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3 4 el sueño de la aldea Vicente Rojo: la persistencia de la pintura J orge J uanes Amo la emoción que corrige la regla. Amo la regla que corrige la emoción. Georges Braque La obra de Vicente Rojo es un concierto de múltiples propuestas, un inagotable y persistente despliegue de signos, señales, formas geométricas, grafismos, texturas, colores… Mediante su pintura o sus grabados, su escultura o su diseño gráfico, Rojo cristaliza, con suma maestría, complejas proposiciones morfológico-constructivas que permiten, a la vez, el azar y la improvisación. Recordemos, sí, que a mayor rigor morfológico, mayor libertad pictórica e, inclusive, mayores posibilidades expresivas. Las diversas series que se le deben –Señales, Negaciones, Recuerdos, México bajo la lluvia, Escenarios– concentran articulaciones estrictamente plásticas con que el artista encarna experiencias existenciales en curso, tonos anímicos, sensaciones, impresiones, juegos de la memoria… Contrapuntos entre la geometría y la savia de la vida, entre cubos, círculos, cuadrados, círcu los, conos o esferas y texturas, manchas, irregularidades que descontrolan el rigor que les da cauce. Esto explica que series como, por ejemplo Negaciones –que repite la letra T a modo de morfología básica y sustentante del conjunto puesø vicente rojo 5 to en juego–, den lugar, sin embargo, a diferencias abiertas a nuevas diferencias. A final de cuentas, pintura por y para la pintura. No debe extrañarnos, entonces, que los voceros de “la pintura mexicana” (cortina de nopal) –que no de la pintura que se hace en México, que es cosa distinta– califiquen de formalista a la obra de Vicente Rojo. Se equivocan. El propio pintor ofrece una respuesta tajante: “Y aunque mi pintura se considera abstracta, a mí me parece bastante concreta, porque parte de formas muy reales de las que estamos rodeados permanentemente y que están en los orígenes de todo.” Entiéndase, Rojo no ilustra ni imita ni duplica lo que ya está ahí, sino que rinde tributo a la pintura, que en sus obras se manifiesta como un lenguaje irreductible, con sus leyes de organización especificas, resultantes de una larga historia que se remonta a tiempos inmemoriales y se resiste a ser integrada en los marcos estrechos de las realidades institucionales, sean políticas, económicas o meramente instrumentales. La manera en que el arte, en que la pintura de Vicente Rojo en particular, se concreta en múltiples formatos y formas da cuenta, entonces, de una ruptura, una brecha, respecto a lo codificado y socialmente adocenado; un salto al abismo, si se quiere; un acto de resistencia que acoge lo desdeñado y olvidado, la alteridad y lo innombrable, resistencia que afirma lo propio y lo otro. Celebremos pues, compartamos lo ofrendado. 6 el sueño de la aldea Imago urbis L eonarda R ivera Así como hay pensadores que han hallado su metáfora en el bosque, hay otros cuyo discurso parece inseparable del tema de la ciudad. De éstos, Eugenio Trías ha hecho de la imagen de ésta el espacio propio para su discurso. Claro que Eugenio Trías no ha sido el primero en apuntar una analogía entre ciudad y pensamiento; ya antes otros habían fundado ciudades ideales y habían intentado tomar también la estructura y trazados citadinos como su modelo: había equiparado la arquitectónica de la ciudad con la arquitectónica de algunos sistemas filosóficos. Pero no debemos olvidar que hay de ciudades a ciudades: hay aquellas que sueñan con ser réplicas perfectas de sus diseños, con calles y avenidas tan bien trazadas como si la mano del urbanista que las concibió nunca hubiese temblado. Existen también ciudades genéricas que son una interminable repetición de un mismo módulo estruc tural simple; ciudades que crecen hacía arriba, que han cambiado la horizontalidad por la verticalidad, en las que el rascacielos es la tipología final y definitiva. ¿Cómo será esa ciudad a la que Eu genio Trías piensa como metáfora para su pensamiento? Antes de cualquier respuesta posible, debemos anotar que durante más de diecisiete años Eugenio Trías fue docente en la Escuela de Arquitectura Barcelonesa y que muchas de sus preocupaciones responden a las inquietudes surgidas en el aula. Por otro lado, este pensador catalán no sólo se apropia del lenguaje de la arquitectura para construir su obra, sino que en ésta la ciudad se vuelve un problema filosófico, estético. Así que por una parte, tenemos al joven Eugenio Trías que se inaugura en el pensamiento filosófico con una tesis de licenciatura sobre las relaciones entre eros y poiésis –teniendo como escenario la polis de Platón– y, por otra, al Eugenio Trías maduro que en Ciudad sobre ciudad inaugura a la manera de un viejo augur la ciudad fronteriza. En Ciudad sobre ciudad, Trías apunta que su obra puede ser vista como una ciudad y, las diversas áreas congregadas en ella, como barrios o suburbios.1 Se trata de una ciudad ideal que se fue construyendo de forma imprevisible y desordenada; nada que ver Tales barrios son: (1) Estética y Teoría de las artes; (2) Ética y condición humana; (3) Teoría de la historia y Filosofía de la Religión, y (4) Filosofía del límite. 1 7 con esas ciudades perfectamente trazadas en los planos, ni mucho menos con los diseños contemporáneos de ciudad que en Oriente han dado vida a las ciudades genéricas. La obra de Eugenio Trías se asemeja más bien a una de esas viejas ciudades que no fueron al principio sino aldeas y que con el paso del tiempo se fueron convirtiendo en grandes ciudades, esas ciudades mal trazadas, pero no mal escritas. En Ciudad sobre ciudad, Trías acude al Wittgenstein de Investigaciones filosóficas al intentar justificar el porqué su ciudad fronteriza sólo puede ser fundada a posteriori o refundada; se trata pues de “una ciudad que al estilo de las viejas ciudades europeas posee sus barrios y suburbios sobre los que se edifican nuevos acomodos urbanos, y en donde conviven viejos barrios con expansiones o ensanches de nueva planta”.2 Algo parecido a esa ciudad a la que Wittgenstein compara con “pensar-decir”, ese concepto de lenguaje que contempla una pluralidad de barrios y suburbios y que, sin embargo, tienen entre sí “aires de familia”. En tanto criterio de distribución, la ciudad fronteriza y sus barrios, apare ce justificado en la etapa tardía de su pensamiento, aunque la ciudad, en 2 8 Citado por Eugenio Trías. tanto tema, está presente desde el comienzo. En una entrevista, Eugenio Trías revela que siempre quiso escribir un libro que llevara por título Ciudad sobre ciudad, que sería una especie de homenaje al viejo casco de Barcelona, pero también a la nueva Barcelona construida sobre las ruinas de la ciudad romana. Éste es otro tema inquietante en su discurso, las ruinas sobre las que se levanta una ciudad, una cultura o un pensamiento filosófico. Esas ciudades que se fundan o refundan encima de otra. A partir de Ciudad sobre ciudad puede verse ya con cierto aire de familia cada uno de los barrios (4) que conforman la ciudad fronteriza. Esa distribución permite que la obra de Eugenio Trías pueda ser recorrida como se recorre una ciudad, incluso si la imagen de la ciudad comúnmente invita al visitante a perderse en sus laberintos. En analogía, el discurso de Trías pone al hombre como el laberinto mismo. Una ciudad refundada en la frontera, en el límite, sólo fue posible cuando su autor desglosó y estableció lo que entendería por el límite, el ser del límite: “Esta instauratio magna, este gesto inaugural de la mano cansada del filósofo, puede parecer a primera vista la inversión del rito de fundación de la ciudad que el propio Trías describe en su obra Ciudad sobre ciudad. Los el sueño de la aldea romanos tenían a bien celebrar un rito de inauguración de las ciudades en el que se consultaba a un augur sobre el lugar, la orientación y la forma en la que debía ser proyectada la ciudad.”3 Me parece sumamente sugerente que Ciudad sobre ciudad no sólo sea una especie de síntesis de todo el discurso trisiano, sino también una mirada retrospectiva que reafirma los diversos temas que se fueron asentando en cada uno de sus barrios. Este libro –hay que decirlo– lleva por subtítulo “Arte, religión y ética en el cambio de milenio”. Ahora bien, en su discurso, pensar la ciudad significa pensar también en el hombre, en su condición limítrofe. De hecho, es El artista y la ciudad, y la lectura sobre las relaciones entre la ciudad terrestre y la ciudad celeste, lo que lo acerca a ese límite, limes, espacio fronterizo en el que habrá de confluir toda su reflexión. Hay autores que parecen haber si do fundamentales para su comprensión de ciudad como Aldo Rossi y La arquitectura de lo monumental, pero sobre todo Joseph Rykwert y La idea de ciudad. Incluso Trías hizo un próFernando Pérez-Borbujo, La otra orilla de la belleza. En torno al pensamiento de Eugenio Trías, Herder, Barcelona, 2005, p. 308. 3 eugenio trías logo para la versión española de éste último. Pero también hay otros autores que se pueden ver como huéspedes distinguidos de la ciudad fronteriza. Entre éstos sobresalen Franco Rella y su libro Limina, y Robert Frossier y uno de los tomos de su obra La Edad Media. El concepto de limes, límite, está marcado por la topología romana que bien osa en comentar Frossier en su libro, mientras que la fundación de la ciudad en la frontera, en el limes, se aclara con algunos ejemplos que en su momento fueron recuperados por Rykwert en La idea de ciudad. De manera muy breve: Eugenio Trías, basándose en los estudios de Frossier, concibe en un primer momento la noción del límite en el sentido del limes geopolítico del imperio romano; una franja leve, quebradiza, marginal, pero 9 susceptible de ser habitada y, en todo caso, situada en el intersticio entre lo que los romanos concebían como su mundo y el más allá (el mundo bárbaro). El limítrofe era el habitante del limes. La intención de Trías al usar esta metáfora es para comprender la naturaleza limítrofe de nuestra condición. Hay que subrayar que la metáfora del limes está basada en la distribución político-territorial del imperio romano y, en gran medida, la topología del límite se encuentra sustentada en las imágenes que sostienen a dicha distribución. ¿Qué pues es el limes? Es un lugar, es la frontera, el espacio territorial donde se atraviesan elemen tos que provienen de distintas franjas. El límite se despliega bajo tres cercos: 1. El cerco que los salvajes o bárbaros sometían al limes, e indirectamente, al propio cercado imperial. 2. El cerco que el propio imperio levantaba contra sus amigos-enemigos habitantes del limes (que generalmente era una parte del ejército que cuidaba y cultivaba ese territorio). 3. El cerco que el limes y sus habitantes fronterizos sometían tanto a los bárbaros del más allá como a los “habitantes del imperio”. Visto bajo el discurso de la otredad, el más allá constituía un territorio po10 blado de seres extraños, salvajes, sin cultura. Mientras que el más acá, para los antiguos, representaba el mundo. En ese territorio podía habitar el ente investido de razón, derecho y lenguaje. Era el mundo de la cultura. Ese mundo tenía su limes en la frontera. Bajo esta metáfora, el mundo es la ciudad, la polis, y el verdadero habitante de la polis es el ser investido de razón. El habitante del más allá es “un falto de lenguaje y de cultura”, el más allá es zona de bestias; allí donde se termina “el mundo” comienza el territorio salvaje. El mundo de la otredad. El limes, en tanto frontera, participa tanto de un cerco como del otro, es decir, tanto de lo racional como de lo irracional. La ciudad fronteriza participa de la gran metrópoli pero también recibe elementos que provienen del llamado “no-mundo”. Hemos dicho que Eugenio Trías no es el primero en reparar en la analogía sistema de pensamiento-ciudad, ni tampoco es el primero en teorizar sobre el concepto de límite. Sin embargo, Trías no concibe el límite como una línea que se vislumbre en la lejanía, ni tampoco como un horizonte que limite un campo de visibilidad que se imponga como inalcanzable o como una barrera; su concepto de límite está basado en el limes geopolíti- el sueño de la aldea co romano. “El límite tiene aperturas: accesos hermenéuticos, a lo que se halla más allá del trazado que establece. Puede decirse que posee puertas (y bisagras. Goznes y cerrojos). (…) Es más, el límite –que es a la vez puente y puerta, por emplear aquí las expresiones de un importante trabajo de Georg Simmel– debe ser concebido en proyección temporal, y no tan sólo en términos espaciales. En este sentido el límite posee una doble significación: es, por un lado, terminus (el final mismo de un proceso), pero es también limen, umbral. El límite es, a la vez, comienzo y fin: tránsito pre-liminar ha cia algo que nace; tránsito terminal de algo que finiquita (en dirección a lo incierto).”4 Eugenio Trías siempre tuvo muy presente que la fundación de las ciudades entraña un rito sagrado, pues constituye no sólo la instauración de un espacio que será habitado sino, también, un juego de intercambios con lo que él llama “el cerco hermético”, aquello “otro” que siempre estará acechando a la ciudad desde sus entrañas, aquello otro que deberá ser colmado para que la ciudad, en tanto espacio donde conEugenio Trías, “Prólogo” a Creaciones filosóficas, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2009, t. 1, p. xxxv. 4 fluirá la vida cotidiana, pueda ser habitada sin la presencia de “los otros”. De ahí su fascinación por La idea de ciudad, donde Rykwert reconstruye, a través de Tito Livio y otros, el complejo rito de la inaguratio (literalmente, “buenos augurios”) de la ciudad. El rito concluía, tras el trazado en tierra de los surcos que constituirían los límites de la ciudad, y el depósito de las reliquias del rito fundacional en el mundus, en un pozo excavado en el que éstas quedaban enterradas con el fin de surtir efectos benéficos a la ciudad –allí mismo se depositaban también las reliquias del héroe o las reliquias relativas a la ciudad matriz de la cual la recién fundada era colonia–. Ese mundo que aguadaba un pozo abismal cubierto por una gran losa era, de hecho, el límite que salvaguardaba a los vivos de los muertos. Es decir, que en el centro mismo de la ciudad yacía “lo otro”, de forma tal que el mundo representado en la ciudad era también la puerta misma del submundo. Los tres cercos presentes en la filosofía del límite no olvidan esto. Saben que el hombre, en tanto habitante de la frontera, del limes, está siempre en contacto con eso “otro”. El concepto de límite, la propuesta del ser como límite, está presente en los cuatro barrios que conforman la ciudad fronte11 riza, una ciudad que se sabe situada en un territorio limítrofe y que nunca fue trazada en principio como ciudad, sino que como toda ciudad fronteriza creció desordenadamente, anexando diversos temas, y que, por tanto, sólo al final pudo ser refundada a la manera de las viejas ciudades europeas que no tienen un trazo lineal, sino que edificios antiguos conviven con estructuras nuevas y disímiles. Al comienzo de la aventura filosófica de Eugenio Trías no hay ciudad ni estructura, la ciudad fronteriza es una ciudad que crece por todas partes, que ve el arte como un dispositivo que en el límite instaura significado y proyecta sentido; en la ciudad fronteriza los temas se atraviesan y a veces se confunden. En ella, la filosofía tiene una cita consigo misma y con sus sombras. 1990 a través de unos amigos en común y de su esposa María. Manuel era un hombre predominantemente silencioso, que abría la boca de vez en cuando ya fuese para opinar sobre música o sobre literatura o para hacer comenta rios satíricos demoledores. No era, no obstante, uno de esos escritores que se lucen en público. Todo lo contrario: su cuerpo delgadísimo y una curvatura cada vez más pronunciada en la región cervical de su espalda traicionaban la educación monacal de la que Manuel había sido sujeto en su juventud. En no pocas conversaciones se refirió sin sorna a los años en que había sido monje benedictino en el Monasterio de Santa María de la Resurrección, en Cuernavaca, Morelos, y a la huella profunda que esta experiencia había dejado en su escritura. Como un personaje tomado de una novela de Dostoievski, Manuel era epiléptico y padecía visiones. No sé en qué medida este último padecimiento era asimismo un motivo El fervor de la escritura de contemplación deleitosa. Manuel era capaz de desdoblarse no sólo para convertirse en el testigo de sus aluciG abriel B ernal G ranados naciones, sino para transformarlas en Manuel Capetillo nació en la ciudad literatura. De hecho, esta condición de de México en 1937 y murió aquí mis- testigo de un mundo alucinado consmo, en su casa de la colonia San Mi- tituye el material de sus primeros liguel Chapultepec, en 2008. Comencé bros, que se fueron escribiendo desde a tratarlo a mediados de la década de el plano de cierta inconsciencia, tal y 12 el sueño de la aldea como el propio Manuel llegó a recono cer en algunos escritos autorreferenciales. Sus primeros cuentos (reunidos en Las tres visitantes, de 1975) y novelas (El cadáver del tío, 1971; Plaza de Santo Domingo, 1987) quieren reproducir la calidad de esas visiones, pero a partir de una intuición profunda: todo lo escrito no va más allá de la escritura. Lo anecdótico parte de ella –de la escritura– para volver a ella. De ahí el carácter atípico y nebuloso que desde un principio tuvieron los experimentos narrativos de Manuel, y de ahí la creciente conciencia de que el escritor recibe el llamado de convertir todo lo vivido –y todo lo leído– en material escrito. No sé exactamente cuándo Manuel se encontró por primera vez con La muerte de Virgilio, de Hermann Broch. El caso es que en determinado momento de su reflexión sobre la literatura y sus formas convirtió la obra maestra de este escritor austriaco en el punto de inflexión de su obra. Si en un principio la piedra angular para la composición de sus trabajos literarios fue la música de Mahler, cuando Manuel alcanzó la madurez como escritor y se volvió, de manera consciente, más radical en el empleo de sus premisas y la enunciación de sus postulados, su punto de referencia y el centro de gravedad de su obra se volvió La muerte de Virgilio. En el “relato” sobre la agonía de Virgilio, Manuel constató la existencia de un más allá de la escritura y el lenguaje, situándolo en la reflexión metafísica sobre la condición humana y los polos que la circunscriben: el origen y el fenómeno inaplazable de la muerte. En el libro de Broch, Manuel percibió una secuencia religiosa, casi mística, que en muchos de sus puntos coincidía con su experiencia propia. En 1999, Manuel publicó un ensayo sobre estos temas: Límites de la muerte de Virgilio. Hermann Broch: más allá del lenguaje. De este ensayo podría decirse que está conformado por asedios a lo que en opinión de Manuel constituye el eje central del libro de Broch: la descomposición del lenguaje literario en sus elementos inmateriales trascendentales; el desvanecimiento paulatino de lo concreto y la manifestación cada vez más evidente de lo espiritual. En este flujo intercaló temas que tenían que ver, asimismo, con su propia problemática como escritor recluido entre las cuatro paredes de su estudio y desprovisto de un sustento económico estable: la dependencia del trabajo literario de instancias tan superficiales y decisivas como el mecenazgo del Estado. Límites de la muerte de 13 manuel capetillo Virgilio es un libro que no ha recibido la atención que merece. Es uno de los mejores ensayos sobre un escritor de la modernidad europea que se haya escrito en idioma español y se encuentra a la misma altura de ensayos como el de García Ponce sobre Musil. Manuel sabía que la escritura no hace distingos de géneros. La creación lo involucraba todo y por eso, en el mismo nivel de profundidad y reflexión donde cohabita la totalidad de su obra, se encuentran sus libros de ensayo, el ya mencionado sobre Broch y el que dedicó a desarrollar otra de sus grandes pasiones: el cine de Andrei Tarkovski. La lectura de La sacralidad y la poética en la cinematografía de Andrei Tarkovski resulta fundamental para comprender el alcance y el sentido de los empeños literarios de Manuel, desde su “novela” El final de los tiempos hasta las obras donde 14 mezcla indistintamente la reflexión, la poesía y la narrativa –me refiero a La espiral del agua, Paraíso perdido y recobrado y una serie de libros hasta ahora inéditos que Capetillo mandaba encuadernar en una papelería, en tirajes de cincuenta ejemplares cada uno. Realidades como las que se encuentran cifradas en las palabras sacrificio o contrición (en el marco de la teología católica cristiana) o símbolos como el de la tierra, el fuego, el agua y el verbo, que son propios de la cinematografía de Tarkovski, en la obra de Manuel se transforman en entidades literarias que duplican la carga de su significación en su traslado al terreno de lo escrito. En sus inicios, Manuel causó furor entre sus lectores y críticos debido sobre todo a la maestría con que manipulaba el lenguaje y se alejaba decididamente de las modas para ir construyendo el equivalente sagrado de una catedral proustiana: un templo, cuya aspiración, de acuerdo con palabras del propio Manuel, consistía en alcanzar “su mayor altura”. La expectativa se fue apagando en la medida en que Manuel se fue recluyendo en casa para cultivar sus obsesiones. Su devoción por la escritura no conoce paralelos en la historia reciente de las letras mexicanas, salvo excepciones como la de García el sueño de la aldea Ponce quien, por diferentes motivos, se consagró con un mismo fervor a la religión de la literatura. Es difícil encontrar autores donde la expresión de la fe esté plenamente justificada a través de la palabra escrita. Manuel Capetillo es uno de ellos. Servando Rocha: “El verdadero terror es que no pase nada” C arlos A. A guilera Hablar con Servando Rocha (Santa Cruz de la Palma, 1974) es hablar de contracultura, política, delirio, autoridad, secreto. Es decir, de los temas que desde hace años viene estudiando en libros como Los días de furia: contracultura y lucha armada (2004), Nos estamos acercando. La historia de Angry Brigada (2008), Agotados de esperar el fin. Subculturas, estéticas y políticas del desecho (2008), etc… Su último texto, La facción caníbal. Historia del vandalismo ilustrado (2012), es un magnífico mapa de cómo el terror (y la fascinación que todo terror engendra) se ha movido por los últimos doscientos cincuenta años en Occidente, de cómo aburrimiento y horror están más cerca de nosotros de lo que nosotros en verdad pensamos… –En La facción caníbal las relaciones entre terror e ideología quedan muy claras. Sin embargo, la alianza entre terror y estética resulta siempre conflictiva. ¿Puede considerarse el terror como una de las formas de lo estético? ¿Existen presupuestos que avalen esta idea? –En mi libro planteo una relectura del terror como categoría estética que, de una forma u otra, ha servido para describir e inspirar toda la historia contemporánea, al menos desde la Revolución Francesa y la implantación del régimen que se conoció como el “Terror”. Cuando en 1757 un joven Edmund Burke consideró como sublime y, por lo tanto, bello, elementos hasta entonces completamente inauditos como la oscuridad o los gritos de los animales, introdujo una variante a la hora de hablar o admitir que algo es o no es bello. Con motivo de la segunda edición de su tratado sobre lo sublime, lo precisó aún más y puso un ejemplo que no era otra cosa que la descripción de un espantoso relato de tortura y ejecución pública de un delincuente. El relato, basado en crónicas periodísticas, provenía de París. Burke, por otro lado, vino a teorizar el deleite del público en las ejecuciones 15 públicas, algo sobre lo que ya había hablado Platón, entre otros. Sin embargo, al convertir el termino “terror” en una categoría aplicable a los increíbles sucesos que se producirían décadas más tarde con la llegada de la Revolución, lo sublime entró por la puerta grande como una categoría estética que formaba parte de las revoluciones y, hoy en día, de cómo las sociedades contemporáneas describen la fascinación evidente que el mismo terror despierta. Burke puso de moda la palabra “terror” y, por vez primera, llamó “terroristas” a los jacobinos. Sus ideas nos sirven hoy en día, sobre todo cuando filósofos actuales como Baudrillard o escritoras como Susan Sontag se han referido a Burke y estas cuestiones. –¿Una lectura del terror y el vandalismo en Occidente sería necesariamente una historia de los límites de la moral, de la relación entre prohibición, gusto y comportamiento social? –El terror, bajo la forma de vanda lismo, ha sido una constante a la hora de intentar describir esos miedos. Lógi camente, se trata de mecanismos defensivos, de una sociedad que describe comportamientos que la impugnan, relatos al margen de la hegemonía cultural. Por tanto, siempre son cambiantes y a la defensiva. Durante la Revolución Francesa, los jacobinos eran llamados 16 “caníbales” y, Robespierre, “antropófago”. Luego, con el paso del tiempo, los miedos más profundos buscaron otra forma y otras definiciones. El terror y el vandalismo tienen que ver con lo civilizatorio, y lo que antes era considerado como “vandalismo” a veces se integra pacíficamente en esa misma sociedad. –Siguiendo a Benjamin, ¿pudiéramos decir que existe un aura del terror? ¿Crees que llegará el día en que sintamos más éxtasis ante una masacre, como acto surrealista o ideología, que, por ejemplo, ante un cuadro de Caspar David Friedrich –para citar a alguien que usó el éxtasis como coartada– o una pieza musical? –Creo que no es tanto el “éxtasis” como el “deleite” lo que el terror saca a la superficie. Todo acto de deleite tiene necesariamente una parte de disfrute. Lo vemos, por ejemplo, en los rostros de quienes hoy en día graban ejecuciones públicas, aunque a veces no nos hace falta un rostro: también está presente en las voces de las grabaciones de militares americanos disparando y bombardeando objetivos bajo una banda sonora de heavy metal. Eso es terror, es deleite, es placer. El terror quizás ha perdido su “aura”. Ahora todo es más confuso e incluso el terror puede llegar a ser tratado como pop y el sueño de la aldea acceder así a los museos, como el caso alemán y la exposición que hace unos años se hizo sobre la Fracción del Ejército Rojo, en Stuttgart y otras ciudades. Hoy parece que nos movemos por las mismas reflexiones que Walter Benjamin hizo acerca de la aparición del cine. Como amante de la fotografía que era, le parecía que las secuencias iban demasiado rápido. Las primeras películas provocaban una sensación de falta de comprensión en el público que, aunque acostumbrado al teatro, no entendía el montaje y la sucesión de imágenes del lenguaje del cine. Hoy todo es ruido, sobresaturación, exceso de información que no de conocimiento. –¿Qué aportó la Revolución francesa y en especial la guillotina al concepto terror? –La muerte mecanizada al servicio de una idea. La “higienización” como “salud pública”. Es curioso que el órgano represivo jacobino se llamase “Comité de Salud Pública”. Saint-Just, como arcángel del terror, soñó con una muerte más masiva y rápida. Pensemos que la guillotina se vendía como un artilugio democrático e indoloro, donde las familias de los ajusticiados no debían ver días y días el cuerpo de su ser querido ahorcado. Ejemplificó de forma fascinante la justicia revolucionaria. servando rocha –Uno de los síntomas de la modernidad es la higiene como ideología, como desarrollo antropológico y político del hombre. ¿Existe alguna relación histórica (histérica) entre higiene y vandalismo? –Sin duda, todas las subculturas del siglo xx, por ejemplo, fueron representadas por la prensa como bestias inhumanas: desde los motoristas de Marlon Brando en Salvaje, a los teddy boys ingleses o las pandillas en Nueva York durante los setenta. Si la ciudad al caer la noche se convertía 17 en una “jungla”, entonces sus moradores debían ser “hienas”. La suciedad y el comportamiento desviado propio de las subculturas siempre han formado parte de un mismo discurso. De alguna forma, las leyes represivas contra los vándalos buscan detener un virus, aislar una enfermedad (social) e inmunizar al resto. –Dices en tu libro: “Sade servía para azotar la buena conciencia de la Francia del siglo xix, e incluso el idealismo terrorista de los Jacobinos, pero quizá no servía tras la Segunda Guerra Mundial…” ¿Y el Salò de Pasolini? ¿No es precisamente la película de Pasolini un azote contra la pasividad ideológica bajo la cual asimilamos todo lo que hemos vivido desde finales de la Segunda Guerra Mundial hasta la fecha? –Sí, eso es. Gente como Pasolini sirvió para destruir la falsa conciencia, victoriosa y burguesa, de la sociedad tras la Segunda Guerra Mundial. En países como Italia o Alemania, por ejemplo, que vivieron los totalitarismos, debía realizarse algún tipo de operación de saneamiento espiritual. Con ello quiero decir que, tal y como Foucault advirtió, aquello que se oculta y prohíbe “revive en los asesinatos”. El arte intentó expresar estas ideas, servirles de vehículo de expresión, porque los verdugos convivían con las 18 víctimas y era una sociedad que quería una transición de golpe. –A propósito, ahora que hablamos de Pasolini. Una de las cosas que más me llamó la atención es que no mencionaras nunca en tu libro a Las brigadas Rojas y su conocido caso Toni Negri, uno de los filósofos marxistas más importantes de los últimos decenios implicado en el asesinato del dos veces primer ministro de Italia Aldo Moro. ¿No puede ser pensado el asunto Negri y su posterior exilio-prisión como uno de los puntos cumbres del “vandalismo ilustrado”? –Tienes razón, pero mi libro no pretende ser un compendió de grupos armados. Las Brigadas Rojas tienen una gran complejidad, sobre todo porque no hay una sino muchas Brigadas Rojas. Me refiero al fenómeno que en la misma izquierda supuso el caso Aldo Moro. Esa complejidad merecía un desarrollo más profundo que el que yo podría ofrecer, ya que el terrorismo alemán servía perfectamente a lo que pretendía al plantear reflexiones en torno al terror y el pop, a eso que se ha conocido como “terrorismo chic” y que, de alguna forma, esta conectado con el “radical chic” de Tom Wolfe. –Uno de los puntos más interesantes de La facción caníbal es la relación que fue establecida, ante todo por ellos mismos, entre la organización terroris- el sueño de la aldea ta de extrema izquierda Baader-Meinhof y algo que pudiéramos llamar la Complejidad-Sade, sobre todo por, como decía Bataille, “la dificultad de tomar a Sade al pie de la letra”. Hasta qué punto la izquierda actual, la izquierda post-muro de Berlín, ¿es una reflexión sobre esta nota de Georges Bataille? ¿Tiene Sade aún algo que decirle a la sociedad actual? –En Alemania, durante los sesenta y setenta, se produjo un fenómeno complejísimo, sobre todo para aquellos que habían nacido justo al acabar la guerra. Los casos de Kommune 1 y 2, dos comunas históricas donde militaron algunas de las principales figuras de la lucha armada alemana, es un buen ejemplo. Estas comunas fueron conocidas por el “psicoterror”, donde sus miembros debían purgarse hasta lo extremo, confesar sus vidas ante los demás, sus faltas y errores o su pasado acomodado. Todo eso quedaba atrás, pero de forma brusca. Este tipo de fenómenos generan monstruos, y así fue. Monstruos en el sentido de experimentos sociales. Fue Camus quien, en mi opinión, asumió una postura sumamente honesta y sensata. Tras la Segunda Guerra Mundial vino a considerar que las peores fantasías de Sade se habían hecho realidad. Por tanto, no se debía jugar con la violencia, porque la reali- dad era ya suficientemente pavorosa. Todo, en sus aspectos más brutales, se había hecho realidad, de ahí el enfrentamiento que mantuvo con André Breton y los surrealistas. –El accionismo vienés, ese mundo de laceraciones, crucifixiones, sangre… ya no escandaliza a nadie, tal y como demuestran algunos de los últimos performances de Hermann Nitsch, uno de ellos incluso hace poco en La Habana. ¿Qué tendría que suceder para que el escándalo o el asombro fueran de nuevo posibles? ¿Existe un sustituto “natural” a ese escándalo que hasta los años sesenta levantaban aún determinados performances, piezas de teatro, acciones rituales, etc.? –Creo que es una cuestión de estrategias. Hoy, con toda la información que tenemos, todas y cada una de esas experiencias, los activistas deben utilizar este conocimiento como un manual de bricolage. No existe una receta, o al menos no existe una sola receta, sino muchas, tantas como lo que nos demanda el tiempo que vivimos. En este sentido, quizás hoy estemos en el peor de los escenarios posibles, ya que el escándalo ya no es posible con las tácticas del pasado. La realidad es ya de por sí sistemáticamente escandalosa, y nos exige mayor habilidad. Con respecto al arte, éste debe de integrarse 19 en la vida y no ser una esfera separada, algo así como reconstruir el sentido de la alta y la baja cultura, para que el arte esté a pie de calle y en nuestra vida cotidiana. –Puede ser leído Bin Laden (a quien la Roudinesco en su excelente Nuestro lado oscuro considera uno de los grandes perversos de los últimos tiempos) como una suerte de Obra de Arte Contemporánea? ¿Dónde se ubican los límites entre lo estético y lo “real-agresivo”? –Bin Laden es el último ejemplo de que el terror, bajo la forma que adoptó, ya no aterroriza. Su estilo era fascinante: mesiánico, una especie de Jesuscristo invertido. Llama la atención que jamás escuchásemos su voz real, o al menos casi nadie recuerda haberla escuchado, porque daba igual, su presencia por si sola servía y cumplía a los fines propagandísticos (a ambos lados, tanto para quienes lo consideraban un héroe como para los que lo rechazaban) del mismo terror. Ahora mismo es la desaparición del rostro, del nombre, de una identidad clara, lo que dirige el terror. Los encapuchados armados ya no aterrorizan como antes, pero sí una especie de hombre del saco, anónimo, que puede ser nuestro mismo vecino y que es usado por el mismo poder para decretar estados 20 de excepción. Aunque los asesinos de Boston, por ejemplo, tuvieran rostros, se trataba de demonizarlos y colocarlos dentro de esa idea de “lobos solitarios” para desconfiar de nuestro vecino, de quien sea. Esto es peligroso, muy peligroso, porque bajo la excusa de la seguridad se suprimen libertadas fundamentales o se mantienen a la gente encerradas, sin cargos claros y de forma indefinida. –Todo tu libro está atravesado por el mondo-rock, sus anécdotas, covers, personajes, etc… Para alguien que lleva años estudiando el concepto Terror, ¿cerca de qué ubicaría este género: vandalismo, canibalismo, escándalo…, lo sublime? –De todo ello. El rock and roll ha servido de vehículo conductor de los discursos de los espectadores, del público en general, de la misma sociedad. El rock and roll ha utilizado el terror para multiplicar su mensaje, que no tiene que ser necesariamente liberador, sino catártico, salvaje, incivilizado. –Se puede decir, para finalizar, que lo incivilizado, tanto en su acepción de banalidad como de resistencia ante los grandes mitos ideosociales del presente, ¿es la última forma que ha tomado ese terror que ya en el siglo xviii Edmund Burke empezó a observar como el sueño de la aldea uno de los signos más importantes de “nuestro tiempo”? –El terror contemporáneo aparece con otros elementos que, aunque parten de lo que ya advirtió Burke, difieren de éste. Por ejemplo, Burke decía que una de las características de lo sublime (del terror bello o, como decía el poeta Yeats, de las bellezas terribles), es que debe existir “una cierta distancia” con “ligeras modificaciones”. Creo que el espectáculo, la televisión o el reality show demuestran que se disfruta desde el voyeurismo. Asistimos a una procesión de imágenes de puro terror cómodamente sentados en nuestras habitaciones convertidas en naves nodrizas, lo que ha conducido a insensibilizarnos porque ese terror, para que sea más terrorífico, continuamente transgrede sus propios límites. Ahora mismo todo vale, o casi. En la actualidad, vemos cómo se resucita esa idea del choque de civilizaciones y el nombre de Burke, curiosamente, es defendido por el liberalismo o la derecha. Claro que Burke quedó espantado cuando los jacobinos pusieron en marcha, y de qué forma, lo que él tan sólo intuyó en su famoso tratado. El terror ahora debe revestir otras ideas. Ya no sirve la imagen de alguien que nos señala con un dedo. Quizá, como decía Barnett Newman, el verdadero te- rror es que no pase nada y eso es algo que muchos sentimos en una sociedad de auténtico espectáculo y parque de atracciones mediático. El escritor “bueno” y el escritor “malo” J avier H ernández Q uezada Quizás una de las consecuencias directas de los disímiles procesos de mo dernización, registrados durante el siglo xx latinoamericano, fue la paulatina retirada del escritor como garante del cambio y de la transformación colectiva. Perdidas las llaves del “reino”, tan caras para figuras pragmáticas de la talla de Martí, o de otros modernistas como Darío, el escritor se convirtió en un modelo dinámico: el del creador a la caza del arca perdida de su reconversión, o lo que era lo mismo, al menos en ese momento, de su utilidad. Más cerca, pues, del esquema decimonónico, que garantizaba su participación activa en los espacios reminiscentes del poder, digamos que se aferró a una labor magisterial, donde la prédica de el modelo resultó fundamental. Sin importar muchas veces el motivo o la 21 causa que estuviese en juego, insistimos, este es critor ubicado entre dos mundos echó mano de los recursos del registro literario para solucionar los problemas; situación que, en principio, impli có un acatamiento: el de concebir la actividad crea tiva como evidencia del esfuerzo individual dirigido a la mejora continua de la realidad. Nos parece que, en esa dirección, los trabajos de la élite proindigenista mexicana se llevan las palmas, justamente al manifestar, a través de sus páginas, cómo la literatura palia un problema y subraya la idea de que el creador jamás debe ser testigo mudo de la historia, sino al revés: su actor más consciente e instigador, volcado de lleno en la praxis de la denuncia social. Semejante activismo, desde luego, visto a la distancia, hace de tales biblias del compromiso y la redención obras de escaso valor, convirtiendo de paso a sus autores en prototipos del escritor “bueno” o “buena gente”, interesado 22 en mostrar, estéticamente hablando, las dificultades de los grupos étnicos del país y mostrar situaciones conflictivas, caracterizadas, la mayor parte de las veces, por su efectismo chantajista y conciliador. Una literatura, ésta (se entiende), politizada, preocupada por los demás, que, dueña de sus recursos, manifiesta el claro interés de mover a la acción, señalar el origen de los problemas y poner de presente la idea de que la labor creativa, dadas las circunstancias, está obligada a ejemplificar en el debate público de la nación; debate en el que, cierto, se presentan reparos e intereses colectivos, típicos del mundo occidental y donde, práctica común, la voz del marginal apenas si se hace notar, por no decir que brilla por su ausencia en el marco de un escenario excluyente, en el que quien ostenta el don de la palabra es el observador externo, comprometido con la realidad de los desamparados, pero ajeno a la misma, debido a su evidente posición. Tal interés por el rescate-redención del prójimo es claro que se vuelve más perceptible todavía en aquellos representantes del escritor “bueno” que se dan a la faena de transformar la realidad, mas siendo consciente de aquello que se vincula con el trabajo que realizan: el fomento a la cultura. Ha- el sueño de la aldea blamos de escritores como José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis, etc., que independientemente de que en sus obras hayan abordado o no temáticas de índole social, y asimismo hayan fustigado con sus críticas a la hegemonía en turno (o de plano, se hayan aliado a ésta en pos de lograr un determinado fin), efectuaron labores extraliterarias, encaminadas al desarrollo y crecimien to colectivos. Se comprende que, escritores serios y publirrelacionistas a la vez, debieran trabajar en dos frentes, a veces encontrados: primero, en aquel que les reclamaba la obra artística e intelectual desarrollada; y, a la par, en aquel otro que les exigía el activismo cultural desempeñado, el cual los hacía actuar como lo que hemos mencionado anteriormente, si ustedes gustan con ligereza y frivolidad: como escritores “buenos”, incapaces de equivocarse; como escritores probos que, además de concebir una obra importante, de suma valía para el desarrollo de nuestras letras, se dieron a la tarea de generar proyectos, fortalecer instituciones. En una palabra: aportar desde las trincheras de la inteligencia y la sensibilidad. Cierto es que semejante activismo, a la larga, generó consecuencias de toda clase, y salvo casos extremos, que corrieron el riesgo de ser olvidados en el calabozo de la historia (pensamos en la versión apocalíptica de Vasconcelos), produjo un modelo individual de representación donde lo importante, lo destacado, fue el desenvolvimiento del escritor frente a los demás. En sí, entendemos que tal responsabilidad puede o no cuestionarse, ya que hablamos de una labor complementaria, que muchas veces está lejos de afectar los sentidos del pensamiento y de la creación; sin embargo, es notorio que, en casos como los aludidos, existe un excedente de sentido que determina el papel histórico del escritor, y eso, bien lo sabemos, en ocasiones se vincula con un proyecto integral en el que está la obra, pero también la gestión pública del autor. Hablar entonces de la obsolecencia del escritor “bueno” no supone pensar que el modelo en cuestión, como tal, haya desaparecido, o que necesariamente se encuentre en el peldaño último de su etapa final. Todavía son bastantes los que, en el caso mexicano, saben que el desarrollo de una labor dual genera plusvalía, máxime si se considera las implicaciones campales de la labor creativa-intelectual en un país en el que la solución definitiva al problema de la educación, y por ende al del acceso a la cultura, parece hallarse a años luz. Hablar, por 23 ende, de una tradición, donde el pragmatismo del escritor es el baremo de la calidad, supone entender que la lógica opera: que ella resulta atractiva cuando existen afanes redencionistas que se colman satisfactoriamente a tra vés de la bifurcación de una tarea magisterial, que hermana la literatura con la acción. Empero, hablar de tal tradición también conlleva asumir que existen muchos autores que definitivamente no encuentra ninguna placer en eso de andar por la vida aleccionando, o, de ser el caso, promoviendo el bienestar común. Atrincherados en el frente de una guerra creativa, concebida para poner a raya los demonios del interior, se dan a la tarea de patentizar un egoísmo funcional que de buenas a primeras asusta al lector, pero que visto a la distancia resulta fundamental en pos de entender los alcances reales de sus proyectos de creación. Escritores que son serios (muy serios), digamos que ejercitan el arte de la contradicción, echan peste contra quienes los critican debido a que sus objetivos se miden con un rasero muy diferente al del caso anterior. Reiteramos: escritores “malos”, que declaran la muerte de los “buenos”: dejan de lado las empresas manumisoras habidas y por haber, como si con ello se liberaran, de una vez por todas, de cargas enormes sobre la 24 espalda y encontraran el camino de la sinceridad (de su sinceridad); y no sólo eso, como si además mostraran su desencanto mayúsculo con eso que llaman el main stream de la literatura nacional. Al respecto, nos parece que es importante recuperar un texto rijoso, publicado hace algunos años en el suplemento La Jornada Semanal por Rogelio Villarreal: “Rebelión en el basurero” (1994), donde, de cierta manera, el autor precisaba las claves de lo que denominaba la crisis de la “legislatura de la literatura” mexicana y subrayaba el supuesto de que frente a los creadores “fieles y bien portados, arrogantes y seguros de sí mismos (...) inteligentes y aristocráticos”, surgía otra clase de literatos, los cuales asumían una condición particular: la de ser “sucios, feos y malos”: para nadie es un secreto el entusias mo que me producen los relatos, en sayos, novelas y crónicas –inéditos aún en su mayoría– de autores intransigentes (con los clanes literarios, of course) y arteramente soslayados como Guillermo Fadanelli (quien acuñó el término de “literatura basura” para oponerlo sarcásticamente a la “literatura seria”), Mauricio Bares, Juan M. Servín, Cuauhtémoc García, Naomi Simmons, Enrique Blanc, Rafael Tonatiuh, el genial Julio Haro y varios el sueño de la aldea más poco afectos a las veleidades que acompañan por lo general a la condición de escritor (inencontrables, por tanto, en antologías recientes) y que, a mi modo de ver, han sabido distinguirse por la audacia de sus ideas (he ahí las cínicas tesis posmodernas de Fadanelli en boca de sus aciagos, pro caces personajes), la precisión e ironía de su lenguaje (Bares y sus malabares sintácticos no desmerecen frente a Copi o Cabrera Infante: afirmación nada gratuita si se toman la molestia de compararlos), la agresividad de sus imágenes (Adán y los cancerberos, de Servín, es la novela inédita más densa y violenta que he leído últimamente) y (...) por ser más libres, y amenos que aquellos aferrados histericamente a los cánones: para ellos la literatura no es una cuestión litúrgica ni escalafonaria sino, por el contrario, un juego vital, agresivo, riesgoso y placentero.1 Más allá del tono apologético que destilan estas palabras, que levantan un sinfín de sospechas sobre la objetividad del argumento vertido, pensamos que Villarreal acierta al enumerar las características de un tipo de escritor diferente, que si lucra con algo (hay que decirlo así, sin reparos) es con el mito del autor inadaptado, ajeno a los deberes putativos de un rol. Y tan Rogelio Villarreal, “Rebelión en el basurero”, en La Jornada Semanal, núm. 298, México, 26 de febrero de 2005, p. 36. 1 acierta Villarreal que, pasados los años, algunos de los escritores que menciona cons tituyen una de las ramas actuales más vigorosas del arbol de la literatura mexicana, que se distingue de otras por los aspectos enunciados: nos referimos a su capacidad de rebelarse en el “basurero”, sobre todo en el momento de soslayar los usos y costumbres de un campo artístico cuyo dinamismo pro crea especímenes literarios en confrontación y favorece el desenvolvimiento de una “dispersión multitudinaria”, como llamaba Leonardo da Jandra y Roberto Max a la generación emergente de los años noventa.2 Repetimos: casos como los de Fadanelli, Bares, Servín, entre otros, son paradigmáticos para comprender los cambios que se generan, en particular si tomamos en cuenta la irrupción de un modelo que, diferente/opositor, altera las coordenadas literarias del deber Leonardo da Jandra y Roberto Max, Dispersión multitudinaria. Instantáneas de la nueva narrativa mexicana en el fin de milenio, Joaquín Mortiz, México, 1997. 2 25 ser y demuestra, cito de nueva cuenta yan propuesto, en el pasado reciena Villarreal, te, formatos creativos como los de la “literatura basura”: formatos que, al capacidad y sensibilidad no sólo para decir del crítico Rafael Lemus, son la entender, sino para transcribir la enrarecida atmósfera de la posmoderni- resulta de un autor (Fadanelli, en este dad [a la mexicana] y sus complejos caso) “obsesionado con los bajos fony contradictorios efectos en las ideas dos” y para el que “lo particular” y sentimientos del hombre; la sordidez de la abrumadora vida cotidiana en las grandes urbes del planeta (…) es asumida sin dramatismos fáciles ni estereotipados; por el contrario, sus salidas sorpresivas e ingeniosas resultan en textos crudísimos de hiriente perspicacia, no en vano se alcanzan a percibir en sus letras ciertas influencias benéficas perfectamente aclimatadas: Carver y John Fante, por citar sólo dos.3 En suma: es evidente que con el advenimiento del escritor “malo” la acción de contravenir voluntariosamente los esfuerzos de los que inventan y actúan se normaliza (se sistematiza), dado que, habiendo cambiado las reglas (producto de un proceso integral de relativización), muchas de las consignas antiguas caen en desuso y/o se olvidan. De ahí que, a estas alturas, no sorprenda que se hable de la obsolescencia del escritor “bueno” y de que los autores incorrectos (léase, los autores mencionados) propongan o ha3 26 Rogelio Villareal, Op. cit. no es la suciedad sino el vacío, no la sordidez sino la apatía [en especial al presentar] personajes [que] raramente lloran y frecuentemente matan [sin reivindicar nada], entre otras cosas por que ya nada puede ser reivindicado. Lejos de él [Fadanelli] descansa la obra de su admirado Jonh Fante, atestada de pasiones, y la de Raymond Carver, tensa y angustiante. La suya destaca, contrariamente, por el desierto afectivo y el vacío de significados. Está cerca de esos autores contemporáneos descreídos (Michel Houellebecq, Bret Easton Ellis), convencidos del ocaso de lo humano. Escribe desde el abismo sin pretender fugarse o sellarlo. Nada lo sorprende, nada le simpatiza. Es, gustosamente, nuestro indiferente.4 Sin duda, buena parte de los libros de Fadanelli refieren esta concepción literaria, más cerca del caos y de la “maldad”; con todo, además de los de Fadanelli existen otros libros que reRafael Lemus, “La otra cara de la apatía”, en Letras Libres, núm. 64, abril 2004, http://www.letraslibres.com/revista/letrillas/ la-otra-cara-de-la-apatia. 4 el sueño de la aldea velan los pormenores de una escritura turbia y poco higiénica, que se pavonea en el descaro y descreimiento de la causa social: tales son los casos, para hablar de trabajos más o menos recientes, de ese paradigma de la “maldad” que es Apuntes de un escritor malo (2009), de Bares, o de esa autobiografía intelectual que es Del duro oficio de vivir, beber y escribir desde el caos (2012), de Servín, donde de nueva cuenta se patentiza la intención de un desmarcarse de lo que tradicionalmente ha sido la actividad del escritor. Así propuesto, hemos de indicar que, para el primero (Bares), el escritor “malo” supone varias cuestiones, entre ellas la de “ser tan importante como uno bueno, por la sencilla razón de que los escritores malos continuamente [contribuyen] a que destaquen los destacados; en pocas palabras: [son] la diferencia que los diferencia”; de igual modo, afirma, la de padecer en carne propia miles de “negativas”, las cuales se vinculan con el ninguneo de la obra: Confieso que, en mi caso, estoy más que curtido, porque me han dicho de todo. Desde: –Lamentablemente, su trabajo no está de moda… –Lo sentimos pero su nombre es poco literario… Hasta: –Discúlpenos, pero está usted muy feo (…) Por el momento, lo importante es que ya nada me preocupa: sé que nunca alcanzaré las cumbre hemingwayia nas aunque me ponga camisas hawainas, o lo que esté de moda.5 A la par, es llamativo el planteamiento de Servín, quien, en Del duro oficio de vivir, beber y escribir desde el caos, indica que un escritor “malo” es aquel que propone escribir desde la ironía, desde la rabia, el desafío, el desamparo y la deriva. Vivir el aquí y el ahora llevando a cuestas todo aquello (…). Mi deseo de ser reconocido a mi modo, al modo que me enseñaron Jack London, Louis-Ferdinand Céline, Nelson Algren, Serge Gainsbourg, Dannie Martin o Ring Lardner, es decir desde la pasión por el lenguaje sin reparar en la técnica (…), como una bocanada de aire puro luego de sumergirse en las profundidades del alma humana. Con descar go e ironía. Desde la periferia del poder empalagoso o el halago desmedido que se convierte en el peor enemigo del escritor (…) me inclino por proponer un gusto genuino por ciertas estéticas y éticas que van más allá de las tendencias de una época. El feísmo como arte mayor. Si parto del Mauricio Bares, Apuntes de un escritor malo, Nitro/Press, México, 2009, p. 11. 5 27 hecho probado de que toda tradición literaria y musical se modifica, se reinventa a sí misma y se enriquece con sus mismas contradicciones, como escritor considero un acto de justicia apostar por una literatura que florece a contracorriente del canon.6 Por lo que hemos explicado, el pro tagonismo consciente del escritor “malo” se resuelve en un franco desprendimiento de las causas colectivas y en un proceder desarraigado, que poco o nada abona a la deificación de la imagen personal. Hostil y separado, como si fuera consciente de que las prioridades se transformaron de un tiempo acá, se enfoca en el devenir de una tarea insustancial, que ha perdido su brillo, su aura, convirtiéndose en algo así como en una actividad menor, dicho esto desde la perspectiva de la colectividad. Y ello finalmente por las condiciones imperantes, que han dado al traste con el discurso emancipador y la praxis 6 J. M. Servín, Del duro oficio de vivir, beber y escribir desde el caos, Cal y Arena, México, 2012, pp. 12, 14. 28 ejemplarizante; y, a la par, cabe agregar, por los hartazgos de un escritor fastidiado-agotado que, consciente de su puerilidad, esgrime textos apáticos, vacíos, irónicos, los cuales de inmediato nos hacen pensar en la defunción de un modelo esquemático e insustancial. De esta suerte, es viable admitir que en el terreno accidentado de la literatura mexicana la irrupción del autor antimodélico viene a confirmar la expansión de una expresividad diversa, en la que nuevos nombres se postulan y hacen las veces de impugnadores de la tradición; de impugnadores de lo establecido, luego de rentabilizar lo que Villarreal ha definido como “la sordidez de la abrumadora vida cotidiana”. En efecto, los clásicos de esta ¿corriente? los hemos mencionado, pero creemos que es importante agregar a la lista los nombres de Julián Herbert, Heriberto Yépez, Antonio Ortuño, Carlos Velázquez, Daniel Espartaco, etc., escritores que han dejado de hacer de la literatura una mistificación de índole trascendental. Tristans Tristesse P ablo P iceno In the deepest ocean, the bottom of a sea, your eyes they turn me Radiohead, “Weird Fishes/Arpeggi” Dirás a la tierra de Israel: “Así dice el Señor Yahvé: Aquí estoy contra ti; voy a sacar mi espada de la vaina y extirparé de ti al justo y al malvado.” Ezequiel 21, 8 Le malheur des autres est entré dans ma chair. Simone Weil I Tristan llora. Para desatar su cofradía de Finisterre se sienta silencioso y cuenta las estrellas. Quintillos, marmotas, cigarra. 29 –La luminosa esfera que habitan, ¿cuándo se embrocará? Mi amor, eso que ves ahí no son estrellas. Es tu sistema nervioso. Y Tristan, que arde en amor por Isolde, trágase las estrellas con un abrir y cerrar de alma, ahoga a gajos ritornelos aprendidos de andanzas estivales. II No es agua ni arena la orilla del mar. La profundidad de los mares es tersa, los granos de arena son tierras frugales, contienen en su microcosmos casi todo y nada casi. De paso se unieron sus sosas historias, sus simplicidades, encallaron fosas y quizás, solamente quizás, construyeron la arena per se. * El halo bifocal se desgarra en un tímido aullido. La soledad no es agua ni arena 30 la orilla del mar debe estarnos mormando la respiración. Un sigilo ajetreado se monta en el viento. Me estamos ahogando. Dijo y fue claramente un milenio que pasó de prisa, llegó mucho más tarde de cuando se suele llegar; sin embargo, se instaló en el tiempo. Mi corazón desde entonces no tiene manecillas. Duermo impacientado. El vino me sienta muy mal después de tres copas, después de las tres. El último discurso me catapultó entre los nuevos héroes del nuevo septiembre que no celebramos. Era un pretexto decir que todo comenzaba. Algo había que decir. No es lo mismo decir lo mismo que no decirlo. Aun así, odio toda balanza y le penne col pepperoncino. –Die Frauen in Israel, 31 die hätt’st du mal sehen müssen. Das sind echte Frauen!* Y sonreía con su alto acento eslavo. No me daba miedo. Parece mentira que un hombre pequeño cual vengo a ser yo camine y recoja sus huellas añicos a océanos de ti, repentinamente me vino pensar en que tu soledad no es agua ni arena la orilla del mar que veía era un cuerpo, un monstruo marino, un desierto mojado, un cementerio, un espía, algún altavoz. Pero que agua y arena no. La orilla del mar era más. Debía serlo. III Cuando casi ya cesa la noche, Tristan no descansa, no siente el sueño. * 32 “¡Las mujeres en Israel, / las hubieras visto! / Esas sí que son mujeres.” Dentro de él, gritos y alboroto. Quintillos, marmotas, cigarra. Cuando tenía poder y habitaba muy lejos, se imaginaba arquero de una fantasía. Repartía los mares en extrañas islas y nombrábalas una por una: –Repite tu nombre: –Isolde. –Repítelo: –Isolde. –¿Quién eres? –Isolde. ¿Isolde, quién? –Soy yo, Isolde. –Isolde mí. –No, Tristan. Tú no eres Isolde. Yo seré Isolde. Y desembarcaba. IV para usarla de escudo contra la inteligencia esplendorosa 33 y sembrar confusión entre los jueces examinadores para hacerlos toser en medio de la obra y ridiculizar los modales que enervan las huestes para reverberar la sordidez gris / la bandera insurrecta para golpear las fatuas paredes / desgajar los muros y desandar sus callejones / techos de sátiras parias destazados colgando / oyendo con los ojos la oscuridad de la vida minuciosa / del azar que con sangre desciende de quién es la tierra / quién ordena que arda el habla del inválido quién desvientra las luces que le pertenecen para bordar sus tallos álamos alabastros vísceras ajenas / para quién quien revela la tierra semilla raída / trémula / grávida / segueta insulsa / cruces y cruces calles y calles y andar por caminos impropios / plantar por qué / para quién / qué sucede cómo viene a torcerse la nota / a arrojarme y retomar la calma sin cuerdas tenderlas sin nada / sin explicación / frotando detritos / llagando en el alma hace falta / arde / hace falta, oh, make me a mask and a wall and a spie to shut from us all! V Yo era alto como un infolio. Y dos voces me hablaban. Quintillos, marmotas, cigarra. 34 Te oí venir de pronto, sentarte a mi lado, hacerme el amor impreciso. Tú sabes que pertenezco al mar. Que no vengo de hombres. Que de todas las furias del mundo he bebido las olas. Que no sabes de mí que el asilo me aprieta las plantas. Que te veo sonreír, hurgar lento, que no puedo decir qué mordazas me cuelgo del cuello, cuánto arrugo la piel escribiéndote. Y no quiero que nunca lo sepas. No envejezco por ti. ¿Pero sabes también entrar sin golpear las puertas? ¿Abrazarme espantada? ¿Remojar las pestañas en mi muerte fluvial? ¿Ser la sombra escombrada? ¿Guardarlo todo y callarlo todo? ¿Sabes también no ser tú? ¿Puedes serlo? Apaguemos la luz. Tengo, amor, tengo miedo. 35 VI Tristan ora y toca el mar, precipita el descenso. Levantar las manos, oír pianos, Ravel, ver la aurora. Contempla que todo es frágil, que el mundo es un vidrio sempiterno y que no dura nada y vuelve a la nada que nunca será. Quintillos, marmotas, cigarra. –Cuando podías ver, ¿qué ave era la que te cantaba? –Yo creo que susurras de más. Pero Isolde no habría descendido, no entendía aún de eso. No extendió las manos. No oyó a Ravel. El ave que era quien cantaba el adagio assai lento y majestuoso. Bastaría con eso. El tiempo se rompió desde entonces. 36 Desde entonces su corazón no tenía manecillas. VII Un pájaro vuela, se eleva. En su vuelo rebasa la niebla y parece tejer un techo, un abismo ínfimo. Detiene su giro, fermenta sus plumas. * El sueño parece un cuento, una premonición. Tristan se ahoga lejos. Tristan es la tristeza y el tiempo. Tristan sueña no serlo. Tristan es la tristeza y el tiempo. La leyenda del amor volátil no es la tristeza y el tiempo. Tristan odia el destierro. Tristan es una isla llamada Isolde. Tristan no ignora el pájaro que vuela, pero Tristan, que arde en amor por Isolde, no sabe ser isla, ya no tiene fuerzas. Las olas lo alejan de tierra. 37 El poeta visionario C hristopher D omínguez M ichael ¿Murió Paz siendo “el gran intelectual de derecha de México”, como lo calificó el subcomandante Marcos? ¿Terminó por ser un liberal, un neoliberal o un neoconservador, inclusive, quien había comenzado siendo de izquierda? Resumamos. Fue, primero, un enamorado de la Revolución Mexicana y de la Revolución Rusa, y para estudiar a Paz hay que estar mirando, un ojo al gato y otro al garabato, a una y a otra. Con esa doble pasión fue a España, donde inició su desaprendizaje del comunismo soviético y su marxismo-leninismo. Primero creyó que Stalin, al liquidar a los viejos bolcheviques, había traicionado a la Revolución de Octubre y, durante la segunda posguerra, Paz, criptotrotskista, esperó encontrar al fin el huevo del Fénix en Europa y ver cumplirse la profecía de Marx del postergado triunfo de las revoluciones socialistas en los países avanzados. En 1951, las evidencias de los campos de trabajo desperdigados por toda la urss, denunciadas en París por Rousset y, tras él, por Paz desde Sur, lo convencieron de que los crímenes del socialismo burocrático todavía no eran suficientes como para contaminar la pureza de la doctrina. Durante todos los años cincuenta y setenta, Paz fue un heterodoxo de izquierda que denunciaba el horror totalitario siempre y cuando no se cruzara un límite de cortesía, el decir que frente a esas nefastas sociedades totalitarias, en el Este, estaban las no menos decadentes sociedades capitalistas en Occidente. Esa simetría hipócrita, sostenida por intelectuales que gozaban de todas bondades del sistema capitalista, autorizaba la solidaridad con cualquier nueva revolución, en China, Cuba, Vietnam o Nicaragua, con la esperanza de que finalmente apareciese alguna que no fuera traicionada 38 el poeta visionario por sus comisarios, impidiendo que Saturno devorase a sus hijos y permitiendo, al final, una tercera vía anticapitalista. A ella se aferró Paz, todavía con apasionado entusiasmo, durante ese mayo francés de 1968 en que creyó ver retornar a sus viejos maestros libertarios, visionarios e igualitaristas. Con ese ánimo, decaído cuando Paz, a diferencia de otros, se dio cuenta de que aquello era un espejismo, volvió a México, ya como el jefe espiri tual que combate al ogro filantrópico, in sistente en fundar un partido de la tercera, de una izquierda capaz de rescatar lo que se pudiera de la Revolución Mexicana y su nacionalismo revolucionario y virgen si fuese posible de las aberraciones estalinistas. Solitaria, enarbolando un “socialismo democrático”, transcurrió toda la aventura de Paz en Plural, pese a que la izquierda octavio paz real (la nueva izquierda era frecuentemente más totalitaria que la vieja), pretendiese expulsar a Paz y a su grupo, del discurso, por liberal, palabra que en 1971 era un sambenito que el poeta ni podía ni quería colgarse al cuello. Internamente, los cambios eran profundos, constantes y decisivos en Paz: a la lectura de El archipiélago Gulag que volvía monstruoso, de raíz, el universo concentracionario soviético como un remolino que succionaba las ideas de Lenin y quizás hasta las de Marx, se sumó el descubrimiento, tras el 68 mexicano y su lectura desde Postdata, de la democracia política no como medio hacia el socialismo, sino como fin en sí mismo. El ogro filantrópico es obra de un poeta cuyo impulso, examinar la verdadera naturaleza del poder político en las ya ancianas revoluciones mexicana y rusa, sigue siendo marxista pero a quien los instrumentos analíticos 39 christopher domínguez michael proporcionados por la heterodoxia marxista ya le resultan insuficientes, nutriéndose, en los Estados Unidos, de la tradición del pensamiento político anglosajón que lo llevaría de regreso a otra Francia, la de Tocqueville. El enfrentamiento, a su vez, con la izquierda mexicana, se vuelve no sólo intelectual sino político en 1971 y en 1977. Abandonada la vieja puta, la Diosa Revolución, Paz toma el camino de la reforma democrática, la cual requiere de que el poeta en funciones de jefe espiritual dialogue con el príncipe. Distancia, no autismo. La democratización de México deberá venir de arriba pues la izquierda, como diría su amigo Revueltas, no tiene cabeza. Deberá ser resultado, nuestra “democracia sin adjetivos”, como la llamó Krauze en 1984, de un consenso donde el anquilosado régimen de la Revolución Mexicana deberá participar en su propio entierro tras haber cumplido su ciclo. Eso en México. A través de Tiempo nublado, Paz, durante la segunda guerra fría, la de Reagan, rechaza con violencia la revolución sandinista y la guerrilla salvadoreña, guevaristas y leninistas. Las rechaza por su naturaleza burocrático-militar, pero no porque no encarnen una tercera vía en la que Paz ya no cree, desde antes de que en 1989 las democracias liberales triunfen por completo, moral e ideológicamente. La caída del muro de Berlín termina con el contencioso pues la herencia entera de la Revolución Rusa (de la cual a veces Paz todavía hace algún esfuerzo desesperado por salvar a Trotski, en mi opinión inútil, pues tiene a su amigo Serge como consuelo) se ha derrumbado. La discusión en el Encuentro por la Libertad, de 1990, esa que algunos han creído remotísima (como si en el ombligo de la luna no hubieran matado a Trotski y como si no fuese aquí, en Coyoacán, donde el bolchevique y Breton, con Rivera como testigo, hicieran un intento más por transformar el mundo y cambiar la vida, nada menos), es cuál es el precio a pagar por la izquierda heterodoxa, los eternos minoritarios y derrotados mencheviques, por la extinción del comunismo. El precio debe pagarse y será alto, reconoce conmovedoramente el neoyorkino Howe en el encuentro de San Ángel. Paz es de los que deciden abandonar la tradición socialista y brindarse, como lo ha dicho Yvon Grenier, no al liberalismo como ideología, sino como temperamento.1 Yvon Grenier, Del arte a la política. Octavio Paz y la búsqueda de la libertad, fce, México, 2004. 1 40 el poeta visionario Paz sueña con que, en el futuro, socialismo y liberalismo puedan ser sintetizados. (Obsesión que también ocupó a Ortega y Gasset.) Un pragmático podría haberle dicho al poeta: ésa síntesis ya existe, es la noble tradición socialdemócrata, cuya ausencia tanto lamentaba Paz en México. Pero el poeta quería ir más lejos y los liberales están mal dispuestos a tolerarlo muchos días en su casa, pues el poeta arrimado, romántico por surrealista y surrealista por romántico, piensa que el mercado no basta para hacer felices a los hombres. La democracia, le responden, no está hecha para hacer feliz a nadie y aunque Paz, según yo, se resignaba ante los aspectos poco románticos de la sociedad abierta, la vieja incomodidad regresaba siempre. Poner a Paz contra Paz es lo mejor que podemos hacer, como lo pidió Jesús Silva-Herzog Márquez, al prevenir a los lectores del poeta de la momificación que podían atraer los fastos del centenario en 2014.2 En Europa, entre la caída del muro de Berlín y el desmembramiento de la Unión Soviética, Paz podría haberse acomodado sin causar mayor impresión por la naturaleza de sus ideas, entre los moderados del partido socialista español o francés, pero muerta la Revolución Rusa la insólita longevidad de la Revolución Mexicana lo complicaba todo. Ésa es la encrucijada de 1988: la moral de las convicciones indica que el demócrata debe aceptar la voluntad del electorado pero ésta no ha podido expresarse por la propia naturaleza autoritaria del régimen que rechaza: un partido de Estado al que combaten los devotos nostálgicos del corporativista general Cárdenas y los partidarios vigentes del eterno y totalitario comandante Castro (esas paradojas no se le escapaban a Octavio). “Para saber si ganó Cárdenas habría que consultar el I Ching”, dijo Paz alguna tarde del otoño de 1988. Los demócratas radicales, unos de izquierda, otros de derecha, exigen la solución ética –repetir las elecciones pues ha sido defraudada la voluntad popular– que no es, como diría Paz haciéndose eco de los matemáticos, la solución elegante, es decir la más simple. El poeta que había renunciado a la embajada de México en Nueva Delhi por un apremio moral, escándalo ético que lo llevará a ejercer de jefe espiritual y regresar a México para convertirse en un demócrata, reemplaza la moral de las convicciones, diría Max Weber, por la moral de la responsa2 Jesús Silva-Herzog Márquez, “Paz contra Paz”, en Reforma, México, 31 de marzo de 2014. 41 christopher domínguez michael bilidad, el jodido mal menor. Zaid lo dice de manera perfecta en aquellos meses: la nación tiene derecho a demandar la repetición de las elecciones, pero no debe ejercerlo, por su propio bien. Al decidirse por la moral de la responsabilidad –por la que optó Ortega y Gasset en un caso más trágico al decidir su regreso a la España de Franco para mantener vivo, en esas condiciones, el liberalismo– en el México de 1988, Paz se comporta como un liberal conservador, es decir, las instituciones deben conservarse casi al precio que sea pues sólo de ellas pueden emanar las libertades públicas. Krauze y los más jóvenes pensábamos distinto, en ese entonces, que la transición a la democracia se había retrasado demasiado y que ese retraso era acaso más nocivo que el desorden. Yo encuentro que está en la lógica de una vida a plenitud cierta retirada conservadora. La prefiero ante el espectáculo a la vez teratológico y conmovedor de un Cortázar. Ante el salinato, la moral de la responsabilidad –que fue por la que optaron, también, los vencidos, sentándose en la Cámara de Diputados y en el Senado, volviéndolos un infierno para los adormilados priistas– de Paz se enreda con su creciente afición al liberalismo económico, su abandono de los dogmas estatistas de su generación y la confianza un tanto ilusa en los dotes de reformador de Salinas de Gortari. Paz no sólo era hijo de la Revolución Mexicana sino contemporáneo de su presidencialismo y era dado a creer en la omnipotencia de nuestros dictadores constitucionales. Su error, mal reconocido en 1997, no fue creer en la honradez del presidente sino aceptar la posposición de la primera de todas las reformas, la democrática. Pero Paz apoyó a Salinas de Gortari porque se lo exigen ya no sólo su responsabilidad ante la crisis de 1988, sino sus nuevas convicciones liberales. En los años noventa, por primera vez puede decirse que Paz ya no pertenece a ninguna de las viejas familias socialistas y los liberales más puros u ortodoxos están dispuestos a recibirlo en su seno sólo como un viejo compañero de viaje, tal cual lo resume con claridad meridiana Aguilar Rivera: “Mi desencuentro es con el Paz romántico que ha descrito muy bien Yvon Grenier. Paz fue presa del Mito. Como Rousseau, desconfió siempre de la modernidad. En El laberinto de la soledad Paz afirmó: ‘El liberalismo es una crítica del orden antiguo y un proyecto de pacto social. No es una religión, sino una ideología utópica; no consuela, combate; sustituye la noción del más allá 42 el poeta visionario por la de un futuro terrestre. Afirma al hombre pero ignora una mitad del hombre: ésa que esa expresa en los mitos, la comunión, el festín, el sueño, el erotismo’.”3 Aguilar Rivera, uno de esos puros, le da la razón al Paz de 1950 pero lo aplaude para rechazarlo: “Tenía razón: el liberalismo combate. Durante décadas combatió en la misma trinchera que los liberales, luchó contra los mismos enemigos, pero como los comunistas y los anarquistas en la guerra civil española, no eran la misma cosa.” Sin mostrar, en apariencia, ninguna evolución sincrónica en sus ideas, Aguilar Rivera va recogiendo muestras, que abundan, del desapego de Paz al liberalismo, una de 1989 (“No soy liberal porque el liberalismo deja sin respuesta la mitad de las grandes interrogaciones humanas”) o las declaraciones a Scherer García de 1993 sobre la ceguera del mercado y sus mecanismos que, convertidos en el “eje y motor de la sociedad”, son “una gigantesca aberración política y moral”. A Aguilar Rivera le molesta que Paz encuentre, un tanto pedante, que “en muchos aspectos la democracia moderna es inferior a la antigua”4 porque en Atenas la democracia era directa, no burocrática, como si pudiera haber –digo yo– modernidad sin burocracia o modernidad sin Estado. Pudo Paz, tras leer a Solzhenitsyn en 1973, dirigirse, por el camino de Fourier, hacia el anarquismo, pero la moral de la responsabilidad –la necesidad, que no la urgencia, de una democracia para México– lo condujo hacia el liberalismo, confluyendo con Cosío Villegas pero también con Rossi, Zaid y Krauze. Otra vez aparecen esos desencuentros narrativos en el cuento de las dos revoluciones: cuando Rusia y México se alejan demasiado y rompen la paralela, la jefatura espiritual está en problemas y el ogro filantrópico se duplicaba a los ojos del peregrino. Aguilar Rivera da en el clavo cuando desdeña las fantasías octavianas de esa nueva filosofía política, que recogería “la doble herencia del pensamiento moderno de Occidente: el liberalismo y el socialismo, la libertad y la justicia”. “Como si no pudiera existir justicia sin socialismo”,5 remata Aguilar Rivera. En efecto: para la generación de José Antonio Aguilar Rivera, “Vuelta a Paz”, en Nexos, enero de 2014, p. 82. Ibid. 5 Ibid., p. 83. 3 4 43 christopher domínguez michael Paz y otras que la siguieron, erráticas, socialismo era sinónimo de justicia. El incrédulo Paz leyó a Rawls pero no le convenció, le pareció admirable como una catedral gótica, entró y se salió. ¿Nozick? Un palacio de cristal, me imagino: translúcido y helado. Tan inhabitable que el propio teórico libertario abandonó su construcción. Los extremos, fatalmente, se tocan. Me da gusto que Paz incomode entre la ortodoxia liberal, que sea socialdemócrata entre los liberales y liberal entre los socialdemócratas, lección de heterodoxia perseverante. Recuerdo el desconcierto que sentí en Tepoztlán, durante uno de los encuentros de Liberty Fund, en la década pasada, cuando un libertario se refirió desdeñosamente a Paz como “un buen soldado de la guerra fría”. Ah, caray, yo estaba acostumbrado a defenderlo de la izquierda, no de la derecha. Si Aguilar Mora, desde el ultrabolchevismo nietzscheano, le reclamaba no resolver a favor de los esclavos la dicotomía entre la historia y el mito, un liberal puro de otra generación, Aguilar Rivera, rechaza “el anhelo de comunión de Paz, de reintegrar las piezas rotas de una felicidad primigenia. Nunca pudo escapar al mito del eterno retorno. La historia lineal, que progresa, era una impiedad”, de la cual se desprende su condena, condena que retira y Aguilar Rivera no lo dice porque ciertamente no es muy notoria. Paz regresa sigilosamente al seno de su abuelo Ireneo y de “ahí su convicción”, sigue Aguilar Rivera, “sobre la misión espiritual de la Revolución mexicana: restaurar la continuidad histórica interrumpida. Paz descreyó de las revoluciones, en especial de la soviética, pero nunca se emancipó del mito de la Revolución como restaurador de un tiempo roto”.6 Discrepo. Justamente, al mantenerse atraído por la revuelta zapatista sin dejarse tocar por su sentimentalismo, Paz demostraba que había logrado hacer, como jefe espiritual, de la democracia liberal una segunda naturaleza y lo mismo esperaba del resto de los mexicanos. No se dejó atraer por el mito agrario de la comunidad zapatista que a tantos turistas revolucionarios llevó a la Lacandonia de Marcos. Paz aceptó con quejas de moderno y de poeta –los modernos, sobre todo si son poetas, son antimodernos– ese “presente democrático” que Aguilar Rivera describe con realismo como “mediocre, 6 44 Ibid., p. 83. el poeta visionario insulso, burgués, filisteo y antiheroico”. Concluye Aguilar Rivera exaltando a Tocqueville, quien aceptó “el nuevo mundo democrático sin aplausos, pero con aplomo”.7 También Paz, contra lo que dice su crítico liberal. No es fácil describir o etiquetar el pensamiento de Paz, no porque sea hermético, sino porque es obra de un poeta-pensador y no de postulante de un sistema cerrado de creencias políticas o religiosas. Igual ocurre con Eliot, Yeats o Pound. Las reflexiones del primero sobre la sociedad cristiana en conflicto con la modernidad son francamente parroquiales: lo que las hace tan complejas es cómo se relacionan con La tierra baldía o los Cuatro cuartetos, de la misma manera que si Yeats sólo hubiera dejado Una visión en cualquiera de sus dos versiones ocuparía, quizás, un capítulo en la historia del esoterismo, mientras que, como intento de explicación de su poesía, precisamente esa esoteria lo vuelve fascinante, y si las teorías económicas de Pound son una tontería usada con vileza, insertadas en los Cantares se vuelven claves para escudriñar la asombrosa locura del poeta de Idaho. La política de Paz importa porque viene de su poesía y regresa a ella, tras haber dominado, como una jefatura espiritual tan influyente como la de Valéry o la de Machado, sobre la ancha república de sus lectores. Si Paz acabó por ser un liberal romántico, como lo dicen, a su favor o en su contra, importa poco cómo etiqueta, incluso si concedemos que otro liberal romántico, Victor Hugo, condenó a la vez la Comuna de París y su sangrienta represión por los versalleses, llegando a ofrecer su casa en Bruselas para recibir a los comuneros perseguidos. Paz nunca alentó ningún tipo de represión política del Estado mexicano, ni en los lejanos años de los movimientos ferrocarrilero y magisterial, a fines de los años cincuenta, no en 1968 desde luego, ni durante el Halconazo de 1971 ni en 1988 durante las protestas cardenistas ni cuando ocurrió la revuelta de los neozapatistas, a quienes levantó Marcos impulsado por los últimos estertores de la más maligna de las violencias revolucionarias, la de inspiración bolchevique. Quienes firmamos el desplegado del 24 de febrero de 1995 corrimos un riesgo, pues el río podía salirse de madre pero las cosas salieron bien: cesó la persecución de los jefes zapatistas y se reanudó el diálogo 7 Ibid. 45 christopher domínguez michael una vez recuperado el territorio segregado del país. Por fortuna, los neozapatistas surgieron en 1994 en el seno de una sociedad ansiosa de modernizarse que, sin destruirlos, los preservó gracias a la voluntad de paz de todos los contendientes. En 2014, el subcomandante Marcos anunció su retiro como vocero del ezln. Fiel a su tono irónico, se presentó como una botarga que había terminado su vida útil. Renunció a los dogmas económicos de su juventud y, si ser neoliberal significa batallar por la sociedad abierta, Paz lo fue, habiendo puesto toda su jefatura espiritual a favor de ella. Con quienes han hecho de él el supremo neoliberal aliado del presidencialismo agonizante es difícil discutir pues parten de una petición de principio: dado que lo que ellos llaman “neoliberalismo” es el Mal absoluto y Paz, en esa demonología, un condenado sin remisión. Pero son los liberales quienes lo critican, como hemos visto, por haber exigido la vigilancia del mercado por el Estado, como lo había hecho su amigo José Guillerme Merquior, el teórico brasileño del liberalismo que defendió cierto bonapartismo en la economía. El mercado sin control no es la menor de las amenazas contra la sociedad abierta. Murió pronto Paz, preocupado por nuevas síntesis, más joven que quienes escogen cierta academia y “su cárcel de conceptos”, como él diría. Y mucho menos Paz fue un neoconservador, lo digo yo que encuentro provecho en leer a los padres, reales o supuestos, del neoconservadurismo como Leo Strauss, sin asustarme tampoco al encontrar sapiencia en el testimonio de quienes, viniendo de la izquierda marxista, ahora son neoconservadores, como Irving Kristol o Norman Podhoretz, por más que me irrite el reposo endulzado de oraciones que han escogido para morir, tan distinta a la preocupación ominosa que distraía al agonizante poeta mexicano de la muerte. 46 el poeta visionario No hay en Paz ningún elemento neoconservador, salvo la coincidencia, añeja e inevitable de la izquierda democrática con la derecha anticomunista, en la denuncia del totalitarismo de raíz bolchevique en todas sus manifestaciones. ¿Podría serlo el hombre a quien su hija Laura Helena, neoconservadora avant la lettre, le había dirigida aquella carta de octubre de 1968? De esas coincidencias, en México, habla con claridad Armando González Torres: “Lo cierto es que para los años 80, ante la pobreza o práctica inexistencia del pensamiento político de derechas en México, muchas de las ideas de Paz en defensa de la libertad individual, contra el avasallamiento del Estado y los regímenes totalitarios y contra la izquierda pueden asimilarse por diversos grupos de interés. Esto permitió que sus adversarios vieran coincidencias y alianzas entre Paz y estos grupos. Esta lectura no es exacta y, pese a que muchas veces su liberalismo se contaminó de una fe ingenua y un anticomunismo galopante, Paz conservó siempre una retórica antiburguesa de origen romántico y existen múltiples aspectos de su pensamiento inadmisibles”8 para la derecha mexicana. Paz fue un poeta ateo y anticlerical, sensualista y romántico, a quien conflictuaba, entre Camus y Breton, su fascinación por Sade, un rebelde surrealista y un practicante del yoga tántrico, visitante de iglesias y templos en busca de la otra voz y no de agua bendita o pasta de sándalo en la cara. Que nadie busque en su obra una defensa de las comunidades tradicionales, algún espanto por la desacralización de la vida pública (que no de la poesía como religión profana) o alguna bravata a favor de los valores familiares (él que calificó a las familias de “criaderos de alacranes”), como lo han querido vender, para despistar, algunos profesores que ni siquiera conocen qué es el neoconservadurismo y cuál es su historia: creer que la inovocación a la re/vuelta sea una confesión de ese orden tornaría en conservadores a buena parte de los rebeldes modernos.9 Paz defendió con insistencia el control de la natalidad y estaba en favor del aborto, aunque criticó los excesos de las Armando González Torres, Las guerras culturales de Octavio Paz, Colibrí, México, 2002, pp. 109-110. 9 Avital H. Bloch, “Vuelta y cómo surgió el neoconservadurismo en México”, en Culturales, Universidad Autónoma de Baja California, vol. iv, núm 8, Tijuana, julio-diciembre de 2008, pp. 74-100. 8 47 christopher domínguez michael feministas de los años setenta. Sor Juana, su Faustina, había sido una poeta que osó meterse en los problemas teológicos propios de los clérigos, los viejos jefes espirituales de la catolicidad y ello la perdió. Dudo que el autor de Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe pueda ser contado, con un mínimo de seriedad, entre los neoconservadores. La crítica capital contra Paz, que se vuelve personal pues la jefatura espiritual hace una sola cosa del autor y la obra, va por otro lado y fue Luis Villoro (quien murió como filósofo del neozapatismo, manera intelectual y moral ajena del todo a mi comprensión del mundo) quien la enunció en 1999. Para Paz, resumía Villoro, “la poesía no se identifica con los poemas; es una apertura de la existencia hacia la verdadera realidad, la cual es ‘otredad’. Lo absolutamente otro es lo Sagrado. Paz ve en lo poético ‘uno de los nombres de lo sagrado’. Pero no lo sagrado coagulado en dogmas e instituciones mundanas, de las religiones positivas, sino la realidad última, una que ésta más allá de toda institución y de todo dogma’.” La poesía, según lo deduce Villoro en Paz, es la voz que dice no, la celebrada, por el poeta, “otra voz”.10 “Admitir que nuestra realidad es ‘otredad’ permite sólo dos actitudes”, asevera Villoro, “la primera es el destierro, el apartamiento del místico, del artista creador, del visionario; la segunda es la disrupción frente al repetitivo mundo de los poderes y las convenciones satisfechas. ‘La empresa poética coincide lateralmente con la revolucionaria’ pues las palabras del poeta ‘revelan a un hombre libre de dioses y señores’.”11 Esta crítica, esencialista y antiliberal, de Villoro (que estaba entre los intelectuales con quienes Paz se reunió en 1971 para formar un nuevo partido de izquierdas) da en el blanco al señalar la contradicción acaso insalvable entre “la otra voz” y lo que yo llamo la jefatura espiritual. Tras reconocer la fidelidad del poeta Paz a “la otra voz”, su crítico filósofo deplora cómo “muchas veces lo vi vacilar ante la entrada que él mismo había vislumbrado. Porque lo uno ‘sin segundos’ –dicen los Upanishads– se manifiesta en mil maneras y formas y muchas veces quedamos atrapados en ellas. Paz, movido por la pasión, creyó su misión romper lanzas, no sólo contra barberos 10 11 48 Luis Villoro, “Una visión de Paz”, en Letras Libres, núm. 4, México, abril de 1999. Ibid. el poeta visionario y sacristanes del poder tradicional, sino contra todos los que proponían un mundo que creían ‘otro’, el mundo de la utopía. De los disidentes sólo vio el aspecto dogmático, patente en su máscara ideológica; fue ciego, en cambio, a la dimensión ética, libertaria, de su acto disruptivo. Sin comprensión, atacó a quienes debían ser sus hermanos en la búsqueda –por caminos distintos, es cierto– de lo otro”.12 No sé si sea posible para un poeta, que también es hombre político, aplicar ese idealismo ecuménico, más religioso que intelectual, que Villoro le exige, pero insisto en la crudeza con que lastima una herida imposible de cicatrizar, ya no se diga en Paz sino en tantos otros poetas, entre la comunión y la soledad. “A menudo”, sigue Villoro, “lo vi dejarse acariciar por los halagos de la fama, condescender al encanto del poder, económico, político, literario, vislumbrar para sí el púlpito del magisterio intelectual. En todo ello, no percibí ‘la otra voz’, sino la cansina palabra que se complace en las lisonjas de este mundo. Y recordé sus propias palabras: ‘Si el poeta abandona su destierro –única posibilidad de auténtica rebeldía– abandona también la poesía y la posibilidad misma de que ese exilio se transforme en comunión.”13 “¿Soy injusto?”, se pregunta un Villoro que visitó a Paz en Nueva Delhi sorprendiéndose de encontrar meditando en taparrabos al yogui Pannikar en el jardín del embajador.14 “Es probable”, concluye Villoro, “porque a aquello que amamos exigimos la perfección, y la perfección es inhumana. Pero el Paz que quedará no será la imagen laureada que los cantores de una cultura oficializada se apresuran a incensar; el Paz que quedará es el que supo abrir una puerta a otra realidad. Porque sabía que una vida incapaz de perturbar al mundo no merece ser vivida.”15 Ibid. Ibid. 14 CDM, Correo de Juan Villoro, 11 de mayo de 2014. Juan Villoro además me cuenta de las discusiones que tuvieron él y su padre, con frecuencia en desacuerdo, sobre Paz. Me confía que cuando murió don Luis en 2014, su empleada doméstica le dijo: “ ‘Su papa le dejó un paquete.’ Era una mochila grande, cilíndrica. Contenía las primeras ediciones de casi todos los libros de Paz, subrayados minuciosamente por mi padre.” 15 Villoro, Op. cit. 12 13 49 christopher domínguez michael Pensando en los problemas de la jefatura espiritual a los que se refería Francisco Romero, ante Ortega y Gasset, podría decirse que para Villoro la condición de jefe espiritual de Paz no se avenía bien a bien con “la otra voz”, la del poeta. Pienso, como contraejemplo, en Antonio Machado, aquel ya fatigadísimo que visitan Paz y Garro, en Rocafort, en 1937. Machado, durante la República y su derrota, acaso sentía que él había sido elegido por su otro yo (por Abel Martín, uno de sus filósofos populares) para hacerse cargo de los otros y ayudarlos a sobrellevar la “incurable otredad”16 que padecen, según se lee, del propio Machado, en el epígrafe de El laberinto de la soledad. En Paz, la jefatura espiritual es indubitablemente elegida con todos los problemas que ha de cargar quien la elige. Esa elección significa, como decía Yeats en Una visión, es saber hacerse presente y no sólo ofrecer una política sino una defensa de la poesía (a la cual Paz dedicará su último libro sobre el asunto, La otra voz. Poesía y fin de siglo en 1990), una teoría de la imaginación y un tratado sobre la naturaleza humana, que en el caso de Paz fue La llama doble. Amor y erotismo (1994). Las visiones, en ese sentido de panoramas concebidos en su integridad y no de iluminaciones místicas, no se limitaron a la polis mexicana, desde El laberinto de la soledad hasta el “drama de familia” neozapatista. En su poesía, Paz intentó, desde “Himno entre ruinas”, introducir una visión de la Historia, en el sentido del “desmoronamiento de una civilización” como la había hecho Pound, búsqueda ausente en la generación anterior a la suya en México y el resto de la poesía en español. Aunque en Cernuda, dijo, a veces aparece la Historia, “en Huidobro y Neruda, en cambio lo que aparece” es solamente la política.17 En Árbol adentro (1987), su último libro de poemas, Paz no sólo se permite libertades y “descuidos” que un poeta menos maduro no se permitiría, según dice Antonio Deltoro, lector interesado en lo que otros llaman “el estilo tardío” de los poetas. Aparecen, también en ese libro final, los poemas largos donde el poeta se despide de su ciudad a través, de nuevo, de Octavio Paz, Obras completas, V. El peregrino en su patria. Historia y política de México, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2004, p. 47. 17 Marco Antonio Campos, “Paz y la historia”, en Proceso, núm. 407, 20 de agosto de 1984, p. 47. 16 50 el poeta visionario visiones copiosas de México, de la ciudad moderna en general, en “Hablo de la ciudad”, “catarata emparentada con Whitman y Álvaro de Campos”, al decir de Deltoro. O se enfrenta, a la manera estoica de Quevedo, el poeta que lo acompañó (junto con Neruda, quien fuera “su enemigo más querido”) al final. Puede haber también, casual o no, en el título del libro un recuerdo remoto de una de las novelas de su abuelo, Amor y suplicio (1873), que comienza hablando de los árboles que hacen “la primavera perpetua” donde comienza el melodrama de don Ireneo, una línea de investigación que ofrezco a quien pueda interesar.18 En “Ejercicio preparatorio”, Paz pide morir con “la conciencia del tiempo / apenas lo que dure un parpadeo.” Hay en esa poesía final, “pocos atardeceres, pocos crepúsculos vespertinos, y muchas inauguraciones del día, cada vez más inesperadas y bienvenidas”, dice Deltoro.19 La historiosofía, concluyo, no fue un agregado ensayístico a la poesía de Paz, fue una segunda naturaleza contra la cual a veces se rebeló, a veces se conformó. Para él el ensayo fue iluminación poética y, la poesía, poesía crítica, como dijo Andrés Sánchez Robayna.20 Paz nunca logró la precisión milimétrica propia del cirujano filosófico del Valéry de los Cahiers pero Eliot no nos dejó una poética como El arco y la lira. Todos ellos compartieron el interés o la curiosidad por Oriente: el más osado fue Pound (“A quien Fenollosa le llenó la cabeza de tonterías”, según me escribe Asiain desde Kyoto), pero el más penetrante fue, con mucho, Paz, pues a Eliot le bastó (y no es poca cosa) con el Bhagavad Gita. Con Valéry y Eliot, Paz escribió numerosas e incisivas páginas “periodísticas”, penetrantes miradas sobre el mundo actual, como llamaba a las suyas el poeta francés. Pound, como ensayista, me temo que no resiste la comparación con Valéry, Eliot o Paz. Pero los Cantares son poesía e historia, asombrosa y enloquecida poesía de ideas. Esa unidad la detectó el más autorizado para hacerlo, el mismo Eliot, para quien su crítica y su poesía, la preceptiva y la práctica de Pound, componen una Ireneo Paz, Amor y suplicio, Tipografía de José Rivera, Hijo y Cía, México, 1873, p. 7. Antonio Deltoro, “Vivacidad y caída en los últimos poemas de Octavio Paz”, en Enrico Mario Santí, Luz espejeante. Octavio Paz ante la crítica, Era, México, 2009, p. 414. 20 Andrés Sánchez Robayna, “La poesía última de Octavio Paz”, en Enrico Mario Santí, Op. cit., p. 409. 18 19 51 christopher domínguez michael sola oeuvre y “para leer la poesía de Pound es necesario entender su crítica, para leer su crítica entender su poesía”. Lo mismo se aplica, me parece, con Paz. Sus ensayos, algunos preclaros si se leen aislados, son sintéticos y esquemáticos como lo es el agradable ABC de la lectura. Valéry, descreído de la persona, no escribió un Mallarmé como Paz un Villaurrutia. A Eliot, a su vez, nunca se le hubiera ocurrido escribir una biografía de santo Tomás Moro como Paz hizo la de sor Juana, aunque el mexicano nos quedó a deber un misterio dramático como Asesinato en la catedral. ¿Chocan alguna vez, como se lo temió Cortázar, ambas aptitudes, la del poeta y la del crítico? Tal pareciera que no, lo cual lo convierte en un sujeto de ardua exposición: la poética de Paz no sólo examina la historia de la poesía universal sino, por extensión y añadidura, explica, antes que a ninguna otra, la poesía del propio Paz. Lo mismo ocurre, por cierto, con los autores de La joven Parca, La tierra baldía o los Cantares. Julien Gracq, en su André Breton, explica ese mecanismo también presente en el poeta mexicano: “Poeta y teórico, Breton es siempre el uno y el otro al mismo tiempo”, lo cual se vuelve muy embarazoso para los profesionales de la clasificación literaria. El pensamiento teórico bretoniano, agrega Gracq, nace en el seno de las imágenes y éstas acaban por sumar la obra entera.21 Asociado de principio a fin a la tradición romántica que hace del poeta un visionario, es decir, ese hombre absolutamente reflexivo que se mueve por el tiempo, Paz no sólo une la poética con la política sino entiende, como Pound y como Eliot, que la poesía no es suficiente para comprender la poesía. Por ello la reflexión sobre la poesía, desde El arco y la lira hasta La otra voz, se encuentra entre lo que él más amó de su propia obra aunque, a diferencia de Yeats, Pound o Breton, nunca necesitó de refugiarse en lo oculto. Ni en el ocultismo propiamente dicho, un arma a disposición de quienes se oponen a las religiones establecidas, ni en la oscuridad textual, esa “dificultad” tan propia del siglo xx. Hugh Kenner en The Pound Era (1971) dice que esa oscuridad es menos una falta de aptitud mental que la necesidad casi fisiológica de bajar la cortina sobre los paisajes mentales en plena luz del día. Paz no necesitó de ella ni como poeta ni como ensayista. En sus 21 52 Julien Gracq, André Breton, José Corti, París, 1948 y 1982, p. 73. el poeta visionario poemas hay misterios pero nunca son obligatorias esas famosas e imprescindibles notas explicativas que Eliot puso al final de La tierra baldía y de las cuales nunca se pudo deshacer, ni su Obra poética requiere de los manuales de interpretación y concordancia que exige Pound, quien, como a su amigo, le agradaba sembrar el camino de su admiración con hermeneutas. En ello, la claridad filosófica, inclusa la sequedad de sus maestros Antonio Machado y Jorge Guillén vinieron en su auxilio. Esa transparencia, para usar una de sus palabras preferidas, impera en su último libro de poemas, Árbol adentro, que quizá sea, como dice Stanton, el mejor. Dice Paz en “Conversar”: “En un poema leo: / conversar es divino. / Pero los dioses no hablan: / hacen, deshacen mundos / mientras los hombres hablan. / Los dioses, sin palabras, / juegan juegos terribles.” 22 En Árbol adentro termina el ciclo memorioso con poemas largos como “1930: vistas fijas” y de “Kostas”, el homenaje de Paz a Papaioannou, el resumen final, junto con el enfático “Aunque es de noche”, quizás el epitafio de su historiosofía. La memoria va cediendo su lugar a esos poemas epigramáticos que le permitirán sobrevivir en esa Antología griega que la posteridad va recopilando, como la serie “Al vuelo” o “Hermandad”. Esa brevedad final, sabia o humilde, nos lleva al repaso de La otra voz, que repite, con un tono algo cansado y didáctico, los temas agotados en Los hijos del limo pero agrega preocupaciones aparentemente menores que hermanan al viejo Paz con el joven Pound, tan preocupado en escribir poesía como en editarla y difundirla. Salido un par de años después que Primeras letras (1988), la coCDM, Conversación con Anthony Stanton, ciudad de México, junio de 2013; Paz, Obras completas, VII. Obra poética (1935-1998), Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2004, p. 744. 22 53 christopher domínguez michael lección que armó Enrico Mario Santí de la prehistoria octaviana, La otra voz trata de las “minucias” que le obsesionaban o le divertían cuando la nueva mesa de redacción se reunía con él, primero en Avenida Contreras y luego en Coyoacán a fines de los ochenta: el número y la calidad de los lectores de poesía, sus dimensiones ayer y hoy, su naturaleza en los Estados Unidos, en Francia o en España, el bien o el mal que a la poesía le ha hecho quedar bajo la protección de las universidades, las amenazas del comercialismo en la novela y en la pintura (las dos artes más codiciadas y corrompidas por el mercado), la necesidad de las pequeñas editoriales, como lo fueron en un principio la nrf, Faber & Faber o New Directions para generar anticuerpos contra las epidemias propaladas por el mercado. Pueden preferirse, en cualquier poeta-crítico, al poeta sobre el ensayista: se entiende que “el obispo Eliot” y sus conferencias cristianas, como llegó a llamarlo Paz, aburran a los fanáticos de Tierra baldía y se pueda amar toda la poesía de Yeats sin asomarse una sola vez a Una visión. De la misma manera se puede paladear la poesía de Pound, incluso aquella incrustada en los Cantares, sin comprometerse con su historiosofía. O al revés: se aprecia más a Breton como agitador secular y padre del surrealismo que como poeta. En cambio, el par de poemas centrales de Valéry son vistos, cada vez con mayor admiración, como la punta del iceberg de un pensamiento filosófico esencial, guardado bajo llave en sus vastísimos cuadernos de escritura. Habrá quien se conforme con los poemas de Paz sin recurrir a su poética pero su caso no es el de su querido Cernuda, de cuyo Pensamiento poético de la lírica inglesa (1958) y de mucha de su prosa crítica, siendo honrada y seria aunque profesoral en un poeta que no era profesor, puede prescindirse para evaluar al poeta: en su caso, insisto, con la poesía es suficiente. En Paz una comprensión a profundidad exige considerar todas sus visiones como una obra indivisible. Lo mismo ocurre con la jefatura espiritual. La de Pound, terminada de manera tan humillante e iniciada con la lectura inepta de economistas charlatanes, fue castigada por la ley y reprobada universalmente tras la Segunda Guerra Mundial. Al darle el Premio Bolingen de la Biblioteca del Congreso en 1948, los jurados trataban de disociar al poetacrítico, en mi opinión condenados al fracaso, del fallido jefe espiritual. Nunca acabarán los irlandeses de discutir en qué medida el filofascismo de Yeats 54 el poeta visionario contaminó su poesía y hay cierto acuerdo en que el comunismo de Neruda es una hojarasca que, podada de su poesía, la engrandece. Un Machado, convertido en autoridad moral de la República Española al hundirse, ni el más circunstancial de sus llamamientos a perseverar, cuanto todo está perdido, suena falso o ajeno a su retórica profunda. Pudo ser ingenuo o ciego Machado pero a su voz la maltrató el falsete del ideólogo. No creo que sea el caso de Paz, las obsesiones políticas de su jefatura espiritual pueden reprobarse, incluso metodológicamente como adversarias de “la otra voz” pregonada por el poeta, como lo sostuvo Luis Villoro. El poeta, el poeta-crítico y el jefe espiritual son en Paz una unidad, al grado que el poeta francés Claude Roy dijo que el mexicano haría pensar en Hölderlin o Nerval escribiendo los tratados de Tocqueville o Marx. Roy se excede en la comparación: pero muestra el sentido del deslumbramiento provocado por Paz. Fue, para concluir en otros términos –los de Marina Tsvetaieva–, un “poeta con historia” que a diferencia del poeta “puramente lírico” es un “hombre de voluntad”,23 lo que yo he llamado un jefe espiritual, nunca un pensador sistemático, ni intentó ser un profeta o volver, como lo quiso Pound en su batalla contra la usura, su propia poesía en una historia “particular” de esta o aquella infamia. Paz fue, como lo han dicho sus mejores críticos, desde Xirau hasta Giraud, un romántico desengañado: sueña con una religión de la poesía pero lo despierta un escepticismo que le impide, en su sentido religioso, el entusiasmo. Sus visiones, como la que leeremos, no necesitaban serle dictadas, como a Yeats, por aquellos Dictantes que le hablaban a través de su señora. Una de las últimas visiones de Paz, más que verse, se escucha: “Entre la revolución y la religión, la poesía es la otra voz. Su voz es otra porque es la voz de las pasiones y las visiones; es de otro mundo y es de este mundo, es antigua y es de hoy mismo, antigüedad sin fechas. Poesía hermética y cismática, límpida y fangosa, aérea y subterránea, poesía de la ermita y del bar de la esquina, poesía al alcance de la mano y siempre de un más allá que está aquí mismo.” 24 Marina Tsvetaieva, Art in the Light of Conscience. Eight essays on poetry, traducción y notas de Angela Livindton, Harvard, 1992, pp. 138-139. 24 Octavio Paz, Obras completas, I. La casa de la presencia. Poesía e historia, Galaxia Gu tenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2004, p. 697. 23 55 christopher domínguez michael La otra voz también incluía a ese otro vasto continente de su obra de poeta, la traducción o las versiones de otros poetas, esas Versiones y diversiones (aparecidas en primera versión en 1974) que ocupan casi el 40% de su Obra poética e incluyen, del francés, una colección que va, entre muchos, de Théophile de Viau a Alain Bosquet y Yesé Amory (Marie-José Paz), pasando por Apollinaire, Cocteau, Reverdy, Éluard, Michaux, Char, Breton y Georges Schehadé. Tradujo, con Xirau, a Gimferrer del catalán. Del inglés tradujo mucho de William Carlos Williams y de Tomlinson (con quien hizo Hijos del aire/Air born) y versos, cito sólo a algunos poetas, de Hart Crane, Dorothy Parker, Elizabeth Bishop y Mark Strand. Ayudado por amigos conocedores hizo versiones de Vasko Popa y Gyorgy Somlyó; dio a conocer a Pessoa en español junto con la mayoría de esos heterónimos, tradujo a cuatro poetas suecos, poesía sánscrita clásica y numerosísimos poetas chinos y del japón. Creo que muchos entre los jefes espirituales de la literatura del siglo pasado habrían estado de acuerdo con esta observación de La otra voz: “Joyce dijo que la historia es una pesadilla. Se equivocó: las pesadillas se disipan con la luz del alba mientras que la historia no terminará sino hasta el fin de nuestra especie. Somos hombres por ella y en ella; si dejase de existir, dejaríamos de ser hombres.” 25 Y algunos habrán concordado en que de la vigilia, que no de la pesadilla de la historia, sólo puede escaparse mediante el instante o la eternidad del amor. En sus vidas, algunos lo encontraron tarde pero con intensidad y alegría, como Eliot; a un Pound nunca le faltó la devoción de Olga Rudge y Valéry gozó del orden doméstico que conjugó con su amante, Catherine Pozzi, tempestuosa y brillantísima; Paz, tras el infierno perfecto, encontró en Marie-José el amor. ¿Qué significa el poema “Politics” (1938), de Yeats, sino que fatalmente, de la historia, sólo se puede escapar, horrorizado o heroico, dejándose caer en el lecho amoroso. La última de las visiones de Paz no podía ser sino La llama doble. Amor y erotismo, “aquel libro tantas veces pensado y nunca escrito. Más que pena, sentí vergüenza; no era un olvido, sino una traición. Pase algunas noches en vela, roído por los remordimientos. Sentí la necesidad de volver sobre mi idea y realizarla. Pero me detenía: ¿no era 25 56 Ibid., p. 637. el poeta visionario un poco ridículo, al final de mis días, escribir un libro sobre el amor? ¿O era un adiós, un testamento? Moví la cabeza, pensando que Quevedo, en mi lugar, habría aprovechado la ocasión para escribir un soneto satírico”.26 Tras distinguir académicamente la sexualidad, el erotismo, pornografía y amor, Paz habla de los libertinos de antier y de ayer. Los del siglo xviii eran filósofos críticos capaces de disociar religión y erotismo mientras que Breton le confesó a Octavio que “su ateísmo era una creencia”. Un Sade, a pesar de que uno de sus últimos libros (Un más allá erótico: Sade, 1994) reunía sus textos y poemas sobre el Divino Marqués, ya no le producía el arrobo del medio siglo y en esto, como en tantas otras cosas, había Paz vuelto al redil de Camus, sorprendido el mexicano del encarnizamiento con que los idólatras sadeanos habían convertido “los lechos de navajas del sadomasoquismo” en una “tediosa cátedra universitaria” empeñada en convertir al autor de Justine en un filósofo. Más luz, dice Paz en La llama doble, arrojan sobre “la enigmática pasión erótica” Shakespeare y Stendhal.27 “El amor”, dice Paz a sus 80 años, “es una atracción hacia una persona única: a un cuerpo y a un alma. El amor es elección; el erotismo, aceptación”.28 Ya no cree Paz, como su generación y alguna otra, en aquel libro convincente de Denis de Rougemont, El amor y Occidente (1939), y en la invención, hoy diríamos “cultural” del amor en Provenza. El “amor cortés”, advierte Paz, se aprendía, era un saber, no el descubrimiento poético de una naturaleza. Tampoco le parecen tan antagónicas, en su desenlace, el amor “como un destino impuesto desde el pasado”, tal cual se lee en las antiguas novelas orientales de Cao Xuequin y Murasaki en comparación con el “tiempo recobrado” de Proust, un novelista que no sé cuántas veces releyó Paz pero cuya presencia nunca lo abandonó. Allá en Oriente, el amor acaso fue vivido como una religión y, en Occidente, un culto hijo de la poesía y el pensamiento. En cualquiera de los dos casos, el desengaño amoroso nos hace desaparecer en “un vacío radiante” y nos ofrece, tristemente, una porción de inmortalidad. Octavio Paz, Obras completas, VI. Ideas y costumbres. La letra y el cetro. Usos y símbolos, Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2004, p. 862. 27 Ibid., pp. 880-881. 28 Ibid., p. 885. 26 57 christopher domínguez michael A Paz le sorprende que en una “sociedad predominantemente homosexual como era el círculo platónico, Sócrates ponga en labios de una mujer una doctrina sobre el amor”.29 Diotima le advierte al filósofo que el amor en sí no es hermosura, sino desea la belleza, sujeta a la corrupción del tiempo. Ese poeta que ante el 68 en París creyó ver regresar a sus maestros libertarios y libertinos, recoge una cosecha amarga de libertad erótica que propagaron los jóvenes de Occidente durante esos años. Irreductible en ese punto, Paz ve el asunto desde un conservadurismo romántico que lo vuelve antipático para los liberales puros y para quienes no han leído bien aquellos que consideran cosméticas sus críticas al mercado. Aunque concede que desde siempre imágenes (pornografía) y cuerpos (prostitución) van juntos, lo escandalizan los resultados de una libertad sexual que en lugar de suprimir, por irrelevante e innecesaria a los pornógrafos y a las prostitutas, los ha industrializado, ofreciendo una desacralización escandalosa. Sade, leemos en La llama doble, soñó con una sociedad donde el único derecho fuera el derecho al placer, “por más mortífero y cruel que fuera” y, en vez de ello, la sociedad capitalista democrática convirtió a Eros en un empleado de Mammon.30 Rama del comercio y departamento de publicidad, el erotismo de nuestra época le repugna a Paz, quien alcanzó a ver un planeta plagado de lenones traficando con niñas y niños. Es mentira que las críticas de Paz al mundo que emergió de la caída del muro de Berlín en 1989 hayan sido superficiales. Fueron limitadas, sin lugar a duda, porque la vida se le acababa pero pocos escritores del siglo pasado invirtieron tanto del valioso tiempo de sus últimos días en estimular la imaginación del futuro leyendo ciencia contemporánea (Edelmanm, Crick, Sacks), de la que era un hombre muy bien enterado, preguntándose si la relación entre la neurobiología y la filosofía hinduista no podría cambiar nuestra percepción y, con ella, las ideas imperantes sobre el amor. La caída en la historia sólo se suspende en el amor, “que es intensidad, y esto es una distención del tiempo: estira los minutos y los alarga como siglos. El tiempo, que es medida isócrona, se vuelve discontinuó e inconmensurable. Pero después de 29 30 58 Ibid., p. 894. Ibid., p. 1001. el poeta visionario cada uno de esos instantes sin medida, volvemos al tiempo y a su horario: no podemos escapar de su sucesión. El amor comienza con la mirada: miramos a la persona que queremos y ella nos mira. ¿Qué vemos? Todo y nada. No por mucho tiempo; al cabo de un momento, desviamos los ojos. De otro modo, ya lo dije, nos petrificaríamos. En uno de sus poemas más complejos, Donne se refiere a esta situación”.31 Había que reformular las relaciones entre la libertad, la igualdad y la fraternidad, que nuestros antepasados socialistas y libertarios interpretaron con ingenuidad y simpleza, si no es que brutalidad y despotismo. Paz, en su defensa romántica y surrealista del amor y la poesía en La otra voz, se fue de este mundo sublunar, como le gustaba llamarlo, preguntándose cómo podríamos reformular “la palabra central de la tríada”, la fraternidad –las cursivas son suyas– porque “Más allá de la suerte que el porvenir reserve a los hombres, algo me parece evidente: la institución del mercado, ahora en su apogeo, está condenada a cambiar. No es eterna. Ninguna creación humana lo es. Ignoro si será modificada por la sabiduría de los hombres, substituida por otra más perfecta, o si será destruida por sus excesos y contradicciones. En este último caso podría arrastrar en su ruina a las instituciones democráticas.”32 Los ya casi quince años de siglo xxi que llevamos a cuestas hablan que la otra voz del viejo Paz sigue siendo la de un poeta visionario. Aub, quien filmó La sierra de Teruel con Malraux, durante la década canalla y murió mexicano, le dijo al poeta Lizalde: “Te voy a decir lo que pienso que es Octavio. No es un escritor culto ni ilustrado, es un vidente. Octavio anuncia y ve cosas que la gente se resiste a ver pero las verá en alguna época.” 33 Ibid., p. 1051. Octavio Paz, Obras, I. La casa de la presencia. Poesía e historia, Galaxia Gutenberg/ Círculo de Lectores, Barcelona, 2004, p. 692 y 703. 33 CDM, Conversación con Eduardo Lizalde, ciudad de México, 15 de junio de 2011. 31 32 59 Dos poemas* L uis A rmenta M alpica embestida No me pregunto si todos estos años hemos vivido juntos en páginas distantes un ojo cerca de otro una muñeca de otra y este filo rasgando la mirada en un filme surreal. Y Dios creó a las grandes ballenas es una letanía allá en el fondo. * Estos poemas forman parte del libro Llámenme Ismael, de inminente aparición. 60 Aquí mientras comulgo aplasto con los dedos una hormiga que se lleva mi repentino asombro ante un jardín botánico: risperidonas haloperidolos alonzapinas aripiprazoles que giran e implosionan al azar mientras una columna de insectos se abre paso unos encima de otros y sin piedad alguna. Arranco algunas hojas a mi ajado ejemplar de Moby Dick. Las suficientes para hacer un océano de papeles en donde ahogar mis manos vacías y desangradas de una historia común. No cupimos en ella al mismo tiempo. Esta ballena blanca será escrita muchos años después de separarnos. Conocíamos la trama del pincel y el cuchillo. 61 Pero aquí se dan cita la pluma y el arpón. ¿Qué hay de Dios en nosotros cuando dormimos juntos el hombre y la ballena? coletazo Con un chorro blanquísimo sepultado en la vena así comienzo todo (de nuevo), hacia mi cuerpo el menos visitado, lo que no conocí antepalabra de tu nombre y su canto, animal protegido de púas muriendo en la garganta. Lengua rota con ojos tartamudos, en esquirlas de hueso y camisa de fuerza. Éste soy. El que nada hacia fuera, con sus alas cubiertas de salitre. El que todo ha mirado desde la disyuntiva del trance y lo deforme. 62 Un yo provisional. El que nada hacia adentro: a la tormenta oscura del Pabellón Nantucket en el buque Rosetto. El que nada con jóvenes blanquísimos, dos pacientes vigías de mi transpiración, en chorros en un flujo sanguíneo que me saca del mundo y me regresa al mar, a la infancia al lar de mi cabeza comprimida en la que Dios inserta un bisturí, una aguja una púa de su mano que es la mía y se extiende, aracnoide, como una marea roja, un quiste, un tumor cerebral un cruce de caminos entre lo que recuerdo y lo que ya no vivo. Mi mano bendecida por el fuego que la fe provocó se zanja en la ballena que perseguí por años. Se sumerge en sus costillas vivas, catedral de mi boca, en la arena volátil del dolor y sus múltiples playas sin pescador alguno. Éxtasis de mi boca este azul que respiro (comulgo) y me hace creyente de este mar que soy 63 la mar sin la tabla de los diez mandamientos golpeándome pegándome con su crawl con su crack con su no sé que pasa… con su no sé… (con el que fueron creadas las ballenas). 64 La poesía y la polaridad A lberto B lanco Nada me ha parecido más apropiado para comenzar un capítulo dedicado a la poesía y la polaridad que comenzar con una cita que toca dos polos esenciales: la eternidad y la trascendencia en un extremo, y la historia y el reino del presente, en el otro; una cita de dos párrafos de La verdad de la poesía, de Michael Hamburger, donde se habla de la visión polarizada de la poesía que tiene Octavio Paz. He aquí lo que nos dicen ambos poetas al respecto: La poesía moderna, según Paz, se mueve entre dos polos, que él llama lo mágico y lo revolucionario. Lo mágico consiste en un deseo de regresar a la naturaleza mediante la disolución de la conciencia de uno mismo, que nos separa de ella, “para perdernos para siempre en la inocencia animal o liberarnos de la historia”. La aspiración revolucionaria, por otra parte, exige “la conquista del mundo histórico y de la naturaleza”. Ambas son formas de salvar el mismo abismo y de reconciliar la “conciencia alienada” con el mundo externo. Sin embargo, ambas tendencias pueden manifestarse en un mismo poeta, e incluso en un mismo poema, así como un poeta puede desempeñar las funciones de sacerdote y de bufón, y odiar y amar las palabras. Octavio Paz ha escrito también: “Lo que caracteriza un poema es su dependencia necesaria de las palabras tanto como su lucha por trascenderlas.” La dependencia tiene que ver con la participación del poeta en la historia y la sociedad; la trascendencia, con la toma de un atajo mágico que nos remite a la naturaleza y a la unidad primitiva de la palabra y la cosa. Como puede verse a simple vista, este anhelo polar de trascender la historia y, al mismo tiempo, transformarla mediante la poesía, no es otra cosa que el deseo omnipresente en André Breton y muchos surrealistas por 65 alberto blanco reconciliar los mandatos tanto de Rimbaud como de Marx: cambiar la vida y transformar el mundo. Esto es lo que decía André Breton al respecto en una entrevista que le concedió a Francis Dumont para la revista Combat, que dirigió Albert Camus, el 16 de mayo de 1950: “Las dos necesidades que yo pensaba hace un tiempo convertir en una sola: ‘transformar el mundo’, según Marx, y ‘cambiar la vida’, según Rimbaud, se han separado y opuesto cada vez más en el curso de los últimos quince años, pero no desisto y espero que se encuentren algún día.” La batalla entre estos dos principios, simboli zados aquí por las figuras, el pensamiento y la leyenda de Marx y de Rimbaud, se remonta, desde luego, mucho más allá de esos “últimos quince años” de los que con cierta ingenuidad habla Breton. Es una lucha ancestral que implica sendos polos –contrarios, contradictorios, complementarios– que desde siempre se han manifestado en la vida del hombre y, por supuesto, en la poesía. Necesidad y azar, Apolo y Dioniso, historia y eternidad. Tomando como punto de partida que todo poema manifiesta siempre la polaridad de su doble naturaleza, puesto que implica, entre muchas otras cosas, por una parte, el conocimiento de la forma, y, por la otra, y a la vez, una forma de conocimiento, le propongo al lector, como la piedra de toque de este capítulo, una muy breve forma –en el sentido estricto de la palabra: una fórmula– concisa y limitada como lo son todas, a manera de una hipótesis de trabajo que sin pena podremos abandonar del mismo modo en que, a determinada altura de la montaña, abandona su equipo el alpinista tan pronto como se da cuenta de que éste no sólo le resulta innecesario, sino aun estorboso y contraproducente. Ya habrá tiempo de recoger todos los trebejos imaginarios, metafóricos y 66 la poesía y la polaridad teóricos, en el descenso para dejar limpia la montaña de la mente y abierto el horizonte del paisaje bañado por la luz del silencio. Un silencio que es anterior y ulterior a todo lenguaje. Se trata de una definición muy concisa que atiende al doble carácter intrínseco, tanto natural como artificial, de la obra de arte. La fórmula parte de una consideración fundamental: en la medida en que el lenguaje es un ser vivo todo poema verdadero rebosa de vida. Todo poema digno de su nombre es un organismo y, como tal, obedece a las leyes y a las limitaciones que gobiernan el crecimiento y regulan las interacciones de todos los organismos vivos. Así pues, tenemos que un poema nace en el seno de un lenguaje humano –de un idioma– y crece, madura, se reproduce y muere justamente allí donde ha nacido: entre los hombres. Pero nunca, en ninguna de sus etapas, deja de ser una criatura paradójica: una más que posible imposibilidad. El primer término de la fórmula es, por supuesto, un poema. Lo que sigue inmediatamente es, como en todas las fórmulas, llegar a plantear una ecuación, para lo cual nos valemos de un signo de identidad: =. Y si procedemos ahora a la segunda parte de la ecuación –aquella que nos va a servir para definir a la primera en nuevos términos– tendremos que dar un salto en el vacío. Para poder visualizar mejor este salto y, con él, los términos de la fórmula, propongo la siguiente imagen: un pájaro. Ahora bien, si unimos esta imagen alada con la palabra que la nombra, “pájaro”, tendremos ya la segunda parte de la fórmula. Ahora basta sustituir el signo de igual (=) por el verbo más complicado y engañoso de todos los que utilizamos: el verbo ser. Sólo resta enlazar con su declinación los dos términos de la ecuación para alcanzar las alturas de una verdadera metáfora: un poema es un pájaro. Propongo ahora que aceptemos como una hipótesis poética de trabajo que el ala derecha de este pájaro sea la imagen; que sea el ala izquierda la música; y que el cuerpo todo y la cabeza del ave sean la inteligencia verbal del poema. Más aún: si esta ave tuviera un alma, yo diría que su alma es el silencio. Pero, para evitar malentendidos, más vale recordar que aquí no estamos hablando de la poesía (y mucho menos de La Poesía) sino del poema. Porque la poesía no tendría nada que ver, al menos en apariencia, con las aves. Pero si llevamos hasta sus últimas consecuencias el desarrollo de este símil –dándole alas a la imagen, por así decirlo, hasta lograr que la metáfora se 67 alberto blanco eche a volar–, habría que llegar a una conclusión que no por revelarse sorprendente deja de ser perfectamente lógica: la poesía no es el pájaro sino el misterio del canto. Dicho con otras palabras, y para intentar hablar de un poema “objetivamente” sin traicionar su naturaleza, podríamos sintetizar la imagen formulada en el párrafo anterior hasta afirmar que un poema es la alianza del ojo y el oído en el campo abierto del lenguaje, en la delicia inconmensurable de la lengua. Que es tanto como decir que un poema es un curioso artefacto que amalgama en el crisol de las palabras que nos ofrece un idioma en particular –en nuestro caso el español– dos categorías esenciales: el espacio, en las imágenes captadas por el ojo, y el tiempo, en la música captada por el oído, de un modo único, significativo, bello y profundamente original. Es obvio que si estamos hablando de una alianza estamos hablando de una batalla previa; una pugna entre intereses contrarios que ha llegado a resolverse en una tregua si no que en una paz, como todas, temporal. Porque estamos hablando aquí de una verdadera guerra. Pero, ¿dónde se está librando esta batalla? La fórmula prevé ya la respuesta: en el campo abierto del lenguaje. ¿Y se puede saber quiénes son los contrincantes? Son los dos sentidos: el ojo y el oído; dos artes: la pintura y la música; y nuestras dos categorías fundamentales: el espacio y el tiempo. Pero hay que reconocer que el poema se despliega y cobra toda su fuerza justo allí donde danza esa inconfundible pareja polar que forman la voz que canta y el silencio. Desenrrollando el hilo de este carrete metafórico, de esta ecuación de la más pura lógica poética, arribamos a la imagen de una danza entre el día y la noche: el día del ojo y el mundo visible, y la noche de la música de las esferas estelares. Porque la pintura es al día y al ojo lo que la música es a la noche y al oído. Y es en la orilla del alba (o del crepúsculo) –en eso que don Juan Matus llamaba “la raja de los mundos”– donde se yergue el resplandor de la poesía. Así pues, el espacio y el tiempo de la poesía ceden su lugar en este ensayo al espacio y el tiempo del poema. Pero, ¿qué tienen en común el espacio y el tiempo del poema con ese otro espacio y ese otro tiempo que, tal vez, conocemos… o que creemos conocer? Por prontas cuentas habría que convenir que tienen en común un caracter muy problemático: a menos que se les mire muy por encima y de un modo completamente superficial, no se dejan definir con 68 la poesía y la polaridad facilidad. Después de todo la ciencia, sobre todo la física contemporánea, nos ha dejado plena constancia de cuan lejos nos hallamos de comprender cabalmente lo que el tiempo y el espacio significan. Así, “no en el espacio y en el tiempo llevó a cabo El Creador su creación –nos revela san Agustín– sino con espacio y con tiempo.” Una idea asombrosa que no se halla muy lejos de las también asombrosas conclusiones a las que llegó Edgar Allan Poe en su poema esencial, “Eureka”, cuando afirmaba contundente: “La realidad no se manifiesta como atracción y repulsión; es atracción y repulsión.” La realidad es espacio y tiempo, atracción y repulsión, y, de hecho, cualquier otro par de polos antagónicos, contradictorios, alternativos o complementarios, que seamos capaces de imaginar en esta danza. Por eso mismo una obra de arte –en nuestro caso, un poema– que intente recrear esta realidad o producir siguiendo su ejemplo (como lo quería Paul Klee en su maravilloso Credo del creador) o dar fe de ella, inevitablemente habrá de manifestarse de un modo polar, es decir, de un modo contradictorio, paradójico, alternativo y complementario. Como ese Dios de la dualidad que presidía el panteón azteca: Ometeotl, creador y destructor. Esta polaridad de la poesía se manifiesta, desde luego, en muchas otras facetas del quehacer poético. Ya hemos mencionado algunos de estos polos: la imagen y la música (es decir: el espacio y el tiempo); la tradición y la innovación; la poesía escrita y la poesía dicha (leída en voz alta o, mejor aún, cantada), lo que equivale a hablar de la polaridad que se da entre la voz y el silencio. Y creo que valdría la pena mencionar algunas otras polaridades y paradojas que, más que con el poema, tienen que ver con la supuesta “fuente” del poema: el poeta. He aquí, por ejemplo, una de las paradojas (que, por cierto, no es una de las menores) que, como dice Valéry, definen la situación del artista: “debe observar como si lo ignorara todo y ejecutar como si todo lo supiera”. Pero, ¿de veras será el poeta “la fuente”, el origen del poema? ¿No sería mejor hablar del poeta como el conducto, el canal a través del cual ese manantial de donde surge la poesía logra transmitirnos su fluido vital? El poeta como un medio o como un medium. Después de todo, y tal y como nos lo ha hecho entender Denise Levertov: “Los poetas sólo son instrumentos que toca el poder de la poesía.” Y La Poesía sopla donde quiere. La sinceridad de la poesía no ofrece garantías. Donde menos se espera salta el poema. 69 alberto blanco Pero, ¿se puede saber en qué espacio se ha tendido ese ducto por donde la poesía fluye? ¿En qué dimensiones espaciales y temporales tañen esos instrumentos de los que nos habla la poeta? Y, por otra parte, ¿en qué tiempo se lleva a cabo ese proceso de transmisión? ¿Y en qué tempo ha de tocar el músico sus poéticos instrumentos? Puede ser que alguna respuesta asome entre los versos finales de un poema que escribí para la alondra en El libro de los pájaros: “La canción es el espacio / pero el que canta es el tiempo.” Necesidad de espacio y necesidad de tiempo. Ambas necesidades se manifiestan en todo su apogeo en el motivo literario más viejo de todos: el viaje. Tal parece que, cualquiera que sea nuestra opinión al respecto, en el principio fue la Odisea. O para decirlo en la más alta y misteriosa forma: “En el principio era el Verbo.” Alguien –el sujeto– emprende un viaje –el verbo– hasta llegar a su destino: el complemento. Esta polaridad es una característica intrínseca del lenguaje, de la sintaxis, en la medida en que, de una forma u otra, toda sintaxis opera con base en un agente –de nueva cuenta el sujeto– que lleva a cabo una acción –el verbo– que inevitablemente tiene ciertas consecuencias: el complemento. En esta manera sucesiva de pensar y de hablar y de expresarnos radica nuestro patrimonio linguístico. Es en esta balanza que los poetas pesan y valoran sus poemas. La imagen de la balanza, que es un instrumento específicamente diseñado para comparar pesos, es otra imagen de la polaridad. Un platillo es el espacio; y el otro platillo es el tiempo. La dialéctica del espacio y el tiempo. Y conste que así como hablo de dialéctica, igual podría hablar aquí de polémica, de coito o de danza… o bien podría utilizar los términos que a Lezama Lima le resultaban tan caros: “ese combate entre la causalidad y lo incondicionado”. En efecto, todo poema ofrece testimonio siempre de la lucha entre estos dos principios, por la simple y sencilla razón de que es imposible no hacerlo. En este sentido, toda la poesía y, para el caso, todo el arte no son sino un continuo regateo entre la calidad y la cantidad; entre la vida del espíritu y las necesidades del cuerpo y la materia; entre lo absoluto y lo relativo. He aquí los dos tópicos de siempre. Vuelvo a las palabras de Lezama Lima: “Este combate entre la causalidad y lo incondicionado ofrece un signo, rinde un testimonio: el poema.” 70 la poesía y la polaridad Pero es en el poeta mismo donde se lleva a cabo esta lucha, pues en él habitan dos personajes distintos –tal vez son gemelos– que tienen todo que ver con esos dos héroes antagónicos que Occidente tanto ama: por un lado el pirata, el aventurero intrépido que descubre y conquista nuevos mundos; por otro lado el mártir, ese ser humano humilde y gentil que sabe perdonar ofensas, ponerse al servicio de Dios y ofrecerse en sacrificio por amor a los demás. “Tal parece –nos dice Jean Dubuffet en su Asphyxiating culture– que el hombre occidental no se da cuenta de la incompatibilidad de estos dos soles opuestos.” A esto se refería Ludwig Wittgenstein cuando afirmaba: “dentro de todo gran artista hay un animal salvaje… domesticado”. Esta polaridad consustancial permea todos los quehaceres y los productos resultantes de estos quehaceres del hombre, entre ellos, por supuesto, la poesía. “Los seres ordinarios y normales viven en la vida. Los artistas viven en el arte.” Las palabras son de César Vallejo. Y como resulta que todo artista, además de ser artista es un ser “ordinario y normal”, estamos hablando de dos seres en uno: Yo es otro. Ahora bien, decir que en todo ser humano existe un ser ordinario y otro normal, un pirata y un mártir, alguien que ignora y alguien que sabe, un civilizado y un salvaje, no es más que utilizar otras palabras y distintas imágenes para hablar de la polaridad. El tema es tan antiguo como el ser humano. Y debemos recordar que pocas civilizaciones dieron forma a la realidad de estos polos con tanta claridad y con rasgos más expresivos que los antiguos griegos. Apolo y Dioniso, la pareja mitológica sobre cuya conflictiva relación los griegos hicieron desplantar nada más y nada menos que el origen de la tragedia. Y la belleza entonces, como dice Ezra Pound, no sería más que “un pequeño sobresalto entre dos tópicos”. En el primer capítulo de su célebre libro, El origen de la tragedia, dice Nietzche: “Apolo y Dioniso, estas dos divinidades del arte, son las que despiertan en nosotros la idea del extraordinario antagonismo, tanto de origen como de fines, en el mundo griego, entre el arte plástico apolíneo y el arte desprovisto de formas, la música, que es el arte de Dioniso. Estos dos instintos tan diferentes caminan parejos, las más de las veces en una guerra declarada, y se excitan mutuamente a creaciones nuevas, cada vez más robustas, para perpetuar, por medio de ellas, ese antagonismo que la denominación ‘arte’, común a ellas, no hace más que enmascarar hasta el fin…” 71 alberto blanco Es muy probable que esta polaridad ancestral tenga como sustento la estructura bipartita de nuestro propio cerebro que, al estar dividido en dos hemisferios interconectados pero con funciones repartidas, nos da la oportunidad de funcionar en distintas modalidades. Pero también puede ser que la pugna entre estos dos principios formadores obedezca, como lo señala Camille Paglia en su tratado sobre el arte y la decadencia, Sexual personae, a otra polaridad implícita en nuestro cerebro: “La lucha entre Apolo y Dioniso es la lucha entre el neocortex cerebral y el viejo cerebro límbico y reptil.” Una pugna que Emily Dickinson sintió así: En la mente sentí una hendidura –como si el cerebro se me hubiera partido– Traté de unirlo –comisura a comisura– pero no lo he conseguido. La asociación que hace Camille Paglia de las estructuras cerebrales más antiguas –el cerebro reptil y el mamífero– a la figura de Dioniso, y la más reciente estructura del neocortex a Apolo, tiene sus implicaciones. Dioniso es la experiencia ancestral de la comunión con la naturaleza y la disolución del ego; Apolo es el principio de individuación. En el capítulo titulado precisamente “Apolo y Dioniso”, de su Sexual personae, Camille Paglia hace una excelente caracterización de estos dos principios rectores de la civilización occidental: “Lo apolíneo y lo dionisiaco, estos dos grandes principios occidentales, gobiernan la persona sexual tanto en la vida misma como en el arte. Ésta es mi teoría: Dioniso es identificación; Apolo es objetivación. Dioniso es la empatía, la emoción simpática que nos transporta a la demás gente, a otros lugares, otros tiempos. Apolo es el duro y frío separatismo de la personalidad occidental y del pensamiento categórico.” Dioniso es la fuerza que nos permite empatizar con los diez mil seres; Apolo es el principio de individuación que constituye el yo. No es posible imaginar la existencia de un arte que no atendiera a estos dos principios. Y la poesía no es la excepción. Sin la capacidad dionisiaca de reconocer que todos somos en última instancia lo mismo, no existiría la metáfora. Sin la posibilidad de ver el mundo desde el punto de vista único e intransferible de la personalidad y el yo, no existiría el poeta ni la poesía lírica. 72 la poesía y la polaridad Y ya que hablo de la poesía lírica, creo que vale la pena recordar que el calificativo proviene justamente de una de las características de Apolo, patrón y protector de la poesía: su inseparable lira. No deja de sorprender que sea este Dios de la razón, la ciencia y la medicina, la ley y la filosofía, justamente el espíritu tutelar de la poesía, y no Dioniso, el Dios del culto extático, de las celebraciones orgiásticas, del vino, los intoxicantes y de la danza. Dioniso heredó de Pan su flauta, y así los instrumentos de viento se convirtieron en el símbolo de la música dionisiaca. Apolo, en cambio, fue el heredero de la lira, precursora de todas las cuerdas de hoy en día: el arpa, el violín, la viola y el violonchelo. Apolo musagetes, la composición de Igor Stravinsky, ejemplifica a la perfección la música apolínea; cualquier pieza de Charlie Parker, Miles Davis o John Coltrane, con sus solos de saxofón y de trompeta, la música dionisiaca. Hablar de los dos principios antagónicos y complementarios que personifican Apolo y Dioniso en el arte y la poesía es hablar de una batalla operística donde Apolo lleva la voz cantante. No en balde es Apolo el Dios tutelar de la poesía. Pero esto no significa que Dioniso no esté presente; al contrario. Una gran parte de la poesía contemporánea es un canto nostálgico, a veces, y a veces desesperado, por hacer visible –principio apolíneo– el polimorfismo dionisiaco. ¡Cuántos poemas no nos hablan de una nostalgia dionisiaca en formas apolíneas! ¿Contradicción? ¿Charada? ¿Coincidentia opositorum? ¿Armonía? ¿Otra cosa? Todo ello y nada a la vez. Como dice Roberto Calasso en Las bodas de Cadmo y Harmonía: “Apolo y Dioniso son falsos amigos, de la misma manera que son falsos enemigos.” Luz y sombra de la obra de arte que frente a la oscuridad del tiempo de la naturaleza se alza como un faro que insiste en recordarnos la omnipresente eternidad. Frente al continuo devenir y la infinita cadena de 73 alberto blanco las metamorfosis de la vida y de la muerte, la poesía cifra una imagen que se resiste a los ultrajes del tiempo y el poema da testimonio de un anhelo de permanencia, y hasta de inmortalidad. En la poesía el sueño de Dioniso queda condensado en un puñado de sílabas, en la jaula de palabras de un diccionario y de un idioma, en la red que teje una sintaxis, en la estructura cristalina de una tradición y una voz. Y cada imagen nos habla con claridad de la oscuridad y oscuramente de la luz cenital del carro de Apolo al servicio de la transformación. Frente a la fugacidad y la certeza de la impermanencia, todo poema renueva la vieja apuesta por un orden y la posibilidad de otorgar sentido, por más que un golpe de dados jamás abolirá el azar. La poesía, con un ojo al gato de la trascendencia y otro al garabato de la realidad sin ton ni son de la vida diaria, nos ofrece una visión estereoscópica. Del funcionamiento de ambos ojos coordinados depende la profundidad de la visión. Entre lo absoluto y lo relativo, entre los principios geométricos perfectamente definidos y articulados de Apolo y la delicuescencia de la oscuridad terráquea y subterránea de Dioniso, la poesía renueva en cada poema el pacto de llegar a la totalidad de la experiencia humana. Porque todas nuestras experiencias, todas nuestras acciones, tienen dos caras, y sus consecuencias, con todo y ser infinitas, han de oscilar siempre entre dos polos: el positivo y el negativo. La experiencia humana del arte no es inmune a esta condición. Como afirma Nietzche: “la evolución progresiva del arte es resultado del ‘espíritu apolíneo’ y del ‘espíritu dionisiaco’, de la misma manera que la dualidad de los sexos engendra la vida en medio de luchas perpetuas y por aproximaciones simplemente periódicas.” O como dice William Blake en su “Argumento” incluido en El matrimonio del cielo y del infierno: “Sin contrarios no hay progreso. Atracción y Repulsión. Razón y Energía, Amor y Odio son necesarios a la existencia humana.” Sin embargo hay que considerar, al hablar de la polaridad y la poesía, al menos una instancia más: el historiador Reinhart Koselleck, hablando de lingüística, de política y de historia, declaró en una entrevista reciente a la española Revista de libros: “Desde un punto de vista estrictamente lógico habría dos posibilidades. Si afirmáramos que todo es repetitivo, entonces no habría posibilidad de nada nuevo, lo que resultaría muy aburrido. Nada 74 la poesía y la polaridad nuevo podría ocurrir. Pero si dijéramos que todo es nuevo, no se podría vivir, ni siquiera sobrevivir, porque si todo lo que nos rodea fuese una novedad y cada cosa una sorpresa, uno carecería de los conocimientos y de las habilidades más elementales para vivir. Así pues, hace falta un mínimo de repetición para entender lo que ocurrirá mañana.” Lo mismo pasa con el arte, en general, y con la poesía en particular. Existen siempre dos posibilidades en su práctica, dos polos, porque todo es repetitivo, y todo es nuevo. Y no hay en esto contradicción. El arte no podría vivir –ni siquiera sobrevivir– si así no fuera. Y toda forma artística, todo poema, ha de tener en cuenta siempre estos dos polos contrarios e indispensables. Porque si todo en un poema fuera novedad y cada cosa que se dice una sorpresa, resultaría imposible concebirlo, comprenderlo, disfrutarlo. Hace falta un mínimo de terreno conocido común, un mínimo de convenciones y de repeticiones en un poema para conseguir que se pueda leer hoy y que se pueda volver a leer mañana. Y ese mínimo común múltiplo incluye el idioma: el léxico, la gramática, la retórica, la sintaxis, etc., pero no se limita nada más a esto. Una tradición poética, con sus variaciones y repeticiones, es también, de modo explícito o implícito, ese mínimo de convenciones que hace posible la existencia de un poema. Hasta donde se alcanza a ver, éstos son y seguirán siendo los dos extremos entre los que se balancea un poema: tradición e innovación. Y éstas son y seguirán siendo las dos vías para la circulación de la savia en el árbol de la poesía: Apolo y Dioniso; luz y sombra; sístole y diástole. Éstos son los dos principios rectores que habrán de continuar dando vida a los poemas, y recibiendo vida de la poesía, haciendo florecer una renovación enraizada en las características excepcionales, intransferibles, únicas, de un idioma: un terruño lingüístico y una historia. Un poema es un artefacto que, para poder volar en el viento de la página en blanco, necesita de dos alas poderosas: el espacio –su terruño lingüístico– y el tiempo: su historia. Así, desde las apartadas provincias de un idioma nace una y otra vez el nuevo poema con aspiraciones de altura y trascendencia; con anhelo de universalidad. Ésta es la lucha y ésta es la paradoja. 75 Un jardín arrasado de cenizas* ( fragmento ) V íctor C abrera Dislalia. Ecolalia. ¿Standard de Asperger o bebop de Tourette? Extensas lagunas en las que el individuo manifiesta haber perdido conciencia de su nombre pero no de los sonidos esenciales con que en él se reconoce. Al tope una oclusión en el beat del corazón primate. Una compuerta en la conciencia que se cierra de golpe ante los abecedarios del sentido. En medio un nimbo. El fin al centro es una omega paradójica. El blanco relativo. Un agujero negro en la grisura. Al comienzo un arrullo amniótico. Un mantra prenatal. Retorno a la semilla. * 荒城の月 (Kojo no Tsuki): Luna del castillo en ruinas. Aud.: “Japanese folk song” (Kojo no Tsuki) [Rentaro Taki (arr. Thelonious Monk)]; en Thelonious Monk, Straight, no chaser, Columbia Records, 1967 (reed. en CD, 1996), 16:43 min. 76 Frente al espejo de la conciencia rota –un puño lacerado. Heridas. Cicatrices previsibles tras una temporada de silencio forzoso e infecundo− el sujeto manifiesta una ausencia de reflejos absoluta. Refiere en cambio pasajes de una falsa biografía. Ficciones superpuestas a su rostro de deidad babeante. Involuntarias muecas de máscara kabuki. Transido al alba por su gracia insomne –en loor de santidad al centro de la alcoba− el paciente es un muestrario de manías esquizitas. Una esfera incandescente de infinitos polos. Se llama Sol Oscuro. Canción Lunar. Estrella de las Rotaciones. Da vueltas sin parar –derviche sobre el eje de su propio paroxismo− como un long play eufórico y silente. Cansado de girar se sienta como un buda sobre el piso en que ha trazado con la mente la silueta de una isla. Canturrea a la deriva vocablos ininteligibles. Llegado el mediodía se desvanece. Más tarde vuelve en sí 77 como en un trance. Describe paisajes apenas entrevistos. Las ruinas de un castillo entre los rayos de la luna. Un jardín arrasado por el polvo. Con dedos de hollín ha dibujado las teclas de un piano sobre el muro. En esa escala desciende hacia el ocaso. –Duele verlo y no saber qué es ahora –dice la esposa. ¿Una visión crepuscular del absoluto o una toma disonante del universo en llamas? ¿Una versión alterna del hipotético eslabón o un santo de cabeza? Él sabe quién en cambio –oye voces. Una selva de voces isla adentro. Le dicen yo soy tu fundamento Planté la semilla de un incendio en medio de tu cráneo y en ese fuego has de consumir tu sed febril y tus sutiles alabanzas dicen Un día como hoy pero de un año improbable habrás soñado en Kioto con un joven senséi tuberculoso al que temes y veneras pues te ha convertido en su fantasma le dicen Volvemos con más jazz después de este mensaje ¿Se siente nervioso y consumido? También tenemos para usted una suite en Camarillo Un cuarto con visiones interiores Un tokonoma parietal informan Estamos de vuelta en esta emisión de Maestros del góspel y enseguida escucharemos un mandala entre la bruma Mantenga los ojos bien abiertos sugieren 78 Alalia. Agnosia. Logorrea. La balada del autismo o un jam de identidad disociativa. Sujeto conocido. Presumiblemente toxicómano. Edad incalculable entre cuarenta y dos millones de años. Intoxicado de presencias afirma ser la encarnación de un espacio imaginario. Rentaro-san dice haberse llamado en otra vida. Asegura que en ésta es un gran compositor y un excéntrico pianista ensimismado −posible delirio de grandeza. Por toda seña particular lleva una especie de bonete marroquí. Al fondo de su nombre duerme un monje. Notoriamente loco –por supuesto. 79 Fenomenología del espíritu* H éctor M. S ánchez Indicaciones previas. Se recomienda leer este texto en desorden: se puede, por ejemplo, tirar las primeras nueve cartas de la baraja (cada una de ellas simbolizando una de las partes de esta obra) y, así, ir leyendo según el orden en que aquéllas vayan apareciendo; se puede también, si se prefiere, pedirle a alguien que vaya eligiendo al azar números del uno al nueve –elección que determinará el orden de lectura del texto. Búsquese el mayor número de combinaciones posibles. El espíritu es tanto más grande cuanto mayor es la oposición de la que retorna a sí mismo. Hegel introducción Si fuera una película, esta obra comenzaría con una toma en close-up de mí, el niño con el traje de baño azul; pasados unos segundos, la toma se iría abriendo y mostraría que la mano de uñas pintadas que rozaba, casi por accidente, mi hombro derecho, era la de mi prima Mercedes; junto a mí irían apareciendo igualmente mis primos Gustavo, José Luis y Gabriel; finalmente, la toma quedaría abierta en su totalidad y mostraría que se trataba de La banda sonora de este texto se encuentra disponible en spotify (listas de reproducción Fenomenología del espíritu –disco 1– y Fenomenología del espíritu –disco 2). Nombre de usuario: herrgurken. * 80 fenomenología del espíritu una fotografía en la que varios niños de entre ocho y quince años aparecen a las orillas de un río: mis primos y yo, en el rancho del tío Carlos. Era un día soleado de diciembre y nuestras madres habían aprovechado la benevolencia del clima para llevarnos a nadar antes de comer. Las cosas se habían presentado así, casi espontáneamente. Cerca de las cuatro de la tarde, cuando habríamos de emprender la vuelta a casa, nuestras madres habían querido tomar una fotografía (ahora que estábamos reunidos ahí todos los primos). Una ocasión así no se repetiría con facilidad: por ello, la fotografía habría de ser sumamente memorable. Hubo quien llegó a decir, incluso, que gracias a ella el recuerdo de ese día duraría para siempre. Así, nos pidieron que nos colocáramos todos juntos, a la orilla del río, sobre las piedras levemente calientes que, en aquel día de invierno, estimulaban de forma deliciosa las plantas de nuestros pies desnudos. Yo había terminado junto a Mercedes, la más grande entre todos nosotros –y quien, a la hora de ser tomada la fotografía, había posado la mano izquierda, casi por accidente, sobre mi hombro. conciencia i Si fuera una puesta en escena, en cambio, esta obra comenzaría con un oscuro total; de pronto, una luz cenital se encendería e iluminaría exclusivamente al actor que me representaría a mí, el niño con el traje de baño azul; poco a poco, la luz se iría expandiendo y mostraría, uno detrás del otro, a Mercedes, a Gustavo, a José Luis, a Gabriel y, finalmente, ya cuando todas las luces del escenario estuvieran encendidas, al conjunto de los primos sobre las rocas del río; éstos permanecerían inmóviles durante algunos segundos; entonces, se vería la luz de un flashazo que vendría desde detrás del público y, en un instante, la fotografía cobraría movimiento: los niños perderían su posición inicial y comenzarían a hablar entre ellos, desordenadamente, generando un gran bullicio. Las madres entrarían entonces desde el frente, con algunas toallas y bolsos, y empezarían a secar a sus hijos. Mientras mi madre me secaría y quita81 héctor m. sánchez ría, al igual que las demás, el traje de baño enfrente de todos, yo vería casi con envidia a Mercedes –quien, ya libre, por su edad, de toda madre que la importunara, se limitaría a pasarse una toalla por los hombros y las piernas, a ponerse una falda que cubriría mínimamente la parte inferior de su traje de baño color rosa, y a empezar a caminar, sin nada que cubriera la parte superior del mismo, hacia la casa principal del rancho. Así, en tanto que los niños estaríamos ahí, con nuestras pequeñas nalgas y testículos al aire, ella y el primo Eduardo, apenas cuatro meses menor, se sonreirían con cierta indulgencia Por la noche, Mercedes aparecería ataviada con un vestido negro que le dejaría al descubierto las tres cuartas partes de las piernas. Yo llevaría puesto un ligero suéter azul marino y habría sido el primero en llegar al comedor para cenar: sabía que ella estaría ahí en cualquier momento y no querría desaprovechar ningún segundo en que pudiera verla. Cerca de las ocho, entraría Mercedes. Tendría el cabello aún mojado y oliendo a shampoo de coco. Pero no hablaría conmigo sino sólo con el primo Eduardo, el único que parecería digno de su conversación. Además, estaría sentada en la mesa de los adultos –mientras, yo, en la pequeña mesa de plástico que habrían puesto para los niños. Media hora después, todos estaríamos ya en el comedor y la cocinera empezaría a colocar grandes ollas de comida sobre la mesa. Una de nuestras madres se acercaría a donde estaríamos nosotros y nos preguntaría si querríamos pollo o cerdo; poco después, con la ayuda de una de las sirvientas, comenzaría a llevarnos platos ya servidos: para nosotros, prácticamente no había elección. En la mesa de los adultos, mientras tanto, la conversación se tornaría animada y sería interrumpida de vez en cuando por grandes risas; en el lado opuesto a donde estaba el centro de atención, Mercedes hablaría en voz baja con Eduardo, como haciéndole confidencias. 82 fenomenología del espíritu Al cabo de algunos minutos, se levantarían de la mesa y saldrían al patio. Yo decidiría seguirlos. La noche estaría estrellada y correría un viento fresco; además, habría luciérnagas. Los descubriría detrás de un árbol, fumando; sin embargo, ellos no me verían. Regresaría al comedor antes de que mi madre se diera cuenta de mi breve ausencia. Con el paso de los días, el rancho se iría quedando solo. Mercedes y sus hermanos serían de los primeros en irse. Después se marcharían Agustín, Rogelio, Gustavo, Gabriel; finalmente, también nos marcharíamos nosotros, ya cerca del Día de Reyes. De esa forma, una de las últimas imágenes de esta escena sería la de mi padre, mi madre y yo a bordo de un auto, transitando por la noche en una carretera. De pronto comenzaría a escucharse, primero piano y luego in crescendo, el segundo tema del “Allegro energico, ma non troppo” de la Sinfonía número 6 de Mahler. Con esta música de fondo, pero ya en fade out, habría una transición a la toma de mi dormitorio, de vuelta en la ciudad. Yo estaría acostado en mi cama, sin luces encendidas, y ahora sólo se podría percibir el ruido distante de los autos pasando por las avenidas. Unos segundos de silencio. Entonces la escena cerraría con el inicio de una masturbación: una de mis primeras; en esa oportunidad, recordando las piernas desnudas de Mercedes. Imagen en fade out. Silencio… Al fin, una pulmonía mató a don Guido, y están las campanas todo el día doblando por él: ¡din-dan!… Murió don Guido, un señor de mozo muy jaranero, muy galán y algo torero; de viejo gran rezador. Dicen que tuvo un serrallo este señor de Sevilla, que era diestro en manejar el caballo, y un maestro en deshojar manzanilla… Música en fade out. Silencio. 83 héctor m. sánchez ii La segunda escena comienza igualmente con un oscuro total. Ha de escucharse entonces un toque de campana y, a continuación, empezarán a sonar los cornos de El canto de la Sibila, en su versión en latín. Simultáneamente se encenderá una muy tenue luz azulada, que ha de proyectarse desde el ángulo superior del lado derecho del escenario; lo que esta luz alcanzará a iluminar serán unas bancas de madera y un altar sobre el que reposan una custodia y un cáliz; en el lado izquierdo, el que aún está en completa oscuridad, lograrán percibirse muy vagamente, al lado de otra hilera de bancas, los contornos de una gran figura de cera que parecerá representar a san Francisco de Asís usando un voluminoso hábito –aunque más tarde sabremos que se trata de una figuración de La Muerte. A estas alturas, el espectador ya sabrá que nos encontramos en el interior de una iglesia medieval, y que la luz azulada que entra por el lado derecho de la misma es la luz del atardecer filtrada por una serie de vitrales que representan la Pasión de Cristo; al fondo, detrás del altar, podrá verse la tumba en relieve de un rey, con su gran espada sostenida por ambas manos. Segundo toque de campana, con el cual entrará La Madre, ataviada con un vestido floreado color naranja, un sombrero de jardín y unos zapatos de tacón blancos. La actriz que la represente ha de ser una señora de entre 35 y 40 años que aún se vea bastante joven. La Madre caminará lenta pero desenfadadamente, con una inocultable alegría, y se sentará con las piernas cruzadas sobre el altar, viendo hacia el frente; sus muslos, particularmente carnosos, han de ser claramente perceptibles para el público: Audite quid dixerit Sibilla: iudicii signum, tellus sudore madescet. Acto seguido entrará en escena La Primera Danzante, una muchacha vestida de blanco, descalza, que comenzará a ejecutar un cadencioso baile, al ritmo de los coros, valiéndose de un trozo de tela igualmente blanco. La Madre la mirará con poco interés, como si la danzante no estuviera enfrente de ella, e incluso por momentos dejará de verla en absoluto; el baile se ha de extender durante alrededor de tres minutos y ha de estar en sincronía con 84 fenomenología del espíritu las primeras dos estrofas del Canto; hacia el final de éstas, la muchacha se acercará a La Madre, quien levantará la cabeza y le tomará la mano, como examinándosela, para después mostrar un gesto de desdén; entonces la danzante simulará caer muerta cerca de la hilera de bancas del lado izquierdo (el que aún está en penumbra); se escuchará entonces un tercer toque de campana, habrá luego un breve silencio y, finalmente, un nuevo toque, el cual ha de ir acompañado de un cambio de luz: de azul a tenue amarillo… E cælo rex adveniet per secula futurus, scilicet in carne presens, ut iudice orbem: iudicii signum tellus sudore madescet… El sonido de los laúdes de El canto de la Sibila, en su versión provenzal, ha de marcar la entrada de La Segunda Danzante, una muchacha vestida de lila, igualmente descalza, pero con las piernas totalmente descubiertas. Esta Segunda Danzante ha de llevar a cabo un baile más animado que la primera, aunque de igual forma muy lento, al ritmo de los coros, sin apoyo de objeto alguno, y La Madre le pondrá tanta o menos atención que a la otra muchacha; hacia el final, igualmente, La Segunda Danzante se aproximará a La Madre, quien levantará la cabeza y le tomará el pie derecho, como examinándoselo, para después mostrar un gesto de desdén; entonces la muchacha fingirá caer muerta sobre las bancas del lado derecho del escenario. Toque de campana. Silencio. Nuevo toque de campana. Ans del judici tot anant apparrà un senyal molt gran la terra gitarà suor e terminarà de gran pauor. Al jorn del judici parrà el qui haurà feyt servici... La Tercera Danzante entrará con el inicio de El canto de la Sibilia, en su versión catalana, y con el cambio de luces de amarillo a anaranjado. Esta danzante irá cubierta sólo con un plástico de color rojo, casi transparente, y será muy delgada; su baile será el más sutil de los tres, en contrarritmo con las percusiones, coros y violas del Canto; La Madre, por ello mismo, le 85 héctor m. sánchez pondrá toda la atención que no le puso a las dos bailarinas anteriores. Hacia el final de su danza, la muchacha se acercará a La Madre, quien la tomará del cuello, como examinándoselo, para después mostrar un gesto de desdén; la danzante nos dejará ver un leve dolor en su rostro mientras se resiste a La Madre, pero acto seguido caerá muerta a sus pies –no sin que La Madre la observe con un dejo de ansiedad durante breves segundos–. Entonces se escuchará el último toque de campana y la iluminación cambiará súbitamente a un rojo intenso; el toque se repetirá hasta convertirse en un sonido continuo y discordante; al mismo tiempo, la figura que parecía representar a san Francisco de Asís quedará iluminada totalmente y revelará a La Muerte. Toda la iglesia, incluyendo sus alfombras, pendones y vitrales, se verá bañada en un rojo carmesí. En ese momento, entrará corriendo desde la derecha un niño de doce o trece años y se arrojará al regazo de su madre, quien lo consolará dulcemente: –Mami, yo no quiero que te mueras. ¿Verdad que vas a estar conmigo por mucho tiempo? –dirá, levantando la cabeza. El hijo gemirá entonces levemente, La Madre lo abrazará y de ese modo llegará a su fin la segunda escena… Los infants qui nats no seran dins en lo ventra ploraran; e cridaran tot altament: Senyor ver Déu omnipotent. Al jorn del judici parrà el qui haurà feyt servici. Sale sonido disonante. Oscuro total. Silencio... Mother do you think she’s good enough, for me? Mother do you think she’s dangerous, to me? Mother will she tear your little boy apart? Ooooh ah, Mother will she break my heart? Hush now baby baby don’t you cry. Mama’s gonna check out all your girlfriends for you. Mama won’t let anyone dirty get through. 86 fenomenología del espíritu Mama’s gonna wait up until you get in. Mama will always find out where you’ve been. Mama’s gonna keep baby healthy and clean. Ooooh baby, oooh baby, oooh baby, You’ll always be baby to me. Mother, did it need to be so high? iii . ( nocturna ciudad ) 1 La primera vez que él lo vio fue en el trasborde del metro Tacuba, cerca de las once de la noche. El otro (delgado, 18 años) llevaba un pantalón de mezclilla y una camiseta negra; caminaba apresuradamente. Él contempló su cabello largo y encrespado, su piel blanca que brillaba con la luz, su espalda probablemente musculosa. Bajó detrás del otro hasta el andén casi vacío y abordó, junto con cinco o seis pasajeros más, el último tren de la noche. Él, de pie y sosteniéndose de un tubo, lo miró durante todo el recorrido; el otro ni siquiera notó su presencia. Al llegar a la siguiente estación, el otro se levantó de su asiento y él lo siguió, a la distancia; ascendieron por dos o tres series de escaleras eléctricas y, por fin, salieron a la superficie. El otro echó a andar por una calle silenciosa y mal iluminada (había unos muchachos tomando cerveza en la esquina; él pensó que habría problemas; sin embargo, nada sucedió), dobló a la izquierda y luego a la derecha y, finalmente, entró en un edificio. Él lo observó avanzar a través de un largo pasillo apenas alumbrado por una bombilla de tono amarillento y se detuvo al pie de una escalera, en cuyo extremo superior el otro se perdió de vista. 2 Al volver a su cuarto, él se tumbó boca arriba en la cama y encendió la radio. Pasaban una selección de piezas de Portishead. Cuando terminó “Humming”, el conductor del programa se despidió del auditorio y explicó que lo dejaría acompañado por música continua durante el resto de la madrugada. 87 héctor m. sánchez Él tardó en conciliar el sueño, dio varias vueltas entre las sábanas. Cerca de las tres, “Idioteque”, de Radiohead, empezó a repetirse; entonces sus ojos se fueron cerrando de a poco (veía al otro caminando por el Paseo de la Reforma), The first of the children / the first of the children / the first of the chidren /, alcanzaba a escuchar (ahora lo encontraba frente a una piedra de sacrificios en una enorme sala desierta del Museo Nacional de Antropología; él se aproximaba despaciosamente al otro y le rozaba el brazo derecho), the first of the, the first / the first of the children… Despertó con el sol de las nueve pegándole de lleno en el rostro; de inmediato se puso de pie y se dirigió al baño. Al desnudarse frente al espejo, descubrió la flaccidez insoportable de su vientre, la inocultable desproporción entre sus delgadísimos brazos y su torso medianamente abultado, y el acné de la zona derecha de su cara. Entonces experimentó una gran repugnancia por su cuerpo. Aún desnudo, regresó a su cuarto y comenzó a hacer abdominales de forma bastante frenética. Cuando hubo realizado doscientas, sintió un dolor agudo a la altura de las costillas y, por tanto, decidió detenerse; luego se acostó y permaneció mirando el techo durante un buen rato; se masturbó, fumó marihuana. Por la tarde, ya más tranquilo, fue a la cocina para comer algo. 3 Mientras avanzaba por el pasillo de trasborde en el metro Tacuba (había ido a esa estación porque tenía la vaga esperanza de que volvería a encontrarse con el otro), él lo vio por segunda vez; el otro tenía puestos el mismo pantalón de mezclilla y la misma camiseta negra, pero ahora marchaba en una dirección inversa respecto de la primera ocasión. Nuevamente, él lo siguió. Anduvo detrás del otro hasta que salió en el metro Panteones, caminó por una 88 fenomenología del espíritu gran avenida, dio vuelta en una calle y se metió en un edificio de oficinas. Él decidió sentarse en la banqueta de enfrente y esperar. Se entretuvo mirando la tarde que poco a poco iba cayendo sobre los desvencijados tinacos y ventanas de las unidades de condominios. A las siete, los faroles de la calle se encendieron y unos niños se pusieron a jugar futbol. Al cabo de un tiempo, los niños se sentaron a la puerta de una tienda y hablaron excitadamente sobre los mejores momentos del recién acabado partido mientras bebían refresco; luego se callaron y, ante el llamado de una voz maternal, se despidieron los unos de los otros y volvieron a casa. La calle quedó completamente silenciosa: apenas podía escucharse el leve zumbido proveniente de las luces blancas del edificio de oficinas y, de cuando en cuando, el motor de un automóvil o una motocicleta que friccionaban la avenida (como el ruido de un cerillo al encenderse), el sonido lejano de una ambulancia o el murmullo confuso de múltiples televisores sintonizados en diversos canales. Eran las diez treinta de la noche. De pronto, el otro reapareció. Él lo escuchó despidiéndose del guardia de la entrada del edificio y, sin perder un segundo, se levantó. Regresaron al metro Panteones y se sumergieron en el andén. 4 Al salir a la calle (en Camarones), se metieron en un lounge de un segundo piso. El otro se puso a fumar marihuana; él, al verlo, sonrió con cierta complicidad. El lugar estaba iluminado por un color azul laboratorio (emulaba el tono de luz que despiden ciertos artefactos magnéticos de grandes proporciones, como los que fotografía Kenji Endo) y la música era tenue, despaciosa (Give me the night, Slow down). Al cabo de media hora, partieron. El otro caminó hasta un lugar por el que bajó quince o veinte escalones y después atravesó una puerta de madera que se cerró tras él. Él lo imitó (a la mitad de su descenso, escuchó una especie de sonido alfombrado y permaneció suspenso por medio minuto). Al abrir la puerta, el ruido se desbordó con toda su intensidad: una mujer acababa de interpretar una versión de “Turn me on” y ahora el público aplaudía; entonces la luz del escenario se apagó y dejó al club en una oscu89 héctor m. sánchez ridad apenas interrumpida por el reflejo de los vasos de cristal y las informes masas de humo exhaladas por los cuerpos y los cigarros. A continuación, un trío de jazz empezó a interpretar el Nocturno en Fa menor de Chopin. Entonces una mujer se acercó a él y le dijo que no tenía mesas libres: debería compartir una o ir a la barra. Después de echarle una rápida mirada al club y descubrir al otro en la barra, él le respondió que no había problema, pues ya alguien lo estaba esperando… –No te molesta que me siente junto a ti, ¿verdad? –preguntó él, apenas se hubo sentado al lado del otro. El otro alzó los hombros y se concentró en beber el ron que estaba en su vaso. Luego se volteó hacia él y le preguntó: –¿Por qué me estás siguiendo? Él, sorprendido, no supo qué responder; el otro, como ya esperando esa reacción, hizo una nueva pregunta: –¿Traes marihuana? 5 El otro avanzaba rápidamente, un poco adelante de él, y reviraba de cuando en cuando para pedirle una pastilla; él le negaba la dosis argumentando que tan sólo faltaban una o dos cuadras: “aquí no; en mi departamento te tomas todo lo que quieras”. Llegaron a un edificio decadente, con olor a humedad, completamente oscuro; ascendieron por una escalera angosta que marcaba la separación entre el par de cuartos de cada piso (un matrimonio se insultaba bajo el fondo continuo de un estridente llanto infantil) y entraron en uno del tercer nivel. No encendieron la luz (dos gatos maullaron alternadamente; eran las tres de la mañana). Él le pidió al otro que se sentara; el otro, al no hallar más que un sofá viejo y empolvado, prefirió colocarse en el suelo de cemento, al lado de unas revistas. Bebieron y fumaron; consumieron algunas pastillas; siguieron fumando. El otro preguntó por el baño y él le señaló el sitio; el otro se levantó con dificultad, tambaleándose. Como no cerró la puerta, él pudo percibir con toda claridad el ruido desacompasado del chorro de orina al caer e imaginó el pene del otro; se excitó. Entonces se levantó del sofá, sintonizó la radio en una estación de jazz y subió el volumen. Al volver del baño el otro, él lo sujetó 90 fenomenología del espíritu por la cintura y lo tumbó en el sofá; luego lo besó y, acto seguido, le metió la mano por el pantalón y empezó a acariciarle el vello púbico. El otro se desconcertó, pero se repuso rápidamente y se fue hacia los labios de él, se los recorrió con los suyos; le gustó ese labio inferior delgado, dócil; lo palpó una y otra vez con los dientes y, luego, lo mordió, lo apretó con fuerza y extrajo un poco de sangre; él sintió una punzada de dolor y trató de separarse, pero el otro no quería soltarlo, así que jaló su cuerpo hacia tras, impulsivamente, y, en el acto, se desgarró el labio: un trozo de carne quedó entre los dientes del otro; ahora él sangraba considerablemente. El otro, al verlo, irrumpió en una carcajada y él, enfurecido, le gritó que se callara; el otro ni siquiera le prestó atención; a él le repugnaba esa risa sarcástica, caníbal, que iba progresivamente acrecentándose. Desesperado, le pegó una, dos veces (el otro no mostró ninguna resistencia): la risa continuaba; lo golpeó hasta que le abrió la nariz y los pómulos; le amorató la frente; sin embargo, la risa seguía allí, más intensa, insoportable. Él, ya fatigado, se separó del otro y lo observó; apenas podía distinguir su rostro a causa de la gran cantidad de sangre que había en él; se palpó el labio, se miró las manos, también cubiertas de sangre y, de pronto, le pareció comprender lo absurda que resultaba aquella situación. Se burló de sí mismo, a carcajadas; fue sofocando la risa del otro con la propia, hasta que sólo quedó una. Luego, nada. Eran ya las cinco y media; de la calle provenía un sonido de escobas y de carros de basura. Estaba por amanecer: otro día en la ciudad. Fin de la escena. ( intermedio ) autoconciencia La siguiente escena ha de filmarse exclusivamente con una cámara de mano y sin musicalización alguna. Lo que veremos de inicio, primero fuera de foco y luego ya con nitidez, es una vagina incorporándose y alejándose de un pene. Gemidos intercalados de hombre y mujer. Paulatinamente, la toma se irá distanciando y nos dejará observar ya los cuerpos desnudos de una mujer sobre un hombre; él, de 20 o 21 años; ella, de entre 30 y 35, de corta estatura… Ninguno de los dos será, en realidad, físicamente muy atractivo. 91 héctor m. sánchez Lentamente, el hombre se incorporará, tomará a la mujer de los hombros y la echará de espaldas; inmediatamente, ella se pondrá boca abajo y levantará las nalgas; él se colocará sobre ella y comenzará a besarle la columna vertebral; a continuación, veremos la toma en primer plano de un pene entrando y saliendo de un ano. Esta toma se extenderá durante algunos segundos; al cabo de éstos, el pene se separará del ano y ahora nos encontraremos de nuevo a hombre y mujer de cuerpo entero; él, echado hacia atrás, como descansando un instante; ella, apoyada sobre sus codos, mirando hacia él. Súbitamente, la mujer se incorporará, tomará con su mano derecha el pene de él y se lo meterá en la boca; secuencia de una felación; él, con los ojos cerrados y la boca entreabierta; ella, conforme va aumentando su esfuerzo, va dejando florecer una coloración en su rostro. Close-up al rostro; termina la felación, pero sin que el hombre eyacule. Pausa. Ambos se miran y comienzan a reír –primero, con cierta reserva, luego a carcajadas; se besan en la boca. Así, sentados, prácticamente en cuclillas, y sin dejar de besarse, él se toma el pene y lo coloca en la vagina de ella (pero esto no lo vemos, puesto que la cámara sigue enfocando los rostros de ambos; sabemos que ha sucedido por el movimiento en el hombro de él y por una ligera reacción en el rostro de ella, justo cuando el pene ha entrado en su cuerpo). Él le come los senos, poco voluminosos, pero sumamente atractivos, de pezones perfectamente formados; ahora, él va bajando por el pecho de ella, le besa el vientre, las costillas, hasta llegar al pubis y comenzar a mordisqueárselo; entonces vemos la cabeza de él, metida entre las piernas de ella; los muslos, rollizos, captarán prácticamente toda la atención de la cámara; luego quedará enfocado el rostro de ella, aún enrojecido… Instantes después, él se separará de ella y recargará su espalda sobre una superficie vertical. A continuación, extenderá la pierna derecha y meterá el dedo gordo del pie en la vagina de ella; ella, como para ayudarle, abrirá más las piernas, tomará el pie con ambas manos y empezará a empujarlo hacia afuera y hacia adentro. Ahora ella le besa los muslos a él, se desliza por sus pantorrillas y luego se aleja; acto seguido, ella estira la pierna, toma el pene de él entre su dedo gordo y el dedo índice del pie y comienza a masturbarlo; larga toma de la masturbación en primer plano; así, podremos observar a todas luces la eyaculación, abundante y espesa, que irá a parar a las rodillas y pantorrillas 92 fenomenología del espíritu de ella. Al ver esto, ambos comenzarán a reír –primero, con cierta reserva, luego a carcajadas. Corte. La luz del crepúsculo vespertino alcanza a verse a través de la cortina semicerrada y, ahora, para concluir la escena, tendremos una toma de techo en la que hombre y mujer aparecen dormidos; él, con la cabeza sobre el pecho de ella, en posición fetal, con la mano derecha por detrás de su espalda y la izquierda muy cerca del pubis; ella, con la boca entrecerrada y la mano izquierda descansando sobre las nalgas de él; la mano derecha, en cambio, estará posada suavemente sobre su cabello, como acariciándolo con una ternura maternal. Imagen en fade out. Silencio… Un sarao de la chacona se hizo el mes de las rosas, hubo millares de cosas y la fama lo pregona: a la vida, vidita bona, vida vámonos a chacona. Porque se casó Almadán, se hizo un bravo sarao, dançaron hijas de Anao con los nietos de Milán. Un suegro de Don Beltrán y una cuñada de Orfeo, començaron un guineo y acabólo una maçona. Y la fama lo pregona: a la vida, vidita bona, vida vámonos a chacona… vida vámonos a chacona. razón Nadie ignora tanto la grandeza de las contribuciones de Marx como aquellos que lo alaban hasta los cielos por su genio, como si éste hubiera madurado fuera de 93 héctor m. sánchez las luchas de clase del periodo histórico en el que vivió, o como si hubiera sido motivado por el mero desarrollo de los propios pensamientos y no por la acción de los obreros que transformaban la realidad. Raya Dunayevskaya De acuerdo con Hegel, la dialéctica consiste en el movimiento de dos determinaciones que, aunque parecen contradictorias, en su resultado descubren que son una misma unidad esencial; sin embargo, estas dos determinaciones no perecen en su producto, sino que siguen desarrollándose para darle una configuración cada vez más particular al mismo. De ese modo, bien podría decirse que, en la dialéctica, el principio y el final –si es que puede hablarse aquí de principio o de final– constituyen una sola cosa: el principio es final en sí y, el final, principio desarrollado (a partir de los mismos elementos que ya estaban presupuestos desde un inicio). De acuerdo con esto, la vida podría entenderse (de manera general, aunque con diversas determinaciones según el estadio de desarrollo histórico en que nos haya tocado vivir) como una oposición constante entre lo individual y lo social; desde el punto de vista del individuo, esta disyuntiva puede entenderse como el conflicto de la identidad; desde el punto de vista social, como el de las luchas de clase. Ambos elementos, sin embargo, constituyen una sola unidad esencial: la de la voluntad de vivir, puesta en movimiento por el individuo –que, a la vez, es necesariamente el sujeto social. La forma en la que esta contradicción se va resolviendo equivale, así, al movimiento general de la Historia. Para un individuo que, como yo, nació entre las capas medias de la actual sociedad burguesa, uno de los primeros modos en que se manifestó la oposición entre lo individual y lo social fue en el anhelo de sentirme aceptado por mis padres: mi relación con la familia nuclear, en tanto forma social más inmediata, significó para mí, cuando era niño, el momento en que rompí por primera vez con mi individualidad aislada y me sentí vinculado con el mundo. Más o menos resuelta esta disyuntiva, llegaría el momento de volver a mí mismo y reconfigurar mi subjetividad; se trataba, entonces, de encontrar aquellos rasgos que me diferenciaban de los demás niños: mis juegos predilectos, mi gusto por los cómics y por crear mis propias historias, etc. 94 fenomenología del espíritu Sin embargo, esto no sería suficiente, pues ahora se había generado una necesidad por vincularme con mi nuevo mundo inmediato: mis amigos, mis primos y, más adelante, con el primer chico que me gustó. Pasado este momento, volvería el turno de reconfigurarme como individuo –pero ahora de modo mucho más concreto, puesto que el conocimiento sobre mí mismo era mayor–: entonces me volví consciente de mi gran capacidad razonante y de mi gusto por las matemáticas y por la literatura. Nuevamente, claro está, dicha búsqueda interior tendría que devenir en una más determinada búsqueda exterior: el encuentro, por un lado, con el primer chico que ya no sólo me gustaba, sino con el que parecía identificarme verdaderamente; por el otro, con un grupo de intelectuales –y entonces todo se convirtió en una pasión absoluta por la cultura y el arte, en una cuestión de exquisitez y sapiencia–. Pero aun estos encuentros se revelarían abstractos y, por ende, llegaría el momento de refugiarme de nuevo en mí: me descubrí entonces como un sujeto no sólo poseedor de una considerable capacidad de raciocinio, sino capaz de construir nuevas cosas y, por tanto, de oponerme a las estructuras ya establecidas. La forma de identidad social correspondiente a esta nueva manera de entenderme a mí mismo fue la de unirme a una organización de lucha social: se trataba, entonces, de encontrar mi subjetividad a partir de la transformación del mundo. Pero aun esta identificación aparentemente absoluta entre lo individual y lo social resultó ser abstracta. Era momento, pues, de volver a mí mismo para reconfigurarme –y fue aquí donde me encontré con los mayores obstáculos y los mayores callejones sin salida: ¿cómo hacer de lo individual y lo social una sola cosa sin perderme a mí mismo y, a la vez, 95 héctor m. sánchez sin dejar a un lado mi necesidad de transformar el mundo? Hasta ahora, había entendido siempre a la vida mediante la razón, lo cual consideraba una de mis mayores virtudes –cuando de lo que se trataba, en cambio, era de entender a la vida, en sí misma, como una forma de razón–. Por ello, la que había parecido mi mayor cualidad se reveló, finalmente, como el origen de mi más grande ceguera –la cual no me era exclusiva, sino que es propia de quienes, como yo, nacimos en el seno de la sociedad burguesa–. De ese modo, no fue sino hasta cuando cobré conciencia de mi posición de clase cuando pude destruir la contradicción más absoluta: la que me impedía ver la unidad esencial entre la razón y la existencia. La acción de las masas, en sí misma una forma de razón, es la única que puede echar abajo el actual sistema social y, a la vez, dar pie a uno nuevo, necesariamente más colectivo; al asumir mi papel, con sus correspondientes limitaciones, en esta lucha, he encontrado un nuevo modo de realizar la plena individualidad en la plena colectividad: soy yo mismo al construir un nuevo mundo y, en contraparte, este nuevo mundo me ofrece nuevas maneras de entenderme a mí y mi relación con los demás. Ya que este momento de la Historia no se ha consolidado aún, habrá que luchar por hacerlo… this is the spectacular now. espíritu Nosotros rogamos a aquel a cuya mano se acerque este manifiesto, que lo haga pasar a todos los hombres de todos los pueblos. Reforma, libertad, justicia y ley. El general en jefe del Ejército Libertador del Sur, Emiliano Zapata. (Manifiesto zapatista en náhuatl.) A los pueblos y gobiernos del mundo: Hermanos: No morirá la flor de la palabra. Podrá morir el rostro oculto de quien la nombra hoy, pero la palabra que vino desde el fondo de la historia y de la tierra ya no podrá ser arrancada por la soberbia del poder. Nosotros nacimos de la noche. En ella vivimos. Moriremos en ella. Pero 96 fenomenología del espíritu la luz será mañana para los más, para todos aquellos que hoy lloran la noche, para quienes se niega el día, para quienes es regalo la muerte, para quienes está prohibida la vida. Para todos la luz. Para todos todo. Para nosotros el dolor y la angustia, para nosotros la alegre rebeldía, para nosotros el futuro negado, para nosotros la dignidad insurrecta. Para nosotros nada. Nuestra lucha es por hacernos escuchar, y el mal gobierno grita soberbia y tapa con cañones sus oídos. Nuestra lucha es por el hambre, y el mal gobierno regala plomo y papel a los estómagos de nuestros hijos. Nuestra lucha es por un techo digno, y el mal gobierno destruye nuestra casa y nuestra historia. Nuestra lucha es por el saber, y el mal gobierno reparte ignorancia y desprecio. Nuestra lucha es por la tierra, y el mal gobierno ofrece cementerios. Nuestra lucha es por un trabajo justo y digno, y el mal gobierno compra y vende cuerpos y vergüenzas. Nuestra lucha es por la vida, y el mal gobierno oferta muerte como futuro. Nuestra lucha es por el respeto a nuestro derecho a gobernar y gobernarnos, y el mal gobierno impone a los más la ley de los menos. Nuestra lucha es por la libertad para el pensamiento y el caminar, y el mal gobierno pone cárceles y tumbas. Nuestra lucha es por la justicia, y el mal gobierno se llena de criminales y asesinos. Nuestra lucha es por la historia, y el mal gobierno propone olvido. Nuestra lucha es por la Patria, y el mal gobierno sueña con la bandera y la lengua extranjeras. Nuestra lucha es por la paz, y el mal gobierno anuncia guerra y destrucción. Techo, tierra, trabajo, pan, salud, educación, independencia, democracia, libertad, justicia y paz. Éstas fueron nuestras banderas en la madrugada de 1994. Éstas fueron nuestras demandas en la larga noche de los 500 años. Éstas son, hoy, nuestras exigencias. Nuestra sangre y la palabra nuestra encendieron un fuego pequeñito en la montaña y lo caminamos rumbo a la casa del poder y del dinero. Hermanos y hermanas de otras razas y otras lenguas, de otro color y mismo corazón, pro97 héctor m. sánchez tegieron nuestra luz y en ella bebieron sus respectivos fuegos. Vino el poderoso a apagarnos con su fuerte soplido, pero nuestra luz se creció en otras luces. Sueña el rico con apagar la luz primera. Es inútil, hay ya muchas luces y todas son primeras. Quiere el soberbio apagar una rebeldía que su ignorancia ubica en el amanecer de 1994. Pero la rebeldía que hoy tiene rostro moreno y lengua verdadera, no nació ahora. Antes habló con otras lenguas y en otras tierras. En muchas montañas y muchas historias ha caminado la rebeldía contra la injusticia. Ha hablado ya en lengua náhuatl, paipai, kiliwa, cúcapa, cochimi, kumiai, yuma, seri, chontal, chinanteco, pame, chichimeca, otomí, mazahua, matlazinca, ocuilteco, zapoteco, solteco, chatino, papabuco, mixteco, cuicateco, triqui, amuzgo, mazateco, chocho, izcateco, huave, tlapaneco, totonaca, tepehua, popoluca, mixe, zoque, huasteco, lacandón, maya, chol, tzeltal, tzotzil, tojolabal, mame, teco, ixil, aguacateco, motocintleco, chicomucelteco, kanjobal, jacalteco, quiché, cakchiquel, ketchi, pima, tepehuán, tarahumara, mayo, yaqui, cahíta, ópata, cora, huichol, purépecha y kikapú. Habló y habla la castilla. La rebeldía no es cosa de lengua, es cosa de dignidad y de ser humanos. Por trabajar nos matan, por vivir nos matan. No hay lugar para nosotros en el mundo del poder. Por luchar nos matarán, pero así nos haremos un mundo donde nos quepamos todos y todos nos vivamos sin muerte en la palabra. Nos quieren quitar la tierra para que ya no tenga suelo nuestro paso. Nos quieren quitar la historia para que en el olvido se muera nuestra palabra. No nos quieren indios. Muertos nos quieren. Para el poderoso nuestro silencio fue su deseo. Callando nos moríamos, sin palabra no existíamos. Luchamos para hablar contra el olvido, contra la muerte, por la memoria y por la vida. Luchamos por el miedo a morir la muerte del olvido. 98 fenomenología del espíritu Hablando en su corazón indio, la Patria sigue digna y con memoria. Fin de la escena… Cordero de Dios, tú que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros. Cordero de Dios, tú que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros. Cordero de Dios, tú que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros. Cordero de Dios, tú que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros… y danos la paz. Sale música. religión La escena “Religión” comienza con el fade in de la luz (rojiza, proyectada desde la izquierda) y con los primeros acordes de la pieza “Comunión”. Toda ella se desarrolla en una iglesia contemporánea: hay varias hileras de bancas, dispuestas en semicírculo con relación al altar; detrás de éste, una gran figura de Cristo resucitado –vestido con una túnica blanca, de rostro afable, con los brazos extendidos y, en la palma de las manos, los estigmas–; sobre el altar, un libro abierto que se sostiene en un atril. No habrá ningún ornamento o figura de santos en las paredes: por su sencillez misma, la iglesia tendrá una elegancia incomparable; las ventanas estarán abiertas y, por ellas, se colarán una brisa y una luz marinas. Se trata, pues, de una iglesia en la playa. Al fondo aparece un sacerdote, aunque no vestido según las maneras del rito católico: sabremos que lo es puesto que conduce el ritual: está descalzo, en sus manos hay una pequeña vasija de barro de la que sale incienso y es el único personaje cuyo rostro será plenamente visible para el público. Frente a él se encuentran El Novio y La Novia, de igual forma no ataviados según la usanza católica, sino con un traje y un vestido que bien podríamos calificar de ordinarios: él, de negro; ella, de blanco; los dos estarán tomados de las manos, así como posicionados de perfil con respecto a la audiencia. Parados frente a las bancas y de espaldas al público, Los Asistentes. Todos, salvo El Novio, e incluido El Sacerdote, estarán de blanco: llevarán trajes y vestidos de todas las formas y diseños (no sólo trajes y vestidos de estilo moderno). 99 héctor m. sánchez El Sacerdote, con la vasija en sus manos, hará en ese instante una reverencia frente al altar y murmurará una oración en una lengua incognoscible; entonces se acercará al Novio y La Novia y los sahumará con ayuda de un cucharón de barro; a continuación, caminará hacia el frente mientras Los Asistentes comienzan a formar una fila. Una vez que El Sacerdote la haya recorrido y haya sahumado a todos Los Asistentes, dará la media vuelta y volverá en dirección al altar. En ese momento comenzaremos a escuchar “Demos gracias a Dios”. Todavía con el humo del copal flotando sobre el escenario y con Los Asistentes volviendo a sus lugares, se iniciará un barullo general: El Novio y La Novia, El Sacerdote y Los Asistentes comenzarán a hablar entre sí, a felicitarse; algunos, incluso, se darán un abrazo. Entonces la música y las luces empezarán a salir en fade out. Demos gracias a Dios; demos gracias, demos gracias, demos gracias a Dios. Demos gracias a Dios. Ya en la oscuridad, escucharemos los últimos ecos del barullo. Cohetes y campanas. Luego, silencio total… el saber absoluto Esta escena ha de comenzar simultáneamente con el Cuarteto para cuerdas número 4, de Schönberg, y su duración ha de coincidir exactamente con el primer movimiento. La cámara empezará fuera de foco mostrándonos lo que, según sabremos luego, es el rostro de un hombre de 27 años, barbado y de tez mestiza; a partir de aquí, toda la escena se constituirá, hasta la mitad, como un zoom out de la cámara (aunque valiéndose de algunos difuminados). Así, veremos que el hombre está besando el cuello de una mujer y que ambos están semidesnudos, recostados sobre el piso; a su lado hay otra pareja, algo más joven que la anterior, pasándose recíprocamente las manos por la cara, el pecho y el pubis; a veces, casi por accidente, las manos de la segunda pareja pasarán rosando el hombro del muchacho de 27, o bien los muslos y las rodillas de su compañera; poco a poco, la cámara nos irá mostrando a decenas de parejas, tríos y grupos más amplios de personas besándose, 100 fenomenología del espíritu tocándose o, sencillamente, riendo a carcajadas: algunos estarán desnudos; otros, sólo con los genitales y la parte inferior del cuerpo descubiertos; unos más, en cambio, tendrán el torso desnudo, pero cubierta la parte inferior; habrá parejas y tríos homosexuales, tríos de un hombre y dos mujeres –o, viceversa, de una mujer y dos hombres–, grupos completamente mezclados, con personas de todas las razas, edades y estaturas: veremos a un anciano acariciando el cabello de otro, a dos niños masturbándose mutuamente, a una mujer de 40 años haciéndole una felación a un muchacho de 19, a un hombre de 50 besando a una niña de trece, a varios jóvenes y adultos teniendo relaciones sexuales de diversos modos posibles. Todos estarán acostados en el suelo, cubriéndolo por entero, como un gran mosaico hecho de personas. Justo a la mitad del cuarteto de Schönberg, la cámara habrá llegado a su punto máximo y, a partir de ahora, comenzará a hacer un lento zoom in –pero no por el mismo camino por el que ha venido, sino por uno ligeramente diferente, de modo que podamos observar a nuevas parejas besándose, tocándose o, simplemente, riendo a carcajadas. A punto de terminar el cuarteto, volveremos a ver al hombre y la mujer semidesnudos con los que ha iniciado la escena –para, finalmente, quedarnos sólo con la imagen del hombre de veintisiete años, barbado y de tez mestiza. Ahora que lo observamos más de cerca, se nos vuelve evidente que está en posición fetal, y que una mano roza, casi por accidente, su hombro derecho; pero ya únicamente podemos ver su rostro, su expresión de placer dibujada a través de sus ojos cerrados: su sentirse conectado con el mundo. Pantalla en negro. Silencio… Durante los créditos finales, escuchamos “C’mere”, de Interpol. 101 héctor m. sánchez banda sonora Instrucciones previas: Para escuchar esta banda sonora, se pude igualmente sortear el orden en que habrán de escucharse los 21 tracks que la componen; por ejemplo (escuchado el domingo 16 de marzo de 2014, según la función de reproducción aleatoria del reproductor de música): 1. Angelo Badalamenti, “Red bats with teeth” 2. Jesús Echevarría, “Demos gracias a Dios”, Misa mexicana 3. Morcheeba, “Slow down” 4. El canto de la Sibila (latina) 5. Norah Jones, “Turn me on” 6. Arnold Schönberg, “Allegro, troppo energico”, Cuarteto para cuerdas número 4, op. 37 7. Juan Arañés, “Un sarao de la chacona” 8. Joan Manuel Serrat, “Llanto y coplas” 9. Jesús Echevarría, “Agnus dei”, Misa mexicana 10. “El canto de la Sibila” (catalana) 11. Radiohead, “How to disappear completely” (en vivo desde Canal+ Studios) 12. Pink Floyd, “Mother” 13. Randy Crawford, “Give me the night” (chill night mix) 14. Beth Orton, “Stars all seem to weep” 15. Portishead, “Humming” (en vivo) 16. Interpol, “C’mere” 17. Radiohead, “Idioteque” (en vivo en Oxford) 18. Massimo Faraò Trio, Opera 55: Notturno in F minor (Chopin) 19. El canto de la Sibila (provenzal) 20. Jesús Echevarría, “Comunión”, Misa mexicana 21. Gustav Mahler, “Allegro energico, 102 ma non troppo”, Sinfonía número 6 en la menor, Trágica. [Lista de tracks] introducción Sin música conciencia i 1. Gustav Mahler, “Allegro energico, ma non troppo”, Sinfonía número 6 en la menor, Trágica [02:22 a 03:15, en fade in; 03:15 a 03:37, en fade out] (Simon Rattle, Birmingham City Orchestra). ( transición ) 2. Joan Manuel Serrat, “Llanto y coplas” [00:00 a 00:52; fade out empieza en 00:30]. conciencia ii 3. “El canto de la Sibila” (latina) [00:00 a 04:10] (Jordi Savall, Monserrat Figueras, Capilla Real de Cataluña). 4. “El canto de la Sibilia” (provenzal); [02:59 a 03:19, 04:59 a 08:08] (Jordi Savall, Monserrat Figueras, Capilla Real de Cataluña). 5. “El canto de la Sibil-la” (catalana) [13:48 a 14:56, 15:58 a 18:53] (Jordi Savall, Monserrat Figueras, Capilla Real de Cataluña). ( transición ) 6. Pink Floyd, “Mother” [02:52 hasta el final de la pieza]. conciencia iii 7. Beth Orton, “Stars all seem to weep” [01:15 a 02:00, durante el cuadro en la fenomenología del espíritu estación del metro; al salir a la calle, silencio absoluto]. 8. Portishead, “Humming” (en vivo, de Roseland NYC) [05:57 a 06:22]. 9. Radiohead, “Idioteque” (en vivo en Oxford, de I might be wrong) [02:58 a 03:53; en fade in, entre sueños]. 10. Radiohead, “How to disappear completely” (en vivo desde Canal+ Studios) [00:10 a 01:33, mientras él espera afuera del edificio de oficinas]. 11. Randy Crawford, “Give me the night” (chill night mix) [00:40 a 00:56]. 12. Morcheeba, “Slow down” [03:18 a 03:31; para la escena en el lounge. Se unen mediante un corte entre esta pieza y la anterior, como marcando una transición de tiempo]. 13. Norah Jones, “Turn me on” [01:45 a 02:35; primero piano; luego, al entrar al club de jazz, ya en forte]. 14. Massimo Faraò Trio, Opera 55: Notturno in F minor (Chopin) [del inicio de la pieza hasta donde se corte por el final del cuadro, alrededor del minuto 02:49]. 15. Angelo Badalamenti, “Red bats with teeth” [al encender la radio, la pieza inicia a sonar en el segundo 00:30 y, de ahí, la escuchamos hasta el final]. autoconciencia Sin música. ( transición ) 16. Juan Arañés, “Un sarao de la chacona” [00:00 a 01:15). razón Sin música. ( transición ) 17. Jesús Echevarría, “Agnus dei”, Misa mexicana [en fade in; desde 02:18 hasta el final de la pieza] (Encarnación Vásquez, Ernesto Anaya, Jesús Suaste, Lourdes Ambriz). religión 18. Jesús Echevarría, “Comunión”, Misa mexicana [02:30 a 05:30] (Encarnación Vásquez, Ernesto Anaya, Jesús Suaste, Lourdes Ambriz). 19a. Jesús Echevarría, “Demos gracias a Dios”, Misa mexicana [01:49 a 02:30; fade out empieza al minuto 02:14] (Encarnación Vásquez, Ernesto Anaya, Jesús Suaste, Lourdes Ambriz). ( transición ) 19b. Jesús Echeverría, “Demos gracias a Dios”, Misa mexicana [02:30 a 03:00] (Encarnación Vásquez, Ernesto Anaya, Jesús Suaste, Lourdes Ambriz). el saber absoluto 20. Arnold Schönberg, “Allegro, molto energico”, Cuarteto para cuerdas número 4, op. 37 [movimiento completo] (Julliard String Quartet). ( créditos finales ) 21. Interpol, “C’mere” [pieza comple- ta]. 103 Dos poemas D aniel C arpinteyro jugo Quien en su yugular alienta el incisivo de La Que Recauda y se refocila como adolescente ante la meretriz primera es bienaventurado. Lo ha entendido todo, a saber: que la esperanza como tal es proclamar que las torres de barajas son baluartes de lo más confiables; que los hormigueros son impenetrables para el plomo derretido; que la mantis sin cabeza haría bien en arrastrarse a un hospital: “La medicina de hoy en día está tan avanzada. Ponle una demanda conyugal y te harás rico.” El iluminado se sonríe y baja los párpados. Se abandona en la antesala del orgasmo. Entre los flecos azabache, la dominatriz abre los labios perforados de mercurio. Ella lo bebe. Ella lo chupa 104 y sus uñas estilete le patinan la mortal bragueta. Una sonata terminal de chasquidos y derrames. El mundo se descarga perezosamente más oscuro, la sustancia es nada y todo en el muriente se dispersa. rumia castañeada En algunas glaciaciones las arterias crujen y los vahos quisieran incubar cristales. Los barbitúricos discretos ya no me sostienen y los lobos se me escurren sin ningún aviso. Hay quien pernocta a la intemperie y no tirita. Auschwitz y Chihuahua. No olvidar Siberia. Mientras tanto, lamo mis heridas con morfina y medito sobre las miserias de Narciso. La materia gris se me fermenta en los solventes, páramos del pensador enclenque. La bencina reificada es un alivio. Somos tantos los que anochecemos al amanecer, no sin haber probado una que otra gota de sudor helado. Los estratocúmulos no se conmueven ante el verdor ni ante la fronda 105 ni los vórtices polares consideran a los ateridos con el corazón lampiño. Dicen que los esquimales son muy recios y promiscuos. Les mastican la comida a los ancianos desdentados. Y éstos, adornados por la gratitud y la vergüenza hacen gala de templanza cuando los exilian al plenario de los osos. Esto me contó mi padre. Los pequeños saurios que se rezagaron –esos ridículos Matusalenes tragamoscas– han aprendido entre mortales riesgos la rigurosa dosificación de las solares radiaciones. Administremos los fotones remanentes de nuestra edad inmaculada a lo largo de la estepa transcontinental que nos separa del festín de los gusanos. Somos hostia y ellos, comulgantes de nuestra materia, al fin prestada. Las hogueras sólo sirven para revelarnos ante el enemigo. 106 José Revueltas: el redentor escéptico E nrique S erna En materia de convicciones políticas, José Revueltas se distingue de otras grandes figuras literarias mexicanas del siglo xx porque mantuvo toda la vida una oposición frontal contra el régimen posrevolucionario. La congruencia entre la vida y la obra, entre los principios y la conducta pública, eran y siguen siendo virtudes raras en un medio intelectual cortesano, envilecido por el tráfico de favores, en donde muchos escritores mediocres, pero también algunos de nuestros mayores talentos, acaban sometidos parcial o totalmente a la maquinaria de cooptación, después de haberla combatido en la juventud. En buena medida, la rebeldía crónica de Revueltas le granjeó la celebridad que goza desde 1968, cuando adquirió una aureola de líder moral por su estrecha vinculación con el movimiento estudiantil, y sobre todo, por la condena que purgó junto con los líderes del Consejo Nacional de Huelga. Si en la tragedia del 68 el presidente Díaz Ordaz fue Saturno devorando a sus hijos, a Revueltas le tocó desempeñar el papel de Sócrates. A partir de entonces, la juventud insurrecta descubrió su talento narrativo. Ese vuelco de la suerte fue una justa recompensa para un escritor marginal, ninguneado en los cenáculos intelectuales, que había sufrido penas carcelarias, penurias económicas, una mezquina acogida por parte de la crítica y la repulsa del politburó mexicano. Pero etiquetar a Revueltas como escritor militante lo disminuye a los ojos del público y falsea su enfoque de la existencia, porque si bien creyó durante mucho tiempo que la literatura sólo cumple una función social cuando se adhiere a un proyecto político, de preferencia en el seno de un partido, 107 enrique serna nunca se sujetó a los rígidos esquemas del realismo socialista. Desde la adolescencia hizo grandes sacrificios por la causa del socialismo, pero al mismo tiempo escudriñó el alma de sus camaradas y sus propias contradicciones con una lucidez insobornable. Como Olegario Chávez, el protagonista de Los errores, Revueltas antepuso “el poder de la verdad a la verdad del poder”, una misión suicida en una época donde los escritores comprometidos tenían prohibido ejercer la duda. Su búsqueda filosófica y literaria enfurecía a los jerarcas del partido comunista (nombrados por dedazo desde Moscú) y desconcertaba a muchos camaradas honestos pero obtusos, a los que él definía como “máquinas de creer”. A menudo, el celo partidista de la izquierda crea una confusión entre josé revueltas el mérito cívico y el mérito literario que ha beneficiado a muchos escritores de segunda fila, incapaces, ellos sí, de arriesgarse a blasfemar contra los pontífices de su iglesia (Fidel Castro, Hugo Chávez, Marcos, amlo) por el temor de “darle armas al enemigo”, o simplemente por miedo a perder lectores. Ya nadie lee a Benedetti con el fervor que despertaba en los años setenta, y cuando las banderas que han enarbolado la Poniatowska o Galeano caigan en el olvido o en el descrédito, probablemente correrán la misma suerte. Pero la vigencia de Revueltas no depende tanto de la fidelidad a una causa: su obra tiene un valor independiente de la circunstancia histórico-social que le tocó vivir y puede cautivar incluso a lectores con una ideología opuesta a la suya. Revueltas no fue un gran escritor por la firmeza de sus convicciones, ni por haber purgado condenas en las mazmorras de la dictadura perfecta: merece perdurar porque 108 josé revueltas: el redentor escéptico extrajo de esas experiencias una visión original, conmovedora y alucinada de la existencia. del catecismo rojo al realismo crítico Aunque las parrandas le robaron mucho tiempo, casi tanto como la militancia, las obras completas de Revueltas abarcan veintiséis tomos. No todo lo que relumbra es oro en ese océano verbal ni las brújulas para navegarlo son enteramente confiables, pues a veces la crítica, por motivos ideológicos, ha prestado más atención a sus esbozos fallidos que a sus obras maestras. El centenario que celebramos es una buena oportunidad para emprender la revisión de una obra dispareja, en la que se advierte un paulatino pero ascendente proceso de aprendizaje. Por haber hecho su noviciado político en los años treinta, la época de mayor intolerancia en las filas del comunismo internacional, Revueltas no siempre sorteó con fortuna el peligro de que las ideas o los símbolos asfixiaran a los personajes. La intromisión de la tesis explícita es particularmente notoria en sus dos primeras novelas: Los muros de agua y El luto humano. No alcanzó la madurez estilística, el pleno dominio del arte narrativo, hasta que se independizó intelectualmente de la castradora doctrina que le querían imponer los cuadros dirigentes de su partido. Proclama libertaria contra la policía del pensamiento, Los días terrenales es una convincente y apasionada novela sobre la deshumanización que provoca el dogmatismo ideológico en el microcosmos de la militancia clandestina. Dolido por la erosión de los lazos fraternales con sus camaradas, en esta novela Revueltas desnudó las ambiciones egoístas que adoptan el disfraz de la ortodoxia política, los cotos de poder formados por los “curas rojos” y los embriones de control totalitario que se iban gestando en las sucursales latinoamericanas del Komintern cuando los líderes de la Unión Soviética todavía no revelaban los crímenes de Stalin. Su amargo y trágico enfoque de la existencia, la mezcla de compasión y crueldad con la que observa a los personajes, reivindican aquí la autonomía de la novela como medio de conocimiento ajeno a las supuestas leyes de la historia. No debe extrañarnos que Revueltas adoptara como lema la frase de Goethe (“Gris es toda teoría, verde es el árbol de oro de la vida”), pues alcanzó la emancipa109 enrique serna ción como escritor al ponerla en práctica. Revueltas empezó a calar hondo en los móviles de la conducta cuando se dejó guiar por sus intuiciones en vez de encajonarlas en un marco teórico. Quizá no hubiera dado ese salto cualitativo sin haber desarrollado a la vez una técnica narrativa más avanzada, que le permitió superar la novela ensayística en estado bruto, donde las reflexiones del autor interrumpen el relato, a la usanza de los novelistas decimonónicos anteriores a Flaubert. En otras palabras, el salto cualitativo de Revueltas consistió en adquirir una destreza verbal y una independencia de criterio que le permitieron conjugar el realismo objetivo con el realismo crítico. Nunca abolió del todo la distancia entre el narrador y los personajes, porque tenía una proclividad innata a la disertación, pero a partir de esa novela introdujo alter egos que le permitían deslizar su punto de vista con mayor naturalidad. El propio Revueltas identificó en una entrevista a los personajes que fungieron como voceros de su pensamiento: “Gregorio, por ejemplo, en Los días terrenales, Eladio Pintos, Jacobo Ponce y Olegario Chávez en Los errores, son lo que llamaríamos personajes históricos que señalan una dirección personal, una coincidencia con el autor porque son el autor mismo en varias situaciones inventadas y recreadas.”1 Cuando escribió El luto humano aún no creía necesario esconderse detrás de uno o de varios portavoces, y quizá por ello esta novela, sobrevaluada en su época, no ha resistido el paso del tiempo. Con ella ganó el Premio Nacional de Literatura en 1943 y el galardón a la mejor obra extranjera en un concurso internacional convocado por la editorial neoyorquina Farrar & Reinhart, circunstancia que seguramente influyó en el ánimo de la crítica para incluirla en el canon de nuestros clásicos modernos. Sospecho que El luto humano ha sido objeto de innumerables artículos y tesis en México y el extranjero porque, a diferencia de Los días terrenales y Los errores, no coloca en aprietos ideológicos a los hispanistas de izquierda. Reconocer que en las filas del comunismo ha medrado infinidad de canallas, o peor aún, que sus fundamentos teóricos son incompatibles con la condición humana, A. A. Ortega, “El realismo y el progreso de la literatura mexicana”, en Conversaciones con José Revueltas, comp. de Andrea revueltas y Philippe Cheron, Era, México, 1977, p. 51. 1 110 josé revueltas: el redentor escéptico era y sigue siendo un trago amargo para muchos académicos biempensantes, que no creen, como Revueltas, que “la verdad siempre es revolucionara, no importa dónde ni cómo surja”. Sobre todo durante la Guerra Fría, cuando la propaganda antisoviética satanizaba el comunismo en todos los medios de difusión, aceptar un hecho tan doloroso significaba conspirar en favor del capitalismo. El comunista ortodoxo Enrique Ramírez y Ramírez, que más tarde intentó “hacer la revolución desde adentro” como militante el pri, excomulgó a Revueltas por las veleidades existencialistas de Los días terrenales, pero en cambio definió El luto humano como una “épica de la miseria” que reflejaba “la hondura y la grandeza del pueblo mexicano”.2 Su aprobación revela que hasta ese momento Revuel tas no había defraudado a sus compañeros de lucha, tal vez porque todavía era un dócil repetidor de consignas. Para mi gusto, los desatinos de El luto humano empiezan desde su título, un pleonasmo difícil de justificar. ¿Existe acaso un luto borreguil o canino? El viacrucis de los campesinos guarecidos de una inundación en el techo de una choza, con los buitres volando por encima de sus cabezas, hubiera bastado para insinuar un trasfondo simbólico, sin que el autor lo hiciera demasiado evidente. Pero Revueltas se esmeró tanto por sobrecargar la novela con interpretaciones sobre el fracaso de la Revolución, la orfandad religiosa del mexicano, su derrotismo crónico y la necesidad de reemplazar la tutela de la vieja iglesia por el liderazgo del partido comunista, que los personajes tienen serias dificultades para respirar. 2 Citado por Álvaro Ruiz Abreu, Los muros de la utopía, Cal y Arena, México, 1991, p. 139. 111 enrique serna Son conceptos vivientes, no seres humanos. Interpolar tantas instrucciones de lectura denota poco respeto a la inteligencia del público. En una de las múltiples intromisiones del narrador, una especie de médium que observa el drama de los campesinos desde un palco intemporal y ubicuo, Revueltas precisa cuál es o debe ser el papel del escritor frente a la masa oprimida: La multitud es el coro, el destino, el canto terco. Puede preguntarse dónde termina, pero no tiene fin. Como preguntar yo mismo dónde comienzan mis propios límites, distinguiéndome del coro, y en qué sitio se encuentra la frontera entre mi sangre y la otra inmensa de los hombres, que me forman. Soy el contrapunto, el tema análogo y contrario, la multitud me rodea en mi soledad, en mis rincones, la multitud pura.3 Como el párrafo termina con una exaltada salutación a la multitud soviética pastoreada por Stalin, se puede inferir que Revueltas quiso convertir el programa político de su partido en una poética de combate. Para dotar al pueblo de conciencia política, el narrador tendría la función de encarnar a la vanguardia del proletariado en la arena del texto, aunque esa tarea implicara un cierto menosprecio a la masa oprimida. Veinte años después, tras haber sido expulsado del partido comunista por segunda vez, Revueltas publicó un Ensayo del proletariado sin cabeza, donde sostenía que el pueblo no debía rendir culto a la personalidad de sus líderes, ni los necesitaba demasiado para entender su papel histórico, pero a principios de los cuarenta, cuando publicó El luto humano, aún creía que sin ese necesario contrapunto, la literatura no podía cumplir su función social. Evodio Escalante ha escrito que esta novela es un “antecedente en ciertos aspectos, de la obra maestra de Rulfo, Pedro Páramo”.4 En efecto, El luto humano prefigura el universo rulfiano, sobre todo en un pasaje donde el na rrador declara: “éste era un país de muertos caminando, hondo país en busca del ancla, del sostén secreto”. Pero es indudable que no fue Revueltas sino Rulfo, un escritor relativamente apolítico pero más consustanciado con sus personajes, quien escribió la gran “épica de la miseria mexicana” en algunos José Revueltas, El luto humano, Era, México, 1984, p. 179. Evodio Escalante, “Circunstancia y génesis de Los días terrenales”, en José Revueltas Los días terrenales, ed. de Evodio Escalante, Universidad de Costa Rica, 1996, p. 203. 3 4 112 josé revueltas: el redentor escéptico fragmentos de Pedro Páramo y en cuentos como “Luvina” o “Nos han dado la tierra”. Rulfo no aspiraba a ser el contrapunto letrado del pueblo: sólo quiso fungir como arreglista musical o director de un coro, creyendo, como los románticos alemanes, que todo hombre es un poeta en potencia. Revueltas no sabía precisar dónde estaba “la frontera entre su sangre y la sangre de la multitud”, pero sí tenía muy clara la frontera entre su lenguaje y el lenguaje campesino, mientras que Rulfo la desvaneció con una formidable técnica de ocultamiento. Revueltas practicaba una especie de paternalismo lingüístico pues intentaba dignificar al pueblo prestándole sus palabras. Víctima de una extraña sordera, negó al pueblo el mejor homenaje que podía rendirle. La poesía del habla es la gran ausente de El luto humano. En Los días terrenales, Revueltas ya no creía necesario ser “el tema análogo y contrario” de los personajes, tal vez porque ahora escribía sobre sus iguales: los militantes comunistas, pero también porque había trascurrido casi una década entre ambas novelas y ya no aspiraba a fungir como un director de conciencias, ni a convertir los preceptos del marxismo-leninismo en técnica narrativa. Un pasaje de la novela es útil para ejemplificar ese cambio. Al contemplar al Tuerto Ventura, el cacique de Acayucan, Gregorio reflexiona: “La fisionomía del hombre es un conjunto de cifras convencionales, un conjunto de simulaciones a través de las cuales es muy difícil, cuando no imposible, descubrir la verdad interna de cada individuo, pues el rostro no es el ‘espejo del alma’ sino el instrumento del cual el hombre se vale para negar su alma, para disfrazarla –se dijo con furia: esos pensamientos le parecían demasiado razonadores e intelectuales.” Aquí se advierte un brote de autocrítica (la furia que siente el personaje es la de Revueltas por haberse entrometido en la narración) en donde el autor regaña a su alter ego por interpolar un cuerpo extraño en el tejido vivo y palpitante de la novela. Gregorio es un intelectual con estudios en Europa, conocedor de pintura y de literatura, de modo que en este caso el apunte analítico no está metido con calzador, como sucede con las parrafadas de El luto humano. Sin embargo, Revueltas siente que le está quitando oxígeno a su personaje y lo regaña por filosofar a destiempo. Como en esta novela las disertaciones embonan con la trama orgánicamente (no se les puede suprimir sin desfigurarla), y el nivel educativo de los personajes las justifica, creo que 113 enrique serna un lector contemporáneo puede aceptarlas de buen grado. En Los días terrenales, las ideas extraídas de la experiencia se contraponen con maestría a los mandamientos del catecismo estalinista. Revueltas reincide en la novela de tesis, sólo que ahora utiliza la observación directa del hombre para contrapuntear la falsa conciencia de los personajes, compuesta por un conjunto de dogmas que mata en agraz cualquier idea propia y hasta los impulsos más nobles del corazón. El conflicto que enfrenta a Fidel con Gregorio es crucial para entender el espíritu de una época, de modo que esta novela no ha caducado ni le concierne sólo al público mexicano. De hecho, josé revueltas en la actualidad puede leerse como el visionario réquiem de un gran sueño de fraternidad y justicia. La trama de Los días terrenales alcanza el clímax cuando Fidel, el comunista disciplinado hasta la ignominia que persigue con saña a los revisionistas burgueses o trotskistas del partido, se quiebra delante de Olegario y le ruega que interceda por él para recuperar a la mujer que lo abandonó por haber mantenido una indiferencia glacial durante la agonía de Bandera, su hija de brazos. Anuladas las jerarquías políticas, derretido el caparazón del robot estalinista, Gregorio puede por fin ver al hombre de carne y hueso escondido bajo la máscara de hierro que le ha impuesto la disciplina partidaria. Al comprometerse con la única verdad a su alcance, la verdad subjetiva de la novela, Revueltas dio un gran salto adelante, porque a partir de entonces explotó con libertad su mayor virtud literaria: el don de auscultar el corazón de los hombres. El predicador de ideas ajenas se había convertido en un agudo observador de la imprevisible flaqueza humana, que utilizaba el lenguaje como un bisturí de alta precisión. 114 josé revueltas: el redentor escéptico sustitución de credos A los nueve años, recién fallecido su padre, José Revueltas seguía por las calles de la colonia Roma a un anciano barbudo, de túnica blanca y huara ches, que hablaba del comunismo y del apocalipsis. Según Álvaro Ruiz Abreu, autor de la imprescindible biografía José Revueltas: los muros de la utopía, Revueltas le profesó tanta veneración a ese predicador de barriada que por seguirlo desapareció de su casa varios días, llenando de angustia a su familia, que ya lo daba por muerto. Por esos mismos años leía con fervor vidas de santos, según testimonios de su hermana Consuelo y de Manuel Maples Arce, visitante asiduo de la casa de los Revueltas. Tenía, pues, una fuerte vocación religiosa que pudo haberlo conducido al seminario si sus dos hermanos mayores, Fermín y Silvestre, no lo hubieran iniciado en el credo comunista. El ateísmo derrumbó su creencia en la otra vida, pero no extinguió la fe igualitaria ni el amor al prójimo que le inculcó el iluminado de la colonia Roma. Su conversión infantil quizá no fue muy diferente a la de los campesinos veracruzanos que en Los días terrenales “llevan el carnet del partido comunista colgado del cuello a guisa de escapulario”. Y aunque Revueltas siempre tuvo conciencia de la incompatibilidad filosófica entre el materialismo histórico y el cristianismo, en el terreno del fervor nunca los pudo separar. De hecho, extrajo de esa analogía el entramado simbólico de muchas obras, sin que esto permita calificarlo de creyente. Octavio Paz fue el primero en detectar el sustrato religioso de su pensamiento en una crítica de El luto humano: “Revueltas vivió el marxismo como cristiano y por eso lo vivió, en el sentido unamunesco, como agonía, duda y negación. Su ateísmo es trágico porque, como lo vio Nietzsche, es negación del sentido.” Tal vez Revueltas buscaba recuperar el sentido cristiano de la vida al fundir ambos credos pues, como dice Paz, “si el cristianismo fue la humanización de Dios, la Revolución promete la divinización de los hombres”.5 Pero nunca perdió de vista las implicaciones teológicas encerradas en el ideal socialista de crear el “hombre nuevo” ni en la convocatoria de Marx a tomar el cielo por asalto, y en sus obras de madurez emprendió 5 Octavio Paz, “Cristianismo y Revolución”, en Hombres en su siglo y otros ensayos, Seix Barral, Barcelona, 1984, p. 147. 115 enrique serna una doble tarea crítica: someter a los apóstoles comunistas a un examen de conciencia anclado en la moral judeocristiana, y juzgar a la corrupta iglesia católica con los ojos de un ateo mucho más apegado que ella al sentido profundo del evangelio. Pero hay un punto en el que Revueltas se aparta lo mismo del cristianismo que del marxismo: su falta de fe en la posibilidad de reformar la naturaleza humana, un escepticismo que hasta cierto punto contradecía su anhelo de redención. La andanada de críticas suscitadas por el aparente nihilismo de Los días terrenales denota una grave intolerancia estética por parte de sus camaradas, que no podían disociar los valores literarios de los dogmas políticos, ni conceder al arte una esfera autónoma. El fanatismo les impedía reconocer que las paradojas derrumban los enfoques simplistas de la existencia y, por lo tanto, enriquecen el significado de una novela, por amargas que sean. Sin embargo, el impugnador más inteligente de Los días terrenales, Enrique Ramírez y Ramírez, señaló una contradicción filosófica que ciertamente Revueltas no había resuelto: Revueltas predica la ceguera y la impotencia del hombre ante la realidad universal y social; la abolición de todo principio y toda norma racionales, la agonía perenne del hombre por su inexorable aniquilamiento; la pérdida del sentido y la razón de la vida (…). En el fondo de este cuadro de lobreguez intelectual y espiritual, se vislumbra la imagen dolorosa de un hombre que sólo es libre para sufrir y morir, someterse a las leyes de la naturaleza y expiar sin descanso las míticas culpas de su especie.6 Este análisis de contenido es irrefutable y tuvo una influencia decisiva para que Revueltas, en un acto de mea culpa, abjurara públicamente de la novela y pidiera a su editor que la retirarla de la circulación, a la manera de los teólogos de la Contrarreforma cuando el Santo Oficio les echaba el guante (más tarde, arrepentido de su arrepentimiento, calificó Los días terrenales como “la más madura de mis novelas” y explicó que había sido víctima de una extorsión moral). Por supuesto, descalificar la novela porque no contiene un mensaje edificante era una arbitrariedad, pues la gran literatura busEnrique Ramírez y Ramírez, “Sobre una literatura de extravío”, en José Revueltas, Los días terrenales, Era, México, p. 341. 6 116 josé revueltas: el redentor escéptico ca justamente sondear los grandes abismos de la razón, no soslayarlos en nombre de la tarea proselitista. De hecho, un prestidigitador más o menos hábil podría transformar en elogios los argumentos condenatorios de Ramírez y Ramírez. Pero los hallazgos literarios de Revueltas no podían ni pueden levantar la moral de ningún militante, porque inducen al escepticismo. Sólo él era capaz de aceptar esas verdades amargas sin perder entusiasmo por la lucha revolucionaria. El propio Revueltas intentó varias veces escapar de ese callejón sin salida, preconizando una especie de ascesis mística para sobrellevar los sinsabores de la existencia. En la obra teatral El cuadrante de la soledad, una sórdida intriga en los bajos fondos de la ciudad, el único personaje honesto del drama se declara “dispuesto a vivir la vida con pureza, a pesar de todos o contra todos”, y en Los días terrenales Gregorio hace una declaración de fe que sin duda expresaba el punto de vista de Revueltas: “La vida es algo muy lleno de confusiones, algo repugnante y miserable en multitud de aspectos, pero hay que tener el valor de vivirla como si fuera todo lo contrario.” Para seguir este programa de vida se requiere una vocación de santo o una gran capacidad de autoengaño. Revueltas pensaba que la humanidad sólo tenía salvación si los hombres, y en particular los militantes comunistas, se autocriticaban con humildad, combinando el espíritu de sacrificio con la pasión por la verdad, dos virtudes que él tuvo en grado superlativo. Pero sabía que el “hombre nuevo” sólo apareció una vez en Nazaret, y como veía en el puritanismo un mal endémico de la izquierda, denunciaba los extravíos de esa moral enferma con los tintes más sombríos, recordando en todo momento que los conflictos de sus 117 enrique serna personajes ya estaban prefigurados en la Biblia desde miles de años atrás. La pureza que él predicaba no era la pureza de los ángeles: consistía en tensar al máximo la autocrítica sin caer en la desesperanza. Las atrocidades de la oligarquía le dolían y le repugnaban, pero deploraba más aún las de sus propios camaradas, los encargados de bajar el cielo a la tierra, en quienes advertía un fariseísmo beligerante. Si Díaz Mirón le dijo a su amada Gloria: “Tu numen, como el oro en la montaña, / es virginal y, por lo mismo, impuro”, Revueltas sostuvo hasta la muerte que la virginidad intelectual de los comunistas no era una virtud ética ni revolucionaria. Durante el Maximato, cuando Calles reprimió con el mismo rigor a los comunistas y a los cristeros, Revueltas había dado muestras de un valor espartano (pasó dos temporadas en las Islas Marías antes de cumplir 20 años), que le valieron ser invitado en 1935 al Congreso Mundial de la Internacional Comunista celebrado en Moscú. Tenía, pues, un palmarés de héroe impoluto que le hubiera permitido incubar el peligroso virus de la superioridad moral. Pero por ser un ateo profundamente cristiano y, por lo tanto, precavido contra las asechanzas del demonio, Revueltas jamás cayó en esa trampa de la soberbia. Su gran empatía con los personajes de los bajos fondos, a los que conoció en prisión y en sus correrías de noctámbulo, deja entrever que su ideal de pureza no excluye la inmersión en el fango. De tanto convivir con la crápula, Revueltas aprendió a verla como algo familiar y, en consecuencia, a escudriñarla con una curiosidad exenta de asco moral. En Los errores, un militante comunista extrae de su experiencia carcelaria una conclusión que Revueltas suscribió en varias entrevistas: “Ahí la vida condensa su significado, lo multiplica hasta la desnudez más perfecta, se bestializa sin rodeos, idéntica a la confiada naturalidad con que se usa el W.C.”7 Como Cristo, que estaba más a gusto entre putas y forajidos que entre los fariseos, Revueltas penetra en la intimidad de los seres más aberrantes del lumpen delincuencial, atraído, como Victor Hugo, por la oscura belleza de lo grotesco. Ningún escritor mexicano ha retratado mejor y con más conocimiento de causa a nuestros hombres del subsuelo. Elena, el enano Mercedes Padrés, “José Revueltas, el escritor y el hombre”, en Conversaciones con José Revueltas, p. 59. 7 118 josé revueltas: el redentor escéptico homosexual y alcohólico que en Los errores mata al prestamista de la Merced en complicidad con el padrotillo Mario Cobián, el repugnante Carajo de El apando, el jorobado Tiliches del cuento “El lenguaje de nadie”, el director de escuela convertido en teporocho de En algún valle de lágrimas son personajes repulsivos a los que Revueltas retrata irónicamente, pero al mismo tiempo, con una simpatía por la monstruosidad que le da grandes réditos literarios. Según la fe cristiana, la interiorización del dolor ajeno es el camino a la salvación del alma. Esta virtud ética y literaria apartó a Revueltas de la deformación esperpéntica, porque al observar desde adentro a sus personajes se libraba de condenarlos o compadecerlos. En Los errores, el lazo de unión entre los personajes de los bajos fondos y los militantes comunistas es su proclividad a traicionar y a traicionarse. Aparentemente hay un abismo entre las dos líneas argumentales de la novela, la historia del atraco planeado por Elena y el Muñeco, y la intriga fraguada en una célula del partido comunista para asesinar a Eladio Pintos, un héroe de la guerra civil española acusado de trotskismo por el comité central. Pero al establecer un paralelismo entre ambas historias, Revueltas escudriña los errores de fábrica de la naturaleza humana, tanto en la cúpula de la nueva iglesia como en los callejones de mala muerte, y descubre la hermandad secreta entre la falsa pureza y la abyección asumida. Para Revueltas, nadie está a salvo de los efectos corrosivos del egoísmo, el principal obstáculo a vencer para lograr una verdadera solidaridad con el prójimo, sin la cual no hay revolución posible. Fiel a ese ideal religioso, creía que la única vacuna contra el mayor de los pecados era compartir el sufrimiento de los demás. Recién llegado a las Islas Marías, presenció el trato vejatorio que los celadores dispensaban a un cura que había participado junto con la madre Conchita en la conjura para matar a Obregón. Para humillarlo, los guardias le habían asignado la tarea de barrer un patio lleno de estiércol. Aunque Revueltas escribió un cuento demoledor en contra del fanatismo cristero (“Dios en la tierra”), tomó una escoba para ayudarlo, sufriendo por ello el escarnio y la animadversión de los demás reos. Años después, cuando viajó a Panamá como corresponsal del periódico El Popular, subió a un autobús para blancos en el que se había colado un negro. El chofer le ordenó bajarse y el negro, orgulloso, alegó tener el mismo derecho 119 enrique serna que los blancos para viajar ahí. Revueltas entró en su defensa, pero ante la tozuda negativa del chofer, se bajó del autobús junto con el negro, para que al menos se sintiera acompañado en la humillación.8 En sus novelas, el sacrificio de algunos personajes por el prójimo va más lejos aún, hasta lindar con la emulación de los santos que Revueltas admiraba desde la infancia. En Los días terrenales, al enterarse de que una prostituta enamorada de él delató al matón que pretendía asesinarlo, Gregorio le hace el amor a sabiendas de que está enferma de gonorrea, no sólo para recompensarla, sino porque ese contagio lo unirá más profundamente con su salvadora. Quizá Revueltas atesoraba en el inconsciente una proeza análoga de san Julián el Hospitalario, que compartía el lecho con los leprosos. También raya en la santidad el profesor Mendizábal, que en el cuento “La palabra sagrada” descubre a una parejita de adolescentes haciendo el amor en el desván de un colegio católico y, para no perjudicar al estudiante, cuando un mozo de limpieza lo sorprende en el desván con la muchacha, se acusa ante el director de haberla llevado ahí para violarla. Por el tono conmovido con que narra estos sacrificios, Revueltas parece creer que la redención del género humano es posible. Pero el escepticismo se sobrepone a su fervor y los desenlaces de ambas historias arrojan un cubetazo de agua helada a los creyentes en los milagros de la piedad. La duda y la fe se repelen pero Revueltas creía posible conciliarlas en un oxímoron dialéctico: “Me conduelo completamente de los personajes y no claudico ante la piedad que me causan –declaró a Vicente Francisco Torres–. Mi piedad, dialécticamente, se convierte en una especie de crueldad respecto a su destino: no 8 120 Citado por Álvaro Ruiz Abreu, Op. cit., p. 287. josé revueltas: el redentor escéptico absuelvo al personaje de quien me apiado, lo condeno a sus últimas consecuencias reales.”9 Nostálgico de la pureza que el ser humano sólo tuvo en algunos pasajes de la leyenda áurea, a Revueltas le gustaba contraponerla con la sordidez de los pobres mortales aplastados por el destino, no para escarnecer la virtud sino para situarla en un contexto terrenal. Redentor escéptico, sospechaba que ninguna revolución social lograría desterrar la injusticia sin un milagro espiritual previo. La misión histórica del comunismo sería entonces continuar y profundizar la doctrina social del evangelio, como lo propone la teología de la liberación, con la que Revueltas llegó a simpatizar. Su contribución a la lucha revolucionaria consistió en denunciar los estragos que un falso ideal de santidad había provocado en las filas del comunismo, pero su aportación a la literatura fue mucho más valiosa, porque al sumergir la utopía en los pantanos de la realidad la convirtió en un faro para buscar el sentido de la existencia. la escuela del cine Resentidos con Revueltas por la zarandeada que les dio en Los días terrenales, algunos militantes comunistas lo acusaron de haber sucumbido a la influencia corruptora del mundillo cinematográfico, en el que se ganaba la vida como guionista. Era una acusación injusta, pues Revueltas también luchó por el socialismo en ese terreno y, de hecho, las acusaciones que lanzó en 1947 contra el monopolio de la exhibición que detentaba William Jenkins le costaron perder el liderazgo en la sección de autores del stpc . Haber hallado ese modus vivendi no fue una claudicación política ni tampoco un contagio venéreo, pues aunque el propio Revueltas calificó de “lamentable” su experiencia como guionista, porque los mercachifles de la industria nunca lo dejaron expresarse con libertad, la adquisición de otro lenguaje amplió su repertorio de herramientas narrativas. De hecho, entre los libros que publicó antes de escribir guiones y sus obras posteriores hay una mejoría notable. Gracias al oficio adquirido en el Vicente Francisco Torres, “La muerte es un problema secundario”, en Conversaciones con José Revueltas, p. 136. 9 121 enrique serna cine, Revueltas aprendió a urdir buenas tramas, a dialogar con solvencia y a colocar a sus personajes en terribles encrucijadas, por ejemplo la de la adúltera que mete a su amante en una nevera y después tiene que irse al cine con su marido en el extraordinario cuento “Sinfonía pastoral”, o el angustioso combate de Olegario Chávez con las ratas que lo atacan en Los errores, cuando intenta escapar de prisión por una tubería de aguas negras. Al incursionar en los géneros de entretenimiento, Revueltas comprendió que para mantener el interés del lector y hacerse perdonar sus disertaciones filosóficas necesitaba primero darle una golosina, engancharlo con una intriga de alto voltaje. En varias entrevistas confesó que en alguna época quiso ser director de cine pero los productores nunca se lo permitieron. Sin embargo, dominaba el arte de narrar en imágenes y su oficio de libretista aflora en los momentos clave de sus mejores obras. El drama de las dos sirvientas lesbianas sorprendidas en una azotea que el crítico de arte Jorge Ramos contempla desde su ventana en el séptimo capítulo de Los días terrenales, tiene sin duda un aire de familia con un episodio de En busca del tiempo perdido en el que Swan observa a hurtadillas otra escena lésbica, la de una hija desnaturalizada que escupe el retrato de su padre antes de retozar con su amiga. Salvador Novo advirtió la huella de Proust en una elogiosa reseña de la novela y, en una charla con Roberto Escudero, Revueltas reconoció esa deuda.10 Pero sólo un narrador acostumbrado a pensar en imágenes pudo haber concebido ese atisbo accidental de la intimidad ajena, con el que Revueltas se anticipó al voyerismo de La ventana indiscreta, y de hecho exploró con más audacia que el propio Hitchcock la transferencia de culpabilidad provocada por la contemplación furtiva de los placeres prohibidos. Hay otra gran escena cinematográfica en Los errores, donde Mario Cobián, tras haber propinado una tremenda golpiza a su amante, Lucrecia, descubre que un limpiador de vidrios lo ha observado desde un andamio. El cruce de miradas establece una turbia complicidad entre los dos personajes, pues horas después el hombre del andamio, que por las noches trabaja como cantinero, se vuelve a encontrar con el Muñeco y le sirve un trago sin mencionar el incidente, acobardado por su mirada torva. Si en algunos casos Revueltas utiliza las sorpresas de la mira10 122 Roberto Escudero, Un año en la vida de José Revueltas, uam, México, 2009, p. 87. josé revueltas: el redentor escéptico da para hacer avanzar la acción dramática, en este pasaje de Los errores le sirven para crear un vínculo secreto entre dos personajes complementarios: el prototipo de la vileza delincuencial y el prototipo del ciudadano agachado que no se quiere meter en problemas. Los mejores ideas cinematográficas de Revueltas están diseminadas en sus cuentos y novelas, sobre todo en El apando, la única de sus obras que ha sido llevada al cine. Según el propio Revueltas, la adaptación de José Agustín, que lo dejó muy complacido, no requirió de grandes cambios estructurales porque el texto ya tenía forma de guión.11 Condensación magistral de su experiencia carcelaria, este gran relato es quizá su mejor incursión en el alma de los desesperados, de los muertos en vida que luchan a muerte por el espacio dentro de una celda. El apando es un calabozo con un ventanuco, pero es también una metáfora de la matriz. No era la primera vez que Revueltas comparaba la cárcel con el vientre materno. Al final de Los días terrenales, cuando Gregorio, el protagonista, queda preso en un calabozo, el narrador observa: “Estaba encerrado en el vientre de su madre, más no en embrión, sino con toda su edad, varonil y desnudo.” Y cuando el enano de Los errores bebe tequila en las “tinieblas intrauterinas del veliz”, que en otros momentos llama “tibia placenta”, Revueltas sugiere también que el personaje condenado a morir ha emprendido un retorno a la primera morada del hombre. La diferencia es que la placenta del apando está situada dentro de un infierno en el que sacar la cabeza de la matriz significa asomarse a un mundo más inhóspito que el del calabozo. Cárcel dentro de la cárcel, el apando es un refugio en el que tres reos se disputan el privilegio de asomar la cabeza o, para decirlo de otro modo, el derecho a vivir, en una lucha darwiniana por la supervivencia. Como en otras novelas de Revueltas, el aparente pacto realizado entre los tres apandados encubre velados propósitos de traición. De hecho, Polonio y Albino han decidido ya matar al Carajo en cuanto obtengan la droga que viene a traerle su madre. Pero en esa pesadilla del confinamiento y desconfianza mutua, una autoridad corrupta, más vil que los propios reclusos, no sólo estrecha hasta la asfixia el espacio vital de los reos: también 11 “Diálogo sobre El apando”, en Conversaciones con José Revueltas, p. 169. 123 enrique serna viola el espacio íntimo de las mujeres que los visitan. La inspección en que las celadoras lesbianas se demoran palpando a Mercedes y a La Chata es una metáfora elocuente de la indefensión ciudadana frente a un Estado delincuencial que ni siquiera respeta las “verijas” de las visitantes al reclusorio. No hay un solo reducto en los cuerpos de estos personajes que no sea mancillado por la autoridad y, en respuesta a la humillación que los bestializa, organizan un motín en la cárcel para que al calor de la confusión, la madre del Carajo pueda hacerles llegar la droga. La escena final, en donde la policía introduce tubos entre las rejas para inutilizar a los amotinados, “una victoria de la geometría sobre la libertad”, tiene una belleza plástica desoladora, que Felipe Cazals subrayó con acierto en la versión cinematográfica. Revueltas conocía desde sus entrañas la podredumbre del régimen posrevolucionario y por eso pudo denunciarla mejor que nadie, pero al mismo tiempo hizo una crítica radical de las organizaciones políticas en que participó. La muerte lo sorprendió en plena madurez creativa, cuando había logrado una perfecta síntesis entre el lenguaje literario y el audiovisual, resignándose, para bien de los lectores, a exponer sus ideas en ensayos separados de sus relatos. Dejó a la izquierda un legado incómodo, porque los intelectuales canonizados por la feligresía igualitaria casi nunca se arriesgan a sostener ideas impopulares. Su caída en la autocomplacencia explica, en parte, la indiferencia política de muchos jóvenes alérgicos a la falsedad, al maniqueísmo y la cursilería. No habrá un verdadero avance político de la izquierda mexicana mientras sus principales figuras literarias se preocupen tanto por conservar sus clientelas y les den atole con el dedo. Quizá por esa falta de valor civil, los ideales por los que Revueltas luchó crían moho en el baúl de las ilusiones rotas. 124 Tres poemas C arolina D epetris me cansé me cansaste me cansaron El mundo de repente me agotó Me agotó el esfuerzo inteligente el vano hasta el estúpido Me agotó París con su belleza su sucia gente medio loca el displicente desgano europeo la falta de sol Y me agoté de mí mis cercanos sueños siempre lejos mi madeja insoportable mi soledad 125 No Ahora sin pudor quiero decir que quiero estar en mi casa buscar a mis hijos en la escuela poner una olla al fuego saludar a los vecinos vivir donde no nací donde nada entiendo perdidamente siempre en un concentrado de amor * a Eduardo Lizalde al Dr. C : dos pastillas grandes dos pastillas blancas que no debe olvidar no debe olvidar tomar La orden aquí escrita es clara y es de orden: someta usted el impulso de sacar su ser del ser está escrito 126 ablande su alma apague el soplo de hierro el pestilente grito de monstruo de su pecho No debe olvidar las dos pastillas no debe olvidar insiste insiste el trazo armónico de sí bailar ritmos regulares querer consistentemente y ser sólida ser sólida Tráguese, señora, las pastillas y sane y déjese de joder –no dice– porque nunca, señora, nunca sabrá por qué no tuvo no tiene ni tendrá paz * a la epilepsia a mí la montaña ha vuelto como vuelve cuando vuelve ha vuelto 127 ha vuelto tan brutalmente hermosa tan aplastantemente hermosa que no sé si es no sé Pero he visto esa montaña he subido hasta la cima he visto allá el mundo amplio ¿entiendes? he visto allá un mundo tan amplio como todos los mundos Sopésalo entiéndeme entiéndeme por favor: amplio con la amplitud que en un punto duele y mucho Sí yo he visto esa montaña yo he subido por ella yo he visto su lago desde mi casa he buscado más casas frente a ella más y más casas porque es mía porque es tan mía que voy a morir si no la veo voy a morir si no la tengo si no tengo mi casa y mi calle 128 y mi lago en mi ciudad que no existe en mi casa que no puedo comprar en la cima que oscurece cuando llego y en toda esta certeza incierta de haber tocado la más pura belleza y haber perdido todo Nada nada es mío y es así: la epifanía es un cuadro clínico la montaña un mero síntoma la belleza tacto en la niebla la amplitud polvo flotando en luz 129 Modas y modos de lectura R aúl D orra En la penumbra del amanecer, el tren disminuyó su marcha para entrar en la estación todavía iluminada. Erguido ahora en su asiento, cuidadoso, el hombre trató de alejar los recuerdos que lo habían entretenido con el fin de concentrarse en esa ciudad borrada entre la bruma y a la que algunos años atrás había abandonado para hacerse cargo de un pequeño campo y habitar una rústica casa que un tío, solterón como él, le había dejado, más que como una herencia, como el natural pedido de alguien que se siente próximo a abandonar este mundo. ¿Cómo le explicaría a Dios que he dejado solos a sus animalitos? No le fue fácil quitarse la imagen de las piezas vacías, las herramientas ya inútiles, los muebles desvencijados a los que poco a poco fue aquerenciándose. Con silenciosa obstinación volvía ahora a él el recuerdo de esos estantes de madera basta donde había algunos libros que hojeaba de tarde en tarde, y sobre todo una pila de diarios amarillentos a los que sí, a ellos sí, recurría con frecuencia, tomando siempre uno al azar y abriéndolo para recorrer sus columnas sin reparar en la fecha ni en el lugar en que habían ocurrido los sucesos que ahí se registraban puntualmente. El mundo era lo que estaba ahí: remoto, variado y repetido, confuso. Pero ahora quería preguntarse por la ciudad que ya pronto se abriría ante sus ojos. ¿Cuánto habría cambiado y cuánto habría conservado desde aquella tarde en que él tomó ese tren, un tren como éste, y la dejó a sus espaldas? El tren, éste, se detuvo, todavía lejos del andén donde debía atracar, seguramente esperando una señal que le indicara que ya podía retomar su avance. Los pasajeros aprovecharon aquella circunstancia para pararse y buscar sus valijas pero él prefirió permanecer sentado mirando, tratando de adivinar qué forma tenían 130 modas y modos de lectura esas casas o esos edificios que eran un bulto apenas ablandado por el lento amanecer. Recordó una foto que venía en uno de aquellos diarios: edificios alrededor de una estación de trenes (¿sería ésta?), un bar lleno de gente sin duda bulliciosa, una larga pared que multiplicaba la imagen de una botella de ginebra. Abajo decía algo que ya no recordaba y era una lástima porque de recordarlo sabría si aquella estación era ésta. Ahora el tren avanzó algunos metros y enseguida volvió a detenerse. Hacia un costado, un reflector iluminó brevemente una pared que le recordó a la de la foto del diario pero en lugar de la botella de ginebra vio otra imagen, no repetida aunque sí mucho más grande; vio, o creyó ver, ésta: ¿Sí? ¿Era así lo que ahora había visto? ¿Se trataba de jóvenes exultantes con libros en las manos? Como respondiendo a esa perplejidad, otra vez el reflector barrió la pared, ahora más lentamente, y si bien la potencia de ese haz luminoso se había debilitado porque ya despuntaba la luz de la mañana, aquello fue suficiente para que toda duda quedara disuelta: los jóvenes exhibían libros abiertos mientras posaban con cierta ostentación como para 131 raúl dorra que nadie ignorase el gran efecto que causaba en ellos la lectura, y hasta había unas letras, grandes, ingeniosamente dispuestas, que aseguraban que la lectura, más que divertido, era un ejercicio embriagante. ¡Cuánto, pues, habían cambiado las cosas! Por lo que recordaba de su consulta en los diarios, los hábitos de la juventud, atraída por el alcohol, la droga o el sexo, eran un verdadero problema social, un problema creciente. Y ahora. Ahora era como si este nuevo entusiasmo hubiera reemplazado a aquellas adicciones. El hombre imaginó el alivio que habrían sentido las autoridades, los padres y los educadores, aunque no alcanzaba a imaginar, y tampoco se lo propuso, a qué se debía este cambio, y si habría sido repentino o más bien gradual, si habría empezado a darse a poco de que él abandonara la ciudad o incluso desde antes y sin que él lo advirtiera. Pero lo importante era eso, el cambio, y que ese entusiasmo fuera tan evidente que impactara en su propio ánimo. Se levantó, pues, sin advertir que el tren ya estaba de nuevo en movimiento, y buscó su valija en el emparrillado, la tomó, la llevó hasta su asiento y se aferró a ella como para asegurarse de que tocaba la realidad, ahora, claro, también un poco arrepentido por no llevar dentro de ella al menos alguno de los pocos libros que su tío le había dejado en herencia o en custodia. La mañana estaba fresca, como era lógico, porque las mañanas no pueden ser sino frescas, y el tren ya estaba detenido en el andén, y era de día. Un momento después, las puertas de los vagones se abrieron y los pasajeros comenzaron a bajar; pero él se tomó un poco más de tiempo porque necesitaba habituarse a esa luz, a esa ciudad que sentía a la vez entrañable y desconocida. Ahora advirtió que los pasajeros, que ya habían bajado, además de su valija, llevaba cada uno un portafolios. ¿Libros? ¿Serían ellos también lectores? Ya en el andén, comenzó a encaminarse a la puerta principal de la estación en busca de un taxi. A un costado del bar vio ahora otro afiche, otra imagen no tan grande como la que había visto antes, pero ésta sí indudable a la primera mirada. La imagen era en cierto sentido semejante y en cierto sentido diferente de la anterior. La vio al costado del bar, y más allá, sobre un espacio reservado a los afiches, y más allá, casi a la entrada de un baño. Era esta imagen: 132 modas y modos de lectura Semejante, como se ve, porque también aquí el tema era la lectura. Diferente, por la seriedad con que se entregaban a ella los lectores. Ahora se trataba de tres futbolistas de distintas estaturas pero igualmente concentrados sobre un libro de grandes dimensiones. A esa imagen se agregaban unas letras que recomendaban leer durante veinte minutos. De ese modo, el hombre calculó que el partido en algún momento se interrumpiría durante veinte minutos para que los jugadores, y el público en general, se dieran a leer. Su tío era metodista y tal vez a esa filiación se debió el hecho de que él se enterara, hojeando alguno de sus libros donde se reproducía el contenido de las clases de la escuela dominical, que los judíos habían seccionado de tal modo el Pentateuco que los fieles, avanzando sábado a sábado en la lectura litúrgica, pudieran, en un lapso de tres años, dar cuenta de los cinco volúmenes que lo componían. Ahora, viendo el tamaño del libro sobre el que se concentraban los jugadores, el hombre calculó que estaría seccionado según un método semejante para que, avanzando partido tras partido, su lectura durara lo que dura el campeonato, es decir, que terminara en la fecha en que se definía qué equipo era el que se quedaba con la copa o la corona. Esta deducción lo llenó de una extraña seguridad y de un incipiente deseo de hacerse él también un lector cotidiano o al menos dominical pues el domingo es, por antonomasia, el día en que se celebran los partidos. 133 raúl dorra Aferrado a esa seguridad y a ese deseo, como también aferrado a su valija, el hombre se sumó a la fila de los que se disponían a tomar un taxi. No era una fila larga. Cosa de cinco, diez minutos, ya estaba subiéndose a uno que le pareció reluciente. Y antes de que el chofer le preguntara por la dirección a donde debía llevarlo, ya él le había alcanzado un papelito donde estaba anotada. No es lejos, comentó el taxista. No es lejos pero desgraciadamente para llegar a esta dirección tendremos que hacer un rodeo. Es por la Feria. –¿La Feria? –La Feria del Libro. Parece que este año será mucho más grande porque ya desde la semana pasada comenzaron los preparativos. Parece que hay mucha estructura que montar. No es de aquí usted, ¿verdad? –¿Cómo decirle? Me fui hace varios años y ahora es como si reconociera y desconociera al mismo tiempo. Es raro. –¿Y se quedará algunos meses? Tal vez alcance a ver la Feria. Dicen que hasta habrá una sala para hacer crucigramas. –No, no estaré mucho. Una semana o diez días a lo más porque mi casa ha quedado sola. Unas vacaciones que me tomo aprovechando que tuve que venir a firmar una escritura. Ahora le resultaba extraño hablar de “mi casa” porque aquélla nunca había dejado de ser la casa de su tío, el solterón metodista. Para recuperarse estiró las piernas y miró, afuera, los edificios que habían crecido y ahora tapaban las iglesias, bajas, que mantenían su fachada de siempre aunque, o tal vez porque, sin duda, desde aquellos años nadie se había ocupado de darles mantenimiento. El chofer del taxi parecía haberse quedado esperando la continuación de la charla apenas empezada. –Lo que son las cosas –dijo el hombre–: un par de horas para firmar una escritura que tardó no sé cuánto tiempo en hacerse. Es de la casa a donde ahora vamos. Una casa humilde. La vendí antes de irme, mire hace cuánto. –Sí, ahora todo tarda. Es por las prestaciones. Es que los empleados exigen cada vez más tiempo de lectura. A veces hacen arreglos: quince, veinte minutos menos para la comida y eso es tiempo que pasa a la lectura. Pero a veces no. La hora de la comida no. Imagine en los tribunales o en las escribanías tanto empleado leyendo y tanto expediente amontonado en los escritorios. Piense a qué horas llegaríamos si yo me pusiera a leer en este taxi. 134 modas y modos de lectura –¿Usted es metodista? –No. Yo no. Pero hay algunos taxistas que son eso que usted dice; o son de distintas religiones. Algunos llevan la Biblia a mano aunque dicen que es sólo para leer mientras esperan que el semáforo les dé paso. Yo nomás cargo el celular. Pero un día de éstos largarán la idea, usted ya sabe cómo son estas cosas. Altísima, lenta, una grúa trasladaba un bulto que, aun liviano como parecía, siempre estaba como a punto de caer. –He visto que los futbolistas también leen –dijo el hombre. –Eso es en España, claro. Son los que disputan lo que antes se llamaba la Copa del Rey. Es por el qué dirán. Algunos alegaron que llamar de ese modo a un campeonato puede hacer pensar que al rey le gustan los tragos. Entonces ahora es el Libro del Rey. Lo que leen los jugadores es un libro del Escorial, de esa biblioteca. Una copia, se entiende. Pero el equipo que gana se queda con el auténtico. Yo digo que es por el qué dirán pero no faltan quienes opinan que esa medida se debería extender a otros campeonatos. Ya sabe usted cómo al ser humano le gusta andar imitando. Se oyó un ruido atrás y el hombre se preguntó si no sería el bulto que se bamboleaba colgando de la grúa. Pero no. Desde esa altura, y aunque no fuera muy pesado, el ruido tendría que haber sido mucho más grande, un gran estrépito. Ahora el taxi aceleró la marcha y pasó junto a un puente. El hombre reconoció su antiguo barrio y eso le dio una alegría melancólica. –Así que aquí vivía usted –dijo el chofer mientras hacía la última maniobra para estacionar–. Es un barrio tranquilo aunque también algo ha cambiado. Ahora hay dos librerías. Se despidió del chofer, buscó el timbre de la puerta, tocó y se quedó mirando las cuarteaduras de la pared. En realidad eran leves pero él las interpretó como un signo de que esa pared le había sido fiel. En esa cavilación estaba cuando se abrió la puerta. El hombre que la había abierto se tardó un momento en saludarlo porque estaba leyendo algo en una especie de pantalla, pequeña y brillante, que sostenía con la mano izquierda. Luego le tendió la derecha: –¡Buen día, don Ulfilas, tanto tiempo! Lo estábamos esperando para desayunar. Pase, don Ulfilas. 135 raúl dorra En el pequeño comedor, sentados a la mesa, había dos hombres jóvenes, dos muchachos, y una mujer ya entrando en la madurez. Los tres leían, cada uno en su pequeña pantalla, algo que sería de sumo interés a juzgar por el grado de concentración de los rostros. De pronto el hombre se sintió cohibido por ese silencio, pero enseguida fueron saludándolo uno por uno. –Pase, don Ulfilas. Tome asiento. Lo estábamos esperando. Seguramente tendrá hambre. Esas últimas palabras salieron de la boca de la mujer. Esas palabras y el olor del café con leche le recordaron que no había comido desde la tarde anterior. Sin embargo preguntó por el baño para lavarse las manos y cuando se dirigía a la mesa vio que de nuevo los tres, ahora los cuatro, leían en esas pantallitas. Son los teléfonos de ahora, pensó; teléfonos donde, más que hablar, la gente lee o escribe. Celulares, que le llaman. Luego, mientras se acercaba a la mesa, vio un mueble con estantes, un mueble que le recordó al de su tío. Pero éste estaba vacío por completo. –¿Qué tal el viaje? Un poco cansador, me imagino. Todavía algo cohibido, Ulfilas, en lugar de una respuesta a la pregunta, se oyó comentando: –Mi tío tenía un mueble igual que éste, sólo que con algunos libros y una pila de diarios El autor de la pregunta se apresuró a manipular algo en la pantalla de su celular y enseguida aclaró: –No. Nosotros, diarios no; nunca guardábamos los diarios. Pero esos estantes estaban llenos de libros. –¿Y qué hicieron con los libros? ¿Los llevaron a la Feria? –A los libros los donamos a la campaña para instalar bibliotecas en toda la provincia y en el país entero. ¿No hay allá bibliotecas? Nosotros ya no los necesitábamos porque ahora todo está aquí –dijo señalando su celular. –¿Todo? –Y más que todo. A ver, ¿qué quiere usted averiguar? Aquí puedo mostrarle hasta la casa donde ahora vive. Y leer, ni se diga. Ulfilas pensó que lo de la casa era sólo un modo de decir pero no preguntó nada. Untó la mantequilla en el pan y se dispuso a comer. Era raro. Ahora ya no sabía cuál era su casa. También era raro conversar con personas 136 modas y modos de lectura que todo el tiempo estaban consultando esas diminutas pantallas aunque no se pudiera decir que por eso no escucharan lo que él les decía. Sólo que sentía como si el tiempo o el espacio se movieran. Ahora uno de los muchachos no pudo contener un gesto de satisfacción. Sí, sí, claro, dijo en voz alta quién sabe para quién. Pero la mujer, era seguro, habló para Ulfilas: –¿Quiere otra taza? –¡Cómo no, señora! Gracias. Pero ahora con menos leche, si es tan amable. Volvió a concentrarse en los sorbos del café y fue acabando el pan, la mantequilla y la mermelada que quedaban sobre el plato. Mientras masticaba, oyó que su anfitrión decía con entusiasmo: ¡Aquí lo encontré! Ulfilas se llamaba un famoso traductor de la Biblia. Es toda una historia. ¿Quiere que se la lea? –Mire qué coincidencia –dijo Ulfilas sin inmutarse–. Pero prefiero que esa historia me la lea después. Ahora me gustaría saber a qué hora es la firma de la escritura. –¡Oh, la escritura! A propósito, ya no pudimos avisarle que la firma se postergó para mañana. Es que hoy los empleados tienen una terapia de lectura, por lo de las prestaciones. La firma será mañana a las diez. Y ya no en la sala Julio Cortázar sino en la Pedro Páramo. Pero es ahí mismo. Mañana a las diez, don Ulfilas. Se hizo un largo silencio que Ulfilas aprovechó para tragar, ya despacio, el último bocado, y beber lo que quedaba del café. Está loca esta chica –habló con naturalidad la mujer, como si siguiera una conversación–, siempre me manda los mismos links. Y ya leí y opiné sobre todo ese asunto; creo que es hora de cambiar la página. Ulfilas imaginó el gesto de contrariedad de la mujer y no alzó los ojos porque entendió que ese gesto iba dirigido a aquella chica, tal vez lejana. Pero sí oyó, ahora, que alguien, seguramente su anfitrión, se frotaba las manos como indicando que había decidido hacer un alto momentáneo en la lectura. –Desde luego, puede quedarse a dormir con nosotros. Le tenemos preparada una habitación. Mamá dormirá en el sofá y usted puede disponer de su cama; no se preocupe, ella de por sí muchas veces se queda dormida en el sofá. ¿De veras no quiere saber nada de su tierra? Ya desde ayer que falta. ¿No quiere saber cómo está el tiempo? 137 raúl dorra –No, no es necesario –contestó Ulfilas–. Yo pensaba buscar un hotel y quedarme unos días. Hace años que no salgo, imagínese. Pensaba quedarme unos días en el Royalti. Mientras decía esto último giró instintivamente la cabeza. En la salita contigua una anciana se cubría con una gran pañoleta y dormitaba sobre el sofá. –Como guste, don Ulfilas; con toda confianza. Si usted quiere puedo acompañarlo hasta el Royalti. Sólo tengo que escribir unos correos y leer lo que está pasando en Ucrania. También lo puede acompañar uno de los muchachos, el que esté más desocupado. –No. Faltaba más. No se moleste; al fin son unas pocas cuadras. Mañana a las diez. Faltaba más. Le hago un saludo a su madre y me voy. Gracias por el desayuno, era justo lo que estaba necesitando. Ulfilas se paró. Ahora la mujer estaba llevando las cosas a la cocina y los varones se concentraban en sus celulares. –De veras, don Ulfilas. Con toda confianza. Cuando oyó estas palabras, ya Ulfilas estaba frente al sofá, indeciso frente a la anciana. Como si lo hubiera estado esperando, la anciana abrió los ojos y lo miró. –Usted ha de ser don Alfiles. –Sí, doña Encarnación. Ulfilas soy. Solamente quería saludarla antes de irme. ¿Cómo va esa buena vida? La anciana fue sacando una mano y le enseñó un celular, un aparato más pequeño que los otros. –¿Y cómo quiere que me vaya? Tengo esto y no sé qué hacer. Me lo han dado mis nietos. Es para que escuche las noticias, abuela, me dijeron. Usted no necesita hacer nada. Cada quince minutos va a escuchar las últimas noticias sin que usted haga nada. Me han dicho eso pero yo no lo sé usar ni quiero usarlo. –Pero tal vez debería seguir el consejo de sus nietos. Saber cómo va el mundo. Eso entretiene. Se lo digo por experiencia. –Eso confunde, dirá usted. Al principio quise escuchar. Hablaban de unas ballenas, y luego de carreras de caballos en una gran inundación en la que el agua llegaba hasta la ventanilla de los autos. Y también de un argentino, Agüero de nombre, que había conquistado a los ingleses. Mire nada más. 138 modas y modos de lectura Por muy general o coronel que sea, ¿cómo un argentino va a conquistar a los ingleses? Yo siempre he oído lo contrario. Así que tiré al suelo el aparato y le di unos buenos pisotones para que no siguiera confundiendo a las personas. Por suerte ya no ha vuelto a hablar. –¿Entonces usted no lee ahí, doña Encarnación? ¿Tampoco lee? –¿Leer? Hágame usted el favor. Eso es cosa de jóvenes. Leer está ahora de moda pero yo soy de otros tiempos. Igual que usted, don Alfiles. Me imagino que usted no andará con esas chirimías. –Es como usted dice, doña Encarnación... Iba a agregar “yo soy de otros tiempos” pero algo se lo impidió, un temor que antes no había sentido. Se despidió de doña Encarnación, volvió a despedirse de los otros, uno por uno, y salió. Una vez afuera, prefirió no comprobar si esas cuarteaduras, las que antes había visto, seguían ahí, en la pared exterior de la casa. El sol ya estaba fuerte y sintió los párpados pesados, seguramente a causa del viaje. En el hotel pidió una habitación y cuando vio la cama soltó la valija y se dejó caer sin desvestirse. Se despertó como a las cinco de la tarde. Hacía calor en esa pieza. Acomodó la valija sobre una silla, la abrió y buscó una camisa con cuidado para no desarmarla. En el baño se quitó la camisa sudada, se mojó todo el torso, se secó con una toalla y se puso la camisa limpia. Se peinó con rapidez tratando de no mirarse la cara y buscó la puerta. Antes de salir advirtió que junto al espejo había un cartel que decía: “Done un libro para la Campaña Mil Bibliotecas”. Un cartel que simulaba una hoja de pergamino y que volvió a encontrar en la recepción donde entregó la llave, salvo que ahí, en la recepción, había también una especie de alcancía y un cartel más pequeño: “O done en efectivo”. Había gente en la calle, caminaban en un sentido y otro en cantidad mayor a la que había imaginado. Acostumbrado al silencio, se sintió invadido por el ruido de los autos. Entró a un bar. Más que un bar, en realidad se trataba de una confitería por la amplitud del local y porque lo que se ofertaba eran más bien pasteles y variedad de sánguches. Casi todas las mesas estaban ocupadas pero nadie conversaba. Unos leían el diario, otros se con139 raúl dorra centraban en sus libros pero los más hacían búsquedas sobre las pantallas de los aparatos que tenían abiertos sobre la mesa. Eran aparatos de mayor tamaño que los que había visto en la mañana. Localizó una mesa vacía junto a la vidriera y se dirigió hacia ella sin vacilación. Mientras se sentaba miró la calle a través del vidrio. Árboles, un perro que orinaba contra un tronco como si le doliera, una mujer que tiraba de la mano de un niño para apartarlo del lugar. De pronto una sirena. Ulfilas tuvo el impulso de preguntarle a alguien si se trataba de algún accidente. Miró hacia adentro y vio ahí, delante suyo, a un hombre que esperaba sosteniendo una bandeja. Era todavía joven, muy erguido. –¿Un accidente? –Es el tercero ya. En la mañana se cayó algo que transportaba la grúa y aplastó un auto. No sé qué pasó con los que estaban dentro, pero se los tuvieron que llevar. Luego un jardinero se cortó la mano serruchando un árbol. Y ahora esto. Son los preparativos para la Feria. Ulfilas pensó que, entonces, el ruido que había escuchado era de aquel bulto. –Tengo entendido que todavía falta para esa Feria. Y si así empiezan… Desde algunas de las mesas contiguas les llegó un reclamo para que bajaran la voz. Entonces el hombre cambió de tema: –¿Qué va a ordenar? Ulfilas recordó de pronto sus gustos de otra época. –Un sánguche tostado de jamón y morrones. Una tarta de manzana y un té bien caliente. Con una gota de leche. Jamón cocido. Ya no se oía la sirena de la ambulancia. La gente, al parecer, estaba acostumbrada a estos accidentes porque no vio que nadie reaccionara. O quizá ni la escucharon. Ulfilas tuvo un sentimiento extraño. Hacía años que no escuchaba una sirena. Eso lo devolvió a su antigua ciudad pero al mismo tiempo no pudo dejar de imaginarse el dolor de las víctimas. Quebraduras de huesos, una mano sostenida por la otra para que no terminara de desprenderse, quemaduras de la piel. No supo en qué momento lo que había pedido ya estaba ahí, sobre la mesa; el olor del té mezclándose al de la tarta. Pero primero llevó la mano al sánguche. Con una servilleta de papel, porque estaba demasiado caliente. 140 modas y modos de lectura Cuando salió de la confitería se metió con decisión entre la gente. Bordeó un parque, tomó una calle que le pareció más ancha y más despejada. Sin embargo no pasó mucho tiempo antes de que viera venir un camión de grandes ruedas, una especie de tractor que avanzaba con lentitud desplegando, hacia atrás y a sus costados, como brazos metálicos, largos y torpes brazos de cuyos extremos colgaba algo de gran formato: debían de ser cuadros. Algún presentimiento hizo que Ulfilas buscara la pared y se detuviera. Por el ruido, pensó que detrás del vehículo vendría gente encolumnada como en una procesión. Cuando el vehículo estuvo junto a su cuerpo, mejor dicho cuando lo dejó un poco atrás, pudo ver: de esos brazos metálicos colgaban gigantografías con rostros de hombres y en algunos casos de mujeres. Eran tan grandes aquellos rostros que de cualquier modo no hubiera podido saber de quiénes se trataba porque ese tamaño los deformaba. La gente caminaba detrás, y Ulfila pensó, de acuerdo a los gestos, que algunos caminaban para mirar esos rostros, y que otros simplemente lo hacían para ir a sus respectivos destinos aunque no dejaran de contagiarse de esa especie de euforia que mostraban los mirones. Señalaban, nombraban, se corregían unos a otros acerca de la identidad de tal o cual. Ulfilas recordó que, muchos años antes, cuando llegaba un circo, los artistas salían a la calle, desfilando, y que al final venía la sección de los animales: algunos en su jaula con rueditas, otros retenidos por una cuerda o una cadena que alguien sostenía en sus manos. Después desaparecieron o, al menos Ulfilas, no volvió a saber de ellos. Animales de feria. Seguramente el Municipio había prohibido aquellos espectáculos. La gente fue pasando. Detrás de todos venía un hombre más bien bajo y rechoncho. Al pasar junto a Ulfilas se detuvo: –¿No nos acompaña? –¿Quiénes son? –preguntó Ulfilas indicando con un gesto las gigantografías –¡Cómo! ¿No lo sabe? ¡Los escritores! Los más representativos, los más grandes. Se ve que usted vive en otra parte. Seguramente Ulfilas había visto por lo menos a algunos de ellos en los diarios de su tío. Pero con esas dimensiones era difícil saber. Los poros, abiertos, parecían accidentes de la piel, como estrías o manchas. –Pero todavía falta para la Feria –alegó Ulfilas, ya metido en el asunto, 141 raúl dorra y como si la distancia temporal con respecto a la Feria lo eximiera de la culpa de no saber quiénes eran los dueños de esos rostros. –Es claro, un par de meses. Pero se necesita calentar el ambiente desde ya. De lo contrario la gente ni querrá aparecerse. –No lo entiendo, señor. Por lo que he visto, la gente no hace otra cosa que leer y todos se preparan para la Feria. –Se ve que usted no es de aquí, amigo. Quién sabe de dónde será usted. Pero aquí la gente ya no lee. Se lo digo yo, que he sido profesor del secundario y ahora estoy en esto de la inspectoría de lectura. No. Andan en otra cosa. Y menos los jóvenes. Se lo digo yo. Ulfilas se recostó contra la pared para asimilar estas palabras. Se le vinieron en tropel todas las imágenes y situaciones del día. ¿A dónde estaba? –¿Y ahí donde vive usted hay bibliotecas? –preguntó el hombre como un boxeador que ve al rival tambalearse y aprovecha para dar otro golpe. –La verdad no sé, señor. Yo vivo retirado. En el campo. –Pero de eso se trata. De instalar bibliotecas en todos los lugares del país. ¿Cómo quiere que la gente lea si no les ponen bibliotecas? ¡Faltaba más! ¿Y no va a venir para la Feria? Algunos de estos escritores van a estar presentes. En carne y hueso. Y van a firmar autógrafos. Si usted me deja su dirección yo le puedo hacer llegar un pase. Yo soy del Municipio. Soy Inspector de Lectura. Es necesario que la gente vuelva a leer, señor. Ayúdenos. Si quiere, mande una lista de libros para que se la tengamos preparada. ¡Faltaba más! Ulfilas cerró un momento los ojos. Cuando los abrió de nuevo, comprobó con alivio que el hombre había retomado la marcha. Vio que se volvía a mirarlo, que le insistía con una seña enérgica. Pero luego siguió y despareció de su vista. La calle quedó vacía. Yo soy de otros tiempos, pensó. Ahora era ya de noche. Ulfilas no supo qué fue de él entre ese momento y el momento en que entró a su habitación en el hotel. Le pareció que en algún lado había vuelto a ver esas imágenes de los jóvenes exultantes con los libros pero ahora, dentro ya de la habitación, pensó que bien podía haberla soñado. De todos modos hizo un esfuerzo antes de acostarse: se lavó los dientes, se desvistió con lentitud. Luego comenzó a moverse para buscar su piyama pero sintió que no era necesario. Se acostó. Apagó de inmediato la luz porque tenía urgencia de dormir. 142 modas y modos de lectura No le fue fácil. Las pesadillas no lo dejaron. Se le mezclaba el recuerdo de los animales, esas miradas tristes, con los rostros gigantescos de los escritores. Gigantescos, balanceándose lentamente contra esos brazos metálicos. Y como a punto de transformarse en otra cosa. Un rostro; había especialmente un rostro que se le venía encima y cuya expresión, a la vez dolorosa y cadavérica, le impedía apartar su mirada: la frente ancha, huesuda, más bien blanca, y debajo el par de ojos asimétricos con los párpados barridos, sobre todo el derecho, el ojo derecho, casi ya devastado, con la ceja muy alzada, dura y también asimétrica, la piel estriada y más abajo esos dientes, la dentadura postiza que le quedaba demasiado grande porque entre el día que se la colocaron y el día que le tomaron esa foto el rostro había enflaquecido y los dientes se habían aflojado. ¿Sonreía? ¿Aquella cara ininteligible le sonreía dolorosamente o lo estaba amenazando? Sí; sonreía. Pero era una sonrisa que pedía piedad. La pesadilla volvía sobre él, que se revolvía en la cama sin descanso. Temprano al otro día se fue a la estación para asegurarse un boleto. Por suerte no vio a los futbolistas lectores. Tampoco supo a qué hora su reloj marcaba las diez de la mañana porque estaba profundamente dormido sobre su asiento, ya de regreso a esa casa que ahora por fin iba a ser suya. 143 Dos poemas G eorgina M exía -A mador canto primigenio temerosos a la vislumbre ceguera –creación interrumpida– la colmena se llenó de hombres que olvidaron la penumbra la sacristía el altar de la caverna. como ramillete de pájaros incendiados buscaron alimentar la palabra la sílaba unigénita. tallaron la piedra, horadando cálices y memorias de un mundo que se desplegaba ígneo demasiado pronto. se regocijaron en la fécula, en el ciervo en la bronca languidez del bisonte. cantaron, urdiendo siempre con la flecha los recovecos del insondable asedio a su conciencia. no bastó el tambor para iniciar el viaje: el éxodo de la carne exigía mayor tributo que sólo un escape de sí mismos. 144 múltiples alientos al ritmo de un tambor en ascenso: tambor que perturba tambor que agita tambor que hiere tambor que estremece. el hombre enfrenta su desnudez palpable, tácita cuando se desprende al fin de su armazón en un rito que no es posible sin aullidos no acostumbrados aún al eufemismo. un viaje a donde el cuerpo –cascarón amorfo– no precipita no sumerge no conduce. es necesario el vuelo con tambores –ritmo primordial, cardiaco– para que las sílabas asciendan sin estertores en el limbo de la caverna y la luz. los hombres amasan en la cúspide de su éxtasis –no se rinde el tambor: cada golpe es aliento transitado de lumbre– el nombre de las primeras deidades. canto de la muerte ante el abismo de la carne inmóvil de los ojos abandonados de estepas los hombres suplican que no sea el fin la muerte. 145 se preguntan si sus dioses los habrían creado para luego aniquilarlos en un escombro de hálitos y huesos. pronto descubren que, a cambio de la muerte, las deidades les repartieron memoria. ante el horror del olvido –aún más rotundo que la muerte– se horadó entonces la tumba, la urna: útero pródigo –retorno– otorgante húmedo de carne y aliento, ritmo, latido, pálpito. el tambor es caverna, falange, aullido el tambor es galope el tambor es cardumen el tambor es graznido el tambor es raíz el tambor es tormenta el tambor es rugido el tambor es placenta. en la tumba se fraguan la sangre y el semen –cuchilla– se erigen los primeros altares entre sahumerios y rezos germinales. con aullidos de víctimas inquietas –cuchilla– los hombres dan gracias a la muerte por ser menos definitiva que el olvido. 146 Reclamos a la poesía* M alva F lores Se ha objetado a la poesía su autoproclamada voluntad de ejercer, a manera de juez, el usufructo de la Verdad y, en ese ejercicio, convocar el poder de las “esencias” –como si de un tráfico de influencias se tratara– y cuya resultante fuera la expresión de una o varias certezas que, en el mundo de hoy, resultan si no ridículas, sí, al menos, patéticas. No es un reclamo reciente. La historia de la desavenencia entre la poesía y el mundo real viene de lejos y en ese ya largo debate se ha involucrado muchas veces la idea de que la poesía representa el cenit de la Alta Cultura, un edificio que la propia poesía debía derribar, dada su naturaleza revolucionaria. No me refiero aquí al sentido político que convoca de inmediato el término “revolucionaria”, aunque también pese en esta discusión y, para no ir muy lejos, conviene recordar aquellas palabras de Roberto Bolaño y Jorge Boccanera a finales de los setenta, donde, después de criticar ferozmente a quienes consideraban los poetas representantes de la Alta Cultura (en cuya cabeza situaban a Octavio Paz) exigen que la poesía ya no fuera vista (y escrita) “como un cubículo universitario, ya no como un flujo circular de información, sino como una experiencia viva, lenguaje vivo, autopista de cabellos largos”.1 Hoy, los rebeldes de entonces pasaron irónicamente a formar parte del mainstream que criticaban a cambio de los buenos dólares que ofrece el pro* Este capítulo forma parte del libro La culpa es por cantar. Apuntes sobre poema y poetas de hoy que pronto circulará bajo el sello de Literal Publishing. 1 Roberto Bolaño y Jorge Boccanera, “La nueva poesía latinoamericana. ¿Crisis o renacimiento?”, en Plural, núm. 68 (mayo de 1977), pp. 41-49. 147 malva flores ceso de mercantilización del arte (hasta existe un título exitoso: Rebelarse vende). Pero muchos poetas prefieren cerrar los ojos ante el evidente fenómeno o, mejor, sacar provecho e intentar convertirse “en moda”, asunto que no es ilegítimo, sólo es. Así, vuelven a las formas y actitudes del pasado, lo que tampoco es bueno ni malo; es una forma natural de la renovación y, como siempre ocurre en este proceso, eligen sus presencias tutelares, rescatan a sus muertos, y discuten con los muertos “de enfrente”. Sus arranques escénicos, su búsqueda en la revolución y fusión de las formas a partir de los lenguajes y posibilidades habilitadas por la tecnología suponen una actitud similar a la de los poetas vanguardistas, sin su dejo ideológico y sí con el deseo de hacer de la poesía una “experiencia viva”, un “lenguaje vivo”, aunque sea, muchas veces, virtual. Pero la poesía ha sido siempre un asunto virtual. Existe otro tipo de poetas que recuerdan (¿cómo no hacerlo?) la idea benjaminiana que anuncia que cualquier obra de arte se alza sobre una montaña de huesos y que escribir un poema después de Auschwitz es un acto de barbarie, según reza la conocida frase de Adorno.2 Es curioso, sin embargo, que olviden cómo Adorno denunció la fetichización de la técnica como una enfermedad de consecuencias perversas. Tal vez pienEn la famosa conferencia “La Educación después de Auschwitz”, ofrecida en Radio Hesse el 18 de abril de 1966, Adorno insiste: “En la relación actual con la técnica hay, por otra parte, algo de exagerado, de irracional, de patógeno. Tal cosa guarda relación con el ‘velo tecnológico’. Las personas tienden a tomar la técnica por la cosa misma, tienden a considerarla como un fin en sí misma, como una fuerza dotada de entidad propia, olvidando al hacerlo que la técnica no es otra cosa que la prolongación del brazo humano. Los medios –y la técnica es la encarnación suprema de unos medios para la autoconservación de la especie humana– han quedado cubiertos por un velo y han sido erradicados de la conciencia 2 148 reclamos a la poesía san –dada su visibilidad en las redes, su apropiación de las distintas técnicas para usufructo del arte y sus entrecruzamientos, así como la certeza de que el poema puede ser un dispositivo que opere sobre otras artes para lograr una poesía expandida– que es posible modificar al monstruo “desde adentro”, a sabiendas de que la técnica ya no es sólo una extensión del hombre, sino su parte constitutiva. Así, la sentencia de Adorno –“El tipo inclinado a la fetichización de la técnica es, dicho llanamente, el correspondiente a personas incapaces de amar”– pasa como una antigua, tierna, excentricidad, pues además de quienes creen que la tecnología sólo ha permitido que la resonancia de nuestras palabras se haya ampliado, hay quienes saben que en el mundo operó ya una transformación drástica que no implica nada más una extensión del foro. Es curiosa la relación entre tecnología y poesía. Los poetas han sido desde siempre unos entusiastas y no sólo las vanguardias sucumbieron a su seducción. Ya algún poeta ágrafo habrá dicho algún verso admirando el primer carromato y lo que seguramente subyacía en su voz era el asombro; el mismo asombro que siglos después la certeza del progreso, es decir, del futuro, hacía que los poetas cantaran a las máquinas. Además de la sorpresa, en el fondo de esa relación operaba la convicción analógica del poeta: hacer más ancho el camino haciendo uso de todas las posibilidades del lenguaje, de todos los lenguajes. En este sentido, la “fetichización” de la tecnología no fue un problema para los poetas, aun cuando la denostaran. No era una fetichización, dirían algunos, sino una nueva posibilidad de elaboración poética. Ya desde finales de los sesenta del siglo pasado, Paz reflexionaba sobre la relación entre tecnología y poesía. En un texto que fue rehecho muchas veces, “La nueva analogía: poesía y tecnología”, aseguraba que el poeta dede las personas. A nivel de generalidad en el que lo he formulado, esto debería ser evidente. Pero se trata de una hipótesis todavía demasiado abstracta. No se sabe en absoluto de un modo preciso cómo se impone la fetichización de la técnica en la psicología individual de los seres particulares; no se sabe dónde radica el umbral entre una relación racional con la técnica y esa sobrevaloración que lleva, finalmente, a que quien proyecta un sistema de trenes para llevar las víctimas de Auschwitz, sin interferencias y del modo más rápido posible, olvide lo que ahí ocurre con ellas.” 149 malva flores bía servirse de la tecnología, reflexionando sobre la teoría de los juegos o los, entonces, “cerebros electrónicos” que eran “más eficaces que los viejos diccionarios de la rima”: Ninguna de estas novedades suprime al poeta, aunque sí a una entidad que es un vestigio de la modernidad: el yo, el ego –algo muy distinto al alma de los cristianos o al ser de los filósofos. Perder el yo no es perder el ser; tal vez sea ganarlo. Por lo demás, todos los grandes poetas han dicho –o su obra nos lo dice– que la creación poética equivale a la purgación del yo, a su abolición o disolución en una realidad sobre la cual el poeta no tiene el menor derecho de propiedad: el poema (…) En cuanto a la transmisión y a la recepción del poema: apenas si vale la pena mencionar a los nuevos medios de comunicación. Esos medios hacen posible, entre otras cosas, el nacimiento de una nueva poesía oral, la combinación de palabra escrita y palabra hablada, el regreso de la poesía como fiesta, ceremonia, juego o acto colectivo. Este último no es menos central que la abolición del yo: el poema vuelve a ser como en su origen.3 Paz no vivió el cambio radical que hoy vivimos. Pese a sus duros reproches al mercado y sus largas reflexiones sobre la modernidad y sus paradojas, siempre fue un optimista, un hechizado por la vida y alguien que creía en el futuro. Sus últimas palabras, augurando un futuro luminoso para México, son el compendio de una vida de asombro y, tal vez, de confianza en la poesía como vía de salvación. Otros poetas contemporáneos de Paz mantuvieron cierta reserva frente a la tecnología, pero incluso en su crítica, en su desencanto, pervivía la admiración a la maravilla convertida en lenguaje. El mismo Gonzalo Rojas que en 1991 había dicho: “Si ve a Cecilia por ahí dígale de una vez en nombre de Apollinaire que la cosa no es tan fácil, que esa A de asombro ciega con su luz al más lúcido, que tal vez es preferible la O de ocio; que ahora que las aguas suben solas que dejemos que hablen, que sibilen solas las serpientes entre el láser y el scanner”4 (“Fax sobre el Cito por la primera versión de este ensayo que fue escrito en 1967 con motivo del ingreso de Octavio Paz a El Colegio Nacional. Más tarde, en 1970, se incluyó en 3rd. Herbert Read Lecture (The Institute of Contemporary Arts, 1970). En 1973 fue el primer ensayo de El signo y el garabato. Apareció, también, como un fragmento de la primera versión, en Teatro de signos (Fundamentos, 1974). Finalmente, fue incluido en las Obras completas. La casa de la presencia (fce, 1994), donde se retoma el publicado en El signo y el garabato. 4 Gonzalo Rojas, Diálogo con Ovidio, Aldus / Eldorado Ediciones, México, 2002, pp. 2 y 3. 3 150 reclamos a la poesía asombro”), en el amanecer de este siglo, en “Diálogo con Ovidio”, uno de sus últimos, grandes poemas, escribió: Ei mihi: pero el horror Ovidio mío no es lo que es o lo que no es sino el desparramo de la gente, los corrales enloquecidos de los Metros fuera de madre de Nínive a New York a la siga de la usura como dijo Pound, el riquerío contra el pobrerío del planeta, la dispersión de los dioses, todo el uranio de los bombarderos contra Júpiter, sin hablar de la servidumbre del seso a cuanta altanería, llámese computación o parodia, todo anda bien en la Urbe, todo y todo. Pero no hay Urbe, hay estrépito y semáforos hasta las galaxias, pero no hay Urbe. Hoy, independientemente de la reflexión sobre las consecuencias del cambio, negar que existe es una ingenuidad. Los poetas actuales no necesariamente reproducen el gesto de las vanguardias o la admiración por las máquinas. Su camino es otro y lo que intentan es, más que expresar un asombro, utilizar la tecnología para crear distintos efectos poéticos “mediante soportes alternativos, géneros híbridos y materia poética no textual.”5 Lo que acaso vemos es una certeza: a nadie ya le importa el futuro, al menos en los términos que antes le preocupaba o entusiasmaba a los poetas. No es, pues, una inquietud del muchacho que nació en el tiempo de la 5 Julián Herbert, “Technopaegnia y poesía”, en Letras Libres, núm. 122 (febrero de 2009), pp. 103. En este artículo, Herbert hace un recuento de algunas expresiones y proyectos con esta característica. Incluye a Carla Faesler, Rocío Cerón y Mónica Nepote (Motín Poeta), Minerva Reynosa, Sergio Ernesto Ríos, Óscar David López, José Eugenio Sánchez, Román Luján, Omar Pimienta, el colectivo Taller de la Caballeriza, entre varios más. 151 malva flores simultaneidad, donde la Urbe es una Aldea global. Pero, ¿qué no la poesía –ese instante– sólo podía ocurrir verdaderamente en lo simultáneo? Y, si es así, ¿dónde quedó el asombro? El repudio al progreso o la exaltación que provocaba, en las entrañas del mismo progreso, clausuró esa posibilidad y lo que antes conocíamos como trascendencia sólo puede mover a risa en tiempo real. En ese sentido, las palabras de Rojas, en “Ochenta veces nadie”, hacen evidente esa tensión que hoy ya a nadie le importa o que se asume como un hecho irreparable: Hölderlin fue el último que habló con los dioses, yo no puedo. El Hado no da para más pero hablando en confianza ¿quién da para más? Lo que resulta más difícil es, sin internarse en los caminos de teorías ilegibles, tener la capacidad para esclarecer críticamente el presente y el “futuro”, no sólo en el caso de la poesía, sino en el de las artes todas. Hace poco, el poeta y crítico de arte, Alberto Blanco, confesaba su resistencia a escribir sobre las nuevas manifestaciones de las artes visuales, no por desconocimiento, sino como un reconocimiento de que “se trata de nuevas formas y que, como tales, demandan, por fuerza, de una forma distinta de aproximarse a ellas con las palabras. Más aún; es el reconocimiento de que, casi sin hacer ruido, en los años recientes se ha operado un cambio radical en el mundo de las artes visuales –por no decir que en el mundo de las artes en su conjunto, y en el mundo todo– que exige nuevas estrategias y formas de ver, de pensar, de escribir y de actuar”.6 Es entonces difícil encontrar las palabras, “la forma distinta de aproximarse a ellas”, sin caer en la tentación de la metáfora o en el abismo de la jerga teórica. Es necesario encontrar esa forma, que deberá ser nueva también, si se desea entender y compartir la reflexión sobre el fenómeno, 6 Alberto Blanco, “El eco de las formas”, en La Jornada (sábado 3 de noviembre de 2012). http://www.jornada.unam.mx/2012/11/03/opinion/a06a1cul (Consultado el 3 de noviembre de 2012). 152 reclamos a la poesía pues hacer ilegible el conocimiento o la reflexión es otra forma de la dominación cultural que la crítica académica, tan empeñada en denunciar el mainstream, reconoce sólo como idea. Si en algún momento, después de las guerras mundiales, los teóricos mataron al autor y endiosaron al lenguaje señalando que todo lo era, la reacción contra dicha imposición en el seno mismo de la academia fue pretender que el lenguaje no lo era todo y que nada podía explicarse sin su contexto; que más bien eran el contexto y las relaciones de poder, la segregación de los marginados, quienes explicaban la obra de arte. Lo curioso es que con estos loables propósitos (matar al autor, difuminarlo en su contexto, o revivirlo ahora con “las escrituras del yo”) aparezca en todas las corrientes teóricas el dedo flamígero que denuncia a la obra de arte que se mira a sí misma como exaltación de los hombres, a la obra de arte que es resultado de una “colonización”, de una montaña de huesos, pero, para denunciarlo, nos endilgan un lenguaje que es, de suyo, un instrumento de segregación. No hablan para nosotros, los ciudadanos de a pie, sino para un gremio que reclama sus cotos de poder y la ración presupuestaria correspondiente.7 Por el cúmulo de reclamos ya centenarios cabe decir que el arte se encuentra en crisis hace mucho más de un siglo, aunque pensemos que el urinario de Duchamp compendia sus espasmos. No es un compendio, me dirán los doctos, pero me gusta pensarlo como uno de tantos gestos de desesperación frente al derrumbe de nuestras certezas. El arte ya no es autónomo. Un poema ya no se explica sólo en el poema ni enfrentado a nuestra historia personal. Ya no podemos disfrutarlo sin sentir una especie de culpa que toma la figura de un baúl de huesos sobre nuestras blandas, peinadas cabelleras. La culpa nos está matando hace ya tanto y no acabamos de morirnos: preferimos Baste confrontar el número de investigadores en humanidades apoyados por el Sistema Nacional de Investigadores frente a los miembros del Sistema Nacional de Creadores. 7 153 malva flores matar aquello que nos recuerda que somos culpables de omisión. En consecuencia, al arte sólo podemos analizarlo, “teorizarlo” (a partir de las modas que nos impone su mercado), parodiarlo. Sólo podemos coincidir en que un cuadro negro sobre un cuadro blanco no es el mismo si lo pinta un niño que si está expuesto en el moma, aun cuando sean idénticos o incluso cuando el expuesto haya sido creado para subvertir la idea de museo. Concediendo que es la poesía (y no los poetas) la que se encuentra postrada, “en crisis”, recurrentemente intentamos salvarla como intentamos salvar al país, al sistema bancario, al carcelario, también a los enfermos. Confundidos, lo que no sabemos es a quién salvar, si a la niña que imaginamos ahogándose en el pozo, al niño que la tiró jugando o al pozo mismo. Así, ante la andanada de reclamos a la poesía que se ve a sí misma como la poseedora de la verdad sin advertir su tufo solemne, cabe preguntarse si no ha operado aquí otra confusión: los poetas no son la poesía. Aunque el valor de la sinécdoque, en poesía, es inobjetable, en este caso la naturaleza arbitraria del tropo se convierte en error de percepción. ¿Quién o quiénes apelan a las certezas? ¿Quién o quiénes creen que su función es revelar la verdad?, ¿cuál verdad? ¿La suma de las verdades individuales es La Verdad? La palabra Verdad convoca siempre a su opuesto y me asalta a cada paso aquella idea que ve en las novelas “mentiras contagiosas”. ¿El poder de contagio de la poesía se ha eclipsado porque busca “la verdad”, o son los poetas quienes lo han socavado? Son los poetas quienes han perdido a sus lectores, sostenidos tal vez del clavo de sus certezas. La poesía es otra cosa, ¿o no? No voy a ser yo quien venga a decir alguna verdad en un asunto que lleva siglos discutiéndose. La segmentación de la vida y la cultura nos presenta 154 reclamos a la poesía el mundo como una serie de imágenes inconexas, donde es difícil encontrar el hilo que las anude y, más aún, la revelación de una certeza que sólo nos podría mostrar nuestro propio desasimiento. Hace algunos años nos decían que la contracultura había tenido como propósito borrar la distinción entre el arte y la vida, en una operación cuyo blanco eran las élites que hasta entonces habían detentado el poder y el conocimiento culturales. Entonces se buscó la disolución de la obra de arte entendida como objeto de privilegio cultural, dando como resultado la “democratización” de la cultura y aparecieron los happenings, las instalaciones, las multitudinarias lecturas de spoken word poetry con flores en el pelo. Algo de lo mucho que se ha dicho sobre aquel momento se me quedó grabado: “todos podíamos ser artistas”. Más de cinco décadas después, parece una realidad que va saltando de rama en rama, de muro en muro, de tuit en tuit. La distancia entre la poesía y la calle parece que se acorta y nunca como hoy es cierto aquello de que todo está en todo. Tal vez por eso, en el paisaje de la poesía ya no es políticamente correcto distinguir las liebres de los gatos, porque ya no hay liebres ni gatos sino un animal mestizo. Conviven entonces tantas formas de poesía como poetas multidisciplinarios hay. Y yo me pregunto si de veras son tantas. Vemos así un regreso de la poesía comprometida, contestataria, que hoy se llama lúdica, global, liberadora, irreverente, multicultural, social, y que se filtra a nuestras pantallas vía Youtube, pero que, a diferencia de la vieja, ideológica, poesía de los setenta, introduce luz y sonido a las formas en tiempo real. Paradójicamente, si la desnudamos de aquellos artificios, no pocas veces es una poesía solemne, pero, ¿quién quiere despojar a la poesía de esos afeites? ¿Son sólo afeites, efectos, o es un gesto artístico? En algunos videos, presentaciones o espectáculos poéticos, vemos y escuchamos un mismo sonsonete, una gesticulación impostada que se escenifica con la parafernalia del gospel y unos cuantos, altisonantes, aleluyas. Todo suena igual, aunque hables de un muerto, de un cuerpo al que acaricias, de una ciudad. Malo que seas tartamudo (aunque Gonzalo Rojas lo desmentiría). Malo que el pánico escénico te acalambre la lengua y ya no puedas o quieras figurar. Peor, que no hables de la violencia o reivindiques a las minorías, pero ¿qué no el ejercicio de la poesía es por sí mismo esta 155 malva flores reivindicación? Pero todo está bien porque es el modo de oponernos, es el modo de resistir y la poesía ha sido siempre una resistencia. Llevamos entonces la poesía a las calles, a las azoteas, a los rings, porque la poesía debe ser hecha por todos, nos decía hace ya mucho Lautréamont, pero ¿cuántos son esos todos y quién se acuerda hoy de Lautréamont? Del otro lado vemos al vate de capita (me encuentro entre ellos), empeñado en suscribir una melancolía que canta con desdoro el páramo de la nada que hay. No importa que ya no cuente, si canta. No importa que ya no tenga nada que decir, si recuerda los gestos gastados de nuestra tradición. ¿Cuál tradición si hoy todo está en todo? ¿A quién le importa, gato o liebre, lo que la poesía dice? ¿Aún dice? ¿Aún hay que defenderla? No voy a decir aquí que defender a la poesía es como defender la pertinencia de las piedras pulidas por el río. Sin embargo, y ya es pregunta recurrente, ¿cuál es el futuro de la poesía?, ¿tiene futuro? Etiquetada por el mercado como “artículo en desuso”, la poesía desaparece de los anaqueles y se refugia en ediciones marginales, en ediciones de autor o confundida entre millones de hits en la red, que viene a ser lo mismo. Pero, ¿cuándo, en verdad, ha sido diferente? Si pensamos que Mallarmé editó una antología de su obra en 1887 y tiró cuarenta ejemplares, que el primer libro de García Lorca, Impresiones y paisajes, lo pagó su padre y, decepcionado por el fracaso comercial del libro, quemó la mayoría de los ejemplares;8 que Rimbaud pagó la edición de Una temporada en el infierno o que Trilce fue editado por los presos en el taller de la cárcel donde Vallejo estaba encarcelado, no deberíamos asombrarnos. La primera edición de La alegría, de Ungaretti, fue de ochenta ejemplares; la de Las flores del mal fue de un poco más de mil. Hoy, por poner un ejemplo, las cosas no son tan distintas: en Chilango.com propusieron el proyecto “Poeminutos” y su animador, Luis Felipe Fabre, lo describió así: “Poeminutos: cachitos de poesía en video, es justamente eso: poemas llevados al video por sus propios autores. La idea es salir Uno de los escasos ejemplares que sobrevivieron fue subastado hace poco en Bonhams por una suma considerable. Efe, “Un raro ejemplar del primer libro de Lorca vendido por 9380 euros”, en La Razón. Libros (13 de noviembre de 2012) http://www.larazon.es/noticia/6439-un-raro-ejemplar-del-primer-libro-de-lorca-vendido-por-9-380-euros (consultado el 14 de noviembre de 2012). 8 156 reclamos a la poesía del libro, del manuscrito, o de la lectura convencional, y que los poemas crucen umbrales y lleguen a un público distinto.” Por su parte, chilango.com explicó: “Sí, ya sabemos que cuando sale el tema de la poesía, muchos nos declaramos fans de ella. El problema es que aunque haya varios fans, la venta de libros de poesía, sobre todo si se trata de nuevos poetas, es muy pobre, por eso es difícil que las editoriales se avienten a publicarlos.” El primer poeta que participó fue Óscar David López. Su video fue subido por chilango.com a Youtube el 4 de mayo de 2011. Para el 20 de junio de 2014 contaba con 304 reproducciones. El “poeminuto” más visto a la fecha es el de Paula Abramo, producido por Apolo Cacho. Fue subido el 6 de julio de 2011 y a la fecha consignada se ha reproducido 664 veces. Por su parte, la sección de chistes de Míster Chispas en Revista Chilango, subida también en Youtube el 10 de julio de 2009, cuenta con 9791 reproducciones. En el caso de las ediciones de poesía, cualquier ejemplo sería ilustrativo. De Ladera de las cosas vivas, publicado en 1997, no he recibido un solo peso de regalías y aún lo he encontrado en algunas librerías de viejo. Mal por mí. Pero me interesa destacar la edición de Querido/Homenaje a Juan Gabriel, publicado por Mantarraya Ediciones en 2010 con el propósito de mostrar que la poesía no es aburrida y, al mismo tiempo, “fomentar la literatura a bajo costo y que llegue a mayor número de lectores”, declaró su editor, Antonio Calera-Grobet.9 Con un tiraje de 2000 ejemplares que no tuvieron intención de lucro, difícilmente compite en audiencia con su homenajeado, pues el divo de Juárez, anota Wi9 Ana Mónica Rodríguez, “Veintidós poetas rinden homenaje a la figura y trayectoria del cantautor Juan Gabriel”, en La Jornada (sábado, 16 de octubre de 2010), http://www.jornada. unam.mx/2010/10/16/cultura/a05n2cul (consultado el 6 de febrero de 2012). 157 malva flores kipedia, ha “registrado ventas por más de 100 millones de discos, más otros 50 millones como productor, arreglista y compositor”.10 Es evidente que los poetas no pretendían emular al autor del “Noa-Noa” sino, quizá, proponer un gesto, un guiño divertido. La poesía es para todos siempre que sean unos cuantos, parece que escuchamos a lo lejos. Pero muchos poetas nos quejamos. No hay espacio para la poesía. Como una forma de sobrevivencia, en México algunos poetas (me encuentro entre ellos) se han refugiado en la academia como un injerto anómalo. Han fatigado las arduas galeras, diría Borges; venden tragos o tacos. Se esconden tras la silla burócrata, diseñan camisetas, llaveritos; hacemos largas filas en pos de una beca. Pero, ¿alguna vez fue distinto? Los poetas siempre se quejan. En México prácticamente ya no hay suplementos literarios; la crítica de poesía ha desaparecido en su forma tradicional y las –cada vez menos– revistas literarias, incluyen la poesía en sus páginas como si fuera un florero. No ocurre así en otros lados quizá porque, alejada del estipendio oficial, la poesía ha recorrido el camino que ha sido siempre suyo: el margen, no como marginalidad, sino como el resultado de una voluntad minoritaria (aunque convenga negarlo) que ve en el poema no un artículo de consumo, sino una forma viva de duración. 10 158 http://es.wikipedia.org/wiki/Juan_Gabriel. Dos poemas A ndrea H errera convivencia Me rehuso a vivir con aquel monstruo que se retuerce en el espejo Es posible sr. Freud ¿Desacostumbrarse de uno mismo? ¿Tomarse la cabeza entre las manos? ¿Equilibrar correctamente el alma? ¿Creer en las traiciones? ¿Sonreírle a la mala hierba que invade las tumbas? ¿Y tú a dónde? ¿corres? ¿te escondes? o ¿lloras? Podrías comprar un boleto Escribir una carta Abrirle la puerta al huracán Guardar años de silencio Pero rehuso ser un vil testigo 159 de las nubes y contemplarlo todo desde mi ignorado corazón muerte palabra no dicha Despego los labios algo sale se asoma y en teoría nombra y designa ¿Por qué la silla es silla? Me comunico pero no tengo certeza de mi decir ¿Por qué el árbol será luego madera? Poder es lo que no poseo y estoy soy desnudez ante el signo la palabra 160 Las palabras a veces simplemente no dan ni llegan al precipicio del descalabro a rozar la lágrima a gritar el goce Las palabras no resucitan muertos 161 Reciclaje zen I dalia M orejón A rnaiz i Los monjes llegaron inesperadamente a la ciudad. Los artefactos del ritual, empacados en baúles, venían asegurados como vestigios romanos para exhibir en un festival. En la aduana, los agentes vaciaron las valijas; con afanoso exotismo examinaron de cerca, por primera vez, al Buda Concreto: pesado, de buena factura, sin dudas un buda fabricado en Japón. Entonces sonrieron, devolvieron la pieza a su lugar y dieron la bienvenida a los Artistas del Oriente, a la caza de aprendices en la ciudad espectral. Rápidamente los monjes construyeron el templo, congregaron a los fieles, pidieron dinero. Les entregamos todo lo que teníamos: migajas. Nos devolvieron un silencio dizque de oro, señalaron al cielo y predicaron la conformidad. Durante la meditación, los más débiles eran tocados por la gracia de la vara que mece la espalda. Nosotros, no; preferíamos soportar las piernas adormecidas antes que pedir, como alivio, más dolor. Tarde en la noche bebían y danzaban los monjes en las casas nocturnas de la ciudad. A la mañana curaban la resaca con hierbas que nunca oímos nombrar, mezcladas con agua hirviente en una bombilla para mate: zen austral. Celebraron la iniciación de los nuevos bodisatvas con lechón asado al borde de un manglar. Los talentos ensimismados allí nos congregamos; pretendimos ser Maitreya y dimos más: saltitos como cabras, resoplidos con vapores de soya, igual a dragones. 162 reciclaje zen ii Decidieron los monjes sin demora llevarnos a pasear. Salimos en procesión marcando el paso a golpe de energía para ganar firmeza en la voz, tranquilidad en el alma. La realidad, decían, es la paz. Y callaban junto con nosotros. Rieron artísticamente al ver los cráteres en las avenidas; observaron la naturaleza de la ruina como una forma de presente que nosotros, ofendidos, esquivamos por irreductible. “Ronco motor del rencor”, ronroneaba el Monje Mayor. Nunca supimos si eran palabras verdaderamente suyas, si las decía por primera vez ante nosotros, simples meditadores urbanos en plena asfixia, regateando tiempo contra la pared húmeda de un retiro. Nos condujeron al Bosque Cercano con la soltura de otras veces, y allí solicitamos la traducción de los sutras. “El sentido no importa”, tronaba en su arrogancia el Monje Mayor, tronaban igual Los Seis Monjes Restantes. Repetíamos con desatino algo sabroso. El budismo nos regalaba, amistosamente, la versión punto cero de la vida. Así entrevieron altares en los escombros, degustaron la luz tropical, esparcieron el aroma de sus inciensos como humillo que brota de un pastel, ondulante y bífido, para que nadie careciera. iii Desfilamos en soledad aparente, seguros de nuestras alianzas. Sabíamos, en la algazara y el exotismo, quién era quién. Los artistas de vanguardia se acercaban a las chicas siguiendo un orden tácito basado en lo que cada cual 163 idalia morejón arnaiz podía ofrecer. Ellas, bien lo sabíamos los hombres, buscaban sobrevolar el mundo en la vara mágica del zen. En el momento de bordear los cráteres que serían bendecidos, los monjes se encontraban todavía más distantes, nunca supieron nuestros nombres. Nos habían privado, a nosotros sus seguidores, del Vistazo Único al charquito apestoso donde esperábamos encontrar cierta claridad. Veíamos sus ropas oscuras y holgadas allá adelante, siempre de espaldas, porque así es como vemos a los otros cuando no conseguimos llegar adelante. Como discípulos, queríamos que se volteasen para sonreírnos. Los monjes nos parecían totales, eternos, aptos para caminar al revés. iv Volvieron los monjes a la ciudad en pleno invierno; volvieron sin nada. Todo lo que tenían estaba aquí, o allí: fotocopias controladas, pimientos transgénicos en lugar de bizcochos a la hora del té. Los monjes sudaban, echaban a un lado la bombilla y clamaban por café. Entraban a nuestras casas y desde allí comandaban, perezosos y amargados. Sin embargo, teníamos mucho que conmemorar: la construcción de Las Nuevas Escaleras al Cielo, una modalidad de espacio que sólo existe en un tiempo pasible de detener, por lo que decidimos tomarnos un descanso y convidarlos a una playa desierta. Tópico tras tópico mostramos nuestro dominio del Ritual, aprovechamos la intimidad con la naturaleza para exhibir nuestros cuerpos ahora enjutos, modelados. Habíamos cambiado, decían, pero no de lugar. Retomamos la marcha y al mirar atrás no vimos a nadie; así respiramos, por fin, el humo denso y erecto que crecía entre las manos de los monjes. Ocupábamos el Frente Amplio de la Verdad, pero nada aconteció. Sin fondo de comitiva, ya era tarde: cientos de vacíos tectónicos sugerían en su gravedad la imposibilidad, y dimos nuevamente más: alaridos sin voz, pataditas inertes, más siete empujoncitos discretos en dirección al charquito, en las siete espaldas de los siete monjes. A los nuevos seguidores hoy les señalamos, con un dedo sin gesto, los bultos macilentos que con el paso de los días nos van sirviendo de luz para volver a meditar. 164 Poema no F elipe V ázquez Por la orilla de sí mismo, acaso de más lejos, llega al patio del abuelo, trae un árbol de bayas —al origen, donde a lago en llamas sabe el fruto—, sin embargo el patio estaba en otros días, ¿vuelvo entre aquellos que en la niebla se deslíen? * En pelear con muertos fue mi vida, no sé cómo perdí tanto que nací perdido. Entre las tumbas mi nombre me buscaba, y me busca en tus palabras todavía. El rojo acantilado no da sombras, ilumina un rayo de silencio mi palabra. 165 * Árbol errante que en la orilla bebe azul, en otros días vino a través de los glaciares, oigo aún su gélido jilguero, su raíz teje en mis venas su deseo, murmura su distante savia en el poema. * Miro a ras de tabla, a pique el cielo a mi costado, un toro antaño sostenía, las puertas dan balsa por adentro y vuelvo al día cuya savia desconozco, al árbol cuyo fruto lo incinera. * Qué del huerto queda sino sal de hueso, quemadura de raíz en las cuadernas. Vaho en los ojos del espejo, tu deseo encarna en mis palabras, dice y, al decir, se labra en el vacío. * A tajo de alas, por la espiga de grietas que vertebra 166 lo que soy, deviene el sino de la era en toros contra sí, mi sangre en sed metálica germina, los caballos regresan del azar, las naves en astillas dan el día, di qué soy en tus heridas, qué árbol se despeña en lo que digo. * El haz de venas gira sobre sí, deviene hoz en su raíz, deriva al filo de su cuerpo, alfil en sesgo al mediodía, cae de sí mismo, en mis palabras un rayo de silencio se desata. * En rojas grietas reverbera a orillas de la sed, sus pétalos beben sombra desde el alba, ayer era fuente a ras del muro, y piel hoy tensa de vacíos me nombra al cruzar las paredes de la tarde. * 167 Cómo fue que no llegamos a ser, en la errática frontera piafan los caballos, miran sima donde vemos travesía, y sin tocar la orilla fugitiva saltan y caemos noche arriba, al azar que elude el territorio del sí que ayer nos encarnaba. * A caballo en la frontera no, descalzo en la taiga sin orillas no, en la tabla donde el mar devora el cielo no, a tientas por la noche del ser desnudo de sus máscaras no, en la fuga vertical de un laberinto de rejas movedizas no, más encabalgado que el poema no. 168 La vigilia de la aldea Un banquete psíquico primordial D aniel B encomo Clayton Eshleman, Mecha de enebros (traducción de Hugo García Manríquez), Aldus, México, 2013, 376 p. Unos versos de 1973, confiesa el propio Clayton Eshleman, testimonian el vuelco vital que sumergió al autor estadunidense en el estudio de las expresiones visuales del Paleolítico: “Yorunomado cerró la mano izquierda de mi libro. / Desde ahora, dijo, / tu obra se interna en la tierra.” Producto de ese descenso es Juniper fuse, el sólido volumen escrito por cerca de tres décadas, en el que Eshleman consideró concluido simbólicamente apenas a principios de este siglo, cuando por fin pudo contemplar el Pozo, quizás el más enigmático de los conjuntos de imágenes de la cueva de Lascaux. Ésta, además de sus estudiosos más apasionados, también sedujo a Georges Bataille y a René Char. Juniper fuse aparece ahora en México, en traducción de Hugo García Manríquez, bajo el título de Mecha de enebros. Árbol común en la región francesa de la Dordoña, el enebro era usado por el hombre paleolítico como materia combustible. Asimismo, al ser descubierto en los albores del siglo xx, un ejemplar de esa especie ocultaba la entrada al espacio simbólico de Lascaux. Mecha de enebros es un complejo tratado poético sobre la imaginación del Paleolítico y la creación del inframundo. Eshleman prefiere “imaginación” o “imaginería”, y no las nociones de arte o pintura, para referirse al emerger de las imágenes en las comunidades humanas conservadas de manera privilegiada en las cuevas francesas. Éstas fueron el hábitat del hombre de Cro-Magnon (pro piamente homo sapiens) en el cual interactuó con el homo neanderthalensis, la otra especie que se colapsó durante la última de las glaciaciones. Y, como se sabe, el clima predominante en el Paleolítico. En diálogo con una constelación de fuentes, Eshleman plantea la revisión 169 de los postulados comunes que rastrean el origen de las imágenes en las cuevas. Evita cualquier teoría unificante y cuestiona la existencia de una causa única en ritos utilitarios de fertilidad o caza, sean testimonios o elementos esenciales de la actividad protochamánica o bien rituales de magia empática. Con pensamiento perspicaz y ambicioso, postula una idea de mayor amplitud: “la creación de imágenes es una de las vías por las cuales nos volvemos humanos”, sin que esto implique una respuesta a la pregunta por el origen, pues encuentra en “la imaginería un sentido de lo multidimensional e inesperado”. En conexión con un origen que no puede rastrearse, la creación de imágenes durante ese periodo expondría ante nuestros ojos, de acuerdo con Eshleman, un “continuum de separación” que se habría extendido durante cerca de 25000 años, de los pe riodos auriñaciense a magdaleniense –fa ses del paleolítico, entre el 40000 y el 10000 a.p.–, tiempo en el cual las comu nidades humanas generarían un hiato entre la condición de inmanencia animal –eso que Bataille asienta en su Teoría de la religión como “una gota de agua en el agua”– y lo que –de una forma no evolutiva, no regular y no uniforme– ter minaría por emerger como experiencia humana. La evidencia de la desgarradu ra estaría expuesta en los muros de las cuevas que visita y aprehende el poeta norteamericano, para pensarlas y abrir un espacio de reflexión y búsqueda lírica, de efectos y secuencias de alto logro. 170 Pendulante entre los registros arqueológicos y literarios, expuesta a los claroscuros de toda mirada y a las fuerzas que penetran los esquemas de causa y efecto, la construcción de Mecha de enebros podría emular la geometría de una caverna de los glaciares. Tanto la introducción como la primera parte funcionan como un umbral en el que el lector se impregna, y es seducido, de las interrogantes y motivaciones de quien escribe. Además se delinea aquí la idea que complementa la tesis del “continuum de separación” del que emer ge lo humano: a la par que surge la experiencia de ser hombre, se proyecta una idea en el sentido –direccional– opuesto: la construcción de un inframundo ya inalcanzable –cristalizado, entre otros, en el ur-mito del paraíso perdido–: “el ‘nuevo páramo’ es el reino espectral creado por la partida de la vida animal y el arribo, en nuestra época, de estos (nuestros) contornos primordiales. Nuestra tragedia es siempre remontarnos más y más en busca de un linaje no racial en el que lo humano y lo animal no se encontraban separados, al mismo tiempo que destruimos la hierba sobre la que indudablemente nos encontramos”. A su vez, las cinco secciones que prolongan la indagación figuran ante nosotros como galerías, estrechos pasajes, pozos y divertículos que deparan hallazgos al lector y lo comunican –entre distintas ideas– a través de respiraderos, cambios de atmósferas, ríos subterráneos, luces y penumbras. La escritura de Eshleman discurre por la contemplación y el análisis de las imágenes primitivas, pero también por las afecciones que produce ese encuentro, el cual se resuelve en un registro sensorial-lírico, siempre en constante oscilación. La prosa ensayística, que esgrime los argumentos, se entreteje con la escritura en verso que los difumina, opaca o matiza, en muchas ocasiones en un mismo texto. Así obra una lúcida mirada que mezcla tesituras, planteamientos teóricos, vivencias personales (su vida en Japón, una caída en una cueva privada o el recuerdo del jazzista Bill Evans), sin renunciar nunca al ejercicio especulativo que, sin pretenderlo, alcanza cotas de intuición y pensamiento que muchas escrituras presuntamente filosóficas desearían. Desde la segunda parte el volumen se ofrece como una amplia cámara en la cual Lascaux y sus recintos, saturados con imágenes de animales trazados de perfil, inmóviles, pero sobre todo la imagen del Pozo de Lascaux, funcionan como eje. Aquí irrumpe una consideración: la cualidad femenina como uno de los elementos más vivos en el estado que sugieren las imágenes. Eshleman re significa la escena del Pozo desde distintas perspectivas, y reinterpreta su enigma a partir de la variable femenina en el bisonte eviscerado, para evaluar el papel que juegan en ella el hombre con la máscara de ave, el objeto lanzador y el rinoceronte. Quizás esa figura humana esté tendida en trance extático, como quería Bataille, o tal vez no esté yacente y nuestra dependencia de la pers- pectiva ortogonal nos impida otorgarle una dimensión adecuada. Eshleman intuye en la escena la fuer za de lo mágico, pero en un ritual que celebra algo muy distinto que uno de fertilidad o caza. Más allá establece una comparación con la figura del protocha mán que aparece en Lascaux y en otros sitios como una figura inestable, de “resonancia híbrida”, expuesto al límite entre lo humano y lo animal, al igual que las hagazussa o hexe, las brujas me dievales. Una imagen tallada en formación vertical en la cueva de Chauvet, que posee algunos de los trazos más antiguos, fotografiados a detalle fiel por Werner Herzog en Cave of forgotten dreams, expone un híbrido con cuerpo masculino y cabeza de bisonte que parece poseer un cuerpo femenino. En esas representaciones más antiguas la mujer casi no aparece en los muros, aunque sí como un objeto en estatuillas que la muestran como un ser más definido, abundante. El hombre, en cambio, pareciera oscilar siempre entre lo humano y lo animal, tal cual lo muestran sus representaciones, a veces apenas “figuras inestables como la niebla”. En esa entraña ctónica resuena ya uno de los mitos fundacionales de Occidente, el Minotauro y su laberinto como el lugar en donde el hombre se confronta con lo animal. En este libro nunca se descuida un aspecto importante de la interpretación: la consideración según la cual en el hombre del Paleolítico acontece siempre un pensamiento prelógico, previo a 171 la irrupción del raciocionio. De ahí que no pueda determinarse una cueva como sitio sagrado o profano. Las imágenes testimonian un nudo complejo de fuerzas, nunca del todo discernible, que abre un remoto espacio simbólico; la actividad psíquica prehistórica es “un amasijo pantanoso en el cual las fuerzas creativas y de destrucción no pueden distinguirse fácilmente”. Espacios de aislamiento físico pero también psíquico, sin solución de continuidad, las cavernas y sus muros alojan trazos de distintos momentos y grupos culturales para conformar un espeso entramado, que Eshleman logra cifrar en algunos sólidos poemas –el titulado “Indeterminado, abierto”, por ejemplo– que, apoyados en una densidad de motivos y evocacio nes, parecen fundirse en esa reverberancia frondosa y oscura que, por momentos, emite resplandores de fosfenos. Con el correr de las páginas la pulsión del elemento femenino se mantiene. Esh leman indaga en la parte cuarta la repercusión y el papel de la mujer en las sociedades prehistóricas. En mi lectura se perfila poco a poco una idea, la de un largo y sostenido matriarcado que otorgaba a las mujeres el poder simbólico –físico, social– de la creación, de la vida. Desde esta nueva perspectiva, las cuevas se abrirían como una entraña a la cual hay que descender para abismarse en el hálito creador del sueño, de lo indeterminado. Eshleman sugiere que el complejo de dualidades que rige la conducta humana podría rastrearse hasta 172 acá: sueño-vigilia, inmanencia-presencia, oscuridad-luz, femenino-masculino, tierra (entraña, cueva)-mundo. En “Teoría del arte rupestre” plantea, siguiendo el pensamiento de Maxine Sheet-Johnston, un probable surgimiento del trazo en el deseo superficializado de perforar, horadar la entraña de la cueva, donde “el potencial poder de las entrañas pueda implicar experimentar el interior de la cueva como un poder vivo cuya presencia el visitante se sienta llamado a dibujar”. La sexta y parte final del libro, “Un collage cosmogónico”, rastrea la idea de un mito primordial en ese momento del devenir que cifrase el sentimiento de expulsión de un paraíso, de la caída de la inminencia a la presencia –aflora, al parecer, en todo testimonio sobre el origen–. Aquí vuelve a emerger la fuerza femenina, se identifica con el abismo y con la “Diosa Negra” figurada en la cueva de Le Combel. El autor nos lleva a reconsiderar el peso simbólico con el que el proyecto histórico patriarcal ha lastrado todo los aspectos femeninos –desde su identificación con lo abismático hasta la figura de la vagina dentada–, mientras nos sugiere el inmenso terror que la fuerza femenina aún produce a la especie dentro del orden actual y los roles de género que paulatinamente se modifican. Desde ese cultivo efervescente de posibilidades del hombre primitivo, Eshleman sugiere repensar los esquemas duales que rigen nuestra interpretación del mundo y que puedan conducir a otro balance de fuerzas entre géneros. Además de la capacidad para poner en otro idioma toda la energía que un autor ha enhebrado en su escritura, el trabajo del traductor puede además en globarse en un gesto: el de disponer para una nueva comunidad lectora un volumen que considera imprescindible. Hugo García Manríquez ya había dado cuenta de ello con la primera versión completa del Paterson de William Carlos Williams. Ahora lo corrobora con esta versión de Juniper fuse. Debe decirse, no obstante, que el cuidado del texto en esta edición le queda a deber al trabajo de García Manríquez y a la obra original. La nuestra es una época en la cual el trabajo poético se multiplica en la imagen, el sonido, la diversificación de soportes y la inmediatez del tiempo real, de ahí que Mecha de enebros sorprenda por su inteligencia, su parsimoniosa construcción, su nutrido aparato de notas, la combatividad especulativa, su catábasis en los sitios que presenta, pero sobre todo por su capacidad lírica de disponernos “como espectros hambrientos ante un banquete psíquico y primordial, que podemos sentir y ver pero no conceptualizar”. Lo transitorio y lo memorable J osé I srael C arranza Luis Vicente de Aguinaga, Todo un pasado por vivir. Asuntos varios (2001-2012), La Zonámbula / Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 2013, 164 p. Los minutos, las horas, los días, las semanas y los meses se repiten. Aunque este planeta estalle y, obviamente, deje de dar vueltas en torno al Sol, como ocurrirá, y aunque todos los planetas hagan otro tanto con sus respectivos soles, como ocurrirá también, y aunque todos los soles se apaguen, como está previsto que se apaguen, y aunque ello suceda esta misma noche o dentro de varios eones, mañana e infinitas veces volverán a ser las 20:30 horas, dentro de una semana e infinitas veces las 20:30 de un jueves, dentro de seis meses (en abril de 2014) e infinitas veces las 20:30 de un jueves 17, y dentro de seis años (en 2019) e infinitas veces las 20:30 de un jueves 17 de octubre. Lo que no volverá a haber es un 2013, ni el mes de octubre que va llevándose éste, ni los jueves que este mes se lleva, ni ninguno de sus días –los diecisiete que pasaron ni los catorce que aún tenemos por delante–, ni las horas en esos días ni los minutos en esas horas. Los años no se repiten, y, por eso, son los datos más fiables para admitir que, en efecto, transcurre el tiempo y que hoy, por ejemplo, estamos aquí. También se repiten las estaciones y los periodos 173 en que nuestra atención y nuestra perplejidad recorren los arcos trazados en la bóveda celeste por las constelaciones (los doce signos del zodiaco), y, de contar sólo con estas divisiones reiterativas del tiempo, tendríamos asimismo sólo un presente renovable y eterno que excluiría toda posibilidad de pasado y de porvenir. Puede que la cuenta de los años nos conduzca a nuestra propia extinción, pero también gracias a ella es que hemos transcurrido hasta este momento. Creo que, al organizar Todo un pasado por vivir, Luis Vicente de Aguinaga ha estado al tanto de esa tensión entre el tiempo que se reitera y el que inconteniblemente se adelanta y nos lleva por delante. Dispuestos en arreglo a la sucesividad de los signos zodiacales, empezando por Tauro y terminando por Aries, los cincuenta y un artículos elegidos en doce años se desentienden deliberadamente de la cronología de su origen (y, así, a uno escrito en noviembre de 2004 lo sigue uno escrito en noviembre de 2012), reuniéndose más bien en razón del signo bajo el que nacieron, y además dan cabida a las entradas de una suerte de diario espaciado que recorre un año cuya cifra no se revela, pero que al haber comenzado con el nacimiento de Lucas, el segundo de los dos hijos del autor, puede averiguarse fácilmente. Por otra parte, hay breves agrupaciones de aforismos que marcan las estaciones, lo cual, a mi modo de ver, subraya la determinación que el autor tiene de afianzar la 174 consistencia de presente imperecedero que conviene a su libro –porque, apreciémoslo de esta manera, la materia más abundante en éste, aunque no necesariamente la principal, está amenazada por la perentoriedad a la que se halla por lo general sujeto lo que se escribe para publicaciones periódicas: artículos, pe ro también reseñas y breves ensayos requeridos por la ocasión y destinados a aparecer de inmediato en diarios o revistas, medios cuya naturaleza inevitablemente implica el carácter transitorio de cuanto recogen y entregan a sus fugaces lectores. Así, lo que De Aguinaga hizo fue asignar un orden a la necesaria arbitrariedad que el mero paso del tiempo fue deparándole a su curiosidad como colaborador en dichos medios, a la vez aceptando y aprovechando la distancia que ese paso del tiempo impone a la lectura y que refuerza el propósito de variedad que tienen los “asuntos varios” anunciados en el subtítulo del volumen. Lo que tenemos, pues, es una compi lación de artículos (y reseñas y ensayos), entreverada con los vistazos a un diario íntimo y con una colección de aforismos. En cuanto a lo primero, se trata de pareceres, hallazgos, constataciones e inconformidades o protestas (y también de pareceres acerca de los propios pareceres): rasgos de un temperamento, ante todo, en la actitud y la disposición de explicar y explicarse lo que presencia o atestigua o descubre. Los asuntos de estas piezas a veces están propiciados por la actualidad noticiosa, por ejemplo en la escrita en ocasión de la entrega del Premio Príncipe de Asturias a Bob Dylan, que De Aguinaga festeja debidamente; también en la que despacha para glosar, con feliz sorna, el anuncio de la fallida erección de un Museo Guggenheim en Guadalajara, del que se burla como tiene que ser. Otras veces se trata de opiniones que enmarcan lo que sucede con la comprensión personalísima del autor (o con su incomprensión, como cuando resume sus ignorancias respecto al inabarcable universo de saberes que parecen exigírsele a cualquier mortal que se aventure a conocer del deporte, y en particular del deporte olímpico), a cuento, por ejemplo, de la enésima revolución en puerta, o de las desasosegantes polémicas encendidas en Polonia por la aparición de un teletubby morado y con bolso femenino y su relación aparentemente insospechable con un librero que prendió fuego a su mercancía en Kansas City. Civiles y oportunos y pertinentes, estos artículos se entienden muy bien con otros, de índole más confidencial, en los que priva un ánimo celebratorio de compartir experiencias decisivas, como la del descubrimiento del músico Arturo Meza –en un sentido literal: De Aguinaga demuestra que él lo descubrió–, la del recuerdo atónito del Tío Gamboín y la postrera elucidación de la mezquindad y la falacia encarnadas por semejante personaje, la de la corroboración del misterio y el horror con que infalible- mente funciona el Oráculo de Bacon y la aplicación de un principio similar en los terrenos del rock and roll (el Factor Keltner, que el propio autor postula y prueba), la averiguación en la infancia de la importancia del hecho de que la Feria Internacional del Libro de Guadalajara huela a chocolate. Y por qué virote va con v chica, qué relación hay entre Zinédine Zidane y una oreja tapada, cuál entre César Vallejo y un viaje nocturno en tren, cómo puede pesar tanto la ausencia de un astronauta que cargaba vidrios, qué resonancias ontológicas y teológicas había tras la declaración del Panda Perk cuando cantaba: “Yo soy el Panda Perk y quiero ser tu amigo.” (En el etcétera que es preciso instalar aquí caben muchos más temas que, como los que quedan anotados, pueden dar idea de la diversidad de las preocupaciones del autor, si bien hay dos de éstas que regresan a la lectura con más frecuencia que otras: la poesía y la música, o bien el trabajo de ciertos poetas y de ciertos músicos cuyo breve censo sirve para hacerse una idea bastante cabal de eso que explica mucho del poeta y del ensayista y del articulista Luis Vicente de Aguinaga, y que es sencillamente el gusto.) “Un amigo se refiere –mitad en broma, mitad en serio– a sus vidas anteriores. Yo me resigno a pensar que toda vida es anterior, incluso ésta”, se lee en “Invierno”, una de las cuatro estaciones del libro en las que están distribuidos, de tres en tres, los doce aforismos que 175 son otras tantas condensaciones de una sabiduría ganada en el acontecimiento de la paternidad, en la práctica del oficio de la escritura, en la verificación del progreso de la edad y en la aceptación de lo que nos aguarda, incluidas nuestras resignaciones. Doce, como do ce son los años de algún modo contenidos en el volumen, y que no son un tramo desdeñable cuando uno revisa cómo ha ido envejeciendo. Y es en la línea que da título al libro (“Envejecemos al tomar conciencia de todo el pasado que nos queda por vivir”) donde yo he querido encontrar un vínculo con cierta circunstancia vital que decide en buena medida el presumible diario (no nos consta que en efecto sea tal, pero no importa) que va imbricándose sobre aforismos y artículos, y a lo largo de cuyas doce entradas tiene lugar el reconocimiento de ciertas formidables sor presas que trae consigo la condición de padre. Convertirse en padre, entre otras cosas –entre otras infinitas cosas– significa adquirir una acendrada conciencia de la fugacidad del tiempo y de su brevedad. Entre que Lucas nace y tiene tres meses pasan apenas treinta y seis páginas (trece artículos, tres signos zodiacales y ya está comenzando un cuarto). Las madrugadas en que, tras el nacimiento de Matías (el primer hijo), el autor “cultivaba el placer de mirar las cosas bajo un tenue resplandor plateado” al arrullar al bebé, parecen lejanísimas: Matías (unas decenas de páginas más 176 adelante) ya está en edad de cuestionar al papá (“–Pero, ¿por qué tienes que ser poeta? Los poetas son muy feos: tienen los pelos parados”), y un amigo de la infancia ya está, súbitamente, en edad de hallarse casado por segunda vez y padre de cuatro hijos. Y lo que yo entiendo es que un libro como éste, hecho de pasado (y, en concreto, de ese pasado que se fabrica para los hijos, que es lo único que nos toca hacer: mentira que les construyamos ningún futuro), tiene mucho de su razón de ser en la inteligencia de que la sustancia de lo que llegaremos a tener por memorable habrá comenzado siendo la misma de lo transitorio, lo aparentemente destinado a perderse entre la proliferación de lo consuetudinario y los hitos privados que acaba arrastrando el torrente imparable del porvenir. “Me consuela pensar que, pasados los años, casi todo lo que hay en este mundo será, en ese mundo del futuro, incomprensible”, apunta melancólicamente De Aguinaga hacia el final de un artículo sobre un ídolo perdido. De seguro, pero también de seguro este libro ayudará a que eso ocurra mucho más tarde. Humor sin fondo A lejandro B adillo Francisco Hinojosa, Emma, Almadía, México, 2014, 176 p. El nombre de Francisco Hinojosa se asocia con la literatura infantil. Obras como La peor señora del mundo se han vuelto referencia en un mercado editorial en crecimiento gracias a que los jóvenes lectores buscan historias cercanas a ellos, contadas desde las ciudades que habitan y que tocan problemáticas que viven día a día. A la par de su carrera en los libros para niños, Hinojosa ha escrito dos novelas para un público adulto: Poesía no eres tú y Emma, ambas editadas por Almadía. Esta transición me parece un reto interesante ya que el autor debe reinventarse, abandonar los puertos seguros e intentar una narrativa de mayor desarrollo, con más variables o complicaciones. Emma, según la cuarta de forros, es la historia de Emma de Brantôme, una chica que vive con sus tíos, los Du Barry. Un día Emma recibe la invitación para ingresar a la famosa Escuela Bataille, institución dedicada a educar las estrellas y los empresarios del mundo del sexo. A partir de esta referencia comencé la lectura del libro con varias expectativas, quizá la más interesante era leer una historia rocambolesca, repleta de un humor desenfadado, en la que el autor contrasta la inocencia de una jovencita con la despiadada industria pornográfica. Sin embargo, conforme fui recorriendo las páginas del libro, quedó claro que la apuesta del autor era hacer una parodia de Harry Potter, el best seller juvenil de J.K. Rowling. Emma es una “Harry Potter” que, en lugar de aprender trucos de magia, toma clases de sexología, cocina afrodisiaca, posturas para el sexo, anticoncepción, entre muchas otras. Para redondear el asunto y seguir la historia del mago adolescente, Emma también descubre que sus padres –fallecidos cuando era una niña pequeña– eran personas importantes, grandes artistas del sexo cuyo prestigio la acompaña como una sombra. De esta forma, Emma deja su antigua vida y se embarca en su nueva escuela que, en apariencia, le deparará muchas aventuras. Debo apuntar que la parodia de una obra conocida, y el juego con sus refe rencias hasta crear situaciones chuscas, inverosímiles o extravagantes, me parece un recurso válido. Muchas veces esta aproximación representa un aire fresco, una oportunidad para tocar temas desde una perspectiva novedosa o transgresora. A veces la literatura mexicana peca de solemne o de una seriedad pretenciosa. Sin embargo, para que la parodia funcione a plenitud y no se quede a medio camino, es necesaria una idea de fondo, una crítica de peso, para que la obra no sea sólo un cambio de escenario y de actores. El autor debe utilizar la obra que parodiará como un 177 medio para decir algo y no como un fin. En este punto reside una de las mayores flaquezas de la novela de Francisco Hinojosa. Emma parece una serie de guiños a la serie de libros del mago adolescente y no ofrece más cosas. En algunos momentos, quizás para dar mayor variedad al arsenal de referencias, a la mitad o al final de los breves pasajes, podemos encontrar reelaboraciones de algunas frases famosas de la literatura. Así, por ejemplo, se usa el inicio de Cien años de soledad. En lugar del famoso “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre (...)”, te nemos: “Muchos años después, frente al actor que haría el anuncio de los pre mios Emmanuelle a la mejor actriz porno del año, habría de recordar la tarde remota en la que vio por primera vez a sus padres desnudos.” Uno de los mayores problemas de la novela es su falta de continuidad y de desarrollo dramático. En lugar de retratar la transgresión sexual de la nueva escuela y el impacto que causa en una jovencita que, apenas unas semanas atrás, era ajena a ese mundo, tenemos un prolijo catálogo de clases para ser una estrella de la industria porno. Francisco Hinojosa apela a la ocurrencia sin repercusiones. Emma nunca toma un papel protagónico y su personalidad casi no tiene ningún cambio en el libro. Algunos dirán que en una novela cómica los personajes no tienen grandes dilemas 178 existenciales, sin embargo la heroína de Hinojosa ni siquiera sirve de guía o de comparsa a situaciones chuscas que nunca llegan o cuyo humor se desbarata a las primeras de cambio. Maniatada por el autor, enfrascado más en describir la escuela y sus reglas que en crear situaciones interesantes, Emma se limita a reaccionar de manera predecible, casi insulsa, a los retos que enfrenta. Incluso cuando hay algunas muertes misteriosas los personajes se interrogan unos a otros, hacen algunas investigaciones y la línea bosquejada por el autor se acaba sin mayor trascendencia para la trama. Cada diálogo carece de malicia y, por eso, el lector sólo se queda con la voz del autor que sigue esforzándose en decorar su mundo antes que poner en escena los vicios y virtudes de los personajes para explotarlos y jugar con ellos. Pronto nos damos cuenta que no hay nada más y el libro enfila, casi por inercia, a un final sin sorpresas. El sexo, tema central en Emma, es otra oportunidad perdida. La vida sexual de las personas, el ámbito íntimo que nunca se expone, es terreno fértil para exhibir las miserias de la sociedad y su moral ambigua. En la novela la transgresión nunca sale de las aulas. Es verdad, hay un recurso recurrente, en momentos interesante, cuando leemos los planes de estudio y la metodología empleada por los maestros para preparar a sus pupilos en las artes corporales. No obstante, nunca se le saca jugo a la extrañeza. ¿La razón? La Escuela Bataille es un territorio demasiado cerrado en el que no se confronta la visión liberal del sexo con la mojigatería del mundo exterior que muchas veces condena en público lo que hace en privado. La exposición y, sobre todo, la burla a las incongruencias de la sociedad, pasan de largo. En la Escuela Bataille las cosas ya están dadas y lo único que queda es el regodeo con elementos que apenas conmueven a los personajes. Una guía que pudo haber seguido Hinojosa es la de Tom Sharpe, humorista inglés que estructura muy bien sus historias gracias a los contrastes. Su premisa básica es poner al protagonista en un territorio extraño para que sus reacciones no sean las habituales y se detonen situaciones chuscas que, a la postre, pondrán en evidencia los absurdos o la hilaridad de ciertas convenciones vistas bajo una perspectiva distinta. Esta apuesta muchas veces se concentra en Wilt, protagonista emblemático de Shar pe, un solemne maestro de literatura que tiene que trabajar en una escuela de oficios técnicos cuyos alumnos no están interesados en el arte. Los infructuosos intentos por ganárselos, además de los problemas en que se mete por su ingenuidad, generan efectos cómicos y escenas delirantes que terminan, generalmente, en un final carnavalesco. En Vicios ancestrales, una novela cercana al tema que trata Francisco Hinojosa, una familia inglesa de alcurnia, vigi- lante de la moral y las buenas costumbres, es propietaria de una fábrica de juguetes sexuales. La lucha por la fortuna del patriarca, además de la mala leche de éste, ponen al descubierto el vergonzoso negocio familiar. La intención de esta comparación no es encuadrar la narrativa del autor mexicano en un estilo diferente sino mostrar con un ejemplo claro cómo la narrativa de humor va más allá de una simple recolección de anécdotas y se esfuerza en contar una buena historia, coherente, con personajes con los cuales el lector puede dialogar. Aceptando sin muchas reticencias la parodia a la serie de Harry Potter, en Emma hay un divertimento del autor que nunca llega a más. Incluso en algunos capítulos, Francisco Hinojosa se permite o se da el lujo de poner capítulos de prueba, fragmentos que formaron parte del trabajo inicial y que después fueron desechados. Algunas frases, en lugar de borrarlas, son cruzadas por una línea horizontal. ¿Cuál es la importancia de meter los capítulos-bosquejos o las frases que luego son tachadas? ¿Enseñar a los lectores el trabajo del escritor? ¿Crear una especie de obra experimental? Me parece que esa ambigüedad no funciona por el estilo de la novela y, además, contribuye a la sensación de gratuidad que contagia toda la trama. Al terminar la lectura nos queda la impresión de estar ante un libro quizás escrito demasiado a prisa, sin mucha reflexión que, hasta en las pre179 misas más atractivas, queda a deber y sin vida propia. En algunos años, cuando la estela de Harry Potter comience a diluirse, Emma perderá su referente más importante, la parodia desaparecerá o se volverá poco inteligible. Entonces quedará flotando, sin ningún asidero, una colección de elementos curiosos que no dirán mucho al lector. El reino de la ingenuidad G regorio C ervantes M ejía Ana García Bergua, Isla de bobos, Era, México, 2014, 248 p. La isla Clipperton o Isla de la Pasión es un pequeño atolón coralino de apenas seis kilómetros cuadrados poblado sólo por cangrejos y pájaros bobos de patas azules que ha sido disputado por México y Francia desde el siglo xviii. En la actualidad, la isla –distante 1,100 kilómetros de la costa mexicana– pertenece a Francia, luego de un alegato de más de treinta años con México. 180 En 1906, para asegurar la soberanía mexicana sobre Clipperton –donde se acababa de instalar la Pacific Island Company para explotar los depósitos de guano–, Porfirio Díaz envió una guarnición militar, al mando del capitán Ramón Arnaud, y ordenó la construcción de un faro sobre el único promontorio del lugar: una formación rocosa de 29 metros de altura. Entre 1908 y 1910, la compañía norteamericana canceló sus operaciones y retiró a su personal, pues el guano resultó de baja calidad y poco rentable. A eso se sumó el inicio de la revolución maderista en México, por lo que el envío de provisiones desde el puerto de Acapulco se volvió irregular. La situación se agravó para 1914, tras el golpe de Estado de Victoriano Huerta, cuando se cancelaron por completo los envíos de suministros a la isla. Entre sus ocupantes se extendieron las enfermedades y, para 1916, sólo quedaban con vida el guardián del faro y quince mujeres y niños. A mediados de 1917, el farero –que se hizo llamar “rey de Clipperton” y es clavizó a las mujeres– fue asesinado por una de las sobrevivientes. Al poco tiempo, los últimos pobladores de la isla –cuatro mujeres y siete niños– fueron rescatados por un buque norteamericano. A partir de estos sucesos, Ana García Bergua construye Isla de bobos donde, a manera de líneas convergentes, las historias de Raúl y Luisa Soulier muestran no sólo lo acontecido con los ocupantes de la isla de K., sino también los orígenes de su estancia ahí y los esfuerzos de los sobrevivientes por reintegrarse a la vida en un México convulsionado por las luchas revolucionarias. En más de un pasaje se advierte so bre la resistencia de la novela y sus narradores a detenerse en lo ocurrido a partir de que el guardián del faro se proclamó rey de la isla y someter a mujeres y niños. Contra la insistencia de los periodistas y curiosos, las sobrevivientes quieren dejar atrás ese periodo, recuperar sólo lo valioso de sus esfuerzos y reconstruir sus vidas: La crónica borraba ya todo lo ocurrido y se centraba en la historia de Saturnino: se llamaba “El negro Barbazul” y abundaba morbosamente en las barbaridades de ese Saturnino. Luisa sintió que se le revolvía el estómago: ¿y la valentía del capitán Soulier?, ¿y el sacrificio que hicieron todos por resguardar aquella propiedad de la nación?, ¿por qué no había una comisión a recibirlos, por qué retornaban a la capital como unas perfectas desconocidas a las que se miraba con interés escabroso? Pareciera que Isla de bobos pretende atender los reclamos de Luisa y contar los esfuerzos de la guarnición por permanecer en la isla, convencidos de que prestan un valioso servicio a la nación, y también de hacerla habitable en la medida de sus posibilidades. Un esfuerzo que a la postre resulta desesperan- zado: terminan hambrientos, enfermos y olvidados en un pedazo de roca que ya no interesa a nadie, sustentados tan sólo por los pájaros bobos, tan inocentes como los mismos ocupantes del lugar. El primer capítulo de la novela muestra claramente esta mezcla de inocencia e idealismo. Raúl Soulier abre la historia recordando su infancia y juventud, llenas de afecto y mimos, con un futuro promisorio: “Yo, chiquito como de cinco años, ya me veía grande, igual al futuro héroe que veía mi madre en mí, pues el espejo reflejaba sus ojos. Podría decir que crecí en ese espejo. Día tras día me observaba en él, aspirando a llenar su luna con mi imagen. Mi padre me parecía Dios, y era de lo más natural que él me considerara un sucesor brillante, eso daba comodidad.” Pronto, sin embargo, las circunstancias dan al traste con las expectativas. La muerte del padre de Raúl lleva a la ruina a la familia y él debe sepultar sus sueños bajo el oficio de boticario, que considera mediocre. El segundo capítulo –que abre la otra línea narrativa de la historia– confirma esta perspectiva: justo cuando acaban de asesinar al farero, las mujeres sobrevivientes en K. son rescatadas por un buque norteamericano. El alivio que provoca el rescate y las expectativas de regresar a México, reencontrarse con sus familias y reconstruir sus vidas, se topará muy pronto con el morbo de la población, alentado por los perio181 distas, y el desdén burocrático hacia sus reclamos de derechos y pensiones de viudez. Ana García Bergua desarrolla una historia donde las ilusiones se rompen constantemente, donde privan el desencanto y la porfía. Porque Raúl y Luisa, a pesar de sus constantes tropiezos, se empeñan en sostener sus expectativas, en creer que pronto las cosas cambiarán para bien. Este optimismo ingenuo de los personajes se muestra con mayor claridad en sus esfuerzos por convertir a K. en un sitio habitable: abren una escuela, organizan tertulias, hacen traer toneladas de tierra fértil para cultivar alimentos. Pero todo resulta en vano. En las mañanas enseñaba a leer y escribir a los niños, mientras su esposo supervisaba diferentes tareas: agricultura o construcción de casitas o reparaciones. Daba sus rondas con los soldados, curaba a la gente que por alguna razón se enfermaba, pues había sido farmacéutico. Se cruzaba con uno y parecía poseído por la actividad, a veces ni siquiera escuchaba lo que se le decía. Muchas cosas no lograron el capitán y su esposa, pero no les faltaba el espíritu. Trataron de hacer agradable la vida en una isla perdida a mitad del mar, nadie los podría culpar, por el contrario. El capitán se dio cuenta muy pronto de que sus ocupaciones le dejaban mucho tiempo libre. Y entonces probaba cosas. Probó a plantar cebollas, y al principio sí se dieron, durante un par de años. Otras frutas también, y verduras. Se dieron porque habían traído tierra de allá. Pero el salitre se comió todo a 182 fin de cuentas. Ese salitre era tanto, tan terrible, a veces parecía que nos iba a comer a nosotros también. En efecto: la isla está llena de bobos. No sólo esas aves nativas, que no le temen a los humanos y se convierten en el único alimento disponible, sino también los miembros de la guarnición y sus familias, convencidos de que están prestando un gran servicio a la nación, de que harán habitable el lugar, de que se reanudarán los envíos de víveres, de que serán rescatados… Esa ingenuidad de los personajes atempera los acontecimientos trágicos. Las enfermedades, las muertes, las vejaciones son vistas a la distancia como recuerdos desagradables que empiezan a nublarse. Lo mismo ocurre con los constantes rechazos sufridos por Luisa de parte de la burocracia gubernamental: se nos da parte del suceso, pero sin que la voz na rrativa caiga del todo en el desaliento o la desesperación. Como si, haciendo caso de la consigna del capitán Soulier, los narradores de Isla de bobos estuvieran empeñados en mantener la dignidad, aun cuando deban presentarse cubiertos de harapos o rechazar las pocas posibilidades que se presentan para salir de la isla. Nos despedimos del capitán Martinsson y su familia, así como del capitán Salinger, quien amigablemente nos dejó algunos víveres para resistir en lo que llegaba nuestro barco. Vimos al buque alejarse hasta que hubiera sido imposible hacerle señales de que regresara. Ebrios de honor, el teniente Álvarez y yo hicimos un pequeño festejo en el que cada quien dijo palabras patrióticas e iluminadas. Pero sólo mi esposa y el teniente cargaban en los ojos la misma mecha encendida que yo. Tenía miedo por los niños, pero era mayor mi convicción de haber hecho lo correcto y mi fe en que el ejército nos rescataría. Esa misma noche le hice el amor a Luisa, que estaba preñada de tres meses, y cuyos ojos no dejaban de admirar lo que representaba el raído uniforme que no me quité sino hasta aquel momento. Al terminar, le comuniqué mis inquietudes. Claro que vendrán por nosotros, me respondió ella entre suspiros, claro que vendrán. En efecto, esa ebriedad de honor, idealismos y buenas intenciones se convierten no sólo en un agravante de la situación de los habitantes de la isla, pues los lleva a rechazar las alternativas para salir de ahí que ellos mismos consideran “indignas” o “antipatrióticas”, sino también en un poderoso sedante ante los sucesos que se presentan: la soledad, el escorbuto, el hambre, la locura de los pocos sobrevivientes. Las escasas voces que los llaman a la lucidez –las de los familiares en las pocas visitas que los protagonistas hacen al continente, las de los oficiales de los dos barcos que logran llegar a la isla durante el periodo de abandono, las de los mismos protagonistas– son acalladas por la porfía de hacer “lo correcto”, lo que el deber y el patriotismo dictan. Isla de bobos parece mostrar, al final, que el sentido del deber, el patriotismo, la justicia, la voluntad de transfor mar el entorno, son apenas ilusiones que permiten a sus personajes sobrellevar sus penurias. Incluso los mismos protagonistas parecen convertirse, conforme transcurre la historia, también en ilusiones, en seres sin una existencia concreta, invisibles para su entorno: sus vidas, lejos de alcanzar los niveles trágicos que podrían depararles los acontecimientos vividos en la isla, se van diluyendo en el desdén de funcionarios, periodistas e incluso de los mismos familiares: “Hipólito se acordaba de Esperanza, de sus encías blancas, su gesto adolorido, su cuerpo en los huesos, el miedo que tenía de hablar, y no se la imaginó ‘feroz como su señor y dueño’. Mientras, sus compañeros de oficio se seguían pasando el periódico de mano en mano y exclamaban: ¡es de novela! Pronto lo olvidaron, apasionados con la fiebre de suicidios de señoras y señoritas que comenzaba a afectar a la capital.” Sí, incluso personajes que parecie ran más prometedores dentro de la tra ma, como Esperanza –quien mata al guardián del faro– o Juanita –la niña que enmudece tras lo vivido en la isla– se diluyen en la novela, con sus historias vistas de manera marginal, a la distancia, como si ya no importaran para nadie más una vez pasada la novedad de la desgracia. Lo mismo ocurre con las demás sobrevivientes, cuya presen 183 cia se difumina apenas vuelven a México. Sólo Luisa Soulier, gracias a su porfía, mantiene su voz presente hasta las últimas líneas, a la espera de que algún presidente, por fin, le reconozca sus derechos y su pensión de viudez. Tras las huellas de Fabio Morábito E duardo S abugal Fabio Morábito, El idioma materno, Sexto Piso, México, 2014, 180 p. No hay pues poemas truncos. En cambio, toda la prosa, en un sentido, es inconclusa. F. Morábito Para Fabio Morábito un poeta es alguien que escucha, calibra y fracasa. Escribir poemas es como abrir furtivamente, pacientemente, todo tipo de cerraduras. Y escribir cuentos es como pedir permiso para seguir escribiendo, es decir, seguir viviendo. El trabajo del es184 critor, para Morábito, es el de alguien que en la madrugada, cuando todos duermen, asecha, roba y protege. Escribir es una empresa desesperada por llenar una carencia, un vacío dejado por la huida o la muerte de Dios. Una empresa pánica, como buscar el mar en todas partes. Pero esta fuga pánica que defiende Morábito es para huir de la referencialidad, la mentira de la equivalencia y de la semejanza, pues parece estar siempre en contra de la tiranía del concepto y estar más del lado de la producción de sentido (como en Gilles Deleuze). Dicho en otras palabras, no está del lado de los significados, fijos como en un diccionario, sino del devenir, del transcurrir, del puro movimiento. Por eso El idioma materno puede ser leído como un diario de viaje, una bitácora existencial, por la escritura de los otros y la propia, por las geografías y las edades añoradas, pero no para decir lo que las cosas y los seres son o fueron, sino para intentar descifrar un proceso, un trabajo mediante el cual las cosas devienen y se metamorfosean en las manos de Cronos. El placer de la lectura de este libro radica en lo que resuena entre viñeta y viñeta, aquello que el lector tiene que ir reconstruyendo entre los múltiples vestigios que Morábito va dejando como huellas en su camino. La brevedad de los textos esconde un gigantismo de referencias que, como en un eco, se van repitiendo y amplificando conforme avanzamos en su lectura. Intertextualidad que re- dimensiona el viaje de un escritor que trabaja cada pequeño texto como una pieza de relojería. Si la tarea del que escribe, su situación misma de aislamiento, es vista como la de un tartamudo, un loco, un vicioso ensimismado, un submarinista o un inválido, la escritura es entonces un acto de venganza, la del último ha blante. Y su venganza es igual de pánica (búsqueda del dios Pan), igual de grande que el aislamiento en el que se encuentra. Como sucede en el lapso espacio-temporal de la siesta y la masturbación, en donde uno se entrega a lo dionisiaco. Pero la figura del hombre que se aísla para escribir no deja de tener algo ridículo, como los personajes de Dostoievski que son ridículos a fuerza de estar aislados, y entonces la producción que se genera a partir de ese patetismo del aislamiento es una literatura dialógica de náufragos entre otros náufragos. La bitácora de viaje de Morábito se nos presenta como un recorrido lingüístico, idiomático, cuando en realidad es el dibujo mitológico, el trazo vital, de un náufrago entre otros náufragos. La lentitud de Psique y Eros recuerda que es mediante una gesticulación amorosa y lenta como se construye una obra. El alma de una persona (y en especial la de un artista que se rastrea y se registra históricamente) se construye con gestos, por eso los historiadores del arte prefieren hablar del gesto de Duchamp y no de la obra de Duchamp. Al sugerir que nuestro reconocimiento es gestual, Morábito redefine los viejos términos de estilo o sello. Lo que otros autores llaman estilo, él lo ve como un conjunto de gestos repetidos, concate nados, inscritos en el tiempo y que van definiendo un semblante. Todos nuestros pasos terminarían por dibujar nuestro rostro, como aquel hombre descrito en el Epílogo a “El hacedor” de Borges, que se propone dibujar el mundo y al final “descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”. Es ahí, en la definición y confi guración de un semblante mediante todos sus gestos acumulados, donde Morábito localiza la lengua materna, la verdadera, la primera, una suerte de lengua primigenia, que él identifica con la poesía. En ese sentido, Víctor Toledo también se ha referido a una lengua de Adán y Eva en su Poética de la sincronicidad. Esta colección de breves textos memoriosos, que van rindiendo tributos, aventurando máximas y principios, repasando lecturas añoradas y al mismo tiempo autobiografiando, lleva por título El idioma materno, porque para Morábito ese idioma es como un murmullo cerca del fuego, y un libro es justamente algo que rompe un cerco pero al mismo tiempo nace de él. Ésa es la visión del lenguaje que subyace en todo el libro, un cerco que hay que romper pero que paradójicamente es gracias a él como podemos expresar y realizar esa ruptura. Todo escritor escribe en una lengua extranjera, lejos de la materna 185 y del llanto, por eso todo escritor traiciona de alguna manera al mundo. Hay que traicionar la lengua materna para hablar (escribir) en el verdadero idioma materno. Morábito parece suscribir y subrayar el epígrafe de Proust extraído de Contre Saint-Beuve con el que Gilles Deleuze abre Crítica y clínica: “Los libros hermosos están escritos en una especie de lengua extranjera.” Por otro lado, escribir no sólo es traicionar sino seguir un trazo, unas huellas, como Pulgarcito y como Teseo, a riesgo siempre de que esas huellas nos dejen perdidos, meditando en el naufragio o en el aislamiento total, no en la soledad de la isla de Robinson Crusoe sino en la isla de Filoctetes, un paréntesis espiritual y no un test tecnológico. El Filoctetes de Sófocles, con su herida en el pie, su cueva y su isla, representa en el imaginario de Morábito la figura del héroe-viajante que fracasa y hace de ese fracaso su misión. Por eso en casi todas las viñetas de este libro encontramos una fascinación por el trazar, por el surcar, por el viajar. Trazar es viajar, por eso el objeto fetiche es la Samsonite, maletas que recuerdan el estado siempre migratorio, errante, como los nombres propios en Kafka. Como contrapunto al tema del viaje (que en el fondo es el del trazo y el gesto), el otro gran tema de El idioma materno es el vacío. Algo que el escritor egipcio relaciona con el efecto Nautilus, pues el alto vacío en el que 186 se hallan los escritores tiene que ver con ese doble vidrio de las ventanas que hay en los submarinos y que garantizan el amurallamiento hermético, la separación perfecta del mundo durante la travesía. Ambos temas, el viaje y el vacío, se enlazan sutilmente conforme avanzamos en la lectura de cada viñeta, todas de la misma extensión y similares estructuralmente, que bajo el disfraz de una engañosa y delgada dermis anecdótica se hallan reflexiones largamente añejadas en torno al quehacer del escritor y del lector. Se dejan ver los esbozos de una poética o una declaración de principios de un escritor maduro, sin duda con un semblante ya bien definido por el paso del tiempo y las geografías. El viaje y el vacío se conectan en el miedo, en la arriesgada osadía de abandonarse por completo al sueño, a la altura, a la caída. Escribir es transitar por el acotamiento, al borde. En “El justificante perfecto” Morá bito sostiene que “escritor es aquel que se enfrenta al fracaso de escribir y ha ce de ese fracaso, por decirlo así, su misión, mientras los demás sencillamente redactan”. El escritor deambula apenas con la inicial de su apellido y con la Samsonite en una mano, siempre con el riesgo de no encontrar una estación fija, un destino, y fracasar. Siempre en la periferia y no en el centro de un yo “auténtico y profundo”. Si recuperásemos realmente el idioma materno seríamos no sólo antisocráticos sino ade más anticartesianos. Aunque la metáfora de la escritura como viaje no es novedosa, pues hay que rastrearla hasta el destino homérico, Morábito la vuelve corpórea. Cuando habla sobre la puntuación (aprender a poner comas por ejemplo), afirma que un estilo te cambia la vida. Porque para él la sintaxis respirada no es un asunto de técnica sino de definición de la identidad. Por eso es mucho más loable y ejemplar la transformación de Filoctetes que la que opera en Robinson Crusoe. Esa intención de corporeizar los textos además de resumirse en la idea de la construcción del semblante, mediante la repetición de gestos, también se encuentra en la máxima de que hay que escribir con sangre fría y con un nudo en el estómago. Sólo así, dice Morábito, deben escribirse los cuentos más difíciles: aquéllos con los que se pide permiso para seguir escribiendo y seguir vivos. El hambre y los desechos C hrystian Z egarra Carlos Villacorta Gonzales, Alicia, esto es el capitalismo, Intermezzo Tropical, Perú, 2014. El hambre y la orfandad son los motivos recurrentes sobre los que Carlos Villacorta ha edificado su primera novela: Alicia, esto es el capitalismo, un texto que narra los efectos de la violencia política y el neoliberalismo económico en el Perú –y básicamente en Lima– durante la última década del siglo xx. Contada con una prosa ágil que rezuma un lirismo eficaz, la novela delinea las vivencias de dos jóvenes limeños, Tigrillo y Alicia, quienes se desplazan por los márgenes de la enorme boca devoradora de la urbe tratando de sobrevivir en un ambiente hostil. La novela está dividida en dos partes (y un intermedio) que se estructuran a manera de un espejo bifronte, el cual refleja los caminos emprendidos por los protagonistas tras su separación después de un breve pero intenso encuentro erótico desprovisto de amor. En medio de los imperativos de velocidad extrema que rigen bajo el capitalismo, donde prima la demanda por la producción masiva y la calidad total, los personajes buscan un resquicio de solidez que les permita afirmarse como individuos en medio del desorden y la rapidez. Así, el acto sexual entre los protagonistas se describe, más que como 187 una acción regida por el amor, como una forma de encarnar una presencia, aunque sea fugaz, en el mundo. Escuchamos a Alicia: “Empecé a abrazarlo fuerte como quien abraza una tabla de salvación en medio del naufragio. Sentí que él hacía lo mismo: se aferraba a mí como quien se aferra a una soga para no caer en el abismo.” Sin embargo, las precarias condiciones vitales de los personajes, desamparados y hambrientos, los impulsan de regreso al torbellino caótico de la ciudad. Los cimientos de la urbe han sido engullidos por sus mismas fauces, por esa boca obscena del capitalismo que todo lo disuelve en el aire. Como se visualiza desde la perspectiva de Tigrillo quien, parado sobre un puente que divide una zona de alto nivel de tránsito, reflexiona: “Lima se empieza a llenar de neblina. Los avisos que se levantan sobre la avenida van desapareciendo, y la antena de las grandes telecomunicaciones ha sido decapitada. Los carros dejan de verse... y hasta el puente bajo nuestros pies decide desaparecer.” No intento resumir aquí detalles de la trama de la novela, de la cual ya se ha hablado en otros lugares, pero sí me interesa resaltar la eficacia con la que Villacorta ha retratado (ha poetizado, sería una expresión más adecuada) el hambre y la orfandad de una generación de peruanos víctimas del fuego cruzado de la violencia política y de la alienación del modelo económico fujimorista, circunstancias que asolaron al 188 país después de la vuelta a la democracia en 1980 y que repercutieron hasta la llegada del siglo xxi, momento culminante de la novela. Como diagnostica Alicia: “Somos un país de huérfanos, sin padres, sin hijos.” En este sentido, Villacorta se coloca bajo el brazo tutelar de Vallejo (a quien Alicia considera su escritor favorito), y quien quizá sea el poeta en lengua española que con mayor profundidad ha metaforizado los efectos de la carencia de alimento, patentando una poesía que eleva a niveles cósmicos el hambre y la miseria humanas: “pero dadme, / por favor, un pedazo de pan en que sentarme” (“La rueda del hambriento”). En Alicia, los personajes centrales deambulan por una ciudad impersonal, asediada por el miedo y el odio, con el estómago que gruñe desde el vacío de la ausencia de comida. El hambre, como en Vallejo, puede leerse en una doble dimensión: en el sentido literal de la precariedad económica para satisfacer una necesidad corporal, pero también como el deseo por saciar una hambruna existencial que se ha instalado en cada esquina de la boca de la ciudad. “Yo no te voy a contar una historia. Yo sólo te voy a contar de mi hambre”, sentencia la primera línea de la novela. De esta forma, la anécdota cede paso a la representación de un hambre individual que se convierte en una experiencia colectiva conforme el autor guía los pasos de sus personajes por diversos espacios deshumanizados o áridos, como los arenales de Ventani lla, o por escenarios empobrecidos con nombres irónicos: La Victoria, El Porvenir, Mi Perú. Las peripecias de Alicia y Tigrillo podrían compararse con las del Little Tramp y la Gamin en la magistral cinta Tiempos modernos, de Charles Chaplin. Al igual que el vagabundo Charlot, agobiado por la crisis económica y el desempleo, se introduce en la maquinaria del fordismo para acabar engullido por su despiadada armazón de tuercas y en granajes, Tigrillo se inserta en el sistema de la cadena alimenticia transnacional para también convertirse en una pieza robotizada en la producción de pizzas. La boca del horno maternal vallejiano –aquella “tahona estuosa”– se transforma en la boca insaciable del horno productor en Pizza Jat, que socava el ánimo y las esperanzas de los empleados. Aunque Alicia no recurre al robo co mo la huérfana de Chaplin, las demandas económicas la llevan a aceptar los más rutinarios y excéntricos trabajos, como el de maquilladora de muertos o el de degustadora de sardinas en lata. La multiplicación de las latas produce un orificio-boca de metal dentro del cual Alicia es encapsulada: “Pero todo lo que puedo sentir es estar dentro de una lata de atún, donde hay una cosa que se devora a sí misma: el hambre.” Si al final de la película de Chaplin el vagabundo y la huérfana se alejan de la metrópoli recorriendo un sendero polvoriento que los aleja de la meca- nización y la injusticia social, de manera similar el reencuentro de Alicia y Tigrillo ocurre en un asentamiento humano ubicado en la periferia de Lima, bordeado por un mar que, como una boca caótica, expulsa los residuos citadinos digeridos: “En la orilla del mar, la marea abandona restos de madera, muchos pedazos marrones, como astillas gigantes, como mondadientes.” El reencuentro en ese espacio marginado, sembrado de chancherías y sobrevolado por gallinazos –a la Ribeyro–, sugie re una corrosiva metáfora acerca de la inestabilidad de las relaciones humanas bajo un régimen autoritario que no enfatiza la solidez de los vínculos interpersonales, sino el apuro por sobrevivir y llevarse un pan a la boca. Surcados por el arenal, los personajes habitan un mundo “hecho de retazos: botellas de plástico, sillas rotas, muebles marchitados, cintas de video, cajas de televisores abriendo sus ojos al cielo, espejos sin cuerpos, los gritos de la[s] muñecas, los carritos destartalados con los que los niños juegan, pantalones raídos, fugitivos vestidos de novias, miles de zapatos despedazados, una caja de Pizza Jat, correas de relojes huérfanos, neumáticos derretidos, un automóvil oxi dado, libros, cuadernos, revistas que han perdido ojos que los lean, un gran cúmulo de cosas que las personas llaman felicidad y que ahora no son más que los restos con los que otros construyen su nueva vida, lo inservible para unos, el universo para otros”. 189 Este extenso pasaje certifica la alta calidad de la prosa de Villacorta e ilustra el punto culminante de la crítica de la novela: en el capitalismo, los que están arriba poseen el universo; los demás, los desposeídos del sistema, deben tratar de construir su universo con los desechos, con lo inservible, intentando dar coherencia a la confusión colectiva para así tender un puente de comunicación, aunque parezca que sus palabras se las lleva el viento de los arenales. Como señala Alicia: “Y siento que hay mucho por decir, pero no hay principio por dónde empezar. Alzo mi frente y lo miro. Empiezo a hablar en medio de todo el ruido. Ya nadie puede escucharnos.” El mayor logro de Villacorta radica en no proveer un final feliz ni conciliatorio, como propondría un texto a tono con los discursos triunfalistas de los emprendedores del Perú del siglo xxi, sino que nos deja ante la contemplación de una enorme malagua varada en el paraje inhóspito del arenal: “De repente, nos detenemos frente al cuerpo gigante de una malagua. No sé cuánto puede medir. Su cuerpo morado no tiene anverso ni reverso.” Este es el reto que la novela incrusta en la mente del lector: dar forma a esa masa movediza, que podría interpretarse como una metáfora del país, la cual diluye sus bordes y se resiste a ser identificada con precisión. Mientras la voz de Alicia corre el riesgo de esfumarse por los canales del aire periférico, la novela se materializa en el cuerpo informe de esa malagua, 190 a la que los lectores somos invitados a asomarnos para (re)componer una imagen, aunque sea fragmentaria y escurridiza, del Perú y de nosotros mismos. Piel, músculo y lenguaje Y axkin M elchy Emmanuel Vizcaya, neo/gn/sys, Mantarraya Ediciones/Proyecto Literal, México, 2014. Sólo sería en parte poema, sólo sería en parte ciencia ficción, sólo sería en parte un libro de climatología o sobre un dios del futuro. En todo caso, su forma es la piel, la piel como órgano poroso de intercambio, también la piel como órgano vibrátil (el tímpano) y la piel como órgano visual (la mácula retiniana). La piel descansa sobre el movimiento permanente, intensa elasticidad que da al contorsionarse y con la que se despoja de la catalogación posible. No es la piel a secas sino su humedecida lengua muscular, el habla genial de la piel. Las tres entregas que componen este libro (“Termodinamics”, “dshbrmnt” y “La vertiente atómica”) nos conducen a un mundo personalísimo poblado por entes que son figuras astrales, digitales y contornos de motores en alguna máquina delirante de armar realidades alternas. Especializándose en la naturaleza de faunas robóticas y contándonos visiones sagradas del movimiento de otra Era, Emmanuel Vizcaya retoma un reto de ciencia ficción en nuestra poesía y más allá nos lleva a la sensación de que existe en la poesía actual el acceso a un futuro cerebro, a un renacimiento en un planeta en que vivimos pero que ya no será de la misma manera la Tierra: neo/gn/sys es la intriga de un cuerpo nuevo. En “Termodinamics”, el relámpago, las llamas y la brea van como actores primerísimos de los procesos que dan cuenta de la formación de un cyborg, un sujeto predestinado a despegar, el hombre-cohete cuyo destino electrónico está en satelizarse como si en algún momento volviéramos a escuchar el llamado del primer bip bip del Sputnik 1, porque el Cyborg es el santo del futuro del futuro, satélite con sensor humano. “Termodinamics” comienza un despegue, un deshebre en el lenguaje, una volatilización que es un éxodo: Deshebramiento. De manera estupenda la transición hacia este deshebramiento despliega una serie de especímenes de satélites y robots; un bestiario para una vida poses- tratosférica donde el sílice nutre sus cuerpos y la electricidad sus corazones. Aves satelitales serpenteando en ciclos atómicos mientras observan las ciudades en la Tierra conectarse como neuronas, como cerebros en este abanico de zoología electrónica. El texto asume la voz de cualquiera de estos seres, pero también la de todos ellos en un coro binario donde los algoritmos son las bases de su pensamiento e incluso de sus emociones. Los entes despliegan sus manifiestos alardeando el darse cuenta de que todo proceso complejo de inteligencia va a parar en sinrazones coexistentes, que entre los sujetos y los mundos brotan los pensamientos contradictorios, irresolubles, la inestabilidad crea conciencia. En retrospectiva, nosotros los seres humanos somos esa conciencia fan tasmagórica del pasado. Filosofía, vida, sexo, dios y muerte son definiciones que estas conciencias, en sus desplegados, reactualizan. Con ello, Emmanuel Vizcaya multiplica en nuevo pueblo estos sujetos enunciantes, los moleculariza en estas partículas de código, se nanotecnologiza porque la poesía es tecnología del pensamiento. Todo esto lo sabe muy bien quien hace diagramas y algoritmos autopoiéticos. En vez de manifiestos estéticos que nos presentan enormes monolitos de hardwares obsoletos, Emmanuel programa moléculas mucho más extravagantes que se propagan en el aire de la entonación y el ritmo. Es aquí donde cabe señalar que existe un ritmo de la ciencia ficción, que la cien191 cia ficción es en sí una música con que se baila el entendimiento de lo político, filosófico, científico y espiritual, se baila entonces deviniendo movimientos neohumanos, poshumanos, neoani males, simbiontes que afloran en los légamos de la certeza: aquélla según la cual seamos no una especie única sino cientos, miles o millones de ellas. Éste es el trance y el orgasmo eléctrico de los beats. Hay que señalarlo: he aquí la ciencia ficción en la poesía, un ritmo regenerador, innovador, refrescante y, sobre todo, inestable. Como lo es cualquier obra importante, nunca se clausura por la corrección de su estilo, su lenguaje creacional: derrapa. Surge una cuestión interesante: si el libro terminara aquí, diríamos que tenemos un cuerpo sui generis en la poesía y sin embargo es justo dónde comienza la dimensión del acontecimiento: a través del final de “Deshebramiento” acontece la muerte del cuerpo humanoide y la del pensamiento robótico. De este modo atraviesa un portal que nos vuelve un pensamiento atómico. Éste es el tercer libro titulado “La vertiente atómica”, que es bitácora de la navegación entre partículas, corrientes, estados de energía y temperaturas. Una climatología que nace en el libro y que nos infunde el brío de la intención: un mapa micro(macro)cósmico donde el lenguaje restante es testigo del llamado, como un haz de luz, de la escritura en una piel divina. Hay un lugar en Perú que se llama Moray, “un valle que nadie está miran192 do, pero que su presencia nos traspasa”. Una serie de terrazas que se asemejan a los símbolos presentes en “La vertiente atómica”. Esto me recuerda que los símbolos de esta sección se leen envolviendo el texto, o sea, que el texto va recorriendo al símbolo, camina junto a las líneas recitándolo. Por eso la poesía es el mismo símbolo visto más de cerca ahí donde en la línea surgen letras, ahí donde los surcos se convierten en textura y el libro en un accidente geográfico. Hay que atreverse a leer nuevamente poesía con los dedos en los símbolos, una lectura-electrizada en el chip de silicio, enérgica en el manto shipibo también. “La vertiente atómica”, como las terrazas de Moray en el Perú, me permite pensar en un lugar sagrado donde se realizan círculos de sonido. En efecto, creo que hay toda la intención de deshilachar y rehilar la conciencia en un viaje atómico por la realidad allí donde ésta se origina. Vertiente es una variación de alturas, inclinaciones, ángulos. Valle y cuenco, la vertiente es la pared donde lo vibrátil retumba. La escritura presta su materia para un libro de topografía de algo como un cuerpo con hibridemas, metaformas, cráteres, plurinúcleos, al mismo tiempo propone ser leído con simbologías que en algo nos recuerdan a los mapas meteorológicos. Parecidamente, “La vertiente atómica” es una bitácora de valles, nubes, lluvia, nebulosas, cordilleras, viento, tormentas, vaivenes de los estados espirituales en trayecto. Justamente este trayecto es lo que nos incita a leer el poema de un solo tirón y a decir que se trata de un trance sensorial por otro mundo. El libro en que aparecen reunidas estas entregas se titula “Neogénesis”, que es el nacimiento en un nuevo cuerpo y el habla final de la reencarnación, porque al cuerpo nuevo la palabra no le interesa ya para crear en la mediocridad del género poético, o la literatura, sino en el andamiaje del cosmos. Llegado al mapa final de la literatura, aparece ese enigma, el lugar X que, mirándolo más de cerca, resulta un agujero en el mapa, un agujero que indica que el mapa se está quemando, rompiendo y desintegrando. Detrás del mapa está otro mapa, y otro y otro, que no hemos siquiera soñado. neo/gn/sys nos llama al recorrido hacia los vórtices del poro en los que descu- briremos la existencia de la escritura en una piel donde las palabras son agu jeros rítmicos y la vida es su respiración, el traspaso de las incógnitas es el traspaso de una vida a otro espacio en donde el cuerpo cibernético se recombina, transforma y finalmente se hace una nave de energía. 193 194