christina onassis - Rodolfo Vera Calderón

Transcripción

christina onassis - Rodolfo Vera Calderón
Marina junto a Christina en el
legendario Maxim’s, uno de los
restaurantes favoritos de los
Onassis en París, poco tiempo
después de que Alexander
–el único hijo varón del
armador de barcos– muriera en
un accidente de avión, en enero
de 1973. “No había ocasión en
que Louis Vaudable, el dueño
del célebre restaurante, dejara
de acercarse a la mesa para
saludar a Ari”, cuenta la autora.
A 25 años de su muerte,
Marina Tchomlekdjoglou
la recuerda en un
libro conmovedor
CHRISTINA
ONASSIS
en boca de su
mejor amiga
En exclusivo, un adelanto de
Mi vida con Christina Onassis, la
verdadera historia jamás contada.
Su infancia de “pobre niña rica”,
sus cuatro matrimonios fallidos,
la complicada relación con
Jackie Kennedy y María Callas,
la maternidad y su triste final
en Argentina
D
espués, me dio un tour
por la fabulosa embarcación de 97 metros de
eslora y a la que el rey Faruk
de Egipto llamó “el último
grito de la opulencia”. Quedé impresionada con la moderna tecnología del barco:
disponía de radar, central
telefónica con cuarenta y dos
líneas, sistema de aire acondicionado central, quirófano
y sala de rayos X, una pileta
cuyo piso estaba decorado
con mosaicos que replicaban escenas de la mitología
griega y que se podía elevar
al nivel de la cubierta y servía
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de pista de baile. En fin, ¡una
maravilla! Pero lo que más
me sorprendió fue la suite de
Ari, que consistía en cuatro
cuartos en la cubierta, con
una bañera hundida de lapislázuli y paredes cubiertas con
espejos venecianos.
Nos instalamos en nuestros
camarotes –el yate tenía nueve, cada uno con el nombre
de una isla griega– y me preparé para ir a la playa. (…) Al
llegar, nos encontramos con
un Ari sumamente bronceado
y con el cabello despeinado,
a lo sauvage. Su pelo canoso
contrastaba con su vientre y
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“Al entrar, la tenue luz violácea de la capilla hizo
que, mientras caminaba a ver a mi amiga a solas
por última vez, un escalofrío recorriera mi cuerpo”
el traje de baño que llevaba: parecía
un personaje de El viejo y el mar. De
fondo, el océano apaciguado arrojaba una postal sacada del Olimpo
(…). En cuanto Ari nos vio, se acercó
a saludarnos e inmediatamente me
preguntó: “¿Querés un ouzo o una
copa de champagne?”. Sin dudarlo,
le acepté el ouzo; obviamente, Christina pidió una Coca-Cola. A partir de
ese momento empecé a sentir a Grecia más cerca que nunca, tanto en sus
costumbres como en sus tradiciones:
todo lo que comíamos era típica comida mediterránea. Me acuerdo perfectamente de los mezes, esa especie
de hors d’oeuvre, preparados con dedicación para el dueño de casa. También el basturma, esa carne secada al
sol condimentada con ajo puro y sal,
muy popular en las clases populares
griegas (…). Eso es algo que siempre
admiré y que voy a ponderar de Ari:
jamás renegó de sus orígenes y siempre pedía que le sirvieran los platos
más típicos de Grecia, así fuera la
comida más popular. De hecho, fue
gracias a mi gusto por este tipo de
comidas que Ari comenzó a tomar-
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En la casa de los Niarchos, en St. Moritz, durante el bautismo de Stavros Niarchos Jr., en 1985. Izquierda, abajo:
Christina fue velada en la pequeña iglesia que los padres de Marina, Stylianos Tchomlekdjoglou y Mosha
Embirikos, donaron a la sede de la arquidiócesis ortodoxa griega, sobre la avenida Figueroa Alcorta.
me mucho cariño y a considerarme
como una hija (…).
UNOS DIAS EN SKORPIOS
JUNTO A JACKIE
Al día siguiente de la llegada de
Jackie a Skorpios, Christina y yo subimos a la casa grande para tomar el
desayuno (…). Camino al comedor,
me sorprendió encontrarme con ella.
Vestida con un bikini negro, cola de
caballo y grandes anteojos de sol, estaba leyendo el diario y sobre la mesa
tenía una copa de champagne. La
saludé muy cordialmente y me fui a
tomar el desayuno. Al poco rato, me
cambié para ir a la playa con Christina: bajamos y ahí estaban Caroline y
el sol de John John. Después de charlar un rato, comenté que me gustaría
hacer un poco de esquí acuático; sin
dudarlo, el hijo de Jackie se ofreció
para manejar la lancha.
A mi regreso, Jackie se estaba preparando para zambullirse en el mar:
casi terminaba de ponerse las patas
de rana y su gorra blanca de goma.
Quedé impresionada cuando la vi de
pie: si bien no era nada del otro mun-
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Christina siempre se refería a Skorpios como
“el paraíso en el que quiero estar cuando envejezca
y en donde me refugio cuando las cosas se ponen
demasiado difíciles”
Derecha: las íntimas amigas posan con el capitán Costas Anastassiadis, a cargo del Christina,
en 1972. Cuando se jubiló, la heredera lo convirtió en uno de los telefonistas de Skorpios. Abajo:
Christina en el living de la pequeña casa de dos habitaciones que mandó construir después de
la muerte de su padre. Era una construcción pequeña que tenía todas las comodidades para
estar aislados del resto de los invitados que, habitualmente, recibía la hija de Onassis. Marina
junto al barón Heini Thyssen-Bornemisza durante un almuerzo en Skorpios. En la otra página,
abajo: el Christina, el yate que Aristóteles compró en 1954 por cuatro millones de dólares y que
fue completamente decorado por Tina Livanos. Marina, en una imagen de principios de los 70,
navegando en el Egeo.
do, su silueta daba una sensación de
perfecta armonía. Estaba muy flaca, por no decir huesuda –incluso,
era algo zamba, porque sus piernas
se abrían un poco–, pero la elegancia con la que se desplazaba y la
forma en que movía su cuerpo hacían que luciera como una artista
de cine. Al poco tiempo de que salió del mar –después de nadar casi
una hora– su pelo se secó, y me di
cuenta de que Jackie tenía un cabello muy rizado: confieso que me
alegré enormemente, ya que yo tenía el mismo problema.
CALLAS Y ONASSIS:
FUEGO GRIEGO
(…) Christina sólo se refería a ella
de una forma despectiva, ya que la
soprano provocó la ruptura del matrimonio de sus padres (fue en el
living del Christina donde su madre,
Tina Livanos, encontró a Ari haciendo el amor con María). Ese año la
soprano y su marido, Giovanni Meneghini, habían sido invitados por
los Onassis a Grecia. Se había forjado
una amistad entre los dos matrimonios, ya que Aristóteles y Tina iban
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constantemente a ver cantar a María y pasaban largas temporadas en
Montecarlo con la cantante y su marido, además del príncipe Rainiero y
Grace Kelly. Aquel verano, lo último
que imaginó Tina era que su esposo terminaría enamorándose de una
mujer tan famosa y con un perfil tan
alto como María.
Después del terrible incidente,
Tina puso punto final a su matrimonio y dejó a Ari para casarse meses
después con John Spencer-Churchill, marqués de Blandford. Tanto
Christina como Alexander, por supuesto, jamás olvidaron ese episodio
y siempre maldijeron a María; un
desprecio que Aristóteles conocía
muy bien, porque jamás obligó a sus
hijos a convivir con ella (…).
Sin duda, si hubo una pareja en
la historia que se amó con pasión
desenfrenada, esa fue la de Aristóteles Onassis y María Callas. Ambos
conformaban un fuego griego que
jamás pudo extinguirse: ni en París,
ni en altamar, ni en Skorpios… Donde estuvieran, se amaban y se peleaban con locura. Sin embargo, la vida
sentimental de María junto a Ari se
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Arriba: Aristóteles con el gran amor de su vida, María Callas, en 1959. “Le fascinaba saber que
María estaba con él por amor y no por su dinero. Entre ellos todo fue siempre muy transparente…
mientras duró, ya que Ari terminó poniendo los negocios de su imperio naviero por encima
del amor que sentía por la soprano”, cuenta Marina. Abajo: el magnate y Jackie Kennedy, su
segunda mujer, en septiembre de 1970 llegando a La Côte Basque, el célebre restaurante francés
de Nueva York. “Jackie era una mujer verdaderamente refinada, con un acento neutral y nada
americano: llamaba mi atención que jamás levantara la voz y que siempre hablara en el mismo
tono: pausado y tranquilo”, asegura Marina.
“Cuando vi a Jackie por
primera vez, me quedé
impresionada: la
elegancia con la que
se movía hacía que
luciera como una artista
de cine”
“Si hubo una pareja en la
historia que se amó con
pasión desenfrenada, esa
fue la de Onassis y María
Callas. Conformaban un
fuego griego que jamás
pudo extinguirse”
parecía más a la de los personajes
que interpretaba en el escenario que
a la de una diva de su envergadura,
porque siempre vivió a la sombra del
naviero. Y cuando estuvo a punto de
ver realizado su sueño de ser madre
y de tener algo más que las alhajas,
las noches apasionadas y las flores
que le enviaba el magnate, el hijo varón que engendró con Onassis nació
muerto. La tragedia, una vez más,
regresaba a su mundo. Por si eso fuera poco, unos meses después de ese
duro golpe se enteró por los diarios
de que Ari se había casado con la
viuda más famosa del planeta, Jackie
Kennedy. Como en Madame Butterfly,
la tristeza llegó a su vida y se instaló
para siempre.
pudiera visitar a un médico. Me dijo
que estaba en su casa: “Me compré
un sonógrafo para escuchar todos
los días el corazón de mi bebé. Y ya
decidí que si es una niña la llamaré
Athina, como mi madre”, me confesó emocionada. Esas eran las cosas
que más me enternecían de Christina: podía ser muy infantil en lo que
hacía, pero muchos de sus caprichos
eran fabulosos. Día por medio me
llamaba para que escuchara cómo
latía el corazón de su bebé. (…)
Athina nació el 29 de enero de 1985
en el Hospital Americano de París (el
mismo donde había muerto Aristóteles) y, para no variar, me enteré de la
noticia a través de la prensa: con una
gran sonrisa en los labios, leí que la
nena había nacido por cesárea con
2,800 kilos. Aunque suene extraño,
Christina jamás me llamó para decírmelo; sin embargo, por amigos en
común sabía que estaba bien y que,
aunque el parto había transcurrido
sin contratiempos, Athina había tenido algunas complicaciones del corazón al nacer. Finalmente, resultó que
no era nada grave y la heredera de la
mujer más rica del mundo creció de
una forma normal. (…)
ATHINA, EL GRAN AMOR
DE SU VIDA
(…) Después de un largo tiempo
sin saber nada de ella, una noche
(Christina) me llamó muy emocionada para darme la gran noticia: ¡estaba embarazada! Estaba por meterme
a la cama cuando sonó el teléfono y
del otro lado escuché su voz diciéndome: “¡Hola, Marinita! Tengo que
contarte algo muy importante: ¡¡¡Voy
a ser mamá!!!”. Sinceramente, me
puse feliz por ella, porque sabía que
era una de las cosas que más anhelaba en la vida, y ahí nomás comenzó
a hacerme miles de preguntas sobre
el embarazo: si iba a tener muchos
vómitos y mareos, si era normal que
tuviera tanto sueño, a partir de qué
período llegaban los antojos… Quería saber todo sobre el proceso que
le esperaba.
A los pocos días volvió a llamarme
y, después de saludarme, me dijo:
“¡¡¡Escuchá!!!”. De repente comencé
a sentir unos latidos. “Es el corazón
de mi bebé, Marina. ¡¡¡Estoy feliz!!!”.
Intrigada, le pregunté dónde estaba,
porque no era una hora en la que
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Arriba: en el exclusivo King’s Club de St. Moritz, Marina conversa con Víctor Manuel de Saboya
(actual jefe de la Casa Real italiana), ante la mirada de Tore Bergengren. Christina, sentada
sobre el piso. Abajo: una de las tantas noches que Marina comió en Maxim’s con los Onassis.
“En medio de nuestras charlas banales, mi diversión pasaba por ver desfilar a todo el jet set
europeo por el lugar”, agrega. En la foto aparecen Jean-Paul Belmondo y Laura Antonelli
sentados en la mesa contigua.
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Arriba: Christina y Thierry, su cuarto marido y padre de
su hija Athina, cortan la torta de boda durante la fiesta
para ciento cincuenta invitados en Maxim’s, el 17 de marzo
de 1984. La heredera lució un vestido blanco bordado de
Jean-Louis Scherrer y armó su peinado con extensiones
y un tocado de flores. Abajo: Marina fue la madrina de la
ceremonia en la que Christina y Thierry se casaron por el
rito ortodoxo griego. Para la ocasión, optó por un vestido
azul marino con lunares blancos y rojos de Givenchy.
Conocí a Athina en París cuando cumplió un año. A comparación de su madre, era callada y
apenas levantaba la voz: todavía
recuerdo su mirada con esos
enormes ojos que me escrutaban
con atención. Me sorprendió ver
lo cambiada que estaba Christina:
se había convertido en la mejor
madre que vi en mi vida. Todas las
mañanas pedía que la despertaran
una hora antes que a Athina, así
tenía tiempo de acicalarse, peinarse y estar lista para cuando la
pequeña despertara. Hasta el día
en que murió, así fue la relación
de Christina con su hija.
“È MORTA!”
Sábado 19 de noviembre de
1988. Temprano en la mañana,
una vez que Christina regresó de
llamar a Athina a Suiza, me dijo
que quería ir a hacerse las uñas
y peinarse. Llamé entonces a Andrea para preguntar si podían recibirnos sin turno y, al poco tiempo, ya estábamos instaladas en el
salón de belleza de la calle Talcahuano. Mi amiga estaba de muy
buen humor y no paró de ver
revistas para ponerse al día de lo
que sucedía en la Argentina, un
país por el que sentía un cariño
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muy especial y en el que su padre
inició su fortuna. Era la primera
vez en su vida, según le dijo a la
manicura, que se pintaba las uñas
de rojo: no tengo duda de que
era cierto, porque jamás le había
visto las manos con ese color. Al
salir de ahí, el chofer nos llevó a
la oficina de Jorge, mi hermano,
que en ese entonces estaba ubicada en la calle Alsina. Después de
charlar un rato, Christina me dijo
que no me preocupara por ella,
que me fuera a casa a organizar
todo para el weekend que pasaríamos en mi quinta de Tortugas.
Jorge y mi amiga se llevaban muy
bien y podían durar horas conversando, por lo que, tranquila,
me fui a comprar todo para el
asado del día siguiente. Por la tarde, emprendimos el viaje hacia la
quinta con Alberto [Dodero], mi
ex marido, y mis hijas, Carminne
y Tweety: Christina y Jorge seguramente llegarían para la cena, y
yo quería tener todo listo. (…)
Una vez en la mesa, me sorprendió que, después de mucho
tiempo, Christina comenzara a
hablar de su padre, de su hermano, de una infinidad de cosas que
jamás mencionaba… Era como si
estuviera haciendo catarsis, una
Izquierda, arriba: el retrato de Athina con el que Christina siempre
viajaba y que dejó en el living de la casa de Marina antes de morir.
Arriba: la pequeña heredera baila con su madre, quien amaba la música.
Izquierda: la mejor amiga de Marina jugando en la pileta de Le Trianon
–su casa de Cap Ferrat– con Athina y Tweety, su ahijada. “Esta es una
de las fotos que más me gustan de Christina. En ese entonces, me
encantaba verla tan feliz disfrutando de la maternidad”, confiesa.
“Conocí a Athina en París cuando cumplió
un año. A comparación de su madre, era
callada y apenas levantaba la voz: todavía
recuerdo su mirada con esos enormes ojos
que me escrutaban con atención”
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“Con este libro cierro un ciclo y te
demuestro el afecto que me pediste
días antes de tu muerte pero, sobre
todo, lo mucho que te extraño”
Arriba: Christina y
Marina, en agosto de
1981, en el aeropuerto
de Atenas –vestidas
de forma muy similar
y luciendo la clásica
Speedy de Louis
Vuitton– momentos
antes de embarcarse
en el Learjet para pasar
unos días en Skorpios.
Izquierda: con sus
hijas en el living de
Villa Crystal, la casa de
dieciocho habitaciones
que Christina compró
en St. Moritz y que
mandó decorar por
Valerian Rybar, uno de
los interioristas más
caros de los años 80.
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declaración de amor a sus
seres más queridos. Mientras comíamos dijo cosas
muy lindas sobre Aristóteles, su padre, y sobre Alex,
su hermano, pero nunca
mencionó a su madre.
Realmente se la veía radiante y feliz. Eleni –la gobernanta que la acompañaba desde su adolescencia– y yo nos mirábamos
sorprendidas por todo lo
que estaba confesando. Ya
era de madrugada cuando
nos levantamos del living
para irnos a acostar. Siempre que estábamos juntas,
Christina y yo dormíamos
en la misma habitación,
pero esa noche me dijo
que se quedaría charlando
con “Oro”, sobrenombre
con el que cariñosamente
llamaba a mi hermano. En
realidad, le había pedido
a Jorge que la acompañara a la iglesia del fraccionamiento: a ella le encantaba rezar, así fuera en
una iglesia católica.
Me preparé para irme a
la cama, pero me di cuenta
de que, con el apuro, me
había olvidado de guardar
un camisón en el bolso,
y me acosté desnuda. Al
rato, Christina regresó de
la iglesia, entró en mi cuarto y, jugando, me destapó
porque quería charlar conmigo; cuando me vio sin
ropa, soltó una carcajada.
Entre risas le dije que estaba muy cansada y que lo
único que quería era dormir, así que volvió a arroparme y, antes de apagar la
luz, me tiró un beso al aire
y me dijo “buenas noches”
en griego. Esa fue la última
vez que la vi con vida.
Al levantarme, pasadas
las diez de la mañana, le
pregunté a Eleni dónde
estaba Christina: me dijo
que seguía durmiendo. Me
acerqué a la puerta de su
habitación, espié por la mirilla y vi luz. Entonces abrí
la puerta y me sorprendí
al ver que la cama estaba
tendida pero con ropa encima; la puerta del baño
se encontraba entreabierta y se escuchaba correr
el agua. En cuanto entré,
vi su cuerpo de espaldas,
sentado y erguido, con la
cabeza apenas ladeada. Sin
hablarle ni tocarla, llamé
a Eleni para decirle que
Christina se había quedado dormida, como sucedía
muchas veces.
Eleni entró al baño para
ayudarme a levantarla y llevarla a la cama, pero, al verle la cara, gritó con angustia: “È morta! È morta!”.
Yo no podía creer lo que
escuchaba y, perturbada,
salí corriendo a buscar a
mi hermano. Junto con Alberto, Jorge entró al baño
y ayudó a Eleni a sacar el
cuerpo: sobre una toalla, la
acostaron en el piso de la
habitación. Aún recuerdo
los ojos abiertos de Christina que miraban el infinito.
Entre lágrimas y totalmente consternada, aseguraba
que estaba viva y que teníamos que llamar a un médico, pero con su mirada mi
hermano me daba a entender que no, que Christina
estaba muerta (…).
•
Extracto del libro
Mi vida con Christina
Onassis. La verdadera
historia jamás contada,
editado por Sudamericana.
Fotos: Archivo privado de
Marina Tchomlekdjoglou y
Getty Images
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