Weird Tales de Lhork Nº 29
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Weird Tales de Lhork Nº 29
WEIRD TALES DE LHORK NÚMERO 29. ESPECIAL FANTASÍA ERÓTICA. AÑO XI UN NUEVO RELATO DE EL BORAK: LA MUERTE DE LA TRIPLE HOJA, DE R.E.H. · NUEVA ENTREGA DE LA CORRESPONDENCIA DE R.E.H. · EL BESO DE ZORAIDA, DE C.A.S. · ARTÍCULOS, POEMAS, RELATOS... EDITORIAL “Tiempos Modernos” E Weird Tales de Lhork Nº 29 Especial Fantasía erónica Sumario Editorial El árbol genealógico de los dioses. Oscar Mariscal Erotismo y espadas: Gor. crónics de la Contratierra. Eugenio Fraile Nathicana ¿El poema más enigmático de H.P. Lovecraft? Sergio Fritz Roa Los mitos, las fábulas y las aguas del olvido. Oscar Mariscal Al servicio del rey. Robert E. Howard y Eugenio Fraile Los "Smithos de Cthulhu". Oscar Mariscal La Luna del lobishome. Eugenio Fraile La correspondencia de Robert E. Howard. Fermín Moreno El Gran Ciclo mítico-épico del caballero Rider Haggard. Augusto Uribe La muerte de la triple hoja. Robert E. Howard Sexo y cine. Salvador Sainz Dinastía de sangre. Fco. Javier Parera Gutiérrez El beso de Zoraida. Clark Ashton Smith El lago. Eva María Sastre Epitafio. José Francisco Sastre García La última tentación. Gemma Pérez Fernández Publicaciones del Fandom l título que encabeza el editorial de este nuevo ejemplar de Weird-Tales de Lhork y que tomamos prestado de la magnífica película interpretada por el genial Charles Chaplin encaja como anillo al dedo para esta nueva etapa que iniciamos a través de la red. Como se decía en otras épocas, hoy los tiempos cambian que es una barbaridad y en el Círculo de Lhork no podíamos quedarnos al margen de los avances en la comunicación y difusión de la imagen y la palabra escrita. No por ello renunciamos al espíritu romántico, literariamente hablando, que siempre ha acompañado a nuestra ya veterana revista, dedicando sus páginas a los autores clásicos que han sentado un precedente imborrable en todos los géneros de la Fantasía, el Terror, la CF, Policiaco, etc. Gracias a los Dioses de la Fantasía y a los lectores que fielmente nos siguen desde que apareciera el ya lejano nº 1, Carta Abierta desde Lhork, conjunto ilusionante de hojas grapadas en la cual se vertieron las primeras inquietudes literarias y el trabajo entusiasta de nuestro colectivo por hacerse un hueco en el fandom nacional, hemos llegado hasta aquí fieles a nuestra línea de trabajo. Con este nº 29 dedicado a la Erotic Fantasy o Fantasía Erótica, tanto monta, monta tanto, apostamos con decisión por las nuevas tecnologías que hacen que nuestro mundo sea una aldea global y la información llegue hasta los rincones más lejanos. Y lo mejor para nuestros lectores es que es totalmente gratuito. Disfrutad de todo ello, es nuestra mejor recompensa. 1 2 7 14 17 19 38 43 49 58 68 104 112 119 121 122 124 126 Toda la correspondencia, pedidos, colaboraciones y suscripciones, deben dirigirse a: Eugenio Fraile La Ossa. Paseo Muñoz Grandes, 51. 28025 Madrid. E-mail: [email protected] Eugenio Fraile -EditorEdición de la revista y coordinación general de las actividades del Círculo de Lhork: Eugenio Fraile. Edición y Maquetación: Mario Moreno Cortina. Soporte informático: “Weird Tales de Lhork Ediciones”. Director de actividades de “Lhork Aztlan” en México: Jorge Martínez Villaseñor. Director de actividades de “Lhork Wendigo” en Canadá: Eduardo Frank. Director de actividades de “Lhork Sioux” en Estados Unidos: Dale Pierce. Redacción: Eugenio Fraile, Fco. Javier Hernández, Carlos Saiz Cidoncha, Oscar Mariscal, Miguel Ángel Garrido, David Fraile, José Francisco Sastre, Eva María Sastre, Sara Milla, Fco. José de Pablo Muñoz, Luis G. del Corral, Fco. Javier Parera, Miguel Ángel Garrido, Miguel Ángel Ferreriro. Traductores: Fermín Moreno. Diseño Logo Revista: David Fraile. Ilustración Logo Editorial: Nacho Merayo Weird Tales de Lhork 1 Óscar Mariscal EL ÁRBOL GENEALÓGICO DE LOS DIOSES Una antología de textos, que trata de desKlarkash -Ton y la genealogía de Tsathoggua entrañar el misterioso linaje de Tsathogn una carta de H. P. Lovecraft, con fecha del tres de octubre de 1933 gua, Cthulhu, y otros Grandes Antiguos E Texto: Łscar Mariscal Ilustraciones: Clara Natoli Joan Arocas Archivo „WT de Lhork‰ 2 Weird Tales de Lhork y dirigida a Clark Ashton Smith, el “Genio de Providence” se mofa de la ingenuidad de su corresponsal y cliente de revisión William Lumley, quien realmente se identificaba con Cthulhu y Nyarlathotep, y que supuestamente habría viajado por todo el mundo para participar en monstruosos ritos en ciudades desiertas, pernoctar en “ruinas antediluvianas”, y departir con “terribles ancianos” ascetas: él está firmemente convencido de que toda nuestra “banda” —tú, Bob “Dos pistolas”, Sonny Belknap, el “abuelo E’ch-Pi-El” y los demás— somos genuinos agentes de los “Poderes Invisibles” para la propagación de rumores demasiado oscuros y profundos para la comprensión humana. Debemos pensar que sólo somos escritores de ficción, y debemos igualmente desmentir ¡qué absurdo pensamiento! que al escribir estemos revelando la verdad aun a pesar de nosotros mismos, sirviendo inconscientemente de portavoces de Tsathoggua, Crom, Cthulhu, y otros gentiles aristócratas del Más Allá. Estas palabras bastarían para calcular, con precisión matemática, la enorme distancia que media entre los “Mitos de los Grandes Antiguos” como escenario de ficción, y el esoterismo anticientífico de un Charles Fort —de quien Lovecraft admiraba su Libro de los Condenados—. Pero incluso en un contexto de creación de ficción fantástica, Lovecraft nunca se preocupó de preparar un organigrama donde ubicar sus deidades cósmicas, o de crear un sistema panteísta, del que él sería heraldo y profeta; lejos de eso, a veces se refería en broma a estos relatos como su “Cthuluismo” ó “Yog-Sothothería”. Clark Ashton Smith (1893-1961), verdadero protagonista de este trabajo, tampoco habría de emprender esta tarea, a pesar de ser uno de los más prolíficos y geniales prosélitos de esta “pseudo-religión”. Smith consideraba que una vena de humor negro y grotesco alejaba enormemente el estilo de sus cuentos de los cánones del “Ciclo de Cthulhu”; a pesar de lo cual, y como puede leerse en los siguientes fragmentos, Smith busca la complicidad y aun involucrar a Lovecraft en la tarea de poblar y organizar el “Olimpo diabólico” de los mitos, reconciliando así el “Cthuluismo oficial” de Lovecraft con los “Smythos de Cthulhu”. En el fragmento que constituye la cuarta parte de este trabajo, y que data de Abril de 1937 —desaparecidos ya R. E. Howard y H. P. Lovecraft—, Smith, sin embargo, parece más partidario de estimular la imaginación del lector, a base de insinuaciones y alusiones veladas. No debiéramos tomar excesivamente en serio el contenido de este “trabajito” de Smith —por otra parte delicioso por su desmedida fantasía—, pues realmente no constituye un intento serio de sistematización: Hzioulquoigmnzhah y Yhoundeh, por ejemplo, son deidades usadas exclusivamente por Smith, en su ciclo de Hiperbórea; Cxaxukluth y Ghizghuth ni siquiera son mencionados por C. A. S. en otros textos, y las excéntricas relaciones familiares descritas entre estos “Antiguos”, parecen responder, a veces, a esa vena cómica tan propia de Smith, para suavizar los rigores de tanto horror cósmico y “ultra-telúrico”. Debemos, en consecuencia, interpretarlo como el divertimento epistolar que es —algo frecuente en la correspondencia entre el “Círculo de Lovecraft”— y quizá como “carnaza” para saciar el apetito de los que, como el mencionado William Lumley ó Robert H. Barlow — artífice con su curiosidad, de esta genealogía—, sí creyeron, en mayor o menor medida, en la religión de los “Grandes Antiguos”. El texto titulado El Árbol Genealógico de los Dioses, y que constituye el primero de los fragmentos de esta antología, fue publicado originalmente en el número de verano de 1944 del “fanzine” The Acolyte, editado por Francis T. Laney y Samuel D. Russell, precedido de la siguiente nota: La información genealógica y el esquema de la descendencia contenido en este bosquejo han sido tomados de una carta, escrita hace años a R. H. Barlow por Klarkash-Ton, y son publicados aquí con su permiso; la carta mencionada tiene fecha de 16 de Junio de 1934. Tras cotejar el texto de The Acolyte con el contenido de la carta, he preferido traducir directamente ésta, ya que, aparte de poder aumentar la extensión del texto con fragmentos adicionales no incluidos en la versión publicada, considero que las discrepancias observadas entre ambos textos, responden más bien al intento de los “acólitos” Laney y Russell de hacer pasar la carta por un ensayo, que a una hipotética revisión ulterior por parte de Smith. Parte del contenido de este primer esbozo fue sugerido por el uso que del dios Tsathoggua hizo Lovecraft en su revisión del cuento de Zealia Bishop Reed El Montículo —Weird Tales 1940—, de sobra conocido por el aficionado a través de las ediciones de Caralt y Edaf. Por último, y para enriquecer este primer borrador, he buscado otras cartas de Smith —dirigidas a Lovecraft, Barlow y Derleth— donde insiste en desentrañar el misterio de la ascendencia de Tsathoggua y de su “tío” Cthulhu. Estos fragmentos no fueron nunca publicados junto a El Árbol..., tampoco en la reedición que hizo Charles K. Wolfe en Planet and Dimensions (Mirage Press, 1973), si bien parecen encajar con él con aceptable precisión. Es posible que ni los puristas “Lovecraftianos” ni los fundamentalistas del “neo-Cthulhuismo”, acojan a estas “nuevas” deidades que exhumamos ahora para el aficionado de habla castellana; pero seguro que a los seguidores de Smith, les gustará conocer el origen y vicisitudes de esa “dunsaniana” deidad que es Hzioulquoigmnzhah, y quizás algún aficionado añada los nombres de Cxaxukluth y Ghizghuth a las impronunciables letanías diabólicas que susurran sacerdotes locos ante altares ensangrentados, o se escuchan entre las erosionadas piedras de algún templo prehistórico en mitad de la jungla impenetrable. ¡Iä Cxaxukluth! I. “El Árbol Genealógico de los Dioses”. Carta de Clark Ashton Smith dirigida a Robert H. Barlow (16 de Junio de 1934). * Tomado de The Dark Eidolon: The Journal of Smith Studies nº 2, 1989, Necronomicon Press. Querido Ar-E’ch-Bei: (...) Sí, espero poder continuar con el Libro de Eibon. Y, como quiera que últimamente he estado llenando “papalotes” con notas y detalles relativos a Tsathoggua, creo estar en disposición de ofrecerlos ahora. Parte de esta información ha requerido profundizar considerablemente en los Pergaminos de Pnom (1) —quien fuera su principal genealogista, amén de célebre profeta—. Soy consciente de que, a buen seguro, mis interpretaciones fonéticas, realizadas a partir de la “Escrituras Primigenias” son, cuando menos, discutibles. Traes a colación, sin duda, algunos puntos interesantes con tus preguntas: Azathoth, el “Caos Nuclear Primigenio”, se reproduce, como no podía ser de otra manera, únicamente mediante fisión (2); pero su progenie, al ir ocupando varios remotos sistemas planetarios, fue asumiendo características andróginas o de bisexualidad. Estos seres hermafroditas, curiosamente, no precisan del concurso de otro individuo de su especie —supongo que no siempre es así— para reproducirse; pero sus hijos fueron, por lo común, unisexuales, machos o hembras. Hzioulquoigmnzhah (3), tío de Tsathoggua, y Ghizghuth, padre de Tsathoggua, fueron la descendencia “masculina” de Cxaxukluth, el retoño andrógino de Azathoth. De este modo podrás seguir el rumbo a través de este entramado biológico. Es digno de mención, no obstante, que Weird Tales de Lhork 3 Knygathin Zhaum (4), “mitad cría” de Voormi (5), retomó los más primitivos hábitos de reproducción de su ancestro Azathoth, cediendo a la presión de sus numerosas decapitaciones. Debo transcribir aquí al respecto, la terrible y abominable leyenda que cuenta cómo un valeroso ciudadano de Commorion —y no me refiero a Athamauss— regresó a la ciudad después de su evacuación pública, y se la encontró infestada de execrables “escisiones celulares” de Knygathin Zhaum, que no poseían rasgo humano alguno, ni de otra criatura terrestre tampoco. E’ch-Pi-El (H. P. Lovecraft), estoy seguro de ello, podría aportar muchísimos más datos acerca de la génesis de Tulu (6) (Cthulhu) de los que, humildemente, yo podría ofrecer. Parece ser, según las oblicuas referencias de Pnom al respecto, que Tulu era primo de Hzioulquoigmnzhah, pero estaba más cerca del modelo reproductor “Azathothiano” que su primo. Hzioulquoigmnzhah, junto a Ghizghuth, nació de Cxaxukluth en un oscuro y remoto planeta. Cxaxukluth llegó en famille a Yuggoth; el clan ya incluía a la esposa de Ghizghuth, Zstylzhemgni, y al infante Tsathoggua —Cxaxukluth, debo añadir, fue extraordinariamente compasivo al prolongar durante eones, su estancia en la noche, glacial y eterna, del planeta Yuggoth—. Hzioulquoigmnzhah, que encontraba ligeramente antipático a su padre, debido a sus caníbales hábitos alimenticios, emigró a Yaksh (Neptuno) con muy poca edad; pero hastiado de los extremadamente devotos Yakshianos, se fue a Cykranosh (7), precediendo a su sobrino Tsathoggua. Tsathoggua y sus padres tardaron en marcharse de Yuggoth, pues se habían instalado en ciertas cavernas profundas, más allá de las incursiones depredadoras de Cxaxukluth. Finalmente Tsathoggua dejó atrás a su familia y siguió los pasos de Hzioulquoigmnzhah. Hzioulquoigmnzhah, que era una deidad más bien reflexiva y hasta filosófica, fue adorada con fervor durante largo tiempo por los pintorescos habitantes de Cykranosh, pero creció aburrido y cansado de sus ofrendas y exvotos, tal como ya le ocurriera con los Yakshianos; «No debiéramos tomar excesivamente en serio el contenido de este “trabajito” de Smith —por otra parte delicioso por su desmedida fantasía—, pues realmente no constituye un intento serio de sistematización» así que se retiró de la vida “pública”, hasta el momento de su encuentro con el mago Eibon (8), tal como se narra en mi cuento La Puerta de Saturno. No me cabe duda de que aún mora en su “Caverna de las Muchas Columnas”, y que sigue aplacando su sed en el “Lago de Metal Líquido”: Soltero empedernido y sin descendencia. He perdido el hilo del bosquejo de Tsathoggua (9), pero lo retomo inmediatamente. Mi informe sobre la llegada a la Tierra de Tsathoggua puede reconciliarse con las referencias contenidas en el relato El Montículo. Tsathoggua, viajando a través de una dimensión distinta de las tres conocidas, penetró primero en la Tierra, sirviéndose de la oscuridad interior del Abismo de N’kai, y ha permanecido allí durante incontables ciclos geológicos, durante los cuales su origen alienígena no fue jamás sospechado. Después se trasladó a cavidades más cercanas a la superficie del planeta, donde su culto floreció y prosperó; pero tras la llegada de los hielos se vio obligado a retornar a las profundidades de N’kai. Tiempo después, gran parte de su leyenda fue tergiversada o directamente olvidada por los moradores de las cavernas de luminosidad roja de Yoth, y de las de luz azulada de K’n-yan. A través de similares deformaciones poéticas, Gil’ Hathaa-Ynn llega a decir al explorador español Zamacona (10), que sólo las imágenes (11) de Tsathoggua, y no el dios “en persona”, han emergido desde el mundo interior. Bueno, espero que todo esto haya arrojado algo de luz sobre algunos puntos oscuros y prevenga sobre futuras contradicciones. Por supuesto, debido a la infernal dificultad de lectura y traducción de los escritos de los Grandes Antiguos, puede ser que haya considerado de forma errónea alguna de estas referencias, y tendré mucho gusto en someterlas a la consideración de alguien más erudito que yo, como E’ch-Pi-El. Suyo, en la Fe de Hzioulquoigmnzhah: Klarkash-Ton. II. Carta de Clark Ashton Smith dirigida a H. P. Lovecraft (16 de Junio de 1934). * Tomado de Clark Ashton Smith: Letters to H. P. Lovecraft. Necronomicon Press, 1987. “En el pálido desierto de Dhir, en la hora en que baten disonantes los tambores invisibles” 4 Weird Tales de Lhork —“Hijos de Nug”— fue Ptmâk. El padre de Yhoundeh ó Y’houndeh es el andrógino ser arquetípico Zyhumé, quien todavía habita en aquella caverna de los Arquetipos (12) que fue visitada por el malhadado Ralibar Vooz (13) durante sus dificultosos itinerarios a través de los subterráneos de Hiperbórea. Zyhumé posee un cuerpo “semi-gaseoso” parecido a un “alce de formas globulares”. En cuanto al matrimonio de Y’houndeh y el demonio flautista Nyarlathotep, me inclino a pensar que algo de esto es indirectamente mencionado por Pnom. Cito la referencia: Houndeh, en el tercer ciclo de su divinidad, fue poseída por aquel retoño que incesantemente toca con su flauta la disonante música del caos y la corrupción. Y si esto no se refiere al demonio flautista de Azathoth, me comprometo a beber, a secas, un galón del próximo cargamento de güisqui traído desde Marte. Querido E’ch-Pi-El: (...) He hecho cuanto he podido por elucidar la genealogía de Tsathoggua, y he enviado a Ar-E’chBei (R. H. Barlow) el resultado de mis investigaciones en los Pergaminos de Pnom, la máxima autoridad hiperbórea en estas materias. Pnom tiene mucho más que decir sobre Tsathoggua que sobre Cthulhu, Yog—Sothoth, y Azathoth; pero indudablemente tú tienes acceso a otras fuentes mejor informadas acerca de estas entidades, y me haría feliz recibir información específica sobre ellas. Tal como le indiqué a Ar-E’ch-Bei, las notas de Pnom sobre Tsathoggua pueden reconciliarse con la leyenda narrada a Pánfilo de Zamacona en el relato El Montículo. El mito, a través de los eones fue desnaturalizado, de la forma en la que habitualmente degeneran las leyendas mitológicas, por los habitantes de las cavernas de K’n-yan, que llegaron a creer que solamente las imágenes de Tsathoggua, y no el dios mismo, habían surgido, en tiempos geológicos remotos, desde el interior del Abismo. Tsathoggua, viajando a través de la “cuarta dimensión” desde Saturno, entró en la Tierra a través del Abismo de N’kai, y no como erróneamente suponen los yothianos, que señalan a N’kai como su lugar de origen. Indudablemente, el dios ahora reside en N’kai, a donde tuvo que retornar cuando los hielos cubrieron Hiperbórea. Suyo, bajo el escudo de la ciudad de Yoth: Klarkash-Ton. III. Carta de Clark Ashton Smith dirigida a Robert H. Barlow (10 de Septiembre de 1934). * Tomado de The Dark Eidolon: The Journal of Smith Studies nº 2, 1989, Necronomicon Press. Querido Ar-E’ch-Bei: (...) Voy a tratar de responder a tus preguntas, alguna de las cuales ha requerido indagar en archivos aún más arcanos y tenebrosos que los del sabio Pnom. Chushax ó Zishaik, sobre cuyo linaje sólo poseo escasos y dudosos detalles, fue la esposa de Tsathoggua. Su descendencia, Zuilpogghua, fue casi del todo masculina. El inmediato antecesor de Cthulhu y su raza IV. Carta de Clark Ashton Smith dirigida a August Derleth (13 de Abril de 1937). * Tomado de Clark Ashton Smith: Letters to H. P. Lovecraft, Necronomicon Press, 1987. Querido August: (...) Respecto a la clasificación de los Grandes Antiguos, supongo que Cthulhu podría clasificarse como un superviviente terrestre y como un habitante del medio acuático, mientras que Tsathoggua sería un superviviente y morador subterráneo. Azathoth, me he referido a él en alguna parte como “El Caos Nuclear Primordial”, es el origen de todo el clan, y todavía mora en un espacio exterior y “ultradimensional” junto con Yog-Sothoth (14) y el demonio flautista Nyarlathotep, quien asiste el trono de Azathoth. No me atrevería a calificar de diabólico a ninguno de estos Grandes Antiguos (15): están, obviamente, más allá de todas las parciales concepciones humanas sobre el bien y el mal. Chaugnar Faugn de Frank Belknap Long, Rhan—Tegoth, de la obra de Hazeld Heald Horror en el Museo —The Horror in the Museum, Weird Tales, Julio de 1933—, y Ghatanathoa, de su último cuento fantástico Reliquia de un Mundo Olvidado —Out of the Eons, Weird Tales Abril de 1933—, se encuentran, me atrevo a decirlo, entre la progenie de Azathoth y los hermanos de Cthulhu y Tsathoggua. Rhan—Tegoth y Ghatanathoa —metería la mano en el fuego— fueron inventados por H. P. L., en lo que podríamos considerar como un trabajo de “escritor fantasma”. El primer ser mencionado es a la vez un superviviente y un morador terrestre, de forma análoga a Tsathoggua; mientras que Ghatanathoa es una entidad sumergida más cercana a Cthulhu. Espero que todo esto pueda ser usado de alguna manera. Bob Barlow, imagino, podrá contarte aún más sobre los Grandes Antiguos, sus filiaciones, etc.; personalmente no creo necesario entrar en demasiados detalles a la hora de presentar estas historias al lector inteligente y culto; si bien el crecimiento de los “Mitos” en su totalidad, los préstamos y contribuciones de varios escritores..., es ciertamente, una interesante materia de estudio. No me cabe duda de que las mitologías “auténticas” de los pueblos primitivos, nacieron de forma similar, aunque no literaria. Todo Dios o Demonio, en algún momento del pasado remoto, debió tener un creador humano. Weird Tales de Lhork 5 V. Carta de Clark Ashton Smith dirigida a August Derleth (29 de Abril de 1937). * Tomado de Clark Ashton Smith: Letters to H. P. Lovecraft, Necronomicon Press, 1987. Querido August: (...) He comenzado a releer algunas historias de Lovecraft la última noche, poniendo especial atención a las referencias mitológicas. Ciertamente, algunas de las piezas encajan como en un puzzle en La Llamada de Cthulhu; los “Grandes Antiguos” son señalados claramente como los constructores y habitantes de R’lyeh —preservada por los hechizos del poderoso Cthulhu—, adorados a través de los tiempos por oscuros y diabólicos diletantes. Luego, en La Sombra Sobre Innsmouth, se refiere a Cthulhu y los suyos como “Profundos”; y los “Antiguos”, cuya ancestral magia apenas puede contener a los habitantes de las profundidades, son evidentemente otra cosa. Ciertamente, estas últimas referencias pueden sostener tu teoría, que distingue entre deidades “diabólicas” y “benignas”; en el primer relato citado podría pensarse que Castro descifró el caso en el estrecho marco de sus creencias, e ignorando la verdad sobre los Grandes Antiguos, ó confundiéndolos con dioses diabólicos. En los Sueños en la Casa de la Bruja Nyarlathotep aparece claramente identificado con el Hombre Negro del Satanismo y la brujería; así, en uno de sus sueños, a Gilman le es revelado que debe encontrar al Hombre Negro, e ir con él al Trono de Azathoth. 6 Weird Tales de Lhork Notas 1.: Pnom: Mago y Ocultista hiperbóreo, autor de numerosos exorcismos de gran efectividad contra los espíritus blancos boreales; genealogista y hagiógrafo de Los Grandes Antiguos. Ver La Llegada del Gusano Blanco. 2.: La idea de la “auto creación” está tomada del “ejército” de las divinidades persas. 3.: Hzioulquoigmnzhah: Ser Primigenio, pacífico y solitario; es el primo de Cthulhu. Algunos parientes de Tsathoggua habitaban aún en Cykranosh, donde eran adorados por sus pobladores. Ver La Puerta de Saturno. 4.: Knygathin Zhaum: Líder proscrito de una banda de salteadores Voormis que tuvo en jaque a las autoridades de Commorion. Hay quien le atribuye un parentesco con los negruzcos huevos proteos que llegaron con Tsathoggua desde los viejos mundos exteriores. Ver El Testamento de Athammaus. 5.: Voormis: La raza de los Voormis es aborigen de hiperbórea, y el ciclo mitológico commorio les atribuye una herencia étnica tan oscura como desagradable. Sus cuerpos están cubiertos de pelo y habitan madrigueras arrebatadas a alimañas muy poco menos salvajes que ellos. Ver El Testamento de Athammaus y Las Siete Pruebas. 6.: Tulu es el nombre con el que se conoce a Cthulhu en el Reino Subterráneo de K’n-Yan —El Montículo—. Lovecraft usó el nombre — con terminación “al estilo” azteca— de Cthulhutl para la revisión del cuento de Adolphe de Castro El Verdugo Eléctrico. Otros nombres usados por Lovecraft: Clooloo, La Cabellera de la Medusa, y Clulu, Muerte con Alas. Clark Ashton Smith le hizo aparecer como Kthulhut en su cuento Ubbo-Sathla. 7.: Cykranosh: nombre con el que designaban a Saturno los habitantes de Mhu-Thulan. 8.: Eibon: poderoso mago hiperbóreo, es autor de un conocido volumen dedicado a los Grandes Antiguos; fue introducido por Smith en el cuento La Puerta de Saturno —Strange Tales, Enero de 1932—. 9.: Smith introduce a Tsathoggua en el cuento El Relato de Satampra Zeiros —Weird Tales, Noviembre de 1931, aunque fue escrito a finales de 1929—, y fue mencionado por Lovecraft por vez primera en El Susurrador en la Oscuridad —Weird Tales, Agosto de 1931—, que también lo hace aparecer como Tsadogwa en Muerte con Alas. En otros cuentos de Smith aparece bajo los nombres de Zhothaqquah ó Sodagui; y hay quien afirma que ha sido adorado por los aztecas bajo el nombre de Tlaltecuhtli. 10.: Don Pánfilo de Zamacona y Núñez, Hidalgo de la villa asturiana de Luarca, explorador del Reino Subterráneo de K’n-Yan. 11.: Existían muchas imágenes de Tsathoggua en Yoth, y todas ellas se consideraban venidas del negro mundo de las profundidades. Ver El Montículo. 12.: Arquetipos: seres de formas vagamente humanas, proporciones gigantescas y cuerpos globulares; la mitología hiperbórea los considera como los primeros representantes de la humanidad. Ver Las Siete Pruebas. 13.: Ralibar Vooz: Magistrado Commoriano y valeroso cazador de Voormis; héroe del relato Las Siete Pruebas —W.T., Octubre de 1934— . 14.: Smith hizo aparecer a Yog-Sothoth bajo el nombre de Iog-Sotôt en su cuento La Santidad de Azedarac —W.T., Noviembre de 1933— , y con el nombre de Yok—Zothoth en Ubbo-Sathla —W.T., Mayo de 1933—. Lovecraft, en la mencionada colaboración con Adolphe de Castro El Verdugo Eléctrico utiliza el nombre, con ecos aztecas, de Yog-Sototl. 15.: Posdata de C. A. Smith a la carta del 13 de Abril de 1937 a A. Derleth: Por supuesto, los “Grandes Antiguos” pueden ser considerados como relativamente malvados, ya que el horror aplastante de su odioso aspecto, su voraz apetito antropófago, etc., son siempre más que patentes; aunque estas horribles cualidades parecen inherentes a su condición alienígena, éstos y otros detalles pesan de igual forma negativa sobre el sentimiento humano. Erotismo y espadas: Gor. Crónicas de la Contratierra EROTISMO Y ESPADAS: GOR. CRÓNICAS DE LA CONTRATIERRA Eugenio Fraile 1. TARL CABOT DE GOR: LA SOMBRA DE JOHN CARTER DE MARTE n algunas obras se evidencia la continuidad de unas líneas asentadas sobre las bases que trazaron otros escritores pioneros, esquemas básicos que crean subgéneros dentro de un género; tal es el caso de Robert E. Howard y sus posteriores seguidores en la espada y brujería o J. R. R. Tolkien con la Tierra Media y sus pobladores: elfos, enanos, hobitts, etc. Entre esos seguidores los hubo muy buenos. Tal es el caso de John Norman, cuya principal creación, la serie de Gor, tiene mucho en común con las novelas de Edgar Rice Burrouhgs, cosa que trataré de demostrar, si bien la suya es una obra más compleja, ya que Norman, como también veremos, muestra su personalidad y sus represiones volcando en sus novelas su personal concepto de la ética y la vida; no en vano es profesor de Filosofía. Edgar Rice Burrouhgs lo tenia muy fácil en los años treinta, cuando un casi total desconocimiento de nuestros planetas vecinos del sistema solar le permitía adaptar las teorías científicas y las creencias populares a sus particulares recreaciones de Marte y Venus y las características esenciales de sus respectivos héroes: John Carter se veía arrebatado en estado cataléptico de la Tierra por extrañas fuerzas magnéticas y despertaba en Marte, el cual era un enorme desierto surcado por canales y habitado por un conglomerado de las mas variadas y exóticas razas; Carson, héroe de la serie de Venus, se encontraba con que este era una selva tropical, pantanosa, donde grandes reptiles, parecidos a los antiguos dinosaurios de la Tierra, convertían en un difícil problema la supervivencia cotidiana. La única ventaja que tenía Carson era que por lo menos no pasaba sed. A ambos no les faltaban princesas para rescatar en sendos planetas. En cambio, John Norman, cuyo verdadero nombre es John Lange (1931), se encontró en 1967, fecha de publicación de la primera novela de la larga serie que vamos a comentar brevemente, con que los adelantos de la astronomía habían proporcionado al hombre una visión más científica, pero menos romántica del sistema solar. Descartados Venus y Marte como escenarios para las hazañas de los héroes de la fantasía heroica espacial, los autores que siguen la más pura tradición de Burrouhgs se ven obligados a buscar nuevos asentamientos para sus personajes. Basándose en, la antigua creencia de la existencia de planetas ignorados dentro del sistema solar (citemos como ejemplo Vulcano, el planeta más próximo al Sol que Mercurio, que pretendía haber descubierto Le Verrier de donde era nativo el popular Señor Spock, de la Serie de televisión Star Trek), John Norman crea Gor, la Contratierra, un mundo a la medida de su héroe Tarl Cabot. Tarl Cabot es profesor de Historia, se ve arrebatado de la Tierra y transportado, a Gor, un planeta cuya órbita es tal que el Sol siempre está interpuesto entre el y la Tierra, por lo cual ha permanecido totalmente desconocido de esta. Los Reyes Sacerdotes, seres procedentes de una lejana estrella, no permiten que este mundo pase de una tecnología rudimentaria, excusa válida para sumarse esta saga a la larga serie de espadachines espaciales que han precedido a Norman. También el planeta es más pequeño, por lo cual la fuerza del héroe es proporcionalmente mayor —como Carter en Marte o Carson en Venus E Texto: Eugenio Fraile Ilustraciones: Archivo „WT de Lhork‰ Weird Tales de Lhork 7 Eugenio Fraile Queda por citar otro paralelismo que personalmente siempre me ha resultado bastante gracioso: al igual que los héroes de Burrouhgs, la dura supervivencia conseguida gracias a una dura lucha diaria con los elementos, los hombres, y las bestias, en los medios mas salvajes y primitivos, se traslucen en sus ocasionales regresos a la civilización donde despiertan el temor y la admiración entre sus amigos—que indirectamente se traspasan al lector—, por lo desmesurado de un sus reacciones; el grito de Tarzán (que plasmaron fonéticamente los técnicos de sonido de las películas de Johnny Weismuller) y algún ocasional mordisco a algún atrevido, se repiten en el Tarl Cabot de Norman. En Proscritos de Gor, segundo título de la serie, un antiguo colega suyo del instituto relata así la experiencia que tuvo al reencontrarlo tras varios años: No había cambiado nada, o muy poco. Me acerqué a él corriendo y sin pensarlo, le así de un hombro. Lo que sucedió a continuación fue casi imposible de entender. Se revolvió como un tigre, dando un grito de rabia en una lengua extraña, y me encontré apresado por unas manos como de acero y lanzado con fuerza sobre su rodilla sin poderlo remediar, sintiendo mi columna vertebral a punto, de astillarse como si fuera una rama menuda y frágil. Me soltó al instante, disculpándose profusamente, incluso antes de reconocerme. Comprendí horrorizado que lo que había hecho era un acto tan reflejo como parpadear o sacudir la rodilla bajo el martillo del médico. Fue el reflejo de un animal cuyo instinto es destruir antes que ser destruido, o el de un ser humano condicionado para matar pronta y salvajemente, o para morir, en esas condiciones. Me encontré empapado en sudor. Sabía que había estado a un paso de la muerte. ¿Era ese el Cabot sosegado que yo conocía? Tratamos de sacar al pobre hombre de su estupor aclarándole que los héroes burrohgnianos a la menor señal de peligro están prestos a las reacciones más dispares, como trepar a la farola mas próxima mientras prorrumpen en gritos estentóreos, o acogotan a algún despistado amigo que pretende saludarles sin darse cuenta de que están saludables.... de salud, pero no de trato. 2. DIOSES Y CREENCIAS El goreano es un hombre práctico, que no cree en mitos. Sus dioses son los Reyes Sacerdotes, cuyos orígenes ya explicábamos anteriormente —y de cuya existencia tienen pruebas materiales. En El guerrero de Gor cuando Tarl Cabot interroga a su padre sobre el origen de estos seres, le contesta así: — Quizá dioses. —¿No hablarás en serio? —Sí. ¿Es que acaso una criatura de inmenso poder y sabiduría, no es merecedora de que se la llame así? Los Reyes Sacerdotes habitan en las montañas Sadar, un Olimpo inexpugnable, protegido con campos de fuerza generados por extrañas tecnologías. La actitud de Norman hacia la religión es la que sostienen hoy día muchos intelectuales: que independientemente de las bondades de sus doctrinas, los acólitos la utilizan como un medio de vida, más concretamente de buena vida, a costa de sus fieles: 8 Weird Tales de Lhork Miré en derredor. La mayoría de las gentes parecían pobres: pescadores, aserradores, porteadores, campesinos. En su Mayor parte vestían prendas de lana, o incluso de tela de reps. Muchos de ellos llevaban pies liados en pieles. Menudeaban las espaldas arqueadas, los ojos estúpidos. Los ornamentos del templo eran harto espléndidos: colgaduras de oro, cadenas de oro y lamparillas de oro quemando el más refinado de los aceites de tharlarion importados. Miré los hambrientos ojos de una niña que colgaba de un saco a la espalda de su madre. (Los intrusos de Gor). Otras críticas de la religión en general, y más concretamente de la católica, van apareciendo a lo largo de sus páginas. Para señalar algunos aspectos significativos, he escogido esta obra, Los intrusos de Gor, aunque también aparecen párrafos parecidos en otras. Vamos a ver repetidas todas las iniquidades cometidas por la religión católica y analizada en la obra de tal forma que los comentarios que añadiré son prácticamente superfluos. Empiezo por la Inquisición. A veces, los que porfiaban en conservar las antiguas costumbres, o eran atrapados haciendo la señal del puño, el martillo, sobre su cerveza, eran sometidos a tortura hasta morir. Yo sabía de uno al que cocieron vivo en una de las grandes tinas enterradas, revestidas de madera, en la que (se) cocía la carne para los cria- Erotismo y espadas: Gor. Crónicas de la Contratierra dos. El agua se calienta por medio de colocar en ella piedras sacadas del fuego. Cuando la piedra ha estado en el agua, se la quita con un rastrillo. Y se la vuelve a calentar. A otro lo asaron vivo en un espetón encima de un gran fuego. Se decía que no había proferido sonido alguno. Un tercero resultó muerto cuando una víbora metida a la fuerza en su boca, le desgarró el costado de la boca para poder salir. Afortunadamente —siempre siguiendo los criterios filosóficos de John Norman—, en este mundo una religión no ha conseguido alcanzar la misma astucia que en el nuestro, donde, como veremos mas adelante, ésta domina nuestra moral y nuestras costumbres. A tal efecto, John Norman señala en su obra: A veces se me ha antojado que los iniciados, de ser algo más astutos, podrían gozar de una mayor supremacía de la que poseen, en Gor. Si supieran, por ejemplo, fusionar sus supersticiones, su saber popular y sus mitos con un auténtico mensaje moral, tendrían mucho más atractivo para la plebe; si hablaran con mayor sensatez la gente sería menos susceptible a sus desatinos, no les perturbarían en menor medida; además, habrían de enseñar que todos los goreanos son aptos para alcanzar la vida eterna a través de la práctica de sus rituales; esto ensancharía el atractivo de su mensaje, e ingeniosamente explotaría el miedo a la muerte para avivar sus proyectos; finalmente, convendría granjearse la simpatía de las mujeres con mayor empeño, porque en la mayoría de las ciudades goreanas las mujeres de una u otra clase, cuidan e instruyen a los niños en los críticos primeros años. Este sería el momento de inculcar en ellos, mientras son inocentes y confiados, las supersticiones que podrían controlarlos sutilmente a lo largo de toda su vida. He aquí una perfecta caricatura de todas las religiones: explotación de la credulidad infantil para grabar indelebles mensajes sublímales; promesas de vida eterna para aprovecharse del natural miedo a la muerte del ser humano; apoyo en las ancestrales supersticiones del hombre para controlarlo y dirigirlo en la consecución de sus fines. Probablemente si los dioses pudieran emitir su opinión sobre los seglares encargados de encauzar adoración de sus fieles, coincidiría con la de los Reyes Sacerdotes. La actitud de éstos hacia los iniciados, según recordaba al haber estado en Sardar en una ocasión, es, por lo general, de desinterés. Se les juzga inicuos. Muchos reyes sacerdotes los consideran una evidencia de las aberraciones de la raza humana. «He aquí una perfecta caricatura de todas las religiones: explotación de la credulidad infantil para grabar indelebles mensajes sublímales; promesas de vida eterna para aprovecharse del natural miedo a la muerte del ser humano Hecho este breve análisis de la visión religiosa de John Norman —orientada, evidentemente, hacia el escepticismo— reflejada a través de sus personajes, que solo creen en sus dioses, los Reyes Sacerdotes, porque tienen pruebas tangibles de sus existencia y no por materia de fe, solo me resta señalar otros aspectos curiosos: su héroe Tarl Cabot, que ha penetrado en las montañas Sardar —como ya señalaba en uno de los fragmentos reproducidos— ha asistido a una rebelión de los ángeles, ya que dos facciones de los Reyes Sacerdotes sostienen un enfrentamiento relatado en la obra Los Reyes Sacerdotes de Gor. Sin embargo, sus opuestos, es decir, los seres demoníacos, denominados aquí como los Otros, no están representados por la facción derrotada, sino por otros alienígenas de naturaleza combativa que han destruido su propio mundo en guerras intestinas —un destino que los Reyes Sacerdotes auguran para nosotros en la Tierra— y ahora pretenden hacerse con el dominio de ambos mundos, Gor y la Tierra. Los intrusos de Gor, está dedicada exclusivamente a narrar uno de estos intentos, siendo muy curiosa la descripción de sus instintos bestiales que el autor compara con los de los propios humanos. 3. LA GÉNESIS DEL HÉROE Siendo una saga de fantasía heroica, su protagonista no puede por menos que encarnar el arquetipo del héroe: desde el primer momento destaca en el manejo de toda clase de armas, la monta de todo tipo de exóticas cabalgaduras, por su valor y arrojo desmedidos, su nobleza y todos los tópicos del héroe más puro; es curioso, sin embargo, que en Los conquistadores de Gor se trate de hacer una concesión a la moda imperante en los años sesenta y principio de los setenta: la del antihéroe. Tarl Cabot, capturado y condenado a una muerte tan horrible como inútil, elige la más abyecta esclavitud. No obstante, a causa de los imperativos literarios al cual le encadena la serie, le hace volver a sus orígenes heroicos reafirmando su valentía en una serie de épicos enfrentamientos, tan característicos de la saga, al final de los cuales termina una vez más como héroe indiscutible, esta vez de Puerto Kar, una ciudad de piratas con indudables paralelismos con las Antillas. Un aspecto que no he señalado anteriormente es que Cabot adopta un nombre diferente en cada uno de los lugares donde va, donde sus hazañas terminan siendo cantadas por juglares. Una consecuencia de la traición a sus códigos de caballería, prefiriendo el deshonor a la muerte, es un escepticismo —cuando uno de los trovadores canta una de sus hazañas realizadas bajo otro nombre, él niega que puedan existir hombres así)— que se traduce en una mayor mezquindad. De todas formas, las titánicas luchas que dan amenidad y emoción a la serie siguen produciéndose, paradójicamente en in crescendo. 4. LA CARA OCULTA DEL PERSONAJE A comienzos de los sesenta las adaptaciones cinematográficas de James Bond, el héroe creado por Ian Fleming, va provocando una paulatina avalancha de agentes secretos que hacen furor en el cine y la literatura popular. Weird Tales de Lhork 9 Eugenio Fraile A finales de los sesenta, y quizás influenciado por esta moda, el personaje de Norman se transforma en una especie de asesino en las sombras al servicio de los Reyes Sacerdotes. En Nomadas de Gor inicia la búsqueda de un huevo, necesario para perpetuar la casi extinta raza de los Reyes Sacerdotes. El exotismo de la descripción de la vida de las tribus nómadas de las estepas de Gor se funde con una trama casi policíaca en la citada búsqueda. En la siguiente, El Asesino de Gor, actúa como infiltrado para detener una conjura de los Otros apoyada por agentes humanos. Quizás sean las dos novelas donde Tarl Cabot se convierte en un personaje más creíble y cercano de cara al lector. 5. MORALIDAD Y FILOSOFÍA EN GOR Para John Norman los conceptos éticos y morales son fuentes de una continua controversia entre modos dispares, con un denominador común; un uso y abuso de la fuerza bruta. Como justificación de todos los actos: entre la mujer y el hombre debe prevalecer el hombre, pues el macho es más fuerte que la hembra —más adelante analizaremos esto detenidamente—; entre los hombres deben prevalecer los más fuertes y valientes, un concepto de Platón, que en su República nos decía que al final de la guerra se debía festejar los regresos victoriosos agasajando con música y manjares exquisitos a los héroes, apareándolos luego con las más bellas doncellas para procrear ciudadanos sanos y vigorosos que sirvan al Estado. De los posibles asentamientos platónicos de la obra de Norman nos da una idea un párrafo de su primera novela, El guerrero de Gor, en la cual nos habla de la selección de las especies: Yo había supuesto que la armadura y cota de malla, quizás, habrían sido una deseable añadidura a los arreos del guerrero goreano, pero, había sido prohibida por los Reyes Sacerdotes. Una posible hipótesis para explicar esto es que los Reyes Sacerdotes podían haber deseado la guerra por ser un proceso biológico y selectivo en el que los más débiles y lentos perecerían y no se reproducirían. A lo largo de esta extensa saga que comenzó hace más de tres décadas y que aun pervive, con bastante éxito en Estados Unidos, se traza una línea divisoria entre la Tierra y Gor, encarnando la primera la astucia y la segunda la fuerza. Son numerosos en la saga los fragmentos y frases que aluden a la moral de nuestro planeta, donde las leyes son superestructuras que sustentan las bases de un sistema hecho para el enriquecimiento de los más ladinos y para protegerlos a ellos y sus riquezas. Con su astucia han montado un triunvirato formado por la religión formado por la Fuerza (el ejército), la superstición (la religión) y, por encima de todos ellos, el Capital, que con su dinero es el motor que mueve los resortes del mundo. En Gor no basta con ser astutos, sobre todo hay que ser fuertes para conservar las riquezas, pues no hay más ley que la de la espada, y ésta no tiene más fuerza que el brazo que la empuña. En Gor la política no existe, pues política es traición, engaño, falsedad, armas de cobarde. Las ciudades se rigen por un administrador, cuya función es ésa exclusivamente. Si tiene un gran carisma, puede convertirse en Ubar, que es una especie de Caudillo. El Ubar de Ubares que reúna bajo su mando a todas las ciudades de Gor, es un sueño que algunos han perseguido... y pagado con la vida, pues cada ciudad es una polis muy celosa de su independencia. 6. LA ESCLAVITUD Sentadas estas bases, John Norman se despreocupa de los débiles: sólo están para servir como esclavos a los más fuertes. Pero el esclavo que a su vez es fuerte, no dura mucho como esclavo; acabará matando a su amo para conquistar su libertad y tal vez incluso las posesiones de su antiguo dueño. La ley no le perseguirá, pues la única ley que existe en Gor es la del más fuerte. En una economía tecnológicamente primitiva, inserta en una sociedad guerrera donde el trabajo es poco menos que una deshonra, la esclavitud como mano de obra es un imperativo total. Esto, que a primera vista puede parecer inmoral, lo justifica el autor en Los intrusos de Gor con estas palabras: La Moral de la Tierra, desde el punto de vista goreano, se juzgaría más conveniente para esclavos que para hombres libres. Se valoraría en términos de envidia y resentimiento de los inferiores hacia sus superiores. Esta insiste mucho en las igualdades, en ser humilde, afable, en evitar las desavenencias, y en ser zalamero e insignificante. Es una moral que beneficia en gran medida a los esclavos, quienes ansiarían muchísimo, que se les considerara iguales a los demás. 10 Weird Tales de Lhork Erotismo y espadas: Gor. Crónicas de la Contratierra A tenor de lo expuesto, cuando alguien nos pare en la calle para pedirnos la hora, por ejemplo, nuestra respuesta debe ser moler a palos al preguntón. Nada de contemplaciones, que la cortesía y la amabilidad son cosas de esclavos. Termina diciendo: Muchos conceptos morales de la Tierra empequeñecen a las personas; el objeto de la moral goreana, con todos sus defectos es engrandecer a las personas y hacerlas libres. No sé si el objeto de la esclavitud es hacer libres a las personas, pero si sé que la esclavitud se reviste de muchas formas: el esclavo griego se consideraba afortunado porque en la antigüedad vivían en cuevas y dormían en el suelo, mientras que ellos tenían sus establos y sus cómodos jergones; el esclavo romano pensaba que estaba mejor que el griego porque tenían leyes para protegerlo; el siervo creía en las promesas de la Iglesia y en un futuro de bienaventuranzas celestiales; el actual tiene coche y televisión en color para ver programas vacíos de contenido y moral y otras sandeces similares; el que no se conforma y es feliz con la porquería de vida que tiene, es porque no quiere. El autor señala a la moral de Gor como una moral de señores; la esclavitud se presenta desnuda, por la razón de la fuerza, y no la del engaño. De nuevo el síndrome de Thor y Loki. 7. PARALELISMOS CON LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA En la segunda novela de la saga, Proscritos de Gor, se narra la historia de una rebelión del pueblo contra la opresión y la injusticia, representada aquí por un férreo matriarcado, respondiendo a la fobia que el autor parece sentir contra la mujer y que después analizaremos. Es curioso constatar una serie de semejanzas con los movimientos obreros en España de principios del siglo XX que motivaron, por su anarquismo interno y radicalismo social y político, una necesaria intervención militar como único medio de recuperar el orden social perdido y garantizar la paz en el país, aunque desgraciadamente, para la Historia de España, fuera Francisco Franco, el militar menos apto y más inflexible de ese momento, quien tomara, debido a conspiraciones en las sombras, las riendas del poder al acabar la Guerra Civil. En realidad, con un sistema político más adecuado y moderado por parte de la República, y en cierta medida enérgico con los disidentes, ese levantamiento militar hubiera sido innecesario. Entre otras semejanzas detectadas está el hecho de que la rebelión contra el sistema goreano parte de las minas, al igual que el levantamiento minero de Asturias en España en el año 1934 y que fue reprimido, por ironías del destino, por el mismo Franco, siguiendo las órdenes del siempre inepto gobierno de la República española. Otro detalle a tener en cuenta es el himno o canción que adoptan los rebeldes, una canción de campo, una clara referencia a Los Segadores y quizás el autor hubiese sido más claro si no hubiera temido a las consecuencias de la justicia norteamericana, ya que por aquel entonces todavía estaban «A lo largo de esta extensa saga que comenzó hace más de tres décadas y que aun pervive, con bastante éxito en Estados Unidos, se traza una línea divisoria entre la Tierra y Gor, encarnando la primera la astucia y la segunda la fuerza mal vistos en Estados Unidos a los integrantes de la Brigada Lincoln, que lucharon en España a favor de una República débil y manipulada por diversas facciones interiores y exteriores (léase la extinta Unión Soviética). 8. EL MUNDO FEMENINO EN GOR En el mundo particular de John Norman es algo muy peculiar el comportamiento femenino, cuyas pautas de conducta responden, sin duda, a compulsiones íntimas del novelista. Si bien en algunos artículos y foros literarios se califica a estas novelas de “machistas” sin más, yo trataré de analizar el comportamiento de la mujer —siempre según el autor— en Gor y especularé sobre las posibles motivaciones del autor para haberlas reflejado de esa manera. Norteamérica, tras Gran Bretaña, es la cuna de los movimientos feministas y el país donde mayor poder han alcanzado, extendiéndose su influencia a todo el mundo occidental. Cito, a modo de referencia, un párrafo de una novela de la época, Las siete llaves, de Earl Derr Biggers —perteneciente al ciclo del famoso detective chino Charlie Chan— publicada en 1913, cuando estaban en plena ebullición los movimientos feministas. El personaje que habla es el eminente catedrático de Literatura Comparada profesor Thaddeus Bolton, que sufre durante una de sus clases un arrebato emocional leyendo un poema, arrebato que luego habría de pagar caro—un anticipo de casi un siglo de lo que hoy día son las consecuencias de una actitud políticamente incorrecta—, ya que le cuesta su carrera: Y al seguir leyendo, sin fijarme ya en las palabras del poeta, empecé a comparar mentalmente a la mujer de ayer con la de hoy. Los labios hechos para sonreír, no para hablar de política. Los ojos, para reflejar el azul del cielo y del mar, no para encerrarse airados al tratar de lo que ellas llaman su injusta servidumbre. Blancas manos hechas para perderse entre las de un muchacho, bajo la luz de la luna, no para llevar pancartas por las polvorientas calles. Imaginé ver la mirada de la mujercita antigua volverse tristemente cargada de reproches, sobre sus modernas hermanas. Cuando acabé de leer, mi corazón era un torbellino. Y, Weird Tales de Lhork 11 Eugenio Fraile dirigiéndome a los estudiantes que estaban ante mí, les dije: He aquí una mujer, señores, una mujer que vale por un millón de sufragistas. Aun considerando cuanto de exceso tienen los movimientos feministas, lo cierto es que como tradicionalmente el fuerte siempre ha explotado al débil, siendo la mujer físicamente menos vigorosa ha debido de sufrir todo tipo de abusos y vejaciones, discriminación en el trabajo, asaltos sexuales por parte de sus superiores, etc. Pero, como hemos visto anteriormente siguiendo el pensamiento de John Norman, actualmente el poder lo detenta la astucia y no la fuerza bruta, por lo cual lenta pero inexorablemente vemos cómo poco a poco los papeles se van invirtiendo, ocupando la mujer en la sociedad contemporánea un lugar de privilegio sobre el varón: opción igual o superior para ocupar puestos de trabajo que, sin embargo, no está capacitada físicamente para desempeñar; un día libre al mes por trastornos de menstruación, que siguen librando aun después de la menopausia; derecho a una pensión por divorcio, a la cual no puede acceder en ningún caso el esposo, custodia de los hijos sin en tener en cuenta los sentimientos del padre, uso y disfrute sin discusión ante la ley de la vivienda conyugal y una larga serie de agravios e injusticias. Aun así, los movimientos feministas no se dan por satisfechos; su meta es ser totalmente idénticas al varón, desempeñar sus mismas tareas, probablemente incluso desearían tener su mismo aspecto físico, ser toscas, viriles, hombrunas y con pene. No es de extrañar, pues, que una mujer terrestre, capturada para servir como esclava en Gor (Tribus de Gor) ante un reclamo a su feminidad, poniendo como ejemplo una bailarina, se exprese así: —¡Es tan sensual! —dijo la chica con rabia—. Cuando la ven, los hombres sólo pueden pensar que es una mujer, nada más que eso. —Aprenderás. —¡No quiero ser una mujer! ¡Quiero ser un hombre! Esto podría ser una sátira de los movimientos feministas, más si incluimos la contestación de Tarl Cabot: En Gor —le dije— son los hombres quienes serán hombres. Y aquí, en este mundo, son las mujeres quienes serán mujeres. Para John Norman la mujer es el polo opuesto del hombre, que en Gor asume el papel de arquetipo del héroe. Siendo, pues, polos de distinto signo, están destinados a atraerse, aunque Norman en esto, como en todo lo que se refiere a las relaciones hombre-mujer, carga tanto las tintas que acaba pasándose, como veremos en el siguiente párrafo y en otros; que iré comentando. En El asesino de Gor, Tarl visita las mazmorras de un esclavista donde yacen un buen número de muchachas secuestradas en la Tierra. El médico encargado de cuidarlas y adaptarlas a su nueva situación las interpela así: —¿Has visto cómo son los hombres de este mundo? —preguntó Flaminio—. ¿Se parecen a los hombres de la Tierra?— señaló al guardia, un hombre alto y de expresión dura— ¿Te parece semejante a un hombre de la Tierra? —No —murmuró la joven. —¿Que siente tu feminidad frente a los hombres 12 Weird Tales de Lhork de este mundo? —preguntó Flaminio. —Son hombres —dijo ella en un murmullo. —¿Diferentes a los hombres de la Tierra —preguntó Flarninio. —Si —dijo Virginia— son diferentes. —Son auténticos hombres, ¿verdad? —preguntó Flaminio. Sí —dijo ella, los ojos bajos, confundida—.Son auténticos hombres. Después de este diálogo, un tanto burdo y con tanto «preguntó Flaminio» que entran ganas de estrangular al traductor, al cual supongo autor de tamaño desafuero, Cabot reflexiona sobre el varón terrestre, un poco a lo Esther Vilar con su varón domado, tímido y reprimido ante la mujer, porque la nuestra es una sociedad basada en el consumo y dominada por la mujer, es decir, una cultura basada en una ética de valores esencialmente femeninos, de la cual dice que: al haber llegado a un sistema de valores contranatura, el hombre está psíquicamente castrado y la mujer frustrada; y luego lo asevera en la continuación del dialogo: —En presencia de un hombre así —dijo Flaminio, e indicó con un gesto al guardia— ¿que sientes? —Siento que soy mujer — dijo Virginia y trató de desviar los ojos. Es decir, la mujer siente una inclinación atávica, que solo logra reprimir una educación antinatural, hacia el hombre-hombre, el hombre de verdad. Resumiendo: hacia el antiguo guerrero cubierto de sangre que, por la fuerza de su brazo y espada, conquistaba las posesiones de su enemigo, ya fueran tierras, tesoros… o sus mujeres. La culminación de todas las obsesiones de Norman hacia el sexo femenino se concentran en Cautiva de Gor, repitiendo una serie de postulados, ya enunciados en otras novelas, de forma obsesiva: la feminidad, la belleza y la complacencia y la sumisión al macho hasta sobrepasar el límite de la degradación; una mujer solo se siente feliz si el hombre que es su dueño le da una patada en el trasero o abusa de ella. Como ya escribí anteriormente, ha sido señalado lo más obvio: son novelas machistas. Pero, ¿por qué? Existen dos posibles explicaciones: o bien John Norman quizás haya sido víctima de un par de divorcios que lo han hundido económicamente de «Sentadas estas bases, John Norman se despreocupa de los débiles: sólo están para servir como esclavos a los más fuertes. Pero el esclavo que a su vez es fuerte, no dura mucho como esclavo; acabará matando a su amo para conquistar su libertad Erotismo y espadas: Gor. Crónicas de la Contratierra por vida, algo muy normal en Estados Unidos y que por desgracia se está extiendo a la Vieja Europa, o bien su obra está dirigida hacia un tipo de lector masculino, víctima del matriarcado americano que disfruta viendo, aunque solo sea sobre el papel de una novela, mujeres humilladas. En cualquier caso, y prescindiendo de esta notable peculiaridad, las novelas del ciclo de Gor son francamente amenas y divertidas. 9. GOR EN ESPAÑA En la década de los ochenta y hasta principios de los noventa, la ciencia ficción y la fantasía conocieron un auge nunca vista antes ni después, patente en un elevado número de colecciones magníficamente dirigidas. Ultramar destacó tanto por el elevado número de colecciones que sacó como por la calidad de las mismas, debido a la selección de Domingo Santos. Los primeros 14 números de la serie de Gor fueron traducidos dentro la colección Erotic & Fantasía, un extraño híbrido de inglés y español, fruto quizás de la corrupción de nuestro idioma a causa de que todo el mundo quiere ser americano y le dice cómic al tebeo, entre otros barbarismos. Dentro de la misma colección se publicó otra serie, Leyendas de la Luna Roja, que comenzó en el número 101 de la colección. Supongo que el resto, hasta alcanzar esta numeración, estaban destinados a la serie de Gor y a otras posibles series antes de que la editorial fuera engullida por la entropía. En los años sesenta se produce el primer intento literario de Espada y Brujería en España con el personaje de Nomamor, un bárbaro musculoso creado por Domingo Santos y Luis Vigil, del que aparecieron dos novelas en la editorial Buru Lan. La censura franquista había etiquetado esta serie como infantil, pero era demasiado violenta y ligeramente escabrosa como para ser de cosa de niños. ¿Quién puede entender esta paradoja? Los misterios de la censura son procelosos como los mares de China. Otro título más una reunión de relatos cortos, apareció en Nueva Dimensión. Pues bien, con este nombre, Nomanor, ha aparecido un colectivo de escritores que nos presenta una nueva serie: Leyendas de la Luna Roja. En su primer título, La leyenda del esclavo, se narra la historia del jefe de una tribu que es masacrada por tratantes de esclavos y su mujer violada hasta la muerte y él humillado y marcado a fuego. Después se venga. Narración sumamente “original” y que se halla en diversos argumentos literarios con ligeras variantes: el trampero, al que los indios le violan y matan su mujer y se venga; el indio que le sucede lo mismo con los tramperos y se venga; el honrado padre de familia... en fin, para qué seguir. Este primer número no era otra cosa más que una especie de presentación de ambientes y personajes. Otro aspecto destacable en esta nueve serie era el erotismo, que si en Gor no pasaba de un discreto sadomasoquismo, aquí justificaba plenamente su nombre: hace años, cuando este tipo de literatura estaba prohibida y se compraban los libros verdes de ediciones mexicanas en el mercado clandestino, este libro hubiese causado furor. 10. GOR EN EL CINE A España llegaron las dos primeras adaptaciones de la serie: Tarmans of Gor. Director Fritz Kierch. Inter. Urbano Barberini, Jack Palance y Oliver Reed. Outlaw of Gor. Dir. John «Bud» Cardos. Int. Urbano Barberini y Jack Palance. La productora era la Cannon y en España se distribuyó en los circuitos de video; creo que estaban destinados a ellos, ya que son francamente malas y tienen poco que ver con el universo de John Norman, ya que en la primera vemos una reivindicación feminista y además aparecen enanos y demás. Todo muy alejado de los asentamientos platónicos de la serie, en la cual se propugna la selección de especies mediante la supervivencia del más fuerte. Eran políticamente correctas y muy asépticas, pero francamente malas y sin el menor interés y menos para los seguidores de las novelas, que se sentirían estafados y con razón. BIBLIOGRAFÍA DE JOHN NORMAN Gor: Chronicles of Counter Earth: 1. Tarnsman of Gor (1966) (El guerrero de Gor) 2. Outlaw of Gor (1967) (Proscritos de Gor) 3. Priest Kings Of Gor (1968) (Los Reyes Sacerdotes de Gor) 4. Nomads of Gor (1969) (Nómadas de Gor) 5. The Assassin of Gor (1970) (El asesino de Gor) 6. Raiders of Gor (1971) (Conquistadores de Gor) 7. Captive of Gor (1972) (Cautiva de Gor) 8. Hunters of Gor (1974) (Cazadores deGor) 9. Marauders of Gor (1975) (Los intrusos de Gor) 10. Tribesman of Gor (1976) (Tribus de Gor) 11. Slave Girl of Gor (1977) (Esclava de Gor) 12. Beasts of Gor (1978) (Bestias deGor) 13. Explorers of Gor (1979) 14. Fighting Slave of Gor (1980) 15. Guardsman of Gor (1981) 16. Rogue of Gor (1981) 17. Savages of Gor (1982) 18. Blood Brothers of Gor (1982) 19. Kajira of Gor (1983) 20. Players of Gor (1984) 21. Mercenaries of Gor (1985) 22. Dancer of Gor (1985) 23. Renegades of Gor (1986) 24. Vagabonds of Gor (1987) 25. Magicians of Gor (1987) 26. Witness of Gor (2002) Telnarian Histories: 1. The Chieftain (1991) 2. The Captain (1992) 3. The King (1993) Novels: Ghost Dance (1969) Time Slave (1975) Venus Online (1997) Angels on My Mind Collections: The Chronicles of Counter-Earth (1973) Weird Tales de Lhork 13 Sergio Fritz Roa NATHICANA ¿EL POEMA MÁS ENIGMÁTICO DE H. P. LOVECRAFT? Sergio Fritz Roa 1. BREVE INTRODUCCIÓN sombrará a la mentalidad moderna no hallar casi ningún rastro de erotismo(1) en la cantidad inmensa de prosa y poesía legada a la literatura por H. P. Lovecraft (1890-1937). Ello por cuanto incluso las obras de sus colegas más queridos en el terreno de la ficción(2) contienen abundantes elementos dotados de una sensualidad innegable. Por esto llama la atención un poema que nos puede mostrar a un otro Lovecraft. Su nombre: Nathicana. Dicha obra no sólo es curiosa desde esta perspectiva; sino que además por encontrarse escrita en verso libre, estilo que el gentleman de Providence detestaba. Su carácter conservador le impedía aceptar una forma literaria que rompía con las reglas preservadas desde hace mucho tiempo, a la vez que le hacía desconfiar de un «método» que parecía más para personas poco laboriosas que para verdaderos oficiantes de la escritura como él. Sobre el verso libre, H.P.L. señalaba: A «De las varias formas de manifiesta decadencia en el arte poético de la edad presente, nada golpea tan duramente sobre nuestra sensibilidad como la alarmante declinación en aquella regularidad armoniosa del metro, la cual adornó la poesía de nuestro ancestros inmediatos»(3). ¿Cuál es la causa por la que en Nathicana Lovecraft rompiera con sus aceradas ideas y su práctica ritual? No lo sabemos. Pero podemos especular que se debió a una especie de juego literario al cual estaba acostumbrado, y que se manifiesta tanto en su comunicación epistolar como en su faceta literaria. Este aspecto lúdico que contrasta con la fría y pálida figura a la que estamos acostumbrados, lo llevaba a dar como lugar de remitente el Desierto de Leng y otras de sus fantásticas creaciones de geografía onírica, a utilizar el apodo del abominable Abdul Alhazred, a incluir a sus amigos en sus relatos o a colaborar en la elaboración de cuentos colectivos. Nathicana podría ser, por tanto, una broma más de H. P. L... 14 Weird Tales de Lhork Texto: Sergio Fritz Roa Ilustración: Archivo „WT de Lhork‰ Nathicana: ¿El poema más enigmático de H. P. Lovecraft? Sobre la fecha de este poema, podemos conjeturar que se hallaría entre 1916 y1920. Por otra parte, la extensa y bastante minuciosa bibliografía lovecraftiana de poesía incluida en la página http://www.hplovecraft.com no aporta la fecha de su escrituración. Sólo tenemos certeza respecto al lugar donde fue publicado originariamente. Sería la revista de fantasía The Vagrant. En sitios web se indica que habría sido publicada en dicha revista durante la primavera de 1927. No obstante, en Lovecraft, una biografía(4) de Sprague de Camp, se señala en la nota respectiva, primavera de 1917; lo cual nos confunde aun más. El enigma es mayor cuando sabemos que hay quienes creen que dicho poema sería obra no de uno sino de dos autores: H. P. Lovecraft y su amigo Alfred Galpin. El estilo poético tiene indudables influencias de la poética de E. A. Poe como de los románticos europeos. Pero en verdad no sólo el estilo, sino el espíritu. De ello da cuenta la sentencia siguiente: « El horrible coma llamado vida...». La muerte es algo deseado. Es el lugar donde la paz es eterna. Poe, en el poema Para Annie, como en verdad en la casi totalidad de su narrativa fantástica, consigna una idea similar: «¡Alabemos al Eterno!... el mal ha cesado ya y la fiebre del «vivir» ahora vencida está(5)» . La vida, para Lovecraft y el autor de El gato negro es, entonces, un coma, una fiebre. Estado anormal y enfermo, propio del ser manifestado. Nos preguntamos, ¿si la referencia lovecraftiana a Zais, es una alusión a Die Lehrlinge zu Sais (Los discípulos en Saís)(6) de nuestro apreciado Novalis? Ello es factible, y demostraría lo dicho anteriormente. La alegoría de los colores blanco y rojo es interesante. Nathicana, la pálida y hermosa, representa la Poesía, el Bien Supremo. De alguna manera es la trilogía platónica: Verdad-Bien-Belleza. La vida, por el contrario, es simbolizada por el rojo, color de la sangre. Lo que era sin-existencia en algún momento es alterado por la vida, con su color rojizo, que para el poeta es algo nefasto. Finalmente, el rojo todo lo cubre. Por ello, el narrador prepara un brebaje para acabar con la maldita influencia de la vida... Sólo así volverá la arquetípica Nathicana, «cuya imagen no es posible encontrar en vida». 2. LATRADUCCIÓN La única traducción del presente poema al castellano que conocemos es la realizada por Emiliano González e incluida en la antología intitulada El libro de lo insólito(7). Del sitio http://www.geocities.com/area51/ shire/7473/nathicana.html hemos rescatado este poema, para traducirlo. Hacemos presente que se han encontrado pequeñas diferencias entre ambos textos (el recogido por el escritor mexicano y la versión en Internet); por lo cual hemos optado por seguir el orden expuesto en la versión en inglés. A continuación, nuestra traducción del poema Nathicana. NATHICANA Fue en el pálido jardín de Zais, Los jardines neblinosos de Zais, Donde florece el nephalot blanco, El perfumado heraldo de medianoche. Ahí dormitan los quietos lagos de cristal, Y arroyos que fluyen sin murmurar, Los suaves arroyos desde las cavernas de Kathos Donde germinan los espíritus calmos del ocaso. Y sobre los lagos y arroyos Hay puentes de alabastro puro, Puentes blancos todos tallados hábilmente Con figuras de hadas y demonios. Aquí resplandecen soles raros y planetas extraños, Y extraña es la creciente Banapis Que se pone más allá de las murallas cubiertas de hiedra Donde se hace espeso el ocaso del atardecer Aquí caen los vapores blancos de Yabon; Y aquí en el remolino de vapores, Yo vi a la divina Nathicana; La enguirnaldada, blanca Nathicana; La de ojos humildes, la de labios rojos Nathicana; La de voz plateada, la amada Nathicana; Y siempre fue ella mi amada; Desde las edades en que el tiempo era no nacido; Cuando nada nacía, salvo Yabon. Y aquí habitábamos por siempre Los niños inocentes de Zais, En forma queda, en los senderos y las plazoletas Coronados de blanco con el bendito nephalot. ¡Cómo acostumbrábamos flotar en el ocaso Sobre prados cubiertos de flores y sobre laderas Todas blancas con el humilde astalthon; El humilde pero amado astalthon, Y soñábamos en un mundo construido de sueños Sueños que son más rubios que Aidenn; Sueños luminosos que son más reales que la razón! Así soñamos y amamos a través de las edades, Hasta que vino la maldita estación de Dzannin; La estación maldita por demonios de Dzannin; Cuando rojos brillaron los soles y planetas, Y roja brilló la creciente Banapis, Y rojos cayeron los vapores de Yabon. Entonces enrojecieron las flores y los arroyos Y lagos que yacían bajo los puentes, E incluso el calmo alabastro Brilló rosado con reflejos misteriosos Hasta que las esculpidas hadas y demonios Miraron, rojos, desde detrás de la sombra. Ahora mi visión enrojecía, y en forma demencial Yo me forcé por vislumbrar a través de la densa cortina Y vi a la divina Nathicana; La pura, siempre pálida Nathicana; La amada, inmutable Nathicana. Sin embargo, vórtice sobre vórtice de locura Weird Tales de Lhork 15 Sergio Fritz Roa Nublaron mi laboriosa visión; Mi maldita, enrojecida visión; Que construía un mundo nuevo para mi contemplación; Un mundo nuevo de color rojo y tinieblas, Un horrible coma llamado vida Ahora en este coma llamado vida Yo contemplo los brillantes fantasmas de belleza; Los fantasmas de falsa belleza Que ocultan todas las maldades de Dzaninn. Los veo con ansia infinita, Tan parecidos a mi amada: Aunque en sus ojos brilla su maldad; Su crueldad e impiedad, Más despiadada que Thaphron y Latgoz, Doblemente nociva por su disimulo que atrae. Y sólo en los sueños de medianoche Aparece la perdida doncella Nathicana, La pálida, la pura Nathicana Quien se desvanece en la mirada del soñador. Una y otra vez yo la busco; Y en mi lástima recurro a los profundos tragos de Plathotis, Profundos tragos mezclados en el vino de Astarte Y fortalecidos con lágrimas de largo llanto. Y añoro los jardines de Zais; Los amados, los perdidos jardines de Zais Donde surge el blanco nephalot, El flagrante heraldo de medianoche. El potente último trago estoy preparando; Un brebaje con el cual los demonios se deleitan; Un trago con el cual desaparezca el color rojo; El horrible coma llamado vida. Pronto, pronto, si no me falla el brebaje, El rojo y la locura se desvanecerán, Y en la profundidad tenebrosa habitada por gusanos Se pudrirán las cadenas que me han sujetado. Una vez más los jardines de Zais Resplandecerán blancos en mi visión largamente torturada Y en medio de los vapores de Yabon Se levantará la divina Nathicana; La eterna, restaurada Nathicana; Cuya imagen no es posible encontrar en vida. NOTAS 1 Otra débil acentuación «erótica» que puede hallarse en la obra lovecraftiana es la canción incluida en su relato La Tumba (Obras escogidas. H. P. Lovecraft. Editorial Acervo, Barcelona, 1966. p. 34). Anotemos que las pocas mujeres que encontramos en los relatos de H. P. L. suelen asociarse al mal y están menguadas de los encantos que las caracterizan en la vida real. 2 E. A. Poe, Arthur Machen, Clark Ashton Smith y Robert E. Howard, por ejemplo. 3 Metrical regularity. Artículo publicado en The Conservative (la publicación creada por el genio de Providence), en Julio de 1915. Actualmente incluido en el libro The Conservative. H. P. Lovecraft. Introducción de S. T. Joshi. Necronomicon Press, West Warwick, Rhode Island, 1990. p. 5. 4 Lovecraft, una biografía. L. Sprague de Camp. Valdemar ediciones, Madrid, 1992. Nos referimos a la nota N° 6 al capítulo VIII, p. 384. 5 El cuervo, Las campanas y otros poemas. Edgar Allan Poe. Editorial de Grandes Autores, Buenos Aires, 1943, p. 113. 6 Los discípulos en Saís se encuentra incluido en Los románticos alemanes. Hoffmann, Novalis y otros. Centro editor de América Latina, S.A., Buenos Aires, 1968. 7 El libro de lo insólito. Emiliano González y Beatriz Álvarez Klein. Segunda edición, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1994. El poema se encuentra en pp. 345-348. «El enigma es mayor cuando sabemos que hay quienes creen que dicho poema sería obra no de uno sino de dos autores: H. P. Lovecraft y su amigo Alfred Galpin. 16 Weird Tales de Lhork LOS MITOS, LAS FÁBULAS Y LAS AGUAS DEL OLVIDO UNA INTRODUCCIÓN A LA POESÍA DE CLARK ASHTON SMITH Oscar Mariscal n 1920, Clark Ashton Smith escribía a su colega neoyorquino George Sterling —un poeta menor protegido por el «amargo” Ambrose Bierce—: No te preocupe el que pueda experimentar con el hachís. La vida es ya suficientemente horrible sin drogas, y me gusta jugar con el rumor. Estas líneas las escribía Smith a propósito de su muy celebrado poema The Hashish Eater or The Apocalypse of Evil, un largo «drama cósmico» donde queda patente la influencia de Charles Baudelaire —de quien tradujo Las Flores del Mal a base de diccionario y mucho entusiasmo—, de las inagotables fuentes orientales —Las Mil y Una Noches en las exuberantes versiones de Galland y Lane—, y la estética del orientalismo “a la europea”: Vathek, Salambó, y Las Tentaciones de San Antonio —de donde por cierto, también tomó numerosos monstruos como motivo para sus esculturas e ilustraciones—. Aunque creemos que L. Sprague De Camp “desvaría” cuando describe la poesía de Smith como: vívida, conmovedora, evocadora, colorida, con un exuberante estilo victoriano, imaginativa y técnicamente pulida, sí reconocemos que en su época, tuvo cierta repercusión en el revuelto y variopinto ambiente del San Francisco bohemio: una de esas excepciones que, aun rechazando el abuso de un lenguaje ampuloso y arcaizante, pueden y deben hacerse —según Lovecraft en su ensayo La Rima Admisible— en el caso de quienes están inmersos de algún modo en esa atmósfera de antaño, y quienes guardan en sus corazones el sonido majestuoso de las viejas cadencias clásicas. Y tampoco nos extrañan —es por eso que admiramos a Smith—, que ciertas plumas puritanas tacharan su poesía de sádica y siniestra. El propio C. A. Smith parece más orgulloso de su obra poética, que de su vasta producción de relatos fantásticos; en un pequeño artículo autobiográfico, publicado en 1936 en el especial veraniego de The Science Fiction Fan, dice: A los 17 años ya había vendido numerosos relatos a la revista The Black Cat, una publicación especializada en cuentos inverosímiles y fantásticos. Entonces, por alguna razón, perdí todo mi interés por los escritos de ficción durante más de una década. Un volumen de versos The Star-Treader and Other Poems apareció cuando tenía 19 años. Poco tiempo después mi salud se quebró, y durante cuatro años mi producción literaria fue más o menos limitada e intermitente. Mi mejor obra poética, fue quizás la producida durante este periodo. Un pequeño volumen —Odes and Sonnets— fue publicado por el Book Club de California en 1918. En 1922 publiqué Ebony and Crystal; y ya en 1925, Sandalwood. E Texto: Łscar Mariscal Ilustraciones: Willis Archivo „WT de Lhork‰ Weird Tales de Lhork 17 Óscar Mariscal DOS MITOS Y UNA FÁBULA ¿Dónde vais, guerreros orgullosos, con cotas fulgentes como la luna? —Salimos a matar al Basilisco,(1) en simas que sólo sus ojos alumbran. ¿A dónde vais, valientes marineros, en un bajel tintado con los colores del otoño? —Navegamos en busca de la verdina ribera, postrer asilo de los Unicornios.(2) ¿A dónde vais, innominados brujos, con mantos más bermejos que el ocaso? —Vamos a hallar de Salomón las Clavículas,(3) y a liberar a los genios encerrados. MEMORIA ROJA Este recuerdo vuelve todavía al jardín de amarantos más ennegrecido: los lagos del ocaso, coloreando mi desvarío como un vino tinto; y los rubíes, hundidos talismanes en tus profundos ojos de jacinto. Un esplendor de bermellón bañaba las hiedras y las flores fúnebres, y de tus labios yo bebí la sangre que de un dios, derramaba el ciprés;(4) y de mi corazón llovía la vida, la esencia de árboles sanguinos... Pero la noche vino a apagar los mágicos rubíes y el fuego rojo con el licor del dios... En vano busco aquel fulgor en cielo y ojos... hallando ya en signos y palabras la orilla del Leteo perezoso.(5) EL LAGO DEL SILENCIO ENCANTADO Descansa en una tierra sólo entrevista por el Sol y la Luna, y por las estrellas cuando alcanzan su máxima altura sobre el horizonte. Las montañas que arañan el cielo, como centinelas de la Eternidad, rodean con sus inmemoriales vertientes nevadas, sombrías y azules, la serenidad del sueño del lago insondable. Ellas aplacan el estruendo de los eones que barre las orillas de la Eternidad, y los vientos que repiquetean con el rumor de años de hierro, y aquietan todo salvo el azul infinito, y los fuegos y nubes y sombras del cielo. El lago se alimenta de la nieve de las montañas y del silencio que brota del contorno del espacio, y rebosa del esplendor azul del cielo. Aquí en su interior, se hallan éstos aumentados hasta el infinito. En las orillas del lago los amarantos azules y blancos de un verano perenne crecen, y no hay más vida que la de las mariposas y los pájaros más hermosos. Quien penetre en esta tierra puede beber el silencio del lago, y observarlo hasta que la imagen imperturbable se instale en las profundidades de su mente, que al punto se vuelve suave y tranquila, como la superficie de sus aguas.(6) 18 Weird Tales de Lhork NOTAS (1): El Basilisco —Besalís o Regulus— es el rey de los reptiles: Con una sola mirada mata al hombre. Mata con su aliento a las aves del cielo, y está tan lleno de veneno, que reluce. Si el hombre lo ve primero, no puede hacerle daño, y el Basilisco queda como único rey en la arena vacía (De Bestiis). El fuego, soy yo; y por todas partes lo aspiro: de las nubes, de los guijarros, de los árboles muertos, del pelo de los animales, de la superficie de los pantanos. Mi temperatura mantiene a los volcanes (Gustave Flaubert: Las Tentaciones de San Antonio). (2): El Unicornio o Monoceros es un monstruo de horrible bramido: con el cuerpo semejante al de un caballo, pies como los de un elefante y cola como la de un ciervo. Del centro de su frente brota un cuerno de asombroso esplendor, hasta de cuatro pies de largo, tan afilado que perfora fácilmente todo aquello contra lo que carga. Ni uno sólo ha ido a parar vivo a las manos del hombre, y aunque es posible matarlos, no se les puede capturar (Bestiario de Cambridge). Yo tengo pezuñas de marfil, dientes de acero, la cabeza de color púrpura, el cuerpo color de nieve y el cuerno de mi frente lleva el abigarramiento del arco iris (Gustave Flaubert: Las Tentaciones de San Antonio). (3): El célebre cabalista Éliphas Lévi en su Histoire de la Magie, dice a propósito de La Clavícula de Salomón: Las tradiciones populares decían que el poseedor de Las Clavículas de Salomón puede conversar con los espíritus de todos los órdenes. Pues estas Clavículas, varias veces perdidas y otras tantas recobradas, no son otra cosa que los talismanes de los setenta y dos nombres y los misterios de las treinta y dos vías que el tarot reproduce jeroglíficamente. Con el auxilio de estos signos y por medio de sus combinaciones infinitas, se puede efectivamente llegar a la revelación natural y matemática de todos los secretos de la naturaleza y, en consecuencia, entrar en comunicación con la jerarquía completa de las inteligencias y de los genios. H. P. Lovecraft también citó a Éliphas Lévi, en su novela El Caso de Charles Dexter Ward. (4): La imagen del dios en el árbol es una referencia a Dionisios o Baco, divinización del desenfreno y el vino —el rojo licor del poema—. Aunque la vid y los racimos son los símbolos más utilizados para representar a esta deidad, los antiguos griegos ofrecían sacrificios al “Dionisios del Árbol”, pues éste era también un espíritu arbóreo. Con frecuencia se le exhibía como un tronco de árbol cubierto por un manto, con una careta barbuda por rostro y ramas que asemejaban extremidades. Otra iconografía le muestra con la cara roja y el cuerpo dorado, sosteniendo una varita con una piña en su extremo. (5): Río de la geografía infernal; en sus orillas las sombras de los condenados beben agua para olvidar su pasado. El poderoso olvido habita en tu boca / y el Leteo fluye en tus besos (Baudelaire), y de tus labios yo bebí la sangre... (Smith): es razonable pensar que el poema 34 de Las Flores del Mal —El Leteo—, fue uno de los desencadenantes de Memoria Roja. (6): El motivo de este poema en prosa es, nuevamente, el Leteo o “Río —en este caso Lago— del Olvido”. Al servicio del rey AL SERVICIO DEL REY Robert E. Howard y Eugenio Fraile INTRODUCCIÓN HISTÓRICA AL RELATO AL SERVICIO DEL REY l siguiente relato, «Al Servicio del Rey» (“The King´s Service”) de Robert E. Howard, fue publicado en el volumen «The Sword Woman» de la editorial norteamericana Zebra Books, en su edición de mayo de 1977 preparada por Glenn Lord, como complemento a los tres relatos de Agnes de Chastillon, otra heroína de Howard, que componían el mencionado libro. «The King´s Service«, es un relato ambientado en el siglo V d. C. sobre tiempos y lugares exóticos que le deja a uno deseando que hubiese sido terminado por Howard. La ancestral India, los vikingos, los celtas, los griegos, el desmoronamiento del imperio romano, todos los elementos están aquí. Howard, conocedor sin duda del libro “Historia de los Reyes de Britania” de Geoffrey de Monmouth se permite, incomprensiblemente, por error o debido a que el relato aún no había sido completado y revisado, ciertas licencias e incorrecciones históricas respecto a un tema tan amplio y complejo como son las invasiones germánicas y eslavas en Europa en los siglos V y VI d. C, que contribuyeron en gran medida a la caída del Imperio Romano de Occidente. Recordemos que Howard era un entusiasta de la Historia y que, aunque bastante autodidacta respecto a esta materia, sus conocimientos eran muy extensos y más si se trataba de celtismo, germanismo y temas similares. Sin ir más lejos, Athelred el Sajón y su tripulación son presentados como vikingos, cuando lo correcto desde el punto de vista de la Historia es que hubieran sido de origen Normando —danés, sueco o noruego— y no sajones, que era un pueblo de origen germánico que habitaba en la región del Elba y parte del cual se estableció en Inglaterra en el siglo V llamados por el rey britano Vortegirn para que le ayudaran a luchar contra los pictos, a quienes previamente había traicionado. Los anglos arribarían también a Inglaterra en el siglo VI. Los llamados “vikingos” eran un pueblo único distribuido por distintas regiones de Escandinavia, que compartían una misma lengua, los mismos dioses y similares costumbres. E Texto: Robert E. Howard y Eugenio Fraile Ilustraciones: Rafael Vargas. Kees Huyser Weird Tales de Lhork 19 Robert E. Howard y Eugenio Fraile Una teoría arqueológica abunda en la idea de que el término “vikingo” servía para designar a quienes componían una expedición marítima de saqueo a tierras más o menos lejanas. Prácticamente, todos los pueblos y territorios cercanos a los vikingos —celtas, gaélicos, anglos, sajones, eslavos— y posteriormente los reinos en los cuales se fragmentó el imperio de Carlomagno tras la muerte de este, sufrieron los ataques de los “hombres del norte”. Otro error es el representar a la tripulación del “pirata sajón” cubiertos con los cascos de doble cuerno, imagen típica del vikingo cinematográfico, excepto en la magnífica película Alfredo el Grande, de producción británica, que narra fielmente la unificación de todos los pequeños reinos anglosajones ante las invasiones de los normandos, “hombres del norte”, de pura raza vikinga. El verdadero casco vikingo era cónico, de cuero o de metal, y solía tener una lengüeta metálica para la nariz y en absoluto tenía cuernos, que hubieran sido una verdadera molestia durante el combate. Otro de los errores que plasma Howard en el relato es el de fijar en ciento cincuenta el número de tripulantes del barco dragón de Athelred. El número máximo de guerreros que navegaban en los barcos vikingos era de sesenta hombres, que actuaban a la vez como remeros y como combatientes. Pero obviando estos incomprensibles errores en la argumentación howardiana, y centrándonos en el absorbente trasfondo de la misma, como lectores, no podemos por menos que disfrutar ante lo que no deja de ser un fiel exponente del magnífico estilo howardiano en toda su épica grandeza. Pecando de osado, pero deseando desde el principio respetar el estilo literario y sentimiento épico de REH, (e incluso sus “errores” históricos), he intentado, como un fiel admirador y seguidor de la obra del padre de la Espada y Brujería que soy, escribir el final de «Al Servicio del Rey» puntualizando con las notas anexas al relato los detalles históricos que al lector le fueran más oscuros o desconocidos. Los lectores me juzgarán, pero como escritor no podía por menos que intentar cerrar una brecha en la obra de Robert E. Howard, autor que ha inspirado a todos aquellos que con mayor o menor acierto nos dedicamos a pergeñar historias en mundos donde los reinos se extienden como brillantes mantos de estrellas y los héroes existen para regocijo de las mentes inquietas y soñadoras. Eugenio Fraile Agosto de 2007 20 Weird Tales de Lhork AL SERVICIO DEL REY (THE KING´S SERVICE) Por Robert E. Howard y Eugenio Fraile PRÓLOGO El lento agonizar y la precipitada caída de Roma, conmocionó a todo el mundo occidental. En el rápido advenimiento del Este, las ruinas de las ciudades imperiales causaron sólo un momentáneo retraso en el enjambre de mareas de una humanidad incansable, y sus memorias se desvanecieron de los espíritus de los hombres de la misma forma que el esplendor de la jungla y el polvo del desierto agrietó los muros ruinosos y las torres destrozadas. Así ocurrió en un reino, Nagdragore, en el que sus Rajás con crestas de águila exigieron tributo del Decan, cuando los rubios bárbaros estaban acechando con manos sangrientas las puertas de Roma. Las glorias de Nagdragore han sido olvidadas durante mil años. Ni siquiera en el nublado golfo de una leyenda hindú, en donde centenares de dinastías olvidadas duermen desentendidas hay insinuación alguna de ese desaparecido reino. Nagdragore es uno de los reinos con miles de ruinas sin nombre, una masa de derruida piedra y mármol roto, perdido en las onduladas profundidades de la ciega jungla. Esta historia se desarrolla en los tiempos en los que Nagdragore perdió su esplendor, antes de que decayese y se rindiese ante los blancos Hunos y los salvajes Tártaros y Mongoles; un cuento de la época que vio relucir una joya en el oscuro seno de la India, cuando sus torres imperiales se alzaban doradas, blancas y púrpuras azuladas, fijando la mirada con el orgullo de un destino asegurado a través del círculo verde, del blanco y espumoso golfo de Cambay. 1. «LAS NIEBLAS DESAPARECEN» Velludas y terribles, las crueles manos descansaban en el largo remo hecho de madera de arce y ojos gélidos miraban a través del fino velo brumoso. Era un barco extraño para provenir de las aguas del Este; largo, estrecho, bajo de talla, alto de popa y proa. Esta se curvaba bajo la forma tallada de una cabeza de dragón que caracterizaba esa embarcación tripulada por enormes guerreros de barbas rubias y helados ojos claros. En la popa había un pequeño grupo de hombres, y uno de ellos, gigante de ojos inquietantes y frente amenazadora, maldijo para sus adentros. —Sólo las hordas de Halheim sabran donde estamos y en que dirección navegamos; sin embargo, el agua y la comida empiezan a escasear. Hrothgar, dices que tendría más sentido navegar hacia el Este, por Thor. Un repentino grito se escuchó entre los tripulantes al tiempo que los remeros se quedaban boquiabiertos. Ante ellos la niebla se iba despejando y ahora, pendientes del oscuro cielo, una súbita llamarada de gemas y mármol estalló ante sus ojos. Parpadearon, temerosos ante las torrecillas, cúspides y murallas de una poderosa ciudad en el cielo. —¡Por la sangre de Loki! —juró el jefe vikingo— ¡Es Midgaard! Alguien rió en la popa. El vikingo se volvió hacia él irritado. Ese hombre no era como sus compañeros. Era el único que no llevaba armas ni cota de malla, sin embargo, el resto de los hombres le miraban con una especie de hosco respeto. Había en su porte una dignidad leonina, nobleza de formas y una realización de poder sin arrogancia. Alto, ancho de hombros y muy poderoso, tenía una cierta agilidad felina de la que los demás guerreros carecían. Su cabello era tan dorado como el de ellos, sus ojos igual de azules, pero nadie le habría confundido con uno de ellos. Su rostro fuerte y bronceado por el sol expresaba con viveza las caprichosas burlas que eran tan habituales en el carácter de los celtas. —¡Donn Othna!— exclamó furioso el jefe de los piratas.— ¿De qué te ríes ahora? El otro sacudió la cabeza. — Sólo me río de pensar en la resplandeciente belleza que podría ver un Sajón en esta fría ciudad; dioses salvajes que construyeron con espadas y calaveras más que con mármol y oro. La brisa despejó las nieblas y la ciudad brilló más claramente. Puerto y muros surgían a través de la nube gris con asombrosa agilidad. —Es como una ciudad de ensueño —murmuró Hrothgar con fríos y extraños ojos asombrados— La niebla era menos densa de lo que pensábamos por lo que debemos habernos acercado a un puerto desconocido. Mira las embarcaciones que atestan esos muelles. ¿Y ahora qué, Athelred? El gigante frunció el ceño. —Nos han visto. Si zarpamos ahora tendremos a una veintena de galeras precipitándose sobre nosotros, pienso yo. Y deberíamos conseguir agua fresca— ¿Qué piensas tú, Donn Othna? El celta se encogió de hombros. —¿Quién soy yo para pensar nada? No estoy por encima de ti, pero creo que no podemos huir ya que dar la vuelta ahora en verdad, levantaría sospechas. Debemos mantener un frente audaz. Allí veo muchos barcos mercantes que tienen aspecto de venir de muy lejos y puede que esa gente no repare en nosotros. ¡No todos los pueblos son sajones!— concluyó el celta burlonamente. Athelred gruñó rudamente al timonel que había estado descansando durante el diálogo entre ambos guerreros, sorprendiéndole un bostezo. Los largos remos de arce empezaron a agitar las olas de nuevo y la intrépida galera se deslizó hacia el Al servicio del rey puerto soñado. Las otras embarcaciones estaban remando también a su encuentro. Extrañamente construidas y ricamente talladas, las galeras tripuladas por hombres de piel oscura se deslizaron a lo largo de la orilla. Los vikingos contemplaron con asombro los adornos del costado de los barcos, y a los guerreros con turbante y rostros de cuervo cuyos trajes de plata y seda brillaban, y a sus armas que rielaban con cinceladuras de oro y brillantes gemas. Se quedaron atónitos ante los pesados arcos de acero, los dorados escudos, las estrechas lanzas y los curvados sables. Y mientras tanto, los orientales contemplaban fijamente a su vez, con igual asombro, a esos hombres de piel blanca, gigantes de pelo rubio, con sus cascos de cuernos, sus escamosas faldas de malla y sus resplandecientes hachas afiladas. Un alto jefe de barba oscura se levantó en la cubierta de la embarcación más cercana y gritó a Athelred, el cual le contestó en su propia lengua. Ninguno de los dos podía entender al otro y el jefe sajón comenzó a irritarse con la peligrosa impaciencia propia del bárbaro. Se respiraba la tensión en la aire. Los vikingos dejaron caer disimuladamente sus remos en busca del tranquilizador tacto de sus hachas, y a su vez, a bordo de las otras embarcaciones las cuerdas de los arcos se deslizaron en las muescas de las lengüetas. Entonces, Donn Othna, en un desesperado intento, gritó un saludo en latín. Instantáneamente se produjo un cambio en el jefe del bando contrario. Saludó con el brazo y contestó con una simple palabra en la misma lengua, que a Donn Othna le pareció una respuesta amiga. El celta habló algo más pero el jefe volvió a repetir la misma palabra latina y con un movimiento de su brazo, indicó a los extranjeros que podían precederle hasta el puerto. Los guerreros, a la orden de su jefe, empuñaron de nuevo los remos y el barco dragón se abrió camino hacia el puerto teniendo a un lado el muelle y al otro a una escolta de numerosas galeras. De pronto, el jefe del Este se aproximó al costado del barco y por gestos indicó que pretendían permanecer a bordo de su embarcación por un tiempo. La barba de Athelred se erizó al oír esto, pero no se podía hacer otra cosa. El jefe se alejó con grandes zancadas haciendo entrechocar sus armas, y un número de altos y barbudos guerreros tomaron posiciones en los muelles. Donn Othna apercibió que excedían en número a su tripulación y que a su vez también portaban temibles armas. Una enorme concurrencia de gente apareció sobre los muelles, gesticulando y gritando de admiración, mirando con grandes ojos a los feroces gigantes de piel blanca quienes devolvieron su mirada igualmente fascinados. Los arqueros hicieron retroceder con rudeza a la multitud, forzándoles a dejar un amplio espacio libre. Donn Othna sonrió; en mayor medida que sus impasibles compañeros, él sí que apreció el excéntrico panorama de color que se desplegaba ante sus ojos —Donn Othna— era Athelred gruñendo detrás de él —¿De qué lado estás tú? El gigante agitó una enorme mano señalando a los guerreros de los muelles. —¿Si esto se convierte en una batalla campal, lucharás con nosotros o me apuñalarás por la espalda? El descomunal celta rió cínicamente. — Extrañas palabras hacia un prisionero. ¿Qué utilidad tendría una sola espada contra tus anfitriones?— Entonces la expresión de su rostro cambió.—Tráeme la espada que tus hombres me quitaron; si tengo que ayudarte no quiero parecer un esclavo ante los ojos de esta gente.— Athelred refunfuño para sus adentros ante la abrupta orden, pero bajando sus ojos ante la fría mirada del otro gritó algo a uno de sus hombres. En ese instante, un enorme guerrero subió a la popa trayendo consigo una larga y pesada espada protegida por una funda de cuero, atada a una ancha hebilla plateada. Los ojos de Donn Othna centellearon al coger el arma y se la abrochó en su cintura. Tendió la mano hacia la suntuosa empuñadura de marfil con su pesado guardamano de plata y la desenvainó hasta la mitad. La doble y afilada hoja de una azul siniestro, zumbó tenuemente. —¡Por Thor!— murmuró Hrothgar. —¡Tu espada canta, Donn Othna! — Canta por su vuelta a casa, Hrothgar— contestó el celta— Ahora sé que allá en la costa está la tierra de Hind, donde nació mi espada forjada por el martillo de un mago y posteriormente fraguada oscuros años atrás. Existió una vez un magnifico sable que pertenecía a un poderoso emperador del Este conquistado por Alejandro. Este se lo llevó consigo a Egipto donde residió hasta que los romanos llegaron y un cónsul se apoderó de él. No gustándole la hoja curvada, mandó llamar a un forjador de espadas de Damasco quien rehizo la hoja ya que los romanos usaban espadas rectas. Apareció en Bretaña de la mano del Cesar y fue perdida por los gaélicos en una gran batalla en el Oeste. Yo mismo se la arrebaté a Eochaidh Mac Ailbe, rey de Erin, a quien maté en una batalla naval en la costa del Oeste.—concluyó sencillamente su relato el celta. —Una espada para un príncipe—dijo Hrothgar con sincera admiración—¡Mira, alguien viene!— Con un formidable grito y entrechocar de armas, una poderosa concurrencia bajaba tumultuosamente hacia los muelles. Un millar de guerreros con brillantes armaduras, montados en caballos árabes, camellos y mastodónticos elefantes escoltaban a una figura sentada en un balancín sobre los lomos de un majestuoso ejemplar de largos colmillos recubiertos con finas placas de oro. Donn Othna divisó un enjuto y altivo rostro de oscura barba y nariz aguileña; profundos ojos negros, translúcidos pero penetrantes, que vigilaban a los occidentales. El celta percibió que ese rey, señor o lo que fuese, no era de la misma raza que sus súbditos. La cabalgata se detuvo delante del barco dragón. Las trompetas, acompañadas de platillos ensordecedores, desgarraron los cielos con una atronadora fanfarria, y a continuación un jefe vestido llamativamente espoleó su caballo más allá, y vociferando a pleno pulmón desde su silla de montar irrumpió con una grandilocuente lluvia de palabras que no significaban absolutamente nada para los anonadados occidentales. El personaje del balancín mandó callar a su vasallo mediante un lánguido agitar de su blanca y engalanada mano y habló en claro y puro latín. —Está diciendo, amigos míos, que el exaltado hijo de los dioses, el gran rajá Constantius, os ofrece el inmerecido, desconocido y totalmente asombroso honor de venir en persona a saludaros. Todos los ojos se volvieron hacia Donn Othna, el único hombre a bordo de la larga serpiente que podía entender las palabras. Los enormes sajones le miraron con rabia igual que grandes niños desconcertados, y fue también en él donde todos los ojos de los orientales se concentraron. El alto celta, de brazos cruzados, la cabeza echada hacia atrás, se encontró firmemente con la mirada del rajá, y a pesar de todo el esplendor y atavíos del oriental, su majestuosidad no era menos aparente que la imponente apostura del occidental. Eran dos líderes por naturaleza, enfrentados cara a cara, reconociéndose a sí mismos su regio nacimiento —Yo soy Donn Othna, un príncipe de Bretaña— dijo el celta— Este jefe es Athelred de los Sajones. Hemos navegado durante largas lunas y deseamos únicamente paz y una oportunidad para comerciar a cambio de comida y agua. ¿Qué ciudad es esta? —Esto es Nagdragore, uno de los más importantes principados de la India —contestó el rajá— Venid a tierra; sois mis invitados. Hace mucho tiempo desde que volví mi rostro al Este y estoy hambriento de hablar con un hombre en la vieja lengua de Roma y conocer las noticias del Oeste. —¿Qué ha dicho? ¿Es la paz o la guerra? ¿Dónde estamos? —las continuas preguntas de los sajones asediaban al celta. —Estamos en efecto en el país de Hind —respondió Donn Othna— Pero este rey no es hindú. ¡Si no es griego, entonces yo soy un Sajón! Nos invita a ser sus invitados en tierra; eso puede significar ser sus prisioneros, pero no tenemos elección. Quizás quiera negociar de forma justa con nosotros. 2 Donn Othna alzó una copa tallada en piedras preciosas y bebió profundamente. La posó y miró más allá de la rica mesa de madera de teca al rajá que degustaba las viandas sensualmente en el diván de seda. Weird Tales de Lhork 21 Robert E. Howard y Eugenio Fraile «Y mientras tanto, los orientales contemplaban fijamente a su vez, con igual asombro, a esos hombres de piel blanca, gigantes de pelo rubio, con sus cascos de cuernos, sus escamosas faldas de malla y sus resplandecientes hachas afiladas Estaban solos en la habitación, exceptuando al enorme negro mudo que, vestido sólo con un taparrabos de seda, se erguía justo detrás de Constantius, portando una cimitarra de ancha hoja casi tan larga como él. — Bien, príncipe— dijo el rajá, jugueteando ociosamente con un espléndido zafiro en su dedo— ¿No he jugado limpiamente contigo y con tus hombres? Incluso en este mismo momento se atiborran y engullen unas comidas y bebidas con las que nunca habían soñado que existieran, y descansan en cojines de seda, mientras que unos músicos tocan instrumentos de cuerda para complacerles y ágiles chicas como panteras danzan para ellos. Ni siquiera les he quitado sus hachas. En cuanto a ti, aquí estás, festejando conmigo pero veo suspicacia en tus ojos. Donn Othna señaló la espada que se había desabrochado y dejado en un pulido banco. —No he sacado de la eslinga la espada de Alejandro. ¿No confío en ti entonces? En cuanto a los sajones, ¡Crom, bromeas!, son como osos en un palacio. Si hubieras pensado en desarmarlos su asombro se habría transformado en desesperada rabia y esas mismas hachas habrían bebido profusamente en las rojas mareas. No es suspicacia lo que ves en mis ojos sino sorpresa. ¡Por los Dioses! Cuando era un impulsivo muchacho que únicamente había luchado ante las aldeas de los scotos y en los oscuros y profundos bosques pictos, en las marchas del oeste me maravillaba ante Tara en Erin y me asombraba ante Caer Odun. Después, cuando era un joven y combatí en los territorios conquistados por los romanos, pensaba que Corintia, Aquae Suli, Eburacum y Lundinium eran las ciudades más poderosas de la tierra. Cuando alcancé la madurez, la memoria de aquellas se esfumó ante mi primera vista de Roma, aunque se estaba derrumbando bajo los profanos pies de Godos y de Vándalos. Y ahora, Roma parece un lugar sin brillo cuando contempló las abarrotadas espirales y las torres de dorados engastes de Nagdragore! 22 Weird Tales de Lhork Constantius asintió con una cierta amargura en sus ojos. —Es un imperio por el cual merece la pena luchar, y una vez tuve sueños de atravesar la tierra de la India de mar a mar. Pero háblame de Roma y del imperio Bizantino; hace ya mucho tiempo desde que volví mi rostro hacia el Este. Entonces los bárbaros germanos estaban rebasando los límites territoriales romanos, Genserico (1) estaba saqueando la mismísima ciudad imperial y rumores de unas extrañas y terribles gentes llegaron al imperio romano de Oriente el cual sé retorcía bajo los talones de los Ostrogodos. —¡Los Hunos!—exclamó Donn Othna, con su cara brillando de furia— Sí, surgieron del Este como un vendaval de muerte e igual que una plaga de langostas. Empujaron a los Godos, los Francos y los Vándalos ante ellos y pisotearon Roma a su paso. Entonces con el mar enfrente de ellos, no pudieron volar más allá. Y regresaron acorralados, enfrentándose a los restos de las otrora orgullosas legiones de Roma y sus romanizados aliados en Chalons.(2) ¡Por los dioses, aquello fue una terrible matanza! ¡Allí, los cuervos se alimentaron a su gusto y las hachas se saciaron de sangre! Continuaron su paso sobre nosotros como una marea negra, y como una ola que rompe en las rocas, rompieron ellos en el muro de defensa germano y en las filas de las legiones de Aetius (3) —¿Estuviste allí?— preguntó con mal disimulada admiración Constantius. —Sí, ¡con quinientos hombres de mi tribu! — Los ojos de Donn Othna llamearon y golpeó violentamente con su puño haciendo resonar toda la mesa.—Navegamos con aquellas olvidadas legiones britanas que acudieron al auxilio de Roma y no volvieron nunca a su tierra natal. En las llanuras de la Galia e Italia se encuentran los huesos putrefactos de muchos de aquellos que eran miembros de un clan celta del Oeste que nunca se inclinó ante Roma, pero que siguieron a sus civilizados parientes romanizados a las guerras para intentar detener a los lobos sanguinarios del este que arrasaban a sangre y fuego los restos de un imperio que agonizaba. Luchamos todo el día y al final, los Hunos se dispersaron ¡Por Crom, mi espada estaba roja y cuajada de sangre desde el puño hasta la punta, y apenas podía sostener mi arma! ¡De mis quinientos hombres, sólo cinco sobrevivieron! Pues bien, mientras esto ocurría, Vortegirn (4), dos años antes de esto que te cuento, había llamado a los sajones del continente para ayudarle contra los Pictos a quienes había traicionado. Tras la batalla de Chalons, regresé a Britania aún lamiéndome las heridas que me habían dejado como recuerdo las espadas de los Hunos y en el torbellino de la guerra que barría las costas del Sur, caí cautivo de Atherlred el Sajón quien, conociendo mi nombre y mi rango, quiso retenerme en vista de un posible rescate. Pero algo extraño pasó.—Donn Othna hizo una pausa y rió brevemente.—Nosotros, los del Oeste odiamos de forma persistente, y nuestros vecinos Gaélicos hacen un culto de la revancha, pero ¡Por Crom!, yo nunca imaginé como podía ser el ansia de venganza hasta que avistamos los barcos de Asgrimm el Anglo(5) Ese rey del mar tenía una antigua deuda de sangre con Athelred y le dio caza con sus diez largas serpientes. ¡Por Crom!, nos persiguió alrededor de medio mundo! Se pegó a nuestra popa igual que un perro de caza, y no podíamos eludirle. Le hicimos correr alrededor de la costa gala hasta pasada Hispania, en cuyas norteñas costas y en el interior de aquella tierra mis hermanos celtas mantuvieron una lucha feroz con los Hijos de Roma. Cuando quisimos girar hacia el Mediterráneo, nos bloqueó el paso conduciéndonos a las Columnas de Hércules. Durante todo el tiempo huimos hacia el Sur plagado de pasos tétricos, vaporosas costas, nauseabundas ciénagas y oscuras junglas donde salvajes negros desnudos nos gritaban y lanzaban flechas desde arenosas playas. Al fin bordeamos un cabo envuelto en terribles tormentas y nos dirigimos al Este. Y en algún lugar del camino nos libramos de nuestros perseguidores. Desde entonces hemos navegado y remado al azar. Como puedes ver, rey Constantius, mis noticias son solamente de hace un año. Los profundos y oscuros ojos del rajá reflejaban un oculto pensamiento. Suspiró y bebió abundantemente de la copa que el esclavo negro le llenó después de haberla probado este primero. —Hace casi veinte años que navegué desde Bizancio con comerciantes ciprios hacia Alejandría. Era un joven totalmente ignorante y lleno de admiración por el mundo, pero con sangre real en mis venas. Desde Alejandría erré por intrincados caminos hasta Damasco, y allí me uní a una caravana que regresaba a Shiraz en Persia. Más tarde, busqué perlas en el golfo de Omán y fue allí donde fui capturado por un pirata de las islas Maldivas que me vendió en una subasta de esclavos Al servicio del rey en Nagdragore. No es necesario que te cuente la enrevesada ruta que seguí para alcanzar el trono. La vieja dinastía se estaba desmoronando, a punto de caer. Nagdragore fue asolada por incesantes guerras con los reinos vecinos. Fue un largo sendero teñido de rojo, lleno de conspiración y traición el que tuve que seguir, pero hoy soy el rajá de Nagdragore, aunque el trono tiemble bajo mis pies.— Constantius apoyó los codos en la mesa y su barbilla en sus manos; sus grandes y melancólicos ojos se clavaban en el gigante rubio que tenía frente a él.— —Tú eres igualmente un príncipe, aunque tu palacio sea una choza de zarzas.— dijo este—Pertenecemos al mismo mundo, aunque mi nacimiento haya sido en una punta, y el tuyo en el otro extremo de este mundo. Necesito hombres en quienes poder confiar. Mi reino está dividido internamente y yo juego enfrentando un jefe contra el otro para la desgracia de Nagdragore, pero en mi propio beneficio. Mis jefes enemigos son Anand Mulhar y Nimbaydur Singh. El uno es rico, cobarde y avaricioso; demasiado precavido y suspicaz para oponerse a mí abiertamente. El otro es joven, apasionado, romántico y valiente, pero una víctima de los prestamistas que vigilan los saltos del pez. La gente corriente me odia porque aman a Nimbaydur Singh que tiene trazos de sangre real en sus venas. A los nobles, los Rajsputs, no les gusto porque soy un extranjero. Pero gobierno a los prestamistas y, a través de ellos, a Nagdragore. La guerra es un secreto en mayor o menor medida en el que me están oprimiendo Anand Mulhar por un lado, y Nimbaydur Singh por el otro, pero todavía mantengo en mis manos las riendas del poder. Se odian demasiado entre ellos para aliarse contra mí. Pero es la silenciosa daga asesina a la que tengo que temer. No confío totalmente en mi guardia, pero una cierta incertidumbre es mejor que una suspicacia absoluta que sería todavía más peligrosa. Ese es el motivo por el que bajé yo personalmente a los muelles a recibiros. ¿Os quedaríais tú y esos bárbaros aquí en el palacio y pelearíais para mí si la ocasión llegase? No puedo nombrarte oficialmente mi salvaguardia porque ofendería a los nobles y todos se levantarían instantáneamente contra mí. Pero aparentemente os haría formar parte del ejército; permaneceréis aquí en Palacio y tú, príncipe, podrías ser mi compañero de festines. Donn Othna esbozó una lenta y tenue sonrisa y estiró su brazo para alcanzar la jarra de vino. —Hablaré con Athelred —dijo— Pienso que aceptará. 3 El britano encontró a Athelred sentado con las piernas cruzadas en un sofá de seda, desgarrando una gran pieza de cordero asado, entre enormes tragos de vino hindú. El sajón refunfuñó un saludo y si- guió atracándose de comida y bebida, mientras que Donn Othna se sentaba lanzándole una mirada burlona. La tripulación pirata se derrumbaba cómodamente en los almohadones del suelo de mármol y sorprendidos ante la magnifica estancia, miraban curiosamente sobre sus cabezas la cúpula ricamente adornada o bien fijaban su mirada hacia el exterior de las ventanas de dorados barrotes donde se podían ver patios con frondosos árboles y exóticas flores perfumando el aire, o bien daban paso a aposentos guarnecidos con fuentes que arrojaban un destello plateado al aire. Se mostraban curioso y encantados igual que niños y suspicaces como lobos. Cada uno guardaba su terrible afilada hacha al alcance de su mano. —¿Qué hacemos ahora, Donn Othna?—dijo Athelred entre dientes, sin dejar de masticar— —¿Qué harías tú?— eludió el britano la pregunta. —Pues bien— el pirata balanceó un hueso medio roído— aquí hay un botín que conseguiría que los ojos de Hengist (6) se abrieran de par en par y que haría la boca agua a Cerdic. (7) Déjanos hacer esto; por la noche nos levantaremos furtivamente y prenderemos en llamas el palacio; así, aprovechando el alboroto, arrebataremos fácilmente el botín y no nos resultará difícil recorrer el camino hacia nuestro barco que permanece sin vigilancia en los muelles. Entonces, ¡rumbo a los mares del Oeste! ¡Cuándo mi gente vea lo que traemos, habrá un centenar de barcos dragón siguiéndonos! Saquearemos Nagdragore como Genserico saqueó Roma y esculpiremos un reino con nuestras hachas. —Atraerá a los lobos de mar de la Bretaña y en especial a tu perseguidor, el anglo Asgrimm.— dijo Donn Othna severamente. —Puede ser. Pero es un plan demasiado ambicioso para olvidarlo, incluso si atrajera detrás nuestro a esos perros de la Anglia— comentó con los ojos brillando de furia y codicia a un tiempo el sajón. — En el caso de que lográsemos ocultar la traición a nuestro huésped, no podríamos recorrer ni la mitad de la distancia al barco. ¿Ciento cincuenta hombres contra un posible bloqueo de cincuenta mil? No pienses más en ello.—aseveró el celta negando con un movimiento de su cabeza. —¿Entonces qué?— gruño Athelred. —¡Por Thor, parece que nuestras posiciones han cambiado! ¡A bordo del barco tú eras nuestro prisionero! ¡Ahora, más bien somos nosotros los tuyos! Hereditariamente somos enemigos; ¿Cómo puedo saber si pretendes jugar limpio con nosotros? ¿Cómo puedo saber que habéis estado maquinando el rey y tú entre vosotros? Quizás planeáis cortarnos las gargantas. —Y sin saberlo debes aceptar mi palabra —contestó con calma el príncipe— No tengo ninguna simpatía hacia ti o hacía tu raza, aunque sé reconocer a un hom- bre valiente. En nuestro propio beneficio, debemos actuar en este asunto conjuntamente. Sin mí no tienes intérprete; sin ti, no tengo el respaldo de las armas para hacerme respetar. Constantius nos ha ofrecido un puesto en su guardia de palacio. No confió en él más de los que tú confías en mí; el trato no se cumplirá por su parte en el momento en el que esté en ventaja. Pero hasta entonces nosotros salimos ganando si cumplimos su petición. Conozco a los hombres, y la avaricia no es uno de los defectos de éste. Nadaremos en su abundancia. Justo ahora necesita nuestras espadas. Después no le haremos falta y podremos embarcar de nuevo, pero entiende, Athelred, que éste apoyo que te hago ahora es mi rescate. —Lo juro por mi espada— gruñó Athelred y Donn Othna asintió satisfecho, sabiendo que el franco sajón era un hombre de palabra. —El Este está lleno de posibilidades ilimitadas— dijo el britano— Aquí, un corazón intrépido y una afilada espada pueden llevar a cabo tanto o más que en el Oeste y, además, la recompensa es mayor. Ahora mismo, dudo de sí Constantius confía en mí plenamente y debo probarle que somos de gran valor para él. 4 La oportunidad llegó antes de lo que él esperaba. Durante los días siguientes, Donn Othna y sus compañeros vagaron por los laberínticos recovecos de la ciudad del Este, asombrados por los extraños contrastes; el esplendor y la riqueza de los nobles, la miseria y la suciedad de los pobres. Para aquel que se alzaba en el trono, no existía la menor paradoja. Donn Othna se sentó en la habitación de oro batido y bebió vino con el rajá Constantius, mientras que el enorme y silencioso hombre negro les servía. El príncipe britano se quedó mirando curiosamente el rajá. Constantius bebía desmesuradamente, de un solo trago. Estaba borracho, sus extraños ojos se oscurecieron y eran más transparentes que nunca. —Eres un alivio al igual que una protección para mí, Donn Othna— dijo éste, con un ligero hipo— Contigo puedo ser yo mismo, por lo menos eso creo. Confío en ti porque llevas el limpio y sincero poder de los vientos del Oeste y el húmedo y salado sabor de los mares del Norte. No necesito estar en guardia para siempre. Te digo, Donn Othna, que éste negocio del imperio no es de los que se hacen por la comodidad o por la felicidad. Si tuviera que vivir mi vida de nuevo, preferiría ser lo que fui una vez, un joven de piel morena y musculoso, buceando en busca de perlas en el golfo de Oman y desperdiciándolas luego con chicas árabes de ojos oscuros y penetrantes Pero el manto púrpura es mi maldición y mi obligación por nacimiento, igual que para ti. Soy rajá, no porque fuera astuto o hábil, Weird Tales de Lhork 23 Robert E. Howard y Eugenio Fraile sino porque tengo en mis venas la sangre de emperadores y seguí un destino que no puedo eludir. Tú, también, vivirás para imponer un trono y maldecir la corona que soportará tu cansado cuello. ¡Bebe! Donn Othna rechazó la jarra ofrecida. —Ya he bebido bastante y tú también— dijo sin rodeos—¡Por Crom, he descubierto ser bastante glotón y borracho! Eres increíblemente listo e sorprendentemente hábil. ¿Cómo puede ser rey un hombre como tú? Constantius rió. —Esa es una pregunta que a otro hombre le costaría su cabeza. Te contaré por qué soy rey; porque puedo halagar a los hombres y ver a través de su arrogancia; porque conozco las debilidades de un hombre fuerte; porque sé como usar el oro; porque carezco de cualquier escrúpulo y recurro a cualquier método justo o sucio para obtener mis fines; porque habiendo nacido en el Oeste y crecido en el Este, tengo la astucia de ambos mundos. Porque, aunque soy por lo general un necio, tengo momentos de verdadero ingenio, más allá de la capacidad de coherencia de un hombre sabio. Y porque, y todas mis anteriores aptitudes serían inútiles sin esta, tengo el poder de moldear a las mujeres igual que la cera en mis manos. Déjame mirar a los ojos de cualquier mujer y tenerla cerca de mí y será mi esclava para siempre. Donn Othna encogió sus poderosos hombros y posó su jarra. —El Este me provoca una extraña fascinación— dijo Othna— aunque hubiera preferido gobernar una tribu de desgreñados cimerios. Pero, ¡por Crom, tus propósitos son enmarañados y extraños! Contantius rió y se levantó titubeando. El retiro del rajá era atendido solamente por un enorme mudo negro. Donn Othna dormía en una habitación colindante a la habitación de pan de oro. Y ahora, Donn Othna, despidiendo a su propio esclavo, anduvo hacia la pesada ventana de barrotes que daba afuera a un patio interior, y respiró profundamente los picantes perfumes del Oriente. La ensoñadora antigüedad de la India rozó sus párpados con adormecidos dedos y en las profundidades de su oscura alma se removieron sus recuerdos sobre su raza. Después de todo, sentía un cierto parentesco con aquellos Rajsputs de cara de halcón y ojos afilados. Eran de su sangre, si eran ciertas las antiguas leyendas de los días en los que los hijos de Aryon eran una gran tribu en los oscuros tiempos, antes de que los ancestros de Nimbaydur Singh se exiliaran de la nación hacia aquella gran deriva del sur, y antes de que los ancestros de Donn Othna comenzaran su larga emigración hacia el Oeste. Un débil sonido le devolvió de vuelta al presente. Mediante rápidos pasos atravesó la habitación y miró hacia el aposento de pan de oro, a través de la cortina de tela dorada. 24 Weird Tales de Lhork 5 Una bailarina había entrado en la habitación y Donn Othna se preguntó con asombro cómo podía haber llegado ahí con los guardianes del exterior vigilando la puerta. Era una pequeña joven, delgada, ágil y bonita, su ligera faja de seda y el dorado peto acentuaban su sinuosa hermosura. Se acercó hacia el enorme negro que le observaba de forma amenazadora. Se aproximó a él, sus encarnados labios suplicantes, sus profundos ojos lujuriosos, extendiendo sus pequeñas manos vueltas hacia arriba implorantes. Donn Othna no pudo entender lo que decía, aunque había aprendido mucho del lenguaje de los Rajput, pero vio como el negro negaba con su enorme cabeza y levantaba de forma amenazadora su descomunal cimitarra. La joven estaba muy cerca del mudo ahora y se movió como una cobra. De algún lugar de sus escasas prendas sacó una daga y con el mismo movimiento le asestó un golpe debajo del corazón. El mudo se tambaleó igual que un enorme ídolo negro, su espada resbaló de su nerviosa mano y luego él cayó al suelo, su cara retorciéndose por la agonía del esfuerzo que hacía su media lengua para avisar a su amo. Entonces la sangre salió a borbotones de la silenciosa boca entreabierta y el esclavo permaneció quieto. La chica brincó rápida y silenciosamente hacia la puerta, pero Donn Othna se colocó delante de ella de un solo salto. La examinó durante un fugaz segundo, y a continuación ella saltó a su garganta como una furia. Las danzas del Este volvían a sus devotas ágiles y cada uno de sus músculos duro como el acero. Años atrás, cuando los occidentales invadieron el Este de nuevo, se encontraron con que una esbelta chica podía resultar ser mejor rival que un hombre. Pero aquellos hombres no habían tirado nunca de los remos en una galera, blandido un hacha de guerra que pesase veinte libras, ni refrenado a cuatro salvajes caballos de cuadrigas sobre sus cuartos traseros. Donn Othna mostró su furia felina, la desarmó con un ligero esfuerzo y la sostuvo bajo su brazo igual que a un niño No sabía cuál iba a ser su siguiente paso cuando de repente apareció el rajá saliendo de la habitación real, sus ojos seguían enturbiados por el vino. Un simple vistazo le bastó para comprender lo que había sucedido. —¿Otra mujer asesina?— preguntó con indiferencia—Mi trono contra tu espada, Donn Othna, a que fue Anand Mulhar quien la envió. Nimbaydur Singh es demasiado honrado para semejantes tretas, el incauto es honorable por encima de todo. De forma despreocupada tocó con el dedo del pie el cuerpo de su fiel esclavo, pero no hizo ningún comentario. —¿Qué hago con la fierecilla?—preguntó Donn Othna.—Es demasiado joven para colgarla... ¿y si la dejamos marchar? Constantius negó con la cabeza. — Ni una cosa ni la otra; déjame que me quede con ella. Donn Othna le entrego la chica al rajá con la misma facilidad que a un niño, contento de librarse de los arañazos y mordiscos del pequeño demonio. Pero al primer contacto con las manos de Constantius se quedó quieta, temblando como un corcel asustado. El rajá se sentó en un diván y forzó, sin brusquedad pero sin piedad, a la chica a arrodillarse delante de él. Lloriqueó un poco, bastante más asustada de la tranquilidad del griego que de la furia de Donn Othna. Una blanca mano enjoyada sujetaba sus finas muñecas, la otra reposaba sobre su cabeza forzándola a levantar la mirada hacia el rajá que mantenía la vista imperturbable ante sus ojos huidizos. — Eres muy joven pero muy estúpida— dijo Constantius en un tono pausado— Viniste aquí para matarme porque algún perverso amo te envió—su mano la acarició lentamente igual que un hombre acaricia a un perro— Mírame a los ojos; yo soy un amo justo. No te haré daño; te quedarás conmigo y me amarás. — Si, amo— la chica contestó en voz baja como si estuviera en trance; sus ojos ahora no trataban de evitar a Constantius. Estaban muy abiertos y poseían un nuevo y extraño brillo; se amilanó bajo la caricia del rajá. Éste sonrió y la calidad de esa sonrisa le hizo extrañamente atractivo. —Dime quien eres y quien te envía— ordenó éste, y ante el completo asombro de Donn Othna, la chica inclinó su cabeza obedientemente. —Soy Yatala; mi dueño Anand Mulhar me envió para matarte, mi señor. He bailado en tu palacio más de una noche. Mi señor me vendió en la subasta de esclavos y tu eunuco jefe me compró entre otras bailarinas. Estaba bien planeado, amo. Vine anoche y seduje a los guardianes; entonces cuando me dejaron acercarme, viendo que era menuda y estaba desarmada, aproveché para soplar unos polvos secretos en sus ojos, y de esta forma el sueño se apoderó de ellos. Después cogiendo una daga de uno de ellos, entré aquí, y ya conoces el resto, mi señor. Ocultó su rostro entre las rodillas de Constantius y el rajá miró a Donn Othna con una vaga sonrisa. —¿Qué piensas ahora, Donn Othna, de mi poder sobre las mujeres? — Eres un demonio— respondió el príncipe con franqueza. —¡Apostaría mi cabeza a que ninguna tortura podría haber arrancado de esa chica lo que te acaba de contar ella libremente! Unas cautelosas pisadas sonaron a lo lejos. Los ojos de la chica se encendieron con repentino terror. —¡Cuidado, mi señor!— gritó— ¡Es Tamur, el estrangulador de Anand Mulhar; me siguió para asegurarse! Donn Othna se giró hacia la puerta y la abrió revelando una terrible figura. Al servicio del rey 6 Tamur era más alto y pesado que el poderoso britano. Desnudo excepto por un taparrabos, su oscura piel bronceada resaltaba sus poderosos músculos de hierro. Sus miembros eran igual que el roble y el hierro, ágiles y elásticos como los de un tigre, y sus hombros increíblemente anchos. Un corto y macizo cuello sostenía una bestial cabeza. La baja y sesgada frente, la olfativa nariz, la cruel abertura de la boca, las pegadas orejas, el afeitado cráneo de mono, todo delataba a la bestia humana, al sanguinario hombre primitivo. En su cinturón estaba enrollado el instrumento de su oficio; una siniestra cuerda de seda. En su mano derecha sujetaba un sable curvado. Donn Othna avistó su formidable figura en un rápido vistazo, y al momento estaba lanzándose al ataque con la impetuosa furia de su raza. Su espada centelleó en el aire formando un brillante y azulado arco justo cuando el otro golpeó. En ninguno de los dos podía haber lugar para la duda. Ambos saltaban y golpeaban simultáneamente, rápidos para lanzar toda su fuerza en un solo golpe demoledor. Y en el aire, la espada curvada chocó estruendosamente con la espada recta. La cimitarra se desintegró en mil pedazos y, antes de que el britano pudiera golpear de nuevo, el estrangulador soltó la empuñadura e igual que una boa, aferró a su enemigo de piel blanca en un fiero abrazo. El príncipe britano dejó caer su espada, inútil a esa corta distancia y se agarró a su contrincante. En un instante supo que estaba midiéndose con un diestro y cruel luchador. El terso y desnudo cuerpo del hindú era como una gran serpiente e igual de escurridizo. Pero de algo le serviría a Donn Othna sus combates con luchadores romanos en el pasado. Ahora, rechazó, arremetiendo con la rodilla y el codo, la garra de hierro que le aprisionaba. El ligero barniz de civilización adquirido por el contacto con sus vecinos romanos se había desvanecido en el fragor de la batalla, y era un bárbaro de piel blanca, salvaje como cualquier godo, sajón o celta quién estaba desgarrando y gruñendo en la habitación de pan de oro del rajá de Nagdragore. Donn Othna vislumbró, por encima del pesado hombro de Tamur, a Constantius acercándose con la espada que él había soltado y, con los ojos azules brillando por el ardor del combate, lanzó un gruñido al rajá para mantenerle apartado y poder terminar su propia pelea. Pecho contra pecho, los gigantes luchaban, tambaleándose de atrás a adelante, abrazados estrechamente, pero todavía en pie, cada uno frustrando del esfuerzo del otro. El pulgar de Tamur presionó el ojo de Donn Othna, pero el príncipe hundió su cabeza contra el masivo pecho del otro, zafándose del agarre, y el estrangulador se vio forzado a quebrar el aprisionamiento del britano para salvar su columna. De nuevo asió Tamur el brazo de Donn Othna en un terrible agarre que le «El estrangulador cayó al suelo como un tronco y Donn Othna, jadeando, se quitó la cuerda de su torturada garganta y la arrojó a un lado, justo cuando Tamur gateaba hacia sus pies, con sus ojos brillando como los de un hombre loco habría roto el codo igual que una rama si el príncipe britano no hubiese arremetido de repente con su cabeza de forma bestial y desesperada en la cara del hindú. La sangre brotaba mientras que la cabeza de Tamur chasqueaba hacia atrás y Donn Othna, aprovechando su ventaja, le derribó al suelo. Los dos cayeron pesadamente, pero el estrangulador que se retorcía de dolor bajo el britano encontró el cuello de su adversario que agarró dejando su cabeza en un peligroso ángulo. Con un jadeo se deshizo de la presión, justo cuando Tamur dirigía su rodilla hacia la ingle del britano. Entonces, al relajarse involuntariamente la garra de hierro del hombre blanco, el negro saltó libre, cogiendo de su cinturón la cuerda mortal. Donn Othna se levantó con mayor lentitud, mareado por el dolor de la última arremetida; y Tamur, con un graznido inhumano de triunfo, brincó y arrojó su cuerda. El britano escuchó el grito de la chica, a la vez que sentía el largo y fino látigo alrededor de su cuello, igual que una serpiente, cortándole inmediatamente la respiración. Pero en el mismo instante lanzó ciega y terriblemente su puño cerrado de hierro a la mandíbula de Tamur. El estrangulador cayó al suelo como un tronco y Donn Othna, jadeando, se quitó la cuerda de su torturada garganta y la arrojó a un lado, justo cuando Tamur gateaba hacia sus pies, con sus ojos brillando como los de un hombre loco. El britano cayó sobre él rabiosamente, apaleándole con golpes continuos y secos, aprendidos tras largas horas de práctica con los Cestus. (8) Semejante ataque estaba por encima de la destreza de Tamur para enfrentarse a él. El Este carecía del instinto de golpear con el puño cerrado Un golpe que se estrelló de pleno en su boca hizo brotar la sangre y astilló sus dientes; el hindú contraatacó con el único golpe que conocía, un ataque con la mano abierta desconcertó a Donn Othna llenando sus ojos momentáneamente con chispas de oscuridad. Pero al instante devolvió el golpe con un directo que se hundió profundamente en el diafragma de Tamur y le hizo doblarse sobre sus rodillas retorciéndose de dolor y jadeando El estrangulador aferró las piernas de Donn Othna y le arrastró hacia abajo, y una vez más, estaban luchando cuerpo a cuerpo. Pero el feroz britano sintió la creciente debilidad de su enemigo y, redoblando la furia de su ataque, como un tigre cegado por el olor de la sangre, movió al hindú hacia atrás y adelante hasta que al final encontró el agarre mortal que buscaba, y asfixió al estrangulador, hundiendo sus dedos de hierro cada vez más, hasta que sintió la vida fluir a través de sus dedos y su cuerpo se quedó rígido. Entonces Donn Othna se levantó apartando la sangre y el sudor de sus ojos y sonrió de manera sombría al embelesado rajá, todavía de pie, sosteniendo petrificado la espada de Alejandro. — Bueno, Constantius — dijo Donn Othna, — Puedes ver que soy digno de tu confianza. Aquí termina el relato original de Robert E. Howard. La continuación del mismo es obra de Eugenio Fraile. —Así parece, mi terrible protector de sombrías tierras —contestó éste con voz musical a pesar de la evidente embriaguez producida por el vino— Y deseo que tu furia no se vuelva nunca contra aquel que se sienta en el inestable trono de alabastro y pieles de tigre de Nagdragore. ¡Pero basta por ahora de luchas y traiciones! Dejemos que el alba pálida disipe los terrores y acechanzas nocturnas. Y acercándose con un andar ligeramente tambaleante a una de las paredes de la estancia, Constantius golpeó con un pequeño mazo un batintín dorado que colgaba entre los tapices. Aún no se había extinguido el suave eco de la llamada cuando aparecieron en la habitación dos esclavos que a un gesto despectivo del rajá cargaron con el cuerpo del estrangulador retirándole de la vista de los allí presentes. —Vamos, mi dulce Yatala —continuó hablando Constantius mientras rodeaba, tal y como haría una serpiente con un raWeird Tales de Lhork 25 Robert E. Howard y Eugenio Fraile Espadas vikingas. Museo Haithabu (Alemania) Foto: Kees Huyser. toncillo, la cintura de la joven con uno de sus brazos y la empujaba fuera de la cámara con paso vacilante— ¡Aun has de contarme más cosas sobre esta pequeña conjura contra mi persona y el príncipe Donn Othna querrá descansar de su épica demostración de fuerza y poder! El britano no dijo nada, mientras recuperaba de manos del rajá la espada de Alejandro, pero le pareció notar un leve tono de irónica burla en las estropajosas palabras del griego y se juró a sí mismo, con los brillantes ojos puestos en la espalda del rajá, no confiar demasiado en sus aparentemente amistosos modales. 7. «DOSTIGRES SE ENCUENTRAN» El amanecer envolvía, como un velo de seda y tul, las doradas cúpulas de Nagdragore y los incipientes rayos del sol se reflejaban cegadores en las aguzadas espiras cuando Donn Othna penetró en la estancia que servía de aposento a Athelred. El vikingo ya se encontraba levantado y fiel a sus tormentosos e imprevisibles estallidos de mal carácter, apenas sí dejó que el celta mascullara un saludo y comenzó a gritar, más que hablar, con voz tronante mientras se ajustaba furioso la cota de malla en su voluminoso torso y 26 Weird Tales de Lhork sujetaba su descomunal hacha al cinturón de gruesa hebilla metálica. —¡Por mil trolls hediondos, celta de los demonios! —rugió— ¿Acaso os creéis tú y ese griego loco de Constantius que somos como débiles y desdentadas viejas? ¡Mis hombres son vikingos, lobos de los mares y no servimos para permanecer como estatuas decorativas en un corredor de Palacio! ¡Necesitamos empaparnos con la sangre de nuestros enemigos, oler el humo y el fuego de los poblados ardiendo y escuchar los gritos aterrorizados de sus mujeres! Donn Othna permaneció en silencio mientras el jefe sajón escupía en sus amenazadoras palabras toda la rabia acumulada durante los días de inactividad. Cuando el celta pensó que Athelred había terminado con sus bravatas, le interpeló suavemente con una sombría sonrisa de lobo en los labios. —¿Y qué crees que deberíamos hacer, oso sanguinario? —¡Tentado estoy de enviaros a ti y a tu pacto con el griego a los negros infiernos de Hela y saquear este nido de perfumadas víboras, poniendo rumbo después a Occidente mientras las llamas envuelven esta maldita ciudad a nuestras espaldas! — bufó Athelred abriendo y cerrando sus grandes manos ante el impasible rostro del celta. Este rió con desgana y aquello aguijo- neó aún más la furia del vikingo que cerró el puño sobre el mango de su hacha con la intención evidente de abalanzarse sobre el britano. Pero este, lejos de hacer frente a la acometida del gigante, se retrepó cómodamente en un almohadillado diván de la estancia. Aquella actitud tan desconcertante del celta tuvo el efecto de detener la embestida de Athelred que con la barbuda cara enrojecida por la ira que le consumía, no podía articular palabra alguna. Por fin, sólo acertó a resoplar como una morsa de los mares del norte y apoyando su masivo corpachón en una columna de frío mármol, cruzó los brazos sobre el imponente pecho mirando interrogante a aquel exasperante contrincante. —¡Maldito celta, no sé si eres valiente hasta la locura o no te importa la muerte! —murmuró. —¡Salve, Athelred! —habló al fin tranquilamente Donn Othna utilizando el antiguo saludo romano incorporándose del diván— ¡Ya veo que un vikingo es un vikingo hasta el final, a pesar de tener de todo a su alcance! —¡Loki te fulmine a tú y a tus lujos! — contestó más calmado el sajón gruñendo las palabras. —¿No es el sueño dorado de todo vikingo el morir empuñando la espada y que las hermosas valkirias le lleven hasta el Al servicio del rey reino de Valhalla y así compartir una eternidad de festines, canciones y peleas con sus hermanos héroes? — se burló el britano. —¡Cesa en tus burlas o romperé la palabra que te di y uno de los dos morirá aquí y ahora!— amenazó de nuevo el vikingo. Donn Othna rió calladamente y ofreció una copa de vino de una cercana jarra de fino cristal a Athelred al tiempo que hablaba ya con la seriedad instalada en su pétreo semblante. — No era mi intención ofenderte sin más, sino asegurarme que las comodidades y diversiones de este palacio no habían ablandado tu vitalidad y mellado el filo de tu hacha. Las mujeres hermosas y el fuerte vino de especias producen tal efecto sobre los guerreros. ¡Y bien sabe Crom que en la ciudad de Nagdragore abundan ambas cosas además de la traición! — sentenció el celta. Y ante la expresión de ignorancia de su compañero, en breves palabras le puso al corriente de su mortal lucha nocturna con Tamur y la actitud tan inquietante de Constantius, mostrándose casi indiferente ante aquel ataque. —¡Por el martillo de Thor! ¡Deberíamos seguir mi plan y arrasar este pozo de serpientes! — abundó en su idea inicial Athelred. —¿Un puñado de hombres contra miles de espadas? — dudó Donn Othna— . ¡No daríamos ni un centenar de pasos hasta el puerto y antes de que los pocos que lo lograran pudieran embarcar en tu bajel dragón, seríamos barridos como la hojarasca por el viento! —¡Quizás sea como tú dices, pero por Odín que sería una lucha que hasta los mismos dioses contemplarían con envidia! ¡Enviaríamos a muchos de estos chacales oscuros a las puertas del infierno de Hela! — rugió el vikingo con el fuego y la pasión ardiendo en los claros ojos. Donn Othna también se sintió arrastrado durante unos momentos por la visión de gloria y muerte que Athelred le describía, notando cómo su sangre celta hervía henchida de salvajismo y locura en las venas. Al fin, su razón acabó imponiéndose barriendo las brumas sangrientas de aquella imaginaria gesta y negó con la cabeza de cabellos dorados semejando el gesto de un león desafiante. —¡No, Athelred. Hemos de mantener la calma y esperar a que sea Constantius quien dé el primer paso en este juego de traiciones que se trae entre manos. Por el momento nos necesita como su guardia pretoriana, al estilo de los grandes Césares de Roma, pero él mueve los hilos de esta tragedia desde las sombras según le conviene. ¡Y por Crom, que haríamos bien teniendo el filo de nuestras espadas y hachas a punto para cortarlos junto a su adornada cabeza! — meditó el celta pensativo. —¿Y qué sugieres que hagamos? ¿Que nos inclinemos con sumisión al sacrificio y esperar a que sus silenciosos asesinos nos embosquen en la oscuridad de los corredores de este palacio maldito?— protestó Athelred. — Ni lo uno ni lo otro — le calmó el britano— Ya he pensado en ello. Hoy mismo reunirás a tus hombres y harás que se instalen todos en el ala del palacio que da a las caballerizas y que es la más cercana al puerto de la ciudad. En caso de necesidad, utilizaríamos los caballos para huir más rápidamente hacia el puerto. Los turnos de guardia se harán por parejas y nos equiparemos con las cotas de malla. Eso nos dará una importante ventaja sobre los soldados del rajá ataviados con sus finos petos plateados. Así, cada hombre valdrá por tres. ¡Aunque sólo los dioses saben el tiempo que podríamos resistir si Constantius decida que ya no le somos de utilidad y azuza a sus perros contra nosotros! —¡El suficiente para arrancarle de su podrido pecho el negro corazón! — sentenció hoscamente el sajón lanzando la copa de la cual había estado bebiendo contra el brillante suelo. Donn Othna ya no comentó nada más, reafirmando con su silencio la decisión de su compañero mientras miraba cómo el rojo vino se deslizaba por las blancas losas del suelo. No pudo evitar pensar que quizás aquél estallido de furia del sajón fuera como una premonición que teñiría las calles de Nagdragore con algo más oscuro que el vino. * * * El sol colgaba como un escudo de bronce bruñido en un cielo de azul cobalto cuando Donn Othna abandonó la compañía de Athelred que, junto a su piloto Hrothgar, habían comenzado a reunir a sus hombres. El celta franqueó con paso firme las grandes puertas de madera de sándalo tallado engastadas con rubíes y zafiros del palacio del rajá. Simuló ignorar aquel derroche de oriental opulencia y aún más a la docena de altos guerreros barbudos de piel oscura, expresión hierática y rostro aguileño que custodiaban el lugar ataviados con vistosos uniformes de lino y seda blanca, turbantes negros adornados con una llamativa pluma de faisán, escudos de endurecida piel de rinoceronte sujetos a la espalda y curvas espadas al cinto. Dejando a sus espaldas el gran pórtico donde se hallaba la guardia palaciega, el guerrero atravesó un patio espacioso y un jardín poblado de árboles frutales en cuyas ramas se posaban delicadas aves cantoras de exóticos plumajes. Rodeó una galería calada con pavimento de mármol y admiró de pasada los muros de azulejos de diversas tonalidades que combinaban enrevesadas escenas de caza y luchas al tiempo que escuchaba el suave murmullo del agua cristalina que surgía de múltiples surtidores de varias fuentes doradas. El alma melancólica del celta se sentía atraída por aquellas muestras artísticas de un pueblo más sofisti- cado y ablandado por la civilización pero su musculoso pecho se ensanchó orgulloso cuando interiormente comparó la salvaje y sombría vitalidad de su tierra natal en el lejano norte occidental con la lujuriante y embriagadora belleza, casi mareante y obsesiva, de Nagdragore. Encaminó sus elásticas zancadas hacia la avenida principal de grandes losas de pizarra veteada que desembocaba en el puerto de la ciudad y sobre la cual las densas copas de los sicómoros vertían alargadas sombras. Al penetrar en la gran plaza del durbar (9) el britano se vio asaltado por un maremagno de rostros y razas diferentes y una barahúnda de lenguas, sonidos, olores y colores golpeó como el mazo del otator (10) sus afinados sentidos. Las avenidas de Nagdragore, amplias y refrescantes con hermosos palacetes y mansiones de perfumadas balconadas o las estrechas y húmedas callejuelas, con oscuros soportales formaban una abigarrada urbe de placeres y peligros. Su gran físico y constitución destacaban poderosamente entre las innumerables cortesanas, nobles, sacerdotes, guardias, astrólogos, comerciantes y mendigos que se apartaban a su paso como las olas ante la proa de una galera de combate. Más de un individuo de torva catadura, desde las sombras, siguió su caminar, especulando con los posibles beneficios a conseguir de aquel bárbaro extranjero, pero un rápido vistazo a su gran espada y la desafiante forma que tenía de devolver las miradas acobardaban cualquier intento de interponerse ante él. Esclavos sudorosos de apretados músculos de ébano transportaban lujosas literas con hermosas y veladas mujeres en su interior, mientras las filas de camellos y elefantes de adornados colmillos romos cargaban las más diversas mercaderías desde las galeras y caravanas que, provenientes de los rincones más lejanos de Malabar, del Turquestán, de Cathay o de Persia, arribaban a los muelles y puertas de Nagdragore como un faro que atrajera toda la riqueza y el esplendor de Oriente. Donn Othna se percataba de todo aquel colorido y variedad en su deambular por las calles de la ciudad mientras tenía presente en todo momento que su salida del palacio del rajá había sido motivada por la necesidad urgente de alertar a la reducida tripulación de guardia que permanecía a bordo del barco dragón de Athelred. El celta era portador de la orden del sajón a sus hombres de que estuvieran atentos y dispuestos para izar velas al menor indicio de intento de abordaje por parte de la guardia de Constantius u otra facción rebelde al rajá. Ya divisaba los mástiles y velámenes de los navíos del puerto cuando de repente una cacofonía de alaridos y gritos aterrorizados llegó hasta sus oídos, al tiempo que una multitud de hombres y mujeres con el pánico pintado en sus rostros avasallaba todo a su paso, volcando tenderetes, derribando fardos y mercancías y empuWeird Tales de Lhork 27 Robert E. Howard y Eugenio Fraile jando en su loca carrera a los más débiles que caían ante sus pies. El caos era total y el britano evitó ser aplastado por enormes elefantes que barritaban furiosos y descontrolados, trepando a una de las muchas estatuas que representaban a la multitud de divinidades orientales y que jalonaban el malecón del puerto. Tras dejar pasar la primera avalancha, Donn Othna saltó ágilmente al suelo y sujeto por el cuello con mano de hierro a un vociferante y gordinflón mercader que había perdido su turbante en la huida. Fue como si el hombre chocara de repente con una pared, quedándose clavado en el lugar, jadeando y resoplando por el esfuerzo de la carrera. —¡Por Crom! — rugió el celta— ¿Qué os hace correr de tal manera?— El mercader pareció no escuchar la pregunta del guerrero mientras giraba con dificultad su cabeza mirando a sus espaldas a punto de desmayarse de terror. —¡Habla ya, maldito seáis tú y tu loca ciudad! — le apremió el britano levantando un palmo de suelo al hindú, que entonces balbuceó: —¡El Demonio Rayado está libre! ¡Que Shiva nos proteja! —¿El Demonio Rayado? ¿Qué nueva locura es esta? — preguntó airado Donn Othna. —¡Es el portador de la muerte en la oscura noche! ¡Déjame que viva para poder reunirme con los míos, extranjero! — suplicó el mercader. El celta soltó al hindú, que salió corriendo gritando entre agradecido y atemorizado alejándose de allí. Donn Othna, intrigado y receloso como un lobo, siguió adelante aferrando con fuerza la empuñadura de su espada. Sus sentidos estaban alertas y al doblar un recodo de la calle que seguía, desembocó en una plazuela, quedando ante sus ojos una sangrienta escena de muerte y destrucción. Hasta media docena de hombres yacían despedazados en medio de grandes charcos de sangre y sobre los cadáveres se alzaba, terrible y majestuosa a un tiempo, la figura imponente de un gran tigre rayado que rugía ásperamente su desafío al cielo de Nagdragore. En el otro extremo de la plazoleta el britano pudo ver una jaula de gruesos barrotes de hierro con los cierres de la puerta abombados y reventados, como si una fuerza primitiva hubiera aplicado contra ellos una bestial presión. A su lado, caído en el suelo, había un hombre atrapado de cintura para abajo por el peso muerto de un caballo destripado. Era joven, vistiendo ricos atavíos y trataba de mantener alejado de él al felino dando inútiles tajos al aire con una cimitarra de adornado pomo. Todo eso lo apreció Donn Othna en un parpadeo y al instante siguiente, con un poderoso salto, se plantó con la gran espada desenvainada entre el carnívoro y su indefensa víctima. El tigre se detuvo un momento, con sus amarillentos ojos fijos en aquel nuevo estorbo y mostró al aire sus terribles y aguzados colmillos de sable. 28 Weird Tales de Lhork Donn Othna permaneció en su sitio pues si huía, el felino saltaría sobre su espalda de manera inmediata. Pero no pensaba caer bajo las zarpas de la gran bestia, así que tensó los músculos que se abultaron como cuerdas nudosas y afirmó sus piernas como columnas en el pavimento. Echó hacia atrás su cabeza y la abundante y desgreñada melena de rubios cabellos pareció prestarle la apariencia de un mítico semidiós de las odas nórdicas. Como si aquello hubiera sido una señal, la fiera saltó sobre el celta y un momento antes de que sus poderosas mandíbulas aplastaran la cabeza de éste, el guerrero se desplazó a un lado con rapidez esquivando la acometida. El impulso que llevaba el enorme tigre le hizo precipitarse sobre el cuerpo del caballo. Ignorando al indefenso y atrapado jinete que asistía a aquella épica lucha con el asombro y la incredulidad más que con temor, reflejados en su rostro, el felino, entre rugidos y zarpazos al aire, volvió al ataque. Blandiendo su espada, el celta lanzó un tajo de arriba a abajo que abrió un profundo surco sangriento en el cráneo del animal, evitando a duras penas por un palmo que las chasqueantes y demoledoras fauces se cerraran sobre su garganta. Otro movimiento veloz de Donn Othna logró que la punta de su acero se clavara en el cuello de grueso pelaje del tigre, que retrocedió gruñendo furiosamente de dolor, salpicando de sangre el rostro del britano. Ahora, hombre y tigre, componían una terrible y estremecedora figura de puro y primitivo salvajismo, tal y como habría sucedido en la más oscura noche de los tiempos, cuando los ancestros de ambas especies cazaban, mataban y morían en primigenias selvas o en profundas cavernas. Las mortíferas mandíbulas del tigre babeaban mientras su gran cola azotaba furiosa el aire como un látigo en todas direcciones. Con la sangre empapando su lustrosa piel y la rabia y el dolor resplandeciendo en sus pupilas verticales como rojos carbones del infierno, el felino presentaba un aspecto demoníaco. Por su parte, Donn Othna, con el sudor chorreando por el rostro y el cabello desgreñado y pegajoso por la sangre del animal distaba mucho de ser una presa fácil para la fiera. El tigre, con un profundo rugido, embistió como un ariete contra el celta y éste, con los blancos dientes apretados en señal de desafío, se dejó arrastrar por la locura mortífera que a veces hacía presa en los de su raza y hundió su acero profundamente en los costillares del felino con un golpe seco. A cambio, la fiera clavó con saña las zarpas en los hombros del britano, dibujando dos largas y sangrientas heridas. Ignorando el ardiente dolor, sostuvo el aplastante peso del animal sintiendo cómo sus músculos estallaban por el titánico esfuerzo. El fétido aliento del devorador de hombres golpeó su rostro produciéndole arcadas mientras las patas traseras del tigre trataban de esparcir sus entrañas. Con un movimiento de calculada desesperación, logró montarse sobre el lomo de la bestia rodeando con sus hercúleos brazos y piernas, en una presa asfixiante, el grueso cuello de la misma. Ambos rodaron por el suelo, rugiendo y agitando las afiladas garras el tigre en un vano intento por alcanzar el cuerpo de su martirizador y desgarrar su carne. Donn Othna sintió cómo su piel se laceraba con las violentas vueltas y saltos del felino por el áspero pavimento mientras su cabeza golpeaba el mismo, pero aunque le parecía como si el corazón fuera a salírsele por la garganta y sus pulmones le estallasen por la falta de aire, no aflojó ni un instante la presa que mantenía como un dogal de acero. ¡Le iba la vida en ello! Poco a poco, la gran cabeza del felino fue girando hacia un lado mientras su columna se arqueaba hacia atrás formando un ángulo imposible de mantener. Los rugidos habían pasado a ser gorgoteos agónicos y el celta, con un sobrehumano tirón de sus brazos que se tensaron como cadenas de hierro, consiguió partir las vértebras del tigre que chascaron con un horripilante sonido semejante a ramas rotas. Hombre y bestia quedaron inmóviles en el suelo, el uno agotado y respirando afanosamente con la sangre goteando de sus heridas y la otra rota y desmadejada, pero muerta al fin. En aquel momento apareció, con un estruendoso entrechocar de metal contra metal, un numeroso grupo de hombres armados con escudos, cimitarras largas, picas y arcos a cuyo frente destacaba un individuo de gran estatura y poblada barba. A una imperiosa orden suya, varios de los recién llegados pasaron gruesas maromas de cáñamo por debajo del cuerpo del caballo y entre todos lograron levantar lo suficiente el cadáver para que el prisionero jinete, ayudado por fuertes y ansiosos brazos, quedara libre. Mientras, otros apartaban, con temerosa precaución, el inmóvil cuerpo del tigre de encima del celta utilizando los astiles de madera de las picas. Donn Othna rechazó con un gesto seco las manos que se tendían hacia él y se levantó tambaleante con la mirada extraviada por unos instantes. —¡Crom os maldiga por vuestra lentitud y cobardía! — gruñó el britano apartando con el dorso de la mano la sangre y el sudor que nublaban sus ojos, recuperando con un fuerte tirón su espada enterrada en el cuerpo del tigre. Por fin, pudo sostenerse en pie y encarándose con el hombre al cual había salvado, envainó el acero en su vaina sin mirar. Este, como todos los de su raza, era alto y de constitución fibrosa, destacando en su joven rostro de facciones nobles y aguileñas una barba cuidada de negro azabache y unos ojos de mirar franco. Por el respeto y preocupación que mostraban los demás ante su presencia, el celta suponía en su fuero interno que aquel hombre pertenecía sin duda a la más alta casta dominante de Nagdragore, la de los rajsputs. —¡Por el divino nombre de Shiva! —murmuró admirado el hindú— ¡Jamás Al servicio del rey había presenciado tal hazaña de fuerza y valor, ni aún lo leído en los Sagrados Textos Veddas! —¡Más te hubiera valido leer menos y ser más hábil transportando fieras! — le recomendó el bárbaro hoscamente. — Mis torpes y desdichados sirvientes cerraron mal los cerrojos de la jaula y el tigre, el cual había comprado a unos expertos cazadores del interior del país, despertó del profundo sueño narcótico en el cual estaba sumido escapando de su encierro. Para las castas más bajas, el señor de la jungla representa la encarnación del Demonio Rayado, un espíritu que penetrará en sus casas por las noches y devorará sus cuerpos y espíritus — explicó el hindú sin mostrarse ofendido aparentemente por el áspero comentario de su salvador— Pero dime, ¿quién eres tú que me has salvado la vida y que pueblo es el tuyo que lucha con tal locura que iguala en fiereza al gran tigre rayado? —¡Soy Donn Othna, un príncipe celta de la lejana isla de Britania, en el norte occidental! ¡Aprendí a luchar contra los grandes gatos de la selva en las sangrientas arenas del Circo Máximo de Roma! Pero ¡por Crom!, qué hubiera preferido no tener que demostrártelo —contestó con un deje irónico de orgullo en sus palabras el britano. —Y yo me alegro de que lo hayas hecho, aunque me apena saber también que eres el hombre que, junto a otros bárbaros de allende los mares, esta sirviendo a un loco tirano extranjero —habló con pesar el hindú. —¡Yo no sirvo a nada ni a nadie! —masculló el celta con ojos fulgurantes— ¡Sólo respeto un trato entre príncipes! —¿Príncipes?—dudó el hindú con la burla bailando en su mirada— ¡Si, quizás tú sí lo seas en tus lejanas tierras barridas por los vientos del norte, pero no ese usurpador griego manteniendo a mi pueblo dividido y atemorizado para su codicioso provecho! — Peligrosas palabras son las que pronuncias tan a la ligera, joven señor, rodeado como estás de hombres armados. Yo no te he salvado hoy la vida para tener que enfrentarme a ti mañana, aunque podría verme empujado a ello si el destino o las acciones de cada hombre se confabularan en contra nuestra forzando nuestros caminos de nuevo—comentó endureciendo el tono de su voz Donn Othna. —¡Hay sensatez en lo que dices, príncipe Donn Othna! Pero ¿quiénes somos nosotros para saber lo que nos deparan los dioses? Lo que haya de suceder, sucederá — sentenció suavemente el noble— En cuanto a estos guardias que nos rodean, no has de preocuparte por ellos, pues pertenecen a la noble familia de los Singh, bajo cuya enseña sirven y... ¡yo soy Nimbaydur Singh! El celta no demostró emoción alguna al conocer el nombre del noble, pero retrocedió un paso apoyando su mano diestra en el pomo de la espada. Tal gesto motivó que el destacamento de soldados «Blandiendo su espada, el celta lanzó un tajo de arriba a abajo que abrió un profundo surco sangriento en el cráneo del animal, evitando a duras penas por un palmo que las chasqueantes y demoledoras fauces se cerraran sobre su garganta. que flanqueaban al rajsput alzaran sus armas en dirección al britano. Pero un gesto imperioso de su señor hizo que humillaran las largas lanzas contra el suelo. —¡No, príncipe Donn Othna, no será hoy el día en el cual las espadas de ambos beban de la sangre del otro! ¡Mi palabra es mi honor, pero la próxima vez que nos encontremos, quizá nuestros destinos obedezcan a otros intereses más altos! — habló altivamente Nimbaydur Singh. —¡Si así fuera, noble señor, que los dioses decidan!—repuso el britano con calma cruzando sus musculosos brazos sobre el ensangrentado pecho, ignorando el punzante dolor de sus heridas recientes. El hindú inclinó ligeramente la cabeza y pareció agradarle la contestación del guerrero, al tiempo que señalaba el cadáver del felino. —¡Tuya es ahora, príncipe Donn Othna, la piel del gran tigre, puesto que has sido tú su matador! ¡Dispón a tu antojo de mis sirvientes para que te ayuden a transportar su cuerpo al palacio de Constantius! —¡Me sentiré más honrado si aceptas su piel como un presente de respeto por mi parte! —repuso con presteza Donn Othna. El rajsput hindú no dijo nada más, pero el celta alcanzó a adivinar, por la expresión satisfecha de su rostro, que aquellas muestras de cortesía palaciega envueltas en aguzadas puntas de espada, eran del agrado de Nimbaydur Singh. Este, escoltado por sus sirvientes y guardias, alzó la mano en un gesto de breve despedida hacia el celta y volvió la espalda al guerrero, alejándose de la multitud que poco a poco había recuperado el valor y miraba con ojos atónitos el cadáver del tigre que cargaban cuatro robustos esclavos. Donn Othna se apartó hastiado de los vocingleros y ahora envalentonados curiosos, caminando pensativo hacia los muelles del puerto. Su alma bárbara, más cercana al valor primitivo y fiera nobleza del tigre que a las intrigas y codicias ocultas de la civilización, despreciaba la hipo- cresía de los hombres que se cobijaban entre sus muros, aunque éstos tuvieran sangre principesca en sus venas. 8. «UNATRAMPA PARA LOBOS» La noche en Nagdragore olía a perfumes de índigo y canela, mezclándose con los efluvios salados de la acariciadora brisa marina que llegaban del puerto. Las bailoteantes llamas de las antorchas disipaban las sombras en las largas avenidas y estrechos callejones rivalizando en claridad con las lámparas de aceite y fogariles que lucían en el interior de las viviendas de la ciudad. En el cielo nocturno, una redonda y rojiza luna se incrustaba en el titilante manto de las estrellas como el ojo mítico de un cíclope. En las tabernas y burdeles de los barrios más miserables, individuos malencarados y de aspecto sórdido, bebían y hablaban en apagados susurros de robos y asesinatos mientras en las señoriales avenidas donde se alzaban los palacios de mármol y marfil con torres de color púrpura de los rajsputs se afilaban, al amparo de causas partidistas envueltas bajo los estandartes de la guerra, las curvadas espadas empuñadas por hombres de fiero mirar y rostro halconino. También en la morada real de Constantius, Rajá usurpador de Nagdragore, había hombres de lejanas tierras, gigantes feroces de piel blanca y cabellos claros que vivían y morían por y para la espada jurando en nombre de terribles y crueles dioses que habitaban en brumosas montañas de hielo y nieve. Donn Othna, Athelred y el resto de los vikingos que formaban la tripulación de lobos del mar del jefe sajón, celebraban una ruidosa asamblea, como si se hallaran proyectando provechosas incursiones de rapiña y pillaje en su aldea natal. El vino corría abundante por las mesas regando las grandes fuentes de carne asada. No faltaban las rudas chanzas y las canciones entonadas con voces roncas que narraban historias de héroes, luchas sangrientas o la añoranza del regreso al Weird Tales de Lhork 29 Robert E. Howard y Eugenio Fraile «Blandiendo su espada, el celta lanzó un tajo de arriba a abajo que abrió un profundo surco sangriento en el cráneo del animal, evitando a duras penas por un palmo que las chasqueantes y demoledoras fauces se cerraran sobre su garganta. hogar. Nada parecía importarles y aún menos el mañana incierto, tan sólo la gloria y el botín que les deparase el presente. Aunque no menos fiero que ellos en la batalla, el celta les observaba con cierto aire sombrío en su hosco rostro pues su raza, enemiga por la sangre y el acero de todo aquello que representaban los salvajes hijos de Odín, entendía las celebraciones de una manera más melancólica. Donn Othna apartó su vista del gran salón y fijó sus ojos, a través de la gran balconada cubierta de tallos de enredaderas, en las luces que brillaban en la ciudad dormida a sus pies. «El rutilante lecho de un rey«, pensó para sus adentros, ajeno a la bacanal de los vikingos. Su mente vagaba por lejanos y ensoñadores imperios que aún no habían nacido y que esperaban al hombre que los forjase y gobernara. Una fuerte palmada de Athelred en su espalda, que habría derribado a otro hombre de menor estatura y constitución que la suya, le sacó de su ensimismamiento. Ni un rictus de dolor o queja alguna asomó en su pétreo rostro, a pesar de que las heridas que le había infligido el tigre esa misma mañana le ardían a cada movimiento que hacía. Una fina capa de grasa de foca de un barril traído de la bodega del barco dragón de Athelred, le cubría los profundos surcos dejados por las garras del felino. Eso era suficiente para los hombres del norte. —¡Por los Gigantes Helados de Nordheim, Donn Othna!—bramó el jefe sajón ofreciéndole una mordisqueada pierna de venado— ¡Por dos veces desde que llegamos a esta maldita ciudad has combatido como un verdadero vikingo! ¡Casi podría jurar que por tus venas corre la sangre de algún Jarl¡(11) —¡Que Crom me condene si así fuera!—replicó abruptamente el britano— ¡La única sangre vikinga que ha empapado mi cuerpo ha sido la que he derramado con mi espada mientras mis hermanos de clan y yo os empujábamos desde las oscuras colinas hasta las rugientes costas del Sur de Britania!— —¡Por el Martillo de Thor!—gruñó el sajón—Recuerdo bien a tus salvajes pa30 Weird Tales de Lhork rientes, con los rostros pintados como los pictos del norte, con el odio brillando en sus ojos y aullando como lobos rabiosos surgidos de los altos brezales mientras nos arrojaban rocas desde los acantilados. ¡Si, han sido provechosas y sangrientas incursiones, aunque los cuervos picotean los huesos blanquecinos de muchos hijos de Odín en las playas britanas!— —¡Así ha sido y así será mientras los barcos dragón arriben a nuestras costas y aldeas con sus cubiertas repletas de fieras sanguinarias!—sentenció Donn Othna haciendo resbalar una hosca mirada por la tripulación de Athelred. Este no pareció ofenderse demasiado por el comentario del celta y rió salvajemente, al igual que sus hombres más cercanos, ante lo que ellos consideraban un halago, pues el odio que les profesaban sus enemigos aumentaba el prestigio e importancia de sus saqueos y pillajes. * * * Las horas nocturnas transcurrían con la lentitud propia de los sueños inspirados por las flores de adormidera en Nagdragore y en el suntuoso palacio del Rajá, los lobos de Athelred fueron acallando sus altisonantes gritos y las roncas canciones dejaron paso a las historias susurradas por las rotas gargantas de los hijos de una sombría y brumosa tierra. Incluso las jarras de vino habían dejado de pasar de mano en mano. Donn Othna se mantenía apartado, apoyados sus anchos hombros en una de las frías paredes de mármol, mientras acariciaba lentamente la empuñadura marfilesca de su espada y paseaba una preocupada mirada por los lujos de la estancia y la tripulación de Athelred. Los componentes de esta, aunque retrepados cómodamente entre gruesos cojines de seda, miraban a todos los lados como osos inquietos que sienten la presencia de una partida de caza tras de ellos. Sus pesadas hachas y largas espadas estaban al alcance de las manos y ninguno se había despojado de las cotas de metálica malla entre- lazada. La tensión era evidente e incluso Athelred lanzaba continuas miradas, entre furioso e interrogante, al aparentemente despreocupado celta. Por fin, su impaciencia pudo más que su orgullo de jefe vikingo y con un par de pasos rápidos, se plantó delante del britano resoplando como era su costumbre. —¿Y bien, Donn Othna?— inquirió el sajón— ¿Qué estamos esperando? ¡Por el martillo de Thor, esta inactividad me hace hervir la sangre en las venas! El celta se apartó de la pared y cruzando sus brazos de nudosos músculos sobre el poderoso pecho, respondió con calma, sintiendo las miradas de todos sobre él. —Es Constantius quien ha de dar el primer paso en este juego de intrigas. Hemos de mantenernos alerta y aprovechar la ocasión propicia para atacar o huir. Cuando estuve al servicio de Roma, aprendí que no siempre es conveniente que el enemigo conozca tu verdadera fuerza y... — —¿Huir?— gruñó Athelred escupiendo las palabras con desprecio sin dejar que el britano terminara lo que estaba diciendo— ¡Creo que has estado demasiado tiempo entre romanos! ¡Por Odín, la paciencia y la precaución son para los débiles y los cobardes! ¡Empuñemos las armas y arrasemos esta jaula dorada!— Mientras Donn Othna palidecía de furia, un murmullo de salvaje aprobación surgió de entre las filas de los vikingos, que rodearon a su jefe en filas compactas con el ansia de la batalla instalada en los barbudos rostros surcados de pequeñas cicatrices. El celta retrocedió, como lo hubiera hecho un gran felino ante el acoso de una manada de lobos, enseñando los apretados dientes en una feroz mueca de desafío y apoyó su mano en el pomo de la espada recogiendo claramente el reto de Athelred y mostrando su desacuerdo con el strandhugg (12) que proponía el vikingo. El príncipe britano y el jefe sajón cruzaron relampagueantes miradas, en las cuales refulgía con helado furor, el sanguinario brillo de la lucha tribal, prestos a lanzarse el uno contra el otro olvidada su momentánea alianza, arrastrados por los antiguos odios de sangre que mantenían secularmente ambas razas. De repente, un débil gemido se escuchó en el hostil ambiente de la estancia, proveniente del otro lado de la gran puerta, rompiendo la tensión de la escena. Donn Othna reaccionó antes que ninguno y cuando Athelred y sus hombres le siguieron, el celta ya se inclinaba sobre el delicado físico de una mujer joven, ataviada con ligeras prendas transparentes que dejaban a la vista sus múltiples encantos. Se había arrastrado hasta allí, dejando un sangriento reguero tras ella. Sin esfuerzo, alzó el desmadejado cuerpo y lo depositó con suavidad sobre uno de los divanes cercanos. —¡Yatala! ¿Qué ha ocurrido, mucha- Al servicio del rey cha?—preguntó el celta al tiempo que trataba de taponar la profunda herida que esta mostraba en el pecho, entre los turgentes senos y por la cual manaba abundante sangre. —¡Ha sido...Constantius— gimió con apagadas palabras la bailarina— Ordenó que me acuchillaran....! —¿Por qué lo hizo?— demandó con sorda rabia Donn Othna. —¡Sí, por Freia! ¿Qué locura es esta?— rugió el sajón por encima del hombro del britano. La mujer emitió un silbante murmullo y habló con voz fatigada. —Apenas había caído la noche, cuando uno de los sirvientes del palacio vino a buscarme para que bailara en el Gran Salón ante Constantius. Me dejó allí sola y como temía el silencio y las sombras que ahí imperaban, me oculté entre los tapices que se alzan tras el trono del rajá. Empezaba a sentirme vencida por el sueño y la tranquilidad de la estancia, cuando vi aparecer a Constantius seguido por un hombre alto que se cubría el rostro con una capucha oscura.....— —¡Continua muchacha!— demandó el sajón con brusquedad. Por contra, Donn Othna acercó con suavidad una copa de vino a los labios de Yatala, que tras beber un largo sorbo miró agradecida al britano y pareció recuperar un tanto el aliento que le faltaba mientras atendía a la pregunta de este. —¿Qué trama el griego?— —¡Constantius se sentó en el trono —prosiguió la bailarina con dificultad— mientras el encapuchado permanecía de pie ante el. Seguros de no ser escuchados hablaban con entera libertad. Así supe que Constantius había contratado los servicios de la secta de sacerdotes asesinos conocidos como la Orden de los Hijos de la Daga y que su plan consiste en asesinar a Nimbaydur Shing y Anand Mulhar, dejando las suficientes pruebas falsas para que los seguidores de uno y otro se acusen mutuamente de los crímenes y luchen entre sí. Luego, cuando ambos bandos estuvieran debilitados, el atacaría con su guardia de palacio con vosotros al frente como fuerza sacrificable. Quise acomodarme mejor tras los tapices y escuchar de cerca lo que el otro hombre parecía decirle sobre esa parte de la conjura, pero involuntariamente uno de mis brazos rozó la tela de la colgadura, que se agitó delatando mi escondite. Con un grito de advertencia y antes de que pudiera reaccionar, el hombre alto y delgado arrancó el tapiz del trono y me sujetó con una mano semejante a un cepo, arrastrándome a los pies de Constantius. Este, loco de furia, dio una orden al encapuchado, que me hirió con su puñal. Tras pensar que estaba muerta, me dejaron allí y abandonaron el Salón del Trono. ¡Pude arrastrarme por los desiertos corredores y llegar hasta vosotros....!— una tos ahogó el resto de las palabras de la moribunda joven. —Ya veo cual es el juego de ese loco— continúo el hilo de la explicación Donn Othna impidiendo con un leve gesto que Yatala se esforzara innecesariamente hablando— Una vez que termine la lucha, los supervivientes de la matanza no le seremos de utilidad alguna a Constantius y puesto que admira tan profundamente los usos de gobierno de los Césares de Roma, pensará que un banquete de la victoria es una forma tan buena como otra cualquiera para eliminarnos. Posiblemente, envenenando el vino y la comida. —¡Loki fulmine a ese perro traidor! ¡Caeremos sobre el y los chacales que le guardan!— rugió Athelred entre el griterío furioso de sus hombres. Un doloroso quejido de Yatala concitó la atención de Donn Othna, que con una orden seca acalló las voces de los vikingos. —¡Muchacha, ¿por qué nos has avisado?— dijo el celta, acariciando con una suavidad que contrastaba con su poderoso físico, el rostro de la desafortunada. —¡Tú fuiste generoso conmigo.... y se que me vengarás, pues Constnatius es tu enemigo ahora al traicionaros! ¡Prométe- melo, mi señor....! —¡Así lo haré, lo juró por Crom!— Coincidiendo con el último suspiro de muerte de Yatala, un griterío ensordecedor que iba en aumento, al igual que los rojizos resplandores de nacientes incendios, llegó hasta las amplias estancias del palacio del rajá. Donn Othna , Athelred y su tripulación miraron por los amplios balcones y ventanales y vieron como un humo ennegrecido, proveniente de las mercancías y fardos apilados en los muelles, cubría el resplandor de la luna. —¡La lucha ha comenzado al fin! —murmuró Donn Othna pensativo, recordando por un momento a Nimbaydur Shing— ¡Los asesinos de Constantius han tenido éxito! —¡Esos dementes van a quemar mi barco!— aulló el sajón lanzando espumarajos de rabia— ¿Qué hacemos Donn Othna?— preguntó enarbolando su pesada hacha, sometiéndose inconscientemente al liderazgo del britano. —¡Ve con tus hombres hacia la zona de las caballerizas y abriros paso por sus puertas! Es la parte menos vigilada, pues Weird Tales de Lhork 31 Robert E. Howard y Eugenio Fraile no suele haber más de una docena de guardias. Aprovechad la confusión del momento antes de que Constantius nos llame para reforzar su ataque e intentad llegar hasta vuestro barco o capturad otro si el drakkar estuviera ardiendo —ordenó sin perder la calma el celta. —¿Y tú, no vienes con nosotros? —¡He de cumplir un juramento y además, sin Constantius al frente, no habrá nadie que dirija a sus soldados. ¡Iros ya, malditos hijos de mil padres, y aprovechad el tiempo que pueda daros! ¡Crom os maldiga! —¡Sea, puesto que así lo quieres, pero si no tuviera la responsabilidad de guiar a mi tripulación, no habría dioses, demonios o celta alguno que me impidiera cortarle el gaznate a ese griego traidor de negro corazón! ¡Nos veremos en el Valhalla, Donn Othna!—concluyó solemnemente Athelred alzando su gran hacha en un gesto que representaba un saludo y un desafío al tiempo. Tras una última mirada al tropel de vikingos que se alejaban por el pasillo encabezados por el gigantesco sajón y al cadáver de Yatala tendido en un diván, Donn Othna corrió en sentido contrario, hacia el Salón del Trono del Rajá usurpador de Nagdragore 9. “DAGAS ENTRE LAS SOMBRAS” Donn Othna, con la espada desenvainada, avanzó cautamente por los dormidos corredores y galerías balconadas del palacio, silencioso como un vengativo lobo de las colinas ignorando los complicados ornatos que decoraban las paredes. Por un momento, a la tenue luz que prestaban las antorchas en sus hornacinas, el celta tuvo la fugaz impresión de ser observado por huidizas sombras que, escondidas en los rincones más oscuros, se aprestasen a saltar sobre él. Más a pesar de sus recelos, no se veía a ningún servidor o guardia de Constantius y eso parecía ser un indicio evidente de que el rajá había concentrado todas sus fuerzas leales en otro punto del palacio para atacar al vencedor de la lucha entre los partidarios de Nimbaydur Shing y Anand Mulhar. El britano evitó algunas estancias poco iluminadas y que parecían desiertas. No descartaba, a tenor de las últimas palabras pronunciadas por Yatala, que pudiera haber asesinos emboscados entre los recovecos laberínticos que formaban los alargados soportales interiores que atravesaba, ya que esa manera de proceder era muy del gusto del griego que gobernaba en Nagdragore. Con el cuello encogido entre sus anchos hombros, Donn Othna se deslizó agachado de medio lado como una pantera al acecho. No hacia más ruido que el que pudiera haber hecho tal felino acercándose hacia una confiada presa, envuelta en el manto de la noche en la profunda jungla. 32 Weird Tales de Lhork ¡Y esa presa era Constantius, Rajá traidor y asesino de Nagdragore.! Se hallaba muy cerca ya de las estancias privadas del hombre que buscaba, cuando al rodear una de las salas menores el britano escuchó un leve ruido, semejante a un apagado silbido serpentino, que le hizo girar sobre sus talones. Delante de él, al pie de las escaleras de pulido y brillante mármol de vetas rojizas que conducían hacia el Salón del Trono, se alineaban moviéndose entre las sombras media docena de hombres de elevada estatura y complexión elástica y fibrosa empuñando largas dagas que refulgían amenazadoras. Se cubrían con cortos faldellines de seda negra y sus rostros estaban cubiertos con una ligera capucha de lino también oscuro que representaba los rasgos de una cobra. Unas livianas sandalias de tiras de cuero trenzado y curvos cuchillos en las manos completaban la apariencia de los allí reunidos. Tras aquellas especies de máscaras, Donn Othna alcanzó a distinguir en los ojos de aquel silencioso grupo el fulgor del fanatismo y la muerte. ¡Aquellos eran los Hijos de la Daga, los mortíferos asesinos que rendían culto al reptil tras cuya máscara se ocultaban! Una terrible expresión de furia y regocijo a un tiempo, cruzó el rostro de Donn Othna al observar como la línea de asesinos se abría formando un medio anillo a su alrededor con la evidente intención de atacarle ¡Pero esta vez no encontrarían a un hombre dormido presto a ser sacrificado como un cordero, sino un tigre de acerados colmillos! En medio de un silencio sepulcral, los asesinos se abalanzaron sobre el norteño que los recibió atacando a su vez. El celta, en un ataque repentino, saltó hacia delante abriendo un espacio con su gran espada entre el y sus enemigos, golpeando de arriba abajo en un poderoso tajo al atacante más cercano, cuyo brazo y cuchillo saltaron por el aire en medio de un surtidor escarlata. Antes de que el hombre se hubiera dado cuenta de lo que en realidad ocurría, otro corte de Donn Othna le segó la cabeza del cuello, que rodó sordamente por el frío suelo, ahogando así el incipiente grito de dolor causado por la primera herida. El celta gruñía y se reía salvajemente, exteriorizando toda la rabia acumulada mientras se movía con una facilidad natural, deteniendo y esquivando sin aparente esfuerzo las ineficaces cuchilladas de los asesinos enmascarados. Los ligeros pies de los asesinos producían un sonido ahogado sobre el bruñido suelo trazando una danza mortífera en torno al britano, tratando en su intento de acorralar a aquel salvaje hijo de las colinas. Pero los movimientos y tajos de la espada de Donn Othna eran letales. El acero chocaba con violencia contra el acero y las hojas de los carniceros refulgían centelleantes cuando los filos resbalaban contra la cantarina hoja de la espada del celta. Los asesinos jadeaban, retorciéndose, saltando y atacando con los movimientos sinuosos de las serpientes en busca de un hueco en la guardia de su enemigo, más todos sus intentos eran frenados en seco por la violencia y fuerza indómita con la que Donn Othna manejaba su espada. Aquellos sicarios, acostumbrados a acuchillar en la oscuridad y mediante el factor sorpresa a víctimas indefensas no eran enemigos para alguien que había luchado junto a los mejores guerreros en sangrientos campos de batalla y en el Circo Máximo de Roma. Donn Othna esquivó una cuchillada, aún antes de que esta descendiera sobre su cuello. Su contraataque, volteando su espada en un medio arco, acabo de manera relampagueante con el cuello de su adversario cercenado limpiamente de los hombros. Todavía estaba cayendo el cuerpo del asesino de manera desmadejada, mientras su cabeza rebotaba siniestramente por las losas del suelo, cuando el celta atacó a un tercer individuo que no pudo hacer nada por evitar que la punta del acero del britano se hundiera en su pecho. Con un estertor, se dobló sobre sus rodillas soltando la larga daga y llevando sus manos al pecho por donde brotaba un gran chorro de sangre. Ya estaba muerto cuando se desplomó sobre el frío mármol. Ahora sólo eran tres los enemigos que se alzaban ante Donn Othna ¡y retrocedían visiblemente ante la terrible ferocidad del celta! Enseñando los dientes como una fiera, el britano avanzó hacia ellos y río con una mezcla de enajenación y regocijo, muy propia de los hijos de su raza. ¡La locura de la batalla y el sabor de la muerte invadían su mente! Uno de los asesinos hizo un complicado amago con la mano que sostenía su daga al tiempo que giraba sobre una pierna lanzando una patada hacia la cabeza del celta, pero este, a pesar se su corpulencia, se agachó con rapidez esquivando el desesperado ataque y lanzó su puño contra el desprotegido rostro de su atacante. El brutal impacto hizo crujir la mandíbula del asesino que fue lanzado contra una de las paredes como si hubiera sido golpeado con una maza. Roto mortalmente y sangrante quedó tendido en el suelo de donde no se movió. Había sido un feroz estallido de velocidad . Cuatro hombres yacían en el suelo muertos y los dos supervivientes se miraban con el temor brillando en sus ojos. Impelidos por su fanatismo y desesperación, los dos asesinos se lanzaron al unísono contra el celta gruñendo su miedo. Donn Othna saltó a un lado evitando al atacante más cercano y sin dar tiempo a rectificar al que venía detrás de el le hundió el cráneo con un tajo descendente de su espada. El hombre cayó con un gorgoteo siniestro y más que ver, el celta percibió el desplazamiento del aire del último asesino cuando este se abalanzó sobre el con un chillido de odio y temor a un Al servicio del rey tiempo. Donn Othna asió con fuerza la muñeca del sicario frenando la daga que descendía hacia su pecho y con un brusco tirón volteó el cuerpo de su enemigo por encima de sus hombros, girando el brazo del mismo en un ángulo imposible. La extremidad crujió totalmente rota, como una rama seca. El aullido de dolor del asesino fue cortado con brusquedad cuando su misma arma, empuñada por el guerrero del norte, se sepultó con sequedad en su corazón. El celta apartó de su lado el cadáver y aún lanzo una fiera mirada a su alrededor, poseído todavía por el ansia de sangre y esperando el ataque de más enemigos. Pero desde las sombras ya no surgió amenaza alguna y únicamente el jadeo de la respiración del britano alteraba el ominoso silencio de los corredores. Muy alejados y apagados llegaban hasta Donn Othna los sonidos de la lucha que se estaba desarrollando en las calles de la ciudad y ahora, debido a las llamas de los incendios que se alzaban más allá de los muros del palacio, una extática y carmesí luminiscencia sangrienta cubría los pasillos por donde volvió a avanzar el ensangrentado celta como un dios vengador de las sagas nórdicas. Tras lo que le pareció una eternidad, el príncipe britano desembocó en el Gran Salón del Trono, cuya amplitud, magnificencia y riquezas estaban de acorde con el esplendor oriental y los opulentos excesos de la ciudad de Nagdragore; Una decorada bóveda de entrelazado pan de oro se perdía en las alturas creando una sensación de profundidad y los muros de rosado mármol esculpidos con delicadas cinceladuras ponían el contrapunto y atestiguaban los delirios de grandeza y divinidad que anidaban en la mente del rajá usurpador. Bordeando elegantes columnas de un azulino alabastro se alzaban refrescantes fuentes de cristalinas aguas donde nadaban peces de resplandecientes colores entre exóticas plantas y flores acuáticas; siguiendo una línea pavimentada cubierta de finas alfombras tejidas con una delicada mezcla de sedas y plumas de aves exóticas se llegaba hasta las escalinatas que ascendían hacia el impresionante trono construido por entero en verde jade forrado de las más suaves pieles de tigres y panteras de las junglas del país de Hind. Todo eso lo observó Donn Othna con los ojos melancólicos tan del gusto de su raza, herederos de una perspectiva artística que desaparecía brutalmente con la locura guerrera que invadía a sus hermanos de clan cuando aullaban como lobos al lanzarse al combate. Más todos aquellos pensamientos y disquisiciones desaparecieron de la mente de Donn Othna dando paso a una terrible furia que comenzó a crecer como una llama vengadora en su pecho. Pues allí, con el afilado rostro desencajado por la enajenación, Constantius le miraba retrepado como una serpiente enroscada en su cubil, con ojos hundidos donde refulgía un odio animal y primigenio, murmurando palabras sin sentido. Se había despojado del turbante de seda y sus negros cabellos, largos y rizados, caían sueltos por su semblante. Su mano diestra aferraba con desesperación la pesada corona de los rasjputs de Nagdragore, forjada y cincelada en oro bruñido. Engastados en el metal precioso la tiara mostraba rubíes, ópalos, zafiros y diamantes. El remate final era una maciza cabeza de águila en plata pura. El repulsivo rictus de su boca delataba el loco extravío de sus delirios y mientras bebía vino de una gran jarra de oro sin importarle que la bebida goteara desde su boca manchándole las ricas vestimentas, Donn Othna tuvo la certeza que el griego había perdido la razón. ¡Sus propios desvaríos de grandeza, los excesos con la bebida ambarina macerada en plantas alucinógenas que ingería en sus bacanales y el juego de conspiraciones y traiciones que durante años habían martilleado su desconfiada mente en la soledad habían hecho enloquecer por fin al usurpador! Donn Othna se mantuvo desafiante ante el trono, con la gran espada alzada ante el y se dirigió con voz de trueno al rajá. —Tus sueños de imperio acaban esta noche Constantius. Has jugado con los dados de los dioses pero estos te han abandonado en tu locura y mi espada se tomará, con tu sangre, la retribución que me debes. Una risa perturbada salió de los labios del griego que pareció recobrar en parte la coherencia de sus actos al escuchar las palabras del celta. —¿Locura? ¿Hablas de locura, tú, que empuñas la espada del gran Alejandro y que eres descendiente de una raza terrible que entra en la batalla con un velo rojo dominando sus actos y que sólo se satisface con la sangre de sus enemigos? ¡Yo poseo la corona de los rajás y según la tradición establecida por el mismo Alejandro, aquel que la gana por la fuerza es quien gobierna Nagdragore! —Nuestra demencia guerrera es efímera y desaparece cuando acaba la batalla, luchando hombre contra hombre y no ocultos entre las sombras traicioneras— gruñó con desprecio el britano—Y en cuanto a Alejandro, aún admitiendo que la mano de los dioses estuviera sobre el, era un hombre al fin y al cabo, sujeto a las debilidades y equivocaciones de los mortales. —¡Blasfemia y sacrilegio!—gritó iracundo Constantius levantándose del trono como un resorte, lanzando espumarajos de rabia por la boca y lanzando contra el suelo la dorada copa que rebotó con un sonido tintineante por los escalones del estrado.— ¡Por mis venas corre su sangre y aún la de los Césares descendientes de su linaje! ¡Cuando vine a estas tierras ya tenía formada en mi mente la idea de forjar imperio! ¿Pues, acaso no era yo el más indicado por mi linaje para re- clamar cuantos reinos y tronos estuvieran ante mí?—gritó Constantius alzando la corona hacia la bóveda del salón arrastrado por una visión fatua— ¡Y me juré a mi mismo que aquello que no pudiera tomar por la fuerza de la espada, lo haría amparándome en el falso halago, la traición más negra y el asesinato, explotando las debilidades de aquellos que se opusieran a lo que por derecho de conquista o herencia me correspondiese!— —Tu quimera acaba aquí y nada más oportuno que la espada de un verdadero rey para poner fin al baño de sangre que cubre Nagdragore —replicó el celta dando un salto de felino hacia el trono con la espada presta a descargar un golpe mortal. Más Constantius, como si el enloquecimiento le prestara alas en los pies, brinco ágilmente desde el trono hacia el suelo llevándose a los labios un silbato de hueso que sacó de entre sus ropajes, emitiendo un sonido largo y agudo que hirió los oídos de Donn Othna. Durante un momento nada ocurrió en la gran estancia palaciega y ya volvía el celta a acorralar al demente rajá cuando sintió que la sangre se helaba en sus venas. ¡Una enorme y deforme figura simiesca acababa de penetrar en el gran salón! 10. “LA BESTIA DEL ABISMO” Desde una arcada oculta al fondo, detrás del trono, un fétido hedor animal precedió una visión de pesadilla. Una forma monstruosa, con una apariencia vagamente humana, se hallaba en pie ante Donn Othna y Constantius. Este mantenía el silbato en los labios y sonreía con una expresión necia, mientras un hilo de baba resbalaba por la comisura de sus labios. El celta ignoró por completo al griego y tensó todos los abultados músculos de su endurecido cuerpo. Aquel ser semejaba la representación primigenia de una terrible pesadilla encarnada en carne y hueso. Un simio gigantesco, con un cuerpo ancho, voluminoso y encorvado, aunque más alto que aquellos fieros monos que el britano había tenido ocasión de ver en las jaulas que los tratantes de animales vendían al Circo Máximo de Roma, provenientes de las oscuras junglas que se alzaban más allá de la última gran catarata del poderoso río Nilo. Donn Othna había luchado un par de veces con aquellos primates, pero la criatura que estaban contemplando sus azules ojos excedía con mucho el tamaño de los grandes monos del circo romano. Su pelaje, de color blanquecino grisáceo era más espeso e hirsuto, formando una capa coriácea en torno a los masivos miembros y enormes músculos. Weird Tales de Lhork 33 Robert E. Howard y Eugenio Fraile «Los ligeros pies de los asesinos producían un sonido ahogado sobre el bruñido suelo trazando una danza mortífera en torno al britano, tratando en su intento de acorralar a aquel salvaje hijo de las colinas Lo que parecían sus formidables pies y manos estaban rematadas en negras y grandes uñas curvadas. No se trataba de un animal aunque tampoco era un hombre, sino una mezcla bestial de ambas especies, como si fuera un eslabón perdido que la naturaleza hubiera desechado a lugares ignotos. El aspecto del rostro era lo más inquietante, ya que aunque mostraba rasgos simiescos, debajo de ellos se apreciaban líneas aterradoramente prehumanas. Una maligna inteligencia brillaba en dos ojos pequeños y rojizos, acentuada por la postura erguida del ser y una mandíbula donde sobresalían enormes y amarillentos colmillos. Allí se alzaba un exponente del abismo de bestialidad por el cual había ascendido penosamente el hombre, desde las noches de los tiempos. —¡Es Yetai!— chilló fuera de sí Constantius— Proviene de los negros abismos de la humanidad. Un viejo brujo oriental me habló en susurros de su existencia y de cómo los de su especie atemorizaban a las aldeas de las montañas atacando y devorando su ganado de espeso pelaje. Lo capturé en una profunda caverna, cuando era una cría, tras matar a sus monstruosos progenitores en una expedición de caza a los Grandes Montes de Nieve que vertebran el reino de Hind, muy lejos de los valles de Nagdragore. Muchos de mis soldados murieron aquel día, pero conseguí el trofeo que quería. Le alimenté de una forma especial, con la carne de mis enemigos, que eran muchos y le enseñé a obedecerme y a temerme con el fuego, el sonido agudo de un simple silbato y el poder de mi mirada. ¡Oh, sí, y aprendió mucho mejor que la mayoría de los animales o que incluso alguno de los esclavos de las castas inferiores! ¡Ahora el tendrá un festín con tu cadáver!— Donn Othna no malgastó su atención en replicar las atropelladas palabras del griego y esperó, afianzando sus pies con firmeza en el suelo, girando lentamente sin perder la cara al monstruo, con su habilidad, fuerza y espada en contra de la naturaleza salvaje de su enemigo. A la bestia le habían entregado vícti34 Weird Tales de Lhork mas casi destrozadas por la tortura o muertas y posiblemente, el fulgor semihumano que prendía en su pequeño cerebro y que le distanciaba de la verdadera bestia que era, habría disfrutado con horrible alegría de la agonía y el terror de sus indefensas presas. Para el hombre mono, en su simple concepción de las cosas, aquella captura que tenía ante el era tan sólo otra débil criatura que desmembraría y destrozaría, quebrando su cráneo para llegar a saborear su carne y su sangre, sin sentir temor alguno por aquella cosa larga y reluciente que tenía ante el de manera amenazadora. El celta, por su experiencia en anteriores luchas con fieras, sabía que su única ventaja era mantenerse alejado del alcance de los enormes miembros, los cuales podían aplastarle el cráneo y los huesos en un instante. A eso había que añadir el peligro que suponían los afilados colmillos y las curvadas y aceradas garras que podían destriparle o dejarle ciego. Pero el britano ya no tuvo más tiempo para especular, ya que la bestia saltó hacia el emitiendo un gruñido bajo y profundo. El celta aguantó la embestida hasta el último momento, sintiendo el fétido del ser a escasa distancia de su cara. Las potentes garras de los pies del monstruo rasgaron el aire, allí donde instantes antes estaba el guerrero agazapado como un leopardo de las nieves, y al momento la bestia aulló de manera inhumana cuando la espada del britano cercenó con un sonido silbante su zarpa derecha. Arrojando un chorro de oscura sangre por el muñón, el pavoroso ser dio media vuelta para atacar nuevamente. Esta vez, su rápido ataque sorprendió a medias a Donn Othna, que esquivó a duras penas el tremendo zarpazo de la garra izquierda con sus negras uñas, pero no pudo evitar ser lanzado al suelo violentamente por el empujón del corpachón del gran simio. El britano sintió como sus huesos crujían por el tremendo impacto, pero su instinto de luchador hizo que se pusiera en pie con la rapidez de un gato, retrocediendo hasta una de las paredes del salón, esquivando de nuevo una espeluznante dentellada de las mandíbulas de la fiera y clavando su espada hasta la empuñadura en las entrañas del monstruo. Hombre y bestia chocaron con igual ferocidad llevados por el irrefrenable impulso de matar cada uno al otro y rodaron por el suelo entrelazados en una mortal postura. Un brazo del gigantesco mono rodeó férreamente las costillas de Donn Othna mientras los biliosos colmillos se acercaban de manera mortífera a la garganta del celta. Éste, sintiendo como crujían sus vértebras, consiguió con un sobrehumano esfuerzo asir con sus manos las pavorosas mandíbulas del ser y tirar poco a poco de ellas hacia atrás sintiendo como la fétida baba chorreaba por sus brazos. La sangre golpeaba con fuerza en las sienes del britano y el sudor brotaba a raudales por cada poro de su piel. Un velo de dolor e inconsciencia empezaba a golpearle el rostro mientras los músculos del guerrero palpitaban por el titánico esfuerzo que estaba llevando a cabo. Un hilillo sangre goteaba desde la nariz de Donn Othna hasta su abombado pecho y de no haber sido por la férrea construcción de su raza, el celta hubiera sucumbido como una rama seca ante el aplastamiento que estaban soportando sus huesos y músculos. Por último, en un desesperado esfuerzo, Donn Othna apoyó sus pies en las caderas del monstruo y con un titánico impulso de sus músculos dio un empellón conjunto de brazos y piernas hacia atrás. Con un gruñido de dolorosa complacencia el celta escuchó como crujían de forma horrible las mandíbulas de la bestia y su cuello quedaba colgando de manera fláccida hacia abajo. Aún se mantuvo en horcajadas unos instantes el enorme corpachón del simio, para caer seguidamente como un gran árbol talado con un ruido ensordecedor y un estremecimiento convulsivo. Sus fieros ojos quedaron inmóviles, y los miembros, tras una leve sacudida, también se paralizaron. Donn Othna se puso en pie, tambaleante, buscando apoyo contra la pared y jadeando de manera ruidosa y lanzando saliva y sangre a un tiempo, mientras apartaba el revuelto cabello de su rostro y limpiaba sus ojos del abundante sudor que goteaba desde su frente. Aquella descomunal lucha había sido una hazaña digna de un semidiós y pocos hombres habrían sobrevivido a un encuentro de tales características. Las garras del simio habían dejado surcos sangrientos en el cuerpo del celta, cubierto de sangre suya y de la muerta bestia y sin dudarlo, el britano, con la garganta seca, se acerco a una de las cantarinas fuentes y sumergió su cabeza dentro de las frescas aguas bebiendo a grandes tragos, empapándose los rubios cabellos, el pecho y los doloridos brazos. Todavía estaba el britano recuperándose del esfuerzo de la lucha cuando sintió a su espalda la presencia de Constantius quien, con el brillo de la demencia Al servicio del rey bailando en sus ojos y el odio deformando su semblante se abalanzó sobre el de manera inconsciente con un cuchillo que había sacado bajo sus amplios ropajes. Con silenciosa y terrible ferocidad, Donn Othna había vuelto a convertirse en un combativo luchador que ni daba ni pedía cuartel y aún menos ante la traición. Entonces, todo ocurrió como si hubiera sido el delirio de una mente febril. El britano, con un par de elásticos pasos se acercó al cadáver del primate y con un seco tirón sacó la espada del vientre de la bestia. Se giró con serenidad y cuando Constantius llegó a su altura ciego de furia babeante, le ensartó con su espada con un movimiento fulgurante. La hoja atravesó el pecho del demente rajá y la punta surgió entre sus omóplatos. Donn Othna mantuvo la sorprendida mirada de Constantius, que ante la inminencia de la muerte pareció recobrar por unos instantes la lucidez perdida. El griego quiso decir algo, pero su boca se llenó con una bocanada de sangre y se venció, ya inerte, sobre los anchos hombros del celta mientras su muerta mano dejaba caer el cuchillo que golpeo el suelo de manera sorda. Donn Othna retiró con suavidad la espada del cuerpo de Constantius, que se desplomó a unos pasos junto a su bestial engendro. En su mano diestra aún asía, con una desesperación más allá de la muerte, la corona de Nagdragore. Ahora, un tremendo desaliento y vacío se apoderó del cuerpo del celta, que se apoyó en una de las columnas del gran salón y dejó vagar por unos instantes sus pensamientos mientras sus ojos se posaban en la ensangrentada tiara de los rasjputs. Desde el exterior, los ruidos de la lucha y los gritos de los combatientes habían cesado casi por completo y sólo el resplandor lejano de las llamas de los incendios hacía relucir las piedras preciosas de la corona en medio de la sombría soledad. 11. “SUEÑOS DE IMPERIO” Las pálidas luces del amanecer rompían por el este las sombras nocturnas de la ciudad y sólo las columnas de humo de los incendios ya extinguidos o apunto de consumirse ensombrecían el despertar de Nagdragore. Sangrientos combates habían cubierto sus calles de muertos y la sangre había corrido a raudales tiñendo de rojo carmesí desde los palacios hasta las miserables callejas. Príncipe contra príncipe, facción contra facción, hombre contra hombre, se habían acuchillado con los fuegos de la venganza y el odio ardiendo en los ojos. Por último, todas las lanzas y espadas convergieron sobre un reducido grupo de lobos del norte que, aún rotos, magullados y sangrantes mantenían una firme línea de acero y muerte ante ellos, como así lo atestiguaban las pilas de cadáveres que se amontonaban ante a sus pies. Los vikingos habían combatido toda la noche contra los diferentes partidarios al trono de los rajas, sin importarles quienes fueran, con tal de arribar hasta su barco, pero al fin la fuerza del número de sus enemigos les había acorralado a escasos metros del embarcadero. Ahora, Athelred, con su rubia barba erizada por la furia, su hierático piloto Hrothgar al lado y una escasa treintena de vikingos formaban un cuadro épico y aterrador al tiempo que golpeaban con sus hachas y espadas los redondos escudos incitando a sus enemigos al combate mientras lanzaban puyas y entonaban canciones de gloria y muerte. A sus espaldas se balanceaba sobre las esmeraldas aguas del puerto el barco dragón, que apenas había sufrido daños de consideración, pero ninguno de ellos pensaba en embarcar como así lo refrendaban las satisfechas palabras que el jefe vikingo dirigía a sus hombres con voz de trueno. —¡Hoy cantaremos canciones en el Valhalla y nos emborracharemos con cuernos de espumosa cerveza e hidromiel al lado de los héroes! ¡Entonemos una canción de muerte para estos perros oscuros! Ya se cerraban las filas de los guerreros de Nagdragore para acometer con la embestida final cuando de entre sus filas surgió un apagado murmullo que fue creciendo a medida que la las lanzas, espadas y arcos se abatían abriendo un ancho pasillo por donde surgió la imponente figura de Donn Othna. El celta empuñaba su gran espada en una mano y sujetaba la corona de Nagdragore en la otra. Una extraña expresión cubría su rostro otorgándole una pétrea dureza. Con firmes pasos llegó hasta las filas de los vikingos deteniéndose enfrente de Athelred. —¡Por Thor! —gruño este bajando su escudo un tanto aunque sin dejar de empuñar con fuerza su gran hacha— ¡Donn Othna!¡Te creíamos muerto por alguna de las trampas de Constantius o con una daga en la espalda! —Poco faltó para que así fuera y aún más que dagas se ocultaban en las sombras del palacio de Constantius— contestó circunspecto el celta sin entrar en más detalles. —¿El griego ha muerto?—preguntó el sajón mientras señalaba con su hacha la corona que el britano sostenía. —Por mi mano, en su propio Salón del Trono, víctima de su traidor comportamiento y de la locura que anidaba en su alma como una retorcida serpiente —dijo con hastío en la voz. —¡Por Odín y Thor! Ahora eres rey de esta ciudad de locos, pues posees su corona—sentenció Athelred sin darle más importancia al hecho —¿Y bien, lucharas a nuestro lado contra estos chacales o por el contrario habré de buscarte en el combate como enemigo para dirimir nuestros ancestrales feudos de sangre? El silencio se hizo plomizo entre los dos hombres, ajenos a las amenazadoras espadas y lanzas que se alzaban a sus espaldas. Donn Othna y Athelred mantuvieron con firmeza sus respectivas miradas, acariciando cada uno la empuñadura de su arma. Allí se estaba dirimiendo algo más que el futuro de una ciudad. Se trataba de una lucha primitiva, de dos hombres, dos lobos sanguinarios, cuyas respectivas razas eran enemigas desde el alborear de los tiempos y para quienes la sangre vertida en mares de heladas aguas era más importante que todas las coronas de los reyes. Por un momento pareció que celta y sajón se abalanzarían el uno sobre el otro, pero una fanfarria de trompetas y los gritos jubilosos de los guerreros de Nagdragore a sus espaldas rompieron la tensión del momento. Instintivamente, Donn Othna se alineó al lado del sajón y alzó su espada manteniendo el frente vikingo. Athelred no dijo nada pero un sordo gruñido de satisfacción brotó de su pecho al comprobar la maniobra del celta. Los gritos habían ido cesando gradualmente mientras hasta ellos se acercaba un jinete montado en un nervioso semental negro. Al reconocer a quien montaba el caballo, Donn Othna hizo una seña tranquilizadora al jefe sajón y avanzó unos pasos fuera de las menguadas filas de los hombres del norte. El jinete llegó hasta el britano y descabalgó sin aparente temor alguno. —¡Te saludo, príncipe Donn Othna! —habló con voz calmosa el rasjput. —¡Salve, mi señor Nimbaydur Singh! —contestó el celta de igual manera. —Vengo del palacio y he visto tu rastro de destrucción y muerte. Me ha complacido hallar el cadáver del perro de Constantius, muerto por tu mano sin duda, ya que observo en tu mano el más preciado tesoro de mi pueblo. No niego que me hubiera agradado hundir mi espada en su negro pecho y hacerme merecedor de la corona que ceñía el usurpador.—explicó con mal disimulada decepción en la voz el noble —Al final, su locura fue su perdición —sentenció con gravedad el celta. —Yo he matado al chacal de Anand Mulhar en su propio cubil, mientras trataba de huir. Ahora, eres rajá de Nagdragore—habló Nimbaydur Singh señalando la corona que Donn Othna mantenía sujeta— Y aunque nuestras tradiciones nos obligan a reconocerte como tal, ya que cada hombre es amo de lo que consigue por derecho de conquista y sangre, no esperes que mi pueblo guarde fidelidad a otro bárbaro usurpador proveniente de unas lejanas colinas del norte que nada significan para nosotros. Tú podrás sentarte en el trono de Nagdragore pero te advierto que, más pronto o más tarde, la traición te acechara en las sombras y surgirán otros como Anand Mulhar. Por mi parte, no alzaré mi espada contra ti ampaWeird Tales de Lhork 35 Robert E. Howard y Eugenio Fraile Espadas vikingas. Museo Haithabu (Alemania) Foto: Kees Huyser. rado en la traición pero te combatiré en los valles y las junglas hasta que consiga que un verdadero descendiente de los verdaderos rasjputs se siente en el trono de jade de Nagdragore. —Así lo creo mi señor y esa actitud te honra, pero aunque te confieso que he soñado con mi propio reino, no será la corona de esta ciudad la que ceñirá mis sienes— respondió con una risa amarga Donn Othna— Sé que el trono se tambalearía ante mis pies ante las intrigas y murmuraciones de los cortesanos y aún he de conquistar mi verdadero destino por la fuerza de la espada ante un auténtico adversario, no ante un infeliz loco como fue Constantius, enfermo de temores y codicia. ¡Tuya es, pues, la corona de Nagdragore! Y tras estas palabras, el britano tendió sin dudar la tiara al asombrado rasjput quien la aceptó tras un momento de indecisión. —¡Pero nuestras tradiciones obligan a…..! —comenzó una débil protesta Nimbaydur Singh que fue acallada por el juramento del celta. —¡A los Infiernos Helados con ellas! ¡Prefiero navegar con los lobos de Athelred antes que engordar y volverme loco en una jaula dorada! Las risotadas del jefe sajón y sus hombres a sus espaldas, mezcladas con los gritos de gozo de los habitantes de la ciudad, retumbaron como timbales en los oídos Donn Othna y el reciente y desconcertado rajá de Nagdragore. * * * La brisa del amanecer era suave y cálida y arrastraba consigo un suave olor a salitre, tensando la vela de la nave vikinga. 36 Weird Tales de Lhork Las espumosas olas lamían suavemente el casco del barco dragón de Athelred cuando este abandonó los alargados muelles de Nagdragore con su bodega repleta de provisiones y riquezas suficientes para contentar a la tripulación. Era el obsequio que Nimbaydur Singh les había otorgado en pago a sus servicios, aunque nadie dudaba que la recompensa fuera también una clara invitación a abandonar cuanto antes la ciudad. Ahora, los supervivientes, tras lamerse como lobos las heridas del combate, gruñían y maldecían ante las voces destempladas de su piloto Hrothgar inclinando las anchas espaldas sobre los remos para alcanzar el mar abierto. En el altillo de proa, sintiendo el rítmico vaivén del barco bajo sus pies y el viento azotando su curtido rostro, Donn Othna estiró los poderosos brazos como un gran gato y llenó sus pulmones con el aire fresco saboreando satisfecho el yodo y el salitre. —¡Por Loki, Donn Othna, aún pienso que debes de estar loco al renunciar a ser rey de una ciudad llena de riquezas como Nagdragore!—maldijo con su rudeza habitual Athelred acercándose hasta el. —¿Por qué? ¿Porque no deseo enloquecer y rodearme de enemigos amparados tras las sombras de un trono? ¡No, no tengo el menor deseo de morir con una daga en la espalda y con la espada enmohecida en la vaina! —arguyó el celta— Además, sabes bien que Nimbaydur Singh, aunque hiciera honor a su palabra de no planear traición alguna en contra mía, no iba a ayudarnos contra otros enemigos. Nuestra posición y recursos militares hubieran sido bastantes precarios sitiados en la ciudad si por un infortunado golpe de suerte Asgrimm el Anglo arribara hasta los muelles de Nagdragore. Nos habrían superado siempre cien a uno en el mejor de los casos. —Tal vez tengas razón, ¡pero que gran combate hubiera sido ese para hombres de nuestro temple!— masculló el sajón golpeando con fuerza la borda de la nave con su enorme mano brillándole los ojos con un ardiente odio ante la sola mención del nombre de su odiado enemigo. Donn Othna no dijo nada aún cuando sus azules ojos centellearon de manera volcánica durante unos instantes, posando su vista en el horizonte donde la línea alargada de la costa se iba difuminando cada vez más. Athelred también guardó silencio siguiendo la dirección de la mirada de su extraño aliado. —No se cual es el destino que me aguarda, pero estas aguas y estas costas están repletas de ciudades y misterios por conocer y ¿quien sabe?, quizás un hombre empuñando el acero que perteneció al gran Alejandro pueda abrirse camino entre un mar de sangre hacia los tronos por conquistar —habló al fin el celta de manera pensativa acariciando la empuñadura de su gran espada que parecía dormir en su vaina soñando quizás con algún imperio venidero. Athelred esbozó un fiera mueca mostrando su dentadura y exclamó lanzando una gran carcajada. —¡Me gustará ver como lo consigues y pienso que te harán falta unas cuantas espadas del norte como las nuestras que te allanen el camino! Y se alejó a grandes zancadas mientras reía despreocupadamente. El velamen y los aparejos crujieron gozosamente, la proa del barco escindió las profundas aguas con firmeza y el viento entonó una canción que hablaba de imperios que sólo Donn Othna, nacido en una choza de barro en una tierra brumosa y salvaje pareció escuchar dentro de su alma bárbara. FIN 11 de Agosto de 2007 Al servicio del rey NOTAS. POR EUGENIO FRAILE. (1) Genserico: Rey de los Vándalos que en el año 455 d.C invadió Italia y saqueó Roma durante el gobierno del emperador Avito. (2) Chalons: Localidad cercana a Troyes, la antigua ciudad de Augustobona en la Galia, donde se libró la batalla de Campus Mauricus o Campos Cataláunicos en el año 451 d.C. (3) Aetius: Robert E. Howard, en boca de su personaje Donn Othna, se refiere al Consul Aecio (407 d.C), general de los ejércitos del Emperador Valentiniano III (425-455 d.C.).En la batalla de los Campus Mauricos (ver nota anterior) derrotó a Atila, rey de los Hunos, que moriría en el año 453. El Cónsul Aecio fue asesinado por orden del emperador Valentiniano III en el año 454 d.C. Un año después, el mismo emperador sería asesinado. (4)Vortegirn: Rey britano del siglo Vd.C que, tras traicionar a sus aliados pictos y temiendo que sus hermanos menores, Aurelio Ambrosio y Úter Pendragon, el que fuera padre del futuro rey Arturo de las leyendas, le disputaran el trono desde el exilio, pactó en el año 449 d.C. con los tripulantes de tres naves de guerra fuertemente armados que habían desembarcado en Dorobernia, la actual Contuaria. Estos guerreros provenían de la región de Sajonia, en la Germania continental y eran paganos adoradores del dios Woden o Wotan, la versión germanizada del Odin escandinavo. Sus caudillos eran Hengist —a quien nombra Athelred durante la historia escrita por Robert E. Howard— y su hermano Horsa, quienes siguiendo una ancestral costumbre sajona se habían exiliado junto con gran número de guerreros debido a que la población de su región era demasiado numerosa. Howard juega con esta circunstancia dando a entender al lector que Athelred pudo haber sido uno de los capitanes que acompañaron a los dos hermanos en su primer desembarco pacífico en Britania. Con ellos al frente, Vortegirn cruzó el rio Humber, cerca de la muralla entre Deira y Escocia ( la Muralla de Adriano) y se enfrentó a los pictos que, sorprendidos por la salvaje manera de luchar de los sajones, sufrieron una sangrienta derrota. Maravillado con aquellos guerreros, Vortegirn “abrió” las puertas de Bretaña a más emigraciones sajonas, que, desde Germania, se instalaron en la región de Lindsey y Castrum Corrigiae (Kaercarrei). Vortegirn se casó con la hija de Hengist, Ronwen, a pesar de que el era cristiano y ella la hija de un pagano y el caudillo sajón recibió a cambio la provincia de Cantia. Una tercera oleada de trescientas naves sajonas aumentó el poder de Hengist en Britania, y no tardó mucho tiempo en volverse contra Vortegirn. Los sajones se apoderaron de Londinum (Londres), Eboracum (York), Lincoln y Güintonia, retirándose Vortegirn a la región de Cambria, en la fortaleza de Ganarew. Con el paso del tiempo, su hijo Aurelio Ambrosio le daría muerte en el asedio al mencionado castillo.(Bibliografía. “Historia de los Reyes de Britania”. Geoffrey de Monmouth. Edición preparada por Luis Alberto de Cuenca. Editora Nacional.1984.) (5) Anglos: Tribus de raza germánica que en el siglo VI d.C. se establecieron en Inglaterra. Eran enemigos declarados de los Jutos y Sajones, cuyos territorios fronterizos en el norte de Europa estaban en constante guerra entre sí. Entre los años 449 y 451 d.C. los anglos y los jutos desembarcaron en la Gran Bretaña. (6) Hengist: Ver Vortegirn. (7) Cerdic: Hijo de Hengist, que junto a sus hermanos Octa y Ebisa, desembarcó en Britania al frente de trescientas naves, en la tercera oleada de migraciones sajonas. (8) Cestus: Los Cestus eran primitivos guantes confeccionados con las crines de los caballos o en su defecto con cuerdas de esparto, con los cuales los gladiadores del Circo Máximo de Roma se cubrían los puños para practicar el antiguo Pankratio o pugilato griego, antecesor del boxeo actual que más adelante estructuraría el Marqués de Quensbury como deporte de caballeros. (9) Durbar: Mercado Hindú. (10) Otator: Encargado de marcar, con un mazo de madera sobre un tambor de piel de vaca tensada, la cadencia y ritmo de los remeros en las galeras romanas de combate. (11) Jarl: Jefe guerrero vikingo. (12) Strandhugg: Término que utilizaban los vikingos para referirse a un ataque fulminante por sorpresa, tomando rápidamente y por la fuerza bruta lo que encontraban de valor, matando a aquellos que se interpusiesen en su camino, incendiando las casas y desapareciendo con la misma rapidez con la que llegaban. Bibliografía consultada: “Enciclopedia de la Historia Universal”. Editorial Espasa y Calpe. Madrid “Los Grandes Imperios y Civilizaciones” Ediciones Sarpe .Madrid 1984. “Historia de los Reyes de Britania”. Geoffrey de Monmouth. Editora Nacional. Madrid 1984. “Vikingos en España”. Editor Historia y Vida .Barcelona 1968 “Ejércitos y Batallas: Los Vikingos, Tropas de Elite.” Osprey Military. Ediciones del Prado 1995. REVISTA DELIRIO. CIENCIA FICCIÓN Y FANTASÍA" Pedidos y suscripciones a: La Biblioteca del Laberinto. C/ Joaquín Turina nº 4. 28770 Colmenar Viejo (Madrid) Correo electrónico: [email protected] Los «Smithos de Cthulhu» Oscar Mariscal —¿Dónde está el “modelo de Pickman”? Nunca oí hablar de tus esculturas. —¿Los modelos? Los guardo en una mina abandonada. (De una conversación entre Clark Ashton Smith y E. Hoffmann Price, 1934). a bibliografía que aquí presentamos, está en parte basada en el completísimo índice de los “Mitos de Cthulhu” preparado por Chris Jarocha-Ernst. Aquí están representados los ciclos más populares desarrollados por Clark Ashton Smith, las narraciones protagonizadas por el artista Philip Hastane —cuyo primo, el escultor Cyprian Sincaul, ha realizado algunos intentos banales de conseguir el horror y lo grotesco—, y los fragmentos de CAS que fueron posteriormente desarrollados por Lin Carter. No aparecen sin embargo, todos los cuentos, borradores o poemas, que conforman dichas series: nos limitamos a los relacionados con el “Cthulhuismo” de Smith, y no tanto por la mención de determinadas criaturas o Grimoires, sino por abundar en esa atmósfera onírica y paralizante de las mejores creaciones de H. P. Lovecraft; criterio por lo demás subjetivo —y por tanto discutible—, que hace aumentar considerablemente la lista facilitada por el propio Smith. L 1. HABLA EL SEÑOR DE AVEROIGNE A los “Mitos de Cthulhu”, creo haber aportado tanto, como de ellos he tomado prestado. Tsathoggua y El Libro de Eibon son de mi propia invención, y fueron rápidamente utilizados por H. P. Lovecraft. A cambio, yo usé el Necronomicon, el cual, en su versión original en árabe, apareció en mi historia El Retorno del Brujo. Asimismo, incluí una cita del Necronomicon para encabezar otro de mis cuentos: Estirpe de la Cripta. Tsathoggua debutó en El Relato de Satampra Zeiros, y también le hice aparecer en La Puerta de Saturno y Las Siete Pruebas. La Llegada del Gusano Blanco era, supuestamente, un capítulo del Libro de Eibon; y este libro figu38 Weird Tales de Lhork Texto: Oscar Mariscal Ilustración: J. Jesús Fernández Los “smythos de Cthulhu” raba en el cuento Ubbo-Sathla y en La Santidad de Azederac, —precisamente, en este último se mencionan dos deidades lovecraftianas bajo los intencionadamente alterados nombres de Iog-Sotot y Ktulhut—. El mismísimo Eibon participa abundantemente en La Puerta de Saturno. Todas los relatos mencionados anteriormente pueden en consecuencia ser, en mayor o menor medida, emparentados con los Mitos de Cthulhu. (Clark Ashton Smith. 21 de Julio, 1953). Respecto a mis cuentos del ciclo de Hyperbórea, se me antojan, con su atmósfera primordial, sus escenarios prehistóricos y personajes alienígenas, etc., muy cercanos a los Mitos de Cthulhu, si bien la mayoría de ellos están escritos en un tono de humor grotesco que los diferencia enormemente de aquéllos. (Clark Ashton Smith. Sin datos). (Textos tomados respectivamente de: Planets and Dimensions —Ed. Charles K. Wolfe. Mirage Press 1973—; y Necronomicon Press Catalog 1998 —Necronomicon Press. Rhode Island, 1998—. Traducción de Óscar Mariscal). Fue excesivamente modesto Clark Ashton Smith en las anteriores declaraciones, al evaluar, veintitantos años después, su aportación a ese subgénero de la fantasía, fruto del “sincretismo de géneros novelescos” que se practicaba en las publicaciones populares de los años treinta, conocido como “Los Mitos de Cthulhu”: Su Ubbo-Sathla —Lin Carter lo sitúa en su trabajo H. P. Lovecraft: The Gods “a la derecha” de Azathot y Yog-Sothoth, y August Derleth lo convierte en “el Padre de Los Primigenios”— es, según el “Génesis lovecraftiano”, el origen de la vida en nuestro mundo: habitaba la Tierra antes de la llegada de los otros “Primigenios”, y regresará a ella cuando nadie más que él pueda revolcarse en el burbujeante lodo postrero. Ha sido profusamente utilizado por autores como Brian Lumley, Richard L. Tierney, Colin Wilson... Tsathogghua, grotesco y obeso ser de Saturno, aludido constantemente en la saga de Hyperbórea, aparece en cuentos de R. E. Howard, A. W. Derleth, John Brunner, Robert Borski y otros. Es sabido que Lovecraft corrigió un cuento para un cliente desconocido sobre el “dios—sapo”, que se extravió tras ser rechazado por Weird Tales. Abhoth, “El Limo Negro”, una masa gris y hedionda de la que constantemente surgen criaturas repugnantes que devora de inmediato; J. Ramsey Campbell tiene especial predilección por este “diabólico charco viviente”. El Grimorio del mago hiperbóreo Eibon —Liber Ivonis ó Livre d’Ivon—, era bien conocido en la Francia medieval, y nunca falta cuando se pasa lista a los textos canónicos de los Mitos. Utilizado por R. Bloch, Z. Bishop, Robert A. Lowndes y James Lawson, por citar a algunos autores. Lovecraft usó el siniestro tomo en su revisión del cuento de Hazel Heald El Hombre de Piedra (Wonder Stories, Octubre de 1932). El reino subterráneo de N’Kai sirvió de escenario para el cuento de Zealia Bishop y H. P. Lovecraft El Montículo (Weird Tales, Noviembre de 1940). En El Susurrador en la Oscuridad leemos: De N’Kai, vino el terrible Tsathogghua... ya se sabe, la amorfa y repelente deidad con aspecto de sapo que se menciona en los Manuscritos Pnakoticos, en el Necronomicon y en el ciclo mitológico de Commoriom, «Pero las huellas de Smith en la obra de Lovecraft, van más allá de la simple mención cortés de las ocurrencias del californiano. Lovecraft admiraba la fantasía de Smith en todas sus manifestaciones, incluida la pictórica conservado por el sumo sacerdote de la Atlántida Klarkash-Ton... Pero las huellas de Smith en la obra de Lovecraft, van más allá de la simple mención cortés de las ocurrencias del californiano. Lovecraft admiraba la fantasía de Smith en todas sus manifestaciones, incluida la pictórica; precisamente, en el difuminado y aterrador fondo de los dibujos de CAS, veía plasmado el contexto de sus propias pesadillas. De ahí que Lovecraft introduzca en su obra al “Genio de Auburn” como un personaje más, sin que desentone entre tanta alusión pavorosa: ya como pintor de alucinantes paisajes extraterrestres —El Modelo de Pickman—, ya como el iniciado atlante y nictálope Klarkash-Ton. Las últimas líneas de ficción escritas por el “Genio de Providence” estaban dedicadas a Smith: el poema A Klarkash-Ton, Señor de Averoigne (“un tributo que brotó de mi pluma hace unas semanas, mientras revisaba algunas de las obras macabras de Smith”, decía Lovecraft de esta composición). También August Derleth “explota” la figura del extravagante artista de Long Valley: las chocantes esculturas de Clark Ashton Smith (...); deseaba alguna pieza que fuera “diferente”, aunque, para mí, las de Smith ofrecían tanta variedad como se pudiera desear, meditaba un coleccionista de estatuillas repugnantes, en un relato del conocido fundador de Arkham House. 2. LOS PERGAMINOS DE KLARKASH-TON Remito al lector, cuando existe versión en castellano, a la edición que creo más difundida —en antologías, revistas o sitios web: A: Libros y Antologías: A1: Los Mitos de Cthulhu (Alianza Editorial, Madrid 1969). A2: Hyperbórea (Editorial EDAF, Madrid 1978). A3: Zothique (Editorial EDAF, Madrid 1978). A4: Relatos de los Mitos de Cthulhu 1 (Editorial Bruguera, Madrid 1978). A5: Legados Macabros (Editorial Lidium, Buenos Aires 1981). A6: Los Mundos Perdidos (Editorial EDAF, Madrid 1991). Weird Tales de Lhork 39 Oscar Mariscal Atlantis-Poseidonis: El Último Hechizo —The Last Incantation— (Weird Tales, Junio de 1930). Inc. en A6. Un Viaje a Sfanomoë —A Voyage to Sfanomoe— (Weird Tales, Agosto de 1931). Inc. en A6. A Vintage from Atlantis (Weird Tales, Septiembre de 1931). La Muerte de Malygris —The Death of Malygris— (Weird Tales, Abril de 1934). Inc. en A6. La Sombra Doble —The Double Shadow— (The Double Shadow and Other Fantasies, 1933): Menciona Atlantis, Poseidonis, Malygris, Thule, Mu, Lemuria y los Hombres Serpiente creados por Robert E. Howard. Inc. en A6. Ciclo de Commorión & Tsathoggua: B: Revistas y Fanzines: B1: Nueva Dimensión. B2: Historias para No Dormir. B3: Weird Tales de Lhork. C: Sitios Web: C1: The Eldritch Dark (www.eldritchdark.com). Averoigne: El Final de la Historia —The End of the Story— (Weird Tales, Mayo de 1930). Inc. en A6. Una Cita en Averoigne —A Rendezvous in Averoigne— (Weird Tales, Abril de 1931). Inc. en A6. The Satyr (La Paree Stories, Julio de 1931): Menciona sátiros, faunos... . El Escultor de Gárgolas —The Maker of Gargoyles— (Weird Tales, Agosto de 1932). Inc. en C1. Las Mandrágoras —The Mandrakes— (Weird Tales, Febrero de 1933): Menciona a Giles Garnier, licántropo del Siglo XVI, protagonista del cuento de Seabury Quinn El Lobo De San Bonnot. Inc. en C1. The Beast of Averoigne (Weird Tales, Mayo de 1933): Menciona Santa Zenobia, Hiperbórea, Eibon, Atlantis. Existe una versión alternativa. La Santidad de Azederac —The Holiness of Azederac— (Weird Tales, Noviembre de 1933): Menciona Averoigne, Tsathoggua, Iog—Sotôt, Dagon, Los Grandes Antiguos, Eibon, el Libro de Eibon, el culto de los Druidas. Inc. en A6. El Coloso de Ylourgne —The Colossus of Ylourgne— (Weird Tales, Junio de 1934): Menciona a Gaspard du Nord, Iglesia de Santa Zenobia. Inc. en A6. La Exhumación de Venus —The Disenterment of Venus— (Weird Tales, Julio de 1934). Inc. en C1. La Madre de los Sapos —Mother of Toads— (Weird Tales, Julio de 1938). Inc. en C1. La Hechicera de Sylaire —The Enchantress of Sylaire— (Weird Tales, Julio de 1941): Menciona el culto de los Druidas, Sephora, licantropía. Inc. en C1. 40 Weird Tales de Lhork El Relato de Satampra Zeiros —The Tale of Satampra Zeiros— (Weird Tales, Noviembre de 1931): Menciona Lemuria, Abhoth (El Limo Negro), La Sibila Blanca. Inc. en A2. La Puerta de Saturno —The Door to Saturn— (Strange Stories, Enero de 1932): Menciona Cykranosh, Eibon, Zhothaqqah (Tsathoggua), Mhu Thulan, Hziulquoigmnzhah, Bhlemphroims, Djhenquomh. Inc. en A2. El Extraño Caso de Avoosl Wuthoqquan —The Weird of Avoosl Wuthoqquan— (Weird Tales, Junio de 1932). Inc. en A2. El Testamento de Athammaus —The Testament of Athammaus— (Weird Tales, Octubre de 1932): Menciona a los Voormis, Atlantis, Mu, Mhu Thulan. Inc. en A2. El Demonio de Hielo —The Ice-Demon— (Weird Tales, Abril de 1933): Menciona a Mhu Thulan, Oggon-Zhai. Inc. en A2. La Musa de Hiperbórea —The Muse of Hyperborea— (The Fantasy Fan, Junio de 1934). Inc. en A2. Las Siete Pruebas —The Seven Geases— (Weird Tales, Octubre de 1934): Menciona a Abhoth, Atlach-Nacha, Haon-Dor, Hombres Serpiente, el monte Voormithadreth, Los Grandes Antiguos, Los Dioses Arquetípicos, Voormis, Haon-Dor. Inc. en A2. La Sibila Blanca —The White Sybil— (Science Booklet 1): Menciona a la Sibila Blanca, Mhu Thulan, Mu. Inc. en A2. La Llegada del Gusano Blanco —The Coming of the White Worm— (Stirring Science Stories, Abril de 1941): Menciona a Eibon, Evagh, Mhu Thulan, los exorcismos de Pnom, Rlim Shaikorth, Los Grandes Antiguos. Existe una versión alternativa. Inc. en A2. El Árbol Genealógico de los Dioses —The Family Tree of the Gods— (The Acolyte, 1944): Menciona a Azathoth, Hziulquoigmnzhah, Ghizguth, Cxaxukluth, Knygathin Zhaum, Voormis, Cthulhu, Zstylzhemgni, Yuggoth, Cykranosh, N’Kai, Yoth, K’n—yan, Zoth, Zvilpogghua, los exorcismos de Pnom, Pánfilo de Zamacona y Núñez —creado por H. P. Lovecraft y Z. Bishop para el cuento El Montículo). Este pandemónium de personajes de los Mitos y de algunas sagas de CAS, fue publicado en el pionero fanzine de Francis Laney. Inc. en C1. El Robo de los Treinta y Nueve Cinturones —The Theft of Thirty-Nine Girdles, también: The Power of Hyperborea— (Saturn Science Fiction and Fantasy, Marzo de 1958): Menciona a Satampra Zeiros, Uzuldaroum, Leniqua. Inc. en A2. Los “smythos de Cthulhu” El Planeta Xiccarph: El Laberinto de Maal Dweb —The Maze of Maal Dweb, también: The Maze of the Enchanter— (The Double Shadow and Other Fantasies, 1933). Inc. en B1: nº 76. Las Mujeres Flor —The Flower-Women— (Weird Tales, Mayo de 1935): Menciona a Maal Dweb, Athlé, Mornoth, Ulassa. Inc. en B1: nº 76. El Planeta Marte: Las Criptas de Yoh-Vombis —The Vaults of Yoh-Vombis— (Weird Tales, Mayo de 1932): Menciona a los aihais, los Nigrománticos, sanguijuelas marcianas. Inc. en A6. El Habitante de la Sima —The Dweller in the Gulf, también: Dweller in Martian Depths— (Wonder Stories, Marzo de 1933): Menciona a los aihais, Yorhis. Inc. en A6. Vulthoom, Weird Tales, Septiembre de 1935: Menciona a los aihais, Ignarh—Vath. Zothique, El Último Continente: El Imperio de los Nigromantes —The Empire of the Necromancers— (Weird Tales, Septiembre de 1932): Menciona Naat, Cincor, Tinarath. Inc. en A3. La Isla de los Torturadores —The Isle of the Torturers— (Weird Tales, Marzo de 1933): Menciona Yoros, La Muerte Plateada, Achernar. Inc. en A3. El Viaje del Rey Eurovan —The Voyage of King Euvoran— (The Double Shadow and Other Fantasies, 1933): Menciona Ustaim, Sotar, Xylac, Tosk. Inc. en A3. El Tejedor de la Tumba —The Weaver in the Vault— (Weird Tales, Enero de 1934): Menciona a Lunalia de Xylac, el Tejedor de la sima, Chaon Gacca, Zhul-Bha—Shair. Inc. en A3. La Magia de Ulua —The Witchcraft of Ulua— (Weird Tales, Febrero de 1934): Menciona a Lunalia de Xylac. Inc. en A3. The Charnel God (Weird Tales, Marzo de 1934): Menciona Gules, Yoros, Zhul—Bha—Shair, Mordiggian. El Fruto de la Tumba —The TombSpawn— (Weird Tales, Mayo de 1934): Menciona Yoros, Cincor, Ustaim, Nioth Korghai. Inc. en A3. El Ídolo Oscuro —The Dark Eidolon— (Weird Tales, Enero de 1935): Menciona Xylac, Thassaidon, Hiperbórea, Mu, Poseidonis, Tasuun, Yoros, Zul-Bha-Sair, Xeethra, Naat, Thamogorgos. Inc. en A3. El Último Jeroglífico —The Last Hieroglyph— (Weird Tales, Abril de 1935): Menciona Vergama, Xylac, Yoros, Zul-Bha-Sair, Ummaos. Inc. en A3. Y su prefacio inédito: In the Book of Vergama. The Treader of the Dust (Weird Tales, Agosto de 1935): Menciona a Carnemagos, el testamento de Carnemagos, Quachil Uttaos. Xeethra —Xeethra— (Weird Tales, Diciembre de 1936): Menciona a Carnamagos, el testamento de Carnamagos, Sha-Karag. Inc. en A3. El Abad Negro de Puthuum —The Black Abbot of Puthuum— (Weird Tales, Marzo de 1936). Inc. en A3. Nigromancia en Naat —Necromancy en Naat— (Weird Tales, Junio de 1936): Menciona Sha—Karag, Xylac. Inc. en A3. La Muerte de Ilalotha —The Death of Ilalotha— (Weird Tales, Septiembre de 1937): Menciona la Letanía a Thasaidon de Ludar, Tassun. Inc. en A3. El Jardín de Adompha —The Garden of Adompha— (Weird Tales, Abril de 1938): Menciona Sotar, Ludar, la Letanía a Thasaidon de Ludar. Inc. en A3. El Amo de los Cangrejos —The Master of the Crabs— (Weird Tales, Marzo de 1948): Menciona Naat, Iribos, Dedaim, Basatan. Inc. en A3. Morthylla —Morthylla— (Weird Tales, Mayo de 1953): Menciona Lamias. Inc. en A3. Aventuras de Philip Hastane: La Ciudad de la Llama que Canta —The City of the Singing Flame— (Wonder Stories, Enero de 1931): Menciona a Giles Angarth. Inc. en A6. Los Cazadores del Más Allá —The Hunters from Beyond— (Strange Tales, Octubre de 1932): Menciona al escultor Cyprian Sincaul, primo de Hastane. Inc. en B2: Vol. III, nº 4. El Devoto del Mal —The Devotee of Evil— (The Double Shadow and Other Fantasies, 1933). Inc. en A6. Weird Tales de Lhork 41 Oscar Mariscal The Rebirth of the Flame (Esbozo): Menciona a Giles Angarth. Miscelánea: El Retorno del Brujo —The Return of the Sorcerer— (Strange Tales, Septiembre de 1931): Menciona el Necronomicon (Al Azif), Gules. Inc. en A4. Estirpe de la Cripta —The Nameless Offspring— (Strange Tales, Junio de 1932): Menciona el Necronomicon, Abdul Alhazred. Inc. en A1. Ubbo—Sathla —Ubbo—Sathla— (Weird Tales, Julio de 1933): Menciona a Tsathoggua (Zhothaqqua), Yog-Sothoth (Yok-Zothoth), Cthulhu (Kthulhut), Hyperbórea, el Libro de Eibon, el Necronomicon, Zon Mezzamalech, Mhu Thulan, Los Dioses Mayores, el Cristal de Zon Mezzamalech, Hombres Serpiente. Inc. en A4. El Jardín y la Tumba —The Garden and the Tomb— (Poema): Menciona reptiles necrófagos. Inc. en B3: nº 27. The Ghoul (The Fantasy Fan, Enero de 1934): Menciona a Vathek. Lin Carter lo considera como un fragmento del Necronomicon; basado en una carta de Lovecraft a CAS del 18 de Noviembre de 1930. No fue el único intento de Smith de conectar sus Mitos con el Vathek de William Beckford: ver la continuación del inacabado tercer episodio de Vathek —Historia de la Princesa Zulkäis y el Príncipe Kalilah— publicada por Valdemar. The Infernal Star (Fragmento): Menciona Atlantis, Poseidonis, Averoigne, Hyperbórea, Zothique, Cimmeria, Avalzant, Carnamagos, Hali, Lomar, Mhu Thulan, Mordiggian, Vermazbor, Yamil Zacra. Este relato mezcla muchos de los ciclos fantásticos de Clark Ashton Smith, con el Necronomicon de Lovecraft y el profeta Hali de Ambrose Bierce. I Am a Witch (Esbozo): Menciona la ciudad de Arkham. Clark Ashton Smith y Lin Carter: En 1973, la revista Weird Tales renace bajo la tutela del entusiasta Sam Moskowitz; aunque problemas económicos y de tiempo, por parte de Moskowitz, limitaron la nueva etapa a cuatro números. Si la mítica revista volvía a llenar los quioscos de buena fantasía siniestra, qué mejor que invocar la presencia de los autores más emblemáticos de su época dorada. El encargado de la exhumación literaria fue el conocido “nigromante” y “hurga-carpetas” Lin Carter, que partiendo de fragmentos y borradores dejados por CAS sobre el mago hiperbóreo Eibon, elaboró ocho relatos en la mejor tradición de los “Smythos de Cthulhu”. The Double Tower (Weird Tales, 1973): Menciona a Eibon, Hombres Serpiente, Zloigm. La Última Abominación —The Utmost Abomination— (Weird Tales, 1973): Menciona Hombres Serpiente. Inc. en A5. The Scroll of Morloc (Fantastic, 1975): Menciona a Gnoph—keh, Rhan—Tegoth, Tsathoggua, Voormis. The Stairs en the Crypt (Fantastic, 1976): Menciona a Nyogtha, Gules. The Light from the Pole (Weird Tales, 1980): Menciona a Aphoom Zhah, Rlim Shaikorth. The Descent into the Abyss (Weird Tales, 1981): Menciona a Haon´-Dor. 42 Weird Tales de Lhork The Feaster from the Stars (Crypt of Cthulhu 26, 1984): Menciona a Zvilpogghua. Papyrus of the Dark Wisdom (Crypt of Cthulhu 54, 1988): Menciona el Libro de Eibon, Cthulhu, los Profundos, Ubbo-Sathla, Pnakotis, Shoggoths, La Semilla Estelar de Cthulhu, Los Grandes Antiguos, La Raza de los Pólipos, La Gran Raza Yith, Ghatanothoa, Ythogtha, Zoth-Ommog. La Luna del LOBISHOME Eugenio Fraile “Tras la intriga descubierta en la Villa y Corte de Madrid junto al hidalgo Miguel de Cervantes(1), Bastián de Quintana es ascendido al grado de cabo (2) por los méritos contraídos en tal meritoria acción y la recomendación personal del propio Cervantes ante el Maestre de los Tercios, don Luis de Requeséns. Siendo ya soldado de confianza, cabalga por petición del Maestre hacia Galicia, llevando unas cartas particulares antes de embarcar hacia Italia con su Tercio y marchar por el llamado “Camino Español o Italiano”. (3) Más los bosques gallegos son oscuros y profundos al anochecer y aún guardan antiguas maldiciones y extraños seres...” 1. LA MEIGA DEL BOSQUE l crepúsculo de un día otoñal, lluvioso y desapacible, comenzaba a extender sus alargadas sombras por las faldas de unas bajas colinas salpicadas de verdes bosques que ahora, con la caída de la noche, iban tornándose oscuros y amenazantes. Siguiendo el tortuoso sendero que remontaba la agitada corriente de un arroyo de gélidas aguas y en cuyos márgenes el ramaje de los árboles formaba una cerrada techumbre natural que hacía aún más negra la noche, avanzaba un jinete de figura delgada. De fuerte constitución, se protegía de la densa lluvia que caía envuelto en una capa de gruesa tela marrón de las conocidas por el nombre de herreruzas. Cubría su cabeza con un sencillo sombrero de fieltro negro de copa baja y ala ancha, donde destacaba la orgullosa pluma roja de los soldados españoles de los Tercios. Todo el chapeo chorreaba finos canalillos de agua por sus bordes. Una larga y flexible espada toledana de cazoleta calada, repujada en plata, reposaba en una funda unida al tahalí que se sujetaba a un talabarte (4) de cuero encima de sus caderas. Sus azules ojos escudriñaban con atención, en la creciente oscuridad, el estrecho camino que seguía mientras murmuraba palabras tranquilizadoras a su montura. Guiaba a esta con firmeza mediante las riendas que sostenía con sus manos enguantadas, evitando que las patas del animal pudieran resbalar o hundirse en los traicioneros charcos y hoyos que jalonaban la senda. Las gotas de lluvia, convertida ya en tormenta desatada, repicaban con fuerza sobre el viajero y su caballo En el momento en que dejaba atrás una revuelta del camino, coincidiendo con el resplandor que prestaban los relámpagos en las alturas, se topó con una encrucijada donde la trocha se bifurcaba en dos. Un obstáculo inesperado ante el hizo que refrenara las riendas del caballo. Llevó con inusual rapidez su mano diestra a la empuñadura de la espada bajo la empapada capa. Pasado el primer sobresalto, el jinete pudo ver entre la cortina de lluvia que lo que se alzaba ante el a un lado de la senda, medio oculto por la vegetación, era un ancho bloque rectangular de piedra negra cuarteada que se diría hubiera servido como altar o similar en tiempos pasados. E Texto: Eugenio Fraile Foto: Dave Wicks Weird Tales de Lhork 43 Eugenio Fraile «¡Estos bosques, estas aguas, las bestias que habitan en sus profundidades han visto caminar a los Dioses Antiguos por estas tierras! ¡Por mis venas corre la roja esencia de los druidas celtas que tanto atemorizaban a las legiones de Roma! La maciza base en la cual se sustentaba mostraba, medio borrados por la destructora acción del tiempo y la intemperie, unos agrietados símbolos o letras desconocidas que el viajero pensó en un principio que serían palabras de latín pero que al observarlos más de cerca no supo descifrar, aunque le parecieron de origen pagano. Entre las hendiduras de la carcomida piedra crecían algunos zarcillos silvestres y enredaderas, mientras el moho cubría con una fina pátina toda la estructura, dándole un aspecto de ancestral vetustez. Dominando aún la cabecera del pétreo bloque, se podía ver, inclinada hacia un lado por efectos del paso del tiempo, una desgastada estela que mostraba cincelada la figura antropomórfica de un rostro humano de cruel expresión, con orejas y cuernos de ciervo que adornaba su cuello con un torque (5) y a cuyos pies se enroscaba una serpiente con cabeza de carnero. El jinete no pudo menos que musitar un sagrado juramento al notar el leve estremecimiento en su piel, pensando en los terribles y oscuros secretos que pudiera guardar aquella imagen de olvidados tiempos paganos. Algo en su interior le decía con toda seguridad que aquello había servido como lugar adoratorio o sacrificial de alguno de los dioses paganos que habían adorado los pueblos de la península antes de la llegada de las legiones de Roma y el posterior advenimiento del cristianismo. (6) Tras un último vistazo al altar el jinete prosiguió su precavida marcha por la senda que parecía perderse en la profundidad del bosque. La lluviosa noche había caído al fin y la oscuridad era tal que el jinete se cuestionaba seriamente el buscar un cobijo lo más resguardado posible para él y su agotada montura hasta que amaneciera para continuar su viaje. Ya sus ojos escudriñaban a su alrededor dispuesto a desmontar cuando, en medio del tronar del agua, alcanzó a escuchar una risa gutural tras el grueso tronco de un roble que se alzaba a un lado del camino. 44 Weird Tales de Lhork Ahora sí, con la celeridad innata del hombre de armas, el joven desenvainó la acerada espada que portaba al tiempo que sujetaba con fuerza las riendas de su caballo que había retrocedido asustado. A la luz de un largo relámpago pudo vislumbrar una figura encapuchada que surgió entonces de detrás del árbol. Con un aire indolente se apoyó en el mismo mientras volvía a reírse suavemente. El viajero extendió su espada frente a él, tan cerca de aquella inesperada aparición que la punta del acero rozaba el cubierto pecho del desconocido. —¡Por mi vida que si no mostráis las manos y el rostro de inmediato os atravesaré de parte a parte!— amenazó con firmeza. Una vez más, el desconocido volvió a reírse esta vez con tono burlón, cómo si aquella situación fuera de su agrado y tras apartarse unos pasos de la hoja que se mantenía inamovible frente a el, se descubrió de la capucha al tiempo que abría su capa mostrando, bajo un sencillo vestido de tela marrón con adornos de blanca lana, un cuerpo delgado, de turgentes formas y el rostro de… ¡una mujer joven! Su piel era pálida, con una larga melena negra de cabellos rizados que le caían libres en cascada sobre los hombros y en su cara, de rasgos sensuales, destacaban dos ojos negros de mirada intensa y unos labios húmedos y carnosos. Su físico emanaba un halo salvaje, que se incrementaba en la manera profunda del respirar de su pecho, como si algo indómito y animal envolviera toda su voluptuosa feminidad. Por un momento la sorpresa paralizó al jinete, atrapado de manera hipnótica por los ojos de la mujer, pero repuesto al fin de la visión, tras jurar de forma queda, bajó su espada aunque no por ello dejo de estar alerta mientras hablaba con gravedad a la joven. —¿No os han dicho, señora, que gastar chanzas de aparecidos en medio de la noche podría traeros malas consecuencias? De nuevo, volvió a escucharse con desenfado la risa femenina mientras el ji- nete descabalgaba y se acercaba a ella con pasos elásticos. —¿Acaso tenéis miedo de una mujer, armado como estáis?— preguntó esta a su vez con una voz profunda y susurrante. —No, pero la noche no invita a juegos y podría haberos tomado por un salteador de caminos—gruñó el hombre—Pero decidme, ¿qué hacéis por estos parajes tan solitarios, a estas horas de la noche y con este tiempo de perros? —Buscaba hierbas para hacer emplastos, remedios para las fiebres…y conjuros de amor. Soy una bruxa o meiga(7) si os asusta menos llamarme así. ¿No lo habéis notado?—contestó burlona la joven mientras sus dedos se deslizaban suavemente por los labios de su interlocutor. —¡Dejad las burlas ya señora, pues soy soldado del rey y si alguien os escuchara hablar de tal manera pensaría que sois un bruja en verdad!¡Y la Santa Inquisición no entiende de comedias y sainetes¡ —habló irritado éste apartándose un par de pasos y volviendo a alzar a medias su espada bajo la constante lluvia. Un helado viento sopló por entre las copas de los árboles, agitando sus ramas como brazos descarnados que quisieran arrastrarlos a la oscuridad de la noche. En aquel punto de la conversación, las palabras de la mujer se tornaron frías y amenazantes, mientras sus rasgos se crispaban furiosos y alzaba el rostro hacia el negro y lluvioso cielo. —¡Esos hipócritas fanáticos quedan muy lejos de aquí! ¡Estos bosques, estas aguas, las bestias que habitan en sus profundidades han visto caminar a los Dioses Antiguos por estas tierras! ¡Por mis venas corre la roja esencia de los druidas celtas que tanto atemorizaban a las legiones de Roma! ¡El águila romana intentó aplastar el culto al muérdago y la encina sagrada bajo sus claveteadas sandalias y nunca lo consiguió! ¿Creéis, por tanto, que me asustan esos verdugos con sus negras sotanas y letanías llorosas? ¡Ni vos ni vuestra espada serías capaz de lograr llevarme a la hoguera! —sentenció desafiante la joven. —No tengo especial simpatía por el Santo Oficio, pero soy un soldado y como tal, estoy obligado a mantener el orden y las leyes en nombre del rey allá donde fuere —arguyó el viajero tratando de mostrarse contemporizador ante el arrebato de ira que acababa de presenciar. —¿Y este… soldado, tiene un nombre? —inquirió la joven no pareciendo estar demasiado impresionada por la advertencia, frunciendo con un ligero mohín de aparente desdén sus labios. —Me llamo Bastián de Quintana, cabo en el Tercio Viejo de Nápoles. Y vos, ¿cómo os llamáis? —Se me conoce como Arduina. Un nombre antaño temido y respetado por estas tierras —contestó de manera orgullosa. (8) —Sois demasiado joven y bella para temeros —se burló con suavidad Bastián— pero si debiéramos el temer empaparnos más y enfermar bajo esta lluvia y el La luna del lobishome frío de la noche. ¿Podríais indicarme por tanto el camino hasta la aldea más cercana? Me temo que en la oscuridad de este bosque he errado el camino —inquirió Bastián arrebujándose en su capa. —La aldea más cercana se halla al otro lado del bosque, siguiendo la senda que se abre a la derecha del camino principal, en la bifurcación del antiguo altar que sin duda dejasteis atrás. Pero son casi dos leguas (9) de mal camino—explicó Arduina acariciando el cuello del caballo mientras este emitía un corto relincho de nerviosismo reculando ante la caricia de la joven—Además, el miedo atenaza a sus habitantes y dudo mucho que os ofrecieran alojamiento y comida una vez que ha anochecido. —¿Miedo? ¿A qué? —demandó sorprendido Bastián. —No a que, sino a quien—contestó la mujer—Son campesinos, gente inculta y temerosa de todo aquello que les rodea y desconocen. Dicen que ha desaparecido ganado y varios niños y mujeres en este bosque en los últimos tiempos. —¿Salteadores? —murmuró Bastián con furia mal contenida en su tono. —No se sabe de modo cierto. Sólo se han hallado restos de sus ropas ensangrentadas y despedazadas; y en susurros, los pastores y labriegos hablan de que en estas florestas habita un ser convocado por la brujería desde los infiernos para devorarlos a todos, un lobishome —concluyó Arduina con desprecio.(10) —¿Un lobishome? ¿Qué clase de criatura es esa? —¡Oh, un hombre que bajo el influjo de la luna llena se convierte en lobo por los graves pecados cometidos en esta u otra vida pasada o por una maldición de los seres de la noche!—explicó Arduina con la aparente ingenuidad que podría poner una niña a un cuento. —¡Leyendas de negra brujería!—escupió asqueado las palabras Bastían—¿Y si así fuera, no os da miedo andar sola por estos bosques en mitad de la noche? —¿Olvidáis acaso que soy una meiga?—se rió Arduina—Yo creo que son sólo lobos hambrientos los que merodean por estos bosques. Además, ahora cuento con la protección de vuestra espada. Acompañadme pues a mi casa si lo deseáis, que no queda lejos de aquí y así podréis calentaros ante el fuego mientras reponéis fuerzas. Podréis hacer noche hasta que amanezca y sigáis vuestro camino…sin peligro alguno, de hombres o lobos. Bastián observó por unos momentos con desconfianza a la mujer. Pero hombre de decisiones rápidas, aceptó la invitación que se le hacía asintiendo con un ligero movimiento de cabeza y una sensación de desasosiego en el interior de su cuerpo, como si algo o alguien le estuviera acechando oculto en la densa floresta. Y mientras ayudaba a montar a la mujer en su caballo, no dejó de notar la enigmática entonación con la cual la joven había envuelto sus últimas palabras, mitad desafío, mitad advertencia. 2. LA GUARIDA DE LA BESTIA La lluvia había cesado y ahora un molesto viento frío barría las oscuras nubes que encapotaban el cielo nocturno, dejando ver a trozos una desvaída luna. Las escasas estrellas que podían atisbarse titilaban de forma mortecina y aislada en lo alto. Bastian de Quintana detuvo su caballo en un pequeño claro de hierba rala que se abría delante de el, justo donde acababa el sendero cubierto de sombras por el cual le había guiado Arduina. Ningún sonido rompía la inquietante quietud de aquel lugar. Retorcidos tocones de árboles muertos surgían desde la tierra como lápidas podridas, creando el aspecto de un lúgubre cementerio entre la sombría floresta que rodeaba el entorno. Antes de que el soldado pudiera descabalgar, la joven, de un ágil salto, ya se encontraba a pie y le señalaba con su mano diestra al frente mientras caminaba delante de el con paso rápido. Frente a ellos, se alzaba la inquietante estructura de una sola planta de un tosco caserón de granítica piedra techado con tejas y lajas de ennegrecida pizarra. En la deslucida fachada, recubierta por hiedras y enredaderas de aspecto venenoso y repulsivo, una media docena de pequeñas ventanas de agrietados y opacos cristales reforzadas con gruesos barrotes de madera le daban la apariencia de un dormido ogro de múltiples ojos. Destacaba en el basto conjunto arquitectónico la pesada puerta principal de madera. Esta se hallaba reforzada con gruesos herrajes metálicos enmohecidos por la intemperie. A un lado del descuidado edificio, se alzaba el pétreo brocal de un pozo así como un cobertizo que bien pudiera servir como cuadra, aunque vacío ahora de animales de labor. Un silencio amenazador parecía flotar de manera siniestra sobre la solitaria construcción, sensación acrecentada por hallarse en medio de la oscura floresta. La voz de Arduina rompió el desagradable embrujo del momento. —Vuestro caballo puede acomodarse en el cobertizo, ahí estará bien—dijo, señalando con la cabeza, mientras abría la puerta de la casa girando un tirador de oxidado metal y penetraba en su oscuro interior. Bastián descabalgó y llevando al animal de las riendas lo instaló en el destartalado lugar, por cuyo techo lleno de grietas y agujeros se filtraba algo de la escasa claridad del exterior. Un agrio olor punzante flotaba en su interior, como si se tratara de una mezcla indefinible de aromas. A pesar de aquella incomoda sensación que flotaba en el ambiente, tendría que servir como cuadra improvisada por aquella noche. Tras quitar la silla de montar al caballo y tranquilizarle con unas palmadas en el mojado cuello, puso delante de este algo de paja que encontró en un rincón, junto al grano que llevaba en sus alforjas. De una de ellas sacó una pistola de mecha y pólvora negra que remetió en su cinturón de cuero de hebilla metálica. Junto a la pesada daga vizcaína que portaba en el costado izquierdo, en el lado contrario del tahalí, se balanceaba suavemente en su funda la fina espada toledana de cazoleta y gavilanes plateados. Tras un último vistazo a su montura que parecía estar inquieta en aquel lugar desconocido, dirigió sus pasos hacia la casa. Empujó la pesada puerta de entrada y se encontró en una estancia amplia aunque destartalada, donde destacaba en su centro una amplia y tosca mesa de madera rodeada de varias banquetas. A la luz de varios velones de cera humeante, Bastián distinguió más allá de las sombras una habitación más pequeña donde se alzaba un camastro con un colchón de paja cubierto de pieles. Arduina ya había encendido para entonces el fuego de la lumbre de piedra instalada en el hueco de una de las paredes. En el centro del lagar hervía un caldero de negro hierro forjado donde se calentaba algún tipo de guiso a tenor del olor que se desprendía de su interior. A la fluctuante luz que prestaban las llamas de la hoguera Bastián recorrió con su vista, de manera inquisitiva, la inquietante decoración que presentaban las paredes de la casa. Sobre las mismas se sujetaban, colgados de ganchos metálicos, los cuerpos resecos de animales de variados tamaños. Lechuzas de grandes ojos muertos y serpientes de viscoso aspecto acompañaban a un zorro de pelaje erizado y a un águila de alas extendidas y curvado pico. Estos dos últimos se enfrentaban a las cabezas alineadas, un poco más allá, de un ciervo de astada cornamenta, un jabalí de retorcidos colmillos, un lobo de afilados dientes y un poderoso oso de fauces rugientes. Bastián sintió un regusto amargo en su boca al pensar que aquella casa guardaba más semejanza con la guarida de una bestia ansiosa de cacerías que al refugio de personas. —Sentaos y enseguida podréis comer algo— dijo Arduina sacando de su abstracción al joven, colocando sobre la mesa una jarra de vino y una hogaza de pan moreno, así como un trozo de queso y una cuchara de madera, que sacó de una alacena cercana. —Os agradezco las molestias—contestó el soldado acomodándose en uno de los taburetes cercanos a la lumbre, despojándose de la empapada capa que dejo a un lado, aunque teniendo bien a mano el resto de sus armas— Por toda respuesta la mujer volvió a reír, burlona, cimbreando el talle de manera sinuosa. —¿Habéis cazado vos a estos animales?—preguntó Bastián para romper el incómodo momento, tomando un sorbo de áspero vino y señalando las piezas de las paredes. Weird Tales de Lhork 45 Eugenio Fraile Arduina volvió a reír con más fuerza esta vez mientras negaba con la cabeza y servía en un cuenco de barro una porción de humeante guiso de conejo del caldero al soldado. —Entonces, si no habéis sido vos, ¿quién lo hizo?—insistió este mientras llenaba su boca con el guiso de carne y un trozo de pan. —No siempre he vivido sola como ahora, soldado. Tras la muerte de mis padres, durante un tiempo, compartí esta casa con mi hermano, aunque después se marchara en busca de otros deseos que satisficieran más su naturaleza libre y… salvaje—contestó de manera misteriosa Arduina sentándose en un taburete al lado de Bastián. —¿Era cazador?—volvió a preguntar Bastián dando fin al último bocado de su comida. —Puede decirse que si, aunque no de la manera que vos podéis estar acostumbrado a cazar. Más no hablemos de ello y si de nosotros—susurró la mujer acercándose de manera provocativa a el. A pesar de la inquietante conversación, Bastián sintió como su pulso se aceleraba al notar la cálida respiración de la mujer tan cerca de el. El enervante aroma que desprendían sus cabellos, liberados en una oscura cascada, le envolvía de forma sensual semejante a las ataduras de una mítica Medusa. Bastián se sentía fascinado y, al mismo tiempo, repelido. Arduina se abrazó, ronroneante como una gata, en busca de calor al poderoso torso del espadachín. Este no pudo por menos que admirar la belleza felina de la joven. Los voluptuosos labios de esta buscaron con ansia los del soldado y se unieron en un largo y profundo beso prolongado hacia su cuello. Bastián sintió entonces recorrer un ardiente escalofrío por todo su cuerpo. Apreció como los ojos de Arduina destellaban con una mirada vibrante y hechicera, atrayéndole a profundos pozos de misterio tan viejos como la creación del mundo, rompiendo todas las cadenas de la civilización. Por la mente de Bastián, que giraba en tumultuosos remolinos de deseo y recelo a un tiempo, se abrió paso como un relámpago el nombre de Lilith, la bella, pavorosa, mefítica y demoníaca mujer de la leyenda bíblica puesta en el mundo para llevar a los hijos de los hombres a la perdición y la locura. Arduina arqueó sinuosamente su cuerpo, en una danza sinuosa y ancestral, sintiendo las caricias de las manos del hombre y suspiró satisfecha cuando Bastián, alzándola sin esfuerzo alguno en sus fuertes brazos, se dirigió hacia la pequeña estancia que ocupaba el camastro. Afuera, en la lúgubre noche, el frío viento arrastró como un alma en pena el quejumbroso aullido de un lobo. 46 Weird Tales de Lhork 3. LUNA DE SANGRE En mitad de la noche, Bastián despertó con brusquedad. Siempre precavido, con el instinto inherente al hombre de armas, entreabrió ligeramente los ojos y se incorporó con presteza del camastro. Aun notaba en sus labios el sabor y calidez del cuerpo de Arduina y al pensar en la joven y su ausencia, su vista buscó con rapidez sus armas. Reprimió un juramento de alivio cuando las halló a los pies del jergón y sin más dilación se vistió. Tras notar el familiar peso de la espada y la daga vizcaína en la cintura y la tranquilidad que le prestaba la pistola remetida en su talabarte, Bastián llamó en voz baja a la mujer. No recibió respuesta alguna y guiándose por la débil claridad que prestaban los rescoldos de la lumbre se dirigió hacia la puerta de la casa. En el momento que la abría, alcanzó a escuchar los relinchos aterrorizados de su caballo y el coceo de los cascos de este contra las paredes de madera del cobertizo exterior. Ahogando una maldición en sus labios, Bastián desenvainó la espada y empuñó la pistola saliendo al exterior como una exhalación. Allí, en mitad del claro se encontró con una escena demencial e inesperada. ¡Una luna roja derramaba su sangrienta luz sobre el claro y la turgente figura de Arduina! Con su negro cabello suelto y mostrando su seductor cuerpo desnudo por completo, alzaba sus brazos en idólatra invocación hacia las alturas nocturnas! Entonces, la luna se oscureció parcialmente y Arduina, fijando sus ardientes ojos en el espadachín, habló en un tono demencial señalándole. — ¡Ha llegado la hora del sacrificio y tu eres la roja ofrenda que esta noche recibirá Faidu por manos de sus servidores!(11) Por toda respuesta, el soldado apuntó con su pistola a la desquiciada mujer mientras caminaba con lentitud hacia donde se encontraba su montura que seguía relinchando y pateando el suelo. —¡Mujer, no se cual es tu locura, pero si intentas acercarte a mí, por mucho que me pese, no dudaré en usar mi arma!— le contestó con calma Bastián. —¡Tus armas no te servirán de nada ante los hijos de la diosa Faidu!— aulló salvajemente Arduina mientras hacia un gesto con las manos hacia la tétrica oscuridad que se vislumbraba en el bosque. Durante unos instantes no sucedió nada, como si el tiempo se hubiera congelado, pero al poco, respondiendo a aquella antinatural llamada, hubo un movimiento detrás de los matorrales a espaldas de la bruja. ¡Y entonces, entre ramas tronchadas, una bestial y terrible figura surgió de la oscuridad ¡ La pálida luz de la luna, liberada de su prisión de nubes, iluminó a un ser masivo de apariencia animalesca y deforme, cubierto por completo de espeso pelaje grisáceo. Se apoyaba en fuertes miembros de grandes garras y alternaba su posición de cuatro a dos patas husmeando el aire mientras gruñía sordamente atiesando dos orejas trianguladas. Su inhumano rostro, donde ardían dos sangrientos ojos rojos, mostraba unas rugientes fauces de afilados colmillos que goteaban espumarajos sanguinolentos. Para sorpresa de Bastián, la bestia se acercó con lentitud hacia Arduina y lamió sus pies en una actitud sumisa. Arduina acarició con sus dedos el hosco pelo de la cabeza del animal, aunque este no cesó en ningún momento de clavar su vista en el hombre. Mostraba un feroz e insano apetito. Rompiendo aquella delirante escena, Arduina habló de nuevo. —¡Me preguntaste si vivía sola en este caserón y como puedes ver, no es así! ¡Este es mi amado hermano, Licaón (12), un gran vedoiro (13), víctima de la fada, la maldición, que sobre el descargó la diosa Faidu! ¡Condenado a convertirse en lobishome cada noche de luna llena y matar a todo tipo de seres para que la diosa obtenga su sacrificio de sangre! ¡Yo ya he obtenido de ti lo que necesitaba, pues aunque meiga, también soy mujer —afirmó con brutal sinceridad la bruja—hora es que la diosa y mi hermano obtengan su retribución…con tu sangre! —¡Estás loca, arpía o lo que seas! —replicó Bastián alzando su espada y apuntando con firmeza la pistola— ¡Antes os enviaré a ti y a esa endemoniada criatura, ya sea lobo u hombre, al infierno de donde procedéis! —¡Necio incrédulo! ¡Tu sangre teñirá la luna! Como si aquellas palabras hubieran roto las invisibles cadenas que la mantenían sujeta, la bestia se alzó sobre sus patas traseras y saltó aullando contra Bastián. Con los reflejos de un hombre acostumbrado a reaccionar con prontitud ante el peligro, el soldado apretó el gatillo de su arma. La detonación retumbó como un trueno en medio de la quietud nocturna. Su demoníaco antagonista fue enviado hacia atrás por el impulso del disparo hecho a bocajarro en su abombado pecho. Pero a pesar de ello, y cuando todavía no había acabado de disiparse la neblina de la pólvora quemada, el lobishome ya se había rehecho y arremetía de nuevo. Aun sorprendido por la ineficacia del tiro, Bastián rodó por la tierra esquivando los furiosos zarpazos y dentelladas que le lanzaba la infernal criatura gruñendo y ladrando a un tiempo. La espada del joven giraba en rápidos molinetes y cintarazos que de momento mantenían alejado a su bestial oponente de el, aunque sabía que esa estrategia no contendría por mucho tiempo al lobishome. En una breve pausa de la pelea, Bastián remetió la ahora inútil pistola en el cintu- La luna del lobishome rón, empuñó con su mano izquierda la pesada daga y con ella y la espada tajó la carne de Licaón. Aunque este gruñía de dolor cada vez que el acero del soldado cortaba su carne, no por ello parecía infligirle ninguna herida mortal, a pesar de estar cubierto de sangre el pelaje. Girando y cortando el hombre y soltando dentelladas y zarpazos la bestia, la lucha se mantenía en apariencia igualada bajo la mirada llena de odio de Arduina que, tras situarse junto al brocal del pozo, vociferaba maldiciones y aullaba a un tiempo en una cacofonía pagana. El sudor corría abundante por el rostro de Bastián y empapaba su pecho. El brazo que empuñaba la espada comenzaba ya a notar el cansancio de tantas estocadas lanzadas de manera infructuosa. En una de las múltiples embestidas que esquivó de la bestia, su espalda chocó contra la pared del cobertizo donde se hallaba su aterrorizado caballo coceando. El lobishome, con un brillo de antinatural inteligencia en sus ojos, chascó las mandíbulas y acometió con una feroz dentellada el cuello del soldado. Con un movimiento desesperado e instintivo, Bastián interpuso la hoja de su espada a la altura «¡Estos bosques, estas aguas, las bestias que habitan en sus profundidades han visto caminar a los Dioses Antiguos por estas tierras! ¡Por mis venas corre la roja esencia de los druidas celtas que tanto atemorizaban a las legiones de Roma! de las fauces de la bestia, clavando a un tiempo la cazoleta de la misma en la garganta del diabólico engendro y enterrando la daga en su corazón con una cuchillada seca. Con un aullido escalofriante de dolorosa agonía, el lobishome retrocedió de un salto encogido sobre si mismo. Sus zarpas se apoyaban en su garganta y allí Lucas Cranach. Hombre lobo. Grabado de 1512 donde se había clavado la cazoleta de la toledana de Bastián, podía verse una enorme quemadura que había generado un gran boquete. Por el agujero surgía a borbotones la negra sangre del hombre lobo. Durante un momento, la sorpresa paralizó el entendimiento de Bastián para después abrirse camino en su mente con total nitidez lo que había ocurrido. ¡El baño de plata que cubría la cazoleta de su espada era mortal para la forma lupina de su enemigo! Recordó haber oído decir a ciertos frailes de la Inquisición y saludadores (14) que para brujos, brujas, trasgos y demonios del infierno, la plata, al igual que ciertas plantas, eran mortales de necesidad. Rehecho en su ánimo y con fuerzas renovadas, fue Bastián quien con paso rápido se acercó al caído Licaón y antes de que este pudiera incorporarse, recuperó con un poderoso tirón la daga que aun estaba clavada en el corazón del hombre lobo. Esquivó el débil zarpazo que este aun le lanzó y volvió a clavar poderosamente, sin piedad, la totalidad de la hoja de su espada en el corazón de la brutal bestia. Tras la hoja, la cazoleta de plata se hundió en su pecho, quemando la dura piel con un desagradable olor y rompiendo huesos hasta encontrar el corazón. Con un ronco estertor agónico, que fue quebrado por la sangre que brotaba de las fauces de la bestia, el lobishome se retorció sobre si mismo y quedó al fin quieto en medio de un gran charco de oscura sangre que la tierra iba absorbiendo con avidez. Por un instante, la criatura mantuvo su forma animal para después, y ante los atónitos ojos de Bastián, trocarse paulatinamente en un hombre flaco, desnudo, lleno de heridas y cortes, de barba enmarañada y larga melena oscura y un rostro huraño que ahora, en la muerte, se hallaba deformado por la maldad. El ruido de pasos aplastando la tierra a sus espaldas hizo que Bastián se girara Weird Tales de Lhork 47 Eugenio Fraile con rapidez y evitara a duras penas que las largas uñas de una enloquecida Arduina lograran sacarle los ojos. —¡Te mataré maldito!— dijo a gritos abalanzándose sobre el. Bastián aun empuñaba su espada y la daga y al intentar apartarse tropezó con el cadáver de Licaón. Arduina, ciega de furia, le empujó y juntos cayeron a tierra. La bruja exhaló un grito semejante al maullido de una gata herida y quedó inerte entre los brazos de Bastián. Al girarla, el soldado pudo ver como el pomo de su daga sobresalía en el pecho de la mujer. ¡Con su demencial impulso ella misma se había hundido la hoja entre los senos! Bastián se mantuvo aturdido unos momentos por la rapidez de los acontecimientos, pero con presteza volvió a ser el hombre de armas práctico e impávido. Tras tranquilizar a su temeroso caballo, llevó los cuerpos de Arduina y Licaón NOTAS (1) Ver “La Conjura de Flandes” en“Weird-Tales de Lhork” nº 25. Especial Capa y Espada. (2) Era un grado muy antiguo que incluso existió antes que los de sargento y alférez, a pesar de ser estos de mayor categoría. El soldado que como jefe de escuadra elegía el capitán tenía que ser superior a los otros en valor, virtud, experiencia y diligencia. Tenía que poder ejercer el empleo de sargento cuando hubiera que suplir a éste en caso de ausencia, de enfermedad o de baja en combate. El cabo tenía las atribuciones de reprender y amonestar a los soldados por todo lo que a su cargo en el servicio del Rey le correspondía, y en los casos de flagrante delito, tales como mal cumplimiento de una orden, muertes, heridas, violencia contra mujeres, atentados contra persona civil, vagabundeo, robos, agravios, desvergüenzas…, y en general, cualquier incumplimiento de los bandos que dictara el Rey o los Oficiales superiores de los Tercios. Lo esencial de su competencia era velar por la buena policía en general, el buen estado de las armas, municionamiento de los soldados, el equipo de combate y la instrucción. Le correspondía directamente la formación de los reclutas y era también responsable de un cuerpo de guardia o un puesto específico en las líneas del frente. (3) El llamado “Camino Español o Italiano”, que de ambas formas podía denominarse, era la columna vertebral de la lo48 Weird Tales de Lhork al interior del caserón y los depositó encima del camastro. ¡Juntos habían vivido en la maldad y el asesinato y de justicia era también que ardieran unidos en la muerte camino al Infierno! Encontró una botija de aceite y tras verterla encima de los cuerpos, avivó las brasas de la lumbre. Con unos trozos de tela improviso una tea y prendió la paja del colchón. Pronto las llamas, como lenguas voraces, envolvieron los dos cuerpos, extendiéndose como un reguero por toda la casa reclamando su ardiente ofrenda. Bastián, desde el exterior, observó con serenidad como el fuego parecía querer subir en largas espiras retorcidas hacia una luna hinchada y maligna en las alturas, burlada en sus crueles designios. A pesar de las heridas y el cansancio que acumulaba, Bastián suspiró con satisfacción cuando su caballo emprendió un liberador trote por la senda del bosque sin volver la vista al horror que dejaba atrás. gística militar española durante los siglos XVI y XVII. Partía desde el corazón de España, de Castilla, donde se reclutaba la mayor parte de los efectivos. Las compañías se reunían en un punto concreto de la península y marchaban a pie con duras jornadas de instrucción militar, que nunca eran inferiores a 30 kilómetros diarios, más el trabajo de zapa, levantamiento y desmonte posterior de campamentos provisionales al estilo de las antiguas legiones romanas, hacia los puertos de embarque de Sevilla, Málaga, Cartagena y Barcelona. Pero la instrucción no acababa ahí, ya que en las galeras se practicaba la esgrima y la lucha con cuchillo y daga. Una vez arribados los barcos a Italia, desembarcaban a los reclutas que seguían marchando y completando su preparación. Allí, en Italia, especialmente en el teatro de operaciones del Milanesado, verdadera plaza fuerte de armas, las unidades provenientes de España se reunían, se encuadraban y se equipaban para ser destinadas hacia las dos rutas complementarias. La del Sur, verdadera noria enlazando el Estado de Milán con el Reino de Nápoles, con Sicilia e incluso en determinados casos con Túnez, controlando así los intereses vitales del Imperio español en aquellas zonas del Mediterráneo. Y la Ruta del Norte, que enviaba grupos compactos de infantería hacia Flandes, atravesando el Franco Condado, español entonces, y a las buenas relaciones con los estados soberanos por los que atravesaba, como los Ducados de Saboya y de Lorena llegando al final a los Países Bajos, la nórdica plaza de armas española. Por aquel entonces, los reclutas que habían sa- lido de España meses atrás se habían convertido ya en unas endurecidas y preparadas compañías de soldados habituados al cansancio de marchas de hasta 50 kilómetros con equipamiento completo, las penalidades del camino y la dura disciplina militar de los Tercios Españoles, alcanzando el título de “La Mejor Infantería del Mundo” tan temida por los enemigos de España. (4) Cinturón (5) Especie de collar de origen galo. (6) Cernunnos o Cernunnus: La imagen representa a Cernunnos, Dios Ciervo de la mitología céltica a veces asimilado como Pan, el Dios maléfico de los Bosques romano. (7) Bruja, según el folclore gallego. (8) Según la mitología céltica, Arduina o Abonoba era el nombre de la Diosa de los Bosques (9) Medida itineraria equivalente a 5.572 m y 7 cm. (10) Hombre Lobo, según el folclore gallego. (11) Diosa Loba del culto antiguo a la Luna de los celtas. (12) Licaón, antiguo rey de la región griega de Arcadia de cuyo nombre se deriva el término licantropía. Zeus le castigo convirtiéndole en lobo por invitarle a comer un guiso preparado con el cadáver de su propio hijo. (13) Brujo en el folclore gallego. (14) Los saludadores, santiguadores o ensalmadores eran, en el antiguo acerbo cultural del folclore español, curanderos que podían curar los males más diversos y extraños con sus plegarias y remedios naturales. La correspondencia de ROBERT E. HOWARD Fermín Moreno [40. A Tevis Clyde Smith, ca. Agosto de 1930] ueno, Fear Finn: .....Nada he sabido sobre nuestro relato, (164) pero eso es común, ya que tampoco se nada de otro que envié a Weird Tales algún tiempo antes de enviar el anterior; los editores deben estar de vacaciones o algo así. Estoy seguro que tú venderás ese cuento a Fiction House. (165) ¿Has tenido noticias acerca de los relatos que llevaste a Snappy 166 y algo parecido? Espero que hayas vendido algo cuando recibas esta carta. Recibí una larga carta de Lovecraft. (167) Ese chico es bastante listo. Y muy bien instruido también. Comienza diciendo que la mayoría de mis argumentos parecen bastante lógicos y que está a punto de aceptar mis puntos de vista; y entonces continúa con tres o cuatro páginas llenas con las que, prácticamente, hace trizas todas mis teorías. Está fuera de mi alcance. Yo me juego cualquier cosa hasta el límite con un hombre de mi mismo peso, pero en una pelea con él es como un pobre tipo enclenque que sube al ring con un campeón. Creo que le haré bastantes preguntas sobre cosas cuando le escriba, en vez de presentarle mis propios puntos de vista. Eso no significa, compréndeme, que me haya convencido de que yo piense como él piensa, a su manera. Nada de eso; todavía pienso que tengo la razón. Pero quiero averiguar algunas de las cosas que te aseguro él sabe —fases oscuras de la historia y de culturas olvidadas y de cultos místicos y todo eso. Dice que su joven amigo Frank Belknap Long y Clark Ashton Smith han elogiado en ocasiones mis basuras. Bueno, me alegro mucho de eso, naturalmente. [. . .] [. . .] Hago la siguiente cita de una carta de Farnsworth: “Estoy muy satisfecho con ‘Red Blades of Black Cathay’, y es posible que lo utilice para el diseño de la cubierta de nuestro tercer número de B Traducción: Fermín Moreno Ilustración: Joan Arocas Weird Tales de Lhork 49 Fermín Moreno (traductor) «Dice que su joven amigo Frank Belknap Long y Clark Ashton Smith han elogiado en ocasiones mis basuras. Bueno, me alegro mucho de eso, naturalmente. Oriental Stories. (168) Podemos ofrecerte 118 $ cuando se publique, e igualmente 118 $ por ‘Wings in the Night’ para Weird Tales. (169) Esto es a nuestro precio regular de un centavo por palabra.” Respóndeme pronto, ¿quieres? Fear Dunn * * * [41. A H.P. Lovecraft, ca. Agosto de 1930] Estimado señor Lovecraft: Permítame agradecerle primeramente la oportunidad que me ha dado de leer su poesía; no necesito decirle cuánto aprecio su gran amabilidad. Es mi opinión que usted ha logrado en este ciclo-soneto 170 un excelente trabajo artístico. No soy yo quien ha de decir cuáles son los mejores poemas; todos los disfruté completamente. Porque decir que algunos fueron superiores a otros sería insinuar que ciertas facetas de un diamante mostraron un lustre superior al resto. Al expresar una preferencia por algunos de los poemas no estoy buscando la manera de insinuar inferioridad en los otros, pero me atrajeron especialmente “El Libro”, “Reconocimiento”, “La Lámpara”, “El Patio”, “Vientos Estelares”, “La Ventana”, “Las Campanas”, “Espejismo”, “El Faro Mayor ”, “El Fondo” y “Alienación”. Me alegró saber que a usted le gustó “La Luna de las Calaveras” (171) y espero que mis futuros esfuerzos logren su aprobación. Y es un alto honor para mí saber que el señor Long y el señor Clark Ashton Smith hayan valorado mis trabajos. Ambos son escritores y poetas cuyas obras admiro mucho; y mantengo conmigo, bajo especial cuidado, todos sus poemas (como también los suyos) que aparecieron en Weird Tales antes de que yo conociera esa revista. Apenas tengo que decir que hallé extraordinariamente interesantes e instructivos sus comentarios sobre cuestiones históricas y prehistóricas. 50 Weird Tales de Lhork Usted abordó una serie de fases que yo ignoraba totalmente y en los aspectos en los que nuestros puntos de vista difieren de alguna forma, francamente admito que no poseo la suficiente escolaridad para exponer algún argumento lógico a discusión. Me interesaron especialmente sus observaciones acerca de los aborígenes mongoloides y su relación con los cuentos de hadas de Europa occidental. Yo había supuesto, sin investigar el asunto con mucha profundidad, que estas leyendas se basaban en un contacto con los primeros mediterráneos y, de hecho, basado en esa asunción escribí un relato que apareció hace algunos años en Weird Tales: “La Raza Perdida”. En sus comentarios veo con claridad la verdad cuando señala que una raza mongoloide debe haber sido la causante de los mitos de la Gente Pequeña y le agradezco sinceramente esa información. Como en la actualidad los arios parecen repeler o rechazar a los mongoles, ¡imagino cuánto más fueron rechazados los mongoloides primitivos o retrógrados por parte de los arios originales, los cuales eran probablemente superiores en apariencia física a los modernos! Sobre Partholan, las leyendas que he leído parecen diferir. Algunos atribuyen su origen a Grecia y otros, a Egipto. Donn Byrne, en sus romances, habla de “Partholan de Egipto” y mantiene que los nombres actuales de MacPartland y MacFarlane constituyen una evolución a partir de Partholan, aunque, al parecer, todos los descendientes de ese jefe fueron aniquilados por la plaga. Y como usted sabe, se presentan a los Firbolgs y los Tuatha De Danaan como los descendientes de los Nemedios que escaparon de las espadas de los Fomorianos y regresaron a Grecia, desde donde originalmente vinieron a Irlanda. Luego, regresaron en diferentes épocas para ser encarnizados rivales hasta la llegada de los Milesios de España, a través de Egipto y Escitia (de acuerdo con las leyendas). Algunos suponen que Firbolg, o los Hombres con Bolsas, es simplemente la manera del galés o gaélico de pronunciar o indicar a los belgas, lo cual, de resultar correcto, parece señalar una afinidad continental o bretona. Acerca de las fases orientales del lenguaje celta, sin dudas usted tiene la razón en dar poca importancia a eso. Ciertamente, la similitud entre el gaélico y el semítico parece demasiado endeble para apoyar la base de cualquier teoría sobre ellos. Aunque, para mí, pensarlo resulta totalmente fascinante desde el punto de vista de la ficción y no abandonaría la idea por completo. Hago cita aquí de toda la evidencia que he podido hallar, la cual señala un vínculo entre ambas lenguas. Admito que es escasa y tampoco intento apoyar con ella cualquier teoría mía. Cito a O’Reilly y a O’Donovan en el Diccionario Irlandés-Inglés, publicado por Duffy and Co., Dublin, hace más de treinta años. De seguro no es una autoridad muy moderna. “Los antiguos irlandeses comenzaron su alfabeto con la letra B y por eso la llamaban Beith-luisnion por sus primeras tres letras.” (Esto concuerda La correspondencia de Robert E. Howard con ciertas razas orientales, aunque es ciertamente un aspecto trivial.) “Sin embargo, al imitar otros lenguajes aprendidos y particularmente el latín . . . los irlandeses modernos pensaron que era correcto comenzar su alfabeto con ‘A’. Esta carta . . . es similar al hebreo Aleph y al Alpha de los caldeos y los griegos.” Sobre la palabra Bel-ain, que significa el círculo de Belus o del Sol, se dice: “Ain o ainn en irlandés significa un gran círculo; y Bel o Beal era el nombre asirio, caldeo o fenicio del Dios verdadero, al tiempo que generalmente se cumplía con la religión patriarcal. Más tarde este nombre fue atribuido al Sol cuando aquellas naciones orientales olvidaron o se desplazaron voluntariamente hacia la adoración del verdadero Dios y adoraron a ese planeta como su deidad jefe. Es muy cierto que los primitivos irlandeses observaron esta adoración de idolatría del Sol bajo el nombre de Bel o Beal, independientemente de donde ellos derivaron esta palabra, según parece ser obvio por los fuegos religiosos que encendían con gran solemnidad el Día de Mayo; este hecho se ha comprobado por la evidencia del propio nombre con el cual distinguían ese día, al cual aún se conoce y se le llama por La Beal Tinne, o sea, el día del Fuego de Bel o de Belus. Para terminar comentaré que la palabra Ain o Ainn es la original celta de la cual se formó la palabra latina Anus, que fue luego escrita Annus… cuyo único y correcto significado fue el círculo solar o el curso anual del Sol.” “El nombre de esta consonante (B) en irlandés se aproxima mucho mas en su sonido y escritura al hebreo de la misma letra que al caldeo Betha o al griego Beta, ya que en irlandés es Beith y en hebreo, Beth. En hebreo Beth significa una casa y Both en irlandés es un nombre muy común para una casa abierta o una tienda de campaña o carpa. Hay que decir que las consonantes irlandesas b, c, d, g, p y t, mediante un punto o una tilde sobre cualesquiera de ellas, perderán así su simple sonido fuerte y se pronuncian de la manera que lo hacen los hebreos: bh, ch, dh, gh, ph y th, con una simple y genuina aspiración. Por otro lado, en especial ha de hacerse notar que si a las consonantes hebreas ahora mencionadas, llamadas por ellos Begad-Kephat, memoria causa, se les añade un punto completo en el medio de cualesquiera de ellas, igualmente perderán su simple sonido aspirado y se pronunciarán entonces fuertemente como la b, c, d, g, p y t irlandesas. Así, la adición de un punto completo a las consonantes hebreas arriba mencionadas las cambia a sus letras correspondientes del irlandés. Con este tipo de reciprocidad entre los idiomas irlandés y hebreo, la antigüedad del irlandés o del celta parece estar suficientemente demostrada; aunque ha de confesarse que el empleo del punto completo en cualquiera de los dos idiomas resulta una invención posterior. “La ‘D’ irlandesa concuerda también con la ‘Th’ o Theta del griego, en el sentido de que la Daleth hebrea o ‘Dh’ se convierte en ‘D’ al agregársele un punto completo sobre ella. El idioma irlandés es aplicadamente censurado por algunos críticos porque admite una ‘D’ o ‘Dh’ superflua al final de varias palabras. Y hallamos una coincidencia cercana de esa redundancia en el idioma hebreo: raah significa ver; leah, trabajar duramente, esforzarse, etc., no pronunciándose la ‘He’ o ‘H’ final, pero como la irlandesa ‘Dh’, se convierte en muda o inactiva. “E es llamada en irlandés eabha, el álamo; y es similar a heth en hebreo. “La F es llamada fearn, el saúco. Lo mismo sucede con el hebreo vau porque la figura y el sonido de ambas palabras son muy parecidos. “La propia figura de la letra G, en algunos de nuestros antiguos pergaminos, es esencialmente similar a algunos de los estilos del antiguo abrahamico y fenicio gimel. Los hebreos llamaban gimel a esta letra, según nos aseguran los gramáticos, debido a su figura torcida que muestra cierta semejanza con un camello, que en hebreo se le llama gamel o gamal; y aquí es menester señalar que gamal, al igual que camal, es el irlandés para el camello. Pensamos que es valido observar aquí que nuestro idioma muestra un parecido perfecto, en la disposición de sus pronombres, a la manera de ordenarlos en hebreo, pues este ultimo los divide en clases, etc… Los prepositivos se sitúan antes de las palabras y el subjuntivo se escribe al final de las palabras; ambos determinan por igual a la persona. A la N se le llama nuin, el fresno. En hebreo se llama nun por el sonido. La O es la vocal positiva del diftongo oir, el huso; y hallamos este diftongo en el hebreo como goi ; en latín, gens. Hago de paso el comentario de que los griegos tomaron la P de los fenicios (la palabra significa torre o castillo). Los fenicios fueron sus primeros maestros en las letras y en cuyo idioma es borg, que se ve claramente pertenece a la misma raíz de nuestra palabra irlandesa brog o brug, un sitio fuerte o fortificado, también la corte o el castillo de un lord, mientras que el francés bourg, el alemán burgh y el inglés borough poseen el significado mas amplio de un pueblo. Hallamos la misma afinidad en muchas palabras entre los idiomas griego y latín y el irlandés, ya que cairg y carga son en irlandés la Semana Santa; en latín, pascha, y esta palabra en caldeo se deriva del hebreo pasach o phase ; el latín transitus, la Pascua. Ya antes se había observado que la Lingua Prisca, o el idioma latín primitivo se formó principalmente del celta; y la verdad de esta aserción está abundantemente confirmada a lo largo del curso de este diccionario. En celta coib, en Lingua Prisca cobiae, en latín copiae.” Los comentarios sobre las similitudes del celta con el griego, el latín y otras lenguas arias, por supuesto, no vienen al caso. Admito que tampoco existe ninguna razón en particular para suponer que las similitudes semíticas son sólo meras coincidencias o adiciones posteriores al idioma, prestadas, tal vez, del latín. Sin embargo, todo esto me obliga a creer que el mundo antiguo estaba más unido entre si de lo que generalmente se supone. En relación con la adoración de Bel, en algún Weird Tales de Lhork 51 Fermín Moreno (traductor) sitio leí que el termino celta bally, que significa pueblo, se refiere a Baal, el dios semita, cuya adoración, aseverado por algunos, fue introducida en Irlanda por los mercaderes y colonos fenicios después de la invasión milesia (situando la fecha de esa invasión mucho antes de lo que por lo general se acepta) o fue traída a Irlanda por los propios gaélicos. Más el intento de desenredar leyendas y hallar alguna fase en la que todos concuerden parecería ser una tarea sin fin — demasiado desconcertante para mis escasos conocimientos, aún cuando pudiese leer los originales. Por ejemplo, una leyenda cuenta de los gaélicos errando por Egipto para servir como mercenarios al tiempo que los hebreos salen del país; y otra leyenda señala que los milesios se encontraban ya bien establecidos en los cuarteles de los egipcios cuando los judíos llegaron y que esto causo disgusto entre los gaélicos, que fueron a Goshen para levantar a los hebreos en rebelión. Otra leyenda hace de una poderosa familia irlandesa llamada Cusac los progenitores de la raza cosaca y, por supuesto, usted está familiarizado con las numerosas historias sobre Lia Fail, la Piedra del Destino que se supone Jeremías (señalado como un japonés llamado Gera Mia, Donante de Piedras) trajo con el a Irlanda y sobre la cual los actuales reyes ingleses son coronados. He leído una teoría interesante expresada por algún historiador cuyo nombre no puedo recordar ahora (puedo recordar rostros y hechos, más es para mi casi imposible recordar nombres y fechas), pero lo mas cercano a lo que puedo recordar, su idea era algo así: que los primeros que se asentaron en Europa occidental fueron los miembros de una tribu nómada celta cuyo idioma fue la base del gaélico moderno; que estos gaelos primitivos fueron empujados hacia los márgenes externos por los britanos, más poderosos, convirtiéndose en galos, belgas y cimrios. Que la leyenda de Partholan se refiere al primer asentamiento en Irlanda de estos gaelos y que la plaga que se atribuye a su destrucción se refiere en realidad a la invasión de los britanos, los cuales les arrebataron las regiones más fértiles de la isla. Que los fomores, los nemedios, los Firbolg y los Tuatha De Danaan fueron varias oleadas de britanos provenientes de la isla mayor. Mientras, una rama poderosa de gaelos halló refugio en las montañas de España o del Sur gaélico, donde resistieron los asaltos de los gaelos britanos y retuvieron todas sus características tribales como raza primitiva de montañeses y que fue esta gente quienes, huyendo de los romanos, cruzaron hacia Irlanda y se convirtieron en los milesios de la leyenda. Este historiador explica las relaciones que tuvieron con diversas tribus en Irlanda por el hecho de que muchos de los descendientes gaelos de Partholan mantienen todavía una guerra sin convicciones con los britanos conquistadores. Su teoría parece plausible en muchas maneras, aunque yo no coincido con todas sus suposiciones. Por supuesto, no tengo derecho alguno de discutir con un historiador, pero cuando los historiadores discuten y discrepan entre ellos, incluso hasta un 52 Weird Tales de Lhork lego con escasa información como yo podría llegar a sus propias conclusiones. Estoy listo para aceptar esta idea de que los gaelos vinieron a Irlanda desde España o del Sur de su tierra; de hecho, las leyendas parecen confirmar esto (si puede decirse que las leyendas confirman cualquier hecho histórico). Pero yo abrigo grandes dudas sobre esta aserción de que los gaelos precedieron a los britanos en cualquier parte de Europa occidental y mantengo la opinión —sin dudas con la obstinación de la ignorancia— de que los gaelos siguieron una ruta hacia Europa, totalmente distinta a la de los britanos. Es probable que yo esté completamente equivocado, más creo en la suposición de que los gaelos o los britanos vinieron de Asia Central, cruzaron por el norte de Rusia, posiblemente por los países escandinavos y bajaron hacia Francia a través de Alemania. No tengo razones para corroborar mi creencia, pero creo que los gaelos vinieron por la otra ruta — la del sur, o sea, atravesando Asia Menor y África y entrando por España. Este largo recorrido debe haberse hecho en una época muy temprana, en el primer lento amanecer de la historia, cuando los movimientos de todas las tribus y naciones eran muy vagos y fáciles de perder por quienes los registrara. Probablemente vivieron por muchos siglos al sur de la región gaélica antes de trasladarse hacia Irlanda. Pero como dije antes, mis ideas y fuentes de información son muy nebulosas y no valen la pena de ser impuestas a nadie. No voy a divagar mas en esta dirección, excepto para decir que sobre las relaciones de los gaelos con tribus que ya se encontraban en Irlanda, no puedo imaginar que la invasión gaélica haya sido una súbita irrupción de gente desconocida. Sospecho que los gaelos habían estado infiltrándose en Irlanda de una forma o de otra durante algún tiempo y que probablemente haya un número determinado de asentamientos en varias partes de la isla, sin duda cerca de las costas. Las deducciones del profesor Smith (172) son interesantes, aunque no puedo decir que estoy de acuerdo con todas. Al igual que usted, creo que la civilización es una consecuencia natural e inevitable; no estoy preparado para decir que sea para el bien o para el mal. Respecto a la teoría de la única civilización, sin duda la cultura egipcia influyó en gran medida en el resto del mundo, aunque yo había pensado que en una época temprana cerca de 6000 AC. los sumerios pre-semíticos tuvieron una civilización de alguna manera superior a la egipcia contemporánea. Tal vez la cultura helénica tuvo una base egipcia transmitida mediante los cretenses conquistados, aunque tengo la impresión de que los invasores helénicos, en vez de adoptarla como propia, levantaron una civilización por separado sobre las ruinas de la micénica. No puedo pensar que la cultura del valle del Nilo haya afectado mucho a los pueblos de China, México y América del Sur, aunque pueden haber ocurrido más relaciones entre estas razas tempranas de lo que pensamos. Posiblemente, como señala el pro- La correspondencia de Robert E. Howard fesor Smith, razas posteriores neolíticas vivieron contemporáneamente con civilizaciones orientales. Creo haber leído en algún sitio que los primeros cretenses parecen haberse encontrado ya al final de su propia Nueva Edad de Piedra cuando conocieron a los egipcios por primera vez. Me parece que esto es más o menos una cuestión menor. Y ahora llego al punto exacto donde he de abusar de su bondad. Quiero decir que estoy a punto de hacerle un número de preguntas acerca de algunos temas, considerando que mi interés excede a mi ignorancia. Permítame decir primero, como explicación parcial de mi falta de información sobre los temas de los cuales voy a indagar, que el no haberme informado ha sido más bien no tener oportunidad y no falta de interés. El occidente de Texas no es particularmente un asiento de cultura y resulta casi imposible obtener libros sobre temas oscuros y esotéricos en todo el Estado. Pasé la mayor parte de mi vida en ranchos, granjas y ciudades que se estaban desarrollando, y donde muy a menudo faltaban bibliotecas y librerías en áreas de alrededor de cien millas, por lo que tuve que realizar mis estudios a pedazos, en los momentos libres cuando no me hallaba trabajando en otras cosas. Sólo en los pocos últimos años he podido dedicar la mayor parte de mi tiempo a escribir y estudiar, por lo que usted puede darse cuenta de que mi educación no es enteramente como debía ser. Pero vayamos a las preguntas. He notado que en sus cuentos usted se refiere a Cthulhu, Yog Sothoth, R’lyeh, Yuggoth, etc. He observado que Adolph de Castro menciona estos dioses, sitios o lo que sean, pero la forma de escribirlos es diferente, p.e., Cthulutl y Yog Sototl. (173) Creo que ustedes han utilizado la frase fhtaghn. Un escritor en “The Eyrie”, un tal O’Neail, (174) se preguntó si yo no utilicé algún mito acerca de este Cthulhu en “El Rostro de la Calavera”. El nombre Kathulos pudo sugerir eso, pero en realidad el nombre fue inventado por mí sin saber en aquel momento de la existencia de cualquier personaje legendario llamado Cthulhu —si existe en realidad. ¿Sería demasiado pedirle que me diga la significación de estos nombres o términos mencionados? ¿Y el árabe Alhazred y el Necronomicon? La mención de estas cosas en sus magníficos cuentos despertó grandemente mi interés. Mucho le agradecería cualquier información que me pudiese dar sobre esto. (175) Atentamente, Robert E. Howard * * * [42. A Trevis Clyde Smith, ca. septiembre de 1930] Bueno, Fear Finn, mi bauld braw Hieland bully, he tomado la maquina de escribir para escribirte una carta. ¿Donde pasasteis el fin de semana tú y Truett? ¿En Austin? Yo he estado muy vago. He hecho muy poco «Recibí una carta de Lovecraft en la que me dice, muy a mi pesar, que Cthulhu, R’lyeh, Yuggoth, Yog Sothoth y otros más son solo productos de su imaginación trabajo. De hecho nada he terminado hasta ahora. Desde la ultima vez que te vi, he vendido “Waterfront Law” a la editorial Fiction House. (176) Pues si, el personaje es Steve Costigan; un argumento nuevo y original. Steve se enreda en una gran pelea para obtener algún dinero y que posteriormente una endemoniada mujer se lo arrebata. Me ofrecieron 70.00 $. Tengo que buscar la manera de hacer más largos estos cuentos. Últimamente han sido demasiado cortos. Recibí una carta de Lovecraft en la que me dice, muy a mi pesar, que Cthulhu, R’lyeh, Yuggoth, Yog Sothoth y otros más son solo productos de su imaginación. Me escribió: “La razón por la que hayan tenido eco en el trabajo del doctor de Castro es que este caballero es un cliente de revisión mío. He recopilado en historias completas toda esa serie de referencias al margen, simplemente por diversión. Si otros clientes míos logran situar trabajos en W. T., quizás encuentres referencias más amplias sobre el culto de Azathoth, Cthulhu y de los Grandes Antiguos. El Necronomicon del loco árabe Abdul Alhazred es algo que de la misma manera ha de ser escrito todavía para que posea realidad objetiva. Abdul es un personaje favorito de mis sueños; de hecho así me hacia llamar cuando tenia cinco años de edad y era un devoto de la versión de las Noches Árabes de Andrew Lang. Hace algunos años prepare una sinopsis que finge erudición sobre la vida de Abdul y de las póstumas vicisitudes y traducciones de su espantoso e innombrable trabajo Al Azif, nombrado con alguna turbia palabra griega por los bizantinos, y por Theodoras Philetas, quien lo tradujo al griego moderno en el año 900 de nuestra era. Una sinopsis que seguiré en futuras referencias hacia lo oscuro y lo maldito. Long hizo alusión al Necronomicon en algunos de sus escritos. De hecho, creo que más bien resulta una buena diversión el dar verosimilitud a esta mitología artificial (?) al hacer citas al margen. Clark Ashton Smith ha creado otra antología simulada alrededor del dios negro, peludo y con forma de sapo Tsathoggua, cuyo nombre toma diversas formas entre los atlantes, los lemurios y los hiperboreos quienes lo adoraban luego de que este Weird Tales de Lhork 53 Fermín Moreno (traductor) [43. A H.P. Lovecraft, ca. septiembre de 1930] «Respecto a las fuentes de las leyendas africanas, recuerdo muy bien las historias que escuché, y que me estremecieron, cuando era un niño que andaba por los bosques de pinos del este de Texas emergiera de las entrañas de la tierra (y proveniente del espacio exterior, con Saturno como punto intermedio). Estoy utilizando a Tsathoggua en varios de mis propios cuentos y en revisiones a clientes —aunque Wright rechazó la historia contada por Smith, en la que aparecía originalmente. Seria divertido identificar tu Kathulos con mi Cthulhu— de hecho, tal vez lo adopte para alguna futura alusión oscura. A propósito, Long y yo debatimos en ocasiones sobre la base real del folclore en la pesadilla de Machen con los cultos (pienso que tal vez se refiere aquí a “La Mano Roja” y sucesivamente). Creo que son puras invenciones de Machen, pues jamás escuche sobre eso en sitio alguno; pero Long no puede abandonar la idea de que provengan de una fuente real en el mito europeo. ¿Podrías darnos alguna luz en esto? No poseemos la temeridad para preguntar al propio Machen.” Naturalmente, yo nada se de eso. Pero voy a solicitar a Lovecraft la dirección de Machen. Le escribiré y le preguntare sobre el asunto. Yo mismo quisiera saberlo. Y voy a preguntar a Lovecraft si puedo utilizar su mitología en mis propias ideas, como alusiones al argumento, ya me entiendes. Hay un grupo de eruditos que escriben para Weird Tales—yo no me incluyo, por supuesto. Bueno, yo poseo nociones de pedazos de conocimiento y una mente ágil y engañosa que me permitiría entrar en varios círculos de eruditos. Supongo que alguien que se encuentre conmigo por primera vez obtendría la idea equivocada de que soy una persona instruida, ya que, si así puedo decirlo, poseo cierta habilidad para discutir cosas de las cuales nada se. Una mirada más de cerca revela el hecho de que mi erudición es superficial — imagino que por eso la gente intelectual pierde interés en mi con tanta maldita rapidez. Bueno, tengo trabajo que hacer. No puedo emplear mucho de mi tiempo para adquirir conocimientos profundos; y si pudiera, tampoco lo haría. ¿Responderás pronto a esta carta, detestable reptil? Fear Dunn * 54 * Weird Tales de Lhork * Estimado señor Lovecraft: Le envidio su recorrido por Quebec. Según lo que he leído y escuchado de la ciudad, es ciertamente la ciudad mas arcaica en el Nuevo Mundo. Me gustaría mucho pasear por los alrededores y meterme en ciertos lugares típicos y vivir reminiscencias entre el almizcle y la putrefacción de la antigüedad —mas nunca he tenido el tiempo ni el dinero para hacer eso. Tengo una gran deuda con usted y con el señor Long por haberme prestado Un hombre de Génova. (177) No he recibido el libro todavía, el servicio de correos no es muy regular o consistente en esta parte del mundo, pero siento gran ansiedad anticipada por leerlo. Quedé asombrado al saber que August W. Derleth sólo tiene 21 años de edad. Debe haber comenzado a buscar mercado para sus trabajos en una edad muy temprana, ya que me parece que he estado leyendo sus cuentos en Weird Tales durante años. He comentado varias veces con mis amigos sobre la excelencia de sus productos y nos preguntamos por que no intenta escribir historias mas largas. He observado las cartas del señor Dwyer en “The Eyrie” y recuerdo el poema que usted menciona. (178) En estos momentos no puedo acordarme del señor Talman, aunque sin duda he leído cuentos de ese autor. Muchísimas gracias por haberme facilitado las direcciones de estos caballeros y también la de Donald Wandrei. Casi siempre estoy tan ocupado que no se cuando tendré tiempo para escribirles, pero pienso hacerlo lo antes posible. Mantener correspondencia con estos caballeros y con usted representa un regalo infrecuente y un honor. Sobre los persas y sus relaciones con la raza aria en general, me parece que la única diferencia entre ellos y las razas mesopotámicas fue la actitud amable de parte de los persas hacia las razas conquistadas. Eran crueles, mas no hallo en ellos esa carnicería sistemática y continua de pueblos subyugados como fue el caso con las razas semíticas.Para mi existe una extraña y poderosa fascinación en esa rama lateral en el árbol ario; revuelve mi imaginación el contemplar a esos salvajes rubios, orgullosos y semi-desnudos, bajando con rapidez desde sus montañas para arrasar las ricas tierras de los llanos —sus conquistas relámpago, su moral horrenda y atropellada y su desintegración física. Realmente, Croesus podía jactarse de haber conquistado a sus conquistadores, pues el botín de la riqueza de Lydia hizo estragos entre aquellos recios bárbaros. Supongo que una especie de fuerte variedad turania se filtro en el torrente sanguíneo persa antes de que llegaran a las planicies. Hemos leído que entrenaban a sus jóvenes para hacer solamente tres cosas: montar a caballo, decir la verdad y estirar el arco. Como habrá notado, el arco no es un arma básica de los arios; los persas deben haberlo tomado de algún vecino oriental. Los griegos nunca consideraron usarlo y en las legiones re- La correspondencia de Robert E. Howard gulares de Roma poco se pensaba en el arco, aun cuando sus auxiliares practicaban esa ciencia con efectividad. Las razas occidentales parecen haber preferido la lucha cuerpo a cuerpo, una preferencia natural si consideramos su fuerza y estatura superiores. Los celtas no eran hombres de arco y flecha, tampoco los germanos. Cierto es que ninguna nación oriental pudo jamás igualar las habilidades y la ciencia de los arqueros del medioevo ingles, pero incluso creo que esto puede rastrearse indirectamente en la influencia no aria. Los normandos trajeron el arco a Inglaterra y fueron las flechas las que decidieron el día en Senlac. Pero el arco llego a Francia con Hrolf y sus nórdicos, y los daneses habían estado utilizando particularmente el arma con gran habilidad y destreza durante siglos. Es muy probable que los escandinavos hayan aprendido la eficacia del arco cuando aun vagaban por las estepas del norte de Asia, por el contacto con algunos turanios de arco y flecha, y trajeron ese conocimiento con ellos cuando inundaron la Gran Suecia, continuaron hacia los países bálticos y después por todo el mundo. Por supuesto, no quiero decir que ellos realmente introdujeron el arco en las otras naciones occidentales como un arma hasta ese momento desconocida. Lo que quiero decir es que creo que el tiro con arco, como arte y ciencia de la guerra, se origino con las razas mongoloides, fue enseñado a los ancestros de la zona mas oriental de la hoy Dinamarca y estos expandieron este arte por toda Europa. Porque el arco esta vinculado y entretejido con la historia del Oriente desde el mero amanecer de la historia. Leemos acerca de las proezas de los faraones cuando disparaban desde sus carros de guerra y mataban de igual forma a leones e hititas; los filisteos responden a la furia de Saúl y le envían oleadas de flechas desde la distancia; los babilonios y los asirios guerrean con pesados arcos, curvados de una forma exagerada; los persas y los escitas intercambian nubes voladoras de susurrantes varas antes de entrar directamente a combatir. Y llegando a fechas más recientes, las legiones romanas se tambalearon ante la nube de flechas de los parthos, los cruzados cayeron ante las flechas turcas y los jinetes salvajes de Atila, Genghis Khan y Tamerlane arrasaron ejércitos completos antes de comenzar a sonar sus espadas. En el caso de los armenios, me inclino por la teoría de que representan una raza cuyo tipo original era semita y cayeron totalmente bajo el dominio de sus conquistadores arios, tanto que olvidaron su lengua semita original y retuvieron el habla posteriormente adquirida durante los siguientes siglos de re-semitización. Estoy de acuerdo con usted en que los toscanos influyeron grandemente en la fisonomía y el carácter de los romanos. Y esto trae a colación otra pregunta: ¿Quienes eran los toscanos y de donde vinieron? Ciertamente me gustaría escuchar su punto de vista sobre este tema. Estaré atento a la historia de “Los Anillos de Medusa” (179) que usted mencionó. Independientemente de quien sea el autor, si usted inculco parte de la magia de su propia pluma en la historia, ésta de seguro fascinara a los lectores. Respecto a las fuentes de las leyendas africanas, recuerdo muy bien las historias que escuché, y que me estremecieron, cuando era un niño que andaba por los bosques de pinos del este de Texas, donde el Río Rojo marca la frontera entre Arkansas y Texas. Por esos tiempos había una gran cantidad de viejos negros esclavos que aún vivían. A quien yo escuchaba más era a la cocinera, la vieja tía Mary Bohannon, la cual era casi blanca —yo diría que tenía aproximadamente 1/16 de negro. El maltrato a los esclavos es y ha sido más bien exagerado, pero la vieja tía Mary sufrió el infortunio de pertenecer, en su juventud, a un hombre cuya esposa era un demonio salido del propio infierno. Las jóvenes esclavas constituían finos animales y eran bárbaramente apuestas; su ama era frenéticamente celosa, usted comprende. La tia Mary nos contaba historias de tortura y de inconfundible sadismo que todavía hoy me enferman al recordarlas. Gracias a Dios que los esclavos en las plantaciones de mis ancestros no fueron tratados tan indebidamente. Y la tía Mary contaba como, un día, cuando los negros andaban en sus faenas en el campo, vino un viento caliente que soplo sobre ellos y sabían que la “vieja” señora Bohannon había muerto. Al retornar a sus cobertizos supieron que así era y todos los esclavos bailaron y gritaron de júbilo. La tia Mary decía que cuando pasa un espíritu bueno este hace soplar una brisa fresca; pero cuando pasa un espíritu maligno lo que sopla es el calor que sale de las puertas abiertas del infierno. Ella contaba muchas historias. Una de ellas me ponía los pelos de punta. Ocurrió en su juventud. Weird Tales de Lhork 55 Fermín Moreno (traductor) «De niño mis cabellos siempre se erizaban cada vez que ella narraba sobre la carreta que rodaba por los caminos entre los bosques, en medio de la oscuridad de la noche sin que caballo alguno la arrastrara Una chica joven que se dirigía al río a recoger agua, se encontró, en medio del crepúsculo del anochecer, a un viejo, que había muerto hacia ya mucho tiempo, el cual llevaba en sus manos su cabeza cercenada. Según la tía Mary, este hecho sucedió en la plantación de su amo y ella misma vio a la joven que venia corriendo y gritando como loca, al tiempo que atravesaba la bruma. La chica sufrió el látigo por haber tirado en su carrera el balde lleno de agua. Otra de las historias que contaba la he oído a menudo de las tradiciones negras. El sitio, hora y circunstancias han sido cambiados de boca en boca, pero la historia se ha mantenido básicamente igual. Dos o tres hombres —comúnmente negros— están viajando en una carreta por un distrito aislado —usualmente por el antiguo fondo de un río, amplio y desértico. Al anochecer llegan a las ruinas de lo que otrora fuera una prospera y lozana plantación, y deciden pasar esa noche allí, dentro de la casa vacía de la plantación. Esta casa es siempre enorme, impresionante y prohibitiva; y siempre, según los hombres se acercan a la baranda de las altas columnas del pórtico, cubiertas por las altas malas hierbas que cubren todo el sitio, enormes cantidades de palomas se alzan desde la verja donde estaban posadas y se van volando. Los hombres se acuestan a dormir en el amplio local del frente, que contiene una semidestruida estufa, y en medio de la noche les despierta el sonido de arrastre de cadenas, otros sonidos extraños y gemidos provenientes del piso superior. En ocasiones sienten pasos que bajan por la escalera y a nadie ven. Es entonces que se muestra una terrible aparición y los hombres salen huyendo, aterrorizados. Este monstruo, en todas las historias que he leído, es invariablemente un gigante sin cabeza, desnudo o envuelto en una especie de prenda de vestir que carece de forma y a veces esta armado con un hacha. Esta historia aparece una y otra vez en el folclore negro. (180) No se que tipo de historias cuentan los negros de hoy. He vivido durante años en una región donde es muy raro ver a un negro. De hecho, no se permite a ninguna persona de color quedarse a pasar la noche en este condado. 56 Weird Tales de Lhork Pero a lo largo de la mayoría de las historias que escuche en mi infancia, esta de la vieja plantación oscura y abandonada se cierne como un espantoso tema de fondo y el horror humano o semi-humano con su cabeza cercenada se teje en las fibras de los mitos. Pero ningún cuento negro de fantasmas me horrorizo más que los que me narraba mi abuela. Ella poseía toda la tenebrosa oscuridad y el misticismo de la naturaleza gaélica. Y en ella no había ni regocijo ni luz. Sus cuentos mostraban la extraña legión folclórica que había crecido en los asentamientos del suroeste escocés—irlandés, donde mitos transplantados de los celtas y cuentos de hadas se encontraban y entremezclaban con el substrato de las leyendas de los esclavos. Sólo una generación anterior a mi abuela fue la que salió del sur de Irlanda y ella sabía de memoria todas las historias y supersticiones de la gente, negra o blanca, sobre las mismas. De niño mis cabellos siempre se erizaban cada vez que ella narraba sobre la carreta que rodaba por los caminos entre los bosques, en medio de la oscuridad de la noche sin que caballo alguno la arrastrara —la carreta llena de cabezas cercenadas y pedazos de cuerpos descuartizados; y el caballo de color amarillo, el caballo de la horrorosa pesadilla que corría escaleras arriba y abajo de la antigua casa grande de la plantación donde una mujer perversa yacía en su lecho de muerte; y el sonido fantasmagórico del roce de puertas y un silbido de ultratumba, cuando nadie se atrevía a abrir esas puertas, para que nadie olvidase lo que podría verse. Y en muchas de sus historias aparecía también la mansión vieja y desierta de la plantación, con las malas hierbas cubriéndola casi por completo y las palomas fantasmales que salen volando desde los hierros de la verja de la baranda. Hay una leyenda muy popular en aquella época, por el suroeste, la cual no puedo situar con exactitud. Es decir, no puedo decidir si se trata de una de las inconsistencias comunes en el folclore negro o una deliberada invención irlandesa, que tiene el propósito de ser una tontería. (181) Es la que trata de la mujer sin cabeza a quien, extraño decirlo, se le escuchaba rechinar sus dientes en el ángulo de la chimenea y cuyos largos cabellos le ondulaban en la espalda. Los negros constituyen un estudio interesante. Había negritos que juraban solemnemente que podían ver el viento y que este era de color rojizo. Decían que por eso los puercos comenzaban a chillar cuando el tiempo comenzaba a ponerse frío; ellos también podían ver el viento y le temían. Y recuerdo a una tal Arabella Davis, a quien yo acostumbraba a ir a ver cuando niño, que recorría placidamente el pueblo recogiendo ropas para lavarla. Era una filósofa negra, si alguna vez hubo alguna. Su pequeña nieta corría tras ella por doquiera que ella fuese y le llevaba su pipa, las cerillas y el tabaco con la misma pomposidad con la que un cortesano llevaría el sequito de una reina. Arabella había nacido esclava, pero sus recuerdos eran posteriores a esos tiempos. La correspondencia de Robert E. Howard A menudo hablaba de su conversión, cuando el espíritu del Señor era tan fuerte sobre ella, que dejo de comer y de dormir durante diez días y noches. Entonces cayó en trance, dijo, y por días los demonios del infierno la persiguieron por las montañas negras y las montañas rojas. Por cuatro días colgó de las telarañas que cubren las puertas del infierno y los perros de caza del diablo le aullaron sin parar. ¿No es eso, acaso, dejar volar la imaginación? Y la parte mas extraña es que esta historia resultaba para ella tan verdadera, tan real, que se habría sorprendido si alguien le hubiese cuestionado su veracidad. Pero he aquí que estoy divagando sin parar. Muchas gracias por las amables frases que dijo acerca del “Culto Bran”. He visto que Weird Tales anuncia mi trabajo “Reyes de la Noche” (182) para el número del próximo mes. Espero que le guste esa historia. Bran es uno de los “reyes”. Pienso seguir su consejo de escribir una serie de cuentos sobre Bran. Si usted puede obtener la dirección de Machen del señor Derleth, veré lo que puedo hacer. Si Machen alguna vez responde a mis indagaciones, su respuesta será muy interesante. Siempre me he sentido fascinado por su trabajo, aunque francamente diré —sin intención de adular— que lo considero inferior a usted como escritor de cuentos de horror. Espero que disfrute, o posiblemente diría, que haya disfrutado, cuando esta carta llegue a usted, de una visita muy agradable a Quebec. Le repito que le envidio. Ha pasado ya tanto tiempo de haber hecho yo algún viaje así, que siento como si estuviera criando raíces. Por ejemplo, hace ya dos años desde que anduve por la frontera con México. La región del condado donde vivo no es particularmente estimulante a la imaginación, a menos que pudiera decirse que la constante lucha de sus habitantes contra la hambruna sea estimulante. La sequía golpeo duramente a este condado y, por favor, no crea que exagero cuando digo que muchos dueños de granjas y sus familias subsisten en estos momentos de maíz quemado y seco. No hay césped, la gente se está comiendo el maíz que pertenece por derecho a los caballos de las granjas y estos sólo comen las bayas de los arbustos. Muy pronto se acabaran estas y los caballos morirán. La gente morirá también, a menos que el gobierno los ayude. Muy cordialmente suyo, Robert E. Howard NOTAS (164) Sin duda, “Red Blades of Black Cathay”, enviado a Oriental Stories. (165) Probablemente “Eighttoes Makes a Play”, escrito por Smith despues de haber hablado con Howard sobre su sugerencia para el argumento, en 1930. “El cuento fue enviado a una de las editoriales principales de ficción barata, pero fue rechazado y paso a mi cajón de trabajos rechazados.”—Tevis Clyde Smith, Introducción a Red Blades of Black Cathay, Donald M. Grant (1971). (166) Snappy fue una revista de tipo “porno”, similar a 10-Story Book. (167) Carta de H.P. Lovecraft a Howard, 20 de julio de 1930. Ver H.P. Lovecraft, Selected Letters III, pp. 161—63. (168) Oriental Stories, Febrero-Marzo de 1931, cubierta artística de Donald von Gelb. (169) Este cuento apareció en el número de julio de 1932. (170) Fungi from Yuggoth. (171) Weird Tales, junio de 1930 (Parte 1), julio de 1930 (Parte 2). (172) Probablemente Sir Grafton Elliot Smith (1871-1937). Smith apoyó fuertemente la propuesta de la teoría de que Egipto había sido la fuente de la civilización europea. Vease The Ancient Egyptians and Their Influence Upon the Civilization of Europe (1911). (173) En “The Electric Executioner”, de Adolph de Castro (Weird Tales, agosto de 1930). (174) La referencia es N.J. O’Neail al escribir en el numero de marzo de 1930 de Weird Tales: cf. H.P. Lovecraft in “The Eyrie” (1979), p. 31: cf. También Selected Letters III, p.166. (175) Lovecraft respondió a esta averiguación en su carta del 14 de agosto de 1930 (Selected Letters III, pp. 166—67). (176) Publicado como “The TNT Punch”, Action Stories, enero de 1931. (177) A Man from Genoa and Other Poems por Frank Belknap Long (Athol, MA: Paul Cook, 1926). (178) Referencia al poema de Bernard Austin Dwyer “Ol Black Sarah” (Weird Tales, octubre de 1928). (179) Revisado por Lovecraft para Zealia Bishop. No fue publicado en Weird Tales hasta enero de 1939. (180) Obviamente Howard utilizó este cuento como marco para su “Pigeons from Hell”, Weird Tales, mayo de 1938. (181) Una “tontería” irlandesa parece contradecirse en si misma o contiene una irracionalidad inconsciente, como cuando Sir Boyle Roche advirtió a la Sala de los Comunes sobre rufianes que “nos cortarían como carne picada y lanzarían nuestras cabezas sangrientas sobre esa mesa, para mirarnos a los ojos.” Weird Tales de Lhork 57 Augusto Uribe El Gran Ciclo mítico-épico del caballero Rider Haggard Augusto Uribe e los setenta y cinco libros que produjo H. Rider Haggard, a los aficionados al fantástico nos interesan particularmente los que componen el Gran Ciclo, dieciocho novelas y cuatro cuentos en total, entre las primeras algunas tan populares como Ella, Ayesha y Las minas del rey Salomón. Pueden distinguirse dentro del Ciclo varios subciclos, principalmente los de Ayesha y Allan Quatermain, bien entendido que éste engloba a su vez otros subciclos, como la serie de Lady Ragnall y la trilogía o tetralogía del pueblo zulú, y que Ella y Allan pertenece a todos ellos, es el link que los enlaza. A continuación indico las novelas y cuentos del Ciclo, ordenados cronológicamente por el año o años de su acción que figura tras el título, precedido éste por el año de publicación y rematado por su número en la colección Centauro. D Texto: Augusto uribe 58 Weird Tales de Lhork 1 1923 2 1891 3 4 1912 1887 5 1889 6 1889 7 8 1889 1913 9 1888 10 1915 11 1924 12 13 1920 1926 14 1916 15 16 1916 1920 La hija de la Sabiduría (Wisdom’s Daughter) ant. Egipto Nada, el lirio (Nada, the Lily) (C 66) 1800-56 Marie (Marie) 1835-38 (C 53) La esposa de Allan (Allan’s Wife and other tales) 1842-69 (C 60), que incluye los cuentos 5, 6 y 7 Una aventura del cazador Quatermain (Hunter Quatermain’s Story) Jim-Jim y los tres leones (A Tale of Three Lions) Lucha desigual (Long Odds) Mameena (Child of Storm) 1854-56 (C 57) La venganza de Maiwa (Maiwa’s Revenge) 1859 (C 76) La flor sagrada (The Holy Flower) 1870 (C 59) El monstruo (Heu-Heu or The Monster) 1871 (C 84) Ella y Allan (She and Allan) 1872 El tesoro del lago (The treasure of the Lake) 1873 El niño de marfil (The Ivory Child) 1874 (C 67) Nombé (Finished) 1879 (C 68) Magepa el antílope (Magepa the Buck), cuento incluido en «Smith y los Faraones», 1879 El gran ciclo mítico-épico del caballero Rider Haggard 17 1885 18 1920 19 1927 20 1887 21 22 1886 1905 Las minas del Rey Salomón (King Solomon’s Mines) 1880 (C 50) Allan en Egipto (The Ancient Allan) 1882 (C 61) Allan y los dioses de hielo (Allan and the Ice Gods) 1883 (C 48) Allan Quatermain (Allan Quatermain) 1884-85 (C 29) Ella (She) 1885 (C 2) Ayesha, el retorno de Ella (Ayesha, the Return of She) 1905 (C 3) Las primeras ediciones en castellano de las citadas Ella, Ayesha y Las minas del rey Salomón son muy antiguas. De esta última, por ejemplo, conozco cinco ediciones españolas anteriores a la guerra (1936) y treinta o cuarenta posteriores, a más de que se sigue reeditando, lo que quiere decir que ha resistido el paso del tiempo. Y otro tanto cabría decir de Ella y Ayesha. Pero el descubrimiento del Ciclo lo hice, supongo que como otros, con la lectura de las quince novelas y tres cuentos publicados en Argentina por Acme, en su colección Centauro, entre 1941 y 1955, y luego lo completé con el trabajo de mi buen amigo Emilio Serra en Fan de Fantasía, al que en su día contribuí y ahora aprovecho. Sólo dejaron de aparecer en Centauro las novelas La hija de la Sabiduría, El tesoro del lago y Ella y Allan, y el cuento Magepa el antílope. La editorial Acme Agency, S.R. Lda., con Casa en Bartolomé Mitre 562, Buenos Aires, publicó en 1941 el número 1 de su colección Centauro, de la que todavía se encuentran por aquí ejemplares, ya que se distribuyó ampliamente en España. Al igual que en otro campo la colección Austral, de EspasaCalpe Argentina, supuso un chorro de agua fresca en el sequedal literario que entonces sufríamos. Eran unos libros que podríamos llamar pulp por su papel más bien oscuro, de entre 200 y 300 páginas de 17’5x11’5 cm., con cubiertas de cartoné en color y $ 1’60 m/arg. de precio. Después Acme se convirtió en S.A., mudó su sede a Maypú 92, redujo un poco el tamaño de los tomos, pasó las cubiertas a papel y fue subiendo su precio hasta alcanzar los 7 pesos. No debieron venderse mal porque se hicieron reediciones y, si inicialmente se editaban con un intervalo de meses, luego aumentó notablemente su frecuencia hasta que en 1955 sacó el último número de que tengo noticia. Así rezaban: «Este libro no es un digesto ni una condensación de la obra original. Su texto es completo», lo que era muy de agradecer. * * * El autor de que voy a ocuparme es el inglés sir Henry Rider Haggard, nacido en la casita familiar de Wood Farm, cerca de Bradenham, en Norfolk, el 22 de junio de 1856, octavo de los diez hijos de un rico abogado y terrateniente, y ennoblecido en 1912. Fue uno de los mejores escritores populares de fantasía histórica de todos los tiempos, quizá el mejor, maestro de muchos y autor de un Gran Ciclo que constituye una poderosa creación fantástica mítico-épica. Sir Henry escribió desde la propiedad heredada por su esposa en Ditchingham, también en Norfolk, construyendo allí un universo intemporal de sólito contra-reloj, acuciado por los editores que le habían adelantado dinero, lo que explica sus altibajos: ganó bastante dinero con sus primeras ventas, que perdió por su mala cabeza para los negocios. Por intervención de su padre, ocurrió que sir Henry Bulwer, sobrino de Bulwer-Lytton, lo llevó consigo al Servicio Colonial en África del Sur, donde estuvo seis años, de los 19 a los 25, con un breve paréntesis en Inglaterra que le bastó para conocer y contraer matrimonio con Louise Margitson que era menor de edad, huérfana bajo tutela judicial y un excelente partido. En África sufrió una verdadera transformación aquel muchacho al que sus profesores tenían por torpe —precisó de tutores para sus estudios— y del que su madre llegó a decir que era más pesado que el plomo, tanto de cuerpo como de alma. Fue siempre voluntario para internarse en el corazón del país o tratar con los jefes indígenas locales, y ya nunca le abandonó la añoranza del misterio, la grandiosidad y el encanto de aquellas tierras vírgenes y aquellos seres incontaminados, de cuyo recuerdo sacó el material de las mejores de sus novelas. A los 28 años se estableció como abogado en Londres y, tras el éxito de Las minas del rey Salomón y Ella, abandonó las leyes y se dedicó por entero a la tarea de escribir. Ya había publicado dos o tres libros cuando, tras leer ambos La isla del tesoro de Stevenson, uno de sus hermanos le dijo que él no sería capaz de Weird Tales de Lhork 59 Augusto Uribe escribir algo ni la mitad de bueno, y escribió Las minas de un tirón, en seis semanas. El primer año vendió 30.000 ejemplares en Inglaterra y se hicieron tres ediciones en los Estados Unidos; de Ella se vendieron 25.000 ejemplares en tres meses y hubo que hacer enseguida una nueva tirada. Estos libros fueron el modelo de cuantos le siguieron por las sendas de la science fantasy. Viajó a Egipto todavía joven porque le interesaba el mundo de los Faraones, sobre el que deseaba escribir. Después, cuando sólo tenía 33 años, la muerte llamó a su puerta; sufrió una crisis de salud física y abatimiento moral que estuvo a punto de llevarlo a la tumba. Dejó entonces Londres para establecerse en Ditchingham y allí explotó sus tierras, convirtiéndose en un experto granjero que escribió tan bien sobre agricultura que el gobierno le envió a los Estados Unidos para que estudiase los establecimientos agrícolas fundados por el Ejército de Salvación. A causa de la muerte de su hijo Jack hubo de regresar precipitadamente, sin poder visitar Méjico como era su propósito. Cuatro años antes había escrito Allan Quatermain en su diario lo que suena casi como una premonición: «Acabo de enterrar a mi hijo, mi pobre hijo... Tengo el corazón destrozado... Es muy duro perder a un hijo... ¡Pobre Harry! ¡Se marchó tan pronto! Apenas había gustado de la vida cuando ya la abandonó... ¡Pobre hijo mío! Soy como el hombre bíblico que acumuló riquezas y construyó graneros. También yo junté riquezas y construí graneros para que mi hijo las guardara en ellos, pero ahora su alma abandonó su cuerpo y quedo yo desolado para lamentar tan irreparable pérdida. ¡Ojalá hubiese sido llamada mi alma y no la del muchacho!» Compró una de las primeras máquinas de escribir que salieron al mercado y ya nunca volvió a escribir a mano. Después tomó como secretaria a Ida Hector, que tanto iba a suponer en su vida, y viajó a Canadá, Australia, Nueva Zelanda y nuevamente a Sudáfrica, comisionado otra vez por el gobierno, ahora para informar sobre la situación de los Dominios. En los primeros años de la década de los 20 se le abrieron las páginas de los nacientes magazines americanos, lo que le ayudó en sus finanzas. Se vio cubierto de honores y en buena posición económica, pero enfermo, y, operado sin éxito, falleció en Londres el 14 de mayo de 1925, a los 68 años de edad. Sin perder su paternalismo ni su orgullo de hombre blanco, admiraba al pueblo zulú y sus gestas, y con su habilidad para la creación de personajes de fantasía histórica dio vida a figuras realmente magníficas. También le seducían las élites y la aristocracia y le fascinaban temas como el de la inmortalidad o la transmigración de las almas, mientras fascinaba él a su vez a la burguesía inglesa de la época victoriana con historias de caza en territorios salvajes, de amor hasta más allá de la muerte, de batallas y epopeyas, de búsqueda de tesoros ocultos, ruinas escondidas, razas desaparecidas y civilizaciones perdidas, sobre las que transmitía un profundo sentimiento de nostalgia. Fue hombre de pesimismo intelectual y estresado por querer a una mujer que no era con la que estaba casado. * * * El subciclo de Allan contiene historias que no son sino de caza y aventuras, tales la novela El monstruo, las novelas cortas La esposa de Allan y La venganza de Maiwa, y los cuentos Una aventura del cazador Quatermain, Jim-Jim y los tres leones, Lucha desigual y Magepa el antílope, que recrean episodios de la vida del Gran Cazador Blanco, el que duerme con un solo ojo, independientes de los demás del Ciclo. En Allan’s Wife, el joven Quatermain emprende una expedición al desconocido norte del Transvaal —Haggard fue miembro del staff del comisionado para su anexión al Imperio—, acompañado por el brujo zulú Indaba—zimbi. Ambos son salvados de morir de sed por Stella Carson, una amiga de la infancia de Allan a la que no veía desde que jugaban juntos de niños en Oxford, y se casa con ella. La intervención de una muchacha baboon que quiere a Stella y detesta a Allan, termina por agotar la salud de Stella que muere al dar a luz a su primer hijo. Su argumento recuerda en ocasiones la vida del autor, que dirá «Allan ha pasado a ser tan conocido para mí como cualquier otro de mis amigos», pero no fue su amigo, fue su alter ego o, mejor, el alter ego del hombre que a Haggard le hubiera gustado ser. Los cuatro cuentos narran historias similares, al igual que las otras dos novelas. Maiwa’s Revenge 60 Weird Tales de Lhork El gran ciclo mítico-épico del caballero Rider Haggard toma su nombre de una terrible venganza nativa y en ella Maiwa es el apóstol de la redención de un pueblo oprimido por la barbarie. En Heu-heu or The Monster, Allan encuentra a los heuheues, los «Hombres Peludos del Bosque», una raza casi extinguida que, huyendo de sus enemigos, ha venido a refugiarse en una caverrna bajo un lago entre salvajes, y allí talla la estatua del enigmático Heu-Heu. Hay una princesa en peligro según la obligada trama romántica de estas novelas, para las que el argumento es poco más que una excusa en la narración de episodios de riesgos y peligros, caza de grandes animales y alabanza de la vida natural africana en menosprecio de la civilizada europea. * * * Se dan en el mismo subciclo de Quatermain novelas de civilizaciones perdidas, alguna escasamente conectada con las otras del Gran Ciclo, que serían La flor sagrada, El tesoro del lago, Las minas del rey Salomón y Allan Quatermain, a más de la singular Ella y Allan. King Solomon’s Mines fue la primera novela del Gran Ciclo que salió de la pluma de Haggard y supuso para muchos el descubrimiento de África a través de una historia escrita con tal conocimiento del continente que prestaba verdaderos visos de autenticidad a sus descripciones de paisajes, personajes y hechos. Su sabido argumento narra la búsqueda por parte de un grupo de expedicionarios ingleses, entre los que figura Allan Quatermain, de las legendarias minas del rey Salomón. El autor encuentra en África el primitivismo, el espacio libre y salvaje que ya ha desaparecido de las ciudades europeas, y encuentra igualmente figuras tan bien trazadas como la de Ignosi, el noble y audaz guerrero negro de estirpe real, o la del sin par Umslopogaas, el gigante que es capaz de luchar con su hacha invencible contra docenas de enemigos. Tampoco falta el obligado romance que aquí tiene lugar entre una bellísima indígena y un inglés. La llevó a la pantalla la Metro en 1950 con Stewart Granger y Deborah Kerr, y hubo antes una versión inglesa en 1927. La continuación de Las minas fue Allan Quatermain, donde el autor adelanta la muerte del protagonista, por lo que las muchas novelas que siguieron fueron una larga serie de precuelas de éstas, de miradas cada vez más lejos hacia atrás. Allan parte ahora en busca de una raza de hombre blancos perdida en el corazón de África y Haggard dibuja el esquema de las otras novelas del genero, tanto suyas como de otros: una leyenda hace seguir la pista de un tesoro en un viaje en que el héroe se abre paso por caminos nunca hollados por un extranjero, en una demostración de valor a la vez físico y moral, lucha contra los pueblos salvajes que lo hostigan, caza grandes fieras y alcanza el lugar buscado tras atravesar la frontera que lo separa del mundo conocido, que aquí es un río subterráneo y en Las minas eran unas montañas. Los acompañantes de Allan toman partido en las intrigas políticas del país, luchan en una batalla de proporciones épicas y se hacen con el poder para sus protegidos. Siempre se llega al buscado lugar secreto, que resulta ser maravilloso y protegido por barreras que sólo los elegidos pueden franquear: el desierto y las dos montañas gigantes de «Los Pechos de la Reina de Saba» en Las minas, el río, las montañas y selvas infranqueables que rodean el reino de ZuVendia y su dorada capital en Allan Quatermain. En Las minas, la grandiosa batalla en que participan los europeos tiene lugar para que el heredero de un trono indígena expulse de él a su cruel tío; en Allan Quatermain toman partido en la terrible guerra que sostienen por celos las dos reinas de Zu-Vendia. She and Allan la trataré después y The Treasure of the Lake, no traducida al castellano que yo sepa, es una novela póstuma que sigue el esquema de las anteriores, aunque no está tan conseguida. Allan hace el camino del remoto país de los Engoi acompañando al nativo Kameke que ha solicitado su ayuda: es al tiempo un jefe cruel y un soñador —aquí un pinito de análisis psicológico por parte del autor—, que ha sido expulsado de la tierra de los Engoi y pretende volver a ella como rey. Por el camino se les une el inglés Arkle, también expulsado de entre los Engoi, a donde le atrajo desde Inglaterra con sus poderes sobrenaturales la sacerdotisa que rige a ese pueblo, la Sombra o el Tesoro del Lago, que por esos dos nombres se la llama. Los tres participan en una guerra que termina con la proclamación de Arkle como la nueva Divinidad, dirigiendo sus primeros esfuerzos a suprimir el régimen sacrificial imperante. La magia permite controlar a animales salvajes y producir catástrofes naturales, y también hay una reencarnación, como suele ocurrir en las novelas del último período de Haggard. Por su parte Allan aparece un tanto disminuido, como juguete del destino. The Holy Flower es otra novela parecida en la que Allan aparece acompañado por su compatriota Charles Sccroope, que llega a África para practicar la caza mayor y siguiendo a su prometida, con la que ha roto. Esta vez la búsqueda es la de la Flor Sagrada, una orquídea misteriosa cuyo origen se desconoce, única en su especie, que está custoWeird Tales de Lhork 61 Augusto Uribe diada por una tribu de costumbres bárbaras con el fanatismo de quienes saben que su supervivencia depende de la Flor. De nuevo aventuras, peligros, muchas muertes entre la gente de Allan y, como protagonista animal, un enorme gorila cuya imagen ilustra la cubierta del libro. Las dos grandes novelas del subciclo son las primeras, Las minas del rey Salomón y Allan Quatermain, donde éste es presentado astuto pero prudente, héroe, cazador, testigo y narrador. Quizá porque él es quien cuenta las historias en primera persona, no se describe nunca, sólo se dice que es más bien bajo, corpulento y feo, que asistió en su juventud a la Universidad de Eton y que es muy diestro con las armas de fuego. Su primera esposa fue Marie, que murió pronto de un modo trágico y la segunda, Stella, que murió igualmente pronto, aunque le dejó un hijo. John Good y sir Henry Curtis van a ser los fieles acompañantes de sus últimas correrías y testigos de su muerte. * * * Otras tres novelas del subciclo de Quatermain corresponden a la serie de Lady Ragnall o de las reencarnaciones: El niño de marfil, Allan en Egipto y Allan y los dioses de hielo. La idea general de que nosotros y nuestros seres cercanos formamos parte del sánsara, de una rueda del destino que nos hace encarnar sucesivamente en diferentes cuerpos y vidas, no fue una idea personal de Haggard, estaba bastante extendida, pero él la explotó para recrear existencias anteriores de Allan aderezadas con poderes sobrenaturales y maldiciones de dioses y diosas que han de expiarse a lo largo de más de una existencia. La acción de The Ivory Child arranca cuatro años antes de la de The Holy Flower, cuando Allan entabla amistad en Inglaterra con Lord Ragnall y su prometida, miss Luna Holmes, a la que salva de ser raptada por dos hechiceros africanos, Harut y Marut. Ocho años después se encuentran en África y Ragnall le cuenta que se casó con Luna y tuvieron un hijo que murió aplastado por un elefante en una procesión, lo que hizo que ella perdiera la razón y desapareciera en una travesía por el Nilo. Allan averigua que los dos hechiceros son sacerdotes brujos de los Kendah Blancos que intentan hacerse con Lady Ragnall porque creen que es la reencarnación de la sacerdotisa del Niño de Marfil, una representación de Horus a la que rinden culto. Estos Kendah Blancos, de la raza de los antiguos pobladores de Egipto, están en guerra con los Kendah Negros, de piel oscura, cuyo dios es Jana, un gigantesco e invulnerable elefante que es encarnación del demonio. Las balas de Allan no causan daño al paquidermo porque está mágicamente protegido por su amo contra blancos y negros, pero no lo está contra otras razas, y Hans, un enano hotentote que es el más fiel compañero de Allan, acaba con él cuando el animal está a punto de aplastar al Cazador. Los Kendah Blancos triunfan en la bárbara guerra que sostienen contra los Negros y Lord Ragnall recupera a su esposa y ésta la razón. Harut y Marut son clarividentes y todo se cumple como habían conocido en una visión. Han transcurrido ocho años más cuando se desarrolla la acción de The Ancient Allan, una continuación directa de la anterior. Los adoradores Kendah del Niño de Marfil mantienen insospechadas relaciones con el antiguo Egipto, al que viajan inhalando los humos de una hierba mágica. Allan y 62 Weird Tales de Lhork la ya viuda Lady Ragnall hacen el mismo viaje, encontrándose reencarnados en el noble egipcio Shabaka y su prometida, la princesa Amada, hija del pretendiente al trono. Shabaka es enviado a la corte del Rey de Reyes para enseñarle a cazar leones, pero el vicioso soberano lo devuelve a Egipto y retiene a Amada en el harén real. Los egipcios se rebelan contra los persas, rescatan a Amada y ésta se casa con Shabaka, para morir al poco, como estaba escrito en su destino. Al final, tras haberse amado en otros cuerpos, Allan y Lady Ragnall se despiertan en los suyos en el presente inglés. La tercera novela de esta serie es Allan and the Ice Gods, subtitulada A Tale of Beginnings, que sigue rutinariamente el esquema de las dos que la preceden. Cuando muere Lady Ragnall deja toda su fortuna a Allan, que no la acepta, aunque sí el legado de la hierba taduky, que le hace viajar de nuevo al pasado, ahora al paleolítico superior. Ha reencarnado en Wi, que vive feliz con su familia en la última era glacial en el norte de Europa, quizá en Escocia. Un día rescata del mar a la bella mujer rubia Laleeba, que proviene del más avanzado neolítico, de la parte meridional de Irlanda o la septentrional de Francia. Cuando los hielos avan- El gran ciclo mítico-épico del caballero Rider Haggard zan, Wi y Laleeba, que se han enamorado, más Aaka, la esposa de Wi, se embarcan hacia el sur en una situación que evoca el triángulo de Henry, su secretaria Ida y su esposa Louise. Una de las dos mujeres cae al mar sin que sepa cuál de las dos es hasta que Allan regresa a su tiempo. Luna Holmes, Lady Ragnall, fue una de las parejas espirituales de Allan y su compañera en la reencarnaciones, quizá la única mujer a la que amó realmente, aunque le diera miedo. * * * Resta la que se suele llamar la trilogía de la historia del pueblo zulú, Marie, Mameena y Nombé, tres espléndidas novelas precedidas por otra que es seguramente la más conseguida del autor, por lo que mejor debería hablarse de una tetralogía: Haggard puso toda su alma en Nada, el lirio. Como dice Serra, es «un intento de construcción de un corpus mítico-épico a base de las leyendas y narraciones de los zulúes, mezcladas con muchos elementos de las sagas nórdicas, y de la historia de la Casa de los Reyes de Sezangakona, especialmente Chaka, la Bestia Negra, y su hermano Dingaan, todo ello entretejido en una trama pseudonovelística alrededor de la vida y hazañas de Umslopogaas el León, hijo de Chaka, una especie de versión zulú del dios Thor, con un hacha en lugar de un martillo». El resumen de su argumento no le hace justicia porque su riqueza histórica y cultural va mucho más allá de su trama, que narra el viejo ciego Bopo, amigo desde la infancia de Chaka, al que dio agua de niño cuando se moría de sed aunque sus tribus estaban enfrentadas, y terminará por ser el causante de su muerte. La historia de este rey, el «perro loco» que emprende la conquista de toda África del Sur y tiene un millón de muertos a sus espaldas, es de verdadera grandiosidad mítica y épica. Una hermana de Bopo es una de las esposas de Chaka y tiene de él un hijo, el héroe Umslopogaas que aparece en otras varias novelas y al que el rey decide hacer matar como a todos sus demás hijos —con alguno llega a hacerlo con sus propias manos—, a causa de una profecía. Bopo se las arregla para cambiar al niño y cría a Umslopogaas como si fuera hijo suyo, hasta que Chaka descubre la verdad y se produce una matanza entre ambas familias, cuyo resultado final es la muerte del rey. Al joven Umslopogaas lo salva de ser muerto por un león otro joven, Galazi, que devendrá su hermano de sangre y es el jefe de una manada de lobos que se convierten en antiguos guerreros bajo encantamiento. Nada, hija de Bopo, es la mujer más bella del mundo y el rey Dingaan, que ha sucedido a su hermano Chaka en el trono, la desea para sí, mas Umslopogaas, que ya sabe que no es su hermana, la toma por esposa. Es una resolución trágica que da lugar a un ataque de las fuerzas de Dingaan que acaba con Galazi y sus lobos. Umslopogaas es puesto fuera de combate y Nada muere de hambre y sed en la cueva en que se ha refugiado. Dingaan muere también cuando a los zulúes ya les queda poca historia, pues pronto serán dominados y degradados por los hombres blancos. La novela, que bien podría haberse llamado La maldición de Chaka, está llena de fuerza imaginativa y es muy rica en detalles culturales, con presencia de poderes sobrenaturales como profecías, hados, la manada de lobos guerreros y las visiones de los Dioses del Cielo zulúes. Los elementos legendarios tomados de las tradiciones y los fantásticos inventados por el autor crean un ambiente de entre sueño y leyenda de un extraordinario nivel —reitero— épico-mítico. Emilio Serra reproduce un párrafo descriptivo de Umslopogaas que también voy a traer aquí yo porque está muy bien escogido: «El hombre corpulento era un personaje muy interesante; ancho y alto, enjuto, los brazos largos y vigorosos y un semblante feroz que me recordaba al del difunto Dingaan. Sus ojos eran penetrantes y tenían un aire regio. En la sien se veía una gran hendedura: algún golpe recibido había hecho saltar un trozo del cráneo. (...) El hombre iba cubierto con el traje de guerrero. Cruzada sobre sus rodillas tenía un hacha grande y muy larga, con el mango de cuerno de rinoceronte atado con alambre.» Marie es la primera de la trilogía clásica que cubre los últimos días del reinado de los feroces soberanos del imperio zulú: está llena del encanto de África y sus brujos, el primero de todos el siniestro Zikali, «El-Que-Nunca-Debió-De-Haber-Nacido», que maquina pacientemente en la sombra la destrucción de la dinastía reinante para vengarse de la destrucción de los suyos, sin reparar en el coste de sangre que supondrá su venganza. La novela toma Weird Tales de Lhork 63 Augusto Uribe su nombre de la dulce Marie, que todo lo soporta en aras de su amor hasta entregar su vida por él. El segundo libro de la trilogía, Child of Storm, lo vertió el traductor como Mameena y en él continúa la epopeya de la venganza de Zikali y la caída de la Casa Real de Senzangaconan, siempre en narración de Allan Quatermain y con su intervención. Los príncipes Cetawayo e Imbelazi se disputan a muerte la sucesión al trono zulú y el amor de la Hija de la Tempestad que, como la tormenta, todo lo derriba a su paso. La bellísima Mameena, que a quien ama salvaje y desesperadamente es a Allan, muere a causa de su ambición de poder. En la sentida dedicatoria del libro dice Haggard de los zulúes: «Tuvieron sus virtudes además de sus vicios. Servir a su país, morir por él y por el rey, tal era su ideal primitivo. Si bien eran feroces, eran leales y no temían las heridas ni la muerte; si bien escuchaban los sombríos consejos de los brujos, la claridad del deber sonaba con mayor fuerza en sus oídos; si bien cantando su terrible ingoma marchaban a matar sin cuartel cuando lo ordenaba el rey, por lo menos no eran mezquinos ni vulgares. La mezquindad y la vulgaridad están lejos de aquellos que continuamente deben hacer frente a las grandes cuestiones finales de la vida y la muerte. Esas cualidades son comunes en los lugares seguros y densamente poblados de los hombres civilizados y no en los kraales de los salvajes bantús en donde, al menos en tiempos pasados, se hubiesen buscado en vano». Finished, que se tituló Nombé, obviamente para completar el triduo de nombres de heroínas, relata la decadencia y el fin de los zulúes con su rey a la cabeza, cumpliéndose así la venganza de Zikali. Nombé es la señalada por el destino para sellar la suerte de la dinastía y Cetawayo su último soberano, un personaje histórico que se enfrentó a los ingleses en el Transvaal en la guerra de 1879 y sobre el que Haggard recogió testimonios de primera mano cuando su estancia en aquel país. «Ahora todo ha cambiado o así lo he oído e, indudablemente, en general es mejor», escribirá el autor, que hablará también de «las terribles ansiedades del Mundo a lo largo de ese camino, tinto en sangre por el que, tal como está dispuesto, debe escalarse el puro Pico de la Libertad». «A pesar de todo, podemos imaginarnos cuáles son los pensamientos que cruzan la mente de algún viejo guerrero del tiempo de Chaka o Dingaan mientras toma el sol acurrucado en algún lugar, por ejemplo, donde se alzó el kraal real de Duguza, y observa a hombres y mujeres de sangre Zulú que vuelven a sus hogares de las ciudades o las minas, atontados con el licor del hombre blanco adquirido de contrabando, grotescos con las ropas de desecho del hombre blanco, escondiendo tal vez en sus mantas ejemplares de las fotografías de gusto dudoso del hombre blanco, para luego cerrar sus ojos hundidos y recordar los regimientos con sus penachos de plumas que hacían retemblar ese mismo terreno, al lanzarse con un trueno de aclamaciones, fila tras fila, compañía tras compañía, a la batalla...» Pasemos una postrer revista a los personajes de la extraordinaria epopeya zulú. Los reyes de la Casa de Sezangakona existieron todos en la realidad, Chaka, el autor de la ofensa, su hermano Dingaan y el último soberano, Cetawayo. Umslopogaas fue el héroe, el campeón, el portador del hacha, y su es64 Weird Tales de Lhork posa Nada el Lirio, la más bella entre las mujeres zulúes, su único amor verdadero, mientras que Galazi el Lobo, el portador del mazo, su hermano de sangre, fue el amigo del héroe en el sentido nórdico del término. El brujo Zikali representa la fealdad y el poder, la venganza y la muerte. He aquí dos descripciones que hace Quatermain de él: «Aun desde esa distancia era imposible confundir su figura que no se asemejaba a ninguna otra que yo hubiera conocido. Era un enano de anchos hombros con una cabeza enorme, ojos de mirar profundo hundidos en sus órbitas y un cabello blanco como la nieve que le caía sobre los hombros; toda su figura y su rostro mostraban una edad avanzadísima...» «En ese momento oí un ruido apagado que partía del rincón de la choza donde las sombras eran más profundas, y mirando vi un brazo esquelético que se proyectaba en el círculo de luz. Fue seguido de oro brazo, luego por una cabeza voluminosa, cubierta por blancos cabellos que llegaban hasta el suelo, y luego por un cuerpo grande y deforme, tan consumido que parecía un esqueleto cubierto con una piel negra y arrugada. Lentamente, como un camaleón trepando por una rama, esa El gran ciclo mítico-épico del caballero Rider Haggard cosa se arrastró hasta nosotros y vi que era Zikali. Llegó al lado de la cama y se acurrucó allí como un sapo; después, de nuevo como un camaleón, sin mover la cabeza me miró...» * * * Las cuatro novelas del otro gran subciclo son La hija de la Sabiduría, Ella y Allan, Ella y Ayesha; quienquiera que desee empezar por lo mejor, que las lea en el orden en que fueron escritas, comenzando por Ella y Ayesha, aunque yo las voy a comentar por en otro orden. Wisdom’s Daghter, the Life and Love Story of SheWho-Must-Be-Obeyed, no está en Centauro, creo que no apareció en castellano hasta que la sacó en 1982 Adiax en su colección Fénix. Posteriormente ha habido otras ediciones que están en el mercado. Ayesha es aquí todavía una mujer mortal, una princesa árabe de singular belleza, en los tiempos de la conquista de Egipto por Artajerjes, que llega a ser sacerdotisa de Isis, la Gran Diosa Madre, y que se enamora perdidamente del griego Kalíkrates, «El-Hermoso-en-su-Fuerza», hijo de un mercenario contratado por el Faraón. La rival de Isis, Afrodita, pone en escena a otra princesa, la egipcia Amenartas, asimismo sacerdotisa de Isis, que cierra el triángulo que se repite inexorable en todas estas novelas al romper sus votos y casarse con Kalíkrates. Cuando cae Egipto, Ayesha se encamina a la ciudad de Kôr y, en unas cavernas que acogieron en tiempos una remota civilización perdida, encuentra la Fuente de la Vida, una columna de fuego que otorga una existencia casi ilimitada a quien se baña en sus llamas. Desoyendo la advertencia del profeta Noot, Ayesha penetra en ese fuego porque Amenartas le ha echado en cara que su hermosura se está marchitando, y sale transformada en la inmortal She, Ella, dotada de poderes sobrenaturales. Amenartas y Kalíkrates alcanzan también Kôr y, en un arrebato de pasión, Ella mata por despecho al amado que la rechaza, conociendo entonces que su destino será esperar por siglos, llena de amor, la reencarnación de Kalíkrates. Ella, y su continuación, Ayesha, son una poderosa aventura, la más maravillosa de las imaginadas por Haggard. En ellas confluyen la atracción por las antiguas civilizaciones muertas —aquí la egipcia— que transfigura creando sus propias e inaccesibles ciudades perdidas y las inclinaciones místicas del autor, que lo hacen buscar en los arcanos de la historia y en las creencias orientales de la transmigración y las reencarnaciones. Son la desgarrada odisea de esa bellísima mujer condenada a la inmortalidad y marcada por las diosas —Isis, la Sabiduría, y Afrodita, el Amor— a buscar por siempre a su amado sin nunca conseguirlo, sin alcanzar jamás la satisfacción de sus deseos pues siempre la muerte trunca sus ilusiones. La acción de She, A History of Adventure, comienza cuando un joven lord inglés, cuya familia puede rastrear sus orígenes hasta Pericles, acompañado por su amigo y tutor, el profesor Ludwig Horace Holly, que es el narrador de la historia, abre un cofre heredado por los Vincey de generación en generación. En él halla y descifra el increíble mensaje de su remota antepasada del siglo IV de la Era Antigua, la princesa Amenartas, la esposa de Kalíkrates. Es un menaje de venganza en el que pide a sus descendientes que hallen y castiguen a Ayesha, la asesina de su esposo. Otros Vincey han intentado antes sin éxito encontrar a Ayesha, pero Leo y el profesor lo consi- guen, no sin antes arriesgar varias veces sus vidas. Cuando unos caníbales que matan a sus victimas de un modo horrible están a punto de acabar con ellos, Ella los salva, que ha sabido anticipadamente de su llegada por sus poderes. Ve en el joven lord la reencarnación de Kalíkrates, pero una vez más se cierra el triángulo maldito al enamorarse Leo de la nativa Ustane. Ayesha la mata y pide desesperadamente a Leo que la ame. Como dice Mahieu, hay que hacer notar que toda esta historia fantástica, que empieza por llevar a los desconfiados protagonistas hasta la costa africana y los conduce luego a la ciudad perdida de Kôr, está escrita en un estilo sobrio y analítico, con erudición y perspectiva científica, como corresponde al sabio profesor que supuestamente la narra. Este animado tratamiento no excluye las reflexiones filosóficas del protagonista. Como señala el propio Holly, la historia parece ocultar una alegoría cósmica, una redención a través del sufrimiento y el amor con una renuncia final a las ambiciones y la pasión amorosa. Esto conduce a dos consideraciones sobre la novela, su potente erotismo contenido y sus curiosos componentes místicos. En lo primero —sigo con Mahieu—, Ayesha se describe como una mujer de una belleza sobrehu- Weird Tales de Lhork 65 Augusto Uribe mana, aunque muy terrenal en sus atributos y las pasiones que despierta, una seductora tanto más terrible cuanto que su belleza es a la vez perversa y tierna. No mantiene ninguna relación sexual a la espera de que llegue Kalíkrates, se bañe en la Fuente de la Vida y se despose con ella. El erotismo surge por alusiones, muy al estilo victoriano, de la insatisfacción del deseo que consume a los hombres que la ven, apenas velada. En lo segundo, sus artes mágicas o su conocimiento de la Naturaleza, como Ella prefiere decir, y su sabiduría acumulada por siglos, la llevan a imaginar empresas inauditas. Por eso al final se ve humillada por fuerzas superiores que la llevan a la muerte, convertida en una vieja de miles de años de edad. «Al fin yació inmóvil, con sólo algún débil movimiento. Ella, que hacía apenas dos minutos aparecía ante nosotros como la más encantadora, noble y espléndida mujer que jamás había conocido el mundo, yacía inmóvil, cerca de la masas de su propio cabello oscuro. No era mayor que un mono. Y repugnante... ¡Ah, demasiado repugnante para expresarlo con palabras! Y, sin embargo, pensado —en aquel mismo momento lo pensé— ¡era la misma mujer!» Estas novelas, como escribe Serra, admitirían una segunda lectura, más profunda, que tuviera en cuenta una serie de teorías místicas cuya consideración entiendo que desborda los límites de este trabajo en que pretendo dar a conocer los argumentos de las novelas del Gran Ciclo y no demasiado más. Ella es una de las creaciones más poderosas, no ya de Haggard, sino del género todo. La imagen de la inmortal Ayesha, «La-Que-Debía-SerObedecida», deslumbradora y amenazante sobre las ruinas de Kôr, esperando el retorno de su amado muerto, ha cautivado a generaciones enteras de lectores. Así se la describe: «¡Qué magnífico cuadro aquél! Allí estaba sentada, quiera y majestuosa como una perfecta estatua de mármol; solamente su pecho, creciendo y decreciendo bajo la blanca túnica, mostraba que vivía y respiraba como respiran los mortales. Otra cosa también denotaba la vida, y eran los ojos. Primero no pude verlos a través del velo, pero más tarde, sea porque me iba acostumbrando a la luz, sea porque brillaban como los de ciertos animales cuando vigilan intensamente, el velo dejó de ser un obstáculo para verlos. Ahora los veía claramente, grandes, negros y espléndidos, con un tinte de azul intenso en el gris; seductores y, sin embargo, terribles, en su augusto alejamiento que parecía ver a través de los objetos abarcándolo todo sin investigar, sin hacer esfuerzo alguno. Aquello ojos eran como unas ventanas de cuyo interior fluyera la luz, una luz del espíritu. «A continuación levantó las manos y movió el velo, de modo que por un momento —sólo un momento— quedó descubierto su rostro. Muré, vi y si no hubieses sido por el respaldo del sillón me habría caído al suelo. En cuanto a lo que vi..., bueno, no puedo describirlo con ninguna expresión, únicamente diría que fue un rayo de gloria.» Parecería como si Haggard hubiera estado obsesionado con la mujer en sus diferentes roles —la propia Ella es otra mujer en su retorno— y con los aspectos míticos de la mujer como devourer and sustainer, como devoradora y sostenedora. Ella retorna en Ayesha porque su muerte en las llamas de la Fuente de la Vida ha sido sólo aparente, 66 Weird Tales de Lhork el fuego consumió su envoltura carnal pero su espíritu fue transferido al cuerpo de una antigua sacerdotisa de Hes. En Ayesha, the Return of She, de vuelta en Inglaterra, Leo y Holly no pueden olvidar a la Reina de Kôr, no pueden creer que la inmortal Ayesha haya desaparecido para siempre y, cuando reciben un signo sobrenatural, se ponen nuevamente en marcha, esta vez para buscarla en el Asia Central. Tras vagar por dieciocho años en una expedición que como siempre está plagada de aventuras y riesgos, alcanzan el país de Kaloon, en el este del Turquestán, que está habitado por descendientes de los soldados griegos del ejército de Alejandro y gobernado por un rey loco, casado con la hermosísima Atene, reencarnación de Amenartas. En el interior del país, en lo más oculto de las montañas, está enclavado el Sagrado Monasterio de Hes, adonde llegan ayudados por los poderes sobrenaturales de Ayesha, que ahora es una mujer mayor, con su belleza deslucida. Leo tiene que escoger de nuevo, ahora entre Atene y Ella, y esta vez hace la elección correcta: con esta decisión, comienza el proceso de redención de Ayesha. Cuando estalla la guerra entre el reino secular de Kaloon y el Monasterio Sagrado, los poderes mágicos de Ayesha deciden la contienda en favor del segundo, pero su victoria es efímera. Atene se suicida, jurando venganza, y Ella causa accidentalmente la muerte a Leo. Retorna entonces a Kôr y El gran ciclo mítico-épico del caballero Rider Haggard perece definitivamente en el fuego purifucador. El profesor Holly regresa a Inglaterra y narra la historia. La perspectiva ha variado absolutamente, puesto que Ella ya no es una mujer a la que hay que obedecer y temer, sino otra que pretende ser la leal compañera mortal de Leo//Kalíkrates, mientras Atene/Amenartas es ahora la intrusa. Ayesha es una buena novela de aventuras, con muy buenos momentos, pero sin el sombrío encanto barroco de Ella. Y no quiero abandonar su comentario sin mencionar, al menos, la figura de Simbri, un viejo chamán, tío abuelo de Atene, que es un carácter dibujado con mano maestra. Hay muchos tipos de fondo en las novelas de Haggard, personajes secundarios que no son protagonistas pero están muy bien descritos, como este Simbri y particularmente varios otros que aparece en los relatos zulúes. El relato está impregnado de visiones, premoniciones, poderes mágicos, control de los fenómenos naturales y de las personas, reencarnaciones y muertes voluntarias que invitan a una contemplación de la vida con un fondo mucho más complejo que la simple realidad que ven nuestros ojos en la superficie. Haggard tiene ocasión de incorporar a la historia otras versiones del misterioso origen de Ayesha, mientras se suman a la acción personajes que son posibles reencarnaciones de quienes fueron sus enemigos. E intencionadamente he dejado para el final Ella y Allan, otra novela que no está en Centauro y que es el lazo que une todos los subciclos, la obra en que Haggard quiso hacer coincidir a sus dos grandes creaciones, Ella y Allan, Ayesha y Quatermain. Si Ella y Ayesha las leí de bien chico porque había en casa sendas ediciones de los años 20, Ella y Allan no cayó en mis manos hasta el 46, cuando la sacó Bruguera en su colección Estela, un libro encuadernado en tela y bien caro para la época. Dice de él Serra: «Esta novela es el pivote alrededor del cual giran todas las demás; en ella confluyen todos los ciclos y se dan cita todos los personajes en una especie de resumen y explicación. Con la misma imaginería de siempre, cacerías, batallas, etc., aquí usada como mero pretexto, aprovecha Haggard para explicarnos sus teorías sobre la composición de la psique, o alma humana, la muerte y el más allá. A pesar de la incoherencia de algunos trozos, la excesiva verbosidad de otros y el cansancio general que planea a lo largo de toda la obra, es quizá una de las dos mejores, junto con Nada, el lirio, de la que es la perfecta contrapartida.» Cronológicamente se desarrolla trece años antes de que Vincey y Holly emprendan la expedición que se relata en Ella. Quatermain experimenta de nuevo dudas sobre la naturaleza de la vida y la muerte e interroga a Zikali sobre estas cuestiones. El brujo admite su ignorancia y su falta de poderes en esta área y le habla de una excepcional figura con la que ha entrado en contacto telepático y que no es sino Ella. Zikali pretende conocer también la respuesta a estas preguntas y propone a Allan que se dirija a Kôr, acompañado por el fiel hotentote Hans, que le seguirá hasta más allá de la muerte, y por el campeón zulú Umslopogaas, que igualmente quiere saber de su propia muerte, de la de su amada esposa Nada y de la de su hermano de sangre Galazi y sus hombres lobo. Como de sólito, el viaje está lleno de peligros, aquí acrecentados por la presencia del misionero loco Robertson y su hija, que va a representar un papel secundario en la escena. La situación en Kôr no es la misma que se encontraron a su llegada Vincey y Holly, porque Ayesha está en guerra con Rezu, un gigantesco macho kôriano que también se ha bañado en las llamas de la Fuente de la Vida y es igualmente inmortal y casi invulnerable; se ha proclamado dios del Sol y reclama para sí sacrificios humanos. En pago a la proeza de Umslopogaas, que lo mata en cumplimiento de una antigua profecía, Ayesha envía a los viajeros más allá de la puerta de la muerte, donde el inglés y el zulú encuentran lo que estaban buscando. Ella les revela asimismo la respuesta que desea conocer Zikali. Los personajes principales del subciclo de Ayesha, cuyos atributos son la inmortalidad y la sabiduría, la belleza y la seducción, son Kalíkrates, que en su reencarnación como Leo Vincey se presenta hermoso pero estúpido, el profesor Holly, feo pero listo, que está calladamente enamorado de Ella, Amenartas, la eterna rival de Ayesha por el amor de Kalíkrates, y las diosas Isis y Afrodita, que rigen los destinos humanos con sus poderes, incomprensibles e indiferentes, crueles y benévolas. * * * Serra, es de justicia terminar con él, con la capacidad de análisis y de síntesis que le era propia, señala los rasgos más característicos de estas novelas de Haggard, que ya han quedado expuestos pero aquí se sintetizan. —Odio y miedo hacia las mujeres reales; idealización de los tipos femeninos en la mujer perfecta, como Ella. —Admiración hacia el modo de vida de los pueblos de raza negra, teñida de un desprecio de hombre blanco; respeto por las élites como los reyes zulúes y la aristocracia inglesa, que era su clase; racismo subyacente de tipo apartheid: «lo bueno y lo negro no se mezclan bien». —Influencia de la fantasía clásica, como las sagas nórdicas o las odiseas bíblicas. —Brujería y superstición como desencadenantes de los hechos; presagios y profecías, hechizos y maldiciones. —Misticismo: inmortalidad, reencarnaciones, figuras divinas emblemáticas como Isis que es la Sabiduría y el amor espiritual, o Afrodita, el amor corporal, el sexo. —Influencia del hado: la maldición a través de los siglos, el amor que ha de acabar siempre en tragedia. —Carácter inglés: vergüenza al describir las relaciones afectivas, exceso de pudor puritano, ausencia de sexo explícito por represión y concesiones al decoro. * * * Cuando escribí un corto artículo con este o parecido nombre, no quedó clara la adscripción a casa subciclo de las novelas que le correspondían. Ahora lo he ampliado a varias veces su extensión original y lo resuelvo mejor. Por otra parte, a más de haber leído en tiempos las novelas, he de reiterar mi compromiso con el artículo de Emilio Serra que ha sido mi guía, sobre todo para su clasificación, y manifestarlo con el Checklist de Bleiler para el resumen de argumentos y con la Encyclopedia de Clute y Nicholls para la datación, así como con los buenos estudios de José Agustín Mahieu en las ediciones de Anaya, el prólogo de Salvador Bordoy Luque en la de Aguilar y las propias novelas de Centauro: todos han trabajado para mí. Weird Tales de Lhork 67 Robert E. Howard La muerte de la TRIPLE HOJA Robert E. Howard La Daga de la Triple Hoja, cuyas tres hojas de doble filo surgían de una sola empuñadura había llegado a significar la muerte inmediata para cualquier hombre que se cruzara en su camino. La búsqueda de este azote conduce a El Borak hasta Ghulistan (la tierra de los demonios), una maléfica región de ominosos riscos y salvajes gargantas, evitada por hombres juiciosos. Parecía deshabitada, mas moraban hombres en ella... hombres o demonios. Atisbos de sombrías figuras moviéndose a través de la noche llevan a El Borak a una audaz y extraña búsqueda que siempre acaba en el mismo lugar: un tenebroso acantilado que sólo un demonio podría franquear. El clamor de los djinn, que resuena entre los riscos, es un sonido que vuelve hielo el corazón de un hombre, burlándose de El Borak y su misión mientras sigue la pista de La Muerte de la Triple Hoja. ¡El emir de Afganistán, al igual que el Shah de Persia antes que él, estaba condenado a muerte! Los tapices susurraban, los arcos con cortinas de terciopelo sugerían ocultos misterios, los humeantes incensarios de bronce apenas si iluminaban una silenciosa, furtiva figura... aquel esbelto y blanco brazo... Envuelto en sombras de oscuro misterio, el palacio de Shalizahr no era un palacio oriental corriente, pues en él moraba el maligno líder de los Ocultos... invisible, esquivo... amenazando al Oriente con sus mortales portadores de la daga de la triple hoja. Sin embargo El Borak, formidable guerrero y amigo íntimo del emir, penetró en el santuario privado del cabecilla con turbante. Había llegado la hora de imponer un terrible escarmiento, era el momento de teñir las espadas de carmesí, de desatar una implacable venganza contra los que empuñaban La Muerte de la Triple Hoja. CAPÍTULO 1. CUCHILLOS EN LA OSCURIDAD ue el rápido y sigiloso arrastrarse de pies en la oscurecida entrada por la que acababa de pasar lo que advirtió a Gordon. Se volvió con velocidad felina justo a tiempo de ver a una alta figura arremetiendo contra él desde el sombrío arco. La estrecha calleja estaba oscura, mas Gordon pudo entrever un fiero y barbado rostro, y el destello del acero en la mano alzada, en el mismo momento en que evitaba el golpe girando todo su cuerpo. El cuchillo desgarró su camisa y antes de que el atacante pudiera recuperar el equilibrio, el americano cogió su brazo y estrelló el largo cañón de su pesada pistola sobre la cabeza de éste. El hombre se derrumbó sin emitir un sonido. Gordon se irguió sobre él, escuchando con tensa expectación. Calle arriba, del otro lado de la esquina próxima, oyó el arrastrarse de sandalias, el amortiguado tintineo del acero. Lo que le dijo que las calles nocturnas de Kabul eran una trampa mortal para Francis Xavier Gordon. Vaciló, alzando a medias la gran pistola, luego se encogió de hombros y corrió calle abajo, evitando por completo los negros arcos que se abrían en las paredes de la misma. Dobló por otra calle más ancha, y poco después golpeteaba suavemente sobre una puerta por encima de la cual ardía un farol de bronce. Ésta se abrió casi al instante y Gordon se metió dentro con rapidez. —¡Cierra la puerta! El alto y barbado afridi que había dejado entrar al americano echó el macizo pestillo, y se volvió, tirándose de la barba con inquietud mientras examinaba a su amigo. —¡Tu camisa está cortada, El Borak! —dijo con voz cavernosa. —Un hombre trató de acuchillarme —respondió Gordon—. Otros me han seguido. Los feroces ojos del afridi llamearon y llevó una nervuda mano al cuchillo del Khyber de tres palmos que sobresalía de su cadera. — ¡Salgamos fuera y matemos a esos perros, sahib! —le instó. Gordon negó con la cabeza. No era un hombre grande, pero su porte era impresionante. Su recio pecho, nervudo cuello y cuadrados hombros le conferían una solidez F Texto: Robert E. Howard Traducción Fermín Moreno 68 Weird Tales de Lhork La muerte de la triple hoja que sugería una fuerza y resistencia casi primigenias, y se movía con una ágil soltura que dejaba traslucir facultades para una cegadora velocidad. —Deja que se vayan. Son los enemigos de Baber Khan, quienes sabían que iba a ver al emir esta noche para pedirle que lo perdonase. — ¿Y qué dijo el emir? —Está decidido a destruir a Baber Khan. Los enemigos del jefe han indispuesto al emir con él, y además Baber Khan es testarudo. Se ha negado a ir a Kabul y responder a los cargos de sedición. El emir jura que se pondrá en marcha en el plazo de una semana y convertirá Khor en cenizas llevándose la cabeza de Baber Khan, a no ser que el jefe acuda voluntariamente y se entregue. Los enemigos de Baber Khan no quieren que haga tal cosa. Saben que las acusaciones que han formulado contra él no se sostendrían, conmigo defendiendo su caso. Por ello están tratando de quitarme de en medio, pero no se atreven a atacar abiertamente. “Voy a tratar de convencer a Baber Khan para que venga y se entregue. —El jefe de Khor nunca lo hará —predijo el afridi. — Probablemente no. Pero voy a intentarlo. Baber Khan es mi amigo. Despierta a Ahmed Shah y prepara los caballos mientras lío el equipaje. Salimos hacia Khor de inmediato. El afridi no hizo comentario alguno sobre el viaje de noche por las montañas, ni mencionó lo avanzado de la hora. Los hombres que montaban con El Borak estaban acostumbrados a cabalgar duro a las horas más inverosímiles. — ¿Qué hay del sij? —preguntó mientras se alejaba. —Sigue en el palacio. El emir confía en Lal Singh más que en sus propios guardias, y quiere mantenerlo como guardaespaldas por un tiempo. Está asustado desde que el sultán de Turquía fue asesinado por aquel fanático. Apresúrate, Yar Ali Khan. Los enemigos de Baber Khan probablemente están vigilando la casa, pero no conocen la puerta que da a la calleja detrás de los establos. Escaparemos por ahí. El enorme afridi anduvo a grandes pasos hasta un cuarto interior y sacudió al hombre que dormía allí sobre un montón de alfombras. —Despierta, hijo de Shaitan. Cabalgamos hacia el oeste. Ahmed Shah, un robusto yusufzai, se incorporó, bostezando. — ¿A dónde? —Al pueblo ghilzai de Khor, donde el perro rebelde de Baber Khan sin duda nos sacará a todos nuestros corazones —gruñó Yar Ali Khan. Ahmed Shah sonrió burlón mientras se levantaba. —No guardas ningún afecto al ghilzai; pero es amigo de El Borak. Yar Ali Khan frunció el ceño y masculló terriblemente en tanto salía con paso airado al patio interior y se encaminaba a los establos. Éstos se encontraban dentro del elevado cercado, y nadie sino los miembros de la “familia” de Gordon sabían que una puerta oculta los comunicaba con un callejón del exterior. De manera que todas las sombrías figuras que acechaban en torno a su casa aquella noche se hallaban vigilando las otras salidas mientras el pequeño grupo se movía con sigilo por la negra calleja. Media hora después de que Gordon llamara a la puerta, el resonar de cascos sobre el rocoso camino más allá de la muralla de la ciudad indicaba el paso de tres hombres que cabalgaban con presteza hacia el oeste. Mientras tanto en el palacio el emir de Afganistán estaba comprobando el proverbio relativo a la intranquilidad de la cabeza que lleva la corona. Salió de un aposento interior, con expresión preocupada, y devolvió distraídamente el saludo a un alto sij de descomunales hombros que hizo sonar sus talones y se cuadró. El emir dobló el corredor, indicando con un gesto que deseaba estar solo, así que Lal Singh saludó de nuevo y se retiró, volviendo a su puesto junto a la puerta, acariciando de forma inconsciente la empuñadura ribeteada con zapa de su largo sable. Sus oscuros ojos siguieron al emir corredor arriba. Sabía que su amigo El Borak había hablado en privado con el monarca durante varias horas, y había partido con una precipitación que sugería cólera. Esta entrevista permanecía igualmente en la mente del emir al entrar en una gran estancia iluminada con lámparas y atravesarla hasta una ventana de barrotes dorados que dominaba la dormida ciudad. Se trataba de la primera desavenencia en su relación con el americano, quien actuaba como consejero, asesor, embajador oficioso y servicio secreto. Rodeado por poderosas naciones que se servían de su reino de la montaña como peón en sus asuntos de imperio, el emir se apoyaba mucho en el aventurero occidental que había demostrado su fiabilidad docenas de veces. El emir frunció el ceño, a causa de su turbado espíritu, recorriendo de forma ociosa con la mirada una cortina que cubría una alcoba y diciéndose despreocupadamente que debía de estar levantándose viento, puesto que el tapiz oscilaba un poco. Echó un vistazo a la ventana de barrotes dorados y al instante se quedó helado. Las ligeras cortinas de ésta colgaban inmóviles. Sin embargo los paramentos sobre la alcoba se habían movido... El emir era un hombre poderoso, con coraje de sobra. Casi instintivamente se abalanzó, agarró el tapiz y lo desgarró... una daga empuñada por una oscura mano brotó de la abertura hiriéndole de lleno en el pecho. Gritó mientras caía, arrastrando a su agresor con él. Éste gruñó como una bestia salvaje, sus dilatados ojos refulgiendo enloquecidamente. Su daga hizo trizas el khalat del emir, dejando al descubierto la cota de malla que había salvado la vida del soberano más de una vez. Fuera se dejó oír un grave clamor en respuesta al vigoroso grito del emir en busca de ayuda, y el pesado apresurarse de botas corredor abajo. El emir había apresado a su atacante por la garganta y la muñeca de la mano que asía el cuchillo, pero los fibrosos músculos del hombre eran como nudos de acero. Mientras rodaban sobre el suelo la daga, resbalando sobre la cota de malla, arrancó carne de su brazo, muslo y mano. Entonces, cuando el matón se situó sobre el desfalleciente soberano, aferró su garganta y volvió a alzar el cuchillo, algo centelleó a la luz de las lámparas como un relámpago, y el asesino se desplomó, con el cráneo hendido hasta los dientes. —¡Su majestad... mi señor! —El sij había palidecido bajo su negra barba—. ¿Le ha matado? ¡No, sangra! ¡Aguarde! Apartó bruscamente el cadáver y levantó al emir. El soberano boqueaba en busca de aliento y estaba cubierto de sangre, la suya y la de su atacante. Se venció sobre un diván, y el sij se puso a rasgar tiras de seda de las colgaduras para vendar sus heridas. —¡Mira! —jadeó el emir, señalando con el dedo. Su rostro estaba lívido, su mano temblaba—. ¡El cuchillo! ¡El cuchillo! Éste yacía destellando con apagado brillo junto a la mano del hombre muerto... un arma singular con tres hojas saliendo de la misma empuñadura. Lal Singh dio un respingo y juró por lo bajo. —¡La Daga de la Triple Hoja! —dijo con voz entrecortada el emir, el temor inundando sus ojos—. ¡La clase de cuchillo que asesinó al sultán de Turquía! ¡Al Shah de Persia! ¡Al Nizam de Hyderabad! —¡La marca de los Ocultos! —musitó Lal Singh, observando con inquietud el ominoso símbolo del terrible culto que durante el pasado año había atacado una y otra vez a los hombres que ocupaban los más altos cargos de Oriente. El ruido había despertado al resto del palacio; los hombres corrían por los pasillos, preguntando a voz en grito qué había ocurrido. —¡Cierra la puerta! —exclamó el emir—. No dejes entrar a nadie sino al mayordomo mayor de palacio. —Pero necesitamos un médico, su majestad —protestó el sij—. Estas heridas no son mortales por sí solas, pero la daga podría haber estado envenenada. —Entonces envía a alguien a por un hakim. ¡Ya Allah! ¡Los Ocultos me han marcado para morir! —El emir era un hombre valiente, pero lo sucedido lo había alterado terriblemente—. ¿Quién puede luchar contra la daga en la oscuridad, la serpiente bajo los pies, el veneno en la copa de vino? “¡Lal Singh, ve presto a la morada de El Borak y dile que le necesito de forma desesperada! ¡Tráemelo! ¡Si existe un hombre en Afganistán que pueda protegerme de esos diablos ocultos, es él! Lal Singh saludó y se apresuró a salir de la estancia, moviendo la cabeza ante el Weird Tales de Lhork 69 Robert E. Howard «Había buenos motivos para el temor del emir. Un extraño y terrible culto había surgido en Oriente. Quiénes eran, cuál era su propósito último, nadie lo sabía. Se les llamaba los Ocultos y mataban con una daga de triple hoja hecho de haber visto temor en el semblante donde nunca antes lo había habido. Había buenos motivos para el temor del emir. Un extraño y terrible culto había surgido en Oriente. Quiénes eran, cuál era su propósito último, nadie lo sabía. Se les llamaba los Ocultos y mataban con una daga de triple hoja. Eso era todo lo que se sabía de ellos. Sus agentes aparecían de pronto, atacaban y desaparecían, o bien eran muertos, negándose a ser cogidos con vida. Algunos los consideraban simplemente fanáticos religiosos. Otros creían que sus actividades tenían un significado político. Lal Singh sabía que ni siquiera Gordon poseía alguna información concreta acerca de ellos. Pero confiaba en la capacidad del americano para proteger al emir, incluso de aquellos esquivos demonios. Tres días después de su apresurada partida de Kabul, Gordon se hallaba sentado de piernas cruzadas en la parte del sendero que serpenteaba sobre la estribación rocosa para seguir cuesta abajo hasta el pueblo de Khor. —¡Me interpongo entre tú y la muerte! —advirtió al hombre que se sentaba enfrente de él. Éste tiró de su barba teñida de púrpura pensativo. Era ancho y poderoso y su cinto bujarí estaba erizado de empuñaduras de dagas. Se trataba del mismo Baber Khan, líder de los aguerridos ghilzai, y jefe supremo de Khor y sus trescientas feroces espadas. Pero no hubo asomo alguno de arrogancia en su respuesta. —¡Alá te valga! ¿Mas qué hombre puede dejar atrás la encrucijada de su muerte? —Te ofrezco una oportunidad de hacer las paces con el emir. Baber Khan negó con la cabeza con el fatalismo propio de su raza. —Tengo demasiados enemigos en la corte real. Si fuese a Kabul el emir escucharía sus mentiras. Me pondría sobre una estaca, o me colgaría en una jaula de hierro para que me comieran los milanos. ¡No, no iré! —Entonces coge a tu pueblo y encuentra otra morada. Hay lugares en estas 70 Weird Tales de Lhork montañas donde ni siquiera el emir podría seguirte. Baber Khan bajó la mirada por la rocosa pendiente hasta el puñado de torres de piedra y barro que se alzaban sobre el muro circundante de idénticos materiales. Sus fosas nasales se dilataron y en sus ojos brotó un oscuro resplandor como el de un águila que vigila su aguilera. —¡No, por Alá! Mi clan ha ocupado Khor desde los días de Akbar. Que el emir gobierne en Kabul. ¡Esto es mío! —El emir gobernará igualmente en Khor —dijo Yar Ali Khan, acuclillado detrás de Gordon, con un gruñido a Ahmed Shah. Baber Khan miró en dirección opuesta hacia donde el sendero desaparecía al este entre salientes riscos. Sobre dichos riscos pedazos de tela blanca, que los presentes sabían eran los atuendos de los fusileros que guardaban el paso día y noche, se henchían con el penetrante viento. —Que venga —dijo Baber Khan torvamente—. El valle es nuestro. —Traerá a cinco mil hombres, con artillería —le advirtió Gordon—. Quemará Khor y llevará tu cabeza de vuelta a Kabul. —Inshallah —asintió Baber Khan de manera plácida, indómitamente fatalista. Como tan a menudo había hecho en el pasado, Gordon contuvo su creciente cólera ante este inconquistable rasgo oriental. Cada uno de los instintos de su vigorosa naturaleza constituía una negación de esta inerte filosofía. Pero en aquel preciso momento la cuestión parecía haber llegado a un punto muerto, y no dijo nada, sino que se sentó clavando la mirada en los riscos del oeste donde colgaba el sol, una bola de fuego en el cortante y ventoso azul. Baber Khan, imaginando que el silencio de Gordon significaba aceptación de la derrota, descartó el asunto con un ademán casual, y dijo: —Sahib, hay algo que deseo mostrarte. Allá abajo en aquella cabaña en ruinas que se alza fuera de la muralla del pueblo, yace un hombre muerto, como nunca he visto yo ni ningún otro hombre de Khor. Incluso muerto es extraño y ma- ligno, y creo que no es un hombre verdadero en absoluto, sino un... El agudo restallido de un disparo de rifle rebotó entre los riscos al este, y al instante los cuatro hombres estaban de pie, mirando en esa dirección. Un cambio en el viento trajo el sonido de airados gritos hasta ellos. Entonces una figura apareció sobre los acantilados, saltando con agilidad de saliente a saliente. Danzó como un diablo de la montaña, blandiendo su rifle; su andrajosa capa restallaba al viento. —¡Ohai, Baber Khan! —vociferó, esforzándose contra las ráfagas de viento— . ¡Un sij sobre un caballo reventado está del otro lado del paso! ¡Pide hablar con el señor El Borak! —¿Un sij? —saltó Gordon, tensándose—. ¡Déjale entrar, de inmediato! Baber Khan transmitió la orden con un bramido que resonó entre los acantilados, y el hombre volvió a toda prisa a los salientes. Al poco otro hombre apareció en el paso sobre un caballo que parecía a punto de desplomarse a cada paso. Su cabeza colgaba y su pelaje estaba cubierto de espuma y sudor. — ¡Lal Singh! —profirió Gordon. —Por Krishna, sahib —el sij hizo una mueca mientras se deslizaba con dificultad al suelo—. ¡Con razón te llaman El Borak el Veloz! No creo que me llevases más de una hora de ventaja cuando cabalgué a través de la puerta de Kabul, pero por más que me he esforzado, haciéndome con un caballo fresco en cada pueblo que pasaba, no he podido darte alcance. —Tus nuevas han de ser urgentes, Lal Singh. —Lo son, sahib —le aseguró el sij—. El emir me envió a buscarte para rogarte que regreses al instante a Kabul. ¡Sahib, la Daga de la Triple Hoja ha herido al emir! El firme cuerpo de Gordon se tensó como el de una pantera que olfatea el peligro. —¡Cuéntame! —le ordenó, y en pocas y lacónicas palabras Lal Singh le habló del ataque al emir. —En tu cuartel supe que habías partido hacia Khor —dijo Lal Singh—. Volví al palacio y el emir me instó a seguirte y traerte de vuelta. Estaba enfermo a causa de sus heridas, y casi muerto de terror. —¿Dijo algo sobre la expedición que planeaba dirigir contra Khor? —preguntó Gordon. —No, sahib. Pero creo que no dejará el palacio hasta que regreses. Desde luego no hasta que sus heridas se curen, si es que no muere del veneno con el que las hojas de la daga estaban untadas. —Has recibido un respiro del Destino —dijo Gordon a Baber Khan, y siguió dirigiéndose a Lal Singh—. Baja al pueblo, come y duerme. Saldremos para Kabul al alba. Mientras los cinco hombres comenzaban a descender la pendiente, con el agotado caballo arrastrándose detrás de ellos, Baber Khan lanzó una mirada a Gordon, y preguntó: La muerte de la triple hoja —¿Qué es lo que piensas, El Borak? —Que alguien está tirando de los hilos en Constantinopla, Moscú, o Berlín —respondió el americano. — ¿Sí? Creía que esos Ocultos eran simples fanáticos. —Más que eso, me temo —dijo Gordon—. Al parecer se trata de una sociedad secreta con principios anarquistas. Pero he observado que cada soberano que es asesinado o atacado ha sido aliado o amigo del imperio británico. Así que creo que alguna potencia europea se halla detrás de ellos. “Pero, ¿qué ibas a mostrarme? — ¡Un cadáver en una choza destartalada! —Baber Khan se desvió y los condujo hacia la casucha—. Mis guerreros lo encontraron yaciendo en el fondo de un acantilado desde el que había caído o lo habían arrojado. Hice que lo trajeran aquí, pero murió de camino, farfullando en una lengua desconocida. Mi gente temía que hiciera caer una maldición sobre el pueblo. Creen que es un mago o un demonio, y con buenas razones. “A un largo día de viaje en dirección sur, entre montañas tan agrestes y peladas que ni siquiera un pathano podría morar en mitad de ellas, se halla una región que llamamos Ghulistan. — ¡Ghulistan! —Gordon repitió la siniestra palabra—. En turco o en tátaro quiere decir «Tierra de Rosas», pero en árabe significa «El País de los Demonios». —Sí, la tierra de los ghuls; una maléfica región de oscuros riscos y salvajes gargantas, evitada por hombres juiciosos. Parece deshabitada, mas moran hombres en ella... hombres o demonios. A veces un hombre es asesinado o una mujer o un niño robados en un sendero solitario, y sabemos que es obra suya. Les hemos seguido, hemos avistado sombrías figuras moviéndose a través de la noche, pero la pista siempre termina ante un tenebroso acantilado a través del cual sólo un demonio podría cruzar. A veces hemos oído la voz del djinn resonando entre los riscos. Es un sonido que hiela el corazón de los hombres. Habían llegado a la derruida cabaña, y Baber Khan abrió de un tirón la puerta combada. Un momento más tarde los cinco hombres se inclinaban sobre una figura tirada en el suelo de tierra. Era una figura extraña y discordante: la de un hombre rechoncho, bajo, de rasgos anchos, cuadrados e inexpresivos, de color cobrizo oscuro, y ojos rasgados: un inconfundible hijo del Gobi. La sangre se coagulaba en el espeso cabello negro de su nuca, y la antinatural posición de su cuerpo hablaba de huesos rotos. — ¿No tiene el aspecto de un mago? —dijo Baber Khan inquieto. —Es un mongol —contestó Gordon—. Hay miles como él en la tierra de la que vino, lejos al este, y no son magos. Pero qué estaba haciendo aquí no sé decirlo... De repente sus negros ojos llamearon, y asió y desgarró el khalat manchado de sangre descubriendo el achaparrado cue- llo. Una sucia camisa de lana salió a la vista, y Yar Ali Khan, mirando por encima del hombro de Gordon, soltó un explosivo gruñido. Sobre la camisa, tejido con hilo tan rojo que a primera vista podría haber sido confundido con una mancha de sangre, se hizo visible un raro emblema: un puño humano aferrando una empuñadura de la cual sobresalían tres hojas de doble filo. — ¡El Cuchillo de la Triple Hoja! — musitó Baber Khan, dando un respingo ante el espantoso símbolo que había llegado a encarnar un presagio de muerte y destrucción para los soberanos del Oriente. Todos miraron a Gordon, pero éste no dijo nada. Se quedó contemplando el siniestro emblema intentando dar forma a una vaga serie de asociaciones que éste despertaba: confusos recuerdos de un antiguo y maléfico culto que usaba aquel mismo símbolo, antaño. — ¿Puedes hacer que tus hombres me conduzcan hasta el lugar donde hallasteis a este hombre, Baber Khan? —preguntó al fin. —Sí, sahib. Pero es un lugar maligno. Está en la Garganta de los Fantasmas, cerca de los límites de Ghulistan, y... —Bien. Lal Singh, tú y los otros id y dormid. Salimos al alba. —¿A Kabul, sahib? —No. A Ghulistan. —Entonces crees... —No creo nada... aún, voy en busca de información. CAPÍTULO 2. EL PAÍSTENEBROSO El ocaso escondía la confusa línea del horizonte cuando el guía ghilzai de Gordon se detuvo. Delante de ellos el escabroso terreno se veía quebrado por un profundo cañón y más allá de éste se alzaba un formidable conjunto de tenebrosos riscos y amenazadores acantilados. El esquisto gris, las pardas pendientes y la piedra rojiza terminaban de forma abrupta, como si el cañón marcase una clara división geográfica. Más allá de la garganta no había nada que ver excepto un salvaje y brujesco caos de quebrada piedra negra. —Aquí empieza Ghulistan —dijo el ghilzai, y sus compañeros de ojos de lince y nariz ganchuda desengancharon sus cuchillos y quitaron los seguros de sus rifles—. Más allá de esa garganta, la Garganta de los Fantasmas, comienza el país de horror y muerte. No seguimos adelante, sahib. Gordon asintió, alcanzando a ver con su aguda vista un sendero que serpenteaba a lo largo de ásperas pendientes adentrándose en el cañón. Era el último resto de un antiguo camino que habían seguido durante muchos kilómetros, pero parecía como si hubiera sido usado con frecuencia, y hace poco. El ghilzai asintió, adivinando sus pensamientos. —Esta pista está muy trillada. Por ella van y vienen los demonios de las montañas negras. Pero los hombres que la siguen no regresan. Yar Ali Khan se tiró de la barba con fuerza y se burló, aunque en el fondo compartía sus supersticiones. — ¿Demonios? ¿Qué demonios necesitan un sendero? —Cuando los demonios adoptan la forma de hombres es posible que anden como hombres —rezongó Ahmed Shah para su poblada barba. Lal Singh el sij se mostraba imperturbable. Su propia mitología estaba llena de demonios de una miríada de miembros, pero tenía escaso respeto por las supersticiones de otras razas. — ¡Los demonios vuelan con alas como un murciélago! —aseguró Yar Ali Khan. El ghilzai decidió no hacer caso al afridi, y señaló hacia la saliente cornisa sobre la cual culebreaba el sendero. —Al pie de esa pendiente encontramos al hombre que llamaste mongol. Sin duda sus hermanos demonios discutieron con él y lo arrojaron por ella. —Sin duda tropezó y cayó rodando fuera del sendero —dijo Gordon con un gruñido—. Los mongoles son hombres del desierto. No están acostumbrados a escalar montañas, y sus piernas están encorvadas y debilitadas por una vida pasada sobre su montura. Un hombre así daría un paso en falso fácilmente en una pista estrecha. —Si era un hombre, tal vez —concedió el ghilzai—. Sigo diciendo... ¡Alá! Todos se sobresaltaron salvo Gordon, y los ghilzai palidecieron levantando sus rifles, echando fuego por los ojos como lobos sorprendidos. En la lejanía sobre los riscos, desde el sur, retumbó un desconocido y estridente sonido de singular resonancia... un brutal estridor que retumbó entre las montañas. —¡La voz del djinn! —Exclamó el ghilzai, tirando sin darse cuenta de las riendas de su caballo de forma que la bestia relinchó encabritándose—. ¡Sahib, en el nombre de Alá el Misericordioso, sé juicioso! ¡Regresa con nosotros a Khor! —Volved a vuestro pueblo. Eso era lo acordado. Yo sigo adelante. —¡Baber Khan llorará por ti! —Chilló el líder de la banda con reproche por encima de su hombro mientras espoleaba a su potro a galope tendido—. ¡Te quiere como a un hermano! ¡Habrá tristeza en Khor! ¡Aie! ¡Ahai! ¡Ohee! —Sus lamentos se fueron alejando en mitad del estruendo de cascos sobre piedra mientras los ghilzai, arreando sus monturas con fuerza, coronaron una cresta y desaparecieron de vista. —¡Corred, hijos de hembras sin nariz! —Aulló Yar Ali Khan, quien nunca perdía una oportunidad de descargar sus prejuicios tribales y hacer alarde de su propia superioridad—. ¡Marcaremos a vuestros demonios y los arrastraremos por las colas hasta Khor! —Pero enmudeció en el instante en que los insultados ya no podían oírle. Weird Tales de Lhork 71 Robert E. Howard Gordon y sus compañeros montaron sus corceles solos sobre el borde del cañón, con la mirada fija en la dirección de la cual había llegado aquella ominosa voz. Ahmed Shah se movió nervioso en su silla, y Yar Ali Khan se tiró de su barba de patriarca y echó una ojeada de soslayo a Gordon, como un demonio receloso con un cuchillo de tres palmos. Pero El Borak dijo a Lal Singh: «¿Has oído alguna vez un sonido como éste antes?» El alto sij asintió. —Sí, sahib, en las montañas de los hombres que sirven al demonio. Gordon alzó sus riendas sin decir palabra. Él también había oído el estruendo de las trompas de bronce de tres metros que braman sobre las sombrías montañas de la Mongolia prohibida, en las manos de sacerdotes de cabeza afeitada de Erlik. Yar Ali Khan resopló. No había oído esas trompas, y no le habían consultado. Estaba tan belicosamente celoso de la atención de Gordon como si fuese su perro lobo preferido. Adelantó con su caballo al de Lal Singh, para estar al lado de Gordon mientras cabalgaban por las pronunciadas pendientes en el ocaso púrpura. Enseñó los dientes al sij, que estaba muy acostumbrado a semejantes muestras de salvaje arrogancia para ofenderse, y dijo de manera ruda al hombre cuya amistad estimaba por encima de cualquier otra cosa en el mundo: «Ahora que nos han persuadido para venir a esta región de diablos los traicioneros perros ghilzai que sin duda volverán en sigilo y cortarán la garganta del sahib mientras duerme, ¿qué planes tienes para nosotros?» Podría haberse tratado de un huesudo y viejo perro lobo gruñendo a su amo por dar palmaditas a otro perro; Gordon inclinó la cabeza y escupió para ocultar una sonrisa. —Acamparemos en el cañón esta noche. Los caballos están cansados, y no tiene sentido esforzarse por atravesar estos barrancos en la oscuridad. Mañana reconoceremos el terreno. No hay duda de que el mongol era uno de los Ocultos. Tiene que haber ido a pie cuando cayó. Si hubiese ido a caballo, no habría caído a no ser que su montura se precipitara también. Los ghilzai no encontraron ningún caballo muerto. Sólo un hombre muerto. Si iba a pie, seguro que no estaba lejos de algún campamento o punto de reunión. Un mongol no caminaría lejos; no andaría treinta metros a no ser que tuviera que hacerlo, de hecho. “Cuanto más lo pienso más me parece que los Ocultos cuentan con un punto de reunión en alguna parte en la región del otro lado de la garganta. Sería una guarida perfecta. Las montañas en este concreto rincón del globo no están muy pobladas. Khor es el pueblo más próximo, y está a un largo y duro día a caballo, como hemos visto. Los clanes nómadas se mantienen apartados de esta región, por temor a los ghilzai; y los hombres de Baber Khan son demasiado supersticiosos para investigar mucho del otro lado de esa garganta. Los 72 Weird Tales de Lhork Ocultos, escondiéndose en algún sitio por allí, podrían ir y venir prácticamente sin ser vistos. Ese viejo camino que hemos estado siguiendo la mayor parte del día solía ser una ruta principal de caravanas, hace siglos, y sigue siendo practicable para hombres a caballo. Aún mejor, no discurre cerca de ningún pueblo, y las tribus no la usan hoy día. Los hombres que la sigan podrían llegar a estar a un día a caballo de Kabul sin apenas temor a ser descubiertos por nadie. Recuerdo haberla visto en viejos mapas, dibujados sobre pergamino, hace siglos. “Francamente, no sé lo que haremos. Ante todo mantendremos los ojos abiertos y aguardaremos acontecimientos. Nuestras acciones dependerán de las circunstancias. Nuestro destino —dijo Gordon sin asomo de cinismo— está en manos de Alá. —La illaha illulah; ¡Muhammad rassoul ullah! —convino Yar Ali Khan haciéndose oír, pasándose la mano por la barba como un asesino reverente, por completo apaciguado. A medida que fueron adentrándose en el cañón vieron que la pista llevaba a través de un terreno sembrado de rocas y penetraba en la boca de una profunda y angosta garganta que desembocaba en el cañón desde el sur. La pared sur del cañón era más elevada que la norte, y mucho más acantilada; se cernía sobre ellos como una tétrica muralla de sólida roca negra, rota a intervalos por bocas de desfiladeros estrechos como grietas. Gordon cabalgó dentro de la garganta en la que el sendero se retorcía y lo siguió hasta el primer recodo, descubriendo que el mismo no era sino el primero de una tortuosa serie. El barranco, discurriendo entre abruptas paredes de roca, culebreaba y se retorcía como la huella de una serpiente y rebosaba ya oscuridad. —Ésta es nuestra ruta, mañana —dijo Gordon, y sus hombres asintieron en silencio, mientras los conducía de vuelta al cañón principal, donde todavía persistía algo de luz, espectral en el creciente ocaso. El resonar de los cascos de sus caballos sobre el sílex parecía sobrecogedoramente ruidoso en medio del lúgubre y bestial silencio. A unos cien metros al oeste de la senda del barranco, otro, más angosto daba al cañón. Su suelo de roca no mostraba señal alguna de sendero, y se estrechaba tan rápidamente que Gordon se vio inclinado a creer que terminaba en un callejón sin salida. A medio camino entre aquellas bocas de quebradas, pero cerca de la pared norte, que en aquel punto estaba cortada a pico, un minúsculo manantial borboteaba en una concavidad natural de roca horadada por el tiempo. Detrás de éste, en un cavernoso nicho en el acantilado, crecía un poco de hierba seca y correosa, y allí ataron los fatigados caballos. Acamparon en el manantial, comiendo conservas, prefiriendo no arriesgarse a encender un fuego que pudiera ser visto desde lejos por ojos hostiles... aunque sabían que existía la posibilidad de que ya hubiesen sido avistados por oteadores ocultos. Siempre existe esa posibilidad en las montañas. Habían dejado las tiendas en Khor. Unas mantas extendidas sobre el suelo eran un lujo suficiente para Gordon y sus vigorosos seguidores. Su posición parecía estratégica. La partida no podía ser atacada desde el norte, a causa de los abruptos acantilados; nadie podía llegar hasta los caballos sin pasar primero por el campamento. Gordon tomó medidas para evitar ser sorprendidos desde el sur, este u oeste. Dividió a su grupo en dos centinelas. Situó a Lal Singh de guardia al oeste del campamento, cerca de la boca de la quebrada más estrecha, y apostó a Ahmed Shah junto a la desembocadura del barranco oriental, viniendo de la cual era lo más lógico suponer que aparecería el peligro. Ahmed Shah ocupó ese puesto en lugar de Lal Singh (quien podría haberle vencido en cualquier clase de combate) debido a que sus sentidos eran algo más agudos que los del sij, siendo los de cualquier salvaje más penetrantes por naturaleza que las facultades especialmente entrenadas de un hombre civilizado, sin importar lo mucho que se hayan desarrollado. Cualquier banda hostil subiendo o bajando por el cañón, o entrando en él desde cualquier quebrada tendría que pasar por delante de tales centinelas, cuya capacidad de vigilancia Gordon había constatado muchas veces en el pasado. A lo largo de la noche Yar Ali Khan y él ocuparían su lugar. La oscuridad llegó con rapidez al cañón, pareciendo fluir en oleadas casi tangibles por las negras pendientes, y rezumar de las aún más negras bocas de las quebradas. Las estrellas titilaron, frías, blancas e indiferentes. Sobre los invasores se cernían las colosales y oscuras moles de las abruptas montañas, brutales, primigenias. Cuando Gordon cayó dormido se estaba preguntando qué siniestras escenas habían presenciado desde el albor del tiempo, y qué inhumanas criaturas se habían arrastrado a través de ellas antes de que existiera el hombre. Los instintos primitivos, adormilados en el hombre corriente, se hallan aguzados hasta adquirir el filo de una navaja a causa de una vida de constante riesgo. Gordon despertó en cuanto Yar Ali Khan le tocó, y de inmediato, antes de que el afridi hablara, el americano pudo sentir el peligro. El crispado agarre sobre su hombro le habló con claridad de la inminente amenaza. Se incorporó sobre una rodilla al instante, pistola en mano. —¿Qué ocurre? Yar Ali Khan se agachó a su lado, sus gigantes hombros un confuso bulto en la penumbra. Los ojos del afridi brillaban con luz trémula como los de un gato en la oscuridad. Bajo la sombra de los acantilados los invisibles caballos se movían inquietos, La muerte de la triple hoja lo único que se oía en el anochecido cañón. —¡Peligro, sahib! —murmuró el afridi— . ¡Muy cerca de nosotros, acercándosenos con sigilo en la oscuridad! ¡Han matado a Ahmed Shah! —¿Qué? —Yace junto a la boca de la quebrada con la garganta cortada de oreja a oreja. He soñado que la muerte se nos acercaba en silencio mientras dormíamos, y el temor del sueño me ha levantado. Sin despertarte me he deslizado hasta la boca del barranco del este, y helo, Ahmed Shah estaba tendido sobre su sangre. Debe haber muerto en silencio y de repente. No he visto a nadie, ni oído ningún sonido en la quebrada, que estaba tan negra como la boca del infierno. “¡Luego corrí a lo largo de la pared sur hasta el barranco oeste, y no vi a nadie! Digo la verdad, pongo a Alá por testigo. Ahmed está muerto y Lal Singh ha desaparecido. Los diablos de las montañas han asesinado a uno y cogido al otro, sin despertarnos... ¡a nosotros que tenemos el sueño tan ligero como los gatos! No se oyó ningún ruido salido de la quebrada ante la que el sij se había apostado. No he visto nada, ni oído nada; pero he sentido a la Muerte acechando allí, con ojos rojos de horrible hambre y dedos que goteaban sangre. Sahib, ¿qué clase de hombres pueden acabar con semejantes guerreros como el sij y Ahmed Shah sin hacer un solo ruido? ¡Esta garganta es sin duda la Garganta de los Fantasmas! Gordon no contestó, sino que se agachó sobre una rodilla, cerniendo la oscuridad con ojos y oídos, mientras sopesaba el sobrecogedor suceso que había tenido lugar. No se le ocurrió dudar de lo manifestado por el afridi. Podía confiar en él igual que confiaba en sus propios ojos y oídos. Que Yar Ali Khan pudiera haberse levantado en sigilo sin despertarle incluso a él no era de extrañar, pues el afridi era de esa raza de hombres que se deslizan con las manos desnudas a través de la niebla para robar rifles de las tiendas vigiladas de los soldados ingleses. Pero que Ahmed Shah hubiese muerto y Lal Singh hubiese sido secuestrado sin el sonido de una pelea era increíble. Olía a diabólico. —¿Quién puede luchar contra demonios, sahib? Montemos los caballos y volvamos... —¡Escuchad! En alguna parte un pie desnudo se arrastraba sobre el suelo de roca. Gordon se levantó, escudriñando la penumbra. Había hombres moviéndose allí fuera en la oscuridad. Las sombras se desprendieron del negro fondo y avanzaron furtivas. Gordon desenvainó la cimitarra que se había ceñido en Khor, volviendo a meter la pistola en su funda. Lal Singh estaba preso no muy lejos, probablemente en línea de tiro. Yar Ali Khan estaba agazapado a su lado, aferrando su cuchillo del Khyber, en silencio en aquel instante, y tan mortal como un lobo acorralado, convencido de que estaban enfrentándose a «Era una figura extraña y discordante: la de un hombre rechoncho, bajo, de rasgos anchos, cuadrados e inexpresivos, de color cobrizo oscuro, y ojos rasgados: un inconfundible hijo del Gobi. La sangre se coagulaba en el espeso cabello negro de su nuca macabros demonios de las lóbregas montañas, pero listo para luchar contra hombres o demonios, si Gordon así lo quería. La apenas visible línea avanzó despacio, ensanchándose según se acercaba, y Gordon y el afridi retrocedieron unos pasos hasta tener la pared de roca a sus espaldas, y evitar ser rodeados por aquellas fantasmales figuras. El ataque llegó de repente, impetuosamente, pies desnudos susurrando sobre el suelo de roca, acero despidiendo apagados reflejos a la débil luz de las estrellas. Gordon podía ver como un felino en la oscuridad, y los ojos de Yar Ali Khan eran de los que sólo puede poseer un hombre criado en la abismal negrura de las montañas. Aun así podían distinguir pocos detalles de sus asaltantes... sólo sus bultos, y el trémulo resplandor del acero. Atacaron y se defendieron guiados por el instinto y el tacto tanto como por la vista. Gordon mató al primer hombre que se puso al alcance de la espada, y Yar Ali Khan, galvanizado por la revelación de que sus enemigos eran humanos después de todo, profirió un profundo alarido y estalló en un enloquecido frenesí de lobuna ferocidad. Elevándose por encima de las achaparradas figuras, su cuchillo de un metro superó a las hojas que le tiraban tajos, y su filo mordió hondo. De pie codo con codo, con la pared a sus espaldas, los dos compañeros estaban a salvo de ataques por detrás o por el costado. El acero restalló con estrépito contra el acero y brotaron azules chispas, iluminando por un momento salvajes rostros barbados. El repugnante sonido de carnicero de cortantes hojas hendiendo carne y hueso se elevó, y los hombres gritaron o jadearon gorgoteos de muerte con las yugulares cercenadas. Durante unos instantes un confuso montón se retorció junto a la pared de roca. El esfuerzo era demasiado rápido, desesperado y ciego para permitir pensar o planear con calma. Pero los hombres acorralados tenían ventaja. Podían ver tan bien como sus atacantes; hombre a hombre, eran más fuertes y ágiles; y sabían que al atacar su acero encontraría sólo la carne de sus enemigos. Los otros se veían estorbados por su número y la oscuridad, y saber que podían matar a un compañero con un golpe a ciegas sin duda tenía que templar su furor. Gordon, esquivando una espada antes de ser consciente de haberla visto caer sobre él, encontró tiempo para sorprenderse por un instante. Por tres veces su hoja había raspado contra algo blando pero impenetrable. ¡Aquellos hombres llevaban cotas de malla! Lanzó sus estocadas hacia donde sabía estarían los muslos, cabezas y cuellos desprotegidos, y su sangre salió a chorros sobre él mientras morían. Entonces el asalto cesó tan de repente como se había desencadenado. Los atacantes retrocedieron y se desvanecieron como fantasmas en la oscuridad. La negrura ya no era tan absoluta. Los bordes orientales del cañón estaban revestidos de un plateado fuego que indicaba el orto lunar. Yar Ali Khan se puso a aullar como un lobo y cargó detrás de las confusas figuras en retirada, con espuma salpicándole la barba de la sed de sangre. Tropezó con un cadáver, lanzó una salvaje cuchillada hacia abajo antes de darse cuenta de que era un hombre muerto, y entonces Gordon aferró su brazo y lo hizo pararse de un tirón. Casi arrastró al poderoso americano en el aire, mientras se precipitaba hacia adelante como un toro ensogado, respirando de forma entrecortada. —¿Qué haces, idiota? ¿Quieres tropezar con una trampa? ¡Deja que se vayan! Yar Ali Khan se apaciguó con un lobuno recelo que era igual de mortífero que su furia desencadenada, y juntos se deslizaron con cautela en pos de las difusas figuras que desaparecían en la boca del barranco oriental. Llegados allí se detuvieron, atisbando con precaución las negras honduras. En alguna parte, muy abajo, un guijarro suelto golpeó sobre la piedra, y ambos hombres se tensaron de manera involuntaria, reaccionando como suspicaces panteras. —Esos perros no se han detenido — murmuró Yar Ali Khan—. Todavía huyen. ¿Vamos a seguirles? Weird Tales de Lhork 73 Robert E. Howard «Era una figura extraña y discordante: la de un hombre rechoncho, bajo, de rasgos anchos, cuadrados e inexpresivos, de color cobrizo oscuro, y ojos rasgados: un inconfundible hijo del Gobi. La sangre se coagulaba en el espeso cabello negro de su nuca No lo decía convencido, y Gordon se limitó a negar con la cabeza. Ni siquiera ellos se arriesgarían a sumergirse en aquel pozo de negrura, donde las emboscadas podían convertir cada paso en una marcha mortal. Volvieron al campamento junto a los caballos, enloquecidos de miedo, frenéticos a causa del olor a sangre recién derramada. —Cuando la luna salga lo suficiente para cubrir el cañón de luz —dijo Yar Ali Khan—, nos dispararán desde el barranco. —Es un riesgo que hemos de asumir —respondió Gordon con un gruñido—. Puede que no sean buenos tiradores. Con el minúsculo rayo de su linterna de bolsillo Gordon examinó a los cuatro hombres muertos dejados atrás por los atacantes. El delgado haz de luz se movió de un barbado rostro a otro, y Yar Ali Khan, mirando sobre su hombro, rezongó y maldijo: « ¡Adoradores del diablo, por la barba de Alá! ¡Yezidi! ¡Hijos de Melek Taus!» —No me extraña que se deslizaran a través de la oscuridad como brujas —dijo entre dientes Gordon, quien conocía bien el extraordinario sigilo del que era capaz el pueblo de aquel antiguo y abominable culto que rinde culto al Pavo Real de Bronce en el monte de Lalesh la Maldita. Yar Ali Khan hizo un gesto que se suponía mantenía lejos a los demonios que podía esperarse estuviesen acechando en algún lugar cerca de donde sus devotos habían muerto. —Aléjate, sahib. No está bien que toques esta carroña. No me extraña que se deslizaran y mataran como el djinn del silencio. Son hijos de la noche y la oscuridad, y comparten algunos atributos de los elementos que los engendraron. — ¿Pero qué están haciendo aquí? —se dijo Gordon—. Su tierra natal está en Siria... alrededor del monte Lalesh. Es el último bastión de su raza, al cual fueron empujados por cristianos y musulmanes de igual forma. Un mongol del Gobi, y adoradores del diablo de Siria. ¿Qué relación hay? Asió el khalat de basta lana del cuerpo más próximo, y acalló con un juramento los instantáneos reparos de Yar Ali Khan. 74 Weird Tales de Lhork —Esa carne está maldita —refunfuñó el afridi, con aspecto de demonio escandalizado, con el goteante cuchillo en su mano, y un hilo de sangre corriendo por su barba desde un diente roto—. No es digna de ser tocada por un sahib como tú. Si ha de hacerse, déjame... — ¡Oh, cállate! ¡Ah! ¡Justo lo que pensaba! El diminuto rayo se posó sobre el justillo de lino que cubría el recio pecho del montañés. Sobre él destellaba, como una mancha de sangre fresca, el emblema de una mano empuñando una daga de tres hojas. — ¡Wallah! —Dejando a un lado sus escrúpulos, Yar Ali Khan desgarró los khalats de los otros tres cadáveres. Todos lucían el puño y la daga. —¿Los mongoles son mahometanos, sahib? —preguntó éste al cabo. —Algunos sí. Pero aquel hombre en la cabaña de Baber Khan no lo era. Sus caninos estaban limados en forma de puntas afiladas. Era un devoto de Erlik, el Dios Amarillo de la Muerte. Probablemente un sacerdote. El canibalismo forma parte de algunos de sus rituales. —El hombre que mató al sultán de Turquía era un kurdo —meditó Yar Ali Khan—. Algunos de ellos adoran a Melek Taus también, en secreto. Pero fue un árabe el que mató al Shah de Persia, y un musulmán de Delhi disparó al virrey. ¿Qué pueden estar haciendo auténticos mahometanos en una sociedad que incluye a mongoles y yezidi devotos del diablo? —Estamos aquí para averiguarlo —respondió Gordon, apagando la linterna. Se agazaparon a la sombra de los acantilados, en silencio, mientras la luz de luna, misteriosa y espectral, se adentraba en el cañón, y rocas, cornisas y paredes cobraban forma. Ningún sonido alteró la siniestra quietud. Yar Ali Khan se alzó por fin y su figura en pie se perfiló a la hechiceresca luz, un blanco fácil para cualquiera que acechase en la boca del barranco. —¿Y ahora qué? Gordon señaló hacia las manchas oscuras sobre el suelo de roca desnuda que la luz de luna volvía claramente visibles. —Nos han dejado un rastro que podría seguir un niño. Sin decir palabra Yar Ali Khan envainó su cuchillo y cogió su rifle de entre los fardos junto a las mantas. Gordon se armó igualmente y aseguró además a su cinto un rollo de cuerda fina y fuerte con un pequeño gancho de hierro en uno de los extremos. Tal clase de cuerda había resultado ser de inestimable valor una y otra vez en sus viajes por la montaña. La luna había salido, iluminando por completo el cañón, dibujando un delgado hilo de plata a lo largo de la parte media del barranco. Era suficiente luz para hombres como Gordon y Yar Ali Khan. Atravesando la parte iluminada por la luna se aproximaron a la boca del barranco, rifles en mano, sus siluetas claramente visibles para cualquier tirador que, después de todo, pudiese estar oculto allí, pero dispuestos a confiar en la suerte, la fatalidad, la fortuna o lo que quiera que sea que decide el destino de los hombres en callejones sin salida. Ningún disparo restalló, ni figuras furtivas se movieron entre las sombras. Las gotas de sangre salpicaban profusamente el rocoso suelo. Era evidente que los yezidi se habían llevado algunas heridas graves. Gordon pensó en Ahmed Shah, tendido muerto allí atrás en el cañón sin un túmulo que cubriera su cuerpo. Pero no había tiempo en aquel momento para los muertos. El yusufzai había dejado atrás cualquier dolor; pero Lal Singh estaba preso en manos de hombres para los que la piedad era algo desconocido. Se ocuparían del cuerpo de Ahmed Shah después; en aquel preciso momento lo que más urgía era seguir la pista de los yezidi y liberar al sij antes de que lo mataran... si es que no lo habían hecho ya. Ascendieron por el barranco sin dudarlo, con los rifles amartillados. Fueron a pie, pues creían que otro tanto hacían sus enemigos, a no ser que tuviesen caballos ocultos en alguna parte barranco arriba; la quebrada era tan angosta y escabrosa que un jinete se hallaría en mortal desventaja de tener que huir. En cada recodo del barranco esperaban una emboscada y se hallaban preparados para ella, pero el rastro de gotas de sangre seguía adelante, y ninguna figura les cerró el paso. Habían dejado de ser tan visibles, pero seguían siendo suficientes para indicar el camino. Gordon aligeró el paso, con la esperanza de alcanzar a los yezidi, quienes para entonces parecían sin lugar a dudas estar escapando. Disponían de mucha ventaja, pero si, como creía, estaban transportando a uno o más hombres heridos, y asimismo debían cargar con un prisionero que no les pondría las cosas más fáciles de lo necesario, la ventaja podría ser reducida con rapidez. Creía que el sij estaba vivo, dado que no habían encontrado su cuerpo, y si los yezidi lo hubieran matado, no tenían ningún motivo para ocultar el cadáver. El barranco se empinó de forma abrupta, estrechándose, y ensanchándose La muerte de la triple hoja luego al descender y describió una brusca curva desembocando en otro cañón que discurría más o menos de este a oeste, de sólo un centenar de metros de ancho. El sendero salpicado de sangre corría directo a través de la escarpada pared sur... y desaparecía. Yar Ali Khan gruñó. —Los perros ghilzai decían la verdad. El camino termina ante un acantilado que sólo un pájaro podría sobrevolar. Gordon se detuvo al pie del acantilado, desconcertado. Habían perdido la pista de la antigua ruta en la Garganta de los Fantasmas, pero aquél era el camino por el que los yezidi habían ido, sin duda. La sangre dejaba un rastro hasta el pie de los acantilados... luego cesaba como si quienes sangraban simplemente se hubieran volatilizado. Ascendió con la mirada la escarpada pendiente de la pared que se erguía vertical por espacio de cientos de metros. Directamente encima de él, a unos cinco metros, sobresalía una estrecha cornisa, un simple afloramiento de tres o cuatro metros de largo y apenas uno de ancho. No parecía ofrecer ninguna solución al misterio. Pero a medio camino de la cornisa distinguió una mancha color rojizo apagado sobre la roca de la pared. Siguiendo la pista ciegamente, Gordon desenrolló su cuerda, hizo girar el extremo lastrado sobre su cabeza y lo lanzó describiendo un arco hacia arriba. El gancho se clavó en el borde de la cornisa y aguantó, y Gordon subió, ascendiendo por la delgada y lisa cuerda tan rápida y fácilmente como la mayoría de hombres lo harían por una escala. No había surcado los Siete Mares sin sacar partido de la experiencia de trepar cuerdas, hiciera el tiempo que hiciera. Al llegar a la mancha sobre la piedra comprobó que era sangre. Un hombre herido siendo alzado hasta la cornisa, o escalando como él lo estaba haciendo, podría haber dejado tal mancha. Yar Ali Khan, debajo de él, agitaba inquieto su rifle, tratando de conseguir una mejor vista de la cornisa, y alternaba las críticas a la acción de su compañero con las súplicas de cautela. Su imaginación pesimista poblaba el saliente de asesinos invisibles tendidos boca abajo; pero la cama de roca se hallaba vacía cuando Gordon se alzó sobre la arista. Lo primero que vio fue una argolla de hierro macizo firmemente encastrada en la piedra sobre el saliente, fuera de la vista de cualquiera que estuviese abajo. El metal brillaba desgastado como por el rozamiento de mucho usarlo. Había manchas de sangre más grandes en el lugar por donde un hombre asomaría sobre el borde, si subía por una cuerda atada a la argolla, o era ayudado a subir. Y había aún más gotas de sangre salpicando la cornisa, cruzándola en diagonal hacia la pared cortada a pico, que mostraba un considerable desgaste en ese punto. Y Gordon vio algo más: la confusa pero inconfundible huella de dedos san- grientos sobre la roca de la pared. Permaneció inmóvil por unos momentos, sin hacer caso de las importunidades de Yar Ali Khan, mientras examinaba las grietas en la roca. Al poco puso su mano en la pared sobre las sangrientas huellas dactilares, y empujó. Al instante, sin hacer ruido, una parte de la pared osciló hacia dentro, y se encontró clavando la mirada en un estrecho túnel, débilmente iluminado por la luna que se alzaba detrás. Cauteloso como una pantera al acecho se introdujo en él, y de inmediato escuchó el sobresaltado grito de Yar Ali Khan, a quien desde su inadecuada perspectiva le pareció que se había fundido sin más con la roca sólida. Gordon asomó cabeza y hombros para increpar a su sobrecogido seguidor a fin de que se callara, y luego continuó su exploración. El túnel era corto, y la luz de luna lo bañaba desde el otro extremo donde daba a una hendidura. La luz entraba oblicuamente desde arriba en el interior de dicha hendidura, que discurría recta durante treinta metros y luego daba un abrupto giro, impidiendo ver nada más. Era como un corte de cuchillo a través de un bloque de piedra sólida. La puerta por la que había entrado era una losa de roca irregular, montada sobre bisagras de hierro macizo bien engrasadas. Encajaba a la perfección en la abertura, y su forma irregular hacía que las grietas pareciesen ser simplemente fisuras en el acantilado, producidas por el tiempo y la erosión. Una escala de cuerda hecha de grueso cuero sin curtir se hallaba enrollada sobre una pequeña repisa de roca justo al otro lado de la boca del túnel, y Gordon volvió con ella a la cornisa de afuera. Tiró de su propia cuerda y la enrolló, luego aseguró la escala y la descolgó, y Yar Ali Khan se apresuró a subir frenético de impaciencia por estar al lado de su amigo de nuevo. Juró por lo bajo al comprender el misterio del rastro que desaparecía. —¿Pero por qué no estaba la puerta cerrada por dentro, sahib? —Es probable que haya hombres yendo y viniendo de forma constante. Los hombres en el exterior podrían necesitar desesperadamente pasar por esta puerta, sin tener que gritar para que nadie venga y les deje entrar. No existía ni una posibilidad entre mil de que llegase a ser descubierta. No la habríamos encontrado de no haber sido por las marcas de sangre; además sólo seguía una corazonada, cuando empujé la roca. Yar Ali Khan era partidario aventurarse al instante dentro de la hendidura, pero Gordon se había vuelto receloso. No había visto ni oído nada que indicase la presencia de un centinela, pero no creía que un pueblo que demostraba tanta astucia a la hora de ocultar la entrada a su país la dejase desguarnecida, por insignificantes que pudiesen ser las probabilidades de ser descubierta. Tiró de la escala de cuero sin curtir, la enrolló volviendo a dejarla sobre la repisa y cerró la puerta, impidiendo el paso de la luz de la luna y sumiendo aquel extremo del túnel en tinieblas, donde ordenó a Yar Ali Khan que aguardase hasta que volviera a informarle. El afridi juró en voz baja, pero Gordon creía que un hombre podía reconocer el terreno más allá de aquel misterioso recodo mejor que dos, y como de costumbre se salió con la suya. Yar Ali Khan se agazapó en la oscuridad junto a la puerta, abrazando su rifle y mascullando maldiciones, mientras Gordon recorría resuelto el túnel entrando en la hendidura. Se trataba simplemente de una angosta grieta en la colosal masa sólida de los acantilados, y podía verse el cielo iluminado por las estrellas a través de una abertura irregular como un corte de cuchillo, a decenas de metros sobre su cabeza. La luz de luna conseguía penetrar lo suficiente la abertura para iluminarla a los ojos felinos de Gordon. No había alcanzado el recodo cuando un arrastrar de pies del otro lado lo puso en guardia. Apenas se había ocultado detrás de un quebrado afloramiento de roca que se había desprendido de la pared lateral, cuando apareció el centinela. Llegó sin prisa, a la manera de quien lleva a cabo una labor rutinaria a la ligera, convencido de la inaccesibilidad de su refugio. Se trataba de un rechoncho mongol de cara cuadrada y cobriza, pérfidos ojos rasgados, y una amplia boca como una cuchillada. En conjunto su apariencia no era distinta de la de los diablos que abundan en las leyendas montañesas mientras avanzaba decidido con el marcado balanceo de un jinete, arrastrando un rifle de gran potencia. Al pasar junto al escondite de Gordon algún oscuro instinto le hizo moverse como un relámpago, enseñando los dientes en un espantado gruñido, levantando el rifle para disparar desde la cadera. Pero en el mismo momento en que se giraba, Gordon estaba en pie impulsado al instante por elásticos músculos de acero, y cuando la boca del rifle estuvo paralela al suelo, la cimitarra golpeó. El mongol cayó como un buey, su redondo cráneo hendido hasta los dientes. Gordon se agazapó quedándose inmóvil, lanzando una feroz mirada a lo largo del corredor. Al no oír sonido alguno que indicase que alguien más estaba al alcance del oído, se arriesgó a emitir un débil silbido que hizo venir a Yar Ali Khan a toda prisa al interior de la hendidura, mostrando los dientes y con los ojos llameando ante la expectativa de una lucha. Gruñó de forma expresiva al ver al hombre muerto. —Sí... otro adorador de Erlik. Sólo el demonio que los engendró sabe cuántos más hay ocultos a lo largo de este desfiladero. Lo arrastraremos detrás de esas rocas donde me oculté. Suele ser buena idea esconder el cuerpo, cuando matas a alguien. ¡Vamos! Si hubiese alguno más al doblar ese recodo, habrían oído el sonido de mi golpe. Weird Tales de Lhork 75 Robert E. Howard Gordon estaba en lo cierto. Del otro lado del recodo el largo y profundo desfiladero se hallaba vacío hasta el siguiente repliegue. Gordon creía que el hombre al que había matado era el único centinela apostado en la hendidura, y continuaron adelante resueltos. La luz de luna que se filtraba a través del estrecho corte sobre ellos palidecía cuando salieron al aire libre por fin. Allí el desfiladero se dividía en un caos de quebrada roca, y la garganta única se convirtió en media docena, enroscándose entre desolados peñascos aislados y rocas desprendidas como las distintas bocas de un río que se divide en varias corrientes en el delta. Desmoronadas agujas y torres de negra piedra se alzaban como sombríos espectros bajo la grisácea luz que revelaba la llegada del alba. Abriéndose camino entre aquellos torvos centinelas, al poco pudieron mirar a lo lejos sobre un suelo llano sembrado de rocas que se extendía a lo largo de cien metros hasta el pie de un abrupto precipicio. El rastro que habían estado siguiendo, acanalado por muchos pies sobre la desgastada roca, cruzaba la planicie y serpenteaba despeñadero arriba, grada a grada, sobre rampas cortadas en la roca. Mas qué había en la cumbre del precipicio no podían saberlo. A derecha e izquierda la sólida pared giraba alejándose, flanqueada por las quebradas agujas. —¿Ahora qué, sahib? —Bajo la penumbrosa luz el afridi parecía un trasgo de la montaña sorprendido fuera de los peñascos de su cueva por el alba. —Creo que debemos estar cerca de nuestro destino. ¡Escucha! Sobre los riscos retumbó el estruendo que habían oído la noche anterior, pero mucho más cerca ya... el estridente, pavoroso, lúgubre fragor de una trompa gigante. —¿Nos han visto? —preguntó Yar Ali Khan, amartillando su rifle. —Eso está en manos de Alá. Pero hemos de asegurarnos, y no podemos ascender por ese camino precipicio arriba sin saber primero que hay sobre él. ¡Aquí! Esto nos servirá. Se trataba de un erosionado peñasco que se alzaba como una torre entre sus iguales más pequeños. Cualquier niño criado en las montañas podría haberlo escalado. Yar Ali Khan y Gordon subieron por el mismo casi tan rápido como si hubiera sido una escalera, teniendo cuidado de interponer su mole entre ellos y los riscos de enfrente, hasta que llegaron a la cima, más alta que el precipicio, y se tendieron detrás de un espolón de roca, clavando la mirada a través de la rosada bruma del naciente amanecer. —¡Alá! —juró Yar Ali Khan, buscando sin ser consciente de ello el rifle colgado sobre su espalda. Vistos desde su atalaya los riscos opuestos mostraban su verdadera naturaleza como uno de los lados del gigantesco bloque de una meseta que le recordó a Gordon las formaciones de su sudoeste nativo. Se elevaba cortada a pico desde su base, unos ciento cincuenta metros de al76 Weird Tales de Lhork tura, y sus lados perpendiculares parecían inescalables salvo por el punto donde el sendero había sido laboriosamente tallado en la roca. Se hallaba circundado por desmoronados peñascos al este, norte y oeste, separados de la altiplanicie por el llano suelo del cañón que variaba en anchura desde trescientos hasta ochocientos metros. Al sur la meseta lindaba con una gigantesca y desnuda montaña cuyos sombríos picos dominaban las cumbres circundantes. Mas los oteadores no dedicaron más que un vistazo a la formación geográfica, percibiéndola y examinándola de forma mecánica. Era un increíble fenómeno de otra naturaleza el que absorbía toda su atención. Gordon no estaba seguro de qué esperaba encontrar exactamente al final del sangriento rastro. Había presupuesto dar con algún tipo de punto de reunión, sin duda; un puñado de tiendas de piel de caballo, una caverna, tal vez incluso una aldea de barro y piedra situada al abrigo de la ladera. ¡Pero ante sus ojos se hallaba una ciudad cuyas cúpulas y torres refulgían en el rosado amanecer, como una ciudad mágica de hechiceros sacada de alguna tierra mítica y depositada en aquel punto desértico! —¡La ciudad de los djinni! —Exclamó Yar Ali Khan, volviendo a creer debido a la impresión en la naturaleza diabólica de sus enemigos—. ¡Alá me proteja contra la maldad de Shaitan el Maldito! —Hizo chascar sus dedos en un gesto más antiguo que Mahoma. La forma de la meseta era más o menos oval, de alrededor de dos kilómetros y medio de largo de norte a sur, y algo menos de kilómetro y medio de ancho de este a oeste. La ciudad se hallaba cerca del extremo sur, perfilada contra la oscura montaña detrás de ella, sus casas de piedra de tejado plano y conjuntos de árboles dominados por un gran edificio cuya cúpula púrpura relucía en el nítido amanecer, tornasolada de oro. — ¡Sortilegio y nigromancia! —exclamó Yar Ali Khan, del todo trastornado. Gordon no le contestó, pero la sangre celta de sus venas respondió al sombrío aspecto de la escena. La brutal desolación de los tétricos y oscuros peñascos no era suavizada por el contraste de la ciudad; en vez de eso ésta formaba parte de su torva amenaza, pese a sus macizos de verde y sus brillantes colores. El resplandor de su cúpula púrpura de áurea tracería resultaba siniestro. Los lóbregos riscos, desmoronándose debido a su impía antigüedad, eran un escenario adecuado para ella. Era como una ciudad de demoniaco misterio, alzándose en mitad de la ruina y la decadencia, y destellando sólo con depravada vida. —Ésta debe ser la fortaleza de los Ocultos —murmuró Gordon—. Contaba con descubrir finalmente su cuartel general escondido en los barrios nativos de alguna ciudad como Delhi, o Bombay. Pero éste es un lugar lógico. Desde aquí pue- den atacar a todos los países del oeste de Asia y contar con un escondrijo seguro al que retirarse. ¿Pero quién habría esperado encontrar una ciudad como ésta aquí, en un territorio tanto tiempo dado por casi deshabitado? —Ni siquiera nosotros podemos luchar contra toda una ciudad, sean hombres o diablos —dijo Yar Ali Khan con un gruñido. Gordon permaneció en silencio mientras escrutaba la distante vista. Examinada con atención, la ciudad no parecía ser tan enorme como daba impresión de serlo a primera vista. Era de diseño compacto, pero sin murallas. Las casas, de dos o tres pisos de altura, se levantaban entre grupos de árboles y sorprendentes jardines... sorprendentes puesto que la meseta parecía ser poco menos que roca sólida, hasta donde podían ver. Gordon tomó una decisión. —Ali, vuelve rápido a nuestro campamento en la Garganta de los Fantasmas. Coge los caballos y cabalga hasta Khor. Cuéntale a Baber Khan todo lo que ha ocurrido, y dile que le necesito a él y a todas sus espadas. Trae a los ghilzai a través de la hendidura y hazlos detenerse entre estos desfiladeros hasta que recibas una señal mía, o sepas que estoy muerto. Cabe la posibilidad de cortar dos cuellos del mismo golpe. Si Baber Khan nos ayuda a destruir este nido de víboras, el emir le perdonará. — ¡Shaitan devore a Baber Khan! ¿Y qué hay de ti? —Voy a entrar en esa ciudad. —¡Wallah! —juró el afridi. —He de hacerlo. Los yezidi han ido allí, y Lal Singh debe estar con ellos. Puede que lo maten antes de que los ghilzai consigan llegar aquí. Tengo que liberarlo antes de que podamos preparar plan alguno para atacar la ciudad. Si te vas ahora, puedes llegar a Khor poco después de la salida del sol. Si sigo vivo y en libertad, nos encontraremos aquí. Si no acudo, haced lo que consideréis oportuno Baber Khan y tú. Pero ahora mismo lo que importa es traer aquí a los ghilzai. Yar Ali Khan se opuso de inmediato. —Baber Khan no me tiene ningún aprecio. ¡Si voy hasta él solo escupirá en mi barba y lo mataré y luego sus perros me matarán! —No hará tal cosa, y lo sabes. —¡No vendrá! —Vendría cruzando el Infierno si le llamase. —Sus hombres no le seguirán; temen a los demonios. —Vendrán lo bastante rápido cuando les cuentes que quienes moran en Ghulistan son hombres. —Pero los caballos habrán desaparecido. Los demonios se los habrán llevado. —Lo dudo. Nadie ha dejado la ciudad desde que tomamos el sendero, y nadie ha venido detrás de nosotros. De todas formas, puedes llegar hasta Khor a pie, si es necesario. Sólo que te llevará más tiempo. La muerte de la triple hoja Entonces Yar Ali Khan se mesó la barba con furia y expresó su verdadero motivo para negarse a dejar a Gordon. —¡Esos hijos de perros de esa ciudad te despellejarán vivo! —No, responderé a la astucia con astucia. Me haré pasar por un fugitivo huyendo de la ira del emir, un forajido en busca de refugio. Oriente está lleno de mentiras respecto a mí. Me ayudarán entonces. Yar Ali Khan renunció a seguir discutiendo de pronto, comprendiendo que era inútil. Rezongando por lo bajo, agitando su turbante como loco, el afridi descendió el peñasco y desapareció en el desfiladero sin mirar atrás. Cuando dejó de estar a la vista, Gordon bajó asimismo y se dirigió hacia los riscos. CAPÍTULO 3. EL PUEBLO DE ISMAIL A cada paso, Gordon esperaba ser disparado desde los acantilados, aunque no había visto ningún centinela entre las rocas en su cresta, al mirar desde el peñasco. Pero cruzó el cañón, llegó al pie del risco y empezó a ascender por el empinado camino (todavía salpicado aquí y allá de gotas rojas) sin haber avistado a ningún otro ser humano. El sendero serpenteaba interminablemente subiendo una serie de rampas, con bajos y macizos muros en el borde exterior. Tuvo tiempo para admirar el trabajo de ingeniería que hacía posible aquel camino. A todas luces no era obra de montañeses afganos, y era igual de evidente que su construcción no había sido reciente. Parecía antiguo, firme como la montaña misma. En los diez metros finales las rampas dieron paso a un tramo de empinados escalones tallados en la roca, haciéndose cada vez más hondos a medida que se aproximaban a la cresta. Seguía sin haber nadie que le hiciera frente, y se asomó sobre la meseta entre un grupo de peñas, de detrás del cual siete hombres que habían estado en cuclillas jugando una partida, se pusieron de pie de un salto y le lanzaron salvajes miradas como si hubiese sido una aparición. Eran todos kurdos, enjutos y aguerridos guerreros de nariz de pico de halcón, sus delgadas cinturas ceñidas por cartucheras, y los rifles en las manos. Esos rifles le apuntaron al instante. Gordon no hizo ningún movimiento, ni mostró inquietud o sorpresa. Apoyó la culata de su rifle sobre la tierra y observó a los sorprendidos kurdos con calma. Los asesinos vacilaron como gatos monteses acorralados, igual de peligrosos e impredecibles. La vida de Gordon pendía del arco de un nervioso dedo al gatillo. Pero por el momento se limitaron a mirarle furiosos, sin habla a causa de su inesperada presencia. —¡El Borak! —masculló el más alto de los kurdos, sus ojos llameando de miedo, «El resplandor de su cúpula púrpura de áurea tracería resultaba siniestro. Los lóbregos riscos, desmoronándose debido a su impía antigüedad, eran un escenario adecuado para ella. Era como una ciudad de demoniaco misterio, alzándose en mitad de la ruina y la decadencia recelo y el instinto de matar—. ¿Qué haces aquí? Gordon los recorrió a todos sin prisa con la mirada antes de contestar, una tranquila, relajada figura alzándose indiferente ante aquellas siete tensas formas. —Busco a tu señor —respondió al poco. Aquello no pareció tranquilizarles. Comenzaron a murmurar entre ellos, sin apartar nunca los ojos de él ni el dedo del gatillo. La voz del kurdo más alto se elevó colérica, dominando a las otras. — ¡Parloteáis como cuervos! Hay algo evidente: estábamos jugando y no le vimos llegar. Nuestro deber es vigilar la Escalera y encargarnos de que nadie la suba sin permiso. Hemos faltado en nuestra obligación. Si llega a saberse habrá un castigo. Matémosle y arrojémosle por el acantilado. —Sí —convino Gordon sin alterarse—. Hacedlo. Y cuando vuestro señor pregunte: “¿Dónde está El Borak, que me traía noticias importantes?”, decidle: “¡Ah, no consultaste con nosotros qué hacer con él, así que lo matamos para darte una lección!” Dieron un respingo ante la mordiente ironía de sus palabras y tono, y se miraron incómodos unos a otros. —Nadie lo sabrá nunca —dijo uno con un gruñido—. Disparadle. —No, el disparo se oiría y habría preguntas a las que responder. — ¡Cortadle la garganta! —sugirió el más joven de la banda, y los demás le miraron con un ceño tan feroz que éste retrocedió confundido. —Sí, cortadme la garganta —aconsejó Gordon, riéndose de ellos—. Uno de vosotros tal vez sobreviva para contarlo. No se trataba de una simple bravata, como la mayoría de ellos sabía, y su malévolo ceño dejó ver su inquietud. Ansiaban matarle, pero no se atrevían a usar sus rifles; y al menos los guerreros mayores sabían el terrible precio que pagarían por atacarle con arma blanca. Él no tendría ningún escrúpulo en utilizar bien el rifle en su mano, o la pistola que sabían llevaba oculta en alguna parte. —Los cuchillos son mudos —murmuró el muchacho, tratando de justificarse. Fue premiado con un airado culatazo de rifle en el vientre, que le llevó a hacer una involuntaria zalema, y luego alzó la voz con jadeantes lamentos. —¡Cállate, hijo de un perro! ¿Nos harías luchar contra las pistolas de El Borak con acero desnudo? Habiendo desahogado parte de su descontento sobre su desafortunado compañero, los kurdos se calmaron, y uno de ellos preguntó a Gordon, titubeando: « ¿Te esperan?» —¿Vendría aquí de no ser así? ¿Mete el cordero la cabeza sin ser invitado entre las fauces del lobo? —¿Cordero? —Los kurdos soltaron una risotada sardónica—. ¿Tú un cordero? ¡Ah, Alá! Di mejor que el lobo gris con sangre en los colmillos busca al cazador! —Si hay sangre en mis colmillos no es sino la de los idiotas que desobedecieron las órdenes de su señor —replicó Gordon—. La pasada noche, en la Garganta de los Fantasmas... —¡Ya Allah! ¿Eras tú con quien lucharon esos idiotas yezidi? ¡No te conocieron! Dijeron que habían matado a un inglés y sus sirvientes en la Garganta. Así que por esa razón los centinelas habían sido tan descuidados; por alguna razón los yezidi habían mentido sobre el resultado de aquella lucha, y los vigilantes del Camino no esperaban a ningún perseguidor. —¿Ninguno de vosotros estaba entre aquellos que en su ignorancia cayeron sobre mí en la Garganta? —¿Cojeamos? ¿Sangramos? ¿Lloramos el cansancio y las heridas? ¡No, no hemos luchado contra El Borak! —Entonces sed juiciosos y no cometáis el mismo error que ellos, debido al cual algunos han muerto y la piel será arrancada a tiras de las espaldas de los vivos. Y ahora, ¿me llevaréis junto a quien me aguarda, o arrojaréis estiércol sobre su barba no dignándoos a cumplir sus órdenes? Weird Tales de Lhork 77 Robert E. Howard «Pero ante sus ojos se hallaba una ciudad cuyas cúpulas y torres refulgían en el rosado amanecer, como una ciudad mágica de hechiceros sacada de alguna tierra mítica y depositada en aquel punto desértico —¡Alá no lo quiera! —Exclamó el kurdo alto—. No hemos recibido ninguna orden. No, El Borak, tu corazón está lleno de astucia como el de una serpiente, y por donde tú pasas, las espadas se tiñen de rojo y los hombres mueren. Pero si se trata de una mentira entonces nuestro señor se ocupará de tu muerte. Y si no lo es, entonces no tendremos culpa alguna. Suelta tu rifle y tu cimitarra, y te conduciremos hasta él. Gordon entregó las armas, confiando en la gran pistola que guardaba en la funda bajo su brazo izquierdo. El jefe cogió entonces el rifle dejado caer por el joven kurdo, que seguía doblado y gimiendo con fuerza, y lo enderezó de una sonora patada en el trasero; le incrustó el rifle en las manos y le ordenó que vigilara la escalera como si su vida dependiera de ello; le dio otra patada, y un manotazo en la oreja para más énfasis, y se volvió, vociferando órdenes a los otros. Cuando se acercaron rodeando al en apariencia desarmado americano, Gordon supo que sus manos rabiaban por hundir un cuchillo en su espalda; pero había sembrado las semillas del temor y la incertidumbre en sus primitivas mentes, y sabía que no se atrevían a atacar. Abandonaron el grupo de peñascos y tomaron el amplio y bien marcado camino que conducía a la ciudad. Éste había sido pavimentado antaño, y en algunas partes el adoquinado todavía se encontraba en buen estado. —¿Los yezidi entraron en la ciudad justo antes del alba? —preguntó sin darle importancia, llevando a cabo una rápida estimación del factor tiempo. —Sí —fue la breve contestación. —No podían ir deprisa —dijo Gordon, casi como si hablara solo—. Tenían hombres heridos a los que llevar. Y además el sij que tenían prisionero habrá sido terco. Habrán tenido que golpearle, empujarle y arrastrarle. Uno de los hombres volvió la cabeza y comenzó a decir: —Vaya, el sij... El líder le hizo callarse de un grito, y echó a Gordon una siniestra mirada de sospecha. 78 Weird Tales de Lhork —Que no hable ningún otro hombre. No respondáis a sus preguntas. No le preguntéis nada. Si se burla de nosotros, no le repliquéis. Tiene la astucia de una serpiente. Si le hablamos nos habrá hechizado antes de que lleguemos a Shalizahr. Así que ése era el nombre de aquella fantástica ciudad; a Gordon le pareció recordarlo relacionado con alguna historia medieval. —¿Por qué dudáis de mí? —preguntó—. ¿Acaso no he venido hasta vosotros con las manos abiertas? —¡Sí! Una vez te vi llegar hasta los turcos de Bitlis con las manos abiertas; pero cuando las cerraste por las calles corrió la sangre y las cabezas de los señores de Bitlis colgaron de las sillas de tus asaltantes. No, El Borak, te conozco desde hace mucho tiempo, desde los días en que conducías a tus forajidos a través de las montañas de Kurdistán. Luché contigo contra los turcos, y después, a causa de un cambio en la política, luché con los turcos contra ti. Mi mano no puede luchar contra la tuya, ni mi cerebro contra el tuyo, ni mi lengua contra tu lengua. Pero puedo mantenerla entre mis dientes, y lo haré. No es necesario que trates de engañarme con astutas palabras, pues no hablaré. Voy a llevarte hasta el señor de Shalizahr. Todos tus tratos serán con él. No es cosa mía. Soy igual de mudo y pienso lo mismo al respecto que el caballo que carga a rey y proscrito por igual. Mi única responsabilidad es llevarte ante mi señor. Mientras tanto no me harás caer en una trampa. No hablaré, y si alguno de mis hombres te contesta, le abriré la cabeza con la culata de mi rifle. —Sabía que te conocía —dijo Gordon—. Eres Yusuf ibn Suleiman. Eras un buen guerrero. El enjuto rostro lleno de cicatrices del kurdo se iluminó ante el comentario, y comenzó a hablar... luego recordó sus palabras, frunció ferozmente el ceño, maldijo a uno de sus hombres que no le había ofendido en absoluto, se cuadró inflexible de hombros, y se adelantó al grupo a grandes y envaradas zancadas. Gordon no andaba a paso largo; más bien paseaba, y su tranquila actitud causó efecto sobre sus captores. Tenía el aire de un hombre andando en medio de una escolta de honor, más que para vigilarle, y su comportamiento influyó sobre el de ellos, de forma que para cuando llegaron a la ciudad llevaban los rifles al hombro en vez de tenerlos listos para disparar, dejando un respetuoso espacio entre ellos y él. Los detalles de Shalizahr fueron destacándose a medida que se aproximaban. Gordon pudo ver el secreto de las arboledas y jardines. La tierra, sin duda traída con esfuerzo desde distantes valles, había sido superpuesta sobre la roca desnuda en algunas de las muchas depresiones que agujereaban la superficie del altiplano, y un elaborado sistema de canales de riego, profundas y estrechas acequias que exponían el mínimo de superficie a la evaporación, recorría los jardines, originándose al parecer en algún inagotable suministro de agua próximo al centro de la ciudad. La meseta, al abrigo de los quebrados picos que se alzaban sobre todos sus lados, presentaba un clima más moderado de lo habitual en aquellas montañas, y la vegetación resistente crecía en abundancia. Los jardines se encontraban en su mayor parte en los lados este y oeste de la ciudad. El camino, al entrar en la ciudad, discurría entre un gran huerto a la izquierda, y un jardín más pequeño a la derecha. Ambos estaban cercados por bajos muros de piedra, y Gordon no podía adivinar el sangriento papel que ese huerto iba a desempeñar en aquella extraña aventura en la que se estaba metiendo. Un amplio espacio abierto separaba el huerto de la morada más cercana, pero al otro lado del camino una casa de piedra de tres pisos y tejado plano lindaba con el jardín al sur. Unos metros más adelante comenzaba la ciudad propiamente dicha: hileras de viviendas en piedra de techo plano unas enfrente de otras a los lados de la ancha y empedrada calle, cada una con un jardín detrás. No había ninguna muralla alrededor de la ciudad, y los muros en torno a jardines y casas eran bajos, a todas luces no destinados a la defensa. La altiplanicie misma era una fortaleza. La montaña que fruncía el ceño sobre y detrás de la ciudad se alzaba a una distancia mayor de la que parecía la primera vez que la vio. Desde el peñasco daba la impresión de que la ciudad se apoyaba contra la falda de la montaña. En ese momento pudo ver que casi un kilómetro de llano cortado por barrancos separaba la ciudad de la misma. La meseta estaba, no obstante, conectada con la montaña; era como un enorme saliente sobresaliendo de la imponente ladera. Los hombres que trabajaban en los jardines o paseaban por la calle se detuvieron y se quedaron mirando a los kurdos y a su cautivo. Vio más kurdos, muchos persas, y yezidi; vio árabes, mongoles, drusos, turcos, indios, e incluso algunos egipcios. Pero ningún afgano. Era evidente que la heterogénea población de aquella extraña ciudad no tenía ningún parentesco con los La muerte de la triple hoja habitantes nativos de la región. La gente no expresó su curiosidad más allá de interrogativas miradas. La calle se ensanchó dando paso a un zoco cerrado por la parte sur por un ancho muro que circundaba el edificio palaciego con su magnífica cúpula. No había ningún guardia ante las puertas de filigrana de oro barradas con bronce macizo, sólo un negro vestido de vivos colores que hizo una profunda zalema mientras abría el portal. Gordon y su escolta entraron en un amplio patio de policromas baldosas, en medio del cual borboteaba una fuente alrededor de la cual revoloteaban palomas. Al este y al oeste el patio estaba limitado por muros interiores sobre los cuales se asomaba un follaje que hablaba de más jardines, y Gordon se fijó en una estilizada torre que se levantaba casi tanto como la misma cúpula, con sus azulejos como de encaje destellando a la luz del sol. Los kurdos continuaron derechos a través del patio y fueron detenidos ante los pilares del amplio pórtico del palacio por una guarnición de treinta árabes de resplandecientes insignias: empenachados cascos de plateado acero, dorados coseletes, escudos de piel de rinoceronte, y cimitarras grabadas en oro, cuyos arcaicos arreos contrastaban de forma curiosa con los modernos rifles en sus manos, y las cartucheras que ceñían sus delgadas cinturas. El capitán de rostro de halcón de la guarnición conversó brevemente con Yusuf ibn Suleiman, y Gordon adivinó que no existía la menor simpatía entre aquellos miembros de razas rivales, sin importar las circunstancias que los hubiesen llevado a aliarse. El capitán, a quien los hombres se dirigían como Muhammad ibn Ahmed, hizo poco después un gesto con su fina mano morena, y Gordon fue rodeado por una docena de relucientes árabes, y marchó entre ellos subiendo los anchos escalones de mármol y a través del amplio arco cuyas puertas de bronce decoradas con volutas se hallaban abiertas. Los kurdos fueron detrás, sin sus rifles, y al parecer nada contentos. Atravesaron extensos corredores débilmente iluminados, de cuyos abovedados techos con grecas colgaban humeantes incensarios de bronce, en tanto que a ambos lados arcos con cortinas de terciopelo insinuaban privados misterios. Los tapices susurraban, se oía el murmullo de débiles pisadas, y en una ocasión Gordon pudo ver una delgada mano blanca asiendo unas colgaduras como si su dueño atisbara desde detrás. Acostumbrado como estaba al secretismo y los suaves sonidos de los palacios orientales, Gordon percibió en aquél una atmósfera de misterio y reserva fuera de lo habitual. Incluso el contoneo de los árabes (todos salvo su capitán) era distinto. Los kurdos se mostraban abiertamente inquietos. El misterio y una intangible amenaza acechaban en aquellos oscuros y es- pléndidos corredores. Podría haber estado atravesando un palacio de Nínive o de la antigua Persia, de no ser por las armas modernas de su escolta. Al poco salieron a un vestíbulo más amplio y se acercaron a una puerta de bronce de dos hojas, flanqueada por más guardias vistosamente ataviados, persas esta vez, perfumados y pintados como los guerreros de Cambises, y empuñando lanzas de aspecto antiguo en lugar de rifles. Aquellas estrafalarias figuras siguieron en pie tan impasibles como estatuas mientras los árabes pasaban pavoneándose con su cautivo (o huésped) y entraron en un cuarto semicircular donde tapices con motivos de dragones cubrían las paredes, ocultando todas las posibles puertas o ventanas salvo aquélla por la cual habían entrado. El techo era alto y abovedado, labrado de grecas de oro y ébano, ornado con lámparas doradas. Frente a la gran entrada había un estrado de mármol. Sobre el estrado había un gran asiento con baldaquín, decorado con volutas y tallado como un trono, y sobre los cojines de terciopelo esparcidos sobre el mismo se recostaba una esbelta figura con un khalat de seda con perlas cosidas, y babuchas de hilo de oro con las punteras vueltas hacia arriba. Sobre el turbante rosado refulgía un gran broche de oro, engastado de diamantes, con la forma de una mano humana empuñando una daga de tres hojas. El rostro bajo el turbante era ovalado, del color del marfil viejo, con una pequeña barba negra y puntiaguda. Los ojos eran grandes, oscuros y contemplativos. Se trataba de un persa. A cada lado del trono se hallaba un gigante sudanés, cual efigies de paganos dioses talladas en negro basalto, desnudos salvo por las sandalias y los taparrabos de seda, con tulware de hoja ancha en sus manos. —¿Quién es éste? —preguntó sin interés el hombre sobre el trono, hablando árabe, y haciendo un gesto a sus esbirros para que detuvieran sus enérgicas zalemas. —¡El Borak! —respondió Muhammad ibn Ahmed, pavoneándose claramente, consciente de que anunciar aquel nombre causaría sensación... como lo haría en cualquier parte al este de Estambul. Los oscuros ojos se avivaron interesados, endureciéndose con sospecha, y Yusuf ibn Suleiman, observando el rostro de su señor con dolorosa intensidad, tragó aire y cerró las manos tan fuerte que las uñas se le clavaron en las palmas. —¿Cómo ha entrado en Shalizahr sin ser anunciado? —¡Los perros kurdos que se supone vigilan la Escalera dijeron que vino hasta ellos, jurando que había sido mandado llamar por el jeque Al Jebal! Gordon se tensó al oír aquel título. Aquello confirmaba todas sus sospechas. Era fantástico, increíble; sin embargo era cierto. Sus oscuros ojos se clavaron con feroz intensidad en el rostro ovalado. No habló. Había un tiempo para el si- lencio así como para las palabras audaces. Su siguiente movimiento dependía por completo de las palabras del jeque. Una sola bastaría para motejarlo de impostor y acabar con todo su plan, pero confiaba en dos cosas; la creencia de que ningún gobernante oriental ordenaría matar a El Borak sin tratar primero de enterarse de la razón de su presencia; y el hecho de que pocos soberanos de oriente gozan de la plena confianza de sus seguidores, o confían por completo en aquéllos a su vez. El hombre sobre el trono devolvió la ardiente mirada a Gordon por un instante, luego habló, pero no al kurdo: —Tal es la ley de Shalizahr: los Vigilantes de la Escalera no deben permitir que ningún hombre ascienda por ella hasta que haya hecho la Señal de forma que puedan verla. Si es un extraño que no conoce la Señal, el Guardián de la Puerta debe ser requerido para hablar con aquél antes de que le sea permitido subir la Escalera. El Borak no fue anunciado. El Guardián de la Puerta no fue requerido. ¿Hizo El Borak la Señal, al pie de la Escalera? Yusuf ibn Suleiman había palidecido y sudaba, mientras claramente vacilaba entre una peligrosa verdad, y una mentira que podría ser incluso más peligrosa. Lanzó una venenosa mirada a Gordon y habló con una voz áspera debido al temor: —El guardia en la hendidura no dio aviso. El Borak apareció sobre el risco antes de que lo viéramos, aunque estábamos al final de la Escalera vigilando como águilas. Es un mago que se hace invisible a voluntad. Supimos que decía la verdad cuando dijo que le habías mandado llamar, de otra forma no podía haber conocido el camino secreto... La transpiración perló la estrecha frente del kurdo. El hombre sobre el trono no pareció escucharle, y Muhammad ibn Ahmed, rápido en advertir que el kurdo había caído en desgracia, golpeó a Yusuf de modo salvaje en la boca con la mano abierta. —¡Perro, permanece en silencio hasta que el Protector de los Miserables se digne ordenarte hablar! Yusuf se tambaleó, la sangre empezando a correr por su barba, y miró con ojos de asesino al árabe, pero no dijo nada. El persa hizo un gesto con la mano, lánguido pero con impaciencia. —Llevaos a los kurdos. Mantenedlos bajo vigilancia hasta nuevas órdenes. Aunque un hombre sea esperado, no deberían ser sorprendidos. El Borak no conocía la Señal, sin embargo ascendió la Escalera sin ser molestado. Si hubiesen estado alerta ni siquiera El Borak podría haberlo hecho. No es ningún mago. Enviad a otros hombres a vigilar la Escalera. —Tenéis mi permiso para marchar; hablaré con El Borak solo. Muhammad ibn Ahmed hizo una zalema y condujo a sus relucientes espadaWeird Tales de Lhork 79 Robert E. Howard chines fuera entre las silenciosas filas de lanceros alineadas a cada lado de la puerta, agrupando a los temblorosos kurdos delante de ellos. Éstos se volvieron al atravesar la puerta y clavaron sus ardientes ojos sobre Gordon en una silenciosa mirada de odio. Muhammad ibn Ahmed tiró de las puertas de bronce cerrándolas detrás de ellos. El persa habló en inglés a Gordon. —Habla con toda libertad. Estos negros no entienden el inglés. Gordon, antes de contestar, pateó un diván ante el estrado y se sentó cómodamente en él, con los pies apoyados sobre un escabel de terciopelo. No había cimentado su prestigio en el Oriente por medio de un comportamiento manso y asustadizo. Donde otro hombre habría ido de puntillas, sombrero en mano y corazón en boca, Gordon andaba a trancos con pesadas botas y mano dura, y puesto que era El Borak, vivía donde otros morían. Su actitud no era ninguna baladronada. Estaba listo en todo momento para respaldar su jugada con ardiente plomo y frío acero, y los demás lo sabían, igual que sabían que era el hombre más peligroso con cualquier clase de arma entre El Cairo y Pekín. El persa no mostró ninguna sorpresa ante el hecho de que su cautivo (o huésped) se sentase sin pedir permiso. Sus primeras palabras dejaban ver que había tenido muchos tratos con occidentales, y para sus propios fines, había adoptado parte de su franqueza. Pues dijo, sin más preámbulos: —No te mandé llamar. —Por supuesto que no. Pero tenía que decirles algo a esos idiotas, o si no matarlos a todos. —¿Qué buscas aquí? —¿Qué busca cualquier hombre que viene a un nido de forajidos? —Podría venir como espía —observó el jeque. Gordon se rió de él. —¿Para quién? —¿Cómo supiste del Camino? Gordon recurrió a la ambigüedad de la sutileza oriental. —Seguí a los buitres; siempre me conducen hasta mi objetivo. —Deberían —fue la torva contestación—. Los has alimentado hasta hartarlos bastante a menudo. ¿Qué hay del mongol que vigilaba la hendidura? —Muerto; no se puso en razón. —Los buitres te siguen, no al revés —comentó el jeque—. ¿Por qué no me avisaste de tu llegada? —¿Por medio de quién? La noche pasada mientras acampaba en la Garganta de los Fantasmas, dando un descanso a mis caballos antes de seguir adelante sin parar hasta Shalizahr, una banda de tus idiotas cayó sobre mi partida en la oscuridad, mató a un hombre y se llevó a otro. El cuarto restante se asustó y huyó. Continué solo tan pronto como salió la luna. —Eran yezidi, cuyo deber es vigilar la Garganta de los Fantasmas. No sabían que me buscabas. Entraron renqueando en la ciudad al alba, con un hombre agonizante 80 Weird Tales de Lhork y la mayor parte del resto gravemente heridos, y juraron que habían matado a un sahib y sus siervos en la Garganta de los Fantasmas. Es evidente que temían confesar que habían salido corriendo, dejándote vivo. Pagarán su mentira. Pero no me has dicho por qué has venido aquí. —Busco refugio. Y traigo noticias. El hombre que enviaste a matar al emir le hirió y fue cortado en pedazos por los guardias uzbecos. El persa se encogió de hombros con impaciencia. —Tu información es vieja. Lo sabíamos antes del mediodía siguiente a la noche en que se intentó la ejecución. Y desde entonces hemos sabido que el emir vivirá, porque un médico inglés limpió las heridas del veneno que había en la daga. Aquello sonó como magia negra, hasta que Gordon recordó las palomas del patio. Palomas mensajeras, por supuesto, y agentes en Kabul para soltarlas con los mensajes. —Hemos guardado bien nuestro secreto —dijo el persa—. Dado que supiste de Shalizahr y el Camino a Shalizahr, debe habértelo contado alguien de la Hermandad. ¿Te envió Bagheela? La pausa que hizo Gordon antes de contestar no le llevó más tiempo del necesario para sacudirse un poco de polvo de sus pantalones, pero en ese intervalo reconoció la trampa que le tendían y la evitó. No tenía la menor idea de quién era Bagheela, y la pregunta en apariencia inocente era muy claramente un cebo que un impostor podría verse tentado a morder. —No conozco al hombre al que llamas Bagheela —respondió—. Nadie me reveló su secreto. No necesito que me los cuenten. Me entero de ellos por mí mismo. Vine aquí porque tenía que encontrar una guarida. He caído en desgracia en Kabul, y los ingleses me matarían a tiros si pudiesen cogerme. Una de las leyendas en circulación más persistentes acerca de Gordon era la de que era enemigo de los ingleses. Ésta se basaba en su negativa a sentirse intimidado por galones dorados y botones de bronce, y en sus idas y venidas con tranquila indiferencia respecto de todas las reglas y normas que se aplican al común de las gentes. No mostraba ningún respeto hacia la autoridad que se engalana a sí misma con pompa y arrogancia y arbitrario culto a la primacía, y en cambio manifestaba un permanente desprecio hacia ciertas clases de funcionarios, ya fuesen civiles o militares; así que era intensamente odiado por estos últimos, cuya opinión a veces era aceptada por los irreflexivos como un exponente de la opinión gubernamental. Pero los hombres que en realidad rigen a los asiáticos, moviéndose sin trabas entre bastidores, sabían cómo era El Borak realmente, y aunque no siempre aprobaban sus métodos, eran sus amigos, y se habían beneficiado de su ayuda una y otra vez. Pero el persa no tenía forma de saberlo. Sabía sólo lo justo sobre Gordon para ser fácilmente engañado en cuanto a la auténtica personalidad del americano. Muchas de las historias que había oído sobre él habían sido mentiras, o hechos desvirtuados fuera de toda medida. Para el jeque El Borak no era más que otro aventurero sin ley, no del todo nativo, pero a pesar de eso excluido del mundo respetable, y en consecuencia era muy probable que estuviese a malas con el gobierno en cualquier momento. Dijo algo en persa antiguo y erudito y Gordon, sabiendo que no cambiaría el idioma de su conversación sin una astuta razón, fingió ignorar dicha lengua. A veces la tortuosidad del Oriente es transparente como un niño. El jeque habló con uno de los negros, y el gigante sacó imperturbable una maza de plata de su cinto y golpeó con fuerza un gong dorado suspendido entre los tapices. Apenas habían dejado de oírse los ecos cuando las puertas de bronce se abrieron lo bastante para dejar pasar a un hombre esbelto con un traje talar de seda lisa que se mantuvo inclinado ante el estrado: un persa, como el jeque. Este último se dirigió a él como Musa, y le hizo una pregunta en la lengua que acababa de probar con Gordon. —¿Conoces a este hombre? —Sí, ya Sidna; es... —No digas su nombre; no nos entiende, pero lo reconocería y sabría que hablamos de él. ¿Aparece en los informes de nuestros espías? —Sí, ya Sidna. El último parte de Kabul hablaba de él. La noche en que tu servidor intentó ejecutar al emir, este hombre habló con el emir en secreto, una hora o así antes de que tuviera lugar el ataque. Tras dejar el palacio, desapareció de la ciudad con tres hombres, y fue visto cabalgando por el camino que conduce al pueblo del proscrito, Baber Khan de Khor. Fue perseguido por jinetes desde Kabul, pero si abandonaron la persecución o fueron muertos por los hombres de Khor, lo desconozco. —Al parecer decía la verdad, entonces, al afirmar que había caído en desgracia en Kabul —reflexionó el jeque. Gordon, repantigándose sobre el diván sin mostrar indicio alguno de comprender, cayó en la cuenta de dos cosas: el sistema de espionaje de los Ocultos era más elaborado y llegaba más lejos de lo que había imaginado; y una cadena de circunstancias malinterpretadas estaba obrando en su favor. Era natural que aquellos hombres creyesen que había huido de Kabul amenazado por el disfavor regio. Que cabalgase hasta el pueblo de un proscrito parecía confirmarlo del todo, así como el hecho de su “persecución” por parte de jinetes reales. —Tienes mi permiso para marchar. Musa hizo una reverencia y partió, cerrando las puertas, y el jeque meditó en silencio por un momento. Al poco alzó la cabeza, como si hubiera tomado una decisión, y dijo: —Creo que estás diciéndome la verdad. Huiste de Kabul, hasta Khor, donde La muerte de la triple hoja ningún amigo del emir sería bienvenido. Y tu enemistad hacia los ingleses es bien conocida. Los batini necesitan un hombre como tú. Pero no puedo admitirte en la Hermandad hasta que el señor Bagheela te vea y te pruebe. No se halla en Shalizahr en este momento, pero estará aquí mañana al amanecer. —Mientras tanto, me gustaría saber cómo supiste de nuestra hermandad y de nuestra ciudad. Gordon se encogió de hombros. — ¿Qué misterio de las montañas se oculta de mí? Oigo los secretos que canta el viento mientras sopla a través de las ramas de los tamariscos secos. Entiendo el grito de los milanos mientras dan vueltas por encima de las gargantas de Gomul. Conozco las historias que se susurran en torno a las hogueras de estiércol que los hombres de las caravanas preparan en los abarrotados campamentos. —¿Entonces conoces nuestro propósito? ¿Nuestra ambición? —Sé cómo os llamáis a vosotros mismos. Hace mucho hubo otra ciudad sobre una montaña, gobernada por emires que se hacían llamar jeque Al Jebal... los Ancianos de la Montaña. Sus seguidores eran llamados Asesinos. Masticaban cáñamo, eran adictos al hashish, y sus métodos terroristas hicieron que los jeques fueran temidos por toda Asia occidental. —¡Sí! —Un oscuro fuego iluminó los ojos del persa—. El mismo Saladino los temía. Los cruzados los temían. El Shah de Persia, los emires de Damasco, los califas de Bagdad, los sultanes de Egipto y de los Seljuk rendían tributo a los jeques Al Jebal. No dirigían ejércitos en el campo de batalla; luchaban por medio del veneno, el fuego y la daga de triple hoja que mordía en la oscuridad. Sus emisarios de muerte cubiertos de escarlata partían con puñales ocultos para cumplir su mandato. Y los reyes morían en El Cairo, en Jerusalén, en Samarcanda, en Brusa. Sobre el monte Alamut, en Persia, el primer jeque, Hassan ibn Sabah, construyó su grandiosa ciudad castillo, con sus recónditos jardines donde permitía a sus seguidores saborear las delicias del paraíso, donde bailarinas hermosas como huríes se movían gráciles entre las flores y los sueños del hashish lo cubrían todo de éxtasis. —Los seguidores eran drogados y llevados al jardín —dijo Gordon con un gruñido—. Creían que estaban en el Paraíso del Profeta. Luego volvían a ser drogados y llevados fuera, y se les decía que para recuperar aquel éxtasis sólo tenían que obedecer al jeque hasta la muerte. Ningún rey gozó nunca de una obediencia tan absoluta como la que los fedayín concedieron a los jeques. Hasta que los mongoles a las órdenes de Hulagu Khan destruyeron sus castillos en la montaña en 1256, amenazaron con destruir la civilización oriental. —¡Sí! ¡Soy descendiente directo de Hassan ibn Sabah! —Un resplandor fanático destelló en los oscuros ojos—. Durante toda mi juventud soñé con la gran- «No mostraba ningún respeto hacia la autoridad que se engalana a sí misma con pompa y arrogancia y arbitrario culto a la primacía, y en cambio manifestaba un permanente desprecio hacia ciertas clases de funcionarios deza de mis antepasados. La riqueza que manó de repente de las tierras yermas de mi familia, dinero occidental que llegó hasta mí gracias a los minerales allí encontrados, hizo que el sueño se convirtiera en realidad. ¡Othman el Aziz se convirtió en el jeque Al Jebal! “Hassan ibn Sabah era discípulo de Ismail, quien le enseñó que todas las obras y hombres son uno a los ojos de Alá. El credo ismailita es ancho y profundo como el mar. Pasa por alto las diferencias raciales y religiosas, y une a hombres de sectas enfrentadas. Es el único poder capaz de conseguir a la postre una Asia unida. La gente de mis propias montañas nativas no había olvidado las enseñanzas de Ismail, ni los jardines de los hashishin. Entre ellos recluté a mis primeros seguidores. Pero pronto otros acudieron en tropel a mí hasta las montañas de Kurdistán donde levanté mi primera fortaleza... yezidi, kurdos, drusos, árabes, persas, turcos... forajidos, hombres sin esperanza, que estaban dispuestos incluso a renegar de Mahoma para saborear el Paraíso en la tierra. Pero el credo batini no abjura de nada; une. Mis emisarios viajaron por toda Asia, arrastrando seguidores hasta mí. Elegí a mis hombres con cuidado. Mi banda ha crecido despacio, pues cada miembro era probado para demostrar que era adecuado para servirme. Raza y credo no constituyen ninguna diferencia; entre mis fedayín se cuentan musulmanes, hindúes, adoradores de Melek Taus del monte Lalesh, devotos de Erlik venidos del Gobi. “Hace cuatro años vine con mis seguidores a esta ciudad, entonces un amasijo de ruinas viniéndose abajo, desconocida por los montañeses porque sus supersticiosas leyendas los mantenían lejos de ella. Hace siglos fue una ciudad de los Asesinos, y fue asolada por los mongoles. Cuando llegué, los edificios eran piedra desmoronada, los canales estaban llenos de escombros, los sotos convertidos en una silvestre maraña. Llevó tres años reconstruirla, y la labor costó la mayor parte de mi fortuna, pues transportar material aquí en secreto fue un trabajo arduo y peligroso. Lo trajimos de Persia, desde el oeste, por la antigua ruta de caravanas, y subiendo por una antigua rampa sobre el lado occidental de la meseta, que hice destruir después. Pero al final pude contemplar la olvidada Shalizahr tal como era en los días de los antiguos jeques. “¡Mira! —Se levantó e hizo señas a Gordon de que le siguiera. Los gigantes negros rodearon al jeque por ambos lados, y éste encabezó el grupo al interior de una alcoba insospechada hasta que uno de los negros corrió un tapiz detrás del trono. Salieron a un balcón de celosía que daba al interior de un jardín cercado por un muro de cuatro metros, el cual estaba casi por completo oculto por los espesos plantíos de arbustos. Una exótica fragancia brotaba de los macizos de árboles, arbustos y flores, y plateadas fuentes tintinaban cantarinas. Gordon pudo ver mujeres moviéndose entre los árboles, sin velo y escasamente vestidas con transparente seda y terciopelo cubierto de joyas: esbeltas, cimbreñas muchachas, árabes, persas e hindúes en su mayoría, y de pronto encontró explicación a las misteriosas desapariciones de ciertas jóvenes de la India, que en los últimos años habían aumentado demasiado para ser explicadas por incidentales secuestros por parte de reyezuelos nativos. Los hombres, con el aspecto de durmientes del opio, yacían bajo los árboles sobre cojines de seda, y una música nativa plañía melodiosa tañida por ocultos músicos. Era fácil de entender cómo un oriental, sus sentidos a la vez drogados y enardecidos por el hashish, creería estar en el Paraíso del Profeta, al despertar en aquel fantástico jardín. —He copiado, y mejorado, los jardines de hashish de Hassan ibn Sabah —dijo el jeque, cerrando por fin la ventana batiente ingeniosamente disimulada y dándose la vuelta para volver a la estancia del trono—. Te enseño esto porque no pretendo que “pruebes el Paraíso” como los otros. No soy tan idiota como para creer que te dejarías engañar como ellos. No es necesario. No hay problema en que conozcas estos secretos. Si Bagheela no te acepta, tu conocimiento morirá contigo; si lo hace, entonces no has sabido más de Weird Tales de Lhork 81 Robert E. Howard «Era casi como un destello de recuerdos en los que se veía a sí mismo, un guerrero de pelo y ojos negros venido de una lejana isla del oeste, ataviado con la cota de malla de un cruzado, avanzando con paso firme a través de los laberintos velados de intriga de una ciudad de Asesinos lo que sabrás en cualquier caso como uno de los Hijos de la Montaña. “Puedes subir alto en el imperio que estoy erigiendo. Seré tan poderoso como lo era mi antepasado. Tres años estuve preparándome. Luego comencé a atacar. En el último año mis fedayín han partido con dagas envenenadas como lo hicieran en tiempos pasados, sin acatar otra ley que mi voluntad, incorruptible, invencible, buscando la muerte antes que la vida. —¿Y tu ambición última? —¿No la has adivinado? —casi susurró el persa, con los ojos abiertos y en blanco de un extraño fanatismo. —¿Quién no? Pero preferiría oírlo de tus labios. —¡Gobernaré toda Asia! ¡Sentado aquí en Shalizahr regiré el destino del mundo! Los reyes en sus tronos no serán sino marionetas bailando al son de mis cuerdas. Aquellos que osen desobedecer mis órdenes morirán de repente. Pronto nadie osará hacerlo. El poder será mío. Poder: ¡Alá! ¿Hay algo más grande? Gordon no contestó. Estaba contrastando las repetidas referencias del jeque a su poder absoluto con sus comentarios relativos al misterioso Bagheela que debía decidir sobre Gordon. Aquello parecía indicar que la autoridad del jeque en Shalizahr no era suprema, después de todo. Gordon se preguntó quién era ese Bagheela. El término simplemente significaba «pantera», y lo más probable es que fuera un tratamiento como su propio nombre nativo de El Borak. —¿Dónde está el sij, Lal Singh? —preguntó bruscamente—. Tus yezidi se lo llevaron, tras asesinar a Ahmed Shah. La expresión de sorpresa e ignorancia por parte del persa resultó exagerada. —No sé a quién te refieres. Los yezidi no trajeron ningún cautivo con ellos desde la Garganta de los Fantasmas. Gordon sabía que estaba mintiendo, pero también comprendía que sería inútil seguir insistiendo en aquel momento. No podía imaginar por qué Othman había de negar saber del sij, el cual estaba seguro había sido llevado dentro de la ciudad, pero podía ser peligroso presionarle, tras una negativa en regla del persa. 82 Weird Tales de Lhork El jeque hizo una seña al negro, que volvió a golpear el gong, y de nuevo entró Musa, haciendo una zalema. —Musa te mostrará el camino hasta una cámara donde te serán llevadas comida y bebida —dijo—. No eres un prisionero, por supuesto. Ningún guardia te vigilará. Pero debo pedirte que no abandones la cámara hasta que te mande llamar. Mis hombres recelan de los feringhi, y hasta que seas admitido formalmente en la hermandad... Dejó sin acabar la frase. CAPÍTULO 4. SUSURRO DE ESPADAS El impasible Musa condujo a Gordon a través de las puertas de bronce, más allá de las filas de relucientes guardias, y a lo largo de un estrecho y serpenteante corredor que salía del amplio vestíbulo. A cierta distancia de la sala de audiencia hizo entrar a Gordon en una cámara de abovedado techo de marfil y sándalo, con una maciza puerta de caoba con refuerzos de bronce. No había ventanas. El aire y la luz llegaban a través de aberturas ocultas en la cúpula. Las paredes se hallaban cubiertas de ricos tapices, el suelo tapado por alfombras sembradas de cojines. Mas un diván de terciopelo era el único mobiliario. Musa se retiró sin decir palabra con una reverencia, cerrando la puerta al salir, y Gordon se sentó en el diván. Era la situación más extraña en la que se había encontrado nunca, en el curso de una vida llena de audaces aventuras y sangrientos episodios. Se sentía fuera de lugar con sus botas y su polvoriento caqui, en aquella misteriosa ciudad que atrasaba el reloj del Tiempo casi mil años. Experimentaba la curiosa sensación de haberse extraviado fuera de su propia era yendo a parar a un perdido y olvidado pasado; un pasado que ya había conocido. Era casi como un destello de recuerdos en los que se veía a sí mismo, un guerrero de pelo y ojos negros venido de una lejana isla del oeste, ataviado con la cota de malla de un cruzado, avanzando con paso firme a través de los laberintos velados de intriga de una ciudad de Asesinos. Se sacudió de encima la idea con impaciencia. Creía más que a medias en la reencarnación, pero aquel asunto no era ningún resurgimiento corriente de misticismo. El jeque Al Jebal podía reinar de forma absoluta en Shalizahr donde eras durmientes despertaban a la vida inmortal, pero Gordon intuía algo detrás de todo aquello... una confusa y gigantesca forma amenazando detrás de los velos de misterio e ilusión. ¿Cuál era el premio por el cual las grandes naciones del mundo peleaban a puerta cerrada? ¡La India! La llave dorada de Asia. Había algo más que el loco capricho de un visionario persa detrás de aquella fantástica maquinación. Solamente reconstruir la ciudad habría requerido un asombroso desembolso de dinero. Dudaba de lo que había afirmado Othman acerca de haber utilizado el dinero de su propia fortuna personal. Dudaba que la fortuna de cualquier persa hubiese bastado. Los edificios de Shalizahr indicaban un poderoso respaldo, con ilimitados recursos. Luego Gordon olvidó todos los demás aspectos de la aventura en su preocupación por Lal Singh. Impasible en cuanto al peligro que él mismo corría, y al destino de las naciones, se levantó paseándose como un tigre enjaulado mientras meditaba sobre el misterio de la desaparición del sij. ¿Por qué había negado Othman saber sobre el prisionero? Aquello resultaba un tanto siniestro. Gordon se sentó al oír las amortiguadas pisadas de sandalias en el corredor de fuera, y de inmediato la puerta se abrió y Musa entró, seguido por un enorme negro portando viandas en platos de oro, y un dorado jarro de vino. Musa cerró la puerta deprisa, pero no antes de que Gordon pudiera entrever la punta de un casco saliendo de los tapices que sin duda ocultaban una alcoba al otro lado del corredor. Así que Othman había mentido al decir que no dispondría ningún guardia para vigilarlo. Al instante Gordon se consideró dispensado de cualquier acuerdo implícito para que permaneciera en la cámara. —Vino de Shiraz, sahib, y comida —le señaló Musa, de forma innecesaria—. Dentro de poco una muchacha hermosa como una hurí será enviada para entretener al sahib. Gordon abrió la boca para rechazar el ofrecimiento, cuando comprendió que la chica sería enviada de todas formas, para espiarle, así que asintió dando su consentimiento. Musa hizo señas al esclavo para que depositase la comida, y él mismo probó cada plato y bebió a generosos sorbos del vino, antes de retirarse con una reverencia, llevando al negro delante de él. Gordon, alerta como un lobo hambriento en una trampa, advirtió que el persa había probado el vino en último lugar, y que se tambaleaba ligeramente al dejar la cámara. La muerte de la triple hoja Cuando la puerta se cerró detrás de él, Gordon alzó la jarra de vino y olió a pleno pulmón el contenido. Mezclada con el aroma del vino, tan débil que sólo unas narices como las suyas podrían haberla detectado, había una aromática fragancia que reconoció. No se trataba de un veneno, tan sólo de una droga oriental sin nombre que causaba un profundo sopor durante un corto tiempo. El catador se había apresurado a salir de la estancia antes de que le rindiera el sueño. Gordon se pregunto si, después de todo, Othman planeaba conducirlo al Jardín de las Huríes. Su análisis, reforzado por la experiencia adquirida a lo largo de años de intrigas orientales, le hizo convencerse de que la comida no había sido manipulada, y se puso a comer con entusiasmo. Apenas había terminado de hacerlo cuando la puerta volvió a abrirse, justo lo suficiente para permitir que una esbelta y flexible figura se deslizara a través de ella: una muchacha ataviada con un peto de oro, corsé cubierto de joyas, y pantalones de transparente seda. Podía haber salido del harén de Haroun o Raschid. Pero Gordon se puso en pie como un muelle de acero desenrollándose, pues la había reconocido antes incluso de que alzara su vaporoso yasmaq. —¡Azizun! ¿Qué estás haciendo aquí? Los grandes ojos oscuros de ella estaban dilatados de miedo y agitación; sus palabras se derramaban una sobre otra mientras sus blancos dedos se movían trémulos en las manos de él de una forma lastimosamente infantil. —Me raptaron, una noche mientras paseaba por el jardín de mi padre en Delhi, sahib. “Me llevaron en una caravana de hombres que se hacían pasar por mercaderes de caballos, hasta Peshawar, y luego a través del Khyber, y al fin hasta esta ciudad de demonios, con otras seis chicas raptadas en la India. Sus caravanas de esclavos obran constantemente ante los mismos ojos de los británicos. Obligan a las chicas a sentarse dentro de los vagones tapados, bien ocultas, y sin atreverse a gritar para pedir ayuda, pues siempre hay un cuchillo cerca de ellas, hasta que pasan el Khyber. Más allá del Khyber nadie presta atención a los gritos de una mujer raptada. En la India las hacen pasar por las esposas, hijas y hermanas de los “mercaderes de caballos”. En Peshawar hay un funcionario hindú al servicio de los batini. Docenas de mujeres son llevadas a través del Khyber cada año con su ayuda. Gordon no profirió ningún juramento, pero sus pensamientos eran profanos y homicidas. Pensar que aquel abominable comercio había estado teniendo lugar bajo sus mismas narices lo espoleaba volviéndolo loco de rabia; y también daba muestras de la eficiencia y organización de los ismailitas. —¿Cuál es el nombre de ese funcionario? —preguntó torvamente. —Ditta Ram. —¡Conozco a ese canalla! —El contraerse de sus músculos labiales evidenció la feroz satisfacción de Gordon al dar con la oportunidad de saldar una vieja deuda. Entonces volvió al presente. El desenmascaramiento de Ditta Ram y una cuchillada en su gordo vientre en la lucha que seguro seguiría, era algo en el futuro. Azizun estaba hablando, balbuceando aprisa. —¡Llevo viviendo aquí un mes! Casi me muero de vergüenza. He visto a otras chicas morir bajo tortura. Han hecho de mí una “hurí” en su horrible jardín del Paraíso. Mi corazón casi se parte cuando te vi entrar en medio de los espadachines de Muhammad ibn Ahmed. Estaba observando desde un portal cubierto de tapices. Mientras me rompía la cabeza pensando en cómo conseguir hablar contigo, el Amo de las Muchachas vino para enviar a una chica junto al sahib para sonsacarle sus secretos, si es que tenía alguno. Le persuadí para que me enviara. Cree que soy tu enemiga. Le dije que habías matado a mi hermano — Por un momento pensó en lo descabellado de su mentira; su hermano era uno de los mejores amigos de Gordon. —Dime, Azizun, ¿sabes algo de Lal Singh, el sij? —¡Sí, sahib! Lo trajeron aquí cautivo para hacer de él un feday, pues ningún sij se ha unido todavía al culto, y los Amos están muy deseosos de procurarse uno que tenga poder en el Punjab. Pero Lal Singh es un hombre muy fuerte, como el sahib sabe, y una vez llegaron a la ciudad y lo dejaron en manos de los guardias árabes, se liberó y con sus manos desnudas mató al hermano de Muhammad ibn Ahmed. Muhammad exigió su cabeza y es demasiado poderoso para que Othman incluso se niegue a complacerle. —Así que por eso mintió el jefe sobre Lal Singh —dijo para sí Gordon. —Sí, sahib. Lal Singh se encuentra en una mazmorra bajo palacio, y mañana ha de ser entregado al árabe para su tortura y ejecución. El rostro de Gordon, sin llegar a cambiar su expresión, se ensombreció tornándose siniestro. —Condúceme esta noche hasta el dormitorio de Muhammad —la instó, sus entornados ojos traicionando su mortífera intención. —No, duerme entre sus guerreros, todos probados espadachines del desierto, demasiados incluso para tu hoja, Príncipe de las Espadas. ¡Te llevaré hasta Lal Singh! —¿Qué hay del guardia oculto en el corredor? —Hay un pasadizo secreto que sale de este cuarto hasta las mazmorras. No nos verá dejar la cámara. Y no abrirá la puerta, ni dejará que nadie más entre hasta que me haya visto salir. Corrió a un lado el tapiz de la pared opuesta a la puerta e hizo presión sobre un grabado en arabesco. La pared giró hacia dentro, revelando una angosta escalera que bajaba serpenteando hacia honduras sin luz. —Los amos creen que sus esclavos no conocen sus secretos —murmuró ella—. Ven —Sacó una minúscula vela y la encendió, y sosteniéndola en alto en su delgada mano encabezó la marcha por la escalera, empujando la pared detrás de ellos. Descendieron hasta que Gordon estimó que se hallaban muy por debajo de palacio, y entonces dieron con un estrecho túnel llano que partía del pie de la escalera. —Estamos bajo uno de los jardines exteriores ahora —dijo ella—. Un rajput que planeaba escapar de Shalizahr me enseñó esta ruta secreta. Pensaba huir con él. Ocultamos armas y comida aquí. Fue capturado y sometido a tortura, pero murió sin delatarme. Aquí está la espada que escondió —Hizo una pausa y palpó un nicho, sacando una hoja que ofreció a Gordon. Éste la cogió, presumiendo que necesitaría un arma como aquélla antes de que lograran escapar de allí. Unos instantes más tarde llegaron junto a una puerta blindada de hierro, y Azizun, indicándole con un gesto que tuviera cuidado, tiró de Gordon hasta ella y le mostró una diminuta abertura por la que mirar. Éste pudo ver un corredor bastante amplio, flanqueado a un lado por una pared lisa en la que había una única puerta de ébano, curiosamente adornada y fuertemente atrancada, y al otro por una hilera de celdas con puertas barradas. El corredor no era largo. Podía ver ambos extremos, cerrados por una pesada puerta. Arcaicas lámparas de bronce colgadas a intervalos arrojaban una suave luz. Ante la puerta de una de las celdas se encontraba un resplandeciente árabe de brillante coselete y casco de plumas, cimitarra en mano. Tenía nariz de halcón, la barba negra, su porte arrogante un seguro de destreza. Los dedos de Azizun se cerraron sobre el brazo de Gordon. —Lal Singh está en la celda que guarda —susurró—. No dispares al árabe. Mátalo sin hacer ruido. No lleva pistola y está orgulloso de su habilidad con la espada. No gritará hasta que se sepa vencido. El sonido del acero no se oirá arriba. Gordon sopesó la hoja que ella le había dado: largo acero hindú, ligero pero casi inquebrantable, afilado como una navaja para acuchillar, y no demasiado curvado para una estocada. Era de la misma longitud que la cimitarra del árabe. Gordon abrió de un empujón la puerta secreta y se adentró en el corredor. Vio el barbado rostro de Lal Singh mirando fijamente a través de los barrotes detrás del árabe. Gordon no había hecho sonido alguno al salir de su escondite, pero los ocultos goznes chirriaron, y el árabe se dio la vuelta como un gato, gruñó sorprendido, le lanzó una mirada salvaje, y luego atacó con la determinación instantánea de una pantera. Gordon le hizo frente en mitad de la embestida, y el sij de mirada salvaje aferrando los barrotes hasta que sus nudillos palidecieron, y la muchacha hindú acuclillada junto a la abierta entrada fueron tesWeird Tales de Lhork 83 Robert E. Howard tigos de un combate a espada que habría hecho arder la sangre de reyes. Los únicos sonidos eran el rápido, suave, seguro arrastrarse y pisar de pies, el deslizarse y raspar de acero sobre acero, la respiración de los luchadores. Las largas y ligeras hojas parpadeaban como una ilusión bajo la tenue luz. Eran como seres vivos, como lenguas de serpientes, arremetiendo y destellando; como parte de los hombres que las blandían, unidas no sólo a la mano, sino al cerebro también. Para la chica la escena era desconcertante, incomprensible. Pero Lal Singh, que se había hecho hombre con una espada en la mano, comprendía y apreciaba en toda su extensión la superlativa habilidad que centelleaba ante él en relampagueantes maniobras, y a cada estocada se quedaba helado y ardía con el deslumbrante brillo de la refriega. Antes incluso que el árabe, supo cuando el equilibrio oscilaba de forma casi imperceptible; percibió el inevitable desenlace un instante antes de que el labio del árabe dejara al descubierto sus dientes en feroz reconocimiento de la derrota y decidiera desesperado llevarse a su enemigo con él. Pero el final llegó antes incluso de que Lal Singh se diera cuenta de su inminencia. Un resonar más alto de hojas, un relámpago de acero que confundía al ojo que tratara de seguirlo, la parpadeante hoja de Gordon pareció acariciar ligeramente el cuello de su enemigo al pasar, y luego el árabe yacía sobre su propia sangre en el suelo. Con la cabeza casi separada del cuerpo. Había muerto sin un solo grito. Gordon lo contempló por un momento, la espada en su mano manchada con un hilo de carmesí. Su camisa había sido desgarrada y su musculoso pecho subía y bajaba con calma. Sólo una capa de sudor que relucía sobre éste y sobre su ceño revelaba lo agotador de su esfuerzo. Inclinándose arrancó un manojo de llaves del cinturón del muerto. El rechinar del acero en la cerradura pareció despertar a Lal Singh de un trance. —¡Sahib! ¡Estás loco al entrar a este nido de serpientes! ¡Quién habría pensado que un árabe podía manejar así una espada! ¡Me ha hecho recordar los viejos tiempos cuando enfrentábamos nuestro acero contra las mejores espadas de los turcos! —Vamos, fuera —Gordon abrió de un tirón la puerta, y el sij salió, ligero y ágil como una enorme pantera. Sin turbante, y medio desnudo, su condición sin embargo no disminuía la hombría de su porte. Gordon pensó con rapidez. —No tendremos ninguna oportunidad si nos evadimos antes de que sea de noche. Azizun, ¿cuándo vendrá otro hombre a relevar al que he matado? —Cambian los guardias cada cuatro horas en estas mazmorras. Su turno acababa de empezar. —¡Bien! Eso nos deja cuatro horas de margen —Echó un vistazo a su reloj y se 84 Weird Tales de Lhork sorprendió al ver la hora. Llevaba en Shalizahr mucho más tiempo del que pensaba. “Dentro de cuatro horas se pondrá el sol. Tan pronto como oscurezca del todo, trataremos de huir. Hasta que estemos listos Lal Singh se ocultará en la escalera secreta. —Pero cuando el guardia venga a relevar a este hombre —dijo el sij—, se sabrá que he escapado de mi celda. Deberías haberme dejado aquí hasta estar listo para partir, sahib. —No me atrevía a correr el riesgo. Tal vez no hubiese podido sacarte llegado el momento. Tenemos cuatro horas antes de que descubran que te has ido. Cuando se enteren, tal vez la confusión nos ayude. Esconderemos este cuerpo en alguna parte. Se volvió hacia la puerta curiosamente decorada, pero Azizun jadeó, asiendo su brazo: «¡Por ahí no, sahib! ¿Abrirías la puerta al infierno?» —¿Qué quieres decir? ¿Qué hay del otro lado de esa puerta? —No lo sé. Los cadáveres de hombres y mujeres ejecutados son arrojados sobre el borde de la meseta para que los milanos los devoren. Pero a través de esta puerta llevan a desdichados que han sido torturados pero todavía viven. Qué es de ellos no lo sé, pero los he oído gritar, de forma más espantosa que estando bajo tortura. Las chicas dicen que un djinn tiene su guarida del otro lado de esa puerta, y que se niega a devorar a los muertos, aceptando sólo sacrificios vivos. —Tal vez sea así —dijo Lal Singh escéptico—. Pero vi a un esclavo hace unas horas abriéndola y arrojando algo a través de ella que no era ni un hombre ni una mujer, aunque de qué se trataba no sé decirlo. —Sin duda era un niño —se estremeció ella. Pero Gordon ya estaba arrastrando el cuerpo del árabe dentro de la celda y desvistiéndolo. Mandó a Lal Singh que entrase en la celda y se quitase los harapos que le habían dejado sus aprehensores, y vistió al muerto con las ropas del sij dejando el cadáver en el rincón más apartado, de espaldas a la puerta, de forma que su rajada garganta no era visible a primera vista. El árabe no era tan alto como el sij pero en posición fetal la diferencia no resultaría tan apreciable. Lal Singh se puso tantas prendas y equipo del muerto como le fue posible, lo cual no incluía ni el casco ni el coselete; se los llevó con él para esconderlos en el túnel secreto. Gordon cerró la puerta de la celda al salir, y entregó las llaves al sij. —No podemos hacer nada con la sangre del suelo. Cuando venga el otro guardia, tal vez crea que el árabe eres tú, dormido o muerto, y se ponga a buscar al primer guardia en vez de a ti. Cuanto más tarden en descubrir que has huido, más tiempo tendremos. No he pensado ningún plan concreto para salir de la ciudad; eso dependerá de las circunstancias. Si descubro que no puedo escapar mataré a Othman... y el resto estará en manos de Alá. “En caso de que vosotros dos lo consigáis y yo no, tratad de volver por el sendero y reuníos con los ghilzai que están en camino. Mandé a Yar Ali Khan a buscarlos. Partió al amanecer. Si encontró los caballos a salvo debería llegar a Khor poco después del anochecer. Los ghilzai deberían alcanzar el cañón bajo la meseta en algún momento de mañana por la mañana. Regresaron a la puerta secreta que, una vez cerrada, daba la impresión de ser parte de la pared lisa de piedra, y deteniéndose sólo lo suficiente para que Azizun volviera a encender su vela, atravesaron el túnel y subieron la escalera. —Tenéis que ocultaros aquí hasta que llegue el momento —dijo Gordon—. Toma las espadas, y la vela, y mi linterna eléctrica. Y esto, también —Le obligó a aceptar la gran máuser azul, pese a sus protestas. —La necesitarás antes de que acabe la noche. Si algo me pasa, coge a la chica e intenta escapar cuando se haga oscuro. Si ninguno de nosotros viene a por ti en cuatro horas, abre la puerta oculta y huye solo. —Como desees, sahib. Para mi vergüenza me cogieron por sorpresa. Pero los yezidi se arrastraron fuera del barranco como gatos, y uno me derribó con una piedra lanzada con una honda antes de que percibiese su presencia, retirándose en la oscuridad donde el mismo diablo no podría haberlos visto. Cuando recobré el sentido estaba amordazado y mis brazos atados a la espalda. De igual forma, me dijeron, habían abatido a Ahmed Shah. Sólo que a él le cortaron la garganta, porque los ismailitas no quieren saber nada de la gente de la montaña, temiendo que éstos hablen con los suyos, y revelen así el secreto de Shalizahr. Los yezidi son como felinos deslizándose en las tinieblas. Aun así es una gran vergüenza para mí. Y diciendo esto se sentó con las piernas cruzadas sobre el peldaño superior y se acomodó para su larga vela con la tranquilidad de su raza. Cuando Gordon y Azizun estuvieron de vuelta en la cámara, y Azizun hubo colgado con cuidado el tapiz sobre la pared falsa, Gordon dijo: —Es mejor que te vayas ahora. Si te quedas demasiado tiempo pueden llegar a sospechar. Ingéniatelas para volver aquí conmigo tan pronto como entre la noche. Tengo una idea y he de quedarme en esta cámara hasta que el tal Bagheela regrese. Cuando vuelvas, dile al guardia de fuera que te envió el jeque. Me ocuparé de él cuando estemos listos para partir. Y por cierto, trajeron este vino drogado justo antes de que vinieses. Diles que me has visto beberlo. Creo que sé por qué lo enviaron. —¡Sí, sahib! Volveré después que anochezca —La muchacha temblaba de miedo y agitación, pero se controló de forma admirable. Hubo lástima en los ne- La muerte de la triple hoja gros ojos de Gordon al contemplar su esbelta figura, moviéndose decidida, al atravesar la puerta. Hija mimada de un rico mercader musulmán de Delhi, no estaba acostumbrada a un tratamiento como el que había recibido en Shalizahr. Pero lo estaba soportando bien. Gordon alzó la jarra de vino, se manchó los labios con él lo justo para emitir un olor que sería detectado por narices agudas, luego vació el contenido en un rincón detrás de los tapices, y se arrojó sobre el diván simulando estar dormido, la copa tirada sobre el suelo junto a su mano. Solamente transcurrieron unos minutos hasta que la puerta volvió a abrirse. Una muchacha entró. Gordon no abrió los ojos, pero supo que se trataba de una chica por el leve susurro de sus pies desnudos sobre las gruesas alfombras, y por la fragancia de su perfume, al igual que supo por eso mismo que no era Azizun regresando. A todas luces el jeque no depositaba demasiada confianza o responsabilidad en ninguna mujer. Gordon no creía que hubiese sido enviada allí para matarlo (el veneno en el vino habría bastado para tal propósito) así que no corrió el riesgo de atisbar entreabriendo los párpados. Que la muchacha estaba asustada era evidente por lo rápido y agitado de su respiración al inclinarse sobre él. La nariz de ella casi tocó sus labios, y la oyó suspirar de alivio al creer que olía el vino drogado en su aliento. Sus suaves manos se deslizaron sobre él, buscando armas ocultas, y mientras palpaba la funda vacía bajo su axila izquierda se alegró de haber dejado la pistola con Lal Singh. Para seguir con el engaño se habría visto obligado a dejar que la cogiera. Ella se fue en silencio, la puerta se cerró sin hacer ruido, y él siguió tendido quieto. Por qué no descansar un poco. Debían pasar cuatro horas antes de que pudiera llevar a cabo cualquier clase de movimiento. Hacía tiempo había aprendido a comer y dormir en cuanto podía. Estaba jugando a un juego con la Vida y la Muerte como premio. Su mascarada pendía de un hilo. Su vida y la de sus compañeros dependían de que encontrara una vía de escape de la meseta aquella noche. No tenía ningún plan todavía; no tenía la menor idea de cómo iban a huir de la ciudad y descender los acantilados. Estaba apostando a que sería capaz de hallar o inventar una forma cuando llegara la hora. Y mientras tanto durmió tan tranquila y profundamente como si se hallara acostado en la casa de un amigo, a salvo en su país natal. CAPÍTULO 5. LA MÁSCARA CAE Como la mayoría de los hombres que viven de milagro, Gordon había adquirido la habilidad de dormir justo el tiempo que deseaba, y de despertarse cuando había decidido. Pero no le dejaron dormir sus cuatro horas. «Que la muchacha estaba asustada era evidente por lo rápido y agitado de su respiración al inclinarse sobre él. La nariz de ella casi tocó sus labios, y la oyó suspirar de alivio al creer que olía el vino drogado en su aliento Su sueño era tranquilo y profundo, pero despertó en el instante en que una mano tocó la puerta. Se puso de pie mientras entraba Musa, con la inevitable zalema. —El jeque Al Jebal requiere tu presencia, sahib. El amo Bagheela ha regresado. Así que la misteriosa Pantera había vuelto antes de lo que el jeque esperaba. Gordon percibió una premonitoria tensión al seguir al persa fuera de la cámara. Un vistazo de reojo le reveló un bulto en el tapiz donde había entrevisto el casco; el guardia seguía allí. Musa no le hizo volver a la estancia donde el jeque le había recibido por primera vez. Fue conducido a través de un tortuoso corredor hasta una puerta dorada ante la cual se hallaba un espadachín árabe. Éste la abrió, y Musa urgió a Gordon a atravesar el umbral. La puerta se cerró detrás de ellos, y Gordon se detuvo de pronto. Se encontraba en una amplia habitación sin ventanas, pero con varias puertas. Al otro lado de la estancia el jeque se arrellanaba sobre un diván con sus esclavos negros detrás de él, y apiñada alrededor de él había una docena de hombres armados de varias razas: kurdos, drusos y árabes, y un orakzai, el primer pathano que Gordon había visto en Shalizahr, un velludo y harapiento rufián lleno de cicatrices a quien Gordon conocía como Khuruk Khan, ladrón y asesino. Pero el americano dedicó solamente un brevísimo vistazo a aquellos hombres. Toda su atención estaba fijada en el hombre que dominaba la escena. Dicho hombre se alzaba entre él y el diván del jeque, con la postura de piernas abiertas de un jinete... bien parecido a su oscura, saturnina manera. Era más alto que Gordon, y de constitución más nervuda, viéndose remarcada su delgadez por sus ceñidos pantalones y botas de montar. Una mano acariciaba la culata de la pesada automática que colgaba ante su muslo, la otra se atusaba el fino bigote negro. Y Gordon supo que el juego había terminado. Pues aquél era Ivan Konaszevski, un cosaco, que conocía a El Borak demasiado bien para ser engañado como lo había sido el jeque. —Éste es el hombre —dijo Othman—. Desea unirse a nosotros. Aquél a quien llamaban Bagheela la Pantera esbozó una sonrisa. —Ha estado fingiendo. El Borak nunca se convertiría en renegado. Está aquí en calidad de espía de los ingleses. Los ojos clavados sobre el americano se tornaron de pronto asesinos. La palabra de Bagheela bastaba para convencer a sus seguidores. Gordon rió en voz alta, y ninguno de los que le oyeron comprendió por qué. Ivan Konaszevski tampoco. Conocía a Gordon lo bastante bien para discernir la verdad de la mentira y sabía qué estaba haciendo realmente en Shalizahr. Pero no lo conocía lo bastante bien para entender aquella risa, ni la oscura llama que brotó en sus negros ojos. La carcajada de Gordon no era ninguna burla de sí mismo, ni debida a la clase de cinismo que se mofa de la propia derrota. Bajo el inescrutable exterior de Gordon acechaba la indómita alma de una fiera. Hacía mucho que había aprendido lo estúpido que era luchar salvo como último recurso. Pero en aquel momento el juego había acabado. Todas las máscaras habían caído. Había hecho todo lo que podía con astucia y sutileza. Su espalda estaba contra la pared, y luchar era todo lo que le quedaba. Podía sumirse en la deslumbrante locura de la batalla sin dudas ni remordimientos sin considerar las consecuencias. La risotada que tanto sorprendió a sus enemigos se alzó con feroz exultación desde los abismos de su tormentosa alma. Pero por el momento se contuvo; la ardiente llama en sus ojos era todo lo que había para advertir a sus enemigos, y ellos no reconocieron aquella advertencia. El jeque hizo un gesto de repudio. —En estos asuntos siempre acato tu juicio, Bagheela. Conoces a este hombre. Yo no. Haz lo que desees. No temas. Está desarmado. Al saber de la indefensión de su presa, una lobuna fiereza aguzó los rostros de los guerreros, y Khuruk Khan medio sacó un cuchillo del Khyber de un metro de su Weird Tales de Lhork 85 Robert E. Howard «Antes de que el cosaco pudiera sacar su pistola Gordon saltó y golpeó como ataca una pantera. El impacto de su puño cerrado fue como el de un martillo pilón y Konaszevski se derrumbó, con la mandíbula chorreando sangre recamada vaina. Había mucho afilado acero bien visible, pero sólo el cosaco tenía una pistola a la vista. —Eso lo hará más fácil —rió Konaszevski, luego pasó a hablar en ruso, que el persa no pareció entender—. Gordon, estás loco al venir aquí. Deberías haber sabido que te encontrarías con alguien que te conociese tal como eres en realidad... no como estos idiotas creen que eres. —Tú eras el comodín de la baraja —admitió Gordon—. No sabía que los nativos te llamaban Bagheela. Eso fue lo que me engañó. Pero sabía que alguna potencia europea debía estar detrás de esta mascarada. Tus amos sueñan con un imperio asiático, ¿no? Así que te enviaron a unir fuerzas con un fanático; a ayudarle a levantar una ciudad, y utilizarlo. Proporcionaron el dinero, y armas e ingenio europeos. ¿Qué esperan conseguir? ¿Sustituir a cada soberano asiático hoy día amistoso con Inglaterra por una marioneta que obedezca sus órdenes? ¿Intimidar a sultanes y pachás hostiles por miedo a ser asesinados, para conseguir tratados favorables y concesiones? —En parte —reconoció con calma Konaszevski—. Se trata sólo de un hilo en una vasta telaraña de ambición imperial. No me molestaré en hacerte ver que podrías tomar parte en el imperio venidero si fueses inteligente. Conozco tu testarudez a la hora de negarte a hacer nada contra los intereses de la autoridad británica en la India, aunque no puedo entender por qué. Eres americano. Y ni siquiera eres de ascendencia inglesa. Antes incluso de que tus ancestros cruzaran el Atlántico habían combatido contra los ingleses durante siglos. Gordon sonrió adustamente. —No siento ningún afecto por Inglaterra como nación. Pero la India se encuentra mejor bajo su gobierno de lo que estaría bajo hombres que se sirven de peones como tú mismo. A propósito, ¿quiénes son tus amos en este momento? ¿Los agentes del zar, o algún otro? —¡Eso te importará poco en breve! —Konaszevski enseñó sus blancos dientes bajo el fino bigote negro con una carca86 Weird Tales de Lhork jada. Othman y sus hombres se movían inquietos, molestos al ser incapaces de seguir la conversación. El cosaco volvió a hablar en árabe—. Tu final será interesante de contemplar. Dicen que eres tan estoico como los pieles rojas de tu país. Tengo curiosidad por poner a prueba esa reputación. Atadle, soldados... Su gesto mientras llevaba la mano a la automática de su cadera fue pausado. Sabía que Gordon era peligroso, pero nunca había visto al occidental de cabello negro en acción; no era consciente de la salvaje rapidez que se escondía en los fuertes músculos de El Borak. Antes de que el cosaco pudiera sacar su pistola Gordon saltó y golpeó como ataca una pantera. El impacto de su puño cerrado fue como el de un martillo pilón y Konaszevski se derrumbó, con la mandíbula chorreando sangre, y la pistola saliéndose de su cartuchera. Antes de que Gordon pudiera hacerse con el arma, Khuruk Khan estaba sobre él. Sólo el pathano era consciente de la mortal velocidad y la fiereza en el ataque de Gordon, y ni siquiera él había sido lo bastante rápido para proteger al cosaco. Pero impidió que Gordon aferrara la pistola, pues El Borak tuvo que girarse y luchar a brazo partido con él cuando el cuchillo del Khyber de un metro se alzó sobre él. Gordon atrapó la mano del cuchillo por la muñeca mientras caía, parándola en mitad del golpe, marcándose los tendones de hierro en su propia muñeca con el esfuerzo. Su mano derecha arrancó una daga del cinto del pathano y la hundió hasta la empuñadura bajo sus costillas casi en el mismo movimiento. Khuruk Khan gimió y se vino abajo agonizando, y Gordon le arrancó el cuchillo de un tirón mientras se derrumbaba. Todo esto había sucedido en una abrumadora explosión de velocidad, durando apenas un instante. Konaszevski había caído y Khuruk Khan agonizaba antes de que los otros pudieran entrar en acción, y cuando lo hicieron se vieron enfrentados al cuchillo de un metro de largo en manos del más terrible luchador con arma blanca al norte del Khyber. A la vez que se giraba raudo para hacer frente al ataque, la larga hoja zumbó y un kurdo cayó, escapándosele la vida a través de una yugular cortada. Un árabe chilló, destripado. Un druso se acercó demasiado con una feroz cuchillada, y retrocedió tambaleándose, aferrando el muñón de su muñeca cubierto de chorreante carmesí. Gordon no pegó su espalda a la pared; de un salto se metió en medio de sus enemigos, blandiendo su goteante cuchillo de forma asesina. Éstos se arremolinaron por todas partes en torno a él; era el centro de un torbellino de hojas que destellaban, arremetían y acuchillaban, y sin embargo de algún modo erraban su blanco una y otra vez mientras él cambiaba su posición constantemente y tan rápido que engañaba al ojo que pretendía seguirlo. Su número los estorbaba; hendían el aire o se herían unos a otros, confundidos por su velocidad y desmoralizados por la lobuna ferocidad de su embestida. A una distancia tan mortalmente corta el largo cuchillo era más efectivo que las cimitarras y tulware. En manos de un hombre que sabe cómo esgrimirlo no hay arma más sanguinaria en el universo. Y Gordon hacía mucho que dominaba cada uno de sus usos, ya fuese el terrible golpe descendente que parte un cráneo, o el salvaje tajo hacia arriba que saca las entrañas de un hombre. Era trabajo para un carnicero, pero El Borak no hizo ningún movimiento en falso; no vacilaba ni se hallaba confuso en absoluto. No había ninguna indecisión o duda en su ataque. Se abrió paso a través de aquel tumulto de esforzados cuerpos y batientes hojas como un tifón, dejando una roja estela detrás de él. El sentido del tiempo se pierde en la ofuscación de la batalla. En realidad la refriega duró sólo unos instantes, luego los supervivientes retrocedieron, aturdidos y espantados por los estragos causados entre ellos. El Borak se giró, localizó al jeque que se había retirado hasta la pared más alejada, flanqueado por el impasible sudanés. Entonces, en el mismo momento en que los músculos de las piernas de Gordon se tensaban para dar un salto, un disparo le hizo volverse a medias. Un grupo de guardianes árabes apareció por la puerta que daba al corredor, apuntándole con sus rifles, mientras los que estaban en la estancia se apresuraban a salir de la línea de fuego. Gordon vaciló apenas un segundo, mientras los fusiles se alzaban hacia él. En aquel instante sopesó sus posibilidades de llegar hasta el jeque y matarlo antes de morir él mismo. Sabía que sería alcanzado en mitad del intento por al menos media docena de balas, pero no dudaba en enfrentar su feroz vitalidad contra la misma Muerte. Y entonces (todo parecía estar sucediendo al unísono) antes de que Gordon pudiese saltar o los árabes disparar, una puerta a la derecha se hizo añicos hacia dentro y una ráfaga de plomo barrió las filas de los fusileros. ¡Lal Singh! Con el primer restallar del máuser azul en poder La muerte de la triple hoja del sij Gordon cambió sus planes de la muerte a la vida. Cargó contra los árabes en el umbral en vez de ir a por el jeque. Desconcertados por la inesperada andanada que acabó con tres hombres e hizo que otros se tambalearan y gritaran, los árabes se sumieron en una desmoralizada confusión. Algunos dispararon a lo loco al sij, otros a Gordon mientras éste arremetía contra ellos, y todos fallaron, como es inevitable cuando la atención de los tiradores se ve dividida. Y mientras hacían fuego en vano, Gordon cayó entre ellos con un repentino y gigantesco salto. Su empapada hoja salpicó sangre y dejó una estela de figuras retorciéndose y chorreando detrás de él... tras acabar con la turba que lo rodeaba se precipitó galería abajo, llamando a gritos a Lal Singh mientras se dirigía a la puerta de la estancia contigua desde la cual había disparado el sij. Lal Singh, en el instante en que vio a Gordon lanzarse a través de la partida de guardias, cerró de golpe la puerta de bronce entre ambos cuartos, riendo burlón al oír las balas aplastándose contra el metal, luego se volvió y se apresuró a ir hacia la puerta que daba al corredor. Pero en el mismo momento en que llegaba al umbral, respondiendo al grito de Gordon, una mano salió de detrás del tapiz, empuñando una maza. El sij no la vio, y su convulso movimiento, al avisarle gritando Gordon, no llegó a tiempo. La porra se estrelló sobre su desprotegida cabeza y lo hizo tambalearse hacia atrás cayendo a través de una abertura que apareció de pronto en el suelo y luego se cerró sobre el cuerpo que caía. Con un gruñido Gordon saltó hacia el tapiz pero su tajo sólo desgarró terciopelo y arañó la piedra. Quienquiera que hubiese estado al acecho allí ya se había retirado a algún escondrijo secreto. El sij se había precipitado (vivo o muerto) a través de una trampa oculta, y Gordon no podía ayudarle en aquel momento. La trampa estaba cerrada, y los hombres entraban en tropel en el corredor, disparando sin apuntar. Los ecos de sus disparos resonaban de forma ensordecedora arriba y abajo a lo largo de las paredes del pasadizo. Las culatas de los rifles golpeaban la puerta de bronce que el sij había vuelto de un portazo. Gordon cerró de golpe la que daba al corredor, corrió alrededor del cuarto, pegándose a la pared a fin de evitar la trampa en mitad del suelo, y abrió de par en par una puerta enfrente de la de bronce. Entró en una angosta galería que se alejaba en ángulo recto del pasillo principal. En el otro extremo había una ventana con enrejado de oro. Un kurdo salió de pronto de una alcoba, alzando un rifle. Gordon se precipitó sobre él como una tormenta de las montañas. Amedrentado al ver al salvaje hombre blanco manchado de sangre, el kurdo disparó sin apuntar, erró el tiro, y atascó el seguro de su rifle. Chilló, trató desesperado de arrancar el cerrojo, luego levantó las manos y gritó cuando Gordon, enloquecido por el des- tino del sij, golpeó con furia asesina. La cabeza del kurdo saltó separándose de sus hombros con un chorro carmesí y cayó al suelo con un ruido sordo. Gordon se abalanzó sobre la ventana, hizo un único intento de cortar los barrotes con su cuchillo, luego los aferró con ambas manos y apuntaló las piernas. Una explosiva oleada de férrea fuerza, un salvaje tirón, y los barrotes se soltaron quedando en sus manos con un ruido de fragmentos. Se lanzó a través de un balcón de celosía que daba a un jardín. Detrás de él los hombres corrían rabiosos por el angosto pasadizo. Los rifles restallaban malévolos y el plomo se estrellaba alrededor de él. Se tiró de cabeza contra la celosía, el cuchillo extendido delante de él, atravesó el endeble tejido sin comprobar su trayectoria y cayó de pie como un gato sobre el jardín de abajo. Éste se hallaba vacío salvo por media docena de mujeres escasamente vestidas que escaparon chillando. Corrió hacia la pared opuesta, parapetándose entre los bajos árboles para evitar las balas que llovían sobre él. El plomo ardiente destrozaba las ramas, tableteando entre las hojas. Un vistazo atrás le mostró la rota celosía abarrotada de furiosos rostros y brazos blandiendo armas. Otro disparo le advirtió del peligro que había delante. Un hombre corría a lo largo del remate de la pared, esgrimiendo un tulwar. El tipo, un kurdo de constitución obesa, había calculado con precisión el punto en que el fugitivo alcanzaría la pared, pero él mismo llegó a dicho punto unos segundos demasiado tarde. La pared no era más alta que la cabeza de un hombre. Gordon se agarró a la albardilla con una mano y subió de un solo movimiento casi sin controlar su velocidad, y un instante más tarde, de pie sobre el pretil, esquivó el golpe del tulwar y hundió su cuchillo en la enorme barriga del kurdo. Éste mugió como un buey herido, lanzó los brazos en torno a su asesino en un abrazo mortal y cayeron juntos del pretil. Gordon sólo tuvo tiempo de entrever el barranco de escarpadas paredes que se abría bajo ellos. Golpearon sobre su estrecho borde, y cayeron rodando desde más de cuatro metros para estrellarse con un nauseabundo ruido sobre el suelo de roca de la garganta. Mientras se precipitaban hacia él Gordon giró en el aire de forma que el kurdo quedó bajo él cuando chocaron, y el gordo y fofo cuerpo amortiguó su caída. Aun así la sacudida le dejó sin aliento, jadeando y medio conmocionado. Encima de él un rifle asomó sobre la pared. CAPÍTULO 6. EL MORADOR DE LOS BARRANCOS Gordon se tambaleó poniéndose de pie, las manos desnudas, mirando con furia e hipnótica fascinación al negro anillo de la boca del rifle apuntándole de lleno. Detrás de éste un barbado rostro se congeló en un rictus asesino de amarillos colmillos. Luego una mano apartó el cañón mientras la pared se llenaba de cabezas con turbante. El hombre que había alzado el cañón del rifle de un golpe rió y señaló al barranco, y el del fusil vaciló, y después sonrió malévolo. Gordon alzó la vista ceñudo hacia la hilera de barbudas faces que le miraban con desprecio, todas sonriendo sarcásticas como ante una broma macabra. Algunos reían burlonamente, y otros contestaban a gritos preguntas lanzadas por algún otro que no era visible. Gordon permaneció inmóvil, incapaz de comprender la actitud de sus enemigos. Al levantarse para hacer frente a aquel rifle no había esperado otra cosa que una instantánea descarga de plomo, pero los guerreros no habían disparado, y al parecer no tenían ninguna intención de hacerlo. Otro semblante apareció sobre él... un rostro manchado de sangre, adornado con un negro bigote. Konaszevski estaba bastante pálido bajo su oscura piel, y su expresión no era menos maligna. —De la sartén al fuego, como los malditos americanos decís —rió perversamente—. Bien, tenía otros planes para ti —se frotó suavemente con un trozo de seda el corte de su barbilla— pero esto me parece bastante apropiado. Te dejo con tus pensamientos. Ya no eres lo bastante importante para ocupar mi tiempo, y desde luego no tengo ninguna intención de permitir acortar tu agonía con un piadoso disparo de rifle. ¡Adiós, cadáver! Y con un áspero aviso a sus seguidores, desapareció. Los turbantes se esfumaron del pretil como manzanas que caen rodando, y Gordon se quedó solo salvo por el hombre muerto tumbado junto a sus pies. Gordon frunció el ceño mientras miraba con recelo alrededor. Sabía que el extremo sur de la meseta estaba cortado en una maraña de barrancos, y sin duda se hallaba en uno que salía de aquella maraña llegando hasta el sur del palacio. Era un barranco recto, como un corte de cuchillo gigante, de nueve metros de ancho, que corría fuera de un laberinto de torrenteras derecho hacia la ciudad, terminando de forma abrupta en un escarpado risco de piedra maciza bajo la pared del jardín desde la que había caído. Dicho risco tenía cinco metros de altura y era demasiado liso para ser únicamente obra de la naturaleza. A tres metros del muro terminal, la garganta se cortaba a pico, descendiendo el suelo de roca un metro y medio. Se hallaba sobre una especie de repisa natural al final de la garganta. Las paredes laterales eran escarpadas, con evidencias de haber sido alisadas por herramientas. A lo largo del borde de la pared terminal, y extendiéndose por espacio de cinco metros a cada lado, había una franja de hierros con cortas y afiladas hojas apuntando hacia Weird Tales de Lhork 87 Robert E. Howard abajo. No se había cortado al caer por encima de ellas, pero cualquiera que intentara ascender por la pared, aunque llegase al borde gracias a algún milagro, sería hecho sangrientos pedazos tratando de trepar sobre ellas. Las franjas de las paredes laterales llegaban más allá del borde de la repisa de abajo, y más allá de ese punto las paredes tenían más de seis metros de alto. Gordon se hallaba en una prisión, en parte natural, en parte obra humana. Mirando hacia abajo a la garganta vio que ésta se ensanchaba y se dividía en una maraña de barrancos más pequeños, separados por crestas de piedra maciza, por encima de los cuales pudo ver a lo lejos la adusta mole de la montaña surgiendo amenazadora. El otro extremo del barranco no estaba bloqueado de ninguna forma, pero sabía que sus captores no se preocuparían tanto de proteger un extremo de su prisión mientras dejaban alguna vía de escape en el otro. Mas no estaba en su naturaleza conformarse con fuera cual fuera el destino que habían planeado para él. Sin duda creían que le tenían con toda seguridad atrapado; pero otros hombres lo habían creído antes. Extrajo el cuchillo del cuerpo del kurdo, limpió la sangre y fue barranco abajo. A cien metros del final de la ciudad, llegó hasta las bocas de gargantas menores, eligió una al azar, y de inmediato se vio dentro de un laberinto de pesadilla. Los canales abiertos en la piedra casi maciza serpenteaban enrevesándose a través de un desmoronado erial de roca. La mayoría iban más o menos de norte a sur, pero se mezclaban unos con otros, se separaban, y volvían a cruzarse en un entrelazado caos. La mayor parte parecía nacer sin motivo e ir a ninguna parte. Una y otra vez llegaba al final de callejones sin salida que, en caso de superar, era sólo para descender al interior de otro ramal igualmente intrincado de la demencial maraña. Deslizándose por una desolada cresta su talón aplastó algo que se quebró con un seco crujido. Había pisado las desecadas costillas de un esqueleto decapitado. A unos metros yacía el cráneo, machacado y hecho añicos. Comenzó a tropezar con espeluznantes restos similares con abrumadora frecuencia. Cada esqueleto presentaba huesos rotos y un cráneo aplastado. La acción de los elementos no podía haber producido un efecto tan destructivo. Continuó con más cautela, sin quitar ojo de cada espolón de roca y cada nicho en sombras. Pero no vio ninguna huella en los pocos lugares arenosos donde éstas indicarían la presencia de cualquier gran carnívoro. En uno de tales lugares sí encontró una en parte borrada, pero no era el rastro de un leopardo, oso o tigre. Parecía más bien la marca de un desnudo y deforme pie humano. Y los huesos no habían sido roídos como lo habrían sido en el caso de un devorador de hombres. No presentaban marcas de dientes; parecían simplemente haber sido aplastados y quebrados, como podría ha88 Weird Tales de Lhork berlo hecho un hombre increíblemente fuerte. Sin embargo se encontró con un rugoso saliente de roca al cual había pegados mechones de basto pelo gris que podría haberse desprendido al rozar contra la roca, y aquí y allá un desagradable y fétido olor que no podía identificar se cernía en los cavernosos huecos bajo las crestas donde era posible que una bestia (¡u hombre, o demonio!) se hiciese un ovillo para dormir. Confuso y frustrado en sus esfuerzos por tomar un camino recto a través del laberinto de piedra, trepó a una erosionada cresta que parecía ser más alta que la mayoría, y agazapándose sobre su ángulo agudo, miró por encima del yermo de pesadilla. Su visión se veía limitada salvo al norte, pero lo que pudo avistar de los escarpados riscos alzándose sobre espolones y crestas al este, oeste y sur, le hizo creer que formaban parte de una pared interrumpida que encerraba la maraña de barrancas. Al norte aquella pared quedaba dividida por el desfiladero que llevaba hasta el jardín exterior de palacio. Al poco la naturaleza del laberinto se hizo evidente. En un momento u otro una sección de aquella parte de la meseta que se extendía entre el emplazamiento de la actual ciudad y la montaña se había hundido, dejando una gran depresión con forma de cuenco, y la superficie de la misma había sido cortada en barrancas debido a la acción de los elementos en un vasto período de tiempo. Era inútil seguir deambulando confinado en mitad de las quebradas. Su problema era abrirse camino hasta los riscos que encerraban el estriado cuenco, y rodearlos, para descubrir si había alguna forma de coronarlos. Al mirar hacia el sur creyó distinguir el curso de un barranco más continuo que los otros, y que discurría en una ruta más o menos directa hasta la base de la montaña cuya pared cortada a pico se cernía sobre la depresión. Vio asimismo que para llegar a aquel barranco ganaría tiempo volviendo a la quebrada bajo la muralla de la ciudad y siguiendo otro de los cañones que desembocaba en él, en lugar de trepar por una veintena o así de afiladas crestas que se extendían entre él y el barranco al que quería llegar. Con tal propósito en mente descendió de la cresta y volvió sobre sus pasos. El sol colgaba bajo al entrar de nuevo en la boca de la quebrada del otro lado de la muralla, y se quedó mirando hacia el barranco que creía le conduciría hasta su objetivo. Echó un distraído vistazo hacia el acantilado en el otro extremo de la quebrada más ancha... y se detuvo en seco sobre sus pasos. El cuerpo todavía estaba sobre la repisa... pero no en la misma posición en la que lo había dejado... parecía menos voluminoso, y las ropas distintas. Un instante después corría por la quebrada, subiendo a la repisa de un salto, e inclinándose sobre la inmóvil figura. El kurdo al que había matado había desaparecido; ¡el hombre que yacía allí era Lal Singh! Tenía un gran chichón, con sangre coagulada, en la parte posterior de su cabeza, pero el sij no estaba muerto. En el mismo momento en que Gordon le levantó la cabeza, éste pestañeó aturdido, alzó una mano hasta su herida, y se le quedó mirando sin comprender. —¡Sahib! ¿Qué ha pasado? ¿Estamos muertos y en el infierno? —En el infierno, quizá, pero no muertos. ¿Tienes alguna idea de cómo llegaste aquí? El sij se incorporó mareado, sujetándose la cabeza con las manos. Clavó la mirada alrededor con asombro. —¿Dónde estamos? —En un barranco detrás del palacio. ¿Recuerdas haber sido lanzado aquí? —No, sahib. Recuerdo la lucha en el palacio; después de eso nada. Mientras esperaba en la oscuridad en la escalera oculta, la muchacha Azizun vino deprisa y dijo que un hombre que te conocía te había hecho frente. Me condujo hasta la estancia contigua a aquella en la que estabas luchando, y usé tu pistola con cierta puntería, según recuerdo. Estaba corriendo hasta la puerta de salida para unirme a ti... luego pasó algo. No sé. No recuerdo nada. —Un feday ocultándose detrás de los tapices te golpeó en la cabeza —dijo Gordon con un gruñido—. Sin duda te vio entrar en la estancia y se deslizó sin ser visto detrás de ti escondiéndose en una alcoba secreta. El palacio parece estar lleno de ellas. Te aporreó y tiró de una cuerda que abrió una trampa en el suelo para que cayeras a través. Yo pasé por encima de la pared de un jardín y fui a caer dentro de este infernal barranco, con un kurdo muerto. Es evidente que mientras estaba explorando barranco abajo se llevaron el cuerpo y te arrojaron aquí abajo. “¡Pero aguarda un momento! No fuiste arrojado. Tendrías huesos rotos, probablemente el cuello. Puede que hayan bajado con escalas, y alzado al kurdo, pero desde luego no se tomarían la molestia de bajarte con cuidado aquí. Sólo hay una alternativa. Te empujaron a través de alguna clase de puerta en alguna parte de este acantilado. Unos minutos de concienzuda búsqueda revelaron el emplazamiento de la puerta cuya existencia sospechaba. Las imperceptibles hendiduras que anunciaban su presencia habrían pasado desapercibidas en un primer vistazo. La puerta de aquel lado era del mismo material que el risco, y ajustaba a la perfección. No cedió ni un milímetro cuando ambos hombres la empujaron con fuerza. Gordon ordenó sus fragmentarios conocimientos con respecto a la arquitectura del palacio, y sus ojos se entornaron ante la conclusión a la que llegó, aunque no dijo nada al sij. Creía que estaban mirando el otro lado de aquella puerta curiosamente decorada bajo palacio sobre la cual le había prevenido Azizun. ¡La puerta al infierno! Entonces Lal Singh y él estaban en el “infierno”, y aquellos huesos astilla- La muerte de la triple hoja dos que había visto daban un siniestro pábulo a la leyenda de un djinn que devoraba humanos... aunque no creía que aquellos a quienes pertenecían esos huesos hubiesen sido literalmente devorados. Pero algo hostil a los seres humanos rondaba aquel laberinto de quebradas. Abandonó toda idea de entrar forzando la puerta, pues recordaba su material macizo, reforzado con metal y fuertes cerrojos. Se necesitaría una compañía de hombres con un ariete para derribar aquella puerta. Se volvió y miró barranco abajo hacia el misterioso laberinto, preguntándose qué acechante horror escondían sus recovecos. El sol todavía no se había puesto, pero no se veía desde las barrancas; el cañón estaba sumido en sombras, aunque la visibilidad aún no había disminuido de forma apreciable. —Las paredes son altas aquí —masculló el sij, apretándose con las manos su palpitante cabeza—. Pero lo son más todavía a lo largo del cañón. Si te pusieras sobre mis hombros y saltases... —Me amputaría las manos con esas cuchillas. —¡Ah! —La mente del sij estaba empezando a despejarse—. No me había dado cuenta. ¿Qué haremos, entonces? —Atravesar ese laberinto de barrancos y ver que hay del otro lado. No sabes nada de qué ha sido de Azizun, por supuesto. —Estaba corriendo delante de mí hasta que llegamos a la cámara desde donde disparé tu pistola. Supuse que me siguió cuando la adelanté a toda prisa metiéndome en ella. Pero no la vi después de haber entrado. —El feday que te aporreó debe haberla cogido y metido a la fuerza en algún compartimiento secreto —dijo Gordon con un gruñido, dilatándosele ligeramente las venas del cuello—. Malditos sean, la torturarán y la matarán... tenemos que salir de aquí. Vamos. Un místico y azul crepúsculo se cernió sobre los barrancos mientras Lal Singh y Gordon se adentraban en el laberinto. Abriéndose paso por anfractuosos canales fueron a parar a una quebrada algo más ancha que Gordon creyó era la que había visto desde la cresta, y que llegaba hasta la pared sur de la cuenca. Mas no habían avanzado cincuenta metros cuando ésta se partió contra un afilado espolón de roca en dos gargantas más estrechas. Aquella bifurcación no había sido visible desde la cresta, y Gordon no sabía qué rama seguir. Resolvió que las dos ramas se limitaban a dejar atrás el estrecho espolón, una por cada lado, y volvían a juntarse más adelante. Cuando le dijo lo que pensaba al sij, Lal Singh dijo: —Pero puede que una sea un callejón sin salida, en cambio. Toma tú la rama derecha, y yo iré por la izquierda, y las exploraremos por separado. Y antes de que Gordon pudiera detenerlo, se había ido, medio corriendo por la barranca a mano izquierda, y desapareciendo de la vista casi al instante. Gordon «Cada esqueleto presentaba huesos rotos y un cráneo aplastado. La acción de los elementos no podía haber producido un efecto tan destructivo. Continuó con más cautela, sin quitar ojo de cada espolón de roca y cada nicho en sombras se dispuso a llamarlo de vuelta, luego se atiesó conteniendo el grito. Delante de él, a la derecha, la boca de una quebrada todavía más angosta desembocaba en la garganta a mano derecha, una gruta de azules sombras. Y en aquella gruta algo se movía. Gordon se envaró, contemplando sin dar crédito a sus ojos al monstruoso ser parecido a un hombre que se erguía en el crepúsculo ante él. Era como el espíritu personificado de aquel país de pesadilla, una macabra encarnación de una terrible leyenda en carne, hueso y sangre. La criatura era un simio gigante, tan alto sobre sus torcidas piernas como un gorila. Pero el hirsuto pelo que la cubría era de un extraño gris ceniciento, más largo y espeso que el de un gorila. Sus pies y manos eran más humanos, los grandes dedos del pie y pulgares más parecidos a los del hombre que a los del antropoide. No se trataba de una criatura arborícola, sino de una bestia criada en las grandes llanuras y estériles montañas. El rostro era goriloide en cuanto a su aspecto general, pero el puente de la nariz era más pronunciado, la mandíbula menos bestial, aunque no tenía barbilla. Pero sus rasgos humanos sólo servían para incrementar lo espantoso de su apariencia, y la inteligencia que brillaba en sus pequeños ojos rojos era por completo maligna. Gordon supo lo que era: el monstruo cuya existencia incluso él se había negado a creer, la bestia mencionada en mitos y leyendas del norte: el Simio de las Nieves, el Hombre del Desierto de la Mongolia prohibida. Había oído rumores de su existencia muchas veces, en descabelladas historias surgidas de un perdido y desolado país mesetario del Gobi nunca explorado por los blancos. Los indígenas habían jurado que eran ciertas las historias sobre una bestia parecida al hombre que había morado allí desde tiempo inmemorial, adaptada a la escasez y el penetrante frío de las altiplanicies del norte. Pero Gordon nunca había encontrado a nadie que pudiera probar que había visto a una de esas bestias. Mas ahí tenía una prueba incuestiona- ble. Cómo habían conseguido traer al monstruo desde Mongolia los nómadas que servían a Othman, Gordon no podía adivinarlo, pero ahí estaba el djinn que rondaba los barrancos tras la misteriosa Shalizahr. Todo aquello pasó como un relámpago por la mente de Gordon en el momento en que los dos se quedaron mirándose el uno al otro, hombre y bestia, en amenazadora tensión. Entonces las paredes de roca del barranco resonaron con el profundo y lúgubre rugido del simio mientras éste cargaba, balanceando sus largos brazos colgantes, mostrando los amarillos colmillos dispuestos a desgarrar. Gordon no llamó gritando a su compañero. Lal Singh estaba desarmado. Tampoco trató de huir. Aguardó, cargando el peso sobre las puntas de los pies, su habilidad y su largo cuchillo oponiéndose a la brutal fuerza del poderoso simio. Las víctimas del monstruo le habían sido entregadas quebrantadas a causa de la tortura que sólo un oriental sabe cómo infligir. La chispa semihumana en su cerebro que lo distinguía de las verdaderas bestias había encontrado un horrible regocijo en la agonía de muerte de sus presas. Aquel hombre era sólo otra débil criatura que desgarrar, retorcer y desmembrar, aunque se mantenía erguido y llevaba una cosa brillante en la mano. Gordon, mientras hacía frente a la arremetida mortal, supo que su única posibilidad era seguir lejos de la presa de aquellos enormes brazos que podían aplastarlo en un instante. El monstruo era torpe pero rápido, al abalanzarse dando tumbos, y arrojarse por el aire los últimos metros en un gigantesco y grotesco salto. Hasta que no lo tuvo encima, los grandes brazos cerrándose sobre él, Gordon no se movió, y su movimiento habría avergonzado a un gato montés atacando. Las uñas como zarpas sólo desgarraron su camisa mientras se quitaba de en medio de un brinco, lanzando una cuchillada al hacerlo, y un horrendo alarido desencadenó ecos que hicieron temblar las crestas; el brazo del simio cayó a tierra, cercenado hasta el codo. Chorreando Weird Tales de Lhork 89 Robert E. Howard «Gordon supo lo que era: el monstruo cuya existencia incluso él se había negado a creer, la bestia mencionada en mitos y leyendas del norte: el Simio de las Nieves, el Hombre del Desierto de la Mongolia prohibida sangre del amputado muñón la bestia se revolvió y volvió a abalanzarse, y aquella vez su desesperada embestida fue demasiado relampagueante para que músculo humano alguno pudiera evitarla por completo. Gordon eludió el zarpazo que buscaba sus entrañas de la gran y deforme mano de negras y gruesas uñas, pero el masivo hombro le golpeó haciéndole tambalearse. Se vio arrastrado hasta la pared con la arremetida del bruto, pero en el mismo momento en que era barrido hacia atrás clavó su cuchillo hasta la empuñadura en el enorme vientre y desgarró hacia arriba con la desesperación del que creía era su postrero golpe. Chocaron juntos contra la pared, y el gran brazo del simio se enganchó espantosamente alrededor de la tensa figura de Gordon; el rugido de la bestia lo ensordeció mientras las espumeantes mandíbulas se abrían sobre su cabeza... luego chascaron de forma espasmódica mordiendo aire cuando un colosal estremecimiento sacudió el poderoso cuerpo. Una horrible convulsión arrojó lejos al americano, y éste se levantó de un salto para ver al simio golpeando en su agonía de muerte al pie de la pared. Su desesperado desgarrar lo había destripado y la hoja había destrozado músculo y hueso hasta encontrar el feroz corazón del antropoide. Los fibrosos músculos de Gordon temblaban como por un esfuerzo largo tiempo sostenido. Su cuerpo duro como el hierro había resistido la terrible fuerza del simio el tiempo suficiente para permitirle salir vivo de aquel horrible abrazo que habría hecho pedazos a un hombre más débil; pero el enorme esfuerzo lo había debilitado incluso a él. Camisa y camiseta habían sido desgarradas y aquellos dedos de duras zarpas habían dejado sangrientos y profundos surcos en su espalda. Estaba cubierto de sangre, la suya y la del simio. —¡El Borak! ¡El Borak! —Era la voz de Lal Singh, alzada en su frenesí, y el sij salió corriendo de la quebrada a mano izquierda, una roca en cada mano, y su barbado rostro lívido. 90 Weird Tales de Lhork Sus ojos llamearon al ver la horrible criatura al pie de la pared; luego aferró a Gordon con una apremiante presa. —¡Sahib! ¿Estás vivo? ¡Estás cubierto de sangre! ¿Dónde están tus heridas? —En el vientre del simio —dijo Gordon con un gruñido, soltándose de un tirón. Las manifestaciones emocionales lo incomodaban—. Es su sangre, no la mía. Lal Singh soltó un gran suspiro de alivio, y se volvió para quedarse mirando con ojos desorbitados al muerto monstruo. —¡Qué cuchillada! ¡Lo has desgarrado de par en par sacándole las tripas! No hay ni diez hombres vivos en este momento en el mundo que puedan dar semejante tajo. ¡Es el djinn del que la muchacha nos advirtió! ¡Y un simio! La bestia que los mongoles llaman el Hombre del Desierto. —Sí. Nunca creí las historias sobre ellos antes. Las expediciones científicas han tratado de dar con ellos, pero los nativos de aquella parte del Gobi siempre expulsaban a los hombres blancos. —Tal vez haya otros —observó Lal Singh, clavando una aguda mirada alrededor en el inminente crepúsculo—. Pronto será de noche. No será nada bueno encontrar a uno de esos demonios en estos oscuros barrancos después del anochecer. —No lo creo. Sus rugidos se habrían oído por todas estas quebradas. Si hubiese habido otro, habría venido en su ayuda, o proferido un rugido en respuesta, al menos. —Oí el bramido —dijo Lal Singh con vehemencia —El sonido me heló la sangre, pues creí que era en verdad un djinn tal como los supersticiosos musulmanes hablan de él. No esperaba encontrarte vivo. Gordon escupió, de pronto sediento. —Bien, movámonos. Hemos librado los barrancos de su morador, pero todavía podemos morir de hambre y sed si no salimos. Vamos. El ocaso cubrió los barrancos y se cernió sobre las crestas, que se alejaban a mano derecha de la barranca. Cuarenta metros más adelante la rama izquierda volvía a unirse a su hermana, como Gordon había imaginado. A medida que avanzaban, las paredes se hallaban más profu- samente agujereadas con cubiles similares a cuevas, en los que el maloliente olor del simio era más fuerte. Gordon frunció el ceño y Lal Singh soltó un juramento ante la cantidad de esqueletos que sembraban la quebrada, que a todas luces había sido la guarida favorita del monstruo. La mayoría de ellos pertenecían a mujeres, y cuando Gordon contempló aquellos lastimosos restos, una implacable y despiadada rabia ardió en su cerebro. Todo lo que había de violento en su naturaleza, normalmente mantenido bajo férreo control fue movido a un feroz despertar al comprender el horror y la agonía que aquellas indefensas mujeres habían sufrido, y en su propia alma selló el destino de Shalizahr y los demonios humanos que la gobernaban. No estaba en su naturaleza proferir juramentos o hacer promesas en voz alta. No reveló sus pensamientos ni siquiera a Lal Singh, pero su intención de destruir aquel nido de buitres en beneficio del mundo en general asumió el cariz de algo sangrientamente personal, y decidió de forma inamovible no dejar la meseta hasta haber podido contemplar los cuerpos muertos de Ivan Konaszevski y el jeque Al Jebal. La silueta en sombras de la montaña se cernía ya sobre ellos, en gradas de gigantes riscos, alzándose escarpada por encima del borde de la cuenca que encerraba el hundido laberinto. El barranco que estaban siguiendo se adentraba en una hendidura en la pared de dicha cuenca, bajo la montaña. Se convirtió en un cavernoso túnel, adentrándose bajo la montaña como un pozo de negrura. Había desesperación en la voz del sij cuando éste habló. —Sahib, esto es una prisión de la que no hay salida. No podemos escalar el borde que encierra esta depresión de barrancos. Y esta cueva... —¡Espera! —Los dedos de hierro de Gordon se clavaron en el brazo del sij con súbita excitación. Se hallaban en completa oscuridad, cueva adentro a unos metros de la boca. Había entrevisto algo a lo lejos en aquel negro túnel... algo que brillaba como una luciérnaga. Pero el resplandor era constante, no intermitente. Se abría paso a través de la negrura como una chispa de luz fija. —¡Vamos! —Soltando el brazo del sij, Gordon se apresuró caverna abajo corriendo el riesgo de precipitarse dentro de un hoyo o toparse en la penumbra con algún torvo morador del inframundo. Sabía que lo que había visto era una estrella, brillando a través de alguna grieta en la pared de la montaña. A medida que avanzaban una tenue luz iluminó la oscuridad delante de ellos, y al poco pudieron ver que la cueva terminaba en una pared lisa; pero en aquella pared, a unos tres metros del suelo, había un agujero y a través de él distinguieron la estrella y un pedazo del aterciopelado cielo nocturno. Sin una palabra el sij inclinó la espalda, cogiéndose las piernas por encima de las rodillas para apuntalarse, y Gordon trepó sobre sus hombros y se La muerte de la triple hoja enderezó, asiendo con los dedos el borde de la hendidura más o menos circular. Tenía aproximadamente metro y medio de largo, y era justo lo bastante grande para que un hombre lograra pasar por ella. Posiblemente el simio habría llegado hasta ella, pero no habría podido hacer pasar sus grandes hombros a través. Gordon no creía que los amos de Shalizahr supiesen de aquella abertura. Serpenteó hasta el otro extremo de la hendidura con forma de túnel, y echó un vistazo sobre el borde. Pudo ver abajo el flanco occidental de la montaña. El agujero era una grieta en un acantilado que bajaba por espacio de cien metros, interrumpido por rocas y salientes. No alcanzaba a ver la meseta; una hilera de quebradas cumbres se alzaba desolada entre ésta y aquel punto panorámico. Volviendo atrás a rastras bajó al interior de la cueva junto al ansioso sij. —¿Es una vía de escape, sahib? —Para ti. Lal Singh, tienes que ir y reunirte con Yar Ali Khan y los ghilzai. Confío en que llegue a Khor y esté de vuelta a las puertas de Shalizahr mañana con la salida del sol. Según mis cálculos hay al menos quinientos guerreros en Shalizahr. Los trescientos de Baber Khan no pueden tomar la ciudad en un ataque frontal. Podrían sorprender al guardián en la hendidura como hice yo, incluso abrirse paso a la fuerza Escalera arriba. Pero cruzar la meseta a pie, contra quinientos rifles a las órdenes de Ivan, sería suicida. “Tienes que encontrarlos antes de que lleguen a la meseta. Creo que puedes hacerlo. Cuando salgas a través de este agujero y desciendas la pendiente de fuera, habrás salido del círculo de despeñaderos que rodea Shalizahr. La única forma de atravesarlos es por la hendidura a través de la cual llegamos a la meseta. Los ghilzai vendrán por la misma. Tendrás que detenerlos en el cañón que los Asesinos llaman la Garganta de los Reyes, si lo logras. Para llegar allí tendrás que rodear el círculo de despeñaderos, y seguir alrededor de sus pendientes occidentales hasta que alcances el cañón. Será un camino escarpado, y puede que tengas problemas al bajar los acantilados que encierran el cañón cuando llegues allí. Pero tendrás toda la noche para hacer el trayecto. —¿Y tú, sahib? —A eso voy. Si llegas a la Garganta de los Reyes antes de que lo hagan los ghilzai, ocúltate y espéralos. Si ya han pasado a través de la hendidura (puedes leer su rastro) síguelos tan deprisa como puedas. En cualquier caso, asegúrate de que Baber Khan sigue este plan de acción: que coja cincuenta hombres y trate de tomar la Escalera. Si pueden subir por las rampas y refugiarse en los peñascos de la parte superior de la Escalera, tanto mejor. Si no, que asciendan por los riscos circundantes y empiecen a disparar a cualquier cosa a la vista sobre la meseta. La idea es crear una distracción para llamar la atención de los hombres de la ciudad, y si es posible llevarlos a todos hasta la Escalera. Si avanzan bajando por el cañón, que Baber Khan y sus cincuenta hombres se retiren entre los riscos. “Mientras tanto, tú y Yar Ali Khan haced volver al resto de los ghilzai por el camino que atravesarás al llegar a la Garganta de los Reyes. Traedlos hasta lo alto de aquella pendiente y a través de esta hendidura y hazlos bajar por aquel barranco donde la puerta en la roca conduce a las mazmorras bajo el palacio. —¿Pero y tú? —Mi parte consistirá en abrir esa puerta para vosotros... desde el interior. —¡Pero eso es una locura! No puedes regresar a la ciudad; y si lo hicieses, te desollarían vivo. Y no puedes abrir esa puerta. —Otro la abrirá por mí. Aquel simio no se alimentaba de los desgraciados que le arrojaban. No era carnívoro. Ningún simio lo es. Tenía que ser alimentado con verduras, nueces, raíces o algo así. Viste a un hombre abrir la puerta y lanzar algo fuera. Sin duda era un manojo de comida. Le daban de comer a través de esa puerta, y debe haber sido alimentado de forma regular. No estaba flaco, en absoluto. “Apuesto a que esa puerta se abrirá esta noche. Cuando se abra, pasaré a través de ella. Tengo que hacerlo. Tienen a Azizun en alguna parte de ese infernal palacio, y sólo Alá sabe qué van a hacerle. Ahora vete deprisa. Cuando vuelvas a entrar en la cuenca con los ghilzai, escóndelos entre las quebradas y ve barranco abajo hasta la puerta con tres o cuatro hombres. Dale unos golpecitos con la culata de tu rifle. Esa puerta estará abierta esté yo vivo o muerto... aunque tenga que volver del Infierno y abrirla. Una vez dentro del palacio, haremos una carnicería de Othman y sus perros. El sij alzó la mano en señal de protesta y abrió la boca... luego se encogió de hombros de forma fatalista y asintió en silencio. Gordon se agachó y el sij subió sobre sus hombros y se puso de pie, sosteniéndose con las manos estiradas contra la pared. Gordon le aferró los tobillos con ambas manos y se levantó hasta quedar erguido sin ayudarse de los brazos, usando sólo los músculos de sus piernas para alzarse con el enorme sij sobre sus hombros... una proeza imposible para la mayoría de hombres excepto acróbatas entrenados. En la hendidura Lal Singh se giró y miró a su amigo desde arriba. —¿Y si nadie viene con comida para la bestia, y la puerta no se abre esta noche? —Cortaré la cabeza del simio y la arrojaré sobre el muro. Entonces abrirán la puerta, para ver por qué sigo todavía vivo. Puede que me lleven dentro del palacio para torturarme cuando sepan que he matado a su duende. Una vez me lleven allí dentro, aunque sea con cadenas, encontraré una forma de engañarlos. —¡Toma! —Gordon le lanzó el largo cuchillo—. Tal vez lo necesites. —Pero si quieres cortar la cabeza del simio... —Se la arrancaré con una esquirla de roca... ¡o la roeré con los dientes! ¡Vete, demonio! —Que los dioses te protejan —murmuró el sij, y desapareció. Gordon pudo oír el arrastrarse que indicaba su avance a través de la hendidura, y luego el resonar de los guijarros cayendo por el risco del exterior. CAPÍTULO 7. LA MUERTE ACECHA EN PALACIO Gordon volvió a tientas a través de la caverna, y al adentrarse en los en comparación iluminados barrancos, corrió, veloz y con paso firme, hasta que entró en la quebrada exterior y pudo ver la pared, el risco y la repisa de roca en el otro extremo. Las luces de Shalizahr brillaban difusas en el cielo sobre la pared, y llegó a oír la misteriosa melodía de gimientes cítaras nativas. Una voz de mujer se alzó en una quejumbrosa canción. Sonrió torvamente a las oscuras gargantas sembradas de esqueletos alrededor de él. Tal vez los señores de Nínive y Babilonia se habrían deleitado así, sin hacer caso de los cautivos chillando y retorciéndose y muriendo en los fosos bajo sus palacios... ignorantes de la sangrienta destrucción que les aguardaba a manos de aquellos enloquecidos cautivos. No había ninguna comida sobre la repisa de roca ante la puerta. No tenía forma de saber lo a menudo que había sido alimentada la bestia, o si la alimentarían aquella noche. Podía ver que no lo habían hecho, y creía que sacarían comida para ella pronto. Habían transcurrido muchas horas desde que el sij había visto abrir aquella puerta. Debía confiar en la suerte, como tan a menudo había hecho. Pensar siquiera en lo que podría estar sucediéndole entonces a la muchacha Azizun le hizo sudar de miedo por ella, y lo volvió loco de impaciencia. Pero se pegó contra la roca del lado contra el que sabía que la puerta se abría, y aguardó. En su juventud había aprendido la paciencia del piel roja que supera incluso a la oriental. Durante una hora permaneció allí, sin apenas mover un músculo. Una estatua no habría estado más inmóvil. Incluso su paciencia estaba agotándose cuando sin previo aviso se oyó un ruido de cadenas, y la puerta se abrió una rendija. Alguien estaba atisbando fuera, para estar seguro de que el horripilante guardián de las gargantas no estaba cerca, antes de abrir la puerta del todo. Más cerrojos resonaron y un tadjiko salió por ella. Cargaba una gran fuente de hierro de verduras y nueces, y lanzó un extraño grito al dejarla, y al inclinarse, Gordon le golpeó con la fuerza de un martillo en la parte posterior del cuello. El tadjiko se derrumbó sin hacer ruido y se quedó tendido inmóvil, la cabeza colgando de un cuello roto. Weird Tales de Lhork 91 Robert E. Howard Aquel golpe con el puño cerrado había sido a traición, pero ningún canalla de Shalizahr se merecía piedad. Gordon se asomó por la puerta abierta y vio que el corredor, iluminado por lámparas de bronce, estaba desierto; las celdas con barrotes estaban vacías. A toda prisa arrastró al tadjiko barranco abajo y ocultó el cuerpo entre unas quebradas rocas, apropiándose de la daga que éste llevaba. Entonces volvió y se adentró en el corredor. Cerró la puerta y dudó si correr los pestillos. Al final decidió hacerlo, dado que era seguro que alguien pasaría por allí antes de que terminara la noche, y lo contrario despertaría sospechas y la puerta sería atrancada de todas formas. Daga en mano se dirigió hacia la puerta secreta que daba al túnel que conducía a la escalera oculta. Tenía claro su plan. Pretendía encontrar a Azizun si seguía viva, llevarla con él hasta el túnel y esconderla allí hasta que Lal Singh llevase a sus guerreros barranco arriba. Entonces abriría la puerta, y los lideraría contra los hombres de Shalizahr, y el posterior desenlace sería lo que la voluntad de Alá y el frío acero decidieran. O en caso de que esconderse en el túnel no resultase factible, él y la chica podían hacerse fuertes en el corredor y resistir hasta que llegaran los ghilzai. Estaba obrando y haciendo planes todo el tiempo como si su llegada fuese una certeza. Por supuesto existía siempre la posibilidad de que no vinieran; que Yar Ali Khan no hubiese sido capaz de llegar hasta Khor. Pero Gordon no era otra cosa que un jugador. Y estaba apostando su vida a la posibilidad de que el afridi consiguiese llegar. La puerta secreta estaba en la pared izquierda, junto al final del pasadizo, donde había otra puerta, sin camuflar. No había llegado a su objetivo cuando dicha puerta se abrió de repente y un hombre entró en el corredor. Se trataba de un árabe y cuando vio a Gordon soltó aire entre los dientes y trató de coger un pesado revólver que colgaba sobre su muslo. Pero la mano de Gordon se precipitó hacia atrás con la daga, dispuesta para ser lanzada. El árabe se quedó inmóvil, la palidez tiñendo su piel bajo la negra barba. No abrigaba ninguna esperanza respecto de la situación con la que se veía enfrentado. Su mano aferró la culata de la pistola, pero sabía que antes de que pudiera sacarla y disparar aquella daga relampaguearía atravesando el aire y lo traspasaría, arrojada por un brazo cuya fuerza y puntería eran célebres por todas las Montañas. Con mucho cuidado extendió los dedos separándolos, retiró la mano de la pistola y alzó ambos brazos en señal de rendición. De una zancada Gordon llegó junto a él, le arrebató la pistola de su funda y clavó la boca de ésta en el vientre del árabe. —¿Dónde está la muchacha india, Azizun? —En una mazmorra del otro lado de la puerta por la que acabo de entrar. —¿Hay otros guardias? 92 Weird Tales de Lhork —¡No, por Alá! Soy el único. —Muy bien. Date la vuelta y vuelve a cruzarla. No intentes ningún truco. —¡No lo permita Alá! Empujó la puerta abriéndola con el pie y la traspuso, moviéndose con tanto cuidado como si pisara sobre el filo de navajas desenvainadas. Llegaron a otro corredor que giraba de forma brusca a la izquierda, dejando ver hileras de celdas a cada lado, en apariencia vacías. —Está en la última celda a la derecha —murmuró el árabe, y un instante después soltó un convulso gruñido al detenerse ante la barrada puerta. La celda estaba vacía. Había otra puerta en aquella celda, enfrente de aquélla ante la cual estaban, y esa puerta estaba abierta. —Me has mentido —dijo Gordon en voz baja, hincando la boca de la pistola salvajemente en la espalda del árabe—. ¡Te mataré! — ¡A Alá pongo por testigo! —Jadeó éste, temblando de terror—. Estaba aquí. —Se la han llevado —habló una inesperada voz. Gordon se giró raudo, tirando del árabe de forma que se interpusiera entre él y la dirección de la que venía la voz, con la pistola apuntando sobre el hombro de éste. Barbados rostros se agolparon en la reja de la celda opuesta. Descarnadas manos asieron los barrotes. Gordon reconoció a los prisioneros. Le lanzaron furiosas miradas en silencio con ponzoñoso odio ardiendo en sus ojos. Gordon fue hasta la puerta, arrastrando a su prisionero. —Erais leales fedayín —comentó—. ¿Por qué estáis encerrados en una celda? Yusuf ibn Suleiman escupió hacia él. —¡Por tu culpa, perro melikani! Nos sorprendiste en la Escalera, y el jeque nos ha sentenciado a morir, antes incluso de saber que eras un espía. Dijo que éramos bribones o imbéciles para ser cogidos desprevenidos como nos cogiste, así que al amanecer vamos a morir bajo los cuchillos de los asesinos de Muhammad ibn Ahmed, ¡que Alá os maldiga a los dos! —Sin embargo conseguiréis el Paraíso —les recordó—, porque habéis servido fielmente al jeque Al Jebal. —Que los perros roan los huesos del jeque Al Jebal —replicaron con verdadero odio—. ¡Ojalá que tú y el jeque estéis encadenados juntos en el Infierno! Gordon se dijo que Othman se había quedado bastante corto en cuanto a obtener tanta lealtad como alardeaban sus antepasados, por quienes sus seguidores se inmolaban a sí mismos de buena gana siguiendo sus órdenes. Había cogido un manojo de llaves del cinturón del guardia, y se puso a sopesarlas en la mano de forma contemplativa. Los ojos de los kurdos se clavaron sobre ellas con el aspecto de hombres en el Infierno que ven una puerta abierta. —Yusuf ibn Suleiman —dijo bruscamente—, tus manos están manchadas con muchos crímenes. Pero la violación de un juramento no está entre ellos. El jeque te ha abandonado... te ha echado de su servicio. Ya no sois sus hombres, kurdos. No le debéis ninguna lealtad. Los ojos de Yusuf eran los de un lobo. —Sólo con que pudiera enviarle a la Gehena delante de mí —murmuró—, moriría feliz. Todos fijaron una tensa mirada en Gordon, percibiendo un propósito detrás de sus palabras. —¿Estáis dispuestos a jurar, cada hombre por el honor de su clan, seguirme y servirme hasta que la venganza se cumpla, o la muerte os libere del voto? —preguntó, poniendo las llaves detrás de él a fin de que no pareciese estar haciendo demasiado alarde ante hombres indefensos—. Othman no os dará nada sino la muerte de un perro. Yo os ofrezco el desquite y una oportunidad de morir con honor. Los ojos de Yusuf llamearon en respuesta a una salvaje oleada de esperanza, y sus nervudas manos se estremecieron mientras asían los barrotes. — ¡Confía en nosotros! —fue todo lo que dijo, pero fue más que suficiente. — ¡Sí, lo juramos! —Clamaron los hombres detrás de él—. ¡Escúchanos, El Borak, lo juramos, cada uno de nosotros por el honor de su clan! Estaba haciendo girar la llave en la cerradura antes de que terminaran de decirlo; salvajes, crueles, levantiscos, traicioneros según los patrones occidentales, poseían su código de honor, aquellos feroces montañeses, y no era tan distinto del de sus propios antepasados de las Tierras Altas como para que no lo comprendiera. Saliendo en desorden de la celda al instante agarraron al árabe, gritando: « ¡Mátale! ¡Es uno de los perros de Muhammad ibn Ahmed!» Gordon lo liberó de un tirón de su presa, manejando a los atacantes de forma implacable; propinó al más insistente una bofetada que lo tiró largo por el suelo, pero no pareció suscitar ningún especial resentimiento en su bárbaro pecho. —¡Basta! ¿Sois hombres o lobos? Empujó al encogido árabe ante él por el corredor de vuelta al pasadizo que daba al barranco, seguido por los kurdos, quienes, habiéndole jurado lealtad, fueron tras él ciegamente y sin hacer preguntas. De nuevo en el otro corredor, Gordon ordenó al árabe que se desvistiese, y éste lo hizo, temblando de miedo a morir de inmediato, y temiendo que la orden significase tortura. —Cambia tus ropas con él —fue la siguiente orden de Gordon, dirigida a Yusuf ibn Suleiman, y el feroz kurdo obedeció sin decir palabra. Entonces, siguiendo instrucciones de Gordon, los otros ataron y amordazaron al árabe y lo arrojaron a través de la puerta secreta, que Gordon abrió, dentro del túnel. Yusuf ibn Suleiman se irguió con el casco emplumado, el khalat a rayas y los holgados pantalones de seda del árabe, y sus rasgos eran lo bastante semíticos para engañar a cualquiera que esperase ver a un árabe con aquel atuendo. La muerte de la triple hoja —Voy a confiarte una gran responsabilidad —dijo Gordon de improviso—. Es lo que merece un hombre valiente. En algún momento, puede que al alba, o puede que a otro anochecer, o incluso al amanecer siguiente, llegarán hombres y llamarán a esa puerta cerrada que da al barranco del djinn. Serán los fusileros ghilzai, conducidos por Lal Singh y Yar Ali Khan. Ésta es tu parte: esconderte en este túnel y abrir la puerta cuando lleguen. Tienes la cimitarra del árabe, así que cuando venga otro guardia a relevar al que yace atado allí, mátalo y oculta su cuerpo. Si viene otro más antes que Lal Singh, mátalo igualmente. No te distinguirán de uno de sus compañeros hasta que ataques. Por la forma en que los ojos del kurdo llamearon, Gordon supo que no fallaría en aquella parte del plan, al menos. —Puede que no sea necesario matar — matizó—. Cuando acuda el siguiente guardia, verá que los prisioneros han escapado, y tal vez ni siquiera entre en este corredor. Si viene más de un hombre, ocúltate en el túnel. Puede que hayamos regresado antes de que llegue nadie. Me llevo cinco hombres conmigo para buscar a la joven Azizun. Si es posible, volveré aquí con ella, y atrancaremos las puertas y defenderemos este corredor contra los hombres de Othman hasta que llegue Lal Singh. Pero si no regreso, confío en que sigas aquí, ocultándote o defendiendo el corredor con el filo de tu espada, y abras esa puerta para mis guerreros cuando aparezcan. —¡Los ghilzai me matarán cuando les abra la puerta! —Antes de que la abras, grítale a Lal Singh y dile: “El Borak desea que recuerdes los lobos de Jagai”. Con estas palabras sabrá que puede confiar en ti. ¿Dónde han llevado los ismailitas a la chica? —Poco después de que el perro árabe hiciera su inspección de las celdas, unos hombres abrieron la puerta en el otro extremo de su mazmorra y se la llevaron a rastras. Le dijeron que la llevaban ante el jeque para ser interrogada por éste. Hablará con ella en la estancia donde te recibió por primera vez. Pero seis hombres no pueden abrirse camino luchando a través de los veinte persas que montan guardia ante la puerta. —¿Conoces la entrada al jardín del Paraíso? —¡Sí! —Un generalizado asentir de cabezas le hizo saber que los misterios de Othman no eran en absoluto enigmas tan absolutos como habían sido los de su antepasado, de cuyos místicos jardines ni siquiera sus fedayín habían conocido su emplazamiento. —Entonces llévame allí —Y Gordon se volvió, con todas sus probabilidades de éxito, y su vida misma, dependiendo de la mera palabra de un salvaje nacido y criado con la creencia de que la matanza, rapiña y traición son las cualidades adecuadas y naturales en la vida de un hombre. No había nada que impidiera que Yusuf ibn Suleiman corriera hasta el jeque tan pronto como Gordon le diera la espalda, «Pero la mano de Gordon se precipitó hacia atrás con la daga, dispuesta para ser lanzada. El árabe se quedó inmóvil, la palidez tiñendo su piel bajo la negra barba. No abrigaba ninguna esperanza respecto de la situación con la que se veía enfrentado para comprar su vida traicionando al americano, y preparando luego una trampa para Lal Singh y los ghilzai... nada sino el primitivo honor de un hombre que sabía que otro hombre de honor confiaba en él. Gordon y sus kurdos anduvieron a tientas a través del túnel y escalera arriba. La cámara en la que había dormido estaba vacía. Pero sobre la escalera, justo detrás de la pared falsa encontró las dos espadas donde Lal Singh las había dejado al cargar, pistola en mano, en ayuda de Gordon, olvidando el acero en su precipitación, y con ellas armó a dos de sus seguidores. La daga que había cogido al tadjiko fue para otro. El corredor de fuera de la cámara estaba desierto. Los kurdos encabezaron la marcha. Con el anochecer la atmósfera de silencio y misterio había crecido sobre el palacio del jeque Al Jebal. Las luces ardían más débilmente; las sombras colgaban densas, y ninguna brisa se deslizaba dentro para hacer susurrar los tapices de apagado brillo. Las botas de Gordon no hacían más ruido sobre las espesas alfombras que los pies desnudos de los kurdos. Conocían muy bien el camino; una banda de harapientos de asqueroso aspecto, de furtivos pies y ardientes ojos, se deslizaron con rapidez a lo largo de los oscuros corredores ricamente adornados, como una partida de ladrones a medianoche. Recorrieron únicamente galerías poco frecuentadas a aquella hora de la noche, y no se habían encontrado con nadie, cuando atravesaron una puerta astutamente camuflada. De pronto llegaron a otra puerta, dorada y con barrotes, ante la cual se hallaban dos gigantes negros sudaneses con tulware desenvainados. Gordon tuvo tiempo para reflexionar que allí estaba la principal debilidad del reinado de Othman; la entrada al Paraíso era demasiado accesible; su misterio no lo bastante impresionante. Los sudaneses sabían que aquellos hombres eran intrusos no autorizados, no obstante. No dieron ningún grito de aviso mientras alzaban sus tulware; eran mudos. Gordon no quiso arriesgarse a disparar, pero su pistola no era necesaria. Ansiosos por comenzar su labor de venganza, los kurdos cayeron en tropel sobre los dos negros, atacándolos los dos hombres con espadas en tanto los demás los agarraban y arrastraban al suelo... apuñalándolos hasta matarlos en un tenso, sudoroso y blasfemante amasijo de convulso esfuerzo y agonía. Era trabajo para un carnicero, pero era una cuestión de siniestra necesidad, y la piedad hacia aquellos asesinos sin lengua era una emoción inútil. —Mantén vigilada esta puerta —ordenó Gordon a uno de los kurdos, y luego la abrió de par en par y salió a grandes pasos al jardín, para entonces desierto a la luz de las estrellas, sus flores reluciendo con trémulo y blanquecino brillo, sus espesos árboles y macizos de arbustos de oscuro misterio. Los kurdos, armados con los tulware de los negros, azuzados para la aventura habiendo probado la sangre, lo siguieron con descaro, incluso pavoneándose, como si estuviesen andando por un jardín corriente, en vez del que hasta aquel día habían considerado, si no el Paraíso mismo, como Othman esperaba, al menos su equivalente terrenal más cercano. Parecían acabar de darse cuenta, aguzados sus sentidos por la sangre derramada, de que estaban siguiendo a El Borak, cuya reputación tenía ya algo de mítica en aquella tierra de sangre y misterio. Gordon fue derecho hacia el balcón que sabía había, ingeniosamente oculto por las ramas de los árboles que crecían debajo de él. Tres de los kurdos inclinaron las espaldas para que subiera, y en un instante había dado con la ventana desde la que él y Othman habían estado mirando, y la había abierto con la punta de una daga. Al momento siguiente la había atravesado, sin hacer más ruido del que habría hecho una pantera entrando de igual manera. Llegaron hasta él sonidos del otro lado de la cortina que disimulaba el hueco del balcón... una mujer sollozando de dolor o terror, y la voz de Othman. Atisbando a través de las colgaduras pudo ver al jeque repantigado sobre el trono bajo el baldaquín engastado en perlas. Los guardias ya no se erguían como figuras de ébano a cada lado de él. Se hallaWeird Tales de Lhork 93 Robert E. Howard «El jeque se tambaleó, se giró violentamente para hacer frente a su enemigo y retrocedió contra la puerta, aullando de miedo, hasta que su voz fue silenciada para siempre por una bala que se estrelló contra su boca y la atravesó saltándole los sesos ban ocupados ante el estrado, en mitad de la estancia... ocupados en afilar dagas y calentar hierros en pequeños e incandescentes braseros. Azizun estaba tendida entre ellos, desnuda, brazos y piernas bien abiertos sobre el suelo, sus muñecas y tobillos atados a estacas clavadas en el mismo. No había nadie más en el aposento, y las puertas de bronce estaban cerradas con el cerrojo echado. —Cuéntame cómo escapó el sij de la celda —ordenó Othman. —¡No! ¡No! —Jadeó la muchacha, demasiado aterrorizada para no revelar su lastimera razón para guardar silencio—. ¡El Borak sufriría si yo hablase! —¡Pequeña estúpida! El Borak está... —¡Aquí! —saltó Gordon mientras salía del nicho. El jeque se giró con un respingo, se puso lívido... chilló y cayó del trono, quedando despatarrado sobre el borde del estrado. Los sudaneses se irguieron, gruñendo como bestias, sacando de repente cuchillos. Gordon disparó desde la cadera y un negro giró sobre sus talones y se desplomó. El otro saltó hacia la chica, blandiendo su cimitarra, resuelto a matar a su víctima antes de morir. La bala de Gordon lo alcanzó en mitad del salto, agujereándole las sienes. Se vino abajo casi sobre la muchacha. Fuera se oían gritos y martillazos sobre la puerta. El jeque se levantó de un brinco, balbuceando de forma incoherente. Sus ojos estaban abiertos como platos al mirar encolerizado al torvo hombre blanco manchado de sangre y la humeante pistola en su mano. —¡No eres real! —Aulló, rechazándolo con la mano como si estuviera defendiéndose de una espantosa aparición—. ¡Eres un sueño del hashish! ¡No, no! ¡Hay sangre en el suelo! ¡Estabas muerto... me dijeron que te habían entregado al simio! ¡Pero has vuelto para matarme! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Guardias! ¡A mí! ¡El demonio de El Borak ha regresado para matar y destruir! Chillando como un animal enloquecido Othman se lanzó desde el estrado y corrió hacia la puerta. Gordon esperó hasta que los dedos del persa estuvieron arañando los cerrojos; entonces a sangre fría, sin remordimiento le atravesó el 94 Weird Tales de Lhork cuerpo de un balazo. El jeque se tambaleó, se giró violentamente para hacer frente a su enemigo y retrocedió contra la puerta, aullando de miedo, hasta que su voz fue silenciada para siempre por una bala que se estrelló contra su boca y la atravesó saltándole los sesos. CAPÍTULO 8. LOBOS ACORRALADOS Gordon miró a su víctima con ojos tan implacables como el negro hierro. Del otro lado de la puerta el clamor estaba aumentando, y fuera en el jardín los kurdos estaban desgañitándose para saber si estaba bien, y pidiendo permiso a gritos para seguirle al interior del palacio. Les aulló que fuesen pacientes y a toda prisa liberó a la chica, agarrando una tela de seda de un diván para taparla con ella. Ésta sollozó de forma histérica, abrazando su cuello con un frenesí mezcla de espanto y abrumador alivio. —¡Oh, sahib, sabía que vendrías! ¡Sabía que no les dejarías torturarme! Me dijeron que estabas muerto, pero sabía que no podían matarte... Llevándola en brazos fue a grandes pasos hasta el balcón y se la entregó a los kurdos a través de la ventana. Ella chilló al ver sus feroces y barbados rostros, pero una palabra de Gordon la tranquilizó, cuando éste bajó descolgándose junto a ella. —¿Y ahora qué, effendi? —preguntaron los guerreros, ansiosos de más desenfrenada violencia, una vez del todo enardecidos por la caza al alcance de la mano. Gran parte de su fervor venía de una creciente admiración por su líder; hombres como Gordon han dirigido ejércitos sin esperanza cantando para hacerse con imposibles victorias de entre las fauces de la derrota. —Volvamos por donde vinimos, hasta el túnel donde aguarda Yusuf. Echaron a correr a través del jardín, Gordon llevando a la chica como si hubiese sido un niño. No habían avanzado una docena de metros cuando delante de ellos un tañer de acero rivalizó con el estrépito en el palacio que dejaban detrás. Enérgicas maldiciones se mezclaron con el estruendoso tañido, una puerta se cerró con el estampido de un trueno, y una figura llegó a toda prisa a través de los arbustos. Era el kurdo que habían dejado de guardia en la puerta dorada. Juraba como un pirata y se apretaba un antebrazo herido del que caían gotas de sangre. —¡Hay una veintena de perros árabes en la puerta! —aulló—. ¡Alguien nos vio matar a los sudaneses, y corrió en busca de Muhammad ibn Ahmed! ¡He matado a uno de un espadazo en el vientre y les he cerrado la puerta en sus malditas caras, pero la echarán abajo en unos minutos! —¿Hay alguna forma de salir de este jardín sin atravesar el palacio, Azizun? —preguntó Gordon. —¡Por aquí! —Él la dejó en el suelo y ella aferró su mano y corrió hacia la pared norte, casi oculta por el frondoso follaje. Pudieron oír al otro lado del jardín la puerta dorada haciéndose astillas bajo la acometida de los hombres del desierto, y Azizun se estremeció a cada embate como si hubiese chocado contra su delicado cuerpo. Jadeando de horror y excitación apartó de forma frenética la fronda, tirando de ella y haciéndola a un lado hasta descubrir una puerta astutamente disimulada en la pared. A Gordon le quedaban dos cartuchos en el máuser. Usó uno para volar en pedazos la antigua cerradura. Irrumpieron en otro jardín más pequeño, iluminado por faroles colgantes, justo cuando la puerta dorada cedía y un torrente de salvajes figuras blandiendo sus hojas anegaba el Jardín de las Huríes. En mitad del jardín al que habían entrado los fugitivos se alzaba la espigada torre similar a un minarete que Gordon había observado al entrar por primera vez en el palacio. —¡Esa torre! —Dijo bruscamente, cerrando de golpe la puerta detrás de ellos y asegurándola con una daga como cuña... eso los contendría por unos segundos, al menos—. Si podemos entrar ahí... —El jeque a menudo se sentaba en la cámara superior, contemplando las montañas con un telescopio —jadeó un kurdo—. No permitía que nadie salvo Bagheela entrase en la misma, pero los hombres dicen que hay rifles guardados allí. Guardias árabes duermen en la cámara inferior... Pero no había tiempo para las palabras. Los árabes casi habían llegado a la puerta detrás de ellos, y a juzgar por el alboroto que se estaba armando procedente de todas partes, sólo sería cuestión de minutos antes de que salieran en tropel al Jardín de la Torre desde cualquier puerta que diera al mismo. Gordon condujo a sus hombres corriendo directo hacia la torre, cuya puerta se abrió saliendo cinco desconcertados guardias en busca de la causa de aquel insólito tumulto. Gritaron estupefactos cuando vieron a un grupo de guerreros corriendo hacia ellos, los dientes fuera, los ojos llameando a la luz de los faroles, las hojas destellando. Los guardias, despejándose La muerte de la triple hoja del sueño, entraron en acción sólo un segundo demasiado tarde. Gordon disparó a uno y abrió la cabeza a otro con la culata de su pistola un instante después de que el árabe hubiese atravesado el corazón a uno de los kurdos. Los restantes cayeron sobre los tres árabes que quedaban, saciando los antiguos odios tribales en un salvaje despliegue de sangre derramada, cuchilladas y tajos hasta que las figuras vestidas de brillantes colores yacieron inmóviles en un charco carmesí. Los gritos de venganza alcanzaron un crescendo detrás de ellos y la puerta calzada con la daga se astilló hacia dentro, y la abertura se llenó de salvajes rostros y brazos agitándose cuando los hombres de Muhammad se atascaron en ella en su frenética ansia por alcanzar su presa. Gordon cogió un rifle que un árabe había dejado caer y descargó una lluvia de plomo sobre aquella apiñada masa. A cien metros fue una carnicería. Un instante antes la puerta estaba abarrotada de furibundos y afanosos cuerpos, y al siguiente era un matadero de figuras ensangrentadas, retorciéndose y chillando de las que los vivos se retiraron horrorizados. Los kurdos aullaron con delirio y se lanzaron al asalto de la torre... se dieron la vuelta para hacer frente a una carga de enloquecidos drusos que se habían deslizado inadvertidos en el jardín a través de otra puerta y cruzaron a la carrera el umbral antes de que la puerta pudiera ser cerrada. Por unos segundos el portal abierto fue un infierno de sibilante acero y chorreante sangre, en el que Gordon hizo su parte con la culata de un rifle, y luego los drusos se retiraron aturdidos tambaleándose, dejando a tres de los suyos yaciendo sobre su propia sangre ante la puerta, mientras otro trataba de alejarse sobre los codos, sangrando a borbotones por arterias cercenadas. Gordon cerró con fuerza la puerta de bronce, y echó de golpe un perno que habría resistido la carga de un elefante. —¡Arriba por las escaleras! ¡Rápido! ¡Coged las pistolas! Ascendieron a toda prisa, ojos y dientes centelleando, todos salvo uno que cayó redondo a media subida a causa de la pérdida de sangre. Gordon medio lo arrastró, medio lo llevó el resto del camino, lo dejó en el suelo y ordenó a Azizun que vendara el horrible corte hecho por un sable druso, antes de volverse para evaluar los alrededores. Estaban en la cámara superior de la torre, que no tenía ventanas; pero las paredes se hallaban horadadas por troneras de distintos tamaños y en los más variados ángulos, algunas inclinándose hacia abajo, y todas provistas de tapas de hierro deslizantes. Los kurdos gritaron con alegría mientras se hacían con los rifles modernos que se alineaban en las paredes en perchas de las que colgaban bandoleras de cartuchos. Othman había preparado aquel nido de águila para la defensa así como para la observación. Todos los hombres estaban heridos de más o menos gravedad, pero todos se agolparon en las troneras y comenzaron a disparar con júbilo hacia la turba de abajo que pululaba en torno a la puerta. Habían venido de todas direcciones, mientras el acosado grupo subía la escalera. Muhammad ibn Ahmed no estaba a la vista, pero sí un centenar o así de sus árabes, y un revoltijo de hombres de otra docena de razas. Pululaban por el jardín, aullando como demonios. Los faroles, oscilando locamente con el impacto de los cuerpos que tropezaban contra los espigados árboles, iluminaron una masa de rostros convulsos, los ojos en blanco mirando como locos hacia arriba. Las hojas destellaban como relámpagos por todo el jardín y los rifles se descargaban a ciegas. Arbustos y matojos eran destrozados a pisotones mientras la turba se arremolinaba acordonando el lugar. Habían conseguido una viga en alguna parte y la estaban usando como ariete contra la puerta. Gordon se sorprendió ante la celeridad con que él y su partida habían sido perseguidos y atrapados, hasta que oyó la voz de Ivan Konaszevski alzándose como el tajo de un sable por encima del clamor. El cosaco tenía que haberse enterado de la muerte de Othman a los pocos minutos de que hubiese ocurrido, y había tomado el mando al instante. Su inmediata comprensión de la situación, junto con la suerte que había hecho que Muhammad ibn Ahmed les bloquease la huida, había condenado a los fugitivos. Pero aunque estaban atrapados no se hallaban indefensos. Aullando alegremente los kurdos descargaron una lluvia de plomo a través de las troneras. Incluso el hombre herido de sable, restañada su herida por un basto vendaje, se arrastró hasta una, se apoyó sobre un diván y empezó a disparar a diestro y siniestro a sus antiguos aliados de abajo. No se podía errar a esa distancia, y las ráfagas de plomo abrieron pasillo a través de la apiñada turbamulta. Ni siquiera los ismailitas podían resistir tal carnicería. La horda se dispersó en todas direcciones, en busca de refugio, y los kurdos rompieron en alaridos de frenético júbilo y abatieron a los fugitivos mientras corrían. En unos momentos el jardín estaba desierto excepto por los muertos y moribundos, y una tormenta de plomo llegó silbando desde las paredes y ventanas del palacio que dominaban el Jardín de la Torre, y desde los tejados de casas que se levantaban junto a la pared, fuera en la plaza. Las balas se aplastaron contra las paredes con un feroz golpeteo, como un avispón estrellándose contra una ventana en pleno vuelo. La torre era de piedra, reforzada con bronce y hierro. Los proyectiles procedentes del exterior rara vez encontraban una tronera abierta. Gordon no creía que pudiera ser tomada por asalto, mientras durara su munición, y había miles de cartuchos en la cámara superior. Pero no tenían comida ni agua. El hombre que había resultado herido de sable se veía atormentado por la sed en particular, mas, con el estoicismo de su raza, no se quejaba en absoluto sino que yacía en silencio mascando una bala. Gordon consideró su situación, mirando a través de las troneras. El palacio, según sabía, estaba rodeado de jardines, salvo en la parte delantera donde había un amplio patio. Todo estaba circundado por una muralla exterior, y paredes interiores, más bajas, separaban los jardines, de forma parecida a los radios de una rueda, con el muro exterior más alto haciendo las veces de llanta. El jardín en el que se encontraban acorralados estaba en el lado noroeste del palacio, próximo al patio, que se hallaba separado de aquél por una pared; otra se interponía entre éste y el siguiente jardín al oeste; tanto dicho jardín como el jardín de la Torre estaban situados fuera del Jardín de las Huríes, que estaba medio cerrado por las paredes del palacio mismo. La pared del patio se unía a la del Jardín de las Huríes, de forma que el Jardín de la Torre quedaba por completo encerrado. La pared norte era la barrera que rodeaba el conjunto de las tierras del palacio, y más allá de ella miró hacia abajo a los iluminados tejados de la ciudad. La casa más próxima estaba a menos de treinta metros de la pared. Sus luces y las de las casas vecinas estaban apagadas, y los hombres se agazapaban detrás de los parapetos, disparando a la torre con la ciega esperanza de alcanzar otra cosa aparte de piedra. Las luces brillaban en todas las ventanas del palacio, pero la corte y la mayoría de los jardines anexos estaban a oscuras. Sólo en el jardín asediado seguían colgando las encendidas farolas. Parecía extraño e irreal, aquel jardín iluminado con la torre en medio, desierto salvo por los desmadejados cuerpos de los muertos, mientras de todos lados acechaban un invisible pero vengativo tropel. Las descargas que rompían desde todas partes reflejaban un cierto pánico, y los kurdos profirieron enconadas maldiciones porque no podían ver nada a lo que disparar a su vez. Pero de pronto el tiroteo cesó, y los hombres del interior de la torre dejaron igualmente de disparar, sin recibir la orden. En el tenso silencio que siguió se alzó la voz de Ivan Konaszevski desde detrás de la pared del patio. —¿Estás listo para rendirte, Gordon? Gordon se le rió. —¡Ven y cógenos! —Eso es justo lo que pretendo hacer... ¡al amanecer! —le aseguró el cosaco—. ¡Puedes darte ya por muerto! —Eso es lo que dijiste cuando me dejaste en el barranco del djinn —replicó Gordon—. Pero sigo vivo... ¡y el djinn está muerto! Había hablado en árabe, y un grito de ira e incredulidad se elevó de todos los puestos de combate. Los kurdos, que no habían hecho a Gordon una sola pregunta acerca de su huida del laberinto del simio, golpearon las culatas de sus rifles y asintieron los unos a los otros como queriendo decir que matar djinni no era más que lo que podía esperarse de El Borak. Weird Tales de Lhork 95 Robert E. Howard —¿Saben los Asesinos que el jeque está muerto, Ivan? —gritó Gordon con ironía. —¡Saben que Ivan Konaszevski es el soberano de Shalizahr, como siempre lo ha sido! —fue la airada contestación—. ¡No sé cómo mataste al simio, ni cómo sacaste a esos perros kurdos fuera de su celda, pero sé que tendré vuestros pellejos colgando sobre esta pared antes de que pase otra hora! —¡Perros kurdos! —murmuraron los guerreros montañeses, acariciando con ansias de venganza sus rifles— ¡Ja! ¡Wallah! Pero Gordon sonrió, pues sabía que si Yusuf ibn Suleiman hubiese sido capturado, Ivan les habría informado para burlarse de ellos. Gordon no creía que hubiesen hecho ninguna indagación por extenso en las mazmorras, ni que fuesen a hacerla. Toda la atención de los Asesinos estaba concentraba sobre la torre, y no tenían por qué explorar las celdas en aquel momento. Gordon se dijo que estaba en lo cierto al creer que Yusuf seguía todavía a salvo en el túnel bajo el palacio, esperando a dejar entrar a Lal Singh y los ghilzai. Al poco un traqueteo y martilleo sonó en alguna parte del otro lado del patio, que no resultaba visible desde la torre, y Konaszevski aulló con ansias de venganza: «¿Oyes eso, puerco americano? ¿Has oído hablar alguna vez de una bastida de asalto? Bien, eso es lo que mis hombres están construyendo: un mantelete sobre ruedas que detendrá las balas y protegerá a cincuenta hombres bajo él. Tan pronto como sea de día vamos a empujarlo hasta la torre y derribar la puerta. ¡Eso será tu fin, perro! —Y el tuyo —replicó Gordon—. No puedes asaltar esta torre sin exponerte al menos un poco; ¡y un poco es todo lo que necesitaré, ruso sarnoso! La respuesta del cosaco fue una gran carcajada burlona que no resultó convincente dado que temblaba de furia, y después de eso no hubo más parlamento. Los hombres seguían disparando desde las paredes del jardín y los tejados de fuera, sin esperar hacer ningún blanco, pero pretendiendo a todas luces disuadirles de cualquier intento de escapar de la torre. Gordon llegó a considerar tal cosa; podían apagar a tiros los faroles que iluminaban el jardín y probar suerte en la oscuridad... pero desechó la idea. Había hombres densamente apiñados detrás de cada una de las paredes que encerraban el jardín. Tal intento sería suicida. La fortaleza se había convertido en una prisión. Gordon admitió para sí con franqueza que aquel era un aprieto del cual no podía salir por su propio esfuerzo. Si los ghilzai no aparecían en el momento previsto, él y su partida estaban acabados; y le remordió el pensar en Yusuf ibn Suleiman esperando durante días, tal vez, en los corredores bajo el palacio, hasta que el hambre le hiciera caer en manos de sus enemigos, o ir barranco abajo para escapar. Luego Gordon recordó que no había contado al kurdo cómo llegar a la salida en el otro extremo del laberinto. 96 Weird Tales de Lhork El batiente martilleo prosiguió en la parte no visible del patio. Aunque los ghilzai llegasen con la salida del sol tal vez fuese demasiado tarde. Se dijo que los ismailitas tendrían que echar abajo gran parte de la pared para hacer entrar una máquina como la que Ivan había descrito en el jardín. Pero eso no llevaría mucho tiempo. Los kurdos no compartían los temores de su líder. Ya habían causado una gloriosa matanza; se habían hecho fuertes; con un caudillo al que ya adoraban como hombres acostumbrados a adorar a reyes; buenos rifles y mucha munición. ¿Qué más podía desear un guerrero de la montaña? Estrecharon sus rifles y alardearon unos con otros vanagloriosamente disparando a todo lo que se movía, dejando que el futuro se cuidase de sí mismo. Así durante largas horas continuó la extraña lucha, el restallar de los rifles puntuado por el estruendo de los martillos en el patio iluminado con antorchas. El kurdo herido de sable murió justo cuando el alba hacía palidecer los faroles en el jardín de abajo. Gordon cubrió al muerto con una manta y se quedó mirando con aire fatigado a su lastimosa banda. Los tres kurdos se arrodillaban ante las troneras con aspecto de demonios manchados de sangre a la grisácea y fantasmal luz. Azizun dormía del todo exhausta sobre el suelo, su mejilla apoyada sobre un infantilmente suave y redondo brazo. El martilleo había cesado y en el silencio pudo oír el crujir de macizas ruedas. Supo que el juggernaut* que los ismailitas habían construido durante la noche estaba siendo hecho rodar a través del patio, pero todavía no podía verlo. Podía distinguir las negras formas de hombres agachados sobre los tejados de las casas del otro lado de la muralla. Miró más allá, sobre los techos y los macizos de árboles, hacia el borde norte de la meseta. No vio señal alguna de vida, bajo la creciente luz, entre los peñascos que formaban el borde de los riscos. Sin duda los guardias, sin inmutarse ante el destino de Yusuf y los demás centinelas originales, habían abandonado su puesto para unirse a la lucha en el palacio. Ningún soberano oriental conseguía nunca disponer de absoluta obediencia por parte de todos sus hombres. Pero mientras observaba, Gordon vio un grupo de una docena o así de hombres afanándose por recorrer el camino que conducía a la Escalera. Konaszevski no iba a dejar mucho tiempo aquel punto sin vigilancia, y Gordon pudo imaginar cuál sería la suerte de los hombres que lo habían abandonado. Se giró hacia sus tres kurdos que estaban mirándole en silencio, los barbados rostros vueltos hacia él. Parecía el más salvaje bárbaro que nunca había pisado un campo de batalla, desnudo hasta la cintura, sus botas y pantalones cubiertos de * Ídolo hindú al cual se sacrificaban los devotos arrojándose ante las ruedas de su carro en la procesión anual en honor a Krishna, en la ciudad de Puri. (N. del T.) sangre, su bronceado pecho y hombros arañados y manchados con el humo de la pólvora. —Los ghilzai no han venido —dijo de repente—. Dentro de poco Konaszevski enviará a sus asesinos contra nosotros al abrigo de un gran escudo construido sobre ruedas. Derribarán la puerta con un ariete. Mataremos a algunos de ellos mientras suben por la Escalera. Luego moriremos. —¡Allah il Allah! —Respondieron a modo de asentimiento y aceptación de su kismet—. ¡Mataremos a muchos antes de morir! —Y sonrieron abiertamente como lobos hambrientos al alba amartillando sus rifles con el pulgar. En el exterior, desde cada pared y ventana las pistolas empezaron a restallar y una rociada de balas se estrelló alrededor de las troneras. Los hombres de la torre ya podían ver la máquina de asalto, retumbando pesadamente a través del patio. Era un aparato macizo de vigas, bronce y hierro, sobre ruedas de carreta de bueyes, con un ariete de cabeza de hierro sobresaliendo de una abertura en el centro. Al menos cincuenta hombres podían acuclillarse detrás y debajo de él, a salvo del fuego de fusilería. Rodó hacia la pared y se detuvo, y empezaron a golpearla con almádenas. Todo aquel estrépito había despertado a Azizun que se incorporó frotándose los ojos, se quedó mirando desconcertada alrededor, y luego gritó y corrió hasta Gordon para abrazarse a él y ser consolada. Poco consuelo podía ofrecerle él surgido de su mucha lástima por ella. No había nada que pudiera hacer en aquel momento por la muchacha, excepto interponer su cuerpo entre el suyo y sus enemigos en la carga final, y en un acto de compasión guardar su última bala para ella. Sintiendo lo desesperado de su posición ella se echó como un niño en sus brazos, escondiendo el rostro contra su amplio pecho, gimiendo débilmente. Gordon se sentó en silencio, aguardando la postrera lucha cuerpo a cuerpo con la paciencia de las agrestes tierras en las que había pasado tanto tiempo de su vida, y su expresión era serena, casi tranquila, aunque en sus ojos ardía una inextinguible llama. —La pared se desmorona —murmuró un kurdo de ojos de lince agazapándose sobre su rifle ante la tronera—. El polvo se alza bajo los martillos. Pronto podremos ver a los obreros que blanden los machos del otro lado de esa pared. Entonces... —¡Escuchad! Todos en la torre lo oyeron, pero fue Azizun quien se incorporó de un salto y gritó cuando un nuevo sonido hendió la mezcolanza a la que habían llegado a acostumbrarse. Se trataba de una ráfaga de disparos hacia el norte, y ante tal sonido todos los rifles de Shalizahr enmudecieron de pronto. La muerte de la triple hoja CAPÍTULO 9. EL HUERTO SANGRIENTO Gordon brincó hasta una tronera en el lado norte de la torre. Miró por encima de los tejados de Shalizahr hacia el camino que se extendía bajo el silencioso y albo amanecer. Media docena de hombres corrían por él, disparando hacia atrás mientras lo hacían. Detrás de ellos otras figuras salían en tropel de las rocas que se apiñaban en el borde de la meseta. Aquellas figuras, diminutas en la distancia pero claramente perfiladas a la temprana luz, apuntaron sus rifles. Los disparos restallaron, despidiendo una nube de humo, y las figuras en fuga se tambalearon y cayeron revolcándose. Un grave y feroz alarido llegó hasta los oídos que escuchaban en la de repente silenciosa ciudad. —¡Baber Khan! —exclamó Gordon. De nuevo la negligencia de los guardianes de la Escalera le había ayudado. Los ghilzai habían ascendido por la desprotegida Escalera a tiempo para matar a los centinelas que llegaba a montar guardia allí. Pero quedó consternado ante la cantidad de hombres que subían en tropel por la meseta. Cuando la oleada de éstos cesó había al menos trescientos guerreros yendo en tropel hacia Shalizahr. Sólo había una explicación: Lal Singh no se había encontrado con ellos para explicarles su plan de ataque. Gordon pudo imaginarse la escena que debía haber tenido lugar cuando alcanzaron el punto de reunión establecido y no encontraron a El Borak allí... la enloquecida ira de Yar Ali Khan y la vengativa furia que enviaría a los miembros de la tribu de forma temeraria Escalera arriba para atacar directamente la ciudad de la cual nada sabían, salvo que albergaba enemigos que creían habían matado a su amigo. Qué había pasado con Lal Singh ni siquiera podía imaginarlo. En Shalizahr el helado asombro había dado paso a la acción apresurada. Los hombres chillaban sobre las techumbres, corrían por todas partes en las calles. De tejado en tejado la noticia de la invasión corrió como el viento, y en unos minutos los hombres la propagaban a gritos en el patio del palacio. Gordon sabía que Ivan subiría hasta algún punto panorámico en la cúpula y lo vería por sí mismo, y no le sorprendió, unos instantes después, oír la voz de tralla del cosaco vociferando órdenes. El martilleo en la pared cesó. Los guerreros salieron corriendo de detrás del escudo móvil. Unos momentos más tarde más hombres entraban a raudales en la plaza desde los jardines y el patio, y desde las casas que flanqueaban ésta. Los kurdos de la torre les dispararon con denuedo e hicieron algunos blancos, pero éstos fueron pasados por alto. Gordon estaba alerta por si veía a Ivan pero sabía que el cosaco dejaría el palacio por alguna salida no expuesta a los disparos desde la torre. Al poco lo entrevió lejos calle abajo, en medio de una reluciente compañía de árabes con coselete, a la cabeza de los cuales «¿Oyes eso, puerco americano? ¿Has oído hablar alguna vez de una bastida de asalto? Bien, eso es lo que mis hombres están construyendo: un mantelete sobre ruedas que detendrá las balas y protegerá a cincuenta hombres bajo él destellaba el emplumado casco de Muhammad ibn Ahmed. Tras ellos se agolpaban cientos de guerreros ismailitas, bien armados, y bien ordenados para marchar, para ser miembros de una tribu. Resultaba evidente que Ivan les había enseñado cuando menos los rudimentos del arte de la guerra civilizada. Avanzaron al paso como si pretendiesen salir al llano y encontrarse con la horda que se aproximaba en combate abierto., pero al final de la calle se dispersaron de pronto, refugiándose en los jardines y las casas a cada lado de ésta. Los afganos todavía estaban demasiado lejos para poder ver lo que estaba sucediendo en la ciudad. Para cuando hubieron llegado a un punto desde donde pudieron mirar calle abajo ésta parecía desierta. Pero Gordon, desde su posición estratégica muy por encima de las casas, pudo ver los jardines en el extremo norte de la ciudad abarrotados de amenazadoras figuras, los tejados llenos de hombres cuyos rifles centelleaban a la luz de la mañana. Los afganos marchaban derechos hacia una trampa, mientras él seguía allí impotente. Gordon sintió como si le faltara el aire. Un kurdo vino y se quedó a su lado, anudando un burdo vendaje alrededor de una muñeca herida. Habló entre dientes, mientras tiraba con ellos del harapo. —¿Son esos tus amigos? Son estúpidos. Van de cabeza a los colmillos de la muerte. —¡Lo sé! —Los nudillos de Gordon palidecieron al apretar éste los puños. —Sé exactamente lo que pasará —dijo el kurdo—. Cuando era de la guardia de palacio oí a Bagheela contar a sus oficiales su plan de defensa, en caso de que un enemigo llegase a atacar la ciudad. “¿Ves aquel huerto al final de la calle, en el lado este? Cincuenta hombres con rifles se esconden allí. Puedes ver por un momento el brillo de sus cañones entre las flores de los melocotoneros. Al otro lado del camino hay un jardín al que llamamos el Jardín del Egipcio. Allí también hay cincuenta fusileros emboscados. La casa junto a éste está llena de guerreros, y lo mismo pasa con las tres primeras casas del otro lado de la calle. —¿Por qué me lo cuentas? —saltó Gordon, con los nervios crispados por la inquietud—. ¿Acaso no puedo ver a esos perros agazapándose detrás de los pretiles de los tejados? —¡Sí! Los hombres del huerto y del jardín no dispararán hasta que los afganos los hayan dejado atrás y estén entre las casas de más adelante. Entonces los fusileros de los tejados harán fuego contra ellos desde los dos lados y los del huerto y el jardín barrerán sus flancos traseros. Ningún hombre escapará. —¡Si tan sólo pudiera avisarles! —musitó Gordon. El kurdo hizo un gesto con la mano hacia el palacio, y el techo de la casa más cercana, desde la cual aun entonces los rifles restallaban de cuando en cuando. —Bagheela no te dejaría sin vigilancia. Al menos una veintena de hombres siguen acechando la torre. Te acribillarían antes de que pudieses llegar a cruzar medio jardín. —¡Dios! ¿Debo quedarme aquí impotente y ver cómo matan a mis amigos? —Las venas se marcaron sobre el cuello de Gordon y sus oscuros ojos tomaron un matiz rojo. Luego se agazapó de pronto como una pantera lista para saltar cuando los disparos rompieron en el otro extremo de la ciudad. Gritó, un grave, feroz aullido de júbilo. —¡Mira! ¡Los afganos están dispersándose en busca de refugio! Baber Khan es un viejo lobo astuto. Puede que Yar Ali Khan entrase de cabeza en una ciudad sin saber nada de ella... ¡pero no Baber Khan! Era cierto. Baber Khan, receloso como un huesudo viejo lobo, había desconfiado de la apariencia de aquella calle de aspecto inocente. Tal vez su cautela se había visto aguzada a causa del menguar del fuego en el otro extremo de la ciudad, que había oído al subir por la Escalera. Quizá sus acerados ojos habían atisbado el resplandor del sol naciente en los cañones de los rifles sobre los tejados. En cualquier caso sus trescientos guerreros se desplegaron en un largo frente de escaramuza, disparando desde detrás de peñascos y desde los hoyos naturales que marcaban la rocosa llanura. Weird Tales de Lhork 97 Robert E. Howard «El fuego inesperado fue como un jarro de agua fría sobre las caras de sus hombres, despejándolos de su ciega ansia de sangre, y antes de que ésta pudiera convertirse en pánico, Baber Khan llamó poderosamente su vacilante atención por medio de un agudo y furioso alarido Un fuego disperso fue devuelto desde los techos más cercanos, pero no hubo ningún disparo procedente del jardín ni del huerto, y el tiroteo desde los tejados era escaso e ineficaz. —¡Mira! Una banda de hombres, en número de un centenar o así, apareció en la calle salida de entre las casas. Se movieron en confuso orden a lo largo del camino, disparando mientras llegaban. Gordon soltó una repentina y vehemente maldición, pues adivinó el ardid. Los kurdos que estiraron el cuello por encima de sus hombros agitaron sus turbantes como confirmación. —Van a atraer a los afganos para que carguen. Se retirarán en desorden enseguida. No hay afgano que pueda resistirse a perseguir a un enemigo en fuga. Los ghilzai caerán en la trampa preparada para ellos, después de todo. La punta más próxima del frente de afganos estaba a unos pocos cientos de metros más allá del huerto. Apenas habían dejado atrás éste los ismailitas cuando recibieron una fulminante andanada de todo el largo de la irregular línea, y sus desiguales filas flaquearon cuando una docena de hombres cayó. Resistieron lo suficiente para disparar una descarga en respuesta, y entonces empezaron a retroceder. Los cuerpos que salpicaban la llanura demostraban que los ismailitas estaban dispuestos a pagar un alto precio por su victoria final. El lobuno alarido de los afganos llegó claramente hasta el grupo de la torre cuando los Asesinos rompieron filas y huyeron hacia la protección de las casas. Tal como el kurdo había pronosticado y Gordon había temido, los ghilzai se pusieron en pie de un salto y cargaron tras ellos, disparando mientras corrían y aullando como demonios locos de sangre. Confluyeron desde ambos lados en el camino, y allí, aunque Baber Khan fue incapaz de reprimir su impetuosa acometida, consiguió al menos a fuerza de golpes y maldiciones que formaran un cuerpo más compacto a medida que aparecían en tropel en el extremo de la calle. Los más ligeros de los afganos estaban a menos de cien metros de los ismailitas 98 Weird Tales de Lhork más rezagados cuando estos últimos se precipitaron entre el huerto y el jardín y siguieron corriendo calle arriba. Gordon cerró los puños hasta que las uñas sacaron sangre de sus palmas. Los primeros afganos ya estaban dejando atrás el otro extremo del jardín... en unos instantes caerían en garras de la trampa. Pero algo fue mal. Más tarde Gordon supo que había sido una cabeza con turbante asomada de forma imprudente por encima de la pared del jardín lo que echó a perder la trampa de Ivan. Baber Khan, con ojos que no perdían detalle, divisó aquella cabeza, y la bala que al instante la atravesó hizo que su dueño apretara el gatillo de su rifle amartillado con una sacudida en el mismo momento en que moría. Al oír el estallido de su rifle, sus compañeros, templados hasta un grado de tensión casi insoportable, hicieron fuego de forma mecánica y prácticamente involuntaria. Y los hombres en el huerto al otro lado del camino, reaccionando sin pararse a pensar, descargaron una desordenada andanada sobre la horda que arremetía. Y por supuesto, en eso, los de los tejados de más adelante empezaron a disparar de forma espontánea sin haber recibido órdenes. Cuando una trampa que depende de apretar el gatillo en el momento preciso salta de forma prematura, el resultado es siempre desmoralización y confusión. Una veintena de afganos mordió el polvo con la primera descarga, pero Baber Khan se dio cuenta de inmediato de la celada y vio y tomó la única salida. El fuego inesperado fue como un jarro de agua fría sobre las caras de sus hombres, despejándolos de su ciega ansia de sangre, y antes de que ésta pudiera convertirse en pánico, Baber Khan llamó poderosamente su vacilante atención por medio de un agudo y furioso alarido, y girándose, los llevó directos a la pared del huerto. Estaban acostumbrados, desde la cuna, a seguirle ciegamente a donde les condujera. Lo siguieron entonces, con las balas destrozando sus filas desde todos lados. Una descarga que llameó a lo largo de la pared de lleno en sus caras dejó una línea de cuerpos desplomados en el ca- mino pero no detuvo la carga. Pasaron sobre la pared del huerto como una ola movida por un tifón contra el implacable plomo y el mordiente acero, arrollaron a los cincuenta hombres que allí se agazapaban por la fuerza del número, disparándoles, apuñalándoles o golpeándoles en la cabeza antes de que pudieran siquiera huir, y luego, desde detrás de esa misma pared abrieron un furioso fuego sobre el jardín y las casas. En un instante todo el cariz de la batalla había cambiado. El camino estaba lleno de hombres muertos, pero con el sacrificio de unos cuarenta guerreros, Baber Khan había escapado de la trampa antes de que pudiera cerrarse. Los ghilzai estaban bien a cubierto por la pared, y los árboles que poblaban el huerto. El plomo llovió dentro de éste desde el jardín al otro lado del camino, y desde los tejados de las casas, pero con escaso efecto. Había fuentes en el huerto, y fruta en algunos de los árboles. A no ser que fueran hechos salir por una carga directa, podían mantener su posición durante días. Por otra parte, estaban entre dos fuegos. No podían tomar la ciudad disparando desde detrás de la pared de un huerto, y si abandonaban su refugio, serían exterminados. No podían cargar contra las casas, ni podían retroceder a través de la llanura y descender la Escalera sin ser seguidos y masacrados mientras se retiraban. El continuo fuego desde las casas reduciría poco a poco su número, hasta que un ataque superara el muro y los aplastara como ellos habían aplastado a los cincuenta fusileros que habían ocupado en primer lugar el huerto. Y mientras tanto, reflexionó Gordon furioso, él se hallaba encerrado allí arriba en aquella maldita torre, en tanto los hombres que habían venido a rescatarle luchaban por sus vidas contra un astuto y despiadado enemigo. Como un tigre anduvo de un lado a otro, sus ojos ardiendo, sus manos temblando del deseo de estar aferrando una culata de revólver o una empuñadura de espada. Azizun estaba arrodillada junto a la pared, observándole con los ojos muy abiertos, y los kurdos guardaban silencio. El rociar de las balas contra el exterior de la torre lo enloquecía. No estaban disparando a nada que pudieran ver; simplemente estaban advirtiéndole que se mantuviera a cubierto; que siguiera encerrado hasta que Ivan Konaszevski pudiera exterminar a sus amigos y volver para destruirle a placer. Una roja niebla flotó ante los ojos de Gordon, haciendo que todo pareciese sumirse en un piélago de sangre. Apenas se dio cuenta cuando uno de los kurdos bajó a la cámara inferior; pero fue consciente del regreso de éste, pues subió los escalones de tres en tres, llameándole los ojos. —¡Effendi! ¡Ven y mira! He arrancado la alfombra del suelo de la cámara de ahí abajo en busca de botín, que a menudo se esconde bajo los suelos, y he encontrado una argolla de bronce encajada en una ra- La muerte de la triple hoja nura. ¡Al tirar de ella se ha abierto una trampilla en el suelo, y hay unos escalones de piedra que llevan abajo! Gordon salió de su laberinto de impotente rabia como una pantera despertándose, y se precipitó escalera abajo tras el guerrero. Un instante después se agachaba sobre la trampilla abierta, encendiendo una de las cerillas que había hallado en la cámara superior. Los escalones bajaban por espacio de unos metros al interior de un angosto túnel. Gordon se arrodilló pensativo mientras el fósforo parpadeaba y se apagaba. —Este túnel lleva hacia el palacio —dijo al poco—. Si Ivan lo conociese habría hecho ir a sus hombres por él para atacarnos. Othman debe haberlo usado para pasar en secreto del palacio a la torre y viceversa. Sin duda tendría secretos que ocultaría incluso a Ivan. Es probable que sólo él y sus esclavos negros supiesen de este túnel; lo que significa que ningún hombre vivo salvo nosotros conoce su existencia. —No sabemos a qué parte del palacio conduce —le recordó el kurdo. —No. Pero vale la pena correr el riesgo. Haz venir a los otros. Cuando los tres kurdos bajaron en grupo con la chica, envolviéndose con su improvisado vestido de seda, les dijo en pocas palabras: —Apuesto a que este túnel nos llevará dentro de alguna parte del palacio que no esté llena de Asesinos. No puede haber muchos hombres en palacio, y se encuentran en la parte frontal del edificio, a juzgar por el sonido de los disparos. De todas formas, es mejor arriesgarse que esperar aquí a ser despedazados. “Si entramos vivos en el palacio, nos dirigiremos al túnel donde se oculta Yusuf ibn Suleiman. Es inútil que espere allí ahora, pero por supuesto probablemente no lo sabe. Si llegamos allí voy a enviaros con la chica fuera a través de los barrancos. Y de forma sucinta les contó cómo llegar a la cueva y al agujero en el acantilado. —¡No queremos dejarte, effendi! El cansancio y las heridas estaban dejándose notar en los kurdos por fin; sus barbudas caras se veían macilentas y ojerosas, pero hablaban con sinceridad. —Obedeceréis mis órdenes, como jurasteis hacer, y lo mismo hará Azizun — dijo cuando la chica dio muestras de rebelarse—. Conocéis el camino hasta Khor. Id allí, y usad la misma contraseña que le dije a Yusuf. No tengáis miedo al atravesar los barrancos. El djinn está muerto... y nunca fue sino un simio, de todas formas. Si llegáis a Khor, poneos en contacto con la familia de Azizun en Delhi. Os pagarán bien por devolvérsela. —¡Que los perros ensucien su dinero hindú! Tu orden es bastante. Pero, effendi, ¿qué será de ti? —Una vez hayáis entrado sin problemas en los barrancos voy a deslizarme fuera del palacio y tratar de alcanzar el huerto donde los afganos están acorralados. Vinieron a salvarme. No puedo abandonarlos. Es una cuestión de izzat. Utilizó el término afgano de forma inconsciente, pero los kurdos comprendieron; ellos también tenían su código de honor. —Os cuento esto ahora, de forma que si caigo antes de que lleguemos al túnel donde está Yusuf, el resto de vosotros sepa qué hacer. ¡Hacia Khor! Y ahora vamos. Entraron en el túnel, iluminando el camino con improvisadas antorchas. Estaba adornado para tratarse de un pasadizo, con frisos de mármol, arcos y baldosas. Corría derecho cierta distancia, hasta que Gordon supo que estaban muy por debajo del palacio. Se estaba preguntando si se comunicaba con las mazmorras cuando llegaron a un angosto tramo de escalones que llevaba arriba hasta una puerta de bronce. Su atenta escucha no reveló sonido alguno del otro lado de ésta, y Gordon la empujó abriéndola con cuidado, el rifle listo. Se introdujeron en una cámara vacía, cuya puerta secreta constituía un panel de la pared. Cuando Gordon lo empujó cerrándolo detrás de ellos se oyó el chasquido de un resorte oculto. Su huida estaba cortada en aquella dirección. Atravesaron la cámara a hurtadillas y se asomaron a través de las cortinas de la puerta al oscuro corredor del otro lado. Ningún sonido rompió el silencio del palacio excepto el brusco restallar de los rifles a cierta distancia. Se trataba de los hombres en la parte delantera del edificio disparando a la torre. Gordon esbozó una sonrisa al pensar que mientras los fusileros estaban tan ocupados, los hombres a quienes creían atrapados con toda seguridad estaban invadiendo el palacio detrás de ellos. —¿Sabes exactamente dónde estamos ahora, Azizun? —Sí, sahib. —Entonces condúcenos hasta el cuarto que da a la escalera secreta. No hace falta que diga a nadie que vaya en silencio. —No creo que nos descubran. Los esclavos varones estarán en el otro extremo de la ciudad, observando la lucha. Las mujeres, esclavas y huríes, se esconderán llenas de miedo en las estancias superiores... puede que encerradas dentro por sus amos —contestó Azizun, llevándoles con rapidez a lo largo del sinuoso corredor. Al parecer su suposición era correcta, pues llegaron a la puerta de la cámara que Gordon había ocupado el día anterior sin ver a nadie. Pero en el mismo momento en que Gordon tendía una mano hacia la puerta, el corazón les dio un vuelco ante el bajo murmullo de voces y las sordas pisadas de muchos pies dentro de la estancia. Era tan inesperado como un disparo salido de una emboscada. Antes de que pudieran retirarse la puerta se abrió de golpe, y luego la boca del rifle de Gordon se hundió con fuerza en el vientre del hombre que la había abierto. Por un instante ambos se quedaron inmóviles. —¡Sahib! —¡Lal Singh! Los kurdos detrás de Gordon se quedaron mirando furiosos al ver al enorme y barbudo sij estrechar los brazos en torno de su effendi en un abrazo de alborozado alivio. Detrás de Lal Singh Yusuf ibn Suleiman con su vistoso atuendo árabe sonreía como un barbado demonio de la montaña, y cincuenta fieras figuras con rifles y tulware abarrotaban la cámara. —Temí que estuvieses muerto —dijo Gordon con voz ligeramente trémula. —Merezco estarlo, porque fracasé en mi misión —dijo el sij en tono arrepentido—. Debería haber llegado a la Garganta de los Reyes antes que los ghilzai. Sahib, al pie occidental de los riscos que rodean esta meseta, me encontré con un antiguo firme: la vieja ruta de caravanas que antaño discurría a través de este país desde Persia a la India. Gira al norte a lo largo del pie de los riscos y se adentra en la Garganta de los Reyes kilómetro y medio más o menos al oeste de la hendidura donde mataste al mongol. “Era muy fácil una vez di con la ruta... pero mientras descendía hacia ella resbalé y caí y me golpeé la cabeza contra una roca. Debo haber yacido inconsciente durante horas. Cuando recobré la conciencia y seguí adelante, y llegué a la Garganta de los Reyes, ya había amanecido, y los ghilzai, que casi habían reventado sus caballos cabalgando toda la noche, ya habían pasado a través de la hendidura. Me topé con sus caballos que habían dejado en la garganta, con algunos muchachos para vigilarlos. Me contaron que Yar Ali Khan había usado tu cuerda para subir al saliente que oculta la boca de la grieta, y había atravesado la puerta disparando al hombre que la guardaba antes de que éste supiese que el afridi estaba cerca. Los secretos de esos Asesinos han estado a salvo tanto tiempo que los muy estúpidos se han vuelto descuidados. Ni siquiera tu entrada en la ciudad los puso en guardia. Nunca imaginaron que habría hombres que te seguirían. “Bien, justo cuando me disponía a seguir a los ghilzai a través de la hendidura, oí disparos desde un punto que sabía era la cima de los acantilados. Supe que ya estaban sobre la meseta, pues el tiroteo se iba alejando. Mientras dudaba, sin saber que hacer, y maldiciéndome a mí mismo por mi fracaso en alcanzarlos a tiempo, estos cincuenta hombres se adentraron cabalgando en la garganta, siguiendo a los ghilzai. Son waziri a los que Baber Khan permitió establecer su poblado a unos kilómetros de Khor; habiéndose enterado de que los ghilzai estaban en guerra, los siguieron para ayudarles en el combate... y en el saqueo. Al no ver ninguna opción mejor los traje conmigo, tal como habías planeado que trajera al grueso de los ghilzai. Los caballos estaban cansados, pero aun así nos movimos rápido, pues seguimos el antiguo firme hasta un punto a menos de un kilómetro del agujero por el Weird Tales de Lhork 99 Robert E. Howard que me arrastré a través del risco. ¡Y ahora esperamos tus órdenes! —¡Shabash! —Exclamó Gordon—. Hay trabajo de hombres para todos nosotros. —¿Qué ha ocurrido, sahib? —preguntó ansioso el sij, mientras los feroces waziri, que le habían seguido simplemente porque sabían que era compañero de El Borak, se apiñaban alrededor expectantes—. Oímos disparos todo el camino, pero por supuesto no pudimos ver nada. Y este kurdo, que nos abrió la puerta, no sabe más que nosotros. —Los ghilzai ocupan el huerto en el otro extremo de la ciudad —respondió Gordon—. Más tarde os hablaré de la batalla; ahora hay trabajo que hacer de prisa —Volviéndose hacia los tres kurdos, dijo—. Vosotros tres haced lo que os he mandado. Lal Singh, diles dónde dejaste los caballos de los waziri —Hecho esto, Gordon añadió—. Cabalgad hasta Khor y esperadnos. Si la batalla nos es desfavorable, os ordeno que os ocupéis de que Azizun llegue sana y salva a casa. Hicieron una zalema en silencio; la chica se hubiera colgado de él y sollozado, pero no había tiempo, ni siquiera para lágrimas de mujer. A su señal los kurdos la alzaron en vilo con desmañada amabilidad, y cargaron con ella mientras sollozaba a través del panel secreto. —Y ahora salgamos de este palacio — dijo Gordon—. Vamos a tomar parte en la lucha, pero a Baber Khan no le servirá de nada que nos quedemos encerrados en aquel huerto con él. Vamos a tratar de llegar al jardín cruzando el camino desde el huerto… ya conoces el plano de la ciudad, Lal Singh. Desde ese punto podemos tomar las casas del otro lado de la calle, y estar en posición para flanquear cualquier carga que intente bajar por la calle. ¡Vamos! Gordon se puso en camino a lo largo de un corredor por el cual Musa le había guiado el día anterior al llevarlo ante la presencia de Ivan Konaszevski. Los cincuenta montañeses le siguieron, disonantes con sus salvajes rostros y harapientas ropas en aquel marco de ricos tapices y pulimentadas baldosas. Atisbaron alrededor con recelo ante el sonido de los rifles en la parte delantera del palacio, restallando lejos como un anticlímax. Unos instantes después Gordon los condujo al interior del vestíbulo desde el que había escapado el día antes. La ventana todavía mostraba los barrotes doblados y tajados, el balcón la astillada celosía. Se detuvo un momento sobre éste, explicando su plan a Lal Singh y la turba de montañeses que aguzaban el oído para enterarse de cada palabra pronunciada por El Borak, como si se tratara de joyas dejadas caer por un héroe casi mítico. —¿Veis cómo los jardines se extienden en una densa hilera al oeste de las casas, separados sólo por muros entre ellos? Los árboles crecen espesos. Si rodeamos esos jardines, manteniéndonos pegados a las paredes oeste, tendremos 100 Weird Tales de Lhork muchas posibilidades de no ser vistos por nadie en las casas. Creo que podemos salir detrás del Jardín del Egipcio sin ser descubiertos; los Asesinos estarán todos mirando hacia el otro lado. No sé cuántos hombres hay en el Jardín del Egipcio, pero un ataque por sorpresa desde la retaguardia debería despejarlo. Ahora vamos… a través de esta celosía rota y por encima de esa pared. Nadie está mirando hacia este lado del palacio. Hombre tras hombre se descolgaron desde el balcón, corrieron tras él cruzando el jardín y se deslizaron sobre la pared desde la cual había ido a caer dentro del barranco. Se vieron sobre el resalte de roca desnuda que discurría junto al muro del palacio en aquel punto; pero unos instantes más tarde lo habían rodeado y se precipitaban a través del espacio que lo separaba del primero de los jardines de la ciudad. El constante tiroteo en el otro extremo de la calle indicaba que la lucha estaba siendo encarnizada. Cientos de rifles ladrando juntos armaban un ensordecedor estrépito y Gordon hizo una mueca al pensar en la tormenta de plomo que debía estar barriendo el huerto. Los defensores pagarían con mucha sangre, pese a la habilidad de los ghilzai para aprovechar cualquier pequeño refugio. Pero al menos el estruendo cubría su avance. Con toda aquella barahúnda teniendo lugar en el extremo norte de la ciudad, lo más probable era que nadie estuviese observando en dirección opuesta. Y tal fue el caso, pues nadie dio la alarma mientras la veloz y furtiva banda se deslizaba a lo largo del borde oeste de los jardines, encorvándose para mantenerse por debajo del muro tanto como fuese posible. Al aproximarse al extremo norte de la calle las posibilidades de ser descubiertos aumentaron, mas a la vez la atención de sus enemigos en aquella parte de la ciudad se hallaba fijada todavía más en la otra dirección. Y aunque Gordon y sus seguidores no podían saberlo, los acontecimientos estaban conformando un tifónico clímax. CAPÍTULO 10. EL ÁNGULO SANGRIENTO Ivan Konaszevski, que había estado dirigiendo la batalla desde el tejado de la tercera casa en el lado este de la calle, ya había comprendido que haría falta una carga en gran número para recuperar el huerto. Era presa de dudas e incertidumbres. Temía que los afganos estuviesen esperando refuerzos, para defender la Escalera contra los cuales tendría que dividir sus fuerzas. Le obsesionaba el temor de que Gordon, aunque atrapado en la torre, pudiese hallar una forma de burlar a los hombres que habían sido apostados para mantenerle allí. El cosaco no temía a Gordon en persona, pero sudaba profusa- mente ante la idea de depender de ingenios menos agudos que el suyo para excluir al americano de la lucha. Temía que si el combate se alargaba hasta el anochecer, los afganos pudiesen salir amparados por la oscuridad y lograsen entrar en las casas adyacentes, de donde sería poco menos que imposible desalojarlos. Temía el efecto desmoralizador de una batalla prolongada sobre sus hombres, a quienes ya estaba abasteciendo de hashish y whisky para espolear su celo. Así que aunque habría preferido aguardar hasta que el ejército afgano hubiese sido diezmado a lo largo de horas de disparos por sus tiradores ocultos, decidió concluir la contienda en un arranque de sangre y gloria. La toma del huerto por parte de los ghilzai había demostrado que una pequeña fuerza no podía guardar el muro relativamente bajo contra una carga decidida en mayor número. Dejando un par de docenas de tiradores sobre los tejados para mantener a los hombres del huerto ocupados, Konaszevski sacó a la mayoría de sus seguidores de las casas, y los reunió, hasta un total de cuatrocientos, en el espacio entre la tercera y cuarta casas en el lado este de la calle donde no podían ser vistos por los sitiados afganos. Destacó a un grupo de un centenar de hombres para que se deslizasen a través de los jardines que se extendían en el lado este de la ciudad y atacasen el huerto desde dicho lado en el momento más favorable, mientras él llevaba a trescientos fanáticos enloquecidos por el hachís directamente calle abajo, contra el ángulo sudoeste de la pared del huerto. El cosaco sabía que las casas los protegerían hasta los treinta metros finales de espacio descubierto que separaban la última de aquel lado del huerto. Ivan sabía que muchos hombres morirían en aquel espacio abierto, pero creía que sobrevivirían los suficientes para rebasar la pared a pesar del fuego de los defensores. Y los guerreros muertos siempre podían ser sustituidos; la vida humana era la mercancía más barata en las Montañas. Iván estaba dispuesto a sacrificar tres cuartos de su ejército si hacía falta para aplastar a los invasores. El ensordecedor fragor de una docena de largas trompas de bronce en manos de los mongoles de Ivan dio la señal para la carga. Aquel enloquecedor sonido hirió los oídos de Gordon y sus waziri justo cuando se deslizaban, sin ser vistos, sobre la desprotegida pared oeste del Jardín del Egipcio. Se disponían a alzar sus rifles para apuntar a la veintena escasa de Asesinos que se agazapaban a lo largo de la pared este, disparando al huerto del otro lado del camino, e inconscientes de cualquier cosa que hubiese detrás de ellos. Aquel atroz y broncíneo clamor los aturdió paralizándolos momentáneamente, y luego unos alaridos venidos del mismo infierno siguieron a las trompas, y una masa de enloquecidos hombres blandiendo armas brotó de entre las casas al otro lado del La muerte de la triple hoja camino y barrió la calle como un espumeante torrente. Los hombres sobre los tejados y en el jardín corrieron una espesa cortina de fuego a lo largo de la pared del huerto, desencadenando un infernal ruido al momento. Fue un instante en el que todo dependía de una decisión fulminante. Y Gordon estuvo a la altura de la ocasión, tal como Baber Khan lo había estado antes aquel día. Sus ansiosos pero desconcertados waziri no podían oír las órdenes que gritaba, pero le entendieron cuando se echó el rifle al hombro. En aquel violento huracán de sonido, la andanada que abatió a los veinte fusileros a lo largo del muro del jardín pasó inadvertida. Aquellos Asesinos murieron mirando en dirección opuesta, sin saber qué les había golpeado. Unos segundos más tarde sus verdugos se arrodillaban entre sus cuerpos, mirando por encima de la pared en su lugar. Los hombres que seguían en los tejados, disparando locamente sobre las cabezas de sus camaradas a la carga, nunca supieron lo que había tenido lugar en el Jardín del Egipcio. Los waziri aún no habían alcanzado la pared oeste cuando la espumajeante horda dejó atrás a la carrera la última casa y se precipitó hacia el huerto. Una terrible andanada los recibió; a lo largo de toda la pared brotaban estallidos de llama y el humo se enrollaba hacia lo alto en una nube. Toda la primera línea cayó. En un instante, el camino estuvo cubierto de muertos. Ivan había contado con el ímpetu de aquella carga de cabeza para cruzar el espacio abierto, pero incluso sus fanáticos flaquearon contra aquella lacerante ráfaga. Se tambalearon y vacilaron. Pero en aquel momento el centenar de ismailitas que habían rodeado los jardines llegaron a la pared este del huerto y la encontraron desguarnecida, puesto que los ghilzai se habían visto obligados a concentrar sus fuerzas en el ángulo sudoeste para hacer frente a la carga. Ivan había contado con aquello, asimismo; pero había pasado por alto la espesura de los árboles a través de los que los cien guerreros tendrían que hacer fuego. Así que su andanada hacia las espaldas de los hombres a lo largo de la pared sudoeste, aunque sangrienta, no fue tan devastadora como había esperado que fuese. No obstante sorprendió a los ghilzai, y en aquel momento, mientras su fuego vacilaba, los enloquecidos ismailitas en el camino lanzaron un rugido que reventó los mismos tímpanos de la batalla, y subieron sobre la barrera como una irresistible oleada. Fue en aquel instante cuando Gordon y sus waziri abrieron fuego desde detrás de ellos. Una línea entera de hombres cayó, alcanzados en la espalda, pero la acometida no fue frenada en lo más mínimo. Como una rugiente ola los Asesinos golpearon contra el muro y trabaron un encarnizado combate con los defensores. Los rifles que asomaban sobre la pared desde ambos lados fueron dispara- «Y los guerreros muertos siempre podían ser sustituidos; la vida humana era la mercancía más barata en las Montañas. Iván estaba dispuesto a sacrificar tres cuartos de su ejército si hacía falta para aplastar a los invasores dos en plenos y rugientes rostros. Los tulware asestaban estocadas y tajos arriba y abajo. Los hombres eran arrastrados desde la pared al camino, y aquellos que trepaban sobre ésta desde el exterior caían o eran hechos caer dentro del huerto. Los ismailitas, pisoteando a sus muertos y moribundos, se agruparon en una tensa masa lanzándose contra la pared, los de delante siendo aplastados por la presión de los de detrás. Cayeron en tropel sobre la barrera luchando como furias, y tan pronto como eran abatidos otros ocupaban su lugar salidos de la aullante horda. Los waziri en el jardín dispararon una y otra vez, y sus balas destrozaron el flanco trasero de la turba, segando una espantosa cosecha. Pero la frenética horda era como un hombre tan ciegamente decidido a matar al enemigo ante él que no es consciente de que un cuchillo está clavándose una y otra vez en su espalda. Los cien ismailitas en el huerto llegaron lanzándose a través de los árboles para caer sobre la retaguardia de los ghilzai con cuchillos y culatas de rifle. Los waziri de Gordon, fuera de sí, saltaron la pared del jardín y se arrojaron sobre las espaldas de la horda ante el huerto, aporreando y acuchillando. Y los fusileros sobre los tejados abandonaron sus puestos para precipitarse sobre el camino y añadir su furia al frenesí general. Fue en ese momento cuando la pared cedió bajo el impacto de toneladas de tensa carne humana arrojada con violencia contra ella, y las rojas mareas que habían estado espumeando contra la barrera a cada lado fluyeron en una sola mezclándose en un terrible mar. Tras aquello no hubo nada que se pareciera a una orden o plan, ninguna posibilidad de obedecerlas y ningún tiempo para darlas. Fue todo ciega, jadeante, sudorosa carnicería, cuerpo a cuerpo, sangre salpicando las flores y afanosos pies pisoteando el césped hasta hacerlo pedazos. Entremezclada de forma inextricable, la palpitante masa de combatientes hervía y se arremolinaba por todo el huerto e inundaba el camino. El tiroteo cesó, dando paso al crujir de las culatas de rifle usadas como garrotes y al desgarrar de cortantes hojas. Para entonces no había mucha diferencia en cuanto a número en las hordas rivales, pues las bajas de los batini habían sido espantosas. El desenlace pendía de un hilo y ningún hombre sabía cómo estaba yendo la batalla en sí. Cada uno estaba demasiado ocupado con sus propios problemas para conservar el pellejo intacto y matar al que tenía al lado como para ser capaz de darse cuenta de lo que estaba pasando alrededor de él. Incluso Gordon, cuyo cerebro por lo general funcionaba con claridad cristalina en el furor más encarnizado de la batalla, no podía hacerse ninguna idea clara sobre aquel combate... el más salvaje de toda la miríada de olvidadas batallas sin nombre luchadas en el misterio de las Montañas para decidir el destino de imperios. No malgastó su aliento tratando de imponer orden al caos. Astucia y estrategia habían caído por la borda; la contienda se decidiría por el puro número y la ferocidad individual. Cercado por aullantes lunáticos, sin nadie que oyera sus órdenes en caso de darlas, y sin aliento para proferirlas en cualquier caso, no había nada que hacer salvo partir tantas cabezas como pudiera y dejar que los dioses de la fortuna decidieran el resultado final. Gordon recordó haber disparado su último tiro a quemarropa contra un salvaje rostro. Luego blandió su rifle y golpeó y golpeó y golpeó hasta que el mundo se volvió extraño, rojo y nebuloso y casi perdió incluso su individualidad en el tumulto que le rodeaba. Supo (sin ser consciente de que lo sabía) que Lal Singh luchaba a un lado de él y Yusuf ibn Suleiman al otro; y detrás de ellos, todos los waziri que quedaban se pegaban tenazmente a sus talones, blandiendo goteantes tulware. Y entonces, de pronto, como una niebla que se aclara cuando el viento la ataca, la batalla comenzó a aclararse, las enmarañadas masas dividiéndose y deshaciéndose en grupos e individuos. Gordon supo que uno u otro bando estaba cediendo, volviendo sus hombres las espalWeird Tales de Lhork 101 Robert E. Howard «Y entonces Gordon vio a Iván Konaszevski. El cosaco estaba desnudo hasta la cintura, sus nudosos músculos temblando y contrayéndose al relampagueante ritmo del sable en su mano. Sus oscuros ojos ardían y sus finos labios mostraban una temeraria sonrisa das a la matanza. Eran los batini los que desfallecían, empezando a extinguirse la locura inspirada por el hachís que habían tomado. Sin la droga su furia era menos absoluta que la desesperación de los montañeses que sabían que debían vencer para sobrevivir. Además, los ismailitas eran una turba mestiza, carente de la unidad racial de los afganos. Pero el final no llegó de inmediato. Los filos de la batalla se separaron desmoronándose, pero en mitad del huerto el combate más porfiado de la jornada remolineaba y giraba en torno a un espeso grupo de árboles donde los más feroces luchadores de Shalizahr oponían resistencia con la espalda contra los árboles. Gordon condujo a sus hombres hacia allí, abriéndose paso a tajos por las aisladas líneas de combates individuales. Vio un resplandor de coseletes dorados en medio de una oleada de zamarras de piel de carnero, y Yusuf ibn Suleiman gruñó algo, y se alejó de su lado de un salto, hacia un casco de plumas que se agitaba por encima de los turbantes. Y entonces Gordon vio a Iván Konaszevski. El cosaco estaba desnudo hasta la cintura, sus nudosos músculos temblando y contrayéndose al relampagueante ritmo del sable en su mano. Sus oscuros ojos ardían y sus finos labios mostraban una temeraria sonrisa. Tres ghilzai muertos yacían a sus pies y su sable mantenía a raya a media docena de hojas a la vez. A diestra y siniestra de él árabes con coselete y rechonchos mongoles vestidos con cuero laqueado golpeaban luchando pecho contra pecho con salvajes espadachines ghilzai. Y dentro de aquella carnicería los waziri de Gordon se lanzaron aullando como lobos. Gordon pudo ver a Yar Ali Khan por primera vez, asomando por encima de la turba mientras saciaba su furia asesina con anonadantes estocadas. Y distinguió a Baber Khan... tambaleándose fuera de la refriega, cubierto de sangre. Gordon comenzó a abrirse paso a golpes hasta Konaszevski. Iván rió, con un salvaje brillo en sus oscuros ojos, al ver al americano viniendo hacia él. La sangre corría por el muscu102 Weird Tales de Lhork loso pecho de Gordon, deslizándose en minúsculos arroyos por sus nudosos brazos morenos. La culata del rifle que blandía estaba manchada de sangre y sesos. —¡Ven y muere, El Borak! —rió Ivan, y Gordon se agachó para cargar, balanceando la culata del rifle por encima de la cabeza. —¡No, sahib, ten esto! —Y Lal Singh le embutió en la mano la empuñadura de su goteante sable. El Borak se irguió, sacudió la cabeza para despejarla, y se abalanzó como haría un cosaco, en un furibundo torbellino de acción. Ivan saltó para recibirle, y lucharon como luchan los cosacos, atacando ambos de forma simultánea, lloviendo golpe sobre golpe demasiado rápido para que el ojo los siguiera. El tiempo podría haber retrocedido trescientos años hasta un duelo entre espadachines zaporogos en las orillas del Dnieper. ¡Y en un círculo alrededor de ellos los jadeantes guerreros empapados en sangre olvidaron su propia labor de carnicería para quedarse mirando a los dos guerreros occidentales decidiendo el destino de Oriente entre ellos! —¡Aie! —gritaron cien gargantas cuando Gordon dio un traspiés, perdiendo el contacto con la hoja del cosaco. Iván soltó un penetrante alarido, alzó con rapidez su espada... y sintió el sable de Gordon en su corazón antes de darse cuenta de que el americano le había engañado. Cayó pesadamente, arrancando la empuñadura de la mano de Gordon. Estaba muerto antes de golpear el suelo, sus finos labios retorcidos en una sonrisa de amarga burla de sí mismo. Gordon estaba inclinándose para recuperar su espada cuando volvió a oírse el estallido de un disparo entre los árboles, se inclinó más aún como para arrodillarse junto al muerto... y cayó de pronto sobre el cuerpo, rezumando sangre de su cabeza. No oyó el enloquecido alarido que se elevó hasta el calinoso cielo azul, ni presenció la impetuosa acometida de los afganos soltando espumarajos cuando pasaron junto a él como un huracán y se arrojaron a las gargantas de sus enemigos. La primera sensación de Gordon al recobrar la consciencia fue una ausencia de sensación... una insensibilidad que lo mantuvo inerme. Parecía yacer en una suave oscuridad. Luego oyó voces, un murmullo incoherente al principio, que se hizo más claro a medida que volvía la vida a él. Comenzó a distinguir las voces, y a reconocerlas. Una era la de Yar Ali Khan, y se sorprendió al darse cuenta de que el gigante estaba sollozando... gimoteando clamorosamente y sin vergüenza. —¡Aie! ¡Ahai! ¡Ohee! ¡Está muerto! ¡Sus sesos salen por ese agujero en su cabeza! ¡Oh, hermano mío! ¡Oh, príncipe de asesinos! ¡Oh, rey entre los hombres! ¡Oh, El Borak! ¡Muerto, por una chusma de harapientos bastardos de las montañas! ¡Él cuya uña del meñique valía más que todos los ladrones de caballos ghilzai del Himalaya! —¡No está muerto, Alá te maldiga! ¿Y qué culpa tienen los ghilzai? ¡Mis guerreros yacen muertos a docenas! —Aquél era Baber Khan. —¡Ohai! Ojalá hubieran muerto todos, y tú con ellos, sí, y yo también, si así El Borak hubiese salvado la vida. —¡Ah, deja de mugir como un buey y pásame esa venda! —Aquél era Lal Singh—. Te digo que su herida no es mortal. La bala sólo le pasó rozando el cráneo, dejándole sin sentido, maldito sea el batini cobarde que la disparó. —Partiré la cabeza de ese perro —lloriqueó Yar Ali khan—. Pero eso no puede devolverle la vida a nuestro sahib. Aquí está la venda. Los sij no tienen corazón. Son una raza sin compasión. ¡Tu amigo y hermano yace ahí muriendo, y no viertes ni una lágrima! ¡No, te burlas de mí por mi dolor! ¡Por Alá, si la pena no me embargara, te daría algo de lo que llorar! Al ir recobrando los sentidos Gordon fue entonces consciente de un latido en su cabeza, que era aliviado un poco bajo el cuidado de fuertes, amables y hábiles dedos que le aplicaban algo húmedo y frío. La oscuridad abandonó su cerebro y sus ojos, y alzó la vista hacia los expectantes rostros de sus amigos. —¡Sahib! —Gritó Lal Singh lleno de alegría—. ¡Mira, Baber Khan, abre los ojos! ¡Ali, si no te cegaran esas estúpidas lágrimas, verías que El Borak vive, y está consciente! —¡Sahib! —aulló el enorme y velludo asesino, y acto seguido se puso a llorar de alegría. Gordon alzó su vendada cabeza, y apretó los dientes cuando el movimiento hizo que le empezara a latir atrozmente de nuevo. Estaba tendido en una esquina de la pared del huerto, y un melocotonero inclinaba sus ramas sobre él, verdes hojas contra el azul cielo, y las flores llovían pétalos sobre él en una suave lluvia al soplar la brisa. Pero el aire hedía a sangre recién derramada; había sangre sobre la hierba, y un hombre muerto yacía boca abajo a unos metros de distancia. El huerto estaba extrañamente silencioso tras el estrépito de la batalla, pero La muerte de la triple hoja creyó oír a hombres chillando en alguna parte a lo lejos. No podía estar seguro, a causa del retumbar dentro de su cabeza. —¿Qué ha pasado? —musitó—. ¿Está muerto Iván? —Todo lo muerto que puede estar un hombre con un sable atravesándole el corazón, sahib —contestó Lal Singh—. El mismo diablo habría mordido el anzuelo que le lanzaste al cosaco. A mí mismo se me salió el corazón por la boca cuando pareciste tropezar. Un batini oculto entre los árboles te disparó un instante después. Pero el valor había abandonado a los Asesinos, y nuestros afganos se volvieron locos de atar al verte caer. Se abalanzaron sobre los ismailitas con una furia que no podía ser contenida, y esos hijos de perros cedieron y escaparon en todas direcciones... los que vivieron para escapar. Aun ahora los ghilzai los acosan a lo largo de toda la calle. ¡Escucha! Gordon se quedó mirando a Baber Khan. —Temí que te hubiesen matado. El jefe sonrió con una mueca. Su barba tenía coágulos de sangre de un corte en el cuello, y su pierna quedó extendida de forma rígida delante de él cuando se sentó apoyándose contra la pared. —Una bala en el muslo. No es nada. Temíamos que estuvieses muerto. —¡Ja! —Yar Ali Khan se atusó la barba y clavó una desdeñosa mirada de desprecio en sus amigos—. ¡Viejas! ¡Sahib, deberías haberles oído gritando encima de ti! ¡Wallah! ¿Acaso no os mandé que dejarais de lloriquear como mujeres? ¿No os dije que la cabeza de El Borak era demasiado dura para que una bala la abriera? ¿Dónde están vuestros modales? ¡Puede que el sahib tenga órdenes! Gordon se esforzó por alzarse hasta quedar sentado y clavó la mirada en el huerto. Lo que allí vio hizo estremecer incluso sus nervios de hierro. Era un jardín de cadáveres. Los muertos yacían como hojas caídas en montones azotados por el viento cual túmulos y desordenadas hileras. En el sangriento ángulo y en el camino de fuera los cuerpos estaban apilados de tres en tres, entre las ruinas de la pared. —¡Dios! —Por un momento Gordon se quedó sin habla, dándole un vuelco el corazón—. Baber Khan, envía a alguien a por tus guerreros. Ali irá. Ordénales que detengan la matanza. Han muerto bastantes hombres. Ordénales que perdonen a todos los que depongan sus armas y se rindan. Y otra cosa: hay muchas mujeres cautivas en Shalizahr que no han de ser lastimadas. Pretendo devolverlas a sus casas. Yar Ali Khan se alejó dándose aires de importancia para comunicar las órdenes, justo cuando otro hombre se aproximaba. Yusuf ibn Suleiman venía hacia Gordon, empuñando una cimitarra rota. Hablaba con dificultad puesto que una cuchillada le atravesaba la boca y la borboteante sangre lo ahogaba. —Effendi, mi espada se quebró con el último golpe, pero fue suficiente. Muham- mad ibn Ahmed yace allá entre los cuerpos de sus perros con coselete. Nunca volverá a insultar a un kurdo de las montañas. ¿He cumplido mi palabra, El Borak? —La has cumplido. ¿Pero por qué me haces esa pregunta? Siempre supe que la cumplirías. Yusuf soltó un profundo suspiro y se sentó cruzando las piernas bajo el árbol, con la espada rota sobre sus rodillas. Un débil gemido comenzó a ponerse de manifiesto sobre el huerto: los heridos suplicando agua. Gordon asió el hombro de Lal Singh y se levantó con dificultad. —Baber Khan, tenemos que meter a los heridos en las casas y hacer lo que podamos por ellos. Las mujeres pueden ayudar. Puedo sostenerme solo, Lal Singh, y en unos minutos seré capaz de andar sin ayuda. Tú y Yusuf id a la acequia más cercana y traed agua. Cuando los hombres partieron, Gordon se sostuvo agarrándose a una rama de melocotonero; todavía no se había recuperado por completo de la paralizante conmoción de aquella herida de bala. Todavía sentía las piernas entumecidas. —He estado pensando mientras me sentaba aquí soportando una pierna rota, El Borak —dijo Baber Khan—. Esta ciudad es más fácil de defender que Khor; con guerreros ghilzai guardando la hendidura que da al exterior y la Escalera, ni siquiera la artillería del Emir podrían tomar Shalizahr. Mandaré a buscar a mujeres y niños y ocuparemos esta meseta. ¡Quédate con nosotros, El Borak, y gobierna a mi lado! ¡Levantaremos un reino aquí! —¿Te ha afectado la locura que ha conducido a la matanza de cientos este día? —Contestó Gordon—. Fíjate a qué destino funesto ha llevado semejante ambición a los soberanos de Shalizahr. Ellos también tramaban un reino entre estas montañas. —¡Pero el Emir me ha condenado de todas formas! —¡No necesitas temer su enojo ahora! Todo hombre que le haya librado del temor a la Daga de la Triple Hoja puede estar seguro del perdón de Emir, sin importar sus pasadas ofensas. ¡Apuesto mi cabeza! ¿Por qué crees que te llamé para ayudarme a tomar esta ciudad? ¿Sólo por mi propio interés? Me conoces muy bien. Sabía que si acabábamos con este nido de cobras juntos, ello te conseguiría el perdón del Emir. Baber Khan suspiró con fuerza. —La espada ha sido alzada de mi cuello por tus palabras, El Borak. No tengo ningún aprecio por la vida de un proscrito, pero me vi cogido en una telaraña de mentiras. —Hemos roto esa telaraña. Pero a un amargo precio. Ojalá pudiese haberse logrado a cambio de menos hombres valientes. —Todos habrían muerto, y yo con ellos, si el Emir hubiese ido contra nosotros, como planeaba —dijo gruñendo Baber Khan—. Aquellos que han muerto, han muerto como desea morir un ghilzai. Y habrá botín para los vivos, y las mujeres de los muertos. —No tengas tanta prisa en saquear. Tendremos que entregar la ciudad a los magistrados del Emir, pero creo que puedo persuadirlos para que te nombren gobernador de la misma. Con esos ladrones ismailitas reemplazados por ciudadanos decentes venidos de otras partes del reino, se convertirá en una ciudad de la que cualquier rey estaría orgulloso. El Emir querrá recompensarme por mi participación en este asunto. Le pediré que te ponga al mando de la ciudad. Gobernador de Shalizahr... ¿qué tal suena eso, Baber Khan? —Tu generosidad me avergüenza — dijo el jefe afgano, tirando de su barba profundamente emocionado—. ¿Pero qué harás tú, El Borak? Te has asegurado del porvenir de todos excepto tú mismo. —Bien, ahora mismo voy a llevar agua a esos pobres diablos de ahí fuera, y a limpiar sus heridas lo mejor que pueda. Veo que Lal Singh y Yusuf vienen con agua, y vuelvo a sentir las piernas. —Mis hombres están regresando al interior del huerto. Déjales hacerlo a ellos. Estás cansado y herido; ¡has estado luchando todo el día, y toda la noche pasada! —Puedo ayudar. Estoy bien. Unas horas de sueño esta noche y seré un hombre nuevo. El alba debe encontrarme de camino. — ¿Adónde, en el nombre de Alá? — exclamó Baber Khan. —Primero a Khor, a buscar a Azizun. Luego a Kabul a contar al Emir lo que ha ocurrido, y a obtener tu perdón y tu cargo de gobernador de Shalizahr. — ¿Volverás a Shalizahr con eso? —Mandaré de vuelta a Lal Singh con la escolta del Emir. Tengo asuntos en la India. —¡Allaho akbar! ¿No hay descanso ni calma para ti? Eres como un halcón vagando siempre delante del viento. ¿Qué harás en la India? —Tengo que llevar a Azizun a Delhi. Y tengo una cuenta pendiente en Peshawar con un rechoncho canalla llamado Ditta Ram. Hace tres años asesinó a un amigo mío. Nunca pude probarlo, y otro amigo, un oficial inglés, me rogó en consideración a él que no me tomase la justicia por mi mano. He estado esperando tres años a que ese perro cometiera un error, y ahora lo ha cometido, y puedo demostrarlo. Se ha puesto él mismo fuera de la protección de la ley, y voy a ajustar esa vieja cuenta. —¡Alá! —Se maravilló Baber Khan—. ¡Y dicen que nosotros los afganos somos una raza implacable! Todavía estaba moviendo la cabeza con asombro cuando Gordon se alejó cojeando, tendiendo una mano hacia los jarros de agua que Lal Singh y Yusuf ibn Suleiman traían cruzando el huerto. FIN Weird Tales de Lhork 103 Salvador Sainz SEXO Y CINE Salvador Sainz (Capítulos extractados del ensayo Sexo, Amor y Cine del mismo autor) EL SEXO DEL DIABLO n cine, tanto Lucifer como el culto a Satanás han tenido siempre un aspecto folclórico. Las apariciones del Infierno siempre suelen ser un tanto grotescas, carnavalescas y divertidas. El duodécimo film del mago Georges Méliès, Un diablillo (Un bon petit diable, 1896), nos mostró un súcubo (diablo femenino, que se distingue de íncubo, diablo masculino) interpretado por Georgette Méliès, hija del realizador. En su debut en la pantalla, el demonio es presentado como un ser juguetón y travieso. En su larga producción Méliès reincidió muchas veces en este tema. En El diablo en el convento (Le diable au convent, 1899), Satanás y la cohorte infernal acuden a un convento para realizar gamberradas, perseguir al cura y danzar en la iglesia hasta que los espectros de las monjas difuntas les espantarán, huyendo despavoridos. El tema de Fausto también lo tratará en varias ocasiones: Fausto y Margarita (Faust et Marguerite, 1897); La condenación de Fausto (La damnation de Faust, 1898), otra versión de mismo título que data de 1903, pero mucho más elaborada; Fausto (Faust, 1904), etc. siempre en su personal estilo mágico. El Infierno (L’Inferno, 1911) de Francesco Bertoloni y Adolfo Padovan era una de las primeras adaptaciones conocidas de La Divina Comedia de Dante Alighieri, un espectáculo de lujo italiano, donde las imágenes del Averno siguiendo las tradiciones estaban repletos de figurantes desnudos. Diana Miller, una de las pioneras del nudismo, apareció como Beatriz ataviada con unas mallas color carne en Dante’s Inferno (1924) de Henry Otto, basado tambien en el mencionado poema de Dante. Maciste en el Infierno (Maciste all’inferno, 1926) de Guido Brignone, siguiendo la célebre serie del musculoso héroe encarnado por Bartolomé Pagano, contaba con los excelentes trucajes de Segundo de Chomón y un Averno muy descocado. Actrices de la época como Elena Sangro y Lucia Zanussi exhibían su desnudez encarnando a sinuosas diablesas que provocaron la ira de los censores de antaño. Richard Burton como actor y director, adaptó Doctor Fausto (Dr. Faustus, 1967), basado en la obra de Christopher Marlowe, que pecó de cierta pedantería pero mostraba finalmente un Infierno que más bien parecía un lujurioso burdel. El fracaso tanto artístico como económico de este teatral film motivó que Burton jamás volviera a la dirección cinematográfica, conformándose con su excelente carrera de actor. Nunca podemos olvidarnos, entre otras versiones, la más importante, la de Fiedrich Wilhelm Murnau, Fausto (Faust, 1926) con Emil Jannings y Camilda Horn, de superior calidad cinematográfica per En El diablo enamorado (L’arcidiavolo, 1966) de Ettore Scola, Vittorio Gassman fue Belfagor y Mickey Rooney era un diablo menor. Tras una serie de vicisitudes Belfagor se enamorará de Magdalena (Claudie Auger), siendo expulsado de los avernos. El mismo Rooney codirigió con Albert Zugsmith y también protagonizó la comedia The Privates Lives of Adam and Eve (1960), siendo el diablo que tentaba a Eva (la escultural Mamie Van Doren) y a Adán (Marty Milner), título pionero en el campo del nudie después célebre en los USA y resto del mundo. E 104 Weird Tales de Lhork Texto: Salvador Sainz Sexo y cine El mejicano Juan López Moctezuma realizó un insólito film, Alucarda (1976) donde abundaban las secuencias sáficas entre Tina Romero (Alucarda) y Susana Kamini (Justine, la heroína de Sade). Alucarda es una hija de Lucifer en la tierra, posee poderes mágicos y está refugiada en un convento escandalizando a las monjas porque mantiene relaciones lésbicas con su compañera Justine, de quién se ha enamorado. Mucho mejor que la mayoría de las películas mejicanas de tema fantástico, Alucarda es un título completamente apasionante por su desmadre visual, el barroquismo de su decoración y la belleza de las dos actrices protagonistas, con diversos papeles secundarios para Claudio Brook, protagonista de Simón del desierto (1965) de Luis Buñuel donde se enfrentaba a una seductora diablesa encarnada por Silvia Pinal. Lamentablemente nunca más se supo de su realizador, tras dirigir durante una temporada la sucursal de Televisa (la televisión mejicana) en Madrid perdí su pista definitivamente. El señor Jacinto Molina nos castigó con dos diabólicas producciones: Inquisición (1976), basado la persecución del satanismo y aparición del gran Satán en persona, misas negras muy cachondas y demás desaguisados fílmicos y El caminante (1978), donde encarnó a un diablo en plena Edad Media al que le gustaba mucho el himeneo con mujeres de todas las especies. El inquisidor (1975) de Bernardo Arias era una coproducción entre Argentina y Perú vista en el Festival de Cine Fantástico de Sitges, protagonizada por la rubia María Aurelia Bisutti como una bella adoradora de Satanás. Bendición mortal (Deadly Blessing, 1981) de Wes Craven, trata de una granja de campesinos hititas, secta religiosa de rígida religiosidad que rechazan todos los adelantos del siglo XX, viviendo casi en la Edad media. Aparecen una serie de extraños crímenes, al Maligno acecha. Maren Jensen será la víctima propiciatoria, siendo atacada por una serpiente fálica en la bañera… Vista también en Sitges, Simon, King of the Witches, 1971) de Bruce Kessler, con Andrew Prine, era una producción realmente mediocre, sin ningún interés, que volvía a mezclar sin ningún salero el satanismo y el nudismo mostrando, eso sí, bellas señoritas como Brenda Scott en traje de Eva. Satan’s Skin (1971) de Pierre Haggard, con Lynda Hayden, es un film más correcto con una joven que decide convertirse al culto de Satanás. Basado en una excelente novela de Ira Levin, Roman Polanski realizó La semilla del diablo (The Rosemary’s Baby, 1968) con John Cassavettes, Mia Farrow, Ruth Gordon y Maurice Evans. Un joven matrimonio intentará abrirse camino en la vida, pero tendrán muchas dificultades. Al no estar situados económicamente no pueden tener hijos, pero una mala noche, Rosemary (Mia Farrow), la esposa tiene una extraña pesadilla. Sueña que está desnuda delante de todos sus vecinos, se le aparece el mismísimo Satanás que la montará, y al despertar descubre que su cuerpo tiene múltiples arañazos. Su marido le dice que al poseerla le ha arañado accidentalmente. A partir de entonces todo les funcionará mejor, pero Rosemary sospecha que a su alrededor se mueven cosas extrañas. Finalmente descubre que está embarazada de Lucifer, Emperador de las Tinieblas, quien desea engendrar un hijo que gobierne el planeta. Horrorizada querrá huir, pero ya es demasiado tarde… Buen film, pero excesivamente mitificado, Polanski sabe crear una atmósfera extraña, sordida, al- rededor de la ingenua Rosemary que se verá involucrada en la trama sin proponérselo. La inevitable secuela se hizo rogar: Look What’s Happened to Rosemary’s Baby? (1976), dirigida por el oscuro Sam O’Steen, con Stepehn McHattie en el papel de la célebre criatura al convertirse en adulto. Patty Duke Astin sucederá a Mira Farrow, pero aunque sea una excelente actriz no tendrá ese encanto ni esa fragilidad que tenía la hija de Maureen O’Sullivan. A veces la palabra “diablo” está utilizado de forma metafórica. En Le diable au corps (1946) de Claude Autant-Lara, según la novela de Raymond Radoguet, no aparece Lucifer, pero sí la pasión descontrolada de un joven estudiante (Gérard Philipe) hacia Micheline Presle, en el film una mujer casada, mostrando la relación con inusual osadía en su tiempo. Cuatro décadas después se rodó un remake más explícito, El diablo en el cuerpo (Il diavolo in corpo, 1985) de Marco Bellocchio, con Maruschka Delmers, actriz que realizó la primera felación no fingida en un film no pornográfico. El afortunado mortal era Federico Pitzali. El anticristo (L’anticristo, 1974) de Alberto de Martino, con Carla Gravina, contenía más secuencias eróticas que terroríficas. En realidad no era más que un refrito de El exorcista (The Exorcist, 1973) de William Friedkin que creó tan larga secuela de engendros que son mejor olvidarlos. El cineasta underground Kenneth Anger, buscando el Misticismo del Mal, también rodó dos Weird Tales de Lhork 105 Salvador Sainz Lejos de la poesía, cayendo en la más absoluta torpeza, Jean Rollin con Les démoniaques (1973) rueda una serie de violaciones, misas negras, y toda clase de desatinos que terminarán con la subida de la marea en el mar, ahogando a casi todos los personajes de este estúpido film. Rollin, considerado el Jesús Franco francés por su nulidad cinematográfica, solía presentarse cada año a Sitges con uno de sus inaguantables rollos. Por esta razón, en esta villa marinera fue apodado por el público más habitual al certamen suburense “Jean Rollón”, ya que se tomaban sus bodrios a cuchufleta. No podemos olvidar antes de cerrar, las dos obras maestras indiscutibles del género demoníaco, junto al ya mencionado film de Fisher, me refiero a Páginas del diario de Satán (Blade of Satans Bog, 1920) de Cart T. Dreyer y La brujería a través de los tiempos (Haxan, 1921) de Benjamin Christensen, autores ambos de lo más granado del cine danés del mudo, cuyo erotismo sutil ha traspasado la barrera del tiempo. films diabólicos: Lucifer Rising (1967) e Invocation of My Demon Brother (1971), donde cuenta con todo lujo de detalles la realización de una misa negra, con un sacerdote bailarín. Clive Barker es autor de una novela basada en unos seres, los zenobitas, muy semejantes a los diablos en Hellraiser, los que traen el Infierno (Hellraiser, 1987), dirigida por el propio autor, cuyo éxito motivó su continuación Hellraiser II, el horror continúa (Hellbound: Hellraiser II, 1988) de Tony Randell. Los apuntes eróticos no podían faltar. De Alemania nos llegó Magdalena poseída por la bestia (Magdalena ron teufel besessen, 1974) de Michael Walter, con Dagmar Hedrich, Werner Brunhs y Rudolf Schundler. El argumento gira sobre una chiquita, Magdalena (Dagmar Hedrich) poseída por Satanás, provocando un fuerte ardor sexual, agrediendo a todo macho que se le ponga por delante. Naturalmente intervendrán los exorcistas de turno que pretenderán arrebatarle tan calenturientas aficiones, no sé para qué… Argumento muy semejante es el de La monja poseída (To the Devil… a Daughter, 1976) de Peter Sykes que supuso el acta de defunción de la célebre productora Hammer que durante dos décadas dominó la producción de cine fantástico en el mundo. Christopher Lee era su protagonista, esta vez en el papel de un sacerdote ex comulgado que rinde culto a Satanás, a la inversa de su excelente aparición en La novia del diablo (The Devils Rides Out, 1968) de Terence Fisher, donde fue el “bueno” de la función. Basados ambos títulos en sendas novelas de Dennis Whetley, son cara y cruz del estilo Hammer. La obra maestra de Fisher frente al mediocre Sykes, quien esta vez para añadir más interés a su torpe film añadió escenas de sexo, como las misas negras que degeneran en orgías en las que participa el propio Lee. Richard Widmark, en otro tiempo glorioso villano del cine negro, es aquí el héroe y añade profesionalidad a esta producción modesta, crepuscular y decadente. Es el fin de una leyenda cinematográfica, el fin de la Hammer, pero asimismo es el inicio de una prometedora carrera de una actriz muy interesante, bella, sensual, fascinante. Me refiero a Nastassia Kinski (o Nastassja, como escriben en algunos medios), hija de Klaus, cuya penetrante mirada y sus labios carnosos nos sedujeron completamente y nos hace olvidar la incompetencia de su realizador. 106 Weird Tales de Lhork SU MAJESTAD EL VAMPIRO El éxito de Dracula (The Bram Stoker’s Dracula, 1991) de Francis Ford Coppola, ha motivado un cierto resurgir del tema vampírico. El mito es tan antiguo como el propio hombre: Lilitú de la antigua Babilonia o los vampiros chinos del siglo VI a. de J. C. por no hablar de Lilith, la primera mujer nacida antes de Eva según la Sagrada Biblia (Levítico, XVII, 10-14), quien por las noches se dedicaba a beber la sangre de los infantes. En mi novela Estruch (1991), basada en una leyenda catalana del siglo XII, leyenda que existió realmente y que pertenece a una tradición popular arraigada en nuestra tierra, saqué del olvido al terrible conde Estruch, un vampiro que no sólo chupaba la sangre de sus víctimas, sino que además abusaba sexualmente de ellas, quienes al cabo de nueves meses engendraban monstruosos bebés que morían no más nacer. Era llamado asimismo “Estruga”, palabra derivada de la griega “estriga” (un ser mitológico precursor del vampiro), vocablo utilizado en aquel tiempo para designar a los no muertos y que fue sustituido por la palabra vampiro, de origen alemán, en el siglo XVIII. Sexo y cine Stoker desconocía la leyenda de Estruch, pero oyó hablar de Vlad IV Tepes, protagonista de La novela de Drácula (1480) del escritor ruso Ivan Kouritsine, y le convirtió en protagonista de su célebre novela Drácula (1897), porque vivía en un ambiente lejano, misterioso y extraño para el lector inglés del siglo XIX como era la Transilvania rural, rica en estas leyendas, aunque muchas de ellas existieran muchos siglos antes en la Península Ibérica. La primera adaptación del mito fue en un oscuro film húngaro, Drakula (1921) de Karol Lajthay, completamente desconocido pero descubierto por Hungarofilm hacia 1980. Más célebre fue su segunda adaptación, completamente apócrifa, Nosferatu, el vampiro (Nosferatu, eine symphonies des grauens, 1922 de Friedrich Wilheim Murnau, con Max Schreck en el papel del vampiro donde destacaba ya el romanticismo presente en casi toda la larga filmografía. Sin embargo fue la adaptación de la obra teatral de Hamilton Deane y John Barderstone, que Bela Lugosi representó con éxito en Broadway, la que nos ha dado la imagen más clásica del personaje: Drácula (Dracula, 1931) de Tod Browning, con el propio Bela Lugosi de protagonista que también tenía un extraño atractivo seductor ausente en la versión española rodada con actores hispanos, Drácula (1931) de George Melford, con el cordobés Carlos Villarías en el papel de vampiro. La misma obra conoció una tercera versión Drácula (Dracula, 1979) de John Badham, con Frank Langella, más que digna y aún mucho más romántica que las anteriores. Bela Lugosi triunfó clamorosamente y paseó su capa en dos títulos más, un cortometraje de la serie Hollywood on Parade (1933) de Louis Lewyn, y la parodia Contra los fantasmas (Abbott and Costello meet Frankenstein, 1948) de Charles T. Barton, que conoció también una versión televisiva de la serie The Colgate Comedy Hours (1950) de nuevo con Lugosi y el resto del equipo. Se creó la inevitable secuela La hija de Drácula (Dracula’s Daughter, 1936) de Lambert Hyller, con una vampira (Gloria Holden) hija del héroe de Stoker que como novedad temática tenía tendencias lesbianas. Tras un largo silencio apareció una versión turca de la novela con la curiosidad de que para espantar al vampiro Van Helsing utilizaba El Corán: Dracula Istanbulda (1953) de Mehmet Muhtar, con Atif Kaptan. Años después tan universal mito apareció en una insólita adaptación coreana, Ahkea Khots (1962) de Yongmin Lee, y dos japonesas, Lake of Dracula / Chi o suu mi (1971) de Michi Yamamoto, con Mori Kishida, y Chi o Suu Bara / The Evil of Dracula de Michio Yamamoto. Cuando se intenta decidir cuál es la mejor adaptación de tan maravilloso material literario, la división de opiniones está servida. Por mi parte, está clara que es la versión del británico Terence Fisher la mejor porque es la más rigurosa en la puesta en escena y porque la descripción del vampiro es la más cercana a la que dio Stoker. Encarnado por un actor no muy simpático, antes todo lo contrario, como es Christopher Lee, no obstante hay que señalar que dio una imagen soberbia de su personaje. Drácula (Horror of Dracula, 1953) de Terence Fisher fue el título donde quedó más patente la erotización del personaje, con las hembras esperando impacientes su llegada y ese atractivo animal, salvaje, fiero que sin duda tenía Lee, el mejor Drácula de todos los tiempos, y esas vampiras de ge- nerosos escotes y mirada lasciva que nos seducían e inquietaban al mismo tiempo. Fisher, perfecto codificador del género, supo prescindir del lastre teatral y regresar a las fuentes literarias, es decir a Stoker, creando una obra perfecta, redonda. Drácula, príncipe de las tinieblas (Dracula, Prince of Darkness, 1965) también del maestro Terence Fisher, de nuevo con el concurso de Christopher Lee, fue una continuación brillante que presentaba no pocos hallazgos y el atractivo adicional de la bestialidad de la excelente Barbara Shelley quien, tras encarnar con propiedad a una dama puritana, se transformaba en una de las vampiras más sensuales de la historia del cine. Un desdichado accidente provocó que Fisher no pudiera rodar la tercera parte: Drácula vuelve de la tumba (Dracula has Risen from the Grave, 1968) del correcto pero frío Freddie Francis, que supuso la tercera aparición de Christopher Lee en su vampírica caracterización, (1) que tenía buenos momentos aunque en un tono más apagado. Es memorable la secuencia en que la rubia Veronica Carlson, al ser mordida por Drácula, arroja la muñeca de la cama, signo inequívoco de que ha adquirido su madurez como mujer. Tras la lamentable El conde Drácula (1970) de Jesús Franco, una mancha en la filmografía de Lee, de su participación en Vampir-cua de cuc (1970) de Pere Portabella, un documental rodado al mismo tiempo que el título anterior, y de su breve aparición en One More Time (1970) de Jerry Lewis, Christopher Lee reincide en la Hammer con el cuarto capítulo de la serie con El poder de la sangre de Drácula (Taste of the Blood of Dracula, 1970) de Peter Sasdy, que tiene aún mayores defectos que el precedente film y que demuestra ya el declive de la gloriosa productora. Las cicatrices de Drácula (Scars of Dracula, 1970) de Roy Ward Baker, con abundantes desnudos y escenas de sexo, suponía una cierta recuperación pero algunas incoherencias de guión perjudicaban el resultado final. Fuera de la Hammer Pa jakt efter Dracula / In Search of Dracula (1971) de Calvin Floyd y Tony Forsberg, era un documental narrado por Lee sobre el vampirismo, Drácula y Vlad IV, quien asimismo apareció en ambas caracterizaciones en algunas secuencias de este interesante film, visto ¡cómo no! en Sitges. Lee regresó finalmente con la productora que le hizo célebre con las últimas y peores entregas de tan vampírico serial, Drácula 73 (Dracula D. M. 72, 1972) y Los ritos satánicos de Drácula (The Satanic Rites of Dracula, 1973), ambas de Alain Gibson, que fueron su canto de cisne en el personaje que le encumbró, aunque apareciera una vez más en un título ajeno a la Hammer, Drácula, padre e hijo (Dracula, pere et fils, 1976) de Edouard Molinaro , un film humorístico que sin embargo era muy superior a las últimas entregas citadas. A partir de esta fecha Christopher Lee decidió apartarse del conde Drácula y del género fantástico, yo creo que con toda la razón del mundo, porque ningún actor que se precie de serlo debe encadenarse a un sólo personaje y si cada entrega de la serie es inferior a la anterior, lo único que (1) Aunque de hecho exista una parodia, Agárrame este vampiro (Tempi duri per i vampiri, 1959) de Steno, con Christopher Lee encarnado un vampiro semejante a Drácula pero con otro nombre. Weird Tales de Lhork 107 Salvador Sainz haría sería hacerse cómplice de su degradación. Mientras tanto, varios realizadores sin escrúpulos rodaron películas eróticas utilizando a Drácula y a otros mitos del fantástico en subproductos cada vez más cretinoides, algunos de ellos ya mencionados anteriormente: el nudie House on Bare Mountain (1962) de R. L. Frost, con Jeffrey Smithers; Sexy proibitissimo (1964) de Marcello Martinelli; Dracula, the Dirty Old Man (1969) de William Edwards, con Vince Kelly; Dracula’s Lustern (Sex) Vampire (1970) de Mario d’Alcala; Muérdame, señor conde (Il cav. Constante Nicosia demoniaco ovvero Dracula in Brianza, 1975) de Lucio Fulci, con Rossano Brazzi; Lady Dracula (1976) de F. J. Gottlieb, con Stephen Boyd, y la aparición impagable de Evelyne Kraft; la ramplona Drácula chupa (Suck Dracula, 1979) de Philip Mapsack, con Jamie Gillis y John Holmes, dos mitos del cine porno yanqui; la comedieta tontorrona Amor a primer mordisco (Love at First Bite, 1978) de Stan Dragoti, con George Hamilton, títulos rastreros que han ido degradando al personaje de Bram Stoker que son preferible olvidar. La Hammer reincidió por última vez en una extraña coproducción con Hong Kong, Kung-fú contra los siete vampiros de oro (Legende of the Seven Golden Vampires, 1974) de Roy Ward Baker, con John Forbes Robertson como pálido remedo de Lee. Lo más interesante es la postrera aparición de Peter Cushing como el profesor Van Helsing, personaje que encarnó por quinta vez, y algunos desnudos orientales. Aparecieron también films presuntamente desmitificadores, erotizantes, para halagar a los críticos estructuralistas de siempre, Blood of Dracula (1974) de Paul Morrisey, con Udo Kier, que es perfectamente olvidable. Como también son olvidables el sobrevalorado Nosferatu, el vampiro de la noche (Nosferatu - Phantom der nacht, 1978) de Werner Herzog, con Klaus Kinski, y su nefasta secuela Nosferatu, príncipe de las tinieblas (Vampires in Venice, 1987) de Augusto Caminito, de nuevo con el propio Kinski. La versión escrita por Richard Mathenson, autor de una novela Soy una leyenda espléndida sobre el tema, fue más que digna pero no extraordinaria: Dracula (1972) de Dan Curtis, con Jack Palance que realizó no obstante una buena labor interpretativa. Parece profético, pero Dracula’s Widow (1987) de Chris Coppola, sobrino de Francis Ford Coppola, con Sylvia Kristel en un rol tan seductor como vampírico parecía presagiar el final del mito. Efectivamente cuando comenzó a rodarse el proyecto Dracula (The Bram Stoker’s Dracula, 1991) de Francis Ford Coppola, con Gary Oldman, mucha gente se echó a reír. ¡Rodar una versión de Drácula en los años noventa! ¡Qué disparate! ¡Eso es cosa de otros tiempos! Sin embargo esta nueva adaptación de un tema que muchos consideraban pasado de moda ha obtenido un éxito en taquilla superior a las anteriores versiones, lo cual no quiere decir que sea una obra perfecta ni mucho menos. La versión de Coppola ha sido discutida y es discutible porque presenta varias infidelidades a la novela original. En primer lugar, el personaje de Lucy (Sadie Frost) es presentado como una muchacha ligera de cascos cuando en el original era una joven muy puritana, la gracia del relato estaba precisamente en este contraste porque al ser vampirizada por Drácula, su carácter se transformaba en un ser diabólico. En cambio el vampiro (Gary Oldman) aparece 108 Weird Tales de Lhork en extremo dulcificado y con un maquillaje equivocado, le falta la elegancia de Lugosi y la fiereza de Lee, pero en cambio Oldman es un actor profundo, inteligente, de amplio registro al que sólo le falta un Drácula más diabólico para ser perfecto. Oldman está mucho mejor en las escenas en que aparece viejo que en las de joven, por culpa de su torpe chistera y de su ridículo bigote, pero en las secuencias en su castillo brilla a gran altura lamentando que no mantenga ese nivel durante el resto del metraje. En cambio Winona Ryder es, tal vez, la mejor Mina de todos los tiempos. Una joven desvaída, poquita cosa, romántica y dulce que sólo con su tierna mirada consigue transmitir sus deseos de amor. A pesar de ciertos excesos visuales, sobretodo en la secuencia del viaje del Demeter, la llegada de Drácula a Inglaterra por ejemplo, quedan excelentes momentos, sobretodo el arranque del film y todas las secuencias que transcurren en Transilvania. Quedan para el recuerdo el ataque de las tres vampiras (Monica Belluci, Michaela Bercu y Florina Kendrick) a Jonathan Harker (Keanu Reeves), la secuencia más aterradora y a la vez más sensual de Sexo y cine toda la película donde lo sublime se alterna con lo grotesco, lo espléndido con lo fatuo. Aparte de los films basados en el personaje de Bram Stoker tenemos títulos como el rumano The true life of Dracula (1979) de Doru Nastase, con Stefan Sileanu como Vlad IV, que fue una aproximación al Drácula histórico. Film largo, algo pesado, tenía una excelente ambientación. Drácula y las mellizas (Twins of Evil, 1971) de John Hough, con Damien Thomas, es otro film Hammer, protagonizado como el anterior por Peter Cushing, con abundantes escenas de sexo y ciertas reminiscencias a Sheridan Le Fanu. Las hermanas Mary y Madeleine Collinson, las mellizas del título, exhiben generosamente sus cuerpos. Estas estrellas efímeras del cine soft británico estaban a la altura de las circunstancias. En cambio sí es interesante La condesa Drácula (Countess Dracula, 1970) de Peter Sasdy, un buen film Hammer con Ingrid Pitt en el papel de la condesa Erzsebet Bathory de Nadasdy (1560-1614), la llamada condesa sangrienta que vivía en un castillo de los Cárpatos, quien para conservar su juventud se bañaba desnuda en la sangre de jóvenes doncellas previamente degolladas. Se calcula que seiscientas muchachas vírgenes fueron sus desafortunadas víctimas. Jorge Grau con Ceremonia sangrienta (1972) reincide con el tema, aunque su proyecta sea muy anterior, y esta vez Lucia Bosé volverá a bañarse con la sangre de mujeres vírgenes. Labios rojos (Lèvres rouges, 1970) de Harry Kumel, ambientado ya en época moderna, la condesa Bathory (Delphine Seyrig) se reencaarna para sembrar el mal en nuestra época. Kumel acentúa el carácter lésbico del personaje, como hiciera Walerian Borowczyk en Cuentos inmorales (Contes inmoraux, 1973) con Paloma Picasso en el papel de tan sanguinaria condesa. Hagamos un inciso para hablar de Jean Rollin, parisino, quien tras el corto y el meritoriaje debuta en films como Les pays loins (1965), Le viol du vampire (1967), La vampire nue (1969), Le frissons des vampires (1970), Le culte du vampire (1971), Requiem por un vampire (1972) y Lèvres de sang (1975), su último film vampírico, decayendo posteriormente en títulos cada vez más horribles. En esta época, la única de intereses, el sadomasoquismo, el nudismo y el lesbianismo hacían aparición en forma constante. Son películas de rodaje rápido, arrítmicos, pero con una extraña atmósfera surrealista. Mujeres que llevaban cuchillas en los pezones que asesinan cuando abrazan a sus víctimas, bellos cuerpos femeninos exhibiéndose constantemente sin pudor. Su degeneración alcanzó límites inconcebibles, convirtiéndose por derecho propio en el Jesús Franco francés, como el británico Pete Walter, y otros de nefasta memoria. Una de mis novelas favoritas, junto al Drácula de Bram Stoker, es Carmilla de Sheridan Le Fanu. Su característica eminentemente sexual viene determinado por el lesbianismo de sus personajes principales, una de sus primeras adaptaciones, Et mourir de plaisir (1960) de Roger Vadim presentaba ya las relaciones entre Carmilla von Karnstein (Annette Stroyberg) y su objeto del deseo (Elsa Martinelli). La atmósfera tenía una gran sensualidad y su estilo poético, aunque Vadim nunca haya sido ningún genio del cine. Sólo Elsa Martinelli se salvaba del naufragio. La Hammer puso en cantera una célebre trilogía, Los amantes vampiros (Vampire Lovers, 1970) de Roy Ward Baker, fue la mejor adaptación de Carmilla, encarnada aquí por la singular Ingrid Pitt , enamorada de Emma (Madeleine Smith), y uno de los mejores films de vampiros de la célebre productora que ha supuesto el punto más alto del género fantástico en toda su historia. Lust for a Vampire (1971) de Jimmy Sangster, también con guión de Tudor Gates, autor de la anterior y posterior versión, en una honesta y eficaz realización, aunque inferior a la anterior, con Yutte Stensgaard haciendo de las suyas en un internado de señoritas. Del resto de la vampírica filmografía destacamos los siguientes títulos: Mary, Mary, Bloody Mary (1974) del mejicano Juan López Moctezuma, una joven (Cristina Ferrare) hereda de su padre (John Carradine) un mal que le obligará a chupar la sangre del prójimo. Helena Rojo interpreta a una lesbiana que intentará seducir a la joven pero terminará asesinada por ésta. Ya que hemos hablado de Bram Stoker ¿por qué no cerramos con otras de sus adaptaciones? La guarida del gusano blanco (The Lair of the White Worm, 1988) de Ken Russell, algo menos mareante que de costumbre, donde conocemos Temple House, un siniestro lugar donde Lady Sylvia Marsh (la estupenda Amanda Donohue) practica el culto a antiguos dioses paganos, sus desnudos portando una especie de falo puntiagudo son inolvidables. Lástima que el realizador carezca de rigor y se pierda en gratuitos fuegos de artificio. JESÚS FRANCO: EL “GENERALÍSIMO” DEL BODRIO Si hay un personaje singular en toda la cinematografía española y mundial, éste es Jesús Franco, uno de los realizadores más denostados, más prolíficos y más discutidos. Algunos fans dicen que sus películas destilan poesía visual, otros le odian y le desprecian porque es chapucero. Incluso hay quién se dedica a insultar creyendo que los films de Franco tienen que agradar por decreto. Lo que más sorprende es que Franco tenga una filmografía tan larga en un país, como es España, donde cuesta una barbaridad tener una única oportunidad. Franco es un cineasta de múltiples rostros: Franco Manera, Clifford Brown, James P. Johnson, Charlie Christian, Jess Frank, Robert Zinnermann, David Khunne, Frarik Hollman, Toni Falt y David Tough son sus pseudónimos más célebres. “Tener en el mismo nombre a Cristo y al Caudillo es demasiado” comenta. Su debut en el cine fue prometedor: Tenemos 18 años (1959), con Antonio Ozores. A pesar de su fracaso comercial Jesús Franco no se desanimó e inició su etapa más interesante de su larga carrera: Labios rojos (1960), La reina del tabarín (1960), Gritos en la noche (1961), Vampiresas 1930 (1962), La muerte silba un blues (1962), La mano de un hombre muerto (1963), Rififí en la ciudad (1964), El secreto del doctor Orloff (1964), Miss Muerte (1964), Cartas boca arriba (1966), Necronomicón (1967)… Su carrera posterior decrece espectacularmente en interés. En aquella época realiza un tríptico con un dúo de detectives femeninas, Labios rojos, con el ya mencionado Labios rojos, El caso de las dos bellezas (1968) y Bésame monstruo (1968). En ellas no está ausente un cierto sentido del humor. En el primer Weird Tales de Lhork 109 Salvador Sainz título, las dos bellezas acuden a un cabaret en busca de trabajo, realizando una exhibición de baile que Franco nos escamotea y que vemos a través de la mirada estupefacta de los propietarios ante quienes realizan su numerito. En Bésame monstruo aparece un extraño sabio loco que fabrica monstruos rubios, muy bellos y estúpidos. Una vez deshecha la organización, las heroínas (Rossana Yanni y Janine Raynaud) escapan con la fórmula de fabricar bellos monstruitos y en vez de destruirla se la quedan para formar un harén de machos sumisos y cretinos. Ese cinismo, ese sentido del humor, es el Jesús Franco que añoramos en trabajos posteriores más descuidados. En Gritos en la noche (1961) aparece el personaje del doctor Orloff (Howard Vernon), terrible sabio loco que busca rehacer el rostro desfigurado de su esposa a base de injertos de cadáveres primero y, posteriormente, de jóvenes asesinadas. En El secreto del doctor Orloff (1964), reaparece el mismo personaje encarnado esta vez por Marcelo Arroita-Jauregui, a la sazón crítico de Film Ideal y miembro de la comisión de Censura. Hugo Blanco era una especie de autómata humano que ejecutaba sus crímenes. En Los ojos del doctor Orloff (1979) el temible científico reaparece de nuevo bajo el físico de Howard Vernon. Emparentado con Orloff, el profesor Zimmer (Antonio J. Escribano), en Miss Muerte (1965), busca los métodos científicos para convertir a los hombres en buenos o malos. Para ello recurre a la cirugía practicada en los centros nerviosos del cuerpo. Zimmer fallece y su hija Irma (Mabel Carr) jura vengarle y prosigue sus experimentos. Nadia (Estella Blain), una bailarina apodada Miss Muerte será utilizada para los planes siniestros de Irma ya que a las órdenes de ésta asesina a los médicos que dejaron morir a Zimmer. Marcelo Arroita-Jauregui y Howard Vernon (los dos Orloff) aparecen en pequeños papeles, al igual que el propio Jesús Franco. Aquella frescura inicial se va difuminando en aras de una puesta en escena cada vez más tosca. Eso sí, siempre con escenas aisladas que sobresalen de un conjunto amorfo, ya que rodar El conde Drácula (1970) con la novela de Bram Stoker y el propio Christopher Lee de protagonista y fracasar es toda una proeza. Más aún que sea Renfield quien le robe la película al vampiro. Klaus Kinski, su intérprete, además de uno de sus mejores trabajos está muy superior a sus inútiles composiciones de Nosferatu donde hacía el más espantoso ridículo.(2) Las vampiras (1970) es otro film de vampiros con Susana Korda (la fallecida Soledad Miranda), Dennis Price y entre otros el propio Jesús Franco. En el extranjero es conocida como Vampyrs Lesbos por contener imágenes sáficas. Vagamente inspirada en Bram Stoker (?), este film trata de una americana llamada Lucy que sueña con una fascinante mujer. En un viaje a Asia Menor se encuentra cara a cara con ella: una bella condesa heredera de Drácula y, por lo tanto, una vampira. La filmografía de Franco va adquiriendo tintes cada vez más eróticos. En Drácula contra Frankenstein (1971) aparece un extraño monstruo de Frankenstein interpretado por Fernando Bilbao (alias Fred Harris o Fred Harrison, a quién vimos repitiendo papel en Buenas noches, señor monstruo). Howard Vernon aparece como conde Drácula, Dennis Price es el doctor Frankenstein, Brit Nichols es Lady Drácula y Luis Barboo encarna a Morpho, el criado asesino que aparece en múltiples films de Franco. ¡Ah, me olvidaba! Aparece al final un hombre lobo encarnado por Brandy, un stunt man del cine español. En La hija de Drácula (1972) aparecen algunos actores del precedente reparto como el conde Drácula (Howard Vernon), Lady Drácula (Brit Nichols), el propio Jesús Franco. Cofradía que repite, aunque en diferentes personajes, en La maldición de Frankenstein (1973), con una bella fotografía de Raul Artigot, siendo Jesús Franco quién encarna a Morpho. Sobresale la dulce mirada de Lina Romay en el papel de Esmeralda y, dentro de la anécdota, es de destacar una extraña escena sadomasoquista con Caronte (Luis Barboo) y Vera Frankenstein (Beatriz Savon) flagelados en pareja, atados desnudos, sobre una tabla de cuchillas afiladas. Su verdugo es el monstruo de Frankenstein (de nuevo Fernando Bilbao), quien les azota ante la mirada divertida de Cagliostro (Howard Vernon) y la extraña mujer pájaro (Anne Libert). La señora Orloff (Brit Nichols), el doctor Frankenstein (Dennis Price) y el doctor Seward (Alberto Dalbes) no podían faltar a la cita. En el mismo año, Jesús Franco, rueda en Francia dos nuevos golpes a la filmografía de Maciste. Ambas rodadas con los mismos acto- (2) Nosferatu, el vampiro de la noche (Nosferatu, Phantom der Nacht, 1978) de Werner Herzog y Nosferatu, príncipe de las tinieblas Nosferatu in Venice, 1986) de Augusto Caminito. 110 Weird Tales de Lhork Sexo y cine res y los mismos decorados: Maciste contre les reines des amazones (1973) y Les exploits erotiques de Maciste dans l’Atlantide (1973), con Val Davis en el papel del héroe en cuestión y la sensual Lina Romay. Al igual que los casos de José María Elorrieta y León Klimovsky, Jesús Franco se convierte en stajanovista. Es decir, un realizador que trabaja a destajo. La Franco Factory rueda a ritmo enloquecido, siempre en lucha contra la censura franquista y después, cuando vino la democracia camaleónica y los socialistas aburguesados fue, naturalmente, marginado por los comités de Valoración Técnica: Es como una censura, pero más perversa, declaró sobre la Ley de Cine promulgada por Pilar Miró. Posteriormente, Jesús Franco ha ralentizado su producción de films, pero en otra época trabajaba sin cesar. La Franco Factory no daba abasto. Incluso se dio el caso de que una de sus actrices, Rosa María Almirall (alias Lina Romay, Lulú Laverne, alias Candy Coster), también montadora, se ha pasado a la dirección con películas de título explícito como Confesiones íntimas de una exhibicionista (1982). Uno de los extraños casos en que una actriz erótica dirige personalmente sus aventuras cinematográficas. Pero, claro, en la Franco Factory, todo era posible… Para finalizar citemos de pasada algunos de sus títulos de su larguísima filmografía: 99 mujeres (1967), Justine (1968), Eugenie (1970), El muerto hace las maletas (1971), El diablo viene de Akasawa (1971), Los amantes de la isla del diablo (1972), Al otro lado del espejo (1973), La contesse noire (1973), La contesse perverse (1973), Lorna l’exorciste (1974), Exorcisme (1974), Doriana Gray (1975), Jack the Ripper (1977), Las hermanas diabólicas (1977), Cartas de amor a una monja portuguesa (1979), El sádico de Nôtre Dame (1979), El escarabajo de oro (1980), La reina de los caníbales (1981), El caníbal (1980), Eugenie (1980), Sadomanía (1980), El lago de las vírgenes (1981), Macumba Sexual (1981), El desierto de los zombies (1982), Aullidos de terror (1982), Mil sexos tiene la noche (1982), Historia sensual de ”O” (1982), La mansión de los muertos vivientes (1982), El tesoro de la reina Blanca (1982), Sangre en mis zapatos (1983), Sola ante el terror (1983), Tundra (1983), Los asesinos de China Town (1984), Viaje a Bangkok, ataúd incluido (1984), La chica de los labios rojos (1984), Juego sucio en Casablanca (1984), Las últimas de Filipinas (1985), La esclava blanca (1985), La hija de Fu-Manchú (1986), Dark Mission (1987)… En total son unos 175 films, la mayoría de calidad ínfima. En los últimos años, Jesús Franco ha intentado regresar a sus raíces, volviendo a ser el honesto artesano de serie B que fue en su primera época y abandonar los rodajes rápidos que le han caracterizado. Después de Dark Mission, rodada en Madrid con Chris Mitchum y Christopher Lee, se vuelve más selectivo. Les predateurs de la nuit (1988) cuenta con un reparto interesante: Caroline Munro, Anton Diffring, Chris Mitchum, Telly Savallas, Helmut Berger, Brigitte Lahaie, Stéphane Audran y ¡sorpresa! la reaparición del pérfido doctor Orloff (Howard Vernon). La acción se inicia cuando una célebre modelo (Caroline Munro) desaparece y su padre (Telly Savallas) contrata a un detective (Chris Mitchum) para encontrarla. La clave es una clínica con un nazi (Anton Diffring) y el pérfico doctor Orloff. Posteriormente rueda en Sitges Bahía Esmeralda (1988), con Fernando Rey, Robert Foster, Lina Romay, Silvia Tortosa. Se trata de un film de acción con traficantes de armas y, claro, escenas de sexo. Una canción para Berlín (1990) con Mark Hamill y Ramón Sheen le ha devuelto parte de su perdido prestigio y El abuelo, la condesa y Escarlata la traviesa (1992) es su regreso a la comedia, con su fiel Lina Romay al frente del reparto. Tal vez el mejor trabajo de su carrera (aparte de recuperar Don Quijote de Orson Welles, 1992) fue su labor en la obra más insólita de Fernando Fernán Gómez, El extraño viaje (1964) film noir que contiene agudos tintes sombríos, y que narra una historia de asesinatos y aberraciones sexuales. Carlos Larrañaga se empareja con una extraña mujer (Tota Alba) que le obliga a ponerse sus vestidos y a la que asesina junto a los hermanos (Jesús Franco y Rafaela Aparicio) de ésta. Film maldito por excelencia, esperpento cruel, fue escrito en colaboración de Pedro Beltrán y Luis García Berlanga. Tardó ocho años en estrenarse y su carrera comercial fue triste, marginal, pero en cambio fue positivamente valorada por la crítica. Nota: Más información sobre las películas pornos de Jesús Franco en el apartado dedicado al cine español. Weird Tales de Lhork 111 Fco. Javier Parera Gutiérrez DINASTÍA DE SANGRE Javier Parera Gutiérrez A Rosario S. G. porque le gustan las narraciones y películas de terror. 1. UN FELIZ REENCUENTRO l carruaje me llevaba a la mansión de Madame Madeleine en una tarde de invierno. Pero aquellos días Francia siempre estuvo cubierta por negras nubes que amenazaban con llover como una siniestra premonición. Oscurecía pronto y por la noche se extendía un manto de niebla que dejaba sumidos en la tristeza a sus habitantes. El país ahora se enfrentaba a otro conflicto, la Gran Guerra. Europa estaba embarcada en una bélica confrontación hacía tres largos años. Todavía no entendía cómo, entre continuas prohibiciones, disparos, momentos de tensión y peligros en la frontera había llegado vivo a Francia Habíamos rodeado la gigantesca urbe de París para llegar hasta la majestuosa casa de mi amiga. Sin embargo, en las afueras, un hecho me causó cierta preocupación. Un grupo de gente se arremolinaba en torno al cadáver de un hombre desangrado. El carmesí líquido se deslizada por la delgada capa de hielo y nieve. A continuación, irrumpió en la escena la policía. Hombres de hirsutos bigotes se acercaron al muerto y lo analizaron por unos largos minutos. El cochero detuvo por unos instantes los caballos y un observador del misterioso asesinato se dirigió hacia donde estaba el carruaje. —¿Otro crimen? —preguntó el amo de los corceles. —Sí, respondió el testigo con amarga voz. Ese individuo no se cansa de golpear a la gente con sus espantosos... Calló de repente y reanudó la conversación de otro modo: —Como siempre—añadió —La víctima aparece sin sangre con dos agujeros en el cuello. Las autoridades, que no creen en los vampiros, dicen que la gente perdería el respeto a policía si creyesen en las leyendas, pero el pueblo sospecha que entre nosotros se esconde un monstruo. Se despidieron. El cochero reanudó el viaje y yo, que inevitablemente había escuchado la conversación asomé la cabeza por la ventanilla y pregunté a qué se debía el macabro espectáculo, pues yo era extranjero y no sabía nada. —Hace meses alguien se dedica a matar hombres, mujeres y niños por la noche y chupa la sangre —contestó el cochero mientras azuzaba a sus caballos con el chasquido de su látigo—. Sin embargo las autoridades no quieren hacer nada para resolver el caso, pues la mayoría de los atacados son mendigos, obreros, campesinos y prostitutas. Si fuesen personas pertenecientes al mundo de las finanzas, la política o la burguesía no... ¡Enciérrese en el carruaje, ese viento hará que coja una fuerte resfriado! Se nota que este invierno será más frío. Pagué al cochero y cuando éste dejó ante la puerta mi baúl y dos maletas, marchó con cierta prisa. Llamé a la puerta. En seguida me abrió un altivo mayordomo, quien ya esperaba mi presencia en cualquier momento. Dos criados más se hicieron cargo de mi equipaje y a continuación me hicieron pasar a un enorme salón de muebles antiguos. ¡Ah! Y allí no podía faltar el piano de Madeleine. Su afición a la música era extraordinaria y quizás hubiese tenido mayores aptitudes que yo en grandes salas de concierto, pero no se atrevió nunca a publicar sus partituras. Después de unos minutos de espera, entró la dama. Joven, hermosa, cabellera larga, negra y rizada... Un cuerpo bien proporcionado aunque estuviese sometido a los rígidos vestidos de la época. Destacaba su pronunciado y deliberado busto, parte del cual asomaba en un turbador escote. Nos saltamos los falsos protocolos y nos dimos un fuerte abrazo. ¿Para qué debíamos marcar las distancias? Éramos amigos desde la infancia. E 112 Weird Tales de Lhork Texto: Fco. Javier Parera Gutiérrez Ilustraciones: J. Jesús Fernández Dinastía de sangre Nos sentamos e inmediatamente el mayordomo nos sirvió un té con pastas. Madeleine desbordaba simpatía en sus palabras constantemente. Después de preguntarme por mis padres y mis hermanos, tratamos un tema más serio... mi estancia en París. —No sé si debería aceptar que me quede aquí durante estos días —dije con humildad—. No quiero molestar y además en la ciudad puedo encontrar un hotel con habitaciones libres. —Nada de eso —negó la muchacha— . Tu alojamiento ya está preparado. Esta noche descansarás en un cómodo lecho, pues seguramente estarás fatigado por tantas horas de viaje. —Sí, tienes razón. —Te noto más tranquilo. Hace días, cuando me escribiste aquella precipitada carta, estabas muy nervioso. —Es normal. Dirigir la Cuarta Sinfonía de Bruckner y el Capricho Español de Rimsky-Korsakov en el teatro con su orquesta filarmónica entraña muchos riesgos. Mañana iré a hablar con el director. —¿Quién lo diría? Aquel muchacho que improvisaba breve valses ante mi piano se acabaría convirtiendo en un compositor. —Sí, pero ya sabes que los ingresos económicos son escasos para quienes nos dedicamos al arte.Por ello dirijo también obras de otros músicos. Cuando visité al anciano Bruckner, en Viena, se puso contento. Para él significaba mucho que un antiguo alumno se encargase de difundir su famosa sinfonía en Francia. —¿Y a qué se debe la interpretación de la otra obra? Me refiero al Capricho Español de Rimsky-Korsakov. —Deduzco que a los franceses les gustan las melodías populares de mi país y por ello Mr. Lecmut encontró esta pieza adecuada para cerrar la velada de concierto. La conversación con aquella amiga transcurrió alegre y relajada a la vez. Recordaba nuestras furtivas huidas en la adolescencia y nos encerrábamos en el desván de su casa. Allí nos entreteníamos en íntimos juegos y descubríamos nuestros cuerpos, sus marfileños senos que empezaban a asomar, sus curvas caderas... los primeros y apasionados besos... Sin embargo aquella relación no prosiguió y mis padres regresaron conmigo a su país por motivos de trabajo y yo dejé de ver a mi Madeleine. Luego salió en el diálogo un inevitable tema, el hallazgo del cadáver desangrado en las afueras de la ciudad. —Sí —respondió ella con aparente tranquilidad—. Comprobarás como mañana la prensa hablará del asunto. Dicen que un misterioso individuo con negras ropas mata indiscriminadamente a indefensa gente en París y sus alrededores, pero a pesar de los esfuerzos de la policía, todavía no lo han capturado. Se rumorea que pertenece a la nobleza y por ello no se atreven a decir nada, pues está demasiado ocupada en los asuntos de estado. Pero no hablemos de ese asesino, por favor. Mañana los periódicos recordarán sus anteriores crímenes y te enterarás del tema hasta en los mínimos detalles. Después de la cena, ella tocó unos melancólicos valses de Chopin. —Deberías abrirte camino en la música —dije cuando acabó la velada—. Tienes más fluidez ante el teclado que otros intérpretes. —No, prefiero la soledad de estos muros —respondió ella. No insistí ante sus palabras, pues siempre hacia referencia a su enorme casa, herencia de sus padres, para refugiarse de la gente. Desde su ruptura sentimental con un joven lord de Inglaterra, no quería saber nada más del mundo exterior. Por mi parte, debía acostarme pronto ya que por la mañana debía entrevistarme con Mr. Lecmut, y preparar los ensayos. Sin embargo cuando empecé a subir las escaleras toqué en el bolsillo de mi chaqueta un abultado sobre. Entonces me acordé... —Madeleine... —dije—. Después de ver al director del teatro, iré a visitar a una prima que se fue a vivir a París hace tiempo. Conoció a un caballero y se fueron a vivir con él aquí. Pero no conozco todavía la capital. —¿Donde vive? —preguntó ella —A ver... —saqué el papel— Sí... Tengo un sobre con dinero para ella. Nos escribió una apurada carta y nos dijo que pasaba una mala época, tenía problemas con su marido, y su trabajo de costurera no le permitía tener una economía más desahogada. Se supone que saldrá de este mal paso. Madeleine palideció al oír el nombre de mi prima. Luego sonrió levemente, pero su mueca era como una pequeña ironía. —Vive en un barrio lleno de delincuentes, rameras, mendigos y obreros en condiciones de trabajo muy precarias — dijo la dama—. Sus estrechas y oscuras calles están siempre sucias, húmedas, la basura se acumula continuamente... Solo visité una vez ese lugar y espero que nunca más tenga que volver. —Pero si nos dijo que vivía en una casa apartada de la ciudad con un jardín y... —Mañana comprobarás si miente o dice la verdad. Cualquier cochero te puede dejar en esa dirección. ¡Buenas noches, Ricardo! El mayordomo cogió seguidamente mi equipaje y me condujo a mi habitación, una estancia pequeña, pero muy acogedora. Cuando me dejó solo, miré a través de la ventana la noche con una luna demasiado brillante, quizás me atrevería a añadir que su rojizo color daba miedo porque no podía alejar de mi cabeza el cadáver y la gente agolpada en torno a él. ¿Qué amenaza acechaba a París? Me quedé leyendo un libro de poesía de Poe, pero el recuerdo de aquel asesinato no me permitía concentrarme en la lectura, por tanto deposité el volumen sobre la mesa y, cuando me proponía a apagar la luz de la pequeña lámpara, llamaron a la puerta. Después de un temeroso “Adelante” vi cómo se abría y entraba Madeleine silenciosamente. Vestía un largo camisón de rosácea tela, delgada, casi transparente, la cual cubría su lascivo cuerpo. Estiró la cinta que estaba al lado de su cuello y la prenda cayó al suelo para mostrar su voluptuoso cuerpo. Se acercó con unos felinos pasos a mi lecho y nos entregamos a un largo y pasional abrazo mientras recordábamos viejos tiempos. 2. EL BARRIO DE LA POBREZA La entrevista con Mr. Lecmut me llevó parte de la mañana y de la tarde. Después de las convenientes presentaciones, hablamos mucho tiempo sobre los ensayos y otros preparativos para dirigir las obras. Al mediodía fui a comer a un pequeño restaurante que había al lado de teatro. Mientras preparaban mi comida, me entretuve leyendo la prensa local y lógicamente los títulos que encabezaban los citados rotativos sobre el asesino. El mendigo que yo había visto era su séptima víctima y, después de recordar en unas escuetas líneas el modo de operar del criminal y su historial, observé un mapa de la zona. Curiosamente me detuve en un detalle que para mucha gente sería insignificante, pero cada lugar del asesinato perpetrado era un punto y si se juntaban, formaban una estrella de ocho puntas. ¿Quedaba un octavo crimen por cometer? Bastantes preocupaciones tendrían con la orquesta, por tanto cuando me sirvieron aquel delicioso pollo con especias olvidé enseguida mis suposiciones. Después de un buen café regresé al despacho del director. Allí ya me esperaba también el alemán Wolfgang Trässer, el primer violín, imprescindible colaborador e incluso cómplice cuando el músico lleva la batuta de una orquesta. Visitamos la sala de conciertos y quedamos en empezar los ensayos a la mañana siguiente. —Debemos hacer una interpretación impecable —dijo el obeso director, pues se rumorea que acudirán importantes personalidades. Sí, no me miren con asombro. Cuando abandoné el teatro era muy tarde. De hecho había caído la noche sobre París y la niebla, un elemento típico en esa gigantesca urbe por aquellos días, se extendió por las calles. Las farolas se convertían en espectros. Un carruaje me llevó hasta un barrio. Y nos adentramos en el citado lugar. Madeleine no se había equivocado en su descripción. Calles estrechas y malolientes... provocativas prostitutas, muchas de ellas con rostros prematuramente envejecidos, se acercaban a cualquier hombre con tal de obtener unos pocos francos para pasar la noche en un hostal y no a la intemperie, obreros que regresaban a sus casas después de intensas horas de trabajo... Y mendigos, muchos pobres estaban sentados en los portales de las casas con la mano extendida y temblorosa. Sus harapos y rasgos demacrados eran dignos de lástima. Weird Tales de Lhork 113 Fco. Javier Parera Gutiérrez «Vestía un largo camisón de rosácea tela, delgada, casi transparente, la cual cubría su lascivo cuerpo. Estiró la cinta que estaba al lado de su cuello y la prenda cayó al suelo para mostrar su voluptuoso cuerpo Dije al cochero que me dejase allí y yo ya buscaría esa dirección por mi cuenta. Pagué y el carruaje desapareció enseguida. Entre la niebla todavía se oía el chasquido del látigo sobre los caballos. Avancé con paso lento, pero firme, por los húmedos pavimentos. Era fácil resbalar sobre aquellos adoquines. Y pensé en qué lugar se había metido mi prima Lucía para vivir. No era la bonita casa de campo de su novio. ¿Qué había sucedido? Era la última semana de octubre y parecía un día de invierno por la constante humedad y la fría brisa. Entonces, un mendigo irrumpió en la oscuridad. Su cabello canoso estaba revuelto y sus ojos estaban desorbitados. —¡Cuidado, amigo! ¡Hay un asesino loco en el barrio! —exclamó entre carcajadas— ¡Recuerda lo qué le ha pasado a Jennifer y ahora a mi amigo Bucot! Y después de esas incoherentes palabras para mí, se perdió en una calle. Me preguntaba todavía dónde me había metido. Pensaba que localizar aquella calle era fácil, pero me equivoqué en aquel laberinto varias veces y di muchas vueltas por la misma zona. La niebla se volvía más espesa y observé que nadie, ni una prostituta, ni un mendigo deambulaba por aquel lugar. Se habían escondido de algún peligro o de alguien en concreto. Temí la presencia de delincuentes. Entonces a mis espaldas oí un ruido de pasos. Avancé más deprisa y esos citados pasos se aceleraron también. Al doblar una esquina, dos individuos me pararon. Eran altos, pero sus barbados rostros eran apenas reconocibles por la baja visera de sus gorros. Detrás había dos más. Sacaron unos cuchillos entre la creciente niebla... Se observaba el tenue brillo de las afiladas hojas. Querían mi dinero. Y tenía dos opciones: o dar la pequeña cantidad de francos destinados a Lucía o ser agredido brutalmente por ellos y quedarme sin el dinero del mismo modo. Introduje la mano en mi bolsillo para sacar el sobre. Empezaba mal mi estancia en París. Entonces se oyeron más pasos e irrumpió en aquel callejón un individuo de 114 Weird Tales de Lhork elevada estatura, cabello negro, alargado rostro y severa mirada. —Yo me marcharía ahora caballeros —dijo el misterioso personaje. Los delincuentes lanzaron estentóreas carcajadas y no hicieron caso. Añadieron entre esa demente risa que nos robarían a los dos. Cuando intentaron acercase a él, éste alzó su bastón de pomo dorado y repartió con una inesperada agilidad unos certeros golpes que dejaron a los ladrones estupefactos. Uno cayó al suelo con la cabeza cubierta de sangre y los otros tres huyeron. —¿Está bien? ¿Le han hecho daño? —me preguntó mi benefactor mientras se acercaba. —Sí, no me han dañado —dije sorprendido—. Me ha salvado de un serio peligro. —Ha sido una imprudencia venir solo y a estas horas por aquí. Debería ir acompañado. —Tiene razón, la próxima vez lo pensaré... Perdone, llegué ayer a París y desconozco la ciudad.¿Me podría indicar donde está la calle... —Es paralela a ésta... —respondió después de leer mi breve nota— Adiós y recuerde que debe ser más precavido. Buenas noches. El personaje desapareció entre la neblina del mismo modo como había intervenido. El delincuente yacía sobre la acera. No se movía, quizá estaba muerto. No sé si me dejó más perplejo la aparición de ese individuo o su sangre fría para defenderse de los ladrones. Decidí abandonar el escenario de esa pelea, pues sus amigos o la policía me podrían dar problemas. Crucé la calle y localicé el portal. Una casa de dos pisos. Oscura, de fachada ennegrecida. Entonces me decidí a subir las desgastadas escaleras y llamé a la puerta. Me abrió una mujer de estatura media, de cabellera dorada. Solamente llevaba un ajustado corpiño de terciopelo rojo. —¡Oh! ¡Tenemos aquí a un respetable caballero! —exclamó ella con ironía— Pasa... pasa... No te quedes aquí. Y yo, acobardado como un niño, entré a un pequeño salón de muros sucios. Las mesas y las sillas eran viejas y destartaladas. —No te había visto antes, muchacho —prosiguió ella—. ¿Es tu primera vez, muchacho? ¿Con quién deseas estar? ¿Con Lucy o conmigo? Vi que se trataba de una honrada prostituta que intentaba trabajar. Tenían la buena suerte de vivir en su casa propia o alquilada, pues la mayoría de ellas dormían en almacenes, hacinadas con mendigos, o pasaban las noches en hospicios o comedores para pobres. —Busco a Lucía —dije con seriedad. Ante el sonoro tono de mi voz, la rubia entró en la cocina y seguidamente salió mi prima. Había cambiado, sin embargo aunque continuase siendo aquella hermosa mujer de cabello castaño, largo y rizado, de piel muy morena, quizás estaba más delgada. Debería añadir que su rostro parecía más demacrado, sus ojos hundidos y sus párpados oscuros.Su pálida tez me recordaba con cierto estremecimiento a los enfermos hepáticos. El matrimonio con aquel noble no había ido demasiado bien. —¡Oh, Ricardo! —exclamó ella cuando me vio y me abrazó—. No hagas caso de Inés. Siempre está bromeando. Si hubiese sabido que venías hoy, habría limpiado un poco la casa. —No te preocupes —dije mientras nos sentábamos—. La temporada de conciertos se adelanta y Mr. Lecmut no perdona nada. Me sirvió una copa de vino. Creo que era lo único que tenía allí y hablamos. A continuación se unió a la conversación su compañera de trabajo. Me comentó la otra cara de la verdad. Se había separado de Henry por incompatibilidades de carácter y se vino a vivir con su amiga en este barrio. Como supuse, no trabajaba de costurera. Era prostituta y sus servicios eran requeridos por múltiples clientes, pues era la más bella y joven del distrito y sus rasgos típicos de una mujer española, cabello, cejas y ojos negros aceleraban los libidinosos instintos de los elegantes caballeros de Francia. Estaba inquieta y se sentía avergonzada porque había descubierto su modo de vida, pero no tenía lección. Su amiga llevaba el mismo ritmo y yo me quedé asombrado al comprobar cómo cambiamos las personas. De manera indirecta Lucía comentó que con los escasos francos que ganaba era imposible vivir en París y preguntó si mi padre me había dado dinero. Alargué el sobre y sus ojos lanzaron chispas de codicia. Su amiga no apartaba los ojos de la modesta cantidad que se había enviado —Tenemos buena suerte dentro de la desdicha —dije—. Han estado a punto de robarme ese dinero y de agredirme unos delincuentes, pero un caballero intervino y ahuyentó a esa pandilla de ladrones. —Peor suerte hubieses tenido si te hubieses encontrado con ese asesino que desangra a sus víctimas como si fuese un vampiro —dijo Inés. —Sí —respondí inquieto—. Ya estoy enterado de ese individuo, pero me pa- Dinastía de sangre rece que solamente ataca a los pobres y desdichados, no presta atención en la gente rica. —No hagas caso de la mente de un asesino. No sabemos cómo funciona — prosiguió mi prima. Me recomendaron que no fuese solo por este lugar, las misma palabras de mi extraño benefactor... Me sentía nervioso, quería dejar aquel sofocante lugar. Me despedí amablemente de ellas. —Por favor, no digas a nadie el mal momento que paso —me dijo Lucía en la puerta—. Con este dinero espero recuperar... —Tranquila. Puedes confiar en mi silencio —respondí sabiendo que ella jamás saldría de ese pozo. Abandoné el barrio rápidamente, pues un carruaje pasaba en ese instante por allí. Pensaba que no iba a visitar más el degradado barrio y a mi prima, pero el destino cambió también mi vida. 3. DÍAS DETRABAJO La primera mañana en teatro me reportó sus momentos de tensión, básicamente por los retrasos de ciertos instrumentistas. Tuve que establecer unas rígidas medidas para que mi misión se cumpliese con éxito. No sé si el anterior director era descuidado en su tarea, pero cuando alcé la batuta para dirigir los primeros compases, muchos se mostraban indecisos ante sus respectivos instrumentos, sobre todo las trompetas y trompas. Había ciertos detalles que me dejaban asombrado. Afortunadamente Mr. Lecmut se reunió con los componentes de la orquesta ante mis crecientes quejas y comentarios. Nadie quería problemas. Al mediodía me desplacé a la mansión de Madeleine, donde comí y descansé un par de horas, antes de regresar al teatro para proseguir los ensayos. Mi amiga se mostraba silenciosa durante el postre. Sin duda deseaba saber cómo fue mi visita al sucio barrio, pues yo cuando hablaba, solo comentaba hechos de mi trabajo y evitaba mi primera experiencia en aquel barrio. Y por fin la curiosidad venció su serena apariencia. —¿Localizaste a tu prima? —preguntó ella. —Sí, pensaba que te lo había dicho — contesté—. Se ha separado de su marido y ahora está provisionalmente allí. Pero me ha dicho que piensa dejar pronto ese lugar, reconciliarse con... —No seas un iluso. La gente que vive allí no sale jamás. —Entonces tendrá más problemas de los que ya tenía. De hecho Lucía siempre fue conflictiva y rebelde durante su infancia. —Debes olvidar a esa prima y concentrarte en los ensayos. En la prensa estás robando protagonismo a otros personajes de la sociedad francesa, como el misterioso asesino de Jennifer, una prostituta y Bucot, ese viejo mendigo Al oír ese nombre paré de comer el helado unos instantes. —Ayer, antes de visitar a Lucía, apareció otro pordiosero con aspecto de loco y me dijo que tuviese cuidado, pues deambulaba por esas calles un criminal y citó ese nombre. —No hay demasiadas cosas que explicar. Se conocen entre ellos. París está conmocionado por esos brutales asesinatos, esa mujer fue hallada en ese barrio. Sucedió días antes de tu llegada. La policía no se toma en serio ese caso. Es normal encontrar por ese lugar a un desconocido asesinado, pero nunca de ese modo tan sádico. —Puede tratarse de un sencillo delincuente. Estuve a punto de ser atracado Madeleine no pudo evitar un gesto de exclamación —Te dije que era un lugar peligroso —prosiguió ella. —Pero —continué yo— intervino un caballero y los ladrones se marcharon. Uno resultó dañado. Ese individuo, que no se presentó, tenía una gran habilidad para defenderse de cualquier enemigo. Luego se despidió amablemente. Descansaba sobre la butaca del salón mientras Madeleine tocaba el piano. Unos minutos de tranquilidad amenizados con música de Liszt no molestaban en absoluto. Si la dirección de orquesta no me robase tanto tiempo, me dedicaría más a la composición de mis propias obras. Madeleine y yo dormimos juntos en mi habitación. Evidentemente, la muchacha se había enamorado de mí, pero en aquellos instantes una relación estable no me interesaba. No sabía cómo decírselo. Cuando los primeros rayos de sol de un tenue amanecer penetraron por la ventana, observé en su marfileño cuello dos pequeños puntos de color rojizo como si fuesen unas picaduras de algún insecto. Sin embargo no di excesiva importancia a ese detalle y ella se levantó del lecho aunque en sus movimientos se notaba cierto cansancio. Durante el desayuno el mayordomo nos trajo los diarios. Y leí en grandes titulares que el asesino había vuelto a golpear. Esta vez se trataba de otro pordiosero. En el periódico salía dibujado el mapa con los puntos de las víctimas y yo con una cucharilla de café tracé unas líneas rectas y comprobé que se formaba una estrella de ocho puntas. El criminal actuaba como si siguiese un misterioso ritual. Quizá más macabro era un mensaje escrito en sangre, enviado a una comisaría de París. Probablemente su autor era el mismo demente. Decía así: “No se preocupen más de este asunto, caballeros, y no intenten buscarme porque en realidad les he hecho un buen favor. He limpiado esta ciudad de desagradables personajes que dañaban la imagen de nuestro país. Me siento muy orgulloso de mi trabajo. Es una lástima porque no lo podré continuar.” Con semejante nota se me revolvía el estómago. Pero otra noticia también destacaba en otro rotativo dedicado a morbosos acontecimientos. Se trataba de la desaparición en Museo de La Rochelle de un ataúd con su contenido. Se trataba de la momia del duque Maximilian Rocuart, un noble conocido por sus desmanes y sádicos actos entre su pueblo. Contribuyó a exterminar a los que se oponían al régimen del rey Luis XVI. La crudeza para tratar a sus víctimas —la mayoría seres inocentes— llegó a recordar los salvajes métodos de empalar a insurrectos, empleados por el mítico conde rumano Vlad Tepes. El duque Rocuart ayudó en esas injustas persecuciones y pedía a cambio los cadáveres degollados que su servidumbre se encargaba de hacer desaparecer en su castillo, en las fronteras de la ciudad. También en los bosques de los alrededores dejaban de verse solitarias campesinas, pero las autoridades no decían nada de eso, ni actuaban, pues eran dominios de Rocuart y éste a su vez era amigo del rey. Después, en el año 1789, llegó la Revolución Francesa y tanto el monarca como la aristocracia cayeron en desgracia. Y el sanguinario duque despareció misteriosamente mientras el enfurecido pueblo incendiaba su castillo y arrasaba sus tierras. Semanas después fue encontrado su cadáver desangrado en el bosque y fue enterrado deprisa en la cripta de su fortaleza donde yacían sus antepasados. Curiosamente aquella parte de la derruida construcción no fue dañada por las llamas. Posteriormente quedó ese ataúd que fue trasladado al citado museo. El periódico publicaba un cuadro de su rostro, de forma alargada, mandíbula inferior muy prominente, una maligna sonrisa y unos ojos que parecían esconder la maldad. —Tu país está lleno de leyendas macabras —dije a Madeleine después de apurar mi café. —Cada nación tiene sus personajes dementes —replicó ella—. Deberían tener sus motivos para ser así. Aquella sádica respuesta me dejó asombrado. 4. UNA ENFERMEDAD MISTERIOSA Una mañana se interrumpieron los ensayos. Entraba en el auditorio Mr. Lecmut con un caballero alto. Tras unas sonoras palmadas otorgué unos minutos de descanso a los componentes de la orquesta y bajé de la tarima. El director del teatro me presentó a Arnold Pallier, conde de Hollwot. Mi perplejidad fue aumentando porque era el mismo individuo que me salvó de aquellos delincuentes. —Creo que usted y yo nos hemos visto en otro lugar anteriormente —dijo él con cierto cinismo. Y yo recordé el encuentro en el barrio y su oportuna llegada. Había conocido a un destacado componente de la aristocracia francesa. Además de poseer Weird Tales de Lhork 115 Fco. Javier Parera Gutiérrez una gran fortuna y una mansión de las afueras de París, cada año donaba generosas sumas de francos a las diferentes sociedades culturales, entre ellas el teatro. —Soy un admirador de Bruckner — dijo Arnold. Reanudé los ensayos después de una breve conversación con el noble, quien tomó asiento en su palco para oír aquellas majestuosas melodías. De repente me sentí cansado y me quise retirar con el permiso de Mr. Lecmut, quien me dio la tarde libre. Al llegar a la casa de Madeleine, mi creciente y misterioso agotamiento me dio suficientes fuerzas para tumbarme en mi cama y cuando cerré los ojos una extraña visión se apoderó de mi cerebro. Contemplaba a Madeleine y a mi prima Lucía desnudas, cogidas de la mano que paseaban alegremente entre las lápidas del cementerio de París. Entonaban una alegre canción que se oía en los colegios durante la infancia. Caminaban ente risas, pararon unos instantes para darse un beso y luego prosiguieron el siniestro recorrido. En aquel momento me despertaron. Tenía el cuerpo empapado de un frío sudor. La suave mano de Madeleine cubría mi humedecida frente. —Parece que tengas fiebre —comentó ella. Todavía te cuesta adaptarte al clima de aquí. —No es eso, yo... —dije a continuación, pero callé, pues sabía que si explicaba aquel sueño tendría problemas muy serios. Mientras la muchacha alegaba que había salido por la tarde para aclarar unos asuntos de propiedades con un notario, irrumpió el mayordomo en la habitación. Dijo que una mujer de aspecto pobre y andrajoso deseaba hablar conmigo y se trataba de un asunto muy importante. En la biblioteca de la mansión recibí a la misteriosa visitante que era en realidad Inés, la amiga que compartía piso con mi prima. Sus palabras eran elocuentes. —Rápido, debes venir a nuestra casa —dijo ella con nervioso acento—. Lucía está enferma, prisionera de una intensa debilidad y fiebres. Me pidió que viniese aquí para que además acudiese con nosotros el mejor médico de París. Las circunstancias no me permitían perder tiempo y aquellas palabras me apartaron de aquel momentáneo aturdimiento que se siente al incorporarse de la cama. Madeleine envió a un criado para avisar al mejor entendido en Medicina. Después, las dos muchachas, el viejo doctor Biggs, de origen irlandés y yo subimos a un carruaje para adentrarnos en aquel barrio. Cuando llegamos a la casa, encontramos a Lucía postrada en su cama, sin fuerzas, con su cara más pálida. Sus somnolientos ojos se abrieron al ver cómo irrumpíamos asustados. No estaba sola. A un lado estaba el profesor Rollin, colega del irlandés, y dijo entre susurros. —Es inútil vuestra llegada. Morirá pronto. 116 Weird Tales de Lhork Derrumbados por la extraña situación, los presentes salimos de la pequeña sala para entrar en el vestíbulo, donde no se pudiesen oír nuestras voces. Solamente se quedó haciendo compañía a la moribunda su amiga Inés. —Es como si perdiese sangre, pero no tiene ninguna herida —se explicaba el doctor Rollin—. Además no sufre anemia. No encuentro una explicación lógica. A continuación entró de la habitación de mi prima el médico irlandés para observarla e intentar dar un diagnóstico más razonable, sin embargo salió de allí con las mismas conclusiones de su compañero de Facultad de Medicina. Así transcurrieron dos horas y en la llegada de la noche la muchacha abrió los ojos y se dejó oír una voz muy sensual. —Acércate, Ricardo —decía ella. Cuando me iba a levantar, los dos médicos me cogieron por el brazo y me recomendaron que no lo hiciese. Entre el dolor de su muerte y la inesperada reacción de los doctores me quedé sentado otra vez. Entonces, Lucía ladeó su cabeza y falleció. A continuación Rollin me dijo que ya podía acercarme. Cuando dirigí mis labios a los suyos, observé en su cuello dos pequeños puntos de color rojizo, como los que tenía Madeleine. ¿Se trataba de alguna epidemia que no habían descubierto los facultativos todavía? Por la mañana se celebró el entierro y yo, invadido por una indecible tristeza, acudí a la ceremonia. Madeleine también me acompañó, aunque su rostro parecía impasible ante los hechos. Quizás se dejaba llevar por un leve estado de nervios cuando veía las cruces de piedra o estatuas de ángeles y santos por el paraje. El cortejo fúnebre avanzó lentamente. Acudieron bastantes conocidos y amigos de ella, un detalle que me extrañó, pues parecía que estaba sola. Después de las palabras del sacerdote, el ataúd fue depositado en una fosa. Lucía fue enterrada en una zona del cementerio de Montmartre, destinada a los pobres. Durante unos días solicité más tiempo de descanso a Mr. Lecmut, quien al enterarse de la desagradable noticia, no me lo negó. Se retrasaban los ensayos, pero no era por mi tristeza. Los rumores afirmaban que los asuntos de la guerra se complicaban en el frente. Una noche me asaltó una terrible pesadilla. Me veía en el cementerio donde habían enterrado a mi prima y observaba cómo ésta se alzaba de su tumba. Apartaba con sus pálidas manos la pesada lápida como si fuese un papel y paseaba desnuda por el siniestro paraje en una noche de viento. Luego me veía atado en la cama por invisibles fuerzas mientras contemplaba el rostro de Madeleine, que se acercaba con una brillante sonrisa, sus ojos estaban inyectados en sangre y... Desperté. La mujer de hecho me había tocado mi hombro mientras alegaba que me visitase el doctor Rollin para saber qué me sucedía, pues notaba que mi salud se debilitada lentamente. —No debes preocuparte de ello ahora —respondí como restando importancia al asunto—. Yo te dará una explicación científica... La pérdida de mi prima y los agotadores ensayos que me aguardan. Cuando desayunábamos, leí el diario y me quedé estupefacto ante la noticia. Los dos sepultureros del cementerio habían visto desde la ventana de su casa, ubicada en el sombrío paraje, que una sombra se paseaban por una avenida de cipreses entre las tumbas. Salieron con un fanal para ver quién era el intruso y se quedaron perplejos al comprobar que se trataba de la muchacha que habían enterrado días antes, Lucía. Iba sin ropas y su voluptuoso cuerpo no estaba demacrado por la acción del gusano devorador. Cuando ella intentó acercarse a los hombres, éstos arrojaron el fanal y huyeron asustados. Al día siguiente explicaron el suceso ocurrido a las autoridades, quienes calificaron a los personajes de locos por su avanzada edad o por su desagradable trabajo. 5. UN ANTIGUO RITUAL Se aplazó por bastante tiempo el estreno del concierto por los problemas de la guerra. El conde Arnold permitió que nos alojásemos en su casa de campo, afortunadamente muy alejada de París para que me relajase de mi constante tensión y superase a la vez la muerte de Lucía. Así, una mañana un carruaje nos llevó a Madeleine y a mí hasta esa mansión. La servidumbre había partido anteriormente. La situación fue crítica por días y por tanto los ensayos se acabaron. Muchos instrumentistas desaparecieron. Yo no tenia nada que hacer allí, pero cuando quise abandonar el país, los funcionarios me pusieron excesivas barreras para dejarlo, pues el avance enemigo dificultaba más los trámites burocráticos. Me perseguía la desdicha porque una noche llegaron a incendiar varios despachos donde se tramitaban precisamente los pasaportes. Todavía la gente se pregunta el motivo. Es decir, me quedé prisionero indirectamente. Madeleine me decía que intentaría hablar con sus influyentes amigos para que me agilizasen los papeles, pero sus esfuerzos no tuvieron sus resultados positivos. Mis pesadillas aumentaron. Además de ver a mi difunta prima en el cementerio, completamente desnuda y con estridentes risas, contemplaba un macabro ritual. Unos encapuchados rodeaban un ataúd y proferían unas extrañas palabras que no eran francés ni castellano. Entonces la tapa de la caja se apartaba empujada por una mano desde dentro. Entonces las carcajadas de Lucía en mi sueño me despertaron. Un grito, mi frente perlada de sudor... Y palpé con mi mano el lado de la cama para ver a Madeleine, para sentirla. Creo que mis sueños Dinastía de sangre Weird Tales de Lhork 117 Fco. Javier Parera Gutiérrez me iban a volver loco y necesitaba a mi amiga para hablar, e incluso suplicar. Pero mi sorpresa fue mayor al comprobar que en aquella noche de tormenta ella no estaba allí. Me levanté del lecho y con un batín puesto, cogí un candelabro. Sus titilantes velas iluminaron el interminable pasillo, las escaleras por las cuales bajé al enorme salón de la casa y el vestíbulo. Sin embargo... no había nadie allí. ¿Se habían marchado de repente? Entonces escuché con horror unas macabras risotadas que parecían venir de debajo del suelo. Llamé a Madeleine, al mayordomo y a Arnold con el consiguiente silencio como respuesta hasta detenerme ante la puerta de una habitación, desde donde provenían las sonoras carcajadas. Temblorosamente entré allí para ver que una alfombra había sido retirada del suelo para mostrar la abertura de una trampilla. No había ningún mueble en la estancia. Bajé por las escaleras y me abrí paso en la oscuridad del inmenso pasillo con las velas. Pequeños rellanos y empinados escalones de piedra de alternaban durante interminables minutos y progresivamente conducían abajo. Desemboqué en una antesala con una enorme puerta de roble en la cual se veían exquisitamente talladas las figuras de seres estremecedores. El umbral que atravesé estaba sujeto por los dos lados por esculturas de mujeres aladas de largos colmillos. Por un instante las escalofriantes estatuas me recordaban las arpías de las leyendas grecorromanas. Penetré en una enorme cámara donde se cumplía la horrenda visión de mi sueño; los encapuchados que se arremolinaban en torno a un ataúd de madera. Y a continuación se incorporaba del interior de la caja, entre extraños cánticos, la silueta de un hombre. Entonces, perplejidad y miedo se apoderaron de mi torturado cerebro. Se trataba del famoso y malvado duque de Rocuart. El muerto de tez pálida sonrió y los presentes entonaron más cánticos. Y entre la gente distinguí a Madeleine y a Arnold, quienes me vieron también, pero curiosamente no hicieron nada para evitar la llegada de un intruso. Había reconocido al aristócrata fallecido, que ahora volvía a la vida, por el retrato que salía en el diario cuando se hablaba de la desaparición del ataúd del museo de La Rochelle. Me giré, deseé abandonar la cámara subterránea y alejarme de aquella maldita mansión, pero en el umbral me aguardaba una voluptuosa mujer. ¡No me podía equivocar! Allí estaba mi prima, a quien yo había visto cómo era sepultada. Vestía un largo camisón de tela transparente que ponía en relieve sus esbeltos pechos y curvas caderas. —¿Por qué huyes, Ricardo? —preguntó ella entre risas— Hoy es un gran día para la Hermandad de los Vampiros. Con el regreso del duque de Rocuart renacerá nuestro poder. Durante siglos nos hemos escondido para no ser reconoci118 Weird Tales de Lhork «Penetré en una enorme cámara donde se cumplía la horrenda visión de mi sueño; los encapuchados que se arremolinaban en torno a un ataúd de madera. Y a continuación se incorporaba del interior de la caja, entre extraños cánticos, la silueta de un hombre dos o vistos por las autoridades eclesiásticas o por la gente. Hace quinientos años vivíamos en los frondosos bosques de Castilla y Aragón y nos alimentábamos de la sangre de campesinas solitarias o viajeros extraviados, sin embargo esas misteriosas muertes y desapariciones fueron denunciadas a la Inquisición. “Acompañado de su legión de creyentes y torturadores, Tomás de Torquemada inició la persecución y exterminio de nuestra raza. Afortunadamente, pudimos evitarlos de siendo más astutos que ellos. Entonces, a instancias de ese perro inquisidor, intervinieron los soldados de los Reyes Católicos que intentaron detenernos en nuestra definitiva huida. Una noche hubo una gran matanza por ambas partes y conseguimos escapar. Estos hechos referidos, y que nos hemos transmitido oralmente en el linaje vampírico, no aparecen en los libros de Historia porque fue un acontecimiento vergonzoso para los monarcas. Atravesamos durante aquel penoso invierno las montañas de los Pirineos y nos instalamos en los bosques de Francia, aunque tuviésemos que convivir con otros molestos rivales, les loup-garou o hombres-lobo, pero esta raza era más tolerante con nosotros. El linaje de los Rocuart nos acogió en sus extensas posesiones y allí fuimos acumulando un nuevo poder. Quizás hubiésemos llegado a ser una nación después de matar al monarca, pero la estúpida Revolución del año 1789 nos dispersó por unas décadas.” —¿Y esos asesinatos? —pregunté todavía perplejo. —Los crímenes cometidos en ocho puntos que luego marcaban una estrella era parte del ritual de sangre para que el noble regresase de las tinieblas. Arnold era el asesino, siempre ha sentido un placer en matar y él fue quien me enseñó las maravillas de nuestro oscuro mundo. También escribió aquellas macabras líneas que llegaron a la comisaría de París. Ahora... ¡Mira las marcas de mi cuello! Sí, no pongas estos ojos de asombro. Madeleine ya es una más en nuestra hermandad. Y tú querido primo... ¿Por qué tienes tanto miedo? Tú no lo sabes, pero tu abuelo practicó esos rituales y fue mordido por una vampira, su amante, y tú llevas en la sangre el poder de nuestra dinastía del Mal. Pronto serás como nosotros.” Aparté a mi prima de un golpe y enseguida subí las escaleras mientras escuchaba sus horrendas risotadas a mis espaldas. Entre la penumbra, tropecé y caí varias veces sobre los desgastados peldaños. Luego abandoné la mansión y corrí como un loco por el bosque que rodeaba la mansión. Finalmente me venció el cansancio y me senté sobre un tocón reseco de un árbol mientras tomaba el aliento. Aunque no quisiese asumir el futuro que me esperaba, el Destino me había reservado esa triste suerte. Comprended, amigos... ¿Por que debía internarme en un mundo de miedo y oscuridad? Yo no había hecho daño a nadie, solamente era un humilde músico que me intentaba abrir camino en el campo de la composición, del complejo universo del Arte. Sabía que después de aquella macabra noche no iba a ver jamás el amanecer, pues como recordaréis los vampiros temen a la luz solar. Bajé la cabeza y con paso lento y fatigoso regresé la casa de Arnold y, al llamar a la puerta, me abrió el mismo duque de Rocuart. Sus colmillos arrancaban destellos a la luna. —Imaginábamos que volverías con nosotros, hermano —dijo con una cínica sonrisa mientras rodeaba mis hombros con un brazo en un falso gesto paternalista—. Acepta tu destino y únete a nosotros. Mi linaje renacerá de las tinieblas. Dime, muchacho... ¿Qué dinastía se puede comparar con nosotros? Ni los Borgia, ni los Austrias, ni los Romanoff fueron tan poderosos como nosotros. Vive con nuestra hermandad y deja la alegría y felicidad que llevas contigo, pues aquí no la necesitarás. Una oscura lágrima resbaló por mis mejillas mientras la puerta se cerraba ominosamente a mis espaldas. El beso de Zoraida El beso de ZORAIDA Clark Ashton Smith o n una mirada de reojo a los degradados suburbios de Damasco, y a la calle, poblada únicamente por las largas y vagas sombras de la luna creciente, Selim se dejó caer desde el alto muro, hacia el suelo alfombrado de pétalos y lilas en flor del jardín de Abdur Ali. La noche era tórrida, y el aire estaba cargado con el destilado aroma de un voluptuoso perfume. Aunque se hubiera encontrado en algún otro jardín, en otra ciudad, Selim habría sido incapaz de aspirar aquel perfume sin pensar en Zoraida, la joven esposa de Abdur Ali. Atardecer tras atardecer, durante las pasadas noches, en ausencia de su señor y amo, se habían encontrado entre las lilas, hasta que él había llegado a asociar aquella fragancia con el olor del pelo de ella, o el sabor de sus labios. El jardín estaba en silencio, excepto por el argentino borbotear de la fuente; ni hojas ni pétalos se agitaban en la suave quietud. Abdur Ali había partido hacia Aleppo para un asunto urgente y no se esperaba su regreso hasta dentro de algunos días; de modo que el tibio sentimiento de expectación que Selim sentía, estaba desprovisto de cualquier sensación de peligro. Todo el asunto, incluso desde el principio, había sido tan seguro como este tipo de cosas puedan llegar a ser. Zoraida era la esposa de Abdur Ali, así que no existían otras mujeres, celosas, que la denunciaran a su señor común; y los sirvientes y eunucos de la mansión, al igual que Zoraida, odiaban al severo y anciano mercader de joyas. Incluso había sido innecesario sobornarles para ganar su complicidad. Tanto las circunstancias como las personas habían ayudado a facilitar aquel amor. De hecho, todo era demasiado sencillo; y Selim estaba comenzando a cansarse un poco de este jardín, excesivamente aromático, y de las empalagosas atenciones de Zoraida. Quizás no regresaría de nuevo tras esta noche, o la noche siguiente... Habría otras mujeres, no menos bellas que la mujer del joyero, a quienes aún no había besado . . . o al menos, no a todas ellas. Caminó hacia delante, entre los arbustos cargados de flores. ¿Había una figura oculta en las sombras, cerca de la fuente? La figura era borrosa, y vagamente confusa, pero debía ser Zoraida. Nunca había dejado de encontrarse allí con él, siempre era la primera en acudir a la cita. En ocasiones, ella le había llevado al interior del lujurioso harem; y a veces, en noches cálidas como aquella, habían pasado sus largas horas de pasión bajo las estrellas, entre las lilas y almendros en flor. Mientras Selim se aproximaba, se preguntó por qué ella no se adelantaba a recibirle, como era su costumbre. Quizás ella aún no le había visto. Llamó suavemente: «¡Zoraida!» La expectante figura emergió de las sombras. No era Zoraida, sino Abdur Ali. Los débiles rayos de la luna destellaban en el romo cañón de hierro y las brillantes engarzaduras plateadas de un pistolón, que el viejo mercader sostenía en su mano. —¿Deseáis ver a Zoraida? —el tono era áspero, metálicamente amargo. Selim, como mínimo, se quedó perplejo. Parecía evidente que su aventura con Zoraida había sido descubierta, y que Abdur Ali había regresado de Aleppo antes del tiempo acordado con el fin de cogerles en una trampa. La situación se antojaba más que desagradable, sobre todo para un joven que había pensado pasar la noche con una dama muy enamorada. Y aquella pregunta directa de Abdur Ali resultaba desconcertante. Selim era incapaz de pensar en respuesta alguna, que fuera adecuada o juiciosa. —Venid, la veréis —Selim notó la furia de los celos, pero no la salvaje ironía, que contenían esas palabras. Le asaltaban unas premoniciones harto inquietantes, la mayoría de las cuales le concernían a él mismo, en lugar de a Zoraida. Sabía que no podía esperar piedad alguna de este austero y terrible anciano; y sus probabilidades eran tan nimias que hacían difícil pensar en qué podía haberle ocurrido, o podía ocurrir a Zoraida. Selim tenía algo de egoista; y podía haber proclamado con firmeza —excepto ante Zoraida— que estaba profundamente enamorado. Su sentimiento de autoprotección en estas circunstancias, puede que fuera de esperar, pero no era digno de admiración. Abdur Ali apuntaba a Selim con la pistola. El joven se percató incómodo, de que él estaba desarmado, excepto por su yagatán. Y mientras recordaba esto, dos nuevas fi- C Texto: Clark Ashton Smith Weird Tales de Lhork 119 Clark Ashton Smith guras se le acercaron de entre la sombra de las lilas. Eran los eunucos, Cassim y Mustafá, que guardaban el harem de Abdur Ali, y de quienes los amantes pensaban que eran aliados en su intriga. Cada uno de los gigantescos negros iba armado con una gigantesca y afilada cimitarra, Mustafá a la derecha de Selim y Cassim a su izquierda. Pudo ver el blanco de sus ojos, mientras le escrutaban en impasible vigilancia. —Ahora —dijo Abdur Ali— estáis a punto de disfrutar del singular privilegio de ser admitido en mi harem. Este privilegio, según creo, os lo habéis tomado vos mismo en algunas ocasiones, y sin mi conocimiento. Esta noche yo mismo lo permitiré; aunque dudo que haya muchos que sigan mi ejemplo. Ven, Zoraida te espera, y no debes decepcionarla, ni hacerla esperar por más tiempo. Por lo que yo sé, llegas más tarde de lo habitual a la cita. Con los negros ante él, con Abdur Ali y la pistola apuntando a su espalda, Selim atravesó el sombrío jardín y penetró en el patio de la casa del mercader de joyas. Era como el viaje de una pesadilla, y nada parecía del todo real a este joven. Incluso cuando accedió al interior del harem, con la suave luz de las lámparas sarracenas de latón labrado, y vio los familiares divanes con sus coloridos cojines y fundas, las raras alfombras persas y turcas, los taburetes de ébano Indú adornados con preciosos metales y madreperlas, no pudo apartar de sí, una sensación de extraña incertidumbre. En su terror y perplejidad, entre los ricos ornamentos y el sombrío esplendor, por un instante no vio a Zoraida. Abdur Ali percibió su confusión y señaló a uno de los sillones. —¿No saludáis a Zoraida? —su suave entonación era indescriptiblemente sardónica y feroz. Zoraida, vistiendo la escasa vestidura de harem, de brillantes sedas, con la que iba a recibir a su amante, yacía sobre los almohadones púrpura del diván. Estaba muy quieta, y parecía dormir. Su rostro era más blanco de lo habitual, aunque ella siempre había sido un poco pálida; y los suaves, aniñados rasgos, con su asomo de lujuriosa redondez, lucían una expresión vagamente preocupada, con un toque de amargor en la boca. Selim se acercó, pero ella no se inmutó. —Habladla —increpó el anciano. Sus ojos ardieron como dos manchas de fuego que consumieran lentamente el tostado y arrugado pergamino de su rostro. Selim era incapaz de pronunciar una palabra. Había comenzado a vislumbrar la verdad; y la situación le sumió en una horrible desesperación. —¿Cómo? ¿Acaso no saludáis a aquella que tanto os amó?—las palabras eran como el goteo de algún ácido corrosivo. —¿Qué le habéis hecho? —dijo Selim al cabo de un rato. No podía mirar a Zoraida por más tiempo; ni podía dirigir sus ojos para encontrarse con los de Abdur Ali. —La he tratado con gran gentileza. Como podéis ver, no he mancillado en 120 Weird Tales de Lhork modo alguno la perfección de su belleza...no hay heridas, ni siquiera la marca de un golpe, en su blanco cuerpo. ¿Acaso no he sido generoso . . .por dejarla así... para vos? Selim, como la mayoría de los hombres, no era un cobarde; aún así, tuvo un involuntario escalofrío. —Pero... no me habéis contestado. —Se trata de un raro y preciado veneno, que mata inmediatamente y con poco dolor. Un puñado ha sido suficiente...o incluso demasiado, pues aún permanece en sus labios. Lo bebió por propia elección. Fui compasivo con ella... tal como lo seré con vos. —Estoy a vuestra disposición —dijo Selim con toda la frialdad que pudo mostrar. El rostro del mercader de joyas se transformó en una máscara de malignidad, como la de un demonio vengador. —Mis eunucos conocen a su amo, y os trocearán extremidad a extremidad y miembro a miembro si les doy la orden.» Selim miró a los dos negros. Respondieron su mirada con ojos impasibles, por completo desprovistos de todo interés, ni amistosos ni hostiles. La luz no reflejaba temor alguno en sus brillantes músculos y sobre sus relucientes espadas. —¿Cual es vuestro deseo? ¿Me mataréis acaso? —No tengo intención alguna de mataros yo mismo. Vuestra muerte llegará por otra vía. Selim miró de nuevo a los eunucos armados. —No, no será así... a menos que lo prefiráis. —¡En nombre de Alá!, ¿A qué os referís entonces? —el bronceado rostro de Selim se había tornado ceniciento por el horror de la incertidumbre. —Vuestra muerte será tal, que cualquier verdadero amante la envidiaría — dijo Abdur Ali. Selim se vio impotente para hacer otra pregunta. Sus nervios comenzaban a crisparse por la tensión. La mujer muerta en el diván, el malevolente anciano con sus funestas insinuaciones y su obvia implacabilidad, los musculosos negros que reducirían a un hombre a pedazos a una palabra de su amo...todo ello bastaba para doblegar el coraje de un hombre más duro de lo que él era. Se percató de que Abdur Ali hablaba de nuevo. —Os he traído con vuestra dama. Pero parece que no sois un amante muy ardiente. —¡En el nombre del Profeta, cesad vuestras burlas! Abdur Ali pareció no oír aquel torturado grito. —Es cierto, desde luego, que ella no podría responderos incluso si la hablarais. Pero sus labios son tan hermosos como siempre, aunque puedan haberse quedado fríos por vuestra desapasionada demora. ¿Acaso no la besaréis una vez más, en memoria de todos los demás besos que habéis recibido... y dado? Selim quedó mudo una vez más. Finalmente dijo: —Pero habéis dicho que había un veneno que... —Sí, y os dije la verdad. Incluso el mero toque de vuestros labios a los suyos, donde aún queda un resto del veneno, será suficiente para causaros la muerte. Había un espantoso regodeo en la voz de Abdur Ali. Selim se estremeció y miró de nuevo a Zoraida. Aparte de su absoluta inmovilidad y palidez, y de la débil expresión de amargura en la boca, no difería aparentemente, de la mujer que había estrechado a menudo entre sus brazos. Pero el sólo conocimiento de que estaba muerta era suficiente para hacerla parecer inexplicablemente extraña, e incluso repulsiva para Selim. Resultaba duro asociar aquel ser inmóvil, marmóreo, con la afectuosa dama que siempre le recibía con ardientes sonrisas y cuidados. —¿No hay otro modo? —la pregunta de Selim fue un poco más perceptible que un susurro. —No lo hay. Y te demoras demasiado —Abdur Ali hizo una señal a los negros, que se acercaron a Selim, levantando sus espadas a la luz de la lámpara. —A menos que obréis según mis deseos, vuestras manos serán cortadas por las muñecas y los siguientes golpes seccionarán una pequeña porción de cada antebrazo. Entonces prestaremos atención a otras partes..., antes de regresar a los brazos. Estoy seguro de que preferiréis la otra muerte. Selim se aproximó al diván donde yacía Zoraida. El terror... el abyecto terror de la muerte...era su única emoción. Había olvidado por completo su amor por Zoraida, había olvidado sus besos y caricias. Temía a la extraña y pálida mujer que se hallaba ante él, tanto como una vez la deseó. —Date prisa —la voz de Abdur Ali era metálica, como las levantadas cimitarras. Selim se inclinó y besó a Zoraida en la boca. Sus labios no estaban del todo fríos, pero tenían un sabor curioso, amargo. Por supuesto, era el veneno. El pensamiento fue fríamente formulado, mientras una creciente agonía parecía recorrer todas sus venas. Dejó entonces de ver a Zoraida, en las cegadoras llamas que aparecieron ante sí y que cubrieron la sala como soles eternos; y no sabía que había caído hacia delante en el diván que había frente a su cuerpo. Luego, las llamas comenzaron a mermar con gran suavidad y se extinguieron en una espiral de leve penumbra. Selim sintió que se hundía en un profundo abismo, y que alguien —cuyo nombre no podía recordar— se hundía ante él. Entonces, de repente, estaba solo, y estaba perdiendo incluso la propia sensación de soledad. Hasta que no hubo nada excepto oscuridad y olvido. EL LAGO Eva María Sastre e ngo un sueño que no cesa de repetirse una y otra vez desde hace un par de meses: ......Estoy solo en un bosque muy tupido, tanto que casi no se atreve la luz a pasar. No estoy asustado, pero me invade una gran inquietud y curiosidad. Sólo sé que estoy a merced de todos los animales salvajes que quieran hacer pasto de mí. Pero no tengo miedo y no sé por qué. Quizás sea porque soy consciente de que todo es un sueño. Al poco tiempo, una fuerte luz se acerca hacia mí. Es blanca e intensa y no se distingue bien de dónde procede. Pero sé que se aproxima inexorablemente a mí. De algún modo también soy consciente de que me muevo a la vez, hasta que llego de forma inexplicable a un lago. Al mismo tiempo, el resplandor llega al otro extremo de la alberca, y parece sumergirse en ella. No sé explicar por qué, pero me parece como si el líquido elemento me llamara, me buscara, me requiriera, y yo estuviera más que dispuesto a adentrarme en él para encontrarme con la luz. Contemplo por unos instantes, indeciso, el agua cristalina, y advierto una figura en el fondo, que soy incapaz de reconocer. Me encuentro con los ojos más hermosos que jamás he contemplado, verdes, profundos, intensos y enigmáticos. Tras los luceros advierto un rostro dulce, suave y encantador, de una belleza inimaginable, de facciones perfectas enmarcadas en una larga y ondulante melena plateada de frágil y aterciopelada apariencia. Poco a poco voy apreciando su cuello, largo, terso...; su cuerpo va apareciendo tan progresivamente que parece como si el agua del lago lo fuera formando cada segundo, cada milímetro, pero sin saltos, sin brusquedad. Como si fuera algo completamente natural. Cuando todo su ser se ha completado, aprecio el traje, casi etéreo, que la cubre: una túnica de fina y perfecta seda blanca o plateada, no sé muy bien, ni demasiado transparente ni demasiado tupida, que deja los brazos, firmes, al descubierto, resguardados simplemente por un T guante de gasa brillante, alto, que deja la mano libre, sujeto al dedo corazón por un hilo casi invisible; sus pies, descalzos, perfectos, asoman por el borde inferior del veste. Toda ella semeja más a una estatua, a un dibujo, que a una mujer. Me llama con una voz inaudible que sólo yo soy capaz de captar, moviendo silenciosamente los perfectos labios rosados, brillantes y carnosos, a la vez que me hace sutiles y atrayentes gestos con las manos No puedo resistir más; le hago caso, le tengo que hacer caso; me lanzo al agua para unirme a ella. No tengo sensación de frío; no me resisto, no intento salir. Ella me abraza y soy feliz. Soy consciente de que no me quedan más que unos pocos segundos de vida, pero me da igual: estoy con ella y así es como hubiera deseado morir: en sus brazos para siempre... Nunca había durado tanto mi sueño. * * todos los casos, por seguridad, estaban firmemente sujetos por correas en sus camas, y sus ataduras siempre aparecieron perfectamente abrochadas, como la última vez que se les vio con ellas amarrándoles, y ni las puertas de seguridad, ni las ventanas enrejadas estaban forzadas. Es... como si se evaporaran mientras duermen... —Entiendo. Buenos días. —Buenos días... ¡si usted lo dice...! * —¿Clínica Psiquiátrica “El Descanso”? Le llamo de la Comisaría de Policía. —Sí, aquí es. Espero que nos den una buena noticia. —Me temo que no. Hemos encontrado en el lago cercano a sus instalaciones el cuerpo sin vida del interno cuya desaparición denunciaron ayer noche. —¡Oh, no! ¡Andrés Cortés! ¡Santo Cielo! Es el cuarto en los cuatro meses que lleva abierta la clínica... ¡y todos de la misma forma! —Para ayudarnos en la investigación, ¿podría decirnos por qué estaba allí internado? —Vino con una ligera depresión, pero desde hace casi dos meses tenía una fuerte fijación con la luna, al igual que los otros fallecidos Se volvían más inestables cuanto más nueva era... y nos veíamos obligados a tomar medidas extraordinarias para unos casos tan, aparentemente, leves. —Muchas gracias. Ya recibirá noticias nuestras. He de advertirles que es posible que la familia tome medidas judiciales contra ustedes por negligencia. —No me extraña, señor, pero en Texto: Eva María Sastre Weird Tales de Lhork 121 José Francisco Sastre García EPITAFIO José Francisco Sastre García n el principio la tierra era fértil, hermosa, brillante, llena de esplendor… El sol iluminaba un mundo creado para el deleite, un vergel en el que no existía oscuridad alguna; la belleza de las flores tamizaba las grandes praderas con irisado colorido, los densos bosques cubrían gran parte del mundo con un dosel de fresco verdor que protegía a las criaturas que se escondían bajo él, y la nieve adornaba con refulgentes cristales las cimas de las altas montañas donde se reunían los dioses para solazarse en la contemplación de su creación; las bestias, grandes y pequeñas, eran las dueñas de aquel paraíso sin mácula, reinando en la tierra, el aire y el mar majestuosamente. El poder de la palabra divina, de la magia, lo llenaba todo con una refulgente aura, y la magna obra resplandecía bajo un espléndido firmamento azul… Mas los Antiguos vieron todo aquello y, aun estando complacidos por el luminoso edén que habían creado, encontraron que yacía carente de alma, de una chispa de su eterna sabiduría que impregnara la hermosura del mundo; y así, algún tiempo después de recrearse en sus maravillas, decidieron tomar un pedazo de arcilla y modelar una criatura que poseyese un diminuto fragmento del alma inmortal de los dioses; de esta manera, el Hombre hizo su aparición sobre aquel idílico lugar, hollando con sus pies las tierras que le habían sido concedidas. Bajo la atenta mirada de sus mentores, la nueva criatura comenzó a caminar sobre el mundo, disfrutando de los frutos de la naturaleza, de la hermosura del azul firmamento, de la vasta inmensidad de la noche y las infinitas estrellas que en ella se manifestaban, rodeando con un manto de luminosidad la pálida luna que parecía vigilarlos, con el corazón lleno de alabanzas a los dioses y a su obra. Bajo la égida de Aquellos que les habían dado la vida, los hombres comenzaron a descubrir los secretos que yacían escondidos a su alrededor, los inefables tesoros y conocimientos que esperaban tras el velo; y encontraron piedras doradas, plateadas, de múltiples colores y tonalidades, que consideraron hermosas y atesoraron para sí; y así, poco a poco, en el alma de aquellos seres que habían sido puestos en el mundo para glorificar la creación y los creadores, comenzó a aparecer una mancha de oscuridad, un germen de negrura surgido de lo más profundo de las tinieblas, de uno de los Antiguos, que deseaba dar a los hombres libertad para elegir su destino, a pesar de las protestas del resto de los Señores, que deseaban tener sojuzgada a la especie bajo una máscara de luz y belleza. Y los creados, los Hijos de los dioses, aprendieron a fabricar armas, a cazar, a construir casas cada vez más grandes y hermosas, y se desarrollaron lentamente, hasta que toda la tierra estuvo llena de sus pasos; allá a donde quiera que miraran complacidos los creadores, podían ver la mano del Hombre sobre la naturaleza, domeñándola, mutándola a su antojo, para crear obras tan hermosas como estériles, reflejos de sus orgullosos corazones. Y aprendieron a traficar con oro y plata, con turquesas, ópalos, amatistas y cornalinas, a intercambiar pieles y rubíes, piedra y zafiro, hierro y coral… Y la mácula del alma crecía y crecía, sin darse ellos cuenta de tamaña desgracia. Mas los dioses sí veían la tenebrosa sombra que se iba cerniendo desoladoramente sobre aquellas criaturas en las que habían puesto todas sus esperanzas, y decidieron desterrar a Aquél que había osado insuflar en el Hombre aquel signo de negrura, reflejado en el espejo de sus propias obras, hermosas y a la vez carentes de alma, de vida... Con el tiempo, los hombres crearon grandes civilizaciones por todas partes, poderosas urbes que pretendían rivalizar con la obra de los Antiguos, grandes monumentos que pretendían llegar hasta el lejano firmamento y demostrar que eran sus iguales… Y el trabajo que una vez había sido la gloria del ser humano, se convirtió en ruin tarea, en la esclavitud del ser humano, y las alegrías y goces de los hombres se volvieron sangrientos, crueles… Llegaron por fin los Jinetes del Odio y el Rencor, y con ellos el poderoso aliento de la Guerra; y el fuego y la muerte se extendieron por todo el mundo, la sangre manó E 122 Weird Tales de Lhork Texto: José Francisco Sastre García Epitafio hasta crear ríos que recorrían las urbes derrumbadas, las otrora verdes campiñas, las montañas… Y los alaridos de los moribundos se mezclaron con los gritos de victoria, y los vencedores pisotearon a sus víctimas, destruyendo las antiguas eras de cultura y armonía, de serenidad y paz, de respeto y justicia: donde había habido convivencia, donde la hermandad entre los hombres había sido la señal de los Antiguos, se extendió la lucha entre hermanos por la posesión de tierras y riquezas, por el alcance del poder… Mas el tiempo pasó, y, de nuevo, regreso la calma al mundo, tras una tempestad de sangre y llamas que había asolado pueblos enteros; y, de nuevo, la calma volvió a reinar, aunque no era real, sino forzada: la tiranía del Miedo y el Terror, oscura, tan negra como el cerrado manto de la noche, se imponía donde hasta aquel momento había brillado la luz del Amor y el Respeto. De nuevo, las urbes se alzaron majestuosas hacia el cielo, y el Hombre conoció una época como jamás había sido: las riquezas fluían libremente, las razas convivían entre ellas sin rencor alguno, mientras un tiempo dorado se extendía pacíficamente por todas partes. Los dioses caminaban entre sus hijos y les mostraban su error, guiándoles hacia un sendero de luz que les permitiera mantener la gloria alcanzada para toda la eternidad… Mas éstos, celosos de los Antiguos, orgullosos de su propia sabiduría, no deseaban de sus creadores los conocimientos que éstos les brindaban: oíanles atentamente, para desechar todas aquellas enseñanzas que no se ajustaran a sus propias ambiciones; veíanse sólo a sí mismos, contemplábanse en los reflejos cual Narcisos, sin importarles lo más mínimo lo que pudiese ocurrir a su alrededor, y vivían tan sólo para satisfacer sus propios apetitos. Nada importaba al Hombre excepto la propia riqueza, el propio poder, y para alcanzarlo llegábase a cualquier extremo, por cruel o sangriento que éste fuera… Una vez más, la mancha oscura en el alma de los hombres creció, y separó a unos de otros, a los mansos de los fieros, a los sabios de los ignorantes; y los que comprendieron huyeron, advertidos por los dioses del enojo que éstos tenían hacia su creación. Grande fue la cólera de los Antiguos al contemplar el resultado de su obra, al descubrir que el Hombre se había vuelto contra sus creadores; cuando vieron que la antigua armonía se había desvanecido para dejar lugar de nuevo al odio, al rencor, al aislamiento; en su infinita cólera, desbordada ya su misericordia por la copa de la ira que sus hijos habían ido llenando pacientemente, decidieron que habían de ser castigados por sus amargos pecados, y que debían beber del cáliz de la amargura para purgar su desmedido orgullo. Así, un aciago día, los Señores de la Creación arrebataron una gran estrella del firmamento y la arrojaron sobre el mundo, allá donde ahora sólo existe agua, y provocaron una terrible catástrofe que asoló las tierras, hundiendo hasta las más profundas simas del océano los imperios malditos, anegando los pueblos, arrasando todo aquello que encontró en su camino… Grandes lamentos se escucharon aquel nefasto día en que la oscuridad se cernió sobre todos, en que se alzaron nuevas montañas y se crearon nuevos mares, en que los dioses arrancaron de su obra, como la mala hierba del jardín, a todo aquel que había osado alzarse contra sus mandatos… Tan sólo los sabios supieron de aquella hecatombe y fueron capaces de evitarla, subiendo a las más altas montañas, aquellas cubiertas por las nieves eternas en los más remotos confines del mundo, fundando entre ellas un nuevo reino de paz y serenidad, donde la Justicia reinó a lo largo de largas eras… Y así, lo que fue es, y lo que es, será; y los dioses, hastiados de contemplar el caos que su obra magna, el Hombre, vuelve a desatar sobre la tierra, asolando la naturaleza con el conocimiento prohi- bido que logró arrebatar a los Antiguos merced al Señor rebelde, destruyéndose unos a otros en una sangrienta vorágine de muerte y desolación, odiándose entre ellos por toda pretensión de riqueza y poder, despreciando aquello que es diferente a ellos, montarán de nuevo en cólera; y el mundo se estremecerá en grandes convulsiones, y el océano recuperará las tierras que le fueron arrebatadas, y las criaturas de la tierra, de los bosques, el agua y el aire, se rebelarán contra sus dominadores… Pues los hijos de los dioses, en toda su magnífica sabiduría, olvidaron la enseñanza más importante de sus creadores: la armonía y la justicia, sacrificándolas en el altar del poder y la riqueza, entregándolas al más oscuro deseo de las tinieblas, para el eterno tormento del Hombre, un ínfimo e indigno pedazo de arcilla... Weird Tales de Lhork 123 Rocío Gemma Pérez Fernández La última TENTACIÓN Gemma Pérez Fernández obre la alfombra se encontraba el camisón de dormir; sobre la cama un cuerpo que, bañado en sudor, se revolvía dulcemente adormilado, mientras su pecho aún se encontraba ardiendo. Hacía poco que la había abandonado sobre el lecho revuelto, sin sábanas. Pero, aún estando desnuda, no podía sentir frío. No sabía quien era él, pero eso no era importante. Ciertamente era un ser extraño aquel hombre que sólo la visitaba de noche. S * * * Recordaba la primera vez que había venido a verla; la primera vez que, asustada y excitada, al mismo tiempo, oyó su respiración, arrítmica, cerca de ella; su aliento caliente sobre su cuello y su rostro... el primer roce en su piel, palpitante y cálida, temblorosa, de aquellas manos frías que se afanaban en recorrer su cuerpo y proporcionarle el placer sin el que ahora no podría sobrevivir. Ni siquiera le había visto la cara; no podía ponerle rostro a aquel cuerpo hermoso, flexible y vigoroso. A aquella voz que, susurrante y seductoramente le decía al oído cuán apetecible y hermosa era. * * * No sabía bien qué era lo que le pasaba... ¿acaso era adicta a alguna clase de droga?...Lo que él le proporcionaba no era amor, pero tampoco era sólo sexo: su presencia la llenaba de una fuerza invisible que la hacía sentirse única, que la atrapaba y la impulsaba a sus brazos, para transformarla en la mantequilla que se licuaba entre sus dedos mientras él la saboreaba. Podía hacer con ella lo que quisiese, no iba a oponerle resistencia alguna, por que sólo pensar en él le revolvía la sangre y hasta la última partícula de su cuerpo, deseaba sus caricias. El día pasaba para ella sumido en un sopor increíble. Su ausencia le provocaba tal dolor que se negaba a abrir los ojos ante la luz de la mañana: Le costaba trabajo respirar y pasaba los días en su habitación, sentada o tumbada en su diván, lánguida y alicaída, buscando la protección de la penumbra que le proporcionaban las cortinas corridas. Pero la noche... ¡ah, la noche...! Era otra cosa: conforme caían las sombras y a través del cielo llegaba la oscuridad, un ansia, una inquietud se apoderaban de ella: su sangre, antes muerta, hervía y se le agolpaba en el corazón que la bombeaba con fuerza a través de aquella morfología que, antes mórbida y pesada, se llenaba de una nueva sabia, haciéndola volver a la vida, reflejando en sus ojos la lujuria, el deseo impaciente de saciar sus deseos más profundos y prohibidos, entregándose a los bajos instintos de la carne por los que se veía arrastrada a la vorágine del impúdico placer que cada noche le era proporcionado... * Texto: Gemma Pérez Fernández 124 Weird Tales de Lhork * * Asomada a la ventana veía ponerse el sol con una amplia sonrisa brillando en sus ojos la luz del deseo: pronto vendría y la acogería, de nuevo, entre sus brazos. Al momento, un susurro apagado y lejano (sugerente como una fresca brisa que le acarició primero el rostro, luego el cuello y terminó colándose por su oído) lleva hasta ella una voz, que la llama. La muchacha, desnuda como estaba, se acercó corriendo hasta el pesado cortinaje del que parecía proceder la voz, esperando descubrir allí a su dueño, pero no vio a nadie, sólo encontró una puertecita estrecha; por el orificio de la cerradura se filtraba La última tentación un rayo de luz. Aquello era verdaderamente extraño, puesto que en su habitación nunca había habido una puerta que ella no conociera. Asomándose por la cerradura comprobó que no podía ver nada por ella, puesto que la luz la encandilaba. Entonces una idea le cruzó el pensamiento: la noche anterior él le había dejado algo debajo de la almohada al marcharse. Corriendo, se acercó a la cama y rebuscó en las revueltas sábanas, debajo de la almohada: algo cayó al suelo con un sonido titilante que la excitó: había encontrado la lleve que buscaba. Estimulada por la voz que seguía llamándola, metió la llave en la cerradura y, con media vuelta... ¡ ya estaba abierta! * * * Al otro lado de la puerta reinaba la noche. Jamás había visto un lugar como aquel; un lugar abierto a las fantasías, donde se cumplirían sus mayores expectativas. La luna, llena y clara, suspendida desde la bóveda estrellada, iluminaba aquel magnífico jardín. Aquel vergel era el mágico paraíso de las delicias. Admirada, comenzó a caminar sobre la fresca hierva, aplastando las gotas de rocío bajo las plantas de sus pies. Se sentía embriagada por los aromas que hasta ella llegaban, mezclados, que estimulaban no sólo su olfato, sino todo su organismo. Las sensaciones se agolpaban dentro de ella. De la calma que la incitaba a dejarse llevar, al impulso que le revolvía todo su interior; la atracción que la hacía desearlo, buscarlo... pero él no estaba allí. Fue entonces cuando una andanada de desesperación se apoderó de ella y comenzó a correr por aquel jardín, desorientada en medio de la oscuridad, con frenética carrera; mirando en todas direcciones buscando su voz detrás de cada sonido. Tropezó y cayó. Rodó por una pequeña pendiente. Notó el frío en su cuerpo y el calor que de este se despedía, y sintió como también los bellos de su espalda se erizaban en un escalofrío de delicia. * * «No sabía el tiempo que había permanecido allí echada, con la mirada pérdida y frustrada, cuando sintió la hierba crujir levemente bajo la presión de unos pasos: al fondo, velado entre las sombras, el mismo cuerpo con el que cada noche yacía * Permaneció tumbada de bruces sobre la tierra, mirando extasiada hacía el cielo. No sabía lo que buscaba. No sabía el tiempo que había permanecido allí echada, con la mirada pérdida y frustrada, cuando sintió la hierba crujir levemente bajo la presión de unos pasos: al fondo, velado entre las sombras, el mismo cuerpo con el que cada noche yacía. Quería correr hacía él para abrazarle, pero no podía: una fuerza invisible la mantenía allí tumbada, frustrándola, acrecentando sus ansias y su apetito. Notó un brazo alrededor de su cintura, que la atraía hasta él, arrodillado junto a ella. En aquel momento sintió su organismo sacudirse de ardor ante el contacto de la otra piel, fría como la de una sierpe. Le sonrió y por vez primera contempló su rostro: un rostro tan hermoso como el pecado, desde el que la miraban unos ojos brillantes y profundos, enérgicos, que hacían que se convirtiera en un vicio contemplarlos. Lentamente metió su rostro entre las piernas de ella y la mordió en la cara interior del muslo: en ese instante ella notó una aguda punzada de dolor que la llevó a gemir conforme él iba succionando y acariciando la herida con sus labios, con su lengua. La sangre se agolpaba en cada músculo como un veneno, mientras él seguía paseando su lengua sobre su cuerpo, saboreándola, oliendo su aroma, hasta llegar al ombligo. En ese momento, volvió a hender, con sus finos colmillos, la piel y le desgarró el vientre, por el que la sangre comenzó a aflorar, como un manantial fogoso y desproporcionado. La muchacha se sentía transportada, aunque lo que antes era suave, delicioso, se había transformado ahora en una tur- bulencia de la que no podía salir, aunque esta fuera más placentera que antes. Con el cuerpo arqueado y sacudido por los espasmos del gozo, la cabeza echada hacia atrás y la boca entreabierta, no reparó, perdida como estaba, en que él se colocaba a horcajadas sobre ella y, agarrándola por el cuello, le mordía en la parte superior de su seno, al tiempo que ella buscaba su boca para besarlo. Consiguiéndolo, sintió aquella lengua afilada y violenta dentro de su boca enlazada con la suya propia, con el sabor ácido, dulce y tórrido de la sangre, su propio fluido, que bañaba toda su sustancia pues las manos de él, que la tocaban, estaban cubiertas de aquella. Pero aquel beso no sólo la hizo trastornarse una vez más de deleite, sino que le mostró la esencia de la fuerza a la que se había entregado noche tras noche: aquello no era amor, pero tampoco era sólo sexo, era la culminación de la lujuria perversa; si aquel ser la había poseído era porque ella era el recipiente de anhelos, caprichos hedonistas perversos, que estaba dispuesta a consumar por encima de todo; por encima del bien y del mal, sin importarle la vida o la muerte. Por eso ningún otro mortal había logrado satisfacerla nunca y sus ansias de pecado se habían vuelto contra ella. Debería pagar un precio por cada una de las noches de satisfacción que había consumido. Ahora, mientras él agotaba sobre ella sus últimos segundos de éxtasis, una nube, tan oscura como la tormenta, se deslizó sobre sus ojos, trayéndole dolor, angustia, miedo y, luego, sólo oscuridad... Había sucumbido ante la última de las tentaciones. Weird Tales de Lhork 125 PUBLICACIONES DEL FANDOM Acero y Magia: Espadachinas Roma eterna Autor: Robert E. Howard Traducción: Francisco Arellano Portada: Howard Pyle Edición: Biblioteca del Laberinto ISBN: 84-934166-4-9 Autor: Robert Silverberg Traducción: Emilio Mayorga Edición: Minotauro ISBN: 978-84-450-7610-1 www.edicionesminotauro.com La piedra negra y otros relatos de horror sobrenatural A través de Marte Autor: Robert E. Howard Traducción: Santiago García Edición: Valdemar ISBN: 97884-7702-563-4 www.valdemar.com 126 Weird Tales de Lhork Autor: Geoffrey A. Landis Traducción: Isabel Merino Bodés Edición: Solaris Ficción ISBN: 84-9800-073-4 www.lafactoriadeideas.es Los cinco evangelistas Ciudad abismo Autor: Juan Peláez Edición: Barrabés ISBN: 978-84-95744-51-7 www.barrabes.com Autor: Alastair Reynolds Traducción: Pilar Ramírez Edición: Solaris Ficción ISBN: 84-98000-43-2 www.lafactoriadeideas.es Publicaciones del Fandom Chindi Cabo Trafalgar Autor: Jack McDevitt Traducción: Pablo Rueda Díaz-Urmeneta Edición: Solaris Ficción ISBN: 84-98000-5-05 www.lafactoriadeideas.es Autor: Arturo Pérez-Reverte Edición: Alfaguara ISBN: 84-66319-39 5 www.alfaguara.santillana.es Signum Casacas rojas Autor: José Guadalajara Edición: La Factoría de Ideas ISBN: 84-9800-084-X www.lafactoriadeideas.es Autor: Richard Holmes Traducción: Montse Batista Edición: Edhasa ISBN: 84-35026-55-8 www.edhasa.es Dark Valley Destiny. La vida de Robert E. Howard La ciudad del grabado Autores: L. Sprague de Camp, Catherine Crook de Camp y Jane Winttington Griffin Edición: Dolmen ISBN: 84-96121-94-1 Autor: K. J. Bishop Traducción: Fabricio González Neira Edición: Bibliópolis fantástica ISBN: 978-84-96173-50-7 www.bibliopolis.org Alejandro Magno Conan, biografía de una leyenda Autor: Gisbert Haefs Traducción José Antonio Alemán Edición: Pocket Edhasa ISBN: 84-98152-39-9 Autor: Francisco Calderón Edición: Dolmen ISBN: 84-96121-61-5 Weird Tales de Lhork 127 Publicaciones del Fandom Criptozoico Cabo Trafalgar Autor: Brian Aldiss Traducción: Domingo Santos Edición: Edhasa ISBN: 84-35020-62-2 Autor: Roger Nimier Traducción: Joan Riambau Edición: Edhasa ISBN: 84-35008-91-6 El halcón del mar El lenguaje de las piedras Autor: Rafael Sabatini Traducción: Manuel Vallvé Edición: Edhasa ISBN: 978-84-350-5561-1 Autor: Robert Carter Traducción: Carme Font Edición: Edhasa ISBN: 84-3502-10-09 www.edhasa.es El número de Dios El señor de la guerra Autor: José Luis Corral Edición: Edhasa ISBN: 84-96121-94-1 Autor: Henry Treece Edición: Bibliópolis ISBN: 978-84-96173-73-6 www.bibliopolis.org El sueño del águila: Boudica, reina guerrera de los celtas El evangelio secreto Autor: Manda Scott Traducción: Ana Herrera Edición: Pocket Edhasa ISBN: 84-35060-87-X 128 Weird Tales de Lhork Autor: Kyril Yeskov Traducción: Fernando Otero Macías Edición: Bibliópolis ISBN: 84-96121-61-5 www.bibliopolis.org Publicaciones del Fandom Heredera del mar y del fuego La búsqueda de Tarzán Autor: Patricia A. McKillip Traducción: Carlos Gardini Edición: Bibliópolis Fantástica ISBN: 84-96173-21-6 www.bibliopolis.org Autor: Edgar Rice Burroughs Traducción: Joan Riambau Edición: Edhasa ISBN: 978-84-35031-18-9 La Ciencia Ficción en México La isla del tesoro Autor: Gonzalo Martré Edición: Instituto Politécnico Nacional ISBN: 970-36-0127-8 Autor: Robert Louis Stevenson Traducción: Joan Riambau Edición: Edhasa ISBN: 84-350-5553-1 www.edhasa.es La muerte del nigromante La espada de Crisaor Autor: Martha Wells Traducción: Carlos Gardini Edición: Edhasa ISBN: 84-96173-44-5 www.bibliopolis.org Autor: Paco Nájera y Santiago Girón Edición: Almuzara ISBN: 84-88586-68-X www.editorialalmuzara.com Odisea en Iberia Manual práctico para viajar en OVNI Autor: Paco Nájera y Santiago Girón Edición: Almuzara ISBN: 84-96416-64-X www.editorialalmuzara.com Autores:Lawrence Schimel y Sara Rojo Pérez Traducción: Fernando Otero Macías Edición: Candela ediciones/ Bibliópolis ISBN: 978-84-96173-27-9 www.bibliopolis.org Weird Tales de Lhork 129 Publicaciones del Fandom 130 Weird Tales de Lhork Metropol Las doce moradas del viento Autor: Walter Jon Williams Traducción: Antonio Rivas Edición: Bibliópolis Fantástica ISBN: 978-84-96173-41-5 www.bibliopolis.org Autor: Ursula K. LeGuin Traducción: Elena Rius Edición: Edhasa ISBN: 978-84-350-2083-1 Pasaje al Noroeste La casa de Arabu y otros cuentos Autor: Kenneth Roberts Traducción: Carme Font Edición: Ediciones Jaguar ISBN: 84-35061-10-8 Autor: Robert E. Howard Edición: Edhasa ISBN: 978-84-96423-09-1 Solomon Kane El privilegio de la espada Autores: Roy Thomas, Doug Moench, Don Glut y otros Traducción: Gabriel Ares y Francisco Calderón Edición: Sword Studio Autor: Ellen Kushner Traducción: Manuel de los Reyes Edición: Bibliópolis Fantástica ISBN: 978-84-96173-64-4 www.bibliopolis.org Amazing Stories (1926-1935) Amor eterno Autor: Francisco Arellano (sel.) Traducción: Francisco Arellano Edición: Biblioteca del Laberinto ISBN: 978-84-934166-1-4 Autor: Edgar Rice Burroughs Traducción: Francisco Arellano Edición: Biblioteca del Laberinto ISBN: 978-84-934166-2-1 Publicaciones del Fandom Relatos de Ciencia Ficción Aelita. La reina de marte Autor: Nilo María Fabra Edición: Biblioteca del Laberinto ISBN: 978-84-934166-3-8 Autor: Alexei Tolstoi Edición: Biblioteca del Laberinto ISBN: 978-84-934166-5-2 Harry Dickson 1 Weird Tales 1 Autor: Jean Ray Edición: Biblioteca del Laberinto ISBN: 978-84-934166-8-3 Autor: Francisco Arellano (Selc.) Traducción: Francisco ARellano Edición: Biblioteca del Laberinto ISBN: 978-84-935407-0-8 Gabriel revisitado El último anillo Autor: Domingo Santos Edición: Espiral Ciencia Ficción ISBN: 84-67428-06-6 aroz.izar.net Autor: Kyril Yeskov Traducción: Fernando Otero Macías Edición: Bibliópolis Fantástica ISBN: 84-96173-19-4 www.bibliopolis.org FANZINE “EL CENTINELA” Nº 7 LOVECRAFT MAGAZINE Nº 11 Septiembre 2004 Fanzine de Fantasía, Terror y CienciaFicción. Colaboraciones, Información y pedidos a: David García del Campo C/ Hermanitas de la Cruz nº 2, 2º C 47013 Valladolid e-mail: [email protected] Número Extra. 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