Untitled - Frank Estrada

Transcripción

Untitled - Frank Estrada
Leyendas de Saltillo
Leyendas de Saltillo
Froylán Mier Narro - José García Rodríguez
José de Jesús Dávila Aguirre
Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
Gobierno del Estado de Coahuila de Zaragoza
Instituto Coahuilense de Cultura
Gobierno Municipal de Saltillo
Instituto Municipal de Cultura de Saltillo
Programa de Desarrollo Cultural Municipal del Estado de Coahuila
Reedición, 2011
© Froylán Mier Narro
© José García Rodríguez
© José de Jesús Dávila Aguirre
Diseño, edición e imagen de portada: Ignacio Valdez
Impreso y hecho en México
ISBN: 978-607-95572-6-3
Para el Gobierno Municipal de Saltillo, la participación de sus habitantes en el ámbito de la cultura y las artes constituye un área
de atención permanente, que amerita ser promovida de manera
eficiente, reconociendo la amplitud de propuestas generadas por la
sociedad civil y buscando ofrecer las alternativas más adecuadas
para concretar el talento y las necesidades de expresión en forma
de productos culturales tangibles, como son los libros.
En este sentido, la reedición de obras clásicas dentro de nuestra
literatura estatal, que al paso de los años resultaron imposibles
de conseguir debido a la ausencia de nuevas ediciones, representa
una actividad de rescate cultural y literario de gran interés para la
Administración que me honro en presidir.
Mi más sincero agradecimiento al Consejo Nacional para la
Cultura y las Artes, al Gobierno del Estado de Coahuila y al Programa de Desarrollo Cultural Municipal, ya que gracias a su apoyo
podemos llevar a cabo la edición y la recuperación de ejemplares
como el que tiene usted en sus manos.
Asimismo, felicito al Instituto Municipal de Cultura de Saltillo
y a su equipo, por el esfuerzo y dedicación con los cuales realizan
sus labores de difusión de la cultura en las más diversas áreas,
siendo una de las más importantes la edición de libros.
En la instancia pública municipal hemos trabajado de manera
profesional y entusiasta para volver a hacer una realidad editorial
la clásica antología Leyendas de Saltillo, del maestro Froylán Mier
Narro, logrando acercarla al público más amplio posible, para así
contribuir al cumplimiento del justo destino de la palabra escrita,
que siempre buscará elevarse y convertirse en una invitación, un
diálogo y un puente que logran multiplicarse en su encuentro con
la imaginación y la sensibilidad de los lectores.
Espero que este histórico volumen sea motivo de gozo e interés
creciente al paso de cada página, amigo lector.
Lic. Jericó Abramo Masso
Presidente Municipal de Saltillo
En 1958, es decir, hace 53 años, Froylán Mier Narro concretó el
recuento impreso más importante que se haya realizado acerca
del sustrato de leyendas orales que han aderezado la existencia y
el día a día de diversas generaciones de saltillenses.
Al paso del tiempo, la versión impresa de Leyendas de Saltillo
pasó a ser un auténtico tesoro por su escasez progresiva; sin
embargo, el legado de sus páginas se mantuvo vivo y vigente
por medio de la relatoría verbal de varios de sus fragmentos. Así,
frente a la dificultad de adquirirse como libro, la colección de historias surgidas de la tradición oral volvía a utilizar el recurso de
la palabra contada en voz alta para mantenerse viva y provocar
las emociones más diversas entre los atentos escuchas infantiles,
juveniles y adultos.
Sin embargo, para asegurar que perviva este tesoro de la tradición y la imaginería de nuestra comunidad, no basta con creer
en su poder de supervivencia a través de la memoria colectiva y
del hábito de contar leyendas sorpresivas o escalofriantes, dada
la gran proliferación de los más diversos productos culturales, la
predominancia actual de los lenguajes audiovisuales y la dinámica
impuesta por las nuevas tecnologías informáticas y recreativas.
Por ello, para el Instituto Municipal de Cultura de Saltillo ha
sido fundamental plantear el rescate editorial de esta colección de
legendarios personajes y situaciones, a fin de asegurar que a través
de su forma libresca puedan persistir también en nuestros días y
en el futuro mediato como un producto cultural tangible, al cual
poder recurrir constantemente para leerlo, citarlo o contarlo a viva
voz, y con ello estremecernos y estremecer a otros.
Quiero reconocer que este tipo de rescate patrimonial no sería
posible sin el interés y la atención permanente que brinda a la
promoción cultural nuestro alcalde Jericó Abramo Masso, a quien
agradezco su gran voluntad y su incondicional respaldo; de igual
forma, también doy gracias por su invaluable apoyo al Instituto
Coahuilense de Cultura, ya que a través del Programa de Desarrollo Cultural Municipal es posible realizar publicaciones como esta
nueva edición de las Leyendas de Saltillo, a más de medio siglo de
haber sido publicadas por primera ocasión.
Que en cada uno de sus recovecos, los actuales lectores encuentren
ese cúmulo de emociones a flor de piel y esas sugerencias suficientes
para valorar de manera diferente y especialmente significativa la
extraordinaria ciudad en la cual tenemos el orgullo de vivir.
Lic. Iván Márquez Morales
Director del Instituto Municipal de Cultura de Saltillo
“En ésas nos viéramos, Chepita”
José García Rodríguez
El licenciado Don José María de Letona, pariente del excelentísimo señor Don Juan Ruiz de Apodaca Elisa López de Letona y
Lazqueti, virrey de la Nueva España, anteponiendo la felicidad de
su país a las preocupaciones y vanidades aristocráticas, abrazó la
revolución encabezada por Miguel Hidalgo, y en calidad de asesor
de guerra o algo por ese arte, acompañó al infortunado caudillo
hasta el fin de su gloriosa aventura. Después de la aprehensión
de los jefes insurgentes, el licenciado Letona no logró preservarse
de las represalias que Don Félix María Calleja del Rey emprendió
–táctica peculiar de los vencedores respecto de los vencidos–,
contra todos los que de alguna manera tomaron parte en la
rebelión fracasada; sufrió prisiones y maltratos, y no hubiera
podido escapar de la muerte sin el protector influjo de su pariente
el prebendado Don Miguel Sánchez Navarro. Pero como se había
afiliado al primer movimiento libertador, el licenciado Letona al
consumarse la independencia por el Plan de Iguala, se convirtió
en personaje político importante, como sucede siempre si triunfa
su causa, no digo a individuos de altas prendas morales, sino a
bastos y vulgares sujetos. Y el 10 de mayo de 1831 asumió el
gobierno de Coahuila, entre la general alegría de los saltillenses
que conocían las grandes cualidades intelectuales y de corazón
de su nuevo gobernante.
Era el licenciado Letona un hombre de su tiempo, de arraigadas
convicciones religiosas, fiel observante de rito católico, apostólico,
romano, de intachable conducta pública y privada, no obstante
su romanesca aventura revolucionaria compartida con generosa
ilusión por muchos hombres de su misma contextura moral,
de cultivado talento, ameno trato y bondadoso carácter que no
perjudicaba a la energía, sino antes bien le prestaba el medio de
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ejercerse con más eficacia y mayor suceso. Y aunque a veces solía
entregarse a prácticas extravagantes –achaque común a todos los
hombres extraordinarios–, durmiendo en un cajón y pasando los
días subido en una higuera de su huerta, semejantes caprichos no
eran en él sino las excentricidades de una personalidad superior,
que por extrañas que parecieran, no mudaban sus sentimientos
ni perturbaban su juicio.
Tenía el licenciado Letona, como todos los hombres de su generación, muy viva la conciencia de la responsabilidad y al recibir
la investidura del poder, sabía que lejos de hacer negocio y satisfacer apetitos –maneras de gobernar que no estaban entonces de
moda–, iba a sacrificar su tranquilidad y sus intereses particulares
a favor del estado, a velar efectivamente por la vida, la honra, la
hacienda y la libertad física y moral de sus conciudadanos. Y se
manejó con tal saber y destreza, que enderezó en breve tiempo
cuanto en las varias incumbencias del gobierno andaba torcido,
particularmente lo que miraba a la seguridad de personas y bienes, pues persiguió el latrocinio a tal grado, que solía abandonar
por la noche su capa española en los bancos de piedra de la Plaza
de Armas sin que nadie se atreviera a llevársela. Los rateros que
habrían logrado escapar a la terrible batida y que seguían haciendo de las suyas a la chiticallando, sabedores de que la fina
prenda era de su señoría –en los pueblos cortos nada se tiene en
secreto–, se guardarían muy bien de tocarla para no dar señales
de vida. Después de la guerra de independencia y los trastornos
políticos que la siguieron, la ciudad de Saltillo había vuelto a su
quietud habitual. Echada en el declive de su loma, ceñida de huertas, oreada por el aire fresco y saludable de la sierra, saboreaba
su vida mansa, sin ambiciones febriles, ni prisas fatigantes… La
misa de alba, el trabajo moderado que daba lo preciso para vivir
sin exigencias ni fantasías, la sabrosa charla de los estrados, los
yantares sobrios, el santo rosario al anochecer y la paz del sueño
cuando la campana mayor daba la queda y se oían los primeros
pitos de los serenos… Nada turbaba el sosiego de los ánimos, si
no era a veces el eco de las contiendas lejanas y el temor de las
correrías de los salvajes. Ricos y pobres sabían mutuamente de
memoria, y sin que se enfriaran las cordialidades del trato ni la
estima verdadera, las murmuraciones de los unos a expensas de
los otros eran sabrosas y entretenidas. Todo se sabía mediante
un sistema de información, que mal año para los más perfectos
de los tiempos modernos. La vida de los pacíficos saltillenses semejaba un juego de cartas donde nadie puede llamarse a engaño,
sin astucias que valgan ni estratagemas que sirvan.
La manera de vivir de los hombres y las mujeres, sobre todo
si pertenecían a las clases pudientes, era observada en todos sus
aspectos, aun en los más íntimos y secretos, por el fisgoneo de
sus convecinos, y nada podían hacer bueno ni malo, que no
saliera a luz corriendo en el acto, como el agua que se desborda,
por todos los recovecos de la ciudad. Claro que se cometerían
los pecados veniales y hasta mortales, y como seres humanos
muchos sucumbirían ante las tentaciones del demonio pero se
temía al escándalo y en tales casos, la maledicencia bajaba la voz
o se callaba del todo, para no pregonar el mal ejemplo.
Y sucedió por entonces un acontecimiento inesperado que
turbó la monotonía del vivir saltillero, como un ruido estridente
en un silencio grato, como una canción alegre en la paz de un
monasterio… Chepita apareció en Saltillo... Andaba, al parecer
entre los veinticinco y los treinta años. En su rostro ovalado y
moreno los ojos oscuros de largas pestañas tenían temblores de
luz, como las piedras preciosas; los labios acorazonados y rojos
se abrían en perenne sonrisa; los cabellos castaños y partidos por
el medio, perfilando la frente, en cuya tersura trazaban las cejas
su curva impecable, se pegaban en ondas las sienes y formaba
en la nuca un abultado moño; la gentil cabeza se erguía sobre
las armoniosas líneas de un cuerpo gallardo, cuyos movimientos
aunaban la distinción y la gracia; el traje de colores vivos, de estilo
más bien popular que señoril, pero sencillo y correcto, dejaba ver
bien los pies calzados con zapatillas de tacón alto, y cubríale el
busto un rebozo tornasol terciado con garbo.
Las primeras veces causó, más que todo, sorpresa; pero días
después cuando pasaba Chepita repicando rítmicamente con
los tacones sobre las losas de las aceras, los vecinos salían a las
ventanas, los transeúntes se paraban, las horteras desatendían
el despacho para verla pasar, y en el Parián las “puesteras” tlaxcaltecas, hablando en su viejo idioma, se disputaban el gusto
de regalarle las mejores manzanas y las rosas más lindas. Un
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domingo que Chepita fue a misa de once, los fieles, desatendiendo la santa ceremonia, no hacían otra cosa que volverse
disimuladamente a verla, a pesar de que ella se mantuvo con la
corrección y el respeto debidos a la casa del Señor, y nadie rezó a
derechas las oraciones finales, por salir en tropel a pararse en la
puerta y admirar de cerca a la inquietante “fuereña”. Las señoras principales, sólo por conocerla, visitaban a las vecinas de las
calles que sabían frecuentaba Chepita, y después de mirarla con
avidez, como miran las mujeres cuando aman y cuando odian,
hablaban de ella despectivamente juzgándola más que bonita,
escandalosa, pues vestía de un modo deshonesto y andaba por
todas partes y a todas horas, a veces sola y a veces acompañada,
que no se sabía cuál de ambas cosas fuese la más vituperable. Las
autoridades que se lo consentían estaban faltando a su deber. Chepita, como todas las mujeres, percatándose al vuelo de quienes la
miraban con afecto y simpatía, les pagaba en miradas y sonrisas
amables; daba conversación a los que se atrevían a acercársele,
que pronto fueron muchos; llegaba con facilidad a la confianza
y a las bromas, y no se extrañaba de una frase imprudente, ni
se enojaba por una proposición atrevida. No tardó mucho en
saberse que hacía excursiones a las huertas, al cerro del Pueblo
y hasta la Boca de San Lorenzo, en compañía de amigos, y que
en su casa, próxima al crucero de las calles del Mezquite y de los
Sauces, se reunían jóvenes, hombres maduros y viejos verdes a
tocar la guitarra, cantar, bailar y jugar a las cartas, amén de lo
que no era posible que saliese a flor de agua.
Las damas de campanillas, pertenecientes a las cofradías y
otras asociaciones piadosas del lugar, a quienes indudablemente
competía el derecho moral de velar por las buenas costumbres,
pusieron las hablillas en conocimiento del señor cura, pidiéndole
consejo, y el señor cura se las comunicó al gobernador, suplicándole arbitrase el remedio. El licenciado Letona, respetuoso como
el que más de los derechos ajenos, solicitó informes de algunos
de sus amigos, que por alternar con toda laya de gentes, podrían
estar mejor informados; pero como se los dieran contradictorios,
por ser los unos enemigos y los otros parciales de la guapa moza,
comisionó a un corchete de su entera confianza para que, vigilando de cerca la casa de Chepita, indagara la verdad de las cosas. No
fue de provecho la medida, pues el espía sólo pudo informar al
gobernador lo que éste ya sabía, que la visitaban Fulano, Mengano
y Zutano, que hacían dentro bastante mitote de música, charla,
cantos y risas, y que al sonar la queda, salían los que habían
entrado y Chepita cerraba su puerta y apagaba la luz; que si más
tarde regresaban algunos, ello no le constaba, pues no habiendo
sido iluminado el barrio y estando la casa tan cerca de la esquina,
que volver a ésta y entrar en aquélla, era todo uno, sólo parándose
en la misma puerta –para lo cual no estaba autorizado–, podría
saberse si había entradas y salidas clandestinas. El licenciado
Letona se hallaba perplejo, pues si aquella señora se ponía en
una nota de color subido en el higiénico medio tono de la vida
saltillera, él, como gobernante no podía atropellar los derechos
de nadie ni proceder en detrimento de persona alguna, por humilde o despreciable que fuera, sino en los casos de un delito bien
comprobado o de una transgresión ostensible de la moral y las
buenas costumbres. Meditaba resuelto a esperar mejor coyuntura
para emplear medidas de rigor, cuando un día, al llegar a su casa
un tanto fatigado por estarse en verano y venir de cuesta arriba
a pie –el oficio no daba en aquellos tiempos para usar coche–, su
mujer le condujo a la alcoba matrimonial, revelando en actitud
disgusto y preocupación. Y tras cerrar la puerta, le anunció que
iba a comunicarle algo muy grave relativo a Paquito.
Por aquel entonces, era éste su único hijo varón, muchacho de
doce años, bien desarrollado y guapote, carrilleno, de grandes ojos
garzos, rojos los mofletes, rubio el cabello, naturalmente ondulado,
y unas gruesas y bien hechas pantorrillas, que para sí las quisieran
las chicas mejor dotadas. A pesar de su edad, aún andaba de corto
y siempre al cuidado de una nana indígena –cara de ídolo, trenzas
sueltas por la espalda, rebozo azul, enaguas plegadas y zapatos
de gamuza–, y ella lo desnudaba en la noche para meterlo en la
cama, lo levantaba y lo vestía, lo llevaba a la escuela y lo acompañaba a todas partes, cogiéndolo de la mano para atravesar las
calles, y evitándole comer golosinas a deshoras, ensuciarse la ropa
y amistarse con chicos de dudosas costumbres.
–¿Pero qué es ello? –preguntó ansiosamente el licenciado Letona.
–Figúrate que esta mañana, cuando el niño regresaba de
la escuela, lo encontró esa Chepita, esa mala pécora que tanto
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escándalo mueve sin que tú la reprimas, cosa que ya te tiene a
mal todo mundo…
El licenciado pretendió hablar, tal vez para disculparse; pero
la señora, con un gesto, le indicó que esperara.
–Y acercándose a él –continuó la dama–, le acarició la cara
y el pelo, le dijo que el gobernador tenía un hijo muy chulo, le
dio un par de besos en las mejillas y le regaló un cucurucho de
caramelos…
El licenciado, alzando las manos que tenía apoyadas en las
rodillas, hizo un ademán de desolación.
–Y es lo más grave que el niño desde la mañana, no habla
sino de Chepita; afirma con un fuego, que yo no le había conocido, que es bonitísima, y simpática, y cuando la nombra,
se ruboriza hasta la raíz del pelo. Se enfurruñó y me dio una
respuesta grosera cuando le advertí que Chepita es una mujer
vulgar, de malos sentimientos, y que no merece la estimación de
las personas decentes.
–¿Cuál es la respuesta?
–Que las señoras que vienen a casa son más vulgares y malas,
porque sin ser tan guapas como Chepita, ni andar tan limpias
como ella, se pasan el tiempo murmurando unas de otras, y a
pesar de que meriendan y comen aquí muchas veces, a él nunca
le han dado ni un pedazo de charamusca.
Leve sonrisa de satisfacción por la agudeza del chico, iluminó
la faz preocupada de ambos esposos, y alivió pasajeramente la
solemnidad de la escena.
–¿Y la nana qué dice? ¿Acaso no pudo evitarlo?
–La nana –replicó irónicamente la señora–, se muestra también encantada, y jura y perjura que las caricias que Chepita
hizo al niño nada tienen de malo, y que esa perdida es preciosa
y muy buena.
–Se pondrá remedio –afirmó el licenciado, ya convencido.
–Pero pronto, hijo mío, para que la cosa no pase a mayores; no por
Paquito, que ya sabré yo cómo me las arreglo para evitar esa clase de
encuentros, sino por los demás que están o pueden estar en pecado,
y también por el buen nombre de tu gobierno. Acabo de consultar al
padre guardián y al señor cura, y ambos opinan que no dejes pasar
más tiempo sin aplicar a esa mala mujer el correctivo que merece.
Aquella misma tarde dio orden el gobernador para que a la
mañana siguiente se llamara a Chepita. El licenciado Letona que
había estado en la guerra y tratado trascendentes negocios con
personajes de viso y peligrosos bandoleros, ante la proximidad
de su entrevista con aquella moza vulgar, sentía sin saber por
qué causa, una molestia recóndita, una indefinible inquietud
que, enervándole, no le permitían concentrar su atención en sus
labores habituales. Cuando abrieron la puerta para dar paso a
Chepita, penetró precediéndola un aroma suavísimo que recordó
al licenciado Letona el de la flor de los huizaches en primavera.
Indicó a Chepita un asiento y fingió que leía el oficio, para tener
tiempo de serenarse y observar a hurtadillas a la terrible diablesa.
De su callado examen sacó por consecuencia que la fama se había
quedado corta, pues en verdad, era bella la moza y tenía, además,
un singular atractivo. Allá por las honduras de su ser masculino,
sintió el licenciado Letona algo así como un grato cosquilleo; pero
hombre virtuoso, acostumbrado a vencer los instintos malsanos,
ahogó con un acto de voluntad aquella sensual complacencia.
–¿Es usted Chepita? –preguntó cortésmente.
–Para servir a Dios y a usted.
–¿De dónde es usted?
–De aquí .
–¿Cómo entonces no se le había visto hasta ahora?
–Hace años que me fui a vivir a México…allá me casé…
Se murió mi marido, que de Dios goce…
–Amén.
–Y me decidí a regresar a mi tierra.
–¿Vive usted sola?
–Sí, señor.
–¿Qué no tiene usted parientes?
–No, señor.
–¿Y de qué vive usted?
–Coso ajeno y trabajo donde me ocupan.
–Eso produce poco, debe usted tener otras ganancias, a juzgar
por su traje, sus afeites y su perfume.
–No crea, Usía, señor Gobernador, el rebozo me lo compró
mi difunto, que de Dios goce…
–Amén.
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–El perfume, yo misma lo hago con las florecitas amarillas de
los huizaches… me enseñó un italiano, y si viera Usía que es fácil y
no cuesta casi nada… El vestido … Tóquelo Usía… es de indiana de
a real… Y los afeites, no los uso, pues mis colores, aunque esté mal
decirlo, son naturales como puede Usía convencerse si quiere.
–No… No es necesario –prosiguió el licenciado próximo al
espanto–. Me informan que además usted se pasea por lugares
apartados, acompañada de sus amigos, y los recibe por las noches
en su casa, donde hay música, vino y baraja.
–En cierto modo, no lo han engañado a Usía, y en cierto modo
sí… Es verdad que tengo amigos y que salen a pasear conmigo
y van a mi casa a divertirse… Son gentes que me han mostrado
cariño, y claro, no voy a hacerles un desaire, pero ni en el paseo
ni en mi casa hacemos nada malo… Usía puede convencerse, si
gusta, yendo a pasar el rato con nosotros.
–Gracias… no es para tanto… Probablemente es cierto lo que
usted cuenta…. Pero vox populi... vox Dei…
–¿Cómo dice Usía?
–La voz del pueblo es la voz de Dios, y ésta la condena a usted.
Es, pues, absolutamente preciso que deje ese modo un poco estrafalario de vestir, que se ponga una falda más larga y una blusa más
alta y se cubra con un rebozo negro; que no salga a la calle sino
para diligencias indispensables... nada de paseos ni cosas por ese
arte, y menos acompañada... Despida a los amigos, ciérreles definitivamente la puerta de su casa y entréguese al trabajo, que no ha
de faltarle, y a las prácticas piadosas, frecuentando los sacramentos
y tomando como director espiritual a cualquiera de los reverendos
padres de nuestro Señor de San Francisco. ¿Me entiende?
–Sí, señor –contestó Chepita compungida, con la cabeza inclinada, los ojos bajos, más colorada que de ordinario y haciendo
dobladillo el extremo del rebozo.
–Pues de lo contrario –prosiguió el gobernador, poniendo
mayor severidad en la voz y marcando las palabras con el índice
de la mano derecha–, me veré en el penoso deber de desterrarla,
no sólo de la ciudad, sino del estado… Medite lo que le he dicho,
y vaya usted con Dios.
Chepita se encaminó a la puerta, enjugándose las lágrimas con
fino pañolito de seda randado, que esparció más intensamente
el aroma de la flor de los huizaches. En el umbral se detuvo,
volviéndose al licenciado Letona que puestas las manos en los
batientes, se disponía a cerrarlos.
–Estoy pensando –le dijo entre sollozos–, que si soy tan mala
y perniciosa, que por eso no me quieren aquí, lo mejor es que
me vaya, antes de que Usía me destierre…Y esté Usía seguro de
que lo haré muy pronto.
–¡En ésas nos viéramos, Chepita! –exclamó el licenciado, cerrando la puerta.
No se sabe si la guapa Chepita cumplió su propósito de marcharse o se plegó a los consejos del licenciado Letona; pero la frase
final de éste: “En ésas nos viéramos, Chepita”, perduró como un
modismo local, ahora casi olvidado, para significar el deseo, y al
mismo tiempo la duda, de que se verifique una cosa.
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La casa de los espantos
José García Rodríguez
I
Mi amigo Pascual venía cabizbajo evidentemente turbado por
grave preocupación. Colgaba de su mano izquierda una sarta de
llaves viejas que, por la forma y el tamaño, parecían martillos.
–Deseo hablar contigo –me dijo al verme, con tono de voz que
confirmaba mi sospecha de que algo extraño le acontecía.
Pasamos a mi despacho, y se dejó caer en la silla, con un aire
de cansancio y abatimiento.
–No sé si te habré contado –continuó– que hace tres meses el
dueño de la casa en que vivo me suplicó se la desocupara. Desde
entonces no había descansado, buscando una que me conviniera;
pero ésta por grande, aquélla por chica, una por húmeda, otra
por cara, fue pasándose el tiempo hasta ayer que encontré el
número 13 de la calle del Ciprés, exactamente a espaldas de la
iglesia de San Javier. La calle es sombría a causa de las paredes
de la iglesia, que son muy altas, pero la casa es buena: tiene dos
pisos y habitaciones amplias y bien soleadas, aunque las puertas
y los techos son muy antiguos… Por las llaves te formarás idea
de la edad de la finca.
Sonreí a pesar mío, y Pascual adivinó que yo no le dada importancia a lo que me estaba contando.
–No te rías –me dijo–. Lo grave es lo que sigue... Esta mañana
contraté dos mozos para barrer la casa y cambiarme enseguida. Estaba yo forcejeando para abrir el portón, cuando salió de
la casa contigua Basilio González, aquel que fue muchos años
conserje del Palacio.
–Le conozco –interrumpí.
–Y me dijo que no me convenía ocuparla porque espantaban
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en ella, y asegura que desde la suya se oyen a través de las paredes,
pasos, lamentos y ruidos extraños.
–Consejas…
–Basilio es persona...
–Honrada y verídica, convenido; pero la gente de su mentalidad cree a pie juntillas tales historias, y sin la menor intención
de hacer mal, las agranda y las propala.
–Hablé también con otra vecina, Doña Cuca, la que vende
pasteles en los Portales, y me contó exactamente lo mismo.
–Pues yo no lo creo.
–Bueno, ¿y si resulta cierto?
–Se me ocurre una cosa. Tú y yo, acompañados de Blas, mi
mozo, que es hombre de pelo en pecho, nos quedaremos en la
casa de los espantos, cuantas noches sea necesario para observar lo que ahí sucede. Llevaremos lo necesario, para instalarnos
cómodamente, y hasta el ajedrez para matar el tiempo. Si efectivamente espantan, tendremos ocasión de ver algo extraordinario,
y entonces, buscas con tiempo otra casa; pero si no espantan o
descubrimos algún sainete de “vivos” entonces daremos cuenta
de ellos, para eso iremos armados y tú podrías ocuparla ya sin
temor alguno. ¿Qué te parece?
La cara de mi amigo se despejó como por encanto.
–Acepto –me dijo–. Desde esta noche comenzaremos nuestro
experimento.
–A las nueve en punto te espero con todo listo para la velada.
–Convenido.
Y recogiendo su gran mazo de llaves, que tintineaban melancólicamente, se marchó Pascual, erguido y ligero con aire bien
diferente del que antes tenía.
II
A la hora fijada, Pascual y yo, seguidos de Blas, que llevaba los
útiles, abrimos el recio portón clavadizo de la vieja casa, después de
muchos golpes y empellones que resonaban lúgubremente en los
aposentos vacíos y en la calleja solitaria, haciendo que algunas caras
curiosas asomaran a las ventanas y puertas de la vecindad.
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Encendimos una lámpara y entramos en el zaguán largo y
angosto, a trechos empedrado, y a trechos lleno de hoyancos y
piedras que chocaban a nuestro paso como bolas de billar. Desembocaba en un portal de tres arcos y pilares cuadrados. Arrimada a la pared, una escalera de mampostería, con las baldosas
desunidas y restos solamente del pasamanos de madera, subía al
segundo piso. En el patio se abrían cuatro tenebrosos agujeros,
correspondiendo, tal vez, a otras tantas piezas, y medraba un
cerrado matorral de hierbas, entre las cuales algunas gigantes
sobresalían de los pretiles.
Subimos por la escalera hasta el portal semejante al de abajo,
pero con los arcos más esbeltos, al que daban las puertas de dos
habitaciones que tenían balcón a la calle. En ángulo recto con éstas
y comunicadas interiormente, seguían otras tres, y en el fondo de
una cocina, desde la cual, por una escalera de adobe, se bajaba al
traspatio, también cubierto de hierbazales y lleno de escombros
de viejas construcciones derruidas. Al ruido de nuestros pasos,
escaparon dos tecolotes del cobertizo que cubría la parte superior
de la escalera, y las arañas negras asomadas en los intersticios de
los adobes desnudos se replegaron, dejando visibles los extremos
de sus patas. Los pisos de tablas ennegrecidas en partes apolilladas,
los techos de vigas de marca, las puertas claveteadas, con grandes
aldabas y mirillas en los tableros superiores, eran claras señales
de la vejez de la finca. Cuando volvimos a las piezas del frente,
dirigí hacia el techo la luz de mi lamparilla eléctrica, y alumbré en
la viga del centro un rótulo que decía: “Se acabó el año del Señor
de 1627”. Seguramente era aquella una de las casas fundadoras
de la Villa de Santiago, y a juzgar por su buena construcción,
debió de pertenecer a personas de viso.
Blas cerró la puerta que daba al portal y las de comunicación de
las dos piezas contiguas, pues circulaba por ellas una corriente de aire
muy desagradable; tendió una manta en el ángulo más abrigado,
para cuando quisiéramos descansar; colocó en el centro la mesa y las
sillas que había traído, y se puso a instalar en el suelo su improvisada
cocina para hacer café. En esto era Blas extremadamente ducho, por
haber sido ranchero y soldado revolucionario, ocupación esta última
que abandonó para entrar a mis servicios.
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–La casa es vieja y destartalada –observé–; pero con macetas,
pájaros y gente, cambiará de aspecto. Yo no la encuentro lúgubre
ni temerosa, a pesar de su fama.
–Yo sí –dijo Pascual–; desde que entramos experimentamos
una sensación de ansiedad y temor, difícil de explicar.
–Yo estoy chinito –afirmó Blas.
–¡Parece mentira –exclamé riendo– que dos hombres maduros
y de experiencia se dejen llevar por semejantes aprensiones! Tienen
metidos en la cabeza los espantos de que les han hablado, y están
haciendo lo posible por verlos.
Poco a poco la conversación fue tomando otros rumbos, pero
yo notaba que Pascual la seguía forzadamente, participando en
ella sólo con monosílabos, y comprendí, por sus divagaciones y
silencios, que pensaba en otra cosa y que estaba realmente intranquilo. Blas, levantado desde la madrugada, se había envuelto en
un sarape, y sentado en el suelo, dormitaba dando cabezadas.
–La conversación no te divierte –dije a Pascual–. ¿Quieres que
juguemos una partida de ajedrez?
–¡Cómo no! –me contestó, comenzando a poner las piezas
en el tablero.
Pronto nos enfrascamos en el juego, con esa anulación de todas
las sensaciones e ideas extrañas al reducido campo de combate
de los pequeños monigotes que tienen la virtud de interesarnos
tan hondamente como las luchas de los hombres. Blas se durmió
favorecido por nuestro silencio. En el breve regreso a la realidad,
que acaece entre la partida que se acaba y la que empieza, oí unas
campanadas que no pude contar, pues unas sonaban precisas y
claras y otras lejanas y apenas perceptibles, según las variaciones del viento, que a la sazón golpeaba con violencia. Saqué mi
reloj, eran las doce. Una ventana interior dio un fuerte golpe que
resonó en toda la casa; las maderas crujieron, como si de súbito
se hubieran roto; un perro, en algún corral cercano, aulló larga
y lastimeramente, y no obstante que todas las puertas estaban
cerradas; una ráfaga de aire helado nos caló hasta los huesos. Casi
al mismo tiempo advertimos que había una luz en los aposentos
contiguos. Pascual, descolorido, con los ojos enormemente abiertos, sin poder articular una palabra, y aferrado con ambas manos
a la mesa, trataba inútilmente de levantarse. Llamé a Blas, que
acostumbrado a los lances de la revolución, se puso en pie de un
salto, empuñando su pistola, pero temblando de pies a cabeza y
con la voz entrecortada y trémula. Yo era el más sereno, puesto
que no creía que estuviera ocurriendo nada sobrenatural, y tenía
la convicción de que todo era obra de algunos pícaros, interesados
en mantener la zozobra del vecindario.
Les expliqué esto a Pascual y a Blas, pero ellos admitiendo
la posibilidad de mi versión, seguían poseídos de un terror angustioso. Por la costumbre de dominarse en el peligro, Blas se
sobrepuso a sí mismo, y se dirigió el primero a la puerta del
aposento contiguo; lo abrió y vimos que la luz se encontraba en
el siguiente. Cogimos del brazo a Pascual que, al fin, había logrado
empuñar el arma y ponerse en pie de puntillas y conteniendo
el aliento, llegamos a la puerta con las mayores precauciones,
nos asomamos a los postigos. Lo que allí pasaba, aunque nada
ofrecía de espantoso, por no sé qué fascinación desconocida, nos
heló la sangre impulsándonos a huir, pero sujetándonos al mismo
tiempo, con una atracción imposible de evitar, como el que cogido
a un cable electrizado que le quema y le mata, intenta en vano
desasirse. En medio de Pascual y de Blas, yo los sentía temblar,
y acaso ellos sentían que yo también temblaba, pues mi entereza de hacía un momento se había deshecho. Yo experimentaba
igualmente el horror y el atractivo sobrenatural. Mudos, cogidos
unos a otros con toda la fuerza de nuestros dedos crispados, haciéndonos daño sin que nos diéramos cuenta, asomábamos los
rostros desencajados por aquellos agujeros que nos descubrían
un singular espectáculo.
Una claridad vaga y fantástica, como luz de luna velada por
niebla tenue, de un tinte violeta desvanecido, iluminaba una estancia amueblada con la serenidad del lujo antiguo. El pavimento
alfombrado con luz alcatifa, las puertas ocultas bajo cortinas de
terciopelo del mismo color, pero de un tono más claro, los muebles
de madera oscura taraceada de nácar, y tapizados los sillones con
brocatel de tres altos, eran del estilo español del Renacimiento. Sobre
un escritorio, ocho bujías, en dos candelabros de plata, recortaban
su flama, acorazonada y rojiza en la lividez de la luz misteriosa.
Y súbitamente espesándose la claridad, apareció sentada ante el
escritorio, escribiendo serenamente y a veces meciendo con suavi-
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dad la cuna colocada a su vera, una mujer joven y hermosa. Su
negro cabello partido por el medio, formaba dos ondas pegadas a
las sienes, y cubriendo las orejas, se recogía en la nuca, su traje de
tafetán oscuro era ajustado de cuerpo y se ahuecaba en amplísima
falda que formaba un semicírculo en torno a la silla. En sus manos
blancas, largas y finas, centelleaban los anillos, y cuando alzaba
la vista mirando vagamente, quizás para concentrar las ideas,
mostraba un rostro dulce y unos ojos benévolos y acariciantes.
Escribía sobre una carpeta de tafilete con molduras metálicas, y la
pluma de ave corría sin ruido sobre un pliego azul cuyos cantos
dorados brillaban a la luz de las bujías.
Pascual oprimía mi brazo derecho; yo apretaba fuertemente el
brazo de Blas, y los tres mirábamos mudos, con la inmovilidad del
terror, y sin poder alejarnos, aquel espectáculo extraño, que, apacible como era, nos erizaba los cabellos y paralizaba los nervios.
Abriendo suavemente las cortinas, entró en la estancia un
caballero mozo de gallarda presencia; deteniéndose a un paso de la
puerta, dejó caer el embozo, y quitándose el sombrero adornado
de plumas, descubrió su cabeza cuyo pelo rizado le bajaba hasta
los hombros, y dejó ver su rostro moreno de ojos graves, nariz
grande, negros bigotes y barba cortada en punta. Vestía capa
corta, ropilla y gregüescos de terciopelo leonado, botas de campaña alta, arrugadas de cañón, con escarapela sobre el empeine;
y bajo la palma de la mano, brillaba el puño damasquinado del
estoque. La dama alzó los ojos, y al verlo hizo un movimiento
de sorpresa que dominó prontamente.
–Don Gonzalo –dijo con tono firme al caballero–, ¿con qué
licencia os atrevéis a venir a mi casa y llegar hasta mi alcoba, y
a estas horas?
–Me extraña, doña Leonor –contestó con tristeza el caballero–,
que después de tanto tiempo como ha no me habéis visto, y no
obstante el afecto que de niños, y pienso que aun más tarde, nos
profesamos, sólo tengáis para mí un severo reproche…
Las voces, aunque claras, parecían veladas u desvanecidas,
como las que se oyen en sueños.
–Aquellos tiempos pasaron –replicó doña Leonor–. No os digo
que me huelgo ni que lo siento… Y la realidad de las cosas es bien
diferente de la de antaño... Marcháos, don Gonzalo.
–¿Y me dejaréis partir sin una sola palabra de conmiseración,
como suelen decirse a cualquiera infortunado que se encuentra
al paso?
–Idos, don Gonzalo… No manchéis con vuestra presencia,
aquí a tales horas, la honra de una esposa y de una madre. Pensad que en los pueblos cortos todos los ojos os miran y todas las
lenguas se mueven por vos.
–Os aseguro que nadie me ha visto... Vuestro lacayo me ha
tomado por su señor.
–¿Osáis creer entonces –repuso la dama con altivez, que una
mujer como yo, alucinada por sus devaneos de rapaza podría
faltar a sus deberes? Os equivocáis, don Gonzalo.
–Os juro, doña Leonor, que no he tenido otra intención que
veros un instante, por última vez, antes de marchar muy lejos
y para siempre…
Otro caballero entró bruscamente, avanzando hasta el centro
de la alcoba, donde se paró cruzado de brazos y contemplando
con irónica mueca a doña Leonor y a don Gonzalo. Aún no era
viejo, pero ya había pasado de la juventud, a juzgar por los rasgos
firmes de su rostro y por su bigote y barba entrecanos. Su traje
era análogo al de don Gonzalo, pero llevaba ferreruelo en vez
de capa, sombrero corto de falda y alto de copa, sin adorno de
plumas y pendiente del cuello con la cruz de Calatrava.
–¡Conque es verdad lo que tanto me han repetido mis amigos!
–exclamó con voz sorda y contenido enojo–. ¡Conque es verdad
que el perjuicio y la traición me infaman y me asesinan por la
espalda!
–Mirad, don Pedro… –empezó a decir don Gonzalo.
–Nada tengo que mirar. Sólo sé que he hallado a un hombre
en la alcoba de mi mujer, y que tales hallazgos piden albricias de
sangre. ¡Sacad la espada, don Gonzalo, pues de lo contrario, vive
Dios que os mataré como a un perro!
Doña Leonor quiso hablar, pero no pudo; soltando la pluma
intentó levantarse, y cayó en el asiento desfallecida.
Los aceros, chocando, vibraron; los combatientes avanzaban,
retrocedían silenciosos, sin descomponerse, como si jugaran, y
de súbito don Gonzalo, traspasado el corazón, cayó muerto.
Doña Leonor, con los ojos desorbitados, cruzaba las manos en los
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brazos del sillón. Don Pedro llegó a la cuna y alzando al pequeño
dormido, lo hirió tres veces con la daga. La madre hizo un grito,
un alarido de espanto y de locura y perdió el conocimiento. El
caballero la asió por el cuello, y hundiéndole el mismo puñal, se
lo dejó clavado en el pecho.
–¡Hola, Pascual! –gritó don Pedro.
Mi amigo se estremeció al escuchar su nombre y se asió más
fuertemente a mi brazo. No acertábamos a hablar, y no podíamos apartar los ojos de aquella escena, que a la vez nos atraía
y nos aterraba.
Un lacayo se detuvo en la puerta, sin hacer el más ligero gesto
de sorpresa, como si ya hubiese previsto lo que allí pasaba.
–Ordene Usía –dijo con serenidad pasmosa y aire sumiso,
bajos los ojos y los brazos caídos, el más absoluto abandono de
la voluntad, no obstante ser un hombre vigoroso, en la madurez
de la vida.
–Trae herramientas, argamasa y lo que sea necesario para
enterrar a estos muertos –ordenó don Pedro.
–¿Aquí?
–Aquí.
Mientras el criado volvía, don Pedro, apoyándose en la pared,
con la frente entre las manos, parecía llorar, acaso arrepentido de
su crimen. Cuando Pascual llevó lo necesario para el triple entierro, el señor y el criado, trabajando con prisa y destreza, abrieron
un hueco a lo largo del muro y metieron en el primero a Don
Gonzalo, después al pequeñuelo y, por último, a doña Leonor,
sobre la cual arrojó el caballero con desdeñoso ademán, la carpeta
de piel donde estaba la carta que doña Leonor escribía. Taparon
el hueco con parte de los escombros, y el criado, discretamente,
enlució la pared revocada y fue sacando en dos grandes espuertas
el cascote y la tierra sobrantes. Todo quedó como antes estaba.
Sólo las manchas de sangre, formando en la alfombra zonas más
oscuras, eran las únicas huellas del triple delito.
–Dirás a quien te interrogue –dijo don Pedro al lacayo –que la
señora y el señor se marcharon a México. Nadie se enterará hasta
que alguien, con orden mía, venga a encajonar y a llevarse los
muebles. Toma –añadió alargándole una bolsa–. De tu silencio
depende tu vida, pues a la postre volveremos a vernos.
–Se hará como Usía lo ordene –contestó el criado tomando la
bolsa–. Usía sabe que sé guardar un secreto.
–Lo sé, y por eso me fío de ti. Adiós.
–Él acompañe a Usía.
El caballero, embozándose, se dirigió a la puerta en que
nosotros estábamos, y fue tal nuestro pánico que no pudimos movernos. La luz misteriosa, debilitándose, se extinguió
de repente: un aire helado pasó sobre nosotros; las hojas de la
puerta nos empujaron hacia los lados; la que daba al portal se
abrió suavemente; oímos unos pasos que se alejaban; crujió la
barandilla de la escalera; rechinó el portón al abrirse y dio un
golpe seco al cerrarse de nuevo. Libres repentinamente de aquella influencia extraña que nos tuvo paralizados, corrimos sin
ponernos de acuerdo hacia el balcón, y vimos la extraña silueta
de un caballero de otros tiempos que caminaba a lo largo de la
calle, perdiéndose en las sombras, reapareciendo en los cruceros
lejanos, al atravesar por el círculo de la luz de los faroles y luego
hundirse definitivamente en la oscuridad.
–¿Qué te parece? –me preguntó mi amigo, sin recobrar todavía
su serenidad.
–Que tenías razón –le contesté–. Hemos visto algo extraordinario que compensa el mal rato que pasamos.
–¿Y ahora? –volvió a preguntar Pascual.
–Vámonos –dijo Blas con cierto apresuramiento que delataba su
malestar, y recogiendo afanosamente los objetos que había traído.
Nos dividimos la carga para bajar más deprisa; mirando con
recelo los huecos oscuros de los aposentos abiertos, y salimos a la
calle, donde respiramos a pulmón pleno, como el que se detiene
después de una ascensión fatigosa. En esos momentos, el reloj
de la catedral dio la una.
La maravillosa visión sólo había durado unos cuantos minutos que nos parecieron tan largos como toda la noche.
–Vendremos mañana –propuse– a sacar a los muertos y darles
cristiana sepultura. Así no volverán a aparecerse.
–¿Quién asegura que están allí?
–Vamos a saberlo, y sabremos si lo que hemos presenciado tiene
una base real o es una alucinación provocada por otras cosas.
–Para mí que todo es cosa del Diablo –opinó Blas.
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–Vendremos, si quieres –concluyó Pascual–, pero de ninguna
manera ocuparé la casa.
III
Decía así:
En la Villa de Santiago, a los 20 días de abril del año del Señor
de 1630.
Mi adorada madre: desde que tuve la mala noticia de vuestra dolencia, he rogado con ahínco a Dios Nuestro Señor, que os devuelva
la salud y os conserve la vida, para mí doblemente preciosa por
los sentimientos naturales y propios de ser yo hija vuestra, y por
la necesidad que tengo de vuestros consejos y amparo. Vos sabéis
que desde el día en que di la mano de esposa a mi señor don Pedro,
cediendo a ruegos de mi pobre padre (que Dios tenga en su gloria),
si mejoró mi fortuna y fueron satisfechos mis deseos, por lo que
mira a las materialidades de la vida, se arruinó mi tranquilidad
sosegada de otros tiempos y se acabó para siempre la paz y la
alegría de mi ánimo. Don Pedro me espía, me acecha; interpreta
todos mis actos en el sentido de sus celos; abre las cartas que me
escribís (las solas que recibo) y lee las respuestas que os mando,
revuelve armarios y gavetas buscando pruebas de la culpa que
me atribuye, y cuando sale a campaña, como ahora que ha ido en
persecución de los salvajes, me deja en poder de Pascual, su lacayo,
que es más bien carcelero que criado. Cuando nació nuestro hijo,
pareció recobrar la confianza; pero eso duró poco tiempo y tornó
a la antigua suspicacia, si cabe con más ahínco que antes. Yo lo
llevaría todo en paciencia, confiando en la ayuda y la misericordia de Dios, Nuestro Señor, para sufrirlo, si un acontecimiento
extraordinario no me hiciese desmayar, llenándome de azoro y
sobresalto. Madre mía, don Gonzalo está aquí. Me ha mandado
dos billetes con una anciana mendiga a quien suelo socorrer (la
misma de que me valgo para enviaros esta carta); me pasea la
calle, pretende verme y hablarme. Vos sabéis que entre don Gonzalo y yo solo hubo mutua afición, que no alcanzó, al menos por
mi parte, los tamaños de amor; que la sepulté en lo más hondo
de mi pecho cuando me casé con don Pedro; que desde entonces
no habiendo visto ni hablado a don Gonzalo, mal habré podido
alentar sus esperanzas…
Pero temo que don Pedro se aperciba y sea ello causa de su perdición y de la mía.
Al día siguiente, provistos de lo necesario, volvimos Pascual,
Blas y yo a la casa de los espantos. El aposento de las visiones en
el que no osamos entrar la noche anterior, después de que aquellas
desaparecieron, estaba como la primera vez que lo vimos, lleno
de polvo y telarañas; había en la ventana un nido de golondrinas, y al entrar nosotros dos ratones corrieron, atropellándose
a meterse en su agujero.
Nos pusimos a cavar a lo largo del muro, donde don Pedro y
Pascual habían enterrado a los cadáveres, y pronto encontramos
el parche de material diferente, que no era muy grueso, y cayó,
descubriendo el hueco que vimos hacer la noche pasada. Allí
estaban los tres esqueletos. Sacamos primero el de don Gonzalo, que aún empuñaba la espada y tenía un valioso anillo en el
dedo meñique de la mano derecha; del fondo extrajimos algunas
hebillas herrumbrosas, acaso del sombrero y del cinto, y diez
doblas de oro con la efigie del Rey Don Felipe III. Del esqueleto
del niño, sólo quedaban las vértebras y el cráneo. Doña Leonor
estaba momificada. El cabello y la ropa parecían intactos, la piel
amarillenta modelando los huesos, le daba aspecto de una ascética
imagen de cera. Aún tenía clavada la daga en el pecho, y en los
dedos de la mano derecha aún tenía una sortija con una esmeralda y otra con un grueso brillante. Sus ojos estaban abiertos
y con expresión de espanto, y una mueca de angustia torcía su
boca. Apenas la movimos y sus vestidos se deshicieron en polvo
y colocamos su cuerpo desnudo sobre el pavimento. Allí estaba
también la carpeta de piel, de tal modo endurecida, que al abrirla
se me quebró entre las manos como si fuera de vidrio. Dentro
estaba un papel escrito por doña Leonor, antes azul y ahora de
un color indefinible y salpicado de manchas grisáceas. La tinta se
había desteñido pero aún era legible. Pascual y yo nos acercamos
a la ventana, poseídos de la más viva curiosidad, para leer aquella
carta, y aunque con gran dificultad, logramos descifrarla.
Aquí terminaba la carta, revelando un rasgo duro y una
mancha de tinta, la brusca interrupción de la escritura. Nos
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compungimos un tanto con aquella inesperada revelación de una
tragedia pasional, en que las víctimas no habían sido culpables.
Mandamos traer dos cajas mortuorias, respetuosamente colocamos en ellas los tres esqueletos, y los llevamos a la iglesia de
San Javier, donde un sacerdote les rezó el oficio de los difuntos
y los roció con agua bendita. Y en la tarde serena, bajo un cielo
donde el púrpura y el oro se desvanecían por instantes, melancólicamente, como todas las cosas buenas y malas de la tierra,
dimos sepultura cristiana a aquellos desconocidos de un amor y
un dolor que alentaron hace tres siglos.
IV
Desde aquel día muchas noches seguidas nos quedamos Pascual,
Blas y yo en la casa de los espantos, sin que volviésemos a ver a
los fantasmas de antes ni a experimentar aquella sensación extraña, que impulsándonos a salir, nos paralizaba todo el tiempo.
Tampoco los vecinos volvieron a escuchar los ruidos que tantas
veces habían turbado su sueño.
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El Callejón del Diablo
Froylán Mier Narro
En el pueblo de San Esteban de la Nueva Tlaxcala, fundado en 1591
junto a la Villa de Santiago del Saltillo, por el capitán Urdiñola, la
calleja que andando el tiempo se llamaría del Diablo, estaba formada
por casas, huertas y solares pertenecientes a los colonos tlaxcaltecas. Pero causas inevitables iniciaron la penetración de españoles
y criollos en el nuevo poblado, y dos siglos más tarde, eran ya
numerosos los que vivían en él como dueños o arrendatarios.
Uno de ellos, don Juan de Solís, originario de la Villa española,
era muy estimado por sus cualidades de hombre decente, cristiano
viejo y súbdito leal de la Católica Majestad del rey de las Españas.
Tenía sesenta años, aunque bien disimulados por su complexión
sana y robusta: estaba casado con una hermosa señora bastante
más joven que él, de la que tenía un hijo inteligente y gallardo. Este
mozo había cumplido, a la sazón, dieciocho años, estudiaba Humanidades con los padres del Convento de San Francisco, y andaba
ya en los primeros escarceos amorosos, aunque todavía inocentes,
protegido por las blanduras maternales, a espaldas del padre.
Con firmes convicciones y arraigada fe religiosa, que servían antaño para afrontar y vencer las adversidades, con mujer bella y hacendosa, con un hijo aventajado intelectual y físicamente, bienquisto de sus
convecinos, en situación económica modesta, pero desahogada, don
Juan de Solís poseía elementos bastantes para considerarse dichoso,
al menos en cuanto ello es posible a la miseria humana. Pero no era
así, por desgracia. El buen caballero había caído en la más torturante
flaqueza que puede enseñorearse de un corazón apasionado: la de
creer que su esposa le era infiel, que defraudaba el entrañable amor
que sentía por ella, y le deshonraba ante la opinión de las gentes. Comenzó por vagas sospechas nacidas no sabía cómo; recurrió luego
a los innobles espionajes y estuvo a punto de llegar a las violentas
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reconvenciones. En vano confesaba humildes culpas y recibía de su
confesor repetidas exhortaciones para que dominara una pasión que
lo haría perder el alma. Don Juan se proponía la enmienda, pero un
impulso secreto, superior a todas sus fuerzas morales, le hacía recaer
en aquella obsesión que a veces despertaba en su espíritu propósitos
siniestros contra su esposa y contra sí mismo.
Una noche, después de las ocho, regresaba a su casa. Era invierno,
y todas las puertas estaban cerradas y las calles oscuras y solitarias.
Caminaba el caballero pensativo y cabizbajo, sorteando instintivamente los baches y las piedras del arroyo mientras daba vueltas en
su imaginación a sus sospechas y a sus proyectos de venganza. De
pronto se dio cuenta de que alguien venía tras él. Se detuvo y puso
la mano a la espada, pues aunque sabía que la seguridad de las personas y bienes era proverbial en la villa, no estaban por demás las
precauciones en medio de aquella soledad y de aquellas tinieblas. El
que venía se emparejó con don Juan, le saludó respetuoso y afable, y
siguió caminando a su vera. Era un tlaxcalteca, más viejo que joven
y vestido modestamente, a usanza de la clase trabajadora.
–¿Quién eres? –le preguntó don Juan.
–Blas Cázares, servidor de su merced.
–Gracias.
–Conocí al abuelo y al padre de su merced... Veo con frecuencia
al niño don Juan, que, por cierto, es el vivo retrato de su abuelo, y
me recuerda lo bueno que era aquel caballero, no agraviando a lo
presente. Siempre he tenido cariño por la casa de su merced.
–Te lo agradezco, y tengo mucho gusto de haberte conocido…
¿Y qué haces por aquí a estas horas? ¿Vives en este barrio?...
–Voy a buscar a un amigo, y después, a mi casa, que es la de
su merced, en el Callejón de los Tejocotes.
Habían llegado a la esquina de la Calle Mezquite (hoy Carranza)
y el callejón cuyo nombre primitivo se ignora y que después se ha
llamado Del Diablo.
–Volveremos a vernos –dijo don Juan, haciendo ademán de
despedirse.
–Antes de separarnos –insinuó el tlaxcalteca bajando la voz, no
obstante la soledad y silencio de la calle–, quiero decir a su merced
una cosa que le interesa.
–A ver.
–Su merced cavila y sufre porque piensa que su esposa lo engaña.
–¿Cómo te atreves –exclamó don Juan con tono severo y altivo– a hablarme así de esas cosas?
–Porque quiero a su merced y deseo hacerle un servicio… Dentro
de cuatro días le presentaré pruebas claras de que se equivoca, o
de que no se equivoca.
Una promesa de certidumbre en un sentido u otro, tiene para
el celoso atracción irresistible. Ante aquella posibilidad de saber, de
calmar definitivamente la duda y la inquietud, se desvaneció la
orgullosa susceptibilidad de don Juan, que no experimentó ya otro
sentimiento que conocer la verdad cualquiera que fuese.
–Sí, señor... Se lo prometo... Nos veremos en esta misma calle
y a esta misma hora… que pase su merced buenas noches.
Y se apartó, perdiéndose en las sombras. Don Juan se quedó
unos minutos inmóvil, como anonadado por la impresión de
aquella promesa, sin saber a ciencia cierta si le daría o no crédito.
Al fin, echó a andar, llegó a su casa, saludó a su hijo que estudiaba
a la luz de un velón, le recomendó no desvelarse demasiado, y se
dirigió a la alcoba matrimonial donde su mujer lo esperaba.
Desde aquella hora, los cuatro días del plazo fijado por el tlaxcalteca, pusieron al pobre caballero en estado de espantosa ansiedad,
que, sin embargo, tuvo la ventaja de absorberle por entero y dar
tregua a la acechanza y aplazar las reconvenciones.
La noche en que el plazo vencía, caminaba lentamente don Juan
de Solís por la misma calle y a la misma hora que la vez anterior,
y como entonces, cercado de oscuridad y silencio. ¿Vendría Blas
Cázares a hacerle la revelación prometida? ¿Iría a dejarlo en aquella
incertidumbre y ansiedad espantosa? Repentinamente surgió de
las sombras el tlaxcalteca, como si hubiera brotado de la tierra, y
aproximándose a don Juan le dio las buenas noches.
–¿Y bien? –preguntó el caballero sin disimular su impaciencia.
–Por desgracia –dijo mesuradamente Blas Cázares–, lo que
sospechaba su merced es cierto.
–¡Las pruebas! ¿Dónde están las pruebas? –exclamó el caballero
con un grito ahogado, mezcla de sollozo y rugido de cólera.
–Mañana finja su merced un viaje... Vuelva en la noche, y ocúltese
en algún hueco próximo a su casa... entre las doce y la una, verá
llegar a un hombre de capa larga y sombrero de anchas alas...
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Cuando él esté llamando suavemente a la puerta, podrá su
merced, si así lo desea, tomar la debida venganza... volveremos
a vernos.
El tlaxcalteca se apartó rápidamente de don Juan sin darle
tiempo a nuevas interrogaciones.
–¡Escucha!... ¡Espera!...
El caballero avanzó en seguimiento de Blas Cázares, pero éste,
doblando la esquina, había desaparecido.
A la mañana siguiente partió don Juan de Solís para Santa María de las Parras, al desempeño de una comisión oficial, que según
anunció a su mujer, le ocuparía una semana. Pero apenas salió a
despoblado, cuando en vez de seguir adelante, se adentró en un
bosque de huizaches, a la vera del camino, y tendiendo su capa en el
lugar más espeso y escondido, se tumbó a devanar sus pensamientos y a esperar la noche. ¡Qué alegría la suya si sus sospechas no
resultaran ciertas! Pero de lo contrario, ¿perdonaría? ¿Resolvería el
problema en forma prudente, separándose de su esposa y yéndose
con su hijo a vivir a otra parte? Algo superior a su razón y a sus
generosos pensamientos, rechazaba aquellas componendas propias
de hombres cobardes y sin honor, pues semejantes agravios sólo
con sangre se reparan. Entre alternativas de intentos razonables y
descabellados, pero presintiendo que llegado el caso se dejaría llevar
por el impulso primordial de furor y venganza, pasaron las horas
que le parecían interminables, y al fin cerró la noche, tenebrosa y
destemplada, como convenía a sus fines.
Por el extremo norte que daba a solares despoblados, a milpas y
tierras baldías, entró don Juan en el callejón donde estaba su casa,
y se escondió arrimándose al tronco de un nogal corpulento, a
dos metros de su puerta. Todo estaba oscuro y callado. Los árboles
de las huertas vecinas proyectaban, sobre las tinieblas, masas de
sombra más densa. De vez en cuando ladraba algún perro. Las
rachas interminables del viento susurraban suavemente moviendo las ramas. Cantó un gallo y muchos otros le contestaron. Era
ya más de la media noche, y el caballero comenzaba a cansarse.
Unos pasos sonaron a lo lejos y parecía que se acercaban lentamente. Un bulto se dibujó en las sombras, primero confuso, y
definiéndose luego como el de un hombre rebozado en larga capa
y calado hasta los ojos el sombrero de anchas alas. Se detuvo a
la puerta de don Juan de Solís y llamó con tres suaves golpes. El
caballero salió rápidamente de su escondite y sepultó su espada
en el cuerpo del desconocido que cayó en tierra sin defenderse ni
hacer ninguna queja. Casi al mismo tiempo la puerta se abrió;
don Juan saltó hacia adentro con la espada en la mano y el rostro
transformado por una mueca de salvaje furor. Su esposa corrió
hacia la puerta. El instinto de madre adivinó lo que había pasado.
Él la siguió sobrecogido.
–¡Es mi hijo!... ¡Mataste a mi hijo! –gimió la pobre mujer arrojándose sobre el cadáver ensangrentado.
Don Juan acercó el velón al rostro del muerto que había caído
con la cabeza apoyada en el umbral.
Lanzó un horrible grito, y huyó hacia la calle, como una fiera
perseguida. Se había vuelto loco.
Algunos meses después recobró la razón y declaró ante un juez
la historia de su crimen. Se comprobó que Blas Cázares no había
existido nunca en el pueblo de San Esteban ni en la Villa de Santiago
del Saltillo. ¿Nombre supuesto? Quizás. ¿Pero quién podía haber
tenido motivos suficientes para hacer un mal semejante?
La gente creyó que había sido el Diablo, quien celoso de las
virtudes de don Juan de Solís, le preparó tan espantosa celada, y
nadie dudó de que el enemigo malo campeaba por sus respetos en
aquel Callejón que desde entonces tomó su nombre.
¿Continuará frecuentándolo ahora?.... Seguramente no, pues
es inverosímil que se encariñe con tan pequeño dominio cuando
en los tiempos actuales ya es dueño del mundo.
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El Molino de Belén
Froylán Mier Narro
Es la creencia general de la presente generación, que el Molino
de Belén, cuyas ruinas se encuentran al oriente de la ciudad, fue
destruido a causa de los combates librados por aquel rumbo, en
épocas revolucionarias.
Como a últimas fechas se ha recordado el nombre de un
establecimiento que fuera emporio de riqueza y de trabajo en
tiempos ya idos, haremos una breve historia del viejo molino,
para entrar después en la conseja y la leyenda que corren ahora
con misterio y espanto entre aquel populoso vecindario que vive
actualmente en sus cercanías.
Un rayo fue la causa de que el Molino de Belén se incendiara,
convirtiéndose en agrietadas ruinas de caliche, deformes pedazos
de hierro retorcido y hacinamientos de piedras y tubos, entre los
cuales existe aún la muela, la famosa muela de piedra traída desde
Francia para moler el trigo.
Y aquellas paredes que fueran nido de palomas, son ahora guaridas de búhos y murciélagos que, atraídos por la soledad, hacen
en ellas su morada.
En la época revolucionaria el viejo Molino sirvió de parapeto,
tanto a las fuerzas federales comandadas por el General Joaquín
Mass en 1913, como a las huestes de don Venustiano Carranza,
en períodos posteriores; pues era aquel rumbo el que juzgaba más
a propósito para atacar a Saltillo los revolucionarios que venían
de la Sierra de Arteaga.
Una vez, en el año 1914, cuando las fuerzas del Gral. Francisco Coss
se acercaron para tomar la plaza, el comandante de las fuerzas federales
mandó varios destacamentos para proteger aquel rumbo, mantener los
fortines de Carlota y de los Americanos y defender el centro de la ciudad,
desde los techos de la catedral de Santiago y Palacio de Gobierno.
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Bien sabían los federales que no tardaría mucho el ataque.
Unos cuantos días después, se acercaron las fuerzas del General
Coss a “Las Tetillas”. Muchos soldados revolucionarios, deseosos
de ver a sus familiares que vivían cerca del Molino de Belén, se
aproximaron con arrojo y valentía hasta el Molino; pero fueron
rechazados, después de sangrienta escaramuza. Uno de los soldados federales que resultó herido, se arrastró fuera del Molino,
hasta una de las viviendas cercanas a las ruinas, para pedir un
vaso de agua.
Una mujer de corazón noble, aunque era esposa de uno de
los revolucionarios atacantes, no tuvo empacho en atender a la
petición de aquel infeliz, y después de darle de beber, se dedicó a
la tarea de vendarle la herida. En esos momentos volvieron las
huestes revolucionarias a atacar el Molino, con refuerzos suficientes, y lograron desalojar a los que en él estaban parapetados,
que se replegaron al centro de la ciudad, a donde ya los atacantes
comenzaban a penetrar por otros sectores.
El esposo de la buena mujer que atendiera al herido, se dirigió
inmediatamente a su casa después del combate, y fue grande su
sorpresa al encontrar en ella, al “mocho” aquel, vendado por su
esposa: lleno de furor, sacó el marrazo, y se lo enterró en el pecho
al soldado federal y a la desdichada mujer que, en su opinión, le
había sido infiel. Y cuando las tinieblas cubrían aquellos contornos,
se llevó arrastrando los cadáveres hasta el Molino, cavó un foso y
echándolos juntos, los cubrió de piedras y tierra. Y enseguida, tal
vez arrepentido de su acción, o en un acto de locura, el revolucionario se clavó el marrazo en el corazón, cayendo desplomado sobre
la tierra que cubriera los cadáveres de sus dos víctimas.
Han pasado los años, en varias ocasiones se ha asegurado
que por aquel lugar “espantan”, y para no incurrir en mentira,
dejemos a la conseja pública, con todo su sabor, el cuento de los
aparecidos del Molino de Belén.
Un día conversaban amigablemente los vecinos x y z en la
esquina que formaban las calles de Juárez y La Fragua, antes de
que iniciara la construcción de la Estación de Saltillo al Oriente,
desde cuyo lugar, se apreciaba la silueta del viejo Molino. Una
conversación de esas en las que las horas se pasan sin sentir,
saboreado uno tras otro los cigarrillos.
Noche de abril, tranquila y plácida, de esas noches que invitan más a estar fuera del hogar que revolviéndose en el lecho. La
serenidad del ambiente, un aire casi imperceptible que soplaba de
Este a Oeste, hicieron que los dos amigos oyeran la campanada
del reloj de Catedral dando la una de la madrugada.
–Vámonos –exclamaron a un tiempo. Y ya para despedirse,
percibieron en medio de la obscuridad, con dirección al Molino,
una luz que los obligó a comentar sobre ella.
–¿Es el Molino? –preguntó uno de ellos.
–Parece; pero más bien creo que están quemando leña en la
sierra para hacer carbón –dijo el otro.
Se quedaron los dos contemplando fijamente la lucecilla, y
vista con más atención, se dieron cuenta de que cambiaba de
lugar, yendo de un lado a otro.
Hombres avezados a las aventuras nocturnas, parados muchas
veces por algún desconocido, a las altas horas de la noche, para
preguntarles “qué horas son”, o decirles “présteme su lumbre”, o
provocados por algún trasnochador ebrio, no se intimidaron ante el
espectáculo que tenían enfrente; pero sin darse cuenta, sus piernas
flaqueaban, y no obstante sus esfuerzos para caminar hacia donde estaba la luz, no pudieron hacerlo. Sin embargo, por un buen
rato estuvieron pendientes del fenómeno, hasta percibir que una
silueta blanca iba unida a la lucecilla. Considérese el espanto de los
individuos, el contemplar aquel extraño espectáculo.
–Un hilo de frío me corre por las venas –murmuró el más viejo.
–Igual me pasa a mí –dijo el más joven.
–¿Qué será?
Transcurrió un cuarto de hora, sin que ni uno ni otro tomaran
determinación alguna; pero algo repuestos del terror, se separaron
involuntariamente, y cada quien “ganó para su casa”.
Al día siguiente, el sucedido se extendió como reguero de
pólvora, por toda la barriada y fue motivo para que la mayoría
de los vecinos dijeran que a ellos en otras ocasiones les había
sucedido la misma cosa.
Pasó el tiempo; el recuerdo de tales sucesos sólo se conservó por
las gentes de poco ánimo, que temerosos de presenciar algo semejante, preferían hacer un rodeo por otras calles, para no pasar frente
al Molino, cuando a la media noche regresaban a sus casas.
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Pero no termina aquí la leyenda. Pocos años después se inició
la construcción de la estación del ferrocarril Saltillo al Oriente,
y varios edificios destinados a oficinas cubrieron la fachada del
Molino, que ya no pudo verse desde la esquina que forman las
calles de Juárez y La Fragua. Los vecinos de aquellos rumbos no
tuvieron ya qué hacer un rodeo para ir por no sé qué causa. A
un bombero de los que sacan agua de las norias que están a 200
metros detrás del Molino, se le ocurrió pasar frente a las ruinas,
es decir, dando vuelta por el costado que ve al Norte. A su espanto
y tétrica aseveración dejo el cuento de lo que afirma que le acaeció
allá por el año de 1921, pues el sabor de las consejas populares
es más agradable cuando va asociado con el rústico lenguaje y la
inocencia de quien las narra.“Lector, si crees que es comento, como
me lo contaron te lo cuento”.
Todavía, en la actualidad, los vecinos aseguran que a media
noche, una mujer con manto blanco sale de las ruinas del Molino
y camina con paso firme por la banqueta de la barda del hospital,
llega hasta el extremo del barandal y regresa, perdiéndose en las
espesas sombras de las viejas ruinas.
Y las mujeres del “Barrial”, que tan sabrosos comentarios hacen
de estos sucedidos, dicen que terminarán las apariciones fantásticas
cuando las almas de los protagonistas de la tragedia ocurrida en el
Molino de Belén descansen en cristiana sepultura.
Pos verá áste…Como a las diez de la noche me estaba empujando
unos pulquitos en casa “La Charra”, sin darme siquiera cuenta
de que ya era noche pa´ retirarme. Dos o tres canciones me estuvo acompañando “El chueco” con su arpa, y cuando menos lo
pensé eran las once y se daba la voz de la “última” para cerrar la
cantina. Cada quien de los que estábamos “agarró” pa´su casa
y yo pa´ la mía, medio tambaleándome y agarrándome de las
ventanas, con estación obligada en las esquinas pa´reponerme
un poco y continuar mi camino. Al llegar a la esquina del hoy
Hospital de Concentración, dieron las doce, y yo, no sé por qué
causas las estuve oyendo marcadamente y repitiendo una a una
las campanadas. Poco caso hice ya de la hora y seguí caminando
hasta que al llegar al frente del Molino, vi la sombra de un bulto
que corría por la carcomida pared de lado Norte de las ruinas. Me
espanté, pa´que lo niego, pero me di de valor y seguí por la vereda
que a últimas fechas se abrió pa´ ir a donde estaba mi casa, por
un lado del rebaje que se hizo pa´sacar el riel. No sé porque voltié
pa´atrás y entonces una sombra blanca iba siguiendo a la otra. A
mí se me hace, oiga, que eran las ánimas de la mujer del soldado
y del revolucionario que los mató y después se mató él mismo.
En otra ocasión también devisé una luz desde mi casa.
Y la leyenda, conservada por la tradición, ha ido adulterándose
cada vez más, y al cabo de tantos años, es ahora motivo de nuevos
cuentos y consejas.
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Las Cuevas
Froylán Mier Narro
El espíritu de los pueblos se forma por sus costumbres y por el medio
en que ellos viven, y se transmite de generación en generación, con
las leyendas, los cuentos, las historias y los recuerdos personales que
forman, a veces, el sabroso tema de conversación de los ancianos.
En una de esas delicadas pláticas de sucesos de antaño tuve
ocasión de escuchar el relato siguiente:
“Desde antes, mucho antes de que todos los que están aquí
nacieran, se ha venido festejando año tras año en el mes de agosto
la función religiosa de ‘Las Cuevas’, dedicada a la Santa Cruz,
como propicia devoción para traer bonanza en las cosechas y
ventura y paz a los hogares. En esa fiesta, como en todas las de
su clase, nunca han faltado las danzas de matachines, los puestos
de fritangas, y frutas regionales, los teñidos de cañas y ‘ruidos de
uña’ (cacahuates), las tinajas de atole blanco y champurrado, los
carcamanes, las perinolas, las loterías de baratijas, la ‘chuza’ y hasta
los expendios de curado. La cucaña o palo ensebado, los cohetes
y corredores y tradicionales árboles de pólvora, han completado
siempre lo típico de la festividad, para la cual se forma una verdadera romería, sin embargo de que ‘Las Cuevas’ están situadas
aproximadamente a dos kilómetros del centro de Saltillo hacia el
Sureste en la prolongación de la calle de Las maravillas, después
Netzahualcóyotl ahora de Obregón”.
Como ustedes saben, ya esta festividad no se celebra con el
esplendor y el entusiasmo de antes, y voy a contarles lo que hace
muchos años sucedió en una de ellas.
Como era costumbre, los preparativos para la festividad se
empezaban a hacer desde las primeras horas de la mañana. Las
familias se reunían para formar los famosos días de campo en
guayines de alquiler o vehículos particulares.
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Cada familia cargaba con sus canastas llenas de provisiones,
algunas mantas y almohadones para sentarse y descansar bajo las
sombras de los árboles de las huertas cercanas o en los barrancos
del arroyo que está a pocos metros del lugar de la función.
Aquella vez, la fiesta se vio un poco desanimada debido a que
después de mediodía se empezaban a formar negros nubarrones que
al fin desataron en fuerte lluvia, obligando a los vendedores a recoger
sus puestos y guarecerse en las humildes casuchas del rumbo.
Muchos se quedaron afuera, recibiendo el chaparrón ya debajo
de los guayines o a campo raso. Cacahuates, cañas, naranjas y
muchas otras cosas cuyos dueños no habían podido recoger a
tiempo, fueron arrastradas por la avenida.
Los truenos y los rayos, deslumbrantes unos y ensordecedores y crispantes otros, formaban un ambiente de tragedia, pues
se sucedían con pequeños intervalos, y el eco retumbante de los
primeros en los cerros cercanos juntamente con el aguacero que se
transformaba en tormenta, hacía el espectáculo más espantoso.
Las mujeres devotas rezaban de rodillas, implorando al Creador, para que hiciera cesar la tempestad. Por doquiera se veían
caras con palidez de espanto y se confundían los gritos y lloros
de los niños con estruendo retumbante de las descargas eléctricas.
Nadie osaba moverse de su lugar para no ser arrastrado por las
lodosas aguas que aumentaban constantemente. De pronto, empezó a oírse un sordo ruido que momentos después se convirtió
en un ruido ensordecedor. Estaba bajando ya la avenida por el
arroyo de las barrancas en cantidad extraordinaria.
Ya cerca del oscurecer, aminoró la lluvia, mientras la gente
recobraba la tranquilidad, y precipitadas y rugientes, aumentaban las turbias aguas del arroyo que ya en muchos lugares
amenazaba desbordarse.
La mayoría de los asistentes a la función se acercaron al arroyo
para ver el imponente espectáculo de la avenida. De pronto se escuchó un grito unánime de la multitud. Acababan de ver un enorme
tronco de árbol arrastrado por la impetuosa corriente y aferrada
a sus ramas y con un niño amarrado a la espalda, con el rebozo,
una pobre mujer que ya casi sin fuerzas, pedía socorro.
Aquel doloroso cuadro conmovió hondamente a don Tiburcio
Martínez, quien subiendo rápidamente en su caballo y desama-
rrando su reata, salió en vertiginosa carrera por el camino de la
Fundición, corrió casi desbocado hasta el callejón del “Chivo”,
y fue a pararse sobre el puente recién construido del ferrocarril
Coahuila y Zacatecas, arrojó la reata, lazó el árbol en que iba la
infeliz mujer con su hijo a cuestas, logrando detenerlo. Desmontó,
se hizo a la orilla, enredando la reata a un poste del puente para
tirar con más fuerza, sacó a la mujer, ya casi desmayada, con el
chiquitín atado a la espalda.
Aquel acto heroico de don Tiburcio se extendió por la población y los alrededores, suscitando admiración y alabanzas, y más
cuando se supo que la mujer salvada de la impetuosa corriente
era la esposa de Santos Martínez, hermano de don Tiburcio, y
quiso la Providencia, según decían las gentes, que su cuñado la
salvara para unir nuevamente a aquellos hermanos, que por
viejas rencillas de familia hacía mucho tiempo que ni siquiera
se saludaban.
No hace más de cuarenta años de estos hechos. Es posible
que aquel niño viva en algún lugar de la tierra y no conozca la
historia del hecho por el cual se encuentra actualmente entre los
que llevamos a cuestas la cruz de estos tiempos.
Y como dato curioso de esta verídica narración, que muchos
han de conocer en Saltillo, terminaré diciéndoles que un arriero,
aquella misma noche, se encontró en un lugar cercano a “Las
Cuevas”, varias cajas duraznos, y dijo celebrando el hallazgo:
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Por eso es bueno que llueva,
para cosechar duraznos,
y conducirlos en asnos
de la Fundición a la Cueva.
“Los Galemes”
Froylán Mier Narro
Tierras prodigiosas estas del norte, dotadas por la naturaleza con
abundancia de plata y oro en el corazón de sus sierras, sabrosos y
exquisitos frutos en sus campiñas y feracidad en sus selvas. Tierras de
leyendas a las que apenas si ha llegado la transformación de las costumbres, al contacto con la civilización de los tiempos modernos.
La anécdota de esta narración encierra en sí un capítulo extraordinario y desconocido, pues data de la primera época de la
conquista, de lo que se llamó la Nueva Vizcaya.
Pocos años después de fundadas las villas de Santiago del Saltillo
y de San Esteban de la Nueva Tlaxcala, al oriente de estos pueblos,
entre la meseta o planicie que se forma entre la Sierra de Zapalinamé y la cordillera de la Sierra Madre Oriental, a unos cuantos
kilómetros del poblado de San Isidro de las Palomas, ahora Villa de
Arteaga, existió una fundición de metales, cuyo sitio lleva hasta la
fecha el nombre “Los Galemes”.
No existe en dicho punto, huella alguna de que haya habido en
él poblado de ninguna naturaleza, y su nombre le vino de las viejas
paredes y carcomidas chimeneas usadas para fundir minerales de
plomo y plata.
Se presume que habría entonces por aquellos rumbos alguna o
algunas ricas minas de donde se extraían los minerales, para cuyo
beneficio se construyeron aquellos “Galemes”.
En distintas épocas, los exploradores mineros han pretendido
escudriñar las abruptas sierras de la región, con el fin de encontrar
tales minas; pero inútil ha sido toda tentativa. Sin embargo, como
recuerdo algunas anécdotas, siendo una de ellas a la que me voy
a referir.
El tiempo ha hecho cambiar la faz del pueblo de Arteaga, y si
éste no se ha vuelto activo, laborioso, grande y rico por la minería,
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se debe a que los ricos yacimientos argentíferos fueron hundidos
por algún terremoto o tapados por el egoísmo de sus dueños.
Gente “abuzada” y de inteligencia natural, la ha habido y la
hay en todas partes. Individuos sagaces aprovechados de la ocasión, tampoco faltan, y mucho menos en el ramo de la minería,
protegidos por la codicia o la ignorancia de las gentes, y más de
aquellos tiempos en que la sed del oro en un país virgen e inexplotado había dado origen a la casta de trabajadores o no, a los que
llamaban “gambusinos”. No sé a las palabras claras cuál pueda ser
la etimología, de la palabra, porque no existe en el diccionario de
la Academia; pero como se ha venido aplicando a cierta especie de
gentes y es usada con frecuencia por los que escriben sobre minería
o se dedican a ella, especialmente en México, son ya muy conocidos
en el país los sujetos designados por dicha palabra.
Uno de tantos, protegido por la sed de oro reinante y conociendo
el lado flaco de muchas personas, se había presentado en diferentes
ocasiones a algunos ambiciosos de los habitantes de la Villa de
Santiago del Saltillo, proponiéndoles la venta de ricas minas de oro
y plata. Aquel gambusino, que nada tenía de serlo, mañosamente
y con arte poco común se acercó, al fin, a un bien presentado
comercio del centro de la Villa para ofrecerle a su dueño una rica
veta de mineral, completamente virgen, casi a flor de tierra y con la
muy prometedora y modesta ley de 12 libras, de plata por tonelada
de mineral, varios gramos de oro y un inverosímil porcentaje de
plomo. Veta que él se había encontrado a unos cuantos metros
retirado de “Los Galemes”. La codiciosa persona a quien se presentó
el gambusino, era más que comerciante, agricultor y se las daba de
minero, pues presumía de serlo. Se acerca con él y dándole vueltas
al sombrero con las dos manos, le dice muy quedo:
–Patroncito, ¿le gustan a usted las minas?
–Hombre, le diré a usted, que sí me gustan pero las buenas.
–Pues de esas se trata, señor, buena y más buena es la que la Providencia ha puesto en mi camino para premiar mi laboriosidad.
–Sí, ¿eh? ¿Conque tiene usted una mina rica?
–Sí que la tengo, y muy rica y para más pruebas aquí las tiene
en estas piedras que ayer saqué y que no son “gallos”.
Y el hombre aquel, que se decía gambusino, metió mano en
un morral de ixtle que traía sobre el hombro, según costumbre de
esa gente, y sacó algunas piedras pequeñas que dio al hombre de
nuestra anécdota, al que como era natural se le quisieron salir los
ojos de las órbitas.
Era de noche. El comerciante hizo ver al gambusino que, a más
de conocer muy poco de minerales, no podía a aquella hora saber
si efectivamente aquellas piedras eran buenas. El gambusino le
contesta y le dice:
–Aquí se las dejo. Véalas mañana. Mándelas ensayar, para que
sepa el oro y la plata que tienen.
–¡Ah! ¿Oro también contienen?
–También oro… ¿Pues usted cree que habría de traerle piedras
malas?, si el corazón me dice que hemos de ser ricos, muy ricos
y en poco tiempo, porque usted, señor, tiene cara de hombre de
bien y estoy seguro que no me engañará; porque si he de decirle
verdad, a otros a quienes he hecho ricos, me han engañado; lo
que quiere decir que se han hecho ricos con mi trabajo y con mis
exploraciones hechas a base de muchos sacrificios, malpasadas y
desvelos, pasando fríos tremendos sobre picachos en las sierras.
En esta vez creo que usted no me la pegará…Ya verá, patroncito,
cuánta riqueza tiene la mina de donde tanta plata sacaron para
beneficiarla en “Los Galemes” que están más allá de San Isidro de
las Palomas.
El comerciante no pudo conciliar el sueño toda la noche. Todo
había sido dorado y ya se encontraba con una mina en Bonanza,
así es que la somnolencia en que se hallaba lo hacía ver barras de
plata y oro por todas partes, como fruto de aquella mina que sin
querer le había caído en las manos. Ganas le dieron de hablar del
asunto con su esposa, y hasta con sus más íntimos amigos; pero
la prevención del gambusino que le había recomendado el secreto,
lo obligó a callarlo.
Al día siguiente mandó ensayar las piedras y cuando le llegaron
las cédulas del ensaye se quedó pasmado al leer lo siguiente:
Plata: 15 libras por tonelada
Oro: 190 gramos por tonelada
Plomo: 65 %
Más de cinco veces leyó y releyó la cédula aquella. La dobló,
se la metió en el bolsillo cuidadosamente y desde aquel momento
no pensó más que en la entrevista próxima con el afortunado,
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maravilloso y honrado gambusino. Pensó en los cuantiosos productos de la mina y llegó hasta ingeniar la forma de quedarse solo
con ella. Y aquí sí cabe aquello de que “la codicia rompe el saco”.
¿Quién habría de creer que aquel honrado comerciante pensase
en jugarle una mala pasada a aquel pobre trabajador que con tan
buena fe y voluntad, espontáneamente había ido a ofrecerle parte
de aquel gran tesoro?
No dejaba también de pensar que tal vez el gambusino pensaba explotarlo, y preparándose a la defensa, se decía: “Ni un paso
daré yo, sin ver antes la mina… Y con mis propias manos sacaré
el metal. Y he de ver personalmente el beneficio de los metales”.
Y seguía pensando: “Si la mina está cerca… si es nueva y tan rica
como parece… yo le compraría su parte a mi socio lo más barato
posible, y no se quejará de mí, ya que según él mismo me lo ha
dicho, otros sinvergüenzas lo han robado vilmente. En eso estaba
cuando llegó el gambusino y le preguntó:
–¿Qué tal, patroncito, cómo le salió el ensaye?
–No está muy malo que digamos –le contestó maquilladamente, pues no esperaba la pregunta tan de golpe.
–Pues me alegro, aunque yo creía que era muy buena, porque
las piedras escurren mucha plata y oro. ¿Tiene usted a la mano el
papel del ensaye?
Y el comerciante con la intención pensada y repuesto de la
sorpresa le contestó:
–No sé dónde lo he puesto; pero creo, si me acuerdo, son 2 libras
por tonelada y unos poquitos gramos de oro.
–Bueno, patroncito, ya ve que no lo he engañado, ya con 2
libras de plata por tonelada hay suficiente para hacernos ricos, si
encontramos abundante carga.
–¿Y cómo ves –le preguntó el comerciante– hay mucho metal
allí en la mina?
–¿Que si hay?... Si aquello es una bendición, ya verá usted
cuando la vea.
–¿Y cuándo será esto?
–Cuando usted quiera… Iremos mañana. Solo que es preciso
ir de noche; porque como no está denunciada la mina todavía y
de día no deja de pasar gente por allí, nos podemos exponer a que
alguien nos descubra y nos la gane.
–Pero hombre, de noche es muy peligroso andar por los cerros…
–Peligroso porque teme usted que lo roben; no lleve dinero y
no tendrá de qué preocuparse.
–Bueno. ¿Cómo hemos de ir? ¿Llevaré uno o dos mozos que
nos acompañen?
–¡No, señor! Iremos usted y yo nada más. Vamos en un carrito
que nos deja a la orilla de San Isidro. Allí nos bajamos y vamos a
pie hasta la mina para que usted mismo saque el mineral.
–Bueno… Bonito viaje… Le doy mi palabra de honor de que
nunca he viajado en esa forma… pero por tratarse de lo que se
trata ya me siento con ánimo de hacerlo.
Se pusieron de acuerdo de que a las 6 de la tarde llegaría el gambusino con el carrito por él, para irse a San Isidro, y de allí, como se
había acordado, a pie, hasta el lugar donde se encontraban los ricos
minerales. Se retiró el gambusino. Mientras tanto, el comerciante
se quedó pensando en que tal vez había cometido una torpeza,
comprometiéndose a ir de noche fuera de la villa y en compañía de
un desconocido, y tentado estuvo hasta de fingirse enfermo para
no cumplir con el compromiso; pero la codicia lo estiraba en sentido
contrario y como se creía descendiente de la raza de Don Pelayo, pues
era español, tenía su orgullo, y por tal motivo, sacando fuerzas de
quién sabe dónde, se resolvió a enfrentarse con la aventura.
Daba el reloj de la capilla las seis. Paró frente a su puerta un
carrito tirado por una mula, y al verlo el comerciante, cerró prontamente su establecimiento, sin avisar a nadie, y montó y se fueron
rumbo al oriente, por el convento de San Francisco, y pasando por
el Barrial, tomaron el camino real hasta San Isidro de las Palomas,
a donde llegaron cuatro horas después. De allí, se fueron a pie, en
medio de una densa oscuridad, entre piedras y charcos de agua, y
a unos cuantos kilómetros de andar se metieron en la sierra hasta
la cuesta de “Los Galemes”, cuyas siluetas fueron quedándose un
poco atrás, hasta que de repente se paró el gambusino junto a un
agujero diciendo a su acompañante:
–Ya llegamos, patroncito; si quiere bajaré yo primero para
encender la luz y verá nomás…
Bajó el minero, quedándole la cabeza un poco más debajo de
la boca del hoyo; encendió un cabo de vela de sebo que pegó en
una de las piedras salientes de las paredes del pozo, y extendió los
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brazos para recibir en ellos a su compañero hasta que lo puso en
el fondo del mismo.
–Ya verá usted, patroncito, cuánto metal hay aquí dentro y
qué rico... Como nunca se había imaginado usted.
Y dándole un pedazo de fierro con aguda punta, lo invitó a que
raspase el metal, cuidando de ponerle la mano con la herramienta
en cierta mancha que él de antemano había puesto en el hoyo, y
recibiendo en su sombrero las piedras que tumbaba el español.
Cuando aquel creyó terminada la tarea, es decir, concluida la mancha, vació el contenido del sombrero en un morral, limpiándolo
un poco de sustancias extrañas que contenía, es decir, algunas
piedras de tepetate y barro seco. Hizo un bulto que entregó a su
acompañante, diciéndole en fuerte tono:
–Aquí tiene usted el principio de un gran tesoro. Veremos
qué me deja a mí que soy su legítimo dueño. Mucho cuidado
con jugármela.
–Ya te dije que los dos disfrutaremos de esto si el metal es rico.
–Le garantizo que este es mejor que el que usted mandó ensayar.
Nuevamente el gambusino toma en brazos al español y lo sube
a la superficie, yéndose en seguida con dirección al carrito, en el
que montaron después de largo caminar, y así volvieron a la Villa
de Santiago ya casi a la madrugada del día siguiente, con gran
contentamiento del comerciante, quien por lo pronto obsequió al
gambusino $5.00 despidiéndose luego, para volverse a ver de ahí
a tres días en lo que se conocía el resultado del ensaye.
Desde el día siguiente el español ya no supo de su tienda. Se
dedicó a machacar piedras todo el día y remitir las muestras a
los ensayadores, cuyas cédulas no se hicieron esperar. Y de varias partes a donde las mandó, resultaron leyes semejantes a las
del primer ensaye y algunas mucho mejores. Al plazo fijado, se
presentó el gambusino en la tienda y fue él quien tomó primero
la palabra, diciendo:
–Pues mire, patroncito: en primer lugar, los dos seremos parcioneros. Usted será quien me avíe de todo y partiremos por la mitad
las ganancias. Y como usted es el que me va a aviar, me dará todo
lo necesario para hacer las agencias.
Y el español, interrumpiéndolo, le preguntó:
–¿Y qué es eso de todo?...
–Pues mire: primero me da para pagar mis deudas, quiero decir,
las deudas que tengo por la comida, porque no me negará que para
buscarla y hacer el hoyo me tardé hartos días, habiendo tenido que
abandonar mi trabajo sin ganar salario. Además, los gastos de la
posesión, medidas, memorias, y lo necesario para mantenerme con
mi familia mientras se nos viene la bonanza y vendemos o beneficiamos los minerales.
–¿Y cuánto suma todo eso?
–Pues yo creo que con que me dé unos mil pesos por lo pronto,
todo está arreglado. Yo correré con los gastos, y con el manejo de
los fondos usted se entenderá; yo no le tengo desconfianza; ya será
parejo en el reparto. De los productos, usted hará todo, yo para
qué lo engaño, no entiendo de números.
–Bueno –dice el español–. ¿Y si alguna persona quisiera comprarle su parte? ¿En cuánto la daría?
–Pues mire, como mi parte es toda la mina, puesto que todavía
soy el único dueño de ella, no la daría por nada; pero si se trata de
usted a quien ya estimo y aprecio deveras, le vendería mi parte en
unos ocho mil pesos.
–Pero hombre, por lo visto, no tiene usted ninguna ambición…
–Pues deveras, es poco, patroncito. Esa friolera que le pido por
mi parte la repone usted en unas cuantas semanas… Bueno, mire,
para que vea que quiero tratar, deme seis mil pesos…
–Yo quiero pagarle su trabajo… Que no se hable más del asunto
y va a recibir como cinco mil pesos.
–¡Arreglados! Es de usted la mina, nomás porque lo aprecio y
quiero que sea dichoso con tanto dinero.
–Bueno, está bien. Venga mañana por el dinero a las cuatro
para que firme el recibo.
En la mañana siguiente, almorzando el español con aspecto
millonario, le dice a su esposa:
–Tienes que darme la llave del ropero para sacar cinco mil pesos
que necesito, pues tengo que hacer un pago.
–¿Tú pagar dinero? ¿Pero a quién le debes?...
–No, mujer, no es que deba, es que hice una compra.
–¿Qué, alguna casa?
–No, ¡qué barbaridad! Otra cosa mejor.
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–¿Pero hay cosa mejor que comprar una casa?
–¡Sí, mucho mejor!... Una mina y en Bonanza.
–¿Conque tú has comprado una mina? ¿Pero hay cosa mejor que
comprar una casa? Sé de qué mina hablas... andas mal... requete
mal. ¿Qué te traes, que la noche pasada te fuiste sin avisar con un
desconocido, mal encarado, te montaste en un carro, no sé a dónde
te fuiste, pero llegaste hasta la madrugada?
–No me hagas reventar... mira las cédulas del ensaye, y allá en
la mesa están las piedras que yo mismo saqué de la mina esa noche
que me viste salir. Míralas y después dices si el negocio es malo…
–¡Es verdad!... Si seré necia, pero también desgraciada... Mira
hombre, ese dinero lo pierdes y lo vas a perder sin remedio; no
seas tonto.
–Bah, nomás eso faltaba. ¿Qué no sabes cuántos paisanos
míos se han hecho ricos con minas? Unos en Guanajuato, otros
en Zacatecas y otros en Guerrero...
–Sí, han hecho fortuna, pero no son tan tontos como tú.
–Muchas gracias...
–No lo digo por mal. Quiero decir que ellos compraron las
minas; las trabajaron solos o acompañados, y con el tiempo, naturalmente, se han hecho ricos con las utilidades…
–Pero mujer, tanto mejor para nosotros que comprarnos una
mina en Bonanza, rica, virgen, cerquita del pueblo donde vivimos
en una mugre de cinco mil pesos.
–¿Y llamas mugre a cinco mil pesos, que te has ganado a costa
de tanto sacrificio en más de quince años? ¿Cómo sabes que está
en Bonanza esa mina?
–Porque yo la he visto…
–Mina misteriosa que nadie conoce...
–Es que yo he arrancado personalmente la plata y el oro de ella.
–¿Y cómo se llama la mina?
–No lo sé.
–¿Ya lo ves, ignorante? Te digo que no compres esa mina. Porque
mi corazón me dice que vas a perder el dinero.
–Estoy comprometido bajo mi palabra y no puedo dar marcha atrás.
–¡Vuelve, vuelve, por tus hijos!...
–¡Basta ya!, dame la llave…
–Tómala, pero yo me voy de esta casa.
El español se fue al ropero, sacó los costales de pesos, se los
llevó a su despacho, y allí esperó a que llegara el gambusino, el
que en ese momento se presentaba en la tienda. Saludó al español
y le pidió el recibo para firmarlo.
–Aquí lo tengo, pero faltan algunos requisitos. ¿Cómo se llama?
–La abundancia.
–¿Qué señas tiene?
–Es un pozo de dos metros. Veta de oro y plata, piedra rojiza y
plomosa; corre de oriente a poniente y se echa al sur.
–Muy bien –dijo el español–. ¿Qué situación tiene?
–Cuesta de Zapalinamé, perímetro de “Los Galemes” y, en vista
de la falta de propiedades vecinas, quedan fuera las colindancias,
hasta en tanto no venga la posesión, que no tardará... Ponga usted
mi nombre y yo le pondré la firma...
–¿Y cómo se llama usted?
–Ambrosio Padilla Valdés.
–Ya está.
El gambusino puso una cruz en el papel debajo del lugar
donde le dijo el español que estaba el nombre. Recibió el dinero y
sin contarlo, pues dijo que nunca desconfiaba de los hombres de
bien, le devolvió los sacos vacíos al español, después de llenar unos
morrales que traía en el coche, y se fue…
Al día siguiente el comprador se fue a ver a un conocido minero
para suplicarle que le hiciera un proyecto de trabajo. El profesionista
comprendió que su amigo había sido víctima de algún gambusino, de los que él sabía que abundaban, y le propuso que antes de
todo fueran a verla. Después de mucho trabajo logró convencerlo
de que se la enseñara. Fueron, y una vez dentro del pozo, dijo el
ingeniero al español:
–Usted ha sido burlado de una manera infame.
El pobre español se quedó pasmado y no pudo articular palabra. Al fin dijo:
–¿Pero cómo es posible?
–Sí, señor, aquí no hay metal ni lo ha habido nunca.
–No es verdad; yo mismo he arrancado de aquí el que ensayó usted.
–¡Ah! Es cierto, aquí hay señas evidentes de que fueron pegadas
con barro, intencionalmente, algunas piedras minerales.
–¿Y qué, no hay más?
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–No, señor, ya no hay más. Usted debe buscar a ese hombre y
exigirle que le devuelva su dinero.
–Pero, hombre –dijo el español casi desmayándose–, si no lo
conozco, ni sé dónde vive.
Y desplomándose el infeliz, apenas murmuró:
–Bien me lo decía mi mujer…
Y en otras ocasiones también, muy conocidas personas de Saltillo han sido timadas en la misma forma que el gambusino aquel
engañara al español con las famosas riquezas de los alrededores
de “Los Galemes”.
Cuantas exploraciones se han hecho, han sido inútiles; pero
el filón de la codicia, explotado por la gente audaz, hizo que una
ocasión, y no hace muchos años se le acercara a un presidente
municipal un individuo con un morral, dizque lleno de piedras de
“Los Galemes”, le sacó cincuenta pesos, y cuando el buen Alcalde
mandó ensayar las piedras, resultaron ser de la región de Concepción del Oro, escogidas en la estación de carga y transborde del
Ferrocarril Coahuila y Zacatecas.
Y en las ruinas de “Los Galemes”, por donde pasaban carretas y
carretas cargadas de trigo, maíz y frijol, se aprecia una sentencia:
“De estos Galemes viven los tontos que no saben firmar, con
el apoyo de los vivos que se dejan engañar”.
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Mónico
Froylán Mier Narro
De una truculenta y verídica historia de hechicería, conocieron con
todos sus detalles, los habitantes de Saltillo, al correr los años de
1919 a 1921. De los agentes del hotel que más popularidad han
tenido en Saltillo, sin duda alguna ha sido Mónico Martínez, que
por más de treinta años prestó sus servicios en los hoteles de “La
Plaza” y “Coahuila”.
De carácter franco, comunicativo y afable, dicharachero y guasón, Mónico era conocido en toda la ciudad, máxime por la circunstancia, muy especial, de haber sido hermano de Crescencio Martínez
“El Cácaro”, puntillero de toros de fama internacional, conocido de
nombre y apodo en la mayor parte de los cosos taurinos de España,
donde su mote era festinado en distintas ocasiones, cuando se presentaba la suerte final para despachar un toro a los mulilleros.
Mónico gustaba de conversar diariamente sobre temas de la
actualidad; ya fueran estos políticos, la actuación de alguna buena
compañía de drama o comedia en los teatros “Morelos” y “García
Carrillo”; ya sobre el pomposo casamiento de Zutano o de Mengano o de los funerales de algún ricachón que había abandonado
este valle de lágrimas.
Se distinguía de los demás compañeros de su oficio, por indumentaria siempre limpia y bien planchada; usaba invariablemente
el clásico vestido marino de paño o buen casimir, uniforme semejante al reglamentario de la tripulación de los trenes de pasajeros,
con botonadura dorada en el cierre y puños de las mangas doblilladas; cachucha de corta visera, confeccionada del mismo género
del vestido, con dos cintas de galón dorado y zapatos de charol
siempre muy bien boleados y lustrosos.
Por costumbre, y de esto no se conoce la causa, siempre gustaba de ataviarse con amuletos representando diferentes figuras de
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marcada superstición y números cabalísticos; pues en su leontina,
de fino oro amarillo, llevaba una calaverita de hueso con ojos de
color rojo, simulados con alguna imitación de granate o rubí, un
número 13 como prendedor en el nudo de la corbata, según costumbre de la época, y en la solapa del chaquetín o en la carterita
de la bolsa de pecho, exterior, se colgaba un trébol de cuatro hojas,
un clavel, una gardenia o una rosa.
A la simple vista parecía que su vida se deslizaba tranquila y
feliz; pero su aspecto, por demás interesante, demostraba que nada
opacaba su existencia en este mundo. Sin embargo, ya tratándolo
a fondo y hablando con él sobre temas distintos a la normalidad de
las costumbres sociales, se descubría que en su interior poseía un
sistema nervioso alterable, cuando las conversaciones llegaban a la
broma y sobre asuntos de brujería, hechicería o aparecidos. Él aseguraba saber de muchos sucedidos en la ciudad, en que los espíritus
malignos intervenían, y se jactaba de ser uno de los que no temían a
los aparecidos; pero era un creyente en hechizos, brebajes y maleficios
de brujería, pues él, Mónico, en distintas ocasiones decía haber sido
víctima de “las brujas”, a las que profesaba un horror manifiesto.
Contaba que una vez una mujer se apoderó de uno de sus retratos, y que lo vio después en una sospechosa casa de barrio no
muy santa, colocado en un nicho de encajes entrelazados, cubierto
completamente de alfileres clavados en la cabeza y en la región
izquierda del pecho, de donde pendía también una chuparrosa
disecada. Refería además que llegó a ver volar por las tapias de su
casa a las brujas montadas en una escoba, y que las lechuzas nunca
abandonaban por las noches los árboles del patio donde él vivía.
Estos hechos los narraba con mucha naturalidad, a tal grado
que quien los escuchaba se sentía poseído por el maleficio del que
creía ser víctima Mónico.
Muchas gentes de Saltillo, creyentes o no, al saborear los diferentes
aspectos de la hechicería de Mónico, compadecían su estado de nerviosidad tan palpable, y hasta llegaban a pensar que su actitud traspasaba
los límites normales y lo creían un loco por momentos.
Sólo él sabía lo que pasaba en su interior, pues los médicos que lo
habían atendido aseguraban que mal ninguno, de carácter orgánico
padecía Mónico; y sus amigos que conocían su carácter lo veían como
un vacilador y conceptuaban sus pláticas como mera guasa.
Del año de 1919 al año de 1921, el físico de Mónico había
perdido mucho de su habitual modo de ser y estaban tan desmejorados su semblante y su aspecto, que varias ocasiones faltaba a
su trabajo, causando sorpresa este hecho, pues era muy celoso en
el cumplimiento de sus deberes.
Una mañana del mes de marzo de 1921, circuló por toda la
ciudad la noticia de que Mónico había sido encontrado muerto,
flotando en la superficie de la alberca de Altamira, y todo Saltillo
se hizo conjeturas sobre la realidad de los hechos, pues éstos eran
comentados por cada quien en la forma que mejor le acomodaba,
haciendo truculenta y fatídica la narración. A la sazón prestaba
yo mis servicios en un periódico de la localidad. Era redactor en “El
Coahuila” y me tocó en suerte ser el autor de las informaciones
oficiales de tan extraño sucedido.
Por unos bañistas, de esos que les gusta el baño de alberca muy
temprano, fue descubierto el cuerpo de Mónico, el que ante la fe de
la autoridad no presentaba huellas de haber sido asesinado, ni con
arma de fuego, ni con instrumento punzocortante; tampoco había
sido envenenado. Tenía unos pequeños rasguños en el pómulo
izquierdo y raspones en el antebrazo derecho. No había muerto
ahogado. Estaba su cadáver con su pantalón azul del trabajo y en
mangas de camisa; ésta era blanca y recién planchada, conservaba
sólo un zapato, pues el otro su hermana Luisa se había quedado con
él en la mano, al pretender detenerlo, cuando lo vio “volar”… ¿De
qué había muerto Mónico? Esto nunca se supo ni se ha sabido…
Por la calle de Santiago, hoy General Cepeda, hacia el sur, media
cuadra antes de llegar al “Ojo de agua” y unas cuantas casas cerca
de la “Quinta Altamira”, estaba el domicilio del infortunado agente
de hotel. Después de un pequeño zaguán seguía un patio regular
en el que había algunos árboles. Más al fondo y pasando una
puerta, se destacaba el corral con aspecto de huertecita, pues había
algunos árboles frutales, una chayotera y otras matas de ornato.
Las bardas que circundaban el corral, limitando la propiedad, no
eran altas, ni muy bajas, y pasando dos muros más al fondo y
hacia el norte, quedaba la huerta y baños de “Altamira”, en cuya
alberca fue encontrado su cadáver.
Y si nunca se pudo confirmar la causa de la muerte de Mónico, justo es asentar lo que nos dijera un familiar cercano del
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desaparecido, para dar sabor a su misteriosa, conmovedora y
espeluznante muerte.
“¡Yo mismo estoy espantado! –dice el primo de Mónico.– Antes
de ayer, a las nueve de la noche, ya estando acostado, Mónico se
levantó y fue a decirme que no podía dormir porque las lechuzas
y las brujas estaban esperando que se durmiera para llevárselo.
–No es posible, Mónico –le dije.
–Vete a acostar; domina los nervios. Si no duermes, como ya
tienes varios días de no hacerlo, no van a ser las lechuzas ni las
brujas las que te lleven, sino la muerte misma. Se estremeció y
como que quiso llorar y entonces me dijo: ‘Oye, primo, cuídame’.
Aunque yo estaba cansado y desvelado, fui a llevarlo a su cama;
lo acosté y me senté en una silla, en la única puerta que tenía la
recámara donde estaba su cama. No se durmió; pero un buen rato
se quedó tranquilo. Después se sentó y desesperadamente soltó un
aterrador y destemplado grito:
–Las brujas, las lechuzas. ¡Me llevan!
No pegó los ojos en toda la noche. Ya en la mañana, como a
las nueve, después de tomar una taza de café solo, medio se quedó
dormido, despertando como a las once. Le pregunté qué había
tenido durante su dormitada y no me supo explicar. Sólo abría los
ojos extraviadamente y como que quería recordar algo. Se levantó
un rato, se sentó en una silla afuera, en la calle, donde todavía
pegaba el sol amarillento que ya se perdía en el poniente y en un
rato más se metió a la casa diciendo que aunque no tenía sueño,
quería dormir. Yo me fui a cenar a la cocinita y en eso estaba cuando
va llegando como un loco y nos dice: ‘¡Las brujas, las lechuzas...!
¡Me quieren llevar las brujas y las lechuzas...!’.
Estos constantes arrebatos de Mónico alarmaron notablemente
a sus familiares, quienes tomando las medidas en el caso, pusieron
en conocimiento de la autoridad los hechos y pidieron auxilio.
“Mientras tanto lo convencimos de que eran sus nervios y fue
a recogerse nuevamente a su cama”.
A las nueve de la noche se presentaron en la casa dos policías con el
objeto de conocer los acontecimientos, y Mónico, aún despierto, suplicó,
casi en estado de desvarío, a los policías y a su primo que lo cuidaran.
Los gendarmes y el primo de Mónico se apostaron en la única
puerta que daba a la salida de la recámara donde estaba la cama
de Mónico, y como a las once de la noche se dejaron escuchar
estrepitosamente los gritos de Mónico: ‘¡Las brujas y las lechuzas
me quieren llevar!’ Nuevamente logramos acostarlo, pero antes
nos dijo a la policía y a mí: ‘Si no me cuidan… ¡Me van a llevar
las brujas!’.
“Tanto los policías como yo regresamos a sentarnos en las sillas
que teníamos en la única puerta de la recámara…yo no recuerdo
haber dormido, pues Mónico hasta las dos o tres de la mañana
estuvo muy inquieto, y después un silencio sepulcral... yo creí que
estaba dormido y me dormí; los dos policías a mi lado hicieron lo
mismo, recargados en las sillas, siempre en la única puerta que daba
a la recámara de Mónico... a las seis de la mañana que despertamos,
Mónico no estaba en su cama. Ni los dos policías ni yo habíamos
sentido que pasara alguien por la única puerta que daba a su recámara y no sé qué decirles más…
“Hasta que supe que su cadáver había sido encontrado flotando
en la alberca de ‘Altamira’ y que Luisa, mi prima y hermana de
Mónico, estaba en estado inconsciente, en el patio, con un zapato
de Mónico en la mano”.
Algunas investigaciones judiciales y policiacas se hicieron a raíz
de esta misteriosa muerte que conmovió por varios días a Saltillo.
Sólo se encontró mutismo en los vecinos, que jamás pudieron descifrar la tétrica muerte de Mónico, y por más que las autoridades
se esforzaron para recabar informes sobre algunos enemigos que
tuviera Mónico, nunca se supo y quedó como hasta ahora, en
el misterio la muerte de aquel agente de hotel a quien la conseja
asegura se llevaron las brujas y las lechuzas.
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La calle de Las Barras
Froylán Mier Narro
Es cierto que las leyendas contienen mucho de verdad. Debió ser
sencillamente hermoso vivir hace tres siglos en la Villa de Santiago
del Saltillo.
Los cuentos de la abuela, que ella a su vez había escuchado
referir cuando era niña, al lado del brasero familiar en cuyas ascuas se ponía un objeto de fierro cualquiera y unas cáscaras de
naranja para evitar los gases nocivos, han pasado de generación en
generación, y hoy el progreso de los tiempos actuales los divulga
sin que hayan perdido el sabor que tuvieron antaño.
Cuéntase que allá por los años del Señor, de mil seiscientos y
pico, cuando los conquistadores habían apenas sometido a los
indios huachichiles y borrados que habitaban en los alrededores
de las nuevas villas española y tlaxcalteca, entre las calles recién
formadas, que improvisados constructores habían trazado torcidas y angostas, como hasta hoy se conservan, sin que el paso de
los años haya podido variar su estructura, había una que la voz
popular llamó “Las Barras”, y que ha sido rebautizada en épocas
posteriores con los nombres de héroes correspondientes a las diversas etapas de la política nacional.
La calle de Las Barras, que hace algunos años se llamó del
Oratorio y ahora es Múzquiz, recibió su nombre primitivo tan
original y tan extraño, a causa de una romancesca historia de
amor, poder y riqueza.
En su porción comprendida entre las calles de Landín y la
Purísima, hoy Allende y Zaragoza, vivía una familia española
procedente de Real de Catorce, que había venido a radicar a la Villa
de Santiago del Saltillo. Mineros, agricultores, oficiales en comisión del gobierno virreinal, la tradición no lo puntualiza; pero sí
personas distinguidas y opulentas, comoquiera que las damas,
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entre las cuales sobresalía una moza, casi una niña, de excepcional
hermosura, vestían con elegancia y señorío, y los caballeros tenían
porte y modales de personajes de alcurnia.
Un día llegó a la Villa de Santiago del Saltillo un grupo de soldados de los tercios del rey, y con ellos un capitán apuesto y galante,
a quien todos trataban con deferencia y respeto. La imaginación
popular le hacía descendiente del conquistador don Francisco de
Urdiñola, nieto del adelantado don Francisco de Ibarra, y hasta
pariente muy próximo del Virrey de la Nueva España. Se decía
que desempeñaba en las Provincias Internas una delicada misión
militar y política; que venía a recibir la gubernatura del Nuevo
Reino de León; que traía cédula real para emprender exploraciones
y conquistas en el Norte desconocido, y otras personas, desmintiendo tales rumores, aseguran que era un rico mayorazgo de la
provincia de Charcas, que empleaba sus años mozos en el servicio
del rey, para adquirir honores y merecimientos, satisfaciendo a la
vez, el afán de aventuras características de la época, y que pasaba
a estas tierras, en días de asueto, con el fin de conocer el mundo,
matar osos y ciervos y mediante la caza de indios, aumentar el
número de sus esclavos.
Nada se sabe de cierto, y ni siquiera ha conservado la leyenda
el nombre y los títulos del mozo aventurero desvanecido ante su
varonil apostura y ante el atuendo de su porte y de sus hechos que
impresionaron de manera exclusiva la imaginación de la gente.
Y sucedió que una tarde de agosto, dorada por los resplandecientes rayos del sol cercano al ocaso y humedecida por la lluvia
reciente y pasajera, el mozo aventurero regresaba de una entrada
en las tierras vecinas. Montaba brioso caballo alazán ricamente
enjaezado; vestía armadura damasquinada y venía seguido de un
grupo de gallardos jinetes que alzaban nubes de polvo con el braceo
de sus cabalgaduras. Pasaba por la calle que después se llamó de
“Las Barras”, y la hermosa doncella que había venido del Real de
Catorce se hallaba en la ventana atraída por aquel tropel inusitado
en el tranquilo silencio de su barrio. El mozo la vio; alzó la visera
sobre el casco adornado de plumas blancas y rojas; las miradas
de ambos se cruzaron en repentino relámpago y el amor prendió
de improviso en sus corazones, con la presteza que solía emplear
en aquellos tiempos de pasiones vivas e idealismo ingenuos. Él,
retardando el paso del caballo, volvió repetidas veces el rostro para
ver a la gentil criatura. Ella permaneció en la ventana, hasta que
la cabalgata dobló la próxima esquina.
De los paseos por la calle, se pasó a las misivas escritas en papel
celeste de filos dorados; de las misivas a las poéticas entrevistas
por la reja; a las altas horas de la noche, y enseguida, a las relaciones formales autorizadas por los padres de los enamorados. Y
comenzó a correr por la Villa de Santiago del Saltillo la novedad de
la boda, que por singulares circunstancias del caso, era un suceso
que rompía la monótona tranquilidad de la vida provinciana, con
singulares detalles de perfil novelesco.
Y una tibia mañana de Otoño, la totalidad de los habitantes de
la villa se apiñaban en la calle donde vivía la novia para presenciar
el paso de la gentil pareja hasta la capilla de Las Ánimas, donde irían
a recibir la bendición nupcial y quedar unidos para siempre.
Se tendieron sobre el pavimento, en todo el espacio de la casa
a la iglesia, finos tapetes de Persia, sujetos con gruesas y lucientes
barras de plata, para que el viento no las moviese. Las puertas y
ventanas de la casa, abiertas de par en par, ofrecían a los ojos de la
muchedumbre curiosa, artísticos muebles, cortinajes guarnecidos
de oro y en tibores de China, profusión de flores aromadas. Sonaba
suavemente una música de cuerda y entraban y salían sujetos de
todas cataduras, ministriles afanosos y personajes ataviados con
severos trajes civiles o brillantes uniformes militares. Se oyó la llamada presurosa de las campanas de la capilla de Las Ánimas, subió
el tono de las notas musicales, y los novios salieron seguidos de un
numeroso cortejo de caballos y damas suntuosamente ataviadas.
Calzas y ropilla con ferresuelo de fino velludo carmesí, gorra de
lo mismo adornada con plumas rojas y blancas sujetadas con un
broche de diamantes, y espadín de áureo puño incrustado de piedras preciosas, realzaban la gallardía del mozo y la majestad de su
porte. Ella apareció toda blanca muellemente arrebujada en el rico
brocado que traía del Oriente remoto la Nao de China; abultadas
las mangas y ahuecada la falda, guarnecidas de encajes y perlas;
prendido a la frente, por diamantina corona, el velo de seda que
se le derramaba por los hombros y espalda, como un sutil oleaje
de espuma. Y la humildad de sus ojos y la palidez de su rostro
contrastaban con la regla de opulencia de su atavío.
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Concluyó la ceremonia; los desposados volvieron por el mismo
camino cubierto de orientales alfombras, seguidos del mismo cortejo y entre la compacta valla de gentes curiosas. La servidumbre
levantaba tras ellos los tapetes y las barras de plata y cuando éstas
fueron depositadas, como brazadas de leña, en los umbrales de la
casa un sujeto de noble presencia habló cortésmente a los curiosos,
y en nombre de los desposados, les repartió los valiosos lingotes.
Y así fue entonces como la calle recibió el nombre de “Las Barras”.
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El Callejón del Oso
Froylán Mier Narro
La historia colonial de Saltillo, por todos los conceptos interesante,
está íntimamente ligada a los nombres que la tradición, las costumbres y los acontecimientos iban dando a las calles de la nueva
villa, a medida que ésta se formaba y crecía.
En aquellos tiempos no eran los honorables ayuntamientos
quienes bautizaban las calles, los ranchos y los pueblos, sino los
mismos hechos de la vida social, que impresionaban el sentimiento
y excitaban la imaginación popular.
A finales del siglo xviii, el Callejón del Oso, que hasta hoy conserva su nombre, se hallaba en el extremo noreste de la villa, donde
empezaban, alterándose, yermos barriales y espesos bosques de
huizaches y mezquites que se extendían hasta la falda de la sierra
de Arteaga. En ese callejón formado por jacales de palma y una
que otra casita de adobe, vivía una familia de menesterales, un
matrimonio con dos hijos; un muchacho de diez y ocho años, y
una niña de cinco. Eran de oficio caleros.
En el cocedor excavado a modo de chimenea, en cercana barranca
del arroyo de la Tórtola, un vivo fuego de llama alimentado constantemente, debía arder 24 horas, bajo una bóveda de piedras azules,
hábilmente acomodadas, hasta que éstas, reblandeciéndose, se abrieron
como bollos de harina. Mientras el padre atizaba la lumbre, el muchacho arrimaba las ramas cortadas en los matorrales vecinos.
Y sucedió una vez que cuando ya declinaba la tarde, el mozo,
acompañado de la niña, se alejó hasta las orillas del bosque, para
arrimar a la caldera la última leña. Juntaba las ramas que había
cortado, cuando oyó un grito de espanto. Era de la niña que se
había quedado esperándole en un sitio próximo.
Corrió a ver qué pasaba y vio que un enorme oso negro estaba
destrozando a su hermana. Impulsado por el instinto y el valor de
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la gente avezada a luchar por la vida, se arrojó sobre la fiera, dándole varios golpes en la cabeza con el machete, obligándolo a dejar
el cuerpecito hecho pedazos.
La tremenda noticia se esparció prontamente por el vecindario;
unos les creían, otros lo ponían en duda y sólo era evidente para
los habitantes del barrio que supieron el suceso en labios del mozo
y vieron tendido en el jacal de la familia del caldero, el cadáver
ensangrentado de la niña.
Al día siguiente, unos campesinos de los ranchos inmediatos a la
villa hallaron al oso, ya muerto, al borde de un estanque, a donde
seguramente le había llevado la sed de la agonía. Desde entonces,
aquel callejón se llamó “Del Oso”.
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El Callejón del Truco
Froylán Mier Narro
Partiendo de la calle Real, ahora Hidalgo y terminando en la empinada calle del Cerrito, hoy Bravo, como un desafío a la estética
y la geometría, está el Callejón del Truco formando manzana con
el de la capilla del Santo Cristo, manzana que fue propiedad y
morada de uno de los primeros pobladores de la Villa de Santiago
del Saltillo, don Santos Rojo.
Este callejón, albergue actualmente de cuitas y amoríos, por su
recogimiento y falta de alumbrado, tiene también su historia.
No encierra ésta precisamente un hecho extraordinario como
muchas otras calles de la ciudad, pero nos hemos acordado de él
porque casi todos los habitantes de Saltillo desconocen el origen
del nombre que aún lleva en la actualidad.
Hace poco más de cien años, un individuo de origen francés,
y de oficio pastelero, se estacionaba en la esquina norte de la calle
de Hidalgo y la Plaza, para vender su mercancía. A la hora de las
ánimas exactamente llegaba con sus menesteres de su puesto: una
mesita de madera rústicamente terminada, para colocarlo; una
canasta de palma tapeteada, llena de pasteles de varias clases, pero
todos para ser horneados por el mismo procedimiento y servirlos
calientes; un arpillera con carbón vegetal; una tinaja de barro que
servía de horno ambulante y que se colocaba sobre el brasero, y
un velón de hojalata, sobre un pie de lo mismo, con su depósito
de sebo y su mecha de borra de algodón.
Muy buenas ventas hacía el pastelero, y llegó a hacerse tan
popular su mercancía, que hasta de los lugares más apartados de
la ciudad, venían a comprar los exquisitos pasteles que vendía a
cinco por un real.
Ya estaba muy acreditado el “punto” del hábil pastelero, cuando
el alcalde ordenó que se quitara de allí y se pusiera en otra parte,
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porque daba mal aspecto con su cocina ambulante a la principal
plaza de la ciudad.
El pastelero se fue con sus menesteres, pero no a un lugar muy
distante, pues se instaló en la esquina de la misma calle Real y el
callejón que hoy se llama “del Truco”.
Este nombre nació del pregón del pastelero:
“Pasen marchantes, pasen; aquí hay ricos pasteles y trucos a
cinco por un real”.
Los “trucos” consistían en una especie de tubos de harina con
alguna preparación especial, que al ponerse al fuego, se rellenaban
por sí solos de una mezcla de pasta melosa con sabor natural a
frutas que era muy degustada y apetecida.
Alguien le preguntó al pastelero que por qué los llamaba “trucos”.
-¿Le parece a usted poco el truco? –le contestó– de que meta
un pedazo de harina dentro de la tinaja y resulte lo que usted está
saboreando?”.
Desde entonces se conoce aquel callejón con el nombre del “Truco”.
Pero lo curioso del caso es que, según se cuenta, sin que yo pueda
afirmarlo, el pastelero de los trucos emigró tiempo después de Saltillo, se estableció en la ciudad de México con el mismo negocio y
fue uno de los ciudadanos franceses cuyas pérdidas, multiplicadas
hasta lo inverosímil, originaron la invasión francesa de 1838, que
se llamó “La guerra de los pasteles”.
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El Pozo de los Caballos
Froylán Mier Narro
A unos doscientos metros al sur del puente del Dos de Abril, en el
arroyo de las barrancas, situado al oriente de la ciudad de Saltillo,
existió hasta hace algunos años un pozo que el vulgo bautizó, como
antaño se acostumbraba hacerlo, con el nombre de “El pozo de los
caballos”, porque a él llevaban los cocheros a bañar sus bestias de tiro,
para que aparecieran tirando de los boguecitos, victorias o jardineras,
limpias y lustrosas. Nadie más osaba bañarse en aquel pozo cuyas
aguas, según era la fama, guardaban en su fondo un misterio.
En muchas ocasiones, el Juez de Barrio de los panteones, el Juez
de Paz y otras autoridades dieron fe de misteriosos ahogados.
Aguas aquellas del Pozo de los Caballos, límpidas y tersas, de
suave tranquilidad y sublime indiferencia, que reflejando el azul del
cielo ocultaban en el fondo los tentáculos de un demonio insaciable
de tragedia. Se cuenta que temerarios bañistas sucumbieron al ser
arrastrados y sumergidos por aquel impenetrable misterio, a pesar
de su destreza y habilidad, apareciendo después sobre la superficie los
cuerpos inermes y rígidos, ahogados por nunca se supo qué causa.
Muchos perecieron ahí. Las gentes que conocieron aquel pozo lo
veían con horror, le temían y varias leyendas quedaron en él.
Refiere la conseja que aquel pozo no fue elaborado por la naturaleza, sino que fue hecho con toda intención por un maligno
espíritu, para que le sirviera de trampa y cayeran en él los que
retaban con temeraria intrepidez aquella parte de sus dominios.
Existen aún por aquel rumbo, ancianos trabajadores de ladrillera, areneros, caleros o lavadores de cascajo, que conocieron el pozo
de los caballos en su apogeo como segador de vidas humanas.
Cuenta uno de aquellos trabajadores, don Anselmo Valero,
que una ocasión estaba cribando arena a unos 100 metros del
pozo, poco tiempo después de haberse visto caer una lluvia por
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el rumbo de La Encantada, cuyas avenidas bajaban y bajaban
por el arroyo de las Barrancas, y vio que al pozo se acercan dos
mozalbetes de humilde presencia, pero robustos, sanos y fuertes.
Tuvieron éstos breve discusión, relacionada, se supo después, con
una apuesta para deslindar quién duraría más en el fondo del Pozo
de los Caballos, y enseguida los dos se desvistieron, y al mismo
tiempo, se tiraron de “clavado” al charco.
Esto pasaba muy cerca del mediodía, en pleno verano. El sol brillaba sobre la superficie al parecer tranquilo de las aguas del pozo, pero
cuyo fondo siempre ávido de tragedia demostraba una vez más el
poder de su fatídica atracción, pues diez minutos después aparecieron
flotando los dos cadáveres de los intrépidos bañadores.
Don Anselmo corrió a dar parte a la autoridad, que llegó representada por dos gendarmes de caballería, con una camilla, donde
pusieron a los muertos.
Don “Tacho”, que así cariñosamente se llamaba a don Anselmo
Martínez, viejo mayordomo de la ladrillera, refiere también una de
tantas y trágicas muertes ocasionadas por el Pozo de los Caballos.
La curiosidad de dos muchachos de la escuela Nº.1 en una
tarde de “venada” –dice– fue tanta por lo que se decía del Pozo del
Arroyo de las Barrancas, que fueron a él, y empezaron por echar
”patitos”, sin la menor intención de bañarse en sus aguas; pero
los dos muchachos fueron atraídos por ellas y los dos cuerpos con
sus vestidos completos fueron encontrados unas horas después,
ahogados y flotando macabramente sobre las barrosas aguas del
Pozo de los Caballos. Dice don Tacho que la madre de uno de ellos,
casi en estado de locura, prometió terminar con aquella fatídica
trampa de agua y así lo hizo. Cuando fue pasando la estación de
las lluvias y las corrientes, dejaron de bajar por el Arroyo de las
Barrancas. Ocupó cinco hombres en la obra, y con botes y tinas,
como quien saca agua de una noria, empezó a vaciar el siniestro
pozo, hasta que después de arduo trabajo, logró descubrir el fondo,
que tenía una forma desconcertante para ser obra de la naturaleza,
pues figuraba perfectamente en una profundidad de tres metros,
un enorme cono invertido, donde según la gente imaginativa, se
formaba el remolino del demonio para atraer a sus víctimas. La
madre de aquel muchacho ahogado continuó con la obra y se dio
a la tarea de rellenar aquel hueco con piedras y ramas, y es ahora
uno de los tantos charcos, sin que conserve el misterio entrañable y
trágico que antes tenía. Una cruz hecha de pino fue colocada en un
montón de piedras en medio del charco por aquella señora; pero tal
vez las avenidas o la gente quitaron la cruz, y ya no existe el Pozo
de los Caballos más que en el recuerdo de su tétrica leyenda.
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El Callejón de La Llorona
Froylán Mier Narro
La conseja de La Llorona es quizá más antigua que el descubrimiento de América, si es que hemos de dar crédito a los más grandes
historiadores de México, quienes al descifrar o traducir los códices
mexicanos y escudriñar los viejos pergaminos, dicen que aquel
ánima de lúgubres gemidos ha ido encarnando en varias mujeres
de nuestra historia mitológica.
Sahagún habla en su Historia de una Diosa Cihuacoatl, la que
aparecía muchas veces con atavíos de los que se usaban en el palacio
Azteca, y que de noche bramaba y voceaba en el aire.
“La tradición dice que a la llegada de los conquistadores castellanos y tomada ya la ciudad Azteca por ellos; y muerta ya Doña
Marina, la Malinche, contaban que ésta era ‘La Llorona’, que venía
a penar del otro mundo por haber traicionado a los indios de su
raza, ayudando a los extranjeros para que los sojuzgasen”. Así
escribe don Luis González Obregón.
Después de presentar en parte, el ánima que sirvió a las abuelitas
para dormir pronto a sus nietecillos, habrá que decir que para entrar
en nuestra leyenda, que todavía hace cien años, el fantasma blanco,
de rostro cubierto por tenue velo, según el decir de las gentes, existía
en los pueblos pequeños, asociado a los crímenes pasionales.
A los habitantes de Saltillo, también les tocó saborear amargamente las apariciones de “La Llorona”, sobre las gruesas barandillas
de los puentes de Tacubaya y Gómez Farías, sobre los tejados y
hasta en el pavimento del callejón que llevó su nombre, como una
vaga sombra que después de prolongado lamento, desaparecía
misteriosamente, esfumándose en el arroyo.
Viven aún por los barrios de “Tacubaya”, “El Águila de Oro”,
“Bucareli” y “Gómez Farías”, ancianos que conocen esta leyenda
y que aseguran haber visto con sus propios ojos y escuchado
101
con sus propios oídos, el fantasma de la túnica blanca y de los
lastimeros lloridos.
“Yo la vi volar –dice doña Cruz Martínez, que tiene noventa
y cuatro años de edad–. La vi deslizarse de un puente a otro a la
media noche”.
Otros viejecillos aseguran lo mismo; pero el Chino García,
de oficio tejedor de frazadas, cuyos hijos viven aún, relataba
la aparición de La Llorona, a causa de una aventura de amor,
truncada por el destino.
Es a Cruz Martínez, a quien vamos a dejar el relato que a ella
le hiciera el Chino García.
Entre enredaderas de San Diego y yedras, como un nicho de verde
musgo, se distinguía la casita de don Zacarías Flores, hortelano
en varias huertas del rumbo.
Viudo desde hacía tiempo, a consecuencia de una centella que
mató a su mujer en la casita de las enredaderas, metida en el arroyo,
con su única hija de quince abriles.
Paula era el nombre de la moza a quien el vecindario cariñosamente llamaba Pablita. Humildemente vestida, pero con castidad y
limpieza, era buscada por las muchachas de su edad para pasearse
por las oscuras callejas, solamente hasta las ocho y media de la
noche, hora en que la iban a dejar a la puerta de su casa, para
no exponerse a los atrevimientos de los borrachines que salían
blasfemando de las pulquerías y cantinas cercanas.
En varias ocasiones, ya al oscurecer, las muchachas se encontraban paradas en la esquina de una de las calles inmediatas, a
un joven de regular vestir, que les dirigía miradas insistentes cada
vez que pasaban. Ninguna de ellas sabía a quién; pero pocos días
más tarde lo vieron en la puerta de las enredaderas entregando una
carta a Pablita, que desde entonces quedó prendada del muchacho
sabiendo después que su oficio era herrero artesano, y que él y su
padre tenían fama de ser, en la ciudad, los mejores forjadores de
barandales y ventanas de tipo colonial.
Los amoríos siguieron su curso normalmente y unos cuantos
meses después de la promesa de matrimonio, se fijó la fecha de la
ceremonia, siendo el 7 de agosto.
Corría el mes de julio en sus últimos días. Ya todo estaba listo para
el casamiento: había circulado la noticia en todo el vecindario en el que
todos los días se comentaba la proximidad del casamiento y se hacían
102
votos por la felicidad de Pablita, a la que profesaban singular cariño
por sus buenas maneras, sencillez y carácter dulce y atractivo.
A la mejor modista de la villa se le había encomendado la confección de los arreos matrimoniales. Cuando éstos estuvieron en poder
de Pablita, recibía ésta frecuentes visitas de sus amistades, que la
felicitaban por la elegancia del vestido, de la corona de azahares, del
vaporoso velo y las blancas zapatillas de cabretilla importada.
Para aquel entonces, ya se verificaban en la Capilla del Señor, las
funciones tradicionales del Santo Cristo el 6 de agosto, a las que como
ahora, concurría gente humilde de todos los ranchos circunvecinos.
Pedro Herrera, que así se llamaba el novio, fue invitado por otros
amigos, para que la víspera de sus desposorios se tomaran unos
pulques en los puestos de la fiesta del Señor.
Pedro no tuvo inconveniente en aceptar, pues no era vicioso,
pero sí correcto, y a la hora que se proponía dejaba a sus amigos
en la parranda y se retiraba a su casa. Pero el 6 de agosto, entre los
amigos que lo invitaron, vio a dos desconocidos de nombre, cuyas
fisonomías tenía la certeza de haber visto antes en alguna otra
parte; hizo poco caso de aquellos y después de algunos jarros de
pulque y algunos tacos y enchiladas, pasaron a los mezcales.
Pedro casi perdió el conocimiento con las frecuentes libaciones de
néctar del maguey y aquellos desconocidos se ofrecieron a llevarlo
para su casa en un cochecito.
No fue a la casa de Pedro a donde lo llevaron, sino que, llegando al
puente de Gómez Farías, pararon al cochero, se bajaron por la empinada vereda hasta el arroyo, llevando a cuestas a Pedro, y allí abajo,
fenomenalmente, lo cosieron a puñaladas, causándole la muerte
instantánea. En seguida fueron y adosaron el cadáver en la puerta
de las enredaderas y muy tranquilos abandonaron el lugar.
Más temprano que nunca se levantó Pablita el 7 de agosto, día
en que iba a convertir en realidad su más hermoso sueño. La gente
que pasaba por enfrente de la casa, no se daba cuenta de lo que
había en la puerta, pues siendo temprano, no había luz suficiente.
Además las enredaderas cubrían la puerta con su sombra.
Pablita se dirigió al zaguán que daba al arroyo: quitó el tablón
que servía de tranca a la puerta, y al abrir ésta, el cadáver de Pedro
casi cayó en sus brazos. Ella, al reconocerlo con la ropa ensangrentada y al ver el charco de sangre en la entrada, prorrumpió
en lastimero y prolongado grito, que por mucho tiempo resonó
en los oídos de quienes lo escucharon.
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Al grito se levantó el viejo hortelano, padre de la joven… ¿y cuál
no sería su espanto al contemplar el cuadro que estaba ante sus
ojos? Pablita estaba sin sentido, tirada en los ladrillos y el cadáver de
Pedro a unos cuantos centímetros de ella, casi sobre su cuerpo.
Momentos después, el zaguancito se llenó de curiosos. A Pablita
ya la habían levantado y puesto en su casa, donde las vecinas
hacían sus esfuerzos por volverla de su desmayo, lo que lograron
minutos más tarde.
Pablita quedó en un estado desastroso de nervios y físicamente
deprimida. Y conforme pasaban los días, su afección se iba recrudeciendo, hasta que ya sin poder resistir su rara enfermedad
ocasionada por la terrible sorpresa que había recibido, murió, y
fue vestida con el traje, corona y demás adornos que tenía para
su matrimonio.
Después se supo quiénes habían sido los autores del crimen, pues
se investigó minuciosamente, y de las pesquisas resultó que uno
de aquellos que se habían ofrecido para llevar a Pedro a su casa
amaba en secreto a Pablita, sin ser correspondido y estaba resuelto
a que ésta no se casara con nadie si no era con él.
Fue aprehendido y castigado duramente. En los viejos archivos
judiciales se guarda la causa instruida contra el morboso asesino.
Murió en la prisión atormentado, según dicen, por los remordimientos y sólo queda de esta leyenda la doncella vestida de blanco,
que con su velo y corona matrimoniales, llora sobre el arroyo del
callejón que se llamó por eso de “La Llorona”.
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El Callejón de la Delgadina
José de Jesús Dávila Aguirre
La diabólica imaginación de Edgar Allan Poe, y la narración fantástica de H. G. Wells, pueden ser comparadas a la siniestra historia
del “Callejón de la Delgadina” que aquí es narrada con singular
vivacidad.
Esta historia tiene su origen en un callejón que nace en la antigua calle de San Joaquín, ahora conocida como “Arteaga” y termina
en el pequeño arroyo llamado “La Tórtola”, a pocos metros al norte
del puente “Gómez Farías”. Este vecindario, junto con el de “El Águila de Oro”, se distinguía de otros por las narraciones espeluznantes
de las que fue teatro esta sección del sureste de Saltillo.
En 1786, el ayuntamiento llegó a cicatrizar a la calle de San
Joaquín, pero en un callejón, que después fue conocido como “La
Delgadina”. Allí vivió un carnicero en una casa grande y sombría,
que tenía más establos y pesebres que recámaras; por su original
estatura, al carnicero lo llamaban despectivamente “El Gigante
Severo”, por lo que siempre usaba una camisa y un pantalón, que
cambiaba una vez al mes, y sus ropas estaban siempre cubiertas
por la grasa de los animales, signos naturales de su negocio.
Crisóstomo Sánchez, como así se llamaba, aparentaba tener
alrededor de 38 años de edad, y a despecho de su excesivo peso, no
parecía ser muy viejo. Se casó con la hija de un portero que estaba
viviendo en el mismo vecindario. Se llamaba Isaura Delgado, era
mucho menor que él, pero no menos robusta y fuerte. Por su
cutis bronceado y su largo cabello trenzado que le llegaba hasta
los zapatos, obtuvo el nombre de “La Trenzona”.
La pareja era muy popular en el vecindario, pues aparentaban ser
muy felices. Los domingos, cuando salían a pasear, su poco común
estatura y corpulencia atraían considerablemente la atención.
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Juan Crisóstomo no era celoso, pero un día sorprendió al
“Freidor” (hombre quien le freía) platicando con su esposa. Él no
dio mucha importancia a este hecho, pero después los vio teniendo
entrevistas en su propia casa.
Habiéndole dicho alguien que había algo entre su esposa y el
“freidor”, no tardó mucho para comprobarlo, pues por sorpresa
una tarde encontró a su mujer en brazos de su amante.
Por varios meses “La Trenzona” no fue vista, y los vecinos comentaban acerca de la causa de su desaparición. Muchas gentes estaban
acostumbradas a pararse en el umbral de la vieja puerta de la casa de
Chagua, y la veían debajo del puente de Tacubaya de rodillas lavando
con su pelo trenzado cayendo completamente sobre su espalda. Si
nadie supo de su muerte, ¿entonces dónde estaba ella?...
Esta pregunta se la hacían seguido los vecinos del callejón,
pero ninguno podía encontrar la respuesta adecuada; hasta que
una mañana corrió el rumor de que en un ángulo del arroyo de
“la Tórtola” había sido encontrado el cuerpo de Isaura Delgado,
casi irreconocible, y se dedujo que era Isaura por el extraordinario
tamaño y tupido del pelo en completo desorden; ¿qué le había pasado?...la gente preguntaba, y alguien reveló la historia entera del
castigo, de una manera muy inhumana y cruel, que el carnicero
había dado a la infortunada mujer.
Se decía que el marido rencoroso había dejado suspendida a su esposa
en un gancho usado para colgar carne, en uno de los más escondidos
cuartos de la casa. Después de conservar su colgadura ahí por varios
meses, dándole solamente migajas de pan y agua, hasta que comenzó
a cambiar su lamentable figura, por su estado de debilidad, la colgó
completamente desnuda, por el pelo, dividido en cuatro partes: cada
sección amarrada de los cuatro picos del garabato suspendido a una
pulgada del suelo, dándole la ilusión de poder tocarlo con los pies...
Pasaron días hasta que la pobre mujer llegó a ser esqueleto y murió.
Cuando ella fue encontrada, la gente decía que era un montón
de huesos envueltos en una amarillenta piel.
El carnicero desapareció del pueblo y nadie ha sabido de su
paradero. La gente del pueblo empezó a llamar al callejón con el
nombre de “La Delgadina”. No se sabe si este nombre fue originado
por el apellido de la protagonista de esta historia o por el estado en
que la pobre mujer quedó con la cruel venganza de su esposo.
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Índice
“En ésas nos viéramos, Chepita” José García Rodríguez
13
La casa de los espantos José García Rodríguez
25
El Callejón del Diablo
Froylán Mier Narro
39
El Molino de Belén Froylán Mier Narro
47
Las Cuevas Froylán Mier Narro
55
“Los Galemes” Froylán Mier Narro
61
Mónico Froylán Mier Narro
73
La calle de Las Barras Froylán Mier Narro
81
El Callejón del Oso Froylán Mier Narro
87
El Callejón del Truco Froylán Mier Narro
91
El Pozo de los Caballos Froylán Mier Narro
95
El Callejón de La Llorona Froylán Mier Narro
101
El Callejón de la Delgadina José de Jesús Dávila Aguirre
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Leyendas de Saltillo se terminó de imprimir en
Coordinación Editorial Dolores Quintanilla en junio de 2011.
En su composición se utilizaron fuentes de la familia Carmina.

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