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INTRODUCCIÓN
—¿Tú eras habanista o almendarista? — es la pregunta que, a la corta o a
la larga, dos cubanos de mi edad y más, o hasta menos, se hacen. La respuesta los va a juntar en una emoción común de solidaridad y memorias
compartidas; o dividir, si bien no de manera terminante, sí definitiva. Ser
habanista o almendarista es como pertenecer a una familia, precisamente
porque, en la mayoría de los casos, como en el mío, la adhesión —o el
rechazo— a uno u otro equipo la dictó la de nuestro padre. El mío, por
ejemplo, fue habanista, como yo, pero tanto su padre como su madre fueron almendaristas. ¿Qué traducen esas elecciones afectivas, al parecer inocentes, de lo que Freud llamó el «romance familiar»? ¿Qué habrá hecho a
mi padre habanista y al suyo almendarista? No lo sé, pero sí que «ser» de
uno u otro equipo era una severa lección de lealtad que podía transferirse a
otros terrenos: lo peor del mundo era ser «cambiacasaca». Declararse habanista o almendarista era un voto vitalicio, irrevocable, que definía el temple de nuestro carácter.
Como confieso en The Pride of Havana, soy habanista —no era, repito,
soy—. Es muy probable que el plan inicial de escribir el libro haya surgido del deseo de indagar sobre esa elección y su persistencia, la lealtad nada
abstracta que siento a pesar de los años que hace que ni los Leones ni la Liga
en que jugaron existen. El combustible de la memoria es la emoción, y ésta
no está sometida al desgaste del tiempo: seguimos queriendo a nuestros
padres aunque se hayan muerto hace mucho tiempo, y hay amores que
sobreviven años de separación, como si la vida fuese la superficie de un mar
que no sabe de las corrientes que se agitan en su fondo.
Hago estas declaraciones para que el lector sepa que no hay detalle en este
libro pletórico de detalles que no haya sido acariciado antes por el sentimiento que por el intelecto, que por mucha erudición y empaque académico que
tengan algunas de sus páginas, lo que late dentro de él es la nostalgia, el amor
y el afán por reconstruir lo que el paso del tiempo ha arrasado, ese tiempo
cubano que nos ha tocado vivir que ha sido ciclónico en sus destrozos.
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Nunca se acaba de escribir un libro; su publicación es un hito significativo en su desarrollo, pero no el último. Este libro alcanza con ésta su tercera edición, pero la primera en español, mi lengua materna y la de sus lectores más idóneos. Es otro paso en su evolución, que se trenza con la de mi
propia vida, aunque esté determinada a veces por factores ajenos a ésta. En
gran medida los accidentes en la redacción y publicación del libro —que
ahora llamaré por su nuevo título La gloria de Cuba— son producto de la
dispersión de la sociedad cubana, resultado de las ya más de cuatro décadas
de dictadura. Sin esa catástrofe es improbable que yo hubiese escrito el
libro —ni ningún otro— y que de hacerlo lo hubiese redactado en inglés.
La pelota es algo tan íntimo para nosotros los cubanos que escribir sobre
ella en un idioma extranjero es prácticamente una infidencia. Pero los avatares de la historia y de mi vida hicieron inevitable que así fuera.
Empecé el libro a regañadientes. Todo comenzó cuando alguien le sopló
a los editores del New York Times Book Review, donde de vez en cuando escribo sobre literatura, la profesión que ejerzo junto a la docencia universitaria,
mi debilidad por el béisbol. Estos entonces tuvieron a bien pedirme que
reseñara una espléndida historia del deporte en Estados Unidos escrita por
Harold Seymour. Instado por los editores me permití incluir algunas anécdotas de mi niñez y juventud beisbolera en Cuba, lo cual movió a varias
casas editoriales a pedirme que escribiera una historia de la pelota en la isla.
Dudé porque la vida es breve y mis proyectos de crítica literaria ambiciosos
y absorbentes; además, temía que de publicar semejante libro todos los
demás que he escrito pasarían no ya a un segundo plano sino a la oscura
región del olvido. Y en efecto, cuando tuve la suerte y el inmenso honor de
ser electo a la American Academy of Arts and Sciences, una señorona se me
acercó en la ceremonia de ingreso y me espetó:
—Así que Ud. es profesor de béisbol en Yale.
En otra ocasión, cuando los periodistas me asediaban con preguntas
con motivo del juego de la selección cubana contra los Orioles de Baltimore, les pregunté:
—¿Y dónde estaban Uds. cuando yo escribía sobre Alejo Carpentier?
A lo que uno contestó:
—¿Y qué posición jugaba ése?
Me he resignado y, además, el libro me ha abierto puertas al mundo
del béisbol profesional, la televisión y la radio al que jamás habría tenido
acceso de otra manera. Esto me ha permitido ver el deporte, el espectáculo y el negocio desde dentro. Pero nada más importante que la transformación de The Pride of Havana en La Gloria de Cuba, en la que he colabo-
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rado con Miguel Sales, y que me acerca a lo que considero mi público,
aquel con el que comparto memorias y pasiones familiares en todos los sentidos de la palabra —ya sean habanistas, almendaristas, o esa minoría de
cienfueguistas y marianistas.
La Gloria de Cuba no sólo narra la historia de la pelota en Cuba sino que
avanza varias tesis sobre ésta y la cultura cubana en general. Las anticipo de
forma esquemática. ¿Por qué ha sido tan profundo el arraigo del béisbol en
Cuba? Creo que el factor primordial es que la pelota entró en la vida cubana en el período entre las dos guerras de independencia, época en que «cuajaba» la cultura nacional. La pelota se vio entonces como algo moderno,
democrático, higiénico, todo lo opuesto a lo español, manifiesto en el bárbaro deporte de las corridas de toros (había una gran plaza en La Habana
donde hacían temporada toreros en camino a otras regiones de América
Latina donde la fiesta brava había quedado del legado ibérico). Jugar pelota era estar a la moda y oponerse a la retrógrada Madre Patria, de cuyo yugo
querían los cubanos zafarse. No pocos de los jugadores de pelota cubanos de
fines del siglo XIX conspiraron contra el gobierno español y muchos se
sumaron a las fuerzas insurrectas. Emilio Sabourín, uno de los fundadores
del Club Habana y un jardinero notable, fue detenido por las autoridades y
enviado a la temible prisión de Ceuta, donde murió mártir de la Patria.
Pero la pelota era no sólo o ni siquiera predominantemente una actividad política: era una moda a tono con los movimientos artísticos del
momento, como el Modernismo, en poesía, y con el desarrollo de la música cubana. El primer danzón se tocó y bailó en Matanzas casi el mismo año
que el mítico juego entre el club de esa ciudad y el Habana, que se considera como el inicio de la pelota cubana —el juego en 1874, el danzón,
«Las Alturas de Simpson», en 1879. Los juegos de béisbol se remataban
con una velada bailable que el legendario Raimundo Valenzuela amenizaba con su orquesta y en la que algunos (peloteros entre ellos) declamaban
sus composiciones poéticas o las de los poetas célebres del momento. Y es
que el juego mismo de béisbol, con sus complejos rituales y reglas se asemeja a la poesía modernista y al danzón. La pelota no es como otros deportes en que la metáfora central que representa la guerra entre dos campos
opuestos es chocantemente simple: ocupo tu territorio y te anoto un gol,
metiendo la bola por la portería o por la canasta. En pelota se anota dando
una vuelta en círculo alrededor de un cuadrado, esa medialuna con aspecto de mandala. A un marciano que se bajara de su nave hoy se le podría
explicar el fútbol fácilmente, pero al tratar de explicarle la pelota a un chileno (por ejemplo) las palabras y gestos no alcanzan. El béisbol ingresa en
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la cultura cubana cuando ésta adquiere la forma que la caracterizará hasta
el presente, y es, como la música y la religión, un componente tan fundamental de ésta que sobrevive a transformaciones políticas en apariencia más
radicales.
Otra razón del arraigo de la pelota en Cuba es la relación de la isla con
la cultura norteamericana, de la que incorporó elementos fundamentales.
Entre estos el culto al deporte y a la educación física es algo básico y también el ocio y descanso reglamentados como parte integral del programa de
trabajo. Las compañías norteamericanas dueñas de centrales azucareros
fomentaban los deportes como recreo y reposo para sus trabajadores con el
propósito de aumentar su productividad. Las escuelas públicas y privadas en
Cuba hicieron hincapié en la educación física desde el inicio de la República. Con el desarrollo de los medios de comunicación masiva —sobre todo la
radio a partir de los años veinte del siglo pasado, y luego la televisión—,
fuertemente vinculados a empresas norteamericanas, la diseminación nacional de los juegos de pelota se convirtió en parte de la vida cotidiana en la
isla. La cultura popular norteamericana, desde la música hasta la publicidad,
echó raíces tan profundas en Cuba que más de cuarenta años de propaganda
no han podido arrancarlas. La pelota es parte cabal de ese componente norteamericano de la cultura cubana.
Por último, la industria azucarera, con sus centrales y bateyes, que
constituían una red de pequeñas poblaciones idóneas para la organización
de equipos que compitieran entre sí, dio lugar al desarrollo del béisbol a
escala nacional. Hubo épocas en que las temporadas entre centrales en la
costa norte oriental de Cuba contaban con equipos que podían rivalizar con
los de la Liga Cubana. La existencia de ese tipo de béisbol —aliado a otros
como el de la Liga Amateur y la semipró— extendieron el juego a todo lo
largo y ancho de la isla y de arriba abajo en la estratificación social. De esos
equipos salían las figuras que, como Orestes Miñoso, brillarían en la Liga
Cubana, las Ligas Independientes de Color y las Ligas Mayores —Miñoso
se destacó en todas. Las series nacionales de la Cuba postrevolucionaria han
mantenido e incrementado esa diseminación de la pelota por el territorio
nacional, fomentando así el surgimiento de grandes peloteros provenientes
de todas las regiones del país.
Estas ideas matrices de La gloria de Cuba están entrelazadas con la historia que relato en el libro, que incluye la mitificación de hechos y figuras,
porque el deporte tiene un componente épico en el imaginario nacional,
sobre todo en la memoria colectiva. No ha sido mi intención devaluar el
mito cuando la verdad histórica lo asedia, sino destacar su importancia
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como memoria compartida, y cotejarlo con lo que humildemente he logrado establecer que realmente ocurrió. Al participar en programas de radio
en Miami en que se discute de pelota con fanáticos que llaman por teléfono, me he vuelto a familiarizar con la vehemencia con la que los cubanos
defendemos puntos de vista basados únicamente en la tradición oral trasmitida de padres a hijos. Algunos sostenían a gritos la superioridad de un
pelotero que nunca habían visto jugar por sobre otro cuyas marcas están
indeleblemente grabadas en la historia del deporte. Avanzar tímidamente
la más leve duda sobre semejante juicio provocaba una reacción de verdadera hostilidad. No me sorprendería que algunos de los lectores de La gloria de Cuba tengan la misma reacción cuando, por ejemplo, el historiador
en mí propone que los tres famosos jonrones de Cristóbal Torriente en un
juego contra los Gigantes de Nueva York, pongamos por caso, los dio en
un tope de exhibición que se realizó en un ambiente de auténtico relajo.
Paso a continuación a añadir a lo ya dicho en La gloria de Cuba algo de
lo que he podido descubrir desde la publicación del libro en fuentes escritas y orales, y a poner al día la evolución del deporte en la isla y fuera de ésta
desde 1999 hasta el presente. Terminaré con una tarea que no por vana se
me impone cada vez que hablo con fanáticos cubanos que, o han leído el
libro, o simplemente saben que soy su autor: declarar cuál es, en mi opinión,
el mejor equipo cubano, posición por posición, de todos los tiempos.
Aunque no he seguido investigando activamente, mi interés por el tema
del béisbol cubano ha puesto en mis manos, muchas veces gracias a la generosidad de amigos y extraños, nuevos materiales pertinentes a los tópicos
de La gloria de Cuba 1. En algunos casos estos me han permitido hacer
correcciones y ajustes en el texto de esta nueva versión, en otros han enriquecido mis conocimientos de forma que merece ser mencionada por sepa-
1 Hay varios libros en marcha sobre diversos aspectos de la pelota cubana, pero el más
interesante para mí, por lo recóndito del tema y su importancia, es el trabajo de Efrén E.
Varona, del que he visto parte gracias a la gentileza de su autor, sobre el béisbol en las fuerzas armadas de la República antes de 1959. Ese tipo de pelota completa el panorama de la
pelota que, con los Amateurs, la semipró y las ligas azucareras, servía de cantera al profesional. En esos equipos de diferentes regimientos jugaron peloteros de la talla de Claro
Duany, Agapito Mayor, Juanito Decall, Pedro «Charolito» Horta, Rogelio «Mantecado»
Linares, Mario Fajo, y, ya en los cincuenta, el gran Miguel Cuéllar. En 1938 y 1939 nada
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rado. Como no se trata de enmiendas sustanciales, he preferido comentar
esos descubrimientos aquí en relación a lo dicho en el libro antes que alterar la factura del mismo. Las ampliaciones de mis conocimientos han sido
de tres clases: nuevos libros sobre la pelota cubana, caribeña o latinoamericana; documentos del tipo que manejé antes, tales como álbums, programas, y otros objetos coleccionables; investigaciones en marcha que me han
dado a conocer sus autores en persona o por correo.
En cuanto a los objetos coleccionables, los más significativos tienen que
ver con dos momentos cimeros de La gloria de Cuba: el juego decisivo de la
temporada 1946-47 entre Habana y Almendares, ganado por este último
con la actuación estelar de Max Lanier y la Serie Mundial Amateur de 1941,
cuando Venezuela, con Daniel Canónico en la lomita, venció a Cuba. También cayó en mis manos una guía del béisbol revolucionario de los primeros
años del régimen castrista que posee información significativa.
Dos han sido los nuevos documentos que han llegado hasta mí sobre la
temporada de 1946-47 de la Liga Cubana: el Álbum Caramelo Felices: Baseball Profesional 1946-1947, y Libro Azul: Resumen general Campeonato Profesional 1946-47, editado por Publicidad Deportiva Menéndez, en La
Habana. Ambos son extraordinarios. El Álbum tiene la virtud de incluir
postalitas de peloteros y umpires de los dos campeonatos invernales de ese
año, el de la Liga Cubana y el de la Federación Nacional de Base Ball. Son
un total de 185, de las cuales 8 son los distintivos de los equipos, una es
la inaugural de la colección, dos muestran el Gran Stadium del Cerro y La
Tropical (no los de las provincias), dos más con los grupos de umpires, y
una del locutor Cuco Conde. El Álbum forma parte de una campaña publicitaria de la fábrica de caramelos que también contó con un «Noticiero
Deportivo Felices», trasmitido a las 12 y media del día, animado por el
popular Conde, parte a su vez de la programación de «Onda Deportiva
CMW», que también transmitía los juegos.
Pero lo más revelador del Álbum es sobre la procedencia de los peloteros de cada liga y el concepto general que se tenía del béisbol y sus clasificaciones en el momento. Para empezar con esto último, el pie de grabado
que identifica al pelotero y menciona dónde ha jugado o con quien juega
en el verano, suena a que las diferencias no eran tan tajantes como ahora;
menos que Adolfo Luque fue manager del 6to regimiento. Por tratarse el ejército de una
institución pública, no se podía practicar la discriminación de los Amateurs, por lo que en
esos torneos participaban peloteros de todas las razas.
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Introducción
que era igual haber jugado en un equipo de Grandes Ligas que pertenecer
a los Havana Cubans, o a algún equipo de las Ligas Independientes de
Color o venir de la Liga Amateur o de la de México. Todos son jugadores
que van a probar su valor en el campeonato cubano procedan de donde procedan. Este egalitarismo es algo que va a desaparecer a partir de 1947 con
los cambios que acarreará el gradual monopolio del Béisbol Organizado, el
declive de las Ligas Independientes de Color y de la Liga Mexicana. Al dar
cabida a peloteros de todas las razas y acaparar a los mejores de todos los
países las categorías se hacen cada vez más estrictas y determinadas por la
pelota profesional norteamericana.
En cuanto a lo primero —la composición de las dos ligas— se hace evidente que la Liga Cubana tiene un fuerte componente de la Liga Mexicana,
como se apuntó ya en La gloria de Cuba. Pero en el Álbum, además, se hace
hincapié en la presencia mexicana y se celebra a las estrellas de ese país que
juegan en Cuba ese año. La Liga de la Federación tiene pocos peloteros que
jugaron en México: Claro Duany, Barney «Cura» Serrell, Carlos Colás. Pero
predominan los cubanos de Grandes Ligas y el Béisbol Organizado en General, además de un nutridísimo grupo proveniente de la Liga Amateur. Se
nota, además, que esta liga no sólo quiso extender el juego profesional a las
provincias —como expliqué en La gloria de Cuba—, sino hacer que los peloteros de los equipos del interior fueran de su región de origen. Así, por
ejemplo, el Matanzas, lo dirige su estrella Silvio García, oriundo de allí; el
Oriente, cuenta con Manuel «Chino» Hidalgo, entre otros orientales, y el
Camagüey, tiene en sus filas a Amado Ibáñez, que inició su carrera con el
equipo de la industria Cromo de esa provincia.
Hay que decir que fue un esfuerzo noble por romper el monopolio de
la capital y darles a los equipos un sabor local que los hiciera atractivos al
público de cada región. Y también que algunos de los equipos podrían
haber competido fácilmente en la Liga Cubana. Pero no se podía contra el
poderío económico de la Liga Cubana, que a partir de 1947, después de
firmar el pacto con el Béisbol Organizado, contaría con su aval. Además,
aunque tenía un equipo llamado Habana Rex, o Reds, no tenía un Almendares o su equivalente que fuera su rival. De todos modos, la suma de las
dos ligas demuestra el altísimo nivel que había alcanzado la pelota cubana
en ese momento, y el vigor de la economía de la isla, que permitió la existencia de ocho equipos profesionales durante tres meses (la Liga de la Federación terminó en enero).
Con la ayuda del Álbum podemos refinar un poco más algunos de los
cálculos ya hechos referentes a la composición de las ligas cubanas y su
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impacto en los conflictos del béisbol profesional en esos años. Los cálculos
tienen que ser aproximativos no sólo debido a mis deficiencias matemáticas, sino porque el Álbum no contiene postalitas de todos los peloteros, y la
información que se da sobre los que hay es a veces escasa o no está al día.
Cuento entre los jugadores a los managers y coaches, que en algunos casos
—Fermín Guerra, Silvio García, Gilberto Torres, Martín Dihigo— de
todos modos todavía jugaban. Sea como fuere, de los 91 peloteros de la
Liga Cubana 40 se desempeñaron en México, o sea casi el 44%, 18 en las
Ligas Independientes de Color, o el 20%, y sólo 5 en el Béisbol Organizado de los Estados Unidos (prácticamente todos los norteamericanos en esta
liga se habían ido a México). Es decir, apenas el 5%. Al mostrarnos a los
peloteros, las postalitas nos permiten ver que 41 de los 91 peloteros eran
de color, el 45%. De la Liga de la Federación aparecen 80 peloteros, de los
cuales 8 jugaron en México, es decir, el 10%, 8 de las ligas independientes de color, otro 10%, y 30 pertenecían a equipos del Béisbol Organizado en Estados Unidos —el 37%. Había un total de 29 peloteros de color,
un 36%—. La relación íntima entre la Liga Cubana y la Mexicana es obvia,
así como la relativa independencia de la Liga de la Federación de esta última. La Liga de la Federación fue el baluarte del Béisbol Organizado en
Cuba y su absorción de los peloteros —necesariamente blancos— de la
Liga Amateur revela el vínculo de ésta con los Senadores de Washington.
Salpicados por las nóminas de sus cuatro equipos están muchos jugadores
de los Havana Cubans, sucursal de ese club de Grandes Ligas, que acababan de terminar su primera temporada ese verano en La Tropical. Creo que
lo anterior refuerza lo dicho antes aquí y en La gloria de Cuba con respecto
a las tensiones entre la pelota norteamericana y latinoamericana.
Si se quisiera indagar sobre el total de los peloteros profesionales activos
en Cuba ese invierno de 1946 a 1947, podríamos llegar a las siguientes conclusiones sumando los totales de ambas ligas. De 171 jugadores, 78 eran de
color, o el 45%, 48 habían jugado en México, o el 28%, y 26 en las Ligas
Independientes de Color, o el 15%, mientras que 35 lo habían hecho en el
Béisbol Organizado, o el 20%. Lo que salta a la vista de todos estos numeritos es que la alarma del Béisbol Organizado por la situación de la pelota en
Cuba estaba justificada desde el punto de vista de sus intereses: el 43% de
todos los peloteros en Cuba o habían jugado en México o en las Ligas Independientes de Color. El control que la pelota norteamericana quería ejercer
sobre la cubana y la fuente de talento que Cuba y el resto de América Latina
representaban sólo se podía alcanzar acaparando las ligas de esos países, pero
sobre todo la cubana, que fue lo que ocurrió con el pacto de junio de 1947.
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Pero el Álbum es más que una cantera de datos, es una verdadera reliquia. Vacío, costaba 10 centavos, suponemos que cada caramelo, con su postalita, costaría un centavo —los caramelos se llamaban «Deportivos». Por
menos de dos dólares un niño, o un niño grande, podría atesorar estas imágenes de sus héroes, enfundados en los vistosos uniformes de sus equipos.
Las fotografías son de buena calidad, posadas todas; los uniformes recuerdan
algunos los de Grandes Ligas, otros (el Marianao y el Almendares sobre
todo) los de la Liga Mexicana. Emblemas, íconos, imágenes, toda una panoplia cuasi religiosa, como sólo los juegos suelen generar. En el Álbum se
anuncia un juego de barajas —que lamentablemente no he podido encontrar ni menos adquirir— en que cada palo es uno de los cuatro equipos de
la Liga Cubana y cada carta un pelotero. Para mí el Álbum es como tener en
un estuche maravilloso toda esa temporada —todo ese tiempo pautado y
cerrado en sí mismo— con su diminuta población de grandes figuras. En
algunas el tiempo refulge como un esplendor detrás de los peloteros, o, en
los lejos del fondo, se ha congelado una maniobra de práctica entre otros
jugadores, o una conversación anodina. La oscuridad que envuelve a otras
figuras revela que es de noche, que el juego se va a jugar en esa luz mágica
cuyo perímetro es la oscuridad circundante —una esfera de luz que cobra
concreción ahora en la memoria. Dulce de caramelos pasados, de un quilo,
pero que perviven con vigor no disminuido en la memoria.
El Libro Azul es otra joya (el «azul», por cierto, viene de Radio Habana Cuba, o RHC, «Cadena Azul», estación de radio conocida por sus transmisiones de pelota). Contiene, en orden cronológico, todos y cada uno de
los box-scores de la temporada 1946-47 de la Liga Cubana, fotografías de
los campeones en las varias categorías, y récords completos de toda la temporada, por pelotero y por equipo, inclusive los de fildeo por posición.
Pero, además, el Libro Azul tiene al final los récords de concurrencia de
todas las funciones (algunas son doble juegos) de la temporada, lo cual nos
permite hacer los siguientes cálculos. La asistencia total a las 115 funciones fue de 1, 216, 153, o sea, un promedio de 10, 575 espectadores por
espectáculo. Lo cual no está nada mal. Pero lo más revelador es lo siguiente. A las 25 funciones en que se enfrentaron los «eternos rivales» de Habana y Almendares acudieron un total de 532, 666, es decir, un promedio
de 21, 306 fanáticos, mientras que a las funciones restantes, sin Rojos y
Azules, asistieron 683, 487, o sea 7, 595 por función, ¡una diferencia de
13, 711! Esto explica por qué, al establecer el calendario, los magnates de
la Liga Cubana solían enfrentar al Habana y al Almendares en el segundo
turno del doble juego de los domingos, y en las fechas feriadas, como el día
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de Navidad. En esa temporada hubo 9 doblejuegos en que jugaron Habana y Almendares en segundo turno. Esto también explica la resistencia a
llevar los juegos al interior, donde jamás se podría generar semejante interés y atraer a un público tan numeroso. Simplemente no habría sido rentable en el momento ni lo sería en el futuro: el arrastre de la rivalidad entre
Leones y Alacranes era demasiado poderoso.
Pero estas estadísticas también nos permiten especular sobre la concurrencia en conjunto a las dos temporadas que se jugaron ese invierno en La
Habana. Es muy improbable que, dada la capacidad limitada de La Tropical, para no hablar de la de los estadios del interior, la concurrencia a los
juegos de la Liga de la Federación se aproximara a los de la Liga Cubana.
Pero supongamos que fue la mitad, o sea 608, 076. De haber sido así, el
total de espectadores a las dos ligas hubiese sido 1, 824, 229 —casi dos
millones de fanáticos, en un país que no llegaba entonces a los cinco millones de habitantes. Esto apunta no sólo a la pasión beisbolera cubana, sino
a lo robusto de la economía de la isla en ese momento, cuando tantas personas podían darse el lujo de gastar dinero en una diversión como la pelota. El Libro Azul y el Álbum dan fe de que la temporada de 1946-47 fue
un punto culminante en la historia de la pelota cubana, cuyo momento
más dramático fue el encuentro entre Habana y Almendares del 25 de
febrero de 1947 con el que comienza La gloria de Cuba.
No hay duda de que, a pesar de la derrota de Cuba a manos de Venezuela, la Serie Mundial Amateur de 1941 fue uno de los momentos cimeros de la pelota cubana en el siglo XX —fue sin duda el cenital de la pelota venezolana en toda su historia. Después de terminada la serie, Radio
Habana Cuba, «Cadena Azul,» que transmitió los juegos y se autodesignaba «El Centro Radial del Continente,» publicó un interesantísimo folleto
sobre la misma intitulado 4.ª Serie Mundial de Base Ball Amateur. El documento fue coordinado por Manolo de la Reguera, locutor de esa emisora, y
una de las voces más famosas entonces en Cuba y la cuenca del Caribe. No
recuerdo ya cómo, en los últimos dos o tres años, llegó hasta mí una copia
xérox de esta publicación. El folleto no podía ser más revelador en varios
sentidos, pero sobre todo en uno, al que di algún énfasis en La gloria de
Cuba, y que lo vincula con el próximo documento que voy a comentar, otro
de mis hallazgos, Béisbol/69: XIII Campeonato Nacional de Aficionados. XVI
Campeonato Mundial de Aficionados: la relación entre nacionalismo, militarismo y deporte que, empezando con Machado y pasando por Batista desemboca en Castro. Es decir, la continuidad, sobre todo, entre los regímenes de los dos últimos dictadores, que me parece debe verse en el contexto
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mundial de relaciones similares entre deporte y política en la Alemania de
Hitler, la Italia de Mussolini, y la Unión Soviética de Stalin. Hay que saber
guardar las proporciones, por supuesto, y también constatar que, en el caso
de Cuba, más que una continuidad se trata de una progresión en aumento,
ya que la Cuba de los cuarenta era un país democrático y la de la era de Castro uno totalitario.
El folleto de 1941 tiene en la portada, sin su uniforme militar, al coronel Jaime Mariné, Director General Nacional de Deportes de Cuba, y presidente de la Federación Internacional de Baseball, auspiciador uno y entidad organizadora la otra, de la IV Serie Mundial de los Amateurs celebrada
en La Habana. Mariné, amigo, correligionario y compañero de armas de
Batista, reorganizó la pelota cubana en los años treinta y cuarenta. En la primera página (p. 3) hay una declaración de Mariné, reproducida de su puño
y letra y luego en letra de molde que reza así: «Me siento profundamente
satisfecho de la IV Serie Mundial de Base Ball Amateur, que acaba de celebrarse en la Habana. Tanto por la concurrencia a la misma de un grupo de
naciones hermanas, como por el alto espíritu deportivo que demostró el
pueblo de Cuba. Cuanto al resultado final, ratifico lo dicho: ganó el mejor.»
En la declaración del delegado venezolano Jesús Carao, éste hace explícita la
relación del evento con la presidencia de Batista: «Al teniente coronel Jaime
Mariné, mis congratulaciones más sinceras por todo lo que hace por el
deporte en este país, y para su ilustre presidente, coronel Fulgencio Batista,
el saludo cordial y aprecio de un ciudadano venezolano» (p. 6).
Lleno de datos y estadísticas, el folleto es de sumo interés. Detalla, por
ejemplo, la participación de Cuba no sólo en las series amateurs anteriores,
sino en los Juegos Centroamericanos y del Caribe a partir de 1926, cuando Cuba ganó en México. De la serie del 41 ofrece muchísimas fotografías, las nóminas de todos los equipos, los récords, el box score del juego decisivo, y el line score de todos y cada uno de los juegos. La estadísticas de bateo
revelan que no se dio ni un sólo jonrón en la Serie, aunque sí muchos triples, reflejo evidente de las enormes dimensiones de La Tropical y del tipo
de pelota que se jugaba entonces. Los mismos factores hacen que 20 bateadores terminaron por sobre .300 de promedio —con tanto terreno que
cubrir llovían los hits. Pero una estadística verdaderamente reveladora es la
que registra el peso, estatura y edad de cada uno de los 18 peloteros del
equipo cubano. Sólo 5 alcanzan o rebasan los 6 pies de estatura y los únicos que pesan más de 200 libras son Napoleón Reyes y Natilla Jiménez.
Marrero, de 27 años (en realidad de 30), medía 5’7» y pesaba 147 libras,
mientras que el veloz Jiquí Moreno, de 19 años, medía lo mismo pero
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pesaba sólo 130 libras. Es evidente que era éste un béisbol de gran destreza y astucia, sin la insistencia en la fuerza bruta que predomina en el de
hoy. Es sorprendente que un hombre como Moreno, de tan poco peso,
pudiese lanzar a la velocidad que se dice que lanzaba, y generalmente por
nueve entradas. En todo caso, la tónica de esta Serie fue el nacionalismo y
el orgullo —estamos en plena guerra en Europa y Pearl Harbor está a
punto de ser atacado por los japoneses— de que los «pueblos hermanos /se
baten/ lanzando bolas y strikes, en vez de bombas sobre nuestras cabezas»,
como proclama el ya citado delegado venezolano.
Béisbol/69 se distingue de otras guías similares —una citada en La gloria— por la abrumadora presencia de Castro y el énfasis en los aspectos
técnicos del béisbol. Se vive todavía una época temprana de los éxitos internacionales del equipo cubano, y bajo la influencia del enfoque «científico»
del deporte típico del Bloque Soviético. El libro se edita como para celebrar la victoria de Cuba en el Campeonato Mundial Amateur de 1969,
celebrado en la República Dominicana, donde los cubanos vencieron a un
equipo norteamericano de cierta categoría. Estaba ya en marcha la campaña triunfalista que omitía —cosa que los fanáticos cubanos avezados sabían— que los jugadores de Estados Unidos eran los que no habían sido suficientemente buenos como para ser firmados por los profesionales. Los
sobrantes, por así decir.
Es en ese espíritu que se produce el libro, que abre con una foto de Víctor Huelga, Rigoberto Rosique y Fermín Laffita ostentando el trofeo con
amplias sonrisas en los rostros, y con el cintillo ¡CAMPEONES! sobre la
imagen. A esto le sigue la transcripción bruta —al parecer sin poda editorial— de una entrevista fluvial de varios comentaristas deportivos a Castro, en el acto de recibimiento del equipo en el aeropuerto de La Habana.
El acto en sí, como el de un jefe de estado que recibe tropas victoriosas,
rezuma el fascismo más puro, y será una escena repetida a lo largo de más
de cuarenta años 2. Los cronistas deportivos se desviven por demostrar su
Rigoberto Betancourt, gran lanzador de principios de la era revolucionaria, que se
quedó en Baltimore cuando vino con la delegación cubana para el juego contra los Orioles,
y con quien desarrollé una amistad telefónica que terminó con su muerte repentina y temprana en Miami, me contó lo siguiente. Antes de salir a competencias internacionales, se
convocaba a los atletas a una reunión en que, con la presencia de Castro, se «embanderaba»
la delegación. Es decir, se hacía un voto colectivo de lealtad al régimen. El cariz fascista del
acto no podía ser más patente, ni su propósito de intimidar a los que estuvieran contemplando escapar.
2
30
Introducción
servilismo, y discuten con el Máximo Líder los detalles más nimios de los
juegos acabados de celebrar —jugada por jugada, decisión estratégica por
decisión estratégica. En sus deshilvanados comentarios Castro musita sobre
la compra de máquinas de lanzar para conservar lanzadores que de otra
forma tendrían que trabajar durante horas de práctica de bateo, y para
mejorar el rendimiento de los bateadores porque pueden ser programadas
para tirar curvas y hasta bolas de nudillos. Lo significativo de todo esto es
cómo la voluntad del dictador penetra hasta las fibras más finas de la institución deportiva en Cuba, sobre todo la pelota; cómo su voz manda en
todos los estratos de lo cubano, especialmente en algo tan íntimo y a la vez
público, espectacular por definición, como el béisbol.
Pero si en este sentido Béisbol/69 es un documento valioso como testimonio político no lo es menos como muestra del abordaje científico al
deporte del INDER. Se publica en el libro el scouting report, es decir el
informe técnico sobre varios de los bateadores que integraron el equipo
estadounidense, realizados para saber cómo lanzarles durante los juegos.
Este incluye, por ejemplo, en qué dirección bateó en cada turno, el conteo,
y el tipo de lanzamiento (detallados uno por uno) que conectó. Se publican
croquis de diferentes alineaciones defensivas y modelos de algunos informes sobre el rendimiento de peloteros cubanos, tanto lanzadores como
bateadores. A esto le siguen breves ensayos del director del INDER, del
manager del equipo Cuba, y, artículos y poemas de escritores nacionales
muy conocidos y adeptos (desde luego) al régimen, desde Raúl Roa y Nicolás Guillén, hasta Alejo Carpentier. De todos se publican fotos, una, inclusive de Carpentier con un bate en la mano, que examina con aire de experto. Política, técnica y literatura forman el conjunto total —y por supuesto
totalitario— de esta concepción del deporte como una especie de pseudo
guerra, o guerra de mentiritas, en la cual no obstante los nuevos ciudadanos, los «hombres nuevos» dan muestra de su vigor, patriotismo y lealtad
al Máximo Líder, encarnación de Cuba misma. Se trata de un libro-panfleto que podría haberse producido en la Alemania de Hitler y del que sin
duda habrá ejemplos similares producidos en la Unión Soviética de Stalin.
El programa de la Serie Mundial Amateur de 1941 antes visto es apenas
el germen de esta publicación.
La cosecha de libros sobre la pelota cubana en los últimos cinco años ha
sido copiosa, a pesar de las renovadas crisis de la economía de la isla, y el
implacable paso del tiempo que aleja cada vez más la historia del deporte
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
antes de 1959 —tema que en Cuba misma sigue oficialmente soslayado
por el régimen. Estos libros se pueden dividir en varias clasificaciones: de
referencia, directamente sobre la pelota cubana, biografías, y obras que
contienen información valiosa pero que no versan exclusiva o preferentemente sobre el béisbol cubano.
En el 2003, Jorge S. Figueredo, siempre asesorado por mi amigo
Charles Monfort, publicó dos libros de referencia fundamentales sobre la
pelota cubana: Cuban Baseball: A Statistical History, 1878-1961 (Jefferson,
North Carolina: McFarland and Co.), y Who’s Who in Cuban Baseball
1878-1961 (Jefferson, North Carolina: McFarland and Co.). El primero
es una guía estadística de la pelota profesional en Cuba, incluyendo las
ligas de invierno, los Havana Cubans, y los Cuban Sugar Kings. El libro,
que incluye numerosas fotografías, se divide por temporadas, con las nóminas de los equipos, índices de los peloteros por épocas, listas de los ganadores de premios y de los líderes de todos los tiempos por categorías. Por
ejemplo, descubrimos que Héctor Rodríguez es el primero en veces al bate
(4, 699), carreras anotadas (574), hits (1237), tribeyes (79), y carreras
impulsadas (522). En cuadrangulares el primero es Rafael Noble con 71.
Entre los lanzadores, el que más años participó fue Adolfo Luque, con 22,
pero el líder en juegos fue Adrián Zabala, con 330. Martín Dihigo fue primero en juegos completos (121) y victorias (107), mientras que José de la
Caridad Méndez tuvo el promedio más alto con .731. Hay, además, una
relación de los jugadores que están en el Salón de la Fama y muchísima más
información útil o curiosa. Esta no es completa, por supuesto, y se deslizan
algunos errores, pero más no se le puede pedir a un libro que no ha sido
compuesto por un equipo de investigadores con acceso a todas las fuentes
de información posible, algo vedado por la situación cubana.
El Who’s Who es una delicia para cualquier fanático de la pelota cubana, y hasta para los que no lo son pero les interesa la vida en Cuba antes de
la Revolución (el libro llega hasta 1961, cuando desaparece el béisbol profesional en la isla). El volumen incluye sólo a peloteros que jugaron en los
torneos profesionales de invierno, de los que aparecen no pocas fotografías.
Se trata no sólo de los peloteros cubanos, sino de los de todas las nacionalidades que se desempeñaron en la isla. El libro se divide en cuatro categorías: jugadores cubanos, jugadores norteamericanos de las Mayores y
Menores, jugadores de las Ligas Independientes de Color, y jugadores latinoamericanos. Cada categoría se subdivide en lanzadores y otros jugadores,
y en tres «eras»: la primera, de 1878 a 1899, la segunda, de 1900 a
1933, y la tercera de 1934 a 1961. La última, la de los jugadores latino-
32
Introducción
americanos, incluye todas las eras. Hay una zona de ambigüedad porque,
entre los cuarenta y los cincuenta hubo jugadores de color que pasaron de
las Ligas Independientes de Color a las Menores y Mayores —por ejemplo,
Don Newcombe, que lanzó de los Newark Eagles y los Brooklyn Dodgers.
Y se ha escapado alguno que otro pelotero, como Bill Virdon, que jugó del
Habana. Hay no pocos, además, con récords incompletos—. Pero, como en
el caso del libro anterior, no se podía pedir más. Ambos tomos de Figueredo deben ser de consulta obligatoria para cualquier investigador de la
pelota cubana.
Dos libros sobre la pelota cubana aparecieron casi simultáneamente
con el mío: Mark Rucker y Peter Bjarkman, Smoke: The Romance and Lore of
Cuban Baseball (Lingston, Nueva York: Sports Illustrated, 1999) y Milton
Jamail Full Count: Inside Cuban Baseball (Carbondale, Illinois: Southern
Illinois University Press, 2000). El libro de Rucker y Bjarkman, el primero es fotógrafo, es valioso por sus fotografías, pero muy defectuoso como
historia porque es evidente que los autores saben poco de Cuba y no tienen
un dominio suficiente del español. Se dejan los autores, además, embaucar
por las autoridades de la isla, y dicen cosas como que los «desertores» son
vistos como traidores en Cuba, cosa patentemente no sólo falsa sino totalmente opuesta a la realidad, ya que la fanaticada allí se desvive por las
hazañas del Duque, Ordóñez y otros. Es un libro, además, plagado de errores basado en estereotipos de Cuba y América Latina corrientes en Estados
Unidos. El libro de Jamail es de más empaque académico, mejor investigado y escrito, y se concentra prácticamente en la pelota cubana postrevolucionaria. Aunque de modestas ambiciones, Full Count da la visión cabal
y equilibrada de un norteamericano con formación universitaria y familiarizado con los métodos de investigación y redacción de ese medio.
Las biografías que han llegado a mis manos se pueden clasificar en dos
categorías: las de estrellas de antaño y las de astros actuales. Las mencionaré en orden cronológico. Rodolfo González Castillo publica en México, año
de 1995, La magia del Príncipe de Belem /sic/: Lázaro Salazar (México, D.F.,
Revistas Deportivas S.A.). Salazar vivió y murió en México, donde se había
radicado y fundado familia, y donde tuvo temporadas estelares sobre todo
con los Sultanes de Monterrey, tanto en el montículo como en primera base
y los jardines. También fue un manager querido y respetado. La biografía
de González Castillo es entusiasta hasta lindar con lo hagiográfico, y contiene innumerables anécdotas sobre el protagonista y muchos peloteros
cubanos más que jugaron en México. Reproduce, además, no pocas cartas
escritas por Salazar y muchas fotografías de bastante buena calidad. La
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
magia da un panorama amplio y minucioso de la pelota latinoamericana
(Salazar también jugó y dirigió en Venezuela) de los años treinta a los cincuenta.
Severo Nieto Fernández, cronista deportivo de avanzada edad y conocido coleccionista de materiales de toda índole sobre la pelota cubana, es el
autor de Conrado Marrero: El Premier (La Habana: Instituto Cubano del
Libro, 2000). Más que una biografía se trata de un recopilación cronológica y comentada de documentos. Es decir, no hay un relato sostenido de
la vida del «Guajiro de Laberinto,» ni una contextualización histórica.
Pero Nieto ofrece un impresionante acopio de materiales que abarcan la
carrera entera del lanzador, con numerosísimos box scores de juegos en que
participó, desde los Amateurs a las Grandes Ligas, pasando por los Havana Cubans, los Cuban Sugar Kings, y por supuesto, su labor con el Almendares. Es un volumen extraordinario que hay que saborear lentamente, sin
prestar atención a los frecuentes descuidos editoriales y de estilo, y suministrando con la imaginación los motivos y temas de la vida de este gran
artista del box.
En el 2001, en una edición de autor, Gilberto Dihigo publica su Mi
padre «El Inmortal», biografía del gran Martín, su padre. Escrito en primera persona, desde su perspectiva de hijo del famoso atleta, la narrativa no
fluye de manera convencional, sino anecdótica, y con tal vez demasiada
atención dedicada al escritor —como es natural en un relato en primera
persona, que a veces suena a novela. Cualquiera que puedan ser los defectos de este libro —amorosa labor de hijo, exiliado y con pocos recursos—
lo que sí posee es una serie extraordinaria de fotografías desconocidas del
gran pelotero, manager y personalidad que fue Martín Dihigo. También se
ofrecen las estadísticas de Dihigo en Cuba y las Ligas Independientes de
Color, pero no en la Liga Mexicana, donde «El Inmortal» también brilló
(pero éstas se pueden encontrar en la reciente enciclopedia del béisbol en
México, de la cual hablaré en breve).
De los grandes peloteros cubanos en la actualidad hay tres biografías:
de Omar Linares, Orlando Hernández y Rafael Palmeiro. El Niño Linares,
de Juan A. Martínez de Osaba y Goenaga (La Habana: Casa Editora Abril,
2002) es un libro desigual, que amontona información y documentos
(entrevistas, récords), pero sin un hilo narrativo coherente y con un estilo
chabacano. El único tema que da unidad al libro es el deseo del autor de
proclamar la grandeza de Linares aunque no haya jugado en las Grandes
Ligas. Porque todos los elogios del sin duda superdotado Linares, todos sus
innegables logros en la pelota de la Cuba actual, no pueden convencer a
34
Introducción
nadie de que fue mejor que los jugadores que se batieron en la Gran Carpa
contra los mejores del mundo. Linares les dio muchos palos a lanzadores
que no habrían llegado a clase AA en Estados Unidos, y lo que bateó en
algunos topes de exhibición contra profesionales no garantiza su preeminencia en el béisbol de su época.
El librito de Barbara Marvis Rafael Palmeiro: A Real-Life Reader Biography (Childs, Maryland: Mitchell Lane Publishers, 1998) está dirigido a
lectores jóvenes, a niños. De todos modos da una idea concisa y clara de la
vida de este gran pelotero que ha hecho toda su carrera (y vida) en Estados
Unidos y que está destinado a ser el próximo cubano en el Hall de la Fama
de Cooperstown. Contiene buenas fotos.
Mucho más ambicioso es The Duke of Havana: Baseball, Cuba, and the
Search for the American Dream, de Steve Fainaru and Ray Sánchez (Nueva
York: Villard Books, 2001). Se trata de una típica biografía escrita por
periodistas norteamericanos sobre una figura de actualidad. Es decir, la
investigación es bastante minuciosa, hasta en lo que respecta a la pelota de
la Cuba de hoy, y el relato —como una novela de espionaje— de cómo
escapó Orlando «El Duque» Hernández de Cuba es fascinante. Los autores
intentaron capturar, con resultados desiguales, el carisma de este gran
pelotero, de inteligencia y coraje excepcionales, que tuvo algunas actuaciones memorables con los Yankees de Nueva York. Hernández llegó
demasiado tarde a las Mayores para desarrollar una carrera sostenida, y hoy,
perteneciente al Montreal, está lesionado y no pudo actuar en toda la temporada del 2003. Pero lanzó juegos inolvidables en las finales de la Liga
Americana y se impuso con un estilo de lanzar que lindaba con la gimnasia y la danza moderna. Fainaru y Sánchez no supieron dar la medida del
sufrimiento y la angustia que debe de haber sufrido el Duque tras su exilio y separación de sus familiares (que al fin se le unieron).
Cuatro libros sobre la pelota norteamericana contienen información
importante sobre la cubana. James P. Quigel Jr. y Louis E. Hunsinger Jr.
publicaron dos libros sobre el béisbol en Williamsport, Pennsylvania, que
son de inusitada importancia para el conocimiento de la pelota en Cuba.
En Williamsport’s Baseball Heritage (Charleston, S.C.: Arcadia Publishing,
1998), relatan los autores cómo, en 1945, el equipo local, los Grays, de la
Eastern League y sucursal de los Senadores de Washington, se llenaron de
cubanos —de los firmados por Joe Cambria, que al año siguiente, al inaugurarse los Havana Cubans, irían a militar a ese equipo. Denominados,
inevitablemente, los «Rhumba Rascals,» los Grays contaron con Manuel
«Chino» Hidalgo, Armando Traspuesto, Pedro «Natilla» Jiménez, Daniel
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
Parra, Leonardo Goicochea, Frankie «Sojito» Gallardo, José Nápoles,
Mario Díaz, Rogelio Valdés, Joaquín Gutiérrez, Héctor Aragó y otros. El
gran zurdito de los Amateurs Daniel Parra ganó 14 y perdió 9, pero los
Grays terminaron en último lugar y hubo numerosos incidentes provocados por el racismo de jugadores de otros equipos, como detallan los autores en su segundo libro, Gateway to the Majors: Williamsport and Minor League Baseball (University Park, Pennsylvania: Pennsylvania State University
Press, 2001).
Los otros dos libros versan sobre las Ligas Independientes de Color, en
cuyos orígenes y desarrollo los cubanos tuvieron un fuerte impacto.
Michael E. Lomax, Black Baseball Entrepreneurs, 1860-1901 (Syracuse:
Syracuse University Press, 2003) es una minuciosísima historia del inicio
de la pelota profesional entre los norteamericanos negros desde la Guerra
Civil hasta principios del siglo XX. Expone Lomax las maniobras de los
magnates de color para organizar equipos y luego ligas, detallando el origen de los Cuban Giants, el primer conjunto profesional negro, que llevó
ese nombre por razones que doy en La gloria de Cuba. Lomax explica con
lujo de detalles las pugnas y desavenencias que condujeron a la formación
de los Cuban X Giants (ex, es decir, antiguos Giants). Toda esta historia
es de la mayor pertinencia para entender los orígenes de la pelota profesional en Cuba, como lo es el estupendo libro de Brad Snyder, Beyond the Shadow of the Senators: The Untold Story of the Homestead Grays and the Integration of Baseball. Aunque se fundaron en Homestead, Pennsylvania, los
famosos Grays (con los Kansas City Monarchs y los Newark Eagles de los
más famosos equipos en la historia de la pelota de color en Estados Unidos)
desarrollaron sus mejores campañas en Washington, a donde fueron en
busca de público. En la capital norteamericana, los Grays jugaron en Griffith Stadium, sede de los Senadores de Washington, sotaneros de la Liga
Americana y con un fuerte vínculo con Cuba a través de Cambria. De la
ciudad de Washington se decía, con sorna, «primera en la guerra, primera
en la paz, y última en la Liga Americana.» La presencia de tanto jugador
cubano en los Senadores, que para muchos norteamericanos, sobre todo los
de color, no eran «blancos,» irritaba a periodistas negros como Sam Lacy,
que luchaba por la integración del béisbol en los Estados Unidos. Todo este
drama ocurría durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el país luchaba contra el fascismo en Europa, pero —destacaba Lacy— permitía que la
discriminación racial floreciera en su propia capital y en su juego nacional.
Los Grays eran la flor y nata de la pelota negra, con estrellas como Josh
Gibson y Buck Leonard, mientras que los Senadores luchaban por hacer un
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Introducción
papel digno en la Liga Americana. La estulticia fue tal que nunca se enfrentaron en el terrreno los dos huéspedes del Griffith Stadium, aunque tal vez
fuese pura cautela del dueño de los Senadores, queriendo evitar lo que
habría sido una segura humillación. Snyder narra con pericia, elegancia y
amplia documentación esta historia social, política y deportiva en que los
cubanos se vieron envueltos sin proponérselo. Para los que nos interesamos
en la historia del béisbol en la isla este libro, como los otros, suministran
un contexto invaluable para la mejor comprensión de las fuerzas y contrafuerzas en que se desarrolló el deporte en Cuba.
No puedo dejar de mencionar otros libros sobre la pelota en otros países latinoamericanos que, por la diseminación y dispersión de jugadores
cubanos por la cuenca del Caribe y México, son de extraordinario interés.
Tres tienen que ver con la pelota en Venezuela. Herman Ettdgui Landaeta publicó, con Asdrúbal Fuenmayor P., La hazaña del siglo (Caracas: Colección Radio Deporte 1590 AM-Impresora Oneonta, 2002), un recuento de
la victoria de Venezuela sobre Cuba en la afamada Serie Mundial Amateur
de 1941. El libro recoge entrevistas con los peloteros supervivientes, artículos periodísticos del autor y otros (como el cubano Pedro Galeana) del
momento, box scores, un cúmulo de fotografías, y un recuento detallado de
cómo se reclutó, seleccionó y entrenó el equipo que habría de ganar en La
Habana. Se trata de un libro fascinante para los que, como yo, anhelan
adquirir todos los conocimientos posibles sobre esas series mundiales amateurs que marcan toda una época de oro de la pelota latinoamericana. A ese
libro se suman otros dos de inestimable importancia. El primero es la Enciclopedia del béisbol en Venezuela, en dos tomos, recopilada por Efraim Alvarez y Daniel Gutiérrez (Caracas: Fondo Editorial Cárdenas Lares, 1997). El
primer tomo es una historia del béisbol en Venezuela, mientras que el
segundo es, de manera más convencional, la lista alfabética de todos los
jugadores que han participado en la pelota de ese país. Como tanto pelotero cubano jugó en Venezuela, muchos después de la Revolución y el cese
del deporte profesional en Cuba, este es un libro extremadamente útil. Nos
enteramos así de las actuaciones de jugadores como Luis Tiant, hijo, y la
de Pedro Formental, que ganó el campeonato de bateo jugando del Pampero en la temporada de 1955-56, cuando ya los equipos de la Liga Cubana habían descartado al glorioso veterano. Por último está el magnífico
libro de Carlos Daniel Cárdenas Lares, Leones del Caracas: crónica de una tradición (Caracas: Editorial La Brújula, 1996). Estos Leones —los había en
La Habana y los hay en Ponce— son el equipo más famoso de la pelota profesional venezolana, donde jugaron las grandes estrellas, muchas proceden-
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
tes del equipo campeón del 1941 en La Habana. Los apellidos de los grandes peloteros del Caracas son una letanía ilustre: Carrasquel, Davalillo,
Bracho, Armas, Tovar, Gallarraga. Fue con los Leones del Caracas que
jugaron Luis Tiant, hijo, Camilo Pascual, Dagoberto Campaneris, y fue el
equipo que dirigió Regino Otero.
Por último, hay que celebrar la publicación de The Mexican League. La
Liga Mexicana. Comprehensive Player Statistics 1937-2001. Estadísticas comprensivas de los jugadores, 1937-2001, compilada por Pedro Treto Cisneros
(Jefferson, North Carolina: McFarland and C., 2002). Como el título indica, este estupendo tomo es bilingüe. Podemos descubrir aquí las estadísticas, por ejemplo, de Martín Dihigo en México: promedio de .317 al bate
en once temporadas, y 119 victorias como lanzador en el mismo período
de tiempo. Podemos también constatar que Agapito Mayor ganó 98 en
ocho temporadas, y que Pedro Formental bateó .345 en cuatro años de
actuación. En fin, que el libro es una fiesta de datos interesantes y curiosos
que ayudan a redondear nuestro conocimiento de la pelota cubana.
La pelota en Cuba durante los últimos cinco años ha seguido el camino que
anticipé en la primera edición de este libro: se ha aproximado cada vez más
a la del Béisbol Organizado tanto en su organización como en el estilo de
juego, con el propósito de preparar a sus jugadores para jugar al más alto
nivel profesional: las Grandes Ligas. En aparente contradicción, desde
luego, se han incrementado las restricciones, vigilancia y sanciones para
impedir que los jugadores «deserten» y firmen con equipos de las Mayores. Pero es una contradicción aparente. Sospecho que el plan de la burocracia del régimen es «vender» jugadores a las Mayores en sus propios términos. Es decir, se pretende o aspira a que los jugadores firmen por
cantidades fabulosas y regresen a la isla con sus dólares que se sumarían al
erario público, o sea al presupuesto para compensar a los burócratas por sus
labores policiales. El plan no ha tenido éxito porque choca contra otro más
amplio y atávico nacido en la torcida mentalidad de Fidel Castro, que hace
que la menor esperanza de apertura con Estados Unidos sea apagada por
algún acto salvaje de represión que la haga repugnante o imposible: el
derribo de avionetas indefensas sobre aguas internacionales, el encarcelamiento de 75 disidentes por «delitos de conciencia», y así sucesivamente.
Por otra parte, la administración norteamericana actual no va a permitir,
como la anterior, flirteos con Castro mientras no haya cambios significativos en la política cubana.
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Introducción
En cuanto a la organización —sigo aquí lo que me escribe mi querido
amigo Raúl Esteban Pérez—, desde la serie 37, en 1998, se empiezan a
jugar 90 juegos en la primera etapa, o clasificatoria, y se juega en las tres
zonas con una división por grupos que no podía ser más parecida a la de las
Mayores. En el Grupo A juegan Pinar del Río, Isla de la Juventud, Metropolitanos y Matanzas. En el B Industriales, Habana, Sancti Spíritus y Cienfuegos. En el C Villa Clara, Ciego de Ávila, Camagüey y las Tunas. Y en
el D Holguín, Granma, Guantánamo y Santiago de Cuba. Clasifican los
dos primeros de cada zona o grupos, para luego pasar a una semifinal de A
vs. B y C vs. D, de donde surgen dos ganadores que se enfrentan en una
final por el campeonato nacional. La imitación del formato de las Mayores
es patente. Los finalistas juegan alrededor de 107 juegos.
A esta Serie Nacional se le ha añadido ahora una especie de super-liga,
con cuatro conjuntos: Habaneros-Centrales-Occidentales-Orientales, que
concentran el talento pero diluyen o confunden a la fanaticada, porque se
pierde la territorialidad. Se supone que de esta superliga sale la «pre-selección» que va a dar el equipo nacional que se batirá en competencias internacionales. Pero la superliga no ha sido popular por la falta de «banderas»
con las que identificarse.
En la Serie Nacional Santiago de Cuba resultó campeón desde 1999
hasta el 2001, cuando ocurre la jubilación de Orestes Kindelán y Tony
Pacheco, que debilita el equipo, junto con la suspensión de Gabriel Pierre.
Sorpresivamente, en el 2002 terminan de finalistas Sancti Spíritus y Holguín, ganando el segundo. En la última Serie Nacional —la número 42—
los Industriales, que hacía varios años no ganaban una final (desde la serie
35, en el 1995-96), compiten en ésta, lo cual atrajo a los fanáticos de ese
equipo. Los Industriales cuentan con más fanáticos no sólo por su calidad,
sino por ser el único equipo que mantiene su mismo nombre en las 42
series que se han jugado, y han obtenido nueve primeros lugares, siete
segundos y cinco terceros —21 veces en los primeros tres peldaños.
No hay duda de que el retiro de varias estrellas, como las mencionadas
y además Omar Linares, Luis Ulacia, Germán Mesa, Lázaro Vargas, Valle,
Michel Abreu, y otras, además de «deserciones» como las de Orlando y
Adrián Hernández, Andy Morales, José Ariel Contreras le han quitado brillo a las series nacionales, aunque han surgido algunos valores en años
recientes, como Michel Enríquez, Luis Rivera, Frederich Cepeda, Amaury
Casañas, Joan C. Pedroso, Maels Rodríguez, Yadel Martí, Yamel Guevara,
Pedro J. Rodríguez y Yuliesky Gourriel (hijos de las grandes figuras del
pasado reciente Pedro José Rodríguez y Lourdes Gourriel). Pero en com-
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
petencias internacionales, como las Olimpíadas, el equipo cubano se ha
visto en aprietos, o no ha ganado porque se ha hecho más dura la política
de eliminar de la nómina a jugadores apetecibles para los profesionales y
de dudosa lealtad. Por eso, en los recién terminados Juegos Panamericanos
del 2003, celebrados en la República Dominicana, Cuba no llevó a Maels
Rodríguez, Pedro Luis Lazo, Kendry Morales, Yobal Dueñas, B. Cañizares,
y aunque ganó, no fue tan fácil como en otras ocasiones. (Dueñas y Rodríguez acaban de escaparse de Cuba). En el Campeonato Mundial que se jugó
casi inmediatamente después, aunque no hubo tantas omisiones porque se
jugaba en casa, Cuba tuvo sofocones hasta con el equipo brasileño, y veremos qué ocurre en los Pre-Olímpicos que están en marcha en Panamá
mientras escribo estas páginas.
(Entérome al escribir esto que Kendry Morales fue regresado a Cuba
desde los Pre-Olímpicos de Panamá por aparente «indisciplina,» es decir,
intento de huida. De 19 años de edad y un tremendo bateador que puede
jugar varias posiciones, Morales debe ser de los peloteros más codiciados
por los agentes de la pelota profesional).
Claro, la competencia internacional se ha arreciado con la inclusión de
profesionales, especialmente en el equipo de Estados Unidos, que ganó las
Olimpíadas del 2000 en Australia. Pero no hay que olvidar que son jugadores que no figuran en la nómina principal de 40 jugadores de los equipos de las Mayores. Los mejores 1,200 peloteros profesionales están
excluidos, por lo que, aunque el equipo nacional cubano se enfrenta a
jugadores que son más dignos contrincantes, no se miden, ni con mucho,
contra lo mejor. Pienso, en todo caso, que el equipo cubano es tan bueno
como los de AAA, y hasta podría «ganar y perder» contra equipos de
segunda división en las Mayores. Me baso en la actuación de los peloteros
estelares del béisbol postrevolucionario que han llegado a jugar en Grandes Ligas, luego de haber alcanzado la libertad de forma a veces peligrosa
y hasta espectacular.
Creo que en resumen se puede decir que los cubanos que alcanzaron las
Mayores en los últimos años han tenido una actuación más bien discreta:
no hay un Pedro Martínez o Vladimir Guerrero entre ellos. De todos ellos,
por haber jugado con los Yankees en finales y series mundiales, el más destacado ha sido el Duque Hernández, pero nunca ha tenido una temporada
de 20 victorias ni ganado un campeonato de picheo. Su medio hermano
Liván tuvo un momento de gloria con los Marlins de la Florida en la Serie
Mundial de 1997, y después, con los Gigantes y los Expos se ha convertido en un lanzador que pierde tantos como gana, pero sí es capaz de lanzar
40
Introducción
gran cantidad de entradas —tiene un brazo de goma y es, además, por cierto, un recio bateador—. Rey Ordóñez se impuso como uno de los mejores
campocortos defensivos de las Mayores jugando de los Mets, pero su ofensiva es débil, y le ha tocado jugar en la era de Alex Rodríguez, Nomar Garciaparra, Derek Jeter, Miguel Tejada, algunos de los más grandes torpederos en toda la historia del béisbol, por lo que su labor se ha visto eclipsada.
Menos visible pero más efectivo ha sido Alex Sánchez, ahora jardinero del
Detroit, que es un excelente robador de bases. Rolando Arrojo, que tuvo
una primera temporada muy buena y prometía llegar a ser un as en las
Mayores, fue decayendo hasta ser dejado en libertad por las Medias Rojas
de Boston.
Otros jugadores, como sucede con mucha frecuencia a peloteros de
todas las procedencias, no dieron la talla. Adrián «Duquesito» Hernández
no ha logrado imponerse con los Yankees y ha pasado casi toda su carrera
en el Columbus, de la Triple A. Jorge Luis Toca, propiedad de los Mets,
tampoco ha logrado encajarse en el equipo grande y ha pasado varios años
también en Triple A. Andy Morales, que pegó un jonrón memorable contra los Orioles de Baltimore en el juego del equipo Cuba contra estos, fue
un fracaso inclusive en las Menores. Y así sucesivamente. Hoy la esperanza es Contreras, a quien los Yankees dieron un fabuloso contrato de 36
millones de dólares, y que ha tenido juegos brillantes en que ha dominado
a la oposición con su velocidad y splitter, pero a quien al principio le batearon libremente. Además, su actuación abarca sólo una temporada. Y habrá
que ver si el veloz Maels Rodríguez no ha perdido su efectividad, y si su
compañero de fuga, el jugador de cuadro Yobal Dueñas, es de verdadero
nivel. Dados los fracasos y la relativa mediocridad de los peloteros cubanos
que han logrado escapar el juicio tiene que ser reservado.
Se me impone ahora la tarea de proponer el mejor equipo de pelota cubano de todos los tiempos, posición por posición. Digo que se me impone
porque, desde la publicación de La gloria de Cuba, amigos y extraños me lo
piden, y porque es una actividad típica de fanáticos de cualquier deporte o
arte. Todo el mundo tiene sus escritores, pintores y músicos preferidos.
Ahora bien, ser crítico en alguno de esos campos exige que la selección esté
avalada por razones de peso. Aún así, el componente subjetivo es crucial,
más aún en el caso de los deportes, en los que las grandes actuaciones se las
llevó el tiempo y sólo quedan en la memoria de los participantes y espectadores, o más recientemente en el celuloide y el video. Además, en los
41
ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
deportes, como en la danza, en que el cuerpo mismo es el vehículo de la
actuación, el inevitable deterioro de éste nos deja sin pruebas tangibles de
su valor —no así con un texto literario, un cuadro o una sinfonía—. Las
mejores actuaciones de Cervantes las conserva la letra impresa, pero las de
Martín Dihigo sólo la memoria de los pocos sobrevivientes que lo vieron
jugar, o los testimonios escritos que sus contemporáneos dejaron.
La literatura fantástica, una de cuyas ramas es la teología, me facilita
un recurso para este ejercicio acrónico. En su Summa contra gentiles, Santo
Tomás de Aquino arguye, con su férrea lógica, que los bienaventurados
alcanzarán la resurrección con el cuerpo que tuvieron en vida en su mejor
momento de vigor y belleza. Poca gracia tendría volver a la vida el viejo
cañengo que murió, o el joven devastado por una cruel enfermedad o algún
destructor accidente. Los afortunados regresarán en el cenit de su físico.
Hay que apelar a una ficción semejante para confeccionar un equipo de los
mejores jugadores cubanos de todos los tiempos. Ese verdadero equipo de
los sueños (dream team, como se dice en inglés), contaría con los peloteros
en el momento más glorioso de sus carreras. Pero, ¿cómo decidir cuál fue
ese momento, y peor aún, cómo comparar peloteros de diversas épocas,
cuando las condiciones de juego eran distintas? Se imponen algunas aclaraciones.
Fácil sería usar las Grandes Ligas como medida del valor de un pelotero, pero éstas acogen a los mejores jugadores del mundo desde no hace tanto
tiempo. Antes de 1947, por ejemplo, cuando Jackie Robinson vistió la franela de los Dodgers, las Grandes Ligas habían excluido a todos los jugadores de color norteamericanos y de otras nacionalidades. Y hasta el advenimiento del central scouting, o la búsqueda de talentos global y centralizada,
muchos jugadores prometedores no eran descubiertos; otros, en ciertas épocas, preferían jugar en la Liga de la Costa del Pacífico, o, en cierto momento, en México antes que ir a probar fortuna en las Mayores. Ya desde fines
de la década del ‘50 puede argüirse que los mejores jugadores militan en los
equipos de Grandes Ligas, aunque hubo no pocos todavía que prefirieron,
por ejemplo, jugar en el Japón. Nunca sabremos qué tipo de carrera habría
desarrollado en las Grandes Ligas el legendario toletero nipón Sendeharu
Oh. Héctor Espino, el jonronero mexicano, prefirió hacer toda su carrera en
México. Pero en términos generales puede decirse que a partir de fines de
los ‘50 haber o no llegado a las Mayores define a un jugador.
Hoy, si un pelotero no se ha probado sostenidamente en el contexto
de las Grandes Ligas no puede decirse que haya sido un jugador de los
mejores de su era. Hideki Irabu, por ejemplo, llegó a los Yankees con la
42
Introducción
reputación de ser el Nolan Ryan japonés, pero pronto demostró que, en
las Mayores, era un pítcher del montón. Pongamos por caso a Omar
Linares, el gran bateador y tercera base cubano que no llegó a jugar por
un período significativo de tiempo en los profesionales hasta el final de
su carrera, cuando lo hizo en el Japón con pobres resultados. ¿Se puede
poner a Linares en tercera por sobre Héctor Rodríguez, que jugó una
buena temporada con los Medias Blancas de Chicago y tuvo excelentes
años en la Liga Internacional, para no hablar de la Liga Cubana? Es evidente que Linares, un hombre mucho más fornido, tenía más poder, pero
¿cómo se habría desempeñado bateando contra Camilo Pascual o Vinagre Mizell? ¿Habría ostentado los promedios de bateo espectaculares de
sus años en el béisbol posrevolucionario? Es posible o hasta probable,
pero no hay nada seguro: la historia de la pelota está llena de grandes
promesas que arrasaron con la oposición hasta llegar a Triple A o las
Mayores, donde los lanzadores les encontraron la debilidad y la explotaron inmisericordemente día tras día. Los lanzadores cubanos de la era
postrevolucionaria que llegaron a las Mayores no lo han hecho mal, pero
no han sido, ni con mucho, lo que fueron en el béisbol amateur internacional, donde dominaban. El de más reciente llegada a las Mayores, José
Ariel Contreras, y como ya se dijo, ha lanzado algunos buenos juegos,
pero al principio le cayeron a palos y es sólo poco a poco, con cuidadosa
instrucción, y apoyado por el trabuco Yankee en que milita, que ha
comenzado a ganar juegos de forma sostenida. Tener éxito en unos cuantos juegos cuenta para poco. Son cientos los jugadores que han tenido,
por ejemplo, una gran temporada de exhibición y luego se han desplomado al sonar la campana. ¿Cómo juzgar?
De forma subjetiva, por supuesto, ya que hay que partir de las opiniones de otros, de la fama adquirida y acumulada, y, donde los hay, de los
numeritos. ¿Le habría bateado Cristóbal Torriente a Randy Johnson? Yo
pienso que sí, porque todo lo que he leído sobre Torriente indica que era
un superdotado, y que en su tiempo le bateó libremente a los mejores lanzadores de las Ligas Independientes de Color y de la Liga Cubana. Linares
nunca se enfrentó continuamente a ese tipo de pitcheo. Creo que Alejandro Oms también le habría bateado a cualquiera, y José de la Caridad Méndez demostró irrefutablemente que le podía ganar consistentemente a
equipos de Grandes Ligas, de las Menores, de las Ligas Independientes de
Color y de la Liga Cubana. En todo caso, he aquí mi selección, el equipo
que llevaríamos los cubanos contra otros similares de los Estados Unidos,
la República Dominicana, Venezuela, Japón, para jugar en la Liga del Infi-
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
nito. La temporada se desarrollaría durante la Eternidad y constaría de un
número indefinido de juegos. El elenco de lanzadores será de diez.
Primera base: Rafael Palmeiro. No hay discusión posible. Al terminar
la temporada del 2003, Palmeiro había acumulado 528 jonrones de por
vida en las Mayores y ha ganado tres «guantes de oro» por su destacado
juego defensivo. Es candidato seguro al Salón de la Fama de Cooperstown.
Palmeiro además es un primera base efectivo y elegante. Desde luego,
Tony Pérez ya está en el Salón de la Fama, y tuvo, además de récords superlativos, actuaciones estelares en series mundiales. Es imposible excluirlo,
por lo que me valgo del subterfugio de ponerlo en tercera, base que jugó
en 760 juegos con los Rojos de Cincinnati. Regino Otero fue tal vez el
mejor primera base defensivo cubano de todos los tiempos, pero no era un
bateador recio. El y Héctor Rodríguez, el gran tercera base, sufrieron de lo
mismo: eran jugadores ágiles, diestros en defensa, pero jugaban posiciones
que exigen poder al bate (a medida que nos alejamos de las rayas de foul
los jugadores son más livianos y rápidos porque tienen que cubrir más
terreno). Francisco «Panchón» Herrera, un primera base gigantesco y con
enorme poder, habría sido estelar si los Phillies de Filadelfia no hubiesen
tratado de convertirlo en tercera o hasta segunda base porque tenían ya
cubierta la inicial.
Segunda base: Octavio Rojas, que jugó estelarmente 1449 juegos en
esa posición en las Mayores, y que ganó el campeonato de bateo de la última temporada de Liga Cubana. Cuba ha dado grandes jugadores de la
segunda, desde la época de Bienvenido «Pata Jorobá» Jiménez y Eusebio
«Papo» González, hasta Félix Isasi, Andrés Telemaco y Tony Castaño en el
período postrevolucionario. Tampoco hay que olvidar a Antonio «Tony»
Taylor, que tuvo brillantes temporadas en esa posición en las Mayores y la
Liga Cubana. Pero Rojas fue el de más sostenida excelencia en segunda,y
fue un bateador oportuno.
Tercera base: Atanasio «Tony» Pérez, aunque su inclusión aquí, como
ya se dijo, es un poco forzada, ya que jugó sobre todo primera en las Mayores. Pero Pérez jugó cinco temporadas como tercera del Cincinnati en las
que se desempeñó bien a la defensiva (en las Menores, antes de «llenarse,»
había jugado hasta segunda). Su rendimiento ofensivo de por vida lo hizo
ser electo al Salón de la Fama. Héctor Rodríguez fue un atleta excepcional
y, como vimos, acaparó varios récords ofensivos en la Liga Cubana. Cuando jugaba del Toronto en la Liga Internacional lo ponían hasta en el jardín
central si alguna lesión a otro pelotero lo hacía necesario. Lo vi jugar en la
Liga Cubana y le partía a los toques de bola y sacaba en primera como el
44
Introducción
mejor de todos los tiempos, Brooks Robinson. Pero su rendimiento al bate
como slugger no era el de un tercera base.
Short Stop: Silvio García porque fue un superdotado, que además del
campo corto podía lanzar y tuvo temporadas estelares en la Liga Cubana
aún durante los últimos años de su carrera. Brilló donde quiera que jugó,
pero por el color de su piel no pudo hacerlo en las Mayores. Era un hombre fuerte, con velocidad de piernas y un tremendo brazo. Dagoberto Campaneris tuvo brillantes temporadas con el Oakland de la Liga Americana y
fue un all-around que en un partido jugó todas las posiciones. Fue, además,
uno de los más grandes robadores de bases de todos los tiempos en las
Mayores. Willy Miranda se conceptúa como uno de los mejores torpederos
defensivos en la historia del béisbol, pero era un bateador muy débil. En
un equipo con una ofensiva fuerte —como éste— Miranda podría ser el
shortstop. Cuba ha sido muy fértil en la producción de shortstops desde la
época de Luis «Anguila» Bustamante y Alfredo «Pájaro» Cabrera. Algunos piensan que el mejor fue Quilla Valdés, que nunca pasó a los profesionales, y en la época postrevolucionaria Rodolfo Puente, Germán Mesa y
Rey Ordóñez, quien llegó a las Mayores y deslumbró a todos con su habilidad defensiva.
Jardineros: Orestes Miñoso, Tony Oliva y José Canseco tienen que ser
los titulares. Cristóbal Torriente, Alejando Oms, Santos Amaro y Champion Mesa fueron estelares, pero es muy difícil discutir contra los récords
de Miñoso, Oliva y Canseco en las Mayores. Miñoso fue estelar en todas las
ligas importantes de su época: las Ligas Independientes de Color, las Mayores y la Liga Cubana. Era rápido en las bases, de las que era un estafador
notable. Lo único que se le podría achacar a Miñoso es que no tenía posición en la que fuera estelar defensivamente —en la Liga Cubana jugó
segunda, tercera, y cuando maduró, exclusivamente los jardines, preferentemente el izquierdo. Tenía un brazo poderoso. Pero no hay cómo regatearle a Miñoso una de las posiciones titulares en un outfield cubano de todos
los tiempos. Oliva ganó tres campeonatos de bateo en la Liga Americana,
terminó con un promedio de por vida de más de .300, y fue seleccionado
para varios juegos de las estrellas (ganó también un «guante de oro,» porque era un excelente jardinero derecho). Canseco tuvo la mejor temporada
de un jugador cubano en la historia de las Mayores, con la excepción de la
de 27 juegos ganados de Luque en 1923. En 1988 Canseco conectó 42
jonrones, robó 40 bases y terminó con un promedio de bateo de .307, con
124 carreras impulsadas. Tenía, hasta que se lo lastimó en un vesánico
esfuerzo por hacer de lanzador, un poderosísimo brazo, y cubría muchísi-
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
mo terreno en los jardines. Era un jugador completo, pero sus defectos de
carácter lo hicieron desperdiciar la oportunidad que tuvo de llegar al Salón
de la Fama —aunque los hay con récords inferiores a los de él allí. Dotado
de fuerza, destreza y belleza físicas, Canseco tenía un talón de Aquiles que
lo convirtió en una figura más tragicómica que trágica.
Receptor: Es la posición más débil. Lo mejor sería una combinación de
Miguel Angel González, por su defensiva, y Rafael Noble, por su ofensiva.
En el béisbol norteamericano —tanto las Ligas Independientes de Color
como el Béisbol Organizado— no hubo grandes receptores latinoamericanos hasta muy recientemente (de Manuel Sanguillén y Tony Peña a Iván
Rodríguez) por una razón muy sencilla: el inglés. El receptor tiene que
poderse comunicar con el lanzador y los demás jugadores del cuadro, pero
sobre todo el lanzador. Además, como pasaba en primera y tercera, los
receptores cubanos o latinoamericanos solían ser demasiado livianos y frágiles, aunque los hubo livianos y recios, como Fermín Guerra. Guerra no
pasó, en las Mayores, de cátcher suplente, pero en Cuba tuvo grandes temporadas y era un líder nato. Miguel Angel tampoco fue estelar en las Mayores, aunque sí a la defensiva, y llegó a ser uno de los patriarcas del béisbol
cubano. Pienso que por esa razón, y porque la habilidad defensiva es tan
importante detrás del plato, Miguel Angel González debía ser el receptor
de este equipo de los sueños.
¿Dónde poner a Martín Dihigo? La leyenda dice que era estelar en
todas las posiciones, inclusive la de manager. Estoy dispuesto a creerlo,
pero pienso que su mejor posición era la de lanzador —claro, un lanzador
que podía también ser cuarto bate. Por eso lo pongo encabezando el elenco de lanzadores, que se completa así: José de la Caridad Méndez, por sus
proezas en la Liga Cubana, en numerosos juegos contra equipos de Grandes Ligas, y su labor en las Ligas Independientes de Color; Adolfo Luque,
que ganó 193 juegos en las Grandes Ligas, y fue uno de los pilares de la
Liga Cubana; Camilo Pascual, que tuvo 174 victorias en las Mayores, y
ponchó a 2, 167 bateadores, y es, en mi opinión, el mejor lanzador cubano de todos los tiempos —de haber jugado para un equipo mejor que los
Senadores se habría acercado a 300 juegos ganados; Luis Tiant, Jr., ganador de 229 juegos en las Mayores, con cuatro temporadas de 20 victorias
o más, y abanicó a un total de 2, 416; Miguel Cuéllar, con cuatro temporadas de más de 20 ganados y un total de 185 victorias, uno de los mejores zurdos de su generación en las Mayores; Ramón Bragaña, ganó 48 juegos en la Liga Cubana y 211 en la Mexicana, a lo que habría que añadir
sus victorias sobre equipos de Grandes Ligas en Cuba; Agapito Mayor, el
46
Introducción
combativo lanzador ganó 68 juegos en la Liga Cubana y 98 en la Mexicana, pero su mejor actuación puede haber sido en los Amateurs y torneos
internacionales, aunque en la Serie del Caribe de 1949 (la primera) se alzó
con tres victorias; Conrado Marrero, el mejor lanzador Amateur, ganó 69
juegos en la Liga Cubana, 70 en la Liga Internacional de la Florida, y 39
en las Mayores lanzando para los Senadores de Washington, pupilos del
sótano en la Liga Americana; Pedro Ramos, ganó 66 juegos en la Liga
Cubana, 16 en la última temporada del circuito, y 117 en la Liga Americana, donde también militó, sobre todo al principio, con los Senadores,
aunque también con los Indios de Cleveland y, por último, como relevista
notable con los Yankees de Nueva York. Sé que no he incluido a ningún
lanzador de la era postrevolucionaria, pero es difícil eliminar a ninguno de
los incluidos en favor de, digamos, el Duque Hernández o José Ariel Contreras. Es probable que debieran ocupar el puesto que, tal vez sentimentalmente, le he concedido a Agapito Mayor, o el de Pedro Ramos. También me alarma ver que he dejado fuera a Lázaro Salazar. En todo caso, sé
que mi selección no va a satisfacer completamente a nadie y me declaro
listo para el combate.
¿Visión del futuro? Mi sueño sería ver el renacimiento de la Liga Cubana, esta vez con equipos por toda la isla, y uno —naturalmente— en
Miami. Me imagino los duelos entre el Habana o el Almendares contra el
Miami, y la preservación y aumento de la rivalidad entre Santiago de Cuba
y los equipos capitalinos que se ha desarrollado durante le era revolucionaria. También sueño con una Liga Amateur que, durante el verano, continuara la tradición de la pelota postrevolucionaria, pero sin las restricciones
totalitarias. Y, desde luego, anticipo que La Habana regresará al Béisbol
Organizado, primero renaciendo en la Liga Internacional, y después en las
Mayores, para cumplir el sueño de visionarios como Bobby Maduro, aunque con retraso. Cuba podría llegar a ser otra vez el centro de la pelota caribeña, esperamos que en armonía con el monopolio de las Grandes Ligas,
pero no bajo su control.
Todavía tengo mi gorra de los Leones del Habana.
47
PRÓLOGO
a la segunda edición en inglés
La primera edición de este libro, que en inglés llevó por título The Pride of
Havana: A History of Cuban Baseball, vio la luz en la primavera de 1999 y
coincidió con los dos encuentros amistosos que celebraron los Orioles de
Baltimore y la Selección Nacional de Cuba. En La Habana, los Orioles
derrotaron por estrecho margen al equipo cubano, ante varios miles de
espectadores leales al régimen, cuidadosamente escogidos por éste para
presenciar el juego. Un mes después, en Baltimore, el conjunto cubano,
muy entrenado y motivado, venció a los Orioles, que estaban en último
lugar en la Liga Americana y que mostraron poco entusiasmo ante la idea
de jugar a la pelota en un día libre. La prensa calificó al asunto de hecho
histórico; quienes habían leído The Pride of Havana sabían que, durante casi
medio siglo, los equipos de las Grandes Ligas habían perdido con frecuencia en sus confrontaciones con clubes profesionales y amateurs de la isla. En
1939, el lanzador Juanito Decall, respaldado por una selección de la Liga
Amateur, derrotó en La Habana a los Medias Rojas de Boston. Años antes,
en 1908, José de la Caridad Méndez les había colgado 25 escones consecutivos a los Rojos de Cincinnati, en dos lechadas y una larga actuación de
relevo.
Aún así, el excelente juego de la selección cubana parecía un síntoma
de que el béisbol se estaba recuperando en la isla, tras el deterioro que
sufriera durante el «período especial» de los años 90, cuando la maltrecha
y dependiente economía cubana acusó la onda de choque del colapso de la
Unión Soviética. Durante cierto tiempo, las sanciones preventivas que las
autoridades aplicaron a los posibles desertores frenaron la oleada de peloteros que buscaban asilo en Estados Unidos, por cualquier medio a su
alcance. El interés que suscitaron los juegos contra los Orioles también le
devolvió al béisbol cubano una parte del prestigio que había perdido. Pero
sus peloteros siguieron huyendo en busca de libertad. «Andy» Morales,
que bateó un cuadrangular memorable contra los Orioles en Camden
Yards, tuvo que escapar dos veces para conseguir quedarse en Estados Uni-
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
dos. Según las versiones iniciales, Adrián «Duquesito» Hernández, (epígono aunque no pariente de Orlando «El Duque» Hernández) habría logrado huir de La Habana disfrazado de mujer. Al igual que su predecesor y
modelo, Adrián recibió un contrato de los Yankees y al parecer Morales
obtendrá otro. «Danny» Báez, un joven y veloz lanzador que actuó con la
selección nacional en los Juegos Panamericanos de Winnipeg, firmó un
contrato de seis millones de dólares con los Indios de Cleveland. Báez está
a punto de subir a las Mayores y otro tanto ocurre con varios jugadores
cubanos que por ahora figuran en las Ligas Menores. En Cuba, los desertores que han alcanzado el éxito, en particular El Duque, son objeto de la
veneración de los fanáticos, que siguen sus hazañas con devoción. Es posible vaticinar que, a medida que se acerque el final del régimen de Castro,
aumentará considerablemente el número de peloteros cubanos que tratarán
de incorporarse al Béisbol Organizado.
Los cubanos sufrieron un grave revés en las Olimpiadas del año 2000.
El equipo norteamericano, compuesto por profesionales muy jóvenes o
muy viejos (ninguno de ellos figuraba en el elenco reglamentario de 40
peloteros de los clubes de Grandes Ligas) y dirigido por el voluble Tom
Lasorda, antiguo pilar del Almendares, les propinó una derrota inapelable.
Fue casi como una venganza de la extinta Liga Profesional Cubana de
invierno. Pero, además, Cuba perdió… ¡contra Holanda! Como ya ocurriera en 1996 en los Juegos de Atlanta, la selección cubana estaba formada
por veteranos, quizá porque el régimen supuso que no serían atractivos
para los scouts profesionales. Pero los cuatro años transcurridos desde
entonces añadieron una carga excesiva a la edad de sus miembros. Linares,
Mesa y Kindelán ya dejaron atrás el cenit de sus carreras y no lograron desenvolverse ante la escuadra olímpica estadounidense como lo habían hecho
contra los Orioles. Algunos de los peloteros más jóvenes de la selección
cubana, como el pitcher Maels Rodríguez, que lanza una recta capaz de
alcanzar las 100 millas por hora, sí parecen en condiciones de acceder al
máximo circuito profesional.
Al final de The Pride of Havana señalé que el béisbol cubano mostraba
cierta tendencia a evolucionar hacia el estilo de juego característico de las
Grandes Ligas, basado en lanzadores muy veloces y batazos largos, lo que
contrasta con el enfoque más táctico que siempre prevaleció en la pelota
nacional. Esa tendencia ha persistido hasta ahora. Es el deporte practicado
como espectáculo capaz de generar dividendos, precisamente lo que criticaba la propaganda inicial del régimen. Según las informaciones de que
dispongo, los métodos de entrenamiento se han modificado para adaptar-
50
Prólogo
los al nuevo enfoque, en el cual hasta los bateadores que ocupan el noveno
puesto en la alineación tratan de producir extrabases, con resultados cada
vez mejores. Se han manifestado también las quejas habituales acerca de
que la pelota misma se fabrica de manera que rebote más y aumente la
ofensiva. Un síntoma inequívoco del mismo cambio es la reintroducción de
bates de madera en los torneos de la isla, lo que indica que los peloteros
están recibiendo una formación que les permitiría jugar como profesionales en Estados Unidos o en cualquier otro país. Sigo pensando que el proyecto de las autoridades cubanas es conseguir este objetivo mientras el
régimen de Castro todavía esté en el poder, lo que parece poco viable.
En el tiempo transcurrido desde la publicación de The Pride of Havana, los peloteros cubanos que actúan en Estados Unidos han realizado hazañas de consideración. «Tony» Pérez ingresó por fin en el Salón de la Fama,
con lo que se convirtió en el segundo cubano después de Martín Dihigo,
en recibir esa consagración. El Duque Hernández ha afincado su condición
estelar con los Yankees, Rey Ordóñez ha ganado tres Guantes de Oro y
Liván Hernández tuvo una excelente temporada con los Gigantes en el
verano del 2000. Rafael Palmeiro sigue acumulando resultados que sin
duda lo llevarán al Salón de la Fama. José Canseco, que ha perdido la rapidez y el brazo que lo convirtieron en un excepcional ladrón de bases y un
jardinero superior al promedio, conserva su asombroso poder al bate y se
aproxima ya a los 500 jonrones, lo que debe de abrirle las puertas de Cooperstown. Adolfo Luque, «Papá Montero», debería obtener también este
reconocimiento, no sólo por sus triunfos como lanzador en las Grandes
Ligas, sino además por su carrera en Cuba y en México, donde también fue
un manager de éxito. Luque fue uno de los grandes del béisbol latinoamericano y este deporte es ahora parte inseparable del Béisbol Organizado.
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1 2 3 4 5 6 7 8 9
C H E
Primera bola
Alonso de Ojeda, uno de los primeros conquistadores que llegaron al Caribe tras los pasos de Cristóbal Colón, fue un hombre dotado de gran destreza y enorme fuerza física. Cuentan que una de sus hazañas predilectas
consistía en pararse al pie de la Torre de la Giralda, en Sevilla, que alcanza unos 250 pies de altura, y lanzar una naranja por encima de la estatua
que la corona. Casi 500 años después, en 1965, el lanzador cubano Pedro
Ramos, que entonces militaba en las filas de los Yankees de Nueva York,
intentó tocar el techo del Astrodome de Houston (de 208 pies de altura)
con una pelota, justo antes del juego con el que se inauguró el estadio. La
hazaña de Ojeda presagiaba enigmáticamente el hecho de que lanzar un
objeto esférico llegaría a convertirse en pasión para la variopinta prole que
él y otros conquistadores engendrarían en el Caribe. Tirar una bola es una
de las primeras acciones que aprende un niño nacido en esas latitudes.
Yo crecí en el interior de Cuba, tirándoles piedras a innumerables
latas, botellas, árboles, frutas y animales. Algunos de mis amigos solían
matar de una pedrada los pájaros que se posaban en las copas de los árboles. Al recordarlo ahora, caigo en la cuenta de que tenían una puntería realmente notable. Por entonces, dábamos mucha importancia a la habilidad
de tirar lejos y con precisión. A menudo librábamos batallas en las que usábamos como proyectiles gran variedad de frutas tropicales o incluso bolas
de fango, que con una piedra dentro podían causar grandes estragos. Éramos ya buenos tiradores, mucho antes de tener en la mano la primera pelota de béisbol, aunque esto ocurría a muy temprana edad. Lo normal era que
a los niños de clase media y alta les regalaran guantes, pelotas y bates en
Navidad, sobre todo porque la temporada de béisbol profesional coincidía
con las fiestas de fin de año. El béisbol estaba literalmente en el aire: primero en las ondas de las emisoras de radio que transmitían los partidos y,
más tarde, en las pantallas de la televisión. Los niños de familias más
humildes fabricaban sus equipos valiéndose de los materiales más diversos
o se los agenciaban de distintas maneras (sin excluir, por supuesto, el
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
hurto). Jugábamos al béisbol, que en Cuba se llamaba comúnmente pelota, durante todo el año. Pero la fiebre beisbolera alcanzaba su punto álgido en el invierno, a causa de la temporada profesional, que a la mayoría nos
dividía en habanistas (o fanáticos de los Leones del Club Habana) que
ostentaban el color rojo, y almendaristas (seguidores de los Alacranes del
Almendares), cuya divisa era de color azul. Había también unos pocos partidarios del Marianao (los Tigres), identificables por la enseña negra y anaranjada, y otros que apoyaban al Cienfuegos (los Elefantes), de color verde.
Antes de seguir, la honradez me impele a confesar que yo era —y sigo
siendo— habanista.
Por aquel entonces, jugábamos en cualquier sitio: en los solares yermos, las calles y avenidas de la ciudad o en el patio de la escuela. Asimismo organizábamos el partido según diversas modalidades, para adaptarlo
al número de participantes, el tamaño del terreno y el tiempo disponible.
A veces fijábamos un límite de carreras o un determinado número de entradas. Recuerdo haber jugado cientos de partidos en los que sólo usábamos
dos bases y el plato, y no pocos juegos con una sola base y el home. La
mayoría de las veces jugábamos «a la floja» y el número de bases que podían recorrerse al batear dependía de la forma del terreno. El equipo se distribuía según los guantes y bates que uno trajera, si uno era bueno o malo,
y la posición que cada cual ocupara. Si jugábamos «a la dura», era indispensable que la primera base (por no hablar del receptor) tuviera guante
para coger los tiros. Pero con frecuencia los jardineros lo hacían a mano
limpia. Usábamos gran variedad de pelotas. Algunas las fabricábamos nosotros mismos, enrollando cordel alrededor de una bolita de goma (como la
de jugar a los yaquis) y forrando luego la esfera con esparadrapo. Pero a
menudo nos agenciábamos una pelota de verdad, de las que llamábamos
«de poli», palabra derivada de Spalding, que había sido la marca más
popular en los inicios del béisbol cubano. Ya en mi época, la marca más
codiciada, sin embargo, era la Wilson, la pelota oficial de la liga profesional, que en lo sucesivo denominaré Liga Cubana. Aunque nuestros juegos
eran casi siempre informales, hacíamos por ganar con gran determinación,
sobre todo cuando algunos vagos o transeúntes se detenían a ver el encuentro. Recuerdo ciertos juegos en los cuales los espectadores (un chófer de
taxi que descansaba unos minutos y algunos mirones) se entretenían en
apostar, lo que nos hacía sentir más presión. En el colegio nos dividíamos
en escuadras rivales y, más tarde, nos incorporábamos a equipos de barrio.
En esta fase, la supervisión de los adultos era mínima o no existía en
lo absoluto. Organizábamos los juegos —y luego los equipos— con poca
54
Capítulo 1. Primera bola
misericordia. Si alguien le tenía miedo a la pelota, no sabía coger o se ponchaba mucho, estas limitaciones daban origen a despiadadas discusiones
al llegar el momento de repartir a los jugadores o de constituir un equipo.
La norma era una darwiniana supervivencia del más fuerte, sin concesiones de ninguna índole. De hecho, no aprendimos a jugar a la pelota como
lo hacen los niños americanos en las Ligas Infantiles (Little League). Procedíamos más bien como artesanos que se inician en un oficio: observábamos a otros, mayores o mejor dotados, y tratábamos de imitarlos. Carecíamos de prácticas especializadas o de entrenamiento regular.
Simplemente había que aprender a hacer las cosas bien y punto. Quizá un
niño mayor te corrigiera algún defecto, pero lo más probable era que simplemente se burlara de ti.
A nadie se le ocurría pensar si la pelota era un deporte norteamericano
o cubano. Admirábamos a las estrellas de las que oíamos hablar o cuyas
fotos veíamos en periódicos y revistas, sin importarnos la raza o la nacionalidad. Los juegos que improvisábamos y los equipos de barrio que organizábamos no tenían suficiente material deportivo y sin duda carecían de
la supervisión de los adultos, pero nos permitían adquirir abundante experiencia. En una buena semana, uno podía tener hasta 50 veces al bate,
mientras que un niño que juegue en la Liga Infantil de Estados Unidos sólo
batea dos o tres veces en el mismo período. Más tarde, avanzábamos hacia
categorías superiores por diversas vías. Algunos se incorporaban al equipo
del colegio y luego ascendían a los Juveniles (la Liga de los menores de 20
años), para después subir a la categoría de aficionados, que en estas páginas llamaré Liga Amateur, nombre que se le daba en Cuba. Otros jugaban
con el equipo de un central azucarero o bajo el patrocinio de una tienda o
fábrica, en la liga semiprofesional. A estos niveles, la raza del jugador
empezaba a ser un factor determinante. Pero la pelota que jugamos en
nuestra infancia en la Cuba de los años 50, o en décadas anteriores, constituía un mundo auténticamente infantil, donde el valor de un jugador
dependía de la destreza, la fuerza y la audacia que desplegaba, no del color
de la piel ni de la clase social. Este fue el mundo que me vi obligado a
abandonar tras la Revolución de 1959, cuando partí con mi familia al exilio y nos instalamos en la ciudad floridana de Tampa. Ese universo infantil perdura intacto, conservado en el cristal de la memoria, junto con los
recuerdos de la Liga Cubana y de mis queridos Leones del Habana.
Este libro es un esfuerzo por recobrar los recuerdos y las emociones de
aquella época. Imágenes y sentimientos que vuelven inevitablemente filtrados por la mente del profesor de literatura que he llegado a ser con el
55
ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
paso del tiempo. En ningún momento he tratado de ocultar los conflictos
entre mis vivencias personales y las prácticas académicas que me han permitido evocarlas cabalmente. A veces llegué a preguntarme si debía continuar las investigaciones, por temor a que un exceso de conocimientos sobre
el béisbol cubano destruyera el deleite que los recuerdos me proporcionaban. Pero tampoco intenté acallar al profesor que aprendió a escribir historia en bibliotecas, seminarios y congresos profesionales, o dando clases en
las aulas universitarias. Hice, por lo tanto, mi mejor esfuerzo en aras de la
exactitud y la veracidad, mediante el trabajo de hemeroteca, conversaciones con los protagonistas y la reconstrucción del contexto cultural y socioeconómico de lo que narraba. Mi objetivo era escribir la historia del béisbol
cubano desde su origen, en la década de 1860-1870, hasta el presente para
desentrañar, con todos los instrumentos intelectuales a mi alcance, el significado de este juego en la cultura nacional. Este es el aspecto del béisbol
que no me interesaba cuando era niño, pero que ahora me seduce como un
misterio, que se presenta como una enorme ironía histórica digna de análisis: el hecho de que la evolución política de mi país, bajo el impulso de
un intenso antiyanquismo, haya seguido reivindicando como propio al más
norteamericano de los deportes. Pero esto no significa que yo mismo, o el
niño que fui, hayamos quedado al margen de la investigación académica,
como suele pretenderse en estos casos. Al contrario, he intentado entretejer mis recuerdos en calidad de testigo y de participante (como aficionado
y como jugador) en la urdimbre de esta narración.
Pero el contrapunto entre el profesor que soy y el niño que fui no es el
único que afecta la médula de este libro; dentro de mí se suscitó otro debate aun más intenso, sobre si debía escribirlo en inglés o en español. En la
lengua inglesa se aplica al béisbol latinoamericano un estilo periodístico
que implica un alto grado de condescendencia y bastante humor de mal
gusto. Muchos cronistas deportivos que se consideran desprejuiciados suelen encontrar en las diferencias de actitud, usos y costumbres motivos de
burla o ejemplos del espíritu lúdico de los pueblos latinos. Estas observaciones se escriben con una actitud de implícita altanería, basada en la creencia de que en Estados Unidos existe un orden en lo que se llama, por
antonomasia, el Béisbol Organizado, y que ese orden no tolera la falta de
seriedad. Me parece que en la mayoría de los casos, los cronistas o locutores deportivos que incurren en esta actitud tratan simplemente de disimular su ignorancia y estupor, al ver a extranjeros que sobresalen en un deporte que ellos consideran eminentemente norteamericano. Temía que al
escribir este libro en inglés, sus páginas se contaminasen automáticamen-
56
Capítulo 1. Primera bola
te de ese racismo implícito. Otra de mis preocupaciones era dedicar demasiado espacio a rectificar las distorsiones acerca del béisbol cubano (y, por
extensión, latinoamericano) en Estados Unidos. En toda polémica, uno
tiende a concentrar la atención en los prejuicios y errores del adversario, y
esta insistencia desmedida en lo falso puede conducir a una distorsión de
la realidad. La idea de hacerlo en español me resultaba atractiva, porque me
permitiría escribir para mi público natural, sin necesidad de extenderme
en explicaciones y traducciones. La solución al dilema fue usar ambos idiomas. De hecho, algunas páginas las escribí primero en español y luego las
traduje al inglés, a fin de evitar ciertos puntos de vista impuestos por el
idioma en el que se piensa originalmente sobre un tema. En el curso de este
trabajo, tuve que reconocer que también soy un aficionado norteamericano
al béisbol y que debía dejar que ambas facetas que conviven en mí, la cubana y la estadounidense, se expresaran en mi trabajo.
He escrito este libro con la esperanza de que contribuya a rectificar
algunos de los errores de enfoque que los norteamericanos y otros pueblos
tienen sobre la pelota cubana. A mi modo de ver, el ejemplo más engorroso de la ligereza y la condescendencia que se manifiestan en Estados Unidos hacia la historia del béisbol latinoamericano lo ofrece una anécdota
acerca de Fidel Castro, cuya falsedad me gustaría dejar sentada definitivamente. Cada vez que le mencionaba a algún norteamericano que estaba
escribiendo un libro sobre el béisbol cubano, lo primero que me respondía
era sobre las supuestas hazañas de Fidel Castro en este deporte, y la ironía
histórica de que, si los Senadores de Washington o los Gigantes de Nueva
York lo hubieran firmado en los años 40, la Revolución cubana de 1959
nunca habría ocurrido. Esta historia apócrifa se deslizó incluso en un libro
del eminente historiador John M. Merriman, uno de mis mejores amigos
y compañero de batería en la Liga de Béisbol Intramuros de Yale, él de lanzador, yo de receptor 1. Este relato, totalmente falso, lo urdió un periodista norteamericano de cuyo nombre nadie se acuerda hoy, y jamás se cuenta en Cuba, porque allí todo el mundo sabría en seguida que es una
patraña. Es preciso dejar bien claro que Castro jamás recibió propuesta
alguna de un equipo norteamericano y nunca alcanzó en este deporte el
grado de notoriedad que podría haberle granjeado la atención de un reclutador experto. En un país que contaba con una cobertura deportiva amplia
1 For Want of a Horse: Choice & Chance in History, ed. de John M. Merriman (Lexington,
Mass.: The Stephen Greene Press, 1985), p. x.
57
ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
y concienzuda, en una ciudad como La Habana, donde se publicaba media
docena de periódicos importantes (y decenas de otros de menor tirada) y
donde funcionaban ligas organizadas de todas las categorías, no existe
constancia alguna de que Castro jugara jamás —y mucho menos, en posiciones estelares— en ningún equipo. Nadie ha encontrado en los archivos
ni una sola foto de un equipo de pelota en la que figure Castro. Yo hallé el
marcador (box score) de un juego de la liga intramural de la Universidad de
La Habana, en el cual el equipo de la Escuela de Comercio venció al de
Derecho por 5 a 4, a finales de noviembre de 1946. El lanzador derrotado
fue un tal F. Castro. Esta parece ser la única referencia beisbolera en la que
aparece el futuro dictador (El Mundo, 28 de noviembre de 1946), de ser él
ese F. Castro 2. Los cubanos saben que Castro no fue pelotero, aunque al llegar al poder en 1959 se disfrazara con el uniforme de un equipo bufonesco denominado Barbudos y jugara en algunos topes de exhibición. Por lo
tanto, queda claro que no llegó a destacarse nunca en este deporte. Pero
una vez dueño y señor del país, Fidel Castro satisfizo un anhelo común a la
mayoría de los cubanos de edad madura: se enfundó en un uniforme de franela y «jugó» algunas entradas 3.
Incluso ciertos escritores bien intencionados distorsionan el béisbol
cubano y latinoamericano, al argumentar que es preciso aceptar su estilo de
juego exuberante, vistoso y desenfadado, que a menudo comparan (también de manera errónea) con lo que consideran es la música y el baile latinos. Dicho de otro modo, sostienen que hay que dejar que los jugadores
latinos actúen según los estereotipos que los norteamericanos se han formado acerca de ellos. Sin embargo, el béisbol cubano (y la mayor parte del
2 Es poco probable que el juego se celebrara el día anterior, porque el 27 de noviembre
es día de duelo nacional en Cuba, pues en esa fecha se conmemora la muerte de siete estudiantes de Medicina que fueron fusilados por el gobierno español en 1871. Por supuesto,
al ser Castro un apellido muy común, el «F. Castro» de la información podría ser otra persona.
3 La máxima ironía de toda esta historia es que incluso una obra de referencia como la
Biographical Encyclopedia of the Negro Leagues, presenta a Clint Thomas bateando «un cuadrangular a un lanzador novato llamado Fidel Castro, que años después dirigiría una revolución y llegaría a ser presidente de Cuba» (p. 774). Puesto que Thomas jugó en Cuba de
1923 a 1931 y Fidel Castro nació en 1926, ese pitcher novato tenía que haber sido muy
joven cuando permitió el jonrón del bateador norteamericano. Otro libro que se anuncia
como «la máxima referencia biográfica del béisbol», The Ballplayers, editado por Mike
Shatzkin, le dedica una entrada a Castro (p. 169). Como las células cancerosas, la información falsa de este tipo es difícil de erradicar.
58
Capítulo 1. Primera bola
latino) ha sido siempre un deporte conservador, con un enfoque estratégico, y ha desconfiado de los jugadores demasiado exuberantes, a los que se
les dice con sorna «postalitas», sin duda porque al intentar lucirse mediante jugadas espectaculares parecen posar para una foto o tarjeta postal.
Como el lector podrá descubrir en estas páginas, el estilo cubano de jugar
a la pelota es el llamado inside baseball, que se basa en el toque de bola, los
roletazos duros que burlan a los infielders que juegan corto y la ausencia
casi total de robo de bases, así como en el despliegue de mucha paciencia
a la hora de batear. Este estilo se deriva de la pelota que se jugaba en las
primeras Ligas Independientes de Color (Negro Leagues), que fueron muy
influyentes en Cuba durante los primeros años del siglo pasado. Con escasas excepciones, los jugadores cubanos han sido de poca estatura, sin la corpulencia de los grandes jonroneros; de ahí que el juego se basara más en la
paciencia e incluso que se mirase con desdén un tanto snob la estrategia del
cuadrangular. El pitcheo, debido a la carencia general de una velocidad
abrumadora en los lanzamientos, depende de la malicia en la «bola podrida», bien colocada, con mucho control. Debido a la omnipresencia de las
apuestas en todas las categorías de la pelota cubana desde sus inicios (hasta
hoy en día), nunca se consideró prudente arriesgar el dinero ajeno con jugadas temerarias, como un inoportuno intento de robo de base. Al igual que
ocurre en otros países, en la pelota cubana abundan las anécdotas divertidas sobre jugadas y jugadores extravagantes, de modo que no hace falta
inventarlas. En este libro reproduzco algunas de ellas, pero mi propósito ha
sido atenerme a la verdad o acercarme a ella lo más posible, mediante la
consulta de los archivos y las fuentes orales.
Otra razón para escribir estas páginas, que sin duda constituyeron un
aliciente poderoso para alguien como yo, con formación de filólogo y de
crítico literario, fue la posibilidad de deshacer las injurias acumuladas
durante años sobre los nombres de ciertos jugadores cubanos, según el uso
que de ellos hacían cronistas, locutores e incluso historiadores del deporte.
Tres tipos de errores han pululado en los archivos. Primero, la prensa norteamericana ha escrito mal los nombres de innumerables jugadores cubanos y latinos. Por ejemplo, el elegante nombre de Cristóbal Torriente aparece a veces como Cristébal Torrienti. Segundo, los nombres de los
jugadores cubanos se han visto mutilados a veces por sus propios compañeros de equipo norteamericanos o por la gerencia del equipo en que militaban, tal vez porque en Estados Unidos se considera que un nombre largo
es signo de pretensión. En cambio, en español es común (y, a veces, de obligado cumplimiento) usar los dos apellidos, si son muy comunes, como en
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
mi propio caso. Por estos malentendidos, el jugador de cuadro Hiraldo
Sablón Ruiz era, para sus compatriotas, Hiraldo Sablón. Los norteamericanos, en cambio, confundían a los fanáticos cubanos al llamarle «Chico
Ruiz», con lo que añadían el insulto a la injuria, al endilgarle un mote
genérico.
Los apodos que les han puesto a los jugadores latinos constituyen el
tercer tipo de ofensa, tanto a la precisión histórica como a su dignidad personal. Lo típico es que estos motes combinen la ignorancia con la condescendencia. «Chico» o «chica» son expresiones que en Cuba se emplean
para llamar la atención del interlocutor, algo así como «buddy» o «mac» en
la jerga callejera de Estados Unidos. Apodar «Chico» a un jugador, porque
alguno de sus colegas usó esa palabra para dirigirse a él, equivale a llamar
«Buddy» Mantle al jonronero estelar de los Yankees, porque alguien le
dijo «Way to go, buddy», cuando aquél disparó un cuadrangular. No obstante, muchos atletas latinos han tenido que soportar este mote, desde
«Chico» Fernández, conocido en Cuba por su muy solemne nombre de
Humberto Fernández, al panameño «Chico» Salmón, entre muchos otros.
Incluso hubo una «Chica» 4. Otros apodos dan un aire de puerilidad a los
deportistas. Orestes Miñoso, dueño de un hermoso nombre clásico, se vio
convertido en «Minnie» Minoso en Estados Unidos; Edmundo Amorós, en
«Sandy» Amoros, mientras que el patriarca de la pelota cubana, Miguel
Ángel González quedó reducido a «Mike» Gonzalez (aun peor, Gonzales).
La lista de afrentas podría prolongarse indefinidamente, pero la peor de
todas seguiría siendo la de apodar a Luis Tiant «El Tiante». En este libro
he preservado los nombres de todos los jugadores en su forma original en
español (tal como se les conocía en Cuba o en sus países de origen), pero he
incluido entre paréntesis, la primera vez que aparecen o cuando resulte pertinente, el apodo que se les aplicaba en Estados Unidos. Para mí, era imposible redactar todo un libro sobre la pelota cubana escribiendo «Minnie»
cada vez que mencionaba a Orestes Miñoso.
4 Se llamaba Isora del Castillo, era cubana y jugó la tercera base en el Chicago Collens,
de la Liga Femenina de Béisbol en los años ‘40. Había nacido en Regla, cerca de La Habana, en 1932 y era la hija del gran torpedero de la Liga Amateur Argelio del Castillo. Isora,
a quien apodaban «Chica» y «Pepper» (»Pimienta»), jugó en 1949 y 1950. Como también era cantante, muchas veces le pedían que entonara «Quiéreme mucho» antes de
comenzar el partido. La referencia figura en The Pinch Scotch Whiskey Cuban Baseball Hall of
Fame Gala, 28 de junio de 1997, un folleto que contiene biografías de los candidatos admitidos en el Salón de la Fama y otros datos de interés.
60
Capítulo 1. Primera bola
Pero la razón más poderosa que me motivó a escribir este libro ha sido
la voluntad de conservar y honrar el recuerdo de los jugadores cubanos,
latinoamericanos y norteamericanos que actuaron en Cuba y que llevaron a
cabo hazañas dignas de perdurar en la memoria histórica. Este es el aspecto épico del texto y el motivo de que figuren en él listas homéricas, como
las de las naves, al principio de La Ilíada. Dados los recientes acontecimientos de la historia de Cuba, entre ellos el exilio y la separación entre los
cubanos de dentro y fuera de la isla, la preservación de un aspecto de la
memoria colectiva como es el béisbol constituye un empeño cultural
importante, y aun urgente. En Cuba, el esfuerzo por exaltar los logros de
la Revolución ha llevado a borrar la memoria beisbolera de la nación, en lo
que equivale a una lobotomía cultural. A menudo los académicos extranjeros que han escrito sobre el tema han aceptado y repetido la idea, propalada por burócratas e ideólogos del régimen, de que la historia del deporte
cubano comienza en 1959. Pero el hecho indiscutible es que Cuba tiene
un historial deportivo largo y denso, y que la influencia del deporte en la
vida cubana es consecuencia de su cercanía a Estados Unidos. Aunque ha
dado mucha publicidad a sus avances y éxitos en este ámbito, el régimen
cubano sabe que en realidad se ha aprovechado del vigor que el movimiento deportivo tenía en Cuba antes de 1959 y de la importancia que los
cubanos concedían al deporte, en particular a la pelota. Al igual que ocurre en las artes, (ballet, literatura, música o pintura) el régimen ha cosechado los frutos de tendencias sociales que datan del siglo XIX. En vez de
constituir una ruptura con la tradición, como sostienen sus voceros, los éxitos que Cuba ha obtenido en estos ámbitos desde 1959 se derivan de la
continuidad y la preservación. Mi objetivo es, pues, contribuir a salvaguardar la memoria colectiva.
Los sociólogos ingenuos que pretenden estudiar el fenómeno deportivo
cubano situándolo en un vacío intelectual y cultural, tan sólo aprecian del
juego sus valores educativos o higiénicos, y tienden a conceder excesiva
importancia al tema de la justicia social. Resulta fácil criticar la situación
del deporte en la Cuba pre-revolucionaria, no sólo por las obvias carencias
del país, que no eran excepcionales en la región, sino también porque el
pasado parece un período inerte y absoluto, sin conexión vital con el presente. Dicho de otro modo, este razonamiento da por sentado que las deficiencias que el país padecía antes de 1959 hubieran quedado sin corrección
posible hasta el día de hoy, si la Revolución no hubiera venido a enmendarlas. Esta especulación de poco vuelo intelectual no se sustenta ni en los
hechos ni en el sentido común. Además, como he señalado, la Revolución
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
se aprovechó en gran medida del futuro que ese pasado había proyectado. Y
lo que es aún más importante: no es obligatorio aceptar la doctrina de que
el deporte sea un instrumento para desarrollar actividades saludables y
pedagógicas, capaces de producir ciudadanos más perfectos, según el modelo impuesto por el Estado. Esta idea, que ha sido el motor de los sistemas
deportivos de la Alemania nazi, la Unión Soviética y Cuba, pasa por alto
aspectos mucho más hondos del deporte. El juego es una actividad que contiene dosis análogas de erotismo y heroísmo, capaz de suscitar los impulsos
gregarios del ser humano y canalizarlos en un simulacro bélico, y de provocar el género de veneración hacia individuos excepcionales que suele expresarse tanto en la poesía épica como en los textos sagrados. La gente no practica deportes para mejorar su salud, sino para gozar mientras realizan una
actividad física. Y esa sensación de bienestar implica la derrota del adversario en una lucha corporal, llena de violencia tanto real como simulada,
donde el odio y el deseo actúan en diversos niveles de simbolismo. Otro
componente de la sensación de placer es la idea de sentirse idolatrado por los
demás. El recuerdo de las proezas atléticas, como el de las hazañas bélicas u
otras actividades heroicas, es un elemento esencial de la nacionalidad.
Este libro abarca tanto la historia como la leyenda de la pelota cubana.
La historia relata, con todo el rigor posible, los hechos ocurridos, cuándo y
cómo acontecieron y en qué contexto político, económico y social. La
leyenda está compuesta por dos tipos de anécdotas: una especie de «historia oficial», que con frecuencia aparece vinculada a la mitología nacional,
y los relatos acerca de héroes y hazañas: proezas epónimas, chismes, hipérboles y anécdotas de sucesos extravagantes y chistosos.
El último juego de la Liga Cubana se celebró en febrero de 1961. Por
tanto, la Liga lleva 42 años inactiva. Como sus héroes no han recibido
publicidad en los periódicos, las revistas, la radio o la televisión de la isla,
su historia se va muriendo cada día, a medida que vamos desapareciendo
quienes la conocimos. En Miami, periodistas como Fausto Miranda y coleccionistas como Charles Monfort, y otros han mantenido viva la leyenda de
la Liga Cubana, y los relatos orales de muchos compatriotas han hecho otro
tanto. Pero la memoria tiende a evaporarse y mengua la voluntad de recorrer páginas amarillentas en los archivos o examinar borrosos microfilms.
Con esta pérdida de memoria desaparece también un valioso componente
de la cultura cubana y universal. En estas páginas he hecho cuanto he podido para contribuir a su salvaguarda, en la medida de la capacidad, el tiempo, la energía y los recursos disponibles. Espero que en el futuro alguien
mejor dotado que yo logre completar esta tarea.
62
Capítulo 1. Primera bola
Volver a jugar a la pelota en los seis últimos veranos, en una liga de mayores de 30 años (requisito de edad que cumplo holgadamente) me ha puesto en contacto con un proceso que podría usar como metáfora del método
que he aplicado en la redacción de este libro: amoldar un guante nuevo.
Un guante recién comprado es un objeto tieso. Está fabricado para una
mano abstracta, y el cuero es liso y duro. Sólo va cobrando forma después,
con el choque de la pelota y los golpes que uno le pega con el puño a la
mano que está dentro del guante. Se puede mojar un poco con agua o
untarlo con aceite de cuero de caballo o palmacristi, pero es sobre todo el
calor del propio cuerpo, el sudor y la saliva lo que hace que el cuero vaya
tomando el perfil de la mano y se ahueque en el punto donde a uno le
gusta coger la bola. Una vez amoldado, el guante casi llega a formar parte
del cuerpo, aunque no del todo; tiene la forma de la mano, pero es un
intermediario entre ésta y la pelota. Al escribir este libro, he aplicado un
método análogo. No me preocupé de aprender las técnicas etnográficas
apropiadas para entrevistar a las personas que he consultado. Preparé mis
cuestionarios para que se ajustaran a los objetivos que buscaba y dejé que
las conversaciones siguieran su propio curso. Algunas de esas personas
tuvieron la amabilidad de responder a mis cartas, a veces con abundancia
de detalles. He utilizado sus respuestas como materia documental y como
fuente de información, según mi leal saber y entender. He consultado a
amigos y parientes, y en ciertos casos he llegado a entablar amistad con
algunos de los entrevistados. Mi interés en el tema ha modulado esta
indagación, pero el proceso mismo de investigar ha modificado a su vez
mis intereses. Al igual que la pelota, al golpear en el guante, deja una
huella que luego la mano y las secreciones moldean, así la historia, mi historia personal y la historia de mi trabajo han coincidido en un juego de
formas, cuyo resultado es este libro. El proceso no ha estado exento de alegrías ni de penas, del mismo modo que hay júbilo y a veces dolor en el
acto de coger un tiro duro. Durante el intervalo de redactar este libro,
murieron algunas de las personas que había consultado, otras me contaron anécdotas conmovedoras de su vida, y a otras las encontré tan maltratadas por el paso del tiempo y el inexorable deterioro de la edad, que llegué a sentir su dolor como propio.
Un guante no llega a ser parte de la mano, por mucho que se amolde.
Siempre será un objeto interpuesto entre la mano y la bola. La redacción de
un libro de historia, en particular de historia de la cultura, exige la aplica-
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
ción de métodos y procedimientos propios de la disciplina, así como de
cierta forma narrativa. Mis incursiones en las bibliotecas, en especial la de
la Universidad de Yale, la Biblioteca Nacional de La Habana y la extraordinaria colección de documentos cubanos de la Biblioteca Pública de
Nueva York, estuvieron orientadas por la experiencia docente que he acumulado en muchos años de magisterio. Me he preocupado por la fidelidad
de datos y hechos, con el mismo rigor que había aplicado en la escritura de
libros anteriores, pero en este caso los márgenes del campo de estudio han
resultado más anchos. Me he interesado tanto por los anuncios publicitarios que encontraba en los periódicos que revisaba, como por los artículos
que leía, y he seguido el desarrollo no sólo de la política, sino también de
las transmisiones radiales. De algún modo, la historia cultural carece de
límites discrecionales; es posible que, en una estructura donde no se establecen jerarquías, cualquier cosa resulte pertinente. En este caso dejé que
el centro de gravedad del relato fijara sus límites, como si en vez de un tratado sobre el béisbol cubano estuviera escribiendo una novela cuyo protagonista fuera este deporte. Si el lector comparte conmigo el interés por la
historia de la pelota en Cuba, entonces hay límites respecto a la información que queremos tener acerca de sus vínculos con la música popular o la
religión afrocubana. Cuando he tocado los temas de la política, los conflictos raciales o laborales, o los escándalos financieros, ha sido porque incidían claramente en el deporte.
De modo que mi método es, en última instancia, literario: una narración que fluye e incorpora tanto elementos épicos, con héroes, fábulas y
leyendas, como componentes analíticos aplicados de modo intermitente, a
fin de entresacar la dinámica profunda de la historia, su primer motor. El
aspecto épico es fundamental para la historia que cuento, como lo es para
el béisbol en cualquier sitio del mundo. La pelota es en gran medida un
ritual masculino que une a padres e hijos. Es un sucedáneo moderno de la
actividad militar, una forma civilizada de representar un conflicto bélico
fingido, con ceremonias, entrenamiento físico y tradición oral. Tiene que
ver tanto con las hazañas físicas y morales —y su perduración en la memoria colectiva— como con el disfrute directo o indirecto de la violencia simbólica. Por eso el deporte, y en particular el deporte de equipo, puede asimilarse a la mitología nacional hasta el punto de que los campeones
adquieren un rango análogo a los héroes militares y los managers se parangonan con los estadistas. Pero este libro es más novela que canto épico, porque contiene un elemento de crítica que le impide caer en la adoración
beata del héroe o en la prédica moralista acerca de la maldad y los malhe-
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Capítulo 1. Primera bola
chores (los contrarios o «enemigos»). La historia que narro aquí rebosa de
ambigüedad y complejidad, como la vida misma. No pretendo dictar sentencia, ni siquiera cuando describo casos de engaño, corrupción política o
cualquier otra manifestación de la condición humana.
He evitado también la tentación de teorizar o de insertar mi narración
en un contexto intelectual más vasto, como la historia económica o la historia del imperialismo norteamericano. Estos factores aparecen como telón
de fondo. Pero no he querido incurrir en la exégesis de lo obvio ni presentar el béisbol cubano como un epifenómeno totalmente determinado por
esos elementos. La limitación de buena parte de la historia cultural que se
escribe actualmente es que está condicionada por el dogma marxista de que
los factores económicos son la causa suficiente de cualquier fenómeno de la
vida social. De ahí que se hayan escrito muchos textos de historia con
ánimo de descubrir a los culpables de lo que inevitablemente resulta ser
una conjura universal, auspiciada por una fuerza malévola principal, ya sea
el capitalismo o los Estados Unidos, o ambos. Este enfoque beato no me
interesa, porque me aburre lo previsible pero, sobre todo, porque soy tan
agnóstico que no creo ni en el demonio.
Dicho esto, debo añadir que, en algunos aspectos esenciales, este libro
incluye también la historia de Estados Unidos. Bajo su apariencia insular,
Cuba es en realidad una frontera. En la época colonial fue la primera linde
entre el Viejo y el Nuevo Mundo, y más tarde constituyó la asendereada
frontera entre el Imperio Español y las demás potencias europeas. Desde el
siglo XIX —y con más intensidad, en los últimos 44 años— ha sido un
puente o un muro entre sí misma y Estados Unidos. El cruce en uno u otro
sentido ha entrañado siempre una transformación más o menos radical, en
ocasiones para agudizar las diferencias, otras para borrarlas, o, las más de
las veces, para enmascararlas. Si bien este juego de transmutaciones, alimentado por intensos sentimientos de atracción y rechazo, de amor y odio,
se manifiesta en la política, la literatura y las artes, su expresión más visible y cabal se encuentra en la cultura popular y el deporte, en especial en
la música y la pelota. Por lo tanto, este libro es en parte la historia de una
frontera, el relato de las transformaciones que allí han ocurrido.
La tesis general del libro es que la cultura norteamericana constituye
uno de los componentes fundamentales de la cultura cubana, aun cuando a
lo largo de la historia ha habido intentos colectivos deliberados y dolorosos de luchar contra esa influencia o de negarla. Quiero decir, que incluso
en épocas como el período posterior a la revolución de 1959, cuando la
cultura cubana trató de alejarse de la norteamericana, ésta la modulaba y
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
definía. El béisbol es el síntoma más evidente de este fenómeno, pero está
lejos de ser el único. Este tipo de pugna es un proceso por el cual el antagonista resulta absorbido, no rechazado, lo que demuestra que en cualquier
relación intercultural hasta el rechazo entraña una forma de influencia,
porque las culturas son entes dinámicos, que van constantemente redefiniendo sus límites.
En la cultura cubana, el choque entre lo moderno y lo premoderno fue
tardío pero seminal. La esclavitud, que fue legal en la isla hasta 1886
(cuando ya los cubanos jugaban a la pelota) provocó la inmigración forzosa de gran número de africanos, traídos de diversas regiones de ese continente para trabajar en la producción del azúcar. Las culturas neo-africanas
de Cuba adoptaron y adaptaron los elementos que hallaron en su entorno,
incluso las creencias y prácticas de otras culturas neo-africanas, pero, sobre
todo, los usos de la cultura dominante, la española o hispano-criolla. Este
proceso les confirió una permeabilidad a los elementos extranjeros de la
que carecen la mayoría de las culturas tradicionales que permanecen en su
lugar de origen. La contribución más honda y duradera de las culturas neoafricanas a la sociedad cubana es esta capacidad de absorción de lo extranjero, incluso de los factores hostiles. Las culturas tradicionales son conservadoras, atentas a la preservación, y suelen generar significados mediante
la repetición. Lo que se repite, llega a ser familiar, y lo familiar termina por
convertirse en tradición. Cuba tuvo que hacer frente a la más dinámica de
las sociedades capitalistas modernas: los Estados Unidos del siglo XIX y la
primera mitad del siglo XX, en plena expansión. La capacidad de absorción de la cultura cubana le permitió asimilar este elemento, aunque chocaba con el conservadurismo tradicional, que también es un factor constitutivo de su identidad. Pero este último ya estaba dominado y modulado
por el proceso de adopción y adaptación que mencioné anteriormente, prominente sobre todo en los descendientes de esclavos.
El choque más combustible entre tradición y modernidad ocurre en el
ámbito de la cultura popular, donde las fuerzas económicas, la tecnología
y el mestizaje social facilitan la mutua contaminación. Por su condición de
actividad colectiva, el béisbol, como todos los deportes, es un rito que conserva cierta aura de sacralidad. Los jugadores ejecutan gestos y ejercicios
predeterminados, en que los enigmas intemporales y los dilemas de la condición humana, tal como los interpreta la religión, están literalmente en
juego: la fortuna, el destino, la providencia, la lucha contra el mal, la victoria, la humillante derrota, las debilidades humanas, las hazañas corporales y las limitaciones físicas. La repetición de ademanes consabidos otorga
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Capítulo 1. Primera bola
al espectáculo de un juego de pelota un matiz litúrgico aún más acentuado. Incluso algunas de las jugadas llevan nombres religiosos, como el
«sacrificio». Pero como vivimos en sociedades modernas y seculares, esta
sacralidad se sublima o desvía hacia el nacionalismo; los encuentros a
menudo se adornan con banderas, desfiles militares e himnos nacionales, y
los dirigentes políticos acuden a los estadios. Sin embargo, el carácter
sagrado mengua a medida que el juego se incorpora a la cultura popular y
se transforma en espectáculo, entretenimiento y motivo de regocijo. En
este aspecto, la pelota cubana repite aproximadamente el paradigma de la
música afrocubana, aunque mucha de ésta sí tiene una función claramente
litúrgica, lo que acentúa el carácter sacro de su origen. Los sacerdotes,
músicos y otros oficiantes de los ritos afrocubanos dejaron filtrar algunos
secretos y prácticas adulteradas para satisfacer las necesidades de la sociedad mayoritaria, en particular cuando comenzó a predominar la influencia
extranjera, como resultado del turismo. Pero antes de que nadie lamente
esta pérdida de la pureza original, es preciso recordar que fue precisamente esa música desacralizada y contaminada la que llegó a difundirse como
auténtica música cubana. A este proceso contribuyeron los medios de
comunicación: el gramófono, la radio, el cine y, más cerca de nuestro tiempo, la televisión. La cultura cubana, como tal vez cualquier otra cultura
moderna, es el ámbito impuro del sacrilegio, la corrupción y la profanación. El ademán de Ojeda al lanzar una naranja sobre la aguja de una iglesia en el siglo XVI fue un anticipo sorprendente de los placeres de la
impiedad. No hay ya vuelta atrás.
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
Fidel Castro, lanzador inexperto,
enseña la bola al hacer el wind up.
Calienta el brazo en un juego
escenificado en 1959.
El futuro Máximo Líder vistiendo el uniforme del equipo
de baloncesto (su deporte preferido) del Colegio de Belén,
según figura en el libro de graduados de 1945. En otra foto
aparece pronunciando el discurso de graduación, pero no
hay ninguna en que aparezca vestido de pelotero.
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1 2 3 4 5 6 7 8 9
C H E
El último juego
—¿En realidad, quién es el mejor manager, Luque o
Mike González?
—Creo que son iguales.
Ernest Hemingway, El viejo y el mar
La madrugada fue fresca y despejada en La Habana, el martes 25 de
febrero de 1947. El viento disipaba las altas nubes de las lluvias del día
anterior, mientras que un resplandor dorado comenzaba a revelar el perfil
de la ciudad. Los vendedores de periódicos quebraban con sus gritos el
silencio matinal; las botellas de leche tintineaban en las aceras ante las
puertas de los clientes al ser depositadas por los lecheros, que completaban
sus rondas. Apenas comenzaba a escucharse el estruendo de los ómnibus y
el estrépito de los tranvías. Pronto, como impelidos por un repentino apremio migratorio, miles de personas los abordarían, sumándose a los que
iban a pie o en automóviles hacia el Gran Stadium de La Habana, el nuevo
parque de béisbol situado no lejos del centro urbano, hacia el sur. Esa tarde
se produciría el final más dramático de los casi setenta años de historia de
la Liga Cubana, en un juego que aunque nadie lo sabía aún, sería el más
importante realizado hasta ese momento en la isla, quizá el último de
semejante trascendencia.
En Santos Suárez, un barrio de clase media de La Habana, que se había
desarrollado sobre todo en los años 20 en un estilo que recordaba a algunos suburbios de California, un hombre de treinta años se disponía a desayunar. Quería llegar temprano al estadio para encontrar asiento o simplemente para poder entrar. Su hijo de tres años comenzó a suplicarle que lo
llevara al juego. No le hizo caso y por eso ahora debo yo reconstruir lo que
ocurrió aquella tarde. Mi padre (y tocayo) me contaría después cuando yo
todavía me quejaba desconsolado y le reprochaba no haberme llevado con
él al estadio, que a media mañana había encontrado las gradas ya bastante
llenas (el juego comenzaba a las 3 de la tarde) y en la atmósfera carnava-
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
lesca resonaban los gritos de quienes proponían las primeras apuestas 1.
Cuando comenzó el juego —me contaba mi padre, insinuando lo peligroso que habría sido todo aquello para mí, a tan tierna edad—, los espectadores invadían incluso parte del terreno, separados de los jugadores por
sogas, mientras otros, más audaces, habían trepado por docenas a las torres
del alumbrado.
Febrero es un mes fabuloso en el Caribe, una especie de primavera temprana, sobre todo para quienes han sufrido el frío glacial del Norte y su
deprimente oscuridad. Hay un aire fresco, sedante, y una claridad suave,
que disfrutan sobre todo los cubanos, que padecen cada año el calor húmedo y pegajoso de los largos meses veraniegos. Una tarde de febrero en La
Habana es perfecta para un juego de pelota y la de ese día 25 sería memorable. Quienes se apresuraban en llegar al estadio sabían que el juego decidiría el campeonato de 1946-1947 a favor de uno de los dos enconados
rivales: los Rojos del Habana y los Azules del Almendares. Los dos managers más reverenciados de la historia del béisbol profesional cubano se
enfrentarían por primera vez en un encuentro en el que lo arriesgaban todo,
y la emocionante contienda que estaba a punto de terminar marcaba el
final de la temporada más exitosa de la Liga Cubana, en la que se había llenado repetidamente el flamante estadio, que nada tenía que envidiar a los
de las Grandes Ligas. Una vez allí, los fanáticos descubrirían que el lanzador del Almendares, Max Lanier —que había derrotado al Habana solo
cuarenta y ocho horas antes— iba a subir de nuevo al montículo para
intentar una rara hazaña de resistencia y voluntad.
Lo que no podían saber ni siquiera los fanáticos más enterados era que
el juego de esa tarde estaba plagado de augurios para la pelota cubana, y
que era una batalla crucial de una guerra más amplia, en la que participaban el Béisbol Organizado de Estados Unidos, el de la Liga Mexicana y el
caribeño en general. La Liga Mexicana había desafiado al monopolio de
talentos del béisbol estadounidense y la inminente integración racial en las
Grandes Ligas iba a cambiar para siempre los tradicionales lazos que existían entre la Liga Cubana y las Ligas Independientes de Color, las llamadas Negro Leagues. La inquietud laboral entre los jugadores y el surgimiento de una liga rival en Cuba, que retaba al circuito profesional establecido,
habían creado cierta inestabilidad, y la relativa independencia de que dis-
1 Al erradicar el deporte profesional, el gobierno de Cuba prohibió las apuestas en el
estadio, pero en los últimos años han reaparecido abiertamente.
70
Capítulo 2. El último juego
frutaba la Liga Cubana con relación al béisbol estadounidense estaba a
punto de terminar. Nunca más jugarían las figuras consagradas de las
Grandes Ligas en la pelota cubana y en el futuro incluso a las estrellas del
país se les amonestaría con frecuencia por hacerlo o no se les permitiría. De
hecho, a algunas estrellas cubanas se les prohibiría jugar en Cuba, como
castigo por haber jugado en México. Otros hechos, frutos del azar y por
entonces aún imprevisibles, fueron que nunca más el Habana y el Almendares volverían a enfrascarse en una contienda como ésta por el título y que
nunca los patriarcas del béisbol cubano, Miguel Ángel González y Adolfo
Luque, volverían a chocar en un encuentro tan trascendental como el que
iba a producirse en el Gran Stadium.
Quiso el destino que al juego de la tarde del 25 de febrero acudieran
algunos de los protagonistas de las históricas luchas que se agitaban en
aquel momento en el Béisbol Organizado. Los Dodgers de Brooklyn, dirigidos por el irascible Leo Durocher y el pomposo «Branch» Rickey, habían llegado a La Habana el día 20, para comenzar el entrenamiento de primavera en el nuevo Gran Stadium. Con ellos venía la seductora Laraine
Day, la actriz con quien Durocher se había casado después de un sonado
escándalo, y «Jackie» Robinson, que acababa de completar una fabulosa
temporada inicial en el Béisbol Organizado, como jugador de los Royals de
Montreal, la sucursal de los Dodgers en la Liga Internacional. Rickey, que
había preparado cautelosamente la entrada de Robinson en el Béisbol
Organizado, había escogido La Habana para este entrenamiento de primavera especialmente crucial, porque las relaciones raciales en la capital cubana eran menos represivas que en la Florida. Además, no era ésta la primera vez, que los Dodgers venían a La Habana a entrenarse y disfrutar del
clima primaveral. Desde principios de los años 40, La Habana había sido
un sitio favorito de entrenamiento y sólo había sido abandonado a causa de
las restricciones en las comunicaciones que impuso la guerra. Los Dodgers
pronto serían noticia, cuando Durocher, a quien se vio con algunos tahúres en el Gran Stadium durante un juego de exhibición contra los Yankees de Nueva York, fue suspendido por el Comisionado A. B. «Happy»
Chandler 2.
2 Durocher había venido a La Habana por primera vez en los años 30, en el elenco del
«Gas House Gang» (los Cardenales de Saint Louis) y había vuelto en 1941 como manager
de los Dodgers. En esta segunda ocasión montó una ruidosa protesta durante un juego de
entrenamiento primaveral que su equipo sostuvo contra una selección cubana en La Tropi-
71
ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
Estaba previsto que Robinson pasaría en breve de los Royals a los Dodgers, rompiendo así oficialmente la barrera de color en el béisbol moderno
de las Grandes Ligas. La presencia de Robinson en La Habana no podía ser
más significativa para la pelota profesional cubana. Su contratación, el año
anterior, había sido una de las varias novedades importantes en el deporte
que harían de la temporada de la Liga Cubana de 1946-1947 el fin de una
era y el comienzo de otra. Con Robinson y el reducido número de negros
que entró en el Béisbol Organizado en la década siguiente, las Ligas Independientes de Color —una de las principales fuentes de talento de la Liga
Cubana— iniciaron una decadencia lenta pero inexorable, que hizo peligrar las carreras de muchos jugadores negros, ya maduros, que no fueron
contratados por las ligas Mayores ni por las Menores. En el ámbito estrictamente comercial, la integración racial del Béisbol Organizado fue una
más de la serie de jugadas monopolistas de las Grandes Ligas que afectaron
profundamente a la pelota profesional en Cuba y en otros lugares del Caribe, México y América Central y del Sur. Otro factor conexo fue el surgimiento de la Liga Mexicana, bajo la dirección de Jorge Pasquel, que amenazaba el control absoluto que los dueños de los equipos estadounidenses
ejercían sobre sus jugadores. Cuba y México disfrutaban de los beneficios
del auge económico de la posguerra y disponían de una plétora de excelentes jugadores, mientras que en Estados Unidos los veteranos de guerra
copaban las alineaciones de los equipos de las ligas Mayores y Menores. La
disponibilidad de tanto talento, capaz de desbordarse a ligas que no estaban bajo el control del Béisbol Organizado, dio origen a un conflicto de
largo alcance, en el que finalmente prevalecieron los intereses estadounidenses, que eran los más poderosos. La temporada de 1946-1947 de la
Liga Cubana reflejó esta lucha, que culminó a principios del verano con un
acuerdo oficial entre el béisbol cubano y el estadounidense. Este pacto
cambió la naturaleza de la Liga Cubana hasta su deceso, en 1961, como
cal. El legendario umpire cubano Amado Maestri lo expulsó del terreno y, como Durocher
se negaba a salir, estuvo a punto de ser sacado a la fuerza por la Guardia Rural. Batista, que
en ese momento era presidente de la República y presenciaba el encuentro, creyó que la tángana de Leo era parte de una rutina vodevilesca y preguntó si la repitiría al día siguiente.
Como era previsible, Leo le había cogido el gusto a la vida nocturna de La Habana y al lujoso Hotel Nacional, donde su equipo se alojaba. Le interesaban mucho los casinos y es probable que en uno de éstos se pusiera en contacto con los hampones cuya presencia en el Gran
Stadium causó su suspensión. Por supuesto, el juego no llegó a los hoteles de La Habana
hasta los años 50, pero Leo averiguó sin demora dónde funcionaban los garitos habaneros.
72
Capítulo 2. El último juego
consecuencia de la revolución encabezada por Fidel Castro. Pero en La
Habana, y en toda Cuba —y, de hecho, en buena parte del Caribe y de
América Central, a donde llegaban las transmisiones radiales—, el centro de
atención ese martes 25 de febrero era el juego que esa tarde enfrentaría al
Habana con el Almendares en el Gran Stadium; nadie pensaba en los Dodgers ni en los problemas del béisbol norteamericano.
El nuevo estadio, ubicado en el Cerro, antaño un sector aristocrático de
la ciudad, pero ahora un barrio popular, era el símbolo más tangible de los
cambios ocurridos recientemente en el béisbol profesional cubano. La
nueva instalación daba cabida a más de treinta mil personas, mientras que
el Gran Estadio de la Cervecería Tropical, donde la Liga había jugado
desde principios de los años 30, sólo acomodaba a unas quince mil. Y lo
que es más importante: La Tropical, como aún hoy se le llama al parque en
Cuba, formaba parte de los jardines de una cervecería, que incluía pistas de
baile y otras atracciones, y pertenecía a la antigua clase adinerada del país.
La cervecería era propiedad de Don Julio Blanco Herrera, un patriarca del
deporte que había construido el estadio para que Cuba pudiera acoger los
Juegos Centroamericanos de 1930. El ambiente campestre y los enormes
espacios necesarios para acomodar los campos de atletismo y otros deportes, hacían de La Tropical una hermosa arena deportiva, pero no era posible ampliarla sin cambiar por completo su carácter. El nuevo estadio, por
otra parte, había sido construido por Roberto «Bobby» Maduro, y Miguelito Suárez, descendientes ambos de nuevas familias millonarias, cuyas fortunas procedían del negocio de los seguros y mantenían sólidos vínculos
con intereses norteamericanos. El traslado de la Liga al Gran Stadium del
Cerro constituyó un importante desafío comercial, que no quedó sin respuesta: se formó otra liga, que recibió el nombre de Liga de la Federación,
financiada principalmente por Don Julio y que competía en talento (nacional y extranjero) con la establecida. Esta liga tuvo su sede en el viejo parque en la temporada de 1946-1947.
El paso de La Tropical al Gran Stadium fue también reflejo de la prosperidad y la estabilidad de que Cuba disfrutó bajo la presidencia constitucional de Fulgencio Batista (1940-1944) durante la Segunda Guerra
Mundial, así como del establecimiento de lazos más estrechos con Estados
Unidos, derivados de este conflicto. La guerra aumentó los precios y la
demanda de azúcar, y el ejército norteamericano instaló bases aéreas en la
isla, construyó o reconstruyó aeropuertos en Camagüey, Cienfuegos y San
Antonio de los Baños, cerca de La Habana, y mantuvo efectivos en instalaciones estratégicas, como las minas de níquel de Nicaro. Batista había
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
alcanzado la presidencia con el apoyo de una coalición que incluía a los
comunistas. Su condición de mulato claro —le decían «el mulato lindo»—
había contribuido a granjearle una enorme popularidad, en particular entre
la población negra y mestiza, que era también la más pobre. Batista doró
sus blasones de demócrata en 1944, al entregar el poder pacíficamente a
su sucesor y rival, el Dr. Ramón Grau San Martín. La precaria tregua,
impuesta por la personalidad de Batista y el poder que ejercía en las filas
del ejército, comenzó a desmoronarse muy pronto, bajo el mandato del
tímido e inepto profesor de fisiología de la Universidad de La Habana.
Durante su gobierno se mantuvo cierta prosperidad, pero el caos político
empezó a acechar por todas partes, acuciado por el intento de Grau y su
camarilla de poner en vigor, al menos de manera simbólica, los postulados
políticos de la frustrada revolución de 1933. Julio Blanco Herrera, que
había disfrutado del favor de Batista, tuvo que buscar el de Grau cuando la
Liga Cubana abandonó su parque y su patrocinio.
Todo esto bullía bajo la superficie mientras la isla entera hacía una
pausa para contemplar la épica contienda entre el Habana y el Almendares. Por la mañana temprano, los Dodgers realizarían una breve práctica en
el Gran Stadium; de seguro la mayoría de ellos eran ajenos al frenesí partidista que los rodeaba y a la importancia del juego que se escenificaría por
la tarde en ese mismo terreno. Al romper el alba del 25 de febrero, Max
Lanier —quien sería el protagonista de ese drama vespertino y que en cierta época, cuando lanzaba para los Cardenales, había sido el verdugo de los
Dodgers de Durocher— empezaba a desperezarse en su apartamento.
Muchos años después me contaría que no le intimidaba la importancia del
juego, que no le afectaba verdaderamente la rivalidad entre el Habana y el
Almendares, que para él era un asunto exclusivamente de cubanos. Por
todo el apartamento había maletas a medio hacer; Lanier había comprado
pasajes para volar esa misma noche a la Florida. Cualquiera que fuese el
resultado del juego, viajaría de inmediato a reunirse con su familia en Saint
Petersburg. El duelo o los festejos quedarían para los demás. La temporada beisbolera de Lanier había sido decisiva por razones mucho más importantes para él que un mero juego en tierra extraña. Lo había hecho salir no
sólo del Béisbol Organizado, sino también de Estados Unidos, su país. Por
ser uno de los más notorios jugadores de las Mayores que «saltaron» a la
Liga Mexicana, al regresar a casa lo consideraban como a un traidor. Lanier
había sido un jugador verdaderamente destacado en las Grandes Ligas;
había lanzado en dos Series Mundiales, y en 1946 había ganado seis juegos seguidos, antes de decidirse a abandonar a los Cardenales y aceptar la
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Capítulo 2. El último juego
oferta de Pasquel. Apenas habían pasado 48 horas desde el domingo anterior, cuando Lanier ganó un juego de vida o muerte contra el Habana, que
puso al Almendares al borde del empate con los Rojos. El lunes, el Almendares logró medio juego de ventaja, al ganar un encuentro plagado de difíciles decisiones estratégicas, sobre las que los fanáticos discutirían acaloradamente durante décadas. El juego del martes decidiría el campeonato.
La inminente batalla enfrentaba a los que la frenética prensa nacional,
en su habitual estilo hiperbólico, llamaba «los eternos rivales»: los Rojos o
Leones del Habana y los Azules o Alacranes del Almendares. En los términos relativos de la corta historia del béisbol, la retórica de los cronistas y
narradores deportivos no era en verdad tan exagerada. Los equipos que se
enfrentaban esa tarde eran más antiguos que la mayoría de los de las Grandes Ligas: los Rojos del Habana y los Azules del Almendares existían desde
la década de 1860 y jugaban regularmente uno contra otro desde 1878,
cuando se fundó la Liga Cubana, veinte años antes de que Cuba fuera independiente de España. En la temporada de 1946-1947 habían dominado
casi toda la contienda, con altibajos espectaculares: los Rojos habían prevalecido desde mediados de temporada y los Azules se habían apresurado a
alcanzarlos al final, mientras Cienfuegos y Marianao, equipos con pocas
posibilidades de ganar, ofrecían buena resistencia a ambos y participaban
también en juegos cruciales. Los cuatro equipos no sólo eran de alta calidad, sino que alineaban a legendarios jugadores cubanos, cuyas carreras se
remontaban a los años veinte. Contaban también con jugadores estadounidenses, mexicanos y hasta un venezolano. Ese año, la temporada de Cuba
había sido la mejor del Caribe.
Como en todas las batallas épicas, el Habana y el Almendares, con aficionados a quienes no hace justicia la palabra «fanático», estaban dirigidos
por dos héroes de proporciones homéricas, dos de los patriarcas del béisbol
moderno en la isla. El piloto del Habana, desde 1938, era nada menos que
Miguel Angel González, graduado del «Gas House Gang» de los Cardenales de Saint Louis. El Almendares, que llevaba el nombre de un río próximo a la capital, tenía el mayor número de seguidores en el país y en toda
la cuenca del Caribe, gracias a las transmisiones radiales. Su manager era
Adolfo Luque, a quien los norteamericanos apodaban «Havana Perfecto» o
«The Pride of Havana» (nombre de una marca de tabaco habano, por
supuesto), y los cubanos «Papá Montero» (en evocación del célebre bailarín folklórico y proxeneta afrocubano). En 1923, Luque había ganado 27
juegos para los Rojos del Cincinnati; entre 1918 y 1935, obtuvo 194 victorias para ellos, los Gigantes de Nueva York y los Dodgers de Brooklyn.
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
Las carreras de Luque y González se remontaban a los primeros años
del siglo y se entrelazaban con la historia moderna de la Liga Cubana.
Luque era célebre por tener un temperamento explosivo y una lengua cáustica, así como por su estilo de arrimar peligrosamente la bola a la cabeza
del bateador cuando lanzaba. Se decía que llevaba una pistola, incluso
cuando vestía la franela del equipo, y era algo bebedor y parrandero. Luque
vivía al día. Miguel Ángel, de poco bateo pero notable receptor defensivo,
era una persona tranquila, estudiosa, con buen sentido de los negocios; terminó siendo dueño del Habana y de una fortuna considerable. Era un hombre delgado de orejas prominentes y, en su juventud, parecía un Stan Laurel de mayor tamaño que el que hacía pareja con Oliver Hardy, el popular
dúo cómico de Hollywood, conocidos en la isla con el mote de «El Gordo
y el Flaco». Por lo alto y enjuto que era lo llamaban «Pan de Flauta» o
«Canillitas», tal vez debido a que tenía las piernas delgadas o probablemente porque caminaba como Charles Chaplin, a quien en Cuba apodaban
así.
En la mañana del 25 de febrero, Luque y Miguel Ángel todavía no
habían declarado sus alineaciones respectivas. Ambos debían tomar decisiones cruciales en lo tocante al lanzador. Todavía resonaban en las gradas
las discusiones provocadas por las opciones estratégicas de los dos días
anteriores. El traspié de los Rojos y la derrota del lunes habían convertido
a Miguel Ángel en el chivo expiatorio, pero una victoria podía redimirlo y
el Habana había ganado con tanta frecuencia en la temporada, que un
triunfo más parecía perfectamente posible. Al Almendares, por su parte, le
había costado mucho llegar a ese día. Sus dos ases zurdos, Agapito Mayor
y Lanier, estaban agotados. El «Triple Feo», como le decían cariñosamente a Mayor, había vencido al Habana el día anterior. ¿Quién abriría el
juego? Un examen de la temporada mostrará las disyuntivas que encaraban
ambos patriarcas del béisbol cubano al enfrentarse esa tarde del 25 de
febrero de 1947, y las líneas de fuerza que terminaron por conformar el
resultado de la temporada.
En la primavera y el verano de 1946 habían circulado noticias de que
Jorge Pasquel intentaba fortalecer la Liga Mexicana, contratando a estrellas cubanas de las Grandes Ligas. La Liga Mexicana existía desde la década de 1930 y en México se había jugado pelota desde el siglo XIX. Pero
a finales de esa década y principios de los años cuarenta, la Liga Mexicana
había comenzado a atraer a un número creciente de jugadores de color esta-
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Capítulo 2. El último juego
dounidenses, así como a cubanos y latinoamericanos de todos los colores.
Gracias a estas aportaciones y al concurso de los jugadores locales, era un
circuito bastante fuerte y representaba una alternativa para los peloteros
que no se sentían cómodos en Estados Unidos. Había sobre todo negros
cubanos, puertorriqueños, venezolanos y dominicanos, pero también unos
pocos blancos de estos países. La mayoría de los jugadores extranjeros eran,
sin duda, cubanos y norteamericanos de color.
Lo que Pasquel intentaba hacer era mejorar la calidad del juego, contratando a jugadores estadounidenses de las Grandes Ligas, y elevar el prestigio del béisbol mexicano, seduciendo al mayor número posible de nombres de brillo. Empezó comprando el equipo de Veracruz, que vestía de
azul, y lo trasladó, sin cambiarle el nombre, a la capital, que era la sede del
rival inveterado de los veracruzanos, los Rojos de México —más tarde
denominados Diablos Rojos de México. Pasquel pronto comprendió que
necesitaba reforzar los demás equipos, si quería lograr un campeonato más
equilibrado e interesante, y aumentar el número de aficionados. Como presidente y virtual emperador de la Liga, llenó los equipos de jugadores
talentosos, logró que otras personas invirtieran en las escuadras locales e
incluso importó de Cuba a los árbitros Raúl «Chino» Atán y Amado Maestri 3. Pasquel iba de un lado a otro pasándoles frente a las narices fajos de
billetes a las estrellas estadounidenses e incluso le envió un cheque en blanco firmado a «Bob» Feller, el gran lanzador de los Indios de Cleveland. Sus
maniobras no dejaron de atraer la atención hacia su persona y hacia la Liga
Mexicana, sobre todo cuando unos pocos jugadores norteamericanos decidieron aceptar el dinero, violando así los contratos con sus equipos y con el
Béisbol Organizado de Estados Unidos.
Jorge Pasquel, que había jugado en la Liga Mexicana y había dirigido
un equipo durante breve tiempo, era un multimillonario de gustos caros,
que disfrutaba de la vida y manifestaba un profundo orgullo nacionalista.
Su estilo era similar al que luego ostentarían acaudalados dueños de equipos como George Steinbrenner y «Ted» Turner, excepto que Pasquel hacía
Pasquel buscaba la respetabilidad para su liga, pero la volubilidad de su carácter conspiraba a veces contra este fin. Por ejemplo, se enzarzó en una disputa con Maestri, pero el
umpire cubano, que se había formado en el ejemplo de su admirado Bill Klem, lo expulsó
del terreno y se negó a permitir la reanudación del juego mientras el magnate no se fuera.
Pasquel se marchó, pero al día siguiente Maestri tomó el avión hacia Cuba, tras haber recogido el cheque de finiquito. Pasquel también provocó el enojo de varios jugadores, al cambiarlos arbitrariamente de equipo.
3
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gala de un una cortesía intachable y un cosmopolitismo exquisito. Se desplazaba en su propio avión, poseía un guardarropas fabuloso adquirido en
las mejores tiendas de Nueva York, Londres y París, y detentaba inversiones considerables en la próspera industria cinematográfica de su país. Esta
última dimensión de su imperio le facilitaba los privilegios habituales,
entre ellos las relaciones con las jóvenes estrellas que les acompañaban a él
y a sus amigos en sus correrías. Las residencias que había comprado, los
famosos que frecuentaba y los viajes que emprendía por todo el mundo lo
convirtieron en un personaje de leyenda. Además, tenía buenos contactos
en el gobierno. Era íntimo amigo del presidente Manuel Ávila Camacho y
de otras figuras prominentes del hegemónico Partido Revolucionario Institucional. Pasquel se consideraba al menos en un plano de igualdad con
los magnates del béisbol estadounidense, algunos de los cuales, sin duda,
eran menos acaudalados, cultos y poderosos que él.
La prosperidad y la estabilidad de que México disfrutaba (hacía ya 40
años que la revolución había quedado atrás), así como su floreciente industria petrolera, alimentaron las ilusiones de Pasquel de alcanzar la paridad
con el béisbol norteamericano. Después de todo, México tenía una de las
más importantes plazas de toros del mundo, sólo superada por la de
Madrid, y era una potencia en el ámbito futbolístico. ¿Por qué no iba a
lograr la misma categoría en el juego de las bolas y los strikes? En un mercado capitalista, la cuestión era tener dinero y él y sus cuatro hermanos lo
tenían en abundancia. Hasta donde he podido confirmar, los Pasquel controlaban la aduana de México y recibían una tajada de todas las importaciones. Pero Pasquel no tomó en cuenta que su nacionalismo tenía una
fuerte contrapartida en Estados Unidos, donde muchos propietarios de
equipos consideraban que el juego les pertenecía. El béisbol era, al fin y al
cabo, el deporte nacional y formaba parte del patrimonio del país. Pasquel
tampoco tomó en cuenta el racismo y el desprecio generalizado que había
en Estados Unidos hacia todo lo mexicano.
No es sorprendente que Pasquel lograra sus mayores triunfos al seducir a los jugadores de calidad de los Cardenales de Saint Louis: además de
Lanier, el lanzador Fred Martin y el prometedor antesalista Lou Klein también se habían marchado al Sur. En los años 30, bajo la dirección de
Branch Rickey, los Cardenales habían sido el primer equipo en crear un
«sistema de sucursales» compuesto por muchos equipos de las Ligas Menores, en los que cientos de peloteros bregaban por salarios muy bajos, con
poca esperanza de llegar a las Mayores. Los salarios de los Cardenales eran
de un raquitismo proverbial y parecía que siempre había más de un suplen-
78
Capítulo 2. El último juego
te ansioso por desplazar al jugador titular. En esas condiciones, era muy
difícil que Lanier, Martin y Klein pudieran resistirse a las ofertas del mexicano. ¡Éste le propuso a Lanier un contrato de cinco años, a razón de
20.000 dólares por temporada, más una prima por firmar! En 1947, estas
cifras equivalían a una verdadera fortuna. Pero además de jugadores célebres, los Cardenales le proporcionaron a Pasquel el tipo de respuesta que
buscaba. Desafiando a otros magnates del béisbol, Sam Breadon, propietario del club, viajó a México para hacerle a Pasquel una visita de cortesía.
Fueron juntos a un juego y los fotografiaron en el estadio. El mexicano
empezaba a recibir el reconocimiento del que se consideraba acreedor. En
una entrevista realizada en el otoño de 1946, Pasquel proclamó que el
Sr. Breadon era un caballero y que, por lo tanto, no se metería más con los
Cardenales, pero que seguiría detrás de los jugadores de los otros equipos 4.
En la misma entrevista, Pasquel alardeó ante Luis Orlando Rodríguez, que
dirigía la Federación Nacional de Deportes y Educación Física de Cuba, de
que en varias ocasiones le habían ofrecido venderle equipos de Grandes
Ligas. Pero, añadió, el negocio no le interesaba, porque los demás dueños
tratarían de marginarlo y, además, su propósito era elevar la calidad de la
Liga Mexicana hasta el nivel del béisbol de las Mayores. (A la luz de la
indignación que causó hace unos años la venta de los Mariners de Seattle a
un grupo de inversores japoneses, cabe preguntarse qué habría ocurrido
entonces si Pasquel hubiera intentado comprar un club de Grandes Ligas).
El Béisbol Organizado reaccionó al desafío mexicano con un ataque de
xenofobia proteccionista: prohibió que todos los jugadores que firmaran
con Pasquel jugaran en Estados Unidos durante cinco años y amenazó a
quienquiera que negociara con la Liga Mexicana. Pasquel persistió, ofreciendo fajos de dólares a los jugadores, que los tomaban y se marchaban a
México. Aparte de los tres Cardenales, los Dodgers perdieron a «Mickey»
Owen, a la estrella puertorriqueña Luis Rodríguez Olmo y al jardinero
canadiense Roland Gladu. A los Gigantes les dieron duro, porque se quedaron sin los cubanos Napoleón Reyes y Adrián Zabala, además de Sal
Maglie, Roy Zimmerman, George Hausmann, «Danny» Gardella, «Ace»
Adams y «Harry» Feldman. El Filadelfia perdió al cubano René Monteagudo y los Rojos de Cincinnatti al lanzador, también cubano, Tomás de la
La entrevista entre Pasquel y Luis Orlando Rodríguez figura en un artículo que Ernesto Azúa publicó en El Mundo (27 de octubre de 1946, p. 30), titulado «Pasquel continuará
este invierno la guerra firmando jugadores de las Grandes Ligas».
4
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
Cruz. El Cleveland, al receptor «Jim» Steiner; los Atléticos, al jardinero
cubano Roberto Estalella; el Detroit, al jugador de cuadro Murray Franklin y los Medias Blancas de Chicago, al lanzador venezolano Alejandro
Carrasquel. Los Senadores perdieron al jonronero cubano Roberto Ortiz y
los Browns a Vern Stephens. Pero en esta lista sólo figuran los jugadores
que ya habían subido a las Grandes Ligas. Muchos otros, como Hayworth
y Mayor, que estaban en las Menores, también fueron a México, por no
mencionar a numerosos peloteros de las Ligas Independientes de Color.
Para los negros norteamericanos, resultaba evidente el atractivo de la
Liga Mexicana. En el país vecino eran célebres a escala nacional, los trataban como a iguales y tenían acceso a todo. Quizá les resultara difícil adaptarse a la lengua, la comida y la cultura en general, pero la sensación de
libertad y reconocimiento debe de haber sido estimulante. Para los jugadores cubanos, blancos y negros, el atractivo era aun mayor. Allí no sufrían discriminación alguna y no tropezaban con el obstáculo de la lengua. En
el caso de los cubanos de color, era mejor que estar en casa, porque, salvo
tal vez en los niveles más altos de la sociedad, los negros disfrutaban en
México de una igualdad desconocida en Cuba: no podían rechazarlos en
hoteles, clubes, restaurantes o bares, como a veces ocurría en Cuba. Varios
prominentes peloteros cubanos de color no sólo jugaron, sino que se asentaron allí y se casaron con mexicanas: Santos Amaro, Ramón Bragaña,
Pedro Orta, Avelino Cañizares y Héctor Rodríguez, entre otros 5.
Los cubanos blancos también disfrutaron de México; muchos aceptaron las ofertas de Pasquel y rompieron sus contratos con el Béisbol Organizado. Años después, Andrés Fleitas me lo contaría así: «Entonces recibí
el contrato que me enviaban los Gigantes para ser segundo catcher porque
acababan de cambiar a Mancuso, que era el catcher regular y habían puesto a Westrum de primero. Me ofrecían, creo recordar, US$ 500 o US$ 600
al mes, mientras que Pasquel me ofrecía US$ 5,000 por la temporada. Y
como ví que Tomás de la Cruz había aceptado y Roberto Ortiz también,
pues firmé un contrato de tres años por US$ 15,000, que luego me
aumentaron a US$ 18,000. Yo jugué allí con el Monterrey en el 45, el 46
y el 47». Napoleón Reyes, que militaba en las filas de los Gigantes, también se marchó a México cuando Pasquel le ofreció una suma fabulosa que
le permitió comprar un edificio de apartamentos en La Habana. Reyes conservaba igualmente gratos recuerdos de sus años en México, en particular
5
Tanto Amaro como Orta tuvieron hijos que llegaron a jugar en las Mayores.
80
Capítulo 2. El último juego
de Acapulco, donde sacó buen provecho de los contactos de Pasquel con el
cine y con muchas jóvenes aspirantes a actrices.
El atractivo de México para los jugadores no estadounidenses es un factor que no suele tomarse en cuenta al evaluar la reacción del Béisbol Organizado a las «incursiones» de Pasquel. La Liga Mexicana atrajo a muchos
latinoamericanos que tenían contratos en Estados Unidos. La mayoría de
ellos, como Agapito Mayor, Sandalio Consuegra y Andrés Fleitas, eran
cubanos; pero había también puertorriqueños y venezolanos. Sin añadir,
por supuesto, que en el marco de la estrategia de Pasquel, era sumamente
probable que cualquier talento mexicano en ciernes se quedase en el país.
Al principio de la temporada de la Liga Cubana de 1946-1947, los mejores peloteros latinoamericanos se encontraban en equipos mexicanos y fueron a La Habana ese invierno. No pocos estaban ganando más dinero de ese
modo que muchos de sus colegas de las Grandes Ligas, y bastante más del
que podían haber esperado en las Menores. El Béisbol Organizado no sólo
estaba en peligro de perder a sus propias estrellas, sino también a la creciente cantera de latinos, especialmente rica, ahora que se permitía a los
negros latinoamericanos como Orestes Miñoso incorporarse a los equipos
de Grandes Ligas.
Pasquel también causó problemas políticos en la pelota cubana, que se
exacerbaron con el traslado de la Liga de La Tropical al Gran Stadium del
Cerro. Julio Blanco Herrera se quedó sin béisbol profesional en su conocido parque y eso no le gustó. Se cuenta que los propietarios y arrendatarios
de equipos de la Liga Cubana le pidieron al anciano, dada la excelente asistencia a los juegos durante los años de guerra, que mejorara La Tropical o,
que si no, ellos construirían un estadio nuevo. Se dice que Don Julio respondió que nadie iba «a construirle a él un estadio» o algo parecido y, además, que no cambiaría la configuración de su parque para acomodar más
público. Ante esto, Suárez y Maduro, ayudados por el mago promotor
Emilio de Armas, formaron una empresa y construyeron el nuevo estadio
en un año. De todos modos, como gesto de reconciliación, le ofrecieron a
la cervecería La Tropical derechos exclusivos para vender su producto en el
Gran Stadium. En actitud quijotesca, Don Julio rechazó la oferta, por lo
que la pizarra del nuevo parque ostentaba enormes anuncios de su rival, la
cerveza Hatuey, y de la Compañía Bacardí, que la fabricaba. Dado este
estado de cosas y los temores de los peloteros, que no querían jugar con
quienes ya figuraban en la liga de Pasquel, Don Julio convino en ayudar a
organizar y financiar otro circuito, que llevaría el nombre de Liga de la
Federación y que jugaría en La Tropical.
81
ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
Durante el mandato constitucional de Batista, se había fundado la
Dirección (o Federación) Nacional General de Deportes y Educación Física, al frente de la cual se designó a un colaborador del presidente, el coronel Jaime Mariné aliado de Batista desde el golpe de estado del 4 de septiembre de 1933, de quien fue secretario y persona de confianza. Su
función era promover los programas de educación física en todo el país y
supervisar las competencias deportivas. Mariné había desempeñado un
papel importante en los esfuerzos por ayudar a la Liga Cubana a superar la
mala racha de los años 30. Cuando terminó el mandato de Batista, en
1944, Grau San Martín asumió la presidencia y nombró a Luis Orlando
Rodríguez para sustituir a Mariné. Luis Orlando era todo lo contrario del
coronel: joven, apuesto, elocuente y carismático. Activista revolucionario,
opositor de Batista y antes buscado por la policía, ahora se encontraba súbitamente en medio de la guerra del béisbol 6.
Aunque Grau, un antiguo revolucionario ya entrado en años, lo nombró para el cargo, apenas asignó presupuesto a la Federación. Pero Luis
Orlando era un político nato y un hombre con habilidad natural para las
relaciones públicas. Julio Blanco Herrera puso a su disposición fondos de
concesiones y de otros negocios ganados en la última temporada de béisbol
de La Tropical, que había resultado muy lucrativa, y Rodríguez los usó
para lanzar el nuevo proyecto. La Liga de la Federación Nacional de Educación Física y Deportes, o simplemente la Liga de la Federación, funcionaría como una cooperativa y las ganancias se repartirían equitativamente
entre los jugadores. Este plan pronto fracasó cuando, para competir con la
Liga Cubana, se ofreció a los jugadores estadounidenses Ray «Talúa» Dandridge y Booker McDaniels, lo que los periodistas del momento llamaron
«salarios fabulosos». Ambos abandonaron el Marianao y el Gran Stadium
para jugar en La Tropical, lo que provocó un escándalo y agrió la rivalidad
entre ambas ligas.
6 Luis Orlando Rodríguez fue un dirigente estudiantil y revolucionario durante la lucha
contra la dictadura de Machado en los años 30. En un atentado al capitán de la policía Arsenio Ortiz, el 6 de diciembre de 1932, recibió seis balazos y fue abandonado en una zanja,
pero sobrevivió a las graves heridas. Pasó algún tiempo en Estados Unidos donde posiblemente aprendió inglés. Fue fundador y presidente de la juventud del Partido Revolucionario Cubano (Auténtico). Fue elegido congresista en las elecciones de 1950 por el Partido
Ortodoxo. Fundó y dirigió el periódico La Calle. En la lucha contra el gobierno de Batista
estuvo en la Sierra Maestra donde alcanzó los grados de comandante y fue nombrado ministro de Gobernación al triunfo de 1959.
82
Capítulo 2. El último juego
La lucha política se intensificó, cuando se presentaron al Congreso
nacional dos leyes opuestas sobre el tema. Una, evidentemente redactada
por quienes favorecían a la Federación, asignaría a esa organización un presupuesto de US$ 700,000 y le otorgaría facultades para reglamentar el
béisbol profesional. La ley opuesta crearía el cargo de comisionado de béisbol, pero sin vínculos con la Federación. Al final, el único dinero que el
gobierno le asignó a Rodríguez fue un pequeño estipendio tomado de los
ingresos de la lotería nacional. A pesar del dinero que le había dado Don
Julio, sus prerrogativas eran limitadas, como pronto se hizo evidente cuando intentó suspender al lanzador Pedro «Natilla» Jiménez, por incumplir
su contrato con la Liga de la Federación. La Liga Cubana, en la que Jiménez jugaba por el Habana, respondió que no acataba la autoridad de la
Federación, y el lanzador se mantuvo activo en su equipo, sin que nadie lo
molestara.
Era una ironía que la Federación y la Liga que promovió, al luchar
contra el monopolio de la Liga Cubana, defendieran uno mucho mayor: el
del Béisbol Organizado de Estados Unidos. Los equipos de La Tropical
contrataban peloteros que no tuvieran conexiones con México, mientras
que la mayoría de los del Gran Stadium había jugado en equipos mexicanos o los había dirigido. Maduro, Suárez y Miguel Ángel González, todos
con firmes vínculos en el Béisbol Organizado, facilitaban los designios de
Pasquel, al intentar mantener la independencia de la Liga Cubana. La confusión era impresionante. Tal vez para mantener la disciplina en sus filas,
la Liga Cubana anunció que estaba a punto de aumentar el número de
peloteros estadounidenses que cada equipo podía contratar, lo que provocó el pánico entre los cubanos, que temieron perder sus empleos. Esta
acción hizo evidente la necesidad de sindicalizarse. Tomás de la Cruz y
Napoleón Reyes tomaron la iniciativa y crearon, oficial y jurídicamente,
la Asociación Nacional de Peloteros Profesionales de Cuba. Al principio
dijeron que se trataría, sobre todo, de una organización social; pero esto
no engañó a los propietarios, quienes de inmediato aceptaron una serie de
demandas sobre salarios y condiciones de trabajo. Otro gesto de apaciguamiento fue fijar la fecha para un juego, a finales de enero de 1947, en
el Gran Stadium entre «Los mejores del Habana» y «Los mejores del
Almendares» ambos seleccionados por los fanáticos cuyas ganancias irían
a la Asociación. El encuentro tuvo un éxito enorme, sobre todo cuando
Luque y Miguel Ángel jugaron de lanzador y receptor, en batería, durante la última entrada; un acontecimiento «histórico», según lo llamó la
prensa. Aunque Papá Montero permitió un sencillo, los jugadores en acti-
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
vo a los que se enfrentó, que por la edad hubieran podido ser sus hijos, no
le anotaron carreras.
Hacia finales de ese mismo mes de enero, Luque y Miguel Ángel estaban enfrascados en una enconada lucha por el campeonato de la Liga Cubana y el Habana empezaba a perder la ventaja de que había gozado en la
posición cimera.
A pesar de todas sus dificultades, el campeonato de la Liga de la Federación tuvo bastante éxito y atacó a la Liga Cubana por su flanco más débil:
que todos los equipos de ésta jugaban exclusivamente en La Habana. Incluso el Cienfuegos, que ostentaba el nombre de la hermosa ciudad costera del
sur de la Isla, jugaba siempre en el Gran Stadium. La temporada de la
Federación comenzó con tres equipos: los Havana Reds (con nombre en
inglés para evitar problemas jurídicos); el Oriente (con uniformes azules,
lo que era una forma de aprovechar la rivalidad tradicional entre el Habana y el Almendares), que tenía su sede en Santiago de Cuba, en el extremo
oriental de la Isla; y el Matanzas. En diciembre, la Liga añadió el Camagüey, para una «segunda vuelta», y anunció planes para que el equipo
ganador fuera a un playoff con su contraparte de otro campeonato profesional que se jugaba en la provincia de Oriente. Esta liga estaba compuesta
por cuatro escuadras: Contramaestre, Santiago, Holguín y Camagüey. Los
planes no prosperaron, pero el campeonato oriental continuó desarrollándose durante el mes de enero. Y aunque la inclusión del equipo de Camagüey en la Liga de la Federación atrajo a muchos fanáticos a los juegos que
se celebraron en la capital provincial de ese nombre, el experimento duró
poco y terminó con acritud, cuando los peloteros se negaron a salir al terreno para un doble encuentro si no se les pagaba por adelantado. Pero el que
sí resultó ser un verdadero éxito fue el equipo de Matanzas, que jugaba en
el «histórico» Palmar del Junco, el parque donde supuestamente se había
jugado pelota por primera vez en Cuba. Guiado por Silvio García, que
dirigía, lanzaba y jugaba de torpedero, el equipo actuó muy bien y atrajo
a entusiastas multitudes.
La nueva liga estaba compuesta principalmente por jugadores cubanos
que militaban en equipos del Béisbol Organizado de Estados Unidos y que
temían —con razón— que jugar con norteamerianos a quienes el Comisionado Chandler había proscrito por cinco años pusiera en peligro sus
carreras. Este era el caso del receptor Fermín Guerra, que pertenecía a los
Senadores y en el invierno había sido transferido a los Atléticos de Filadel-
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Capítulo 2. El último juego
fia; Gilberto Torres, jardinero y lanzador de los Senadores; y el primera
base Regino Otero, que jugaba con Los Ángeles, en la Liga de la Costa del
Pacífico. Otros que tenían contratos, pero en las Ligas Menores, eran Ángel
Fleitas (hermano de Andrés, que pertenecía a los Senadores), José Antonio
«Tony» Zardón, Luis «Witto» Alomá, y Manuel «Chino» Hidalgo, todos
también de los Senadores. Los dos mayores atractivos de este campeonato
fueron Julio «Jiquí» Moreno —que llevaba el sobrenombre de una madera dura cubana— que había jugado para el Círculo de Artesanos de San
Antonio de los Baños, cerca de La Habana, y había sido uno de los mejores lanzadores amateurs de la historia de Cuba, y Conrado Marrero, a quien
se considera el mejor pitcher aficionado de todos los tiempos en la isla.
Marrero se inició en el béisbol profesional con el Oriente y tuvo una gran
temporada. En los años 40, con la posible excepción de Roberto Ortiz, no
hubo pelotero más popular en Cuba que Marrero, cuya inteligencia, control y vasto repertorio de lanzamientos lo convirtieron en el pitcher más
exitoso del béisbol amateur de la época. Era un poco regordete y de estatura inferior a la media, de brazos cortos y manos pequeñas; parecía alguien
disfrazado de pelotero y no un jugador de verdad; más un bodeguero o un
campesino español que un atleta. En 1946, ya contaba con treinta y cinco
años de edad, pero tuvo una larga y distinguida carrera en la Liga Cubana
con el Almendares y en la Liga Americana con los Senadores. Él y otros
peloteros estelares «saltaron» a la Liga Cubana cuando la de la Federación
terminó su temporada, en enero de 1947.
Pero el campeonato que cautivaba la atención de todos era el de la Liga
Cubana en el Cerro. Además del Habana y el Almendares, los otros dos
equipos eran los Elefantes del Cienfuegos, que representaban a la ciudad
más hermosa de la costa meridional de Cuba, conocida como «La Perla del
Sur», y los Tigres del Marianao, que representaban a un municipio próximo a La Habana, al oeste, donde se encuentra el estadio de La Tropical. El
Cienfuegos —que comandado por Luque había ganado el campeonato de
1945-1946—, durante 1946-1947 estuvo dirigido por el mejor jugador
cubano de todos los tiempos, Martín Dihigo, «El Maestro» o «El Inmortal», que aparece consagrado en tres Salones de la Fama: el de Estados Unidos, el de México y el de Cuba. Lanzador dominante, que había brillado en
las Ligas Independientes de Color de Estados Unidos, Dihigo era también
un destacado bateador y podía jugar cualquier posición. Hubo una temporada en que fue, al mismo tiempo, el mejor lanzador y el mejor bateador
de la Liga Mexicana. Dihigo era un moreno alto, con un físico parecido al
que hoy ostenta Dave Winfield, pero con la agilidad y la gracia de movi-
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
mientos de un Roberto Clemente, e igual de orgulloso. Hombre de talento verdaderamente excepcional, y no sólo en asuntos de pelota, sobresalía
dondequiera que jugaba, y era —y es— una figura reverenciada en Cuba.
La historia de Dihigo, junto con las de González y Luque, forma parte de
la edad de oro del béisbol cubano, edad de héroes y titanes. En la temporada de 1946-1947 todavía se mantenía en activo y lanzó algunos juegos.
Durante casi toda la temporada, el Marianao fue dirigido por otro
patriarca, Armando Marsans, en un tiempo un excelente jardinero y uno de
los primeros cubanos que jugó en las Grandes Ligas, con los Rojos del Cincinnati. En el verano de 1946, Marsans, líder callado y eficaz, había dirigido a los poderosos Alijadores de Tampico de la Liga Mexicana, y muchos
de sus jugadores lo siguieron al Marianao. Los cuatro equipos cubanos estaban compuestos por la crema del béisbol nacional, así como por parte del
mejor talento de las Ligas Independientes de Color norteamericanas, la
Liga Mexicana y los jugadores más prominentes del Béisbol Organizado de
Estados Unidos que habían firmado con Pasquel.
El Habana tenía a Leonard «Lennox» Pearson, en la primera base, un
bateador derecho grande y poderoso de las Águilas de Newark de las Ligas
Independientes de Color; Hank «Ametralladora» Thompson, de los
Monarcas de Kansas, de esas mismas ligas, y luego de los Gigantes de
Nueva York, estaba en el campo corto. Lou Klein, que había pasado de los
Cardenales de Saint Louis a México, cubría la tercera. Era un recio bateador derecho y un favorito de la afición en Cuba. Heberto Blanco, un mulato cubano de los New York Cubans (de las Ligas Independientes de Color)
y de la Liga Mexicana, jugaba la segunda base. Algunos lo consideran el
cubano que mejor ha jugado esa posición en todos los tiempos. Su hermano Carlos era jugador de cuadro de reserva. En los jardines, el Habana tenía
al popular Pedro «Perico» Formental en el central, un bateador zurdo
cubano de los Medias Rojas de Memphis, de las Ligas Independientes de
Color, también destacado en la Liga Mexicana. Henry Kimbro, otro bateador zurdo, aunque tiraba a la derecha, de los Baltimore Elite Giants de
las Ligas Independientes de Color, también jugaba el central o cualquier
otra posición en los jardines. Alberto «Sagüita» Hernández, un negro
cubano que promediaba más de 300 en la Liga Mexicana, cubría el jardín
izquierdo y bateaba a la derecha. El zurdo René Monteagudo, uno de los
muchos cubanos contratados por los Senadores de Washington en los años
30 y 40 (cuando se fue a México, sin embargo, era propiedad del Filadelfia), también jugaba en los jardines. Detrás del plato, el Habana tenía al
certero Salvador Hernández, que en 1943-1944 había actuado de recep-
86
Capítulo 2. El último juego
tor en 84 juegos con los Cachorros de Chicago, antes de pasar a México. El
catcher suplente era Raúl Navarro, también cubano, que el año anterior
había jugado con el San Luis de la Liga Mexicana. Ambos, bateaban a la
derecha. Podía decirse que el elenco de lanzadores del Habana era el mejor
de la Liga cuando comenzó la temporada. Lo dirigía un zurdo veterano,
bajito y rechoncho, que se destacó con los Cuban Stars en los primeros
tiempos de la Liga Nacional de Color. Se llamaba Manuel García, pero se
le conocía como «Cocaína», «Coca» o «La Droga» por su capacidad de
marear a los bateadores con sus bolas lentas; también porque el suyo era
uno de los nombres más corrientes del país y, lo que era aun peor, el de uno
de los más notorios bandidos de Cuba en el siglo XIX. En la temporada de
1946-1947 ganó siete juegos seguidos antes de perder el primero. Era
también un bateador poderoso y podía jugar en los jardines. El principal
lanzador derecho del Habana era Fred Martin, que de los Cardenales de
Saint Louis había pasado a México junto con Lanier; le seguía Lázaro Medina, un cubano que jugaba con los Clowns de Cincinnati-Indianapolis de las
Ligas Independientes de Color y con el Tampico de la Liga Mexicana. El
Habana tenía un trabuco de lanzadores. Contaba también con Natilla
Jiménez, estrella cubana de los amateurs, con James «Jim» Lamarque, un
majestuoso zurdo negro de los Monarcas de Kansas City, y con el excéntrico Terris McDuffie, veterano derecho de las Ligas Independientes de
Color y del béisbol del Caribe. De niño, me gustaba tanto el sonido de su
nombre que se lo puse a mi perro.
Al Almendares de Luque le sobraba talento en todas las posiciones. En
primera base, los Azules tenían a John «Buck» O’Neil; de los Monarcas de
Kansas City, con Lázaro Salazar, «El Príncipe de Belén», de reserva. Éste
era una superestrella cubana, ya maduro, que también era un excelente lanzador. Ambos eran zurdos. En segunda estaba George «La Ardilla» Hausmann, de los Gigantes de Nueva York y del Torreón de la Liga Mexicana.
En tercera, el Almendares contaba con uno de los mejores antesalistas
cubanos de todos los tiempos, Héctor Rodríguez, que había jugado en
México el verano anterior, pero que acabaría jugando con los Medias Blancas de Chicago. En el campo corto, Luque tenía a Avelino Cañizares, un
cubano negro que jugaba con los Buckeyes de Cleveland en las Ligas Independientes de Color, y junto a Hausmann en el Torreón. El receptor era
Andrés Fleitas, de los Gigantes de Jersey City y luego del Monterrey, en la
Liga Mexicana. Fleitas había tenido una distinguida carrera en la Liga
Amateur jugando para el Hershey y para el equipo nacional cubano. Era un
toletero derecho que en 1946-1947 estuvo a punto de ganar el título de
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
bateo. En el jardín izquierdo, el Almendares tenía a Santos «El Canguro»
Amaro, un poderoso bateador con un brazo como un cañón. Era una estrella que llevaba más de diez años en la Liga y también había desarrollado
una gran carrera en México —donde se asentó y tuvo un hijo, Rubén, que
jugó con los Yankees y quien a su vez tuvo un hijo, Rubén, que jugó en el
Filadelfia de la Liga Nacional. Amaro era un atleta corpulento con dotes de
superestrella, pero en esos momentos su carrera ya comenzaba a declinar.
El jardín central se encontraba en las capaces manos de Lloyd «Pops»
Davenport, que jugó para varios equipos de las Ligas Independientes de
Color y era famoso por su bateo y espectacular defensa, aunque apenas tenía
cinco pies y cinco pulgadas de estatura. El jardín derecho estaba patrullado por otro de los favoritos del béisbol cubano, Roberto Ortiz, «El Gigante del Central Senado», un bateador derecho de seis pies y tres pulgadas de
estatura con un brazo tan poderoso que los Senadores de Washington
intentaron convertirlo en lanzador. Ortiz jugó también en México, donde
sus bien medidos toletazos se convirtieron en leyenda y donde todavía se le
recuerda con cariño. Además de Lanier, Mayor y Salazar, el Almendares
tenía un elenco impresionante de lanzadores, que incluía a dos muy importantes: Jonas Donald Gaines, de los Baltimore Elite Giants, y Gentry Jessup, un pitcher de bolas rápidas y de gran estatura, que jugaba con los Chicago American Giants de las Ligas Independientes de Color. Como si esto
no bastara, Luque también contaba con Tomás de la Cruz, que en 1944
había ganado nueve juegos para los Rojos del Cincinnati, tenía más de diez
años de experiencia en la Liga y se estaba labrando una posición en México con los Rojos de la capital azteca, y a Jorge Comellas, otro veterano con
más de diez años en la Liga, conocido como «El Curveador» por razones
obvias. Por último, como ya vimos, el Almendares tuvo en el último mes
de la temporada a Conrado Marrero, «El Guajiro de Laberinto». Con
Lanier, Mayor, de la Cruz, Salazar, Jessup, Comellas, Marrero y Gaines,
Luque tenía una escuadra capaz de ganar en cualquier liga.
El Cienfuegos y el Marianao también alineaban equipos impresionantes. El año anterior, el Cienfuegos, dirigido por Luque, había ganado el
campeonato que se había escenificado en La Tropical. En 1946-1947, dos
de sus estrellas se marcharon a la liga rival, que jugaba en el viejo estadio:
Silvio García, que algunos consideran el mejor short stop cubano de todos
los tiempos, y Regino Otero, el primera base más elegante y eficaz de
Cuba. Otero tuvo una sólida carrera en la Liga de la Costa del Pacífico y
una actuación larga y destacada como manager y entrenador en Cuba,
Venezuela y las Grandes Ligas. Pero el Cienfuegos todavía conservaba al
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Capítulo 2. El último juego
jardinero Alejandro Crespo, cuya carrera en las Ligas Independientes de
Color se remontaba a los Cuban Stars. Era un hombre de gran poder y habilidad defensiva y algunos lo consideraban uno de los mejores peloteros
cubanos de todos los tiempos. Otro jardinero era Pedro Pagés, conocido
por «El Gamo» debido a su velocidad de piernas. También en los jardines
estaban «Roy» Zimmerman, de los Gigantes de Nueva York y la Liga
Mexicana, y Danny Gardella, que había saltado a México desde los Gigantes. En primera o tercera base, Dihigo tenía a Napoleón Reyes, de los
Gigantes de Nueva York, que había tenido una notable carrera como amateur jugando con la Universidad de La Habana y también había ido a
México. Conrado Pérez compartía la tercera con Napoleón Heredia, quien
había jugado con los Cuban Stars y con los New York Cubans, pero que
recientemente había estado en Puebla, México. El mexicano Vinicio García cubría la segunda. Detrás del plato contaban con la solidez de Rafael
Noble, receptor de los New York Cubans de las Ligas Independientes de
Color y luego de los Gigantes de Nueva York. Pero, preocupado por la
defensa de Noble, que todavía no había alcanzado su más alto nivel, el
Cienfuegos había importado al veterano receptor Myron «Red» Hayworth,
que también se encontraba en México. En el montículo, aparte de sí
mismo, Dihigo tenía a Luis Tiant, uno de los mejores lanzadores cubanos
de todos los tiempos, que, al igual que su manager, ya era un veterano de
unos cuarenta y tantos años. (Su hijo, del mismo nombre, llegó a ser una
estrella en las Mayores.) Pero estaban también Max Manning y Sal Maglie.
El primero era un lanzador estelar de las Águilas de Newark de las Ligas
Independientes de Color y el segundo, uno de los que habían saltado a la
Liga Mexicana. Maglie había lanzado el año anterior para el Cienfuegos,
con Luque, quien le enseñó su intimidante estilo de pitcheo. El elenco de
serpentineros se completaba con jugadores como Adrián Zabala, un veloz
zurdo cubano que lanzó un poco para los Gigantes de Nueva York y tuvo
una buena actuación en México, y el venezolano Alejandro «Patón» Carrasquel, que realizó una carrera bastante distinguida con los Senadores de
Washington. Patón fue el primer suramericano que jugó en las Grandes
Ligas en la era moderna —el colombiano Luis Castro había jugado 42
encuentros en 1902 con los Atléticos de Filadelfia.
El Marianao de Marsans se parecía mucho a sus Alijadores de Tampico,
de la Liga Mexicana. Roberto «Beto» Ávila —que ganaría el campeonato de
bateo de la Liga Americana en 1954, jugando con los Indios de Cleveland— cubría la segunda. El campo corto era el predio de Murray Franklin,
otro de los estadounidenses que habían pasado a México; en primera estaba
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
el poderoso mexicano Ángel Castro; en tercera, Orestes Miñoso, estrella de
las Ligas Independientes de Color y luego de las Mayores. En los jardines,
Marsans contaba con Antonio «Tony» Castaño, con una larga carrera como
jugador y manager en Cuba y que había sido campeón de bateo de la Liga
Cubana; Roberto Estalella («El Tarzán» o «Bobby»), que jugó con los Senadores de Washington, los Browns de Saint Louis y los Atléticos de Filadelfia, que era bajito y robusto, y famoso por su fuerza y constitución, de ahí
su apodo; y Jesús «Chanquilón» Díaz, otro mexicano con poder y una larga
carrera en su patria. Entre sus reservas, Marsans tenía a Lorenzo «Chiquitín» Cabrera, un fornido moreno cubano que jugaba primera para los New
York Cubans, y a Francisco Campos, muy joven entonces, pero que luego
llegaría a los Senadores de Washington. El receptor era Gilberto «Chino»
Valdivia. Entre los lanzadores, figuraban Jesús «Cochihuila» Valenzuela,
una estrella mexicana; Sandalio «Potrerillo» Consuegra, favorito de la afición como jugador amateur del Deportivo Matanzas y que llegaría ser
champion pitcher de la Liga Americana con los Medias Blancas de Chicago;
Oliverio «Baby» Ortiz, hermano de Roberto, que en 1944 había lanzado
durante algún tiempo para los Senadores de Washington; Booker McDaniels, quien se había destacado en los Monarcas de Kansas y en México; y
Aristónico Correoso, que haría una modesta carrera en Cuba y México. Al
comenzar la temporada, Marsans alineó también a Max Lanier, que lanzó
ineficazmente y pasó al Almendares en diciembre, canjeado por el veterano
receptor de las Ligas Independientes de Color Lloyd Basset.
Los estrechos vínculos de la Liga Cubana con la Liga Mexicana en
1946-1947 resultaban evidentes: Dihigo, Marsans y Luque eran managers en México, al igual que Salazar, quien también jugaba, por supuesto.
Con Hausmann y Cañizares, el Almendares recibía intacta la combinación
de doblepley del Torreón, y el Marianao alineaba a buena parte del Tampico, con Carrasquel, Chanquilón Díaz, Cochihuila Valenzuela, Ángel Castro y Beto Ávila. El receptor del Almendares, Fleitas, jugaba también esa
posición en el Monterrey. Además, algunas de las estrellas norteamericanas
que habían «saltado» a México estaban también en Cuba: Lanier, Gardella, Maglie, Hausmann, Martin y Klein. Como vimos, la asociación de la
Liga Cubana con México había conducido a la fundación de la Liga de la
Federación, pero en general la Liga Cubana conservó a los jugadores de
mayor calidad de Cuba, México, las Ligas Independientes de Color y el
Béisbol Organizado estadounidense. Tenía tradición y mucho más apoyo
financiero que la Liga de la Federación, por no mencionar un estadio más
amplio y recién estrenado.
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Capítulo 2. El último juego
Pero los tejemanejes de las demás ligas, en Cuba o en cualquier otra
parte, estaban muy lejos de la mente de los fanáticos cubanos, según iba
acercándose la hora del juego, ese martes 25 de febrero. El tema de todas
las conversaciones era el súbito ascenso del Almendares en las últimas
semanas del campeonato, que lo había colocado a la par con el Habana,
equipo que había dominado la contienda prácticamente desde el inicio,
apoyándose en el pitcheo de Cocaína García, Lamarque y Martín, y en la
ofensiva («la leña roja tarda pero llega») de Klein, Thompson, Pearson,
Sagüita Hernández y Formental. El desarrollo de la temporada, con el
declive del Habana, brindaba el escenario perfecto para que el público disfrutara de una de las emociones más intensas: la derrota del conquistador
soberbio, la humillación del poderoso, tras grandes afanes e innumerables
contratiempos. El dominio del Habana durante casi toda la campaña había
deleitado a sus fanáticos. Pero la última semana del campeonato se convirtió en un infierno para las legiones de habanistas, que creían tener al alcance de la mano la victoria decisiva sobre sus enconados enemigos. Por su
parte, los fanáticos del Almendares se habían acostumbrado a las mieles del
triunfo en la primera mitad de la década (apenas dos años antes, en 194445, habían ganado nuevamente el campeonato) Propiedad de un grupo de
acaudalados empresarios aficionados al deporte que eran miembros del
Vedado Tennis Club y presidido por el Dr. July Sanguily, descendiente de
un linaje de patricios criollos, el Almendares se consideraba la crema de la
Liga Cubana. De modo que su recuperación en el terreno de juego durante las últimas semanas del campeonato les parecía a muchos un suceso
natural, como si las cosas volvieran a su debido sitio. La aventura del Habana, capitaneado por Miguel Ángel, no podía prosperar.
La temporada había comenzado con un choque entre el Cienfuegos y el
Almendares, el sábado 26 de octubre de 1946, ante más de 30,000 fanáticos que desbordaban las gradas del estadio. ¿Y cómo fue que el juego
inaugural no alineó al clásico Habana vs Almendares? Sin duda porque el
Cienfuegos había ganado el título el año anterior, en dura lucha contra el
Almendares, y porque convenía reservar el duelo entre los «eternos rivales»
para el domingo, a fin de asegurar otro lleno completo en el nuevo parque.
El mal tiempo de las últimas semanas había retrasado las obras del Gran
Stadium: aún faltaba por techar una parte de la gradería y estaban por terminar las torres del alumbrado. El Almendares ganó el juego inaugural
gracias a la actuación de Curveador Comellas y de un enorme jonrón, el
primero en el nuevo campo, que salió del bate de Roberto Ortiz. Otras de
las primicias que los periodistas anotaron ese día fueron: Comellas, primer
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
lanzador victorioso; Alejandro Carrasquel, primer pitcher perdedor; Cañizares, primer out; Reyes, primer ponche; Gardella, primer error; Heredia,
primero en batear de hit, y muchas más. Ortiz bateó el cuadrangular sobre
un lanzamiento del veterano Luis Tiant, a quien Dihigo había llamado al
montículo para relevar a Carrasquel. El bambinazo fue como un punto de
transición simbólico entre los jugadores cuyas carreras habían florecido en
La Tropical y los nuevos talentos, que brillarían en El Cerro.
Al día siguiente, ante una multitud aun más numerosa, el Almendares
le propinó una lechada a dos manos al Habana, gracias a los brazos de Tanner y Mayor, aunque el pitcher de los Rojos, Jim Lamarque, tuvo una
actuación espléndida. El Cienfuegos, que iba en pos de su primer triunfo,
fue vapuleado por la artillería del Marianao, que bateó libremente contra
todos los lanzadores de Dihigo e incluso contra el mismísimo Inmortal,
cuando éste actuó de relevo. Cochihuila Valenzuela se anotó la victoria.
Mientras tanto, los dueños del Marianao recibían un telegrama de Max
Lanier, con la noticia de su inminente llegada. La concurrencia del Gran
Stadium siguió siendo enorme, superior, en muchos casos, a las multitudes
que acudían a estadios de tamaño similar en las Grandes Ligas (como el
Braves’ Field de Boston, por ejemplo).
En las primeras semanas de la temporada, el Almendares y el Habana
siguieron ganando, mientras que el Cienfuegos no lograba salir del bache.
Pero esas semanas iniciales de la Liga Cubana solían ser engañosas, porque
con frecuencia sucedía que muchos jugadores extranjeros no habían llegado aún y, cuando lo hacían, necesitaban cierto tiempo para ponerse en
forma y adaptarse al estilo de juego de sus compañeros de equipo. Así le
ocurrió al Habana ese año. Los Leones comenzaron la contienda sin los servicios de dos de sus pilares, Hank Thompson y Lou Klein. Cuando este
último llegó, tras haber jugado la temporada de verano en México, se
anunció oficialmente que había perdido mucho peso y necesitaba un tiempo para recuperarse. Por otra parte, se informó también de que Agapito
Mayor había vuelto de México con exceso de peso y Luque lo estaba sometiendo a un entrenamiento intensivo para que adelgazara. En el Marianao,
Miñoso jugaba temporalmente la segunda base, en espera de que Beto
Ávila se incorporara, y Dihigo, insatisfecho con la actuación de Noble,
aguardaba ansioso la llegada de Hayworth. Fue en estas primeras semanas
cuando el Marianao importó a Ray Dandridge y a Booker McDaniels, pero
ambos se marcharon a la Liga de la Federación, tras haber participado en
unos pocos encuentros. Lanier, que llegó finalmente por esos días, no estaba en forma. Aunque dio muestras de talento en algunas de sus actuacio-
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Capítulo 2. El último juego
nes, perdió varios juegos mientras vistió la franela del Marianao, en la fase
inicial del campeonato.
Lo que desde el principio estuvo claro fue que el veterano zurdo Cocaína García se encontraba en plena forma, aunque cumplía (al menos) cuarenta y un años esa temporada. El gordito García, un negro de cara muy
redonda y talante alegre, medía 5,8’’ de estatura. La carrera de Cocaína en
la Liga Cubana había comenzado con el Almendares en la temporada de
1926-1927. Jugó con los Cuban Stars en las Ligas Independientes de
Color y también en Venezuela y México. En 1945, ganó dieciocho juegos
para el Tampico y en 1946, catorce para el mismo equipo. Cocaína, que
también era un peligroso bateador zurdo, había jugado para los fabulosos
equipos de Santa Clara en la Liga Cubana de los años 30, junto con estrellas como Joshua Gibson. En 1942-1943, cuando ganó diez juegos y perdió solo tres para el Habana, fue el campeón de pitcheo de la Liga Cubana.
En noviembre y diciembre de 1946, siguió ganando, ayudado por los batazos de Thompson, Pearson, Klein —que enseguida se puso en forma— y
el sorprendente Sagüita Hernández. Apoyado en el pitcheo de Cocaína,
Fred Martin y Lázaro Medina, el Habana sacó ventaja en el mes de diciembre.
Después de sus primeros éxitos, el Almendares de Luque cayó en un
slump en diciembre. Comellas, de la Cruz y Jessup lanzaban bien, pero
Tanner, Mayor y Salazar flojeaban. Al bate, el receptor Andrés Fleitas
quemaba la pelota, igual que Hausmann y Amaro, pero Cañizares no producía. Roberto Ortiz, aunque bateaba con poder, sólo promediaba unos
260 y jugaba erráticamente en los jardines. El Gigante del Central Senado tenía los nervios de punta y en un juego de finales de noviembre se
metió en una pelea a puñetazos con Hayworth y Gibson, la batería del
Cienfuegos, porque, después de haber bateado un cuadrangular, lo habían
golpeado con dos lanzamientos consecutivos en las próximas dos veces al
bate. ¿Acaso le habían arrimado la bola por órdenes del Inmortal Dihigo?
Es probable que sí.
El Habana, por su parte, ganaba sin mucha ayuda de Formental, que
estaba en baja. Bateador zurdo de promedio y poder, «Perico 300», como
le decían, era un hombre carismático y campechano de Báguanos, provincia de Oriente, la misma región de donde era oriundo Batista, a quien Perico profesaba abierta lealtad. Formental, un mulato prieto de fino bigote,
vestía ostentosamente y era aficionado a las peleas de gallos, lo que le granjeaba la simpatía de los machistas cubanos. De hecho, parecía la quintaesencia del criollo: era valiente, mujeriego y se decía que siempre llevaba
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
pistola. Jugaba con elegancia y era frecuente que realizara fildeos espectaculares en el jardín central, aunque también era proclive a dejar caer bolas
fáciles. Aunque comenzó en el Cienfuegos, pasó a ser un jugador regular
del Habana. Era un hombre macizo de cinco pies diez pulgadas y casi doscientas libras de peso, que podía batear muy lejos la pelota. Pero en el
otoño de 1946, no salía del bache.
Por suerte para Miguel Ángel, el Habana tenía a Sagüita Hernández,
Kimbro, Jimmy Bell y Monteagudo; y, sobre todo, a Cocaína, Martín,
Medina y Lamarque. Martin y Medina, junto con McDuffie cuando no
estaba lesionado, eran cruciales, por ser lanzadores derechos, para contener
el poder de la artillería derecha del Almendares (Amaro, Fleitas, Ortiz y
Héctor Rodríguez). De hecho, es evidente que el Almendares contrató al
veterano Buck O’Neill para apuntalar su escuadra de bateadores zurdos,
una vez que resultó evidente que Lázaro Salazar estaba liquidado como
bateador y que actuaría sobre todo como pitcher.
E1 6 de noviembre, los diarios informaron de la muerte, el día anterior, de Alejandro Oms, «El Caballero», que había sido un jugador muy
querido de los aficionados. Enfermo y menesteroso, Oms acababa de regresar del extranjero, tal vez de Venezuela, donde es probable que todavía
intentara jugar. Debía de haber tenido sólo unos cincuenta años al morir.
Luque lo había mantenido, por lástima, en la alineación del Cienfuegos el
año anterior, y en su última vez al bate en la Liga Cubana Fred Martín le
propinó un ponche. Un negro delgado de la provincia de Las Villas, Oms
era célebre por sus modales exquisitos y por no alzar nunca la voz —virtud
verdaderamente rara entre cubanos—: de ahí su apodo. Oms fue una de las
estrellas de la edad de oro del béisbol cubano, en los años 20. En 19281929 y 1929-1930, encabezó la Liga Cubana con promedios de 432 y
380, respectivamente. Fue miembro de los Cuban Stars, con los que viajó
por Estados Unidos. Tiraba y bateaba a la zurda y parece haber sido un
bateador de líneas, a la manera de Rod Carew, aunque tenía mucho más
poder. Era también un excelente jardinero que había patrullado con eficacia los vastos predios del Almendares Park y La Tropical. Su única debilidad era un brazo mediocre. La desaparición de El Caballero, en la temporada de 1946-1947, fue otro indicio de que ese campeonato marcaba el
final de una era y el comienzo de otra. Su muerte en la pobreza y el olvido
probablemente fuera uno de los factores que incitaron a los jugadores a sindicalizarse.
La muerte de Oms no fue la única relacionada con el béisbol cubano en
la temporada de 1946-1947. El 20 de enero de 1947, Josh Gibson murió
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Capítulo 2. El último juego
en Pittsburgh. Tenía sólo unos cuarenta años. El gran receptor y jonronero negro era un favorito en Cuba, donde había dado el cuadrangular más
largo jamás visto en la isla. Oms y Gibson murieron en la pobreza, precisamente en los años en que desaparecía la barrera racial en el Béisbol Organizado. ¿Cómo habrían sido sus carreras, de haber nacido quince años después? ¿Qué salarios percibirían hoy Oms y Gibson? En una temporada
llena de sucesos significativos, estas dos muertes fueron trágicos recordatorios de la brevedad y fragilidad de la grandeza del béisbol y del daño irreparable que el racismo les causó a talentosos jugadores negros cubanos y
norteamericanos.
El Habana subió al primer escaño cuando noviembre daba paso a
diciembre. Los Leones jugaban con buena suerte, como no cesaban de proclamar los fanáticos de los otros tres equipos, sobre todo los almendaristas.
Por ejemplo, Sagüita Hernández, que solía batear 300 con el Puebla de la
Liga Mexicana, asestó una serie de dramáticos cuadrangulares que decidieron varios juegos a favor del Habana. En Cuba, salvo en la temporada de
1939-1940 cuando bateó para 347, Sagüita había sido un jugador
modesto. En 1946-1947, los fanáticos hostiles al Habana lo apodaron «La
Vaca Lechera», porque en Cuba la leche se asocia a la buena suerte. Para
mediados de diciembre, cuando se acercaban los festejos navideños, el
Habana tenía tres juegos y medio de ventaja. Cocaína estaba en 4 y 0, Martín, en 3 y 2, Natilla Jiménez, en 4 y 1 y Medina, en 4 y 2. Thompson
bateaba para 337, Klein para 325 y Sagüita para 319. Mientras tanto
Lanier seguía en el Marianao, con el que había ganado un solo juego y
había perdido dos.
El 19 de diciembre apareció en los periódicos la noticia de que Lanier
había sido traspasado al Almendares, a cambio del receptor Lloyd Basset.
El catcher regular del Marianao, Chino Valdivia, se había lesionado y el
equipo tuvo incluso que recurrir al lanzador Aristónico Correoso como
receptor durante unas entradas. Pero el cambio parece demasiado desigual,
y sobre todo, visto lo que ocurrió después, da que pensar. ¿Acaso no pudo
el Marianao importar a otro receptor? Es probable que un recién llegado no
hubiera podido ponerse en forma con rapidez suficiente para sacarlos del
apuro.
Sin embargo, es difícil no creer que la Liga necesitaba un Almendares
más competitivo, ahora que el Habana parecía a punto de alzarse con el
campeonato, y que Lanier necesitaba un elenco de más calidad para exhibir su talento. Por otra parte, dos de las derrotas de Lanier habían sido contra el Habana. La renuncia de Armando Marsans a la dirección del Maria-
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
nao refuerza las sospechas. ¿Acaso protestaba por el cambio? Lo sustituyó
un respetado manager de la Liga Amateur, Tomás «Pipo» de la Noval. De
todos modos, Lanier perdió su primer juego con el Almendares, aunque
sólo le permitió una carrera y cinco hits al Cienfuegos. En Nochebuena, es
decir el 24 de diciembre, el Habana tenía cuatro juegos de ventaja y Cocaína estaba invicto con 6 y 0. De seguro esa noche el lechón asado y el arroz
con frijoles negros les supieron a gloria a todos los habanistas.
A finales de diciembre, la serie particular entre el Habana y el Almendares favorecía a los Rojos por seis a cuatro. Martin tenía 4 y 1 contra el
Almendares; Mayor, 2 y 2 contra el Habana y Jessup, 2 y 1. Curiosamente, Cocaína no había obtenido decisión alguna contra los Alacranes, ya que
Miguel Ángel no lo ponía a lanzar porque el ataque del Almendares era
predominantemente derecho. La eficacia de los bateadores Azules contra
los zurdos estaba demostrada, tal vez, por las dos derrotas que le habían
propinado a Lamarque. Como pronto se verá, esto aclara un poco el final
de la temporada, sobre todo si añadimos que la artillería zurda del Habana (Thompson, Kimbro y Formental) era vulnerable a los lanzadores de su
mano.
Para enero, los equipos de la Liga Cubana estaban asentados y la búsqueda de la victoria final se volvía más estratégica e intensa. Para entonces,
se habían evaluado las fuerzas y debilidades respectivas; los jugadores
extranjeros que habían dado resultado se quedaban y los que no, habían
sido devueltos a casa. Los veteranos peloteros cubanos también habían ya
demostrado si todavía eran capaces de producir como antes. Resultaba evidente, por ejemplo, que Dihigo y Tiant, gloriosos guerreros de antaño,
estaban en su última temporada como jugadores en activo. Entre la cosecha de novatos, Miñoso seguía exhibiendo su extraordinario talento. (El
inmisericorde público cubano rara vez permitía que los novatos se desarrollaran durante la temporada, a no ser que fueran verdaderamente excepcionales). Ese año, como la Liga de la Federación terminó a principios de
enero, los equipos de la Liga Cubana recuperaron a algunos jugadores en la
segunda mitad. El Almendares, como ya vimos, contrató a Marrero, que se
convirtió en factor decisivo, y el Habana, a José «Cocoliso» Torres. Aparte de estos cambios, y de las inevitables lesiones y dolores en los brazos, en
enero los equipos ya estaban ajustados.
En diciembre, el Almendares había jugado para un mísero promedio
de 312, mientras que el Habana se encontraba en 705. Pero aún había
tiempo, seguían diciendo los almendaristas; casi dos meses y, debido al
reducido número de equipos, los contendientes tendrían que enfrentarse
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Capítulo 2. El último juego
con frecuencia. Los almendaristas no perdían las esperanzas, aunque Cocaína comenzó el año con una nueva victoria, para alcanzar la marca sin precedentes de 7 y 0. Lo que estaba lanzando era, sin dudas, una droga poderosa.
En enero, el Habana siguió ganando, pero el Almendares comenzó a
acortar distancias, con ayuda de Lanier, Mayor y un revitalizado Salazar. El
5 de enero, por ejemplo, Lanier venció al Habana 6 a 1, con Natilla Jiménez de adversario. Seis días después, derrotó al Cienfuegos por el mismo
margen. Pero el 15 de enero Cocaína elevó su marca a 9 y 1 —al fin había
perdido un juego— al vencer también al Cienfuegos, al que sólo permitió
cuatro hits. Para entonces, el Almendares estaba acercándose al primer
lugar y Sergio Varona, un almendarista furibundo que escribía para El
Mundo, observaba que aún quedaban nueve juegos entre el Habana y el
Almendares, de modo que todavía había tiempo. Es probable que Varona
aspirase a conjurar el destino con las frases de su artículo. En todo caso, el
17 Lanier venció de nuevo al Habana, esta vez por 9 a 1, con seis hits. Era
su tercera victoria consecutiva.
Parecía que la suerte del Habana había dado un traspiés cuando Cocaína contrajo una neumonía —al principio se dijo que había muerto— y se
informó de que no podría jugar en largo tiempo. Pero, como para equilibrar las cosas, el tercera base del Almendares, Héctor Rodríguez, sufrió una
herida profunda, y el primer parte indicaba que no jugaría al menos en un
mes. Sin embargo, la gravedad de la condición de ambos se había exagerado mucho. Cocaína se recuperó en seguida y perdió un solo turno; Rodríguez estuvo de vuelta en dos semanas, lo que fue objeto de una protesta oficial del Habana, que aducía que cuando un jugador se incluía en la lista de
incapacitados no podía reintegrarse hasta un mes después. La Liga no hizo
caso de la protesta, que pareció un gesto de desesperación de Miguel
Ángel, y Rodríguez siguió jugando. Cocaína regresó, pero sólo ganó 1 más,
después perdió 2, y terminó con 10 y 3. Quizá la neumonía lo debilitara
un poco, pero es más probable que se resintiera de haber estado lanzando
el año entero sin descanso.
A finales de enero, el Almendares había trepado hasta llegar a dos juegos y medio del Habana, que parecía desinflarse por las deficiencias de sus
lanzadores. Esto se puso a prueba en el juego nocturno del viernes 24 de
enero, que enfrentó de nuevo a «los eternos rivales». Luque escogió a
Lanier, a causa de sus tres victorias de ese mes, dos de ellas contra los Rojos.
Miguel Ángel tenía un elenco debilitado —Medina presentaba problemas
del brazo— y se sentía aun más constreñido por su propia renuencia a uti-
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
lizar pitchers zurdos contra el Almendares. Tenía a Martin, pero no podía
usarlo todos los días y no le gustaba oponerlo a Lanier y disminuir sus posibilidades de triunfo. Siguió la vieja máxima del béisbol, de no emplear al
mejor lanzador contra su igual del otro equipo, para aumentar la posibilidad de que el mejor del propio ganara. Agapito Mayor atribuye el resultado de la temporada a la tozudez de Miguel Ángel en ese sentido, y al hecho
de que él había vencido siempre a Martin, frustrando la estrategia. De
modo que, en este caso, Miguel Ángel se volvió a Terris McDuffie, un poco
payaso y temperamental, y además, algo entrado en años. Pero McDuffie
había ido mejorando últimamente y venció a Lanier por 4 a 2, en un duelo
de lanzadores que por poco provoca un disturbio. El Almendares se encontró de nuevo a tres juegos y medio del líder. El Habana, con Martin lanzando magistralmente y McDuffie ganando otra vez, volvía a parecer el
seguro vencedor. La victoria de McDuffie el 24 de enero, casi un mes antes
del juego decisivo de la temporada, arrojaba una sombra ominosa sobre el
mes de febrero. Según el ansioso conteo de Varona, quedaban ahora siete
juegos entre los Leones y los Alacranes, sin contar varios choques cruciales
contra el Cienfuegos y el Marianao, cuyos esfuerzos por ganar cada encuentro eran objeto de minucioso escrutinio por parte de los aficionados.
La vulnerabilidad del Habana ante los pitchers de la mano equivocada
—no sólo Lanier y Mayor— se hizo evidente el último día de enero, cuando el veloz zurdo del Cienfuegos, Adrián Zabala, los derrotó por quinta vez
en la temporada. Pero el Habana estaba muy lejos de tirar la toalla y el 2
de febrero venció a Lázaro Salazar, del Almendares, con lo que le complicó
aun más los asuntos a Luque. Este fue un juego que pudo haber lanzado
Lanier, pero la estrella de los Alacranes estaba en Saint Petersburg, en la
Florida, adonde había ido a visitar a su familia. Varona y otros almendaristas clamaron al cielo y lo criticaron por sus frecuentes viajes a casa
durante la temporada, pero el Almendares explicó que su esposa estaba
gravemente enferma. Lanier me dijo que iba a la Florida a comprar víveres
para preparar auténticos desayunos norteamericanos. En La Habana era
vecino de Martin y su mujer, con los que solía cenar, de modo que aprovechaba los viajes a Miami para hacerles los mandados a la esposa de Martin
y a otras mujeres de sus colegas. Me contó además que los agentes de la
aduana del aeropuerto de Rancho Boyeros llegaron a conocerlo tanto que
lo dejaban pasar sin registrarle el equipaje. «Después de lanzar un juego, a
veces era difícil encontrar bacon, jamón o cosas así, por lo que me dejaban
coger el avión hasta Saint Petersburg y traer provisiones para cuatro o cinco
familias. Y los aduaneros me decían, “bueno, a ver si ganas hoy” y me deja-
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Capítulo 2. El último juego
ban pasar sin mirar lo que traía. A veces iba a Miami y a veces, a Saint
Petersburg. A veces ni me quedaba a dormir; iba y volvía en el mismo
día». En Cuba algunos comenzaron a apodarlo «El Piloto», a causa de sus
frecuentes vuelos. Estoy seguro de que, a pesar de las explicaciones del
equipo, al irascible Luque no le agradaban las ausencias de Lanier, y la
derrota de Salazar frente al Habana debió de haberle dejado un regusto
amargo. Así las cosas, el 4 de febrero, el Marianao venció a Comellas y el
Almendares volvió a caer a seis juegos detrás del Habana, cuando sólo quedaban veinte días de temporada.
La carga del Almendares en pos del título comenzó al día siguiente,
cuando ganó un doble juego con los veteranos criollos Agapito Mayor y
Tomás de la Cruz en la lomita. Mayor estaba en su mejor momento y permitió una sola carrera, a pesar de los ocho hits que le conectó el Cienfuegos. El más peligroso de estos fue un largo batazo de Noble con corredores
en base, que se produjo ya a finales del encuentro. El toletazo hizo que
Luque saliera disparado del dugout y le cantara las cuarenta al veterano
lanzador, porque pensó que le había tirado un globito a Noble —que había
«majaseado»—. Papá Montero no se andaba con chiquitas en esos asuntos
ni estaba amarrado al banco. Agapito aguantó el chaparrón y terminó victorioso. En el segundo juego, de la Cruz derrotó, con ayuda de Gaines, a
los Elefantes de Dihigo por 7 a 2, con cuadrangular de Roberto Ortiz,
quien impondría una marca en la temporada, con once. El Cienfuegos cayó
también ante el Habana el 7 de febrero, con dobletes de Pearson y Heberto Blanco y un triple de Formental, que respaldaron el trabajo de Lamarque y Cocaína en el montículo. Formental empezaba a recuperarse. Pero
febrero era el mes del Almendares.
Del 5 al 22 de febrero, el Almendares ganó diez y perdió sólo uno,
ante Sandalio Consuegra, del Marianao, el día 16. Como ya vimos, Mayor
y de la Cruz derrotaron al Cienfuegos el día 5. Salazar los venció de nuevo
el 8. Lanier y Mayor le ganaron al Habana el 9 y el 12, y Salazar venció
otra vez al Cienfuegos el 13. El 15 de ese mes, Max Lanier dejó al Habana en dos hits, dando a su equipo un triunfo de 6 a 4. Acto seguido Mayor
derrotó al Cienfuegos dos veces seguidas, los días 18 y 21. La victoria del
18 fue una lechada, a la que contribuyeron Cañizares y Héctor Rodríguez
con extraordinarias jugadas defensivas. Manning lanzó un excelente juego
para las huestes de Dihigo y sólo permitió dos carreras, pero el Almendares estaba en racha y Mayor, intransitable. Desde el 2 de febrero, había
ganado cuatro juegos cruciales seguidos y sólo había tolerado dos carreras
en treinta y seis entradas. Después del encuentro del 18, había lanzado
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
veinte entradas seguidas sin permitir un sencillo. Como me dijo: «Este
bobo que ves aquí sentado ganó siete de los doce últimos juegos». El 21,
Salazar abrió, pero le hicieron cuatro carreras. Comellas cortó la ofensiva,
pero Mayor entró, lanzó las tres últimas entradas y se alzó con la victoria,
cuando el Almendares vino de abajo para terminar 6 a 4. Era el noveno
juego que ganaba Agapito.
Al día siguiente, sábado 22, de la Cruz derrotó holgadamente al
Marianao, con marcador de 12 a 2. Amaro la sacó del parque, Ortiz conectó un triple, Hausmann un doble y Héctor Rodríguez bateó tres de los 12
hits con que los Alacranes bombardearon a sus adversarios. Tras esa victoria, al Almendares le quedaban tres partidos con el Habana, que ahora sólo
conservaba juego y medio de ventaja. Los dos primeros se realizarían el
domingo 23 y el lunes 24 (que en Cuba es día festivo por conmemorarse
el inicio de la Guerra de Independencia de 1895). Para llegar al choque
decisivo, el martes 25, el Almendares estaba obligado a ganar el domingo
y el lunes, lo que significaba, por supuesto, que para ser campeones tenían
que ganar tres veces seguidas. Si el Habana ganaba el domingo y se ponía
a dos juegos y medio de distancia, el Almendares tendría que ganar el lunes
y el martes, y esperar a que el Cienfuegos venciera al Habana en el último
juego de la temporada, el miércoles, lo que daría lugar a un enfrentamiento de desempate. Lo mismo ocurriría si el Habana perdía el domingo, pero
ganaba el lunes. Incluso si vencía el martes, el Almendares tendría que
esperar al juego del Cienfuegos y entonces también ganar el de desempate.
Pero si el Almendares triunfaba el domingo y el lunes, llegaría al martes
con medio juego de ventaja y a punto de coronarse campeón.
Al designar a de la Cruz contra el Mariano, Luque logró reservar a sus
zurdos, Mayor, Lanier y Salazar, para la serie crucial. Salazar y Mayor habían lanzado sólo cuatro y tres entradas, respectivamente, el 21. Lanier estaba descansado, pues había vencido al Habana el 15. Papá Montero tenía
también a sus derechos: Jessup, Gaines y Comellas. Sin embargo, por
entonces, Luque —y quizá todo el mundo— sabía ya que lo que perjudicaba al Habana eran los zurdos, porque neutralizaban a Kimbro, Formental y Thompson. Klein y Pearson eran las únicas amenazas derechas del
Habana, aunque el segunda base Heberto Blanco, Cocoliso Torres y Jimmy
Bell reforzaban la artillería por el flanco derecho, por no mencionar a
Sagüita y Salvador Hernández.
Los lanzadores eran un problema para Miguel Ángel, porque el
Almendares era esencialmente un equipo de derechos, como hemos visto.
El serpentinero estelar del Habana durante la temporada había sido, sin
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Capítulo 2. El último juego
discusión, Cocaína García, ya en 10 y 3, y Miguel Ángel no deseaba poner
a un zurdo contra el Almendares. El Habana, sin embargo, tenía cuatro
derechos: Natilla Jiménez, Fred Martin, Lázaro Medina y Terris McDuffie.
Parece que Medina se había recuperado de algunos problemas en el brazo
y también que, a pesar de sus recientes victorias, Miguel Ángel no tenía
confianza en McDuffie. Martin, con 9 y 7, era su caballo de batalla y su
carta de triunfo, y Natilla había lanzado bien y exhibía una marca de 6 y
2. El Almendares mostraba ímpetu, pero tenía en su contra la ley de los
promedios. ¿Cuánto tiempo podían seguir jugando a ese ritmo? El Habana estaba en baja, pero contaba con Klein y Thompson, dos de los primeros bateadores de la Liga, y con lanzadores estelares, como Cocaína y Martin.
El domingo, Miguel Ángel abrió con Natilla Jiménez, pensando probablemente reservar a Martin para un juego más decisivo, en caso de que
perdiera. La ventaja de un juego y medio le permitía darse ese lujo. Además, por las causas ya citadas, no deseaba usar a Martin contra Lanier, a
quien consideraba el mejor del Almendares. (Por supuesto, hay quien diría:
usa hoy a tu mejor lanzador, porque mañana el juego puede suspenderse
por lluvia). Lanier estuvo magistral y venció al Habana 4 por 2, aislando
los nueve hits que permitió, todos sencillos, y conectando él mismo dos
(Lanier bateaba a la derecha). Los mejores toleteros del Habana, Klein y
Thompson, consiguieron dos imparables cada uno, pero Lanier, que sólo
dio una base por bolas, dominó a Sagüita, que se fue en blanco en cuatro
veces al bate, mientras que Pearson, Heberto Blanco y Formental sólo
lograban un sencillo per capita. El Habana perdió a causa de los cinco errores que cometió al campo. El Almendares acumuló ocho hits y Pearson sacó
15 outs en primera, lo que demuestra que Natilla y los serpentineros que
le sucedieron obligaron a los Azules a batear roletazos casi todo el tiempo.
No había dudas de quiénes lanzarían al día siguiente por ambos equipos:
Martin por el Habana y Mayor por el Almendares. Me pregunto si Lanier
cenó esa noche en casa de los Martin.
El 24 fue un día lluvioso, pero esa tarde hubiera hecho falta un diluvio para posponer el crucial juego entre el Habana y el Almendares, que
sería muy reñido y en el que Luque y Miguel Ángel tendrían que tomar las
más difíciles decisiones tácticas. Para Luque, la primera de importancia
tuvo que ver con el receptor. Ese día húmedo y lluvioso, Fleitas llegó con
catarro, tal vez con fiebre. Años después me contó que el masajista del club
le había dado un trago de coñac y Luque lo había puesto en la alineación
sin decirle palabra. Con Luque no había catarritos.
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
Mayor estaba en su mejor forma y sólo permitió al Habana una carrera y cuatro hits, mientras que a Martin le anotaron dos carreras, con siete
hits. Una carrera se debió a la astucia de Luque y la otra fue resultado de
una mala decisión de Miguel Ángel. La primera anotación del Almendares
se produjo en la cuarta entrada, luego de varias oportunidades fallidas.
Davenport recibió base por bolas y Luque intentó llevarlo a segunda con
toque de bola de Ortiz. El béisbol cubano se jugaba (y se juega) de forma
conservadora, con un estilo que evoca la era de la bola muerta y de los parques de dimensiones imponentes. Se suponía que incluso un jonronero
supiera tocar la bola. Pero Ortiz falló y, cuando se le permitió tirarle a la
bola, pegó un toletazo hacia las profundidades del jardín central, donde
Formental hizo una cogida acrobática para el out. Vino entonces Amaro a
batear y Davenport se robó la segunda, cuando Martin lanzó un cambio de
velocidad que le dificultó a Salvador Hernández el tiro para sacarlo. Varona y los demás comentaristas deportivos opinaron que Luque se había robado las señas o que su experiencia le había indicado que eso era lo que iban
a hacer. En cualquier caso, Amaro bateó un hit al jardín izquierdo y
Davenport anotó la primera carrera del Almendares. Algunos comentaristas se habían preguntado por qué Davenport, un hombre pequeño, no un
bateador largo, estaba de cuarto bate. Esta jugada daba la respuesta. Luque
quería un segundo primer bate en medio de la alineación, para lograr precisamente ese tipo de jugada. Con un bateador de poder y de poca velocidad bateando antes de Amaro, quien ya para entonces era lento, la jugada
no hubiera sido posible.
El Almendares anotó la carrera decisiva en la séptima entrada, con una
jugada cuyo recuerdo perseguiría a Miguel Ángel como una pesadilla y que
provoca hasta hoy discusiones entre los fanáticos. En su obsesión por poner
a bateadores derechos contra los atormentadores zurdos Azules, envió a
Carlos Blanco a batear por Bell en la séptima entrada. Aunque falló, el
manager del Habana decidió dejar a Carlos en la posición de Bell, el jardín
derecho, aunque aquél era jugador de cuadro. Al fin y al cabo, como los
bateadores del Almendares eran casi todos derechos, era improbable que
Carlos tuviera que fildear. Al final de esa misma entrada, los Rojos pagarían caro la sustitución. Hausmann abrió con un hit de piernas por detrás
de segunda; acto seguido le tocaba batear al catcher Andrés Fleitas, que
había desplegado una ofensiva sensacional esa temporada (terminó con
promedio de 315). Algunas personas que me han comentado este juego
aseguran que Fleitas halaba la bola para su mano al batear —o sea, que
bateaba hacia el jardín izquierdo— y que era imposible que Miguel Ángel
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Capítulo 2. El último juego
pudiera prever lo que iba a ocurrir. Otros aseguran que era un bateador de
líneas, capaz de conectar hacia cualquier ángulo. El propio Fleitas me dijo
que sólo se había dejado llevar por el lanzamiento de Martin, que fue ligeramente alto y afuera. El caso es que conectó una línea hacia Carlos Blanco en el jardín derecho. Éste, que ya de por sí estaba colocado demasiado
pegado al cuadro, primero le partió hacia adelante a la bola y, cuando
intentó retroceder, ya era demasiado tarde. La bola rodó hasta la cerca para
un triple y Hausmann anotó. Mayor todavía no había permitido carreras,
así que el Habana se encontraba, de repente, dos carreras atrás y con sólo
dos entradas por jugar.
¿Por qué Miguel Ángel dejó en el banco a Kimbro y a Monteagudo,
dos jardineros veteranos, y envió a Carlos Blanco a patrullar el jardín derecho? Monteagudo y Kimbro bateaban a la zurda y Miguel Ángel, obstinado en su estrategia, quería darle al derecho Blanco otra oportunidad al bate
contra Mayor. Además, si luego el Almendares traía un relevista derecho,
el Habana iba a necesitar a sus bateadores zurdos para actuar de emergentes. Cada equipo sólo disponía de 22 jugadores, de modo que el número
conllevaba ciertas limitaciones. Pero el estilo de dirección más dinámico de
Luque se imponía sobre la estrategia conservadora y cautelosa de Miguel
Ángel.
Esto se hizo amargamente claro en la última entrada. En la octava, el
Habana se acercó a una carrera, cuando Heberto Blanco bateó un triple a
los jardines, entre el central y el izquierdo, y Pablo García, un derecho que
bateaba por Formental, conectó un largo fly hacia Davenport, lo que permitió la anotación de pisa y corre. Entonces, en la última entrada, Pearson
abrió con su segundo hit y Thompson fue al plato. Es cierto que Thompson había aflojado un poco, pero todavía se encontraba en 320, con cuatro
jonrones, Pero Miguel Ángel quiso que intentara un toque de bola. Mayor
se abalanzó sobre la pelota y tiró con aplomo a segunda para forzar a Pearson, que no corría mucho. El intento de sacrificio parece inconcebible, a no
ser que Miguel Ángel considerara que Thompson estaba indefenso ante
Mayor, y en ese caso debió haberlo remplazado por un bateador emergente. Puesto que el primera base O’Neil tenía que cuidar al corredor (por
lento que éste fuese), quedaba un hueco en la derecha del cuadro hacia el
cual Thompson hubiera podido batear aunque, por supuesto, existía el riesgo del doblepley por la lentitud de Pearson. Pero, ¿por qué buscaba Miguel
Ángel el empate, si su equipo era visitador? El librito dice que cuando uno
es visitador y no puede batear al final de la última entrada, tiene que jugar
a ganar, no a empatar. Kimbro, que por fin entró en sustitución de For-
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mental, bateó un difícil roletazo hacia O’Neil, que sólo pudo sacar out en
primera, mientras Thompson llegaba a segunda con la posible carrera del
empate. Mayor le lanzó con cautela a Salvador Hernández y le dio la base
por bolas, para buscar el out forzado (Salvador no era buen corredor); pero
también había puesto en circulación la carrera de la ventaja. De todos
modos, el Almendares podía darse ese lujo, porque sería el último en batear. Pero a fin de cuentas, no pasó nada: Mayor obligó al emergente Cocoliso Torres a batear un palomón de foul, que Fleitas capturó cerca de los
palcos para el último out. Era la décima victoria de Agapito Mayor, que
colocaba al Almendares en primer lugar, con medio juego de ventaja. Los
fanáticos tomaron el terreno por asalto y los almendaristas de toda Cuba
celebraron enloquecidamente el triunfo. Al día siguiente habría un juego
importante, si no volvía a llover. El pronóstico era alentador.
¿Pero quién lanzaría al otro día? Había rumores de que Lanier volvería
a hacerlo por el Almendares, con cuarenta y ocho horas de descanso, y que
Miguel Ángel recurriría a su as Cocaína García, que estaba descansado y
listo. El domingo y el lunes el estadio había estado repleto, como se trataba de dobles juegos, pero la atención de la multitud se había distraído, un
tanto a causa de los primeros encuentros protagonizados por el Cienfuegos
y el Marianao. Pero al día siguiente habría un solo choque, en el que ambos
equipos se jugaban el todo por el todo. Si el Almendares ganaba, obtendría
el campeonato. Si perdía, aun quedaba la posibilidad de que el Habana
también perdiera luego contra el Cienfuegos, lo que provocaría un juego
adicional de desempate.
Lo más dramático del juego del martes 25 fue la elección de los lanzadores. Luque tenía frescos a todos sus derechos (Comellas, de la Cruz, Gaines, Jessup y Marrero), al igual que Miguel Ángel (McDuffie, Medina e
incluso Natilla), por no mencionar a su mejor zurdo, Cocaína. Agapito
Mayor, fiel a su carácter batallador, se ofreció a lanzar sin descanso. Pero el
manager tenía otras ideas. Al principio se rumoreó que lanzaría Tomás de
la Cruz, pero Luque no lo escogió y el lanzador nunca se lo perdonaría.
Entonces —me contó Fausto Miranda, que estaba presente—, el doctor
July Sanguily le dijo a Luque que le preocupaba haber oído que Lanier
abriría con un solo día de descanso. Según Miranda, Papá Montero se encolerizó y le dijo: «Doctor, usted tal vez sea un médico del carajo, pero en
pelota es un comemierda». La convicción de Luque persuadió a los dueños
del Almendares, quienes le ofrecieron a Lanier una prima de US$ 1,000
por lanzar. Lanier aceptó, con la condición de que, de ser necesario, Agapito Mayor fuera su primer relevo, y de que él recibiría sus US$ 1,000,
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Capítulo 2. El último juego
ganara o perdiera. El anuncio, esa mañana, de que Lanier, a quien ahora llamaban admirativamente «El Monstruo» por su insólita resistencia, ocuparía el montículo por el Almendares, provocó ondas de nerviosos comentarios entre la multitud que comenzaba a reunirse y agitó a los apostadores,
que voceaban ofertas por las gradas. Miguel Ángel se aferró a su teoría y
seleccionó al derecho Medina, en lugar de a Cocaína. Al parecer, en esa
época a Medina se le tenía en alta estima, porque entre los participantes
que he entrevistado, ninguno manifestó sorpresa por la elección de Miguel
Ángel, aunque en retrospectiva parezca desconcertante. Es cierto que
Medina había ganado cinco juegos con sólo dos derrotas en la temporada,
y que había obtenido 15 triunfos con el Tampico de la Liga Mexicana, pero
¿qué hay de Lamarque y de Cocaína, aunque fueran zurdos? Lo cierto es
que el Almendares no había bateado mucho en los dos juegos anteriores y
tal vez Miguel Ángel considerara correcta su teoría: que el problema del
Habana estaba en el bateo. Hizo un cambio sorprendente en la alineación,
al poner en el jardín central a Kimbro, en lugar de Formental. Ambos eran
bateadores zurdos, pero Kimbro era mejor a la defensiva. El domingo, Formental había producido un solo hit en cuatro veces al bate contra Lanier,
y el lunes se había ido en blanco en tres turnos contra Mayor. Pero Miguel
Ángel no hizo nada respecto a Sagüita, bateador derecho, que no había
ligado un hit en ocho oportunidades, en ambos juegos. El Almendares, que
sería home club de nuevo en el choque final, salió con los mismos jugadores en las mismas posiciones y en el mismo orden al bate que en los dos
juegos anteriores. Luque debió de pensar que no había por qué hacerle
cambios a una escuadra que seguía ganando.
Las dos fuerzas, las dos tradiciones, el rojo y el azul, estaban a punto de
chocar. La tradición de los Azules del Almendares se remontaba a la década de 1860. La historia de los Rojos del Habana se encontraba en los orígenes mismos de la Liga Cubana. ¿Se había llegado a asociar estos colores
con dos deidades sincréticas afrocubanas? El rojo, la fogosa Santa Bárbara
o Changó con su larga espada al costado, contra el azul de la Virgen de
Regla o Yemayá, Protectora de las Aguas. ¿Se alineaban los devotos de
estas poderosas figuras por el color ritual o se cruzaban las barreras del
color, por decirlo así, cuando se ofrecían oraciones e incluso sacrificios
indistintamente a una u otra? La fe y la liturgia sincréticas afrocubanas,
como la música, habían ido uniendo poco a poco a la sociedad cubana en
un impulso que iba de abajo a arriba, de los descendientes de los antiguos
esclavos a los de los antiguos amos. Muchos de los jugadores con los cuales hablé, blancos y negros, tenían contacto con la santería, el manto gene-
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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
ral de creencias populares de Cuba, que combina las doctrinas católica y
africana. Se dice que algunos jugadores eran santeros u oficiantes de algún
tipo de creencia, y que muchos habían sido iniciados, que se habían «hecho
el santo». Fermín Guerra, un blanco descendiente de isleños, era santero,
según su compañero de equipo de muchos años, Agapito Mayor; y el propio Guerra me dijo que se había «hecho el santo». ¿Fue este último juego
una guerra de santos, un ritual colectivo para purgar los muchos conflictos
de la sociedad cubana? ¿Iba a ser el derrotado el chivo expiatorio?
Apiñada la multitud hasta en el mismo terreno de juego, contenida
por sogas, Lanier se encaminó muy campante al montículo. Aunque era
veterano de Series Mundiales y de las luchas por los campeonatos de Grandes Ligas, debe de haberle impresionado el fervor y el delirio de las gradas y los alrededores del estadio. Pero Lanier era y sigue siendo una persona tranquila, serena, y en 1946-47 estaba en su mejor forma. Dominó
al Habana, jugó con sus bateadores, ponchando a todos los que vinieron
al bate después de un hit, como si estuviera esforzándose únicamente lo
indispensable. Los Leones sólo batearon seis hits y anotaron sus dos carreras en el octavo gracias a un sencillo de Klein que picó mal, voló sobre la
cabeza de Cañizares y rodó muy lentamente hasta Davenport en el jardín
central. Pero para entonces el juego estaba ya prácticamente decidido. El
Almendares había anotado una carrera en el segundo, tres en el tercero y
cinco en el octavo, que tuvieron el efecto de desmoralizar a los contrarios.
Hausmann bateó cuatro hits, Fleitas dos y el veterano Amaro, otros dos.
Para el octavo, ya hacía mucho que Medina había salido, de modo que el
Almendares anotó las cinco carreras contra sus sucesores, Natilla Jiménez
y Lamarque. Armando Roche cerró. En el noveno, el Habana, todavía
dando la batalla, puso a dos hombres en base con dos outs, y Miguel
Ángel mandó de nuevo a Cocoliso como bateador emergente. Con el
público de pie y arrojando objetos al aire, Lanier lo ponchó para terminar
el juego. La multitud se lanzó al terreno, mientras la policía, alertada por
Luque, intentaba escoltar a Lanier hasta el dugout. Llegó a duras penas,
rodeado por almendaristas que lo adoraban y apostadores a los que su
hazaña había reportado pingües ganancias. «El Monstruo» me dijo, casi
50 años después, que cuando por fin entró en el dugout los apostadores
agradecidos le habían metido $ 1,500 en los bolsillos. Luego, al abandonar el estadio, otros fanáticos eufóricos intentaron arrancarle parte de la
ropa para guardarla como reliquia o recuerdo. «Cuando fui a buscar el taxi
me arrancaron la chaqueta. Querían guardar los pedazos y dejé que se la
llevaran. Corrí de vuelta hacia adentro y trajeron el taxi hasta debajo de
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las gradas. Monté y tres camiones me escoltaron hasta el apartamento
donde vivía».
La multitud cantaba y gritaba, dentro y fuera del estadio. Un fanático
disfrazado de mariposa azul bailaba frenéticamente en los jardines, como
tratando de echarse a volar. Un grupo de almendaristas corrió hasta el jardín central, arrió la bandera del Cienfuegos e izó una enorme bandera del
nuevo campeón. En las calles, comparsas y cuadrillas de bailadores llevaban
enormes alacranes y por ventanas y balcones ondeaban banderas azules.
Hubo un simulacro de entierro de un león y se produjeron algunas broncas
a puñetazo limpio. Ernesto Azúa, que escribía para Avance, informó de que
se había visto a un grupo de fanáticos correr hacia el Paseo del Prado para
colocar un cubo enorme en la cabeza de uno de los leones de bronce que
adornan la elegante avenida. Miguel Ángel se abrió paso entre los fanáticos
y mientras corría a refugiarse en el dugout esquivaba a quienes lo acosaban
con preguntas, balbuceando: «Así es la pelota, así es el deporte...» 7.
El habanista de Santos Suárez tuvo que recorrer a pie la mitad del
camino hasta su casa. Los autobuses y tranvías estaban repletos de fanáticos conmovidos y agotados. Recordaba que hubo fuegos artificiales en el
estadio y sus alrededores y en la ciudad parecía reinar el caos. Carmelo
Mesa Lago, hoy distinguido economista de la Universidad de Pittsburgh,
y también habanista, me dijo que oyó en la radio el último out en la escalera del portal de su casa. Se dio la vuelta, atravesó la casa, saltó una cerca
y desapareció, para no tener que enfrentarse al niño de la casa de al lado,
que era almendarista. Cuenta que no regresó hasta el anochecer.
Esa noche, los festejos continuaron en la capital y en toda Cuba. El
consejo municipal de la ciudad de Caibarién, en la provincia de Las Villas,
emitió una declaración oficial en la que proclamaba a Agapito Mayor hijo
predilecto y fijó la fecha para una celebración.
7 En una entrevista que sostuve el 29 de noviembre de 1998 con el segunda base del
Habana Heberto Blanco, en el dilapidado solar habanero donde vivía, escuché otra versión
de la derrota de los Leones. Después de elogiar a Miguel Ángel González, a quien venera
como su maestro, Blanco sugirió con mucho tacto que el manager de los Rojos había permitido que el equipo perdiera la ventaja, al no designar a Martin como abridor en los
momentos oportunos, con el fin de que la competencia se hiciera más reñida y, por lo tanto,
más rentable. Blanco, que es un hombre meditativo y que se expresa con propiedad, citó el
«yo soy yo y mi circunstancia» de Ortega y Gasset para justificar a González y reconoció
que en la jugada decisiva sobre el batazo de Fleitas, su hermano Carlos había cometido un
error. «La toreó», dijo.
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Al día siguiente, el Cienfuegos venció al Habana 8 a 3, aunque Klein
bateó un jonrón y Formental un triple. Para esa hora, Lanier ya estaba en
casa, en su plácido Saint Petersburg, Florida, una comunidad de jubilados
que debió de parecerle otro planeta al exhausto lanzador. Se había afincado allí porque era el lugar de entrenamiento de primavera de los Cardenales de Saint Louis, el equipo que había abandonado para irse a México. Ni
ese año, ni en el futuro inmediato, entrenaría con ellos. Había logrado su
más memorable hazaña en Cuba, donde se le recordaría por siempre; pero
en su propio país era un paria, víctima de las guerras del béisbol de 194647.
En la mañana del 26, antes del último juego de la Liga Cubana y con
los asientos en su mayoría vacíos, los Dodgers practicaron en el Gran Stadium del Cerro. El sonido de la pelota, al chocar contra el bate, resonaba y
hacía ecos por los rincones del parque hoy silencioso y desierto.
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El Gran Stadium de La Habana en octubre de 1946, año de su inauguración.
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De izquierda a derecha: Bernardo Pasquel, Jorge Pasquel, el futuro infielder de los Cardenales de
Saint Louis Lou Klein y Mario Pasquel. Klein, que firmó con los Azules de Veracruz, propiedad de
Jorge Pasquel, llegó a ser un ídolo de los fanáticos cubanos en las filas de los Rojos del Habana.
(Foto de Frank Scherschel/Life Magazine @ Time Inc.).
Agapito Mayor luciendo el uniforme de los Pericos de
Puebla de la Liga Mexicana, novena con la que jugó
de 1942 a 1944 y, de nuevo, en 1947.
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