Septiembre 2010

Transcripción

Septiembre 2010
EL FARO
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Septiembre 2010
SEPTIEMBRE 2010
PLIEGOS DE ALBORÁN Nº 19
James Joyce en el desayuno
MERCEDES
ALONSO
MERINO
El taxi nos dejó en la entrada de Fleet Street
un viernes por la noche. Le fue imposible dejarnos en la misma puerta del hotel, de tanto
gentío. No era de extrañar: la calle, estrecha y
pavimentada de adoquines, estaba llena de tabernas y de restaurantes de todo tipo, y el buen
tiempo de agosto invitaba a la gente a desbordar los establecimientos públicos y a desparramarse bebiendo y charlando.
—Así que esto es Temple Bar –le dije a mi
compañero mientras tiraba de mi maleta sorteando grupos–. ¡Menuda elección la de la agencia al buscarnos un hotel en Dublín!, pensé.
Dejando un poco atrás la música de acordeón,
gaita y violín llegamos a Recepción y pedimos
una habitación tranquila donde no se oyera el
jolgorio. Nos dijeron que nos pondrían en el
último piso, y que, en todo caso, las ventanas
tenían cristales dobles.
Estábamos tan cansados del viaje que enseguida nos quedamos dormidos. A veces, en
mitad del sueño, me llegaba alguna estridencia
como una saeta, y yo me revolvía inquieta entre
las ropas de la cama hasta encontrar la calma.
Me desperté temprano. La habitación, grande y con muebles de buena factura, estaba algo
recalentada. Abrí las ventanas y hasta mí llegó,
aumentado, el ruido de los camiones de limpieza. Las calles habían quedado hechas un estercolero. En las aceras alguien sacaba bidones y
bidones de aluminio cuyos golpes resonaban
estruendosamente al rebotar en los adoquines.
¿Cómo podían haberse bebido en una sola noche tanta cerveza?
La mañana se presentaba de un gris blanquecino. Me fijé en el alegre colorido de las fachadas, muchas de ellas adornadas con macetas
colgantes llenas de flores; otras, con letreros en
letras góticas anunciando los pubs y su música
en directo. La calle, sin gente, parecía otra.
Bajamos al comedor a desayunar. Era un patio pequeño, con cubierta acristalada, y estaba
bastante lleno. Parecía pensado para que no te
sintieras muy cómodo y dejaras tu sitio a otros
clientes cuanto antes. Por eso me llamó la atención aquel hombre.
Sentado como todos ante una mesa mínima,
estaba solo. Sobre el mantel, un cuaderno de
hojas amarillas donde escribía de vez en cuando y una taza de la que no le vi beber. Había
algo en él que me sorprendía, aunque no sabía
identificar qué. Era un hombre delgado, de bigote rubio, y llevaba gafas de cristales redondos, de ese tipo de personas de edad indefinida
que por la piel pudiera estar en la treintena, pero
que por su atuendo y aspecto daban más la impresión de acercarse a los cincuenta. No desentonaba tanto, pero tampoco iba del todo con el
público del comedor, la mayoría turistas vestidos de turistas. Aparentaba no tener prisa y
nadie le prestaba atención.
Desayunamos deprisa y nos dispusimos a recorrer la ciudad. Dedicamos la mañana a la
TEMPLE BAR, DUBLÍN
Galería Nacional y a callejear por la zona peatonal de las calles Grafton, Dawson y aledañas.
Comimos en un pub muy historiado y dedicamos otro rato al Museo Nacional, con su magnífica colección de artefactos celtas. A veces
pensaba en él.
En Nassau Street, frente a una de las entradas de Trinity College, sentí la llamada y me metí
en una tienda casi sin poderlo evitar. Mi compañero protestó porque a él le aburren las librerías y lo que estaba deseando era tomarse otra
pinta y buscar dónde cenar por aquellas calles
tan concurridas, cercanas a nuestro hotel. Recorrí con la mirada los expositores de las grandes editoriales y acaricié ejemplares de diferentes tactos y colores en las estanterías que tapizaban las paredes. Uno me atrajo la atención
sin ninguna razón aparente. Era un tomo no
demasiado grueso, en verde claro, en cuyo lomo
se leía: James Joyce, por… Sin gafas no podía leer
la letra pequeña del nombre del autor.
Lo saqué del estante con cuidado y el rostro
de la portada me miró. Era la vieja foto de un
caballero delgado, vestido de traje oscuro, sombrero y pajarita, de orejas protuberantes y bigote rectangular sobre labios finos. Sus ojos claros, de pupilas demasiado grandes detrás de
unos cristales enganchados en la nariz me
atraían: era una mirada inteligente pero extraña
que denotaba una fragilidad y una melancolía
infinitas. Acaricié el libro y, ante la presión de
mi acompañante, me dirigí enseguida a Caja a
pagar el importe del ejemplar. Me sentí a gusto,
tranquila, como si hubiera hecho algo que debía hacer, aunque no supiera bien por qué.
Y aquella noche, con el libro aún bajo el brazo, nos dedicamos a recorrer las tabernas de
Temple Bar después de cenar, escuchando música irlandesa en directo, bebiendo y observando al personal. Y comprobé la cantidad de cer-
veza que los irlandeses se pueden tomar en una
noche y los estragos que tanta bebida hacía en
las cabezas y en los estómagos de algunos. A
veces creí oír compases de muñeira y sentir
morriñas de comunes penas ancestrales en la
voz de algún parroquiano que improvisaba una
canción que te llegaba al alma. Y me sentí triste
y alegre. Y me pareció que éramos tres.
A la mañana siguiente bajamos a desayunar
un poco más tarde. El café estaba
concurridísimo y hasta había cola para entrar.
Renunciamos al desayuno irlandés de huevos,
salchichas y patatas y nos decidimos por la fruta y los cereales con leche. El café era malísimo.
Al levantar la cabeza, otra vez me encontré al
mismo personaje del día anterior, aunque esta
vez me dio la sensación de que su rostro me
recordaba a alguien. Otra vez experimenté la
misma extrañeza al ver que seguía escribiendo
en su cuaderno, haciendo pausas de vez en cuando. No miraba a nadie en particular y parecía
habitar en su propio mundo. Nadie le servía ni
le metía prisa, pero había una taza y un plato en
su mesa.
Era un escritor, de eso no me cabía la menor
duda, pero lo curioso es que estaba escribiendo
a mano. ¿Quién haría eso hoy día? Posiblemente ése fuera el detalle que me llamó la atención
desde el principio. Y, ¿a quién me recordaba?
Creí reconocer un bigote en una cara larga y
delgada y sentí una cierta inquietud.
Pero había que salir marchando a recorrer el
barrio georgiano, perfectas cuadrículas de sobrias casas adosadas de estilo inglés rodeando
jardines acotados por verjas de hierro. Sus curiosas lunetas sobre las puertas, siempre distintas, eran muy fotografiadas. Recorrimos Merrion
Square, St. Stephen´s Green, Fitzwilliam Square
y calles de alrededor. Nos admiraba su armonía
y buen trazado. Luego visitamos dos iglesias in-
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Cultura / Firmas
«LA LLUVIA HORIZONTAL DE UNA TARDE EN LOS ACANTILADOS DE MOHER». (IRLANDA)
UN SER QUE
SE REBELÓ Y
ROMPIÓ CON
TODO LO QUE
COACCIONABA
O INSULTABA A
SU INTELIGENCIA,
QUE SIEMPRE
ESTUVO EN
LUCHA
CON SUS
AFECTOS,
SUS TENDENCIAS,
SUS ANSIAS DE
LIBERTAD Y
SU CONCIENCIA
teresantes, la de Cristo y la de San Patricio, patrón del país. Era curioso que en la católica Irlanda las dos iglesias más antiguas de Dublín
fueran hoy de credo protestante.
Ese mismo día, en el hotel, nos cambiaron a
una habitación más pequeña, mísero detalle comercial de los operadores turísticos que me sublevó, simplemente por el hecho de tener que
hacer y deshacer maletas. De nada sirvieron mis
protestas. Ya no éramos clientes particulares,
sino parte de un circuito, puro ganado.
Aquella noche me revolví inquieta entre las sábanas. El hombre del desayuno levantaba la vista
y me miraba intensamente a los ojos. Me miraba
mientras mantenía su estilográfica en el aire. Y, con
pluma y todo, su mano hacía un gesto para que
me acercara, para que me sentara a su mesa. Era
como un imán que me atrajera. Pero, cuando venciendo mi asombro y timidez me iba acercando, el
camisón se me desprendía a pedazos como si fuera piel muerta, y me quedaba desnuda, totalmente
desnuda. Yo sentía tal vergüenza que quería salir
corriendo, pero permanecía allí como una estatua,
aterrada y sin poderme mover. Y de pronto me
encontré en mi cama cubierta de sudor y totalmente agarrotada.
Me desperté temprano a los golpes de los
bidones vacíos de cerveza, esta vez más próximos, ya que nos habían bajado al segundo piso.
Era domingo. Desde el primer momento estuve deseando ir a desayunar. Mi curiosidad había
aumentado descontroladamente, y me sentía
nerviosa. Metí prisa a mi compañero, que no
entendía muy bien mis hambres repentinas, y
nos dispusimos a entrar en el comedor. Pero, al
dar al encargado el número de nuestra nueva
habitación, pasó algo terrible: nos mandaron a
otra sala, un comedor que ni sabíamos que existía, donde tenía lugar el desayuno de los grupos
turísticos. ¡Horror! Eso quería decir…
Quise asomarme al patio. Insistí ante la negativa, pero el gesto del encargado era tajante.
Hasta lo repitió en español chapurreado, por si
no lo habíamos entendido bien en inglés:
— El grupo Bellezas de Irlanda por allá, señores. A su derecha.
Mi compañero me miraba sin entender. Disimulé. Era absurdo, lo sé, pero sentí una gran
decepción. Y hasta cierta tristeza. El nuevo comedor, aunque más amplio y más cómodo que
el otro, me pareció frío y sin atractivo. Tan desesperada estaba que pedí té, bebida que no suele gustarme. Me trajeron un té delicioso que me
sirvió de consuelo. Al día siguiente salimos en
autobús a hacer nuestro circuito sin haber vuelto a ver al misterioso tipo.
Al rehacer las maletas tropecé otra vez con la
biografía de James Joyce. La saqué con cuidado y
sonreí a la foto como se sonríe a un viejo conocido. Metí el libro en mi bolso y lo llevé a todas
partes. Con él recorrí pequeños pueblos y grandes
soledades, leyéndolo a ratos y estudiando sus viejas fotos e ilustraciones. Con él recordé Dublineses
y Retrato del artista adolescente. Pero, sobre todo, con
él sentí Irlanda: su olor a turba quemada, a lana
mojada, a frío y a humedad; sus pallozas rectangu-
lares, igual de celtas que nuestras pallozas redondas de Galicia y de León; el verde increíble de sus
prados, sus lagos como espejos mágicos, la lluvia
horizontal de una tarde en los acantilados de
Moher, los pájaros sin miedo campando por todos lados, el rosa amoratado de algunas laderas
cubiertas con el último brezo de la temporada…
Con él me sentí envuelta en aromas de té y scones,
en melancolías de músicas y en el perfume del incienso mezclado con la humedad de las iglesias.
Con él reconocí rostros y tipos que bien podían
haber sido personajes de sus cuentos, y algunos
puentes, calles y plazas me parecieron escenarios
vivos de algunos de ellos.
Sentía que iba de la mano de un guía contradictorio y genial que amó y odió a su patria con
la misma pasión. Un ser que se rebeló y rompió
con todo lo que coaccionaba o insultaba a su
inteligencia, que siempre estuvo en lucha con
sus afectos, sus tendencias, sus ansias de libertad y su conciencia. Un ser que se sintió
liberalmente europeo el tiempo que vivió en
Irlanda y totalmente irlandés en el continente,
donde se autoexilió el resto de su vida, y que
supo mostrar en sus escritos el alma de su tierra, sus gentes, sus aires, sus olores, sus sonidos. Y lo hizo como quien disecciona un animal, usando sin miedo el lenguaje y la ironía
como si fueran cuchillos, él que era un hombre
angustiado, nostálgico y lleno de miedo.
No volví a ver más al personaje del comedor,
tan extraño y ausente. Pero supe bien quién
podría haber sido: James Joyce en el desayuno.
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Cultura/Reseñas
Lecturas veraniegas
JOSÉ
ENRIQUE
SALCEDO
Aquí en Granada he encontrado mucho de
interés y no he necesitado novelones de mil
páginas de autores españoles o extranjeros, sino
libros sustanciosos y ágiles que caben en una
mano.
Udaipur es el nombre de una ciudad del
noroeste de la India que da título a una magnífica novela, editada por Carena en Barcelona,
del escritor Fernando de Villena. Posee eficacia y agilidad narrativa, personajes bien trazados, descripciones ajustadas, alternancia amena de las personas de la narración y un estilo
adecuado a las aventuras, exotismo y mentalidad del siglo XVIII, en que se desarrolla la trama. Incluso encierra una alegoría alquímica,
quizá no pretendida por el autor, pero así más
eficaz, con la búsqueda del perfume dorado
de notables efectos.
El trasfondo histórico que condiciona el
desarrollo de la acción es, por un lado, la expansión británica por la India y, por otro, la
revolución francesa y el posterior despliegue
de Napoleón por Europa. De este modo, hay
una presencia misteriosa de un caballero francés que oculta su historia e identidad hasta bien
entrada la narración.
Sin embargo, el motivo concreto, novelesco, de la intriga es la conspiración de dos
ambiciosos venecianos por la fortuna del personaje de Isabela, quien se debate en la indecisión entre el amor de dos hombres, y para poner orden en su ánimo emprende la escritura
de un Diario, que constituye la mitad de la
novela y se complementa con los capítulos
alternos de narración en tercera persona. Así
transcurre su viaje de dos años que significan
su tránsito a la madurez.
Archivo de Indias, comedia de Enrique
Martín Pardo, publicada por Dauro en Granada, nos muestra un complot dramático de ayuda a un amigo deprimido, donde se ponen en
evidencia los falsos conceptos que tienen grandes sectores de la población al asociar de forma absurda e inconsciente la alegría del ser humano con la actividad sexual desenfrenada.
Esta obra jocosa revela la doble moral de los
personajes –donde entra el público, según la
original concepción artística del escritor– que
pertenecen a una sociedad donde se asume superficialmente una serie de principios y normas de conducta que no sólo se cumplen sin
convicción, sino que se transgreden con frecuencia, siempre que el «honor, reputación,
prestigio y un largo etcétera de buenos burgueses no queden nunca en entredicho y, mucho menos, puedan ser motivo de escándalo.»
Se encubre el adulterio, la casa de citas, y se
justifican como necesidad de desahogo y de
alegría y de orgullo de «don Juan» respecto de
los demás y con otros falsos conceptos que se
inventa la lujuria y el egoísmo. En fin, nadie
sabe vivir respetando las vidas de otros y respetándose a sí mismo con la dignidad del ser
humano consciente. Enrique Martín Pardo
satiriza en clave de humor el asunto desde la
perspectiva de aquellos que, si fueran más juiciosos, evitarían el comercio sexual por el bien
de que no hubiera mujeres esclavizadas.
La otra cara, los aspectos más truculentos
de las casas de citas, nos viene con la trilogía
de tragedias El metal y la carne de Antonio
César Morón, publicada por Geepp en Melilla.
Este joven autor, experimentado en las
dramaturgias clásica y moderna, pone la técnica y la erudición no para lucimiento personal
de su dominio de los recursos formales, sino
para realzar los conflictos y el sinsentido de
las existencias individuales y de los ambientes
sociales. El autor pone en acción unos personajes que pertenecen a un mundo sórdido, sin
esperanza, de borrachos, drogadictos, pobres
buscavidas, extorsionadores, de donde surge
el padre delincuente. Pero la hija quiere rescatar a su madre, a la que el padre ha vendido y
enviado a la prostitución, todo por cumplirle
la ilusión de tener un trabajo para vivir y ayudar al bienestar de los enfermos parientes suyos. En la obra se ponen en evidencia todos
los instintos violentos basados en la desconfianza, la falta de respeto y la explotación sexual
de las mujeres. El objetivo de la tragedia es
conmover al espectador, no sólo por sacudirle
emocionalmente, sino para que tome conciencia y obre consecuentemente; en este caso, para
que no se haga cómplice, esto es, cliente de
esos burdeles.
La hija, renegando de su padre, emprende
la acción de ir por su madre. De nuevo se repite la humillante percepción de los que creen
que toda mujer es para satisfacer los placeres y
las aberraciones sexuales contra natura. La
muerte en esta tragedia sesga brutalmente la
vida de los miembros de la familia.
Las tres obras de la trilogía van ofreciendo cuadros y coloquios no vistos anteriormente, para que el espectador considere todos los
aspectos de la acción, del problema. Al principio todo es asunto de barrios bajos, después
pasa al ambiente del hampa localizada en una
ciudad, al final aparece una inquietante dimensión: la mafia internacional de los prostíbulos.
También, un hecho cada vez más obvio: que
los gobernantes dirigen las naciones con juegos de palabras que parecen prometer mucho,
pero no son más que proclamas vacías de «bienestar», «libertad», «derechos», porque los mismos gobernantes obran expresamente para
crear malestar, opresión, desprecio de la gente
sin relevancia social.
A este respecto la periodista y escritora
mejicana Lydia Cacho ha escrito Esclavas del
poder, publicado en Barcelona por Debate, un
viaje aterrador al corazón de la trata sexual de
mujeres y niñas en todo el mundo. La periodista fue detenida ilegalmente y torturada por
destapar una red de pederastia en México.
Desde entonces vive amenazada de muerte, por
desvelar la verdad de la corrupción y la impunidad de los que abusan del poder. Se atreve a
denunciar a las mafias criminales internacionales que mueven este floreciente negocio que
«cuenta con la complicidad de los gobiernos».
Las mafias se aprovechan del hedonismo, de
la libertad de las democracias, del capitalismo
global, de los vacíos legales, y de los que buscan oportunidades para vivir mejor, que se
convierten en sus víctimas. Las obligan, las
explotan con violencia, las hacen depender de
la droga. Hay esclavas sexuales y esclavas laborales. Éstas últimas ganan al día dos euros
por trabajar ocho horas, que en la práctica son
doce. Las mafias se organizan en todos los niveles: político, jurídico, cibernético (van por
delante de la policía), social (con una miríada
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Cultura /Reseñas
de mensajeros y enlaces), mercadotécnico (buscando nuevos modos para su negocio). Se convierten paradójicamente en eficaces colaboradores de políticos y altos cargos de la administración. Construyen hospitales, escuelas... La
periodista Lydia Cacho ha tenido que disfrazarse, ocultar su identidad, pasar incluso como
una más de las víctimas; ha hablado con éstas,
con proxenetas, con capos, con policías y funcionarios públicos, con asociaciones humanitarias; ha hecho un esfuerzo increíble para que
la sociedad civil se movilice y no se deje manipular mentalmente, sino que haga frente y
erradique la esclavitud consentida.
En la novela El hombre de tierra, publicada por Padaya Editores en Guadix, el escritor
Antonio Enrique vuelve a incidir en que en
ningún Estado moderno hay libertad, sino inducción premeditada de comportamientos colectivos, y que el fundamento del Estado es,
paradójicamente, hacer apología de lo que no
existe. La libertad, por tanto, la debe conquistar cada individuo porque nadie se la va a conceder. La novela de Antonio Enrique supone
la búsqueda de un anónimo investigador de la
verdad que hace libre. Además, se perfilan claramente el personaje de María Rosa, con quien
establece una confiada amistad que le permite
a ella reprocharle: «lees demasiados libros»; el
personaje del sacerdote asignado para ayudar
al viajero; y el propio obispo, «el hombre de
tierra», enfermo, postergado por la jerarquía
eclesiástica, que escucha e intima con el viajero investigador, a tal punto que acepta el encargo de publicar las conclusiones de éste junto con un último capítulo escrito por el obispo.
La ciudad de Tumba, sus paisajes, los enclaves
que la rodean, las fuerzas telúricas, el clima conducen al viajero a contemplaciones y reflexiones, y conforman el marco de sus estados de ánimo. Las descripciones de ambiente y los apuntes
de gestos, actitudes, silencios e intenciones de los
interlocutores sirven de distensión intelectual de
los diálogos densos, que tratan cuestiones muy
profundas y documentadas.
Empieza el viajero por indagar en la vida de
san Torcuato y el comienzo del cristianismo
en España, pero la intrigante iglesia de María
Magdalena le hace cambiar de rumbo sus pesquisas hacia la identidad del «discípulo amado»: llamado Juan Marcos, quien escribió el libro de las Revelaciones o Apocalipsis y el cuarto
evangelio; no es Juan el apóstol, es hijo de
María Magdalena, es el fundamento del cristianismo de los misterios gnósticos (frente al
dogmatismo católico), equidista de Pedro y de
Pablo, enfatiza el amor activo, trascendente de
Cristo, sufre soledad en Patmos, es venerado
por su longevidad o inmortalidad profetizada
por Jesús, es como un príncipe culto cuyo nombre y origen no se conoce, fue el joven del cántaro de agua que prepararía la sala de la Última
Cena, es el que está bajo la cruz con «la madre» María Magdalena, y de los primeros en
enterarse y creer en la resurrección de Jesús.
Es verdad que Juan Marcos era gnóstico y
conocía la doctrina hermética de los egipcios.
Antonio Enrique da algunas reflexiones válidas: Jesús puso su voluntad humana en cumplir su misión entre los hombres y provocaba
los acontecimientos conforme un plan preconcebido, una representación didáctica y dramática, de acuerdo con parámetros cósmicos, que
incluía la presunta traición de Judas, el ajusti-
EN EL HOMBRE DE TIERRA,
ANTONIO ENRIQUE VUELVE A INCIDIR
EN QUE EN NINGÚN ESTADO
MODERNO HAY LIBERTAD, SINO
INDUCCIÓN PREMEDITADA
DE COMPORTAMIENTOS COLECTIVOS.
ciamiento, crucifixión y resurrección. Juan
Marcos adopta toda la idea egipcia del Verbo y
de la iniciación, tal como se ve en el cuarto
evangelio, donde cada capítulo corresponde
con las enseñanzas de cada uno de los arcanos
mayores del Tarot de Hermes-Thot.
El capítulo uno del cuarto evangelio, al hablar de la Unidad del Hijo con el Padre y de los
«comienzos» de la misión de Jesús, con el arcano uno. El capítulo dos, al hablar de la «Casa
de Dios» como lugar de oración y de la mediación de María, con el arcano dos. El capítulo
tres, sobre el segundo nacimiento del agua y
del Espíritu, con el arcano tres. El capítulo
cuatro, al hablar de la adoración del Padre en
espíritu y en verdad, con el arcano cuatro. El
quinto, al hablar de que el Hijo tiene capacidad de juzgar, con el arcano cinco. El capítulo
sexto habla de que muchos discípulos se retiran de la compañía y de la fe en Jesús, y se
corresponde con el arcano seis, la indecisión.
El capítulo séptimo, donde Jesús dice que busca
la gloria de quien lo ha enviado, se corresponde con el arcano siete, el triunfo. El capítulo
octavo, donde Jesús habla de permanecer en
su palabra, se corresponde con el arcano ocho,
la paciencia. En el capítulo nueve, un ciego
defiende con fe y a solas a Jesús frente las injurias fariseas y recibe el don de ver, y hay correspondencia perfecta con el arcano nueve.
El capítulo diez, que revela a Jesús como el
que da la vida voluntariamente y la vuelve a
tomar, con el arcano diez. El capítulo once,
con el arcano once, el poder de la oración y el
amor. Aquí Dios concede a Jesús agradecido
lo que pide, el poder de resucitar a Lázaro (cuyo
trance más parece «despertar» después de un
proceso iniciático, como apunta Antonio Enrique).
El capítulo doce, se corresponde con el arcano doce, el apostolado: «si el grano de trigo,
caído en tierra, no muere, queda solo; pero, si
muere, produce mucho fruto.» El capítulo trece, donde Jesús parece –lavando los pies a sus
discípulos– un simple servidor, despojado de
todo poder divino, y da el mandamiento del
amor, con el arcano trece, la inmortalidad. El
capítulo catorce, con el arcano catorce, la templanza: «no se inquiete vuestro corazón», «la
paz que os doy Yo no es como la que da el
mundo». El capítulo quince, con la pasión, arcano quince, pues alude a los perseguidores
de los discípulos y ,por otra parte, «Yo soy la
vid verdadera y mi Padre es el viñador». El arcano dieciséis, la torre fulminada, se percibe
en el espíritu abatido de los discípulos de Jesús, que será reconfortado en la verdad y la
alegría, como dice el capítulo dieciséis. El capítulo diecisiete, donde el Hijo se encomienda
a sí mismo y, con alcance universal, a los discípulos al Padre, se corresponde con el arcano
de la Esperanza, el diecisiete. El capítulo dieciocho, con el arcano del crepúsculo, el dieciocho, con los traidores y los que se excusan
o niegan: Judas, Anás, Caifás, Pilatos, Pedro
apóstol. El capítulo diecinueve, con el arcano
diecinueve, la alianza: Jesús crucificado confía
a la madre María Magdalena al discípulo predilecto, su hijo Juan Marcos. Antonio Enrique
advierte en este punto la decisiva aportación
esclarecedora del teólogo Rafael Hereza. El
capítulo veinte, donde primero María Magdalena –en intimidad con Jesús–,y luego Pedro y
el discípulo amado ven el sepulcro vacío, con
el arcano veinte, la resurrección. El capítulo
veintiuno se corresponde con los arcanos veintiuno, la trasmutación, cuando Pedro afirma
tres veces amar a Jesús, y con el arcano veintidós, el retorno, cuando los discípulos unidos
comen con Jesús pan y pescado.
Otro gran punto de interés es que el
protagonismo de María Magdalena crece en los
evangelios según avanza el desenlace de la vida
mesiánica de Jesús. La veneración a María Magdalena, testimoniada narrativamente por Antonio Enrique, y de las vírgenes negras encubre la veneración a Afrodita, Astarté, Isis. La
Iglesia, sin embargo, ha querido anular el papel espiritual de la mujer y mostró a María
Magdalena con rasgos de otros personajes femeninos de la época (adulterio, prostitución,
pecado), olvidando que representa el poder del
amor y del arrepentimiento sincero. Con esto,
se quería hacer más fuerte el poder jerárquico,
quitar el sacerdocio femenino y el matrimonio
de los prelados para hacerlos sumisos. Pero dice
la gnosis que los que no saben ver en la mujer a
Dios-Madre no podrán reconciliarse con el Espíritu santo. La gnosis da iguales derechos, por
gracia divina, a los hombres y a las mujeres de
poder alcanzar las cotas más altas de la espiritualidad independientemente del sexo que se tenga.
La sangre de Jesús no está en los poderosos
ni en los gobernantes merovingios ni actuales.
Si estos llevasen Su sangre en las venas, el
mundo sería ahora diferente.
Desvelar la identidad del Discípulo Amado
es una señal de que estamos en el fin de un
tiempo, aunque haya mucha confusión y mucha maldad. Antonio Enrique terminó de escribir la novela en agosto de 1996, publicó sólo
una parte en el 2000 como El Discípulo Amado
en la editorial Seix Barral. Y El hombre de tierra
(2009) es la otra mitad de El Discípulo Amado.
Cuando apareció El código da Vinci de Dan
Brown, la gente cayó masivamente fascinada
ante la novela y la subsiguiente película, pero
vuelvo al principio: aquí en España teníamos
ya la novela que refería el asunto sin sensacionalismos. Por eso digo que aquí encuentro
muchos libros de interés. Sin desdenes ni ignorancias, no necesito novelones dictados por
la moda o por autores extranjeros.
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Cultura/Narrativa
Udaipur, última novela de
Fernando de Villena
FCO. GIL
CRAVIOTTO
Udaipur, a más de ser el nombre de una de
las ciudades más turísticas de la India, es también el título de la última novela del escritor
granadino Fernando de Villena, recientemente
publicada por la prestigiosa editorial Carena de
Barcelona. El libro consta de poco más de 150
páginas que, debido a la magia del estilo y a la
interminable sucesión de aventuras, al lector le
parecen bastante menos y cualquiera que esté
habituado a este tipo de libros, se las puede beber en un par de tardes. Al menos ése ha sido
mi caso.
A la hora de comentar Udaipur el primer problema que surge es su calificación. ¿Novela histórica? Hay pasajes que permitirían calificarla
como tal, pero dejarían sin calificar otros aspectos no menos interesantes del libro. ¿Novela de aventuras? Ocurre exactamente igual y esta
misma particularidad se repite si nos inclinamos a calificarla como novela de amor. Creo
que si aceptamos a la vez estos tres aspectos,
novela de amor, histórica, aventuras y con algún toque social, estaremos en lo cierto. Al
menos mi estudio va a ir en estas tres direcciones.
Comienzo por la primera de las calificaciones que he enumerado: novela histórica. La elección de la fecha en que comienza la acción del
relato, año 1795, y el lugar, Venecia, no es puro
azar. El autor ha buscado fecha y lugar tras larga meditación. Echemos la vista atrás y recordemos estos finales del siglo XVIII: en 1789 ha
comenzado la revolución francesa; el 21 de enero
de 1793 ha sido guillotinado el rey Luís XVI y
el 16 de octubre de ese mismo año, la reina María
Antonieta. En la fecha en que comienza la novela los historiadores ya han perdido la pista
del delfín –el futuro Luís XVII–, lo que muy
pronto va a permitir envolver su figura de las
más peregrinas leyendas –una de ellas podría
ser la que aparece en este libro, que yo no revelaré: es un placer que le dejo al futuro lector–,
al tiempo que un joven general, corso de nacimiento y de nombre Napoleón, dueño ya de las
riendas del poder en Francia, ha comenzado su
programa de grandezas y conquistas. En ese
ambicioso programa la primera baza va a ser
Italia, entonces dividida en diminutos estados.
Uno de esos estados es Venecia, en manos de
una oligarquía de mercaderes y clérigos, rica y
corrupta, que mira con miedo al general que ya
empieza a jalonar su biografía de sucesivas victorias. Es precisamente en esta Venecia, bellísima y cargada de arte, en donde nuestro autor
va a situar el comienzo de su novela. Isabela,
una mujer joven, guapa, intrépida y acaso un
tanto ingenua, de la noche a la mañana transformada en riquísima heredera, decide convertir el sueño de su vida –visitar la lejana ciudad
de Udaipur– en realidad. La búsqueda de un
bálsamo misterioso, a la vez perfume y remedio
contra la vejez y otros achaques, que tan sólo se
produce en esta legendaria ciudad, del que la
joven millonaria tiene vagas referencias, será el
motivo y pretexto para iniciar tal viaje. Huelga
añadir que cuando la joven toma la decisión de
emprender el viaje, ni remotamente podía ima-
RETRATO
A LÁPIZ
DEL ESCRITOR
GRANADINO
FERNANDO
DE VILLENA,
REALIZADO
POR MARÍA
GARRIDO
DE LA CRUZ
ginar la serie de peligros que la acechaban. Tampoco podía imaginar que, en medio de esta sucesión de peligros, que van a convertir el viaje
en una continuada aventura, habría de encontrar al hombre de su vida, pero no olvidemos la
fecha: 1795. Estamos a las puertas del romanticismo y amor, exotismo y aventura ya encarnan
el ideal de la época.
Desde el comienzo de la novela el narrador
nos va a ir relatando todos los acontecimientos
que se suceden en el libro, de dos maneras diferentes: un capítulo con el sistema de lo que se
ha dado en llamar «autor omnisciente» y el siguiente, gracias a unas memorias que en solitario va pergeñando la protagonista, en primera
persona. Así hasta el final del libro. De esta
manera Fernando de Villena, con prodigiosa
habilidad, hace suyos los dos sistemas narrativos
más empleados por los novelistas de todos los
tiempos.
Se inicia al fin el viaje, abandonamos Venecia,
aunque no sus intrigas, y entramos en otro
mundo. Al mismo tiempo que en Europa tenían lugar los aconteceres ya referidos, en Asia,
a donde el largo y aventurado viaje de la protagonista durante tres años nos va a mantener en
vilo, ocurrían otros muy distintos. Entrar en ellos
es abrir la puerta al exotismo y la aventura. Exotismo y aventura que en seguida se tiñen de un
marcado tinte social que en algunos casos se
podría calificar de denuncia literaria. Así ocurre, por ejemplo, cuando nuestro autor, después
de darnos cuenta de toda la miseria y pobretería
de las regiones de la India por donde nuestros
viajeros van pasando, nos describe con todo
detalle los fastos y magnificencias del palacio
del marajá de Udaipur, o cuando nos ofrece una
muestra de lo que es la justicia basada en la tradición islámica y el Corán.
Toda la novela está llena de acechanzas y peligros, también de sorpresas –lo que los franceses llaman coup de theatre– que hacen que, cuando menos lo espera el lector, la situación cambie.
Un aspecto muy interesante de este libro, que
me parece importante aquí destacar, es que en
él se cumple aquel viejo anhelo de los ilustrados de «enseñar deleitando». De una manera
novelada, pero acorde con las más exigentes investigaciones históricas, Fernando de Villena informa al lector de cómo era la vida de la República de Venecia en los finales del siglo XVIII,
de la reconstrucción de Lisboa tras el terrible
terremoto de 1755 –incluso Voltaire nos habla
de él en su novela Cándido–, de la vida de contrastes –miseria y opulencia en continua vecindad– de la India, de los estragos de las terribles
epidemias de entonces –la peste, el cólera, etc.–
, o de la unción y fe con que los peregrinos
cristianos visitaban los santos lugares de Jerusalén, que es una de las escalas de este venturoso viaje. Todo esto, unido al estilo claro y preciso, hace de esta obra el libro ideal para la juventud. También para los adultos, incluso viejos,
que todavía conservan el corazón y la mente
jóvenes. No se rían demasiado si les digo que
así ha sido en mi caso. Debe ser que en algún
rincón de mi mente y corazón todavía queda
algún resquicio de juventud, pues el libro me
lo he bebido en un par de tardes.
EL FARO
6
Septiembre 2010
Cultura/Narrativa
Venecia de Oriente,
Venecia de Occidente
ANTONIO
ENRIQUE
No hay que leer sino las primeras páginas para
que salte a la vista el primer rasgo a destacar de
esta memorable novela: es la fluidez. La fluidez
no es exactamente rapidez; conlleva celeridad,
pero es ante todo ritmo, ritmo y equilibrio. La
segunda connotación de esta Udaipur (ed. Carena, Barcelona, 2010) es la pulcritud. Elijo esta
palabra, entre otras que se pudieran, para designar la proporción de su estructura, en grado de
exquisitez. La proporción consiste aquí en ajustar la parte al todo, de manera que cualquier
pasaje del argumento es el exacto en extensión
y nervio conforme la proyección total del discurso. Se trata, pues, de una novela que resalta
la limpieza de ejecución, mediante un ritmo terso, mantenido, que jamás decae. Este ritmo dota
a la novela de su vibración peculiar, no sólo
sonora.
Luego está el argumento, que se despliega
como una ecuación: desde Venecia, volver a
Venecia mediante el viaje a Udaipur, que no es
sino una traslación de Venecia a Oriente, su
metáfora selvática, su correspondencia simbólica en India. Y esta ecuación posee números
primos, que no son sino los personajes por así
decir blancos: Isabela, Jacques de Clery, Joao y
Zenón, contrapuestos a quienes ofician de fuerza retardataria a los propósitos de tal viaje, sin
duda iniciático: don Ponciano Contarini, el ávido Genaro Bonesana, el sicario Lucio Cobos y
la fámula Diana. Pero son números encubiertos todos, pues, para cumplir la preceptiva del
género, nadie en un principio es lo que parece,
y han lugar esos recursos propios del género
bizantino, volcado al mar y las aventuras, como
son la anagnórisis (reaparición de personajes) y
la agnición (transformaciones súbitas e inesperadas).
Expuesto de este modo, tan sinóptico, pareciera que la novela es fría y calculada, cuando la
impresión es radicalmente diferente: al movimiento escénico acompañan la amenidad incesante y el lenguaje de una soltura, según acaba-
mos de sugerir, sorprendente. No hay secretos
de lenguaje para Fernando de Villena (Granada, 1956), que navega en todos los géneros,
imprimiéndoles el sello propio de la ligereza, la
agilidad y el encanto.
En la presente, tenemos dos novedades. Primera de ellas es que por primera vez en toda su
narrativa es una mujer quien habla en primera
persona y quien, en suma, lleva las riendas del
relato; voz, por cierto, que se alterna con la tercera, la omnisciente del autor, con el fin de evitar el tono monódico propio del registro
autobiográfico, y ofrecer una imagen más completa y veraz del argumento. Y la segunda, que
nos encontramos, también por primera vez, con
una novela publicada el mismo año de redactada; tal vez resulte baladí esta segunda singularidad, pero no es lo mismo, créame el lector, publicarla recién escrita que aguardar años enteros, y la razón estriba en que el pálpito que provocó su escritura no es nunca casual, porque de
alguna manera está arraigado al imaginario colectivo. Al lector le parecerá más clara y más
viva la sensación de una novela inmediata, que
no la que ha de desplazarse en el tiempo para
su publicación, ya que ese pálpito sutil de que
hablamos también se desplaza en la sensibilidad de los lectores.
Venecia es ensoñada en esta novela con acentos estremecedores, como quien en ella encontró la medida justa de su concepto de belleza.
Udaipur, insisto, no es más que la metáfora de
Venecia, su reverso, su negativo complementario e integrador. Quien a Udaipur va, la búsqueda emprende de lo imposible. Por ello hay
una melancolía de fondo en esta novela que
subyace al trajín humano de los personajes, sus
ambiciones y acechanzas. Este imposible se sustancia en un elixir afrodisíaco, que abre la puerta de todos los corazones con la llave maestra
de la sugestión hipnótica. Es un mero alarde en
novela tan limpia y cohesionada, con sorpresas
fascinantes propias de aquel reino de leyenda
EL ESCRITOR FERNANDO DE VILLENA
que es India; pero alarde que cataliza líneas de
tramas tan diversas como se concitan en el argumento.
Hace, Udaipur, el número catorce de sus novelas. Cuya primera característica general sería
el diálogo que en todas ellas se establece con el
fascinante mundo de su obra poética; son, de
alguna forma, todas estas novelas, correspondencias de sus libros de poesía, sus prolongaciones en prosa, dentro de otra concepción del
tiempo y del espacio: espacio más diverso y tiempo más amplio. Y así desde lo biográfico al trasiego de la aventura, desde el siglo XX a la época barroca, y desde lo autóctono a lo hispánico
americano: todo está aquí. Con ese paralelismo
asombroso, único en su generación, de Los siete
libros de El Mediterráneo (2009, edición definitiva) con ese viaje por el tiempo y el espacio que
es El testigo de los tiempos (también de 2009), obras
que le consagran como maestro aun, literariamente, tan joven. Y una característica última,
para situar al final de cuantas proceden (y que
no es el momento ahora de reseñar), que es su
amor a la literatura constituida en diferencia.
Udaipur es un paseo por los sentidos, cuyo afán
más notorio es el de equiparar la vida a los sueños, no al revés.
EL FARO
7
Septiembre 2010
Cultura/Narrativa / Semblanzas
Fernando de Villena, ciudades de agua
ANTONIO
COSTA
Villena lleva muchos años luchando contra la vulgaridad de la vida normal. Defendiendo la pasión y los momentos excepcionales. Taladrando con su punzón oscuro los
valores privilegiados de la existencia. Deslumbrando con su léxico y sus imágenes. Ahora
nos retrotrae a los orígenes del romanticismo
en Europa. Concibe a una dama de Venecia
que siente el deseo irresistible de conocer
Udaipur porque ha leído un libro, y afronta
todo lo que sea por realizarlo. Es el poder de
la literatura, y el poder de su literatura. La fascinación de lo desconocido, y de Oriente, y
de una ciudad de maravilla reflejada en dos
lagos. Y un final apoteósico en otra ciudad
que celebra bodas con el agua. Villena inventa un mito nuevo, una metáfora luminosa.
Cerca de Udaipur hay un templo donde el
árbol del atardecer produce un perfume que
reúne todos los momentos felices de la Humanidad. Sólo quedan unas gotas y hay que
usarlas en un momento culminante. El protagonista, ese caballero francés que ama la
democracia pero resiste al fanatismo revolucionario, lo usa en su noche de bodas con la
dama intrépida. Villena nos sugiere ir hasta
los límites contra la mediocridad, destilar con
pasión toda la belleza posible. Nos lleva por
las fantasías del agua. El agua siempre ha supuesto delirio, poesía, libertad, lo inconscien-
te. Villena recoge los elementos clave de la
novela de aventuras y nos hace trepidar con
su ritmo. Alterna dos narradores como si acercara y alejara la cámara. Nos secuestra con la
historia, nos introduce en una leyenda. Crea
unos personajes con trazos ágiles que viven
ante nosotros. Reniega del realismo y del describir lo cotidiano. Para él, como para
Bandello, novela significa nueva, que los personajes vivan, sientan, emocionen, se revelen. La novela es la revelación de los anhelos
más profundos y los sueños más secretos. Y
Villena nos da el mar, los piratas, las tempestades, las culturas indias, las ambiciones británicas, los escenarios de Las mil y una noches,
los recuerdos de Bagdad, las evocaciones de
Damasco, el aliento misterioso de Jerusalén.
Todo con levedad, con agilidad sintética, con
un trazo audaz. Su lengua ya no es barroca
pero es certera y relampagueante. La noche
se retiraba como un ejército de etíopes, dice,
y ya nunca se nos olvidará esa noche. En el
Parsifal de Eschembach se dice que los ejércitos se cruzaron como un crepitar de castañas. Las imágenes de Villena tienen la misma
magia. Y sobre todo la metáfora esencial: la
huida apasionada hacia la vida, el amor, Oriente, las imágenes, las leyendas. La distancia, el
agua. El mito de ese perfume que quintaesencia lo más glorioso. La pasión de novelar.
PORTADA DE LA ÚLTIMA OBRA
DE FERNANDO DE VILLENA,
RECIENTEMENTE PUBLICADA POR
LA EDITORIAL CARENA DE
BARCELONA EN SU SERIE DE
NARRATIVA, EN ELLA EL AUTOR
RECOGE LOS ELEMENTOS CLAVE DE
LA NOVELA DE AVENTURAS Y NOS
INTRODUCE EN UNA LEYENDA...
El iluminado de Doñana
(Visión de Juan Drago)
JOSÉ
ANTONIO
SÁEZ
Veo una cierva que surge de la espesura del
bosque para abrevar en la cuenca de tus manos
y tú le ofreces el agua clara que se derrama generosa sobre la hierba húmeda. Su lengua lame
las palmas de tus manos y tú la dejas hacer a su
antojo mientras bebe de las últimas gotas el agua
dulce de las marismas inundadas, allí donde se
funden la mar oceana y el gran río del sur. Oculto, entre la maleza, la espío y no me atrevo a
parpadear con los ojos en la plenitud del asombro para no provocar su suspicacia. No lejos
Habidis, criado con la leche de la cierva, y su
padre Gárgoris, el apicultor.
Veo a los jabalíes con sus rayones hociqueando
entre las raíces de los pinos sagrados y los arbustos que les ofrecen silvestres frutos comestibles.
Su madre vela en torno a ellos y les muestra estrategias de fuga o encubrimiento.
Veo a las ánades reales y a los ánsares comunes que sobrevuelan el carrizal o caen desplomados sobre el agua plateada para señorearse
de su placidez, y nadan dibujando en la superficie discretas ondas con destreza. Veo a otra
madre pasear con sus crías nerviosas y disciplinadas, en correcta formación.
Veo, sospecho acaso, la visita del lince furtivo olisqueando la pista del conejo o la rauda
liebre estilizada y a los flamencos y a las garzas
hundir su pico en el limo, alzadas cañas sus patas quebradizas. Y veo a los caballos libres e
indómitos chapoteando en el agua, correteando
en sus lances y juegos o pastando en la hierba
jugosa, mientras se disputan las yeguas lozanas
o las cortejan en los límites del reino de
Argantonio, el hombre de plata. A lo lejos diviso la descomunal figura de los bueyes oscuros
del gran Gerión, dispersos sobre las lomas levemente empinadas de las dunas móviles. Y veo
contigo, Juan Drago, a los antiguos reyes de
Tartessos mostrando sus dominios a los visitantes pacíficos con los que comercian, venidos
de la Hélade o del otro lado del mar de Tiro en
sus naves ligeras, con tan raros productos que
deslumbran sus ojos y despiertan su fama más
allá de las columnas de Heracles.
Todo tu reino un edén, vergel donde los dioses bajan a sestear con los humanos en las tardes más cálidas del bochornoso y agobiante estío. No fuera el paraíso otro jardín que éste de
Doñana y no avistara yo otra cosa que no fueran los altos nidales de los grandes árboles que
llaman pajareras, donde recalan las aves que vienen cada año a tener sus crías en este jardín
extremo en que abunda el alimento y el clima es
tan grato que invita a la dulce placidez. Ningún
lugar mejor para el amor que estas dunas que
van a dar a la marisma y sientan su señorío tan
cercano al pinar.
No vieran los reales ojos de los visitantes semejante colonia de aves sobrevolando tu reino,
ni tal cúmulo de peces en el agua transparente,
ni sus oídos oyeran parecida algarabía de pájaros en el cielo azul que deleita. Ellos no vieron
nunca el amanecer sobre las marismas, mientras caminaban remontando las dunas; ni al sol
ponerse, anaranjado y rojo, con ribetes de oro
puro en las esclavas del gran señor de Tartessos.
Ellos no conocen tu privilegio, pero tú vas y
te revelas como el iluminado por dentro, como
el lúcido y el clarividente y el bienaventurado
señor de Doñana. Tú, el privilegiado, el que
entiende el lenguaje de la oscuridad y lee en las
tinieblas sus sonidos; el arrebatado, el que ha
bebido en la crátera el vino mezclado con agua
que despeja la frente ceñida por una diadema
de oro, revestida de piedras preciosas; el que
calza sandalias y se despoja de ellas para pisar la
tierra sagrada de sus antepasados. El que escribe indescifrables signos en tablillas de bronce
que templan los herreros en sus fraguas y hornos. El de hermosas y blancas vestiduras, el
poeta, el loco, el enamorado... Aquél a quien los
dioses invitan a su mesa y comparten con él los
frutos de una tierra pródiga en bienaventuranzas.
Larga vida a ti, señor de los mitos gloriosos
de Tartessos, pues tu nombre surge de la noche
del mundo y perdurará en las inscripciones labradas en bronce fundido hasta el confín de los
tiempos.
EL FARO
8
Septiembre 2010
Cultura/El Canto del Urogallo
Los días
del unicornio
PEDRO
RODRÍGUEZ
PACHECO
Serán estos días lentos, memoriosos, los que
calcinen mi viejo corazón; sevicias de estas tardes de jazmines y ansiados oreos de la mar de
Huelva, al lubricán, de malvas disolviéndose en
bermellones póstumos; todo lo efímero, y sus
vencimientos, en sus más hermosas consecuciones, como aquella revista, La torre; como la
otra hermana, Los tiempos, en la que el querido
José Lupiáñez escribió «Los decorados de la
derrota», premonición de esa nefasta portada
de un suplemento ¿cultural?, en la que con toda
la dejadencia zalamera del opio, diagnostica, con
el énfasis que otorga la trivialidad, que «la literatura se pasa al cómic». ¿Qué sabrán? ¿Qué
entenderán por los crímenes luminosos de la
literatura? ¿Qué sabrán de las profanaciones, de
las apostataciones, robos y expolios a Quien con
una sola palabra creó el Universo? Han redimido, por corrección política, a Prometeo; han
degradado, por mercantilismo y comodidad, a
Sísifo, el hombre rebelde… Ah Mérope, no llores porque el mito haya venido a se acabar e
consumir en esos dibujos grotescos que liberan
a tu indócil esposo del castigo de auspiciar las
ideas a la altura vertiginosa donde sólo moran
las águilas.
Sí, pudiera ser que todos estos toscos sucesos que apulgaran mi viejo corazón, fueran los
presagiados decorados de la derrota, querido
José… Pero en estos días, lentos, memoriosos,
de jazmines y mareas atlánticas, mi pensamiento, que no carcome a la casta de hombre en pie,
me reitera en el insistir de que La torre, Los tiempos, la Diferencia, significaron las últimas rebeliones contra los dioses y Prometeo –pese a tanto dolor– renueva sus entrañas y Sísifo, pese al
absurdo de su esfuerzo, levanta la piedra, la lleva a la cúspide y, en ella, da un sonoro corte de
manga en honor de los inmortales.
La roca vuelve a caer –eso ya lo sabíamos–,
pero hemos hurtado a los peristas de los consentidos latrocinios la carencia de la genialidad,
la falacia de la creatividad y la soberbia de que
la rosa siga haciéndonos contemporáneos –oh
Juan Ramón– y ellos se han quedado en los
páramos de la indigencia de la lucidez y en los
holocaustos de toda belleza.
Pero estuvimos en el momento en que la luz
era una luz no usada y porque vimos la pústula
que gangrenaba, postulamos la cándida insurgencia de la creación, al modo en que la madre
tierra renueva sus especies, y si una se extingue
otra surge goteante, intacta, adulta, como aquella primera rosa que nos hace contemporáneos
de la belleza, sin modernidad ni posmodernidad,
sin ismos, sólo abismos donde la seducción del
LOS UNICORNIOS DE MOREAU
vértigo es esa inaplazable caída libre que alguien
llamará suicidio, como fueron los nuestros, porque no quisimos –a oscuras y en secreto– unirnos al coro de las plañideras por las tertulias de
agraviados, por hospicios y tabernas, por las
veredas de los acomodos y fantasías rusticanas
que componían sus remedos, sus figurines para
los figurantes, los decorados de una derrota
inexorable si nunca se atrevieron a robar el fuego ni denunciar las fechorías de Zeus –siempre
Zeus, el Poder, la obstrucción–, sin constatar
que nosotros, como Prometeo y Sísifo, en nuestros tormentos, en nuestras torturas por esa luz
no usada, si en la perennidad de las penas, ya
habíamos alcanzado la inmortalidad incesante,
la que otros buscan en los remedos, en las mercaderías, en los falsos brillos de las bisuterías
errantes de los puestos verbeneros del serrín.
Convoco vuestros nombres tal como fuisteis
llegando a la sombra de mi corazón, como las
brisas atlánticas llegan en esta atardecida de jazmines, claveles y nardos, a la presencia de quien,
ahora, los pronuncia en voz alta para que el sonido, la fonética de los nombres, me los concrete en sus queridas, fraternas humanidades:
Antonio Enrique, José Lupiáñez, Fernando de
Villena, Antonio Rodríguez Jiménez, Carlos
Clementson, Carmelo Guillén Acosta, Manuel
Jurado López, Pedro J. de la Peña, María Antonia
Ortega, Enrique Morón, Jordi Virallonga, Concha García…
Todo empezó en Azul, de resonancias
rubenianas porque en él se auspiciaron «las can-
ciones de la nueva luz» contra el manido y explícito discurrir de la anécdota sin trascendencia, pese a tanta adherencia sochántrica y escolar. Ya el vértigo, la caída libre, el abismo que
nos seduciría sin temer a los personales
holocaustos; pero ya, llegados estos, otras cautelas, otros modos, otras «estrategias» en las que
primaron el nadar, pero guardando la ropa. Mas,
antes, la insurrección en los Cuadernos del Sur;
nosotros abisales, animales de fondo, ¡ay Juan
Ramón!…
Serán las nostalgias, otra vez, las que devoren
a mi viejo corazón; crepusculares ansias en estos Pliegos de Alborán de quien insiste en sus vértigos, en su emancipación de lo adocenado y
prostituido y se aferra a lo efímero de unos jazmines, de un oreo marítimo, del transido aroma
de los nardos y, enfrente de su suicida obcecación, el mar, el renacido perenne, cabrilleante
en memorias y olvidos, pero nunca azar, siempre joven, robusteciéndose ola tras ola, desvaneciéndose en el artilugio precioso de la espuma, creándose y descreándose y dejándome,
siempre, la imposibilidad de hacerlo mío en un
verso imperecedero, suplicio de Prometeo y
Sísifo al caer de la tarde, cuando el Azul inicial
es el azul de Alborán de elocuencia fraterna y,
en las limitaciones del ansia, él es el que aún
sigue desdiciendo todos los amaños de la impotencia en verso matemático y celeste: «la mer,
la mer, toujours recommencée», oh Valery: hoy,
los Pliegos de Alborán, nuestra leyenda sin cesar
recomenzando…

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