H éctor Alimonda

Transcripción

H éctor Alimonda
E c o l o g ía P o l ít ic a
N a t u r a l e z a , s o c ie d a d y u t o p ía
H éctor A lim onda
(C om pilador)
H éctor A lim onda
Alain Lipietz
Jam es O ’C onnor
R oberto Guim aráes
G uillerm o C astro H errera
Celia Dias
Angela Alonso
Valeriano C osta
Eduardo G udynas
R oberto M oreira
¡
D avid Barkin
C anrobert C osta N eto
Flaviane Canavessi
R enata Menasche
Ricardo Ferreira Ribeiro
Fernando M arcelo de la C uadra
H enri Acselrad
Cecilia C. do A. Mello
Ruy de Villalobos
Colección Grupos de Trabajo de CLACSO
G rupo de Trabajo
E cología p o lítica
C oordinador: H éctor A lim onda
D ire c to r d e ia C o lección
Dr. A tilio A. B oron
S ecretario Ejecutivo
A rc a A c a d é m ic a d e C L A C S O
C o o rd in a d o r: E m ilio Taddei
A siste n te C o o rd in a d o r : S abrina G onzález
R evisión d e P r u e b a s : D aniel K ersffeld
A re a de D ifu sió n
C o o rd in a d o r: Jorge A. Fraga
A rte y D ia g ra m a c ió n : M iguel A. Santángelo
E d ició n : F lorencia Enghel
Im p re sió n : G ráficas y Servicios
Im a g e n d e ta p a : artista no identificado, 1819, T abulae Phisiognom icae IX, “A s árvores que nasceram antes de
Cristo na floresta ás m argens d o rio A m azonas". En Cari Friedrich Philip von M artins, F lora B rásiliensis, V. I,
M unich, 1840*1906. C ortesía del D epartam ento de B otánica, U niversidad Federal Rural de R io de Janeiro.
P r im e ra ed ic ió n
B uenos A ires: C L A C SO , m arzo de 2002
P r im e ra re im p re s ió n
"E cología p olítica. N aturaleza, so c ie d a d y u to p ía "
(Buenos A ires: C L A C S O , diciem bre de 2003)
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P a tro c in a d o p o r
VC o n s e jo L a tin o a m e r ic a n o
d e C ie n c ia s S o c iale s
A
\ggeenncci¡ia S u e c a de
D e s a rro llo In te r n a c io n a l
CLACSO
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lo s au to re s firm a n te s, y su p u b lic a c ió n n o n ec esa ria m e n te re fle ja los p u n to s de v ista d e la S e c re ta ría E je cu tiv a d e C L A C S O .
H éctor A lim onda
Introducción: política, utopía, naturaleza
1
A lain Lipietz
A E cologia Política, soluqño para a crise da instancia política?
15
Jam es O ’C onnor
¿E s posible el capitalism o sostenible?
27
R oberto G uim araes
La ética de la sustentabilidad y la form ulación de p o lítica s de desarrollo
53
G uillerm o Castro H errera
Naturaleza, sociedad e historia en A m érica Latina
83
Célia D ias
A s antinom ias discursivas de la econom ia p o lítica
101
A ngela A lonso e V aleriano C osta
Para urna sociologia dos conflitos am bientáis no B rasil
115
Eduardo G udynas
La ecología política de la integración: reconstrucción de la ciudadanía y
regionalismo autónom o
137
R oberto M oreira
Questdo agraria e sustentabiliclacle
153
David Barkin
El desarrollo autónom o: un camino a la sustentabilidad
169
C anrobert C osta N eto e Flaviane Canavessi
Sustentabilidade em assentam entos rurais: o M S T rumo á “reform a agrária
agroecológica" no Brasil?
203
Renata M enasche
Legalidade, legitim idade e cultivos transgénicos clandestinas
217
R icardo Ferreira Ribeiro
O E ldorado do B rasil central: historia am biental e convivencia sustentável
com o Cerrado
249
Fernando M arcelo de la Cuadra
C onflicto am biental en Chile: la contam inación del aire en Santiago
277
H enri A cselrad y Cecilia C. do A . M ello
C onflito social e risco am biental: o caso de um vazam ento de óleo na
Bahía de Guanabara
293
Ruy de Villalobos
La valuación de recursos naturales extinguióles: el caso de la m erluza en el
m ar continental argentino
319
Introducción:
política, utopía, naturaleza
H éctor Alimonda'
Para Julia y sus com pañeros de generación,
que tuvieron cinco años en el año 2000
“La libertad, en este terreno, sólo puede consistir en que el hombre socia­
lizado, los productores librem ente asociados, regulen racionalm ente su in­
tercam bio de m aterias con la naturaleza, lo pongan bajo su control común
en vez de dejarse dom inar por él com o por un poder ciego, y lo lleven a
cabo con el m enor gasto posible de fuerzas y en las condiciones más ade­
cuadas y más dignas de su naturaleza hum ana”
Karl M arx, El Capital, Tomo III, Sección
Séptim a, capítulo XLVIII
lguna vez, en su celda de la cárcel de Turi, el detenido A ntonio Gramsci se interrogaba sobre el estatuto teórico de la sociología. Atento a las
enseñanzas de su m aestro M aquiavelo, y testigo activo de su propia
época, desconfiaba del conservadurism o im plícito en la noción de una evolución
“ natural” de las sociedades, de acuerdo con leyes cognoscibles. La política, para
él, era un arte, y la virtú clel Príncipe, potenciada por la Fortuna, podía desagre­
g ar equilibrios sociales cristalizados, m arcar puntos de ruptura, congregar fuer­
zas heterogéneas y hacer avanzar en nuevas direcciones a los procesos históricos.
“El éxito de la sociología está en relación con la decadencia del concepto de cien­
cia política y de arte político que tiene lugar en el siglo XIX (con m ás exactitud
en la segunda m itad, con el éxito de las doctrinas evolucionistas y positivistas).
Lo que hay de realm ente im portante en la sociología no es otra cosa que ciencia
política”, escribía G ram sci en sus cuadernos escolares con su porfiada letra de
horm iga (1972: 95),
’ C o o rd in a d o r del G ru p o de T rab ajo E c o lo g ía P o lítica d e C L A C S O . P ro feso r del C u rso de
P ó sg ra d u a c a o em D e se n v o lv im e n to , A g ric u ltu ra e S o cie d ad e, U n iv e rs id a d e F ed eral R u ral d o R io de
Ja n e iro (C P D A -U F R R J). C on beca de C A P E S , p a rtic ip a d el P ro g ra m a de P o sd o c to rad o en el C entro
d e E s tu d io s S o c io ló g ic o s del C o le g io de M éx ico .
Quienes estén de acuerdo con este com entario probablem ente com partirán
tam bién el punto de vista de A lain Lipietz, conferencista invitado para la reunión
del G rupo de Trabajo en E cología Política de CLA CSO, que se desarrolló en Rio
de Janeiro, durante los días 23 y 24 de noviem bre de 2000. Parafraseando a
Gramsci, puede decirse que para Lipietz todas las cuestiones am bientales signifi­
cativas son políticas. Esto es así precisam ente porque la particularidad de la eco­
logía de la especie hum ana es que sus relaciones con la naturaleza están m ediati­
zadas por form as de organización social, que reposan en dispositivos políticos pa­
ra asegurar su consenso y su reproducción.
Esta parece una evidencia de sentido com ún cuando las relaciones de la socie­
dad hum ana con nuestro planeta, que presentan síntom as de crisis generalizadas,
se han instalado en el prim er plano de las relaciones internacionales, y serán fa­
talmente condicionadas, por ejem plo, por la arrogancia del gobierno de G eorge
W. Bush al negarse a discutir el Protocolo de K yoto sobre C am bio Clim ático.
El debate internacional sobre transgénicos, mientras tanto, con la participa­
ción de organizaciones cam pesinas, grupos am bientalistas y de consum idores,
grandes em presas de biotecnología y agentes gubernam entales, pone de m anifies­
to la presencia de la política en el seno de las transform aciones tecnológicas. Sea
en el nivel m acroscópico o en el m icroscópico, la política está desbordando las
relaciones hum anas con la naturaleza.
Alain L ipietz (quien, después de todo, es diputado al Parlam ento Europeo por
Les Verts franceses) llega a proponer una reconstrucción de la política, paraliza­
da por la lógica del ajuste estructural com o pensam iento único, a partir del pun­
to de vista de la E cología Política. Sería la posibilidad de dotarla de nuevos con­
tenidos, de rehacer nuevas alianzas sociales y nuevas solidaridades, de rescatar,
en suma, a partir de esa perspectiva, la virtú del Principe m aquiavélico.
La propuesta es sin duda atractiva, y es bueno recordar que cuenta con ante­
cedentes de ciudadanía latinoam ericana (“el am bientalism o com o resignifica­
ción”, proponía hace unos años E nrique Leff). Un com plem ento al análisis de
A lain Lipietz, aunque no procesa una interlocución directa con él, es el artículo
siguiente de este volum en, de Jam es O ’Connor, editor de la im portante revista californiana Ccipitalism, Nature, Socialism (en cuyas páginas, a lo largo del año
2000, A lain desarrolló una interesante polém ica con críticos de Estados Unidos).
No pudiendo estar presente en la reunión de nuestro GT, O ’C onnor autorizó a p u ­
blicar su artículo en el presente libro.
Pero pretender refundar la política desde un lugar que supone una articulación
significativa de validez con enunciaciones científicas (en este caso la ecología cien­
tífica) encierra el peligro” de Yeintroducir dispositivos despóticos de enunciación.
U na política que se supone basada en certezas científicas trae consigo el riesgo del
dógm átism o'y JJéla" cristalización dé sus verdades. Por ejem plo, el écologism o pue­
de ser una resurrección del economicismo. Esta posibilidad ya fue señalada por au-
tores com o Cornelius Castoriadis y André Gorz, y será justicia recordar que tam ­
bién Lipietz lo advierte, en su libro Quést-ce que l ’Écologie Politique?
Por esta causa, para no transform ar su potencialidad crítica en un nuevo des­
potism o tecnoburocrático, la Ecología Política debe traer jm p líc ita una .reflexión
sobre la dem ocraciaj'jio b re la justicia ambiental com o am pliación y com plem entación de los derechos humanos y de ciudadanía. L a centralidad de la política en
las relaciones sociedad-naturaleza puede tener significativas consecuencias teóricálTy prácticas, al perm itir una articulación de perspectivas de diferentes proble­
m áticas “sociales”, y la apertura de un espacio de interpelaciones horizontales y
dtTenunciaciones plurales.
La utopía
París, 1936. W alter Benjam ín, un m elacólico exilado alem án, traductor de
M arcel Proust y cuya tesis de doctorado fue rechazada por la U niversidad de
Frankfurt, escribe un pequeño texto que vendrá a ser una d e las obras capitales de
la crítica cultural del siglo XX: La obra de arte en la era de su reproductibilklad
técnica. D espués de analizar el proceso de destrucción del “aura” de las obras de
arte, por causa de la capacidad técnica de reproducirlas y de exhibirlas, B enjam ín
exam ina la revolución introducida en el cam po artístico por la producción cine­
m atográfica, y avanza en la dirección de un análisis de la estetización de la polí­
tica, a su juicio una característica del fascism o. Es en el E pílogo, en una crítica al
futurista italiano M arinetti, cuando se abre una ventana inesperada, y una luz, inu­
sual en su época, ilum ina otra escena posible, apenas en la últim a página del tex­
to. Se aproxim a fatalm ente una nueva guerra m undial, afirm a B enjam ín, aún más
cuel y arrasadora que la anterior. La causa de esta catástrofe es que las fuerzas >
productivas han sido desviadas de su cauce natural, se han vuelto ingobernables, ,
y en ese carácter retornan com o elem ento doblem ente destructivo, de la hum ani­
dad y de la naturaleza.
E sta podría ser solam ente una nota disonante m ás en una obra heterodoxa. P e­
ro se vuelve más significativa cuando se vincula con otro atisbo, que aparece en
el últim o texto escrito por B enjam ín, las Tesis sobre el concepto de H istoria, p o ­
co antes de su suicidio en Hendaya. Es un nuevo indicio, que denota el com ien­
zo de una reflexión benjam iniana sobre la relación naturaleza-sociedad, a partir
de bases totalm ente heterodoxas para su época y su tradición teórica, y que lo
aproxim an a nuestra contem poraneidad.
En 1940, la guerra previsible ha estallado en su fase europea, y su frente abar­
ca desde N oruega al norte de África. En la Tesis X I, B enjam ín ataca al “confor­
m ism o” de la socialdem ocracia, que la ha llevado al colapso. Pero el fundam en­
to de este conform ism o (cuyos rasgos tecnocráticos, dirá B enjam ín, son com unes
al m arxism o vulgar y al fascism o) está en la creencia en que el desarrollo técni-
co encarnaba la corriente progresista, el “lado bueno” de la historia, sin percibir
que esos avances en el dom inio de la naturaleza representan al m ism o tiem po re­
trocesos en la organización de la sociedad, y que la riqueza producida por el tra­
bajo no beneficia a los trabajadores.
E sa concepción tecnocràtica, para Benjamin, supone inclusive “una concep­
ción de la naturaleza que contrasta funestamente con las utopías socialistas ante­
riores a 1848. El trabajo, com o es visto ahora, tiene com o objetivo la explotación
de la naturaleza, com parada, con ingenua com placencia, con la explotación del
proletariado. C om parada con esta concepción positivista, las fantasías de Fourier,
tan ridiculizadas, se revelan sorprendentem ente razonables”. En la lectura benjam iniana, los delirios de Fourier se resolvían en una visión del trabajo que al m is­
mo tiem po que satisface necesidades humanas, reconcilia a la hum anidad con la
naturaleza (“ un tipo de trabajo que, lejos de explotar a la naturaleza, libera a las
creaciones que duerm en, como virtualidades, en su vientre” ) (B enjam in, 1987:
228). Q ueda nuestra im aginación en vuelo libre, pensando en los cam inos posi­
bles de la obra benjam iniana, si hubiera podido cruzar la frontera española.
Crítica y utopía
Vamos entonces al epígrafe de esta introducción, extraído del tercer volum en
de El Capital. A esta altura del texto, espero que el lector acepte que no fue pues­
to allí para, invocando una autoridad sagrada, cerrar los cam inos de la im agina­
ción teórica. Todo lo contrario: es justam ente el ajuste de cuentas con los espec­
tros de M arx uno de los mayores desafíos teóricos para la constitución de la E co­
logía Política contem poránea.
En 1974, Jacques Rancière se insurgía contra el ejercicio de trigonom etría en
que Louis A lthusser y sus seguidores (que eran, hélas!, legión) habían transfor­
m ado la lectura de M arx, a partir de un recorte de textos canónicos en los cuales
actuaría, pura, la “práctica teórica”.
Pues bien: R ancière traía “perlas” del volumen tercero de El Capital y subra­
yaba herejías: “ libertad” , “productores libremente asociados” , “más digna de su
naturaleza hum ana” , y se preguntaba irónicam ente: “¿Por qué tanta ideología en
el frontispicio de la Ciencia?"(R anciére, 1974: 106).
P orque en la obra de M arx, respondía, afloran una y otra vez fragm entos de
discursos, de consignas, de interpelaciones de acción, de utopías, provenientes
del m ovim iento histórico de los trabajadores. Y R ancière lo com probaba com pa­
rando esos textos de Marx con vestigios discursivos del m ovim iento obrero de la
época. M arx no trabajó solainente a partir de una revisión crítica de la econom ia
política inglesa, de la teoría política francesa y de la filosofía alem ana. Es decir,
no se lim itó apenas a la lectura crítica de la forma en que ios desdoblam ientos de
la acum ulación de capital estaban constífuyéñ3ó a la sociedad burguesa de la épo­
ca, a sus form aciones d iscursivas y a sus dispositivos de representación. También
registró, e incorporó de form a transfigurada en su obra, la constitución de espa­
cios alternativos de acción y de enunciación diferentes del capital, aunque crea­
dos y/o recreados por él. Espacios subordinados al capital, sí, pero ai m ism o tiem ­
po opuestos, lugares de resistencia, de fantasía, de deseo, de imaginación.
En la obra de M arx no están presentes solam ente los bustos ilustres y bron­
ceados de Sm ith y R icardo, M ontesquieu y Guizot, Hegel y Fichte. En principio,
están adem ás sus rivales (frecuentem ente subvalorados) dentro de la tradición so­
cialista: O w en, Fourier, H erzen, Bakunin, p o r citar algunos.
Pero están tam bién rum ores de voces antiguas de tejedores de Flandes y de
Italia, ecos de pueblos oprim idos y tenaces (Irlanda por lo m enos, R usia después),
consignas rasguñadas en m uros de ladrillos de M anchester y de Yorkshire, la al­
garabía de un París de barricadas de 1830 y 1848. Está el movim iento del capi­
tal, su avance irrefrenable en todos los ám bitos, pero tam bién la generación de ca­
pacidades de resistencia, cuyas form ulaciones aparecen inclusive (recordaba
R ancière) en la propia teoría de la plusvalía.
Y por si esto fuera poco, la obra de Marx tiene por lo menos otras dos fuen­
tes fundam entales, que con frecuencia son olvidadas. U na de ellas es la incorpo­
ración de una m asa enorm e de inform ación concreta, de fuentes históricas y con­
tem poráneas, material periodístico, inform es de inspecciones de fábrica y de sa­
lud pública, etc., que ofrecían la m ateria prim a sobre la cual se podía ejercer el
trabajo crítico, suscitar la form ulación de sus hipótesis y verificar sus tendencias.
La otra es una m irada atenta a lo que estaba sucediendo, en su época, con las cien­
cias de la naturaleza. A llí están sus com entarios sobre Liebig, por ejem plo. No pa­
ra tom arlas com o paradigm a de cientificidad, ingenuidad en la que Federico E n­
gels acostum braba incurrir, sino com o una referencia fundam ental para entender
el funcionam iento de la naturaleza y evaluar las perspectivas que ese nuevo co­
nocim iento im plicaba para la evolución de la sociedad.
N aturalm ente, esto no significa creer, cándida y/o tozudam ente, que en esa
obra están las respuestas para todos los desafios contem poráneos. M arx tendió a
valorar excesivam ente algunos elem entos, y a dejar de lado, con mucho riesgo,
cuestiones que hoy vem os com o fundam entales. D entro de la propia tradición so­
cialista de la época hubo autores, com o P anielson o Podolinsky. que tuvieron una
percepción jn u c h o m ás sensible de la problem ática am biental. De los clásicos de
¡a corriente m arxista posterior, sólo Rosa Luxem burgo parece haber avanzado en
algunas reflexiones recuperables para una perspectiva de Ecología Política.
¿A qué viene todo esto? A esta altura el lector se lo imagina, y debe estar muy
alarmado. Sí, es eso: simplemente decir que la tarea cada vez más urgente e impres­
cindible de construcción de una Ecología Política latinoamericana debería recorrer
esos caminos. Un esclarecimiento conceptual riguroso pero flexible, fundamentado
en un referente teórico crítico. Una dilatada acumulación de información sobre la na-
tui'aleza y la historia del continente, especialm ente sobre la relación entre ambas, y
sobre los acontecimientos contem poráneos a escala planetaria. Un trabajo reflexivo
sobre las diversas formas en que los poderes dominantes en diferentes épocas con­
cibieron y ejecutaron sus estrategias de apropiación de la naturaleza latinoamerica­
na, y un balance de sus efectos ambientales y de sus consecuencias sociales. Un diá­
logo perm anente con territorios del saber científico y tecnológico, especializados en
dominios externos a las ciencias sociales. Una relectura, desde nuevos puntos de vis­
ta, de clásicos del pensamiento social y político del continente, como José Bonifácio
de Andrada e Silva, M anuel Gamio, José Martí, José Carlos M ariátegui o Gilberto
Freyre. Y, sobre todo, un recuento de las desm esuradas experiencias de resistencia
de los latinoamericanos, de su tozuda búsqueda de alternativas y de herencias, de sus
esperanzas y de su desesperación, de sus sueños y de sus pesadillas.
Claro que es una tarea enorm e. Pero no es una em presa solitaria, es un vasto
esfuerzo colectivo que ya ha com enzado. D espués del pánico inicial, es fácil m i­
rar alrededor y encontrar indicios, señales, cam inos por donde avanzar, espacios
de diálogo, de intercam bio y de acum ulación de fuerzas y de recursos. Al nivel
en que cada uno esté, por más m icroscópico que parezca. Fue por eso que m e pa­
reció oportuno com enzar con una referencia al prisionero A ntonio G ram sci, una
horm iga encerrada y laboriosa, que a pesar de todo no renunció a su capacidad de
pensam iento y a su im aginación.
“U n jib ro no es m ás que^una botella con un m ensaje, arrojada al m ar”, dijo
Eduardo G aleano en una conferencia en la U niversidad N acional del Sur, en B a­
hía Blanca, allá por 1973. O jalá este libro, con el m ensaje de trabajo colectivo que
contiene, vaya a dar a playas fértiles, y contribuya para el avance de una EcologLaPoJítica latinoam ericana, construida en base a un trabajo riguroso de. crítica y
a una recuperación d e ja utopía.
C rítica y utopia: justam ente el nom bre de la brava revista que C LA C SO pu­
blicaba hace dos décadas.
En octubre de 2000, el C om ité D irectivo de CLA CSO , reunido en Cuenca,
Ecuador, dispuso la m odificación del nom bre del G rupo de Trabajo, de M edio
A m biente y D esarrollo, Ecología Política. Este G rupo ya tenía una reunión pre­
vista en Rio de Janeiro, Brasil, durante los días 23 y 24 de noviem bre, y en octu­
bre se encontraba en un grado avanzado de organización.
Por esta causa, asegurada una calidad académ ica indispensable y una representatividad razonable de diferentes países de la región (requisitos básicos de
C LA CSO ), los participantes habían sido convocados para presentar un panoram a,
necesariam ente variado y plural, de diferentes perspectivas desde donde las cien­
cias sociales latinoam ericanas venían trabajando temas vinculados con la proble­
mática del m edio am biente y el desarrollo. L a posibilidad de contar con la parti­
cipación de un reconocido especialista com o D avid B arkin, de M éxico, y mi p ro ­
pia inserción institucional en el C urso de Pósgraduagáo em D esenvolvim ento,
A gricultura e Sociedade (U FRRJ) facilitaron una cierta concentración en tem as
vinculados con la agricultura. D esde luego, intentam os que otros tem as estu v ie­
ran tam bién presentes, aunque sabiendo de antem ano que resultaría im posible ob­
tener una representatividad tem ática y nacional com pleta.
Por estas razones, la reunión de estos trabajos en un libro a ser publicado por
C LA C SO no pretende constituir el punto de partida de una E cología Política la­
tinoam ericana, sino solam ente un conjunto de aportes para una discusión necesa­
ria. Esperam os que la segunda reunión del GT, prevista para noviem bre de 2001
en G uadalajara, M éxico, ju n to con otras actividades que estam os desarrollando,
puedan dar origen a una segunda publicación, com plem entando este debate y tra­
yendo nuevas y significativas contribuciones de otros colegas latinoam ericanos.
En ese sentido, quiero agradecer la participación en nuestra reunión de Ruy
de V illalobos, Pablo Bergel y M aría di Pace (A rgentina), A na M aría G alano Linhart y E ider A ndrade de Paula (Brasil), Jaim e L losa L arrabure (Perú), Santiago
V illaveces Izquierdo y C am ilo Rubio (Colom bia), y M aría Fernanda E spinosa
(Ecuador). A unque por diferentes razones sus aportes 110 fueron incluidos en e s­
ta edición, su presencia y su colaboración resultaron indispensables para nuestros
debates. Lo m ism o vale para el com pañero O dilon H orta, Secretario de M edio
A m biente del Sindicato de los Petroleros de R io de Janeiro, quien nos trajo una
vivida y lúcida percepción de la com plejidad de los conflictos am bientales en el
m undo del trabajo.
Va tam bién una mención especial de agradecim iento a la colaboración perm a­
nente recibida en mis tareas de coordinador del G T por el com pañerism o y la bue­
na erudición, no solam ente en tem as am bientales, de José A ugusto Pádua. Y tam ­
bién, a la distancia, agradezco el estím ulo y la solidaridad “vía m odem ” de Enri­
que Leff.
L a reunión de nuestro G rupo de Trabajo en R io de Janeiro 110 hubiera sido po­
sible sin el apoyo efectivo de la FAPERJ (Fundagao de A m paro a P esquisa do E s­
tado de R io de Janeiro), organism o de la Secretaría de Estado de C iencia y Tec­
nología. A gradezco por ello, muy especialm ente, a su director, Dr. Luis Fernandes, y a la profesora M aria L ucia Vilarinhos, en nom bre de nuestro G rupo de Tra­
bajo y tam bién en nombre de la Secretaría E jecutiva de C LA C SO . Va un recono­
cim iento, tam bién, a la U niversidad del Estado de R io de Janeiro (U ERJ), por la
cesión de instalaciones para nuestra reunión.
Y m erecen tam bién un agradecim iento Célia y Julia, sin cuyo apoyo nada se­
ria posible, y que con m ucha frecuencia fueron víctim as de la desatención que es­
ta tarea im plicó.
Bibliografía
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L eff, E nrique 1994 (1992) “C ultura democrática, gestión ambiental y desarro­
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Lipietz, Alain 1999 Quést-ce que / ’Ecologie Politique? (Paris: La Decouverte).
M arx, C arlos 1971 (1867) El Capital - Crítica de la E conom ía Política (M é­
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R ancière , Jacques 1974 “M odo de em prego” , en E studos Cebrap (Sào P au ­
lo, Janeiro) N°7, Fevereiro - Margo.
A Ecología Política,
soluçao para a crise da instância política?
’
Alain Lipietz"
Introducao
esde os anos 80, um sentim ento de im potencia se espalhou pelo planeta,
p articu larm en te pelos países que passaram por experiencias
dem ocráticas. O voto parece nao ter rnais sentido: urna vez eleitos,
todos os dirigentes, apesar de suas prom essas, logo atuam de acordo com a única
política possível, a que é ditada pelas exigencias da globalízagáo. Ora, para a
m aioria, essa política só traz infelicidade: inseguranga, pobreza, exclusáo...
D
Esse sentim ento de “esvaziam ento do político” tem urna dupla dim ensao:
Q uanto aos conteúdos do que se cham a “política” , isto é, “o que se faz”, as
estratégias e os objetivos parecem reduzir-se a urna “infrapolítica”, á simples
otim izagao da com petitividade que, por sua vez, se traduz no abandono de
toda pretensao social.
Q uanto as form as e aos dom inios do que se cham a “política” , isto é, “como e
com quem se age” , o que constituí a própria definigao da cidade {polis) dos
hom ens e das m ulheres, eles parecem reduzir-se a urna colegao de individuos
em com petigáo mal contrabalangada por regulam entos abstratos, caídos do
céu (de B ruxelas, da O M C) e, em gera!, desfavoraveis.
' E c o n o m ista e inv estig ad o r. D irecto r de R ec h erch e de C N R S . D ip u tad o en el P arlam en to Europeo.
** T ra d u ^ ao de A n a M aría G alano.
A sociedade nao é, no entanto, um m ercado. As necessidades das sociedades,
o desejo, assum em a forma de reagóes “identitárias” : ¡ntegrism os no Terceiro
M undo; populism os autoritários e xenófobos no Norte. A Franca e. mais ainda, a
A ustria, a m aioria dos países europeus, na verdade, tena assistido, desde os anos
80 e 90, a m anifestagoes desse género.
A ascensao do Front N ational, que parecía inevitávei, foi bloqueada por suas
próprias contradicoes, sobretudo pelo renascer de esperanza que os prim eiros
sucessos da “m aioria plural” suscitou. Ñas eleigoes européias de 1999, os Verdes,
com ponentes desta coalizao que mais com portava inovagoes, obteve um sucesso
de im portancia espetacular, sancionado por urna forte progressao eleitoral. Foi
corno se, depois de 15 anos de desespero, a “vontade de política” renascesse e
depositasse sua confianza na ecología política.
'E stranha escolha’, devem pensar alguns. A ecología nao é percebida com o
urna recusa da política por velhos hippies, urna atragao íntim a por flores e
passarinhos? R etificarem os, prim eiro, essa im agem e redefinirem os o que é
ecología enquanto política. Em seguida, exam inarem os corno ela responde á crise
da política e de seus conteúdos, á crise da política e de suas formas.
O que é Ecología Política?
A expressao “ecoló” (usada em francés) já indica a visao redutora e m uitas
vezes caricatural que urna grande parte da opiniao pública tem da ecología. N o
entanto, quando se acrescenta a esse vocábulo a palavra política, a idéia
partilhada por esse grupo passa por urna mudanga: o deboche se transform a em
perplexidade. N ao há dúvida de que a ecología política, pelo m enos aos olhos da
opiniao pública, ainda nao adquiriu o estatuto de nogao clara e distinta. O que é
entao ecología? E ecología política?
O q ue é ecologia?
Segundo o dicionário Le Petit Robert, a palavra aparece na segunda metade do
século XIX. Termo utilizado pela Biología, em sua origem, a Ecologia é urna
disciplina científica. É a ciéncia que estuda a relagao triangular entre individuos de urna
espécie, a atividade organizada desta espécie e o meio ambiente, que é, ao mesmo
tempo, condigao e produto da atividade, portanto condigno de vida daquela espécie.
A ssim , o ecologista que se interessa por castores se dedicará a analisar a
relagao deles com o m eio em que vivera: a floresta e os rios, bem corno as
barragens que constroem , ou seja, a natureza transform ada por sua atividade. Ele
se interessará ainda pela capacidade do sistem a de assegurar as necessidades da
populagao de castores e pelo modo com o esta se m ultiplica, se o rganizante.
A plicada aos hom ens, a ecologia é o estudo da rela5ào da hum anidade coni o
m eio am biente, isto é, da maneira com o se transform am m utuam ente e de corno
o m eio am biente perm ite que a hum anidade viva. D a m estila form a que o m eio
am biente dos castores nào se limita a florestas e rios, o m eio am biente dos
hom ens nào é apenas natureza selvagem , com preendendo tam bém a natureza
transform ada por eles. A ecologia hum ana é, portanto, a in terajào com plexa entre
m eio am biente (o meio em que vive a hum anidade) e funcionam ento econòm ico,
social e, acrescentem os, político das com unidades hum anas.
Essa é urna diferen§a significativa entre a ecologia da espécie hum ana e a ecologia
das outras espécies animais. Com efeito, os homens sào animais nào apenas sociais,
mas também políticos. Na orìgem da especifìcìdade da ecologìa humana, existe,
porém, urna outra característica que remonta aos primeiros passos dessa espécie na
face da Terra. Sabe-se, atualmente, que a capacidade de produzir instrumentos nào é
mais reconhecida corno urna exclusividade dos humanos, urna vez que chimpanzés
sào capazes de improvisar certos instrumentos, ainda que rudimentales. Os homens,
ao contràrio, nào pararam de melhorar seus instrumentos e, conseqiientemente, nào
deixaram de aperfeijoar sua capacidade de agir sobre meio ambiente e transformà-lo
pela “d o m e s tic a lo ” (que tem raiz latina próxima de “ecologia”, em grego) de
animais e pelo uso das plantas desde a revolugào do neolitico.
D urante m ilitares de anos, tudo girou em torno da luta co nira a fonie e as
intem péries. C onviver com a ordem do mundo o m ais harm ónicam ente possivel
constituiu um ato de sabedoria daqueles hom ens do passado rem oto. C ontado, ha
quatro séculos, iniciou-se urna verdadeira reversào desse quadro. Se, até enlào, o
problem a era subm eter-se à ordem da natureza, dali em diante, os hom ens
passaram a entender que a natureza é que deveria se ajustar aos seus desejos. Os
incessantes progressos da ciencia e de suas aplicafòes técnicas reforjaran! cada
vez mais o sentim ento de que os homens eram “m estres” e “d o nos” da natureza.
D urante a segunda metade do século XX, depois da expansào que se seguiti à
23 G uerra M undial, esse movimento de e m a n c ip a lo chegou a seus limites. Os
“m ilagres” da técnica e da tecnologia com ejaram a dar m ostras de fallías; acidentes
“im previsiveis” multiplicaram-se e seus efeitos alcan jaram escala planetària
(marés negras, Tchernobyl). Enquanto as prim eiras m anifestajòes de alarm e
expressas no Clube de Roma, nos anos 70, enfatizavam a insuficiencia de recursos
naturais, trabalhos científicos mais recentes destacan! graves desequilibrios
ecológicos provocados por poluijóes industriáis (destruijáo da cam ada de ozónio,
efeito estufa, ele v a já o do nivel da água dos océanos, aquecim ento das
tem peraturas). N ào tem parado de crescer o número daqueles que passam a ter
consciencia dos efeitos perturbadores da atividade hum ana e do progresso técnico,
independentem ente de acidentes. A im portancia que vém adquirindo essas novas
in q u ie ta r e s levou a que alguns observadores tentassem descobrir os mecanism os
económ icos e políticos geradores dos desequilibrios ecológicos.
Foi sobre essa base conceitual e histórica que se constituiu a ecología política. Em
seguida, aprofundou-se a análise crítica do funcionamento geral das sociedades
industriáis avangadas que, por sua vez, permitiu urna reflexáo paralela sobre os meios
a serem adotados para caminhar-se em diregao a um outro modo de desenvolvimiento.
D a cien c ia á p o lítica
A passagem da ciencia a ecología política intvoduz questoes que dizem
respeito ao sentido do que fazem os, levando a urna série de outras perguntas: em
q ue m ed id a nossa o r g a n iz a d o social, a m aneira corno p ro d u zim o s e
consum im os, m odifica o meio ambiente? E mais precisam ente, com o pensar a
c o m b in a d o , a in terp en etrad o , a disposigao desses diversos fatores ñas agoes
sobre o m eio am biente? Serao favoráveis os efeitos dessas m odificagoes sobre os
individuos? D esfavoráveis? A ecología científica nos diz quais sao os efeitos de
nossos comportam ientos e práticas; ela nos esclarece a respeito do que está em
jogo. N o entanto, cabe-nos, a nós homens, escolher o modo de desenvolvim ento
que desejam os, em fungao de valores que evoluem no curso de debates públicos.
L evando em consideragao os desequilibrios provocados pela atividade
hum ana, a ecología política passa a se interrogar acerca da m odernidade e a
desenvolver urna análise crítica do funcionam ento das sociedades industriáis.
E ssa análise questiona um eerto núm ero de valores e de conceitos-chave sobre os
quais se apóia nossa cultura ocidental.
A natureza
Já evocam os o sentimiento de poderío e dom inio sobre a natureza, o qual se
desenvolveu progressivam ente a partir do século XVIII. Urna exaltagao narcísea
que tendeu a construir, sob a forma de oposigao, até m esmo de antagonism o, a
relagíío entre hom ein e natureza. Com isso, alcangavam -se dois objetivos: a
natureza servia para valorizar os homens que, ao m esm o tem po, pareciatn se ter
destacado déla. Particularm ente, a comparagao entre os hom ens e outras espécies
anim áis perm itía m anifestar a diferenga, tornando im plícita sua m etam orfose. A
depreciagao da natureza banalizava as práticas mais degradantes a que ela era
subm etida, bem com o os anim áis e m esm o os povos indígenas, que os europeus
“descobriam ” e julgavam “nao-civilizados” .
A ecología política considera que os limites do aceitável foram am plam ente
ultrapassados e que chegou a hora de questionar, de um m odo geral, práticas e
representagoes, já que nao sao independentes. Os hom ens sao parte da natureza,
respiram -na e déla tiravn sua alimentagao, ainda que hoje, irrefletidam ente, os
jo v en s relacionem os produtos derivados do leite ao superm ercado, em vez de
associá-los ao cam po.
Certam ente, nao se está aqui propondo o extremo oposto, a sacralizagao da
natureza. A ecología política questiona a oposigao natureza/cultura, porém
relativizando-a. Parece-nos bem mais fecundo interessar-se antes pela complexidade
do mundo vivo que pela oposigao homem /natureza. Os homens e seu meio ambiente
nao param de se transform ar mutuamente, sendo assim importante convencer-se de
que ambos estáo envolvidos em urna evolugao interdependente (co-evolugao).
O progresso
D epois de H iroxim a, de Tchernobyl e dos buracos na cam ada de ozónio ou,
mais recentem ente, da crise da vaca louca, devem os avaliar as conseqüéncias de
um progresso que já nao se m ostra nem linear nem sem limites: o progresso
técnico nao é necessariam ente sinónim o de emancipagño hum ana e de melhorias
do meio am biente. Para a ecología política, nao se trata, no entanto, de rejeitar a
nogáo de progresso nem de m ergulhar em um “catastrofism o” antitécnico. Trata­
se de dar o lugar certo ao progresso técnico, urna vez que nao há razao para
considerá-lo “ naturalm ente” dotado de virtudes.
Para os ecologistas, o desenvolvimiento das capacidades humanas nao constituí
um valor em si. A tecnología introduziu-se em nosso m undo quotidiano, trazendo
consigo novas vulnerabilidades, novas dependencias. A técnica nunca conseguirá
suprim ir todos os riscos, provocando m esm o novos riscos. Depois de ter tentado
dom esticar a natureza, agora temos de aprender a dom esticar o próprio progresso,
o que supoe considerar sem pre seus dois lados: o de solugáo para crises e o de fator
de crises ecológicas. O progresso técnico nos diz o que se pode fazer (OGM , por
exem plo), mas nao o que é bom ou mau, O fato de a ciencia e a técnica virem a
garantir a possibilidade de escolhennos o sexo, a cor e o cábelo de nossos filhos e
de geragoes futuras nao nos obrigará a optar por isso. Para a ecología política, os
valores independen! das mudaugas técnicas e prévias á sua implementagao.
A responsabilidade
O poder das atuais tecnologías é de tal ordem que suas conseqüéncias para o
m eio natural, para as outras espécies vivas, vegetáis ou anim áis, se multiplicaran!.
Aínda que nao ocoiram acidentes ecológicos, o sim ples funcionamiento de varios
sitios industriáis produz efeitos nocivos para o meio ambiente. Basta pensar na
criaqáo de suínos na B retanha ou nos diversos rejeitos langados em ríos na Franga.
A decísao de andar de carro ou de trem e o nivel de calefagao de nossas casas
influem no clima. D egradarnos o meio que nos faz viver.
H á coisas m ilagrosas em nosso planeta, mas há tam bém horror. A beleza do
mundo é um desses milagres; se a sacrificam os, o que sobrará? Esse meio, que
torna a vida possível, pode ser fonte de alegría ou, em outros termos, de alegría de
estar no m undo. Som os nós tam bém que o produzim os; serem os nós que o
legaremos a nossos filhos e aos filhos de nossos filhos. Ele é o berço, o dom inio e
a casa que preparem os para sua acolhida. D esejar filhos, fazé-los nascer, sem nos
preocupar com o m undo devastado que lhes legam os, é urna atitude digna de pena.
A solidariedade
O principio da propriedade e o poder económ ico, este conseqtiéncia daquele,
nao deveriam dar a seus detentores o direito de influir discricionariam ente na vida
dos outros. N o entanto, é assim que tudo se dá. P or vezes, ainda que de m aneira
indireta, em bora nao m enos determ inante, esse poder se estende até um direito de
vida ou de m orte.A caba levando alguns ao total desespero, por sentirem -se
com pletam ente incapazes de encontrar um lugar na sociedade, de ganhar seu
sustento, de viver decentem ente, seja porque desde m uito jo v en s se viram
marginalizados, seja porque sofrem os efeitos de dem issoes aos 40 anos, quando
“reconversóes” se tornam im possíveis e as obrigaçôes fam iliares, esm agadoras,
porque im possíveis de serem cum pridas.
Considerando o D ireito e seu funcionam ento im placável, seu caráter um tanto
sacralizado, nao há o risco de urna perda de sentido mais profundo? A riqueza dos
individuos se constituí sem pre da base de cooperaçâo social; um individuo
isolado, sem laços com seus sem elhantes, nao conseguiría sequer sobreviven Se
um individuo enriquece, ele deve seu enriquecim ento a toda a cadeia de seus
sem elhantes que construiu o m undo onde ele nasceu e a seus contem poráneos que
participaran: direta ou indiretam ente de seu enriquecim ento. Isso nao deveria
levar a um direito de retorno que se traduziria em um dever de solidariedade
mínimo? U rna sociedade que tende a abolir o principio do dom im plicando o
contradom nao estará correndo o risco de se desfazer, de se decom por? A sim ples
solidariedade, m as tam bém a divida direta, nos im pôe a atitude de nao
p erm an ecem o s indiferentes à infelicidade de um continente inteiro. A A frica está
sem forças, exausta, e nao som os alheios a essa situaçâo.
A autonom ía
A responsabilidade será apenas aparente se nâo for acom panhada de
autonomía. E sta im plica reconquista, por individuos e coletividades, do controle
de suas atividades de produçâo, de sua vida quotidiana e de decisoes públicas.
Trata-se de traduzir em açôes um certo núm ero de fórm ulas: “colocar as m áos na
m assa”; participar; ver as conseqüéncias de seus próprios atos. As decorréncias
desses atos se dao em ám bitos diversos: na em presa, na vida cidadá em plano
local, regional e nacional.
Recolocar o conteúdo no centro da política
O s enunciados precedentes mostram urna evidência: a ecología é portadora de
m uitíssim os novos conteúdos, ou melhor, constituí um intenso apelo para que haja
intéressé por conteúdos. A ecología fixa objetivos, redefine m eios e estratégias, ou
seja, lida corn açôes que pareciam nâo ter mais relaçâo com a “política” , reduzida
à com petiçâo pelo poder entre homens e partidos intercam biáveis.
A esperança revolucionária sum iu do horizonte, o com unism o faliu e o projeto
socialista decepcionou. Portadora de grandes am biçôes durante todo o século,
hoje a política está m uito debilitada. N ao há nenhum m al em que a política se
torne m ais m odesta, entretanto sua atual im potência e seu enfraquecim ento face
à econom ía sao extrem am ente perniciosos. Urna sociedade sem projeto político,
entregue às forças do mercado e sugada pela espiral do “produzir cada vez m ais”
só pode levar ao crescim ento das desigualdades sociais e das crises ecológicas. É
urgente, portanto, dar novam ente sentido e conteúdo à política.
O impasse do produtivismo
As revoluçôes agrárias e industriáis perm itirán! que se acabasse com as crises
de escassez alimentar. Possibilitaram ao O cidente alim entar, alojar e vestir um
núm ero cada vez m aior de individuos cuja perspectiva de em prego é cada vez
menor. Inicialm ente, o modelo capitalista assegurou que se pudesse sobreviven
Com o fim da 2a Guerra M undial e o nascim ento de urna nova variante do
capitalism o, designada fordism o por muitos econom istas, o m odelo assegurou o
poder de “viver bem ”, ou melhor, de aum entar o poder de consum o. O m odelo
capitalista teve diversas variantes, mas todas se caracterizam por um traço
com um : o produtivism o. Este, com sua dinám ica do “ sem pre m ais” , atingiu hoje
seus lim ites.
D epois de trinta anos (1945-1975) de crescim ento económ ico, o m odelo
fordista entrou em crise. Nos anos 80, essa crise desem bocou em urna variante
m uito m ais liberal do capitalism o e, paralelam ente, em urna crise ecológica;
em bora m enos perceptível pela opiniáo pública, esta nâo é m enos am eaçadora.
Foi em detrim ento da Terra que se deu a busca de econom ía de trabalho e de
acum ulaçâo do capital, duas bases de sustentaçâo do fordism o com o do
liberalism o. A volta ao liberalism o recolocou na ordem do dia crises ligadas à
pobreza (doenças ligadas à fom e e à insalubridade, nâo apenas no Terceiro
M undo, m as tam bém nos países ricos). Ao m esmo tem po, no próprio núcleo do
sistem a capitalista, esboça-se um novo tipo de crise ecológica: crises de
abundancia, herança envenenada dos milagres técnico-económ icos do pos­
guerra. E sse novo tipo de crise é tâo mais am eaçador quanto superpóe efeitos
locáis (destruiçâo de paisagens, poluiçâo do ar, envenenam ento de lençôis
freáticos) a efeitos globais que repercutem em qualquer ponto do planeta, em bora
provenham de disfunçôes localizados em sociedades determ inadas.
O sistem a produtivista resolveu o problema da penuria pela quantidade.
L evou-se essa resposta quantitativa a tais extrem os que surgiu um problem a de
qualidade. É preciso m udar de orientaçâo: retom ar o controle da econom ía;
dom inar as condiçôes de um novo tipo de d e scim e n tó , englobando forças do
m ercado e da tecnociéncia; repensar nosso modelo de desenvolvimiento, partindo
de urna reavaliaçào de nossas neeessidades. Está mais do que na hora de se
observar a questào essencial: produzir para qué?
Um novo modelo de desenvolvimiento: o desenvolvimento sustentável
Segundo definiçâo adotada pela ONU, desenvolvim ento sustentável é o que
perm ite satisfazer as neeessidades das geraçôes atuais, com eçando pelos mais
carentes, sem com prom eter as possibilidades de que geraçôes futuras tam bém
possam satisfazer suas neeessidades.
O que im plica a idéia de desenvolvim ento sustentável? A idéia encerra duas
dim ensoes. A tualm ente, supôe que esse modo de desenvolvim ento responda ás
n eee ssid a d e s de todos; em longo prazo, su p ó e que p o ssa d u rar'. O
desenvolvim ento sustentável incluí também a idéia de redistribuiçào (ou de
ju s tiç a so cial), urna vez que propôe um a ordem p ara a satisfaçào das
neeessidades; com eçar pelos m ais carentes. N o entanto,com o fazer? Como
reorientar nosso desenvolvim ento para que se torne sustentável?
Prim eiro im perativo: econom izar o fatorT erra, dando prioridade a tecnologías
que econom izan! energía e, mais am plamente, que respeitem o meio am biente.
Segundo im perativo: im plem entar novas regulam entaçôes, acrescentando à
proteçâo social a proteçâo do m eio ambiente.
Para tanto, os meios existent. Eslendem-se de medidas regulam entares (leis e
norm as) a m eios económ icos (“eco-impostos”, autorizaçôes negociadas), passando
por acordos de autolim itaçào e códigos de boa conduta. Cada um desses
instrum entos obedece a uma lógica diferente. Alguns permiten! que se reparem
degradaçôes; outros, que se indenizem danos causados por terceiros; outros, ainda,
que se previnam efeitos nocivos pela dissuasào. Sem dúvida, a via do imposto
dissuasivo é a mais promissora. Duplamente prom issora, porque, ao lado de seu
efeito protetor do meio ambiente, também oferece à coletividade recursos novos
que podem ser alocados em outras políticas. Por exemplo, baixar o custo do
trabalho no quadro de políticas de crescimento do emprego. Com isso, chegam os
ao efeito redistributivo do modelo de desenvolvim ento sustentável. Os mais
carentes nao tém meios de poluir e, freqüentemente, sào os mais atingidos por
poluiçôes. Serào, portanto, os maiores beneficiarios de uma reorientaçào geral para
o desenvolvim ento sustentável. Em curio prazo, podem ser penalizadas as classes
cuja renda é pouco significativa. Para estas, restriçôes ao uso livre e gratuito do
meio am biente poderâo turvar a miragem de um a generalizaçâo do modelo da
socledade de consum o, do quai nào percebem o caráter insustentável e perigoso
para sua propria saúde. Às novas políticas ecológicas é portanto necessàrio associar
reform as sociais, senào aquelas políticas nào parecerào legítimas.
Em longo prazo, e do ponto de vista do interesse geral, sào evidentes as
vantagens do desenvolvim ento sustentável. Infelizm ente, no entanto, é milito raro
im por-se o interesse da hum anidade; geralm ente se adota a fòrmula “depois de
m im , o dilùvio”. C om o fazer para que forças sociais e políticas se interessem pelo
desenvolvim ento sustentável? C ertam ente, prom ovendo-se um intenso debate
ideològico e cultural, visando a m odificar a percepçâo da escala dos riscos e das
vantagens do desenvolvim ento sustentável, a fazer progredir os valores e norm as
da ecologia. P ara além da política e de seus conteúdos, é a instancia política, seti
cam po e seus m étodos, que deve ser reconstruida.
Repensar a instancia política entre o global e o local
Os govem os parecem incapazes de resolver tanto os problemas quotidianos
com o os de dim ensño planetària; seja im pedir demissóes em alguma empresa que
apresenta excelentes resultados económicos, seja lutar contra o aquecimento da
tem peratura no mundo. Ein um mom ento em que inexistem mais limites para o
poder económ ico e financeiro, o poder político continua dependendo ampiamente
do principio da soberanía dos Estados. A relaçâo de forças se encontre, portanto,
nào apenas desigual, m as invertida. Para que a instancia política readquira
credibilidade e, assim, meios de açâo, é indispensável alcançarum novo equilibrio.
“Pensar globalmente, agii* localmente”
A m undializaçâo e as fortes tensôes que abalam os Estado-Naçôes, quando
nào levain à sua im plosào, reforçam a pertinencia desta palavra-de-ordem surgida
entre os ecologistas dos anos 70.
P en sa r globalm ente
Porque a ecologia política se apropria de m áxim as que podem ser as do
hum anism o em geral: “Sou hom em e nada que é hum ano me é estranho” ; “Somos
todos responsáveis por tildo, diante de todos, particularm ente, de nós m esm os” .
Pensar globalm ente corresponde a elevar-se ao nivel de urna visào planetària, que
o saber ecológico tornou possível. Visào do estado do planeta, de sua degradaçâo
continua, do jo g o com plexo de causas e conseqiiéncias e, parte essencial desse
jogo, da atividade hum ana sob suas diversas form as. Este é um aspecto essencial:
o ‘controle da natureza’ constituí um fantasm a que parece prudente nao evocar
em dem asía; ao contràrio da atividade hum ana, pela qual som os responsáveis e
sobre a qual podem os, devenios, em todo caso, esperar m anter contrôle.
A g ir lo calm en te
A vontade de se encarregar do meio ambiente circundante, de agir por si mesmo,
em seu proprio dominio. Contra o centralismo, contra a tecnocracia. É a reivindicaçâo
de um direito: o de aproximaçào do poder político dos cidadàos, ou seja,
regionalizaçâo, até mesmo municipalizaçâo do poder político ou, melhor dizendo,
reapropriaçâo da política sem delegaçâo nem subordinaçâo. A possibilidade de pensar
a esfera planetaria suscita nossa responsabilidade local e deveres conseqiientes. A
açâo local permite que melhor se meça o que está em jogo e os resultados de seus
próprios atos. Possibilità ainda que se note como, na ausência cle açâo, o horizonte é
de infantilismo, de recriminaçào estéril e repetitiva que perpetua o status quo.
P oucos sào os que p erceb em que as co n seq ü ên cias de seus atos,
insignificantes a seus olhos, se tornam expressivas e m udam de esfera quando sào
am pliadas pelo núm ero de atores sociais envolvidos. E aínda que o soubessem ,
será que isso adiantaria muito? Q uem levaria em conta essas aspiraçôes? “Nosso
modo de vida nào é negociável” , foi com o o ex-presidente Bush reagiti às
negociaçôes da Eco-92, no Rio de Janeiro.
Agir globalmente, pensar localmente
C om o responder a esse cinism o e egoísm o, senño por m eio de leis globais que
im peçam os hom ens de ser nocivos em escala planetària? Sendo im prescindível
agir globalm ente, na busca pela aceitaçâo de leis globais, é necessàrio convencer
em lugares precisos, por m eio de acordos locáis. A gir globalm ente, pensar
localm ente, essa deve ser a divisa de urna ecologia política pragm ática e realista.
A gir g lo b alm en te
Trata-se de fixar regras de urna ordem superior às instàncias tradicionais (em
particular, o Estado-Naçâo) e munir-se de meios para que sejam aplicadas. Trata-se
de eliminar efeitos perversos derivados de certas interaçôes, de impedir condutas que
parecem localmente vantajosas, mas que, por sua sucessào, podem ter conseqüências
desastrosas para o conjunto. Resumindo, trata-se de estabelecer regulamentaçôes para
o jogo cegó do exclusivismo e das concorrências mercantis, das relaçôes de forças do
poder geopolítico, para privilegiar práticas litéis mutuamente.
P ensar localm ente
E ste aspecto, parece-nos, é essencial. N ao faltam teóricos, sobretodo na
Fiança, para pensar globalm ente. Quanto a agir globalm ente, isto é, elaborar
tratad o s in tern acio n ais, com aditivos de leis n a c io n ais e d ecreto s de
regulam entaçâo, há legisladores, ministros e seus gabinetes que sabem m uito bem
com o o fazer. Os problem as só com eçam a surgir quando se chega ao nivel da
im plem entaçâo local. As regulam entaçôes só tém efeito quando cidadàos créent
em sua utilidade, convencem -se de que tém sentido, quando obrigaçôes parecen!
justificadas. Em sociedades dem ocráticas, essa ju stificaçâo supôe a adesâo ao
prin cip io do interesse gérai que, por sua vez, im p lica que, local ou
individualm ente, suas vantagens sejam percebidas.
U m bom exem plo é o da 3a república, na França. A escola constituiu entào um a
correia de transm issào essencial. Foi por meio dessa instituiçâo que se difundirán!
os valores daquela república que, um século depois, estava ressuscitando os
valores da Revoluçào. Foi por meio de professores prim àrios que se transm itirán!
principios elem entares de moral e de educaçfto cívica, ferm ento dos progressos
hum anos e sociais do fini do século XIX. Tais resultados forant obtidos pelos
professores prim àrios porque, face à Igreja e aos notáveis tradicionais, souberam
convencer um a populaçâo majoritariamente rural dos beneficios da instruçâo,
participando da gestào de municipios e da prom oçâo social das crianças. Do
m esm o m odo, é fácil com preender teóricam ente que a luta contra o efeito estufa
im plica a im posiçào de limites à circulaçâo dos carros. N ào será, 110 entanto, pela
culpabilidade dos autom obilistas - por exem plo, pelos efeitos catastróficos que
poderâo provocar no Bangladesh em 2050 -, que se conseguirá ievá-los àquela
com preensâo. C ertam ente é muito mais eficaz valorizar o silêncio e o ar menos
poluido de um a cidade em que a circulaçâo de autom óveis é restrita.
Sem a adesâo dos atores nao se faz nada durável. É assim que entendem os a
form ula “pensar localm ente”. Para a ecología política, é preciso agir para que se
am plié a tom ada de consciência de efeitos distantes da vida de cada uni, de modo
a tornar justificáveis restriçôes im postas por leis. Trata-se de, pouco a pouco,
am adurecer em com unidades locáis a consciência de uni destino com um do
género hum ano, de necessidades com uns, de vantagens recíprocas. Trata-se aindá
de agir politicam ente para com pilar regras internacionais, que m aiorias locáis
estejam dispostas a aceitar.
Coiîdusâo
Faz pouco tem po que som os 6 bilhóes de seres hum anos; de sem elhantes,
ainda se diz. Há, 110 entanto, um a enorm e disparidade. Para constatar isso, basta
que nos lim item os aos personagens valorizados pela m idia dentre a m assa de
anónim os. Pelo lado do honor, im pera a abundancia: hom ens do GIA; milicias
sérbias na B osnia e no Kossovo; os virtuoses das m achadinhas no R uanda. O utros
hom ens cham am -se E. Levinas, P. Ricoeur, H. Joñas. C onvidam -nos a m anter
rela^oes hum anas bem diferentes. É preciso um singular esforzó de im aginagao
para considerá-los, uns e outros, sem elhantes. E grande a tentagao de ver os
prim eiros com o pré-hom inídeos. Sabemos, porém, que os hom ens nao sao isso ou
aquilo; sao seres em constante transformagao, construindo-se a si m esm os. As
relagoes sociais das quais participam os, da infancia até a velhice, desem penham
um papel essencial nesse processo. Está em nossas maos, conseqüentem ente, o
evoluir para urna hum anidade bárbara ou civilizada. E isso que está em jo g o para
a ecología política. Q uanto a nós, estam os convencidos de que a ecología política
está destinada a ter urna influencia durável sobre a hum anidade de amanhá.
Notas
1 Em inglés, usa-se o termo sustainable; em francés, o adjetivo durable. Com
esta tradugao, porém , perde-se urna das duas dim ensoes contidas no term o
inglés.
¿Es posible el capitalismo sostenihle? '
James O ’C onnor”
Introducción
ay pocas expresiones tan am biguas com o las de “capitalism o sostenible” y otros conceptos asociados, tales com o “agricultura sostenible”,
“uso sostenible de la energía y los recursos" y “desarrollo sostenible”.
Esta am bigüedad recorre la m ayor parte de los principales discursos contem po­
ráneos sobre la econom ía y el ambiente: inform es gubernam entales y de las N a­
ciones U nidas; investigaciones académ icas; periodism o popular y pensam iento
político “verde” . E sto lleva a m uchas personas a hablar y escribir acerca de la
“sostenibilidad” : la palabra puede ser utilizada para significar casi cualquier co­
sa que uno desee, lo que constituye parte de su atractivo.
“C apitalism o sostenible” tiene una connotación a la vez práctica y moral.
¿Existe acaso alguien en su sano ju icio que pueda oponerse a la “sostenibilidad”?
El significado m ás elem ental de “sostener” es “apoyar” , “m antener el curso” , o
“preservar un estado de cosas” . ¿Q ué gerente corporativo, ministro de finanzas o
funcionario internacional a cargo de la preservación del capital y de su acum ula­
ción am pliada rechazaría asum ir com o propio este significado? Otro significado
es el de “proveer de alim ento y bebida, o de m edios de vida” . ¿Qué trabajador ur­
bano mal pagado, o qué cam pesino sin tierra rechazaría este significado? Y otra
definición es la de “persistir sin ceder” . ¿Q ué pequeño agricultor o em presario no
se resiste a “ceder” ante los im pulsos expansionistas del gran capital o del esta­
do, enorgulleciéndose por su “persistencia” ?
' T ra d u cció n realiza d a por el P ro fe so r G u illerm o C astro H errera.
‘ P ro fe so r de la U n iv ersid a d de C alifo rn ia . E d ito r de la rev ista C apitalista , tunure, socialista.
E stam os en presencia de una lucha a escala m undial por determ inar cóm o se­
rán definidos y utilizados el “desarrollo sostenible” o el “capitalism o sostenible”
en el discurso sobre la riqueza de las naciones. Esto quiere decir que la “sosteni­
bilidad” es una cuestión ideológica y política, antes que un problem a ecológico y
económico.
El análisis que se hace aquí utiliza el térm ino “sostener” en los tres sentidos
indicados: “sostener el curso” de la acum ulación capitalista a escala global; “p ro ­
porcionar m edios de vida” a los pueblos del m undo, y “sostenerse sin ceder” por
parte de aquellos cuyas form as de vida están siendo subvertidas por las relacio­
nes salariales y m ercantiles. En esta perspectiva, el problem a del capitalism o sosternble se refiere en parte a la posibilidad -o no- de que la sostenibilidad definida
de estas tres m aneras pueda ser alcanzada, y a cóm o podría lograrse tal cosa.
E xiste un cuarto sentido para “sostener”: el que se refiere a la “sostenibilidad
ecológica” , aún cuando es escaso el acuerdo entre los científicos de la ecología
respecto al significado preciso de esta expresión. Por ejem plo, la biodiversidad o
la “salud del planeta” rara vez son problem atizadas en térm inos de la ciencia eco­
lógica y de las ideologías subyacentes a esta ciencia, com o tam poco ocurre con
la expresión “crisis ecológica”, tan am pliam ente utilizada por escritores popula­
res sin el beneficio de una definición precisa.
Los ecólogos de poblaciones y los biólogos de la conservación correlacionan
por lo general cam bios en la población de una determ inada especie, cam bios en
la “capacidad de carga”, definida de m anera estrecha en térm inos de las necesi­
dades de esa especie, y algún coeficiente que mide la relación entre la especie y
la capacidad de carga en cuestión por un lado, y el resto del ecosistem a del que
esa especie podría depender por el otro. Todos estos térm inos poseen alguna ca­
pacidad explicativa. Sin em bargo, tal m ultiplicidad de determ inantes im plica que
no existe form a evidente de saber con certeza si las am enazas a una especie p ro ­
vienen de ella m ism a, por así decirlo, o de transform aciones en el conjunto del
ecosistem a debido, por ejem plo, a la intrusión de otras especies. Si esto es así, ha­
blar acerca de la “sostenibilidad” de especies en particular puede resultar m enos
preciso de lo que parecía a prim era vista, y el concepto de “crisis am biental” pue­
de resultar más problem ático.
Estas am bigüedades se acentúan cuando los ecólogos o los Verdes com binan
las dim ensiones social y económ ica con la biofísica, y debaten acerca de la “sos­
tenibilidad” de ecosistem as o regiones enteras. En la región de la bahía de M on­
terrey, C alifornia, por ejem plo, la excesiva extracción de aguas subterráneas ha
hecho dism inuir el nivel de los acuíferos, ocasionando salinización debido al
agua de mar, lo que a su vez am enaza la viabilidad de la agricultura. ¿C onstituye
esto una “crisis”?
En térm inos económ icos no, si la región im porta agua. D e hecho, el agua im ­
portada puede insuflar nueva vida a la agricultura local y al desarrollo industrial,
com ercial y residencial. “ A gricultura sostenible” significa una cosa desde una
perspectiva biorregional estricta, y otra si la perspectiva es am pliada para incluir
a otras biorregiones. En este caso particular, el debate en torno al agua tiene que
ver m enos con la “sostenibilidad” del capital agrícola local y de la calidad del
agua, y más con norm as de juicio relativas al tipo de com unidad y de cultura que
los habitantes de la región desean tener: en el caso de P ajaro Valley, por ejem ­
plo, se trata de escoger entre preservar su actual sabor m exicano, o abrirlo m ás
a la población trabajadora de Silicon Valley, al otro lado de la cordillera litoral.
Si se define “sostener” de estas cuatro maneras, la respuesta breve a la p re­
gunta “¿es posible el capitalism o sostenible” ? es “ no” , y la larga es “probable­
m ente no”. El capitalism o tiende a la autodestrucción y a la crisis; la econom ía
m undial crea una m ayor cantidad de ham brientos, de pobres y de m iserables; no
se puede esperar que lasm asas de cam pesinos y trabajadores soporten la crisis in­
definidam ente y, com o quiera que se defina la “so stenibilidad”, la naturaleza es­
tá siendo atacada en todas partes.
En este artículo se exam ina alguna evidencia relativa al problem a del “capita­
lism o sostenible” , haciendo énfasis en algunos de los diferentes conceptos de
“sostenibilidad” planteados por los Verdes y por el sector em presarial. O frecem os
un breve recuento de las condiciones de s o ^ ^ n ib iljd j^ e c p n ó m ic a fo de rentabi­
lidad y acum ulación), para discutir enseguida la “ prim era” contradicción del ca ­
pitalism o -o contradicción “ interna” -, y la naturaleza de la acum ulación capitalis­
ta, cargada de episodios de crisis y dependiente de las crisis. A esto se agrega un
breve exam en del proceso de formación de una crisis m undial en la década de
1980, y se plantea que las perspectivas de una gestión económ ica global son tan
endebles com o las de una feguTaciorTmiibiemàrglobal.
A partir de lo anterior, se aborda otro problem a en apariencia disoluble para
el capitalism o: la “segunda” contradicción, esto es, la reducción de las “g anan­
cias m arginales”_generada por la contradicción entre el capital y la naturaleza (y
otras condiciones de producción), asociada a los efectos económ icos adversos
para el capital que surgen del am jiien talisjn Q x p tro s m ovim ientos sociales. D es­
de aquí se discuten las form as m ediante las cuales el capitalism o intenta en fren ­
tar estas crisis. La capacidad del capital para enfrentar c o F é x ito tardo la “prim e­
ra” com o la “segunda” contradicción es lim itada, d ebido a la naturaleza del es­
tado liberal dem ocrático y del propio capital. Se subraya lo in cierto de las co n ­
secuencias políticas -y por tanto económ icas y ecológicas- de una depresión eco ­
nóm ica generalizada. Por últim o, tras un breve exam en de las condiciones am ­
bientales en los países pobres (el Sur), se delinean algunas conclusiones sobre
las posibilidades de m ovim ientos am bientalistas sociales y p olíticos radicales, o
“verdes rojos”. Si bien se plantea que las perspectivas para alguna clase de “ so-
cialism o eco ló g ico ” 110 son buenas, las de un “capitalism o sostenibie” pueden
ser aun m ás rem otas.
La política ambiental y el discurso de la sostenibilidad
La evidencia favorece la idea de que el capitalism o no es sostenibie desde el
punto de vista ecológico, a pesar de la reciente avalancha de charlas sobre “pro­
ductos verdes” , “consum o verde”, “forestería selectiva”, “agricultura baja en in­
sumios” y dem ás. Durante la cam paña por la presidencia de 1992, ninguno de los
tres candidatos principales hizo del “ ambiente” un tem a relevante. A partir de la
victoria de Bill Clinton, el nuevo gobierno de los Estados U nidos ha aceptado
com prom isos en tem as que van desde el uso de tierras federales para pastoreo
hasta la tala de bosques antiguos y la lucha contra la contam inación, abandonan­
do a m enudo m étodos de control de la contam inación de eficacia ya probada a fa­
vor de “soluciones de m ercado” .
L os gobiernos estatales y locales desdeñan el am biente en su com petencia por
atraer capital escaso. En la legislación federal, se hace más estrecha la definición
de “hum edales” , al igual que la de “especies en peligro” . La salud ocupacional y
la preservación de la seguridad laboral son saboteadas. Se m ercantilizan más los
parques nacionales y estatales en la medida en que los gerentes buscan m aneras
i de obtener beneficios. M ientras la industria nuclear se encuentra m om entánea­
m ente estancada, algunas industrias de bienes de capital, com o la del papel y la
pulpa, han em pezado a instalar tecnologías más limpias; la agricultura orgánica
se ha visto beneficiada por un aumento del interés de los consum idores en pro­
ductos libres de pesticidas; la mayoría de los dirigentes sindicales se oponen o
son indiferentes a las dem andas planteadas por los am bientalistas; y las grandes
' organizaciones am bientalistas tradicionales (con dos o tres notables excepciones)
están m ás dispuestas a com prom eter sus posturas en nom bre del “crecim iento
1 económ ico” .
En la m ayor parte de los países, los partidos verdes siguen siendo pequeños o
com prom eten sus posiciones en la política local o nacional. En Europa, el am ­
biente no figura entre las preocupaciones de los burócratas que dirigen la pode­
rosa C om isión E uropea, a pesar de la representación de los Verdes en el P arla­
m ento E uropeo. Los acuerdos internacionales so b reel desgaste de la capa de ozo­
no son débiles, y en materia de calentam iento global son m eram ente sim bólicos.
Los acuerdos relativos a la protección de los “bienes com unitarios” d d m un­
do -cuencas, bosques, ríos, lagos, costas, océanos y calidad del aire- suelen ser
honrados en lo fundam ental. La caza de ballenas puede reiniciarse, y en todas
partes los pescadores dem andan agotar la riqueza del mar. El petróleo tiene más
im portancia que nunca com o riqueza económ ica y poder nacional. Las em presas
m ergéticas y m ineras (que a m enudo sjDnJas m ism as) se encam inan a la explotaá ó n m a s iv a de m ay o rescan tid ad es de recursos m inerales, desde W isconsin hasta Siberia.
En el Sur, m uchos gobiernos están más que dispuestos a vender sus derechos
de prim ogenitura a las corporaciones transnacionales en nom bre del “desarrollo”,
a m enudo bajo la presión de grandes deudas externas, m ientras las grandes m a­
sas de cam pesinos sin tierra y de pequeños propietarios rurales, y los pobres de
las ciudades, se ven forzados a saquear y agotar recursos y a contam inar el agua
y el aire respectivam ente, tan sólo para sobrevivir. Los expedientes ambientales
de los “tigres” asiáticos, los “cachorros” del Sudeste de Asia, y de M éxico, B ra­
sil y otros centros de crecim iento latinoam ericanos, no son muy estim ulantes.
H ablando en térm inos prácticos, un paso necesario hacia el capitalism o soste­
nible -definido de una u otra m anera com o “ecológicam ente racional o sagaz”consistiría en presupuestos nacionales que obligaran a pagar im puestos elevados
sobre insum os de m aterias prim as (por ejem plo carbón, petróleo, nitrógeno) y so­
bre ciertos productos (autom óviles, productos plásticos, envases desechables),
com plem entados con una política de etiqueta verde que exim iría de im puestos a
los productos genuinam ente verdes (definidos según su bajo im pacto ecológico
en cada etapa del proceso de producción, distribución y consum o).
O tro paso consistiría en políticas nacionales de gasto que subsidien m asiva­
m ente a la energía solar y a otras fuentes alternativas y benignas de energía; la in­
vestigación tecnológica encam inada a elim inar productos quím icos tóxicos y
otras sustancias en su fuente de origen; innovaciones en materia de tránsito ma­
sivo, salud ocupacional y seguridad laboral, y procedim ientos de control y cum ­
plim iento en los ám bitos nacional, regional y com unal; y una redefinición y reo­
rientación generales de las prioridades en m ateria de ciencia y tecnología. Este ti­
po de presupuesto verde -con los cam bios apropiados en los métodos de cálculo
del ingreso nacional- no está siendo desarrollado en ninguna parte del mundo, sal­
vo en el papel por parte de un pequeño grupo de econom istas y activistas verdes.
A nivel del discurso sobre la “sostenibilidad”, las perspectivas para un capita­
lismo ecológicam ente sagaz, que los Verdes puedan reconocer como tal, parecen
problem áticas en el m ejor de los casos. De hecho, tras una aparente convergen­
cia de vocabulario, existe un desencuentro o brecha entre el discurso verde y el
capitalista, enfrentados en un diálogo de sordos.
Un problem a consiste en que el discurso de buena parte del m ovim iento am ­
bientalista cuenta con el apoyo de capitales que buscan reverdecerse a sí mismos
o, al m enos, m ostrar una im agen pública verde. Este discurso aspira a encontrar
vías que lleven a las corporaciones a reform ar sus prácticas económ icas, haciéndolas com patibies con la sostenibilidad j e jos_bosques y ju Jjio d iv e rsid a d , la ca­
lidad def agua, la preservación de la vida silvestre, las condiciones atm osféricas,
y dem ás. Aquí, la atención se concentra en los procesos de producción, la tecno­
logía, el reciclaje y la reutilización y la eficiencia energética, así corno en proble­
mas de carácter más general, relacionados con la estructura del consum o, el financiam iento, el m ercadeo y la organización corporativa. Por ejem plo, el World
Resources Institute, de orientación reform ista, planteó hace poco que la sostenibilidad presupone “una transform ación sin jtreced en tes” de la tecnología. Para los
Verdes reform istas, por tanto, el problem a consiste en cóm o rehacer el capital en
térm inos adecuados a la sostenibilidad de la naturaleza.
En las salas de reunión de las corporaciones, sin em bargo, el problem a se d is­
cute en otros térm inos. En un nivel superficial, el problem a sim plem ente consis­
te en cóm o presentar una im agen verde verosímil a los consum idores y al públi­
co -por ejem plo, la industria quím ica norteam ericana planeó gastar diez millones
de dólares en 1992 para presentarse a sí m ism a com o am bientalm ente razonable
y am istosa (N ew York Times, 12/8/1992). Se trata tam bién de cóm o reform ar la
producción de m odo que se ahorren energía y m aterias prim as, lo que constituye
un problem a esencialm ente económ ico. Lejos de ser un problem a para el capital
en su conjunto, la eficiencia en el uso de la energía y de los m ateriales durante un
período de lento crecim iento es económ icam ente deseable, y quizás lo sea tam ­
bién en lo ecológico. Para citar un caso, el 75% del alum inio producido por em ­
presas norteam ericanas proviene de envases y otros productos reciclados. Otro
caso es el de nuevas prácticas en la industria de la m adera, que produce postes y
vigas a partir de árboles dem asiado pequeños para ser convertidos en tablas, uti­
lizando así lo que de otra m anera sería un desecho. Del mism o m odo, la retórica
del “reciclaje” y los precios (selectivos) pueden ser utilizados para facilitar nue­
vas olas de obsolescencia planificada bajo el estandarte de la am istad hacia el am ­
biente -legitim ando así el consum ism o y preservando la rentabilidad.
Sin em bargo, a un nivel más profundo, las corporaciones construyen el p ro ­
blem a am biental de un modo que resulta el extrem o opuesto de lo que los Verdes
suelen pensar acerca de la reform a. Se trata, aquí, del problem a de rehacer la naturaleza de m aneras consistentes concia rentabilidad sostenible y la acum ulación
délfapIfáTr^R ehacer la naturaleza” significa m ayor acceso a ljn e d io natural, com o^Tueñte” y com o “ vertedero” , lo cual tiene dim ensiones políticas e ideológi­
cas, a sfco m o económ icas y ecológicasT póf ejem plo, el asalto a las form as de vi­
da de los pueblos indígenas!
~
“R ehacer la naturaleza” tam bién significa volverla a trabajar o reinventarla, lo
cual plantea aspectos políticos e ideológicos de im portancia. Los ejem plos inclu­
yen “plantaciones industriales m aduras” de pino y abeto en el sureste y el noroes­
te de los Estados U nidos -un m onocultivo que ha sido llam ado “el equivalente fo­
restal del am biente urbano de edificación en altura” (G oldsm ith, 1991: 94)'; la al­
teración genética de alim entos para reem plazar las pérdidas de cosechas y aum en­
tar el rendim iento de la tierra1-; m icroorganism os utilizados en la industria de los
sem iconductores para que “com an” desechos tóxicos, y plantas alteradas que lim ­
pian el suelo contam inado con plom o y o tro sjn g tales. C ada uno de estos ejem ­
plos, sin em bargo, plantea sus propios peligros: la plantación forestal destruye la
diversidad biológica, m ientas los cam bios genéticos en los alim entos y el uso de
m icroorganism ospara reducir costos contienen peligros biológicos desconocidos.
A quí entram os en un m undo en el que el capital no se lim ita a apropiarse de
la naturaleza, para convertirla en mercancías que funcionan com o elem entos cíe!
capital constante y del variable (para utilizar categorías m arxistas). Se trata más
bien de un m undo en el que el capital rehace a la naturaleza y a sus productos b io ­
lógica y físicam ente (y política e ideológicam ente) a su propia im agen y sem ejan­
za'. U na naturaleza precapitalista o sem i-capitalista es transform ada e n jm a jia tu raleza específicam ente capitalista. Y así com o el m ovim iento de los trabajadores
im pone al capital la necesidad de pasar de un m odo de producción de valor basa­
do en la plusvalía absoluta a otro de plusvalía relativa -por ejem plo, pasando de
la am pliación de la jornada de trabajo a la reducción del costo de los salarios-, el
m ovim iento verde puede estar forzando al capital a poner fin a su prim itiva ex ­
plotación de la naturaleza precapitalista, rehaciendo la naturaleza a la im agen del
capital -tam bién para dism inuir los costos del capital, en especial los de reproduc­
ción de la fuerza de trabajo (o el costo de los salarios).
Visto de esta manera, en algún momento del futuro la naturaleza se tom ará
irreconocible com o tal, o como la percibe la m ayoría de las personas. Será, más
bien, una naturaleza física tratada com o si estuviera regida por la ley del valor y el
proceso de acum ulación capitalista mediante crisis económ icas, com o la produc­
ción de lápices o de comida rápida. La teoría del discurso tendrá m ucho que decir,
en ese m om ento, acerca del problem a de la sostenibilidad, tal corno lo hacen hoy
la econom ía política y la ciencia ecológica. La razón consiste en que el proyecto
capitalista de rehacer la naturaleza, aún en su infancia, es tam bién jnr proyecto en ­
cam inado a rehacer (según parece) la ciencia y la tecn o lo g íajijrn ag en del capital.
L o Y fu e^S lT u n a^irséiro llégüéli ser dependerá de com plejos problem as de repre­
sentación, im ágenes de la naturaleza, y de problem as de solidaridad social, legiti­
mación y poder dentro de las com unidades científicas y universitarias.
Crisis de demanda: expansión y consumo
U na respuesta sistemática a la pregunta sobre la posibilidad de un capitalismo sostenible es: “no, a menos y hasta que el capital cambie su rostro de manera que pudie­
ran tom arlo irreconocible para los banqueros, los gerentes de finanzas, los inversio­
nistas de riesgo y los gerentes generales que se miran al espejo hoy”. La justificación
de esta afirmación, ampliamente negada por políticos nacionales y por voceros de las
grandes corporaciones, exige un breve recuento del funcionamiento del capitalismo,
por qué funciona cuando lo hace, y por qué no funciona cuando no lo hace.
H asta el surgim iento de la econom ía ecológica -la cual, aunque cuenta con
precursores desde hace más de un siglo, aún tiene una presencia apenas marginal
en la profesión-, los econom istas debatían la sostenibilidad del capitalism o en tér­
m inos puram ente económ icos, com o capital de inversión, inversión y consum o,
ganancias y salarios, costos y precios. En los m odelos de crecim iento económ i­
co, el m undo físico o material aparecía sobre todo de dos m aneras: prim ero, en
form a de la teoría de la localización y la renta; segundo, bajo el concepto de “ace­
lerador”, o de la cantidad de producto físico que la nueva capacidad productiva
podría generar (por ejem plo, a una determ inada tasa de uso, se necesitan tantas
m áquinas para producir tantos refrigeradores).
D esde un punto de vista económ ico, el capitalism o sostenible debe ser nece­
sariam ente un capitalism o en expansión, y com o tal debe ser representado. Una
econom ía capitalista basada en lo que Marx llam aba “reproducción sim ple” y lo
que m uchos Verdes llaman “m antenim iento” es una total im posibilidad -salvo en
lo relativo a la fuerza de trabajo de m antenim iento dom éstico, que no recibe pa­
ga, y al trabajo asalariado organizado por el estado. Las ganancias que ofrece el
m antenim iento son mínim as, o no existen; la sostenibilidad capitalista depende
de la acumulación^ y las ganancias. Una tasa general p o sitiv a d e ganancia signifi­
ca crecim iento del producto total ("producto nacional bruto”, según lo miden los
sistem as"capitafístas de contabilidad).
L a ganancia, por ejem plo, es el m edio de expansión de nuevas inversiones y
tecnologías. L a ganancia tam bién funciona com o un incentivo a la expansión. La
ganancia y el crecim iento, por tanto, mantienen una relación de medios y fines,
contenido y contexto, y e l gerente financiero prom edio no se preocupa en reali­
dad por la diferencia entre ambos."STbíen éia^B ím tú clfás'v arian tes de la teoría
del crecim iento económ ico, todas presuponen que el capitalism o no puede per­
m anecer inm óvil, que el sistem a debe expandirse o contraerse o, en otras pala­
bras, que alienta las crisis tanto com o depende de ellas y que, en últim a instancia,
debe “acum ular o m orir”, segúítlólEJefáTvíaíx'l
En el m odelo más sencillo (e ingenuo) del capitalism o, la tasa de crecim iento
o tasa de acum ulación de capital depende de la tasa de ganancia5. A m ayor tasa de
ganancia (m ientras todo lo demás permanece igual), más sostenible es el capitalis­
mo. U na tasa_de ganancia negativa genera problemas económ icos: al m enos una.'
recesíón, y en eljaeor dé los casos una crisis general, deflación de los valores del
capital, y una depresión. En este modelo, cualquier persona o situación que inter­
fiera con las ganancias, la nueva inversión y la expansión de los mercados am ena­
za la sostenibilidad del sistema al crear el riesgo de una crisis económ ica de con­
secuencias económ icas, sociales y políticas desconocidas e inimaginables.
En la teoría m arxista tradicional, el capital es el peor enem igo de sí mismo. El
capital pone en riesgo su propia sostenibilidad debido a lo que M arx llam ó la
“contradicción entre la producción social y la apropiación privada” . U na interpre-
tación de esta contradicción es la de que m ientras m ayor sea el poder del gran o tpital sobremos trabajadores, m ayor será la explotación del trabajo (o la tasa de
plusvalía), y m ayores serán las ganancias potenciales producidas. Sin embargo,
por esta m ism a razón tam bién serán m ayores las dificultades para realizar estas
ganancias potenciales en el m ercado, o para vender bienes a precios que reflejen
los costos de producción más la tasa prom edio de ganancia.
A quí se identifica la contradicción entre el poder político del capital y la ca­
pacidad de la econom ía capitalista para funcionar sin problem as (o, en un caso lí­
mite, sim plem ente para funcionar). Esta “prim era contradicción del capitalism o”
(o “realización” o “crisis de dem anda” ) plantea que el intento de los capitales in­
dividuales de defender o restablecer sus ganancias increm entando la productivi­
dad del trabajo, aum entando la rapidez de los procesos productivos, dism inuyen­
do ¡os salarios o acudiendo a otras form as usuales de obtener m ayor producción
con un m enor núm ero de trabajadores, y pagándoles m enos además, term ina por
producir, com o un efecto no deseado, una reducción en la dem anda final de bie­
nes de consum o. U na m enor cantidad de trabajadores, técnicos y otras personas
vinculadas al proceso de trabajo produce más y, por tanto, está por definición en
m enor capacidad de consum ir, descontando una deflación de los precios. De este
m odo, m ientras m ayores son las ganancias producidas, o la explotación del tra­
bajo, m enores son los beneficios realizados, o dem anda de m ercado, si todos los
dem ás factores perm anecen sin cam bios. Por supuesto, los dem ás factores cam ­
bian constantem ente: déficits en el presupuesto gubernam ental, crédito hipoteca­
rio y de consum o, préstam os para negocios y una política exterior agresiva en ma­
teria com ercial y financiera, entre otras posibilidades, pueden estim ular la dem an­
da para m antener “sostenible” al capitalism o.
H oy en día, una econom ía sostenible presupone un sistem a político y econó­
m ico global con capacidad para identificar y regular esta “ prim era” contradicción
-o contradicción “interna”- del capitalism o. Esto significa, en prim er término y
sobre todo, la capacidad para la regulación m acroeconóm ica a escala global o, ai
m enos, entre las potencias económ icas del G rupo de los Siete (G7). Se trata, en
otros térm inos, de un keynesianism o global del tipo instalado en las principales
econom ías nacionales entre la década de 1950 y fines de la de 1970. D efinido de
esta m anera práctica e inm ediata, el capitalism o mundial podría resultar mucho
m enos sostenible de lo que piensan m uchos econom istas.
En prim er lugar, los sistem as nacionales de regulación keynesiana se han de­
bilitado o autodestruido desde fines de la década de 1970. En segundo lugar, el
papel central de los E stados U nidos en la econom ía global hasta el período final
de la G uerra Fría -com o una suerte de caja registradora del m undo- se acerca a su
fin. Esto significa que, hasta la débil recuperación de la recesión de 1990-1991,
la econom ía norteam ericana se veía im pulsada por el gasto de consum o y el gas­
to militar, y por el endeudam iento público y privado. La recuperación posterior a
1991, sin em bargo, es la prim era desde 1876 que se ve encabezada por el gasto
en exportaciones, con el gasto en inversión en un cercano segundo lugar. Todas
las recuperaciones recientes de A lem ania se han apoyado en las exportaciones, y
el gobierno alem án ha declarado que lo m ism o ocurrirá con cualquier recupera­
ción de sus m ales presentes. Si Japón se recupera -y cuando lo haga- de sus ac­
tuales problem as económ icos, las exportaciones se increm entarán a un ritm o su­
perior al del consum o interno, la inversión y el gasto gubernam ental. Por último,
todas las llam adas nuevas econom ías industrializadas están orientadas a la expor­
tación. E stos hechos sugieren que en un período en el que un Estados U nidos con­
sum ista no puede absorber los excedentes de bienes del m undo, será necesaria
una gestión m acroeconóm ica global de tipo keynesiano para evitar una deflación
y una recesión general.
D e hecho, existe una especie de m acro-gestión, a cargo de los directores de
bancos centrales y de los m inistros de finanzas del G7, el Fondo M onetario Inter­
nacional y el B anco para A justes Internacionales. Este estado capitalista cuasiglobal, sin em bargo, está en m anos del gran capital en general, y del capital fi­
nanciero en particular. D e aquí que, con la excepción de los intentos del G7 de
dism inuir las tasas de interés y estim ular la dem anda en países con excedentes de
exportación (especialm ente Japón), el estado global sigue una política anti-keynesiana, que obliga a capitales individuales y a países enteros a recortar costos e
increm entar la eficiencia, y a dism inuir el gasto gubernam ental, respectivam ente,
sin dedicar reflexión alguna a los efectos de esta política en la sobreproducción
de capital a escala global -del tipo identificado por Marx hace mucho tiem po ya,
por no hablar de los peligros de guerras com erciales, form as creativas de trasla­
dar a otros los costos de la ayuda exterior, creciente deterioro social, bloques re­
gionalps de com ercio y desastre ecológico. D icho de otra m anera, no existe un
Parlam ento G lobal que apruebe leyes de salario m ínim o y legislación protectora,
ni M inisterios M undiales de Trabajo, B ienestar Social y A m biente, ni poder legí­
timo alguno que difunda el saber económ ico keynesiano a escala internacional.
En cam bio, en los Estados U nidos por ejem plo, el ex-presidente G eorge Bush d i­
jo que este país se convertirá en una “ superpotencia exportadora” , y los asesores
económ icos del presidente Clinton aconsejan una política de exportaciones “ca­
da vez más ag resiva”.
Las perspectivas de una regulación global, organizada en un verdadero esp í­
ritu de cooperación, resultan hoy tan pobres com o las de una regulación nacional
ante las crisis de sobreproducción de la década de 1890: esto es, equivalen a ce­
ro. En aquellos días, las políticas nacionalistas de dum ping, m onopolio y colonia­
lism o contribuyeron a generar dos guerras de rivalidad im perialista, y la G ran D e­
presión. Superficialm ente, hoy podría haber dos factores m itigantes. U no, que
Europa es una entidad económ ica: Francia, por ejem plo, se une a A lem ania en
vez de com batir con ella en el plano económ ico. El otro consiste en que el capi­
tal ya no tiene un m ero alcance nacional, sino cada vez más global, lo que teóri­
cam ente lo hace más dispuesto a la regulación global. Sin em bargo, hasta ahora
el G7 ha hecho un mal trabajo (que em peora año tras año) de regulación macroeconóm ica, y tanto el capital financiero global com o la clase rentista que vive de
los intereses del enorm e m ontón de deuda acum ulada en las décadas de 1970 y
1980 tienen el poder necesario para evitar que los gobiernos intenten la reflación
de sus econom ías.
Crisis de costos: las condiciones de producción
Si bien este tipo de pensam iento económ ico sigue siendo válido en nuestros
días, es -y siem pre ha sido- unilateral y limitado. E sto se debe a que tal pensa­
m iento presupone un abastecim iento ilim itado de lo que M arx llam ó “condicio­
nes de producción” . Este m odelo tradicional da por supuesto que el capitalism o
puede evitar cuellos de botella potenciales por el “lado de la d em anda” , que el
crecim iento está restringido únicam ente por la dem anda.
Sin em bargo, si los costos del trabajo, los recursos naturales, la infraestructura
y el espacio se increm entan de m anera significativa, el capital enfrenta la posibili­
dad de una “segunda contradicción”, una crisis económ ica que surge del lado de
los costos. Este es el caso, por ejem plo, de la “crisis del algodón” inglesa durante
la G uerra C ivil norteamericana, del aumento de los salarios por encim a del incre­
mento de la productividad en la década de 1960, y de los “choques petroleros” de
la década de 1970. Aquí, sin em bargo, nos preocupan fenóm enos m ucho más es­
tructurados o genéricos de lo que podrían sugerir estos ejem plos aislados.
Las crisis de costos se originan de dos m aneras. La prim era ocurre cuando ca­
pitales individuales defienden o recuperan ganancias m ediante estrategias que de­
gradan las condiciones m ateriales y sociales de su propia producción, o que no
logran m antenerlas a lo largo del tiempo. Este es el caso, por ejem plo, del descui­
do de las condiciones de trabajo (lo que termina por producir un increm ento en
los costos sanitarios), de la degradación de los suelos (que acarrea un descenso en
la productividad de la tierra), o de desatender las infraestructuras urbanas en pro­
ceso de deterioro (aum entando así los costos derivados de la congestión y de la
vigilancia policial), por m encionar tres ejemplos.
La segunda m anera se presenta cuando los m ovim ientos sociales exigen que
el capital aporte m ás a la preservación y a la restauración de estas condiciones de
vida, cuando dem andan m ejor atención de salud, protestan co ntra el deterioro de
los suelos, y defienden los vecindarios urbanos de form as que increm entan los
costos del capital o reducen su flexibilidad, para perm anecer dentro de los m is­
mos tres ejem plos. En este caso nos referim os a los efectos económ icos, poten­
cialm ente negativos para los intereses del capital, derivados de los m ovim ientos
de trabajadores, del movim iento de mujeres, del m ovim iento am bientalista y de
los m ovim ientos urbanos. Este problem a de “costos adicionales” -y la am enaza
que plantean a la rentabilidad- obsesiona a los econom istas y a los ideólogos del
capital vinculados al pensam iento dominante. Sin em bargo, los dirigentes de los
m ovim ientos laborales y sociales rara vez discuten este tem a en público.
En el m undo real, am bos tipos de crisis de costos se com binan e interactúan
de m aneras contradictorias y com plejas sobre las cuales nadie ha teorizado. Por
ejem plo, desde un punto de vista cuantitativo, nadie sabe con exactitud en qué
m edida los costos de la congestión urbana son el resultado del culto al autom óvil
y del desdén por el transporte colectivo, ni en qué m edida son el resultado de las
luchas de las com unidades por m antener a las autopistas lejos de su vecindad.
N ecesitam os un abordaje teórico más refinado al problem a que Polanyi llamó
“tierra y trabajo” . De m anera inadvertida, Marx proporcionó un punto de partida
para un abordaje así m ediante su concepto de “condiciones de producción”11. C o­
m o hem os visto, las condiciones de producción son cosas que no son producidas
com o m ercancías de acuerdo con las leyes del m ercado (ley del valor), pero son
tratadas com o si fueran mercancías. En otras palabras, se trata de “bienes ficti­
cios” con “precios ficticios” .
De acuerdo a M arx, existen tres condiciones de producción: prim ero, la fuer­
za de trabajo hum ana, o lo que Marx llamó “ las condiciones personales de pro­
ducción” ; segundo, el ambiente, o lo que Marx llam ó “ las condiciones naturales
o externas de producción” ; y por últim o, la infraestructura urbana (podem os agre­
gar el “espacio”), o lo que Marx llamó “las condiciones generales, com unitarias,
de producción” . El capitalism o sostenible requeriría que las tres condiciones es­
tuvieran disponibles en el m om ento y en el lugar correctos, en las cantidades y
con la calidad correctas, y con los precios ficticios correctos.
C om o se ha señalado, la presencia de dificultades im portantes en el abasteci­
m iento de fuerza de trabajo, recursos naturales e infraestructura y espacio urbano
plantea una am enaza a la viabilidad de unidades individuales de capital, e inclu­
so a program as capitalistas enteros de carácter sectorial o nacional. De generali­
zarse, estas dificultades podrían llegar a am enazar la sostenibilidad del capitalis­
mo al elevar los costos y afectar la flexibilidad del capital. De este m odo, los “lí­
m ites del crecim iento” no se presentan en prim era instancia com o el resultado de
la escasez absoluta de fuerza de trabajo, materias primas, agua y aire lim pios, es­
pacio urbano y dem ás, sino com o el resultado del alto costo de la fuerza de tra­
bajo, los recursos, la infraestructura y el espacio. Esta am enaza inm inente a la
rentabilidad conduce al estado y al capital a intentar racionalizar los m ercados de
trabajo, de insum os, de com bustible y de m aterias prim as, así com o a las norm as
de uso de la tierra urbana y rural, y al m ercado de tierras, para reducir los costos
de producción7.
Los obstáculos o la escasez que tienen origen del lado de la oferta plantean
problem as especialm ente difíciles a las em presas y a quienes formulan políticas
en el capitalism o cuando la econom ía está débil, o cuando enfrenta una crisis de
dem anda o una com petencia renovada por parte de otros países. El estancam ien­
to o la caída de la rentabilidad obliga a los capitales individuales a intentar redu­
cir el tiem po de retorno del capital, esto es, a acelerar la producción y reducir el
tiem po necesario para vender sus productos.
Esta obsesión por hacer dinero con rapidez cada vez m ayor para com pensar
la lentitud o la caída de ganancias se enfrenta, por ejem plo, a los mercados de tra­
bajo organizados por los sindicatos, a los m ercados de petróleo influenciados por
la OPEP, y a la defensa tradicional de usos “ ineficientes” del suelo y el agua por
parte de la agricultura. Por un lado, el capital dinero busca más de sí mismo ca­
da vez más rápido; por otro, aquello que Polanyi llam ó “la sociedad”, y que no­
sotros podem os designar irónicam ente com o norm as anticuadas de uso de la tie­
rra y de! trabajo, de la tierra y de los m ercados de trabajo, com binado con la re­
sistencia a la racionalización capitalista por parte de los m ovim ientos sociales y
de trabajadores, se constituye en obstáculos o “barreras a rebasar” . En última ins­
tancia, el capital debe enfrentar la indiferencia y la inercia social.
U na de las soluciones del capitalism o a este dilem a, al menos en el corto pla­
zo, es tan sencilla com o económ icam ente destructiva. El capital dinero abando­
na “el circuito general del capital” -esto es, el largo y tedioso proceso de arrendar
espacio para fábricas, com prar m aquinaria y m aterias prim as, alquilar tierra, lo­
calizar la fuerza de trabajo adecuada, organizar y llevar a cabo la producción, y
poner en venta las m ercancías- y encuentra la m anera de involucrarse en aventu­
ras especulativas de todo tipo. El capital dinero, basado en la expansión del cré­
dito, o dinero que no puede encontrar m edios de expresión en bienes y servicios
verdaderos, salta por encim a de la sociedad, por así decirlo, y busca expandirse
por la vía m ás fácil, a través de la com pra de tierras, las bolsas de valores, los
m ercados de bonos y otros m ercados financieros.
De aquí resulta la anom alía económ ica de nuestro tiempo: el valor de lo que
se dem anda en concepto de plusvalía o ganancias aum enta con una rapidez mu­
cho m ayor que el valor real del capital fijo y circulante. Esto tiende a em peorar
una m ala situación económ ica, en la m edida en que da lugar a un endeudam ien­
to creciente y al riesgo de una im plosión financiera. También se prom ueve el de­
terioro de las condiciones de producción ecológicas y de otro tipo, que tienden a
ser descuidadas en la m edida en que el capital financiero asum e la hegem onía so­
bre los intereses productivos.
En térm inos puram ente funcionales, durante períodos más tem pranos del de­
sarrollo del capitalism o existía suficiente fuerza de trabajo precapitalista, riqueza
natural inexplotada y espacio. Esto era cierto tanto en los hechos com o en térm i­
nos de la percepción de las prim eras generaciones de burgueses. Los precios (fic­
ticios) de la fuerza de trabajo, los recursos naturales y el espacio eran así m ante­
nidos bajo control. T am poco existían m ovim ientos am bientalistas o m ovim ientos
urbanos que el capital no pudiera rebasar por sí m ism o (con la ayuda del im pe­
rialism o y de la opresión estatal).
A lo largo del tiem po, el capital busca capitalizar a todo y a todos. En otros
térm inos, todo encuentra cabida potencial en la contabilidad capitalista. D urante
m ilenios, los seres hum anos han venido “hum anizando” la naturaleza, o creando
una “segunda naturaleza” . E sto ha sido a menudo destructivo: deforestación y ci­
clos de inundaciones y sequías durante el sistem a de plantaciones rom ano, las de­
vastadoras consecuencias ecológicas de las G uerras Púnicas, y el agotam iento de
los suelos y la escasez de agua en la civilización m aya, constituyen ejem plos bien
conocidos.
Sin em bargo, en las form aciones sociales capitalistas esta segunda naturaleza
es m ercantilizada y valorizada al m ism o tiem po en que está siendo degradada.
Desde el punto de vista de quienes desean que el capitalism o sea ecológicam en­
te sostenible, es aquí cuando em pieza a aparecer el problem a. Los m ercados de
trabajo se tensan, y el N orte debe depender de trabajo im portado del Sur, con to­
dos los problem as y costos económ icos y sociales del caso. E jem plos de esto se
encuentran en el costo económ ico de instalar nuevos inm igrantes que usan un len­
guaje diferente, y en los costos sociales del resurgim iento del racism o. Las m ate­
rias prim as y los bienes com unales incontam inados se tornan escasos, elevando
lo que Marx llam aba “costos de los elem entos de capital” : tal es el caso, por ejem ­
plo, del abastecim iento dom éstico de petróleo y gas, árboles y m adera, y agua
limpia, en los E stados U nidos. Y, finalm ente, la infraestructura y el espacio urba­
nos se tornan escasos, lo que eleva los costos de congestión, la renta del suelo y
los costos derivados de la contam inación. Los A ngeles es un buen ejem plo; las
ciudades de M éxico y Taipei son ejem plos aún m ejores.
En sum a, la capitalización de las condiciones de producción en general, y de
la naturaleza y el am biente en particular, tienden a elevar el costo del capital y a
reducir su flexibilidad. C om o se ha señalado, existen dos razones principales pa­
ra esto. Prim ero, una razón sistèm ica, que consiste en que los capitales individua­
les tienen pocos incentivos -o no tienen incentivos del todo- para utilizar las con­
diciones de producción de m anera sostenible, sobre todo cuando se enfrentan a
malos tiem pos económ icos creados por el propio capital. Segundo, y precisam en­
te debido a esta prim era razón, los m ovim ientos de trabajadores, de am bientalis­
tas y otros m ovim ientos sociales desafían el control del capital sobre la fuerza de
trabajo, el am biente y lo urbano (y cada vez más tam bién lo rural, sobre todo en
el Sur). Los ejem plos en los Estados Unidos incluyen luchas regionales contra el
uso de sustancias tóxicas, por la salud y la seguridad ocupacional, y por el dere­
cho a conocer; la acción directa para salvar ríos silvestres y bosques prim arios, y
los m ovim ientos co ntra las autopistas y contra el desarrollo urbano.
E xpresada de m anera sencilla, la segunda contradicción plantea que los inten­
tos de los capitales individuales por defender o restaurar sus ganancias recortan­
do o externalizando sus costos producen, com o un efecto no deseado, la reduc­
ción de la “productividad” de las condiciones de producción, lo cual a su vez ele­
va los costos prom edio. Los costos pueden aum entar para los capitales individua­
les en cuestión, para otros capitales, o para el capital en su conjunto.
Así, por ejem plo, el uso de plaguicidas quím icos en la agricultura dism inuye
inicialm ente los costos para term inar increm entándolos en la m edida en que las
plagas desarrollan resistencia a tales productos, y en que el uso de los m ism os
mata la vida del suelo. En Suecia se suponía que la m onoproducción forestal so s­
tenida m antendría los costos bajos; sin em bargo, resultó que la pérdida de bioctiversidad a lo largo de los años ha reducido la productividad de los ecosistem as
forestales y el tam año de los árboles. En Estados U nidos, la energía nuclear o fre­
ció la prom esa de reducir los costos energéticos. Sin em bargo, las deficiencias en
el diseño, problem as financieros, medidas de seguridad, y sobre todo la oposición
popular a la energía nuclear, han terminado por increm entar los costos.
En lo que se refiere a las condiciones “com unitarias” de producción, las nue­
vas autopistas diseñadas para reducir los costos del transporte y de la m oviliza­
ción de los trabajadores tienden a elevar esos costos cuando atraen m ás tráfico y
generan m ás congestión. Y, con relación a las condiciones “perso n ales” de pro­
ducción, es evidente que el sistem a educativo norteam ericano, que supuestam en­
te debe increm entar la productividad del trabajo, produce tanta estupidez com o
aprendizaje, afectando a la vez la disciplina y la productividad.
Es im portante resaltar que las condiciones de producción no son producidas
de acuerdo con las leyes del m ercado. Y la regulación del m ercado sobre el acce­
so del capital a estas condiciones, cuando son producidas y si son producidas, es
selectiva, parcial y a m enudo deficiente. Por tanto, debe existir alguna agencia cu ­
yo trabajo consista tanto en producir las condiciones de producción com o en re­
gular el acceso del capital a las mismas. En las sociedades capitalistas, esa agen­
cia es el estado. Toda la actividad del estado, incluyendo virtualm ente la activi­
dad de todas sus agencias y todos sus rubros presupuestarios, está vinculada de
uno u otro m odo con la tarea de proveer al capital acceso a la fuerza de trabajo,
a la naturaleza, o a la infraestructura y al espacio urbanos.
En los Estados U nidos, por ejem plo, están las burocracias laborales y educa­
tivas; el D epartam ento N acional de Agricultura; el Servicio N acional de Parques
y otras agencias estatales sim ilares; la O ficina N acional de T ierras y la O ficina
N acional de Solicitudes; agencias de planificación urbana y autoridades de tráfi­
co. Las funciones específicam ente relacionadas con- las tres condiciones de pro­
ducción se enuncian a continuación.
Prim ero, con relación a la fuerza de trabajo, las reglam entaciones legales del
trabajo infantil y las relativas a las horas y condiciones de trabajo, y a la seguri­
dad en el trabajo.
Segundo, en relación con el ambiente, las leyes que regulan el acceso a tierras
federales, el desarrollo de áreas costeras, y la contam inación.
Tercero, con respecto a la infraestructura y al espacio urbanos, las leyes de zonificación, la planificación del tráfico y las regulaciones sobre el uso de tierras.
R esulta difícil encontrar una actividad estatal o presupuestaria que no esté
vinculada de una u otra manera a una o más condiciones de producción. Esto in­
cluye tam bién las funciones monetarias y militares, que protegen y facilitan el ac­
ceso “ legítim o” a recursos y mercados necesarios para em presas capitalistas m i­
neras, b an cad as, m ercantiles y de otro tipo. L a guerra de G eorge Bush en el G ol­
fo Pérsico es apenas el últim o y más dram ático papel de las fuerzas arm adas en
las sociedades capitalistas; en el ám bito supranacional, el Banco M undial y el
Fondo M onetario Internacional son los ejem plos más obvios de funciones m one­
tarias orientadas a la expansión capitalista.
El manejo de las crisis de costos
¿Cuál es la solución a estas crisis originadas del lado de los costos, tanto des­
de el punto de vista de los capitales individuales com o del capital en su conjun­
to? El peor caso ocurre cuando los capitales individuales, aprisionados entre co s­
tos crecientes y una dem anda decreciente, recortan aún más los costos, intensifi­
cando a un tiem po la prim era y la segunda contradicciones. Sin em bargo, este re­
sultado no es la única posibilidad.
C om o se ha señalado, en relación con el am biente existen m últiples ejem plos
de capitales individuales que dan respuesta al consum ism o verde: por ejem plo,
ante la dem anda pública de reducción del desperdicio y prom oción del reciclaje,
se encuentran nuevos usos para los productos desechables. O tro caso es el de las
em presas que m ejoran su capital de equipam iento cuando se ven forzadas a redu­
cir sus contam inantes, y otro más es el de las em presas que se especializan en lim ­
pieza am biental.
La m ejor solución para el capital en su conjunto (no para la sociedad, ni si­
quiera para la “naturaleza” -lo cual presupondría una lógica de reciprocidad, no
la lógica capitalista del intercam bio de valor-) consiste en reestructurar las co n ­
diciones de producción de m anera que increm enten su “productividad” . P uesto
que el estado produce o regula el acceso a estas condiciones, los procesos de rees­
tructuración suelen ser organizados y/o regulados por el estado. Ejem plos de es­
to son la prohibición del ingreso de autom óviles al centro de las ciudades, para
dism inuir los costos de congestión y contam inación; el subsidio al m anejo inte­
grado de plagas en la agricultura, para dism inuir los costos de los alim entos y las
m aterias prim as; y el cam bio de énfasis de la salud curativa a la preventiva -co­
mo en el caso de la lucha contra el SID A en los Estados U nidos-, para dism inuir
los costos de la atención sanitaria.
Sin em bargo, para obtener una solución verdadera sería necesario destinar
enorm es sum as de dinero a reestructurar la producción de m anera que restauren
o increm enten su “productividad” y logren así dism inuir los costos del capital. La
productividad de largo plazo se vería estim ulada, pero a expensas de las ganan­
cias a corto plazo. N uevas industrias producirían bienes am bientalm ente am isto­
sos, transporte urbano y sistem as educacionales que -com o los ejem plos antes
m encionados- dism inuirían efectivam ente los costos del capital y de la canasta de
consum o, adem ás de la renta del suelo; al mism o tiem po, el nivel de dem anda
agregada se vería increm entado, atacando la prim era contradicción por vías po­
tencialm ente no inflacionarias. Por contraste, si los nuevos sistem as de gestión
forestal, el gasto en control de la contam inación, la planificación urbana y demás
no tienen efecto sobre los costos, el resultado será un increm ento en la dem anda
efectiva y en la inflación, o una reducción de las ganancias.
H asta aquí acerca de la idea de sostener al capitalism o; la práctica es otro
asunto. En los estados liberales dem ocráticos, la lógica política normal del plura­
lism o y el com prom iso previene el desarrollo de la planificación am biental, urba­
na y social integrada. L a lógica de la adm inistración estatal o burocrática es anti­
dem ocrática y carece por tanto de sensibilidad hacia lo ambiental com o hacia
otros tem as planteados desde abajo. Y la lógica del capital en auto-expansión es
anti-ecológica, anti-nrbana y antisocial. L a com binación de las tres lógicas resul­
ta contradictoria en lo que hace al desarrollo de soluciones políticas a la crisis de
las condiciones de producción. De aquí que las posibilidades de una “ solución ca­
pitalista” a la segunda contradicción sean rem otas.
D icho de otra m anera, en ningún país capitalista desarrollado existe una agen­
cia estatal o m ecanism o de planificación de tipo corporativo que se ocupe del pla­
neam iento ecológico, urbano y social integrado. La idea de un capitalism o ecoló­
gico, o de un capitalism o sostenible, no ha sido teorizada siquiera de m anera co­
herente, por no hablar de que se haya visto plasm ada en una infraestructura ins­
titucional. ¿D ónde está el estado que dispone de un plan ambiental racional? ¿De
planeam iento interurbano e intra-urbano? ¿D e planificación en materia de salud
y educación vinculada orgánicam ente al planeam iento ambiental y urbano? En
ninguna parte. En cam bio, existen aproxim aciones parciales, fragm entos de pla­
nificación regional en el m ejor de los casos, y asignación irracional de botines po­
líticos en el peor.
C ada día, por tanto, nuevos encabezados anuncian otra crisis de atención sani­
taria, otra crisis am biental, otra crisis urbana. En m uchas regiones, la imagen que
tenem os es la de una fuerza de trabajo cada vez más inculta, muchos de cuyos in­
tegrantes carecen de vivienda debido a los bajos salarios y los altos alquileres, y
viven atem orizados en una ciudad contam inada, inm ovilizados por el hacinam ien­
to, y sin poder obtener ni siquiera agua potable. Esta imagen quizás no encaje en
Roma o N ueva York aún, pero se acerca a la realidad de la C iudad de M éxico y de
Nueva Delhi, las cuales son parte del mundo capitalista en todo sentido.
Consecuencias ecológicas de una depresión económica general
C om o quiera que se defina la sostenibilidad desde una perspectiva ecológica,
una cosa parece evidente. Si el capitalism o no es sostenible en térm inos de las re­
gulaciones m acroeconóm icas internacionales, habrá una crisis global, una defla­
ción general de los valores del capital, y una depresión. A nte esta eventualidad,
nadie sabe o puede saber cóm o responderán los capitales individuales, los g obier­
nos y las agencias internacionales.
Puede ocurrir que grandes presiones económ icas provenientes de la dem anda
(o de los costos, o de am bos a la vez), surgidas a consecuencia de la sobreproduc­
ción de capital (o de la subproducción, o de am bas) fuercen a los capitales indi­
viduales a tratar de restaurar las ganancias m ediante una m ayor externalización
de sus costos, esto es, transfiriendo m ayores costos al am biente, la tierra y las co­
m unidades, m ientras los estados y las agencias internacionales observan im poten­
tes. D e hecho, existe am plia evidencia en el sentido de que la lentitud en el cre­
cim iento económ ico a partir de m ediados de la década de 1970 ha dado lugar a
una transferencia de costos del tipo descrito, en particular, por parte de las corpo­
raciones transnacionales. Tam bién existe evidencia en el sentido de que en m u­
chos casos esto ha resultado contraproducente, en cuanto la transferencia de cos­
tos por parte de un capital ha increm entado los costos de otros capitales. De igual
modo, puede dem ostrarse que en m uchos casos las luchas am bientales y la regu­
lación am biental han forzado a capitales individuales a internalizar costos que de
otro m odo hubieran recaído sobre el am biente. Existe una suerte de guerra en
m archa entre el capital y los m ovim ientos am bientalistas -una guerra en la que es­
tos m ovim ientos podrían tener el efecto (intencional o no) de salvar al capital de
sí mism o a la larga, al forzarlo a encarar los efectos negativos de corto plazo de
la transferencia de costos.
Por otra parte, tam bién existe la posibilidad -por im probable que sea- de que
una verdadera depresión económ ica ofrezca la oportunidad de un program a gene­
ral de restauración am biental. En los Estados Unidos de la década de 1930, el
N ew D eal creó las condiciones políticas para dos tipos de cam bio am biental. El
prim ero consistió en los esfuerzos encam inados a restaurar los suelos degradados
de las G randes Praderas y las tierras ecológicam ente deterioradas del Sur y el
Oeste. En este sentido, la depresión fue un evento ecológicam ente “adecuado” .
El segundo tipo de cambio ambiental consistió en los esfuerzos, aún mayores,
realizados para iniciar o acelerar gigantescos proyectos de infraestructura, com o
las grandes presas y otras obras hidráulicas, así com o grandes puentes y túneles,
que resultaron indispensables para la urbanización en el O este y para la suburbanización en todo el país después de la Segunda G uerra M undial. Sin estos proyec­
tos, la suburbanización, el consum ism o y la cultura del autom óvil no podrían ha­
ber florecido en las décadas de 1950 y 1960. De m anera m uy im portante, estos
proyectos contribuyeron a crear la estructura contem poránea del consum o indivi­
dual, que es ecológicam ente inadecuada.
La próxim a depresión podría empeorar mucho más las condiciones ecológicas;
o podida ofrecer la oportunidad para vastas transformaciones en la estructura del con­
sum o individual y social como, por ejemplo, a través del desarrollo de ciudades ver­
des, la integración de las ciudades con su entorno agrícola, transporte público que la
gente desee utilizar, y demás. O ambas cosas, en distinto grado, en diferentes lu g a­
res. Lo que finalm ente ocurra, por supuesto, se verá decidido por el curso de la lu­
cha política, la adaptación institucional y los tipos de innovación tecnológica.
Todo esto quiere decir que la destracción am biental, los m ovim ientos am bien­
talistas y otros m ovim ientos sociales relacionados con ellos, las políticas y presu­
puestos de gobierno, las políticas de los organism os internacionales y las condi­
ciones económ icas, se encuentran todos tan interrelacionados entre sí com o las
partes de cualquier ecosistem a m odelado por profesionales de la ecología. C ual­
quiera que intente reflexionar acerca de estas interrelaciones se encontrará con las
m ism as dificultades epistem ológicas y m etodológicas que enfrentan los ecólogos
cuando intentan m odelar el destino de alguna especie en particular, esto es, el pro­
blem a del atom ism o y el reduccionism o frente al holism o.
Peor aún; a diferencia de las águilas calvas y de los m icroorganism os, la gen­
te tiende a organizarse políticam ente en ocasiones. P or tanto, el análisis de los
efectos ecológicos de una depresión general hecho a partir de una estricta aplica­
ción de la teoría de sistem as tendría una utilidad discutible. En últim a instancia,
todo depende del equilibrio de fuerzas políticas, de las visiones de aquellos que
desean transform ar nuestras relaciones con la naturaleza y, por tanto, de las rela­
ciones m ateriales que mantenem os unos con otros -en breve, de los objetivos po­
líticos del m ovim iento am bientalista, de los trabajadores, de las m ujeres, y de
otros m ovim ientos sociales. L a pregunta “¿Es posible el capitalism o sostenible?”
constituye así, tanto en primera com o en última instancia, un problem a político.
Las condiciones en el Sur
La crisis de las condiciones de producción es especialm ente severa en el Sur:
de allí el origen del discurso sobre el “desarrollo sostenible” que se ha converti­
do en un cam po de lucha ideológica y política de creciente im portancia. C om o se
lia visto, prácticam ente todo el mundo utiliza esa expresión con intenciones y sig­
nificados diferentes.
Para los am bientalistas y los ecólogos, la “sostenibilidad” consiste en el uso
de recursos renovables únicam ente, así como de bajos niveles o ausencia total de
contam inación. D e hecho, el Sur podría estar más cerca que el N orte de una “sos­
tenibilidad” así entendida, pero el Norte posee m ayores recursos de capital y tec­
nología que el Sur para alcanzar ese objetivo.
El capital, por supuesto, utiliza el término para designar ganancias sostenidas,
lo que presupone la planificación de largo plazo de la explotación y el uso de los
recursos renovables y no renovables, y de los “bienes com unales globales” . Los
ecólogos definen “sostenibilidad” en términos de la preservación de sistem as na­
turales, hum edales, protección de las áreas silvestres, calidad del aire, y demás.
Sin em bargo, estas definiciones tienen poco o nada que ver con la rentabilidad
sostenible. D e hecho, hay una correlación inversa entre la sostenibilidad ecológi­
ca y la rentabilidad de corto plazo. La “sostenibilidad” de la existencia rural y ur­
bana, los m undos de los pueblos indígenas, las condiciones de vida de las m uje­
res, y la seguridad en los puestos de trabajo tam bién están inversam ente correla­
cionados con la rentabilidad a corto plazo -si es que la historia del siglo XX tie­
ne algo que enseñarnos.
C on independencia del problema de si es deseable o no que el Sur siga la sen­
da industrial y consum ista del N orte, existe la posibilidad de que lo haga. En la
India, B rasil y M éxico (por m encionar tres casos) el capitalism o industrial se d e­
sarrolla a cuenta de una vasta pobreza y miseria, y de la erosión de la estabilidad
ecológica, com o quiera que ésta sea definida. Los países del Extrem o O riente lo
están haciendo bien, en términos económ icos, y algunos países del sudeste de
A sia lo están haciendo aún mejor, en lo que se refiere al crecim iento del PBI. Sin
em bargo, estas regiones aún deben probar que pueden ser potencias industriales
y pagar adem ás buenos salarios, proporcionar condiciones decentes de trabajo,
políticas sociales progresivas y protección am biental significativa.
La m ayor parte del resto del Sur (incluyendo las colonias interiores del norte
y del este de A sia) constituye una zona de desastre económ ico, social y ecológi­
co. E xisten m uchas bañeras al desarrollo capitalista en el Sur, com o por ejem plo
m ercados débiles debido a una enorm e desigualdad en la distribución de la rique­
za y el ingreso, la falta de una reform a agraria que favorezca a los pequeños y m e­
dianos agricultores, e inestabilidades en la oferta y en la dem anda de m aterias p ri­
mas. A dem ás, existen problem as de endeudam ientos y crisis de balanza de pagos,
por no hablar de la conservación de bloques dom inantes de intereses creados y de
gobiernos inestables.
Estos problem as existen con independencia del estado de las condiciones eco­
lógicas en particular, y de las condiciones de producción en general. No hace fal­
ta decir que esta situación genera una perm anente inestabilidad social y política;
nuevos patrones m igratorios hacia el Norte; un increm ento de los refugiados eco­
nóm icos y ecológicos y dem ás, todo lo cual term ina por convertirse en problemas
para el Norte.
Posibilidades políticas
La m ayoría de las adm inistraciones de centroderecha y derecha que han go­
bernado el m undo desde fines de la década de 1970 y principios de la de 1980, y
a lo largo de la de 1990, son incapaces de dirigir el desarrollo capitalista de m a­
nera que m ejoren las condiciones de vida y trabajo, las ciudades o el ambiente.
E stos gobiernos están dem asiado com prom etidos con la tarea de expandir el “li­
bre m ercado” y la división internacional del trabajo; desregular y privatizar la in­
dustria; im poner “ajustes” económ icos en el Sur y “terapias de choque” en los an­
tiguos países socialistas, m arginando de este modo a la mitad de la población de
algunos países del Tercer M undo, y pretendiendo que el “m ercado” y el neoliberalism o en general resolverán la creciente crisis económ ica. En general, las cosas
em peorarán antes de que m ejoren, sobre todo en el Sur.
E ntretanto, se ha producido un crecim iento de diversos m ovim ientos “ verdes”
y “rojiverdes” en diversos países. A lgunas centrales sindicales en determ inados
países están planteando problem as am bientales con m ayor seriedad. Por otra par­
te, los m ovim ientos am bientalistas plantean hoy tem as políticos y sociales que
hace cinco o diez años ignoraban o subestim aban. En una multiplicidad de for­
mas, el m ovim iento de los trabajadores y las fem inistas, los movimientos urba­
nos, los m ovim ientos am bientalistas y los de m inorías oprim idas se han organi­
zado en torno a los grandes problem as de las condiciones de vida.
Si bien las perspectivas de un capitalism o sostenible son precarias, podría ha­
ber m otivos de esperanza para algún tipo de socialism o ecológico -una sociedad
que preste verdadera atención a la ecología y a las necesidades de los seres hu­
manos en su vida cotidiana, así com o a tem as fem inistas, a la lucha contra el ra­
cism o y los problem as generales de la justicia social y la equidad. Globalm ente,
es en torno a estos tem as que existe m ovim iento y organización, agitación y ac­
ción, lo cual puede ser explicado en térm inos de las contradicciones del capitalis­
mo y de la naturaleza del estado capitalista antes discutidas.
Políticam ente, esto quiere decir que, m ás tem prano que tarde, el m ovimiento
de los trabajadores, el fem inism o, el am bientalism o, el m ovim iento urbano y
otros m ovim ientos sociales necesitarán com binarse en una sola y poderosa fuer­
za dem ocrática -una fuerza que sea políticam ente viable y capaz, tam bién, de re­
form ar la econom ía, la política y la sociedad*. Por separado, los m ovim ientos so­
ciales son relativam ente im potentes ante la fuerza totalizadora del capital global.
Esto sugiere la necesidad de tres estrategias generales relacionadas entre sí.
La prim era consiste en el desarrollo consciente de una esfera pública com ún,
un espacio político, una suerte de poder dual, en el que las organizaciones de las
m inorías, de los trabajadores, de las m ujeres, de los m ovim ientos urbanos y de
los am bientalistas puedan trabajar económ ica y políticam ente. A quí podrían d e­
sarrollarse no ya las alianzas tácticas tem porales entre m ovim ientos y dirigentes
de m ovim ientos que tenem os hoy, sino alianzas estratégicas, incluyendo alianzas
electorales. U na sociedad civil fuerte, que se defina a sí m ism a en térm inos de sus
“bienes com unales” , su solidaridad y sus luchas contra el capital y el estado, así
com o de im pulsos y form as dem ocráticas al interior de alianzas y coaliciones de
m ovim ientos organizados -y dentro de cada organización- es el prim er prerrequisito de una sociedad y una naturaleza sostenibles.
El segundo prerrequisito consiste en el desarrollo consciente de alternativas
económ icas y ecológicas dentro de esta esfera pública, o estos “nuevos bienes co­
m unales” -alternativas com o ciudades verdes, producción que no contam ine, for­
mas biológicam ente diversificadas de silvicultura y agricultura y dem ás, cuyos
detalles técnicos son cada vez m ás y mejor conocidos hoy. El tercero consiste en
organizar luchas para dem ocratizar los centros de trabajo y la adm inistración del
estado, de modo que se puedan situar dentro del cascarón de la dem ocracia lib e­
ral contenidos sustantivos de tipo ecológico, progresivo. Esto presupone que los
m ovim ientos no sólo utilicen m edios políticos para lograr objetivos económ icos,
sociales y ecológicos, sino adem ás que coincidan en los objetivos políticos m is­
mos, en especial en la dem ocratización de algunos aparatos de estado nacionales
e internacionales, y en la elim inación de otros.
Estas ideas podrían parecer tan irreales corno la de un capitalism o sostenible.
Quizás ése sea el caso. Sin em bargo, debem os recordar que m ientras las estruc­
turas existentes del capital y del estado sólo parecen ser capaces de reform as o ca­
sionales, los m ovim ientos sociales crecen día a día en todo el mundo -de aquí que
en algún m om ento exista la posibilidad de una crisis social y política generaliza­
da, en la m edida en que las dem andas de estos m ovim ientos chocan con las e s­
tructuras políticas y económ icas existentes, orientadas hacia la ganancia. Al lle­
gar ese m om ento, aparecerán toda clase de “form as sociales m órbidas” .
A lgunos dirán que esto es precisam ente lo que está ocurriendo en nuestros
días -que los tejidos político y social se están desgarrando, y que el resurgim ien­
to del racism o, el nativism o, la discrim inación contra los trabajadores extranje­
ros, las represalias m achistas y anti-am bientalistas, y otras actitudes y tendencias
reaccionarias, se están transform ando en peligros cada vez m ayores. O tros vincu­
lan el renacim iento del populism o de derecha y la reacción a giros derechistas en
las principales corrientes políticas y económ icas. Existen otros análisis de la ac­
tual situación política mundial -incluyendo el que afirm a que el planeta asiste a
una guerra de los ricos contra los pobres, una rebelión de los acom odados contra
las dem andas de los desposeídos, el estado de bienestar, las políticas económ icas
redistributivas, y dem ás por el estilo. Incluso, todo esto puede ser cierto.
C ualquiera sea el caso, desde el punto de vista de los progresistas, “verdes-ro­
jo s” o izquierdistas, y de las fem inistas, lo que m enos necesitam os es faccionalisrno, sectarism o, “ líneas correctas” -en cam bio, necesitam os ex am in ar críticam en­
te todas las fórm ulas políticas desgastadas por el tiem po y desarrollar un espíritu
ecum énico para “celebrar nuestros bienes com unales, viejos y nuevos, tanto co ­
mo nuestras diferencias” .
Bibliografía
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Polanyi, Karl (1944) La Gran Transformación (N ueva York: Farrar y Rinehart).
Noías
1 (G oldsm ith, 1991: 94). La mayor parte de la m adera en los Estados U nidos
es producida en plantaciones industriales.
2 El trigo ha sido alterado genéticam ente por la U niversidad de la Florida y la
C om pañía M onsanto para incrementar los rendim ientos. Para ello, se introdu­
jo en el trigo un gen externo, que produce una enzim a que hace a m uchos h er­
bicidas inofensivos para la planta. Todos los cultivos -m aíz, atroz, soja y otros
alim entos, incluyendo una papa que mata a su propio parásito, el escarabajo
de la papa de Colorado, al em itir una proteína fatal para el insecto- ya han si­
do genéticam ente alterados. Por supuesto, el gen introducido en el trigo es un
secreto com ercial (N ew York Times, 28/5/1992).
3 N o se trata ya únicam ente de que el capital se apropie de loque se encuentra
en la naturaleza, para descom ponerlo y recom binar sus elem entos en una m er­
cancía, sino más bien de crear algo que antes no existía. Estoy consciente de
que no existe una línea divisoria clara entre ambas cosas pero, aun así, existe
una diferencia cualitativa que se hace evidente al com parar los extrem os.
4 Todas las teorías del crecim iento presuponen ciertas relaciones entre la eco­
nom ía “verdadera” y la del dinero, la producción física y los ingresos, y los
increm entos en la inversión y el consum o de bienes, por un lado, y las ganan­
cias y salarios, por el otro. Las desproporciones entre las tasas de inversión y
consum o, y de ganancias y salarios, pueden ocasionar problem as económ icos
(“crisis de desproporcionalidad”). El principal tipo de crisis inherente al capi­
talism o, sin em bargo, es la “crisis de realización”. Los m arxistas perciben las
crisis com o inherentes al capitalismo. Sin em bargo, el sistem a sólo es depen­
diente de las crisis en el sentido de que la crisis obliga a la reducción de c o s­
tos, la “reestructuración” , los despidos masivos y otros cam bios que hacen al
sistem a m ás “eficiente” , esto es, más rentable. M arx escribió que “el capital
se acum ula m ediante las crisis”, indicando que las crisis constituyen oportu­
nidades tanto para la liquidación de algunos capitales com o para la aparición
de nuevos capitales y la reorganización de viejos capitales; esto, sin m encio-
nar la difusión de tecnología nueva y más “eficiente” en el sistem a (como la
inform ática). A ntes del desarrollo de la econom ía ecológica, el problem a de
definir con precisión qué es el crecim iento era generalm ente desdeñado. Hoy,
m uchos econom istas están dispuestos a adm itir que el crecim iento no sólo in­
cluye algún vector de producción (bienes, servicios, increm ento de inventa­
rios de bienes duraderos) sino, adem ás, la generación de “desechos” y el in­
crem ento de los inventarios de desechos duraderos. Esto com plica aún más un
sistem a de contabilidad de ingresos ya de por sí com plejo y arbitrario.
5 “D e la m anera más sencilla” en parte debido a que, si bien existe una ten­
dencia general que lleva a las tasas de ganancia de diferentes industrias a ser
com parables en térm inos m uy generales (a través del m ovim iento del capital
desde los sectores de baja rentabilidad hacia los de rentabilidad elevada), las
tasas de ganancia varían m ucho entre una industria y otra, e incluso entre una
y otra unidad de capital. Existen m uchas razones para esto, entre las cuales (y
cabe considerarla la m ás im portante) está la de que los grandes capitales no
sólo se apropian ele ganancias m ayores -definidas en términos absolutos o to­
tales- que las que corresponden a los pequeños capitales, sino además a que
los grandes “obtienen” una tasa de ganancia m ayor que la de los pequeños.
Esto se debe a que norm alm ente los capitales pequeños no pueden com petir
con los grandes, m ientras los grandes sí pueden com petir con los pequeños, y
entre sí.
6 “Inadvertidam ente” , porque M arx utilizó el concepto de “condiciones de
producción” de m aneras diferentes e inconsistentes; nunca soñó con que el
concepto podría ser utilizado, o lo sería, com o lo hago en este capítulo, y na­
die p odría haberlo utilizado así antes de que apareciera La Gran Transform a­
ción , de Karl Polanyi (1944).
7 Esta “racionalización” tam bién incluye la “reprivatización” , definida como
un giro del trabajo pagado al trabajo no pagado en el hogar y en la com uni­
dad, o el renacim iento de las ideologías de “autoayuda” que descargan una
parte m ayor del peso de la reproducción de la fuerza de trabajo y de las con­
diciones urbanas y am bientales de vida sobre lo que M artin O ’C onnor llama
“subsistencia autónom a”, siem pre un soporte fundam ental de la acumulación
capitalista, que asum e m ayor im portancia en períodos de crisis. El asunto con­
duce al problem a, m ás am plio, de si el trabajo dom éstico equivale a la explo­
tación de las m ujeres por los hom bres, funciona com o un subsidio al capital,
etc., tem as que fueron muy debatidos por fem inistas, marxistas y marxistas fe­
m inistas en ia década de 1970.
8 N adie sabe ni puede saber en qué m om ento se desarrollará “una sola y po­
derosa fuerza dem ocrática” o, incluso, si llegará a desarrollarse del todo. Se­
rá necesario ofrecer respuesta a preguntas muy difíciles, en la teoría y en la
práctica. Por ejem plo, si el concepto m ism o de tal “fuerza” se encuentra fatal­
m ente arraigado en el terreno de la tradición m odernista/hum anista de la filo­
sofía política occidental, una tradición “liberal” que ha sido en realidad poco
tolerante con la “diferencia” , si bien perm anece firm em ente arraigada en lo
que atañe a los derechos del individuo frente al estado. A lgunos, com o dijera
M artin O ’Connor, creen que es im portante “en este m om ento del tiem po, es­
to es, a fines del siglo X X , explorar lo que significa contar con la coexisten­
cia de m uchas voces, a m enudo discordantes, que coinciden en su repudio a
la dom inación del capital aunque difieren en m uchas otras cosas. Este es un
aspecto del realism o, de cosas que “probablem ente em peorarán antes de que
m ejoren” . Personalm ente, estoy de acuerdo, siem pre y cuando se entienda que
podría no haber tiem po para atender a todas las tensiones, y escuchar a p leni­
tud y m utuam ente la pluralidad de las voces, las diferentes bases de conoci­
m iento, etc. presentes entre y dentro de los m ovim ientos sociales hoy existen­
tes. L a necesidad de la unidad contra el capital y p o r una sociedad ecológica,
libre de explotación y socialm ente ju sta podría ser dem asiado grande, dada la
configuración de fuerzas políticas del presente, para dem orar el desarrollo de
una estrategia política unificada realm ente capaz de confrontar al capital g lo ­
bal y el cuasi-estado global en desarrollo (es decir, el FM I, el Banco M undial).
La ética de la sustentabilidady la formulación de
políticas de desarrollo
*
R oberto R Guimaráes"
Modernidad, medio ambiente y ética, las tensiones del nuevo
paradigma de desarrollo
E xisten personas que lo único que quieren es tener un auto im portado. Pa­
ra mí, m e basta con un Volkswagen Escarabajo, pues los autos son m áqui­
nas usadas para que la gente se pueda mover. Yo quiero, p or eso m ism o,
tener el p o d e r de com prar un auto im portado, para tener el p la c e r de no
c o m p rarlo ...
Rui Lopes V iana Filho, 16 años, M edalla de Oro,
O lim píada Internacional de M atem ática
ontrariam ente a aquello de lo que nos intentan convencer los curadores
de la “posm odernidad”, acercarse a la com plejidad y a los valores que
caracterizan a la sociedad de fines de m ilenio no requiere de conoci­
m ientos y capacidad de análisis altam ente sofisticados. La sabiduría de saber
afrontar las disyuntivas actuales sin perder la adecuada perspectiva ética y hum a­
na llega a sorprender por la profunda sencillez que suele m anifestarse. Q uizás sea
por ello que a ese joven m atem ático no le hayan sido necesarias más que unas
cuantas palabras para resum ir la crisis actual y, al m ism o tiem po, posicionarse
ante ella. En efecto, las relaciones entre m odernidad y m edio am biente constitu-
C
' U n a p rim e ra v e rsió n ha s id o publicada en la rev ista A m b ie n te & S o c ie d a d e , N ° 2, 1998 (C am p iñ as,
B rasil) p rim e r se m e stre , 5 -2 4 . Las o p in io n es e x p resad a s en este d o c u m e n to , q u e n o h a sid o so m eti­
d o a rev isió n e d ito ria l, son d e ex clu siv a resp o n sab ilid ad del a u to r y no c o m p ro m e te n a la C EPA L.
' L icen ciad o en A d m in istra c ió n P ública, M aestro y D o cto r en C ie n c ia P o lítica , in v e stig a d o r d e la D i­
visión M e d io A m b ie n te y A se n tam ien to s H u m an o s de la C o m isió n E c o n ó m ic a d e las N a c io n e s U n i­
das p ara A m é ric a L a tin a y C arib e (C E P A L ), en S an tiag o de C hile.
yen las verdaderas tensiones provocadas por la trayectoria de la civilización oc­
cidental, aunque en un sentido más amplio que el em pleado por T hom as Kuhn
(1977) para designar la necesidad de un conocim iento convergente para superar
la razón científica y trascender paradigmas vigentes. M odernidad y m edio am ­
biente representan, pues, el resultado de una m ism a dinám ica, el progresivo pro­
tagonism o del ser hum ano en relación a las superestructuras, a la par de la p ro ­
gresiva centralidad que asum e replantearse las relaciones entre seres hum anos y
naturaleza. Ello, no obstante que la preocupación p o r el m edio am biente nos obli­
gue a objetar tan profundam ente la m odernidad actual que este cuestionam iento
lleve a instaurar los fundam entos mismos de un nuevo paradigm a de desarrollo.
Si m edio am biente y modernidad se han nutrido de la m ism a fuente civilizatoria para llegar a constituir los verdaderos dilem as o desafíos del nuevo milenio,
es el contenido valórico o la ética de esa critica lo que funciona com o la am alga­
ma que confiere significado y dirección a esa “tensión” . C om o señala acertada­
m ente Peter Taylor, así com o el socialism o representó la resistencia anti-sistém ica a la m odernidad “industrial” hegemónica a m ediados del siglo pasado cons­
truida por Inglaterra, el am bientalism o representa hoy la resistencia a la m oder­
nidad del “consum o” cien años más tarde, construida ahora bajo la hegem onía de
los Estados U nidos (Taylor, 1997). Ambas dinám icas de resistencia sólo pudieron
trascender com o paradigm as de conocim iento y de acción política en la m edida
en que pudieron hacerse cargo de las opciones éticas que de éstas resultaban.
C om o sintetiza muy bien Rui Lopes, el saber ubicar en su verdadera dim en­
sión el rol de un auto en la sociedad (es decir, independientem ente del status adi­
cional por ser “im portado”) ya constituye, de por sí, un acto de extrem a lucidez.
Sin em bargo, ejercer la potestad de optar por otra alternativa para satisfacer sus
necesidades, adem ás del poder social (moneda de canje en la m odernidad del
consum o), le confiere al ser hum ano el p lacer com o individuo (m edida de b ienes­
tar de una sociedad sustentable). En definitiva, se im pone reconocer que el com ­
ponente ético y de justicia social que caracteriza de una m anera m edular am bas
opciones de resistencia a la modernidad se las hace tam bién enlazadas en su ca ­
rácter contra-sistém ico respecto de la acum ulación capitalista. Al propósito o rigi­
nal del socialism o de anteponer un límite social a la racionalidad económ ica de
la m odernidad del siglo pasado, se añade ahora el límite eco-social a través del
cual el am bientalism o antepone la biosfera a la lógica económ ica del m ercado.
Q uizás ésta no sea la oportunidad más adecuada para discutir las respectivas
trayectorias de esos dos m ovim ientos de resistencia. Aún así, corresponden un par
de aclaraciones. D esde luego, si es correcto señalar que el socialism o ha sido su ­
perado por lo m enos en sus m anifestaciones “reales” m odernas, esto no necesa­
riam ente im plica idéntico e inexorable destino para el am bientalism o. El socialis­
m o construido en el siglo XX respondía a una m odernidad de cien años antes (la
del “ciu dadano”), a través de form as organizativas (partidistas) de ese entonces:
modernidad ésta que fue sobrepasada por ¡a m odernidad contem poránea (la del
'‘consum idor” ). El am bientalism o, en cam bio, no pretende constituirse com o un
m ovim iento político partidista o com o una vía única y exclusiva de resistencia a
la nueva m odernidad -lo cual, dicho sea de paso, explica en buena m edida el fra­
caso de los partidos verdes en general. Al plantearse com o organizaciones de la
sociedad civil que se dirigen al ser hum ano antes que al ciudadano o al consum i­
dor, el am bientalism o aspira a mucho más que al poder. ¡Aspira, sencillam ente, a
cam biar la política misma! Tal com o indica el lem a del partido verde germano:
“no estam os a la derecha ni a la izquierda; estam os sim plem ente adelante” .
Por otro lado, las organizaciones no gubernam entales am bientalistas han logra­
do abrirse un espacio propio en el territorio hasta entonces dominado por las cor­
poraciones y por las organizaciones gubernam entales y partidistas. A diferencia de
las proyecciones partidistas del socialism o, las ONG se dedican a problemas de ca­
rácter supranacional, y su moclus operandi es tam bién globalizante. Para ponerlo
de una form a m uy gráfica, la “Internacional Verde” (¡si hubiera una!) no estaría
conform ada por partidos que actúan en los m arcos de la política nacional, sino que
albergaría las m ás variadas organizaciones, con distintas idiosincrasias culturales,
orientaciones políticas diferenciadas y clientelas igualm ente disím iles en cuanto a
su extracción social. Por últim o, las O NG , cuya m em bresía en m uchas partes su­
pera a la de los partidos, han logrado introducir nuevas dim ensiones en los orde­
nam ientos jurídicos nacionales e internacionales, han logrado cam biar la forma y
el contenido de las negociaciones internacionales, han generado nuevas áreas del
conocim iento -la econom ía ecológica, por ejem plo- y han logrado colocar las interrelaciones “seres hum anos-naturaleza” en el centro de la agenda pública.
A raíz de esas reflexiones, las secciones que siguen tienen por objetivo, por
un lado, sugerir algunos ternas para el exam en de las relaciones entre globalización y m ercado -guión y escenario donde se m anifiesta la m odernidad hegemónica actual- y, por el otro, proponer una aproxim ación desde la política al llam a­
do “desarrollo sustentable”, lo cual representa una evidente “puesta en escena” de
la m odernidad y del m edio am biente.
GJotoalizadÓH, medio am biente, m ercado y dem ocracia
El proceso de globalización com prende fenóm enos diferenciados que se pres­
tan a distintas interpretaciones, m uchas veces contradictorias. A lgunos lo definen
en térm inos exclusivam ente económ icos (creciente hom ogeneización e internacionalización de los patrones de consum o y de producción), financieros (la m ag­
nitud e interdependencia crecientes de los m ovim ientos de capital) y com erciales
(creciente exposición externa o apertura de las econom ías nacionales). Otros, en
tanto, acentúan el carácter de la globalización en sus dim ensiones políticas (pro­
pagación de la dem ocracia liberal, am pliación de los ám bitos de la libertad indi­
vidual, nuevas form as de participación ciudadana) e institucionales (predom inio
de las fuerzas de m ercado, creciente convergencia en los m ecanism os e instru­
mentos de regulación, m ayor flexibilidad en el m ercado laboral). Existen tam bién
los que prefieren poner de relieve la velocidad del cam bio tecnológico (sus im ­
pactos en la base productiva, en el m ercado de trabajo, y en las relaciones y es­
tructuras de poder), y la revolución de los m edios de com unicación (m asificación
en el acceso y circulación de inform aciones, mayores perspectivas para la descen­
tralización de decisiones, posible erosión de identidades culturales nacionales).
H aciendo uso de otro tipo de aproxim ación a esos fenóm enos com o un p ro ce­
so y no com o un conjunto de vectores específicos, no son pocos los analistas que
se acercan a la globalización desde la perspectiva de la sustentabaiclacl del desa­
rrollo. E stos cuestionan, por ejem plo, la racionalidad económ ica del proceso vis
á vis la lógica y los tiem pos de los procesos naturales (el capital se ha globalizado, no así el trabajo ni los recursos naturales), y ponen en tela de juicio las posi­
bilidades de la globalización basada en un m odelo de crecim iento económ ico as­
cendente e ilim itado, en circunstancias en que se agotan m uchos de los recursos
naturales (fuentes no renovables de energía, fauna, flora, etc.) y se debilitan pro­
cesos vitales para la estabilidad del ecosistem a planetario (ozono, clim a, etc.).
Los que se inscriben en esa corriente apuntan, adem ás, a la insustentabilidad so­
cial del estilo actual de desarrollo en situaciones de creciente exclusión provoca­
das, o al m enos exacerbadas, por la m ism a globalización.
Se podría afirm ar, desde una perspectiva socio-am biental, que el carácter de
la globalización, o por lo m enos la difusión de la ideología neoconservadora que
sostiene la m odernidad hegem ónica en estos días, sólo les deja a nuestras socie­
dades optar por dos cam inos alternativos. O bien se integran, en form a subordi­
nada y dependiente, al m ercado-m undo, o no les quedará otra que la ilusión de la
autonom ía pero con la realidad del atraso. Sin em bargo, el verdadero problem a
que se debe debatir no es la obvia existencia de tendencias hacia la inserción en
la econom ía globalizada, sino qué tipo de inserción nos conviene, qué tipo de in­
serción perm ite tom ar las riendas del crecim iento en bases nacionales y qué tipo
de inserción perm ite m antener la identidad cultural, la cohesión social y la inte­
gridad am biental en nuestros países (véase, entre otros, C alcagno, 1995).
La globalización ha acentuado tam bién las tendencias a “ param etrizar” todos
los fenóm enos socio-am bientales, para luego reintegrar crem atísticam ente la na­
turaleza en la econom ía. Las principales críticas a intentos recientes de valoración
com o el llevado a cabo por un equipo m ultidisciplinario de investigadores nortea­
m ericanos, que estim ó que el valor económ ico prom edio de los servicios presta­
dos por la biosfera ascendería a casi el doble del PBI m undial en 1997 (C onstan­
za et al. 1997), apuntan a que éstos suponen equivocadam ente que los ciclos eco­
lógicos obedecen a los tiem pos y procesos económ icos, sociales y culturales. No
se debe em pero tom ar esa postura com o una descalificación absoluta de la v alo­
ración de los servicios am bientales y de los recursos naturales. Lo censurable es
precisam ente el fundamentalísimo neoconservador de q uerer absolutizar el m er­
cado, reduciendo de esa forma todo el desafío de la sustentabilidad a una cues­
tión de asignación de “precios correctos” a la naturaleza. Por supuesto, es m ejor
tener alguna noción del valor económ ico que poseen los bienes y servicios am ­
bientales, por más arbitraria que sea ésta, que no disponer de ninguna herram ien­
ta que asista a la tom a de decisiones en esa área. C om o dice Paul H aw ken, “m ien­
tras no existe ningún modo ‘correcto’ para valorar un bosque o un río, sí existe
una form a incorrecta, que es no asignar ningún valor” (Prugh et al., 1995: XV).
Sin em bargo, hay que reiterar, en prim er lugar, el carácter precisam ente arb i­
trario que posee cualquier ejercicio de valoración am biental. E so significa que el
grado de arbitrariedad de esa valoración será menos pernicioso desde el punto de
vista social y am biental cuanto más se logre poner de relieve y dotar de transpa­
rencia los instrum entos y m ecanism os de decisión que definen tal valoración. Por
otro lado, la valoración mism a debe respetar lím ites m uy claros antepuestos por
la ética del desarrollo, sin los cuales se pierde de vista que el objetivo últim o de
la valoración no es el m ercado de las transacciones entre consum idores, sino la
m ejoría de las condiciones de vida de los seres hum anos. El problem a, para las
generaciones futuras obviam ente, de recibir m ayores dotaciones de capital co n s­
truido a cam bio de m enores dotaciones de capital natural sin poder expresar sus
deseos de que así sea, se resume a que el proceso de globalización torna hom o­
géneos valores, prácticas y costum bres culturales disím iles. El “valor” de la des­
trucción del bosque chileno, o de la A m azonia brasileña, es muy distinto para los
chilenos y brasileños que para los norteam ericanos, japoneses, m alayos y otros,
m ientras que los “beneficios” -siem pre que uno acoja a la globalización com o una
hipótesis optim ista- puede que sean globales.
A dem ás de consideraciones de orden socio-am biental, correspondería resca­
tar tam bién de la m araña conceptual que oscurece el debate sobre la globalización
algunos aspectos de naturaleza sociopolítica. C om o el proceso de hegem onización de la nueva m odernidad ha cobrado fuerza a partir de la caída del M uro de
Berlín, algunos se apresuraron en declarar “el fin de la historia” , colocando en un
m ism o plano la liberalización de los mercados con la dem ocracia (Fukuyam a,
1990), lo que constituye una interpretación engañosa y sim plista de la verdad his­
tórica del liberalism o, el cual ha separado siem pre al liberalism o económ ico del
liberalism o político. Q ue la crisis económ ica, precisam ente la de las econom ías
de m ercado central planificado, haya sido responsable por la caída del estado au­
toritario, no puede llevar al disparate de concluir que será esa form a específica de
funcionam iento de la econom ía internacional la que proveerá las fundaciones de
un nuevo tipo de sociedad y de un nuevo ordenam iento político del estado. El
mercado nunca ha sido un principio fundacional de la organización social aunque,
por cierto, condicione el com portam iento económ ico de los actores sociales en
cuanto productores y consum idores.
T am poco hay que perder de vista la m etam orfosis de nuestra percepción res­
pecto del m ercado. C om o nos recuerda Fernando H enrique C ardoso (1995), en
los siglos X V II y XVIII el m ercado se expandió por la vía del com ercio, convir­
tiéndose en un elem ento "civilizador” para contener el arbitrio de la aristocracia.
En consecuencia, en el siglo pasado no se veía al m ercado corno un m odelo en
oposición al estado, sino com o un instrum ento de transform ación de las relacio­
nes sociales hacia niveles superiores de sociabilidad. En el presente siglo, en
cam bio, es precisam ente el estado quien pasa a ser considerado com o el contra­
punto bondadoso para contener las fuerzas ciegas del m ercado, que, abandonadas
a sí m ism as, serían incapaces de realizar la felicidad humana. Pareciera, en tanto,
que en la actualidad de nuevo se considera al m ercado com o sinónim o de liber­
tad y de dem ocracia.
L a econom ía de m ercado que, en verdad, ha estado desde siem pre con noso­
tros aunque con distintos matices, es excelente generadora de riqueza, pero es
tam bién productora de profundas asimetrías sociales (véase, al respecto, G uim arñes, 1990[b]). Por eso mismo, el estado (o el nom bre que se quiera dar a la re­
gulación pública, extra-m ercado) no puede renunciar a su responsabilidad en
áreas claves com o la educación, el desarrollo científico y tecnológico, la preser­
vación de! m edio am biente y del patrim onio biogenètico, y traspasarlas al m erca­
do. E sto no contradice la tendencia a la expansión del liberalism o económ ico, que
tam bién obedece a una evolución histórica más que a un capricho ideológico, p e­
ro supone adaptar la econom ía de mercado a las condiciones y posibilidades rea­
les del m undo en desarrollo. N adie cuestiona que el estado latinoam ericano se en ­
cuentra en la actualidad sobredim ensionado, sobre-endeudado y sobre-rezagado
tecnológicam ente. Antes que una simple consecuencia de la incuria de gobernan­
tes populistas “ irresponsables”, com o intentan convencernos los nostálgicos del
autoritarism o y los apóstoles del neoliberalism o, tales predicam entos han sido el
resultado de una realidad histórica de consolidación de sociedades nacionales y
de "despegu e” de un crecim iento que no se puede descalificar a la ligera.
Para com plicar aún más las cosas, el resultado de la globalización y de la sacralización del m ercado conduce precisam ente a generalizar las críticas hacia los
políticos y sus organizaciones. Y es en el vacío de la política que los grupos eco­
nóm icos, los m edios de com unicación de m asas y los resquicios oligárquicos del
pasado reciente enquistados en los nichos clientelistas del estado, todos travesti­
dos en agentes de la m odernidad basada en la ideología neoliberal, pasan a defi­
nir la agenda pública y a actuar com o poderes fácticos de gran influencia en la re­
solución de los problem as nacionales. No obstante, desde una perspectiva dem o­
crática, no existen postulaciones capaces de defender sólidam ente la tesis de que
la elaboración y gestión de la vida pública pueda realizarse sin la m ediación de la
política. Los partidos políticos, a su vez, son insustituibles para la profundización
de la dem ocracia, para el mantenim iento del consenso m ínim o alrededor de un
proyecto nacional y para la transform ación del estilo de desarrollo concentrador
y excluyente todavía vigente, razones por las cuales es fundam ental recuperar el
prestigio de la actividad y de las instituciones políticas en nuestros países (véase,
al respecto, G uim aráes y Vega, 1996),
E llo cobra aún más im portancia cuando se reconoce que la gobernabilidad,
que se definía hasta hace muy poco en función de la transición de regím enes au­
toritarios a dem ocráticos, o en función de los desafíos antepuestos por los dese­
quilibrios m acroeconóm icos, se funda hoy en las posibilidades de superación de
la pobreza, de la m arginalización y de la desigualdad. Las nuevas bases de con­
vivencia que proveen de gobernabilidad al sistem a político requieren por tanto de
un nuevo paradigm a de desarrollo que coloque al ser hum ano en el centro del
proceso de desarrollo, que considere el crecim iento económ ico com o un medio y
no com o un fin, que proteja las oportunidades de vida de las generaciones actua­
les y futuras y que, por ende, respete la integridad de los sistem as naturales que
perm iten la existencia de vida en el planeta.
E ntre tanto, antes de precisar los contornos de ese nuevo paradigm a, convie­
ne incorporar explícitam ente las dim ensiones territoriales de la sustentabilidad,
puesto que “desarrollo regional” y “desarrollo sustentable” constituyen dos caras
de una m ism a m edalla. En ese sentido, uno de los principales desafíos de las po­
líticas públicas en la actualidad se refiere, precisam ente, a la necesidad de territorializar la sustentabilidad am biental y social del desarrollo -el “pensar global­
m ente pero actuar localm ente” - y, a la vez, sustentabilizar el desarrollo de las re­
giones, es decir, garantizar que las actividades productivas contribuyan de hecho
a la m ejoría de las condiciones de vida de la población y protejan el patrim onio
biogenètico que habrá que traspasar a las generaciones venideras (véase, entre
otros, G uim aráes, 1998).
D esarrollo regional y sustentabilidad, dos caras de una misma
moneda
Tiene razón Sergio B oisier (1997) cuando señala que vivim os hoy la parado­
ja de constatar que la aceleración del crecim iento económ ico, en los últim os tiem ­
pos, va de la m ano con la desaceleración del desarrollo. M ientras se mejoran los
índices m acroeconóm icos, vem os deteriorarse los indicadores que miden evolu­
ciones cualitativas entre sectores, territorios y personas, una suerte de “esquizo­
frenia” en donde el papel interm ediario del crecim iento en cuanto acum ulación
de riqueza, com o m edio para dar lugar al desarrollo, se ha ido transform ando más
y más en un fin en sí m ism o. La acum ulación de la riqueza “m onetaria” ha asu­
m ido un protagonism o tan intenso en las últim as décadas que la atención de los
actores que buscan el fortalecim iento de los territorios subnacionales se ha con­
centrado casi exclusivam ente en crear condiciones favorables para atraer más in­
versiones desde afuera de sus respectivos territorios. En un contexto de creciente
globalización com ercial y de creciente m ovilidad de capital en tiem po real, pare­
ciera que la “com eta” regional a que hace referencia B oisier depende cada vez
más de la brisa exógena para que pueda alzar vuelo.
La clave, en tanto, para entender la dialéctica entre las dim ensiones exógenas
y endógenas de los procesos tanto de crecim iento corno de desarrollo, estaría en
que puede que la globalización engendre efectivam ente un único espacio (trans­
nacional), pero lo hace a través de m últiples territorios (subnacionales). El hecho
de que el proceso de crecim iento esté cada vez más dependiente de factores exógenos no le quita la especial gravitación de variables endógenas para que ocurra
el desarrollo. Sin contrariar la naturaleza exógena del crecim iento, es cierto que
los países y territorios subnacionales pueden com plem entar, endógenam ente, esa
tendencia. A la lógica transnacional de circulación del capital, por ejem plo, favo­
recer estrategias de prom oción territorial que, a través de la adopción de actitu­
des e im ágenes corporativas, logren sustituir la tradicional actitud de recepción
de capital (lo que B oisier llam a “cultura del tram pero”) por una actitud más agre­
siva y sistèm ica, de búsqueda de capital (la “cultura del cazador”). D ecim os sis­
tèm ica, precisam ente porque ésta supone otros cam bios territoriales que aum en­
tan la tasa de endogeneización del crecim iento. A título ilustrativo, la prom oción
territorial y la búsqueda de capital suponen, más que la tradicional y autodestructiva estrategia de “guerra fiscal” entre regiones, la acum ulación de conocim iento
científico sobre el propio territorio -lo que fortalece a los sistem as locales de de­
sarrollo científico y tecnológico- e im plican tam bién cam bios en áreas tales co ­
mo la infraestructura de circulación de conocim iento, la m ejoría de la infraestruc­
tura social y otras.
Para captar m ejor lo señalado recién, quizás sea útil nutrirse del enfoque de la
teoría de la dependencia, una “sociología” del desarrollo genuinam ente latinoa­
m ericana, form ulada en los años sesenta y setenta y cuyos exponentes m ás desta­
cados fueron Fernando H enrique C ardoso y Enzo Faletto (1969). U tilizando co ­
mo ejem plo el caso específico del progreso técnico, uno podría decir que éste no
ocurre endógenam ente siquiera en la escala nacional del desarrollo, puesto que lo
que caracteriza a la situación de dependencia de nuestras sociedades es precisa­
m ente el hecho de que el proceso de generación de progreso técnico ocurre al re­
vés de lo “norm al” (es decir, el patrón histórico seguido en los países centrales),
dificultando su difusión intersectorial. Para ponerlo en los térm inos de C elso Furtado (1972), lo que caracteriza a la situación de dependencia es la “deform ación
en la com posición de la dem anda” . En los países centrales es el progreso técni­
co endógeno el que pone en m ovim iento el proceso de crecim iento al d ar sopor­
te m aterial para la acum ulación de capital y acarrear la com posición final de la
oferta (uno “inventa” el m otor de com bustión interna, logra interesar inversionis­
tas y luego se “crea” un m ercado de, por ejem plo, autom óviles). M ientras, en paí­
ses situados en la periferia del sistem a capitalista son los cam bios en la estructu­
ra de la dem anda los que requieren del progreso técnico y perm iten la acum ula­
ción de capital (los sectores de mayores recursos im portan pautas de consum o
que incluyen, por ejem plo, la dem anda de autom óviles), que requieren la im por­
tación de m aquinarias y equipos (paquetes tecnológicos exógenos y cerrados) y
que alim entan la acum ulación de capital (fundada, en la m ayoría de los casos, y
frecuentem ente, en el ahorro igualm ente exógeno).
Si lo anterior revela la orientación exógena del proceso de crecim iento, podría
decirse que el desarrollo responde mucho más a variables de carácter endógeno
y que depende, fundam entalm ente, de cuatro dim ensiones (cf. Boisier, 1993). En
térm inos p o lítico s, se m anifiesta en la capacidad que dem uestren los actores so­
ciales de negociar y determ inar las decisiones relevantes para el desarrollo del te­
rritorio donde operan, mientras que el ingenio de éstos por apropiarse del exce­
dente y de las inversiones en el territorio revela la endogeneidad económ ica del
desarrollo. La com petencia del sistem a técnico de investigación de una región pa­
ra generar sus propias innovaciones constituye la dim ensión científico-tecnológi­
ca de tal proceso, del m ism o modo en que la dim ensión cultural descansa sobre
la existencia de una identidad propia, además de los m ecanism os, códigos y pau­
tas tradicionales de transm isión de valores y norm as de conducta, definidos terri­
torialm ente. D esde la perspectiva de la sustentabilidad, se podría agregar al lista­
do de B oisier la dim ensión ecológica (igualm ente endógena) del desarrollo, pues­
to que todas las dim ensiones señaladas anteriorm ente están condicionadas por
una dotación de recursos naturales y de servicios am bientales tam bién definida
territorialm ente. En definitiva, si bien no es la riqueza natural lo que garantiza la
endogeneidad del desarrollo (¡que lo digan los países pobres económ ica y políti­
cam ente, pero riquísim os en recursos naturales!), sostengo que sin ella no hay có ­
m o “poner los ‘controles de m ando’ del desarrollo territorial dentro de su propia
m atriz social” (Boisier, 1993: 7).
Puede que esa últim a afirm ación suene un poco pretenciosa, pero contiene
m ucho de verdad. Si hay algo que la historia de las relaciones entre seres hum a­
nos y naturaleza nos enseña es precisam ente que el ser hum ano se ha ido inde­
pendizando gradual pero inexorablem ente de la base de recursos com o factor de­
term inante de su nivel de bienestar (entre otros, por m edio de la incorporación de
m edioam bientes ajenos y alejados del suyo). Tom ando en cuenta que ha sido na­
da m enos que esa faceta de la evolución hum ana lo que ha socavado las funda­
ciones ecopolíticas (es decir, ecológicas e institucionales) de la civilización occi­
dental, la transición hacia la sustentabilidad debiera conllevar tam bién una m ayor
gravitación de la riqueza natural local para el proceso de desarrollo, lo c u a l...
\voilá\ hace que con lo anterior se constituya una aseveración (¿advertencia?)
más que justificada, presum ida o no.
Transición ecológica y crisis de civilización
Incorporar pues un m arco ecológico en nuestra tom a de decisiones económ i­
cas y políticas -para tener en cuenta las repercusiones de nuestras políticas públi­
cas en la red de relaciones que operan en los ecosistem as- puede constituir, de he­
cho, más que una aspiración, una necesidad biológica. Ha llegado el m om ento de
reconocer que las consecuencias ecológicas de la forma en que la población uti­
liza los recursos de la tierra están asociadas con el patrón de relaciones entre los
propios seres hum anos (cf. Lewis, 1947). De hecho, la necesidad de tránsito h a­
cia un estilo de desarrollo sustentable implica un cam bio en el propio m odelo de
civilización hoy dom inante, particularm ente en lo que se refiere al patrón ecocultural de articulación “sociedad-naturaleza”. Es por ello que no tiene cabida inten­
tar desvincular los problem as del medio am biente de los problem as del desarro­
llo, puesto que los primeros son la simple expresión de las falencias de un deter­
m inado estilo de desarrollo. La adecuada com prensión de la crisis supone pues el
reconocim iento de que ésta se refiere al agotam iento de un estilo de desarrollo
ecológicam ente depredador, socialm ente perverso, políticam ente injusto, cultu­
ralm ente alienado y éticam ente repulsivo. Lo que está en ju eg o es la superación
de los paradigm as de la m odernidad que han estado definiendo la orientación del
proceso de desarrollo. En ese sentido, quizás la m odernidad em ergente en el Ter­
cer M ilenio sea la “m odernidad de la sustentabilidad”, en donde el ser hum ano
vuelva a ser parte (antes que estar aparte) de la naturaleza.
U no de los estudiosos que mejor ha captado la singularidad de nuestro tiem ­
po y la especificidad de la actual “crisis de civilización” ha sido sin duda John
B enett (1976), quien la ha caracterizado com o una “transición ecológica” que
em pezó a partir de la Revolución Agrícola, hace nueve mil años. Entre otros as­
pectos, la transición involucra en términos tecnológicos la tendencia a utilizar
cantidades cada vez mayores de energía, aunque con niveles cada vez más eleva­
dos de entropía. En sus dim ensiones filosóficas, la transición ha llevado a la su s­
titución de “ im ágenes” tales com o de contem plación y respeto por la naturaleza
y su reem plazo por la instrum eutalización del mundo natural. E cológicam ente, se
ha caracterizado por la incorporación de la naturaleza en la cultura, así com o por
el quiebre de las relaciones de subsistencia local, lo cual significa no sólo la acu­
m ulación de bienes para fines no relacionados con la supervivencia biológica, si­
no la posibilidad de lograrla a través de la incorporación de am bientes naturales
cada vez m ás apartados de la com unidad local.
Es cierto que en térm inos estrictam ente ecológicos, referidos a la base territo­
rial de la sociedad, el advenim iento de la Revolución A grícola representó sin du­
da la más grande agresión que el ser humano jam ás haya sido capaz de infligirle
a la naturaleza (excepto las arm as nucleares, por supuesto). L a práctica agrícola
y ganadera, al prom over la especialización de la flora y de la fauna, contravino
las leyes más fundam entales del funcionam iento de los ecosistem as, tales com o
las de diversidad, de residencia, de capacidad de adaptación, de capacidad de so­
porte y de equilibrio. C om o si lo anterior fuera poco, a la Revolución A grícola le
siguieron procesos de profundización de las agresiones antrópicas, los cuales han
culm inado con la R evolución Industrial del siglo pasado y la Revolución de la In­
form ática de décadas recientes. Pese a ello, nadie estaría políticam ente dispuesto
-o suficientem ente insano, conform e sea el caso- para sugerir que los procesos
iniciados por la R evolución A grícola podrían (¡o debieran!) ser revertidos. No se
puede siquiera im aginar una com unidad civilizada sin que hubiera ocurrido esa
evolución en la ocupación del planeta, pero hay que asum ir plenam ente las con­
secuencias de ello. C om o advirtió con m ucha propiedad M argaret M ead (1970),
debem os considerar “los m odos de vida de nuestros antepasados com o una situa­
ción a la cual jam ás serem os capaces de retornar; pero podem os rescatar esa sa­
biduría original de un m odo que nos perm ita com prender m ejor lo que está suce­
diendo hoy día, cuando una generación casi inocente de un sentido de historia tie­
ne que aprender a convivir con un futuro incierto, un futuro para el cual no ha si­
do educada” .
D os aspectos m erecen destacarse respecto de la transición ecológica. Por una
parte, hay que anotar la velocidad y la m agnitud de las transform aciones. Si en­
tre la R evolución A grícola y la R evolución Industrial transcurrieron centenares de
siglos y se invirtió la proporción entre productos de origen natural y m odificado,
entre ésta y la R evolución de la Inform ática no alcanzó a mediar un siglo, y pa­
saron a predom inar los insum os de conocim iento. Entre las m últiples consecuen­
cias de esos procesos cabe recordar que los tiem pos de respuesta de los sistemas
naturales son bastante m ás lentos que el ritm o de las transform aciones señaladas.
Por otro lado, la dirección y el contenido de los cam bios son igualm ente re­
volucionarios. Entre las diversas características de la transición ecológica, corres­
ponde poner en relieve los com ponentes tecnológicos y ecológicos de la transi­
ción. Las expresiones tecnológicas del “gran ciclo” que em pezó hace nueve mil
años revelan que, pese a la creciente sofisticación tecnológica de las sucesivas ci­
vilizaciones, utilizam os cantidades cada vez más ingentes de energía, y con nive­
les igualm ente form idables de ineficiencia (es decir, con más entropía). Más so­
brio todavía para la sustentabilidad de la especie en el planeta es darse cuenta del
com ponente ecológico de la transición. En prim er lugar, la Revolución Agrícola,
al sentar las bases para el prim er ordenam iento territorial strictu sensu, permitió
que las poblaciones pasasen a depender cada vez m enos del entorno inm ediato
para su supervivencia, lo cual dio lugar al establecim iento de patrones de consu­
mo que favorecieron, entre otros, a las aglom eraciones humanas, luego villas,
luego ciudades, luego m egalopolis. En segundo lugar, ha sido posible para los se­
res hum anos, gracias a la generación de excedentes, adoptar patrones de consu­
mo y acum ular bienes cada día menos relacionados con su supervivencia bioló­
gica. Tercero, y com o resultado de esas dos dinám icas, la sociedad en su conjun­
to pudo independizarse cada vez más del m edio am biente cercano, logrando per­
petuar patrones de consum o que, aunque pudiesen ser insustentabies en el largo
plazo, podrían m antenerse, en el corto plazo, m ediante la incorporación de am ­
bientes (territorios) foráneos y/o apartados de la com unidad local -por interm edio
de la guerra, del com ercio o de la tecnología.
La evolución descrita conduce a la revelación de que lo que determ ina en d e­
finitiva la calidad de vida de una población y, por ende, su sustentabilidad, no es
únicam ente su entorno natural sino la tram a ele relaciones entre cinco com ponen­
tes que configuran un determ inado m odelo de ocupación del territorio y que con­
figuran el PO ETA de su sustentabilidad. H aciendo uso de una im agen sugerida
inicialm ente por O tis D uncan (1961), se puede proponer que la sustentabilidad de
una com unidad depende de las interrelaciones entre:
Población (tam año, com posición, densidad, dinám ica dem ográfica);
O rganización social (patrones de producción, estratificación social, patrón de
resolución de conflictos);
E ntorno (m edio am biente físico y construido, procesos am bientales, recursos
naturales);
T ecnología (innovación, progreso técnico, uso de energía);
A spiraciones sociales (patrones de consum o, valores, cultura).
La malla que contiene la ecuación del POETA perm ite entender, por ejem plo,
por qué un país com o Japón debiera estar en el ranking de los más pobres del pla­
neta desde la perspectiva estrictam ente ambiental y demográfica. En efecto, Japón
posee una altísim a densidad dem ográfica para su territorio y éste es extrem adam en­
te pobre en recursos naturales y en fuentes tradicionales de energía. Pese a ello, Ja­
pón se ubica entre los países más desarrollados del mundo gracias, principalmente,
a su organización social y tejido tecnológico. Se podría especular con que el tipo de
organización social japonesa, con altos niveles de hom ogeneidad social, y las ca­
racterísticas de las aspiraciones sociales de sus habitantes, con altos com ponentes
de equidad, explican en buena m edida la “necesidad” histórica de la sociedad jap o ­
nesa de alcanzar niveles elevados de eficiencia energética y de creciente contenido
de progreso técnico en sus patrones de producción, para poder satisfacer de ese mo­
do las necesidades de consum o de su población. Dicho de otra forma, el patrón de
consum o japonés responde a, y a la vez determina, la existencia de un patrón de
producción que esté acorde con las aspiraciones sociales de los japoneses y se adap­
te a (m ás bien, supere) sus limitaciones ambientales y territoriales. Es la perfecta
convergencia entre producción y consum o lo que otorga sustentabilidad a Japón; y
es la posibilidad de incorporación de territorios muy apartados del suyo lo que le
confiere un signo de sustentabilidad aparentem ente dura a un estilo de desarrollo
que, de otra form a, sería extrem adam ente débil y frágil (véase, sobre ese aspecto,
Pearce y A tkinson, 1993; para una visión crítica, véase M artínez-Allier, 1995).
C om o vim os anteriorm ente, el patrón histórico de inserción de las econom ías
periféricas en el sistem a capitalista acrecienta una dificultad extra para la sustentabilidad en el m undo en desarrollo. H istóricam ente, tales países se han inserta­
do en la econom ía m undial com o exportadores de productos prim arios y de re­
cursos naturales. Fuertem ente dependientes de im portaciones de productos indus­
trializados, la dem anda, o mejor dicho, el patrón de consum o en los países peri­
féricos es un sim ple reflejo del consum o de las élites de los países industrializa­
dos. Sobre la base de esta (de)fonnación de la dem anda, im itativa de la élite y sin
relación alguna con las necesidades básicas de las poblaciones locales, el sistem a
económ ico procede a la form ación de capital, en la m ayoría de los casos, ingre­
sos por exportaciones o por endeudam iento externo (el ahorro interno es insufi­
ciente). El progreso técnico, verdadero m otor del crecim iento autónom o, es im ­
portado en los países dependientes com o un paquete cerrado, sin d ar lugar a un
genuino proceso de innovación tecnológica nacional.
B rasil constituye un ejem plo paradigm ático de lo que acaba de decirse. C om o
es de conocim iento de todos, el país es uno de los cam peones m undiales de cre­
cim iento económ ico, con tasas anuales muy cercanas al 10% y que sólo son su­
peradas, en los últim os cien años, por las de Japón. N o debiera sorprender, .sobre
ese aspecto, que los indicadores socioeconóm icos de Brasil, que sólo superaban
los de H aití en la década del cincuenta, perm itiesen al país disputar hoy un pues­
to en las lop ten de la econom ía mundial. Sin em bargo, al exam inar m ás de cer­
ca el “m ilagro” brasileño de los años setenta, salta a la vista su insustentabilidad
intrínseca. Prácticam ente no hay innovación tecnológica o acum ulación de capi­
tal en bases nacionales como para justificar ese desem peño económ ico. Lo que
persiste es la im portación de un m odelo cerrado que incluye desde el patrón de
producción al patrón de consum o y a la generación de conocim iento, pasando por
el aum ento de exportaciones a cualquier costo y, cuando éstas no son suficientes,
por el endeudam iento externo en sustitución al ahorro interno. E stá de más m en­
cionar aquí las im plicaciones socioam bientales de ese m odelo (véase, entre otros,
G uim araes, 1991 [b]).
La transición ecológica se caracteriza, en resumidas cuentas, por una verdade­
ra revolución en los patrones de producción y de consum o, la cual nos ha vuelto
menos sintonizados con nuestras necesidades biológicas, más alienados respecto
de nosotros m ism os y de nuestros socios en la naturaleza, y más urgidos en el uso
de cantidades crecientes de recursos de poder para garantizar la incorporación (y
destrucción) de am bientes extra-nacionales que perm itan garantizar la satisfacción
de los patrones actuales (insustentables) de consumo. En ese sentido, la sustentabilidad de un determ inado territorio estará dada, en su expresión am biental, por el
nivel de dependencia de éste en relación a ambientes foráneos y, en térm inos so­
cioam bientales, por la distancia entre la satisfacción de las necesidades básicas de
sus habitantes y los patrones de consum o conspicuo de las élites. Podríam os inclu­
so afirmar, com o lo han sugerido Guimaraes y M aia (1997), que la “piedra filoso-
ta l” de la sustentabilidad descansa precisam ente sobre los patrones de producción
y de consum o, los cuales determinan cómo una sociedad incorpora la naturaleza,
otorgándole (o no) sustentabilidad a su sistema socioeconóm ico.
La susteiiíabilidad como un nuevo paradigm a de desarrollo
Pese a que la verdadera transición ecológica em pezó hace más de nueve mil
años, y que la ecopolítica ha estado con nosotros desde los albores del tiempo, só­
lo hace muy poco hemos despertado a los desafíos de la sustentabilidad -al fin y
al cabo, si “antes de todo era el caos” (no confundir con una referencia bíblica a la
existencia de econom istas antes mismo de la creación... puntualizam os apenas la
extrem a entropía que caracterizó al Big Bang), tam bién es un hecho que Adán y
Eva fueron expulsados del Edén a raíz de un acto ostensiblem ente eco ló g ico ... La
noción m oderna de desarrollo sustentable tiene su origen en el debate iniciado en
1972 en E stocolm o y consolidado veinte años más tarde en Rio de Janeiro. Pese a
la variedad de interpretaciones existentes en la literatura y en el discurso político,
se ha adoptado internacionalm ente la definición sugerida por la C om isión M undial
sobre M edio A m biente y Desarrollo, presidida por la entonces Prim era M inistra de
N oruega, G ro Brundtland (1987). El desarrollo sustentable es aquel que satisface
las necesidades de las generaciones presentes, sin com prom eter la capacidad de las
generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades.
A firm ar que los seres humanos constituyen el centro y la razón de ser del pro­
ceso de desarrollo im plica abogar por un nuevo estilo de desarrollo que sea amb ientalm ente sustentable en el acceso y uso de los recursos naturales y en la pre­
servación de la biodiversidad; que sea socialm ente sustentable en la reducción de
la pobreza, y de las desigualdades sociales y que prom ueva la ju sticia y la equi­
dad; que sea culturalm ente sustentable en la conservación del sistem a de valores,
prácticas y sím bolos de identidad que, pese a su evolución y reactualización per­
m anente, determ inan la integración nacional a través de los tiem pos; y que sea
políticam ente sustentable al profundizar la dem ocracia y garantizar el acceso y la
participación de todos en la tom a de decisiones públicas. Este nuevo estilo de de­
sarrollo tiene com o norte una nueva ética del desarrollo, una ética en la cual los
objetivos económ icos del progreso estén subordinados a las leyes de funciona­
m iento de los sistem as naturales y a los criterios de respeto a la dignidad hum a­
na y de m ejoría de la calidad de vida de las personas.
T ratem os de desm enuzar aunque sea som eram ente la definición enunciada,
con el objeto de dejar en claro los com ponentes básicos del nuevo paradigm a de
desarrollo y de vislum brar, de ese modo, sus im plicaciones para la form ulación
de políticas públicas. Desde luego, la interpretación introducida recién se refiere
a un p aradigm a de desarrollo y no de crecim iento. E llo por dos razones funda­
m entales. En prim er lugar, por establecer un límite ecológico inter-tem pora! muy
claro al proceso de crecim iento económ ico. C ontrarrestando la noción com ún­
mente aceptada de que no se puede acceder al desarrollo sustentable sin creci­
miento -tram pa conceptual que no logró evadir ni siquiera el propio Infoim e
B rundtland (véase, por ejem plo, G oodland et al. 1992)- el paradigm a de la sustentabilidad parte de la base de que el crecim iento, definido m ayorm ente como
increm ento m onetario del producto y tal com o lo hem os estado experim entando,
constituye un com ponente intrínseco de la //¡sustentabilidad del estilo actual. Por
otro lado, el nuevo paradigm a pone de relieve que para que exista el desarrollo
son necesarios, más que la sim ple acum ulación de bienes y de servicios, cambios
cualitativos en la calidad de vida y en la felicidad de las personas, aspectos que,
más que las dim ensiones m ercantiles del m ercado, incluyen dim ensiones socia­
les, culturales, estéticas y de satisfacción de necesidades m ateriales y espiritua­
les. Se justifica reproducir el pensam iento de H erm án D aly al respecto:
“Las afirm aciones de lo im posible son el fundam ento mismo de la ciencia.
Es im posible viajar a m ás velocidad que la de la luz, crear o destruir m ate­
ria-energía, construir una m áquina de m ovim iento perpetuo, etc. R espetan­
do los teorem as de lo im posible evitam os perder recursos en proyectos des­
tinados al fracaso. Por eso los econom istas deberían sentir un gran interés
hacia los teorem as de lo im posible, especialm ente ei que ha de dem ostrar­
se aquí, que es im posible que la econom ía del mundo crezca liberándose de
la pobreza y de la degradación am biental. D icho de otro modo, el creci­
m iento sostenible es im posible. En sus dim ensiones físicas, la econom ía es
un subsistem a abierto del ecosistem a terrestre que es finito, no creciente y
m aterialm ente cerrado. C uando el subsistem a económ ico crece, incorpora
una proporción cada vez m ayor del ecosistem a total, teniendo su límite en
el ciento por ciento, si no antes. Por tanto, su crecim iento no es sostenible.
El térm ino ‘crecim iento sostenible’ aplicado a la econom ía, es un mal oxytnorotr, autocontradictorio com o prosa y nada evocador com o poesía”
(1991: 47).
En segundo lugar, por añadidura a lo que se acaba de afirmar, la sustentabili­
dad del proceso de desarrollo sólo estará dada en la m edida en que se logre pre­
servar la integridad de los procesos naturales que garantizan los flujos de energía
y de m ateriales en ia biosfera y, a la vez, se preserve la biodiversidad del plane­
ta. E ste últim o aspecto es de sum a im portancia porque significa que, para que sea
sustentable, ei desarrollo tiene que transitar del actual antropocentrism o al biopluraiism o, otorgando a las dem ás especies el m ism o derecho “ontológico” a la
vida, lo cual, dicho se^ de paso, no contradice el carácter antropocéntrico del cre­
cim iento económ ico al que se hizo alusión anteriorm ente, sino que lo amplifica.
En resum idas cuentas, la sustentabilidad ecoam biental del desarrollo se refiere
tanto a la base íi.áca del proceso de crecim iento, objetivando la conservación de
la dotación de recursos naturales incorporada a las actividades productivas, como
a la capacidad de sustento de los ecosistem as, es decir, la m anutención del poten­
cial de la naturaleza para absorber y recom ponerse de las agresiones antrópicas y
de los desechos de las actividades productivas.
Pero no basta conque el desarrollo prom ueva cam bios cualitativos en el bie­
nestar hum ano y garantice la integridad ecosistém ica del planeta para que sea
considerado sustentable. N unca estará de más recordar que “en situaciones de ex ­
trem a pobreza el ser hum ano em pobrecido, m arginalizado o excluido de la socie­
dad y de la econom ía nacional no posee ningún com prom iso para evitar la degra­
dación am biental, si es que la sociedad no logra im pedir su propio deterioro co­
mo persona” (G uim araes, 1991 [b]: 24). A sim ism o, tal com o hizo ver muy atina­
dam ente C laudia Tom adoni (1997), “en situaciones de extrem a opulencia, el ser
hum ano enriquecido, ‘gen trificad o ’ y, por tanto, incluido y tam bién ‘g ethificado’
en la sociedad y en la econom ía, tam poco posee un com prom iso con la sustentabilidad” . Ello porque la inserción privilegiada de éstos en el proceso de acum ula­
ción, y por ende en el acceso y uso de los recursos y servicios de la naturaleza,
les perm ite transferir los costos sociales y am bientales de la /«sustentabilidad a
los sectores subordinados o excluidos. Ello im plica, especialm ente en los países
periféricos, con graves problem as de pobreza, desigualdad y exclusión, que los
fundam entos sociales de la sustentabilidad suponen postular com o criterios bási­
cos de política pública los de la ju sticia distributiva, para el caso de bienes y de
servicios, y los de la universalización de cobertura, para las políticas globales de
educación, salud, vivienda y seguridad social. Lo m ism o se aplica, en aras de la
sustentabilidad social, a los criterios de igualdad de género, reconociéndose co ­
mo un valor en sí m ism o, y por tanto por encim a de consideraciones económ icas,
la incorporación plena de la m ujer en la ciudadanía económ ica (m ercado), políti­
ca (voto) y social (bienestar).
En cuarto lugar, el nuevo paradigm a postula tam bién la preservación de la d i­
versidad en su sentido m ás am plio -la socíodiversidad adem ás de la ¿úodiversidad-, es decir, el m antenim iento del sistem a de valores, prácticas y sím bolos de
identidad que perm iten la reproducción del tejido social y garantizan la integra­
ción nacional a través de los tiem pos. Ello incluye, desde luego, la prom oción de
los derechos constitucionales de las m inorías y la incorporación de éstas en polí­
ticas concretas tales com o las de educación bilingüe, dem arcación y autonom ía
territorial, religiosidad, salud com unitaria, etc. A puntan en esa m ism a dirección,
la del com ponente cultural de la sustentabilidad, las propuestas de introducción
de derechos de conservación agrícola, equivalente a los derechos reconocidos en
relación a la conservación y uso racional del patrim onio biogenètico, en el senti­
do de establecer criterios económ icos de propiedad intelectual para que tanto
“usuarios” com o “detentadores” de biodiversidad com partan sus beneficios,
transform ándolos de esa form a en corresponsables por su conservación. En ver­
dad, un m undo crecientem ente globalizado económ ica y com ercialm ente lleva a
una creciente especialización agrícola en base a especies o varietales de mayor
productividad, con la consecuente pérdida de diversidad. Esto significa que. en
pos de la sustentabilidad cultural de los sistem as de producción agrícola, hay que
aplicar criterios extra-m ercado para que éste incorpore las "extern alid ad es” de los
sistem as de producción de baja productividad desde la óptica de los criterios eco­
nómicos de corto plazo, pero que garantizan la diversidad de especies y varieda­
des agrícolas, y que aseguran, adem ás, la perm anencia en el tiem po de la cultura
que sostiene form as específicas de organización económ ica para la producción.
En quinto lugar, el fundamento político de la sustentabilidad se encuentra estre­
chamente vinculado al proceso de profundización de la democracia y de construcción
de la ciudadanía, y busca garantizar la incorporación plena de las personas al proce­
so de desarrollo. Esta se resume, a nivel micro, en la democratización de la sociedad,
y a nivel macro, en la democratización del estado. El primer objetivo supone el for­
talecimiento de las organizaciones sociales y comunitarias, la redistribución de acti­
vos y de información hacia los sectores subordinados, el incremento de la capacidad
de análisis de sus organizaciones, y la capacitación para la tom a de decisiones; mien­
tras que el segundo se logra a través de la apertura del aparato estatal al control ciu­
dadano, la reactualización de los partidos políticos y de los procesos electorales, y la
incorporación del concepto de responsabilidad política en la actividad pública. Am­
bos procesos constituyen desafíos netamente políticos, los cuales sólo podrán ser en­
frentados a través de la construcción de alianzas entre diferentes grupos sociales, de
modo de proveer la base de sustentación y de consenso para el cambio de estilo.
Privilegiar, en la dim ensión política de la sustentabilidad, la dem ocratización
del estado por sobre la dem ocratización del m ercado, se debe m ás que a una m o­
tivación ideológica, a una constatación pragm ática. La verdad es que el estado si­
gue ofreciendo una contribución al desarrollo capitalista que es, a la vez, única,
necesaria e indispensable. U nica porque transciende la lógica del m ercado m e­
diante la salvaguardia de valores y prácticas de justicia social y de equidad, e in­
corpora la defensa de los llamados derechos difusos de la ciudadanía; necesaria
porque la propia lógica de la acum ulación capitalista requiere de la oferta de “ bie­
nes com unes” que no pueden ser producidos por actores com petitivos en el m er­
cado; e indispensable porque se dirige a las generaciones futuras y trata de aspec­
tos y procesos caracterizados por ser no-sustituibles o por la im posibilidad de su
incorporación crem atística al mercado.
Es más: tom ando en cuenta las distancias económ icas y sociales entre los di­
versos sectores de la sociedad, con sus secuelas de polarización, desconfianza y
resentim iento, el estado sigue representando, aunque con serios problem as de le­
gitim idad, com o un actor privilegiado para ordenar la pugna de intereses y orien­
tar el proceso de desarrollo, y para que se pueda, en definitiva, forjar un pacto so­
cial que ofrezca sustento a las alternativas de solución de la crisis de sustentabi­
lidad. C onviene recordar que las dificultades provocadas por situaciones extre­
mas de desigualdad social y de degradación am biental no pueden ser definidas
como problem as individuales, constituyendo de hecho problem as sociales, colec­
tivos. No se trata sim plem ente de garantizar el acceso, vía el m ercado, a la edu­
cación, a la vivienda, a la salud, o a un am biente libre de contam inación, sino de
recuperar prácticas colectivas (solidarias) de satisfacción de estas necesidades
No se puede dejar de destacar, a ese respecto, que “acorralado” o habiendo so­
brevivido a su casi “extinción” en manos de los apóstoles del neoliberalism o (cf.
G uim araes, 1990[a] y 1996, respectivam ente), el estado se presenta sin duda “ he­
rido de m uerte” . Su principal am enaza proviene del entorno externo. La internacionalización de los m ercados, de la propia producción, y de los m odelos cultu­
rales, pone en entredicho la capacidad de los estados para m antener la unidad e
identidad nacional, provocando la fragm entación de su poder m onopolista para
m anejar las relaciones externas de la sociedad, y fortaleciendo los vínculos trans­
nacionales entre segm entos dom inantes de la sociedad. De persistir la tendencia
verificada en la década pasada, cuando el estado asum ió m uchos de estos víncu­
los (por ejem plo, la negociación de la deuda externa privada), existiría el riesgo
de tornar las políticas llevadas a cabo por el estado en nada m ás que la am bulan­
cia que recoge los heridos y desechables de una globalización neoconservadora,
en un contexto en el cual gran parte de las decisiones que son fundam entales pa­
ra un país y para la cohesión social se toman fuera de su territorio y m ediante ac­
tores totalm ente ajenos a su realidad económica.
Por últim o, lo que une y le da sentido a esta comprensión específica de la sustentabilidad es la necesidad de una nueva ética del desarrollo. Adem ás de im portan­
tes elem entos morales, estéticos y espirituales, esta concepción guarda relación con
al m enos dos fundam entos de la justicia social: la justicia productiva y Injusticia
distributiva. L a primera se dirige a garantizar las condiciones que perm iten la exis­
tencia de igualdad de oportunidades para que las personas participen en el sistem a
económ ico, la posibilidad real por parte de éstas para satisfacer sus necesidades b á­
sicas, y la existencia de una percepción generalizada de justicia y de tratam iento
acorde con su dignidad y con sus derechos com o seres humanos. La ética en cuan­
to m aterialización a través de Injusticia distributiva se orienta a garantizar que ca­
da individuo reciba los beneficios del desarrollo conform e a sus méritos, sus nece­
sidades, sus posibilidades y las de los demás individuos (Wilson, 1992).
T ener m ayor claridad respecto del significado del nuevo paradigm a, si bien
contribuye a superar las am bigüedades del discurso sobre desarrollo sustentable,
todavía abre nuevos interrogantes. Entre otros, hay que plantearse el rol de los ac­
tores sociales, para poder así distinguir los actores de la sustentabilidad y los ac­
tores cuya orientación de acción o com portam ientos concretos contribuye a p ro ­
fundizar la ínsustentabilidad del actual estilo. Surgen tam bién im portantes inte­
rrogantes sobre cóm o incorporar la lógica de la sustentabilidad en las políticas
públicas o, m ejor dicho, sobre cómo, a partir de la lógica m ism a de las políticas
sectoriales, tornarlas más sustentables.
Actores y criterios de sustentabilidad
N o obstante la im portante evolución del pensam iento mundial respecto de la
crisis del desarrollo que se m anifiesta en el deterioro del medio, el recetario para
la superación de la crisis todavía obedece a la farm acopea neoliberal, y sigue in­
cluyendo los program as de ajuste estructural, de reducción del gasto público, y de
m ayor apertura en relación al com ercio y a las inversiones extranjeras. L a verdad
de los hechos es que, con m ayores o m enores niveles de sofisticación, las alter­
nativas de solución de la crisis suponen cam bios todavía m arginales en las insti­
tuciones y reglas del sistem a económ ico y financiero internacional, m ientras que
la evolución del debate mundial indica la necesidad de im prim ir un cam bio pro­
fundo en nuestra form a de organización social y de interacción con los ciclos de
la naturaleza (véase, por ejem plo, Rich, 1994 y G uim araes, 1992). En resum idas
cuentas, la fuerza que ha cobrado el discurso de la sustentabilidad encierra m úl­
tiples paradojas.
D esde luego, el desarrollo sustentable asum e im portancia en el m om ento m is­
mo en que los centros de poder m undial declaran la falencia del estado com o m o­
tor del desarrollo y proponen su reem plazo por el m ercado, mientras declaran
tam bién la falencia de la planificación. Al revisarse con atención los com ponen­
tes básicos de la sustentabilidad -la m anutención del stock de recursos y de la ca­
lidad am biental para la satisfacción de las necesidades básicas de las generacio­
nes actuales y futuras- se constata, entretanto, que la sustentabilidad del desarro­
llo requiere precisam ente de un m ercado regulado y de un horizonte de largo pla­
zo. E ntre otros m otivos, porque actores y variables com o “generaciones futuras”
o “largo plazo” son extraños al m ercado, cuyas señales responden a la asignación
óptim a de recursos en el corto plazo. Lo m ism o se aplica, con m ayor razón, al ti­
po específico de escasez actual. Si la escasez de recursos naturales puede, aunque
im perfectam ente, ser afrontada en el. m ercado, elem entos com o el equilibrio cli­
m ático, la capa de ozono, la biodiversidad o la capacidad de recuperación del eco­
sistem a trascienden a la acción del m ercado.
Por otra parte, y en cierta m edida fortaleciendo lo que se afirmó recién, es en
verdad im presionante, por no decir contradictoria desde el puntó de vista socio­
lógico, la unanim idad respecto de las propuestas en favor de la sustentabilidad.
R esulta im posible encontrar un solo actor social de im portancia en contra del de­
sarrollo sustentable. Si no fuera ya suficiente con el sentido común respecto del
vacío que suele acom pañar a los consensos sociales absolutos, el pensam iento
m ism o sobre el desarrollo, com o así tam bién la propia historia de las luchas so­
ciales, que lo ponen en m ovim iento, evoluciona en base a la pugna entre actores
cuya orientación de acción oscila entre la disparidad y el antagonism o. Es así, por
ejem plo, que la industrialización se ha contrapuesto, durante largo tiempo, a los
intereses del agro, desplazando el eje de la acum ulación del cam po a la ciudad,
del m ism o m odo en que el avance de los estratos de trabajadores urbanos provo­
có efectos negativos para la m asa cam pesina. No se trata de sugerir aquí una vi­
sión de la historia en que los antagonism os entre clases o estratos sociales se cris­
talicen a través del tiem po. De hecho, el capital agrícola se ha vinculado cada vez
más fuertem ente al capital industrial, m ientras que el cam pesino se ha ido trans­
form ando gradualm ente en trabajador rural, con pautas de conducta sem ejantes a
las de su contraparte urbana. A sí y todo, hay que plantearse la pregunta: ¿cuáles
son los actores sociales prom otores del desarrollo sustentable? No es de esperar
que sean los m ism os que constituyen la base social del estilo actual, los cuales
tienen, por supuesto, m ucho que perder y m uy poco que ganar con el cam bio.
R esulta inevitable sugerir, principalm ente para los países periféricos, que el
paradigm a del desarrollo sustentable sólo se transform ará en una propuesta alter­
nativa de política pública en la m edida en que sea posible distinguir sus com po­
nentes reales, es decir, sus contenidos sectoriales, económ icos, am bientales y so­
ciales. N o cabe duda, por ejem plo, que uno de los pilares del estilo actual es pre­
cisam ente la industria autom otriz, con sus secuelas de congestión urbana, quem a
de com bustibles fósiles, etc. A hora bien, lo que podría ser considerado sustentable para los em presarios (por ejem plo, vehículos m ás económ icos y dotados de
convertidores catalíticos) no necesariam ente lo sería desde el punto de vista de la
sociedad (por ejem plo, transporte público eficiente). L o m ism o ocurre en relación
a los recursos naturales. Para el sector productor de muebles o exportador de m a­
deras, podría ser considerada sustentable la explotación forestal que prom ueva la
sustitución de la cobertura natural por especies hom ogéneas, puesto que el m er­
cado responde a, e incentiva, la com petitividad individual fundada en la rentabi­
lidad óptim a de los recursos. M ientras, para el país, puede que sea sustentable
precisam ente la preservación de estos m ism os recursos forestales, garantizando
su diversidad para investigaciones genéticas, para la m anutención cultural de po­
blaciones autóctonas, etc., otorgándose de paso una m enor rentabilidad a la ex­
portación de m aderas o m ueblería.
U na aproxim ación m ás bien lógico-form al al interrogante de los “actores” de­
trás de una estrategia de desarrollo sustentable sería la de utilizar los propios fun­
dam entos económ icos del proceso productivo: capital, trabajo y recursos natura­
les. H istóricam ente, dos de éstos, capital y trabajo, han gozado de una base social
directam ente vinculada a su evolución, es decir, “portadora” de los intereses es­
pecíficos a tales factores. Así, la acum ulación de capital financiero, com ercial o
industrial pudo nutrirse y a su vez sostener el fortalecim iento de una clase capi­
talista, m ientras la incorporación de la naturaleza a través de las relaciones de
producción pudo favorecerse y, a su vez, favoreció la consolidación de una clase
trabajadora. P ara no alargar dem asiado el argum ento, basta con recordar que el
desarrollo de las luchas sociales se ha dado, en térm inos históricos, a través de la
pugna entre socialism o y capitalism o, aún cuando algunos autores confundan el
agotam iento del autoritarism o y la victoria de la dem ocracia con el “fin de la his­
toria” de las luchas sociales. El dilem a actual de la sustentabilidad se resum iría,
por consiguiente, en la inexistencia de un actor cuya razón de ser social fuesen
los recursos naturales, fundam ento al menos de la sustentabilidad ecológica y am ­
biental del desarrollo. E sto se vuelve aún más com plejo al considerar que, en lo
que se dice en relación con el capital y el trabajo, sus respectivos actores deten­
tan la propiedad de los respectivos factores, m ientras la propiedad de algunos de
los recursos naturales y de la mayoría de los procesos ecológicos es, por lo me­
nos en teoría, pública.
En resum en, podría decirse que convivim os todavía con dos realidades con­
trapuestas. Por un lado, todos los actores parecen concordar en que el estilo ac­
tual se ha agotado y es decididam ente insustentable, no sólo desde el punto de
vista económ ico y am biental, sino principalm ente en lo que se refiere a la ju s ti­
cia social. Por el otro, no se adoptan las medidas indispensables para la transfor­
mación de las instituciones económ icas, sociales y políticas que dieron sustento
al estilo vigente. C uando mucho, se hace uso de la noción de sustentabilidad pa­
ra introducir lo que equivaldría a una restricción am biental en el proceso de acu­
m ulación, sin afrontar todavía los procesos institucionales y políticos que regulan
la propiedad, control, acceso y uso de los recursos naturales y de los servicios am ­
bientales. Tam poco se hacen evidentes las acciones indispensables para cam biar
los patrones de consum o en los países industrializados, los cuales, com o es sabi­
do, determ inan la internacionalización del estilo. H asta el m om ento, lo que se ve
son transform aciones sólo cosm éticas, tendientes a “enverdecer” el estilo actual,
sin de hecho propiciar los cambios a que se habían com prom etido los gobiernos
representados en Rio. Un fenóm eno por lo dem ás conocido por sociólogos y politólogos, que lo clasifican como de conservadurism o dinám ico (véase, por ejem ­
plo, Schon, 1973). A ntes que una teoría conspirad va de grupos o estratos socia­
les, se trata sim plem ente de la tendencia inercial del sistem a social para resistir ai
cam bio, prom oviendo la aceptación del discurso transform ador precisam ente pa­
ra garantizar que nada cam bie, en una suerte de “gatopardism o” posm oderno.
A doptando una postura quizás más optim ista respecto de la capacidad de la
élite y de los llam ados “poderes fácticos” para adaptarse a fuentes de cuestionamiento de su poder (el aludido conservadurism o dinám ico), podríam os sugerir
que antes del resultado de una conspiración deliberada de los grupos que m ás se
benefician del actual estilo, el desarrollo sustentable está padeciendo de una pa­
tología com ún a cualquier propuesta de transform ación de la sociedad dem asia­
do cargada de significado y sim bolism o. En otras palabras, por detrás de tanta
unanim idad yacen actores reales que com ulgan visiones bastante particulares de
la sustentabilidad. T om em os una ilustración por lo dem ás m uy cercana al corazón
de los proponentes de la sustentabilidad: la A m azonia (véase al respecto G uim araes, 1997[b]).
Lo sugerido recién perm itiría entender, por ejem plo, por qué un em presario
maderero puede discurrir sobre la necesidad de un “m anejo sustentable” del bos­
que am azónico y estar refiriéndose preferentem ente a la sustitución de la cober­
tura natural por especies hom ogéneas, o sea, para garantizar la “sustentabilidad”
de las tasas de retorno de la inversión en actividades de extracción de madera.
M ientras, un dirigente de una entidad preseivacionista defiende con igual ardor
m edios para precisam ente prohibir cualquier tipo de exploración económ ica y
hasta de presencia hum ana en extensas áreas de bosque prim ario, es decir, para
g arantizar la “ sustentabilidad” de la biodiversidad natural (algunos más cínicos
dirían que no debiera perm itirse siquiera la presencia de m o n o s... ¡en una de esas
se produce la evolución y se transform an en hum anos!). Todo lo anterior podría
estar sucediendo m ientras un dirigente sindical está razonando, con igual énfasis
y sinceridad de propósitos que el em presario y el preservacionista, en favor de ac­
tividades de extracción vegetal de la A m azonia com o un m edio para garantizar la
“sustentabilidad” socioeconóm ica de su com unidad (por ejem plo, las llam adas
“reservas extractivistas” que se hicieron fam osas m undialm ente gracias a la lucha
de C hico M endes en Brasil). Por último, en algún lugar cercano en donde los tres
actores anteriorm ente citados se encuentran arengando a la gente, quizás en la
m ism a reunión, podem os encontrar a un indigenista explayándose sobre la im ­
portancia de la A m azonia para la “sustentabilidad” cultural de prácticas, valores
y rituales que otorgan sentido e identidad a la diversidad de etnias indígenas.
En resum en, el em presario puede fundam entar sus posiciones en favor del de­
sarrollo sustentable de la A m azonia en im ágenes del bosque com o una despensa,
el preservacionista com o un laboratorio, el sindicalista com o un superm ercado y
el indigenista com o un museo. Para tornar las cosas aún más com plicadas, lo cier­
to es que p odas esas im ágenes revelan lecturas y realidades más que legítim as
respecto de lo que significa la sustentabilidad! El desafío que se presenta por tan­
to para el gobierno y la sociedad, para los tom adores de decisión y los actores que
determ inan la agenda pública es, precisam ente, el de garantizar la existencia de
un proceso transparente, inform ado y participativo para el debate y la tom a de de­
cisiones en pos de la sustentabilidad. Ello para que sea posible form ular políticas
de desarrollo que, com o máximo y en términos ideales, prom uevan un m odelo so­
cial y am bientalm ente adecuado de uso de los recursos naturales, tanto para satis­
facer las necesidades básicas y m ejorar la calidad de vida de la población actual
com o para aum entar las oportunidades para que las generaciones futuras mejoren
su propia calidad de vida. C om o mínimo, y a partir de la constatación de que los
intereses sociales son, por definición, diferenciados y m uchas veces contradicto­
rios, el form ular políticas de desarrollo que proyecten un norte para la sociedad
y, en base a esa visión del futuro, logren establecer prioridades y criterios para
ju stificar la selección de una alternativa que satisfaga determ inadas necesidades
de actores específicos, y no otras.
La realidad actual sugiere pues la necesidad de superar enfoques parciales,
hasta cierto punto ingenuos y “naturalistas” acerca de la sustentabilidad. Y susti­
tuirlos por el reconocim iento de que los problem as ecológicos revelan disfuncio­
nes de carácter social y político (los padrones de relación entre seres humanos y
la form a en que está organizada la sociedad en su conjunto), y son el resultado de
distorsiones estructurales en el funcionam iento de la econom ía (los padrones de
consum o de la sociedad y la form a en que ésta se organiza para satisfacerlos). P a­
reciera oportuno, por consiguiente, delinear algunos criterios operacionales de
sustentabilidad de acuerdo con la definición sugerida. Tal procedim iento da lugar
a la preparación para el aterrizaje del paradigm a de la sustentabilidad en el reino
concreto de las políticas públicas, lo que perm ite, adicional mente, diferenciar ac­
tores e intereses de un modo más preciso. Por lim itaciones de espacio, la presen­
tación estará lim itada a la enunciación no exhaustiva de criterios aplicables ex­
clusivam ente a las dim ensiones ecológicas y am bientales de la sustentabilidad
(para otras dim ensiones véase, por ejem plo. G uim aráes, 1997[a]).
La sustentabilidad ecológica del desarrollo se refiere a la base física del pro­
ceso de crecim iento y objetiva la conservación de la dotación de recursos natura­
les incorporada a las actividades productivas. H aciendo uso de la propuesta ini­
cial de D aly (1990, véase tam bién Daly y Townsend, 1993), se pueden identificar
por lo m enos dos criterios para su operacionalización a través de las políticas pú­
blicas. Para el caso de los recursos naturales renovables, la tasa de utilización de­
biera ser equivalente a la tasa de recom posición del recurso. Para los recursos na­
turales no renovables, la tasa de utilización debe equivaler a la tasa de sustitución
del recurso en el proceso productivo, por el período de tiem po previsto para su
agotam iento (m edido por las reservas actuales y por la tasa de utilización). To­
m ándose en cuenta que su propio carácter de “no renovable” impide un uso inde­
finidam ente sustentable, hay que lim itar el ritm o de utilización de! recurso al pe­
ríodo estim ado para la aparición de nuevos sustitutos. Esto requiere, entre otros
aspectos, que las inversiones realizadas para la explotación de recursos naturales
no renovables, a fin de resultar sustentables, deben ser proporcionales a las inver­
siones asignadas para la búsqueda de sustitutos, en particular las inversiones en
ciencia y tecnología.
La sustentabilidad am biental se refiere a la relación con la manutención de la
capacidad de carga de los ecosistem as, es decir, a la capacidad de la naturaleza
para absorber y recom ponerse de las agresiones antrópicas. Haciendo uso del
mismo razonam iento anterior, el de ilustrar form as de operacionalización de con­
cepto, dos criterios aparecen com o obvios. En prim er lugar, las tasas de emisión
de desechos corno resultado de la actividad económ ica deben equivaler a las ta­
sas de regeneración, las cuales son determ inadas por la capacidad de recupera­
ción del ecosistem a. A título de ilustración, el alcantarillado doméstico de una
ciudad de 100 mil habitantes produce efectos dram áticam ente distintos si es lan­
zado en form a dispersa a un cuerpo de agua com o el A m azonas, que si fuera des­
viado hacia una laguna o un estero. Si en el prim er caso el sum idero podría ser
objeto de tratam iento sólo prim ario, y contribuiría com o nutriente para la vida
acuática, en el segundo caso ello provocaría graves perturbaciones, y habría que
som eterlo a sistem as de tratam iento más com plejos y onerosos. Un segundo cri­
terio de sustentabilidad am biental sería la reconversión industrial con énfasis en
la reducción de la entropía, es decir, privilegiando la conservación de energía y el
uso de fuentes renovables. Lo anterior significa que tanto las “tasas de recom po­
sición” (para los recursos naturales) com o las “tasas de regeneración” (para los
ecosistem as) deben ser tratadas com o “capital natural” . La incapacidad de soste­
nerlas a través del tiem po debe ser tratada, por tanto, com o consum o de capital,
o sea, no sustentable.
Reduccionismo economicista y la ética de 1a sesteetabilidad
Los com entarios introducidos hasta aquí requieren todavía de una reflexión
más general respecto del fundam ento ético que cim ienta el paradigm a de la sus­
tentabilidad, puesto que cuestionan tam bién el econom icism o que contam ina el
pensam iento contem poráneo sobre la globalización y el proceso de desarrollo. La
econom ía necesita, al respecto, rescatar su identidad y sus propósitos iniciales,
sus raíces com o oikonom ia, el estudio del aprovisionam iento del oiko s, o del ho­
gar hum ano, por una feliz coincidencia, la m ism a raíz sem ántica de la ecología.
D esgraciadam ente, con la aceleración de los tiem pos de la m odernidad, la econo­
mía ha dejado de estudiar los m edios para el bienestar hum ano, convirtiéndose en
un fin en sí m ism o. U na ciencia en la cual todo lo que no posea valor m onetario,
todo aquello para lo que no se pueda establecer un precio, carece de valor. Esto
se está convirtiendo en uno de los fetiches más perniciosos de los tiem pos m oder­
nos y m uchos de nosotros lo aceptam os sin siquiera esbozar reacción alguna, pe­
se a las advertencias de econom istas de la estatura del Prem io N obel de E cono­
mía, A m artya Sen (1986, 1989):
“Se asigna un ordenam iento de preferencias a una persona, y cuando es ne­
cesario se supone que este ordenam iento refleja sus intereses, representa su
bienestar, resum e su idea de lo que debiera hacerse y describe sus eleccio­
nes. (...) En efecto, el hom bre puram ente económ ico es casi un retrasado
m ental desde el punto de vista social. L a teoría económ ica se ha ocupado
m ucho de ese tonto racional arrellanado en la com odidad de su ordena­
m iento único de preferencias para todos los propósitos” (1986: 202).
A pesar de nuestra ceguera, una ceguera m uchas veces interesada -cuando
vendem os nuestros valores y nuestra capacidad crítica a cam bio de una cuota ex­
tra de consum ism o y de acum ulación m aterial- la realidad em pírica nos dem ues­
tra que la acum ulación de riqueza, es decir, el crecim iento económ ico, no consti­
tuye y jam ás ha constituido un requisito o precondición para el desarrollo de los
seres hum anos. Es más. Las opciones hum anas de bienestar se proyectan mucho
más allá del bienestar económ ico, puesto que es el uso que una colectividad ha­
ce de su riqueza, y no la riqueza m ism a, el factor decisivo.
Los núm eros nos indican con suficiente claridad que países con niveles equi­
valentes de riqueza económ ica poseen niveles de bienestar radicalm ente distintos.
Si lo anterior no fuera suficiente, bastaría con recordar que las cuatro décadas de
la post-guerra revelan el dinam ism o más im presionante ya registrado por la eco­
nomía m undial y, particularm ente, por las econom ías latinoam ericanas, sin que
esta acum ulación de riqueza haya significado m ucho más que la acum ulación de
la exclusión, de las desigualdades sociales y del deterioro am biental. De hecho,
se ha acrecentado la brecha de equidad en térm inos globales, con la distancia e n ­
tre ricos y pobres saltando de treinta veces en 1960 a sesenta y tres veces en 1990,
y a setenta y nueve veces en 1999, poniendo en tela de ju icio las teorías que p o s­
tulan que el sim ple proceso de crecim iento puede resolver los problem as de inequidad y de injusticia social. Si esa realidad ya había llevado al PN U D a afirm ar
que “nadie debiera estar condenado a una vida breve o m iserable sólo porque na­
ció en la clase equivocada, en el país equivocado o con el sexo equivocado”
(1994:17), en su edición más reciente concluye que “ las nuevas reglas de la globalización -y los actores que las escriben- se orientan a integrar los m ercados g lo ­
bales, descuidando las necesidades de las personas que los m ercados no son c a ­
paces de satisfacer. Este proceso está concentrando poder y m arginando a los p aí­
ses y personas pobres” (2000: 30)
De hecho, no debiera ser necesaria una argum entación en base em pírica para
justificar tal afirm ativa. El propio acercam iento a ese tem a p or parte de algunos
de los “padres” de la econom ía neoclásica deja clara la postura defendida en es­
ta oportunidad. C om o nos recuerda José M anuel N aredo (1998:3), “cuando el tér­
mino ‘desarrollo sostenible’ está sirviendo para m antener en los países industria­
lizados la fe en el crecim iento y haciendo las veces de burladero para escapar a
la problem ática ecológica y a las connotaciones éticas que tal crecim iento conlle­
va, no está de más subrayar el retroceso operado al respecto citando a John Stuart
Mili, en sus P rincipios de Economía Política (1848) que fueron durante largo
tiempo el m anual más acreditado en la enseñanza de los econom istas” . C onviene
reproducir en extenso, por su actualidad, el pensam iento de S tuart M ili, curiosa­
mente, enunciado en la mism a fecha en que salía a la luz pública el M anifiesto
Comunista de Kari M arx y Friedrich Engels:
“No puedo m irar al estado estacionario del capital y la riqueza con el dis­
gusto que por el mismo manifiestan los econom istas de la vieja escuela. Me
inclino a creer que, en conjunto, sería un adelanto m uy considerable sobre
nuestra situación actual. Confirm o que no me gusta el ideal de vida que de­
fienden aquellos que creen que el estado norm al de los seres hum anos es
una lucha incesante por avanzar y que aplastar, dar codazos y pisar los talo­
nes al que va delante, característicos del tipo de sociedad actual, e incluso
que constituyen el género de vida más deseable para la especie hum ana (...)
No veo que haya motivo para congratularse de que personas que son ya más
ricas de lo que nadie necesita ser, hayan doblado sus m edios de consum ir
cosas que producen poco o ningún placer, excepto corno representativos de
riqueza, (...) sólo en los países atrasados del mundo es todavía el aumento
de producción un asunto importante; en los más adelantados lo que se nece­
sita desde el punto de vista económ ico es una mejor distribución. (...) Sin
duda es más deseable que las energías de la hum anidad se em pleen en esta
lucha por la riqueza que en luchas guerreras, (...) hasta que inteligencias más
elevadas consigan educar a las demás para m ejores cosas. M ientras las in­
teligencias sean groseras necesitan estím ulos groseros. Entre tanto debe ex­
cusársenos a los que 110 aceptamos esta etapa muy prim itiva del perfeccio­
nam iento hum ano como el tipo definitivo del m ism o, por ser escépticos con
respecto a la clase de progreso económ ico que excita las congratulaciones
de los políticos ordinarios: el aumento puro y sim ple de la producción y de
la acum ulación” (1899: 641-42).
En síntesis, no tiene sentido intentar refundar una nueva sociedad, desde la
perspectiva de la ética de la sustentabilidad, sobre la base de un m ovim iento de
expansión de m ercados im pulsado por el desarrollo tecnológico. Lo único que
produce el afán del crecim iento ilim itado, basado en la creencia en el desarrollo
tecnológico igualm ente ilimitado, es la alienación de los seres hum anos, convir­
tiéndolos en robots que buscan sin cesar la satisfacción de necesidades cada vez
m enos relacionadas con las necesidades de supervivencia y de crecim iento esp i­
ritual. Pese a que hemos sido llevados a creer ciegam ente que m ientras más nos
transform em os de ciudadanos en consum idores, m ás nos acercarem os a la liber­
tad y a la felicidad, la verdad es que nos tornam os m enos hum anos en el cam ino.
Vienen de inm ediato a la mente las palabras de M arx, escritas desde una po­
sición ideológica opuesta a la de Stuart M ili y cuando la internacionalización del
capitalism o se encontraba todavía gateando. R eflexionando sobre la propiedad
privada y la distinción entre ser y tener, decía Marx: “la propiedad privada nos
ha vuelto tan estúpidos y parciales que un objeto sólo es nuestro cuando lo tene­
mos, cuando existe para nosotros corno capital o cuando directam ente lo com e­
mos, lo bebem os, lo usam os, lo habitamos, etc., en resum en, cuando lo utilizam os
de alguna manera. Así, todos los sentidos físicos e intelectuales han sido reem ­
plazados por la sim ple alienación de todos estos sentidos; cuanto m enos seas y
cuanto m enos expreses tu vida, tanto más tienes y m ás alienada está tu vida (...)
todo lo que el econom ista te quita en la form a de vida y de hum anidad, te lo de­
vuelve en la form a de dinero y riqueza” (M arx, 1975).
En contraste con el ser que tiene pero no es, advirtió Erich From m un siglo
más tarde (1978:34): “el am or [y la solidaridad] no es algo que se pueda tener, si­
no un proceso. (...) Puedo amar, puedo estar enam orado, pero no tengo (...) nada;
de hecho, cuanto menos tenga, más puedo am ar” . C ontrariam ente al precepto m á­
xim o del neoliberalism o “consum o, ergo soy” , con su corolario de “si yo soy con­
sum idor, soy un ciudadano libre” , señalaba From m hace más de dos décadas:
“Tener libertad no significa liberarse de todos los principios guías, sino la liber­
tad para crecer de acuerdo con las leyes de la estructura de la existencia hum a­
na; en cam bio, la libertad en el sentido de no tener im pedim entos, de verse libre
del anhelo de tener cosas y el propio ego, es la condición para amar y ser produc­
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Naturaleza, sociedad e historia en
América Latina
G uillerm o Castro Herrera'
no de los problem as más graves que plantea la crisis por la que atravie­
sa A m érica Latina consiste en la exacerbación de una econom ía de ra­
piña' que propicia un constante increm ento en el ritmo de destrucción a
que se ven som etidos los recursos hum anos y naturales de los que tendrá que de­
pender la región para encontrar salida a sus problem as. E sa situación, por otra
parte, es m enos novedosa de lo que quizás parece a prim era vista: ya en 1990 se
em pezaba a reconocer la presencia de sus m anifestaciones “desde m ucho antes
de la crisis, tanto en las acciones hum anas com o en los fenóm enos naturales”,
aunque por entonces era aún reciente un cam bio en “la percepción y calificación”
de esos “ im pactos negativos del deterioro am biental” (CEPAL, 1992: 21).
U
En el debate asociado a ese cam bio de percepción figura de m anera destaca­
da el problem a planteado por la coincidencia de los procesos de deterioro social
y degradación am biental que caracterizaron la últim a década del siglo XX en
A m érica Latina. E n el prim er caso, por ejem plo, si en 1993 “un im portante au­
m ento en la incidencia de la pobreza” , aunado a “ un deterioro de la distribución
del ingreso” en todos los países de la región, daba lugar a que “casi 200 millones
de personas sólo pueden acceder a los m ínim os necesarios, m ientras 94 millones
de latinoam ericanos sólo cuentan con recursos económ icos para com er lo m íni­
mo indispensable” (R osenthal, 1993)2, en el 2000 se señalaba que no menos de
220 m illones de latinoam ericanos vivían en esa situación (CEPAL, 2000: 1).
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Por lo que toca al m undo natural, a su vez, la dram ática situación de deterio­
ro descrita en m últiples docum entos preparados de cara a la C um bre M undial so­
bre D esarrollo y M edio A m biente realizada en Río de Janeiro en 19923 evolucio­
nó en térm inos m uy sém ejantes. De este m odo, en la edición latinoam ericana del
informe G EO 2000 - P erspectivas del M edio Am biente, elaborado por el P rogra­
ma de las N aciones U nidas para el M edio A m biente (PN U M A ), se sostenía que:
“Las dos causas principales de principales de la degradación am biental en
el m undo son la pobreza persistente de la m ayoría de los habitantes del pla­
neta y el consum o excesivo por parte de la minoría. En los países de A m é­
rica L atina y el Caribe -al igual que en otras regiones sim ilares del m undoexiste un conjunto de presiones socioeconóm icas sim ilares que afectan el
am biente: la pobreza y la desigualdad de ingresos están entre las m ás g ra­
ves” (PN U M A , 2000: 9 )\
La respuesta Usual a las preguntas que resultan de la relación que pueda exis­
tir entre esos procesos consiste, com o sabem os, en afirm ar que la pobreza social
es un im portante factor en el em pobrecim iento del m undo natural. En esa pers­
pectiva, la reducción de la pobreza -especialm ente a través del crecim iento eco­
nómico, com o se lo entiende en las políticas de “ajuste estructural” y reform a del
estado prom ovidas por las instituciones financieras internacionales y ejecutadas
con singular entusiasm o por la m ayoría de los gobiernos de la región-, debería
bastar para preservar a la naturaleza de un deterioro aún mayor. D esde m uy tem ­
prano, sin em bargo, otras opiniones -planteadas desde una perspectiva distinta,
más com plicadas en sus im plicaciones políticas, económ icas y culturales para
nuestras sociedades, y bastante m enos populares entre los gobiernos y los princi­
pales m edios de com unicación de nuestras sociedades- pusieron aquellas certezas
aparentes en cuestión.
Aquí, científicos sociales de trayectorias académ icas y enfoques ideológicos
muy distintos -com o Fernando Tudela en M éxico, y Juan Jované en Panamá, por
ejemplo- coincidieron en que el em pobrecim iento social y el del mundo natural son
el resultado de un mism o conjunto de causas estructurales que han venido operan­
do a lo largo de períodos muy prolongados en la región (Jované, 1992; Tudela,
1991: 14-16). Con ello, los problem as de las que hablam os son el resultado de las
formas en que nuestras sociedades han sido organizadas para cum plir determ inadas
funciones dentro del sistem a mundial realm ente existente, en particular a lo largo
de los últim os ciento cincuenta años5. D esde muy tem prano, pues, pareció eviden­
te que un m ayor crecim iento económ ico -de ocurrir en el marco de esas formas de
organización- no podría garantizar por sí mism o la solución del problem a plantea­
do y, por el contrario, bien podría contribuir a agravarlo aún más.
En este sentido, cuando observam os que en 1991 los diez productos m ás im ­
portantes de exportación de A m érica Latina eran esencialm ente los m ism os que
en 1891 -en cantidades m ucho m ayores, por supuesto, y con precios unitarios ffiu-
cho m enores6-, resalta aún m ás el contraste entre el optim ism o oficial y los reite­
rados fracasos de nuestras tecnoburocracias en sus intentos para dar respuesta a
los crecientes problem as am bientales de nuestra región. La presencia sim ultánea
de aquellas continuidades y estas ineficiencias, adem ás, planteaba la necesidad de
intentar la construcción de una perspectiva de análisis en el estudio de nuestra his­
toria que nos facilitara entender mejor, en su origen y sus tendencias, el severo
deterioro am biental que hacia 1995 llevó al geógrafo Pedro C unill a afirm ar que
el proceso de desarrollo ocurrido en la región entre 1930 y 1990 había desem bo­
cado en “transform aciones geohistóricas que han ocasionado com o secuela am ­
biental el fin de la ilusión colectiva de preservar a L atinoam érica com o un con­
ju n to territorial con extensos espacios virtualm ente vírgenes y recursos naturales
ilim itados” (C unill, 1996: 9)7.
Tareas cumplidas
D e esta m anera, cuando la Facultad de Filosofía y Letras de la U N A M me
aceptó en 1992 en su program a de D octorado en E studios L atinoam ericanos, me
propuse trabajar -a partir de mi propia experiencia en program as de colonización
del bosque tropical húm edo com o funcionario del M inisterio de D esarrollo A gro­
pecuario de Panam á- en la creación de un modelo teórico que pudiera contribuir
al estudio en perspectiva histórica de los problem as am bientales de nuestra re­
gión. Para ello -y sin conocer aún el trabajo de autores com o D onald W orster, R i­
chard W hite, A lfred C rosby y Jam es O ’Connor- acudí a dos fuentes principales.
Por un lado, a algunos aportes latinoam ericanos tem pranos, que esperaban quizás
por una lectura de conjunto8; por otro, a nuestra tradición académ ica, con su én ­
fasis en las nociones de estructura y proceso, y su concepción de los fenóm enos
a estudiar com o expresión de las relaciones que subyacen tras ellos1'.
En esta tradición, como sabemos, ser “objetivo” significa en lo más esencial ser
lógicam ente leal al “objeto de estudio” que ha sido definido com o una “constela­
ción de relaciones” que, por razones culturales, resultan especialm ente significati­
vas para el investigador. Esa “constelación”, a su vez, sólo expresa su verdadera ri­
queza de significado en cuanto se hace explícita su relación con el conjunto de la
“galaxia” de conocim iento pertinente al campo de estudio en el que se trabaja, de
lo que a su vez resulta una tensión característica entre la necesidad de consumir con­
ceptos muy específicos para el estudio, y la de producir resultados abiertos que pue­
dan ser incorporados a visiones de la realidad tan integrales com o sea posible.
D e este m odo, la “constelación” que yo buscaba debía ser establecida en el in­
terior de una “galaxia” en la que lo am biental se definiera por su relación con lo
social, lo económ ico, lo político y lo cultural'“. Esto, a su vez, m e llevó a definir
tres problem as básicos para la creación del m odelo teórico en que deseaba traba­
jar. E sos problem as fueron:
La definición del cam po de relaciones que resultara de la interacción entre las
sociedades latinoam ericanas y el medio natural en el que se desenvuelve su exis­
tencia, hecha en térm inos que facilitaran la identificación de un conjunto de cate­
gorías con las cuales interrogar a un amplio núm ero de fuentes acerca del origen
histórico de los problem as am bientales contem poráneos en la región.
La construcción, con la ayuda de las categorías así identificadas, de un con­
ju n to articulado de preguntas a plantear al cam po de relaciones previam ente de­
finido, cuyas respuestas perm itieran caracterizarlo en sus distintas etapas de de­
sarrollo.
La creación de un esquem a de periodización que facilitara la organización de
esas respuestas tanto en lo relativo a la caracterización de los rasgos básicos de
cada etapa en el desarrollo del campo, como en la identificación de las relaciones
de cam bio y continuidad entre esas etapas a lo largo del tiempo.
Para la definición inicial del cam po de estudio resultó de extraordinaria utili­
dad el concepto de “m edio am biente” elaborado por O svaldo Sunkel en 1980: “el
ám bito biofísico natural y sus sucesivas transform aciones, así com o el despliegue
espacial de las m ism as” (Sunkel, 1980)". E sta perspectiva perm itía concebir a
una historia am biental com o el resultado de la investigación de los procesos de
transform ación artificial de “medio biofísico natural” y sus expresiones en el es­
pacio, que resultaban de estilos de desarrollo sucesivos en una región dada. A par­
tir de allá, se hacía necesario indagar en la identificación de los m edios y tareas
necesarios para el diálogo entre una historia am biental concebida de tal manera,
y otras disciplinas del cam po de las ciencias hum anas. Esto me llevó a distinguir
en la “constelación” a la que había llamado “m edio am biente” tres cam pos de re ­
lación -el m undo natural, la sociedad y la producción- que en su interacción ge­
neraban adem ás un cuarto cam po, el de la cultura, entendida -con A ntonio G ram sci- com o una visión del mundo dotada de una ética acorde a su estructura, enfa­
tizando lo estrecho de los vínculos entre la acción, el pensam iento y las creencias.
La historia am biental em ergió de esa interacción com o parte de la cultura,
dentro de la cual se constituye com o un espacio de diálogo entre las ciencias que
integran los cam pos de lo “hum ano” y lo “natural” , según la vieja división que to­
davía pervive de algún modo entre nosotros. Esa interacción entre lo natural, lo
social y lo productivo, por otra parte, es diferente en sociedades diferentes, tanto
a lo largo del tiem po com ún que todas com parten en la evolución de la especie
hum ana, com o en los “tiem pos” que puedan coexistir dentro de una m ism a era
histórica. En el caso del sistem a m undial que conocem os hoy, por ejem plo, cabría
afirm ar que en sociedades que usualm ente consideram os prim itivas lo natural re­
sulta hegem ónico; en otras, subdesarrolladas pero bien organizadas, predom ina la
esfera de lo social -y lo hace adem ás a niveles muy altos en tiem pos de especial
tensión, corno en el Vietnam del Norte en las décadas de 1960 y 1970, y la C uba
de la década de 1990. Finalm ente, en sociedades com o las de la cuenca del A tlán­
tico N orte (y en Japón), la hegem onía parece corresponder a la esfera de lo tec­
nológico, que im pone su lógica y sus necesidades a las otras dos.
U na interacción así, por supuesto, es por naturaleza conflictiva, y el equilibrio
que resulte de ella es siem pre transitorio y relativo a m últiples factores internos y
externos al m odelo, ya sea al nivel de cada sociedad, o al de las regiones en que
esas sociedades existen. De este m odo, por ejem plo, no existe verdadera contra­
dicción entre el alto nivel de racionalidad en el cam po de la tecnología en las so­
ciedades noratlánticas y la (aparente) irracionalidad de la “econom ía de rapiña”
que perm ite a las regiones periféricas abastecer al centro del sistem a con recursos
naturales y trabajo hum ano abundantes y baratos.
En este sentido, en lo que toca al problem a que nos interesa, cabe preguntar por
qué las esferas de lo natural, lo social, lo económ ico y lo cultural ingresan a un es­
tado particular de (relativo) equilibrio en una sociedad, región o civilización dadas,
cuáles son los límites de ese equilibrio, y cuál es el papel desem peñado por diferen­
tes factores -económ icos, culturales, políticos y naturales- en el proceso. De un mo­
do más preciso, esto suponía hacer referencia a cinco problemas principales:
Los rasgos característicos del m edio biofísico natural en su relación con las
m odalidades de artificialización de que es objeto a lo largo de etapas sucesivas.
Las form as de organización social y del espacio correspondientes a los esti­
los de desarrollo subyacentes tras esas m odalidades de artificialización del medio
natural, y sus correspondientes expresiones en paisajes característicos.
L a racionalidad histórica de esos estilos, definida a partir de los propósitos
que los anim an, y de ios conflictos internos y externos y las m odalidades de ejer­
cicio del poder que sus form as características de organización social han debido
enfrentar y resolver en su desarrollo.
Las circunstancias que originan y orientan las transiciones entre esos estilos,
incluyendo tanto las relativas a la creación de prem isas sociopolíticas para el pa­
so de uno a otro, com o las que determ inan la posibilidad de rearticulación de ele­
m entos de cada uno en los subsiguientes.
Los térm inos en que los factores antes m encionados explican y condicionan
nuestras posibilidades de com prensión de los problem as am bientales contem po­
ráneos en A m érica Latina, y nuestras opciones de acción frente a esos problemas.
D esde el cam po de relación así definido, procedim os a form ular un esquem a ge­
neral de periodización que facilitara una visión de conjunto del proceso sometido a
estudio. En el caso de la Am érica que hoy llam am os latina -cuya conformación his­
tórica se inicia tras su incorporación a la econom ía-m undo europea en el siglo XVI, parece útil plantear ese esquem a de periodización a partir de dos grandes fases,
dos sub-fases adicionales dentro de cada una de ellas, y los períodos de transición
entre unas y otras, todo lo cual se expresa en los siguientes términos:
Fase I: el desarrollo separado (¿20.000 a.C .?/Siglo X VI d .C ).
Subfase 1\ del poblam iento original al. desarrollo de la agricultura (20.000
a.C ./7.000-5,000 a.C.).
Subfase 2: del desarrollo de la agricultura al surgim iento de estados tributarios
de base agraria (900 a.C ./siglo XVI d.C.).
Fase II: el desarrollo articulado a la econom ía-m undo europea y el m ercado
m undial (siglo X V I/siglo X X d.C.).
Subfase 3\ el desarrollo en la periferia de la econom ía-m undo europea (siglo
X V I/circa 1870).
Subfase 4-, el desarrollo articulado al m ercado mundial contem poráneo (circa
1870/2000).
Es evidente que este esquem a señala apenas m om entos en el desarrollo de es­
tructuras de larga duración. A un así, cada una de las fases y sub-fases indicadas
se caracteriza por m odalidades diferentes de organización social -a so ciad as por
un lado a los propósitos que guiarán la relación con la naturaleza, y por otra a
cam bios dem ográficos, económ icos y tecnológicos que dan lugar a una presión
creciente sobre los recursos naturales-, que se expresan com o grandes tendencias
generales en el desarrollo histórico en los siguientes términos:
F a se I
F ase II
D esarrollo separado
D esarrollo articulado
E ndodeterm inado
Exodeterm inado
A utosuficiente
Dependiente
D isperso
Centralizado
D iversificado
Especializado
D e policultivo y recolección
De m onoproducción
U tilizando la noción de “econom ía de rapiña” en lo que hace a la relación de
las sociedades latinoam ericanas con el m undo natural, y la de “sistem a m undial”
en lo que se refiere a las relaciones de estas sociedades entre sí y con las que hegem onizan sus econom ías, este esquem a facilitó la creación de un esquem a de in­
terpretación de conjunto del proceso histórico que nos interesa.
En el m arco de dicho esquem a, una historia ambiental de A m érica Latina ha de
tom ar en consideración las peculiaridades que marcan el proceso de form ación del
medio biofísico natural am ericano -al menos desde la formación del istmo de Pa­
namá y la unión de los componentes norte y sur del continente, hace entre cuatro y
cinco millones de años-, y su poblamiento por humanos ya evolucionados hace
unos veinte mil años. Las modalidades de relación con el medio natural a lo largo
del período de desarrollo separado permitieron sustentar procesos civilizatorios
muy diversos, a partir de una base ecológica que com binaba de m anera muy efi­
ciente la agricultura con la recolección, cuya influencia en los desarrollos socioculturales de esas civilizaciones aún está pendiente de verdadera evaluación12.
El paso al desarrollo articulado en la econom ía-m undo europea a partir del si­
glo X V I alteró sustancialm ente tanto aquella base ecológica com o las m odalida­
des de relación con el mundo natural asociadas a la m ism a, inaugurando una si­
tuación que com binaba la producción diversificada para el autoconsum o y el m er­
cado interior en am plias extensiones, con la producción especializada para el
m ercado exterior en enclaves bien delim itados, que pasaron a ser objeto de las
formas más prim itivas de econom ía de rapiña que ha conocido la reg ió n 13.
E sa com binación de producción “tradicional” para el propio consum o y pro­
ducción “especializada en enclaves” para el m ercado exterior se prolonga, com o
rasgo relevante, en la relación “sociedad-m undo natural” hasta la década de 1880
cuando, m ediante el ingreso m asivo de capitales y tecnología provenientes del
mundo noratlántico a partir de las condiciones creadas p or el triunfo de la R efor­
ma Liberal -en particular, mercados de tierra y de trabajo-, se establecen las pre­
misas que harán de la econom ía de rapiña la form a hegem ónica de relación con
la naturaleza hasta nuestros días.
Este últim o período histórico constituye el punto de partida usual en los análisis
de corte tecnoburocrático que dedican algún interés a los antecedentes históricos de
nuestros problemas ambientales contemporáneos, sobre todo en lo que hace a la sub­
íase que se inaugura a partir de la gran crisis de 1930 y con el inicio de la llamada
industrialización por sustitución de importaciones. De este m odo, por ejem plo, in­
cluso un libro en tantos sentidos tan valioso como M edio Am biente y D esarrollo en
América Latina - Una visión evolutiva, dedica apenas veinticuatro de sus doscientas
treinta y un páginas al examen de lo que va del poblamiento original de las Américas a la consolidación del llamado “modelo de crecimiento hacia fuera” 14.
Sin em bargo, cada vez es más evidente la necesidad de una visión más amplia,
sobre todo en su capacidad de ubicar las rupturas que perm iten identificar perío­
dos históricos distintos y sucesivos en su relación con las continuidades que otor­
gan unidad y sentido al proceso histórico en su conjunto. La atención a esta nece­
sidad resulta im prescindible para plantear la crisis que enfrentam os en su dim en­
sión y significado más trascendentales y define, por tanto, algunas de las principa­
les tareas pendientes en la construcción de una historia am biental latinoam ericana.
Tareas pendientes
E stam os en el mundo y cam biam os con él, sin duda. El problem a radica en es­
tablecer nuestro papel en cada uno de los m om entos de ese cam bio. Es evidente
en ese sentido, por ejem plo, que nuestros problem as am bientales form an parte de
una crisis m ás am plia, que carece de verdaderos precedentes en la historia de
nuestra especie. En efecto, las crisis am bientales del pasado -en la M esopotam ia,
en M esoam érica, o en la cuenca del M editerráneo- tuvieron un carácter local o re­
gional, afectaron m odalidades específicas de relación con la naturaleza, y se de­
sarrollaron de m anera gradual. La de nuestro tiem po, en cam bio, tiene un alcan­
ce global; afecta a todas las modalidades contem poráneas de relación de los hu­
m anos con el m undo natural; se desarrolla con intensidad creciente; y adem ás, se
torna ya en una crisis ecológica a través de procesos com o el desgaste de la capa
de ozono, el calentam iento de la atm ósfera, la pérdida de biodiversidad y la con-'
tam inación m asiva del aire, el agua y los suelos del planeta.
Los hechos de esta crisis -en particular, su capacidad para com binar el creci­
m iento económ ico con el deterioro social y la degradación am biental- han contri­
buido de m anera decisiva a poner en cuestión la vieja teoría del d esarrollo15. En
la práctica, lo que hoy se entienda por “desarrollo” en A m érica Latina ha dejado
ya de sugerir la necesidad de algún tipo de vínculo deseable entre el crecim iento
económ ico, el bienestar social, la participación política y la autodeterm inación
nacional, por no hablar de una relación más responsable con el mundo natural.
M ás aún, si entre las décadas de 1950 y 1970 la expresión “países en desarrollo”
significó a un tiem po una modalidad específica de relación entre las naciones de
la periferia y las del centro del sistem a m undial, y una asignación de sentido a esa
relación, eso pertenece ya al pasado.
N ada expresa de m anera tan dram ática esa crisis de pensam iento com o el d es­
plazam iento de la teoría del desarrollo por los llam ados a luchar por un desarro­
llo hum ano sostenible, que a fin de cuentas no expresa sino la inviabilidad, en el
m arco del sistem a mundial realm ente existente, de las nobles m etas que aquella
teoría alguna vez propuso. En este sentido, aún con toda su am bigüedad, la de­
m anda de un desarrollo hum ano sostenible apunta a una necesidad verdadera, que
a fin de cuenta sólo podrá ser resuelta transform ando la circunstancia que la o ri­
gina. En esto han venido a coincidir, por otra parte, segm entos cada vez m ás am ­
plios de los m ovim ientos am bientalistas de am bas partes del hem isferio que, al
vincular la lucha contra la degradación am biental a la crítica al deterioro social,
ponen en cuestión las form as dom inantes en la organización del sistem a mundial.
De este m odo, y ante las características ya indicadas de la crisis contem porá­
nea, tanto la sustentabilidad com o el desarrollo han venido a ser nociones sujetas
a un proceso de replanteam iento que discurre a lo largo de un diálogo entre cu l­
turas obligadas a reconocerse en sus afinidades y diferencias sí desean sobrevivir.
Es mejor, con toda evidencia, que ese diálogo resulte del ejercicio de una volun­
tad consciente que del choque inevitable entre realidades y demandas antagóni­
cas. Para ello - y en particular en el caso del hem isferio que habitamos- resulta im­
prescindible facilitar la com prensión de la historicidad del debate en que el diálo­
go tiene lugar para contribuir a llevarlo más allá de su tendencia a encarar el de­
terioro am biental com o el resultado de un m anejo poco eficiente de los recursos
naturales, antes que com o un problem a que pone en evidencia la necesidad de en­
tender de m anera nueva el origen y la racionalidad de las formas de relación con
la naturaleza que sustentan al m odelo de crecim iento económ ico vigente.
En un debate así historizado, corresponde a una historia ambiental latinoam e­
ricana la tarea de caracterizar las diferencias entre nuestros ambientalismos y los
de las sociedades noratlánticas, para facilitar la identificación de las presencias y
ausencias en el diálogo, y la adecuada evaluación de aquella pluralidad sin la cual
A m érica L atina no podrá aportar ideas e iniciativas realm ente nuevas en la bús­
queda de m ecanism os globales de cooperación. Porque ocurre que, en efecto, en
ambos m undos está planteada ya la dem anda de un ethos nuevo, distinto y anta­
gónico al de la econom ía de rapiña, en el que un uso previsor de los recursos na­
turales se vincule a la necesidad de incorporar a las m ayorías sociales a la solu­
ción de sus propios problem as, en particular aquellos en los que la pobreza y la
m arginación social y política contribuyen a hacer aún más graves los procesos de
deterioro que ya afectan al m undo natural de la región.
Este tipo de coincidencias entre am bos m undos constituye una reserva aún po­
co conocida de elem entos que, sin duda, facilitarán mucho el diálogo entre noso­
tros m ism os y con aquellos que enfrentan problem as y preocupaciones de origen
sem ejante en sus propias regiones. Por lo mism o, la incorporación de esa reserva
cultural al debate en curso se ha convertido ya en una tarea -tan urgente como fas­
cinante- que espera por las contribuciones de un am plio núm ero de disciplinas de
las ciencias hum anas y naturales de nuestra región16. Y esto, en A m érica Latina,
supone en prim er térm ino rescatar la legitim idad negada por los estados oligár­
quicos de ayer y de hoy a las m últiples expresiones del am bientalism o popular a
que se refieren autores com o Fernando M ires (1990), y superar finalm ente la es­
cisión que, tanto en lo cultural com o en lo social y lo económ ico, caracteriza a
nuestras relaciones con el m undo natural.
Todo esto im plica que una historia am biental latinoam ericana deberá desarro­
llarse a sí m ism a a través del im pulso por avanzar m ucho m ás en la continuación
de los esfuerzos pioneros de autores com o N icolo G ligo y Jorge M orello, entre
nosotros, y D onald W orster, A lfred C rosby y Richard Grove, en el mundo noratlántico, entre m uchos otros'7. Y eso significa, tam bién, la búsqueda de nuevas
form as de com unicación y colaboración entre las ciencias naturales y las hum a­
nas, de m odo que resulte posible com binar sus aportes en un nuevo tipo de em ­
presa intelectual, capaz de apuntar a un problem a aún más amplio, y a una pro­
m esa todavía m ás rica.
Parece ser, en efecto, que los académ icos de A m érica L atina no estam os solos
en la pérdida creciente de nuestra capacidad para ejercer el modo ecum énico de
aprendizaje y razonam iento que caracterizó en otros tiem pos a hom bres com o Jo ­
sé M artí y C harles D arw in, para señalar ejem plos en am bas riberas del A tlántico,
o del propio M artí y H enry D avid T horeau, para m encionarlos en este hem isfe­
rio. Y, sin em bargo, el tipo de desafíos que enfrentam os hoy está creando con ra­
pidez una nueva circunstancia que podrá contribuir a restaurar a las ciencias h u ­
m anas en el lugar que m erecen com o eje fundam ental de la cultura creada por
nuestra especie.
Para que ello llegue a ser posible, hoy es más necesario que nunca que em pe­
cemos a trabajar con aquellos que podrían facilitarnos el conocim iento de lo que
para nosotros es aún el lado oculto de la cultura ecológica del norte. A quella que
se perm ite plantear la necesidad de enfrentar el hecho de que “a pesar de toda la
retórica en contrario, no se puede tener lo m ejor de dos vidas posibles -no es po­
sible m axim izar la riqueza y el predom inio, y m axim izar al m ism o tiem po la d e­
m ocracia y la libertad. El desdén por reconocer este hecho ha sido un rasgo ca­
racterístico de los Estados U nidos y del conjunto de O ccidente, derivado de la
inocencia y las ensoñaciones de la juventud. Pero ya no puede ser así. Es necesa­
rio hacer una clara opción consciente” (W orster, 1992: 334).
A sí definido, ese diálogo facilitaría m ucho la identificación de los obstáculos
y oportunidades de orden político y cultural para una cooperación internacional
que pudiera incluir a las sociedades involucradas, y no sólo a sus gobiernos. Se
trata, en breve, de hacer -y no sólo de escribir- una historia planetaria capaz de ir
más allá de la tendencia, hoy dom inante, a considerar a la biosfera com o un m e­
ro contexto para el desarrollo de relaciones económ icas y políticas entre las so­
ciedades hum anas.
U na perspectiva a un tiem po am biental e histórica com o ésta podrá ser, de h e­
cho, la m ás adecuada para prom over una política de colaboración internacional
capaz de enfrentar el deterioro de la biosfera con el énfasis que requieren los p ro­
blem as asociados al reparto equitativo de costos, beneficios y esfuerzos entre las
regiones involucradas. Y esto no sería poca cosa en una circunstancia m arcada
por el conflicto creciente entre la capacidad cada vez m ayor de identificación y
previsión de problem as que nuestra civilización ha logrado en el plano del cono­
cim iento, y su creciente incapacidad para producir reacciones políticas de alcan­
ce equivalente.
Este program a de trabajo, si llega a ejecutarse, tendría que ser traducido a una
pluralidad de iniciativas de investigación, debate y organización, conservando
siem pre su carácter m ultidisciplinario m ediante un enfoque que com bine a un
tiem po la investigación histórica de largo plazo hacia el pasado y el análisis de las
tendencias de m ediano plazo en el desarrollo de los acontecim ientos que la crisis
ha puesto en m archa. En tanto seam os capaces de actuar en este sentido com o
gente de cultura, com prom etida con la sobrevivencia y el b ienestar de nuestras so­
ciedades, habrem os contribuido a la solución de uno de los grandes problem as de
nuestra región en nuestro tiempo. C om o latinoam ericanos, adem ás, habrem os sa­
bido atender a la advertencia que nos legara Sim ón B olívar en el contexto de otra
crisis, tam bién decisiva en nuestra historia: “A la som bra de la ignorancia trabaja
el crim en”. Y no cabe duda que, sabiendo al menos cuánto está aún p o r ser hecho,
dejar de hacer será el crimen m ayor de nuestro tiempo.
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Notas
1 La expresión ha sido tom ada de Brunhes (1953). El autor, a su vez, elaboró
el concepto a partir de su previa form ulación com o “ tropikal raubw irstchaft”
por geógrafos alem anes a fines del siglo XIX.
2 El autor agregaba enseguida que nadie “puede negar que el costo social del
ajuste económ ico ha sido muy elevado” .
3 Un caso particularm ente im pactante, por ejem plo, era (y es) el de la defo­
restación de A m érica Latina, que entre 1960 y 1990 había afectado unos 2 m i­
llones de km 2 -equivalentes a la totalidad del territorio m exicano- y continua­
ba a una tasa cercana a los 50 mil km 2 por año. C om binada con técnicas ina­
decuadas de utilización y conservación de suelos, la deforestación había con­
tribuido adem ás a que, a principios de la década de 1980, unos 2,08 millones
de km 2 de territorio -equivalentes al 10% de la superficie total de la región- se
encontraran “en proceso m oderado o grave de desertificación” (PNUM ,
A EC I y M O PU , 1990: 20-21). Otro caso relevante en esta docum entación fue
BID y PN U D (1991).
4 L a edición en línea
w w w .grida.no/geo2000.
del
inform e
general
p u ed e
o b te n e rse
en
5 Se utiliza aquí la noción de sistem a mundial a partir de su elaboración por
W allerstein (1989 y 1992), y de la discusión del prim ero de esos textos por
B raudel (1986).
6 D esde azúcar a petróleo, todos provenientes del sector prim ario-exportador
de nuestras econom ías (CEPAL, 1991).
7 En el caso de Panam á, por ejem plo, la Dra. L igia H errera, geógrafa, ha se­
ñalado el hecho de que se hubiera destruido tanta selva tropical entre 1950 y
1980 com o entre 1550 y 1950, creándose ya la posibilidad de que la cobertu­
ra boscosa del país se vea severam ente reducida para el año 2000. P or supues­
to, la explicación m ás sencilla consiste en culpar de esa destrucción a la igno­
rancia y la irresponsabilidad de los cam pesinos. Sin em bargo, la investigación
de la D ra. H errera dem ostraba que los principales agentes de esa devastación
eran en realidad los grandes terratenientes dedicados a la ganadería extensiva,
y que el predom inio de esa actividad se encontraba íntim am ente vinculado en
sus form as, sus propósitos y sus ritm os de desarrollo a la m anera en que la vi­
da económ ica, social y política del país habían venido siendo organizadas a
p artir de la construcción del Canal de Panam á por el estado norteam ericano.
A un así, el problem a distaba mucho de agotarse en ese nivel, se proyectaba
m ucho m ás hacia el pasado y, ciertam ente, no era exclusivam ente panam eño,
sino latinoam ericano, ni m eram ente económ ico, sino -y al propio tiem po- so­
cial, político y cultural (Herrera, 1990). Hay im portantes observaciones tam ­
bién en Jaén Suárez (1978 y 1981).
8 P or ejem plo: G ligo y M orello (1980); O livier (1986); O rtiz M onasterio, F er­
nández, C astillo, O rtiz M onasterio Bulle Goyri (1987). E jem plos m ás recien­
tes incluyen a G arcía M artínez y G onzález Jácom e (1999) y B railovsky y Foguelm an (1997).
9 A l respecto, por ejem plo, Bagú (1989).
10 E sto es, integrada por un conjunto de cam pos de estudio com o los form a­
dos por: a) una form a característica de organización de los seres hum anos con
vistas a producir y reproducir su propia existencia, a la que norm alm ente de­
signam os com o “la sociedad” ; b) una form a característica de organización de
las relaciones de producción, intercam bio y consum o internas y externas a esa
sociedad, a la que norm alm ente designam os com o “la eco n o m ía” ; c) una for­
ma peculiar de institucionalización de las relaciones de poder asociadas a
aquella organización social y económ ica, y de ejercicio del poder así institu­
cionalizado por quienes lo detentan -o de lucha por obtenerlo por quienes es­
tán excluidos del mism o-, a la que norm alm ente llam am os “la política” ; d)
una form a característica de conciencia de sí de esa sociedad, y de sus relacio­
nes con otros grupos hum anos y con el mundo natural, capaz de expresarse en
conductas y m anifestaciones m ateriales características, a la que usualm ente
llam am os “la cultura” ; e) una forma característica de organización y desarro­
llo de las relaciones entre esa sociedad y su ám bito natural, a la que -en este
caso y para estos propósitos de estudio- llam am os “am biente hum ano” .
11 Se trata del m ás valioso aporte tem prano a la discusión del tem a en la re­
gión, de consulta im prescindible a veinte años de haber sido publicado.
12 Dos ejem plos recientes de esta evaluación nueva de aquel proceso civilizatorio son, en el plano ecoantropológico y en el cultural, O rtiz de M ontellano (1993) y Q uijano (1992).
13 Un caso característico aquí es el del desarrollo de la econom ía de planta­
ción, asociada a la explotación del trabajo esclavo. Las consecuencias de lar­
go plazo van desde la conform ación de regiones socioculturales com pletas te­
nazm ente am biguas, pero no por ello m enos tangibles -com o aquella a la que
se alude en la observación de que el C aribe está donde la esclavitud estuvo-,
hasta la form ación de paradigm as de vasto alcance económ ico y científico,
com o el que identifica al monocultivo m asivo com o la form a m ás eficiente de
explotación agrícola en los trópicos.
14 O tro es el caso de El D esarrollo Sustentable: Transform ación Productiva,
E quidad y M edio A m biente, en su m om ento el docum ento insignia de la
C EPA L en el debate, cuyo exam en de los antecedentes del problem a que tra­
ta se rem onta apenas a 1971 (1991 [a]; 15-17).
15 Ya en 1980 O svaldo Sunkel definía el desarrollo, en la perspectiva de sus
relaciones con el m edio am biente, como “ un proceso de transform ación de la
sociedad caracterizado por una expansión de su capacidad productiva, la e le ­
vación de los prom edios de productividad por trabajador y de ingresos por
persona, cam bios en la estructura de clases y grupos y en la organización so­
cial, transform aciones culturales y de valores, y cam bios en las estructuras po­
líticas y de poder, todo lo cual conduce a una elevación de los niveles de vi­
d a ” , agregando enseguida que tal definición intentaba “resum ir procesos re a­
les” para “ identificar com o ‘desarrollo’ un estilo internacional ascendente que
(...) contiene m uchos rasgos negativos y peligros para el futuro” (Sunkel,
1980: 10-11).
16 Y no es la m enor de las dificultades que presenta esta tarea que, para ser
lograda, deba ser asum ida en términos muy distintos a los que caracterizan la
racionalidad de nuestras burocracias gubernam entales, tan proclives siem pre
a encerrarse a sí m ism as -y a sus sociedades- en la búsqueda de soluciones
“prácticas” , de corto plazo, bajo costo y buena im agen en los medios de co­
m unicación.
17 D e especial im portancia, en esta perspectiva, es el ensayo de Worster
(1990). L a obra más conocida de C rosby es E cological Imperialism. The bio­
logical expansion o f Europe, 900-1900 (1990). De G rove cabe citar aquí en­
sayos com o “Colonial conservation, ecological hegem ony and popular resis­
tance: tow ards a global synthesis” (1990) y “O rigins o f W estern Environm en­
talism ” (1992), en los que destaca el papel del colonialism o europeo de los si­
glos X V III y X IX en Á frica, A sia y A m érica Latina en la conform ación del
am bientalism o en tanto que m ovim iento social y cultural.

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