior. El paquete estaba en el escritorio. Se trataba de
una pesada y grande caja de cartón para almacenar huevo, con la marca registrada
impresa en los costados, antes cerrada con cinta canela y ahora abierta para descubrir
su contenido. Un hedor surgía del interior. “¡Qué es esto!”, dijo el secretario cuando vio
el contenido. Se tapó la boca ante un absceso de vómito.
La caja escurría agua de sus intersticios, dado que se había puesto hielo para
intentar conservar el lúgubre envío. Había una nota ensangrentada impresa en
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computadora, adherida a una de las paredes interiores de la caja. Decía: “Cabeza por
cabeza, mano por mano, pie por pie, culo por culo”.
—Llévate esto y llama al forense. ¡Déjenme solo! —ordenó al jefe de seguridad y a
su secretaria—. Ni una palabra de esto con nadie.
Tomó el teléfono y llamó:
—¡Qué pasó, huerco! —respondió la voz anorteñada de El Compadre.
—Este desgraciado no se arrugó; nos envió un mensaje similar, ¡aquí, a
Gobernación!
—¿Y quién es el occiso?
—A juzgar por el enorme trasero con una lata de cerveza incrustada ya sabes
dónde, y los demás órganos, es la tal Norma. Ya ves que había desaparecido.
Necesitaron del silencio para pensar. Hubo una interrupción en el fluir espiritual de
don Rodrigo. La bestia del miedo le inflamaba los pulmones, entretenía su tiempo para
escuchar el pomp pomp pomp de su corazón. A su vez, sintió regocijo al comprobar la
huella del estremecimiento en el mutismo del regiomontano, El Compadre de todo
mundo en la política.
—¿Qué hacemos? —inquirió el secretario—. El muchacho está imparable. Ya casi
me convenzo de que será imposible recuperar el dinero.
—La soledad del poder, Rodrigo, la soledad del poder… No siempre hay una lectura
exacta para todo. Intuye. Te dejo esa responsabilidad. Me limito a pensar que mi
compadre Poncho es el único que nos queda para solucionar este problemón.
Recuerda: la patria es asunto de héroes; son ellos quienes se eternizan en la historia.
La política es de huevones y oportunistas.
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“La soledad del poder… La soledad del poder…”, se dijo en la oscuridad. Así le
gustaba reflexionar cuando tenía problemas. La secretaria entró para sustituir la jarra
de agua vacía por una llena.
—¿Se le ofrece algo más, licenciado?
—No, querida, gracias.
La mujer salió. Los ojos de don Rodrigo la buscaron con una expresión suplicante,
pero al mirarla supo que no compartían la misma suerte ni que los unía el infortunio, su
infortunio. En un instante, envidió su condición de secretaria ejecutiva que percibía un
buen sueldo, suficiente para mantener a su hijo, y que pertenecía a la prole de
escaladores sociales que tienen invadidos los centros de trabajo: vástagos y
consumidores de las marcas de mediano lujo y autos deportivos comprados a crédito:
un rebaño de adultos medios relamidos, arrogantes, que disfrutan del hedonismo
social, encajados en el libre mercado. Para rehacerse de la envidia, se dijo: “¡Bah!
Éstos jamás podrían con mis broncas. Tienen treintaicinco, cuarenta años, y aún se
dicen chavos. ¡Babosos!”.
“¿Cómo depositaron dinero sin mi autorización?”, se preguntó pensando que habían
espiado y grabado sus palabras. “¿Acaso Gustavo? Pero si casi nunca estuvo aquí…”.
Lo cierto es que su ministerio había aportado electrónicamente dinero a la Fundación
Docal el mismo día en que recibió el siniestro paquete. Además del director de
finanzas, sólo lo sabía él. En su fuero interno, se consoló sabiendo que era posible
“maquillar” tamaño egreso sin riesgo de ser auditado, de acuerdo con la fracción treinta
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y tres de la Ley. “¡Veinte millones de pesos me robó este hijo de puta y todavía tuvo el
descaro de enviarme una nota pidiendo que se recoja el recibo fiscal que ampara la
donación!”. El problema, así lo pensó, es que estuviera sujeto a chantaje. Un escándalo
de corrupción a nivel del secretario del Interior tendría resonancias en el orbe. Imaginó
qué le diría el presidente. ¡Su pellejo corría peligro más allá de la recuperación del
dinero incautado por el abogado! Golpeó el escritorio y luego el vaso, que se fue a
estrellar al piso. Pretendía deshacerse de las sospechas que le supuraban las tripas. “A
ver, estúpido, demuéstrame que no depositaste a esa porquería Docal; que no fue tu
clave electrónica ni tu firma autógrafa las que se usaron para transferir los fondos”, oyó
casi al presidente, sabiendo que, con la evidencia, es imposible demostrar lo contrario.
“¿Cómo recabaron mi firma? ¿Con tinta invisible?”. Después se respondió: “No hay
nada peor que un pendejo con firma”. Afuera, su asistente escuchó el golpazo y el vaso
romperse. Miró el techo suplicando paciencia. Sus ojos castaños eran hermosos.
“¿Qué debo hacer? ¿Llamarle a Alfredo Galván? ¿Y si me manda a volar?” Tenía
un mal presentimiento, una premonición que lo llenaba de impresiones confusas y de
angustia. Llamó a su secretaria.
—Dígame, don Rodrigo —lo miró extrañada e imaginó que usaba el bigotillo de
cepillo: un símil hitleriano. La poca luz proveniente del pasillo flotaba sobre sus siluetas.
Apenas los dejaba distinguirse en la penumbra.
—Llame a Alfredo Galván. Dígale que venga, que deseo hablar con él.
La secretaria asintió y lo dejó en la soledad de su poder. Salió tarareando una
melopeya romántica. A últimas fechas, lo había notado el secretario: la señorita estaba
enamorada.
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—Doctor, su papá ha llamado, me dice que es urgente, ¿desea que lo enlace a su
celular?
—No, Angélica, dígale que llame a mi casa. Él tiene el número, ¡que no se haga
pendejo! —dijo sin el menor pudor y en el silencio que se suscitó calculó con precisión
la magnitud de su agravio. La secretaria se fascinó nada más con escucharlo. No
conocía la obscenidad de su jefe. Después reflexionó y corrigió su postura:
—Sabe qué, Angie, mejor sí, enlácelo (“ya no me importa que se revele mi
número”).
Cuando accedió a que vincularan los celulares desde el conmutador de su
despacho, su consentimiento jugó un triple papel: lo liberó del temor hacia su padre
(hasta hace poco había sido capaz de gobernar su vida, así que la inminencia de
Alfonso Castellón no lo haría retroceder más); rompió en ese instante la correa nefasta
de la influencia paternal y alentó su fantasía de desquite. Su audacia se animaba, lo
volvía más poderoso con los demagogos.
—Listo, doctor, ya pueden hablar:
—¿Qué desea, padre?
—¿Cómo que qué deseo? Es usted un desparpajao, huerco; ¡un jijo de la chingada!
—¡Óigame bien, no le permitiré que me hable así, y menos cuando mi asistente nos
escucha! ¿Entiende? Si soy un desparpajado, ¡usted es un picapleitos, un embustero!
—levantó la voz y recordó a Bárbara ensayando un guion: “Escena dramática: No hace
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falta gritar. ¡Implosión! ¡Implosión! ¡Implosión!”—. Bájele al volumen para que nos
entendamos mejor. No le buiga… como dicen en su tierra.
Alfonso Castellón pareció adoptar una postura espartana.
—Urge verlo, huerco.
—¿Está en la capital?
—Sí, ni modo que no.
—Diga día, hora y lugar.
—¿Su secretaria es de fiar? Porque si es chivatona se la carga.
—Lo es.
—Nos vemos pasado mañana en el Meridiem, a las diez. ¿Le parece?
—Me parece —respondió, imitando la entonación, una franca burla que se depredó
a sí misma sin la posibilidad de perpetuarse.
La voz de su padre le recordó su pasado remoto, el ambiente campirano de
Monterrey, los pantalones de mezclilla, las camisas a cuadros, los sombreros y las
botas, un pasado cerril, provinciano, sin elegancia, propio de algunos rancheros que no
leen ni las tiras cómicas y se conforman con comer carne roja y tortillas de harina, e
imitar las costumbres de los estadounidenses. Alfonso Castellón se hizo de la vista
gorda, pero concluyó amenazador:
—Mire, huerco, ni se le ocurra ir con sus esbirros paramilitares, ¿me oye?
—De ningún modo. Espero que usted haga lo mismo.
Cortaron comunicación. Alfredo se quedó con la última frase dándole vueltas. Su
voz había cambiado. Creyó que había envejecido con notoriedad de un tiempo para
acá: era una voz provecta tras una existencia plagada de tremendismos.
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La modelo le pidió que la dejara dormir. Se encontraban en una habitación del hotel
María Isabel Sheraton del Paseo de la Reforma. “Ve a tomarte tu copita, amor. Yo
estoy cansada. No te molesta que duerma ¿verdad?”. Alfonso Castellón accedió.
Deseaba ir a El Jarocho, el bar del hotel, para escuchar mariachi en vivo. Se arregló y
bajó. Le incomodó que el vestíbulo se encontrara inundado de gringos que regresaban
de algún tour. Traían los suvenires recién adquiridos. Un botones le indicó el sitio del
bar. Casi era medianoche. Se sentó en un taburete y pidió cerveza y tequila. Los
Chinacos amenizaban la velada con Sabes una cosa. Pensó que no cantaban bien. El
solista apenas alcanzaba el agudo del estribillo. Se apoyaba en la musculatura
extenuada de su garganta. Así, emitía un alarido engolado, más cercano a un lamento
que a una bien timbrada voz. Hizo una mueca de desagrado mientras la barahúnda de
sonidos le convenció de que era mejor que la chica no le acompañara. Con tal estrépito
hubiera sido difícil entablar una conversación. “La morrilla ya me estaría chingando
conque ya vámonos, Ponchito, estoy cansada, ya ves que si no duermo me salen
arrugas”… Adelantó la boca para beber cerveza y su labio superior se cubrió de
delgados surcos verticales.
Un cantor comenzó con Mitad tú, mitad yo; el resto fue a la zaga cantando el coro,
en imitación de Los Paladines: “Booom, bom bom. Booom, bom bom…”. El político se
desesperó y levantó la mano para que la mesera se acercara.
—¿A qué hora cantan los mariachis? —levantó la voz para hacerse escuchar.
—Cuando terminen Los Chinacos, señor.
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—¿Y a qué hora será eso, oiga? Porque éstos cantan re’mal.
La mesera se encogió de hombros y reflexionó; luego indicó:
—En quince minutos.
Echó una ojeada. Los habituales de siempre: hombres de negocios que pasan el fin
de semana en la ciudad, emborrachándose; extranjeros que disfrutan del folclor en un
sitio seguro, sin riesgo de ser asaltados como en la plaza Garibaldi; zorros plateados
con sus jóvenes acompañantes, listos para aprovechar el descuento por la renta de
una habitación durante el fin de semana.
El político tuvo una visión repentina, una sensación de pesadez que se instaló en su
cabeza: el miedo a la tortura y a la muerte, un frío distinto que esta vez le llegó al
tuétano. No tenía sentido rememorar su vida. Imaginaba que se convertía en un
ciudadano más, en alguien ordinario, en un habitante con las desventajas de vivir
dentro de la Ley, o más bien, del lado equivocado de la justicia, pagar impuestos, sufrir
la inseguridad, quedar desempleado; un habitante más, lejos del tentáculo electoral que
le confería de fuero para cometer fechorías, timado por su hijo, amenazado por sus
colegas con todo y sus convicciones políticas, apartado de sus inquietudes, puesto que
ya nadie escuchaba las suyas. Y cuanto más determinante era la nostalgia por sus
triunfos, más se le vaciaban las entrañas. Al rechazarle a él, era a su hijo a quien
comenzaban a admitir en el gremio, sólo para negociar la recuperación de su
patrimonio (sin que por ello dejaran de admirar la determinación del abogado). Ya se
escuchaba riñendo con alguien tan normal como él, compitiendo con sus argumentos
para ver quién había padecido más el PRIato antes del dos mil (mentía, por supuesto),
y compitiendo también en su afán por ser reconocido como una víctima más de la
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política. Se puso en el lugar de su hijo por haber creado su institución, y creyó
entenderlo: hombre de inconmensurable sapiencia, cauteloso, inteligente, indignado
por su país. No soportaba más verlo oprimido por un puñado de parásitos, revirados y
astutillos, humillado desde la difusión misma de su historia. Alfonso Castellón sabía que
era cierto que los demagogos —mediante el velo del petróleo, la democracia, el
populismo y las corporaciones— habían instalado la Mentira para saquear al país y
promover una soberanía impostada, artificiosa, inoculada, que siega la razón colectiva
y la conciencia nacional en favor de una supuesta modernidad y justicia social.
Mentiras.
El político bebía su tequila y se dolía en el filo de las remembranzas por los
desfalcos que cometió y que, a su vez, le fueron robados. Dice el cliché: “Recibió una
sopa de su propio chocolate”. Mientras se emborrachaba, se lamentaba por su gloria
extinta y por los incontables lambiscones que en el pasado lo honraron y cincelaron en
su pedestal. “Lo he perdido todo, hasta la honra”, se dijo con poco sentido del lamento
cuando entraron los mariachis entonando La Negra. Ya veía los titulares que rezaban
con deleite patibulario: “Identifican a decapitado: Alfonso Castellón”. Olvidó que en la
política de México no se puede confiar ni en el propio vástago: “Mira que además
escribir esas cartas de reproche… ¡Es imperdonable!”. Quizá por eso no logró inflar el
suficiente aliento para no recibir el peso de una vida sin porvenir, porque al final, en
caso de sobrevivir, estaba destinado a las privaciones.
El político miraba a los mariachis en el escenario. La mesera le servía otra ronda.
Fascinado, no deseaba perder un solo detalle, ningún gesto, ningún canto. Aplaudía y
reía. La gente lo miraba y cuchicheaba. La obscenidad lo excitaba y el alcohol le hacía
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ver su ordinariez. Vivía el momento como si quisiera comprimirlo todo, su fama y su
pudrición en el somero espacio de su vida. Su esposa muerta se había difuminado del
presente, aunque coleccionaba un repertorio de sus sonrisas. No le importaba recordar
un solo día; se conformaba con ese pasado sin tiempo, sin dimensión material ni
emocional. Había vivido con su muerta, igual que con las mujeres con quienes
compartió las sábanas fugazmente, porque de fugaz calificó su vida de casado antes
de enviudar. Después de sepultarla, no volvió a la tumba porque decidió no verla desde
el pasado; dio vuelta a la página y renunció a cohabitar con ella y con su hijo, enviado
al DF. Y ahora la veía con la conciencia del “caballo viejo”, etérea, frente a él,
pareciendo abreviar las aflicciones de su muerte.
Pidió que cantaran El Jinete. Luego del tequila, se sacudió de sí la comedia de la
urbanidad. Cantó con los mariachis en el escenario: “La quería más que a su vida/ y la
perdió para siempre./ Por eso lleva una herida,/ por eso busca la muerte”… Un
desastre. El gerente lo abordó y lo pastoreó a su habitación. De vuelta, encontró a la
chica dormida, desnuda como casi siempre. Con la lámpara de noche encendida, la
destapó para admirarla. Le acarició los senos, singularmente orondos, palpó la esbeltez
cuyo sosiego lo reconfortó. Contempló su sexo rasurado, ese hermoso territorio de
pliegues y carnosidades, aromas y serosidad, responsable del origen al que nadie fue
invitado, órgano festivo que celebró la concepción a la que nunca podría haber asistido.
Se acostó vestido. Intentó dormir. Se equivocó en sus previsiones de vida; el caos
era su única certeza. Jugaría con él. Tragó con la imaginación su me-vale-madrina y
murmuró: “Laissez faire… Le it be…”.
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De nuevo en la oficina, Alfredo tomó la pluma y una hoja. Miró con nostalgia la escala
de malvas y naranjas del cielo a través del ventanal; el sol se había puesto por detrás
de los edificios. La luz menguaba. Encendió la lámpara y escribió con cierta tiranía
emocional: “Sé que me has traicionado, padre. Mi instinto y mis informantes lo
confirman. A cambio de preservar tu posición y tu riqueza, mañana me entregarás a
mis enemigos, esos embaucadores que no se compadecen de nadie, esos parásitos
que tienen más cara que espalda y ni ante el dolor se hincan. No sé dónde estás.
Crees que me has engañado pensando que serás tú quien se presente. ¿Será que
también ya te han matado? Si fuera así, ya estarás con Gustavo…” Dudó. No estaba
seguro de seguir escribiendo. Ya antes le habían robado sus cartas. También tuvo
desconfianza de continuar haciendo uso de la palabra escrita, por imprecisa y
alegórica. ¿Qué razón para seguir materializando sus pensamientos si no llevan a la
verdad? Si contar lo sucedido es confuso y superficial, es más ocioso plasmar la visión
del futuro. Sin embargo, su mente se fue haciendo de una conciencia supina y tangible
de lo que enfrentaría al otro día. Su corazón usufructuario lo encauzó para llevar a cabo
su visión del progreso y liberación contra su padre y los abusadores del poder. Había
decidido no pegarse un tiro para cambiar su destino, sin saber a bien qué diablos es el
destino. Ahora prefería la paz y la encontró cuando se casó con Fernanda Fernández, y
después con Bárbara Docal. Había elegido una vida desahogada, lejos de las marañas
del litigo y del lavado de dinero. Había hecho suficiente daño a la nación y por eso
deseaba retirarse de la abogacía, operar su bodrio dadivoso en beneficio de los
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estafados y estar con su familia en un entorno sosegado porque, una vida sin amores,
sin apego y sin paz es como un terreno baldío donde se muere de melancolía.
Abrió la gaveta. Allí seguían los consortes del matrimonio funesto: la botella vacía y
la pistola sin cargador. Sintió como si los objetos le mirasen, sorprendidos porque de
pronto vieron la luz. Qué lejos le parecieron ahora los días cuando permaneció
encerrado condoliéndose de sí mismo. Se quedó como en vilo un momento, con
algunas imágenes en su mente. Luego cerró el cajón.
Volvió a pensar en la jornada siguiente. Estaba fijada la hora y el lugar. No sabía
con quién se reuniría, pero, desde luego, sería con alguno de los estafados, gente de
poco valor que no infunde respeto y a la que le urge convencerse de que las
diputaciones, las senadurías y la alta burocracia le confieren excelsitud y la alejan del
rencor social. “Por eso te chingas a quien puedes, padre, para renovar tu escaso
convencimiento de que eres de un orden superior y olvidas que vives del estraperlo”,
escribió. Sin sentir miedo, sabía que su final tal vez se avecinaba; no haberse suicidado
se lo ratificó como un modo diferente de morir, y no por propia mano; por eso apreció
cada instante de su vida. Su casa estaba en orden, tenía asegurado el sustento de su
mujer y su progenie; la vorágine de la Fundación Docal marchaba. ¿Y si no muriera,
me casaría con ella? Sonrió, cómplice de sí mismo.
Algo le dijo que debía llamarla. Bárbara contestó en inglés. Se escuchaba la
sonoridad del mar detrás de ella. “¡No salgan mañana del departamento, por ningún
motivo!”. Preguntó por los niños, por Rossana. Le dijo que la amaba. Colgó y al final
todo se convirtió en un devenir de demonios en el maldecido México, mientras él se
transformaba en inconfundible Cancerbero.
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¡Ya encontramos a Bárbara Docal!
Notichismes
Por Redacción
(¿Será que quiere que su hijo sea gringuito?)
Nos enteramos de que la guapa actriz ¡viajó a Miami! Anda disfrutando de las
mieles del amor con el famoso abogado Alfredo Galván. Se quiso esconder de
nosotros, pero no pudo. Nos la encontramos en un centro comercial. No quiso precisar
el motivo de su viaje. La cachamos haciendo compritas: ¡ropa de bebé! ¿Será que
quiere que su hijo sea gringuito? Lo que sí, no vimos a su galán por ningún lado; a lo
mejor está muy ocupado con la Fundación que preside y que parece ser una maravilla.
Barbarita luce una pancita prominente de un embarazo muy adelantado. Se hacía
acompañar de una amiga que no nos quiso dar su nombre. Con bebé en puerta y su
hijo Jorgito, fruto de su primer matrimonio, parece que ella y su galán formalizarán su
relación con un compromiso. ¡Igual y esto termina en boda!
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El restaurante Meridiem de Chapultepec era un sitio conocido, aunque inadecuado para
garantizar la seguridad de los asistentes a la cita. Alfredo descendió de un lujoso
automóvil blindado. Era la primera vez que se le veía así. En principio, la reunión sería
con su padre. Sin embargo, la anfitriona le indicó que ya lo esperaban en la terraza.
Alfonso Castellón no estaba. Los guardaespaldas aseguraban el entorno.
El abogado caminó con una lámpara de queroseno encendida. Cuando llegó,
saludó de mano a los tres asistentes: El Compadre, don Rodrigo y el secretario de
Hacienda, un obeso monumental que, a pesar de estar a cargo del órgano fiscalizador,
personificaba sin miramientos la glotonería. Alfredo no lo conocía; se mofó de él por lo
bajo al recordar una canción de Molotov. La cantó en su cabeza:
Ese marranete se atora en el retrete.
Cada que lo veo es una foto diferente.
Se mira en el espejo, se pone consternado,
se quita la playera: ¡es un tamal mal amarrado!
¡Cerdo! No me llames cerdo.
«Mueve tu puerco.»
Tomó asiento y puso la lámpara al centro de la mesa. El Compadre conocía la
historia del cínico Diógenes, así que protestó por su frescura:
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
La piel acerba
—¿Qué buscas? Estamos puros hombres.
Alfredo tragó saliva. Los señores le sobrecogían. No obstante, se sobrepuso y
arremetió:
—Busco a un hombre de verdad, uno honesto y no meros gerontócratas, insulsos
miembros del rebaño porrista. Busco al político que no me condene a exiliarme o quiera
matarme (ahora mismo, alguien que no veo me apunta con una arma). Busco al
mexicano de las cúpulas que renuncie a la mendacidad, la cooptación y la doble moral;
al demagogo que desista de la hipocresía y adopte la decencia como único modo de
vida. Busco la renovación de mi ser y la libertad de los sentidos. Busco la paz.
No rebatieron. Un mesero le sirvió café. Bebió un sorbo, sin azúcar, sin crema.
—Alfredo —retomó el norteño—, deseamos hablar con cordialidad. Además de tu
padre, hemos sido muy afectados por tus decisiones de inversión, pero creemos que
existe solución. Nos conviene. Esperamos de ti disposición y buena actitud.
—¡In loco parentis! Por fin veo al cacique que manda desde la sombra y habla por
todos…
—Mira,
huerco,
dejémonos
de
pendejadas
y hablemos
bien,
que
para
deshonestidad e ironía, tenemos más ejemplos, de ti y de tu padre, quien no es más
que un pillo.
—¿Qué esperaban? —exclamó el abogado mirándoles con los iris agrisados por el
discontinuo sol de invierno—. ¿Encontrar una oveja? Sé que me tienen en la mira y que
sus sicarios protegen alrededor. Yo hice lo mismo —sonrió con malicia y su jovialidad
se estrelló contra la impavidez de sus acompañantes, imposibilitados para la confianza
y la bondad. Lo miraban con pasión diluida, esa combinación de rapto escudriñador y
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FELIPE CUEVAS RUIZ
La piel acerba
aborrecimiento—. En filosofía, me enseñaron que quizá la vida es ficticia, una versión
de Matrix a lo bestia y, si el efecto de la demagogia es irreal en ese contexto, a ustedes
no les importa, ¡y vaya que saben de histrionismo!, aunque lo que más mata, ¡lo que
más arruina! es lo que hacen: robar, transar, calcular, intrigar, urdir. He pensado en mi
muerte y no tengo impedimento si ocurre. ¡Hoy mismo! No temo a la putrefacción de mi
cadáver. Yo mismo puse una pistola en mi boca, pero decidí no comerme la bala, sino
redimirme, y en el camino enseñarles cómo se endereza la política. El director de cine
de mi subconsciente tiene frente a mí su producción más original: mi muerte en
Chapultepec y la ruina de mis asesinos, porque, aunque no lo acepten, los tengo
agarrados de los huevos —dijo y rugió, igual que cuando se divertía con sus amigos.
—¿Qué cosas dices, morro? Nadie habrá de morir; na’mas danos lo que no es tuyo
y tan tan.
—¿Y si no lo hiciera porque es imposible?
—Entonces tu subconsciente tal vez te haga tu película —respondió tajante don
Rodrigo.
—Y su dinero, su reputación y su libertad, ¡se irían a la mierda! —respondió. Luego
se dirigió al secretario de Gobierno—: Ya deseaba conocerlo, don Rodri. Será
interesante ver cómo se conduce y resuelve lo que a usted, en específico, le interesa.
¿Será cierto lo que se dice de usted?
—Pero antes, una cosa… —interrumpió El Compadre—. La película debe tener
nudos, trance, o como dicen los que saben: conflicto. Si no, ¿cómo llegar al desenlace,
pues?
—¿Qué propone?
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—Algo así —dijo y le extendió un celular que transmitía una video-llamada. Se
veían dos mujeres caminando en la avenida Collins de Miami. Contemplaban
aparadores y caminaban despreocupadas. Lamían un helado—. ¡South Beach! Nada
mal para ocultarlas de tus enemigos. Qué raro que pensaras que estaban fuera de
nuestro alcance. Vieras cómo los gringos cooperan con nosotros. Desean lo mismo,
excepto que a nosotros no nos interesa su modo de vida. El Mexican way of life es
mejor. Todos los ciudadanos jodidos: sólo así obedecen.
—Interesante —respondió impasible. “Conozco a mi padre. Sé cómo piensan”.
—Creen que estoy acorralado, ¿eh? Están equivocados. Sé que pueden matar a mi
mujer y a mi amiga, pero no lo harán, porque así como sus sicarios nos apuntan, lo
mismo les sucede a ustedes y a sus familias. Si no me creen, llámenles a sus viejas.
Los señores se resistieron a darse cuenta. Creyeron imaginar sepulturas y las
pusieron en contraste con las de aquellos que mandaron matar en sus trastornadas
vidas. El Compadre llamó a su esposa, a casa y al celular. No respondió.
—Le tengo una sorpresita, don Ro: una transmisión similar. ¿Le gustaría verla? —le
extendió el celular. Su cortesía fue tan exagerada, que en vez de animar, paralizó la
conversación. Se dio la pausa. El Hitler de bolsillo dudó entre si recibir el aparato o
llamar a su familia. El orgullo le impedía expresar ansiedad. Por fin, se decidió y lo
cogió: el ligero aparato contenía el tonelaje de la desesperanza y el miedo primordial.
De igual modo, un sujeto dirigía la cámara hacia dos mujeres y sendos chiquillos.
Los reconoció (distinguió la deformidad de su hija). Estaban en el restaurante de su
club deportivo. “¿Cómo entró allí el matón?” Las señoras conversaban y daban de
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comer a los niños. El secretario quiso aventar el celular en un afán por deshacerse de
la idea de verlos morir, pero Alfredo lo detuvo diciendo que no le convenía estropearlo.
—Si no llamo desde allí, se los carga…, don Ro —dijo entre burlón y desafiante. Se
miraron con tensión sin que ninguno bajara los ojos. Un viento helado se cebó en sus
rostros y los obligó a parpadear.
—No sean brutos por exceso de inteligencia, huercos. ¡Vamos a tranquilizarnos de
una buena vez!
—Tiene razón, Compadre. ¿Me devuelve mi celular, don Ro? Gracias.
Alfredo inspiraba en el secretario de Gobierno un profundo desprecio que se
acentuó conforme dominaba la situación.
—Nos conviene negociar—continuó el abogado—. ¿Les parece si comenzamos?
Los políticos se sentían temerosos. Perdían la paciencia. Sabían que tenían ante
ellos a un rival ejemplar, con facultades para utilizar el aparato estatal para espiar igual
que ellos, robar igual que ellos y matar igual que ellos. Don Rodrigo percibía el entorno
nublado. El enfado y la desorientación hacían que se le borraran los perfiles matutinos
de Chapultepec, de los que sólo obtenía una argamasa empañada.
En ese momento, en Miami, cuando Bárbara terminaba su helado, recibió un
discreto mensaje al celular. Decía: “¡Píntense de colores!” Comprendió su error.
Peligraban. Tomó a Rossana de la mano y entraron en una tienda. Llamaron a la
policía. Pidieron que las llevaran al condominio. Al preguntar, las señoras dijeron
sentirse amenazadas por unos sujetos sospechosos que las seguían. Afuera había un
automóvil negro sin placas.
—¿Son ellos? —cuestionó uno de los oficiales.
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—Sí —respondió Bárbara un poco dudosa.
Los uniformados les pidieron que permanecieran allí. Los tipos que se encontraban
en el auto vieron que los gendarmes se aproximaban, así que arrancaron rechinando
llantas. Bárbara, Rossana y las dependientas expresaron un murmullo de asombro y
los policías dieron aviso por radio para que el coche fuera detenido más adelante. Así
las cosas, accedieron a llevarlas a casa. En el autopatrulla, la actriz respondió a
Alfredo: “Estamos a salvo”. Eso le dio fuerzas al abogado para negociar con dureza.
Con aire profesoral, sacó el reglamento del bodrio dadivoso.
—¿Desean los señores ordenar? —preguntó el mesero mientras servía más café.
—No. Dudo que tardemos. A menos que deseen comer algo —sugirió el jurista.
Los demagogos dijeron al mesero que se retirara. La personalidad de Alfredo
Galván, entre soberbio y seductor, sabihondo y persuasivo, le permitía modificar el tono
de la reunión y seguir la senda de sus planes.
—Bueno, huerco, es tiempo de ceder. Qué dices. ¿Estás dispuesto? —planteó El
Compadre.
—No violaré las reglas de la Fundación Docal. Para eso se firmaron los contratos.
—Tu Fundación se creó sin la aprobación de ningún socio, con firmas y contratos
falsos.
—Nada de eso. Todo está notarizado. Además, no veo por qué se molestan;
ustedes hacen cosas peores.
Todo cuanto decía provocaba en ellos una mirada cargada de prevención y
gravedad; abundó en argumentos para defender su postura. Su intención, dijo, era
aliviar una porción del tejido social y con posibilidades de curación, ¡sin populismos!,
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porque la educación y la investigación no serán gratuitos. Comprendieron la
circularidad de la fórmula, nutrida del fondeo permanente, imposible de detener: un
círculo virtuoso donde los inversionistas ganan más que proporcionalmente al monto de
su inversión, sin derecho de retiro hasta transcurrido un tiempo. Ahora, los inversores
transas no podrían retirar su aportación y sólo una porción de los intereses, pasado un
tiempo. Si cualquiera de ellos incumpliera el contrato y su aportación fuera
interrumpida, Alfredo los denunciaría y revelaría los secretos del “lavado”, provocando
el desastroso efecto bola de nieve. El modelo de subsistencia mutua garantizada
evitaba el escándalo y las graves consecuencias en el umbral de una elección
presidencial.
—A ver, otra vez porque no entiendo ni madres —dijo con pereza don Rodrigo,
como si no deseara comprender—. No nos devolverás la aportación inicial. Si
abandonamos el juego, perdemos y nos quemamos. Si permanecemos y seguimos
invirtiendo, ganamos una proporción mayor, pero sólo podemos retirar una parte de las
ganancias de acuerdo con un calendario. ¿Correcto?
—¡Voilà!
Los políticos le temían. Alfredo gustaba por su rareza: daba una extravagante
impresión de que ya no los abandonaría. Una organización así sólo podía haberse
concebido desde el seno de la corrupción, con alguien poderoso y en vena de ayudar,
no sólo conocedor, sino arquitecto de los artificios para esfumar el erario y administrar
las descomunales ganancias de los negocios relacionados con el poder. Alfredo
concibió su institución no para que combatiera la corrupción, sino para que utilizara su
inercia a favor de la sociedad.
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—¿Cuándo liquidarás la Fundación? Todo tiene un final —preguntó don Rodrigo.
—¡Nunca! Pero las ganancias serán tan jugosas, que no querrán abandonarla. ¿No
se da cuenta, don Ro? Les he resuelto la vida. Se trata de una lavadora perfecta. Lo
que inviertan puede provenir de sus transas y de paso le hace bien a México. Si hasta
debería patentarla y crear franquicias, ¡carajo! —se carcajeó.
—Pues a mí no me convence —interrumpió El Compadre—. En algún momento
esto valdrá madres. ¡Que si lo sabré yo luego de cuarenta años de experiencia en la
política! Todo esto no es más que una pendejada para la utopía con la que has soñado,
morro. Mira, hemos hecho cuentas y cerrando números nos debes tres billones de
dólares. Me vale madre todo eso de la Teoría de Juegos y tu tonta Fundación, ¡nos
devuelves la feria o te mueres tú, el cabrón de tu padre y tu familia, incluyendo la guapa
morrita de Televisa!
Alfredo no perdió el temple. Miró al amigo de su padre con atención, un hombre
perspicaz, astuto y tan inspirador que se hacía enigmático ante los secretarios.
Excitaba la imaginación con su figura de viejo norteño bien vestido (más por vanidad
que por refinamiento) y sus estudiados altibajos del habla. Masculló el Chop teeth, chop
teeth de Fela Kuti y pensó: “¡No aportan nada estos güeyes, son tan idiotas que se
comen sus propios dedos…”. El abogado continuó con su argumentación como si lo
que escuchara no hubiera sido importante:
—Hay algo trascendental que todavía no han notado. No sólo les ofrezco un futuro
económico promisorio, en el cual recibirán sus ganancias como ustedes quieran, en
cheque, en efectivo… Además ¡les prometo la gloria! Algo que sin mí no conquistarían.
Es el único capital que podrán llevarse a la tumba. Sí, señores: ¡La gloria!
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—Explícate —pidió el secretario de Hacienda, que habló por primera vez.
—No sean tontos. No le pongan fin a esta historia. De los boletines que han recibido
como miembros honorarios de la Fundación, habrán visto que tenemos convenios con
organizaciones extranjeras. Hay convenios con NASA, Boeing, Intel, Microsoft y
Monsanto; con Harvard, el MIT, la Universidad de Oxford, Stanford, Yale, el IESE de
Barcelona, la Sorbona de París y más. ¿Cómo desperdiciar la oportunidad de colgarse
la medalla de patronos e iniciadores de esta aventura del bien, de este contrapeso
representativo y funcional para los ciudadanos? Mi bodrio dadivoso es un mecanismo
para optimizar el modelo económico. Su interés es el bien común.
—No me importa, huerco. Nos devuelves la pasta o ya sabes…
Aquellos hombres, enfrentados en una lucha mortal, se admiraban.
—¡Espera! —intervino el secretario de Hacienda levantando la mano—. Déjalo que
termine.
—Les estoy ofreciendo una salida memorable —continuó.
—Y al mismo tiempo garantizas la seguridad de tu familia al hacerlo público.
Ingenioso… —agregó el taxman.
—No voy a poner mis ideales políticos por encima del bienestar de mi familia. Pero
tampoco entiendo por qué desean invertir en las licitaciones de Pemex, si la refinería
Bicentenario no verá la luz. Fracasará, y además corren el peligro de quemarse. Se
nota que quieren conservar el patronazgo del señor Eslin con su Swecomex y el de ICA
Fluor —los miró con menosprecio. Se atrevió a decir—: No son más que otro nudo para
sostener el andamiaje de privilegios. México es un país de intereses, no de ciudadanos.
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
Los señores pasaron a ser casi una declinación, adoptaron una actitud de falsa
consternación. Alfredo midió su calidad corporal. Reconocía en sus gestos la densidad
de sus emociones. No respondieron, así que prosiguió:
—ICA Fluor tiene capacidad, pero no para adaptar la calidad de gasolinas y diesel
en seis refinerías, más tres reconfiguraciones, más la Bicentenario, más los proyectos
de ampliación del sistema de ductos hasta las plantas de distribución finales. No se
necesitan diez, sino veinte mil millones. Descarten a Swecomex. No tiene
experiencia.—Recapacitó—. Sería mejor que Pemex licitara con firmas de ingeniería
como Foster Wheeler, Bechtell, Lummus, Technip, la italiana ENI y Técnicas Unidas,
más las grandes: Exxon-Mobil, Shell, Conoco-Phillips, para reforzar la gerencia del
proyecto; contratar, además, a las proveedoras de tecnología: UOP, IFP y Engelhard,
so pena de fracasar, porque no solucionarán el déficit. Para darles una idea, la suma
de los proyectos es mayor a lo sucedido en los setentas en Estados Unidos, y aun así,
insuficiente para el proyecto integral de refinación. ¡Ah! Y a eso hay que agregar miles
de kilómetros de tubería: oleoductos, gasoductos, poliductos, acueductos; millones de
conexiones eléctricas; cientos de vías férreas, y una terminal marítima para, nada más
y nada menos que ¡mover coque y azufre!… Habrá otras pequeñeces: congales,
hoteles, alimentación, salones de baile, gasolineras, rodeos, vivienda y fábricas. Da
miedo ver el panorama junto, ¿no? Y al final, la refinería Bicentenario no verá la luz. La
reforma del presidente fracasó desde el mismo momento de su aprobación.
Hizo un alto meditativo: “México no tiene remedio, ni lo tendrá”. De tanto lucirse se
agotó. Quiso visualizar el rostro de su padre. ¿Cómo es? No lo recuerdo; la imagen se
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negó a ser enfocada. Alfredo les miraba. Sus ojos prometían algo grandioso y
embriagador con su Fundación instalada en las pupilas: su admisión a la posteridad.
El sol calentaba el entorno, las palomas se apelmazaban en la orilla del lago,
espantadas de vez en cuando por los corredores. Los políticos cavilaban, y en la
conciencia de sí mismos se estimaba que no tenían lugar para su propio cadáver,
aunque el cinismo los saturara y no fuera sencillo sacudirse la desvergüenza. Los tres
pensaron: “este cuate está loco de atar”.
El tiempo se volvió esférico, traslúcido, como las burbujas de jabón que los
estudiantes “de pinta” lanzaban al aire. Se notaba ya la fermentación de impresiones.
Por eso el rechoncho secretario de Hacienda decidió retomar la charla:
—Estamos hablando de tres unidades de inversión. Olvidémonos de si son billones
de dólares, de frijoles o de pesos. Accedemos a tus argumentos de gloria y la
prosperidad de tu asociación. No hay problema, aunque te daré razones para que nos
devuelvas dinero. Ponte en nuestros zapatos. Hijo, ¿qué harías si alguien se apropiara
de tu patrimonio y no quisiera devolvértelo por mero juego? Sabemos que la refinería
no verá la luz. Es monstruoso, en efecto. No habrá quien orqueste una maniobra así,
aparte de los impedimentos legales y populistas. Queremos invertir en las licitaciones
de oleoductos, gasoductos, poliductos y demás chunches, y también en los negocios
anexos. Ya los mencionaste. De hecho, ya han proliferado hoteles, restaurantes,
gasolineras, puteros... allí por Atitalaquia, Tlaxcoapan y Tula de Allende. Varios,
financiados por nosotros. Pero queremos más. Como dijo El Compadre, hay dos
maneras de hacer negocios: la buena y la mala; ganar-ganar o perder-perder. No hay
más. ¿Me explico?
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—Por supuesto, es usted un gran economista.
—No conviene la guerra. Tienes poder, hoy lo has demostrado y te felicito, pero
nosotros también. No nos obligues a utilizar los recursos a nuestro alcance. Sé que
tienes gente de tu lado que incluso conocemos, pero también nosotros tenemos
adeptos y malandrines. La mejor guerra es la que no se pelea, hijo. Es mejor negociar,
que batallar. Yo mismo estoy dispuesto a olvidar lo que se robó de mi Secretaría a
través de Gustavo y de una funcionaria que creía de mi confianza. Tenía las claves
maestras y estaba enamorada de él. Jamás pudo conquistarlo. No era de su tipo —hizo
un gesto patético; supo que había cometido una indiscreción al referirse sin querer a la
hija de don Rodrigo—. Hoy esa muchachita está muerta. Hablaremos a los medios.
Apoyaremos tu Fundación, siempre y cuando tengas la voluntad para ceder. ¿Qué
dices?
Se hizo una pausa. Alfredo apartó la vista del orondo ministro para diluir la presión y
también el titubeo, y acaso ser otra vez un negociador desafiante.
—¿Estás de acuerdo en devolvernos una parte del capital? —insistió y lo miró con
amabilidad. No había en él un sentimiento en especial: era un individuo práctico, el
típico chicagoboy habituado a manipular las cifras de la nación. Alfredo entornó los
ojos, miró a sus acompañantes a través de las pestañas y accedió con un movimiento
de cabeza. Los demagogos no ocultaron su alivio.
—Sin que las unidades se puedan partir —prosiguió—, ¿cuánto estás dispuesto a
reembolsar de esta terna de billones?
Alfredo lo pensó dos veces antes de responder:
—Devuelvo uno; los otros dos se quedan y se reinvierten.
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FELIPE CUEVAS RUIZ
La piel acerba
—Bien, hijo. Ahora, si me permites una breve deliberación…— expresó el taxman y
se aproximó a murmurar algo al oído de El Compadre.
“Hmm”, musitó el norteño y le centellearon los ojos.
—Quisiéramos negociar un poco más. La cifra de devolución no nos satisface del
todo. Aun así, gracias por haber accedido a la primera.
Alfredo especuló: “¿cómo van a negociarme la siguiente unidad?” ¡Ésa es su meta!,
se dijo, descubriendo la táctica. Tendría que escuchar algo sorprendente para motivarlo
a renunciar a otro billón de un plumazo.
—Saque su carta bajo la manga, señor economista y vamos a ver si pueden
convencerme del segundo, que de antemano mi respuesta es ¡no!
Los caudillos, al igual que un oxímoron, eran un secreto abierto, claramente
confundido; parecían convencerse de que su negociación se debilitaba ante los
argumentos contrarios. Por ello, quizá les convenía desistir a dos tercios del dinero, la
“única opción” que tenían para invertir en la refinería Bicentenario. El bodrio dadivoso
era el “misil pacificador” a favor de la sociedad mexicana. Por fin había aparecido un
prócer al que no podían sobornar, un héroe que encarnaba el mito que lo precedía.
—Muy bien —dijo don Rodrigo interviniendo mientras sacaba de la bolsa interior del
saco una grabadora de audio portátil. Alfredo levantó la mano de forma inesperada.
—¡Deténgase! No reproduzca la cinta. Sé lo que contiene y no me interesa
escucharlo. Si lo hace —amenazó— ¡me levanto y no les devuelvo ni madres!
Se hizo otra pausa en la que los comensales se repusieron de la sorpresa.
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
—Creo que tengo hambre —dijo Alfredo Galván después con más serenidad, con
su voz tersa que aprovechaba la juventud para sonar encantador —. ¿Les molesta si
como algo?
No se negaron, aunque el obeso taxman se molestó a ojos vistas porque se rompió
el ritmo de la negociación. Todos pidieron de desayunar. Mientras comían, Alfredo
expuso:
—Sé que tienen a mi padre, que el pobre anda sufriendo y su vida depende de mí.
No devolveré el segundo billón a cambio de su vida. No lo vale. Caigo en la cuenta de
que me graban para confrontarnos; díganle, o más bien, déjenme decirle: “Tu
existencia no es digna de tanto dinero, por la vida de sufrimiento, abuso y desencantos;
no estoy dispuesto a empobrecerme por un padre capaz de matarme con tal de
preservar su caudalismo de cómplices, sus lujos, su democracia de baja calidad y su
dominación. Cuando mataron a mi mamá y me enviaste al DF, me sentí abandonado.
Aun así, te empeñaste en ser mi padre y lo conseguiste, pero desde que Fernanda
murió, dejé de ser tu hijo. ¡No soy tu hijo! Mi papá, el que me dio su apellido, es el
verdadero. Por él sí daría el billón y estos señores tan pendejos no se dieron cuenta de
que lo amo. ¿Lo ves? Si bien tienen las cartas que te escribí, no me conocen ni tú
tampoco —enseguida se dirigió a los políticos—. No estoy dispuesto a negociar más
allá de la devolución pactada.
—Ahora mis argumentos no versarán en lo material —continuó el taxman—. Así
como nos diste la posibilidad de la gloria, te ofrecemos un intangible de igual magnitud;
algo que pierdes de vista y también te puedes llevar a la tumba.
—¿Qué?
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—Sí, leímos tus cartas y sí creemos saber cómo piensas. Conocemos cuánto
detestas a tu padre y cuánto nos repruebas a nosotros. No es que valgamos un billón,
nadie los vale, pero piensa que si te devolvemos a Alfonso, tu destino se habrá
dignificado; conservarías tu imperio benéfico y salvarías la vida de quien más
aborreces. Recuerda: “Gato con guantes no caza ratones”. Afianzas tus valores
diciéndole al mundo: “¡Me salí con la mía! Me chingué a los políticos que han
vampirizado el país”. Y si quieres, agregas: “Pobre México, tan cerca del PRI y tan lejos
del orden y del progreso”.
Alfredo sintió que bogaba hacia la morada de los muertos en Hades y que el
guardián Cerbero lo esperaba al otro lado del Aqueronte, pero no se trataba de ese río,
sino del lago mayor de Chapultepec, que relucía bajo una desconsoladora quietud.
—Resumiendo —dijo el rechoncho—: devuelves un billón y nosotros nos hacemos
cargo de Alfonso (te aseguro que no te gustará el modo), o devuelves dos y el último se
queda en tu Fundación reinvirtiéndose. Nosotros nos ganamos la gloria y te
devolvemos a tu papi en el entendido de que puedes hacer con él lo que quieras, y
nosotros chitones. Cumples tu destino y decides si la sombra seguirá pegada a él o no.
Alfredo Galván decidió sacar su As bajo la manga.
—Interesante ecuación, pero falta agregarle la última variable.
Los señores se impacientaban. Hicieron una mueca de desagrado pero no
plantaron su desacuerdo. Prefirieron escuchar.
—¿Qué variable?
—Gustavo… —dijo en un estado ligero y sarcástico templado de disimulo.
Se hizo el silencio. Los demagogos intercambiaron una mirada providencial.
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—Exijo que me devuelvan el cuerpo de mi amigo para sepultarlo. Hay que respetar
a los muertos. Son sagrados. De ser cero el valor de esa variable, volveremos al inicio:
un billón para ustedes, dos para mí.
El Compadre frunció el ceño y se vio arañado por unas arrugas que lo hicieron aún
más grotesco, cuando se esforzaba por dar una respuesta. El anillo de oro con un
diamante en su dedo meñique temblaba y golpeteaba la mesa. Con la mirada baja, los
secretarios esperaban a que el líder dijera algo; las tazas de café no humeaban más; la
lámpara de Diógenes, al centro, se había apagado. Alfredo examinaba al cabecilla
mientras aguardaba la respuesta e imaginaba a su amigo sepultado en medio de un
desierto, y a su padre encadenado en una mazmorra. El abogado creyó ver que un
fantasma aparecía empuñando un báculo: “¿Será Gustavo, o Fernanda?”
La atmósfera se volvió difusa, los espacios se confundieron; entonces sobrevino la
pérdida de la conciencia y de toda certeza. Los planos detrás de los individuos se
profundizaron. El Compadre dio un último concienzudo sorbo al café e hizo una mueca
de desdén en su involuntaria ascensión al palpitante desvarío, antes de que diera una
respuesta indescifrable.
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Mi bebé no estará cerca de la violencia: Bárbara Docal
El Universal Capitalino
¿Bárbara Docal tiene sentimientos encontrados: México no es su país natal, pero es
el país que ama y donde vive. En Miami no es feliz.
Miami, Estados Unidos: La actriz dijo que no planea volver pronto a México por
miedo. ¿Miedo a qué?, se pregunta el medio del espectáculo. No especificó, por lo que
su hijo tal vez nazca en la Unión Americana.
“Salí por la violencia que impera en México... Ahora estoy aquí y no volveré por ese
motivo, al menos no ahora”, aseguró la actriz durante una entrevista, a la que llegó muy
bien vestida, con una prenda de maternidad, zapatos de piso, el cabello suelto y rizado,
luciendo maquillaje discreto.
“No soy mexicana, pero amo a México, aunque regresaré cuando las cosas estén
mejor”, explicó la protagonista de la exitosa telenovela cuyo nombre es una gema.
Docal vive en Estados Unidos desde hace un tiempo e interrumpió su carrera
debido a su embarazo, según ella. Resaltó que tiene sentimientos encontrados: por un
lado está México, el país que ama y donde vive; por el otro, Miami, ciudad en la que
ahora se encuentra por motivos que no explicó muy bien y donde no se siente a gusto.
“Además, mi bebé (a punto de nacer) no estará cerca de la violencia”.
Dijo sentirse fuera de lugar; extraña a su pareja, el abogado Alfredo Galván y a sus
amigos. Por ahora, no obstante, los niños (su hijo Jorge y Luz María, hija del
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
jurisconsulto, quienes la acompañan) y el nacimiento de su bebé son su única
preocupación, si bien se presume que el motivo por el que dejó el país es otro; quizá la
Fundación Docal, nombrada en su honor. Se trata de una organización supuestamente
sin fines de lucro, pero envuelta en el escándalo político.
El homicidio de un brocker y la millonaria inversión de Hacienda a la Fundación
Docal por conducto de Gustavo Santaella (amigo íntimo de Alfredo Galván), la puso en
el ojo del huracán. Es de resaltar que el verdadero padre de Galván es el prominente
político Alfonso Castellón, también accionista de tan peculiar patronato. Otros
accionistas: el Secretario de Gobierno, el Secretario de Hacienda, El Compadre y
demás políticos de alcurnia, líderes añejos del Partido de la Revolución. ¿Por qué
Alfonso Castellón le cambió de nombre a su hijo? ¿Lo hizo para protegerlo cuando su
esposa fue asesinada en un atentado y se pensó que Alfonso hijo también había
muerto?
La Fundación Docal parece llevar las intenciones más benévolas, pero también las
más oscuras. ¡Qué lástima que la bella actriz haya quedado atrapada en la trabazón de
la demagogia y sus mucosidades intelectuales! Nacida desde la cuna del poder, del
verdadero poder, a lo mejor se trata de otra gran estafa y están a punto de salirse con
la suya esos protervos mexicanos para quienes la Patria no significa nada; no importa
para los líderes “morales” y demás parásitos que arguyen que, sin ellos, México no
puede sobrevivir, y tratan de salvarnos con los argumentos más grotescos. ¡Ahora
resulta que hasta universidades, institutos de investigación y emporios tienen la mira
puesta en ella!
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Esta contrahechura fue plantada en suelo mediático y fertilizada por sagaz
propaganda que insiste en el milagro de la educación a cambio de un pago
insignificante, y que lo demás lo aportarán los “magnánimos” políticos. El eslogan
parece incluso agredir la fuente de la que brotó.
Lo cierto es que Bárbara Docal se ha ido por otra razón que la narcoviolencia. ¿Qué
hilos se andarán moviendo? No dudo que pronto nos enteremos de algo o el asunto se
entierre al estilo mexicano, por lo bajo y sin dejar huella. Lástima por Barbarita; ha sido
engullida por el capitalismo de cuates que infecta a quienes lo tocan. Otra inocente más
viviendo el fracaso y la victimización, lo perdido, lo olvidado, lo estropeado. Tal vez será
testigo de un suceso más de corruptelas y de los personajes tenebrosos que titiritean
México, porque todo lo mueven y todo lo pueden.
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Al siguiente día, Alfredo pidió a Bárbara que regresara con Rossana y los niños: “Nos
vemos en Acapulco; no pases por el DF”. La actriz estuvo de acuerdo y le dejó saber
que Rossana se iría a la capital con su familia; no deseaba ver a nadie, quería pensar
en Gustavo; también le preguntó cómo le fue con sus enemigos. Respondió que había
conseguido lo que quería; de todos modos, son necesarias las precauciones, aunque
parezca que nuestra seguridad esté garantizada.
La actriz hablaba de ellos de vez en cuando, de la preocupación por su seguridad;
siempre mantuvo una ansiedad, un resquemor en la conciencia que por momentos la
hacía sentir que moría en tibia licuefacción.
Pronto aparecieron las declaraciones de los protagonistas de la política para
reforzar y legitimar a la Fundación Docal, “concebida en honor de la bella estrella
mexicana”. Hablaron los presidentes de los partidos, el Gober bombón, heredero de la
tradición Hankista, listo para hincarle los colmillos a la presidencia; habló el presidente,
recalcando el apoyo y las aportaciones del Gobierno Federal a tan noble empresa.
Habló incluso el “habitante López” y su versión 3.1, “El Carnal Marcelo”.
—¿Cómo es posible? ¿Acaso tienen las narices metidas cuatreros de todos los
colores de la política en esto del lavado? —preguntó Bárbara.
—Sí. Muchos están inmiscuidos; incluso la mafia y personalidades de otros países.
Sólo en la estafa petrolera nos timarán con veinte mil millones de dólares, más las
transas de a diario. Te explicaré algo. En este país, hay tres tipos de personas: los
dueños de todo, los amigos de los dueños de todo y los demás. La corrupción nos ha
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aniquilado, somos prisioneros del
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PRIANRD.
No creo que el pueblo sea capaz de
salvarse a sí mismo…
En los medios se habló del más reciente mecenazgo: “Científicos mexicanos
completaron su investigación y crearon un medicamento contra varios tipos de cáncer”.
Reconocieron al abogado con el Premio Nacional de Ciencias y Artes, y con el Premio
de Ciencia y Tecnología por su aportación al conocimiento; incluso la
UNAM
le extendió
un doctorado honoris causa por los mismos motivos. El respeto y la correspondencia
iban en marcha.
Los políticos participaron en la licitación de la refinería Bicentenario e invirtieron en
los negocios anexos. El camino para la reinstalación de la dictablanda iba viento en
popa. Sin embargo, pensó Alfredo, México vivía sus peores momentos con el narco, la
violencia, la ingobernabilidad y la propaganda. Los mexicanos se extasiaron en el 2000
y ahora sufrían el desencanto, aunque su peor error era el olvido, la horrenda escasez
de memoria y su historia basada en mitos, un mal que ya tenía al país derrotado. La
población se conformaba, aceptaba lo que fuera, en especial la clase media, sin
conciencia de clase ni corazón para la violencia justificada contra los abusos del
Estado. Vivía con el síndrome de si no me acuerdo, no ocurrió. Olvidaron que en la
Revolución Mexicana los paladines se mataron entre sí, que Venustiano Carranza
asesinó a Emiliano Zapata, que Obregón liquidó a Villa y a Carranza, que el maestro
Elías Calles mató a Obregón, y luego Calles fue desterrado por el general Lázaro
Cárdenas. La sátira de la revolución Orwelliana era un hecho vigente: la corrupción que
engendra el poder provoca que los tiranos sean sustituidos por otros igual de rapaces y
“cerdos”. Así, el propósito de Madero fue derrocar al tirano Díaz; Obregón depuso a
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Carranza y Calles quitó a Obregón. Al inicio del siglo
fue sacar al
PRI
XXI,
la intención de Vicente Fox
de Los Pinos, y la de López Obrador, quitar a Calderón. México se
hallaba, pues, a la deriva, a merced de la desidia, sin metas, sin rumbo, sin un
verdadero sueño de nación. Olvidaron a Díaz Ordaz, el embustero del “milagro
mexicano”, quien, ante el grito de “¡sal, chango!”, ignoró al pueblo; dejaron en el tintero
judicial al genocida Luis Echeverría, al vende-patrias López Portillo y su lamentable
actuación de perro; olvidaron las devaluaciones y la hiper-inflación. Borraron de la
memoria que Miguel de la Madrid dejó que el narco se estableciera. Parecía que Fidel
Velázquez, La Quina y El Negro Durazo, el Gober “precioso” y Arturo Montiel habían
dejado de existir. Tampoco se recordaba que Lázaro Cárdenas había creado los nudos
sindicales que maniataron el progreso, ni que parásitos como el habitante López o el
decadente Muñoz Ledo provenían del
PRI.
Perdieron de vista que Manuel Bartlett
saboteó el sistema electoral de 1988 y que el PRI asesinó a Luis Donaldo Colosio por el
tono de sus discursos. México se caía a pedazos y la clase gobernante, vacunada
contra la censura y la reprobación, sólo veía qué trozo enfundarse, como con la
refinería Bicentenario en un país sin más petróleo. México estaba más lejos de ser
moderno en tiempos en que la Hipermodernidad de Gilles Lipovetsky entraba en vigor,
con ciudadanos listos para la democracia pero sin políticos preparados para ella. Los
gobernantes divulgaban la versión oficial de la Historia a través de la propaganda y la
conmemoración bicentenaria, pero desenterraban el complejo de inferioridad, el
individualismo, la falsa justicia social, la apatía, el caudillismo, la anarquía, el
paternalismo y el lastre de un pueblo sin educación, la economía estancada y la ilusión
de la soberanía con sus más de cincuenta millones de pobres. México volvía a una
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estructura virreinal, sin paz social, sin orden, sin el proyecto modernizador y liberal de
Benito Juárez. La frase de Porfirio Díaz rebotaba en los parietales de la patria como un
anatema: “Los políticos sólo han servido para detener el progreso del país”. México ha
estado empantanado en el pasado, sediento de la sangre de sus auténticos hijos
dispuestos a salvarlo. En consecuencia, concluyó Alfredo, no le importamos a los
gobernantes, no somos habitantes, somos tan sólo Another brick in the wall. México no
tiene remedio ni lo tendrá.
Por aquellos días, Alfredo hizo una llamada.
—¿Qué pasó? ¿En qué quedamos? No se ha respetado una parte del trato y no
puedo esperar más. Prometieron entregarme su cuerpo… —dijo el abogado, transido.
—Mañana sin falta… —respondió El Compadre casi sin voz.
—Eso espero.
—Yo mismo te llamaré. Te diré hora y lugar.
Al otro día, telefoneó y le pidió que a mediodía esperara en la garita de seguridad
de Bosque Real el arribo de una furgoneta del Servicio Forense. Allí se te entregará el
cadáver, aseguró. “El chofer y los empleados estarán a tu disposición para que se haga
lo que desees. Suerte, huerco. ¡Carpe diem!”, dijo El Compadre antes de colgar y ésa
fue la última vez que hablaron.
Pero no llegó el
SEMEFO,
sino una ambulancia ordinaria. Cuando el sonido de la
sirena se aproximaba, Alfredo hizo visera con la mano para descubrirla en la lejanía.
Venía a gran velocidad por la avenida que cortaba el pedregal, con las luces
encendidas y lanzando destellos rojizos. Se extrañó de verla. Estaba acompañado de
dos guardaespaldas en cada flanco. No puso más atención en ella porque pensó que a
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lo mejor otro vecino la habría llamado; sin embargo, oyó que a sus espaldas uno de los
guardias de la caseta de vigilancia dijo:
—¡Achis! No nos avisaron que iba a venir una ambulancia.
—¿Qué hago, pues? —preguntó otro guardia cuando el vehículo arribó.
—No le des entrada, hasta que confirmen con quién vienen.
—¡Venimos con el señor Alfredo Galván!
—¡A ver, hijos de su pinche madre!, bájense todos —ordenó un guarura
apuntándoles con su arma.
—Oye, cálmate, si nomás seguimos instrucciones.
—¡Apaga la ambulancia, cabrón y bájate! Órale, putos, ¡bájense con las manos en
alto! Registra la ambulancia, que no haya armas o explosivos —pidió a su compañero.
Tres hombres descendieron y, luego de registrarlos, los pusieron bocabajo en el
pavimento.
—¿Por qué traen un cadáver en ambulancia? —preguntó Alfredo.
—¿Cadáver? ¿Cuál cadáver? Traemos a un paciente que necesita hospitalización.
Alfredo no se ahorró un gesto de pasmo.
Los escoltas registraron la cabina sin encontrar nada peligroso. Luego abrieron las
puertas traseras y lo que vieron no les hizo sentir el menor asomo de horror. Dejaron
que su patrón se asomara al interior.
La luz interna del abogado se incendió de golpe cuando vio que su amigo
permanecía inconsciente, conectado a un electrocardiograma y a un vial. Su rostro
estaba cubierto por gasas y la mitad de su cuerpo por una sábana enrojecida. Lo
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reconoció por un lunar con forma de ballena que tenía en la espinilla, y por el muñón
del pie amputado que le mandaron por mensajería.
—¡Llamen a una ambulancia! —ordenó a los guardias de la caseta—. ¿Está grave?
—preguntó enseguida a los paramédicos.
—No, señor. Está estable, recuperándose de varias cirugías. Si quiere, podemos
llevarlo a donde usted diga.
—¡No! ¿Qué intervenciones quirúrgicas?
—No sabemos. A nosotros nomás nos llamaron y nos pidieron que lo trajéramos
aquí.
—¿Dónde estaba?
—En una clínica de la Roma, usted sabe, de ésas que son para abortar chamacos.
La ambulancia quedó incautada y los paramédicos fueron despachados.
Gustavo fue conducido a un hospital cercano para recuperarse de las operaciones.
Cuando pidieron el diagnóstico, el doctor tardó en responder:
—No tiene nada en sí, no está enfermo. Su vida no peligra. Ha estado sedado por
largo tiempo. Le han administrado antibióticos y desinflamatorios. Se nota que en
cuanto se ha recuperado de una, le han practicado otras cirugías. No sabemos cuántas
lleve, pero ha estado bien atendido.
—¿Ha sufrido? —preguntó la madre.
—Quizá no. En su sistema se detecta morfina.
—¿Y de qué han sido las cirugías? —inquirió Susana.
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En los ojos del médico se vio el abismo de lo que estaba a punto de informar, una
rala expresión selló su semblante y el abogado se dejó atrapar por un torbellino de
recuerdos.
—Estéticas, cirugías plásticas, pero no para la mejora del físico, sino para lo
contrario…
—¿Cómo que para lo contrario? —interrogó Rossana, quien no perdió la esperanza
de encontrarlo vivo. De regreso de Miami, su familia intentó convencerla de que lo
dejara ir, que aceptara su muerte, ya ves lo que hizo y con quién se metió, hija; no
obstante, se apoderó de ella una infundada certidumbre, y, al final, tuvo razón.
Pasaron a verlo. Tenía la cara y el cuerpo deformes, con la apariencia de estar
podridos de tantas cicatrices; parecía uno de esos hombres que llevan la desdicha a
cuestas y que viven, no en un limbo, sino en un averno. Gustavo tenía la cara como las
macabras caricaturas de David Lynch, un hombre elefante desfallecido, un cautivo que
encarcelaron en Dumbland y cuyos vestigios de confinamiento y tortura eran
desgarradoramente visibles, sobre todo en su rostro, que consumaba su deterioro
como un trozo de carne muerta y unos ojos apenas notorios. El suceso se asemejaba a
una instalación-performance-happening de una obra del expresionismo abstracto,
cuyos elementos de composición era preciso omitir. Rossana lloraba y decía: “Mira lo
que te hicieron, Gus, ¡mi vida!… Mira cómo te dejaron”. Alfredo evocó el arquetipo de
La Bella y la Bestia. Quiso disimular una mueca contagiada de perversidad, de la que
Susana no fue ajena. “Este pendejete ha de estar pensando en algo surrealista o
filosófico, en arte antiestético o yo qué sé. ¡Se pasa!”.
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Tiempo después, cuando Gustavo despertó y fue consciente de lo que le había
sucedido, no ocultó su dicha para asombro de todos. Alfredo estaba listo para vengar a
su amigo, pero fue contenido. Estaba vivo, su mujer lo aceptaba y además tenía a una
hija en camino de nacer. Se vio al espejo y estuvo conforme con la imagen que el
azogue le devolvió.
—¿Pero, por qué, hijo? No entiendo.
La gente pensaba en Gustavo como un idiota en busca de goces anormales y era
probable que su extravagancia fuera un tapujo, pues tras el joven vanidoso había
alguien sensible, sosegado. No se detuvo en dar muchas explicaciones:
—Es justo lo que me hacía falta, mamá. Lo que de veras deseaba era ser un
engendro. Yo me buscaba en los rostros y cuerpos de las deformes con las que estuve.
Así me gusto. Los emos y otros cabrones me secuestraron. Don Rodrigo jamás los
mandó matar; los contrató para chingarme. Resulta que uno de ellos es cirujano
plástico y la deformidad de la mano del otro es artificial. ¡Se la operó! ¡Le atrae lo
mismo que a mí! Bueno, pues me hicieron estas operaciones pensando que me hacían
el mal, pero ya ves que no. Rossana me ama, mi hija va a nacer, me siento completo,
feliz —concluyó, convenciéndoles de que su situación, aunque se juzgara de lo más
siniestro, era jubilosa. A partir de entonces, acaudalado y satisfecho, reinó en su vida
una calma tan grande como el fuego que se mantiene bajo la ceniza cuando la flama se
ha extinguido.
En cuanto a Susana, se convirtió en una influyente de la televisión, en una líder de
opinión. Se podría decir que era feliz. Se casó con un entusiasta del Tupper Sex y
todas las mañanas se arrellanaba en su sillón para dar las noticias. Gustaba de
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entrevistar a los políticos para ponerlos en aprietos, revelaba a su audiencia la
supuesta habilidad de los demagogos para nombrar con analogías fenómenos
diferentes entre sí y cuyo origen estaba en la corrupción y la incompetencia, que no
cesaban. Ponía en evidencia sus anacolutos y los símbolos errados con que pretendían
decir que el voto es democracia, y democracia, libertad; el pago de impuestos,
bienestar; los programas sociales, reparto de la riqueza; la historia, orgullo; el narco, lo
más bajo; el Congreso de la Unión, los representantes populares; el Gober “gavioto”, la
opción de México en las próximas elecciones para presidente. También regulaba las
presiones de los asociados de la Fundación Docal cuando alguno amenazaba con
interrumpir su tributo. Les llamaba fuera del aire y les hacía un atento recordatorio, una
menace en code que los convencía de los beneficios de seguir contribuyendo. Ayudó a
que el bodrio dadivoso fuera permanente. Era considerada la reina de la hilaridad, tenía
una mente tan aguda como un guitarrista clásico que ejecuta un arpegio. Sí, Susana
fue feliz e hizo dichoso a su marido, con su complexión rotunda, su nívea desnudez
labrada en sábanas de seda y su voluptuosidad villonesca; con sus hermosos ojos
negros y su sentido del humor tenaz, indudable presagio de prolongadas batallas
sexuales, hasta que un día recibió un mensaje del espacio exterior y se la llevaron los
selenitas.
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El periodismo sufre otro revés.
El Diario Guerrerense
Acapulco, Guerrero: La madrugada de hoy dos reporteros del sexo masculino
fueron asesinados en la Colonia Cumbres de Figueroa de esta ciudad; ambos
cadáveres presentaban impactos de bala en diferentes partes del cuerpo. Al parecer,
se trata de Benjamín Cruz, reportero de la sección Política del periódico El Universal
Capitalino, y de su pareja sentimental, redactor de un tabloide, quienes se encontraban
vacacionando en la entidad. La Secretaría de Seguridad Pública del estado indica que
los hechos sucedieron al filo de la medianoche.
Junto a los cadáveres se localizó una cartulina con el mensaje: Esto le pasa a los
culeros chismosos que se meten en lo que no les importa. Att. La Valedora. Al lugar
arribó personal de la Base de Operaciones Mixtas Urbanas; más tarde, el Ministerio
Público y el Servicio Médico Forense para realizar las diligencias de ley. Asimismo, se
localizaron casquillos percutidos calibre 9 milímetros.
Con esto se demuestra que México sigue el país más peligroso en América Latina
para ejercer el periodismo.
¡Ya nació la bebé de Barby!
Notichismes
Por Redacción
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
(¡Y no fue gringa, sino orgullosamente mexicana!)
La guapa actriz habló de su bebita y agradeció las muestras de cariño. En su cuenta
de Twitter publicó: “Gracias por todos sus lindos mensajes. Estamos encantados con
ella”. No precisó qué nombre le pondrán.
La vida de la actriz parece de cuento, con sus hijos y su pareja, un verdadero héroe
nacional, gracias a su labor en la Fundación Docal que promueve educación e
investigación científica. El doctor en derecho ha sido reconocido con el Premio de
Ciencia y Tecnología e incluso fue doctorado honoris causa por la UNAM; parece que
alguien está haciendo la diferencia en nuestro querido México.
Los enamorados derraman miel. Ya sólo falta la boda…
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Alfredo Galván miró el ventanal de su oficina. Otra vez había palabras pegadas en el
vidrio. Deseaban narrar la suerte de su padre. No se levantó para refregarlas con la
uña; sabía que existían, como alguna vez halló las que relataron la muerte de Fernanda
Fernández. Conocía el contenido de la noticia; de hecho, habló y las palabras se
acomodaron conforme a su dictado. Así determinó el destino de Alfonso Castellón de
aucerdo a una providencia draconiana: “Político del
PRI
festeja, cumplido su deseo.
Vivirá tranquilo en una isla sin nombre para nadar entre tiburones y en piscinas de
cianuro. No escuchará más el himno a la bandera que tanto le choca.”
De vuelta en Acapulco, meses después, la familia Galván Docal disfrutaba el
mediodía en Pie de la Cuesta. Reposaban los pies descalzos. Luz María jugaba con la
palita y la cubetita en la arena. Jorge montaba a caballo. Una recién nacida dormía en
los brazos de su madre. Alfredo leía un libro. Ella puso la mirada oblicua en los
músculos, en la piel. Sintió la urgencia de beber su cuerpo, su humedad salina ungida
de transpiración. Percibió en sí misma un suave calor, la humedad secreta entre las
piernas. La mujer se fue transformando, sus labios se hicieron más carnosos. Imperaba
el lenguaje de las olas, mientras el abogado se abstraía en la lectura. De pronto, la
brisa le susurró algo al oído para que atendiera a su mujer. Levantó la vista y la
encontró dispuesta. Observó los sugestivos ojos verdes, la plenitud discreta de los
pechos, los hombros desnudos y la ternura de su vientre; las piernas estatuarias se
mecían ligeras. La voz fue sensual sin proponérselo:
—¿Muy interesante lo que lees? —dijo e hizo ondular el cabello.
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El abogado percibió el nacimiento de un impulso. La virilidad se condensa, su
organismo se hace líquido, ansía diluirse febrilmente en los repliegues femeninos para
encontrar el pequeño sitio y nombrarla como sólo él lo hace. Anhela el imperio de su
desnudez, la que reside más en su firmeza que en las blanduras inefables
envolviéndolo, tibias, y ese aroma exquisito de efervescencia ventral. ¡Como huele rico
Bárbara! Olor embriagador y fascinante. ¡Y las caricias de sus bucles por la piel!
—No leía, pensaba.
—¿En qué?
—En que me gusta reposar frente a las olas… ¿Nos vamos? Quisiera… tenerte.
—Aún no. Los niños juegan. ¿Qué más pensabas?
—En lo que nos ha sucedido.
—Qué, en específico.
—Pensaba que los abogados también somos parte de la conciencia social. Si no
decimos la verdad ni buscamos justicia, aunque duela, somos unos cobardes.
—Tú eres valiente. Si en algún momento tuviste miedo, no renunciaste a tu sueño.
—Quisiera tener el ojo mágico de Cortázar, para espiarte de día y de noche…
—Está bien. Vámonos.
Mientras regresaban y los niños dormían, el abogado preguntó:
—¿Cuál es el mejor piropo que te han gritado?
Ella sonrió y quedó pensativa.
—Los albañiles son los peores móndrigos, y más en este país. Mejor te diré el peor
de todos. Pues ahí tienes que —dijo con el énfasis de quien comienza a contar un
cuento— caminaba por la calle y pasé por un edificio en construcción. Iba distraída, así
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que cuando me encontré allí, supe de mi error. Me quedé pasmada cuando se pusieron
varios albañiles en la orilla de la primera planta para verme. Lo curioso es que estaba
en el sexto mes de embarazo de Jorge. ¿Qué podía haber tenido de sexy? No lo sé. Y
en eso uno me gritó, con ese tonito que sólo los nacos chilangos tienen: “¿Ya ves?
¡Eso te pasa por dormir sin calzoneees…”.
Rieron.
—¿Qué hiciste?
—Lloré. Allí mismo. Me tapé la cara con las manos y lloré con desconsuelo. Jamás
imaginé que la imaginación de ésos alcanzara para tanta procacidad. No respetan ni a
una madre.
Cuando llegaron al apartamento, los niños, ebrios de playa, comieron y se
durmieron. La recién nacida durmió también. La bautizaron Fernanda. Bárbara dijo que
le gustaba el nombre y además le hacía honor a su difunta esposa. “Sé que la querías
mucho; jamás estaré peleada con su memoria”. Tenía razón: los muertos son esos
seres que perduran; los echamos de menos y a veces se manifiestan a través de las
personas, las cosas, los sueños, las coincidencias, cobrando una existencia vicaria. Se
adhieren siempre al hilo de la continuidad de los vivos.
—Sólo le pido que no nos espíe cuando hagamos el amor.
En el cuarto, Alfredo la vio desnudarse; se iba a bañar. Caminaba de un lado a otro
llena de rubor mientras preparaba sus afeites. El abogado hizo una apreciación concisa
de sus bondades y defectos físicos. Era muy bella. La vio abrir la llave del agua y
esperar a que saliera caliente. Él también se desnudó y le cortó el paso cuando intentó
entrar en la regadera. La miró con deleite. La tomó entre sus brazos y supo que su
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[FELIPE CUEVAS RUIZ]
vida, su sustancia, su núcleo, su fortuna, estaban allí, con ella. Disuelto de todo
fingimiento, espetó:
—¿Te quieres casar conmigo?
La llevó a la cama. La amó.
Cuando pudo, ella bocabajo, se acercó a las nalgas y se hundió en el misterio de la
hendidura. Alcanzó su sitio predilecto. Lamió. Reconoció de nuevo la textura del cazón.
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