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CONCURSO DE CUENTOS SOBRE EL HAMBRE Y LA ALIMENTACIÓN EN
CENTROAMÉRICA
CUENTOS CONT(R)Á EL HAMBRE, 2011
“Tiempo de Cosecha” de Augusto Silva
Contenido
CONCURSO DE CUENTOS SOBRE EL HAMBRE Y LA ALIMENTACIÓN EN CENTROAMÉRICA .................................. 1
CUENTOS CONT(R)Á EL HAMBRE , 2011 .................................................................................................... 1
Los perros de los Mejía* / Claribel Alegría / Nicaragua-El Salvador ................................................. 4
Pasillo siete / Bolívar Ricardo Aparicio Gallardo / Panamá ................................................................ 4
La misión / Jurinette Barrantes Solano / Costa Rica ........................................................................... 7
La mujer sándwich* /Gioconda Belli / Nicaragua............................................................................... 9
Bajo el semáforo / Manuel de Jesús Castellanos López /Nicaragua ................................................ 13
El sur de la tía Oremuno / Kenneth Jasson Chávez Cedeño / Nicaragua / Mención especial .......... 15
Sueño lúcido /María Rosa Cordón Pedregosa / Nicaragua............................................................... 19
Mención especial .............................................................................................................................. 19
Cuando los frijoles cantan… /Raquel Cortines González / Nicaragua .............................................. 23
Vea usted cómo hemos quedado / Irving Noel Gómez López/ Nicaragua / Primer lugar ............... 24
El carrusel de la vida / Hugo Manuel Gordillo Gómez / Guatemala ................................................ 27
Rayito de sol / Gabriela Esther Guerrero / Guatemala ..................................................................... 31
Cómo soy, cómo jui /Jeanine E. Guerrero / Nicaragua ..................................................................... 34
Oscilaciones* / Enrique Jaramillo Levi / Panamá ............................................................................ 37
Noches de fogata /Ulises Juárez Polanco/ Nicaragua /Mención especial........................................ 38
Ojalá salga temprano para ir a darles de comer a mis chavalos… / Martha Ligia Hernández Cruz /
Nicaragua .......................................................................................................................................... 40
El hambre* /Ricardo Lindo / El Salvador ....................................................................................... 41
El banquete* /Adolfo Méndez Vides / Guatemala .......................................................................... 43
No me quiero ir / Gustavo Adolfo Montenegro Ruiz /Guatemala / Segundo lugar ......................... 50
Boca de lobo en el arrabal / José Adiak Montoya / Nicaragua ....................................................... 50
Y vendimos la lluvia* /Carmen Naranjo / Costa Rica ...................................................................... 53
La olla / Alexander Javier Pérez Balladares / Nicaragua / Mención especial ................................... 57
El valle Feliz al pie del Cerro de Agua / Carlos Alberto Raitt / Nicaragua ....................................... 58
Los graneros del Rey* / Sergio Ramírez / Nicaragua ...................................................................... 62
De hambrunas y fatalidades / Melba Reyes Altamirano / Nicaragua.............................................. 66
La hambrienta realidad / Andrea Eunice Rodas Morán / Guatemala .............................................. 70
El mostro / Silvia Sánchez Barahona / Nicaragua / Mención especial ............................................. 72
Sopa de pierdas / Sudyen del Carmen Sánchez Gutiérrez / Nicaragua ............................................ 76
Hambre urbana / Brenda Solís Fong / Guatemala / Mención especial ............................................ 79
Paralelos / Melany Taylor Herrera / Panamá ................................................................................... 82
El hambre es más fea que los murciélagos / Mario Urtecho Olivares / Nicaragua ........................ 84
Una historia con hambre y cucarachas / Heber Adonay Villatoro / Honduras .............................. 88
El hambre del hombre* / Carlos Wynter / Panamá ......................................................................... 92
Quisiera ser un pescadito / Mirna Raquel Yescas Morales / Nicaragua / Tercer lugar .................. 95
Los perros de los Mejía* / Claribel Alegría / Nicaragua-El Salvador
En San Salvador, cerca de donde vivía la tía Lola, había una mansión vacía rodeada de un
gran terreno lleno de árboles, defendido de los ladrones de fruta por muros muy altos
erizados de púas. Vivian allí como treinta perros daneses que correteaban y ladraban todo el
día. Tres veces por semana, a las diez en punto de la mañana, se detenía frente a la casa una
camioneta blanca que llevaba una vaca descuartizada. El chofer tocaba el timbre y los
perros se ponían a ladrar desesperados. Por una puertecita lateral salían dos hombres con
cuatro grandes baldes para acarrear la vaca que les serviría a los perros de alimento.
Los muchachitos de los mesones de alrededor rodeaban la camioneta y, a pesar de los gritos
y los coscorrones que les propinaba el chofer, se quedaban allí mirando el suelo y
apresurándose a recoger los pedazos de carne que caían. Algunos no recogían nada. Otros
corrían alborozados a ofrecerle a su madre un pedazo de tripa.
Los perros, adentro, ladraban desesperados.
De Luisa en el país de la realidad (México D. F.: Editorial Volvo i Climens, 1987)
*El cuento fue cedido por la autora para la presente edición.
Pasillo siete / Bolívar Ricardo Aparicio Gallardo / Panamá
Desde el fondo de la cueva se escuchaba la voz moribunda de Josefo. A su alrededor, tres
jóvenes, de aspecto casi humano, se comían con avidez sus historias.
—En el pasillo tres estaban los productos lácteos —la voz de Josefo era débil y gangosa. Se
acomodó con mucho esfuerzo, colocando sus necróticos pies cerca de la fogata, para
calentar sus gélidos huesos.
Las sombras cimbreantes de los cuatro parecían danzar sobre la piedra húmeda en un
diabólico ritual de muerte.
—¿Qué son lácteos? —preguntó, como tantas otras veces, el número dos, dejando caer un
hilo de saliva; en su mano izquierda le quedaban dos dedos.
—Los lácteos…
Josefo hacía su mejor esfuerzo para responder. Agrandaba las palabras, a pesar de estar
absolutamente disminuido por la enfermedad. Les explicaba a los tres contrahechos cómo
de la vaca, animal cuadrúpedo extinto, se sacaba la leche, con la cual se preparaban
innumerables alimentos.
En medio de la penumbra les brillaban los ojos a los deformes. Nada los distraía del relato,
saboreaban cada palabra chupándose los dedos.
Sobre las paredes de la caverna se veían pinturas de escatológicas facturas. Habían dibujado
a una mujer con un niño conduciendo un carrito de supermercado cargado de víveres,
pasillos con anaqueles numerados, frutas y una vaca.
—Pasillo cuatro… —Josefo musitó la frase mientras se rascaba la cabeza hasta provocarse
una herida, de la que emanaban fétidos olores.
Los tres contestaron al unísono:
—¡Granos y pastas!
La consabida historia provocaba fascinación en los engendros, como si la oyeran por
primera vez. Se produjo un momento de silencio. Josefo parecía de piedra; los deformes se
miraron y sonrieron. El número uno tomó un tizón caliente y lo acercó a la oreja del viejo
haciéndolo gritar.
—¡Granos y pastas! ¡Pasillo cuatro! —gritaban los amorfos en frenética cacofonía. El viejo
bajó la cabeza, buscando en el fuego respuestas.
Durante varios años Josefo dominó el clan con sus historias de pretéritos tiempos de
abundancia. Era el único que recordaba cómo habían sido las cosas antes. ―No hay nada
que temer, lo resolveremos…‖. Aquellas palabras, aunadas a un larguísimo rosario de
excusas, se escuchaban por todas partes. Primero usaron el maíz. La idea era crear
catalizadores químicos que produjeran azúcares simples individuales a partir de moléculas
compuestas de varios azúcares simples unidos, porque los azúcares simples se pueden
fermentar para producir etanol.
Las tierras fueron pasando masivamente de la producción de comida a la producción de
agrocombustibles. Luego, grandes empresas y especuladores monopolizaron la producción
y distribución de cereales, vegetales, frutas, carnes y mariscos.
El comer se volvió costoso y prohibitivo. La población mundial entró en un proceso de
desnutrición, agravada por los efectos de la radiación, luego de que un terremoto masivo
había destruido las plantas nucleares del planeta. Los alimentos, acaparados por los
poderosos en grandes almacenes, se contaminaron, y de un solo golpe la sociedad volvió a
la era de piedra.
—¡Pasillo quinto! —clamó el viejo, alzando la cabeza del suelo.
—¡Vegetales y frutas!
Al narrador comenzaba a empurpurársele el rostro. Miró sus pies inmóviles y los tocó como
queriéndolos despertar.
Afuera de la cueva una lluvia radioactiva maceraba todo rastro de humanidad. No existía el
día, ni la noche. La tierra exhalaba un vaho de muerte y silicio.
Mientras Josefo narraba qué era un mango, un guineo, un ají, una cebolla, los engendros
olfateaban el aire, tratando de descifrar el significado de sus palabras. Se relamían y hasta
mordían los labios haciéndolos sangrar.
El tercer monstruo, que parecía mujer, se puso en pie y comenzó a emitir sonidos guturales
y a hacer la pantomima de estarse comiendo todo lo que el viejo describía. Los otros,
sombras de humanos, la imitaron. Reían y danzaban alrededor de la fogata en frenético
paroxismo.
—Pasillo sexto, productos dietéticos.
—¡Comida para bebés y postres!
El coro histérico resonaba en la cueva.
Josefo tocó con un dedo una piedra, la hizo rodar. ―¡Si yo pudiera rodar fuera de esta
cárcel! —pensó—. ¡Si pudiera escapar, aunque fuera reptando, sin ser visto ni oído!‖. Pero
no, él era esclavo de su destino. Cuando aún podía caminar se dio a la tarea de reunir a los
mutantes. Los ponía a trabajar. Ellos buscaban para él los exiguos alimentos: cucarachas,
raíces…
Durante algunos años se creyó con el deber de cuidarlos, tratar de devolverles un último
vestigio de humanidad, de cordura. Intentó enseñarles a hablar, pero al inicio se negaban.
Luego descubrió que sus historias los calmaban y hasta los hacían articular frases. El relato
sobre los alimentos era el predilecto. Cada día le exigían que lo contara de nuevo. Al
principio le pareció gracioso, pero con el tiempo se volvió algo insoportable, enfermizo.
Aquel relato, en vez de acercar a los mutantes a la humanidad, los volvía cada vez más
inhumanos.
Los ruidos crecían. Las criaturas babeantes corrían alrededor de la fogata, mordiéndose los
labios, golpeándose el pecho. Levantaban los brazos y los dejaban caer con fuerza. Sus ojos
brillaban.
—¡Pasillo siete! ¡Pasillo siete!
De pronto se produjo un momento de silencio, luego se escuchó progresivamente:
—¡Carnes! ¡Carnes! ¡Carnes!
El viejo se dejó caer de espaldas. Los tres suspendieron su batahola y se miraron entre sí. El
número uno le volvió a quemar la oreja a Josefo, pero esta vez él no se movió.
Mientras le comían los brazos la número tres murmuró:
—Desde que nos comimos al número cuatro no habíamos probado más carne.
La misión / Jurinette Barrantes Solano / Costa Rica
No era necesario acercarse para contar sus costillas. Incluso a unos veinte pasos de
distancia podían numerarse completas, remarcadas sobre la piel curtida y pálida; la ropa
que cubría su diminuto cuerpo no era suficiente para disimular su extrema delgadez.
Y ahí estaba, sonriendo y jugando con un perrito callejero que acababa de encontrar. El
hambre del día (el hambre de todos los días) podía olvidarse por un momento. Podía ser
feliz, aunque eso implicara olvidar el mandato de su madre de conseguir dinero a como dé
lugar; podía ser feliz, porque eso significaba dejar de lado el sufrimiento que había
atravesado durante sus escasos seis años de vida, en medio de la pobreza y el hambre que
esta implicaba.
—Lindo perrito —decía acariciando el lomo del cachorro, tan desnutrido como él mismo—
, si mi madre me dejara conservarte, sería feliz.
Se levantó para cumplir el encargo, no fuera a ser que su madre saliera a buscarlo y lo
castigara.
Caminaba lentamente, recordaba que lo último que había comido era un mendrugo de pan
duro, a punto de llenarse de moho. Lo había encontrado en una bolsa de basura de las
muchas que se dejan en las aceras, y ya estaba acostumbrado a no arrugar la cara ante este
tipo de alimentos; después de todo, era prácticamente lo único de lo que se había
alimentado desde que tenía memoria.
Los pasos lentos y acompasados resonaban en la calle, que para él estaba desierta. Miraba a
su alrededor; miles de personas bien vestidas pululaban en la ocupada ciudad, pero él
estaba solo porque al verlo, preferían mirar hacia otro lado o esquivarlo, como si la peste lo
acompañara, como si el aura de algún demonio amenazara con devorar sus almas si le
tendieran la mano para ayudarlo.
Prefirió bajar la vista, aunque eso implicara perder alguna oportunidad de conseguir dinero
para la comida, o algo con que acallar el intenso sonido que su estómago hambriento hacía;
cualquiera de las dos cosas le garantizaría una sonrisa de su envejecida y castigada madre.
Y, por supuesto, sus hermanos lo verían como a un héroe… Pero seguía pensando en el
cachorro que había dejado atrás; si lo llevara a casa sus hermanos pensarían que él era el
mejor.
¿Qué habría sido del gracioso perro? Dio la espalda al mundo que lo despreciaba para
buscar al animalito. Y lo vio justo detrás de él, tan juguetón como cuando lo dejó hace
quince minutos. ¿Qué haría con él si lo seguía a la casa? Lo pensaría luego, primero
necesitaba cumplir su encargo. Estaba seguro de que el olfato de un perro sería mejor que el
suyo, lo que haría más fácil encontrar algo para comer.
Y caminaron uno al lado de otro, como si de un superhéroe y su compañero se tratara,
como si al cumplir con su misión tuvieran un hogar cálido al que regresar, con suficiente
comida para celebrar su victoria. Así veía su recorrido el niño, la tristeza que lo rodeaba
aún no mermaba su imaginación.
—Por favor —le suplicó a una anciana que encontró sentada en el poyo de un parque—, mi
familia y yo tenemos hambre, ¿podría regalarme una moneda?
La mujer lo miró molesta.
—Fuera, fuera, piedrero1, delincuente. Mi dinero no es para dárselo a los vagos.
No le quedó otra opción más que alejarse entristecido. ¿Esa mujer había sufrido tanto como
él en su corta existencia? ¿Había sido insultada injustamente por algún desconocido que la
juzgaba por su aspecto, del cual no tenía ninguna culpa, excepto la de haber nacido en una
familia de pocos recursos, sin siquiera un padre responsable que se encargara de ellos?
¿Había sentido ella la mirada de desprecio de todos cuantos pasaban a su lado? ¿Alguna
vez se había levantado preguntándose si ese día lograría calmar su hambriento estómago?
Hasta un niño de seis años conocía la respuesta a esas preguntas. Talvez, cuando fuera
mayor podría soportar mejor la humillación; por ahora, lo hacía sentir despreciado, ―alejado
de la sociedad‖, como decía uno de sus hermanos mayores. Algún día entendería qué
significaba eso, estaba seguro de que su hermano lo había aprendido escuchando
conversaciones de los jóvenes que salían de los colegios.
Y lo peor, la humillación no le había quitado el hambre… como si eso fuera posible. Por lo
menos, no estaba tan solo como al principio, el perrito lo acompañaba. Si le ponía nombre,
confiaba en que se convertiría en su mascota; eso sí, debía conseguirle un lugar fuera de su
casa, para que su madre no lo echara.
¿Habrían logrado sus hermanos salir avante de la misión encomendada por su madre?
Esperaba que sí.
El perro salió corriendo de repente. El niño lo siguió lo más de cerca que pudo, hasta que lo
vio detenerse frente a una bolsa de basura colocada al lado de una casa. Se aseguró de que
no había nadie cerca y empezó a revisarla.
1
Palabra que se usa para designar a personas que consumen drogas, en especial la cocaína en piedra.
Bolsas, papeles, botellas plásticas… nada comestible. Estaba a punto de rendirse cuando
vio en el fondo un pedazo de pan mohoso. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí? No le importaba,
posiblemente sería lo único que lograría conseguir ese día. Después de todo tenía razón, el
perro había sido un buen compañero de labores.
Se alejó rápidamente del lugar, esperando evitar a cualquier testigo de su acción. Corrió
unas dos cuadras y se sentó en una acera solitaria. Sacudió un poco el hermoso bollo de pan
viejo que tenía en sus manos y se aprestó a darle un gran mordisco. Entonces, sintió en el
cuello un aliento ajeno. El perro demandaba su recompensa.
Y lo miró tristemente, porque él deseaba ese mendrugo mohoso tanto como el canino.
Haciendo un gran esfuerzo, puso el pan en el suelo, y mientras el cachorro comía, se alejó
con lágrimas en los ojos.
La misión continuaba.
La mujer sándwich* /Gioconda Belli / Nicaragua
Yo llegué a los Estados Unidos huyendo del ruido. Estaba segura de que en un país tan
grande bien podría encontrar un trabajo tranquilo, un trabajo donde no tuviera que hablar
con nadie. En mi pueblo la gente no paraba de hablar. Todos hablaban para espantar la
muerte que nos perseguía desde que empezó la guerra. La finquita de café que me dio la
reforma agraria y donde antes solo los pájaros se oían, quedó en medio de las bombas. Me
despertaba con tiroteos y explosiones, a veces lejos, a veces cerca; o me sobresaltaba el
paso de las caravanas de soldados, mañana y tarde, por la trocha de macadán. Una amiga
me dijo que en las ciudades en Estados Unidos no se oían ni los gallos en las mañanas. No
se oían disparos ni bombas y en los edificios no se oían ni las pisadas de la gente porque
tenían alfombras.
Vendí mi tierra, mi casa y conseguí un tiquete de avión. Tuve que esperar varios meses la
cita del consulado para que me dieran la visa americana que me consiguió mi tía Emilia,
que ha hecho fortuna en Los Ángeles. Empezó cuidando llaves y ahora cuida un edificio.
Al principio no le dije a ella lo del ruido. A nadie se lo dije, pero cuando me bajé del avión
vi que era cierto lo que dijo mi amiga. Nos bajaron por un túnel y hasta el túnel estaba
alfombrado. Lógico que a la salida, en la calle, había mucho tráfico, pero me llamó la
atención lo educados que eran los conductores. No pitaban como allá, en Managua, la
capital, donde no más un carro baja la velocidad los demás empiezan a pitarle como si cada
uno llevara un herido grave al hospital y no pudiera esperar.
El edificio donde vive mi tía Emilia queda en Hawthorne, un barrio donde casi todos son
latinos. Así nos dicen en los Estados Unidos a los que hablamos español. Será porque antes
oíamos misa en latín. No sé. Dentro de la casa de mi tía no se oía nada, ni llover. Caían los
aguaceros y una no se daba cuenta. Sentí lástima, porque el único ruido que me gusta es el
de la lluvia. Pero bueno, no se puede tener de todo. Lo que sí oíamos día y noche eran las
sirenas de la policía y los bomberos o las ambulancias. Al principio yo me asomaba a la
calle para ver si lograba mirar el humo, creyendo que era un incendio, pero la tía me
explicó lo de las pandillas. Todos estos barrios tienen pandillas, me dijo, y por eso anda
rondando la policía. Pensé para mis adentros que aquella no era la tranquilidad que yo
buscaba.
Por si fuera poco, tras las sirenas venía el ronroneo de los helicópteros. Me explicaron que
en Los Ángeles era muy usual que la gente se corriera de la policía y que la policía tuviera
que seguirlos por toda la ciudad. Las persecuciones estas las pasaban por televisión y todo
mundo las miraba como si fueran carreras de automóviles. Yo vi una un día de tantos. Ni
comí por estarla viendo. Era como ver una película. Los policías en Estados Unidos son
rubios, como artistas de cine, grandotes y bien macizos, se ve que desde chiquitos comen
muy bien. Los crían con corn flakes, como dice mi tía. No son como los esmirriaditos de
nosotros, ni panzones como los oficiales. Aunque son fieros. Cuando por fin agarraban a
los prófugos los rodeaban con gran aparataje y si no se dejaban agarrar y oponían
resistencia, rápido los mataban. A mí de solo ver a esos policías me daba miedo. Tan
fortachones eran. Y es que la gente aquí hace mucho ejercicio. Yo que me salgo temprano
de la casa a ver la vida, miro pasar hombres y mujeres corriendo con sudaderas y zapatos
tenis. Van con sus audífonos, oyendo música, como si pusieran el cuerpo a correr, mientras
ellos se dedican a otra cosa.
Dos meses estuve con mi tía hasta que conseguí un trabajo de limpieza en un edificio. Era
un buen trabajo. Se entraba de noche, como a las nueve, y salíamos hacia la una de la
mañana. El primer día pensé que todas mis plegarias habían sido escuchadas. Entramos al
trabajo en medio de un silencio magnífico y me deslumbraron las oficinas tan modernas y
bien provistas. Debía dar gusto ser uno de aquellos oficinistas. Hasta los baños tenían
alfombras y los elevadores eran lujosos y limpios, como una pequeña habitación que ya
quisiera yo tener algún día. Pero, claro, todo aquel silencio se acabó apenas entró nuestra
cuadrilla de limpieza y empezó el ruido de las aspiradoras y la habladera a gritos y el
estruendo de las papeleras metálicas cuando, tras vaciarlas, golpeaban contra el piso o los
escritorios, y los portazos y el crujido de las bolsas plásticas.
Además, a la una de la mañana regresar a la casa daba miedo. De noche esas ciudades
grandes se llenan de ojos en las esquinas y toda la gente mala sale igual que las cucarachas
en las cocinas cuando se pone oscuro. Pero me aguanté mis buenos meses limpiando
porque no era así no más conseguir trabajo y me urgía salir de la casa de mi tía. Alquilé un
cuarto en Inglewood, no muy lejos de Hawthorne. De ignorante no me percaté, hasta que ya
estaba firmado el contrato, de que ese lugar queda muy cerca del aeropuerto, pero bueno,
no era tanto el ruido. La dueña del lugar era mexicana y me explicó que en los Estados
Unidos los aviones cuando vuelan sobre las ciudades apagan los motores y que, además, el
Gobierno les paga a los dueños de casas unos techos que apagan los sonidos. Era cierto,
pero no del todo. Semejantes máquinas no pasan calladas. Me aconsejaron que me
comprara tapones para los oídos. Con los tapones no los oía pasar, pero los sentía. Cada vez
que pasaba un avión, que era toda la noche, me daba una vibración como si me hubieran
puesto sobre el pecho un teléfono celular de esos que vibran.
Comprar los tapones fue todo un trabajo. Me costó más de una hora encontrarlos en la
farmacia. Estas farmacias de los Estados Unidos son como supermercados. Yo no entendía
al principio que en un lugar tan legal como este hubiera tiendas tan grandes para drogas. Y
es que a las boticas les llaman drugstores. Y yo de tonta pensé mal. Pero me explicaron que
a las medicinas también les decían drogas y entonces me atreví a ir. Ahora son mis tiendas
preferidas. Tienen de todo lo que a una se le ocurra. Demasiado tienen. Comprar un
champú para el pelo es una agonía, de tantos que hay para escoger. Pero los dependientes
son educados en esos lugares y si no hay mucha gente le explican a una cómo encontrar lo
que busca, porque muchos de ellos hablan español. No todos los que parece que lo hablan
lo saben hablar, sin embargo. Yo antes veía una cara como de gente de mi pueblo,
morenita, pelo liso y me iba directo donde ellos pensando que me entenderían, pero me
llevé más de un chasco. Muchos de estos latinos han nacido aquí y son más yanquis que los
yanquis. No saben o se hacen que no saben español. Me cuesta acostumbrarme a verles las
caras y oírlos hablar en perfecto inglés. No me parece natural. Es como que les hubieran
cambiado el alma. En este país una no se puede guiar por las apariencias. Eso lo aprendí
bien temprano. Sean chinos, indios o morenos, después de un tiempo solo la cara les queda
del lugar de donde vinieron.
La ciudad de Los Ángeles es inmensa. Se parece a la capital de mi país, en lo explayada y
confusa. Aquí no hubo terremoto que destruyera el centro de la ciudad, como pasó en
Managua, donde no quedó piedra sobre piedra, pero tampoco tienen un centro propiamente.
Me digo que talvez los yanquis no concentran todo en un lugar para que no les pase lo que
a nosotros, porque los temblores no se fijan en quién es rico o quién es pobre. Así que aquí
son ciudades tras ciudades las que hay, unidas por autopistas. Me costó aprender a
manejarme en los buses, pero ahora ya sé ir de un lado al otro sin problema. Los domingos,
mi tía y yo vamos a misa y después tomamos la calle Pico hasta que llegamos a un lugar
que se llama la Pico Union que parece que una estuviera en Centroamérica. Venden todas
las comidas que nos gustan a nosotros: los frijoles negros, la masa para tortillas, los
plátanos, el chicharrón. Además de que todos los rótulos están en español y allí ese es el
idioma que se habla. Hacemos las compras, hablamos con la gente y después nos
regresamos a la casa. Aparte del domingo, el resto de la semana apenas hablo con nadie, lo
cual me viene bien. En la guerra aprendí que las palabras de nada sirven. Yo antes me creía
muy capaz de hablar. Hasta aprendí a leer y escribir cuando la revolución alfabetizó, y en la
comarca me decían: ―Melania, vos debiste haber sido maestra‖.
Pero el día en que las mujeres del caserío me mandaron hablar con los armados de la
contrarrevolución que les hacían la guerra a los sandinistas, de nada me sirvió poder
expresarme. Los contras habían llegado en la tarde y se llevaron a nuestros hombres, entre
ellos mi hermano, mi cuñado y mi sobrino Raulito, a un claro en medio de la selva que
quedaba al cruzar la trocha de macadán. Las mujeres me lloraron que fuera donde ellos a
rogarles que les perdonaran la vida porque ya habíamos oído que mataban a los que
colaboraban con los sandinistas o a los que se negaban a irse con ellos. Nosotros todos
éramos sandinistas por una cosa de historia, porque lo habíamos sido desde tiempos de
Somoza y porque el sandinismo nos dio tierras. Varias mujeres de la comunidad tenían
hijos que estaban haciendo el servicio militar. Aun así, si un contra venía pidiendo comida,
se la dábamos porque, a fin de cuentas, todos éramos los mismos campesinos.
Pues dije que me encomendaron a mí para que fuera a hablarles. Y fui cuando empezaba a
anochecer. Los grillos cantaban tan alto que los sentía dentro de la cabeza. Yo iba con más
miedo que otra cosa. Caminé mi buen rato siguiendo las huellas, alumbrándome con un
candil, hasta que encontré el campamento. Llegué primero orgullosa, sintiéndome muy
dueña de mí, a decirles que esos hombres eran el sustento de nuestra comunidad, nuestros
padres, hermanos e hijos y que los dejaran irse porque ellos eran inocentes de lo que estaba
pasando en el país. Les dije que nosotros ayudábamos a quien nos pedía ayuda porque en
aquella guerra era imposible saber quién tenía razón. Unos decían una cosa y los otros los
contradecían.
Yo había visto que los tenían amarrados a unos palos pero hasta que me pasó el primer
susto de toparme con los contras, no me fijé en que los habían torturado. Estaban
moreteados, con los ojos hinchados algunos y con sangre por todos lados. Perdí mi
ecuanimidad cuando los vi sangrando. Los contras se pusieron ariscos y el que mandaba
más no dejó que me les acercara y me dijo que me fuera si no quería que me pasara lo
mismo. Pero yo, en vez de callarme, empecé a hablar hasta por los codos, los recriminé y
les dije que se estaban portando como animales. Y entonces el mandamás se rio y me dijo
que ni con mil palabras iba yo a salvar a aquellos hombres y que bien me lo podía
demostrar. Yo no le creí y seguí hablando, y entonces fue que él se paró detrás de Raulito,
que tenía los ojos enormes de miedo, y sin que nadie se esperara lo que iba a pasar, con la
rapidez con que pica una serpiente, zas, de un tajo le cortó el pescuezo, como si hubiera
sido gallina: un tajo limpio, con una navaja bien filosa. Yo grité. Romualdo, Marcelino,
Pascual y Mateo no me quitaban los ojos de encima. Y Mateo fue el que me dijo: ―Callate,
mujer, que ya hablaste más de la cuenta‖.
Desde entonces se me quitaron las ganas de hablar y me volví alérgica al ruido. Cualquier
sonido me traía de regreso los ruidos de la guerra y la mirada de Raulito que talvez me
salvó la vida, porque del horror de verlo morirse y no poder hacer nada me dio por correr y
corrí como venado perseguido y no me pudieron alcanzar. Apenas amaneció llegaron a
buscarme, disparando por todo el caserío. Yo los vi metida en el monte donde me escondí.
Si pienso bien, me parece que tuve suerte de que solo me quedara la necesidad de estar
callada y tranquila. Salí con vida, y aquí en Estados Unidos, a veces me parece que eso no
me pasó a mí, sino a alguien que era como yo, porque yo ya no soy la misma. ―Vos eras tan
hablantina‖, se lamentaba mi tía, pero yo ni le conté para no hacerla sufrir. Solo le repetía
que quería un trabajo donde no tuviera que hablar, ni oír mucho ruido. Mi tía me decía:
―Pero ¿dónde vas a encontrar un trabajo donde no tengás que hablar?‖. Y yo solo pensaba
que era cuestión de buscar, que seguro algo aparecería.
Dios me ayudó. Un día me fui a comprar un sándwich en una de esas tiendas de comida
rápida que hay en todos lados que se llaman Subway, y vi que tenían un rótulo para un
trabajo y pregunté. Era para anunciar el lugar, me dijo uno de los dependientes, un
salvadoreño. Me tenía que poner un disfraz de sándwich y caminar de arriba abajo por la
esquina, diciendo adiós con una mano a los automóviles que pasaban y levantando con la
otra un rótulo que decía que la comida valía 3.95 dólares. Solo a los gringos se les ocurrían
aquellas cosas, me dijo el muchacho, pero era un buen trabajo si uno no sabía inglés porque
no se necesitaba hablar. Para qué quise más. Allí mismo apliqué y me contrataron. Yo era
justo del tamaño que necesitaban, me dijo el dueño. Al trabajo no debía llegar de faldas,
sino de pantalones negros y tenis.
El disfraz era bien cómico. Me cubría de la cabeza a los tobillos como una funda y era una
copia de trapo del sándwich famoso que ellos vendían, con tela beige en vez de pan, y a los
lados, tela blanca y roja para simular el queso y el jamón. Por las ranuras por donde me
salían los brazos le colgaban unos retazos verdes y rojos, que se suponía eran la lechuga y
el tomate. Sobre el pan de trapo estaba pintada una carita sonriente, a la altura de la mía,
con unos agujeros pequeños para los ojos. Yo tenía que hacer de cuenta que era un
muñequito animado de la TV y moverme con gracia, invitando a la gente a bajarse del carro
y comerse un sándwich, sin decir ni una palabra.
Esa misma semana empecé. Saludar con la mano y andar el rótulo cargado todo el día es
cansado, pero ese cansancio no es nada para mí. Apenas me pongo mi disfraz siento que me
guardo en una cueva. Todo queda afuera: el ruido de los carros, la gente, el mundo. Me
siento dueña y señora de mi silencio particular y nadie me molesta, ni se mete conmigo.
Parecerá mentira pero hasta la paso distraída. De estar en la esquina ya conozco las caras de
los que transitan por aquí en sus automóviles todos los días, casi a la misma hora. Les veo
las caras y me doy cuenta si amanecieron bien o si van preocupados o tristes. Veo si se
arreglaron de manera especial, si se cambiaron el peinado. Veo los niños que van al
colegio, les invento nombres, me imagino dónde viven, en qué trabajan sus padres. A mis
favoritos les digo adiós con más entusiasmo. No sé si se darán cuenta de que es mi manera
de saludarlos. La mayoría de la gente ni se fija en mí, pero de vez en cuando alguien me
mira con curiosidad, con lástima. Me figuro que esa persona tendrá buen corazón y pensará
que me merezco mejor suerte. Yo ya no pienso así, aunque me alegra que nadie de mi
pueblo pueda venir y verme es esta facha. La verdad es que me podrían pasar a la orilla y
no se darían ni cuenta. Para mí este trabajo es un refugio. A veces el ruido del tráfico se me
vuelve el sonido del río Iyas cuando iba a lavar ropa. A veces lloro o me río sola, sin que
nadie se percate. Yo pienso para mis adentros que no es nada indigno recordarle a la gente
que necesita comer, ofrecerle comida barata; me digo que mi trabajo es un servicio social
que les hago a estos americanos. Ellos también necesitan comer. En eso todos somos
iguales.
*El cuento fue cedido por la autora para la presente edición.
Bajo el semáforo / Manuel de Jesús Castellanos López /Nicaragua
En medio de la descomunal avenida, aquel pequeño hacía malabarismos con cuatro pelotas
descoloridas y un gran vacío que llenaba su estómago.
A veces parecía romper la mismísima ley de gravedad, cuando la sed y las ganas de comer
un bocado lo hacían tambalear bajo aquel intenso sol del mediodía que parecía empeñado
en hacer del paisaje citadino puras reverberaciones.
Luego de su rapidísima actuación callejera para los conductores de autos que se detenían
ante el semáforo, estiraba su mano, de la cual llovía sudor, esperando que algún buen
corazón le tirara una moneda para sobrellevar el tiempo.
Ese día se detuvo a mirar a otros de su edad, de quienes lo separaba solo un cristal de una
de las ventanillas del auto. Ellos no lo notaron, pues la mitad del asiento trasero iba repleta
de trastos de colores y juguetes recién comprados en el gran supermercado de altas paredes
y muchas luces que se veía desde la esquina en donde el pequeño malabarista levantaba
habitualmente su improvisado e invisible escenario.
Nunca había entrado a un súper y solo lo conocía de oídas, como si se tratara de uno de
esos fantásticos cuentos que algunos de su edad tienen la suerte de escuchar antes de que el
sueño les cierre los ojos con cuatro candados.
Por lo general, de noche nunca lograba saber con precisión cuándo se cerraban sus ojos y
comenzaba el viaje a ese otro mundo, en donde todos hemos sido hasta reyes.
Por lo general, sus sueños se quedaban en el capítulo anterior, pues con los ruidos del
amanecer y mirando a su mundo como entre nieblas debía saltar de la improvisada cama y
tirar un poco de agua en su rostro para despertarse del todo. Era entonces cuando su entorno
poco a poco iba perdiendo esa magia de los colores que aún arrastraba de su casi sueño.
De nuevo al camino de todos los días, con una bolsa casi blanca, casi gris, con un pan
endurecido como piedra y sus cuatro pelotas de trapo, esas que luego saltaban tan alto que
casi tocaban el sol de la mañana.
A veces el calor y la fatiga le hacían soñar despierto y se imaginaba con unos lustrosos
zapatos camino al colegio del barrio, como los demás de su edad, solo que al reponerse un
poco se encontraba de nuevo con sus pies descalzos y sus pantalones hechos pura hilacha.
Un buen día en que el sol hacía saltar chispas de las hojas de cada árbol sintió como si
flotara en medio de la rotonda y como si un coro de cotorras parlanchinas le tomara de sus
ropas y lo elevara por los aires, desplazándose cerca de la copa de los árboles hasta esa
altura desde donde se puede mirar la ciudad con nuevos ojos.
Desde allí miraba a su mamá muy pequeñita, casi del tamaño de un zompopo, junto al
comal, estirando la masa de maíz como una sábana en el invierno, para que a todas las
bocas alcanzara una de las tortillas que ella hacía salir de entre las palmas de sus manos que
se movían veloces como en una lluvia de aplausos.
Estaba su también diminuta hermanita, cavando un hueco en medio del patio como quien
busca un mágico tesoro o trata de llegar de alguna manera al otro lado del planeta.
El perro de la casa saltaba y no precisamente de alegría, como en esos idílicos anuncios de
la televisión, sino por las picadas de las pulgas y garrapatas que lo tenían tan flaco como
una marimba pueblerina.
También al abuelo podía ver desde esa altura, mientras escarbaba la pequeña parcela de
tierra para luego tirar unas semillas de maíz, para ver si se lograban en esta ocasión, pues la
sequía cada vez era más dura.
De pronto le pareció llegar al fin de su casi mágico viaje, pues había tropezado con una
suave carpa azul, enorme, llena de pequeños agujeros, y entonces comenzó a descender a
toda velocidad, sin tener tiempo para tomar un pedazo de aquellas nubes que parecían
algodón de azúcar, ni para atrapar aquellas finas y cristalinas gotas de lluvia que
comenzaban a dibujar un enorme arco iris.
Todo le daba vueltas y los colores cada vez se iban haciendo más confusos, hasta que oyó
un fuerte y estridente sonido, como de algo negro y redondo que se detiene en seco.
Los transeúntes que estaban cerca corrieron hasta el sitio del incidente, pues pensaban que
luego de aquel aparatoso estruendo poco podía hacerse ya.
Habían visto cómo aquel pequeño duende tropical se balanceaba sin ton ni son, como si
fuera a derrumbarse en medio de la vía, y quedaron petrificados cuando vieron al auto que
se acercaba al sitio en donde él estaba situado.
El conductor del auto iba entretenido con su celular recién comprado, mientras agarraba el
timón como quien atrapa una maraca, y no se fijaba en nada, hasta que el susto lo hizo
reaccionar por puros reflejos y abrir sus ojos casi del tamaño de un plato de porcelana,
luego de haber frenado estrepitosamente.
Entre cuatro personas levantaron del suelo a la criatura y le echaron aire con un periódico
del día. El papel de la prensa escrita fue decisivo en su pronta recuperación...
Una mano piadosa sacó de la nada un frasco con agua al tiempo, y otra mano, una guayaba
suprema para entonarle el estómago, por lo menos por un breve tiempo.
Luego un auto de último modelo pasó por la vía contraria, dejando una estela tejida con
fino humo gris que cubrió la escena como para que nada se notara demasiado.
El sur de la tía Oremuno / Kenneth Jasson Chávez Cedeño / Nicaragua /
Mención especial
No recordaría el momento exacto cuando cayó. Como aquellos que caen un día soleado con
el estómago vacío, una cerrazón se cierne sobre sus mentes, al punto de olvidarse de todo.
Mi tía quiso salvarme de esas, pero no pudo por falta de aliento. Entonces vi su barriga
inquieta, como agarrando aire para poder hablarme. ―Calmuri —me dijo mi tía, ahorcada en
su último resuello—, ve hacia el sur‖. Y sus manos pálidas, lentas y encorvadas se
destrabaron de las mías para dejarme ir.
La vi estirada, como un venado alcanzado por una bala, con su pelo ralo, cenizo, y sus
piernas engarrotadas bajo la enagua traslúcida al sol. Volví mis ojos hacia el bosque seco, y
por primera vez en la vida me sentí perdido. Para mis escasos cinco años de vida, el sur
quedaba hacia todas partes.
―Tía —le dije, hurgando con mis dedos sus sendos párpados caídos—, tengo hambre‖. Pero
nunca más pude ver sus enormes ojos de plata bajo aquellas tristes pestañas de anciana.
Dormí lo que quedaba de la tarde, y la noche entera, hundido en su pecho, hasta que los
picotazos de una bandada de zanates me despertaron aterrorizado por la mañana. Me
levanté de su cuerpo y pensé que ella también se despertaría por la bullaranga de esos
pájaros, pero nunca lo hizo. En cambio, recuerdo el último gesto de su rostro desvaído, con
su agigantada boca abierta y la cabeza de un zanate dentro, quizás buscando algo que beber,
que comer, que encontrar; en realidad nunca lo supe.
El verano en la isla de Ometepe había sido devastador. Los árboles apenas cargaban sus
cuatro ramas tostadas sobreviviendo a la sequía de abril, y los pocos animales que
quedaban estaban refugiados en los escondrijos selváticos a la orilla del lago Cocibolca,
donde también estarían esperándome, como era de suponer, el negro Chesterton y Pancho
Bueymadera con una rienda de toro afilada para el peor de los castigos infligidos a los
internos que se fugaban del hospicio. ―Así que el sur —pensé aguzadamente— queda hacia
la orilla opuesta del albergue, pues mi tía Cecilia Oremuno tenía pensado llevarme hacia
allá, porque seguro era donde estaba aparcado su bote‖. Y luego de haber cavilado sobre
esta posibilidad, lo único que me quedaba por hacer era correr el riesgo de buscar el
albergue, como punto norte de referencia, para girar en sentido contrario.
No obstante de esta esperanzadora búsqueda, me hubiera gustado permanecer más tiempo
recostado en el frío pecho de mi tía Oremuno, ya que solo con ella me había sentido
realmente querido, pero el hambre me agobiaba a tal extremo que tuve la intención de
ponerme en marcha. Algo me decía que no la dejara sola en esas tierras de nadie, pues ella
y yo teníamos cerca de una semana de querer escapar de la isla, ya que mi mamá Renata me
había llevado donde don Sebastián Amador, el viejo tirano que gobernaba en el hospicio de
Ometepe, para que este cuidara de mí, y me diera de comer, porque ella no tenía cómo.
Así fui a parar a aquel lugar de pocos amigos. Recuerdo con dolor el viaje de puerto a
puerto, de San Jorge a Moyogalpa; mi mamá llevaba un vestido blanco con puntitos negros
encendidos, y en la mano derecha cargaba un saquito de bananos repleto hasta la copa.
Cuando el viejo ferry ancló en el muelle, mi mamá Renata me vio como un águila mira a
sus polluelos antes de lanzarlos del peñasco al abismo. ―¡Agarrá el saco!‖, me dijo con una
dulce autoridad. Me lo eché al hombro con toda la fuerza de un renacuajo que quiere
aparentar caupolicanismos prematuros, y juntos cruzamos el puente endeble del ferry.
Cerca del muelle de Ometepe estaba una carreta destartalada ajustada a un caballo más
canijo que yo, y haciéndole una trenza con las hebras de la cola grisácea, mientras fumaba
un canuto a medio cuerpo, esperaba Pancho Bueymadera.
―Dejalo en el suelo —me dijo mi mamá—, y quedate aquí; podés comerte uno si querés‖.
Saqué un banano del saco y lo pelé, mientras mi mamá Renata se arrimó a Bueymadera.
Pasado un tiempo de conversación silenciosa, el carretonero quiso darle un beso, pero ella
apartó su cara con desprecio. Luego el hombre se dejó venir hacia donde estaba yo
comiendo mi banano.
—¿Está bueno? —preguntó, mostrándome sus tres dientes afilados de hojalata. Y entonces
le extendí el último bocado que tenía en mis manos. Lo enganchó entre sus uñas sucias y se
lo tragó de un suspiro.
—¿Te gustan los plátanos, no? —me preguntó señalando el saco que estaba en el suelo. Y
le afirmé que sí moviendo la flaca nuca de garrobo pasmado.
—Vamos –me dijo—. Te voy a llevar a la finca. Allá tengo varias frutas; las cortás y te
venís al muelle con tu mamá. Yo me llamo Francisco Manzanares, pero aquí en la isla
todos me dicen Pancho Bueymadera. Y vos, ¿cómo te llamás?
—Calmuri —dije con una vocecita apretada entre dientes.
Lo último que recuerdo fue haber visto aquellos ojos perplejos de mi mamá Renata
asaltando la inseguridad de los míos, mientras Pancho Bueymadera me subía a su carreta. A
mi lado, mi mamá puso el pequeño saco de bananos, luego me selló la frente con un beso y
me dijo que me quería. Cuando el caballo sintió el azote de las riendas sobre el lomo, me
fui alejando de ella, y los puntitos negros de su vestido se fueron perdiendo entre el sopor
de la canícula y la densa estela de polvo que la carreta había dejado a su paso.
El viaje y mi llanto duraron más de media hora, hasta que llegamos a la pequeña finca
donde un hombre, al que llamaban el negro Chesterton, nos recibió de mala gana.
—Aquí está el mocoso —le dijo Pancho al negro—. Dale una cutacha y llevalo al huerto
para que vaya aprendiendo el oficio; mientras yo hablo con el patrón.
El negro Chesterton me bajó de la carreta. —Tomá —me indicó dándome un machete bien
afilado—. Andate recto, allí queda la casa en la que vas a vivir ahora, detrás está el único
huerto sobreviviente a la sequía. Más vale que te pongás las pilas, porque si no, no te
hartás.
Agarré el machete, todavía tembloroso por el llanto, limpiándome las lágrimas de la cara
con la camisa, y caminé buscando la casa, con el temor a que si no hacía lo que me
ordenaba el caporal me diera con la rienda de toro que colgaba de su cintura.
Era un edificio de dos pisos en ruinas, con las celosías de los ventanales oxidadas, un
portón de varillas verticales asegurado por un cerrojo y una parca de perro resguardando
que no saliera nadie más que los cuidadores del lugar. Me fui directo al huerto que había
detrás y me puse a trabajar, chapodando algunos mechoncitos de maleza que ya
comenzaban a nacer entre los cilantros. A los diez minutos llegó el muy tirano y mandamás
del albergue, Sebastián Amador.
—¡Así me gusta, muchacho! —me dijo con una voz ronca y precisa—. Aquí el que no
trabaja no come.
—¿Cuántos años tenés? —preguntó, prepotente, mirándome de cuerpo entero. Y yo le
mostré mis cinco dedos mugrientos, luego de haber tirado la pala al suelo.
—No bote la pala, muchacho malcriado. ¡Aquí el que bota la pala, bota la comida! Además
—agregó sentenciándome—, ya dejó dicho la Renata que te ponga sedita. Desde ya tenés
que irte acostumbrando a esta mierda; si no, te acostás con las muelas limpias. Aquí nadie
va a andarte consintiendo —dijo, como en señal de despedida, mientras daba una media
vuelta casi marcial para largarse.
Al llegar la noche, Pancho Bueymadera me llevó a conocer las galerías del hospicio. Mi
cuarto, que quedaba en la segunda planta, era más grande del que tenía en Managua; sin
embargo, lo tenía que compartir con otros nueve renacuajos que se encontraban enfilados
en unos pequeños camastros de resortes.
En aquellos casi tres meses cumplidos, el trabajo en el huerto se convirtió en una especie de
sobrevivencia bajo régimen expreso. Pero todo cambió con la llegada de la tía Cecilia
Oremuno, una mañana sin mayores sobresaltos, cuando todo marchaba en el orden de los
capataces y del gran tirano mandamás, Sebastián Amador; la vi acercarse como un sueño
inesperado. Traía puesto el típico chal rojo de siempre, sus zapatos de trapo de quince
pesos, y el pelo nevado hasta las puntas. Se arrimó a duras penas con su caminar
entrecortado y, con el parecido asombro de una madre frente a su vástago herido, me
preguntó:
—Hijo, ¿qué te pasó?
—Fue la cutacha… tía… —repuse indeciso, tratando de tapar mi brazo mal enmendado.
—¿Y por qué no te has vuelto a Managua?
—Porque mi mamá Renata no ha venido a traerme —le contesté a secas.
—¡Ve qué vieja! Pero no te preocupés. Yo misma te voy a sacar de esta mazmorra.
Fue lo único que me dijo mi tía Oremuno. Me agarró del brazo bueno y nos fuimos de
inmediato. Hasta hoy no sé si aquella loca idea fue la mejor, pues nos fugamos sin decirles
nada al negro Chesterton ni a Pancho Bueymadera ni al tirano Amador, solo nos fuimos y
ya, porque de otra manera no hubiera sido posible evadir tal régimen. Nos metimos en el
bosque seco, seguramente buscando la otra orilla de la isla, es decir: hacia el sur.
El camino se hizo de nunca acabar, y el hambre ya comenzaba a carcomernos hasta los
huesos. Mi tía me dijo que tenía que ser fuerte, y yo le expliqué que no importaba si no
comíamos, y le confesé (lo que ella ya sabía desde siempre) que con mi mamá había pasado
muchos apuros en casa, que casi nunca teníamos comida, hasta que se hacía la suerte de
lavar y planchar a uno que otro inútil vecino del barrio. Todo se lo confié a mi tía Cecilia
Oremuno esa tarde, en aquel triste y desolado Ometepe del delirio. Y también le declaré
que extrañaba a mi mamá Renata, aunque no me diera de comer, aunque me haya
abandonado.
―Ella no te abandonó —me refutó muy seria—. Solo que no tenía cómo mantenerte, eso es
todo…‖. Clavó su mirada al suelo, y enmudeció tan pronto como quiso.
Habíamos pasado seis días con sus noches sin comer, extraviados en medio de la sequía del
bosque, hasta que ella se debilitó. Entonces, al séptimo día, sin más ímpetu que el último
resoplo de su alma: cayó. El polvo afloró en el aire cuando su cuerpo sonó seco, como un
banano que cae al costal. ―Calmuri, ve hacia el sur…‖, me dijo, quizás intentando salvarme.
Pero yo nunca supe dónde quedaba el sur de la tía Oremuno. Así que me volví a recostar en
su pecho, y aquí estoy, por si algún día se le da por decírmelo.
Sueño lúcido /María Rosa Cordón Pedregosa / Nicaragua
Mención especial
Me consideraba una mujer sensible, hasta que ocurrió aquello. Desde pequeña fui educada
para ser mujer de mi casa, mis hijos y mi esposo. Sabía manejar una casa grande,
organizando a empleadas y jardineros. Me creía hábil e inteligente, sabiendo mantener el
equilibrio entre la bondad y la estupidez. Siempre lucía lo mejor posible, pues tenía un
gusto fino para vestir y Dios me había dado una situación que me lo permitía. Estaba
casada con un importante empresario farmacéutico y tenía una hija. Me sentía dichosa de lo
que había conseguido en la vida.
Esa misma noche tenía que preparar una cena de negocios para mi marido. Venían a casa
un asesor extranjero del Ministerio de Salud y su esposa, y quise sorprenderles con un
menú basado en platos típicos presentados de forma rústica pero elegante, razón por la cual
me encontraba en el mercado de Masaya para adquirir un juego de bandejitas de mimbre.
Como venía diciendo, me consideraba buena persona, pero en el arte del regateo podía
llegar a ser despiadada. Tenía ojo para elegir lo más elegante, pero, al mismo tiempo,
mostrar desinterés, mirar con el rabito de ojo, esperar que el dependiente me ofreciera lo
que yo quería, preguntar su precio y poner cara de asombro para exclamar: ―¡Es
carisisísimo!‖. Todo sin perder mi sonrisa y creando un ambiente de distendida cordialidad.
Esta mezcla, junto con mis encantos naturales, resultaba infalible ante cualquier tendero.
Pero claro, este no era el caso. Lo que tenía enfrente era una tendera que, con sus gruesos
brazos en jarra, me vociferó el precio.
Entramos en negociaciones, pero finalmente no me quiso rebajar más, apelando a mi
conciencia, contándome no sé qué cuento de una vieja ciega que mantenía a sus nietos.
El uso de la pobreza y desgracia ajena en una negociación de precios era algo inaceptable,
por lo que amablemente le di las gracias y me marché.
Esa noche volví a lucir mis dotes de anfitriona. Modestia aparte, la cena fue exquisita. Las
empleadas vestidas con trajes típicos nos sirvieron los platos sobre unas lindas bandejitas
de mimbre de color madera que terminé comprando en Sinsa Hogar, mientras sonaba de
fondo una música de Cuerdas nicaragüenses. Lucí bella con un traje blanco corto de Chloe,
y mantuve una distendida conversación con el asesor y su esposa acerca de la imagen
negativa de la situación de salud de mi país que se tiene en el extranjero. ¡Es inadmisible!
Después de la cena y tras darme una ducha templada, me arrebujé entre las sábanas limpias,
mientras mi marido yacía con una rítmica y monótona respiración. Prendí la televisión
sintiéndome satisfecha de mí misma. En la pantalla, un tipo con una sonrisa boba y atuendo
naranja hablaba de la importancia de las buenas acciones para limpiar el karma. Poco a
poco me fui sumergiendo en un gustoso sueño, arrullada por el ruido del aire
acondicionado.
En otro espacio, pero en tiempo simultáneo, Jennifer estaba a punto de levantarse. El
viento, al ascender por la ladera del volcán, reverberaba en el zinc creando un ruido
ensordecedor, que le resultaba relajante e hipnótico. Le gustaba cubrirse con una mantita,
mientras afuera el mundo tronaba y se quebraba.
A mí me extrañó no escuchar el sonido del reloj de mi marido. Pausadamente me fui
despertando, sintiéndome ligera y pequeña. Mis ojos se abrieron sin haberlo querido, y vi
un techo cochambroso, con el zinc al descubierto. Me extrañé y me pregunté dónde
demonios estoy; quise incorporarme para averiguarlo, pero ya mi cuerpo tomaba un rumbo
distinto al de mis deseos. Estuve al borde de la histeria cuando vi que mi cuerpo era el de
¡una niña prepúber!
No podía salir de la conmoción. ¿Qué me estaba pasando? ¿Estaba soñando? ¿Por qué era
tan lúcido? Calculé que debían de ser las cinco de la mañana y a esa hora tendría que estar
en cama escuchando los suaves ronquidos de mi marido. Sin duda, debía de estar soñando,
mi cuerpo ya se había incorporado y se movía de un lado para otro sin que yo se lo
ordenara. Estaba descalza sobre un piso de tierra, en una casa hecha de madera y zinc, de lo
más destartalada. Grité, quise despertarme, lo deseé fuertemente, pero no pude. Me di
cuenta de que no había nada que hacer, así que preferí calmarme y ver hacia dónde me
llevaba este sueño tan extraño.
Jennifer vivía en una casita situada en las faldas del Mombacho. Había llegado allí con su
mamá y papá dos años atrás. Primero se fue su papá, de pronto y sin avisar, nunca supo el
paradero de él; y luego se fue su mamá a los Estados a buscar trabajo.
Desde entonces vivía con su abuelita y su hermano menor. Como todas las mañanas, se
levantó, se duchó, se preparó para ir al colegio, e hizo lo propio con su hermanito. Antes de
salir dio un beso a su abuela que ya estaba tejiendo el mimbre.
¡Pero qué helada estaba el agua de la ducha!, ya me había desacostumbrado a esto. Tomé
una posición mental de distancia acerca de lo que estaba viviendo, pues físicamente no
podía, porque sentía todo lo que la niña, Jennifer, experimentaba.
Con su hermano cogido de la mano, como todas las mañanas, bajaron por la carretera de
adoquines camino a la escuela. Los autos pasaban desde muy temprano llenos de cheles que
se dirigían a visitar la mítica cumbre de neblinas permanentes.
Supe en qué lugar me encontraba cuando vi la particular carreterita del Mombacho. Sentí la
mano del hermano pequeño de Jennifer tocando la mía, y me enternecí. Me extrañó que no
desayunaran, pues sentía una bola de vacío que ardía en el interior de su pequeño estómago.
Me reconocí en la mirada de los extranjeros y nacionales que subían con sus coches en
dirección al aparcamiento del volcán.
La escuela era pequeña pero acogedora. A media mañana disfrutaban de un refrigerio, un
vaso de leche de vaca recién ordeñada, que había donado un gringo que tenía su finca cerca.
Ese era el momento en el que Jennifer y su hermano desayunaban.
La clase de la mañana fue imposible, sentía un pequeño fuego en el estómago y no tenía
fuerzas. No podía evitar que se me cerraran los ojos y no oía lo que decía el maestro.
Pero ¡cómo era posible que esa niña fuera así a clase! Cuando mis fuerzas estaban a punto
de claudicar, repartieron la leche, ¡menos mal! El resto de la mañana fue diferente, me
sentía despejada y pude percibir que Jennifer, que estoicamente aguantaba mejor que yo
esta situación, también se encontraba más despierta.
Al mediodía el vaso de leche había desaparecido, y en su lugar había vuelto a encontrar
sitio aquel pequeño fuego. ¡Qué dura se me hizo la cuesta hacia la casa! Admiraba la fuerza
que tenían aquellos dos pequeños, y la responsabilidad de la niña me hacía pensar en mi
hija. ¡Qué madura era Jennifer en comparación! Llegué exhausta y sedienta. Para almorzar
había un Fresqui-Top de limón, un puñadito de arroz y frijoles y media tortilla.
Jennifer, tras servir todo y acomodar a su hermano, comió con ganas. Todo estaba bueno,
pero para mí era claramente insuficiente, así que me quedé con mi fuego a medio apagar.
Ella recogió la mesa, lavó platos y cubiertos, y acto seguido se puso a ayudar a su abuela
que estaba tejiendo mimbre. Yo no podía comprender cómo aquella criatura podía trabajar
con ese vacío en su estómago, ¡si yo me estaba sintiendo desfallecer!
Jennifer disfrutaba mucho de todo lo que le enseñaba su abuela. La señora se vino a vivir
con ellos un año y medio atrás, para cuidarles. Ya hacía varios meses que no sabían nada de
su mamá. La muchacha intuía que su abuela estaba intranquila y preocupada, lo sabía por la
velocidad y furia con la que trenzaba el mimbre. La niña le ayudaba en algunas labores,
pero no tenía todavía la habilidad que había hecho famosa a su abuela, que demostraba
sobre todo en el conjunto de bandejitas de mimbre de distinto tamaño que había tenido
cierta acogida en el mercado.
¡Entonces me percaté! ¡Aquellas bandejitas tan bien acabadas del mercado! Una luz intensa
se hizo en mi cerebro, en mi corazón y sobre todo, en mi estómago, donde el fuego creció
produciéndome un intenso dolor, angustia y tristeza. Sentí hambre, desconsuelo, pero, sobre
todo, impotencia. Durante ese instante vislumbré lo que ocurría y comprendí cómo con mi
elección del día anterior había contribuido a generar aquella realidad. Fue un fogonazo que
me quemó por dentro. Pero ¿por qué estaba viviendo yo aquello? Acto seguido, y como
obedeciendo a este último pensamiento, fui cayendo en un profundo sueño, me sentí
nuevamente relajada y feliz.
En otro extremo de la geografía nicaragüense ya era de noche. Llovía intensamente en la
comunidad mayagna de Tawan Raya, en el núcleo de la reserva de la biosfera de Bosawás.
La selva guardaba silencio, expectante ante la fuerza del aguacero.
Tras un profundo sueño, poco a poco fui despertando; me sentía pesada, cansada, con un
nudo en la garganta y un vacío en el vientre. Percibía el contacto de mi cuerpo con algo
sólido, me di cuenta de que estaba sentada. Mis ojos se entreabrieron, percibí la penumbra
en mi alrededor. Estaba en una habitación con paredes y suelo hecho de rústicas tablas de
madera, sentada en el piso y apoyada sobre una pared. Pude ver mis piernas morenas y mis
pies descalzos, grandes y callosos. Supe que seguía soñando y me dejé llevar por este mi
sueño lúcido, pues sentía una enorme tristeza y cansancio.
En la casa de Amada había una candela encendida, solitaria luz que se mantuvo prendida
toda la noche en vela por la muerte de su hija menor, la única que le quedaba.
Los escasos vecinos de la chiquita comunidad pasaron a visitarla para darle el pésame. Pero
ahora, en la penumbra de la noche, solo quedaba ella frente al cuerpo de su hija, cubierto
con una sábana blanca.
Delante de mí yacía el cuerpo delgado de una mujer, escasamente alumbrado por una vela.
Escuchaba el fuerte golpeteo de las gotas de lluvia sobre el zinc y el eco que producía entre
las paredes de la casa de tambos. A lo lejos se escuchaba el rumor de un río, ensordecido
por la inclemencia de la lluvia. Dentro de mi cuerpo, de este cuerpo de mujer morena,
sentía un enorme hueco y una terrible amargura que subía desde mi vientre a mi garganta.
Mis ojos se nublaron cuando mi memoria voló hacia recuerdos cercanos.
La hija de Amada enfermó de pronto y ningún curandero de la zona pudo ayudarle.
Siempre fue débil, pues de niña pasó mucha hambre. Aumentaron la fiebre y un intenso
dolor en el costado, así que decidió ir al hospital de Managua. Inició un precario y largo
viaje hacia la capital. Amada no pudo acompañarla, pues no tenían suficiente plata para las
dos. Pidió raid al bote de una organización que trabajaba en la zona y durante dos días
navegó río arriba hacia Wiwilí y de ahí, viajó dos días más en camión hasta Managua. En el
hospital le dijeron que tenía una infección renal, le dieron medicinas y le recetaron más.
Pero ya no tenía plata para comprarlas y tuvo que volver por el mismo camino, con fiebre,
el dolor y las manos vacías. A las dos semanas murió.
Visualicé los recuerdos de Amada, sentí el dolor y el vacío de su vientre, mientras un grito
se ahogaba en mi garganta, ante la rabia e impotencia de presenciar y sentir una muerte
¡evitable con antibióticos! Una muerte silenciosa, como lo es el hambre.
Entonces recordé la conversación con el asesor extranjero y su mujer, y la ligereza de mis
opiniones. Una fuerte luz se hizo en mi cabeza, y un intenso dolor escaló desde mi vientre.
Antes de perder la conciencia, pensé con amargura en mi pequeña.
Desperté sudando en mi cama, mi marido yacía a mi lado con su rítmica respiración. Lloré
recordando lo que había vivido o soñado, y supe que a partir de entonces nada sería igual.
Cuando los frijoles cantan… /Raquel Cortines González / Nicaragua
Lupita es una niña muy inteligente, una de las más inteligentes de mi clase. Ella sabe que es
importante saber leer, escribir y hacer las cuentas cabales, como nos dice el profesor Rafael
Luis. Solo al profesor Rafael le había escuchado utilizar esa palabra, ―cabal‖. Dice que
trabajó varios años en El Salvador y que allí se utiliza mucho esa palabra, aquí en
Nicaragua no la decimos tanto.
Lupita y yo vivimos en la comunidad de Boca de Cántaro, en la comarca rural de
Chacraseca. Yo creo que aquí se llama Chacraseca, porque no tenemos río ni agua que
salga de la paja como en la ciudad de León, aquí jalamos el agua de los pozos.
La casa de Lupita está justo al lado de la escuela, por eso por las mañanas apenas tiene que
caminar para llegar a clase. Como está muy cerca, no importa que llegue sin desayunar,
porque no está tan cansada como María o Chepito, ¡o como yo! Nosotros sí venimos de
largo; a veces Chepito me da raid en la bicicleta de su hermano y pareciera que vivimos tan
cerca como Lupita, ¡resulta corto el camino!
A la hora del receso todos corremos al comedor donde doña Iliana, la mamá de Chepito,
tiene preparado el almuerzo. A veces pasa mucho tiempo sin que comamos frijoles, dicen
que ya no traen porque están muy caros, y entonces comemos solo arroz.
Esta semana no ha fallado ni un día el almuerzo de la escuela y Lupita le ha llevado a la
abuelita doña Ana su porción de comida. Lupita siempre se guarda un tantito de su
almuerzo en un pichel para llevarle a su abuelita. Es que Guadalupe y su abuela viven solas
desde que la mamá de Lupita se fue a los Estados a trabajar. Yo le pregunto a Lupita si no
le entran ganas de comerse toda la comida, pero ella dice que no, que se queda contenta con
comer su parte, porque los frijoles que ella come cantan canciones en su panza, y como
hacen tanto escándalo, ella siente que ha comido tres almuerzos en lugar de medio.
¡Púchica! ¡Tres almuerzos! Ojalá los frijoles también cantaran en mi pancita… Claro, por
eso yo a veces siento que me quedo con hambre, porque en mi panza no hay música.
Mi tía Andrea también está en los Estados y a veces me envía regalos, ¡es tuani!
Ya comenzó la temporada de mangos, y Lupita me regala algunos cuando salimos de la
escuela, porque en su casa hay un gran palo de mango. Es mango mechudo de esos que
dejan hilitos entre los dientes, ¡rico!
Algunos días Lupita me acompaña a la casa porque mi mamá prepara gallopinto para ella y
su abuelita. Yo me pongo muy contenta cuando ella me acompaña en el camino porque
platicamos y comemos nancites y apostamos quién es la primera en mirar un
guardabarranco. El profesor Rafael le dijo a mi mamá que si algún día tiene un tuquito
extra de arroz para echarle a la olla o una tortilla más para el comal se lo reservemos a
Lupita y su abuelita. Creo que el profesor Rafael piensa que Lupita pasa hambre, pero es
que él, aunque es un hombre muy cabal, no conoce el secreto de Lupita, no sabe que los
frijoles en su panza ¡cantan!
Vea usted cómo hemos quedado / Irving Noel Gómez López/
Nicaragua / Primer lugar
Vea usted cómo hemos quedado. Aunque para qué nos vamos a mentir si yo sé que no se ve
nada con este trapo en la jupa. ¿Por dónde le principio a contar? De chatel padecí hambre.
Ya hombre también padecí hambre. Y por lo que veo, siempre va a haber hambre en mi
país. Por eso estoy aquí. Hincado como promesante.
Me despidieron del pegue porque no soy estudiado. Apenas llegué al tercer grado. Y viera
cómo le rogué al jefe, pero nel pastel, me cantó cero. Que me iba a recomendar como
cuidante de una finca de una queridita suya, pero se fue en promesas. Puro cuento para irme
pagando en abonos suaves. Con la liquidación me alcanzó para cancelar el crédito de la
pulpería y lo que me sobró me lo bebí, porque también tengo derecho a divertirme, ¿o no?,
dígame usted si no tengo razón. Hacía rato que no me echaba un trago. Otro vigilante que
también se lo chiclearon me sopló que me habían robado, pero como no entiendo de esos
asuntos solo entinté mi nombre y me maté solito.
Anduve un tiempo en manifestaciones donde le pagan a uno y le dan de comer por gritarle
vivas al candidato. ―¡Cástulo el presidente de los pobres!‖, ―¡Cástulo sí cumple!‖, ―¡El
candidato de la oposición es un cerdo!‖. Si hasta le estaba agarrando cariño al hombre, pero
al final nos estaban quedando mal y un día me le acerco para cobrarle y me va diciendo:
―Cóbrele a mi tesorero, no joda‖. Ah, no, dije, hasta aquí llego yo, y me fui arrecho para la
casa. Cómo aprietan estas amarras. Y cuando nos quiten estas cintas se van a venir con
todo y pestañas. Nos va a doler. ¿Será que estos coyotes piensan hacernos algo?
Entonces, como le iba diciendo, me fui a mi casa y al poco tiempo mi mujer se aburrió de
mantenerme. Y tenía razón. Mis hijas ya ni me tomaban en cuenta cuando miraban
anuncios de juguetes en la televisión. Se iban corriendo donde la mamá para que se los
comprara y ella les mentía, que talvez para Navidad, que no cagaba reales, mientras me
reprochaba con la mirada. ¿A usted no le pasaba lo mismo? Las chavalas se iban felices con
la mera ilusión y ni me volteaban a ver.
A mí me tocaba llevarlas a clases. Irlas a dejar e irlas a traer, porque en algo tenía que
colaborar, no me iba a quedar echadote todo el santo día, viendo novelas y rascándome las
pelotas. Para el Día de las Madres la profesora me pidió una cuota de veinte pesos para el
regalito. Que se la pedían en secreto a los padres porque iba a ser una sorpresa de las
alumnas para las madres. Yo me hice el pendejo. También recién pasó el cumpleaños de las
gemelitas. Mi mujer empeñó un anillo para hacerles un quequito de media libra y un
sorbetito. Me dio tanta pena que ni comer quise. ―¿No quiere nada?‖. ―No, Evangelina,
fíjese que me duele el estómago‖. Hasta una trimetropín que recetó mi suegra me tuve que
rempujar sin protestar, por andar de mentiroso. ¿Cómo dice? ¿Que no son coyotes? La
sangre de Cristo me guarde y me ampare.
Ah, pues le sigo contando, me cambié de religión varias veces, a ver si así mejoraba mi
suerte. Me fui a meter a un antiguo cine, donde los hermanos de la fe me untaron con un
aceite consagrado que supuestamente traían del Monte de los Olivos, pero póngame
atención, que yo podré ser bruto, pero no tengo ni un pelo de dundo, y me di cuenta de que
era aceite libre de colesterol con Omega que compraban en la pulpería de los filipinos que
se quedaron viviendo en el país cuando quebró la zona franca.
Entonces, me fui a otra iglesia, donde estaban iniciando la campaña de la hoguera
encendida, allí tuve que hacer una petición escrita con todas mis necesidades y una foto a
colores para enviarlas a Tierra Santa. Me quedó rebonita la carta, a pesar de mi mala letra.
En ella le pedí al Supremo Maestro que me mandara un trabajito de colector en cualquier
alcaldía o en uno de esos ministerios donde uno se gana buena propina, porque para qué le
voy a mentir, nunca quise ser diputado porque la gula es pecado, ya por último, aunque sea
un carrito usado para taxear y llevar a mi mujer al trabajo, para que no se fuera en esos
buses destartalados que la llevaban a la capital a trabajar de doméstica.
Recorté la foto de mi carné del seguro social que hace tiempo que no cotizaba, de todas
maneras salía horroroso, nunca fui… ¿Cómo se dice?... Eso, nunca fui fotohigiénico, pero
me van saliendo con que el envío valía mil pesos en cuotas, les dije que de dónde, así que
me tuve que ir a la última iglesia donde me ofrecieron, como si fuera almoneda, una
botellita de agua del río Jordán, arenas del mar Muerto, sales benditas, trocitos de tela del
manto sagrado y astillas del poste donde crucificaron a Papachú. Me sulfuré y aproveché
que la abuela de las chavalas me envió una remesa y me fui a publicar en los clasificados
una oración al Divino Niño: ―Con mucha fe y confianza en Ti, mi único Salvador, con
todas mis fuerzas te pido me concedas las gracias que tanto deseo, por lo menos el taxi‖;
recé nueve veces el avemaría por nueve días y ese mismo día publiqué la oración esperando
que se cumpliera el deseo al cuarto día de la publicación, pero lo único que me llegó fue el
recibo de la luz. Entonces comprendí que por la vía de los milagros estaba frito.
Con lo que me sobró les pagué la mensualidad de la escuela a las chavalas y me compré un
pollito para engordarlo y hacerlo gallo de pelea para irme al palenque y así ganarme unos
centavitos, pero se me olvidó el detalle que al pollo tenía que darle de comer y antes de que
se me muriera de morriña, me lo tuve que atravesar en una sopa que quedó toda insípida
porque el animal estaba anémico.
Se me ocurrió meterme al negocio del márquetin y me fui al gimnasio para apuntarme en la
categoría de peso paja del Consejo Mundial de Boxeo. El entrenador me quedó viendo
como loco, pero no me importó. Usted dirá qué tiene que ver el boxeo en todo esto. Pero le
explico. Era un asunto de estrategia porque, como era año electoral, me iba a poner una
camiseta haciéndole publicidad al candidato ganador, para que me consiguiera un trabajito.
No crea, si a veces yo mismo me sorprendo de mis buenas ideas. Pero el tiro me salió por la
culata, porque llegó el día sin que nadie me patrocinara y mi contendiente fue un chavalo
que me dio un vergazo que me dejó chintano de por vida. Por eso me tapo la cara cuando
me río, ¿no lo ha notado?
Quién diría, narcotraficantes. El cartel de los Zetas. No sé quiénes son, pero suena a
fatalidad. Válgame Dios. Mejor hubiera aceptado trabajar con ellos. Qué irónico, es la
primera vez que alguien me ofrece un trabajo. Disculpen, ya sé que no da risa, pero no
puedo evitar pensar que en mi país nunca nadie me ofreció nada.
Bueno pues, tuve que llamar a mis familiares a larga distancia, que estaba hecho mierda,
que me ayudaran a sacar la visa para irme, que me prestaran para el pasaje, que les iba a
pagar cuando llegara a trabajar en los nurseries o en la construcción, de cachimber, de
security, de lo que sea, pero me advirtieron que la cosa ya no era como antes, que la
pensara mejor porque ya se había acabado el negocio de la construcción, que era difícil
conseguir trabajo sin papeles y que ahora con esto que los latinos parimos como conejos,
los americanos ya ni quieren atendernos en los hospitales, que ahora todos pensaban en
España. Les dije que no importaba, que si me negaban la visa me iba mojado. Qué
nombrecito, dígame usted, ―mojado de sudor‖ querrán decir, porque ese desierto le saca la
cuita hasta al más macho.
Para no cansarle el cuento, me niegan la visa y me tengo que venir por tierra. Cuando me
agarra la ―Migra‖ en México, el policía me pregunta que de dónde vengo y, por supuesto,
yo le digo que soy chapín, que la flor nacional es el quetzal y que la monja blanca es el ave
nacional, ¿o era al revés?, y que vengo de Quiché, de un pueblito tan pequeño que ya ni me
acuerdo del nombre. ¿Que para qué mentí? Pues para que no me regresen hasta Nicaragua
y me cueste menos volver a hacer el intento.
El policía me pide el pasaporte y yo le digo que lo perdí, entonces me pide que le cante el
himno nacional, y como iba bien advertido, comienzo a cantarle: ―¡Guatemala feliz...! que
tus aras no profane jamás el verdugo; ni haya esclavos que laman el yugo, ni tiranos que
escupan tu faz. Si mañana tu suelo sagrado lo amenaza invasión extranjera, libre al viento
tu hermosa bandera a vencer o a morir llamará…‖. ―¡Suficiente!‖, me dijo con grosería,
porque, como usted se imaginará, yo canto horripilante.
Y el resto de la historia usted lo conoce muy bien. Por eso todos ustedes piensan que yo soy
guatemalteco, pero realmente soy nica. Lo que más me aflige es que si algo me pasa, mi
familia no va a saber nada de mí. ¿Cómo dice? ¿Que fijo que nos van a matar? No diga
eso, compadre. Tenga fe. Talvez solo nos quieren asustar. ¿Y cómo se llama aquí donde
estamos, Tama… cómo? ¿Tamaulipas?* Ahora que la pienso me da nostalgia. Lo que más
me dolió fue despedirme de las niñas. La noche antes de venirme sorprendí a la más
pequeñita rebuscando en una guía telefónica, ―¿Qué hacés?‖, le pregunté; ―Te busco trabajo
para que no te vayás‖, me dijo. Nunca se me va a olvidar. Ahora estamos aquí hincados y
encapuchados. El hambre. Vea usted cómo hemos quedado.
*La masacre de Tamaulipas fue un crimen cometido por los Zetas en agosto de 2010, en
Tamaulipas, México. Los 72 ejecutados, 58 hombres y 14 mujeres, fueron en su mayoría
inmigrantes provenientes de Centro y Sudamérica, asesinados por la espalda, para
posteriormente ser apilados y puestos a la intemperie. Las primeras investigaciones
señalan que fueron asesinados porque, luego de ser secuestrados, no pagaron el dinero
que les exigían para dejarlos libres y se negaron a formar parte del grupo criminal. Para
el 8 de octubre de 2010, se habían reconocido 50 de los 72 cuerpos: 21 hondureños, 14
salvadoreños, 10 guatemaltecos, 4 brasileños y 1 ecuatoriano.
El carrusel de la vida / Hugo Manuel Gordillo Gómez / Guatemala
Los salubristas se desplazaban con dificultades dentro del corredor seco, con la misión de
continuar el monitoreo alimentario en la zona. De pronto la campiña había variado. El
verde que se levantaba de la tierra se volvió una mezcla de dos colores: un amarillento
oscuro y un café claro. La carretera de terracería estaba partida en millones de pedazos,
como una larguísima alfombra rompecabezas, a causa de aquel calor que rebotaba de sus
mismas entrañas. El sereno de la noche había sido absorbido de tal manera que no quedó ni
la más leve huella. La conversación entre los pasajeros del vehículo fue interrumpida por la
noticia de la radio.
―La Secretaría de Seguridad Alimentaria advirtió hoy que la subsistencia de un millón de
habitantes del corredor seco en el oriente está en peligro a causa de la sequía que azota al
país. El hambre estacional podría prolongarse, ya que durante dos épocas de cosecha se ha
perdido la mitad de la producción de maíz y más de las tres cuartas partes de la producción
de frijol…‖, dijo el locutor.
Hermosilla detuvo el carro a la entrada de la aldea Quebrada Seca y pasó la mirada desde
su hombro izquierdo al horizonte, hasta terminar en su hombro derecho, para verificar que
la realidad de ese pueblo era más deprimente que la noticia radial sobre los diecisiete
municipios del corredor. Aquellas milpas no eran milpas. Eran abortos de tallos, con una
que otra hoja seca que ni las vacas podían comer porque al rozarlas caían hechas polvo. Y
del frijol únicamente quedaban las pequeñas enredaderas diezmadas que desafiaron a la
sequía y se quedaron en el intento de enrollarse alrededor de los varejones flacos.
En Quebrada Seca todo había sido intentos durante dos años. La temporada anterior todo
era pudrición. Las plantas no resistieron la muestra diluviana con una temporada de
huracanes que llegaron uno tras otro cual mercaderes de la desgracia. Ahora, la realidad
hacía honor al nombre del pueblo al que hacía su ingreso el Carrusel de la Vida: así se le
llamaba al equipo de tres nutricionistas que en el corredor seco habían salvado de la muerte
por desnutrición a muchos pobladores, especialmente a niños y ancianos macilentos faltos
de comida, faltos de agua, aunque fuera contaminada.
―Los secretarios de los partidos políticos y los jefes de bancada en el Congreso discuten la
posibilidad de que el Gobierno distribuya los gastos del listado geográfico de obras entre
los diputados. Con base en los montos de las obras, a cada diputado le corresponderían
unos cien millones de quetzales y dispondrían de los gastos en sus departamentos…‖.
―Que les aprovechen mis representantes, así nos mandan aunque sean las migajas‖, dijo
Palacios, oteando aquel caserío desvencijado a punto de incendiarse por los rayos del sol
que desafiaban cualquier termómetro. En medio de un remolino de polvo calizo divisaron a
un joven que sostenía con una mano un sombrero de ala ancha y con la otra tapaba la nariz
con un pañuelo, para no respirar tanto polvo levantado por el viento. Aquel hombre salió al
encuentro del vehículo.
—Hola, Secundino.
—¿Qué tal, doctorcitos?
—Ya levantás polvo, Secundino.
—Así nos bañamos aquí, con pura tierra, porque, como dice la Biblia, del polvo vienes y
con polvo te bañarás. Ja, ja, ja… Me va a castigar Dios por estar hablando tonteras.
—Mejor subite, no vaya a ser que te tire un rayo en seco.
Secundino abordó el carro. Era el enlace voluntario de los salubristas en la aldea, un
hombre preocupado por su comunidad. Cuando le preguntaron cómo iban las cosas en
Quebrada Seca, respondió que después de la última campaña de purificación y distribución
equitativa del agua, la situación había mejorado; y con los alimentos que donó Cáritas los
campesinos habían capeado sus problemas de hambre e insalubridad. Pero el paliativo no
dejaba de ser eso: un paliativo que quién sabe si duraría hasta la próxima siembra de
aquellos agricultores de pura subsistencia. Ahí todo era paliativo. El puesto de salud, ni
para entretener la nigua servía, porque estaba cerrado, la enfermería municipal solo atendía
a víctimas de zafarranchos por orden del alcalde, que cobraba a los victimarios por la
atención de los heridos y golpeados. Hasta los salubristas eran un paliativo porque ya los
iban a enviar a otro corredor seco, ahora en el occidente del país.
El líder comunitario les contó que el fin de semana estuvo en el caserío el Espinero, donde
vio, entre muchos, un caso patético de desnutrición aguda. Se trataba de una familia que los
salubristas deberían evaluar, pero que lo pensaran bien, porque en ese poblado la gente era
mera rara, tosca, cerrada, aunque se estuviera muriendo. Una advertencia en la que los
profesionales no repararon. La salubrista Castillo tomó la decisión de ir al caserío y
Secundino los guió durante una media hora.
Aquella desolación era absoluta, desértica. No florecía nada ni nacía algo que no fueran
hijos reproductores del ciclo de la inanición. El Espinero estaba alejado del mundo, del
Estado, del Gobierno municipal y de la mirada de Dios. Cuando los profesionales
descendieron frente a la choza, Secundino se adelantó, saludó cordialmente a la mujer y
presentó a sus acompañantes como doctores de allá del pueblo.
El cuadro era más que de pobreza rural, todo era funesto. La mujer tenía unos ojos
diminutos en medio de grandes cuencas ojerosas. Harapienta, como si hubiese estado
perdida en la montaña durante mucho tiempo. Era una escuálida espina humana de aquel
Espinero relegado. De su pecho, un bebé intentaba succionar la savia más miserable que
provenía, quizás, de los mismos tuétanos maternos. Dentro del cuartucho, yacía un niño con
el ombligo intentando adherirse al espinazo. Postrado en un petate roído por la desgracia
que padecen millones de niños que perdieron el juego en la ruleta del bienestar mundial.
Los visitantes solicitaron permiso a la mujer para entrar a ver al pequeño, semejante a un
perro con rabia agonizante. Sus ojos se clavaron en los de Castillo. La vio como a una
madre, como a su salvadora en medio de aquel suplicio del hambre. Una redentora que no
soportó estar dentro de aquella habitación a punto de convertirse en capilla ardiente. La
salubrista salió y se quedó afuera. Hermosilla y Palacios evaluaron al pequeño aferrado a la
vida, aunque vivir no le sirviera de nada.
Durante la conversación entre mujeres y Secundino, la madre dijo que había dejado de
darle pecho a su hijo enfermo desde que tuvo al bebé que ahora cargaba entre sus brazos.
De comida, ni hablar. A veces se comía y a veces debían imaginar que comían, pero el
hambre abdominal los volvía a la realidad y algo se llevaban a la boca. El esposo no estaba,
había salido a buscar vida, aunque no se le cruzara por el camino, aunque a su regreso
encontrara a su hijo muerto. Hermosilla y Palacios salieron del cuarto y se llevaron a
Castillo a la parte frontal del vehículo, donde hablaron del diagnóstico y el pronóstico del
niño.
—El niño se muere esta noche. Aquí no hay mañana —dijo Palacios.
—Vamos a convertir el Carrusel de la Vida en la Limosina de la Muerte —acotó
Hermosilla.
A la doctora Castillo se le erizó la piel y se dirigió a la parte trasera del vehículo. Abrió la
cajuela, se desinfectó las manos y empezó a preparar un brebaje en el que sintetizó su
experiencia clínica para que el Carrusel de la Vida no fuera portador de los heraldos negros.
Palacios fue a ayudarle. Hermosilla regresó adonde estaban la mujer y Secundino.
—Señora, su hijo está muy grave, hay que llevarlo al hospital.
—Ah, vaya… Cuando venga mi esposo le voy a decir. Talvez, lo podemos llevar un día de
estos.
—Disculpe, señora, si le digo que está grave quiere decir que se le puede morir.
—A ver qué dice él, entonces lo vamos a llevar.
Hermosilla comprendió que estaba arando en el mismo desierto llamado el Espinero y
volvió con sus compañeros. Para entonces Castillo ya había preparado la fórmula de
recuperación nutricional. Nada extraordinario, pero este compuesto impide el trasiego de
niños con desnutrición severa al otro mundo. La profesional se encaminó al recinto, donde
el niño la esperaba. Se inclinó como quien busca la entrada del inframundo para sacar a
aquella criatura que estaba por pagar el peaje de la muerte. Lo acomodó para darle a beber
la pócima por cucharadas. El niño abrió la boca, pero su garganta se cerraba. Castillo sacó
un gotero grueso, lo llenó con la bebida y, después de mojar los labios del niño, dejó caer
gotas con más intensidad. La muerte pareció salirse de las entrañas del paciente con un
poco de vómito verdoso hediondo que Castillo secó pacientemente con una toallita. Así
estuvo luchando contra la muerte durante media hora. La parca estaba ganando la batalla.
La doctora recostó nuevamente al niño y salió como una comandante militar que va a
reacomodar sus líneas de ataque. Pero Castillo no volvió al campo de batalla. Su estrategia
fue la retirada que implicaba sacar al pequeño inmediatamente para llevarlo al hospital. Sin
embargo, aquella decisión no estaba en sus manos, sino en las de la madre, con quien ya
había perdido todas las confrontaciones, excepto la última que estaba por definirse.
—Usted no se puede llevar al niño, señorita, ese hijo es mío, no es suyo.
—También es suya la responsabilidad si se muere.
—Pero, en fin, eso es algo que a usted no le importa.
La discusión siempre aterrizaba en punto muerto, como muerto iba a estar el niño al
siguiente día o esa misma noche. Secundino fue el último en tratar de convencer a la mujer.
Le empezó a contar experiencias salvavidas que había visto allá en Quebrada Seca, pero la
madre no cedía en la condena a muerte de su hijo, como si fuese un designio de un dios
menor. Castillo llamó a sus compañeros y se alejaron un tanto del lugar de las discusiones.
―No dejen que esa vieja se me acerque‖, dijo Castillo; se encaminó al carro, sacó una manta
gruesa y regresó a la choza. Envolvió al niño, lo abrazó. Salió de prisa con aquel herido en
el combate contra la desnutrición y se encerró con él en el vehículo. A gritos llamó a sus
compañeros y a Secundino. La madre del muchachito ni siquiera se inmutó. El Carrusel de
la Vida salió de aquel Espinero que les punzaba a todos el corazón. En Quebrada Seca
pasaron dejando a Secundino, quien fue el único que habló durante la media hora del
trayecto a Quebrada Seca. ―Esto estuvo muy mal‖, señaló.
Sin duda, estuvo mal haberse llevado al niño, pero estuvo bien recuperarlo en el hospital de
la región. No solo él estaba con vida, sino también el Carrusel había salvado su honor.
Fueron quince días de cuidados intensivos. Cada vez que iba a ver al convaleciente, Castillo
lo alzaba entre sus brazos como el trofeo más preciado de su carrera profesional. El
segundo viernes de la quincena Secundino llamó al hospital. Habló con Hermosilla, quien
le comunicó que el lunes iban a regresar con el muchachito al Espinero y lo invitó a
acompañarlos. El enlace salubrista respondió que sí. Es más, dijo que el domingo iba ir a
jugar fútbol a un paraje cercano al Espinero y que pasaría a avisarles a los padres del
pequeño resucitado. ―Entonces, estuvo bien que se lo hayan llevado, doctor. Contentos se
van a poner allá cuando lo vean. A mí me dio pena, pero qué bueno estuvo‖, comentó
Secundino.
Los nutricionistas también estaban contentos; felices salieron el lunes por la mañana de sus
casas hacia el hospital. Allá recogieron a su paciente favorito. Le llevaron regalos.
Hermosilla le dio una pelota plástica. Castillo, una mudada de marinero y Palacios, una
bolsa de canicas. Después de revisar el equipaje en el carro, salieron del hospital. Todas las
conversaciones tenían que ver con el niño, aunque él no comprendiera algunas cosas de las
que hablaban. El Carrusel de la Vida avanzaba inmaculado e hizo su ingreso en el corredor
seco. Otra vez la soledad, el calor, el paisaje apagado… Y la radio.
―Un supuesto robaniños fue muerto en el caserío el Espinero de la aldea Quebrada Seca de
esta cabecera. Se trata de Secundino Florián, quien ayer fue copado por una turba de
pobladores. El hombre fue golpeado y arrastrado hasta la pequeña plaza de mercado, donde
fue quemado vivo. La policía dijo que pertenecía a una banda de delincuentes que opera en
la región…‖.
Hermosilla detuvo el carro y pegó un grito desgarrador. Palacios se echó hacia atrás del
asiento cerrando los ojos y Castillo abrazó al niño, aquel trofeo de vida que había costado la
de un inocente. La muerte no pudo contra el Carrusel de la Vida, pero atacó por otro flanco
y causó un daño colateral con armas no convencionales que empezaban a hacerse
populares.
Rayito de sol / Gabriela Esther Guerrero / Guatemala
Es una mañana como las demás… De nuevo el sol me despierta, sus traviesos rayitos
juegan en mis ojitos que no quieren abrirse. Dormí toda la noche y no sé por qué me siento
tan cansada. Se escucha la voz de mi mamá, llamando a uno de mis hermanos; juego
nuevamente con los rayitos del sol, son tan calientitos que por un momento me hacen
pensar que podría dejar de sentir frío en el cuerpo.
Mamá se coloca un tinaco en la cabeza para ir a traer agua y dice que regresará pronto, creo
que tiene mucho calor y por eso camina tan lento y agachada. Mis rayitos de sol le dieron
muy fuerte a ella y por eso también se siente cansada, ¡ay, rayitos, hicieron una travesura,
no sean malos!
Hoy, como todos los días, me siento a ver el paso de le otra gente del poblado, ¿me veré yo
igual a los demás? Por más que trato de buscar una mirada en la que pueda ver mi reflejo
no encuentro a nadie que me vea, pasan a mi lado como si no existiera, no entiendo…
Nunca vamos a ningún lado, ¿para que caminar?
De nuevo el dolor de tripas, pero tengo que dejar de pensar, mamita regresará y yo debo de
empezar a juntar la ropa de mi papá y de mis hermanos para ir a lavarla. Como buena mujer
debo cumplir con mis deberes, si no aprendo a hacer bien los oficios no conseguiré marido.
Dice doña Tula la vecina que cuando tenga unos 14 años va a ser hora de llevar mi propia
casa.
***
La tripa aprieta... Mientras barría busqué en la casa, pero nada para entretener a las tripas,
el chucho de la vecina se metió por debajo del trapo que cubre la entrada de la casa,
pobrecito, debe tener tanta hambre como yo. Lo siento, amigo, seremos dos con hambre
hoy, pero te prometo que si papá logra juntar unos lenes y compran comida, compartiré
contigo lo que dejen para mí, y si tenemos mucha suerte, cuando papá y mis hermanos
terminen de comer dejarán suficiente para mí y te daré la mitad de lo que me toque.
Imagínate, chucho, me contaron que en la escuela dan atol o una galleta, ¡¡a veces hasta dos
veces al mes!! ¡Dichosotes! Solo por el atolito caminaría a diario los kilómetros de ida y
vuelta, estoy seca, pero ¡mirá, soy fuerte!
La escuela… Nunca he ido, dicen que allí una aprende a leer y escribir, pero mi papá dice
que eso no sirve de nada, que con leer y escribir no se come, hay que echar punta en el
campo y que yo, como mis hermanas, debo tratar de buscar buen marido… La Tita, que
tiene 16 años, se juntó con un señor de una aldea cercana, dice que le pega a veces, pero ya
no tiene hambre, come dos veces al día, ese viejo debe ser de pisto… Y a mí me siguen
tronando las tripas…
***
Hijuela… Ya regresó papá con mis hermanos mayores y mi mamá hizo en el fuego un
caldo con frijolitos que limpiamos, tenían gorgojos, pero se los quitamos. Le puso mucha
agua a la sopa, para que abundara, ¡qué bueno! Si no, no alcanzamos nosotras.
Comieron como benditos, es que ellos sí chambean mucho en el campo. La cabeza me da
vueltas, hoy me siento más cansada que otros días, a saber qué será, ¡de plano el sereno me
dio!
Dejaron un guacalito de caldo con un par de frijoles, los repartimos entre mi mamá, la Pili
la chiquitica y yo, qué rico sentir algo calientito en la panza. Le prometí al chucho darle la
mitad de lo que me iban a dar, pero solo me dieron media tortilla, ni modo, le voy a dar un
pedacito nada más, yo sé lo que es tener hambre.
El chucho se tragó el pedazo de tortilla en lo que yo miraba cómo se iba el sol. De pronto vi
que todos corrían a la casa de doña Tomasa, y se oían gritos… Como soy mera shute me
metí hasta adentro para ver qué pasó… ¡Por la gran…! Su muchachito se murió de diarrea,
dice mi mamá que a saber por qué eso pasa con los niños, a ella se le murió uno que estaba
antes que yo… Dice que yo de suerte me salvé, ¡soy seca pero fuerte!
Mañana enterraremos al niño, solo fue el susto del momento; total, ya estamos
acostumbrados… Los niños se mueren cuando les da diarrea o respiran puros ronrones, no
es nada fuera de lo común… Puchis, ¿qué será que comí? Todavía me duele la tripa y la
cabeza la siento hinchada.
***
¡Me metieron mi guamazo! Pero puchis… Hoy ni mi rayito de sol fue capaz de
despertarme, no tengo fuerza para levantarme. Ya tengo pocos pelos y todavía me los
arranca mi papá... A mi mamá, por defenderme, también le dieron su cachimbazo, ella dijo
que estoy enferma y salió a buscar dónde trabajar.
Si trato de pararme me mareo y para juste de penas creo que me dio gripe, el sereno estuvo
fregado anoche, pero es mi rincón y no tengo a dónde más ir. Además, no dejo la ventana,
acá veo las estrellas y mi rayito de sol me despierta como haciéndome cosquillas, lo jodido
es cuando llueve muy fuerte me cae el agua, pero ¿a dónde me voy? El catre es de mis
papás, los petates, de mis hermanos, la chiriza duerme cerca de las brazas por ser la
chiquita, y yo con mi chamarrita en el rincón… A veces juego poniéndomela encima y
dibujo con mi dedo en la tierra hasta que me quedo dormida…
Vinieron a ver a los niños de no sé donde… Trajeron una cinta de colores que les ponen en
el brazo, aprovecho para shutear bien cuando miden a mi hermana, por la gran, dicen que
ahorita se la tienen que llevar de emergencia al centro de salud o se muere de desnutrición o
algo así, pero si hasta panzona está… Mi mamá llora, dice que no, porque si mi papá
regresa y no nos encuentra le pega.
Una doñita se me acerca, puchis, qué rico huele, pero es igual de shute que yo, me pregunta
de todo, le digo que me dicen la Nidia y creo que tengo 8, mi mamá no se acuerda bien, a
saber por qué se le llenaron los ojos de lágrimas cuando me vio. ¿A ella qué le importa si
me pegan o no?, es mi tata, así dice mi mamá: una mujer no debe quejarse. Mejor me voy,
no estoy pa’ lidiar con viejas. Todo me sigue dando vueltas, el sereno me tiene muy mal y
para justes las tripas babosas siguen tronando, les digo que aguanten, que seguro en unos
días les cae otra vez caldito… Se llevaron a varios niños al centro de salud, menos a la Pili,
mi mamá no se arriesga a otro guamazo y capaz que también me cae a mí… Que di al pelo.
***
Cabal, no alcancé caldito, cada vez es menos la comida en la casa y no dejan nada…
Cabrones, como si solo ellos tuvieran hambre. Bueno, la próxima talvez sí dejan algo. Ya
me aburrí de estar acostada, hoy ya no puedo levantarme y hasta más seca creo que estoy,
la vieja necia sigue viniendo a ver a mi mamá para llevarse a la Pili y a mí también. Mi
mamá dice que no salga… Puchis, pero ni puedo, ese catarro por culpa del sereno hoy sí me
dio duro… Al menos, no estoy sola, mi rayito de sol no me deja, juega conmigo todo el día
calentando mi cuerpecito, qué rico se siente. Si no estuviera, me moriría del frío.
Me cuesta respirar y me estalla la cabeza, tanto que ya ni siento las tripas tronando. Hoy sí
veo agüevada a mi mamá, hasta mis hermanos están asustados, ni que fuera la primera vez
que esta seca se enferma. Por ratitos sin querer me duermo y cuando despierto mi mamá
está al lado poniéndome lienzos de una hierba que le dijo doña Tencha, yo no siento nada…
Ahora dice mi papá que nos lleven al centro de salud a la chiriza y a mí cuando regrese la
vieja esa, hasta me estoy asustando de la cara que tienen los dos… No creo estar enferma
por hambre, total, acostumbrada estoy a no comer, de plano fue el sereno…
Mi mamá no deja de llorar, yo estaba un poco asustada, pero en eso vi que estaba
amaneciendo y mi rayito de sol salió hoy más lindo que nunca, apenas puedo tener abiertos
los ojos, pero lo veo tan claro y brillante… Ya me siento bien… Ya no tengo dolor de
cabeza, ni me duelen las tripas, es más, hasta bonito pelo tengo, ¡¡púchica!! Ya no estoy tan
seca… Mi rayito de sol me lleva de la mano… Mamá, ya me siento mejor, mi rayito me
dice que no me preocupe, que todo va a estar bien ahora. Me preocupa la Pili. Le pido un
favor a mi rayito de sol y me dice que sí… Gracias, rayito, ahora yo voy a cuidar a la Pili,
ahora yo seré todas las mañanas su rayito de sol…
Cómo soy, cómo jui /Jeanine E. Guerrero / Nicaragua
Una mañana de agosto desperté asustado en el cuartito de la casa de la Eulalia, allá detrás
del Mercado Norte. ―Calmate, Cirilo, me dije, jue que soñaste‖.
Pero clarito, clarito me sentí en el rancho. Oí el largo silbido del pájaro pinto y el viento de
la mañanita que zumbaba contra la puerta de tablas, ya podrida de tantas garubas. También
olí el café que mi Tita calentaba en el fogón de leña y a ella la vi.
La vi de espalda, enconchadita, con los rayitos de sol que se colaban en las rendijas,
posándose sobre su cabeza. Estaba llamando a la Conchita, mi hermanita chiquita, la
cumiche: ―¡Conchita! Conchita, vení, ¡aprendé a palmear tortillas!‖.
Tan bonitilla que era la Conchis y cuánto la quería mi Tata. Siempre que llegaba de la
milpa, le traiba florcitas que cortaba en el camino o alguna piedrita rara. La Conchis se
ponía a dar brincos como saltamontes y mi Tata se reía.
Me sentí otra vez como chavalo y me dolió el pecho de puro pesar, pero no lloré, pues
tengo el pozo de los ojos bien seco. Entonces, corrí a verme la cara en el tuco de espejo que
tengo colgado en la pared despintada del lado de la cama y me dije: ya no soy cómo jui.
Como jue cambiando el viento, así jui cambiando yo. Como se murieron los siembros, así
jui muriendo yo.
—¡Cirilo, levantate!
Eran los gritos de la Eulalia que me dijeron que todavía estaba bien vivito y que tenía que ir
al mercado a cargar los sacos y los canastos pa’ ganarme la comida.
Me gusta trabajar en el mercado y oler los mangos, los tomates, las piñas y hasta el tufo
rancio de los desperdicios aplastados. Me gusta ver también tantos colores juntos.
Antes de salir al patio a sacar agua del barril sarroso pa’ lavarme el cuerpo y los recuerdos,
me quedé mirándome en el espejo, callado, sin reconocerme, hasta que oí en mi cabeza lo
último que dijo la Conchita: ―Tata, ya no te veyo. Tita, dame agua‖.
Ese día no paré de cargar sacos, uno y otro y otro. El sudor me corría de la cabeza al
ombligo. Talvez, quería morirme como Lolo, el caballo de don Indalecio, que bajó un día
de los cerros al mercado de la Asoleada, esquelético y resoplando, solo pa’ caer muerto con
los 20 sacos que cargaba.
Por la noche soñé con mi Tata, lo vi cuando regresaba cansado al rancho, con la cabeza
gacha. Se sentó en la butaca y dijo con un respiro largo y profundo: ―No hay plata pa’ los
pobres. Tita, el banco no me dio los reales del préstamo pa’ curar la milpa. Como se
malogró el siembro de los frijoles por la sequía, no hay nuevo préstamo pa’l perjudicao.
Tampoco me alargó el plazo de los pagos. Tita, vamos a perder el maíz también. No hay
reales pa’ los fumigantes, ¡malditas ratas! ¡Malditas babosas!‖.
Después que mi Tata cortó los pochotes y los vendió toditos, el viento no silbaba entre los
palos como antes, más bien castigaba allá juera. Se murieron los cafetos y la milpa se secó.
Todo comenzó a morir. La vaquita, las gallinas. Solo las moscas en la boca de la Conchita
vivieron tanto que ella estaba siempre triste y cansada. Ella se jue achicando como
quebrada en verano, parecía una viejita con el pelo ralo, color de ñaña amarilla. Tenía la
panza soplada y los brazos flacos como ramitas de palo seco. Me recordaba al muñeco que
Filo, el nieto de doña Teodo, pintó en la paré de la venta de la esquina. Se la pasaba en la
hamaca. Ahí mi Tita mascaba maíz picado y se lo daba en la boca como si juera pájara,
pero ella no lo tragaba, ni se movía siquiera.
El día que se jue, me miró fijamente con sus ojitos hundidos como dos hoyos negros y
abrió la boca como pa’ hablarme. Tuve miedo y corrí a una esquina del rancho, hasta que
mi Tata dijo: ―Se durmió como comía, como un pajarito‖.
Esa noche lloré y lloré. Jue cuando se me secaron los ojos pa’ siempre.
En despuesito, yo estaba casi igual de panzón, de cansado y de triste como la Conchita. La
noche que nos dijeron que mi Tata se despeñó en el guindo del llanero con su caballo, el
Garañón, tenía cuatro días de andar bolo, llorando por la Conchita. A mí se me apachurró
la garganta; me quedé como un mudo, sin palabrear y sin llorar. Quedito.
Con la Conchis ida, y mi Tata ido, mi Tita también se jue, pero de la jupa. Se la pasaba
corriendo descalza en el polvazal, de día y de noche. Hablando al aire y llamando a gritos a
la Conchis y a mi Tata.
Un día, de esos bien calientes, cuando solo las chicharras cantaban, estaba yo en la hamaca
de la Conchis, con sus mismas moscas en mi boca y un dolor de panza como herida de
cuchillo. Entonces llegaron unas gentes y se pusieron a hablar entre ellos. Yo no entendiya
naida. Solo vi cómo agarraron a mi Tita y a mí me jalaron pa’ llevarnos al hospital del
pueblo. Nunca más volví a ver a mi Tita. Dicen que se durmió también como pajarito.
Supe después que yo estaba en la capital, en el Hogar Infantil San Juan de Dios, donde una
señora gorda y gritona me pedía mi nombre y mi edad. ―Tiene doce‖, dijo alguien. ―¿Doce?
—gritó la señora—. ¡Si parece de seis!‖.
Al día siguiente, cuando me llevaban al puesto de salú, me pareció ver corriendo en la calle
a mi Conchis, flaca, panzona, con la ropa sucia y el pelo ralo, color de ñaña amarilla. Yo
me pegué al vidrio de la ventana del carro y la llamé suavecito, pero cuando volteó la cara,
era otra.
Me acuerdo que sentí dolor de herida de cuchillo, de puro pesar, no en la panza, sino en el
pecho. Quise llorar, pero tampoco pude, pues ya tenía el pozo de los ojos seco y el corazón
tan amargo como el café de mi Tita.
―¡Cirilo, vení comé!‖, gritó la Eulalia. Y me sacó de golpe de dónde estaba.
La Eulalia es tan gorda como la seño del hogar infantil. La verdá, todas allí eran gordas.
Conocí a la Eulalia cuando limpiaba en el San Juan de Dios, me quedó mirando fijamente
mientras decía: ―Te parecés a mi’jo muerto, chavalo‖.
Y en denante ella me cuidó, todavía me cuida en su casa. Cómo me gusta cuando la Eulalia
me abraza y hunde mi cara en sus brazos de neumáticos de camión.
Me senté con ella a comer. Ahora tiene un puestito en el mercado y siempre cocina rico pa’
los dos.
―¡Qué es ese pelo, chavalo! —gritó, mientras comíamos—. Con ese penacho parecés pájaro
pinto‖.
Yo me reí quedito, pues a veces en las noches, cuando estoy solito en mi catre y me cuesta
respirar, me convierto en pájaro pinto y vuelo buscando un pochote pa’ dormir. Pa’ dormir
cerca del rancho, cerca de mi Tata, de mi Tita y de mi Conchis.
GLOSARIO
Babosas:
Bolo:
Chavalo:
Chicharras:
Cumiche:
Denante:
Enconchada:
Entendiya:
Garuba:
Guindo:
Jue:
Juera:
Jupa:
Moluscos terrestres sin concha, de cuerpo alargado y viscoso
Ebrio/borracho
Niño pequeño
Cigarras
Hijo más joven de una familia
En adelante
En forma de concha
Entendía
Brisa
Abismo
Fue (del verbo ir)
Afuera
Cabeza
Maíz picado:
Naida:
Ñaña:
Pa’:
Palos:
Paré:
Pochote:
Quebrada:
Quedito:
Reales:
Salú:
Soplada:
Traiba:
Tata:
Tita:
Tuco:
Maíz machacado
Nada
Excremento
Para
Árboles
Pared
Árbol maderero bombáceo
Riachuelo
Silencioso
Dinero
Salud
Inflada
Traía
Papá
Mamá
Pedazo
Oscilaciones*
/ Enrique Jaramillo Levi / Panamá
Tiene mucha hambre. El vacío que muerde sus entrañas le obliga a encorvarse. Comienza a
sentir frío. Es incapaz de controlar los estremecimientos de su cuerpo a medida que baja la
temperatura. Para protegerse del frío adopta la posición fetal. Se dice muchas veces que el
calor es insoportable y que ha comido demasiado. Es tal la hartazón que ahora le distiende
el vientre, que asume nuevamente la postura vertical tratando de acomodar su nueva
molestia. No soporta el fogaje que arranca gruesas gotas de sudor a la piel enrojecida, y
lanza sus ropas al suelo. Pero las álgidas corrientes que llegan de improviso y se le
incrustan en la médula de los huesos le obligan a doblarse una vez más hasta quedar hecho
una bola compacta y temblorosa. Entonces vuelve a trastornarlo el hambre. Primero se
muerde los dedos de una mano y se los traga uno a uno. Luego devora la otra mano. Siguen
brazos, pies, haciendo abstracción del dolor hasta que este se convierte en fruición
desmedida. Ahíto de carne, siente un calor salvaje que recorre sus venas como infinidad de
agujas. A dentelladas abre grietas en la piel restante, tratando de refrescarse al contacto del
aire. Entra un frío que convierte la sangre en témpanos más duros que los huesos.
México, 8 de noviembre de 1971
De Duplicaciones (México D. F.: Editorial Joaquín Mortiz, 1973)
*El cuento fue cedido por el autor para la presente edición.
Noches de fogata /Ulises Juárez Polanco/ Nicaragua /Mención especial
Detrás de ti quedan ahora cosas despreocupadas, dulces.
Pájaros muertos, árboles sin riego.
Una hiedra marchita. Un olor de recuerdo.
No hay nada exacto, no hay nada malo ni bueno,
y parece que la vida se ha marchado hacia el país del trueno.
Joaquín Pasos, ―Canto de guerra de las cosas‖
Nadie recuerda, niños, cuando comenzó el hambre, los hombres de entonces estaban
ocupados de cosas más importantes, como el tamaño de sus pantallas de televisión o el
resultado de un juego de fútbol. El más anciano de nosotros, el Abuelo, comparte estampas
de aquellos años, cuando era cipote y todavía distinguía a los márgenes de las carreteras
parcelas de tierra siendo sembradas y cosechadas por los campesinos, los jóvenes jugando
en los ríos y los árboles abrazando el camino. Ahora ya no hay carreteras, ni campesinos,
mucho menos cultivos, árboles o ríos. Queda la tierra, el polvo que nos cubre. Una
extensión de predios sin límites y el polvo que llena todo lo que lo que el ojo ve. El Abuelo
vivió ese cambio. Sus padres, dice él, no sabían lo que hacían, creyendo que aún había
tiempo, y que otros, si volteaban la mirada, harían algo por ellos. Nadie hizo nada. Ahora
tiempo es todo lo que sobra, y está cubierto de polvo, como nosotros.
Los primeros cambios se dieron en la organización de las ciudades. Cuando el hambre era
ya evidente las prioridades cambiaron. Todos comenzaron a discutir la importancia de las
autoridades, que, sin proveer comida o agua, restringían la búsqueda de estas. Sin ningún
congreso, sin ningún plenario o votación, la población rechazó a las autoridades. Alguien
sugirió que se transfiriera el poder a los faquires, y que ellos gobernaran, por ser dignos de
una actitud asceta que les permitía pasar largas temporadas sin ingerir alimentos. Si alguien
era capaz de evitar que el hambre nos atrapara serían ellos. Pero teníamos demasiados
faquires, y resulta que los faquires después de todo también comen.
Comenzó la anarquía y el hambre nos llevó al caos. No me confundan, niños, digo ―nos
llevó al caos‖, pero ustedes no hicieron nada, fueron ellos, los otros, los de entonces. Los
más fuertes se adueñaron de lo que había, del agua y provisiones de las ciudades. Pero lo
que había era finito, tenía límites. Y cuando las reservas también se acabaron, la
desesperación creció. Fue entonces cuando regresamos a nuestras formas primitivas, la del
hermano cazador y la del hermano recolector. Escapamos de las ciudades y regresamos al
campo, a lo que aún quedaba de los bosques. ¿Ustedes recuerdan, niños, las fotos de los
bosques que en las noches de fogata les mostramos? Eran grandes, o no tan grandes, pero
eran. Les dije que el hambre nos llevó al caos, pero ahora pienso que es todo lo contrario:
en nosotros siempre estuvo el caos que nos trajo al hambre.
El hambre que tienen es hosca, lo sé, pero deben escucharme. Cuando las ciudades
sucumbieron y los bosques eran nuestros refugios la organización cambió. Ni presidentes ni
alcaldes, ni límites entre ciudades. Nos formamos en manadas, como animales salvajes, y
comenzamos a deambular errantemente, cada una con un guía o persona alfa. Nuestra
naturaleza primitiva resurgió. Con el éxodo, los edificios se convirtieron en ruinas,
depósitos de concreto demasiado lejos de donde podíamos encontrar algo que comer.
Elementos que considerábamos indispensables se convirtieron en chatarra y fueron
olvidados, pendientes todos de satisfacer la necesidad básica: comer. Con el caos y el
hambre, no había teléfonos o Internet, a nadie le importaba qué ropas llevaras encima o la
marca de tus zapatos. Lo básico: comer. Supongo, niños, que ustedes comprenden esto que
les digo. En los bosques, cuando todavía había bosques, o en los campos, cuando todavía
había campos, fuimos poco a poco encontrando otro modo de vida, uno más simple pero
efectivo. Cazábamos, o recolectábamos, o recuperábamos, cuando todavía era posible
recuperar provisiones olvidadas, y todo lo logrado se repartía entre todos. Fuimos más
eficientes, más justos, fuimos un poco felices. Así sobrevivimos varios años, como insectos
que a los lejos divisan una luz y van directo a ella, esperando sea verdadera. Pero antes del
hambre ya habíamos descuidado el campo. Ya el hambre se había instalado fuera de las
ciudades, pero en las ciudades no lo sabíamos, o no nos importaba. Ya el hambre se había
apropiado de nosotros, incluso antes que ella llegara. Y lo poco que había aquí afuera
mermó.
Algunas manadas nos reencontramos, perplejos de la aridez absoluta. No encontrábamos
animales para cazar y la tierra solo producía tierra. Para aquel entonces el Abuelo ya era
padre, y temía por sus hijos. El polvo apareció de la nada, como una lluvia fantasmagórica
que cayó de la nada. Neblina perpetua de tierra que impedía las expediciones, si bien
sabíamos que detrás de ella no encontraríamos nada. Poco a poco comenzaron a morir
hermanos nuestros, por el hambre.
Alguien, en medio de aquel panorama desolador, tuvo la idea que los muertos podían traer
vida. A la mayoría les resultó repulsiva esta idea. Otros argumentaron, Libro en mano, que
las escrituras mencionan al Profeta invitando a comer el cuerpo de su cuerpo, y comer el
cuerpo de un hombre, cualquier hombre, hecho indiscutiblemente a semejanza de su Padre,
y por tanto, cuerpo del Profeta también, no iba en contra de ningún código moral o
religioso. Y otra vez regresamos a otro estado primitivo, de comernos a nosotros mismos.
Por pudor absurdo, no se devoraba a los muertos de la misma manada, sino de otras.
Éramos suficientes manadas, y todas establecidas en áreas no tan lejanas, que cuando
alguien enfermaba corríamos a dar a aviso a la otra manada, desde donde nos informaban si
ellos también tenían algún proyecto en camino. Las manadas que primero tuvieran
proyectos listos intercambiaban entre sí. Sí, les llamábamos proyectos, pero era comida. Yo
sé, niños, esto para ustedes es ordinario y les estoy aburriendo, pero hoy es noche de fogata.
La subsistencia a base de proyectos, o canibalismo, trajo problemas evidentes. Nadie se
preocupaba por los demás, de hecho, procurábamos que el prójimo se enfermara, porque
eso garantizaba que la otra manada nos proveyera de comida. Pero las manadas fueron
reduciéndose, al punto que cada una ya no era de treinta o cincuenta miembros, sino de
diez, de doce. Alguna vez aparecía un nicho donde encontrábamos buena tierra, o
provisiones vencidas que, después de todo, comíamos desesperados. Pero el caos nos tornó
en bestias, y, aterrorizados, abolimos los proyectos. La alternativa fue caminar por los
caminos que alguna vez fueron ríos, rezando por encontrar cualquier cosa comible. El
estómago ya estaba acostumbrado a comer lo que fuera; y lo que antes era basura, ahora era
comida. El tiempo se dejó de medir como antes, como hacían los de entonces. Ya no
importa si es viernes, o lunes, o si es trece de mayo o diez de enero. Ahora importa cuántos
días han pasado desde la última vez que comimos debidamente. Y contamos así dos días,
cinco días, doce días, veinte días, y si llega al mes, y no hemos ingerido la comida justa,
hacemos noches de fogata, y recordamos cómo empezó todo, aunque ya nadie recuerde
cuándo comenzó el hambre.
Recordamos cómo comenzó todo, para que ustedes, nuestros hijos, les cuenten a los hijos
de nuestros hijos nuestra historia, porque nosotros tenemos que partir. Cada proyecto
provee de comida a diez personas, y nuestra manada tiene veinte. ¿Recuerdan cómo el
Abuelo cuenta de su lucha con una bestia salvaje que le arrancó el brazo? La bestia salvaje
fui yo, desesperado por que ustedes comieran algo. Así descubrimos lo primitivo de nuestra
naturaleza. Hoy es noche de fogata y debemos hacer lo que debemos hacer. Hace unos
minutos hicimos la rifa, y el Abuelo y yo tenemos que partir, por ustedes.
Cuando lleguen a viejos, respetarán la piedra, si es que llegan a viejos, si es que entonces
quedó alguna piedra. Aunque nadie recuerde cómo comenzó el hambre, ustedes contarán la
historia.
Ojalá salga temprano para ir a darles de comer a mis
chavalos… / Martha Ligia Hernández Cruz / Nicaragua
Hoy es nueve de mayo, desde el sábado estoy aquí y no sé qué comieron los chavalos,
recuerdo que esa noche había frijoles en la porra de loza y unas tortillas que habían
quedado del almuerzo.
Casi nada encontraron, un poquito de cada cosa, y como andaban encapuchados, sé que por
gusto me destruyeron las camas y los taburetes.
Aquí las horas son más largas, siento que cuando me acuerdo de los chavalos, mis
pensamientos pesan en mi cabeza, son como bultos de dolor y angustia.
Me hubiera gustado decirles a mis hijos cuánto los quiero; a la Mache, porque es tan
cariñosa, a Güichito, porque es tan dulce, a la Mariaeli, porque es tan parecida a mi papá, a
Misaelito, porque es tan enfermito, a mi Chaguito, por ser tan valiente, y a mi tierna la
Chelita, porque es tan bonita… Hay momentos en la vida que una debe decir lo que siente y
ahora sé que perdí ese momento.
Pero bueno, estoy aquí porque no tenía nada para darles de comer a mis hijos, yo no soy
todo eso que dicen de mí y sé que ellos no saben lo que como madre una vive, es el alma la
que siente cuando el vientre de tus hijos pide comida. Su llanto y sus caritas de hambre son
las que no me dejan estar en paz aquí, cierro mis ojos y sé que las horas pasan y mi tiempo
es cada tiempo de comida que no sé si mis hijos han comido, no sé dónde están y no sé
cuánto tiempo más tengo que esperar, sin saber si mis hijos comieron.
Mi castigo es más que horas sin libertad, mi castigo es saber que aquí yo tengo comida:
frijoles, arroz, tortilla… Y viene sin que yo tenga que hacer nada más que estar aquí,
cuando sé que mis hijos están por ahí —¿dónde estarán?—, y no sé si comerán.
Mi falta no la justifico, solo sé que mis hijos lloraban y que si yo hice y vendí y oculté, solo
es parte de algo que ni yo misma entiendo.
Dicen que el tiempo pasa y no se detiene, mi tiempo está medido por desayuno, almuerzo y
cena, son cada uno un motivo de remordimiento, son un deseo de libertad de saber cómo
están mis hijos, si han comido y si comerán más tarde.
Hace un rato vino una a decirme que mañana voy hacia allá, que es el día en que me dirán
si me voy o me quedo… Ojalá salga temprano para ver qué les doy de comer a mis
chavalos.
El hambre* /Ricardo Lindo / El Salvador
Él había estudiado toda su vida en colegios católicos. Recordaba un chiste gráfico de una
revista de primaria donde un peludo profesor comunista decía: ―El hombre desciende del
mono‖. Una niña lo observaba en el recuadro siguiente y, en el tercero, ella decía: ―Usted
descenderá del mono, pero yo desciendo de Dios‖.
Hubo una hambruna en Biafra y los periódicos mostraban niños cabezones y escuálidos con
el pellejo pegado a las costillas, que se veían como marimbas, según una expresión que
hizo fortuna. Cuando los niños no se terminaban su plato las madres decían: ―¡Cómo
desperdician la comida! Piensen en los niños de Biafra…‖. Él reía con sus compañeros en
el colegio, ¡cómo si los niños de Biafra se fueran a beneficiar de que ellos comieran!
Los profesores les enseñaban que siempre hubo pobres y siempre hubo ricos. Les
enseñaban que era lógico que ganara más un médico, que se había quemado las pestañas
estudiando, que un campesino. Quienes decían que los campesinos debieran tener acceso a
la educación no sabían de qué hablaban, ignoraban el orden de las cosas y estaban
difundiendo ideas nocivas que solo podían conducir al caos. Les enseñaban también que
ellos vivían en un país libre, mientras Rusia era una gigantesca cárcel de millones de
kilómetros. Hubo una revuelta universitaria para esas fechas en El Salvador, que fue
brutalmente reprimida. Un tío suyo, joven y exitoso estudiante, fue a dar a la cárcel. Él
sabía que su tío no era comunista ni ateo, pero los profesores les dijeron que todos los
revoltosos eran comunistas y ateos y que no había que confundir libertad con libertinaje. Él
prefirió no hablar de su tío.
Ya estaba en secundaria cuando sucedió aquello, aquello otro que debía marcarlo para
siempre. A él siempre le decían que a él no le faltaba nada, pero, quizás, no fuera tan cierto.
Sus padres peleaban mucho. Una tarde, al regreso de clases, encontró a su madre ahorcada.
Había dejado una carta diciendo sus razones. Una profunda grieta se abrió en su interior,
pero, sacando fuerzas de flaqueza, la tapó como pudo, fingió seguir siendo el simpático
burlón de siempre. A un compañero que afirmaba que al terminar su bachillerato
conseguiría una beca para estudiar en el extranjero, le dijo que la beca se la otorgaría una
institución de caridad.
Él logró aun bachillerarse y el padre le regaló, a más del anillo de graduación, un reloj
suizo de oro. También pagó su parte en la costosa fiesta de graduación, a la que el de la
beca no consiguió asistir.
Pero, después, la grieta se abrió de súbito. Acusó a su padre de haber asesinado a su madre,
le arrojó el anillo y el reloj y se largó de casa. Más tarde el padre supo que le había robado
una cuantiosa suma de dinero.
Tomó un cuarto en un hotel no muy caro y pronto descubrió lo divertido que puede ser el
libertinaje. Tuvo pasajeros amigos, borracheras y los convenientes etcéteras. Se es joven
una vez y es bueno ser un adolescente atractivo y rico. Pero la suma fue bajando y él pasó a
un cuartito en un mesón de mala muerte, hasta que lo echaron por deudor. De ahí fue a vivir
a la calle, como tantos de nuestros compatriotas, y a comer restos en los basureros, como
tantos de nuestros compatriotas.
Entretanto, el padre se había vuelto a casar e iban creciendo sus medio hermanos, que
ignoraban su existencia. Pero crecieron, devinieron profesionales, se independizaron
honorablemente. Cuando supieron de él, se acercaron a darle ropa y lo ingresaron a una
clínica de rehabilitación para drogadictos porque, entretanto… Él huyó de la clínica y unos
días después lo encontraron en la calle, con la ropa que le habían regalado hecha jirones. Ya
no insistieron. Cuando el padre murió, sus hermanos se sintieron incómodos al ver entrar a
la funeraria a un mendigo greñudo, andrajoso y maloliente, peludo como un mono, que los
abrazó uno a uno, mientras sus amigos contemplaban la escena sorprendidos. Se marchó
enseguida, sin decir palabra.
Poco después encontró en un basurero media botella de vino francés y los restos de una
suculenta langosta. Pensó, con su humor sardónico de antes, que era la última cena del
condenado a muerte, y le dio buen fin. A la madrugada despertó con violentos dolores de
vientre.
Para esos días había habido otra hambruna en el Cuerno Oriental de África y los periódicos
sacaban fotografías similares a las que viera en su infancia. Un joven abogado, Kenny
Bolaños, publicó un artículo en una publicación de bajo tiraje tildando eso de hipocresía. A
diario vemos gente comiendo en los basureros y muchos mueren envenenados y eso es
hambre, argumentaba. No había por qué ir a buscar tan lejos. Para la sociedad salvadoreña
el artículo pasó, por supuesto, inadvertido. Él, por su parte, nunca supo que le estaba
sirviendo de almohada.
Tras horas de dolores entró en un letargo. Pensó qué la calle le había dado una hermandad
que desconocía, a él, que ―lo tenía todo‖. Recordó a aquel mendigo que compartió con él su
único pan, a aquella vendedora ambulante que le dio cabida en su lecho.
Se levantó, caminó y llegó ante una puerta. Sabía que tras esa puerta le esperaba algo
grandioso, maravilloso o terrible. A ambos lados se hallaban dos ángeles niños de Biafra.
No tenían alas renacentistas, cuyo peso los hubiera doblegado, sino alas de libélula. Ellos lo
miraron con dulzura y dijeron: ―No te preocupes. Nosotros somos tú‖. Y la puerta se abrió.
*El cuento fue cedido por el autor para la presente edición.
El banquete* /Adolfo Méndez Vides / Guatemala
La calle del puente del Matasano amaneció repleta de hombres y niños por ambos lados,
ocupando las banquetas en todas direcciones, agarrados a los balcones de fierro los
atrevidos, con saco negro y sombreros de paja, envueltos en el perfume de los agricultores,
con uno que otro bigote espeso, pero muy pocos zapatos, con las plantas de los pies firmes
en el suelo o reposando en los muros de cal.
La manifestación empezaba por donde queda la Fuente de las Delicias, frente a la
panadería, y continuaba hasta el Parque Central, todos esperando la llegada del Caudillo.
Amontonados ladinos e indios, que habían sido acarreados en camiones desde Santa María
de Jesús y Sumpango. Los propietarios de la tierra lo esperaban dentro del Palacio de los
Capitanes, y los militares con su uniforme de gala formados en la calle. Una vez más perdió
Lenin. Los campesinos aguardaban al Libertador para ovacionarlo, y se pusieron atentos al
escuchar a lo lejos el pedorreo de los escapes abiertos de las motos Harley-Davidson. Pasó
la caravana haciendo temblar el puente, opacando la estatua del Hermanito Pedro, esa
figura indigente del santo mendigo, que pedía a los ricos para dar comida a los pobres, pero
recibía más de los pobres para ayudar a los indigentes.
Los autos oficiales brillaban de limpios, a pesar del polvo de la cuesta de las Cañas, y se
arrastraban como culebras, llenos de licenciados y militares que le sobaban la leva al nuevo
mandatario a cada rato, porque ellos lo protegían y animaban. Castillo Armas iba
apolismado al fondo del sillón de un carro negro, con los vidrios abiertos, a pesar de la
precaución por los atentados posibles, y destacaba de los demás vehículos de su comitiva
por las banderitas con los colores nacionales al frente. Llevaba el traje blanco de solapas
anchas, corbatín de mesero, y se sabía elegante por el bigote recortado a lo nazi, ya en
desuso y motivo de burla por las películas de Chaplin. Niños, adultos, ancianos, hombres
jóvenes por doquier, saludando, gritando vivas y hurras, y desplegando mantas dándole
gracias a Dios, pidiendo puestos de embajador o agregado cultural en el Vaticano porque
ahora que estás en los cielos acuérdate de mí, o celebrando el fin de una era: muera el
comunismo. Sacó la mano para saludar a la multitud, y, al fijarse en las caras, se percató de
la ausencia femenina, y específicamente joven, porque cuando se descubría una falda
correspondía a momias o abuelas.
—Qué raro, en la Antigua se terminaron las mujeres bonitas —expresó en voz alta,
extrañado.
El teniente que iba sentado en el asiento frontal tomó nota del pedido, porque los
mandatarios andan siempre hambrientos y con sed, y se lo merecen, porque ni en el baño
pueden estar tranquilos sino rezan. Sus deseos se comprendieron como una orden expresa.
―Este tiene los mismos apetitos que nuestro general Ubico‖, pensó el oficial itinerante de
seguridad. Bienvenidos al pasado. La revolución había llegado a su fin, una década tirada
por el caño a la reposadera. El teniente transmitió la demanda al responsable de protocolo,
quien delegó la misión a don René Molina, el subordinado civil de confianza, hombre de
buen gusto y fama de catrín, algo tímido y conservador, aunque bueno para hablar en
público en los entierros y útil para poner orden en los pendientes de oficina, cerrar bares o
fijar los espacios en el mercado para separar los canastos de verduras del mosquerío que se
traen los puestos de pollo y carne.
—Arreglen el antiguo cuarto del general Ubico, para que el Libertador repose después de la
comida, y búsquenle al menos una jovencita que le sirva de turrón para el postre. Que no
sea más alta que él, ni más pesada.
Ubico prefería el montón, aunque con las más niñas se ponía goloso y se carcajeaba. La
revolución había revuelto las costumbres y eliminado tales placeres. Allá cada quien lo que
se le ofreciera y cosechara. En los actos sociales de la burocracia nunca faltó la lujuria,
aunque se volvió prohibido pedirles a los finqueros el sacrificio de una hija o el préstamo
de la esposa. ―¿Y ahora qué hago?‖, se preguntó don René, y tuvo que ir en busca de ayuda
profesional por los burdeles del Calvario. Se dirigió al más famoso, el Callejoncito, cantina
de paredes de adobe con repello rústico hasta la mitad, con pinta de tienda. A la entrada, un
cartel del Sagrado Corazón de Jesús, con el siguiente título al pie de la ilustración: ―Mejor
Mejora Mejoral‖. Unas cuantas ramas de limonar sobresalen de las tejas. Pasó dudando la
cortina hacia el interior de la casa, como quien no conoce esos antros, pero sabiendo muy
bien dónde quedaba, porque llegó directo y dejó estacionado el carro frente a la fachada en
ruinas de Santa Isabel, y caminó de vuelta por el monte de las banquetas para evitar el
tierrero del paso, y aunque la luz quemaba y todos lo podían observar, no había nadie y su
misión era santa. Pasó al interior haciendo a un lado la cortina, un cubrecamas rayado, y se
deslizó sobre el piso enmielado y sucio. Aún no limpiaban el desastre de la noche anterior.
Un vómito pegajoso se extendía a su derecha. Los banquitos sobre las mesas. Primero se
esparce aserrín, luego se lava la cochambre con palanganadas de agua, hasta lanzar al patio
todo el desperdicio empujado por la escoba de pino, y solo entonces se pasa el trapeador, un
palo con una toalla doblada, y la niña encargada del oficio rocía Pinesol por todos lados
para perfumar el ambiente con el aroma rico de la naturaleza. Le dieron ganas de tomarse
una cerveza helada, pero se contuvo. La propietaria estaba concentrada en su oficina, un
rincón al fondo del pasillo, haciendo cuentas con un lápiz Mongol bien afinado en su
cuaderno de… perteneciente a… Dejó el quehacer cuando tuvo ante sus ojos al catrín de
Gobernación, por lo inusual de encontrarse a esas horas con un ladino en el negocio. Pensó
que se trataba de un licenciado o enterrador.
—¿Quién es el muerto? —preguntó lista para no conmoverse, al menos que se tratara de
una herencia que le sacara el llanto.
Don René le explicó que necesitaba una señorita para llevar, joven, de apariencia bien
educada, que no perjurara ni se la pasara vomitando palabrotas, de buen ver.
—Si francesa, muchísimo mejor —ordenó, sin saber lo que estaba pidiendo, a la dueña del
negocio.
Doña Susana lo atendió en bata. Era alta por los zapatos de tacón, con brazos de gladiador y
ojos claros, ya vieja, nacida seguramente en Escuintla, donde el calor quema y malcría.
Escuchó atenta el pedido, divertida por la inseguridad del varón y midiendo las
consecuencias.
—Tengo a tres salvadoreñas tan finas que podrían pasar por francesas, pero en idioma
extraño solo sabrán pronunciar una que otra palabra en inglés, como darling, por aquello de
los marines —dijo rascándose la oreja porque tenía la sensación de un bicho anidado en el
tímpano—, pero son expertas en todo lo demás.
Doña Susana le ordenó con palabras y señas a un mudo que barría el patio, que las fuera a
despertar, y le explicó a don René que sus lindas niñas iban de paso hacia México, que
estaban de escala y en unos días habrían desaparecido. Estaban trabajando mientras reunían
algo de plata para pagar el pasaje y las mordidas, porque en el extranjero nada es fácil,
aunque lleven vestidos bonitos y el pelo arreglado.
—Mucho mejor todavía —afirmó don René, considerando la ventaja de la discreción.
La terna de mujeres adormiladas, con ojeras y desnudas bajo la bata, fueron exhibiendo su
mercadería frente al caballero de traje oscuro. Él escogió a la que tenía la piel más clara. Le
ordenó ponerse ropa de domingo y despintarse bien las cejas, pero ella no hizo caso y se
preparó de acuerdo a su costumbre, y regresó con un cachete inflado por las bolas de miel
que chupaba en las mañanas para quitarse el mal aliento. Era de Jutiapa y llevaba tres
semanas escondida en la boca del lobo, en la pequeña ciudad rodeada de volcanes, por
andar de novia de un cadete inquieto y rebelde, comunista indispuesto con los cambios
recientes, que le exigía matrimonio y vida en la clandestinidad. El país se iba al traste y ella
no era muda, no iba a perderse tan pronto con el primer oficial que le ofrecía el apellido. La
tranquilizó el encargo del beato.
—Haga de caso que va a misa.
Don René trató el asunto comercial, mientras esperaba, suplicando a doña Susana que se le
concediera gratis el servicio, porque él no sabía muy bien cómo lidiar con gastos sin
comprobante legal.
—Hay asuntos que se cobran y otros que se agradecen. Esta es la gran oportunidad para su
muchacha y para su negocio. Ella va a complacer a nuestro Libertador y usted contará con
su respaldo en el futuro, por aquello de alguna defensa que precise.
La dueña del bar quedó convencida con lo último, porque cuando se cae en la cárcel todos
necesitamos conectes. Aunque, por otro lado, los peces gordos son quienes mejor pagan, y
le disgustaba el asunto tan manido de la propiedad privada y de ofrecer ventajas a quienes
les sobra. Pero también temía por los obispos, porque ya amenazaban con la persecución de
su negocio, y no sería justo volver a los tiempos del oscurantismo. La revolución había sido
un gran adelanto para la libertad amorosa.
—Con estos cachurecos rezadores nunca se sabe —dijo—, es mejor cobrarles por
anticipado.
—Estamos hablando nada menos que del Caudillo.
La elegida regresó con un vestido de película muda. Pintadas las chapas de rojo y empinada
sobre zapatos de tacón de aguja. Vestida así no parecía tan joven ni tan francesa. El
funcionario respiró profundo, pero se tuvo que conformar, las otras meretrices eran de piel
morena y chatas. Le ordenó seguirlo por el callejón de tierra, caminando adelante para que
nadie lo viera con ella, pero luego le abrió la portezuela con mucha educación y la
deslumbró con su aroma a candelas y agua de Colonia. Ella agradeció coqueta la cortesía.
Sentada en el sillón de atrás, mirándole le espalda y el cuello al caballero. La amistad de
don René Molina podría resultarle útil, o sería apenas un mal rato, porque los que se ven
más santos resultan sádicos. El viejo condujo directo a su propia casa.
El Libertador estaba siendo recibido por los finqueros, y le quedaba a él tiempo de sobra
para preparar el postre y organizar el teatro. La residencia continuaba vacía, con la familia
en una sala de amigos frente a la calle Real, con espacio de lujo para apreciar el desfile
ocultas, dispuestas a mirar de cerca al Libertador Cara de Hacha aunque fuera de perfil y
tras las cortinas, y sus empleados en el parque. La muchacha francesa se paseó encantada
por el jardín repleto de geranios vivos, y luego lo siguió a la habitación, donde dejó la ropa,
y fue detrás suyo al baño, donde lo vio prepararle la tina con agua del chorro y una cubeta
de agua hirviendo que fue a traer en repetidas ocasiones a la cocina, como para pelar pollos.
Metió la mano, templó el agua, y cuando le pareció que la temperatura ya estaba rica, la
tomó de la mano y le pidió que se metiera de cuerpo entero. La lavó con el jabón de la
familia, con el pashte de su señora, mientras le iba contando cómo estuvo a punto de morir
en días recientes. Por andar de mirón en la capital se le hizo tarde y perdió el último
autobús. Ya tarde salió en busca de cobijo, porque a las siete empezaba el toque de queda.
Los conocidos no le abrieron la puerta de sus casas, aunque reconoció más de un par de
ojos atalayándolo tras las persianas. Se dirigió a pedir posada adonde un primo lejano, por
el barrio de la Recolección. A las siete se apagó la luz del alumbrado público. La ciudad
quedó a oscuras antes de que don René estuviera a salvo. Lo detuvieron en una esquina, lo
metieron empujado en el camión, junto a una docena de tipos silenciosos y asustados
tachados de comunistas revoltosos. El que iba sentado a su lado se orinó en los pantalones.
—Todos somos así, nos decimos bien hombres, pero ante el primer bache nos ponemos a
llorar.
Don René fue aplicándole jabón de olor en los pechos, por higiene, y en la espalda, tratando
de borrar el tatuaje de un tal Mauricio López, en recuerdo de una noche inolvidable, año
1951.
—¿Por qué se dejó marcar?
—Cosas de una cuando se enamora.
Le contó que una vez que fue detenido, lo llevaron a dar vueltas por toda la ciudad, en uno
y otro sentido, y más tarde lo condujeron por la Simeón Cañas, hasta la entrada del Parque
Minerva. Los árboles se mecían y la única luz prendida era la de los focos del camión. Los
formaron al lado de una zanja.
—Los vamos a matar para que no sufran ni hagan más daño a los demás con sus ideas
comunistas —dijo el más jovencito.
Don René ni se acordó de rezar. Le juró diciendo por Dios y besándose el pulgar, que antes
del fusilamiento lo único que hizo fue pensar en una mujer desnuda, como ella, y no en su
mujer. Los jóvenes dispararon los fusiles y les dieron a todos menos a él, aunque la sangre
de los vecinos le manchó el saco y la cara, y cayó hasta abajo en la zanja. Ni tierra les
echaron. Tuvo suerte, porque se salvó.
—Y míreme ahora, dedicado a conseguirle mujer al jefe de quienes me confundieron y
empujaron en la zanja.
Ella no comprendió si don René se sentía orgulloso o humillado. No la incomodaron las
manos atentas que la tocaban y frotaban. Ella misma lo ayudó con el pashte irritante que le
abría los poros y eliminaba la mugre. Don René le pidió que cerrara los ojos para limpiarle
la cara, y borrar así el resto de maquillaje.
—Ahora bastará con un poco de talco y carmín en la boca.
Quitó el tapón para vaciar la bañera y con una toalla la ayudó a secarse todo el cuerpo.
Pobre hombre, pensaba ella, todo mugroso y lleno de sangre en una zanja, con los
cadáveres de desconocidos encima.
Escogió para la futura novia del Libertador el vestido más decente de su mujer. Y le quedó
a la medida porque eran del mismo tamaño. El caudillo le agradecería el buen gusto. La
francesa estaba preciosa con el vestido de lunares negros sobre fondo blanco. Le puso el
sombrero vueludo para el sol. Le pareció muy bonita, y supuso que con ese atuendo
regalado ella podría cruzar la frontera de México sin dificultad para hacer fortuna en
Tapachula.
Se llamaba Nora, pero don René no lo quiso saber. Los crímenes son mejores
despersonalizados. Pensó que aquella noche al lado de la zanja, los jóvenes que dispararon
no sabían su nombre ni su afiliación política. ―Debe ser algo que tenemos en la cara lo que
nos delata‖. Ella le correspondió contándole su historia amorosa con el oficial que la
anduvo queriendo solo para sí, como propiedad privada, pero ella prefirió responderle que
no estaba lista, que el matrimonio tan joven no le convenía, esperando entender hacia dónde
se inclinaban los acontecimientos. Los oficiales de la revolución podrían estar un día abajo
y, al siguiente, arriba.
—Si yo fuera soltero también la querría para mí.
La mujer le recordó que en la vida nada es gratis.
—Salvo para el Libertador —la corrigió caballerosamente don René, para evitar la
vergüenza y no manchar su imagen de hombre correcto en materia de presupuesto público.
Entraron al Palacio de los Capitanes por la puerta de los soldados rasos. En el segundo
nivel quedaba la habitación amueblada que había utilizado en su época de esplendor el
dictador Ubico cuando visitaba la Antigua para descubrir ruinas y nacionalizarlas, o para
comprar casas a sus dueños, lo quisieran o no, y la sintió depauperada por la falta de uso
elegante durante los diez años del comunismo. A ella le pareció divino el lugar, aunque
extraño y maloliente. Don René la condujo al baño para mostrarle el inodoro blanco de
porcelana, y el sitio donde se almacenaba el papel toillet. El tapiz de las paredes estaba
desvaído, desprendiéndose por su propio peso, con algunas puntas alzadas.
—Aquí huele a humedad y abandono —dijo la muchacha que le temía tanto a la
tuberculosis.
Don René prendió el incienso y le pidió que fumara para esconder el tufo húmedo, a rata
muerta, que agarra el terciopelo cuando permanece tanto tiempo aislado del sol y la
ventilación.
Castillo Armas se entretenía en el salón oficial, negociando o regalando la tierra incautada a
los alemanes en los tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Allí mismo repartió
extensiones entre quienes ya tenían bastante, pero seguían creyendo que todavía podían
atender más para el beneficio del país. Devolvió lo suyo a quienes habían perdido la tierra
por malos manejos de juventud, para que no volvieran a equivocarse.
—No quiero que la gente bien termine refundida en puestos burocráticos o deprimida en el
comercio.
El almuerzo fue de lujo, la mesa adornada con hojas brillantes de pacaya lavadas con leche.
En ollas de barro se exhibía el pepián de tres carnes, el chojín de rábano con chicharrón y
chile chiltepe, los chiles rellenos, frijoles colorados, patas de cerdo a la vinagreta y, de
postre, un canasto repleto de dulces preparados por las monjas.
La marimba no paraba de tocar. El olor de la comida y los colores vivos. Todos querían
estar a su lado y agradecían las fotografías. Pero el Caudillo se acababa apenas de
acomodar, cuando sus escoltas llegaron a avisarle que lo sentían mucho, pero tenían una
mala noticia que transmitirle. Un grupo de cadetes se habían alzado en armas en contra
suya, y estaban ganando la pelea en el edificio donde se construía el Hospital Roosevelt.
—Rodearon a los nuestros y los están haciendo rendirse, si no cambia de repente la acción
y se pone el balance a nuestro favor, usted estará perdido y tendrá que esconderse.
El gobernante no se despidió de los finqueros ni de los comerciantes. Siempre supo que su
reinado sería breve, pero nunca creyó que fuera tan breve. Dejó a sus anfitriones antigüeños
comiendo solos, felices con las escrituras ya encaminadas y los papeles firmados, mientras
en la habitación de terciopelo rojo lo esperaba la fugaz novia de quien nunca supo nada.
Don René Molina llegó a explicarle el asunto, y la encontró desnuda en la cama, envuelta
en una nube de humo.
—¿Por qué razón está usted acá, jovencita?
—Porque usted llegó a buscarme y me trajo.
—No, no me refiero a eso, sino al oficio, ¿me entiende?
—Pues será por el mismo motivo que lo mueve a usted, el hambre.
Don René pensó en la manera como las tripas le sonaban mientras manejaba por la calle de
los Pasos, en dirección del Bar El Callejoncito, buscándole una mujer al mandatario que
estuvo a punto, semanas antes, de mandarlo directo a la zanja. Tanta humillación por la
necesidad.
Fue al comedor de gala y llenó un azafate con todo tipo de viandas del banquete
presidencial. Un soldado llevaba el traste mientras él escogía las mejores pechugas, se
servía chojín con chicharrón, una escudilla honda con pepián y pedazos de güisquil y
perulero, tortillas... Entró a la habitación de terciopelo cargando la comida y el pichel de
agua de piña.
—Pues es tiempo de que comamos, porque el hambre nos durará siempre, pero al Caudillo
ya se le acabó la ilusión.
La mujer masticó un poco de todo, probando lo que abundaba, mientras el viejo le
contemplaba los pechos. Un día arriba y uno abajo. La muchacha pensó en el enamorado
rebelde, recordó sus planes y todo lo que le contaba, y solo entonces cayó en cuenta de que
ese día exacto correspondía a la fecha anunciada para el ataque. Pensó que si triunfaba, el
soldado adolescente iría por ella, buscándola de bar en bar, y si no aparecía era porque su
cuerpo estaba ya sin respiración junto a los montones de ripio del hospital en obra.
—Usted se perdió hoy la oportunidad de convertirse en primera dama por un rato.
Ella atrajo a don René con delicadeza, impulsada por su temblor de manos y para no
desperdiciar el escenario, y le dijo que nada qué ver. Tenía la boca llena de comida. Al
funcionario catrín se le llenaron los ojos de lágrimas.
*Este cuento fue cedido por el autor para la presente edición.
No me quiero ir / Gustavo Adolfo Montenegro Ruiz /Guatemala / Segundo
lugar
Aunque me agarro fuerte a estas ramas, el viento me levanta y trata de arrastrarme como si
fuera hoja seca. Mi madre me toma en sus brazos y me sopla la boca, como si lo que no
sobrara fuera el aire, como si lo que quisiera no fuera un trozo de comida, como si no fuera
suficiente con el remolino que me quiere tragar. ―No te vayás a morir, mijito‖, me suplica,
pero yo no soy sino un suspiro, sino un recuerdo, sino un nombre olvidado que se escribió
en el polvo.
Me hubiera gustado más ser un árbol, que, a pesar de la ausencia de lluvias, se mantiene
con los brazos abiertos, esperando el día en que este pueblo termine por desaparecer o se
convierta en un inmenso campo cultivado, en donde todos puedan caminar descalzos sobre
la tierra negra, olorosa a sueños, a sonrisas, a futuros imaginables.
El viento es necio y me agarra los pies, le digo que no sea abusivo, que no me quiero ir
porque mi madre está llorando sin lágrimas, porque ya se le acabaron con mis otros tres
hermanos que ya no están aquí.
Cuando me llevaron cargado hasta el hospital, todavía se quedaron mirando, desde la piedra
grande, cómo me alejaba. Juan me dijo adiós y yo no pude levantar la mano. La Margarita y
la Luz tenían los ojos tan tristes como los míos, pero papá dijo que ellas todavía
aguantaban, porque eran más grandes, de edad, porque de tamaño éramos iguales.
Pasé no sé cuánto tiempo mirando el techo turquesa. Cuando se ponía celeste, era la hora en
que me daban agua salada y cuando estaba casi oscuro, me dormía con un tubo en la boca.
Así tragué mucha agua y casi me ahogué, hasta que una señora, que no era mi mamá, me
levantó y me dio palmadas en la espalda. Me llamaba mijito, pero no era nada mío. Creo
que estuve dormido y cuando desperté, ya podía caminar, ya podía correr y hasta podía
gritar. Llegó un día una señora de ojos tristes, que se rio conmigo. Era mi mamá, que me
llegó a traer. Regresamos al rancho. Me dijo que mi papá se había ido y que no lo había
vuelto a ver desde aquel día.
¿Y dónde está Juanito? ¿Y la Margarita y la Luz? Ella miró para allá donde está la piedra
grande, me agarró de la mano y caminamos. Había tres montañitas de tierra, con cruces de
piedras encima. Ese día le vi el sol brillar en una lágrima mientras decía: ―¿Por qué, Dios
mío, por qué?‖.
Y ese día yo entendí que no debía dejar sola a mi mamá. Y por eso hoy me agarro a las
ramas del árbol, que no es árbol sino mis huesos. Pero siento que cada vez peso menos.
Boca de lobo en el arrabal / José Adiak Montoya / Nicaragua
En el arrabal, Arlequín, como todos, sorteaba la vida de charco en charco, era eso. Su
nombre, reminiscencia antigua de años no tan lejanos en los que con indumentaria de
payasito recorría de punta a punta la ciudad en autobuses urbanos, repitiendo una graciosa y
gastada rutina de chistes para los usuarios pesarosos y cansados que sobrevivían al calor
mortal del día, era ahora su nombre diario y cotidiano.
Arlequín camina, Arlequín tiene quince años y no va dejando la niñez porque nunca tuvo
una, para él esa palabra era una masa informe de recuerdos que nunca le pertenecieron.
Arlequín solo recuerda el arrabal, el caserío monstruoso, más monstruoso ahora, en que una
tarde, de una década y media atrás en el tiempo, lanzó su primer llanto al mundo, un llanto
desgarrador y a la vez mudo, como si desde ese día sus pesares estuviesen condenados a los
oídos sordos. Allí estaba él ese día: niño nuevo, hambre nueva del arrabal que venía
extendiéndose con los años, admitiendo a cientos de seres que la ciudad, negra y convulsa,
parecía vomitar de sus entrañas, para que asentaran cuatro paredes de plástico y una
techumbre mal lograda y vieran pasar la vida sin prisas, con quebrantos y lágrimas que ya
no salían. Así crecía el caserío, hasta que fue rodeado por numerosas urbanizaciones de
casas gemelas y sin amor, pero el arrabal no desaparecía: alguien tenía que construir las
urbanizaciones, alguien tenía que limpiar los pisos todos los días, una vez hechas y
habitadas las casas. Del arrabal salieron mujeres, como la madre de Arlequín, que cada
mañana, en otros hogares, besaban niños ajenos antes de que se fueran a la escuela… El
arrabal estaba preso de la modernidad.
Arlequín casi nunca va a casa, allí todo es más gris y el tiempo se pone estático, pesado. Él
busca aventuras, se remueve entre las callejas torcidas del caserío, tira piedras al cielo,
colecciona huleras para cazar garrobos inmóviles que tuestan su tristeza al sol, molesta a
Califa, corre con sus amigos, pero sobre todo intenta matar a boca de lobo, esa sensación
mortífera que se aloja en su estómago de manera mortal cada tarde y cada noche, un hueco
vacío que le muerde rabioso el abdomen, eso es boca de lobo, unas fauces negras y
profundas, rabiosas pidiendo tranquilidad. No sabía desde cuándo le había comenzado a
llamar así, con ese nombre, pero no entendía cómo una sensación tan fiera en su estómago
podía venir bañada con el más hondo desconsuelo a la hora de dormir, cuando boca de lobo
apretaba, un manto de tristeza cubría su cuerpo, ese cuerpo hinchado, sostenido por las dos
ramillas chuecas de sus piernas; boca de lobo, que otros llamaban hambre, había puesto en
sus ojos la tristeza de cien ocasos.
De las casas, con el nuevo día salían expulsados a sus rutinas cientos de hombres y mujeres
que como espectros empezaban un deambular errabundo hacia sus labores forzadas, volvían
doce horas después como derrotados de la guerra, con las espaldas rotas, con los dolores
pulsando en sus pies y con alguna pequeña bolsa que contenía la sonrisa de la vida,
envuelta entre granos de frijoles. Arlequín había dejado su labor en el transporte urbano
colectivo, ahora solo mendigaba algunas horas durante las mañanas entre turnos con sus
hermanos. Al final de las doce horas juntaban todo para comprar la bolsa de frijoles con
sonrisas; allí, en esa bolsa cabía la alegría, en el final de esos días en que acostado en su
colchoneta Arlequín sentía dormir plácida a boca de lobo, ronroneando por el momento.
***
Había encontrado la casa una de las tantas veces que deambulaba con su honda por los lares
más alejados del arrabal; la casa estaba rodeada por un enorme cerco de verjas casi
imposible de sondear, esa era la casa de los Señores, una casa soñada, lejana, irreal, el cerco
alejaba aún más dos mundos tan distantes como estrellas y tierra, mugre todo lo que era el
arrabal.
Arlequín, la primera vez, contemplaba absorto los inmensos árboles frutales al otro lado del
cerco, frondosos como sus fantasías, lejanos como su niñez. De sus navegaciones lo
sacaron los furiosos ladridos de Califa, al otro lado del cerco, las fauces espumosas, las
patas tensadas, los ojos de fuego, los dientes de mal, sus gruñidos devoradores semejaban
espasmos demoníacos. Arlequín retrocedió dos pasos, un poco temeroso, lo contempló
nervioso, era una bestia de considerable tamaño; ―Pero por más que me ladrés y me ladrés y
me ladrés, nunca vas a poder cruzar esa cerca, perro idiota, jajajajaja…‖, y poniendo una
sólida roca en su hulera la disparó contra el perro que dejó escapar un hondo chillido de
dolor seguido de gruñidos más violentos. Arlequín era intocable.
Varias veces por semana Arlequín volvía a ese lugar, con su hulera disparaba a lo alto de
los árboles para arrancar los frutos que siempre caían del otro lado de la cerca, lejos de sus
manos. Califa ladraba insistente hasta que el celador de la casa de los Señores lanzaba
fuertes pitidos de su silbato plateado, era un hombre robusto, su grandeza se veía ridícula
para su uniforme, cada vez que escuchaba a Califa en sus rabietas contra la cerca sabía que
estos muchachos vagos andan buscando cómo robarse las frutas de los palos, muchachos
más vagos estos, no aprenden… Con el sonido de los silbatazos, Arlequín lanzaba una
pedrada a Califa y echaba a correr sintiéndose descubierto. El celador llegaba al encuentro
del iracundo y dolorido canino y agachándose a su altura lo acariciaba con candidez, Califa
aceptaba gustoso las manos de su amigo que procedía a recoger los frutos que Arlequín
había logrado desgajar, los llevaba a su caseta y los guardaba dentro de su morral, eran para
sus hijos una vez que saliera de casa de los Señores y se dirigiera a su morada en las
callejuelas retorcidas del arrabal.
Arlequín volvía a casa, a su soledad, había perdido la ilusión y ni siquiera lo sabía, se
recordaba a sí mismo vestido de payasito recorriendo la ciudad en los buses, llenando sus
bolsillos con monedas de la caridad, mientras miraba cómo las calles y los edificios se
tornaban grises muecas del hambre, todo lo bañaba un sol invasivo y odioso, los poros de la
tierra pedían agua, toda su ciudad era un grito de necesidad. Gritos como los de la boca de
lobo en su estómago.
***
Aquel día, el de su muerte, Arlequín poco antes de caer la noche se encontraba escondido
de su lado del cerco viendo cómo en la casa de los Señores de unos pequeños camioncitos
sacaban bandejas enteras de bocadillos, la casa estaba envuelta en un particular aire de
festividad, las bandejas pasaban de una en una a poblar unas largas y amplias mesas en los
jardines de la casa, todo tipo de bocados. Boca de lobo rugía, rabiosa le mandaba a lanzarse
sobre aquellas amplias charolas, mordía las paredes de su estómago y de nuevo sus ojos se
llenaron con la tristeza de los ocasos. Los frutos en las copas de los árboles se veían más
jugosos que nunca, ese día en el arrabal no hubo frijoles con sonrisas, solo la tristeza de su
ausencia, y otra cosa impulsaba a Arlequín a las copas de los árboles: por primera vez
desde que había descubierto el cerco y la casa, Califa se encontraba encadenado en la
lejanía donde no podía verle, Califa estaba destinado a la prisión ese día, a que sus fauces
asesinas se hallaran lejos de los invitados a la fiesta.
La noche había sentado sus bases sobre la ciudad cuando Arlequín empezó con accidentada
destreza a escalar el cerco, esa noche Califa no alertaría a nadie, esa noche llenaría un saco
completo de frutas para repartir en el caserío, esa noche la sonrisa era más amplia, esa
noche por primera vez se encontraba del otro lado en la copa de uno de los árboles
arrancando frutos y lanzándolos al otro lado del muro, a su lado, al que le pertenecía, al
lado del hambre, mientras la música sonaba y los jardines amplios de la casa estaban llenos
de invitados que reían en medio de copas y los bocadillos que hacía unas horas había visto
descargar de los camioncitos… Sonaba la música, sonaban las risas, sonaban las copas,
sonaba boca de lobo rugiendo y rugiendo, sonaba un silbato, un insistente silbato, pero en
medio de la oscuridad nada sonó más fuerte que el ruido del único disparo que salió de la
escopeta del celador.
Un bulto muerto cayó del árbol, chocando seco contra la tierra, el celador se acercó y por el
resto de sus días jamás olvidaría lo que vio en ese momento: era apenas un niño, escuálido,
se llamaba Juan Esteban Reyes Domínguez, sus amigos le decían Arlequín, tenía quince
años, vivía a tres calles de la suya (según supo luego) y aún sostenía una naranja en una de
sus manos.
Uno a uno los invitados fueron dejando sus tragos para ver el cuerpo, frágil como lo fue en
vida; el celador, con el cañón aún caliente, en temblores, incrédulo, con su vida partida en
dos ante su acto. Estaba revuelto entre la tierra con una perforación monumental en la boca
del estómago, boca de lobo había escapado por la abertura o se había quedado dormida para
siempre.
A la mañana siguiente, el sol salió normal, a la hora que debía hacerlo, solo en una de las
decenas de casas había luto. A la distancia los ladridos de Califa se iban perdiendo lejanos,
distantes, elásticos, en ecos, y otra vez de sus casas, como espectros cotidianos, salían los
hombres a un nuevo día en el arrabal.
Y vendimos la lluvia* /Carmen Naranjo / Costa Rica
¡Qué jodida está la cosa!, eso fue lo único que declaró el ministro de Hacienda, hace unos
cuantos días, cuando se bajaba de un jeep después de setenta kilómetros en caminos llenos
de polvo y de humedad. Su asesor agregó que no había un centavo en caja, la cola de las
divisas le daba cuatro vueltas al perímetro de la ciudad, el Fondo tercamente estaba
afirmando no más préstamos hasta que paguen intereses, recorten el gasto público,
congelen los salarios, aumenten los productos básicos y disminuyan las tasas de
importación, además quiten tanto subsidio y las instituciones de beneficios sociales.
Y el pobre pueblo exclamaba: ya ni frijoles podemos comprar, ya nos tienen a hojas de
rábano, a plátanos y basura, aumentan el agua y el agua no llega a la casa, a pesar de que
llueve diariamente, han subido la tarifa y te cobran excedentes de consumo de un año atrás
cuando tampoco había servicio de cañerías.
¿Es que a nadie se le ocurre en este país alguna pinche idea que solucione tanto problema?,
preguntó el presidente de la República que poco antes de la elecciones proclamaba que era
el mejor, el del pensamiento universitario, con doctorado para el logro del desarrollo,
rodeado de su meritocracia sonriente y complacida, vestida a la última moda. Alguien le
propuso rezar y pedir a la Negrita, lo hizo y nada. Alguien propuso restituir a la Virgen de
Ujarrás, pero después de tantos años de abandono la bella Virgencita se había vuelto sorda
y no oyó nada, a pesar de que el gabinete en pleno pidió a gritos que se iluminara un mejor
porvenir, una vía hacia el mañana.
El hambre y la pobreza ya no podían esconder: gente sin casa, sin un centavo en el bolsillo,
acampaba en el parque central, en el parque nacional, en la plaza de la cultura, en la
avenida central y en la avenida segunda, un campamento de tugurios fue creciendo en la
sabana y grupos de precaristas amenazaban con invadir el teatro nacional, el banco central
y toda sede de la banca nacionalizada. El seguro social introdujo raciones de arroz y frijoles
en el recetario. Un robo cada segundo por el mercado, un asalto a las residencias cada
media hora. Los negocios sucios inundaron a la empresa privada y a la pública, la droga se
liberó de controles y pesquisas, el juego de ruletas, naipes y dados se institucionalizó para
lavar dólares y atraer turistas. Lo más curioso es que las únicas rebajas de precio se dieron
en whisky, el caviar y varios otros artículos de lujo.
El mar de pobreza creciente que se vio en ciudades y aldeas, en carreteras y sendas,
contrastaba con más mercedes benz, beemedobleu, civic y el abecedario de las marcas en
sus despampanantes últimos modelos.
El ministro declaró a la prensa que el país se encontraba al borde de la quiebra: las
compañías aéreas ya no daban pasajes porque se les debía mucho y por lo tanto era
imposible viajar, además la partida de viáticos se agotó, ¿se imaginan lo que estamos
sufriendo los servidores públicos?, aquí encerrados, sin tener oportunidad de salir por lo
menos una vez al mes a las grandes ciudades. Un presupuesto extraordinario podía ser la
solución, pero los impuestos para los ingresos no se encontraban, a menos que el pueblo
fuera comprensivo y aceptara una idea genial del presidente de ponerle impuesto al aire, un
impuesto mínimo, además, el aire era parte del patrimonio gubernamental, por cada respiro
diez colones.
Llegó julio y una tarde un ministro sin cartera y sin paraguas vio llover, vio gente correr. Si
aquí llueve como en Comala, como en Macondo, llueve noche y día, lluvia tras lluvia como
en un cine con la misma cartelera, telones de aguacero y la pobre gente sin sombrilla, sin
cambio de ropas para el empape, con esas casas tan precarias, sin otros zapatos para el
naufragio, los pobres colegas resfriados, los pobres diputados afónicos, esa tos del
presidente que me preocupa tanto, además lo que es la catástrofe en sí: ninguna televisora
transmite, todas están inundadas, lo mismo que los periódicos y las radioemisoras, un
pueblo sin noticias es un pueblo perdido, porque ignora que en otras partes, en casi todas,
las cosas estén peores. Si se pudiera exportar la lluvia, pensó el ministro.
La gente, mientras tanto, con la abundancia de la lluvia, la humedad, la falta de noticias, el
frío, el desconsuelo y hambre, sin series ni telenovelas, empezó a llover por dentro y a
aumentar la población infantil, o sea la lucha por que alguno de los múltiples suyos pudiera
sobrevivir. Una masa de niños, desnutrida y hambrienta, empezó a gritar incansablemente
al ritmo del aguacero.
Como se reparó una radioemisora, el presidente pudo transmitir un mensaje, heredó un país
endeudado hasta el extremo que no encontraba más créditos, él halló la verdad de que no
podía pagar ni intereses ni amortización, tuvo que despedir burócratas, se vio obligado a
paralizar obras y servicios, cerrar oficinas, abrir de algún modo las piernas a las
transnacionales y a las maquilas, pero aquellas vacas flacas estaban agonizando y las gordas
venían en camino, las alentaba el Fondo, la AID, el BID, y a lo mejor también el Mercado
Común Europeo, sin embargo, el gran peligro estaba en que debían atravesar el país vecino
y ahí era posible que se las comieran, aunque venían por el espacio, a nueve mil metros de
distancia, en establo de primera clase y cabina acondicionada, pero esos vecinos eran y son
tan peligrosos.
La verdad es que el Gobierno se había desteñido en la memoria del pueblo, ya nadie
recordaba el nombre del presidente y de sus ministros, la gente los distinguía con el de
―aquel que se cree la mamá de Tarzán y usa anteojos‖ o ―el que se parece al cerdito que me
regalaron en los buenos tiempos, pero un poco más feo‖.
Y la solución salió de lo que menos se esperaba. El país organizó el concurso
tercermundista de la ―Señorita Subdesarrollo‖, ya usted sabe de flaquitas oscuritas,
encogidas de hombros, piernas cortas, medio calvas, sonrisas cariadas, con amebas y otras
calamidades. El próspero Emirato de los Emires envió a su designada, quien de puro
asombro de cómo llovía y llovía al estilo de Leonardo Fabio, abrió unos ojos enormes de
competencias de harén y de cielos en el Corán. Ganó por unanimidad, reina absoluta del
subdesarrollo, lo merecía por cierto, no le faltaban colmillos ni muelas, y regresó más
rápido que rapidísimo al Emirato de los Emires, había adquirido más veloz que corriendo
algunos hongos que se acomodaron en las uñas de los pies y las manos, detrás de las orejas
y en la mejilla izquierda.
Oh padre Sultán, señor mío, de las lunas y del sol, si Su Alteza Arábiga pudiera ver cómo
llueve y llueve en ese país, le juro que no me creería. Llueve noche y día, todo está verde,
hasta la gente, son gente verde, inocente, ingenua, que ni siquiera ha pensado en vender su
primer recurso, la lluvia, pobrecitos piensan en café, en arroz, en caña, en verduras, en
madera y tienen el tesoro de Alí Babá en sus manos y no lo ven. ¿Qué no daríamos por algo
semejante?
El sultán Abun dal Tol la dejó hablar, la hizo repetir lo de esa lluvia que amanecía y
anochecía, volvía a amanecer y anochecer por meses iguales, no se cansaba de la historia de
lo verde en el tránsito de reverdecer más, le gustó incluso lo de un tal Leonardo Fabio en
eso de llovía y llovía.
Una llamada telefónica de larga distancia entró al despacho del ministro de Exportaciones
procedente del Emirato de los Emires, pero el ministro no estaba. El ministro de Relaciones
Comerciales casi se iluminó cuando el sultán Abun dal Tol se llenó de luces internas y
ordenó comprar lluvia y lluvia y construir un acueducto desde allá hasta aquí para fertilizar
el desierto. Otra llamada. Aló, hablo con el país de la lluvia, no la lluvia de marihuana y de
cocaína, no la de los dólares lavados, la lluvia que natural cae del cielo y pone verde lo
arenoso. Sí, sí, habla con el ministro de Exportaciones de ese país y estamos dispuestos a
vender la lluvia, no faltaba más, su producción no cuesta nada, es un recurso natural como
su petróleo, haremos un trato bueno y justo.
La noticia ocupó cinco columnas en la época seca, en que se pudieron vencer obstáculos de
inundaciones y de humedades, el propio presidente la dio: venderemos la lluvia a diez
dólares el centímetro cúbico, los precios se revisarán cada diez años y la compra será
ilimitada, con las ganancias pagaremos los préstamos, los intereses y cobraremos nuestra
independencia y dignidad.
El pueblo sonrió, un poco menos de lluvia agradaba a todos, además se evitaba las siete
vacas gordas, un tanto pesadas.
Ya no las debía empujar el Fondo, el Banco Mundial, la AID, la Embajada, el BID y quizás
el Mercado Común Europeo a nueve mil metros de altura, dado el peligro de que las
robaran en el país vecino, con cabina acondicionada y establo de primera clase. Además, de
las tales vacas no se tenía seguridad alguna de que fueran gordas, porque su recibo obligaba
a aumentar todo tipo de impuestos, especialmente los de consumo básico, a exonerar
completamente las importaciones, a abrir las piernas por entero a las transnacionales, a
pagar los intereses que se han elevado tanto y a amortizar la deuda que está creciendo a un
ritmo solo comparado con las plagas. Y si fuera poco hay que estructurar el gabinete porque
a algunos ministros la gente de las cámaras los ve como peligrosos y extremistas.
Agregó el presidente con una alegría estúpida que se mostraba en excesos de sonrisas
alegremente tontas, los técnicos franceses, garantía de la meritocracia europea, construirían
los embudos para captar la lluvia y el acueducto, lo que es un aval muy seguro de
honestidad, eficiencia y transferencia tecnológica.
Para ese entonces ya habíamos vendido muy mal el atún, los delfines y el domo térmico,
también los bosques y los tesoros indígenas. Además el talento, la dignidad, la soberanía y
el derecho al tráfico de cuanto fuera ilícito.
El primer embudo se colocó en el Atlántico y en cosa de meses quedó peor que el Pacífico
seco. Llegó el primer pago del Emirato de los Emires, ¡en dólares!, se celebró con una
semana de vacaciones. Era necesario un poco más de esfuerzo. Se puso un embudo en el
norte y otro en el sur. Ambas zonas muy pronto quedaron como una pasa. No llegaban los
cheques, ¿qué pasa?, el Fondo los embargó para pagarse intereses. Otro esfuerzo: se colocó
el embudo en el centro, donde antes llovía y llovía, para dejar de llover por siempre, lo que
obstruyó los cerebros, despojó de hábitos, alteró el clima, deshojó el maíz, destruyó el café,
envenenó aromas, asoló cañales, disecó palmeras, arruinó frutales, arrasó hortalizas,
cambió facciones y la gente empezó a actuar con rasgos de ratas, hormigas y cucarachas,
los únicos animales que abundaban.
Para recordar qué habíamos sido, circulaban de mano en mano fotografías de un oasis
enorme con grandes plantaciones, jardines, zoológicos, por donde volaban mariposas y una
gran variedad de pájaros, al pie se leía: venga y visítenos, este Emirato de los Emires es un
paraíso.
El primero que se aventuró fue un tipo buen narrador, quien tomó las previsiones de llevar
alimentos y algunas medicinas. Después toda su familia entera se fue, más tarde pueblos
pequeños y grandes. La población disminuyó considerablemente, un buen día no amaneció
nadie, con excepción del presidente y su gabinete. Todos los otros, hasta los diputados,
siguieron la ruta de abrir la tapa del acueducto y así dejarse ir hasta el encuentro con la otra
tapa ya en el Emirato de los Emires.
Fuimos en ese país ciudadanos de segunda categoría, ya estábamos acostumbrados, vivimos
en un gueto, conseguimos trabajo porque sabíamos de café, caña, algodón, frutales y
hortalizas. Al poco tiempo andábamos felices y como sintiendo que aquello también era
nuestro, por lo menos la lluvia nos pertenecía.
Pasaron algunos años, el precio del petróleo empezó a caer y caer. El Emirato pidió un
préstamo, luego otro y muchos, pedía y pide para pagar lo que debe. La historia nos suena
harto conocida. Ahora el Fondo se ha apoderado del acueducto, nos cortó el agua por falta
de pago y porque al sultán Abun dal Tol se le ocurrió recibir como huésped de honor a un
representante de aquel país vecino nuestro.
*El cuento fue cedido por la autora para la presente edición.
La olla / Alexander Javier Pérez Balladares / Nicaragua / Mención especial
A esa hora, el sol está en el cenit en la ciudad de Managua, es el calor insoportable, es el
calor como aquel que hizo exclamar a Lino Argüello: ―¡Al mediodía ahorcose Judas!‖. En
medio de aquel patio, amplio y desolado, donde el viento levanta un polvo calcinante, está
en el suelo una rustica cocina: es el fuego a base de leña; dos piedras separadas sirven como
soporte a una parrilla, encima de la parrilla, una olla, adentro de la olla, unos frijoles duros,
aún sin cocer. Es siempre la misma escena: los niños, desesperados por el hambre, meten
sus manos en la olla hirviendo, comiéndose esos frijoles que, además de mal preparados,
aún no terminan de estar.
Es en esta familia, de numerosos hermanos, hijos de padres diversos, de madre soltera y
despreocupada, donde sucedió uno de los sucesos que aún resuenan en las conversaciones y
las pesadillas de la gente del barrio.
La madre, una mujer gorda y, como se dice en Nicaragua, una total valeverguista, estaba
esa mañana, como de costumbre, comiendo un nacatamal con su respectiva taza de café;
desde la penumbra de su mundo, sus hijos la miraban con expresión de anhelo: ojos
desorbitados por el hambre en aquellos rostros sucios, cuerpos semidesnudos donde el
pellejo dibuja casi a la perfección el esqueleto. La señora que había llegado de visita le
sugirió a la madre:
—Dales de comer, ¡no seas así!
—¡Hum! Esos chavalos que busquen qué hartarse, cuando estén grandes a mí me verán
como a perro viejo… ¡Qué mirás vos! ¡Ya! ¡Andate de aquí!
El niño, que era uno de los mayorcitos, tendría unos 10 años.
—Mamá, tengüanbre.
—¡Que no te dije que te fueras! Si querés andá comete a ese chavalo llorón que está en la
cuna…
Como a las 12 de día, se oyeron gritos del bebé. ¡Oh! Y fue dentro de aquella olla, esa olla
que, desde lejos, ahora miro con espanto, esa olla, esa misma olla donde los niños,
desesperados por el hambre, siguen metiendo las manos…
El valle Feliz al pie del Cerro de Agua / Carlos Alberto Raitt /
Nicaragua
A mi hija Scarlett Raquel
Por fin llegué. Estoy de pie junto a mi vehículo frente a la fachada del Centro Infantil Las
Abejitas. He venido a conocer a los niños por invitación de la profesora Clara.
—Niños, les presento a mi novio Roberto Peralta, ingeniero en recursos hídricos.
—Y eso, ¿para qué sirve? —pregunta un chele pecoso.
—Pues Roberto se especializa en buscar nuevas fuentes de agua.
—¿Y para qué, si en mi casa siempre hay? —refuta una niña de colochos largos.
—Pues fíjense que en algunos sitios no hay.
—¡Huy, qué aburrido! Mejor nos hubiera traído a un payaso, profesora —objeta el chele
pecoso, parece que le caigo gordo.
—Su novio es aburrido, profesora —infiere la niña de los colochos largos.
Mi pobre Clara ya no puede contener la risa.
—¿Así que ustedes creen que mi trabajo es aburrido, y que el payaso es más gracioso?
—¡Sííí! —contestan en coro.
—Hagan un círculo y pónganse cómodos, porque les voy a contar un cuento.
Los niños forman un círculo alrededor mío, y empiezo la historia:
—Había una vez un niño llamado Robertico, que vivía con su familia alejado de la ciudad
en el valle Feliz, al pie del Cerro de Agua. Tenía como diez años. Su papá era ingeniero en
agricultura.
—¿Así como usted? —pregunta un gordito.
—¡No! Él se dedicaba a producir alimentos en las tierras del valle Feliz con otros
productores. Su mamá también era ingeniera, pero de fuentes de energía, o sea que se
dedicaba a la producción de energía eléctrica para todas las casas. Con ellos vivía su
hermana Raquel, de tres añitos, su abuelita y su perro el Pulgas.
—¡Uy! Este cuento está aburrido, mejor traigan al payaso —reclama el chele pecoso.
—El valle Feliz era un lugar hermoso, donde las tierras eran muy productivas. El agua
bajaba del Cerro de Agua, un lugar mágico donde brotaba agua por todas partes, hasta
bañar el valle y el pueblo que estaba sobre una colina. En estas tierras se producían grandes
cantidades de alimentos, como el arroz, las verduras y la leche, porque había mucho pasto
para alimentar a miles de vacas.
—¡A la! —exclaman asombrados todos. Mi novia me guiña un ojo en señal de aprobación.
—Todo iba de maravilla para la familia de Robertico, pero no para él. Todos los días, al
salir los primeros rayos del sol, el Roky, el gallo rojo de la abuelita, lo despertaba con sus
cantos como si le pagaran al condenado para molestar. Y a continuación, el terrible viaje al
baño con el agua helada y el desayuno con sus aburridos padres y la abuela, que solo de su
jardín hablaba. Su padre, siempre lo mismo: que se están ampliando las áreas de siembra.
Que las ventas están buenas y que este año van a sembrar una nueva variedad de maíz.
―Pero ¿a quién le importa eso?‖, pensaba Robertico, mientras compartía a escondidas una
mortadela con el Pulgas, que se ocultaba bajo la mesa. Y su madre también hablaba de
cosas aburridas: que gracias al aumento de los niveles de agua del cerro, ahora iban a
producir más energía. Finalmente, la escuela. También sería aburrida si no fuera porque ahí
se juntaba con los Cuatro Fantásticos: el Lucho, la Gloria, el Pepe Rasquiña y, por
supuesto, él, lo máximo. Ellos eran la vida de ese pueblo. Las bicicletas, el fútbol, el parque
y la piscina del pueblo, la más grande en todo el mundo. Con miles y miles de toneladas de
agua para deslizarse en el tobogán. ¡¡¡Eso sí era vida!!!
Al mediodía, regresando de la escuela con sus amigos, se encontraron como siempre con el
Loco Elvis y sus carteles que anunciaban el fin del mundo en el valle Feliz. ―¡Basta ya de
destruir los bosques para hacer más áreas de cultivos! ¡Basta ya de despalar el Cerro de
Agua, para hacer más casas! ¡Estamos matando las fuentes de agua!‖, gritaba. Señaló a los
Cuatro Fantásticos y les dijo: ―¡Y ustedes también son culpables!‖. ―Está más loco que una
cabra‖, contestó Robertico, y todos se alejaron corriendo.
Por lo demás, la gente del pueblo de Villa Feliz era muy feliz. Justo cuando Robertico llegó
a su casa, encontró a su padre, que disfrutaba lavando su vehículo con una súper manguera
de dos pulgadas de grosor, como si fuera un bombero apagando un incendio. Y los vecinos,
ni qué decir: todos lanzaban agua a los jardines con sus mangueras, como que si el agua
nunca iba a terminar.
Después del almuerzo, su abuela, como siempre, lo obligaba a tomar el baño de las tres de
la tarde. A pesar de las protestas y los gruñidos, tomó su patito de plástico que tenía desde
los tres años, y se dirigió al baño como un condenado a muerte. Una vez dentro y después
de intentar matar el tiempo de muchas maneras, pensó: ―¿Quién quiere tanta agua? ¿Para
qué bañarse todos los días? ¡Qué no daría por que se acabara el agua para siempre!‖. Estiró
la mano hacia la llave y la hizo girar hasta el final. De pronto se dio cuenta de que no salía
agua.
De inmediato salió corriendo por el pasillo envuelto en una toalla, gritando muy feliz: ―¡Se
acabó el agua!‖. Y era verdad, su padre regresaba molesto con las manos llenas de jabón y
jalando con una cuerda al Pulgas que venía cubierto de espuma. También su madre cargaba
en brazos a su hermanita totalmente cubierta de espuma. Todos gritaron: ―¡Se fue el agua!‖.
Pasaron diez días y el agua no regresaba. Una mañana durante el desayuno los padres
discutían fuertemente, echándose la culpa por la falta de agua. Su madre decía: ―Es que los
productores han botado muchos bosques para ampliar las áreas de cultivos. Inclusive han
llegado hasta la parte alta del Cerro de Agua, donde nace el agua‖. El padre, ya acalorado,
le respondió: ―Es que ustedes con sus plantas generadoras de energía y con el cuento de
producir más energía han modificado el curso de los ríos‖. Ambos gritaban y gritaban.
—Huy, ¿eso quiere decir que no se podían bañar, cocinar, ni limpiar la casa? —pregunta la
niña de colochos largos.
—Profesora, ¿puedo tomar agua? —solicita un gordito.
—Pero siga el cuento, que ya nos puso nerviosos —pide el chele pecoso.
—Transcurrieron treinta días y las cosas empezaron a cambiar drásticamente. Ya ni el gallo
Roky se levantaba a cantar por las mañanas. La radio del pueblo informaba que las cosas se
estaban saliendo de control, pero que era necesario conservar la calma. La escuela
suspendió las clases por el peligro de una epidemia. Esa fue la mejor noticia para los Cuatro
Fantásticos, porque ahora tenían todo el tiempo del mundo para jugar y hacer lo que
quisieran. La empresa del agua envió unos camiones cisterna a los barrios, para que la
gente recibiera dos baldes de agua por familia. Las casas estaban sucias. La gente olía mal
por falta de baño y los alimentos escaseaban.
—¡Huy! ¿Y todo eso puede ocurrir si desaparece el agua? —pregunta la niña de colochos
largos.
—Tenemos sed, profesora. Espere, señor ingeniero, que ya venimos —pide el gordito.
Todos corren al termo de agua. Ya con los vasos llenos de nuevo se sientan en el círculo.
—Pero ¿cómo desapareció el agua? —pregunta el chele pecoso.
—Pasaron cincuenta días y nadie podía explicar la ausencia del agua. Hasta circuló un
cuento de que los extraterrestres se la habían llevado en una nave espacial, según el Lucho.
De acuerdo a Pepe Rasquiña, el Loco Elvis decía que era una maldición, porque justo en la
cuadra donde vivía Robertico había existido un cementerio indígena donde enterraban a los
chamanes de las tribus que habitaron el valle Feliz. La maldición decía que si alguien pedía
un deseo en ese lugar, este se cumplía, pero que después los espíritus de los chamanes se
llevaban el alma del que había pedido el deseo. A Robertico se le puso la carne de gallina,
pero guardó silencio.
Desde ese día y todas las noches, Robertico sufría de pesadillas. Soñaba que en la oscuridad
de la noche los chamanes salían de sus tumbas y lo seguían por todo el pueblo para llevarse
su alma. Una mañana su padre le pidió que le acompañara al campo a buscar agua. Puestos
en la calle, Robertico observó que la gente caminaba como zombis cargando baldes vacíos.
Los vehículos corrían de un lado a otro sin saber a dónde ir. El viento soplaba y levantaba
la tierra produciendo grandes nubes de polvo que dejaban sin respirar a los transeúntes. Los
perros del pueblo corrían sin rumbo, y uno que otro yacía muerto en la calle. Para ese
momento ya habían transcurrido setenta días.
Ya en el campo, vieron que los ríos estaban totalmente secos. En los corrales, las vacas
lecheras habían muerto de sed. Los cultivos y verduras se habían deshidratado. Todo se
había perdido. Una caravana de carretas y camiones cargaba los enseres de los productores
y campesinos que abandonaban el lugar. Finalmente, el vehículo se detuvo en la parte más
alta del Cerro de Agua. La vegetación estaba marchita y el hedor de la carroña era
insoportable. El padre cayó de rodillas y rompió a llorar desconsoladamente. Robertico se
dio cuenta de lo que había causado.
De regreso en el pueblo y sin agua, se encontraron con una muchedumbre enferma que
clamaba levantando los baldes: ―¡Agua, agua, agua!‖. A la cabeza del grupo, el Loco Elvis
arrastraba con un mecate a Pulgas, gritando: ―¡Vamos a ofrecerles un sacrifico a los
chamanes, para que nos perdonen y nos devuelvan el agua!‖. Robertico se lanzó del
vehículo en dirección a la muchedumbre para rescatar a Pulgas, pero la gente se interponía
amenazándolo con los palos. Impotente y llorando, corrió hasta su casa. Entró al baño y se
puso de rodillas: ―Perdón, perdón, yo no quería hacerle daño a nadie. ¡Yo solo quería jugar
más! ¡¡¡Que regrese el agua, por favor!!!‖.
Los gritos de la muchedumbre se acercaban a la casa. Él corrió hasta la calle, donde la
gente había formado una pirámide con pedazos de madera y muebles. El Loco Elvis
encendió la madera. En ese momento Robertico descubrió que el Pulgas estaba sano y
salvo. El perro saltó sobre su amo y este lo abrazó. El cielo tronó en señal de tormenta. La
muchedumbre empezó a girar alrededor de la fogata, y en ese instante Robertico se dio
cuenta de que sus padres estaban junto a la hoguera, con las manos amarradas.
El Loco Elvis proclamó: ―Vamos a hacer el sacrifico, porque este hombre y esta mujer son
los culpables de que el agua haya desaparecido‖. ¡¡Boom!! Se escuchó un trueno. Robertico
corrió en cámara lenta hacia sus padres, recibiendo golpes de la gente que le impedía el
paso, pero, sacando fuerzas de lo más profundo de su alma, rompió el muro de los palos y
gritó: ―¡Son inocentes, son inocentes! ¡El culpable soy yo! ¡Yo les pedí a los chamanes que
se llevaran el agua!‖.
El Loco Elvis refutó: ―No es cierto, lo dice para salvar a sus padres. Ellos han desviado los
ríos para hacer más represas. Ellos han cortado el bosque para hacer más agricultura y
ganadería‖.
La muchedumbre detuvo a Robertico y lo amarró junto a sus padres. Los truenos se
multiplican acompañados ahora de relámpagos. La gente gritaba: ―¡Culpables! ¡Culpables!
¡¡Muerte, muerte!!‖.
Robertico lloró desconsolado e impotente ante la fuerza de la gente. Estaba arrepentido,
pero ya no podía hacer nada. Un rayo, seguido por un trueno, iluminó su rostro, y unas
pequeñas gotas de agua cayeron sobre él. ¡Caía agua del cielo! Robertico abrió los ojos, y
se dio cuenta de que aún continuaba en el baño de su casa y que todo había sido un sueño.
—¡Nunca más volveré a bañar a mi perro con la manguera! —dice el chele pecoso.
—¿Les gustó? —pregunto a los niños.
—¡Sí! —gritan en coro.
—Eso quiere decir que nosotros tenemos la capacidad de aprovechar los recursos que la
naturaleza nos ha dado, pero también significa que tenemos el poder de destruirla.
Desde aquella vez, tengo que visitar más a menudo la escuelita de mi novia, donde cada
mes debo contar un cuento diferente.
Los graneros del Rey* / Sergio Ramírez / Nicaragua
A pesar de que en las entrevistas de prensa y en los boletines oficiales del Gobierno de S.
M. se decía siempre con mucha seguridad que la prosperidad del país aumentaba cada día,
aseveración probada repetidas veces por las cifras de la producción agrícola y por los altos
índices industriales, todo debido a los métodos técnicos empleados, al interés de los
funcionarios de Estado y a la hábil dirección de S. M., el pueblo, inexplicablemente,
padecía hambre y sufrimiento, y como consecuencia, desnutrición, muerte, enfermedades
endémicas. Pero la producción era alta, no había deuda exterior y, según los boletines y
reportes estadísticos, ―una gran facilidad para conseguir productos de consumo, a bajos
costos‖.
El país tenía grandes fábricas: de cemento, de papel, de zapatos, de botellas, de cristales, de
jabón, de ropa, de azúcar, de alimentos enlatados, de sacos de henequén, de mecates, de
muebles, de telas, de medicinas. Había granjas especializadas en avicultura, ganadería,
sementales, fincas para el cultivo de toda especie de granos y plantas. Y hasta aquí es
tremendamente inexplicable cómo un pueblo empobrecido podía tener en su territorio
tantas excelencias industriales y agrícolas. Y sobre todo, su geografía maravillosa, con
campos irrigados por ríos y lagos, un clima propicio para sembrar y cosechar y una
voluntad asombrosa de los obreros y campesinos para producir.
Pero sucede que fábricas, granjas y graneros pertenecían al Rey.
S. M. controlaba la producción y las exportaciones. Exportaba sus productos en sus barcos,
aviones, camiones, ferrocarriles internacionales. Metía sus semillas y granos en los sacos
que compraba a sus propias fábricas, utilizaba los tractores, despulpadoras, segadoras que
compraba a sus propias casas de importación, construía con su cemento, con la piedra de
sus canteras; llenaba con sus cereales sus sacos de exportación, la energía era producida por
su planta hidroeléctrica, y la gente bebía su agua en los vasos de sus cristalerías y sus
refrescos con el hielo que él producía.
Y después de exportar y de vender a magníficos precios en los mercados internacionales,
controlándolo todo a través de su banco, los excedentes de la producción iban a los
graneros y a los depósitos reales, para ser sacados luego poco a poco a las tiendas,
almacenes y pulperías del Rey.
Vendidos a altos precios cuando subía los salarios y un poquito más barato cuando por
―urgencia nacional‖ rebajaba los salarios. Especulando, provocaba carestía de todo, la que
él mismo aliviaba benévolamente sacando al mercado un poco de sus productos, de su
harina, de su maíz, de sus frijoles, de su aceite, de sus telas, de su hilo, de su leche, de su
carne, lo que el pueblo compraba a como él se lo vendía, con los salarios que él pagaba.
Y es así que se explica cómo un país productor de primera línea, colocado en alto lugar en
los mercados internacionales, tuviera una población tan depauperada. Allí solo poseía S. M.
y la gran familia real. Se rodeaba de sus ministros de Estado, empleados de palacio,
cortesanos, propagandistas, heraldos, conserjes, porteros reales. Una argolla dura que
cerraba el paso hacia la riqueza. S. M. tenía la llave.
Y la seguridad interior del reino era cierta e indiscutible. Porque también sus soldados
comían y vestían de la mejor manera. Gran número de soldados ágiles, fuertes,
disciplinados, armados hasta los dientes, entrenados para matar sin ser muertos. Su ejército
era paseado por las calles los días de los cumpleaños de su S. M. el Rey, de S. M. la Reina,
en el de la madre del Rey o el padre de la Reina, en las fiestas de la patria, en el Día de la
Producción Nacional. Cientos de aviones manchaban el cielo, las avenidas y parques se
estremecían con el paso de los tanques, los cañones, y era impresionante ver a los
batallones marchando en un solo cuerpo y a un solo paso, las bandas musicales, las
banderas, los estandartes con los escudos reales, y al pueblo en las aceras llenando el aire
de vítores.
Porque no se crea que el pueblo no lanzaba vítores al aire, ni vivaba al Rey. No. El pueblo
amaba a su Rey entrañablemente y el gran amor para S. M. venía de allí mismo: de los
cientos de aviones y tanques y cañones y ametralladoras y rifles y granadas y bazucas
pasando y pasando.
Y cuando la gente regresaba a su casa iba a comer las hogazas duras de pan en sus platos de
barro. En la lejanía brillaban las luces de los graneros del Rey y los hombres dormían
inquietados por sueños en los que se veían retozando con sus mujeres, madres e hijos en las
toneladas de trigo y maíz, acarreándolo todo hasta sus casas, en enormes vagones,
camiones, llenando sacos y almacenándolos. Pero eso era solo en los sueños, porque cada
cinco de la mañana una enorme sirena comenzaba a aullar recordando a los hombres la hora
de comenzar a producir para S. M. y para los índices oficiales de la prosperidad nacional.
No había hombres sin trabajo ni trabajo sin hombres. La industrialización era total y
definitiva. Miles de chimeneas se levantaban por doquiera y el humo ennegrecía el cielo en
los sectores industriales. Y no solo eso. La prosperidad había dado también una ciudad
maravillosamente adornada con estatuas de S. M. del Rey, de S. M. la Reina, etc. Con
parques, jardines, calles amplísimas, bulevares, avenidas, paseos, teatros, estadios. En todo
estaba S. M. aliviando ―las grandes necesidades‖, porque él lo podía todo.
Las noches de la gran ciudad capital del reino eran de silencio. Los hombres iban a dormir
muy temprano para estar listos para las faenas del día siguiente. En las avenidas y calles
vacías solo se oía el paso de los soldados haciendo cambios de guardia y el ruido de los
camiones llevando a los soldados en sus cambios.
Pero el Rey mantenía su oído en el pueblo. Él sabía que algo podía pasar de pronto y no
quitaba su oreja del latido del corazón de los hombres que dormían desde temprano. Y sus
guardias hacían estrecha vigilancia. Desde los torreones, en las esquinas, en la obscuridad,
las ametralladoras estaban listas, desafiantes, vigilando el sueño de S. M. que no podía
dormir.
Y hubo un día en que el pueblo no tuvo qué comer y el pan subió de precio y el aceite y los
vestidos y la carne. Superprodujo el Rey y despidió a cientos de obreros, cerró fábricas. Y
primero los hombres se volvieron a sus casas y con los codos sobre la mesa hundieron sus
cabezas, las mujeres sostenían el llanto de sus niños, las ancianas permanecían en silencio.
Bajo la gloria del Rey el pueblo sufría. Bajo el peso de su augusta corona el hambre
ascendía y daba vuelta en espirales.
Y el pueblo tímido, medroso, comenzó a volver por su estómago, desfallecido, sin
violencia, sin rencor; sobre la mesa de trabajo de S. M., comenzaron a llover pequeñas
misivas, en sus teléfonos repicaron luego cortas llamadas, delicadas voces que pedían
hablar con algún empleado de S. M.
Y el Rey comenzó a oír las cartas que sus secretarios iban leyendo:
―Grandísima Majestad: Sucede —y S. E. debe perdonarnos— que hoy no hubo pan, pues
los salarios no dieron para ello. Aunque es una cosa tan insignificante, nosotros le
rogaríamos que si S. E. pudiera hacer algo...‖.
―Dignísimo Señor: Sentimos tener que molestarle, pero no tenemos qué comer porque
fuimos despedidos de la fábrica y como nuestro hijo está enfermo le suplicamos...‖.
―Señor Rey Nuestro: Como S. E. todo lo puede, ¿no sería posible un poco de pan? Por algo
de lo que V. M. no es culpable no podemos conseguirlo, ¿se podría?‖.
Pequeños papelitos arrugados, escritos en tinta violeta con temblorosas letras. Y las cortas
llamadas telefónicas repetían lo mismo. Pero nadie ponía su nombre en las cartas, nadie lo
decía en las llamadas.
Y S. M. el Rey por uno de esos rasgos de bondad y dulzura que tienen todos los grandes
hombres de la historia de la humanidad, cedió a la blanda presión del pueblo y un día
domingo por la mañana los graneros del Rey fueron abiertos y el pueblo fue invitado a
recoger el trigo, el maíz, la avena (abiertos hasta cierta medida). En las plazas se regalaron
espejos, telas, juguetes para los niños, retratos del Rey, medicinas, peines, jabones. Se
volcaron toneles de vino y cerveza y de los hornos reales salía el pan humeante en
asombrosas cantidades, las orquestas del Rey tocaban en los paseos, en los parques, el
pueblo bailó hasta la madrugada, se embriagó, los hombres llevaron esa noche manzanas,
bistecs y puré de papas a sus amantes, con las que durmieron hasta que la gran sirena
comenzó a sonar al amanecer. Las amas de casa almacenaron un tanto de los alimentos
regalados por la infinita bondad del Rey, los hombres guardaron vino, los niños dulces y
caramelos.
Y al día siguiente la prensa internacional recogía en grandes letras el asombroso gesto,
inusitado en la historia de los tiempos modernos, no hecho por ningún país. Y en los días
sucesivos el Rey podía dormir tranquilo, se rebajó considerablemente la guardia del
palacio, se quitaron soldados de los torreones, de los callejones. El pueblo dormía feliz y
los hombres procreaban con más libertad en sus lechos, soñando con futuros gestos del
Rey, pues en su gran corazón todo era posible.
Y con mayores cosas soñaban. Su asombro iba de sueño en sueño y así pasaron las noches,
y los días de trabajo fueron de esperanza, mientras la producción nacional ascendía
considerablemente y más trigo y más productos de exportación eran almacenados y los
barcos zarpaban de los puertos con más toneladas de azúcar y de harina.
Pero el hambre no murió allí, con los regalos de S. M. el Rey tenía que regular su
competencia internacional, ajustar los salarios y controlar la superproducción, lo que trajo
otro paro forzoso desproporcionado, que dejó a miles sin trabajo. Como un aceitoso vaho
volvió el hambre a caer sobre las plazas, sobre los techos de las casas, en las almas de los
hombres, en el estómago de los niños. Entonces el Rey volvió a perder su sueño y redobló o
cuadruplicó su guardia. Temía por la seguridad de su reino y la grandeza de su corona. Los
soldados marchaban por las calles en batallones, con sus bayonetas caladas. A la media
noche los coches celulares se detenían en las esquinas, espiaban los agentes secretos por las
hendijas de las puertas, los obreros eran registrados minuciosamente en las fábricas, los
aviones volaban sobre los campos a ras de los árboles.
Y el Rey no dormía, temía. Se veía asediado por el pueblo furioso, quebrando los cristales
de las ventanas del palacio, rompiendo las puertas, incendiando sus fábricas, penetrando en
sus graneros, saqueándolo todo. ―Todo tiene su límite —pensaba—, la paciencia de estos
hombres va a llegar a su fin‖. Y enviaba más soldados a las calles, ordenaba tener listos
tanques y aviones para reprimir la subversión.
Pero cómo se equivocaba el Rey. En sus casas, los hombres dormían tranquilos. Sus
mujeres, madres y amantes dormían también y ni los sueños les perturbaban. Pensaban en
la inmensa bondad del Rey, quien todo lo podía, y esperaban que cualquier domingo los
graneros se abrirían de nuevo y correría el trigo por las calles como la dichosa pasada vez y
entonces saciarían su hambre, en los telares de S. M. cubrirían su desnudez.
Y mientras los soldados cruzaban por sus puertas golpeando sus pesados rifles contra el
asfalto, ellos soñaban con la bondad del Rey y le amaban entrañablemente.
—Un domingo será —se decían.
—O en el día de su cumpleaños —musitaba la esposa sonriendo.
—Ah, él tan bondadoso...
Y al amarle, sentían que amaban también la gloria del país colocado en la primera línea de
la producción internacional.
1962
De Cuentos (Managua: Editorial Nicaragüense, 1963)
*El cuento fue cedido por el autor para la presente edición.
De hambrunas y fatalidades / Melba Reyes Altamirano / Nicaragua
¡Huuummm!, qué gratos aromas se desprendían desde la cocina en la vivienda rural de la
abuela Tona. Varias mujeres afanaban preparando la infaltable sopa dominical de carne de
res con muchas verduras. Pero el postre era siempre una sorpresa y, entre los olores a
cebolla, chiltoma y ajo, sobresalían los de canela, clavo de olor y pimienta de Chiapas,
aromas que incentivaban el apetito de los ocho niños que con nuestras madres visitábamos
a nuestra abuela.
Manuel y Pedro Pablo colocaban sillas para asomarse por la ventana a la cocina. Al unísono
con el ruido se escuchaba el grito: ―¡Chigüines, vayan a jugar, cuando esté todo listo los
llamamos!‖. Y ellos, en risotadas, salían corriendo.
Cuando el poste donde se amarraba a los caballos no proyectaba sombra sabíamos que eran
las doce en punto y que pronto nos llamarían. Acudíamos con gran alharaca al llamado de:
―¡Vengan a almorzar, chigüines! ¿Ya se lavaron las manos?‖, y nos sentábamos sobre
largas bancas de madera alrededor de una mesa hecha por el tío Marcos con tablones
gruesos.
Comíamos de prisa, pensando en el dulce, que bien podía ser atol de maíz, arroz con leche
o almíbar de naranja, además de huevos chimbos, pan de rosa, cajeta de piña o cualquier
otra de las especialidades de la tía Maruca. Si alguno de nosotros pretendía dejar verduras,
ensalada o tortilla, podíamos irnos preparando para el discurso de la abuela: ―¡La comida
no se desperdicia! ¡No quisieran sufrir una hambruna! (Aquí, santiguándose.) ¡Dios nos
guarde y nos favorezca de otra hambruna!‖. A continuación contaba que en 1928, grandes
nubes de chapulines arrasaron con todos los cultivos y que los vecinos caminaban grandes
distancias en busca de raíces para comer.
Si se daba la circunstancia, apesarados y ensimismados vaciábamos el tazón. En seguida,
¡manos al postre! Lo degustábamos lentamente para prolongar el deleite. Después salíamos
a jugar: las tres niñas con muñecas de trapo y los cinco niños con trompos, bolas de vidrio o
montados en palos, semejando caballitos.
Estos recuerdos afluyen a mi mente, mientras mi tío Luis González y yo esperamos que la
Mercedes, su esposa, sirva la cena. A mis diez años, mis padres se trasladaron a Managua y
aquellas gratas convivencias con los primos y las primas terminaron. He vuelto a mi tierra
segoviana cincuenta años más tarde. Hoy, en estas tierras que mi abuela sembraba con gran
amor, los descendientes de sus dos hijos varones han construido sus viviendas: es un
pueblito denominado ―los González‖. Ella cultivaba plátanos, bananos, limones, naranjas,
aguacates, cacao, caña de azúcar y café. Un poco de cada cosa, lo suficiente para abastecer
a la familia.
—¿Sabe, tío? El crecimiento poblacional va restando tierras cultivables, lo que resulta una
paradoja: aumentan las bocas y disminuye la producción.
—Es verdá, m’hija, aquí lo que no disminuye es la producción del café. Si vamos a ver, allá
por el Cerro Blanco, lo que hay es un montón de casas. ¿Te acordás que allí sembraban al
espeque, porque no era posible arar con bueyes? Allí, guindo arriba, han ido construyendo
casas. Además, solo vamos quedando los viejos, la mayoría de la gente se va a trabajar a
Estelí, Managua, Costa Rica, Estados Unidos o España. Los hijos de la Tencha están en
España y los de la Severa, la que estudió con vos en la escuelita, se fueron para Estados
Unidos. Mis hijos, aunque viven aquí, no quieren cultivar la tierra. Los nietos prefieren
trabajar como maestros, contadores o técnicos en computadoras. La Gloria tuvo a su hijo
Luisito y se quedaron aquí con nosotros. Él me ayuda en las labores, siembro frijoles, maíz,
de repente alguna manchita de maní, pero esta semilla me cuesta conseguirla, vieras qué
difícil. Para que nos ayude con el trabajo, a veces contrato un mozo.
Observo a mi tío. A sus setenta y cinco años, se conserva delgado y saludable. Trabaja de
sol a sol, como en sus tiempos jóvenes. Se lo digo y sonriendo me dice: ―No creás, m’hija,
que no me den mis catarros que me mandan a la cama‖.
El aroma del café recién preparado —tostado y molido en casa— se expande
anunciándonos que la cena está cerca. En efecto, la Mercedes y mi prima Gloria colocan
sobre la mesa los platos con frijoles fritos, huevos revueltos con chorizo, tortillas calientes,
cuajada fresca y rosquetes para acompañar el café.
—Tío, parece que aquí no han pasado los años. Se aplican las mismas técnicas de cultivo.
Muchos técnicos y profesionales agrícolas no quieren vincularse a las dificultades del
campo, pero sé que quienes han aprendido desde niños sobre el terreno suelen ser
arrogantes desdeñando un posible asesoramiento.
—Mirá, m’hija, hace un tiempo, la financiera que nos presta reales a varios agricultores de
la comunidad nos mandó un ingeniero agrícola y no logramos acomodarnos con él. Vos
sabés, que para toda labor de chapoda, siembra y poda tenemos en cuenta los movimientos
de la luna. También que por el viento y el vuelo de los pájaros sabemos si va a llover o no.
Él dijo que todo eso era ignorancia.
—Ocurre ese rechazo; sin embargo, ustedes deberían aprender lo que ellos conocen sobre
experiencias de otros agricultores, nacionales o extranjeros. ¿Por qué se dice que Israel
hace florecer el desierto? Porque con sus técnicas de riego aprovechan hasta la última gota
de agua en aquellas tierras de tan difíciles condiciones para los cultivos. Es verdad que
muchas cosas no son aplicables por la falta de plata, pero conocerlas genera ideas útiles.
Mientras comemos, mis pensamientos siguen girando sobre el tema y continúo:
—Sembrar siempre lo mismo en un terreno, no permite un buen rendimiento. La práctica
intensiva, sembrar con menor distancia entre planta y planta, pero abonando con frecuencia,
aumenta la productividad.
De pronto, recuerdo que finalizando el viaje, no vi caudal en el río, sino una gran extensión
de arena. Quedaba cerca de nuestra casa, también de este terreno. En la ribera se cavaban
los pozos de los que nos abastecíamos el agua. Mi abuela llenaba unos enormes cumbos
que ella misma hacía con barro. El agua siempre estaba fresca.
Le pregunto y él me contesta con una mirada triste que no solo el despale en el sector
provocó daños sino también el huracán Mitch:
—Si hubieras visto qué horrible —continúa—. Era una correntada arrastrando palos,
caballos, vacas... Cuando bajaron las aguas, el cauce se había desviado. Solo quedó ese
playón de arena.
La Mercedes, la Gloria y Luisito se nos han unido y comen en silencio, atentos a nuestra
conversación. El tema de la alimentación no abandona mi mente.
—Preocupa el déficit de alimentos, también los malos hábitos alimenticios. El hijito de una
vecina mía murió por anencefalia, el médico le habló a la madre sobre la importancia de
una alimentación nutritiva para evitar otro caso. Y una compañera de trabajo, por comida le
daba a su hijo gaseosas y repostería. Por fortuna, la tuberculosis que adquirió fue tratada a
tiempo. También el desconocimiento puede ser una trampa. En un centro para tuberculosos
los encargados se quejaban, porque las autoridades de salud solo les proporcionaban lo
necesario para una dieta de arroz, frijoles, ensalada de verduras y fruta para los pacientes.
Según ellos, falta lo principal, la carne. Y se sabe que la combinación de arroz y frijoles
proporciona los aminoácidos esenciales que da la carne. Nuestro plato nacional, el
gallopinto, más la ensalada y la fruta, son una combinación alimenticia perfecta. Es una
sabia tradición de nuestra gente.
Son las seis de la tarde y el sol veraniego aún pinta arreboles en las nubes que toman
caprichosas formas en el poniente. En sendas sillas mecedoras mi tío y yo nos acomodamos
debajo de un palo de guayaba. Él, con la mirada fija en el horizonte y con el tono
entristecido, expresa:
—Mi mamá cocinaba mucho más que lo necesario para que se comiera lo suficiente. Su
obsesión se relacionaba con algo ocurrido durante la hambruna de 1928. Yo nací ocho años
después, pero para esa época su primera hija, la Demetria, tenía diez años.
Me sorprendo y él hace un gesto para que no lo interrumpa. Nunca, que yo recuerde, se la
había mencionado en la familia.
Cuando yo tenía once años —continúa—, mi papá me estaba contando que ella había
muerto envenenada. Habían salido en grupos a buscar raíces y ella, por desgracia, se comió
una raíz venenosa. En eso, nos sorprendió mi mamá, le dirigió una mirada terrible a mi
papá y por mucho tiempo no le habló, hasta que él se gravó de muerte y ella lo cuidaba,
volvió a hablarle. Entonces, vos ni pensabas nacer. ¿Te acordás de su cofre? No nos dejaba
ver su contenido. Después de su muerte lo abrí y adentro estaba una cajita de madera
tallada. Es la fecha y no me he atrevido a abrirla. Creo que allí hay algo relacionado con tu
tía. ¿Querés que lo miremos? Vení, vamos.
Nos dirigimos hacia el cuarto donde está el cofre. El paso cansino de mi tío me advierte
sobre la fuerte carga emocional que soporta. Con dificultad abre la puerta, yo enciendo la
luz. Con manos temblorosas abre la caja y lo primero que salta a la vista es un dibujo a
lápiz. Desde él nos sonríe una niña peinada con dos trenzas sujetas con lazos. Además,
están dos muñecas de trapo de fina confección, lazos, un peine y otros pequeños objetos
que no determino en el momento, porque yo, abrazando las muñecas y la imagen, abrazo el
recuerdo de mi abuela Tona sintiendo desbordarse en lágrimas mis ojos.
La hambrienta realidad / Andrea Eunice Rodas Morán / Guatemala
Con cierta ciencia, se miraban los cuatro compañeros: Marlon, Javier, Mario y Carlos. Uno
tras otro, abrían sus loncheras y competían por la mejor refacción. Marlon gritaba: ―¡Pan
con jamón y queso!‖. Javier seguía: ―Pan con mantequilla de maní‖. Carlos decía: ―Pan con
pollo‖ y Mario, siempre de último: ―Pan con salchicha‖. Los cuatro niños daban al mismo
tiempo el bocado y murmuraban, entre jamón, maní, salchicha y pollo, lo rico que estaba.
Casi nunca se compartían un bocado.
Vivian en la misma colonia, de esas donde todas las casas son iguales. Casi todos, menos
Mario, tenían bicicletas. Él siempre salía corriendo tras sus amigos. Hacían las tareas en la
casa de Javier. Su mamá, siempre tan atenta, decían, les llevaba algunas chucherías para
comer. Mario nunca entendía bien las lecciones. El bueno de Carlos, siempre se quedaba un
poco más de tiempo, explicándole. Sucedió que ese año escolar, el papá de Mario sufrió un
accidente en autobús. Parece que fue una bala perdida, dijeron. Mario no entendió muy bien
cómo es eso que se pierden las balas. ―¿Por qué no las guardan bien?‖, se preguntaba.
Le costó comprender que su padre no iba a volver. El constante llanto de su madre. Las
llamadas cobrando. Su nombre en la cartelera de los morosos. La falta de comida en la
refrigeradora. Todo pasaba tan rápido y lento a la vez. Él, como el hermano mayor, tuvo
que explicarle a su hermanita chiquita, dos años menor que él, lo que ocurría. Su madre
siempre fue honesta con ellos. Les decía: ―No tengo dinero. Hay que comer lo que hay. Hay
gente que no come. ¡Ustedes están en la gloria!‖.
Mientras pasaban los meses, entre tristeza y nostalgia, llegaba la hora de la refacción en el
colegio. Con cierta ciencia, se miraban los cuatro compañeros. Uno tras otro, abrían sus
loncheras. Marlon gritaba: ―¡Pan con salchicha y queso!‖. Javier seguía: ―Pan con jalea y
mantequilla de maní‖. Carlos decía: ―Pan con salami‖, y Mario, siempre de último,
indicaba: ―Pan con mantequilla‖. Así fueron mermando cada vez más las refacciones de
Mario, hasta llegar al punto de no llevar nada. Javier, Marlon y Carlos se consternaron la
primera vez que lo dijo. Javier respondió: ―Toma, no tengo mucha hambre‖ y, partiendo su
pan, se lo dio. Así, cada día, a cada quien le tocaba donar una mitad. Una semana antes de
los exámenes finales la miss Lucy llamó a Mario, le pasó los dedos sobre su pelo y, con un
gesto amable de siempre, le preguntó: ―¿Cómo está todo en tu casa?‖.
Mario solo sonrió. Ella le pasó la mano sobre el hombro y dijo: ―Llévale esta carta a tu
madre‖. La carta, tan fría como las cartas de los directores de institutos de educación
privada, fijaba como fecha última para el pago atrasado de los gastos de colegiatura y
exámenes finales el primer día de los mismos. Al leer esto, la madre de Mario entró a la
cocina, cerró la puerta y lloró. Mario abrazó a su hermana, Anita, mientras repetía: ―No te
preocupes, todo va a estar bien‖.
En la colonia, solo las madres respectivas de Marlon, Javier y Carlos conocían las penas de
Ana, la madre de Mario. Siempre le llevaban los sobrantes de comida. Ana agradecía con
un gesto, que parecía una sonrisa, y siempre se le escapaba alguna lágrima. Ana lavaba ropa
ajena y propia. Hacía la limpieza de varias casas. Empeñó sus joyas. Vendió uno de sus dos
televisores. Cambió la estufa eléctrica por una de gas, vendió el calentador eléctrico; ―De
todos modos, es sano bañarse con agua fría‖, dijo para sus adentros. Vendió la ropa de
Felipe, su difunto esposo, a una tienda de ropa de segunda mano; vendió su computadora
personal y su teléfono. Todo lo que podía ser vendido y no era indispensable, lo vendió.
Eso alcanzó para la comida y las cuotas de las casa un par de meses. Lo que ganaba
haciendo trabajo doméstico no era suficiente. Priorizó la comida, el pago de los colegios, la
luz y el agua. Aunque algunas veces el agua y otras veces la luz y otras más las colegiaturas
pasaban al segundo lugar de prioridad.
El día que llegó la carta del colegio de Mario, llegó también la carta de desalojo, tenían
hasta el 31 de diciembre para pagar o devolver la casa. Enjugó sus lágrimas y salió con la
mitad de un pastel que había traído la mamá de Javier y dos helados de hielo que compró en
la tienda. Era el cumpleaños de Anita.
El lunes, el primer día de exámenes finales, Mario con su madre llegó al colegio. Ana le
rogó a la directora para que dejara a su hijo a hacer los exámenes. No accedió. Mario
regresó a casa, sin saber bien qué sucedía. El siguiente mes y medio de vacaciones, lo pasó
casi viviendo en la casa de Javier. Se hicieron muy amigos, luego de haber hecho un gol
juntos en un partido de fútbol. Pero al final de diciembre, a la casa de Mario llegó un
camión para recoger las pocas cosas que quedaban. Se mudarían a otro lugar. Así que los
tres amigos se despidieron de Mario, regalándole una pelota. ―Para que siempre seas un
goleador‖, dijeron.
Ana abrazó a Mario, mientras se desligaba para siempre de la vida de Marlon, Javier y
Carlos. Mientras se desligaban de su casa, de sus sueños y la alegría. A unos diez
kilómetros de su colonia, les esperaba una casa de portón negro, con un gran patio en el
centro y puertas alrededor. ―Ese de la esquina es nuestro cuarto. Ahora, dormiremos todos
juntos. Ya no tendrán miedo a la obscuridad‖, dijo su madre, mientras las personas del
camión acomodaban las cosas.
Tardaron un día para acomodar todo en su lugar. ―Todo está tan apretado‖, pensó Mario.
No había mucho espacio para moverse. Se sentía observado y preso. No había ni un rincón
del cuarto con privacidad. Por eso, casi siempre estaba en la calle. Pronto descubrió que
enfrente del portón negro unos chicos jugaban fútbol. Dos de ellos, Luis y René, vivían en
su mismo palomar. Así dijo su madre que le llamaban a ese lugar. Aunque Mario nunca vio
una paloma.
Luis y René eran hermanos. Eran más bajitos que él, aunque eran uno y dos años mayores.
Luis era un niño callado, muy delgado, René era un poco más alto y más fuerte de los dos.
Defendía a su hermano Luis, siempre que algún niño llegara con mala intención a quitarle
el balón. Pocos días después de la mudanza, Mario fue a visitar a sus nuevos amigos. El
cuarto de Luis y René era aún más pequeño que el suyo. Allí vivían seis personas: la madre,
los dos abuelos, la hermana mayor y ellos. Mario, al verlos todos juntos en un espacio tan
reducido, todos ellos tan delgados, se asustó un poco al compararlos con esqueletos. Sus
rostros reflejaban tristeza, cansancio y un poco de odio. Mario alzó una mano y
contemplándola pensó: ―¿Yo también me volveré así?‖. Salió corriendo a buscar el abrazo
de su madre.
Ese año, tuvo que repetir el tercero de primaria en una escuela cerca de su casa. Luis y
René iban también a esa escuela, René estaba en el mismo grado que Mario y Luis, un
grado menor. El primer día de clases, como siempre, su madre lo llevó del brazo, le dio un
beso en la frente y le suplicó que se portara bien. Era una clase amplia, pero aun así no se
daba abasto para que todos los niños se sentaran. La profesora parecía estar de mal humor.
Cuando sonó el timbre del recreo, Mario sacó su lonchera y dijo: ―Pan con frijoles‖. Luis y
René no dijeron nada. Mario preguntó: ―¿Trajeron refacción?‖. Ellos negaron con la
cabeza. Mario dividió su pan en tres pedazos. Comieron y se quedaron con hambre.
El mostro / Silvia Sánchez Barahona / Nicaragua / Mención especial
Parte uno
―Mataron al mostro‖. Me sentía mal pronunciando en mi mente esa palabra: ―mostro‖. Así
lo había llamado por años. Ese hombre feo, grande, chintano, sucio, que cada vez que
detenía mi carro en el semáforo en rojo se acercaba a mi ventana, agarrándose los
pantalones, con una botella de agua en la mano, casi exigiéndome que le diera un peso por
limpiarme el vidrio. En ese momento me acordé de la vez que no me pidió nada, quedó
viendo dentro de mi carro, mientras yo disimuladamente miraba la luz del semáforo. Luego
su mirada se fue a mis ojos y me dijo rápidamente que le regalara la pichinga de agua que
yo había puesto sobre el asiento del pasajero. Se la di. Nunca me imaginé que esa persona
fuera capaz de beber agua o tener hambre. Siempre lo vi como lo que parecía: un mostro.
Ahora en la foto del dictamen médico legal su cara era la de un ser humano. ―Un muertito
más‖, me dije. Lo que lo diferenciaba del resto es que a este sí lo conocía, lo había visto
cientos de veces vivo, ahora muerto. Ahora tenía nombre y apellidos y quien lo había
matado también tenía nombre y apellidos, al igual que yo. Había muerto por hambre y me
acordé rápidamente de la vez que lo vi un día temprano en la mañana, creo que un sábado o
domingo, hurgando entre los barriles de basura que sacaba el restaurante de la esquina del
semáforo, buscando restos de pollo, ensalada o alguna de las papas fritas que a mí tanto me
gustan. Luego recordé la vez que lo vi ahí mismo otro día por la noche, esperando en el
portoncito del galillo donde sacaban la basura, cuando salió un mesero y le entregó una
bolsa de papel de las que reparte el restaurante llena de restos de pollo, papas fritas,
ensaladas que sobraron esa noche.
Ahora que lo veía muerto en el papel, untado en las líneas impersonales del médico forense
que describía su muerte, sentí tristeza por aquel hombre feo, greñudo, chintano que una vez
fue niño. Comencé a leer el expediente, las entrevistas de los testigos, el informe policial,
por qué lo habían matado, cuándo había muerto. Las páginas me revelaron que el 10 de
junio en la madrugada él había ido a recoger su bolsa de papel con sobras del restaurante de
la esquina y se había sentado en la acera para comérselas. ―A la luz del semáforo, qué
romántico‖, pensé. Luego lo había sorprendido otro limpiador del semáforo recién llegado
al territorio del mostro y le había pedido una parte de las sobras. El mostro no quiso
compartir y el otro le había enterrado una verduguilla en el abdomen.
Encontraron al mostro poco antes del amanecer a la orilla de la acera del restaurante,
agonizando, con sus andrajos puestos y la bolsa de papel rota a su lado, rasgada de los
lados, con restos de huesos de pollo y pedazos de tortillas y papas fritas tirados por todos
lados, como si un perro los hubiera sacado de la bolsa. Miré las fotos de la escena en el
folio 25. Siete fotos en blanco y negro, con pies de foto en lapicero azul y sello de la
Policía. Me fui a la foto número 3, me interesaba ver la bolsa con los restos de comida, la
chinela rota tirada. El cuerpo del mostro no aparecía en las fotos. La herida que le había
hecho el asesino lo había dejado mal muerto en la calle, pero uno de mis testigos había
llamado a la Policía y a la ambulancia para que al herido lo llevaran al hospital.
Me fui al folio 11 para ver la lista de testigos que había entrevistado la Policía. Eran solo
tres: el mesero del restaurante que le dio de comer, el que lo encontró tirado y herido y otro
indigente del semáforo. Calculé mis posibilidades de un buen resultado con la prueba que
iba a tener en el juicio. Con tres testigos no iba tan mal. Leí la denuncia en el folio 2.
Volví a los papeles de la autopsia. La agonía de dos días, el recuento de las horas, los
medicamentos, la muerte cerebral, la gangrena, el dedo gordo del pie morado, intentos de
resucitación. Me lo imaginé sucio, sanguinolento, chintano, muriendo. Cerré el expediente
y lo guardé en mi gaveta. Al día siguiente era el juicio. Ya tenía trazado en mi mente el
mensaje que les quería llevar a los jurados. La muerte por hambre, la indigencia, la
pobreza, el amor al prójimo, la justicia, la vida.
De vuelta a mi casa esa tarde opté por pasar por el semáforo del mostro, me acordé de su
presencia como si hubiésemos sido amigos. Era extraño no verlo allí parado agarrándose
los pantalones flojos que alguien le regaló y verle los pies gigantes, calludos, sucios. Esa
cabeza grande, de mostro, mechuda. Me lo imaginé en la mesa de autopsia con los ojos
cerrados, como dormido, sin sentir nada, sin sentir hambre.
Parte dos
—Hoy tengo un homicidio y ¿sabés quién es el muerto? —le pregunté a mi amiga Marta
cuando íbamos en el recorrido a los juzgados.
—¡A la!, solo homicidios te han salido esta semana —me contestó riéndose.
—¿Vos te acordás de aquel hombre feo, grandote, que se ponía a limpiar vidrios aquí
nomás en el semáforo de la oficina, cerca del restaurante de la esquina? Pues lo mataron el
mes pasado y ahora es el juicio —le dije—. Ojalá me llegue la prueba, porque me da pesar.
Lo mataron por comida.
Mi amiga se quedó callada. Luego me pidió que le enseñara el expediente y las fotos del
mostro porque no se acordaba de quién le estaba hablando.
―Menos mal que tenés prueba —me dijo—. Tenés tres testigos. No vas tan mal. Ojalá el
jurado te lo clave. Pobrecito. Aunque vos sabés que era medio delincuente‖.
Me devolvió el expediente y me platicó de sus casos ese día. Robos de jardín, robos de
celulares, robos de mochilas escolares. Bagatelas. Preferimos cambiar de tema. Hablamos
de los niños: de los míos y los suyos, de los niños de los semáforos, de los niños que juegan
a ser payasitos para que les des un peso. Me acordé que el mostro también fue niño y que
debió haber tenido una madre, una abuela, alguien. Me pregunté si llegaría algún pariente a
preguntar por su juicio. ―Familiares están enterados‖, decía la parte final del expediente
clínico del hospital cuando el mostro estaba muriendo.
En el camino al juzgado no pensé en otra cosa que el juicio del mostro. Me olvidé de los
robos de celulares, de la mujer maltratada que terminaría perdonando al marido, de la
balacera en el barrio. En mi cabeza solo había una foto. La foto número 3.
En la sala sentí un nudo en el estómago. Hacía años que no me sentía nerviosa por un
juicio, ya era un problema superado. Al inicio me preocupaba el resultado. Ahora sabía que
todos los días tenían sus altos y bajos, que ser fiscal implicaba saber perder, y muchas veces
perdía la batalla ante la ausencia de víctimas que ya no querían justicia porque esa no les
daba de comer y no podían perder su trabajo por declarar en un caso.
Hoy era diferente. Sentía que esa Justicia debía levantarse de la cama, quitarse la pereza de
encima, lavarse los prejuicios. Como me había dicho mi amiga Marta, al final el jurado
decidía, pero todos sabíamos que el mostro también era delincuente.
Ese primer día no llegaron mis testigos. Ni el forense. Cerré el expediente frustrada, pero
tranquila. Miré a los jurados. ―No es un mal jurado‖, pensé. Cuatro hombres, dos mujeres.
Al final solo cinco decidirían; el señor de negro que no me gustaba era suplente, así que él
no votaría. Parecían todos correctos, limpios, centrados, clase baja, humildes. Solo dos
trabajaban. Confié en Dios y en la misma pobreza en la que, probablemente, esos jurados
vivían para iluminarlos y condenar al culpable.
Estaba arreglando mis papeles para el siguiente caso cuando se me acercó una señora
pequeña, morena. Pidió hablar conmigo, me dijo que era la abuela de José Domingo. Por un
momento casi me olvidé que el mostro tenía nombre y además, un nombre de santo. Nos
sentamos a platicar rápidamente, porque ya me habían llevado al preso del caso siguiente.
Le aclaré que solo podía darle cinco minutos de mi tiempo.
Mientras me hablaba, la señora me agarraba el brazo con su mano arrugadita, áspera, fría.
Me pedía que la ayudara, quería que se hiciera justicia, que a su nieto lo habían matado por
un plato de comida, como a un perro. No podía consolarla como ella quería. No podía
prometerle un final feliz. Sentí su olor a pobre, a sol, a ropa vieja. Lo vi en sus ojos. Tuve
ganas de darle un peso para el bus, de decirle que su nieto una vez me pidió una botella de
agua.
A la semana siguiente, en la segunda audiencia del juicio, llegaron algunos testigos. A mi
lado estaba doña Josefa, limpia, bañadita. Llegó el investigador, el perito que tomó las
fotos, el forense y la persona que encontró al mostro medio muerto. Pero no llegaron mis
testigos clave: el indigente que había visto todo y el mesero del restaurante que le había
dado la comida. Miré al jurado, miré al juez. Miré de reojo al acusado. Pedí un receso para
ubicar a los testigos que me faltaban. Hablé por teléfono al investigador, para ver si me
ayudaba. Con tono de aburrimiento me contestó: ―Esa gente no va a llegar, doctora. El
mesero dice que no puede estar pidiendo permiso para estas cosas y el chavalo del
semáforo dice que le paguen el pasaje, porque no tiene reales‖.
Colgué el teléfono y regresé a la sala. Minutos después el juez me llamó aparte con
disimulo. Mi miró a los ojos, a punto de darme su bendición.
—Doctora, usted sabe que no tiene nada. No creo que el jurado se lo pegue. La defensa ya
pidió la clausura —el juez me hablaba en tono suave, buscándome un indicio de ingenuidad
en la cara.
—Déjeme hacer mis alegatos —le dije—. Aquí está una abuela que llora a su nieto. Haya
sido delincuente o no, lo mataron cuando estaba comiendo, buscando cómo sobrevivir.
Quiero que el jurado decida.
Parte tres
En los pasillos de los juzgados ya no quedaba nadie. El jurado llevaba deliberando dos
horas. Yo miraba el reloj. Esperaba ansiosamente esos tres golpecitos en la puerta de la sala
de deliberación que nos avisaban que ya estaban listos. Quería llegar a mi casa, abrazar a
mis hijos, cenar con mi esposo. Me preguntaba si la abuela del mostro cenaría esa noche, si
tendría una cama donde dormir, qué haría mañana por la mañana, después de que terminara
todo esto.
El jurado tocó tres veces. Entramos a la sala. Miré a doña Josefa sentarse suavemente en su
silla. El jurado portavoz empezó a leer el veredicto: ―En la ciudad de Managua, a las nueve
y diez minutos de la noche…‖. Doña Josefa agachaba la cabeza, en ese momento me di
cuenta de que apretaba un celular en su mano. Me reí por dentro. La abuelita no tenía qué
comer, pero tenía un celular. ¿Quién la llamaría? Pensé en el mostro de niño, moreno,
grandote. Pensé en doña Josefa criando a ese niño abandonado por su madre, enseñándole
los trucos de un semáforo.
Me desperté cuando doña Josefa botó el celular el suelo. Sonó como relámpago, como un
trueno que me partía el alma. ―No culpable‖, fueron las palabras del portavoz del jurado.
Quise ponerme de pie y pedirle que repitiera esas palabras. Miré al vacío. Miré los rostros
de los jurados, los cinco rostros de la justicia. Me sentí tiesa, cansada y con hambre. Quería
llegar a mi casa y quitarme la máscara y llorar. Llorar no por mí ni por el mostro, sino por
ellos, los jurados. La sociedad.
Sopa de pierdas / Sudyen del Carmen Sánchez Gutiérrez / Nicaragua
Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente...
Rubén Darío
Érase una vez —como se estila empezar cualquier cuento para decir que no tiene fecha, que
puede ser ayer, hoy o mañana— un grupo de piedras, que estaban contentas, porque iban a
ser parte de una sopa. Todo buen inicio de una sopa de piedras debe empezar precisamente
con agua y piedras; donde se reunirán las piedras de río, que son lisitas y hasta se pueden
lijar para hacer formas artesanas, las piedras de más a la orilla, que son un poco más duras y
robustas, y estaban también las lajas, las piedronconconas, los tenamastes y una serie de
piedras que se habían reunido para ver con cuántas de ellas contaban para hacer la sopa.
Tenían primero que conseguirse una olla, pero eso estaba solucionado porque el Tenamaste
había encontrado, a orillas de la quebrada, por azares de la corriente, ese cántaro famoso
que se quebró de tanto ir al río.
La piedra Champion, la que había roto el récord de saltitos sobre el agua, que era bien
despistada por los golpecitos que se daba, preguntó desconcertada: ―Ideay, ¿cuál es el
objetivo, fin, causa y meta de esta sopa de nosotras, si las piedras no se comen? ¿Y quién es
el dienteagudo que se va a atrever a meternos muela?‖.
Entonces, la más vieja y venerada por todas, la piedra Cantera, contó que Juanito había ido
a pescar ese día, pero lo único que había sacado eran bumbulunes (renacuajos, sapitos en
larva) y que eso no le servía para comer y que estaba tan flaquito el pobre que se le pegaba
el ombligo con el espinazo, que tenía los ojos hundidos y la piel se le colgaba de los
huesos.
Ellas, las piedras que no sentían nada, debían hacer su buena obra del día, o talvez del mes,
del año o de la década, ellas tampoco sabían cuántas veces podrían repetir la hazaña que se
proponían.
Claro, la piedra Champion decidió cooperar y llamó a sus amigas las piedras quemadas de
volcán, para que se unieran y prepararan la mejor fogata de su vida, y así empezar su larga
labor. Se colocaron a la vera del camino y pusieron piedras a la obra.
Todo estaba listo: el cántaro quebrado, el agua del río y las piedras-ingredientes, que por su
peso se fueron al fondo, esperando reblandecerse con el calor del fuego.
Como buena sopa de piedras que se precie, ya en pleno hervor, se hicieron a la espera de
los curiosos, que con su inocencia y voluntad cooperarían para hacer de la sopa un sopón.
A los quince minutos, que parecían una hora para ellas, pasó caminando por ahí, muy
orgullosa, la primera inocente: la mamá gallina que busca maíz y trigo para sus polluelos.
Con tremenda curiosidad preguntó al comité pedrusco: ―¿Qué están haciendo?‖. ―Una sopa
de piedras —contestó la Laja—, y nos está quedando riquísima, pero para que nos quede
más sabrosa usted podría donarnos una de sus patitas‖.
La gallina meneó la cabeza, sacudió sus alas cortadas, se picó las plumas desordenadas y
muy sinceramente les dijo: ―Yo con gusto les ayudaría, pero no soy mi propia dueña. Si les
doy una de mis patitas me quedo renca, y si me quedo renca, se me hacen delgadas las
piernas y ya no serviría para la cena de Navidad de don Fulgencio, que así se llama mi amo.
Suerte con su sopa de piedras‖. Y así vieron las piedras perderse a la gallina en el zacatal.
Para alegría de las piedras, andando lento y regordete de tanto machigüe comido, se asomó
por el camino el cerdito, venía con una amplia sonrisa que aplanaba su trompa, estaba feliz
de haber escapado del lobo, del zorro y de cuanto animal salvaje le acechaba en el campo.
Comportándose como el mejor de los gatos que por la curiosidad murió, el cerdito les
preguntó a las piedras lo mismo que la gallina, a lo que el buen Tenamaste respondió:
―Estamos haciendo una sutil, deliciosa, riquísima sopa de piedras, podés probarla a cambio
de un poquito de tu grasa para darle más sabor‖. El cerdito dio una vuelta sobre sí tratando
de ver su trasero y luego, con cara de yo no fui, aseguró: ―Lo siento, señores y señoras
piedras, pero yo estoy muy pequeño todavía, para extraer mi grasa tendría que hacer mucho
ejercicio y si me pongo muy flaco no me va a querer mi amo y señor, estoy destinado a
mejores cosas en la vida‖. Diciendo esto, se fue al mismo ritmo con el que había llegado.
Las piedras que, en medio de su espera desesperada, habían pedido refuerzo a las rocas,
estaban ya medio adormiladas de tanto aguardar. De repente se les iluminó su negrura al
ver llegar a la altanera, pero buena, muy campante y chequiosa, juzgando por cómo movía
su cuerpo y cola, la vaca lechera, que no es una vaca cualquiera. Esta, que siempre miraba
por encima a todos, pues era la más grande, preguntó muerta de curiosidad: ―¿Qué es eso?‖.
―Déjenme contestar a mí —dijo la piedra Lisa—, déjenme a mí, que yo la convenzo de
ayudar‖.
Después de deliberar entre todas las piedras y rocas, llegaron al acuerdo de darle una
oportunidad a Lisa, la piedra.
Lisa muy elocuentemente le contó a la vaca el proyecto que estaban haciendo y le pidió con
amabilidad la donación de un litro de leche para hacer más nutritiva su sopa. La vaca, que
tenía fama de filantrópica, con los ojos vidriosos y aguados de tanta lágrima retenida, pidió
disculpas y llorando a moco tendido les dijo: ―¿Por qué? Pero ¿por qué? ¿Por qué no me lo
dijeron antes? El señor dueño de mis carnes y de mis terneritos acaba de ordeñarme y no
me queda ni una gota para darles‖.
Bueno, la cosa es que las piedras ya no encontraban qué hacer, el caldo estaba hirviendo y
solo se tenían a ellas mismas para darle de comer a Juanito.
El arbusto más grande, de los que se encontraban cerca, había visto con satisfacción el
esfuerzo que estaban haciendo las piedras. Al ver su desánimo, decidió apoyarlas. ―Miren
—dijo—, las sopas no solo son de piedras o de carne, también hay de granos, yo con gusto
les donaría mis frutos, pero no los tengo. Sin embargo, les puedo dar un pedazo de mi
corteza y unas cuantas espinas, a lo mejor, con eso se le puede dar gusto a la sopa‖.
Las piedras, que eran muy inteligentes a pesar de su no pensar, decidieron que no, que las
espinas le iban a raspar la garganta a Juanito y le herirían el estómago; agradecieron la
voluntad del espinero y volvieron a su trabajo del día: esperar a otro inocente.
No esperaron mucho, corriendo entre los matorrales pasó un ratón que llevaba a cuestas una
hermosa cebolla.
—Oye —le dijo el Tenamaste—, yo a vos te conozco, sos Pérez, ¿verdad?
—Sí —aseguró el ratoncito sin detenerse.
—Yo conozco tu cuento y me sé el final, te vas de cabeza en la sopa de cebolla que está
preparando la cucarachita Mandinga. Al fin, si la sopa de cebolla de la cucarachita no le va
a servir, dejanos la cebolla, para darle gusto a nuestra sopa de piedras.
—Sí, eso ya lo sé —dijo el ratoncito Pérez—, pero tengo que llevar la cebolla para la sopa,
porque si no, la cucarachita Mandinga me mata.
El ratoncito no quiso escuchar más y se fue dejando a las piedras gritando e implorando,
aunque sea por la mitad de su cebolla.
Y así, la comitiva de piedras y rocas siguió en la espera, vieron al conejo pasar, le pidieron
la colita, pero les dijo que sin colita perdería la dirección; la cabra les respondió que si
seguían molestándola, ella podía comerse hasta las piedras; la oveja, que solo balaba, no
pudo comunicarse con ellas, porque no sabía hablar en el lenguaje de las piedras; la
cucaracha se disculpó diciendo que ella era una sobreviviente y que tenía que salvar su
raza. El pato también se dio su asomadita, igual le pidieron una pata y les negó la ayuda,
pues amaba con locura a su pata; el pavo orgulloso les donó una pluma de su cola,
asegurándoles que aunque no le diera sabor a la sopa, por lo menos sería una sopa de
piedras elegante; la guardatinaja les dijo que se preparaba para el invierno, que en otra
pasadita les daría algo de sí misma; los peces del río se habían ido porque el agua estaba
empozada y la corriente no corría; las vainas de frijoles estaban secas y no tenían granos;
las iguanas verdes estaban en veda y tenían que esperar hasta que pasara, y así todos los
animales tenían una excusa. Pero ah, nos faltaron uno, dos, tres o más hombres que pasaron
por ahí.
Ellos, esos animales bípedos, estaban tan ocupados en sus asuntos que ni cuenta se dieron
de lo que pasaba. Uno era el que más les podía ayudar, pero era ciego viendo, él no sabía
ver para abajo. Pasó de paso, sin detenerse, engordando su vista en el horizonte, viendo su
futuro sin ver a su alrededor.
El hombre no quería ver más allá de sus narices, no quería mirar a los Juanitos que no
tienen qué comer, que no tienen algo para llevarse a la boca. Y cuando miran hacia abajo,
seguro chocan con un árbol; y si miran a un lado, seguro se caen.
Y bueno, para no alargarte más este cuento, porque es un cuento corto, Juanito, que con
costo caminaba ya, que si avanzaba por la vida era por impulso del viento que lo empujaba
como pluma, llegó nuevamente a orillas del río. Las fuerzas se le fueron y se quedó
dormido, soñando con una sopa de a de veras, una que pudiera despegar su ombligo de la
parte de atrás de su cuerpo, una que pudiera llevar a casa pa’ que su madre se levantara de
la cama, una que le hiciera despertar o que hiciese despertar a los hombres.
Hambre urbana / Brenda Solís Fong / Guatemala / Mención especial
El chiste de aquel cómico resuena en su cabeza, en estas circunstancias ofende su vida, en
otras, lo había divertido al punto de agarrarse el estómago de la risa. Y mejor aún si ese
chiste agrio era acompañado por sus amigos y un six pack de cervezas en la tienda de la
esquina.
Sentado en la banqueta, Arturo se ríe solito, el sol le quema la cara y el hambre, el
estómago. Todos los días espera atento que alguien pase para pedirle dinero. ―Es para una
mi tortilla‖, dice. ―Borracho mentiroso, vos para un tu trago lo querés…‖, escucha, y las
risas pregrabadas del CD vuelven a retumbar. A unas cuadras, sobre el bulevar, una mujer
carga en su espalda unas cuantas libras de hueso y piel convertidas en niña de 3 años, corre
tras los autos que paran en el semáforo. ―Dame para una mi tortilla‖, mientras los pies
desnudos y uñas amarillas de la niña se asoman. Algunas monedas caen y junto al tintineo,
las voces bajas de los ocupantes espetan: ―¡A la gran…, cómo usan a las criaturas para
mendigar!‖.
La mujer de traje celeste e impecable gabacha blanca apresura sus pasos de la tortillería, ya
es tarde. Arturo pide, el cómico se ríe incansablemente de él, la mujer solo ve el sudor
negro que cae de la frente del hombre. Luego, en la casa bonita habrá una tragedia
cotidiana. La niñera de traje celeste e impecable gabacha blanca correrá tras el niño de
cuatro años: ―Si no comés va a venir aquel hombre sucio y te va a llevar‖; son amenazas
que el niño sabe de memoria y finge no escuchar. Finalmente, el platillo deliciosamente
preparado irá a dar a la basura, intacto. (Y yo me confieso pecadora).
Años atrás Arturo había emigrado de su aldea, vendió la herencia. ―Nos vamos a la capital‖,
dijo, se despidió, y, junto a su joven mujer, dejó atrás la vida rural. La ciudad los recibió
con una sonrisa de cemento y aroma de humo de camioneta que olía a feria.
Arturo solo piensa en eso, su cabeza es una película que desembobina rápidamente el
carrete. Es como si toda su vida se resumiera en sus recuerdos. La vida anterior lo destroza,
la actual lo humilla.
Las tortillas calientes que salían del comal en su casa eran deliciosas, aun si solo se
acompañaran con sal. Había heredado pobreza, pero fue afortunado con el terrenito cuasi
barranco que su padre había repartido entre los siete hijos. Sus ancestros habían exprimido
esas tierras. Una gran colección de piedras volcánicas las decoraba y las cosechas crecían
raquíticas. Su historia comenzó desde muy niño, cada año junto a su padre se unía al
ejército de hombres que emigraba al norte, así se hizo hombre. Entre migraciones, la
escuela pasó desapercibida. Para trabajar la tierra no se necesita leer ni escribir, intuyó.
Las fincas bananeras absorbían una gran cantidad de personal temporal en ciertas épocas
del año. Les pagaban bien. Era dinero contante y sonante. En las noches, el ejército de
trabajadores se convertía en un exquisito banco de sangre para los zancudos en las galeras
dormitorio. El paludismo se convertía en aguinaldo y vacaciones.
Aprendió que la cosecha de su terrenito había que guardar para el consumo familiar y que
el dinero que ganaba en la Costa, era para los otros gastos del hogar.
Las cosas cambiaron; los conflictos entre sindicatos y patronos, la caída de la demanda
internacional del banano repercutieron en la disminución de la oferta laboral. El ejército de
hombres chortíes se redujo drásticamente. La forma de vida cambió y la dinámica de
abastecimiento familiar se trastocó. Tuvieron que vender la cosecha en pie y buscar algo
que hacer para ganar dinero. Fueron pocos los que se arriesgaban a probar suerte. Migrar
requiere capital, concluyeron sin estudiar.
Al estilo del hijo pródigo, las imágenes lo fulminan y chocan en su cabeza, la locura se va
volviendo un escape. Aunque ese mundo no sea afable, es el único que ha vivido, el único
que conoce. Recordar es sufrir y no puede parar.
Siempre se sienta bajo el sol para inspirar lástima. El sudor le moja el rostro y chorros de
agua sucia escurren por su cuerpo. Su ropa raída transpira olores de queso rancio y tiempo
perdido.
Sentarse en la banqueta a pedir es teclear el play de sus recuerdos. La vida en la aldea
chortí se había vuelto muy dura en los últimos años. La sequía les azotó por dos calendarios
seguidos, se perdieron las cosechas y luego vino aquella tormenta satán y no paró de llover,
el agua se llevó todo, ahogó las semillas de frijol y hasta pudrió la cosecha de mangos.
Recordaba cómo antes de aquello los niños engordaban durante la temporada, comiendo
esa fruta hasta embarrarse el pelo.
Los que más sufrían eran las familias numerosas. Algunos niños se enfermaron y así se
estancaron, así crecían, así jugaban, así morían: delgaditos y con el pelito ralo y desteñido.
Los niños que fallecieron emprendieron el viaje con el permiso yermo de sus madres.
Sopesar entre curarlos o gastar los 20 pesos que tenían guardados para la comida de los
otros hijos, fue duro. Mucha gente no se recuperó. Algunas señoras hasta tuvieron que
vender la piedra de moler, considerada sagrada por las mujeres de la aldea. Herencia
ancestral, piedra y mano de vida de las abuelas.
Arturo estaba recién casado y fue de los que se ofrecieron a salir a buscar ayuda; conoció la
capital y le gustó tanto que en su cabeza los planes comenzaron a revolverse con los
sueños.
Ríos de tinta corrieron con el hallazgo, el auxilio llegó, la voz de alarma trajo instituciones
de todos los enfoques. En cada casa encontraron desnutrición y enfermedades, la miseria
reinando en cada rincón, comiéndose los 20 granos cocidos de frijol guardados en la olla de
barro. Las noticias fueron leídas en primera plana, todos los periódicos mostraban los
cuerpecitos esqueletudos y otros hinchados.
El túnel obscuro se hizo largo, pero la luz apareció al final. Arturo encontró una
oportunidad de empleo en la capital. La ciudad los recibió.
El dinero que consiguió con la venta de su herencia fue insignificante, nadie daba un
centavo por las tierras de la hambruna. Consiguió alquilar una casa pequeña, mitad bloque
y mitad lepa, en uno de los grandes asentamientos de la ciudad que se fundó tras el
terremoto del 76. Allí, bajo el puente el Incienso, miraba pasar el transmetro mostrándole la
modernidad.
Un mundo desconocido, la ciudad y sus falsos encantos, el sueño rural. El salario quincenal
de policía privado no alcanzaba y las carencias iban en aumento. Todos los días lo pasaba
recogiendo un pick-up de la empresa, las jornadas se hacían largas con el uniforme y el
fusil que le encomendaron cuidar hasta con su vida, lección que ya había aprendido en el
servicio militar.
Le nacieron las gemelas y en la dieta, la mujer salió nuevamente premiada con otro bebé.
Tres hijos en dos años. La situación empeoraba cada vez. El niño enfermó y murió a los
pocos días de nacido. Las gemelas, que eran prematuras, fueron creciendo sin control
pediátrico, para el Estado no existían, nunca fueron inscritas en el Registro Civil. Una
madrugada la muerte les arrebató a Esperanza, fue enterrada por algunos vecinos piadosos,
sin trámite alguno. Arturo, agobiado, se quedaba algunas veces en la tienda de la esquina de
la empresa, con sus compañeros polis. Le encantaba escuchar el disco de chistes que allí
ponían, así olvidaba las penas, así olvidaba y reía.
Tres años bastaron y la familia de Arturo cayó en la miseria total, la empresa lo despidió un
día, so pretexto que estaban recortando personal porque la demanda en seguridad estaba
bajando. Por un tiempo buscó empleo, su nivel de escolaridad no le favorecía, los chicles y
otros abalorios no se vendían, regresar a la aldea fracasado, jamás. Se dio por vencido. La
caridad estaba vacante. Con cartones y palos, hicieron su covacha en la orilla del barranco,
bajo el rótulo de ―Zona de alta vulnerabilidad‖, palabras que no comprendían, pero les daba
sombra. Todos los días se reunía con su mujer e hija al hombro, ávidos de conocer el
resultado de la mendicidad que apenas daba para mercar unas tortillitas con sal, tortillas que
no sabían igual a las de antes.
Cada amanecer, el show del comediante se enciende en la ciudad. La familia de Arturo
despierta con el grito del lechero que pregona: ―La leeeeche‖. En el barranco la mujer
piensa: ―No tenemos dinero‖.
―El paaaaan‖, llega el eco en bicicleta; la mujer piensa: ―No tenemos dinero‖.
―La basuuuura‖... ―Déjenos un botecito‖, gritan al unísono y las carcajadas del cómico
irrumpen la covacha en sonido surround, azotando la mente de Arturo, degradándolo al
fondo de la fosa séptica del vecindario. La dignidad se pierde cuando hay hambre.
El buen hombre vestido de basura y sonrisa borrosa baja las graditas del asentamiento y
sigiloso recoge la comida intacta de las casas bonitas, hay veces que la bolsita feliz los
sorprende con pizza completa y pollo frito del bueno.
Después del banquete y como un ritual cotidiano, dos sombras saciadas contemplan el alto
puente, miden sus suertes. La paz en caída libre les abre sus brazos.
Paralelos / Melany Taylor Herrera / Panamá
Te levantas. El aire acondicionado te ha entumecido la mano que no quedó resguardada por
la colcha. El despertador emite una canción pop en inglés. Con dificultad vences el sueño
que aún intenta atraparte en sus plácidas redes, apartas la colcha tan calentita, apagas el
aire, tropiezas con unos zapatos y una pelota hasta llegar al baño.
Te levantas. Son las cuatro y el aire se siente frío. En la oscuridad del cuarto, que compartes
con tu madre y tus hermanos, buscas el garrafón de agua para alivianarte la sed. Distingues
a tu madre en la oscuridad, ya despierta, haciendo café. Nunca puedes ganarle a mamá, te
preguntas cuándo dormirá. Pronto el cuarto es una sinfonía de toses, rumores, idas y
venidas, baños de agua helada. Saldrán a buscar el camino.
El colegial pasa por ti a las seis y media. Una vez dentro hablas un poco con algunos de tus
compañeros y luego te desconectas oyendo tu iPod. Los rascacielos de la cinta costera te
parecen el telón de fondo de un día igual a los otros. Revisas tu cartera y tienes cinco
dólares, lo que significa que hoy sí podrás comprar pizza en la cafetería de la escuela y no
comerte ese horrible emparedado de jamón que la empleada insiste en poner en tu mochila.
A las cinco todos están en camino: tu madre, tus cuatro hermanos y tú. El café y la
esperanza los sostienen a todos. Papá no regresó de la zafra de la caña como había
prometido y no lo han podido localizar. Hay que partir para tomar el bus que los llevará a la
frontera. Caminarán varias horas hasta llegar adonde abordarán el bus. Llevas tus
pantalones azules de la escuela, aunque ya no asistirás a ella en buen tiempo, si es que
logras retornar a los cuadernos y lápices luego de recolectar granos.
Papá está de viaje de negocios. Es una lata esto de extrañar a papá. La nostalgia es un
sentimiento confuso, como una nube que cuelga en medio de la alegría. Papá llama al
menos una vez al día para saber cómo estás, pero no es lo mismo que cuando está en casa.
Llegas al colegio. Te conviertes en otro uniformado más que ocupa una silla en un salón
amplio e iluminado. Tu día empieza con Estudios Sociales, no es tu materia favorita.
Mientras la maestra escribe en el tablero, tu mente divaga. Quisieras estar con papá.
¿Dónde estará papá? Es raro que no haya regresado. Cada año, desde que tienes memoria,
papá va a cortar caña. Es un trabajo rudo. El año pasado lo fuiste a visitar y le ayudaste a
recoger antes de que alguien le llamase la atención por aquello del trabajo infantil. Si no
hubiesen intervenido, papá hubiera ganado más dinero para llevar a casa. Cortar la caña
deja todo el cuerpo adolorido: los hombros, los brazos y la espalda. Además, como se
realiza la quema antes, las manos se llenan de vejigas y callos. Ese año papá te llevó a
comer a un restaurante donde les sirvieron pizza. No intercambiaron palabra, pero se notaba
que papá estaba contento. Y tú también.
La maestra les pide que abran el libro en la página sesenta. Un título te informa de otro
tema aburrido: ―Los grupos humanos de Panamá‖. Fotos de niños indígenas, de piel
cobriza, ojos rasgados y sonrisas amplias; fotos de niños negros pescando; fotos de niñas
blancas vestidas de pollera. Otra aburrida clase de temas intrascendentes, otra respuesta en
un examen, otro tema que se te olvidará, pues permanecerá en tu memoria como letras en
un libro, no como una realidad que te afecta.
Camino a la frontera, paran en una tienda. Es mediodía. Ya para entonces el hambre se
erige como tiránica reina, nadie habla. Es un vacío, una cosa brumosa, un hastío, un mareo.
Mientras tu madre le da leche a tu hermana más pequeña, una chiquita de rostro macilento,
tú vas a la tienda con los otros tres a ver qué se consigue con tres dólares: lo que han
logrado recolectar pidiendo cada vez que el bus para. Un pan se reparte entre todos, al igual
que un jugo de naranja. El alivio es momentáneo, el aguijón del hambre,
desafortunadamente, siempre regresa. Alguien ha dejado una revista en el bus. Te
entretienes mirando las imágenes. Hay un niño rubio comiendo una hamburguesa. Es el
anuncio de un restaurante donde todos parecen felices. Imaginas a papá, a mamá y a tus
hermanos en un restaurante así comiendo todo cuanto quisieran. Te aferras a esa imagen
antes de dormitar un poco. Cuando duermes te olvidas del hambre.
Es mediodía. Intercambias tu emparedado de jamón por un chocolate. El chocolate y la
pizza satisfacen tu apetito. En la siguiente clase tienes dificultad para permanecer despierto.
La voz del profesor viene y va como un yoyo sonoro. Finalmente lo pierdes. Cuando
despiertas, los demás ya se marchan del salón. ―¡Gino! —grita alguien—. ¡Llegarás tarde a
Matemáticas!‖. Te entra el pánico. ¡Qué rápido pasa el tiempo!
El motor del bus ronronea. Ya están llegando a la frontera y, de acuerdo a mamá, están más
cerca de su destino. Afuera todo es niebla. Ya es de noche y hace frío. ―Félix, duérmete —
dice tu madre—. Apaga la linterna. Molestas a los que duermen‖. Abres la revista y te
concentras en el anuncio del restaurante de hamburguesas. Te imaginas ese sentimiento de
plenitud, de llenura y alivio. Si te concentras lo suficiente, puede ser que te olvides de lo
que sientes: la carencia.
Ya son las 9 de la noche y papá no ha llamado. ¡Qué fastidio! Eso y esa cena que hizo la
empleada. ¿Por qué no puedes comer hamburguesas y pizzas todos los días? Abres el libro
de Estudios Sociales. La maestra se ensañó contigo y te mandó tarea. Es que hay días y
días. Otra vez la página de los grupos humanos. Será el sueño, pero te parece que el niño
indígena te mira directo a los ojos. Se ríe y te dice que las hamburguesas son deliciosas.
―¿Me das un poco?‖ De pronto sientes como si no hubieses comido nada en todo el día. Te
sientas en tu cama y te restriegas los ojos. Tienes mucho sueño. Miras la foto otra vez. Las
fotos son estáticas. Una sonrisa congelada en el papel. Apagas la luz.
Son las 9 de la noche y el bus avanza, al igual que tu hambre. Mañana tomarán el camión
que los llevará a la finca cafetalera. Miras la revista por última vez. Te parece que el niño
rubio se ríe y te dice que a él también le gustan las hamburguesas. ―¿Quieres un poco?‖ Te
causa extrañeza sentirte satisfecho, un sentimiento de plenitud te embarga. Te restriegas los
ojos. Es el sueño. Miras la foto otra vez. Una foto es estática. Es solo una sonrisa congelada
en el papel. Apagas la linterna.
El hambre es más fea que los murciélagos / Mario Urtecho
Olivares / Nicaragua
Los bisabuelos de la gente de Acahualinca tenían menos
hambre que los abuelos.
Los bisabuelos se murieron de hambre.
Leonel Rugama, ―La Tierra es un satélite de la Luna‖
Yo nací en una familia donde lo único que sobraba era el hambre. Fuimos ocho hermanos.
Cuatro mujeres y cuatro varones. Solo nos pegamos mi hermana y yo, el menor de todos.
Seis murieron antes de cumplir un año de vida. Dice mi mamá que fue culpa de las
enfermedades que padecen los pobres: diarreas, tos, fiebres, empacho, y hasta ―calor de
gente‖. Pero todos sabemos que fue la desnutrición, hermana gemela del hambre, la que los
mató.
Mi papá trabajaba en el campo. Todos los días del mundo, de sol a sol, dejaba el lomo en su
huerta para hacerla producir. Nos iba bien cuando la cosecha dejaba maíz y frijoles para
comer. Nos iba menos bien cuando solo nos quedaban maíz y sal. Por estrenar ropa y
zapatos no nos preocupábamos. No era una necesidad, porque nunca habíamos estrenado
nada. Nuestros pies conocían el calor de la tierra, la humedad del lodo, el filo de las piedras
y el aguijón de las espinas. Nuestras ropas estaban llenas de agujeros, y siempre nos
quedaban sobradas, porque eran más grandes quienes las usaron cuando eran nuevas. Esa
era la voluntad de Dios, decía mi madre, que en paz descanse, y que en la otra vida nos iría
mejor.
En el pueblo donde vivíamos había muchos pobres. Como nosotros. Pero también había
gente diferente. Sus casas eran de ladrillos y tejas, las nuestras, de barro y zacate. Ellos
dormían en camas de madera o en tijeras de lona, nosotros en tapescos o en petates. Sus
niños iban a la escuela, con lápices y cuadernos. Nosotros, al campo, con azadones y
machetes. Éramos muy diferentes. Nos dimos cuenta de eso mientras íbamos creciendo. A
unos les decían patrones, a otros, peones. Nosotros estábamos en el lado de los peones.
Cuando la cosecha no alcanzó ni para comer, mi viejo decidió venderle la parcela a un
compadre suyo, que había apadrinado a dos de mis hermanos muertos, y que además era
padrino de docenas de muchachos y muchachas del pueblo. Este le dijo que no la vendiera,
para que siempre tuviera su tierrita. Que mejor le prestaría alguna plata por ella, y que se la
pagara en un año con bajos intereses, porque para eso somos los compadres. Y así fue. El
padrino escribió cosas en un papel y llamó a un peón suyo para que sirviera de testigo del
arreglo. Mi viejo firmó con la yema del dedo gordo de su mano derecha, porque ni la
lectura ni la escritura formaban parte de su mermado inventario de él, ni tampoco de mi
madre.
Mi papá regresó contento con la platita y se puso a trabajar. Al mes le llevó un abono a su
compadre, pero este le dijo que mejor esperara a que tuviera toda la platita junta. Igual a
como él se la dio: billete sobre billete. Y que no se preocupara, que para eso eran los
compadres.
Al año completito, ni un día más ni un día menos, el compadre llegó de visita.
—¿Y a qué se debe el honor que visite a los pobres?
—Pues es que vine a traer mi platita.
—Pero ahorita no tengo dinero, compadre.
—Bueno pues, no se preocupe, puedo esperarme hasta mañana.
—Pero mañana es imposible, quizá en tres o cuatro meses, ¿no ve que...?
—Mire, eso sí que no se va a poder, compadre, así que para que nos evitemos problemas, o
consigue la platita o me desocupa la huertita.
—Pero si lo que me prestó no es ni la quinta parte de lo que vale mi huerta.
—Pero trato es trato, compadre, y si hubiera sabido que usted es tan malagradecido, no le
hubiera dado la mano cuando el hambre lo ahorcaba.
—Pero ahora el que me ahorca es usted, mi propio compadre.
—Ah, pero eso es diferente.
Y así, de la noche a la mañana, nos quedamos en la calle, sin más techo que el cielo. Y si
antes éramos pobres ahora éramos miserables… Quizá, porque para eso son los compadres.
Y parece que es verdad que la historia y el hambre se repiten. Algo así le ocurrió a mi
abuelo. Un día de 1927 desapareció de la casa. Por un tiempo nadie supo de él. Era extraño.
Porque no era borracho ni mujeriego ni pendenciero, menos jugador. Una madrugada
regresó como escondido. Habló despacito con Bernarda Bracamonte, su mujer. Sus gestos
revelaban que le traía noticias, pero que esas no eran buenas. Después se acercó al tapesco
de cuero de venado donde dormían sus niños —mi mamá y mi tío—, los abrazó y se
regresó por donde vino.
Después, la gente dijo que se había ido con los bandoleros. Igual que otros muchachos y
hombres jóvenes de la comunidad de San Albino, allá por el Jícaro, en Nueva Segovia,
donde había un mineral de oro, que los obreros nicaragüenses sacaban de las honduras de la
tierra, y la Rosario Mining Company se lo llevaba para los Estados Unidos. La gente estaba
confundida. Les hacían creer que los bandoleros eran gente mala, y hasta el sacerdote los
atacaba cuando en misa daba su sermón.
Pero los familiares de los enmontañados nunca aceptaron que su sangre fuera mala. Les
decían bandoleros porque andaban con Sandino, un campesino de Niquinohomo, alzado en
armas contra los norteamericanos. Al poco tiempo, la gente de los caseríos vecinos vio
llegar, en bestias y aviones, a los guardias y a los yanquis, quienes persiguieron, capturaron,
torturaron y mataron gente. Y a los que no mataron, les robaron sus animales, bienes y
propiedades, y los expulsaron de los caseríos. Y mi abuela huyó con sus hijos. Y huyendo
llegó hasta Susucayán.
Un año después, Bernarda Bracamonte supo, por medio de un correo clandestino que le
mandó su amiga Angélica Rugama, cocinera de Sandino, que a mi abuelo lo había matado
una bomba de las que lanzaban los aviones sobre el cerro del Chipote, donde los rebeldes
tenían su cuartel general. Mi abuela no lloró. Solo se le oyó cantar bajito el corrido
mexicano La Adelita. Años después bailó de contenta cuando Sandino derrotó a los
yanquis. Luego, sumida en la servidumbre, crió a sus hijos, hasta que un día murió de
silencio y de soledad.
Y antes, en el siglo XIX, en Nicaragua fueron incontables e interminables las guerras
civiles. Caudillos y terratenientes vaciaban las rancherías de sus latifundios y echaban al
monte a la peonada. De la noche a la mañana amanecían en campamentos militares,
convertidos en reclutas de caites y calabazos. Y de dos en dos, de diez en diez, de cien en
cien, de mil en mil, morían en las trincheras de los patrones. Sin saber por qué ni para qué.
Eran los tiempos de los conservadores y de los liberales, timbucos aquellos, calandracas los
otros. Así los apodaron el ingenio, el sarcasmo y la revancha popular.
Calandracas se les decía a los perros sin dueño, flacos y pulgosos, esos que merodean
mercados y basureros, en busca de sobras y migajas que comer. Timbucos eran los
chanchos gordos, la gente bien comida, como quienes han detentado y ostentado el poder:
la oligarquía de antes, la burguesía de ahora. La clase política de siempre. Pero el hambre,
mire usted, no cayó del cielo. Nos la han impuesto siempre. Así ha sido la historia de los
pueblos centroamericanos. Pueblos con hambre de comida, pero también con hambre de
justicia y de libertad.
Cuando murió mi abuela Bernarda, mi mamá estaba grandecita, matacancita, como les
dicen los segovianos a las muchachas. No tenía más familia que su hermano, quien un día
amotetó sus dos mudadas de ropa y se fue. Nadie supo nunca para dónde, porque nunca
regresó. A mi mamá no le quedó más remedio que buscar la vida. Pero nunca trabajó de
sirvienta, porque suficiente servidumbre había ya en su sangre. Entonces comenzó a
trabajar como las marchantas, esas mujeres pieles de canela, pequeñas y rollizas, pelo
negro, liso, ojos achinados y pómulos salientes, parecidas a las diosas indígenas. Llegaban
de otros pueblos a vender de casa en casa sus frutas y sus verduras, puestas en canastos que
mantenían en equilibrio sobre sus cabezas.
También hacía pan, rosquillas y cosa de horno; y almíbar en Semana Santa, con mangos,
jocotes, papayas y dulce de rapadura, sacado de los trapiches; y arroz con leche, y atol; y
salía a vender, mientras su pregón iba adelante de ella anunciando su llegada. Y en octubre,
al empezar la temporada, se iba del pueblo a cortar café, a San Juan del Río Coco, a Murra,
a Dipilto, adonde hubiera café. Y fue en un campamento de Dipilto donde se juntó con el
joven campesino buscavida que sería mi papá. Aquella unión fue parecida a juntar el
hambre con las ganas de comer. Pobres los dos. Solo dueños de ese amor, sordo y ciego,
con el que juntaron las veredas de sus vidas, y las enrumbaron hacia Tastaslí, una
comunidad de Jalapa, donde compraron un pedazo de tierra para sobrevivir.
Después que el compadre le robó la finquita, mi viejo volvió a ser peón. Pero ya estaba
agotado. La tierra le había chupado todas sus energías. Para ayudar con la carga, mi mamá
se fue a trabajar de cocinera a la Pensión Andara, en Jalapa. Y la mejor parte del día era
cuando mi mamá regresaba al anochecer. Siempre nos traía las sobras de comida que
dejaban los clientes del hospedaje. Pero eso no tenía importancia. Era comida. Y
comíamos. Y no teníamos que dormirnos con ese enorme hueco en el estómago, que tantas
veces rellenamos con agua, para evitar que el rechinar de las tripas nos despertara mientras
dormíamos, o cuando soñábamos que comíamos, ¡que era peor!
Y así fue pasando el tiempo, como un fantasma. Cada madrugada sentíamos que nos jalaba
de los pies y de las manos, y al día siguiente amanecíamos más grandes. Lo sabíamos,
porque ya nos quedaba la ropa que antes era grande. Y después no alcanzábamos en ella.
Porque uno se estira cuando cumple catorce años. Todo un hombre. Fuerza nueva para el
trabajo asalariado. Pero los viejos dijeron que no. Que para salir para siempre del hambre y
de la pobreza teníamos que aprender a leer y escribir, aunque el patrón afirmara que para
trabajar al machete no se necesitaba estudiar. Y asistimos a una escuela campesina que
abrieron en el pueblo. Allí pasábamos una semana en clases, después dos en la casa,
practicando en un pedazo de tierra alquilada lo que habíamos estudiado. Y así pasó el
tiempo.
En dos inviernos aprendimos a leer y escribir. Conocimos las principales plagas y
enfermedades que atacan al maíz, a los frijoles y al café, y nos enseñaron cómo y con qué
curarlas. También aprendimos a criar conejos, cerdos y gallinas, y a curar enfermedades de
vacas y caballos. Construimos colmenas de abejas y cosechamos galones de miel.
Cultivamos zanahorias, rábanos, tomates, lechugas, pepinos, coliflor, chiltomas y cebollas.
Aprendimos un montón de cosas. Nosotros, los que no sabíamos nada. Nosotros, que
padecíamos hambre, produciendo comida. Para nosotros y hasta para venderla barata a la
gente de la comunidad.
Y los viejos viéndonos leer, escribir y trabajar, con la felicidad y el gozo dibujados en sus
arrugas. Más contentos cuando tuvimos las primeras crías de los animales y cosechamos los
primeros quintales de comida, cuando, por fin, habíamos aprendido a dar los primeros
pasos para expulsar para siempre al hambre y la miseria, demostrándonos a nosotros, y a
los demás muchachos de la comunidad, que el hambre y la miseria nunca nos cayeron del
cielo, y que una vida diferente, más digna, más humana, era posible para los pobres.
Desde entonces cambiamos nuestras vidas. Compramos un pedazo de tierra y, por fin,
estrenamos nuestras primeras ropas y zapatos. ¡Y nos sentimos tan orgullosos al dejar los
harapos, los remiendos, las tallas ajenas, las vergüenzas que nos disminuían como
personas! Y al hacerlo sentíamos que caminábamos esbeltos, como si de la espalda nos
hubiésemos quitado un inmenso fardo, cargado por nuestra gente por los siglos de los
siglos. Y comenzamos a caminar con nuestras frentes en alto. Viendo hacia adelante. Hacia
el horizonte. Hacia el porvenir. Ya no más hacia abajo. Nunca más hacia abajo. Menos
nuestros hijos. ¡Jamás nuestros hijos! Convencidos que para lograrlo viviríamos de manera
permanente ¡en acción contra el hambre!
Ahora ya peino canas. Muchos de mis amigos ya se fueron. Mis viejos también. Afuera me
espera mi mujer, me apura para que no lleguemos tarde. Vamos a la ceremonia de
graduación de nuestros hijos, una muchacha y un muchacho. ¡Los primeros profesionales
de toda nuestra historia genética… y además sin hambre!
―Bienaventurados los pobres porque de ellos será la Luna‖, dijo el poeta guerrillero Leonel
Rugama.
Una historia con hambre y cucarachas / Heber Adonay Villatoro /
Honduras
Venía de muy lejos una hambrienta cucaracha; volando y arrastrándose, intentaba subsistir;
mucho tiempo había pasado sin probar algún bocado, nada de comida desde hacía varios
días. Se crió en un lugar donde vivían unos pocos humanos que no pasaban hambre, se
alimentaban sanamente y estaban libres de enfermedades. Reciclaban la basura, lo cual a
las cucarachas claramente les enfurecía.
―¡Debo encontrar la tierra de ensueño!‖, dijo una vez nuestra cucaracha. A iniciar esta
aventura la motivó una historia que había escuchado de un pariente varios meses mayor;
describía un mundo perfecto, lleno de basura, y epidemias por montón; la contaminación
estaba presente, y los miserables habitantes no tenían una buena nutrición. Los que no
comían basura rápidamente de hambre morían.
―¡Qué mentiras son esas!‖, decían las incrédulas. Para estas cucarachas era muy difícil de
creer que afuera de esa gran mansión, en la que habían vivido durante varias generaciones,
cruzando ese gigantesco patio, con jardineros y conserjes, existiera un mundo tan diferente.
―Es muy cierto todo lo que les digo; las casas son muy pequeñas, sucias y mal decoradas;
viven entre la basura, como humanos con costumbres de cucaracha; ¡no les molesta
convivir a nuestro lado! Solo hay que arrastrarse y volar en dirección al sol, ayunando
durante varios días y guiándose por el humo de los incendios, no hay pérdida; llegarán a la
tierra de pesadilla de humano, que para nosotros es todo un sueño‖, repetía la narradora.
Todas las demás cucarachas creían que la cuentera estaba loca, que eran mitos, leyendas de
prehistoria:
—Esas historias son ficticias, desde hace siglos nosotras seguimos iguales, mientras que los
humanos han evolucionado, ellos ya superaron esas dificultades. ¿Acaso no ven a su
alrededor? A nuestros vecinos nada parece preocuparles, llevan vidas repletas de lujos y
comodidades, no como nosotras, que pronto desapareceremos.
—¿Nunca han visto un noticiero? —respondió furiosa a aquellas que la creían psicópata—.
No hay peor cucaracha que la que vive en la ignorancia. Los humanos no han superado
nada, cada vez empeoran más, y eso es debido a que sus riquezas mal repartidas están. Por
eso los condenados pronto desaparecerán, mientras que nosotras sobreviviremos a su
egoísmo y seremos las próximas en reinar. Aunque les parezca extraño, este ambiente tan
ordenado que conocemos es insignificante comparado al tamaño del desastre que afuera nos
espera, ¡es muchísimo más grande! ¡La mayor parte de los humanos vive en pobreza
extrema! ¡Ja, ja, ja!
La cucaracha bien informada sabía todos estos términos, porque siempre en las mañanas
gustaba ver las noticias; en la tele se deleitaba viendo tanta destrucción, cadáveres,
inundaciones y enormes basureros. Y al finalizar el programa huía para no morir aplastada,
ya que el personal de limpieza de la mansión donde estas cucarachas vivían trataba
constantemente de eliminarlas. A pesar de que en la casa abundaba la comida, de compartir
con las pobres cucarachas nunca se acordaban, ni siquiera migajas les daban; pero sí
distintas clases de insecticidas, que, en lugar de matarlas, las mantenían dopadas, y así
olvidaban sus penas, ya que en esa casa, cada vez menos cucarachas quedaban.
Preocupada por el futuro tan poco prometedor que le esperaba, la cucaracha de esta historia
decidió emprender la aventura, preguntó a sus compañeras si alguna la acompañaría. Al
parecer, los psicotrópicos insecticidas habían acabado con toda la motivación; ninguna
quiso acompañarla, ni siquiera la pretensiosa que para hablar era muy buena, pues con su
informativa historia motivó a la aventurera, que, sola y decepcionada, se marchó. Llevaba
consigo una docena de huevecillos, había sido engañada, un día en que no resistía el
hambre, un macho que andaba cerca le ofreció el alimento que salía de su abdomen, era una
trampa cuya, la consecuencia fueron unos huevecillos fertilizados. Como futura madre
soltera, sabía que no sería fácil; le costó muchos días salir del jardín de los millonarios,
pero cuando por fin avistó el mundo soñado, no resistió la emoción. ―¡Encontré la tierra
prometida!‖, gritó como quien grita una profecía. Mucha fortuna tuvo esta viajera: había
llegado al basurero municipal, lugar que provee abundante comida para las cucarachas.
―Mis hijos no sufrirán hambre. Un buen futuro les espera‖, se dijo la cucaracha. Aliviada,
continuó su camino. A unos cuantos metros una rata vieja, gorda y enferma buscaba un
aperitivo. ―Y ahora, ¿qué como? ¿Pan mohoso, huevos podridos, o, talvez, queso, el más
rancio de todos?‖, se preguntaba.
Muy variada era su dieta, en este basurero tenía de dónde escoger. Tremendo calor se sentía
ese día, y antes de continuar devorando, buscó una bebida para refrescarse. Al ver la caja
exclamó alegre: ―Jugo de naranja vencido. ¡Mi favorito!‖.
Pero se dio cuenta de que una cucaracha novata se le había adelantado. Nada grata fue la
sorpresa; muy molesto y egoísta, el experimentado roedor ordenó:
—Insecto de seis patas, ¡desaparecé! Es mi territorio.
Valerosa, la cucaracha respondió:
—Yo llegué primero, vengo de muy lejos y tengo mucha sed; este lugar es inmenso, mucho
espacio y basura hay para los dos. No seas tan poco dispuesto a compartir, también hay
otros con necesidades.
Muy soberbio, el roedor contestó:
—¿Qué te pasa, cucaracha? Somos una cúpula de ratas que se apoderó de este basurero. Si
querés permanecer aquí tendrás que pagar impuestos. Muy pequeña e insignificante sos
para pretender cambiar el sistema. Es cierto que hay mucha comida, pero no es apropiado
que todos tengan partes iguales, siempre debe haber un líder y sus subordinados.
La rata de basurero se lanzó sobre la cucaracha, la vio muy resistente y pensó que no era
conveniente que viviera. Por estar distraída en su ataque, no se percató de que un flacucho
niño se acercaba. Agarró a la rata y, sin darse cuenta, salvó a la cucaracha. El niño jugueteó
con la rata y a fuerza le convido con su resistol. El azoro a la muerte le llegó al roedor, le
pidió ayuda a la cucaracha, la cual respondió sarcástica: ―Soy demasiado pequeña e
insignificante para cambiar tu destino; como basura te vas a podrir, y a la muerte tu
despótico poder no le va a importar‖.
Con mucha razón la cucaracha estaba molesta, casi muere asfixiada por la rata. Miró cómo
el niño se la llevaba, y decidió seguir explorando su nuevo hogar. Fue de gran impacto
observar a tantos humanos, tan distintos a los que acostumbraba ver. Entre la piel y los
huesos muy poca carne quedaba. La simpatía se les había acabado, sus ojos demostraban
tristeza, sus cabellos no tenían la fuerza para permanecer aferrados a las cabezas, se caían al
igual que sus esperanzas. Eran muchos, muchísimos más de los que en aquella casa
habitaban, y entre aquellos y estos las diferencias eran muy claras. Sus pieles conchosas y
escamosas tenían cortadas infectadas, sus costillas se marcaban bajo su piel, y sus brazos
tullidos no mostraban fortaleza. El dolor que provoca el hambre con resistol lo mitigaban.
La cucaracha de esta historia conoció la indigencia humana. Dos niños, que aparentaban
tener seis y cuatro años, estaban peleando, intentando apoderarse de la mayor parte de los
desperdicios de pan que habían encontrado. La madre les gritó que compartieran, mientras
amamantaba a su hijo de un año y soportaba las patadas de otro, que nacería en dos meses.
La cucaracha los vio pasar mientras saboreaba una concha de plátano podrido. Muy cerca
de ahí una cucaracha macho la observaba, y luego, le dirigió la palabra:
—¿Por qué miras tanto a esa familia? No eres de por acá, ¿verdad?
—Vengo de muy lejos, de un lugar distinto a este. Acabo de llegar y me dio curiosidad ver
que esa manada de humanos no tiene un macho alfa. Seguramente, a esta mujer también la
engañaron.
La cucaracha local no les prestó mucha atención a estas palabras; comenzó un baile de
cortejo y trajo carne de ave, para ofrecérsela a la viajera:
—Es un obsequio de bienvenida, aquí somos privilegiados, tenemos mucha clase de
alimentos, pero no es correcto comer cualquier cosa, yo te enseñaré a llevar una dieta
balanceada: proteínas, vitaminas y minerales; también necesitas grasas y carbohidratos, y
con ejercicio los quemas; así estarás bien nutrida. Aprovecha, porque pocos corren con esta
suerte.
Luego de comer la carne, la digestión la hicieron caminando. A cualquier lado que mirara,
la situación no cambiaba: pobreza y más pobreza, muchos muriendo y nadie brindando
ayuda. A la cucaracha de otras tierras se le ocurrió una idea:
—Se me acaba de ocurrir algo. De donde yo vengo, no existen necesidades, les sobra el
dinero y tienen una casa enorme, tan grande que mis parientes piensan, que abarca el
mundo entero. Así como yo vine aquí y para mí esto es muy bueno, hay que llevarlos a
ellos allá, pues para ellos aquel ambiente es perfecto. Vos me recibiste muy bien a mí, de la
misma forma aquellos los recibirán, pues son de la misma especie.
Una carcajada invadió a la otra cucaracha; estuvo largo tiempo riendo, hasta que pudo
responderle a la ingenua:
—¿En qué mundo has vivido? Ellos jamás compartirán sus bienes, los humanos son tan
egoístas, no como nosotras las cucarachas que siempre pensamos en nuestras compañeras.
¿Ves este líquido que sale de mi abdomen? Es muy nutritivo, come, lo necesitas para tener
buenas cucarachitas.
La cucaracha viajera primero dudó un poco, pero después se dejó convencer. Cuando ya se
disponía a comer, escuchó unos gritos de auxilio. Era la rata enferma, que estaba atada a
una cuerda, como si fuera una mascota; el niño que jugaba a ser su amo se había quedado
dormido o desmayado, estaba tirado en suelo, al lado de montones de basura; una volqueta
se acercaba y estaba a punto de enterrarlos bajo una montaña de escombros.
―Debo salvar a ese niño, él me salvó la vida antes‖, dijo la cucaracha. Sin escuchar las
advertencias de la otra, la viajera voló a ofrecer ayuda. Quiso despertar al niño, pero él no
reaccionaba. La rata también quería escapar y entonces propuso: ―Desamárrame a mí, te
juro que te voy a ayudar a despertarlo‖.
Sin tener otra opción, desató a la rata, la cual huyó sin cumplir su juramento. Solo las ratas
no cumplen sus palabras. Se fue burlando de la bondadosa cucaracha, que realmente
deseaba salvar al niño. Para muchos solo era un indigente, pero la cucaracha valoraba
cualquier vida, no solo la suya, y pensaba en los demás. Agradecida por haberla salvado
antes, continuó su lucha por despertarlo. La volqueta siguió acercándose; talvez, el
conductor no se percató de la presencia del niño, mucho menos de la cucaracha; o talvez sí
los vio en su camino y no le importó enterrarlos, vio al niño tan desamparado que la muerte
fue su obsequio. Y la cucaracha era tan insignificante que murió sin poder ayudarle al niño,
quizás, si muchas otras cucarachas también se hubieran preocupado, esta historia hubiese
tenido otro final.
El fuego quemó la basura, junto a los desafortunados; a nadie le importó el destino de un
niño resistolero, tampoco importó el insecto que hizo tantos esfuerzos por mejorar su
calidad de vida. Ambos tuvieron el mismo fin; no aparecieron en los periódicos, ni tampoco
en los noticieros, todo acabó ese día no muy distinto a cualquier otro, los cadáveres
quemados luego se pudrieron. Como si nunca tuvieron vida.
El hambre del hombre* / Carlos Wynter / Panamá
Es necesario aclarar, antes de siquiera dar inicio a esta historia, que nuestro protagonista,
Elden Medio, nunca ha pasado hambre.
No hambre de verdad, quiero decir; no la que te hace sentir que eres todo un estómago
arrugado y herido. No la que tienen los niños pobres que estorban en los semáforos. No la
de mujeres que piden monedas con la mano extendida y ante las que Elden duda si dar o no
dar. No la que han sentido las familias de barrios malos, terribles.
Tiene una oscura consciencia, eso sí, de lo que es el hambre, de que existe un espectro
esquinado y por eso omnipresente, necio ese espectro, que puede metérsele bajo la piel.
Y siente miedo, absoluto miedo, de que el fantasma del hambre se le aparezca un día. Pero
ahí está su puesto de analista en una empresa trasnacional, su casa, sus pertenencias. Y ahí
están los tentáculos de amigos, parientes, políticos; todos muy bien relacionados con las
altas esferas del poder.
Elden Medio siente hoy hambre, pero un hambre inocua, un fantasmita apenas, juguetón el
niño.
Está entonces en la oficina, frente a Karla Deseo, la linda compañera que siempre le ha
resultado hechizante. Elmo, quien por ocho horas al día barre, escucha y no habla, les ronda
sin levantar los ojos. Es una jornada normal.
Pero, misteriosamente, las mejillas de Karla Deseo le gustan a Elden hoy por otra causa. Le
recuerdan pechugas de pavo al horno.
Esto no es raro si miramos sus recuerdos.
Hace muchos años, su abuela pasó a mejor vida. Ella cocinaba el mejor pavo al horno que
Elden recuerda, un pavo al horno que ahora, justamente ahora, no es solo alimento sino
nostalgia, calor y olor de abuela, deseo de permanencia y seguridad, y miedo al futuro,
miedo a que el futuro sea distinto al pasado, queremos decir, y al presente, por supuesto,
todo ello pintado en las mejillas deliciosas de Karla Deseo.
Están a solo un minuto de las doce, cuando Elden la invita a comer —¿ella será su
almuerzo? De hecho, lo que le dice distraído es: ―Te quiero almorzar‖.
Pero lo que ella escucha, y gracias a eso Elden evita mayúscula vergüenza, es: ―¿Quieres
almorzar?‖.
Un anuncio gigantesco, la imagen de un corte T-bone, les salta a los ojos. Despierta en ellos
apetito por T. G. I. Friday.
Llegan al lugar, cruzan la puerta.
Se sientan uno frente al otro, y Elden vuelve a mirar las mejillas de Karla. Un mesero
aparece con un sombrero de bufón a tres colores, tocado que distrae a Elden por un segundo
de la obsesión por su amiga. Casi sin darse cuenta, pide lo mismo que ella: el corte T-bone
que vieron en el anuncio.
Mientras Karla mastica su primer bocado, él observa sus cachetes sin pestañear. El platillo
de Elden permanece completo, el corte de res pareciera al final no gustarle. Solo mira el
perfil, de ave para él, de Karla.
Ella no repara en el extraño comportamiento de su amigo. Habla entre mordida y mordida
de los sofocos que provoca el jefe, hombre cruel y déspota que a nadie en la oficina gusta.
Despacio, muy despacio, Elden va abriendo sus fauces. Se empina por sobre la mesa. Ella
no se da cuenta del peligro. Él se aproxima...
Ya el aliento de Elden calienta su piel. La saliva comienza a inundar la boca. Se apartan los
labios y los dientes se adelantan. Los caninos se preparan para darse un clavado en el
cuello...
Pero el contacto, en el último instante, se hace beso tibio.
Después de todo, es nuevo en esto de comerse a los compañeros de trabajo y no se hace
bien a la idea.
Ella sonríe, sorprendida y de inmediato, sonrojada. Traga el bocado que tiene en la boca y
sin comprender que ha sido el miedo lo que gobierna tales impulsos, miedo al fantasma del
hambre, levanta los labios como si fueran bíceps de un atleta presumido, y encara a Elden.
Él vuelve a adelantar los incisivos, dispuesto a morderla, sin piedad esta vez, sin tregua,
pero ella no se percata y él se compadece y acaba el hombre con su hambre de otro modo,
hundiendo la lengua en la boqueante Karla, como un clavadista acapulqueño cae en un
acantilado.
Luego van a una casa de citas llamada Corazones Dulces. Alquilan habitación por una hora.
Ahí Elden está a punto de comérsela varias veces, pero al final solo hacen el amor.
¿Por qué no pudo devorar a Karla Deseo? La respuesta, después de una sesuda reflexión,
aparece diáfana en su mente. Hay un vínculo personal que le impide atacarla. Por Dios, la
ve a diario, conversa con ella en las mañanas y en las tardes, ¿cómo iba a hacerla su
merienda? Su primera víctima debía ser alguien más o menos desconocido.
Por eso, antes de llegar a casa, visita a su vecino más cercano. Inocente, el tipo sale al
umbral y dice: ―Hola, vecino, ¿cómo está? Qué gusto me da verlo. ¿A qué debo la visita?‖.
Y Elden se da cuenta de que el vecino no ha despertado como él, de que para el vecino la
cordialidad aún es una regla inquebrantable y que sería incapaz, segurito, de comerse a sus
prójimos. No ha tomado consciencia de cómo aplacar el hambre realmente.
—Sí, vecino, ¿en qué le puedo servir?
—¿Me regalaría un poco de aceite? — improvisa Elden.
—Claro. No hay problema.
Y Elden lo ve perderse dentro de la casa, escucha los ruidos que hace en la cocina, oye sus
pasos que regresan. Elden se esconde tras la puerta entornada.
—¿Vecino? —pregunta el vecino, y Elden se le va encima con los dientes por delante,
confiado en lo que ocurrirá: el tipo engrandecerá los ojos y él se clavará en el ángulo de su
cuello. Esta vez, no habrá fallas.
Pero en el último momento, le parece ingenua la mirada de su víctima... Es un hombre
como él y nada más. Elden se arrepiente. ―Muchas gracias‖, le dice y toma el envase
colmado de aceite para cocinar.
Elden entonces tiene otra epifanía. Debe comerse a alguien que no le despierte estimación.
Eso es. Alguien cuya muerte signifique, incluso, un beneficio para la humanidad.
Su jefe. Tiene que comerse a su jefe. Y para coronar su razonamiento, planea con detalle
cómo se lo desayunará de madrugada.
Muy temprano, Elden se mete en las oficinas donde labora. Son las 6:30 ante meridiano. Él
sabe que a esa hora su jefe está solo, respondiendo una larga fila de correos en la
computadora. Se acerca de puntillas, se asoma por la puerta a medio abrir del despacho
principal, ve al ejecutivo sentado, de espaldas, tecleando en su máquina portátil. La boca
comienza a aguársele.
Empuja silenciosamente la puerta. Sigue caminando con sigilo. Se acerca al hombro de su
jefe. No le parece imprescindible enfrentarlo; mejor aprovechar el factor sorpresa. Morderá
rabiosamente su cuello y no lo soltará hasta que las sacudidas cesen. Seguramente sabrá a
lomo de res, el mismo que su santa madre hacía.
Pero no ha ni bien preparado los colmillos, cuando el ejecutivo se voltea y mira directo a
sus ojos. Esos ojos, como los suyos, centellean.
El jefe es más rápido a la hora de morder.
Unos minutos más tarde, Elden está en el suelo, agonizando entre estertores. El jefe está
hincado junto a él con la boca manchada de sangre. Levanta la mirada hacia el cielo raso,
suspira y cierra los ojos.
―Filete de la mejor calidad, 1982, estoy en un restaurante con mi madre, mi padre, mi
hermana Chuyita‖, dice con un murmullo muy quedo.
Se pone de pie, se acerca a su sillón giratorio, se sienta. Piensa en las muchas maneras en
que se comerá, uno a uno, a sus subordinados.
Llama a Elmo para que se deshaga de los restos. Elmo, al otro lado de la línea, lamenta el
fracaso de Elden, quien le parecía una persona más cordial.
―Inexpertos‖, murmura el jefe. Y sigue escribiendo un mensaje en su computadora.
*El cuento fue cedido por el autor para la presente edición.
Quisiera ser un pescadito / Mirna Raquel Yescas Morales / Nicaragua /
Tercer lugar
Entre la jungla del basurero, envueltos con el ahogante calor de la tarde y el frío
quebrantador de la noche, respirando el aire fétido que exhalan los volcanes de basura y el
hambre que los atrapa y no cede, viven hombres y mujeres. Nacen niños que crecen con
tristes historias y sueñan de noche con ricos pasteles, aunque en la mañana el hambre
reaparezca; así viven la Carmen y el Chino, con sus sueños e ilusiones de niños.
Una mañana Carmen le dijo al Chino:
—Levántate, Chino, levántate.
—Ay, no, tengo sueño, Carmen.
—Vamos, Chino, vamos al mercado, ¿que no tenés hambre?
Dio un brinco el Chino.
—¡Sí, Carmen, yo siempre tengo hambre!
—Bueno, entonces te lavás la cara, te ponés las chinelas y nos vamos.
Y obedeció el Chino. Se lavó la cara con una panita de agua y se puso sus chinelas.
Salieron de la casa que estaba hecha de plástico, cartón y zinc, pero, gracias a los cuentos
que le contaba la Carmen en la noche para ahuyentarle el hambre y hacerlo dormir, el niño
soñaba que era un palacio. Y empezaron a caminar entre la jungla de basura, hasta que
salieron a los andenes. El estómago les gruñía. Mientras caminaban, el Chino le dijo a la
Carmen:
—Sabés, Carmen, anoche soñé que era el príncipe del cuento que me contaste.
—¿Cuál, Chino?
—¡Pues aquel que se comía un montón de pasteles!
—¡Ah, ese!
—¡Sí, ese! Yo estaba feliz, y vos también comías pasteles conmigo.
—Ah, con razón amanecí con dolor de barriga, Chino, por tantos pasteles que comí —dijo
la Carmen riendo.
—A lo mejor, Carmen, pero después tuve una pesadilla; fíjate que todo se empezó a poner
oscuro, oscuro, yo estaba en el basurero y sentí que me perseguían y yo me corría.
—¿Y quién te perseguía, Chino?
—Pues no sé. Yo no podía ver quién era, solo oía cuando tiraba las montañas de basura y
corría detrás de mí. ¡Yo corría rápido! Pero de repente me caí, me agarró y se metió en mi
panza.
—¡Huy! Y entonces, Chino, ¿qué pasó?
—Pues… me desperté asustado y con mucha hambre.
—¡Ay, Chino, vos ya estás quedando loco!
—¡No, Carmen! Sabés, yo creo que lo que me perseguía era el hambre; el hambre es un
señor gordo y malo que se mete en mi panza y me pide comida. Pero como yo no le doy,
porque no tengo, se va haciendo más grande, ¡tan grande que siento que la barriga me va a
estallar! Y hace que me duela mucho, que me dé sueño, y me quita las ganas de jugar.
Carmen sonrío y le dijo: —No, Chino, el hambre no es un señor gordo, es una señora que
se nos mete en la panza y nos dice que comamos, porque si no comemos nos vamos a
morir; ella nos cuida, Chino.
—¿De verdad, Carmen?
—¡Sí, de verdad!
—¡Ay, Carmen! Pues a mí me cuida más, porque yo siempre tengo más hambre que vos.
Se rieron y entraron en el mercado, donde flotaba el olor de las comiderías. Miraban a la
gente sentada en las grandes mesas comiendo gallopinto con tortilla caliente, queso y
tomando café.
—¡Qué rico!, dijo el Chino.
—Sí, pero nosotros vamos a comer algo más rico, ¡vas a ver!
Y siguieron caminando; de pronto la Carmen se detuvo y jaló al Chino hacia un tramo cuyo
letrero decía: ―Se venden pescaditos‖.
Preguntó si el Chino quería ver los pescaditos, él dijo contento que sí, y entraron al local;
adentro había cinco peceras con muchos pescaditos de diferentes colores. El Chino los
miraba, se reía y se los enseñaba a la Carmen.
—¡Mirá qué bonitos! Me gusta ese, el que tiene la colita de colores. ¿Y a vos, Carmen?
—A mí me gusta el doradito, Chino.
—¡Sí, está bonito, Carmen, se parece a vos!
Se sentían tan felices que hasta el hambre se les olvidó. El vendedor llevaba rato
mirándolos y se les acercó para preguntar si iban a comprar algún pescadito. Carmen lo
miró detenidamente y le preguntó cuánto valían.
—Los más chiquitos valen 10 córdobas.
—¡Huy! —dijo el Chino—. No tenemos dinero. ¿Y no podemos seguir viéndolos?
El vendedor se quedó pensando y les respondió: ―Bueno, pero solo un ratito más‖.
―¡Sí, sí!‖, —gritaron el Chino y la Carmen al unísono y con emoción. El Chino no se
cansaba de ver cómo los pescaditos jugaban nadando de un lado al otro, y pensaba: ―Deben
comer bastante, para tener tanta fuerza para nadar‖. Entonces, le preguntó al vendedor qué
comían los pescaditos. Aquel se rio y le susurró al oído: —Agua…
—¡Solo agua! ¿Y les quita el hambre? —exclamó el Chino sorprendido.
—Sí. Con tanta agua siempre tienen llena la barriga —contestó el vendedor.
—Entonces, si uno vive en el agua, ¿nunca tiene hambre? —preguntó Carmen.
—¡Nunca! —respondió el hombre riéndose de los niños.
—Los pescaditos viven en el mar, ¿verdad? —inquirió el Chino.
—Sí, y también en los ríos, en las lagunas y algunos, en las peceras.
—Pero los que viven en el mar, en los ríos y en las lagunas deben ser más felices porque
ahí tienen más agua y se les llena más la barriguita —dijo el Chino.
—Ajá—contestó el vendedor, sin darles importancia a sus palabras. El Chino se fue otra
vez a ver la pecera y dijo en voz alta: ―¡Quisiera ser un pescadito!‖.
—Bueno —dijo el vendedor—, ya se tienen que ir.
—¡Un ratito más!— suplicó el Chino.
—No, no… Ya están viniendo los clientes y este lugar es muy chiquito para tanta gente.
Además, ustedes no van a comprar.
Salieron tristes del lugar, y muy pronto volvió el hambre. Mientras caminaban, la Carmen
recogía del piso frutas podridas y les pedía sobras a las personas que estaban sentadas en las
mesas de las comiderías. A regañadientes se las arrojaban.
Carmen agradecía y juntaba todo lo recogido en una bolsa para comerlo luego con el Chino.
Aquel, desde que salieron de la tienda, no dejaba de pensar en los pescaditos y se decía a sí
mismo: ―Quisiera ser un pescadito‖.
—¡Chino, Chino! ¿No tenés hambre?
—Un poquito nada más.
—¿Qué? Si vos siempre tenés mucha hambre… Mejor vámonos a comer lo que traigo.
Subieron a la loma, donde iban siempre a comer lo que conseguían o a pasar horas
platicando y buscando formas en las nubes, tratando de matar el hambre. Se sentaron y
empezaron a comer las sobras, pero el hambre seguía en sus barrigas. Se acostaron en la
hierba y se pusieron a mirar las nubes, y todas tenían forma de pescaditos.
—¿Ya te fijaste que todas las nubes parecen pescaditos? —dijo la Carmen al Chino.
—¡Sí, verdad! Sabés, Carmen, yo quisiera ser un pescadito.
—¡Ay Chino, vos estás loco! Así me dijiste la vez pasada, ¿te acordás? Hace tiempo
íbamos caminando en el andén y vimos una hormiguita con un granito de arroz, y me
preguntaste si la hormiguita se llenaba con tan poquito. Te dije que sí; entonces vos dijiste
que querías ser una hormiguita, porque un granito de arroz o de frijol lo encontrás en
cualquier parte. Nos venimos a la loma y decías que las nubes parecían hormigas. Después
nos fuimos a la casa, te dormiste y al día siguiente ni te acordabas.
Y otro día miramos un montón de pájaros que volaban en el parque, y me preguntaste qué
comían los pajaritos, te dije que gusanitos, y vos me dijiste que querías ser un pájaro,
porque los gusanitos los encontrás en cualquier lado y vos sos bueno sacándolos de sus
hoyitos. Nos fuimos a la loma y decías que las nubes tenían formas de pájaros. Después nos
fuimos a la casa, te dormiste y en la mañana ni te acordabas.
O la otra vez te quedaste mirando unas plantitas y me preguntaste qué comen las plantas.
Te dije que se alimentan de lo que absorben de la tierra, de los rayos del sol y del agua de la
lluvia, y dijiste que querías ser una plantita, porque el sol todos los días sale, en invierno
siempre llueve y en la tierra ibas a estar plantado, y nunca ibas a tener hambre. Ese día,
todas las nubes parecían plantas. Después nos fuimos a la casa, te dormiste y al día
siguiente ni te acordabas.
—¡Noo, Carmen! —dijo el Chino—. Esta vez sí quiero ser un pescadito. Es cierto, antes
quería ser una hormiguita, pero me puse a pensar. No me gusta dónde viven y tienen que
caminar mucho, la gente las aplasta. Y un pajarito tampoco, porque me dan miedo las
alturas, y me acordé de cómo los chavalos del basurero les tiran piedras con las tiradoras y
los matan. Y una plantita tampoco, porque no se pueden mover, la gente las corta, pasan
todo el día debajo del sol. A mí me gusta el sol, pero me da mucho calor y hace que me
duela la cabeza. Y cuando llueve, las plantas pasan mojándose todo el día, y tanta lluvia
hace que me enferme. Acordate, Carmen, una vez no teníamos dónde escondernos de la
lluvia y nos mojamos tanto que nos llevaron al hospital con mucha fiebre y casi nos
morimos.
—Sí me acuerdo, Chino.
—Pero los pescaditos, Carmen, no necesitan ni un granito de arroz, los chavalos no les tiran
piedras y viven felices en el agua, sin enfermarse porque están acostumbrados, nadie los
puede aplastar y se mueven por todos lados.
Carmen se quedó pensando y le dijo: —Pero a los pescaditos los pescan y los venden en el
mercado para la comida.
—Eso si ellos se dejan, Carmen. Pero si viven en lo más hondo y salen solo en la noche,
nadie los agarra; ¡de esos pescaditos quiero ser yo!
—Sí, es cierto —dijo la Carmen—. Debe ser bien bonito ser un pescadito de esos, pero
¿cómo hacemos para ser pescaditos?
Suspiraron y volvieron a ver al cielo, pensando en cómo convertirse en pescaditos. El
Chino pensaba: ―Qué alegre sería si la Carmen y yo fuéramos pescaditos; nadaríamos
felices en el agua y nunca tendríamos hambre. Pero el mar está lejos de aquí y no me gusta
el agua salada. Aquella vez cuando la Carmen y yo conocimos el mar, tragamos agua y nos
enfermamos de dolor de panza y vomitamos. Y el río… el río ni sé dónde queda. Y la
laguna… ¡la laguna sí la conozco!, la Carmen y yo vamos allá a tirar piedritas. ¡Huy!,
espero no haberle dado a ningún pescadito… Mmm... No creo, los pescaditos de la laguna
solo salen de noche. Y el agua es transparentita, dulce, y es profunda‖. Pegó un brinco y
gritó: —¡Ya sé, Carmen, dónde vamos a vivir cuando seamos pescaditos!
—¿Dónde? —preguntó la Carmen ansiosa.
—Vení, ya vas a ver.
Caminaron y caminaron bajo el sol. La emoción de convertirse en pescaditos alejaba el
calor, el hambre y el cansancio. Hasta que por fin llegaron.
—¡La laguna! —gritó la Carmen sorprendida.
—¡Sí! —respondió el Chino—. La laguna, Carmen, aquí vamos a vivir.
—¿Cómo, Chino?
—Pues nos vamos a convertir en pescaditos.
—¿Y cómo nos vamos a convertir?
El Chino empezó a recordar todos esos cuentos que le contaba la Carmen en las noches,
para que se le olvidara el hambre y se durmiera.
—¿Cómo hacen los niños, las princesas y los príncipes de tus cuentos, para que sus sueños
se hagan realidad?
—Pues eso es muy fácil, Chino. Para que todo se haga realidad, hay que tener fe, mucha fe
en el corazón.
—¡Sí, Carmen! Eso vamos a hacer: nos vamos a meter a la laguna y cuando nos hundamos,
tenemos que pedirle a Dios con todo el corazón que nos deje ser pescaditos.
—No sé… Tengo miedo, Chino, yo no sé nadar.
—Yo tampoco, pero cuando nos convirtamos en pescaditos vamos a poder. Además,
Carmen, va a ser alegre y nunca vamos a tener hambre, acordate de lo que dijo el vendedor.
—Sí, es cierto, Chino, ¡hagámoslo!
Sonriendo se tomaron de la mano y caminaron hacia la laguna; poco a poco el agua los fue
cubriendo, hasta que se hundieron totalmente. Al día siguiente, encontraron flotando en la
laguna dos cuerpecitos, y desde entonces se dice que dos hermosos pescaditos recorren de
noche la laguna de cristal nadando sin cesar, y el brillo de la luna los ilumina: uno con su
hermosa cola llena de colores y el otro dorado, tan brillante como el oro. Ya la Carmen y el
Chino no sueñan más, su ilusión de niños se hizo realidad, no hay calor ni frío, todo es
felicidad y en sus barriguitas, hambre no habrá más.

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