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el sueño de la aldea
Vicente Rojo:
la persistencia de la pintura
J orge J uanes
Amo la emoción que corrige la regla.
Amo la regla que corrige la emoción.
Georges Braque
La obra de Vicente Rojo es un concierto de múltiples propuestas, un inagotable y persistente despliegue de signos,
señales, formas geométricas, grafismos, texturas, colores…
Mediante su pintura o sus grabados, su escultura o su diseño gráfico, Rojo cristaliza, con suma maestría, complejas
proposiciones morfológico-constructivas que permiten, a la
vez, el azar y la improvisación. Recordemos, sí, que a mayor rigor morfológico, mayor libertad pictórica e, inclusive,
mayores posibilidades expresivas. Las diversas series que
se le deben –Señales, Negaciones, Recuerdos, México bajo la
lluvia, Escenarios– concentran articulaciones estrictamente plásticas con que el artista encarna experiencias existenciales en curso, tonos anímicos, sensaciones, impresiones,
juegos de la memoria… Contrapuntos entre la geometría y
la savia de la vida, entre cubos, círculos, cuadrados, círcu­
los, conos o esferas y texturas, manchas, irregularidades que
descontrolan el rigor que les da cauce. Esto explica que series como, por ejemplo Negaciones –que repite la letra T a
modo de morfología básica y sustentante del conjunto puesø vicente
rojo
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to en juego–, den lugar, sin embargo, a diferencias abiertas
a nuevas diferencias.
A final de cuentas, pintura por y para la pintura. No debe
extrañarnos, entonces, que los voceros de “la pintura mexicana” (cortina de nopal) –que no de la pintura que se hace
en México, que es cosa distinta– califiquen de formalista a la
obra de Vicente Rojo. Se equivocan. El propio pintor ofrece
una respuesta tajante: “Y aunque mi pintura se considera
abstracta, a mí me parece bastante concreta, porque parte de
formas muy reales de las que estamos rodeados permanentemente y que están en los orígenes de todo.” Entiéndase,
Rojo no ilustra ni imita ni duplica lo que ya está ahí, sino
que rinde tributo a la pintura, que en sus obras se manifiesta
como un lenguaje irreductible, con sus leyes de organización
especificas, resultantes de una larga historia que se remonta
a tiempos inmemoriales y se resiste a ser integrada en los
marcos estrechos de las realidades institucionales, sean políticas, económicas o meramente instrumentales. La manera
en que el arte, en que la pintura de Vicente Rojo en particular, se concreta en múltiples formatos y formas da cuenta,
entonces, de una ruptura, una brecha, respecto a lo codificado y socialmente adocenado; un salto al abismo, si se
quiere; un acto de resistencia que acoge lo desdeñado y olvidado, la alteridad y lo innombrable, resistencia que afirma lo
propio y lo otro. Celebremos pues, compartamos lo ofrendado.
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el sueño de la aldea
Imago urbis
L eonarda R ivera
Así como hay pensadores que han hallado su metáfora en el bosque, hay
otros cuyo discurso parece inseparable del tema de la ciudad. De éstos,
Eugenio Trías ha hecho de la imagen
de ésta el espacio propio para su discurso. Claro que Eugenio Trías no ha
sido el primero en apuntar una analogía entre ciudad y pensamiento; ya
antes otros habían fundado ciudades
ideales y habían intentado tomar también la estructura y trazados citadinos
como su modelo: había equiparado la
arquitectónica de la ciudad con la arquitectónica de algunos sistemas filosóficos.
Pero no debemos olvidar que hay
de ciudades a ciudades: hay aquellas
que sueñan con ser réplicas perfectas
de sus diseños, con calles y avenidas tan
bien trazadas como si la mano del urbanista que las concibió nunca hubiese
temblado. Existen también ciudades
genéricas que son una interminable
repetición de un mismo módulo estruc­
tural simple; ciudades que crecen hacía
arriba, que han cambiado la horizontalidad por la verticalidad, en las que
el rascacielos es la tipología final y
definitiva.
¿Cómo será esa ciudad a la que Eu­
genio Trías piensa como metáfora para
su pensamiento? Antes de cualquier
respuesta posible, debemos anotar que
durante más de diecisiete años Eugenio Trías fue docente en la Escuela de
Arquitectura Barcelonesa y que muchas de sus preocupaciones responden a las inquietudes surgidas en el
aula. Por otro lado, este pensador catalán no sólo se apropia del lenguaje
de la arquitectura para construir su obra,
sino que en ésta la ciudad se vuelve un
problema filosófico, estético. Así que
por una parte, tenemos al joven Eugenio Trías que se inaugura en el pensamiento filosófico con una tesis de
licenciatura sobre las relaciones entre
eros y poiésis –teniendo como escenario la polis de Platón– y, por otra, al
Eugenio Trías maduro que en Ciudad
sobre ciudad inaugura a la manera de
un viejo augur la ciudad fronteriza.
En Ciudad sobre ciudad, Trías apunta que su obra puede ser vista como
una ciudad y, las diversas áreas congregadas en ella, como barrios o suburbios.1 Se trata de una ciudad ideal
que se fue construyendo de forma imprevisible y desordenada; nada que ver
Tales barrios son: (1) Estética y Teoría
de las artes; (2) Ética y condición humana;
(3) Teoría de la historia y Filosofía de la Religión, y (4) Filosofía del límite.
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con esas ciudades perfectamente trazadas en los planos, ni mucho menos con
los diseños contemporáneos de ciudad
que en Oriente han dado vida a las
ciudades genéricas. La obra de Eugenio Trías se asemeja más bien a una
de esas viejas ciudades que no fueron
al principio sino aldeas y que con el
paso del tiempo se fueron convirtiendo en grandes ciudades, esas ciudades
mal trazadas, pero no mal escritas. En
Ciudad sobre ciudad, Trías acude al
Wittgenstein de Investigaciones filosóficas al intentar justificar el porqué su
ciudad fronteriza sólo puede ser fundada a posteriori o refundada; se trata
pues de “una ciudad que al estilo de
las viejas ciudades europeas posee sus
barrios y suburbios sobre los que se
edifican nuevos acomodos urbanos, y
en donde conviven viejos barrios con
expansiones o ensanches de nueva planta”.2 Algo parecido a esa ciudad a la
que Wittgenstein compara con “pensar-decir”, ese concepto de lenguaje
que contempla una pluralidad de barrios y suburbios y que, sin embargo,
tienen entre sí “aires de familia”.
En tanto criterio de distribución, la
ciudad fronteriza y sus barrios, apare­
ce justificado en la etapa tardía de su
pensamiento, aunque la ciudad, en
2
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Citado por Eugenio Trías.
tanto tema, está presente desde el comienzo. En una entrevista, Eugenio Trías
revela que siempre quiso escribir un libro
que llevara por título Ciudad sobre ciudad, que sería una especie de homenaje al viejo casco de Barcelona, pero
también a la nueva Barcelona construida sobre las ruinas de la ciudad romana. Éste es otro tema inquietante en su
discurso, las ruinas sobre las que se levanta una ciudad, una cultura o un pensamiento filosófico. Esas ciudades que
se fundan o refundan encima de otra.
A partir de Ciudad sobre ciudad puede verse ya con cierto aire de familia
cada uno de los barrios (4) que conforman la ciudad fronteriza. Esa distribución permite que la obra de Eugenio
Trías pueda ser recorrida como se recorre una ciudad, incluso si la imagen
de la ciudad comúnmente invita al visitante a perderse en sus laberintos.
En analogía, el discurso de Trías pone
al hombre como el laberinto mismo.
Una ciudad refundada en la frontera, en el límite, sólo fue posible cuando
su autor desglosó y estableció lo que
entendería por el límite, el ser del límite: “Esta instauratio magna, este gesto
inaugural de la mano cansada del filósofo, puede parecer a primera vista
la inversión del rito de fundación de
la ciudad que el propio Trías describe
en su obra Ciudad sobre ciudad. Los
el sueño de la aldea
romanos tenían a bien celebrar un rito
de inauguración de las ciudades en el
que se consultaba a un augur sobre el lugar, la orientación y la forma en la que
debía ser proyectada la ciudad.”3
Me parece sumamente sugerente que
Ciudad sobre ciudad no sólo sea una
especie de síntesis de todo el discurso trisiano, sino también una mirada
retrospectiva que reafirma los diversos temas que se fueron asentando en
cada uno de sus barrios. Este libro
–hay que decirlo– lleva por subtítulo
“Arte, religión y ética en el cambio de
milenio”.
Ahora bien, en su discurso, pensar
la ciudad significa pensar también en
el hombre, en su condición limítrofe.
De hecho, es El artista y la ciudad, y
la lectura sobre las relaciones entre la
ciudad terrestre y la ciudad celeste, lo
que lo acerca a ese límite, limes, espacio fronterizo en el que habrá de
confluir toda su reflexión.
Hay autores que parecen haber si­
do fundamentales para su comprensión de ciudad como Aldo Rossi y La
arquitectura de lo monumental, pero
sobre todo Joseph Rykwert y La idea
de ciudad. Incluso Trías hizo un próFernando Pérez-Borbujo, La otra orilla
de la belleza. En torno al pensamiento de Eugenio Trías, Herder, Barcelona, 2005, p. 308.
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eugenio trías
logo para la versión española de éste
último. Pero también hay otros autores
que se pueden ver como huéspedes
distinguidos de la ciudad fronteriza.
Entre éstos sobresalen Franco Rella y
su libro Limina, y Robert Frossier y
uno de los tomos de su obra La Edad
Media. El concepto de limes, límite,
está marcado por la topología romana
que bien osa en comentar Frossier en
su libro, mientras que la fundación de
la ciudad en la frontera, en el limes,
se aclara con algunos ejemplos que en
su momento fueron recuperados por
Rykwert en La idea de ciudad.
De manera muy breve: Eugenio Trías,
basándose en los estudios de Frossier,
concibe en un primer momento la noción del límite en el sentido del limes
geopolítico del imperio romano; una
franja leve, quebradiza, marginal, pero
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susceptible de ser habitada y, en todo
caso, situada en el intersticio entre lo
que los romanos concebían como su
mundo y el más allá (el mundo bárbaro). El limítrofe era el habitante del limes. La intención de Trías al usar esta
metáfora es para comprender la naturaleza limítrofe de nuestra condición.
Hay que subrayar que la metáfora del
limes está basada en la distribución
político-territorial del imperio romano y, en gran medida, la topología del
límite se encuentra sustentada en las
imágenes que sostienen a dicha distribución. ¿Qué pues es el limes? Es
un lugar, es la frontera, el espacio territorial donde se atraviesan elemen­
tos que provienen de distintas franjas.
El límite se despliega bajo tres cercos:
1. El cerco que los salvajes o bárbaros sometían al limes, e indirectamente, al propio cercado imperial.
2. El cerco que el propio imperio
levantaba contra sus amigos-enemigos
habitantes del limes (que generalmente era una parte del ejército que cuidaba y cultivaba ese territorio).
3. El cerco que el limes y sus habitantes fronterizos sometían tanto a
los bárbaros del más allá como a los
“habitantes del imperio”.
Visto bajo el discurso de la otredad,
el más allá constituía un territorio po10
blado de seres extraños, salvajes, sin
cultura. Mientras que el más acá, para
los antiguos, representaba el mundo.
En ese territorio podía habitar el ente
investido de razón, derecho y lenguaje.
Era el mundo de la cultura. Ese mundo tenía su limes en la frontera.
Bajo esta metáfora, el mundo es la
ciudad, la polis, y el verdadero habitante de la polis es el ser investido de
razón. El habitante del más allá es “un
falto de lenguaje y de cultura”, el más
allá es zona de bestias; allí donde se
termina “el mundo” comienza el territorio salvaje. El mundo de la otredad.
El limes, en tanto frontera, participa
tanto de un cerco como del otro, es
decir, tanto de lo racional como de lo
irracional.
La ciudad fronteriza participa de
la gran metrópoli pero también recibe
elementos que provienen del llamado
“no-mundo”. Hemos dicho que Eugenio Trías no es el primero en reparar
en la analogía sistema de pensamiento-ciudad, ni tampoco es el primero en
teorizar sobre el concepto de límite.
Sin embargo, Trías no concibe el límite como una línea que se vislumbre en
la lejanía, ni tampoco como un horizonte que limite un campo de visibilidad
que se imponga como inalcanzable o
como una barrera; su concepto de límite está basado en el limes geopolíti-
el sueño de la aldea
co romano. “El límite tiene aperturas:
accesos hermenéuticos, a lo que se halla más allá del trazado que establece.
Puede decirse que posee puertas (y
bisagras. Goznes y cerrojos). (…) Es
más, el límite –que es a la vez puente y
puerta, por emplear aquí las expresiones de un importante trabajo de Georg
Simmel– debe ser concebido en proyección temporal, y no tan sólo en términos espaciales. En este sentido el
límite posee una doble significación:
es, por un lado, terminus (el final mismo de un proceso), pero es también
limen, umbral. El límite es, a la vez,
comienzo y fin: tránsito pre-liminar ha­
cia algo que nace; tránsito terminal de
algo que finiquita (en dirección a lo
incierto).”4
Eugenio Trías siempre tuvo muy presente que la fundación de las ciudades
entraña un rito sagrado, pues constituye
no sólo la instauración de un espacio
que será habitado sino, también, un
juego de intercambios con lo que él
llama “el cerco hermético”, aquello
“otro” que siempre estará acechando a
la ciudad desde sus entrañas, aquello
otro que deberá ser colmado para que
la ciudad, en tanto espacio donde conEugenio Trías, “Prólogo” a Creaciones
filosóficas, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2009,
t. 1, p. xxxv.
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fluirá la vida cotidiana, pueda ser habitada sin la presencia de “los otros”.
De ahí su fascinación por La idea de
ciudad, donde Rykwert reconstruye, a
través de Tito Livio y otros, el complejo rito de la inaguratio (literalmente,
“buenos augurios”) de la ciudad. El
rito concluía, tras el trazado en tierra
de los surcos que constituirían los límites de la ciudad, y el depósito de
las reliquias del rito fundacional en el
mundus, en un pozo excavado en el que
éstas quedaban enterradas con el fin
de surtir efectos benéficos a la ciudad
–allí mismo se depositaban también
las reliquias del héroe o las reliquias
relativas a la ciudad matriz de la cual
la recién fundada era colonia–. Ese
mundo que aguadaba un pozo abismal
cubierto por una gran losa era, de hecho, el límite que salvaguardaba a los
vivos de los muertos. Es decir, que en
el centro mismo de la ciudad yacía “lo
otro”, de forma tal que el mundo representado en la ciudad era también
la puerta misma del submundo.
Los tres cercos presentes en la filosofía del límite no olvidan esto. Saben
que el hombre, en tanto habitante de
la frontera, del limes, está siempre en
contacto con eso “otro”. El concepto
de límite, la propuesta del ser como
límite, está presente en los cuatro barrios que conforman la ciudad fronte11
riza, una ciudad que se sabe situada
en un territorio limítrofe y que nunca
fue trazada en principio como ciudad,
sino que como toda ciudad fronteriza
creció desordenadamente, anexando
diversos temas, y que, por tanto, sólo
al final pudo ser refundada a la manera de las viejas ciudades europeas que
no tienen un trazo lineal, sino que edificios antiguos conviven con estructuras nuevas y disímiles. Al comienzo de
la aventura filosófica de Eugenio Trías
no hay ciudad ni estructura, la ciudad
fronteriza es una ciudad que crece por
todas partes, que ve el arte como un
dispositivo que en el límite instaura
significado y proyecta sentido; en la
ciudad fronteriza los temas se atraviesan y a veces se confunden. En ella, la
filosofía tiene una cita consigo misma
y con sus sombras.
1990 a través de unos amigos en común
y de su esposa María. Manuel era un
hombre predominantemente silencioso, que abría la boca de vez en cuando
ya fuese para opinar sobre música o
sobre literatura o para hacer comenta­
rios satíricos demoledores. No era, no
obstante, uno de esos escritores que
se lucen en público. Todo lo contrario:
su cuerpo delgadísimo y una curvatura
cada vez más pronunciada en la región
cervical de su espalda traicionaban la
educación monacal de la que Manuel
había sido sujeto en su juventud. En
no pocas conversaciones se refirió sin
sorna a los años en que había sido monje
benedictino en el Monasterio de Santa María de la Resurrección, en Cuernavaca, Morelos, y a la huella profunda
que esta experiencia había dejado en
su escritura. Como un personaje tomado de una novela de Dostoievski, Manuel era epiléptico y padecía visiones.
No sé en qué medida este último padecimiento era asimismo un motivo
El fervor de la escritura de contemplación deleitosa. Manuel
era capaz de desdoblarse no sólo para
convertirse en el testigo de sus aluciG abriel B ernal G ranados
naciones, sino para transformarlas en
Manuel Capetillo nació en la ciudad literatura. De hecho, esta condición de
de México en 1937 y murió aquí mis- testigo de un mundo alucinado consmo, en su casa de la colonia San Mi- tituye el material de sus primeros liguel Chapultepec, en 2008. Comencé bros, que se fueron escribiendo desde
a tratarlo a mediados de la década de el plano de cierta inconsciencia, tal y
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el sueño de la aldea
como el propio Manuel llegó a recono­
cer en algunos escritos autorreferenciales. Sus primeros cuentos (reunidos
en Las tres visitantes, de 1975) y novelas (El cadáver del tío, 1971; Plaza de
Santo Domingo, 1987) quieren reproducir la calidad de esas visiones, pero
a partir de una intuición profunda: todo
lo escrito no va más allá de la escritura. Lo anecdótico parte de ella –de la
escritura– para volver a ella. De ahí el
carácter atípico y nebuloso que desde
un principio tuvieron los experimentos narrativos de Manuel, y de ahí la
creciente conciencia de que el escritor recibe el llamado de convertir todo
lo vivido –y todo lo leído– en material
escrito.
No sé exactamente cuándo Manuel
se encontró por primera vez con La
muerte de Virgilio, de Hermann Broch.
El caso es que en determinado momento de su reflexión sobre la literatura y
sus formas convirtió la obra maestra
de este escritor austriaco en el punto de
inflexión de su obra. Si en un principio
la piedra angular para la composición
de sus trabajos literarios fue la música de Mahler, cuando Manuel alcanzó
la madurez como escritor y se volvió,
de manera consciente, más ra­dical en
el empleo de sus premisas y la enunciación de sus postulados, su punto de
referencia y el centro de gravedad
de su obra se volvió La muerte de Virgilio. En el “relato” sobre la agonía
de Virgilio, Manuel constató la existencia de un más allá de la escritura y
el lenguaje, situándolo en la reflexión
metafísica sobre la condición humana y los polos que la circunscriben: el
origen y el fenómeno inaplazable de
la muerte. En el libro de Broch, Manuel percibió una secuencia religiosa,
casi mística, que en muchos de sus
puntos coincidía con su experiencia
propia.
En 1999, Manuel publicó un ensayo
sobre estos temas: Límites de la muerte
de Virgilio. Hermann Broch: más allá
del lenguaje. De este ensayo podría
decirse que está conformado por asedios a lo que en opinión de Manuel
constituye el eje central del libro de
Broch: la descomposición del lenguaje
literario en sus elementos inmateriales
trascendentales; el desvanecimiento
paulatino de lo concreto y la manifestación cada vez más evidente de lo espiritual. En este flujo intercaló temas
que tenían que ver, asimismo, con su
propia problemática como escritor recluido entre las cuatro paredes de su
estudio y desprovisto de un sustento
económico estable: la dependencia del
trabajo literario de instancias tan superficiales y decisivas como el mecenazgo del Estado. Límites de la muerte de
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manuel capetillo
Virgilio es un libro que no ha recibido
la atención que merece. Es uno de los
mejores ensayos sobre un escritor de
la modernidad europea que se haya escrito en idioma español y se encuentra
a la misma altura de ensayos como el
de García Ponce sobre Musil.
Manuel sabía que la escritura no hace
distingos de géneros. La creación lo involucraba todo y por eso, en el mismo
nivel de profundidad y reflexión donde cohabita la totalidad de su obra, se
encuentran sus libros de ensayo, el
ya mencionado sobre Broch y el que
dedicó a desarrollar otra de sus grandes pasiones: el cine de Andrei Tarkovski. La lectura de La sacralidad
y la poética en la cinematografía de
Andrei Tarkovski resulta fundamental para comprender el alcance y el
sentido de los empeños literarios de
Manuel, desde su “novela” El final
de los tiempos hasta las obras donde
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mezcla indistintamente la reflexión, la
poesía y la narrativa –me refiero a La
espiral del agua, Paraíso perdido y
recobrado y una serie de libros hasta
ahora inéditos que Capetillo mandaba encuadernar en una papelería, en
tirajes de cincuenta ejemplares cada
uno. Realidades como las que se encuentran cifradas en las palabras sacrificio o contrición (en el marco de la
teología católica cristiana) o símbolos
como el de la tierra, el fuego, el agua
y el verbo, que son propios de la cinematografía de Tarkovski, en la obra de
Manuel se transforman en entidades
literarias que duplican la carga de su
significación en su traslado al terreno
de lo escrito.
En sus inicios, Manuel causó furor
entre sus lectores y críticos debido sobre
todo a la maestría con que manipulaba
el lenguaje y se alejaba decididamente de las modas para ir construyendo
el equivalente sagrado de una catedral
proustiana: un templo, cuya aspiración,
de acuerdo con palabras del propio
Manuel, consistía en alcanzar “su mayor altura”. La expectativa se fue apagando en la medida en que Manuel se
fue recluyendo en casa para cultivar
sus obsesiones. Su devoción por la escritura no conoce paralelos en la historia reciente de las letras mexicanas,
salvo excepciones como la de García
el sueño de la aldea
Ponce quien, por diferentes motivos,
se consagró con un mismo fervor a la
religión de la literatura. Es difícil encontrar autores donde la expresión de
la fe esté plenamente justificada a través de la palabra escrita. Manuel Capetillo es uno de ellos.
Servando Rocha:
“El verdadero terror
es que no pase nada”
C arlos A. A guilera
Hablar con Servando Rocha (Santa Cruz
de la Palma, 1974) es hablar de contracultura, política, delirio, autoridad,
secreto. Es decir, de los temas que desde hace años viene estudiando en libros
como Los días de furia: contracultura
y lucha armada (2004), Nos estamos
acercando. La historia de Angry Brigada (2008), Agotados de esperar el
fin. Subculturas, estéticas y políticas
del desecho (2008), etc… Su último
texto, La facción caníbal. Historia del
vandalismo ilustrado (2012), es un magnífico mapa de cómo el terror (y la fascinación que todo terror engendra) se
ha movido por los últimos doscientos
cincuenta años en Occidente, de cómo
aburrimiento y horror están más cerca
de nosotros de lo que nosotros en verdad pensamos…
–En La facción caníbal las relaciones entre terror e ideología quedan
muy claras. Sin embargo, la alianza
entre terror y estética resulta siempre
conflictiva. ¿Puede considerarse el terror como una de las formas de lo estético? ¿Existen presupuestos que avalen
esta idea?
–En mi libro planteo una relectura del terror como categoría estética
que, de una forma u otra, ha servido
para describir e inspirar toda la historia contemporánea, al menos desde
la Revolución Francesa y la implantación del régimen que se conoció como
el “Terror”. Cuando en 1757 un joven
Edmund Burke consideró como sublime y, por lo tanto, bello, elementos
hasta entonces completamente inauditos como la oscuridad o los gritos de
los animales, introdujo una variante a
la hora de hablar o admitir que algo
es o no es bello. Con motivo de la segunda edición de su tratado sobre lo
sublime, lo precisó aún más y puso
un ejemplo que no era otra cosa que
la descripción de un espantoso relato
de tortura y ejecución pública de un
delincuente. El relato, basado en crónicas periodísticas, provenía de París.
Burke, por otro lado, vino a teorizar el
deleite del público en las ejecuciones
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públicas, algo sobre lo que ya había
hablado Platón, entre otros. Sin embargo, al convertir el termino “terror” en
una categoría aplicable a los increíbles
sucesos que se producirían décadas más
tarde con la llegada de la Revolución,
lo sublime entró por la puerta grande
como una categoría estética que formaba parte de las revoluciones y, hoy en
día, de cómo las sociedades contemporáneas describen la fascinación evidente que el mismo terror despierta.
Burke puso de moda la palabra “terror” y, por vez primera, llamó “terroristas” a los jacobinos. Sus ideas nos
sirven hoy en día, sobre todo cuando
filósofos actuales como Baudrillard o
escritoras como Susan Sontag se han
referido a Burke y estas cuestiones.
–¿Una lectura del terror y el vandalismo en Occidente sería necesariamente una historia de los límites de la
moral, de la relación entre prohibición,
gusto y comportamiento social?
–El terror, bajo la forma de vanda­
lismo, ha sido una constante a la hora
de intentar describir esos miedos. Lógi­
camente, se trata de mecanismos defensivos, de una sociedad que describe comportamientos que la impugnan,
relatos al margen de la hegemonía cultural. Por tanto, siempre son cambiantes
y a la defensiva. Durante la Revolución
Francesa, los jacobinos eran llamados
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“caníbales” y, Robespierre, “antropófago”. Luego, con el paso del tiempo,
los miedos más profundos buscaron
otra forma y otras definiciones. El terror y el vandalismo tienen que ver
con lo civilizatorio, y lo que antes era
considerado como “vandalismo” a veces se integra pacíficamente en esa
misma sociedad.
–Siguiendo a Benjamin, ¿pudiéramos
decir que existe un aura del terror?
¿Crees que llegará el día en que sintamos más éxtasis ante una masacre,
como acto surrealista o ideología, que,
por ejemplo, ante un cuadro de Caspar
David Friedrich –para citar a alguien
que usó el éxtasis como coartada– o
una pieza musical?
–Creo que no es tanto el “éxtasis”
como el “deleite” lo que el terror saca a
la superficie. Todo acto de deleite tiene
necesariamente una parte de disfrute.
Lo vemos, por ejemplo, en los rostros
de quienes hoy en día graban ejecuciones públicas, aunque a veces no
nos hace falta un rostro: también está
presente en las voces de las grabaciones de militares americanos disparando y bombardeando objetivos bajo una
banda sonora de heavy metal. Eso es
terror, es deleite, es placer. El terror
quizás ha perdido su “aura”. Ahora
todo es más confuso e incluso el terror
puede llegar a ser tratado como pop y
el sueño de la aldea
acceder así a los museos, como el caso
alemán y la exposición que hace unos
años se hizo sobre la Fracción del
Ejército Rojo, en Stuttgart y otras ciudades. Hoy parece que nos movemos
por las mismas reflexiones que Walter
Benjamin hizo acerca de la aparición
del cine. Como amante de la fotografía
que era, le parecía que las secuencias
iban demasiado rápido. Las primeras
películas provocaban una sensación
de falta de comprensión en el público
que, aunque acostumbrado al teatro,
no entendía el montaje y la sucesión de
imágenes del lenguaje del cine. Hoy
todo es ruido, sobresaturación, exceso de información que no de conocimiento.
–¿Qué aportó la Revolución francesa y en especial la guillotina al concepto terror?
–La muerte mecanizada al servicio
de una idea. La “higienización” como
“salud pública”. Es curioso que el órgano represivo jacobino se llamase “Comité de Salud Pública”. Saint-Just,
como arcángel del terror, soñó con una
muerte más masiva y rápida. Pensemos
que la guillotina se vendía como un artilugio democrático e indoloro, donde
las familias de los ajusticiados no debían
ver días y días el cuerpo de su ser querido ahorcado. Ejemplificó de forma
fascinante la justicia revolucionaria.
servando rocha
–Uno de los síntomas de la modernidad es la higiene como ideología, como
desarrollo antropológico y político del
hombre. ¿Existe alguna relación histórica (histérica) entre higiene y vandalismo?
–Sin duda, todas las subculturas del
siglo xx, por ejemplo, fueron representadas por la prensa como bestias
inhumanas: desde los motoristas de
Marlon Brando en Salvaje, a los teddy boys ingleses o las pandillas en
Nueva York durante los setenta. Si la
ciudad al caer la noche se convertía
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en una “jungla”, entonces sus moradores debían ser “hienas”. La suciedad y
el comportamiento desviado propio de
las subculturas siempre han formado
parte de un mismo discurso. De alguna forma, las leyes represivas contra
los vándalos buscan detener un virus,
aislar una enfermedad (social) e inmunizar al resto.
–Dices en tu libro: “Sade servía para
azotar la buena conciencia de la Francia del siglo xix, e incluso el idealismo
terrorista de los Jacobinos, pero quizá no
servía tras la Segunda Guerra Mundial…” ¿Y el Salò de Pasolini? ¿No
es precisamente la película de Pasolini
un azote contra la pasividad ideológica
bajo la cual asimilamos todo lo que hemos vivido desde finales de la Segunda
Guerra Mundial hasta la fecha?
–Sí, eso es. Gente como Pasolini sirvió para destruir la falsa conciencia,
victoriosa y burguesa, de la sociedad
tras la Segunda Guerra Mundial. En países como Italia o Alemania, por ejemplo, que vivieron los totalitarismos,
debía realizarse algún tipo de operación de saneamiento espiritual. Con
ello quiero decir que, tal y como Foucault advirtió, aquello que se oculta
y prohíbe “revive en los asesinatos”.
El arte intentó expresar estas ideas,
servirles de vehículo de expresión,
porque los verdugos convivían con las
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víctimas y era una sociedad que quería una transición de golpe.
–A propósito, ahora que hablamos
de Pasolini. Una de las cosas que más
me llamó la atención es que no mencionaras nunca en tu libro a Las brigadas
Rojas y su conocido caso Toni Negri,
uno de los filósofos marxistas más importantes de los últimos decenios implicado en
el asesinato del dos veces primer ministro de Italia Aldo Moro. ¿No puede ser
pensado el asunto Negri y su posterior
exilio-prisión como uno de los puntos
cumbres del “vandalismo ilustrado”?
–Tienes razón, pero mi libro no pretende ser un compendió de grupos armados. Las Brigadas Rojas tienen una
gran complejidad, sobre todo porque
no hay una sino muchas Brigadas Rojas. Me refiero al fenómeno que en la
misma izquierda supuso el caso Aldo
Moro. Esa complejidad merecía un
desarrollo más profundo que el que
yo podría ofrecer, ya que el terrorismo alemán servía perfectamente a lo
que pretendía al plantear reflexiones
en torno al terror y el pop, a eso que se
ha conocido como “terrorismo chic” y
que, de alguna forma, esta conectado
con el “radical chic” de Tom Wolfe.
–Uno de los puntos más interesantes de La facción caníbal es la relación
que fue establecida, ante todo por ellos
mismos, entre la organización terroris-
el sueño de la aldea
ta de extrema izquierda Baader-Meinhof y algo que pudiéramos llamar la
Complejidad-Sade, sobre todo por, como
decía Bataille, “la dificultad de tomar
a Sade al pie de la letra”. Hasta qué
punto la izquierda actual, la izquierda
post-muro de Berlín, ¿es una reflexión
sobre esta nota de Georges Bataille?
¿Tiene Sade aún algo que decirle a la
sociedad actual?
–En Alemania, durante los sesenta y setenta, se produjo un fenómeno
complejísimo, sobre todo para aquellos que habían nacido justo al acabar
la guerra. Los casos de Kommune 1 y
2, dos comunas históricas donde militaron algunas de las principales figuras de la lucha armada alemana, es un
buen ejemplo. Estas comunas fueron
conocidas por el “psicoterror”, donde
sus miembros debían purgarse hasta
lo extremo, confesar sus vidas ante los
demás, sus faltas y errores o su pasado
acomodado. Todo eso quedaba atrás,
pero de forma brusca. Este tipo de fenómenos generan monstruos, y así fue.
Monstruos en el sentido de experimentos sociales. Fue Camus quien, en mi
opinión, asumió una postura sumamente honesta y sensata. Tras la Segunda
Guerra Mundial vino a considerar que
las peores fantasías de Sade se habían
hecho realidad. Por tanto, no se debía
jugar con la violencia, porque la reali-
dad era ya suficientemente pavorosa.
Todo, en sus aspectos más brutales,
se había hecho realidad, de ahí el enfrentamiento que mantuvo con André
Breton y los surrealistas.
–El accionismo vienés, ese mundo de
laceraciones, crucifixiones, sangre… ya
no escandaliza a nadie, tal y como demuestran algunos de los últimos performances de Hermann Nitsch, uno de
ellos incluso hace poco en La Habana.
¿Qué tendría que suceder para que el
escándalo o el asombro fueran de nuevo posibles? ¿Existe un sustituto “natural” a ese escándalo que hasta los
años sesenta levantaban aún determinados performances, piezas de teatro,
acciones rituales, etc.?
–Creo que es una cuestión de estrategias. Hoy, con toda la información que
tenemos, todas y cada una de esas experiencias, los activistas deben utilizar
este conocimiento como un manual de
bricolage. No existe una receta, o al
menos no existe una sola receta, sino
muchas, tantas como lo que nos demanda el tiempo que vivimos. En este
sentido, quizás hoy estemos en el peor
de los escenarios posibles, ya que el
escándalo ya no es posible con las tácticas del pasado. La realidad es ya de
por sí sistemáticamente escandalosa,
y nos exige mayor habilidad. Con respecto al arte, éste debe de integrarse
19
en la vida y no ser una esfera separada, algo así como reconstruir el sentido
de la alta y la baja cultura, para que
el arte esté a pie de calle y en nuestra
vida cotidiana.
–Puede ser leído Bin Laden (a quien
la Roudinesco en su excelente Nuestro lado oscuro considera uno de los
grandes perversos de los últimos tiempos) como una suerte de Obra de Arte
Contemporánea? ¿Dónde se ubican los
límites entre lo estético y lo “real-agresivo”?
–Bin Laden es el último ejemplo de
que el terror, bajo la forma que adoptó, ya no aterroriza. Su estilo era fascinante: mesiánico, una especie de Jesuscristo invertido. Llama la atención
que jamás escuchásemos su voz real,
o al menos casi nadie recuerda haberla escuchado, porque daba igual, su
presencia por si sola servía y cumplía
a los fines propagandísticos (a ambos
lados, tanto para quienes lo consideraban un héroe como para los que lo
rechazaban) del mismo terror. Ahora
mismo es la desaparición del rostro,
del nombre, de una identidad clara, lo
que dirige el terror. Los encapuchados
armados ya no aterrorizan como antes,
pero sí una especie de hombre del
saco, anónimo, que puede ser nuestro
mismo vecino y que es usado por el
mismo poder para decretar estados
20
de excepción. Aunque los asesinos de
Boston, por ejemplo, tuvieran rostros,
se trataba de demonizarlos y colocarlos
dentro de esa idea de “lobos solitarios”
para desconfiar de nuestro vecino, de
quien sea. Esto es peligroso, muy peligroso, porque bajo la excusa de la
seguridad se suprimen libertadas fundamentales o se mantienen a la gente
encerradas, sin cargos claros y de forma indefinida.
–Todo tu libro está atravesado por
el mondo-rock, sus anécdotas, covers,
personajes, etc… Para alguien que lleva años estudiando el concepto Terror,
¿cerca de qué ubicaría este género: vandalismo, canibalismo, escándalo…, lo
sublime?
–De todo ello. El rock and roll ha
servido de vehículo conductor de los
discursos de los espectadores, del público en general, de la misma sociedad. El rock and roll ha utilizado el
terror para multiplicar su mensaje, que
no tiene que ser necesariamente liberador, sino catártico, salvaje, incivilizado.
–Se puede decir, para finalizar, que
lo incivilizado, tanto en su acepción de
banalidad como de resistencia ante los
grandes mitos ideosociales del presente, ¿es la última forma que ha tomado
ese terror que ya en el siglo xviii Edmund Burke empezó a observar como
el sueño de la aldea
uno de los signos más importantes de
“nuestro tiempo”?
–El terror contemporáneo aparece
con otros elementos que, aunque parten
de lo que ya advirtió Burke, difieren
de éste. Por ejemplo, Burke decía que
una de las características de lo sublime (del terror bello o, como decía el
poeta Yeats, de las bellezas terribles),
es que debe existir “una cierta distancia” con “ligeras modificaciones”.
Creo que el espectáculo, la televisión
o el reality show demuestran que se
disfruta desde el voyeurismo. Asistimos a una procesión de imágenes de
puro terror cómodamente sentados en
nuestras habitaciones convertidas en
naves nodrizas, lo que ha conducido
a insensibilizarnos porque ese terror,
para que sea más terrorífico, continuamente transgrede sus propios límites.
Ahora mismo todo vale, o casi. En la
actualidad, vemos cómo se resucita esa
idea del choque de civilizaciones y el
nombre de Burke, curiosamente, es
defendido por el liberalismo o la derecha. Claro que Burke quedó espantado cuando los jacobinos pusieron en
marcha, y de qué forma, lo que él tan
sólo intuyó en su famoso tratado. El
terror ahora debe revestir otras ideas.
Ya no sirve la imagen de alguien que
nos señala con un dedo. Quizá, como
decía Barnett Newman, el verdadero te-
rror es que no pase nada y eso es algo
que muchos sentimos en una sociedad
de auténtico espectáculo y parque de
atracciones mediático.
El escritor “bueno”
y el escritor “malo”
J avier H ernández Q uezada
Quizás una de las consecuencias directas de los disímiles procesos de mo­
dernización, registrados durante el siglo
xx latinoamericano, fue la paulatina
retirada del escritor como garante del
cambio y de la transformación colectiva. Perdidas las llaves del “reino”,
tan caras para figuras pragmáticas de
la talla de Martí, o de otros modernistas como Darío, el escritor se convirtió
en un modelo dinámico: el del creador
a la caza del arca perdida de su reconversión, o lo que era lo mismo, al menos
en ese momento, de su utilidad. Más
cerca, pues, del esquema decimonónico, que garantizaba su participación
activa en los espacios reminiscentes
del poder, digamos que se aferró a una
labor magisterial, donde la prédica de
el modelo resultó fundamental. Sin
importar muchas veces el motivo o la
21
causa que estuviese en
juego, insistimos, este es­
critor ubicado entre dos
mundos echó mano de
los recursos del registro
literario para solucionar
los problemas; situación
que, en principio, impli­
có un acatamiento: el de
concebir la actividad crea­
tiva como evidencia del
esfuerzo individual dirigido a la mejora continua de la realidad.
Nos parece que, en esa
dirección, los trabajos de la
élite proindigenista mexicana se llevan las palmas,
justamente al manifestar,
a través de sus páginas,
cómo la literatura palia
un problema y subraya
la idea de que el creador jamás debe ser testigo mudo de la historia,
sino al revés: su actor más consciente
e instigador, volcado de lleno en la
praxis de la denuncia social. Semejante activismo, desde luego, visto a
la distancia, hace de tales biblias del
compromiso y la redención obras de
escaso valor, convirtiendo de paso a
sus autores en prototipos del escritor
“bueno” o “buena gente”, interesado
22
en mostrar, estéticamente hablando,
las dificultades de los grupos étnicos
del país y mostrar situaciones conflictivas, caracterizadas, la mayor parte
de las veces, por su efectismo chantajista y conciliador. Una literatura, ésta
(se entiende), politizada, preocupada
por los demás, que, dueña de sus recursos, manifiesta el claro interés de mover a la acción, señalar el origen de los
problemas y poner de presente la idea
de que la labor creativa, dadas las circunstancias, está obligada a ejemplificar en el debate público de la nación;
debate en el que, cierto, se presentan
reparos e intereses colectivos, típicos
del mundo occidental y donde, práctica común, la voz del marginal apenas
si se hace notar, por no decir que brilla por su ausencia en el marco de un
escenario excluyente, en el que quien
ostenta el don de la palabra es el observador externo, comprometido con
la realidad de los desamparados, pero
ajeno a la misma, debido a su evidente posición.
Tal interés por el rescate-redención
del prójimo es claro que se vuelve más
perceptible todavía en aquellos representantes del escritor “bueno” que se
dan a la faena de transformar la realidad, mas siendo consciente de aquello que se vincula con el trabajo que
realizan: el fomento a la cultura. Ha-
el sueño de la aldea
blamos de escritores como José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Octavio Paz,
Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis, etc.,
que independientemente de que en sus
obras hayan abordado o no temáticas
de índole social, y asimismo hayan fustigado con sus críticas a la hegemonía
en turno (o de plano, se hayan aliado a
ésta en pos de lograr un determinado
fin), efectuaron labores extraliterarias,
encaminadas al desarrollo y crecimien­
to colectivos. Se comprende que, escritores serios y publirrelacionistas a
la vez, debieran trabajar en dos frentes,
a veces encontrados: primero, en aquel
que les reclamaba la obra artística e
intelectual desarrollada; y, a la par, en
aquel otro que les exigía el activismo
cultural desempeñado, el cual los hacía
actuar como lo que hemos mencionado
anteriormente, si ustedes gustan con
ligereza y frivolidad: como escritores
“buenos”, incapaces de equivocarse;
como escritores probos que, además de
concebir una obra importante, de suma
valía para el desarrollo de nuestras letras, se dieron a la tarea de generar
proyectos, fortalecer instituciones. En
una palabra: aportar desde las trincheras de la inteligencia y la sensibilidad.
Cierto es que semejante activismo, a la
larga, generó consecuencias de toda
clase, y salvo casos extremos, que corrieron el riesgo de ser olvidados en el
calabozo de la historia (pensamos en
la versión apocalíptica de Vasconcelos), produjo un modelo individual de
representación donde lo importante,
lo destacado, fue el desenvolvimiento
del escritor frente a los demás. En sí,
entendemos que tal responsabilidad
puede o no cuestionarse, ya que hablamos de una labor complementaria,
que muchas veces está lejos de afectar los sentidos del pensamiento y de
la creación; sin embargo, es notorio
que, en casos como los aludidos, existe un excedente de sentido que determina el papel histórico del escritor, y
eso, bien lo sabemos, en ocasiones se
vincula con un proyecto integral en el
que está la obra, pero también la gestión pública del autor.
Hablar entonces de la obsolecencia
del escritor “bueno” no supone pensar que el modelo en cuestión, como
tal, haya desaparecido, o que necesariamente se encuentre en el peldaño
último de su etapa final. Todavía son
bastantes los que, en el caso mexicano, saben que el desarrollo de una labor dual genera plusvalía, máxime si
se considera las implicaciones campales de la labor creativa-intelectual
en un país en el que la solución definitiva al problema de la educación,
y por ende al del acceso a la cultura,
parece hallarse a años luz. Hablar, por
23
ende, de una tradición, donde el pragmatismo del escritor es el baremo de
la calidad, supone entender que la lógica opera: que ella resulta atractiva
cuando existen afanes redencionistas
que se colman satisfactoriamente a tra­
vés de la bifurcación de una tarea magisterial, que hermana la literatura con
la acción. Empero, hablar de tal tradición también conlleva asumir que
existen muchos autores que definitivamente no encuentra ninguna placer
en eso de andar por la vida aleccionando, o, de ser el caso, promoviendo
el bienestar común. Atrincherados en el
frente de una guerra creativa, concebida para poner a raya los demonios del
interior, se dan a la tarea de patentizar
un egoísmo funcional que de buenas a
primeras asusta al lector, pero que visto
a la distancia resulta fundamental en
pos de entender los alcances reales de
sus proyectos de creación. Escritores
que son serios (muy serios), digamos que
ejercitan el arte de la contradicción,
echan peste contra quienes los critican
debido a que sus objetivos se miden con
un rasero muy diferente al del caso anterior. Reiteramos: escritores “malos”,
que declaran la muerte de los “buenos”: dejan de lado las empresas manumisoras habidas y por haber, como
si con ello se liberaran, de una vez
por todas, de cargas enormes sobre la
24
espalda y encontraran el camino de
la sinceridad (de su sinceridad); y no
sólo eso, como si además mostraran
su desencanto mayúsculo con eso que
llaman el main stream de la literatura
nacional.
Al respecto, nos parece que es importante recuperar un texto rijoso, publicado
hace algunos años en el suplemento La
Jornada Semanal por Rogelio Villarreal:
“Rebelión en el basurero” (1994), donde, de cierta manera, el autor precisaba las claves de lo que denominaba la
crisis de la “legislatura de la literatura” mexicana y subrayaba el supuesto
de que frente a los creadores “fieles
y bien portados, arrogantes y seguros
de sí mismos (...) inteligentes y aristocráticos”, surgía otra clase de literatos, los cuales asumían una condición
particular: la de ser “sucios, feos y
malos”:
para nadie es un secreto el entusias­
mo que me producen los relatos, en­
sayos, novelas y crónicas –inéditos aún
en su mayoría– de autores intransigentes (con los clanes literarios, of course) y arteramente soslayados como
Guillermo Fadanelli (quien acuñó el
término de “literatura basura” para
oponerlo sarcásticamente a la “literatura seria”), Mauricio Bares, Juan M.
Servín, Cuauhtémoc García, Naomi
Simmons, Enrique Blanc, Rafael Tonatiuh, el genial Julio Haro y varios
el sueño de la aldea
más poco afectos a las veleidades que
acompañan por lo general a la condición de escritor (inencontrables, por
tanto, en antologías recientes) y que,
a mi modo de ver, han sabido distinguirse por la audacia de sus ideas (he
ahí las cínicas tesis posmodernas de
Fadanelli en boca de sus aciagos, pro­
caces personajes), la precisión e ironía
de su lenguaje (Bares y sus malabares sintácticos no desmerecen frente
a Copi o Cabrera Infante: afirmación
nada gratuita si se toman la molestia
de compararlos), la agresividad de
sus imágenes (Adán y los cancerberos, de Servín, es la novela inédita
más densa y violenta que he leído últimamente) y (...) por ser más libres, y
amenos que aquellos aferrados histericamente a los cánones: para ellos la
literatura no es una cuestión litúrgica
ni escalafonaria sino, por el contrario,
un juego vital, agresivo, riesgoso y placentero.1
Más allá del tono apologético que
destilan estas palabras, que levantan
un sinfín de sospechas sobre la objetividad del argumento vertido, pensamos que Villarreal acierta al enumerar
las características de un tipo de escritor
diferente, que si lucra con algo (hay
que decirlo así, sin reparos) es con el
mito del autor inadaptado, ajeno a los
deberes putativos de un rol. Y tan
Rogelio Villarreal, “Rebelión en el basurero”, en La Jornada Semanal, núm. 298,
México, 26 de febrero de 2005, p. 36.
1
acierta Villarreal que, pasados los años, algunos de los
escritores que menciona cons­
tituyen una de las ramas
actuales más vigorosas del
arbol de la literatura mexicana, que se distingue de
otras por los aspectos enunciados: nos referimos a su
capacidad de rebelarse en el
“basurero”, sobre todo en el
momento de soslayar los usos
y costumbres de un campo
artístico cuyo dinamismo pro­
crea especímenes literarios
en confrontación y favorece
el desenvolvimiento de una
“dispersión multitudinaria”,
como llamaba Leonardo da
Jandra y Roberto Max a la
generación emergente de los
años noventa.2
Repetimos: casos como los
de Fadanelli, Bares, Servín,
entre otros, son paradigmáticos para comprender los cambios
que se generan, en particular si tomamos en cuenta la irrupción de un
modelo que, diferente/opositor, altera
las coordenadas literarias del deber
Leonardo da Jandra y Roberto Max,
Dispersión multitudinaria. Instantáneas de
la nueva narrativa mexicana en el fin de milenio, Joaquín Mortiz, México, 1997.
2
25
ser y demuestra, cito de nueva cuenta yan propuesto, en el pasado reciena Villarreal,
te, formatos creativos como los de la
“literatura basura”: formatos que, al
capacidad y sensibilidad no sólo para
decir del crítico Rafael Lemus, son la
entender, sino para transcribir la enrarecida atmósfera de la posmoderni- resulta de un autor (Fadanelli, en este
dad [a la mexicana] y sus complejos caso) “obsesionado con los bajos fony contradictorios efectos en las ideas dos” y para el que “lo particular”
y sentimientos del hombre; la sordidez de la abrumadora vida cotidiana
en las grandes urbes del planeta (…)
es asumida sin dramatismos fáciles ni
estereotipados; por el contrario, sus
salidas sorpresivas e ingeniosas resultan en textos crudísimos de hiriente
perspicacia, no en vano se alcanzan a
percibir en sus letras ciertas influencias benéficas perfectamente aclimatadas: Carver y John Fante, por citar
sólo dos.3
En suma: es evidente que con el
advenimiento del escritor “malo” la
acción de contravenir voluntariosamente los esfuerzos de los que inventan y
actúan se normaliza (se sistematiza),
dado que, habiendo cambiado las reglas (producto de un proceso integral
de relativización), muchas de las consignas antiguas caen en desuso y/o se
olvidan. De ahí que, a estas alturas,
no sorprenda que se hable de la obsolescencia del escritor “bueno” y de
que los autores incorrectos (léase, los
autores mencionados) propongan o ha3
26
Rogelio Villareal, Op. cit.
no es la suciedad sino el vacío, no la
sordidez sino la apatía [en especial al
presentar] personajes [que] raramente lloran y frecuentemente matan [sin
reivindicar nada], entre otras cosas por­
que ya nada puede ser reivindicado. Lejos de él [Fadanelli] descansa la obra
de su admirado Jonh Fante, atestada de
pasiones, y la de Raymond Carver,
tensa y angustiante. La suya destaca,
contrariamente, por el desierto afectivo y el vacío de significados. Está
cerca de esos autores contemporáneos
descreídos (Michel Houellebecq, Bret
Easton Ellis), convencidos del ocaso
de lo humano. Escribe desde el abismo
sin pretender fugarse o sellarlo. Nada
lo sorprende, nada le simpatiza. Es,
gustosamente, nuestro indiferente.4
Sin duda, buena parte de los libros
de Fadanelli refieren esta concepción
literaria, más cerca del caos y de la
“maldad”; con todo, además de los de
Fadanelli existen otros libros que reRafael Lemus, “La otra cara de la apatía”, en Letras Libres, núm. 64, abril 2004,
http://www.letraslibres.com/revista/letrillas/
la-otra-cara-de-la-apatia.
4
el sueño de la aldea
velan los pormenores de una escritura
turbia y poco higiénica, que se pavonea en el descaro y descreimiento de la
causa social: tales son los casos, para
hablar de trabajos más o menos recientes, de ese paradigma de la “maldad”
que es Apuntes de un escritor malo (2009),
de Bares, o de esa autobiografía intelectual que es Del duro oficio de vivir,
beber y escribir desde el caos (2012), de
Servín, donde de nueva cuenta se patentiza la intención de un desmarcarse de lo que tradicionalmente ha sido
la actividad del escritor.
Así propuesto, hemos de indicar
que, para el primero (Bares), el escritor “ma­lo” supone varias cuestiones,
entre ellas la de “ser tan importante
como uno bueno, por la sencilla razón
de que los escritores malos continuamente [contribuyen] a que destaquen
los destacados; en pocas palabras:
[son] la diferencia que los diferencia”;
de igual modo, afirma, la de padecer
en carne propia miles de “negativas”,
las cuales se vinculan con el ninguneo de la obra:
Confieso que, en mi caso, estoy más
que curtido, porque me han dicho de
todo. Desde:
–Lamentablemente, su trabajo no
está de moda…
–Lo sentimos pero su nombre es
poco literario…
Hasta:
–Discúlpenos, pero está usted muy
feo (…)
Por el momento, lo importante es
que ya nada me preocupa: sé que nun­ca
alcanzaré las cumbre hemingwayia­
nas aunque me ponga camisas hawainas,
o lo que esté de moda.5
A la par, es llamativo el planteamiento de Servín, quien, en Del duro
oficio de vivir, beber y escribir desde el
caos, indica que un escritor “malo” es
aquel que propone escribir
desde la ironía, desde la rabia, el desafío, el desamparo y la deriva. Vivir
el aquí y el ahora llevando a cuestas
todo aquello (…). Mi deseo de ser reconocido a mi modo, al modo que me
enseñaron Jack London, Louis-Ferdinand Céline, Nelson Algren, Serge
Gainsbourg, Dannie Martin o Ring
Lardner, es decir desde la pasión por
el lenguaje sin reparar en la técnica
(…), como una bocanada de aire puro
luego de sumergirse en las profundidades del alma humana. Con descar­
go e ironía. Desde la periferia del poder
empalagoso o el halago desmedido
que se convierte en el peor enemigo
del escritor (…) me inclino por proponer un gusto genuino por ciertas
estéticas y éticas que van más allá
de las tendencias de una época. El
feísmo como arte mayor. Si parto del
Mauricio Bares, Apuntes de un escritor
malo, Nitro/Press, México, 2009, p. 11.
5
27
hecho probado de que toda tradición
literaria y musical se modifica, se reinventa a sí misma y se enriquece con
sus mismas contradicciones, como
escritor considero un acto de justicia
apostar por una literatura que florece
a contracorriente del canon.6
Por lo que hemos explicado, el pro­
tagonismo consciente del escritor “malo”
se resuelve en un franco desprendimiento de las causas colectivas y en un proceder desarraigado, que poco o nada
abona a la deificación de la imagen
personal. Hostil y separado, como si
fuera consciente de que las prioridades
se transformaron de un tiempo acá, se
enfoca en el devenir de una tarea insustancial, que ha perdido su brillo,
su aura, convirtiéndose en algo así como
en una actividad menor, dicho esto desde la perspectiva de la colectividad.
Y ello finalmente por las condiciones
imperantes, que han dado al traste con
el discurso emancipador y la praxis
6
J. M. Servín, Del duro oficio de vivir,
beber y escribir desde el caos, Cal y Arena,
México, 2012, pp. 12, 14.
28
ejemplarizante; y, a la par, cabe agregar, por los hartazgos de un escritor
fastidiado-agotado que, consciente de
su puerilidad, esgrime textos apáticos,
vacíos, irónicos, los cuales de inmediato nos hacen pensar en la defunción de
un modelo esquemático e insustancial.
De esta suerte, es viable admitir que
en el terreno accidentado de la literatura mexicana la irrupción del autor
antimodélico viene a confirmar la expansión de una expresividad diversa,
en la que nuevos nombres se postulan
y hacen las veces de impugnadores de
la tradición; de impugnadores de lo establecido, luego de rentabilizar lo que
Villarreal ha definido como “la sordidez de la abrumadora vida cotidiana”.
En efecto, los clásicos de esta ¿corriente? los hemos mencionado, pero
creemos que es importante agregar a
la lista los nombres de Julián Herbert,
Heriberto Yépez, Antonio Ortuño, Carlos Velázquez, Daniel Espartaco, etc.,
escritores que han dejado de hacer de
la literatura una mistificación de índole trascendental.
Tristans Tristesse
P ablo P iceno
In the deepest ocean,
the bottom of a sea,
your eyes
they turn me
Radiohead, “Weird Fishes/Arpeggi”
Dirás a la tierra de Israel: “Así
dice el Señor Yahvé: Aquí estoy
contra ti; voy a sacar mi espada
de la vaina y extirparé de ti al
justo y al malvado.”
Ezequiel 21, 8
Le malheur des autres est entré dans ma chair.
Simone Weil
I
Tristan llora.
Para desatar su cofradía de Finisterre
se sienta silencioso y cuenta las estrellas.
Quintillos, marmotas, cigarra.
29
–La luminosa esfera que habitan,
¿cuándo se embrocará?
Mi amor, eso que ves ahí
no son estrellas. Es tu
sistema nervioso.
Y Tristan, que arde en amor por Isolde,
trágase las estrellas con un abrir y cerrar de alma,
ahoga a gajos ritornelos aprendidos de andanzas estivales.
II
No es agua ni arena la orilla del mar.
La profundidad de los mares es tersa,
los granos de arena son tierras frugales,
contienen en su microcosmos casi todo
y nada casi.
De paso se unieron sus sosas historias,
sus simplicidades,
encallaron fosas y quizás,
solamente quizás,
construyeron la arena per se.
*
El halo bifocal se desgarra en un tímido aullido.
La soledad no es agua ni arena
30
la orilla del mar debe estarnos mormando la respiración.
Un sigilo ajetreado se monta en el viento.
Me estamos ahogando.
Dijo y fue claramente un milenio
que pasó de prisa,
llegó mucho más tarde de cuando se suele llegar;
sin embargo, se instaló en el tiempo.
Mi corazón desde entonces no tiene manecillas.
Duermo impacientado.
El vino me sienta muy mal
después de tres copas,
después de las tres.
El último discurso me catapultó
entre los nuevos héroes del nuevo septiembre
que no celebramos.
Era un pretexto decir que todo comenzaba.
Algo había que decir.
No es lo mismo decir lo mismo
que no decirlo.
Aun así, odio toda balanza
y le penne col pepperoncino.
–Die Frauen in Israel,
31
die hätt’st du mal sehen müssen.
Das sind echte Frauen!*
Y sonreía con su alto acento eslavo.
No me daba miedo.
Parece mentira que un hombre pequeño
cual vengo a ser yo
camine y recoja sus huellas añicos a océanos de ti,
repentinamente me vino pensar
en que tu soledad no es agua ni arena
la orilla del mar que veía era un cuerpo,
un monstruo marino,
un desierto mojado,
un cementerio,
un espía,
algún altavoz.
Pero que agua y arena no.
La orilla del mar era más.
Debía serlo.
III
Cuando casi ya cesa la noche,
Tristan no descansa, no siente el sueño.
*
32
“¡Las mujeres en Israel, / las hubieras visto! / Esas sí que son mujeres.”
Dentro de él,
gritos y alboroto.
Quintillos,
marmotas,
cigarra.
Cuando tenía poder y habitaba muy lejos,
se imaginaba arquero de una fantasía.
Repartía los mares en extrañas islas
y nombrábalas una por una:
–Repite tu nombre:
–Isolde.
–Repítelo:
–Isolde.
–¿Quién eres?
–Isolde.
¿Isolde, quién?
–Soy yo, Isolde.
–Isolde mí.
–No, Tristan. Tú no eres Isolde.
Yo seré Isolde.
Y desembarcaba.
IV
para usarla de escudo contra la inteligencia esplendorosa
33
y sembrar confusión entre los jueces examinadores
para hacerlos toser en medio de la obra
y ridiculizar los modales que enervan las huestes
para reverberar la sordidez gris / la bandera insurrecta para golpear las fatuas paredes / desgajar los muros y desandar sus callejones / techos de sátiras
parias destazados colgando / oyendo con los ojos la oscuridad
de la vida minuciosa / del azar que con sangre desciende
de quién es la tierra / quién ordena que arda el habla del inválido
quién desvientra las luces que le pertenecen para bordar sus tallos
álamos alabastros vísceras ajenas / para quién quien revela la tierra
semilla raída / trémula / grávida / segueta insulsa / cruces y cruces
calles y calles y andar por caminos impropios / plantar por qué / para
quién / qué sucede
cómo viene a torcerse la nota / a arrojarme y retomar la calma sin cuerdas
tenderlas sin nada / sin explicación / frotando detritos / llagando en el alma
hace falta / arde / hace falta,
oh, make me a mask and a wall and a spie
to shut from us all!
V
Yo era alto como un infolio.
Y dos voces me hablaban.
Quintillos, marmotas,
cigarra.
34
Te oí venir de pronto,
sentarte a mi lado,
hacerme el amor impreciso.
Tú sabes que pertenezco al mar.
Que no vengo de hombres.
Que de todas las furias del mundo he bebido las olas.
Que no sabes de mí
que el asilo me aprieta las plantas.
Que te veo sonreír, hurgar lento,
que no puedo decir qué mordazas me cuelgo del cuello,
cuánto arrugo la piel escribiéndote.
Y no quiero que nunca lo sepas.
No envejezco por ti.
¿Pero sabes también entrar sin golpear las puertas?
¿Abrazarme espantada?
¿Remojar las pestañas en mi muerte fluvial?
¿Ser la sombra escombrada?
¿Guardarlo todo y callarlo todo?
¿Sabes también no ser tú?
¿Puedes serlo?
Apaguemos la luz.
Tengo, amor, tengo miedo.
35
VI
Tristan ora y toca el mar,
precipita el descenso.
Levantar las manos,
oír pianos, Ravel, ver la aurora.
Contempla que todo es frágil,
que el mundo es un vidrio sempiterno
y que no dura nada y vuelve a la nada que nunca será.
Quintillos,
marmotas, cigarra.
–Cuando podías ver,
¿qué ave era la que te cantaba?
–Yo creo que susurras de más.
Pero Isolde no habría descendido, no entendía aún de eso.
No extendió las manos.
No oyó a Ravel.
El ave que era quien cantaba el adagio assai
lento y majestuoso.
Bastaría con eso.
El tiempo se rompió desde entonces.
36
Desde entonces su corazón
no tenía manecillas.
VII
Un pájaro vuela, se eleva.
En su vuelo rebasa la niebla
y parece tejer un techo,
un abismo ínfimo.
Detiene su giro,
fermenta sus plumas.
*
El sueño parece un cuento, una premonición.
Tristan se ahoga lejos.
Tristan es la tristeza y el tiempo.
Tristan sueña no serlo.
Tristan es la tristeza y el tiempo.
La leyenda del amor volátil
no es la tristeza y el tiempo.
Tristan odia el destierro.
Tristan es una isla llamada Isolde.
Tristan no ignora el pájaro que vuela,
pero Tristan, que arde en amor por Isolde,
no sabe ser isla,
ya no tiene fuerzas.
Las olas lo alejan de tierra.
37
El poeta visionario
C hristopher D omínguez M ichael
¿Murió Paz siendo “el gran intelectual de derecha de México”, como lo calificó el subcomandante Marcos? ¿Terminó por ser un liberal, un neoliberal o
un neoconservador, inclusive, quien había comenzado siendo de izquierda?
Resumamos. Fue, primero, un enamorado de la Revolución Mexicana y de
la Revolución Rusa, y para estudiar a Paz hay que estar mirando, un ojo al
gato y otro al garabato, a una y a otra. Con esa doble pasión fue a España,
donde inició su desaprendizaje del comunismo soviético y su marxismo-leninismo. Primero creyó que Stalin, al liquidar a los viejos bolcheviques, había
traicionado a la Revolución de Octubre y, durante la segunda posguerra, Paz,
criptotrotskista, esperó encontrar al fin el huevo del Fénix en Europa y ver
cumplirse la profecía de Marx del postergado triunfo de las revoluciones
socialistas en los países avanzados. En 1951, las evidencias de los campos de
trabajo desperdigados por toda la urss, denunciadas en París por Rousset y,
tras él, por Paz desde Sur, lo convencieron de que los crímenes del socialismo burocrático todavía no eran suficientes como para contaminar la pureza
de la doctrina.
Durante todos los años cincuenta y setenta, Paz fue un heterodoxo de
izquierda que denunciaba el horror totalitario siempre y cuando no se cruzara un límite de cortesía, el decir que frente a esas nefastas sociedades
totalitarias, en el Este, estaban las no menos decadentes sociedades capitalistas en Occidente. Esa simetría hipócrita, sostenida por intelectuales que
gozaban de todas bondades del sistema capitalista, autorizaba la solidaridad
con cualquier nueva revolución, en China, Cuba, Vietnam o Nicaragua, con
la esperanza de que finalmente apareciese alguna que no fuera traicionada
38
el poeta visionario
por sus comisarios, impidiendo que Saturno devorase a sus hijos y permitiendo,
al final, una tercera vía anticapitalista. A
ella se aferró Paz, todavía con apasionado entusiasmo, durante ese mayo francés
de 1968 en que creyó ver retornar a sus
viejos maestros libertarios, visionarios
e igualitaristas. Con ese ánimo, decaído
cuando Paz, a diferencia de otros, se dio
cuenta de que aquello era un espejismo,
volvió a México, ya como el jefe espiri­
tual que combate al ogro filantrópico, in­
sistente en fundar un partido de la tercera,
de una izquierda capaz de rescatar lo que
se pudiera de la Revolución Mexicana y
su nacionalismo revolucionario y virgen
si fuese posible de las aberraciones estalinistas.
Solitaria, enarbolando un “socialismo
democrático”, transcurrió toda la aventura
de Paz en Plural, pese a que la izquierda
octavio paz
real (la nueva izquierda era frecuentemente más totalitaria que la vieja), pretendiese expulsar a Paz y a su grupo,
del discurso, por liberal, palabra que en 1971 era un sambenito que el poeta
ni podía ni quería colgarse al cuello. Internamente, los cambios eran profundos, constantes y decisivos en Paz: a la lectura de El archipiélago Gulag que
volvía monstruoso, de raíz, el universo concentracionario soviético como un
remolino que succionaba las ideas de Lenin y quizás hasta las de Marx, se
sumó el descubrimiento, tras el 68 mexicano y su lectura desde Postdata, de
la democracia política no como medio hacia el socialismo, sino como fin en
sí mismo.
El ogro filantrópico es obra de un poeta cuyo impulso, examinar la verdadera naturaleza del poder político en las ya ancianas revoluciones mexicana y rusa, sigue siendo marxista pero a quien los instrumentos analíticos
39
christopher domínguez michael
proporcionados por la heterodoxia marxista ya le resultan insuficientes, nutriéndose, en los Estados Unidos, de la tradición del pensamiento político
anglosajón que lo llevaría de regreso a otra Francia, la de Tocqueville. El
enfrentamiento, a su vez, con la izquierda mexicana, se vuelve no sólo intelectual sino político en 1971 y en 1977. Abandonada la vieja puta, la Diosa
Revolución, Paz toma el camino de la reforma democrática, la cual requiere
de que el poeta en funciones de jefe espiritual dialogue con el príncipe. Distancia, no autismo. La democratización de México deberá venir de arriba pues
la izquierda, como diría su amigo Revueltas, no tiene cabeza. Deberá ser resultado, nuestra “democracia sin adjetivos”, como la llamó Krauze en 1984, de
un consenso donde el anquilosado régimen de la Revolución Mexicana deberá
participar en su propio entierro tras haber cumplido su ciclo. Eso en México.
A través de Tiempo nublado, Paz, durante la segunda guerra fría, la de
Reagan, rechaza con violencia la revolución sandinista y la guerrilla salvadoreña, guevaristas y leninistas. Las rechaza por su naturaleza burocrático-militar, pero no porque no encarnen una tercera vía en la que Paz ya
no cree, desde antes de que en 1989 las democracias liberales triunfen por
completo, moral e ideológicamente. La caída del muro de Berlín termina con el
contencioso pues la herencia entera de la Revolución Rusa (de la cual a veces
Paz todavía hace algún esfuerzo desesperado por salvar a Trotski, en mi opinión inútil, pues tiene a su amigo Serge como consuelo) se ha derrumbado. La
discusión en el Encuentro por la Libertad, de 1990, esa que algunos han creído
remotísima (como si en el ombligo de la luna no hubieran matado a Trotski y
como si no fuese aquí, en Coyoacán, donde el bolchevique y Breton, con Rivera como testigo, hicieran un intento más por transformar el mundo y cambiar
la vida, nada menos), es cuál es el precio a pagar por la izquierda heterodoxa,
los eternos minoritarios y derrotados mencheviques, por la extinción del comunismo. El precio debe pagarse y será alto, reconoce conmovedoramente
el neoyorkino Howe en el encuentro de San Ángel. Paz es de los que deciden
abandonar la tradición socialista y brindarse, como lo ha dicho Yvon Grenier, no al liberalismo como ideología, sino como temperamento.1
Yvon Grenier, Del arte a la política. Octavio Paz y la búsqueda de la libertad, fce, México, 2004.
1
40
el poeta visionario
Paz sueña con que, en el futuro, socialismo y liberalismo puedan ser
sintetizados. (Obsesión que también ocupó a Ortega y Gasset.) Un pragmático
podría haberle dicho al poeta: ésa síntesis ya existe, es la noble tradición socialdemócrata, cuya ausencia tanto lamentaba Paz en México. Pero el poeta
quería ir más lejos y los liberales están mal dispuestos a tolerarlo muchos
días en su casa, pues el poeta arrimado, romántico por surrealista y surrealista por romántico, piensa que el mercado no basta para hacer felices a los
hombres. La democracia, le responden, no está hecha para hacer feliz a nadie y aunque Paz, según yo, se resignaba ante los aspectos poco románticos
de la sociedad abierta, la vieja incomodidad regresaba siempre. Poner a Paz
contra Paz es lo mejor que podemos hacer, como lo pidió Jesús Silva-Herzog
Márquez, al prevenir a los lectores del poeta de la momificación que podían
atraer los fastos del centenario en 2014.2
En Europa, entre la caída del muro de Berlín y el desmembramiento de
la Unión Soviética, Paz podría haberse acomodado sin causar mayor impresión por la naturaleza de sus ideas, entre los moderados del partido socialista
español o francés, pero muerta la Revolución Rusa la insólita longevidad de
la Revolución Mexicana lo complicaba todo. Ésa es la encrucijada de 1988:
la moral de las convicciones indica que el demócrata debe aceptar la voluntad del electorado pero ésta no ha podido expresarse por la propia naturaleza
autoritaria del régimen que rechaza: un partido de Estado al que combaten
los devotos nostálgicos del corporativista general Cárdenas y los partidarios
vigentes del eterno y totalitario comandante Castro (esas paradojas no se le
escapaban a Octavio). “Para saber si ganó Cárdenas habría que consultar el
I Ching”, dijo Paz alguna tarde del otoño de 1988. Los demócratas radicales,
unos de izquierda, otros de derecha, exigen la solución ética –repetir las elecciones pues ha sido defraudada la voluntad popular– que no es, como diría
Paz haciéndose eco de los matemáticos, la solución elegante, es decir la más
simple. El poeta que había renunciado a la embajada de México en Nueva
Delhi por un apremio moral, escándalo ético que lo llevará a ejercer de jefe
espiritual y regresar a México para convertirse en un demócrata, reemplaza
la moral de las convicciones, diría Max Weber, por la moral de la responsa2
Jesús Silva-Herzog Márquez, “Paz contra Paz”, en Reforma, México, 31 de marzo de 2014.
41
christopher domínguez michael
bilidad, el jodido mal menor. Zaid lo dice de manera perfecta en aquellos
meses: la nación tiene derecho a demandar la repetición de las elecciones,
pero no debe ejercerlo, por su propio bien.
Al decidirse por la moral de la responsabilidad –por la que optó Ortega
y Gasset en un caso más trágico al decidir su regreso a la España de Franco
para mantener vivo, en esas condiciones, el liberalismo– en el México de
1988, Paz se comporta como un liberal conservador, es decir, las instituciones
deben conservarse casi al precio que sea pues sólo de ellas pueden emanar
las libertades públicas. Krauze y los más jóvenes pensábamos distinto, en
ese entonces, que la transición a la democracia se había retrasado demasiado y que ese retraso era acaso más nocivo que el desorden. Yo encuentro que
está en la lógica de una vida a plenitud cierta retirada conservadora. La prefiero ante el espectáculo a la vez teratológico y conmovedor de un Cortázar.
Ante el salinato, la moral de la responsabilidad –que fue por la que
optaron, también, los vencidos, sentándose en la Cámara de Diputados y en
el Senado, volviéndolos un infierno para los adormilados priistas– de Paz se
enreda con su creciente afición al liberalismo económico, su abandono de los
dogmas estatistas de su generación y la confianza un tanto ilusa en los dotes
de reformador de Salinas de Gortari. Paz no sólo era hijo de la Revolución
Mexicana sino contemporáneo de su presidencialismo y era dado a creer
en la omnipotencia de nuestros dictadores constitucionales. Su error, mal
reconocido en 1997, no fue creer en la honradez del presidente sino aceptar
la posposición de la primera de todas las reformas, la democrática. Pero Paz
apoyó a Salinas de Gortari porque se lo exigen ya no sólo su responsabilidad
ante la crisis de 1988, sino sus nuevas convicciones liberales.
En los años noventa, por primera vez puede decirse que Paz ya no pertenece a ninguna de las viejas familias socialistas y los liberales más puros
u ortodoxos están dispuestos a recibirlo en su seno sólo como un viejo compañero de viaje, tal cual lo resume con claridad meridiana Aguilar Rivera: “Mi
desencuentro es con el Paz romántico que ha descrito muy bien Yvon Grenier.
Paz fue presa del Mito. Como Rousseau, desconfió siempre de la modernidad. En El laberinto de la soledad Paz afirmó: ‘El liberalismo es una crítica
del orden antiguo y un proyecto de pacto social. No es una religión, sino una
ideología utópica; no consuela, combate; sustituye la noción del más allá
42
el poeta visionario
por la de un futuro terrestre. Afirma al hombre pero ignora una mitad del
hombre: ésa que esa expresa en los mitos, la comunión, el festín, el sueño,
el erotismo’.”3
Aguilar Rivera, uno de esos puros, le da la razón al Paz de 1950 pero
lo aplaude para rechazarlo: “Tenía razón: el liberalismo combate. Durante
décadas combatió en la misma trinchera que los liberales, luchó contra los
mismos enemigos, pero como los comunistas y los anarquistas en la guerra
civil española, no eran la misma cosa.” Sin mostrar, en apariencia, ninguna
evolución sincrónica en sus ideas, Aguilar Rivera va recogiendo muestras,
que abundan, del desapego de Paz al liberalismo, una de 1989 (“No soy liberal porque el liberalismo deja sin respuesta la mitad de las grandes interrogaciones humanas”) o las declaraciones a Scherer García de 1993 sobre la
ceguera del mercado y sus mecanismos que, convertidos en el “eje y motor
de la sociedad”, son “una gigantesca aberración política y moral”. A Aguilar
Rivera le molesta que Paz encuentre, un tanto pedante, que “en muchos
aspectos la democracia moderna es inferior a la antigua”4 porque en Atenas
la democracia era directa, no burocrática, como si pudiera haber –digo yo–
modernidad sin burocracia o modernidad sin Estado.
Pudo Paz, tras leer a Solzhenitsyn en 1973, dirigirse, por el camino de
Fourier, hacia el anarquismo, pero la moral de la responsabilidad –la necesidad, que no la urgencia, de una democracia para México– lo condujo hacia
el liberalismo, confluyendo con Cosío Villegas pero también con Rossi, Zaid
y Krauze. Otra vez aparecen esos desencuentros narrativos en el cuento de
las dos revoluciones: cuando Rusia y México se alejan demasiado y rompen
la paralela, la jefatura espiritual está en problemas y el ogro filantrópico se
duplicaba a los ojos del peregrino. Aguilar Rivera da en el clavo cuando desdeña las fantasías octavianas de esa nueva filosofía política, que recogería
“la doble herencia del pensamiento moderno de Occidente: el liberalismo y
el socialismo, la libertad y la justicia”. “Como si no pudiera existir justicia
sin socialismo”,5 remata Aguilar Rivera. En efecto: para la generación de
José Antonio Aguilar Rivera, “Vuelta a Paz”, en Nexos, enero de 2014, p. 82.
Ibid.
5
Ibid., p. 83.
3
4
43
christopher domínguez michael
Paz y otras que la siguieron, erráticas, socialismo era sinónimo de justicia.
El incrédulo Paz leyó a Rawls pero no le convenció, le pareció admirable
como una catedral gótica, entró y se salió. ¿Nozick? Un palacio de cristal,
me imagino: translúcido y helado. Tan inhabitable que el propio teórico libertario abandonó su construcción.
Los extremos, fatalmente, se tocan. Me da gusto que Paz incomode entre la ortodoxia liberal, que sea socialdemócrata entre los liberales y liberal
entre los socialdemócratas, lección de heterodoxia perseverante. Recuerdo
el desconcierto que sentí en Tepoztlán, durante uno de los encuentros de
Liberty Fund, en la década pasada, cuando un libertario se refirió desdeñosamente a Paz como “un buen soldado de la guerra fría”. Ah, caray, yo estaba
acostumbrado a defenderlo de la izquierda, no de la derecha. Si Aguilar Mora,
desde el ultrabolchevismo nietzscheano, le reclamaba no resolver a favor de
los esclavos la dicotomía entre la historia y el mito, un liberal puro de otra
generación, Aguilar Rivera, rechaza “el anhelo de comunión de Paz, de reintegrar las piezas rotas de una felicidad primigenia. Nunca pudo escapar al
mito del eterno retorno. La historia lineal, que progresa, era una impiedad”,
de la cual se desprende su condena, condena que retira y Aguilar Rivera
no lo dice porque ciertamente no es muy notoria. Paz regresa sigilosamente
al seno de su abuelo Ireneo y de “ahí su convicción”, sigue Aguilar Rivera,
“sobre la misión espiritual de la Revolución mexicana: restaurar la continuidad histórica interrumpida. Paz descreyó de las revoluciones, en especial
de la soviética, pero nunca se emancipó del mito de la Revolución como
restaurador de un tiempo roto”.6
Discrepo. Justamente, al mantenerse atraído por la revuelta zapatista
sin dejarse tocar por su sentimentalismo, Paz demostraba que había logrado
hacer, como jefe espiritual, de la democracia liberal una segunda naturaleza
y lo mismo esperaba del resto de los mexicanos. No se dejó atraer por el mito
agrario de la comunidad zapatista que a tantos turistas revolucionarios llevó
a la Lacandonia de Marcos. Paz aceptó con quejas de moderno y de poeta
–los modernos, sobre todo si son poetas, son antimodernos– ese “presente
democrático” que Aguilar Rivera describe con realismo como “mediocre,
6
44
Ibid., p. 83.
el poeta visionario
insulso, burgués, filisteo y antiheroico”. Concluye Aguilar Rivera exaltando
a Tocqueville, quien aceptó “el nuevo mundo democrático sin aplausos, pero
con aplomo”.7 También Paz, contra lo que dice su crítico liberal.
No es fácil describir o etiquetar el pensamiento de Paz, no porque sea
hermético, sino porque es obra de un poeta-pensador y no de postulante
de un sistema cerrado de creencias políticas o religiosas. Igual ocurre con
Eliot, Yeats o Pound. Las reflexiones del primero sobre la sociedad cristiana
en conflicto con la modernidad son francamente parroquiales: lo que las
hace tan complejas es cómo se relacionan con La tierra baldía o los Cuatro
cuartetos, de la misma manera que si Yeats sólo hubiera dejado Una visión
en cualquiera de sus dos versiones ocuparía, quizás, un capítulo en la historia del esoterismo, mientras que, como intento de explicación de su poesía,
precisamente esa esoteria lo vuelve fascinante, y si las teorías económicas
de Pound son una tontería usada con vileza, insertadas en los Cantares se
vuelven claves para escudriñar la asombrosa locura del poeta de Idaho. La
política de Paz importa porque viene de su poesía y regresa a ella, tras haber
dominado, como una jefatura espiritual tan influyente como la de Valéry o
la de Machado, sobre la ancha república de sus lectores. Si Paz acabó por
ser un liberal romántico, como lo dicen, a su favor o en su contra, importa
poco cómo etiqueta, incluso si concedemos que otro liberal romántico, Victor
Hugo, condenó a la vez la Comuna de París y su sangrienta represión por los
versalleses, llegando a ofrecer su casa en Bruselas para recibir a los comuneros perseguidos.
Paz nunca alentó ningún tipo de represión política del Estado mexicano,
ni en los lejanos años de los movimientos ferrocarrilero y magisterial, a fines de
los años cincuenta, no en 1968 desde luego, ni durante el Halconazo de 1971
ni en 1988 durante las protestas cardenistas ni cuando ocurrió la revuelta
de los neozapatistas, a quienes levantó Marcos impulsado por los últimos
estertores de la más maligna de las violencias revolucionarias, la de inspiración bolchevique. Quienes firmamos el desplegado del 24 de febrero de 1995
corrimos un riesgo, pues el río podía salirse de madre pero las cosas salieron bien: cesó la persecución de los jefes zapatistas y se reanudó el diálogo
7
Ibid.
45
christopher domínguez michael
una vez recuperado el territorio segregado del país.
Por fortuna, los neozapatistas surgieron en 1994 en el
seno de una sociedad ansiosa de modernizarse que,
sin destruirlos, los preservó gracias a la voluntad de
paz de todos los contendientes. En 2014, el subcomandante Marcos anunció su retiro como vocero del ezln.
Fiel a su tono irónico, se presentó como una botarga
que había terminado su vida útil.
Renunció a los dogmas económicos de su juventud y, si ser neoliberal significa batallar por la sociedad
abierta, Paz lo fue, habiendo puesto toda su jefatura espiritual a favor de ella. Con quienes han hecho de él el
supremo neoliberal aliado del presidencialismo agonizante es difícil discutir pues parten de una petición de
principio: dado que lo que ellos llaman “neoliberalismo” es el Mal absoluto y Paz, en esa demonología, un
condenado sin remisión. Pero son los liberales quienes lo critican, como hemos visto, por haber exigido la
vigilancia del mercado por el Estado, como lo había
hecho su amigo José Guillerme Merquior, el teórico
brasileño del liberalismo que defendió cierto bonapartismo en la economía. El mercado sin control no es la
menor de las amenazas contra la sociedad abierta.
Murió pronto Paz, preocupado por nuevas síntesis,
más joven que quienes escogen cierta academia y “su
cárcel de conceptos”, como él diría.
Y mucho menos Paz fue un neoconservador, lo
digo yo que encuentro provecho en leer a los padres,
reales o supuestos, del neoconservadurismo como Leo
Strauss, sin asustarme tampoco al encontrar sapiencia en el testimonio de
quienes, viniendo de la izquierda marxista, ahora son neoconservadores,
como Irving Kristol o Norman Podhoretz, por más que me irrite el reposo
endulzado de oraciones que han escogido para morir, tan distinta a la preocupación ominosa que distraía al agonizante poeta mexicano de la muerte.
46
el poeta visionario
No hay en Paz ningún elemento neoconservador, salvo la coincidencia, añeja
e inevitable de la izquierda democrática con la derecha anticomunista, en
la denuncia del totalitarismo de raíz bolchevique en todas sus manifestaciones. ¿Podría serlo el hombre a quien su hija Laura Helena, neoconservadora
avant la lettre, le había dirigida aquella carta de octubre de 1968? De esas
coincidencias, en México, habla con claridad Armando González Torres: “Lo
cierto es que para los años 80, ante la pobreza o práctica inexistencia del
pensamiento político de derechas en México, muchas de las ideas de Paz en
defensa de la libertad individual, contra el avasallamiento del Estado y los
regímenes totalitarios y contra la izquierda pueden asimilarse por diversos
grupos de interés. Esto permitió que sus adversarios vieran coincidencias y
alianzas entre Paz y estos grupos. Esta lectura no es exacta y, pese a que muchas veces su liberalismo se contaminó de una fe ingenua y un anticomunismo
galopante, Paz conservó siempre una retórica antiburguesa de origen romántico y existen múltiples aspectos de su pensamiento inadmisibles”8 para la
derecha mexicana.
Paz fue un poeta ateo y anticlerical, sensualista y romántico, a quien
conflictuaba, entre Camus y Breton, su fascinación por Sade, un rebelde surrealista y un practicante del yoga tántrico, visitante de iglesias y templos
en busca de la otra voz y no de agua bendita o pasta de sándalo en la cara.
Que nadie busque en su obra una defensa de las comunidades tradicionales,
algún espanto por la desacralización de la vida pública (que no de la poesía
como religión profana) o alguna bravata a favor de los valores familiares (él
que calificó a las familias de “criaderos de alacranes”), como lo han querido
vender, para despistar, algunos profesores que ni siquiera conocen qué es
el neoconservadurismo y cuál es su historia: creer que la inovocación a la
re/vuelta sea una confesión de ese orden tornaría en conservadores a buena
parte de los rebeldes modernos.9 Paz defendió con insistencia el control de
la natalidad y estaba en favor del aborto, aunque criticó los excesos de las
Armando González Torres, Las guerras culturales de Octavio Paz, Colibrí, México, 2002,
pp. 109-110.
9
Avital H. Bloch, “Vuelta y cómo surgió el neoconservadurismo en México”, en Culturales, Universidad Autónoma de Baja California, vol. iv, núm 8, Tijuana, julio-diciembre de
2008, pp. 74-100.
8
47
christopher domínguez michael
feministas de los años setenta. Sor Juana, su Faustina, había sido una poeta
que osó meterse en los problemas teológicos propios de los clérigos, los viejos jefes espirituales de la catolicidad y ello la perdió. Dudo que el autor de
Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe pueda ser contado, con un
mínimo de seriedad, entre los neoconservadores.
La crítica capital contra Paz, que se vuelve personal pues la jefatura
espiritual hace una sola cosa del autor y la obra, va por otro lado y fue Luis
Villoro (quien murió como filósofo del neozapatismo, manera intelectual y
moral ajena del todo a mi comprensión del mundo) quien la enunció en 1999.
Para Paz, resumía Villoro, “la poesía no se identifica con los poemas; es una
apertura de la existencia hacia la verdadera realidad, la cual es ‘otredad’.
Lo absolutamente otro es lo Sagrado. Paz ve en lo poético ‘uno de los nombres de lo sagrado’. Pero no lo sagrado coagulado en dogmas e instituciones
mundanas, de las religiones positivas, sino la realidad última, una que ésta
más allá de toda institución y de todo dogma’.” La poesía, según lo deduce
Villoro en Paz, es la voz que dice no, la celebrada, por el poeta, “otra voz”.10
“Admitir que nuestra realidad es ‘otredad’ permite sólo dos actitudes”,
asevera Villoro, “la primera es el destierro, el apartamiento del místico, del
artista creador, del visionario; la segunda es la disrupción frente al repetitivo
mundo de los poderes y las convenciones satisfechas. ‘La empresa poética
coincide lateralmente con la revolucionaria’ pues las palabras del poeta ‘revelan a un hombre libre de dioses y señores’.”11
Esta crítica, esencialista y antiliberal, de Villoro (que estaba entre los
intelectuales con quienes Paz se reunió en 1971 para formar un nuevo partido
de izquierdas) da en el blanco al señalar la contradicción acaso insalvable
entre “la otra voz” y lo que yo llamo la jefatura espiritual. Tras reconocer
la fidelidad del poeta Paz a “la otra voz”, su crítico filósofo deplora cómo
“muchas veces lo vi vacilar ante la entrada que él mismo había vislumbrado.
Porque lo uno ‘sin segundos’ –dicen los Upanishads– se manifiesta en mil
maneras y formas y muchas veces quedamos atrapados en ellas. Paz, movido por la pasión, creyó su misión romper lanzas, no sólo contra barberos
10
11
48
Luis Villoro, “Una visión de Paz”, en Letras Libres, núm. 4, México, abril de 1999.
Ibid.
el poeta visionario
y sacristanes del poder tradicional, sino contra todos los que proponían un
mundo que creían ‘otro’, el mundo de la utopía. De los disidentes sólo vio el
aspecto dogmático, patente en su máscara ideológica; fue ciego, en cambio, a
la dimensión ética, libertaria, de su acto disruptivo. Sin comprensión, atacó
a quienes debían ser sus hermanos en la búsqueda –por caminos distintos,
es cierto– de lo otro”.12
No sé si sea posible para un poeta, que también es hombre político,
aplicar ese idealismo ecuménico, más religioso que intelectual, que Villoro
le exige, pero insisto en la crudeza con que lastima una herida imposible de
cicatrizar, ya no se diga en Paz sino en tantos otros poetas, entre la comunión y la soledad. “A menudo”, sigue Villoro, “lo vi dejarse acariciar por
los halagos de la fama, condescender al encanto del poder, económico, político, literario, vislumbrar para sí el púlpito del magisterio intelectual. En
todo ello, no percibí ‘la otra voz’, sino la cansina palabra que se complace
en las lisonjas de este mundo. Y recordé sus propias palabras: ‘Si el poeta
abandona su destierro –única posibilidad de auténtica rebeldía– abandona
también la poesía y la posibilidad misma de que ese exilio se transforme en
comunión.”13
“¿Soy injusto?”, se pregunta un Villoro que visitó a Paz en Nueva Delhi
sorprendiéndose de encontrar meditando en taparrabos al yogui Pannikar en
el jardín del embajador.14 “Es probable”, concluye Villoro, “porque a aquello que amamos exigimos la perfección, y la perfección es inhumana. Pero el
Paz que quedará no será la imagen laureada que los cantores de una cultura
oficializada se apresuran a incensar; el Paz que quedará es el que supo abrir
una puerta a otra realidad. Porque sabía que una vida incapaz de perturbar
al mundo no merece ser vivida.”15
Ibid.
Ibid.
14
CDM, Correo de Juan Villoro, 11 de mayo de 2014. Juan Villoro además me cuenta de
las discusiones que tuvieron él y su padre, con frecuencia en desacuerdo, sobre Paz. Me
confía que cuando murió don Luis en 2014, su empleada doméstica le dijo: “ ‘Su papa le dejó
un paquete.’ Era una mochila grande, cilíndrica. Contenía las primeras ediciones de casi
todos los libros de Paz, subrayados minuciosamente por mi padre.”
15
Villoro, Op. cit.
12
13
49
christopher domínguez michael
Pensando en los problemas de la jefatura espiritual a los que se refería
Francisco Romero, ante Ortega y Gasset, podría decirse que para Villoro
la condición de jefe espiritual de Paz no se avenía bien a bien con “la otra
voz”, la del poeta. Pienso, como contraejemplo, en Antonio Machado, aquel
ya fatigadísimo que visitan Paz y Garro, en Rocafort, en 1937. Machado, durante la República y su derrota, acaso sentía que él había sido elegido por su
otro yo (por Abel Martín, uno de sus filósofos populares) para hacerse cargo
de los otros y ayudarlos a sobrellevar la “incurable otredad”16 que padecen,
según se lee, del propio Machado, en el epígrafe de El laberinto de la soledad. En Paz, la jefatura espiritual es indubitablemente elegida con todos
los problemas que ha de cargar quien la elige. Esa elección significa, como
decía Yeats en Una visión, es saber hacerse presente y no sólo ofrecer una
política sino una defensa de la poesía (a la cual Paz dedicará su último libro
sobre el asunto, La otra voz. Poesía y fin de siglo en 1990), una teoría de la
imaginación y un tratado sobre la naturaleza humana, que en el caso de Paz
fue La llama doble. Amor y erotismo (1994).
Las visiones, en ese sentido de panoramas concebidos en su integridad
y no de iluminaciones místicas, no se limitaron a la polis mexicana, desde
El laberinto de la soledad hasta el “drama de familia” neozapatista. En su
poesía, Paz intentó, desde “Himno entre ruinas”, introducir una visión de
la Historia, en el sentido del “desmoronamiento de una civilización” como la
había hecho Pound, búsqueda ausente en la generación anterior a la suya en
México y el resto de la poesía en español. Aunque en Cernuda, dijo, a veces
aparece la Historia, “en Huidobro y Neruda, en cambio lo que aparece” es
solamente la política.17
En Árbol adentro (1987), su último libro de poemas, Paz no sólo se permite libertades y “descuidos” que un poeta menos maduro no se permitiría,
según dice Antonio Deltoro, lector interesado en lo que otros llaman “el
estilo tardío” de los poetas. Aparecen, también en ese libro final, los poemas largos donde el poeta se despide de su ciudad a través, de nuevo, de
Octavio Paz, Obras completas, V. El peregrino en su patria. Historia y política de México, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2004, p. 47.
17
Marco Antonio Campos, “Paz y la historia”, en Proceso, núm. 407, 20 de agosto de 1984,
p. 47.
16
50
el poeta visionario
visiones copiosas de México, de la ciudad moderna en general, en “Hablo
de la ciudad”, “catarata emparentada con Whitman y Álvaro de Campos”,
al decir de Deltoro. O se enfrenta, a la manera estoica de Quevedo, el poeta
que lo acompañó (junto con Neruda, quien fuera “su enemigo más querido”)
al final.
Puede haber también, casual o no, en el título del libro un recuerdo remoto de una de las novelas de su abuelo, Amor y suplicio (1873), que comienza
hablando de los árboles que hacen “la primavera perpetua” donde comienza el
melodrama de don Ireneo, una línea de investigación que ofrezco a quien
pueda interesar.18 En “Ejercicio preparatorio”, Paz pide morir con “la conciencia del tiempo / apenas lo que dure un parpadeo.” Hay en esa poesía final,
“pocos atardeceres, pocos crepúsculos vespertinos, y muchas inauguraciones del día, cada vez más inesperadas y bienvenidas”, dice Deltoro.19
La historiosofía, concluyo, no fue un agregado ensayístico a la poesía
de Paz, fue una segunda naturaleza contra la cual a veces se rebeló, a veces
se conformó. Para él el ensayo fue iluminación poética y, la poesía, poesía
crítica, como dijo Andrés Sánchez Robayna.20 Paz nunca logró la precisión
milimétrica propia del cirujano filosófico del Valéry de los Cahiers pero Eliot
no nos dejó una poética como El arco y la lira. Todos ellos compartieron el
interés o la curiosidad por Oriente: el más osado fue Pound (“A quien Fenollosa le llenó la cabeza de tonterías”, según me escribe Asiain desde Kyoto),
pero el más penetrante fue, con mucho, Paz, pues a Eliot le bastó (y no es
poca cosa) con el Bhagavad Gita. Con Valéry y Eliot, Paz escribió numerosas e incisivas páginas “periodísticas”, penetrantes miradas sobre el mundo
actual, como llamaba a las suyas el poeta francés. Pound, como ensayista,
me temo que no resiste la comparación con Valéry, Eliot o Paz. Pero los Cantares son poesía e historia, asombrosa y enloquecida poesía de ideas. Esa
unidad la detectó el más autorizado para hacerlo, el mismo Eliot, para quien
su crítica y su poesía, la preceptiva y la práctica de Pound, componen una
Ireneo Paz, Amor y suplicio, Tipografía de José Rivera, Hijo y Cía, México, 1873, p. 7.
Antonio Deltoro, “Vivacidad y caída en los últimos poemas de Octavio Paz”, en Enrico
Mario Santí, Luz espejeante. Octavio Paz ante la crítica, Era, México, 2009, p. 414.
20
Andrés Sánchez Robayna, “La poesía última de Octavio Paz”, en Enrico Mario Santí,
Op. cit., p. 409.
18
19
51
christopher domínguez michael
sola oeuvre y “para leer la poesía de Pound es necesario entender su crítica,
para leer su crítica entender su poesía”. Lo mismo se aplica, me parece,
con Paz. Sus ensayos, algunos preclaros si se leen aislados, son sintéticos y
esquemáticos como lo es el agradable ABC de la lectura. Valéry, descreído
de la persona, no escribió un Mallarmé como Paz un Villaurrutia. A Eliot, a
su vez, nunca se le hubiera ocurrido escribir una biografía de santo Tomás
Moro como Paz hizo la de sor Juana, aunque el mexicano nos quedó a deber
un misterio dramático como Asesinato en la catedral.
¿Chocan alguna vez, como se lo temió Cortázar, ambas aptitudes, la del
poeta y la del crítico? Tal pareciera que no, lo cual lo convierte en un sujeto
de ardua exposición: la poética de Paz no sólo examina la historia de la poesía universal sino, por extensión y añadidura, explica, antes que a ninguna
otra, la poesía del propio Paz. Lo mismo ocurre, por cierto, con los autores
de La joven Parca, La tierra baldía o los Cantares. Julien Gracq, en su André Breton, explica ese mecanismo también presente en el poeta mexicano:
“Poeta y teórico, Breton es siempre el uno y el otro al mismo tiempo”, lo cual
se vuelve muy embarazoso para los profesionales de la clasificación literaria. El pensamiento teórico bretoniano, agrega Gracq, nace en el seno de las
imágenes y éstas acaban por sumar la obra entera.21
Asociado de principio a fin a la tradición romántica que hace del poeta
un visionario, es decir, ese hombre absolutamente reflexivo que se mueve
por el tiempo, Paz no sólo une la poética con la política sino entiende, como
Pound y como Eliot, que la poesía no es suficiente para comprender la poesía. Por ello la reflexión sobre la poesía, desde El arco y la lira hasta La otra
voz, se encuentra entre lo que él más amó de su propia obra aunque, a diferencia de Yeats, Pound o Breton, nunca necesitó de refugiarse en lo oculto.
Ni en el ocultismo propiamente dicho, un arma a disposición de quienes se
oponen a las religiones establecidas, ni en la oscuridad textual, esa “dificultad” tan propia del siglo xx. Hugh Kenner en The Pound Era (1971) dice
que esa oscuridad es menos una falta de aptitud mental que la necesidad
casi fisiológica de bajar la cortina sobre los paisajes mentales en plena luz
del día. Paz no necesitó de ella ni como poeta ni como ensayista. En sus
21
52
Julien Gracq, André Breton, José Corti, París, 1948 y 1982, p. 73.
el poeta visionario
poemas hay misterios pero nunca son obligatorias esas
famosas e imprescindibles notas explicativas que Eliot
puso al final de La tierra baldía y de las cuales nunca
se pudo deshacer, ni su Obra poética requiere de los
manuales de interpretación y concordancia que exige
Pound, quien, como a su amigo, le agradaba sembrar el
camino de su admiración con hermeneutas. En ello, la
claridad filosófica, inclusa la sequedad de sus maestros
Antonio Machado y Jorge Guillén vinieron en su auxilio. Esa transparencia, para usar una de sus palabras
preferidas, impera en su último libro de poemas, Árbol
adentro, que quizá sea, como dice Stanton, el mejor.
Dice Paz en “Conversar”: “En un poema leo: / conversar
es divino. / Pero los dioses no hablan: / hacen, deshacen
mundos / mientras los hombres hablan. / Los dioses, sin
palabras, / juegan juegos terribles.” 22
En Árbol adentro termina el ciclo memorioso con
poemas largos como “1930: vistas fijas” y de “Kostas”,
el homenaje de Paz a Papaioannou, el resumen final,
junto con el enfático “Aunque es de noche”, quizás el
epitafio de su historiosofía. La memoria va cediendo su
lugar a esos poemas epigramáticos que le permitirán
sobrevivir en esa Antología griega que la posteridad va
recopilando, como la serie “Al vuelo” o “Hermandad”.
Esa brevedad final, sabia o humilde, nos lleva al repaso
de La otra voz, que repite, con un tono algo cansado y
didáctico, los temas agotados en Los hijos del limo pero
agrega preocupaciones aparentemente menores que hermanan al viejo Paz
con el joven Pound, tan preocupado en escribir poesía como en editarla y
difundirla. Salido un par de años después que Primeras letras (1988), la coCDM, Conversación con Anthony Stanton, ciudad de México, junio de 2013; Paz, Obras
completas, VII. Obra poética (1935-1998), Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2004, p. 744.
22
53
christopher domínguez michael
lección que armó Enrico Mario Santí de la prehistoria octaviana, La otra voz
trata de las “minucias” que le obsesionaban o le divertían cuando la nueva
mesa de redacción se reunía con él, primero en Avenida Contreras y luego
en Coyoacán a fines de los ochenta: el número y la calidad de los lectores
de poesía, sus dimensiones ayer y hoy, su naturaleza en los Estados Unidos,
en Francia o en España, el bien o el mal que a la poesía le ha hecho quedar
bajo la protección de las universidades, las amenazas del comercialismo en
la novela y en la pintura (las dos artes más codiciadas y corrompidas por el
mercado), la necesidad de las pequeñas editoriales, como lo fueron en un
principio la nrf, Faber & Faber o New Directions para generar anticuerpos
contra las epidemias propaladas por el mercado.
Pueden preferirse, en cualquier poeta-crítico, al poeta sobre el ensayista: se entiende que “el obispo Eliot” y sus conferencias cristianas, como
llegó a llamarlo Paz, aburran a los fanáticos de Tierra baldía y se pueda amar
toda la poesía de Yeats sin asomarse una sola vez a Una visión. De la misma
manera se puede paladear la poesía de Pound, incluso aquella incrustada en
los Cantares, sin comprometerse con su historiosofía. O al revés: se aprecia
más a Breton como agitador secular y padre del surrealismo que como poeta.
En cambio, el par de poemas centrales de Valéry son vistos, cada vez con
mayor admiración, como la punta del iceberg de un pensamiento filosófico
esencial, guardado bajo llave en sus vastísimos cuadernos de escritura. Habrá quien se conforme con los poemas de Paz sin recurrir a su poética pero
su caso no es el de su querido Cernuda, de cuyo Pensamiento poético de la
lírica inglesa (1958) y de mucha de su prosa crítica, siendo honrada y seria
aunque profesoral en un poeta que no era profesor, puede prescindirse para
evaluar al poeta: en su caso, insisto, con la poesía es suficiente.
En Paz una comprensión a profundidad exige considerar todas sus visiones como una obra indivisible. Lo mismo ocurre con la jefatura espiritual.
La de Pound, terminada de manera tan humillante e iniciada con la lectura
inepta de economistas charlatanes, fue castigada por la ley y reprobada universalmente tras la Segunda Guerra Mundial. Al darle el Premio Bolingen de
la Biblioteca del Congreso en 1948, los jurados trataban de disociar al poe­tacrítico, en mi opinión condenados al fracaso, del fallido jefe espiritual. Nunca acabarán los irlandeses de discutir en qué medida el filofascismo de Yeats
54
el poeta visionario
contaminó su poesía y hay cierto acuerdo en que el comunismo de Neruda es
una hojarasca que, podada de su poesía, la engrandece. Un Machado, convertido en autoridad moral de la República Española al hundirse, ni el más
circunstancial de sus llamamientos a perseverar, cuanto todo está perdido,
suena falso o ajeno a su retórica profunda. Pudo ser ingenuo o ciego Machado pero a su voz la maltrató el falsete del ideólogo. No creo que sea el caso
de Paz, las obsesiones políticas de su jefatura espiritual pueden reprobarse,
incluso metodológicamente como adversarias de “la otra voz” pregonada por
el poeta, como lo sostuvo Luis Villoro.
El poeta, el poeta-crítico y el jefe espiritual son en Paz una unidad, al
grado que el poeta francés Claude Roy dijo que el mexicano haría pensar en
Hölderlin o Nerval escribiendo los tratados de Tocqueville o Marx. Roy se
excede en la comparación: pero muestra el sentido del deslumbramiento provocado por Paz. Fue, para concluir en otros términos –los de Marina Tsvetaieva–, un “poeta con historia” que a diferencia del poeta “puramente lírico” es
un “hombre de voluntad”,23 lo que yo he llamado un jefe espiritual, nunca un
pensador sistemático, ni intentó ser un profeta o volver, como lo quiso Pound en
su batalla contra la usura, su propia poesía en una historia “particular” de esta o
aquella infamia. Paz fue, como lo han dicho sus mejores críticos, desde Xirau
hasta Giraud, un romántico desengañado: sueña con una religión de la poesía
pero lo despierta un escepticismo que le impide, en su sentido religioso, el
entusiasmo. Sus visiones, como la que leeremos, no necesitaban serle dictadas, como a Yeats, por aquellos Dictantes que le hablaban a través de su
señora. Una de las últimas visiones de Paz, más que verse, se escucha: “Entre la revolución y la religión, la poesía es la otra voz. Su voz es otra porque es
la voz de las pasiones y las visiones; es de otro mundo y es de este mundo,
es antigua y es de hoy mismo, antigüedad sin fechas. Poesía hermética y
cismática, límpida y fangosa, aérea y subterránea, poesía de la ermita y del
bar de la esquina, poesía al alcance de la mano y siempre de un más allá que
está aquí mismo.” 24
Marina Tsvetaieva, Art in the Light of Conscience. Eight essays on poetry, traducción y
notas de Angela Livindton, Harvard, 1992, pp. 138-139.
24
Octavio Paz, Obras completas, I. La casa de la presencia. Poesía e historia, Galaxia Gu­
tenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2004, p. 697.
23
55
christopher domínguez michael
La otra voz también incluía a ese otro vasto continente de su obra de
poeta, la traducción o las versiones de otros poetas, esas Versiones y diversiones (aparecidas en primera versión en 1974) que ocupan casi el 40% de su
Obra poética e incluyen, del francés, una colección que va, entre muchos, de
Théophile de Viau a Alain Bosquet y Yesé Amory (Marie-José Paz), pasando
por Apollinaire, Cocteau, Reverdy, Éluard, Michaux, Char, Breton y Georges
Schehadé. Tradujo, con Xirau, a Gimferrer del catalán. Del inglés tradujo
mucho de William Carlos Williams y de Tomlinson (con quien hizo Hijos del
aire/Air born) y versos, cito sólo a algunos poetas, de Hart Crane, Dorothy
Parker, Elizabeth Bishop y Mark Strand. Ayudado por amigos conocedores
hizo versiones de Vasko Popa y Gyorgy Somlyó; dio a conocer a Pessoa en
español junto con la mayoría de esos heterónimos, tradujo a cuatro poetas
suecos, poesía sánscrita clásica y numerosísimos poetas chinos y del japón.
Creo que muchos entre los jefes espirituales de la literatura del siglo pasado habrían estado de acuerdo con esta observación de La otra voz:
“Joyce dijo que la historia es una pesadilla. Se equivocó: las pesadillas se
disipan con la luz del alba mientras que la historia no terminará sino hasta el
fin de nuestra especie. Somos hombres por ella y en ella; si dejase de existir,
dejaríamos de ser hombres.” 25
Y algunos habrán concordado en que de la vigilia, que no de la pesadilla de la historia, sólo puede escaparse mediante el instante o la eternidad
del amor. En sus vidas, algunos lo encontraron tarde pero con intensidad y
alegría, como Eliot; a un Pound nunca le faltó la devoción de Olga Rudge
y Valéry gozó del orden doméstico que conjugó con su amante, Catherine
Pozzi, tempestuosa y brillantísima; Paz, tras el infierno perfecto, encontró
en Marie-José el amor. ¿Qué significa el poema “Politics” (1938), de Yeats,
sino que fatalmente, de la historia, sólo se puede escapar, horrorizado o heroico, dejándose caer en el lecho amoroso. La última de las visiones de Paz
no podía ser sino La llama doble. Amor y erotismo, “aquel libro tantas veces
pensado y nunca escrito. Más que pena, sentí vergüenza; no era un olvido,
sino una traición. Pase algunas noches en vela, roído por los remordimientos.
Sentí la necesidad de volver sobre mi idea y realizarla. Pero me detenía: ¿no era
25
56
Ibid., p. 637.
el poeta visionario
un poco ridículo, al final de mis días, escribir un libro sobre el amor? ¿O era un
adiós, un testamento? Moví la cabeza, pensando que Quevedo, en mi lugar,
habría aprovechado la ocasión para escribir un soneto satírico”.26
Tras distinguir académicamente la sexualidad, el erotismo, pornografía
y amor, Paz habla de los libertinos de antier y de ayer. Los del siglo xviii eran
filósofos críticos capaces de disociar religión y erotismo mientras que Breton
le confesó a Octavio que “su ateísmo era una creencia”. Un Sade, a pesar de
que uno de sus últimos libros (Un más allá erótico: Sade, 1994) reunía sus
textos y poemas sobre el Divino Marqués, ya no le producía el arrobo del
medio siglo y en esto, como en tantas otras cosas, había Paz vuelto al redil de
Camus, sorprendido el mexicano del encarnizamiento con que los idólatras
sadeanos habían convertido “los lechos de navajas del sadomasoquismo”
en una “tediosa cátedra universitaria” empeñada en convertir al autor de
Justine en un filósofo. Más luz, dice Paz en La llama doble, arrojan sobre “la
enigmática pasión erótica” Shakespeare y Stendhal.27 “El amor”, dice Paz a
sus 80 años, “es una atracción hacia una persona única: a un cuerpo y a un
alma. El amor es elección; el erotismo, aceptación”.28
Ya no cree Paz, como su generación y alguna otra, en aquel libro convincente de Denis de Rougemont, El amor y Occidente (1939), y en la invención, hoy diríamos “cultural” del amor en Provenza. El “amor cortés”,
advierte Paz, se aprendía, era un saber, no el descubrimiento poético de una
naturaleza. Tampoco le parecen tan antagónicas, en su desenlace, el amor
“como un destino impuesto desde el pasado”, tal cual se lee en las antiguas
novelas orientales de Cao Xuequin y Murasaki en comparación con el “tiempo recobrado” de Proust, un novelista que no sé cuántas veces releyó Paz
pero cuya presencia nunca lo abandonó. Allá en Oriente, el amor acaso fue
vivido como una religión y, en Occidente, un culto hijo de la poesía y el pensamiento. En cualquiera de los dos casos, el desengaño amoroso nos hace
desaparecer en “un vacío radiante” y nos ofrece, tristemente, una porción de
inmortalidad.
Octavio Paz, Obras completas, VI. Ideas y costumbres. La letra y el cetro. Usos y símbolos, Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2004, p. 862.
27
Ibid., pp. 880-881.
28
Ibid., p. 885.
26
57
christopher domínguez michael
A Paz le sorprende que en una “sociedad predominantemente homosexual como era el círculo platónico, Sócrates ponga en labios de una mujer
una doctrina sobre el amor”.29 Diotima le advierte al filósofo que el amor en
sí no es hermosura, sino desea la belleza, sujeta a la corrupción del tiempo. Ese
poeta que ante el 68 en París creyó ver regresar a sus maestros libertarios
y libertinos, recoge una cosecha amarga de libertad erótica que propagaron
los jóvenes de Occidente durante esos años. Irreductible en ese punto, Paz
ve el asunto desde un conservadurismo romántico que lo vuelve antipático para los liberales puros y para quienes no han leído bien aquellos que
consideran cosméticas sus críticas al mercado. Aunque concede que desde
siempre imágenes (pornografía) y cuerpos (prostitución) van juntos, lo escandalizan los resultados de una libertad sexual que en lugar de suprimir, por
irrelevante e innecesaria a los pornógrafos y a las prostitutas, los ha industrializado, ofreciendo una desacralización escandalosa. Sade, leemos en La
llama doble, soñó con una sociedad donde el único derecho fuera el derecho
al placer, “por más mortífero y cruel que fuera” y, en vez de ello, la sociedad capitalista democrática convirtió a Eros en un empleado de Mammon.30
Rama del comercio y departamento de publicidad, el erotismo de nuestra
época le repugna a Paz, quien alcanzó a ver un planeta plagado de lenones
traficando con niñas y niños.
Es mentira que las críticas de Paz al mundo que emergió de la caída
del muro de Berlín en 1989 hayan sido superficiales. Fueron limitadas, sin
lugar a duda, porque la vida se le acababa pero pocos escritores del siglo pasado invirtieron tanto del valioso tiempo de sus últimos días en estimular la
imaginación del futuro leyendo ciencia contemporánea (Edelmanm, Crick,
Sacks), de la que era un hombre muy bien enterado, preguntándose si la relación entre la neurobiología y la filosofía hinduista no podría cambiar nuestra
percepción y, con ella, las ideas imperantes sobre el amor. La caída en la historia sólo se suspende en el amor, “que es intensidad, y esto es una distención del tiempo: estira los minutos y los alarga como siglos. El tiempo, que es
medida isócrona, se vuelve discontinuó e inconmensurable. Pero después de
29
30
58
Ibid., p. 894.
Ibid., p. 1001.
el poeta visionario
cada uno de esos instantes sin medida, volvemos al tiempo y a su horario: no
podemos escapar de su sucesión. El amor comienza con la mirada: miramos
a la persona que queremos y ella nos mira. ¿Qué vemos? Todo y nada. No por
mucho tiempo; al cabo de un momento, desviamos los ojos. De otro modo, ya
lo dije, nos petrificaríamos. En uno de sus poemas más complejos, Donne se
refiere a esta situación”.31
Había que reformular las relaciones entre la libertad, la igualdad y la
fraternidad, que nuestros antepasados socialistas y libertarios interpretaron
con ingenuidad y simpleza, si no es que brutalidad y despotismo. Paz, en su
defensa romántica y surrealista del amor y la poesía en La otra voz, se fue
de este mundo sublunar, como le gustaba llamarlo, preguntándose cómo podríamos reformular “la palabra central de la tríada”, la fraternidad –las cursivas son suyas– porque “Más allá de la suerte que el porvenir reserve a los
hombres, algo me parece evidente: la institución del mercado, ahora en su
apogeo, está condenada a cambiar. No es eterna. Ninguna creación humana
lo es. Ignoro si será modificada por la sabiduría de los hombres, substituida
por otra más perfecta, o si será destruida por sus excesos y contradicciones.
En este último caso podría arrastrar en su ruina a las instituciones democráticas.”32 Los ya casi quince años de siglo xxi que llevamos a cuestas hablan
que la otra voz del viejo Paz sigue siendo la de un poeta visionario. Aub,
quien filmó La sierra de Teruel con Malraux, durante la década canalla y murió mexicano, le dijo al poeta Lizalde: “Te voy a decir lo que pienso que es
Octavio. No es un escritor culto ni ilustrado, es un vidente. Octavio anuncia
y ve cosas que la gente se resiste a ver pero las verá en alguna época.” 33
Ibid., p. 1051.
Octavio Paz, Obras, I. La casa de la presencia. Poesía e historia, Galaxia Gutenberg/
Círculo de Lectores, Barcelona, 2004, p. 692 y 703.
33
CDM, Conversación con Eduardo Lizalde, ciudad de México, 15 de junio de 2011.
31
32
59
Dos poemas*
L uis A rmenta M alpica
embestida
No me pregunto si todos
estos años hemos vivido
juntos
en páginas
distantes
un ojo
cerca de otro
una muñeca de otra
y este filo
rasgando
la mirada en un filme
surreal.
Y Dios creó a las grandes ballenas
es una letanía allá en el fondo.
* Estos poemas forman parte del libro Llámenme Ismael, de inminente aparición.
60
Aquí mientras comulgo
aplasto con los dedos una hormiga
que se lleva mi repentino asombro
ante un jardín botánico:
risperidonas
haloperidolos
alonzapinas
aripiprazoles
que giran
e implosionan al azar
mientras una columna de insectos se abre paso
unos encima de otros
y sin piedad alguna.
Arranco algunas hojas
a mi ajado ejemplar de Moby Dick.
Las suficientes para hacer un océano de papeles
en donde ahogar mis manos
vacías y desangradas
de una historia común.
No cupimos
en ella al mismo tiempo.
Esta ballena blanca
será escrita muchos años
después
de separarnos.
Conocíamos la trama del pincel y el cuchillo.
61
Pero aquí se dan cita la pluma y el arpón.
¿Qué hay de Dios en nosotros
cuando dormimos juntos
el hombre
y la ballena?
coletazo
Con un chorro blanquísimo sepultado en la vena
así comienzo todo (de nuevo), hacia mi cuerpo
el menos visitado, lo que no conocí
antepalabra
de tu nombre y su canto, animal protegido
de púas
muriendo en la garganta. Lengua
rota
con ojos tartamudos, en esquirlas
de hueso
y camisa de fuerza. Éste
soy. El que nada
hacia fuera, con sus alas cubiertas de salitre.
El que todo
ha mirado desde la disyuntiva del trance y lo deforme.
62
Un yo provisional. El que nada
hacia adentro: a la tormenta oscura del Pabellón Nantucket
en el buque Rosetto. El que nada
con jóvenes blanquísimos, dos
pacientes vigías de mi transpiración, en chorros
en un flujo sanguíneo
que me saca del mundo y me regresa al mar, a la infancia
al lar de mi cabeza
comprimida
en la que Dios inserta un bisturí, una aguja
una púa de su mano que es la mía
y se extiende, aracnoide, como una marea roja, un quiste, un tumor cerebral
un cruce de caminos entre lo que recuerdo y lo que ya no vivo.
Mi mano bendecida por el fuego que la fe provocó
se zanja en la ballena que perseguí por años. Se sumerge
en sus costillas vivas, catedral de mi boca, en la arena
volátil del dolor y sus múltiples playas
sin pescador alguno.
Éxtasis de mi boca
este azul
que respiro
(comulgo)
y me hace
creyente
de este
mar
que soy
63
la mar
sin la
tabla
de los diez
mandamientos
golpeándome
pegándome
con su crawl
con su crack
con su no
sé
que
pasa…
con su no sé…
(con el que fueron creadas las ballenas).
64
La poesía y la polaridad
A lberto B lanco
Nada me ha parecido más apropiado para comenzar un capítulo dedicado a
la poesía y la polaridad que comenzar con una cita que toca dos polos esenciales: la eternidad y la trascendencia en un extremo, y la historia y el reino
del presente, en el otro; una cita de dos párrafos de La verdad de la poesía,
de Michael Hamburger, donde se habla de la visión polarizada de la poesía
que tiene Octavio Paz. He aquí lo que nos dicen ambos poetas al respecto:
La poesía moderna, según Paz, se mueve entre dos polos, que él llama lo mágico
y lo revolucionario. Lo mágico consiste en un deseo de regresar a la naturaleza
mediante la disolución de la conciencia de uno mismo, que nos separa de ella,
“para perdernos para siempre en la inocencia animal o liberarnos de la historia”. La aspiración revolucionaria, por otra parte, exige “la conquista del mundo
histórico y de la naturaleza”. Ambas son formas de salvar el mismo abismo y de
reconciliar la “conciencia alienada” con el mundo externo.
Sin embargo, ambas tendencias pueden manifestarse en un mismo poeta, e
incluso en un mismo poema, así como un poeta puede desempeñar las funciones
de sacerdote y de bufón, y odiar y amar las palabras. Octavio Paz ha escrito también: “Lo que caracteriza un poema es su dependencia necesaria de las palabras
tanto como su lucha por trascenderlas.” La dependencia tiene que ver con la
participación del poeta en la historia y la sociedad; la trascendencia, con la toma
de un atajo mágico que nos remite a la naturaleza y a la unidad primitiva de la
palabra y la cosa.
Como puede verse a simple vista, este anhelo polar de trascender la
historia y, al mismo tiempo, transformarla mediante la poesía, no es otra
cosa que el deseo omnipresente en André Breton y muchos surrealistas por
65
alberto blanco
reconciliar los mandatos tanto de Rimbaud como
de Marx: cambiar la vida y transformar el mundo.
Esto es lo que decía André Breton al respecto
en una entrevista que le concedió a Francis Dumont
para la revista Combat, que dirigió Albert Camus,
el 16 de mayo de 1950: “Las dos necesidades que yo
pensaba hace un tiempo convertir en una sola: ‘transformar el mundo’, según Marx, y ‘cambiar la vida’, según Rimbaud, se han separado y opuesto cada vez
más en el curso de los últimos quince años, pero no
desisto y espero que se encuentren algún día.”
La batalla entre estos dos principios, simboli­
zados aquí por las figuras, el pensamiento y la leyenda de Marx y de Rimbaud, se remonta, desde luego,
mucho más allá de esos “últimos quince años” de
los que con cierta ingenuidad habla Breton. Es una
lucha ancestral que implica sendos polos –contrarios, contradictorios, complementarios– que desde
siempre se han manifestado en la vida del hombre y, por supuesto, en la poesía. Necesidad y azar,
Apolo y Dioniso, historia y eternidad.
Tomando como punto de partida que todo poema manifiesta siempre la polaridad de su doble naturaleza, puesto que implica, entre muchas otras
cosas, por una parte, el conocimiento de la forma,
y, por la otra, y a la vez, una forma de conocimiento,
le propongo al lector, como la piedra de toque de
este capítulo, una muy breve forma –en el sentido
estricto de la palabra: una fórmula– concisa y limitada como lo son todas, a manera de una hipótesis de trabajo que sin pena
podremos abandonar del mismo modo en que, a determinada altura de la
montaña, abandona su equipo el alpinista tan pronto como se da cuenta de
que éste no sólo le resulta innecesario, sino aun estorboso y contraproducente. Ya habrá tiempo de recoger todos los trebejos imaginarios, metafóricos y
66
la poesía y la polaridad
teóricos, en el descenso para dejar limpia la montaña de la mente y abierto
el horizonte del paisaje bañado por la luz del silencio. Un silencio que es
anterior y ulterior a todo lenguaje.
Se trata de una definición muy concisa que atiende al doble carácter intrínseco, tanto natural como artificial, de la obra de arte. La fórmula parte de
una consideración fundamental: en la medida en que el lenguaje es un ser
vivo todo poema verdadero rebosa de vida. Todo poema digno de su nombre
es un organismo y, como tal, obedece a las leyes y a las limitaciones que
gobiernan el crecimiento y regulan las interacciones de todos los organismos
vivos. Así pues, tenemos que un poema nace en el seno de un lenguaje humano –de un idioma– y crece, madura, se reproduce y muere justamente allí
donde ha nacido: entre los hombres. Pero nunca, en ninguna de sus etapas,
deja de ser una criatura paradójica: una más que posible imposibilidad.
El primer término de la fórmula es, por supuesto, un poema. Lo que
sigue inmediatamente es, como en todas las fórmulas, llegar a plantear una
ecuación, para lo cual nos valemos de un signo de identidad: =. Y si procedemos ahora a la segunda parte de la ecuación –aquella que nos va a servir
para definir a la primera en nuevos términos– tendremos que dar un salto
en el vacío. Para poder visualizar mejor este salto y, con él, los términos de
la fórmula, propongo la siguiente imagen: un pájaro. Ahora bien, si unimos
esta imagen alada con la palabra que la nombra, “pájaro”, tendremos ya la
segunda parte de la fórmula. Ahora basta sustituir el signo de igual (=) por el
verbo más complicado y engañoso de todos los que utilizamos: el verbo ser.
Sólo resta enlazar con su declinación los dos términos de la ecuación para
alcanzar las alturas de una verdadera metáfora: un poema es un pájaro.
Propongo ahora que aceptemos como una hipótesis poética de trabajo
que el ala derecha de este pájaro sea la imagen; que sea el ala izquierda la
música; y que el cuerpo todo y la cabeza del ave sean la inteligencia verbal
del poema. Más aún: si esta ave tuviera un alma, yo diría que su alma es el
silencio. Pero, para evitar malentendidos, más vale recordar que aquí no estamos hablando de la poesía (y mucho menos de La Poesía) sino del poema.
Porque la poesía no tendría nada que ver, al menos en apariencia, con las aves.
Pero si llevamos hasta sus últimas consecuencias el desarrollo de este
símil –dándole alas a la imagen, por así decirlo, hasta lograr que la metáfora se
67
alberto blanco
eche a volar–, habría que llegar a una conclusión que no por revelarse sorprendente deja de ser perfectamente lógica: la poesía no es el pájaro sino el
misterio del canto.
Dicho con otras palabras, y para intentar hablar de un poema “objetivamente” sin traicionar su naturaleza, podríamos sintetizar la imagen formulada en el párrafo anterior hasta afirmar que un poema es la alianza del ojo
y el oído en el campo abierto del lenguaje, en la delicia inconmensurable de
la lengua. Que es tanto como decir que un poema es un curioso artefacto que
amalgama en el crisol de las palabras que nos ofrece un idioma en particular –en nuestro caso el español– dos categorías esenciales: el espacio, en las
imágenes captadas por el ojo, y el tiempo, en la música captada por el oído,
de un modo único, significativo, bello y profundamente original.
Es obvio que si estamos hablando de una alianza estamos hablando de
una batalla previa; una pugna entre intereses contrarios que ha llegado a
resolverse en una tregua si no que en una paz, como todas, temporal. Porque
estamos hablando aquí de una verdadera guerra. Pero, ¿dónde se está librando
esta batalla? La fórmula prevé ya la respuesta: en el campo abierto del lenguaje. ¿Y se puede saber quiénes son los contrincantes? Son los dos sentidos:
el ojo y el oído; dos artes: la pintura y la música; y nuestras dos categorías
fundamentales: el espacio y el tiempo. Pero hay que reconocer que el poema
se despliega y cobra toda su fuerza justo allí donde danza esa inconfundible
pareja polar que forman la voz que canta y el silencio.
Desenrrollando el hilo de este carrete metafórico, de esta ecuación de
la más pura lógica poética, arribamos a la imagen de una danza entre el día y la
noche: el día del ojo y el mundo visible, y la noche de la música de las esferas
estelares. Porque la pintura es al día y al ojo lo que la música es a la noche y al
oído. Y es en la orilla del alba (o del crepúsculo) –en eso que don Juan Matus
llamaba “la raja de los mundos”– donde se yergue el resplandor de la poesía.
Así pues, el espacio y el tiempo de la poesía ceden su lugar en este ensayo al espacio y el tiempo del poema. Pero, ¿qué tienen en común el espacio y
el tiempo del poema con ese otro espacio y ese otro tiempo que, tal vez, conocemos… o que creemos conocer? Por prontas cuentas habría que convenir que
tienen en común un caracter muy problemático: a menos que se les mire muy
por encima y de un modo completamente superficial, no se dejan definir con
68
la poesía y la polaridad
facilidad. Después de todo la ciencia, sobre todo la física contemporánea,
nos ha dejado plena constancia de cuan lejos nos hallamos de comprender
cabalmente lo que el tiempo y el espacio significan. Así, “no en el espacio y
en el tiempo llevó a cabo El Creador su creación –nos revela san Agustín–
sino con espacio y con tiempo.” Una idea asombrosa que no se halla muy lejos
de las también asombrosas conclusiones a las que llegó Edgar Allan Poe en
su poema esencial, “Eureka”, cuando afirmaba contundente: “La realidad no
se manifiesta como atracción y repulsión; es atracción y repulsión.”
La realidad es espacio y tiempo, atracción y repulsión, y, de hecho,
cualquier otro par de polos antagónicos, contradictorios, alternativos o complementarios, que seamos capaces de imaginar en esta danza. Por eso mismo una
obra de arte –en nuestro caso, un poema– que intente recrear esta realidad o
producir siguiendo su ejemplo (como lo quería Paul Klee en su maravilloso
Credo del creador) o dar fe de ella, inevitablemente habrá de manifestarse de
un modo polar, es decir, de un modo contradictorio, paradójico, alternativo
y complementario. Como ese Dios de la dualidad que presidía el panteón
azteca: Ometeotl, creador y destructor.
Esta polaridad de la poesía se manifiesta, desde luego, en muchas otras
facetas del quehacer poético. Ya hemos mencionado algunos de estos polos:
la imagen y la música (es decir: el espacio y el tiempo); la tradición y la innovación; la poesía escrita y la poesía dicha (leída en voz alta o, mejor aún,
cantada), lo que equivale a hablar de la polaridad que se da entre la voz y el
silencio. Y creo que valdría la pena mencionar algunas otras polaridades y paradojas que, más que con el poema, tienen que ver con la supuesta “fuente”
del poema: el poeta. He aquí, por ejemplo, una de las paradojas (que, por cierto,
no es una de las menores) que, como dice Valéry, definen la situación del artista: “debe observar como si lo ignorara todo y ejecutar como si todo lo supiera”.
Pero, ¿de veras será el poeta “la fuente”, el origen del poema? ¿No
sería mejor hablar del poeta como el conducto, el canal a través del cual ese
manantial de donde surge la poesía logra transmitirnos su fluido vital? El
poeta como un medio o como un medium. Después de todo, y tal y como nos
lo ha hecho entender Denise Levertov: “Los poetas sólo son instrumentos
que toca el poder de la poesía.” Y La Poesía sopla donde quiere. La sinceridad de la poesía no ofrece garantías. Donde menos se espera salta el poema.
69
alberto blanco
Pero, ¿se puede saber en qué espacio se ha tendido ese ducto por donde
la poesía fluye? ¿En qué dimensiones espaciales y temporales tañen esos
instrumentos de los que nos habla la poeta? Y, por otra parte, ¿en qué tiempo
se lleva a cabo ese proceso de transmisión? ¿Y en qué tempo ha de tocar el
músico sus poéticos instrumentos? Puede ser que alguna respuesta asome
entre los versos finales de un poema que escribí para la alondra en El libro
de los pájaros: “La canción es el espacio / pero el que canta es el tiempo.”
Necesidad de espacio y necesidad de tiempo. Ambas necesidades se
manifiestan en todo su apogeo en el motivo literario más viejo de todos: el viaje.
Tal parece que, cualquiera que sea nuestra opinión al respecto, en el principio
fue la Odisea. O para decirlo en la más alta y misteriosa forma: “En el principio era el Verbo.” Alguien –el sujeto– emprende un viaje –el verbo– hasta
llegar a su destino: el complemento. Esta polaridad es una característica
intrínseca del lenguaje, de la sintaxis, en la medida en que, de una forma u
otra, toda sintaxis opera con base en un agente –de nueva cuenta el sujeto–
que lleva a cabo una acción –el verbo– que inevitablemente tiene ciertas
consecuencias: el complemento. En esta manera sucesiva de pensar y de hablar
y de expresarnos radica nuestro patrimonio linguístico. Es en esta balanza
que los poetas pesan y valoran sus poemas.
La imagen de la balanza, que es un instrumento específicamente diseñado para comparar pesos, es otra imagen de la polaridad. Un platillo es el
espacio; y el otro platillo es el tiempo. La dialéctica del espacio y el tiempo. Y conste que así como hablo de dialéctica, igual podría hablar aquí de
polémica, de coito o de danza… o bien podría utilizar los términos que a
Lezama Lima le resultaban tan caros: “ese combate entre la causalidad y lo
incondicionado”.
En efecto, todo poema ofrece testimonio siempre de la lucha entre estos
dos principios, por la simple y sencilla razón de que es imposible no hacerlo.
En este sentido, toda la poesía y, para el caso, todo el arte no son sino un
continuo regateo entre la calidad y la cantidad; entre la vida del espíritu y las
necesidades del cuerpo y la materia; entre lo absoluto y lo relativo. He aquí
los dos tópicos de siempre. Vuelvo a las palabras de Lezama Lima: “Este
combate entre la causalidad y lo incondicionado ofrece un signo, rinde un
testimonio: el poema.”
70
la poesía y la polaridad
Pero es en el poeta mismo donde se lleva a cabo esta lucha, pues en él
habitan dos personajes distintos –tal vez son gemelos– que tienen todo que ver
con esos dos héroes antagónicos que Occidente tanto ama: por un lado el pirata, el aventurero intrépido que descubre y conquista nuevos mundos; por otro
lado el mártir, ese ser humano humilde y gentil que sabe perdonar ofensas,
ponerse al servicio de Dios y ofrecerse en sacrificio por amor a los demás. “Tal
parece –nos dice Jean Dubuffet en su Asphyxiating culture– que el hombre
occidental no se da cuenta de la incompatibilidad de estos dos soles opuestos.”
A esto se refería Ludwig Wittgenstein cuando afirmaba: “dentro de todo gran
artista hay un animal salvaje… domesticado”. Esta polaridad consustancial
permea todos los quehaceres y los productos resultantes de estos quehaceres del hombre, entre ellos, por supuesto, la poesía. “Los seres ordinarios y
normales viven en la vida. Los artistas viven en el arte.” Las palabras son de
César Vallejo. Y como resulta que todo artista, además de ser artista es un ser
“ordinario y normal”, estamos hablando de dos seres en uno: Yo es otro.
Ahora bien, decir que en todo ser humano existe un ser ordinario y otro
normal, un pirata y un mártir, alguien que ignora y alguien que sabe, un civilizado y un salvaje, no es más que utilizar otras palabras y distintas imágenes
para hablar de la polaridad. El tema es tan antiguo como el ser humano. Y
debemos recordar que pocas civilizaciones dieron forma a la realidad de estos
polos con tanta claridad y con rasgos más expresivos que los antiguos griegos. Apolo y Dioniso, la pareja mitológica sobre cuya conflictiva relación
los griegos hicieron desplantar nada más y nada menos que el origen de la
tragedia. Y la belleza entonces, como dice Ezra Pound, no sería más que “un
pequeño sobresalto entre dos tópicos”.
En el primer capítulo de su célebre libro, El origen de la tragedia, dice
Nietzche: “Apolo y Dioniso, estas dos divinidades del arte, son las que despiertan en nosotros la idea del extraordinario antagonismo, tanto de origen
como de fines, en el mundo griego, entre el arte plástico apolíneo y el arte
desprovisto de formas, la música, que es el arte de Dioniso. Estos dos instintos tan diferentes caminan parejos, las más de las veces en una guerra declarada, y se excitan mutuamente a creaciones nuevas, cada vez más robustas,
para perpetuar, por medio de ellas, ese antagonismo que la denominación
‘arte’, común a ellas, no hace más que enmascarar hasta el fin…”
71
alberto blanco
Es muy probable que esta polaridad ancestral tenga como sustento la
estructura bipartita de nuestro propio cerebro que, al estar dividido en dos
hemisferios interconectados pero con funciones repartidas, nos da la oportunidad de funcionar en distintas modalidades. Pero también puede ser que la
pugna entre estos dos principios formadores obedezca, como lo señala Camille Paglia en su tratado sobre el arte y la decadencia, Sexual personae, a otra
polaridad implícita en nuestro cerebro: “La lucha entre Apolo y Dioniso es
la lucha entre el neocortex cerebral y el viejo cerebro límbico y reptil.” Una
pugna que Emily Dickinson sintió así:
En la mente sentí una hendidura
–como si el cerebro se me hubiera partido–
Traté de unirlo –comisura a comisura–
pero no lo he conseguido.
La asociación que hace Camille Paglia de las estructuras cerebrales más
antiguas –el cerebro reptil y el mamífero– a la figura de Dioniso, y la más reciente estructura del neocortex a Apolo, tiene sus implicaciones. Dioniso es
la experiencia ancestral de la comunión con la naturaleza y la disolución del
ego; Apolo es el principio de individuación. En el capítulo titulado precisamente “Apolo y Dioniso”, de su Sexual personae, Camille Paglia hace una
excelente caracterización de estos dos principios rectores de la civilización
occidental: “Lo apolíneo y lo dionisiaco, estos dos grandes principios occidentales, gobiernan la persona sexual tanto en la vida misma como en el arte.
Ésta es mi teoría: Dioniso es identificación; Apolo es objetivación. Dioniso
es la empatía, la emoción simpática que nos transporta a la demás gente, a
otros lugares, otros tiempos. Apolo es el duro y frío separatismo de la personalidad occidental y del pensamiento categórico.”
Dioniso es la fuerza que nos permite empatizar con los diez mil seres;
Apolo es el principio de individuación que constituye el yo. No es posible
imaginar la existencia de un arte que no atendiera a estos dos principios. Y
la poesía no es la excepción. Sin la capacidad dionisiaca de reconocer que
todos somos en última instancia lo mismo, no existiría la metáfora. Sin la
posibilidad de ver el mundo desde el punto de vista único e intransferible de
la personalidad y el yo, no existiría el poeta ni la poesía lírica.
72
la poesía y la polaridad
Y ya que hablo de la poesía lírica, creo que vale
la pena recordar que el calificativo proviene justamente
de una de las características de Apolo, patrón y protector de la poesía: su inseparable lira. No deja de sorprender que sea este Dios de la razón, la ciencia y la
medicina, la ley y la filosofía, justamente el espíritu
tutelar de la poesía, y no Dioniso, el Dios del culto
extático, de las celebraciones orgiásticas, del vino, los
intoxicantes y de la danza. Dioniso heredó de Pan su
flauta, y así los instrumentos de viento se convirtieron
en el símbolo de la música dionisiaca. Apolo, en cambio, fue el heredero de la lira, precursora de todas las
cuerdas de hoy en día: el arpa, el violín, la viola y el
violonchelo. Apolo musagetes, la composición de Igor
Stravinsky, ejemplifica a la perfección la música apolínea; cualquier pieza de Charlie Parker, Miles Davis o
John Coltrane, con sus solos de saxofón y de trompeta,
la música dionisiaca.
Hablar de los dos principios antagónicos y complementarios que personifican Apolo y Dioniso en el
arte y la poesía es hablar de una batalla operística donde Apolo lleva la voz cantante. No en balde es Apolo
el Dios tutelar de la poesía. Pero esto no significa que
Dioniso no esté presente; al contrario. Una gran parte
de la poesía contemporánea es un canto nostálgico, a
veces, y a veces desesperado, por hacer visible –principio apolíneo– el polimorfismo dionisiaco. ¡Cuántos
poemas no nos hablan de una nostalgia dionisiaca en formas apolíneas! ¿Contradicción? ¿Charada? ¿Coincidentia opositorum? ¿Armonía? ¿Otra cosa? Todo
ello y nada a la vez. Como dice Roberto Calasso en Las bodas de Cadmo y
Harmonía: “Apolo y Dioniso son falsos amigos, de la misma manera que son
falsos enemigos.” Luz y sombra de la obra de arte que frente a la oscuridad
del tiempo de la naturaleza se alza como un faro que insiste en recordarnos
la omnipresente eternidad. Frente al continuo devenir y la infinita cadena de
73
alberto blanco
las metamorfosis de la vida y de la muerte, la poesía cifra una imagen que
se resiste a los ultrajes del tiempo y el poema da testimonio de un anhelo de
permanencia, y hasta de inmortalidad.
En la poesía el sueño de Dioniso queda condensado en un puñado de
sílabas, en la jaula de palabras de un diccionario y de un idioma, en la red
que teje una sintaxis, en la estructura cristalina de una tradición y una voz.
Y cada imagen nos habla con claridad de la oscuridad y oscuramente de la luz
cenital del carro de Apolo al servicio de la transformación. Frente a la fugacidad y la certeza de la impermanencia, todo poema renueva la vieja apuesta
por un orden y la posibilidad de otorgar sentido, por más que un golpe de
dados jamás abolirá el azar. La poesía, con un ojo al gato de la trascendencia
y otro al garabato de la realidad sin ton ni son de la vida diaria, nos ofrece
una visión estereoscópica. Del funcionamiento de ambos ojos coordinados
depende la profundidad de la visión.
Entre lo absoluto y lo relativo, entre los principios geométricos perfectamente definidos y articulados de Apolo y la delicuescencia de la oscuridad terráquea y subterránea de Dioniso, la poesía renueva en cada poema
el pacto de llegar a la totalidad de la experiencia humana. Porque todas
nuestras experiencias, todas nuestras acciones, tienen dos caras, y sus consecuencias, con todo y ser infinitas, han de oscilar siempre entre dos polos:
el positivo y el negativo. La experiencia humana del arte no es inmune a esta
condición. Como afirma Nietzche: “la evolución progresiva del arte es resultado del ‘espíritu apolíneo’ y del ‘espíritu dionisiaco’, de la misma manera
que la dualidad de los sexos engendra la vida en medio de luchas perpetuas
y por aproximaciones simplemente periódicas.” O como dice William Blake
en su “Argumento” incluido en El matrimonio del cielo y del infierno: “Sin
contrarios no hay progreso. Atracción y Repulsión. Razón y Energía, Amor y
Odio son necesarios a la existencia humana.”
Sin embargo hay que considerar, al hablar de la polaridad y la poesía,
al menos una instancia más: el historiador Reinhart Koselleck, hablando de
lingüística, de política y de historia, declaró en una entrevista reciente a la
española Revista de libros: “Desde un punto de vista estrictamente lógico
habría dos posibilidades. Si afirmáramos que todo es repetitivo, entonces
no habría posibilidad de nada nuevo, lo que resultaría muy aburrido. Nada
74
la poesía y la polaridad
nuevo podría ocurrir. Pero si dijéramos que todo es nuevo, no se podría vivir,
ni siquiera sobrevivir, porque si todo lo que nos rodea fuese una novedad y
cada cosa una sorpresa, uno carecería de los conocimientos y de las habilidades más elementales para vivir. Así pues, hace falta un mínimo de repetición para entender lo que ocurrirá mañana.”
Lo mismo pasa con el arte, en general, y con la poesía en particular.
Existen siempre dos posibilidades en su práctica, dos polos, porque todo es
repetitivo, y todo es nuevo. Y no hay en esto contradicción. El arte no podría
vivir –ni siquiera sobrevivir– si así no fuera. Y toda forma artística, todo poema, ha de tener en cuenta siempre estos dos polos contrarios e indispensables. Porque si todo en un poema fuera novedad y cada cosa que se dice una
sorpresa, resultaría imposible concebirlo, comprenderlo, disfrutarlo. Hace
falta un mínimo de terreno conocido común, un mínimo de convenciones
y de repeticiones en un poema para conseguir que se pueda leer hoy y que
se pueda volver a leer mañana. Y ese mínimo común múltiplo incluye el
idioma: el léxico, la gramática, la retórica, la sintaxis, etc., pero no se limita
nada más a esto. Una tradición poética, con sus variaciones y repeticiones,
es también, de modo explícito o implícito, ese mínimo de convenciones que
hace posible la existencia de un poema.
Hasta donde se alcanza a ver, éstos son y seguirán siendo los dos extremos entre los que se balancea un poema: tradición e innovación. Y éstas
son y seguirán siendo las dos vías para la circulación de la savia en el árbol
de la poesía: Apolo y Dioniso; luz y sombra; sístole y diástole. Éstos son los
dos principios rectores que habrán de continuar dando vida a los poemas, y
recibiendo vida de la poesía, haciendo florecer una renovación enraizada en
las características excepcionales, intransferibles, únicas, de un idioma: un
terruño lingüístico y una historia.
Un poema es un artefacto que, para poder volar en el viento de la página
en blanco, necesita de dos alas poderosas: el espacio –su terruño lingüístico– y el tiempo: su historia. Así, desde las apartadas provincias de un idioma
nace una y otra vez el nuevo poema con aspiraciones de altura y trascendencia; con anhelo de universalidad. Ésta es la lucha y ésta es la paradoja.
75
Un jardín arrasado de cenizas*
( fragmento )
V íctor C abrera
Dislalia. Ecolalia. ¿Standard de Asperger o bebop de
Tourette?
Extensas lagunas en las que el individuo manifiesta haber
perdido conciencia de su nombre pero no de los sonidos
esenciales con que en él se reconoce.
Al tope una oclusión en el beat del corazón primate. Una
compuerta en la conciencia que se cierra de golpe ante
los abecedarios del sentido. En medio un nimbo. El fin
al centro es una omega paradójica. El blanco relativo.
Un agujero negro en la grisura. Al comienzo un arrullo
amniótico. Un mantra prenatal. Retorno a la semilla.
*
荒城の月 (Kojo no Tsuki): Luna del castillo en ruinas. Aud.: “Japanese folk song” (Kojo no Tsuki) [Rentaro Taki (arr. Thelonious Monk)]; en
Thelonious Monk, Straight, no chaser, Columbia Records, 1967 (reed. en CD,
1996), 16:43 min.
76
Frente al espejo de la conciencia rota –un puño lacerado.
Heridas. Cicatrices previsibles tras una temporada de silencio
forzoso e infecundo− el sujeto manifiesta una ausencia de
reflejos absoluta.
Refiere en cambio pasajes de una falsa biografía. Ficciones
superpuestas a su rostro de deidad babeante. Involuntarias
muecas de máscara kabuki.
Transido al alba por su gracia insomne –en loor de santidad al
centro de la alcoba− el paciente es un muestrario de manías
esquizitas. Una esfera incandescente de infinitos polos. Se
llama Sol Oscuro. Canción Lunar. Estrella de las Rotaciones.
Da vueltas sin parar –derviche sobre el eje de su propio
paroxismo− como un long play eufórico y silente.
Cansado de girar se sienta como un buda sobre el piso en que
ha trazado con la mente la silueta de una isla.
Canturrea a la deriva vocablos ininteligibles.
Llegado el mediodía se desvanece. Más tarde vuelve en sí
77
como en un trance. Describe paisajes apenas entrevistos.
Las ruinas de un castillo entre los rayos de la luna. Un jardín
arrasado por el polvo.
Con dedos de hollín ha dibujado las teclas de un piano sobre
el muro. En esa escala desciende hacia el ocaso.
–Duele verlo y no saber qué es ahora –dice la esposa. ¿Una
visión crepuscular del absoluto o una toma disonante del universo en llamas? ¿Una versión alterna del hipotético eslabón
o un santo de cabeza?
Él sabe quién en cambio –oye voces. Una selva de voces isla
adentro.
Le dicen
yo soy tu fundamento Planté la semilla de
un incendio en medio de tu cráneo y en ese fuego has de consumir
tu sed febril y tus sutiles alabanzas dicen
Un día como hoy
pero de un año improbable habrás soñado en Kioto con un joven
senséi tuberculoso al que temes y veneras pues te ha convertido
en su fantasma le dicen
Volvemos con más jazz después de
este mensaje
¿Se siente nervioso y consumido?
También tenemos para usted una suite en Camarillo
Un cuarto con visiones interiores Un tokonoma parietal informan
Estamos de vuelta en esta emisión de Maestros del góspel y enseguida escucharemos un mandala entre la bruma Mantenga
los ojos bien abiertos sugieren
78
Alalia. Agnosia. Logorrea. La balada del autismo o un jam de
identidad disociativa.
Sujeto conocido. Presumiblemente toxicómano. Edad incalculable entre cuarenta y dos millones de años. Intoxicado de
presencias afirma ser la encarnación de un espacio imaginario. Rentaro-san dice haberse llamado en otra vida. Asegura
que en ésta es un gran compositor y un excéntrico pianista
ensimismado −posible delirio de grandeza. Por toda seña particular lleva una especie de bonete marroquí. Al fondo de su
nombre duerme un monje. Notoriamente loco –por supuesto.
79
Fenomenología del espíritu*
H éctor M. S ánchez
Indicaciones previas. Se recomienda leer este texto en desorden: se puede, por ejemplo, tirar las primeras nueve cartas de
la baraja (cada una de ellas simbolizando una de las partes
de esta obra) y, así, ir leyendo según el orden en que aquéllas
vayan apareciendo; se puede también, si se prefiere, pedirle a
alguien que vaya eligiendo al azar números del uno al nueve
–elección que determinará el orden de lectura del texto. Búsquese el mayor número de combinaciones posibles.
El espíritu es tanto más grande cuanto mayor
es la oposición de la que retorna a sí mismo.
Hegel
introducción
Si fuera una película, esta obra comenzaría con una toma en close-up de mí,
el niño con el traje de baño azul; pasados unos segundos, la toma se iría
abriendo y mostraría que la mano de uñas pintadas que rozaba, casi por accidente, mi hombro derecho, era la de mi prima Mercedes; junto a mí irían
apareciendo igualmente mis primos Gustavo, José Luis y Gabriel; finalmente, la toma quedaría abierta en su totalidad y mostraría que se trataba de
La banda sonora de este texto se encuentra disponible en spotify (listas de reproducción Fenomenología del espíritu –disco 1– y Fenomenología del espíritu –disco 2). Nombre
de usuario: herrgurken.
*
80
fenomenología del espíritu
una fotografía en la que varios niños de entre ocho y quince años aparecen
a las orillas de un río: mis primos y yo, en el rancho del tío Carlos. Era un
día soleado de diciembre y nuestras madres habían aprovechado la benevolencia del clima para llevarnos a nadar antes de comer. Las cosas se habían
presentado así, casi espontáneamente.
Cerca de las cuatro de la tarde, cuando habríamos de emprender la
vuelta a casa, nuestras madres habían querido tomar una fotografía (ahora
que estábamos reunidos ahí todos los primos). Una ocasión así no se repetiría con facilidad: por ello, la fotografía habría de ser sumamente memorable.
Hubo quien llegó a decir, incluso, que gracias a ella el recuerdo de ese día
duraría para siempre. Así, nos pidieron que nos colocáramos todos juntos, a
la orilla del río, sobre las piedras levemente calientes que, en aquel día de
invierno, estimulaban de forma deliciosa las plantas de nuestros pies desnudos. Yo había terminado junto a Mercedes, la más grande entre todos nosotros –y quien, a la hora de ser tomada la fotografía, había posado la mano
izquierda, casi por accidente, sobre mi hombro.
conciencia
i
Si fuera una puesta en escena, en cambio, esta obra comenzaría con un oscuro total; de pronto, una luz cenital se encendería e iluminaría exclusivamente al actor que me representaría a mí, el niño con el traje de baño azul; poco a
poco, la luz se iría expandiendo y mostraría, uno detrás del otro, a Mercedes,
a Gustavo, a José Luis, a Gabriel y, finalmente, ya cuando todas las luces del
escenario estuvieran encendidas, al conjunto de los primos sobre las rocas
del río; éstos permanecerían inmóviles durante algunos segundos; entonces,
se vería la luz de un flashazo que vendría desde detrás del público y, en un
instante, la fotografía cobraría movimiento: los niños perderían su posición
inicial y comenzarían a hablar entre ellos, desordenadamente, generando un
gran bullicio.
Las madres entrarían entonces desde el frente, con algunas toallas y
bolsos, y empezarían a secar a sus hijos. Mientras mi madre me secaría y quita81
héctor m. sánchez
ría, al igual que las demás, el traje de baño enfrente de
todos, yo vería casi con envidia a Mercedes –quien,
ya libre, por su edad, de toda madre que la importunara, se limitaría a pasarse una toalla por los hombros
y las piernas, a ponerse una falda que cubriría mínimamente la parte inferior de su traje de baño color
rosa, y a empezar a caminar, sin nada que cubriera la
parte superior del mismo, hacia la casa principal del
rancho. Así, en tanto que los niños estaríamos ahí,
con nuestras pequeñas nalgas y testículos al aire, ella
y el primo Eduardo, apenas cuatro meses menor, se
sonreirían con cierta indulgencia
Por la noche, Mercedes aparecería ataviada con
un vestido negro que le dejaría al descubierto las tres
cuartas partes de las piernas. Yo llevaría puesto un
ligero suéter azul marino y habría sido el primero en
llegar al comedor para cenar: sabía que ella estaría ahí
en cualquier momento y no querría desaprovechar ningún segundo en que pudiera verla. Cerca de las ocho,
entraría Mercedes. Tendría el cabello aún mojado y
oliendo a shampoo de coco. Pero no hablaría conmi­go
sino sólo con el primo Eduardo, el único que parecería digno de su conversación. Además, estaría sentada
en la mesa de los adultos –mientras, yo, en la pequeña
mesa de plástico que habrían puesto para los niños.
Media hora después, todos estaríamos ya en el comedor y la cocinera empezaría a colocar grandes ollas
de comida sobre la mesa. Una de nuestras madres se acercaría a donde estaríamos nosotros y nos preguntaría si querríamos pollo o cerdo; poco después,
con la ayuda de una de las sirvientas, comenzaría a llevarnos platos ya servidos:
para nosotros, prácticamente no había elección. En la mesa de los adultos, mientras
tanto, la conversación se tornaría animada y sería interrumpida de vez en cuando
por grandes risas; en el lado opuesto a donde estaba el centro de atención,
Mercedes hablaría en voz baja con Eduardo, como haciéndole confidencias.
82
fenomenología del espíritu
Al cabo de algunos minutos, se levantarían de la mesa y saldrían al patio.
Yo decidiría seguirlos. La noche estaría estrellada y correría un viento fresco; además, habría luciérnagas. Los descubriría detrás de un árbol, fumando; sin embargo, ellos no me verían. Regresaría al comedor antes de que mi
madre se diera cuenta de mi breve ausencia.
Con el paso de los días, el rancho se iría quedando solo. Mercedes y sus
hermanos serían de los primeros en irse. Después se marcharían Agustín,
Rogelio, Gustavo, Gabriel; finalmente, también nos marcharíamos nosotros,
ya cerca del Día de Reyes. De esa forma, una de las últimas imágenes de esta
escena sería la de mi padre, mi madre y yo a bordo de un auto, transitando
por la noche en una carretera. De pronto comenzaría a escucharse, primero
piano y luego in crescendo, el segundo tema del “Allegro energico, ma non
troppo” de la Sinfonía número 6 de Mahler. Con esta música de fondo, pero
ya en fade out, habría una transición a la toma de mi dormitorio, de vuelta
en la ciudad. Yo estaría acostado en mi cama, sin luces encendidas, y ahora
sólo se podría percibir el ruido distante de los autos pasando por las avenidas. Unos segundos de silencio. Entonces la escena cerraría con el inicio de
una masturbación: una de mis primeras; en esa oportunidad, recordando las
piernas desnudas de Mercedes.
Imagen en fade out. Silencio…
Al fin, una pulmonía
mató a don Guido, y están
las campanas todo el día
doblando por él: ¡din-dan!…
Murió don Guido, un señor
de mozo muy jaranero,
muy galán y algo torero;
de viejo gran rezador.
Dicen que tuvo un serrallo
este señor de Sevilla, que era diestro
en manejar el caballo, y un maestro
en deshojar manzanilla…
Música en fade out. Silencio.
83
héctor m. sánchez
ii
La segunda escena comienza igualmente con un oscuro total. Ha de escucharse entonces un toque de campana y, a continuación, empezarán a sonar
los cornos de El canto de la Sibila, en su versión en latín. Simultáneamente
se encenderá una muy tenue luz azulada, que ha de proyectarse desde el
ángulo superior del lado derecho del escenario; lo que esta luz alcanzará a
iluminar serán unas bancas de madera y un altar sobre el que reposan una
custodia y un cáliz; en el lado izquierdo, el que aún está en completa oscuridad, lograrán percibirse muy vagamente, al lado de otra hilera de bancas, los
contornos de una gran figura de cera que parecerá representar a san Francisco de Asís usando un voluminoso hábito –aunque más tarde sabremos que
se trata de una figuración de La Muerte.
A estas alturas, el espectador ya sabrá que nos encontramos en el interior de una iglesia medieval, y que la luz azulada que entra por el lado
derecho de la misma es la luz del atardecer filtrada por una serie de vitrales
que representan la Pasión de Cristo; al fondo, detrás del altar, podrá verse la
tumba en relieve de un rey, con su gran espada sostenida por ambas manos.
Segundo toque de campana, con el cual entrará La Madre, ataviada
con un vestido floreado color naranja, un sombrero de jardín y unos zapatos
de tacón blancos. La actriz que la represente ha de ser una señora de entre
35 y 40 años que aún se vea bastante joven. La Madre caminará lenta pero
desenfadadamente, con una inocultable alegría, y se sentará con las piernas
cruzadas sobre el altar, viendo hacia el frente; sus muslos, particularmente
carnosos, han de ser claramente perceptibles para el público:
Audite quid dixerit Sibilla:
iudicii signum, tellus sudore madescet.
Acto seguido entrará en escena La Primera Danzante, una muchacha
vestida de blanco, descalza, que comenzará a ejecutar un cadencioso baile,
al ritmo de los coros, valiéndose de un trozo de tela igualmente blanco. La
Madre la mirará con poco interés, como si la danzante no estuviera enfrente
de ella, e incluso por momentos dejará de verla en absoluto; el baile se ha
de extender durante alrededor de tres minutos y ha de estar en sincronía con
84
fenomenología del espíritu
las primeras dos estrofas del Canto; hacia el final de éstas, la muchacha se
acercará a La Madre, quien levantará la cabeza y le tomará la mano, como
examinándosela, para después mostrar un gesto de desdén; entonces la danzante simulará caer muerta cerca de la hilera de bancas del lado izquierdo
(el que aún está en penumbra); se escuchará entonces un tercer toque de
campana, habrá luego un breve silencio y, finalmente, un nuevo toque, el
cual ha de ir acompañado de un cambio de luz: de azul a tenue amarillo…
E cælo rex adveniet per secula futurus,
scilicet in carne presens, ut iudice orbem:
iudicii signum tellus sudore madescet…
El sonido de los laúdes de El canto de la Sibila, en su versión provenzal, ha de marcar la entrada de La Segunda Danzante, una muchacha vestida
de lila, igualmente descalza, pero con las piernas totalmente descubiertas. Esta
Segunda Danzante ha de llevar a cabo un baile más animado que la primera,
aunque de igual forma muy lento, al ritmo de los coros, sin apoyo de objeto
alguno, y La Madre le pondrá tanta o menos atención que a la otra muchacha;
hacia el final, igualmente, La Segunda Danzante se aproximará a La Madre,
quien levantará la cabeza y le tomará el pie derecho, como examinándoselo,
para después mostrar un gesto de desdén; entonces la muchacha fingirá caer
muerta sobre las bancas del lado derecho del escenario. Toque de campana.
Silencio. Nuevo toque de campana.
Ans del judici tot anant
apparrà un senyal molt gran
la terra gitarà suor
e terminarà de gran pauor.
Al jorn del judici
parrà el qui haurà feyt servici...
La Tercera Danzante entrará con el inicio de El canto de la Sibilia, en
su versión catalana, y con el cambio de luces de amarillo a anaranjado. Esta
danzante irá cubierta sólo con un plástico de color rojo, casi transparente,
y será muy delgada; su baile será el más sutil de los tres, en contrarritmo
con las percusiones, coros y violas del Canto; La Madre, por ello mismo, le
85
héctor m. sánchez
pondrá toda la atención que no le puso a las dos bailarinas anteriores. Hacia
el final de su danza, la muchacha se acercará a La Madre, quien la tomará
del cuello, como examinándoselo, para después mostrar un gesto de desdén;
la danzante nos dejará ver un leve dolor en su rostro mientras se resiste a
La Madre, pero acto seguido caerá muerta a sus pies –no sin que La Madre
la observe con un dejo de ansiedad durante breves segundos–. Entonces se
escuchará el último toque de campana y la iluminación cambiará súbitamente a un rojo intenso; el toque se repetirá hasta convertirse en un sonido
continuo y discordante; al mismo tiempo, la figura que parecía representar a
san Francisco de Asís quedará iluminada totalmente y revelará a La Muerte.
Toda la iglesia, incluyendo sus alfombras, pendones y vitrales, se verá bañada en un rojo carmesí. En ese momento, entrará corriendo desde la derecha
un niño de doce o trece años y se arrojará al regazo de su madre, quien lo
consolará dulcemente:
–Mami, yo no quiero que te mueras. ¿Verdad que vas a estar conmigo
por mucho tiempo? –dirá, levantando la cabeza.
El hijo gemirá entonces levemente, La Madre lo abrazará y de ese modo
llegará a su fin la segunda escena…
Los infants qui nats no seran
dins en lo ventra ploraran;
e cridaran tot altament:
Senyor ver Déu omnipotent.
Al jorn del judici
parrà el qui haurà feyt servici.
Sale sonido disonante. Oscuro total. Silencio...
Mother do you think she’s good enough, for me?
Mother do you think she’s dangerous, to me?
Mother will she tear your little boy apart?
Ooooh ah,
Mother will she break my heart?
Hush now baby baby don’t you cry.
Mama’s gonna check out all your girlfriends for you.
Mama won’t let anyone dirty get through.
86
fenomenología del espíritu
Mama’s gonna wait up until you get in.
Mama will always find out where you’ve been.
Mama’s gonna keep baby healthy and clean.
Ooooh baby, oooh baby, oooh baby,
You’ll always be baby to me.
Mother, did it need to be so high?
iii .
( nocturna
ciudad )
1
La primera vez que él lo vio fue en el trasborde del metro Tacuba, cerca de
las once de la noche. El otro (delgado, 18 años) llevaba un pantalón de mezclilla y una camiseta negra; caminaba apresuradamente. Él contempló su
cabello largo y encrespado, su piel blanca que brillaba con la luz, su espalda
probablemente musculosa. Bajó detrás del otro hasta el andén casi vacío y
abordó, junto con cinco o seis pasajeros más, el último tren de la noche. Él,
de pie y sosteniéndose de un tubo, lo miró durante todo el recorrido; el otro
ni siquiera notó su presencia.
Al llegar a la siguiente estación, el otro se levantó de su asiento y él lo
siguió, a la distancia; ascendieron por dos o tres series de escaleras eléctricas
y, por fin, salieron a la superficie. El otro echó a andar por una calle silenciosa y mal iluminada (había unos muchachos tomando cerveza en la esquina;
él pensó que habría problemas; sin embargo, nada sucedió), dobló a la izquierda y luego a la derecha y, finalmente, entró en un edificio. Él lo observó
avanzar a través de un largo pasillo apenas alumbrado por una bombilla de
tono amarillento y se detuvo al pie de una escalera, en cuyo extremo superior
el otro se perdió de vista.
2
Al volver a su cuarto, él se tumbó boca arriba en la cama y encendió la radio. Pasaban una selección de piezas de Portishead. Cuando terminó “Humming”, el conductor del programa se despidió del auditorio y explicó que lo
dejaría acompañado por música continua durante el resto de la madrugada.
87
héctor m. sánchez
Él tardó en conciliar el sueño, dio varias vueltas entre
las sábanas. Cerca de las tres, “Idioteque”, de Radiohead, empezó a repetirse; entonces sus ojos se fueron
cerrando de a poco (veía al otro caminando por el Paseo
de la Reforma), The first of the children / the first of the
children / the first of the chidren /, alcanzaba a escuchar
(ahora lo encontraba frente a una piedra de sacrificios
en una enorme sala desierta del Museo Nacional de Antropología; él se aproximaba despaciosamente al otro y
le rozaba el brazo derecho), the first of the, the first / the
first of the children…
Despertó con el sol de las nueve pegándole de lleno en el rostro; de inmediato se puso de pie y se dirigió
al baño. Al desnudarse frente al espejo, descubrió la
flaccidez insoportable de su vientre, la inocultable desproporción entre sus delgadísimos brazos y su torso medianamente abultado, y el acné de la zona derecha de su
cara. Entonces experimentó una gran repugnancia por
su cuerpo. Aún desnudo, regresó a su cuarto y comenzó
a hacer abdominales de forma bastante frenética. Cuando hubo realizado doscientas, sintió un dolor agudo a
la altura de las costillas y, por tanto, decidió detenerse;
luego se acostó y permaneció mirando el techo durante
un buen rato; se masturbó, fumó marihuana. Por la tarde, ya más tranquilo, fue a la cocina para comer algo.
3
Mientras avanzaba por el pasillo de trasborde en el metro Tacuba (había ido
a esa estación porque tenía la vaga esperanza de que volvería a encontrarse
con el otro), él lo vio por segunda vez; el otro tenía puestos el mismo pantalón
de mezclilla y la misma camiseta negra, pero ahora marchaba en una dirección inversa respecto de la primera ocasión. Nuevamente, él lo siguió. Anduvo detrás del otro hasta que salió en el metro Panteones, caminó por una
88
fenomenología del espíritu
gran avenida, dio vuelta en una calle y se metió en un edificio de oficinas. Él
decidió sentarse en la banqueta de enfrente y esperar.
Se entretuvo mirando la tarde que poco a poco iba cayendo sobre los
desvencijados tinacos y ventanas de las unidades de condominios. A las siete,
los faroles de la calle se encendieron y unos niños se pusieron a jugar futbol. Al cabo de un tiempo, los niños se sentaron a la puerta de una tienda
y hablaron excitadamente sobre los mejores momentos del recién acabado
partido mientras bebían refresco; luego se callaron y, ante el llamado de una
voz maternal, se despidieron los unos de los otros y volvieron a casa. La calle
quedó completamente silenciosa: apenas podía escucharse el leve zumbido
proveniente de las luces blancas del edificio de oficinas y, de cuando en
cuando, el motor de un automóvil o una motocicleta que friccionaban la
avenida (como el ruido de un cerillo al encenderse), el sonido lejano de una
ambulancia o el murmullo confuso de múltiples televisores sintonizados en
diversos canales. Eran las diez treinta de la noche.
De pronto, el otro reapareció. Él lo escuchó despidiéndose del guardia
de la entrada del edificio y, sin perder un segundo, se levantó. Regresaron al
metro Panteones y se sumergieron en el andén.
4
Al salir a la calle (en Camarones), se metieron en un lounge de un segundo
piso. El otro se puso a fumar marihuana; él, al verlo, sonrió con cierta complicidad. El lugar estaba iluminado por un color azul laboratorio (emulaba el
tono de luz que despiden ciertos artefactos magnéticos de grandes proporciones, como los que fotografía Kenji Endo) y la música era tenue, despaciosa
(Give me the night, Slow down). Al cabo de media hora, partieron.
El otro caminó hasta un lugar por el que bajó quince o veinte escalones
y después atravesó una puerta de madera que se cerró tras él. Él lo imitó (a
la mitad de su descenso, escuchó una especie de sonido alfombrado y permaneció suspenso por medio minuto).
Al abrir la puerta, el ruido se desbordó con toda su intensidad: una
mujer acababa de interpretar una versión de “Turn me on” y ahora el público
aplaudía; entonces la luz del escenario se apagó y dejó al club en una oscu89
héctor m. sánchez
ridad apenas interrumpida por el reflejo de los vasos de cristal y las informes
masas de humo exhaladas por los cuerpos y los cigarros. A continuación, un
trío de jazz empezó a interpretar el Nocturno en Fa menor de Chopin.
Entonces una mujer se acercó a él y le dijo que no tenía mesas libres:
debería compartir una o ir a la barra. Después de echarle una rápida mirada
al club y descubrir al otro en la barra, él le respondió que no había problema,
pues ya alguien lo estaba esperando…
–No te molesta que me siente junto a ti, ¿verdad? –preguntó él, apenas
se hubo sentado al lado del otro.
El otro alzó los hombros y se concentró en beber el ron que estaba en su
vaso. Luego se volteó hacia él y le preguntó:
–¿Por qué me estás siguiendo?
Él, sorprendido, no supo qué responder; el otro, como ya esperando esa
reacción, hizo una nueva pregunta:
–¿Traes marihuana?
5
El otro avanzaba rápidamente, un poco adelante de él, y reviraba de cuando
en cuando para pedirle una pastilla; él le negaba la dosis argumentando que
tan sólo faltaban una o dos cuadras: “aquí no; en mi departamento te tomas
todo lo que quieras”. Llegaron a un edificio decadente, con olor a humedad,
completamente oscuro; ascendieron por una escalera angosta que marcaba
la separación entre el par de cuartos de cada piso (un matrimonio se insultaba bajo el fondo continuo de un estridente llanto infantil) y entraron en uno
del tercer nivel. No encendieron la luz (dos gatos maullaron alternadamente;
eran las tres de la mañana). Él le pidió al otro que se sentara; el otro, al no
hallar más que un sofá viejo y empolvado, prefirió colocarse en el suelo de
cemento, al lado de unas revistas.
Bebieron y fumaron; consumieron algunas pastillas; siguieron fumando.
El otro preguntó por el baño y él le señaló el sitio; el otro se levantó con dificultad, tambaleándose. Como no cerró la puerta, él pudo percibir con toda claridad el ruido desacompasado del chorro de orina al caer e imaginó el pene
del otro; se excitó. Entonces se levantó del sofá, sintonizó la radio en una
estación de jazz y subió el volumen. Al volver del baño el otro, él lo sujetó
90
fenomenología del espíritu
por la cintura y lo tumbó en el sofá; luego lo besó y, acto seguido, le metió la
mano por el pantalón y empezó a acariciarle el vello púbico.
El otro se desconcertó, pero se repuso rápidamente y se fue hacia los
labios de él, se los recorrió con los suyos; le gustó ese labio inferior delgado,
dócil; lo palpó una y otra vez con los dientes y, luego, lo mordió, lo apretó con
fuerza y extrajo un poco de sangre; él sintió una punzada de dolor y trató de
separarse, pero el otro no quería soltarlo, así que jaló su cuerpo hacia tras,
impulsivamente, y, en el acto, se desgarró el labio: un trozo de carne quedó
entre los dientes del otro; ahora él sangraba considerablemente.
El otro, al verlo, irrumpió en una carcajada y él, enfurecido, le gritó que
se callara; el otro ni siquiera le prestó atención; a él le repugnaba esa risa
sarcástica, caníbal, que iba progresivamente acrecentándose. Desesperado,
le pegó una, dos veces (el otro no mostró ninguna resistencia): la risa continuaba; lo golpeó hasta que le abrió la nariz y los pómulos; le amorató la frente; sin embargo, la risa seguía allí, más intensa, insoportable. Él, ya fatigado,
se separó del otro y lo observó; apenas podía distinguir su rostro a causa de
la gran cantidad de sangre que había en él; se palpó el labio, se miró las
manos, también cubiertas de sangre y, de pronto, le pareció comprender lo
absurda que resultaba aquella situación. Se burló de sí mismo, a carcajadas;
fue sofocando la risa del otro con la propia, hasta que sólo quedó una. Luego,
nada. Eran ya las cinco y media; de la calle provenía un sonido de escobas y
de carros de basura. Estaba por amanecer: otro día en la ciudad.
Fin de la escena.
( intermedio )
autoconciencia
La siguiente escena ha de filmarse exclusivamente con una cámara de mano
y sin musicalización alguna. Lo que veremos de inicio, primero fuera de foco y
luego ya con nitidez, es una vagina incorporándose y alejándose de un pene.
Gemidos intercalados de hombre y mujer. Paulatinamente, la toma se irá
distanciando y nos dejará observar ya los cuerpos desnudos de una mujer sobre un hombre; él, de 20 o 21 años; ella, de entre 30 y 35, de corta estatura…
Ninguno de los dos será, en realidad, físicamente muy atractivo.
91
héctor m. sánchez
Lentamente, el hombre se incorporará, tomará a la mujer de los hombros
y la echará de espaldas; inmediatamente, ella se pondrá boca abajo y levantará las nalgas; él se colocará sobre ella y comenzará a besarle la columna vertebral; a continuación, veremos la toma en primer plano de un pene entrando
y saliendo de un ano. Esta toma se extenderá durante algunos segundos; al
cabo de éstos, el pene se separará del ano y ahora nos encontraremos de
nuevo a hombre y mujer de cuerpo entero; él, echado hacia atrás, como descansando un instante; ella, apoyada sobre sus codos, mirando hacia él. Súbitamente, la mujer se incorporará, tomará con su mano derecha el pene de él
y se lo meterá en la boca; secuencia de una felación; él, con los ojos cerrados
y la boca entreabierta; ella, conforme va aumentando su esfuerzo, va dejando
florecer una coloración en su rostro. Close-up al rostro; termina la felación,
pero sin que el hombre eyacule. Pausa. Ambos se miran y comienzan a reír
–primero, con cierta reserva, luego a carcajadas; se besan en la boca.
Así, sentados, prácticamente en cuclillas, y sin dejar de besarse, él se
toma el pene y lo coloca en la vagina de ella (pero esto no lo vemos, puesto
que la cámara sigue enfocando los rostros de ambos; sabemos que ha sucedido
por el movimiento en el hombro de él y por una ligera reacción en el rostro
de ella, justo cuando el pene ha entrado en su cuerpo). Él le come los senos,
poco voluminosos, pero sumamente atractivos, de pezones perfectamente
formados; ahora, él va bajando por el pecho de ella, le besa el vientre, las
costillas, hasta llegar al pubis y comenzar a mordisqueárselo; entonces vemos la cabeza de él, metida entre las piernas de ella; los muslos, rollizos,
captarán prácticamente toda la atención de la cámara; luego quedará enfocado el rostro de ella, aún enrojecido… Instantes después, él se separará de
ella y recargará su espalda sobre una superficie vertical. A continuación,
extenderá la pierna derecha y meterá el dedo gordo del pie en la vagina de
ella; ella, como para ayudarle, abrirá más las piernas, tomará el pie con ambas manos y empezará a empujarlo hacia afuera y hacia adentro.
Ahora ella le besa los muslos a él, se desliza por sus pantorrillas y
luego se aleja; acto seguido, ella estira la pierna, toma el pene de él entre
su dedo gordo y el dedo índice del pie y comienza a masturbarlo; larga toma
de la masturbación en primer plano; así, podremos observar a todas luces la
eyaculación, abundante y espesa, que irá a parar a las rodillas y pantorrillas
92
fenomenología del espíritu
de ella. Al ver esto, ambos comenzarán a reír –primero, con cierta reserva,
luego a carcajadas. Corte.
La luz del crepúsculo vespertino alcanza a verse a través de la cortina
semicerrada y, ahora, para concluir la escena, tendremos una toma de techo
en la que hombre y mujer aparecen dormidos; él, con la cabeza sobre el pecho de ella, en posición fetal, con la mano derecha por detrás de su espalda
y la izquierda muy cerca del pubis; ella, con la boca entrecerrada y la mano
izquierda descansando sobre las nalgas de él; la mano derecha, en cambio,
estará posada suavemente sobre su cabello, como acariciándolo con una ternura maternal.
Imagen en fade out. Silencio…
Un sarao de la chacona
se hizo el mes de las rosas,
hubo millares de cosas
y la fama lo pregona:
a la vida, vidita bona,
vida vámonos a chacona.
Porque se casó Almadán,
se hizo un bravo sarao,
dançaron hijas de Anao
con los nietos de Milán.
Un suegro de Don Beltrán
y una cuñada de Orfeo,
començaron un guineo
y acabólo una maçona.
Y la fama lo pregona:
a la vida, vidita bona,
vida vámonos a chacona…
vida vámonos a chacona.
razón
Nadie ignora tanto la grandeza de las contribuciones
de Marx como aquellos que lo alaban hasta los cielos
por su genio, como si éste hubiera madurado fuera de
93
héctor m. sánchez
las luchas de clase del periodo histórico en el que vivió,
o como si hubiera sido motivado por el mero desarrollo
de los propios pensamientos y no por la acción de los
obreros que transformaban la realidad.
Raya Dunayevskaya
De acuerdo con Hegel, la dialéctica consiste en el movimiento de dos determinaciones que, aunque parecen contradictorias, en su resultado descubren
que son una misma unidad esencial; sin embargo, estas dos determinaciones
no perecen en su producto, sino que siguen desarrollándose para darle una
configuración cada vez más particular al mismo. De ese modo, bien podría
decirse que, en la dialéctica, el principio y el final –si es que puede hablarse
aquí de principio o de final– constituyen una sola cosa: el principio es final
en sí y, el final, principio desarrollado (a partir de los mismos elementos que
ya estaban presupuestos desde un inicio).
De acuerdo con esto, la vida podría entenderse (de manera general, aunque con diversas determinaciones según el estadio de desarrollo histórico
en que nos haya tocado vivir) como una oposición constante entre lo individual y lo social; desde el punto de vista del individuo, esta disyuntiva puede
entenderse como el conflicto de la identidad; desde el punto de vista social,
como el de las luchas de clase. Ambos elementos, sin embargo, constituyen
una sola unidad esencial: la de la voluntad de vivir, puesta en movimiento
por el individuo –que, a la vez, es necesariamente el sujeto social. La forma
en la que esta contradicción se va resolviendo equivale, así, al movimiento
general de la Historia.
Para un individuo que, como yo, nació entre las capas medias de la
actual sociedad burguesa, uno de los primeros modos en que se manifestó la
oposición entre lo individual y lo social fue en el anhelo de sentirme aceptado por mis padres: mi relación con la familia nuclear, en tanto forma social
más inmediata, significó para mí, cuando era niño, el momento en que rompí
por primera vez con mi individualidad aislada y me sentí vinculado con el
mundo. Más o menos resuelta esta disyuntiva, llegaría el momento de volver
a mí mismo y reconfigurar mi subjetividad; se trataba, entonces, de encontrar aquellos rasgos que me diferenciaban de los demás niños: mis juegos
predilectos, mi gusto por los cómics y por crear mis propias historias, etc.
94
fenomenología del espíritu
Sin embargo, esto no sería suficiente, pues ahora
se había generado una necesidad por vincularme
con mi nuevo mundo inmediato: mis amigos, mis
primos y, más adelante, con el primer chico que
me gustó. Pasado este momento, volvería el turno
de reconfigurarme como individuo –pero ahora de
modo mucho más concreto, puesto que el conocimiento sobre mí mismo era mayor–: entonces me
volví consciente de mi gran capacidad razonante y
de mi gusto por las matemáticas y por la literatura. Nuevamente, claro está, dicha búsqueda interior tendría que devenir en una más determinada
búsqueda exterior: el encuentro, por un lado, con
el primer chico que ya no sólo me gustaba, sino
con el que parecía identificarme verdaderamente; por
el otro, con un grupo de intelectuales –y entonces todo se convirtió en una pasión absoluta por
la cultura y el arte, en una cuestión de exquisitez
y sapiencia–. Pero aun estos encuentros se revelarían abstractos y, por ende, llegaría el momento
de refugiarme de nuevo en mí: me descubrí entonces como un sujeto no sólo poseedor de una considerable capacidad de raciocinio, sino capaz de
construir nuevas cosas y, por tanto, de oponerme a
las estructuras ya establecidas. La forma de identidad social correspondiente a esta nueva manera
de entenderme a mí mismo fue la de unirme a una
organización de lucha social: se trataba, entonces,
de encontrar mi subjetividad a partir de la transformación del mundo. Pero aun esta identificación aparentemente absoluta
entre lo individual y lo social resultó ser abstracta. Era momento, pues, de
volver a mí mismo para reconfigurarme –y fue aquí donde me encontré con
los mayores obstáculos y los mayores callejones sin salida: ¿cómo hacer de
lo individual y lo social una sola cosa sin perderme a mí mismo y, a la vez,
95
héctor m. sánchez
sin dejar a un lado mi necesidad de transformar el mundo? Hasta ahora, había entendido siempre a la vida mediante la razón, lo cual consideraba una
de mis mayores virtudes –cuando de lo que se trataba, en cambio, era de entender a la vida, en sí misma, como una forma de razón–. Por ello, la que había
parecido mi mayor cualidad se reveló, finalmente, como el origen de mi más
grande ceguera –la cual no me era exclusiva, sino que es propia de quienes,
como yo, nacimos en el seno de la sociedad burguesa–. De ese modo, no fue
sino hasta cuando cobré conciencia de mi posición de clase cuando pude
destruir la contradicción más absoluta: la que me impedía ver la unidad
esencial entre la razón y la existencia.
La acción de las masas, en sí misma una forma de razón, es la única que
puede echar abajo el actual sistema social y, a la vez, dar pie a uno nuevo,
necesariamente más colectivo; al asumir mi papel, con sus correspondientes
limitaciones, en esta lucha, he encontrado un nuevo modo de realizar la
plena individualidad en la plena colectividad: soy yo mismo al construir un
nuevo mundo y, en contraparte, este nuevo mundo me ofrece nuevas maneras
de entenderme a mí y mi relación con los demás. Ya que este momento de
la Historia no se ha consolidado aún, habrá que luchar por hacerlo… this is
the spectacular now.
espíritu
Nosotros rogamos a aquel a cuya mano se acerque este manifiesto, que lo haga
pasar a todos los hombres de todos los pueblos.
Reforma, libertad, justicia y ley.
El general en jefe del Ejército Libertador del Sur,
Emiliano Zapata.
(Manifiesto zapatista en náhuatl.)
A los pueblos y gobiernos del mundo:
Hermanos:
No morirá la flor de la palabra. Podrá morir el rostro oculto de quien
la nombra hoy, pero la palabra que vino desde el fondo de la historia y de la
tierra ya no podrá ser arrancada por la soberbia del poder.
Nosotros nacimos de la noche. En ella vivimos. Moriremos en ella. Pero
96
fenomenología del espíritu
la luz será mañana para los más, para todos aquellos que hoy lloran la noche,
para quienes se niega el día, para quienes es regalo la muerte, para quienes
está prohibida la vida. Para todos la luz. Para todos todo. Para nosotros el
dolor y la angustia, para nosotros la alegre rebeldía, para nosotros el futuro
negado, para nosotros la dignidad insurrecta. Para nosotros nada.
Nuestra lucha es por hacernos escuchar, y el mal gobierno grita soberbia
y tapa con cañones sus oídos.
Nuestra lucha es por el hambre, y el mal gobierno regala plomo y papel
a los estómagos de nuestros hijos.
Nuestra lucha es por un techo digno, y el mal gobierno destruye nuestra
casa y nuestra historia.
Nuestra lucha es por el saber, y el mal gobierno reparte ignorancia y
desprecio.
Nuestra lucha es por la tierra, y el mal gobierno ofrece cementerios.
Nuestra lucha es por un trabajo justo y digno, y el mal gobierno compra
y vende cuerpos y vergüenzas.
Nuestra lucha es por la vida, y el mal gobierno oferta muerte como futuro.
Nuestra lucha es por el respeto a nuestro derecho a gobernar y gobernarnos, y el mal gobierno impone a los más la ley de los menos.
Nuestra lucha es por la libertad para el pensamiento y el caminar, y el
mal gobierno pone cárceles y tumbas.
Nuestra lucha es por la justicia, y el mal gobierno se llena de criminales
y asesinos.
Nuestra lucha es por la historia, y el mal gobierno propone olvido.
Nuestra lucha es por la Patria, y el mal gobierno sueña con la bandera
y la lengua extranjeras.
Nuestra lucha es por la paz, y el mal gobierno anuncia guerra y destrucción.
Techo, tierra, trabajo, pan, salud, educación, independencia, democracia, libertad, justicia y paz. Éstas fueron nuestras banderas en la madrugada
de 1994. Éstas fueron nuestras demandas en la larga noche de los 500 años.
Éstas son, hoy, nuestras exigencias.
Nuestra sangre y la palabra nuestra encendieron un fuego pequeñito en
la montaña y lo caminamos rumbo a la casa del poder y del dinero. Hermanos
y hermanas de otras razas y otras lenguas, de otro color y mismo corazón, pro97
héctor m. sánchez
tegieron nuestra luz y en ella bebieron sus respectivos
fuegos.
Vino el poderoso a apagarnos con su fuerte soplido, pero nuestra luz se creció en otras luces. Sueña
el rico con apagar la luz primera. Es inútil, hay ya
muchas luces y todas son primeras.
Quiere el soberbio apagar una rebeldía que su ignorancia ubica en el amanecer de 1994. Pero la rebeldía que hoy tiene rostro moreno y lengua verdadera, no
nació ahora. Antes habló con otras lenguas y en otras
tierras. En muchas montañas y muchas historias ha
caminado la rebeldía contra la injusticia. Ha hablado ya
en lengua náhuatl, paipai, kiliwa, cúcapa, cochimi, kumiai, yuma, seri, chontal, chinanteco, pame, chichimeca, otomí, mazahua, matlazinca, ocuilteco, zapoteco,
solteco, chatino, papabuco, mixteco, cuicateco, triqui,
amuzgo, mazateco, chocho, izcateco, huave, tlapaneco,
totonaca, tepehua, popoluca, mixe, zoque, huasteco, lacandón, maya, chol, tzeltal, tzotzil, tojolabal, mame,
teco, ixil, aguacateco, motocintleco, chicomucelteco,
kanjobal, jacalteco, quiché, cakchiquel, ketchi, pima,
tepehuán, tarahumara, mayo, yaqui, cahíta, ópata,
cora, huichol, purépecha y kikapú. Habló y habla la
castilla. La rebeldía no es cosa de lengua, es cosa de
dignidad y de ser humanos.
Por trabajar nos matan, por vivir nos matan. No
hay lugar para nosotros en el mundo del poder. Por luchar nos matarán, pero
así nos haremos un mundo donde nos quepamos todos y todos nos vivamos sin
muerte en la palabra. Nos quieren quitar la tierra para que ya no tenga suelo
nuestro paso. Nos quieren quitar la historia para que en el olvido se muera
nuestra palabra. No nos quieren indios. Muertos nos quieren.
Para el poderoso nuestro silencio fue su deseo. Callando nos moríamos, sin
palabra no existíamos. Luchamos para hablar contra el olvido, contra la muerte,
por la memoria y por la vida. Luchamos por el miedo a morir la muerte del olvido.
98
fenomenología del espíritu
Hablando en su corazón indio, la Patria sigue digna y con memoria.
Fin de la escena…
Cordero de Dios, tú que quitas el pecado del mundo,
ten piedad de nosotros.
Cordero de Dios, tú que quitas el pecado del mundo,
ten piedad de nosotros.
Cordero de Dios, tú que quitas el pecado del mundo,
ten piedad de nosotros.
Cordero de Dios, tú que quitas el pecado del mundo,
ten piedad de nosotros… y danos la paz.
Sale música.
religión
La escena “Religión” comienza con el fade in de la luz (rojiza, proyectada
desde la izquierda) y con los primeros acordes de la pieza “Comunión”. Toda
ella se desarrolla en una iglesia contemporánea: hay varias hileras de bancas, dispuestas en semicírculo con relación al altar; detrás de éste, una gran
figura de Cristo resucitado –vestido con una túnica blanca, de rostro afable,
con los brazos extendidos y, en la palma de las manos, los estigmas–; sobre el
altar, un libro abierto que se sostiene en un atril. No habrá ningún ornamento
o figura de santos en las paredes: por su sencillez misma, la iglesia tendrá
una elegancia incomparable; las ventanas estarán abiertas y, por ellas, se colarán una brisa y una luz marinas. Se trata, pues, de una iglesia en la playa.
Al fondo aparece un sacerdote, aunque no vestido según las maneras
del rito católico: sabremos que lo es puesto que conduce el ritual: está descalzo, en sus manos hay una pequeña vasija de barro de la que sale incienso
y es el único personaje cuyo rostro será plenamente visible para el público.
Frente a él se encuentran El Novio y La Novia, de igual forma no ataviados
según la usanza católica, sino con un traje y un vestido que bien podríamos
calificar de ordinarios: él, de negro; ella, de blanco; los dos estarán tomados
de las manos, así como posicionados de perfil con respecto a la audiencia.
Parados frente a las bancas y de espaldas al público, Los Asistentes. Todos,
salvo El Novio, e incluido El Sacerdote, estarán de blanco: llevarán trajes y
vestidos de todas las formas y diseños (no sólo trajes y vestidos de estilo moderno).
99
héctor m. sánchez
El Sacerdote, con la vasija en sus manos, hará en ese instante una reverencia frente al altar y murmurará una oración en una lengua incognoscible;
entonces se acercará al Novio y La Novia y los sahumará con ayuda de un
cucharón de barro; a continuación, caminará hacia el frente mientras Los
Asistentes comienzan a formar una fila. Una vez que El Sacerdote la haya
recorrido y haya sahumado a todos Los Asistentes, dará la media vuelta y
volverá en dirección al altar. En ese momento comenzaremos a escuchar
“Demos gracias a Dios”. Todavía con el humo del copal flotando sobre el
escenario y con Los Asistentes volviendo a sus lugares, se iniciará un barullo
general: El Novio y La Novia, El Sacerdote y Los Asistentes comenzarán a
hablar entre sí, a felicitarse; algunos, incluso, se darán un abrazo. Entonces
la música y las luces empezarán a salir en fade out.
Demos gracias a Dios;
demos gracias, demos gracias, demos gracias a Dios.
Demos gracias a Dios.
Ya en la oscuridad, escucharemos los últimos ecos del barullo. Cohetes
y campanas. Luego, silencio total…
el saber absoluto
Esta escena ha de comenzar simultáneamente con el Cuarteto para cuerdas
número 4, de Schönberg, y su duración ha de coincidir exactamente con el
primer movimiento. La cámara empezará fuera de foco mostrándonos lo que,
según sabremos luego, es el rostro de un hombre de 27 años, barbado y de tez
mestiza; a partir de aquí, toda la escena se constituirá, hasta la mitad, como
un zoom out de la cámara (aunque valiéndose de algunos difuminados). Así,
veremos que el hombre está besando el cuello de una mujer y que ambos
están semidesnudos, recostados sobre el piso; a su lado hay otra pareja, algo
más joven que la anterior, pasándose recíprocamente las manos por la cara,
el pecho y el pubis; a veces, casi por accidente, las manos de la segunda
pareja pasarán rosando el hombro del muchacho de 27, o bien los muslos
y las rodillas de su compañera; poco a poco, la cámara nos irá mostrando
a decenas de parejas, tríos y grupos más amplios de personas besándose,
100
fenomenología del espíritu
tocándose o, sencillamente, riendo a carcajadas: algunos estarán desnudos; otros, sólo con los genitales
y la parte inferior del cuerpo descubiertos; unos más,
en cambio, tendrán el torso desnudo, pero cubierta
la parte inferior; habrá parejas y tríos homosexuales,
tríos de un hombre y dos mujeres –o, viceversa, de
una mujer y dos hombres–, grupos completamente
mezclados, con personas de todas las razas, edades y
estaturas: veremos a un anciano acariciando el cabello de otro, a dos niños masturbándose mutuamente,
a una mujer de 40 años haciéndole una felación a un
muchacho de 19, a un hombre de 50 besando a una
niña de trece, a varios jóvenes y adultos teniendo relaciones sexuales de diversos modos posibles. Todos
estarán acostados en el suelo, cubriéndolo por entero, como un gran mosaico hecho de personas.
Justo a la mitad del cuarteto de Schönberg, la
cámara habrá llegado a su punto máximo y, a partir
de ahora, comenzará a hacer un lento zoom in –pero
no por el mismo camino por el que ha venido, sino
por uno ligeramente diferente, de modo que podamos
observar a nuevas parejas besándose, tocándose o,
simplemente, riendo a carcajadas. A punto de terminar el cuarteto, volveremos a ver al hombre y la mujer semidesnudos con los que ha iniciado la escena
–para, finalmente, quedarnos sólo con la imagen del
hombre de veintisiete años, barbado y de tez mestiza.
Ahora que lo observamos más de cerca, se nos vuelve evidente que
está en posición fetal, y que una mano roza, casi por accidente, su hombro derecho; pero ya únicamente podemos ver su rostro, su expresión de
placer dibujada a través de sus ojos cerrados: su sentirse conectado con
el mundo.
Pantalla en negro. Silencio…
Durante los créditos finales, escuchamos “C’mere”, de Interpol.
101
héctor m. sánchez
banda sonora
Instrucciones previas: Para escuchar esta
banda sonora, se pude igualmente sortear
el orden en que habrán de escucharse los
21 tracks que la componen; por ejemplo
(escuchado el domingo 16 de marzo de
2014, según la función de reproducción
aleatoria del reproductor de música):
1. Angelo Badalamenti, “Red bats with
teeth”
2. Jesús Echevarría, “Demos gracias
a Dios”, Misa mexicana
3. Morcheeba, “Slow down”
4. El canto de la Sibila (latina)
5. Norah Jones, “Turn me on”
6. Arnold Schönberg, “Allegro, troppo
energico”, Cuarteto para cuerdas número 4, op. 37
7. Juan Arañés, “Un sarao de la chacona”
8. Joan Manuel Serrat, “Llanto y coplas”
9. Jesús Echevarría, “Agnus dei”, Misa
mexicana
10. “El canto de la Sibila” (catalana)
11. Radiohead, “How to disappear completely” (en vivo desde Canal+ Studios)
12. Pink Floyd, “Mother”
13. Randy Crawford, “Give me the night” (chill night mix)
14. Beth Orton, “Stars all seem to weep”
15. Portishead, “Humming” (en vivo)
16. Interpol, “C’mere”
17. Radiohead, “Idioteque” (en vivo
en Oxford)
18. Massimo Faraò Trio, Opera 55:
Notturno in F minor (Chopin)
19. El canto de la Sibila (provenzal)
20. Jesús Echevarría, “Comunión”,
Misa mexicana
21. Gustav Mahler, “Allegro energico,
102
ma non troppo”, Sinfonía número 6 en la
menor, Trágica.
[Lista de tracks]
introducción
Sin música
conciencia i
1. Gustav Mahler, “Allegro energico,
ma non troppo”, Sinfonía número 6 en la
menor, Trágica [02:22 a 03:15, en fade in;
03:15 a 03:37, en fade out] (Simon Rattle,
Birmingham City Orchestra).
( transición )
2. Joan Manuel Serrat, “Llanto y coplas”
[00:00 a 00:52; fade out empieza en 00:30].
conciencia ii
3. “El canto de la Sibila” (latina)
[00:00 a 04:10] (Jordi Savall, Monserrat
Figueras, Capilla Real de Cataluña).
4. “El canto de la Sibilia” (provenzal); [02:59 a 03:19, 04:59 a 08:08] (Jordi
Savall, Monserrat Figueras, Capilla Real
de Cataluña).
5. “El canto de la Sibil-la” (catalana)
[13:48 a 14:56, 15:58 a 18:53] (Jordi Savall, Monserrat Figueras, Capilla Real de
Cataluña).
( transición )
6. Pink Floyd, “Mother” [02:52 hasta
el final de la pieza].
conciencia iii
7. Beth Orton, “Stars all seem to weep”
[01:15 a 02:00, durante el cuadro en la
fenomenología del espíritu
estación del metro; al salir a la calle, silencio absoluto].
8. Portishead, “Humming” (en vivo,
de Roseland NYC) [05:57 a 06:22].
9. Radiohead, “Idioteque” (en vivo en
Oxford, de I might be wrong) [02:58 a 03:53;
en fade in, entre sueños].
10. Radiohead, “How to disappear completely” (en vivo desde Canal+ Studios)
[00:10 a 01:33, mientras él espera afuera
del edificio de oficinas].
11. Randy Crawford, “Give me the night” (chill night mix) [00:40 a 00:56].
12. Morcheeba, “Slow down” [03:18 a
03:31; para la escena en el lounge. Se
unen mediante un corte entre esta pieza
y la anterior, como marcando una transición de tiempo].
13. Norah Jones, “Turn me on” [01:45
a 02:35; primero piano; luego, al entrar al
club de jazz, ya en forte].
14. Massimo Faraò Trio, Opera 55: Notturno in F minor (Chopin) [del inicio de
la pieza hasta donde se corte por el final
del cuadro, alrededor del minuto 02:49].
15. Angelo Badalamenti, “Red bats
with teeth” [al encender la radio, la pieza inicia a sonar en el segundo 00:30 y,
de ahí, la escuchamos hasta el final].
autoconciencia
Sin música.
( transición )
16. Juan Arañés, “Un sarao de la chacona” [00:00 a 01:15).
razón
Sin música.
( transición )
17. Jesús Echevarría, “Agnus dei”,
Misa mexicana [en fade in; desde 02:18
hasta el final de la pieza] (Encarnación
Vásquez, Ernesto Anaya, Jesús Suaste,
Lourdes Ambriz).
religión
18. Jesús Echevarría, “Comunión”, Misa
mexicana [02:30 a 05:30] (Encarnación
Vásquez, Ernesto Anaya, Jesús Suaste,
Lourdes Ambriz).
19a. Jesús Echevarría, “Demos gracias a Dios”, Misa mexicana [01:49 a 02:30;
fade out empieza al minuto 02:14] (Encarnación Vásquez, Ernesto Anaya, Jesús Suaste, Lourdes Ambriz).
( transición )
19b. Jesús Echeverría, “Demos gracias
a Dios”, Misa mexicana [02:30 a 03:00]
(Encarnación Vásquez, Ernesto Anaya,
Jesús Suaste, Lourdes Ambriz).
el saber absoluto
20. Arnold Schönberg, “Allegro, molto
energico”, Cuarteto para cuerdas número
4, op. 37 [movimiento completo] (Julliard
String Quartet).
( créditos
finales )
21. Interpol, “C’mere” [pieza comple-
ta].
103
Dos poemas
D aniel C arpinteyro
jugo
Quien en su yugular alienta el incisivo
de La Que Recauda y se refocila
como adolescente ante la meretriz primera
es bienaventurado. Lo ha entendido todo,
a saber:
que la esperanza como tal es proclamar
que las torres de barajas son baluartes de lo más confiables;
que los hormigueros son impenetrables para el plomo derretido;
que la mantis sin cabeza haría bien en arrastrarse a un hospital:
“La medicina de hoy en día está tan avanzada.
Ponle una demanda conyugal y te harás rico.”
El iluminado se sonríe y baja los párpados.
Se abandona en la antesala del orgasmo.
Entre los flecos azabache, la dominatriz
abre los labios perforados de mercurio.
Ella lo bebe. Ella lo chupa
104
y sus uñas estilete le patinan la mortal bragueta.
Una sonata terminal de chasquidos y derrames.
El mundo se descarga perezosamente más oscuro,
la sustancia es nada y todo en el muriente
se dispersa.
rumia castañeada
En algunas glaciaciones las arterias crujen
y los vahos quisieran incubar cristales.
Los barbitúricos discretos ya no me sostienen
y los lobos se me escurren sin ningún aviso.
Hay quien pernocta a la intemperie y no tirita.
Auschwitz y Chihuahua. No olvidar Siberia.
Mientras tanto, lamo mis heridas con morfina
y medito sobre las miserias de Narciso.
La materia gris se me fermenta en los solventes,
páramos del pensador enclenque.
La bencina reificada es un alivio.
Somos tantos los que anochecemos
al amanecer, no sin haber probado
una que otra gota de sudor helado.
Los estratocúmulos no se conmueven
ante el verdor ni ante la fronda
105
ni los vórtices polares consideran
a los ateridos con el corazón lampiño.
Dicen que los esquimales son muy recios
y promiscuos.
Les mastican la comida a los ancianos
desdentados. Y éstos,
adornados por la gratitud y la vergüenza
hacen gala de templanza cuando los exilian
al plenario de los osos.
Esto me contó mi padre.
Los pequeños saurios que se rezagaron
–esos ridículos Matusalenes tragamoscas–
han aprendido entre mortales riesgos
la rigurosa dosificación de las solares radiaciones.
Administremos los fotones remanentes
de nuestra edad inmaculada
a lo largo de la estepa transcontinental que nos separa
del festín de los gusanos. Somos hostia y ellos,
comulgantes de nuestra materia, al fin prestada.
Las hogueras sólo sirven para revelarnos ante el enemigo.
106
José Revueltas: el redentor escéptico
E nrique S erna
En materia de convicciones políticas, José Revueltas se distingue de otras
grandes figuras literarias mexicanas del siglo xx porque mantuvo toda la vida
una oposición frontal contra el régimen posrevolucionario. La congruencia
entre la vida y la obra, entre los principios y la conducta pública, eran y
siguen siendo virtudes raras en un medio intelectual cortesano, envilecido por el tráfico de favores, en donde muchos escritores mediocres, pero
también algunos de nuestros mayores talentos, acaban sometidos parcial o
totalmente a la maquinaria de cooptación, después de haberla combatido en
la juventud. En buena medida, la rebeldía crónica de Revueltas le granjeó la
celebridad que goza desde 1968, cuando adquirió una aureola de líder moral
por su estrecha vinculación con el movimiento estudiantil, y sobre todo, por
la condena que purgó junto con los líderes del Consejo Nacional de Huelga.
Si en la tragedia del 68 el presidente Díaz Ordaz fue Saturno devorando a
sus hijos, a Revueltas le tocó desempeñar el papel de Sócrates. A partir de
entonces, la juventud insurrecta descubrió su talento narrativo. Ese vuelco
de la suerte fue una justa recompensa para un escritor marginal, ninguneado
en los cenáculos intelectuales, que había sufrido penas carcelarias, penurias
económicas, una mezquina acogida por parte de la crítica y la repulsa del
politburó mexicano.
Pero etiquetar a Revueltas como escritor militante lo disminuye a los
ojos del público y falsea su enfoque de la existencia, porque si bien creyó
durante mucho tiempo que la literatura sólo cumple una función social cuando se adhiere a un proyecto político, de preferencia en el seno de un partido,
107
enrique serna
nunca se sujetó a los rígidos esquemas
del realismo socialista. Desde la adolescencia hizo grandes sacrificios por la
causa del socialismo, pero al mismo tiempo escudriñó el alma de sus camaradas
y sus propias contradicciones con una
lucidez insobornable. Como Olegario
Chávez, el protagonista de Los errores,
Revueltas antepuso “el poder de la verdad a la verdad del poder”, una misión
suicida en una época donde los escritores comprometidos tenían prohibido
ejercer la duda. Su búsqueda filosófica
y literaria enfurecía a los jerarcas del
partido comunista (nombrados por dedazo desde Moscú) y desconcertaba a
muchos camaradas honestos pero obtusos, a los que él definía como “máquinas de creer”.
A menudo, el celo partidista de
la izquierda crea una confusión entre
josé revueltas
el mérito cívico y el mérito literario
que ha beneficiado a muchos escritores de segunda fila, incapaces, ellos sí,
de arriesgarse a blasfemar contra los pontífices de su iglesia (Fidel Castro,
Hugo Chávez, Marcos, amlo) por el temor de “darle armas al enemigo”, o
simplemente por miedo a perder lectores. Ya nadie lee a Benedetti con el
fervor que despertaba en los años setenta, y cuando las banderas que han
enarbolado la Poniatowska o Galeano caigan en el olvido o en el descrédito,
probablemente correrán la misma suerte. Pero la vigencia de Revueltas no
depende tanto de la fidelidad a una causa: su obra tiene un valor independiente de la circunstancia histórico-social que le tocó vivir y puede cautivar
incluso a lectores con una ideología opuesta a la suya. Revueltas no fue un
gran escritor por la firmeza de sus convicciones, ni por haber purgado condenas en las mazmorras de la dictadura perfecta: merece perdurar porque
108
josé revueltas: el redentor escéptico
extrajo de esas experiencias una visión original, conmovedora y alucinada
de la existencia.
del catecismo rojo al realismo crítico
Aunque las parrandas le robaron mucho tiempo, casi tanto como la militancia, las obras completas de Revueltas abarcan veintiséis tomos. No todo lo
que relumbra es oro en ese océano verbal ni las brújulas para navegarlo son
enteramente confiables, pues a veces la crítica, por motivos ideológicos, ha
prestado más atención a sus esbozos fallidos que a sus obras maestras. El
centenario que celebramos es una buena oportunidad para emprender la
revisión de una obra dispareja, en la que se advierte un paulatino pero ascendente proceso de aprendizaje. Por haber hecho su noviciado político en
los años treinta, la época de mayor intolerancia en las filas del comunismo
internacional, Revueltas no siempre sorteó con fortuna el peligro de que las
ideas o los símbolos asfixiaran a los personajes. La intromisión de la tesis explícita es particularmente notoria en sus dos primeras novelas: Los muros de
agua y El luto humano. No alcanzó la madurez estilística, el pleno dominio
del arte narrativo, hasta que se independizó intelectualmente de la castradora doctrina que le querían imponer los cuadros dirigentes de su partido.
Proclama libertaria contra la policía del pensamiento, Los días terrenales es una convincente y apasionada novela sobre la deshumanización que
provoca el dogmatismo ideológico en el microcosmos de la militancia clandestina. Dolido por la erosión de los lazos fraternales con sus camaradas,
en esta novela Revueltas desnudó las ambiciones egoístas que adoptan el
disfraz de la ortodoxia política, los cotos de poder formados por los “curas
rojos” y los embriones de control totalitario que se iban gestando en las
sucursales latinoamericanas del Komintern cuando los líderes de la Unión
Soviética todavía no revelaban los crímenes de Stalin. Su amargo y trágico
enfoque de la existencia, la mezcla de compasión y crueldad con la que
observa a los personajes, reivindican aquí la autonomía de la novela como
medio de conocimiento ajeno a las supuestas leyes de la historia. No debe
extrañarnos que Revueltas adoptara como lema la frase de Goethe (“Gris es
toda teoría, verde es el árbol de oro de la vida”), pues alcanzó la emancipa109
enrique serna
ción como escritor al ponerla en práctica. Revueltas empezó a calar hondo
en los móviles de la conducta cuando se dejó guiar por sus intuiciones en vez
de encajonarlas en un marco teórico.
Quizá no hubiera dado ese salto cualitativo sin haber desarrollado a la
vez una técnica narrativa más avanzada, que le permitió superar la novela
ensayística en estado bruto, donde las reflexiones del autor interrumpen el
relato, a la usanza de los novelistas decimonónicos anteriores a Flaubert. En
otras palabras, el salto cualitativo de Revueltas consistió en adquirir una
destreza verbal y una independencia de criterio que le permitieron conjugar
el realismo objetivo con el realismo crítico. Nunca abolió del todo la distancia entre el narrador y los personajes, porque tenía una proclividad innata
a la disertación, pero a partir de esa novela introdujo alter egos que le permitían deslizar su punto de vista con mayor naturalidad. El propio Revueltas
identificó en una entrevista a los personajes que fungieron como voceros de
su pensamiento: “Gregorio, por ejemplo, en Los días terrenales, Eladio Pintos, Jacobo Ponce y Olegario Chávez en Los errores, son lo que llamaríamos
personajes históricos que señalan una dirección personal, una coincidencia
con el autor porque son el autor mismo en varias situaciones inventadas y
recreadas.”1
Cuando escribió El luto humano aún no creía necesario esconderse detrás de uno o de varios portavoces, y quizá por ello esta novela, sobrevaluada
en su época, no ha resistido el paso del tiempo. Con ella ganó el Premio
Nacional de Literatura en 1943 y el galardón a la mejor obra extranjera en
un concurso internacional convocado por la editorial neoyorquina Farrar &
Reinhart, circunstancia que seguramente influyó en el ánimo de la crítica
para incluirla en el canon de nuestros clásicos modernos. Sospecho que El
luto humano ha sido objeto de innumerables artículos y tesis en México y
el extranjero porque, a diferencia de Los días terrenales y Los errores, no
coloca en aprietos ideológicos a los hispanistas de izquierda. Reconocer que
en las filas del comunismo ha medrado infinidad de canallas, o peor aún,
que sus fundamentos teóricos son incompatibles con la condición humana,
A. A. Ortega, “El realismo y el progreso de la literatura mexicana”, en Conversaciones
con José Revueltas, comp. de Andrea revueltas y Philippe Cheron, Era, México, 1977, p. 51.
1
110
josé revueltas: el redentor escéptico
era y sigue siendo un trago amargo para muchos
académicos biempensantes, que no creen, como
Revueltas, que “la verdad siempre es revolucionara, no importa dónde ni cómo surja”. Sobre todo
durante la Guerra Fría, cuando la propaganda antisoviética satanizaba el comunismo en todos los
medios de difusión, aceptar un hecho tan doloroso
significaba conspirar en favor del capitalismo. El
comunista ortodoxo Enrique Ramírez y Ramírez,
que más tarde intentó “hacer la revolución desde
adentro” como militante el pri, excomulgó a Revueltas por las veleidades existencialistas de Los días
terrenales, pero en cambio definió El luto humano
como una “épica de la miseria” que reflejaba “la
hondura y la grandeza del pueblo mexicano”.2 Su
aprobación revela que hasta ese momento Revuel­
tas no había defraudado a sus compañeros de lucha, tal vez porque todavía era un dócil repetidor
de consignas.
Para mi gusto, los desatinos de El luto humano empiezan desde su título, un pleonasmo difícil
de justificar. ¿Existe acaso un luto borreguil o canino? El viacrucis de los campesinos guarecidos
de una inundación en el techo de una choza, con
los buitres volando por encima de sus cabezas, hubiera bastado para insinuar un trasfondo simbólico, sin que el autor lo hiciera demasiado evidente.
Pero Revueltas se esmeró tanto por sobrecargar la
novela con interpretaciones sobre el fracaso de la
Revolución, la orfandad religiosa del mexicano, su derrotismo crónico y la
necesidad de reemplazar la tutela de la vieja iglesia por el liderazgo del partido comunista, que los personajes tienen serias dificultades para respirar.
2
Citado por Álvaro Ruiz Abreu, Los muros de la utopía, Cal y Arena, México, 1991, p. 139.
111
enrique serna
Son conceptos vivientes, no seres humanos. Interpolar tantas instrucciones
de lectura denota poco respeto a la inteligencia del público. En una de las
múltiples intromisiones del narrador, una especie de médium que observa
el drama de los campesinos desde un palco intemporal y ubicuo, Revueltas
precisa cuál es o debe ser el papel del escritor frente a la masa oprimida:
La multitud es el coro, el destino, el canto terco. Puede preguntarse dónde termina, pero no tiene fin. Como preguntar yo mismo dónde comienzan mis propios
límites, distinguiéndome del coro, y en qué sitio se encuentra la frontera entre mi
sangre y la otra inmensa de los hombres, que me forman. Soy el contrapunto, el
tema análogo y contrario, la multitud me rodea en mi soledad, en mis rincones,
la multitud pura.3
Como el párrafo termina con una exaltada salutación a la multitud soviética pastoreada por Stalin, se puede inferir que Revueltas quiso convertir
el programa político de su partido en una poética de combate. Para dotar al
pueblo de conciencia política, el narrador tendría la función de encarnar a la
vanguardia del proletariado en la arena del texto, aunque esa tarea implicara
un cierto menosprecio a la masa oprimida. Veinte años después, tras haber
sido expulsado del partido comunista por segunda vez, Revueltas publicó un
Ensayo del proletariado sin cabeza, donde sostenía que el pueblo no debía rendir
culto a la personalidad de sus líderes, ni los necesitaba demasiado para entender su papel histórico, pero a principios de los cuarenta, cuando publicó
El luto humano, aún creía que sin ese necesario contrapunto, la literatura no
podía cumplir su función social.
Evodio Escalante ha escrito que esta novela es un “antecedente en ciertos aspectos, de la obra maestra de Rulfo, Pedro Páramo”.4 En efecto, El luto
humano prefigura el universo rulfiano, sobre todo en un pasaje donde el na­
rrador declara: “éste era un país de muertos caminando, hondo país en busca
del ancla, del sostén secreto”. Pero es indudable que no fue Revueltas sino
Rulfo, un escritor relativamente apolítico pero más consustanciado con sus
personajes, quien escribió la gran “épica de la miseria mexicana” en algunos
José Revueltas, El luto humano, Era, México, 1984, p. 179.
Evodio Escalante, “Circunstancia y génesis de Los días terrenales”, en José Revueltas
Los días terrenales, ed. de Evodio Escalante, Universidad de Costa Rica, 1996, p. 203.
3
4
112
josé revueltas: el redentor escéptico
fragmentos de Pedro Páramo y en cuentos como “Luvina” o “Nos han dado
la tierra”. Rulfo no aspiraba a ser el contrapunto letrado del pueblo: sólo quiso fungir como arreglista musical o director de un coro, creyendo, como los
románticos alemanes, que todo hombre es un poeta en potencia. Revueltas
no sabía precisar dónde estaba “la frontera entre su sangre y la sangre de la
multitud”, pero sí tenía muy clara la frontera entre su lenguaje y el lenguaje
campesino, mientras que Rulfo la desvaneció con una formidable técnica de
ocultamiento. Revueltas practicaba una especie de paternalismo lingüístico
pues intentaba dignificar al pueblo prestándole sus palabras. Víctima de una
extraña sordera, negó al pueblo el mejor homenaje que podía rendirle. La
poesía del habla es la gran ausente de El luto humano.
En Los días terrenales, Revueltas ya no creía necesario ser “el tema
análogo y contrario” de los personajes, tal vez porque ahora escribía sobre
sus iguales: los militantes comunistas, pero también porque había trascurrido casi una década entre ambas novelas y ya no aspiraba a fungir como un
director de conciencias, ni a convertir los preceptos del marxismo-leninismo
en técnica narrativa. Un pasaje de la novela es útil para ejemplificar ese
cambio. Al contemplar al Tuerto Ventura, el cacique de Acayucan, Gregorio
reflexiona: “La fisionomía del hombre es un conjunto de cifras convencionales, un conjunto de simulaciones a través de las cuales es muy difícil,
cuando no imposible, descubrir la verdad interna de cada individuo, pues
el rostro no es el ‘espejo del alma’ sino el instrumento del cual el hombre se
vale para negar su alma, para disfrazarla –se dijo con furia: esos pensamientos le parecían demasiado razonadores e intelectuales.”
Aquí se advierte un brote de autocrítica (la furia que siente el personaje es la de Revueltas por haberse entrometido en la narración) en donde el
autor regaña a su alter ego por interpolar un cuerpo extraño en el tejido vivo
y palpitante de la novela. Gregorio es un intelectual con estudios en Europa,
conocedor de pintura y de literatura, de modo que en este caso el apunte
analítico no está metido con calzador, como sucede con las parrafadas de El
luto humano. Sin embargo, Revueltas siente que le está quitando oxígeno a
su personaje y lo regaña por filosofar a destiempo. Como en esta novela las
disertaciones embonan con la trama orgánicamente (no se les puede suprimir
sin desfigurarla), y el nivel educativo de los personajes las justifica, creo que
113
enrique serna
un lector contemporáneo puede aceptarlas de buen grado. En Los días terrenales,
las ideas extraídas de la experiencia se
contraponen con maestría a los mandamientos del catecismo estalinista. Revueltas reincide en la novela de tesis,
sólo que ahora utiliza la observación
directa del hombre para contrapuntear
la falsa conciencia de los personajes,
compuesta por un conjunto de dogmas
que mata en agraz cualquier idea propia
y hasta los impulsos más nobles del corazón. El conflicto que enfrenta a Fidel
con Gregorio es crucial para entender
el espíritu de una época, de modo que
esta novela no ha caducado ni le concierne sólo al público mexicano. De hecho,
josé revueltas
en la actualidad puede leerse como el
visionario réquiem de un gran sueño de fraternidad y justicia.
La trama de Los días terrenales alcanza el clímax cuando Fidel, el comunista disciplinado hasta la ignominia que persigue con saña a los revisionistas burgueses o trotskistas del partido, se quiebra delante de Olegario
y le ruega que interceda por él para recuperar a la mujer que lo abandonó
por haber mantenido una indiferencia glacial durante la agonía de Bandera,
su hija de brazos. Anuladas las jerarquías políticas, derretido el caparazón
del robot estalinista, Gregorio puede por fin ver al hombre de carne y hueso
escondido bajo la máscara de hierro que le ha impuesto la disciplina partidaria. Al comprometerse con la única verdad a su alcance, la verdad subjetiva de la novela, Revueltas dio un gran salto adelante, porque a partir de
entonces explotó con libertad su mayor virtud literaria: el don de auscultar
el corazón de los hombres. El predicador de ideas ajenas se había convertido
en un agudo observador de la imprevisible flaqueza humana, que utilizaba el
lenguaje como un bisturí de alta precisión.
114
josé revueltas: el redentor escéptico
sustitución de credos
A los nueve años, recién fallecido su padre, José Revueltas seguía por las
calles de la colonia Roma a un anciano barbudo, de túnica blanca y huara­
ches, que hablaba del comunismo y del apocalipsis. Según Álvaro Ruiz Abreu,
autor de la imprescindible biografía José Revueltas: los muros de la utopía, Revueltas le profesó tanta veneración a ese predicador de barriada que por seguirlo
desapareció de su casa varios días, llenando de angustia a su familia, que ya
lo daba por muerto. Por esos mismos años leía con fervor vidas de santos, según testimonios de su hermana Consuelo y de Manuel Maples Arce, visitante
asiduo de la casa de los Revueltas. Tenía, pues, una fuerte vocación religiosa
que pudo haberlo conducido al seminario si sus dos hermanos mayores, Fermín y Silvestre, no lo hubieran iniciado en el credo comunista. El ateísmo
derrumbó su creencia en la otra vida, pero no extinguió la fe igualitaria ni el
amor al prójimo que le inculcó el iluminado de la colonia Roma. Su conversión infantil quizá no fue muy diferente a la de los campesinos veracruzanos
que en Los días terrenales “llevan el carnet del partido comunista colgado del
cuello a guisa de escapulario”. Y aunque Revueltas siempre tuvo conciencia
de la incompatibilidad filosófica entre el materialismo histórico y el cristianismo, en el terreno del fervor nunca los pudo separar. De hecho, extrajo de
esa analogía el entramado simbólico de muchas obras, sin que esto permita
calificarlo de creyente.
Octavio Paz fue el primero en detectar el sustrato religioso de su pensamiento en una crítica de El luto humano: “Revueltas vivió el marxismo como
cristiano y por eso lo vivió, en el sentido unamunesco, como agonía, duda
y negación. Su ateísmo es trágico porque, como lo vio Nietzsche, es negación del sentido.” Tal vez Revueltas buscaba recuperar el sentido cristiano
de la vida al fundir ambos credos pues, como dice Paz, “si el cristianismo
fue la humanización de Dios, la Revolución promete la divinización de los
hombres”.5 Pero nunca perdió de vista las implicaciones teológicas encerradas en el ideal socialista de crear el “hombre nuevo” ni en la convocatoria
de Marx a tomar el cielo por asalto, y en sus obras de madurez emprendió
5
Octavio Paz, “Cristianismo y Revolución”, en Hombres en su siglo y otros ensayos, Seix
Barral, Barcelona, 1984, p. 147.
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enrique serna
una doble tarea crítica: someter a los apóstoles comunistas a un examen de
conciencia anclado en la moral judeocristiana, y juzgar a la corrupta iglesia
católica con los ojos de un ateo mucho más apegado que ella al sentido profundo del evangelio.
Pero hay un punto en el que Revueltas se aparta lo mismo del cristianismo que del marxismo: su falta de fe en la posibilidad de reformar la
naturaleza humana, un escepticismo que hasta cierto punto contradecía su
anhelo de redención. La andanada de críticas suscitadas por el aparente nihilismo de Los días terrenales denota una grave intolerancia estética por parte
de sus camaradas, que no podían disociar los valores literarios de los dogmas
políticos, ni conceder al arte una esfera autónoma. El fanatismo les impedía
reconocer que las paradojas derrumban los enfoques simplistas de la existencia y, por lo tanto, enriquecen el significado de una novela, por amargas
que sean. Sin embargo, el impugnador más inteligente de Los días terrenales,
Enrique Ramírez y Ramírez, señaló una contradicción filosófica que ciertamente Revueltas no había resuelto:
Revueltas predica la ceguera y la impotencia del hombre ante la realidad universal y social; la abolición de todo principio y toda norma racionales, la agonía
perenne del hombre por su inexorable aniquilamiento; la pérdida del sentido y la
razón de la vida (…). En el fondo de este cuadro de lobreguez intelectual y espiritual, se vislumbra la imagen dolorosa de un hombre que sólo es libre para
sufrir y morir, someterse a las leyes de la naturaleza y expiar sin descanso las
míticas culpas de su especie.6
Este análisis de contenido es irrefutable y tuvo una influencia decisiva
para que Revueltas, en un acto de mea culpa, abjurara públicamente de la
novela y pidiera a su editor que la retirarla de la circulación, a la manera de
los teólogos de la Contrarreforma cuando el Santo Oficio les echaba el guante
(más tarde, arrepentido de su arrepentimiento, calificó Los días terrenales
como “la más madura de mis novelas” y explicó que había sido víctima de
una extorsión moral). Por supuesto, descalificar la novela porque no contiene
un mensaje edificante era una arbitrariedad, pues la gran literatura busEnrique Ramírez y Ramírez, “Sobre una literatura de extravío”, en José Revueltas, Los
días terrenales, Era, México, p. 341.
6
116
josé revueltas: el redentor escéptico
ca justamente sondear los grandes abismos de
la razón, no soslayarlos en nombre de la tarea
proselitista. De hecho, un prestidigitador más o
menos hábil podría transformar en elogios los argumentos condenatorios de Ramírez y Ramírez.
Pero los hallazgos literarios de Revueltas no podían ni pueden levantar la moral de ningún militante, porque inducen al escepticismo. Sólo él
era capaz de aceptar esas verdades amargas sin
perder entusiasmo por la lucha revolucionaria.
El propio Revueltas intentó varias veces escapar de ese callejón sin salida, preconizando una
especie de ascesis mística para sobrellevar los
sinsabores de la existencia. En la obra teatral
El cuadrante de la soledad, una sórdida intriga
en los bajos fondos de la ciudad, el único personaje honesto del drama se declara “dispuesto
a vivir la vida con pureza, a pesar de todos o
contra todos”, y en Los días terrenales Gregorio
hace una declaración de fe que sin duda expresaba el punto de vista de Revueltas: “La vida es
algo muy lleno de confusiones, algo repugnante
y miserable en multitud de aspectos, pero hay
que tener el valor de vivirla como si fuera todo
lo contrario.”
Para seguir este programa de vida se requiere una vocación de santo o una gran capacidad de autoengaño. Revueltas pensaba que la humanidad sólo tenía salvación si los hombres, y en
particular los militantes comunistas, se autocriticaban con humildad, combinando el espíritu de sacrificio con la pasión por la verdad, dos virtudes
que él tuvo en grado superlativo. Pero sabía que el “hombre nuevo” sólo
apareció una vez en Nazaret, y como veía en el puritanismo un mal endémico de la izquierda, denunciaba los extravíos de esa moral enferma con los
tintes más sombríos, recordando en todo momento que los conflictos de sus
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enrique serna
personajes ya estaban prefigurados en la Biblia desde miles de años atrás. La
pureza que él predicaba no era la pureza de los ángeles: consistía en tensar
al máximo la autocrítica sin caer en la desesperanza. Las atrocidades de
la oligarquía le dolían y le repugnaban, pero deploraba más aún las de sus
propios camaradas, los encargados de bajar el cielo a la tierra, en quienes
advertía un fariseísmo beligerante. Si Díaz Mirón le dijo a su amada Gloria:
“Tu numen, como el oro en la montaña, / es virginal y, por lo mismo, impuro”,
Revueltas sostuvo hasta la muerte que la virginidad intelectual de los comunistas no era una virtud ética ni revolucionaria.
Durante el Maximato, cuando Calles reprimió con el mismo rigor a los
comunistas y a los cristeros, Revueltas había dado muestras de un valor espartano (pasó dos temporadas en las Islas Marías antes de cumplir 20 años),
que le valieron ser invitado en 1935 al Congreso Mundial de la Internacional
Comunista celebrado en Moscú. Tenía, pues, un palmarés de héroe impoluto
que le hubiera permitido incubar el peligroso virus de la superioridad moral.
Pero por ser un ateo profundamente cristiano y, por lo tanto, precavido contra las asechanzas del demonio, Revueltas jamás cayó en esa trampa de la
soberbia. Su gran empatía con los personajes de los bajos fondos, a los que
conoció en prisión y en sus correrías de noctámbulo, deja entrever que su
ideal de pureza no excluye la inmersión en el fango. De tanto convivir con la
crápula, Revueltas aprendió a verla como algo familiar y, en consecuencia,
a escudriñarla con una curiosidad exenta de asco moral. En Los errores, un
militante comunista extrae de su experiencia carcelaria una conclusión que
Revueltas suscribió en varias entrevistas: “Ahí la vida condensa su significado, lo multiplica hasta la desnudez más perfecta, se bestializa sin rodeos,
idéntica a la confiada naturalidad con que se usa el W.C.”7
Como Cristo, que estaba más a gusto entre putas y forajidos que entre
los fariseos, Revueltas penetra en la intimidad de los seres más aberrantes
del lumpen delincuencial, atraído, como Victor Hugo, por la oscura belleza de lo grotesco. Ningún escritor mexicano ha retratado mejor y con más
conocimiento de causa a nuestros hombres del subsuelo. Elena, el enano
Mercedes Padrés, “José Revueltas, el escritor y el hombre”, en Conversaciones con José
Revueltas, p. 59.
7
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josé revueltas: el redentor escéptico
homosexual y alcohólico que en Los errores mata al prestamista de la Merced
en complicidad con el padrotillo Mario Cobián, el repugnante Carajo de El
apando, el jorobado Tiliches del cuento “El lenguaje de nadie”, el director
de escuela convertido en teporocho de En algún valle de lágrimas son personajes repulsivos a los que Revueltas retrata irónicamente, pero al mismo
tiempo, con una simpatía por la monstruosidad que le da grandes réditos literarios. Según la fe cristiana, la interiorización del dolor ajeno es el camino
a la salvación del alma. Esta virtud ética y literaria apartó a Revueltas de la
deformación esperpéntica, porque al observar desde adentro a sus personajes se libraba de condenarlos o compadecerlos.
En Los errores, el lazo de unión entre los personajes de los bajos fondos
y los militantes comunistas es su proclividad a traicionar y a traicionarse. Aparentemente hay un abismo entre las dos líneas argumentales de la novela,
la historia del atraco planeado por Elena y el Muñeco, y la intriga fraguada
en una célula del partido comunista para asesinar a Eladio Pintos, un héroe
de la guerra civil española acusado de trotskismo por el comité central. Pero
al establecer un paralelismo entre ambas historias, Revueltas escudriña los
errores de fábrica de la naturaleza humana, tanto en la cúpula de la nueva
iglesia como en los callejones de mala muerte, y descubre la hermandad
secreta entre la falsa pureza y la abyección asumida.
Para Revueltas, nadie está a salvo de los efectos corrosivos del egoísmo, el principal obstáculo a vencer para lograr una verdadera solidaridad
con el prójimo, sin la cual no hay revolución posible. Fiel a ese ideal religioso, creía que la única vacuna contra el mayor de los pecados era compartir
el sufrimiento de los demás. Recién llegado a las Islas Marías, presenció el
trato vejatorio que los celadores dispensaban a un cura que había participado junto con la madre Conchita en la conjura para matar a Obregón. Para
humillarlo, los guardias le habían asignado la tarea de barrer un patio lleno de estiércol. Aunque Revueltas escribió un cuento demoledor en contra
del fanatismo cristero (“Dios en la tierra”), tomó una escoba para ayudarlo,
sufriendo por ello el escarnio y la animadversión de los demás reos. Años
después, cuando viajó a Panamá como corresponsal del periódico El Popular, subió a un autobús para blancos en el que se había colado un negro. El
chofer le ordenó bajarse y el negro, orgulloso, alegó tener el mismo derecho
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enrique serna
que los blancos para viajar ahí. Revueltas entró en
su defensa, pero ante la tozuda negativa del chofer,
se bajó del autobús junto con el negro, para que al
menos se sintiera acompañado en la humillación.8
En sus novelas, el sacrificio de algunos personajes por el prójimo va más lejos aún, hasta lindar con
la emulación de los santos que Revueltas admiraba
desde la infancia. En Los días terrenales, al enterarse de que una prostituta enamorada de él delató al
matón que pretendía asesinarlo, Gregorio le hace el
amor a sabiendas de que está enferma de gonorrea,
no sólo para recompensarla, sino porque ese contagio
lo unirá más profundamente con su salvadora. Quizá
Revueltas atesoraba en el inconsciente una proeza
análoga de san Julián el Hospitalario, que compartía
el lecho con los leprosos. También raya en la santidad el
profesor Mendizábal, que en el cuento “La palabra
sagrada” descubre a una parejita de adolescentes haciendo el amor en el desván de un colegio católico y,
para no perjudicar al estudiante, cuando un mozo de
limpieza lo sorprende en el desván con la muchacha,
se acusa ante el director de haberla llevado ahí para
violarla. Por el tono conmovido con que narra estos
sacrificios, Revueltas parece creer que la redención del
género humano es posible. Pero el escepticismo se
sobrepone a su fervor y los desenlaces de ambas historias arrojan un cubetazo de agua helada a los creyentes en los milagros de la piedad. La duda y la fe se
repelen pero Revueltas creía posible conciliarlas en un oxímoron dialéctico:
“Me conduelo completamente de los personajes y no claudico ante la piedad
que me causan –declaró a Vicente Francisco Torres–. Mi piedad, dialécticamente, se convierte en una especie de crueldad respecto a su destino: no
8
120
Citado por Álvaro Ruiz Abreu, Op. cit., p. 287.
josé revueltas: el redentor escéptico
absuelvo al personaje de quien me apiado, lo condeno a sus últimas consecuencias reales.”9
Nostálgico de la pureza que el ser humano sólo tuvo en algunos pasajes
de la leyenda áurea, a Revueltas le gustaba contraponerla con la sordidez de
los pobres mortales aplastados por el destino, no para escarnecer la virtud
sino para situarla en un contexto terrenal. Redentor escéptico, sospechaba
que ninguna revolución social lograría desterrar la injusticia sin un milagro
espiritual previo. La misión histórica del comunismo sería entonces continuar y profundizar la doctrina social del evangelio, como lo propone la teología
de la liberación, con la que Revueltas llegó a simpatizar. Su contribución a
la lucha revolucionaria consistió en denunciar los estragos que un falso ideal
de santidad había provocado en las filas del comunismo, pero su aportación
a la literatura fue mucho más valiosa, porque al sumergir la utopía en los
pantanos de la realidad la convirtió en un faro para buscar el sentido de la
existencia.
la escuela del cine
Resentidos con Revueltas por la zarandeada que les dio en Los días terrenales, algunos militantes comunistas lo acusaron de haber sucumbido a la
influencia corruptora del mundillo cinematográfico, en el que se ganaba la
vida como guionista. Era una acusación injusta, pues Revueltas también
luchó por el socialismo en ese terreno y, de hecho, las acusaciones que lanzó
en 1947 contra el monopolio de la exhibición que detentaba William Jenkins
le costaron perder el liderazgo en la sección de autores del stpc . Haber hallado ese modus vivendi no fue una claudicación política ni tampoco un contagio venéreo, pues aunque el propio Revueltas calificó de “lamentable” su
experiencia como guionista, porque los mercachifles de la industria nunca
lo dejaron expresarse con libertad, la adquisición de otro lenguaje amplió su
repertorio de herramientas narrativas.
De hecho, entre los libros que publicó antes de escribir guiones y sus
obras posteriores hay una mejoría notable. Gracias al oficio adquirido en el
Vicente Francisco Torres, “La muerte es un problema secundario”, en Conversaciones
con José Revueltas, p. 136.
9
121
enrique serna
cine, Revueltas aprendió a urdir buenas tramas, a dialogar con solvencia y a
colocar a sus personajes en terribles encrucijadas, por ejemplo la de la adúltera que mete a su amante en una nevera y después tiene que irse al cine con
su marido en el extraordinario cuento “Sinfonía pastoral”, o el angustioso
combate de Olegario Chávez con las ratas que lo atacan en Los errores, cuando intenta escapar de prisión por una tubería de aguas negras. Al incursionar
en los géneros de entretenimiento, Revueltas comprendió que para mantener
el interés del lector y hacerse perdonar sus disertaciones filosóficas necesitaba primero darle una golosina, engancharlo con una intriga de alto voltaje.
En varias entrevistas confesó que en alguna época quiso ser director de
cine pero los productores nunca se lo permitieron. Sin embargo, dominaba
el arte de narrar en imágenes y su oficio de libretista aflora en los momentos
clave de sus mejores obras. El drama de las dos sirvientas lesbianas sorprendidas en una azotea que el crítico de arte Jorge Ramos contempla desde su
ventana en el séptimo capítulo de Los días terrenales, tiene sin duda un aire
de familia con un episodio de En busca del tiempo perdido en el que Swan
observa a hurtadillas otra escena lésbica, la de una hija desnaturalizada que
escupe el retrato de su padre antes de retozar con su amiga. Salvador Novo
advirtió la huella de Proust en una elogiosa reseña de la novela y, en una
charla con Roberto Escudero, Revueltas reconoció esa deuda.10 Pero sólo
un narrador acostumbrado a pensar en imágenes pudo haber concebido ese
atisbo accidental de la intimidad ajena, con el que Revueltas se anticipó al
voyerismo de La ventana indiscreta, y de hecho exploró con más audacia que
el propio Hitchcock la transferencia de culpabilidad provocada por la contemplación furtiva de los placeres prohibidos. Hay otra gran escena cinematográfica en Los errores, donde Mario Cobián, tras haber propinado una tremenda
golpiza a su amante, Lucrecia, descubre que un limpiador de vidrios lo ha
observado desde un andamio. El cruce de miradas establece una turbia complicidad entre los dos personajes, pues horas después el hombre del andamio, que por las noches trabaja como cantinero, se vuelve a encontrar con
el Muñeco y le sirve un trago sin mencionar el incidente, acobardado por su
mirada torva. Si en algunos casos Revueltas utiliza las sorpresas de la mira10
122
Roberto Escudero, Un año en la vida de José Revueltas, uam, México, 2009, p. 87.
josé revueltas: el redentor escéptico
da para hacer avanzar la acción dramática, en este pasaje de Los errores le
sirven para crear un vínculo secreto entre dos personajes complementarios:
el prototipo de la vileza delincuencial y el prototipo del ciudadano agachado
que no se quiere meter en problemas.
Los mejores ideas cinematográficas de Revueltas están diseminadas
en sus cuentos y novelas, sobre todo en El apando, la única de sus obras
que ha sido llevada al cine. Según el propio Revueltas, la adaptación de
José Agustín, que lo dejó muy complacido, no requirió de grandes cambios
estructurales porque el texto ya tenía forma de guión.11 Condensación magistral de su experiencia carcelaria, este gran relato es quizá su mejor incursión
en el alma de los desesperados, de los muertos en vida que luchan a muerte
por el espacio dentro de una celda. El apando es un calabozo con un ventanuco, pero es también una metáfora de la matriz. No era la primera vez que
Revueltas comparaba la cárcel con el vientre materno. Al final de Los días
terrenales, cuando Gregorio, el protagonista, queda preso en un calabozo,
el narrador observa: “Estaba encerrado en el vientre de su madre, más no
en embrión, sino con toda su edad, varonil y desnudo.” Y cuando el enano
de Los errores bebe tequila en las “tinieblas intrauterinas del veliz”, que en
otros momentos llama “tibia placenta”, Revueltas sugiere también que el
personaje condenado a morir ha emprendido un retorno a la primera morada
del hombre.
La diferencia es que la placenta del apando está situada dentro de un
infierno en el que sacar la cabeza de la matriz significa asomarse a un mundo
más inhóspito que el del calabozo. Cárcel dentro de la cárcel, el apando es
un refugio en el que tres reos se disputan el privilegio de asomar la cabeza
o, para decirlo de otro modo, el derecho a vivir, en una lucha darwiniana por
la supervivencia. Como en otras novelas de Revueltas, el aparente pacto realizado entre los tres apandados encubre velados propósitos de traición. De
hecho, Polonio y Albino han decidido ya matar al Carajo en cuanto obtengan
la droga que viene a traerle su madre. Pero en esa pesadilla del confinamiento
y desconfianza mutua, una autoridad corrupta, más vil que los propios reclusos, no sólo estrecha hasta la asfixia el espacio vital de los reos: también
11
“Diálogo sobre El apando”, en Conversaciones con José Revueltas, p. 169.
123
enrique serna
viola el espacio íntimo de las mujeres que los visitan. La inspección en que
las celadoras lesbianas se demoran palpando a Mercedes y a La Chata es una
metáfora elocuente de la indefensión ciudadana frente a un Estado delincuencial que ni siquiera respeta las “verijas” de las visitantes al reclusorio.
No hay un solo reducto en los cuerpos de estos personajes que no sea mancillado por la autoridad y, en respuesta a la humillación que los bestializa,
organizan un motín en la cárcel para que al calor de la confusión, la madre
del Carajo pueda hacerles llegar la droga. La escena final, en donde la policía introduce tubos entre las rejas para inutilizar a los amotinados, “una
victoria de la geometría sobre la libertad”, tiene una belleza plástica desoladora, que Felipe Cazals subrayó con acierto en la versión cinematográfica.
Revueltas conocía desde sus entrañas la podredumbre del régimen posrevolucionario y por eso pudo denunciarla mejor que nadie, pero al mismo
tiempo hizo una crítica radical de las organizaciones políticas en que participó. La muerte lo sorprendió en plena madurez creativa, cuando había logrado
una perfecta síntesis entre el lenguaje literario y el audiovisual, resignándose, para bien de los lectores, a exponer sus ideas en ensayos separados de
sus relatos. Dejó a la izquierda un legado incómodo, porque los intelectuales
canonizados por la feligresía igualitaria casi nunca se arriesgan a sostener
ideas impopulares. Su caída en la autocomplacencia explica, en parte, la indiferencia política de muchos jóvenes alérgicos a la falsedad, al maniqueísmo y la cursilería. No habrá un verdadero avance político de la izquierda
mexicana mientras sus principales figuras literarias se preocupen tanto por
conservar sus clientelas y les den atole con el dedo. Quizá por esa falta de
valor civil, los ideales por los que Revueltas luchó crían moho en el baúl de las
ilusiones rotas.
124
Tres poemas
C arolina D epetris
me cansé
me cansaste
me cansaron
El mundo
de repente
me agotó
Me agotó el esfuerzo inteligente
el vano
hasta el estúpido
Me agotó París con su belleza
su sucia gente medio loca
el displicente desgano europeo
la falta de sol
Y me agoté de mí
mis cercanos sueños siempre lejos
mi madeja insoportable
mi soledad
125
No
Ahora sin pudor quiero decir que quiero
estar en mi casa
buscar a mis hijos en la escuela
poner una olla al fuego
saludar a los vecinos
vivir donde no nací
donde nada entiendo
perdidamente siempre
en un concentrado
de amor
*
a Eduardo Lizalde
al Dr. C
: dos pastillas grandes
dos pastillas blancas que no debe olvidar
no debe olvidar
tomar
La orden
aquí escrita
es clara
y es de orden:
someta usted el impulso de sacar su ser del ser
está escrito
126
ablande su alma
apague el soplo de hierro
el pestilente grito de monstruo
de su pecho
No debe olvidar las dos pastillas
no debe olvidar
insiste
insiste
el trazo armónico de sí
bailar ritmos regulares
querer consistentemente
y ser sólida
ser sólida
Tráguese, señora, las pastillas y sane
y déjese de joder
–no dice–
porque nunca, señora, nunca sabrá
por qué no tuvo
no tiene
ni tendrá
paz
*
a la epilepsia
a mí la montaña
ha vuelto como vuelve cuando vuelve
ha vuelto
127
ha vuelto tan brutalmente hermosa
tan aplastantemente hermosa
que no sé si es
no sé
Pero he visto esa montaña
he subido hasta la cima
he visto allá el mundo amplio
¿entiendes?
he visto allá un mundo tan amplio como todos los mundos
Sopésalo
entiéndeme
entiéndeme por favor:
amplio con la amplitud que en un punto duele
y mucho
Sí
yo he visto esa montaña
yo he subido por ella
yo he visto su lago desde mi casa
he buscado más casas frente a ella
más
y
más
casas
porque es mía
porque es tan mía que voy a morir si no la veo
voy a morir si no la tengo
si no tengo mi casa
y mi calle
128
y mi lago
en mi ciudad que no existe
en mi casa que no puedo comprar
en la cima que oscurece cuando llego
y en toda esta certeza incierta de haber tocado la más pura belleza
y haber perdido todo
Nada
nada es mío
y es así:
la epifanía es un cuadro clínico
la montaña un mero síntoma
la belleza tacto en la niebla
la amplitud polvo flotando en luz
129
Modas y modos de lectura
R aúl D orra
En la penumbra del amanecer, el tren disminuyó su marcha para entrar en
la estación todavía iluminada. Erguido ahora en su asiento, cuidadoso, el
hombre trató de alejar los recuerdos que lo habían entretenido con el fin de
concentrarse en esa ciudad borrada entre la bruma y a la que algunos años
atrás había abandonado para hacerse cargo de un pequeño campo y habitar una
rústica casa que un tío, solterón como él, le había dejado, más que como
una herencia, como el natural pedido de alguien que se siente próximo a
abandonar este mundo. ¿Cómo le explicaría a Dios que he dejado solos a sus
animalitos? No le fue fácil quitarse la imagen de las piezas vacías, las herramientas ya inútiles, los muebles desvencijados a los que poco a poco fue
aquerenciándose. Con silenciosa obstinación volvía ahora a él el recuerdo
de esos estantes de madera basta donde había algunos libros que hojeaba de
tarde en tarde, y sobre todo una pila de diarios amarillentos a los que sí, a
ellos sí, recurría con frecuencia, tomando siempre uno al azar y abriéndolo
para recorrer sus columnas sin reparar en la fecha ni en el lugar en que
habían ocurrido los sucesos que ahí se registraban puntualmente. El mundo
era lo que estaba ahí: remoto, variado y repetido, confuso. Pero ahora quería
preguntarse por la ciudad que ya pronto se abriría ante sus ojos. ¿Cuánto
habría cambiado y cuánto habría conservado desde aquella tarde en que él
tomó ese tren, un tren como éste, y la dejó a sus espaldas? El tren, éste, se
detuvo, todavía lejos del andén donde debía atracar, seguramente esperando
una señal que le indicara que ya podía retomar su avance. Los pasajeros
aprovecharon aquella circunstancia para pararse y buscar sus valijas pero él
prefirió permanecer sentado mirando, tratando de adivinar qué forma tenían
130
modas y modos de lectura
esas casas o esos edificios que eran un bulto apenas ablandado por el lento
amanecer. Recordó una foto que venía en uno de aquellos diarios: edificios
alrededor de una estación de trenes (¿sería ésta?), un bar lleno de gente sin
duda bulliciosa, una larga pared que multiplicaba la imagen de una botella
de ginebra. Abajo decía algo que ya no recordaba y era una lástima porque de
recordarlo sabría si aquella estación era ésta. Ahora el tren avanzó algunos
metros y enseguida volvió a detenerse. Hacia un costado, un reflector iluminó brevemente una pared que le recordó a la de la foto del diario pero en
lugar de la botella de ginebra vio otra imagen, no repetida aunque sí mucho
más grande; vio, o creyó ver, ésta:
¿Sí? ¿Era así lo que ahora había visto? ¿Se trataba de jóvenes exultantes con libros en las manos? Como respondiendo a esa perplejidad, otra vez
el reflector barrió la pared, ahora más lentamente, y si bien la potencia de
ese haz luminoso se había debilitado porque ya despuntaba la luz de la mañana, aquello fue suficiente para que toda duda quedara disuelta: los jóvenes
exhibían libros abiertos mientras posaban con cierta ostentación como para
131
raúl dorra
que nadie ignorase el gran efecto que causaba en ellos la lectura, y hasta
había unas letras, grandes, ingeniosamente dispuestas, que aseguraban que
la lectura, más que divertido, era un ejercicio embriagante.
¡Cuánto, pues, habían cambiado las cosas! Por lo que recordaba de su
consulta en los diarios, los hábitos de la juventud, atraída por el alcohol, la
droga o el sexo, eran un verdadero problema social, un problema creciente.
Y ahora. Ahora era como si este nuevo entusiasmo hubiera reemplazado a
aquellas adicciones. El hombre imaginó el alivio que habrían sentido las
autoridades, los padres y los educadores, aunque no alcanzaba a imaginar, y
tampoco se lo propuso, a qué se debía este cambio, y si habría sido repentino
o más bien gradual, si habría empezado a darse a poco de que él abandonara
la ciudad o incluso desde antes y sin que él lo advirtiera. Pero lo importante
era eso, el cambio, y que ese entusiasmo fuera tan evidente que impactara
en su propio ánimo. Se levantó, pues, sin advertir que el tren ya estaba de
nuevo en movimiento, y buscó su valija en el emparrillado, la tomó, la llevó
hasta su asiento y se aferró a ella como para asegurarse de que tocaba la realidad, ahora, claro, también un poco arrepentido por no llevar dentro de ella
al menos alguno de los pocos libros que su tío le había dejado en herencia o
en custodia.
La mañana estaba fresca, como era lógico, porque las mañanas no pueden ser sino frescas, y el tren ya estaba detenido en el andén, y era de día.
Un momento después, las puertas de los vagones se abrieron y los pasajeros
comenzaron a bajar; pero él se tomó un poco más de tiempo porque necesitaba habituarse a esa luz, a esa ciudad que sentía a la vez entrañable y desconocida. Ahora advirtió que los pasajeros, que ya habían bajado, además
de su valija, llevaba cada uno un portafolios. ¿Libros? ¿Serían ellos también
lectores?
Ya en el andén, comenzó a encaminarse a la puerta principal de la estación en busca de un taxi. A un costado del bar vio ahora otro afiche, otra
imagen no tan grande como la que había visto antes, pero ésta sí indudable
a la primera mirada. La imagen era en cierto sentido semejante y en cierto
sentido diferente de la anterior. La vio al costado del bar, y más allá, sobre
un espacio reservado a los afiches, y más allá, casi a la entrada de un baño.
Era esta imagen:
132
modas y modos de lectura
Semejante, como se ve, porque también aquí el tema era la lectura.
Diferente, por la seriedad con que se entregaban a ella los lectores. Ahora
se trataba de tres futbolistas de distintas estaturas pero igualmente concentrados sobre un libro de grandes dimensiones. A esa imagen se agregaban
unas letras que recomendaban leer durante veinte minutos. De ese modo, el
hombre calculó que el partido en algún momento se interrumpiría durante
veinte minutos para que los jugadores, y el público en general, se dieran a
leer. Su tío era metodista y tal vez a esa filiación se debió el hecho de que él
se enterara, hojeando alguno de sus libros donde se reproducía el contenido de las clases de la escuela dominical, que los judíos habían seccionado
de tal modo el Pentateuco que los fieles, avanzando sábado a sábado en la
lectura litúrgica, pudieran, en un lapso de tres años, dar cuenta de los cinco
volúmenes que lo componían. Ahora, viendo el tamaño del libro sobre el que
se concentraban los jugadores, el hombre calculó que estaría seccionado
según un método semejante para que, avanzando partido tras partido, su
lectura durara lo que dura el campeonato, es decir, que terminara en la fecha
en que se definía qué equipo era el que se quedaba con la copa o la corona.
Esta deducción lo llenó de una extraña seguridad y de un incipiente deseo
de hacerse él también un lector cotidiano o al menos dominical pues el domingo es, por antonomasia, el día en que se celebran los partidos.
133
raúl dorra
Aferrado a esa seguridad y a ese deseo, como también aferrado a su valija, el hombre se sumó a la fila de los que se disponían a tomar un taxi. No era
una fila larga. Cosa de cinco, diez minutos, ya estaba subiéndose a uno que
le pareció reluciente. Y antes de que el chofer le preguntara por la dirección
a donde debía llevarlo, ya él le había alcanzado un papelito donde estaba
anotada. No es lejos, comentó el taxista. No es lejos pero desgraciadamente
para llegar a esta dirección tendremos que hacer un rodeo. Es por la Feria.
–¿La Feria?
–La Feria del Libro. Parece que este año será mucho más grande porque ya desde la semana pasada comenzaron los preparativos. Parece que hay
mucha estructura que montar. No es de aquí usted, ¿verdad?
–¿Cómo decirle? Me fui hace varios años y ahora es como si reconociera
y desconociera al mismo tiempo. Es raro.
–¿Y se quedará algunos meses? Tal vez alcance a ver la Feria. Dicen
que hasta habrá una sala para hacer crucigramas.
–No, no estaré mucho. Una semana o diez días a lo más porque mi casa
ha quedado sola. Unas vacaciones que me tomo aprovechando que tuve que
venir a firmar una escritura.
Ahora le resultaba extraño hablar de “mi casa” porque aquélla nunca
había dejado de ser la casa de su tío, el solterón metodista. Para recuperarse
estiró las piernas y miró, afuera, los edificios que habían crecido y ahora
tapaban las iglesias, bajas, que mantenían su fachada de siempre aunque,
o tal vez porque, sin duda, desde aquellos años nadie se había ocupado de
darles mantenimiento. El chofer del taxi parecía haberse quedado esperando
la continuación de la charla apenas empezada.
–Lo que son las cosas –dijo el hombre–: un par de horas para firmar una
escritura que tardó no sé cuánto tiempo en hacerse. Es de la casa a donde
ahora vamos. Una casa humilde. La vendí antes de irme, mire hace cuánto.
–Sí, ahora todo tarda. Es por las prestaciones. Es que los empleados
exigen cada vez más tiempo de lectura. A veces hacen arreglos: quince, veinte
minutos menos para la comida y eso es tiempo que pasa a la lectura. Pero a
veces no. La hora de la comida no. Imagine en los tribunales o en las escribanías tanto empleado leyendo y tanto expediente amontonado en los escritorios. Piense a qué horas llegaríamos si yo me pusiera a leer en este taxi.
134
modas y modos de lectura
–¿Usted es metodista?
–No. Yo no. Pero hay algunos taxistas que son eso que usted dice; o son
de distintas religiones. Algunos llevan la Biblia a mano aunque dicen que es
sólo para leer mientras esperan que el semáforo les dé paso. Yo nomás cargo
el celular. Pero un día de éstos largarán la idea, usted ya sabe cómo son estas
cosas.
Altísima, lenta, una grúa trasladaba un bulto que, aun liviano como
parecía, siempre estaba como a punto de caer.
–He visto que los futbolistas también leen –dijo el hombre.
–Eso es en España, claro. Son los que disputan lo que antes se llamaba
la Copa del Rey. Es por el qué dirán. Algunos alegaron que llamar de ese
modo a un campeonato puede hacer pensar que al rey le gustan los tragos.
Entonces ahora es el Libro del Rey. Lo que leen los jugadores es un libro del
Escorial, de esa biblioteca. Una copia, se entiende. Pero el equipo que gana
se queda con el auténtico. Yo digo que es por el qué dirán pero no faltan quienes opinan que esa medida se debería extender a otros campeonatos. Ya sabe
usted cómo al ser humano le gusta andar imitando.
Se oyó un ruido atrás y el hombre se preguntó si no sería el bulto que
se bamboleaba colgando de la grúa. Pero no. Desde esa altura, y aunque no
fuera muy pesado, el ruido tendría que haber sido mucho más grande, un
gran estrépito. Ahora el taxi aceleró la marcha y pasó junto a un puente. El
hombre reconoció su antiguo barrio y eso le dio una alegría melancólica.
–Así que aquí vivía usted –dijo el chofer mientras hacía la última maniobra para estacionar–. Es un barrio tranquilo aunque también algo ha cambiado. Ahora hay dos librerías.
Se despidió del chofer, buscó el timbre de la puerta, tocó y se quedó mirando las cuarteaduras de la pared. En realidad eran leves pero él las interpretó
como un signo de que esa pared le había sido fiel. En esa cavilación estaba
cuando se abrió la puerta. El hombre que la había abierto se tardó un momento en saludarlo porque estaba leyendo algo en una especie de pantalla,
pequeña y brillante, que sostenía con la mano izquierda. Luego le tendió la
derecha:
–¡Buen día, don Ulfilas, tanto tiempo! Lo estábamos esperando para
desayunar. Pase, don Ulfilas.
135
raúl dorra
En el pequeño comedor, sentados a la mesa, había dos hombres jóvenes, dos muchachos, y una mujer ya entrando en la madurez. Los tres leían,
cada uno en su pequeña pantalla, algo que sería de sumo interés a juzgar
por el grado de concentración de los rostros. De pronto el hombre se sintió
cohibido por ese silencio, pero enseguida fueron saludándolo uno por uno.
–Pase, don Ulfilas. Tome asiento. Lo estábamos esperando. Seguramente tendrá hambre.
Esas últimas palabras salieron de la boca de la mujer. Esas palabras y
el olor del café con leche le recordaron que no había comido desde la tarde
anterior. Sin embargo preguntó por el baño para lavarse las manos y cuando se dirigía a la mesa vio que de nuevo los tres, ahora los cuatro, leían en
esas pantallitas. Son los teléfonos de ahora, pensó; teléfonos donde, más que
hablar, la gente lee o escribe. Celulares, que le llaman. Luego, mientras se
acercaba a la mesa, vio un mueble con estantes, un mueble que le recordó al
de su tío. Pero éste estaba vacío por completo.
–¿Qué tal el viaje? Un poco cansador, me imagino.
Todavía algo cohibido, Ulfilas, en lugar de una respuesta a la pregunta,
se oyó comentando:
–Mi tío tenía un mueble igual que éste, sólo que con algunos libros y
una pila de diarios
El autor de la pregunta se apresuró a manipular algo en la pantalla de
su celular y enseguida aclaró:
–No. Nosotros, diarios no; nunca guardábamos los diarios. Pero esos
estantes estaban llenos de libros.
–¿Y qué hicieron con los libros? ¿Los llevaron a la Feria?
–A los libros los donamos a la campaña para instalar bibliotecas en toda
la provincia y en el país entero. ¿No hay allá bibliotecas? Nosotros ya no los
necesitábamos porque ahora todo está aquí –dijo señalando su celular.
–¿Todo?
–Y más que todo. A ver, ¿qué quiere usted averiguar? Aquí puedo mostrarle hasta la casa donde ahora vive. Y leer, ni se diga.
Ulfilas pensó que lo de la casa era sólo un modo de decir pero no preguntó nada. Untó la mantequilla en el pan y se dispuso a comer. Era raro.
Ahora ya no sabía cuál era su casa. También era raro conversar con personas
136
modas y modos de lectura
que todo el tiempo estaban consultando esas diminutas pantallas aunque no
se pudiera decir que por eso no escucharan lo que él les decía. Sólo que sentía como si el tiempo o el espacio se movieran. Ahora uno de los muchachos
no pudo contener un gesto de satisfacción. Sí, sí, claro, dijo en voz alta quién
sabe para quién. Pero la mujer, era seguro, habló para Ulfilas:
–¿Quiere otra taza?
–¡Cómo no, señora! Gracias. Pero ahora con menos leche, si es tan amable.
Volvió a concentrarse en los sorbos del café y fue acabando el pan, la
mantequilla y la mermelada que quedaban sobre el plato. Mientras masticaba, oyó que su anfitrión decía con entusiasmo: ¡Aquí lo encontré! Ulfilas se
llamaba un famoso traductor de la Biblia. Es toda una historia. ¿Quiere que
se la lea?
–Mire qué coincidencia –dijo Ulfilas sin inmutarse–. Pero prefiero que
esa historia me la lea después. Ahora me gustaría saber a qué hora es la firma
de la escritura.
–¡Oh, la escritura! A propósito, ya no pudimos avisarle que la firma
se postergó para mañana. Es que hoy los empleados tienen una terapia de
lectura, por lo de las prestaciones. La firma será mañana a las diez. Y ya no
en la sala Julio Cortázar sino en la Pedro Páramo. Pero es ahí mismo. Mañana a las diez, don Ulfilas.
Se hizo un largo silencio que Ulfilas aprovechó para tragar, ya despacio,
el último bocado, y beber lo que quedaba del café. Está loca esta chica –habló con naturalidad la mujer, como si siguiera una conversación–, siempre
me manda los mismos links. Y ya leí y opiné sobre todo ese asunto; creo que
es hora de cambiar la página. Ulfilas imaginó el gesto de contrariedad de la
mujer y no alzó los ojos porque entendió que ese gesto iba dirigido a aquella
chica, tal vez lejana. Pero sí oyó, ahora, que alguien, seguramente su anfitrión, se frotaba las manos como indicando que había decidido hacer un alto
momentáneo en la lectura.
–Desde luego, puede quedarse a dormir con nosotros. Le tenemos preparada una habitación. Mamá dormirá en el sofá y usted puede disponer de
su cama; no se preocupe, ella de por sí muchas veces se queda dormida en
el sofá. ¿De veras no quiere saber nada de su tierra? Ya desde ayer que falta.
¿No quiere saber cómo está el tiempo?
137
raúl dorra
–No, no es necesario –contestó Ulfilas–. Yo pensaba buscar un hotel y
quedarme unos días. Hace años que no salgo, imagínese. Pensaba quedarme
unos días en el Royalti.
Mientras decía esto último giró instintivamente la cabeza. En la salita contigua una anciana se cubría con una gran pañoleta y dormitaba sobre el sofá.
–Como guste, don Ulfilas; con toda confianza. Si usted quiere puedo
acompañarlo hasta el Royalti. Sólo tengo que escribir unos correos y leer lo
que está pasando en Ucrania. También lo puede acompañar uno de los muchachos, el que esté más desocupado.
–No. Faltaba más. No se moleste; al fin son unas pocas cuadras. Mañana a las diez. Faltaba más. Le hago un saludo a su madre y me voy. Gracias
por el desayuno, era justo lo que estaba necesitando.
Ulfilas se paró. Ahora la mujer estaba llevando las cosas a la cocina y
los varones se concentraban en sus celulares.
–De veras, don Ulfilas. Con toda confianza.
Cuando oyó estas palabras, ya Ulfilas estaba frente al sofá, indeciso
frente a la anciana. Como si lo hubiera estado esperando, la anciana abrió
los ojos y lo miró.
–Usted ha de ser don Alfiles.
–Sí, doña Encarnación. Ulfilas soy. Solamente quería saludarla antes de
irme. ¿Cómo va esa buena vida?
La anciana fue sacando una mano y le enseñó un celular, un aparato
más pequeño que los otros.
–¿Y cómo quiere que me vaya? Tengo esto y no sé qué hacer. Me lo han
dado mis nietos. Es para que escuche las noticias, abuela, me dijeron. Usted no necesita hacer nada. Cada quince minutos va a escuchar las últimas
noticias sin que usted haga nada. Me han dicho eso pero yo no lo sé usar ni
quiero usarlo.
–Pero tal vez debería seguir el consejo de sus nietos. Saber cómo va el
mundo. Eso entretiene. Se lo digo por experiencia.
–Eso confunde, dirá usted. Al principio quise escuchar. Hablaban de
unas ballenas, y luego de carreras de caballos en una gran inundación en la
que el agua llegaba hasta la ventanilla de los autos. Y también de un argentino, Agüero de nombre, que había conquistado a los ingleses. Mire nada más.
138
modas y modos de lectura
Por muy general o coronel que sea, ¿cómo un argentino va a conquistar a los
ingleses? Yo siempre he oído lo contrario. Así que tiré al suelo el aparato y le
di unos buenos pisotones para que no siguiera confundiendo a las personas.
Por suerte ya no ha vuelto a hablar.
–¿Entonces usted no lee ahí, doña Encarnación? ¿Tampoco lee?
–¿Leer? Hágame usted el favor. Eso es cosa de jóvenes. Leer está ahora
de moda pero yo soy de otros tiempos. Igual que usted, don Alfiles. Me imagino que usted no andará con esas chirimías.
–Es como usted dice, doña Encarnación...
Iba a agregar “yo soy de otros tiempos” pero algo se lo impidió, un temor que antes no había sentido.
Se despidió de doña Encarnación, volvió a despedirse de los otros, uno
por uno, y salió. Una vez afuera, prefirió no comprobar si esas cuarteaduras,
las que antes había visto, seguían ahí, en la pared exterior de la casa. El
sol ya estaba fuerte y sintió los párpados pesados, seguramente a causa del
viaje. En el hotel pidió una habitación y cuando vio la cama soltó la valija y
se dejó caer sin desvestirse.
Se despertó como a las cinco de la tarde. Hacía calor en esa pieza. Acomodó
la valija sobre una silla, la abrió y buscó una camisa con cuidado para no
desarmarla. En el baño se quitó la camisa sudada, se mojó todo el torso, se
secó con una toalla y se puso la camisa limpia. Se peinó con rapidez tratando
de no mirarse la cara y buscó la puerta. Antes de salir advirtió que junto
al espejo había un cartel que decía: “Done un libro para la Campaña Mil
Bibliotecas”. Un cartel que simulaba una hoja de pergamino y que volvió a
encontrar en la recepción donde entregó la llave, salvo que ahí, en la recepción, había también una especie de alcancía y un cartel más pequeño: “O
done en efectivo”.
Había gente en la calle, caminaban en un sentido y otro en cantidad
mayor a la que había imaginado. Acostumbrado al silencio, se sintió invadido por el ruido de los autos. Entró a un bar. Más que un bar, en realidad se
trataba de una confitería por la amplitud del local y porque lo que se ofertaba eran más bien pasteles y variedad de sánguches. Casi todas las mesas
estaban ocupadas pero nadie conversaba. Unos leían el diario, otros se con139
raúl dorra
centraban en sus libros pero los más hacían búsquedas sobre las pantallas
de los aparatos que tenían abiertos sobre la mesa. Eran aparatos de mayor
tamaño que los que había visto en la mañana. Localizó una mesa vacía junto
a la vidriera y se dirigió hacia ella sin vacilación. Mientras se sentaba miró
la calle a través del vidrio. Árboles, un perro que orinaba contra un tronco
como si le doliera, una mujer que tiraba de la mano de un niño para apartarlo
del lugar. De pronto una sirena. Ulfilas tuvo el impulso de preguntarle a alguien si se trataba de algún accidente. Miró hacia adentro y vio ahí, delante
suyo, a un hombre que esperaba sosteniendo una bandeja. Era todavía joven,
muy erguido.
–¿Un accidente?
–Es el tercero ya. En la mañana se cayó algo que transportaba la grúa
y aplastó un auto. No sé qué pasó con los que estaban dentro, pero se los tuvieron que llevar. Luego un jardinero se cortó la mano serruchando un árbol.
Y ahora esto. Son los preparativos para la Feria.
Ulfilas pensó que, entonces, el ruido que había escuchado era de aquel
bulto.
–Tengo entendido que todavía falta para esa Feria. Y si así empiezan…
Desde algunas de las mesas contiguas les llegó un reclamo para que
bajaran la voz. Entonces el hombre cambió de tema:
–¿Qué va a ordenar?
Ulfilas recordó de pronto sus gustos de otra época.
–Un sánguche tostado de jamón y morrones. Una tarta de manzana y un
té bien caliente. Con una gota de leche. Jamón cocido.
Ya no se oía la sirena de la ambulancia. La gente, al parecer, estaba
acostumbrada a estos accidentes porque no vio que nadie reaccionara. O
quizá ni la escucharon. Ulfilas tuvo un sentimiento extraño. Hacía años que
no escuchaba una sirena. Eso lo devolvió a su antigua ciudad pero al mismo
tiempo no pudo dejar de imaginarse el dolor de las víctimas. Quebraduras
de huesos, una mano sostenida por la otra para que no terminara de desprenderse, quemaduras de la piel. No supo en qué momento lo que había
pedido ya estaba ahí, sobre la mesa; el olor del té mezclándose al de la tarta.
Pero primero llevó la mano al sánguche. Con una servilleta de papel, porque
estaba demasiado caliente.
140
modas y modos de lectura
Cuando salió de la confitería se metió con decisión entre la gente. Bordeó un parque, tomó una calle que le pareció más ancha y más despejada.
Sin embargo no pasó mucho tiempo antes de que viera venir un camión de
grandes ruedas, una especie de tractor que avanzaba con lentitud desplegando, hacia atrás y a sus costados, como brazos metálicos, largos y torpes
brazos de cuyos extremos colgaba algo de gran formato: debían de ser cuadros. Algún presentimiento hizo que Ulfilas buscara la pared y se detuviera.
Por el ruido, pensó que detrás del vehículo vendría gente encolumnada como
en una procesión. Cuando el vehículo estuvo junto a su cuerpo, mejor dicho
cuando lo dejó un poco atrás, pudo ver: de esos brazos metálicos colgaban
gigantografías con rostros de hombres y en algunos casos de mujeres. Eran
tan grandes aquellos rostros que de cualquier modo no hubiera podido saber
de quiénes se trataba porque ese tamaño los deformaba. La gente caminaba
detrás, y Ulfila pensó, de acuerdo a los gestos, que algunos caminaban para
mirar esos rostros, y que otros simplemente lo hacían para ir a sus respectivos destinos aunque no dejaran de contagiarse de esa especie de euforia
que mostraban los mirones. Señalaban, nombraban, se corregían unos a otros
acerca de la identidad de tal o cual. Ulfilas recordó que, muchos años antes,
cuando llegaba un circo, los artistas salían a la calle, desfilando, y que al
final venía la sección de los animales: algunos en su jaula con rueditas, otros
retenidos por una cuerda o una cadena que alguien sostenía en sus manos.
Después desaparecieron o, al menos Ulfilas, no volvió a saber de ellos. Animales de feria. Seguramente el Municipio había prohibido aquellos espectáculos. La gente fue pasando. Detrás de todos venía un hombre más bien bajo
y rechoncho. Al pasar junto a Ulfilas se detuvo:
–¿No nos acompaña?
–¿Quiénes son? –preguntó Ulfilas indicando con un gesto las gigantografías
–¡Cómo! ¿No lo sabe? ¡Los escritores! Los más representativos, los más
grandes. Se ve que usted vive en otra parte.
Seguramente Ulfilas había visto por lo menos a algunos de ellos en los
diarios de su tío. Pero con esas dimensiones era difícil saber. Los poros,
abiertos, parecían accidentes de la piel, como estrías o manchas.
–Pero todavía falta para la Feria –alegó Ulfilas, ya metido en el asunto,
141
raúl dorra
y como si la distancia temporal con respecto a la Feria lo eximiera de la culpa de no saber quiénes eran los dueños de esos rostros.
–Es claro, un par de meses. Pero se necesita calentar el ambiente desde
ya. De lo contrario la gente ni querrá aparecerse.
–No lo entiendo, señor. Por lo que he visto, la gente no hace otra cosa
que leer y todos se preparan para la Feria.
–Se ve que usted no es de aquí, amigo. Quién sabe de dónde será usted.
Pero aquí la gente ya no lee. Se lo digo yo, que he sido profesor del secundario y ahora estoy en esto de la inspectoría de lectura. No. Andan en otra cosa.
Y menos los jóvenes. Se lo digo yo.
Ulfilas se recostó contra la pared para asimilar estas palabras. Se le vinieron en tropel todas las imágenes y situaciones del día. ¿A dónde estaba?
–¿Y ahí donde vive usted hay bibliotecas? –preguntó el hombre como
un boxeador que ve al rival tambalearse y aprovecha para dar otro golpe.
–La verdad no sé, señor. Yo vivo retirado. En el campo.
–Pero de eso se trata. De instalar bibliotecas en todos los lugares del país.
¿Cómo quiere que la gente lea si no les ponen bibliotecas? ¡Faltaba más! ¿Y
no va a venir para la Feria? Algunos de estos escritores van a estar presentes.
En carne y hueso. Y van a firmar autógrafos. Si usted me deja su dirección yo
le puedo hacer llegar un pase. Yo soy del Municipio. Soy Inspector de Lectura.
Es necesario que la gente vuelva a leer, señor. Ayúdenos. Si quiere, mande una
lista de libros para que se la tengamos preparada. ¡Faltaba más!
Ulfilas cerró un momento los ojos. Cuando los abrió de nuevo, comprobó con alivio que el hombre había retomado la marcha. Vio que se volvía a
mirarlo, que le insistía con una seña enérgica. Pero luego siguió y despareció
de su vista. La calle quedó vacía. Yo soy de otros tiempos, pensó.
Ahora era ya de noche. Ulfilas no supo qué fue de él entre ese momento
y el momento en que entró a su habitación en el hotel. Le pareció que en
algún lado había vuelto a ver esas imágenes de los jóvenes exultantes con
los libros pero ahora, dentro ya de la habitación, pensó que bien podía haberla soñado. De todos modos hizo un esfuerzo antes de acostarse: se lavó
los dientes, se desvistió con lentitud. Luego comenzó a moverse para buscar
su piyama pero sintió que no era necesario. Se acostó. Apagó de inmediato
la luz porque tenía urgencia de dormir.
142
modas y modos de lectura
No le fue fácil. Las pesadillas no lo dejaron. Se le mezclaba el recuerdo
de los animales, esas miradas tristes, con los rostros gigantescos de los escritores. Gigantescos, balanceándose lentamente contra esos brazos metálicos.
Y como a punto de transformarse en otra cosa. Un rostro; había especialmente
un rostro que se le venía encima y cuya expresión, a la vez dolorosa y cadavérica, le impedía apartar su mirada: la frente ancha, huesuda, más bien
blanca, y debajo el par de ojos asimétricos con los párpados barridos, sobre
todo el derecho, el ojo derecho, casi ya devastado, con la ceja muy alzada,
dura y también asimétrica, la piel estriada y más abajo esos dientes, la dentadura postiza que le quedaba demasiado grande porque entre el día que se
la colocaron y el día que le tomaron esa foto el rostro había enflaquecido y los
dientes se habían aflojado. ¿Sonreía? ¿Aquella cara ininteligible le sonreía
dolorosamente o lo estaba amenazando? Sí; sonreía. Pero era una sonrisa
que pedía piedad. La pesadilla volvía sobre él, que se revolvía en la cama
sin descanso.
Temprano al otro día se fue a la estación para asegurarse un boleto. Por
suerte no vio a los futbolistas lectores. Tampoco supo a qué hora su reloj
marcaba las diez de la mañana porque estaba profundamente dormido sobre
su asiento, ya de regreso a esa casa que ahora por fin iba a ser suya.
143
Dos poemas
G eorgina M exía -A mador
canto primigenio
temerosos a la vislumbre
ceguera –creación interrumpida–
la colmena se llenó de hombres
que olvidaron la penumbra
la sacristía
el altar de la caverna.
como ramillete de pájaros incendiados
buscaron alimentar la palabra
la sílaba unigénita.
tallaron la piedra, horadando cálices
y memorias de un mundo que se desplegaba
ígneo demasiado pronto.
se regocijaron en la fécula, en el ciervo
en la bronca languidez del bisonte.
cantaron, urdiendo siempre con la flecha
los recovecos del insondable asedio a su conciencia.
no bastó el tambor para iniciar el viaje:
el éxodo de la carne exigía mayor tributo que sólo un escape de sí mismos.
144
múltiples alientos al ritmo de un tambor en ascenso:
tambor que perturba
tambor que agita
tambor que hiere
tambor que estremece.
el hombre enfrenta su desnudez palpable, tácita
cuando se desprende al fin de su armazón
en un rito que no es posible sin aullidos
no acostumbrados aún al eufemismo.
un viaje a donde el cuerpo –cascarón amorfo–
no precipita
no sumerge
no conduce.
es necesario el vuelo con tambores –ritmo primordial, cardiaco–
para que las sílabas asciendan sin estertores
en el limbo de la caverna y la luz.
los hombres amasan en la cúspide de su éxtasis
–no se rinde el tambor: cada golpe es aliento transitado de lumbre–
el nombre de las primeras deidades.
canto de la muerte
ante el abismo de la carne inmóvil
de los ojos abandonados de estepas
los hombres suplican
que no sea el fin la muerte.
145
se preguntan si sus dioses los habrían creado
para luego aniquilarlos
en un escombro de hálitos y huesos.
pronto descubren que, a cambio de la muerte,
las deidades les repartieron memoria.
ante el horror del olvido –aún más rotundo que la muerte–
se horadó entonces la tumba,
la urna: útero pródigo –retorno–
otorgante húmedo de carne y aliento,
ritmo, latido, pálpito.
el tambor es caverna, falange, aullido
el tambor es galope
el tambor es cardumen
el tambor es graznido
el tambor es raíz
el tambor es tormenta
el tambor es rugido
el tambor es placenta.
en la tumba se fraguan la sangre y el semen –cuchilla–
se erigen los primeros altares
entre sahumerios y rezos germinales.
con aullidos de víctimas inquietas –cuchilla–
los hombres dan gracias a la muerte
por ser menos definitiva que el olvido.
146
Reclamos a la poesía*
M alva F lores
Se ha objetado a la poesía su autoproclamada voluntad de ejercer, a manera
de juez, el usufructo de la Verdad y, en ese ejercicio, convocar el poder de
las “esencias” –como si de un tráfico de influencias se tratara– y cuya resultante fuera la expresión de una o varias certezas que, en el mundo de hoy,
resultan si no ridículas, sí, al menos, patéticas. No es un reclamo reciente.
La historia de la desavenencia entre la poesía y el mundo real viene de lejos
y en ese ya largo debate se ha involucrado muchas veces la idea de que la
poesía representa el cenit de la Alta Cultura, un edificio que la propia poesía debía derribar, dada su naturaleza revolucionaria. No me refiero aquí al
sentido político que convoca de inmediato el término “revolucionaria”, aunque también pese en esta discusión y, para no ir muy lejos, conviene recordar aquellas palabras de Roberto Bolaño y Jorge Boccanera a finales de los
setenta, donde, después de criticar ferozmente a quienes consideraban los
poetas representantes de la Alta Cultura (en cuya cabeza situaban a Octavio
Paz) exigen que la poesía ya no fuera vista (y escrita) “como un cubículo
universitario, ya no como un flujo circular de información, sino como una
experiencia viva, lenguaje vivo, autopista de cabellos largos”.1
Hoy, los rebeldes de entonces pasaron irónicamente a formar parte del
mainstream que criticaban a cambio de los buenos dólares que ofrece el pro*
Este capítulo forma parte del libro La culpa es por cantar. Apuntes sobre poema y poetas
de hoy que pronto circulará bajo el sello de Literal Publishing.
1
Roberto Bolaño y Jorge Boccanera, “La nueva poesía latinoamericana. ¿Crisis o renacimiento?”, en Plural, núm. 68 (mayo de 1977), pp. 41-49.
147
malva flores
ceso de mercantilización del arte (hasta existe un título
exitoso: Rebelarse vende). Pero muchos poetas prefieren cerrar los ojos ante el evidente fenómeno o, mejor,
sacar provecho e intentar convertirse “en moda”,
asunto que no es ilegítimo, sólo es. Así, vuelven a
las formas y actitudes del pasado, lo que tampoco es
bueno ni malo; es una forma natural de la renovación y, como siempre ocurre en este proceso, eligen
sus presencias tutelares, rescatan a sus muertos, y
discuten con los muertos “de enfrente”. Sus arranques escénicos, su búsqueda en la revolución y fusión de las formas a partir de los lenguajes y posibilidades habilitadas por la tecnología suponen una
actitud similar a la de los poetas vanguardistas, sin
su dejo ideológico y sí con el deseo de hacer de la
poesía una “experiencia viva”, un “lenguaje vivo”,
aunque sea, muchas veces, virtual. Pero la poesía
ha sido siempre un asunto virtual.
Existe otro tipo de poetas que recuerdan (¿cómo
no hacerlo?) la idea benjaminiana que anuncia que
cualquier obra de arte se alza sobre una montaña de
huesos y que escribir un poema después de Auschwitz es un acto de barbarie, según reza la conocida frase de Adorno.2 Es curioso, sin embargo, que
olviden cómo Adorno denunció la fetichización de
la técnica como una enfermedad de consecuencias perversas. Tal vez pienEn la famosa conferencia “La Educación después de Auschwitz”, ofrecida en Radio
Hesse el 18 de abril de 1966, Adorno insiste: “En la relación actual con la técnica hay,
por otra parte, algo de exagerado, de irracional, de patógeno. Tal cosa guarda relación con
el ‘velo tecnológico’. Las personas tienden a tomar la técnica por la cosa misma, tienden a
considerarla como un fin en sí misma, como una fuerza dotada de entidad propia, olvidando
al hacerlo que la técnica no es otra cosa que la prolongación del brazo humano. Los medios
–y la técnica es la encarnación suprema de unos medios para la autoconservación de la especie humana– han quedado cubiertos por un velo y han sido erradicados de la conciencia
2
148
reclamos a la poesía
san –dada su visibilidad en las redes, su apropiación de las distintas técnicas para usufructo del arte y sus entrecruzamientos, así como la certeza de
que el poema puede ser un dispositivo que opere sobre otras artes para lograr
una poesía expandida– que es posible modificar al monstruo “desde adentro”, a sabiendas de que la técnica ya no es sólo una extensión del hombre,
sino su parte constitutiva. Así, la sentencia de Adorno –“El tipo inclinado
a la fetichización de la técnica es, dicho llanamente, el correspondiente a
personas incapaces de amar”– pasa como una antigua, tierna, excentricidad,
pues además de quienes creen que la tecnología sólo ha permitido que la
resonancia de nuestras palabras se haya ampliado, hay quienes saben que
en el mundo operó ya una transformación drástica que no implica nada más
una extensión del foro.
Es curiosa la relación entre tecnología y poesía. Los poetas han sido desde
siempre unos entusiastas y no sólo las vanguardias sucumbieron a su seducción. Ya algún poeta ágrafo habrá dicho algún verso admirando el primer
carromato y lo que seguramente subyacía en su voz era el asombro; el mismo
asombro que siglos después la certeza del progreso, es decir, del futuro,
hacía que los poetas cantaran a las máquinas. Además de la sorpresa, en el
fondo de esa relación operaba la convicción analógica del poeta: hacer más
ancho el camino haciendo uso de todas las posibilidades del lenguaje, de todos los lenguajes. En este sentido, la “fetichización” de la tecnología no fue
un problema para los poetas, aun cuando la denostaran. No era una fetichización, dirían algunos, sino una nueva posibilidad de elaboración poética.
Ya desde finales de los sesenta del siglo pasado, Paz reflexionaba sobre
la relación entre tecnología y poesía. En un texto que fue rehecho muchas
veces, “La nueva analogía: poesía y tecnología”, aseguraba que el poeta dede las personas. A nivel de generalidad en el que lo he formulado, esto debería ser evidente.
Pero se trata de una hipótesis todavía demasiado abstracta. No se sabe en absoluto de un
modo preciso cómo se impone la fetichización de la técnica en la psicología individual de
los seres particulares; no se sabe dónde radica el umbral entre una relación racional con la
técnica y esa sobrevaloración que lleva, finalmente, a que quien proyecta un sistema de trenes para llevar las víctimas de Auschwitz, sin interferencias y del modo más rápido posible,
olvide lo que ahí ocurre con ellas.”
149
malva flores
bía servirse de la tecnología, reflexionando sobre la teoría de los juegos o
los, entonces, “cerebros electrónicos” que eran “más eficaces que los viejos
diccionarios de la rima”:
Ninguna de estas novedades suprime al poeta, aunque sí a una entidad que es un
vestigio de la modernidad: el yo, el ego –algo muy distinto al alma de los cristianos o al ser de los filósofos. Perder el yo no es perder el ser; tal vez sea ganarlo.
Por lo demás, todos los grandes poetas han dicho –o su obra nos lo dice– que la
creación poética equivale a la purgación del yo, a su abolición o disolución en
una realidad sobre la cual el poeta no tiene el menor derecho de propiedad: el
poema (…) En cuanto a la transmisión y a la recepción del poema: apenas si vale
la pena mencionar a los nuevos medios de comunicación. Esos medios hacen posible, entre otras cosas, el nacimiento de una nueva poesía oral, la combinación
de palabra escrita y palabra hablada, el regreso de la poesía como fiesta, ceremonia, juego o acto colectivo. Este último no es menos central que la abolición
del yo: el poema vuelve a ser como en su origen.3
Paz no vivió el cambio radical que hoy vivimos. Pese a sus duros reproches al mercado y sus largas reflexiones sobre la modernidad y sus paradojas, siempre fue un optimista, un hechizado por la vida y alguien que
creía en el futuro. Sus últimas palabras, augurando un futuro luminoso para
México, son el compendio de una vida de asombro y, tal vez, de confianza en
la poesía como vía de salvación. Otros poetas contemporáneos de Paz mantuvieron cierta reserva frente a la tecnología, pero incluso en su crítica, en
su desencanto, pervivía la admiración a la maravilla convertida en lenguaje.
El mismo Gonzalo Rojas que en 1991 había dicho: “Si ve a Cecilia por ahí
dígale de una vez en nombre de Apollinaire que la cosa no es tan fácil, que
esa A de asombro ciega con su luz al más lúcido, que tal vez es preferible
la O de ocio; que ahora que las aguas suben solas que dejemos que hablen,
que sibilen solas las serpientes entre el láser y el scanner”4 (“Fax sobre el
Cito por la primera versión de este ensayo que fue escrito en 1967 con motivo del ingreso
de Octavio Paz a El Colegio Nacional. Más tarde, en 1970, se incluyó en 3rd. Herbert Read
Lecture (The Institute of Contemporary Arts, 1970). En 1973 fue el primer ensayo de El signo
y el garabato. Apareció, también, como un fragmento de la primera versión, en Teatro de
signos (Fundamentos, 1974). Finalmente, fue incluido en las Obras completas. La casa de la
presencia (fce, 1994), donde se retoma el publicado en El signo y el garabato.
4
Gonzalo Rojas, Diálogo con Ovidio, Aldus / Eldorado Ediciones, México, 2002, pp. 2 y 3.
3
150
reclamos a la poesía
asombro”), en el amanecer de este siglo, en “Diálogo con Ovidio”, uno de
sus últimos, grandes poemas, escribió:
Ei mihi: pero el horror
Ovidio mío no es lo que es o
lo que no es sino el desparramo
de la gente, los corrales
enloquecidos de los Metros fuera de madre de
Nínive a New York a la siga
de la usura como dijo Pound, el riquerío
contra el pobrerío del planeta, la dispersión
de los dioses, todo el uranio
de los bombarderos contra Júpiter, sin hablar
de la servidumbre del seso
a cuanta altanería, llámese
computación o parodia,
todo anda bien
en la Urbe, todo y todo.
Pero no hay Urbe, hay
estrépito y semáforos hasta las galaxias, pero no
hay Urbe.
Hoy, independientemente de la reflexión sobre las consecuencias del
cambio, negar que existe es una ingenuidad. Los poetas actuales no necesariamente reproducen el gesto de las vanguardias o la admiración por las máquinas. Su camino es otro y lo que intentan es, más que expresar un asombro,
utilizar la tecnología para crear distintos efectos poéticos “mediante soportes
alternativos, géneros híbridos y materia poética no textual.”5
Lo que acaso vemos es una certeza: a nadie ya le importa el futuro, al
menos en los términos que antes le preocupaba o entusiasmaba a los poetas. No es, pues, una inquietud del muchacho que nació en el tiempo de la
5
Julián Herbert, “Technopaegnia y poesía”, en Letras Libres, núm. 122 (febrero de 2009),
pp. 103. En este artículo, Herbert hace un recuento de algunas expresiones y proyectos con
esta característica. Incluye a Carla Faesler, Rocío Cerón y Mónica Nepote (Motín Poeta),
Minerva Reynosa, Sergio Ernesto Ríos, Óscar David López, José Eugenio Sánchez, Román
Luján, Omar Pimienta, el colectivo Taller de la Caballeriza, entre varios más.
151
malva flores
simultaneidad, donde la Urbe es una Aldea global. Pero, ¿qué no la poesía
–ese instante– sólo podía ocurrir verdaderamente en lo simultáneo? Y, si es
así, ¿dónde quedó el asombro? El repudio al progreso o la exaltación que
provocaba, en las entrañas del mismo progreso, clausuró esa posibilidad y lo
que antes conocíamos como trascendencia sólo puede mover a risa en tiempo
real. En ese sentido, las palabras de Rojas, en “Ochenta veces nadie”, hacen
evidente esa tensión que hoy ya a nadie le importa o que se asume como un
hecho irreparable:
Hölderlin
fue el último que habló con los dioses,
yo
no puedo. El Hado
no da para más pero hablando en confianza ¿quién
da para más?
Lo que resulta más difícil es, sin internarse en los caminos de teorías
ilegibles, tener la capacidad para esclarecer críticamente el presente y el
“futuro”, no sólo en el caso de la poesía, sino en el de las artes todas. Hace poco,
el poeta y crítico de arte, Alberto Blanco, confesaba su resistencia a escribir
sobre las nuevas manifestaciones de las artes visuales, no por desconocimiento, sino como un reconocimiento de que “se trata de nuevas formas y
que, como tales, demandan, por fuerza, de una forma distinta de aproximarse
a ellas con las palabras. Más aún; es el reconocimiento de que, casi sin hacer
ruido, en los años recientes se ha operado un cambio radical en el mundo de
las artes visuales –por no decir que en el mundo de las artes en su conjunto,
y en el mundo todo– que exige nuevas estrategias y formas de ver, de pensar,
de escribir y de actuar”.6
Es entonces difícil encontrar las palabras, “la forma distinta de aproximarse a ellas”, sin caer en la tentación de la metáfora o en el abismo de
la jerga teórica. Es necesario encontrar esa forma, que deberá ser nueva
también, si se desea entender y compartir la reflexión sobre el fenómeno,
6
Alberto Blanco, “El eco de las formas”, en La Jornada (sábado 3 de noviembre de 2012).
http://www.jornada.unam.mx/2012/11/03/opinion/a06a1cul (Consultado el 3 de noviembre de
2012).
152
reclamos a la poesía
pues hacer ilegible el conocimiento o la reflexión es otra
forma de la dominación cultural que la crítica académica,
tan empeñada en denunciar el mainstream, reconoce sólo
como idea. Si en algún momento, después de las guerras
mundiales, los teóricos mataron al autor y endiosaron al
lenguaje señalando que todo lo era, la reacción contra dicha imposición en el seno mismo de la academia fue pretender que el lenguaje no lo era todo y que nada podía
explicarse sin su contexto; que más bien eran el contexto
y las relaciones de poder, la segregación de los marginados, quienes explicaban la obra de arte. Lo curioso es que
con estos loables propósitos (matar al autor, difuminarlo
en su contexto, o revivirlo ahora con “las escrituras del
yo”) aparezca en todas las corrientes teóricas el dedo flamígero que denuncia a la obra de arte que se mira a sí
misma como exaltación de los hombres, a la obra de arte
que es resultado de una “colonización”, de una montaña
de huesos, pero, para denunciarlo, nos endilgan un lenguaje que es, de suyo, un instrumento de segregación.
No hablan para nosotros, los ciudadanos de a pie, sino
para un gremio que reclama sus cotos de poder y la ración presupuestaria correspondiente.7
Por el cúmulo de reclamos ya centenarios cabe decir que el arte se encuentra en crisis hace mucho más de
un siglo, aunque pensemos que el urinario de Duchamp
compendia sus espasmos. No es un compendio, me dirán
los doctos, pero me gusta pensarlo como uno de tantos gestos de desesperación frente al derrumbe de nuestras certezas. El arte ya no es autónomo. Un
poema ya no se explica sólo en el poema ni enfrentado a nuestra historia personal. Ya no podemos disfrutarlo sin sentir una especie de culpa que toma la
figura de un baúl de huesos sobre nuestras blandas, peinadas cabelleras. La
culpa nos está matando hace ya tanto y no acabamos de morirnos: preferimos
Baste confrontar el número de investigadores en humanidades apoyados por el Sistema
Nacional de Investigadores frente a los miembros del Sistema Nacional de Creadores.
7
153
malva flores
matar aquello que nos recuerda que somos culpables
de omisión. En consecuencia, al arte sólo podemos
analizarlo, “teorizarlo” (a partir de las modas que nos
impone su mercado), parodiarlo. Sólo podemos coincidir en que un cuadro negro sobre un cuadro blanco
no es el mismo si lo pinta un niño que si está expuesto en el moma, aun cuando sean idénticos o incluso
cuando el expuesto haya sido creado para subvertir
la idea de museo.
Concediendo que es la poesía (y no los poetas)
la que se encuentra postrada, “en crisis”, recurrentemente intentamos salvarla como intentamos salvar al
país, al sistema bancario, al carcelario, también a los
enfermos. Confundidos, lo que no sabemos es a quién
salvar, si a la niña que imaginamos ahogándose en el
pozo, al niño que la tiró jugando o al pozo mismo.
Así, ante la andanada de reclamos a la poesía
que se ve a sí misma como la poseedora de la verdad
sin advertir su tufo solemne, cabe preguntarse si no
ha operado aquí otra confusión: los poetas no son la
poesía. Aunque el valor de la sinécdoque, en poesía,
es inobjetable, en este caso la naturaleza arbitraria
del tropo se convierte en error de percepción. ¿Quién
o quiénes apelan a las certezas? ¿Quién o quiénes
creen que su función es revelar la verdad?, ¿cuál verdad? ¿La suma de las verdades individuales es La
Verdad? La palabra Verdad convoca siempre a su opuesto
y me asalta a cada paso aquella idea que ve en las
novelas “mentiras contagiosas”. ¿El poder de contagio de la poesía se ha eclipsado porque busca “la verdad”, o son los poetas
quienes lo han socavado? Son los poetas quienes han perdido a sus lectores,
sostenidos tal vez del clavo de sus certezas. La poesía es otra cosa, ¿o no?
No voy a ser yo quien venga a decir alguna verdad en un asunto que lleva siglos discutiéndose. La segmentación de la vida y la cultura nos presenta
154
reclamos a la poesía
el mundo como una serie de imágenes inconexas, donde es difícil encontrar el
hilo que las anude y, más aún, la revelación de una certeza que sólo nos podría mostrar nuestro propio desasimiento.
Hace algunos años nos decían que la contracultura había tenido como
propósito borrar la distinción entre el arte y la vida, en una operación cuyo
blanco eran las élites que hasta entonces habían detentado el poder y el
conocimiento culturales. Entonces se buscó la disolución de la obra de arte
entendida como objeto de privilegio cultural, dando como resultado la “democratización” de la cultura y aparecieron los happenings, las instalaciones,
las multitudinarias lecturas de spoken word poetry con flores en el pelo.
Algo de lo mucho que se ha dicho sobre aquel momento se me quedó
grabado: “todos podíamos ser artistas”. Más de cinco décadas después, parece una realidad que va saltando de rama en rama, de muro en muro, de tuit
en tuit. La distancia entre la poesía y la calle parece que se acorta y nunca
como hoy es cierto aquello de que todo está en todo. Tal vez por eso, en el
paisaje de la poesía ya no es políticamente correcto distinguir las liebres de
los gatos, porque ya no hay liebres ni gatos sino un animal mestizo. Conviven
entonces tantas formas de poesía como poetas multidisciplinarios hay. Y yo
me pregunto si de veras son tantas. Vemos así un regreso de la poesía comprometida, contestataria, que hoy se llama lúdica, global, liberadora, irreverente, multicultural, social, y que se filtra a nuestras pantallas vía Youtube,
pero que, a diferencia de la vieja, ideológica, poesía de los setenta, introduce
luz y sonido a las formas en tiempo real. Paradójicamente, si la desnudamos
de aquellos artificios, no pocas veces es una poesía solemne, pero, ¿quién
quiere despojar a la poesía de esos afeites? ¿Son sólo afeites, efectos, o es
un gesto artístico?
En algunos videos, presentaciones o espectáculos poéticos, vemos y
escuchamos un mismo sonsonete, una gesticulación impostada que se escenifica con la parafernalia del gospel y unos cuantos, altisonantes, aleluyas.
Todo suena igual, aunque hables de un muerto, de un cuerpo al que acaricias, de una ciudad. Malo que seas tartamudo (aunque Gonzalo Rojas lo
desmentiría). Malo que el pánico escénico te acalambre la lengua y ya no
puedas o quieras figurar. Peor, que no hables de la violencia o reivindiques
a las minorías, pero ¿qué no el ejercicio de la poesía es por sí mismo esta
155
malva flores
reivindicación? Pero todo está bien porque es el modo de oponernos, es el
modo de resistir y la poesía ha sido siempre una resistencia.
Llevamos entonces la poesía a las calles, a las azoteas, a los rings, porque la poesía debe ser hecha por todos, nos decía hace ya mucho Lautréamont, pero ¿cuántos son esos todos y quién se acuerda hoy de Lautréamont?
Del otro lado vemos al vate de capita (me encuentro entre ellos), empeñado
en suscribir una melancolía que canta con desdoro el páramo de la nada que
hay. No importa que ya no cuente, si canta. No importa que ya no tenga nada
que decir, si recuerda los gestos gastados de nuestra tradición. ¿Cuál tradición si hoy todo está en todo? ¿A quién le importa, gato o liebre, lo que la
poesía dice? ¿Aún dice? ¿Aún hay que defenderla?
No voy a decir aquí que defender a la poesía es como defender la pertinencia de las piedras pulidas por el río. Sin embargo, y ya es pregunta recurrente, ¿cuál es el futuro de la poesía?, ¿tiene futuro? Etiquetada por el
mercado como “artículo en desuso”, la poesía desaparece de los anaqueles
y se refugia en ediciones marginales, en ediciones de autor o confundida entre
millones de hits en la red, que viene a ser lo mismo. Pero, ¿cuándo, en verdad, ha sido diferente? Si pensamos que Mallarmé editó una antología de su
obra en 1887 y tiró cuarenta ejemplares, que el primer libro de García Lorca,
Impresiones y paisajes, lo pagó su padre y, decepcionado por el fracaso comercial del libro, quemó la mayoría de los ejemplares;8 que Rimbaud pagó la
edición de Una temporada en el infierno o que Trilce fue editado por los presos en el taller de la cárcel donde Vallejo estaba encarcelado, no deberíamos
asombrarnos. La primera edición de La alegría, de Ungaretti, fue de ochenta
ejemplares; la de Las flores del mal fue de un poco más de mil.
Hoy, por poner un ejemplo, las cosas no son tan distintas: en Chilango.com propusieron el proyecto “Poeminutos” y su animador, Luis Felipe
Fabre, lo describió así: “Poeminutos: cachitos de poesía en video, es justamente eso: poemas llevados al video por sus propios autores. La idea es salir
Uno de los escasos ejemplares que sobrevivieron fue subastado hace poco en Bonhams
por una suma considerable. Efe, “Un raro ejemplar del primer libro de Lorca vendido por
9380 euros”, en La Razón. Libros (13 de noviembre de 2012) http://www.larazon.es/noticia/6439-un-raro-ejemplar-del-primer-libro-de-lorca-vendido-por-9-380-euros (consultado el 14 de
noviembre de 2012).
8
156
reclamos a la poesía
del libro, del manuscrito, o de la lectura convencional, y que los poemas crucen umbrales y lleguen
a un público distinto.” Por su parte, chilango.com
explicó: “Sí, ya sabemos que cuando sale el tema de
la poesía, muchos nos declaramos fans de ella. El
problema es que aunque haya varios fans, la venta
de libros de poesía, sobre todo si se trata de nuevos
poetas, es muy pobre, por eso es difícil que las editoriales se avienten a publicarlos.” El primer poeta
que participó fue Óscar David López. Su video fue
subido por chilango.com a Youtube el 4 de mayo de
2011. Para el 20 de junio de 2014 contaba con 304 reproducciones. El “poeminuto” más visto a la fecha
es el de Paula Abramo, producido por Apolo Cacho.
Fue subido el 6 de julio de 2011 y a la fecha consignada se ha reproducido 664 veces. Por su parte,
la sección de chistes de Míster Chispas en Revista
Chilango, subida también en Youtube el 10 de julio
de 2009, cuenta con 9791 reproducciones.
En el caso de las ediciones de poesía, cualquier ejemplo sería ilustrativo. De Ladera de las cosas vivas, publicado en 1997, no he recibido un solo
peso de regalías y aún lo he encontrado en algunas
librerías de viejo. Mal por mí. Pero me interesa destacar la edición de Querido/Homenaje a Juan Gabriel, publicado por Mantarraya Ediciones en 2010
con el propósito de mostrar que la poesía no es aburrida y, al mismo tiempo, “fomentar la literatura a bajo costo y que llegue a
mayor número de lectores”, declaró su editor, Antonio Calera-Grobet.9 Con
un tiraje de 2000 ejemplares que no tuvieron intención de lucro, difícilmente
compite en audiencia con su homenajeado, pues el divo de Juárez, anota Wi9
Ana Mónica Rodríguez, “Veintidós poetas rinden homenaje a la figura y trayectoria del
cantautor Juan Gabriel”, en La Jornada (sábado, 16 de octubre de 2010), http://www.jornada.
unam.mx/2010/10/16/cultura/a05n2cul (consultado el 6 de febrero de 2012).
157
malva flores
kipedia, ha “registrado ventas por más de 100 millones de discos, más otros
50 millones como productor, arreglista y compositor”.10 Es evidente que los
poetas no pretendían emular al autor del “Noa-Noa” sino, quizá, proponer
un gesto, un guiño divertido.
La poesía es para todos siempre que sean unos cuantos, parece que escuchamos a lo lejos. Pero muchos poetas nos quejamos. No hay espacio para la
poesía. Como una forma de sobrevivencia, en México algunos poetas (me encuentro entre ellos) se han refugiado en la academia como un injerto anómalo.
Han fatigado las arduas galeras, diría Borges; venden tragos o tacos. Se esconden tras la silla burócrata, diseñan camisetas, llaveritos; hacemos largas
filas en pos de una beca. Pero, ¿alguna vez fue distinto? Los poetas siempre
se quejan. En México prácticamente ya no hay suplementos literarios; la
crítica de poesía ha desaparecido en su forma tradicional y las –cada vez
menos– revistas literarias, incluyen la poesía en sus páginas como si fuera
un florero. No ocurre así en otros lados quizá porque, alejada del estipendio
oficial, la poesía ha recorrido el camino que ha sido siempre suyo: el margen,
no como marginalidad, sino como el resultado de una voluntad minoritaria
(aunque convenga negarlo) que ve en el poema no un artículo de consumo,
sino una forma viva de duración.
10
158
http://es.wikipedia.org/wiki/Juan_Gabriel.
Dos poemas
A ndrea H errera
convivencia
Me rehuso a vivir
con aquel monstruo
que se retuerce en el espejo
Es posible sr. Freud
¿Desacostumbrarse de uno mismo?
¿Tomarse la cabeza entre las manos?
¿Equilibrar correctamente el alma?
¿Creer en las traiciones?
¿Sonreírle a la mala hierba que invade las tumbas?
¿Y tú a dónde?
¿corres? ¿te escondes? o ¿lloras?
Podrías comprar un boleto
Escribir una carta
Abrirle la puerta al huracán
Guardar años de silencio
Pero rehuso ser un vil testigo
159
de las nubes
y contemplarlo todo
desde mi ignorado corazón
muerte palabra no dicha
Despego los labios
algo sale
se asoma
y en teoría nombra y designa
¿Por qué la silla es silla?
Me comunico
pero no tengo certeza de mi decir
¿Por qué el árbol será luego madera?
Poder es lo que no poseo
y estoy
soy
desnudez
ante el signo
la palabra
160
Las palabras a veces
simplemente
no dan
ni llegan
al precipicio del descalabro
a rozar la lágrima
a gritar el goce
Las palabras no resucitan muertos
161
Reciclaje zen
I dalia M orejón A rnaiz
i
Los monjes llegaron inesperadamente a la ciudad. Los artefactos del ritual,
empacados en baúles, venían asegurados como vestigios romanos para exhibir en un festival. En la aduana, los agentes vaciaron las valijas; con afanoso
exotismo examinaron de cerca, por primera vez, al Buda Concreto: pesado,
de buena factura, sin dudas un buda fabricado en Japón. Entonces sonrieron, devolvieron la pieza a su lugar y dieron la bienvenida a los Artistas del
Oriente, a la caza de aprendices en la ciudad espectral.
Rápidamente los monjes construyeron el templo, congregaron a los fieles,
pidieron dinero. Les entregamos todo lo que teníamos: migajas. Nos devolvieron un silencio dizque de oro, señalaron al cielo y predicaron la conformidad. Durante la meditación, los más débiles eran tocados por la gracia de
la vara que mece la espalda. Nosotros, no; preferíamos soportar las piernas
adormecidas antes que pedir, como alivio, más dolor.
Tarde en la noche bebían y danzaban los monjes en las casas nocturnas
de la ciudad. A la mañana curaban la resaca con hierbas que nunca oímos
nombrar, mezcladas con agua hirviente en una bombilla para mate: zen austral.
Celebraron la iniciación de los nuevos bodisatvas con lechón asado
al borde de un manglar. Los talentos ensimismados allí nos congregamos;
pretendimos ser Maitreya y dimos más: saltitos como cabras, resoplidos con
vapores de soya, igual a dragones.
162
reciclaje zen
ii
Decidieron los monjes sin demora llevarnos a pasear. Salimos en procesión
marcando el paso a golpe de energía para ganar firmeza en la voz, tranquilidad en el alma. La realidad, decían, es la paz. Y callaban junto con nosotros.
Rieron artísticamente al ver los cráteres en las avenidas; observaron
la naturaleza de la ruina como una forma de presente que nosotros, ofendidos, esquivamos por irreductible. “Ronco motor del rencor”, ronroneaba el
Monje Mayor. Nunca supimos si eran palabras verdaderamente suyas, si las
decía por primera vez ante nosotros, simples meditadores urbanos en plena
asfixia, regateando tiempo contra la pared húmeda de un retiro. Nos condujeron al Bosque Cercano con la soltura de otras veces, y allí solicitamos la
traducción de los sutras. “El sentido no importa”, tronaba en su arrogancia
el Monje Mayor, tronaban igual Los Seis Monjes Restantes. Repetíamos con
desatino algo sabroso.
El budismo nos regalaba, amistosamente, la versión punto cero de la
vida. Así entrevieron altares en los escombros, degustaron la luz tropical,
esparcieron el aroma de sus inciensos como humillo que brota de un pastel,
ondulante y bífido, para que nadie careciera.
iii
Desfilamos en soledad aparente, seguros de nuestras alianzas. Sabíamos, en
la algazara y el exotismo, quién era quién. Los artistas de vanguardia se
acercaban a las chicas siguiendo un orden tácito basado en lo que cada cual
163
idalia morejón arnaiz
podía ofrecer. Ellas, bien lo sabíamos los hombres, buscaban sobrevolar el
mundo en la vara mágica del zen.
En el momento de bordear los cráteres que serían bendecidos, los monjes se encontraban todavía más distantes, nunca supieron nuestros nombres.
Nos habían privado, a nosotros sus seguidores, del Vistazo Único al charquito apestoso donde esperábamos encontrar cierta claridad. Veíamos sus ropas
oscuras y holgadas allá adelante, siempre de espaldas, porque así es como
vemos a los otros cuando no conseguimos llegar adelante. Como discípulos,
queríamos que se volteasen para sonreírnos. Los monjes nos parecían totales, eternos, aptos para caminar al revés.
iv
Volvieron los monjes a la ciudad en pleno invierno; volvieron sin nada. Todo
lo que tenían estaba aquí, o allí: fotocopias controladas, pimientos transgénicos en lugar de bizcochos a la hora del té. Los monjes sudaban, echaban a
un lado la bombilla y clamaban por café. Entraban a nuestras casas y desde
allí comandaban, perezosos y amargados.
Sin embargo, teníamos mucho que conmemorar: la construcción de Las
Nuevas Escaleras al Cielo, una modalidad de espacio que sólo existe en un tiempo pasible de detener, por lo que decidimos tomarnos un descanso y convidarlos
a una playa desierta. Tópico tras tópico mostramos nuestro dominio del Ritual,
aprovechamos la intimidad con la naturaleza para exhibir nuestros cuerpos ahora enjutos, modelados. Habíamos cambiado, decían, pero no de lugar.
Retomamos la marcha y al mirar atrás no vimos a nadie; así respiramos,
por fin, el humo denso y erecto que crecía entre las manos de los monjes.
Ocupábamos el Frente Amplio de la Verdad, pero nada aconteció. Sin fondo
de comitiva, ya era tarde: cientos de vacíos tectónicos sugerían en su gravedad la imposibilidad, y dimos nuevamente más: alaridos sin voz, pataditas
inertes, más siete empujoncitos discretos en dirección al charquito, en las
siete espaldas de los siete monjes.
A los nuevos seguidores hoy les señalamos, con un dedo sin gesto, los
bultos macilentos que con el paso de los días nos van sirviendo de luz para
volver a meditar.
164
Poema no
F elipe V ázquez
Por la orilla de sí mismo,
acaso de más lejos, llega
al patio del abuelo, trae
un árbol de bayas —al origen,
donde a lago en llamas
sabe el fruto—, sin embargo
el patio estaba en otros días, ¿vuelvo
entre aquellos que en la niebla se deslíen?
*
En pelear con muertos
fue mi vida, no sé cómo
perdí tanto que nací
perdido. Entre las tumbas
mi nombre me buscaba,
y me busca en tus palabras
todavía. El rojo acantilado
no da sombras, ilumina
un rayo de silencio mi palabra.
165
*
Árbol errante que en la orilla
bebe azul, en otros días
vino a través de los glaciares, oigo
aún su gélido jilguero, su raíz
teje en mis venas su deseo, murmura
su distante savia en el poema.
*
Miro a ras de tabla, a pique
el cielo a mi costado, un toro
antaño sostenía, las puertas
dan balsa por adentro y vuelvo
al día cuya savia desconozco,
al árbol cuyo fruto lo incinera.
*
Qué del huerto queda sino
sal de hueso, quemadura
de raíz en las cuadernas. Vaho
en los ojos del espejo, tu deseo
encarna en mis palabras, dice
y, al decir, se labra en el vacío.
*
A tajo de alas, por
la espiga de grietas que vertebra
166
lo que soy, deviene
el sino de la era
en toros contra sí, mi sangre
en sed metálica germina, los caballos
regresan del azar, las naves
en astillas dan el día, di
qué soy en tus heridas, qué
árbol se despeña en lo que digo.
*
El haz de venas gira
sobre sí, deviene
hoz en su raíz, deriva
al filo de su cuerpo, alfil
en sesgo al mediodía, cae
de sí mismo, en mis palabras
un rayo de silencio se desata.
*
En rojas grietas reverbera
a orillas de la sed, sus pétalos
beben sombra desde el alba, ayer
era fuente a ras del muro, y piel
hoy tensa de vacíos me nombra
al cruzar las paredes de la tarde.
*
167
Cómo fue que no llegamos
a ser, en la errática frontera
piafan los caballos, miran
sima donde vemos travesía,
y sin tocar la orilla fugitiva
saltan y caemos noche arriba,
al azar que elude el territorio
del sí que ayer nos encarnaba.
*
A caballo en la frontera
no, descalzo
en la taiga sin orillas
no, en la tabla donde el mar
devora el cielo
no, a tientas por la noche
del ser desnudo de sus máscaras
no, en la fuga vertical
de un laberinto de rejas movedizas
no, más encabalgado
que el poema
no.
168
La vigilia de la aldea
Un banquete psíquico primordial
D aniel B encomo
Clayton Eshleman, Mecha de enebros (traducción de Hugo García Manríquez), Aldus,
México, 2013, 376 p.
Unos versos de 1973, confiesa el propio
Clayton Eshleman, testimonian el vuelco vital que sumergió al autor estadunidense en el estudio de las expresiones
visuales del Paleolítico: “Yorunomado
cerró la mano izquierda de mi libro. /
Desde ahora, dijo, / tu obra se interna en
la tierra.” Producto de ese descenso es
Juniper fuse, el sólido volumen escrito
por cerca de tres décadas, en el que
Eshleman consideró concluido simbólicamente apenas a principios de este
siglo, cuando por fin pudo contemplar
el Pozo, quizás el más enigmático de los
conjuntos de imágenes de la cueva de
Lascaux. Ésta, además de sus estudiosos más apasionados, también sedujo a
Georges Bataille y a René Char. Juniper fuse aparece ahora en México, en
traducción de Hugo García Manríquez,
bajo el título de Mecha de enebros. Árbol
común en la región francesa de la Dordoña, el enebro era usado por el hombre
paleolítico como materia combustible.
Asimismo, al ser descubierto en los albores del siglo xx, un ejemplar de esa
especie ocultaba la entrada al espacio
simbólico de Lascaux.
Mecha de enebros es un complejo tratado poético sobre la imaginación del
Paleolítico y la creación del inframundo. Eshleman prefiere “imaginación” o
“imaginería”, y no las nociones de arte
o pintura, para referirse al emerger de
las imágenes en las comunidades humanas conservadas de manera privilegiada
en las cuevas francesas. Éstas fueron el
hábitat del hombre de Cro-Magnon (pro­
piamente homo sapiens) en el cual interactuó con el homo neanderthalensis,
la otra especie que se colapsó durante
la última de las glaciaciones. Y, como
se sabe, el clima predominante en el
Paleolítico.
En diálogo con una constelación de
fuentes, Eshleman plantea la revisión
169
de los postulados comunes que rastrean
el origen de las imágenes en las cuevas. Evita cualquier teoría unificante
y cuestiona la existencia de una causa
única en ritos utilitarios de fertilidad o
caza, sean testimonios o elementos esenciales de la actividad protochamánica
o bien rituales de magia empática. Con
pensamiento perspicaz y ambicioso, postula
una idea de mayor amplitud: “la creación de imágenes es una de las vías por
las cuales nos volvemos humanos”, sin
que esto implique una respuesta a la
pregunta por el origen, pues encuentra en
“la imaginería un sentido de lo multidimensional e inesperado”. En conexión
con un origen que no puede rastrearse,
la creación de imágenes durante ese periodo expondría ante nuestros ojos, de
acuerdo con Eshleman, un “continuum
de separación” que se habría extendido
durante cerca de 25000 años, de los pe­
riodos auriñaciense a magdaleniense –fa­
ses del paleolítico, entre el 40000 y el
10000 a.p.–, tiempo en el cual las comu­
nidades humanas generarían un hiato entre la condición de inmanencia animal
–eso que Bataille asienta en su Teoría
de la religión como “una gota de agua
en el agua”– y lo que –de una forma no
evolutiva, no regular y no uniforme– ter­
minaría por emerger como experiencia
humana. La evidencia de la desgarradu­
ra estaría expuesta en los muros de las
cuevas que visita y aprehende el poeta
norteamericano, para pensarlas y abrir
un espacio de reflexión y búsqueda lírica, de efectos y secuencias de alto logro.
170
Pendulante entre los registros arqueológicos y literarios, expuesta a los
claroscuros de toda mirada y a las fuerzas que penetran los esquemas de causa y efecto, la construcción de Mecha
de enebros podría emular la geometría
de una caverna de los glaciares. Tanto
la introducción como la primera parte
funcionan como un umbral en el que
el lector se impregna, y es seducido,
de las interrogantes y motivaciones de
quien escribe. Además se delinea aquí
la idea que complementa la tesis del
“continuum de separación” del que emer­
ge lo humano: a la par que surge la experiencia de ser hombre, se proyecta una
idea en el sentido –direccional– opuesto:
la construcción de un inframundo ya inalcanzable –cristalizado, entre otros, en
el ur-mito del paraíso perdido–: “el ‘nuevo
páramo’ es el reino espectral creado por
la partida de la vida animal y el arribo,
en nuestra época, de estos (nuestros)
contornos primordiales. Nuestra tragedia es siempre remontarnos más y más
en busca de un linaje no racial en el
que lo humano y lo animal no se encontraban separados, al mismo tiempo
que destruimos la hierba sobre la que
indudablemente nos encontramos”.
A su vez, las cinco secciones que prolongan la indagación figuran ante nosotros como galerías, estrechos pasajes,
pozos y divertículos que deparan hallazgos
al lector y lo comunican –entre distintas
ideas– a través de respiraderos, cambios
de atmósferas, ríos subterráneos, luces y
penumbras. La escritura de Eshleman
discurre por la contemplación y el análisis
de las imágenes primitivas, pero también
por las afecciones que produce ese encuentro, el cual se resuelve en un registro sensorial-lírico, siempre en constante
oscilación. La prosa ensayística, que esgrime los argumentos, se entreteje con la
escritura en verso que los difumina, opaca
o matiza, en muchas ocasiones en un mismo texto. Así obra una lúcida mirada que
mezcla tesituras, planteamientos teóricos,
vivencias personales (su vida en Japón,
una caída en una cueva privada o el recuerdo del jazzista Bill Evans), sin renunciar nunca al ejercicio especulativo que,
sin pretenderlo, alcanza cotas de intuición
y pensamiento que muchas escrituras presuntamente filosóficas desearían.
Desde la segunda parte el volumen
se ofrece como una amplia cámara en
la cual Lascaux y sus recintos, saturados con imágenes de animales trazados
de perfil, inmóviles, pero sobre todo la
imagen del Pozo de Lascaux, funcionan
como eje. Aquí irrumpe una consideración: la cualidad femenina como uno
de los elementos más vivos en el estado
que sugieren las imágenes. Eshleman re­
significa la escena del Pozo desde distintas perspectivas, y reinterpreta su enigma
a partir de la variable femenina en el
bisonte eviscerado, para evaluar el papel que juegan en ella el hombre con la
máscara de ave, el objeto lanzador y el
rinoceronte. Quizás esa figura humana
esté tendida en trance extático, como
quería Bataille, o tal vez no esté yacente y nuestra dependencia de la pers-
pectiva ortogonal nos impida otorgarle
una dimensión adecuada.
Eshleman intuye en la escena la fuer­
za de lo mágico, pero en un ritual que
celebra algo muy distinto que uno de
fertilidad o caza. Más allá establece una
comparación con la figura del protocha­
mán que aparece en Lascaux y en otros
sitios como una figura inestable, de
“re­sonancia híbrida”, expuesto al límite entre lo humano y lo animal, al igual
que las hagazussa o hexe, las brujas me­
dievales. Una imagen tallada en formación vertical en la cueva de Chauvet, que
posee algunos de los trazos más antiguos,
fotografiados a detalle fiel por Werner
Herzog en Cave of forgotten dreams, expone un híbrido con cuerpo masculino
y cabeza de bisonte que parece poseer
un cuerpo femenino. En esas representaciones más antiguas la mujer casi no
aparece en los muros, aunque sí como
un objeto en estatuillas que la muestran
como un ser más definido, abundante. El
hombre, en cambio, pareciera oscilar
siempre entre lo humano y lo animal,
tal cual lo muestran sus representaciones, a veces apenas “figuras inestables
como la niebla”. En esa entraña ctónica resuena ya uno de los mitos fundacionales de Occidente, el Minotauro y
su laberinto como el lugar en donde el
hombre se confronta con lo animal.
En este libro nunca se descuida un
aspecto importante de la interpretación:
la consideración según la cual en el
hombre del Paleolítico acontece siempre un pensamiento prelógico, previo a
171
la irrupción del raciocionio. De ahí que
no pueda determinarse una cueva como
sitio sagrado o profano. Las imágenes
testimonian un nudo complejo de fuerzas, nunca del todo discernible, que
abre un remoto espacio simbólico; la
actividad psíquica prehistórica es “un
amasijo pantanoso en el cual las fuerzas creativas y de destrucción no pueden distinguirse fácilmente”. Espacios
de aislamiento físico pero también psíquico, sin solución de continuidad, las
cavernas y sus muros alojan trazos de
distintos momentos y grupos culturales
para conformar un espeso entramado,
que Eshleman logra cifrar en algunos
sólidos poemas –el titulado “Indeterminado, abierto”, por ejemplo– que, apoyados
en una densidad de motivos y evocacio­
nes, parecen fundirse en esa reverberancia
frondosa y oscura que, por momentos, emite resplandores de fosfenos.
Con el correr de las páginas la pulsión
del elemento femenino se mantiene. Esh­
leman indaga en la parte cuarta la repercusión y el papel de la mujer en las
sociedades prehistóricas. En mi lectura
se perfila poco a poco una idea, la de un
largo y sostenido matriarcado que otorgaba a las mujeres el poder simbólico
–físico, social– de la creación, de la
vida. Desde esta nueva perspectiva, las
cuevas se abrirían como una entraña a
la cual hay que descender para abismarse en el hálito creador del sueño,
de lo indeterminado. Eshleman sugiere
que el complejo de dualidades que rige la
conducta humana podría rastrearse hasta
172
acá: sueño-vigilia, inmanencia-presencia,
oscuridad-luz, femenino-masculi­no, tierra (entraña, cueva)-mundo. En “Teoría
del arte rupestre” plantea, siguiendo el
pensamiento de Maxine Sheet-Johnston,
un probable surgimiento del trazo en el
deseo superficializado de perforar, horadar la entraña de la cueva, donde “el
potencial poder de las entrañas pueda implicar experimentar el interior de la cueva
como un poder vivo cuya presencia el visitante se sienta llamado a dibujar”.
La sexta y parte final del libro, “Un collage cosmogónico”, rastrea la idea de un
mito primordial en ese momento del devenir que cifrase el sentimiento de expulsión
de un paraíso, de la caída de la inminencia
a la presencia –aflora, al parecer, en todo
testimonio sobre el origen–. Aquí vuelve a
emerger la fuerza femenina, se identifica
con el abismo y con la “Diosa Negra” figurada en la cueva de Le Combel. El autor
nos lleva a reconsiderar el peso simbólico
con el que el proyecto histórico patriarcal
ha lastrado todo los aspectos femeninos
–desde su identificación con lo abismático hasta la figura de la vagina dentada–,
mientras nos sugiere el inmenso terror que
la fuerza femenina aún produce a la especie dentro del orden actual y los roles de
género que paulatinamente se modifican.
Desde ese cultivo efervescente de posibilidades del hombre primitivo, Eshleman
sugiere repensar los esquemas duales que
rigen nuestra interpretación del mun­do y
que puedan conducir a otro balance de
fuerzas entre géneros.
Además de la capacidad para poner
en otro idioma toda la energía que un
autor ha enhebrado en su escritura, el
trabajo del traductor puede además en­
globarse en un gesto: el de disponer
para una nueva comunidad lectora un
volumen que considera imprescindible.
Hugo García Manríquez ya había dado
cuenta de ello con la primera versión
completa del Paterson de William Carlos Williams. Ahora lo corrobora con esta
versión de Juniper fuse. Debe decirse,
no obstante, que el cuidado del texto
en esta edición le queda a deber al trabajo de García Manríquez y a la obra
original. La nuestra es una época en la
cual el trabajo poético se multiplica en
la imagen, el sonido, la diversificación
de soportes y la inmediatez del tiempo
real, de ahí que Mecha de enebros sorprenda por su inteligencia, su parsimoniosa construcción, su nutrido aparato
de notas, la combatividad especulativa,
su catábasis en los sitios que presenta,
pero sobre todo por su capacidad lírica
de disponernos “como espectros hambrientos ante un banquete psíquico y
primordial, que podemos sentir y ver
pero no conceptualizar”.
Lo transitorio y lo memorable
J osé I srael C arranza
Luis Vicente de Aguinaga, Todo un pasado
por vivir. Asuntos varios (2001-2012),
La Zonámbula / Universidad de Guadalajara,
Guadalajara, 2013, 164 p.
Los minutos, las horas, los días, las semanas y los meses se repiten. Aunque
este planeta estalle y, obviamente, deje
de dar vueltas en torno al Sol, como
ocurrirá, y aunque todos los planetas
hagan otro tanto con sus respectivos soles, como ocurrirá también, y aunque
todos los soles se apaguen, como está
previsto que se apaguen, y aunque ello
suceda esta misma noche o dentro de
varios eones, mañana e infinitas veces
volverán a ser las 20:30 horas, dentro de
una semana e infinitas veces las 20:30
de un jueves, dentro de seis meses (en
abril de 2014) e infinitas veces las 20:30
de un jueves 17, y dentro de seis años (en
2019) e infinitas veces las 20:30 de un jueves
17 de octubre. Lo que no volverá a haber
es un 2013, ni el mes de octubre que va
llevándose éste, ni los jueves que este
mes se lleva, ni ninguno de sus días –los
diecisiete que pasaron ni los catorce que
aún tenemos por delante–, ni las horas
en esos días ni los minutos en esas horas. Los años no se repiten, y, por eso,
son los datos más fiables para admitir
que, en efecto, transcurre el tiempo y que
hoy, por ejemplo, estamos aquí. También
se repiten las estaciones y los periodos
173
en que nuestra atención y nuestra perplejidad recorren los arcos trazados en
la bóveda celeste por las constelaciones (los doce signos del zodiaco), y, de
contar sólo con estas divisiones reiterativas del tiempo, tendríamos asimismo sólo un presente renovable y eterno
que excluiría toda posibilidad de pasado y de porvenir. Puede que la cuenta de
los años nos conduzca a nuestra propia
extinción, pero también gracias a ella
es que hemos transcurrido hasta este
momento.
Creo que, al organizar Todo un pasado por vivir, Luis Vicente de Aguinaga
ha estado al tanto de esa tensión entre
el tiempo que se reitera y el que inconteniblemente se adelanta y nos lleva
por delante. Dispuestos en arreglo a la sucesividad de los signos zodiacales, empezando por Tauro y terminando por Aries,
los cincuenta y un artículos elegidos en
doce años se desentienden deliberadamente de la cronología de su origen (y,
así, a uno escrito en noviembre de 2004
lo sigue uno escrito en noviembre de
2012), reuniéndo­se más bien en razón del
signo bajo el que nacieron, y además dan
cabida a las entradas de una suerte de
diario espaciado que recorre un año cuya
cifra no se revela, pero que al haber comenzado con el nacimiento de Lucas, el
segundo de los dos hijos del autor, puede averiguarse fácilmente. Por otra parte,
hay breves agrupaciones de aforismos
que marcan las estaciones, lo cual, a
mi modo de ver, subraya la determinación que el autor tiene de afianzar la
174
consistencia de presente imperecedero
que conviene a su libro –porque, apreciémoslo de esta manera, la materia más
abundante en éste, aunque no necesariamente la principal, está amenazada por
la perentoriedad a la que se halla por lo
general sujeto lo que se escribe para
publicaciones periódicas: artículos, pe­
ro también reseñas y breves ensayos
requeridos por la ocasión y destinados
a aparecer de inmediato en diarios o
revistas, medios cuya naturaleza inevitablemente implica el carácter transitorio de cuanto recogen y entregan
a sus fugaces lectores. Así, lo que De
Aguinaga hizo fue asignar un orden a
la necesaria arbitrariedad que el mero
paso del tiempo fue deparándole a su
curiosidad como colaborador en dichos
medios, a la vez aceptando y aprovechando la distancia que ese paso del
tiempo impone a la lectura y que refuerza el propósito de variedad que tienen los “asuntos varios” anunciados en
el subtítulo del volumen.
Lo que tenemos, pues, es una compi­
lación de artículos (y reseñas y ensayos),
entreverada con los vistazos a un diario
íntimo y con una colección de aforismos. En cuanto a lo primero, se trata
de pareceres, hallazgos, constataciones
e inconformidades o protestas (y también de pareceres acerca de los propios
pareceres): rasgos de un temperamento, ante todo, en la actitud y la disposición de explicar y explicarse lo que
presencia o atestigua o descubre. Los
asuntos de estas piezas a veces están
propiciados por la actualidad noticiosa, por ejemplo en la escrita en ocasión
de la entrega del Premio Príncipe de
Asturias a Bob Dylan, que De Aguina­ga
festeja debidamente; también en la que
despacha para glosar, con feliz sorna,
el anuncio de la fallida erección de un
Museo Guggenheim en Guadalajara, del
que se burla como tiene que ser. Otras
veces se trata de opiniones que enmarcan lo que sucede con la comprensión
personalísima del autor (o con su incomprensión, como cuando resume sus
ignorancias respecto al inabarcable universo de saberes que parecen exigírsele
a cualquier mortal que se aventure a conocer del deporte, y en particular del deporte olímpico), a cuento, por ejemplo, de la
enésima revolución en puerta, o de las
desasosegantes polémicas encendidas
en Polonia por la aparición de un teletubby morado y con bolso femenino y
su relación aparentemente insospechable con un librero que prendió fuego a
su mercancía en Kansas City. Civiles y
oportunos y pertinentes, estos artículos
se entienden muy bien con otros, de índole más confidencial, en los que priva
un ánimo celebratorio de compartir experiencias decisivas, como la del descubrimiento del músico Arturo Meza
–en un sentido literal: De Aguinaga
demuestra que él lo descubrió–, la del
recuerdo atónito del Tío Gamboín y la
postrera elucidación de la mezquindad
y la falacia encarnadas por semejante
personaje, la de la corroboración del
misterio y el horror con que infalible-
mente funciona el Oráculo de Bacon y
la aplicación de un principio similar en
los terrenos del rock and roll (el Factor
Keltner, que el propio autor postula y
prueba), la averiguación en la infancia
de la importancia del hecho de que la
Feria Internacional del Libro de Guadalajara huela a chocolate. Y por qué
virote va con v chica, qué relación hay
entre Zinédine Zidane y una oreja tapada, cuál entre César Vallejo y un viaje nocturno en tren, cómo puede pesar
tanto la ausencia de un astronauta que
cargaba vidrios, qué resonancias ontológicas y teológicas había tras la declaración del Panda Perk cuando cantaba:
“Yo soy el Panda Perk y quiero ser tu
amigo.” (En el etcétera que es preciso
instalar aquí caben muchos más temas
que, como los que quedan anotados,
pueden dar idea de la diversidad de las
preocupaciones del autor, si bien hay
dos de éstas que regresan a la lectura
con más frecuencia que otras: la poesía
y la música, o bien el trabajo de ciertos
poetas y de ciertos músicos cuyo breve
censo sirve para hacerse una idea bastante cabal de eso que explica mucho
del poeta y del ensayista y del articulista Luis Vicente de Aguinaga, y que
es sencillamente el gusto.)
“Un amigo se refiere –mitad en broma,
mitad en serio– a sus vidas anteriores. Yo
me resigno a pensar que toda vida es
anterior, incluso ésta”, se lee en “Invierno”, una de las cuatro estaciones
del libro en las que están distribuidos,
de tres en tres, los doce aforismos que
175
son otras tantas condensaciones de una
sabiduría ganada en el acontecimiento de la paternidad, en la práctica del
oficio de la escritura, en la verificación
del progreso de la edad y en la aceptación de lo que nos aguarda, incluidas
nuestras resignaciones. Doce, como do­
ce son los años de algún modo contenidos en el volumen, y que no son un
tramo desdeñable cuando uno revisa
cómo ha ido envejeciendo. Y es en la
línea que da título al libro (“Envejecemos al tomar conciencia de todo el pasado que nos queda por vivir”) donde
yo he querido encontrar un vínculo con
cierta circunstancia vital que decide en
buena medida el presumible diario (no
nos consta que en efecto sea tal, pero
no importa) que va imbricándose sobre
aforismos y artículos, y a lo largo de
cuyas doce entradas tiene lugar el reconocimiento de ciertas formidables sor­
presas que trae consigo la condición de
padre.
Convertirse en padre, entre otras cosas –entre otras infinitas cosas– significa
adquirir una acendrada conciencia de la
fugacidad del tiempo y de su brevedad.
Entre que Lucas nace y tiene tres meses pasan apenas treinta y seis páginas
(trece artículos, tres signos zodiacales
y ya está comenzando un cuarto). Las
madrugadas en que, tras el nacimiento de Matías (el primer hijo), el autor
“cultivaba el placer de mirar las cosas
bajo un tenue resplandor plateado” al
arrullar al bebé, parecen lejanísimas:
Matías (unas decenas de páginas más
176
adelante) ya está en edad de cuestionar
al papá (“–Pero, ¿por qué tienes que ser
poeta? Los poetas son muy feos: tienen
los pelos parados”), y un amigo de la
infancia ya está, súbitamente, en edad
de hallarse casado por segunda vez y
padre de cuatro hijos. Y lo que yo entiendo es que un libro como éste, hecho
de pasado (y, en concreto, de ese pasado que se fabrica para los hijos, que
es lo único que nos toca hacer: mentira
que les construyamos ningún futuro),
tiene mucho de su razón de ser en la
inteligencia de que la sustancia de lo
que llegaremos a tener por memorable
habrá comenzado siendo la misma de
lo transitorio, lo aparentemente destinado a perderse entre la proliferación
de lo consuetudinario y los hitos privados que acaba arrastrando el torrente
imparable del porvenir. “Me consuela
pensar que, pasados los años, casi todo
lo que hay en este mundo será, en ese
mundo del futuro, incomprensible”,
apunta melancólicamente De Aguinaga hacia el final de un artículo sobre un
ídolo perdido. De seguro, pero también
de seguro este libro ayudará a que eso
ocurra mucho más tarde.
Humor sin fondo
A lejandro B adillo
Francisco Hinojosa, Emma, Almadía,
México, 2014, 176 p.
El nombre de Francisco Hinojosa se
asocia con la literatura infantil. Obras
como La peor señora del mundo se han
vuelto referencia en un mercado editorial
en crecimiento gracias a que los jóvenes
lectores buscan historias cercanas a ellos,
contadas desde las ciudades que habitan y que tocan problemáticas que viven día a día. A la par de su carrera en
los libros para niños, Hinojosa ha escrito dos novelas para un público adulto: Poesía no eres tú y Emma, ambas
editadas por Almadía. Esta transición
me parece un reto interesante ya que
el autor debe reinventarse, abandonar
los puertos seguros e intentar una narrativa de mayor desarrollo, con más
variables o complicaciones.
Emma, según la cuarta de forros, es
la historia de Emma de Brantôme, una
chica que vive con sus tíos, los Du Barry. Un día Emma recibe la invitación
para ingresar a la famosa Escuela Bataille, institución dedicada a educar las
estrellas y los empresarios del mundo
del sexo. A partir de esta referencia comencé la lectura del libro con varias expectativas, quizá la más interesante era
leer una historia rocambolesca, repleta
de un humor desenfadado, en la que
el autor contrasta la inocencia de una
jovencita con la despiadada industria
pornográfica. Sin embargo, conforme fui
recorriendo las páginas del libro, quedó
claro que la apuesta del autor era hacer una parodia de Harry Potter, el best
seller juvenil de J.K. Rowling. Emma
es una “Harry Potter” que, en lugar de
aprender trucos de magia, toma clases
de sexología, cocina afrodisiaca, posturas para el sexo, anticoncepción, entre
muchas otras. Para redondear el asunto
y seguir la historia del mago adolescente,
Emma también descubre que sus padres –fallecidos cuando era una niña
pequeña– eran personas importantes,
grandes artistas del sexo cuyo prestigio
la acompaña como una sombra. De esta
forma, Emma deja su antigua vida y se
embarca en su nueva escuela que, en
apariencia, le deparará muchas aventuras.
Debo apuntar que la parodia de una
obra conocida, y el juego con sus refe­
rencias hasta crear situaciones chuscas,
inverosímiles o extravagantes, me parece un recurso válido. Muchas veces
esta aproximación representa un aire
fresco, una oportunidad para tocar temas desde una perspectiva novedosa o
transgresora. A veces la literatura mexicana peca de solemne o de una seriedad pretenciosa. Sin embargo, para que
la parodia funcione a plenitud y no se
quede a medio camino, es necesaria una
idea de fondo, una crítica de peso, para
que la obra no sea sólo un cambio de
escenario y de actores. El autor debe
utilizar la obra que parodiará como un
177
medio para decir algo y no como un fin.
En este punto reside una de las mayores flaquezas de la novela de Francisco
Hinojosa. Emma parece una serie de
guiños a la serie de libros del mago adolescente y no ofrece más cosas. En algunos momentos, quizás para dar mayor
variedad al arsenal de referencias, a la
mitad o al final de los breves pasajes,
podemos encontrar reelaboraciones de
algunas frases famosas de la literatura.
Así, por ejemplo, se usa el inicio de Cien
años de soledad. En lugar del famoso
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella
tarde remota en que su padre (...)”, te­
nemos: “Muchos años después, frente al
actor que haría el anuncio de los pre­
mios Emmanuelle a la mejor actriz porno del año, habría de recordar la tarde
remota en la que vio por primera vez a
sus padres desnudos.”
Uno de los mayores problemas de la
novela es su falta de continuidad y de desarrollo dramático. En lugar de retratar la
transgresión sexual de la nueva escuela
y el impacto que causa en una jovencita que, apenas unas semanas atrás, era
ajena a ese mundo, tenemos un prolijo
catálogo de clases para ser una estrella
de la industria porno. Francisco Hinojosa apela a la ocurrencia sin repercusiones. Emma nunca toma un papel
protagónico y su personalidad casi no
tiene ningún cambio en el libro. Algunos dirán que en una novela cómica los
personajes no tienen grandes dilemas
178
existenciales, sin embargo la heroína
de Hinojosa ni siquiera sirve de guía
o de comparsa a situaciones chuscas
que nunca llegan o cuyo humor se desbarata a las primeras de cambio. Maniatada por el autor, enfrascado más en
describir la escuela y sus reglas que en
crear situaciones interesantes, Emma
se limita a reaccionar de manera predecible, casi insulsa, a los retos que
enfrenta. Incluso cuando hay algunas
muertes misteriosas los personajes se
interrogan unos a otros, hacen algunas
investigaciones y la línea bosquejada
por el autor se acaba sin mayor trascendencia para la trama. Cada diálogo
carece de malicia y, por eso, el lector
sólo se queda con la voz del autor que
sigue esforzándose en decorar su mundo antes que poner en escena los vicios
y virtudes de los personajes para explotarlos y jugar con ellos. Pronto nos
damos cuenta que no hay nada más y el
libro enfila, casi por inercia, a un final
sin sorpresas.
El sexo, tema central en Emma, es
otra oportunidad perdida. La vida sexual de las personas, el ámbito íntimo
que nunca se expone, es terreno fértil
para exhibir las miserias de la sociedad y su moral ambigua. En la novela
la transgresión nunca sale de las aulas.
Es verdad, hay un recurso recurrente,
en momentos interesante, cuando leemos los planes de estudio y la metodología empleada por los maestros para
preparar a sus pupilos en las artes corporales. No obstante, nunca se le saca
jugo a la extrañeza. ¿La razón? La Escuela Bataille es un territorio demasiado cerrado en el que no se confronta
la visión liberal del sexo con la mojigatería del mundo exterior que muchas
veces condena en público lo que hace
en privado. La exposición y, sobre todo,
la burla a las incongruencias de la sociedad, pasan de largo. En la Escuela Bataille las cosas ya están dadas y
lo único que queda es el regodeo con
elementos que apenas conmueven a los
personajes.
Una guía que pudo haber seguido Hinojosa es la de Tom Sharpe, humorista
inglés que estructura muy bien sus historias gracias a los contrastes. Su premisa básica es poner al protagonista en
un territorio extraño para que sus reacciones no sean las habituales y se detonen situaciones chuscas que, a la postre,
pondrán en evidencia los absurdos o la
hilaridad de ciertas convenciones vistas bajo una perspectiva distinta. Esta
apuesta muchas veces se concentra en
Wilt, protagonista emblemático de Shar­
pe, un solemne maestro de literatura
que tiene que trabajar en una escuela
de oficios técnicos cuyos alumnos no
están interesados en el arte. Los infructuosos intentos por ganárselos, además
de los problemas en que se mete por su
ingenuidad, generan efectos cómicos y
escenas delirantes que terminan, generalmente, en un final carnavalesco. En
Vicios ancestrales, una novela cercana
al tema que trata Francisco Hinojosa,
una familia inglesa de alcurnia, vigi-
lante de la moral y las buenas costumbres, es propietaria de una fábrica de
juguetes sexuales. La lucha por la fortuna del patriarca, además de la mala
leche de éste, ponen al descubierto el
vergonzoso negocio familiar. La intención de esta comparación no es encuadrar la narrativa del autor mexicano
en un estilo diferente sino mostrar con
un ejemplo claro cómo la narrativa de
humor va más allá de una simple recolección de anécdotas y se esfuerza en
contar una buena historia, coherente,
con personajes con los cuales el lector
puede dialogar.
Aceptando sin muchas reticencias
la parodia a la serie de Harry Potter, en
Emma hay un divertimento del autor
que nunca llega a más. Incluso en algunos capítulos, Francisco Hinojosa se
permite o se da el lujo de poner capítulos de prueba, fragmentos que formaron
parte del trabajo inicial y que después
fueron desechados. Algunas frases, en
lugar de borrarlas, son cruzadas por una
línea horizontal. ¿Cuál es la importancia de meter los capítulos-bosquejos
o las frases que luego son tachadas?
¿Enseñar a los lectores el trabajo del
escritor? ¿Crear una especie de obra
experimental? Me parece que esa ambigüedad no funciona por el estilo de la
novela y, además, contribuye a la sensación de gratuidad que contagia toda la
trama. Al terminar la lectura nos queda la impresión de estar ante un libro
quizás escrito demasiado a prisa, sin
mucha reflexión que, hasta en las pre179
misas más atractivas, queda a deber y
sin vida propia. En algunos años, cuando la estela de Harry Potter comience a
diluirse, Emma perderá su referente más
importante, la parodia desaparecerá o se
volverá poco inteligible. Entonces quedará flotando, sin ningún asidero, una
colección de elementos curiosos que
no dirán mucho al lector.
El reino de la ingenuidad
G regorio C ervantes M ejía
Ana García Bergua, Isla de bobos, Era,
México, 2014, 248 p.
La isla Clipperton o Isla de la Pasión
es un pequeño atolón coralino de apenas seis kilómetros cuadrados poblado
sólo por cangrejos y pájaros bobos de
patas azules que ha sido disputado por
México y Francia desde el siglo xviii.
En la actualidad, la isla –distante
1,100 kilómetros de la costa mexicana–
pertenece a Francia, luego de un alegato de más de treinta años con México.
180
En 1906, para asegurar la soberanía
mexicana sobre Clipperton –donde se
acababa de instalar la Pacific Island
Company para explotar los depósitos de
guano–, Porfirio Díaz envió una guarnición militar, al mando del capitán Ramón Arnaud, y ordenó la construcción
de un faro sobre el único promontorio
del lugar: una formación rocosa de 29
metros de altura.
Entre 1908 y 1910, la compañía norteamericana canceló sus operaciones
y retiró a su personal, pues el guano
resultó de baja calidad y poco rentable.
A eso se sumó el inicio de la revolución maderista en México, por lo que el
envío de provisiones desde el puerto de
Acapulco se volvió irregular.
La situación se agravó para 1914, tras
el golpe de Estado de Victoriano Huerta, cuando se cancelaron por completo
los envíos de suministros a la isla. Entre
sus ocupantes se extendieron las enfermedades y, para 1916, sólo quedaban
con vida el guardián del faro y quince
mujeres y niños.
A mediados de 1917, el farero –que
se hizo llamar “rey de Clipperton” y es­
clavizó a las mujeres– fue asesinado
por una de las sobrevivientes. Al poco
tiempo, los últimos pobladores de la
isla –cuatro mujeres y siete niños– fueron rescatados por un buque norteamericano.
A partir de estos sucesos, Ana García Bergua construye Isla de bobos donde, a manera de líneas convergentes,
las historias de Raúl y Luisa Soulier
muestran no sólo lo acontecido con los
ocupantes de la isla de K., sino también los orígenes de su estancia ahí y
los esfuerzos de los sobrevivientes por
reintegrarse a la vida en un México
convulsionado por las luchas revolucionarias.
En más de un pasaje se advierte so­
bre la resistencia de la novela y sus
narradores a detenerse en lo ocurrido
a partir de que el guardián del faro se
proclamó rey de la isla y someter a mujeres y niños. Contra la insistencia de
los periodistas y curiosos, las sobrevivientes quieren dejar atrás ese periodo,
recuperar sólo lo valioso de sus esfuerzos y reconstruir sus vidas:
La crónica borraba ya todo lo ocurrido y
se centraba en la historia de Saturnino:
se llamaba “El negro Barbazul” y abundaba morbosamente en las barbaridades
de ese Saturnino. Luisa sintió que se le
revolvía el estómago: ¿y la valentía del
capitán Soulier?, ¿y el sacrificio que hicieron todos por resguardar aquella propiedad de la nación?, ¿por qué no había
una comisión a recibirlos, por qué retornaban a la capital como unas perfectas
desconocidas a las que se miraba con
interés escabroso?
Pareciera que Isla de bobos pretende
atender los reclamos de Luisa y contar
los esfuerzos de la guarnición por permanecer en la isla, convencidos de que
prestan un valioso servicio a la nación,
y también de hacerla habitable en la
medida de sus posibilidades. Un esfuerzo que a la postre resulta desesperan-
zado: terminan hambrientos, enfermos
y olvidados en un pedazo de roca que
ya no interesa a nadie, sustentados tan
sólo por los pájaros bobos, tan inocentes como los mismos ocupantes del lugar.
El primer capítulo de la novela muestra claramente esta mezcla de inocencia
e idealismo. Raúl Soulier abre la historia recordando su infancia y juventud,
llenas de afecto y mimos, con un futuro
promisorio:
“Yo, chiquito como de cinco años,
ya me veía grande, igual al futuro héroe que veía mi madre en mí, pues el
espejo reflejaba sus ojos. Podría decir
que crecí en ese espejo. Día tras día me
observaba en él, aspirando a llenar su
luna con mi imagen. Mi padre me parecía Dios, y era de lo más natural que
él me considerara un sucesor brillante,
eso daba comodidad.”
Pronto, sin embargo, las circunstancias dan al traste con las expectativas.
La muerte del padre de Raúl lleva a la
ruina a la familia y él debe sepultar sus
sueños bajo el oficio de boticario, que
considera mediocre.
El segundo capítulo –que abre la
otra línea narrativa de la historia– confirma esta perspectiva: justo cuando
acaban de asesinar al farero, las mujeres sobrevivientes en K. son rescatadas
por un buque norteamericano. El alivio
que provoca el rescate y las expectativas de regresar a México, reencontrarse
con sus familias y reconstruir sus vidas, se topará muy pronto con el morbo
de la población, alentado por los perio181
distas, y el desdén burocrático hacia
sus reclamos de derechos y pensiones
de viudez.
Ana García Bergua desarrolla una
historia donde las ilusiones se rompen
constantemente, donde privan el desencanto y la porfía. Porque Raúl y Luisa, a pesar de sus constantes tropiezos,
se empeñan en sostener sus expectativas, en creer que pronto las cosas cambiarán para bien.
Este optimismo ingenuo de los personajes se muestra con mayor claridad
en sus esfuerzos por convertir a K. en
un sitio habitable: abren una escuela,
organizan tertulias, hacen traer toneladas de tierra fértil para cultivar alimentos. Pero todo resulta en vano.
En las mañanas enseñaba a leer y escribir a los niños, mientras su esposo supervisaba diferentes tareas: agricultura
o construcción de casitas o reparaciones.
Daba sus rondas con los soldados, curaba
a la gente que por alguna razón se enfermaba, pues había sido farmacéutico. Se
cruzaba con uno y parecía poseído por la
actividad, a veces ni siquiera escuchaba lo que se le decía. Muchas cosas no
lograron el capitán y su esposa, pero no
les faltaba el espíritu. Trataron de hacer
agradable la vida en una isla perdida a
mitad del mar, nadie los podría culpar,
por el contrario. El capitán se dio cuenta muy pronto de que sus ocupaciones le
dejaban mucho tiempo libre. Y entonces
probaba cosas. Probó a plantar cebollas,
y al principio sí se dieron, durante un par
de años. Otras frutas también, y verduras. Se dieron porque habían traído tierra
de allá. Pero el salitre se comió todo a
182
fin de cuentas. Ese salitre era tanto, tan
terrible, a veces parecía que nos iba a comer a nosotros también.
En efecto: la isla está llena de bobos. No sólo esas aves nativas, que no
le temen a los humanos y se convierten
en el único alimento disponible, sino
también los miembros de la guarnición
y sus familias, convencidos de que están prestando un gran servicio a la nación, de que harán habitable el lugar,
de que se reanudarán los envíos de víveres, de que serán rescatados…
Esa ingenuidad de los personajes
atempera los acontecimientos trágicos.
Las enfermedades, las muertes, las vejaciones son vistas a la distancia como
recuerdos desagradables que empiezan
a nublarse.
Lo mismo ocurre con los constantes
rechazos sufridos por Luisa de parte de
la burocracia gubernamental: se nos da
parte del suceso, pero sin que la voz na­
rrativa caiga del todo en el desaliento
o la desesperación. Como si, haciendo
caso de la consigna del capitán Soulier,
los narradores de Isla de bobos estuvieran empeñados en mantener la dignidad, aun cuando deban presentarse cubiertos de harapos o rechazar las pocas
posibilidades que se presentan para salir
de la isla.
Nos despedimos del capitán Martinsson
y su familia, así como del capitán Salinger, quien amigablemente nos dejó algunos víveres para resistir en lo que llegaba
nuestro barco. Vimos al buque alejarse
hasta que hubiera sido imposible hacerle
señales de que regresara. Ebrios de honor, el teniente Álvarez y yo hicimos un
pequeño festejo en el que cada quien dijo
palabras patrióticas e iluminadas. Pero
sólo mi esposa y el teniente cargaban en
los ojos la misma mecha encendida que
yo. Tenía miedo por los niños, pero era
mayor mi convicción de haber hecho lo
correcto y mi fe en que el ejército nos rescataría. Esa misma noche le hice el amor
a Luisa, que estaba preñada de tres meses, y cuyos ojos no dejaban de admirar lo
que representaba el raído uniforme que
no me quité sino hasta aquel momento.
Al terminar, le comuniqué mis inquietudes. Claro que vendrán por nosotros, me
respondió ella entre suspiros, claro que
vendrán.
En efecto, esa ebriedad de honor, idealismos y buenas intenciones se convierten no sólo en un agravante de la situación
de los habitantes de la isla, pues los
lleva a rechazar las alternativas para
salir de ahí que ellos mismos consideran “indignas” o “antipatrióticas”, sino
también en un poderoso sedante ante
los sucesos que se presentan: la soledad, el escorbuto, el hambre, la locura
de los pocos sobrevivientes.
Las escasas voces que los llaman a
la lucidez –las de los familiares en las
pocas visitas que los protagonistas hacen al continente, las de los oficiales de
los dos barcos que logran llegar a la isla
durante el periodo de abandono, las de
los mismos protagonistas– son acalladas por la porfía de hacer “lo correcto”,
lo que el deber y el patriotismo dictan.
Isla de bobos parece mostrar, al final,
que el sentido del deber, el patriotismo, la justicia, la voluntad de transfor­
mar el entorno, son apenas ilusiones
que permiten a sus personajes sobrellevar sus penurias. Incluso los mismos
protagonistas parecen convertirse, conforme transcurre la historia, también en
ilusiones, en seres sin una existencia
concreta, invisibles para su entorno: sus
vidas, lejos de alcanzar los niveles trágicos que podrían depararles los acontecimientos vividos en la isla, se van
diluyendo en el desdén de funcionarios, periodistas e incluso de los mismos familiares: “Hipólito se acordaba
de Esperanza, de sus encías blancas,
su gesto adolorido, su cuerpo en los
huesos, el miedo que tenía de hablar, y
no se la imaginó ‘feroz como su señor
y dueño’. Mientras, sus compañeros de
oficio se seguían pasando el periódico
de mano en mano y exclamaban: ¡es de
novela! Pronto lo olvidaron, apasionados con la fiebre de suicidios de señoras
y señoritas que comenzaba a afectar a
la capital.”
Sí, incluso personajes que parecie­
ran más prometedores dentro de la tra­
ma, como Esperanza –quien mata al
guardián del faro– o Juanita –la niña
que enmudece tras lo vivido en la isla–
se diluyen en la novela, con sus historias vistas de manera marginal, a la
distancia, como si ya no importaran para
nadie más una vez pasada la novedad
de la desgracia. Lo mismo ocurre con
las demás sobrevivientes, cuya presen­
183
cia se difumina apenas vuelven a México.
Sólo Luisa Soulier, gracias a su porfía, mantiene su voz presente hasta las
últimas líneas, a la espera de que algún
presidente, por fin, le reconozca sus
derechos y su pensión de viudez.
Tras las huellas
de Fabio Morábito
E duardo S abugal
Fabio Morábito, El idioma materno, Sexto
Piso, México, 2014, 180 p.
No hay pues poemas truncos.
En cambio, toda la prosa, en
un sentido, es inconclusa.
F. Morábito
Para Fabio Morábito un poeta es alguien
que escucha, calibra y fracasa. Escribir poemas es como abrir furtivamente,
pacientemente, todo tipo de cerraduras. Y escribir cuentos es como pedir
permiso para seguir escribiendo, es decir, seguir viviendo. El trabajo del es184
critor, para Morábito, es el de alguien
que en la madrugada, cuando todos
duermen, asecha, roba y protege. Escribir es una empresa desesperada por
llenar una carencia, un vacío dejado
por la huida o la muerte de Dios. Una
empresa pánica, como buscar el mar en
todas partes. Pero esta fuga pánica que
defiende Morábito es para huir de la
referencialidad, la mentira de la equivalencia y de la semejanza, pues parece estar siempre en contra de la tiranía
del concepto y estar más del lado de la
producción de sentido (como en Gilles
Deleuze). Dicho en otras palabras, no
está del lado de los significados, fijos
como en un diccionario, sino del devenir, del transcurrir, del puro movimiento. Por eso El idioma materno puede
ser leído como un diario de viaje, una
bitácora existencial, por la escritura de
los otros y la propia, por las geografías
y las edades añoradas, pero no para decir lo que las cosas y los seres son o
fueron, sino para intentar descifrar un
proceso, un trabajo mediante el cual
las cosas devienen y se metamorfosean
en las manos de Cronos. El placer de
la lectura de este libro radica en lo que
resuena entre viñeta y viñeta, aquello
que el lector tiene que ir reconstruyendo entre los múltiples vestigios que
Morábito va dejando como huellas en
su camino. La brevedad de los textos
esconde un gigantismo de referencias
que, como en un eco, se van repitiendo y amplificando conforme avanzamos
en su lectura. Intertextualidad que re-
dimensiona el viaje de un escritor que
trabaja cada pequeño texto como una
pieza de relojería.
Si la tarea del que escribe, su situación misma de aislamiento, es vista
como la de un tartamudo, un loco, un
vicioso ensimismado, un submarinista
o un inválido, la escritura es entonces
un acto de venganza, la del último ha­
blante. Y su venganza es igual de pánica (búsqueda del dios Pan), igual de
grande que el aislamiento en el que se
encuentra. Como sucede en el lapso
espacio-temporal de la siesta y la masturbación, en donde uno se entrega a
lo dionisiaco. Pero la figura del hombre
que se aísla para escribir no deja de
tener algo ridículo, como los personajes de Dostoievski que son ridículos a
fuerza de estar aislados, y entonces la
producción que se genera a partir de
ese patetismo del aislamiento es una
literatura dialógica de náufragos entre
otros náufragos. La bitácora de viaje de
Morábito se nos presenta como un recorrido lingüístico, idiomático, cuando
en realidad es el dibujo mitológico, el
trazo vital, de un náufrago entre otros
náufragos.
La lentitud de Psique y Eros recuerda que es mediante una gesticulación
amorosa y lenta como se construye una
obra. El alma de una persona (y en especial la de un artista que se rastrea y
se registra históricamente) se construye con gestos, por eso los historiadores
del arte prefieren hablar del gesto de
Duchamp y no de la obra de Duchamp.
Al sugerir que nuestro reconocimiento
es gestual, Morábito redefine los viejos
términos de estilo o sello. Lo que otros
autores llaman estilo, él lo ve como un
conjunto de gestos repetidos, concate­
nados, inscritos en el tiempo y que van
definiendo un semblante. Todos nuestros
pasos terminarían por dibujar nuestro
rostro, como aquel hombre descrito en
el Epílogo a “El hacedor” de Borges,
que se propone dibujar el mundo y al
final “descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su
cara”. Es ahí, en la definición y confi­
guración de un semblante mediante todos
sus gestos acumulados, donde Morábito localiza la lengua materna, la verdadera, la primera, una suerte de lengua
primigenia, que él identifica con la poesía.
En ese sentido, Víctor Toledo también
se ha referido a una lengua de Adán y
Eva en su Poética de la sincronicidad.
Esta colección de breves textos memoriosos, que van rindiendo tributos,
aventurando máximas y principios, repasando lecturas añoradas y al mismo
tiempo autobiografiando, lleva por título El idioma materno, porque para Morábito ese idioma es como un murmullo
cerca del fuego, y un libro es justamente algo que rompe un cerco pero al
mismo tiempo nace de él. Ésa es la visión del lenguaje que subyace en todo
el libro, un cerco que hay que romper
pero que paradójicamente es gracias a
él como podemos expresar y realizar esa
ruptura. Todo escritor escribe en una
lengua extranjera, lejos de la materna
185
y del llanto, por eso todo escritor traiciona de alguna manera al mundo. Hay
que traicionar la lengua materna para
hablar (escribir) en el verdadero idioma materno. Morábito parece suscribir
y subrayar el epígrafe de Proust extraído
de Contre Saint-Beuve con el que Gilles
Deleuze abre Crítica y clínica: “Los libros hermosos están escritos en una especie de lengua extranjera.”
Por otro lado, escribir no sólo es
traicionar sino seguir un trazo, unas
huellas, como Pulgarcito y como Teseo,
a riesgo siempre de que esas huellas
nos dejen perdidos, meditando en el
naufragio o en el aislamiento total, no
en la soledad de la isla de Robinson
Crusoe sino en la isla de Filoctetes, un
paréntesis espiritual y no un test tecnológico. El Filoctetes de Sófocles, con
su herida en el pie, su cueva y su isla,
representa en el imaginario de Morábito la figura del héroe-viajante que fracasa y hace de ese fracaso su misión.
Por eso en casi todas las viñetas de
este libro encontramos una fascinación
por el trazar, por el surcar, por el viajar. Trazar es viajar, por eso el objeto
fetiche es la Samsonite, maletas que
recuerdan el estado siempre migratorio, errante, como los nombres propios
en Kafka.
Como contrapunto al tema del viaje (que en el fondo es el del trazo y el
gesto), el otro gran tema de El idioma
materno es el vacío. Algo que el escritor egipcio relaciona con el efecto
Nautilus, pues el alto vacío en el que
186
se hallan los escritores tiene que ver
con ese doble vidrio de las ventanas
que hay en los submarinos y que garantizan el amurallamiento hermético,
la separación perfecta del mundo durante la travesía. Ambos temas, el viaje
y el vacío, se enlazan sutilmente conforme avanzamos en la lectura de cada
viñeta, todas de la misma extensión y
similares estructuralmente, que bajo el
disfraz de una engañosa y delgada dermis anecdótica se hallan reflexiones
largamente añejadas en torno al quehacer del escritor y del lector. Se dejan
ver los esbozos de una poética o una
declaración de principios de un escritor maduro, sin duda con un semblante
ya bien definido por el paso del tiempo
y las geografías. El viaje y el vacío se
conectan en el miedo, en la arriesgada
osadía de abandonarse por completo al
sueño, a la altura, a la caída. Escribir
es transitar por el acotamiento, al borde.
En “El justificante perfecto” Morá­
bito sostiene que “escritor es aquel que
se enfrenta al fracaso de escribir y ha­
ce de ese fracaso, por decirlo así, su
misión, mientras los demás sencillamente redactan”. El escritor deambula
apenas con la inicial de su apellido y
con la Samsonite en una mano, siempre
con el riesgo de no encontrar una estación fija, un destino, y fracasar. Siempre
en la periferia y no en el centro de un
yo “auténtico y profundo”. Si recuperásemos realmente el idioma materno
seríamos no sólo antisocráticos sino ade­
más anticartesianos. Aunque la metáfora
de la escritura como viaje no es novedosa,
pues hay que rastrearla hasta el destino homérico, Morábito la vuelve corpórea. Cuando habla sobre la puntuación
(aprender a poner comas por ejemplo),
afirma que un estilo te cambia la vida.
Porque para él la sintaxis respirada no
es un asunto de técnica sino de definición de la identidad. Por eso es mucho
más loable y ejemplar la transformación de Filoctetes que la que opera en
Robinson Crusoe. Esa in­tención de corporeizar los textos además de resumirse
en la idea de la construcción del semblante, mediante la repetición de gestos,
también se encuentra en la máxima de
que hay que escribir con sangre fría y
con un nudo en el estómago. Sólo así, dice
Morábito, deben escribirse los cuentos
más difíciles: aquéllos con los que se
pide permiso para seguir escribiendo y
seguir vivos.
El hambre y los desechos
C hrystian Z egarra
Carlos Villacorta Gonzales, Alicia, esto es el
capitalismo, Intermezzo Tropical, Perú, 2014.
El hambre y la orfandad son los motivos
recurrentes sobre los que Carlos Villacorta ha edificado su primera novela:
Alicia, esto es el capitalismo, un texto
que narra los efectos de la violencia
política y el neoliberalismo económico
en el Perú –y básicamente en Lima–
durante la última década del siglo xx.
Contada con una prosa ágil que rezuma un lirismo eficaz, la novela delinea
las vivencias de dos jóvenes limeños,
Tigrillo y Alicia, quienes se desplazan
por los márgenes de la enorme boca
devoradora de la urbe tratando de sobrevivir en un ambiente hostil.
La novela está dividida en dos partes (y un intermedio) que se estructuran a manera de un espejo bifronte, el
cual refleja los caminos emprendidos
por los protagonistas tras su separación después de un breve pero intenso
encuentro erótico desprovisto de amor.
En medio de los imperativos de velocidad extrema que rigen bajo el capitalismo, donde prima la demanda por
la producción masiva y la calidad total,
los personajes buscan un resquicio de
solidez que les permita afirmarse como
individuos en medio del desorden y la
rapidez. Así, el acto sexual entre los
protagonistas se describe, más que como
187
una acción regida por el amor, como una
forma de encarnar una presencia, aunque
sea fugaz, en el mundo. Escuchamos a
Alicia: “Empecé a abrazarlo fuerte como
quien abraza una tabla de salvación en
medio del naufragio. Sentí que él hacía
lo mismo: se aferraba a mí como quien
se aferra a una soga para no caer en el
abismo.”
Sin embargo, las precarias condiciones vitales de los personajes, desamparados y hambrientos, los impulsan de
regreso al torbellino caótico de la ciudad. Los cimientos de la urbe han sido
engullidos por sus mismas fauces, por
esa boca obscena del capitalismo que
todo lo disuelve en el aire. Como se visualiza desde la perspectiva de Tigrillo
quien, parado sobre un puente que divide una zona de alto nivel de tránsito,
reflexiona: “Lima se empieza a llenar
de neblina. Los avisos que se levantan
sobre la avenida van desapareciendo, y
la antena de las grandes telecomunicaciones ha sido decapitada. Los carros
dejan de verse... y hasta el puente bajo
nuestros pies decide desaparecer.” No
intento resumir aquí detalles de la trama de la novela, de la cual ya se ha
hablado en otros lugares, pero sí me
interesa resaltar la eficacia con la que
Villacorta ha retratado (ha poetizado,
sería una expresión más adecuada) el
hambre y la orfandad de una generación de peruanos víctimas del fuego
cruzado de la violencia política y de la
alienación del modelo económico fujimorista, circunstancias que asolaron al
188
país después de la vuelta a la democracia en 1980 y que repercutieron hasta la
llegada del siglo xxi, momento culminante de la novela. Como diagnostica
Alicia: “Somos un país de huérfanos,
sin padres, sin hijos.”
En este sentido, Villacorta se coloca bajo el brazo tutelar de Vallejo (a
quien Alicia considera su escritor favorito), y quien quizá sea el poeta en
lengua española que con mayor profundidad ha metaforizado los efectos
de la carencia de alimento, patentando
una poesía que eleva a niveles cósmicos el hambre y la miseria humanas:
“pero dadme, / por favor, un pedazo de
pan en que sentarme” (“La rueda del
hambriento”). En Alicia, los personajes
centrales deambulan por una ciudad
impersonal, asediada por el miedo y el
odio, con el estómago que gruñe desde
el vacío de la ausencia de comida. El
hambre, como en Vallejo, puede leerse
en una doble dimensión: en el sentido
literal de la precariedad económica
para satisfacer una necesidad corporal,
pero también como el deseo por saciar
una hambruna existencial que se ha
instalado en cada esquina de la boca
de la ciudad. “Yo no te voy a contar una
historia. Yo sólo te voy a contar de mi
hambre”, sentencia la primera línea de
la novela. De esta forma, la anécdota
cede paso a la representación de un
hambre individual que se convierte en
una experiencia colectiva conforme el
autor guía los pasos de sus personajes
por diversos espacios deshumanizados
o áridos, como los arenales de Ventani­
lla, o por escenarios empobrecidos con
nombres irónicos: La Victoria, El Porvenir, Mi Perú.
Las peripecias de Alicia y Tigrillo
podrían compararse con las del Little
Tramp y la Gamin en la magistral cinta
Tiempos modernos, de Charles Chaplin.
Al igual que el vagabundo Charlot, agobiado por la crisis económica y el desempleo, se introduce en la maquinaria
del fordismo para acabar engullido por
su despiadada armazón de tuercas y en­
granajes, Tigrillo se inserta en el sistema
de la cadena alimenticia transnacional
para también convertirse en una pieza
robotizada en la producción de pizzas.
La boca del horno maternal vallejiano
–aquella “tahona estuosa”– se transforma en la boca insaciable del horno
productor en Pizza Jat, que socava el ánimo y las esperanzas de los empleados.
Aunque Alicia no recurre al robo co­
mo la huérfana de Chaplin, las demandas económicas la llevan a aceptar los
más rutinarios y excéntricos trabajos,
como el de maquilladora de muertos o
el de degustadora de sardinas en lata.
La multiplicación de las latas produce un orificio-boca de metal dentro del
cual Alicia es encapsulada: “Pero todo
lo que puedo sentir es estar dentro de
una lata de atún, donde hay una cosa
que se devora a sí misma: el hambre.”
Si al final de la película de Chaplin el
vagabundo y la huérfana se alejan de
la metrópoli recorriendo un sendero
polvoriento que los aleja de la meca-
nización y la injusticia social, de manera similar el reencuentro de Alicia y
Tigrillo ocurre en un asentamiento humano ubicado en la periferia de Lima,
bordeado por un mar que, como una
boca caótica, expulsa los residuos citadinos digeridos: “En la orilla del mar,
la marea abandona restos de madera,
muchos pedazos marrones, como astillas gigantes, como mondadientes.” El
reencuentro en ese espacio marginado,
sembrado de chancherías y sobrevolado por gallinazos –a la Ribeyro–, sugie­
re una corrosiva metáfora acerca de la
inestabilidad de las relaciones humanas bajo un régimen autoritario que
no enfatiza la solidez de los vínculos
interpersonales, sino el apuro por sobrevivir y llevarse un pan a la boca.
Surcados por el arenal, los personajes
habitan un mundo “hecho de retazos:
botellas de plástico, sillas rotas, muebles marchitados, cintas de video, cajas
de televisores abriendo sus ojos al cielo,
espejos sin cuerpos, los gritos de la[s]
muñecas, los carritos destartalados con
los que los niños juegan, pantalones
raídos, fugitivos vestidos de novias, miles de zapatos despedazados, una caja de
Pizza Jat, correas de relojes huérfanos,
neumáticos derretidos, un automóvil oxi­
dado, libros, cuadernos, revistas que han
perdido ojos que los lean, un gran cúmulo de cosas que las personas llaman
felicidad y que ahora no son más que
los restos con los que otros construyen
su nueva vida, lo inservible para unos,
el universo para otros”.
189
Este extenso pasaje certifica la alta
calidad de la prosa de Villacorta e ilustra el punto culminante de la crítica de
la novela: en el capitalismo, los que están
arriba poseen el universo; los demás, los
desposeídos del sistema, deben tratar de
construir su universo con los desechos,
con lo inservible, intentando dar coherencia a la confusión colectiva para
así tender un puente de comunicación,
aunque parezca que sus palabras se las
lleva el viento de los arenales. Como
señala Alicia: “Y siento que hay mucho por decir, pero no hay principio por
dónde empezar. Alzo mi frente y lo miro.
Empiezo a hablar en medio de todo el
ruido. Ya nadie puede escucharnos.”
El mayor logro de Villacorta radica
en no proveer un final feliz ni conciliatorio, como propondría un texto a tono con
los discursos triunfalistas de los emprendedores del Perú del siglo xxi, sino
que nos deja ante la contemplación de
una enorme malagua varada en el paraje inhóspito del arenal: “De repen­te,
nos detenemos frente al cuerpo gigante
de una malagua. No sé cuánto puede
medir. Su cuerpo morado no tiene anverso ni reverso.” Este es el reto que la
novela incrusta en la mente del lector:
dar forma a esa masa movediza, que
podría interpretarse como una metáfora del país, la cual diluye sus bordes y
se resiste a ser identificada con precisión. Mientras la voz de Alicia corre el
riesgo de esfumarse por los canales del
aire periférico, la novela se materializa
en el cuerpo informe de esa malagua,
190
a la que los lectores somos invitados a
asomarnos para (re)componer una imagen, aunque sea fragmentaria y escurridiza, del Perú y de nosotros mismos.
Piel, músculo y lenguaje
Y axkin M elchy
Emmanuel Vizcaya, neo/gn/sys, Mantarraya
Ediciones/Proyecto Literal, México, 2014.
Sólo sería en parte poema, sólo sería en
parte ciencia ficción, sólo sería en parte
un libro de climatología o sobre un dios
del futuro. En todo caso, su forma es la
piel, la piel como órgano poroso de intercambio, también la piel como órgano vibrátil (el tímpano) y la piel como
órgano visual (la mácula retiniana). La
piel descansa sobre el movimiento permanente, intensa elasticidad que da al
contorsionarse y con la que se despoja de la catalogación posible. No es la
piel a secas sino su humedecida lengua
muscular, el habla genial de la piel.
Las tres entregas que componen este
libro (“Termodinamics”, “dshbrmnt” y
“La vertiente atómica”) nos conducen
a un mundo personalísimo poblado por
entes que son figuras astrales, digitales y contornos de motores en alguna
máquina delirante de armar realidades
alternas. Especializándose en la naturaleza de faunas robóticas y contándonos visiones sagradas del movimiento
de otra Era, Emmanuel Vizcaya retoma
un reto de ciencia ficción en nuestra
poesía y más allá nos lleva a la sensación de que existe en la poesía actual
el acceso a un futuro cerebro, a un renacimiento en un planeta en que vivimos pero que ya no será de la misma
manera la Tierra: neo/gn/sys es la intriga de un cuerpo nuevo.
En “Termodinamics”, el relámpago,
las llamas y la brea van como actores
primerísimos de los procesos que dan
cuenta de la formación de un cyborg,
un sujeto predestinado a despegar, el
hombre-cohete cuyo destino electrónico está en satelizarse como si en algún
momento volviéramos a escuchar el
llamado del primer bip bip del Sputnik
1, porque el Cyborg es el santo del futuro del futuro, satélite con sensor humano. “Termodinamics” comienza un
despegue, un deshebre en el lenguaje,
una volatilización que es un éxodo:
Deshebramiento.
De manera estupenda la transición
hacia este deshebramiento despliega una
serie de especímenes de satélites y robots; un bestiario para una vida poses-
tratosférica donde el sílice nutre sus cuerpos y la electricidad sus corazones. Aves
satelitales serpenteando en ciclos atómicos mientras observan las ciudades
en la Tierra conectarse como neuronas,
como cerebros en este abanico de zoología electrónica. El texto asume la voz
de cualquiera de estos seres, pero también la de todos ellos en un coro binario
donde los algoritmos son las bases de su
pensamiento e incluso de sus emociones. Los entes despliegan sus manifiestos alardeando el darse cuenta de que
todo proceso complejo de inteligencia
va a parar en sinrazones coexistentes,
que entre los sujetos y los mundos brotan los pensamientos contradictorios,
irresolubles, la inestabilidad crea conciencia. En retrospectiva, nosotros los
seres humanos somos esa conciencia fan­
tasmagórica del pasado. Filosofía, vida,
sexo, dios y muerte son definiciones que
estas conciencias, en sus desplegados, reactualizan. Con ello, Emmanuel Vizcaya
multiplica en nuevo pueblo estos sujetos enunciantes, los moleculariza en
estas partículas de código, se nanotecnologiza porque la poesía es tecnología
del pensamiento. Todo esto lo sabe muy
bien quien hace diagramas y algoritmos
autopoiéticos. En vez de manifiestos
estéticos que nos presentan enormes
monolitos de hardwares obsoletos, Emmanuel programa moléculas mucho
más extravagantes que se propagan en
el aire de la entonación y el ritmo. Es
aquí donde cabe señalar que existe un
ritmo de la ciencia ficción, que la cien191
cia ficción es en sí una música con que
se baila el entendimiento de lo político, filosófico, científico y espiritual, se
baila entonces deviniendo movimientos neohumanos, poshumanos, neoani­
males, simbiontes que afloran en los
légamos de la certeza: aquélla según la
cual seamos no una especie única sino
cientos, miles o millones de ellas. Éste
es el trance y el orgasmo eléctrico de los
beats. Hay que señalarlo: he aquí la ciencia ficción en la poesía, un ritmo regenerador, innovador, refrescante y, sobre
todo, inestable. Como lo es cualquier
obra importante, nunca se clausura por
la corrección de su estilo, su lenguaje
creacional: derrapa. Surge una cuestión
interesante: si el libro terminara aquí,
diríamos que tenemos un cuerpo sui generis en la poesía y sin embargo es justo
dónde comienza la dimensión del acontecimiento: a través del final de “Deshebramiento” acontece la muerte del
cuerpo humanoide y la del pensamiento robótico. De este modo atraviesa un
portal que nos vuelve un pensamiento
atómico. Éste es el tercer libro titulado
“La vertiente atómica”, que es bitácora
de la navegación entre partículas, corrientes, estados de energía y temperaturas. Una climatología que nace en el
libro y que nos infunde el brío de la intención: un mapa micro(macro)cósmico donde el lenguaje restante es testigo
del llamado, como un haz de luz, de la
escritura en una piel divina.
Hay un lugar en Perú que se llama
Moray, “un valle que nadie está miran192
do, pero que su presencia nos traspasa”. Una serie de terrazas que se asemejan a los símbolos presentes en “La
vertiente atómica”. Esto me recuerda que
los símbolos de esta sección se leen envolviendo el texto, o sea, que el texto va
recorriendo al símbolo, camina junto a
las líneas recitándolo. Por eso la poesía
es el mismo símbolo visto más de cerca
ahí donde en la línea surgen letras, ahí
donde los surcos se convierten en textura y el libro en un accidente geográfico. Hay que atreverse a leer nuevamente
poesía con los dedos en los símbolos, una
lectura-electrizada en el chip de silicio,
enérgica en el manto shipibo también.
“La vertiente atómica”, como las terrazas de Moray en el Perú, me permite
pensar en un lugar sagrado donde se
realizan círculos de sonido. En efecto,
creo que hay toda la intención de deshilachar y rehilar la conciencia en un
viaje atómico por la realidad allí donde
ésta se origina. Vertiente es una variación de alturas, inclinaciones, ángulos.
Valle y cuenco, la vertiente es la pared
donde lo vibrátil retumba. La escritura
presta su materia para un libro de topografía de algo como un cuerpo con
hibridemas, metaformas, cráteres, plurinúcleos, al mismo tiempo propone ser
leído con simbologías que en algo nos
recuerdan a los mapas meteorológicos.
Parecidamente, “La vertiente atómica”
es una bitácora de valles, nubes, lluvia,
nebulosas, cordilleras, viento, tormentas,
vaivenes de los estados espirituales en
trayecto. Justamente este trayecto es
lo que nos incita a leer el poema de
un solo tirón y a decir que se trata de
un trance sensorial por otro mundo. El
libro en que aparecen reunidas estas
entregas se titula “Neogénesis”, que es
el nacimiento en un nuevo cuerpo y el
habla final de la reencarnación, porque
al cuerpo nuevo la palabra no le interesa ya para crear en la mediocridad
del género poético, o la literatura, sino
en el andamiaje del cosmos. Llegado al
mapa final de la literatura, aparece ese
enigma, el lugar X que, mirándolo más de
cerca, resulta un agujero en el mapa, un
agujero que indica que el mapa se está
quemando, rompiendo y desintegrando.
Detrás del mapa está otro mapa, y otro
y otro, que no hemos siquiera soñado.
neo/gn/sys nos llama al recorrido hacia
los vórtices del poro en los que descu-
briremos la existencia de la escritura
en una piel donde las palabras son agu­
jeros rítmicos y la vida es su respiración, el traspaso de las incógnitas es el
traspaso de una vida a otro espacio en
donde el cuerpo cibernético se recombina, transforma y finalmente se hace
una nave de energía.
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