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150 AÑOS DE 'TELECOS'
La acumulación de basura espacial provoca
interferencias entre los satélites
Muchos aparatos están fuera de servicio, pero ocupan lugar - El espacio y las frecuencias
disponibles en la órbita geoestacionaria son un bien escaso - El riesgo de colisión es bajo,
pero el peligro de congestión es real
RAFAEL CLEMENTE
EL PAÍS - 19-05-2005
Vista desde el espacio, la Tierra está rodeada por
un enjambre de satélites artificiales que describen
a su alrededor un caótico ovillo de trayectorias. La
mayoría se encuentran a baja altura, entre 200 y
500 kilómetros. Mucho más arriba, 36.000
kilómetros por encima del ecuador, existe un
lugar especial, una única órbita, donde se agolpan
docenas y docenas de artefactos.
La órbita ecuatorial a 36.000 kilómetros es la
órbita geoestacionaria (GEO) u órbita de Clarke,
así llamada en honor al autor de 2001, Arthur C.
Clarke, quien ya apuntó su utilidad antes de que
volase el Sputnik. Clarke observó que de las
órbitas posibles, a baja, media y gran altura, ésta
era la única que ofrecía un periodo de revolución
de 24 horas. Cualquier objeto situado ahí giraría
al unísono con la Tierra y parecería estar fijo en el
firmamento.
Representación del satélite medio
ambiental Envisat, desarrolllado
por la ESA. En la actualidad hay
en órbita geoestacionaria unos
300 aparatos de 40 naciones
(EPA)
ampliar
El caso Iridium
Esa característica la hace adecuada para instalar repetidores de radio y
televisión (aparte de novelista, Clarke era un técnico electrónico que durante la
II Guerra Mundial intervino en el desarrollo de los primeros sistemas de
aterrizaje instrumental). Con tres satélites espaciados 120 grados bastaría para
cubrir el globo, salvo las zonas polares. Clarke visualizaba su esquema como
tres repetidores de televisión atendidos por técnicos astronautas las 24 horas.
Medio siglo después, la realidad es más complicada. En la órbita
geoestacionaria nunca ha habido humanos, pero sí una población creciente de
satélites automáticos.
Hoy hay 40 naciones con presencia en la GEO, lo que supone unos 300 satélites
anclados allí. El peligro de congestión es real. Si pudieran verse, aparecerían
como un collar de perlas en el cielo. Entre satélites de comunicaciones,
meteorológicos y militares, corresponde uno por cada grado de circunferencia.
Muchos de ellos están fuera de servicio, pero ocupan espacio. A tanta altura, la
fricción del aire no les afecta y pasarán milenios antes de que se quemen en la
atmósfera. Ninguno lleva un sistema de frenado para destruirlo al acabar su
vida útil. Y los transbordadores tripulados no pueden subir a recoger esa
basura porque la órbita sincrónica está muy por encima de su techo máximo.
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Aunque el peligro de colisiones es bajo, el problema ahora consiste en
garantizar que las señales de estos apelotonados satélites no se interfieran. El
espacio y las frecuencias disponibles en la GEO son un bien escaso, cuya
asignación gestiona la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT).
No es un trabajo fácil. Existen seis organizaciones que explotan satélites en esta
órbita. La mayor es Intelsat, que agrupa a más de 140 miembros. Le siguen
Inmarsat (telefonía móvil, fax y transmisión de datos). Eutelsat (12 satélites de
telefonía y transmisión de televisión), Intersputnik (usa la constelación rusa
Express para dar servicios de TV y telefonía), Arabsat (Oriente Próximo y norte
de África) y Eumelsat (propietarios del Meteosat, con cuatro satélites). Las
relaciones entre ellos se regulan por diferentes códigos de derecho espacial, a
veces contradictorios o con vacíos legales.
Cualquiera puede solicitar alojamiento en la GEO y eso provoca conflictos. Por
ejemplo, la desproporción entre el tamaño de algunos países y la magnitud de
sus peticiones. Hace 12 años, el diminuto archipiélago de Tonga solicitó y
obtuvo nueve concesiones. Tonga no fabrica ni lanza satélites y sus necesidades
son limitadas. Muchos ven esta política la forma de obtener beneficios
alquilando posiciones en la GEO que nunca se iban a utilizar.
En 1993 surgió el primer conflicto cuando un satélite rebautizado TongaStar 1
(en realidad, un viejo Gorizont ruso, alquilado a una empresa norteamericana)
fue movido desde su posición hasta los 134 grados este, asignados a Tonga. Allí
empezó a interferir con su vecino indonesio, el Palapa Pacific 1. La UIT
intervino para llegar a una solución. En 2002 Tonga adquirió otro satélite
próximo al fin de su vida útil, el Comstar D4, para ofrecer servicios de
cobertura entre Europa, Oriente Próximo y Asia Occidental. Estacionado a 70
grados este, más allá de Sri Lanka, queda muy lejos de Tonga.
No es el único caso. Vietnam posee ocho licencias, pero ningún satélite. Irán
tiene tres reservas desde los años setenta. En principio pensaba utilizar una y
alquilar las otras dos. Ahora, tras varios años de negociaciones, acaba de
contratar con Rusia la construcción del satélite Zhoreh.
A todo esto hay que añadir las compañías que se preparan para entrar en
nichos de mercado más específicos. Ellos también pugnan por conseguir su
ranura en la GEO. WorldSpace, por ejemplo, ofrece servicios de audio y texto
digital en transmisión directa, usando terminales de bajo coste. Tiene dos
satélites, AfriStar y AsiaStar, y otro construido, pero pendiente de lanzamiento,
que serviría al Caribe e Iberoamérica.
Hay otros usuarios que no divulgan sus actividades. Son los sistemas militares
de comunicaciones, alarma temprana o espionaje electrónico. Que se sepa,
Estados Unidos ha enviado al menos 110 satélites (la mayoría, inactivos).
Probablemente Rusia supera la cifra, aunque es difícil asegurarlo porque sus
lanzamientos se hacen bajo la denominación genérica de Cosmos.
Algunos, destinados a escucha electrónica, captan las señales emitidas por
móviles o portátiles militares. Para ello, usan antenas monstruosas, de hasta
150 metros de diámetro, hechas con una malla fina que se envía al espacio
plegada en la proa del cohete y sólo se abre en órbita. Son tan grandes que
pueden ser vistos cuando, por casualidad, pasan ante el telescopio de algún
observatorio.
El caso Iridium
Por debajo de la GEO se mueven familias aún más numerosas de satélites.
Éstos cambian de posición continuamente y sólo quedan al alcance de las
estaciones terrestres durante decenas de minutos. Para garantizar una
cobertura continua, hay que disponer de muchos para que al ocultarse uno,
otro tome el relevo.
La familia más conocida es el sistema Iridium: 66 satélites idénticos (66 es el
número atómico del iridio), agrupados en 6 planos orbitales. Entre todos,
garantizan la cobertura del globo, incluyendo los polos, desde donde no se
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ven los satélites en órbita ecuatorial. En su lanzamiento se usaron cohetes
norteamericanos, rusos y chinos. En 1998 el proyecto estaba completado, con
los 66 satélites en posición más 6 repuestos. Pero sucesivos fallos obligaron a
lanzar más ejemplares. Hoy se han enviado casi 100.
Comercialmente, los inicios del programa fueron catastróficos. La demanda
no se materializó y la compañía quebró. Adquirida por un grupo inversor,
consiguió un contrato del Departamento de Defensa de Estados Unidos que
garantizaba su supervivencia hasta 2010. Hoy, Iridium y sus competidoras
Global Star y Orb Comm (también con problemas económicos) ofrecen
servicios de acceso telefónico desde zonas remotas.
Iridium no está al alcance de todos. Un teléfono por satélite cuesta 1.500
euros y puede alcanzar los 10.000 euros. El coste por llamada llega a 1,50
euros el minuto. Su uso se justifica cuando no hay cobertura de móviles.
Usan estos equipos explotaciones agropecuarias o madereras, ONG que
trabajan en áreas aisladas, servicios de emergencia en catástrofes, alpinistas,
embarcaciones de altura y algunas organizaciones estatales o militares. Pero
es dudoso que la telefonía por satélite llegue a generalizarse.
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