alvaro vanegas no todo lo que brilla es sangre

Transcripción

alvaro vanegas no todo lo que brilla es sangre
ALVARO VANEGAS
NO TODO LO QUE BRILLA
ES
SANGRE
Bogotá, abril de 2014
Primera edición
Título: No todo lo que brilla es sangre
© Alvaro Vanegas / Autor
Bogotá - 2014
© E-ditorial 531 / Editor
Bogotá D.C. - Colombia - 2014
Calle 163b N° 50 - 32
Celular: 301 539 0518
E-mail: [email protected]
Web: www.editorial531.com
ISBN: 978-958-58382-6-0
Corrección de estilo
Silvia González Pérez
www.scriptus.es
Diseño de portada
Juan Sebastián Suárez
Braco Publicidad
www.braco.com.co
Todos los derechos reservados.
Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en parte, ni registrada en o retransmitida por un sistema de recuperación de información, en
ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico,
magnético, electroóptico, por fotocopia, impreso, o cualquier otro, sin el
permiso previo por escrito de la editorial.
No todo lo que brilla
es
sangre
Ésta es una obra ficticia y, como tal, cualquier parecido
con personas o instituciones reales es mera coincidencia.
Índice
Carta abierta a quien interese
7
Magia11
Sergio Valbuena17
Diana Meneses39
Vómito, sudor y otras curiosidades
44
Esteban Rey49
Marta Lucía Perea62
Marranos74
Las segundas partes77
Haciendo televisión83
Rumba91
El toro por los cuernos
105
Dinero
130
Criminales
138
Cuesta abajo
147
Matar o morir
217
Para bien o para mal
230
Epílogo
248
Carta abierta a quien interese
E
sta introducción está siendo escrita un sábado en la
mañana, en el pequeño apartamento en el que vivo
con mi esposa y sus hijos, es decir, mi familia. Imagínate
un computador de mesa, un pequeño escritorio negro en el
que descansan, además del computador, unos parlantes, un
portalápices y cuadernos. Frente a mí, repartidas en varios
trozos de papel, la escaleta del guión que estoy escribiendo
(y que espero lleve terminado bastante tiempo para cuando
tengas este libro en tus manos), y varias anotaciones sobre
futuros escritos. Está sonando, en este preciso instante, Feel
Good Inc. de Gorillaz, y Alegría, mi mascota, me mira de
vez en cuando desde su cama en la cocina, no parece muy
interesada. Mi esposa no está y los niños —adolescentes—,
aprovechan las horas de sueño que no pueden tener entre
semana. A lo lejos se escucha algún taladro o algo parecido,
perros que ladran y carros en movimiento, pero en general,
hay más silencio del que se podría esperar. Aún no son las
ocho de la mañana. No me he bañado, así que estoy vestido
con una sudadera vieja, despeinado y sin desayunar. Todo
eso pienso solucionarlo en cuanto termine estas líneas.
8
No todo lo que brilla es sangre
¿Pudiste imaginarlo? Seguro que sí, y es a eso que entrego
mi vida. Si el hecho de que puedas casi vivir lo mismo que
yo, pero en un momento distinto, no te parece mágico,
entonces es probable que hablemos lenguajes distintos. Pero
eso no importa, el punto es que ya sea porque compraste
este libro, te lo regaló alguien o te lo robaste, durante unas
cuantas horas estaremos unidos, de una manera extraña y a
todas luces, hermosa.
Pero cambiemos de tema, dejemos de lado las cursilerías
que a más de uno molestan. Sólo quiero compartir contigo, lector, lectora, mi felicidad absoluta. Algo que pensé
imposible está sucediendo en este instante. Un grupo de
personas, obviamente un puñado de dementes, decidió que
es buena idea publicar una segunda novela escrita por mí.
Espero, de corazón, que no estén equivocados, sobre todo
porque también se comprometieron a publicar, por lo menos, los siguientes dos libros, (absurdo, lo sé, pero ya dejé
claro que están dementes).
Puede que no sea para tanto, pero ojalá pudieran estar
unos segundos en mi cabeza y experimentar mi regocijo.
Dos novelas y un libro de cuentos. ¿Quién lo diría? Y lo
mejor es que algunos de ustedes me estarán leyendo por
tercera vez. Ya sea porque se divierten con mis historias o
porque, por el contrario, les parezco tan malo que quieren
saber con qué barrabasada voy a salir ahora, no puedo hacer menos que agradecerles, es gracias a ustedes y a todos
los que hasta ahora llegan a mí, que puedo seguir haciendo
lo que hago. Me debo a ustedes, en serio.
Debo dar gracias a personas como Alejandro Aguilar,
Camilo Fonseca y Daniel Arenas, de La Guapa Films,
quienes confían en que la película basada en Mal Paga el
Diablo valdrá la pena. Su confianza es en parte responsable
Alvaro Vanegas
de que ahora se publique esto. A Juliana Duarte, que leyó
el primer borrador de este libro y cuyas apreciaciones
fueron más que útiles, y a Jazmid Sarmiento, lectora fiel y
amiga, la primera que lee todas mis columnas antes de ser
publicadas. A las dos se les quiere y se les respeta. A Patricio
Mosquera, una vez más, por todo lo que aprendí y sigo
aprendiendo de él. A Ivonne Valencia y Mateo Villamil,
grandes lectores, mentes brillantes, los amo. A mi madre,
mi padre y mi hermana. Todo esto también es de ustedes.
A mi esposa, que todos los días sufre las consecuencias de
que yo, en un acceso de estupidez, haya dejado todo para
dedicarme solamente a escribir. A Félix Corredor, quien fue
el primero en escuchar, hace años, la semilla de esta historia
y me convenció de que serviría para una película; eso lo
veremos con el tiempo, pero esas palabras me animaron a
escribir esta novela.
A Dios.
Como siempre, habrá personas que olvidé mencionar,
y que después de tres libros agradeciendo, deben odiarme.
En mi defensa sólo puedo decir que seguiré escribiendo, así
que aún hay tiempo.
Con la primera novela funcionó muy bien, así que de
nuevo los invito a que después de leer, me busquen y me
cuenten cómo les fue, cómo nos fue. Me pueden escribir
a @alvaroescribe, en Twitter o me encuentran como www.
facebook.com/pages/Alvaro-Vanegas en Facebook.
Si llegaste hasta aquí, es muy posible que estés decepcionado y arrepentido por no haberte saltado esta parte, lo
siento, debí advertirte, pero lo hecho, hecho está. Lo que
sigue es perderte en un universo paralelo y tengo el presentimiento de que lo vas a disfrutar.
9
Dedicado, una vez más, a Erica Nieto, por todo, pero en
especial, porque aquí sigues, a mi lado.
Magia
A
nte los ojos incrédulos de Sergio Valbuena, el dinero se
multiplicó. Tan simple y contundente como eso. Por
un segundo pensó que sólo era producto de un hábil acto
de prestidigitación, pero su mente repasó lo que acababa de
suceder y no encontró otra opción además de convencerse:
conociendo al dedillo un procedimiento a todas luces muy
sencillo y con los implementos indicados, era posible multiplicar billetes. Si la magia existía, y Sergio siempre estuvo
más que dispuesto a aceptar que así era, entonces lo que
acababa de ver era lo más cercano que hubiese presenciado
a un verdadero acto de magia. No atinó a decir nada, muy
en el fondo, su mente aún se negaba a creerlo. Apenas pudo
sonreír mientras soltaba un sonido idiota y descontextualizado que sonó extraño incluso a sus propios oídos.
—¿Y entonces? —preguntó David, sosteniendo frente a
Sergio los tres billetes— ¿Qué le parece?
En la sala reinaba un olor a alcohol antiséptico tan fuerte
que todos los presentes fruncían el ceño a causa del escozor
en los ojos. Mina, con su olfato canino, cuarenta veces más
sensible que el de un ser humano, era la que más sufría el
12
No todo lo que brilla es sangre
fuerte olor, pero se mantenía sentada vigilante, mirando
de frente a los visitantes. Sergio frotó sus párpados con el
dorso de sus manos, tratando de ganar tiempo, consciente
de que todos los presentes esperaban su opinión. Echó una
mirada a Mina y por fin se decidió a hablar.
—Es demasiado bueno… —no pudo terminar la frase.
David, casi cien kilos de puro músculo, actitud recia
y manos gigantescas, echó una rápida mirada a Mauricio,
su socio, y luego, con severidad, miró a Carlos Quintero,
la persona que los había contactado con Sergio. Cuando
habló, lo hizo con la misma amabilidad que lo había caracterizado desde el momento del encuentro, pero ahora
también se notaba una dureza que, por sutil, resultaba intimidante.
—Carlos, le dije que no tengo tiempo que perder.
Carlos ni siquiera pareció escuchar, se mantuvo alelado
mirando los tres billetes, ajeno a la creciente tensión dentro
del recinto.
—No se trata de eso —replicó Sergio—, entiendan que
es algo que no se ve todos los días.
Ahora fue Mauricio quien habló. Su actitud solapada y
su cuerpo diminuto no aportaban mucho a su credibilidad.
Su vestimenta, emulando algún equipo de béisbol del que
Sergio jamás había escuchado, lo hacían lucir más joven de
lo que realmente era. Sergio se descubrió, no por primera
vez, observando aquella camiseta de colores vivos, lo miró
y escuchó sus palabras con atención, convencido de que
debía fijarse en cada detalle de cuanto sucediera.
—Lo entendemos, hermano, de verdad lo entendemos
—dijo con su voz minúscula—, pero esto no es un engaño,
ustedes lo acaban de ver —Sergio sentía cada vez más que
se encontraba en alguna especie de realidad alterna—. Las
Alvaro Vanegas
cosas son así y como dijo David no tenemos tiempo para
perder, todos podemos caer de pie en esta situación. ¿Se
decide o no?
De nuevo un pesado silencio, una vez más todos los presentes esperando que Sergio dijera algo.
—No sé, la verdad es ésa, no sé qué pensar.
En el rostro de David se notaba que empezaba a perder
la paciencia, pero, extrañamente, sus palabras fueron conciliadoras.
—Hagamos esto —dijo mirando fugazmente a Carlos
para luego volver a centrar su atención en Sergio—: usted
se queda con su billete y con uno de los que acabamos
de fabricar —dicho esto entregó dos billetes a Sergio, éste
dudó un segundo antes de recibirlos—. Yo me quedo con
el otro, ¿algo me tengo que ganar no?
—Obviamente —se apresuró a responder Sergio.
David continuó sin pausa, en realidad no esperaba respuesta, había sido una pregunta retórica, detalle que Sergio
no pasó por alto.
—Usted, dentro de un rato, gasta sus cincuenta mil extra. Constata que el billete no es falso para que esté más
tranquilo y, cuando tome la decisión, nos llama. Es más, si
puede, consígnelo en una cuenta bancaria, le aseguro que
no va a tener ningún problema.
—¿Seguro? —Indagó Sergio por quinta o sexta vez—
¿De verdad estos billetes no son falsos?
Por fin Carlos reaccionó.
—No, Sergio, yo le dije a usted que nada de billetes
falsos, ¿se acuerda?, estos manes son firmes.
—Sí, pero es que…
—Fresco, hermano —interrumpió Mauricio—, como
le dijimos, lo que hacemos es extraer tinta de un billete
13
14
No todo lo que brilla es sangre
normal, de los salidos de cualquier cajero automático, y
se la ponemos a otros dos billetes. Lo que sí hay que tener claro es que ese billete del que sacamos tinta ya no lo
podemos volver a usar para fabricar más, pero aparte de
tener una vida útil menor que los otros billetes, los que
fabricamos nosotros no tienen nada de raro, hermano. Este
procedimiento no es legal, pero, si lo mira bien, hermano,
no le estamos robando a nadie —Sergio miró de soslayo el
papel moneda y los tres frascos rellenos de químicos que
descansaban sobre la mesa.
—Por lo menos a nadie que no se merezca ser robado
—terció David al instante—, le estamos quitando eso a los
malparidos del gobierno.
Era un discurso enclenque y recalentado, un intento absurdo de apelar a su sensibilidad social, aparte del hecho de
que acababa de escuchar la palabra «hermano» unas dos mil
veces. Sergio, sin embargo, dada su situación económica
actual, estaba dispuesto a pasar por alto lo que evidentemente era un desesperado intento por justificar algo que,
fuera magia o una elaborada e inteligente manera de hacer
dinero fácil, constituía un delito.
—Me parece bien, Carlos tiene su número, él los llama
en estos días.
David y Mauricio se despidieron, siempre bajo la mirada atenta de Mina. Cuando por fin se fueron, Sergio notó
por primera vez que, en realidad, no le gustaba que esos
dos tipos estuvieran en su casa. Carlos, por su parte, parecía
un niñito que acaba de estrenar un videojuego. Sergio lo
observaba en silencio tratando de organizar sus pensamientos mientras él hablaba sin parar de la multiplicación de
billetes.
Carlos Quintero, un antiguo amigo de su familia materna, también estaba pasando por una profunda crisis mo-
Alvaro Vanegas
netaria debido a la pérdida de su más reciente empleo y el
nacimiento de su segundo hijo. Era chef profesional, pero
Sergio sospechaba que en realidad Carlos había nacido para
ser delincuente, dada su tendencia a ese tipo de actividades. Sin embargo, no era una mala persona, Sergio lo tenía
presente siempre, no podía olvidar las tres o cuatro veces
que Quintero lo sacara de problemas haciéndole pequeños
préstamos. El punto era, en realidad, que lo que acababa de
presenciar era algo tan bueno y tan fácil que resultaba difícil de creer. Cuando Sergio indagó por la manera en que
Carlos había conocido a David y Mauricio, la respuesta
había sido un simple «por una amiga que me los presentó»,
lo que podía significar cualquier cosa. No era la primera vez
que Carlos le ofrecía involucrarse en actos ilegales, pero,
esto tenía que admitirlo, nunca como ahora había logrado
captar su atención.
Sergio aún tenía algo de dinero en su cuenta bancaria,
lo último que le quedaba y que no tardaría en acabarse. Si
lo usaba para la multiplicación y todo salía bien, no tardaría en tener capital suficiente para montar algún negocio.
Unas cuatro o cinco veces serían suficientes y de ese modo
podría seguir haciéndose cargo de los gastos de su casa y
abandonar el subempleo de mierda que tenía en ese momento para dedicarse de lleno a la escritura. Sí, lo merecía
y es que finalmente no le estaba robando a nadie, sólo a
«los malparidos del gobierno». En su pensamiento esa frase
sonaba aún menos convincente que en la voz de David,
pero decidió que seguía siendo útil para justificarse. Ahora
bien, estaba la otra cara de la moneda, ¿por qué, si era tan
fácil, David y Mauricio no lo hacían por su cuenta? ¿Para
qué involucrar a más personas en un negocio que parecía
tan sencillo y que era claramente tan rentable? Sergio había
preguntado y la respuesta fue vaga y evasiva.
15
16
No todo lo que brilla es sangre
Terminó por cansarse de sus propias cavilaciones y de
las palabras sin fin de su amigo.
—¡Ya, Carlos, no más! —espetó, cortante.
El aludido detuvo su perorata en seco, sorprendido.
Mina, que ahora yacía tranquila a los pies de Sergio, levantó la cabeza con curiosidad.
—Perdón, hombre —se retractó Sergio sinceramente
apenado—, es sólo que tengo hambre, después seguimos
hablando de eso.
Carlos sonrió complacido, de su mente no salía la
multiplicación de los billetes y, por otra parte, sus deudas
eran mucho mayores que las de Sergio, mucho más grandes
que lo que cualquiera pudiera pensar, además le debía a
gente muy peligrosa, pero también tenía hambre, entre
otras cosas, llevaba un buen tiempo sin disfrutar una buena
comida.
—Tiene razón, comamos algo.
Carlos miró a Sergio a los ojos y se sintió un poco culpable por la forma en que había conocido a David y Mauricio. Una verdad a medias era lo mismo que una mentira.
Pero no mencionó nada al respecto, sabía que si Sergio se
enteraba de quién era la «amiga», ni siquiera consideraría
la posibilidad de hacer negocios con los dos hombres que
acababan de irse.
Pidieron a domicilio, arroz chino. Pagaron con el billete
de cincuenta mil. No hubo ningún problema, el billete era
auténtico. Ahora, claro está, persistía el dilema moral, pero
Sergio no se mentía, esos dilemas se terminaban al mismo
tiempo que la comida en la nevera.
Sergio Valbuena
Treinta años. Alto, delgado, de músculos fuertes, ojos
miel, piel blanca, calvo por elección. En algún momento
de su vida usó gafas, pero en realidad no las necesita,
sólo pensaba que lo hacían lucir «interesante». Le gusta
creer que es una buena persona. Casi todos los días se
observa desnudo en el espejo y no puede evitar pensar
en el lento e inexorable deterioro que el tiempo y las
circunstancias le propinan a su semblante.
H
acía frío, mucho más que siempre. Sergio Valbuena
levantó los ojos hacia el cielo de La Ciudad y sintió,
por enésima vez en ese día, que era hora de volver a casa,
pero, también por enésima vez, la visión del recibo de la
luz y la incipiente sensación de vacío en su estómago lo
persuadieron.
—Hay que hacer lo que hay que hacer —se dijo en voz
baja.
Acomodó su chaqueta lo mejor que pudo y se aprestó a
continuar. Era viernes y faltaban unos pocos minutos para
las siete de la noche. Estudiantes universitarios y oficinistas
caminaban en grupos buscando dónde ir de rumba. Sergio, quien para ese momento llevaba un poco menos de
diez horas trabajando, los observaba con algo de envidia.
18
No todo lo que brilla es sangre
Aunque nunca fue una persona muy dada a salir de noche y gastar plata en licor, le gustaba tener la posibilidad.
Se consoló recordando que podría ser peor, por lo menos
tenía algo de dinero. Según sus cálculos mentales no había
sido un mal día, por el peso de su maleta creía que con
algo de suerte podría tener unos treinta mil en monedas,
eso sin contar unos cuantos billetes que también reposaban
en la misma maleta. La visión de los billetes de cincuenta
mil multiplicados por arte de magia quiso abordarlo, pero
él, de manera deliberada, desechó el pensamiento. De eso
hacía ya varios meses y, aunque a veces sentía un ligero
arrepentimiento, pretendía sentirse orgulloso por no haber
sucumbido a la tentación de invertir sus últimos ahorros
en algo ilegal.
En cuanto el semáforo cambió a rojo, tomó impulso de
nuevo. Se acercó a una buseta que apenas llevaba unas pocas sillas desocupadas. Era perfecta, ni muy llena, ni muy
vacía.
Miró por la ventanilla al conductor, un hombre joven
que lo observaba con gesto cansado y un deje de hostilidad.
Tal vez esa hostilidad no era contra él, tal vez era contra el
mundo entero, en cualquier caso, hizo que Sergio dudara
por un instante.
—Hermano, ¿me permite trabajar? —gritó a través del
vidrio de la ventanilla cerrada, mostrando una colombina
con su mano derecha, con la que pretendía ser un poco más
convincente.
El conductor no dijo nada, se limitó a volver a mirar
al tráfico que tenía delante y con su dedo índice le negó la
entrada. Quedaba claro que no le gustaban las colombinas.
Sergio experimentó una ligera y familiar frustración,
pero no había tiempo para nimiedades. Inmediatamente
Alvaro Vanegas
se dispuso a buscar otra buseta que pudiera servirle. Miró
hacia el sur, pero sólo vio autos particulares.
En el carril más lejano de la acera había otra buseta
parecida a la primera, pero con al menos quince personas
de pie. «Muy llena», pensó, y siguió caminando. Llevó su
atención de nuevo al carril más cercano de la acera, vio un
bus inmenso. «Tal vez», volvió a pensar, esta vez moviendo
los labios en silencio, pero por experiencia sabía que esos
buses constituían una pérdida de tiempo. Precisamente por
su gran tamaño, la mayor parte de los pasajeros no lo escucharían y sencillamente seguirían con lo que fuera que
estuvieran haciendo. Dejó el bus como última opción.
En el carril central había una buseta a medio llenar,
no parecía tan buena opción como la primera, pero algo
podría hacer. Zigzagueó entre los carros, se acercó a la
ventanilla del copiloto y dio tres golpecitos al vidrio. El
conductor, un hombre de unos cuarenta años, de panza
ingente y camisa abierta para lucir, con evidente orgullo,
un pecho muy peludo y un crucifijo dorado colgando del
cuello, lo miró inexpresivo.
Sergio sólo mostró la colombina, convencido de que no
necesitaría más para hacerse entender. Por unos segundos
el conductor no hizo nada, sólo miró a Sergio a los ojos,
como si estuviera tomando una decisión muy importante.
Justo cuando el semáforo cambió a amarillo y Sergio estaba seguro de que también le negarían la entrada, con la
cabeza, el conductor le señaló la entrada de atrás mientras
de manera mecánica le abrió la puerta y volvía a mirar al
norte, a la infinita Avenida Principal.
Sergio corrió hacia la puerta, consciente de que disponía
de unos pocos segundos antes de que el semáforo cambiara
a verde.
19
20
No todo lo que brilla es sangre
Al subir al vehículo, caminó, recuperando el aliento
lentamente, hacia la parte delantera de la buseta, mientras echaba una mirada rápida a los pasajeros, haciendo
un análisis relámpago e involuntario del público al que se
enfrentaría. Depositó la colombina en el compartimento
diseñado para el dinero de los pasajes y se tomó otro par de
segundos para repasar su retahíla ensayada mil veces. Un
último suspiro y, volviéndose hacia la gente que ya estaba
mirándolo, habló asegurándose de proyectar bien su voz.
Sabía lo importante que resultaba llamar la atención y evitar a toda costa que los pasajeros miraran hacia otro lado.
«Buenas noches a todos y todas. (Pausa, esperando que
alguien contestara el saludo. En esta oportunidad, tres
personas lo hicieron, una abuelita y dos colegialas que no
podían tener más de trece o catorce años). Gracias por contestar. Ante todo pido disculpas si a alguien le molesta lo
que estoy haciendo, créanme que no es mi intención. Les
aseguro que no me demoro. Mi nombre es Sergio y estoy
desempleado. No les voy a decir que soy un drogadicto
recién rehabilitado, o que tengo una enfermedad terminal;
la verdad es que, gracias a Dios, mi drama personal no es
tan grave, pero también tengo que comer y pagar arriendo
y servicios, por eso decidí subirme a los buses a vender mis
escritos».
Como casi siempre, esta última frase captó la atención
de varias personas, acostumbradas como estaban a que les
vendieran maní, dulces o películas piratas. Con rapidez,
pero con diligencia, Sergio inició la entrega a cada pasajero
de un pequeño papel con un poema escrito.
«Sé que esto es muy raro, que siempre nos venden comida o tocan guitarra y cantan boleros, pero igual les pido
que, aprovechando este trancón, se tomen la molestia de
Alvaro Vanegas
leer lo que tienen en la mano; son cuatro escritos distintos,
repartidos al azar».
La mayoría de los pasajeros llevó sus ojos a las letras
que tenían en sus manos. Algunos, en especial las mujeres,
sonrieron. Sergio sintió una calidez muy agradable en su
estómago, algo muy parecido a la felicidad por la implícita
aceptación que esas sonrisas suponían, sensación que no
desapareció ni siquiera con la fría indiferencia de uno que
otro pasajero.
«Ese papelito que tienen en la mano sólo vale doscientos, pero, si quieren llevar los cuatro escritos, entonces la
inversión será solamente de quinientos. Si lo piensan bien,
no es nada caro y uno de esos poemas les puede servir para
su próxima conquista».
Risas generales.
«Eso es todo por ahora, mil gracias a aquellos que me
puedan colaborar y a todos por escucharme, que tengan un
buen viaje».
Sergio caminó por el pasillo central del bus mientras
tomaba lo que los pasajeros le entregaban. Casi todos le
devolvieron el papelito, pero varios le pasaron una moneda
de doscientos pesos. Las dos colegialas, que lo miraban con
una sonrisa que parecía más de pesar que de solidaridad, le
entregaron quinientos pesos. «No me tengan lástima, niñas», quiso decirles, pero recogió el papelito con una sonrisa y les entregó el librillo compuesto por los cuatro poemas.
—Muchas gracias.
Se sentó en una de las sillas traseras y miró por la ventana. El bus sólo había avanzado unas cuantas cuadras, iba
pasando por la esquina de la Iglesia de las Adoratrices, una
de las esquinas más concurridas de La Ciudad y, por lo
tanto, con más vendedores de todo tipo, incluyendo aque-
21
22
No todo lo que brilla es sangre
llos que, al igual que Sergio, ofrecían sus productos en los
buses.
—Bendito trancón —murmuró cerrando los ojos y decidió esperar un poco para bajarse en un semáforo menos
competido.
Se desperezó y tomó un poco de aire, cayendo en la
cuenta de que tenía un hambre enorme. No había comido
nada desde el desayuno, y después de todo el día corriendo,
hablando y aguantando las airadas reacciones de algunos
conductores y pasajeros, estaba agotado y moría por una
buena comida caliente.
Sergio visualizó a su mamá, que seguramente también
tendría hambre y sonrió al imaginarse su rostro cuando llegara con el dinero suficiente para pagar el recibo de la luz
y comer algo. «La vida no está tan mal», reflexionó, con
una agradable sensación de sosiego, disfrutando el simple
hecho de tener los ojos cerrados sin sentirse preocupado
por su futuro próximo. En ese momento sentía que todo
saldría bien, que de una u otra forma lograría salir del bache en el que se encontraba.
Escuchó un grito femenino. Alarmado, abrió los ojos y
vio a un hombre con una navaja que amenazaba a una de
las pasajeras ubicada en una de las primeras sillas de la buseta. Luego escuchó algo que no logró entender del todo,
pero intuyó que esa voz se dirigía a él. Miró la entrada de
atrás, a dos escasos metros de donde estaba sentado, por
donde él, unos segundos antes pensaba salir. Un hombre
de no más de veinte años, lo miraba con un miedo mal disimulado mientras sostenía un cuchillo oxidado en actitud
de estar dispuesto a clavarlo en cualquier parte. Sergio, que
no podía evitar tener ese tipo de pensamientos, se imaginó
la hoja de aquel cuchillo ocupando el espacio de una de sus
cuencas oculares. Un pánico repentino le atenazó el pecho.
Alvaro Vanegas
—¡Qué me entregue esa maleta, gonorreíta! —repitió el
atracador. Su compañero caminaba por el bus recibiendo
teléfonos celulares, billeteras, joyas.
Sergio seguía sin atreverse a hablar o reaccionar de cualquier manera. Sólo miraba alternativamente a Cabrón
Uno, el que lo amenazaba con la navaja, y a Cabrón Dos,
el que recorría el bus. Pudo ver, en la entrada principal, a
otro hombre, éste más viejo que sus dos compañeros, vigilando. Cabrón Tres tenía aspecto de ser el jefe de la banda.
—Este hijueputa como que se quiere hacer matar —gritó ahora Cabrón Uno, llamando la atención de sus colegas.
Sergio dio una rápida mirada afuera, esperando sin esperar que algún transeúnte notara lo que pasaba e hiciera
algo. Pero eso no sería posible, los superhéroes sólo existen
en las películas, en la vida real nadie puede hacer nada,
nadie quiere hacer nada, a nadie le importa.
Agarrando con fuerza la maleta, sin notar siquiera que
aún tenía los papeles en la mano y que los estaba arrugando,
Sergio observaba como Cabrón Dos, orgulloso portador de
una cicatriz que le atravesaba la mejilla derecha hasta el
mentón y le daba un aire de matón de película ochentera,
se sentaba a su lado y le hablaba con una tranquilidad
pasmosa, acentuando el miedo que sentía Sergio, pero,
irónicamente, sacándolo de su estupor.
—Entregue pues la maleta gomelito de mierda, no se va
a hacer joder por esa pendejada.
—¿Gomelito yo? —preguntó Sergio, consciente de que
era mejor no decir nada.
—Entréguesela —pidió una mujer de unos treinta años
y remató sollozando—, ¡por favor!
Sergio la escuchó, pero no le encontró sentido alguno a
esas palabras.
23
24
No todo lo que brilla es sangre
Cabrón Dos soltó una risotada y acercó la punta de la
navaja al cuello de Sergio.
—¿Entonces qué, gomelo? ¿Se va a hacer joder?
Sergio sopesó sus posibilidades. En su mente revolucionada visualizó dos opciones: la primera, entregar la maleta
y perder, entre otras cosas, el trabajo de todo el día. La
segunda, resistirse y aferrarse con absurda terquedad a la
mínima, casi nula posibilidad que tenía de salir ileso. Sólo
se trataba de una maleta vieja y una cantidad irrisoria de
dinero, pero el hambre hacía difícil la elección.
Todo adquirió una repentina claridad cuando Sergio
vio, tan lejos y tan cerca a un tiempo, a Cabrón Tres,
apuntándole con un arma de fuego. El cañón de la pistola
parecía medir varios metros y llegar justo delante de sus
narices.
—¡Hágale, hijueputa! —gritó el hombre, moviendo de
arriba abajo el arma. Lucía muy inestable, la clase de loco
que apretaría el gatillo sin darse cuenta.
Una de las colegialas miró a Sergio con los ojos abiertos,
llenos de un pánico imposible. La otra mantenía su cabeza
agachada, mirando el piso, llorando. El resto de los pasajeros pugnaban por parecer tranquilos y mantener los ojos
hacia el frente. Por alguna razón, la más calmada parecía
ser la viejita, Sergio ni siquiera entendía por qué se fijaba
en ese detalle. El conductor, refugiado en su cabina, actuaba como si no se diera cuenta de nada, era una grandiosa
actuación.
Muy a su pesar, Sergio lo dudó durante otro par de
segundos, lo suficiente para que la navaja se clavara en su
cuello y dejara salir un hilo de sangre tibia y persuasiva.
Entregó el bolso mientras pensaba, con el rostro de su madre
fijo en su mente y el vacío en su estómago apremiando sin
Alvaro Vanegas
tregua, «¿y qué carajos vamos a comer hoy?». Alrededor
de cuarenta cuadras lo separaban de su casa. Las hubiera
caminado sin problema, no sería la primera vez, pero
lo sucedido lo había dejado sin ganas de hacer nada y
ahora esas cuarenta cuadras se le antojaban una distancia
prácticamente insalvable. «Por lo menos se me quitó el
hambre», pensó, intentando sin mucho éxito prodigarse un
poco de alivio y olvidar el dolor que sentía en aquel punto
de su cuello donde la navaja había entrado.
Después del atraco, los tres hombres abandonaron el
bus corriendo en distintas direcciones. Sergio recordaba
con claridad la sensación de rabia e impotencia, las miradas
asustadas de todos los pasajeros, las palabras atropelladas
y, en especial, la expresión ausente del policía que acudió
a tomar las declaraciones. Eso supuso perder media hora
más de su día. Jamás encontrarían a esos tres atracadores y,
si los encontraban, tampoco serviría de nada. Se precisaría
una acusación formal de parte de alguno de los afectados
y seguramente el miedo impediría que alguien se atreviera.
Ahora Sergio estaba sentado en un pequeño muro frente a
un bar del que se escapaba una canción bailable a un volumen estridente. En sus manos permanecían varios trozos
de papel con sus poemas, lo único que le habían dejado.
—No puede ser —dijo en voz baja con los ojos muy
abiertos cuando recordó que, entre otras cosas, como su
teléfono celular, también le habían robado su cuaderno de
anotaciones. Sus delirios de gran artista lo obligaban a llevar siempre consigo algo con que escribir, pues la musa
podía atacar en cualquier momento. Ese cuaderno estaba
lleno de ideas, buenas ideas según su propio criterio. El
desasosiego aumentó. Visualizó a los tres hampones leyéndolo y burlándose de él. El desconcierto transmutó en ira.
25
26
No todo lo que brilla es sangre
Ahora la idea de sucumbir ante la tentación de hacer
algo ilegal no le parecía tan mala. La balanza moral perdía
el equilibrio. Por lo menos no le robaría a gente a la que
incluso podría quedarle sólo el dinero de los transportes
del mes. Le robaría a los bancos, quienes a su vez robaban
todos los días a sus usuarios. Sí, en ese momento lo hubiera
hecho si pudiera. El problema radicaba en que ya no tenía
dinero para invertir. Apenas si conseguía todos los días para
que él y su pequeña familia no se acostaran con hambre.
Le sabía a mierda la vida. Se arrepintió como nunca de no
haber actuado cuando se le presentó la oportunidad.
Miraba a los universitarios y sus sonrisas alicoradas entrar y salir, caminar de un bar a otro, contar chistes y reír,
comer perros, hamburguesas y pizzas con una expresión
que hacía suponer que no tenían un problema en su vida.
Sergio recordó fugazmente su época de universitario, consciente de que lo más probable era que él también, en ese
tiempo, tuviera esa expresión. ¿Qué expresión tendría ahora? ¿Cuál sería su semblante? Por la poca atención que recibía de los demás consideró la posibilidad de haberse vuelto
invisible, lo cual, reflexionó, no estaría mal.
Transcurrieron varios minutos en los que no se movió,
aunque sabía bien que, tarde o temprano, tendría que volver a su casa y enfrentar la condescendencia de su madre.
Una mujer pasó a su lado, mirándolo con atención. Sergio sintió el peso de su mirada, pero no le dio importancia
hasta que escuchó, de los labios de aquella mujer, su propio
nombre.
—¡Sergio! —dijo ella con un entusiasmo que casi sonó
forzado.
Él sintió una punzada de pánico inexplicable, pero sólo
duró un momento. Miró a la mujer y al principio no la re-
Alvaro Vanegas
conoció. Era muy bella, de piel negra, alta, pelo ondulado
y unos ojos color marrón vivaces y brillantes. Al parecer
estaba sola.
—¿Cómo estás? —Continuó ella con el mismo entusiasmo— ¿Qué haces?
Sonó como una pregunta retórica, pero de verdad lucía
extrañada. Por fin, Sergio la reconoció, era Diana Meneses,
su ex novia.
—Esperando a una amiga —se apresuró a mentir Sergio, sin entender exactamente el motivo para hacerlo y, sobre todo, por qué había escogido precisamente esa mentira,
tan digna de una comedia gringa.
—Bueno, pero eso no te impide saludarme como se
debe, ¿o sí?
Sergio dudó. No sabía a qué se refería. Por un momento
se le cruzó por la mente abrazarla, pero se contuvo. Diana,
en cambio, no lo pensó más y se colgó de los hombros de
Sergio con la confianza que sólo cinco años de noviazgo y
otros dos de amistad antes de eso podían dar.
Sergio recibió el abrazo, sorprendido y agradecido.
Al principio no supo qué hacer, pero luego de un breve
segundo lo correspondió, sintiendo las curvas de su ex
novia, pensando en si ella estaba así un año atrás cuando
terminaron la relación.
—¿Y esto? ¿Qué te pasó? —preguntó Diana.
—¿A mí? Nada, ¿por qué la pregunta?
—Tienes sangre en el cuello de la camiseta.
Sergio cayó en la cuenta de lo que pasaba. Instintivamente se tapó el cuello con una de sus manos.
—No, no es nada, un accidente, eso es todo.
—Entiendo —replicó ella, dándose por vencida ante la
renuencia de Sergio.
27
28
No todo lo que brilla es sangre
Él se sentía muy incómodo. No seguía enamorado
de Diana, pero ella representaba todo aquello que había
decidido dejar atrás y que, en días como ése, le pesaba
toneladas.
Poco menos de dos años atrás, Sergio trabajaba como
realizador en uno de los canales de televisión más prestigiosos
de El País. En El Canal ganaba cerca de tres millones al
mes, más de seis veces lo que ganaban la mayoría de los
habitantes de El País con la «suerte» de tener un trabajo.
Era bueno en lo que hacía, y Diana, editora del mismo
canal, constituía el complemento para hacer de su vida
algo casi perfecto. Pero Sergio, eterno soñador, romántico
empedernido, idiota idealista, no estaba satisfecho. Su
trabajo, en sus propias palabras, no lo llenaba, lo que
realmente añoraba era convertirse en escritor. Su obsesión
con el asunto y el poco tiempo libre que le dejaba su trabajo
y su relación con Diana, lo llevaron a tomar la decisión
de renunciar, a pesar de los vanos intentos por parte de
su novia, su madre y sus amigos para que no cometiera
semejante estupidez. A una mala decisión suelen seguirle
otras más, y, unos meses después de haber renunciado a su
trabajo, a punto de quedarse sin un peso y con el agua casi
al cuello, decidió serle infiel a Diana con una mujer que
conoció en un bar, con la que cruzó unas pocas palabras
y que quedó prendada de ese halo de misteriosa seguridad
que despedía Sergio, halo que cualquier otra persona que
conociera su historia, hubiera llamado no tener dónde
caerse muerto y seguir soñando con castillos de colores. El
problema residió en que la mujer furtiva protagonista de su
desliz resultó ser prima de Diana y, después de una serie de
infortunadas coincidencias, la verdad salió a flote.
De eso hacía poco menos de un año y desde entonces
Sergio no volvió a ver a Diana. Su sentido común —o su
Alvaro Vanegas
orgullo, para efectos prácticos era lo mismo— le impidió
buscarla o llamarla. Ahora se la encontraba por casualidad
en una calle de una ciudad inmensa, con millones de
habitantes, en el peor momento imaginable y ella actuaba
como si nada hubiera pasado. «Vida hijueputa», pensó,
mientras la abrazaba.
El abrazo duró apenas seis segundos, es decir, tres más
de lo que Sergio hubiera querido. Ahora ella lo miraba con
una sonrisa radiante, haciéndole recordar las razones por
las que se había enamorado. Sintió un ligero cosquilleo
en el estómago, muy probablemente el hambre estaba
volviendo, en cualquier caso era eso lo que quería creer.
—¿Cómo estás? ¿Qué hay de tu vida? —atacó ella. O
eso fue lo que sintió Sergio, un ataque.
—Mi vida va bien —respondió él, con un ligero tono
de inusitada agresividad que no pudo evitar—. ¿Cómo va
la tuya? ¿Sigues en El Canal?
—Sí, sigo, hace poco me ascendieron, ahora soy jefe de
edición.
Sergio pensó en las obvias felicitaciones que comúnmente
seguirían a una noticia como ésa, pero lo cierto era que
había sido un golpe directo a su ego y, a causa del esfuerzo
de mantenerse inmutable exteriormente, no logró musitar
palabra. Diana volvió a hablar.
—¿Y esos papeles? —preguntó, observando las manos
de Sergio.
—¿Papeles?
Pero antes de que Sergio pudiera reaccionar, Diana
tomó uno y empezó a leer en voz alta:
«Sólo espera un segundo, guarda este par de besos que
dejo libres para que se pierdan en tu aire…»
Diana se detuvo un segundo para mirarlo. Sergio tuvo
la absoluta certeza de que ella recordaba que esas palabras
29
30
No todo lo que brilla es sangre
habían sido escritas originalmente para ella. Se le ocurrió
que lo más conveniente era pensar en una buena excusa
para llevar esos escritos en la mano. Por un instante le quiso
decir la verdad, pero el impulso se diluyó conforme ella
seguía leyendo.
«…sólo aguarda, inhala profundamente, respírame por
un instante y siente mi piel en la distancia, reclamándote…»
«Qué cursi», pensó Sergio, percibiendo como aquellas
líneas escritas tanto tiempo atrás adquirían otra dimensión
cuando eran leídas en voz alta, y por ella precisamente.
Diana no se detuvo, en su rostro, una expresión que Sergio
no lograba descifrar.
«…sólo detente un segundo, diez segundos, un minuto,
percíbeme en la yema de tus dedos, en tus lóbulos, en tus
comisuras, en cada uno de tus poros. Sólo observa la nada,
dibújame con tus ojos que yo te estoy dibujando con los
míos. Sonríe en silencio y escucha mi voz flotando muy
cerca de ti. Deja que un escalofrío inesperado te sacuda…»
Volvió a mirarlo brevemente, sonriendo. Sergio sintió
un leve escalofrío.
«…sólo continúa siendo mi musa una y mil veces y,
sin pensarlo más, entrelázate con las sílabas que escribo.
Y sé paciente, aunque tengo la secreta intención de nunca
encontrarte, te sigo y te seguiré buscando».
Diana siguió mirando el papel por unos segundos,
como si estuviera buscando algún mensaje oculto entre
líneas. Finalmente miró a Sergio a los ojos. Él la miró a su
vez, controlando a duras penas un deseo casi insoportable
de bajar la mirada, de salir corriendo; si era posible,
desaparecer.
—¿Y esto? —preguntó ella.
—Pues…
Alvaro Vanegas
—Qué bello escrito, ¿es una canción acaso? —volvió a
hablar Diana, sonriendo.
Sergio se atragantó con la mentira que pretendía soltar.
Abrió y cerró la boca, confundido.
—No —respondió por fin—, lo escribí yo.
—Pues es muy bonito —Sergio siempre había odiado
esa palabra, «bonito», un apelativo hipócrita y solapado.
Diana lo sabía, o así era antes de sufrir esa amnesia
selectiva que a Sergio se le antojaba impostada—. Parece
una canción —continuó ella—. ¿Qué estás haciendo con
esto? —preguntó, llevando de nuevo sus ojos a las manos
de Sergio.
Él guardó apresurado los demás papeles en uno de sus
bolsillos.
—Es parte de un libro de poemas que estoy recopilando,
eso es todo.
Pero Diana lo observaba inquisitiva. Estaba claro que
no le creía una palabra. «Pues te tengo una noticia», pensó
él, «tampoco creo que hayas olvidado que esto lo escribí
para ti».
—A propósito, ¿cómo vas con tus escritos? ¿Ya publicaste
algo?
Otro ataque, y éste era más que evidente. Sergio tragó
saliva.
—¿Tú qué crees? —contestó en un tono desafiante.
—Entonces estás ocupado —dijo ella, cambiando de
tema de manera intempestiva.
—¿Ocupado? —respondió— ¿Por qué lo dices? —
agregó, cayendo en cuenta de su error un segundo después
de haber hablado.
—Dijiste que estabas esperando a alguien —dijó Diana,
enarcando las cejas de ese modo tan sensual que Sergio creía
31
32
No todo lo que brilla es sangre
haber olvidado. Una imagen repentina del contraste de su
propia piel desnuda y la de ella lo atacó por la espalda.
—Sí, claro —se apresuró a contestar—, seguro no
demora en llegar.
—Pues nada, hablaremos otro día entonces. Que te
vaya bien con tu amiga y con tu libro de poemas.
—Gracias… supongo. Que te vaya bien también.
Sergio observó a Diana darle la espalda y alejarse. Ella
caminó unos metros y volteó la mirada. Eso era todo lo que
Sergio necesitaba, el empujón definitivo.
—Oye —repuso—, acabo de perder el celular y perdí
mis contactos, dame tu número por favor.
—¿En serio quieres mi número? ¿Para qué?
Sergio no estaba seguro de si la pregunta era retórica
y, deliberadamente, ignoró la agresividad implícita en sus
palabras.
—Me acabas de decir que hablemos después… podríamos tomarnos un café.
Diana lo miró con una sonrisa que nada tenía que ver
con la aparente molestia que había visto antes, una sonrisa
que a él, en ese momento, se le antojó perfecta. Se acercó
de nuevo y escribió en una hoja lo que le había pedido.
Después de todo resultó siendo un buen día.
Sergio trabajó en tres buses más y logró dos cosas:
primero, acercarse lo suficiente a su apartamento como
para que la caminata no fuera un problema; segundo,
reunir un poco de dinero, suficiente para comprar pan,
panela, dos huevos y comida para Mina, la pitbull que lo
recibiría batiendo su cola con alegría, llevara o no llevara
comida.
Camino a su casa notó algo extraño en su rostro. Se
detuvo un momento.
Alvaro Vanegas
Era una sonrisa.
Odiaba admitirlo, pero, desde el momento en que se
había despedido de Diana, no había parado de sonreír.
Prefirió no pensar en las razones de tan inusitado
comportamiento y reanudó su camino.
Una cuadra antes de llegar a la puerta del edificio,
ubicado sobre la calle de los Dolores, en pleno centro de La
Ciudad, un travesti que, gracias a unos tacones de por lo
menos diez centímetros, lo superaba en estatura, le cortó el
paso. Sergio se detuvo en seco, y miró el rostro maquillado
con expresión seria y ligeramente contrariada.
—¡Me asustó, Cintia! —reprochó Sergio.
—¿Qué le pasa, papito? ¡Nada de nervios! —dijo ella
con ese tono impostado tan característico.
—Venía pensando en otra cosa.
—¿Y por eso trae esa carita de idiota? —preguntó ahora
Cintia, con tono amigable y sonriendo.
Sergio la miró por un segundo, procurando lucir severo,
pero Cintia le caía muy bien y terminó sonriendo también. El travesti lo abrazó por la cintura y caminó con él
la última cuadra que lo separaba del edificio donde vivía.
Sergio, quien al principio, cuando estaba recién mudado
a ese apartamento, unos meses atrás, se sentía bastante incómodo con la cercanía de Cintia, ahora disfrutaba de su
compañía.
—¿Todo bien, papasito?
—Todo bien, tonterías que pasan todos los días
—¿Pero nada grave? —preguntó Cintia, sinceramente
interesada.
—Nada grave, Cintia, sólo tengo que dejar de pensar
tanto.
—Entonces acompáñeme a la pieza —dijo ella, en un
33
34
No todo lo que brilla es sangre
tono que pretendía ser irónico—. Yo lo hago olvidar de
cualquier cosa.
—Mañana —repuso Sergio, repitiendo la misma respuesta que profería cada vez que el travesti le hacía algún
tipo de insinuación.
—Pero que sea un trato, ¿estamos?
—Claro que sí, Cintia —dijo él, buscando en sus
bolsillos las llaves para entrar al edificio.
Cintia se acercó y le plantó un beso en la mejilla. Se
alejó mirándolo y dejando tras de sí el fuerte aroma de su
perfume.
—Se me cuida todo eso, ¿bueno, ricura?
Sergio soltó una breve carcajada y habló mientras abría
la puerta.
—Usted también, Cintia. Por la sombrita.
Observó por última vez en ese día a Cintia contoneando
su cuerpo curvilíneo. Una cintura y unas nalgas que podrían
engañar a cualquiera. Se descubrió pensando «¿será?», pero,
claro, eso era algo que jamás se atrevería a admitir. Olvidó
esos pensamientos en un segundo y subió las escaleras hasta
el cuarto piso, mientras terminaba de decidir si le contaría
a su madre sobre el robo.
Mina, la pitbull, lo recibió como siempre, con sincera
efusividad. Sergio no pudo hacer más que aceptar tanto
cariño con caricias en el lomo, un ritual que se repetía todos
los días, era imposible ignorarla. Mina estaba constituida
por treinta kilos color chocolate con blanco de puro amor
y músculos.
Sergio fue directamente a la cocina, donde Rosa, su
madre, fumaba un cigarrillo. Sergio no comprendía cómo se
Alvaro Vanegas
las arreglaba Rosa para tener siempre dinero para cigarrillos
y en ocasiones no poder comprar ni papel higiénico. Era
uno de esos misterios en los que prefería no ahondar
demasiado. En esta ocasión no hizo alusión al asunto, optó
por soltar un lacónico «hola, mamá» mientras dejaba la
bolsa de la comida sobre el mesón junto a la estufa.
Rosa lo recibió con una buena noticia, después de
saludarlo de la misma manera lacónica.
«Conseguí lo del recibo de la luz, ya lo pagué » —dijo
en tono neutral.
A Mina la noticia parecía tenerla al borde de un colapso.
Movía el rabo a una velocidad que parecería imposible para
un perro, un poco más y se elevaría por los aires. Sergio la
observó sin sorpresa, «este animal está demente», pensó por
millonésima ocasión.
—Qué bueno —respondió sin mirar a su mamá—. A
mí me atracaron hoy —espetó casi sin darse cuenta. A veces no entendía cómo funcionaba su cabeza. La idea era
preguntarle cómo había hecho para conseguir dinero, pero,
por alguna razón, lo del robo se le salió, no pudo evitarlo.
En todo caso se sintió un poco mejor, sólo un poco.
Su madre tardó en reaccionar, posiblemente no acababa
de entender lo que Sergio había dicho.
—¿Qué? —Espetó por fin casi gritando— ¿Estás bien?
¿Qué te quitaron?
«Ésa es mi mamá» se dijo Sergio, «primero me preguntó
si estoy bien».
—No me pasó nada, má —dijo levantando la mirada;
observó a su madre, congestionada— sólo fue el susto. Me
quitaron la maleta con todo lo que tenía precisamente en
el que iba a ser el último bus del día. Afortunadamente me
quedaron unos cuantos poemas en las manos y con eso me
35
36
No todo lo que brilla es sangre
pude devolver y comprar esto —sacó de las bolsas las pocas
provisiones.
—Esta ciudad está cada vez peor.
—Qué original, má —Sergio ahora sonreía abiertamente.
—No entiendo de qué te ríes —reprochó ella, pero
también sonrió.
—Tenemos dos opciones, quejarnos de lo mal que está
La Ciudad, El País y el mundo entero o reírnos del asunto. Ninguna de las dos opciones solucionará nada, así que
yo elijo reírme. Si lo piensas bien, es bastante cómico, te
sugiero que hagas lo mismo —Sergio estaba más que sorprendido por su nueva actitud, era obvio que el encuentro
con Diana Meneses había impactado en él mucho más de
lo que creía.
—No le veo lo gracioso —repuso Rosa, pugnando por
contener la risa—. ¿Qué trajiste?
—Panela, pan y huevos... y comida para Mina.
—Pues te tengo otra buena noticia, me sobró para
hacerte un sudado de pollo y Mina ya comió, así que
podemos dejar lo que trajiste para mañana.
Sergio sintió, sorprendido, como el hambre volvió de
improviso, bienvenida era.
Se agachó para consentir a Mina; en ese momento se
sentía muy bien y le pareció la oportunidad perfecta para
demostrarle a su amiga cuadrúpeda que también la quería.
La abrazó y jugó con ella por un par de minutos. Mina casi
parecía sonreír.
—Ésa sí que es una buena noticia, mamá.
—Pero te tengo una que no es tan buena —replicó ella,
bajando la mirada al cenicero y apagando el cigarrillo.
—Obviamente. Siempre hay algo. Dime de una vez, a
Alvaro Vanegas
ver si disfruto la comida —Sergio se incorporó y prendió
los fogones para calentar su comida.
—Hoy vino don Eulalio.
—Mierda —masculló Sergio.
—Y está furioso —anunció Rosa, sin levantar la mirada
del cenicero.
Don Eulalio era el dueño del apartamento donde vivían.
Un apartamento grande y cómodo, que databa de la época,
muchos años atrás, en la que aquel barrio era uno de los
mejores lugares imaginables para vivir en La Ciudad. Ahora había sido declarado zona de tolerancia y el panorama
que dominaba sus calles estaba muy lejos de ser una postal
turística. En esos días era imposible caminar unos metros
sin encontrarse con una prostituta semidesnuda ofreciendo
sus servicios o un delincuente de poca monta intentando
vender alguna clase de alucinógeno. La amalgama de aromas que se percibían con sólo ir a la tienda de la esquina era
rica y variada. Iban desde la marihuana hasta la mierda de
indigente, pasando siempre por el perfume barato recién
aplicado. La energía que se sentía en cada rincón del barrio
era de miedo y repulsión. Un buen lugar para vivir. Todo
esto provocó que los arriendos, incluso en un apartamento
como el que estaban ocupando Sergio, Rosa y Mina, de
ciento cuarenta metros cuadrados, con cuatro habitaciones
inmensas y tres baños, bajaran estrepitosamente. Pocas personas estaban dispuestas a soportar la constante zozobra de
saber que en cualquier momento podían recibir un navajazo por no regalar una moneda o por cruzarse con la persona
equivocada en el momento equivocado.
Por otro lado, un alquiler barato también resultaba
excesivo cuando no se tenía un ingreso de, por lo menos, un
sueldo mínimo. Ya eran cuatro meses en los que no habían
37
38
No todo lo que brilla es sangre
podido pagar los cuatrocientos mil correspondientes al
canon de alquiler, razón más que suficiente para que don
Eulalio estuviera furioso. Habían buscado inquilinos para
los dos cuartos sobrantes, pero a Rosa, siempre de gustos
tan refinados, nadie le parecía confiable.
—Ha sido un día largo, má, ¿te parece si seguimos
hablando de esto mañana? —pero ya imaginaba su
computador en la vitrina de alguna casa de empeños. No
le darían mucho, alcanzaría apenas para calmar un poco a
don Eulalio y ganar algo de tiempo.
Esa noche, en su cuarto, sentado frente al televisor
encendido, el mismo que se había negado a empeñar,
aunque había estado a punto de hacerlo en varias ocasiones,
saboreaba la comida preparada por su mamá y mantenía la
imagen del rostro de Diana en su cabeza mientras sentía,
una vez más, que todo se arreglaría. Era hora de que
empezara a aceptarlo, aún sentía algo por ella.
—¿Y qué? —Le increpó al televisor— Ése es mi
problema. Además, no pienso hacer nada al respecto.
Miró a Mina, acostada en el suelo junto a su cama.
La perrita le devolvió la mirada levantando un poco su
cabeza, pero luego, desinteresada, volvió a dejarla apoyada
cómodamente en el piso de madera y dejó salir un profundo
suspiro que a Sergio le sonó a: «no engañas a nadie».
Su mente, siempre tan voluntariosa, quiso recordarle
la muerte de su padre y su hermana a causa de un auto
fantasma. Se sacudió aquellos pensamientos justo a
tiempo, pues sabía lo que venía después: un largo episodio
de autocomplacencia y victimización.
—A la mierda con todo —murmuró él volviendo a mirar
el televisor. En ese momento decidió que no empeñaría su
computador—. Algo tiene que pasar que nos saque de esto.
E
speramos que haya disfrutado esta muestra
de No todo lo que brilla es sangre del escritor
colombiano Alvaro Vanegas. Lo invitamos a que
comparta y difunda esta muestra, logrando así
que la lectura sea una forma de entretenimiento
masivo. Igualmente, si quiere conocer la obra
completa haga click aquí.

Documentos relacionados