Untitled - Frank Estrada
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Leyendas de Saltillo Leyendas de Saltillo Froylán Mier Narro - José García Rodríguez José de Jesús Dávila Aguirre Consejo Nacional para la Cultura y las Artes Gobierno del Estado de Coahuila de Zaragoza Instituto Coahuilense de Cultura Gobierno Municipal de Saltillo Instituto Municipal de Cultura de Saltillo Programa de Desarrollo Cultural Municipal del Estado de Coahuila Reedición, 2011 © Froylán Mier Narro © José García Rodríguez © José de Jesús Dávila Aguirre Diseño, edición e imagen de portada: Ignacio Valdez Impreso y hecho en México ISBN: 978-607-95572-6-3 Para el Gobierno Municipal de Saltillo, la participación de sus habitantes en el ámbito de la cultura y las artes constituye un área de atención permanente, que amerita ser promovida de manera eficiente, reconociendo la amplitud de propuestas generadas por la sociedad civil y buscando ofrecer las alternativas más adecuadas para concretar el talento y las necesidades de expresión en forma de productos culturales tangibles, como son los libros. En este sentido, la reedición de obras clásicas dentro de nuestra literatura estatal, que al paso de los años resultaron imposibles de conseguir debido a la ausencia de nuevas ediciones, representa una actividad de rescate cultural y literario de gran interés para la Administración que me honro en presidir. Mi más sincero agradecimiento al Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, al Gobierno del Estado de Coahuila y al Programa de Desarrollo Cultural Municipal, ya que gracias a su apoyo podemos llevar a cabo la edición y la recuperación de ejemplares como el que tiene usted en sus manos. Asimismo, felicito al Instituto Municipal de Cultura de Saltillo y a su equipo, por el esfuerzo y dedicación con los cuales realizan sus labores de difusión de la cultura en las más diversas áreas, siendo una de las más importantes la edición de libros. En la instancia pública municipal hemos trabajado de manera profesional y entusiasta para volver a hacer una realidad editorial la clásica antología Leyendas de Saltillo, del maestro Froylán Mier Narro, logrando acercarla al público más amplio posible, para así contribuir al cumplimiento del justo destino de la palabra escrita, que siempre buscará elevarse y convertirse en una invitación, un diálogo y un puente que logran multiplicarse en su encuentro con la imaginación y la sensibilidad de los lectores. Espero que este histórico volumen sea motivo de gozo e interés creciente al paso de cada página, amigo lector. Lic. Jericó Abramo Masso Presidente Municipal de Saltillo En 1958, es decir, hace 53 años, Froylán Mier Narro concretó el recuento impreso más importante que se haya realizado acerca del sustrato de leyendas orales que han aderezado la existencia y el día a día de diversas generaciones de saltillenses. Al paso del tiempo, la versión impresa de Leyendas de Saltillo pasó a ser un auténtico tesoro por su escasez progresiva; sin embargo, el legado de sus páginas se mantuvo vivo y vigente por medio de la relatoría verbal de varios de sus fragmentos. Así, frente a la dificultad de adquirirse como libro, la colección de historias surgidas de la tradición oral volvía a utilizar el recurso de la palabra contada en voz alta para mantenerse viva y provocar las emociones más diversas entre los atentos escuchas infantiles, juveniles y adultos. Sin embargo, para asegurar que perviva este tesoro de la tradición y la imaginería de nuestra comunidad, no basta con creer en su poder de supervivencia a través de la memoria colectiva y del hábito de contar leyendas sorpresivas o escalofriantes, dada la gran proliferación de los más diversos productos culturales, la predominancia actual de los lenguajes audiovisuales y la dinámica impuesta por las nuevas tecnologías informáticas y recreativas. Por ello, para el Instituto Municipal de Cultura de Saltillo ha sido fundamental plantear el rescate editorial de esta colección de legendarios personajes y situaciones, a fin de asegurar que a través de su forma libresca puedan persistir también en nuestros días y en el futuro mediato como un producto cultural tangible, al cual poder recurrir constantemente para leerlo, citarlo o contarlo a viva voz, y con ello estremecernos y estremecer a otros. Quiero reconocer que este tipo de rescate patrimonial no sería posible sin el interés y la atención permanente que brinda a la promoción cultural nuestro alcalde Jericó Abramo Masso, a quien agradezco su gran voluntad y su incondicional respaldo; de igual forma, también doy gracias por su invaluable apoyo al Instituto Coahuilense de Cultura, ya que a través del Programa de Desarrollo Cultural Municipal es posible realizar publicaciones como esta nueva edición de las Leyendas de Saltillo, a más de medio siglo de haber sido publicadas por primera ocasión. Que en cada uno de sus recovecos, los actuales lectores encuentren ese cúmulo de emociones a flor de piel y esas sugerencias suficientes para valorar de manera diferente y especialmente significativa la extraordinaria ciudad en la cual tenemos el orgullo de vivir. Lic. Iván Márquez Morales Director del Instituto Municipal de Cultura de Saltillo “En ésas nos viéramos, Chepita” José García Rodríguez El licenciado Don José María de Letona, pariente del excelentísimo señor Don Juan Ruiz de Apodaca Elisa López de Letona y Lazqueti, virrey de la Nueva España, anteponiendo la felicidad de su país a las preocupaciones y vanidades aristocráticas, abrazó la revolución encabezada por Miguel Hidalgo, y en calidad de asesor de guerra o algo por ese arte, acompañó al infortunado caudillo hasta el fin de su gloriosa aventura. Después de la aprehensión de los jefes insurgentes, el licenciado Letona no logró preservarse de las represalias que Don Félix María Calleja del Rey emprendió –táctica peculiar de los vencedores respecto de los vencidos–, contra todos los que de alguna manera tomaron parte en la rebelión fracasada; sufrió prisiones y maltratos, y no hubiera podido escapar de la muerte sin el protector influjo de su pariente el prebendado Don Miguel Sánchez Navarro. Pero como se había afiliado al primer movimiento libertador, el licenciado Letona al consumarse la independencia por el Plan de Iguala, se convirtió en personaje político importante, como sucede siempre si triunfa su causa, no digo a individuos de altas prendas morales, sino a bastos y vulgares sujetos. Y el 10 de mayo de 1831 asumió el gobierno de Coahuila, entre la general alegría de los saltillenses que conocían las grandes cualidades intelectuales y de corazón de su nuevo gobernante. Era el licenciado Letona un hombre de su tiempo, de arraigadas convicciones religiosas, fiel observante de rito católico, apostólico, romano, de intachable conducta pública y privada, no obstante su romanesca aventura revolucionaria compartida con generosa ilusión por muchos hombres de su misma contextura moral, de cultivado talento, ameno trato y bondadoso carácter que no perjudicaba a la energía, sino antes bien le prestaba el medio de 13 ejercerse con más eficacia y mayor suceso. Y aunque a veces solía entregarse a prácticas extravagantes –achaque común a todos los hombres extraordinarios–, durmiendo en un cajón y pasando los días subido en una higuera de su huerta, semejantes caprichos no eran en él sino las excentricidades de una personalidad superior, que por extrañas que parecieran, no mudaban sus sentimientos ni perturbaban su juicio. Tenía el licenciado Letona, como todos los hombres de su generación, muy viva la conciencia de la responsabilidad y al recibir la investidura del poder, sabía que lejos de hacer negocio y satisfacer apetitos –maneras de gobernar que no estaban entonces de moda–, iba a sacrificar su tranquilidad y sus intereses particulares a favor del estado, a velar efectivamente por la vida, la honra, la hacienda y la libertad física y moral de sus conciudadanos. Y se manejó con tal saber y destreza, que enderezó en breve tiempo cuanto en las varias incumbencias del gobierno andaba torcido, particularmente lo que miraba a la seguridad de personas y bienes, pues persiguió el latrocinio a tal grado, que solía abandonar por la noche su capa española en los bancos de piedra de la Plaza de Armas sin que nadie se atreviera a llevársela. Los rateros que habrían logrado escapar a la terrible batida y que seguían haciendo de las suyas a la chiticallando, sabedores de que la fina prenda era de su señoría –en los pueblos cortos nada se tiene en secreto–, se guardarían muy bien de tocarla para no dar señales de vida. Después de la guerra de independencia y los trastornos políticos que la siguieron, la ciudad de Saltillo había vuelto a su quietud habitual. Echada en el declive de su loma, ceñida de huertas, oreada por el aire fresco y saludable de la sierra, saboreaba su vida mansa, sin ambiciones febriles, ni prisas fatigantes… La misa de alba, el trabajo moderado que daba lo preciso para vivir sin exigencias ni fantasías, la sabrosa charla de los estrados, los yantares sobrios, el santo rosario al anochecer y la paz del sueño cuando la campana mayor daba la queda y se oían los primeros pitos de los serenos… Nada turbaba el sosiego de los ánimos, si no era a veces el eco de las contiendas lejanas y el temor de las correrías de los salvajes. Ricos y pobres sabían mutuamente de memoria, y sin que se enfriaran las cordialidades del trato ni la estima verdadera, las murmuraciones de los unos a expensas de los otros eran sabrosas y entretenidas. Todo se sabía mediante un sistema de información, que mal año para los más perfectos de los tiempos modernos. La vida de los pacíficos saltillenses semejaba un juego de cartas donde nadie puede llamarse a engaño, sin astucias que valgan ni estratagemas que sirvan. La manera de vivir de los hombres y las mujeres, sobre todo si pertenecían a las clases pudientes, era observada en todos sus aspectos, aun en los más íntimos y secretos, por el fisgoneo de sus convecinos, y nada podían hacer bueno ni malo, que no saliera a luz corriendo en el acto, como el agua que se desborda, por todos los recovecos de la ciudad. Claro que se cometerían los pecados veniales y hasta mortales, y como seres humanos muchos sucumbirían ante las tentaciones del demonio pero se temía al escándalo y en tales casos, la maledicencia bajaba la voz o se callaba del todo, para no pregonar el mal ejemplo. Y sucedió por entonces un acontecimiento inesperado que turbó la monotonía del vivir saltillero, como un ruido estridente en un silencio grato, como una canción alegre en la paz de un monasterio… Chepita apareció en Saltillo... Andaba, al parecer entre los veinticinco y los treinta años. En su rostro ovalado y moreno los ojos oscuros de largas pestañas tenían temblores de luz, como las piedras preciosas; los labios acorazonados y rojos se abrían en perenne sonrisa; los cabellos castaños y partidos por el medio, perfilando la frente, en cuya tersura trazaban las cejas su curva impecable, se pegaban en ondas las sienes y formaba en la nuca un abultado moño; la gentil cabeza se erguía sobre las armoniosas líneas de un cuerpo gallardo, cuyos movimientos aunaban la distinción y la gracia; el traje de colores vivos, de estilo más bien popular que señoril, pero sencillo y correcto, dejaba ver bien los pies calzados con zapatillas de tacón alto, y cubríale el busto un rebozo tornasol terciado con garbo. Las primeras veces causó, más que todo, sorpresa; pero días después cuando pasaba Chepita repicando rítmicamente con los tacones sobre las losas de las aceras, los vecinos salían a las ventanas, los transeúntes se paraban, las horteras desatendían el despacho para verla pasar, y en el Parián las “puesteras” tlaxcaltecas, hablando en su viejo idioma, se disputaban el gusto de regalarle las mejores manzanas y las rosas más lindas. Un 14 15 domingo que Chepita fue a misa de once, los fieles, desatendiendo la santa ceremonia, no hacían otra cosa que volverse disimuladamente a verla, a pesar de que ella se mantuvo con la corrección y el respeto debidos a la casa del Señor, y nadie rezó a derechas las oraciones finales, por salir en tropel a pararse en la puerta y admirar de cerca a la inquietante “fuereña”. Las señoras principales, sólo por conocerla, visitaban a las vecinas de las calles que sabían frecuentaba Chepita, y después de mirarla con avidez, como miran las mujeres cuando aman y cuando odian, hablaban de ella despectivamente juzgándola más que bonita, escandalosa, pues vestía de un modo deshonesto y andaba por todas partes y a todas horas, a veces sola y a veces acompañada, que no se sabía cuál de ambas cosas fuese la más vituperable. Las autoridades que se lo consentían estaban faltando a su deber. Chepita, como todas las mujeres, percatándose al vuelo de quienes la miraban con afecto y simpatía, les pagaba en miradas y sonrisas amables; daba conversación a los que se atrevían a acercársele, que pronto fueron muchos; llegaba con facilidad a la confianza y a las bromas, y no se extrañaba de una frase imprudente, ni se enojaba por una proposición atrevida. No tardó mucho en saberse que hacía excursiones a las huertas, al cerro del Pueblo y hasta la Boca de San Lorenzo, en compañía de amigos, y que en su casa, próxima al crucero de las calles del Mezquite y de los Sauces, se reunían jóvenes, hombres maduros y viejos verdes a tocar la guitarra, cantar, bailar y jugar a las cartas, amén de lo que no era posible que saliese a flor de agua. Las damas de campanillas, pertenecientes a las cofradías y otras asociaciones piadosas del lugar, a quienes indudablemente competía el derecho moral de velar por las buenas costumbres, pusieron las hablillas en conocimiento del señor cura, pidiéndole consejo, y el señor cura se las comunicó al gobernador, suplicándole arbitrase el remedio. El licenciado Letona, respetuoso como el que más de los derechos ajenos, solicitó informes de algunos de sus amigos, que por alternar con toda laya de gentes, podrían estar mejor informados; pero como se los dieran contradictorios, por ser los unos enemigos y los otros parciales de la guapa moza, comisionó a un corchete de su entera confianza para que, vigilando de cerca la casa de Chepita, indagara la verdad de las cosas. No fue de provecho la medida, pues el espía sólo pudo informar al gobernador lo que éste ya sabía, que la visitaban Fulano, Mengano y Zutano, que hacían dentro bastante mitote de música, charla, cantos y risas, y que al sonar la queda, salían los que habían entrado y Chepita cerraba su puerta y apagaba la luz; que si más tarde regresaban algunos, ello no le constaba, pues no habiendo sido iluminado el barrio y estando la casa tan cerca de la esquina, que volver a ésta y entrar en aquélla, era todo uno, sólo parándose en la misma puerta –para lo cual no estaba autorizado–, podría saberse si había entradas y salidas clandestinas. El licenciado Letona se hallaba perplejo, pues si aquella señora se ponía en una nota de color subido en el higiénico medio tono de la vida saltillera, él, como gobernante no podía atropellar los derechos de nadie ni proceder en detrimento de persona alguna, por humilde o despreciable que fuera, sino en los casos de un delito bien comprobado o de una transgresión ostensible de la moral y las buenas costumbres. Meditaba resuelto a esperar mejor coyuntura para emplear medidas de rigor, cuando un día, al llegar a su casa un tanto fatigado por estarse en verano y venir de cuesta arriba a pie –el oficio no daba en aquellos tiempos para usar coche–, su mujer le condujo a la alcoba matrimonial, revelando en actitud disgusto y preocupación. Y tras cerrar la puerta, le anunció que iba a comunicarle algo muy grave relativo a Paquito. Por aquel entonces, era éste su único hijo varón, muchacho de doce años, bien desarrollado y guapote, carrilleno, de grandes ojos garzos, rojos los mofletes, rubio el cabello, naturalmente ondulado, y unas gruesas y bien hechas pantorrillas, que para sí las quisieran las chicas mejor dotadas. A pesar de su edad, aún andaba de corto y siempre al cuidado de una nana indígena –cara de ídolo, trenzas sueltas por la espalda, rebozo azul, enaguas plegadas y zapatos de gamuza–, y ella lo desnudaba en la noche para meterlo en la cama, lo levantaba y lo vestía, lo llevaba a la escuela y lo acompañaba a todas partes, cogiéndolo de la mano para atravesar las calles, y evitándole comer golosinas a deshoras, ensuciarse la ropa y amistarse con chicos de dudosas costumbres. –¿Pero qué es ello? –preguntó ansiosamente el licenciado Letona. –Figúrate que esta mañana, cuando el niño regresaba de la escuela, lo encontró esa Chepita, esa mala pécora que tanto 16 17 escándalo mueve sin que tú la reprimas, cosa que ya te tiene a mal todo mundo… El licenciado pretendió hablar, tal vez para disculparse; pero la señora, con un gesto, le indicó que esperara. –Y acercándose a él –continuó la dama–, le acarició la cara y el pelo, le dijo que el gobernador tenía un hijo muy chulo, le dio un par de besos en las mejillas y le regaló un cucurucho de caramelos… El licenciado, alzando las manos que tenía apoyadas en las rodillas, hizo un ademán de desolación. –Y es lo más grave que el niño desde la mañana, no habla sino de Chepita; afirma con un fuego, que yo no le había conocido, que es bonitísima, y simpática, y cuando la nombra, se ruboriza hasta la raíz del pelo. Se enfurruñó y me dio una respuesta grosera cuando le advertí que Chepita es una mujer vulgar, de malos sentimientos, y que no merece la estimación de las personas decentes. –¿Cuál es la respuesta? –Que las señoras que vienen a casa son más vulgares y malas, porque sin ser tan guapas como Chepita, ni andar tan limpias como ella, se pasan el tiempo murmurando unas de otras, y a pesar de que meriendan y comen aquí muchas veces, a él nunca le han dado ni un pedazo de charamusca. Leve sonrisa de satisfacción por la agudeza del chico, iluminó la faz preocupada de ambos esposos, y alivió pasajeramente la solemnidad de la escena. –¿Y la nana qué dice? ¿Acaso no pudo evitarlo? –La nana –replicó irónicamente la señora–, se muestra también encantada, y jura y perjura que las caricias que Chepita hizo al niño nada tienen de malo, y que esa perdida es preciosa y muy buena. –Se pondrá remedio –afirmó el licenciado, ya convencido. –Pero pronto, hijo mío, para que la cosa no pase a mayores; no por Paquito, que ya sabré yo cómo me las arreglo para evitar esa clase de encuentros, sino por los demás que están o pueden estar en pecado, y también por el buen nombre de tu gobierno. Acabo de consultar al padre guardián y al señor cura, y ambos opinan que no dejes pasar más tiempo sin aplicar a esa mala mujer el correctivo que merece. Aquella misma tarde dio orden el gobernador para que a la mañana siguiente se llamara a Chepita. El licenciado Letona que había estado en la guerra y tratado trascendentes negocios con personajes de viso y peligrosos bandoleros, ante la proximidad de su entrevista con aquella moza vulgar, sentía sin saber por qué causa, una molestia recóndita, una indefinible inquietud que, enervándole, no le permitían concentrar su atención en sus labores habituales. Cuando abrieron la puerta para dar paso a Chepita, penetró precediéndola un aroma suavísimo que recordó al licenciado Letona el de la flor de los huizaches en primavera. Indicó a Chepita un asiento y fingió que leía el oficio, para tener tiempo de serenarse y observar a hurtadillas a la terrible diablesa. De su callado examen sacó por consecuencia que la fama se había quedado corta, pues en verdad, era bella la moza y tenía, además, un singular atractivo. Allá por las honduras de su ser masculino, sintió el licenciado Letona algo así como un grato cosquilleo; pero hombre virtuoso, acostumbrado a vencer los instintos malsanos, ahogó con un acto de voluntad aquella sensual complacencia. –¿Es usted Chepita? –preguntó cortésmente. –Para servir a Dios y a usted. –¿De dónde es usted? –De aquí . –¿Cómo entonces no se le había visto hasta ahora? –Hace años que me fui a vivir a México…allá me casé… Se murió mi marido, que de Dios goce… –Amén. –Y me decidí a regresar a mi tierra. –¿Vive usted sola? –Sí, señor. –¿Qué no tiene usted parientes? –No, señor. –¿Y de qué vive usted? –Coso ajeno y trabajo donde me ocupan. –Eso produce poco, debe usted tener otras ganancias, a juzgar por su traje, sus afeites y su perfume. –No crea, Usía, señor Gobernador, el rebozo me lo compró mi difunto, que de Dios goce… –Amén. 18 19 –El perfume, yo misma lo hago con las florecitas amarillas de los huizaches… me enseñó un italiano, y si viera Usía que es fácil y no cuesta casi nada… El vestido … Tóquelo Usía… es de indiana de a real… Y los afeites, no los uso, pues mis colores, aunque esté mal decirlo, son naturales como puede Usía convencerse si quiere. –No… No es necesario –prosiguió el licenciado próximo al espanto–. Me informan que además usted se pasea por lugares apartados, acompañada de sus amigos, y los recibe por las noches en su casa, donde hay música, vino y baraja. –En cierto modo, no lo han engañado a Usía, y en cierto modo sí… Es verdad que tengo amigos y que salen a pasear conmigo y van a mi casa a divertirse… Son gentes que me han mostrado cariño, y claro, no voy a hacerles un desaire, pero ni en el paseo ni en mi casa hacemos nada malo… Usía puede convencerse, si gusta, yendo a pasar el rato con nosotros. –Gracias… no es para tanto… Probablemente es cierto lo que usted cuenta…. Pero vox populi... vox Dei… –¿Cómo dice Usía? –La voz del pueblo es la voz de Dios, y ésta la condena a usted. Es, pues, absolutamente preciso que deje ese modo un poco estrafalario de vestir, que se ponga una falda más larga y una blusa más alta y se cubra con un rebozo negro; que no salga a la calle sino para diligencias indispensables... nada de paseos ni cosas por ese arte, y menos acompañada... Despida a los amigos, ciérreles definitivamente la puerta de su casa y entréguese al trabajo, que no ha de faltarle, y a las prácticas piadosas, frecuentando los sacramentos y tomando como director espiritual a cualquiera de los reverendos padres de nuestro Señor de San Francisco. ¿Me entiende? –Sí, señor –contestó Chepita compungida, con la cabeza inclinada, los ojos bajos, más colorada que de ordinario y haciendo dobladillo el extremo del rebozo. –Pues de lo contrario –prosiguió el gobernador, poniendo mayor severidad en la voz y marcando las palabras con el índice de la mano derecha–, me veré en el penoso deber de desterrarla, no sólo de la ciudad, sino del estado… Medite lo que le he dicho, y vaya usted con Dios. Chepita se encaminó a la puerta, enjugándose las lágrimas con fino pañolito de seda randado, que esparció más intensamente el aroma de la flor de los huizaches. En el umbral se detuvo, volviéndose al licenciado Letona que puestas las manos en los batientes, se disponía a cerrarlos. –Estoy pensando –le dijo entre sollozos–, que si soy tan mala y perniciosa, que por eso no me quieren aquí, lo mejor es que me vaya, antes de que Usía me destierre…Y esté Usía seguro de que lo haré muy pronto. –¡En ésas nos viéramos, Chepita! –exclamó el licenciado, cerrando la puerta. No se sabe si la guapa Chepita cumplió su propósito de marcharse o se plegó a los consejos del licenciado Letona; pero la frase final de éste: “En ésas nos viéramos, Chepita”, perduró como un modismo local, ahora casi olvidado, para significar el deseo, y al mismo tiempo la duda, de que se verifique una cosa. 20 21 La casa de los espantos José García Rodríguez I Mi amigo Pascual venía cabizbajo evidentemente turbado por grave preocupación. Colgaba de su mano izquierda una sarta de llaves viejas que, por la forma y el tamaño, parecían martillos. –Deseo hablar contigo –me dijo al verme, con tono de voz que confirmaba mi sospecha de que algo extraño le acontecía. Pasamos a mi despacho, y se dejó caer en la silla, con un aire de cansancio y abatimiento. –No sé si te habré contado –continuó– que hace tres meses el dueño de la casa en que vivo me suplicó se la desocupara. Desde entonces no había descansado, buscando una que me conviniera; pero ésta por grande, aquélla por chica, una por húmeda, otra por cara, fue pasándose el tiempo hasta ayer que encontré el número 13 de la calle del Ciprés, exactamente a espaldas de la iglesia de San Javier. La calle es sombría a causa de las paredes de la iglesia, que son muy altas, pero la casa es buena: tiene dos pisos y habitaciones amplias y bien soleadas, aunque las puertas y los techos son muy antiguos… Por las llaves te formarás idea de la edad de la finca. Sonreí a pesar mío, y Pascual adivinó que yo no le dada importancia a lo que me estaba contando. –No te rías –me dijo–. Lo grave es lo que sigue... Esta mañana contraté dos mozos para barrer la casa y cambiarme enseguida. Estaba yo forcejeando para abrir el portón, cuando salió de la casa contigua Basilio González, aquel que fue muchos años conserje del Palacio. –Le conozco –interrumpí. –Y me dijo que no me convenía ocuparla porque espantaban 25 en ella, y asegura que desde la suya se oyen a través de las paredes, pasos, lamentos y ruidos extraños. –Consejas… –Basilio es persona... –Honrada y verídica, convenido; pero la gente de su mentalidad cree a pie juntillas tales historias, y sin la menor intención de hacer mal, las agranda y las propala. –Hablé también con otra vecina, Doña Cuca, la que vende pasteles en los Portales, y me contó exactamente lo mismo. –Pues yo no lo creo. –Bueno, ¿y si resulta cierto? –Se me ocurre una cosa. Tú y yo, acompañados de Blas, mi mozo, que es hombre de pelo en pecho, nos quedaremos en la casa de los espantos, cuantas noches sea necesario para observar lo que ahí sucede. Llevaremos lo necesario, para instalarnos cómodamente, y hasta el ajedrez para matar el tiempo. Si efectivamente espantan, tendremos ocasión de ver algo extraordinario, y entonces, buscas con tiempo otra casa; pero si no espantan o descubrimos algún sainete de “vivos” entonces daremos cuenta de ellos, para eso iremos armados y tú podrías ocuparla ya sin temor alguno. ¿Qué te parece? La cara de mi amigo se despejó como por encanto. –Acepto –me dijo–. Desde esta noche comenzaremos nuestro experimento. –A las nueve en punto te espero con todo listo para la velada. –Convenido. Y recogiendo su gran mazo de llaves, que tintineaban melancólicamente, se marchó Pascual, erguido y ligero con aire bien diferente del que antes tenía. II A la hora fijada, Pascual y yo, seguidos de Blas, que llevaba los útiles, abrimos el recio portón clavadizo de la vieja casa, después de muchos golpes y empellones que resonaban lúgubremente en los aposentos vacíos y en la calleja solitaria, haciendo que algunas caras curiosas asomaran a las ventanas y puertas de la vecindad. 26 Encendimos una lámpara y entramos en el zaguán largo y angosto, a trechos empedrado, y a trechos lleno de hoyancos y piedras que chocaban a nuestro paso como bolas de billar. Desembocaba en un portal de tres arcos y pilares cuadrados. Arrimada a la pared, una escalera de mampostería, con las baldosas desunidas y restos solamente del pasamanos de madera, subía al segundo piso. En el patio se abrían cuatro tenebrosos agujeros, correspondiendo, tal vez, a otras tantas piezas, y medraba un cerrado matorral de hierbas, entre las cuales algunas gigantes sobresalían de los pretiles. Subimos por la escalera hasta el portal semejante al de abajo, pero con los arcos más esbeltos, al que daban las puertas de dos habitaciones que tenían balcón a la calle. En ángulo recto con éstas y comunicadas interiormente, seguían otras tres, y en el fondo de una cocina, desde la cual, por una escalera de adobe, se bajaba al traspatio, también cubierto de hierbazales y lleno de escombros de viejas construcciones derruidas. Al ruido de nuestros pasos, escaparon dos tecolotes del cobertizo que cubría la parte superior de la escalera, y las arañas negras asomadas en los intersticios de los adobes desnudos se replegaron, dejando visibles los extremos de sus patas. Los pisos de tablas ennegrecidas en partes apolilladas, los techos de vigas de marca, las puertas claveteadas, con grandes aldabas y mirillas en los tableros superiores, eran claras señales de la vejez de la finca. Cuando volvimos a las piezas del frente, dirigí hacia el techo la luz de mi lamparilla eléctrica, y alumbré en la viga del centro un rótulo que decía: “Se acabó el año del Señor de 1627”. Seguramente era aquella una de las casas fundadoras de la Villa de Santiago, y a juzgar por su buena construcción, debió de pertenecer a personas de viso. Blas cerró la puerta que daba al portal y las de comunicación de las dos piezas contiguas, pues circulaba por ellas una corriente de aire muy desagradable; tendió una manta en el ángulo más abrigado, para cuando quisiéramos descansar; colocó en el centro la mesa y las sillas que había traído, y se puso a instalar en el suelo su improvisada cocina para hacer café. En esto era Blas extremadamente ducho, por haber sido ranchero y soldado revolucionario, ocupación esta última que abandonó para entrar a mis servicios. 27 –La casa es vieja y destartalada –observé–; pero con macetas, pájaros y gente, cambiará de aspecto. Yo no la encuentro lúgubre ni temerosa, a pesar de su fama. –Yo sí –dijo Pascual–; desde que entramos experimentamos una sensación de ansiedad y temor, difícil de explicar. –Yo estoy chinito –afirmó Blas. –¡Parece mentira –exclamé riendo– que dos hombres maduros y de experiencia se dejen llevar por semejantes aprensiones! Tienen metidos en la cabeza los espantos de que les han hablado, y están haciendo lo posible por verlos. Poco a poco la conversación fue tomando otros rumbos, pero yo notaba que Pascual la seguía forzadamente, participando en ella sólo con monosílabos, y comprendí, por sus divagaciones y silencios, que pensaba en otra cosa y que estaba realmente intranquilo. Blas, levantado desde la madrugada, se había envuelto en un sarape, y sentado en el suelo, dormitaba dando cabezadas. –La conversación no te divierte –dije a Pascual–. ¿Quieres que juguemos una partida de ajedrez? –¡Cómo no! –me contestó, comenzando a poner las piezas en el tablero. Pronto nos enfrascamos en el juego, con esa anulación de todas las sensaciones e ideas extrañas al reducido campo de combate de los pequeños monigotes que tienen la virtud de interesarnos tan hondamente como las luchas de los hombres. Blas se durmió favorecido por nuestro silencio. En el breve regreso a la realidad, que acaece entre la partida que se acaba y la que empieza, oí unas campanadas que no pude contar, pues unas sonaban precisas y claras y otras lejanas y apenas perceptibles, según las variaciones del viento, que a la sazón golpeaba con violencia. Saqué mi reloj, eran las doce. Una ventana interior dio un fuerte golpe que resonó en toda la casa; las maderas crujieron, como si de súbito se hubieran roto; un perro, en algún corral cercano, aulló larga y lastimeramente, y no obstante que todas las puertas estaban cerradas; una ráfaga de aire helado nos caló hasta los huesos. Casi al mismo tiempo advertimos que había una luz en los aposentos contiguos. Pascual, descolorido, con los ojos enormemente abiertos, sin poder articular una palabra, y aferrado con ambas manos a la mesa, trataba inútilmente de levantarse. Llamé a Blas, que acostumbrado a los lances de la revolución, se puso en pie de un salto, empuñando su pistola, pero temblando de pies a cabeza y con la voz entrecortada y trémula. Yo era el más sereno, puesto que no creía que estuviera ocurriendo nada sobrenatural, y tenía la convicción de que todo era obra de algunos pícaros, interesados en mantener la zozobra del vecindario. Les expliqué esto a Pascual y a Blas, pero ellos admitiendo la posibilidad de mi versión, seguían poseídos de un terror angustioso. Por la costumbre de dominarse en el peligro, Blas se sobrepuso a sí mismo, y se dirigió el primero a la puerta del aposento contiguo; lo abrió y vimos que la luz se encontraba en el siguiente. Cogimos del brazo a Pascual que, al fin, había logrado empuñar el arma y ponerse en pie de puntillas y conteniendo el aliento, llegamos a la puerta con las mayores precauciones, nos asomamos a los postigos. Lo que allí pasaba, aunque nada ofrecía de espantoso, por no sé qué fascinación desconocida, nos heló la sangre impulsándonos a huir, pero sujetándonos al mismo tiempo, con una atracción imposible de evitar, como el que cogido a un cable electrizado que le quema y le mata, intenta en vano desasirse. En medio de Pascual y de Blas, yo los sentía temblar, y acaso ellos sentían que yo también temblaba, pues mi entereza de hacía un momento se había deshecho. Yo experimentaba igualmente el horror y el atractivo sobrenatural. Mudos, cogidos unos a otros con toda la fuerza de nuestros dedos crispados, haciéndonos daño sin que nos diéramos cuenta, asomábamos los rostros desencajados por aquellos agujeros que nos descubrían un singular espectáculo. Una claridad vaga y fantástica, como luz de luna velada por niebla tenue, de un tinte violeta desvanecido, iluminaba una estancia amueblada con la serenidad del lujo antiguo. El pavimento alfombrado con luz alcatifa, las puertas ocultas bajo cortinas de terciopelo del mismo color, pero de un tono más claro, los muebles de madera oscura taraceada de nácar, y tapizados los sillones con brocatel de tres altos, eran del estilo español del Renacimiento. Sobre un escritorio, ocho bujías, en dos candelabros de plata, recortaban su flama, acorazonada y rojiza en la lividez de la luz misteriosa. Y súbitamente espesándose la claridad, apareció sentada ante el escritorio, escribiendo serenamente y a veces meciendo con suavi- 28 29 dad la cuna colocada a su vera, una mujer joven y hermosa. Su negro cabello partido por el medio, formaba dos ondas pegadas a las sienes, y cubriendo las orejas, se recogía en la nuca, su traje de tafetán oscuro era ajustado de cuerpo y se ahuecaba en amplísima falda que formaba un semicírculo en torno a la silla. En sus manos blancas, largas y finas, centelleaban los anillos, y cuando alzaba la vista mirando vagamente, quizás para concentrar las ideas, mostraba un rostro dulce y unos ojos benévolos y acariciantes. Escribía sobre una carpeta de tafilete con molduras metálicas, y la pluma de ave corría sin ruido sobre un pliego azul cuyos cantos dorados brillaban a la luz de las bujías. Pascual oprimía mi brazo derecho; yo apretaba fuertemente el brazo de Blas, y los tres mirábamos mudos, con la inmovilidad del terror, y sin poder alejarnos, aquel espectáculo extraño, que, apacible como era, nos erizaba los cabellos y paralizaba los nervios. Abriendo suavemente las cortinas, entró en la estancia un caballero mozo de gallarda presencia; deteniéndose a un paso de la puerta, dejó caer el embozo, y quitándose el sombrero adornado de plumas, descubrió su cabeza cuyo pelo rizado le bajaba hasta los hombros, y dejó ver su rostro moreno de ojos graves, nariz grande, negros bigotes y barba cortada en punta. Vestía capa corta, ropilla y gregüescos de terciopelo leonado, botas de campaña alta, arrugadas de cañón, con escarapela sobre el empeine; y bajo la palma de la mano, brillaba el puño damasquinado del estoque. La dama alzó los ojos, y al verlo hizo un movimiento de sorpresa que dominó prontamente. –Don Gonzalo –dijo con tono firme al caballero–, ¿con qué licencia os atrevéis a venir a mi casa y llegar hasta mi alcoba, y a estas horas? –Me extraña, doña Leonor –contestó con tristeza el caballero–, que después de tanto tiempo como ha no me habéis visto, y no obstante el afecto que de niños, y pienso que aun más tarde, nos profesamos, sólo tengáis para mí un severo reproche… Las voces, aunque claras, parecían veladas u desvanecidas, como las que se oyen en sueños. –Aquellos tiempos pasaron –replicó doña Leonor–. No os digo que me huelgo ni que lo siento… Y la realidad de las cosas es bien diferente de la de antaño... Marcháos, don Gonzalo. –¿Y me dejaréis partir sin una sola palabra de conmiseración, como suelen decirse a cualquiera infortunado que se encuentra al paso? –Idos, don Gonzalo… No manchéis con vuestra presencia, aquí a tales horas, la honra de una esposa y de una madre. Pensad que en los pueblos cortos todos los ojos os miran y todas las lenguas se mueven por vos. –Os aseguro que nadie me ha visto... Vuestro lacayo me ha tomado por su señor. –¿Osáis creer entonces –repuso la dama con altivez, que una mujer como yo, alucinada por sus devaneos de rapaza podría faltar a sus deberes? Os equivocáis, don Gonzalo. –Os juro, doña Leonor, que no he tenido otra intención que veros un instante, por última vez, antes de marchar muy lejos y para siempre… Otro caballero entró bruscamente, avanzando hasta el centro de la alcoba, donde se paró cruzado de brazos y contemplando con irónica mueca a doña Leonor y a don Gonzalo. Aún no era viejo, pero ya había pasado de la juventud, a juzgar por los rasgos firmes de su rostro y por su bigote y barba entrecanos. Su traje era análogo al de don Gonzalo, pero llevaba ferreruelo en vez de capa, sombrero corto de falda y alto de copa, sin adorno de plumas y pendiente del cuello con la cruz de Calatrava. –¡Conque es verdad lo que tanto me han repetido mis amigos! –exclamó con voz sorda y contenido enojo–. ¡Conque es verdad que el perjuicio y la traición me infaman y me asesinan por la espalda! –Mirad, don Pedro… –empezó a decir don Gonzalo. –Nada tengo que mirar. Sólo sé que he hallado a un hombre en la alcoba de mi mujer, y que tales hallazgos piden albricias de sangre. ¡Sacad la espada, don Gonzalo, pues de lo contrario, vive Dios que os mataré como a un perro! Doña Leonor quiso hablar, pero no pudo; soltando la pluma intentó levantarse, y cayó en el asiento desfallecida. Los aceros, chocando, vibraron; los combatientes avanzaban, retrocedían silenciosos, sin descomponerse, como si jugaran, y de súbito don Gonzalo, traspasado el corazón, cayó muerto. Doña Leonor, con los ojos desorbitados, cruzaba las manos en los 30 31 brazos del sillón. Don Pedro llegó a la cuna y alzando al pequeño dormido, lo hirió tres veces con la daga. La madre hizo un grito, un alarido de espanto y de locura y perdió el conocimiento. El caballero la asió por el cuello, y hundiéndole el mismo puñal, se lo dejó clavado en el pecho. –¡Hola, Pascual! –gritó don Pedro. Mi amigo se estremeció al escuchar su nombre y se asió más fuertemente a mi brazo. No acertábamos a hablar, y no podíamos apartar los ojos de aquella escena, que a la vez nos atraía y nos aterraba. Un lacayo se detuvo en la puerta, sin hacer el más ligero gesto de sorpresa, como si ya hubiese previsto lo que allí pasaba. –Ordene Usía –dijo con serenidad pasmosa y aire sumiso, bajos los ojos y los brazos caídos, el más absoluto abandono de la voluntad, no obstante ser un hombre vigoroso, en la madurez de la vida. –Trae herramientas, argamasa y lo que sea necesario para enterrar a estos muertos –ordenó don Pedro. –¿Aquí? –Aquí. Mientras el criado volvía, don Pedro, apoyándose en la pared, con la frente entre las manos, parecía llorar, acaso arrepentido de su crimen. Cuando Pascual llevó lo necesario para el triple entierro, el señor y el criado, trabajando con prisa y destreza, abrieron un hueco a lo largo del muro y metieron en el primero a Don Gonzalo, después al pequeñuelo y, por último, a doña Leonor, sobre la cual arrojó el caballero con desdeñoso ademán, la carpeta de piel donde estaba la carta que doña Leonor escribía. Taparon el hueco con parte de los escombros, y el criado, discretamente, enlució la pared revocada y fue sacando en dos grandes espuertas el cascote y la tierra sobrantes. Todo quedó como antes estaba. Sólo las manchas de sangre, formando en la alfombra zonas más oscuras, eran las únicas huellas del triple delito. –Dirás a quien te interrogue –dijo don Pedro al lacayo –que la señora y el señor se marcharon a México. Nadie se enterará hasta que alguien, con orden mía, venga a encajonar y a llevarse los muebles. Toma –añadió alargándole una bolsa–. De tu silencio depende tu vida, pues a la postre volveremos a vernos. –Se hará como Usía lo ordene –contestó el criado tomando la bolsa–. Usía sabe que sé guardar un secreto. –Lo sé, y por eso me fío de ti. Adiós. –Él acompañe a Usía. El caballero, embozándose, se dirigió a la puerta en que nosotros estábamos, y fue tal nuestro pánico que no pudimos movernos. La luz misteriosa, debilitándose, se extinguió de repente: un aire helado pasó sobre nosotros; las hojas de la puerta nos empujaron hacia los lados; la que daba al portal se abrió suavemente; oímos unos pasos que se alejaban; crujió la barandilla de la escalera; rechinó el portón al abrirse y dio un golpe seco al cerrarse de nuevo. Libres repentinamente de aquella influencia extraña que nos tuvo paralizados, corrimos sin ponernos de acuerdo hacia el balcón, y vimos la extraña silueta de un caballero de otros tiempos que caminaba a lo largo de la calle, perdiéndose en las sombras, reapareciendo en los cruceros lejanos, al atravesar por el círculo de la luz de los faroles y luego hundirse definitivamente en la oscuridad. –¿Qué te parece? –me preguntó mi amigo, sin recobrar todavía su serenidad. –Que tenías razón –le contesté–. Hemos visto algo extraordinario que compensa el mal rato que pasamos. –¿Y ahora? –volvió a preguntar Pascual. –Vámonos –dijo Blas con cierto apresuramiento que delataba su malestar, y recogiendo afanosamente los objetos que había traído. Nos dividimos la carga para bajar más deprisa; mirando con recelo los huecos oscuros de los aposentos abiertos, y salimos a la calle, donde respiramos a pulmón pleno, como el que se detiene después de una ascensión fatigosa. En esos momentos, el reloj de la catedral dio la una. La maravillosa visión sólo había durado unos cuantos minutos que nos parecieron tan largos como toda la noche. –Vendremos mañana –propuse– a sacar a los muertos y darles cristiana sepultura. Así no volverán a aparecerse. –¿Quién asegura que están allí? –Vamos a saberlo, y sabremos si lo que hemos presenciado tiene una base real o es una alucinación provocada por otras cosas. –Para mí que todo es cosa del Diablo –opinó Blas. 32 33 –Vendremos, si quieres –concluyó Pascual–, pero de ninguna manera ocuparé la casa. III Decía así: En la Villa de Santiago, a los 20 días de abril del año del Señor de 1630. Mi adorada madre: desde que tuve la mala noticia de vuestra dolencia, he rogado con ahínco a Dios Nuestro Señor, que os devuelva la salud y os conserve la vida, para mí doblemente preciosa por los sentimientos naturales y propios de ser yo hija vuestra, y por la necesidad que tengo de vuestros consejos y amparo. Vos sabéis que desde el día en que di la mano de esposa a mi señor don Pedro, cediendo a ruegos de mi pobre padre (que Dios tenga en su gloria), si mejoró mi fortuna y fueron satisfechos mis deseos, por lo que mira a las materialidades de la vida, se arruinó mi tranquilidad sosegada de otros tiempos y se acabó para siempre la paz y la alegría de mi ánimo. Don Pedro me espía, me acecha; interpreta todos mis actos en el sentido de sus celos; abre las cartas que me escribís (las solas que recibo) y lee las respuestas que os mando, revuelve armarios y gavetas buscando pruebas de la culpa que me atribuye, y cuando sale a campaña, como ahora que ha ido en persecución de los salvajes, me deja en poder de Pascual, su lacayo, que es más bien carcelero que criado. Cuando nació nuestro hijo, pareció recobrar la confianza; pero eso duró poco tiempo y tornó a la antigua suspicacia, si cabe con más ahínco que antes. Yo lo llevaría todo en paciencia, confiando en la ayuda y la misericordia de Dios, Nuestro Señor, para sufrirlo, si un acontecimiento extraordinario no me hiciese desmayar, llenándome de azoro y sobresalto. Madre mía, don Gonzalo está aquí. Me ha mandado dos billetes con una anciana mendiga a quien suelo socorrer (la misma de que me valgo para enviaros esta carta); me pasea la calle, pretende verme y hablarme. Vos sabéis que entre don Gonzalo y yo solo hubo mutua afición, que no alcanzó, al menos por mi parte, los tamaños de amor; que la sepulté en lo más hondo de mi pecho cuando me casé con don Pedro; que desde entonces no habiendo visto ni hablado a don Gonzalo, mal habré podido alentar sus esperanzas… Pero temo que don Pedro se aperciba y sea ello causa de su perdición y de la mía. Al día siguiente, provistos de lo necesario, volvimos Pascual, Blas y yo a la casa de los espantos. El aposento de las visiones en el que no osamos entrar la noche anterior, después de que aquellas desaparecieron, estaba como la primera vez que lo vimos, lleno de polvo y telarañas; había en la ventana un nido de golondrinas, y al entrar nosotros dos ratones corrieron, atropellándose a meterse en su agujero. Nos pusimos a cavar a lo largo del muro, donde don Pedro y Pascual habían enterrado a los cadáveres, y pronto encontramos el parche de material diferente, que no era muy grueso, y cayó, descubriendo el hueco que vimos hacer la noche pasada. Allí estaban los tres esqueletos. Sacamos primero el de don Gonzalo, que aún empuñaba la espada y tenía un valioso anillo en el dedo meñique de la mano derecha; del fondo extrajimos algunas hebillas herrumbrosas, acaso del sombrero y del cinto, y diez doblas de oro con la efigie del Rey Don Felipe III. Del esqueleto del niño, sólo quedaban las vértebras y el cráneo. Doña Leonor estaba momificada. El cabello y la ropa parecían intactos, la piel amarillenta modelando los huesos, le daba aspecto de una ascética imagen de cera. Aún tenía clavada la daga en el pecho, y en los dedos de la mano derecha aún tenía una sortija con una esmeralda y otra con un grueso brillante. Sus ojos estaban abiertos y con expresión de espanto, y una mueca de angustia torcía su boca. Apenas la movimos y sus vestidos se deshicieron en polvo y colocamos su cuerpo desnudo sobre el pavimento. Allí estaba también la carpeta de piel, de tal modo endurecida, que al abrirla se me quebró entre las manos como si fuera de vidrio. Dentro estaba un papel escrito por doña Leonor, antes azul y ahora de un color indefinible y salpicado de manchas grisáceas. La tinta se había desteñido pero aún era legible. Pascual y yo nos acercamos a la ventana, poseídos de la más viva curiosidad, para leer aquella carta, y aunque con gran dificultad, logramos descifrarla. Aquí terminaba la carta, revelando un rasgo duro y una mancha de tinta, la brusca interrupción de la escritura. Nos 34 35 compungimos un tanto con aquella inesperada revelación de una tragedia pasional, en que las víctimas no habían sido culpables. Mandamos traer dos cajas mortuorias, respetuosamente colocamos en ellas los tres esqueletos, y los llevamos a la iglesia de San Javier, donde un sacerdote les rezó el oficio de los difuntos y los roció con agua bendita. Y en la tarde serena, bajo un cielo donde el púrpura y el oro se desvanecían por instantes, melancólicamente, como todas las cosas buenas y malas de la tierra, dimos sepultura cristiana a aquellos desconocidos de un amor y un dolor que alentaron hace tres siglos. IV Desde aquel día muchas noches seguidas nos quedamos Pascual, Blas y yo en la casa de los espantos, sin que volviésemos a ver a los fantasmas de antes ni a experimentar aquella sensación extraña, que impulsándonos a salir, nos paralizaba todo el tiempo. Tampoco los vecinos volvieron a escuchar los ruidos que tantas veces habían turbado su sueño. 36 El Callejón del Diablo Froylán Mier Narro En el pueblo de San Esteban de la Nueva Tlaxcala, fundado en 1591 junto a la Villa de Santiago del Saltillo, por el capitán Urdiñola, la calleja que andando el tiempo se llamaría del Diablo, estaba formada por casas, huertas y solares pertenecientes a los colonos tlaxcaltecas. Pero causas inevitables iniciaron la penetración de españoles y criollos en el nuevo poblado, y dos siglos más tarde, eran ya numerosos los que vivían en él como dueños o arrendatarios. Uno de ellos, don Juan de Solís, originario de la Villa española, era muy estimado por sus cualidades de hombre decente, cristiano viejo y súbdito leal de la Católica Majestad del rey de las Españas. Tenía sesenta años, aunque bien disimulados por su complexión sana y robusta: estaba casado con una hermosa señora bastante más joven que él, de la que tenía un hijo inteligente y gallardo. Este mozo había cumplido, a la sazón, dieciocho años, estudiaba Humanidades con los padres del Convento de San Francisco, y andaba ya en los primeros escarceos amorosos, aunque todavía inocentes, protegido por las blanduras maternales, a espaldas del padre. Con firmes convicciones y arraigada fe religiosa, que servían antaño para afrontar y vencer las adversidades, con mujer bella y hacendosa, con un hijo aventajado intelectual y físicamente, bienquisto de sus convecinos, en situación económica modesta, pero desahogada, don Juan de Solís poseía elementos bastantes para considerarse dichoso, al menos en cuanto ello es posible a la miseria humana. Pero no era así, por desgracia. El buen caballero había caído en la más torturante flaqueza que puede enseñorearse de un corazón apasionado: la de creer que su esposa le era infiel, que defraudaba el entrañable amor que sentía por ella, y le deshonraba ante la opinión de las gentes. Comenzó por vagas sospechas nacidas no sabía cómo; recurrió luego a los innobles espionajes y estuvo a punto de llegar a las violentas 39 reconvenciones. En vano confesaba humildes culpas y recibía de su confesor repetidas exhortaciones para que dominara una pasión que lo haría perder el alma. Don Juan se proponía la enmienda, pero un impulso secreto, superior a todas sus fuerzas morales, le hacía recaer en aquella obsesión que a veces despertaba en su espíritu propósitos siniestros contra su esposa y contra sí mismo. Una noche, después de las ocho, regresaba a su casa. Era invierno, y todas las puertas estaban cerradas y las calles oscuras y solitarias. Caminaba el caballero pensativo y cabizbajo, sorteando instintivamente los baches y las piedras del arroyo mientras daba vueltas en su imaginación a sus sospechas y a sus proyectos de venganza. De pronto se dio cuenta de que alguien venía tras él. Se detuvo y puso la mano a la espada, pues aunque sabía que la seguridad de las personas y bienes era proverbial en la villa, no estaban por demás las precauciones en medio de aquella soledad y de aquellas tinieblas. El que venía se emparejó con don Juan, le saludó respetuoso y afable, y siguió caminando a su vera. Era un tlaxcalteca, más viejo que joven y vestido modestamente, a usanza de la clase trabajadora. –¿Quién eres? –le preguntó don Juan. –Blas Cázares, servidor de su merced. –Gracias. –Conocí al abuelo y al padre de su merced... Veo con frecuencia al niño don Juan, que, por cierto, es el vivo retrato de su abuelo, y me recuerda lo bueno que era aquel caballero, no agraviando a lo presente. Siempre he tenido cariño por la casa de su merced. –Te lo agradezco, y tengo mucho gusto de haberte conocido… ¿Y qué haces por aquí a estas horas? ¿Vives en este barrio?... –Voy a buscar a un amigo, y después, a mi casa, que es la de su merced, en el Callejón de los Tejocotes. Habían llegado a la esquina de la Calle Mezquite (hoy Carranza) y el callejón cuyo nombre primitivo se ignora y que después se ha llamado Del Diablo. –Volveremos a vernos –dijo don Juan, haciendo ademán de despedirse. –Antes de separarnos –insinuó el tlaxcalteca bajando la voz, no obstante la soledad y silencio de la calle–, quiero decir a su merced una cosa que le interesa. –A ver. –Su merced cavila y sufre porque piensa que su esposa lo engaña. –¿Cómo te atreves –exclamó don Juan con tono severo y altivo– a hablarme así de esas cosas? –Porque quiero a su merced y deseo hacerle un servicio… Dentro de cuatro días le presentaré pruebas claras de que se equivoca, o de que no se equivoca. Una promesa de certidumbre en un sentido u otro, tiene para el celoso atracción irresistible. Ante aquella posibilidad de saber, de calmar definitivamente la duda y la inquietud, se desvaneció la orgullosa susceptibilidad de don Juan, que no experimentó ya otro sentimiento que conocer la verdad cualquiera que fuese. –Sí, señor... Se lo prometo... Nos veremos en esta misma calle y a esta misma hora… que pase su merced buenas noches. Y se apartó, perdiéndose en las sombras. Don Juan se quedó unos minutos inmóvil, como anonadado por la impresión de aquella promesa, sin saber a ciencia cierta si le daría o no crédito. Al fin, echó a andar, llegó a su casa, saludó a su hijo que estudiaba a la luz de un velón, le recomendó no desvelarse demasiado, y se dirigió a la alcoba matrimonial donde su mujer lo esperaba. Desde aquella hora, los cuatro días del plazo fijado por el tlaxcalteca, pusieron al pobre caballero en estado de espantosa ansiedad, que, sin embargo, tuvo la ventaja de absorberle por entero y dar tregua a la acechanza y aplazar las reconvenciones. La noche en que el plazo vencía, caminaba lentamente don Juan de Solís por la misma calle y a la misma hora que la vez anterior, y como entonces, cercado de oscuridad y silencio. ¿Vendría Blas Cázares a hacerle la revelación prometida? ¿Iría a dejarlo en aquella incertidumbre y ansiedad espantosa? Repentinamente surgió de las sombras el tlaxcalteca, como si hubiera brotado de la tierra, y aproximándose a don Juan le dio las buenas noches. –¿Y bien? –preguntó el caballero sin disimular su impaciencia. –Por desgracia –dijo mesuradamente Blas Cázares–, lo que sospechaba su merced es cierto. –¡Las pruebas! ¿Dónde están las pruebas? –exclamó el caballero con un grito ahogado, mezcla de sollozo y rugido de cólera. –Mañana finja su merced un viaje... Vuelva en la noche, y ocúltese en algún hueco próximo a su casa... entre las doce y la una, verá llegar a un hombre de capa larga y sombrero de anchas alas... 40 41 Cuando él esté llamando suavemente a la puerta, podrá su merced, si así lo desea, tomar la debida venganza... volveremos a vernos. El tlaxcalteca se apartó rápidamente de don Juan sin darle tiempo a nuevas interrogaciones. –¡Escucha!... ¡Espera!... El caballero avanzó en seguimiento de Blas Cázares, pero éste, doblando la esquina, había desaparecido. A la mañana siguiente partió don Juan de Solís para Santa María de las Parras, al desempeño de una comisión oficial, que según anunció a su mujer, le ocuparía una semana. Pero apenas salió a despoblado, cuando en vez de seguir adelante, se adentró en un bosque de huizaches, a la vera del camino, y tendiendo su capa en el lugar más espeso y escondido, se tumbó a devanar sus pensamientos y a esperar la noche. ¡Qué alegría la suya si sus sospechas no resultaran ciertas! Pero de lo contrario, ¿perdonaría? ¿Resolvería el problema en forma prudente, separándose de su esposa y yéndose con su hijo a vivir a otra parte? Algo superior a su razón y a sus generosos pensamientos, rechazaba aquellas componendas propias de hombres cobardes y sin honor, pues semejantes agravios sólo con sangre se reparan. Entre alternativas de intentos razonables y descabellados, pero presintiendo que llegado el caso se dejaría llevar por el impulso primordial de furor y venganza, pasaron las horas que le parecían interminables, y al fin cerró la noche, tenebrosa y destemplada, como convenía a sus fines. Por el extremo norte que daba a solares despoblados, a milpas y tierras baldías, entró don Juan en el callejón donde estaba su casa, y se escondió arrimándose al tronco de un nogal corpulento, a dos metros de su puerta. Todo estaba oscuro y callado. Los árboles de las huertas vecinas proyectaban, sobre las tinieblas, masas de sombra más densa. De vez en cuando ladraba algún perro. Las rachas interminables del viento susurraban suavemente moviendo las ramas. Cantó un gallo y muchos otros le contestaron. Era ya más de la media noche, y el caballero comenzaba a cansarse. Unos pasos sonaron a lo lejos y parecía que se acercaban lentamente. Un bulto se dibujó en las sombras, primero confuso, y definiéndose luego como el de un hombre rebozado en larga capa y calado hasta los ojos el sombrero de anchas alas. Se detuvo a la puerta de don Juan de Solís y llamó con tres suaves golpes. El caballero salió rápidamente de su escondite y sepultó su espada en el cuerpo del desconocido que cayó en tierra sin defenderse ni hacer ninguna queja. Casi al mismo tiempo la puerta se abrió; don Juan saltó hacia adentro con la espada en la mano y el rostro transformado por una mueca de salvaje furor. Su esposa corrió hacia la puerta. El instinto de madre adivinó lo que había pasado. Él la siguió sobrecogido. –¡Es mi hijo!... ¡Mataste a mi hijo! –gimió la pobre mujer arrojándose sobre el cadáver ensangrentado. Don Juan acercó el velón al rostro del muerto que había caído con la cabeza apoyada en el umbral. Lanzó un horrible grito, y huyó hacia la calle, como una fiera perseguida. Se había vuelto loco. Algunos meses después recobró la razón y declaró ante un juez la historia de su crimen. Se comprobó que Blas Cázares no había existido nunca en el pueblo de San Esteban ni en la Villa de Santiago del Saltillo. ¿Nombre supuesto? Quizás. ¿Pero quién podía haber tenido motivos suficientes para hacer un mal semejante? La gente creyó que había sido el Diablo, quien celoso de las virtudes de don Juan de Solís, le preparó tan espantosa celada, y nadie dudó de que el enemigo malo campeaba por sus respetos en aquel Callejón que desde entonces tomó su nombre. ¿Continuará frecuentándolo ahora?.... Seguramente no, pues es inverosímil que se encariñe con tan pequeño dominio cuando en los tiempos actuales ya es dueño del mundo. 42 43 El Molino de Belén Froylán Mier Narro Es la creencia general de la presente generación, que el Molino de Belén, cuyas ruinas se encuentran al oriente de la ciudad, fue destruido a causa de los combates librados por aquel rumbo, en épocas revolucionarias. Como a últimas fechas se ha recordado el nombre de un establecimiento que fuera emporio de riqueza y de trabajo en tiempos ya idos, haremos una breve historia del viejo molino, para entrar después en la conseja y la leyenda que corren ahora con misterio y espanto entre aquel populoso vecindario que vive actualmente en sus cercanías. Un rayo fue la causa de que el Molino de Belén se incendiara, convirtiéndose en agrietadas ruinas de caliche, deformes pedazos de hierro retorcido y hacinamientos de piedras y tubos, entre los cuales existe aún la muela, la famosa muela de piedra traída desde Francia para moler el trigo. Y aquellas paredes que fueran nido de palomas, son ahora guaridas de búhos y murciélagos que, atraídos por la soledad, hacen en ellas su morada. En la época revolucionaria el viejo Molino sirvió de parapeto, tanto a las fuerzas federales comandadas por el General Joaquín Mass en 1913, como a las huestes de don Venustiano Carranza, en períodos posteriores; pues era aquel rumbo el que juzgaba más a propósito para atacar a Saltillo los revolucionarios que venían de la Sierra de Arteaga. Una vez, en el año 1914, cuando las fuerzas del Gral. Francisco Coss se acercaron para tomar la plaza, el comandante de las fuerzas federales mandó varios destacamentos para proteger aquel rumbo, mantener los fortines de Carlota y de los Americanos y defender el centro de la ciudad, desde los techos de la catedral de Santiago y Palacio de Gobierno. 47 Bien sabían los federales que no tardaría mucho el ataque. Unos cuantos días después, se acercaron las fuerzas del General Coss a “Las Tetillas”. Muchos soldados revolucionarios, deseosos de ver a sus familiares que vivían cerca del Molino de Belén, se aproximaron con arrojo y valentía hasta el Molino; pero fueron rechazados, después de sangrienta escaramuza. Uno de los soldados federales que resultó herido, se arrastró fuera del Molino, hasta una de las viviendas cercanas a las ruinas, para pedir un vaso de agua. Una mujer de corazón noble, aunque era esposa de uno de los revolucionarios atacantes, no tuvo empacho en atender a la petición de aquel infeliz, y después de darle de beber, se dedicó a la tarea de vendarle la herida. En esos momentos volvieron las huestes revolucionarias a atacar el Molino, con refuerzos suficientes, y lograron desalojar a los que en él estaban parapetados, que se replegaron al centro de la ciudad, a donde ya los atacantes comenzaban a penetrar por otros sectores. El esposo de la buena mujer que atendiera al herido, se dirigió inmediatamente a su casa después del combate, y fue grande su sorpresa al encontrar en ella, al “mocho” aquel, vendado por su esposa: lleno de furor, sacó el marrazo, y se lo enterró en el pecho al soldado federal y a la desdichada mujer que, en su opinión, le había sido infiel. Y cuando las tinieblas cubrían aquellos contornos, se llevó arrastrando los cadáveres hasta el Molino, cavó un foso y echándolos juntos, los cubrió de piedras y tierra. Y enseguida, tal vez arrepentido de su acción, o en un acto de locura, el revolucionario se clavó el marrazo en el corazón, cayendo desplomado sobre la tierra que cubriera los cadáveres de sus dos víctimas. Han pasado los años, en varias ocasiones se ha asegurado que por aquel lugar “espantan”, y para no incurrir en mentira, dejemos a la conseja pública, con todo su sabor, el cuento de los aparecidos del Molino de Belén. Un día conversaban amigablemente los vecinos x y z en la esquina que formaban las calles de Juárez y La Fragua, antes de que iniciara la construcción de la Estación de Saltillo al Oriente, desde cuyo lugar, se apreciaba la silueta del viejo Molino. Una conversación de esas en las que las horas se pasan sin sentir, saboreado uno tras otro los cigarrillos. Noche de abril, tranquila y plácida, de esas noches que invitan más a estar fuera del hogar que revolviéndose en el lecho. La serenidad del ambiente, un aire casi imperceptible que soplaba de Este a Oeste, hicieron que los dos amigos oyeran la campanada del reloj de Catedral dando la una de la madrugada. –Vámonos –exclamaron a un tiempo. Y ya para despedirse, percibieron en medio de la obscuridad, con dirección al Molino, una luz que los obligó a comentar sobre ella. –¿Es el Molino? –preguntó uno de ellos. –Parece; pero más bien creo que están quemando leña en la sierra para hacer carbón –dijo el otro. Se quedaron los dos contemplando fijamente la lucecilla, y vista con más atención, se dieron cuenta de que cambiaba de lugar, yendo de un lado a otro. Hombres avezados a las aventuras nocturnas, parados muchas veces por algún desconocido, a las altas horas de la noche, para preguntarles “qué horas son”, o decirles “présteme su lumbre”, o provocados por algún trasnochador ebrio, no se intimidaron ante el espectáculo que tenían enfrente; pero sin darse cuenta, sus piernas flaqueaban, y no obstante sus esfuerzos para caminar hacia donde estaba la luz, no pudieron hacerlo. Sin embargo, por un buen rato estuvieron pendientes del fenómeno, hasta percibir que una silueta blanca iba unida a la lucecilla. Considérese el espanto de los individuos, el contemplar aquel extraño espectáculo. –Un hilo de frío me corre por las venas –murmuró el más viejo. –Igual me pasa a mí –dijo el más joven. –¿Qué será? Transcurrió un cuarto de hora, sin que ni uno ni otro tomaran determinación alguna; pero algo repuestos del terror, se separaron involuntariamente, y cada quien “ganó para su casa”. Al día siguiente, el sucedido se extendió como reguero de pólvora, por toda la barriada y fue motivo para que la mayoría de los vecinos dijeran que a ellos en otras ocasiones les había sucedido la misma cosa. Pasó el tiempo; el recuerdo de tales sucesos sólo se conservó por las gentes de poco ánimo, que temerosos de presenciar algo semejante, preferían hacer un rodeo por otras calles, para no pasar frente al Molino, cuando a la media noche regresaban a sus casas. 48 49 Pero no termina aquí la leyenda. Pocos años después se inició la construcción de la estación del ferrocarril Saltillo al Oriente, y varios edificios destinados a oficinas cubrieron la fachada del Molino, que ya no pudo verse desde la esquina que forman las calles de Juárez y La Fragua. Los vecinos de aquellos rumbos no tuvieron ya qué hacer un rodeo para ir por no sé qué causa. A un bombero de los que sacan agua de las norias que están a 200 metros detrás del Molino, se le ocurrió pasar frente a las ruinas, es decir, dando vuelta por el costado que ve al Norte. A su espanto y tétrica aseveración dejo el cuento de lo que afirma que le acaeció allá por el año de 1921, pues el sabor de las consejas populares es más agradable cuando va asociado con el rústico lenguaje y la inocencia de quien las narra.“Lector, si crees que es comento, como me lo contaron te lo cuento”. Todavía, en la actualidad, los vecinos aseguran que a media noche, una mujer con manto blanco sale de las ruinas del Molino y camina con paso firme por la banqueta de la barda del hospital, llega hasta el extremo del barandal y regresa, perdiéndose en las espesas sombras de las viejas ruinas. Y las mujeres del “Barrial”, que tan sabrosos comentarios hacen de estos sucedidos, dicen que terminarán las apariciones fantásticas cuando las almas de los protagonistas de la tragedia ocurrida en el Molino de Belén descansen en cristiana sepultura. Pos verá áste…Como a las diez de la noche me estaba empujando unos pulquitos en casa “La Charra”, sin darme siquiera cuenta de que ya era noche pa´ retirarme. Dos o tres canciones me estuvo acompañando “El chueco” con su arpa, y cuando menos lo pensé eran las once y se daba la voz de la “última” para cerrar la cantina. Cada quien de los que estábamos “agarró” pa´su casa y yo pa´ la mía, medio tambaleándome y agarrándome de las ventanas, con estación obligada en las esquinas pa´reponerme un poco y continuar mi camino. Al llegar a la esquina del hoy Hospital de Concentración, dieron las doce, y yo, no sé por qué causas las estuve oyendo marcadamente y repitiendo una a una las campanadas. Poco caso hice ya de la hora y seguí caminando hasta que al llegar al frente del Molino, vi la sombra de un bulto que corría por la carcomida pared de lado Norte de las ruinas. Me espanté, pa´que lo niego, pero me di de valor y seguí por la vereda que a últimas fechas se abrió pa´ ir a donde estaba mi casa, por un lado del rebaje que se hizo pa´sacar el riel. No sé porque voltié pa´atrás y entonces una sombra blanca iba siguiendo a la otra. A mí se me hace, oiga, que eran las ánimas de la mujer del soldado y del revolucionario que los mató y después se mató él mismo. En otra ocasión también devisé una luz desde mi casa. Y la leyenda, conservada por la tradición, ha ido adulterándose cada vez más, y al cabo de tantos años, es ahora motivo de nuevos cuentos y consejas. 50 51 Las Cuevas Froylán Mier Narro El espíritu de los pueblos se forma por sus costumbres y por el medio en que ellos viven, y se transmite de generación en generación, con las leyendas, los cuentos, las historias y los recuerdos personales que forman, a veces, el sabroso tema de conversación de los ancianos. En una de esas delicadas pláticas de sucesos de antaño tuve ocasión de escuchar el relato siguiente: “Desde antes, mucho antes de que todos los que están aquí nacieran, se ha venido festejando año tras año en el mes de agosto la función religiosa de ‘Las Cuevas’, dedicada a la Santa Cruz, como propicia devoción para traer bonanza en las cosechas y ventura y paz a los hogares. En esa fiesta, como en todas las de su clase, nunca han faltado las danzas de matachines, los puestos de fritangas, y frutas regionales, los teñidos de cañas y ‘ruidos de uña’ (cacahuates), las tinajas de atole blanco y champurrado, los carcamanes, las perinolas, las loterías de baratijas, la ‘chuza’ y hasta los expendios de curado. La cucaña o palo ensebado, los cohetes y corredores y tradicionales árboles de pólvora, han completado siempre lo típico de la festividad, para la cual se forma una verdadera romería, sin embargo de que ‘Las Cuevas’ están situadas aproximadamente a dos kilómetros del centro de Saltillo hacia el Sureste en la prolongación de la calle de Las maravillas, después Netzahualcóyotl ahora de Obregón”. Como ustedes saben, ya esta festividad no se celebra con el esplendor y el entusiasmo de antes, y voy a contarles lo que hace muchos años sucedió en una de ellas. Como era costumbre, los preparativos para la festividad se empezaban a hacer desde las primeras horas de la mañana. Las familias se reunían para formar los famosos días de campo en guayines de alquiler o vehículos particulares. 55 Cada familia cargaba con sus canastas llenas de provisiones, algunas mantas y almohadones para sentarse y descansar bajo las sombras de los árboles de las huertas cercanas o en los barrancos del arroyo que está a pocos metros del lugar de la función. Aquella vez, la fiesta se vio un poco desanimada debido a que después de mediodía se empezaban a formar negros nubarrones que al fin desataron en fuerte lluvia, obligando a los vendedores a recoger sus puestos y guarecerse en las humildes casuchas del rumbo. Muchos se quedaron afuera, recibiendo el chaparrón ya debajo de los guayines o a campo raso. Cacahuates, cañas, naranjas y muchas otras cosas cuyos dueños no habían podido recoger a tiempo, fueron arrastradas por la avenida. Los truenos y los rayos, deslumbrantes unos y ensordecedores y crispantes otros, formaban un ambiente de tragedia, pues se sucedían con pequeños intervalos, y el eco retumbante de los primeros en los cerros cercanos juntamente con el aguacero que se transformaba en tormenta, hacía el espectáculo más espantoso. Las mujeres devotas rezaban de rodillas, implorando al Creador, para que hiciera cesar la tempestad. Por doquiera se veían caras con palidez de espanto y se confundían los gritos y lloros de los niños con estruendo retumbante de las descargas eléctricas. Nadie osaba moverse de su lugar para no ser arrastrado por las lodosas aguas que aumentaban constantemente. De pronto, empezó a oírse un sordo ruido que momentos después se convirtió en un ruido ensordecedor. Estaba bajando ya la avenida por el arroyo de las barrancas en cantidad extraordinaria. Ya cerca del oscurecer, aminoró la lluvia, mientras la gente recobraba la tranquilidad, y precipitadas y rugientes, aumentaban las turbias aguas del arroyo que ya en muchos lugares amenazaba desbordarse. La mayoría de los asistentes a la función se acercaron al arroyo para ver el imponente espectáculo de la avenida. De pronto se escuchó un grito unánime de la multitud. Acababan de ver un enorme tronco de árbol arrastrado por la impetuosa corriente y aferrada a sus ramas y con un niño amarrado a la espalda, con el rebozo, una pobre mujer que ya casi sin fuerzas, pedía socorro. Aquel doloroso cuadro conmovió hondamente a don Tiburcio Martínez, quien subiendo rápidamente en su caballo y desama- rrando su reata, salió en vertiginosa carrera por el camino de la Fundición, corrió casi desbocado hasta el callejón del “Chivo”, y fue a pararse sobre el puente recién construido del ferrocarril Coahuila y Zacatecas, arrojó la reata, lazó el árbol en que iba la infeliz mujer con su hijo a cuestas, logrando detenerlo. Desmontó, se hizo a la orilla, enredando la reata a un poste del puente para tirar con más fuerza, sacó a la mujer, ya casi desmayada, con el chiquitín atado a la espalda. Aquel acto heroico de don Tiburcio se extendió por la población y los alrededores, suscitando admiración y alabanzas, y más cuando se supo que la mujer salvada de la impetuosa corriente era la esposa de Santos Martínez, hermano de don Tiburcio, y quiso la Providencia, según decían las gentes, que su cuñado la salvara para unir nuevamente a aquellos hermanos, que por viejas rencillas de familia hacía mucho tiempo que ni siquiera se saludaban. No hace más de cuarenta años de estos hechos. Es posible que aquel niño viva en algún lugar de la tierra y no conozca la historia del hecho por el cual se encuentra actualmente entre los que llevamos a cuestas la cruz de estos tiempos. Y como dato curioso de esta verídica narración, que muchos han de conocer en Saltillo, terminaré diciéndoles que un arriero, aquella misma noche, se encontró en un lugar cercano a “Las Cuevas”, varias cajas duraznos, y dijo celebrando el hallazgo: 56 57 Por eso es bueno que llueva, para cosechar duraznos, y conducirlos en asnos de la Fundición a la Cueva. “Los Galemes” Froylán Mier Narro Tierras prodigiosas estas del norte, dotadas por la naturaleza con abundancia de plata y oro en el corazón de sus sierras, sabrosos y exquisitos frutos en sus campiñas y feracidad en sus selvas. Tierras de leyendas a las que apenas si ha llegado la transformación de las costumbres, al contacto con la civilización de los tiempos modernos. La anécdota de esta narración encierra en sí un capítulo extraordinario y desconocido, pues data de la primera época de la conquista, de lo que se llamó la Nueva Vizcaya. Pocos años después de fundadas las villas de Santiago del Saltillo y de San Esteban de la Nueva Tlaxcala, al oriente de estos pueblos, entre la meseta o planicie que se forma entre la Sierra de Zapalinamé y la cordillera de la Sierra Madre Oriental, a unos cuantos kilómetros del poblado de San Isidro de las Palomas, ahora Villa de Arteaga, existió una fundición de metales, cuyo sitio lleva hasta la fecha el nombre “Los Galemes”. No existe en dicho punto, huella alguna de que haya habido en él poblado de ninguna naturaleza, y su nombre le vino de las viejas paredes y carcomidas chimeneas usadas para fundir minerales de plomo y plata. Se presume que habría entonces por aquellos rumbos alguna o algunas ricas minas de donde se extraían los minerales, para cuyo beneficio se construyeron aquellos “Galemes”. En distintas épocas, los exploradores mineros han pretendido escudriñar las abruptas sierras de la región, con el fin de encontrar tales minas; pero inútil ha sido toda tentativa. Sin embargo, como recuerdo algunas anécdotas, siendo una de ellas a la que me voy a referir. El tiempo ha hecho cambiar la faz del pueblo de Arteaga, y si éste no se ha vuelto activo, laborioso, grande y rico por la minería, 61 se debe a que los ricos yacimientos argentíferos fueron hundidos por algún terremoto o tapados por el egoísmo de sus dueños. Gente “abuzada” y de inteligencia natural, la ha habido y la hay en todas partes. Individuos sagaces aprovechados de la ocasión, tampoco faltan, y mucho menos en el ramo de la minería, protegidos por la codicia o la ignorancia de las gentes, y más de aquellos tiempos en que la sed del oro en un país virgen e inexplotado había dado origen a la casta de trabajadores o no, a los que llamaban “gambusinos”. No sé a las palabras claras cuál pueda ser la etimología, de la palabra, porque no existe en el diccionario de la Academia; pero como se ha venido aplicando a cierta especie de gentes y es usada con frecuencia por los que escriben sobre minería o se dedican a ella, especialmente en México, son ya muy conocidos en el país los sujetos designados por dicha palabra. Uno de tantos, protegido por la sed de oro reinante y conociendo el lado flaco de muchas personas, se había presentado en diferentes ocasiones a algunos ambiciosos de los habitantes de la Villa de Santiago del Saltillo, proponiéndoles la venta de ricas minas de oro y plata. Aquel gambusino, que nada tenía de serlo, mañosamente y con arte poco común se acercó, al fin, a un bien presentado comercio del centro de la Villa para ofrecerle a su dueño una rica veta de mineral, completamente virgen, casi a flor de tierra y con la muy prometedora y modesta ley de 12 libras, de plata por tonelada de mineral, varios gramos de oro y un inverosímil porcentaje de plomo. Veta que él se había encontrado a unos cuantos metros retirado de “Los Galemes”. La codiciosa persona a quien se presentó el gambusino, era más que comerciante, agricultor y se las daba de minero, pues presumía de serlo. Se acerca con él y dándole vueltas al sombrero con las dos manos, le dice muy quedo: –Patroncito, ¿le gustan a usted las minas? –Hombre, le diré a usted, que sí me gustan pero las buenas. –Pues de esas se trata, señor, buena y más buena es la que la Providencia ha puesto en mi camino para premiar mi laboriosidad. –Sí, ¿eh? ¿Conque tiene usted una mina rica? –Sí que la tengo, y muy rica y para más pruebas aquí las tiene en estas piedras que ayer saqué y que no son “gallos”. Y el hombre aquel, que se decía gambusino, metió mano en un morral de ixtle que traía sobre el hombro, según costumbre de esa gente, y sacó algunas piedras pequeñas que dio al hombre de nuestra anécdota, al que como era natural se le quisieron salir los ojos de las órbitas. Era de noche. El comerciante hizo ver al gambusino que, a más de conocer muy poco de minerales, no podía a aquella hora saber si efectivamente aquellas piedras eran buenas. El gambusino le contesta y le dice: –Aquí se las dejo. Véalas mañana. Mándelas ensayar, para que sepa el oro y la plata que tienen. –¡Ah! ¿Oro también contienen? –También oro… ¿Pues usted cree que habría de traerle piedras malas?, si el corazón me dice que hemos de ser ricos, muy ricos y en poco tiempo, porque usted, señor, tiene cara de hombre de bien y estoy seguro que no me engañará; porque si he de decirle verdad, a otros a quienes he hecho ricos, me han engañado; lo que quiere decir que se han hecho ricos con mi trabajo y con mis exploraciones hechas a base de muchos sacrificios, malpasadas y desvelos, pasando fríos tremendos sobre picachos en las sierras. En esta vez creo que usted no me la pegará…Ya verá, patroncito, cuánta riqueza tiene la mina de donde tanta plata sacaron para beneficiarla en “Los Galemes” que están más allá de San Isidro de las Palomas. El comerciante no pudo conciliar el sueño toda la noche. Todo había sido dorado y ya se encontraba con una mina en Bonanza, así es que la somnolencia en que se hallaba lo hacía ver barras de plata y oro por todas partes, como fruto de aquella mina que sin querer le había caído en las manos. Ganas le dieron de hablar del asunto con su esposa, y hasta con sus más íntimos amigos; pero la prevención del gambusino que le había recomendado el secreto, lo obligó a callarlo. Al día siguiente mandó ensayar las piedras y cuando le llegaron las cédulas del ensaye se quedó pasmado al leer lo siguiente: Plata: 15 libras por tonelada Oro: 190 gramos por tonelada Plomo: 65 % Más de cinco veces leyó y releyó la cédula aquella. La dobló, se la metió en el bolsillo cuidadosamente y desde aquel momento no pensó más que en la entrevista próxima con el afortunado, 62 63 maravilloso y honrado gambusino. Pensó en los cuantiosos productos de la mina y llegó hasta ingeniar la forma de quedarse solo con ella. Y aquí sí cabe aquello de que “la codicia rompe el saco”. ¿Quién habría de creer que aquel honrado comerciante pensase en jugarle una mala pasada a aquel pobre trabajador que con tan buena fe y voluntad, espontáneamente había ido a ofrecerle parte de aquel gran tesoro? No dejaba también de pensar que tal vez el gambusino pensaba explotarlo, y preparándose a la defensa, se decía: “Ni un paso daré yo, sin ver antes la mina… Y con mis propias manos sacaré el metal. Y he de ver personalmente el beneficio de los metales”. Y seguía pensando: “Si la mina está cerca… si es nueva y tan rica como parece… yo le compraría su parte a mi socio lo más barato posible, y no se quejará de mí, ya que según él mismo me lo ha dicho, otros sinvergüenzas lo han robado vilmente. En eso estaba cuando llegó el gambusino y le preguntó: –¿Qué tal, patroncito, cómo le salió el ensaye? –No está muy malo que digamos –le contestó maquilladamente, pues no esperaba la pregunta tan de golpe. –Pues me alegro, aunque yo creía que era muy buena, porque las piedras escurren mucha plata y oro. ¿Tiene usted a la mano el papel del ensaye? Y el comerciante con la intención pensada y repuesto de la sorpresa le contestó: –No sé dónde lo he puesto; pero creo, si me acuerdo, son 2 libras por tonelada y unos poquitos gramos de oro. –Bueno, patroncito, ya ve que no lo he engañado, ya con 2 libras de plata por tonelada hay suficiente para hacernos ricos, si encontramos abundante carga. –¿Y cómo ves –le preguntó el comerciante– hay mucho metal allí en la mina? –¿Que si hay?... Si aquello es una bendición, ya verá usted cuando la vea. –¿Y cuándo será esto? –Cuando usted quiera… Iremos mañana. Solo que es preciso ir de noche; porque como no está denunciada la mina todavía y de día no deja de pasar gente por allí, nos podemos exponer a que alguien nos descubra y nos la gane. –Pero hombre, de noche es muy peligroso andar por los cerros… –Peligroso porque teme usted que lo roben; no lleve dinero y no tendrá de qué preocuparse. –Bueno. ¿Cómo hemos de ir? ¿Llevaré uno o dos mozos que nos acompañen? –¡No, señor! Iremos usted y yo nada más. Vamos en un carrito que nos deja a la orilla de San Isidro. Allí nos bajamos y vamos a pie hasta la mina para que usted mismo saque el mineral. –Bueno… Bonito viaje… Le doy mi palabra de honor de que nunca he viajado en esa forma… pero por tratarse de lo que se trata ya me siento con ánimo de hacerlo. Se pusieron de acuerdo de que a las 6 de la tarde llegaría el gambusino con el carrito por él, para irse a San Isidro, y de allí, como se había acordado, a pie, hasta el lugar donde se encontraban los ricos minerales. Se retiró el gambusino. Mientras tanto, el comerciante se quedó pensando en que tal vez había cometido una torpeza, comprometiéndose a ir de noche fuera de la villa y en compañía de un desconocido, y tentado estuvo hasta de fingirse enfermo para no cumplir con el compromiso; pero la codicia lo estiraba en sentido contrario y como se creía descendiente de la raza de Don Pelayo, pues era español, tenía su orgullo, y por tal motivo, sacando fuerzas de quién sabe dónde, se resolvió a enfrentarse con la aventura. Daba el reloj de la capilla las seis. Paró frente a su puerta un carrito tirado por una mula, y al verlo el comerciante, cerró prontamente su establecimiento, sin avisar a nadie, y montó y se fueron rumbo al oriente, por el convento de San Francisco, y pasando por el Barrial, tomaron el camino real hasta San Isidro de las Palomas, a donde llegaron cuatro horas después. De allí, se fueron a pie, en medio de una densa oscuridad, entre piedras y charcos de agua, y a unos cuantos kilómetros de andar se metieron en la sierra hasta la cuesta de “Los Galemes”, cuyas siluetas fueron quedándose un poco atrás, hasta que de repente se paró el gambusino junto a un agujero diciendo a su acompañante: –Ya llegamos, patroncito; si quiere bajaré yo primero para encender la luz y verá nomás… Bajó el minero, quedándole la cabeza un poco más debajo de la boca del hoyo; encendió un cabo de vela de sebo que pegó en una de las piedras salientes de las paredes del pozo, y extendió los 64 65 brazos para recibir en ellos a su compañero hasta que lo puso en el fondo del mismo. –Ya verá usted, patroncito, cuánto metal hay aquí dentro y qué rico... Como nunca se había imaginado usted. Y dándole un pedazo de fierro con aguda punta, lo invitó a que raspase el metal, cuidando de ponerle la mano con la herramienta en cierta mancha que él de antemano había puesto en el hoyo, y recibiendo en su sombrero las piedras que tumbaba el español. Cuando aquel creyó terminada la tarea, es decir, concluida la mancha, vació el contenido del sombrero en un morral, limpiándolo un poco de sustancias extrañas que contenía, es decir, algunas piedras de tepetate y barro seco. Hizo un bulto que entregó a su acompañante, diciéndole en fuerte tono: –Aquí tiene usted el principio de un gran tesoro. Veremos qué me deja a mí que soy su legítimo dueño. Mucho cuidado con jugármela. –Ya te dije que los dos disfrutaremos de esto si el metal es rico. –Le garantizo que este es mejor que el que usted mandó ensayar. Nuevamente el gambusino toma en brazos al español y lo sube a la superficie, yéndose en seguida con dirección al carrito, en el que montaron después de largo caminar, y así volvieron a la Villa de Santiago ya casi a la madrugada del día siguiente, con gran contentamiento del comerciante, quien por lo pronto obsequió al gambusino $5.00 despidiéndose luego, para volverse a ver de ahí a tres días en lo que se conocía el resultado del ensaye. Desde el día siguiente el español ya no supo de su tienda. Se dedicó a machacar piedras todo el día y remitir las muestras a los ensayadores, cuyas cédulas no se hicieron esperar. Y de varias partes a donde las mandó, resultaron leyes semejantes a las del primer ensaye y algunas mucho mejores. Al plazo fijado, se presentó el gambusino en la tienda y fue él quien tomó primero la palabra, diciendo: –Pues mire, patroncito: en primer lugar, los dos seremos parcioneros. Usted será quien me avíe de todo y partiremos por la mitad las ganancias. Y como usted es el que me va a aviar, me dará todo lo necesario para hacer las agencias. Y el español, interrumpiéndolo, le preguntó: –¿Y qué es eso de todo?... –Pues mire: primero me da para pagar mis deudas, quiero decir, las deudas que tengo por la comida, porque no me negará que para buscarla y hacer el hoyo me tardé hartos días, habiendo tenido que abandonar mi trabajo sin ganar salario. Además, los gastos de la posesión, medidas, memorias, y lo necesario para mantenerme con mi familia mientras se nos viene la bonanza y vendemos o beneficiamos los minerales. –¿Y cuánto suma todo eso? –Pues yo creo que con que me dé unos mil pesos por lo pronto, todo está arreglado. Yo correré con los gastos, y con el manejo de los fondos usted se entenderá; yo no le tengo desconfianza; ya será parejo en el reparto. De los productos, usted hará todo, yo para qué lo engaño, no entiendo de números. –Bueno –dice el español–. ¿Y si alguna persona quisiera comprarle su parte? ¿En cuánto la daría? –Pues mire, como mi parte es toda la mina, puesto que todavía soy el único dueño de ella, no la daría por nada; pero si se trata de usted a quien ya estimo y aprecio deveras, le vendería mi parte en unos ocho mil pesos. –Pero hombre, por lo visto, no tiene usted ninguna ambición… –Pues deveras, es poco, patroncito. Esa friolera que le pido por mi parte la repone usted en unas cuantas semanas… Bueno, mire, para que vea que quiero tratar, deme seis mil pesos… –Yo quiero pagarle su trabajo… Que no se hable más del asunto y va a recibir como cinco mil pesos. –¡Arreglados! Es de usted la mina, nomás porque lo aprecio y quiero que sea dichoso con tanto dinero. –Bueno, está bien. Venga mañana por el dinero a las cuatro para que firme el recibo. En la mañana siguiente, almorzando el español con aspecto millonario, le dice a su esposa: –Tienes que darme la llave del ropero para sacar cinco mil pesos que necesito, pues tengo que hacer un pago. –¿Tú pagar dinero? ¿Pero a quién le debes?... –No, mujer, no es que deba, es que hice una compra. –¿Qué, alguna casa? –No, ¡qué barbaridad! Otra cosa mejor. 66 67 –¿Pero hay cosa mejor que comprar una casa? –¡Sí, mucho mejor!... Una mina y en Bonanza. –¿Conque tú has comprado una mina? ¿Pero hay cosa mejor que comprar una casa? Sé de qué mina hablas... andas mal... requete mal. ¿Qué te traes, que la noche pasada te fuiste sin avisar con un desconocido, mal encarado, te montaste en un carro, no sé a dónde te fuiste, pero llegaste hasta la madrugada? –No me hagas reventar... mira las cédulas del ensaye, y allá en la mesa están las piedras que yo mismo saqué de la mina esa noche que me viste salir. Míralas y después dices si el negocio es malo… –¡Es verdad!... Si seré necia, pero también desgraciada... Mira hombre, ese dinero lo pierdes y lo vas a perder sin remedio; no seas tonto. –Bah, nomás eso faltaba. ¿Qué no sabes cuántos paisanos míos se han hecho ricos con minas? Unos en Guanajuato, otros en Zacatecas y otros en Guerrero... –Sí, han hecho fortuna, pero no son tan tontos como tú. –Muchas gracias... –No lo digo por mal. Quiero decir que ellos compraron las minas; las trabajaron solos o acompañados, y con el tiempo, naturalmente, se han hecho ricos con las utilidades… –Pero mujer, tanto mejor para nosotros que comprarnos una mina en Bonanza, rica, virgen, cerquita del pueblo donde vivimos en una mugre de cinco mil pesos. –¿Y llamas mugre a cinco mil pesos, que te has ganado a costa de tanto sacrificio en más de quince años? ¿Cómo sabes que está en Bonanza esa mina? –Porque yo la he visto… –Mina misteriosa que nadie conoce... –Es que yo he arrancado personalmente la plata y el oro de ella. –¿Y cómo se llama la mina? –No lo sé. –¿Ya lo ves, ignorante? Te digo que no compres esa mina. Porque mi corazón me dice que vas a perder el dinero. –Estoy comprometido bajo mi palabra y no puedo dar marcha atrás. –¡Vuelve, vuelve, por tus hijos!... –¡Basta ya!, dame la llave… –Tómala, pero yo me voy de esta casa. El español se fue al ropero, sacó los costales de pesos, se los llevó a su despacho, y allí esperó a que llegara el gambusino, el que en ese momento se presentaba en la tienda. Saludó al español y le pidió el recibo para firmarlo. –Aquí lo tengo, pero faltan algunos requisitos. ¿Cómo se llama? –La abundancia. –¿Qué señas tiene? –Es un pozo de dos metros. Veta de oro y plata, piedra rojiza y plomosa; corre de oriente a poniente y se echa al sur. –Muy bien –dijo el español–. ¿Qué situación tiene? –Cuesta de Zapalinamé, perímetro de “Los Galemes” y, en vista de la falta de propiedades vecinas, quedan fuera las colindancias, hasta en tanto no venga la posesión, que no tardará... Ponga usted mi nombre y yo le pondré la firma... –¿Y cómo se llama usted? –Ambrosio Padilla Valdés. –Ya está. El gambusino puso una cruz en el papel debajo del lugar donde le dijo el español que estaba el nombre. Recibió el dinero y sin contarlo, pues dijo que nunca desconfiaba de los hombres de bien, le devolvió los sacos vacíos al español, después de llenar unos morrales que traía en el coche, y se fue… Al día siguiente el comprador se fue a ver a un conocido minero para suplicarle que le hiciera un proyecto de trabajo. El profesionista comprendió que su amigo había sido víctima de algún gambusino, de los que él sabía que abundaban, y le propuso que antes de todo fueran a verla. Después de mucho trabajo logró convencerlo de que se la enseñara. Fueron, y una vez dentro del pozo, dijo el ingeniero al español: –Usted ha sido burlado de una manera infame. El pobre español se quedó pasmado y no pudo articular palabra. Al fin dijo: –¿Pero cómo es posible? –Sí, señor, aquí no hay metal ni lo ha habido nunca. –No es verdad; yo mismo he arrancado de aquí el que ensayó usted. –¡Ah! Es cierto, aquí hay señas evidentes de que fueron pegadas con barro, intencionalmente, algunas piedras minerales. –¿Y qué, no hay más? 68 69 –No, señor, ya no hay más. Usted debe buscar a ese hombre y exigirle que le devuelva su dinero. –Pero, hombre –dijo el español casi desmayándose–, si no lo conozco, ni sé dónde vive. Y desplomándose el infeliz, apenas murmuró: –Bien me lo decía mi mujer… Y en otras ocasiones también, muy conocidas personas de Saltillo han sido timadas en la misma forma que el gambusino aquel engañara al español con las famosas riquezas de los alrededores de “Los Galemes”. Cuantas exploraciones se han hecho, han sido inútiles; pero el filón de la codicia, explotado por la gente audaz, hizo que una ocasión, y no hace muchos años se le acercara a un presidente municipal un individuo con un morral, dizque lleno de piedras de “Los Galemes”, le sacó cincuenta pesos, y cuando el buen Alcalde mandó ensayar las piedras, resultaron ser de la región de Concepción del Oro, escogidas en la estación de carga y transborde del Ferrocarril Coahuila y Zacatecas. Y en las ruinas de “Los Galemes”, por donde pasaban carretas y carretas cargadas de trigo, maíz y frijol, se aprecia una sentencia: “De estos Galemes viven los tontos que no saben firmar, con el apoyo de los vivos que se dejan engañar”. 70 Mónico Froylán Mier Narro De una truculenta y verídica historia de hechicería, conocieron con todos sus detalles, los habitantes de Saltillo, al correr los años de 1919 a 1921. De los agentes del hotel que más popularidad han tenido en Saltillo, sin duda alguna ha sido Mónico Martínez, que por más de treinta años prestó sus servicios en los hoteles de “La Plaza” y “Coahuila”. De carácter franco, comunicativo y afable, dicharachero y guasón, Mónico era conocido en toda la ciudad, máxime por la circunstancia, muy especial, de haber sido hermano de Crescencio Martínez “El Cácaro”, puntillero de toros de fama internacional, conocido de nombre y apodo en la mayor parte de los cosos taurinos de España, donde su mote era festinado en distintas ocasiones, cuando se presentaba la suerte final para despachar un toro a los mulilleros. Mónico gustaba de conversar diariamente sobre temas de la actualidad; ya fueran estos políticos, la actuación de alguna buena compañía de drama o comedia en los teatros “Morelos” y “García Carrillo”; ya sobre el pomposo casamiento de Zutano o de Mengano o de los funerales de algún ricachón que había abandonado este valle de lágrimas. Se distinguía de los demás compañeros de su oficio, por indumentaria siempre limpia y bien planchada; usaba invariablemente el clásico vestido marino de paño o buen casimir, uniforme semejante al reglamentario de la tripulación de los trenes de pasajeros, con botonadura dorada en el cierre y puños de las mangas doblilladas; cachucha de corta visera, confeccionada del mismo género del vestido, con dos cintas de galón dorado y zapatos de charol siempre muy bien boleados y lustrosos. Por costumbre, y de esto no se conoce la causa, siempre gustaba de ataviarse con amuletos representando diferentes figuras de 73 marcada superstición y números cabalísticos; pues en su leontina, de fino oro amarillo, llevaba una calaverita de hueso con ojos de color rojo, simulados con alguna imitación de granate o rubí, un número 13 como prendedor en el nudo de la corbata, según costumbre de la época, y en la solapa del chaquetín o en la carterita de la bolsa de pecho, exterior, se colgaba un trébol de cuatro hojas, un clavel, una gardenia o una rosa. A la simple vista parecía que su vida se deslizaba tranquila y feliz; pero su aspecto, por demás interesante, demostraba que nada opacaba su existencia en este mundo. Sin embargo, ya tratándolo a fondo y hablando con él sobre temas distintos a la normalidad de las costumbres sociales, se descubría que en su interior poseía un sistema nervioso alterable, cuando las conversaciones llegaban a la broma y sobre asuntos de brujería, hechicería o aparecidos. Él aseguraba saber de muchos sucedidos en la ciudad, en que los espíritus malignos intervenían, y se jactaba de ser uno de los que no temían a los aparecidos; pero era un creyente en hechizos, brebajes y maleficios de brujería, pues él, Mónico, en distintas ocasiones decía haber sido víctima de “las brujas”, a las que profesaba un horror manifiesto. Contaba que una vez una mujer se apoderó de uno de sus retratos, y que lo vio después en una sospechosa casa de barrio no muy santa, colocado en un nicho de encajes entrelazados, cubierto completamente de alfileres clavados en la cabeza y en la región izquierda del pecho, de donde pendía también una chuparrosa disecada. Refería además que llegó a ver volar por las tapias de su casa a las brujas montadas en una escoba, y que las lechuzas nunca abandonaban por las noches los árboles del patio donde él vivía. Estos hechos los narraba con mucha naturalidad, a tal grado que quien los escuchaba se sentía poseído por el maleficio del que creía ser víctima Mónico. Muchas gentes de Saltillo, creyentes o no, al saborear los diferentes aspectos de la hechicería de Mónico, compadecían su estado de nerviosidad tan palpable, y hasta llegaban a pensar que su actitud traspasaba los límites normales y lo creían un loco por momentos. Sólo él sabía lo que pasaba en su interior, pues los médicos que lo habían atendido aseguraban que mal ninguno, de carácter orgánico padecía Mónico; y sus amigos que conocían su carácter lo veían como un vacilador y conceptuaban sus pláticas como mera guasa. Del año de 1919 al año de 1921, el físico de Mónico había perdido mucho de su habitual modo de ser y estaban tan desmejorados su semblante y su aspecto, que varias ocasiones faltaba a su trabajo, causando sorpresa este hecho, pues era muy celoso en el cumplimiento de sus deberes. Una mañana del mes de marzo de 1921, circuló por toda la ciudad la noticia de que Mónico había sido encontrado muerto, flotando en la superficie de la alberca de Altamira, y todo Saltillo se hizo conjeturas sobre la realidad de los hechos, pues éstos eran comentados por cada quien en la forma que mejor le acomodaba, haciendo truculenta y fatídica la narración. A la sazón prestaba yo mis servicios en un periódico de la localidad. Era redactor en “El Coahuila” y me tocó en suerte ser el autor de las informaciones oficiales de tan extraño sucedido. Por unos bañistas, de esos que les gusta el baño de alberca muy temprano, fue descubierto el cuerpo de Mónico, el que ante la fe de la autoridad no presentaba huellas de haber sido asesinado, ni con arma de fuego, ni con instrumento punzocortante; tampoco había sido envenenado. Tenía unos pequeños rasguños en el pómulo izquierdo y raspones en el antebrazo derecho. No había muerto ahogado. Estaba su cadáver con su pantalón azul del trabajo y en mangas de camisa; ésta era blanca y recién planchada, conservaba sólo un zapato, pues el otro su hermana Luisa se había quedado con él en la mano, al pretender detenerlo, cuando lo vio “volar”… ¿De qué había muerto Mónico? Esto nunca se supo ni se ha sabido… Por la calle de Santiago, hoy General Cepeda, hacia el sur, media cuadra antes de llegar al “Ojo de agua” y unas cuantas casas cerca de la “Quinta Altamira”, estaba el domicilio del infortunado agente de hotel. Después de un pequeño zaguán seguía un patio regular en el que había algunos árboles. Más al fondo y pasando una puerta, se destacaba el corral con aspecto de huertecita, pues había algunos árboles frutales, una chayotera y otras matas de ornato. Las bardas que circundaban el corral, limitando la propiedad, no eran altas, ni muy bajas, y pasando dos muros más al fondo y hacia el norte, quedaba la huerta y baños de “Altamira”, en cuya alberca fue encontrado su cadáver. Y si nunca se pudo confirmar la causa de la muerte de Mónico, justo es asentar lo que nos dijera un familiar cercano del 74 75 desaparecido, para dar sabor a su misteriosa, conmovedora y espeluznante muerte. “¡Yo mismo estoy espantado! –dice el primo de Mónico.– Antes de ayer, a las nueve de la noche, ya estando acostado, Mónico se levantó y fue a decirme que no podía dormir porque las lechuzas y las brujas estaban esperando que se durmiera para llevárselo. –No es posible, Mónico –le dije. –Vete a acostar; domina los nervios. Si no duermes, como ya tienes varios días de no hacerlo, no van a ser las lechuzas ni las brujas las que te lleven, sino la muerte misma. Se estremeció y como que quiso llorar y entonces me dijo: ‘Oye, primo, cuídame’. Aunque yo estaba cansado y desvelado, fui a llevarlo a su cama; lo acosté y me senté en una silla, en la única puerta que tenía la recámara donde estaba su cama. No se durmió; pero un buen rato se quedó tranquilo. Después se sentó y desesperadamente soltó un aterrador y destemplado grito: –Las brujas, las lechuzas. ¡Me llevan! No pegó los ojos en toda la noche. Ya en la mañana, como a las nueve, después de tomar una taza de café solo, medio se quedó dormido, despertando como a las once. Le pregunté qué había tenido durante su dormitada y no me supo explicar. Sólo abría los ojos extraviadamente y como que quería recordar algo. Se levantó un rato, se sentó en una silla afuera, en la calle, donde todavía pegaba el sol amarillento que ya se perdía en el poniente y en un rato más se metió a la casa diciendo que aunque no tenía sueño, quería dormir. Yo me fui a cenar a la cocinita y en eso estaba cuando va llegando como un loco y nos dice: ‘¡Las brujas, las lechuzas...! ¡Me quieren llevar las brujas y las lechuzas...!’. Estos constantes arrebatos de Mónico alarmaron notablemente a sus familiares, quienes tomando las medidas en el caso, pusieron en conocimiento de la autoridad los hechos y pidieron auxilio. “Mientras tanto lo convencimos de que eran sus nervios y fue a recogerse nuevamente a su cama”. A las nueve de la noche se presentaron en la casa dos policías con el objeto de conocer los acontecimientos, y Mónico, aún despierto, suplicó, casi en estado de desvarío, a los policías y a su primo que lo cuidaran. Los gendarmes y el primo de Mónico se apostaron en la única puerta que daba a la salida de la recámara donde estaba la cama de Mónico, y como a las once de la noche se dejaron escuchar estrepitosamente los gritos de Mónico: ‘¡Las brujas y las lechuzas me quieren llevar!’ Nuevamente logramos acostarlo, pero antes nos dijo a la policía y a mí: ‘Si no me cuidan… ¡Me van a llevar las brujas!’. “Tanto los policías como yo regresamos a sentarnos en las sillas que teníamos en la única puerta de la recámara…yo no recuerdo haber dormido, pues Mónico hasta las dos o tres de la mañana estuvo muy inquieto, y después un silencio sepulcral... yo creí que estaba dormido y me dormí; los dos policías a mi lado hicieron lo mismo, recargados en las sillas, siempre en la única puerta que daba a la recámara de Mónico... a las seis de la mañana que despertamos, Mónico no estaba en su cama. Ni los dos policías ni yo habíamos sentido que pasara alguien por la única puerta que daba a su recámara y no sé qué decirles más… “Hasta que supe que su cadáver había sido encontrado flotando en la alberca de ‘Altamira’ y que Luisa, mi prima y hermana de Mónico, estaba en estado inconsciente, en el patio, con un zapato de Mónico en la mano”. Algunas investigaciones judiciales y policiacas se hicieron a raíz de esta misteriosa muerte que conmovió por varios días a Saltillo. Sólo se encontró mutismo en los vecinos, que jamás pudieron descifrar la tétrica muerte de Mónico, y por más que las autoridades se esforzaron para recabar informes sobre algunos enemigos que tuviera Mónico, nunca se supo y quedó como hasta ahora, en el misterio la muerte de aquel agente de hotel a quien la conseja asegura se llevaron las brujas y las lechuzas. 76 77 La calle de Las Barras Froylán Mier Narro Es cierto que las leyendas contienen mucho de verdad. Debió ser sencillamente hermoso vivir hace tres siglos en la Villa de Santiago del Saltillo. Los cuentos de la abuela, que ella a su vez había escuchado referir cuando era niña, al lado del brasero familiar en cuyas ascuas se ponía un objeto de fierro cualquiera y unas cáscaras de naranja para evitar los gases nocivos, han pasado de generación en generación, y hoy el progreso de los tiempos actuales los divulga sin que hayan perdido el sabor que tuvieron antaño. Cuéntase que allá por los años del Señor, de mil seiscientos y pico, cuando los conquistadores habían apenas sometido a los indios huachichiles y borrados que habitaban en los alrededores de las nuevas villas española y tlaxcalteca, entre las calles recién formadas, que improvisados constructores habían trazado torcidas y angostas, como hasta hoy se conservan, sin que el paso de los años haya podido variar su estructura, había una que la voz popular llamó “Las Barras”, y que ha sido rebautizada en épocas posteriores con los nombres de héroes correspondientes a las diversas etapas de la política nacional. La calle de Las Barras, que hace algunos años se llamó del Oratorio y ahora es Múzquiz, recibió su nombre primitivo tan original y tan extraño, a causa de una romancesca historia de amor, poder y riqueza. En su porción comprendida entre las calles de Landín y la Purísima, hoy Allende y Zaragoza, vivía una familia española procedente de Real de Catorce, que había venido a radicar a la Villa de Santiago del Saltillo. Mineros, agricultores, oficiales en comisión del gobierno virreinal, la tradición no lo puntualiza; pero sí personas distinguidas y opulentas, comoquiera que las damas, 81 entre las cuales sobresalía una moza, casi una niña, de excepcional hermosura, vestían con elegancia y señorío, y los caballeros tenían porte y modales de personajes de alcurnia. Un día llegó a la Villa de Santiago del Saltillo un grupo de soldados de los tercios del rey, y con ellos un capitán apuesto y galante, a quien todos trataban con deferencia y respeto. La imaginación popular le hacía descendiente del conquistador don Francisco de Urdiñola, nieto del adelantado don Francisco de Ibarra, y hasta pariente muy próximo del Virrey de la Nueva España. Se decía que desempeñaba en las Provincias Internas una delicada misión militar y política; que venía a recibir la gubernatura del Nuevo Reino de León; que traía cédula real para emprender exploraciones y conquistas en el Norte desconocido, y otras personas, desmintiendo tales rumores, aseguran que era un rico mayorazgo de la provincia de Charcas, que empleaba sus años mozos en el servicio del rey, para adquirir honores y merecimientos, satisfaciendo a la vez, el afán de aventuras características de la época, y que pasaba a estas tierras, en días de asueto, con el fin de conocer el mundo, matar osos y ciervos y mediante la caza de indios, aumentar el número de sus esclavos. Nada se sabe de cierto, y ni siquiera ha conservado la leyenda el nombre y los títulos del mozo aventurero desvanecido ante su varonil apostura y ante el atuendo de su porte y de sus hechos que impresionaron de manera exclusiva la imaginación de la gente. Y sucedió que una tarde de agosto, dorada por los resplandecientes rayos del sol cercano al ocaso y humedecida por la lluvia reciente y pasajera, el mozo aventurero regresaba de una entrada en las tierras vecinas. Montaba brioso caballo alazán ricamente enjaezado; vestía armadura damasquinada y venía seguido de un grupo de gallardos jinetes que alzaban nubes de polvo con el braceo de sus cabalgaduras. Pasaba por la calle que después se llamó de “Las Barras”, y la hermosa doncella que había venido del Real de Catorce se hallaba en la ventana atraída por aquel tropel inusitado en el tranquilo silencio de su barrio. El mozo la vio; alzó la visera sobre el casco adornado de plumas blancas y rojas; las miradas de ambos se cruzaron en repentino relámpago y el amor prendió de improviso en sus corazones, con la presteza que solía emplear en aquellos tiempos de pasiones vivas e idealismo ingenuos. Él, retardando el paso del caballo, volvió repetidas veces el rostro para ver a la gentil criatura. Ella permaneció en la ventana, hasta que la cabalgata dobló la próxima esquina. De los paseos por la calle, se pasó a las misivas escritas en papel celeste de filos dorados; de las misivas a las poéticas entrevistas por la reja; a las altas horas de la noche, y enseguida, a las relaciones formales autorizadas por los padres de los enamorados. Y comenzó a correr por la Villa de Santiago del Saltillo la novedad de la boda, que por singulares circunstancias del caso, era un suceso que rompía la monótona tranquilidad de la vida provinciana, con singulares detalles de perfil novelesco. Y una tibia mañana de Otoño, la totalidad de los habitantes de la villa se apiñaban en la calle donde vivía la novia para presenciar el paso de la gentil pareja hasta la capilla de Las Ánimas, donde irían a recibir la bendición nupcial y quedar unidos para siempre. Se tendieron sobre el pavimento, en todo el espacio de la casa a la iglesia, finos tapetes de Persia, sujetos con gruesas y lucientes barras de plata, para que el viento no las moviese. Las puertas y ventanas de la casa, abiertas de par en par, ofrecían a los ojos de la muchedumbre curiosa, artísticos muebles, cortinajes guarnecidos de oro y en tibores de China, profusión de flores aromadas. Sonaba suavemente una música de cuerda y entraban y salían sujetos de todas cataduras, ministriles afanosos y personajes ataviados con severos trajes civiles o brillantes uniformes militares. Se oyó la llamada presurosa de las campanas de la capilla de Las Ánimas, subió el tono de las notas musicales, y los novios salieron seguidos de un numeroso cortejo de caballos y damas suntuosamente ataviadas. Calzas y ropilla con ferresuelo de fino velludo carmesí, gorra de lo mismo adornada con plumas rojas y blancas sujetadas con un broche de diamantes, y espadín de áureo puño incrustado de piedras preciosas, realzaban la gallardía del mozo y la majestad de su porte. Ella apareció toda blanca muellemente arrebujada en el rico brocado que traía del Oriente remoto la Nao de China; abultadas las mangas y ahuecada la falda, guarnecidas de encajes y perlas; prendido a la frente, por diamantina corona, el velo de seda que se le derramaba por los hombros y espalda, como un sutil oleaje de espuma. Y la humildad de sus ojos y la palidez de su rostro contrastaban con la regla de opulencia de su atavío. 82 83 Concluyó la ceremonia; los desposados volvieron por el mismo camino cubierto de orientales alfombras, seguidos del mismo cortejo y entre la compacta valla de gentes curiosas. La servidumbre levantaba tras ellos los tapetes y las barras de plata y cuando éstas fueron depositadas, como brazadas de leña, en los umbrales de la casa un sujeto de noble presencia habló cortésmente a los curiosos, y en nombre de los desposados, les repartió los valiosos lingotes. Y así fue entonces como la calle recibió el nombre de “Las Barras”. 84 El Callejón del Oso Froylán Mier Narro La historia colonial de Saltillo, por todos los conceptos interesante, está íntimamente ligada a los nombres que la tradición, las costumbres y los acontecimientos iban dando a las calles de la nueva villa, a medida que ésta se formaba y crecía. En aquellos tiempos no eran los honorables ayuntamientos quienes bautizaban las calles, los ranchos y los pueblos, sino los mismos hechos de la vida social, que impresionaban el sentimiento y excitaban la imaginación popular. A finales del siglo xviii, el Callejón del Oso, que hasta hoy conserva su nombre, se hallaba en el extremo noreste de la villa, donde empezaban, alterándose, yermos barriales y espesos bosques de huizaches y mezquites que se extendían hasta la falda de la sierra de Arteaga. En ese callejón formado por jacales de palma y una que otra casita de adobe, vivía una familia de menesterales, un matrimonio con dos hijos; un muchacho de diez y ocho años, y una niña de cinco. Eran de oficio caleros. En el cocedor excavado a modo de chimenea, en cercana barranca del arroyo de la Tórtola, un vivo fuego de llama alimentado constantemente, debía arder 24 horas, bajo una bóveda de piedras azules, hábilmente acomodadas, hasta que éstas, reblandeciéndose, se abrieron como bollos de harina. Mientras el padre atizaba la lumbre, el muchacho arrimaba las ramas cortadas en los matorrales vecinos. Y sucedió una vez que cuando ya declinaba la tarde, el mozo, acompañado de la niña, se alejó hasta las orillas del bosque, para arrimar a la caldera la última leña. Juntaba las ramas que había cortado, cuando oyó un grito de espanto. Era de la niña que se había quedado esperándole en un sitio próximo. Corrió a ver qué pasaba y vio que un enorme oso negro estaba destrozando a su hermana. Impulsado por el instinto y el valor de 87 la gente avezada a luchar por la vida, se arrojó sobre la fiera, dándole varios golpes en la cabeza con el machete, obligándolo a dejar el cuerpecito hecho pedazos. La tremenda noticia se esparció prontamente por el vecindario; unos les creían, otros lo ponían en duda y sólo era evidente para los habitantes del barrio que supieron el suceso en labios del mozo y vieron tendido en el jacal de la familia del caldero, el cadáver ensangrentado de la niña. Al día siguiente, unos campesinos de los ranchos inmediatos a la villa hallaron al oso, ya muerto, al borde de un estanque, a donde seguramente le había llevado la sed de la agonía. Desde entonces, aquel callejón se llamó “Del Oso”. 88 El Callejón del Truco Froylán Mier Narro Partiendo de la calle Real, ahora Hidalgo y terminando en la empinada calle del Cerrito, hoy Bravo, como un desafío a la estética y la geometría, está el Callejón del Truco formando manzana con el de la capilla del Santo Cristo, manzana que fue propiedad y morada de uno de los primeros pobladores de la Villa de Santiago del Saltillo, don Santos Rojo. Este callejón, albergue actualmente de cuitas y amoríos, por su recogimiento y falta de alumbrado, tiene también su historia. No encierra ésta precisamente un hecho extraordinario como muchas otras calles de la ciudad, pero nos hemos acordado de él porque casi todos los habitantes de Saltillo desconocen el origen del nombre que aún lleva en la actualidad. Hace poco más de cien años, un individuo de origen francés, y de oficio pastelero, se estacionaba en la esquina norte de la calle de Hidalgo y la Plaza, para vender su mercancía. A la hora de las ánimas exactamente llegaba con sus menesteres de su puesto: una mesita de madera rústicamente terminada, para colocarlo; una canasta de palma tapeteada, llena de pasteles de varias clases, pero todos para ser horneados por el mismo procedimiento y servirlos calientes; un arpillera con carbón vegetal; una tinaja de barro que servía de horno ambulante y que se colocaba sobre el brasero, y un velón de hojalata, sobre un pie de lo mismo, con su depósito de sebo y su mecha de borra de algodón. Muy buenas ventas hacía el pastelero, y llegó a hacerse tan popular su mercancía, que hasta de los lugares más apartados de la ciudad, venían a comprar los exquisitos pasteles que vendía a cinco por un real. Ya estaba muy acreditado el “punto” del hábil pastelero, cuando el alcalde ordenó que se quitara de allí y se pusiera en otra parte, 91 porque daba mal aspecto con su cocina ambulante a la principal plaza de la ciudad. El pastelero se fue con sus menesteres, pero no a un lugar muy distante, pues se instaló en la esquina de la misma calle Real y el callejón que hoy se llama “del Truco”. Este nombre nació del pregón del pastelero: “Pasen marchantes, pasen; aquí hay ricos pasteles y trucos a cinco por un real”. Los “trucos” consistían en una especie de tubos de harina con alguna preparación especial, que al ponerse al fuego, se rellenaban por sí solos de una mezcla de pasta melosa con sabor natural a frutas que era muy degustada y apetecida. Alguien le preguntó al pastelero que por qué los llamaba “trucos”. -¿Le parece a usted poco el truco? –le contestó– de que meta un pedazo de harina dentro de la tinaja y resulte lo que usted está saboreando?”. Desde entonces se conoce aquel callejón con el nombre del “Truco”. Pero lo curioso del caso es que, según se cuenta, sin que yo pueda afirmarlo, el pastelero de los trucos emigró tiempo después de Saltillo, se estableció en la ciudad de México con el mismo negocio y fue uno de los ciudadanos franceses cuyas pérdidas, multiplicadas hasta lo inverosímil, originaron la invasión francesa de 1838, que se llamó “La guerra de los pasteles”. 92 El Pozo de los Caballos Froylán Mier Narro A unos doscientos metros al sur del puente del Dos de Abril, en el arroyo de las barrancas, situado al oriente de la ciudad de Saltillo, existió hasta hace algunos años un pozo que el vulgo bautizó, como antaño se acostumbraba hacerlo, con el nombre de “El pozo de los caballos”, porque a él llevaban los cocheros a bañar sus bestias de tiro, para que aparecieran tirando de los boguecitos, victorias o jardineras, limpias y lustrosas. Nadie más osaba bañarse en aquel pozo cuyas aguas, según era la fama, guardaban en su fondo un misterio. En muchas ocasiones, el Juez de Barrio de los panteones, el Juez de Paz y otras autoridades dieron fe de misteriosos ahogados. Aguas aquellas del Pozo de los Caballos, límpidas y tersas, de suave tranquilidad y sublime indiferencia, que reflejando el azul del cielo ocultaban en el fondo los tentáculos de un demonio insaciable de tragedia. Se cuenta que temerarios bañistas sucumbieron al ser arrastrados y sumergidos por aquel impenetrable misterio, a pesar de su destreza y habilidad, apareciendo después sobre la superficie los cuerpos inermes y rígidos, ahogados por nunca se supo qué causa. Muchos perecieron ahí. Las gentes que conocieron aquel pozo lo veían con horror, le temían y varias leyendas quedaron en él. Refiere la conseja que aquel pozo no fue elaborado por la naturaleza, sino que fue hecho con toda intención por un maligno espíritu, para que le sirviera de trampa y cayeran en él los que retaban con temeraria intrepidez aquella parte de sus dominios. Existen aún por aquel rumbo, ancianos trabajadores de ladrillera, areneros, caleros o lavadores de cascajo, que conocieron el pozo de los caballos en su apogeo como segador de vidas humanas. Cuenta uno de aquellos trabajadores, don Anselmo Valero, que una ocasión estaba cribando arena a unos 100 metros del pozo, poco tiempo después de haberse visto caer una lluvia por 95 el rumbo de La Encantada, cuyas avenidas bajaban y bajaban por el arroyo de las Barrancas, y vio que al pozo se acercan dos mozalbetes de humilde presencia, pero robustos, sanos y fuertes. Tuvieron éstos breve discusión, relacionada, se supo después, con una apuesta para deslindar quién duraría más en el fondo del Pozo de los Caballos, y enseguida los dos se desvistieron, y al mismo tiempo, se tiraron de “clavado” al charco. Esto pasaba muy cerca del mediodía, en pleno verano. El sol brillaba sobre la superficie al parecer tranquilo de las aguas del pozo, pero cuyo fondo siempre ávido de tragedia demostraba una vez más el poder de su fatídica atracción, pues diez minutos después aparecieron flotando los dos cadáveres de los intrépidos bañadores. Don Anselmo corrió a dar parte a la autoridad, que llegó representada por dos gendarmes de caballería, con una camilla, donde pusieron a los muertos. Don “Tacho”, que así cariñosamente se llamaba a don Anselmo Martínez, viejo mayordomo de la ladrillera, refiere también una de tantas y trágicas muertes ocasionadas por el Pozo de los Caballos. La curiosidad de dos muchachos de la escuela Nº.1 en una tarde de “venada” –dice– fue tanta por lo que se decía del Pozo del Arroyo de las Barrancas, que fueron a él, y empezaron por echar ”patitos”, sin la menor intención de bañarse en sus aguas; pero los dos muchachos fueron atraídos por ellas y los dos cuerpos con sus vestidos completos fueron encontrados unas horas después, ahogados y flotando macabramente sobre las barrosas aguas del Pozo de los Caballos. Dice don Tacho que la madre de uno de ellos, casi en estado de locura, prometió terminar con aquella fatídica trampa de agua y así lo hizo. Cuando fue pasando la estación de las lluvias y las corrientes, dejaron de bajar por el Arroyo de las Barrancas. Ocupó cinco hombres en la obra, y con botes y tinas, como quien saca agua de una noria, empezó a vaciar el siniestro pozo, hasta que después de arduo trabajo, logró descubrir el fondo, que tenía una forma desconcertante para ser obra de la naturaleza, pues figuraba perfectamente en una profundidad de tres metros, un enorme cono invertido, donde según la gente imaginativa, se formaba el remolino del demonio para atraer a sus víctimas. La madre de aquel muchacho ahogado continuó con la obra y se dio a la tarea de rellenar aquel hueco con piedras y ramas, y es ahora uno de los tantos charcos, sin que conserve el misterio entrañable y trágico que antes tenía. Una cruz hecha de pino fue colocada en un montón de piedras en medio del charco por aquella señora; pero tal vez las avenidas o la gente quitaron la cruz, y ya no existe el Pozo de los Caballos más que en el recuerdo de su tétrica leyenda. 96 97 El Callejón de La Llorona Froylán Mier Narro La conseja de La Llorona es quizá más antigua que el descubrimiento de América, si es que hemos de dar crédito a los más grandes historiadores de México, quienes al descifrar o traducir los códices mexicanos y escudriñar los viejos pergaminos, dicen que aquel ánima de lúgubres gemidos ha ido encarnando en varias mujeres de nuestra historia mitológica. Sahagún habla en su Historia de una Diosa Cihuacoatl, la que aparecía muchas veces con atavíos de los que se usaban en el palacio Azteca, y que de noche bramaba y voceaba en el aire. “La tradición dice que a la llegada de los conquistadores castellanos y tomada ya la ciudad Azteca por ellos; y muerta ya Doña Marina, la Malinche, contaban que ésta era ‘La Llorona’, que venía a penar del otro mundo por haber traicionado a los indios de su raza, ayudando a los extranjeros para que los sojuzgasen”. Así escribe don Luis González Obregón. Después de presentar en parte, el ánima que sirvió a las abuelitas para dormir pronto a sus nietecillos, habrá que decir que para entrar en nuestra leyenda, que todavía hace cien años, el fantasma blanco, de rostro cubierto por tenue velo, según el decir de las gentes, existía en los pueblos pequeños, asociado a los crímenes pasionales. A los habitantes de Saltillo, también les tocó saborear amargamente las apariciones de “La Llorona”, sobre las gruesas barandillas de los puentes de Tacubaya y Gómez Farías, sobre los tejados y hasta en el pavimento del callejón que llevó su nombre, como una vaga sombra que después de prolongado lamento, desaparecía misteriosamente, esfumándose en el arroyo. Viven aún por los barrios de “Tacubaya”, “El Águila de Oro”, “Bucareli” y “Gómez Farías”, ancianos que conocen esta leyenda y que aseguran haber visto con sus propios ojos y escuchado 101 con sus propios oídos, el fantasma de la túnica blanca y de los lastimeros lloridos. “Yo la vi volar –dice doña Cruz Martínez, que tiene noventa y cuatro años de edad–. La vi deslizarse de un puente a otro a la media noche”. Otros viejecillos aseguran lo mismo; pero el Chino García, de oficio tejedor de frazadas, cuyos hijos viven aún, relataba la aparición de La Llorona, a causa de una aventura de amor, truncada por el destino. Es a Cruz Martínez, a quien vamos a dejar el relato que a ella le hiciera el Chino García. Entre enredaderas de San Diego y yedras, como un nicho de verde musgo, se distinguía la casita de don Zacarías Flores, hortelano en varias huertas del rumbo. Viudo desde hacía tiempo, a consecuencia de una centella que mató a su mujer en la casita de las enredaderas, metida en el arroyo, con su única hija de quince abriles. Paula era el nombre de la moza a quien el vecindario cariñosamente llamaba Pablita. Humildemente vestida, pero con castidad y limpieza, era buscada por las muchachas de su edad para pasearse por las oscuras callejas, solamente hasta las ocho y media de la noche, hora en que la iban a dejar a la puerta de su casa, para no exponerse a los atrevimientos de los borrachines que salían blasfemando de las pulquerías y cantinas cercanas. En varias ocasiones, ya al oscurecer, las muchachas se encontraban paradas en la esquina de una de las calles inmediatas, a un joven de regular vestir, que les dirigía miradas insistentes cada vez que pasaban. Ninguna de ellas sabía a quién; pero pocos días más tarde lo vieron en la puerta de las enredaderas entregando una carta a Pablita, que desde entonces quedó prendada del muchacho sabiendo después que su oficio era herrero artesano, y que él y su padre tenían fama de ser, en la ciudad, los mejores forjadores de barandales y ventanas de tipo colonial. Los amoríos siguieron su curso normalmente y unos cuantos meses después de la promesa de matrimonio, se fijó la fecha de la ceremonia, siendo el 7 de agosto. Corría el mes de julio en sus últimos días. Ya todo estaba listo para el casamiento: había circulado la noticia en todo el vecindario en el que todos los días se comentaba la proximidad del casamiento y se hacían 102 votos por la felicidad de Pablita, a la que profesaban singular cariño por sus buenas maneras, sencillez y carácter dulce y atractivo. A la mejor modista de la villa se le había encomendado la confección de los arreos matrimoniales. Cuando éstos estuvieron en poder de Pablita, recibía ésta frecuentes visitas de sus amistades, que la felicitaban por la elegancia del vestido, de la corona de azahares, del vaporoso velo y las blancas zapatillas de cabretilla importada. Para aquel entonces, ya se verificaban en la Capilla del Señor, las funciones tradicionales del Santo Cristo el 6 de agosto, a las que como ahora, concurría gente humilde de todos los ranchos circunvecinos. Pedro Herrera, que así se llamaba el novio, fue invitado por otros amigos, para que la víspera de sus desposorios se tomaran unos pulques en los puestos de la fiesta del Señor. Pedro no tuvo inconveniente en aceptar, pues no era vicioso, pero sí correcto, y a la hora que se proponía dejaba a sus amigos en la parranda y se retiraba a su casa. Pero el 6 de agosto, entre los amigos que lo invitaron, vio a dos desconocidos de nombre, cuyas fisonomías tenía la certeza de haber visto antes en alguna otra parte; hizo poco caso de aquellos y después de algunos jarros de pulque y algunos tacos y enchiladas, pasaron a los mezcales. Pedro casi perdió el conocimiento con las frecuentes libaciones de néctar del maguey y aquellos desconocidos se ofrecieron a llevarlo para su casa en un cochecito. No fue a la casa de Pedro a donde lo llevaron, sino que, llegando al puente de Gómez Farías, pararon al cochero, se bajaron por la empinada vereda hasta el arroyo, llevando a cuestas a Pedro, y allí abajo, fenomenalmente, lo cosieron a puñaladas, causándole la muerte instantánea. En seguida fueron y adosaron el cadáver en la puerta de las enredaderas y muy tranquilos abandonaron el lugar. Más temprano que nunca se levantó Pablita el 7 de agosto, día en que iba a convertir en realidad su más hermoso sueño. La gente que pasaba por enfrente de la casa, no se daba cuenta de lo que había en la puerta, pues siendo temprano, no había luz suficiente. Además las enredaderas cubrían la puerta con su sombra. Pablita se dirigió al zaguán que daba al arroyo: quitó el tablón que servía de tranca a la puerta, y al abrir ésta, el cadáver de Pedro casi cayó en sus brazos. Ella, al reconocerlo con la ropa ensangrentada y al ver el charco de sangre en la entrada, prorrumpió en lastimero y prolongado grito, que por mucho tiempo resonó en los oídos de quienes lo escucharon. 103 Al grito se levantó el viejo hortelano, padre de la joven… ¿y cuál no sería su espanto al contemplar el cuadro que estaba ante sus ojos? Pablita estaba sin sentido, tirada en los ladrillos y el cadáver de Pedro a unos cuantos centímetros de ella, casi sobre su cuerpo. Momentos después, el zaguancito se llenó de curiosos. A Pablita ya la habían levantado y puesto en su casa, donde las vecinas hacían sus esfuerzos por volverla de su desmayo, lo que lograron minutos más tarde. Pablita quedó en un estado desastroso de nervios y físicamente deprimida. Y conforme pasaban los días, su afección se iba recrudeciendo, hasta que ya sin poder resistir su rara enfermedad ocasionada por la terrible sorpresa que había recibido, murió, y fue vestida con el traje, corona y demás adornos que tenía para su matrimonio. Después se supo quiénes habían sido los autores del crimen, pues se investigó minuciosamente, y de las pesquisas resultó que uno de aquellos que se habían ofrecido para llevar a Pedro a su casa amaba en secreto a Pablita, sin ser correspondido y estaba resuelto a que ésta no se casara con nadie si no era con él. Fue aprehendido y castigado duramente. En los viejos archivos judiciales se guarda la causa instruida contra el morboso asesino. Murió en la prisión atormentado, según dicen, por los remordimientos y sólo queda de esta leyenda la doncella vestida de blanco, que con su velo y corona matrimoniales, llora sobre el arroyo del callejón que se llamó por eso de “La Llorona”. 104 El Callejón de la Delgadina José de Jesús Dávila Aguirre La diabólica imaginación de Edgar Allan Poe, y la narración fantástica de H. G. Wells, pueden ser comparadas a la siniestra historia del “Callejón de la Delgadina” que aquí es narrada con singular vivacidad. Esta historia tiene su origen en un callejón que nace en la antigua calle de San Joaquín, ahora conocida como “Arteaga” y termina en el pequeño arroyo llamado “La Tórtola”, a pocos metros al norte del puente “Gómez Farías”. Este vecindario, junto con el de “El Águila de Oro”, se distinguía de otros por las narraciones espeluznantes de las que fue teatro esta sección del sureste de Saltillo. En 1786, el ayuntamiento llegó a cicatrizar a la calle de San Joaquín, pero en un callejón, que después fue conocido como “La Delgadina”. Allí vivió un carnicero en una casa grande y sombría, que tenía más establos y pesebres que recámaras; por su original estatura, al carnicero lo llamaban despectivamente “El Gigante Severo”, por lo que siempre usaba una camisa y un pantalón, que cambiaba una vez al mes, y sus ropas estaban siempre cubiertas por la grasa de los animales, signos naturales de su negocio. Crisóstomo Sánchez, como así se llamaba, aparentaba tener alrededor de 38 años de edad, y a despecho de su excesivo peso, no parecía ser muy viejo. Se casó con la hija de un portero que estaba viviendo en el mismo vecindario. Se llamaba Isaura Delgado, era mucho menor que él, pero no menos robusta y fuerte. Por su cutis bronceado y su largo cabello trenzado que le llegaba hasta los zapatos, obtuvo el nombre de “La Trenzona”. La pareja era muy popular en el vecindario, pues aparentaban ser muy felices. Los domingos, cuando salían a pasear, su poco común estatura y corpulencia atraían considerablemente la atención. 107 Juan Crisóstomo no era celoso, pero un día sorprendió al “Freidor” (hombre quien le freía) platicando con su esposa. Él no dio mucha importancia a este hecho, pero después los vio teniendo entrevistas en su propia casa. Habiéndole dicho alguien que había algo entre su esposa y el “freidor”, no tardó mucho para comprobarlo, pues por sorpresa una tarde encontró a su mujer en brazos de su amante. Por varios meses “La Trenzona” no fue vista, y los vecinos comentaban acerca de la causa de su desaparición. Muchas gentes estaban acostumbradas a pararse en el umbral de la vieja puerta de la casa de Chagua, y la veían debajo del puente de Tacubaya de rodillas lavando con su pelo trenzado cayendo completamente sobre su espalda. Si nadie supo de su muerte, ¿entonces dónde estaba ella?... Esta pregunta se la hacían seguido los vecinos del callejón, pero ninguno podía encontrar la respuesta adecuada; hasta que una mañana corrió el rumor de que en un ángulo del arroyo de “la Tórtola” había sido encontrado el cuerpo de Isaura Delgado, casi irreconocible, y se dedujo que era Isaura por el extraordinario tamaño y tupido del pelo en completo desorden; ¿qué le había pasado?...la gente preguntaba, y alguien reveló la historia entera del castigo, de una manera muy inhumana y cruel, que el carnicero había dado a la infortunada mujer. Se decía que el marido rencoroso había dejado suspendida a su esposa en un gancho usado para colgar carne, en uno de los más escondidos cuartos de la casa. Después de conservar su colgadura ahí por varios meses, dándole solamente migajas de pan y agua, hasta que comenzó a cambiar su lamentable figura, por su estado de debilidad, la colgó completamente desnuda, por el pelo, dividido en cuatro partes: cada sección amarrada de los cuatro picos del garabato suspendido a una pulgada del suelo, dándole la ilusión de poder tocarlo con los pies... Pasaron días hasta que la pobre mujer llegó a ser esqueleto y murió. Cuando ella fue encontrada, la gente decía que era un montón de huesos envueltos en una amarillenta piel. El carnicero desapareció del pueblo y nadie ha sabido de su paradero. La gente del pueblo empezó a llamar al callejón con el nombre de “La Delgadina”. No se sabe si este nombre fue originado por el apellido de la protagonista de esta historia o por el estado en que la pobre mujer quedó con la cruel venganza de su esposo. 108 Índice “En ésas nos viéramos, Chepita” José García Rodríguez 13 La casa de los espantos José García Rodríguez 25 El Callejón del Diablo Froylán Mier Narro 39 El Molino de Belén Froylán Mier Narro 47 Las Cuevas Froylán Mier Narro 55 “Los Galemes” Froylán Mier Narro 61 Mónico Froylán Mier Narro 73 La calle de Las Barras Froylán Mier Narro 81 El Callejón del Oso Froylán Mier Narro 87 El Callejón del Truco Froylán Mier Narro 91 El Pozo de los Caballos Froylán Mier Narro 95 El Callejón de La Llorona Froylán Mier Narro 101 El Callejón de la Delgadina José de Jesús Dávila Aguirre 107 Leyendas de Saltillo se terminó de imprimir en Coordinación Editorial Dolores Quintanilla en junio de 2011. En su composición se utilizaron fuentes de la familia Carmina.