Weird Tales de Lhork Nº 29

Transcripción

Weird Tales de Lhork Nº 29
WEIRD TALES DE LHORK NÚMERO 29. ESPECIAL FANTASÍA ERÓTICA. AÑO XI
UN NUEVO RELATO DE EL BORAK: LA MUERTE DE LA TRIPLE HOJA, DE R.E.H. ·
NUEVA ENTREGA DE LA CORRESPONDENCIA DE R.E.H. · EL BESO DE ZORAIDA,
DE C.A.S. · ARTÍCULOS, POEMAS, RELATOS...
EDITORIAL
“Tiempos Modernos”
E
Weird Tales de Lhork Nº 29
Especial Fantasía erónica
Sumario
Editorial
El árbol genealógico de los dioses. Oscar Mariscal
Erotismo y espadas: Gor. crónics de la Contratierra.
Eugenio Fraile
Nathicana ¿El poema más enigmático de H.P. Lovecraft?
Sergio Fritz Roa
Los mitos, las fábulas y las aguas del olvido. Oscar Mariscal
Al servicio del rey. Robert E. Howard y Eugenio Fraile
Los "Smithos de Cthulhu". Oscar Mariscal
La Luna del lobishome. Eugenio Fraile
La correspondencia de Robert E. Howard.
Fermín Moreno
El Gran Ciclo mítico-épico del caballero Rider Haggard.
Augusto Uribe
La muerte de la triple hoja. Robert E. Howard
Sexo y cine. Salvador Sainz
Dinastía de sangre. Fco. Javier Parera Gutiérrez
El beso de Zoraida. Clark Ashton Smith
El lago. Eva María Sastre
Epitafio. José Francisco Sastre García
La última tentación. Gemma Pérez Fernández
Publicaciones del Fandom
l título que encabeza el editorial de este nuevo ejemplar de Weird-Tales
de Lhork y que tomamos prestado de la magnífica película interpretada
por el genial Charles Chaplin encaja
como anillo al dedo para esta nueva etapa
que iniciamos a través de la red.
Como se decía en otras épocas, hoy
los tiempos cambian que es una barbaridad y en el Círculo de Lhork no podíamos
quedarnos al margen de los avances en la
comunicación y difusión de la imagen y la
palabra escrita.
No por ello renunciamos al espíritu
romántico, literariamente hablando, que
siempre ha acompañado a nuestra ya veterana revista, dedicando sus páginas a
los autores clásicos que han sentado un
precedente imborrable en todos los géneros de la Fantasía, el Terror, la CF, Policiaco, etc.
Gracias a los Dioses de la Fantasía y
a los lectores que fielmente nos siguen
desde que apareciera el ya lejano nº 1, Carta Abierta desde Lhork, conjunto ilusionante de hojas grapadas en la cual se vertieron las primeras inquietudes literarias y el trabajo entusiasta de nuestro colectivo por hacerse
un hueco en el fandom nacional, hemos llegado hasta aquí fieles a nuestra
línea de trabajo.
Con este nº 29 dedicado a la Erotic Fantasy o Fantasía Erótica, tanto
monta, monta tanto, apostamos con decisión por las nuevas tecnologías que
hacen que nuestro mundo sea una aldea global y la información llegue hasta
los rincones más lejanos.
Y lo mejor para nuestros lectores es que es totalmente gratuito.
Disfrutad de todo ello, es nuestra mejor recompensa.
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Toda la correspondencia, pedidos, colaboraciones y suscripciones, deben dirigirse a:
Eugenio Fraile La Ossa. Paseo Muñoz Grandes, 51. 28025 Madrid. E-mail:
[email protected]
Eugenio Fraile
-EditorEdición de la revista y coordinación general de las actividades del Círculo de Lhork: Eugenio Fraile. Edición
y Maquetación: Mario Moreno Cortina. Soporte informático: “Weird Tales de Lhork Ediciones”.
Director de actividades de “Lhork Aztlan” en México: Jorge Martínez Villaseñor. Director de actividades de
“Lhork Wendigo” en Canadá: Eduardo Frank. Director de actividades de “Lhork Sioux” en Estados Unidos:
Dale Pierce.
Redacción: Eugenio Fraile, Fco. Javier Hernández, Carlos Saiz Cidoncha, Oscar Mariscal, Miguel Ángel Garrido, David
Fraile, José Francisco Sastre, Eva María Sastre, Sara Milla, Fco. José de Pablo Muñoz, Luis G. del Corral, Fco. Javier Parera,
Miguel Ángel Garrido, Miguel Ángel Ferreriro.
Traductores: Fermín Moreno. Diseño Logo Revista: David Fraile. Ilustración Logo Editorial: Nacho Merayo
Weird Tales de Lhork
1
Óscar Mariscal
EL ÁRBOL
GENEALÓGICO
DE LOS DIOSES
Una antología de textos, que trata de desKlarkash -Ton y la genealogía de Tsathoggua
entrañar el misterioso linaje de Tsathogn una carta de H. P. Lovecraft, con fecha del tres de octubre de 1933
gua, Cthulhu, y otros Grandes Antiguos
E
Texto: Łscar Mariscal
Ilustraciones:
Clara Natoli
Joan Arocas
Archivo „WT de Lhork‰
2
Weird Tales de Lhork
y dirigida a Clark Ashton Smith, el “Genio de Providence” se mofa
de la ingenuidad de su corresponsal y cliente de revisión William
Lumley, quien realmente se identificaba con Cthulhu y Nyarlathotep, y
que supuestamente habría viajado por todo el mundo para participar en
monstruosos ritos en ciudades desiertas, pernoctar en “ruinas antediluvianas”,
y departir con “terribles ancianos” ascetas: él está firmemente convencido de
que toda nuestra “banda” —tú, Bob “Dos pistolas”, Sonny Belknap, el
“abuelo E’ch-Pi-El” y los demás— somos genuinos agentes de los “Poderes Invisibles” para la propagación de rumores demasiado oscuros y profundos para la comprensión humana. Debemos pensar que sólo somos escritores de ficción, y debemos
igualmente desmentir ¡qué absurdo pensamiento! que al escribir estemos revelando
la verdad aun a pesar de nosotros mismos, sirviendo inconscientemente de portavoces de Tsathoggua, Crom, Cthulhu, y otros gentiles aristócratas del Más Allá.
Estas palabras bastarían para calcular, con precisión matemática, la enorme
distancia que media entre los “Mitos de los Grandes Antiguos” como escenario de ficción, y el esoterismo anticientífico de un Charles Fort —de quien
Lovecraft admiraba su Libro de los Condenados—. Pero incluso en un contexto de creación de ficción fantástica, Lovecraft nunca se preocupó de preparar un organigrama donde ubicar sus deidades cósmicas, o de crear un sistema panteísta, del que él sería heraldo y profeta; lejos de eso, a veces se
refería en broma a estos relatos como su “Cthuluismo” ó “Yog-Sothothería”.
Clark Ashton Smith (1893-1961), verdadero protagonista de este trabajo,
tampoco habría de emprender esta tarea, a pesar de ser uno de los más prolíficos y geniales prosélitos de esta “pseudo-religión”. Smith consideraba que
una vena de humor negro y grotesco alejaba enormemente el estilo de sus
cuentos de los cánones del “Ciclo de Cthulhu”; a pesar de lo cual, y como
puede leerse en los siguientes fragmentos, Smith busca la complicidad y aun
involucrar a Lovecraft en la tarea de poblar y organizar el “Olimpo diabólico” de los mitos, reconciliando así el “Cthuluismo oficial” de Lovecraft con
los “Smythos de Cthulhu”. En el fragmento que constituye la cuarta parte de
este trabajo, y que data de Abril de 1937 —desaparecidos ya R. E. Howard
y H. P. Lovecraft—, Smith, sin embargo, parece más partidario de estimular la imaginación del lector, a base de insinuaciones y alusiones veladas.
No debiéramos tomar excesivamente en serio el contenido de este “trabajito” de Smith —por otra parte delicioso por su desmedida fantasía—,
pues realmente no constituye un intento serio de sistematización: Hzioulquoigmnzhah y Yhoundeh, por ejemplo, son deidades usadas exclusivamente por Smith, en su ciclo de Hiperbórea; Cxaxukluth y Ghizghuth ni
siquiera son mencionados por C. A. S. en otros
textos, y las excéntricas relaciones familiares descritas entre estos “Antiguos”, parecen responder,
a veces, a esa vena cómica tan propia de Smith,
para suavizar los rigores de tanto horror cósmico
y “ultra-telúrico”. Debemos, en consecuencia, interpretarlo como el divertimento epistolar que es
—algo frecuente en la correspondencia entre el
“Círculo de Lovecraft”— y quizá como “carnaza”
para saciar el apetito de los que, como el mencionado William Lumley ó Robert H. Barlow —
artífice con su curiosidad, de esta genealogía—, sí
creyeron, en mayor o menor medida, en la religión
de los “Grandes Antiguos”.
El texto titulado El Árbol Genealógico de los
Dioses, y que constituye el primero de los fragmentos de esta antología, fue publicado originalmente
en el número de verano de 1944 del “fanzine” The
Acolyte, editado por Francis T. Laney y Samuel
D. Russell, precedido de la siguiente nota: La información genealógica y el esquema de la descendencia
contenido en este bosquejo han sido tomados de una
carta, escrita hace años a R. H. Barlow por Klarkash-Ton, y son publicados aquí con su permiso; la
carta mencionada tiene fecha de 16 de Junio de
1934. Tras cotejar el texto de The Acolyte con el
contenido de la carta, he preferido traducir directamente ésta, ya que, aparte de poder aumentar la
extensión del texto con fragmentos adicionales no
incluidos en la versión publicada, considero que las
discrepancias observadas entre ambos textos, responden más bien al intento de los “acólitos” Laney
y Russell de hacer pasar la carta por un ensayo,
que a una hipotética revisión ulterior por parte de
Smith. Parte del contenido de este primer esbozo
fue sugerido por el uso que del dios Tsathoggua
hizo Lovecraft en su revisión del cuento de Zealia Bishop Reed El Montículo —Weird Tales
1940—, de sobra conocido por el aficionado a través de las ediciones de Caralt y Edaf.
Por último, y para enriquecer este primer borrador, he buscado otras cartas de Smith —dirigidas a Lovecraft, Barlow y Derleth— donde
insiste en desentrañar el misterio de la ascendencia
de Tsathoggua y de su “tío” Cthulhu. Estos
fragmentos no fueron nunca publicados junto a El
Árbol..., tampoco en la reedición que hizo Charles
K. Wolfe en Planet and Dimensions (Mirage
Press, 1973), si bien parecen encajar con él con
aceptable precisión.
Es posible que ni los puristas “Lovecraftianos”
ni los fundamentalistas del “neo-Cthulhuismo”,
acojan a estas “nuevas” deidades que exhumamos
ahora para el aficionado de habla castellana; pero
seguro que a los seguidores de Smith, les gustará
conocer el origen y vicisitudes de esa “dunsaniana”
deidad que es Hzioulquoigmnzhah, y quizás
algún aficionado añada los nombres de Cxaxukluth y Ghizghuth a las impronunciables letanías
diabólicas que susurran sacerdotes locos ante altares ensangrentados, o se escuchan entre las erosionadas piedras de algún templo prehistórico en
mitad de la jungla impenetrable.
¡Iä Cxaxukluth!
I. “El Árbol Genealógico de los Dioses”.
Carta de Clark Ashton Smith dirigida a Robert H. Barlow (16 de Junio de 1934).
* Tomado de The Dark Eidolon: The Journal
of Smith Studies nº 2, 1989, Necronomicon Press.
Querido Ar-E’ch-Bei:
(...)
Sí, espero poder continuar con el Libro de
Eibon. Y, como quiera que últimamente he estado
llenando “papalotes” con notas y detalles relativos a
Tsathoggua, creo estar en disposición de ofrecerlos ahora. Parte de esta información ha requerido
profundizar considerablemente en los Pergaminos
de Pnom (1) —quien fuera su principal genealogista,
amén de célebre profeta—. Soy consciente de que,
a buen seguro, mis interpretaciones fonéticas, realizadas a partir de la “Escrituras Primigenias” son,
cuando menos, discutibles. Traes a colación, sin
duda, algunos puntos interesantes con tus preguntas:
Azathoth, el “Caos Nuclear Primigenio”, se
reproduce, como no podía ser de otra manera,
únicamente mediante fisión (2); pero su progenie,
al ir ocupando varios remotos sistemas planetarios,
fue asumiendo características andróginas o de bisexualidad. Estos seres hermafroditas, curiosamente, no precisan del concurso de otro individuo
de su especie —supongo que no siempre es así—
para reproducirse; pero sus hijos fueron, por lo
común, unisexuales, machos o hembras. Hzioulquoigmnzhah (3), tío de Tsathoggua, y Ghizghuth, padre de Tsathoggua, fueron la descendencia “masculina” de Cxaxukluth, el retoño
andrógino de Azathoth. De este modo podrás
seguir el rumbo a través de este entramado biológico. Es digno de mención, no obstante, que
Weird Tales de Lhork
3
Knygathin Zhaum (4), “mitad cría” de Voormi
(5), retomó los más primitivos hábitos de reproducción de su ancestro Azathoth, cediendo a la
presión de sus numerosas decapitaciones. Debo
transcribir aquí al respecto, la terrible y abominable leyenda que cuenta cómo un valeroso ciudadano de Commorion —y no me refiero a Athamauss— regresó a la ciudad después de su
evacuación pública, y se la encontró infestada de
execrables “escisiones celulares” de Knygathin
Zhaum, que no poseían rasgo humano alguno, ni
de otra criatura terrestre tampoco.
E’ch-Pi-El (H. P. Lovecraft), estoy seguro
de ello, podría aportar muchísimos más datos
acerca de la génesis de Tulu (6) (Cthulhu) de los
que, humildemente, yo podría ofrecer. Parece ser,
según las oblicuas referencias de Pnom al respecto, que Tulu era primo de Hzioulquoigmnzhah, pero estaba más cerca del modelo reproductor
“Azathothiano”
que
su
primo.
Hzioulquoigmnzhah, junto a Ghizghuth, nació
de Cxaxukluth en un oscuro y remoto planeta.
Cxaxukluth llegó en famille a Yuggoth; el clan ya
incluía a la esposa de Ghizghuth, Zstylzhemgni,
y al infante Tsathoggua —Cxaxukluth, debo
añadir, fue extraordinariamente compasivo al prolongar durante eones, su estancia en la noche, glacial y eterna, del planeta Yuggoth—.
Hzioulquoigmnzhah, que encontraba ligeramente antipático a su padre, debido a sus caníbales
hábitos alimenticios, emigró a Yaksh (Neptuno)
con muy poca edad; pero hastiado de los extremadamente devotos Yakshianos, se fue a Cykranosh
(7), precediendo a su sobrino Tsathoggua.
Tsathoggua y sus padres tardaron en marcharse de Yuggoth, pues se habían instalado en ciertas cavernas profundas, más allá de las incursiones
depredadoras de Cxaxukluth. Finalmente Tsathoggua dejó atrás a su familia y siguió los pasos
de Hzioulquoigmnzhah. Hzioulquoigmnzhah,
que era una deidad más bien reflexiva y hasta filosófica, fue adorada con fervor durante largo tiempo
por los pintorescos habitantes de Cykranosh, pero
creció aburrido y cansado de sus ofrendas y exvotos, tal como ya le ocurriera con los Yakshianos;
«No debiéramos tomar excesivamente en serio el
contenido de este “trabajito” de Smith —por otra
parte delicioso por su desmedida fantasía—, pues realmente no constituye un
intento serio de sistematización»
así que se retiró de la vida “pública”, hasta el momento de su encuentro con el mago Eibon (8), tal
como se narra en mi cuento La Puerta de Saturno. No me cabe duda de que aún mora en su
“Caverna de las Muchas Columnas”, y que sigue
aplacando su sed en el “Lago de Metal Líquido”:
Soltero empedernido y sin descendencia.
He perdido el hilo del bosquejo de Tsathoggua
(9), pero lo retomo inmediatamente. Mi informe
sobre la llegada a la Tierra de Tsathoggua puede
reconciliarse con las referencias contenidas en el relato El Montículo. Tsathoggua, viajando a través
de una dimensión distinta de las tres conocidas, penetró primero en la Tierra, sirviéndose de la oscuridad interior del Abismo de N’kai, y ha permanecido
allí durante incontables ciclos geológicos, durante los
cuales su origen alienígena no fue jamás sospechado.
Después se trasladó a cavidades más cercanas a la
superficie del planeta, donde su culto floreció y prosperó; pero tras la llegada de los hielos se vio obligado
a retornar a las profundidades de N’kai. Tiempo después, gran parte de su leyenda fue tergiversada o directamente olvidada por los moradores de las cavernas de luminosidad roja de Yoth, y de las de luz
azulada de K’n-yan. A través de similares deformaciones poéticas, Gil’ Hathaa-Ynn llega a decir al
explorador español Zamacona (10), que sólo las
imágenes (11) de Tsathoggua, y no el dios “en persona”, han emergido desde el mundo interior.
Bueno, espero que todo esto haya arrojado
algo de luz sobre algunos puntos oscuros y prevenga sobre futuras contradicciones. Por supuesto,
debido a la infernal dificultad de lectura y traducción de los escritos de los Grandes Antiguos,
puede ser que haya considerado de forma errónea
alguna de estas referencias, y tendré mucho gusto
en someterlas a la consideración de alguien más
erudito que yo, como E’ch-Pi-El.
Suyo, en la Fe de Hzioulquoigmnzhah: Klarkash-Ton.
II. Carta de Clark Ashton Smith dirigida
a H. P. Lovecraft (16 de Junio de 1934).
* Tomado de Clark Ashton Smith: Letters to
H. P. Lovecraft. Necronomicon Press, 1987.
“En el pálido desierto de Dhir, en la hora en
que baten disonantes los tambores invisibles”
4
Weird Tales de Lhork
—“Hijos de Nug”— fue Ptmâk. El padre de
Yhoundeh ó Y’houndeh es el andrógino ser arquetípico Zyhumé, quien todavía habita en aquella
caverna de los Arquetipos (12) que fue visitada por
el malhadado Ralibar Vooz (13) durante sus dificultosos itinerarios a través de los subterráneos de
Hiperbórea. Zyhumé posee un cuerpo “semi-gaseoso” parecido a un “alce de formas globulares”.
En cuanto al matrimonio de Y’houndeh y el
demonio flautista Nyarlathotep, me inclino a
pensar que algo de esto es indirectamente mencionado por Pnom. Cito la referencia: Houndeh, en
el tercer ciclo de su divinidad, fue poseída por aquel retoño que incesantemente toca con su flauta la disonante música del caos y la corrupción. Y si esto no se
refiere al demonio flautista de Azathoth, me
comprometo a beber, a secas, un galón del próximo cargamento de güisqui traído desde Marte.
Querido E’ch-Pi-El:
(...)
He hecho cuanto he podido por elucidar la genealogía de Tsathoggua, y he enviado a Ar-E’chBei (R. H. Barlow) el resultado de mis investigaciones en los Pergaminos de Pnom, la máxima
autoridad hiperbórea en estas materias. Pnom
tiene mucho más que decir sobre Tsathoggua
que sobre Cthulhu, Yog—Sothoth, y Azathoth; pero indudablemente tú tienes acceso a
otras fuentes mejor informadas acerca de estas entidades, y me haría feliz recibir información específica sobre ellas.
Tal como le indiqué a Ar-E’ch-Bei, las notas
de Pnom sobre Tsathoggua pueden reconciliarse con la leyenda narrada a Pánfilo de Zamacona en el relato El Montículo. El mito, a través
de los eones fue desnaturalizado, de la forma en la
que habitualmente degeneran las leyendas mitológicas, por los habitantes de las cavernas de K’n-yan,
que llegaron a creer que solamente las imágenes de
Tsathoggua, y no el dios mismo, habían surgido,
en tiempos geológicos remotos, desde el interior
del Abismo. Tsathoggua, viajando a través de la
“cuarta dimensión” desde Saturno, entró en la Tierra a través del Abismo de N’kai, y no como erróneamente suponen los yothianos, que señalan a
N’kai como su lugar de origen. Indudablemente, el
dios ahora reside en N’kai, a donde tuvo que retornar cuando los hielos cubrieron Hiperbórea.
Suyo, bajo el escudo de la ciudad de Yoth:
Klarkash-Ton.
III. Carta de Clark Ashton Smith dirigida
a Robert H. Barlow (10 de Septiembre de
1934).
* Tomado de The Dark Eidolon: The Journal
of Smith Studies nº 2, 1989, Necronomicon Press.
Querido Ar-E’ch-Bei:
(...)
Voy a tratar de responder a tus preguntas, alguna de las cuales ha requerido indagar en archivos
aún más arcanos y tenebrosos que los del sabio
Pnom. Chushax ó Zishaik, sobre cuyo linaje
sólo poseo escasos y dudosos detalles, fue la esposa de Tsathoggua. Su descendencia, Zuilpogghua, fue casi del todo masculina.
El inmediato antecesor de Cthulhu y su raza
IV. Carta de Clark Ashton Smith dirigida
a August Derleth (13 de Abril de 1937).
* Tomado de Clark Ashton Smith: Letters to
H. P. Lovecraft, Necronomicon Press, 1987.
Querido August:
(...)
Respecto a la clasificación de los Grandes Antiguos, supongo que Cthulhu podría clasificarse
como un superviviente terrestre y como un habitante del medio acuático, mientras que Tsathoggua sería un superviviente y morador subterráneo.
Azathoth, me he referido a él en alguna parte
como “El Caos Nuclear Primordial”, es el origen
de todo el clan, y todavía mora en un espacio exterior y “ultradimensional” junto con Yog-Sothoth (14) y el demonio flautista Nyarlathotep,
quien asiste el trono de Azathoth.
No me atrevería a calificar de diabólico a ninguno de estos Grandes Antiguos (15): están, obviamente, más allá de todas las parciales concepciones
humanas sobre el bien y el mal.
Chaugnar Faugn de Frank Belknap Long,
Rhan—Tegoth, de la obra de Hazeld Heald Horror en el Museo —The Horror in the Museum,
Weird Tales, Julio de 1933—, y Ghatanathoa, de
su último cuento fantástico Reliquia de un Mundo
Olvidado —Out of the Eons, Weird Tales Abril
de 1933—, se encuentran, me atrevo a decirlo,
entre la progenie de Azathoth y los hermanos de
Cthulhu y Tsathoggua. Rhan—Tegoth y Ghatanathoa —metería la mano en el fuego— fueron
inventados por H. P. L., en lo que podríamos considerar como un trabajo de “escritor fantasma”. El
primer ser mencionado es a la vez un superviviente
y un morador terrestre, de forma análoga a Tsathoggua; mientras que Ghatanathoa es una entidad sumergida más cercana a Cthulhu.
Espero que todo esto pueda ser usado de alguna manera. Bob Barlow, imagino, podrá contarte aún más sobre los Grandes Antiguos, sus filiaciones, etc.; personalmente no creo necesario
entrar en demasiados detalles a la hora de presentar estas historias al lector inteligente y culto; si
bien el crecimiento de los “Mitos” en su totalidad,
los préstamos y contribuciones de varios escritores..., es ciertamente, una interesante materia de
estudio. No me cabe duda de que las mitologías
“auténticas” de los pueblos primitivos, nacieron de
forma similar, aunque no literaria. Todo Dios o
Demonio, en algún momento del pasado remoto,
debió tener un creador humano.
Weird Tales de Lhork
5
V. Carta de Clark Ashton Smith dirigida
a August Derleth (29 de Abril de 1937).
* Tomado de Clark Ashton Smith: Letters to
H. P. Lovecraft, Necronomicon Press, 1987.
Querido August:
(...)
He comenzado a releer algunas historias de
Lovecraft la última noche, poniendo especial
atención a las referencias mitológicas. Ciertamente,
algunas de las piezas encajan como en un puzzle en
La Llamada de Cthulhu; los “Grandes Antiguos”
son señalados claramente como los constructores
y habitantes de R’lyeh —preservada por los hechizos del poderoso Cthulhu—, adorados a través
de los tiempos por oscuros y diabólicos diletantes.
Luego, en La Sombra Sobre Innsmouth, se refiere a Cthulhu y los suyos como “Profundos”; y
los “Antiguos”, cuya ancestral magia apenas puede
contener a los habitantes de las profundidades, son
evidentemente otra cosa. Ciertamente, estas últimas referencias pueden sostener tu teoría, que distingue entre deidades “diabólicas” y “benignas”; en
el primer relato citado podría pensarse que Castro descifró el caso en el estrecho marco de sus
creencias, e ignorando la verdad sobre los Grandes
Antiguos, ó confundiéndolos con dioses diabólicos.
En los Sueños en la Casa de la Bruja Nyarlathotep aparece claramente identificado con el
Hombre Negro del Satanismo y la brujería; así, en
uno de sus sueños, a Gilman le es revelado que
debe encontrar al Hombre Negro, e ir con él al
Trono de Azathoth.
6
Weird Tales de Lhork
Notas
1.: Pnom: Mago y Ocultista hiperbóreo, autor de numerosos exorcismos
de gran efectividad contra los espíritus blancos boreales; genealogista y hagiógrafo de Los Grandes Antiguos. Ver La Llegada del Gusano Blanco.
2.: La idea de la “auto creación” está tomada del “ejército” de las divinidades persas.
3.: Hzioulquoigmnzhah: Ser Primigenio, pacífico y solitario; es el
primo de Cthulhu. Algunos parientes de Tsathoggua habitaban aún en
Cykranosh, donde eran adorados por sus pobladores. Ver La Puerta de Saturno.
4.: Knygathin Zhaum: Líder proscrito de una banda de salteadores Voormis que tuvo en jaque a las autoridades de Commorion. Hay quien le
atribuye un parentesco con los negruzcos huevos proteos que llegaron con Tsathoggua desde los viejos mundos exteriores. Ver El Testamento de Athammaus.
5.: Voormis: La raza de los Voormis es aborigen de hiperbórea, y el
ciclo mitológico commorio les atribuye una herencia étnica tan oscura
como desagradable. Sus cuerpos están cubiertos de pelo y habitan madrigueras arrebatadas a alimañas muy poco menos salvajes que ellos. Ver El
Testamento de Athammaus y Las Siete Pruebas.
6.: Tulu es el nombre con el que se conoce a Cthulhu en el Reino Subterráneo de K’n-Yan —El Montículo—. Lovecraft usó el nombre —
con terminación “al estilo” azteca— de Cthulhutl para la revisión del
cuento de Adolphe de Castro El Verdugo Eléctrico. Otros nombres
usados por Lovecraft: Clooloo, La Cabellera de la Medusa, y Clulu,
Muerte con Alas. Clark Ashton Smith le hizo aparecer como Kthulhut en su cuento Ubbo-Sathla.
7.: Cykranosh: nombre con el que designaban a Saturno los habitantes
de Mhu-Thulan.
8.: Eibon: poderoso mago hiperbóreo, es autor de un conocido volumen
dedicado a los Grandes Antiguos; fue introducido por Smith en el
cuento La Puerta de Saturno —Strange Tales, Enero de 1932—.
9.: Smith introduce a Tsathoggua en el cuento El Relato de Satampra Zeiros —Weird Tales, Noviembre de 1931, aunque fue escrito a finales de 1929—, y fue mencionado por Lovecraft por vez primera en
El Susurrador en la Oscuridad —Weird Tales, Agosto de 1931—, que
también lo hace aparecer como Tsadogwa en Muerte con Alas. En
otros cuentos de Smith aparece bajo los nombres de Zhothaqquah ó
Sodagui; y hay quien afirma que ha sido adorado por los aztecas bajo el
nombre de Tlaltecuhtli.
10.: Don Pánfilo de Zamacona y Núñez, Hidalgo de la villa asturiana
de Luarca, explorador del Reino Subterráneo de K’n-Yan.
11.: Existían muchas imágenes de Tsathoggua en Yoth, y todas ellas se
consideraban venidas del negro mundo de las profundidades. Ver El Montículo.
12.: Arquetipos: seres de formas vagamente humanas, proporciones gigantescas y cuerpos globulares; la mitología hiperbórea los considera
como los primeros representantes de la humanidad. Ver Las Siete Pruebas.
13.: Ralibar Vooz: Magistrado Commoriano y valeroso cazador de Voormis; héroe del relato Las Siete Pruebas —W.T., Octubre de 1934—
.
14.: Smith hizo aparecer a Yog-Sothoth bajo el nombre de Iog-Sotôt
en su cuento La Santidad de Azedarac —W.T., Noviembre de 1933—
, y con el nombre de Yok—Zothoth en Ubbo-Sathla —W.T., Mayo
de 1933—. Lovecraft, en la mencionada colaboración con Adolphe de
Castro El Verdugo Eléctrico utiliza el nombre, con ecos aztecas, de
Yog-Sototl.
15.: Posdata de C. A. Smith a la carta del 13 de Abril de 1937 a A.
Derleth: Por supuesto, los “Grandes Antiguos” pueden ser considerados como
relativamente malvados, ya que el horror aplastante de su odioso aspecto, su
voraz apetito antropófago, etc., son siempre más que patentes; aunque estas
horribles cualidades parecen inherentes a su condición alienígena, éstos y otros
detalles pesan de igual forma negativa sobre el sentimiento humano.
Erotismo y espadas: Gor. Crónicas de la Contratierra
EROTISMO Y ESPADAS:
GOR. CRÓNICAS DE
LA CONTRATIERRA
Eugenio Fraile
1. TARL CABOT DE GOR: LA SOMBRA DE JOHN CARTER DE MARTE
n algunas obras se evidencia la continuidad de unas líneas asentadas
sobre las bases que trazaron otros escritores pioneros, esquemas básicos que crean subgéneros dentro de un género; tal es el caso de Robert
E. Howard y sus posteriores seguidores en la espada y brujería o J. R. R. Tolkien con la Tierra Media y sus pobladores: elfos, enanos, hobitts, etc. Entre
esos seguidores los hubo muy buenos. Tal es el caso de John Norman, cuya
principal creación, la serie de Gor, tiene mucho en común con las novelas de
Edgar Rice Burrouhgs, cosa que trataré de demostrar, si bien la suya es una
obra más compleja, ya que Norman, como también veremos, muestra su personalidad y sus represiones volcando en sus novelas su personal concepto de
la ética y la vida; no en vano es profesor de Filosofía.
Edgar Rice Burrouhgs lo tenia muy fácil en los años treinta, cuando un casi
total desconocimiento de nuestros planetas vecinos del sistema solar le permitía
adaptar las teorías científicas y las creencias populares a sus particulares recreaciones de Marte y Venus y las características esenciales de sus respectivos héroes: John Carter se veía arrebatado en estado cataléptico de la Tierra por extrañas fuerzas magnéticas y despertaba en Marte, el cual era un enorme desierto
surcado por canales y habitado por un conglomerado de las mas variadas y exóticas razas; Carson, héroe de la serie de Venus, se encontraba con que este era
una selva tropical, pantanosa, donde grandes reptiles, parecidos a los antiguos
dinosaurios de la Tierra, convertían en un difícil problema la supervivencia cotidiana. La única ventaja que tenía Carson era que por lo menos no pasaba sed.
A ambos no les faltaban princesas para rescatar en sendos planetas. En cambio,
John Norman, cuyo verdadero nombre es John Lange (1931), se encontró en
1967, fecha de publicación de la primera novela de la larga serie que vamos a
comentar brevemente, con que los adelantos de la astronomía habían proporcionado al hombre una visión más científica, pero menos romántica del sistema
solar. Descartados Venus y Marte como escenarios para las hazañas de los héroes de la fantasía heroica espacial, los autores que siguen la más pura tradición
de Burrouhgs se ven obligados a buscar nuevos asentamientos para sus personajes. Basándose en, la antigua creencia de la existencia de planetas ignorados
dentro del sistema solar (citemos como ejemplo Vulcano, el planeta más próximo al Sol que Mercurio, que pretendía haber descubierto Le Verrier de donde
era nativo el popular Señor Spock, de la Serie de televisión Star Trek),
John Norman crea Gor, la Contratierra, un mundo a la medida de su
héroe Tarl Cabot.
Tarl Cabot es profesor de Historia, se ve arrebatado de la Tierra y transportado, a Gor, un planeta cuya órbita es tal que el Sol siempre está interpuesto entre el y la Tierra, por lo cual ha permanecido totalmente desconocido de esta. Los Reyes Sacerdotes, seres procedentes de una lejana estrella,
no permiten que este mundo pase de una tecnología rudimentaria, excusa válida para sumarse esta saga a la larga serie de espadachines espaciales que han
precedido a Norman. También el planeta es más pequeño, por lo cual la
fuerza del héroe es proporcionalmente mayor —como Carter en Marte o
Carson en Venus
E
Texto: Eugenio Fraile
Ilustraciones:
Archivo „WT de Lhork‰
Weird Tales de Lhork
7
Eugenio Fraile
Queda por citar otro paralelismo que personalmente siempre me ha resultado bastante gracioso: al igual que los héroes de Burrouhgs, la dura
supervivencia conseguida gracias a una dura lucha
diaria con los elementos, los hombres, y las bestias, en los medios mas salvajes y primitivos, se
traslucen en sus ocasionales regresos a la civilización donde despiertan el temor y la admiración
entre sus amigos—que indirectamente se traspasan al lector—, por lo desmesurado de un sus reacciones; el grito de Tarzán (que plasmaron fonéticamente los técnicos de sonido de las películas
de Johnny Weismuller) y algún ocasional mordisco
a algún atrevido, se repiten en el Tarl Cabot de
Norman. En Proscritos de Gor, segundo título de la
serie, un antiguo colega suyo del instituto relata
así la experiencia que tuvo al reencontrarlo tras
varios años:
No había cambiado nada, o muy poco. Me acerqué
a él corriendo y sin pensarlo, le así de un hombro.
Lo que sucedió a continuación fue casi imposible de
entender. Se revolvió como un tigre, dando un grito de
rabia en una lengua extraña, y me encontré apresado
por unas manos como de acero y lanzado con fuerza
sobre su rodilla sin poderlo remediar, sintiendo mi columna vertebral a punto, de astillarse como si fuera
una rama menuda y frágil.
Me soltó al instante, disculpándose profusamente,
incluso antes de reconocerme. Comprendí horrorizado
que lo que había hecho era un acto tan reflejo como
parpadear o sacudir la rodilla bajo el martillo del médico. Fue el reflejo de un animal cuyo instinto es destruir antes que ser destruido, o el de un ser humano
condicionado para matar pronta y salvajemente, o para
morir, en esas condiciones. Me encontré empapado en
sudor. Sabía que había estado a un paso de la muerte.
¿Era ese el Cabot sosegado que yo conocía?
Tratamos de sacar al pobre hombre de su estupor aclarándole que los héroes burrohgnianos a
la menor señal de peligro están prestos a las reacciones más dispares, como trepar a la farola mas
próxima mientras prorrumpen en gritos estentóreos, o acogotan a algún despistado amigo que pretende saludarles sin darse cuenta de que están saludables.... de salud, pero no de trato.
2. DIOSES Y CREENCIAS
El goreano es un hombre práctico, que no cree en
mitos. Sus dioses son los Reyes Sacerdotes, cuyos
orígenes ya explicábamos anteriormente —y de
cuya existencia tienen pruebas materiales. En El
guerrero de Gor cuando Tarl Cabot interroga a su
padre sobre el origen de estos seres, le contesta
así:
— Quizá dioses.
—¿No hablarás en serio?
—Sí. ¿Es que acaso una criatura de inmenso poder
y sabiduría, no es merecedora de que se la llame así?
Los Reyes Sacerdotes habitan en las montañas
Sadar, un Olimpo inexpugnable, protegido con campos de fuerza generados por extrañas tecnologías.
La actitud de Norman hacia la religión es la que
sostienen hoy día muchos intelectuales: que independientemente de las bondades de sus doctrinas,
los acólitos la utilizan como un medio de vida, más
concretamente de buena vida, a costa de sus fieles:
8
Weird Tales de Lhork
Miré en derredor. La mayoría de las gentes parecían pobres: pescadores, aserradores, porteadores,
campesinos. En su Mayor parte vestían prendas de
lana, o incluso de tela de reps. Muchos de ellos llevaban pies liados en pieles.
Menudeaban las espaldas arqueadas, los ojos estúpidos. Los ornamentos del templo eran harto espléndidos: colgaduras de oro, cadenas de oro y lamparillas
de oro quemando el más refinado de los aceites de
tharlarion importados. Miré los hambrientos ojos de
una niña que colgaba de un saco a la espalda de su
madre. (Los intrusos de Gor).
Otras críticas de la religión en general, y más concretamente de la católica, van apareciendo a lo largo
de sus páginas. Para señalar algunos aspectos significativos, he escogido esta obra, Los intrusos de Gor,
aunque también aparecen párrafos parecidos en
otras. Vamos a ver repetidas todas las iniquidades cometidas por la religión católica y analizada en la obra
de tal forma que los comentarios que añadiré son
prácticamente superfluos. Empiezo por la Inquisición.
A veces, los que porfiaban en conservar las antiguas costumbres, o eran atrapados haciendo la señal
del puño, el martillo, sobre su cerveza, eran sometidos
a tortura hasta morir. Yo sabía de uno al que cocieron
vivo en una de las grandes tinas enterradas, revestidas
de madera, en la que (se) cocía la carne para los cria-
Erotismo y espadas: Gor. Crónicas de la Contratierra
dos. El agua se calienta por medio de colocar en ella
piedras sacadas del fuego. Cuando la piedra ha estado
en el agua, se la quita con un rastrillo. Y se la vuelve a
calentar. A otro lo asaron vivo en un espetón encima
de un gran fuego. Se decía que no había proferido sonido alguno. Un tercero resultó muerto cuando una víbora metida a la fuerza en su boca, le desgarró el costado de la boca para poder salir.
Afortunadamente —siempre siguiendo los criterios filosóficos de John Norman—, en este
mundo una religión no ha conseguido alcanzar la
misma astucia que en el nuestro, donde, como veremos mas adelante, ésta domina nuestra moral y
nuestras costumbres. A tal efecto, John Norman
señala en su obra:
A veces se me ha antojado que los iniciados, de ser
algo más astutos, podrían gozar de una mayor supremacía de la que poseen, en Gor. Si supieran, por ejemplo,
fusionar sus supersticiones, su saber popular y sus mitos
con un auténtico mensaje moral, tendrían mucho más
atractivo para la plebe; si hablaran con mayor sensatez
la gente sería menos susceptible a sus desatinos, no les
perturbarían en menor medida; además, habrían de enseñar que todos los goreanos son aptos para alcanzar la
vida eterna a través de la práctica de sus rituales; esto
ensancharía el atractivo de su mensaje, e ingeniosamente
explotaría el miedo a la muerte para avivar sus proyectos;
finalmente, convendría granjearse la simpatía de las mujeres con mayor empeño, porque en la mayoría de las ciudades goreanas las mujeres de una u otra clase, cuidan
e instruyen a los niños en los críticos primeros años. Este
sería el momento de inculcar en ellos, mientras son inocentes y confiados, las supersticiones que podrían controlarlos sutilmente a lo largo de toda su vida.
He aquí una perfecta caricatura de todas las religiones: explotación de la credulidad infantil para
grabar indelebles mensajes sublímales; promesas de
vida eterna para aprovecharse del natural miedo a
la muerte del ser humano; apoyo en las ancestrales
supersticiones del hombre para controlarlo y dirigirlo en la consecución de sus fines. Probablemente
si los dioses pudieran emitir su opinión sobre los
seglares encargados de encauzar adoración de sus
fieles, coincidiría con la de los Reyes Sacerdotes.
La actitud de éstos hacia los iniciados, según recordaba al haber estado en Sardar en una ocasión, es, por
lo general, de desinterés. Se les juzga inicuos. Muchos
reyes sacerdotes los consideran una evidencia de las
aberraciones de la raza humana.
«He aquí una perfecta caricatura de todas las religiones: explotación de la credulidad infantil para grabar
indelebles mensajes sublímales; promesas de vida
eterna para aprovecharse
del natural miedo a la
muerte del ser humano
Hecho este breve análisis de la visión religiosa
de John Norman —orientada, evidentemente,
hacia el escepticismo— reflejada a través de sus
personajes, que solo creen en sus dioses, los Reyes
Sacerdotes, porque tienen pruebas tangibles de sus
existencia y no por materia de fe, solo me resta señalar otros aspectos curiosos: su héroe Tarl
Cabot, que ha penetrado en las montañas Sardar
—como ya señalaba en uno de los fragmentos reproducidos— ha asistido a una rebelión de los ángeles, ya que dos facciones de los Reyes Sacerdotes sostienen un enfrentamiento relatado en la
obra Los Reyes Sacerdotes de Gor. Sin embargo, sus
opuestos, es decir, los seres demoníacos, denominados aquí como los Otros, no están representados
por la facción derrotada, sino por otros alienígenas
de naturaleza combativa que han destruido su propio mundo en guerras intestinas —un destino que
los Reyes Sacerdotes auguran para nosotros en la
Tierra— y ahora pretenden hacerse con el dominio de ambos mundos, Gor y la Tierra.
Los intrusos de Gor, está dedicada exclusivamente a narrar uno de estos intentos, siendo muy
curiosa la descripción de sus instintos bestiales que
el autor compara con los de los propios humanos.
3. LA GÉNESIS DEL HÉROE
Siendo una saga de fantasía heroica, su protagonista
no puede por menos que encarnar el arquetipo del
héroe: desde el primer momento destaca en el manejo de toda clase de armas, la monta de todo tipo
de exóticas cabalgaduras, por su valor y arrojo desmedidos, su nobleza y todos los tópicos del héroe
más puro; es curioso, sin embargo, que en Los conquistadores de Gor se trate de hacer una concesión
a la moda imperante en los años sesenta y principio
de los setenta: la del antihéroe. Tarl Cabot, capturado y condenado a una muerte tan horrible como
inútil, elige la más abyecta esclavitud.
No obstante, a causa de los imperativos literarios al cual le encadena la serie, le hace volver a sus
orígenes heroicos reafirmando su valentía en una
serie de épicos enfrentamientos, tan característicos de la saga, al final de los cuales termina una vez
más como héroe indiscutible, esta vez de Puerto
Kar, una ciudad de piratas con indudables paralelismos con las Antillas. Un aspecto que no he señalado anteriormente es que Cabot adopta un nombre diferente en cada uno de los lugares donde va,
donde sus hazañas terminan siendo cantadas por
juglares. Una consecuencia de la traición a sus códigos de caballería, prefiriendo el deshonor a la
muerte, es un escepticismo —cuando uno de los
trovadores canta una de sus hazañas realizadas
bajo otro nombre, él niega que puedan existir
hombres así)— que se traduce en una mayor mezquindad. De todas formas, las titánicas luchas que
dan amenidad y emoción a la serie siguen produciéndose, paradójicamente en in crescendo.
4. LA CARA OCULTA DEL PERSONAJE
A comienzos de los sesenta las adaptaciones cinematográficas de James Bond, el héroe creado por
Ian Fleming, va provocando una paulatina avalancha
de agentes secretos que hacen furor en el cine y la
literatura popular.
Weird Tales de Lhork
9
Eugenio Fraile
A finales de los sesenta, y quizás influenciado
por esta moda, el personaje de Norman se transforma en una especie de asesino en las sombras al
servicio de los Reyes Sacerdotes. En Nomadas de
Gor inicia la búsqueda de un huevo, necesario para
perpetuar la casi extinta raza de los Reyes Sacerdotes. El exotismo de la descripción de la vida de
las tribus nómadas de las estepas de Gor se funde
con una trama casi policíaca en la citada búsqueda.
En la siguiente, El Asesino de Gor, actúa como infiltrado para detener una conjura de los Otros apoyada por agentes humanos.
Quizás sean las dos novelas donde Tarl Cabot
se convierte en un personaje más creíble y cercano
de cara al lector.
5. MORALIDAD Y FILOSOFÍA EN GOR
Para John Norman los conceptos éticos y morales son fuentes de una continua controversia
entre modos dispares, con un denominador
común; un uso y abuso de la fuerza bruta. Como
justificación de todos los actos: entre la mujer y el
hombre debe prevalecer el hombre, pues el macho
es más fuerte que la hembra —más adelante analizaremos esto detenidamente—; entre los hombres
deben prevalecer los más fuertes y valientes, un
concepto de Platón, que en su República nos decía
que al final de la guerra se debía festejar los regresos victoriosos agasajando con música y manjares
exquisitos a los héroes, apareándolos luego con las
más bellas doncellas para procrear ciudadanos
sanos y vigorosos que sirvan al Estado. De los posibles asentamientos platónicos de la obra de Norman nos da una idea un párrafo de su primera novela, El guerrero de Gor, en la cual nos habla de la
selección de las especies:
Yo había supuesto que la armadura y cota de
malla, quizás, habrían sido una deseable añadidura a
los arreos del guerrero goreano, pero, había sido prohibida por los Reyes Sacerdotes. Una posible hipótesis
para explicar esto es que los Reyes Sacerdotes podían
haber deseado la guerra por ser un proceso biológico y
selectivo en el que los más débiles y lentos perecerían
y no se reproducirían.
A lo largo de esta extensa saga que comenzó
hace más de tres décadas y que aun pervive, con
bastante éxito en Estados Unidos, se traza una
línea divisoria entre la Tierra y Gor, encarnando la
primera la astucia y la segunda la fuerza. Son numerosos en la saga los fragmentos y frases que aluden
a la moral de nuestro planeta, donde las leyes son
superestructuras que sustentan las bases de un sistema hecho para el enriquecimiento de los más ladinos y para protegerlos a ellos y sus riquezas. Con
su astucia han montado un triunvirato formado por
la religión formado por la Fuerza (el ejército), la superstición (la religión) y, por encima de todos ellos,
el Capital, que con su dinero es el motor que
mueve los resortes del mundo. En Gor no basta
con ser astutos, sobre todo hay que ser fuertes
para conservar las riquezas, pues no hay más ley
que la de la espada, y ésta no tiene más fuerza que
el brazo que la empuña.
En Gor la política no existe, pues política es
traición, engaño, falsedad, armas de cobarde. Las
ciudades se rigen por un administrador, cuya función es ésa exclusivamente. Si tiene un gran carisma, puede convertirse en Ubar, que es una especie de Caudillo. El Ubar de Ubares que reúna
bajo su mando a todas las ciudades de Gor, es un
sueño que algunos han perseguido... y pagado con
la vida, pues cada ciudad es una polis muy celosa de
su independencia.
6. LA ESCLAVITUD
Sentadas estas bases, John Norman se despreocupa de los débiles: sólo están para servir como esclavos a los más fuertes. Pero el esclavo que a su
vez es fuerte, no dura mucho como esclavo; acabará matando a su amo para conquistar su libertad
y tal vez incluso las posesiones de su antiguo
dueño. La ley no le perseguirá, pues la única ley
que existe en Gor es la del más fuerte.
En una economía tecnológicamente primitiva, inserta en una sociedad guerrera donde el trabajo es
poco menos que una deshonra, la esclavitud como
mano de obra es un imperativo total. Esto, que a
primera vista puede parecer inmoral, lo justifica el
autor en Los intrusos de Gor con estas palabras:
La Moral de la Tierra, desde el punto de vista goreano, se juzgaría más conveniente para esclavos que
para hombres libres. Se valoraría en términos de envidia y resentimiento de los inferiores hacia sus superiores. Esta insiste mucho en las igualdades, en ser humilde, afable, en evitar las desavenencias, y en ser
zalamero e insignificante. Es una moral que beneficia
en gran medida a los esclavos, quienes ansiarían muchísimo, que se les considerara iguales a los demás.
10
Weird Tales de Lhork
Erotismo y espadas: Gor. Crónicas de la Contratierra
A tenor de lo expuesto, cuando alguien nos
pare en la calle para pedirnos la hora, por ejemplo,
nuestra respuesta debe ser moler a palos al preguntón. Nada de contemplaciones, que la cortesía
y la amabilidad son cosas de esclavos. Termina diciendo:
Muchos conceptos morales de la Tierra empequeñecen a las personas; el objeto de la moral goreana,
con todos sus defectos es engrandecer a las personas
y hacerlas libres.
No sé si el objeto de la esclavitud es hacer libres a las personas, pero si sé que la esclavitud se
reviste de muchas formas: el esclavo griego se consideraba afortunado porque en la antigüedad vivían
en cuevas y dormían en el suelo, mientras que ellos
tenían sus establos y sus cómodos jergones; el esclavo romano pensaba que estaba mejor que el
griego porque tenían leyes para protegerlo; el
siervo creía en las promesas de la Iglesia y en un futuro de bienaventuranzas celestiales; el actual tiene
coche y televisión en color para ver programas vacíos de contenido y moral y otras sandeces similares; el que no se conforma y es feliz con la porquería de vida que tiene, es porque no quiere. El autor
señala a la moral de Gor como una moral de señores; la esclavitud se presenta desnuda, por la razón
de la fuerza, y no la del engaño. De nuevo el síndrome de Thor y Loki.
7. PARALELISMOS CON LA GUERRA CIVIL
ESPAÑOLA
En la segunda novela de la saga, Proscritos de Gor,
se narra la historia de una rebelión del pueblo
contra la opresión y la injusticia, representada
aquí por un férreo matriarcado, respondiendo a
la fobia que el autor parece sentir contra la
mujer y que después analizaremos. Es curioso
constatar una serie de semejanzas con los movimientos obreros en España de principios del siglo
XX que motivaron, por su anarquismo interno y
radicalismo social y político, una necesaria intervención militar como único medio de recuperar
el orden social perdido y garantizar la paz en el
país, aunque desgraciadamente, para la Historia
de España, fuera Francisco Franco, el militar
menos apto y más inflexible de ese momento,
quien tomara, debido a conspiraciones en las
sombras, las riendas del poder al acabar la Guerra Civil. En realidad, con un sistema político más
adecuado y moderado por parte de la República,
y en cierta medida enérgico con los disidentes,
ese levantamiento militar hubiera sido innecesario.
Entre otras semejanzas detectadas está el
hecho de que la rebelión contra el sistema goreano
parte de las minas, al igual que el levantamiento minero de Asturias en España en el año 1934 y que
fue reprimido, por ironías del destino, por el
mismo Franco, siguiendo las órdenes del siempre
inepto gobierno de la República española.
Otro detalle a tener en cuenta es el himno o
canción que adoptan los rebeldes, una canción de
campo, una clara referencia a Los Segadores y quizás
el autor hubiese sido más claro si no hubiera temido a las consecuencias de la justicia norteamericana, ya que por aquel entonces todavía estaban
«A lo largo de esta extensa
saga que comenzó hace
más de tres décadas y que
aun pervive, con bastante
éxito en Estados Unidos,
se traza una línea divisoria
entre la Tierra y Gor, encarnando la primera la astucia y la segunda la fuerza
mal vistos en Estados Unidos a los integrantes de
la Brigada Lincoln, que lucharon en España a favor
de una República débil y manipulada por diversas
facciones interiores y exteriores (léase la extinta
Unión Soviética).
8. EL MUNDO FEMENINO EN GOR
En el mundo particular de John Norman es algo
muy peculiar el comportamiento femenino, cuyas
pautas de conducta responden, sin duda, a compulsiones íntimas del novelista. Si bien en algunos artículos y foros literarios se califica a estas novelas
de “machistas” sin más, yo trataré de analizar el
comportamiento de la mujer —siempre según el
autor— en Gor y especularé sobre las posibles
motivaciones del autor para haberlas reflejado de
esa manera.
Norteamérica, tras Gran Bretaña, es la cuna de
los movimientos feministas y el país donde mayor
poder han alcanzado, extendiéndose su influencia
a todo el mundo occidental. Cito, a modo de referencia, un párrafo de una novela de la época, Las
siete llaves, de Earl Derr Biggers —perteneciente al
ciclo del famoso detective chino Charlie Chan—
publicada en 1913, cuando estaban en plena ebullición los movimientos feministas.
El personaje que habla es el eminente catedrático de Literatura Comparada profesor Thaddeus
Bolton, que sufre durante una de sus clases un
arrebato emocional leyendo un poema, arrebato
que luego habría de pagar caro—un anticipo de
casi un siglo de lo que hoy día son las consecuencias de una actitud políticamente incorrecta—, ya
que le cuesta su carrera:
Y al seguir leyendo, sin fijarme ya en las palabras
del poeta, empecé a comparar mentalmente a la
mujer de ayer con la de hoy. Los labios hechos para
sonreír, no para hablar de política. Los ojos, para reflejar el azul del cielo y del mar, no para encerrarse airados al tratar de lo que ellas llaman su injusta servidumbre.
Blancas manos hechas para perderse entre las de
un muchacho, bajo la luz de la luna, no para llevar
pancartas por las polvorientas calles. Imaginé ver la mirada de la mujercita antigua volverse tristemente cargada de reproches, sobre sus modernas hermanas.
Cuando acabé de leer, mi corazón era un torbellino. Y,
Weird Tales de Lhork
11
Eugenio Fraile
dirigiéndome a los estudiantes que estaban ante mí, les
dije: He aquí una mujer, señores, una mujer que vale
por un millón de sufragistas.
Aun considerando cuanto de exceso tienen los
movimientos feministas, lo cierto es que como tradicionalmente el fuerte siempre ha explotado al
débil, siendo la mujer físicamente menos vigorosa ha
debido de sufrir todo tipo de abusos y vejaciones,
discriminación en el trabajo, asaltos sexuales por
parte de sus superiores, etc. Pero, como hemos
visto anteriormente siguiendo el pensamiento de
John Norman, actualmente el poder lo detenta la astucia y no la fuerza bruta, por lo cual lenta pero inexorablemente vemos cómo poco a poco los papeles se van invirtiendo, ocupando la mujer en la
sociedad contemporánea un lugar de privilegio
sobre el varón: opción igual o superior para ocupar
puestos de trabajo que, sin embargo, no está capacitada físicamente para desempeñar; un día libre al
mes por trastornos de menstruación, que siguen librando aun después de la menopausia; derecho a
una pensión por divorcio, a la cual no puede acceder
en ningún caso el esposo, custodia de los hijos sin
en tener en cuenta los sentimientos del padre, uso
y disfrute sin discusión ante la ley de la vivienda conyugal y una larga serie de agravios e injusticias. Aun
así, los movimientos feministas no se dan por satisfechos; su meta es ser totalmente idénticas al varón,
desempeñar sus mismas tareas, probablemente incluso desearían tener su mismo aspecto físico, ser
toscas, viriles, hombrunas y con pene.
No es de extrañar, pues, que una mujer terrestre, capturada para servir como esclava en Gor
(Tribus de Gor) ante un reclamo a su feminidad, poniendo como ejemplo una bailarina, se exprese así:
—¡Es tan sensual! —dijo la chica con rabia—.
Cuando la ven, los hombres sólo pueden pensar que es
una mujer, nada más que eso.
—Aprenderás.
—¡No quiero ser una mujer! ¡Quiero ser un hombre!
Esto podría ser una sátira de los movimientos
feministas, más si incluimos la contestación de Tarl
Cabot:
En Gor —le dije— son los hombres quienes serán
hombres. Y aquí, en este mundo, son las mujeres quienes serán mujeres.
Para John Norman la mujer es el polo opuesto
del hombre, que en Gor asume el papel de arquetipo del héroe. Siendo, pues, polos de distinto
signo, están destinados a atraerse, aunque Norman
en esto, como en todo lo que se refiere a las relaciones hombre-mujer, carga tanto las tintas que
acaba pasándose, como veremos en el siguiente párrafo y en otros; que iré comentando.
En El asesino de Gor, Tarl visita las mazmorras
de un esclavista donde yacen un buen número de
muchachas secuestradas en la Tierra. El médico encargado de cuidarlas y adaptarlas a su nueva situación las interpela así:
—¿Has visto cómo son los hombres de este
mundo? —preguntó Flaminio—. ¿Se parecen a los
hombres de la Tierra?— señaló al guardia, un hombre
alto y de expresión dura— ¿Te parece semejante a un
hombre de la Tierra?
—No —murmuró la joven.
—¿Que siente tu feminidad frente a los hombres
12
Weird Tales de Lhork
de este mundo? —preguntó Flaminio.
—Son hombres —dijo ella en un murmullo.
—¿Diferentes a los hombres de la Tierra —preguntó Flarninio.
—Si —dijo Virginia— son diferentes.
—Son auténticos hombres, ¿verdad? —preguntó
Flaminio.
Sí —dijo ella, los ojos bajos, confundida—.Son auténticos hombres.
Después de este diálogo, un tanto burdo y con
tanto «preguntó Flaminio» que entran ganas de estrangular al traductor, al cual supongo autor de tamaño desafuero, Cabot reflexiona sobre el varón
terrestre, un poco a lo Esther Vilar con su varón
domado, tímido y reprimido ante la mujer, porque
la nuestra es una sociedad basada en el consumo y
dominada por la mujer, es decir, una cultura basada
en una ética de valores esencialmente femeninos,
de la cual dice que: al haber llegado a un sistema de
valores contranatura, el hombre está psíquicamente
castrado y la mujer frustrada; y luego lo asevera en
la continuación del dialogo:
—En presencia de un hombre así —dijo Flaminio,
e indicó con un gesto al guardia— ¿que sientes?
—Siento que soy mujer — dijo Virginia y trató de
desviar los ojos.
Es decir, la mujer siente una inclinación atávica,
que solo logra reprimir una educación antinatural,
hacia el hombre-hombre, el hombre de verdad.
Resumiendo: hacia el antiguo guerrero cubierto de
sangre que, por la fuerza de su brazo y espada,
conquistaba las posesiones de su enemigo, ya fueran tierras, tesoros… o sus mujeres.
La culminación de todas las obsesiones de Norman hacia el sexo femenino se concentran en Cautiva
de Gor, repitiendo una serie de postulados, ya enunciados en otras novelas, de forma obsesiva: la feminidad, la belleza y la complacencia y la sumisión al
macho hasta sobrepasar el límite de la degradación;
una mujer solo se siente feliz si el hombre que es su
dueño le da una patada en el trasero o abusa de ella.
Como ya escribí anteriormente, ha sido señalado lo más obvio: son novelas machistas. Pero,
¿por qué?
Existen dos posibles explicaciones: o bien John
Norman quizás haya sido víctima de un par de divorcios que lo han hundido económicamente de
«Sentadas estas bases, John
Norman se despreocupa de
los débiles: sólo están para
servir como esclavos a los
más fuertes. Pero el esclavo
que a su vez es fuerte, no
dura mucho como esclavo;
acabará matando a su amo
para conquistar su libertad
Erotismo y espadas: Gor. Crónicas de la Contratierra
por vida, algo muy normal en Estados Unidos y que
por desgracia se está extiendo a la Vieja Europa, o
bien su obra está dirigida hacia un tipo de lector
masculino, víctima del matriarcado americano que
disfruta viendo, aunque solo sea sobre el papel de
una novela, mujeres humilladas. En cualquier caso,
y prescindiendo de esta notable peculiaridad, las
novelas del ciclo de Gor son francamente amenas
y divertidas.
9. GOR EN ESPAÑA
En la década de los ochenta y hasta principios de
los noventa, la ciencia ficción y la fantasía conocieron un auge nunca vista antes ni después, patente
en un elevado número de colecciones magníficamente dirigidas.
Ultramar destacó tanto por el elevado número de colecciones que sacó como por la calidad de las mismas, debido a la selección de Domingo Santos.
Los primeros 14 números de la serie de Gor
fueron traducidos dentro la colección Erotic &
Fantasía, un extraño híbrido de inglés y español,
fruto quizás de la corrupción de nuestro idioma
a causa de que todo el mundo quiere ser americano y le dice cómic al tebeo, entre otros barbarismos.
Dentro de la misma colección se publicó otra
serie, Leyendas de la Luna Roja, que comenzó
en el número 101 de la colección. Supongo que el
resto, hasta alcanzar esta numeración, estaban destinados a la serie de Gor y a otras posibles series
antes de que la editorial fuera engullida por la entropía.
En los años sesenta se produce el primer intento literario de Espada y Brujería en España con
el personaje de Nomamor, un bárbaro musculoso
creado por Domingo Santos y Luis Vigil, del que
aparecieron dos novelas en la editorial Buru Lan.
La censura franquista había etiquetado esta serie
como infantil, pero era demasiado violenta y ligeramente escabrosa como para ser de cosa de
niños. ¿Quién puede entender esta paradoja? Los
misterios de la censura son procelosos como los
mares de China. Otro título más una reunión de
relatos cortos, apareció en Nueva Dimensión.
Pues bien, con este nombre, Nomanor, ha aparecido un colectivo de escritores que nos presenta
una nueva serie: Leyendas de la Luna Roja. En
su primer título, La leyenda del esclavo, se narra la
historia del jefe de una tribu que es masacrada
por tratantes de esclavos y su mujer violada hasta
la muerte y él humillado y marcado a fuego. Después se venga. Narración sumamente “original” y
que se halla en diversos argumentos literarios con
ligeras variantes: el trampero, al que los indios le
violan y matan su mujer y se venga; el indio que le
sucede lo mismo con los tramperos y se venga; el
honrado padre de familia... en fin, para qué seguir.
Este primer número no era otra cosa más que
una especie de presentación de ambientes y personajes.
Otro aspecto destacable en esta nueve serie
era el erotismo, que si en Gor no pasaba de un discreto sadomasoquismo, aquí justificaba plenamente
su nombre: hace años, cuando este tipo de literatura estaba prohibida y se compraban los libros
verdes de ediciones mexicanas en el mercado clandestino, este libro hubiese causado furor.
10. GOR EN EL CINE
A España llegaron las dos primeras adaptaciones de
la serie:
Tarmans of Gor. Director Fritz Kierch. Inter.
Urbano Barberini, Jack Palance y Oliver Reed.
Outlaw of Gor. Dir. John «Bud» Cardos. Int. Urbano Barberini y Jack Palance.
La productora era la Cannon y en España se
distribuyó en los circuitos de video; creo que estaban destinados a ellos, ya que son francamente
malas y tienen poco que ver con el universo de
John Norman, ya que en la primera vemos una reivindicación feminista y además aparecen enanos y
demás. Todo muy alejado de los asentamientos
platónicos de la serie, en la cual se propugna la selección de especies mediante la supervivencia del
más fuerte. Eran políticamente correctas y muy
asépticas, pero francamente malas y sin el menor
interés y menos para los seguidores de las novelas,
que se sentirían estafados y con razón.
BIBLIOGRAFÍA DE JOHN NORMAN
Gor: Chronicles of Counter Earth:
1. Tarnsman of Gor (1966) (El guerrero de Gor)
2. Outlaw of Gor (1967) (Proscritos de Gor)
3. Priest Kings Of Gor (1968) (Los Reyes Sacerdotes de Gor)
4. Nomads of Gor (1969) (Nómadas de Gor)
5. The Assassin of Gor (1970) (El asesino de Gor)
6. Raiders of Gor (1971) (Conquistadores de Gor)
7. Captive of Gor (1972) (Cautiva de Gor)
8. Hunters of Gor (1974) (Cazadores deGor)
9. Marauders of Gor (1975) (Los intrusos de Gor)
10. Tribesman of Gor (1976) (Tribus de Gor)
11. Slave Girl of Gor (1977) (Esclava de Gor)
12. Beasts of Gor (1978) (Bestias deGor)
13. Explorers of Gor (1979)
14. Fighting Slave of Gor (1980)
15. Guardsman of Gor (1981)
16. Rogue of Gor (1981)
17. Savages of Gor (1982)
18. Blood Brothers of Gor (1982)
19. Kajira of Gor (1983)
20. Players of Gor (1984)
21. Mercenaries of Gor (1985)
22. Dancer of Gor (1985)
23. Renegades of Gor (1986)
24. Vagabonds of Gor (1987)
25. Magicians of Gor (1987)
26. Witness of Gor (2002)
Telnarian Histories:
1. The Chieftain (1991)
2. The Captain (1992)
3. The King (1993)
Novels:
Ghost Dance (1969)
Time Slave (1975)
Venus Online (1997)
Angels on My Mind
Collections:
The Chronicles of Counter-Earth (1973)
Weird Tales de Lhork
13
Sergio Fritz Roa
NATHICANA
¿EL POEMA MÁS ENIGMÁTICO DE H. P. LOVECRAFT?
Sergio Fritz Roa
1. BREVE INTRODUCCIÓN
sombrará a la mentalidad moderna no hallar
casi ningún rastro de erotismo(1) en la cantidad inmensa de prosa y poesía legada a la
literatura por H. P. Lovecraft (1890-1937). Ello por
cuanto incluso las obras de sus colegas más queridos
en el terreno de la ficción(2) contienen abundantes
elementos dotados de una sensualidad innegable.
Por esto llama la atención un poema que nos
puede mostrar a un otro Lovecraft. Su nombre: Nathicana.
Dicha obra no sólo es curiosa desde esta perspectiva; sino que además por encontrarse escrita
en verso libre, estilo que el gentleman de Providence detestaba. Su carácter conservador le impedía aceptar una forma literaria que rompía con las
reglas preservadas desde hace mucho tiempo, a la
vez que le hacía desconfiar de un «método» que
parecía más para personas poco laboriosas que
para verdaderos oficiantes de la escritura como él.
Sobre el verso libre, H.P.L. señalaba:
A
«De las varias formas de manifiesta decadencia en
el arte poético de la edad presente, nada golpea tan
duramente sobre nuestra sensibilidad como la alarmante declinación en aquella regularidad armoniosa
del metro, la cual adornó la poesía de nuestro ancestros inmediatos»(3).
¿Cuál es la causa por la que en Nathicana Lovecraft rompiera con sus aceradas ideas y su práctica
ritual?
No lo sabemos. Pero podemos especular que
se debió a una especie de juego literario al cual estaba acostumbrado, y que se manifiesta tanto en su
comunicación epistolar como en su faceta literaria.
Este aspecto lúdico que contrasta con la fría y pálida
figura a la que estamos acostumbrados, lo llevaba a
dar como lugar de remitente el Desierto de Leng y
otras de sus fantásticas creaciones de geografía onírica, a utilizar el apodo del abominable Abdul Alhazred, a incluir a sus amigos en sus relatos o a colaborar en la elaboración de cuentos colectivos.
Nathicana podría ser, por tanto, una broma más
de H. P. L...
14
Weird Tales de Lhork
Texto: Sergio Fritz Roa
Ilustración: Archivo „WT de Lhork‰
Nathicana: ¿El poema más enigmático de H. P. Lovecraft?
Sobre la fecha de este poema, podemos conjeturar que se hallaría entre 1916 y1920. Por otra
parte, la extensa y bastante minuciosa bibliografía
lovecraftiana de poesía incluida en la página
http://www.hplovecraft.com no aporta la fecha de
su escrituración.
Sólo tenemos certeza respecto al lugar donde
fue publicado originariamente. Sería la revista de fantasía The Vagrant. En sitios web se indica que habría
sido publicada en dicha revista durante la primavera
de 1927. No obstante, en Lovecraft, una biografía(4)
de Sprague de Camp, se señala en la nota respectiva,
primavera de 1917; lo cual nos confunde aun más.
El enigma es mayor cuando sabemos que hay
quienes creen que dicho poema sería obra no de
uno sino de dos autores: H. P. Lovecraft y su amigo
Alfred Galpin.
El estilo poético tiene indudables influencias de
la poética de E. A. Poe como de los románticos europeos. Pero en verdad no sólo el estilo, sino el espíritu. De ello da cuenta la sentencia siguiente: « El
horrible coma llamado vida...». La muerte es algo deseado. Es el lugar donde la paz es eterna.
Poe, en el poema Para Annie, como en verdad
en la casi totalidad de su narrativa fantástica, consigna una idea similar:
«¡Alabemos al Eterno!...
el mal ha cesado ya
y la fiebre del «vivir»
ahora vencida está(5)» .
La vida, para Lovecraft y el autor de El gato
negro es, entonces, un coma, una fiebre. Estado
anormal y enfermo, propio del ser manifestado.
Nos preguntamos, ¿si la referencia lovecraftiana a Zais, es una alusión a Die Lehrlinge zu Sais
(Los discípulos en Saís)(6) de nuestro apreciado Novalis? Ello es factible, y demostraría lo dicho anteriormente.
La alegoría de los colores blanco y rojo es interesante. Nathicana, la pálida y hermosa, representa
la Poesía, el Bien Supremo. De alguna manera es la
trilogía platónica: Verdad-Bien-Belleza. La vida, por
el contrario, es simbolizada por el rojo, color de la
sangre. Lo que era sin-existencia en algún momento es alterado por la vida, con su color rojizo,
que para el poeta es algo nefasto.
Finalmente, el rojo todo lo cubre. Por ello, el
narrador prepara un brebaje para acabar con la
maldita influencia de la vida... Sólo así volverá la arquetípica Nathicana, «cuya imagen no es posible encontrar en vida».
2. LATRADUCCIÓN
La única traducción del presente poema al castellano que conocemos es la realizada por Emiliano
González e incluida en la antología intitulada El libro
de lo insólito(7).
Del sitio http://www.geocities.com/area51/
shire/7473/nathicana.html hemos rescatado este
poema, para traducirlo.
Hacemos presente que se han encontrado pequeñas diferencias entre
ambos textos (el recogido por el escritor mexicano y la versión en Internet); por lo cual hemos optado por seguir el orden expuesto en la versión
en inglés.
A continuación, nuestra traducción del poema Nathicana.
NATHICANA
Fue en el pálido jardín de Zais,
Los jardines neblinosos de Zais,
Donde florece el nephalot blanco,
El perfumado heraldo de medianoche.
Ahí dormitan los quietos lagos de cristal,
Y arroyos que fluyen sin murmurar,
Los suaves arroyos desde las cavernas de Kathos
Donde germinan los espíritus calmos del ocaso.
Y sobre los lagos y arroyos
Hay puentes de alabastro puro,
Puentes blancos todos tallados hábilmente
Con figuras de hadas y demonios.
Aquí resplandecen soles raros y planetas extraños,
Y extraña es la creciente Banapis
Que se pone más allá de las murallas cubiertas de hiedra
Donde se hace espeso el ocaso del atardecer
Aquí caen los vapores blancos de Yabon;
Y aquí en el remolino de vapores,
Yo vi a la divina Nathicana;
La enguirnaldada, blanca Nathicana;
La de ojos humildes, la de labios rojos Nathicana;
La de voz plateada, la amada Nathicana;
Y siempre fue ella mi amada;
Desde las edades en que el tiempo era no nacido;
Cuando nada nacía, salvo Yabon.
Y aquí habitábamos por siempre
Los niños inocentes de Zais,
En forma queda, en los senderos y las plazoletas
Coronados de blanco con el bendito nephalot.
¡Cómo acostumbrábamos flotar en el ocaso
Sobre prados cubiertos de flores y sobre laderas
Todas blancas con el humilde astalthon;
El humilde pero amado astalthon,
Y soñábamos en un mundo construido de sueños
Sueños que son más rubios que Aidenn;
Sueños luminosos que son más reales que la razón!
Así soñamos y amamos a través de las edades,
Hasta que vino la maldita estación de Dzannin;
La estación maldita por demonios de Dzannin;
Cuando rojos brillaron los soles y planetas,
Y roja brilló la creciente Banapis,
Y rojos cayeron los vapores de Yabon.
Entonces enrojecieron las flores y los arroyos
Y lagos que yacían bajo los puentes,
E incluso el calmo alabastro
Brilló rosado con reflejos misteriosos
Hasta que las esculpidas hadas y demonios
Miraron, rojos, desde detrás de la sombra.
Ahora mi visión enrojecía, y en forma demencial
Yo me forcé por vislumbrar a través de la densa cortina
Y vi a la divina Nathicana;
La pura, siempre pálida Nathicana;
La amada, inmutable Nathicana.
Sin embargo, vórtice sobre vórtice de locura
Weird Tales de Lhork
15
Sergio Fritz Roa
Nublaron mi laboriosa visión;
Mi maldita, enrojecida visión;
Que construía un mundo nuevo para mi contemplación;
Un mundo nuevo de color rojo y tinieblas,
Un horrible coma llamado vida
Ahora en este coma llamado vida
Yo contemplo los brillantes fantasmas de belleza;
Los fantasmas de falsa belleza
Que ocultan todas las maldades de Dzaninn.
Los veo con ansia infinita,
Tan parecidos a mi amada:
Aunque en sus ojos brilla su maldad;
Su crueldad e impiedad,
Más despiadada que Thaphron y Latgoz,
Doblemente nociva por su disimulo que atrae.
Y sólo en los sueños de medianoche
Aparece la perdida doncella Nathicana,
La pálida, la pura Nathicana
Quien se desvanece en la mirada del soñador.
Una y otra vez yo la busco;
Y en mi lástima recurro a los profundos tragos de Plathotis,
Profundos tragos mezclados en el vino de Astarte
Y fortalecidos con lágrimas de largo llanto.
Y añoro los jardines de Zais;
Los amados, los perdidos jardines de Zais
Donde surge el blanco nephalot,
El flagrante heraldo de medianoche.
El potente último trago estoy preparando;
Un brebaje con el cual los demonios se deleitan;
Un trago con el cual desaparezca el color rojo;
El horrible coma llamado vida.
Pronto, pronto, si no me falla el brebaje,
El rojo y la locura se desvanecerán,
Y en la profundidad tenebrosa habitada por gusanos
Se pudrirán las cadenas que me han sujetado.
Una vez más los jardines de Zais
Resplandecerán blancos en mi visión largamente torturada
Y en medio de los vapores de Yabon
Se levantará la divina Nathicana;
La eterna, restaurada Nathicana;
Cuya imagen no es posible encontrar en vida.
NOTAS
1 Otra débil acentuación «erótica» que puede
hallarse en la obra lovecraftiana es la canción
incluida en su relato La Tumba (Obras escogidas. H. P. Lovecraft. Editorial Acervo, Barcelona, 1966. p. 34). Anotemos que las pocas
mujeres que encontramos en los relatos de
H. P. L. suelen asociarse al mal y están menguadas de los encantos que las caracterizan en
la vida real.
2 E. A. Poe, Arthur Machen, Clark Ashton
Smith y Robert E. Howard, por ejemplo.
3 Metrical regularity. Artículo publicado en The
Conservative (la publicación creada por el
genio de Providence), en Julio de 1915. Actualmente incluido en el libro The Conservative.
H. P. Lovecraft. Introducción de S. T. Joshi.
Necronomicon Press, West Warwick, Rhode
Island, 1990. p. 5.
4 Lovecraft, una biografía. L. Sprague de Camp.
Valdemar ediciones, Madrid, 1992. Nos referimos a la nota N° 6 al capítulo VIII, p. 384.
5 El cuervo, Las campanas y otros poemas. Edgar
Allan Poe. Editorial de Grandes Autores, Buenos Aires, 1943, p. 113.
6 Los discípulos en Saís se encuentra incluido
en Los románticos alemanes. Hoffmann, Novalis
y otros. Centro editor de América Latina,
S.A., Buenos Aires, 1968.
7 El libro de lo insólito. Emiliano González y Beatriz Álvarez Klein. Segunda edición, Fondo de
Cultura Económica, México, D.F., 1994. El
poema se encuentra en pp. 345-348.
«El enigma es mayor
cuando sabemos que hay
quienes creen que dicho
poema sería obra no de
uno sino de dos autores:
H. P. Lovecraft y su amigo
Alfred Galpin.
16
Weird Tales de Lhork
LOS MITOS, LAS FÁBULAS
Y LAS AGUAS DEL OLVIDO
UNA INTRODUCCIÓN A LA POESÍA DE CLARK ASHTON SMITH
Oscar Mariscal
n 1920, Clark Ashton Smith escribía a su colega neoyorquino George Sterling —un poeta menor protegido por el «amargo” Ambrose Bierce—: No te preocupe el que pueda experimentar con el hachís.
La vida es ya suficientemente horrible sin drogas, y me gusta jugar con el rumor.
Estas líneas las escribía Smith a propósito de su muy celebrado poema The
Hashish Eater or The Apocalypse of Evil, un largo «drama cósmico» donde
queda patente la influencia de Charles Baudelaire —de quien tradujo Las
Flores del Mal a base de diccionario y mucho entusiasmo—, de las inagotables fuentes orientales —Las Mil y Una Noches en las exuberantes versiones de Galland y Lane—, y la estética del orientalismo “a la europea”: Vathek, Salambó, y Las Tentaciones de San Antonio —de donde por cierto,
también tomó numerosos monstruos como motivo para sus esculturas e ilustraciones—.
Aunque creemos que L. Sprague De Camp “desvaría” cuando describe
la poesía de Smith como: vívida, conmovedora, evocadora, colorida, con un exuberante estilo victoriano, imaginativa y técnicamente pulida, sí reconocemos que en
su época, tuvo cierta repercusión en el revuelto y variopinto ambiente del San
Francisco bohemio: una de esas excepciones que, aun rechazando el abuso de
un lenguaje ampuloso y arcaizante, pueden y deben hacerse —según Lovecraft
en su ensayo La Rima Admisible— en el caso de quienes están inmersos de
algún modo en esa atmósfera de antaño, y quienes guardan en sus corazones el sonido majestuoso de las viejas cadencias clásicas. Y tampoco nos extrañan —es
por eso que admiramos a Smith—, que ciertas plumas puritanas tacharan su
poesía de sádica y siniestra.
El propio C. A. Smith parece más orgulloso de su obra poética, que de su
vasta producción de relatos fantásticos; en un pequeño artículo autobiográfico, publicado en 1936 en el especial veraniego de The Science Fiction Fan,
dice: A los 17 años ya había vendido numerosos relatos a la revista The Black
Cat, una publicación especializada en cuentos inverosímiles y fantásticos. Entonces,
por alguna razón, perdí todo mi interés por los escritos de ficción durante más de
una década. Un volumen de versos The Star-Treader and Other Poems apareció cuando tenía 19 años. Poco tiempo después mi salud se quebró, y durante cuatro años mi producción literaria fue más o menos limitada e intermitente. Mi mejor
obra poética, fue quizás la producida durante este periodo. Un pequeño volumen
—Odes and Sonnets— fue publicado por el Book Club de California en 1918.
En 1922 publiqué Ebony and Crystal; y ya en 1925, Sandalwood.
E
Texto: Łscar Mariscal
Ilustraciones:
Willis
Archivo „WT de Lhork‰
Weird Tales de Lhork
17
Óscar Mariscal
DOS MITOS Y UNA FÁBULA
¿Dónde vais, guerreros orgullosos,
con cotas fulgentes como la luna?
—Salimos a matar al Basilisco,(1)
en simas que sólo sus ojos alumbran.
¿A dónde vais, valientes marineros,
en un bajel tintado con los colores del otoño?
—Navegamos en busca de la verdina ribera,
postrer asilo de los Unicornios.(2)
¿A dónde vais, innominados brujos,
con mantos más bermejos que el ocaso?
—Vamos a hallar de Salomón las Clavículas,(3)
y a liberar a los genios encerrados.
MEMORIA ROJA
Este recuerdo vuelve todavía
al jardín de amarantos más ennegrecido:
los lagos del ocaso, coloreando
mi desvarío como un vino tinto;
y los rubíes, hundidos talismanes
en tus profundos ojos de jacinto.
Un esplendor de bermellón bañaba
las hiedras y las flores fúnebres,
y de tus labios yo bebí la sangre
que de un dios, derramaba el ciprés;(4)
y de mi corazón llovía la vida,
la esencia de árboles sanguinos...
Pero la noche vino a apagar
los mágicos rubíes y el fuego rojo
con el licor del dios... En vano busco
aquel fulgor en cielo y ojos...
hallando ya en signos y palabras
la orilla del Leteo perezoso.(5)
EL LAGO DEL SILENCIO ENCANTADO
Descansa en una tierra sólo entrevista por el Sol y
la Luna, y por las estrellas cuando alcanzan su máxima altura sobre el horizonte. Las montañas que
arañan el cielo, como centinelas de la Eternidad,
rodean con sus inmemoriales vertientes nevadas,
sombrías y azules, la serenidad del sueño del lago
insondable. Ellas aplacan el estruendo de los eones
que barre las orillas de la Eternidad, y los vientos
que repiquetean con el rumor de años de hierro,
y aquietan todo salvo el azul infinito, y los fuegos y
nubes y sombras del cielo.
El lago se alimenta de la nieve de las montañas
y del silencio que brota del contorno del espacio,
y rebosa del esplendor azul del cielo. Aquí en su interior, se hallan éstos aumentados hasta el infinito.
En las orillas del lago los amarantos azules y
blancos de un verano perenne crecen, y no hay
más vida que la de las mariposas y los pájaros más
hermosos. Quien penetre en esta tierra puede
beber el silencio del lago, y observarlo hasta que la
imagen imperturbable se instale en las profundidades de su mente, que al punto se vuelve suave y
tranquila, como la superficie de sus aguas.(6)
18
Weird Tales de Lhork
NOTAS
(1): El Basilisco —Besalís o Regulus— es el rey de los reptiles: Con una
sola mirada mata al hombre. Mata con su aliento a las aves del cielo, y está
tan lleno de veneno, que reluce. Si el hombre lo ve primero, no puede hacerle
daño, y el Basilisco queda como único rey en la arena vacía (De Bestiis).
El fuego, soy yo; y por todas partes lo aspiro: de las nubes, de los guijarros, de
los árboles muertos, del pelo de los animales, de la superficie de los pantanos.
Mi temperatura mantiene a los volcanes (Gustave Flaubert: Las Tentaciones de San Antonio).
(2): El Unicornio o Monoceros es un monstruo de horrible bramido:
con el cuerpo semejante al de un caballo, pies como los de un elefante y cola
como la de un ciervo. Del centro de su frente brota un cuerno de asombroso
esplendor, hasta de cuatro pies de largo, tan afilado que perfora fácilmente
todo aquello contra lo que carga. Ni uno sólo ha ido a parar vivo a las manos
del hombre, y aunque es posible matarlos, no se les puede capturar (Bestiario
de Cambridge).
Yo tengo pezuñas de marfil, dientes de acero, la cabeza de color púrpura, el
cuerpo color de nieve y el cuerno de mi frente lleva el abigarramiento del arco
iris (Gustave Flaubert: Las Tentaciones de San Antonio).
(3): El célebre cabalista Éliphas Lévi en su Histoire de la Magie, dice
a propósito de La Clavícula de Salomón: Las tradiciones populares decían que el poseedor de Las Clavículas de Salomón puede conversar con los
espíritus de todos los órdenes. Pues estas Clavículas, varias veces perdidas y
otras tantas recobradas, no son otra cosa que los talismanes de los setenta y
dos nombres y los misterios de las treinta y dos vías que el tarot reproduce jeroglíficamente. Con el auxilio de estos signos y por medio de sus combinaciones
infinitas, se puede efectivamente llegar a la revelación natural y matemática
de todos los secretos de la naturaleza y, en consecuencia, entrar en comunicación con la jerarquía completa de las inteligencias y de los genios. H. P. Lovecraft también citó a Éliphas Lévi, en su novela El Caso de Charles
Dexter Ward.
(4): La imagen del dios en el árbol es una referencia a Dionisios o Baco,
divinización del desenfreno y el vino —el rojo licor del poema—. Aunque la vid y los racimos son los símbolos más utilizados para representar
a esta deidad, los antiguos griegos ofrecían sacrificios al “Dionisios del
Árbol”, pues éste era también un espíritu arbóreo. Con frecuencia se le
exhibía como un tronco de árbol cubierto por un manto, con una careta
barbuda por rostro y ramas que asemejaban extremidades. Otra iconografía le muestra con la cara roja y el cuerpo dorado, sosteniendo una
varita con una piña en su extremo.
(5): Río de la geografía infernal; en sus orillas las sombras de los condenados beben agua para olvidar su pasado. El poderoso olvido habita en tu
boca / y el Leteo fluye en tus besos (Baudelaire), y de tus labios yo bebí la
sangre... (Smith): es razonable pensar que el poema 34 de Las Flores
del Mal —El Leteo—, fue uno de los desencadenantes de Memoria
Roja.
(6): El motivo de este poema en prosa es, nuevamente, el Leteo o “Río
—en este caso Lago— del Olvido”.
Al servicio del rey
AL SERVICIO
DEL REY
Robert E. Howard y Eugenio Fraile
INTRODUCCIÓN HISTÓRICA AL
RELATO AL SERVICIO DEL REY
l siguiente relato, «Al Servicio del Rey»
(“The King´s Service”) de Robert E. Howard, fue publicado en el volumen
«The Sword Woman» de la editorial norteamericana Zebra Books, en su edición de
mayo de 1977 preparada por Glenn Lord,
como complemento a los tres relatos de
Agnes de Chastillon, otra heroína de Howard,
que componían el mencionado libro. «The
King´s Service«, es un relato ambientado en
el siglo V d. C. sobre tiempos y lugares exóticos que le deja a uno deseando que hubiese
sido terminado por Howard.
La ancestral India, los vikingos, los celtas,
los griegos, el desmoronamiento del imperio
romano, todos los elementos están aquí. Howard, conocedor sin duda del libro “Historia
de los Reyes de Britania” de Geoffrey de
Monmouth se permite, incomprensiblemente,
por error o debido a que el relato aún no
había sido completado y revisado, ciertas licencias e incorrecciones históricas respecto a
un tema tan amplio y complejo como son las
invasiones germánicas y eslavas en Europa en
los siglos V y VI d. C, que contribuyeron en
gran medida a la caída del Imperio Romano
de Occidente. Recordemos que Howard era
un entusiasta de la Historia y que, aunque
bastante autodidacta respecto a esta materia, sus conocimientos eran muy extensos y
más si se trataba de celtismo, germanismo y
temas similares. Sin ir más lejos, Athelred el
Sajón y su tripulación son presentados como
vikingos, cuando lo correcto desde el punto
de vista de la Historia es que hubieran sido
de origen Normando —danés, sueco o noruego— y no sajones, que era un pueblo de
origen germánico que habitaba en la región
del Elba y parte del cual se estableció en Inglaterra en el siglo V llamados por el rey britano Vortegirn para que le ayudaran a luchar
contra los pictos, a quienes previamente
había traicionado.
Los anglos arribarían también a Inglaterra
en el siglo VI. Los llamados “vikingos” eran un
pueblo único distribuido por distintas regiones
de Escandinavia, que compartían una misma
lengua, los mismos dioses y similares costumbres.
E
Texto: Robert E. Howard y Eugenio Fraile
Ilustraciones:
Rafael Vargas. Kees Huyser
Weird Tales de Lhork
19
Robert E. Howard y Eugenio Fraile
Una teoría arqueológica abunda en la
idea de que el término “vikingo” servía para
designar a quienes componían una expedición marítima de saqueo a tierras más o
menos lejanas. Prácticamente, todos los pueblos y territorios cercanos a los vikingos —celtas, gaélicos, anglos, sajones, eslavos— y posteriormente los reinos en los cuales se
fragmentó el imperio de Carlomagno tras la
muerte de este, sufrieron los ataques de los
“hombres del norte”. Otro error es el representar a la tripulación del “pirata sajón” cubiertos con los cascos de doble cuerno, imagen típica del vikingo cinematográfico,
excepto en la magnífica película Alfredo el
Grande, de producción británica, que narra
fielmente la unificación de todos los pequeños
reinos anglosajones ante las invasiones de los
normandos, “hombres del norte”, de pura
raza vikinga.
El verdadero casco vikingo era cónico, de
cuero o de metal, y solía tener una lengüeta
metálica para la nariz y en absoluto tenía
cuernos, que hubieran sido una verdadera
molestia durante el combate. Otro de los
errores que plasma Howard en el relato es el
de fijar en ciento cincuenta el número de tripulantes del barco dragón de Athelred. El número máximo de guerreros que navegaban
en los barcos vikingos era de sesenta hombres, que actuaban a la vez como remeros y
como combatientes.
Pero obviando estos incomprensibles errores en la argumentación howardiana, y centrándonos en el absorbente trasfondo de la
misma, como lectores, no podemos por
menos que disfrutar ante lo que no deja de
ser un fiel exponente del magnífico estilo howardiano en toda su épica grandeza.
Pecando de osado, pero deseando desde
el principio respetar el estilo literario y sentimiento épico de REH, (e incluso sus “errores”
históricos), he intentado, como un fiel admirador y seguidor de la obra del padre de la
Espada y Brujería que soy, escribir el final de
«Al Servicio del Rey» puntualizando con las
notas anexas al relato los detalles históricos
que al lector le fueran más oscuros o desconocidos.
Los lectores me juzgarán, pero como escritor no podía por menos que intentar cerrar
una brecha en la obra de Robert E. Howard,
autor que ha inspirado a todos aquellos que
con mayor o menor acierto nos dedicamos a
pergeñar historias en mundos donde los reinos se extienden como brillantes mantos de
estrellas y los héroes existen para regocijo de
las mentes inquietas y soñadoras.
Eugenio Fraile
Agosto de 2007
20
Weird Tales de Lhork
AL SERVICIO DEL REY
(THE KING´S SERVICE)
Por Robert E. Howard
y Eugenio Fraile
PRÓLOGO
El lento agonizar y la precipitada caída de
Roma, conmocionó a todo el mundo occidental. En el rápido advenimiento del
Este, las ruinas de las ciudades imperiales
causaron sólo un momentáneo retraso en
el enjambre de mareas de una humanidad
incansable, y sus memorias se desvanecieron de los espíritus de los hombres de la
misma forma que el esplendor de la jungla
y el polvo del desierto agrietó los muros
ruinosos y las torres destrozadas. Así
ocurrió en un reino, Nagdragore, en el
que sus Rajás con crestas de águila exigieron tributo del Decan, cuando los rubios
bárbaros estaban acechando con manos
sangrientas las puertas de Roma. Las glorias de Nagdragore han sido olvidadas durante mil años. Ni siquiera en el nublado
golfo de una leyenda hindú, en donde centenares de dinastías olvidadas duermen
desentendidas hay insinuación alguna de
ese desaparecido reino. Nagdragore es
uno de los reinos con miles de ruinas sin
nombre, una masa de derruida piedra y
mármol roto, perdido en las onduladas
profundidades de la ciega jungla. Esta historia se desarrolla en los tiempos en los
que Nagdragore perdió su esplendor,
antes de que decayese y se rindiese ante
los blancos Hunos y los salvajes Tártaros
y Mongoles; un cuento de la época que
vio relucir una joya en el oscuro seno de
la India, cuando sus torres imperiales se
alzaban doradas, blancas y púrpuras azuladas, fijando la mirada con el orgullo de un
destino asegurado a través del círculo
verde, del blanco y espumoso golfo de
Cambay.
1. «LAS NIEBLAS DESAPARECEN»
Velludas y terribles, las crueles manos
descansaban en el largo remo hecho de
madera de arce y ojos gélidos miraban a
través del fino velo brumoso. Era un
barco extraño para provenir de las aguas
del Este; largo, estrecho, bajo de talla, alto
de popa y proa. Esta se curvaba bajo la
forma tallada de una cabeza de dragón
que caracterizaba esa embarcación tripulada por enormes guerreros de barbas rubias y helados ojos claros. En la popa
había un pequeño grupo de hombres, y
uno de ellos, gigante de ojos inquietantes
y frente amenazadora, maldijo para sus
adentros.
—Sólo las hordas de Halheim sabran
donde estamos y en que dirección navegamos; sin embargo, el agua y la comida
empiezan a escasear. Hrothgar, dices que
tendría más sentido navegar hacia el Este,
por Thor.
Un repentino grito se escuchó entre
los tripulantes al tiempo que los remeros
se quedaban boquiabiertos. Ante ellos la
niebla se iba despejando y ahora, pendientes del oscuro cielo, una súbita llamarada
de gemas y mármol estalló ante sus ojos.
Parpadearon, temerosos ante las torrecillas, cúspides y murallas de una poderosa
ciudad en el cielo.
—¡Por la sangre de Loki! —juró el jefe
vikingo— ¡Es Midgaard!
Alguien rió en la popa. El vikingo se
volvió hacia él irritado. Ese hombre no
era como sus compañeros. Era el único
que no llevaba armas ni cota de malla, sin
embargo, el resto de los hombres le miraban con una especie de hosco respeto.
Había en su porte una dignidad leonina,
nobleza de formas y una realización de
poder sin arrogancia. Alto, ancho de hombros y muy poderoso, tenía una cierta agilidad felina de la que los demás guerreros
carecían. Su cabello era tan dorado como
el de ellos, sus ojos igual de azules, pero
nadie le habría confundido con uno de
ellos. Su rostro fuerte y bronceado por el
sol expresaba con viveza las caprichosas
burlas que eran tan habituales en el carácter de los celtas.
—¡Donn Othna!— exclamó furioso
el jefe de los piratas.— ¿De qué te ríes
ahora?
El otro sacudió la cabeza.
— Sólo me río de pensar en la resplandeciente belleza que podría ver un
Sajón en esta fría ciudad; dioses salvajes
que construyeron con espadas y calaveras
más que con mármol y oro.
La brisa despejó las nieblas y la ciudad
brilló más claramente. Puerto y muros
surgían a través de la nube gris con asombrosa agilidad.
—Es como una ciudad de ensueño
—murmuró Hrothgar con fríos y extraños ojos asombrados— La niebla era
menos densa de lo que pensábamos por
lo que debemos habernos acercado a un
puerto desconocido. Mira las embarcaciones que atestan esos muelles. ¿Y ahora
qué, Athelred?
El gigante frunció el ceño.
—Nos han visto. Si zarpamos ahora
tendremos a una veintena de galeras precipitándose sobre nosotros, pienso yo. Y
deberíamos conseguir agua fresca— ¿Qué
piensas tú, Donn Othna?
El celta se encogió de hombros.
—¿Quién soy yo para pensar nada?
No estoy por encima de ti, pero creo que
no podemos huir ya que dar la vuelta
ahora en verdad, levantaría sospechas.
Debemos mantener un frente audaz. Allí
veo muchos barcos mercantes que tienen
aspecto de venir de muy lejos y puede
que esa gente no repare en nosotros. ¡No
todos los pueblos son sajones!— concluyó el celta burlonamente.
Athelred gruñó rudamente al timonel
que había estado descansando durante el
diálogo entre ambos guerreros, sorprendiéndole un bostezo. Los largos remos de
arce empezaron a agitar las olas de nuevo
y la intrépida galera se deslizó hacia el
Al servicio del rey
puerto soñado. Las otras embarcaciones
estaban remando también a su encuentro.
Extrañamente construidas y ricamente talladas, las galeras tripuladas por hombres
de piel oscura se deslizaron a lo largo de
la orilla. Los vikingos contemplaron con
asombro los adornos del costado de los
barcos, y a los guerreros con turbante y
rostros de cuervo cuyos trajes de plata y
seda brillaban, y a sus armas que rielaban
con cinceladuras de oro y brillantes
gemas. Se quedaron atónitos ante los pesados arcos de acero, los dorados escudos, las estrechas lanzas y los curvados sables. Y mientras tanto, los orientales
contemplaban fijamente a su vez, con igual
asombro, a esos hombres de piel blanca,
gigantes de pelo rubio, con sus cascos de
cuernos, sus escamosas faldas de malla y
sus resplandecientes hachas afiladas. Un
alto jefe de barba oscura se levantó en la
cubierta de la embarcación más cercana y
gritó a Athelred, el cual le contestó en su
propia lengua. Ninguno de los dos podía
entender al otro y el jefe sajón comenzó
a irritarse con la peligrosa impaciencia
propia del bárbaro. Se respiraba la tensión
en la aire. Los vikingos dejaron caer disimuladamente sus remos en busca del
tranquilizador tacto de sus hachas, y a su
vez, a bordo de las otras embarcaciones
las cuerdas de los arcos se deslizaron en
las muescas de las lengüetas. Entonces,
Donn Othna, en un desesperado intento,
gritó un saludo en latín. Instantáneamente
se produjo un cambio en el jefe del bando
contrario. Saludó con el brazo y contestó
con una simple palabra en la misma lengua, que a Donn Othna le pareció una
respuesta amiga. El celta habló algo más
pero el jefe volvió a repetir la misma palabra latina y con un movimiento de su
brazo, indicó a los extranjeros que podían
precederle hasta el puerto. Los guerreros,
a la orden de su jefe, empuñaron de
nuevo los remos y el barco dragón se
abrió camino hacia el puerto teniendo a
un lado el muelle y al otro a una escolta
de numerosas galeras. De pronto, el jefe
del Este se aproximó al costado del barco
y por gestos indicó que pretendían permanecer a bordo de su embarcación por
un tiempo. La barba de Athelred se erizó
al oír esto, pero no se podía hacer otra
cosa. El jefe se alejó con grandes zancadas
haciendo entrechocar sus armas, y un número de altos y barbudos guerreros tomaron posiciones en los muelles. Donn
Othna apercibió que excedían en número
a su tripulación y que a su vez también
portaban temibles armas. Una enorme
concurrencia de gente apareció sobre los
muelles, gesticulando y gritando de admiración, mirando con grandes ojos a los feroces gigantes de piel blanca quienes devolvieron su mirada igualmente fascinados.
Los arqueros hicieron retroceder con rudeza a la multitud, forzándoles a dejar un
amplio espacio libre. Donn Othna sonrió;
en mayor medida que sus impasibles compañeros, él sí que apreció el excéntrico
panorama de color que se desplegaba
ante sus ojos
—Donn Othna— era Athelred gruñendo detrás de él —¿De qué lado estás
tú?
El gigante agitó una enorme mano señalando a los guerreros de los muelles.
—¿Si esto se convierte en una batalla
campal, lucharás con nosotros o me apuñalarás por la espalda?
El descomunal celta rió cínicamente.
— Extrañas palabras hacia un prisionero. ¿Qué utilidad tendría una sola espada contra tus anfitriones?— Entonces la
expresión de su rostro cambió.—Tráeme
la espada que tus hombres me quitaron; si
tengo que ayudarte no quiero parecer un
esclavo ante los ojos de esta gente.—
Athelred refunfuño para sus adentros
ante la abrupta orden, pero bajando sus
ojos ante la fría mirada del otro gritó algo
a uno de sus hombres. En ese instante, un
enorme guerrero subió a la popa trayendo consigo una larga y pesada espada
protegida por una funda de cuero, atada a
una ancha hebilla plateada. Los ojos de
Donn Othna centellearon al coger el
arma y se la abrochó en su cintura. Tendió la mano hacia la suntuosa empuñadura
de marfil con su pesado guardamano de
plata y la desenvainó hasta la mitad. La
doble y afilada hoja de una azul siniestro,
zumbó tenuemente.
—¡Por Thor!— murmuró Hrothgar.
—¡Tu espada canta, Donn Othna!
— Canta por su vuelta a casa, Hrothgar— contestó el celta— Ahora sé que
allá en la costa está la tierra de Hind,
donde nació mi espada forjada por el martillo de un mago y posteriormente fraguada oscuros años atrás. Existió una vez
un magnifico sable que pertenecía a un
poderoso emperador del Este conquistado por Alejandro. Este se lo llevó consigo a Egipto donde residió hasta que los
romanos llegaron y un cónsul se apoderó
de él. No gustándole la hoja curvada,
mandó llamar a un forjador de espadas de
Damasco quien rehizo la hoja ya que los
romanos usaban espadas rectas. Apareció
en Bretaña de la mano del Cesar y fue
perdida por los gaélicos en una gran batalla en el Oeste. Yo mismo se la arrebaté a
Eochaidh Mac Ailbe, rey de Erin, a quien
maté en una batalla naval en la costa del
Oeste.—concluyó sencillamente su relato
el celta.
—Una espada para un príncipe—dijo
Hrothgar con sincera admiración—¡Mira,
alguien viene!—
Con un formidable grito y entrechocar de armas, una poderosa concurrencia
bajaba tumultuosamente hacia los muelles.
Un millar de guerreros con brillantes armaduras, montados en caballos árabes,
camellos y mastodónticos elefantes escoltaban a una figura sentada en un balancín
sobre los lomos de un majestuoso ejemplar de largos colmillos recubiertos con
finas placas de oro. Donn Othna divisó un
enjuto y altivo rostro de oscura barba y
nariz aguileña; profundos ojos negros,
translúcidos pero penetrantes, que vigilaban a los occidentales. El celta percibió
que ese rey, señor o lo que fuese, no era
de la misma raza que sus súbditos. La cabalgata se detuvo delante del barco dragón. Las trompetas, acompañadas de platillos ensordecedores, desgarraron los
cielos con una atronadora fanfarria, y a
continuación un jefe vestido llamativamente espoleó su caballo más allá, y vociferando a pleno pulmón desde su silla de
montar irrumpió con una grandilocuente
lluvia de palabras que no significaban absolutamente nada para los anonadados
occidentales. El personaje del balancín
mandó callar a su vasallo mediante un lánguido agitar de su blanca y engalanada
mano y habló en claro y puro latín.
—Está diciendo, amigos míos, que el
exaltado hijo de los dioses, el gran rajá
Constantius, os ofrece el inmerecido, desconocido y totalmente asombroso honor
de venir en persona a saludaros.
Todos los ojos se volvieron hacia
Donn Othna, el único hombre a bordo de
la larga serpiente que podía entender las
palabras. Los enormes sajones le miraron
con rabia igual que grandes niños desconcertados, y fue también en él donde todos
los ojos de los orientales se concentraron. El alto celta, de brazos cruzados, la
cabeza echada hacia atrás, se encontró firmemente con la mirada del rajá, y a pesar
de todo el esplendor y atavíos del oriental, su majestuosidad no era menos aparente que la imponente apostura del occidental. Eran dos líderes por naturaleza,
enfrentados cara a cara, reconociéndose
a sí mismos su regio nacimiento
—Yo soy Donn Othna, un príncipe de
Bretaña— dijo el celta— Este jefe es
Athelred de los Sajones. Hemos navegado
durante largas lunas y deseamos únicamente paz y una oportunidad para comerciar a cambio de comida y agua. ¿Qué ciudad es esta?
—Esto es Nagdragore, uno de los
más importantes principados de la India
—contestó el rajá— Venid a tierra; sois
mis invitados. Hace mucho tiempo desde
que volví mi rostro al Este y estoy hambriento de hablar con un hombre en la
vieja lengua de Roma y conocer las noticias del Oeste.
—¿Qué ha dicho? ¿Es la paz o la guerra? ¿Dónde estamos? —las continuas
preguntas de los sajones asediaban al
celta.
—Estamos en efecto en el país de
Hind —respondió Donn Othna— Pero
este rey no es hindú. ¡Si no es griego, entonces yo soy un Sajón! Nos invita a ser
sus invitados en tierra; eso puede significar ser sus prisioneros, pero no tenemos
elección. Quizás quiera negociar de forma
justa con nosotros.
2
Donn Othna alzó una copa tallada en piedras preciosas y bebió profundamente. La
posó y miró más allá de la rica mesa de
madera de teca al rajá que degustaba las
viandas sensualmente en el diván de seda.
Weird Tales de Lhork
21
Robert E. Howard y Eugenio Fraile
«Y mientras tanto, los orientales contemplaban fijamente a su
vez, con igual asombro, a esos
hombres de piel blanca, gigantes
de pelo rubio, con sus cascos
de cuernos, sus escamosas faldas de malla y sus resplandecientes hachas afiladas
Estaban solos en la habitación, exceptuando al enorme negro mudo que, vestido sólo con un taparrabos de seda, se
erguía justo detrás de Constantius, portando una cimitarra de ancha hoja casi tan
larga como él.
— Bien, príncipe— dijo el rajá, jugueteando ociosamente con un espléndido
zafiro en su dedo— ¿No he jugado limpiamente contigo y con tus hombres? Incluso
en este mismo momento se atiborran y
engullen unas comidas y bebidas con las
que nunca habían soñado que existieran,
y descansan en cojines de seda, mientras
que unos músicos tocan instrumentos de
cuerda para complacerles y ágiles chicas
como panteras danzan para ellos. Ni siquiera les he quitado sus hachas. En
cuanto a ti, aquí estás, festejando conmigo
pero veo suspicacia en tus ojos.
Donn Othna señaló la espada que se
había desabrochado y dejado en un pulido
banco.
—No he sacado de la eslinga la espada de Alejandro. ¿No confío en ti entonces? En cuanto a los sajones, ¡Crom,
bromeas!, son como osos en un palacio.
Si hubieras pensado en desarmarlos su
asombro se habría transformado en desesperada rabia y esas mismas hachas habrían bebido profusamente en las rojas
mareas. No es suspicacia lo que ves en
mis ojos sino sorpresa. ¡Por los Dioses!
Cuando era un impulsivo muchacho que
únicamente había luchado ante las aldeas
de los scotos y en los oscuros y profundos bosques pictos, en las marchas del
oeste me maravillaba ante Tara en Erin y
me asombraba ante Caer Odun. Después, cuando era un joven y combatí en
los territorios conquistados por los romanos, pensaba que Corintia, Aquae Suli,
Eburacum y Lundinium eran las ciudades
más poderosas de la tierra. Cuando alcancé la madurez, la memoria de aquellas
se esfumó ante mi primera vista de
Roma, aunque se estaba derrumbando
bajo los profanos pies de Godos y de
Vándalos. Y ahora, Roma parece un lugar
sin brillo cuando contempló las abarrotadas espirales y las torres de dorados engastes de Nagdragore!
22
Weird Tales de Lhork
Constantius asintió con una cierta
amargura en sus ojos.
—Es un imperio por el cual merece la
pena luchar, y una vez tuve sueños de
atravesar la tierra de la India de mar a
mar. Pero háblame de Roma y del imperio
Bizantino; hace ya mucho tiempo desde
que volví mi rostro hacia el Este. Entonces
los bárbaros germanos estaban rebasando
los límites territoriales romanos, Genserico (1) estaba saqueando la mismísima
ciudad imperial y rumores de unas extrañas y terribles gentes llegaron al imperio
romano de Oriente el cual sé retorcía
bajo los talones de los Ostrogodos.
—¡Los Hunos!—exclamó Donn
Othna, con su cara brillando de furia— Sí,
surgieron del Este como un vendaval de
muerte e igual que una plaga de langostas.
Empujaron a los Godos, los Francos y los
Vándalos ante ellos y pisotearon Roma a
su paso. Entonces con el mar enfrente de
ellos, no pudieron volar más allá. Y regresaron acorralados, enfrentándose a los
restos de las otrora orgullosas legiones de
Roma y sus romanizados aliados en Chalons.(2) ¡Por los dioses, aquello fue una
terrible matanza! ¡Allí, los cuervos se alimentaron a su gusto y las hachas se saciaron de sangre! Continuaron su paso
sobre nosotros como una marea negra, y
como una ola que rompe en las rocas,
rompieron ellos en el muro de defensa
germano y en las filas de las legiones de
Aetius (3)
—¿Estuviste allí?— preguntó con mal
disimulada admiración Constantius.
—Sí, ¡con quinientos hombres de mi
tribu! —
Los ojos de Donn Othna llamearon y
golpeó violentamente con su puño haciendo resonar toda la mesa.—Navegamos con aquellas olvidadas legiones britanas que acudieron al auxilio de Roma y no
volvieron nunca a su tierra natal. En las
llanuras de la Galia e Italia se encuentran
los huesos putrefactos de muchos de
aquellos que eran miembros de un clan
celta del Oeste que nunca se inclinó ante
Roma, pero que siguieron a sus civilizados
parientes romanizados a las guerras para
intentar detener a los lobos sanguinarios
del este que arrasaban a sangre y fuego
los restos de un imperio que agonizaba.
Luchamos todo el día y al final, los Hunos
se dispersaron ¡Por Crom, mi espada estaba roja y cuajada de sangre desde el
puño hasta la punta, y apenas podía sostener mi arma! ¡De mis quinientos hombres, sólo cinco sobrevivieron! Pues bien,
mientras esto ocurría, Vortegirn (4), dos
años antes de esto que te cuento, había
llamado a los sajones del continente para
ayudarle contra los Pictos a quienes había
traicionado. Tras la batalla de Chalons, regresé a Britania aún lamiéndome las heridas que me habían dejado como recuerdo
las espadas de los Hunos y en el torbellino de la guerra que barría las costas del
Sur, caí cautivo de Atherlred el Sajón
quien, conociendo mi nombre y mi rango,
quiso retenerme en vista de un posible
rescate. Pero algo extraño pasó.—Donn
Othna hizo una pausa y rió brevemente.—Nosotros, los del Oeste odiamos de forma persistente, y nuestros vecinos Gaélicos hacen un culto de la
revancha, pero ¡Por Crom!, yo nunca imaginé como podía ser el ansia de venganza
hasta que avistamos los barcos de Asgrimm el Anglo(5)
Ese rey del mar tenía una antigua
deuda de sangre con Athelred y le dio
caza con sus diez largas serpientes. ¡Por
Crom!, nos persiguió alrededor de medio
mundo! Se pegó a nuestra popa igual que
un perro de caza, y no podíamos eludirle.
Le hicimos correr alrededor de la costa
gala hasta pasada Hispania, en cuyas norteñas costas y en el interior de aquella tierra mis hermanos celtas mantuvieron una
lucha feroz con los Hijos de Roma.
Cuando quisimos girar hacia el Mediterráneo, nos bloqueó el paso conduciéndonos
a las Columnas de Hércules. Durante
todo el tiempo huimos hacia el Sur plagado de pasos tétricos, vaporosas costas,
nauseabundas ciénagas y oscuras junglas
donde salvajes negros desnudos nos gritaban y lanzaban flechas desde arenosas playas. Al fin bordeamos un cabo envuelto
en terribles tormentas y nos dirigimos al
Este. Y en algún lugar del camino nos libramos de nuestros perseguidores.
Desde entonces hemos navegado y remado al azar. Como puedes ver, rey
Constantius, mis noticias son solamente
de hace un año.
Los profundos y oscuros ojos del rajá
reflejaban un oculto pensamiento. Suspiró
y bebió abundantemente de la copa que el
esclavo negro le llenó después de haberla
probado este primero.
—Hace casi veinte años que navegué
desde Bizancio con comerciantes ciprios
hacia Alejandría. Era un joven totalmente
ignorante y lleno de admiración por el
mundo, pero con sangre real en mis
venas. Desde Alejandría erré por intrincados caminos hasta Damasco, y allí me uní
a una caravana que regresaba a Shiraz en
Persia. Más tarde, busqué perlas en el
golfo de Omán y fue allí donde fui capturado por un pirata de las islas Maldivas
que me vendió en una subasta de esclavos
Al servicio del rey
en Nagdragore. No es necesario que te
cuente la enrevesada ruta que seguí para
alcanzar el trono. La vieja dinastía se estaba desmoronando, a punto de caer.
Nagdragore fue asolada por incesantes
guerras con los reinos vecinos. Fue un
largo sendero teñido de rojo, lleno de
conspiración y traición el que tuve que seguir, pero hoy soy el rajá de Nagdragore,
aunque el trono tiemble bajo mis pies.—
Constantius apoyó los codos en la mesa y
su barbilla en sus manos; sus grandes y
melancólicos ojos se clavaban en el gigante rubio que tenía frente a él.—
—Tú eres igualmente un príncipe, aunque tu palacio sea una choza de zarzas.—
dijo este—Pertenecemos al mismo mundo,
aunque mi nacimiento haya sido en una
punta, y el tuyo en el otro extremo de este
mundo. Necesito hombres en quienes
poder confiar. Mi reino está dividido internamente y yo juego enfrentando un jefe
contra el otro para la desgracia de Nagdragore, pero en mi propio beneficio. Mis jefes
enemigos son Anand Mulhar y Nimbaydur
Singh. El uno es rico, cobarde y avaricioso;
demasiado precavido y suspicaz para oponerse a mí abiertamente. El otro es joven,
apasionado, romántico y valiente, pero una
víctima de los prestamistas que vigilan los
saltos del pez. La gente corriente me odia
porque aman a Nimbaydur Singh que tiene
trazos de sangre real en sus venas. A los
nobles, los Rajsputs, no les gusto porque
soy un extranjero. Pero gobierno a los
prestamistas y, a través de ellos, a Nagdragore. La guerra es un secreto en mayor o
menor medida en el que me están oprimiendo Anand Mulhar por un lado, y Nimbaydur Singh por el otro, pero todavía
mantengo en mis manos las riendas del
poder. Se odian demasiado entre ellos para
aliarse contra mí. Pero es la silenciosa daga
asesina a la que tengo que temer. No confío totalmente en mi guardia, pero una
cierta incertidumbre es mejor que una suspicacia absoluta que sería todavía más peligrosa. Ese es el motivo por el que bajé yo
personalmente a los muelles a recibiros.
¿Os quedaríais tú y esos bárbaros aquí en el
palacio y pelearíais para mí si la ocasión llegase? No puedo nombrarte oficialmente mi
salvaguardia porque ofendería a los nobles
y todos se levantarían instantáneamente
contra mí. Pero aparentemente os haría
formar parte del ejército; permaneceréis
aquí en Palacio y tú, príncipe, podrías ser mi
compañero de festines.
Donn Othna esbozó una lenta y tenue
sonrisa y estiró su brazo para alcanzar la
jarra de vino.
—Hablaré con Athelred —dijo— Pienso
que aceptará.
3
El britano encontró a Athelred sentado
con las piernas cruzadas en un sofá de
seda, desgarrando una gran pieza de cordero asado, entre enormes tragos de vino
hindú. El sajón refunfuñó un saludo y si-
guió atracándose de comida y bebida,
mientras que Donn Othna se sentaba lanzándole una mirada burlona. La tripulación pirata se derrumbaba cómodamente
en los almohadones del suelo de mármol
y sorprendidos ante la magnifica estancia,
miraban curiosamente sobre sus cabezas
la cúpula ricamente adornada o bien fijaban su mirada hacia el exterior de las ventanas de dorados barrotes donde se podían ver patios con frondosos árboles y
exóticas flores perfumando el aire, o bien
daban paso a aposentos guarnecidos con
fuentes que arrojaban un destello plateado al aire. Se mostraban curioso y encantados igual que niños y suspicaces como
lobos. Cada uno guardaba su terrible afilada hacha al alcance de su mano.
—¿Qué hacemos ahora, Donn
Othna?—dijo Athelred entre dientes, sin
dejar de masticar—
—¿Qué harías tú?— eludió el britano
la pregunta.
—Pues bien— el pirata balanceó un
hueso medio roído— aquí hay un botín que
conseguiría que los ojos de Hengist (6) se
abrieran de par en par y que haría la boca
agua a Cerdic. (7) Déjanos hacer esto; por
la noche nos levantaremos furtivamente y
prenderemos en llamas el palacio; así, aprovechando el alboroto, arrebataremos fácilmente el botín y no nos resultará difícil recorrer el camino hacia nuestro barco que
permanece sin vigilancia en los muelles. Entonces, ¡rumbo a los mares del Oeste!
¡Cuándo mi gente vea lo que traemos,
habrá un centenar de barcos dragón siguiéndonos! Saquearemos Nagdragore
como Genserico saqueó Roma y esculpiremos un reino con nuestras hachas.
—Atraerá a los lobos de mar de la
Bretaña y en especial a tu perseguidor, el
anglo Asgrimm.— dijo Donn Othna severamente.
—Puede ser. Pero es un plan demasiado ambicioso para olvidarlo, incluso si
atrajera detrás nuestro a esos perros de
la Anglia— comentó con los ojos brillando de furia y codicia a un tiempo el
sajón.
— En el caso de que lográsemos ocultar la traición a nuestro huésped, no podríamos recorrer ni la mitad de la distancia al barco. ¿Ciento cincuenta hombres
contra un posible bloqueo de cincuenta
mil? No pienses más en ello.—aseveró el
celta negando con un movimiento de su
cabeza.
—¿Entonces qué?— gruño Athelred.
—¡Por Thor, parece que nuestras posiciones han cambiado! ¡A bordo del barco
tú eras nuestro prisionero! ¡Ahora, más
bien somos nosotros los tuyos! Hereditariamente somos enemigos; ¿Cómo puedo
saber si pretendes jugar limpio con nosotros? ¿Cómo puedo saber que habéis estado maquinando el rey y tú entre vosotros? Quizás planeáis cortarnos las
gargantas.
—Y sin saberlo debes aceptar mi palabra —contestó con calma el príncipe—
No tengo ninguna simpatía hacia ti o hacía
tu raza, aunque sé reconocer a un hom-
bre valiente. En nuestro propio beneficio,
debemos actuar en este asunto conjuntamente. Sin mí no tienes intérprete; sin ti,
no tengo el respaldo de las armas para hacerme respetar. Constantius nos ha ofrecido un puesto en su guardia de palacio.
No confió en él más de los que tú confías
en mí; el trato no se cumplirá por su
parte en el momento en el que esté en
ventaja. Pero hasta entonces nosotros salimos ganando si cumplimos su petición.
Conozco a los hombres, y la avaricia no
es uno de los defectos de éste. Nadaremos en su abundancia. Justo ahora necesita nuestras espadas. Después no le haremos falta y podremos embarcar de nuevo,
pero entiende, Athelred, que éste apoyo
que te hago ahora es mi rescate.
—Lo juro por mi espada— gruñó
Athelred y Donn Othna asintió satisfecho,
sabiendo que el franco sajón era un hombre de palabra.
—El Este está lleno de posibilidades ilimitadas— dijo el britano— Aquí, un corazón intrépido y una afilada espada pueden
llevar a cabo tanto o más que en el Oeste
y, además, la recompensa es mayor.
Ahora mismo, dudo de sí Constantius
confía en mí plenamente y debo probarle
que somos de gran valor para él.
4
La oportunidad llegó antes de lo que él
esperaba. Durante los días siguientes,
Donn Othna y sus compañeros vagaron
por los laberínticos recovecos de la ciudad del Este, asombrados por los extraños contrastes; el esplendor y la riqueza
de los nobles, la miseria y la suciedad de
los pobres. Para aquel que se alzaba en el
trono, no existía la menor paradoja. Donn
Othna se sentó en la habitación de oro
batido y bebió vino con el rajá Constantius, mientras que el enorme y silencioso
hombre negro les servía. El príncipe britano se quedó mirando curiosamente el
rajá. Constantius bebía desmesuradamente, de un solo trago. Estaba borracho,
sus extraños ojos se oscurecieron y eran
más transparentes que nunca.
—Eres un alivio al igual que una protección para mí, Donn Othna— dijo éste,
con un ligero hipo— Contigo puedo ser
yo mismo, por lo menos eso creo. Confío
en ti porque llevas el limpio y sincero
poder de los vientos del Oeste y el húmedo y salado sabor de los mares del
Norte. No necesito estar en guardia para
siempre. Te digo, Donn Othna, que éste
negocio del imperio no es de los que se
hacen por la comodidad o por la felicidad.
Si tuviera que vivir mi vida de nuevo, preferiría ser lo que fui una vez, un joven de
piel morena y musculoso, buceando en
busca de perlas en el golfo de Oman y
desperdiciándolas luego con chicas árabes
de ojos oscuros y penetrantes Pero el
manto púrpura es mi maldición y mi obligación por nacimiento, igual que para ti.
Soy rajá, no porque fuera astuto o hábil,
Weird Tales de Lhork
23
Robert E. Howard y Eugenio Fraile
sino porque tengo en mis venas la sangre
de emperadores y seguí un destino que
no puedo eludir. Tú, también, vivirás para
imponer un trono y maldecir la corona
que soportará tu cansado cuello. ¡Bebe!
Donn Othna rechazó la jarra ofrecida.
—Ya he bebido bastante y tú también— dijo sin rodeos—¡Por Crom, he
descubierto ser bastante glotón y borracho! Eres increíblemente listo e sorprendentemente hábil. ¿Cómo puede ser rey
un hombre como tú?
Constantius rió.
—Esa es una pregunta que a otro
hombre le costaría su cabeza. Te contaré
por qué soy rey; porque puedo halagar a
los hombres y ver a través de su arrogancia; porque conozco las debilidades de un
hombre fuerte; porque sé como usar el
oro; porque carezco de cualquier escrúpulo y recurro a cualquier método justo
o sucio para obtener mis fines; porque habiendo nacido en el Oeste y crecido en el
Este, tengo la astucia de ambos mundos.
Porque, aunque soy por lo general un
necio, tengo momentos de verdadero ingenio, más allá de la capacidad de coherencia de un hombre sabio. Y porque, y
todas mis anteriores aptitudes serían inútiles sin esta, tengo el poder de moldear
a las mujeres igual que la cera en mis
manos. Déjame mirar a los ojos de cualquier mujer y tenerla cerca de mí y será
mi esclava para siempre.
Donn Othna encogió sus poderosos
hombros y posó su jarra.
—El Este me provoca una extraña fascinación— dijo Othna— aunque hubiera
preferido gobernar una tribu de desgreñados cimerios. Pero, ¡por Crom, tus propósitos son enmarañados y extraños!
Contantius rió y se levantó titubeando. El retiro del rajá era atendido solamente por un enorme mudo negro. Donn
Othna dormía en una habitación colindante a la habitación de pan de oro. Y
ahora, Donn Othna, despidiendo a su
propio esclavo, anduvo hacia la pesada
ventana de barrotes que daba afuera a un
patio interior, y respiró profundamente
los picantes perfumes del Oriente. La ensoñadora antigüedad de la India rozó sus
párpados con adormecidos dedos y en las
profundidades de su oscura alma se removieron sus recuerdos sobre su raza.
Después de todo, sentía un cierto parentesco con aquellos Rajsputs de cara de
halcón y ojos afilados. Eran de su sangre,
si eran ciertas las antiguas leyendas de los
días en los que los hijos de Aryon eran
una gran tribu en los oscuros tiempos,
antes de que los ancestros de Nimbaydur
Singh se exiliaran de la nación hacia aquella gran deriva del sur, y antes de que los
ancestros de Donn Othna comenzaran su
larga emigración hacia el Oeste. Un débil
sonido le devolvió de vuelta al presente.
Mediante rápidos pasos atravesó la habitación y miró hacia el aposento de pan de
oro, a través de la cortina de tela dorada.
24
Weird Tales de Lhork
5
Una bailarina había entrado en la habitación y Donn Othna se preguntó con
asombro cómo podía haber llegado ahí
con los guardianes del exterior vigilando
la puerta. Era una pequeña joven, delgada,
ágil y bonita, su ligera faja de seda y el dorado peto acentuaban su sinuosa hermosura. Se acercó hacia el enorme negro
que le observaba de forma amenazadora.
Se aproximó a él, sus encarnados labios
suplicantes, sus profundos ojos lujuriosos,
extendiendo sus pequeñas manos vueltas
hacia arriba implorantes. Donn Othna no
pudo entender lo que decía, aunque había
aprendido mucho del lenguaje de los Rajput, pero vio como el negro negaba con
su enorme cabeza y levantaba de forma
amenazadora su descomunal cimitarra. La
joven estaba muy cerca del mudo ahora y
se movió como una cobra.
De algún lugar de sus escasas prendas
sacó una daga y con el mismo movimiento le asestó un golpe debajo del corazón. El mudo se tambaleó igual que un
enorme ídolo negro, su espada resbaló
de su nerviosa mano y luego él cayó al
suelo, su cara retorciéndose por la agonía
del esfuerzo que hacía su media lengua
para avisar a su amo. Entonces la sangre
salió a borbotones de la silenciosa boca
entreabierta y el esclavo permaneció
quieto. La chica brincó rápida y silenciosamente hacia la puerta, pero Donn
Othna se colocó delante de ella de un
solo salto. La examinó durante un fugaz
segundo, y a continuación ella saltó a su
garganta como una furia. Las danzas del
Este volvían a sus devotas ágiles y cada
uno de sus músculos duro como el acero.
Años atrás, cuando los occidentales invadieron el Este de nuevo, se encontraron
con que una esbelta chica podía resultar
ser mejor rival que un hombre. Pero
aquellos hombres no habían tirado nunca
de los remos en una galera, blandido un
hacha de guerra que pesase veinte libras,
ni refrenado a cuatro salvajes caballos de
cuadrigas sobre sus cuartos traseros.
Donn Othna mostró su furia felina, la
desarmó con un ligero esfuerzo y la sostuvo bajo su brazo igual que a un niño No
sabía cuál iba a ser su siguiente paso
cuando de repente apareció el rajá saliendo de la habitación real, sus ojos seguían enturbiados por el vino.
Un simple vistazo le bastó para comprender lo que había sucedido.
—¿Otra mujer asesina?— preguntó
con indiferencia—Mi trono contra tu espada, Donn Othna, a que fue Anand Mulhar quien la envió. Nimbaydur Singh es
demasiado honrado para semejantes tretas, el incauto es honorable por encima
de todo.
De forma despreocupada tocó con el
dedo del pie el cuerpo de su fiel esclavo,
pero no hizo ningún comentario.
—¿Qué hago con la fierecilla?—preguntó Donn Othna.—Es demasiado joven
para colgarla... ¿y si la dejamos marchar?
Constantius negó con la cabeza.
— Ni una cosa ni la otra; déjame que
me quede con ella.
Donn Othna le entrego la chica al rajá
con la misma facilidad que a un niño, contento de librarse de los arañazos y mordiscos del pequeño demonio. Pero al primer contacto con las manos de
Constantius se quedó quieta, temblando
como un corcel asustado. El rajá se sentó
en un diván y forzó, sin brusquedad pero
sin piedad, a la chica a arrodillarse delante
de él.
Lloriqueó un poco, bastante más asustada de la tranquilidad del griego que de la
furia de Donn Othna. Una blanca mano
enjoyada sujetaba sus finas muñecas, la
otra reposaba sobre su cabeza forzándola
a levantar la mirada hacia el rajá que mantenía la vista imperturbable ante sus ojos
huidizos.
— Eres muy joven pero muy estúpida— dijo Constantius en un tono pausado— Viniste aquí para matarme porque
algún perverso amo te envió—su mano la
acarició lentamente igual que un hombre
acaricia a un perro— Mírame a los ojos;
yo soy un amo justo. No te haré daño; te
quedarás conmigo y me amarás.
— Si, amo— la chica contestó en voz
baja como si estuviera en trance; sus ojos
ahora no trataban de evitar a Constantius.
Estaban muy abiertos y poseían un nuevo
y extraño brillo; se amilanó bajo la caricia
del rajá. Éste sonrió y la calidad de esa
sonrisa le hizo extrañamente atractivo.
—Dime quien eres y quien te envía—
ordenó éste, y ante el completo asombro
de Donn Othna, la chica inclinó su cabeza
obedientemente.
—Soy Yatala; mi dueño Anand Mulhar
me envió para matarte, mi señor. He bailado en tu palacio más de una noche. Mi
señor me vendió en la subasta de esclavos
y tu eunuco jefe me compró entre otras
bailarinas. Estaba bien planeado, amo.
Vine anoche y seduje a los guardianes; entonces cuando me dejaron acercarme,
viendo que era menuda y estaba desarmada, aproveché para soplar unos polvos
secretos en sus ojos, y de esta forma el
sueño se apoderó de ellos. Después cogiendo una daga de uno de ellos, entré
aquí, y ya conoces el resto, mi señor.
Ocultó su rostro entre las rodillas de
Constantius y el rajá miró a Donn Othna
con una vaga sonrisa.
—¿Qué piensas ahora, Donn Othna,
de mi poder sobre las mujeres?
— Eres un demonio— respondió el
príncipe con franqueza. —¡Apostaría mi
cabeza a que ninguna tortura podría haber
arrancado de esa chica lo que te acaba de
contar ella libremente!
Unas cautelosas pisadas sonaron a lo
lejos. Los ojos de la chica se encendieron
con repentino terror.
—¡Cuidado, mi señor!— gritó— ¡Es
Tamur, el estrangulador de Anand Mulhar; me siguió para asegurarse!
Donn Othna se giró hacia la puerta y
la abrió revelando una terrible figura.
Al servicio del rey
6
Tamur era más alto y pesado que el poderoso britano. Desnudo excepto por un
taparrabos, su oscura piel bronceada resaltaba sus poderosos músculos de hierro. Sus miembros eran igual que el roble
y el hierro, ágiles y elásticos como los de
un tigre, y sus hombros increíblemente
anchos. Un corto y macizo cuello sostenía
una bestial cabeza. La baja y sesgada
frente, la olfativa nariz, la cruel abertura
de la boca, las pegadas orejas, el afeitado
cráneo de mono, todo delataba a la bestia
humana, al sanguinario hombre primitivo.
En su cinturón estaba enrollado el instrumento de su oficio; una siniestra cuerda
de seda. En su mano derecha sujetaba un
sable curvado. Donn Othna avistó su formidable figura en un rápido vistazo, y al
momento estaba lanzándose al ataque con
la impetuosa furia de su raza. Su espada
centelleó en el aire formando un brillante
y azulado arco justo cuando el otro golpeó. En ninguno de los dos podía haber
lugar para la duda. Ambos saltaban y golpeaban simultáneamente, rápidos para
lanzar toda su fuerza en un solo golpe demoledor. Y en el aire, la espada curvada
chocó estruendosamente con la espada
recta. La cimitarra se desintegró en mil
pedazos y, antes de que el britano pudiera
golpear de nuevo, el estrangulador soltó
la empuñadura e igual que una boa, aferró
a su enemigo de piel blanca en un fiero
abrazo. El príncipe britano dejó caer su
espada, inútil a esa corta distancia y se
agarró a su contrincante.
En un instante supo que estaba midiéndose con un diestro y cruel luchador.
El terso y desnudo cuerpo del hindú era
como una gran serpiente e igual de escurridizo. Pero de algo le serviría a Donn
Othna sus combates con luchadores romanos en el pasado. Ahora, rechazó,
arremetiendo con la rodilla y el codo, la
garra de hierro que le aprisionaba. El ligero barniz de civilización adquirido por
el contacto con sus vecinos romanos se
había desvanecido en el fragor de la batalla, y era un bárbaro de piel blanca, salvaje
como cualquier godo, sajón o celta quién
estaba desgarrando y gruñendo en la habitación de pan de oro del rajá de Nagdragore. Donn Othna vislumbró, por encima del pesado hombro de Tamur, a
Constantius acercándose con la espada
que él había soltado y, con los ojos azules
brillando por el ardor del combate, lanzó
un gruñido al rajá para mantenerle apartado y poder terminar su propia pelea.
Pecho contra pecho, los gigantes luchaban, tambaleándose de atrás a adelante,
abrazados estrechamente, pero todavía
en pie, cada uno frustrando del esfuerzo
del otro. El pulgar de Tamur presionó el
ojo de Donn Othna, pero el príncipe hundió su cabeza contra el masivo pecho del
otro, zafándose del agarre, y el estrangulador se vio forzado a quebrar el aprisionamiento del britano para salvar su columna. De nuevo asió Tamur el brazo de
Donn Othna en un terrible agarre que le
«El estrangulador cayó al suelo
como un tronco y Donn Othna,
jadeando, se quitó la cuerda de
su torturada garganta y la
arrojó a un lado, justo cuando
Tamur gateaba hacia sus pies,
con sus ojos brillando como los
de un hombre loco
habría roto el codo igual que una rama si
el príncipe britano no hubiese arremetido
de repente con su cabeza de forma bestial
y desesperada en la cara del hindú. La sangre brotaba mientras que la cabeza de
Tamur chasqueaba hacia atrás y Donn
Othna, aprovechando su ventaja, le derribó al suelo. Los dos cayeron pesadamente, pero el estrangulador que se retorcía de dolor bajo el britano encontró
el cuello de su adversario que agarró dejando su cabeza en un peligroso ángulo.
Con un jadeo se deshizo de la presión,
justo cuando Tamur dirigía su rodilla hacia
la ingle del britano. Entonces, al relajarse
involuntariamente la garra de hierro del
hombre blanco, el negro saltó libre, cogiendo de su cinturón la cuerda mortal.
Donn Othna se levantó con mayor lentitud, mareado por el dolor de la última
arremetida; y Tamur, con un graznido inhumano de triunfo, brincó y arrojó su
cuerda. El britano escuchó el grito de la
chica, a la vez que sentía el largo y fino látigo alrededor de su cuello, igual que una
serpiente, cortándole inmediatamente la
respiración. Pero en el mismo instante
lanzó ciega y terriblemente su puño cerrado de hierro a la mandíbula de Tamur.
El estrangulador cayó al suelo como un
tronco y Donn Othna, jadeando, se quitó
la cuerda de su torturada garganta y la
arrojó a un lado, justo cuando Tamur gateaba hacia sus pies, con sus ojos brillando
como los de un hombre loco. El britano
cayó sobre él rabiosamente, apaleándole
con golpes continuos y secos, aprendidos
tras largas horas de práctica con los Cestus. (8)
Semejante ataque estaba por encima
de la destreza de Tamur para enfrentarse
a él. El Este carecía del instinto de golpear
con el puño cerrado Un golpe que se estrelló de pleno en su boca hizo brotar la
sangre y astilló sus dientes; el hindú contraatacó con el único golpe que conocía,
un ataque con la mano abierta desconcertó a Donn Othna llenando sus ojos
momentáneamente con chispas de oscuridad. Pero al instante devolvió el golpe
con un directo que se hundió profundamente en el diafragma de Tamur y le hizo
doblarse sobre sus rodillas retorciéndose
de dolor y jadeando El estrangulador aferró las piernas de Donn Othna y le arrastró hacia abajo, y una vez más, estaban luchando cuerpo a cuerpo. Pero el feroz
britano sintió la creciente debilidad de su
enemigo y, redoblando la furia de su ataque, como un tigre cegado por el olor de
la sangre, movió al hindú hacia atrás y
adelante hasta que al final encontró el agarre mortal que buscaba, y asfixió al estrangulador, hundiendo sus dedos de hierro cada vez más, hasta que sintió la vida
fluir a través de sus dedos y su cuerpo se
quedó rígido. Entonces Donn Othna se
levantó apartando la sangre y el sudor de
sus ojos y sonrió de manera sombría al
embelesado rajá, todavía de pie, sosteniendo petrificado la espada de Alejandro.
— Bueno, Constantius — dijo Donn
Othna, — Puedes ver que soy digno de tu
confianza.
Aquí termina el relato original de
Robert E. Howard. La continuación
del mismo es obra de Eugenio
Fraile.
—Así parece, mi terrible protector de
sombrías tierras —contestó éste con voz
musical a pesar de la evidente embriaguez
producida por el vino— Y deseo que tu
furia no se vuelva nunca contra aquel que
se sienta en el inestable trono de alabastro y pieles de tigre de Nagdragore. ¡Pero
basta por ahora de luchas y traiciones!
Dejemos que el alba pálida disipe los terrores y acechanzas nocturnas.
Y acercándose con un andar ligeramente tambaleante a una de las paredes
de la estancia, Constantius golpeó con un
pequeño mazo un batintín dorado que
colgaba entre los tapices. Aún no se había
extinguido el suave eco de la llamada
cuando aparecieron en la habitación dos
esclavos que a un gesto despectivo del
rajá cargaron con el cuerpo del estrangulador retirándole de la vista de los allí presentes.
—Vamos, mi dulce Yatala —continuó
hablando Constantius mientras rodeaba,
tal y como haría una serpiente con un raWeird Tales de Lhork
25
Robert E. Howard y Eugenio Fraile
Espadas vikingas. Museo Haithabu (Alemania)
Foto: Kees Huyser.
toncillo, la cintura de la joven con uno de
sus brazos y la empujaba fuera de la cámara con paso vacilante— ¡Aun has de
contarme más cosas sobre esta pequeña
conjura contra mi persona y el príncipe
Donn Othna querrá descansar de su épica
demostración de fuerza y poder!
El britano no dijo nada, mientras recuperaba de manos del rajá la espada de
Alejandro, pero le pareció notar un leve
tono de irónica burla en las estropajosas palabras del griego y se juró a sí
mismo, con los brillantes ojos puestos
en la espalda del rajá, no confiar demasiado en sus aparentemente amistosos
modales.
7. «DOSTIGRES SE ENCUENTRAN»
El amanecer envolvía, como un velo de
seda y tul, las doradas cúpulas de Nagdragore y los incipientes rayos del sol se reflejaban cegadores en las aguzadas espiras
cuando Donn Othna penetró en la estancia que servía de aposento a Athelred.
El vikingo ya se encontraba levantado
y fiel a sus tormentosos e imprevisibles
estallidos de mal carácter, apenas sí dejó
que el celta mascullara un saludo y comenzó a gritar, más que hablar, con voz
tronante mientras se ajustaba furioso la
cota de malla en su voluminoso torso y
26
Weird Tales de Lhork
sujetaba su descomunal hacha al cinturón
de gruesa hebilla metálica.
—¡Por mil trolls hediondos, celta de
los demonios! —rugió— ¿Acaso os creéis
tú y ese griego loco de Constantius que
somos como débiles y desdentadas viejas?
¡Mis hombres son vikingos, lobos de los
mares y no servimos para permanecer
como estatuas decorativas en un corredor de Palacio! ¡Necesitamos empaparnos
con la sangre de nuestros enemigos, oler
el humo y el fuego de los poblados ardiendo y escuchar los gritos aterrorizados
de sus mujeres!
Donn Othna permaneció en silencio
mientras el jefe sajón escupía en sus amenazadoras palabras toda la rabia acumulada durante los días de inactividad.
Cuando el celta pensó que Athelred había
terminado con sus bravatas, le interpeló
suavemente con una sombría sonrisa de
lobo en los labios.
—¿Y qué crees que deberíamos hacer,
oso sanguinario?
—¡Tentado estoy de enviaros a ti y a
tu pacto con el griego a los negros infiernos de Hela y saquear este nido de perfumadas víboras, poniendo rumbo después
a Occidente mientras las llamas envuelven
esta maldita ciudad a nuestras espaldas!
— bufó Athelred abriendo y cerrando sus
grandes manos ante el impasible rostro
del celta.
Este rió con desgana y aquello aguijo-
neó aún más la furia del vikingo que cerró
el puño sobre el mango de su hacha con
la intención evidente de abalanzarse sobre
el britano.
Pero este, lejos de hacer frente a la
acometida del gigante, se retrepó cómodamente en un almohadillado diván de la
estancia. Aquella actitud tan desconcertante del celta tuvo el efecto de detener
la embestida de Athelred que con la barbuda cara enrojecida por la ira que le consumía, no podía articular palabra alguna.
Por fin, sólo acertó a resoplar como
una morsa de los mares del norte y apoyando su masivo corpachón en una columna de frío mármol, cruzó los brazos
sobre el imponente pecho mirando interrogante a aquel exasperante contrincante.
—¡Maldito celta, no sé si eres valiente
hasta la locura o no te importa la muerte!
—murmuró.
—¡Salve, Athelred! —habló al fin tranquilamente Donn Othna utilizando el antiguo saludo romano incorporándose del
diván— ¡Ya veo que un vikingo es un vikingo hasta el final, a pesar de tener de
todo a su alcance!
—¡Loki te fulmine a tú y a tus lujos! —
contestó más calmado el sajón gruñendo
las palabras.
—¿No es el sueño dorado de todo vikingo el morir empuñando la espada y que
las hermosas valkirias le lleven hasta el
Al servicio del rey
reino de Valhalla y así compartir una eternidad de festines, canciones y peleas con
sus hermanos héroes? — se burló el britano.
—¡Cesa en tus burlas o romperé la
palabra que te di y uno de los dos morirá
aquí y ahora!— amenazó de nuevo el vikingo.
Donn Othna rió calladamente y ofreció una copa de vino de una cercana jarra
de fino cristal a Athelred al tiempo que
hablaba ya con la seriedad instalada en su
pétreo semblante.
— No era mi intención ofenderte sin
más, sino asegurarme que las comodidades y diversiones de este palacio no habían ablandado tu vitalidad y mellado el
filo de tu hacha. Las mujeres hermosas y
el fuerte vino de especias producen tal
efecto sobre los guerreros. ¡Y bien sabe
Crom que en la ciudad de Nagdragore
abundan ambas cosas además de la traición! — sentenció el celta.
Y ante la expresión de ignorancia de
su compañero, en breves palabras le puso
al corriente de su mortal lucha nocturna
con Tamur y la actitud tan inquietante de
Constantius, mostrándose casi indiferente
ante aquel ataque.
—¡Por el martillo de Thor! ¡Deberíamos seguir mi plan y arrasar este pozo de
serpientes! — abundó en su idea inicial
Athelred.
—¿Un puñado de hombres contra
miles de espadas? — dudó Donn Othna—
. ¡No daríamos ni un centenar de pasos
hasta el puerto y antes de que los pocos
que lo lograran pudieran embarcar en tu
bajel dragón, seríamos barridos como la
hojarasca por el viento!
—¡Quizás sea como tú dices, pero
por Odín que sería una lucha que hasta
los mismos dioses contemplarían con envidia! ¡Enviaríamos a muchos de estos
chacales oscuros a las puertas del infierno
de Hela! — rugió el vikingo con el fuego
y la pasión ardiendo en los claros ojos.
Donn Othna también se sintió arrastrado durante unos momentos por la visión de gloria y muerte que Athelred le
describía, notando cómo su sangre celta
hervía henchida de salvajismo y locura en
las venas. Al fin, su razón acabó imponiéndose barriendo las brumas sangrientas de
aquella imaginaria gesta y negó con la cabeza de cabellos dorados semejando el
gesto de un león desafiante.
—¡No, Athelred. Hemos de mantener
la calma y esperar a que sea Constantius
quien dé el primer paso en este juego de
traiciones que se trae entre manos. Por el
momento nos necesita como su guardia
pretoriana, al estilo de los grandes Césares de Roma, pero él mueve los hilos de
esta tragedia desde las sombras según le
conviene. ¡Y por Crom, que haríamos
bien teniendo el filo de nuestras espadas
y hachas a punto para cortarlos junto a su
adornada cabeza! — meditó el celta pensativo.
—¿Y qué sugieres que hagamos? ¿Que
nos inclinemos con sumisión al sacrificio y
esperar a que sus silenciosos asesinos nos
embosquen en la oscuridad de los corredores de este palacio maldito?— protestó
Athelred.
— Ni lo uno ni lo otro — le calmó el
britano— Ya he pensado en ello. Hoy
mismo reunirás a tus hombres y harás
que se instalen todos en el ala del palacio
que da a las caballerizas y que es la más
cercana al puerto de la ciudad. En caso de
necesidad, utilizaríamos los caballos para
huir más rápidamente hacia el puerto. Los
turnos de guardia se harán por parejas y
nos equiparemos con las cotas de malla.
Eso nos dará una importante ventaja
sobre los soldados del rajá ataviados con
sus finos petos plateados. Así, cada hombre valdrá por tres. ¡Aunque sólo los dioses saben el tiempo que podríamos resistir si Constantius decida que ya no le
somos de utilidad y azuza a sus perros
contra nosotros!
—¡El suficiente para arrancarle de su
podrido pecho el negro corazón! — sentenció hoscamente el sajón lanzando la
copa de la cual había estado bebiendo
contra el brillante suelo.
Donn Othna ya no comentó nada
más, reafirmando con su silencio la decisión de su compañero mientras miraba
cómo el rojo vino se deslizaba por las
blancas losas del suelo. No pudo evitar
pensar que quizás aquél estallido de furia
del sajón fuera como una premonición
que teñiría las calles de Nagdragore con
algo más oscuro que el vino.
*
*
*
El sol colgaba como un escudo de bronce
bruñido en un cielo de azul cobalto
cuando Donn Othna abandonó la compañía de Athelred que, junto a su piloto
Hrothgar, habían comenzado a reunir a
sus hombres.
El celta franqueó con paso firme las
grandes puertas de madera de sándalo tallado engastadas con rubíes y zafiros del
palacio del rajá. Simuló ignorar aquel derroche de oriental opulencia y aún más a
la docena de altos guerreros barbudos de
piel oscura, expresión hierática y rostro
aguileño que custodiaban el lugar ataviados con vistosos uniformes de lino y seda
blanca, turbantes negros adornados con
una llamativa pluma de faisán, escudos de
endurecida piel de rinoceronte sujetos a
la espalda y curvas espadas al cinto.
Dejando a sus espaldas el gran pórtico
donde se hallaba la guardia palaciega, el
guerrero atravesó un patio espacioso y un
jardín poblado de árboles frutales en
cuyas ramas se posaban delicadas aves
cantoras de exóticos plumajes.
Rodeó una galería calada con pavimento de mármol y admiró de pasada los
muros de azulejos de diversas tonalidades
que combinaban enrevesadas escenas de
caza y luchas al tiempo que escuchaba el
suave murmullo del agua cristalina que
surgía de múltiples surtidores de varias
fuentes doradas. El alma melancólica del
celta se sentía atraída por aquellas muestras artísticas de un pueblo más sofisti-
cado y ablandado por la civilización pero
su musculoso pecho se ensanchó orgulloso cuando interiormente comparó la
salvaje y sombría vitalidad de su tierra
natal en el lejano norte occidental con la
lujuriante y embriagadora belleza, casi mareante y obsesiva, de Nagdragore.
Encaminó sus elásticas zancadas hacia
la avenida principal de grandes losas de pizarra veteada que desembocaba en el
puerto de la ciudad y sobre la cual las
densas copas de los sicómoros vertían
alargadas sombras.
Al penetrar en la gran plaza del durbar
(9) el britano se vio asaltado por un maremagno de rostros y razas diferentes y
una barahúnda de lenguas, sonidos, olores
y colores golpeó como el mazo del otator
(10) sus afinados sentidos. Las avenidas de
Nagdragore, amplias y refrescantes con
hermosos palacetes y mansiones de perfumadas balconadas o las estrechas y húmedas callejuelas, con oscuros soportales
formaban una abigarrada urbe de placeres
y peligros. Su gran físico y constitución
destacaban poderosamente entre las innumerables cortesanas, nobles, sacerdotes, guardias, astrólogos, comerciantes y
mendigos que se apartaban a su paso
como las olas ante la proa de una galera
de combate.
Más de un individuo de torva catadura,
desde las sombras, siguió su caminar, especulando con los posibles beneficios a
conseguir de aquel bárbaro extranjero,
pero un rápido vistazo a su gran espada y
la desafiante forma que tenía de devolver
las miradas acobardaban cualquier intento
de interponerse ante él.
Esclavos sudorosos de apretados músculos de ébano transportaban lujosas literas con hermosas y veladas mujeres en su
interior, mientras las filas de camellos y
elefantes de adornados colmillos romos
cargaban las más diversas mercaderías
desde las galeras y caravanas que, provenientes de los rincones más lejanos de
Malabar, del Turquestán, de Cathay o de
Persia, arribaban a los muelles y puertas
de Nagdragore como un faro que atrajera
toda la riqueza y el esplendor de Oriente.
Donn Othna se percataba de todo
aquel colorido y variedad en su deambular
por las calles de la ciudad mientras tenía
presente en todo momento que su salida
del palacio del rajá había sido motivada
por la necesidad urgente de alertar a la
reducida tripulación de guardia que permanecía a bordo del barco dragón de
Athelred. El celta era portador de la
orden del sajón a sus hombres de que estuvieran atentos y dispuestos para izar
velas al menor indicio de intento de abordaje por parte de la guardia de Constantius u otra facción rebelde al rajá. Ya divisaba los mástiles y velámenes de los
navíos del puerto cuando de repente una
cacofonía de alaridos y gritos aterrorizados llegó hasta sus oídos, al tiempo que
una multitud de hombres y mujeres con el
pánico pintado en sus rostros avasallaba
todo a su paso, volcando tenderetes, derribando fardos y mercancías y empuWeird Tales de Lhork
27
Robert E. Howard y Eugenio Fraile
jando en su loca carrera a los más débiles
que caían ante sus pies. El caos era total y
el britano evitó ser aplastado por enormes elefantes que barritaban furiosos y
descontrolados, trepando a una de las
muchas estatuas que representaban a la
multitud de divinidades orientales y que
jalonaban el malecón del puerto. Tras
dejar pasar la primera avalancha, Donn
Othna saltó ágilmente al suelo y sujeto
por el cuello con mano de hierro a un vociferante y gordinflón mercader que había
perdido su turbante en la huida. Fue
como si el hombre chocara de repente
con una pared, quedándose clavado en el
lugar, jadeando y resoplando por el esfuerzo de la carrera.
—¡Por Crom! — rugió el celta—
¿Qué os hace correr de tal manera?—
El mercader pareció no escuchar la
pregunta del guerrero mientras giraba
con dificultad su cabeza mirando a sus espaldas a punto de desmayarse de terror.
—¡Habla ya, maldito seáis tú y tu loca
ciudad! — le apremió el britano levantando un palmo de suelo al hindú, que entonces balbuceó:
—¡El Demonio Rayado está libre!
¡Que Shiva nos proteja!
—¿El Demonio Rayado? ¿Qué nueva
locura es esta? — preguntó airado Donn
Othna.
—¡Es el portador de la muerte en la
oscura noche! ¡Déjame que viva para
poder reunirme con los míos, extranjero!
— suplicó el mercader.
El celta soltó al hindú, que salió corriendo gritando entre agradecido y atemorizado alejándose de allí. Donn Othna,
intrigado y receloso como un lobo, siguió
adelante aferrando con fuerza la empuñadura de su espada. Sus sentidos estaban
alertas y al doblar un recodo de la calle
que seguía, desembocó en una plazuela,
quedando ante sus ojos una sangrienta escena de muerte y destrucción. Hasta
media docena de hombres yacían despedazados en medio de grandes charcos de
sangre y sobre los cadáveres se alzaba, terrible y majestuosa a un tiempo, la figura
imponente de un gran tigre rayado que
rugía ásperamente su desafío al cielo de
Nagdragore. En el otro extremo de la plazoleta el britano pudo ver una jaula de
gruesos barrotes de hierro con los cierres de la puerta abombados y reventados, como si una fuerza primitiva hubiera
aplicado contra ellos una bestial presión.
A su lado, caído en el suelo, había un
hombre atrapado de cintura para abajo
por el peso muerto de un caballo destripado. Era joven, vistiendo ricos atavíos y
trataba de mantener alejado de él al felino
dando inútiles tajos al aire con una cimitarra de adornado pomo.
Todo eso lo apreció Donn Othna en
un parpadeo y al instante siguiente, con
un poderoso salto, se plantó con la gran
espada desenvainada entre el carnívoro y
su indefensa víctima. El tigre se detuvo un
momento, con sus amarillentos ojos fijos
en aquel nuevo estorbo y mostró al aire
sus terribles y aguzados colmillos de sable.
28
Weird Tales de Lhork
Donn Othna permaneció en su sitio pues
si huía, el felino saltaría sobre su espalda
de manera inmediata. Pero no pensaba
caer bajo las zarpas de la gran bestia, así
que tensó los músculos que se abultaron
como cuerdas nudosas y afirmó sus piernas como columnas en el pavimento.
Echó hacia atrás su cabeza y la abundante
y desgreñada melena de rubios cabellos
pareció prestarle la apariencia de un mítico semidiós de las odas nórdicas. Como
si aquello hubiera sido una señal, la fiera
saltó sobre el celta y un momento antes
de que sus poderosas mandíbulas aplastaran la cabeza de éste, el guerrero se desplazó a un lado con rapidez esquivando la
acometida. El impulso que llevaba el
enorme tigre le hizo precipitarse sobre el
cuerpo del caballo. Ignorando al indefenso
y atrapado jinete que asistía a aquella
épica lucha con el asombro y la incredulidad más que con temor, reflejados en su
rostro, el felino, entre rugidos y zarpazos
al aire, volvió al ataque.
Blandiendo su espada, el celta lanzó un
tajo de arriba a abajo que abrió un profundo surco sangriento en el cráneo del
animal, evitando a duras penas por un
palmo que las chasqueantes y demoledoras fauces se cerraran sobre su garganta.
Otro movimiento veloz de Donn Othna
logró que la punta de su acero se clavara
en el cuello de grueso pelaje del tigre, que
retrocedió gruñendo furiosamente de
dolor, salpicando de sangre el rostro del
britano. Ahora, hombre y tigre, componían una terrible y estremecedora figura
de puro y primitivo salvajismo, tal y como
habría sucedido en la más oscura noche de
los tiempos, cuando los ancestros de
ambas especies cazaban, mataban y morían
en primigenias selvas o en profundas cavernas. Las mortíferas mandíbulas del tigre
babeaban mientras su gran cola azotaba furiosa el aire como un látigo en todas direcciones. Con la sangre empapando su lustrosa piel y la rabia y el dolor
resplandeciendo en sus pupilas verticales
como rojos carbones del infierno, el felino
presentaba un aspecto demoníaco. Por su
parte, Donn Othna, con el sudor chorreando por el rostro y el cabello desgreñado
y pegajoso por la sangre del animal distaba
mucho de ser una presa fácil para la fiera.
El tigre, con un profundo rugido, embistió
como un ariete contra el celta y éste, con
los blancos dientes apretados en señal de
desafío, se dejó arrastrar por la locura
mortífera que a veces hacía presa en los
de su raza y hundió su acero profundamente en los costillares del felino con un
golpe seco. A cambio, la fiera clavó con
saña las zarpas en los hombros del britano,
dibujando dos largas y sangrientas heridas.
Ignorando el ardiente dolor, sostuvo el
aplastante peso del animal sintiendo cómo
sus músculos estallaban por el titánico esfuerzo. El fétido aliento del devorador de
hombres golpeó su rostro produciéndole
arcadas mientras las patas traseras del
tigre trataban de esparcir sus entrañas.
Con un movimiento de calculada desesperación, logró montarse sobre el lomo de
la bestia rodeando con sus hercúleos brazos y piernas, en una presa asfixiante, el
grueso cuello de la misma. Ambos rodaron por el suelo, rugiendo y agitando las
afiladas garras el tigre en un vano intento
por alcanzar el cuerpo de su martirizador
y desgarrar su carne. Donn Othna sintió
cómo su piel se laceraba con las violentas
vueltas y saltos del felino por el áspero pavimento mientras su cabeza golpeaba el
mismo, pero aunque le parecía como si el
corazón fuera a salírsele por la garganta y
sus pulmones le estallasen por la falta de
aire, no aflojó ni un instante la presa que
mantenía como un dogal de acero. ¡Le iba
la vida en ello!
Poco a poco, la gran cabeza del felino
fue girando hacia un lado mientras su columna se arqueaba hacia atrás formando
un ángulo imposible de mantener. Los rugidos habían pasado a ser gorgoteos agónicos y el celta, con un sobrehumano
tirón de sus brazos que se tensaron como
cadenas de hierro, consiguió partir las
vértebras del tigre que chascaron con un
horripilante sonido semejante a ramas
rotas. Hombre y bestia quedaron inmóviles en el suelo, el uno agotado y respirando afanosamente con la sangre goteando de sus heridas y la otra rota y
desmadejada, pero muerta al fin. En aquel
momento apareció, con un estruendoso
entrechocar de metal contra metal, un
numeroso grupo de hombres armados
con escudos, cimitarras largas, picas y
arcos a cuyo frente destacaba un individuo de gran estatura y poblada barba. A
una imperiosa orden suya, varios de los
recién llegados pasaron gruesas maromas
de cáñamo por debajo del cuerpo del caballo y entre todos lograron levantar lo
suficiente el cadáver para que el prisionero jinete, ayudado por fuertes y ansiosos brazos, quedara libre.
Mientras, otros apartaban, con temerosa precaución, el inmóvil cuerpo del
tigre de encima del celta utilizando los astiles de madera de las picas. Donn Othna
rechazó con un gesto seco las manos que
se tendían hacia él y se levantó tambaleante con la mirada extraviada por unos
instantes.
—¡Crom os maldiga por vuestra lentitud y cobardía! — gruñó el britano apartando con el dorso de la mano la sangre y
el sudor que nublaban sus ojos, recuperando con un fuerte tirón su espada enterrada en el cuerpo del tigre. Por fin, pudo
sostenerse en pie y encarándose con el
hombre al cual había salvado, envainó el
acero en su vaina sin mirar. Este, como
todos los de su raza, era alto y de constitución fibrosa, destacando en su joven
rostro de facciones nobles y aguileñas una
barba cuidada de negro azabache y unos
ojos de mirar franco. Por el respeto y
preocupación que mostraban los demás
ante su presencia, el celta suponía en su
fuero interno que aquel hombre pertenecía sin duda a la más alta casta dominante
de Nagdragore, la de los rajsputs.
—¡Por el divino nombre de Shiva!
—murmuró admirado el hindú— ¡Jamás
Al servicio del rey
había presenciado tal hazaña de fuerza y
valor, ni aún lo leído en los Sagrados Textos Veddas!
—¡Más te hubiera valido leer menos y
ser más hábil transportando fieras! — le
recomendó el bárbaro hoscamente.
— Mis torpes y desdichados sirvientes
cerraron mal los cerrojos de la jaula y el
tigre, el cual había comprado a unos expertos cazadores del interior del país,
despertó del profundo sueño narcótico
en el cual estaba sumido escapando de su
encierro. Para las castas más bajas, el
señor de la jungla representa la encarnación del Demonio Rayado, un espíritu que
penetrará en sus casas por las noches y
devorará sus cuerpos y espíritus — explicó el hindú sin mostrarse ofendido aparentemente por el áspero comentario de
su salvador— Pero dime, ¿quién eres tú
que me has salvado la vida y que pueblo
es el tuyo que lucha con tal locura que
iguala en fiereza al gran tigre rayado?
—¡Soy Donn Othna, un príncipe celta
de la lejana isla de Britania, en el norte occidental! ¡Aprendí a luchar contra los
grandes gatos de la selva en las sangrientas arenas del Circo Máximo de Roma!
Pero ¡por Crom!, qué hubiera preferido
no tener que demostrártelo —contestó
con un deje irónico de orgullo en sus palabras el britano.
—Y yo me alegro de que lo hayas
hecho, aunque me apena saber también
que eres el hombre que, junto a otros bárbaros de allende los mares, esta sirviendo
a un loco tirano extranjero —habló con
pesar el hindú.
—¡Yo no sirvo a nada ni a nadie! —masculló el celta con ojos fulgurantes— ¡Sólo
respeto un trato entre príncipes!
—¿Príncipes?—dudó el hindú con la
burla bailando en su mirada— ¡Si, quizás
tú sí lo seas en tus lejanas tierras barridas
por los vientos del norte, pero no ese
usurpador griego manteniendo a mi pueblo dividido y atemorizado para su codicioso provecho!
— Peligrosas palabras son las que pronuncias tan a la ligera, joven señor, rodeado como estás de hombres armados. Yo
no te he salvado hoy la vida para tener
que enfrentarme a ti mañana, aunque podría verme empujado a ello si el destino o
las acciones de cada hombre se confabularan en contra nuestra forzando nuestros
caminos de nuevo—comentó endureciendo el tono de su voz Donn Othna.
—¡Hay sensatez en lo que dices, príncipe Donn Othna! Pero ¿quiénes somos
nosotros para saber lo que nos deparan
los dioses? Lo que haya de suceder, sucederá — sentenció suavemente el noble—
En cuanto a estos guardias que nos rodean, no has de preocuparte por ellos,
pues pertenecen a la noble familia de los
Singh, bajo cuya enseña sirven y... ¡yo soy
Nimbaydur Singh!
El celta no demostró emoción alguna
al conocer el nombre del noble, pero retrocedió un paso apoyando su mano diestra en el pomo de la espada. Tal gesto
motivó que el destacamento de soldados
«Blandiendo su espada, el celta
lanzó un tajo de arriba a abajo
que abrió un profundo surco
sangriento en el cráneo del animal, evitando a duras penas por
un palmo que las chasqueantes
y demoledoras fauces se cerraran sobre su garganta.
que flanqueaban al rajsput alzaran sus
armas en dirección al britano. Pero un
gesto imperioso de su señor hizo que humillaran las largas lanzas contra el suelo.
—¡No, príncipe Donn Othna, no será
hoy el día en el cual las espadas de
ambos beban de la sangre del otro! ¡Mi
palabra es mi honor, pero la próxima vez
que nos encontremos, quizá nuestros
destinos obedezcan a otros intereses
más altos! — habló altivamente Nimbaydur Singh.
—¡Si así fuera, noble señor, que los
dioses decidan!—repuso el britano con
calma cruzando sus musculosos brazos
sobre el ensangrentado pecho, ignorando
el punzante dolor de sus heridas recientes.
El hindú inclinó ligeramente la cabeza
y pareció agradarle la contestación del
guerrero, al tiempo que señalaba el cadáver del felino.
—¡Tuya es ahora, príncipe Donn
Othna, la piel del gran tigre, puesto que
has sido tú su matador! ¡Dispón a tu antojo de mis sirvientes para que te ayuden
a transportar su cuerpo al palacio de
Constantius!
—¡Me sentiré más honrado si aceptas
su piel como un presente de respeto por
mi parte! —repuso con presteza Donn
Othna.
El rajsput hindú no dijo nada más,
pero el celta alcanzó a adivinar, por la expresión satisfecha de su rostro, que aquellas muestras de cortesía palaciega envueltas en aguzadas puntas de espada, eran del
agrado de Nimbaydur Singh. Este, escoltado por sus sirvientes y guardias, alzó la
mano en un gesto de breve despedida
hacia el celta y volvió la espalda al guerrero, alejándose de la multitud que poco
a poco había recuperado el valor y miraba
con ojos atónitos el cadáver del tigre que
cargaban cuatro robustos esclavos.
Donn Othna se apartó hastiado de los
vocingleros y ahora envalentonados curiosos, caminando pensativo hacia los
muelles del puerto. Su alma bárbara, más
cercana al valor primitivo y fiera nobleza
del tigre que a las intrigas y codicias ocultas de la civilización, despreciaba la hipo-
cresía de los hombres que se cobijaban
entre sus muros, aunque éstos tuvieran
sangre principesca en sus venas.
8. «UNATRAMPA PARA LOBOS»
La noche en Nagdragore olía a perfumes
de índigo y canela, mezclándose con los
efluvios salados de la acariciadora brisa
marina que llegaban del puerto. Las bailoteantes llamas de las antorchas disipaban
las sombras en las largas avenidas y estrechos callejones rivalizando en claridad con
las lámparas de aceite y fogariles que lucían en el interior de las viviendas de la
ciudad. En el cielo nocturno, una redonda
y rojiza luna se incrustaba en el titilante
manto de las estrellas como el ojo mítico
de un cíclope. En las tabernas y burdeles
de los barrios más miserables, individuos
malencarados y de aspecto sórdido, bebían y hablaban en apagados susurros de
robos y asesinatos mientras en las señoriales avenidas donde se alzaban los palacios de mármol y marfil con torres de
color púrpura de los rajsputs se afilaban,
al amparo de causas partidistas envueltas
bajo los estandartes de la guerra, las curvadas espadas empuñadas por hombres
de fiero mirar y rostro halconino. También en la morada real de Constantius,
Rajá usurpador de Nagdragore, había
hombres de lejanas tierras, gigantes feroces de piel blanca y cabellos claros que vivían y morían por y para la espada jurando
en nombre de terribles y crueles dioses
que habitaban en brumosas montañas de
hielo y nieve.
Donn Othna, Athelred y el resto de
los vikingos que formaban la tripulación
de lobos del mar del jefe sajón, celebraban una ruidosa asamblea, como si se hallaran proyectando provechosas incursiones de rapiña y pillaje en su aldea natal. El
vino corría abundante por las mesas regando las grandes fuentes de carne asada.
No faltaban las rudas chanzas y las canciones entonadas con voces roncas que narraban historias de héroes, luchas sangrientas o la añoranza del regreso al
Weird Tales de Lhork
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Robert E. Howard y Eugenio Fraile
«Blandiendo su espada, el celta
lanzó un tajo de arriba a abajo
que abrió un profundo surco
sangriento en el cráneo del animal, evitando a duras penas por
un palmo que las chasqueantes
y demoledoras fauces se cerraran sobre su garganta.
hogar. Nada parecía importarles y aún
menos el mañana incierto, tan sólo la gloria y el botín que les deparase el presente.
Aunque no menos fiero que ellos en la batalla, el celta les observaba con cierto aire
sombrío en su hosco rostro pues su raza,
enemiga por la sangre y el acero de todo
aquello que representaban los salvajes
hijos de Odín, entendía las celebraciones
de una manera más melancólica. Donn
Othna apartó su vista del gran salón y fijó
sus ojos, a través de la gran balconada cubierta de tallos de enredaderas, en las
luces que brillaban en la ciudad dormida a
sus pies. «El rutilante lecho de un rey«,
pensó para sus adentros, ajeno a la bacanal de los vikingos. Su mente vagaba por
lejanos y ensoñadores imperios que aún
no habían nacido y que esperaban al hombre que los forjase y gobernara.
Una fuerte palmada de Athelred en su
espalda, que habría derribado a otro hombre de menor estatura y constitución que
la suya, le sacó de su ensimismamiento. Ni
un rictus de dolor o queja alguna asomó
en su pétreo rostro, a pesar de que las
heridas que le había infligido el tigre esa
misma mañana le ardían a cada movimiento que hacía. Una fina capa de grasa
de foca de un barril traído de la bodega
del barco dragón de Athelred, le cubría
los profundos surcos dejados por las garras del felino. Eso era suficiente para los
hombres del norte.
—¡Por los Gigantes Helados de Nordheim, Donn Othna!—bramó el jefe sajón
ofreciéndole una mordisqueada pierna de
venado— ¡Por dos veces desde que llegamos a esta maldita ciudad has combatido
como un verdadero vikingo! ¡Casi podría
jurar que por tus venas corre la sangre de
algún Jarl¡(11)
—¡Que Crom me condene si así
fuera!—replicó abruptamente el britano— ¡La única sangre vikinga que ha
empapado mi cuerpo ha sido la que he
derramado con mi espada mientras mis
hermanos de clan y yo os empujábamos
desde las oscuras colinas hasta las rugientes costas del Sur de Britania!—
—¡Por el Martillo de Thor!—gruñó el
sajón—Recuerdo bien a tus salvajes pa30
Weird Tales de Lhork
rientes, con los rostros pintados como
los pictos del norte, con el odio brillando
en sus ojos y aullando como lobos rabiosos surgidos de los altos brezales mientras nos arrojaban rocas desde los acantilados. ¡Si, han sido provechosas y
sangrientas incursiones, aunque los cuervos picotean los huesos blanquecinos de
muchos hijos de Odín en las playas britanas!—
—¡Así ha sido y así será mientras los
barcos dragón arriben a nuestras costas y
aldeas con sus cubiertas repletas de fieras
sanguinarias!—sentenció Donn Othna haciendo resbalar una hosca mirada por la
tripulación de Athelred.
Este no pareció ofenderse demasiado
por el comentario del celta y rió salvajemente, al igual que sus hombres más cercanos, ante lo que ellos consideraban un
halago, pues el odio que les profesaban
sus enemigos aumentaba el prestigio e importancia de sus saqueos y pillajes.
*
*
*
Las horas nocturnas transcurrían con
la lentitud propia de los sueños inspirados
por las flores de adormidera en Nagdragore y en el suntuoso palacio del Rajá, los
lobos de Athelred fueron acallando sus altisonantes gritos y las roncas canciones
dejaron paso a las historias susurradas
por las rotas gargantas de los hijos de una
sombría y brumosa tierra. Incluso las jarras de vino habían dejado de pasar de
mano en mano.
Donn Othna se mantenía apartado,
apoyados sus anchos hombros en una de
las frías paredes de mármol, mientras acariciaba lentamente la empuñadura marfilesca de su espada y paseaba una preocupada mirada por los lujos de la estancia y
la tripulación de Athelred. Los componentes de esta, aunque retrepados cómodamente entre gruesos cojines de seda, miraban a todos los lados como osos
inquietos que sienten la presencia de una
partida de caza tras de ellos. Sus pesadas
hachas y largas espadas estaban al alcance
de las manos y ninguno se había despojado de las cotas de metálica malla entre-
lazada. La tensión era evidente e incluso
Athelred lanzaba continuas miradas, entre
furioso e interrogante, al aparentemente
despreocupado celta.
Por fin, su impaciencia pudo más que
su orgullo de jefe vikingo y con un par de
pasos rápidos, se plantó delante del britano resoplando como era su costumbre.
—¿Y bien, Donn Othna?— inquirió el
sajón— ¿Qué estamos esperando? ¡Por el
martillo de Thor, esta inactividad me hace
hervir la sangre en las venas!
El celta se apartó de la pared y cruzando sus brazos de nudosos músculos
sobre el poderoso pecho, respondió con
calma, sintiendo las miradas de todos
sobre él.
—Es Constantius quien ha de dar el
primer paso en este juego de intrigas.
Hemos de mantenernos alerta y aprovechar la ocasión propicia para atacar o
huir. Cuando estuve al servicio de Roma,
aprendí que no siempre es conveniente
que el enemigo conozca tu verdadera
fuerza y... —
—¿Huir?— gruñó Athelred escupiendo las palabras con desprecio sin
dejar que el britano terminara lo que estaba diciendo— ¡Creo que has estado demasiado tiempo entre romanos! ¡Por
Odín, la paciencia y la precaución son para
los débiles y los cobardes! ¡Empuñemos
las armas y arrasemos esta jaula dorada!—
Mientras Donn Othna palidecía de
furia, un murmullo de salvaje aprobación
surgió de entre las filas de los vikingos,
que rodearon a su jefe en filas compactas
con el ansia de la batalla instalada en los
barbudos rostros surcados de pequeñas
cicatrices.
El celta retrocedió, como lo hubiera
hecho un gran felino ante el acoso de una
manada de lobos, enseñando los apretados dientes en una feroz mueca de desafío y apoyó su mano en el pomo de la espada recogiendo claramente el reto de
Athelred y mostrando su desacuerdo con
el strandhugg (12) que proponía el vikingo.
El príncipe britano y el jefe sajón cruzaron relampagueantes miradas, en las
cuales refulgía con helado furor, el sanguinario brillo de la lucha tribal, prestos a
lanzarse el uno contra el otro olvidada su
momentánea alianza, arrastrados por los
antiguos odios de sangre que mantenían
secularmente ambas razas.
De repente, un débil gemido se escuchó en el hostil ambiente de la estancia,
proveniente del otro lado de la gran
puerta, rompiendo la tensión de la escena.
Donn Othna reaccionó antes que ninguno y cuando Athelred y sus hombres le
siguieron, el celta ya se inclinaba sobre el
delicado físico de una mujer joven, ataviada con ligeras prendas transparentes
que dejaban a la vista sus múltiples encantos. Se había arrastrado hasta allí, dejando
un sangriento reguero tras ella. Sin esfuerzo, alzó el desmadejado cuerpo y lo
depositó con suavidad sobre uno de los
divanes cercanos.
—¡Yatala! ¿Qué ha ocurrido, mucha-
Al servicio del rey
cha?—preguntó el celta al tiempo que trataba de taponar la profunda herida que
esta mostraba en el pecho, entre los turgentes senos y por la cual manaba abundante sangre.
—¡Ha sido...Constantius— gimió con
apagadas palabras la bailarina— Ordenó
que me acuchillaran....!
—¿Por qué lo hizo?— demandó con
sorda rabia Donn Othna.
—¡Sí, por Freia! ¿Qué locura es
esta?— rugió el sajón por encima del
hombro del britano.
La mujer emitió un silbante murmullo
y habló con voz fatigada.
—Apenas había caído la noche,
cuando uno de los sirvientes del palacio
vino a buscarme para que bailara en el
Gran Salón ante Constantius. Me dejó allí
sola y como temía el silencio y las sombras que ahí imperaban, me oculté entre
los tapices que se alzan tras el trono del
rajá. Empezaba a sentirme vencida por el
sueño y la tranquilidad de la estancia,
cuando vi aparecer a Constantius seguido
por un hombre alto que se cubría el rostro con una capucha oscura.....—
—¡Continua muchacha!— demandó el
sajón con brusquedad.
Por contra, Donn Othna acercó con
suavidad una copa de vino a los labios de
Yatala, que tras beber un largo sorbo
miró agradecida al britano y pareció recuperar un tanto el aliento que le faltaba
mientras atendía a la pregunta de este.
—¿Qué trama el griego?—
—¡Constantius se sentó en el trono
—prosiguió la bailarina con dificultad—
mientras el encapuchado permanecía de
pie ante el. Seguros de no ser escuchados
hablaban con entera libertad. Así supe que
Constantius había contratado los servicios
de la secta de sacerdotes asesinos conocidos como la Orden de los Hijos de la
Daga y que su plan consiste en asesinar a
Nimbaydur Shing y Anand Mulhar, dejando
las suficientes pruebas falsas para que los
seguidores de uno y otro se acusen mutuamente de los crímenes y luchen entre
sí. Luego, cuando ambos bandos estuvieran debilitados, el atacaría con su guardia
de palacio con vosotros al frente como
fuerza sacrificable. Quise acomodarme
mejor tras los tapices y escuchar de cerca
lo que el otro hombre parecía decirle
sobre esa parte de la conjura, pero involuntariamente uno de mis brazos rozó la
tela de la colgadura, que se agitó delatando
mi escondite. Con un grito de advertencia
y antes de que pudiera reaccionar, el hombre alto y delgado arrancó el tapiz del
trono y me sujetó con una mano semejante a un cepo, arrastrándome a los pies
de Constantius. Este, loco de furia, dio una
orden al encapuchado, que me hirió con
su puñal. Tras pensar que estaba muerta,
me dejaron allí y abandonaron el Salón del
Trono. ¡Pude arrastrarme por los desiertos corredores y llegar hasta vosotros....!— una tos ahogó el resto de las
palabras de la moribunda joven.
—Ya veo cual es el juego de ese
loco— continúo el hilo de la explicación
Donn Othna impidiendo con un leve
gesto que Yatala se esforzara innecesariamente hablando— Una vez que termine la
lucha, los supervivientes de la matanza no
le seremos de utilidad alguna a Constantius y puesto que admira tan profundamente los usos de gobierno de los Césares de Roma, pensará que un banquete de
la victoria es una forma tan buena como
otra cualquiera para eliminarnos. Posiblemente, envenenando el vino y la comida.
—¡Loki fulmine a ese perro traidor!
¡Caeremos sobre el y los chacales que le
guardan!— rugió Athelred entre el griterío furioso de sus hombres.
Un doloroso quejido de Yatala concitó la atención de Donn Othna, que con
una orden seca acalló las voces de los vikingos.
—¡Muchacha, ¿por qué nos has avisado?— dijo el celta, acariciando con una
suavidad que contrastaba con su poderoso físico, el rostro de la desafortunada.
—¡Tú fuiste generoso conmigo.... y se
que me vengarás, pues Constnatius es tu
enemigo ahora al traicionaros! ¡Prométe-
melo, mi señor....!
—¡Así lo haré, lo juró por Crom!—
Coincidiendo con el último suspiro de
muerte de Yatala, un griterío ensordecedor que iba en aumento, al igual que los
rojizos resplandores de nacientes incendios, llegó hasta las amplias estancias del
palacio del rajá. Donn Othna , Athelred y
su tripulación miraron por los amplios
balcones y ventanales y vieron como un
humo ennegrecido, proveniente de las
mercancías y fardos apilados en los muelles, cubría el resplandor de la luna.
—¡La lucha ha comenzado al fin! —murmuró Donn Othna pensativo, recordando
por un momento a Nimbaydur Shing— ¡Los
asesinos de Constantius han tenido éxito!
—¡Esos dementes van a quemar mi
barco!— aulló el sajón lanzando espumarajos de rabia— ¿Qué hacemos Donn
Othna?— preguntó enarbolando su pesada hacha, sometiéndose inconscientemente al liderazgo del britano.
—¡Ve con tus hombres hacia la zona
de las caballerizas y abriros paso por sus
puertas! Es la parte menos vigilada, pues
Weird Tales de Lhork
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Robert E. Howard y Eugenio Fraile
no suele haber más de una docena de
guardias. Aprovechad la confusión del momento antes de que Constantius nos llame
para reforzar su ataque e intentad llegar
hasta vuestro barco o capturad otro si el
drakkar estuviera ardiendo —ordenó sin
perder la calma el celta.
—¿Y tú, no vienes con nosotros?
—¡He de cumplir un juramento y además, sin Constantius al frente, no habrá
nadie que dirija a sus soldados. ¡Iros ya,
malditos hijos de mil padres, y aprovechad
el tiempo que pueda daros! ¡Crom os
maldiga!
—¡Sea, puesto que así lo quieres, pero
si no tuviera la responsabilidad de guiar a
mi tripulación, no habría dioses, demonios
o celta alguno que me impidiera cortarle
el gaznate a ese griego traidor de negro
corazón! ¡Nos veremos en el Valhalla,
Donn Othna!—concluyó solemnemente
Athelred alzando su gran hacha en un
gesto que representaba un saludo y un
desafío al tiempo.
Tras una última mirada al tropel de vikingos que se alejaban por el pasillo encabezados por el gigantesco sajón y al cadáver de Yatala tendido en un diván, Donn
Othna corrió en sentido contrario, hacia
el Salón del Trono del Rajá usurpador de
Nagdragore
9. “DAGAS ENTRE LAS SOMBRAS”
Donn Othna, con la espada desenvainada,
avanzó cautamente por los dormidos corredores y galerías balconadas del palacio, silencioso como un vengativo lobo de las colinas
ignorando los complicados ornatos que decoraban las paredes. Por un momento, a la
tenue luz que prestaban las antorchas en sus
hornacinas, el celta tuvo la fugaz impresión
de ser observado por huidizas sombras que,
escondidas en los rincones más oscuros, se
aprestasen a saltar sobre él.
Más a pesar de sus recelos, no se veía
a ningún servidor o guardia de Constantius y eso parecía ser un indicio evidente
de que el rajá había concentrado todas
sus fuerzas leales en otro punto del palacio para atacar al vencedor de la lucha
entre los partidarios de Nimbaydur Shing
y Anand Mulhar.
El britano evitó algunas estancias poco
iluminadas y que parecían desiertas. No
descartaba, a tenor de las últimas palabras
pronunciadas por Yatala, que pudiera
haber asesinos emboscados entre los recovecos laberínticos que formaban los
alargados soportales interiores que atravesaba, ya que esa manera de proceder
era muy del gusto del griego que gobernaba en Nagdragore.
Con el cuello encogido entre sus anchos hombros, Donn Othna se deslizó
agachado de medio lado como una pantera al acecho. No hacia más ruido que el
que pudiera haber hecho tal felino acercándose hacia una confiada presa, envuelta en el manto de la noche en la profunda jungla.
32
Weird Tales de Lhork
¡Y esa presa era Constantius, Rajá traidor y asesino de Nagdragore.!
Se hallaba muy cerca ya de las estancias privadas del hombre que buscaba,
cuando al rodear una de las salas menores
el britano escuchó un leve ruido, semejante a un apagado silbido serpentino, que
le hizo girar sobre sus talones. Delante de
él, al pie de las escaleras de pulido y brillante mármol de vetas rojizas que conducían hacia el Salón del Trono, se alineaban
moviéndose entre las sombras media docena de hombres de elevada estatura y
complexión elástica y fibrosa empuñando
largas dagas que refulgían amenazadoras.
Se cubrían con cortos faldellines de seda
negra y sus rostros estaban cubiertos con
una ligera capucha de lino también oscuro
que representaba los rasgos de una cobra.
Unas livianas sandalias de tiras de cuero
trenzado y curvos cuchillos en las manos
completaban la apariencia de los allí reunidos.
Tras aquellas especies de máscaras,
Donn Othna alcanzó a distinguir en los
ojos de aquel silencioso grupo el fulgor
del fanatismo y la muerte.
¡Aquellos eran los Hijos de la Daga,
los mortíferos asesinos que rendían culto
al reptil tras cuya máscara se ocultaban!
Una terrible expresión de furia y regocijo a un tiempo, cruzó el rostro de Donn
Othna al observar como la línea de asesinos se abría formando un medio anillo a
su alrededor con la evidente intención de
atacarle ¡Pero esta vez no encontrarían a
un hombre dormido presto a ser sacrificado como un cordero, sino un tigre de
acerados colmillos!
En medio de un silencio sepulcral, los
asesinos se abalanzaron sobre el norteño
que los recibió atacando a su vez. El celta,
en un ataque repentino, saltó hacia delante abriendo un espacio con su gran espada entre el y sus enemigos, golpeando
de arriba abajo en un poderoso tajo al
atacante más cercano, cuyo brazo y cuchillo saltaron por el aire en medio de un
surtidor escarlata. Antes de que el hombre se hubiera dado cuenta de lo que en
realidad ocurría, otro corte de Donn
Othna le segó la cabeza del cuello, que
rodó sordamente por el frío suelo, ahogando así el incipiente grito de dolor causado por la primera herida.
El celta gruñía y se reía salvajemente,
exteriorizando toda la rabia acumulada
mientras se movía con una facilidad natural, deteniendo y esquivando sin aparente
esfuerzo las ineficaces cuchilladas de los
asesinos enmascarados.
Los ligeros pies de los asesinos producían un sonido ahogado sobre el bruñido
suelo trazando una danza mortífera en
torno al britano, tratando en su intento
de acorralar a aquel salvaje hijo de las colinas. Pero los movimientos y tajos de la
espada de Donn Othna eran letales. El
acero chocaba con violencia contra el
acero y las hojas de los carniceros refulgían centelleantes cuando los filos resbalaban contra la cantarina hoja de la espada
del celta.
Los asesinos jadeaban, retorciéndose,
saltando y atacando con los movimientos
sinuosos de las serpientes en busca de un
hueco en la guardia de su enemigo, más
todos sus intentos eran frenados en seco
por la violencia y fuerza indómita con la
que Donn Othna manejaba su espada.
Aquellos sicarios, acostumbrados a
acuchillar en la oscuridad y mediante el
factor sorpresa a víctimas indefensas no
eran enemigos para alguien que había luchado junto a los mejores guerreros en
sangrientos campos de batalla y en el
Circo Máximo de Roma.
Donn Othna esquivó una cuchillada,
aún antes de que esta descendiera sobre
su cuello. Su contraataque, volteando su
espada en un medio arco, acabo de manera relampagueante con el cuello de su
adversario cercenado limpiamente de los
hombros.
Todavía estaba cayendo el cuerpo del
asesino de manera desmadejada, mientras
su cabeza rebotaba siniestramente por las
losas del suelo, cuando el celta atacó a un
tercer individuo que no pudo hacer nada
por evitar que la punta del acero del britano se hundiera en su pecho. Con un estertor, se dobló sobre sus rodillas soltando la larga daga y llevando sus manos
al pecho por donde brotaba un gran chorro de sangre. Ya estaba muerto cuando
se desplomó sobre el frío mármol.
Ahora sólo eran tres los enemigos
que se alzaban ante Donn Othna ¡y retrocedían visiblemente ante la terrible ferocidad del celta!
Enseñando los dientes como una fiera,
el britano avanzó hacia ellos y río con una
mezcla de enajenación y regocijo, muy
propia de los hijos de su raza.
¡La locura de la batalla y el sabor de la
muerte invadían su mente!
Uno de los asesinos hizo un complicado amago con la mano que sostenía su
daga al tiempo que giraba sobre una
pierna lanzando una patada hacia la cabeza
del celta, pero este, a pesar se su corpulencia, se agachó con rapidez esquivando
el desesperado ataque y lanzó su puño
contra el desprotegido rostro de su atacante. El brutal impacto hizo crujir la mandíbula del asesino que fue lanzado contra
una de las paredes como si hubiera sido
golpeado con una maza. Roto mortalmente y sangrante quedó tendido en el
suelo de donde no se movió.
Había sido un feroz estallido de velocidad . Cuatro hombres yacían en el suelo
muertos y los dos supervivientes se miraban con el temor brillando en sus ojos.
Impelidos por su fanatismo y desesperación, los dos asesinos se lanzaron al unísono contra el celta gruñendo su miedo.
Donn Othna saltó a un lado evitando al
atacante más cercano y sin dar tiempo a
rectificar al que venía detrás de el le hundió el cráneo con un tajo descendente de
su espada. El hombre cayó con un gorgoteo siniestro y más que ver, el celta percibió el desplazamiento del aire del último
asesino cuando este se abalanzó sobre el
con un chillido de odio y temor a un
Al servicio del rey
tiempo. Donn Othna asió con fuerza la
muñeca del sicario frenando la daga que
descendía hacia su pecho y con un brusco
tirón volteó el cuerpo de su enemigo por
encima de sus hombros, girando el brazo
del mismo en un ángulo imposible. La extremidad crujió totalmente rota, como
una rama seca. El aullido de dolor del asesino fue cortado con brusquedad cuando
su misma arma, empuñada por el guerrero del norte, se sepultó con sequedad
en su corazón.
El celta apartó de su lado el cadáver y
aún lanzo una fiera mirada a su alrededor,
poseído todavía por el ansia de sangre y
esperando el ataque de más enemigos.
Pero desde las sombras ya no surgió amenaza alguna y únicamente el jadeo de la
respiración del britano alteraba el ominoso silencio de los corredores.
Muy alejados y apagados llegaban hasta
Donn Othna los sonidos de la lucha que
se estaba desarrollando en las calles de la
ciudad y ahora, debido a las llamas de los
incendios que se alzaban más allá de los
muros del palacio, una extática y carmesí
luminiscencia sangrienta cubría los pasillos
por donde volvió a avanzar el ensangrentado celta como un dios vengador de las
sagas nórdicas.
Tras lo que le pareció una eternidad,
el príncipe britano desembocó en el Gran
Salón del Trono, cuya amplitud, magnificencia y riquezas estaban de acorde con
el esplendor oriental y los opulentos excesos de la ciudad de Nagdragore;
Una decorada bóveda de entrelazado
pan de oro se perdía en las alturas creando una sensación de profundidad y los
muros de rosado mármol esculpidos con
delicadas cinceladuras ponían el contrapunto y atestiguaban los delirios de grandeza y divinidad que anidaban en la mente
del rajá usurpador.
Bordeando elegantes columnas de un
azulino alabastro se alzaban refrescantes
fuentes de cristalinas aguas donde nadaban peces de resplandecientes colores
entre exóticas plantas y flores acuáticas;
siguiendo una línea pavimentada cubierta
de finas alfombras tejidas con una delicada
mezcla de sedas y plumas de aves exóticas
se llegaba hasta las escalinatas que ascendían hacia el impresionante trono construido por entero en verde jade forrado
de las más suaves pieles de tigres y panteras de las junglas del país de Hind. Todo
eso lo observó Donn Othna con los ojos
melancólicos tan del gusto de su raza, herederos de una perspectiva artística que
desaparecía brutalmente con la locura
guerrera que invadía a sus hermanos de
clan cuando aullaban como lobos al lanzarse al combate.
Más todos aquellos pensamientos y
disquisiciones desaparecieron de la mente
de Donn Othna dando paso a una terrible
furia que comenzó a crecer como una
llama vengadora en su pecho.
Pues allí, con el afilado rostro desencajado por la enajenación, Constantius le
miraba retrepado como una serpiente enroscada en su cubil, con ojos hundidos
donde refulgía un odio animal y primigenio, murmurando palabras sin sentido. Se
había despojado del turbante de seda y
sus negros cabellos, largos y rizados, caían
sueltos por su semblante.
Su mano diestra aferraba con desesperación la pesada corona de los rasjputs de
Nagdragore, forjada y cincelada en oro
bruñido. Engastados en el metal precioso
la tiara mostraba rubíes, ópalos, zafiros y
diamantes. El remate final era una maciza
cabeza de águila en plata pura.
El repulsivo rictus de su boca delataba
el loco extravío de sus delirios y mientras
bebía vino de una gran jarra de oro sin
importarle que la bebida goteara desde su
boca manchándole las ricas vestimentas,
Donn Othna tuvo la certeza que el griego
había perdido la razón.
¡Sus propios desvaríos de grandeza,
los excesos con la bebida ambarina macerada en plantas alucinógenas que ingería
en sus bacanales y el juego de conspiraciones y traiciones que durante años habían martilleado su desconfiada mente en
la soledad habían hecho enloquecer por
fin al usurpador!
Donn Othna se mantuvo desafiante
ante el trono, con la gran espada alzada
ante el y se dirigió con voz de trueno al
rajá.
—Tus sueños de imperio acaban esta
noche Constantius. Has jugado con los
dados de los dioses pero estos te han
abandonado en tu locura y mi espada se
tomará, con tu sangre, la retribución que
me debes.
Una risa perturbada salió de los labios
del griego que pareció recobrar en parte
la coherencia de sus actos al escuchar las
palabras del celta.
—¿Locura? ¿Hablas de locura, tú, que
empuñas la espada del gran Alejandro y
que eres descendiente de una raza terrible que entra en la batalla con un velo
rojo dominando sus actos y que sólo se
satisface con la sangre de sus enemigos?
¡Yo poseo la corona de los rajás y según
la tradición establecida por el mismo Alejandro, aquel que la gana por la fuerza es
quien gobierna Nagdragore!
—Nuestra demencia guerrera es efímera y desaparece cuando acaba la batalla, luchando hombre contra hombre y no
ocultos entre las sombras traicioneras—
gruñó con desprecio el britano—Y en
cuanto a Alejandro, aún admitiendo que la
mano de los dioses estuviera sobre el, era
un hombre al fin y al cabo, sujeto a las debilidades y equivocaciones de los mortales.
—¡Blasfemia y sacrilegio!—gritó iracundo Constantius levantándose del
trono como un resorte, lanzando espumarajos de rabia por la boca y lanzando
contra el suelo la dorada copa que rebotó
con un sonido tintineante por los escalones del estrado.— ¡Por mis venas corre
su sangre y aún la de los Césares descendientes de su linaje! ¡Cuando vine a estas
tierras ya tenía formada en mi mente la
idea de forjar imperio! ¿Pues, acaso no era
yo el más indicado por mi linaje para re-
clamar cuantos reinos y tronos estuvieran
ante mí?—gritó Constantius alzando la
corona hacia la bóveda del salón arrastrado por una visión fatua— ¡Y me juré a
mi mismo que aquello que no pudiera
tomar por la fuerza de la espada, lo haría
amparándome en el falso halago, la traición más negra y el asesinato, explotando
las debilidades de aquellos que se opusieran a lo que por derecho de conquista o
herencia me correspondiese!—
—Tu quimera acaba aquí y nada más
oportuno que la espada de un verdadero
rey para poner fin al baño de sangre que
cubre Nagdragore —replicó el celta
dando un salto de felino hacia el trono
con la espada presta a descargar un golpe
mortal.
Más Constantius, como si el enloquecimiento le prestara alas en los pies,
brinco ágilmente desde el trono hacia el
suelo llevándose a los labios un silbato de
hueso que sacó de entre sus ropajes, emitiendo un sonido largo y agudo que hirió
los oídos de Donn Othna.
Durante un momento nada ocurrió en
la gran estancia palaciega y ya volvía el
celta a acorralar al demente rajá cuando
sintió que la sangre se helaba en sus
venas.
¡Una enorme y deforme figura simiesca acababa de penetrar en el gran
salón!
10. “LA BESTIA DEL ABISMO”
Desde una arcada oculta al fondo, detrás
del trono, un fétido hedor animal precedió una visión de pesadilla. Una forma
monstruosa, con una apariencia vagamente humana, se hallaba en pie ante
Donn Othna y Constantius.
Este mantenía el silbato en los labios y
sonreía con una expresión necia, mientras
un hilo de baba resbalaba por la comisura
de sus labios.
El celta ignoró por completo al griego
y tensó todos los abultados músculos de
su endurecido cuerpo.
Aquel ser semejaba la representación
primigenia de una terrible pesadilla encarnada en carne y hueso. Un simio gigantesco, con un cuerpo ancho, voluminoso
y encorvado, aunque más alto que aquellos fieros monos que el britano había tenido ocasión de ver en las jaulas que los
tratantes de animales vendían al Circo
Máximo de Roma, provenientes de las oscuras junglas que se alzaban más allá de la
última gran catarata del poderoso río
Nilo.
Donn Othna había luchado un par de
veces con aquellos primates, pero la criatura que estaban contemplando sus azules
ojos excedía con mucho el tamaño de los
grandes monos del circo romano. Su pelaje, de color blanquecino grisáceo era
más espeso e hirsuto, formando una capa
coriácea en torno a los masivos miembros y enormes músculos.
Weird Tales de Lhork
33
Robert E. Howard y Eugenio Fraile
«Los ligeros pies de los asesinos
producían un sonido ahogado
sobre el bruñido suelo trazando
una danza mortífera en torno al
britano, tratando en su intento
de acorralar a aquel salvaje hijo
de las colinas
Lo que parecían sus formidables pies y
manos estaban rematadas en negras y
grandes uñas curvadas. No se trataba de
un animal aunque tampoco era un hombre, sino una mezcla bestial de ambas especies, como si fuera un eslabón perdido
que la naturaleza hubiera desechado a lugares ignotos. El aspecto del rostro era lo
más inquietante, ya que aunque mostraba
rasgos simiescos, debajo de ellos se apreciaban líneas aterradoramente prehumanas. Una maligna inteligencia brillaba en
dos ojos pequeños y rojizos, acentuada
por la postura erguida del ser y una mandíbula donde sobresalían enormes y amarillentos colmillos.
Allí se alzaba un exponente del abismo
de bestialidad por el cual había ascendido
penosamente el hombre, desde las noches
de los tiempos.
—¡Es Yetai!— chilló fuera de sí Constantius— Proviene de los negros abismos
de la humanidad. Un viejo brujo oriental
me habló en susurros de su existencia y
de cómo los de su especie atemorizaban
a las aldeas de las montañas atacando y
devorando su ganado de espeso pelaje. Lo
capturé en una profunda caverna, cuando
era una cría, tras matar a sus monstruosos progenitores en una expedición de
caza a los Grandes Montes de Nieve que
vertebran el reino de Hind, muy lejos de
los valles de Nagdragore. Muchos de mis
soldados murieron aquel día, pero conseguí el trofeo que quería. Le alimenté de
una forma especial, con la carne de mis
enemigos, que eran muchos y le enseñé a
obedecerme y a temerme con el fuego, el
sonido agudo de un simple silbato y el
poder de mi mirada. ¡Oh, sí, y aprendió
mucho mejor que la mayoría de los animales o que incluso alguno de los esclavos
de las castas inferiores! ¡Ahora el tendrá
un festín con tu cadáver!—
Donn Othna no malgastó su atención
en replicar las atropelladas palabras del
griego y esperó, afianzando sus pies con
firmeza en el suelo, girando lentamente
sin perder la cara al monstruo, con su habilidad, fuerza y espada en contra de la naturaleza salvaje de su enemigo.
A la bestia le habían entregado vícti34
Weird Tales de Lhork
mas casi destrozadas por la tortura o
muertas y posiblemente, el fulgor semihumano que prendía en su pequeño cerebro
y que le distanciaba de la verdadera bestia
que era, habría disfrutado con horrible
alegría de la agonía y el terror de sus indefensas presas.
Para el hombre mono, en su simple
concepción de las cosas, aquella captura
que tenía ante el era tan sólo otra débil
criatura que desmembraría y destrozaría,
quebrando su cráneo para llegar a saborear su carne y su sangre, sin sentir temor
alguno por aquella cosa larga y reluciente
que tenía ante el de manera amenazadora.
El celta, por su experiencia en anteriores luchas con fieras, sabía que su única
ventaja era mantenerse alejado del alcance de los enormes miembros, los cuales podían aplastarle el cráneo y los huesos en un instante. A eso había que añadir
el peligro que suponían los afilados colmillos y las curvadas y aceradas garras que
podían destriparle o dejarle ciego.
Pero el britano ya no tuvo más tiempo
para especular, ya que la bestia saltó hacia
el emitiendo un gruñido bajo y profundo.
El celta aguantó la embestida hasta el último momento, sintiendo el fétido del ser
a escasa distancia de su cara. Las potentes
garras de los pies del monstruo rasgaron
el aire, allí donde instantes antes estaba el
guerrero agazapado como un leopardo de
las nieves, y al momento la bestia aulló de
manera inhumana cuando la espada del
britano cercenó con un sonido silbante su
zarpa derecha.
Arrojando un chorro de oscura sangre por el muñón, el pavoroso ser dio
media vuelta para atacar nuevamente. Esta
vez, su rápido ataque sorprendió a medias
a Donn Othna, que esquivó a duras penas
el tremendo zarpazo de la garra izquierda
con sus negras uñas, pero no pudo evitar
ser lanzado al suelo violentamente por el
empujón del corpachón del gran simio.
El britano sintió como sus huesos crujían por el tremendo impacto, pero su instinto de luchador hizo que se pusiera en
pie con la rapidez de un gato, retrocediendo hasta una de las paredes del salón,
esquivando de nuevo una espeluznante
dentellada de las mandíbulas de la fiera y
clavando su espada hasta la empuñadura
en las entrañas del monstruo.
Hombre y bestia chocaron con igual
ferocidad llevados por el irrefrenable impulso de matar cada uno al otro y rodaron por el suelo entrelazados en una
mortal postura. Un brazo del gigantesco
mono rodeó férreamente las costillas de
Donn Othna mientras los biliosos colmillos se acercaban de manera mortífera a la
garganta del celta.
Éste, sintiendo como crujían sus vértebras, consiguió con un sobrehumano esfuerzo asir con sus manos las pavorosas
mandíbulas del ser y tirar poco a poco de
ellas hacia atrás sintiendo como la fétida
baba chorreaba por sus brazos. La sangre
golpeaba con fuerza en las sienes del britano y el sudor brotaba a raudales por
cada poro de su piel. Un velo de dolor e
inconsciencia empezaba a golpearle el rostro mientras los músculos del guerrero
palpitaban por el titánico esfuerzo que estaba llevando a cabo.
Un hilillo sangre goteaba desde la nariz
de Donn Othna hasta su abombado
pecho y de no haber sido por la férrea
construcción de su raza, el celta hubiera
sucumbido como una rama seca ante el
aplastamiento que estaban soportando
sus huesos y músculos.
Por último, en un desesperado esfuerzo, Donn Othna apoyó sus pies en las
caderas del monstruo y con un titánico
impulso de sus músculos dio un empellón
conjunto de brazos y piernas hacia atrás.
Con un gruñido de dolorosa complacencia el celta escuchó como crujían de
forma horrible las mandíbulas de la bestia
y su cuello quedaba colgando de manera
fláccida hacia abajo. Aún se mantuvo en
horcajadas unos instantes el enorme corpachón del simio, para caer seguidamente
como un gran árbol talado con un ruido
ensordecedor y un estremecimiento convulsivo. Sus fieros ojos quedaron inmóviles, y los miembros, tras una leve sacudida, también se paralizaron.
Donn Othna se puso en pie, tambaleante, buscando apoyo contra la pared y jadeando de manera ruidosa y lanzando saliva y sangre a un tiempo, mientras
apartaba el revuelto cabello de su rostro
y limpiaba sus ojos del abundante sudor
que goteaba desde su frente.
Aquella descomunal lucha había sido
una hazaña digna de un semidiós y pocos
hombres habrían sobrevivido a un encuentro de tales características.
Las garras del simio habían dejado surcos sangrientos en el cuerpo del celta, cubierto de sangre suya y de la muerta bestia y sin dudarlo, el britano, con la
garganta seca, se acerco a una de las cantarinas fuentes y sumergió su cabeza dentro de las frescas aguas bebiendo a grandes tragos, empapándose los rubios
cabellos, el pecho y los doloridos brazos.
Todavía estaba el britano recuperándose del esfuerzo de la lucha cuando sintió a su espalda la presencia de Constantius quien, con el brillo de la demencia
Al servicio del rey
bailando en sus ojos y el odio deformando
su semblante se abalanzó sobre el de manera inconsciente con un cuchillo que
había sacado bajo sus amplios ropajes.
Con silenciosa y terrible ferocidad, Donn
Othna había vuelto a convertirse en un
combativo luchador que ni daba ni pedía
cuartel y aún menos ante la traición.
Entonces, todo ocurrió como si hubiera sido el delirio de una mente febril.
El britano, con un par de elásticos
pasos se acercó al cadáver del primate y
con un seco tirón sacó la espada del vientre de la bestia. Se giró con serenidad y
cuando Constantius llegó a su altura ciego
de furia babeante, le ensartó con su espada con un movimiento fulgurante. La
hoja atravesó el pecho del demente rajá y
la punta surgió entre sus omóplatos.
Donn Othna mantuvo la sorprendida
mirada de Constantius, que ante la inminencia de la muerte pareció recobrar por
unos instantes la lucidez perdida. El griego
quiso decir algo, pero su boca se llenó
con una bocanada de sangre y se venció,
ya inerte, sobre los anchos hombros del
celta mientras su muerta mano dejaba
caer el cuchillo que golpeo el suelo de
manera sorda.
Donn Othna retiró con suavidad la espada del cuerpo de Constantius, que se
desplomó a unos pasos junto a su bestial
engendro. En su mano diestra aún asía,
con una desesperación más allá de la
muerte, la corona de Nagdragore.
Ahora, un tremendo desaliento y
vacío se apoderó del cuerpo del celta, que
se apoyó en una de las columnas del gran
salón y dejó vagar por unos instantes sus
pensamientos mientras sus ojos se posaban en la ensangrentada tiara de los rasjputs.
Desde el exterior, los ruidos de la lucha
y los gritos de los combatientes habían cesado casi por completo y sólo el resplandor
lejano de las llamas de los incendios hacía
relucir las piedras preciosas de la corona en
medio de la sombría soledad.
11. “SUEÑOS DE IMPERIO”
Las pálidas luces del amanecer rompían
por el este las sombras nocturnas de la
ciudad y sólo las columnas de humo de
los incendios ya extinguidos o apunto de
consumirse ensombrecían el despertar de
Nagdragore.
Sangrientos combates habían cubierto
sus calles de muertos y la sangre había corrido a raudales tiñendo de rojo carmesí
desde los palacios hasta las miserables callejas. Príncipe contra príncipe, facción
contra facción, hombre contra hombre,
se habían acuchillado con los fuegos de la
venganza y el odio ardiendo en los ojos.
Por último, todas las lanzas y espadas
convergieron sobre un reducido grupo de
lobos del norte que, aún rotos, magullados y sangrantes mantenían una firme
línea de acero y muerte ante ellos, como
así lo atestiguaban las pilas de cadáveres
que se amontonaban ante a sus pies.
Los vikingos habían combatido toda la
noche contra los diferentes partidarios al
trono de los rajas, sin importarles quienes
fueran, con tal de arribar hasta su barco,
pero al fin la fuerza del número de sus
enemigos les había acorralado a escasos
metros del embarcadero.
Ahora, Athelred, con su rubia barba
erizada por la furia, su hierático piloto
Hrothgar al lado y una escasa treintena de
vikingos formaban un cuadro épico y aterrador al tiempo que golpeaban con sus
hachas y espadas los redondos escudos
incitando a sus enemigos al combate
mientras lanzaban puyas y entonaban canciones de gloria y muerte.
A sus espaldas se balanceaba sobre las
esmeraldas aguas del puerto el barco dragón, que apenas había sufrido daños de
consideración, pero ninguno de ellos pensaba en embarcar como así lo refrendaban las satisfechas palabras que el jefe vikingo dirigía a sus hombres con voz de
trueno.
—¡Hoy cantaremos canciones en el
Valhalla y nos emborracharemos con
cuernos de espumosa cerveza e hidromiel
al lado de los héroes! ¡Entonemos una
canción de muerte para estos perros oscuros!
Ya se cerraban las filas de los guerreros de Nagdragore para acometer con la
embestida final cuando de entre sus filas
surgió un apagado murmullo que fue creciendo a medida que la las lanzas, espadas
y arcos se abatían abriendo un ancho pasillo por donde surgió la imponente figura
de Donn Othna.
El celta empuñaba su gran espada en
una mano y sujetaba la corona de Nagdragore en la otra. Una extraña expresión
cubría su rostro otorgándole una pétrea
dureza.
Con firmes pasos llegó hasta las filas
de los vikingos deteniéndose enfrente de
Athelred.
—¡Por Thor! —gruño este bajando su
escudo un tanto aunque sin dejar de empuñar con fuerza su gran hacha— ¡Donn
Othna!¡Te creíamos muerto por alguna
de las trampas de Constantius o con una
daga en la espalda!
—Poco faltó para que así fuera y aún
más que dagas se ocultaban en las sombras del palacio de Constantius— contestó circunspecto el celta sin entrar en
más detalles.
—¿El griego ha muerto?—preguntó el
sajón mientras señalaba con su hacha la
corona que el britano sostenía.
—Por mi mano, en su propio Salón
del Trono, víctima de su traidor comportamiento y de la locura que anidaba en su
alma como una retorcida serpiente —dijo
con hastío en la voz.
—¡Por Odín y Thor! Ahora eres rey
de esta ciudad de locos, pues posees su
corona—sentenció Athelred sin darle
más importancia al hecho —¿Y bien, lucharas a nuestro lado contra estos chacales o por el contrario habré de buscarte
en el combate como enemigo para dirimir
nuestros ancestrales feudos de sangre?
El silencio se hizo plomizo entre los
dos hombres, ajenos a las amenazadoras
espadas y lanzas que se alzaban a sus espaldas. Donn Othna y Athelred mantuvieron con firmeza sus respectivas miradas,
acariciando cada uno la empuñadura de su
arma.
Allí se estaba dirimiendo algo más que
el futuro de una ciudad. Se trataba de una
lucha primitiva, de dos hombres, dos
lobos sanguinarios, cuyas respectivas
razas eran enemigas desde el alborear de
los tiempos y para quienes la sangre vertida en mares de heladas aguas era más
importante que todas las coronas de los
reyes.
Por un momento pareció que celta y
sajón se abalanzarían el uno sobre el otro,
pero una fanfarria de trompetas y los gritos jubilosos de los guerreros de Nagdragore a sus espaldas rompieron la tensión
del momento.
Instintivamente, Donn Othna se alineó
al lado del sajón y alzó su espada manteniendo el frente vikingo. Athelred no dijo
nada pero un sordo gruñido de satisfacción brotó de su pecho al comprobar la
maniobra del celta.
Los gritos habían ido cesando gradualmente mientras hasta ellos se acercaba un
jinete montado en un nervioso semental
negro. Al reconocer a quien montaba el
caballo, Donn Othna hizo una seña tranquilizadora al jefe sajón y avanzó unos
pasos fuera de las menguadas filas de los
hombres del norte.
El jinete llegó hasta el britano y descabalgó sin aparente temor alguno.
—¡Te saludo, príncipe Donn Othna!
—habló con voz calmosa el rasjput.
—¡Salve, mi señor Nimbaydur Singh!
—contestó el celta de igual manera.
—Vengo del palacio y he visto tu rastro de destrucción y muerte. Me ha complacido hallar el cadáver del perro de
Constantius, muerto por tu mano sin
duda, ya que observo en tu mano el más
preciado tesoro de mi pueblo. No niego
que me hubiera agradado hundir mi espada en su negro pecho y hacerme merecedor de la corona que ceñía el usurpador.—explicó con mal disimulada
decepción en la voz el noble
—Al final, su locura fue su perdición
—sentenció con gravedad el celta.
—Yo he matado al chacal de Anand
Mulhar en su propio cubil, mientras trataba de huir. Ahora, eres rajá de Nagdragore—habló Nimbaydur Singh señalando
la corona que Donn Othna mantenía sujeta— Y aunque nuestras tradiciones nos
obligan a reconocerte como tal, ya que
cada hombre es amo de lo que consigue
por derecho de conquista y sangre, no esperes que mi pueblo guarde fidelidad a
otro bárbaro usurpador proveniente de
unas lejanas colinas del norte que nada
significan para nosotros. Tú podrás sentarte en el trono de Nagdragore pero te
advierto que, más pronto o más tarde, la
traición te acechara en las sombras y surgirán otros como Anand Mulhar. Por mi
parte, no alzaré mi espada contra ti ampaWeird Tales de Lhork
35
Robert E. Howard y Eugenio Fraile
Espadas vikingas. Museo Haithabu (Alemania)
Foto: Kees Huyser.
rado en la traición pero te combatiré en
los valles y las junglas hasta que consiga
que un verdadero descendiente de los
verdaderos rasjputs se siente en el trono
de jade de Nagdragore.
—Así lo creo mi señor y esa actitud te
honra, pero aunque te confieso que he
soñado con mi propio reino, no será la
corona de esta ciudad la que ceñirá mis
sienes— respondió con una risa amarga
Donn Othna— Sé que el trono se tambalearía ante mis pies ante las intrigas y murmuraciones de los cortesanos y aún he de
conquistar mi verdadero destino por la
fuerza de la espada ante un auténtico adversario, no ante un infeliz loco como fue
Constantius, enfermo de temores y codicia. ¡Tuya es, pues, la corona de Nagdragore!
Y tras estas palabras, el britano tendió
sin dudar la tiara al asombrado rasjput
quien la aceptó tras un momento de indecisión.
—¡Pero nuestras tradiciones obligan
a…..! —comenzó una débil protesta Nimbaydur Singh que fue acallada por el juramento del celta.
—¡A los Infiernos Helados con ellas!
¡Prefiero navegar con los lobos de Athelred antes que engordar y volverme loco
en una jaula dorada!
Las risotadas del jefe sajón y sus hombres a sus espaldas, mezcladas con los gritos de gozo de los habitantes de la ciudad,
retumbaron como timbales en los oídos
Donn Othna y el reciente y desconcertado rajá de Nagdragore.
*
*
*
La brisa del amanecer era suave y cálida y arrastraba consigo un suave olor a
salitre, tensando la vela de la nave vikinga.
36
Weird Tales de Lhork
Las espumosas olas lamían suavemente el
casco del barco dragón de Athelred
cuando este abandonó los alargados muelles de Nagdragore con su bodega repleta
de provisiones y riquezas suficientes para
contentar a la tripulación. Era el obsequio
que Nimbaydur Singh les había otorgado
en pago a sus servicios, aunque nadie dudaba que la recompensa fuera también
una clara invitación a abandonar cuanto
antes la ciudad.
Ahora, los supervivientes, tras lamerse
como lobos las heridas del combate, gruñían y maldecían ante las voces destempladas de su piloto Hrothgar inclinando
las anchas espaldas sobre los remos para
alcanzar el mar abierto.
En el altillo de proa, sintiendo el rítmico vaivén del barco bajo sus pies y el
viento azotando su curtido rostro, Donn
Othna estiró los poderosos brazos como
un gran gato y llenó sus pulmones con el
aire fresco saboreando satisfecho el yodo
y el salitre.
—¡Por Loki, Donn Othna, aún pienso
que debes de estar loco al renunciar a ser
rey de una ciudad llena de riquezas como
Nagdragore!—maldijo con su rudeza habitual Athelred acercándose hasta el.
—¿Por qué? ¿Porque no deseo enloquecer y rodearme de enemigos amparados tras las sombras de un trono? ¡No, no
tengo el menor deseo de morir con una
daga en la espalda y con la espada enmohecida en la vaina! —arguyó el celta—
Además, sabes bien que Nimbaydur Singh,
aunque hiciera honor a su palabra de no
planear traición alguna en contra mía, no
iba a ayudarnos contra otros enemigos.
Nuestra posición y recursos militares hubieran sido bastantes precarios sitiados en
la ciudad si por un infortunado golpe de
suerte Asgrimm el Anglo arribara hasta
los muelles de Nagdragore. Nos habrían
superado siempre cien a uno en el mejor
de los casos.
—Tal vez tengas razón, ¡pero que
gran combate hubiera sido ese para hombres de nuestro temple!— masculló el
sajón golpeando con fuerza la borda de la
nave con su enorme mano brillándole los
ojos con un ardiente odio ante la sola
mención del nombre de su odiado enemigo.
Donn Othna no dijo nada aún cuando
sus azules ojos centellearon de manera
volcánica durante unos instantes, posando
su vista en el horizonte donde la línea
alargada de la costa se iba difuminando
cada vez más.
Athelred también guardó silencio siguiendo la dirección de la mirada de su
extraño aliado.
—No se cual es el destino que me
aguarda, pero estas aguas y estas costas
están repletas de ciudades y misterios por
conocer y ¿quien sabe?, quizás un hombre
empuñando el acero que perteneció al
gran Alejandro pueda abrirse camino
entre un mar de sangre hacia los tronos
por conquistar —habló al fin el celta de
manera pensativa acariciando la empuñadura de su gran espada que parecía dormir en su vaina soñando quizás con algún
imperio venidero.
Athelred esbozó un fiera mueca mostrando su dentadura y exclamó lanzando
una gran carcajada.
—¡Me gustará ver como lo consigues
y pienso que te harán falta unas cuantas
espadas del norte como las nuestras que
te allanen el camino!
Y se alejó a grandes zancadas mientras
reía despreocupadamente.
El velamen y los aparejos crujieron gozosamente, la proa del barco escindió las
profundas aguas con firmeza y el viento
entonó una canción que hablaba de imperios que sólo Donn Othna, nacido en una
choza de barro en una tierra brumosa y
salvaje pareció escuchar dentro de su
alma bárbara.
FIN
11 de Agosto de 2007
Al servicio del rey
NOTAS. POR EUGENIO FRAILE.
(1) Genserico: Rey de los Vándalos que
en el año 455 d.C invadió Italia y saqueó
Roma durante el gobierno del emperador
Avito.
(2) Chalons: Localidad cercana a Troyes,
la antigua ciudad de Augustobona en la
Galia, donde se libró la batalla de Campus
Mauricus o Campos Cataláunicos en el
año 451 d.C.
(3) Aetius: Robert E. Howard, en boca de
su personaje Donn Othna, se refiere al
Consul Aecio (407 d.C), general de los
ejércitos del Emperador Valentiniano III
(425-455 d.C.).En la batalla de los Campus
Mauricos (ver nota anterior) derrotó a
Atila, rey de los Hunos, que moriría en el
año 453. El Cónsul Aecio fue asesinado
por orden del emperador Valentiniano III
en el año 454 d.C. Un año después, el
mismo emperador sería asesinado.
(4)Vortegirn: Rey britano del siglo Vd.C
que, tras traicionar a sus aliados pictos y
temiendo que sus hermanos menores,
Aurelio Ambrosio y Úter Pendragon, el
que fuera padre del futuro rey Arturo de
las leyendas, le disputaran el trono desde
el exilio, pactó en el año 449 d.C. con los
tripulantes de tres naves de guerra fuertemente armados que habían desembarcado en Dorobernia, la actual Contuaria.
Estos guerreros provenían de la región
de Sajonia, en la Germania continental y
eran paganos adoradores del dios
Woden o Wotan, la versión germanizada
del Odin escandinavo. Sus caudillos eran
Hengist —a quien nombra Athelred durante la historia escrita por Robert E.
Howard— y su hermano Horsa, quienes
siguiendo una ancestral costumbre sajona
se habían exiliado junto con gran número
de guerreros debido a que la población
de su región era demasiado numerosa.
Howard juega con esta circunstancia
dando a entender al lector que Athelred
pudo haber sido uno de los capitanes que
acompañaron a los dos hermanos en su
primer desembarco pacífico en Britania.
Con ellos al frente, Vortegirn cruzó el rio
Humber, cerca de la muralla entre Deira
y Escocia ( la Muralla de Adriano) y se enfrentó a los pictos que, sorprendidos por
la salvaje manera de luchar de los sajones,
sufrieron una sangrienta derrota. Maravillado con aquellos guerreros, Vortegirn
“abrió” las puertas de Bretaña a más emigraciones sajonas, que, desde Germania,
se instalaron en la región de Lindsey y
Castrum Corrigiae (Kaercarrei). Vortegirn se casó con la hija de Hengist, Ronwen, a pesar de que el era cristiano y ella
la hija de un pagano y el caudillo sajón recibió a cambio la provincia de Cantia. Una
tercera oleada de trescientas naves sajonas aumentó el poder de Hengist en Britania, y no tardó mucho tiempo en volverse contra Vortegirn. Los sajones se
apoderaron de Londinum (Londres), Eboracum (York), Lincoln y Güintonia, retirándose Vortegirn a la región de Cambria, en la fortaleza de Ganarew. Con el
paso del tiempo, su hijo Aurelio Ambrosio le daría muerte en el asedio al mencionado castillo.(Bibliografía. “Historia de
los Reyes de Britania”. Geoffrey de Monmouth. Edición preparada por Luis Alberto de Cuenca. Editora Nacional.1984.)
(5) Anglos: Tribus de raza germánica que
en el siglo VI d.C. se establecieron en Inglaterra. Eran enemigos declarados de los
Jutos y Sajones, cuyos territorios fronterizos en el norte de Europa estaban en
constante guerra entre sí. Entre los años
449 y 451 d.C. los anglos y los jutos desembarcaron en la Gran Bretaña.
(6) Hengist: Ver Vortegirn.
(7) Cerdic: Hijo de Hengist, que junto a sus
hermanos Octa y Ebisa, desembarcó en
Britania al frente de trescientas naves, en la
tercera oleada de migraciones sajonas.
(8) Cestus: Los Cestus eran primitivos
guantes confeccionados con las crines de
los caballos o en su defecto con cuerdas
de esparto, con los cuales los gladiadores
del Circo Máximo de Roma se cubrían los
puños para practicar el antiguo Pankratio
o pugilato griego, antecesor del boxeo actual que más adelante estructuraría el
Marqués de Quensbury como deporte de
caballeros.
(9) Durbar: Mercado Hindú.
(10) Otator: Encargado de marcar, con un
mazo de madera sobre un tambor de piel de
vaca tensada, la cadencia y ritmo de los remeros en las galeras romanas de combate.
(11) Jarl: Jefe guerrero vikingo.
(12) Strandhugg: Término que utilizaban
los vikingos para referirse a un ataque fulminante por sorpresa, tomando rápidamente y por la fuerza bruta lo que encontraban de valor, matando a aquellos que
se interpusiesen en su camino, incendiando las casas y desapareciendo con la
misma rapidez con la que llegaban.
Bibliografía consultada:
“Enciclopedia de la Historia Universal”.
Editorial Espasa y Calpe. Madrid
“Los Grandes Imperios y Civilizaciones”
Ediciones Sarpe .Madrid 1984.
“Historia de los Reyes de Britania”. Geoffrey de Monmouth. Editora Nacional. Madrid
1984.
“Vikingos en España”. Editor Historia y
Vida .Barcelona 1968
“Ejércitos y Batallas: Los Vikingos, Tropas
de Elite.” Osprey Military. Ediciones del Prado
1995.
REVISTA DELIRIO. CIENCIA FICCIÓN Y FANTASÍA"
Pedidos y suscripciones a:
La Biblioteca del Laberinto.
C/ Joaquín Turina nº 4.
28770 Colmenar Viejo (Madrid)
Correo electrónico:
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Los «Smithos de
Cthulhu»
Oscar Mariscal
—¿Dónde está el “modelo de Pickman”? Nunca oí
hablar de tus esculturas.
—¿Los modelos? Los guardo en una mina abandonada.
(De una conversación entre Clark Ashton
Smith y E. Hoffmann Price, 1934).
a bibliografía que aquí presentamos, está en
parte basada en el completísimo índice de los
“Mitos de Cthulhu” preparado por Chris Jarocha-Ernst. Aquí están representados los ciclos
más populares desarrollados por Clark Ashton
Smith, las narraciones protagonizadas por el artista Philip Hastane —cuyo primo, el escultor
Cyprian Sincaul, ha realizado algunos intentos banales de conseguir el horror y lo grotesco—, y los
fragmentos de CAS que fueron posteriormente
desarrollados por Lin Carter. No aparecen sin
embargo, todos los cuentos, borradores o poemas, que conforman dichas series: nos limitamos
a los relacionados con el “Cthulhuismo” de Smith,
y no tanto por la mención de determinadas criaturas o Grimoires, sino por abundar en esa atmósfera onírica y paralizante de las mejores creaciones de H. P. Lovecraft; criterio por lo demás
subjetivo —y por tanto discutible—, que hace aumentar considerablemente la lista facilitada por el
propio Smith.
L
1. HABLA EL SEÑOR DE AVEROIGNE
A los “Mitos de Cthulhu”, creo haber aportado tanto,
como de ellos he tomado prestado. Tsathoggua y El
Libro de Eibon son de mi propia invención, y fueron
rápidamente utilizados por H. P. Lovecraft. A cambio,
yo usé el Necronomicon, el cual, en su versión original en árabe, apareció en mi historia El Retorno del
Brujo. Asimismo, incluí una cita del Necronomicon
para encabezar otro de mis cuentos: Estirpe de la
Cripta.
Tsathoggua debutó en El Relato de Satampra
Zeiros, y también le hice aparecer en La Puerta de
Saturno y Las Siete Pruebas.
La Llegada del Gusano Blanco era, supuestamente, un capítulo del Libro de Eibon; y este libro figu38
Weird Tales de Lhork
Texto: Oscar Mariscal
Ilustración:
J. Jesús Fernández
Los “smythos de Cthulhu”
raba en el cuento Ubbo-Sathla y en La Santidad de
Azederac, —precisamente, en este último se mencionan dos deidades lovecraftianas bajo los intencionadamente alterados nombres de Iog-Sotot y Ktulhut—.
El mismísimo Eibon participa abundantemente en La
Puerta de Saturno. Todas los relatos mencionados
anteriormente pueden en consecuencia ser, en mayor o
menor medida, emparentados con los Mitos de Cthulhu.
(Clark Ashton Smith. 21 de Julio, 1953).
Respecto a mis cuentos del ciclo de Hyperbórea, se
me antojan, con su atmósfera primordial, sus escenarios prehistóricos y personajes alienígenas, etc., muy
cercanos a los Mitos de Cthulhu, si bien la mayoría de
ellos están escritos en un tono de humor grotesco que
los diferencia enormemente de aquéllos.
(Clark Ashton Smith. Sin datos).
(Textos tomados respectivamente de: Planets
and Dimensions —Ed. Charles K. Wolfe. Mirage Press 1973—; y Necronomicon Press Catalog 1998 —Necronomicon Press. Rhode Island,
1998—. Traducción de Óscar Mariscal).
Fue excesivamente modesto Clark Ashton
Smith en las anteriores declaraciones, al evaluar,
veintitantos años después, su aportación a ese subgénero de la fantasía, fruto del “sincretismo de géneros novelescos” que se practicaba en las publicaciones populares de los años treinta, conocido
como “Los Mitos de Cthulhu”:
Su Ubbo-Sathla —Lin Carter lo sitúa en su
trabajo H. P. Lovecraft: The Gods “a la derecha” de Azathot y Yog-Sothoth, y August
Derleth lo convierte en “el Padre de Los Primigenios”— es, según el “Génesis lovecraftiano”, el
origen de la vida en nuestro mundo: habitaba la
Tierra antes de la llegada de los otros “Primigenios”, y regresará a ella cuando nadie más que él
pueda revolcarse en el burbujeante lodo postrero. Ha sido profusamente utilizado por autores
como Brian Lumley, Richard L. Tierney,
Colin Wilson...
Tsathogghua, grotesco y obeso ser de Saturno, aludido constantemente en la saga de
Hyperbórea, aparece en cuentos de R. E. Howard, A. W. Derleth, John Brunner, Robert
Borski y otros. Es sabido que Lovecraft corrigió
un cuento para un cliente desconocido sobre el
“dios—sapo”, que se extravió tras ser rechazado
por Weird Tales.
Abhoth, “El Limo Negro”, una masa gris y hedionda de la que constantemente surgen criaturas
repugnantes que devora de inmediato; J. Ramsey
Campbell tiene especial predilección por este
“diabólico charco viviente”.
El Grimorio del mago hiperbóreo Eibon —Liber
Ivonis ó Livre d’Ivon—, era bien conocido en la
Francia medieval, y nunca falta cuando se pasa lista a
los textos canónicos de los Mitos. Utilizado por R.
Bloch, Z. Bishop, Robert A. Lowndes y James
Lawson, por citar a algunos autores. Lovecraft usó
el siniestro tomo en su revisión del cuento de
Hazel Heald El Hombre de Piedra (Wonder
Stories, Octubre de 1932).
El reino subterráneo de N’Kai sirvió de escenario para el cuento de Zealia Bishop y H. P. Lovecraft El Montículo (Weird Tales, Noviembre de
1940). En El Susurrador en la Oscuridad leemos:
De N’Kai, vino el terrible Tsathogghua... ya se sabe, la
amorfa y repelente deidad con aspecto de sapo que se
menciona en los Manuscritos Pnakoticos, en el Necronomicon y en el ciclo mitológico de Commoriom,
«Pero las huellas de Smith
en la obra de Lovecraft,
van más allá de la simple
mención cortés de las ocurrencias del californiano.
Lovecraft admiraba la fantasía de Smith en todas sus
manifestaciones, incluida la
pictórica
conservado por el sumo sacerdote de la Atlántida
Klarkash-Ton...
Pero las huellas de Smith en la obra de Lovecraft, van más allá de la simple mención cortés de
las ocurrencias del californiano. Lovecraft admiraba
la fantasía de Smith en todas sus manifestaciones,
incluida la pictórica; precisamente, en el difuminado
y aterrador fondo de los dibujos de CAS, veía plasmado el contexto de sus propias pesadillas. De ahí
que Lovecraft introduzca en su obra al “Genio de
Auburn” como un personaje más, sin que desentone entre tanta alusión pavorosa: ya como pintor
de alucinantes paisajes extraterrestres —El Modelo de Pickman—, ya como el iniciado atlante y
nictálope Klarkash-Ton.
Las últimas líneas de ficción escritas por el
“Genio de Providence” estaban dedicadas a Smith:
el poema A Klarkash-Ton, Señor de Averoigne
(“un tributo que brotó de mi pluma hace unas semanas, mientras revisaba algunas de las obras macabras
de Smith”, decía Lovecraft de esta composición).
También August Derleth “explota” la figura del extravagante artista de Long Valley: las chocantes esculturas de Clark Ashton Smith (...); deseaba alguna
pieza que fuera “diferente”, aunque, para mí, las de
Smith ofrecían tanta variedad como se pudiera desear,
meditaba un coleccionista de estatuillas repugnantes, en un relato del conocido fundador de Arkham
House.
2. LOS PERGAMINOS DE KLARKASH-TON
Remito al lector, cuando existe versión en castellano, a la edición que creo más difundida —en antologías, revistas o sitios web:
A: Libros y Antologías:
A1: Los Mitos de Cthulhu (Alianza Editorial,
Madrid 1969).
A2: Hyperbórea (Editorial EDAF, Madrid
1978).
A3: Zothique (Editorial EDAF, Madrid 1978).
A4: Relatos de los Mitos de Cthulhu 1 (Editorial Bruguera, Madrid 1978).
A5: Legados Macabros (Editorial Lidium,
Buenos Aires 1981).
A6: Los Mundos Perdidos (Editorial EDAF,
Madrid 1991).
Weird Tales de Lhork
39
Oscar Mariscal
Atlantis-Poseidonis:
El Último Hechizo —The Last Incantation—
(Weird Tales, Junio de 1930). Inc. en A6.
Un Viaje a Sfanomoë —A Voyage to Sfanomoe— (Weird Tales, Agosto de 1931). Inc. en A6.
A Vintage from Atlantis (Weird Tales, Septiembre de 1931).
La Muerte de Malygris —The Death of
Malygris— (Weird Tales, Abril de 1934). Inc. en
A6.
La Sombra Doble —The Double Shadow—
(The Double Shadow and Other Fantasies, 1933):
Menciona Atlantis, Poseidonis, Malygris, Thule, Mu,
Lemuria y los Hombres Serpiente creados por Robert E. Howard. Inc. en A6.
Ciclo de Commorión & Tsathoggua:
B: Revistas y Fanzines:
B1: Nueva Dimensión.
B2: Historias para No Dormir.
B3: Weird Tales de Lhork.
C: Sitios Web:
C1: The Eldritch Dark (www.eldritchdark.com).
Averoigne:
El Final de la Historia —The End of the
Story— (Weird Tales, Mayo de 1930). Inc. en A6.
Una Cita en Averoigne —A Rendezvous in
Averoigne— (Weird Tales, Abril de 1931). Inc. en
A6.
The Satyr (La Paree Stories, Julio de 1931):
Menciona sátiros, faunos... .
El Escultor de Gárgolas —The Maker of Gargoyles— (Weird Tales, Agosto de 1932). Inc. en C1.
Las Mandrágoras —The Mandrakes—
(Weird Tales, Febrero de 1933): Menciona a Giles
Garnier, licántropo del Siglo XVI, protagonista del
cuento de Seabury Quinn El Lobo De San Bonnot. Inc. en C1.
The Beast of Averoigne (Weird Tales,
Mayo de 1933): Menciona Santa Zenobia, Hiperbórea, Eibon, Atlantis. Existe una versión alternativa.
La Santidad de Azederac —The Holiness
of Azederac— (Weird Tales, Noviembre de 1933):
Menciona Averoigne, Tsathoggua, Iog—Sotôt,
Dagon, Los Grandes Antiguos, Eibon, el Libro de
Eibon, el culto de los Druidas. Inc. en A6.
El Coloso de Ylourgne —The Colossus of
Ylourgne— (Weird Tales, Junio de 1934): Menciona a Gaspard du Nord, Iglesia de Santa Zenobia.
Inc. en A6.
La Exhumación de Venus —The Disenterment of Venus— (Weird Tales, Julio de 1934). Inc.
en C1.
La Madre de los Sapos —Mother of
Toads— (Weird Tales, Julio de 1938). Inc. en C1.
La Hechicera de Sylaire —The Enchantress
of Sylaire— (Weird Tales, Julio de 1941): Menciona
el culto de los Druidas, Sephora, licantropía. Inc. en
C1.
40
Weird Tales de Lhork
El Relato de Satampra Zeiros —The Tale
of Satampra Zeiros— (Weird Tales, Noviembre de
1931): Menciona Lemuria, Abhoth (El Limo
Negro), La Sibila Blanca. Inc. en A2.
La Puerta de Saturno —The Door to Saturn— (Strange Stories, Enero de 1932): Menciona
Cykranosh, Eibon, Zhothaqqah (Tsathoggua), Mhu
Thulan, Hziulquoigmnzhah, Bhlemphroims, Djhenquomh. Inc. en A2.
El Extraño Caso de Avoosl Wuthoqquan
—The Weird of Avoosl Wuthoqquan— (Weird
Tales, Junio de 1932). Inc. en A2.
El Testamento de Athammaus —The
Testament of Athammaus— (Weird Tales, Octubre de 1932): Menciona a los Voormis, Atlantis,
Mu, Mhu Thulan. Inc. en A2.
El Demonio de Hielo —The Ice-Demon—
(Weird Tales, Abril de 1933): Menciona a Mhu
Thulan, Oggon-Zhai. Inc. en A2.
La Musa de Hiperbórea —The Muse of
Hyperborea— (The Fantasy Fan, Junio de 1934).
Inc. en A2.
Las Siete Pruebas —The Seven Geases—
(Weird Tales, Octubre de 1934): Menciona a Abhoth, Atlach-Nacha, Haon-Dor, Hombres Serpiente, el monte Voormithadreth, Los Grandes
Antiguos, Los Dioses Arquetípicos, Voormis,
Haon-Dor. Inc. en A2.
La Sibila Blanca —The White Sybil—
(Science Booklet 1): Menciona a la Sibila Blanca,
Mhu Thulan, Mu. Inc. en A2.
La Llegada del Gusano Blanco —The Coming of the White Worm— (Stirring Science Stories, Abril de 1941): Menciona a Eibon, Evagh, Mhu
Thulan, los exorcismos de Pnom, Rlim Shaikorth,
Los Grandes Antiguos. Existe una versión alternativa. Inc. en A2.
El Árbol Genealógico de los Dioses —The
Family Tree of the Gods— (The Acolyte, 1944):
Menciona a Azathoth, Hziulquoigmnzhah, Ghizguth, Cxaxukluth, Knygathin Zhaum, Voormis,
Cthulhu, Zstylzhemgni, Yuggoth, Cykranosh,
N’Kai, Yoth, K’n—yan, Zoth, Zvilpogghua, los
exorcismos de Pnom, Pánfilo de Zamacona y
Núñez —creado por H. P. Lovecraft y Z. Bishop
para el cuento El Montículo). Este pandemónium
de personajes de los Mitos y de algunas sagas de
CAS, fue publicado en el pionero fanzine de Francis Laney. Inc. en C1.
El Robo de los Treinta y Nueve Cinturones —The Theft of Thirty-Nine Girdles, también:
The Power of Hyperborea— (Saturn Science Fiction and Fantasy, Marzo de 1958): Menciona a Satampra Zeiros, Uzuldaroum, Leniqua. Inc. en A2.
Los “smythos de Cthulhu”
El Planeta Xiccarph:
El Laberinto de Maal Dweb —The Maze of
Maal Dweb, también: The Maze of the Enchanter—
(The Double Shadow and Other Fantasies, 1933).
Inc. en B1: nº 76.
Las Mujeres Flor —The Flower-Women—
(Weird Tales, Mayo de 1935): Menciona a Maal
Dweb, Athlé, Mornoth, Ulassa. Inc. en B1: nº 76.
El Planeta Marte:
Las Criptas de Yoh-Vombis —The Vaults
of Yoh-Vombis— (Weird Tales, Mayo de 1932):
Menciona a los aihais, los Nigrománticos, sanguijuelas marcianas. Inc. en A6.
El Habitante de la Sima —The Dweller in
the Gulf, también: Dweller in Martian
Depths— (Wonder Stories, Marzo de 1933):
Menciona a los aihais, Yorhis. Inc. en A6.
Vulthoom, Weird Tales, Septiembre de 1935:
Menciona a los aihais, Ignarh—Vath.
Zothique, El Último Continente:
El Imperio de los Nigromantes —The Empire of the Necromancers— (Weird Tales, Septiembre de 1932): Menciona Naat, Cincor, Tinarath. Inc. en A3.
La Isla de los Torturadores —The Isle of
the Torturers— (Weird Tales, Marzo de 1933):
Menciona Yoros, La Muerte Plateada, Achernar.
Inc. en A3.
El Viaje del Rey Eurovan —The Voyage of
King Euvoran— (The Double Shadow and Other
Fantasies, 1933): Menciona Ustaim, Sotar, Xylac,
Tosk. Inc. en A3.
El Tejedor de la Tumba —The Weaver in
the Vault— (Weird Tales, Enero de 1934): Menciona a Lunalia de Xylac, el Tejedor de la sima,
Chaon Gacca, Zhul-Bha—Shair. Inc. en A3.
La Magia de Ulua —The Witchcraft of
Ulua— (Weird Tales, Febrero de 1934): Menciona
a Lunalia de Xylac. Inc. en A3.
The Charnel God (Weird Tales, Marzo de
1934): Menciona Gules, Yoros, Zhul—Bha—Shair,
Mordiggian.
El Fruto de la Tumba —The TombSpawn— (Weird Tales, Mayo de 1934): Menciona
Yoros, Cincor, Ustaim, Nioth Korghai. Inc. en A3.
El Ídolo Oscuro —The Dark Eidolon—
(Weird Tales, Enero de 1935): Menciona Xylac,
Thassaidon, Hiperbórea, Mu, Poseidonis, Tasuun,
Yoros, Zul-Bha-Sair, Xeethra, Naat, Thamogorgos.
Inc. en A3.
El Último Jeroglífico —The Last Hieroglyph— (Weird Tales, Abril de 1935): Menciona
Vergama, Xylac, Yoros, Zul-Bha-Sair, Ummaos. Inc.
en A3. Y su prefacio inédito: In the Book of Vergama.
The Treader of the Dust (Weird Tales,
Agosto de 1935): Menciona a Carnemagos, el testamento de Carnemagos, Quachil Uttaos.
Xeethra —Xeethra— (Weird Tales, Diciembre de 1936): Menciona a Carnamagos, el testamento de Carnamagos, Sha-Karag. Inc. en A3.
El Abad Negro de Puthuum —The Black
Abbot of Puthuum— (Weird Tales, Marzo de
1936). Inc. en A3.
Nigromancia en Naat —Necromancy en
Naat— (Weird Tales, Junio de 1936): Menciona
Sha—Karag, Xylac. Inc. en A3.
La Muerte de Ilalotha —The Death of Ilalotha— (Weird Tales, Septiembre de 1937): Menciona
la Letanía a Thasaidon de Ludar, Tassun. Inc. en A3.
El Jardín de Adompha —The Garden of
Adompha— (Weird Tales, Abril de 1938): Menciona Sotar, Ludar, la Letanía a Thasaidon de Ludar.
Inc. en A3.
El Amo de los Cangrejos —The Master of
the Crabs— (Weird Tales, Marzo de 1948): Menciona Naat, Iribos, Dedaim, Basatan. Inc. en A3.
Morthylla —Morthylla— (Weird Tales, Mayo
de 1953): Menciona Lamias. Inc. en A3.
Aventuras de Philip Hastane:
La Ciudad de la Llama que Canta —The
City of the Singing Flame— (Wonder Stories, Enero
de 1931): Menciona a Giles Angarth. Inc. en A6.
Los Cazadores del Más Allá —The Hunters
from Beyond— (Strange Tales, Octubre de 1932):
Menciona al escultor Cyprian Sincaul, primo de
Hastane. Inc. en B2: Vol. III, nº 4.
El Devoto del Mal —The Devotee of Evil—
(The Double Shadow and Other Fantasies, 1933).
Inc. en A6.
Weird Tales de Lhork
41
Oscar Mariscal
The Rebirth of the Flame (Esbozo): Menciona a Giles Angarth.
Miscelánea:
El Retorno del Brujo —The Return of the Sorcerer— (Strange Tales, Septiembre de 1931): Menciona el Necronomicon (Al Azif), Gules. Inc. en A4.
Estirpe de la Cripta —The Nameless Offspring— (Strange Tales, Junio de 1932): Menciona
el Necronomicon, Abdul Alhazred. Inc. en A1.
Ubbo—Sathla —Ubbo—Sathla— (Weird
Tales, Julio de 1933): Menciona a Tsathoggua (Zhothaqqua), Yog-Sothoth (Yok-Zothoth), Cthulhu
(Kthulhut), Hyperbórea, el Libro de Eibon, el Necronomicon, Zon Mezzamalech, Mhu Thulan, Los
Dioses Mayores, el Cristal de Zon Mezzamalech,
Hombres Serpiente. Inc. en A4.
El Jardín y la Tumba —The Garden and the
Tomb— (Poema): Menciona reptiles necrófagos.
Inc. en B3: nº 27.
The Ghoul (The Fantasy Fan, Enero de 1934):
Menciona a Vathek. Lin Carter lo considera como
un fragmento del Necronomicon; basado en una
carta de Lovecraft a CAS del 18 de Noviembre de
1930. No fue el único intento de Smith de conectar sus Mitos con el Vathek de William Beckford: ver la continuación del inacabado tercer episodio de Vathek —Historia de la Princesa
Zulkäis y el Príncipe Kalilah— publicada por Valdemar.
The Infernal Star (Fragmento): Menciona
Atlantis, Poseidonis, Averoigne, Hyperbórea, Zothique, Cimmeria, Avalzant, Carnamagos, Hali,
Lomar, Mhu Thulan, Mordiggian, Vermazbor, Yamil
Zacra. Este relato mezcla muchos de los ciclos fantásticos de Clark Ashton Smith, con el Necronomicon de Lovecraft y el profeta Hali de Ambrose
Bierce.
I Am a Witch (Esbozo): Menciona la ciudad
de Arkham.
Clark Ashton Smith y Lin Carter:
En 1973, la revista Weird Tales renace bajo la
tutela del entusiasta Sam Moskowitz; aunque
problemas económicos y de tiempo, por parte de
Moskowitz, limitaron la nueva etapa a cuatro números. Si la mítica revista volvía a llenar los quioscos de buena fantasía siniestra, qué mejor que invocar la presencia de los autores más
emblemáticos de su época dorada. El encargado de
la exhumación literaria fue el conocido “nigromante” y “hurga-carpetas” Lin Carter, que partiendo de fragmentos y borradores dejados por
CAS sobre el mago hiperbóreo Eibon, elaboró
ocho relatos en la mejor tradición de los “Smythos
de Cthulhu”.
The Double Tower (Weird Tales, 1973):
Menciona a Eibon, Hombres Serpiente, Zloigm.
La Última Abominación —The Utmost
Abomination— (Weird Tales, 1973): Menciona
Hombres Serpiente. Inc. en A5.
The Scroll of Morloc (Fantastic, 1975): Menciona a Gnoph—keh, Rhan—Tegoth, Tsathoggua,
Voormis.
The Stairs en the Crypt (Fantastic, 1976):
Menciona a Nyogtha, Gules.
The Light from the Pole (Weird Tales,
1980): Menciona a Aphoom Zhah, Rlim Shaikorth.
The Descent into the Abyss (Weird Tales,
1981): Menciona a Haon´-Dor.
42
Weird Tales de Lhork
The Feaster from the Stars (Crypt of
Cthulhu 26, 1984): Menciona a Zvilpogghua.
Papyrus of the Dark Wisdom (Crypt of
Cthulhu 54, 1988): Menciona el Libro de Eibon,
Cthulhu, los Profundos, Ubbo-Sathla, Pnakotis,
Shoggoths, La Semilla Estelar de Cthulhu, Los
Grandes Antiguos, La Raza de los Pólipos, La Gran
Raza Yith, Ghatanothoa, Ythogtha, Zoth-Ommog.
La Luna del
LOBISHOME
Eugenio Fraile
“Tras la intriga descubierta en la Villa y Corte de Madrid junto al hidalgo Miguel de
Cervantes(1), Bastián de Quintana es ascendido al grado de cabo (2) por los méritos contraídos en tal meritoria acción y la recomendación personal del propio Cervantes ante el
Maestre de los Tercios, don Luis de Requeséns.
Siendo ya soldado de confianza, cabalga por petición del Maestre hacia Galicia, llevando unas cartas particulares antes de embarcar hacia Italia con su Tercio y marchar
por el llamado “Camino Español o Italiano”. (3)
Más los bosques gallegos son oscuros y profundos al anochecer y aún guardan antiguas maldiciones y extraños seres...”
1. LA MEIGA DEL BOSQUE
l crepúsculo de un día otoñal, lluvioso y desapacible, comenzaba a extender sus
alargadas sombras por las faldas de unas bajas colinas salpicadas de verdes bosques
que ahora, con la caída de la noche, iban tornándose oscuros y amenazantes.
Siguiendo el tortuoso sendero que remontaba la agitada corriente de un arroyo de
gélidas aguas y en cuyos márgenes el ramaje de los árboles formaba una cerrada techumbre natural que hacía aún más negra la noche, avanzaba un jinete de figura delgada.
De fuerte constitución, se protegía de la densa lluvia que caía envuelto en una capa de
gruesa tela marrón de las conocidas por el nombre de herreruzas.
Cubría su cabeza con un sencillo sombrero de fieltro negro de copa baja y ala
ancha, donde destacaba la orgullosa pluma roja de los soldados españoles de los Tercios. Todo el chapeo chorreaba finos canalillos de agua por sus bordes.
Una larga y flexible espada toledana de cazoleta calada, repujada en plata, reposaba
en una funda unida al tahalí que se sujetaba a un talabarte (4) de cuero encima de sus
caderas.
Sus azules ojos escudriñaban con atención, en la creciente oscuridad, el estrecho
camino que seguía mientras murmuraba palabras tranquilizadoras a su montura.
Guiaba a esta con firmeza mediante las riendas que sostenía con sus manos enguantadas, evitando que las patas del animal pudieran resbalar o hundirse en los traicioneros
charcos y hoyos que jalonaban la senda.
Las gotas de lluvia, convertida ya en tormenta desatada, repicaban con fuerza sobre
el viajero y su caballo En el momento en que dejaba atrás una revuelta del camino,
coincidiendo con el resplandor que prestaban los relámpagos en las alturas, se topó
con una encrucijada donde la trocha se bifurcaba en dos. Un obstáculo inesperado ante
el hizo que refrenara las riendas del caballo.
Llevó con inusual rapidez su mano diestra a la empuñadura de la espada bajo la empapada capa.
Pasado el primer sobresalto, el jinete pudo ver entre la cortina de lluvia que lo que
se alzaba ante el a un lado de la senda, medio oculto por la vegetación, era un ancho
bloque rectangular de piedra negra cuarteada que se diría hubiera servido como altar
o similar en tiempos pasados.
E
Texto: Eugenio Fraile
Foto:
Dave Wicks
Weird Tales de Lhork
43
Eugenio Fraile
«¡Estos bosques, estas aguas, las
bestias que habitan en sus profundidades han visto caminar a
los Dioses Antiguos por estas
tierras! ¡Por mis venas corre la
roja esencia de los druidas celtas que tanto atemorizaban a las
legiones de Roma!
La maciza base en la cual se sustentaba
mostraba, medio borrados por la destructora acción del tiempo y la intemperie,
unos agrietados símbolos o letras desconocidas que el viajero pensó en un principio que serían palabras de latín pero que
al observarlos más de cerca no supo descifrar, aunque le parecieron de origen pagano.
Entre las hendiduras de la carcomida
piedra crecían algunos zarcillos silvestres
y enredaderas, mientras el moho cubría
con una fina pátina toda la estructura,
dándole un aspecto de ancestral vetustez.
Dominando aún la cabecera del pétreo bloque, se podía ver, inclinada hacia
un lado por efectos del paso del tiempo,
una desgastada estela que mostraba cincelada la figura antropomórfica de un rostro
humano de cruel expresión, con orejas y
cuernos de ciervo que adornaba su cuello
con un torque (5) y a cuyos pies se enroscaba una serpiente con cabeza de carnero.
El jinete no pudo menos que musitar
un sagrado juramento al notar el leve estremecimiento en su piel, pensando en los
terribles y oscuros secretos que pudiera
guardar aquella imagen de olvidados tiempos paganos.
Algo en su interior le decía con toda
seguridad que aquello había servido como
lugar adoratorio o sacrificial de alguno de
los dioses paganos que habían adorado los
pueblos de la península antes de la llegada
de las legiones de Roma y el posterior advenimiento del cristianismo. (6)
Tras un último vistazo al altar el jinete
prosiguió su precavida marcha por la
senda que parecía perderse en la profundidad del bosque. La lluviosa noche había
caído al fin y la oscuridad era tal que el jinete se cuestionaba seriamente el buscar
un cobijo lo más resguardado posible para
él y su agotada montura hasta que amaneciera para continuar su viaje.
Ya sus ojos escudriñaban a su alrededor dispuesto a desmontar cuando, en
medio del tronar del agua, alcanzó a escuchar una risa gutural tras el grueso tronco
de un roble que se alzaba a un lado del camino.
44
Weird Tales de Lhork
Ahora sí, con la celeridad innata del
hombre de armas, el joven desenvainó la
acerada espada que portaba al tiempo que
sujetaba con fuerza las riendas de su caballo que había retrocedido asustado. A la
luz de un largo relámpago pudo vislumbrar una figura encapuchada que surgió
entonces de detrás del árbol.
Con un aire indolente se apoyó en el
mismo mientras volvía a reírse suavemente.
El viajero extendió su espada frente a
él, tan cerca de aquella inesperada aparición que la punta del acero rozaba el cubierto pecho del desconocido.
—¡Por mi vida que si no mostráis las
manos y el rostro de inmediato os atravesaré de parte a parte!— amenazó con firmeza.
Una vez más, el desconocido volvió a
reírse esta vez con tono burlón, cómo si
aquella situación fuera de su agrado y tras
apartarse unos pasos de la hoja que se
mantenía inamovible frente a el, se descubrió de la capucha al tiempo que abría su
capa mostrando, bajo un sencillo vestido
de tela marrón con adornos de blanca
lana, un cuerpo delgado, de turgentes formas y el rostro de… ¡una mujer joven!
Su piel era pálida, con una larga melena negra de cabellos rizados que le caían
libres en cascada sobre los hombros y en
su cara, de rasgos sensuales, destacaban
dos ojos negros de mirada intensa y unos
labios húmedos y carnosos. Su físico emanaba un halo salvaje, que se incrementaba
en la manera profunda del respirar de su
pecho, como si algo indómito y animal envolviera toda su voluptuosa feminidad.
Por un momento la sorpresa paralizó
al jinete, atrapado de manera hipnótica
por los ojos de la mujer, pero repuesto al
fin de la visión, tras jurar de forma queda,
bajó su espada aunque no por ello dejo de
estar alerta mientras hablaba con gravedad a la joven.
—¿No os han dicho, señora, que gastar chanzas de aparecidos en medio de la
noche podría traeros malas consecuencias?
De nuevo, volvió a escucharse con
desenfado la risa femenina mientras el ji-
nete descabalgaba y se acercaba a ella con
pasos elásticos.
—¿Acaso tenéis miedo de una mujer,
armado como estáis?— preguntó esta a
su vez con una voz profunda y susurrante.
—No, pero la noche no invita a juegos
y podría haberos tomado por un salteador de caminos—gruñó el hombre—Pero
decidme, ¿qué hacéis por estos parajes
tan solitarios, a estas horas de la noche y
con este tiempo de perros?
—Buscaba hierbas para hacer emplastos, remedios para las fiebres…y conjuros
de amor. Soy una bruxa o meiga(7) si os
asusta menos llamarme así. ¿No lo habéis
notado?—contestó burlona la joven mientras sus dedos se deslizaban suavemente
por los labios de su interlocutor.
—¡Dejad las burlas ya señora, pues
soy soldado del rey y si alguien os escuchara hablar de tal manera pensaría que
sois un bruja en verdad!¡Y la Santa Inquisición no entiende de comedias y sainetes¡ —habló irritado éste apartándose un
par de pasos y volviendo a alzar a medias
su espada bajo la constante lluvia.
Un helado viento sopló por entre las
copas de los árboles, agitando sus ramas
como brazos descarnados que quisieran
arrastrarlos a la oscuridad de la noche. En
aquel punto de la conversación, las palabras de la mujer se tornaron frías y amenazantes, mientras sus rasgos se crispaban
furiosos y alzaba el rostro hacia el negro
y lluvioso cielo.
—¡Esos hipócritas fanáticos quedan
muy lejos de aquí! ¡Estos bosques, estas
aguas, las bestias que habitan en sus profundidades han visto caminar a los Dioses
Antiguos por estas tierras! ¡Por mis venas
corre la roja esencia de los druidas celtas
que tanto atemorizaban a las legiones de
Roma! ¡El águila romana intentó aplastar
el culto al muérdago y la encina sagrada
bajo sus claveteadas sandalias y nunca lo
consiguió! ¿Creéis, por tanto, que me
asustan esos verdugos con sus negras sotanas y letanías llorosas? ¡Ni vos ni vuestra
espada serías capaz de lograr llevarme a la
hoguera! —sentenció desafiante la joven.
—No tengo especial simpatía por el
Santo Oficio, pero soy un soldado y como
tal, estoy obligado a mantener el orden y
las leyes en nombre del rey allá donde
fuere —arguyó el viajero tratando de
mostrarse contemporizador ante el arrebato de ira que acababa de presenciar.
—¿Y este… soldado, tiene un nombre? —inquirió la joven no pareciendo
estar demasiado impresionada por la advertencia, frunciendo con un ligero mohín
de aparente desdén sus labios.
—Me llamo Bastián de Quintana, cabo
en el Tercio Viejo de Nápoles. Y vos,
¿cómo os llamáis?
—Se me conoce como Arduina. Un
nombre antaño temido y respetado por
estas tierras —contestó de manera orgullosa. (8)
—Sois demasiado joven y bella para
temeros —se burló con suavidad Bastián— pero si debiéramos el temer empaparnos más y enfermar bajo esta lluvia y el
La luna del lobishome
frío de la noche. ¿Podríais indicarme por
tanto el camino hasta la aldea más cercana? Me temo que en la oscuridad de
este bosque he errado el camino —inquirió Bastián arrebujándose en su capa.
—La aldea más cercana se halla al otro
lado del bosque, siguiendo la senda que se
abre a la derecha del camino principal, en
la bifurcación del antiguo altar que sin
duda dejasteis atrás. Pero son casi dos leguas (9) de mal camino—explicó Arduina
acariciando el cuello del caballo mientras
este emitía un corto relincho de nerviosismo reculando ante la caricia de la
joven—Además, el miedo atenaza a sus
habitantes y dudo mucho que os ofrecieran alojamiento y comida una vez que ha
anochecido.
—¿Miedo? ¿A qué? —demandó sorprendido Bastián.
—No a que, sino a quien—contestó la
mujer—Son campesinos, gente inculta y
temerosa de todo aquello que les rodea y
desconocen. Dicen que ha desaparecido
ganado y varios niños y mujeres en este
bosque en los últimos tiempos.
—¿Salteadores? —murmuró Bastián
con furia mal contenida en su tono.
—No se sabe de modo cierto. Sólo se
han hallado restos de sus ropas ensangrentadas y despedazadas; y en susurros,
los pastores y labriegos hablan de que en
estas florestas habita un ser convocado
por la brujería desde los infiernos para
devorarlos a todos, un lobishome —concluyó Arduina con desprecio.(10)
—¿Un lobishome? ¿Qué clase de criatura es esa?
—¡Oh, un hombre que bajo el influjo
de la luna llena se convierte en lobo por
los graves pecados cometidos en esta u
otra vida pasada o por una maldición de
los seres de la noche!—explicó Arduina
con la aparente ingenuidad que podría
poner una niña a un cuento.
—¡Leyendas de negra brujería!—escupió asqueado las palabras Bastían—¿Y si
así fuera, no os da miedo andar sola por
estos bosques en mitad de la noche?
—¿Olvidáis acaso que soy una
meiga?—se rió Arduina—Yo creo que son
sólo lobos hambrientos los que merodean
por estos bosques. Además, ahora cuento
con la protección de vuestra espada.
Acompañadme pues a mi casa si lo deseáis, que no queda lejos de aquí y así podréis calentaros ante el fuego mientras reponéis fuerzas. Podréis hacer noche hasta
que amanezca y sigáis vuestro camino…sin
peligro alguno, de hombres o lobos.
Bastián observó por unos momentos
con desconfianza a la mujer. Pero hombre
de decisiones rápidas, aceptó la invitación
que se le hacía asintiendo con un ligero
movimiento de cabeza y una sensación de
desasosiego en el interior de su cuerpo,
como si algo o alguien le estuviera acechando oculto en la densa floresta.
Y mientras ayudaba a montar a la
mujer en su caballo, no dejó de notar la
enigmática entonación con la cual la joven
había envuelto sus últimas palabras, mitad
desafío, mitad advertencia.
2. LA GUARIDA DE LA BESTIA
La lluvia había cesado y ahora un molesto
viento frío barría las oscuras nubes que
encapotaban el cielo nocturno, dejando
ver a trozos una desvaída luna. Las escasas estrellas que podían atisbarse titilaban
de forma mortecina y aislada en lo alto.
Bastian de Quintana detuvo su caballo
en un pequeño claro de hierba rala que se
abría delante de el, justo donde acababa el
sendero cubierto de sombras por el cual
le había guiado Arduina.
Ningún sonido rompía la inquietante
quietud de aquel lugar. Retorcidos tocones de árboles muertos surgían desde la
tierra como lápidas podridas, creando el
aspecto de un lúgubre cementerio entre
la sombría floresta que rodeaba el entorno.
Antes de que el soldado pudiera descabalgar, la joven, de un ágil salto, ya se
encontraba a pie y le señalaba con su
mano diestra al frente mientras caminaba
delante de el con paso rápido.
Frente a ellos, se alzaba la inquietante
estructura de una sola planta de un tosco
caserón de granítica piedra techado con
tejas y lajas de ennegrecida pizarra. En la
deslucida fachada, recubierta por hiedras
y enredaderas de aspecto venenoso y repulsivo, una media docena de pequeñas
ventanas de agrietados y opacos cristales
reforzadas con gruesos barrotes de madera le daban la apariencia de un dormido
ogro de múltiples ojos.
Destacaba en el basto conjunto arquitectónico la pesada puerta principal de
madera. Esta se hallaba reforzada con
gruesos herrajes metálicos enmohecidos
por la intemperie. A un lado del descuidado edificio, se alzaba el pétreo brocal
de un pozo así como un cobertizo que
bien pudiera servir como cuadra, aunque
vacío ahora de animales de labor.
Un silencio amenazador parecía flotar
de manera siniestra sobre la solitaria
construcción, sensación acrecentada por
hallarse en medio de la oscura floresta.
La voz de Arduina rompió el desagradable embrujo del momento.
—Vuestro caballo puede acomodarse
en el cobertizo, ahí estará bien—dijo, señalando con la cabeza, mientras abría la
puerta de la casa girando un tirador de
oxidado metal y penetraba en su oscuro
interior.
Bastián descabalgó y llevando al animal de las riendas lo instaló en el destartalado lugar, por cuyo techo lleno de
grietas y agujeros se filtraba algo de la escasa claridad del exterior. Un agrio olor
punzante flotaba en su interior, como si
se tratara de una mezcla indefinible de
aromas. A pesar de aquella incomoda
sensación que flotaba en el ambiente, tendría que servir como cuadra improvisada
por aquella noche. Tras quitar la silla de
montar al caballo y tranquilizarle con
unas palmadas en el mojado cuello, puso
delante de este algo de paja que encontró
en un rincón, junto al grano que llevaba
en sus alforjas.
De una de ellas sacó una pistola de
mecha y pólvora negra que remetió en su
cinturón de cuero de hebilla metálica.
Junto a la pesada daga vizcaína que portaba en el costado izquierdo, en el lado
contrario del tahalí, se balanceaba suavemente en su funda la fina espada toledana
de cazoleta y gavilanes plateados.
Tras un último vistazo a su montura
que parecía estar inquieta en aquel lugar
desconocido, dirigió sus pasos hacia la
casa.
Empujó la pesada puerta de entrada y
se encontró en una estancia amplia aunque destartalada, donde destacaba en su
centro una amplia y tosca mesa de madera rodeada de varias banquetas. A la luz
de varios velones de cera humeante, Bastián distinguió más allá de las sombras una
habitación más pequeña donde se alzaba
un camastro con un colchón de paja cubierto de pieles.
Arduina ya había encendido para entonces el fuego de la lumbre de piedra instalada en el hueco de una de las paredes.
En el centro del lagar hervía un caldero de negro hierro forjado donde se
calentaba algún tipo de guiso a tenor del
olor que se desprendía de su interior.
A la fluctuante luz que prestaban las
llamas de la hoguera Bastián recorrió con
su vista, de manera inquisitiva, la inquietante decoración que presentaban las paredes de la casa. Sobre las mismas se sujetaban, colgados de ganchos metálicos,
los cuerpos resecos de animales de variados tamaños.
Lechuzas de grandes ojos muertos y
serpientes de viscoso aspecto acompañaban a un zorro de pelaje erizado y a un
águila de alas extendidas y curvado pico.
Estos dos últimos se enfrentaban a las cabezas alineadas, un poco más allá, de un
ciervo de astada cornamenta, un jabalí de
retorcidos colmillos, un lobo de afilados
dientes y un poderoso oso de fauces rugientes.
Bastián sintió un regusto amargo en su
boca al pensar que aquella casa guardaba
más semejanza con la guarida de una bestia ansiosa de cacerías que al refugio de
personas.
—Sentaos y enseguida podréis comer
algo— dijo Arduina sacando de su abstracción al joven, colocando sobre la
mesa una jarra de vino y una hogaza de
pan moreno, así como un trozo de queso
y una cuchara de madera, que sacó de una
alacena cercana.
—Os agradezco las molestias—contestó el soldado acomodándose en uno
de los taburetes cercanos a la lumbre,
despojándose de la empapada capa que
dejo a un lado, aunque teniendo bien a
mano el resto de sus armas—
Por toda respuesta la mujer volvió a
reír, burlona, cimbreando el talle de manera sinuosa.
—¿Habéis cazado vos a estos animales?—preguntó Bastián para romper el incómodo momento, tomando un sorbo de
áspero vino y señalando las piezas de las
paredes.
Weird Tales de Lhork
45
Eugenio Fraile
Arduina volvió a reír con más fuerza
esta vez mientras negaba con la cabeza y
servía en un cuenco de barro una porción
de humeante guiso de conejo del caldero
al soldado.
—Entonces, si no habéis sido vos,
¿quién lo hizo?—insistió este mientras llenaba su boca con el guiso de carne y un
trozo de pan.
—No siempre he vivido sola como
ahora, soldado. Tras la muerte de mis padres, durante un tiempo, compartí esta
casa con mi hermano, aunque después se
marchara en busca de otros deseos que
satisficieran más su naturaleza libre y…
salvaje—contestó de manera misteriosa
Arduina sentándose en un taburete al
lado de Bastián.
—¿Era cazador?—volvió a preguntar
Bastián dando fin al último bocado de su
comida.
—Puede decirse que si, aunque no de
la manera que vos podéis estar acostumbrado a cazar. Más no hablemos de ello y
si de nosotros—susurró la mujer acercándose de manera provocativa a el.
A pesar de la inquietante conversación, Bastián sintió como su pulso se aceleraba al notar la cálida respiración de la
mujer tan cerca de el.
El enervante aroma que desprendían
sus cabellos, liberados en una oscura cascada, le envolvía de forma sensual semejante a las ataduras de una mítica Medusa.
Bastián se sentía fascinado y, al mismo
tiempo, repelido.
Arduina se abrazó, ronroneante como
una gata, en busca de calor al poderoso
torso del espadachín. Este no pudo por
menos que admirar la belleza felina de la
joven. Los voluptuosos labios de esta buscaron con ansia los del soldado y se unieron en un largo y profundo beso prolongado hacia su cuello.
Bastián sintió entonces recorrer un
ardiente escalofrío por todo su cuerpo.
Apreció como los ojos de Arduina destellaban con una mirada vibrante y hechicera, atrayéndole a profundos pozos de
misterio tan viejos como la creación del
mundo, rompiendo todas las cadenas de
la civilización.
Por la mente de Bastián, que giraba en
tumultuosos remolinos de deseo y recelo
a un tiempo, se abrió paso como un relámpago el nombre de Lilith, la bella, pavorosa, mefítica y demoníaca mujer de la
leyenda bíblica puesta en el mundo para
llevar a los hijos de los hombres a la perdición y la locura.
Arduina arqueó sinuosamente su
cuerpo, en una danza sinuosa y ancestral,
sintiendo las caricias de las manos del
hombre y suspiró satisfecha cuando Bastián, alzándola sin esfuerzo alguno en sus
fuertes brazos, se dirigió hacia la pequeña
estancia que ocupaba el camastro.
Afuera, en la lúgubre noche, el frío
viento arrastró como un alma en pena el
quejumbroso aullido de un lobo.
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Weird Tales de Lhork
3. LUNA DE SANGRE
En mitad de la noche, Bastián despertó
con brusquedad. Siempre precavido, con
el instinto inherente al hombre de armas,
entreabrió ligeramente los ojos y se incorporó con presteza del camastro.
Aun notaba en sus labios el sabor y calidez del cuerpo de Arduina y al pensar en
la joven y su ausencia, su vista buscó con
rapidez sus armas.
Reprimió un juramento de alivio
cuando las halló a los pies del jergón y sin
más dilación se vistió. Tras notar el familiar peso de la espada y la daga vizcaína en
la cintura y la tranquilidad que le prestaba
la pistola remetida en su talabarte, Bastián
llamó en voz baja a la mujer.
No recibió respuesta alguna y guiándose por la débil claridad que prestaban
los rescoldos de la lumbre se dirigió hacia
la puerta de la casa.
En el momento que la abría, alcanzó a
escuchar los relinchos aterrorizados de su
caballo y el coceo de los cascos de este
contra las paredes de madera del cobertizo exterior.
Ahogando una maldición en sus labios,
Bastián desenvainó la espada y empuñó la
pistola saliendo al exterior como una exhalación.
Allí, en mitad del claro se encontró
con una escena demencial e inesperada.
¡Una luna roja derramaba su sangrienta luz sobre el claro y la turgente figura de Arduina!
Con su negro cabello suelto y mostrando su seductor cuerpo desnudo por
completo, alzaba sus brazos en idólatra invocación hacia las alturas nocturnas!
Entonces, la luna se oscureció parcialmente y Arduina, fijando sus ardientes
ojos en el espadachín, habló en un tono
demencial señalándole.
— ¡Ha llegado la hora del sacrificio y
tu eres la roja ofrenda que esta noche recibirá Faidu por manos de sus servidores!(11)
Por toda respuesta, el soldado apuntó
con su pistola a la desquiciada mujer
mientras caminaba con lentitud hacia
donde se encontraba su montura que seguía relinchando y pateando el suelo.
—¡Mujer, no se cual es tu locura, pero
si intentas acercarte a mí, por mucho que
me pese, no dudaré en usar mi arma!— le
contestó con calma Bastián.
—¡Tus armas no te servirán de nada
ante los hijos de la diosa Faidu!— aulló
salvajemente Arduina mientras hacia un
gesto con las manos hacia la tétrica oscuridad que se vislumbraba en el bosque.
Durante unos instantes no sucedió
nada, como si el tiempo se hubiera congelado, pero al poco, respondiendo a aquella antinatural llamada, hubo un movimiento detrás de los matorrales a
espaldas de la bruja.
¡Y entonces, entre ramas tronchadas,
una bestial y terrible figura surgió de la oscuridad ¡
La pálida luz de la luna, liberada de su
prisión de nubes, iluminó a un ser masivo
de apariencia animalesca y deforme, cubierto por completo de espeso pelaje grisáceo.
Se apoyaba en fuertes miembros de
grandes garras y alternaba su posición de
cuatro a dos patas husmeando el aire
mientras gruñía sordamente atiesando
dos orejas trianguladas.
Su inhumano rostro, donde ardían dos
sangrientos ojos rojos, mostraba unas rugientes fauces de afilados colmillos que
goteaban espumarajos sanguinolentos.
Para sorpresa de Bastián, la bestia se
acercó con lentitud hacia Arduina y lamió
sus pies en una actitud sumisa.
Arduina acarició con sus dedos el
hosco pelo de la cabeza del animal, aunque este no cesó en ningún momento de
clavar su vista en el hombre.
Mostraba un feroz e insano apetito.
Rompiendo aquella delirante escena,
Arduina habló de nuevo.
—¡Me preguntaste si vivía sola en este
caserón y como puedes ver, no es así!
¡Este es mi amado hermano, Licaón (12),
un gran vedoiro (13), víctima de la fada, la
maldición, que sobre el descargó la diosa
Faidu! ¡Condenado a convertirse en lobishome cada noche de luna llena y matar a
todo tipo de seres para que la diosa obtenga su sacrificio de sangre! ¡Yo ya he obtenido de ti lo que necesitaba, pues aunque
meiga, también soy mujer —afirmó con
brutal sinceridad la bruja—hora es que la
diosa y mi hermano obtengan su retribución…con tu sangre!
—¡Estás loca, arpía o lo que seas! —replicó Bastián alzando su espada y apuntando con firmeza la pistola— ¡Antes os
enviaré a ti y a esa endemoniada criatura,
ya sea lobo u hombre, al infierno de donde
procedéis!
—¡Necio incrédulo! ¡Tu sangre teñirá
la luna!
Como si aquellas palabras hubieran
roto las invisibles cadenas que la mantenían sujeta, la bestia se alzó sobre sus
patas traseras y saltó aullando contra Bastián.
Con los reflejos de un hombre acostumbrado a reaccionar con prontitud ante
el peligro, el soldado apretó el gatillo de
su arma. La detonación retumbó como un
trueno en medio de la quietud nocturna.
Su demoníaco antagonista fue enviado
hacia atrás por el impulso del disparo
hecho a bocajarro en su abombado
pecho. Pero a pesar de ello, y cuando todavía no había acabado de disiparse la neblina de la pólvora quemada, el lobishome
ya se había rehecho y arremetía de nuevo.
Aun sorprendido por la ineficacia del
tiro, Bastián rodó por la tierra esquivando
los furiosos zarpazos y dentelladas que le
lanzaba la infernal criatura gruñendo y ladrando a un tiempo.
La espada del joven giraba en rápidos
molinetes y cintarazos que de momento
mantenían alejado a su bestial oponente de
el, aunque sabía que esa estrategia no contendría por mucho tiempo al lobishome.
En una breve pausa de la pelea, Bastián
remetió la ahora inútil pistola en el cintu-
La luna del lobishome
rón, empuñó con su mano izquierda la pesada daga y con ella y la espada tajó la
carne de Licaón.
Aunque este gruñía de dolor cada vez
que el acero del soldado cortaba su carne,
no por ello parecía infligirle ninguna herida mortal, a pesar de estar cubierto de
sangre el pelaje.
Girando y cortando el hombre y soltando dentelladas y zarpazos la bestia, la
lucha se mantenía en apariencia igualada
bajo la mirada llena de odio de Arduina
que, tras situarse junto al brocal del pozo,
vociferaba maldiciones y aullaba a un
tiempo en una cacofonía pagana.
El sudor corría abundante por el rostro de Bastián y empapaba su pecho. El
brazo que empuñaba la espada comenzaba ya a notar el cansancio de tantas estocadas lanzadas de manera infructuosa.
En una de las múltiples embestidas que esquivó de la bestia, su espalda chocó contra la pared del cobertizo donde se hallaba su aterrorizado caballo coceando.
El lobishome, con un brillo de antinatural inteligencia en sus ojos, chascó las
mandíbulas y acometió con una feroz dentellada el cuello del soldado. Con un movimiento desesperado e instintivo, Bastián
interpuso la hoja de su espada a la altura
«¡Estos bosques, estas aguas, las
bestias que habitan en sus profundidades han visto caminar a
los Dioses Antiguos por estas
tierras! ¡Por mis venas corre la
roja esencia de los druidas celtas que tanto atemorizaban a las
legiones de Roma!
de las fauces de la bestia, clavando a un
tiempo la cazoleta de la misma en la garganta del diabólico engendro y enterrando la daga en su corazón con una cuchillada seca.
Con un aullido escalofriante de dolorosa agonía, el lobishome retrocedió de
un salto encogido sobre si mismo. Sus
zarpas se apoyaban en su garganta y allí
Lucas Cranach. Hombre lobo. Grabado de 1512
donde se había clavado la cazoleta de la
toledana de Bastián, podía verse una
enorme quemadura que había generado
un gran boquete.
Por el agujero surgía a borbotones la
negra sangre del hombre lobo.
Durante un momento, la sorpresa paralizó el entendimiento de Bastián para
después abrirse camino en su mente con
total nitidez lo que había ocurrido.
¡El baño de plata que cubría la cazoleta
de su espada era mortal para la forma lupina de su enemigo!
Recordó haber oído decir a ciertos
frailes de la Inquisición y saludadores (14)
que para brujos, brujas, trasgos y demonios del infierno, la plata, al igual que
ciertas plantas, eran mortales de necesidad.
Rehecho en su ánimo y con fuerzas
renovadas, fue Bastián quien con paso rápido se acercó al caído Licaón y antes de
que este pudiera incorporarse, recuperó
con un poderoso tirón la daga que aun estaba clavada en el corazón del hombre
lobo.
Esquivó el débil zarpazo que este aun
le lanzó y volvió a clavar poderosamente,
sin piedad, la totalidad de la hoja de su espada en el corazón de la brutal bestia.
Tras la hoja, la cazoleta de plata se
hundió en su pecho, quemando la dura
piel con un desagradable olor y rompiendo huesos hasta encontrar el corazón.
Con un ronco estertor agónico, que
fue quebrado por la sangre que brotaba
de las fauces de la bestia, el lobishome se
retorció sobre si mismo y quedó al fin
quieto en medio de un gran charco de oscura sangre que la tierra iba absorbiendo
con avidez.
Por un instante, la criatura mantuvo su
forma animal para después, y ante los atónitos ojos de Bastián, trocarse paulatinamente en un hombre flaco, desnudo, lleno
de heridas y cortes, de barba enmarañada
y larga melena oscura y un rostro huraño
que ahora, en la muerte, se hallaba deformado por la maldad.
El ruido de pasos aplastando la tierra
a sus espaldas hizo que Bastián se girara
Weird Tales de Lhork
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Eugenio Fraile
con rapidez y evitara a duras penas que
las largas uñas de una enloquecida Arduina lograran sacarle los ojos.
—¡Te mataré maldito!— dijo a gritos
abalanzándose sobre el.
Bastián aun empuñaba su espada y la
daga y al intentar apartarse tropezó con el
cadáver de Licaón.
Arduina, ciega de furia, le empujó y
juntos cayeron a tierra. La bruja exhaló un
grito semejante al maullido de una gata
herida y quedó inerte entre los brazos de
Bastián.
Al girarla, el soldado pudo ver como
el pomo de su daga sobresalía en el pecho
de la mujer.
¡Con su demencial impulso ella
misma se había hundido la hoja entre los
senos!
Bastián se mantuvo aturdido unos momentos por la rapidez de los acontecimientos, pero con presteza volvió a ser el
hombre de armas práctico e impávido.
Tras tranquilizar a su temeroso caballo, llevó los cuerpos de Arduina y Licaón
NOTAS
(1) Ver “La Conjura de Flandes”
en“Weird-Tales de Lhork” nº 25. Especial
Capa y Espada.
(2) Era un grado muy antiguo que incluso
existió antes que los de sargento y alférez,
a pesar de ser estos de mayor categoría.
El soldado que como jefe de escuadra elegía el capitán tenía que ser superior a los
otros en valor, virtud, experiencia y diligencia. Tenía que poder ejercer el empleo
de sargento cuando hubiera que suplir a
éste en caso de ausencia, de enfermedad
o de baja en combate.
El cabo tenía las atribuciones de reprender y amonestar a los soldados por todo
lo que a su cargo en el servicio del Rey le
correspondía, y en los casos de flagrante
delito, tales como mal cumplimiento de
una orden, muertes, heridas, violencia
contra mujeres, atentados contra persona civil, vagabundeo, robos, agravios,
desvergüenzas…, y en general, cualquier
incumplimiento de los bandos que dictara
el Rey o los Oficiales superiores de los
Tercios.
Lo esencial de su competencia era velar
por la buena policía en general, el buen
estado de las armas, municionamiento de
los soldados, el equipo de combate y la
instrucción. Le correspondía directamente la formación de los reclutas y era
también responsable de un cuerpo de
guardia o un puesto específico en las líneas del frente.
(3) El llamado “Camino Español o Italiano”, que de ambas formas podía denominarse, era la columna vertebral de la lo48
Weird Tales de Lhork
al interior del caserón y los depositó encima del camastro.
¡Juntos habían vivido en la maldad y el
asesinato y de justicia era también que ardieran unidos en la muerte camino al Infierno!
Encontró una botija de aceite y tras
verterla encima de los cuerpos, avivó las
brasas de la lumbre. Con unos trozos de
tela improviso una tea y prendió la paja
del colchón.
Pronto las llamas, como lenguas voraces, envolvieron los dos cuerpos, extendiéndose como un reguero por toda la
casa reclamando su ardiente ofrenda.
Bastián, desde el exterior, observó
con serenidad como el fuego parecía querer subir en largas espiras retorcidas hacia
una luna hinchada y maligna en las alturas,
burlada en sus crueles designios.
A pesar de las heridas y el cansancio
que acumulaba, Bastián suspiró con satisfacción cuando su caballo emprendió un liberador trote por la senda del bosque sin
volver la vista al horror que dejaba atrás.
gística militar española durante los siglos
XVI y XVII. Partía desde el corazón de España, de Castilla, donde se reclutaba la
mayor parte de los efectivos.
Las compañías se reunían en un punto
concreto de la península y marchaban a
pie con duras jornadas de instrucción militar, que nunca eran inferiores a 30 kilómetros diarios, más el trabajo de zapa, levantamiento y desmonte posterior de
campamentos provisionales al estilo de las
antiguas legiones romanas, hacia los puertos de embarque de Sevilla, Málaga, Cartagena y Barcelona. Pero la instrucción no
acababa ahí, ya que en las galeras se practicaba la esgrima y la lucha con cuchillo y
daga. Una vez arribados los barcos a Italia,
desembarcaban a los reclutas que seguían
marchando y completando su preparación. Allí, en Italia, especialmente en el teatro de operaciones del Milanesado, verdadera plaza fuerte de armas, las unidades
provenientes de España se reunían, se encuadraban y se equipaban para ser destinadas hacia las dos rutas complementarias. La del Sur, verdadera noria enlazando
el Estado de Milán con el Reino de Nápoles, con Sicilia e incluso en determinados
casos con Túnez, controlando así los intereses vitales del Imperio español en aquellas zonas del Mediterráneo.
Y la Ruta del Norte, que enviaba grupos
compactos de infantería hacia Flandes,
atravesando el Franco Condado, español
entonces, y a las buenas relaciones con
los estados soberanos por los que atravesaba, como los Ducados de Saboya y de
Lorena llegando al final a los Países Bajos,
la nórdica plaza de armas española. Por
aquel entonces, los reclutas que habían sa-
lido de España meses atrás se habían convertido ya en unas endurecidas y preparadas compañías de soldados habituados al
cansancio de marchas de hasta 50 kilómetros con equipamiento completo, las penalidades del camino y la dura disciplina
militar de los Tercios Españoles, alcanzando el título de “La Mejor Infantería del
Mundo” tan temida por los enemigos de
España.
(4) Cinturón
(5) Especie de collar de origen galo.
(6) Cernunnos o Cernunnus: La imagen
representa a Cernunnos, Dios Ciervo de
la mitología céltica a veces asimilado
como Pan, el Dios maléfico de los Bosques romano.
(7) Bruja, según el folclore gallego.
(8) Según la mitología céltica, Arduina o
Abonoba era el nombre de la Diosa de
los Bosques
(9) Medida itineraria equivalente a 5.572
m y 7 cm.
(10) Hombre Lobo, según el folclore gallego.
(11) Diosa Loba del culto antiguo a la
Luna de los celtas.
(12) Licaón, antiguo rey de la región
griega de Arcadia de cuyo nombre se deriva el término licantropía. Zeus le castigo
convirtiéndole en lobo por invitarle a
comer un guiso preparado con el cadáver
de su propio hijo.
(13) Brujo en el folclore gallego.
(14) Los saludadores, santiguadores o ensalmadores eran, en el antiguo acerbo cultural del folclore español, curanderos que
podían curar los males más diversos y extraños con sus plegarias y remedios naturales.
La correspondencia de
ROBERT E. HOWARD
Fermín Moreno
[40. A Tevis Clyde Smith, ca. Agosto de 1930]
ueno, Fear Finn:
.....Nada he sabido sobre nuestro relato,
(164) pero eso es común, ya que tampoco
se nada de otro que envié a Weird Tales algún
tiempo antes de enviar el anterior; los editores
deben estar de vacaciones o algo así.
Estoy seguro que tú venderás ese cuento a Fiction House. (165) ¿Has tenido noticias acerca de
los relatos que llevaste a Snappy 166 y algo parecido? Espero que hayas vendido algo cuando recibas esta carta. Recibí una larga carta de Lovecraft.
(167)
Ese chico es bastante listo. Y muy bien instruido también. Comienza diciendo que la mayoría
de mis argumentos parecen bastante lógicos y que
está a punto de aceptar mis puntos de vista; y entonces continúa con tres o cuatro páginas llenas
con las que, prácticamente, hace trizas todas mis
teorías. Está fuera de mi alcance. Yo me juego cualquier cosa hasta el límite con un hombre de mi
mismo peso, pero en una pelea con él es como un
pobre tipo enclenque que sube al ring con un campeón.
Creo que le haré bastantes preguntas sobre
cosas cuando le escriba, en vez de presentarle mis
propios puntos de vista. Eso no significa, compréndeme, que me haya convencido de que yo piense
como él piensa, a su manera. Nada de eso; todavía
pienso que tengo la razón. Pero quiero averiguar
algunas de las cosas que te aseguro él sabe —fases
oscuras de la historia y de culturas olvidadas y de
cultos místicos y todo eso. Dice que su joven
amigo Frank Belknap Long y Clark Ashton Smith
han elogiado en ocasiones mis basuras. Bueno, me
alegro mucho de eso, naturalmente.
[. . .]
[. . .] Hago la siguiente cita de una carta de
Farnsworth: “Estoy muy satisfecho con ‘Red Blades
of Black Cathay’, y es posible que lo utilice para el
diseño de la cubierta de nuestro tercer número de
B
Traducción: Fermín Moreno
Ilustración:
Joan Arocas
Weird Tales de Lhork
49
Fermín Moreno (traductor)
«Dice que su joven amigo
Frank Belknap Long y
Clark Ashton Smith han
elogiado en ocasiones mis
basuras. Bueno, me alegro
mucho de eso, naturalmente.
Oriental Stories. (168) Podemos ofrecerte 118 $
cuando se publique, e igualmente 118 $ por ‘Wings
in the Night’ para Weird Tales. (169)
Esto es a nuestro precio regular de un centavo
por palabra.”
Respóndeme pronto, ¿quieres?
Fear Dunn
*
*
*
[41. A H.P. Lovecraft, ca. Agosto de 1930]
Estimado señor Lovecraft:
Permítame agradecerle primeramente la oportunidad que me ha dado de leer su poesía; no necesito decirle cuánto aprecio su gran amabilidad. Es
mi opinión que usted ha logrado en este ciclo-soneto 170 un excelente trabajo artístico. No soy yo
quien ha de decir cuáles son los mejores poemas;
todos los disfruté completamente. Porque decir
que algunos fueron superiores a otros sería insinuar que ciertas facetas de un diamante mostraron
un lustre superior al resto. Al expresar una preferencia por algunos de los poemas no estoy buscando la manera de insinuar inferioridad en los
otros, pero me atrajeron especialmente “El Libro”,
“Reconocimiento”, “La Lámpara”, “El Patio”,
“Vientos Estelares”, “La Ventana”, “Las Campanas”, “Espejismo”, “El Faro Mayor ”, “El Fondo” y
“Alienación”.
Me alegró saber que a usted le gustó “La Luna
de las Calaveras” (171) y espero que mis futuros
esfuerzos logren su aprobación. Y es un alto honor
para mí saber que el señor Long y el señor Clark
Ashton Smith hayan valorado mis trabajos. Ambos
son escritores y poetas cuyas obras admiro
mucho; y mantengo conmigo, bajo especial cuidado, todos sus poemas (como también los suyos)
que aparecieron en Weird Tales antes de que yo
conociera esa revista.
Apenas tengo que decir que hallé extraordinariamente interesantes e instructivos sus comentarios sobre cuestiones históricas y prehistóricas.
50
Weird Tales de Lhork
Usted abordó una serie de fases que yo ignoraba
totalmente y en los aspectos en los que nuestros
puntos de vista difieren de alguna forma, francamente admito que no poseo la suficiente escolaridad para exponer algún argumento lógico a discusión. Me interesaron especialmente sus
observaciones acerca de los aborígenes mongoloides y su relación con los cuentos de hadas de Europa occidental. Yo había supuesto, sin investigar
el asunto con mucha profundidad, que estas leyendas se basaban en un contacto con los primeros
mediterráneos y, de hecho, basado en esa asunción
escribí un relato que apareció hace algunos años en
Weird Tales: “La Raza Perdida”.
En sus comentarios veo con claridad la verdad
cuando señala que una raza mongoloide debe
haber sido la causante de los mitos de la Gente Pequeña y le agradezco sinceramente esa información. Como en la actualidad los arios parecen repeler o rechazar a los mongoles, ¡imagino cuánto
más fueron rechazados los mongoloides primitivos
o retrógrados por parte de los arios originales, los
cuales eran probablemente superiores en apariencia física a los modernos!
Sobre Partholan, las leyendas que he leído parecen diferir. Algunos atribuyen su origen a Grecia
y otros, a Egipto. Donn Byrne, en sus romances,
habla de “Partholan de Egipto” y mantiene que los
nombres actuales de MacPartland y MacFarlane
constituyen una evolución a partir de Partholan,
aunque, al parecer, todos los descendientes de ese
jefe fueron aniquilados por la plaga. Y como usted
sabe, se presentan a los Firbolgs y los Tuatha De
Danaan como los descendientes de los Nemedios
que escaparon de las espadas de los Fomorianos y
regresaron a Grecia, desde donde originalmente
vinieron a Irlanda.
Luego, regresaron en diferentes épocas para
ser encarnizados rivales hasta la llegada de los Milesios de España, a través de Egipto y Escitia (de
acuerdo con las leyendas). Algunos suponen que
Firbolg, o los Hombres con Bolsas, es simplemente
la manera del galés o gaélico de pronunciar o indicar a los belgas, lo cual, de resultar correcto, parece señalar una afinidad continental o bretona.
Acerca de las fases orientales del lenguaje
celta, sin dudas usted tiene la razón en dar poca
importancia a eso. Ciertamente, la similitud entre
el gaélico y el semítico parece demasiado endeble
para apoyar la base de cualquier teoría sobre
ellos. Aunque, para mí, pensarlo resulta totalmente fascinante desde el punto de vista de la ficción y no abandonaría la idea por completo. Hago
cita aquí de toda la evidencia que he podido hallar, la cual señala un vínculo entre ambas lenguas.
Admito que es escasa y tampoco intento apoyar
con ella cualquier teoría mía. Cito a O’Reilly y a
O’Donovan en el Diccionario Irlandés-Inglés, publicado por Duffy and Co., Dublin, hace más de
treinta años. De seguro no es una autoridad muy
moderna.
“Los antiguos irlandeses comenzaron su alfabeto con la letra B y por eso la llamaban Beith-luisnion por sus primeras tres letras.” (Esto concuerda
La correspondencia de Robert E. Howard
con ciertas razas orientales, aunque es ciertamente
un aspecto trivial.)
“Sin embargo, al imitar otros lenguajes aprendidos y particularmente el latín . . . los irlandeses
modernos pensaron que era correcto comenzar su
alfabeto con ‘A’. Esta carta . . . es similar al hebreo
Aleph y al Alpha de los caldeos y los griegos.”
Sobre la palabra Bel-ain, que significa el círculo
de Belus o del Sol, se dice: “Ain o ainn en irlandés
significa un gran círculo; y Bel o Beal era el nombre
asirio, caldeo o fenicio del Dios verdadero, al
tiempo que generalmente se cumplía con la religión
patriarcal. Más tarde este nombre fue atribuido al
Sol cuando aquellas naciones orientales olvidaron
o se desplazaron voluntariamente hacia la adoración del verdadero Dios y adoraron a ese planeta
como su deidad jefe. Es muy cierto que los primitivos irlandeses observaron esta adoración de idolatría del Sol bajo el nombre de Bel o Beal, independientemente de donde ellos derivaron esta
palabra, según parece ser obvio por los fuegos religiosos que encendían con gran solemnidad el Día
de Mayo; este hecho se ha comprobado por la evidencia del propio nombre con el cual distinguían
ese día, al cual aún se conoce y se le llama por La
Beal Tinne, o sea, el día del Fuego de Bel o de
Belus.
Para terminar comentaré que la palabra Ain o
Ainn es la original celta de la cual se formó la palabra latina Anus, que fue luego escrita Annus… cuyo
único y correcto significado fue el círculo solar o
el curso anual del Sol.”
“El nombre de esta consonante (B) en irlandés
se aproxima mucho mas en su sonido y escritura
al hebreo de la misma letra que al caldeo Betha o
al griego Beta, ya que en irlandés es Beith y en hebreo, Beth. En hebreo Beth significa una casa y Both
en irlandés es un nombre muy común para una
casa abierta o una tienda de campaña o carpa.
Hay que decir que las consonantes irlandesas b,
c, d, g, p y t, mediante un punto o una tilde sobre
cualesquiera de ellas, perderán así su simple sonido
fuerte y se pronuncian de la manera que lo hacen
los hebreos: bh, ch, dh, gh, ph y th, con una simple
y genuina aspiración. Por otro lado, en especial ha
de hacerse notar que si a las consonantes hebreas
ahora mencionadas, llamadas por ellos Begad-Kephat, memoria causa, se les añade un punto completo en el medio de cualesquiera de ellas, igualmente perderán su simple sonido aspirado y se
pronunciarán entonces fuertemente como la b, c,
d, g, p y t irlandesas. Así, la adición de un punto
completo a las consonantes hebreas arriba mencionadas las cambia a sus letras correspondientes del
irlandés. Con este tipo de reciprocidad entre los
idiomas irlandés y hebreo, la antigüedad del irlandés o del celta parece estar suficientemente demostrada; aunque ha de confesarse que el empleo
del punto completo en cualquiera de los dos idiomas resulta una invención posterior.
“La ‘D’ irlandesa concuerda también con la ‘Th’
o Theta del griego, en el sentido de que la Daleth
hebrea o ‘Dh’ se convierte en ‘D’ al agregársele un
punto completo sobre ella. El idioma irlandés es
aplicadamente censurado por algunos críticos porque admite una ‘D’ o ‘Dh’ superflua al final de varias palabras. Y hallamos una coincidencia cercana
de esa redundancia en el idioma hebreo: raah significa ver; leah, trabajar duramente, esforzarse, etc.,
no pronunciándose la ‘He’ o ‘H’ final, pero como
la irlandesa ‘Dh’, se convierte en muda o inactiva.
“E es llamada en irlandés eabha, el álamo; y es
similar a heth en hebreo.
“La F es llamada fearn, el saúco. Lo mismo sucede con el hebreo vau porque la figura y el sonido
de ambas palabras son muy parecidos.
“La propia figura de la letra G, en algunos de
nuestros antiguos pergaminos, es esencialmente similar a algunos de los estilos del antiguo abrahamico y fenicio gimel.
Los hebreos llamaban gimel a esta letra, según
nos aseguran los gramáticos, debido a su figura torcida que muestra cierta semejanza con un camello,
que en hebreo se le llama gamel o gamal; y aquí es
menester señalar que gamal, al igual que camal, es
el irlandés para el camello.
Pensamos que es valido observar aquí que
nuestro idioma muestra un parecido perfecto, en
la disposición de sus pronombres, a la manera de
ordenarlos en hebreo, pues este ultimo los divide
en clases, etc… Los prepositivos se sitúan antes de
las palabras y el subjuntivo se escribe al final de las
palabras; ambos determinan por igual a la persona.
A la N se le llama nuin, el fresno. En hebreo se
llama nun por el sonido.
La O es la vocal positiva del diftongo oir, el
huso; y hallamos este diftongo en el hebreo como
goi ; en latín, gens.
Hago de paso el comentario de que los griegos
tomaron la P de los fenicios (la palabra significa
torre o castillo). Los fenicios fueron sus primeros
maestros en las letras y en cuyo idioma es borg,
que se ve claramente pertenece a la misma raíz de
nuestra palabra irlandesa brog o brug, un sitio
fuerte o fortificado, también la corte o el castillo
de un lord, mientras que el francés bourg, el alemán
burgh y el inglés borough poseen el significado mas
amplio de un pueblo. Hallamos la misma afinidad en
muchas palabras entre los idiomas griego y latín y
el irlandés, ya que cairg y carga son en irlandés la
Semana Santa; en latín, pascha, y esta palabra en
caldeo se deriva del hebreo pasach o phase ; el latín
transitus, la Pascua. Ya antes se había observado
que la Lingua Prisca, o el idioma latín primitivo se
formó principalmente del celta; y la verdad de esta
aserción está abundantemente confirmada a lo
largo del curso de este diccionario. En celta coib,
en Lingua Prisca cobiae, en latín copiae.”
Los comentarios sobre las similitudes del celta
con el griego, el latín y otras lenguas arias, por supuesto, no vienen al caso. Admito que tampoco
existe ninguna razón en particular para suponer
que las similitudes semíticas son sólo meras coincidencias o adiciones posteriores al idioma, prestadas, tal vez, del latín. Sin embargo, todo esto me
obliga a creer que el mundo antiguo estaba más
unido entre si de lo que generalmente se supone.
En relación con la adoración de Bel, en algún
Weird Tales de Lhork
51
Fermín Moreno (traductor)
sitio leí que el termino celta bally, que significa pueblo, se refiere a Baal, el dios semita, cuya adoración, aseverado por algunos, fue introducida en Irlanda por los mercaderes y colonos fenicios
después de la invasión milesia (situando la fecha de
esa invasión mucho antes de lo que por lo general
se acepta) o fue traída a Irlanda por los propios
gaélicos. Más el intento de desenredar leyendas y
hallar alguna fase en la que todos concuerden parecería ser una tarea sin fin — demasiado desconcertante para mis escasos conocimientos, aún
cuando pudiese leer los originales. Por ejemplo,
una leyenda cuenta de los gaélicos errando por
Egipto para servir como mercenarios al tiempo
que los hebreos salen del país; y otra leyenda señala que los milesios se encontraban ya bien establecidos en los cuarteles de los egipcios cuando los
judíos llegaron y que esto causo disgusto entre los
gaélicos, que fueron a Goshen para levantar a los
hebreos en rebelión. Otra leyenda hace de una poderosa familia irlandesa llamada Cusac los progenitores de la raza cosaca y, por supuesto, usted está
familiarizado con las numerosas historias sobre Lia
Fail, la Piedra del Destino que se supone Jeremías
(señalado como un japonés llamado Gera Mia, Donante de Piedras) trajo con el a Irlanda y sobre la
cual los actuales reyes ingleses son coronados.
He leído una teoría interesante expresada por
algún historiador cuyo nombre no puedo recordar
ahora (puedo recordar rostros y hechos, más es
para mi casi imposible recordar nombres y fechas),
pero lo mas cercano a lo que puedo recordar, su
idea era algo así: que los primeros que se asentaron en Europa occidental fueron los miembros de
una tribu nómada celta cuyo idioma fue la base del
gaélico moderno; que estos gaelos primitivos fueron empujados hacia los márgenes externos por
los britanos, más poderosos, convirtiéndose en
galos, belgas y cimrios. Que la leyenda de Partholan
se refiere al primer asentamiento en Irlanda de
estos gaelos y que la plaga que se atribuye a su destrucción se refiere en realidad a la invasión de los
britanos, los cuales les arrebataron las regiones
más fértiles de la isla. Que los fomores, los nemedios, los Firbolg y los Tuatha De Danaan fueron varias oleadas de britanos provenientes de la isla
mayor.
Mientras, una rama poderosa de gaelos halló
refugio en las montañas de España o del Sur gaélico, donde resistieron los asaltos de los gaelos britanos y retuvieron todas sus características tribales
como raza primitiva de montañeses y que fue esta
gente quienes, huyendo de los romanos, cruzaron
hacia Irlanda y se convirtieron en los milesios de la
leyenda. Este historiador explica las relaciones que
tuvieron con diversas tribus en Irlanda por el
hecho de que muchos de los descendientes gaelos
de Partholan mantienen todavía una guerra sin
convicciones con los britanos conquistadores.
Su teoría parece plausible en muchas maneras,
aunque yo no coincido con todas sus suposiciones.
Por supuesto, no tengo derecho alguno de discutir
con un historiador, pero cuando los historiadores
discuten y discrepan entre ellos, incluso hasta un
52
Weird Tales de Lhork
lego con escasa información como yo podría llegar
a sus propias conclusiones.
Estoy listo para aceptar esta idea de que los
gaelos vinieron a Irlanda desde España o del Sur de
su tierra; de hecho, las leyendas parecen confirmar
esto (si puede decirse que las leyendas confirman
cualquier hecho histórico). Pero yo abrigo grandes
dudas sobre esta aserción de que los gaelos precedieron a los britanos en cualquier parte de Europa
occidental y mantengo la opinión —sin dudas con
la obstinación de la ignorancia— de que los gaelos
siguieron una ruta hacia Europa, totalmente distinta a la de los britanos. Es probable que yo esté
completamente equivocado, más creo en la suposición de que los gaelos o los britanos vinieron de
Asia Central, cruzaron por el norte de Rusia, posiblemente por los países escandinavos y bajaron
hacia Francia a través de Alemania.
No tengo razones para corroborar mi creencia, pero creo que los gaelos vinieron por la otra
ruta — la del sur, o sea, atravesando Asia Menor y
África y entrando por España. Este largo recorrido
debe haberse hecho en una época muy temprana,
en el primer lento amanecer de la historia, cuando
los movimientos de todas las tribus y naciones
eran muy vagos y fáciles de perder por quienes los
registrara.
Probablemente vivieron por muchos siglos al
sur de la región gaélica antes de trasladarse hacia
Irlanda.
Pero como dije antes, mis ideas y fuentes de información son muy nebulosas y no valen la pena de
ser impuestas a nadie. No voy a divagar mas en
esta dirección, excepto para decir que sobre las
relaciones de los gaelos con tribus que ya se encontraban en Irlanda, no puedo imaginar que la invasión gaélica haya sido una súbita irrupción de
gente desconocida. Sospecho que los gaelos habían
estado infiltrándose en Irlanda de una forma o de
otra durante algún tiempo y que probablemente
haya un número determinado de asentamientos en
varias partes de la isla, sin duda cerca de las costas.
Las deducciones del profesor Smith (172) son
interesantes, aunque no puedo decir que estoy de
acuerdo con todas. Al igual que usted, creo que la
civilización es una consecuencia natural e inevitable; no estoy preparado para decir que sea para el
bien o para el mal. Respecto a la teoría de la única
civilización, sin duda la cultura egipcia influyó en
gran medida en el resto del mundo, aunque yo
había pensado que en una época temprana cerca
de 6000 AC. los sumerios pre-semíticos tuvieron
una civilización de alguna manera superior a la egipcia contemporánea. Tal vez la cultura helénica tuvo
una base egipcia transmitida mediante los cretenses conquistados, aunque tengo la impresión de
que los invasores helénicos, en vez de adoptarla
como propia, levantaron una civilización por separado sobre las ruinas de la micénica. No puedo
pensar que la cultura del valle del Nilo haya afectado mucho a los pueblos de China, México y
América del Sur, aunque pueden haber ocurrido
más relaciones entre estas razas tempranas de lo
que pensamos. Posiblemente, como señala el pro-
La correspondencia de Robert E. Howard
fesor Smith, razas posteriores neolíticas vivieron
contemporáneamente con civilizaciones orientales.
Creo haber leído en algún sitio que los primeros
cretenses parecen haberse encontrado ya al final
de su propia Nueva Edad de Piedra cuando conocieron a los egipcios por primera vez. Me parece
que esto es más o menos una cuestión menor.
Y ahora llego al punto exacto donde he de abusar de su bondad. Quiero decir que estoy a punto
de hacerle un número de preguntas acerca de algunos temas, considerando que mi interés excede
a mi ignorancia. Permítame decir primero, como
explicación parcial de mi falta de información sobre
los temas de los cuales voy a indagar, que el no haberme informado ha sido más bien no tener oportunidad y no falta de interés. El occidente de Texas
no es particularmente un asiento de cultura y resulta casi imposible obtener libros sobre temas oscuros y esotéricos en todo el Estado. Pasé la
mayor parte de mi vida en ranchos, granjas y ciudades que se estaban desarrollando, y donde muy
a menudo faltaban bibliotecas y librerías en áreas
de alrededor de cien millas, por lo que tuve que
realizar mis estudios a pedazos, en los momentos
libres cuando no me hallaba trabajando en otras
cosas. Sólo en los pocos últimos años he podido
dedicar la mayor parte de mi tiempo a escribir y
estudiar, por lo que usted puede darse cuenta de
que mi educación no es enteramente como debía
ser.
Pero vayamos a las preguntas. He notado que
en sus cuentos usted se refiere a Cthulhu, Yog Sothoth, R’lyeh, Yuggoth, etc. He observado que
Adolph de Castro menciona estos dioses, sitios o
lo que sean, pero la forma de escribirlos es diferente, p.e., Cthulutl y Yog Sototl. (173) Creo que
ustedes han utilizado la frase fhtaghn. Un escritor
en “The Eyrie”, un tal O’Neail, (174) se preguntó
si yo no utilicé algún mito acerca de este Cthulhu
en “El Rostro de la Calavera”. El nombre Kathulos
pudo sugerir eso, pero en realidad el nombre fue
inventado por mí sin saber en aquel momento de
la existencia de cualquier personaje legendario llamado Cthulhu —si existe en realidad.
¿Sería demasiado pedirle que me diga la significación de estos nombres o términos mencionados?
¿Y el árabe Alhazred y el Necronomicon? La
mención de estas cosas en sus magníficos cuentos
despertó grandemente mi interés. Mucho le agradecería cualquier información que me pudiese dar
sobre esto. (175)
Atentamente,
Robert E. Howard
*
*
*
[42. A Trevis Clyde Smith, ca. septiembre de
1930]
Bueno, Fear Finn, mi bauld braw Hieland bully, he
tomado la maquina de escribir para escribirte una
carta. ¿Donde pasasteis el fin de semana tú y
Truett? ¿En Austin?
Yo he estado muy vago. He hecho muy poco
«Recibí una carta de Lovecraft en la que me dice,
muy a mi pesar, que
Cthulhu, R’lyeh, Yuggoth,
Yog Sothoth y otros más
son solo productos de su
imaginación
trabajo. De hecho nada he terminado hasta ahora.
Desde la ultima vez que te vi, he vendido “Waterfront Law” a la editorial Fiction House. (176) Pues
si, el personaje es Steve Costigan; un argumento
nuevo y original.
Steve se enreda en una gran pelea para obtener
algún dinero y que posteriormente una endemoniada mujer se lo arrebata. Me ofrecieron 70.00 $.
Tengo que buscar la manera de hacer más largos
estos cuentos. Últimamente han sido demasiado
cortos.
Recibí una carta de Lovecraft en la que me dice,
muy a mi pesar, que Cthulhu, R’lyeh, Yuggoth, Yog
Sothoth y otros más son solo productos de su imaginación. Me escribió: “La razón por la que hayan
tenido eco en el trabajo del doctor de Castro es
que este caballero es un cliente de revisión mío.
He recopilado en historias completas toda esa
serie de referencias al margen, simplemente por diversión. Si otros clientes míos logran situar trabajos en W. T., quizás encuentres referencias más amplias sobre el culto de Azathoth, Cthulhu y de los
Grandes Antiguos. El Necronomicon del loco árabe
Abdul Alhazred es algo que de la misma manera ha
de ser escrito todavía para que posea realidad objetiva. Abdul es un personaje favorito de mis sueños; de hecho así me hacia llamar cuando tenia
cinco años de edad y era un devoto de la versión
de las Noches Árabes de Andrew Lang. Hace algunos años prepare una sinopsis que finge erudición
sobre la vida de Abdul y de las póstumas vicisitudes
y traducciones de su espantoso e innombrable trabajo Al Azif, nombrado con alguna turbia palabra
griega por los bizantinos, y por Theodoras Philetas,
quien lo tradujo al griego moderno en el año 900
de nuestra era. Una sinopsis que seguiré en futuras
referencias hacia lo oscuro y lo maldito.
Long hizo alusión al Necronomicon en algunos
de sus escritos. De hecho, creo que más bien resulta una buena diversión el dar verosimilitud a
esta mitología artificial (?) al hacer citas al margen.
Clark Ashton Smith ha creado otra antología simulada alrededor del dios negro, peludo y con forma
de sapo Tsathoggua, cuyo nombre toma diversas
formas entre los atlantes, los lemurios y los hiperboreos quienes lo adoraban luego de que este
Weird Tales de Lhork
53
Fermín Moreno (traductor)
[43. A H.P. Lovecraft, ca. septiembre de 1930]
«Respecto a las fuentes de
las leyendas africanas, recuerdo muy bien las historias que escuché, y que me
estremecieron, cuando era
un niño que andaba por los
bosques de pinos del este
de Texas
emergiera de las entrañas de la tierra (y proveniente del espacio exterior, con Saturno como
punto intermedio). Estoy utilizando a Tsathoggua
en varios de mis propios cuentos y en revisiones a
clientes —aunque Wright rechazó la historia contada por Smith, en la que aparecía originalmente.
Seria divertido identificar tu Kathulos con mi
Cthulhu— de hecho, tal vez lo adopte para alguna
futura alusión oscura.
A propósito, Long y yo debatimos en ocasiones
sobre la base real del folclore en la pesadilla de Machen con los cultos (pienso que tal vez se refiere
aquí a “La Mano Roja” y sucesivamente). Creo que
son puras invenciones de Machen, pues jamás escuche sobre eso en sitio alguno; pero Long no
puede abandonar la idea de que provengan de una
fuente real en el mito europeo. ¿Podrías darnos alguna luz en esto? No poseemos la temeridad para
preguntar al propio Machen.”
Naturalmente, yo nada se de eso. Pero voy a
solicitar a Lovecraft la dirección de Machen. Le escribiré y le preguntare sobre el asunto. Yo mismo
quisiera saberlo. Y voy a preguntar a Lovecraft si
puedo utilizar su mitología en mis propias ideas,
como alusiones al argumento, ya me entiendes.
Hay un grupo de eruditos que escriben para Weird
Tales—yo no me incluyo, por supuesto. Bueno, yo
poseo nociones de pedazos de conocimiento y una
mente ágil y engañosa que me permitiría entrar en
varios círculos de eruditos.
Supongo que alguien que se encuentre conmigo
por primera vez obtendría la idea equivocada de
que soy una persona instruida, ya que, si así puedo
decirlo, poseo cierta habilidad para discutir cosas
de las cuales nada se. Una mirada más de cerca revela el hecho de que mi erudición es superficial —
imagino que por eso la gente intelectual pierde interés en mi con tanta maldita rapidez. Bueno,
tengo trabajo que hacer. No puedo emplear
mucho de mi tiempo para adquirir conocimientos
profundos; y si pudiera, tampoco lo haría. ¿Responderás pronto a esta carta, detestable reptil?
Fear Dunn
*
54
*
Weird Tales de Lhork
*
Estimado señor Lovecraft:
Le envidio su recorrido por Quebec. Según lo
que he leído y escuchado de la ciudad, es ciertamente la ciudad mas arcaica en el Nuevo Mundo.
Me gustaría mucho pasear por los alrededores y
meterme en ciertos lugares típicos y vivir reminiscencias entre el almizcle y la putrefacción de la antigüedad —mas nunca he tenido el tiempo ni el dinero para hacer eso.
Tengo una gran deuda con usted y con el señor
Long por haberme prestado Un hombre de Génova.
(177) No he recibido el libro todavía, el servicio de
correos no es muy regular o consistente en esta
parte del mundo, pero siento gran ansiedad anticipada por leerlo.
Quedé asombrado al saber que August W.
Derleth sólo tiene 21 años de edad.
Debe haber comenzado a buscar mercado para
sus trabajos en una edad muy temprana, ya que me
parece que he estado leyendo sus cuentos en
Weird Tales durante años. He comentado varias
veces con mis amigos sobre la excelencia de sus
productos y nos preguntamos por que no intenta
escribir historias mas largas.
He observado las cartas del señor Dwyer en
“The Eyrie” y recuerdo el poema que usted menciona. (178) En estos momentos no puedo acordarme del señor Talman, aunque sin duda he leído
cuentos de ese autor. Muchísimas gracias por haberme facilitado las direcciones de estos caballeros
y también la de Donald Wandrei. Casi siempre
estoy tan ocupado que no se cuando tendré
tiempo para escribirles, pero pienso hacerlo lo
antes posible. Mantener correspondencia con
estos caballeros y con usted representa un regalo
infrecuente y un honor.
Sobre los persas y sus relaciones con la raza
aria en general, me parece que la única diferencia
entre ellos y las razas mesopotámicas fue la actitud
amable de parte de los persas hacia las razas conquistadas. Eran crueles, mas no hallo en ellos esa
carnicería sistemática y continua de pueblos subyugados como fue el caso con las razas semíticas.Para
mi existe una extraña y poderosa fascinación en
esa rama lateral en el árbol ario; revuelve mi imaginación el contemplar a esos salvajes rubios, orgullosos y semi-desnudos, bajando con rapidez desde
sus montañas para arrasar las ricas tierras de los
llanos —sus conquistas relámpago, su moral horrenda y atropellada y su desintegración física. Realmente, Croesus podía jactarse de haber conquistado a sus conquistadores, pues el botín de la
riqueza de Lydia hizo estragos entre aquellos recios bárbaros. Supongo que una especie de fuerte
variedad turania se filtro en el torrente sanguíneo
persa antes de que llegaran a las planicies. Hemos
leído que entrenaban a sus jóvenes para hacer solamente tres cosas: montar a caballo, decir la verdad y estirar el arco. Como habrá notado, el arco
no es un arma básica de los arios; los persas deben
haberlo tomado de algún vecino oriental. Los griegos nunca consideraron usarlo y en las legiones re-
La correspondencia de Robert E. Howard
gulares de Roma poco se pensaba en el arco, aun
cuando sus auxiliares practicaban esa ciencia con
efectividad.
Las razas occidentales parecen haber preferido
la lucha cuerpo a cuerpo, una preferencia natural
si consideramos su fuerza y estatura superiores.
Los celtas no eran hombres de arco y flecha,
tampoco los germanos. Cierto es que ninguna nación oriental pudo jamás igualar las habilidades y la
ciencia de los arqueros del medioevo ingles, pero
incluso creo que esto puede rastrearse indirectamente en la influencia no aria. Los normandos trajeron el arco a Inglaterra y fueron las flechas las
que decidieron el día en Senlac. Pero el arco llego
a Francia con Hrolf y sus nórdicos, y los daneses
habían estado utilizando particularmente el arma
con gran habilidad y destreza durante siglos. Es
muy probable que los escandinavos hayan aprendido la eficacia del arco cuando aun vagaban por las
estepas del norte de Asia, por el contacto con algunos turanios de arco y flecha, y trajeron ese conocimiento con ellos cuando inundaron la Gran
Suecia, continuaron hacia los países bálticos y después por todo el mundo. Por supuesto, no quiero
decir que ellos realmente introdujeron el arco en
las otras naciones occidentales como un arma
hasta ese momento desconocida. Lo que quiero
decir es que creo que el tiro con arco, como arte
y ciencia de la guerra, se origino con las razas mongoloides, fue enseñado a los ancestros de la zona
mas oriental de la hoy Dinamarca y estos expandieron este arte por toda Europa.
Porque el arco esta vinculado y entretejido con
la historia del Oriente desde el mero amanecer de
la historia. Leemos acerca de las proezas de los faraones cuando disparaban desde sus carros de guerra y mataban de igual forma a leones e hititas; los
filisteos responden a la furia de Saúl y le envían oleadas de flechas desde la distancia; los babilonios y
los asirios guerrean con pesados arcos, curvados
de una forma exagerada; los persas y los escitas intercambian nubes voladoras de susurrantes varas
antes de entrar directamente a combatir. Y llegando a fechas más recientes, las legiones romanas
se tambalearon ante la nube de flechas de los parthos, los cruzados cayeron ante las flechas turcas y
los jinetes salvajes de Atila, Genghis Khan y Tamerlane arrasaron ejércitos completos antes de comenzar a sonar sus espadas.
En el caso de los armenios, me inclino por la
teoría de que representan una raza cuyo tipo original era semita y cayeron totalmente bajo el dominio de sus conquistadores arios, tanto que olvidaron su lengua semita original y retuvieron el
habla posteriormente adquirida durante los siguientes siglos de re-semitización.
Estoy de acuerdo con usted en que los toscanos influyeron grandemente en la fisonomía y el carácter de los romanos. Y esto trae a colación otra
pregunta: ¿Quienes eran los toscanos y de donde
vinieron? Ciertamente me gustaría escuchar su
punto de vista sobre este tema.
Estaré atento a la historia de “Los Anillos de
Medusa” (179) que usted mencionó.
Independientemente de quien sea el autor, si
usted inculco parte de la magia de su propia pluma
en la historia, ésta de seguro fascinara a los lectores.
Respecto a las fuentes de las leyendas africanas,
recuerdo muy bien las historias que escuché, y que
me estremecieron, cuando era un niño que andaba
por los bosques de pinos del este de Texas, donde
el Río Rojo marca la frontera entre Arkansas y
Texas.
Por esos tiempos había una gran cantidad de
viejos negros esclavos que aún vivían. A quien yo
escuchaba más era a la cocinera, la vieja tía Mary
Bohannon, la cual era casi blanca —yo diría que
tenía aproximadamente 1/16 de negro. El maltrato
a los esclavos es y ha sido más bien exagerado,
pero la vieja tía Mary sufrió el infortunio de pertenecer, en su juventud, a un hombre cuya esposa
era un demonio salido del propio infierno. Las jóvenes esclavas constituían finos animales y eran
bárbaramente apuestas; su ama era frenéticamente
celosa, usted comprende. La tia Mary nos contaba
historias de tortura y de inconfundible sadismo que
todavía hoy me enferman al recordarlas. Gracias a
Dios que los esclavos en las plantaciones de mis
ancestros no fueron tratados tan indebidamente. Y
la tía Mary contaba como, un día, cuando los negros andaban en sus faenas en el campo, vino un
viento caliente que soplo sobre ellos y sabían que
la “vieja” señora Bohannon había muerto. Al retornar a sus cobertizos supieron que así era y todos
los esclavos bailaron y gritaron de júbilo. La tia
Mary decía que cuando pasa un espíritu bueno este
hace soplar una brisa fresca; pero cuando pasa un
espíritu maligno lo que sopla es el calor que sale de
las puertas abiertas del infierno.
Ella contaba muchas historias. Una de ellas me
ponía los pelos de punta. Ocurrió en su juventud.
Weird Tales de Lhork
55
Fermín Moreno (traductor)
«De niño mis cabellos
siempre se erizaban cada
vez que ella narraba sobre
la carreta que rodaba por
los caminos entre los bosques, en medio de la oscuridad de la noche sin que
caballo alguno la arrastrara
Una chica joven que se dirigía al río a recoger agua,
se encontró, en medio del crepúsculo del anochecer, a un viejo, que había muerto hacia ya mucho
tiempo, el cual llevaba en sus manos su cabeza cercenada. Según la tía Mary, este hecho sucedió en la
plantación de su amo y ella misma vio a la joven
que venia corriendo y gritando como loca, al
tiempo que atravesaba la bruma. La chica sufrió el
látigo por haber tirado en su carrera el balde lleno
de agua.
Otra de las historias que contaba la he oído a
menudo de las tradiciones negras. El sitio, hora y
circunstancias han sido cambiados de boca en
boca, pero la historia se ha mantenido básicamente igual. Dos o tres hombres —comúnmente
negros— están viajando en una carreta por un distrito aislado —usualmente por el antiguo fondo de
un río, amplio y desértico. Al anochecer llegan a
las ruinas de lo que otrora fuera una prospera y
lozana plantación, y deciden pasar esa noche allí,
dentro de la casa vacía de la plantación. Esta casa
es siempre enorme, impresionante y prohibitiva; y
siempre, según los hombres se acercan a la baranda de las altas columnas del pórtico, cubiertas
por las altas malas hierbas que cubren todo el
sitio, enormes cantidades de palomas se alzan
desde la verja donde estaban posadas y se van volando. Los hombres se acuestan a dormir en el
amplio local del frente, que contiene una semidestruida estufa, y en medio de la noche les despierta el sonido de arrastre de cadenas, otros sonidos extraños y gemidos provenientes del piso
superior. En ocasiones sienten pasos que bajan
por la escalera y a nadie ven. Es entonces que se
muestra una terrible aparición y los hombres salen
huyendo, aterrorizados. Este monstruo, en todas
las historias que he leído, es invariablemente un gigante sin cabeza, desnudo o envuelto en una especie de prenda de vestir que carece de forma y a
veces esta armado con un hacha. Esta historia aparece una y otra vez en el folclore negro. (180) No
se que tipo de historias cuentan los negros de hoy.
He vivido durante años en una región donde es
muy raro ver a un negro. De hecho, no se permite
a ninguna persona de color quedarse a pasar la
noche en este condado.
56
Weird Tales de Lhork
Pero a lo largo de la mayoría de las historias
que escuche en mi infancia, esta de la vieja plantación oscura y abandonada se cierne como un espantoso tema de fondo y el horror humano o
semi-humano con su cabeza cercenada se teje en
las fibras de los mitos.
Pero ningún cuento negro de fantasmas me horrorizo más que los que me narraba mi abuela. Ella
poseía toda la tenebrosa oscuridad y el misticismo
de la naturaleza gaélica. Y en ella no había ni regocijo ni luz. Sus cuentos mostraban la extraña legión
folclórica que había crecido en los asentamientos
del suroeste escocés—irlandés, donde mitos transplantados de los celtas y cuentos de hadas se encontraban y entremezclaban con el substrato de las
leyendas de los esclavos.
Sólo una generación anterior a mi abuela fue la
que salió del sur de Irlanda y ella sabía de memoria
todas las historias y supersticiones de la gente,
negra o blanca, sobre las mismas.
De niño mis cabellos siempre se erizaban cada
vez que ella narraba sobre la carreta que rodaba
por los caminos entre los bosques, en medio de la
oscuridad de la noche sin que caballo alguno la
arrastrara —la carreta llena de cabezas cercenadas
y pedazos de cuerpos descuartizados; y el caballo
de color amarillo, el caballo de la horrorosa pesadilla que corría escaleras arriba y abajo de la antigua casa grande de la plantación donde una mujer
perversa yacía en su lecho de muerte; y el sonido
fantasmagórico del roce de puertas y un silbido de
ultratumba, cuando nadie se atrevía a abrir esas
puertas, para que nadie olvidase lo que podría
verse. Y en muchas de sus historias aparecía también la mansión vieja y desierta de la plantación,
con las malas hierbas cubriéndola casi por completo y las palomas fantasmales que salen volando
desde los hierros de la verja de la baranda.
Hay una leyenda muy popular en aquella época,
por el suroeste, la cual no puedo situar con exactitud. Es decir, no puedo decidir si se trata de una
de las inconsistencias comunes en el folclore negro
o una deliberada invención irlandesa, que tiene el
propósito de ser una tontería. (181) Es la que trata
de la mujer sin cabeza a quien, extraño decirlo, se
le escuchaba rechinar sus dientes en el ángulo de
la chimenea y cuyos largos cabellos le ondulaban en
la espalda.
Los negros constituyen un estudio interesante.
Había negritos que juraban solemnemente que podían ver el viento y que este era de color rojizo.
Decían que por eso los puercos comenzaban a chillar cuando el tiempo comenzaba a ponerse frío;
ellos también podían ver el viento y le temían. Y
recuerdo a una tal Arabella Davis, a quien yo acostumbraba a ir a ver cuando niño, que recorría placidamente el pueblo recogiendo ropas para lavarla.
Era una filósofa negra, si alguna vez hubo alguna. Su
pequeña nieta corría tras ella por doquiera que ella
fuese y le llevaba su pipa, las cerillas y el tabaco con
la misma pomposidad con la que un cortesano llevaría el sequito de una reina.
Arabella había nacido esclava, pero sus recuerdos eran posteriores a esos tiempos.
La correspondencia de Robert E. Howard
A menudo hablaba de su conversión, cuando el
espíritu del Señor era tan fuerte sobre ella, que
dejo de comer y de dormir durante diez días y noches. Entonces cayó en trance, dijo, y por días los
demonios del infierno la persiguieron por las montañas negras y las montañas rojas. Por cuatro días
colgó de las telarañas que cubren las puertas del infierno y los perros de caza del diablo le aullaron sin
parar. ¿No es eso, acaso, dejar volar la imaginación? Y la parte mas extraña es que esta historia
resultaba para ella tan verdadera, tan real, que se
habría sorprendido si alguien le hubiese cuestionado su veracidad.
Pero he aquí que estoy divagando sin parar.
Muchas gracias por las amables frases que dijo
acerca del “Culto Bran”. He visto que Weird Tales
anuncia mi trabajo “Reyes de la Noche” (182) para
el número del próximo mes. Espero que le guste
esa historia. Bran es uno de los “reyes”. Pienso seguir su consejo de escribir una serie de cuentos
sobre Bran.
Si usted puede obtener la dirección de Machen
del señor Derleth, veré lo que puedo hacer. Si Machen alguna vez responde a mis indagaciones, su
respuesta será muy interesante. Siempre me he
sentido fascinado por su trabajo, aunque francamente diré —sin intención de adular— que lo considero inferior a usted como escritor de cuentos
de horror.
Espero que disfrute, o posiblemente diría, que
haya disfrutado, cuando esta carta llegue a usted,
de una visita muy agradable a Quebec. Le repito
que le envidio. Ha pasado ya tanto tiempo de
haber hecho yo algún viaje así, que siento como si
estuviera criando raíces. Por ejemplo, hace ya dos
años desde que anduve por la frontera con México. La región del condado donde vivo no es particularmente estimulante a la imaginación, a menos
que pudiera decirse que la constante lucha de sus
habitantes contra la hambruna sea estimulante. La
sequía golpeo duramente a este condado y, por
favor, no crea que exagero cuando digo que muchos dueños de granjas y sus familias subsisten en
estos momentos de maíz quemado y seco. No hay
césped, la gente se está comiendo el maíz que pertenece por derecho a los caballos de las granjas y
estos sólo comen las bayas de los arbustos. Muy
pronto se acabaran estas y los caballos morirán. La
gente morirá también, a menos que el gobierno los
ayude.
Muy cordialmente suyo,
Robert E. Howard
NOTAS
(164) Sin duda, “Red Blades of Black Cathay”, enviado a Oriental Stories.
(165) Probablemente “Eighttoes Makes a Play”, escrito por Smith despues de haber hablado con Howard sobre su sugerencia para el argumento, en 1930. “El cuento fue enviado a una de las editoriales principales de ficción barata, pero fue rechazado y paso a mi cajón de trabajos
rechazados.”—Tevis Clyde Smith, Introducción a Red Blades of Black Cathay, Donald M. Grant (1971).
(166) Snappy fue una revista de tipo “porno”, similar a 10-Story Book.
(167) Carta de H.P. Lovecraft a Howard, 20 de julio de 1930. Ver H.P.
Lovecraft, Selected Letters III, pp. 161—63.
(168) Oriental Stories, Febrero-Marzo de 1931, cubierta artística de Donald von Gelb.
(169) Este cuento apareció en el número de julio de 1932.
(170) Fungi from Yuggoth.
(171) Weird Tales, junio de 1930 (Parte 1), julio de 1930 (Parte 2).
(172) Probablemente Sir Grafton Elliot Smith (1871-1937). Smith apoyó
fuertemente la propuesta de la teoría de que Egipto había sido la fuente
de la civilización europea. Vease The Ancient Egyptians and Their Influence
Upon the Civilization of Europe (1911).
(173) En “The Electric Executioner”, de Adolph de Castro (Weird Tales,
agosto de 1930).
(174) La referencia es N.J. O’Neail al escribir en el numero de marzo de
1930 de Weird Tales: cf. H.P. Lovecraft in “The Eyrie” (1979), p. 31: cf. También Selected Letters III, p.166.
(175) Lovecraft respondió a esta averiguación en su carta del 14 de
agosto de 1930 (Selected Letters III, pp. 166—67).
(176) Publicado como “The TNT Punch”, Action Stories, enero de 1931.
(177) A Man from Genoa and Other Poems por Frank Belknap Long (Athol,
MA: Paul Cook, 1926).
(178) Referencia al poema de Bernard Austin Dwyer “Ol Black Sarah”
(Weird Tales, octubre de 1928).
(179) Revisado por Lovecraft para Zealia Bishop. No fue publicado en
Weird Tales hasta enero de 1939.
(180) Obviamente Howard utilizó este cuento como marco para su “Pigeons from Hell”, Weird Tales, mayo de 1938.
(181) Una “tontería” irlandesa parece contradecirse en si misma o contiene una irracionalidad inconsciente, como cuando Sir Boyle Roche advirtió a la Sala de los Comunes sobre rufianes que “nos cortarían como
carne picada y lanzarían nuestras cabezas sangrientas sobre esa mesa,
para mirarnos a los ojos.”
Weird Tales de Lhork
57
Augusto Uribe
El Gran Ciclo mítico-épico del caballero
Rider Haggard
Augusto Uribe
e los setenta y cinco libros que produjo H.
Rider Haggard, a los aficionados al fantástico
nos interesan particularmente los que componen el Gran Ciclo, dieciocho novelas y cuatro
cuentos en total, entre las primeras algunas tan populares como Ella, Ayesha y Las minas del rey Salomón.
Pueden distinguirse dentro del Ciclo varios
subciclos, principalmente los de Ayesha y Allan
Quatermain, bien entendido que éste engloba a su
vez otros subciclos, como la serie de Lady Ragnall
y la trilogía o tetralogía del pueblo zulú, y que Ella
y Allan pertenece a todos ellos, es el link que los enlaza. A continuación indico las novelas y cuentos
del Ciclo, ordenados cronológicamente por el año
o años de su acción que figura tras el título, precedido éste por el año de publicación y rematado por
su número en la colección Centauro.
D
Texto: Augusto uribe
58
Weird Tales de Lhork
1
1923
2
1891
3
4
1912
1887
5
1889
6
1889
7
8
1889
1913
9
1888
10
1915
11
1924
12
13
1920
1926
14
1916
15
16
1916
1920
La hija de la Sabiduría (Wisdom’s
Daughter) ant. Egipto
Nada, el lirio (Nada, the Lily)
(C 66) 1800-56
Marie (Marie) 1835-38 (C 53)
La esposa de Allan (Allan’s Wife
and other tales) 1842-69 (C 60),
que incluye los cuentos 5, 6 y 7
Una aventura del cazador
Quatermain (Hunter Quatermain’s Story)
Jim-Jim y los tres leones (A Tale of
Three Lions)
Lucha desigual (Long Odds)
Mameena (Child of Storm)
1854-56 (C 57)
La venganza de Maiwa (Maiwa’s
Revenge) 1859 (C 76)
La flor sagrada (The Holy Flower)
1870 (C 59)
El monstruo (Heu-Heu or The Monster)
1871 (C 84)
Ella y Allan (She and Allan) 1872
El tesoro del lago (The treasure
of the Lake) 1873
El niño de marfil (The Ivory Child)
1874 (C 67)
Nombé (Finished) 1879 (C 68)
Magepa el antílope (Magepa
the Buck), cuento incluido en
«Smith y los Faraones», 1879
El gran ciclo mítico-épico del caballero Rider Haggard
17
1885
18
1920
19
1927
20
1887
21
22
1886
1905
Las minas del Rey Salomón (King
Solomon’s Mines) 1880 (C 50)
Allan en Egipto (The Ancient Allan)
1882 (C 61)
Allan y los dioses de hielo (Allan and
the Ice Gods) 1883 (C 48)
Allan Quatermain (Allan Quatermain)
1884-85 (C 29)
Ella (She) 1885 (C 2)
Ayesha, el retorno de Ella (Ayesha,
the Return of She) 1905 (C 3)
Las primeras ediciones en castellano de las citadas Ella, Ayesha y Las minas del rey Salomón son
muy antiguas. De esta última, por ejemplo, conozco cinco ediciones españolas anteriores a la
guerra (1936) y treinta o cuarenta posteriores, a
más de que se sigue reeditando, lo que quiere
decir que ha resistido el paso del tiempo. Y otro
tanto cabría decir de Ella y Ayesha.
Pero el descubrimiento del Ciclo lo hice, supongo que como otros, con la lectura de las quince
novelas y tres cuentos publicados en Argentina por
Acme, en su colección Centauro, entre 1941 y
1955, y luego lo completé con el trabajo de mi
buen amigo Emilio Serra en Fan de Fantasía, al que
en su día contribuí y ahora aprovecho. Sólo dejaron de aparecer en Centauro las novelas La hija de
la Sabiduría, El tesoro del lago y Ella y Allan, y el
cuento Magepa el antílope.
La editorial Acme Agency, S.R. Lda., con Casa
en Bartolomé Mitre 562, Buenos Aires, publicó en
1941 el número 1 de su colección Centauro, de la
que todavía se encuentran por aquí ejemplares, ya
que se distribuyó ampliamente en España. Al igual
que en otro campo la colección Austral, de EspasaCalpe Argentina, supuso un chorro de agua fresca
en el sequedal literario que entonces sufríamos.
Eran unos libros que podríamos llamar pulp por
su papel más bien oscuro, de entre 200 y 300 páginas de 17’5x11’5 cm., con cubiertas de cartoné
en color y $ 1’60 m/arg. de precio. Después Acme
se convirtió en S.A., mudó su sede a Maypú 92, redujo un poco el tamaño de los tomos, pasó las cubiertas a papel y fue subiendo su precio hasta alcanzar los 7 pesos.
No debieron venderse mal porque se hicieron
reediciones y, si inicialmente se editaban con un intervalo de meses, luego aumentó notablemente su
frecuencia hasta que en 1955 sacó el último número
de que tengo noticia. Así rezaban: «Este libro no es
un digesto ni una condensación de la obra original.
Su texto es completo», lo que era muy de agradecer.
*
*
*
El autor de que voy a ocuparme es el inglés sir
Henry Rider Haggard, nacido en la casita familiar
de Wood Farm, cerca de Bradenham, en Norfolk,
el 22 de junio de 1856, octavo de los diez hijos de
un rico abogado y terrateniente, y ennoblecido en
1912. Fue uno de los mejores escritores populares
de fantasía histórica de todos los tiempos, quizá el
mejor, maestro de muchos y autor de un Gran
Ciclo que constituye una poderosa creación fantástica mítico-épica.
Sir Henry escribió desde la propiedad heredada
por su esposa en Ditchingham, también en Norfolk,
construyendo allí un universo intemporal de sólito
contra-reloj, acuciado por los editores que le habían adelantado dinero, lo que explica sus altibajos:
ganó bastante dinero con sus primeras ventas, que
perdió por su mala cabeza para los negocios.
Por intervención de su padre, ocurrió que sir
Henry Bulwer, sobrino de Bulwer-Lytton, lo llevó
consigo al Servicio Colonial en África del Sur,
donde estuvo seis años, de los 19 a los 25, con un
breve paréntesis en Inglaterra que le bastó para conocer y contraer matrimonio con Louise Margitson que era menor de edad, huérfana bajo tutela
judicial y un excelente partido.
En África sufrió una verdadera transformación
aquel muchacho al que sus profesores tenían por
torpe —precisó de tutores para sus estudios— y
del que su madre llegó a decir que era más pesado
que el plomo, tanto de cuerpo como de alma. Fue
siempre voluntario para internarse en el corazón
del país o tratar con los jefes indígenas locales, y ya
nunca le abandonó la añoranza del misterio, la
grandiosidad y el encanto de aquellas tierras vírgenes y aquellos seres incontaminados, de cuyo recuerdo sacó el material de las mejores de sus novelas. A los 28 años se estableció como abogado
en Londres y, tras el éxito de Las minas del rey Salomón y Ella, abandonó las leyes y se dedicó por entero a la tarea de escribir.
Ya había publicado dos o tres libros cuando,
tras leer ambos La isla del tesoro de Stevenson, uno
de sus hermanos le dijo que él no sería capaz de
Weird Tales de Lhork
59
Augusto Uribe
escribir algo ni la mitad de bueno, y escribió Las
minas de un tirón, en seis semanas. El primer año
vendió 30.000 ejemplares en Inglaterra y se hicieron tres ediciones en los Estados Unidos; de Ella
se vendieron 25.000 ejemplares en tres meses y
hubo que hacer enseguida una nueva tirada. Estos
libros fueron el modelo de cuantos le siguieron
por las sendas de la science fantasy.
Viajó a Egipto todavía joven porque le interesaba el mundo de los Faraones, sobre el que deseaba escribir. Después, cuando sólo tenía 33 años,
la muerte llamó a su puerta; sufrió una crisis de
salud física y abatimiento moral que estuvo a punto
de llevarlo a la tumba.
Dejó entonces Londres para establecerse en
Ditchingham y allí explotó sus tierras, convirtiéndose en un experto granjero que escribió tan bien
sobre agricultura que el gobierno le envió a los Estados Unidos para que estudiase los establecimientos agrícolas fundados por el Ejército de Salvación.
A causa de la muerte de su hijo Jack hubo de regresar precipitadamente, sin poder visitar Méjico
como era su propósito. Cuatro años antes había
escrito Allan Quatermain en su diario lo que suena
casi como una premonición:
«Acabo de enterrar a mi hijo, mi pobre hijo...
Tengo el corazón destrozado... Es muy duro perder a un hijo... ¡Pobre Harry! ¡Se marchó tan
pronto! Apenas había gustado de la vida cuando ya
la abandonó... ¡Pobre hijo mío! Soy como el hombre bíblico que acumuló riquezas y construyó graneros. También yo junté riquezas y construí graneros para que mi hijo las guardara en ellos, pero
ahora su alma abandonó su cuerpo y quedo yo desolado para lamentar tan irreparable pérdida.
¡Ojalá hubiese sido llamada mi alma y no la del muchacho!»
Compró una de las primeras máquinas de escribir que salieron al mercado y ya nunca volvió a
escribir a mano. Después tomó como secretaria a
Ida Hector, que tanto iba a suponer en su vida, y
viajó a Canadá, Australia, Nueva Zelanda y nuevamente a Sudáfrica, comisionado otra vez por el gobierno, ahora para informar sobre la situación de
los Dominios.
En los primeros años de la década de los 20 se
le abrieron las páginas de los nacientes magazines
americanos, lo que le ayudó en sus finanzas. Se vio
cubierto de honores y en buena posición económica, pero enfermo, y, operado sin éxito, falleció
en Londres el 14 de mayo de 1925, a los 68 años
de edad.
Sin perder su paternalismo ni su orgullo de
hombre blanco, admiraba al pueblo zulú y sus gestas, y con su habilidad para la creación de personajes de fantasía histórica dio vida a figuras realmente
magníficas. También le seducían las élites y la aristocracia y le fascinaban temas como el de la inmortalidad o la transmigración de las almas, mientras
fascinaba él a su vez a la burguesía inglesa de la
época victoriana con historias de caza en territorios salvajes, de amor hasta más allá de la muerte,
de batallas y epopeyas, de búsqueda de tesoros
ocultos, ruinas escondidas, razas desaparecidas y
civilizaciones perdidas, sobre las que transmitía un
profundo sentimiento de nostalgia. Fue hombre de
pesimismo intelectual y estresado por querer a una
mujer que no era con la que estaba casado.
*
*
*
El subciclo de Allan contiene historias que no
son sino de caza y aventuras, tales la novela El monstruo, las novelas cortas La esposa de Allan y La venganza de Maiwa, y los cuentos Una aventura del cazador Quatermain, Jim-Jim y los tres leones, Lucha desigual
y Magepa el antílope, que recrean episodios de la vida
del Gran Cazador Blanco, el que duerme con un solo
ojo, independientes de los demás del Ciclo.
En Allan’s Wife, el joven Quatermain emprende
una expedición al desconocido norte del Transvaal
—Haggard fue miembro del staff del comisionado
para su anexión al Imperio—, acompañado por el
brujo zulú Indaba—zimbi. Ambos son salvados de
morir de sed por Stella Carson, una amiga de la infancia de Allan a la que no veía desde que jugaban
juntos de niños en Oxford, y se casa con ella. La intervención de una muchacha baboon que quiere a
Stella y detesta a Allan, termina por agotar la salud
de Stella que muere al dar a luz a su primer hijo. Su
argumento recuerda en ocasiones la vida del autor,
que dirá «Allan ha pasado a ser tan conocido para
mí como cualquier otro de mis amigos», pero no
fue su amigo, fue su alter ego o, mejor, el alter ego
del hombre que a Haggard le hubiera gustado ser.
Los cuatro cuentos narran historias similares,
al igual que las otras dos novelas. Maiwa’s Revenge
60
Weird Tales de Lhork
El gran ciclo mítico-épico del caballero Rider Haggard
toma su nombre de una terrible venganza nativa y
en ella Maiwa es el apóstol de la redención de un
pueblo oprimido por la barbarie. En Heu-heu or
The Monster, Allan encuentra a los heuheues, los
«Hombres Peludos del Bosque», una raza casi extinguida que, huyendo de sus enemigos, ha venido
a refugiarse en una caverrna bajo un lago entre salvajes, y allí talla la estatua del enigmático Heu-Heu.
Hay una princesa en peligro según la obligada
trama romántica de estas novelas, para las que el
argumento es poco más que una excusa en la narración de episodios de riesgos y peligros, caza de
grandes animales y alabanza de la vida natural africana en menosprecio de la civilizada europea.
*
*
*
Se dan en el mismo subciclo de Quatermain novelas de civilizaciones perdidas, alguna escasamente
conectada con las otras del Gran Ciclo, que serían La
flor sagrada, El tesoro del lago, Las minas del rey Salomón
y Allan Quatermain, a más de la singular Ella y Allan.
King Solomon’s Mines fue la primera novela del
Gran Ciclo que salió de la pluma de Haggard y supuso para muchos el descubrimiento de África a través de una historia escrita con tal conocimiento del
continente que prestaba verdaderos visos de autenticidad a sus descripciones de paisajes, personajes y
hechos. Su sabido argumento narra la búsqueda por
parte de un grupo de expedicionarios ingleses, entre
los que figura Allan Quatermain, de las legendarias
minas del rey Salomón. El autor encuentra en África
el primitivismo, el espacio libre y salvaje que ya ha
desaparecido de las ciudades europeas, y encuentra
igualmente figuras tan bien trazadas como la de Ignosi, el noble y audaz guerrero negro de estirpe
real, o la del sin par Umslopogaas, el gigante que es
capaz de luchar con su hacha invencible contra docenas de enemigos. Tampoco falta el obligado romance que aquí tiene lugar entre una bellísima indígena y un inglés. La llevó a la pantalla la Metro en
1950 con Stewart Granger y Deborah Kerr, y hubo
antes una versión inglesa en 1927.
La continuación de Las minas fue Allan Quatermain, donde el autor adelanta la muerte del protagonista, por lo que las muchas novelas que siguieron fueron una larga serie de precuelas de éstas, de
miradas cada vez más lejos hacia atrás. Allan parte
ahora en busca de una raza de hombre blancos
perdida en el corazón de África y Haggard dibuja el
esquema de las otras novelas del genero, tanto
suyas como de otros: una leyenda hace seguir la
pista de un tesoro en un viaje en que el héroe se
abre paso por caminos nunca hollados por un extranjero, en una demostración de valor a la vez físico y moral, lucha contra los pueblos salvajes que
lo hostigan, caza grandes fieras y alcanza el lugar
buscado tras atravesar la frontera que lo separa del
mundo conocido, que aquí es un río subterráneo y
en Las minas eran unas montañas. Los acompañantes de Allan toman partido en las intrigas políticas
del país, luchan en una batalla de proporciones épicas y se hacen con el poder para sus protegidos.
Siempre se llega al buscado lugar secreto, que
resulta ser maravilloso y protegido por barreras
que sólo los elegidos pueden franquear: el desierto
y las dos montañas gigantes de «Los Pechos de la
Reina de Saba» en Las minas, el río, las montañas y
selvas infranqueables que rodean el reino de ZuVendia y su dorada capital en Allan Quatermain. En
Las minas, la grandiosa batalla en que participan los
europeos tiene lugar para que el heredero de un
trono indígena expulse de él a su cruel tío; en Allan
Quatermain toman partido en la terrible guerra que
sostienen por celos las dos reinas de Zu-Vendia.
She and Allan la trataré después y The Treasure of
the Lake, no traducida al castellano que yo sepa, es
una novela póstuma que sigue el esquema de las anteriores, aunque no está tan conseguida. Allan hace
el camino del remoto país de los Engoi acompañando al nativo Kameke que ha solicitado su ayuda:
es al tiempo un jefe cruel y un soñador —aquí un pinito de análisis psicológico por parte del autor—,
que ha sido expulsado de la tierra de los Engoi y
pretende volver a ella como rey.
Por el camino se les une el inglés Arkle, también
expulsado de entre los Engoi, a donde le atrajo
desde Inglaterra con sus poderes sobrenaturales la
sacerdotisa que rige a ese pueblo, la Sombra o el
Tesoro del Lago, que por esos dos nombres se la
llama. Los tres participan en una guerra que termina
con la proclamación de Arkle como la nueva Divinidad, dirigiendo sus primeros esfuerzos a suprimir
el régimen sacrificial imperante. La magia permite
controlar a animales salvajes y producir catástrofes
naturales, y también hay una reencarnación, como
suele ocurrir en las novelas del último período de
Haggard. Por su parte Allan aparece un tanto disminuido, como juguete del destino.
The Holy Flower es otra novela parecida en la
que Allan aparece acompañado por su compatriota
Charles Sccroope, que llega a África para practicar
la caza mayor y siguiendo a su prometida, con la
que ha roto. Esta vez la búsqueda es la de la Flor
Sagrada, una orquídea misteriosa cuyo origen se
desconoce, única en su especie, que está custoWeird Tales de Lhork
61
Augusto Uribe
diada por una tribu de costumbres bárbaras con el
fanatismo de quienes saben que su supervivencia
depende de la Flor. De nuevo aventuras, peligros,
muchas muertes entre la gente de Allan y, como
protagonista animal, un enorme gorila cuya imagen
ilustra la cubierta del libro.
Las dos grandes novelas del subciclo son las
primeras, Las minas del rey Salomón y Allan Quatermain, donde éste es presentado astuto pero prudente, héroe, cazador, testigo y narrador. Quizá
porque él es quien cuenta las historias en primera
persona, no se describe nunca, sólo se dice que es
más bien bajo, corpulento y feo, que asistió en su
juventud a la Universidad de Eton y que es muy
diestro con las armas de fuego. Su primera esposa
fue Marie, que murió pronto de un modo trágico y
la segunda, Stella, que murió igualmente pronto,
aunque le dejó un hijo. John Good y sir Henry Curtis van a ser los fieles acompañantes de sus últimas
correrías y testigos de su muerte.
*
*
*
Otras tres novelas del subciclo de Quatermain
corresponden a la serie de Lady Ragnall o de las
reencarnaciones: El niño de marfil, Allan en Egipto y
Allan y los dioses de hielo. La idea general de que
nosotros y nuestros seres cercanos formamos
parte del sánsara, de una rueda del destino que nos
hace encarnar sucesivamente en diferentes cuerpos y vidas, no fue una idea personal de Haggard,
estaba bastante extendida, pero él la explotó para
recrear existencias anteriores de Allan aderezadas
con poderes sobrenaturales y maldiciones de dioses y diosas que han de expiarse a lo largo de más
de una existencia.
La acción de The Ivory Child arranca cuatro años
antes de la de The Holy Flower, cuando Allan entabla
amistad en Inglaterra con Lord Ragnall y su prometida, miss Luna Holmes, a la que salva de ser raptada por dos hechiceros africanos, Harut y Marut.
Ocho años después se encuentran en África y Ragnall le cuenta que se casó con Luna y tuvieron un
hijo que murió aplastado por un elefante en una
procesión, lo que hizo que ella perdiera la razón y
desapareciera en una travesía por el Nilo.
Allan averigua que los dos hechiceros son sacerdotes brujos de los Kendah Blancos que intentan hacerse con Lady Ragnall porque creen que es
la reencarnación de la sacerdotisa del Niño de
Marfil, una representación de Horus a la que rinden culto. Estos Kendah Blancos, de la raza de los
antiguos pobladores de Egipto, están en guerra con
los Kendah Negros, de piel oscura, cuyo dios es
Jana, un gigantesco e invulnerable elefante que es
encarnación del demonio.
Las balas de Allan no causan daño al paquidermo porque está mágicamente protegido por su
amo contra blancos y negros, pero no lo está contra otras razas, y Hans, un enano hotentote que es
el más fiel compañero de Allan, acaba con él
cuando el animal está a punto de aplastar al Cazador. Los Kendah Blancos triunfan en la bárbara
guerra que sostienen contra los Negros y Lord
Ragnall recupera a su esposa y ésta la razón. Harut
y Marut son clarividentes y todo se cumple como
habían conocido en una visión.
Han transcurrido ocho años más cuando se
desarrolla la acción de The Ancient Allan, una continuación directa de la anterior. Los adoradores
Kendah del Niño de Marfil mantienen insospechadas relaciones con el antiguo Egipto, al que viajan
inhalando los humos de una hierba mágica. Allan y
62
Weird Tales de Lhork
la ya viuda Lady Ragnall hacen el mismo viaje, encontrándose reencarnados en el noble egipcio Shabaka y su prometida, la princesa Amada, hija del
pretendiente al trono.
Shabaka es enviado a la corte del Rey de Reyes
para enseñarle a cazar leones, pero el vicioso soberano lo devuelve a Egipto y retiene a Amada en
el harén real. Los egipcios se rebelan contra los
persas, rescatan a Amada y ésta se casa con Shabaka, para morir al poco, como estaba escrito en
su destino. Al final, tras haberse amado en otros
cuerpos, Allan y Lady Ragnall se despiertan en los
suyos en el presente inglés.
La tercera novela de esta serie es Allan and the
Ice Gods, subtitulada A Tale of Beginnings, que sigue
rutinariamente el esquema de las dos que la preceden. Cuando muere Lady Ragnall deja toda su fortuna a Allan, que no la acepta, aunque sí el legado
de la hierba taduky, que le hace viajar de nuevo al
pasado, ahora al paleolítico superior.
Ha reencarnado en Wi, que vive feliz con su familia en la última era glacial en el norte de Europa,
quizá en Escocia. Un día rescata del mar a la bella
mujer rubia Laleeba, que proviene del más avanzado neolítico, de la parte meridional de Irlanda o
la septentrional de Francia. Cuando los hielos avan-
El gran ciclo mítico-épico del caballero Rider Haggard
zan, Wi y Laleeba, que se han enamorado, más
Aaka, la esposa de Wi, se embarcan hacia el sur en
una situación que evoca el triángulo de Henry, su
secretaria Ida y su esposa Louise. Una de las dos
mujeres cae al mar sin que sepa cuál de las dos es
hasta que Allan regresa a su tiempo.
Luna Holmes, Lady Ragnall, fue una de las parejas espirituales de Allan y su compañera en la reencarnaciones, quizá la única mujer a la que amó realmente, aunque le diera miedo.
*
*
*
Resta la que se suele llamar la trilogía de la historia del pueblo zulú, Marie, Mameena y Nombé,
tres espléndidas novelas precedidas por otra que
es seguramente la más conseguida del autor, por lo
que mejor debería hablarse de una tetralogía: Haggard puso toda su alma en Nada, el lirio. Como dice
Serra, es «un intento de construcción de un corpus
mítico-épico a base de las leyendas y narraciones
de los zulúes, mezcladas con muchos elementos de
las sagas nórdicas, y de la historia de la Casa de los
Reyes de Sezangakona, especialmente Chaka, la
Bestia Negra, y su hermano Dingaan, todo ello entretejido en una trama pseudonovelística alrededor
de la vida y hazañas de Umslopogaas el León, hijo
de Chaka, una especie de versión zulú del dios
Thor, con un hacha en lugar de un martillo».
El resumen de su argumento no le hace justicia
porque su riqueza histórica y cultural va mucho más
allá de su trama, que narra el viejo ciego Bopo,
amigo desde la infancia de Chaka, al que dio agua de
niño cuando se moría de sed aunque sus tribus estaban enfrentadas, y terminará por ser el causante
de su muerte. La historia de este rey, el «perro
loco» que emprende la conquista de toda África del
Sur y tiene un millón de muertos a sus espaldas, es
de verdadera grandiosidad mítica y épica.
Una hermana de Bopo es una de las esposas de
Chaka y tiene de él un hijo, el héroe Umslopogaas
que aparece en otras varias novelas y al que el rey
decide hacer matar como a todos sus demás hijos
—con alguno llega a hacerlo con sus propias
manos—, a causa de una profecía. Bopo se las
arregla para cambiar al niño y cría a Umslopogaas
como si fuera hijo suyo, hasta que Chaka descubre
la verdad y se produce una matanza entre ambas
familias, cuyo resultado final es la muerte del rey.
Al joven Umslopogaas lo salva de ser muerto
por un león otro joven, Galazi, que devendrá su
hermano de sangre y es el jefe de una manada de
lobos que se convierten en antiguos guerreros bajo
encantamiento. Nada, hija de Bopo, es la mujer
más bella del mundo y el rey Dingaan, que ha sucedido a su hermano Chaka en el trono, la desea
para sí, mas Umslopogaas, que ya sabe que no es
su hermana, la toma por esposa.
Es una resolución trágica que da lugar a un ataque de las fuerzas de Dingaan que acaba con Galazi
y sus lobos. Umslopogaas es puesto fuera de combate y Nada muere de hambre y sed en la cueva en
que se ha refugiado. Dingaan muere también
cuando a los zulúes ya les queda poca historia, pues
pronto serán dominados y degradados por los
hombres blancos.
La novela, que bien podría haberse llamado La
maldición de Chaka, está llena de fuerza imaginativa
y es muy rica en detalles culturales, con presencia
de poderes sobrenaturales como profecías, hados,
la manada de lobos guerreros y las visiones de los
Dioses del Cielo zulúes. Los elementos legendarios
tomados de las tradiciones y los fantásticos inventados por el autor crean un ambiente de entre
sueño y leyenda de un extraordinario nivel —reitero— épico-mítico.
Emilio Serra reproduce un párrafo descriptivo
de Umslopogaas que también voy a traer aquí yo
porque está muy bien escogido:
«El hombre corpulento era un personaje muy
interesante; ancho y alto, enjuto, los brazos largos
y vigorosos y un semblante feroz que me recordaba
al del difunto Dingaan. Sus ojos eran penetrantes y
tenían un aire regio. En la sien se veía una gran hendedura: algún golpe recibido había hecho saltar un
trozo del cráneo. (...) El hombre iba cubierto con el
traje de guerrero. Cruzada sobre sus rodillas tenía
un hacha grande y muy larga, con el mango de
cuerno de rinoceronte atado con alambre.»
Marie es la primera de la trilogía clásica que
cubre los últimos días del reinado de los feroces soberanos del imperio zulú: está llena del encanto de
África y sus brujos, el primero de todos el siniestro
Zikali, «El-Que-Nunca-Debió-De-Haber-Nacido»,
que maquina pacientemente en la sombra la destrucción de la dinastía reinante para vengarse de la
destrucción de los suyos, sin reparar en el coste de
sangre que supondrá su venganza. La novela toma
Weird Tales de Lhork
63
Augusto Uribe
su nombre de la dulce Marie, que todo lo soporta
en aras de su amor hasta entregar su vida por él.
El segundo libro de la trilogía, Child of Storm, lo
vertió el traductor como Mameena y en él continúa la epopeya de la venganza de Zikali y la caída
de la Casa Real de Senzangaconan, siempre en narración de Allan Quatermain y con su intervención.
Los príncipes Cetawayo e Imbelazi se disputan a
muerte la sucesión al trono zulú y el amor de la
Hija de la Tempestad que, como la tormenta, todo
lo derriba a su paso. La bellísima Mameena, que a
quien ama salvaje y desesperadamente es a Allan,
muere a causa de su ambición de poder.
En la sentida dedicatoria del libro dice Haggard
de los zulúes:
«Tuvieron sus virtudes además de sus vicios.
Servir a su país, morir por él y por el rey, tal era su
ideal primitivo. Si bien eran feroces, eran leales y no
temían las heridas ni la muerte; si bien escuchaban
los sombríos consejos de los brujos, la claridad del
deber sonaba con mayor fuerza en sus oídos; si
bien cantando su terrible ingoma marchaban a
matar sin cuartel cuando lo ordenaba el rey, por lo
menos no eran mezquinos ni vulgares. La mezquindad y la vulgaridad están lejos de aquellos que continuamente deben hacer frente a las grandes cuestiones finales de la vida y la muerte. Esas cualidades
son comunes en los lugares seguros y densamente
poblados de los hombres civilizados y no en los
kraales de los salvajes bantús en donde, al menos en
tiempos pasados, se hubiesen buscado en vano».
Finished, que se tituló Nombé, obviamente para
completar el triduo de nombres de heroínas, relata
la decadencia y el fin de los zulúes con su rey a la
cabeza, cumpliéndose así la venganza de Zikali.
Nombé es la señalada por el destino para sellar la
suerte de la dinastía y Cetawayo su último soberano, un personaje histórico que se enfrentó a los
ingleses en el Transvaal en la guerra de 1879 y
sobre el que Haggard recogió testimonios de primera mano cuando su estancia en aquel país.
«Ahora todo ha cambiado o así lo he oído e,
indudablemente, en general es mejor», escribirá el
autor, que hablará también de «las terribles ansiedades del Mundo a lo largo de ese camino, tinto en
sangre por el que, tal como está dispuesto, debe
escalarse el puro Pico de la Libertad».
«A pesar de todo, podemos imaginarnos cuáles
son los pensamientos que cruzan la mente de algún
viejo guerrero del tiempo de Chaka o Dingaan
mientras toma el sol acurrucado en algún lugar, por
ejemplo, donde se alzó el kraal real de Duguza, y observa a hombres y mujeres de sangre Zulú que vuelven a sus hogares de las ciudades o las minas, atontados con el licor del hombre blanco adquirido de
contrabando, grotescos con las ropas de desecho
del hombre blanco, escondiendo tal vez en sus mantas ejemplares de las fotografías de gusto dudoso del
hombre blanco, para luego cerrar sus ojos hundidos
y recordar los regimientos con sus penachos de plumas que hacían retemblar ese mismo terreno, al lanzarse con un trueno de aclamaciones, fila tras fila,
compañía tras compañía, a la batalla...»
Pasemos una postrer revista a los personajes de
la extraordinaria epopeya zulú. Los reyes de la Casa
de Sezangakona existieron todos en la realidad,
Chaka, el autor de la ofensa, su hermano Dingaan y
el último soberano, Cetawayo. Umslopogaas fue el
héroe, el campeón, el portador del hacha, y su es64
Weird Tales de Lhork
posa Nada el Lirio, la más bella entre las mujeres
zulúes, su único amor verdadero, mientras que Galazi el Lobo, el portador del mazo, su hermano de
sangre, fue el amigo del héroe en el sentido nórdico
del término. El brujo Zikali representa la fealdad y
el poder, la venganza y la muerte. He aquí dos descripciones que hace Quatermain de él:
«Aun desde esa distancia era imposible confundir su figura que no se asemejaba a ninguna otra
que yo hubiera conocido. Era un enano de anchos
hombros con una cabeza enorme, ojos de mirar
profundo hundidos en sus órbitas y un cabello
blanco como la nieve que le caía sobre los hombros; toda su figura y su rostro mostraban una
edad avanzadísima...»
«En ese momento oí un ruido apagado que
partía del rincón de la choza donde las sombras
eran más profundas, y mirando vi un brazo esquelético que se proyectaba en el círculo de luz. Fue
seguido de oro brazo, luego por una cabeza voluminosa, cubierta por blancos cabellos que llegaban
hasta el suelo, y luego por un cuerpo grande y deforme, tan consumido que parecía un esqueleto cubierto con una piel negra y arrugada. Lentamente,
como un camaleón trepando por una rama, esa
El gran ciclo mítico-épico del caballero Rider Haggard
cosa se arrastró hasta nosotros y vi que era Zikali.
Llegó al lado de la cama y se acurrucó allí como un
sapo; después, de nuevo como un camaleón, sin
mover la cabeza me miró...»
*
*
*
Las cuatro novelas del otro gran subciclo son
La hija de la Sabiduría, Ella y Allan, Ella y Ayesha;
quienquiera que desee empezar por lo mejor, que
las lea en el orden en que fueron escritas, comenzando por Ella y Ayesha, aunque yo las voy a comentar por en otro orden.
Wisdom’s Daghter, the Life and Love Story of SheWho-Must-Be-Obeyed, no está en Centauro, creo
que no apareció en castellano hasta que la sacó en
1982 Adiax en su colección Fénix. Posteriormente
ha habido otras ediciones que están en el mercado.
Ayesha es aquí todavía una mujer mortal, una
princesa árabe de singular belleza, en los tiempos
de la conquista de Egipto por Artajerjes, que llega a
ser sacerdotisa de Isis, la Gran Diosa Madre, y que
se enamora perdidamente del griego Kalíkrates,
«El-Hermoso-en-su-Fuerza», hijo de un mercenario
contratado por el Faraón. La rival de Isis, Afrodita,
pone en escena a otra princesa, la egipcia Amenartas, asimismo sacerdotisa de Isis, que cierra el triángulo que se repite inexorable en todas estas novelas
al romper sus votos y casarse con Kalíkrates.
Cuando cae Egipto, Ayesha se encamina a la
ciudad de Kôr y, en unas cavernas que acogieron
en tiempos una remota civilización perdida, encuentra la Fuente de la Vida, una columna de fuego
que otorga una existencia casi ilimitada a quien se
baña en sus llamas. Desoyendo la advertencia del
profeta Noot, Ayesha penetra en ese fuego porque
Amenartas le ha echado en cara que su hermosura
se está marchitando, y sale transformada en la inmortal She, Ella, dotada de poderes sobrenaturales.
Amenartas y Kalíkrates alcanzan también Kôr
y, en un arrebato de pasión, Ella mata por despecho al amado que la rechaza, conociendo entonces
que su destino será esperar por siglos, llena de
amor, la reencarnación de Kalíkrates.
Ella, y su continuación, Ayesha, son una poderosa aventura, la más maravillosa de las imaginadas
por Haggard. En ellas confluyen la atracción por las
antiguas civilizaciones muertas —aquí la egipcia—
que transfigura creando sus propias e inaccesibles
ciudades perdidas y las inclinaciones místicas del
autor, que lo hacen buscar en los arcanos de la historia y en las creencias orientales de la transmigración y las reencarnaciones.
Son la desgarrada odisea de esa bellísima mujer
condenada a la inmortalidad y marcada por las diosas —Isis, la Sabiduría, y Afrodita, el Amor— a buscar por siempre a su amado sin nunca conseguirlo,
sin alcanzar jamás la satisfacción de sus deseos
pues siempre la muerte trunca sus ilusiones.
La acción de She, A History of Adventure, comienza cuando un joven lord inglés, cuya familia
puede rastrear sus orígenes hasta Pericles, acompañado por su amigo y tutor, el profesor Ludwig
Horace Holly, que es el narrador de la historia,
abre un cofre heredado por los Vincey de generación en generación. En él halla y descifra el increíble mensaje de su remota antepasada del siglo IV
de la Era Antigua, la princesa Amenartas, la esposa
de Kalíkrates. Es un menaje de venganza en el que
pide a sus descendientes que hallen y castiguen a
Ayesha, la asesina de su esposo.
Otros Vincey han intentado antes sin éxito encontrar a Ayesha, pero Leo y el profesor lo consi-
guen, no sin antes arriesgar varias veces sus vidas.
Cuando unos caníbales que matan a sus victimas de
un modo horrible están a punto de acabar con
ellos, Ella los salva, que ha sabido anticipadamente
de su llegada por sus poderes. Ve en el joven lord
la reencarnación de Kalíkrates, pero una vez más
se cierra el triángulo maldito al enamorarse Leo de
la nativa Ustane. Ayesha la mata y pide desesperadamente a Leo que la ame.
Como dice Mahieu, hay que hacer notar que
toda esta historia fantástica, que empieza por llevar
a los desconfiados protagonistas hasta la costa africana y los conduce luego a la ciudad perdida de Kôr,
está escrita en un estilo sobrio y analítico, con erudición y perspectiva científica, como corresponde al
sabio profesor que supuestamente la narra.
Este animado tratamiento no excluye las reflexiones filosóficas del protagonista. Como señala el
propio Holly, la historia parece ocultar una alegoría
cósmica, una redención a través del sufrimiento y
el amor con una renuncia final a las ambiciones y la
pasión amorosa. Esto conduce a dos consideraciones sobre la novela, su potente erotismo contenido y sus curiosos componentes místicos.
En lo primero —sigo con Mahieu—, Ayesha se
describe como una mujer de una belleza sobrehu-
Weird Tales de Lhork
65
Augusto Uribe
mana, aunque muy terrenal en sus atributos y las
pasiones que despierta, una seductora tanto más
terrible cuanto que su belleza es a la vez perversa
y tierna. No mantiene ninguna relación sexual a la
espera de que llegue Kalíkrates, se bañe en la
Fuente de la Vida y se despose con ella. El erotismo surge por alusiones, muy al estilo victoriano,
de la insatisfacción del deseo que consume a los
hombres que la ven, apenas velada.
En lo segundo, sus artes mágicas o su conocimiento de la Naturaleza, como Ella prefiere decir, y
su sabiduría acumulada por siglos, la llevan a imaginar
empresas inauditas. Por eso al final se ve humillada
por fuerzas superiores que la llevan a la muerte, convertida en una vieja de miles de años de edad.
«Al fin yació inmóvil, con sólo algún débil movimiento. Ella, que hacía apenas dos minutos aparecía
ante nosotros como la más encantadora, noble y espléndida mujer que jamás había conocido el mundo,
yacía inmóvil, cerca de la masas de su propio cabello
oscuro. No era mayor que un mono. Y repugnante... ¡Ah, demasiado repugnante para expresarlo
con palabras! Y, sin embargo, pensado —en aquel
mismo momento lo pensé— ¡era la misma mujer!»
Estas novelas, como escribe Serra, admitirían
una segunda lectura, más profunda, que tuviera en
cuenta una serie de teorías místicas cuya consideración entiendo que desborda los límites de este trabajo en que pretendo dar a conocer los argumentos
de las novelas del Gran Ciclo y no demasiado más.
Ella es una de las creaciones más poderosas, no
ya de Haggard, sino del género todo. La imagen de
la
inmortal
Ayesha,
«La-Que-Debía-SerObedecida», deslumbradora y amenazante sobre
las ruinas de Kôr, esperando el retorno de su
amado muerto, ha cautivado a generaciones enteras de lectores. Así se la describe:
«¡Qué magnífico cuadro aquél! Allí estaba sentada, quiera y majestuosa como una perfecta estatua de mármol; solamente su pecho, creciendo y
decreciendo bajo la blanca túnica, mostraba que
vivía y respiraba como respiran los mortales. Otra
cosa también denotaba la vida, y eran los ojos. Primero no pude verlos a través del velo, pero más
tarde, sea porque me iba acostumbrando a la luz,
sea porque brillaban como los de ciertos animales
cuando vigilan intensamente, el velo dejó de ser un
obstáculo para verlos. Ahora los veía claramente,
grandes, negros y espléndidos, con un tinte de azul
intenso en el gris; seductores y, sin embargo, terribles, en su augusto alejamiento que parecía ver a
través de los objetos abarcándolo todo sin investigar, sin hacer esfuerzo alguno. Aquello ojos eran
como unas ventanas de cuyo interior fluyera la luz,
una luz del espíritu.
«A continuación levantó las manos y movió el
velo, de modo que por un momento —sólo un
momento— quedó descubierto su rostro. Muré, vi
y si no hubieses sido por el respaldo del sillón me
habría caído al suelo. En cuanto a lo que vi...,
bueno, no puedo describirlo con ninguna expresión, únicamente diría que fue un rayo de gloria.»
Parecería como si Haggard hubiera estado obsesionado con la mujer en sus diferentes roles —la
propia Ella es otra mujer en su retorno— y con los
aspectos míticos de la mujer como devourer and sustainer, como devoradora y sostenedora.
Ella retorna en Ayesha porque su muerte en las
llamas de la Fuente de la Vida ha sido sólo aparente,
66
Weird Tales de Lhork
el fuego consumió su envoltura carnal pero su espíritu fue transferido al cuerpo de una antigua sacerdotisa de Hes. En Ayesha, the Return of She, de vuelta
en Inglaterra, Leo y Holly no pueden olvidar a la
Reina de Kôr, no pueden creer que la inmortal
Ayesha haya desaparecido para siempre y, cuando
reciben un signo sobrenatural, se ponen nuevamente
en marcha, esta vez para buscarla en el Asia Central.
Tras vagar por dieciocho años en una expedición que como siempre está plagada de aventuras
y riesgos, alcanzan el país de Kaloon, en el este del
Turquestán, que está habitado por descendientes
de los soldados griegos del ejército de Alejandro y
gobernado por un rey loco, casado con la hermosísima Atene, reencarnación de Amenartas.
En el interior del país, en lo más oculto de las
montañas, está enclavado el Sagrado Monasterio
de Hes, adonde llegan ayudados por los poderes
sobrenaturales de Ayesha, que ahora es una mujer
mayor, con su belleza deslucida. Leo tiene que escoger de nuevo, ahora entre Atene y Ella, y esta
vez hace la elección correcta: con esta decisión,
comienza el proceso de redención de Ayesha.
Cuando estalla la guerra entre el reino secular
de Kaloon y el Monasterio Sagrado, los poderes
mágicos de Ayesha deciden la contienda en favor
del segundo, pero su victoria es efímera. Atene se
suicida, jurando venganza, y Ella causa accidentalmente la muerte a Leo. Retorna entonces a Kôr y
El gran ciclo mítico-épico del caballero Rider Haggard
perece definitivamente en el fuego purifucador. El
profesor Holly regresa a Inglaterra y narra la historia. La perspectiva ha variado absolutamente,
puesto que Ella ya no es una mujer a la que hay que
obedecer y temer, sino otra que pretende ser la
leal compañera mortal de Leo//Kalíkrates, mientras
Atene/Amenartas es ahora la intrusa.
Ayesha es una buena novela de aventuras, con
muy buenos momentos, pero sin el sombrío encanto
barroco de Ella. Y no quiero abandonar su comentario sin mencionar, al menos, la figura de Simbri, un
viejo chamán, tío abuelo de Atene, que es un carácter dibujado con mano maestra. Hay muchos tipos
de fondo en las novelas de Haggard, personajes secundarios que no son protagonistas pero están muy
bien descritos, como este Simbri y particularmente
varios otros que aparece en los relatos zulúes.
El relato está impregnado de visiones, premoniciones, poderes mágicos, control de los fenómenos
naturales y de las personas, reencarnaciones y muertes voluntarias que invitan a una contemplación de la
vida con un fondo mucho más complejo que la simple
realidad que ven nuestros ojos en la superficie. Haggard tiene ocasión de incorporar a la historia otras
versiones del misterioso origen de Ayesha, mientras
se suman a la acción personajes que son posibles reencarnaciones de quienes fueron sus enemigos.
E intencionadamente he dejado para el final Ella
y Allan, otra novela que no está en Centauro y que
es el lazo que une todos los subciclos, la obra en
que Haggard quiso hacer coincidir a sus dos grandes
creaciones, Ella y Allan, Ayesha y Quatermain. Si Ella
y Ayesha las leí de bien chico porque había en casa
sendas ediciones de los años 20, Ella y Allan no cayó
en mis manos hasta el 46, cuando la sacó Bruguera
en su colección Estela, un libro encuadernado en
tela y bien caro para la época. Dice de él Serra:
«Esta novela es el pivote alrededor del cual
giran todas las demás; en ella confluyen todos los
ciclos y se dan cita todos los personajes en una especie de resumen y explicación. Con la misma imaginería de siempre, cacerías, batallas, etc., aquí
usada como mero pretexto, aprovecha Haggard
para explicarnos sus teorías sobre la composición
de la psique, o alma humana, la muerte y el más
allá. A pesar de la incoherencia de algunos trozos,
la excesiva verbosidad de otros y el cansancio general que planea a lo largo de toda la obra, es quizá
una de las dos mejores, junto con Nada, el lirio, de
la que es la perfecta contrapartida.»
Cronológicamente se desarrolla trece años antes
de que Vincey y Holly emprendan la expedición que
se relata en Ella. Quatermain experimenta de nuevo
dudas sobre la naturaleza de la vida y la muerte e interroga a Zikali sobre estas cuestiones. El brujo admite su ignorancia y su falta de poderes en esta área
y le habla de una excepcional figura con la que ha entrado en contacto telepático y que no es sino Ella.
Zikali pretende conocer también la respuesta a
estas preguntas y propone a Allan que se dirija a
Kôr, acompañado por el fiel hotentote Hans, que
le seguirá hasta más allá de la muerte, y por el campeón zulú Umslopogaas, que igualmente quiere
saber de su propia muerte, de la de su amada esposa Nada y de la de su hermano de sangre Galazi
y sus hombres lobo. Como de sólito, el viaje está
lleno de peligros, aquí acrecentados por la presencia del misionero loco Robertson y su hija, que va
a representar un papel secundario en la escena.
La situación en Kôr no es la misma que se encontraron a su llegada Vincey y Holly, porque
Ayesha está en guerra con Rezu, un gigantesco
macho kôriano que también se ha bañado en las
llamas de la Fuente de la Vida y es igualmente inmortal y casi invulnerable; se ha proclamado dios
del Sol y reclama para sí sacrificios humanos.
En pago a la proeza de Umslopogaas, que lo
mata en cumplimiento de una antigua profecía,
Ayesha envía a los viajeros más allá de la puerta de
la muerte, donde el inglés y el zulú encuentran lo
que estaban buscando. Ella les revela asimismo la
respuesta que desea conocer Zikali.
Los personajes principales del subciclo de
Ayesha, cuyos atributos son la inmortalidad y la sabiduría, la belleza y la seducción, son Kalíkrates,
que en su reencarnación como Leo Vincey se presenta hermoso pero estúpido, el profesor Holly,
feo pero listo, que está calladamente enamorado
de Ella, Amenartas, la eterna rival de Ayesha por el
amor de Kalíkrates, y las diosas Isis y Afrodita, que
rigen los destinos humanos con sus poderes, incomprensibles e indiferentes, crueles y benévolas.
*
*
*
Serra, es de justicia terminar con él, con la capacidad de análisis y de síntesis que le era propia,
señala los rasgos más característicos de estas novelas de Haggard, que ya han quedado expuestos
pero aquí se sintetizan.
—Odio y miedo hacia las mujeres reales; idealización de los tipos femeninos en la mujer perfecta, como Ella.
—Admiración hacia el modo de vida de los
pueblos de raza negra, teñida de un desprecio de
hombre blanco; respeto por las élites como los
reyes zulúes y la aristocracia inglesa, que era su
clase; racismo subyacente de tipo apartheid: «lo
bueno y lo negro no se mezclan bien».
—Influencia de la fantasía clásica, como las
sagas nórdicas o las odiseas bíblicas.
—Brujería y superstición como desencadenantes de los hechos; presagios y profecías, hechizos
y maldiciones.
—Misticismo: inmortalidad, reencarnaciones, figuras divinas emblemáticas como Isis que es la Sabiduría y el amor espiritual, o Afrodita, el amor
corporal, el sexo.
—Influencia del hado: la maldición a través de los
siglos, el amor que ha de acabar siempre en tragedia.
—Carácter inglés: vergüenza al describir las relaciones afectivas, exceso de pudor puritano, ausencia de sexo explícito por represión y concesiones al decoro.
*
*
*
Cuando escribí un corto artículo con este o parecido nombre, no quedó clara la adscripción a
casa subciclo de las novelas que le correspondían.
Ahora lo he ampliado a varias veces su extensión
original y lo resuelvo mejor.
Por otra parte, a más de haber leído en tiempos las novelas, he de reiterar mi compromiso con
el artículo de Emilio Serra que ha sido mi guía,
sobre todo para su clasificación, y manifestarlo con
el Checklist de Bleiler para el resumen de argumentos y con la Encyclopedia de Clute y Nicholls para
la datación, así como con los buenos estudios de
José Agustín Mahieu en las ediciones de Anaya, el
prólogo de Salvador Bordoy Luque en la de Aguilar
y las propias novelas de Centauro: todos han trabajado para mí.
Weird Tales de Lhork
67
Robert E. Howard
La muerte de la
TRIPLE HOJA
Robert E. Howard
La Daga de la Triple Hoja, cuyas tres hojas de doble filo surgían de una sola empuñadura
había llegado a significar la muerte inmediata para cualquier hombre que se cruzara en
su camino. La búsqueda de este azote conduce a El Borak hasta Ghulistan (la tierra de
los demonios), una maléfica región de ominosos riscos y salvajes gargantas, evitada por
hombres juiciosos. Parecía deshabitada, mas moraban hombres en ella... hombres o demonios. Atisbos de sombrías figuras moviéndose a través de la noche llevan a El Borak a
una audaz y extraña búsqueda que siempre acaba en el mismo lugar: un tenebroso acantilado que sólo un demonio podría franquear. El clamor de los djinn, que resuena entre
los riscos, es un sonido que vuelve hielo el corazón de un hombre, burlándose de El Borak
y su misión mientras sigue la pista de La Muerte de la Triple Hoja.
¡El emir de Afganistán, al igual que el Shah de Persia antes que él, estaba condenado
a muerte!
Los tapices susurraban, los arcos con cortinas de terciopelo sugerían ocultos misterios, los
humeantes incensarios de bronce apenas si iluminaban una silenciosa, furtiva figura... aquel
esbelto y blanco brazo... Envuelto en sombras de oscuro misterio, el palacio de Shalizahr no
era un palacio oriental corriente, pues en él moraba el maligno líder de los Ocultos... invisible,
esquivo... amenazando al Oriente con sus mortales portadores de la daga de la triple hoja.
Sin embargo El Borak, formidable guerrero y amigo íntimo del emir, penetró en el santuario privado del cabecilla con turbante. Había llegado la hora de imponer un terrible escarmiento, era el momento de teñir las espadas de carmesí, de desatar una implacable
venganza contra los que empuñaban La Muerte de la Triple Hoja.
CAPÍTULO 1. CUCHILLOS EN LA OSCURIDAD
ue el rápido y sigiloso arrastrarse de pies en la oscurecida entrada por la que acababa de pasar lo que advirtió a Gordon. Se volvió con velocidad felina justo a
tiempo de ver a una alta figura arremetiendo contra él desde el sombrío arco. La
estrecha calleja estaba oscura, mas Gordon pudo entrever un fiero y barbado rostro,
y el destello del acero en la mano alzada, en el mismo momento en que evitaba el golpe
girando todo su cuerpo. El cuchillo desgarró su camisa y antes de que el atacante pudiera recuperar el equilibrio, el americano cogió su brazo y estrelló el largo cañón de
su pesada pistola sobre la cabeza de éste. El hombre se derrumbó sin emitir un sonido.
Gordon se irguió sobre él, escuchando con tensa expectación. Calle arriba, del otro
lado de la esquina próxima, oyó el arrastrarse de sandalias, el amortiguado tintineo del
acero. Lo que le dijo que las calles nocturnas de Kabul eran una trampa mortal para
Francis Xavier Gordon. Vaciló, alzando a medias la gran pistola, luego se encogió de
hombros y corrió calle abajo, evitando por completo los negros arcos que se abrían
en las paredes de la misma. Dobló por otra calle más ancha, y poco después golpeteaba
suavemente sobre una puerta por encima de la cual ardía un farol de bronce.
Ésta se abrió casi al instante y Gordon se metió dentro con rapidez.
—¡Cierra la puerta!
El alto y barbado afridi que había dejado entrar al americano echó el macizo pestillo,
y se volvió, tirándose de la barba con inquietud mientras examinaba a su amigo.
—¡Tu camisa está cortada, El Borak! —dijo con voz cavernosa.
—Un hombre trató de acuchillarme —respondió Gordon—. Otros me han seguido.
Los feroces ojos del afridi llamearon y llevó una nervuda mano al cuchillo del
Khyber de tres palmos que sobresalía de su cadera.
— ¡Salgamos fuera y matemos a esos perros, sahib! —le instó.
Gordon negó con la cabeza. No era un hombre grande, pero su porte era impresionante. Su recio pecho, nervudo cuello y cuadrados hombros le conferían una solidez
F
Texto: Robert E. Howard
Traducción Fermín Moreno
68
Weird Tales de Lhork
La muerte de la triple hoja
que sugería una fuerza y resistencia casi
primigenias, y se movía con una ágil soltura que dejaba traslucir facultades para
una cegadora velocidad.
—Deja que se vayan. Son los enemigos de Baber Khan, quienes sabían que iba
a ver al emir esta noche para pedirle que
lo perdonase.
— ¿Y qué dijo el emir?
—Está decidido a destruir a Baber
Khan. Los enemigos del jefe han indispuesto al emir con él, y además Baber
Khan es testarudo. Se ha negado a ir a
Kabul y responder a los cargos de sedición. El emir jura que se pondrá en marcha
en el plazo de una semana y convertirá
Khor en cenizas llevándose la cabeza de
Baber Khan, a no ser que el jefe acuda voluntariamente y se entregue. Los enemigos
de Baber Khan no quieren que haga tal
cosa. Saben que las acusaciones que han
formulado contra él no se sostendrían,
conmigo defendiendo su caso. Por ello
están tratando de quitarme de en medio,
pero no se atreven a atacar abiertamente.
“Voy a tratar de convencer a Baber
Khan para que venga y se entregue.
—El jefe de Khor nunca lo hará —predijo el afridi.
— Probablemente no. Pero voy a intentarlo. Baber Khan es mi amigo. Despierta a Ahmed Shah y prepara los caballos mientras lío el equipaje. Salimos hacia
Khor de inmediato.
El afridi no hizo comentario alguno
sobre el viaje de noche por las montañas,
ni mencionó lo avanzado de la hora. Los
hombres que montaban con El Borak estaban acostumbrados a cabalgar duro a las
horas más inverosímiles.
— ¿Qué hay del sij? —preguntó mientras se alejaba.
—Sigue en el palacio. El emir confía en
Lal Singh más que en sus propios guardias,
y quiere mantenerlo como guardaespaldas
por un tiempo. Está asustado desde que el
sultán de Turquía fue asesinado por aquel
fanático. Apresúrate, Yar Ali Khan. Los
enemigos de Baber Khan probablemente
están vigilando la casa, pero no conocen
la puerta que da a la calleja detrás de los
establos. Escaparemos por ahí.
El enorme afridi anduvo a grandes
pasos hasta un cuarto interior y sacudió al
hombre que dormía allí sobre un montón
de alfombras.
—Despierta, hijo de Shaitan. Cabalgamos hacia el oeste.
Ahmed Shah, un robusto yusufzai, se
incorporó, bostezando.
— ¿A dónde?
—Al pueblo ghilzai de Khor, donde el
perro rebelde de Baber Khan sin duda nos
sacará a todos nuestros corazones —gruñó
Yar Ali Khan.
Ahmed Shah sonrió burlón mientras
se levantaba.
—No guardas ningún afecto al ghilzai;
pero es amigo de El Borak.
Yar Ali Khan frunció el ceño y masculló terriblemente en tanto salía con paso
airado al patio interior y se encaminaba a
los establos. Éstos se encontraban dentro
del elevado cercado, y nadie sino los
miembros de la “familia” de Gordon sabían que una puerta oculta los comunicaba con un callejón del exterior. De manera que todas las sombrías figuras que
acechaban en torno a su casa aquella
noche se hallaban vigilando las otras salidas mientras el pequeño grupo se movía
con sigilo por la negra calleja. Media hora
después de que Gordon llamara a la
puerta, el resonar de cascos sobre el rocoso camino más allá de la muralla de la
ciudad indicaba el paso de tres hombres
que cabalgaban con presteza hacia el
oeste.
Mientras tanto en el palacio el emir de
Afganistán estaba comprobando el proverbio relativo a la intranquilidad de la cabeza que lleva la corona.
Salió de un aposento interior, con expresión preocupada, y devolvió distraídamente el saludo a un alto sij de descomunales hombros que hizo sonar sus talones
y se cuadró. El emir dobló el corredor, indicando con un gesto que deseaba estar
solo, así que Lal Singh saludó de nuevo y
se retiró, volviendo a su puesto junto a la
puerta, acariciando de forma inconsciente
la empuñadura ribeteada con zapa de su
largo sable.
Sus oscuros ojos siguieron al emir corredor arriba. Sabía que su amigo El Borak
había hablado en privado con el monarca
durante varias horas, y había partido con
una precipitación que sugería cólera.
Esta entrevista permanecía igualmente
en la mente del emir al entrar en una gran
estancia iluminada con lámparas y atravesarla hasta una ventana de barrotes dorados que dominaba la dormida ciudad. Se
trataba de la primera desavenencia en su
relación con el americano, quien actuaba
como consejero, asesor, embajador oficioso y servicio secreto. Rodeado por poderosas naciones que se servían de su
reino de la montaña como peón en sus
asuntos de imperio, el emir se apoyaba
mucho en el aventurero occidental que
había demostrado su fiabilidad docenas de
veces.
El emir frunció el ceño, a causa de su
turbado espíritu, recorriendo de forma
ociosa con la mirada una cortina que cubría una alcoba y diciéndose despreocupadamente que debía de estar levantándose
viento, puesto que el tapiz oscilaba un
poco. Echó un vistazo a la ventana de barrotes dorados y al instante se quedó helado. Las ligeras cortinas de ésta colgaban
inmóviles. Sin embargo los paramentos
sobre la alcoba se habían movido...
El emir era un hombre poderoso, con
coraje de sobra. Casi instintivamente se
abalanzó, agarró el tapiz y lo desgarró...
una daga empuñada por una oscura mano
brotó de la abertura hiriéndole de lleno
en el pecho. Gritó mientras caía, arrastrando a su agresor con él. Éste gruñó
como una bestia salvaje, sus dilatados ojos
refulgiendo enloquecidamente. Su daga
hizo trizas el khalat del emir, dejando al
descubierto la cota de malla que había salvado la vida del soberano más de una vez.
Fuera se dejó oír un grave clamor en
respuesta al vigoroso grito del emir en
busca de ayuda, y el pesado apresurarse
de botas corredor abajo. El emir había
apresado a su atacante por la garganta y la
muñeca de la mano que asía el cuchillo,
pero los fibrosos músculos del hombre
eran como nudos de acero. Mientras rodaban sobre el suelo la daga, resbalando
sobre la cota de malla, arrancó carne de
su brazo, muslo y mano. Entonces,
cuando el matón se situó sobre el desfalleciente soberano, aferró su garganta y
volvió a alzar el cuchillo, algo centelleó a
la luz de las lámparas como un relámpago,
y el asesino se desplomó, con el cráneo
hendido hasta los dientes.
—¡Su majestad... mi señor! —El sij
había palidecido bajo su negra barba—.
¿Le ha matado? ¡No, sangra! ¡Aguarde!
Apartó bruscamente el cadáver y levantó al emir. El soberano boqueaba en
busca de aliento y estaba cubierto de sangre, la suya y la de su atacante. Se venció
sobre un diván, y el sij se puso a rasgar
tiras de seda de las colgaduras para vendar sus heridas.
—¡Mira! —jadeó el emir, señalando
con el dedo. Su rostro estaba lívido, su
mano temblaba—. ¡El cuchillo! ¡El cuchillo!
Éste yacía destellando con apagado
brillo junto a la mano del hombre
muerto... un arma singular con tres hojas
saliendo de la misma empuñadura. Lal
Singh dio un respingo y juró por lo bajo.
—¡La Daga de la Triple Hoja! —dijo
con voz entrecortada el emir, el temor inundando sus ojos—. ¡La clase de cuchillo
que asesinó al sultán de Turquía! ¡Al Shah
de Persia! ¡Al Nizam de Hyderabad!
—¡La marca de los Ocultos! —musitó
Lal Singh, observando con inquietud el
ominoso símbolo del terrible culto que
durante el pasado año había atacado una
y otra vez a los hombres que ocupaban
los más altos cargos de Oriente.
El ruido había despertado al resto del
palacio; los hombres corrían por los pasillos, preguntando a voz en grito qué había
ocurrido.
—¡Cierra la puerta! —exclamó el
emir—. No dejes entrar a nadie sino al
mayordomo mayor de palacio.
—Pero necesitamos un médico, su
majestad —protestó el sij—. Estas heridas
no son mortales por sí solas, pero la daga
podría haber estado envenenada.
—Entonces envía a alguien a por un
hakim. ¡Ya Allah! ¡Los Ocultos me han
marcado para morir! —El emir era un
hombre valiente, pero lo sucedido lo
había alterado terriblemente—. ¿Quién
puede luchar contra la daga en la oscuridad, la serpiente bajo los pies, el veneno
en la copa de vino?
“¡Lal Singh, ve presto a la morada de
El Borak y dile que le necesito de forma
desesperada! ¡Tráemelo! ¡Si existe un
hombre en Afganistán que pueda protegerme de esos diablos ocultos, es él!
Lal Singh saludó y se apresuró a salir
de la estancia, moviendo la cabeza ante el
Weird Tales de Lhork
69
Robert E. Howard
«Había buenos motivos para el
temor del emir. Un extraño y
terrible culto había surgido en
Oriente. Quiénes eran, cuál era
su propósito último, nadie lo
sabía. Se les llamaba los Ocultos
y mataban con una daga de triple hoja
hecho de haber visto temor en el semblante donde nunca antes lo había habido.
Había buenos motivos para el temor
del emir. Un extraño y terrible culto había
surgido en Oriente. Quiénes eran, cuál
era su propósito último, nadie lo sabía. Se
les llamaba los Ocultos y mataban con una
daga de triple hoja. Eso era todo lo que se
sabía de ellos. Sus agentes aparecían de
pronto, atacaban y desaparecían, o bien
eran muertos, negándose a ser cogidos
con vida. Algunos los consideraban simplemente fanáticos religiosos. Otros creían que sus actividades tenían un significado político. Lal Singh sabía que ni
siquiera Gordon poseía alguna información concreta acerca de ellos. Pero confiaba en la capacidad del americano para
proteger al emir, incluso de aquellos esquivos demonios.
Tres días después de su apresurada
partida de Kabul, Gordon se hallaba sentado de piernas cruzadas en la parte del
sendero que serpenteaba sobre la estribación rocosa para seguir cuesta abajo hasta
el pueblo de Khor.
—¡Me interpongo entre tú y la muerte!
—advirtió al hombre que se sentaba enfrente de él.
Éste tiró de su barba teñida de púrpura pensativo. Era ancho y poderoso y
su cinto bujarí estaba erizado de empuñaduras de dagas. Se trataba del mismo
Baber Khan, líder de los aguerridos ghilzai,
y jefe supremo de Khor y sus trescientas
feroces espadas.
Pero no hubo asomo alguno de arrogancia en su respuesta.
—¡Alá te valga! ¿Mas qué hombre puede
dejar atrás la encrucijada de su muerte?
—Te ofrezco una oportunidad de
hacer las paces con el emir.
Baber Khan negó con la cabeza con el
fatalismo propio de su raza.
—Tengo demasiados enemigos en la
corte real. Si fuese a Kabul el emir escucharía sus mentiras. Me pondría sobre una
estaca, o me colgaría en una jaula de hierro para que me comieran los milanos.
¡No, no iré!
—Entonces coge a tu pueblo y encuentra otra morada. Hay lugares en estas
70
Weird Tales de Lhork
montañas donde ni siquiera el emir podría
seguirte.
Baber Khan bajó la mirada por la rocosa pendiente hasta el puñado de torres
de piedra y barro que se alzaban sobre el
muro circundante de idénticos materiales.
Sus fosas nasales se dilataron y en sus ojos
brotó un oscuro resplandor como el de
un águila que vigila su aguilera.
—¡No, por Alá! Mi clan ha ocupado
Khor desde los días de Akbar. Que el
emir gobierne en Kabul. ¡Esto es mío!
—El emir gobernará igualmente en
Khor —dijo Yar Ali Khan, acuclillado detrás de Gordon, con un gruñido a Ahmed
Shah.
Baber Khan miró en dirección opuesta
hacia donde el sendero desaparecía al
este entre salientes riscos. Sobre dichos
riscos pedazos de tela blanca, que los presentes sabían eran los atuendos de los fusileros que guardaban el paso día y noche,
se henchían con el penetrante viento.
—Que venga —dijo Baber Khan torvamente—. El valle es nuestro.
—Traerá a cinco mil hombres, con artillería —le advirtió Gordon—. Quemará
Khor y llevará tu cabeza de vuelta a Kabul.
—Inshallah —asintió Baber Khan de
manera plácida, indómitamente fatalista.
Como tan a menudo había hecho en
el pasado, Gordon contuvo su creciente
cólera ante este inconquistable rasgo
oriental. Cada uno de los instintos de su
vigorosa naturaleza constituía una negación de esta inerte filosofía. Pero en aquel
preciso momento la cuestión parecía
haber llegado a un punto muerto, y no
dijo nada, sino que se sentó clavando la
mirada en los riscos del oeste donde colgaba el sol, una bola de fuego en el cortante y ventoso azul.
Baber Khan, imaginando que el silencio de Gordon significaba aceptación de la
derrota, descartó el asunto con un ademán casual, y dijo:
—Sahib, hay algo que deseo mostrarte. Allá abajo en aquella cabaña en ruinas que se alza fuera de la muralla del
pueblo, yace un hombre muerto, como
nunca he visto yo ni ningún otro hombre
de Khor. Incluso muerto es extraño y ma-
ligno, y creo que no es un hombre verdadero en absoluto, sino un...
El agudo restallido de un disparo de
rifle rebotó entre los riscos al este, y al
instante los cuatro hombres estaban de
pie, mirando en esa dirección.
Un cambio en el viento trajo el sonido
de airados gritos hasta ellos. Entonces una
figura apareció sobre los acantilados, saltando con agilidad de saliente a saliente.
Danzó como un diablo de la montaña,
blandiendo su rifle; su andrajosa capa restallaba al viento.
—¡Ohai, Baber Khan! —vociferó, esforzándose contra las ráfagas de viento—
. ¡Un sij sobre un caballo reventado está
del otro lado del paso! ¡Pide hablar con el
señor El Borak!
—¿Un sij? —saltó Gordon, tensándose—. ¡Déjale entrar, de inmediato!
Baber Khan transmitió la orden con
un bramido que resonó entre los acantilados, y el hombre volvió a toda prisa a
los salientes. Al poco otro hombre apareció en el paso sobre un caballo que parecía a punto de desplomarse a cada paso.
Su cabeza colgaba y su pelaje estaba cubierto de espuma y sudor.
— ¡Lal Singh! —profirió Gordon.
—Por Krishna, sahib —el sij hizo una
mueca mientras se deslizaba con dificultad
al suelo—. ¡Con razón te llaman El Borak
el Veloz! No creo que me llevases más de
una hora de ventaja cuando cabalgué a
través de la puerta de Kabul, pero por
más que me he esforzado, haciéndome
con un caballo fresco en cada pueblo que
pasaba, no he podido darte alcance.
—Tus nuevas han de ser urgentes, Lal
Singh.
—Lo son, sahib —le aseguró el sij—.
El emir me envió a buscarte para rogarte
que regreses al instante a Kabul. ¡Sahib, la
Daga de la Triple Hoja ha herido al emir!
El firme cuerpo de Gordon se tensó
como el de una pantera que olfatea el peligro.
—¡Cuéntame! —le ordenó, y en
pocas y lacónicas palabras Lal Singh le
habló del ataque al emir.
—En tu cuartel supe que habías partido hacia Khor —dijo Lal Singh—. Volví
al palacio y el emir me instó a seguirte y
traerte de vuelta. Estaba enfermo a causa
de sus heridas, y casi muerto de terror.
—¿Dijo algo sobre la expedición que
planeaba dirigir contra Khor? —preguntó
Gordon.
—No, sahib. Pero creo que no dejará
el palacio hasta que regreses. Desde luego
no hasta que sus heridas se curen, si es
que no muere del veneno con el que las
hojas de la daga estaban untadas.
—Has recibido un respiro del Destino
—dijo Gordon a Baber Khan, y siguió dirigiéndose a Lal Singh—. Baja al pueblo,
come y duerme. Saldremos para Kabul al
alba.
Mientras los cinco hombres comenzaban a descender la pendiente, con el agotado caballo arrastrándose detrás de ellos,
Baber Khan lanzó una mirada a Gordon, y
preguntó:
La muerte de la triple hoja
—¿Qué es lo que piensas, El Borak?
—Que alguien está tirando de los
hilos en Constantinopla, Moscú, o Berlín
—respondió el americano.
— ¿Sí? Creía que esos Ocultos eran
simples fanáticos.
—Más que eso, me temo —dijo Gordon—. Al parecer se trata de una sociedad secreta con principios anarquistas.
Pero he observado que cada soberano
que es asesinado o atacado ha sido aliado
o amigo del imperio británico. Así que
creo que alguna potencia europea se halla
detrás de ellos.
“Pero, ¿qué ibas a mostrarme?
— ¡Un cadáver en una choza destartalada! —Baber Khan se desvió y los condujo hacia la casucha—. Mis guerreros lo
encontraron yaciendo en el fondo de un
acantilado desde el que había caído o lo
habían arrojado. Hice que lo trajeran aquí,
pero murió de camino, farfullando en una
lengua desconocida. Mi gente temía que
hiciera caer una maldición sobre el pueblo. Creen que es un mago o un demonio,
y con buenas razones.
“A un largo día de viaje en dirección
sur, entre montañas tan agrestes y peladas
que ni siquiera un pathano podría morar
en mitad de ellas, se halla una región que
llamamos Ghulistan.
— ¡Ghulistan! —Gordon repitió la siniestra palabra—. En turco o en tátaro
quiere decir «Tierra de Rosas», pero en
árabe significa «El País de los Demonios».
—Sí, la tierra de los ghuls; una maléfica
región de oscuros riscos y salvajes gargantas, evitada por hombres juiciosos. Parece
deshabitada, mas moran hombres en ella...
hombres o demonios. A veces un hombre
es asesinado o una mujer o un niño robados en un sendero solitario, y sabemos que
es obra suya. Les hemos seguido, hemos
avistado sombrías figuras moviéndose a
través de la noche, pero la pista siempre
termina ante un tenebroso acantilado a
través del cual sólo un demonio podría
cruzar. A veces hemos oído la voz del djinn
resonando entre los riscos. Es un sonido
que hiela el corazón de los hombres.
Habían llegado a la derruida cabaña, y
Baber Khan abrió de un tirón la puerta
combada. Un momento más tarde los
cinco hombres se inclinaban sobre una figura tirada en el suelo de tierra.
Era una figura extraña y discordante: la
de un hombre rechoncho, bajo, de rasgos
anchos, cuadrados e inexpresivos, de
color cobrizo oscuro, y ojos rasgados: un
inconfundible hijo del Gobi. La sangre se
coagulaba en el espeso cabello negro de
su nuca, y la antinatural posición de su
cuerpo hablaba de huesos rotos.
— ¿No tiene el aspecto de un mago?
—dijo Baber Khan inquieto.
—Es un mongol —contestó Gordon—. Hay miles como él en la tierra de
la que vino, lejos al este, y no son magos.
Pero qué estaba haciendo aquí no sé decirlo...
De repente sus negros ojos llamearon,
y asió y desgarró el khalat manchado de
sangre descubriendo el achaparrado cue-
llo. Una sucia camisa de lana salió a la
vista, y Yar Ali Khan, mirando por encima
del hombro de Gordon, soltó un explosivo gruñido. Sobre la camisa, tejido con
hilo tan rojo que a primera vista podría
haber sido confundido con una mancha de
sangre, se hizo visible un raro emblema:
un puño humano aferrando una empuñadura de la cual sobresalían tres hojas de
doble filo.
— ¡El Cuchillo de la Triple Hoja! —
musitó Baber Khan, dando un respingo
ante el espantoso símbolo que había llegado a encarnar un presagio de muerte y
destrucción para los soberanos del
Oriente.
Todos miraron a Gordon, pero éste
no dijo nada. Se quedó contemplando el
siniestro emblema intentando dar forma a
una vaga serie de asociaciones que éste
despertaba: confusos recuerdos de un antiguo y maléfico culto que usaba aquel
mismo símbolo, antaño.
— ¿Puedes hacer que tus hombres me
conduzcan hasta el lugar donde hallasteis
a este hombre, Baber Khan? —preguntó
al fin.
—Sí, sahib. Pero es un lugar maligno.
Está en la Garganta de los Fantasmas,
cerca de los límites de Ghulistan, y...
—Bien. Lal Singh, tú y los otros id y
dormid. Salimos al alba.
—¿A Kabul, sahib?
—No. A Ghulistan.
—Entonces crees...
—No creo nada... aún, voy en busca
de información.
CAPÍTULO 2. EL PAÍSTENEBROSO
El ocaso escondía la confusa línea del horizonte cuando el guía ghilzai de Gordon
se detuvo. Delante de ellos el escabroso
terreno se veía quebrado por un profundo cañón y más allá de éste se alzaba
un formidable conjunto de tenebrosos
riscos y amenazadores acantilados. El esquisto gris, las pardas pendientes y la piedra rojiza terminaban de forma abrupta,
como si el cañón marcase una clara división geográfica. Más allá de la garganta no
había nada que ver excepto un salvaje y
brujesco caos de quebrada piedra negra.
—Aquí empieza Ghulistan —dijo el
ghilzai, y sus compañeros de ojos de lince
y nariz ganchuda desengancharon sus cuchillos y quitaron los seguros de sus rifles—. Más allá de esa garganta, la Garganta de los Fantasmas, comienza el país
de horror y muerte. No seguimos adelante, sahib.
Gordon asintió, alcanzando a ver con
su aguda vista un sendero que serpenteaba a lo largo de ásperas pendientes adentrándose en el cañón. Era el último resto
de un antiguo camino que habían seguido
durante muchos kilómetros, pero parecía
como si hubiera sido usado con frecuencia, y hace poco.
El ghilzai asintió, adivinando sus pensamientos.
—Esta pista está muy trillada. Por ella
van y vienen los demonios de las montañas negras. Pero los hombres que la siguen no regresan.
Yar Ali Khan se tiró de la barba con
fuerza y se burló, aunque en el fondo
compartía sus supersticiones.
— ¿Demonios? ¿Qué demonios necesitan un sendero?
—Cuando los demonios adoptan la
forma de hombres es posible que anden
como hombres —rezongó Ahmed Shah
para su poblada barba. Lal Singh el sij se
mostraba imperturbable. Su propia mitología estaba llena de demonios de una miríada de miembros, pero tenía escaso respeto por las supersticiones de otras razas.
— ¡Los demonios vuelan con alas
como un murciélago! —aseguró Yar Ali
Khan.
El ghilzai decidió no hacer caso al
afridi, y señaló hacia la saliente cornisa
sobre la cual culebreaba el sendero.
—Al pie de esa pendiente encontramos al hombre que llamaste mongol. Sin
duda sus hermanos demonios discutieron
con él y lo arrojaron por ella.
—Sin duda tropezó y cayó rodando
fuera del sendero —dijo Gordon con un
gruñido—. Los mongoles son hombres del
desierto. No están acostumbrados a escalar montañas, y sus piernas están encorvadas y debilitadas por una vida pasada sobre
su montura. Un hombre así daría un paso
en falso fácilmente en una pista estrecha.
—Si era un hombre, tal vez —concedió el ghilzai—. Sigo diciendo... ¡Alá!
Todos se sobresaltaron salvo Gordon,
y los ghilzai palidecieron levantando sus rifles, echando fuego por los ojos como
lobos sorprendidos. En la lejanía sobre los
riscos, desde el sur, retumbó un desconocido y estridente sonido de singular resonancia... un brutal estridor que retumbó
entre las montañas.
—¡La voz del djinn! —Exclamó el ghilzai, tirando sin darse cuenta de las riendas
de su caballo de forma que la bestia relinchó encabritándose—. ¡Sahib, en el nombre de Alá el Misericordioso, sé juicioso!
¡Regresa con nosotros a Khor!
—Volved a vuestro pueblo. Eso era lo
acordado. Yo sigo adelante.
—¡Baber Khan llorará por ti! —Chilló
el líder de la banda con reproche por encima de su hombro mientras espoleaba a
su potro a galope tendido—. ¡Te quiere
como a un hermano! ¡Habrá tristeza en
Khor! ¡Aie! ¡Ahai! ¡Ohee! —Sus lamentos
se fueron alejando en mitad del estruendo
de cascos sobre piedra mientras los ghilzai, arreando sus monturas con fuerza,
coronaron una cresta y desaparecieron
de vista.
—¡Corred, hijos de hembras sin nariz!
—Aulló Yar Ali Khan, quien nunca perdía
una oportunidad de descargar sus prejuicios tribales y hacer alarde de su propia
superioridad—. ¡Marcaremos a vuestros
demonios y los arrastraremos por las
colas hasta Khor! —Pero enmudeció en
el instante en que los insultados ya no podían oírle.
Weird Tales de Lhork
71
Robert E. Howard
Gordon y sus compañeros montaron
sus corceles solos sobre el borde del
cañón, con la mirada fija en la dirección de
la cual había llegado aquella ominosa voz.
Ahmed Shah se movió nervioso en su
silla, y Yar Ali Khan se tiró de su barba de
patriarca y echó una ojeada de soslayo a
Gordon, como un demonio receloso con
un cuchillo de tres palmos. Pero El Borak
dijo a Lal Singh: «¿Has oído alguna vez un
sonido como éste antes?»
El alto sij asintió.
—Sí, sahib, en las montañas de los
hombres que sirven al demonio.
Gordon alzó sus riendas sin decir palabra. Él también había oído el estruendo
de las trompas de bronce de tres metros
que braman sobre las sombrías montañas
de la Mongolia prohibida, en las manos de
sacerdotes de cabeza afeitada de Erlik.
Yar Ali Khan resopló. No había oído
esas trompas, y no le habían consultado.
Estaba tan belicosamente celoso de la
atención de Gordon como si fuese su
perro lobo preferido. Adelantó con su caballo al de Lal Singh, para estar al lado de
Gordon mientras cabalgaban por las pronunciadas pendientes en el ocaso púrpura.
Enseñó los dientes al sij, que estaba muy
acostumbrado a semejantes muestras de
salvaje arrogancia para ofenderse, y dijo
de manera ruda al hombre cuya amistad
estimaba por encima de cualquier otra
cosa en el mundo: «Ahora que nos han
persuadido para venir a esta región de
diablos los traicioneros perros ghilzai que
sin duda volverán en sigilo y cortarán la
garganta del sahib mientras duerme, ¿qué
planes tienes para nosotros?»
Podría haberse tratado de un huesudo
y viejo perro lobo gruñendo a su amo por
dar palmaditas a otro perro; Gordon inclinó la cabeza y escupió para ocultar una
sonrisa.
—Acamparemos en el cañón esta
noche. Los caballos están cansados, y no
tiene sentido esforzarse por atravesar
estos barrancos en la oscuridad. Mañana
reconoceremos el terreno. No hay duda
de que el mongol era uno de los Ocultos.
Tiene que haber ido a pie cuando cayó. Si
hubiese ido a caballo, no habría caído a no
ser que su montura se precipitara también. Los ghilzai no encontraron ningún
caballo muerto. Sólo un hombre muerto.
Si iba a pie, seguro que no estaba lejos de
algún campamento o punto de reunión.
Un mongol no caminaría lejos; no andaría
treinta metros a no ser que tuviera que
hacerlo, de hecho.
“Cuanto más lo pienso más me parece
que los Ocultos cuentan con un punto de
reunión en alguna parte en la región del
otro lado de la garganta. Sería una guarida
perfecta. Las montañas en este concreto
rincón del globo no están muy pobladas.
Khor es el pueblo más próximo, y está a
un largo y duro día a caballo, como hemos
visto. Los clanes nómadas se mantienen
apartados de esta región, por temor a los
ghilzai; y los hombres de Baber Khan son
demasiado supersticiosos para investigar
mucho del otro lado de esa garganta. Los
72
Weird Tales de Lhork
Ocultos, escondiéndose en algún sitio por
allí, podrían ir y venir prácticamente sin
ser vistos. Ese viejo camino que hemos
estado siguiendo la mayor parte del día
solía ser una ruta principal de caravanas,
hace siglos, y sigue siendo practicable para
hombres a caballo. Aún mejor, no discurre cerca de ningún pueblo, y las tribus no
la usan hoy día. Los hombres que la sigan
podrían llegar a estar a un día a caballo de
Kabul sin apenas temor a ser descubiertos
por nadie. Recuerdo haberla visto en viejos mapas, dibujados sobre pergamino,
hace siglos.
“Francamente, no sé lo que haremos.
Ante todo mantendremos los ojos abiertos y aguardaremos acontecimientos.
Nuestras acciones dependerán de las circunstancias. Nuestro destino —dijo Gordon sin asomo de cinismo— está en
manos de Alá.
—La illaha illulah; ¡Muhammad rassoul
ullah! —convino Yar Ali Khan haciéndose
oír, pasándose la mano por la barba como
un asesino reverente, por completo apaciguado.
A medida que fueron adentrándose en
el cañón vieron que la pista llevaba a través de un terreno sembrado de rocas y
penetraba en la boca de una profunda y
angosta garganta que desembocaba en el
cañón desde el sur. La pared sur del
cañón era más elevada que la norte, y
mucho más acantilada; se cernía sobre
ellos como una tétrica muralla de sólida
roca negra, rota a intervalos por bocas de
desfiladeros estrechos como grietas. Gordon cabalgó dentro de la garganta en la
que el sendero se retorcía y lo siguió
hasta el primer recodo, descubriendo que
el mismo no era sino el primero de una
tortuosa serie. El barranco, discurriendo
entre abruptas paredes de roca, culebreaba y se retorcía como la huella de una
serpiente y rebosaba ya oscuridad.
—Ésta es nuestra ruta, mañana —dijo
Gordon, y sus hombres asintieron en silencio, mientras los conducía de vuelta al
cañón principal, donde todavía persistía
algo de luz, espectral en el creciente
ocaso. El resonar de los cascos de sus caballos sobre el sílex parecía sobrecogedoramente ruidoso en medio del lúgubre y
bestial silencio.
A unos cien metros al oeste de la
senda del barranco, otro, más angosto
daba al cañón. Su suelo de roca no mostraba señal alguna de sendero, y se estrechaba tan rápidamente que Gordon se vio
inclinado a creer que terminaba en un callejón sin salida.
A medio camino entre aquellas bocas
de quebradas, pero cerca de la pared
norte, que en aquel punto estaba cortada
a pico, un minúsculo manantial borboteaba en una concavidad natural de roca horadada por el tiempo. Detrás de éste, en
un cavernoso nicho en el acantilado, crecía un poco de hierba seca y correosa, y
allí ataron los fatigados caballos. Acamparon en el manantial, comiendo conservas,
prefiriendo no arriesgarse a encender un
fuego que pudiera ser visto desde lejos
por ojos hostiles... aunque sabían que
existía la posibilidad de que ya hubiesen
sido avistados por oteadores ocultos.
Siempre existe esa posibilidad en las montañas. Habían dejado las tiendas en Khor.
Unas mantas extendidas sobre el suelo
eran un lujo suficiente para Gordon y sus
vigorosos seguidores.
Su posición parecía estratégica. La partida no podía ser atacada desde el norte,
a causa de los abruptos acantilados; nadie
podía llegar hasta los caballos sin pasar
primero por el campamento. Gordon
tomó medidas para evitar ser sorprendidos desde el sur, este u oeste.
Dividió a su grupo en dos centinelas.
Situó a Lal Singh de guardia al oeste del
campamento, cerca de la boca de la quebrada más estrecha, y apostó a Ahmed
Shah junto a la desembocadura del barranco oriental, viniendo de la cual era lo
más lógico suponer que aparecería el peligro. Ahmed Shah ocupó ese puesto en
lugar de Lal Singh (quien podría haberle
vencido en cualquier clase de combate)
debido a que sus sentidos eran algo más
agudos que los del sij, siendo los de cualquier salvaje más penetrantes por naturaleza que las facultades especialmente entrenadas de un hombre civilizado, sin
importar lo mucho que se hayan desarrollado.
Cualquier banda hostil subiendo o bajando por el cañón, o entrando en él
desde cualquier quebrada tendría que
pasar por delante de tales centinelas, cuya
capacidad de vigilancia Gordon había
constatado muchas veces en el pasado. A
lo largo de la noche Yar Ali Khan y él ocuparían su lugar.
La oscuridad llegó con rapidez al
cañón, pareciendo fluir en oleadas casi
tangibles por las negras pendientes, y rezumar de las aún más negras bocas de las
quebradas. Las estrellas titilaron, frías,
blancas e indiferentes. Sobre los invasores
se cernían las colosales y oscuras moles
de las abruptas montañas, brutales, primigenias. Cuando Gordon cayó dormido se
estaba preguntando qué siniestras escenas
habían presenciado desde el albor del
tiempo, y qué inhumanas criaturas se habían arrastrado a través de ellas antes de
que existiera el hombre.
Los instintos primitivos, adormilados
en el hombre corriente, se hallan aguzados hasta adquirir el filo de una navaja a
causa de una vida de constante riesgo.
Gordon despertó en cuanto Yar Ali Khan
le tocó, y de inmediato, antes de que el
afridi hablara, el americano pudo sentir el
peligro. El crispado agarre sobre su hombro le habló con claridad de la inminente
amenaza.
Se incorporó sobre una rodilla al instante, pistola en mano.
—¿Qué ocurre?
Yar Ali Khan se agachó a su lado, sus
gigantes hombros un confuso bulto en la
penumbra. Los ojos del afridi brillaban con
luz trémula como los de un gato en la oscuridad. Bajo la sombra de los acantilados
los invisibles caballos se movían inquietos,
La muerte de la triple hoja
lo único que se oía en el anochecido
cañón.
—¡Peligro, sahib! —murmuró el afridi—
. ¡Muy cerca de nosotros, acercándosenos
con sigilo en la oscuridad! ¡Han matado a
Ahmed Shah!
—¿Qué?
—Yace junto a la boca de la quebrada
con la garganta cortada de oreja a oreja.
He soñado que la muerte se nos acercaba
en silencio mientras dormíamos, y el
temor del sueño me ha levantado. Sin
despertarte me he deslizado hasta la boca
del barranco del este, y helo, Ahmed Shah
estaba tendido sobre su sangre. Debe
haber muerto en silencio y de repente.
No he visto a nadie, ni oído ningún sonido
en la quebrada, que estaba tan negra
como la boca del infierno.
“¡Luego corrí a lo largo de la pared
sur hasta el barranco oeste, y no vi a
nadie! Digo la verdad, pongo a Alá por
testigo. Ahmed está muerto y Lal Singh ha
desaparecido. Los diablos de las montañas
han asesinado a uno y cogido al otro, sin
despertarnos... ¡a nosotros que tenemos
el sueño tan ligero como los gatos! No se
oyó ningún ruido salido de la quebrada
ante la que el sij se había apostado. No he
visto nada, ni oído nada; pero he sentido a
la Muerte acechando allí, con ojos rojos
de horrible hambre y dedos que goteaban
sangre. Sahib, ¿qué clase de hombres pueden acabar con semejantes guerreros
como el sij y Ahmed Shah sin hacer un
solo ruido? ¡Esta garganta es sin duda la
Garganta de los Fantasmas!
Gordon no contestó, sino que se agachó sobre una rodilla, cerniendo la oscuridad con ojos y oídos, mientras sopesaba
el sobrecogedor suceso que había tenido
lugar. No se le ocurrió dudar de lo manifestado por el afridi. Podía confiar en él
igual que confiaba en sus propios ojos y
oídos. Que Yar Ali Khan pudiera haberse
levantado en sigilo sin despertarle incluso
a él no era de extrañar, pues el afridi era
de esa raza de hombres que se deslizan
con las manos desnudas a través de la niebla para robar rifles de las tiendas vigiladas
de los soldados ingleses. Pero que Ahmed
Shah hubiese muerto y Lal Singh hubiese
sido secuestrado sin el sonido de una
pelea era increíble. Olía a diabólico.
—¿Quién puede luchar contra demonios, sahib? Montemos los caballos y volvamos...
—¡Escuchad!
En alguna parte un pie desnudo se
arrastraba sobre el suelo de roca. Gordon se levantó, escudriñando la penumbra. Había hombres moviéndose allí fuera
en la oscuridad. Las sombras se desprendieron del negro fondo y avanzaron furtivas. Gordon desenvainó la cimitarra que
se había ceñido en Khor, volviendo a
meter la pistola en su funda. Lal Singh estaba preso no muy lejos, probablemente
en línea de tiro. Yar Ali Khan estaba agazapado a su lado, aferrando su cuchillo del
Khyber, en silencio en aquel instante, y
tan mortal como un lobo acorralado, convencido de que estaban enfrentándose a
«Era una figura extraña y discordante: la de un hombre rechoncho, bajo, de rasgos anchos, cuadrados e inexpresivos,
de color cobrizo oscuro, y ojos
rasgados: un inconfundible hijo
del Gobi. La sangre se coagulaba en el espeso cabello negro
de su nuca
macabros demonios de las lóbregas montañas, pero listo para luchar contra hombres o demonios, si Gordon así lo quería.
La apenas visible línea avanzó despacio, ensanchándose según se acercaba, y
Gordon y el afridi retrocedieron unos
pasos hasta tener la pared de roca a sus
espaldas, y evitar ser rodeados por aquellas fantasmales figuras.
El ataque llegó de repente, impetuosamente, pies desnudos susurrando sobre el
suelo de roca, acero despidiendo apagados reflejos a la débil luz de las estrellas.
Gordon podía ver como un felino en la
oscuridad, y los ojos de Yar Ali Khan eran
de los que sólo puede poseer un hombre
criado en la abismal negrura de las montañas. Aun así podían distinguir pocos detalles de sus asaltantes... sólo sus bultos, y
el trémulo resplandor del acero. Atacaron
y se defendieron guiados por el instinto y
el tacto tanto como por la vista.
Gordon mató al primer hombre que
se puso al alcance de la espada, y Yar Ali
Khan, galvanizado por la revelación de
que sus enemigos eran humanos después
de todo, profirió un profundo alarido y
estalló en un enloquecido frenesí de lobuna ferocidad. Elevándose por encima de
las achaparradas figuras, su cuchillo de un
metro superó a las hojas que le tiraban
tajos, y su filo mordió hondo. De pie codo
con codo, con la pared a sus espaldas, los
dos compañeros estaban a salvo de ataques por detrás o por el costado. El acero
restalló con estrépito contra el acero y
brotaron azules chispas, iluminando por
un momento salvajes rostros barbados. El
repugnante sonido de carnicero de cortantes hojas hendiendo carne y hueso se
elevó, y los hombres gritaron o jadearon
gorgoteos de muerte con las yugulares
cercenadas. Durante unos instantes un
confuso montón se retorció junto a la
pared de roca. El esfuerzo era demasiado
rápido, desesperado y ciego para permitir
pensar o planear con calma. Pero los
hombres acorralados tenían ventaja. Podían ver tan bien como sus atacantes;
hombre a hombre, eran más fuertes y ágiles; y sabían que al atacar su acero encontraría sólo la carne de sus enemigos. Los
otros se veían estorbados por su número
y la oscuridad, y saber que podían matar a
un compañero con un golpe a ciegas sin
duda tenía que templar su furor.
Gordon, esquivando una espada antes
de ser consciente de haberla visto caer
sobre él, encontró tiempo para sorprenderse por un instante. Por tres veces su
hoja había raspado contra algo blando
pero impenetrable. ¡Aquellos hombres
llevaban cotas de malla! Lanzó sus estocadas hacia donde sabía estarían los muslos,
cabezas y cuellos desprotegidos, y su sangre salió a chorros sobre él mientras morían.
Entonces el asalto cesó tan de repente
como se había desencadenado. Los atacantes retrocedieron y se desvanecieron
como fantasmas en la oscuridad. La negrura ya no era tan absoluta. Los bordes
orientales del cañón estaban revestidos
de un plateado fuego que indicaba el orto
lunar.
Yar Ali Khan se puso a aullar como un
lobo y cargó detrás de las confusas figuras
en retirada, con espuma salpicándole la
barba de la sed de sangre. Tropezó con
un cadáver, lanzó una salvaje cuchillada
hacia abajo antes de darse cuenta de que
era un hombre muerto, y entonces Gordon aferró su brazo y lo hizo pararse de
un tirón. Casi arrastró al poderoso americano en el aire, mientras se precipitaba
hacia adelante como un toro ensogado,
respirando de forma entrecortada.
—¿Qué haces, idiota? ¿Quieres tropezar con una trampa? ¡Deja que se vayan!
Yar Ali Khan se apaciguó con un lobuno recelo que era igual de mortífero
que su furia desencadenada, y juntos se
deslizaron con cautela en pos de las difusas figuras que desaparecían en la boca del
barranco oriental. Llegados allí se detuvieron, atisbando con precaución las negras
honduras. En alguna parte, muy abajo, un
guijarro suelto golpeó sobre la piedra, y
ambos hombres se tensaron de manera
involuntaria, reaccionando como suspicaces panteras.
—Esos perros no se han detenido —
murmuró Yar Ali Khan—. Todavía huyen.
¿Vamos a seguirles?
Weird Tales de Lhork
73
Robert E. Howard
«Era una figura extraña y discordante: la de un hombre rechoncho, bajo, de rasgos anchos, cuadrados e inexpresivos,
de color cobrizo oscuro, y ojos
rasgados: un inconfundible hijo
del Gobi. La sangre se coagulaba en el espeso cabello negro
de su nuca
No lo decía convencido, y Gordon se
limitó a negar con la cabeza. Ni siquiera
ellos se arriesgarían a sumergirse en aquel
pozo de negrura, donde las emboscadas
podían convertir cada paso en una marcha
mortal. Volvieron al campamento junto a
los caballos, enloquecidos de miedo, frenéticos a causa del olor a sangre recién
derramada.
—Cuando la luna salga lo suficiente
para cubrir el cañón de luz —dijo Yar Ali
Khan—, nos dispararán desde el barranco.
—Es un riesgo que hemos de asumir
—respondió Gordon con un gruñido—.
Puede que no sean buenos tiradores.
Con el minúsculo rayo de su linterna de
bolsillo Gordon examinó a los cuatro hombres muertos dejados atrás por los atacantes. El delgado haz de luz se movió de un
barbado rostro a otro, y Yar Ali Khan, mirando sobre su hombro, rezongó y maldijo:
« ¡Adoradores del diablo, por la barba de
Alá! ¡Yezidi! ¡Hijos de Melek Taus!»
—No me extraña que se deslizaran a
través de la oscuridad como brujas —dijo
entre dientes Gordon, quien conocía bien
el extraordinario sigilo del que era capaz
el pueblo de aquel antiguo y abominable
culto que rinde culto al Pavo Real de
Bronce en el monte de Lalesh la Maldita.
Yar Ali Khan hizo un gesto que se suponía mantenía lejos a los demonios que
podía esperarse estuviesen acechando en
algún lugar cerca de donde sus devotos
habían muerto.
—Aléjate, sahib. No está bien que toques esta carroña. No me extraña que se
deslizaran y mataran como el djinn del silencio. Son hijos de la noche y la oscuridad, y comparten algunos atributos de los
elementos que los engendraron.
— ¿Pero qué están haciendo aquí? —se
dijo Gordon—. Su tierra natal está en
Siria... alrededor del monte Lalesh. Es el último bastión de su raza, al cual fueron empujados por cristianos y musulmanes de
igual forma. Un mongol del Gobi, y adoradores del diablo de Siria. ¿Qué relación hay?
Asió el khalat de basta lana del cuerpo
más próximo, y acalló con un juramento
los instantáneos reparos de Yar Ali Khan.
74
Weird Tales de Lhork
—Esa carne está maldita —refunfuñó
el afridi, con aspecto de demonio escandalizado, con el goteante cuchillo en su
mano, y un hilo de sangre corriendo por
su barba desde un diente roto—. No es
digna de ser tocada por un sahib como tú.
Si ha de hacerse, déjame...
— ¡Oh, cállate! ¡Ah! ¡Justo lo que pensaba!
El diminuto rayo se posó sobre el justillo
de lino que cubría el recio pecho del montañés. Sobre él destellaba, como una mancha de sangre fresca, el emblema de una
mano empuñando una daga de tres hojas.
— ¡Wallah! —Dejando a un lado sus
escrúpulos, Yar Ali Khan desgarró los
khalats de los otros tres cadáveres. Todos
lucían el puño y la daga.
—¿Los mongoles son mahometanos,
sahib? —preguntó éste al cabo.
—Algunos sí. Pero aquel hombre en la
cabaña de Baber Khan no lo era. Sus caninos estaban limados en forma de puntas
afiladas. Era un devoto de Erlik, el Dios
Amarillo de la Muerte. Probablemente un
sacerdote. El canibalismo forma parte de
algunos de sus rituales.
—El hombre que mató al sultán de
Turquía era un kurdo —meditó Yar Ali
Khan—. Algunos de ellos adoran a Melek
Taus también, en secreto. Pero fue un
árabe el que mató al Shah de Persia, y un
musulmán de Delhi disparó al virrey. ¿Qué
pueden estar haciendo auténticos mahometanos en una sociedad que incluye a
mongoles y yezidi devotos del diablo?
—Estamos aquí para averiguarlo —respondió Gordon, apagando la linterna.
Se agazaparon a la sombra de los acantilados, en silencio, mientras la luz de luna,
misteriosa y espectral, se adentraba en el
cañón, y rocas, cornisas y paredes cobraban forma. Ningún sonido alteró la siniestra quietud.
Yar Ali Khan se alzó por fin y su figura
en pie se perfiló a la hechiceresca luz, un
blanco fácil para cualquiera que acechase
en la boca del barranco.
—¿Y ahora qué?
Gordon señaló hacia las manchas oscuras sobre el suelo de roca desnuda que
la luz de luna volvía claramente visibles.
—Nos han dejado un rastro que podría seguir un niño.
Sin decir palabra Yar Ali Khan envainó
su cuchillo y cogió su rifle de entre los fardos junto a las mantas. Gordon se armó
igualmente y aseguró además a su cinto
un rollo de cuerda fina y fuerte con un pequeño gancho de hierro en uno de los extremos. Tal clase de cuerda había resultado ser de inestimable valor una y otra
vez en sus viajes por la montaña. La luna
había salido, iluminando por completo el
cañón, dibujando un delgado hilo de plata
a lo largo de la parte media del barranco.
Era suficiente luz para hombres como
Gordon y Yar Ali Khan.
Atravesando la parte iluminada por la
luna se aproximaron a la boca del barranco, rifles en mano, sus siluetas claramente visibles para cualquier tirador que,
después de todo, pudiese estar oculto allí,
pero dispuestos a confiar en la suerte, la
fatalidad, la fortuna o lo que quiera que
sea que decide el destino de los hombres
en callejones sin salida. Ningún disparo
restalló, ni figuras furtivas se movieron
entre las sombras. Las gotas de sangre salpicaban profusamente el rocoso suelo.
Era evidente que los yezidi se habían llevado algunas heridas graves.
Gordon pensó en Ahmed Shah, tendido muerto allí atrás en el cañón sin un
túmulo que cubriera su cuerpo. Pero no
había tiempo en aquel momento para los
muertos. El yusufzai había dejado atrás
cualquier dolor; pero Lal Singh estaba
preso en manos de hombres para los que
la piedad era algo desconocido. Se ocuparían del cuerpo de Ahmed Shah después;
en aquel preciso momento lo que más
urgía era seguir la pista de los yezidi y liberar al sij antes de que lo mataran... si es
que no lo habían hecho ya.
Ascendieron por el barranco sin dudarlo, con los rifles amartillados. Fueron a
pie, pues creían que otro tanto hacían sus
enemigos, a no ser que tuviesen caballos
ocultos en alguna parte barranco arriba; la
quebrada era tan angosta y escabrosa que
un jinete se hallaría en mortal desventaja
de tener que huir.
En cada recodo del barranco esperaban una emboscada y se hallaban preparados para ella, pero el rastro de gotas de
sangre seguía adelante, y ninguna figura les
cerró el paso. Habían dejado de ser tan
visibles, pero seguían siendo suficientes
para indicar el camino.
Gordon aligeró el paso, con la esperanza de alcanzar a los yezidi, quienes para
entonces parecían sin lugar a dudas estar
escapando. Disponían de mucha ventaja,
pero si, como creía, estaban transportando
a uno o más hombres heridos, y asimismo
debían cargar con un prisionero que no les
pondría las cosas más fáciles de lo necesario, la ventaja podría ser reducida con rapidez. Creía que el sij estaba vivo, dado que
no habían encontrado su cuerpo, y si los
yezidi lo hubieran matado, no tenían ningún
motivo para ocultar el cadáver.
El barranco se empinó de forma
abrupta, estrechándose, y ensanchándose
La muerte de la triple hoja
luego al descender y describió una brusca
curva desembocando en otro cañón que
discurría más o menos de este a oeste, de
sólo un centenar de metros de ancho. El
sendero salpicado de sangre corría directo a través de la escarpada pared sur...
y desaparecía.
Yar Ali Khan gruñó.
—Los perros ghilzai decían la verdad.
El camino termina ante un acantilado que
sólo un pájaro podría sobrevolar.
Gordon se detuvo al pie del acantilado, desconcertado. Habían perdido la
pista de la antigua ruta en la Garganta de
los Fantasmas, pero aquél era el camino
por el que los yezidi habían ido, sin duda.
La sangre dejaba un rastro hasta el pie de
los acantilados... luego cesaba como si
quienes sangraban simplemente se hubieran volatilizado.
Ascendió con la mirada la escarpada
pendiente de la pared que se erguía vertical por espacio de cientos de metros. Directamente encima de él, a unos cinco
metros, sobresalía una estrecha cornisa,
un simple afloramiento de tres o cuatro
metros de largo y apenas uno de ancho.
No parecía ofrecer ninguna solución al
misterio. Pero a medio camino de la cornisa distinguió una mancha color rojizo
apagado sobre la roca de la pared.
Siguiendo la pista ciegamente, Gordon
desenrolló su cuerda, hizo girar el extremo lastrado sobre su cabeza y lo lanzó
describiendo un arco hacia arriba. El gancho se clavó en el borde de la cornisa y
aguantó, y Gordon subió, ascendiendo
por la delgada y lisa cuerda tan rápida y fácilmente como la mayoría de hombres lo
harían por una escala. No había surcado
los Siete Mares sin sacar partido de la experiencia de trepar cuerdas, hiciera el
tiempo que hiciera.
Al llegar a la mancha sobre la piedra
comprobó que era sangre. Un hombre
herido siendo alzado hasta la cornisa, o
escalando como él lo estaba haciendo, podría haber dejado tal mancha.
Yar Ali Khan, debajo de él, agitaba inquieto su rifle, tratando de conseguir una
mejor vista de la cornisa, y alternaba las
críticas a la acción de su compañero con
las súplicas de cautela. Su imaginación pesimista poblaba el saliente de asesinos invisibles tendidos boca abajo; pero la cama
de roca se hallaba vacía cuando Gordon
se alzó sobre la arista.
Lo primero que vio fue una argolla de
hierro macizo firmemente encastrada en
la piedra sobre el saliente, fuera de la vista
de cualquiera que estuviese abajo. El
metal brillaba desgastado como por el rozamiento de mucho usarlo. Había manchas de sangre más grandes en el lugar
por donde un hombre asomaría sobre el
borde, si subía por una cuerda atada a la
argolla, o era ayudado a subir.
Y había aún más gotas de sangre salpicando la cornisa, cruzándola en diagonal
hacia la pared cortada a pico, que mostraba un considerable desgaste en ese
punto. Y Gordon vio algo más: la confusa
pero inconfundible huella de dedos san-
grientos sobre la roca de la pared. Permaneció inmóvil por unos momentos, sin
hacer caso de las importunidades de Yar
Ali Khan, mientras examinaba las grietas
en la roca. Al poco puso su mano en la
pared sobre las sangrientas huellas dactilares, y empujó. Al instante, sin hacer
ruido, una parte de la pared osciló hacia
dentro, y se encontró clavando la mirada
en un estrecho túnel, débilmente iluminado por la luna que se alzaba detrás.
Cauteloso como una pantera al acecho se introdujo en él, y de inmediato escuchó el sobresaltado grito de Yar Ali
Khan, a quien desde su inadecuada perspectiva le pareció que se había fundido sin
más con la roca sólida. Gordon asomó cabeza y hombros para increpar a su sobrecogido seguidor a fin de que se callara, y
luego continuó su exploración.
El túnel era corto, y la luz de luna lo
bañaba desde el otro extremo donde
daba a una hendidura. La luz entraba oblicuamente desde arriba en el interior de
dicha hendidura, que discurría recta durante treinta metros y luego daba un
abrupto giro, impidiendo ver nada más.
Era como un corte de cuchillo a través de
un bloque de piedra sólida.
La puerta por la que había entrado era
una losa de roca irregular, montada sobre
bisagras de hierro macizo bien engrasadas. Encajaba a la perfección en la abertura, y su forma irregular hacía que las
grietas pareciesen ser simplemente fisuras
en el acantilado, producidas por el tiempo
y la erosión.
Una escala de cuerda hecha de grueso
cuero sin curtir se hallaba enrollada sobre
una pequeña repisa de roca justo al otro
lado de la boca del túnel, y Gordon volvió
con ella a la cornisa de afuera. Tiró de su
propia cuerda y la enrolló, luego aseguró
la escala y la descolgó, y Yar Ali Khan se
apresuró a subir frenético de impaciencia
por estar al lado de su amigo de nuevo.
Juró por lo bajo al comprender el misterio del rastro que desaparecía.
—¿Pero por qué no estaba la puerta
cerrada por dentro, sahib?
—Es probable que haya hombres
yendo y viniendo de forma constante. Los
hombres en el exterior podrían necesitar
desesperadamente pasar por esta puerta,
sin tener que gritar para que nadie venga
y les deje entrar. No existía ni una posibilidad entre mil de que llegase a ser descubierta. No la habríamos encontrado de no
haber sido por las marcas de sangre; además sólo seguía una corazonada, cuando
empujé la roca.
Yar Ali Khan era partidario aventurarse al instante dentro de la hendidura,
pero Gordon se había vuelto receloso.
No había visto ni oído nada que indicase
la presencia de un centinela, pero no creía
que un pueblo que demostraba tanta astucia a la hora de ocultar la entrada a su
país la dejase desguarnecida, por insignificantes que pudiesen ser las probabilidades
de ser descubierta.
Tiró de la escala de cuero sin curtir, la
enrolló volviendo a dejarla sobre la repisa
y cerró la puerta, impidiendo el paso de la
luz de la luna y sumiendo aquel extremo
del túnel en tinieblas, donde ordenó a Yar
Ali Khan que aguardase hasta que volviera
a informarle. El afridi juró en voz baja,
pero Gordon creía que un hombre podía
reconocer el terreno más allá de aquel
misterioso recodo mejor que dos, y
como de costumbre se salió con la suya.
Yar Ali Khan se agazapó en la oscuridad
junto a la puerta, abrazando su rifle y mascullando maldiciones, mientras Gordon
recorría resuelto el túnel entrando en la
hendidura.
Se trataba simplemente de una angosta grieta en la colosal masa sólida de
los acantilados, y podía verse el cielo iluminado por las estrellas a través de una
abertura irregular como un corte de cuchillo, a decenas de metros sobre su cabeza. La luz de luna conseguía penetrar lo
suficiente la abertura para iluminarla a los
ojos felinos de Gordon.
No había alcanzado el recodo cuando
un arrastrar de pies del otro lado lo puso
en guardia. Apenas se había ocultado detrás de un quebrado afloramiento de roca
que se había desprendido de la pared lateral, cuando apareció el centinela. Llegó
sin prisa, a la manera de quien lleva a cabo
una labor rutinaria a la ligera, convencido
de la inaccesibilidad de su refugio. Se trataba de un rechoncho mongol de cara
cuadrada y cobriza, pérfidos ojos rasgados, y una amplia boca como una cuchillada. En conjunto su apariencia no era
distinta de la de los diablos que abundan
en las leyendas montañesas mientras
avanzaba decidido con el marcado balanceo de un jinete, arrastrando un rifle de
gran potencia.
Al pasar junto al escondite de Gordon
algún oscuro instinto le hizo moverse
como un relámpago, enseñando los dientes en un espantado gruñido, levantando
el rifle para disparar desde la cadera. Pero
en el mismo momento en que se giraba,
Gordon estaba en pie impulsado al instante por elásticos músculos de acero, y
cuando la boca del rifle estuvo paralela al
suelo, la cimitarra golpeó. El mongol cayó
como un buey, su redondo cráneo hendido hasta los dientes.
Gordon se agazapó quedándose inmóvil, lanzando una feroz mirada a lo largo
del corredor. Al no oír sonido alguno que
indicase que alguien más estaba al alcance
del oído, se arriesgó a emitir un débil silbido que hizo venir a Yar Ali Khan a toda
prisa al interior de la hendidura, mostrando los dientes y con los ojos llameando ante la expectativa de una lucha.
Gruñó de forma expresiva al ver al
hombre muerto.
—Sí... otro adorador de Erlik. Sólo el
demonio que los engendró sabe cuántos
más hay ocultos a lo largo de este desfiladero. Lo arrastraremos detrás de esas
rocas donde me oculté. Suele ser buena
idea esconder el cuerpo, cuando matas a
alguien. ¡Vamos! Si hubiese alguno más al
doblar ese recodo, habrían oído el sonido
de mi golpe.
Weird Tales de Lhork
75
Robert E. Howard
Gordon estaba en lo cierto. Del otro
lado del recodo el largo y profundo desfiladero se hallaba vacío hasta el siguiente
repliegue. Gordon creía que el hombre al
que había matado era el único centinela
apostado en la hendidura, y continuaron
adelante resueltos. La luz de luna que se
filtraba a través del estrecho corte sobre
ellos palidecía cuando salieron al aire libre
por fin. Allí el desfiladero se dividía en un
caos de quebrada roca, y la garganta única
se convirtió en media docena, enroscándose entre desolados peñascos aislados y
rocas desprendidas como las distintas
bocas de un río que se divide en varias corrientes en el delta. Desmoronadas agujas
y torres de negra piedra se alzaban como
sombríos espectros bajo la grisácea luz
que revelaba la llegada del alba.
Abriéndose camino entre aquellos
torvos centinelas, al poco pudieron mirar
a lo lejos sobre un suelo llano sembrado
de rocas que se extendía a lo largo de
cien metros hasta el pie de un abrupto
precipicio. El rastro que habían estado siguiendo, acanalado por muchos pies
sobre la desgastada roca, cruzaba la planicie y serpenteaba despeñadero arriba,
grada a grada, sobre rampas cortadas en
la roca. Mas qué había en la cumbre del
precipicio no podían saberlo. A derecha e
izquierda la sólida pared giraba alejándose,
flanqueada por las quebradas agujas.
—¿Ahora qué, sahib? —Bajo la penumbrosa luz el afridi parecía un trasgo de
la montaña sorprendido fuera de los peñascos de su cueva por el alba.
—Creo que debemos estar cerca de
nuestro destino. ¡Escucha!
Sobre los riscos retumbó el estruendo
que habían oído la noche anterior, pero
mucho más cerca ya... el estridente, pavoroso, lúgubre fragor de una trompa gigante.
—¿Nos han visto? —preguntó Yar Ali
Khan, amartillando su rifle.
—Eso está en manos de Alá. Pero
hemos de asegurarnos, y no podemos ascender por ese camino precipicio arriba
sin saber primero que hay sobre él. ¡Aquí!
Esto nos servirá.
Se trataba de un erosionado peñasco
que se alzaba como una torre entre sus
iguales más pequeños. Cualquier niño
criado en las montañas podría haberlo escalado. Yar Ali Khan y Gordon subieron
por el mismo casi tan rápido como si hubiera sido una escalera, teniendo cuidado
de interponer su mole entre ellos y los
riscos de enfrente, hasta que llegaron a la
cima, más alta que el precipicio, y se tendieron detrás de un espolón de roca, clavando la mirada a través de la rosada
bruma del naciente amanecer.
—¡Alá! —juró Yar Ali Khan, buscando
sin ser consciente de ello el rifle colgado
sobre su espalda.
Vistos desde su atalaya los riscos
opuestos mostraban su verdadera naturaleza como uno de los lados del gigantesco
bloque de una meseta que le recordó a
Gordon las formaciones de su sudoeste
nativo. Se elevaba cortada a pico desde su
base, unos ciento cincuenta metros de al76
Weird Tales de Lhork
tura, y sus lados perpendiculares parecían
inescalables salvo por el punto donde el
sendero había sido laboriosamente tallado
en la roca. Se hallaba circundado por desmoronados peñascos al este, norte y
oeste, separados de la altiplanicie por el
llano suelo del cañón que variaba en anchura desde trescientos hasta ochocientos metros. Al sur la meseta lindaba con
una gigantesca y desnuda montaña cuyos
sombríos picos dominaban las cumbres
circundantes.
Mas los oteadores no dedicaron más
que un vistazo a la formación geográfica,
percibiéndola y examinándola de forma
mecánica. Era un increíble fenómeno de
otra naturaleza el que absorbía toda su
atención.
Gordon no estaba seguro de qué esperaba encontrar exactamente al final del
sangriento rastro. Había presupuesto dar
con algún tipo de punto de reunión, sin
duda; un puñado de tiendas de piel de caballo, una caverna, tal vez incluso una
aldea de barro y piedra situada al abrigo
de la ladera. ¡Pero ante sus ojos se hallaba
una ciudad cuyas cúpulas y torres refulgían en el rosado amanecer, como una
ciudad mágica de hechiceros sacada de alguna tierra mítica y depositada en aquel
punto desértico!
—¡La ciudad de los djinni! —Exclamó
Yar Ali Khan, volviendo a creer debido a
la impresión en la naturaleza diabólica de
sus enemigos—. ¡Alá me proteja contra la
maldad de Shaitan el Maldito! —Hizo
chascar sus dedos en un gesto más antiguo que Mahoma.
La forma de la meseta era más o
menos oval, de alrededor de dos kilómetros y medio de largo de norte a sur, y
algo menos de kilómetro y medio de
ancho de este a oeste. La ciudad se hallaba cerca del extremo sur, perfilada contra la oscura montaña detrás de ella, sus
casas de piedra de tejado plano y conjuntos de árboles dominados por un gran
edificio cuya cúpula púrpura relucía en el
nítido amanecer, tornasolada de oro.
— ¡Sortilegio y nigromancia! —exclamó Yar Ali Khan, del todo trastornado.
Gordon no le contestó, pero la sangre
celta de sus venas respondió al sombrío
aspecto de la escena. La brutal desolación
de los tétricos y oscuros peñascos no era
suavizada por el contraste de la ciudad; en
vez de eso ésta formaba parte de su torva
amenaza, pese a sus macizos de verde y
sus brillantes colores. El resplandor de su
cúpula púrpura de áurea tracería resultaba siniestro. Los lóbregos riscos, desmoronándose debido a su impía antigüedad, eran un escenario adecuado para ella.
Era como una ciudad de demoniaco misterio, alzándose en mitad de la ruina y la
decadencia, y destellando sólo con depravada vida.
—Ésta debe ser la fortaleza de los
Ocultos —murmuró Gordon—. Contaba
con descubrir finalmente su cuartel general escondido en los barrios nativos de alguna ciudad como Delhi, o Bombay. Pero
éste es un lugar lógico. Desde aquí pue-
den atacar a todos los países del oeste de
Asia y contar con un escondrijo seguro al
que retirarse. ¿Pero quién habría esperado encontrar una ciudad como ésta
aquí, en un territorio tanto tiempo dado
por casi deshabitado?
—Ni siquiera nosotros podemos luchar contra toda una ciudad, sean hombres o diablos —dijo Yar Ali Khan con un
gruñido.
Gordon permaneció en silencio mientras escrutaba la distante vista. Examinada
con atención, la ciudad no parecía ser tan
enorme como daba impresión de serlo a
primera vista. Era de diseño compacto,
pero sin murallas. Las casas, de dos o tres
pisos de altura, se levantaban entre grupos de árboles y sorprendentes jardines...
sorprendentes puesto que la meseta parecía ser poco menos que roca sólida,
hasta donde podían ver. Gordon tomó
una decisión.
—Ali, vuelve rápido a nuestro campamento en la Garganta de los Fantasmas.
Coge los caballos y cabalga hasta Khor.
Cuéntale a Baber Khan todo lo que ha
ocurrido, y dile que le necesito a él y a
todas sus espadas. Trae a los ghilzai a través de la hendidura y hazlos detenerse
entre estos desfiladeros hasta que recibas
una señal mía, o sepas que estoy muerto.
Cabe la posibilidad de cortar dos cuellos
del mismo golpe. Si Baber Khan nos ayuda
a destruir este nido de víboras, el emir le
perdonará.
— ¡Shaitan devore a Baber Khan! ¿Y
qué hay de ti?
—Voy a entrar en esa ciudad.
—¡Wallah! —juró el afridi.
—He de hacerlo. Los yezidi han ido
allí, y Lal Singh debe estar con ellos. Puede
que lo maten antes de que los ghilzai consigan llegar aquí. Tengo que liberarlo
antes de que podamos preparar plan alguno para atacar la ciudad. Si te vas ahora,
puedes llegar a Khor poco después de la
salida del sol. Si sigo vivo y en libertad,
nos encontraremos aquí. Si no acudo,
haced lo que consideréis oportuno Baber
Khan y tú. Pero ahora mismo lo que importa es traer aquí a los ghilzai.
Yar Ali Khan se opuso de inmediato.
—Baber Khan no me tiene ningún
aprecio. ¡Si voy hasta él solo escupirá en
mi barba y lo mataré y luego sus perros
me matarán!
—No hará tal cosa, y lo sabes.
—¡No vendrá!
—Vendría cruzando el Infierno si le
llamase.
—Sus hombres no le seguirán; temen
a los demonios.
—Vendrán lo bastante rápido cuando
les cuentes que quienes moran en Ghulistan son hombres.
—Pero los caballos habrán desaparecido. Los demonios se los habrán llevado.
—Lo dudo. Nadie ha dejado la ciudad
desde que tomamos el sendero, y nadie
ha venido detrás de nosotros. De todas
formas, puedes llegar hasta Khor a pie, si
es necesario. Sólo que te llevará más
tiempo.
La muerte de la triple hoja
Entonces Yar Ali Khan se mesó la
barba con furia y expresó su verdadero
motivo para negarse a dejar a Gordon.
—¡Esos hijos de perros de esa ciudad
te despellejarán vivo!
—No, responderé a la astucia con astucia. Me haré pasar por un fugitivo huyendo de la ira del emir, un forajido en
busca de refugio. Oriente está lleno de
mentiras respecto a mí. Me ayudarán entonces.
Yar Ali Khan renunció a seguir discutiendo de pronto, comprendiendo que
era inútil. Rezongando por lo bajo, agitando su turbante como loco, el afridi descendió el peñasco y desapareció en el
desfiladero sin mirar atrás.
Cuando dejó de estar a la vista, Gordon bajó asimismo y se dirigió hacia los
riscos.
CAPÍTULO 3. EL PUEBLO DE ISMAIL
A cada paso, Gordon esperaba ser disparado desde los acantilados, aunque no
había visto ningún centinela entre las
rocas en su cresta, al mirar desde el peñasco. Pero cruzó el cañón, llegó al pie
del risco y empezó a ascender por el empinado camino (todavía salpicado aquí y
allá de gotas rojas) sin haber avistado a
ningún otro ser humano. El sendero serpenteaba interminablemente subiendo
una serie de rampas, con bajos y macizos
muros en el borde exterior. Tuvo tiempo
para admirar el trabajo de ingeniería que
hacía posible aquel camino. A todas luces
no era obra de montañeses afganos, y era
igual de evidente que su construcción no
había sido reciente. Parecía antiguo, firme
como la montaña misma.
En los diez metros finales las rampas
dieron paso a un tramo de empinados escalones tallados en la roca, haciéndose
cada vez más hondos a medida que se
aproximaban a la cresta. Seguía sin haber
nadie que le hiciera frente, y se asomó
sobre la meseta entre un grupo de peñas,
de detrás del cual siete hombres que habían estado en cuclillas jugando una partida, se pusieron de pie de un salto y le
lanzaron salvajes miradas como si hubiese
sido una aparición. Eran todos kurdos, enjutos y aguerridos guerreros de nariz de
pico de halcón, sus delgadas cinturas ceñidas por cartucheras, y los rifles en las
manos.
Esos rifles le apuntaron al instante.
Gordon no hizo ningún movimiento, ni
mostró inquietud o sorpresa. Apoyó la
culata de su rifle sobre la tierra y observó
a los sorprendidos kurdos con calma.
Los asesinos vacilaron como gatos
monteses acorralados, igual de peligrosos
e impredecibles. La vida de Gordon pendía del arco de un nervioso dedo al gatillo.
Pero por el momento se limitaron a mirarle furiosos, sin habla a causa de su inesperada presencia.
—¡El Borak! —masculló el más alto de
los kurdos, sus ojos llameando de miedo,
«El resplandor de su cúpula
púrpura de áurea tracería resultaba siniestro. Los lóbregos riscos, desmoronándose debido a
su impía antigüedad, eran un escenario adecuado para ella. Era
como una ciudad de demoniaco
misterio, alzándose en mitad de
la ruina y la decadencia
recelo y el instinto de matar—. ¿Qué
haces aquí?
Gordon los recorrió a todos sin prisa
con la mirada antes de contestar, una
tranquila, relajada figura alzándose indiferente ante aquellas siete tensas formas.
—Busco a tu señor —respondió al
poco.
Aquello no pareció tranquilizarles.
Comenzaron a murmurar entre ellos, sin
apartar nunca los ojos de él ni el dedo del
gatillo.
La voz del kurdo más alto se elevó colérica, dominando a las otras.
— ¡Parloteáis como cuervos! Hay algo
evidente: estábamos jugando y no le vimos
llegar. Nuestro deber es vigilar la Escalera
y encargarnos de que nadie la suba sin permiso. Hemos faltado en nuestra obligación.
Si llega a saberse habrá un castigo. Matémosle y arrojémosle por el acantilado.
—Sí —convino Gordon sin alterarse—. Hacedlo. Y cuando vuestro
señor pregunte: “¿Dónde está El Borak,
que me traía noticias importantes?”, decidle: “¡Ah, no consultaste con nosotros
qué hacer con él, así que lo matamos para
darte una lección!”
Dieron un respingo ante la mordiente
ironía de sus palabras y tono, y se miraron
incómodos unos a otros.
—Nadie lo sabrá nunca —dijo uno
con un gruñido—. Disparadle.
—No, el disparo se oiría y habría preguntas a las que responder.
— ¡Cortadle la garganta! —sugirió el
más joven de la banda, y los demás le miraron con un ceño tan feroz que éste retrocedió confundido.
—Sí, cortadme la garganta —aconsejó
Gordon, riéndose de ellos—. Uno de vosotros tal vez sobreviva para contarlo.
No se trataba de una simple bravata,
como la mayoría de ellos sabía, y su malévolo ceño dejó ver su inquietud. Ansiaban
matarle, pero no se atrevían a usar sus rifles; y al menos los guerreros mayores sabían el terrible precio que pagarían por
atacarle con arma blanca. Él no tendría
ningún escrúpulo en utilizar bien el rifle en
su mano, o la pistola que sabían llevaba
oculta en alguna parte.
—Los cuchillos son mudos —murmuró el muchacho, tratando de justificarse.
Fue premiado con un airado culatazo
de rifle en el vientre, que le llevó a hacer
una involuntaria zalema, y luego alzó la
voz con jadeantes lamentos.
—¡Cállate, hijo de un perro! ¿Nos harías luchar contra las pistolas de El Borak
con acero desnudo?
Habiendo desahogado parte de su
descontento sobre su desafortunado
compañero, los kurdos se calmaron, y
uno de ellos preguntó a Gordon, titubeando: « ¿Te esperan?»
—¿Vendría aquí de no ser así? ¿Mete
el cordero la cabeza sin ser invitado entre
las fauces del lobo?
—¿Cordero? —Los kurdos soltaron
una risotada sardónica—. ¿Tú un cordero? ¡Ah, Alá! Di mejor que el lobo gris
con sangre en los colmillos busca al cazador!
—Si hay sangre en mis colmillos no es
sino la de los idiotas que desobedecieron
las órdenes de su señor —replicó Gordon—. La pasada noche, en la Garganta
de los Fantasmas...
—¡Ya Allah! ¿Eras tú con quien lucharon esos idiotas yezidi? ¡No te conocieron! Dijeron que habían matado a un inglés y sus sirvientes en la Garganta.
Así que por esa razón los centinelas
habían sido tan descuidados; por alguna
razón los yezidi habían mentido sobre el
resultado de aquella lucha, y los vigilantes
del Camino no esperaban a ningún perseguidor.
—¿Ninguno de vosotros estaba entre
aquellos que en su ignorancia cayeron
sobre mí en la Garganta?
—¿Cojeamos? ¿Sangramos? ¿Lloramos
el cansancio y las heridas? ¡No, no hemos
luchado contra El Borak!
—Entonces sed juiciosos y no cometáis el mismo error que ellos, debido al
cual algunos han muerto y la piel será
arrancada a tiras de las espaldas de los
vivos. Y ahora, ¿me llevaréis junto a quien
me aguarda, o arrojaréis estiércol sobre
su barba no dignándoos a cumplir sus órdenes?
Weird Tales de Lhork
77
Robert E. Howard
«Pero ante sus ojos se hallaba
una ciudad cuyas cúpulas y torres refulgían en el rosado amanecer, como una ciudad mágica
de hechiceros sacada de alguna
tierra mítica y depositada en
aquel punto desértico
—¡Alá no lo quiera! —Exclamó el
kurdo alto—. No hemos recibido ninguna
orden. No, El Borak, tu corazón está lleno
de astucia como el de una serpiente, y
por donde tú pasas, las espadas se tiñen
de rojo y los hombres mueren. Pero si se
trata de una mentira entonces nuestro
señor se ocupará de tu muerte. Y si no lo
es, entonces no tendremos culpa alguna.
Suelta tu rifle y tu cimitarra, y te conduciremos hasta él.
Gordon entregó las armas, confiando
en la gran pistola que guardaba en la funda
bajo su brazo izquierdo.
El jefe cogió entonces el rifle dejado
caer por el joven kurdo, que seguía doblado y gimiendo con fuerza, y lo enderezó
de una sonora patada en el trasero; le incrustó el rifle en las manos y le ordenó que
vigilara la escalera como si su vida dependiera de ello; le dio otra patada, y un manotazo en la oreja para más énfasis, y se
volvió, vociferando órdenes a los otros.
Cuando se acercaron rodeando al en
apariencia desarmado americano, Gordon
supo que sus manos rabiaban por hundir
un cuchillo en su espalda; pero había sembrado las semillas del temor y la incertidumbre en sus primitivas mentes, y sabía
que no se atrevían a atacar. Abandonaron
el grupo de peñascos y tomaron el amplio
y bien marcado camino que conducía a la
ciudad. Éste había sido pavimentado antaño, y en algunas partes el adoquinado
todavía se encontraba en buen estado.
—¿Los yezidi entraron en la ciudad
justo antes del alba? —preguntó sin darle
importancia, llevando a cabo una rápida
estimación del factor tiempo.
—Sí —fue la breve contestación.
—No podían ir deprisa —dijo Gordon, casi como si hablara solo—. Tenían
hombres heridos a los que llevar. Y además el sij que tenían prisionero habrá sido
terco. Habrán tenido que golpearle, empujarle y arrastrarle.
Uno de los hombres volvió la cabeza y
comenzó a decir:
—Vaya, el sij...
El líder le hizo callarse de un grito, y
echó a Gordon una siniestra mirada de
sospecha.
78
Weird Tales de Lhork
—Que no hable ningún otro hombre.
No respondáis a sus preguntas. No le
preguntéis nada. Si se burla de nosotros,
no le repliquéis. Tiene la astucia de una
serpiente. Si le hablamos nos habrá hechizado antes de que lleguemos a Shalizahr.
Así que ése era el nombre de aquella
fantástica ciudad; a Gordon le pareció recordarlo relacionado con alguna historia
medieval.
—¿Por qué dudáis de mí? —preguntó—. ¿Acaso no he venido hasta vosotros con las manos abiertas?
—¡Sí! Una vez te vi llegar hasta los turcos de Bitlis con las manos abiertas; pero
cuando las cerraste por las calles corrió la
sangre y las cabezas de los señores de Bitlis
colgaron de las sillas de tus asaltantes. No,
El Borak, te conozco desde hace mucho
tiempo, desde los días en que conducías a
tus forajidos a través de las montañas de
Kurdistán. Luché contigo contra los turcos,
y después, a causa de un cambio en la política, luché con los turcos contra ti. Mi
mano no puede luchar contra la tuya, ni mi
cerebro contra el tuyo, ni mi lengua contra
tu lengua. Pero puedo mantenerla entre
mis dientes, y lo haré. No es necesario que
trates de engañarme con astutas palabras,
pues no hablaré. Voy a llevarte hasta el
señor de Shalizahr. Todos tus tratos serán
con él. No es cosa mía. Soy igual de mudo
y pienso lo mismo al respecto que el caballo que carga a rey y proscrito por igual. Mi
única responsabilidad es llevarte ante mi
señor. Mientras tanto no me harás caer en
una trampa. No hablaré, y si alguno de mis
hombres te contesta, le abriré la cabeza
con la culata de mi rifle.
—Sabía que te conocía —dijo Gordon—. Eres Yusuf ibn Suleiman. Eras un
buen guerrero.
El enjuto rostro lleno de cicatrices del
kurdo se iluminó ante el comentario, y
comenzó a hablar... luego recordó sus palabras, frunció ferozmente el ceño, maldijo a uno de sus hombres que no le había
ofendido en absoluto, se cuadró inflexible
de hombros, y se adelantó al grupo a
grandes y envaradas zancadas.
Gordon no andaba a paso largo; más
bien paseaba, y su tranquila actitud causó
efecto sobre sus captores. Tenía el aire de
un hombre andando en medio de una escolta de honor, más que para vigilarle, y su
comportamiento influyó sobre el de ellos,
de forma que para cuando llegaron a la
ciudad llevaban los rifles al hombro en vez
de tenerlos listos para disparar, dejando
un respetuoso espacio entre ellos y él.
Los detalles de Shalizahr fueron destacándose a medida que se aproximaban.
Gordon pudo ver el secreto de las arboledas y jardines. La tierra, sin duda traída
con esfuerzo desde distantes valles, había
sido superpuesta sobre la roca desnuda
en algunas de las muchas depresiones que
agujereaban la superficie del altiplano, y un
elaborado sistema de canales de riego,
profundas y estrechas acequias que exponían el mínimo de superficie a la evaporación, recorría los jardines, originándose al
parecer en algún inagotable suministro de
agua próximo al centro de la ciudad. La
meseta, al abrigo de los quebrados picos
que se alzaban sobre todos sus lados, presentaba un clima más moderado de lo habitual en aquellas montañas, y la vegetación resistente crecía en abundancia.
Los jardines se encontraban en su
mayor parte en los lados este y oeste de
la ciudad. El camino, al entrar en la ciudad,
discurría entre un gran huerto a la izquierda, y un jardín más pequeño a la derecha. Ambos estaban cercados por bajos
muros de piedra, y Gordon no podía adivinar el sangriento papel que ese huerto
iba a desempeñar en aquella extraña aventura en la que se estaba metiendo. Un amplio espacio abierto separaba el huerto de
la morada más cercana, pero al otro lado
del camino una casa de piedra de tres
pisos y tejado plano lindaba con el jardín
al sur. Unos metros más adelante comenzaba la ciudad propiamente dicha: hileras
de viviendas en piedra de techo plano
unas enfrente de otras a los lados de la
ancha y empedrada calle, cada una con un
jardín detrás.
No había ninguna muralla alrededor
de la ciudad, y los muros en torno a jardines y casas eran bajos, a todas luces no
destinados a la defensa. La altiplanicie
misma era una fortaleza. La montaña que
fruncía el ceño sobre y detrás de la ciudad
se alzaba a una distancia mayor de la que
parecía la primera vez que la vio. Desde el
peñasco daba la impresión de que la ciudad se apoyaba contra la falda de la montaña. En ese momento pudo ver que casi
un kilómetro de llano cortado por barrancos separaba la ciudad de la misma. La
meseta estaba, no obstante, conectada
con la montaña; era como un enorme saliente sobresaliendo de la imponente ladera.
Los hombres que trabajaban en los jardines o paseaban por la calle se detuvieron
y se quedaron mirando a los kurdos y a su
cautivo. Vio más kurdos, muchos persas, y
yezidi; vio árabes, mongoles, drusos, turcos, indios, e incluso algunos egipcios.
Pero ningún afgano. Era evidente que la
heterogénea población de aquella extraña
ciudad no tenía ningún parentesco con los
La muerte de la triple hoja
habitantes nativos de la región.
La gente no expresó su curiosidad
más allá de interrogativas miradas. La calle
se ensanchó dando paso a un zoco cerrado por la parte sur por un ancho muro
que circundaba el edificio palaciego con su
magnífica cúpula.
No había ningún guardia ante las puertas de filigrana de oro barradas con
bronce macizo, sólo un negro vestido de
vivos colores que hizo una profunda zalema mientras abría el portal. Gordon y
su escolta entraron en un amplio patio de
policromas baldosas, en medio del cual
borboteaba una fuente alrededor de la
cual revoloteaban palomas. Al este y al
oeste el patio estaba limitado por muros
interiores sobre los cuales se asomaba un
follaje que hablaba de más jardines, y Gordon se fijó en una estilizada torre que se
levantaba casi tanto como la misma cúpula, con sus azulejos como de encaje
destellando a la luz del sol.
Los kurdos continuaron derechos a
través del patio y fueron detenidos ante
los pilares del amplio pórtico del palacio
por una guarnición de treinta árabes de
resplandecientes insignias: empenachados
cascos de plateado acero, dorados coseletes, escudos de piel de rinoceronte, y cimitarras grabadas en oro, cuyos arcaicos
arreos contrastaban de forma curiosa con
los modernos rifles en sus manos, y las
cartucheras que ceñían sus delgadas cinturas.
El capitán de rostro de halcón de la
guarnición conversó brevemente con
Yusuf ibn Suleiman, y Gordon adivinó que
no existía la menor simpatía entre aquellos miembros de razas rivales, sin importar las circunstancias que los hubiesen llevado a aliarse.
El capitán, a quien los hombres se dirigían como Muhammad ibn Ahmed, hizo
poco después un gesto con su fina mano
morena, y Gordon fue rodeado por una
docena de relucientes árabes, y marchó
entre ellos subiendo los anchos escalones
de mármol y a través del amplio arco
cuyas puertas de bronce decoradas con
volutas se hallaban abiertas. Los kurdos
fueron detrás, sin sus rifles, y al parecer
nada contentos.
Atravesaron extensos corredores débilmente iluminados, de cuyos abovedados techos con grecas colgaban humeantes incensarios de bronce, en tanto que a
ambos lados arcos con cortinas de terciopelo insinuaban privados misterios. Los
tapices susurraban, se oía el murmullo de
débiles pisadas, y en una ocasión Gordon
pudo ver una delgada mano blanca
asiendo unas colgaduras como si su dueño
atisbara desde detrás. Acostumbrado
como estaba al secretismo y los suaves
sonidos de los palacios orientales, Gordon percibió en aquél una atmósfera de
misterio y reserva fuera de lo habitual.
Incluso el contoneo de los árabes
(todos salvo su capitán) era distinto. Los
kurdos se mostraban abiertamente inquietos. El misterio y una intangible amenaza acechaban en aquellos oscuros y es-
pléndidos corredores. Podría haber estado atravesando un palacio de Nínive o
de la antigua Persia, de no ser por las
armas modernas de su escolta.
Al poco salieron a un vestíbulo más
amplio y se acercaron a una puerta de
bronce de dos hojas, flanqueada por más
guardias vistosamente ataviados, persas
esta vez, perfumados y pintados como los
guerreros de Cambises, y empuñando lanzas de aspecto antiguo en lugar de rifles.
Aquellas estrafalarias figuras siguieron
en pie tan impasibles como estatuas mientras los árabes pasaban pavoneándose con
su cautivo (o huésped) y entraron en un
cuarto semicircular donde tapices con
motivos de dragones cubrían las paredes,
ocultando todas las posibles puertas o
ventanas salvo aquélla por la cual habían
entrado. El techo era alto y abovedado,
labrado de grecas de oro y ébano, ornado
con lámparas doradas. Frente a la gran entrada había un estrado de mármol. Sobre
el estrado había un gran asiento con baldaquín, decorado con volutas y tallado
como un trono, y sobre los cojines de
terciopelo esparcidos sobre el mismo se
recostaba una esbelta figura con un khalat
de seda con perlas cosidas, y babuchas de
hilo de oro con las punteras vueltas hacia
arriba. Sobre el turbante rosado refulgía
un gran broche de oro, engastado de diamantes, con la forma de una mano humana empuñando una daga de tres hojas.
El rostro bajo el turbante era ovalado, del
color del marfil viejo, con una pequeña
barba negra y puntiaguda. Los ojos eran
grandes, oscuros y contemplativos. Se trataba de un persa.
A cada lado del trono se hallaba un gigante sudanés, cual efigies de paganos dioses talladas en negro basalto, desnudos
salvo por las sandalias y los taparrabos de
seda, con tulware de hoja ancha en sus
manos.
—¿Quién es éste? —preguntó sin interés el hombre sobre el trono, hablando
árabe, y haciendo un gesto a sus esbirros
para que detuvieran sus enérgicas zalemas.
—¡El Borak! —respondió Muhammad
ibn Ahmed, pavoneándose claramente,
consciente de que anunciar aquel nombre
causaría sensación... como lo haría en
cualquier parte al este de Estambul.
Los oscuros ojos se avivaron interesados, endureciéndose con sospecha, y
Yusuf ibn Suleiman, observando el rostro
de su señor con dolorosa intensidad,
tragó aire y cerró las manos tan fuerte
que las uñas se le clavaron en las palmas.
—¿Cómo ha entrado en Shalizahr sin
ser anunciado?
—¡Los perros kurdos que se supone
vigilan la Escalera dijeron que vino hasta
ellos, jurando que había sido mandado llamar por el jeque Al Jebal!
Gordon se tensó al oír aquel título.
Aquello confirmaba todas sus sospechas.
Era fantástico, increíble; sin embargo era
cierto. Sus oscuros ojos se clavaron con
feroz intensidad en el rostro ovalado.
No habló. Había un tiempo para el si-
lencio así como para las palabras audaces.
Su siguiente movimiento dependía por
completo de las palabras del jeque. Una
sola bastaría para motejarlo de impostor
y acabar con todo su plan, pero confiaba
en dos cosas; la creencia de que ningún
gobernante oriental ordenaría matar a El
Borak sin tratar primero de enterarse de
la razón de su presencia; y el hecho de
que pocos soberanos de oriente gozan de
la plena confianza de sus seguidores, o
confían por completo en aquéllos a su
vez.
El hombre sobre el trono devolvió la
ardiente mirada a Gordon por un instante, luego habló, pero no al kurdo:
—Tal es la ley de Shalizahr: los Vigilantes de la Escalera no deben permitir que
ningún hombre ascienda por ella hasta
que haya hecho la Señal de forma que
puedan verla. Si es un extraño que no conoce la Señal, el Guardián de la Puerta
debe ser requerido para hablar con aquél
antes de que le sea permitido subir la Escalera. El Borak no fue anunciado. El
Guardián de la Puerta no fue requerido.
¿Hizo El Borak la Señal, al pie de la Escalera?
Yusuf ibn Suleiman había palidecido y
sudaba, mientras claramente vacilaba
entre una peligrosa verdad, y una mentira
que podría ser incluso más peligrosa.
Lanzó una venenosa mirada a Gordon y
habló con una voz áspera debido al
temor:
—El guardia en la hendidura no dio
aviso. El Borak apareció sobre el risco
antes de que lo viéramos, aunque estábamos al final de la Escalera vigilando como
águilas. Es un mago que se hace invisible a
voluntad. Supimos que decía la verdad
cuando dijo que le habías mandado llamar,
de otra forma no podía haber conocido el
camino secreto...
La transpiración perló la estrecha
frente del kurdo. El hombre sobre el
trono no pareció escucharle, y Muhammad ibn Ahmed, rápido en advertir que el
kurdo había caído en desgracia, golpeó a
Yusuf de modo salvaje en la boca con la
mano abierta.
—¡Perro, permanece en silencio hasta
que el Protector de los Miserables se
digne ordenarte hablar!
Yusuf se tambaleó, la sangre empezando a correr por su barba, y miró con
ojos de asesino al árabe, pero no dijo
nada.
El persa hizo un gesto con la mano,
lánguido pero con impaciencia.
—Llevaos a los kurdos. Mantenedlos
bajo vigilancia hasta nuevas órdenes. Aunque un hombre sea esperado, no deberían
ser sorprendidos. El Borak no conocía la
Señal, sin embargo ascendió la Escalera sin
ser molestado. Si hubiesen estado alerta
ni siquiera El Borak podría haberlo hecho.
No es ningún mago. Enviad a otros hombres a vigilar la Escalera.
—Tenéis mi permiso para marchar;
hablaré con El Borak solo.
Muhammad ibn Ahmed hizo una zalema y condujo a sus relucientes espadaWeird Tales de Lhork
79
Robert E. Howard
chines fuera entre las silenciosas filas de
lanceros alineadas a cada lado de la
puerta, agrupando a los temblorosos kurdos delante de ellos. Éstos se volvieron al
atravesar la puerta y clavaron sus ardientes ojos sobre Gordon en una silenciosa
mirada de odio.
Muhammad ibn Ahmed tiró de las
puertas de bronce cerrándolas detrás de
ellos. El persa habló en inglés a Gordon.
—Habla con toda libertad. Estos negros no entienden el inglés.
Gordon, antes de contestar, pateó un
diván ante el estrado y se sentó cómodamente en él, con los pies apoyados sobre
un escabel de terciopelo. No había cimentado su prestigio en el Oriente por medio
de un comportamiento manso y asustadizo. Donde otro hombre habría ido de
puntillas, sombrero en mano y corazón en
boca, Gordon andaba a trancos con pesadas botas y mano dura, y puesto que era
El Borak, vivía donde otros morían. Su actitud no era ninguna baladronada. Estaba
listo en todo momento para respaldar su
jugada con ardiente plomo y frío acero, y
los demás lo sabían, igual que sabían que
era el hombre más peligroso con cualquier
clase de arma entre El Cairo y Pekín.
El persa no mostró ninguna sorpresa
ante el hecho de que su cautivo (o huésped)
se sentase sin pedir permiso. Sus primeras
palabras dejaban ver que había tenido muchos tratos con occidentales, y para sus
propios fines, había adoptado parte de su
franqueza. Pues dijo, sin más preámbulos:
—No te mandé llamar.
—Por supuesto que no. Pero tenía
que decirles algo a esos idiotas, o si no
matarlos a todos.
—¿Qué buscas aquí?
—¿Qué busca cualquier hombre que
viene a un nido de forajidos?
—Podría venir como espía —observó
el jeque.
Gordon se rió de él.
—¿Para quién?
—¿Cómo supiste del Camino?
Gordon recurrió a la ambigüedad de
la sutileza oriental.
—Seguí a los buitres; siempre me conducen hasta mi objetivo.
—Deberían —fue la torva contestación—. Los has alimentado hasta hartarlos bastante a menudo. ¿Qué hay del
mongol que vigilaba la hendidura?
—Muerto; no se puso en razón.
—Los buitres te siguen, no al revés
—comentó el jeque—. ¿Por qué no me
avisaste de tu llegada?
—¿Por medio de quién? La noche pasada mientras acampaba en la Garganta de
los Fantasmas, dando un descanso a mis
caballos antes de seguir adelante sin parar
hasta Shalizahr, una banda de tus idiotas
cayó sobre mi partida en la oscuridad,
mató a un hombre y se llevó a otro. El
cuarto restante se asustó y huyó. Continué solo tan pronto como salió la luna.
—Eran yezidi, cuyo deber es vigilar la
Garganta de los Fantasmas. No sabían que
me buscabas. Entraron renqueando en la
ciudad al alba, con un hombre agonizante
80
Weird Tales de Lhork
y la mayor parte del resto gravemente heridos, y juraron que habían matado a un
sahib y sus siervos en la Garganta de los
Fantasmas. Es evidente que temían confesar que habían salido corriendo, dejándote vivo. Pagarán su mentira. Pero no
me has dicho por qué has venido aquí.
—Busco refugio. Y traigo noticias. El
hombre que enviaste a matar al emir le
hirió y fue cortado en pedazos por los
guardias uzbecos.
El persa se encogió de hombros con
impaciencia.
—Tu información es vieja. Lo sabíamos antes del mediodía siguiente a la
noche en que se intentó la ejecución. Y
desde entonces hemos sabido que el emir
vivirá, porque un médico inglés limpió las
heridas del veneno que había en la daga.
Aquello sonó como magia negra, hasta
que Gordon recordó las palomas del
patio. Palomas mensajeras, por supuesto,
y agentes en Kabul para soltarlas con los
mensajes.
—Hemos guardado bien nuestro secreto —dijo el persa—. Dado que supiste
de Shalizahr y el Camino a Shalizahr, debe
habértelo contado alguien de la Hermandad. ¿Te envió Bagheela?
La pausa que hizo Gordon antes de
contestar no le llevó más tiempo del necesario para sacudirse un poco de polvo
de sus pantalones, pero en ese intervalo
reconoció la trampa que le tendían y la
evitó. No tenía la menor idea de quién era
Bagheela, y la pregunta en apariencia inocente era muy claramente un cebo que un
impostor podría verse tentado a morder.
—No conozco al hombre al que llamas Bagheela —respondió—. Nadie me
reveló su secreto. No necesito que me
los cuenten. Me entero de ellos por mí
mismo. Vine aquí porque tenía que encontrar una guarida. He caído en desgracia en Kabul, y los ingleses me matarían a
tiros si pudiesen cogerme.
Una de las leyendas en circulación más
persistentes acerca de Gordon era la de
que era enemigo de los ingleses. Ésta se
basaba en su negativa a sentirse intimidado
por galones dorados y botones de bronce,
y en sus idas y venidas con tranquila indiferencia respecto de todas las reglas y
normas que se aplican al común de las
gentes. No mostraba ningún respeto hacia
la autoridad que se engalana a sí misma
con pompa y arrogancia y arbitrario culto
a la primacía, y en cambio manifestaba un
permanente desprecio hacia ciertas clases
de funcionarios, ya fuesen civiles o militares; así que era intensamente odiado por
estos últimos, cuya opinión a veces era
aceptada por los irreflexivos como un exponente de la opinión gubernamental.
Pero los hombres que en realidad rigen a
los asiáticos, moviéndose sin trabas entre
bastidores, sabían cómo era El Borak realmente, y aunque no siempre aprobaban
sus métodos, eran sus amigos, y se habían
beneficiado de su ayuda una y otra vez.
Pero el persa no tenía forma de saberlo. Sabía sólo lo justo sobre Gordon
para ser fácilmente engañado en cuanto a
la auténtica personalidad del americano.
Muchas de las historias que había oído
sobre él habían sido mentiras, o hechos
desvirtuados fuera de toda medida. Para
el jeque El Borak no era más que otro
aventurero sin ley, no del todo nativo,
pero a pesar de eso excluido del mundo
respetable, y en consecuencia era muy
probable que estuviese a malas con el gobierno en cualquier momento.
Dijo algo en persa antiguo y erudito y
Gordon, sabiendo que no cambiaría el
idioma de su conversación sin una astuta
razón, fingió ignorar dicha lengua. A veces
la tortuosidad del Oriente es transparente como un niño.
El jeque habló con uno de los negros,
y el gigante sacó imperturbable una maza
de plata de su cinto y golpeó con fuerza
un gong dorado suspendido entre los tapices. Apenas habían dejado de oírse los
ecos cuando las puertas de bronce se
abrieron lo bastante para dejar pasar a un
hombre esbelto con un traje talar de seda
lisa que se mantuvo inclinado ante el estrado: un persa, como el jeque. Este último se dirigió a él como Musa, y le hizo
una pregunta en la lengua que acababa de
probar con Gordon.
—¿Conoces a este hombre?
—Sí, ya Sidna; es...
—No digas su nombre; no nos entiende, pero lo reconocería y sabría que
hablamos de él. ¿Aparece en los informes
de nuestros espías?
—Sí, ya Sidna. El último parte de Kabul
hablaba de él. La noche en que tu servidor
intentó ejecutar al emir, este hombre
habló con el emir en secreto, una hora o
así antes de que tuviera lugar el ataque.
Tras dejar el palacio, desapareció de la
ciudad con tres hombres, y fue visto cabalgando por el camino que conduce al
pueblo del proscrito, Baber Khan de
Khor. Fue perseguido por jinetes desde
Kabul, pero si abandonaron la persecución o fueron muertos por los hombres
de Khor, lo desconozco.
—Al parecer decía la verdad, entonces, al afirmar que había caído en desgracia en Kabul —reflexionó el jeque.
Gordon, repantigándose sobre el
diván sin mostrar indicio alguno de comprender, cayó en la cuenta de dos cosas:
el sistema de espionaje de los Ocultos era
más elaborado y llegaba más lejos de lo
que había imaginado; y una cadena de circunstancias malinterpretadas estaba
obrando en su favor. Era natural que
aquellos hombres creyesen que había
huido de Kabul amenazado por el disfavor
regio. Que cabalgase hasta el pueblo de
un proscrito parecía confirmarlo del todo,
así como el hecho de su “persecución”
por parte de jinetes reales.
—Tienes mi permiso para marchar.
Musa hizo una reverencia y partió, cerrando las puertas, y el jeque meditó en
silencio por un momento. Al poco alzó la
cabeza, como si hubiera tomado una decisión, y dijo:
—Creo que estás diciéndome la verdad. Huiste de Kabul, hasta Khor, donde
La muerte de la triple hoja
ningún amigo del emir sería bienvenido. Y
tu enemistad hacia los ingleses es bien conocida. Los batini necesitan un hombre
como tú. Pero no puedo admitirte en la
Hermandad hasta que el señor Bagheela
te vea y te pruebe. No se halla en Shalizahr en este momento, pero estará aquí
mañana al amanecer.
—Mientras tanto, me gustaría saber
cómo supiste de nuestra hermandad y de
nuestra ciudad.
Gordon se encogió de hombros.
— ¿Qué misterio de las montañas se
oculta de mí? Oigo los secretos que canta
el viento mientras sopla a través de las
ramas de los tamariscos secos. Entiendo
el grito de los milanos mientras dan vueltas por encima de las gargantas de Gomul.
Conozco las historias que se susurran en
torno a las hogueras de estiércol que los
hombres de las caravanas preparan en los
abarrotados campamentos.
—¿Entonces conoces nuestro propósito? ¿Nuestra ambición?
—Sé cómo os llamáis a vosotros mismos. Hace mucho hubo otra ciudad sobre
una montaña, gobernada por emires que
se hacían llamar jeque Al Jebal... los Ancianos de la Montaña. Sus seguidores eran
llamados Asesinos. Masticaban cáñamo,
eran adictos al hashish, y sus métodos terroristas hicieron que los jeques fueran
temidos por toda Asia occidental.
—¡Sí! —Un oscuro fuego iluminó los
ojos del persa—. El mismo Saladino los
temía. Los cruzados los temían. El Shah de
Persia, los emires de Damasco, los califas
de Bagdad, los sultanes de Egipto y de los
Seljuk rendían tributo a los jeques Al
Jebal. No dirigían ejércitos en el campo de
batalla; luchaban por medio del veneno, el
fuego y la daga de triple hoja que mordía
en la oscuridad. Sus emisarios de muerte
cubiertos de escarlata partían con puñales
ocultos para cumplir su mandato. Y los
reyes morían en El Cairo, en Jerusalén, en
Samarcanda, en Brusa. Sobre el monte
Alamut, en Persia, el primer jeque, Hassan
ibn Sabah, construyó su grandiosa ciudad
castillo, con sus recónditos jardines
donde permitía a sus seguidores saborear
las delicias del paraíso, donde bailarinas
hermosas como huríes se movían gráciles
entre las flores y los sueños del hashish lo
cubrían todo de éxtasis.
—Los seguidores eran drogados y llevados al jardín —dijo Gordon con un gruñido—. Creían que estaban en el Paraíso
del Profeta. Luego volvían a ser drogados
y llevados fuera, y se les decía que para
recuperar aquel éxtasis sólo tenían que
obedecer al jeque hasta la muerte. Ningún
rey gozó nunca de una obediencia tan absoluta como la que los fedayín concedieron a los jeques. Hasta que los mongoles
a las órdenes de Hulagu Khan destruyeron sus castillos en la montaña en 1256,
amenazaron con destruir la civilización
oriental.
—¡Sí! ¡Soy descendiente directo de
Hassan ibn Sabah! —Un resplandor fanático destelló en los oscuros ojos—. Durante toda mi juventud soñé con la gran-
«No mostraba ningún respeto
hacia la autoridad que se engalana a sí misma con pompa y
arrogancia y arbitrario culto a la
primacía, y en cambio manifestaba un permanente desprecio
hacia ciertas clases de funcionarios
deza de mis antepasados. La riqueza que
manó de repente de las tierras yermas de
mi familia, dinero occidental que llegó
hasta mí gracias a los minerales allí encontrados, hizo que el sueño se convirtiera
en realidad. ¡Othman el Aziz se convirtió
en el jeque Al Jebal!
“Hassan ibn Sabah era discípulo de Ismail, quien le enseñó que todas las obras
y hombres son uno a los ojos de Alá. El
credo ismailita es ancho y profundo como
el mar. Pasa por alto las diferencias raciales y religiosas, y une a hombres de sectas
enfrentadas. Es el único poder capaz de
conseguir a la postre una Asia unida. La
gente de mis propias montañas nativas no
había olvidado las enseñanzas de Ismail, ni
los jardines de los hashishin. Entre ellos
recluté a mis primeros seguidores. Pero
pronto otros acudieron en tropel a mí
hasta las montañas de Kurdistán donde levanté mi primera fortaleza... yezidi, kurdos, drusos, árabes, persas, turcos... forajidos, hombres sin esperanza, que estaban
dispuestos incluso a renegar de Mahoma
para saborear el Paraíso en la tierra. Pero
el credo batini no abjura de nada; une. Mis
emisarios viajaron por toda Asia, arrastrando seguidores hasta mí. Elegí a mis
hombres con cuidado. Mi banda ha crecido despacio, pues cada miembro era
probado para demostrar que era adecuado para servirme. Raza y credo no
constituyen ninguna diferencia; entre mis
fedayín se cuentan musulmanes, hindúes,
adoradores de Melek Taus del monte Lalesh, devotos de Erlik venidos del Gobi.
“Hace cuatro años vine con mis seguidores a esta ciudad, entonces un amasijo
de ruinas viniéndose abajo, desconocida
por los montañeses porque sus supersticiosas leyendas los mantenían lejos de
ella. Hace siglos fue una ciudad de los
Asesinos, y fue asolada por los mongoles.
Cuando llegué, los edificios eran piedra
desmoronada, los canales estaban llenos
de escombros, los sotos convertidos en
una silvestre maraña. Llevó tres años reconstruirla, y la labor costó la mayor
parte de mi fortuna, pues transportar material aquí en secreto fue un trabajo arduo
y peligroso. Lo trajimos de Persia, desde
el oeste, por la antigua ruta de caravanas,
y subiendo por una antigua rampa sobre
el lado occidental de la meseta, que hice
destruir después. Pero al final pude contemplar la olvidada Shalizahr tal como era
en los días de los antiguos jeques.
“¡Mira! —Se levantó e hizo señas a
Gordon de que le siguiera. Los gigantes
negros rodearon al jeque por ambos
lados, y éste encabezó el grupo al interior
de una alcoba insospechada hasta que uno
de los negros corrió un tapiz detrás del
trono. Salieron a un balcón de celosía que
daba al interior de un jardín cercado por
un muro de cuatro metros, el cual estaba
casi por completo oculto por los espesos
plantíos de arbustos. Una exótica fragancia brotaba de los macizos de árboles, arbustos y flores, y plateadas fuentes tintinaban cantarinas. Gordon pudo ver
mujeres moviéndose entre los árboles, sin
velo y escasamente vestidas con transparente seda y terciopelo cubierto de joyas:
esbeltas, cimbreñas muchachas, árabes,
persas e hindúes en su mayoría, y de
pronto encontró explicación a las misteriosas desapariciones de ciertas jóvenes
de la India, que en los últimos años habían
aumentado demasiado para ser explicadas
por incidentales secuestros por parte de
reyezuelos nativos. Los hombres, con el
aspecto de durmientes del opio, yacían
bajo los árboles sobre cojines de seda, y
una música nativa plañía melodiosa tañida
por ocultos músicos. Era fácil de entender
cómo un oriental, sus sentidos a la vez
drogados y enardecidos por el hashish,
creería estar en el Paraíso del Profeta, al
despertar en aquel fantástico jardín.
—He copiado, y mejorado, los jardines de hashish de Hassan ibn Sabah —dijo
el jeque, cerrando por fin la ventana batiente ingeniosamente disimulada y dándose la vuelta para volver a la estancia del
trono—. Te enseño esto porque no pretendo que “pruebes el Paraíso” como los
otros. No soy tan idiota como para creer
que te dejarías engañar como ellos. No es
necesario. No hay problema en que conozcas estos secretos. Si Bagheela no te
acepta, tu conocimiento morirá contigo;
si lo hace, entonces no has sabido más de
Weird Tales de Lhork
81
Robert E. Howard
«Era casi como un destello de
recuerdos en los que se veía a sí
mismo, un guerrero de pelo y
ojos negros venido de una lejana
isla del oeste, ataviado con la
cota de malla de un cruzado,
avanzando con paso firme a través de los laberintos velados de
intriga de una ciudad de Asesinos
lo que sabrás en cualquier caso como uno
de los Hijos de la Montaña.
“Puedes subir alto en el imperio que
estoy erigiendo. Seré tan poderoso como
lo era mi antepasado. Tres años estuve
preparándome. Luego comencé a atacar.
En el último año mis fedayín han partido
con dagas envenenadas como lo hicieran
en tiempos pasados, sin acatar otra ley
que mi voluntad, incorruptible, invencible,
buscando la muerte antes que la vida.
—¿Y tu ambición última?
—¿No la has adivinado? —casi susurró el persa, con los ojos abiertos y en
blanco de un extraño fanatismo.
—¿Quién no? Pero preferiría oírlo de
tus labios.
—¡Gobernaré toda Asia! ¡Sentado
aquí en Shalizahr regiré el destino del
mundo! Los reyes en sus tronos no serán
sino marionetas bailando al son de mis
cuerdas. Aquellos que osen desobedecer
mis órdenes morirán de repente. Pronto
nadie osará hacerlo. El poder será mío.
Poder: ¡Alá! ¿Hay algo más grande?
Gordon no contestó. Estaba contrastando las repetidas referencias del jeque a
su poder absoluto con sus comentarios relativos al misterioso Bagheela que debía decidir sobre Gordon. Aquello parecía indicar
que la autoridad del jeque en Shalizahr no
era suprema, después de todo. Gordon se
preguntó quién era ese Bagheela. El término
simplemente significaba «pantera», y lo más
probable es que fuera un tratamiento como
su propio nombre nativo de El Borak.
—¿Dónde está el sij, Lal Singh? —preguntó bruscamente—. Tus yezidi se lo llevaron, tras asesinar a Ahmed Shah.
La expresión de sorpresa e ignorancia
por parte del persa resultó exagerada.
—No sé a quién te refieres. Los yezidi
no trajeron ningún cautivo con ellos
desde la Garganta de los Fantasmas.
Gordon sabía que estaba mintiendo,
pero también comprendía que sería inútil
seguir insistiendo en aquel momento. No
podía imaginar por qué Othman había de
negar saber del sij, el cual estaba seguro
había sido llevado dentro de la ciudad,
pero podía ser peligroso presionarle, tras
una negativa en regla del persa.
82
Weird Tales de Lhork
El jeque hizo una seña al negro, que
volvió a golpear el gong, y de nuevo entró
Musa, haciendo una zalema.
—Musa te mostrará el camino hasta
una cámara donde te serán llevadas comida y bebida —dijo—. No eres un prisionero, por supuesto. Ningún guardia te
vigilará. Pero debo pedirte que no abandones la cámara hasta que te mande llamar. Mis hombres recelan de los feringhi,
y hasta que seas admitido formalmente en
la hermandad...
Dejó sin acabar la frase.
CAPÍTULO 4. SUSURRO DE ESPADAS
El impasible Musa condujo a Gordon a
través de las puertas de bronce, más allá
de las filas de relucientes guardias, y a lo
largo de un estrecho y serpenteante corredor que salía del amplio vestíbulo. A
cierta distancia de la sala de audiencia hizo
entrar a Gordon en una cámara de abovedado techo de marfil y sándalo, con una
maciza puerta de caoba con refuerzos de
bronce. No había ventanas. El aire y la luz
llegaban a través de aberturas ocultas en
la cúpula. Las paredes se hallaban cubiertas de ricos tapices, el suelo tapado por
alfombras sembradas de cojines. Mas un
diván de terciopelo era el único mobiliario.
Musa se retiró sin decir palabra con
una reverencia, cerrando la puerta al salir,
y Gordon se sentó en el diván. Era la situación más extraña en la que se había encontrado nunca, en el curso de una vida
llena de audaces aventuras y sangrientos
episodios. Se sentía fuera de lugar con sus
botas y su polvoriento caqui, en aquella
misteriosa ciudad que atrasaba el reloj del
Tiempo casi mil años. Experimentaba la
curiosa sensación de haberse extraviado
fuera de su propia era yendo a parar a un
perdido y olvidado pasado; un pasado que
ya había conocido. Era casi como un destello de recuerdos en los que se veía a sí
mismo, un guerrero de pelo y ojos negros
venido de una lejana isla del oeste, ataviado con la cota de malla de un cruzado,
avanzando con paso firme a través de los
laberintos velados de intriga de una ciudad de Asesinos.
Se sacudió de encima la idea con impaciencia. Creía más que a medias en la
reencarnación, pero aquel asunto no era
ningún resurgimiento corriente de misticismo. El jeque Al Jebal podía reinar de
forma absoluta en Shalizahr donde eras
durmientes despertaban a la vida inmortal, pero Gordon intuía algo detrás de
todo aquello... una confusa y gigantesca
forma amenazando detrás de los velos de
misterio e ilusión.
¿Cuál era el premio por el cual las
grandes naciones del mundo peleaban a
puerta cerrada? ¡La India! La llave dorada
de Asia.
Había algo más que el loco capricho
de un visionario persa detrás de aquella
fantástica maquinación. Solamente reconstruir la ciudad habría requerido un asombroso desembolso de dinero. Dudaba de
lo que había afirmado Othman acerca de
haber utilizado el dinero de su propia fortuna personal. Dudaba que la fortuna de
cualquier persa hubiese bastado. Los edificios de Shalizahr indicaban un poderoso
respaldo, con ilimitados recursos.
Luego Gordon olvidó todos los demás
aspectos de la aventura en su preocupación por Lal Singh. Impasible en cuanto al
peligro que él mismo corría, y al destino
de las naciones, se levantó paseándose
como un tigre enjaulado mientras meditaba sobre el misterio de la desaparición
del sij. ¿Por qué había negado Othman
saber sobre el prisionero? Aquello resultaba un tanto siniestro.
Gordon se sentó al oír las amortiguadas pisadas de sandalias en el corredor de
fuera, y de inmediato la puerta se abrió y
Musa entró, seguido por un enorme
negro portando viandas en platos de oro,
y un dorado jarro de vino. Musa cerró la
puerta deprisa, pero no antes de que
Gordon pudiera entrever la punta de un
casco saliendo de los tapices que sin duda
ocultaban una alcoba al otro lado del corredor. Así que Othman había mentido al
decir que no dispondría ningún guardia
para vigilarlo. Al instante Gordon se consideró dispensado de cualquier acuerdo
implícito para que permaneciera en la cámara.
—Vino de Shiraz, sahib, y comida —le
señaló Musa, de forma innecesaria—.
Dentro de poco una muchacha hermosa
como una hurí será enviada para entretener al sahib.
Gordon abrió la boca para rechazar el
ofrecimiento, cuando comprendió que la
chica sería enviada de todas formas, para
espiarle, así que asintió dando su consentimiento.
Musa hizo señas al esclavo para que
depositase la comida, y él mismo probó
cada plato y bebió a generosos sorbos del
vino, antes de retirarse con una reverencia, llevando al negro delante de él. Gordon, alerta como un lobo hambriento en
una trampa, advirtió que el persa había
probado el vino en último lugar, y que se
tambaleaba ligeramente al dejar la cámara.
La muerte de la triple hoja
Cuando la puerta se cerró detrás de él,
Gordon alzó la jarra de vino y olió a pleno
pulmón el contenido. Mezclada con el
aroma del vino, tan débil que sólo unas
narices como las suyas podrían haberla
detectado, había una aromática fragancia
que reconoció. No se trataba de un veneno, tan sólo de una droga oriental sin
nombre que causaba un profundo sopor
durante un corto tiempo. El catador se
había apresurado a salir de la estancia
antes de que le rindiera el sueño. Gordon
se pregunto si, después de todo, Othman
planeaba conducirlo al Jardín de las Huríes.
Su análisis, reforzado por la experiencia adquirida a lo largo de años de intrigas
orientales, le hizo convencerse de que la
comida no había sido manipulada, y se
puso a comer con entusiasmo.
Apenas había terminado de hacerlo
cuando la puerta volvió a abrirse, justo lo
suficiente para permitir que una esbelta y
flexible figura se deslizara a través de ella:
una muchacha ataviada con un peto de
oro, corsé cubierto de joyas, y pantalones
de transparente seda. Podía haber salido
del harén de Haroun o Raschid. Pero
Gordon se puso en pie como un muelle
de acero desenrollándose, pues la había
reconocido antes incluso de que alzara su
vaporoso yasmaq.
—¡Azizun! ¿Qué estás haciendo aquí?
Los grandes ojos oscuros de ella estaban dilatados de miedo y agitación; sus palabras se derramaban una sobre otra
mientras sus blancos dedos se movían
trémulos en las manos de él de una forma
lastimosamente infantil.
—Me raptaron, una noche mientras
paseaba por el jardín de mi padre en
Delhi, sahib.
“Me llevaron en una caravana de hombres que se hacían pasar por mercaderes
de caballos, hasta Peshawar, y luego a través del Khyber, y al fin hasta esta ciudad
de demonios, con otras seis chicas raptadas en la India. Sus caravanas de esclavos
obran constantemente ante los mismos
ojos de los británicos. Obligan a las chicas
a sentarse dentro de los vagones tapados,
bien ocultas, y sin atreverse a gritar para
pedir ayuda, pues siempre hay un cuchillo
cerca de ellas, hasta que pasan el Khyber.
Más allá del Khyber nadie presta atención
a los gritos de una mujer raptada. En la
India las hacen pasar por las esposas, hijas
y hermanas de los “mercaderes de caballos”. En Peshawar hay un funcionario
hindú al servicio de los batini. Docenas de
mujeres son llevadas a través del Khyber
cada año con su ayuda.
Gordon no profirió ningún juramento,
pero sus pensamientos eran profanos y
homicidas. Pensar que aquel abominable
comercio había estado teniendo lugar
bajo sus mismas narices lo espoleaba volviéndolo loco de rabia; y también daba
muestras de la eficiencia y organización de
los ismailitas.
—¿Cuál es el nombre de ese funcionario? —preguntó torvamente.
—Ditta Ram.
—¡Conozco a ese canalla! —El contraerse de sus músculos labiales evidenció
la feroz satisfacción de Gordon al dar con
la oportunidad de saldar una vieja deuda.
Entonces volvió al presente. El desenmascaramiento de Ditta Ram y una cuchillada
en su gordo vientre en la lucha que seguro seguiría, era algo en el futuro. Azizun
estaba hablando, balbuceando aprisa.
—¡Llevo viviendo aquí un mes! Casi me
muero de vergüenza. He visto a otras chicas morir bajo tortura. Han hecho de mí
una “hurí” en su horrible jardín del Paraíso.
Mi corazón casi se parte cuando te vi entrar en medio de los espadachines de Muhammad ibn Ahmed. Estaba observando
desde un portal cubierto de tapices. Mientras me rompía la cabeza pensando en
cómo conseguir hablar contigo, el Amo de
las Muchachas vino para enviar a una chica
junto al sahib para sonsacarle sus secretos,
si es que tenía alguno. Le persuadí para que
me enviara. Cree que soy tu enemiga. Le
dije que habías matado a mi hermano —
Por un momento pensó en lo descabellado
de su mentira; su hermano era uno de los
mejores amigos de Gordon.
—Dime, Azizun, ¿sabes algo de Lal
Singh, el sij?
—¡Sí, sahib! Lo trajeron aquí cautivo
para hacer de él un feday, pues ningún sij
se ha unido todavía al culto, y los Amos
están muy deseosos de procurarse uno
que tenga poder en el Punjab. Pero Lal
Singh es un hombre muy fuerte, como el
sahib sabe, y una vez llegaron a la ciudad y
lo dejaron en manos de los guardias árabes, se liberó y con sus manos desnudas
mató al hermano de Muhammad ibn
Ahmed. Muhammad exigió su cabeza y es
demasiado poderoso para que Othman
incluso se niegue a complacerle.
—Así que por eso mintió el jefe sobre
Lal Singh —dijo para sí Gordon.
—Sí, sahib. Lal Singh se encuentra en
una mazmorra bajo palacio, y mañana ha
de ser entregado al árabe para su tortura
y ejecución.
El rostro de Gordon, sin llegar a cambiar su expresión, se ensombreció tornándose siniestro.
—Condúceme esta noche hasta el
dormitorio de Muhammad —la instó, sus
entornados ojos traicionando su mortífera intención.
—No, duerme entre sus guerreros,
todos probados espadachines del desierto, demasiados incluso para tu hoja,
Príncipe de las Espadas. ¡Te llevaré hasta
Lal Singh!
—¿Qué hay del guardia oculto en el
corredor?
—Hay un pasadizo secreto que sale
de este cuarto hasta las mazmorras. No
nos verá dejar la cámara. Y no abrirá la
puerta, ni dejará que nadie más entre
hasta que me haya visto salir.
Corrió a un lado el tapiz de la pared
opuesta a la puerta e hizo presión sobre
un grabado en arabesco. La pared giró
hacia dentro, revelando una angosta escalera que bajaba serpenteando hacia honduras sin luz.
—Los amos creen que sus esclavos no
conocen sus secretos —murmuró ella—.
Ven —Sacó una minúscula vela y la encendió, y sosteniéndola en alto en su delgada
mano encabezó la marcha por la escalera,
empujando la pared detrás de ellos. Descendieron hasta que Gordon estimó que
se hallaban muy por debajo de palacio, y
entonces dieron con un estrecho túnel
llano que partía del pie de la escalera.
—Estamos bajo uno de los jardines
exteriores ahora —dijo ella—. Un rajput
que planeaba escapar de Shalizahr me enseñó esta ruta secreta. Pensaba huir con
él. Ocultamos armas y comida aquí. Fue
capturado y sometido a tortura, pero
murió sin delatarme. Aquí está la espada
que escondió —Hizo una pausa y palpó
un nicho, sacando una hoja que ofreció a
Gordon. Éste la cogió, presumiendo que
necesitaría un arma como aquélla antes de
que lograran escapar de allí.
Unos instantes más tarde llegaron
junto a una puerta blindada de hierro, y
Azizun, indicándole con un gesto que tuviera cuidado, tiró de Gordon hasta ella y
le mostró una diminuta abertura por la
que mirar. Éste pudo ver un corredor
bastante amplio, flanqueado a un lado por
una pared lisa en la que había una única
puerta de ébano, curiosamente adornada
y fuertemente atrancada, y al otro por
una hilera de celdas con puertas barradas.
El corredor no era largo. Podía ver ambos
extremos, cerrados por una pesada
puerta. Arcaicas lámparas de bronce colgadas a intervalos arrojaban una suave luz.
Ante la puerta de una de las celdas se
encontraba un resplandeciente árabe de
brillante coselete y casco de plumas, cimitarra en mano. Tenía nariz de halcón, la
barba negra, su porte arrogante un seguro
de destreza.
Los dedos de Azizun se cerraron
sobre el brazo de Gordon.
—Lal Singh está en la celda que guarda
—susurró—. No dispares al árabe. Mátalo sin hacer ruido. No lleva pistola y
está orgulloso de su habilidad con la espada. No gritará hasta que se sepa vencido. El sonido del acero no se oirá arriba.
Gordon sopesó la hoja que ella le
había dado: largo acero hindú, ligero pero
casi inquebrantable, afilado como una navaja para acuchillar, y no demasiado curvado para una estocada. Era de la misma
longitud que la cimitarra del árabe.
Gordon abrió de un empujón la
puerta secreta y se adentró en el corredor. Vio el barbado rostro de Lal Singh
mirando fijamente a través de los barrotes detrás del árabe. Gordon no había
hecho sonido alguno al salir de su escondite, pero los ocultos goznes chirriaron, y
el árabe se dio la vuelta como un gato,
gruñó sorprendido, le lanzó una mirada
salvaje, y luego atacó con la determinación instantánea de una pantera.
Gordon le hizo frente en mitad de la
embestida, y el sij de mirada salvaje aferrando los barrotes hasta que sus nudillos
palidecieron, y la muchacha hindú acuclillada junto a la abierta entrada fueron tesWeird Tales de Lhork
83
Robert E. Howard
tigos de un combate a espada que habría
hecho arder la sangre de reyes.
Los únicos sonidos eran el rápido,
suave, seguro arrastrarse y pisar de pies,
el deslizarse y raspar de acero sobre
acero, la respiración de los luchadores.
Las largas y ligeras hojas parpadeaban
como una ilusión bajo la tenue luz. Eran
como seres vivos, como lenguas de serpientes, arremetiendo y destellando;
como parte de los hombres que las blandían, unidas no sólo a la mano, sino al cerebro también. Para la chica la escena era
desconcertante, incomprensible. Pero Lal
Singh, que se había hecho hombre con
una espada en la mano, comprendía y
apreciaba en toda su extensión la superlativa habilidad que centelleaba ante él en
relampagueantes maniobras, y a cada estocada se quedaba helado y ardía con el
deslumbrante brillo de la refriega.
Antes incluso que el árabe, supo
cuando el equilibrio oscilaba de forma casi
imperceptible; percibió el inevitable desenlace un instante antes de que el labio
del árabe dejara al descubierto sus dientes
en feroz reconocimiento de la derrota y
decidiera desesperado llevarse a su enemigo con él. Pero el final llegó antes incluso de que Lal Singh se diera cuenta de
su inminencia. Un resonar más alto de
hojas, un relámpago de acero que confundía al ojo que tratara de seguirlo, la parpadeante hoja de Gordon pareció acariciar ligeramente el cuello de su enemigo
al pasar, y luego el árabe yacía sobre su
propia sangre en el suelo. Con la cabeza
casi separada del cuerpo. Había muerto
sin un solo grito.
Gordon lo contempló por un momento, la espada en su mano manchada
con un hilo de carmesí. Su camisa había
sido desgarrada y su musculoso pecho
subía y bajaba con calma. Sólo una capa de
sudor que relucía sobre éste y sobre su
ceño revelaba lo agotador de su esfuerzo.
Inclinándose arrancó un manojo de llaves del cinturón del muerto. El rechinar
del acero en la cerradura pareció despertar a Lal Singh de un trance.
—¡Sahib! ¡Estás loco al entrar a este
nido de serpientes! ¡Quién habría pensado que un árabe podía manejar así una
espada! ¡Me ha hecho recordar los viejos
tiempos cuando enfrentábamos nuestro
acero contra las mejores espadas de los
turcos!
—Vamos, fuera —Gordon abrió de
un tirón la puerta, y el sij salió, ligero y ágil
como una enorme pantera. Sin turbante,
y medio desnudo, su condición sin embargo no disminuía la hombría de su
porte.
Gordon pensó con rapidez.
—No tendremos ninguna oportunidad si nos evadimos antes de que sea de
noche. Azizun, ¿cuándo vendrá otro hombre a relevar al que he matado?
—Cambian los guardias cada cuatro
horas en estas mazmorras. Su turno acababa de empezar.
—¡Bien! Eso nos deja cuatro horas de
margen —Echó un vistazo a su reloj y se
84
Weird Tales de Lhork
sorprendió al ver la hora. Llevaba en Shalizahr mucho más tiempo del que pensaba.
“Dentro de cuatro horas se pondrá el
sol. Tan pronto como oscurezca del todo,
trataremos de huir. Hasta que estemos
listos Lal Singh se ocultará en la escalera
secreta.
—Pero cuando el guardia venga a relevar a este hombre —dijo el sij—, se
sabrá que he escapado de mi celda. Deberías haberme dejado aquí hasta estar listo
para partir, sahib.
—No me atrevía a correr el riesgo.
Tal vez no hubiese podido sacarte llegado
el momento. Tenemos cuatro horas antes
de que descubran que te has ido. Cuando
se enteren, tal vez la confusión nos ayude.
Esconderemos este cuerpo en alguna
parte.
Se volvió hacia la puerta curiosamente
decorada, pero Azizun jadeó, asiendo su
brazo: «¡Por ahí no, sahib! ¿Abrirías la
puerta al infierno?»
—¿Qué quieres decir? ¿Qué hay del
otro lado de esa puerta?
—No lo sé. Los cadáveres de hombres y mujeres ejecutados son arrojados
sobre el borde de la meseta para que los
milanos los devoren. Pero a través de esta
puerta llevan a desdichados que han sido
torturados pero todavía viven. Qué es de
ellos no lo sé, pero los he oído gritar, de
forma más espantosa que estando bajo
tortura. Las chicas dicen que un djinn tiene
su guarida del otro lado de esa puerta, y
que se niega a devorar a los muertos,
aceptando sólo sacrificios vivos.
—Tal vez sea así —dijo Lal Singh escéptico—. Pero vi a un esclavo hace unas
horas abriéndola y arrojando algo a través
de ella que no era ni un hombre ni una
mujer, aunque de qué se trataba no sé decirlo.
—Sin duda era un niño —se estremeció ella.
Pero Gordon ya estaba arrastrando el
cuerpo del árabe dentro de la celda y desvistiéndolo. Mandó a Lal Singh que entrase en la celda y se quitase los harapos
que le habían dejado sus aprehensores, y
vistió al muerto con las ropas del sij dejando el cadáver en el rincón más apartado, de espaldas a la puerta, de forma
que su rajada garganta no era visible a primera vista. El árabe no era tan alto como
el sij pero en posición fetal la diferencia
no resultaría tan apreciable. Lal Singh se
puso tantas prendas y equipo del muerto
como le fue posible, lo cual no incluía ni el
casco ni el coselete; se los llevó con él
para esconderlos en el túnel secreto.
Gordon cerró la puerta de la celda al salir,
y entregó las llaves al sij.
—No podemos hacer nada con la sangre del suelo. Cuando venga el otro guardia, tal vez crea que el árabe eres tú, dormido o muerto, y se ponga a buscar al
primer guardia en vez de a ti. Cuanto más
tarden en descubrir que has huido, más
tiempo tendremos. No he pensado ningún plan concreto para salir de la ciudad;
eso dependerá de las circunstancias. Si
descubro que no puedo escapar mataré a
Othman... y el resto estará en manos de
Alá.
“En caso de que vosotros dos lo consigáis y yo no, tratad de volver por el sendero y reuníos con los ghilzai que están en
camino. Mandé a Yar Ali Khan a buscarlos. Partió al amanecer. Si encontró los
caballos a salvo debería llegar a Khor
poco después del anochecer. Los ghilzai
deberían alcanzar el cañón bajo la meseta
en algún momento de mañana por la mañana.
Regresaron a la puerta secreta que,
una vez cerrada, daba la impresión de ser
parte de la pared lisa de piedra, y deteniéndose sólo lo suficiente para que Azizun volviera a encender su vela, atravesaron el túnel y subieron la escalera.
—Tenéis que ocultaros aquí hasta que
llegue el momento —dijo Gordon—.
Toma las espadas, y la vela, y mi linterna
eléctrica. Y esto, también —Le obligó a
aceptar la gran máuser azul, pese a sus
protestas.
—La necesitarás antes de que acabe la
noche. Si algo me pasa, coge a la chica e
intenta escapar cuando se haga oscuro. Si
ninguno de nosotros viene a por ti en
cuatro horas, abre la puerta oculta y huye
solo.
—Como desees, sahib. Para mi vergüenza me cogieron por sorpresa. Pero
los yezidi se arrastraron fuera del barranco como gatos, y uno me derribó con
una piedra lanzada con una honda antes
de que percibiese su presencia, retirándose en la oscuridad donde el mismo diablo no podría haberlos visto. Cuando recobré el sentido estaba amordazado y mis
brazos atados a la espalda. De igual forma,
me dijeron, habían abatido a Ahmed Shah.
Sólo que a él le cortaron la garganta, porque los ismailitas no quieren saber nada
de la gente de la montaña, temiendo que
éstos hablen con los suyos, y revelen así
el secreto de Shalizahr. Los yezidi son
como felinos deslizándose en las tinieblas.
Aun así es una gran vergüenza para mí.
Y diciendo esto se sentó con las piernas cruzadas sobre el peldaño superior y
se acomodó para su larga vela con la tranquilidad de su raza.
Cuando Gordon y Azizun estuvieron
de vuelta en la cámara, y Azizun hubo colgado con cuidado el tapiz sobre la pared
falsa, Gordon dijo:
—Es mejor que te vayas ahora. Si te
quedas demasiado tiempo pueden llegar a
sospechar. Ingéniatelas para volver aquí
conmigo tan pronto como entre la noche.
Tengo una idea y he de quedarme en esta
cámara hasta que el tal Bagheela regrese.
Cuando vuelvas, dile al guardia de fuera
que te envió el jeque. Me ocuparé de él
cuando estemos listos para partir. Y por
cierto, trajeron este vino drogado justo
antes de que vinieses. Diles que me has
visto beberlo. Creo que sé por qué lo enviaron.
—¡Sí, sahib! Volveré después que anochezca —La muchacha temblaba de
miedo y agitación, pero se controló de
forma admirable. Hubo lástima en los ne-
La muerte de la triple hoja
gros ojos de Gordon al contemplar su esbelta figura, moviéndose decidida, al atravesar la puerta. Hija mimada de un rico
mercader musulmán de Delhi, no estaba
acostumbrada a un tratamiento como el
que había recibido en Shalizahr. Pero lo
estaba soportando bien.
Gordon alzó la jarra de vino, se manchó los labios con él lo justo para emitir
un olor que sería detectado por narices
agudas, luego vació el contenido en un
rincón detrás de los tapices, y se arrojó
sobre el diván simulando estar dormido,
la copa tirada sobre el suelo junto a su
mano.
Solamente transcurrieron unos minutos hasta que la puerta volvió a abrirse.
Una muchacha entró. Gordon no abrió
los ojos, pero supo que se trataba de una
chica por el leve susurro de sus pies desnudos sobre las gruesas alfombras, y por
la fragancia de su perfume, al igual que
supo por eso mismo que no era Azizun
regresando. A todas luces el jeque no depositaba demasiada confianza o responsabilidad en ninguna mujer. Gordon no creía
que hubiese sido enviada allí para matarlo
(el veneno en el vino habría bastado para
tal propósito) así que no corrió el riesgo
de atisbar entreabriendo los párpados.
Que la muchacha estaba asustada era
evidente por lo rápido y agitado de su
respiración al inclinarse sobre él. La nariz
de ella casi tocó sus labios, y la oyó suspirar de alivio al creer que olía el vino drogado en su aliento. Sus suaves manos se
deslizaron sobre él, buscando armas ocultas, y mientras palpaba la funda vacía bajo
su axila izquierda se alegró de haber dejado la pistola con Lal Singh. Para seguir
con el engaño se habría visto obligado a
dejar que la cogiera.
Ella se fue en silencio, la puerta se
cerró sin hacer ruido, y él siguió tendido
quieto. Por qué no descansar un poco.
Debían pasar cuatro horas antes de que
pudiera llevar a cabo cualquier clase de
movimiento. Hacía tiempo había aprendido a comer y dormir en cuanto podía.
Estaba jugando a un juego con la Vida y la
Muerte como premio. Su mascarada pendía de un hilo. Su vida y la de sus compañeros dependían de que encontrara una
vía de escape de la meseta aquella noche.
No tenía ningún plan todavía; no tenía la
menor idea de cómo iban a huir de la ciudad y descender los acantilados. Estaba
apostando a que sería capaz de hallar o inventar una forma cuando llegara la hora.
Y mientras tanto durmió tan tranquila y
profundamente como si se hallara acostado en la casa de un amigo, a salvo en su
país natal.
CAPÍTULO 5. LA MÁSCARA CAE
Como la mayoría de los hombres que
viven de milagro, Gordon había adquirido
la habilidad de dormir justo el tiempo que
deseaba, y de despertarse cuando había
decidido. Pero no le dejaron dormir sus
cuatro horas.
«Que la muchacha estaba asustada era evidente por lo rápido
y agitado de su respiración al inclinarse sobre él. La nariz de
ella casi tocó sus labios, y la oyó
suspirar de alivio al creer que
olía el vino drogado en su
aliento
Su sueño era tranquilo y profundo,
pero despertó en el instante en que una
mano tocó la puerta. Se puso de pie mientras entraba Musa, con la inevitable zalema.
—El jeque Al Jebal requiere tu presencia, sahib. El amo Bagheela ha regresado.
Así que la misteriosa Pantera había
vuelto antes de lo que el jeque esperaba.
Gordon percibió una premonitoria tensión al seguir al persa fuera de la cámara.
Un vistazo de reojo le reveló un bulto en
el tapiz donde había entrevisto el casco; el
guardia seguía allí.
Musa no le hizo volver a la estancia
donde el jeque le había recibido por primera vez. Fue conducido a través de un
tortuoso corredor hasta una puerta dorada ante la cual se hallaba un espadachín
árabe. Éste la abrió, y Musa urgió a Gordon a atravesar el umbral. La puerta se
cerró detrás de ellos, y Gordon se detuvo
de pronto.
Se encontraba en una amplia habitación sin ventanas, pero con varias puertas.
Al otro lado de la estancia el jeque se
arrellanaba sobre un diván con sus esclavos negros detrás de él, y apiñada alrededor de él había una docena de hombres
armados de varias razas: kurdos, drusos y
árabes, y un orakzai, el primer pathano
que Gordon había visto en Shalizahr, un
velludo y harapiento rufián lleno de cicatrices a quien Gordon conocía como
Khuruk Khan, ladrón y asesino.
Pero el americano dedicó solamente
un brevísimo vistazo a aquellos hombres.
Toda su atención estaba fijada en el hombre que dominaba la escena. Dicho hombre se alzaba entre él y el diván del jeque,
con la postura de piernas abiertas de un
jinete... bien parecido a su oscura, saturnina manera. Era más alto que Gordon, y
de constitución más nervuda, viéndose remarcada su delgadez por sus ceñidos pantalones y botas de montar. Una mano acariciaba la culata de la pesada automática
que colgaba ante su muslo, la otra se atusaba el fino bigote negro. Y Gordon supo
que el juego había terminado. Pues aquél
era Ivan Konaszevski, un cosaco, que conocía a El Borak demasiado bien para ser
engañado como lo había sido el jeque.
—Éste es el hombre —dijo Othman—. Desea unirse a nosotros.
Aquél a quien llamaban Bagheela la
Pantera esbozó una sonrisa.
—Ha estado fingiendo. El Borak nunca
se convertiría en renegado. Está aquí en
calidad de espía de los ingleses.
Los ojos clavados sobre el americano
se tornaron de pronto asesinos. La palabra de Bagheela bastaba para convencer a
sus seguidores. Gordon rió en voz alta, y
ninguno de los que le oyeron comprendió
por qué. Ivan Konaszevski tampoco. Conocía a Gordon lo bastante bien para discernir la verdad de la mentira y sabía qué
estaba haciendo realmente en Shalizahr.
Pero no lo conocía lo bastante bien para
entender aquella risa, ni la oscura llama
que brotó en sus negros ojos.
La carcajada de Gordon no era ninguna burla de sí mismo, ni debida a la
clase de cinismo que se mofa de la propia
derrota. Bajo el inescrutable exterior de
Gordon acechaba la indómita alma de una
fiera. Hacía mucho que había aprendido lo
estúpido que era luchar salvo como último recurso. Pero en aquel momento el
juego había acabado. Todas las máscaras
habían caído. Había hecho todo lo que
podía con astucia y sutileza. Su espalda estaba contra la pared, y luchar era todo lo
que le quedaba. Podía sumirse en la deslumbrante locura de la batalla sin dudas ni
remordimientos sin considerar las consecuencias. La risotada que tanto sorprendió a sus enemigos se alzó con feroz exultación desde los abismos de su
tormentosa alma. Pero por el momento
se contuvo; la ardiente llama en sus ojos
era todo lo que había para advertir a sus
enemigos, y ellos no reconocieron aquella
advertencia.
El jeque hizo un gesto de repudio.
—En estos asuntos siempre acato tu
juicio, Bagheela. Conoces a este hombre.
Yo no. Haz lo que desees. No temas. Está
desarmado.
Al saber de la indefensión de su presa,
una lobuna fiereza aguzó los rostros de
los guerreros, y Khuruk Khan medio sacó
un cuchillo del Khyber de un metro de su
Weird Tales de Lhork
85
Robert E. Howard
«Antes de que el cosaco pudiera sacar su pistola Gordon
saltó y golpeó como ataca una
pantera. El impacto de su puño
cerrado fue como el de un martillo pilón y Konaszevski se derrumbó, con la mandíbula chorreando sangre
recamada vaina. Había mucho afilado
acero bien visible, pero sólo el cosaco
tenía una pistola a la vista.
—Eso lo hará más fácil —rió Konaszevski, luego pasó a hablar en ruso, que el
persa no pareció entender—. Gordon,
estás loco al venir aquí. Deberías haber
sabido que te encontrarías con alguien
que te conociese tal como eres en realidad... no como estos idiotas creen que
eres.
—Tú eras el comodín de la baraja —admitió Gordon—. No sabía que los nativos
te llamaban Bagheela. Eso fue lo que me engañó. Pero sabía que alguna potencia europea debía estar detrás de esta mascarada.
Tus amos sueñan con un imperio asiático,
¿no? Así que te enviaron a unir fuerzas con
un fanático; a ayudarle a levantar una ciudad, y utilizarlo. Proporcionaron el dinero,
y armas e ingenio europeos. ¿Qué esperan
conseguir? ¿Sustituir a cada soberano asiático hoy día amistoso con Inglaterra por
una marioneta que obedezca sus órdenes?
¿Intimidar a sultanes y pachás hostiles por
miedo a ser asesinados, para conseguir tratados favorables y concesiones?
—En parte —reconoció con calma
Konaszevski—. Se trata sólo de un hilo en
una vasta telaraña de ambición imperial.
No me molestaré en hacerte ver que podrías tomar parte en el imperio venidero
si fueses inteligente. Conozco tu testarudez a la hora de negarte a hacer nada contra los intereses de la autoridad británica
en la India, aunque no puedo entender
por qué. Eres americano. Y ni siquiera
eres de ascendencia inglesa. Antes incluso
de que tus ancestros cruzaran el Atlántico
habían combatido contra los ingleses durante siglos.
Gordon sonrió adustamente.
—No siento ningún afecto por Inglaterra como nación. Pero la India se encuentra mejor bajo su gobierno de lo que
estaría bajo hombres que se sirven de peones como tú mismo. A propósito, ¿quiénes son tus amos en este momento? ¿Los
agentes del zar, o algún otro?
—¡Eso te importará poco en breve!
—Konaszevski enseñó sus blancos dientes
bajo el fino bigote negro con una carca86
Weird Tales de Lhork
jada. Othman y sus hombres se movían
inquietos, molestos al ser incapaces de seguir la conversación. El cosaco volvió a
hablar en árabe—. Tu final será interesante de contemplar. Dicen que eres tan
estoico como los pieles rojas de tu país.
Tengo curiosidad por poner a prueba esa
reputación. Atadle, soldados...
Su gesto mientras llevaba la mano a la
automática de su cadera fue pausado.
Sabía que Gordon era peligroso, pero
nunca había visto al occidental de cabello
negro en acción; no era consciente de la
salvaje rapidez que se escondía en los
fuertes músculos de El Borak. Antes de
que el cosaco pudiera sacar su pistola
Gordon saltó y golpeó como ataca una
pantera. El impacto de su puño cerrado
fue como el de un martillo pilón y Konaszevski se derrumbó, con la mandíbula
chorreando sangre, y la pistola saliéndose
de su cartuchera.
Antes de que Gordon pudiera hacerse
con el arma, Khuruk Khan estaba sobre
él. Sólo el pathano era consciente de la
mortal velocidad y la fiereza en el ataque
de Gordon, y ni siquiera él había sido lo
bastante rápido para proteger al cosaco.
Pero impidió que Gordon aferrara la pistola, pues El Borak tuvo que girarse y luchar a brazo partido con él cuando el cuchillo del Khyber de un metro se alzó
sobre él. Gordon atrapó la mano del cuchillo por la muñeca mientras caía, parándola en mitad del golpe, marcándose los
tendones de hierro en su propia muñeca
con el esfuerzo. Su mano derecha arrancó
una daga del cinto del pathano y la hundió
hasta la empuñadura bajo sus costillas casi
en el mismo movimiento. Khuruk Khan
gimió y se vino abajo agonizando, y Gordon le arrancó el cuchillo de un tirón
mientras se derrumbaba.
Todo esto había sucedido en una
abrumadora explosión de velocidad, durando apenas un instante. Konaszevski
había caído y Khuruk Khan agonizaba
antes de que los otros pudieran entrar en
acción, y cuando lo hicieron se vieron enfrentados al cuchillo de un metro de largo
en manos del más terrible luchador con
arma blanca al norte del Khyber.
A la vez que se giraba raudo para hacer
frente al ataque, la larga hoja zumbó y un
kurdo cayó, escapándosele la vida a través
de una yugular cortada. Un árabe chilló,
destripado. Un druso se acercó demasiado
con una feroz cuchillada, y retrocedió tambaleándose, aferrando el muñón de su muñeca cubierto de chorreante carmesí.
Gordon no pegó su espalda a la pared;
de un salto se metió en medio de sus enemigos, blandiendo su goteante cuchillo de
forma asesina. Éstos se arremolinaron por
todas partes en torno a él; era el centro
de un torbellino de hojas que destellaban,
arremetían y acuchillaban, y sin embargo
de algún modo erraban su blanco una y
otra vez mientras él cambiaba su posición
constantemente y tan rápido que engañaba al ojo que pretendía seguirlo. Su número los estorbaba; hendían el aire o se
herían unos a otros, confundidos por su
velocidad y desmoralizados por la lobuna
ferocidad de su embestida.
A una distancia tan mortalmente corta
el largo cuchillo era más efectivo que las
cimitarras y tulware. En manos de un hombre que sabe cómo esgrimirlo no hay
arma más sanguinaria en el universo. Y
Gordon hacía mucho que dominaba cada
uno de sus usos, ya fuese el terrible golpe
descendente que parte un cráneo, o el
salvaje tajo hacia arriba que saca las entrañas de un hombre.
Era trabajo para un carnicero, pero El
Borak no hizo ningún movimiento en
falso; no vacilaba ni se hallaba confuso en
absoluto. No había ninguna indecisión o
duda en su ataque. Se abrió paso a través
de aquel tumulto de esforzados cuerpos y
batientes hojas como un tifón, dejando
una roja estela detrás de él.
El sentido del tiempo se pierde en la
ofuscación de la batalla. En realidad la refriega duró sólo unos instantes, luego los
supervivientes retrocedieron, aturdidos y
espantados por los estragos causados
entre ellos. El Borak se giró, localizó al
jeque que se había retirado hasta la pared
más alejada, flanqueado por el impasible
sudanés. Entonces, en el mismo momento
en que los músculos de las piernas de
Gordon se tensaban para dar un salto, un
disparo le hizo volverse a medias.
Un grupo de guardianes árabes apareció por la puerta que daba al corredor,
apuntándole con sus rifles, mientras los
que estaban en la estancia se apresuraban
a salir de la línea de fuego. Gordon vaciló
apenas un segundo, mientras los fusiles se
alzaban hacia él. En aquel instante sopesó
sus posibilidades de llegar hasta el jeque y
matarlo antes de morir él mismo. Sabía
que sería alcanzado en mitad del intento
por al menos media docena de balas, pero
no dudaba en enfrentar su feroz vitalidad
contra la misma Muerte.
Y entonces (todo parecía estar sucediendo al unísono) antes de que Gordon
pudiese saltar o los árabes disparar, una
puerta a la derecha se hizo añicos hacia
dentro y una ráfaga de plomo barrió las
filas de los fusileros. ¡Lal Singh! Con el primer restallar del máuser azul en poder
La muerte de la triple hoja
del sij Gordon cambió sus planes de la
muerte a la vida. Cargó contra los árabes
en el umbral en vez de ir a por el jeque.
Desconcertados por la inesperada andanada que acabó con tres hombres e hizo
que otros se tambalearan y gritaran, los
árabes se sumieron en una desmoralizada
confusión. Algunos dispararon a lo loco al
sij, otros a Gordon mientras éste arremetía contra ellos, y todos fallaron, como es
inevitable cuando la atención de los tiradores se ve dividida. Y mientras hacían fuego
en vano, Gordon cayó entre ellos con un
repentino y gigantesco salto. Su empapada
hoja salpicó sangre y dejó una estela de figuras retorciéndose y chorreando detrás
de él... tras acabar con la turba que lo rodeaba se precipitó galería abajo, llamando
a gritos a Lal Singh mientras se dirigía a la
puerta de la estancia contigua desde la cual
había disparado el sij.
Lal Singh, en el instante en que vio a
Gordon lanzarse a través de la partida de
guardias, cerró de golpe la puerta de
bronce entre ambos cuartos, riendo burlón al oír las balas aplastándose contra el
metal, luego se volvió y se apresuró a ir
hacia la puerta que daba al corredor. Pero
en el mismo momento en que llegaba al
umbral, respondiendo al grito de Gordon,
una mano salió de detrás del tapiz, empuñando una maza. El sij no la vio, y su convulso movimiento, al avisarle gritando
Gordon, no llegó a tiempo. La porra se
estrelló sobre su desprotegida cabeza y lo
hizo tambalearse hacia atrás cayendo a
través de una abertura que apareció de
pronto en el suelo y luego se cerró sobre
el cuerpo que caía.
Con un gruñido Gordon saltó hacia el
tapiz pero su tajo sólo desgarró terciopelo y arañó la piedra. Quienquiera que
hubiese estado al acecho allí ya se había
retirado a algún escondrijo secreto.
El sij se había precipitado (vivo o
muerto) a través de una trampa oculta, y
Gordon no podía ayudarle en aquel momento. La trampa estaba cerrada, y los
hombres entraban en tropel en el corredor, disparando sin apuntar. Los ecos de
sus disparos resonaban de forma ensordecedora arriba y abajo a lo largo de las
paredes del pasadizo.
Las culatas de los rifles golpeaban la
puerta de bronce que el sij había vuelto de
un portazo. Gordon cerró de golpe la que
daba al corredor, corrió alrededor del
cuarto, pegándose a la pared a fin de evitar
la trampa en mitad del suelo, y abrió de
par en par una puerta enfrente de la de
bronce. Entró en una angosta galería que
se alejaba en ángulo recto del pasillo principal. En el otro extremo había una ventana con enrejado de oro. Un kurdo salió
de pronto de una alcoba, alzando un rifle.
Gordon se precipitó sobre él como una
tormenta de las montañas. Amedrentado
al ver al salvaje hombre blanco manchado
de sangre, el kurdo disparó sin apuntar,
erró el tiro, y atascó el seguro de su rifle.
Chilló, trató desesperado de arrancar el
cerrojo, luego levantó las manos y gritó
cuando Gordon, enloquecido por el des-
tino del sij, golpeó con furia asesina. La cabeza del kurdo saltó separándose de sus
hombros con un chorro carmesí y cayó al
suelo con un ruido sordo.
Gordon se abalanzó sobre la ventana,
hizo un único intento de cortar los barrotes con su cuchillo, luego los aferró con
ambas manos y apuntaló las piernas. Una
explosiva oleada de férrea fuerza, un salvaje tirón, y los barrotes se soltaron quedando en sus manos con un ruido de fragmentos. Se lanzó a través de un balcón de
celosía que daba a un jardín. Detrás de él
los hombres corrían rabiosos por el angosto pasadizo. Los rifles restallaban malévolos y el plomo se estrellaba alrededor
de él. Se tiró de cabeza contra la celosía,
el cuchillo extendido delante de él, atravesó el endeble tejido sin comprobar su
trayectoria y cayó de pie como un gato
sobre el jardín de abajo.
Éste se hallaba vacío salvo por media
docena de mujeres escasamente vestidas
que escaparon chillando. Corrió hacia la
pared opuesta, parapetándose entre los
bajos árboles para evitar las balas que llovían sobre él. El plomo ardiente destrozaba las ramas, tableteando entre las
hojas. Un vistazo atrás le mostró la rota
celosía abarrotada de furiosos rostros y
brazos blandiendo armas. Otro disparo le
advirtió del peligro que había delante.
Un hombre corría a lo largo del remate de la pared, esgrimiendo un tulwar.
El tipo, un kurdo de constitución
obesa, había calculado con precisión el
punto en que el fugitivo alcanzaría la
pared, pero él mismo llegó a dicho punto
unos segundos demasiado tarde. La pared
no era más alta que la cabeza de un hombre. Gordon se agarró a la albardilla con
una mano y subió de un solo movimiento
casi sin controlar su velocidad, y un instante más tarde, de pie sobre el pretil, esquivó el golpe del tulwar y hundió su cuchillo en la enorme barriga del kurdo.
Éste mugió como un buey herido,
lanzó los brazos en torno a su asesino en
un abrazo mortal y cayeron juntos del
pretil. Gordon sólo tuvo tiempo de entrever el barranco de escarpadas paredes
que se abría bajo ellos. Golpearon sobre
su estrecho borde, y cayeron rodando
desde más de cuatro metros para estrellarse con un nauseabundo ruido sobre el
suelo de roca de la garganta. Mientras se
precipitaban hacia él Gordon giró en el
aire de forma que el kurdo quedó bajo él
cuando chocaron, y el gordo y fofo
cuerpo amortiguó su caída. Aun así la sacudida le dejó sin aliento, jadeando y
medio conmocionado. Encima de él un
rifle asomó sobre la pared.
CAPÍTULO 6. EL MORADOR DE
LOS BARRANCOS
Gordon se tambaleó poniéndose de pie,
las manos desnudas, mirando con furia e
hipnótica fascinación al negro anillo de la
boca del rifle apuntándole de lleno. Detrás de éste un barbado rostro se congeló
en un rictus asesino de amarillos colmillos.
Luego una mano apartó el cañón
mientras la pared se llenaba de cabezas
con turbante. El hombre que había alzado
el cañón del rifle de un golpe rió y señaló
al barranco, y el del fusil vaciló, y después
sonrió malévolo. Gordon alzó la vista ceñudo hacia la hilera de barbudas faces que
le miraban con desprecio, todas sonriendo sarcásticas como ante una broma
macabra. Algunos reían burlonamente, y
otros contestaban a gritos preguntas lanzadas por algún otro que no era visible.
Gordon permaneció inmóvil, incapaz
de comprender la actitud de sus enemigos. Al levantarse para hacer frente a
aquel rifle no había esperado otra cosa
que una instantánea descarga de plomo,
pero los guerreros no habían disparado, y
al parecer no tenían ninguna intención de
hacerlo.
Otro semblante apareció sobre él... un
rostro manchado de sangre, adornado
con un negro bigote. Konaszevski estaba
bastante pálido bajo su oscura piel, y su
expresión no era menos maligna.
—De la sartén al fuego, como los malditos americanos decís —rió perversamente—. Bien, tenía otros planes para ti
—se frotó suavemente con un trozo de
seda el corte de su barbilla— pero esto
me parece bastante apropiado. Te dejo
con tus pensamientos. Ya no eres lo bastante importante para ocupar mi tiempo,
y desde luego no tengo ninguna intención
de permitir acortar tu agonía con un piadoso disparo de rifle. ¡Adiós, cadáver!
Y con un áspero aviso a sus seguidores, desapareció. Los turbantes se esfumaron del pretil como manzanas que caen
rodando, y Gordon se quedó solo salvo
por el hombre muerto tumbado junto a
sus pies.
Gordon frunció el ceño mientras miraba con recelo alrededor. Sabía que el
extremo sur de la meseta estaba cortado
en una maraña de barrancos, y sin duda se
hallaba en uno que salía de aquella maraña
llegando hasta el sur del palacio. Era un
barranco recto, como un corte de cuchillo gigante, de nueve metros de ancho,
que corría fuera de un laberinto de torrenteras derecho hacia la ciudad, terminando de forma abrupta en un escarpado
risco de piedra maciza bajo la pared del
jardín desde la que había caído. Dicho
risco tenía cinco metros de altura y era
demasiado liso para ser únicamente obra
de la naturaleza.
A tres metros del muro terminal, la
garganta se cortaba a pico, descendiendo
el suelo de roca un metro y medio. Se hallaba sobre una especie de repisa natural al
final de la garganta. Las paredes laterales
eran escarpadas, con evidencias de haber
sido alisadas por herramientas. A lo largo
del borde de la pared terminal, y extendiéndose por espacio de cinco metros a
cada lado, había una franja de hierros con
cortas y afiladas hojas apuntando hacia
Weird Tales de Lhork
87
Robert E. Howard
abajo. No se había cortado al caer por encima de ellas, pero cualquiera que intentara ascender por la pared, aunque llegase
al borde gracias a algún milagro, sería
hecho sangrientos pedazos tratando de
trepar sobre ellas. Las franjas de las paredes laterales llegaban más allá del borde de
la repisa de abajo, y más allá de ese punto
las paredes tenían más de seis metros de
alto. Gordon se hallaba en una prisión, en
parte natural, en parte obra humana.
Mirando hacia abajo a la garganta vio
que ésta se ensanchaba y se dividía en una
maraña de barrancos más pequeños, separados por crestas de piedra maciza, por
encima de los cuales pudo ver a lo lejos la
adusta mole de la montaña surgiendo
amenazadora. El otro extremo del barranco no estaba bloqueado de ninguna
forma, pero sabía que sus captores no se
preocuparían tanto de proteger un extremo de su prisión mientras dejaban alguna vía de escape en el otro. Mas no estaba en su naturaleza conformarse con
fuera cual fuera el destino que habían planeado para él. Sin duda creían que le tenían con toda seguridad atrapado; pero
otros hombres lo habían creído antes.
Extrajo el cuchillo del cuerpo del
kurdo, limpió la sangre y fue barranco
abajo.
A cien metros del final de la ciudad,
llegó hasta las bocas de gargantas menores, eligió una al azar, y de inmediato se
vio dentro de un laberinto de pesadilla.
Los canales abiertos en la piedra casi maciza serpenteaban enrevesándose a través
de un desmoronado erial de roca. La mayoría iban más o menos de norte a sur,
pero se mezclaban unos con otros, se separaban, y volvían a cruzarse en un entrelazado caos. La mayor parte parecía nacer
sin motivo e ir a ninguna parte. Una y otra
vez llegaba al final de callejones sin salida
que, en caso de superar, era sólo para
descender al interior de otro ramal igualmente intrincado de la demencial maraña.
Deslizándose por una desolada cresta
su talón aplastó algo que se quebró con
un seco crujido. Había pisado las desecadas costillas de un esqueleto decapitado.
A unos metros yacía el cráneo, machacado y hecho añicos. Comenzó a tropezar
con espeluznantes restos similares con
abrumadora frecuencia. Cada esqueleto
presentaba huesos rotos y un cráneo
aplastado. La acción de los elementos no
podía haber producido un efecto tan destructivo. Continuó con más cautela, sin
quitar ojo de cada espolón de roca y cada
nicho en sombras. Pero no vio ninguna
huella en los pocos lugares arenosos
donde éstas indicarían la presencia de
cualquier gran carnívoro. En uno de tales
lugares sí encontró una en parte borrada,
pero no era el rastro de un leopardo, oso
o tigre. Parecía más bien la marca de un
desnudo y deforme pie humano. Y los
huesos no habían sido roídos como lo habrían sido en el caso de un devorador de
hombres. No presentaban marcas de
dientes; parecían simplemente haber sido
aplastados y quebrados, como podría ha88
Weird Tales de Lhork
berlo hecho un hombre increíblemente
fuerte. Sin embargo se encontró con un
rugoso saliente de roca al cual había pegados mechones de basto pelo gris que podría haberse desprendido al rozar contra
la roca, y aquí y allá un desagradable y fétido olor que no podía identificar se cernía en los cavernosos huecos bajo las
crestas donde era posible que una bestia
(¡u hombre, o demonio!) se hiciese un
ovillo para dormir.
Confuso y frustrado en sus esfuerzos
por tomar un camino recto a través del
laberinto de piedra, trepó a una erosionada cresta que parecía ser más alta que
la mayoría, y agazapándose sobre su ángulo agudo, miró por encima del yermo
de pesadilla. Su visión se veía limitada
salvo al norte, pero lo que pudo avistar de
los escarpados riscos alzándose sobre espolones y crestas al este, oeste y sur, le
hizo creer que formaban parte de una
pared interrumpida que encerraba la maraña de barrancas. Al norte aquella pared
quedaba dividida por el desfiladero que
llevaba hasta el jardín exterior de palacio.
Al poco la naturaleza del laberinto se
hizo evidente. En un momento u otro una
sección de aquella parte de la meseta que
se extendía entre el emplazamiento de la
actual ciudad y la montaña se había hundido, dejando una gran depresión con
forma de cuenco, y la superficie de la
misma había sido cortada en barrancas
debido a la acción de los elementos en un
vasto período de tiempo. Era inútil seguir
deambulando confinado en mitad de las
quebradas. Su problema era abrirse camino hasta los riscos que encerraban el
estriado cuenco, y rodearlos, para descubrir si había alguna forma de coronarlos.
Al mirar hacia el sur creyó distinguir el
curso de un barranco más continuo que
los otros, y que discurría en una ruta más
o menos directa hasta la base de la montaña cuya pared cortada a pico se cernía
sobre la depresión. Vio asimismo que
para llegar a aquel barranco ganaría
tiempo volviendo a la quebrada bajo la
muralla de la ciudad y siguiendo otro de
los cañones que desembocaba en él, en
lugar de trepar por una veintena o así de
afiladas crestas que se extendían entre él
y el barranco al que quería llegar.
Con tal propósito en mente descendió de la cresta y volvió sobre sus pasos.
El sol colgaba bajo al entrar de nuevo en
la boca de la quebrada del otro lado de la
muralla, y se quedó mirando hacia el barranco que creía le conduciría hasta su
objetivo. Echó un distraído vistazo hacia el
acantilado en el otro extremo de la quebrada más ancha... y se detuvo en seco
sobre sus pasos. El cuerpo todavía estaba
sobre la repisa... pero no en la misma posición en la que lo había dejado... parecía
menos voluminoso, y las ropas distintas.
Un instante después corría por la quebrada, subiendo a la repisa de un salto, e
inclinándose sobre la inmóvil figura. El
kurdo al que había matado había desaparecido; ¡el hombre que yacía allí era Lal
Singh!
Tenía un gran chichón, con sangre coagulada, en la parte posterior de su cabeza, pero el sij no estaba muerto. En el
mismo momento en que Gordon le levantó la cabeza, éste pestañeó aturdido,
alzó una mano hasta su herida, y se le
quedó mirando sin comprender.
—¡Sahib! ¿Qué ha pasado? ¿Estamos
muertos y en el infierno?
—En el infierno, quizá, pero no muertos. ¿Tienes alguna idea de cómo llegaste
aquí?
El sij se incorporó mareado, sujetándose la cabeza con las manos. Clavó la mirada alrededor con asombro.
—¿Dónde estamos?
—En un barranco detrás del palacio.
¿Recuerdas haber sido lanzado aquí?
—No, sahib. Recuerdo la lucha en el
palacio; después de eso nada. Mientras esperaba en la oscuridad en la escalera
oculta, la muchacha Azizun vino deprisa y
dijo que un hombre que te conocía te
había hecho frente. Me condujo hasta la
estancia contigua a aquella en la que estabas luchando, y usé tu pistola con cierta
puntería, según recuerdo. Estaba corriendo hasta la puerta de salida para
unirme a ti... luego pasó algo. No sé. No
recuerdo nada.
—Un feday ocultándose detrás de los
tapices te golpeó en la cabeza —dijo Gordon con un gruñido—. Sin duda te vio entrar en la estancia y se deslizó sin ser visto
detrás de ti escondiéndose en una alcoba
secreta. El palacio parece estar lleno de
ellas. Te aporreó y tiró de una cuerda que
abrió una trampa en el suelo para que cayeras a través. Yo pasé por encima de la
pared de un jardín y fui a caer dentro de
este infernal barranco, con un kurdo
muerto. Es evidente que mientras estaba
explorando barranco abajo se llevaron el
cuerpo y te arrojaron aquí abajo.
“¡Pero aguarda un momento! No
fuiste arrojado. Tendrías huesos rotos,
probablemente el cuello. Puede que hayan
bajado con escalas, y alzado al kurdo,
pero desde luego no se tomarían la molestia de bajarte con cuidado aquí. Sólo
hay una alternativa. Te empujaron a través
de alguna clase de puerta en alguna parte
de este acantilado.
Unos minutos de concienzuda búsqueda revelaron el emplazamiento de la
puerta cuya existencia sospechaba. Las
imperceptibles hendiduras que anunciaban
su presencia habrían pasado desapercibidas en un primer vistazo. La puerta de
aquel lado era del mismo material que el
risco, y ajustaba a la perfección. No cedió
ni un milímetro cuando ambos hombres la
empujaron con fuerza.
Gordon ordenó sus fragmentarios conocimientos con respecto a la arquitectura del palacio, y sus ojos se entornaron
ante la conclusión a la que llegó, aunque
no dijo nada al sij. Creía que estaban mirando el otro lado de aquella puerta curiosamente decorada bajo palacio sobre la
cual le había prevenido Azizun. ¡La puerta
al infierno! Entonces Lal Singh y él estaban
en el “infierno”, y aquellos huesos astilla-
La muerte de la triple hoja
dos que había visto daban un siniestro pábulo a la leyenda de un djinn que devoraba
humanos... aunque no creía que aquellos
a quienes pertenecían esos huesos hubiesen sido literalmente devorados. Pero
algo hostil a los seres humanos rondaba
aquel laberinto de quebradas. Abandonó
toda idea de entrar forzando la puerta,
pues recordaba su material macizo, reforzado con metal y fuertes cerrojos. Se necesitaría una compañía de hombres con
un ariete para derribar aquella puerta.
Se volvió y miró barranco abajo hacia
el misterioso laberinto, preguntándose
qué acechante horror escondían sus recovecos. El sol todavía no se había puesto,
pero no se veía desde las barrancas; el
cañón estaba sumido en sombras, aunque
la visibilidad aún no había disminuido de
forma apreciable.
—Las paredes son altas aquí —masculló el sij, apretándose con las manos su
palpitante cabeza—. Pero lo son más todavía a lo largo del cañón. Si te pusieras
sobre mis hombros y saltases...
—Me amputaría las manos con esas
cuchillas.
—¡Ah! —La mente del sij estaba empezando a despejarse—. No me había
dado cuenta. ¿Qué haremos, entonces?
—Atravesar ese laberinto de barrancos y ver que hay del otro lado. No sabes
nada de qué ha sido de Azizun, por supuesto.
—Estaba corriendo delante de mí
hasta que llegamos a la cámara desde
donde disparé tu pistola. Supuse que me
siguió cuando la adelanté a toda prisa metiéndome en ella. Pero no la vi después de
haber entrado.
—El feday que te aporreó debe haberla cogido y metido a la fuerza en algún
compartimiento secreto —dijo Gordon
con un gruñido, dilatándosele ligeramente
las venas del cuello—. Malditos sean, la
torturarán y la matarán... tenemos que
salir de aquí. Vamos.
Un místico y azul crepúsculo se cernió
sobre los barrancos mientras Lal Singh y
Gordon se adentraban en el laberinto.
Abriéndose paso por anfractuosos canales
fueron a parar a una quebrada algo más
ancha que Gordon creyó era la que había
visto desde la cresta, y que llegaba hasta la
pared sur de la cuenca. Mas no habían
avanzado cincuenta metros cuando ésta
se partió contra un afilado espolón de
roca en dos gargantas más estrechas.
Aquella bifurcación no había sido visible
desde la cresta, y Gordon no sabía qué
rama seguir. Resolvió que las dos ramas
se limitaban a dejar atrás el estrecho espolón, una por cada lado, y volvían a juntarse más adelante. Cuando le dijo lo que
pensaba al sij, Lal Singh dijo:
—Pero puede que una sea un callejón
sin salida, en cambio. Toma tú la rama derecha, y yo iré por la izquierda, y las exploraremos por separado.
Y antes de que Gordon pudiera detenerlo, se había ido, medio corriendo por
la barranca a mano izquierda, y desapareciendo de la vista casi al instante. Gordon
«Cada esqueleto presentaba
huesos rotos y un cráneo aplastado. La acción de los elementos no podía haber producido
un efecto tan destructivo. Continuó con más cautela, sin quitar
ojo de cada espolón de roca y
cada nicho en sombras
se dispuso a llamarlo de vuelta, luego se
atiesó conteniendo el grito. Delante de él,
a la derecha, la boca de una quebrada todavía más angosta desembocaba en la garganta a mano derecha, una gruta de azules
sombras. Y en aquella gruta algo se movía.
Gordon se envaró, contemplando sin dar
crédito a sus ojos al monstruoso ser parecido a un hombre que se erguía en el
crepúsculo ante él.
Era como el espíritu personificado de
aquel país de pesadilla, una macabra encarnación de una terrible leyenda en
carne, hueso y sangre.
La criatura era un simio gigante, tan
alto sobre sus torcidas piernas como un
gorila. Pero el hirsuto pelo que la cubría
era de un extraño gris ceniciento, más
largo y espeso que el de un gorila. Sus
pies y manos eran más humanos, los grandes dedos del pie y pulgares más parecidos a los del hombre que a los del antropoide. No se trataba de una criatura
arborícola, sino de una bestia criada en las
grandes llanuras y estériles montañas. El
rostro era goriloide en cuanto a su aspecto general, pero el puente de la nariz
era más pronunciado, la mandíbula menos
bestial, aunque no tenía barbilla. Pero sus
rasgos humanos sólo servían para incrementar lo espantoso de su apariencia, y la
inteligencia que brillaba en sus pequeños
ojos rojos era por completo maligna.
Gordon supo lo que era: el monstruo
cuya existencia incluso él se había negado
a creer, la bestia mencionada en mitos y
leyendas del norte: el Simio de las Nieves,
el Hombre del Desierto de la Mongolia
prohibida. Había oído rumores de su existencia muchas veces, en descabelladas historias surgidas de un perdido y desolado
país mesetario del Gobi nunca explorado
por los blancos. Los indígenas habían jurado que eran ciertas las historias sobre
una bestia parecida al hombre que había
morado allí desde tiempo inmemorial,
adaptada a la escasez y el penetrante frío
de las altiplanicies del norte. Pero Gordon
nunca había encontrado a nadie que pudiera probar que había visto a una de esas
bestias.
Mas ahí tenía una prueba incuestiona-
ble. Cómo habían conseguido traer al
monstruo desde Mongolia los nómadas
que servían a Othman, Gordon no podía
adivinarlo, pero ahí estaba el djinn que
rondaba los barrancos tras la misteriosa
Shalizahr.
Todo aquello pasó como un relámpago por la mente de Gordon en el momento en que los dos se quedaron mirándose el uno al otro, hombre y bestia, en
amenazadora tensión. Entonces las paredes de roca del barranco resonaron con
el profundo y lúgubre rugido del simio
mientras éste cargaba, balanceando sus
largos brazos colgantes, mostrando los
amarillos colmillos dispuestos a desgarrar.
Gordon no llamó gritando a su compañero. Lal Singh estaba desarmado. Tampoco trató de huir. Aguardó, cargando el
peso sobre las puntas de los pies, su habilidad y su largo cuchillo oponiéndose a la
brutal fuerza del poderoso simio.
Las víctimas del monstruo le habían
sido entregadas quebrantadas a causa de
la tortura que sólo un oriental sabe cómo
infligir. La chispa semihumana en su cerebro que lo distinguía de las verdaderas
bestias había encontrado un horrible regocijo en la agonía de muerte de sus presas. Aquel hombre era sólo otra débil
criatura que desgarrar, retorcer y desmembrar, aunque se mantenía erguido y
llevaba una cosa brillante en la mano.
Gordon, mientras hacía frente a la
arremetida mortal, supo que su única posibilidad era seguir lejos de la presa de
aquellos enormes brazos que podían
aplastarlo en un instante. El monstruo era
torpe pero rápido, al abalanzarse dando
tumbos, y arrojarse por el aire los últimos
metros en un gigantesco y grotesco salto.
Hasta que no lo tuvo encima, los grandes
brazos cerrándose sobre él, Gordon no
se movió, y su movimiento habría avergonzado a un gato montés atacando.
Las uñas como zarpas sólo desgarraron su camisa mientras se quitaba de en
medio de un brinco, lanzando una cuchillada al hacerlo, y un horrendo alarido
desencadenó ecos que hicieron temblar
las crestas; el brazo del simio cayó a tierra, cercenado hasta el codo. Chorreando
Weird Tales de Lhork
89
Robert E. Howard
«Gordon supo lo que era: el
monstruo cuya existencia incluso él se había negado a
creer, la bestia mencionada en
mitos y leyendas del norte: el
Simio de las Nieves, el Hombre
del Desierto de la Mongolia
prohibida
sangre del amputado muñón la bestia se
revolvió y volvió a abalanzarse, y aquella
vez su desesperada embestida fue demasiado relampagueante para que músculo
humano alguno pudiera evitarla por completo.
Gordon eludió el zarpazo que buscaba
sus entrañas de la gran y deforme mano
de negras y gruesas uñas, pero el masivo
hombro le golpeó haciéndole tambalearse. Se vio arrastrado hasta la pared con
la arremetida del bruto, pero en el mismo
momento en que era barrido hacia atrás
clavó su cuchillo hasta la empuñadura en
el enorme vientre y desgarró hacia arriba
con la desesperación del que creía era su
postrero golpe.
Chocaron juntos contra la pared, y el
gran brazo del simio se enganchó espantosamente alrededor de la tensa figura de
Gordon; el rugido de la bestia lo ensordeció mientras las espumeantes mandíbulas
se abrían sobre su cabeza... luego chascaron de forma espasmódica mordiendo
aire cuando un colosal estremecimiento
sacudió el poderoso cuerpo. Una horrible
convulsión arrojó lejos al americano, y
éste se levantó de un salto para ver al
simio golpeando en su agonía de muerte
al pie de la pared. Su desesperado desgarrar lo había destripado y la hoja había
destrozado músculo y hueso hasta encontrar el feroz corazón del antropoide.
Los fibrosos músculos de Gordon
temblaban como por un esfuerzo largo
tiempo sostenido. Su cuerpo duro como
el hierro había resistido la terrible fuerza
del simio el tiempo suficiente para permitirle salir vivo de aquel horrible abrazo
que habría hecho pedazos a un hombre
más débil; pero el enorme esfuerzo lo
había debilitado incluso a él. Camisa y camiseta habían sido desgarradas y aquellos
dedos de duras zarpas habían dejado sangrientos y profundos surcos en su espalda. Estaba cubierto de sangre, la suya y
la del simio.
—¡El Borak! ¡El Borak! —Era la voz de
Lal Singh, alzada en su frenesí, y el sij salió
corriendo de la quebrada a mano izquierda, una roca en cada mano, y su barbado rostro lívido.
90
Weird Tales de Lhork
Sus ojos llamearon al ver la horrible
criatura al pie de la pared; luego aferró a
Gordon con una apremiante presa.
—¡Sahib! ¿Estás vivo? ¡Estás cubierto
de sangre! ¿Dónde están tus heridas?
—En el vientre del simio —dijo Gordon con un gruñido, soltándose de un
tirón. Las manifestaciones emocionales lo
incomodaban—. Es su sangre, no la mía.
Lal Singh soltó un gran suspiro de alivio, y se volvió para quedarse mirando con
ojos desorbitados al muerto monstruo.
—¡Qué cuchillada! ¡Lo has desgarrado
de par en par sacándole las tripas! No hay
ni diez hombres vivos en este momento
en el mundo que puedan dar semejante
tajo. ¡Es el djinn del que la muchacha nos
advirtió! ¡Y un simio! La bestia que los
mongoles llaman el Hombre del Desierto.
—Sí. Nunca creí las historias sobre
ellos antes. Las expediciones científicas
han tratado de dar con ellos, pero los nativos de aquella parte del Gobi siempre
expulsaban a los hombres blancos.
—Tal vez haya otros —observó Lal
Singh, clavando una aguda mirada alrededor en el inminente crepúsculo—. Pronto
será de noche. No será nada bueno encontrar a uno de esos demonios en estos
oscuros barrancos después del anochecer.
—No lo creo. Sus rugidos se habrían
oído por todas estas quebradas. Si hubiese habido otro, habría venido en su
ayuda, o proferido un rugido en respuesta, al menos.
—Oí el bramido —dijo Lal Singh con
vehemencia —El sonido me heló la sangre,
pues creí que era en verdad un djinn tal
como los supersticiosos musulmanes hablan de él. No esperaba encontrarte vivo.
Gordon escupió, de pronto sediento.
—Bien, movámonos. Hemos librado
los barrancos de su morador, pero todavía podemos morir de hambre y sed si no
salimos. Vamos.
El ocaso cubrió los barrancos y se cernió sobre las crestas, que se alejaban a
mano derecha de la barranca. Cuarenta
metros más adelante la rama izquierda
volvía a unirse a su hermana, como Gordon había imaginado. A medida que avanzaban, las paredes se hallaban más profu-
samente agujereadas con cubiles similares
a cuevas, en los que el maloliente olor del
simio era más fuerte. Gordon frunció el
ceño y Lal Singh soltó un juramento ante
la cantidad de esqueletos que sembraban
la quebrada, que a todas luces había sido
la guarida favorita del monstruo. La mayoría de ellos pertenecían a mujeres, y
cuando Gordon contempló aquellos lastimosos restos, una implacable y despiadada rabia ardió en su cerebro. Todo lo
que había de violento en su naturaleza,
normalmente mantenido bajo férreo control fue movido a un feroz despertar al
comprender el horror y la agonía que
aquellas indefensas mujeres habían sufrido, y en su propia alma selló el destino
de Shalizahr y los demonios humanos que
la gobernaban. No estaba en su naturaleza
proferir juramentos o hacer promesas en
voz alta. No reveló sus pensamientos ni
siquiera a Lal Singh, pero su intención de
destruir aquel nido de buitres en beneficio
del mundo en general asumió el cariz de
algo sangrientamente personal, y decidió
de forma inamovible no dejar la meseta
hasta haber podido contemplar los cuerpos muertos de Ivan Konaszevski y el
jeque Al Jebal.
La silueta en sombras de la montaña se
cernía ya sobre ellos, en gradas de gigantes
riscos, alzándose escarpada por encima del
borde de la cuenca que encerraba el hundido laberinto. El barranco que estaban siguiendo se adentraba en una hendidura en
la pared de dicha cuenca, bajo la montaña.
Se convirtió en un cavernoso túnel, adentrándose bajo la montaña como un pozo
de negrura. Había desesperación en la voz
del sij cuando éste habló.
—Sahib, esto es una prisión de la que
no hay salida. No podemos escalar el
borde que encierra esta depresión de barrancos. Y esta cueva...
—¡Espera! —Los dedos de hierro de
Gordon se clavaron en el brazo del sij con
súbita excitación. Se hallaban en completa
oscuridad, cueva adentro a unos metros
de la boca. Había entrevisto algo a lo lejos
en aquel negro túnel... algo que brillaba
como una luciérnaga. Pero el resplandor
era constante, no intermitente. Se abría
paso a través de la negrura como una
chispa de luz fija.
—¡Vamos! —Soltando el brazo del sij,
Gordon se apresuró caverna abajo corriendo el riesgo de precipitarse dentro
de un hoyo o toparse en la penumbra con
algún torvo morador del inframundo.
Sabía que lo que había visto era una estrella, brillando a través de alguna grieta en la
pared de la montaña.
A medida que avanzaban una tenue luz
iluminó la oscuridad delante de ellos, y al
poco pudieron ver que la cueva terminaba
en una pared lisa; pero en aquella pared, a
unos tres metros del suelo, había un agujero y a través de él distinguieron la estrella y un pedazo del aterciopelado cielo
nocturno. Sin una palabra el sij inclinó la
espalda, cogiéndose las piernas por encima de las rodillas para apuntalarse, y
Gordon trepó sobre sus hombros y se
La muerte de la triple hoja
enderezó, asiendo con los dedos el borde
de la hendidura más o menos circular.
Tenía aproximadamente metro y medio
de largo, y era justo lo bastante grande
para que un hombre lograra pasar por
ella. Posiblemente el simio habría llegado
hasta ella, pero no habría podido hacer
pasar sus grandes hombros a través. Gordon no creía que los amos de Shalizahr
supiesen de aquella abertura.
Serpenteó hasta el otro extremo de la
hendidura con forma de túnel, y echó un
vistazo sobre el borde. Pudo ver abajo el
flanco occidental de la montaña. El agujero era una grieta en un acantilado que
bajaba por espacio de cien metros, interrumpido por rocas y salientes. No alcanzaba a ver la meseta; una hilera de quebradas cumbres se alzaba desolada entre
ésta y aquel punto panorámico. Volviendo
atrás a rastras bajó al interior de la cueva
junto al ansioso sij.
—¿Es una vía de escape, sahib?
—Para ti. Lal Singh, tienes que ir y
reunirte con Yar Ali Khan y los ghilzai.
Confío en que llegue a Khor y esté de
vuelta a las puertas de Shalizahr mañana
con la salida del sol. Según mis cálculos
hay al menos quinientos guerreros en
Shalizahr. Los trescientos de Baber Khan
no pueden tomar la ciudad en un ataque
frontal. Podrían sorprender al guardián en
la hendidura como hice yo, incluso abrirse
paso a la fuerza Escalera arriba. Pero cruzar la meseta a pie, contra quinientos rifles a las órdenes de Ivan, sería suicida.
“Tienes que encontrarlos antes de que
lleguen a la meseta. Creo que puedes hacerlo. Cuando salgas a través de este agujero y desciendas la pendiente de fuera,
habrás salido del círculo de despeñaderos
que rodea Shalizahr. La única forma de
atravesarlos es por la hendidura a través
de la cual llegamos a la meseta. Los ghilzai
vendrán por la misma. Tendrás que detenerlos en el cañón que los Asesinos llaman
la Garganta de los Reyes, si lo logras. Para
llegar allí tendrás que rodear el círculo de
despeñaderos, y seguir alrededor de sus
pendientes occidentales hasta que alcances
el cañón. Será un camino escarpado, y
puede que tengas problemas al bajar los
acantilados que encierran el cañón cuando
llegues allí. Pero tendrás toda la noche
para hacer el trayecto.
—¿Y tú, sahib?
—A eso voy. Si llegas a la Garganta de
los Reyes antes de que lo hagan los ghilzai,
ocúltate y espéralos. Si ya han pasado a través de la hendidura (puedes leer su rastro)
síguelos tan deprisa como puedas. En cualquier caso, asegúrate de que Baber Khan
sigue este plan de acción: que coja cincuenta hombres y trate de tomar la Escalera. Si pueden subir por las rampas y refugiarse en los peñascos de la parte superior
de la Escalera, tanto mejor. Si no, que asciendan por los riscos circundantes y empiecen a disparar a cualquier cosa a la vista
sobre la meseta. La idea es crear una distracción para llamar la atención de los hombres de la ciudad, y si es posible llevarlos a
todos hasta la Escalera. Si avanzan bajando
por el cañón, que Baber Khan y sus cincuenta hombres se retiren entre los riscos.
“Mientras tanto, tú y Yar Ali Khan
haced volver al resto de los ghilzai por el
camino que atravesarás al llegar a la Garganta de los Reyes. Traedlos hasta lo alto
de aquella pendiente y a través de esta
hendidura y hazlos bajar por aquel barranco donde la puerta en la roca conduce a las mazmorras bajo el palacio.
—¿Pero y tú?
—Mi parte consistirá en abrir esa
puerta para vosotros... desde el interior.
—¡Pero eso es una locura! No puedes
regresar a la ciudad; y si lo hicieses, te
desollarían vivo. Y no puedes abrir esa
puerta.
—Otro la abrirá por mí. Aquel simio
no se alimentaba de los desgraciados que
le arrojaban. No era carnívoro. Ningún
simio lo es. Tenía que ser alimentado con
verduras, nueces, raíces o algo así. Viste a
un hombre abrir la puerta y lanzar algo
fuera. Sin duda era un manojo de comida.
Le daban de comer a través de esa puerta,
y debe haber sido alimentado de forma
regular. No estaba flaco, en absoluto.
“Apuesto a que esa puerta se abrirá
esta noche. Cuando se abra, pasaré a través de ella. Tengo que hacerlo. Tienen a
Azizun en alguna parte de ese infernal palacio, y sólo Alá sabe qué van a hacerle.
Ahora vete deprisa. Cuando vuelvas a entrar en la cuenca con los ghilzai, escóndelos entre las quebradas y ve barranco
abajo hasta la puerta con tres o cuatro
hombres. Dale unos golpecitos con la culata de tu rifle. Esa puerta estará abierta
esté yo vivo o muerto... aunque tenga que
volver del Infierno y abrirla. Una vez dentro del palacio, haremos una carnicería de
Othman y sus perros.
El sij alzó la mano en señal de protesta
y abrió la boca... luego se encogió de
hombros de forma fatalista y asintió en silencio.
Gordon se agachó y el sij subió sobre
sus hombros y se puso de pie, sosteniéndose con las manos estiradas contra la
pared. Gordon le aferró los tobillos con
ambas manos y se levantó hasta quedar
erguido sin ayudarse de los brazos,
usando sólo los músculos de sus piernas
para alzarse con el enorme sij sobre sus
hombros... una proeza imposible para la
mayoría de hombres excepto acróbatas
entrenados.
En la hendidura Lal Singh se giró y
miró a su amigo desde arriba.
—¿Y si nadie viene con comida para la
bestia, y la puerta no se abre esta noche?
—Cortaré la cabeza del simio y la
arrojaré sobre el muro. Entonces abrirán
la puerta, para ver por qué sigo todavía
vivo. Puede que me lleven dentro del palacio para torturarme cuando sepan que
he matado a su duende. Una vez me lleven allí dentro, aunque sea con cadenas,
encontraré una forma de engañarlos.
—¡Toma! —Gordon le lanzó el largo
cuchillo—. Tal vez lo necesites.
—Pero si quieres cortar la cabeza del
simio...
—Se la arrancaré con una esquirla de
roca... ¡o la roeré con los dientes! ¡Vete,
demonio!
—Que los dioses te protejan —murmuró el sij, y desapareció. Gordon pudo
oír el arrastrarse que indicaba su avance a
través de la hendidura, y luego el resonar
de los guijarros cayendo por el risco del
exterior.
CAPÍTULO 7. LA MUERTE ACECHA
EN PALACIO
Gordon volvió a tientas a través de la caverna, y al adentrarse en los en comparación iluminados barrancos, corrió, veloz y
con paso firme, hasta que entró en la quebrada exterior y pudo ver la pared, el
risco y la repisa de roca en el otro extremo. Las luces de Shalizahr brillaban difusas en el cielo sobre la pared, y llegó a
oír la misteriosa melodía de gimientes cítaras nativas. Una voz de mujer se alzó en
una quejumbrosa canción. Sonrió torvamente a las oscuras gargantas sembradas
de esqueletos alrededor de él. Tal vez los
señores de Nínive y Babilonia se habrían
deleitado así, sin hacer caso de los cautivos chillando y retorciéndose y muriendo
en los fosos bajo sus palacios... ignorantes
de la sangrienta destrucción que les aguardaba a manos de aquellos enloquecidos
cautivos.
No había ninguna comida sobre la repisa de roca ante la puerta. No tenía
forma de saber lo a menudo que había
sido alimentada la bestia, o si la alimentarían aquella noche. Podía ver que no lo
habían hecho, y creía que sacarían comida
para ella pronto. Habían transcurrido muchas horas desde que el sij había visto
abrir aquella puerta.
Debía confiar en la suerte, como tan a
menudo había hecho. Pensar siquiera en lo
que podría estar sucediéndole entonces a
la muchacha Azizun le hizo sudar de miedo
por ella, y lo volvió loco de impaciencia.
Pero se pegó contra la roca del lado contra
el que sabía que la puerta se abría, y
aguardó. En su juventud había aprendido la
paciencia del piel roja que supera incluso a
la oriental. Durante una hora permaneció
allí, sin apenas mover un músculo. Una estatua no habría estado más inmóvil.
Incluso su paciencia estaba agotándose
cuando sin previo aviso se oyó un ruido de
cadenas, y la puerta se abrió una rendija.
Alguien estaba atisbando fuera, para
estar seguro de que el horripilante guardián de las gargantas no estaba cerca,
antes de abrir la puerta del todo. Más cerrojos resonaron y un tadjiko salió por
ella. Cargaba una gran fuente de hierro de
verduras y nueces, y lanzó un extraño
grito al dejarla, y al inclinarse, Gordon le
golpeó con la fuerza de un martillo en la
parte posterior del cuello. El tadjiko se
derrumbó sin hacer ruido y se quedó tendido inmóvil, la cabeza colgando de un
cuello roto.
Weird Tales de Lhork
91
Robert E. Howard
Aquel golpe con el puño cerrado había
sido a traición, pero ningún canalla de
Shalizahr se merecía piedad. Gordon se
asomó por la puerta abierta y vio que el
corredor, iluminado por lámparas de
bronce, estaba desierto; las celdas con barrotes estaban vacías. A toda prisa arrastró al tadjiko barranco abajo y ocultó el
cuerpo entre unas quebradas rocas, apropiándose de la daga que éste llevaba.
Entonces volvió y se adentró en el corredor. Cerró la puerta y dudó si correr
los pestillos. Al final decidió hacerlo, dado
que era seguro que alguien pasaría por allí
antes de que terminara la noche, y lo contrario despertaría sospechas y la puerta
sería atrancada de todas formas. Daga en
mano se dirigió hacia la puerta secreta que
daba al túnel que conducía a la escalera
oculta. Tenía claro su plan. Pretendía encontrar a Azizun si seguía viva, llevarla con
él hasta el túnel y esconderla allí hasta que
Lal Singh llevase a sus guerreros barranco
arriba. Entonces abriría la puerta, y los lideraría contra los hombres de Shalizahr, y
el posterior desenlace sería lo que la voluntad de Alá y el frío acero decidieran.
O en caso de que esconderse en el
túnel no resultase factible, él y la chica podían hacerse fuertes en el corredor y resistir hasta que llegaran los ghilzai. Estaba
obrando y haciendo planes todo el tiempo
como si su llegada fuese una certeza. Por
supuesto existía siempre la posibilidad de
que no vinieran; que Yar Ali Khan no hubiese sido capaz de llegar hasta Khor.
Pero Gordon no era otra cosa que un jugador. Y estaba apostando su vida a la posibilidad de que el afridi consiguiese llegar.
La puerta secreta estaba en la pared
izquierda, junto al final del pasadizo,
donde había otra puerta, sin camuflar. No
había llegado a su objetivo cuando dicha
puerta se abrió de repente y un hombre
entró en el corredor. Se trataba de un
árabe y cuando vio a Gordon soltó aire
entre los dientes y trató de coger un pesado revólver que colgaba sobre su
muslo.
Pero la mano de Gordon se precipitó
hacia atrás con la daga, dispuesta para ser
lanzada. El árabe se quedó inmóvil, la palidez tiñendo su piel bajo la negra barba.
No abrigaba ninguna esperanza respecto
de la situación con la que se veía enfrentado. Su mano aferró la culata de la pistola, pero sabía que antes de que pudiera
sacarla y disparar aquella daga relampaguearía atravesando el aire y lo traspasaría, arrojada por un brazo cuya fuerza y
puntería eran célebres por todas las Montañas. Con mucho cuidado extendió los
dedos separándolos, retiró la mano de la
pistola y alzó ambos brazos en señal de
rendición.
De una zancada Gordon llegó junto a
él, le arrebató la pistola de su funda y clavó
la boca de ésta en el vientre del árabe.
—¿Dónde está la muchacha india, Azizun?
—En una mazmorra del otro lado de
la puerta por la que acabo de entrar.
—¿Hay otros guardias?
92
Weird Tales de Lhork
—¡No, por Alá! Soy el único.
—Muy bien. Date la vuelta y vuelve a
cruzarla. No intentes ningún truco.
—¡No lo permita Alá!
Empujó la puerta abriéndola con el pie
y la traspuso, moviéndose con tanto cuidado como si pisara sobre el filo de navajas desenvainadas. Llegaron a otro corredor que giraba de forma brusca a la
izquierda, dejando ver hileras de celdas a
cada lado, en apariencia vacías.
—Está en la última celda a la derecha
—murmuró el árabe, y un instante después soltó un convulso gruñido al detenerse ante la barrada puerta. La celda estaba vacía. Había otra puerta en aquella
celda, enfrente de aquélla ante la cual estaban, y esa puerta estaba abierta.
—Me has mentido —dijo Gordon en
voz baja, hincando la boca de la pistola salvajemente en la espalda del árabe—. ¡Te
mataré!
— ¡A Alá pongo por testigo! —Jadeó
éste, temblando de terror—. Estaba aquí.
—Se la han llevado —habló una inesperada voz.
Gordon se giró raudo, tirando del
árabe de forma que se interpusiera entre
él y la dirección de la que venía la voz, con
la pistola apuntando sobre el hombro de
éste.
Barbados rostros se agolparon en la
reja de la celda opuesta. Descarnadas
manos asieron los barrotes. Gordon reconoció a los prisioneros. Le lanzaron furiosas miradas en silencio con ponzoñoso
odio ardiendo en sus ojos.
Gordon fue hasta la puerta, arrastrando a su prisionero.
—Erais leales fedayín —comentó—.
¿Por qué estáis encerrados en una celda?
Yusuf ibn Suleiman escupió hacia él.
—¡Por tu culpa, perro melikani! Nos
sorprendiste en la Escalera, y el jeque nos
ha sentenciado a morir, antes incluso de
saber que eras un espía. Dijo que éramos
bribones o imbéciles para ser cogidos
desprevenidos como nos cogiste, así que
al amanecer vamos a morir bajo los cuchillos de los asesinos de Muhammad ibn
Ahmed, ¡que Alá os maldiga a los dos!
—Sin embargo conseguiréis el Paraíso
—les recordó—, porque habéis servido
fielmente al jeque Al Jebal.
—Que los perros roan los huesos del
jeque Al Jebal —replicaron con verdadero
odio—. ¡Ojalá que tú y el jeque estéis encadenados juntos en el Infierno!
Gordon se dijo que Othman se había
quedado bastante corto en cuanto a obtener tanta lealtad como alardeaban sus
antepasados, por quienes sus seguidores
se inmolaban a sí mismos de buena gana
siguiendo sus órdenes.
Había cogido un manojo de llaves del
cinturón del guardia, y se puso a sopesarlas en la mano de forma contemplativa.
Los ojos de los kurdos se clavaron sobre
ellas con el aspecto de hombres en el Infierno que ven una puerta abierta.
—Yusuf ibn Suleiman —dijo bruscamente—, tus manos están manchadas con
muchos crímenes. Pero la violación de un
juramento no está entre ellos. El jeque te
ha abandonado... te ha echado de su servicio. Ya no sois sus hombres, kurdos. No
le debéis ninguna lealtad.
Los ojos de Yusuf eran los de un lobo.
—Sólo con que pudiera enviarle a la
Gehena delante de mí —murmuró—,
moriría feliz.
Todos fijaron una tensa mirada en
Gordon, percibiendo un propósito detrás
de sus palabras.
—¿Estáis dispuestos a jurar, cada hombre por el honor de su clan, seguirme y
servirme hasta que la venganza se cumpla,
o la muerte os libere del voto? —preguntó, poniendo las llaves detrás de él a fin
de que no pareciese estar haciendo demasiado alarde ante hombres indefensos—.
Othman no os dará nada sino la muerte
de un perro. Yo os ofrezco el desquite y
una oportunidad de morir con honor.
Los ojos de Yusuf llamearon en respuesta a una salvaje oleada de esperanza,
y sus nervudas manos se estremecieron
mientras asían los barrotes.
— ¡Confía en nosotros! —fue todo lo
que dijo, pero fue más que suficiente.
— ¡Sí, lo juramos! —Clamaron los
hombres detrás de él—. ¡Escúchanos, El
Borak, lo juramos, cada uno de nosotros
por el honor de su clan!
Estaba haciendo girar la llave en la cerradura antes de que terminaran de decirlo; salvajes, crueles, levantiscos, traicioneros según los patrones occidentales,
poseían su código de honor, aquellos feroces montañeses, y no era tan distinto del
de sus propios antepasados de las Tierras
Altas como para que no lo comprendiera.
Saliendo en desorden de la celda al
instante agarraron al árabe, gritando: «
¡Mátale! ¡Es uno de los perros de Muhammad ibn Ahmed!»
Gordon lo liberó de un tirón de su
presa, manejando a los atacantes de forma
implacable; propinó al más insistente una
bofetada que lo tiró largo por el suelo,
pero no pareció suscitar ningún especial
resentimiento en su bárbaro pecho.
—¡Basta! ¿Sois hombres o lobos?
Empujó al encogido árabe ante él por el
corredor de vuelta al pasadizo que daba al
barranco, seguido por los kurdos, quienes,
habiéndole jurado lealtad, fueron tras él ciegamente y sin hacer preguntas. De nuevo
en el otro corredor, Gordon ordenó al
árabe que se desvistiese, y éste lo hizo,
temblando de miedo a morir de inmediato,
y temiendo que la orden significase tortura.
—Cambia tus ropas con él —fue la siguiente orden de Gordon, dirigida a Yusuf
ibn Suleiman, y el feroz kurdo obedeció
sin decir palabra. Entonces, siguiendo instrucciones de Gordon, los otros ataron y
amordazaron al árabe y lo arrojaron a través de la puerta secreta, que Gordon
abrió, dentro del túnel.
Yusuf ibn Suleiman se irguió con el
casco emplumado, el khalat a rayas y los
holgados pantalones de seda del árabe, y
sus rasgos eran lo bastante semíticos para
engañar a cualquiera que esperase ver a
un árabe con aquel atuendo.
La muerte de la triple hoja
—Voy a confiarte una gran responsabilidad —dijo Gordon de improviso—. Es
lo que merece un hombre valiente. En
algún momento, puede que al alba, o
puede que a otro anochecer, o incluso al
amanecer siguiente, llegarán hombres y
llamarán a esa puerta cerrada que da al
barranco del djinn. Serán los fusileros ghilzai, conducidos por Lal Singh y Yar Ali
Khan. Ésta es tu parte: esconderte en este
túnel y abrir la puerta cuando lleguen. Tienes la cimitarra del árabe, así que cuando
venga otro guardia a relevar al que yace
atado allí, mátalo y oculta su cuerpo. Si
viene otro más antes que Lal Singh, mátalo igualmente. No te distinguirán de uno
de sus compañeros hasta que ataques.
Por la forma en que los ojos del kurdo
llamearon, Gordon supo que no fallaría en
aquella parte del plan, al menos.
—Puede que no sea necesario matar —
matizó—. Cuando acuda el siguiente guardia, verá que los prisioneros han escapado,
y tal vez ni siquiera entre en este corredor.
Si viene más de un hombre, ocúltate en el
túnel. Puede que hayamos regresado antes
de que llegue nadie. Me llevo cinco hombres conmigo para buscar a la joven Azizun.
Si es posible, volveré aquí con ella, y atrancaremos las puertas y defenderemos este
corredor contra los hombres de Othman
hasta que llegue Lal Singh. Pero si no regreso, confío en que sigas aquí, ocultándote
o defendiendo el corredor con el filo de tu
espada, y abras esa puerta para mis guerreros cuando aparezcan.
—¡Los ghilzai me matarán cuando les
abra la puerta!
—Antes de que la abras, grítale a Lal
Singh y dile: “El Borak desea que recuerdes los lobos de Jagai”. Con estas palabras
sabrá que puede confiar en ti. ¿Dónde han
llevado los ismailitas a la chica?
—Poco después de que el perro árabe
hiciera su inspección de las celdas, unos
hombres abrieron la puerta en el otro extremo de su mazmorra y se la llevaron a
rastras. Le dijeron que la llevaban ante el
jeque para ser interrogada por éste. Hablará con ella en la estancia donde te recibió por primera vez. Pero seis hombres
no pueden abrirse camino luchando a través de los veinte persas que montan guardia ante la puerta.
—¿Conoces la entrada al jardín del Paraíso?
—¡Sí! —Un generalizado asentir de
cabezas le hizo saber que los misterios de
Othman no eran en absoluto enigmas tan
absolutos como habían sido los de su antepasado, de cuyos místicos jardines ni siquiera sus fedayín habían conocido su emplazamiento.
—Entonces llévame allí —Y Gordon
se volvió, con todas sus probabilidades de
éxito, y su vida misma, dependiendo de la
mera palabra de un salvaje nacido y criado
con la creencia de que la matanza, rapiña
y traición son las cualidades adecuadas y
naturales en la vida de un hombre. No
había nada que impidiera que Yusuf ibn
Suleiman corriera hasta el jeque tan
pronto como Gordon le diera la espalda,
«Pero la mano de Gordon se
precipitó hacia atrás con la
daga, dispuesta para ser lanzada.
El árabe se quedó inmóvil, la palidez tiñendo su piel bajo la
negra barba. No abrigaba ninguna esperanza respecto de la
situación con la que se veía enfrentado
para comprar su vida traicionando al americano, y preparando luego una trampa
para Lal Singh y los ghilzai... nada sino el
primitivo honor de un hombre que sabía
que otro hombre de honor confiaba en él.
Gordon y sus kurdos anduvieron a
tientas a través del túnel y escalera arriba.
La cámara en la que había dormido estaba
vacía. Pero sobre la escalera, justo detrás
de la pared falsa encontró las dos espadas
donde Lal Singh las había dejado al cargar,
pistola en mano, en ayuda de Gordon, olvidando el acero en su precipitación, y con
ellas armó a dos de sus seguidores. La daga
que había cogido al tadjiko fue para otro.
El corredor de fuera de la cámara estaba desierto. Los kurdos encabezaron la
marcha. Con el anochecer la atmósfera de
silencio y misterio había crecido sobre el
palacio del jeque Al Jebal. Las luces ardían
más débilmente; las sombras colgaban
densas, y ninguna brisa se deslizaba dentro
para hacer susurrar los tapices de apagado
brillo. Las botas de Gordon no hacían más
ruido sobre las espesas alfombras que los
pies desnudos de los kurdos.
Conocían muy bien el camino; una
banda de harapientos de asqueroso aspecto, de furtivos pies y ardientes ojos, se
deslizaron con rapidez a lo largo de los
oscuros corredores ricamente adornados, como una partida de ladrones a medianoche. Recorrieron únicamente galerías poco frecuentadas a aquella hora de
la noche, y no se habían encontrado con
nadie, cuando atravesaron una puerta astutamente camuflada. De pronto llegaron
a otra puerta, dorada y con barrotes, ante
la cual se hallaban dos gigantes negros
sudaneses con tulware desenvainados.
Gordon tuvo tiempo para reflexionar que
allí estaba la principal debilidad del reinado de Othman; la entrada al Paraíso era
demasiado accesible; su misterio no lo
bastante impresionante.
Los sudaneses sabían que aquellos
hombres eran intrusos no autorizados, no
obstante. No dieron ningún grito de aviso
mientras alzaban sus tulware; eran mudos.
Gordon no quiso arriesgarse a disparar,
pero su pistola no era necesaria. Ansiosos
por comenzar su labor de venganza, los
kurdos cayeron en tropel sobre los dos
negros, atacándolos los dos hombres con
espadas en tanto los demás los agarraban
y arrastraban al suelo... apuñalándolos
hasta matarlos en un tenso, sudoroso y
blasfemante amasijo de convulso esfuerzo
y agonía. Era trabajo para un carnicero,
pero era una cuestión de siniestra necesidad, y la piedad hacia aquellos asesinos sin
lengua era una emoción inútil.
—Mantén vigilada esta puerta —ordenó Gordon a uno de los kurdos, y
luego la abrió de par en par y salió a grandes pasos al jardín, para entonces desierto
a la luz de las estrellas, sus flores reluciendo con trémulo y blanquecino brillo,
sus espesos árboles y macizos de arbustos
de oscuro misterio.
Los kurdos, armados con los tulware
de los negros, azuzados para la aventura
habiendo probado la sangre, lo siguieron
con descaro, incluso pavoneándose, como
si estuviesen andando por un jardín corriente, en vez del que hasta aquel día habían considerado, si no el Paraíso mismo,
como Othman esperaba, al menos su
equivalente terrenal más cercano. Parecían acabar de darse cuenta, aguzados sus
sentidos por la sangre derramada, de que
estaban siguiendo a El Borak, cuya reputación tenía ya algo de mítica en aquella tierra de sangre y misterio.
Gordon fue derecho hacia el balcón
que sabía había, ingeniosamente oculto
por las ramas de los árboles que crecían
debajo de él. Tres de los kurdos inclinaron
las espaldas para que subiera, y en un instante había dado con la ventana desde la
que él y Othman habían estado mirando, y
la había abierto con la punta de una daga.
Al momento siguiente la había atravesado,
sin hacer más ruido del que habría hecho
una pantera entrando de igual manera.
Llegaron hasta él sonidos del otro
lado de la cortina que disimulaba el hueco
del balcón... una mujer sollozando de
dolor o terror, y la voz de Othman.
Atisbando a través de las colgaduras
pudo ver al jeque repantigado sobre el
trono bajo el baldaquín engastado en perlas. Los guardias ya no se erguían como figuras de ébano a cada lado de él. Se hallaWeird Tales de Lhork
93
Robert E. Howard
«El jeque se tambaleó, se giró
violentamente para hacer frente
a su enemigo y retrocedió contra la puerta, aullando de
miedo, hasta que su voz fue silenciada para siempre por una
bala que se estrelló contra su
boca y la atravesó saltándole los
sesos
ban ocupados ante el estrado, en mitad de
la estancia... ocupados en afilar dagas y calentar hierros en pequeños e incandescentes braseros. Azizun estaba tendida
entre ellos, desnuda, brazos y piernas bien
abiertos sobre el suelo, sus muñecas y tobillos atados a estacas clavadas en el
mismo. No había nadie más en el aposento, y las puertas de bronce estaban cerradas con el cerrojo echado.
—Cuéntame cómo escapó el sij de la
celda —ordenó Othman.
—¡No! ¡No! —Jadeó la muchacha, demasiado aterrorizada para no revelar su
lastimera razón para guardar silencio—.
¡El Borak sufriría si yo hablase!
—¡Pequeña estúpida! El Borak está...
—¡Aquí! —saltó Gordon mientras
salía del nicho. El jeque se giró con un respingo, se puso lívido... chilló y cayó del
trono, quedando despatarrado sobre el
borde del estrado. Los sudaneses se irguieron, gruñendo como bestias, sacando
de repente cuchillos. Gordon disparó
desde la cadera y un negro giró sobre sus
talones y se desplomó. El otro saltó hacia
la chica, blandiendo su cimitarra, resuelto
a matar a su víctima antes de morir. La
bala de Gordon lo alcanzó en mitad del
salto, agujereándole las sienes. Se vino
abajo casi sobre la muchacha. Fuera se
oían gritos y martillazos sobre la puerta.
El jeque se levantó de un brinco, balbuceando de forma incoherente. Sus ojos estaban abiertos como platos al mirar encolerizado al torvo hombre blanco manchado
de sangre y la humeante pistola en su mano.
—¡No eres real! —Aulló, rechazándolo
con la mano como si estuviera defendiéndose de una espantosa aparición—. ¡Eres
un sueño del hashish! ¡No, no! ¡Hay sangre
en el suelo! ¡Estabas muerto... me dijeron
que te habían entregado al simio! ¡Pero has
vuelto para matarme! ¡Socorro! ¡Socorro!
¡Guardias! ¡A mí! ¡El demonio de El Borak
ha regresado para matar y destruir!
Chillando como un animal enloquecido Othman se lanzó desde el estrado y
corrió hacia la puerta. Gordon esperó
hasta que los dedos del persa estuvieron
arañando los cerrojos; entonces a sangre
fría, sin remordimiento le atravesó el
94
Weird Tales de Lhork
cuerpo de un balazo. El jeque se tambaleó, se giró violentamente para hacer
frente a su enemigo y retrocedió contra
la puerta, aullando de miedo, hasta que su
voz fue silenciada para siempre por una
bala que se estrelló contra su boca y la
atravesó saltándole los sesos.
CAPÍTULO 8. LOBOS ACORRALADOS
Gordon miró a su víctima con ojos tan
implacables como el negro hierro. Del
otro lado de la puerta el clamor estaba
aumentando, y fuera en el jardín los kurdos estaban desgañitándose para saber si
estaba bien, y pidiendo permiso a gritos
para seguirle al interior del palacio. Les
aulló que fuesen pacientes y a toda prisa
liberó a la chica, agarrando una tela de
seda de un diván para taparla con ella.
Ésta sollozó de forma histérica, abrazando
su cuello con un frenesí mezcla de espanto y abrumador alivio.
—¡Oh, sahib, sabía que vendrías! ¡Sabía
que no les dejarías torturarme! Me dijeron que estabas muerto, pero sabía que
no podían matarte...
Llevándola en brazos fue a grandes
pasos hasta el balcón y se la entregó a los
kurdos a través de la ventana. Ella chilló al
ver sus feroces y barbados rostros, pero
una palabra de Gordon la tranquilizó,
cuando éste bajó descolgándose junto a ella.
—¿Y ahora qué, effendi? —preguntaron
los guerreros, ansiosos de más desenfrenada violencia, una vez del todo enardecidos por la caza al alcance de la mano. Gran
parte de su fervor venía de una creciente
admiración por su líder; hombres como
Gordon han dirigido ejércitos sin esperanza
cantando para hacerse con imposibles victorias de entre las fauces de la derrota.
—Volvamos por donde vinimos, hasta
el túnel donde aguarda Yusuf.
Echaron a correr a través del jardín,
Gordon llevando a la chica como si hubiese sido un niño. No habían avanzado
una docena de metros cuando delante de
ellos un tañer de acero rivalizó con el estrépito en el palacio que dejaban detrás.
Enérgicas maldiciones se mezclaron con el
estruendoso tañido, una puerta se cerró
con el estampido de un trueno, y una figura llegó a toda prisa a través de los arbustos. Era el kurdo que habían dejado de
guardia en la puerta dorada. Juraba como
un pirata y se apretaba un antebrazo herido del que caían gotas de sangre.
—¡Hay una veintena de perros árabes
en la puerta! —aulló—. ¡Alguien nos vio
matar a los sudaneses, y corrió en busca
de Muhammad ibn Ahmed! ¡He matado a
uno de un espadazo en el vientre y les he
cerrado la puerta en sus malditas caras,
pero la echarán abajo en unos minutos!
—¿Hay alguna forma de salir de este jardín sin atravesar el palacio, Azizun? —preguntó Gordon.
—¡Por aquí! —Él la dejó en el suelo y
ella aferró su mano y corrió hacia la pared
norte, casi oculta por el frondoso follaje.
Pudieron oír al otro lado del jardín la
puerta dorada haciéndose astillas bajo la
acometida de los hombres del desierto, y
Azizun se estremeció a cada embate
como si hubiese chocado contra su delicado cuerpo. Jadeando de horror y excitación apartó de forma frenética la fronda,
tirando de ella y haciéndola a un lado
hasta descubrir una puerta astutamente
disimulada en la pared. A Gordon le quedaban dos cartuchos en el máuser. Usó
uno para volar en pedazos la antigua cerradura. Irrumpieron en otro jardín más
pequeño, iluminado por faroles colgantes,
justo cuando la puerta dorada cedía y un
torrente de salvajes figuras blandiendo sus
hojas anegaba el Jardín de las Huríes.
En mitad del jardín al que habían entrado los fugitivos se alzaba la espigada
torre similar a un minarete que Gordon
había observado al entrar por primera vez
en el palacio.
—¡Esa torre! —Dijo bruscamente, cerrando de golpe la puerta detrás de ellos
y asegurándola con una daga como cuña...
eso los contendría por unos segundos, al
menos—. Si podemos entrar ahí...
—El jeque a menudo se sentaba en la
cámara superior, contemplando las montañas con un telescopio —jadeó un
kurdo—. No permitía que nadie salvo
Bagheela entrase en la misma, pero los
hombres dicen que hay rifles guardados
allí. Guardias árabes duermen en la cámara inferior...
Pero no había tiempo para las palabras. Los árabes casi habían llegado a la
puerta detrás de ellos, y a juzgar por el alboroto que se estaba armando procedente de todas partes, sólo sería cuestión
de minutos antes de que salieran en tropel al Jardín de la Torre desde cualquier
puerta que diera al mismo. Gordon condujo a sus hombres corriendo directo
hacia la torre, cuya puerta se abrió saliendo cinco desconcertados guardias en
busca de la causa de aquel insólito tumulto. Gritaron estupefactos cuando vieron a un grupo de guerreros corriendo
hacia ellos, los dientes fuera, los ojos llameando a la luz de los faroles, las hojas
destellando. Los guardias, despejándose
La muerte de la triple hoja
del sueño, entraron en acción sólo un segundo demasiado tarde.
Gordon disparó a uno y abrió la cabeza
a otro con la culata de su pistola un instante después de que el árabe hubiese atravesado el corazón a uno de los kurdos. Los
restantes cayeron sobre los tres árabes
que quedaban, saciando los antiguos odios
tribales en un salvaje despliegue de sangre
derramada, cuchilladas y tajos hasta que las
figuras vestidas de brillantes colores yacieron inmóviles en un charco carmesí.
Los gritos de venganza alcanzaron un
crescendo detrás de ellos y la puerta calzada con la daga se astilló hacia dentro, y
la abertura se llenó de salvajes rostros y
brazos agitándose cuando los hombres de
Muhammad se atascaron en ella en su frenética ansia por alcanzar su presa. Gordon cogió un rifle que un árabe había dejado caer y descargó una lluvia de plomo
sobre aquella apiñada masa. A cien metros fue una carnicería. Un instante antes
la puerta estaba abarrotada de furibundos
y afanosos cuerpos, y al siguiente era un
matadero de figuras ensangrentadas, retorciéndose y chillando de las que los
vivos se retiraron horrorizados.
Los kurdos aullaron con delirio y se
lanzaron al asalto de la torre... se dieron
la vuelta para hacer frente a una carga de
enloquecidos drusos que se habían deslizado inadvertidos en el jardín a través de
otra puerta y cruzaron a la carrera el umbral antes de que la puerta pudiera ser cerrada. Por unos segundos el portal abierto
fue un infierno de sibilante acero y chorreante sangre, en el que Gordon hizo su
parte con la culata de un rifle, y luego los
drusos se retiraron aturdidos tambaleándose, dejando a tres de los suyos yaciendo sobre su propia sangre ante la
puerta, mientras otro trataba de alejarse
sobre los codos, sangrando a borbotones
por arterias cercenadas.
Gordon cerró con fuerza la puerta de
bronce, y echó de golpe un perno que habría resistido la carga de un elefante.
—¡Arriba por las escaleras! ¡Rápido!
¡Coged las pistolas!
Ascendieron a toda prisa, ojos y dientes centelleando, todos salvo uno que
cayó redondo a media subida a causa de
la pérdida de sangre. Gordon medio lo
arrastró, medio lo llevó el resto del camino, lo dejó en el suelo y ordenó a Azizun que vendara el horrible corte hecho
por un sable druso, antes de volverse para
evaluar los alrededores. Estaban en la cámara superior de la torre, que no tenía
ventanas; pero las paredes se hallaban horadadas por troneras de distintos tamaños y en los más variados ángulos, algunas
inclinándose hacia abajo, y todas provistas
de tapas de hierro deslizantes. Los kurdos
gritaron con alegría mientras se hacían
con los rifles modernos que se alineaban
en las paredes en perchas de las que colgaban bandoleras de cartuchos. Othman
había preparado aquel nido de águila para
la defensa así como para la observación.
Todos los hombres estaban heridos
de más o menos gravedad, pero todos se
agolparon en las troneras y comenzaron a
disparar con júbilo hacia la turba de abajo
que pululaba en torno a la puerta. Habían
venido de todas direcciones, mientras el
acosado grupo subía la escalera. Muhammad ibn Ahmed no estaba a la vista, pero
sí un centenar o así de sus árabes, y un revoltijo de hombres de otra docena de
razas. Pululaban por el jardín, aullando
como demonios. Los faroles, oscilando locamente con el impacto de los cuerpos
que tropezaban contra los espigados árboles, iluminaron una masa de rostros
convulsos, los ojos en blanco mirando
como locos hacia arriba. Las hojas destellaban como relámpagos por todo el jardín y los rifles se descargaban a ciegas. Arbustos y matojos eran destrozados a
pisotones mientras la turba se arremolinaba acordonando el lugar. Habían conseguido una viga en alguna parte y la estaban
usando como ariete contra la puerta.
Gordon se sorprendió ante la celeridad con que él y su partida habían sido
perseguidos y atrapados, hasta que oyó la
voz de Ivan Konaszevski alzándose como
el tajo de un sable por encima del clamor.
El cosaco tenía que haberse enterado de
la muerte de Othman a los pocos minutos
de que hubiese ocurrido, y había tomado
el mando al instante. Su inmediata comprensión de la situación, junto con la
suerte que había hecho que Muhammad
ibn Ahmed les bloquease la huida, había
condenado a los fugitivos.
Pero aunque estaban atrapados no se
hallaban indefensos. Aullando alegremente
los kurdos descargaron una lluvia de
plomo a través de las troneras. Incluso el
hombre herido de sable, restañada su herida por un basto vendaje, se arrastró
hasta una, se apoyó sobre un diván y empezó a disparar a diestro y siniestro a sus
antiguos aliados de abajo. No se podía
errar a esa distancia, y las ráfagas de
plomo abrieron pasillo a través de la apiñada turbamulta. Ni siquiera los ismailitas
podían resistir tal carnicería. La horda se
dispersó en todas direcciones, en busca
de refugio, y los kurdos rompieron en alaridos de frenético júbilo y abatieron a los
fugitivos mientras corrían.
En unos momentos el jardín estaba
desierto excepto por los muertos y moribundos, y una tormenta de plomo llegó silbando desde las paredes y ventanas del palacio que dominaban el Jardín de la Torre,
y desde los tejados de casas que se levantaban junto a la pared, fuera en la plaza.
Las balas se aplastaron contra las paredes con un feroz golpeteo, como un
avispón estrellándose contra una ventana
en pleno vuelo. La torre era de piedra, reforzada con bronce y hierro. Los proyectiles procedentes del exterior rara vez encontraban una tronera abierta. Gordon
no creía que pudiera ser tomada por
asalto, mientras durara su munición, y
había miles de cartuchos en la cámara superior. Pero no tenían comida ni agua. El
hombre que había resultado herido de
sable se veía atormentado por la sed en
particular, mas, con el estoicismo de su
raza, no se quejaba en absoluto sino que
yacía en silencio mascando una bala.
Gordon consideró su situación, mirando a través de las troneras. El palacio,
según sabía, estaba rodeado de jardines,
salvo en la parte delantera donde había un
amplio patio. Todo estaba circundado por
una muralla exterior, y paredes interiores,
más bajas, separaban los jardines, de forma
parecida a los radios de una rueda, con el
muro exterior más alto haciendo las veces
de llanta. El jardín en el que se encontraban
acorralados estaba en el lado noroeste del
palacio, próximo al patio, que se hallaba separado de aquél por una pared; otra se interponía entre éste y el siguiente jardín al
oeste; tanto dicho jardín como el jardín de
la Torre estaban situados fuera del Jardín
de las Huríes, que estaba medio cerrado
por las paredes del palacio mismo. La
pared del patio se unía a la del Jardín de las
Huríes, de forma que el Jardín de la Torre
quedaba por completo encerrado.
La pared norte era la barrera que rodeaba el conjunto de las tierras del palacio, y más allá de ella miró hacia abajo a
los iluminados tejados de la ciudad. La
casa más próxima estaba a menos de
treinta metros de la pared. Sus luces y las
de las casas vecinas estaban apagadas, y
los hombres se agazapaban detrás de los
parapetos, disparando a la torre con la
ciega esperanza de alcanzar otra cosa
aparte de piedra. Las luces brillaban en
todas las ventanas del palacio, pero la
corte y la mayoría de los jardines anexos
estaban a oscuras.
Sólo en el jardín asediado seguían colgando las encendidas farolas. Parecía extraño e irreal, aquel jardín iluminado con
la torre en medio, desierto salvo por los
desmadejados cuerpos de los muertos,
mientras de todos lados acechaban un invisible pero vengativo tropel.
Las descargas que rompían desde
todas partes reflejaban un cierto pánico, y
los kurdos profirieron enconadas maldiciones porque no podían ver nada a lo que
disparar a su vez. Pero de pronto el tiroteo cesó, y los hombres del interior de la
torre dejaron igualmente de disparar, sin
recibir la orden. En el tenso silencio que
siguió se alzó la voz de Ivan Konaszevski
desde detrás de la pared del patio.
—¿Estás listo para rendirte, Gordon?
Gordon se le rió.
—¡Ven y cógenos!
—Eso es justo lo que pretendo
hacer... ¡al amanecer! —le aseguró el cosaco—. ¡Puedes darte ya por muerto!
—Eso es lo que dijiste cuando me dejaste en el barranco del djinn —replicó
Gordon—. Pero sigo vivo... ¡y el djinn está
muerto!
Había hablado en árabe, y un grito de
ira e incredulidad se elevó de todos los
puestos de combate. Los kurdos, que no
habían hecho a Gordon una sola pregunta
acerca de su huida del laberinto del simio,
golpearon las culatas de sus rifles y asintieron los unos a los otros como queriendo decir que matar djinni no era más
que lo que podía esperarse de El Borak.
Weird Tales de Lhork
95
Robert E. Howard
—¿Saben los Asesinos que el jeque
está muerto, Ivan? —gritó Gordon con
ironía.
—¡Saben que Ivan Konaszevski es el
soberano de Shalizahr, como siempre lo
ha sido! —fue la airada contestación—.
¡No sé cómo mataste al simio, ni cómo
sacaste a esos perros kurdos fuera de su
celda, pero sé que tendré vuestros pellejos colgando sobre esta pared antes de
que pase otra hora!
—¡Perros kurdos! —murmuraron los
guerreros montañeses, acariciando con
ansias de venganza sus rifles— ¡Ja! ¡Wallah!
Pero Gordon sonrió, pues sabía que si
Yusuf ibn Suleiman hubiese sido capturado, Ivan les habría informado para burlarse de ellos. Gordon no creía que hubiesen hecho ninguna indagación por extenso
en las mazmorras, ni que fuesen a hacerla.
Toda la atención de los Asesinos estaba
concentraba sobre la torre, y no tenían
por qué explorar las celdas en aquel momento. Gordon se dijo que estaba en lo
cierto al creer que Yusuf seguía todavía a
salvo en el túnel bajo el palacio, esperando
a dejar entrar a Lal Singh y los ghilzai.
Al poco un traqueteo y martilleo sonó
en alguna parte del otro lado del patio, que
no resultaba visible desde la torre, y Konaszevski aulló con ansias de venganza: «¿Oyes
eso, puerco americano? ¿Has oído hablar
alguna vez de una bastida de asalto? Bien,
eso es lo que mis hombres están construyendo: un mantelete sobre ruedas que detendrá las balas y protegerá a cincuenta
hombres bajo él. Tan pronto como sea de
día vamos a empujarlo hasta la torre y derribar la puerta. ¡Eso será tu fin, perro!
—Y el tuyo —replicó Gordon—. No
puedes asaltar esta torre sin exponerte al
menos un poco; ¡y un poco es todo lo
que necesitaré, ruso sarnoso!
La respuesta del cosaco fue una gran
carcajada burlona que no resultó convincente dado que temblaba de furia, y después de eso no hubo más parlamento. Los
hombres seguían disparando desde las paredes del jardín y los tejados de fuera, sin
esperar hacer ningún blanco, pero pretendiendo a todas luces disuadirles de cualquier intento de escapar de la torre. Gordon llegó a considerar tal cosa; podían
apagar a tiros los faroles que iluminaban el
jardín y probar suerte en la oscuridad...
pero desechó la idea. Había hombres densamente apiñados detrás de cada una de
las paredes que encerraban el jardín. Tal
intento sería suicida. La fortaleza se había
convertido en una prisión.
Gordon admitió para sí con franqueza
que aquel era un aprieto del cual no podía
salir por su propio esfuerzo. Si los ghilzai
no aparecían en el momento previsto, él
y su partida estaban acabados; y le remordió el pensar en Yusuf ibn Suleiman esperando durante días, tal vez, en los corredores bajo el palacio, hasta que el hambre
le hiciera caer en manos de sus enemigos,
o ir barranco abajo para escapar. Luego
Gordon recordó que no había contado al
kurdo cómo llegar a la salida en el otro
extremo del laberinto.
96
Weird Tales de Lhork
El batiente martilleo prosiguió en la
parte no visible del patio. Aunque los ghilzai
llegasen con la salida del sol tal vez fuese
demasiado tarde. Se dijo que los ismailitas
tendrían que echar abajo gran parte de la
pared para hacer entrar una máquina como
la que Ivan había descrito en el jardín. Pero
eso no llevaría mucho tiempo.
Los kurdos no compartían los temores de su líder. Ya habían causado una gloriosa matanza; se habían hecho fuertes;
con un caudillo al que ya adoraban como
hombres acostumbrados a adorar a reyes;
buenos rifles y mucha munición. ¿Qué
más podía desear un guerrero de la montaña? Estrecharon sus rifles y alardearon
unos con otros vanagloriosamente disparando a todo lo que se movía, dejando
que el futuro se cuidase de sí mismo. Así
durante largas horas continuó la extraña
lucha, el restallar de los rifles puntuado
por el estruendo de los martillos en el
patio iluminado con antorchas.
El kurdo herido de sable murió justo
cuando el alba hacía palidecer los faroles en
el jardín de abajo. Gordon cubrió al
muerto con una manta y se quedó mirando
con aire fatigado a su lastimosa banda. Los
tres kurdos se arrodillaban ante las troneras con aspecto de demonios manchados
de sangre a la grisácea y fantasmal luz. Azizun dormía del todo exhausta sobre el
suelo, su mejilla apoyada sobre un infantilmente suave y redondo brazo.
El martilleo había cesado y en el silencio pudo oír el crujir de macizas ruedas.
Supo que el juggernaut* que los ismailitas
habían construido durante la noche estaba
siendo hecho rodar a través del patio,
pero todavía no podía verlo. Podía distinguir las negras formas de hombres agachados sobre los tejados de las casas del otro
lado de la muralla. Miró más allá, sobre los
techos y los macizos de árboles, hacia el
borde norte de la meseta. No vio señal alguna de vida, bajo la creciente luz, entre
los peñascos que formaban el borde de los
riscos. Sin duda los guardias, sin inmutarse
ante el destino de Yusuf y los demás centinelas originales, habían abandonado su
puesto para unirse a la lucha en el palacio.
Ningún soberano oriental conseguía nunca
disponer de absoluta obediencia por parte
de todos sus hombres. Pero mientras observaba, Gordon vio un grupo de una docena o así de hombres afanándose por recorrer el camino que conducía a la
Escalera. Konaszevski no iba a dejar
mucho tiempo aquel punto sin vigilancia, y
Gordon pudo imaginar cuál sería la suerte
de los hombres que lo habían abandonado.
Se giró hacia sus tres kurdos que estaban mirándole en silencio, los barbados
rostros vueltos hacia él. Parecía el más
salvaje bárbaro que nunca había pisado un
campo de batalla, desnudo hasta la cintura, sus botas y pantalones cubiertos de
* Ídolo hindú al cual se sacrificaban los devotos
arrojándose ante las ruedas de su carro en la
procesión anual en honor a Krishna, en la ciudad de Puri. (N. del T.)
sangre, su bronceado pecho y hombros
arañados y manchados con el humo de la
pólvora.
—Los ghilzai no han venido —dijo de
repente—. Dentro de poco Konaszevski
enviará a sus asesinos contra nosotros al
abrigo de un gran escudo construido
sobre ruedas. Derribarán la puerta con un
ariete. Mataremos a algunos de ellos
mientras suben por la Escalera. Luego
moriremos.
—¡Allah il Allah! —Respondieron a
modo de asentimiento y aceptación de su
kismet—. ¡Mataremos a muchos antes de
morir! —Y sonrieron abiertamente como
lobos hambrientos al alba amartillando sus
rifles con el pulgar.
En el exterior, desde cada pared y
ventana las pistolas empezaron a restallar
y una rociada de balas se estrelló alrededor de las troneras. Los hombres de la
torre ya podían ver la máquina de asalto,
retumbando pesadamente a través del
patio. Era un aparato macizo de vigas,
bronce y hierro, sobre ruedas de carreta
de bueyes, con un ariete de cabeza de hierro sobresaliendo de una abertura en el
centro. Al menos cincuenta hombres podían acuclillarse detrás y debajo de él, a
salvo del fuego de fusilería.
Rodó hacia la pared y se detuvo, y empezaron a golpearla con almádenas.
Todo aquel estrépito había despertado
a Azizun que se incorporó frotándose los
ojos, se quedó mirando desconcertada alrededor, y luego gritó y corrió hasta Gordon para abrazarse a él y ser consolada.
Poco consuelo podía ofrecerle él surgido
de su mucha lástima por ella. No había
nada que pudiera hacer en aquel momento
por la muchacha, excepto interponer su
cuerpo entre el suyo y sus enemigos en la
carga final, y en un acto de compasión
guardar su última bala para ella.
Sintiendo lo desesperado de su posición ella se echó como un niño en sus
brazos, escondiendo el rostro contra su
amplio pecho, gimiendo débilmente. Gordon se sentó en silencio, aguardando la
postrera lucha cuerpo a cuerpo con la paciencia de las agrestes tierras en las que
había pasado tanto tiempo de su vida, y su
expresión era serena, casi tranquila, aunque en sus ojos ardía una inextinguible
llama.
—La pared se desmorona —murmuró un kurdo de ojos de lince agazapándose sobre su rifle ante la tronera—. El
polvo se alza bajo los martillos. Pronto
podremos ver a los obreros que blanden
los machos del otro lado de esa pared.
Entonces...
—¡Escuchad!
Todos en la torre lo oyeron, pero fue
Azizun quien se incorporó de un salto y
gritó cuando un nuevo sonido hendió la
mezcolanza a la que habían llegado a acostumbrarse. Se trataba de una ráfaga de
disparos hacia el norte, y ante tal sonido
todos los rifles de Shalizahr enmudecieron de pronto.
La muerte de la triple hoja
CAPÍTULO 9. EL HUERTO
SANGRIENTO
Gordon brincó hasta una tronera en el
lado norte de la torre. Miró por encima
de los tejados de Shalizahr hacia el camino
que se extendía bajo el silencioso y albo
amanecer. Media docena de hombres corrían por él, disparando hacia atrás mientras lo hacían. Detrás de ellos otras figuras salían en tropel de las rocas que se
apiñaban en el borde de la meseta.
Aquellas figuras, diminutas en la distancia pero claramente perfiladas a la temprana luz, apuntaron sus rifles. Los disparos restallaron, despidiendo una nube de
humo, y las figuras en fuga se tambalearon
y cayeron revolcándose. Un grave y feroz
alarido llegó hasta los oídos que escuchaban en la de repente silenciosa ciudad.
—¡Baber Khan! —exclamó Gordon.
De nuevo la negligencia de los guardianes
de la Escalera le había ayudado. Los ghilzai
habían ascendido por la desprotegida Escalera a tiempo para matar a los centinelas que llegaba a montar guardia allí. Pero
quedó consternado ante la cantidad de
hombres que subían en tropel por la meseta. Cuando la oleada de éstos cesó
había al menos trescientos guerreros
yendo en tropel hacia Shalizahr. Sólo
había una explicación: Lal Singh no se
había encontrado con ellos para explicarles su plan de ataque. Gordon pudo imaginarse la escena que debía haber tenido
lugar cuando alcanzaron el punto de reunión establecido y no encontraron a El
Borak allí... la enloquecida ira de Yar Ali
Khan y la vengativa furia que enviaría a los
miembros de la tribu de forma temeraria
Escalera arriba para atacar directamente
la ciudad de la cual nada sabían, salvo que
albergaba enemigos que creían habían matado a su amigo. Qué había pasado con
Lal Singh ni siquiera podía imaginarlo.
En Shalizahr el helado asombro había
dado paso a la acción apresurada. Los hombres chillaban sobre las techumbres, corrían
por todas partes en las calles. De tejado en
tejado la noticia de la invasión corrió como
el viento, y en unos minutos los hombres la
propagaban a gritos en el patio del palacio.
Gordon sabía que Ivan subiría hasta algún
punto panorámico en la cúpula y lo vería
por sí mismo, y no le sorprendió, unos instantes después, oír la voz de tralla del cosaco vociferando órdenes. El martilleo en la
pared cesó. Los guerreros salieron corriendo de detrás del escudo móvil.
Unos momentos más tarde más hombres entraban a raudales en la plaza desde
los jardines y el patio, y desde las casas
que flanqueaban ésta. Los kurdos de la
torre les dispararon con denuedo e hicieron algunos blancos, pero éstos fueron
pasados por alto. Gordon estaba alerta
por si veía a Ivan pero sabía que el cosaco
dejaría el palacio por alguna salida no expuesta a los disparos desde la torre. Al
poco lo entrevió lejos calle abajo, en
medio de una reluciente compañía de árabes con coselete, a la cabeza de los cuales
«¿Oyes eso, puerco americano?
¿Has oído hablar alguna vez de
una bastida de asalto? Bien, eso
es lo que mis hombres están
construyendo: un mantelete
sobre ruedas que detendrá las
balas y protegerá a cincuenta
hombres bajo él
destellaba el emplumado casco de Muhammad ibn Ahmed. Tras ellos se agolpaban cientos de guerreros ismailitas, bien
armados, y bien ordenados para marchar,
para ser miembros de una tribu. Resultaba evidente que Ivan les había enseñado
cuando menos los rudimentos del arte de
la guerra civilizada.
Avanzaron al paso como si pretendiesen salir al llano y encontrarse con la
horda que se aproximaba en combate
abierto., pero al final de la calle se dispersaron de pronto, refugiándose en los jardines y las casas a cada lado de ésta.
Los afganos todavía estaban demasiado
lejos para poder ver lo que estaba sucediendo en la ciudad. Para cuando hubieron
llegado a un punto desde donde pudieron
mirar calle abajo ésta parecía desierta.
Pero Gordon, desde su posición estratégica muy por encima de las casas, pudo ver
los jardines en el extremo norte de la ciudad abarrotados de amenazadoras figuras,
los tejados llenos de hombres cuyos rifles
centelleaban a la luz de la mañana. Los afganos marchaban derechos hacia una
trampa, mientras él seguía allí impotente.
Gordon sintió como si le faltara el aire.
Un kurdo vino y se quedó a su lado,
anudando un burdo vendaje alrededor de
una muñeca herida. Habló entre dientes,
mientras tiraba con ellos del harapo.
—¿Son esos tus amigos? Son estúpidos.
Van de cabeza a los colmillos de la muerte.
—¡Lo sé! —Los nudillos de Gordon
palidecieron al apretar éste los puños.
—Sé exactamente lo que pasará —dijo
el kurdo—. Cuando era de la guardia de
palacio oí a Bagheela contar a sus oficiales
su plan de defensa, en caso de que un enemigo llegase a atacar la ciudad.
“¿Ves aquel huerto al final de la calle,
en el lado este? Cincuenta hombres con
rifles se esconden allí. Puedes ver por un
momento el brillo de sus cañones entre
las flores de los melocotoneros. Al otro
lado del camino hay un jardín al que llamamos el Jardín del Egipcio. Allí también hay
cincuenta fusileros emboscados. La casa
junto a éste está llena de guerreros, y lo
mismo pasa con las tres primeras casas
del otro lado de la calle.
—¿Por qué me lo cuentas? —saltó
Gordon, con los nervios crispados por la
inquietud—. ¿Acaso no puedo ver a esos
perros agazapándose detrás de los pretiles de los tejados?
—¡Sí! Los hombres del huerto y del
jardín no dispararán hasta que los afganos
los hayan dejado atrás y estén entre las
casas de más adelante. Entonces los fusileros de los tejados harán fuego contra
ellos desde los dos lados y los del huerto
y el jardín barrerán sus flancos traseros.
Ningún hombre escapará.
—¡Si tan sólo pudiera avisarles! —musitó Gordon.
El kurdo hizo un gesto con la mano
hacia el palacio, y el techo de la casa más
cercana, desde la cual aun entonces los rifles restallaban de cuando en cuando.
—Bagheela no te dejaría sin vigilancia.
Al menos una veintena de hombres siguen
acechando la torre. Te acribillarían antes de
que pudieses llegar a cruzar medio jardín.
—¡Dios! ¿Debo quedarme aquí impotente y ver cómo matan a mis amigos?
—Las venas se marcaron sobre el cuello
de Gordon y sus oscuros ojos tomaron
un matiz rojo. Luego se agazapó de
pronto como una pantera lista para saltar cuando los disparos rompieron en el
otro extremo de la ciudad. Gritó, un
grave, feroz aullido de júbilo.
—¡Mira! ¡Los afganos están dispersándose en busca de refugio! Baber Khan es
un viejo lobo astuto. Puede que Yar Ali
Khan entrase de cabeza en una ciudad sin
saber nada de ella... ¡pero no Baber Khan!
Era cierto. Baber Khan, receloso
como un huesudo viejo lobo, había desconfiado de la apariencia de aquella calle
de aspecto inocente. Tal vez su cautela se
había visto aguzada a causa del menguar
del fuego en el otro extremo de la ciudad,
que había oído al subir por la Escalera.
Quizá sus acerados ojos habían atisbado
el resplandor del sol naciente en los cañones de los rifles sobre los tejados. En cualquier caso sus trescientos guerreros se
desplegaron en un largo frente de escaramuza, disparando desde detrás de peñascos y desde los hoyos naturales que marcaban la rocosa llanura.
Weird Tales de Lhork
97
Robert E. Howard
«El fuego inesperado fue como
un jarro de agua fría sobre las
caras de sus hombres, despejándolos de su ciega ansia de sangre, y antes de que ésta pudiera
convertirse en pánico, Baber
Khan llamó poderosamente su
vacilante atención por medio de
un agudo y furioso alarido
Un fuego disperso fue devuelto desde
los techos más cercanos, pero no hubo
ningún disparo procedente del jardín ni
del huerto, y el tiroteo desde los tejados
era escaso e ineficaz.
—¡Mira!
Una banda de hombres, en número de
un centenar o así, apareció en la calle salida
de entre las casas. Se movieron en confuso
orden a lo largo del camino, disparando
mientras llegaban. Gordon soltó una repentina y vehemente maldición, pues adivinó el ardid. Los kurdos que estiraron el
cuello por encima de sus hombros agitaron
sus turbantes como confirmación.
—Van a atraer a los afganos para que
carguen. Se retirarán en desorden enseguida. No hay afgano que pueda resistirse
a perseguir a un enemigo en fuga. Los ghilzai caerán en la trampa preparada para
ellos, después de todo.
La punta más próxima del frente de afganos estaba a unos pocos cientos de metros más allá del huerto. Apenas habían dejado atrás éste los ismailitas cuando
recibieron una fulminante andanada de
todo el largo de la irregular línea, y sus desiguales filas flaquearon cuando una docena
de hombres cayó. Resistieron lo suficiente
para disparar una descarga en respuesta, y
entonces empezaron a retroceder. Los
cuerpos que salpicaban la llanura demostraban que los ismailitas estaban dispuestos
a pagar un alto precio por su victoria final.
El lobuno alarido de los afganos llegó
claramente hasta el grupo de la torre
cuando los Asesinos rompieron filas y huyeron hacia la protección de las casas. Tal
como el kurdo había pronosticado y Gordon había temido, los ghilzai se pusieron
en pie de un salto y cargaron tras ellos,
disparando mientras corrían y aullando
como demonios locos de sangre.
Confluyeron desde ambos lados en el
camino, y allí, aunque Baber Khan fue incapaz de reprimir su impetuosa acometida, consiguió al menos a fuerza de golpes
y maldiciones que formaran un cuerpo
más compacto a medida que aparecían en
tropel en el extremo de la calle.
Los más ligeros de los afganos estaban
a menos de cien metros de los ismailitas
98
Weird Tales de Lhork
más rezagados cuando estos últimos se
precipitaron entre el huerto y el jardín y
siguieron corriendo calle arriba. Gordon
cerró los puños hasta que las uñas sacaron sangre de sus palmas. Los primeros
afganos ya estaban dejando atrás el otro
extremo del jardín... en unos instantes
caerían en garras de la trampa.
Pero algo fue mal. Más tarde Gordon
supo que había sido una cabeza con turbante asomada de forma imprudente por
encima de la pared del jardín lo que echó
a perder la trampa de Ivan. Baber Khan,
con ojos que no perdían detalle, divisó
aquella cabeza, y la bala que al instante la
atravesó hizo que su dueño apretara el gatillo de su rifle amartillado con una sacudida en el mismo momento en que moría.
Al oír el estallido de su rifle, sus compañeros, templados hasta un grado de tensión
casi insoportable, hicieron fuego de forma
mecánica y prácticamente involuntaria. Y
los hombres en el huerto al otro lado del
camino, reaccionando sin pararse a pensar, descargaron una desordenada andanada sobre la horda que arremetía. Y por
supuesto, en eso, los de los tejados de
más adelante empezaron a disparar de
forma espontánea sin haber recibido órdenes. Cuando una trampa que depende de
apretar el gatillo en el momento preciso
salta de forma prematura, el resultado es
siempre desmoralización y confusión.
Una veintena de afganos mordió el
polvo con la primera descarga, pero
Baber Khan se dio cuenta de inmediato de
la celada y vio y tomó la única salida. El
fuego inesperado fue como un jarro de
agua fría sobre las caras de sus hombres,
despejándolos de su ciega ansia de sangre,
y antes de que ésta pudiera convertirse
en pánico, Baber Khan llamó poderosamente su vacilante atención por medio de
un agudo y furioso alarido, y girándose,
los llevó directos a la pared del huerto.
Estaban acostumbrados, desde la cuna, a
seguirle ciegamente a donde les condujera. Lo siguieron entonces, con las balas
destrozando sus filas desde todos lados.
Una descarga que llameó a lo largo de
la pared de lleno en sus caras dejó una
línea de cuerpos desplomados en el ca-
mino pero no detuvo la carga. Pasaron
sobre la pared del huerto como una ola
movida por un tifón contra el implacable
plomo y el mordiente acero, arrollaron a
los cincuenta hombres que allí se agazapaban por la fuerza del número, disparándoles, apuñalándoles o golpeándoles en la
cabeza antes de que pudieran siquiera
huir, y luego, desde detrás de esa misma
pared abrieron un furioso fuego sobre el
jardín y las casas.
En un instante todo el cariz de la batalla había cambiado. El camino estaba lleno
de hombres muertos, pero con el sacrificio de unos cuarenta guerreros, Baber
Khan había escapado de la trampa antes
de que pudiera cerrarse.
Los ghilzai estaban bien a cubierto por la
pared, y los árboles que poblaban el huerto.
El plomo llovió dentro de éste desde el jardín al otro lado del camino, y desde los tejados de las casas, pero con escaso efecto.
Había fuentes en el huerto, y fruta en algunos de los árboles. A no ser que fueran hechos salir por una carga directa, podían
mantener su posición durante días.
Por otra parte, estaban entre dos fuegos. No podían tomar la ciudad disparando desde detrás de la pared de un
huerto, y si abandonaban su refugio, serían exterminados. No podían cargar contra las casas, ni podían retroceder a través
de la llanura y descender la Escalera sin
ser seguidos y masacrados mientras se retiraban. El continuo fuego desde las casas
reduciría poco a poco su número, hasta
que un ataque superara el muro y los
aplastara como ellos habían aplastado a
los cincuenta fusileros que habían ocupado en primer lugar el huerto.
Y mientras tanto, reflexionó Gordon
furioso, él se hallaba encerrado allí arriba
en aquella maldita torre, en tanto los
hombres que habían venido a rescatarle
luchaban por sus vidas contra un astuto y
despiadado enemigo. Como un tigre anduvo de un lado a otro, sus ojos ardiendo,
sus manos temblando del deseo de estar
aferrando una culata de revólver o una
empuñadura de espada. Azizun estaba
arrodillada junto a la pared, observándole
con los ojos muy abiertos, y los kurdos
guardaban silencio.
El rociar de las balas contra el exterior
de la torre lo enloquecía. No estaban disparando a nada que pudieran ver; simplemente estaban advirtiéndole que se mantuviera a cubierto; que siguiera encerrado
hasta que Ivan Konaszevski pudiera exterminar a sus amigos y volver para destruirle
a placer. Una roja niebla flotó ante los ojos
de Gordon, haciendo que todo pareciese
sumirse en un piélago de sangre.
Apenas se dio cuenta cuando uno de
los kurdos bajó a la cámara inferior; pero
fue consciente del regreso de éste, pues
subió los escalones de tres en tres, llameándole los ojos.
—¡Effendi! ¡Ven y mira! He arrancado
la alfombra del suelo de la cámara de ahí
abajo en busca de botín, que a menudo se
esconde bajo los suelos, y he encontrado
una argolla de bronce encajada en una ra-
La muerte de la triple hoja
nura. ¡Al tirar de ella se ha abierto una
trampilla en el suelo, y hay unos escalones
de piedra que llevan abajo!
Gordon salió de su laberinto de impotente rabia como una pantera despertándose, y se precipitó escalera abajo tras el
guerrero. Un instante después se agachaba sobre la trampilla abierta, encendiendo una de las cerillas que había hallado en la cámara superior. Los escalones
bajaban por espacio de unos metros al interior de un angosto túnel. Gordon se
arrodilló pensativo mientras el fósforo
parpadeaba y se apagaba.
—Este túnel lleva hacia el palacio —dijo
al poco—. Si Ivan lo conociese habría hecho
ir a sus hombres por él para atacarnos. Othman debe haberlo usado para pasar en secreto del palacio a la torre y viceversa. Sin
duda tendría secretos que ocultaría incluso
a Ivan. Es probable que sólo él y sus esclavos
negros supiesen de este túnel; lo que significa que ningún hombre vivo salvo nosotros
conoce su existencia.
—No sabemos a qué parte del palacio
conduce —le recordó el kurdo.
—No. Pero vale la pena correr el
riesgo. Haz venir a los otros.
Cuando los tres kurdos bajaron en
grupo con la chica, envolviéndose con su
improvisado vestido de seda, les dijo en
pocas palabras:
—Apuesto a que este túnel nos llevará dentro de alguna parte del palacio
que no esté llena de Asesinos. No puede
haber muchos hombres en palacio, y se
encuentran en la parte frontal del edificio,
a juzgar por el sonido de los disparos. De
todas formas, es mejor arriesgarse que
esperar aquí a ser despedazados.
“Si entramos vivos en el palacio, nos dirigiremos al túnel donde se oculta Yusuf
ibn Suleiman. Es inútil que espere allí ahora,
pero por supuesto probablemente no lo
sabe. Si llegamos allí voy a enviaros con la
chica fuera a través de los barrancos.
Y de forma sucinta les contó cómo llegar a la cueva y al agujero en el acantilado.
—¡No queremos dejarte, effendi!
El cansancio y las heridas estaban dejándose notar en los kurdos por fin; sus
barbudas caras se veían macilentas y ojerosas, pero hablaban con sinceridad.
—Obedeceréis mis órdenes, como jurasteis hacer, y lo mismo hará Azizun —
dijo cuando la chica dio muestras de rebelarse—. Conocéis el camino hasta Khor.
Id allí, y usad la misma contraseña que le
dije a Yusuf. No tengáis miedo al atravesar los barrancos. El djinn está muerto... y
nunca fue sino un simio, de todas formas.
Si llegáis a Khor, poneos en contacto con
la familia de Azizun en Delhi. Os pagarán
bien por devolvérsela.
—¡Que los perros ensucien su dinero
hindú! Tu orden es bastante. Pero, effendi,
¿qué será de ti?
—Una vez hayáis entrado sin problemas en los barrancos voy a deslizarme
fuera del palacio y tratar de alcanzar el
huerto donde los afganos están acorralados. Vinieron a salvarme. No puedo abandonarlos. Es una cuestión de izzat.
Utilizó el término afgano de forma inconsciente, pero los kurdos comprendieron; ellos también tenían su código de
honor.
—Os cuento esto ahora, de forma
que si caigo antes de que lleguemos al
túnel donde está Yusuf, el resto de vosotros sepa qué hacer. ¡Hacia Khor! Y
ahora vamos.
Entraron en el túnel, iluminando el camino con improvisadas antorchas. Estaba
adornado para tratarse de un pasadizo,
con frisos de mármol, arcos y baldosas.
Corría derecho cierta distancia, hasta que
Gordon supo que estaban muy por debajo del palacio. Se estaba preguntando si
se comunicaba con las mazmorras cuando
llegaron a un angosto tramo de escalones
que llevaba arriba hasta una puerta de
bronce. Su atenta escucha no reveló sonido alguno del otro lado de ésta, y Gordon la empujó abriéndola con cuidado, el
rifle listo. Se introdujeron en una cámara
vacía, cuya puerta secreta constituía un
panel de la pared. Cuando Gordon lo empujó cerrándolo detrás de ellos se oyó el
chasquido de un resorte oculto. Su huida
estaba cortada en aquella dirección.
Atravesaron la cámara a hurtadillas y
se asomaron a través de las cortinas de la
puerta al oscuro corredor del otro lado.
Ningún sonido rompió el silencio del palacio excepto el brusco restallar de los rifles a cierta distancia. Se trataba de los
hombres en la parte delantera del edificio
disparando a la torre. Gordon esbozó una
sonrisa al pensar que mientras los fusileros estaban tan ocupados, los hombres a
quienes creían atrapados con toda seguridad estaban invadiendo el palacio detrás
de ellos.
—¿Sabes exactamente dónde estamos
ahora, Azizun?
—Sí, sahib.
—Entonces condúcenos hasta el
cuarto que da a la escalera secreta. No
hace falta que diga a nadie que vaya en silencio.
—No creo que nos descubran. Los
esclavos varones estarán en el otro extremo de la ciudad, observando la lucha.
Las mujeres, esclavas y huríes, se esconderán llenas de miedo en las estancias superiores... puede que encerradas dentro
por sus amos —contestó Azizun, llevándoles con rapidez a lo largo del sinuoso
corredor.
Al parecer su suposición era correcta,
pues llegaron a la puerta de la cámara que
Gordon había ocupado el día anterior sin
ver a nadie. Pero en el mismo momento
en que Gordon tendía una mano hacia la
puerta, el corazón les dio un vuelco ante
el bajo murmullo de voces y las sordas pisadas de muchos pies dentro de la estancia. Era tan inesperado como un disparo
salido de una emboscada. Antes de que
pudieran retirarse la puerta se abrió de
golpe, y luego la boca del rifle de Gordon
se hundió con fuerza en el vientre del
hombre que la había abierto.
Por un instante ambos se quedaron inmóviles.
—¡Sahib!
—¡Lal Singh!
Los kurdos detrás de Gordon se quedaron mirando furiosos al ver al enorme
y barbudo sij estrechar los brazos en
torno de su effendi en un abrazo de alborozado alivio. Detrás de Lal Singh Yusuf
ibn Suleiman con su vistoso atuendo
árabe sonreía como un barbado demonio de la montaña, y cincuenta fieras figuras con rifles y tulware abarrotaban la cámara.
—Temí que estuvieses muerto —dijo
Gordon con voz ligeramente trémula.
—Merezco estarlo, porque fracasé en
mi misión —dijo el sij en tono arrepentido—. Debería haber llegado a la Garganta de los Reyes antes que los ghilzai.
Sahib, al pie occidental de los riscos que
rodean esta meseta, me encontré con un
antiguo firme: la vieja ruta de caravanas
que antaño discurría a través de este país
desde Persia a la India. Gira al norte a lo
largo del pie de los riscos y se adentra en
la Garganta de los Reyes kilómetro y
medio más o menos al oeste de la hendidura donde mataste al mongol.
“Era muy fácil una vez di con la ruta...
pero mientras descendía hacia ella resbalé
y caí y me golpeé la cabeza contra una
roca. Debo haber yacido inconsciente durante horas. Cuando recobré la conciencia y seguí adelante, y llegué a la Garganta
de los Reyes, ya había amanecido, y los
ghilzai, que casi habían reventado sus caballos cabalgando toda la noche, ya habían
pasado a través de la hendidura. Me topé
con sus caballos que habían dejado en la
garganta, con algunos muchachos para vigilarlos. Me contaron que Yar Ali Khan
había usado tu cuerda para subir al saliente que oculta la boca de la grieta, y
había atravesado la puerta disparando al
hombre que la guardaba antes de que éste
supiese que el afridi estaba cerca. Los secretos de esos Asesinos han estado a
salvo tanto tiempo que los muy estúpidos
se han vuelto descuidados. Ni siquiera tu
entrada en la ciudad los puso en guardia.
Nunca imaginaron que habría hombres
que te seguirían.
“Bien, justo cuando me disponía a seguir a los ghilzai a través de la hendidura,
oí disparos desde un punto que sabía era
la cima de los acantilados. Supe que ya estaban sobre la meseta, pues el tiroteo se
iba alejando. Mientras dudaba, sin saber
que hacer, y maldiciéndome a mí mismo
por mi fracaso en alcanzarlos a tiempo,
estos cincuenta hombres se adentraron
cabalgando en la garganta, siguiendo a los
ghilzai. Son waziri a los que Baber Khan
permitió establecer su poblado a unos kilómetros de Khor; habiéndose enterado
de que los ghilzai estaban en guerra, los siguieron para ayudarles en el combate... y
en el saqueo. Al no ver ninguna opción
mejor los traje conmigo, tal como habías
planeado que trajera al grueso de los ghilzai. Los caballos estaban cansados, pero
aun así nos movimos rápido, pues seguimos el antiguo firme hasta un punto a
menos de un kilómetro del agujero por el
Weird Tales de Lhork
99
Robert E. Howard
que me arrastré a través del risco. ¡Y
ahora esperamos tus órdenes!
—¡Shabash! —Exclamó Gordon—.
Hay trabajo de hombres para todos nosotros.
—¿Qué ha ocurrido, sahib? —preguntó ansioso el sij, mientras los feroces
waziri, que le habían seguido simplemente
porque sabían que era compañero de El
Borak, se apiñaban alrededor expectantes—. Oímos disparos todo el camino,
pero por supuesto no pudimos ver nada.
Y este kurdo, que nos abrió la puerta, no
sabe más que nosotros.
—Los ghilzai ocupan el huerto en el
otro extremo de la ciudad —respondió
Gordon—. Más tarde os hablaré de la batalla; ahora hay trabajo que hacer de prisa
—Volviéndose hacia los tres kurdos,
dijo—. Vosotros tres haced lo que os he
mandado. Lal Singh, diles dónde dejaste
los caballos de los waziri —Hecho esto,
Gordon añadió—. Cabalgad hasta Khor y
esperadnos. Si la batalla nos es desfavorable, os ordeno que os ocupéis de que Azizun llegue sana y salva a casa.
Hicieron una zalema en silencio; la
chica se hubiera colgado de él y sollozado,
pero no había tiempo, ni siquiera para lágrimas de mujer. A su señal los kurdos la
alzaron en vilo con desmañada amabilidad,
y cargaron con ella mientras sollozaba a
través del panel secreto.
—Y ahora salgamos de este palacio —
dijo Gordon—. Vamos a tomar parte en
la lucha, pero a Baber Khan no le servirá
de nada que nos quedemos encerrados en
aquel huerto con él. Vamos a tratar de llegar al jardín cruzando el camino desde el
huerto… ya conoces el plano de la ciudad, Lal Singh. Desde ese punto podemos
tomar las casas del otro lado de la calle, y
estar en posición para flanquear cualquier
carga que intente bajar por la calle.
¡Vamos!
Gordon se puso en camino a lo largo
de un corredor por el cual Musa le había
guiado el día anterior al llevarlo ante la
presencia de Ivan Konaszevski. Los cincuenta montañeses le siguieron, disonantes con sus salvajes rostros y harapientas
ropas en aquel marco de ricos tapices y
pulimentadas baldosas.
Atisbaron alrededor con recelo ante
el sonido de los rifles en la parte delantera
del palacio, restallando lejos como un anticlímax. Unos instantes después Gordon
los condujo al interior del vestíbulo desde
el que había escapado el día antes. La ventana todavía mostraba los barrotes doblados y tajados, el balcón la astillada celosía.
Se detuvo un momento sobre éste, explicando su plan a Lal Singh y la turba de
montañeses que aguzaban el oído para enterarse de cada palabra pronunciada por
El Borak, como si se tratara de joyas dejadas caer por un héroe casi mítico.
—¿Veis cómo los jardines se extienden en una densa hilera al oeste de las
casas, separados sólo por muros entre
ellos? Los árboles crecen espesos. Si rodeamos esos jardines, manteniéndonos
pegados a las paredes oeste, tendremos
100
Weird Tales de Lhork
muchas posibilidades de no ser vistos por
nadie en las casas. Creo que podemos
salir detrás del Jardín del Egipcio sin ser
descubiertos; los Asesinos estarán todos
mirando hacia el otro lado. No sé cuántos
hombres hay en el Jardín del Egipcio, pero
un ataque por sorpresa desde la retaguardia debería despejarlo. Ahora vamos… a
través de esta celosía rota y por encima
de esa pared. Nadie está mirando hacia
este lado del palacio.
Hombre tras hombre se descolgaron
desde el balcón, corrieron tras él cruzando el jardín y se deslizaron sobre la
pared desde la cual había ido a caer dentro del barranco. Se vieron sobre el resalte de roca desnuda que discurría junto
al muro del palacio en aquel punto; pero
unos instantes más tarde lo habían rodeado y se precipitaban a través del espacio
que lo separaba del primero de los jardines de la ciudad.
El constante tiroteo en el otro extremo de la calle indicaba que la lucha estaba siendo encarnizada. Cientos de rifles
ladrando juntos armaban un ensordecedor estrépito y Gordon hizo una mueca al
pensar en la tormenta de plomo que
debía estar barriendo el huerto. Los defensores pagarían con mucha sangre, pese
a la habilidad de los ghilzai para aprovechar cualquier pequeño refugio. Pero al
menos el estruendo cubría su avance.
Con toda aquella barahúnda teniendo
lugar en el extremo norte de la ciudad, lo
más probable era que nadie estuviese observando en dirección opuesta.
Y tal fue el caso, pues nadie dio la
alarma mientras la veloz y furtiva banda se
deslizaba a lo largo del borde oeste de los
jardines, encorvándose para mantenerse
por debajo del muro tanto como fuese
posible.
Al aproximarse al extremo norte de la
calle las posibilidades de ser descubiertos
aumentaron, mas a la vez la atención de
sus enemigos en aquella parte de la ciudad
se hallaba fijada todavía más en la otra dirección. Y aunque Gordon y sus seguidores no podían saberlo, los acontecimientos estaban conformando un tifónico
clímax.
CAPÍTULO 10. EL ÁNGULO
SANGRIENTO
Ivan Konaszevski, que había estado dirigiendo la batalla desde el tejado de la tercera casa en el lado este de la calle, ya
había comprendido que haría falta una
carga en gran número para recuperar el
huerto. Era presa de dudas e incertidumbres. Temía que los afganos estuviesen esperando refuerzos, para defender la Escalera contra los cuales tendría que dividir
sus fuerzas. Le obsesionaba el temor de
que Gordon, aunque atrapado en la torre,
pudiese hallar una forma de burlar a los
hombres que habían sido apostados para
mantenerle allí. El cosaco no temía a Gordon en persona, pero sudaba profusa-
mente ante la idea de depender de ingenios menos agudos que el suyo para excluir al americano de la lucha. Temía que
si el combate se alargaba hasta el anochecer, los afganos pudiesen salir amparados
por la oscuridad y lograsen entrar en las
casas adyacentes, de donde sería poco
menos que imposible desalojarlos. Temía
el efecto desmoralizador de una batalla
prolongada sobre sus hombres, a quienes
ya estaba abasteciendo de hashish y
whisky para espolear su celo.
Así que aunque habría preferido
aguardar hasta que el ejército afgano hubiese sido diezmado a lo largo de horas
de disparos por sus tiradores ocultos, decidió concluir la contienda en un arranque
de sangre y gloria. La toma del huerto por
parte de los ghilzai había demostrado que
una pequeña fuerza no podía guardar el
muro relativamente bajo contra una carga
decidida en mayor número.
Dejando un par de docenas de tiradores sobre los tejados para mantener a los
hombres del huerto ocupados, Konaszevski sacó a la mayoría de sus seguidores
de las casas, y los reunió, hasta un total de
cuatrocientos, en el espacio entre la tercera y cuarta casas en el lado este de la
calle donde no podían ser vistos por los
sitiados afganos. Destacó a un grupo de
un centenar de hombres para que se deslizasen a través de los jardines que se extendían en el lado este de la ciudad y atacasen el huerto desde dicho lado en el
momento más favorable, mientras él llevaba a trescientos fanáticos enloquecidos
por el hachís directamente calle abajo,
contra el ángulo sudoeste de la pared del
huerto.
El cosaco sabía que las casas los protegerían hasta los treinta metros finales
de espacio descubierto que separaban la
última de aquel lado del huerto. Ivan sabía
que muchos hombres morirían en aquel
espacio abierto, pero creía que sobrevivirían los suficientes para rebasar la pared a
pesar del fuego de los defensores. Y los
guerreros muertos siempre podían ser
sustituidos; la vida humana era la mercancía más barata en las Montañas. Iván estaba dispuesto a sacrificar tres cuartos de
su ejército si hacía falta para aplastar a los
invasores.
El ensordecedor fragor de una docena
de largas trompas de bronce en manos de
los mongoles de Ivan dio la señal para la
carga. Aquel enloquecedor sonido hirió
los oídos de Gordon y sus waziri justo
cuando se deslizaban, sin ser vistos, sobre
la desprotegida pared oeste del Jardín del
Egipcio. Se disponían a alzar sus rifles para
apuntar a la veintena escasa de Asesinos
que se agazapaban a lo largo de la pared
este, disparando al huerto del otro lado
del camino, e inconscientes de cualquier
cosa que hubiese detrás de ellos. Aquel
atroz y broncíneo clamor los aturdió paralizándolos momentáneamente, y luego
unos alaridos venidos del mismo infierno
siguieron a las trompas, y una masa de enloquecidos hombres blandiendo armas
brotó de entre las casas al otro lado del
La muerte de la triple hoja
camino y barrió la calle como un espumeante torrente.
Los hombres sobre los tejados y en el
jardín corrieron una espesa cortina de
fuego a lo largo de la pared del huerto,
desencadenando un infernal ruido al momento.
Fue un instante en el que todo dependía de una decisión fulminante. Y Gordon
estuvo a la altura de la ocasión, tal como
Baber Khan lo había estado antes aquel
día. Sus ansiosos pero desconcertados waziri no podían oír las órdenes que gritaba,
pero le entendieron cuando se echó el
rifle al hombro. En aquel violento huracán
de sonido, la andanada que abatió a los
veinte fusileros a lo largo del muro del
jardín pasó inadvertida. Aquellos Asesinos
murieron mirando en dirección opuesta,
sin saber qué les había golpeado. Unos segundos más tarde sus verdugos se arrodillaban entre sus cuerpos, mirando por encima de la pared en su lugar. Los hombres
que seguían en los tejados, disparando locamente sobre las cabezas de sus camaradas a la carga, nunca supieron lo que había
tenido lugar en el Jardín del Egipcio.
Los waziri aún no habían alcanzado la
pared oeste cuando la espumajeante
horda dejó atrás a la carrera la última casa
y se precipitó hacia el huerto. Una terrible
andanada los recibió; a lo largo de toda la
pared brotaban estallidos de llama y el
humo se enrollaba hacia lo alto en una
nube. Toda la primera línea cayó. En un
instante, el camino estuvo cubierto de
muertos. Ivan había contado con el ímpetu de aquella carga de cabeza para cruzar el espacio abierto, pero incluso sus fanáticos flaquearon contra aquella
lacerante ráfaga. Se tambalearon y vacilaron.
Pero en aquel momento el centenar
de ismailitas que habían rodeado los jardines llegaron a la pared este del huerto y
la encontraron desguarnecida, puesto que
los ghilzai se habían visto obligados a concentrar sus fuerzas en el ángulo sudoeste
para hacer frente a la carga. Ivan había
contado con aquello, asimismo; pero
había pasado por alto la espesura de los
árboles a través de los que los cien guerreros tendrían que hacer fuego. Así que
su andanada hacia las espaldas de los hombres a lo largo de la pared sudoeste, aunque sangrienta, no fue tan devastadora
como había esperado que fuese.
No obstante sorprendió a los ghilzai, y
en aquel momento, mientras su fuego vacilaba, los enloquecidos ismailitas en el camino lanzaron un rugido que reventó los
mismos tímpanos de la batalla, y subieron
sobre la barrera como una irresistible oleada. Fue en aquel instante cuando Gordon
y sus waziri abrieron fuego desde detrás
de ellos. Una línea entera de hombres
cayó, alcanzados en la espalda, pero la
acometida no fue frenada en lo más mínimo. Como una rugiente ola los Asesinos golpearon contra el muro y trabaron
un encarnizado combate con los defensores. Los rifles que asomaban sobre la
pared desde ambos lados fueron dispara-
«Y los guerreros muertos siempre podían ser sustituidos; la
vida humana era la mercancía
más barata en las Montañas.
Iván estaba dispuesto a sacrificar tres cuartos de su ejército
si hacía falta para aplastar a los
invasores
dos en plenos y rugientes rostros. Los tulware asestaban estocadas y tajos arriba y
abajo. Los hombres eran arrastrados
desde la pared al camino, y aquellos que
trepaban sobre ésta desde el exterior
caían o eran hechos caer dentro del
huerto. Los ismailitas, pisoteando a sus
muertos y moribundos, se agruparon en
una tensa masa lanzándose contra la
pared, los de delante siendo aplastados
por la presión de los de detrás. Cayeron
en tropel sobre la barrera luchando como
furias, y tan pronto como eran abatidos
otros ocupaban su lugar salidos de la aullante horda.
Los waziri en el jardín dispararon una
y otra vez, y sus balas destrozaron el
flanco trasero de la turba, segando una espantosa cosecha. Pero la frenética horda
era como un hombre tan ciegamente decidido a matar al enemigo ante él que no
es consciente de que un cuchillo está clavándose una y otra vez en su espalda.
Los cien ismailitas en el huerto llegaron lanzándose a través de los árboles
para caer sobre la retaguardia de los ghilzai con cuchillos y culatas de rifle. Los waziri de Gordon, fuera de sí, saltaron la
pared del jardín y se arrojaron sobre las
espaldas de la horda ante el huerto, aporreando y acuchillando. Y los fusileros
sobre los tejados abandonaron sus puestos para precipitarse sobre el camino y
añadir su furia al frenesí general.
Fue en ese momento cuando la pared
cedió bajo el impacto de toneladas de
tensa carne humana arrojada con violencia contra ella, y las rojas mareas que habían estado espumeando contra la barrera
a cada lado fluyeron en una sola mezclándose en un terrible mar.
Tras aquello no hubo nada que se pareciera a una orden o plan, ninguna posibilidad de obedecerlas y ningún tiempo
para darlas. Fue todo ciega, jadeante, sudorosa carnicería, cuerpo a cuerpo, sangre salpicando las flores y afanosos pies
pisoteando el césped hasta hacerlo pedazos. Entremezclada de forma inextricable,
la palpitante masa de combatientes hervía
y se arremolinaba por todo el huerto e inundaba el camino. El tiroteo cesó, dando
paso al crujir de las culatas de rifle usadas
como garrotes y al desgarrar de cortantes
hojas. Para entonces no había mucha diferencia en cuanto a número en las hordas
rivales, pues las bajas de los batini habían
sido espantosas. El desenlace pendía de un
hilo y ningún hombre sabía cómo estaba
yendo la batalla en sí. Cada uno estaba demasiado ocupado con sus propios problemas para conservar el pellejo intacto y
matar al que tenía al lado como para ser
capaz de darse cuenta de lo que estaba
pasando alrededor de él.
Incluso Gordon, cuyo cerebro por lo
general funcionaba con claridad cristalina
en el furor más encarnizado de la batalla,
no podía hacerse ninguna idea clara sobre
aquel combate... el más salvaje de toda la
miríada de olvidadas batallas sin nombre
luchadas en el misterio de las Montañas
para decidir el destino de imperios.
No malgastó su aliento tratando de
imponer orden al caos. Astucia y estrategia habían caído por la borda; la contienda
se decidiría por el puro número y la ferocidad individual. Cercado por aullantes lunáticos, sin nadie que oyera sus órdenes
en caso de darlas, y sin aliento para proferirlas en cualquier caso, no había nada
que hacer salvo partir tantas cabezas
como pudiera y dejar que los dioses de la
fortuna decidieran el resultado final.
Gordon recordó haber disparado su
último tiro a quemarropa contra un salvaje rostro. Luego blandió su rifle y golpeó y golpeó y golpeó hasta que el mundo
se volvió extraño, rojo y nebuloso y casi
perdió incluso su individualidad en el tumulto que le rodeaba.
Supo (sin ser consciente de que lo
sabía) que Lal Singh luchaba a un lado de
él y Yusuf ibn Suleiman al otro; y detrás
de ellos, todos los waziri que quedaban se
pegaban tenazmente a sus talones, blandiendo goteantes tulware.
Y entonces, de pronto, como una niebla que se aclara cuando el viento la ataca,
la batalla comenzó a aclararse, las enmarañadas masas dividiéndose y deshaciéndose en grupos e individuos. Gordon
supo que uno u otro bando estaba cediendo, volviendo sus hombres las espalWeird Tales de Lhork
101
Robert E. Howard
«Y entonces Gordon vio a Iván
Konaszevski. El cosaco estaba
desnudo hasta la cintura, sus
nudosos músculos temblando y
contrayéndose al relampagueante ritmo del sable en su
mano. Sus oscuros ojos ardían y
sus finos labios mostraban una
temeraria sonrisa
das a la matanza. Eran los batini los que
desfallecían, empezando a extinguirse la
locura inspirada por el hachís que habían
tomado. Sin la droga su furia era menos
absoluta que la desesperación de los montañeses que sabían que debían vencer para
sobrevivir. Además, los ismailitas eran una
turba mestiza, carente de la unidad racial
de los afganos.
Pero el final no llegó de inmediato.
Los filos de la batalla se separaron desmoronándose, pero en mitad del huerto el
combate más porfiado de la jornada remolineaba y giraba en torno a un espeso
grupo de árboles donde los más feroces
luchadores de Shalizahr oponían resistencia con la espalda contra los árboles.
Gordon condujo a sus hombres hacia
allí, abriéndose paso a tajos por las aisladas líneas de combates individuales. Vio
un resplandor de coseletes dorados en
medio de una oleada de zamarras de piel
de carnero, y Yusuf ibn Suleiman gruñó
algo, y se alejó de su lado de un salto,
hacia un casco de plumas que se agitaba
por encima de los turbantes.
Y entonces Gordon vio a Iván Konaszevski. El cosaco estaba desnudo hasta la
cintura, sus nudosos músculos temblando
y contrayéndose al relampagueante ritmo
del sable en su mano. Sus oscuros ojos ardían y sus finos labios mostraban una temeraria sonrisa. Tres ghilzai muertos yacían a sus pies y su sable mantenía a raya a
media docena de hojas a la vez. A diestra
y siniestra de él árabes con coselete y rechonchos mongoles vestidos con cuero laqueado golpeaban luchando pecho contra
pecho con salvajes espadachines ghilzai. Y
dentro de aquella carnicería los waziri de
Gordon se lanzaron aullando como lobos.
Gordon pudo ver a Yar Ali Khan por
primera vez, asomando por encima de la
turba mientras saciaba su furia asesina con
anonadantes estocadas. Y distinguió a
Baber Khan... tambaleándose fuera de la
refriega, cubierto de sangre. Gordon comenzó a abrirse paso a golpes hasta Konaszevski.
Iván rió, con un salvaje brillo en sus
oscuros ojos, al ver al americano viniendo
hacia él. La sangre corría por el muscu102
Weird Tales de Lhork
loso pecho de Gordon, deslizándose en
minúsculos arroyos por sus nudosos brazos morenos. La culata del rifle que blandía estaba manchada de sangre y sesos.
—¡Ven y muere, El Borak! —rió Ivan,
y Gordon se agachó para cargar, balanceando la culata del rifle por encima de la
cabeza.
—¡No, sahib, ten esto! —Y Lal Singh
le embutió en la mano la empuñadura de
su goteante sable. El Borak se irguió, sacudió la cabeza para despejarla, y se abalanzó como haría un cosaco, en un furibundo torbellino de acción. Ivan saltó
para recibirle, y lucharon como luchan los
cosacos, atacando ambos de forma simultánea, lloviendo golpe sobre golpe demasiado rápido para que el ojo los siguiera.
El tiempo podría haber retrocedido trescientos años hasta un duelo entre espadachines zaporogos en las orillas del Dnieper.
¡Y en un círculo alrededor de ellos los
jadeantes guerreros empapados en sangre
olvidaron su propia labor de carnicería
para quedarse mirando a los dos guerreros occidentales decidiendo el destino de
Oriente entre ellos!
—¡Aie! —gritaron cien gargantas
cuando Gordon dio un traspiés, perdiendo el contacto con la hoja del cosaco.
Iván soltó un penetrante alarido, alzó
con rapidez su espada... y sintió el sable
de Gordon en su corazón antes de darse
cuenta de que el americano le había engañado. Cayó pesadamente, arrancando la
empuñadura de la mano de Gordon. Estaba muerto antes de golpear el suelo, sus
finos labios retorcidos en una sonrisa de
amarga burla de sí mismo.
Gordon estaba inclinándose para recuperar su espada cuando volvió a oírse el
estallido de un disparo entre los árboles,
se inclinó más aún como para arrodillarse
junto al muerto... y cayó de pronto sobre
el cuerpo, rezumando sangre de su cabeza. No oyó el enloquecido alarido que
se elevó hasta el calinoso cielo azul, ni
presenció la impetuosa acometida de los
afganos soltando espumarajos cuando pasaron junto a él como un huracán y se
arrojaron a las gargantas de sus enemigos.
La primera sensación de Gordon al
recobrar la consciencia fue una ausencia
de sensación... una insensibilidad que lo
mantuvo inerme. Parecía yacer en una
suave oscuridad. Luego oyó voces, un
murmullo incoherente al principio, que se
hizo más claro a medida que volvía la vida
a él. Comenzó a distinguir las voces, y a
reconocerlas. Una era la de Yar Ali Khan,
y se sorprendió al darse cuenta de que el
gigante estaba sollozando... gimoteando
clamorosamente y sin vergüenza.
—¡Aie! ¡Ahai! ¡Ohee! ¡Está muerto!
¡Sus sesos salen por ese agujero en su cabeza! ¡Oh, hermano mío! ¡Oh, príncipe de
asesinos! ¡Oh, rey entre los hombres!
¡Oh, El Borak! ¡Muerto, por una chusma
de harapientos bastardos de las montañas! ¡Él cuya uña del meñique valía más
que todos los ladrones de caballos ghilzai
del Himalaya!
—¡No está muerto, Alá te maldiga! ¿Y
qué culpa tienen los ghilzai? ¡Mis guerreros yacen muertos a docenas! —Aquél
era Baber Khan.
—¡Ohai! Ojalá hubieran muerto
todos, y tú con ellos, sí, y yo también, si
así El Borak hubiese salvado la vida.
—¡Ah, deja de mugir como un buey y
pásame esa venda! —Aquél era Lal
Singh—. Te digo que su herida no es mortal. La bala sólo le pasó rozando el cráneo,
dejándole sin sentido, maldito sea el batini
cobarde que la disparó.
—Partiré la cabeza de ese perro —lloriqueó Yar Ali khan—. Pero eso no puede
devolverle la vida a nuestro sahib. Aquí
está la venda. Los sij no tienen corazón.
Son una raza sin compasión. ¡Tu amigo y
hermano yace ahí muriendo, y no viertes
ni una lágrima! ¡No, te burlas de mí por
mi dolor! ¡Por Alá, si la pena no me embargara, te daría algo de lo que llorar!
Al ir recobrando los sentidos Gordon
fue entonces consciente de un latido en
su cabeza, que era aliviado un poco bajo
el cuidado de fuertes, amables y hábiles
dedos que le aplicaban algo húmedo y
frío. La oscuridad abandonó su cerebro y
sus ojos, y alzó la vista hacia los expectantes rostros de sus amigos.
—¡Sahib! —Gritó Lal Singh lleno de
alegría—. ¡Mira, Baber Khan, abre los
ojos! ¡Ali, si no te cegaran esas estúpidas
lágrimas, verías que El Borak vive, y está
consciente!
—¡Sahib! —aulló el enorme y velludo
asesino, y acto seguido se puso a llorar de
alegría.
Gordon alzó su vendada cabeza, y
apretó los dientes cuando el movimiento
hizo que le empezara a latir atrozmente
de nuevo. Estaba tendido en una esquina
de la pared del huerto, y un melocotonero inclinaba sus ramas sobre él, verdes
hojas contra el azul cielo, y las flores llovían pétalos sobre él en una suave lluvia al
soplar la brisa. Pero el aire hedía a sangre
recién derramada; había sangre sobre la
hierba, y un hombre muerto yacía boca
abajo a unos metros de distancia.
El huerto estaba extrañamente silencioso tras el estrépito de la batalla, pero
La muerte de la triple hoja
creyó oír a hombres chillando en alguna
parte a lo lejos. No podía estar seguro, a
causa del retumbar dentro de su cabeza.
—¿Qué ha pasado? —musitó—. ¿Está
muerto Iván?
—Todo lo muerto que puede estar un
hombre con un sable atravesándole el corazón, sahib —contestó Lal Singh—. El
mismo diablo habría mordido el anzuelo
que le lanzaste al cosaco. A mí mismo se
me salió el corazón por la boca cuando
pareciste tropezar. Un batini oculto entre
los árboles te disparó un instante después.
Pero el valor había abandonado a los Asesinos, y nuestros afganos se volvieron
locos de atar al verte caer. Se abalanzaron
sobre los ismailitas con una furia que no
podía ser contenida, y esos hijos de perros cedieron y escaparon en todas direcciones... los que vivieron para escapar.
Aun ahora los ghilzai los acosan a lo largo
de toda la calle. ¡Escucha!
Gordon se quedó mirando a Baber
Khan.
—Temí que te hubiesen matado.
El jefe sonrió con una mueca. Su barba
tenía coágulos de sangre de un corte en el
cuello, y su pierna quedó extendida de
forma rígida delante de él cuando se sentó
apoyándose contra la pared.
—Una bala en el muslo. No es nada.
Temíamos que estuvieses muerto.
—¡Ja! —Yar Ali Khan se atusó la barba
y clavó una desdeñosa mirada de desprecio en sus amigos—. ¡Viejas! ¡Sahib, deberías haberles oído gritando encima de ti!
¡Wallah! ¿Acaso no os mandé que dejarais
de lloriquear como mujeres? ¿No os dije
que la cabeza de El Borak era demasiado
dura para que una bala la abriera? ¿Dónde
están vuestros modales? ¡Puede que el
sahib tenga órdenes!
Gordon se esforzó por alzarse hasta
quedar sentado y clavó la mirada en el
huerto. Lo que allí vio hizo estremecer incluso sus nervios de hierro. Era un jardín
de cadáveres. Los muertos yacían como
hojas caídas en montones azotados por el
viento cual túmulos y desordenadas hileras. En el sangriento ángulo y en el camino
de fuera los cuerpos estaban apilados de
tres en tres, entre las ruinas de la pared.
—¡Dios! —Por un momento Gordon
se quedó sin habla, dándole un vuelco el
corazón—. Baber Khan, envía a alguien a
por tus guerreros. Ali irá. Ordénales que
detengan la matanza. Han muerto bastantes hombres. Ordénales que perdonen a
todos los que depongan sus armas y se
rindan. Y otra cosa: hay muchas mujeres
cautivas en Shalizahr que no han de ser
lastimadas. Pretendo devolverlas a sus
casas.
Yar Ali Khan se alejó dándose aires de
importancia para comunicar las órdenes,
justo cuando otro hombre se aproximaba.
Yusuf ibn Suleiman venía hacia Gordon,
empuñando una cimitarra rota. Hablaba
con dificultad puesto que una cuchillada le
atravesaba la boca y la borboteante sangre lo ahogaba.
—Effendi, mi espada se quebró con el
último golpe, pero fue suficiente. Muham-
mad ibn Ahmed yace allá entre los cuerpos de sus perros con coselete. Nunca
volverá a insultar a un kurdo de las montañas. ¿He cumplido mi palabra, El Borak?
—La has cumplido. ¿Pero por qué me
haces esa pregunta? Siempre supe que la
cumplirías.
Yusuf soltó un profundo suspiro y se
sentó cruzando las piernas bajo el árbol,
con la espada rota sobre sus rodillas.
Un débil gemido comenzó a ponerse
de manifiesto sobre el huerto: los heridos
suplicando agua. Gordon asió el hombro
de Lal Singh y se levantó con dificultad.
—Baber Khan, tenemos que meter a
los heridos en las casas y hacer lo que podamos por ellos. Las mujeres pueden ayudar. Puedo sostenerme solo, Lal Singh, y
en unos minutos seré capaz de andar sin
ayuda. Tú y Yusuf id a la acequia más cercana y traed agua.
Cuando los hombres partieron, Gordon se sostuvo agarrándose a una rama
de melocotonero; todavía no se había recuperado por completo de la paralizante
conmoción de aquella herida de bala. Todavía sentía las piernas entumecidas.
—He estado pensando mientras me
sentaba aquí soportando una pierna rota,
El Borak —dijo Baber Khan—. Esta ciudad es más fácil de defender que Khor;
con guerreros ghilzai guardando la hendidura que da al exterior y la Escalera, ni
siquiera la artillería del Emir podrían
tomar Shalizahr. Mandaré a buscar a mujeres y niños y ocuparemos esta meseta.
¡Quédate con nosotros, El Borak, y gobierna a mi lado! ¡Levantaremos un reino
aquí!
—¿Te ha afectado la locura que ha
conducido a la matanza de cientos este
día? —Contestó Gordon—. Fíjate a qué
destino funesto ha llevado semejante ambición a los soberanos de Shalizahr. Ellos
también tramaban un reino entre estas
montañas.
—¡Pero el Emir me ha condenado de
todas formas!
—¡No necesitas temer su enojo
ahora! Todo hombre que le haya librado
del temor a la Daga de la Triple Hoja
puede estar seguro del perdón de Emir,
sin importar sus pasadas ofensas.
¡Apuesto mi cabeza! ¿Por qué crees que
te llamé para ayudarme a tomar esta ciudad? ¿Sólo por mi propio interés? Me conoces muy bien. Sabía que si acabábamos
con este nido de cobras juntos, ello te
conseguiría el perdón del Emir.
Baber Khan suspiró con fuerza.
—La espada ha sido alzada de mi cuello por tus palabras, El Borak. No tengo
ningún aprecio por la vida de un proscrito, pero me vi cogido en una telaraña
de mentiras.
—Hemos roto esa telaraña. Pero a un
amargo precio. Ojalá pudiese haberse logrado a cambio de menos hombres valientes.
—Todos habrían muerto, y yo con
ellos, si el Emir hubiese ido contra nosotros, como planeaba —dijo gruñendo
Baber Khan—. Aquellos que han muerto,
han muerto como desea morir un ghilzai.
Y habrá botín para los vivos, y las mujeres
de los muertos.
—No tengas tanta prisa en saquear.
Tendremos que entregar la ciudad a los
magistrados del Emir, pero creo que
puedo persuadirlos para que te nombren
gobernador de la misma. Con esos ladrones ismailitas reemplazados por ciudadanos decentes venidos de otras partes del
reino, se convertirá en una ciudad de la
que cualquier rey estaría orgulloso. El
Emir querrá recompensarme por mi participación en este asunto. Le pediré que te
ponga al mando de la ciudad. Gobernador
de Shalizahr... ¿qué tal suena eso, Baber
Khan?
—Tu generosidad me avergüenza —
dijo el jefe afgano, tirando de su barba
profundamente emocionado—. ¿Pero qué
harás tú, El Borak? Te has asegurado del
porvenir de todos excepto tú mismo.
—Bien, ahora mismo voy a llevar agua
a esos pobres diablos de ahí fuera, y a limpiar sus heridas lo mejor que pueda. Veo
que Lal Singh y Yusuf vienen con agua, y
vuelvo a sentir las piernas.
—Mis hombres están regresando al
interior del huerto. Déjales hacerlo a
ellos. Estás cansado y herido; ¡has estado
luchando todo el día, y toda la noche pasada!
—Puedo ayudar. Estoy bien. Unas
horas de sueño esta noche y seré un
hombre nuevo. El alba debe encontrarme
de camino.
— ¿Adónde, en el nombre de Alá? —
exclamó Baber Khan.
—Primero a Khor, a buscar a Azizun.
Luego a Kabul a contar al Emir lo que ha
ocurrido, y a obtener tu perdón y tu
cargo de gobernador de Shalizahr.
— ¿Volverás a Shalizahr con eso?
—Mandaré de vuelta a Lal Singh con la
escolta del Emir. Tengo asuntos en la
India.
—¡Allaho akbar! ¿No hay descanso ni
calma para ti? Eres como un halcón vagando siempre delante del viento. ¿Qué
harás en la India?
—Tengo que llevar a Azizun a Delhi.
Y tengo una cuenta pendiente en Peshawar con un rechoncho canalla llamado
Ditta Ram. Hace tres años asesinó a un
amigo mío. Nunca pude probarlo, y otro
amigo, un oficial inglés, me rogó en consideración a él que no me tomase la justicia
por mi mano. He estado esperando tres
años a que ese perro cometiera un error,
y ahora lo ha cometido, y puedo demostrarlo. Se ha puesto él mismo fuera de la
protección de la ley, y voy a ajustar esa
vieja cuenta.
—¡Alá! —Se maravilló Baber Khan—.
¡Y dicen que nosotros los afganos somos
una raza implacable!
Todavía estaba moviendo la cabeza
con asombro cuando Gordon se alejó cojeando, tendiendo una mano hacia los jarros de agua que Lal Singh y Yusuf ibn Suleiman traían cruzando el huerto.
FIN
Weird Tales de Lhork
103
Salvador Sainz
SEXO
Y CINE
Salvador Sainz
(Capítulos extractados del ensayo Sexo, Amor y Cine del mismo autor)
EL SEXO DEL DIABLO
n cine, tanto Lucifer como el culto a Satanás han tenido siempre un aspecto folclórico. Las apariciones del Infierno siempre suelen ser un tanto
grotescas, carnavalescas y divertidas. El duodécimo film del mago Georges Méliès, Un diablillo (Un bon petit diable, 1896), nos mostró un súcubo (diablo femenino, que se distingue de íncubo, diablo masculino) interpretado por
Georgette Méliès, hija del realizador. En su debut en la pantalla, el demonio
es presentado como un ser juguetón y travieso. En su larga producción Méliès
reincidió muchas veces en este tema. En El diablo en el convento (Le diable au
convent, 1899), Satanás y la cohorte infernal acuden a un convento para realizar gamberradas, perseguir al cura y danzar en la iglesia hasta que los espectros de las monjas difuntas les espantarán, huyendo despavoridos.
El tema de Fausto también lo tratará en varias ocasiones: Fausto y Margarita
(Faust et Marguerite, 1897); La condenación de Fausto (La damnation de Faust,
1898), otra versión de mismo título que data de 1903, pero mucho más elaborada; Fausto (Faust, 1904), etc. siempre en su personal estilo mágico.
El Infierno (L’Inferno, 1911) de Francesco Bertoloni y Adolfo Padovan era
una de las primeras adaptaciones conocidas de La Divina Comedia de Dante
Alighieri, un espectáculo de lujo italiano, donde las imágenes del Averno siguiendo las tradiciones estaban repletos de figurantes desnudos. Diana Miller,
una de las pioneras del nudismo, apareció como Beatriz ataviada con unas mallas color carne en Dante’s Inferno (1924) de Henry Otto, basado tambien en
el mencionado poema de Dante. Maciste en el Infierno (Maciste all’inferno, 1926)
de Guido Brignone, siguiendo la célebre serie del musculoso héroe encarnado
por Bartolomé Pagano, contaba con los excelentes trucajes de Segundo de
Chomón y un Averno muy descocado. Actrices de la época como Elena Sangro y Lucia Zanussi exhibían su desnudez encarnando a sinuosas diablesas que
provocaron la ira de los censores de antaño.
Richard Burton como actor y director, adaptó Doctor Fausto (Dr. Faustus,
1967), basado en la obra de Christopher Marlowe, que pecó de cierta pedantería pero mostraba finalmente un Infierno que más bien parecía un lujurioso
burdel. El fracaso tanto artístico como económico de este teatral film motivó
que Burton jamás volviera a la dirección cinematográfica, conformándose con
su excelente carrera de actor. Nunca podemos olvidarnos, entre otras versiones, la más importante, la de Fiedrich Wilhelm Murnau, Fausto (Faust, 1926)
con Emil Jannings y Camilda Horn, de superior calidad cinematográfica per
En El diablo enamorado (L’arcidiavolo, 1966) de Ettore Scola, Vittorio Gassman fue Belfagor y Mickey Rooney era un diablo menor. Tras una serie de vicisitudes Belfagor se enamorará de Magdalena (Claudie Auger), siendo expulsado de los avernos. El mismo Rooney codirigió con Albert Zugsmith y
también protagonizó la comedia The Privates Lives of Adam and Eve (1960),
siendo el diablo que tentaba a Eva (la escultural Mamie Van Doren) y a Adán
(Marty Milner), título pionero en el campo del nudie después célebre en los
USA y resto del mundo.
E
104
Weird Tales de Lhork
Texto: Salvador Sainz
Sexo y cine
El mejicano Juan López Moctezuma realizó un
insólito film, Alucarda (1976) donde abundaban las
secuencias sáficas entre Tina Romero (Alucarda) y
Susana Kamini (Justine, la heroína de Sade). Alucarda es una hija de Lucifer en la tierra, posee poderes mágicos y está refugiada en un convento escandalizando a las monjas porque mantiene
relaciones lésbicas con su compañera Justine, de
quién se ha enamorado.
Mucho mejor que la mayoría de las películas
mejicanas de tema fantástico, Alucarda es un título
completamente apasionante por su desmadre visual, el barroquismo de su decoración y la belleza
de las dos actrices protagonistas, con diversos papeles secundarios para Claudio Brook, protagonista de Simón del desierto (1965) de Luis Buñuel
donde se enfrentaba a una seductora diablesa encarnada por Silvia Pinal. Lamentablemente nunca
más se supo de su realizador, tras dirigir durante
una temporada la sucursal de Televisa (la televisión
mejicana) en Madrid perdí su pista definitivamente.
El señor Jacinto Molina nos castigó con dos diabólicas producciones: Inquisición (1976), basado la
persecución del satanismo y aparición del gran
Satán en persona, misas negras muy cachondas y
demás desaguisados fílmicos y El caminante (1978),
donde encarnó a un diablo en plena Edad Media al
que le gustaba mucho el himeneo con mujeres de
todas las especies.
El inquisidor (1975) de Bernardo Arias era una
coproducción entre Argentina y Perú vista en el
Festival de Cine Fantástico de Sitges, protagonizada
por la rubia María Aurelia Bisutti como una bella
adoradora de Satanás.
Bendición mortal (Deadly Blessing, 1981) de
Wes Craven, trata de una granja de campesinos hititas, secta religiosa de rígida religiosidad que rechazan todos los adelantos del siglo XX, viviendo
casi en la Edad media. Aparecen una serie de extraños crímenes, al Maligno acecha. Maren Jensen
será la víctima propiciatoria, siendo atacada por
una serpiente fálica en la bañera…
Vista también en Sitges, Simon, King of the Witches, 1971) de Bruce Kessler, con Andrew Prine,
era una producción realmente mediocre, sin ningún interés, que volvía a mezclar sin ningún salero
el satanismo y el nudismo mostrando, eso sí, bellas
señoritas como Brenda Scott en traje de Eva. Satan’s Skin (1971) de Pierre Haggard, con Lynda Hayden, es un film más correcto con una joven que decide convertirse al culto de Satanás.
Basado en una excelente novela de Ira Levin,
Roman Polanski realizó La semilla del diablo (The Rosemary’s Baby, 1968) con John Cassavettes, Mia Farrow, Ruth Gordon y Maurice Evans. Un joven matrimonio intentará abrirse camino en la vida, pero
tendrán muchas dificultades. Al no estar situados
económicamente no pueden tener hijos, pero una
mala noche, Rosemary (Mia Farrow), la esposa
tiene una extraña pesadilla. Sueña que está desnuda
delante de todos sus vecinos, se le aparece el mismísimo Satanás que la montará, y al despertar descubre que su cuerpo tiene múltiples arañazos. Su
marido le dice que al poseerla le ha arañado accidentalmente. A partir de entonces todo les funcionará mejor, pero Rosemary sospecha que a su alrededor se mueven cosas extrañas. Finalmente
descubre que está embarazada de Lucifer, Emperador de las Tinieblas, quien desea engendrar un hijo
que gobierne el planeta. Horrorizada querrá huir,
pero ya es demasiado tarde…
Buen film, pero excesivamente mitificado, Polanski sabe crear una atmósfera extraña, sordida, al-
rededor de la ingenua Rosemary que se verá involucrada en la trama sin proponérselo. La inevitable
secuela se hizo rogar: Look What’s Happened to Rosemary’s Baby? (1976), dirigida por el oscuro Sam
O’Steen, con Stepehn McHattie en el papel de la célebre criatura al convertirse en adulto. Patty Duke
Astin sucederá a Mira Farrow, pero aunque sea una
excelente actriz no tendrá ese encanto ni esa fragilidad que tenía la hija de Maureen O’Sullivan.
A veces la palabra “diablo” está utilizado de
forma metafórica. En Le diable au corps (1946) de
Claude Autant-Lara, según la novela de Raymond
Radoguet, no aparece Lucifer, pero sí la pasión
descontrolada de un joven estudiante (Gérard Philipe) hacia Micheline Presle, en el film una mujer casada, mostrando la relación con inusual osadía en
su tiempo. Cuatro décadas después se rodó un remake más explícito, El diablo en el cuerpo (Il diavolo in corpo, 1985) de Marco Bellocchio, con Maruschka Delmers, actriz que realizó la primera
felación no fingida en un film no pornográfico. El
afortunado mortal era Federico Pitzali.
El anticristo (L’anticristo, 1974) de Alberto de
Martino, con Carla Gravina, contenía más secuencias eróticas que terroríficas. En realidad no era
más que un refrito de El exorcista (The Exorcist,
1973) de William Friedkin que creó tan larga secuela de engendros que son mejor olvidarlos.
El cineasta underground Kenneth Anger, buscando el Misticismo del Mal, también rodó dos
Weird Tales de Lhork
105
Salvador Sainz
Lejos de la poesía, cayendo en la más absoluta
torpeza, Jean Rollin con Les démoniaques (1973)
rueda una serie de violaciones, misas negras, y
toda clase de desatinos que terminarán con la subida de la marea en el mar, ahogando a casi todos
los personajes de este estúpido film. Rollin, considerado el Jesús Franco francés por su nulidad cinematográfica, solía presentarse cada año a Sitges
con uno de sus inaguantables rollos. Por esta
razón, en esta villa marinera fue apodado por el
público más habitual al certamen suburense “Jean
Rollón”, ya que se tomaban sus bodrios a cuchufleta.
No podemos olvidar antes de cerrar, las dos
obras maestras indiscutibles del género demoníaco, junto al ya mencionado film de Fisher, me refiero a Páginas del diario de Satán (Blade of Satans
Bog, 1920) de Cart T. Dreyer y La brujería a través
de los tiempos (Haxan, 1921) de Benjamin Christensen, autores ambos de lo más granado del cine
danés del mudo, cuyo erotismo sutil ha traspasado
la barrera del tiempo.
films diabólicos: Lucifer Rising (1967) e Invocation of
My Demon Brother (1971), donde cuenta con todo
lujo de detalles la realización de una misa negra,
con un sacerdote bailarín.
Clive Barker es autor de una novela basada en
unos seres, los zenobitas, muy semejantes a los
diablos en Hellraiser, los que traen el Infierno (Hellraiser, 1987), dirigida por el propio autor, cuyo
éxito motivó su continuación Hellraiser II, el horror
continúa (Hellbound: Hellraiser II, 1988) de Tony
Randell. Los apuntes eróticos no podían faltar.
De Alemania nos llegó Magdalena poseída por la
bestia (Magdalena ron teufel besessen, 1974) de Michael Walter, con Dagmar Hedrich, Werner
Brunhs y Rudolf Schundler. El argumento gira
sobre una chiquita, Magdalena (Dagmar Hedrich)
poseída por Satanás, provocando un fuerte ardor
sexual, agrediendo a todo macho que se le ponga
por delante. Naturalmente intervendrán los exorcistas de turno que pretenderán arrebatarle tan calenturientas aficiones, no sé para qué…
Argumento muy semejante es el de La monja
poseída (To the Devil… a Daughter, 1976) de Peter
Sykes que supuso el acta de defunción de la célebre productora Hammer que durante dos décadas
dominó la producción de cine fantástico en el
mundo. Christopher Lee era su protagonista, esta
vez en el papel de un sacerdote ex comulgado que
rinde culto a Satanás, a la inversa de su excelente
aparición en La novia del diablo (The Devils Rides Out,
1968) de Terence Fisher, donde fue el “bueno” de
la función.
Basados ambos títulos en sendas novelas de
Dennis Whetley, son cara y cruz del estilo Hammer. La obra maestra de Fisher frente al mediocre
Sykes, quien esta vez para añadir más interés a su
torpe film añadió escenas de sexo, como las misas
negras que degeneran en orgías en las que participa
el propio Lee. Richard Widmark, en otro tiempo
glorioso villano del cine negro, es aquí el héroe y
añade profesionalidad a esta producción modesta,
crepuscular y decadente. Es el fin de una leyenda
cinematográfica, el fin de la Hammer, pero asimismo es el inicio de una prometedora carrera de
una actriz muy interesante, bella, sensual, fascinante. Me refiero a Nastassia Kinski (o Nastassja,
como escriben en algunos medios), hija de Klaus,
cuya penetrante mirada y sus labios carnosos nos
sedujeron completamente y nos hace olvidar la incompetencia de su realizador.
106
Weird Tales de Lhork
SU MAJESTAD EL VAMPIRO
El éxito de Dracula (The Bram Stoker’s Dracula,
1991) de Francis Ford Coppola, ha motivado un
cierto resurgir del tema vampírico. El mito es tan
antiguo como el propio hombre: Lilitú de la antigua
Babilonia o los vampiros chinos del siglo VI a. de J.
C. por no hablar de Lilith, la primera mujer nacida
antes de Eva según la Sagrada Biblia (Levítico, XVII,
10-14), quien por las noches se dedicaba a beber la
sangre de los infantes.
En mi novela Estruch (1991), basada en una leyenda catalana del siglo XII, leyenda que existió realmente y que pertenece a una tradición popular
arraigada en nuestra tierra, saqué del olvido al terrible conde Estruch, un vampiro que no sólo chupaba la sangre de sus víctimas, sino que además
abusaba sexualmente de ellas, quienes al cabo de
nueves meses engendraban monstruosos bebés
que morían no más nacer. Era llamado asimismo
“Estruga”, palabra derivada de la griega “estriga”
(un ser mitológico precursor del vampiro), vocablo
utilizado en aquel tiempo para designar a los no
muertos y que fue sustituido por la palabra vampiro, de origen alemán, en el siglo XVIII.
Sexo y cine
Stoker desconocía la leyenda de Estruch, pero
oyó hablar de Vlad IV Tepes, protagonista de La novela de Drácula (1480) del escritor ruso Ivan Kouritsine, y le convirtió en protagonista de su célebre
novela Drácula (1897), porque vivía en un ambiente
lejano, misterioso y extraño para el lector inglés del
siglo XIX como era la Transilvania rural, rica en
estas leyendas, aunque muchas de ellas existieran
muchos siglos antes en la Península Ibérica.
La primera adaptación del mito fue en un oscuro film húngaro, Drakula (1921) de Karol Lajthay,
completamente desconocido pero descubierto por
Hungarofilm hacia 1980. Más célebre fue su segunda adaptación, completamente apócrifa, Nosferatu, el vampiro (Nosferatu, eine symphonies des
grauens, 1922 de Friedrich Wilheim Murnau, con
Max Schreck en el papel del vampiro donde destacaba ya el romanticismo presente en casi toda la
larga filmografía.
Sin embargo fue la adaptación de la obra teatral
de Hamilton Deane y John Barderstone, que Bela
Lugosi representó con éxito en Broadway, la que
nos ha dado la imagen más clásica del personaje:
Drácula (Dracula, 1931) de Tod Browning, con el
propio Bela Lugosi de protagonista que también
tenía un extraño atractivo seductor ausente en la
versión española rodada con actores hispanos, Drácula (1931) de George Melford, con el cordobés
Carlos Villarías en el papel de vampiro. La misma
obra conoció una tercera versión Drácula (Dracula,
1979) de John Badham, con Frank Langella, más
que digna y aún mucho más romántica que las anteriores.
Bela Lugosi triunfó clamorosamente y paseó su
capa en dos títulos más, un cortometraje de la
serie Hollywood on Parade (1933) de Louis Lewyn,
y la parodia Contra los fantasmas (Abbott and Costello
meet Frankenstein, 1948) de Charles T. Barton, que
conoció también una versión televisiva de la serie
The Colgate Comedy Hours (1950) de nuevo con Lugosi y el resto del equipo.
Se creó la inevitable secuela La hija de Drácula
(Dracula’s Daughter, 1936) de Lambert Hyller, con
una vampira (Gloria Holden) hija del héroe de Stoker que como novedad temática tenía tendencias
lesbianas.
Tras un largo silencio apareció una versión
turca de la novela con la curiosidad de que para espantar al vampiro Van Helsing utilizaba El Corán:
Dracula Istanbulda (1953) de Mehmet Muhtar, con
Atif Kaptan. Años después tan universal mito apareció en una insólita adaptación coreana, Ahkea
Khots (1962) de Yongmin Lee, y dos japonesas,
Lake of Dracula / Chi o suu mi (1971) de Michi Yamamoto, con Mori Kishida, y Chi o Suu Bara / The
Evil of Dracula de Michio Yamamoto.
Cuando se intenta decidir cuál es la mejor
adaptación de tan maravilloso material literario, la
división de opiniones está servida. Por mi parte,
está clara que es la versión del británico Terence
Fisher la mejor porque es la más rigurosa en la
puesta en escena y porque la descripción del vampiro es la más cercana a la que dio Stoker. Encarnado por un actor no muy simpático, antes todo lo
contrario, como es Christopher Lee, no obstante
hay que señalar que dio una imagen soberbia de su
personaje.
Drácula (Horror of Dracula, 1953) de Terence
Fisher fue el título donde quedó más patente la
erotización del personaje, con las hembras esperando impacientes su llegada y ese atractivo animal,
salvaje, fiero que sin duda tenía Lee, el mejor Drácula de todos los tiempos, y esas vampiras de ge-
nerosos escotes y mirada lasciva que nos seducían
e inquietaban al mismo tiempo. Fisher, perfecto codificador del género, supo prescindir del lastre teatral y regresar a las fuentes literarias, es decir a
Stoker, creando una obra perfecta, redonda.
Drácula, príncipe de las tinieblas (Dracula, Prince
of Darkness, 1965) también del maestro Terence
Fisher, de nuevo con el concurso de Christopher
Lee, fue una continuación brillante que presentaba
no pocos hallazgos y el atractivo adicional de la
bestialidad de la excelente Barbara Shelley quien,
tras encarnar con propiedad a una dama puritana,
se transformaba en una de las vampiras más sensuales de la historia del cine.
Un desdichado accidente provocó que Fisher
no pudiera rodar la tercera parte: Drácula vuelve de
la tumba (Dracula has Risen from the Grave, 1968)
del correcto pero frío Freddie Francis, que supuso
la tercera aparición de Christopher Lee en su vampírica caracterización, (1) que tenía buenos momentos aunque en un tono más apagado. Es memorable la secuencia en que la rubia Veronica
Carlson, al ser mordida por Drácula, arroja la muñeca de la cama, signo inequívoco de que ha adquirido su madurez como mujer.
Tras la lamentable El conde Drácula (1970) de
Jesús Franco, una mancha en la filmografía de Lee,
de su participación en Vampir-cua de cuc (1970) de
Pere Portabella, un documental rodado al mismo
tiempo que el título anterior, y de su breve aparición en One More Time (1970) de Jerry Lewis,
Christopher Lee reincide en la Hammer con el
cuarto capítulo de la serie con El poder de la sangre
de Drácula (Taste of the Blood of Dracula, 1970) de
Peter Sasdy, que tiene aún mayores defectos que
el precedente film y que demuestra ya el declive de
la gloriosa productora.
Las cicatrices de Drácula (Scars of Dracula, 1970)
de Roy Ward Baker, con abundantes desnudos y
escenas de sexo, suponía una cierta recuperación
pero algunas incoherencias de guión perjudicaban
el resultado final.
Fuera de la Hammer Pa jakt efter Dracula / In Search of Dracula (1971) de Calvin Floyd y Tony Forsberg, era un documental narrado por Lee sobre el
vampirismo, Drácula y Vlad IV, quien asimismo
apareció en ambas caracterizaciones en algunas secuencias de este interesante film, visto ¡cómo no!
en Sitges.
Lee regresó finalmente con la productora que
le hizo célebre con las últimas y peores entregas de
tan vampírico serial, Drácula 73 (Dracula D. M. 72,
1972) y Los ritos satánicos de Drácula (The Satanic
Rites of Dracula, 1973), ambas de Alain Gibson, que
fueron su canto de cisne en el personaje que le encumbró, aunque apareciera una vez más en un título ajeno a la Hammer, Drácula, padre e hijo (Dracula, pere et fils, 1976) de Edouard Molinaro , un
film humorístico que sin embargo era muy superior
a las últimas entregas citadas.
A partir de esta fecha Christopher Lee decidió
apartarse del conde Drácula y del género fantástico, yo creo que con toda la razón del mundo,
porque ningún actor que se precie de serlo debe
encadenarse a un sólo personaje y si cada entrega
de la serie es inferior a la anterior, lo único que
(1) Aunque de hecho exista una parodia, Agárrame
este vampiro (Tempi duri per i vampiri, 1959) de
Steno, con Christopher Lee encarnado un vampiro
semejante a Drácula pero con otro nombre.
Weird Tales de Lhork
107
Salvador Sainz
haría sería hacerse cómplice de su degradación.
Mientras tanto, varios realizadores sin escrúpulos rodaron películas eróticas utilizando a Drácula
y a otros mitos del fantástico en subproductos cada
vez más cretinoides, algunos de ellos ya mencionados anteriormente: el nudie House on Bare Mountain
(1962) de R. L. Frost, con Jeffrey Smithers; Sexy proibitissimo (1964) de Marcello Martinelli; Dracula, the
Dirty Old Man (1969) de William Edwards, con
Vince Kelly; Dracula’s Lustern (Sex) Vampire (1970)
de Mario d’Alcala; Muérdame, señor conde (Il cav.
Constante Nicosia demoniaco ovvero Dracula in
Brianza, 1975) de Lucio Fulci, con Rossano Brazzi;
Lady Dracula (1976) de F. J. Gottlieb, con Stephen
Boyd, y la aparición impagable de Evelyne Kraft; la
ramplona Drácula chupa (Suck Dracula, 1979) de Philip Mapsack, con Jamie Gillis y John Holmes, dos
mitos del cine porno yanqui; la comedieta tontorrona Amor a primer mordisco (Love at First Bite,
1978) de Stan Dragoti, con George Hamilton, títulos rastreros que han ido degradando al personaje
de Bram Stoker que son preferible olvidar.
La Hammer reincidió por última vez en una extraña coproducción con Hong Kong, Kung-fú contra
los siete vampiros de oro (Legende of the Seven Golden
Vampires, 1974) de Roy Ward Baker, con John Forbes Robertson como pálido remedo de Lee. Lo
más interesante es la postrera aparición de Peter
Cushing como el profesor Van Helsing, personaje
que encarnó por quinta vez, y algunos desnudos
orientales.
Aparecieron también films presuntamente desmitificadores, erotizantes, para halagar a los críticos estructuralistas de siempre, Blood of Dracula
(1974) de Paul Morrisey, con Udo Kier, que es
perfectamente olvidable. Como también son olvidables el sobrevalorado Nosferatu, el vampiro de la
noche (Nosferatu - Phantom der nacht, 1978) de
Werner Herzog, con Klaus Kinski, y su nefasta secuela Nosferatu, príncipe de las tinieblas (Vampires in
Venice, 1987) de Augusto Caminito, de nuevo con
el propio Kinski.
La versión escrita por Richard Mathenson,
autor de una novela Soy una leyenda espléndida
sobre el tema, fue más que digna pero no extraordinaria: Dracula (1972) de Dan Curtis, con Jack Palance que realizó no obstante una buena labor interpretativa.
Parece profético, pero Dracula’s Widow (1987)
de Chris Coppola, sobrino de Francis Ford Coppola, con Sylvia Kristel en un rol tan seductor
como vampírico parecía presagiar el final del mito.
Efectivamente cuando comenzó a rodarse el
proyecto Dracula (The Bram Stoker’s Dracula, 1991)
de Francis Ford Coppola, con Gary Oldman,
mucha gente se echó a reír. ¡Rodar una versión de
Drácula en los años noventa! ¡Qué disparate! ¡Eso
es cosa de otros tiempos! Sin embargo esta nueva
adaptación de un tema que muchos consideraban
pasado de moda ha obtenido un éxito en taquilla
superior a las anteriores versiones, lo cual no
quiere decir que sea una obra perfecta ni mucho
menos.
La versión de Coppola ha sido discutida y es
discutible porque presenta varias infidelidades a la
novela original. En primer lugar, el personaje de
Lucy (Sadie Frost) es presentado como una muchacha ligera de cascos cuando en el original era una
joven muy puritana, la gracia del relato estaba precisamente en este contraste porque al ser vampirizada por Drácula, su carácter se transformaba en
un ser diabólico.
En cambio el vampiro (Gary Oldman) aparece
108
Weird Tales de Lhork
en extremo dulcificado y con un maquillaje equivocado, le falta la elegancia de Lugosi y la fiereza de
Lee, pero en cambio Oldman es un actor profundo, inteligente, de amplio registro al que sólo le
falta un Drácula más diabólico para ser perfecto.
Oldman está mucho mejor en las escenas en
que aparece viejo que en las de joven, por culpa de
su torpe chistera y de su ridículo bigote, pero en
las secuencias en su castillo brilla a gran altura lamentando que no mantenga ese nivel durante el
resto del metraje.
En cambio Winona Ryder es, tal vez, la mejor
Mina de todos los tiempos. Una joven desvaída,
poquita cosa, romántica y dulce que sólo con su
tierna mirada consigue transmitir sus deseos de
amor.
A pesar de ciertos excesos visuales, sobretodo
en la secuencia del viaje del Demeter, la llegada de
Drácula a Inglaterra por ejemplo, quedan excelentes momentos, sobretodo el arranque del film y
todas las secuencias que transcurren en Transilvania.
Quedan para el recuerdo el ataque de las tres
vampiras (Monica Belluci, Michaela Bercu y Florina
Kendrick) a Jonathan Harker (Keanu Reeves), la
secuencia más aterradora y a la vez más sensual de
Sexo y cine
toda la película donde lo sublime se alterna con lo
grotesco, lo espléndido con lo fatuo.
Aparte de los films basados en el personaje de
Bram Stoker tenemos títulos como el rumano The
true life of Dracula (1979) de Doru Nastase, con
Stefan Sileanu como Vlad IV, que fue una aproximación al Drácula histórico. Film largo, algo pesado, tenía una excelente ambientación.
Drácula y las mellizas (Twins of Evil, 1971) de
John Hough, con Damien Thomas, es otro film
Hammer, protagonizado como el anterior por
Peter Cushing, con abundantes escenas de sexo y
ciertas reminiscencias a Sheridan Le Fanu. Las hermanas Mary y Madeleine Collinson, las mellizas del
título, exhiben generosamente sus cuerpos. Estas
estrellas efímeras del cine soft británico estaban a
la altura de las circunstancias.
En cambio sí es interesante La condesa Drácula
(Countess Dracula, 1970) de Peter Sasdy, un buen film
Hammer con Ingrid Pitt en el papel de la condesa Erzsebet Bathory de Nadasdy (1560-1614), la llamada
condesa sangrienta que vivía en un castillo de los Cárpatos, quien para conservar su juventud se bañaba
desnuda en la sangre de jóvenes doncellas previamente degolladas. Se calcula que seiscientas muchachas vírgenes fueron sus desafortunadas víctimas.
Jorge Grau con Ceremonia sangrienta (1972)
reincide con el tema, aunque su proyecta sea muy
anterior, y esta vez Lucia Bosé volverá a bañarse
con la sangre de mujeres vírgenes. Labios rojos (Lèvres rouges, 1970) de Harry Kumel, ambientado ya
en época moderna, la condesa Bathory (Delphine
Seyrig) se reencaarna para sembrar el mal en nuestra época. Kumel acentúa el carácter lésbico del
personaje, como hiciera Walerian Borowczyk en
Cuentos inmorales (Contes inmoraux, 1973) con Paloma Picasso en el papel de tan sanguinaria condesa.
Hagamos un inciso para hablar de Jean Rollin,
parisino, quien tras el corto y el meritoriaje debuta
en films como Les pays loins (1965), Le viol du vampire (1967), La vampire nue (1969), Le frissons des
vampires (1970), Le culte du vampire (1971), Requiem
por un vampire (1972) y Lèvres de sang (1975), su último film vampírico, decayendo posteriormente en
títulos cada vez más horribles.
En esta época, la única de intereses, el sadomasoquismo, el nudismo y el lesbianismo hacían aparición en forma constante. Son películas de rodaje
rápido, arrítmicos, pero con una extraña atmósfera
surrealista. Mujeres que llevaban cuchillas en los
pezones que asesinan cuando abrazan a sus víctimas, bellos cuerpos femeninos exhibiéndose constantemente sin pudor.
Su degeneración alcanzó límites inconcebibles,
convirtiéndose por derecho propio en el Jesús
Franco francés, como el británico Pete Walter, y
otros de nefasta memoria.
Una de mis novelas favoritas, junto al Drácula
de Bram Stoker, es Carmilla de Sheridan Le Fanu.
Su característica eminentemente sexual viene determinado por el lesbianismo de sus personajes
principales, una de sus primeras adaptaciones, Et
mourir de plaisir (1960) de Roger Vadim presentaba
ya las relaciones entre Carmilla von Karnstein (Annette Stroyberg) y su objeto del deseo (Elsa Martinelli). La atmósfera tenía una gran sensualidad y
su estilo poético, aunque Vadim nunca haya sido
ningún genio del cine. Sólo Elsa Martinelli se salvaba
del naufragio.
La Hammer puso en cantera una célebre trilogía, Los amantes vampiros (Vampire Lovers, 1970)
de Roy Ward Baker, fue la mejor adaptación de
Carmilla, encarnada aquí por la singular Ingrid Pitt
, enamorada de Emma (Madeleine Smith), y uno de
los mejores films de vampiros de la célebre productora que ha supuesto el punto más alto del género fantástico en toda su historia.
Lust for a Vampire (1971) de Jimmy Sangster,
también con guión de Tudor Gates, autor de la anterior y posterior versión, en una honesta y eficaz
realización, aunque inferior a la anterior, con Yutte
Stensgaard haciendo de las suyas en un internado
de señoritas.
Del resto de la vampírica filmografía destacamos los siguientes títulos: Mary, Mary, Bloody Mary
(1974) del mejicano Juan López Moctezuma, una
joven (Cristina Ferrare) hereda de su padre (John
Carradine) un mal que le obligará a chupar la sangre del prójimo. Helena Rojo interpreta a una lesbiana que intentará seducir a la joven pero terminará asesinada por ésta.
Ya que hemos hablado de Bram Stoker ¿por
qué no cerramos con otras de sus adaptaciones? La
guarida del gusano blanco (The Lair of the White
Worm, 1988) de Ken Russell, algo menos mareante
que de costumbre, donde conocemos Temple
House, un siniestro lugar donde Lady Sylvia Marsh
(la estupenda Amanda Donohue) practica el culto
a antiguos dioses paganos, sus desnudos portando
una especie de falo puntiagudo son inolvidables.
Lástima que el realizador carezca de rigor y se
pierda en gratuitos fuegos de artificio.
JESÚS FRANCO: EL “GENERALÍSIMO”
DEL BODRIO
Si hay un personaje singular en toda la cinematografía española y mundial, éste es Jesús Franco, uno
de los realizadores más denostados, más prolíficos
y más discutidos. Algunos fans dicen que sus películas destilan poesía visual, otros le odian y le desprecian porque es chapucero. Incluso hay quién se
dedica a insultar creyendo que los films de Franco
tienen que agradar por decreto.
Lo que más sorprende es que Franco tenga una
filmografía tan larga en un país, como es España,
donde cuesta una barbaridad tener una única oportunidad.
Franco es un cineasta de múltiples rostros: Franco
Manera, Clifford Brown, James P. Johnson, Charlie
Christian, Jess Frank, Robert Zinnermann, David
Khunne, Frarik Hollman, Toni Falt y David Tough son
sus pseudónimos más célebres. “Tener en el mismo
nombre a Cristo y al Caudillo es demasiado” comenta.
Su debut en el cine fue prometedor: Tenemos
18 años (1959), con Antonio Ozores. A pesar de
su fracaso comercial Jesús Franco no se desanimó
e inició su etapa más interesante de su larga carrera: Labios rojos (1960), La reina del tabarín (1960),
Gritos en la noche (1961), Vampiresas 1930 (1962),
La muerte silba un blues (1962), La mano de un hombre muerto (1963), Rififí en la ciudad (1964), El secreto del doctor Orloff (1964), Miss Muerte (1964),
Cartas boca arriba (1966), Necronomicón (1967)…
Su carrera posterior decrece espectacularmente
en interés.
En aquella época realiza un tríptico con un dúo
de detectives femeninas, Labios rojos, con el ya
mencionado Labios rojos, El caso de las dos bellezas
(1968) y Bésame monstruo (1968). En ellas no está
ausente un cierto sentido del humor. En el primer
Weird Tales de Lhork
109
Salvador Sainz
título, las dos bellezas acuden a un cabaret en
busca de trabajo, realizando una exhibición de baile
que Franco nos escamotea y que vemos a través
de la mirada estupefacta de los propietarios ante
quienes realizan su numerito. En Bésame monstruo
aparece un extraño sabio loco que fabrica monstruos rubios, muy bellos y estúpidos. Una vez deshecha la organización, las heroínas (Rossana Yanni
y Janine Raynaud) escapan con la fórmula de fabricar bellos monstruitos y en vez de destruirla se la
quedan para formar un harén de machos sumisos
y cretinos. Ese cinismo, ese sentido del humor, es
el Jesús Franco que añoramos en trabajos posteriores más descuidados.
En Gritos en la noche (1961) aparece el personaje del doctor Orloff (Howard Vernon), terrible
sabio loco que busca rehacer el rostro desfigurado
de su esposa a base de injertos de cadáveres primero y, posteriormente, de jóvenes asesinadas. En
El secreto del doctor Orloff (1964), reaparece el
mismo personaje encarnado esta vez por Marcelo
Arroita-Jauregui, a la sazón crítico de Film Ideal y
miembro de la comisión de Censura. Hugo Blanco
era una especie de autómata humano que ejecutaba sus crímenes. En Los ojos del doctor Orloff
(1979) el temible científico reaparece de nuevo
bajo el físico de Howard Vernon.
Emparentado con Orloff, el profesor Zimmer
(Antonio J. Escribano), en Miss Muerte (1965),
busca los métodos científicos para convertir a los
hombres en buenos o malos. Para ello recurre a la
cirugía practicada en los centros nerviosos del
cuerpo. Zimmer fallece y su hija Irma (Mabel Carr)
jura vengarle y prosigue sus experimentos. Nadia
(Estella Blain), una bailarina apodada Miss Muerte
será utilizada para los planes siniestros de Irma ya
que a las órdenes de ésta asesina a los médicos que
dejaron morir a Zimmer. Marcelo Arroita-Jauregui
y Howard Vernon (los dos Orloff) aparecen en pequeños papeles, al igual que el propio Jesús Franco.
Aquella frescura inicial se va difuminando en
aras de una puesta en escena cada vez más tosca.
Eso sí, siempre con escenas aisladas que sobresalen
de un conjunto amorfo, ya que rodar El conde Drácula (1970) con la novela de Bram Stoker y el propio Christopher Lee de protagonista y fracasar es
toda una proeza. Más aún que sea Renfield quien le
robe la película al vampiro. Klaus Kinski, su intérprete, además de uno de sus mejores trabajos está
muy superior a sus inútiles composiciones de Nosferatu donde hacía el más espantoso ridículo.(2)
Las vampiras (1970) es otro film de vampiros
con Susana Korda (la fallecida Soledad Miranda),
Dennis Price y entre otros el propio Jesús Franco.
En el extranjero es conocida como Vampyrs Lesbos por contener imágenes sáficas. Vagamente inspirada en Bram Stoker (?), este film trata de una
americana llamada Lucy que sueña con una fascinante mujer. En un viaje a Asia Menor se encuentra
cara a cara con ella: una bella condesa heredera de
Drácula y, por lo tanto, una vampira.
La filmografía de Franco va adquiriendo tintes
cada vez más eróticos. En Drácula contra Frankenstein (1971) aparece un extraño monstruo de Frankenstein interpretado por Fernando Bilbao (alias
Fred Harris o Fred Harrison, a quién vimos repitiendo papel en Buenas noches, señor monstruo). Howard Vernon aparece como conde Drácula, Dennis Price es el doctor Frankenstein, Brit Nichols es
Lady Drácula y Luis Barboo encarna a Morpho, el
criado asesino que aparece en múltiples films de
Franco. ¡Ah, me olvidaba! Aparece al final un hombre lobo encarnado por Brandy, un stunt man del
cine español.
En La hija de Drácula (1972) aparecen algunos
actores del precedente reparto como el conde
Drácula (Howard Vernon), Lady Drácula (Brit Nichols), el propio Jesús Franco. Cofradía que repite,
aunque en diferentes personajes, en La maldición de
Frankenstein (1973), con una bella fotografía de
Raul Artigot, siendo Jesús Franco quién encarna a
Morpho. Sobresale la dulce mirada de Lina Romay
en el papel de Esmeralda y, dentro de la anécdota,
es de destacar una extraña escena sadomasoquista
con Caronte (Luis Barboo) y Vera Frankenstein
(Beatriz Savon) flagelados en pareja, atados desnudos, sobre una tabla de cuchillas afiladas. Su verdugo es el monstruo de Frankenstein (de nuevo
Fernando Bilbao), quien les azota ante la mirada divertida de Cagliostro (Howard Vernon) y la extraña mujer pájaro (Anne Libert). La señora Orloff
(Brit Nichols), el doctor Frankenstein (Dennis
Price) y el doctor Seward (Alberto Dalbes) no podían faltar a la cita. En el mismo año, Jesús Franco,
rueda en Francia dos nuevos golpes a la filmografía
de Maciste. Ambas rodadas con los mismos acto-
(2) Nosferatu, el vampiro de la noche (Nosferatu,
Phantom der Nacht, 1978) de Werner Herzog y
Nosferatu, príncipe de las tinieblas Nosferatu in Venice,
1986) de Augusto Caminito.
110
Weird Tales de Lhork
Sexo y cine
res y los mismos decorados: Maciste contre les reines des amazones (1973) y Les exploits erotiques de
Maciste dans l’Atlantide (1973), con Val Davis en el
papel del héroe en cuestión y la sensual Lina
Romay.
Al igual que los casos de José María Elorrieta y
León Klimovsky, Jesús Franco se convierte en stajanovista. Es decir, un realizador que trabaja a destajo.
La Franco Factory rueda a ritmo enloquecido,
siempre en lucha contra la censura franquista y
después, cuando vino la democracia camaleónica y
los socialistas aburguesados fue, naturalmente,
marginado por los comités de Valoración Técnica:
Es como una censura, pero más perversa, declaró
sobre la Ley de Cine promulgada por Pilar Miró.
Posteriormente, Jesús Franco ha ralentizado su
producción de films, pero en otra época trabajaba
sin cesar. La Franco Factory no daba abasto. Incluso se dio el caso de que una de sus actrices,
Rosa María Almirall (alias Lina Romay, Lulú Laverne, alias Candy Coster), también montadora, se
ha pasado a la dirección con películas de título explícito como Confesiones íntimas de una exhibicionista (1982). Uno de los extraños casos en que una
actriz erótica dirige personalmente sus aventuras
cinematográficas. Pero, claro, en la Franco Factory,
todo era posible…
Para finalizar citemos de pasada algunos de sus
títulos de su larguísima filmografía: 99 mujeres
(1967), Justine (1968), Eugenie (1970), El muerto
hace las maletas (1971), El diablo viene de Akasawa
(1971), Los amantes de la isla del diablo (1972), Al
otro lado del espejo (1973), La contesse noire (1973),
La contesse perverse (1973), Lorna l’exorciste
(1974), Exorcisme (1974), Doriana Gray (1975),
Jack the Ripper (1977), Las hermanas diabólicas
(1977), Cartas de amor a una monja portuguesa
(1979), El sádico de Nôtre Dame (1979), El escarabajo de oro (1980), La reina de los caníbales (1981),
El caníbal (1980), Eugenie (1980), Sadomanía
(1980), El lago de las vírgenes (1981), Macumba Sexual (1981), El desierto de los zombies (1982), Aullidos de terror (1982), Mil sexos tiene la noche (1982),
Historia sensual de ”O” (1982), La mansión de los
muertos vivientes (1982), El tesoro de la reina Blanca
(1982), Sangre en mis zapatos (1983), Sola ante el
terror (1983), Tundra (1983), Los asesinos de China
Town (1984), Viaje a Bangkok, ataúd incluido
(1984), La chica de los labios rojos (1984), Juego
sucio en Casablanca (1984), Las últimas de Filipinas
(1985), La esclava blanca (1985), La hija de Fu-Manchú (1986), Dark Mission (1987)…
En total son unos 175 films, la mayoría de calidad ínfima. En los últimos años, Jesús Franco ha intentado regresar a sus raíces, volviendo a ser el
honesto artesano de serie B que fue en su primera
época y abandonar los rodajes rápidos que le han
caracterizado.
Después de Dark Mission, rodada en Madrid
con Chris Mitchum y Christopher Lee, se vuelve
más selectivo. Les predateurs de la nuit (1988)
cuenta con un reparto interesante: Caroline
Munro, Anton Diffring, Chris Mitchum, Telly Savallas, Helmut Berger, Brigitte Lahaie, Stéphane Audran y ¡sorpresa! la reaparición del pérfido doctor
Orloff (Howard Vernon).
La acción se inicia cuando una célebre modelo (Caroline Munro) desaparece y su padre
(Telly Savallas) contrata a un detective (Chris
Mitchum) para encontrarla. La clave es una clínica
con un nazi (Anton Diffring) y el pérfico doctor
Orloff.
Posteriormente rueda en Sitges Bahía Esmeralda
(1988), con Fernando Rey, Robert Foster, Lina
Romay, Silvia Tortosa. Se trata de un film de acción
con traficantes de armas y, claro, escenas de sexo.
Una canción para Berlín (1990) con Mark Hamill y
Ramón Sheen le ha devuelto parte de su perdido
prestigio y El abuelo, la condesa y Escarlata la traviesa
(1992) es su regreso a la comedia, con su fiel Lina
Romay al frente del reparto.
Tal vez el mejor trabajo de su carrera (aparte
de recuperar Don Quijote de Orson Welles, 1992)
fue su labor en la obra más insólita de Fernando
Fernán Gómez, El extraño viaje (1964) film noir que
contiene agudos tintes sombríos, y que narra una
historia de asesinatos y aberraciones sexuales. Carlos Larrañaga se empareja con una extraña mujer
(Tota Alba) que le obliga a ponerse sus vestidos y
a la que asesina junto a los hermanos (Jesús Franco
y Rafaela Aparicio) de ésta. Film maldito por excelencia, esperpento cruel, fue escrito en colaboración de Pedro Beltrán y Luis García Berlanga.
Tardó ocho años en estrenarse y su carrera comercial fue triste, marginal, pero en cambio fue positivamente valorada por la crítica.
Nota: Más información sobre las películas pornos
de Jesús Franco en el apartado dedicado al cine español.
Weird Tales de Lhork
111
Fco. Javier Parera Gutiérrez
DINASTÍA
DE SANGRE
Javier Parera Gutiérrez
A Rosario S. G. porque le gustan las narraciones y películas de terror.
1. UN FELIZ REENCUENTRO
l carruaje me llevaba a la mansión de Madame Madeleine en una tarde de invierno. Pero aquellos días Francia siempre estuvo cubierta por negras nubes que
amenazaban con llover como una siniestra premonición. Oscurecía pronto y por
la noche se extendía un manto de niebla que dejaba sumidos en la tristeza a sus habitantes. El país ahora se enfrentaba a otro conflicto, la Gran Guerra.
Europa estaba embarcada en una bélica confrontación hacía tres largos años. Todavía no entendía cómo, entre continuas prohibiciones, disparos, momentos de tensión
y peligros en la frontera había llegado vivo a Francia
Habíamos rodeado la gigantesca urbe de París para llegar hasta la majestuosa casa
de mi amiga.
Sin embargo, en las afueras, un hecho me causó cierta preocupación. Un grupo de
gente se arremolinaba en torno al cadáver de un hombre desangrado. El carmesí líquido se deslizada por la delgada capa de hielo y nieve. A continuación, irrumpió en la
escena la policía. Hombres de hirsutos bigotes se acercaron al muerto y lo analizaron
por unos largos minutos. El cochero detuvo por unos instantes los caballos y un observador del misterioso asesinato se dirigió hacia donde estaba el carruaje.
—¿Otro crimen? —preguntó el amo de los corceles.
—Sí, respondió el testigo con amarga voz. Ese individuo no se cansa de golpear a
la gente con sus espantosos...
Calló de repente y reanudó la conversación de otro modo:
—Como siempre—añadió —La víctima aparece sin sangre con dos agujeros en el
cuello. Las autoridades, que no creen en los vampiros, dicen que la gente perdería el
respeto a policía si creyesen en las leyendas, pero el pueblo sospecha que entre nosotros se esconde un monstruo.
Se despidieron. El cochero reanudó el viaje y yo, que inevitablemente había escuchado la conversación asomé la cabeza por la ventanilla y pregunté a qué se debía el
macabro espectáculo, pues yo era extranjero y no sabía nada.
—Hace meses alguien se dedica a matar hombres, mujeres y niños por la noche y
chupa la sangre —contestó el cochero mientras azuzaba a sus caballos con el chasquido
de su látigo—. Sin embargo las autoridades no quieren hacer nada para resolver el
caso, pues la mayoría de los atacados son mendigos, obreros, campesinos y prostitutas.
Si fuesen personas pertenecientes al mundo de las finanzas, la política o la burguesía
no... ¡Enciérrese en el carruaje, ese viento hará que coja una fuerte resfriado! Se nota
que este invierno será más frío.
Pagué al cochero y cuando éste dejó ante la puerta mi baúl y dos maletas, marchó
con cierta prisa. Llamé a la puerta. En seguida me abrió un altivo mayordomo, quien
ya esperaba mi presencia en cualquier momento. Dos criados más se hicieron cargo
de mi equipaje y a continuación me hicieron pasar a un enorme salón de muebles antiguos. ¡Ah! Y allí no podía faltar el piano de Madeleine. Su afición a la música era extraordinaria y quizás hubiese tenido mayores aptitudes que yo en grandes salas de concierto, pero no se atrevió nunca a publicar sus partituras.
Después de unos minutos de espera, entró la dama. Joven, hermosa, cabellera larga,
negra y rizada... Un cuerpo bien proporcionado aunque estuviese sometido a los rígidos vestidos de la época.
Destacaba su pronunciado y deliberado busto, parte del cual asomaba en un turbador escote. Nos saltamos los falsos protocolos y nos dimos un fuerte abrazo. ¿Para
qué debíamos marcar las distancias?
Éramos amigos desde la infancia.
E
112
Weird Tales de Lhork
Texto: Fco. Javier Parera Gutiérrez
Ilustraciones:
J. Jesús Fernández
Dinastía de sangre
Nos sentamos e inmediatamente el mayordomo nos sirvió un té con pastas. Madeleine desbordaba simpatía en sus palabras
constantemente. Después de preguntarme
por mis padres y mis hermanos, tratamos
un tema más serio... mi estancia en París.
—No sé si debería aceptar que me
quede aquí durante estos días —dije con
humildad—. No quiero molestar y además en la ciudad puedo encontrar un
hotel con habitaciones libres.
—Nada de eso —negó la muchacha—
. Tu alojamiento ya está preparado. Esta
noche descansarás en un cómodo lecho,
pues seguramente estarás fatigado por
tantas horas de viaje.
—Sí, tienes razón.
—Te noto más tranquilo. Hace días,
cuando me escribiste aquella precipitada
carta, estabas muy nervioso.
—Es normal. Dirigir la Cuarta Sinfonía
de Bruckner y el Capricho Español de
Rimsky-Korsakov en el teatro con su orquesta filarmónica entraña muchos riesgos. Mañana iré a hablar con el director.
—¿Quién lo diría? Aquel muchacho
que improvisaba breve valses ante mi piano
se acabaría convirtiendo en un compositor.
—Sí, pero ya sabes que los ingresos
económicos son escasos para quienes nos
dedicamos al arte.Por ello dirijo también
obras de otros músicos. Cuando visité al
anciano Bruckner, en Viena, se puso contento. Para él significaba mucho que un
antiguo alumno se encargase de difundir
su famosa sinfonía en Francia.
—¿Y a qué se debe la interpretación
de la otra obra? Me refiero al Capricho
Español de Rimsky-Korsakov.
—Deduzco que a los franceses les gustan las melodías populares de mi país y por
ello Mr. Lecmut encontró esta pieza adecuada para cerrar la velada de concierto.
La conversación con aquella amiga
transcurrió alegre y relajada a la vez. Recordaba nuestras furtivas huidas en la adolescencia y nos encerrábamos en el desván
de su casa. Allí nos entreteníamos en íntimos juegos y descubríamos nuestros cuerpos, sus marfileños senos que empezaban
a asomar, sus curvas caderas... los primeros y apasionados besos... Sin embargo
aquella relación no prosiguió y mis padres
regresaron conmigo a su país por motivos
de trabajo y yo dejé de ver a mi Madeleine.
Luego salió en el diálogo un inevitable
tema, el hallazgo del cadáver desangrado
en las afueras de la ciudad.
—Sí —respondió ella con aparente
tranquilidad—. Comprobarás como mañana la prensa hablará del asunto. Dicen
que un misterioso individuo con negras
ropas mata indiscriminadamente a indefensa gente en París y sus alrededores,
pero a pesar de los esfuerzos de la policía,
todavía no lo han capturado. Se rumorea
que pertenece a la nobleza y por ello no
se atreven a decir nada, pues está demasiado ocupada en los asuntos de estado.
Pero no hablemos de ese asesino, por
favor. Mañana los periódicos recordarán
sus anteriores crímenes y te enterarás del
tema hasta en los mínimos detalles.
Después de la cena, ella tocó unos
melancólicos valses de Chopin.
—Deberías abrirte camino en la música —dije cuando acabó la velada—. Tienes más fluidez ante el teclado que otros
intérpretes.
—No, prefiero la soledad de estos
muros —respondió ella.
No insistí ante sus palabras, pues siempre hacia referencia a su enorme casa, herencia de sus padres, para refugiarse de la
gente. Desde su ruptura sentimental con
un joven lord de Inglaterra, no quería
saber nada más del mundo exterior.
Por mi parte, debía acostarme pronto
ya que por la mañana debía entrevistarme
con Mr. Lecmut, y preparar los ensayos.
Sin embargo cuando empecé a subir las
escaleras toqué en el bolsillo de mi chaqueta un abultado sobre. Entonces me
acordé...
—Madeleine... —dije—. Después de
ver al director del teatro, iré a visitar a
una prima que se fue a vivir a París hace
tiempo. Conoció a un caballero y se fueron a vivir con él aquí. Pero no conozco
todavía la capital.
—¿Donde vive? —preguntó ella
—A ver... —saqué el papel— Sí... Tengo
un sobre con dinero para ella. Nos escribió
una apurada carta y nos dijo que pasaba una
mala época, tenía problemas con su marido,
y su trabajo de costurera no le permitía
tener una economía más desahogada. Se supone que saldrá de este mal paso.
Madeleine palideció al oír el nombre
de mi prima. Luego sonrió levemente,
pero su mueca era como una pequeña ironía.
—Vive en un barrio lleno de delincuentes, rameras, mendigos y obreros en
condiciones de trabajo muy precarias —
dijo la dama—. Sus estrechas y oscuras
calles están siempre sucias, húmedas, la
basura se acumula continuamente... Solo
visité una vez ese lugar y espero que
nunca más tenga que volver.
—Pero si nos dijo que vivía en una
casa apartada de la ciudad con un jardín y...
—Mañana comprobarás si miente o
dice la verdad. Cualquier cochero te
puede dejar en esa dirección. ¡Buenas noches, Ricardo!
El mayordomo cogió seguidamente mi
equipaje y me condujo a mi habitación,
una estancia pequeña, pero muy acogedora. Cuando me dejó solo, miré a través
de la ventana la noche con una luna demasiado brillante, quizás me atrevería a añadir que su rojizo color daba miedo porque no podía alejar de mi cabeza el
cadáver y la gente agolpada en torno a él.
¿Qué amenaza acechaba a París?
Me quedé leyendo un libro de poesía
de Poe, pero el recuerdo de aquel asesinato no me permitía concentrarme en la
lectura, por tanto deposité el volumen
sobre la mesa y, cuando me proponía a
apagar la luz de la pequeña lámpara, llamaron a la puerta.
Después de un temeroso “Adelante”
vi cómo se abría y entraba Madeleine silenciosamente.
Vestía un largo camisón de rosácea
tela, delgada, casi transparente, la cual cubría su lascivo cuerpo. Estiró la cinta que
estaba al lado de su cuello y la prenda
cayó al suelo para mostrar su voluptuoso
cuerpo. Se acercó con unos felinos pasos
a mi lecho y nos entregamos a un largo y
pasional abrazo mientras recordábamos
viejos tiempos.
2. EL BARRIO DE LA POBREZA
La entrevista con Mr. Lecmut me llevó
parte de la mañana y de la tarde. Después
de las convenientes presentaciones, hablamos mucho tiempo sobre los ensayos y
otros preparativos para dirigir las obras.
Al mediodía fui a comer a un pequeño
restaurante que había al lado de teatro.
Mientras preparaban mi comida, me entretuve leyendo la prensa local y lógicamente los títulos que encabezaban los citados rotativos sobre el asesino. El
mendigo que yo había visto era su séptima
víctima y, después de recordar en unas
escuetas líneas el modo de operar del criminal y su historial, observé un mapa de la
zona. Curiosamente me detuve en un detalle que para mucha gente sería insignificante, pero cada lugar del asesinato perpetrado era un punto y si se juntaban,
formaban una estrella de ocho puntas.
¿Quedaba un octavo crimen por cometer?
Bastantes preocupaciones tendrían
con la orquesta, por tanto cuando me sirvieron aquel delicioso pollo con especias
olvidé enseguida mis suposiciones. Después de un buen café regresé al despacho
del director. Allí ya me esperaba también
el alemán Wolfgang Trässer, el primer
violín, imprescindible colaborador e incluso cómplice cuando el músico lleva la
batuta de una orquesta. Visitamos la sala
de conciertos y quedamos en empezar los
ensayos a la mañana siguiente.
—Debemos hacer una interpretación
impecable —dijo el obeso director, pues
se rumorea que acudirán importantes personalidades. Sí, no me miren con asombro.
Cuando abandoné el teatro era muy
tarde. De hecho había caído la noche
sobre París y la niebla, un elemento típico
en esa gigantesca urbe por aquellos días,
se extendió por las calles. Las farolas se
convertían en espectros. Un carruaje me
llevó hasta un barrio.
Y nos adentramos en el citado lugar.
Madeleine no se había equivocado en su
descripción. Calles estrechas y malolientes... provocativas prostitutas, muchas de
ellas con rostros prematuramente envejecidos, se acercaban a cualquier hombre con
tal de obtener unos pocos francos para
pasar la noche en un hostal y no a la intemperie, obreros que regresaban a sus casas
después de intensas horas de trabajo... Y
mendigos, muchos pobres estaban sentados en los portales de las casas con la mano
extendida y temblorosa. Sus harapos y rasgos demacrados eran dignos de lástima.
Weird Tales de Lhork
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Fco. Javier Parera Gutiérrez
«Vestía un largo camisón de rosácea tela, delgada, casi transparente, la cual cubría su lascivo
cuerpo. Estiró la cinta que estaba al lado de su cuello y la
prenda cayó al suelo para mostrar su voluptuoso cuerpo
Dije al cochero que me dejase allí y yo
ya buscaría esa dirección por mi cuenta.
Pagué y el carruaje desapareció enseguida.
Entre la niebla todavía se oía el chasquido
del látigo sobre los caballos.
Avancé con paso lento, pero firme,
por los húmedos pavimentos. Era fácil
resbalar sobre aquellos adoquines. Y
pensé en qué lugar se había metido mi
prima Lucía para vivir. No era la bonita
casa de campo de su novio. ¿Qué había
sucedido?
Era la última semana de octubre y parecía un día de invierno por la constante
humedad y la fría brisa. Entonces, un mendigo irrumpió en la oscuridad. Su cabello
canoso estaba revuelto y sus ojos estaban
desorbitados.
—¡Cuidado, amigo! ¡Hay un asesino
loco en el barrio! —exclamó entre carcajadas— ¡Recuerda lo qué le ha pasado a
Jennifer y ahora a mi amigo Bucot!
Y después de esas incoherentes palabras para mí, se perdió en una calle. Me
preguntaba todavía dónde me había metido. Pensaba que localizar aquella calle
era fácil, pero me equivoqué en aquel laberinto varias veces y di muchas vueltas
por la misma zona. La niebla se volvía más
espesa y observé que nadie, ni una prostituta, ni un mendigo deambulaba por aquel
lugar. Se habían escondido de algún peligro o de alguien en concreto. Temí la presencia de delincuentes.
Entonces a mis espaldas oí un ruido de
pasos. Avancé más deprisa y esos citados
pasos se aceleraron también. Al doblar
una esquina, dos individuos me pararon.
Eran altos, pero sus barbados rostros
eran apenas reconocibles por la baja visera de sus gorros. Detrás había dos más.
Sacaron unos cuchillos entre la creciente
niebla... Se observaba el tenue brillo de las
afiladas hojas. Querían mi dinero.
Y tenía dos opciones: o dar la pequeña
cantidad de francos destinados a Lucía o
ser agredido brutalmente por ellos y quedarme sin el dinero del mismo modo. Introduje la mano en mi bolsillo para sacar
el sobre. Empezaba mal mi estancia en
París. Entonces se oyeron más pasos e
irrumpió en aquel callejón un individuo de
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Weird Tales de Lhork
elevada estatura, cabello negro, alargado
rostro y severa mirada.
—Yo me marcharía ahora caballeros
—dijo el misterioso personaje.
Los delincuentes lanzaron estentóreas
carcajadas y no hicieron caso. Añadieron
entre esa demente risa que nos robarían a
los dos. Cuando intentaron acercase a él,
éste alzó su bastón de pomo dorado y repartió con una inesperada agilidad unos certeros golpes que dejaron a los ladrones estupefactos. Uno cayó al suelo con la cabeza
cubierta de sangre y los otros tres huyeron.
—¿Está bien? ¿Le han hecho daño?
—me preguntó mi benefactor mientras
se acercaba.
—Sí, no me han dañado —dije sorprendido—. Me ha salvado de un serio peligro.
—Ha sido una imprudencia venir solo
y a estas horas por aquí. Debería ir acompañado.
—Tiene razón, la próxima vez lo pensaré... Perdone, llegué ayer a París y desconozco la ciudad.¿Me podría indicar
donde está la calle...
—Es paralela a ésta... —respondió
después de leer mi breve nota— Adiós y
recuerde que debe ser más precavido.
Buenas noches.
El personaje desapareció entre la neblina del mismo modo como había intervenido. El delincuente yacía sobre la acera.
No se movía, quizá estaba muerto. No sé
si me dejó más perplejo la aparición de ese
individuo o su sangre fría para defenderse
de los ladrones. Decidí abandonar el escenario de esa pelea, pues sus amigos o la
policía me podrían dar problemas.
Crucé la calle y localicé el portal. Una
casa de dos pisos. Oscura, de fachada ennegrecida.
Entonces me decidí a subir las desgastadas escaleras y llamé a la puerta.
Me abrió una mujer de estatura media,
de cabellera dorada. Solamente llevaba un
ajustado corpiño de terciopelo rojo.
—¡Oh! ¡Tenemos aquí a un respetable
caballero! —exclamó ella con ironía—
Pasa... pasa... No te quedes aquí.
Y yo, acobardado como un niño, entré
a un pequeño salón de muros sucios. Las
mesas y las sillas eran viejas y destartaladas.
—No te había visto antes, muchacho
—prosiguió ella—. ¿Es tu primera vez,
muchacho? ¿Con quién deseas estar?
¿Con Lucy o conmigo?
Vi que se trataba de una honrada
prostituta que intentaba trabajar. Tenían
la buena suerte de vivir en su casa propia
o alquilada, pues la mayoría de ellas dormían en almacenes, hacinadas con mendigos, o pasaban las noches en hospicios o
comedores para pobres.
—Busco a Lucía —dije con seriedad.
Ante el sonoro tono de mi voz, la
rubia entró en la cocina y seguidamente
salió mi prima. Había cambiado, sin embargo aunque continuase siendo aquella
hermosa mujer de cabello castaño, largo
y rizado, de piel muy morena, quizás estaba más delgada. Debería añadir que su
rostro parecía más demacrado, sus ojos
hundidos y sus párpados oscuros.Su pálida
tez me recordaba con cierto estremecimiento a los enfermos hepáticos. El matrimonio con aquel noble no había ido demasiado bien.
—¡Oh, Ricardo! —exclamó ella
cuando me vio y me abrazó—. No hagas
caso de Inés. Siempre está bromeando. Si
hubiese sabido que venías hoy, habría limpiado un poco la casa.
—No te preocupes —dije mientras
nos sentábamos—. La temporada de conciertos se adelanta y Mr. Lecmut no perdona nada.
Me sirvió una copa de vino. Creo que
era lo único que tenía allí y hablamos. A
continuación se unió a la conversación su
compañera de trabajo. Me comentó la
otra cara de la verdad. Se había separado
de Henry por incompatibilidades de carácter y se vino a vivir con su amiga en
este barrio. Como supuse, no trabajaba
de costurera. Era prostituta y sus servicios eran requeridos por múltiples clientes, pues era la más bella y joven del distrito y sus rasgos típicos de una mujer
española, cabello, cejas y ojos negros aceleraban los libidinosos instintos de los elegantes caballeros de Francia.
Estaba inquieta y se sentía avergonzada porque había descubierto su modo
de vida, pero no tenía lección. Su amiga
llevaba el mismo ritmo y yo me quedé
asombrado al comprobar cómo cambiamos las personas. De manera indirecta
Lucía comentó que con los escasos francos que ganaba era imposible vivir en
París y preguntó si mi padre me había
dado dinero. Alargué el sobre y sus ojos
lanzaron chispas de codicia. Su amiga no
apartaba los ojos de la modesta cantidad
que se había enviado
—Tenemos buena suerte dentro de la
desdicha —dije—. Han estado a punto de
robarme ese dinero y de agredirme unos
delincuentes, pero un caballero intervino
y ahuyentó a esa pandilla de ladrones.
—Peor suerte hubieses tenido si te
hubieses encontrado con ese asesino que
desangra a sus víctimas como si fuese un
vampiro —dijo Inés.
—Sí —respondí inquieto—. Ya estoy
enterado de ese individuo, pero me pa-
Dinastía de sangre
rece que solamente ataca a los pobres y
desdichados, no presta atención en la
gente rica.
—No hagas caso de la mente de un
asesino. No sabemos cómo funciona —
prosiguió mi prima.
Me recomendaron que no fuese solo
por este lugar, las misma palabras de mi
extraño benefactor... Me sentía nervioso,
quería dejar aquel sofocante lugar. Me
despedí amablemente de ellas.
—Por favor, no digas a nadie el mal
momento que paso —me dijo Lucía en la
puerta—. Con este dinero espero recuperar...
—Tranquila. Puedes confiar en mi silencio —respondí sabiendo que ella jamás
saldría de ese pozo.
Abandoné el barrio rápidamente, pues
un carruaje pasaba en ese instante por allí.
Pensaba que no iba a visitar más el degradado barrio y a mi prima, pero el destino
cambió también mi vida.
3. DÍAS DETRABAJO
La primera mañana en teatro me reportó
sus momentos de tensión, básicamente por
los retrasos de ciertos instrumentistas. Tuve
que establecer unas rígidas medidas para
que mi misión se cumpliese con éxito. No
sé si el anterior director era descuidado en
su tarea, pero cuando alcé la batuta para dirigir los primeros compases, muchos se
mostraban indecisos ante sus respectivos
instrumentos, sobre todo las trompetas y
trompas. Había ciertos detalles que me dejaban asombrado. Afortunadamente Mr.
Lecmut se reunió con los componentes de
la orquesta ante mis crecientes quejas y comentarios. Nadie quería problemas.
Al mediodía me desplacé a la mansión
de Madeleine, donde comí y descansé un
par de horas, antes de regresar al teatro
para proseguir los ensayos.
Mi amiga se mostraba silenciosa durante el postre. Sin duda deseaba saber
cómo fue mi visita al sucio barrio, pues yo
cuando hablaba, solo comentaba hechos
de mi trabajo y evitaba mi primera experiencia en aquel barrio.
Y por fin la curiosidad venció su serena apariencia.
—¿Localizaste a tu prima? —preguntó
ella.
—Sí, pensaba que te lo había dicho —
contesté—. Se ha separado de su marido
y ahora está provisionalmente allí. Pero
me ha dicho que piensa dejar pronto ese
lugar, reconciliarse con...
—No seas un iluso. La gente que vive
allí no sale jamás.
—Entonces tendrá más problemas de
los que ya tenía. De hecho Lucía siempre
fue conflictiva y rebelde durante su infancia.
—Debes olvidar a esa prima y concentrarte en los ensayos. En la prensa estás
robando protagonismo a otros personajes
de la sociedad francesa, como el misterioso asesino de Jennifer, una prostituta y
Bucot, ese viejo mendigo
Al oír ese nombre paré de comer el
helado unos instantes.
—Ayer, antes de visitar a Lucía, apareció otro pordiosero con aspecto de loco
y me dijo que tuviese cuidado, pues deambulaba por esas calles un criminal y citó
ese nombre.
—No hay demasiadas cosas que explicar. Se conocen entre ellos. París está
conmocionado por esos brutales asesinatos, esa mujer fue hallada en ese barrio.
Sucedió días antes de tu llegada. La policía
no se toma en serio ese caso. Es normal
encontrar por ese lugar a un desconocido
asesinado, pero nunca de ese modo tan
sádico.
—Puede tratarse de un sencillo delincuente. Estuve a punto de ser atracado
Madeleine no pudo evitar un gesto de
exclamación
—Te dije que era un lugar peligroso
—prosiguió ella.
—Pero —continué yo— intervino un
caballero y los ladrones se marcharon.
Uno resultó dañado. Ese individuo, que
no se presentó, tenía una gran habilidad
para defenderse de cualquier enemigo.
Luego se despidió amablemente.
Descansaba sobre la butaca del salón
mientras Madeleine tocaba el piano. Unos
minutos de tranquilidad amenizados con
música de Liszt no molestaban en absoluto. Si la dirección de orquesta no me
robase tanto tiempo, me dedicaría más a
la composición de mis propias obras.
Madeleine y yo dormimos juntos en
mi habitación. Evidentemente, la muchacha se había enamorado de mí, pero en
aquellos instantes una relación estable no
me interesaba. No sabía cómo decírselo.
Cuando los primeros rayos de sol de un
tenue amanecer penetraron por la ventana, observé en su marfileño cuello dos
pequeños puntos de color rojizo como si
fuesen unas picaduras de algún insecto.
Sin embargo no di excesiva importancia a ese detalle y ella se levantó del lecho
aunque en sus movimientos se notaba
cierto cansancio.
Durante el desayuno el mayordomo
nos trajo los diarios. Y leí en grandes titulares que el asesino había vuelto a golpear.
Esta vez se trataba de otro pordiosero. En
el periódico salía dibujado el mapa con los
puntos de las víctimas y yo con una cucharilla de café tracé unas líneas rectas y
comprobé que se formaba una estrella de
ocho puntas. El criminal actuaba como si
siguiese un misterioso ritual. Quizá más
macabro era un mensaje escrito en sangre, enviado a una comisaría de París. Probablemente su autor era el mismo demente. Decía así:
“No se preocupen más de este
asunto, caballeros, y no intenten buscarme porque en realidad les he hecho
un buen favor. He limpiado esta ciudad
de desagradables personajes que dañaban la imagen de nuestro país. Me siento
muy orgulloso de mi trabajo. Es una lástima porque no lo podré continuar.”
Con semejante nota se me revolvía el
estómago. Pero otra noticia también destacaba en otro rotativo dedicado a morbosos acontecimientos. Se trataba de la
desaparición en Museo de La Rochelle de
un ataúd con su contenido. Se trataba de
la momia del duque Maximilian Rocuart,
un noble conocido por sus desmanes y sádicos actos entre su pueblo. Contribuyó
a exterminar a los que se oponían al régimen del rey Luis XVI. La crudeza para tratar a sus víctimas —la mayoría seres inocentes— llegó a recordar los salvajes
métodos de empalar a insurrectos, empleados por el mítico conde rumano Vlad
Tepes. El duque Rocuart ayudó en esas injustas persecuciones y pedía a cambio los
cadáveres degollados que su servidumbre
se encargaba de hacer desaparecer en su
castillo, en las fronteras de la ciudad.
También en los bosques de los alrededores dejaban de verse solitarias campesinas,
pero las autoridades no decían nada de
eso, ni actuaban, pues eran dominios de
Rocuart y éste a su vez era amigo del rey.
Después, en el año 1789, llegó la Revolución Francesa y tanto el monarca como la
aristocracia cayeron en desgracia. Y el
sanguinario duque despareció misteriosamente mientras el enfurecido pueblo incendiaba su castillo y arrasaba sus tierras.
Semanas después fue encontrado su
cadáver desangrado en el bosque y fue
enterrado deprisa en la cripta de su fortaleza donde yacían sus antepasados. Curiosamente aquella parte de la derruida
construcción no fue dañada por las llamas.
Posteriormente quedó ese ataúd que fue
trasladado al citado museo. El periódico
publicaba un cuadro de su rostro, de
forma alargada, mandíbula inferior muy
prominente, una maligna sonrisa y unos
ojos que parecían esconder la maldad.
—Tu país está lleno de leyendas macabras —dije a Madeleine después de apurar mi café.
—Cada nación tiene sus personajes
dementes —replicó ella—. Deberían
tener sus motivos para ser así.
Aquella sádica respuesta me dejó
asombrado.
4. UNA ENFERMEDAD MISTERIOSA
Una mañana se interrumpieron los ensayos. Entraba en el auditorio Mr. Lecmut
con un caballero alto. Tras unas sonoras
palmadas otorgué unos minutos de descanso a los componentes de la orquesta y
bajé de la tarima. El director del teatro
me presentó a Arnold Pallier, conde de
Hollwot. Mi perplejidad fue aumentando
porque era el mismo individuo que me
salvó de aquellos delincuentes.
—Creo que usted y yo nos hemos
visto en otro lugar anteriormente —dijo
él con cierto cinismo.
Y yo recordé el encuentro en el barrio y su oportuna llegada. Había conocido a un destacado componente de la
aristocracia francesa. Además de poseer
Weird Tales de Lhork
115
Fco. Javier Parera Gutiérrez
una gran fortuna y una mansión de las
afueras de París, cada año donaba generosas sumas de francos a las diferentes sociedades culturales, entre ellas el teatro.
—Soy un admirador de Bruckner —
dijo Arnold.
Reanudé los ensayos después de una
breve conversación con el noble, quien
tomó asiento en su palco para oír aquellas
majestuosas melodías. De repente me
sentí cansado y me quise retirar con el
permiso de Mr. Lecmut, quien me dio la
tarde libre. Al llegar a la casa de Madeleine, mi creciente y misterioso agotamiento me dio suficientes fuerzas para
tumbarme en mi cama y cuando cerré los
ojos una extraña visión se apoderó de mi
cerebro. Contemplaba a Madeleine y a mi
prima Lucía desnudas, cogidas de la mano
que paseaban alegremente entre las lápidas del cementerio de París. Entonaban
una alegre canción que se oía en los colegios durante la infancia. Caminaban ente
risas, pararon unos instantes para darse
un beso y luego prosiguieron el siniestro
recorrido.
En aquel momento me despertaron.
Tenía el cuerpo empapado de un frío
sudor. La suave mano de Madeleine cubría mi humedecida frente.
—Parece que tengas fiebre —comentó ella. Todavía te cuesta adaptarte al
clima de aquí.
—No es eso, yo... —dije a continuación, pero callé, pues sabía que si explicaba aquel sueño tendría problemas muy
serios.
Mientras la muchacha alegaba que
había salido por la tarde para aclarar unos
asuntos de propiedades con un notario,
irrumpió el mayordomo en la habitación.
Dijo que una mujer de aspecto pobre y
andrajoso deseaba hablar conmigo y se
trataba de un asunto muy importante.
En la biblioteca de la mansión recibí a
la misteriosa visitante que era en realidad
Inés, la amiga que compartía piso con mi
prima. Sus palabras eran elocuentes.
—Rápido, debes venir a nuestra casa
—dijo ella con nervioso acento—. Lucía
está enferma, prisionera de una intensa
debilidad y fiebres. Me pidió que viniese
aquí para que además acudiese con nosotros el mejor médico de París.
Las circunstancias no me permitían
perder tiempo y aquellas palabras me
apartaron de aquel momentáneo aturdimiento que se siente al incorporarse de la
cama. Madeleine envió a un criado para
avisar al mejor entendido en Medicina.
Después, las dos muchachas, el viejo doctor Biggs, de origen irlandés y yo subimos
a un carruaje para adentrarnos en aquel
barrio.
Cuando llegamos a la casa, encontramos a Lucía postrada en su cama, sin fuerzas, con su cara más pálida. Sus somnolientos ojos se abrieron al ver cómo
irrumpíamos asustados. No estaba sola. A
un lado estaba el profesor Rollin, colega
del irlandés, y dijo entre susurros.
—Es inútil vuestra llegada. Morirá
pronto.
116
Weird Tales de Lhork
Derrumbados por la extraña situación, los presentes salimos de la pequeña
sala para entrar en el vestíbulo, donde no
se pudiesen oír nuestras voces. Solamente
se quedó haciendo compañía a la moribunda su amiga Inés.
—Es como si perdiese sangre, pero
no tiene ninguna herida —se explicaba el
doctor Rollin—. Además no sufre anemia.
No encuentro una explicación lógica.
A continuación entró de la habitación
de mi prima el médico irlandés para observarla e intentar dar un diagnóstico más
razonable, sin embargo salió de allí con las
mismas conclusiones de su compañero de
Facultad de Medicina.
Así transcurrieron dos horas y en la
llegada de la noche la muchacha abrió los
ojos y se dejó oír una voz muy sensual.
—Acércate, Ricardo —decía ella.
Cuando me iba a levantar, los dos médicos me cogieron por el brazo y me recomendaron que no lo hiciese. Entre el
dolor de su muerte y la inesperada reacción de los doctores me quedé sentado
otra vez.
Entonces, Lucía ladeó su cabeza y falleció. A continuación Rollin me dijo que
ya podía acercarme. Cuando dirigí mis labios a los suyos, observé en su cuello dos
pequeños puntos de color rojizo, como
los que tenía Madeleine. ¿Se trataba de alguna epidemia que no habían descubierto
los facultativos todavía?
Por la mañana se celebró el entierro y
yo, invadido por una indecible tristeza,
acudí a la ceremonia. Madeleine también
me acompañó, aunque su rostro parecía
impasible ante los hechos. Quizás se dejaba llevar por un leve estado de nervios
cuando veía las cruces de piedra o estatuas de ángeles y santos por el paraje. El
cortejo fúnebre avanzó lentamente. Acudieron bastantes conocidos y amigos de
ella, un detalle que me extrañó, pues parecía que estaba sola. Después de las palabras del sacerdote, el ataúd fue depositado en una fosa. Lucía fue enterrada en
una zona del cementerio de Montmartre,
destinada a los pobres.
Durante unos días solicité más
tiempo de descanso a Mr. Lecmut, quien
al enterarse de la desagradable noticia, no
me lo negó. Se retrasaban los ensayos,
pero no era por mi tristeza. Los rumores
afirmaban que los asuntos de la guerra se
complicaban en el frente.
Una noche me asaltó una terrible pesadilla. Me veía en el cementerio donde
habían enterrado a mi prima y observaba
cómo ésta se alzaba de su tumba. Apartaba con sus pálidas manos la pesada lápida como si fuese un papel y paseaba
desnuda por el siniestro paraje en una
noche de viento. Luego me veía atado
en la cama por invisibles fuerzas mientras contemplaba el rostro de Madeleine, que se acercaba con una brillante
sonrisa, sus ojos estaban inyectados en
sangre y...
Desperté. La mujer de hecho me
había tocado mi hombro mientras alegaba
que me visitase el doctor Rollin para
saber qué me sucedía, pues notaba que mi
salud se debilitada lentamente.
—No debes preocuparte de ello
ahora —respondí como restando importancia al asunto—. Yo te dará una explicación científica... La pérdida de mi prima y
los agotadores ensayos que me aguardan.
Cuando desayunábamos, leí el diario y
me quedé estupefacto ante la noticia. Los
dos sepultureros del cementerio habían
visto desde la ventana de su casa, ubicada
en el sombrío paraje, que una sombra se
paseaban por una avenida de cipreses
entre las tumbas. Salieron con un fanal
para ver quién era el intruso y se quedaron perplejos al comprobar que se trataba de la muchacha que habían enterrado
días antes, Lucía. Iba sin ropas y su voluptuoso cuerpo no estaba demacrado por la
acción del gusano devorador. Cuando ella
intentó acercarse a los hombres, éstos
arrojaron el fanal y huyeron asustados. Al
día siguiente explicaron el suceso ocurrido a las autoridades, quienes calificaron
a los personajes de locos por su avanzada
edad o por su desagradable trabajo.
5. UN ANTIGUO RITUAL
Se aplazó por bastante tiempo el estreno
del concierto por los problemas de la
guerra. El conde Arnold permitió que nos
alojásemos en su casa de campo, afortunadamente muy alejada de París para que
me relajase de mi constante tensión y superase a la vez la muerte de Lucía. Así,
una mañana un carruaje nos llevó a Madeleine y a mí hasta esa mansión. La servidumbre había partido anteriormente.
La situación fue crítica por días y por
tanto los ensayos se acabaron. Muchos
instrumentistas desaparecieron. Yo no
tenia nada que hacer allí, pero cuando
quise abandonar el país, los funcionarios
me pusieron excesivas barreras para dejarlo, pues el avance enemigo dificultaba
más los trámites burocráticos. Me perseguía la desdicha porque una noche llegaron a incendiar varios despachos donde
se tramitaban precisamente los pasaportes. Todavía la gente se pregunta el motivo. Es decir, me quedé prisionero indirectamente. Madeleine me decía que
intentaría hablar con sus influyentes amigos para que me agilizasen los papeles,
pero sus esfuerzos no tuvieron sus resultados positivos.
Mis pesadillas aumentaron. Además de
ver a mi difunta prima en el cementerio,
completamente desnuda y con estridentes
risas, contemplaba un macabro ritual.
Unos encapuchados rodeaban un ataúd y
proferían unas extrañas palabras que no
eran francés ni castellano. Entonces la
tapa de la caja se apartaba empujada por
una mano desde dentro.
Entonces las carcajadas de Lucía en mi
sueño me despertaron. Un grito, mi
frente perlada de sudor... Y palpé con mi
mano el lado de la cama para ver a Madeleine, para sentirla. Creo que mis sueños
Dinastía de sangre
Weird Tales de Lhork
117
Fco. Javier Parera Gutiérrez
me iban a volver loco y necesitaba a mi
amiga para hablar, e incluso suplicar. Pero
mi sorpresa fue mayor al comprobar que
en aquella noche de tormenta ella no estaba allí. Me levanté del lecho y con un
batín puesto, cogí un candelabro. Sus titilantes velas iluminaron el interminable pasillo, las escaleras por las cuales bajé al
enorme salón de la casa y el vestíbulo. Sin
embargo... no había nadie allí. ¿Se habían
marchado de repente?
Entonces escuché con horror unas
macabras risotadas que parecían venir de
debajo del suelo.
Llamé a Madeleine, al mayordomo y a
Arnold con el consiguiente silencio como
respuesta hasta detenerme ante la puerta
de una habitación, desde donde provenían
las sonoras carcajadas.
Temblorosamente entré allí para ver
que una alfombra había sido retirada del
suelo para mostrar la abertura de una
trampilla. No había ningún mueble en la
estancia. Bajé por las escaleras y me abrí
paso en la oscuridad del inmenso pasillo
con las velas. Pequeños rellanos y empinados escalones de piedra de alternaban durante interminables minutos y progresivamente conducían abajo.
Desemboqué en una antesala con una
enorme puerta de roble en la cual se
veían exquisitamente talladas las figuras de
seres estremecedores. El umbral que
atravesé estaba sujeto por los dos lados
por esculturas de mujeres aladas de largos
colmillos. Por un instante las escalofriantes estatuas me recordaban las arpías de
las leyendas grecorromanas.
Penetré en una enorme cámara donde
se cumplía la horrenda visión de mi sueño;
los encapuchados que se arremolinaban
en torno a un ataúd de madera. Y a continuación se incorporaba del interior de la
caja, entre extraños cánticos, la silueta de
un hombre. Entonces, perplejidad y miedo
se apoderaron de mi torturado cerebro.
Se trataba del famoso y malvado duque de
Rocuart.
El muerto de tez pálida sonrió y los
presentes entonaron más cánticos. Y
entre la gente distinguí a Madeleine y a
Arnold, quienes me vieron también, pero
curiosamente no hicieron nada para evitar
la llegada de un intruso. Había reconocido
al aristócrata fallecido, que ahora volvía a
la vida, por el retrato que salía en el diario
cuando se hablaba de la desaparición del
ataúd del museo de La Rochelle.
Me giré, deseé abandonar la cámara
subterránea y alejarme de aquella maldita
mansión, pero en el umbral me aguardaba
una voluptuosa mujer. ¡No me podía equivocar! Allí estaba mi prima, a quien yo
había visto cómo era sepultada. Vestía un
largo camisón de tela transparente que
ponía en relieve sus esbeltos pechos y
curvas caderas.
—¿Por qué huyes, Ricardo? —preguntó ella entre risas— Hoy es un gran
día para la Hermandad de los Vampiros.
Con el regreso del duque de Rocuart renacerá nuestro poder. Durante siglos nos
hemos escondido para no ser reconoci118
Weird Tales de Lhork
«Penetré en una enorme cámara donde se cumplía la horrenda visión de mi sueño; los
encapuchados que se arremolinaban en torno a un ataúd de
madera. Y a continuación se incorporaba del interior de la
caja, entre extraños cánticos, la
silueta de un hombre
dos o vistos por las autoridades eclesiásticas o por la gente. Hace quinientos años
vivíamos en los frondosos bosques de
Castilla y Aragón y nos alimentábamos de
la sangre de campesinas solitarias o viajeros extraviados, sin embargo esas misteriosas muertes y desapariciones fueron
denunciadas a la Inquisición.
“Acompañado de su legión de creyentes y torturadores, Tomás de Torquemada inició la persecución y exterminio
de nuestra raza. Afortunadamente, pudimos evitarlos de siendo más astutos que
ellos. Entonces, a instancias de ese perro
inquisidor, intervinieron los soldados de
los Reyes Católicos que intentaron detenernos en nuestra definitiva huida. Una
noche hubo una gran matanza por ambas
partes y conseguimos escapar. Estos hechos referidos, y que nos hemos transmitido oralmente en el linaje vampírico, no
aparecen en los libros de Historia porque
fue un acontecimiento vergonzoso para
los monarcas. Atravesamos durante aquel
penoso invierno las montañas de los Pirineos y nos instalamos en los bosques de
Francia, aunque tuviésemos que convivir
con otros molestos rivales, les loup-garou
o hombres-lobo, pero esta raza era más
tolerante con nosotros.
El linaje de los Rocuart nos acogió en
sus extensas posesiones y allí fuimos acumulando un nuevo poder. Quizás hubiésemos llegado a ser una nación después
de matar al monarca, pero la estúpida Revolución del año 1789 nos dispersó por
unas décadas.”
—¿Y esos asesinatos? —pregunté todavía perplejo.
—Los crímenes cometidos en ocho
puntos que luego marcaban una estrella
era parte del ritual de sangre para que el
noble regresase de las tinieblas. Arnold
era el asesino, siempre ha sentido un placer en matar y él fue quien me enseñó las
maravillas de nuestro oscuro mundo.
También escribió aquellas macabras líneas
que llegaron a la comisaría de París.
Ahora... ¡Mira las marcas de mi cuello! Sí,
no pongas estos ojos de asombro. Madeleine ya es una más en nuestra hermandad. Y tú querido primo... ¿Por qué tienes
tanto miedo? Tú no lo sabes, pero tu
abuelo practicó esos rituales y fue mordido por una vampira, su amante, y tú llevas en la sangre el poder de nuestra dinastía del Mal. Pronto serás como
nosotros.”
Aparté a mi prima de un golpe y enseguida subí las escaleras mientras escuchaba sus horrendas risotadas a mis espaldas. Entre la penumbra, tropecé y caí
varias veces sobre los desgastados peldaños.
Luego abandoné la mansión y corrí
como un loco por el bosque que rodeaba
la mansión.
Finalmente me venció el cansancio y
me senté sobre un tocón reseco de un
árbol mientras tomaba el aliento. Aunque
no quisiese asumir el futuro que me esperaba, el Destino me había reservado esa
triste suerte. Comprended, amigos... ¿Por
que debía internarme en un mundo de
miedo y oscuridad?
Yo no había hecho daño a nadie, solamente era un humilde músico que me intentaba abrir camino en el campo de la
composición, del complejo universo del
Arte. Sabía que después de aquella macabra noche no iba a ver jamás el amanecer,
pues como recordaréis los vampiros
temen a la luz solar.
Bajé la cabeza y con paso lento y fatigoso regresé la casa de Arnold y, al llamar
a la puerta, me abrió el mismo duque de
Rocuart. Sus colmillos arrancaban destellos a la luna.
—Imaginábamos que volverías con
nosotros, hermano —dijo con una cínica
sonrisa mientras rodeaba mis hombros
con un brazo en un falso gesto paternalista—. Acepta tu destino y únete a nosotros. Mi linaje renacerá de las tinieblas.
Dime, muchacho... ¿Qué dinastía se puede
comparar con nosotros? Ni los Borgia, ni
los Austrias, ni los Romanoff fueron tan
poderosos como nosotros. Vive con
nuestra hermandad y deja la alegría y felicidad que llevas contigo, pues aquí no la
necesitarás.
Una oscura lágrima resbaló por mis
mejillas mientras la puerta se cerraba ominosamente a mis espaldas.
El beso de Zoraida
El beso de
ZORAIDA
Clark Ashton Smith
o n una mirada de reojo a los degradados suburbios de Damasco, y a la calle,
poblada únicamente por las largas y vagas sombras de la luna creciente, Selim
se dejó caer desde el alto muro, hacia el suelo alfombrado de pétalos y lilas en
flor del jardín de Abdur Ali. La noche era tórrida, y el aire estaba cargado con el destilado aroma de un voluptuoso perfume.
Aunque se hubiera encontrado en algún otro jardín, en otra ciudad, Selim habría
sido incapaz de aspirar aquel perfume sin pensar en Zoraida, la joven esposa de Abdur
Ali. Atardecer tras atardecer, durante las pasadas noches, en ausencia de su señor y
amo, se habían encontrado entre las lilas, hasta que él había llegado a asociar aquella
fragancia con el olor del pelo de ella, o el sabor de sus labios.
El jardín estaba en silencio, excepto por el argentino borbotear de la fuente; ni
hojas ni pétalos se agitaban en la suave quietud. Abdur Ali había partido hacia Aleppo
para un asunto urgente y no se esperaba su regreso hasta dentro de algunos días; de
modo que el tibio sentimiento de expectación que Selim sentía, estaba desprovisto de
cualquier sensación de peligro. Todo el asunto, incluso desde el principio, había sido
tan seguro como este tipo de cosas puedan llegar a ser.
Zoraida era la esposa de Abdur Ali, así que no existían otras mujeres, celosas, que
la denunciaran a su señor común; y los sirvientes y eunucos de la mansión, al igual que
Zoraida, odiaban al severo y anciano mercader de joyas. Incluso había sido innecesario
sobornarles para ganar su complicidad. Tanto las circunstancias como las personas habían ayudado a facilitar aquel amor. De hecho, todo era demasiado sencillo; y Selim estaba comenzando a cansarse un poco de este jardín, excesivamente aromático, y de
las empalagosas atenciones de Zoraida. Quizás no regresaría de nuevo tras esta noche,
o la noche siguiente... Habría otras mujeres, no menos bellas que la mujer del joyero,
a quienes aún no había besado . . . o al menos, no a todas ellas.
Caminó hacia delante, entre los arbustos cargados de flores. ¿Había una figura
oculta en las sombras, cerca de la fuente? La figura era borrosa, y vagamente confusa,
pero debía ser Zoraida. Nunca había dejado de encontrarse allí con él, siempre era la
primera en acudir a la cita. En ocasiones, ella le había llevado al interior del lujurioso
harem; y a veces, en noches cálidas como aquella, habían pasado sus largas horas de
pasión bajo las estrellas, entre las lilas y almendros en flor.
Mientras Selim se aproximaba, se preguntó por qué ella no se adelantaba a recibirle,
como era su costumbre. Quizás ella aún no le había visto. Llamó suavemente: «¡Zoraida!»
La expectante figura emergió de las sombras. No era Zoraida, sino Abdur Ali. Los
débiles rayos de la luna destellaban en el romo cañón de hierro y las brillantes engarzaduras plateadas de un pistolón, que el viejo mercader sostenía en su mano.
—¿Deseáis ver a Zoraida? —el tono era áspero, metálicamente amargo.
Selim, como mínimo, se quedó perplejo. Parecía evidente que su aventura con Zoraida había sido descubierta, y que Abdur Ali había regresado de Aleppo antes del
tiempo acordado con el fin de cogerles en una trampa. La situación se antojaba más
que desagradable, sobre todo para un joven que había pensado pasar la noche con una
dama muy enamorada. Y aquella pregunta directa de Abdur Ali resultaba desconcertante. Selim era incapaz de pensar en respuesta alguna, que fuera adecuada o juiciosa.
—Venid, la veréis —Selim notó la furia de los celos, pero no la salvaje ironía, que
contenían esas palabras. Le asaltaban unas premoniciones harto inquietantes, la mayoría
de las cuales le concernían a él mismo, en lugar de a Zoraida. Sabía que no podía esperar
piedad alguna de este austero y terrible anciano; y sus probabilidades eran tan nimias
que hacían difícil pensar en qué podía haberle ocurrido, o podía ocurrir a Zoraida. Selim
tenía algo de egoista; y podía haber proclamado con firmeza —excepto ante Zoraida—
que estaba profundamente enamorado. Su sentimiento de autoprotección en estas circunstancias, puede que fuera de esperar, pero no era digno de admiración.
Abdur Ali apuntaba a Selim con la pistola. El joven se percató incómodo, de que él
estaba desarmado, excepto por su yagatán. Y mientras recordaba esto, dos nuevas fi-
C
Texto: Clark Ashton Smith
Weird Tales de Lhork
119
Clark Ashton Smith
guras se le acercaron de entre la sombra
de las lilas.
Eran los eunucos, Cassim y Mustafá,
que guardaban el harem de Abdur Ali, y
de quienes los amantes pensaban que
eran aliados en su intriga. Cada uno de los
gigantescos negros iba armado con una gigantesca y afilada cimitarra, Mustafá a la
derecha de Selim y Cassim a su izquierda.
Pudo ver el blanco de sus ojos, mientras
le escrutaban en impasible vigilancia.
—Ahora —dijo Abdur Ali— estáis a
punto de disfrutar del singular privilegio
de ser admitido en mi harem. Este privilegio, según creo, os lo habéis tomado vos
mismo en algunas ocasiones, y sin mi conocimiento. Esta noche yo mismo lo permitiré; aunque dudo que haya muchos
que sigan mi ejemplo. Ven, Zoraida te espera, y no debes decepcionarla, ni hacerla
esperar por más tiempo. Por lo que yo sé,
llegas más tarde de lo habitual a la cita.
Con los negros ante él, con Abdur Ali
y la pistola apuntando a su espalda, Selim
atravesó el sombrío jardín y penetró en el
patio de la casa del mercader de joyas. Era
como el viaje de una pesadilla, y nada parecía del todo real a este joven. Incluso
cuando accedió al interior del harem, con
la suave luz de las lámparas sarracenas de
latón labrado, y vio los familiares divanes
con sus coloridos cojines y fundas, las raras
alfombras persas y turcas, los taburetes de
ébano Indú adornados con preciosos metales y madreperlas, no pudo apartar de sí,
una sensación de extraña incertidumbre.
En su terror y perplejidad, entre los
ricos ornamentos y el sombrío esplendor,
por un instante no vio a Zoraida. Abdur
Ali percibió su confusión y señaló a uno
de los sillones.
—¿No saludáis a Zoraida? —su suave
entonación era indescriptiblemente sardónica y feroz.
Zoraida, vistiendo la escasa vestidura
de harem, de brillantes sedas, con la que
iba a recibir a su amante, yacía sobre los
almohadones púrpura del diván. Estaba
muy quieta, y parecía dormir. Su rostro
era más blanco de lo habitual, aunque ella
siempre había sido un poco pálida; y los
suaves, aniñados rasgos, con su asomo de
lujuriosa redondez, lucían una expresión
vagamente preocupada, con un toque de
amargor en la boca. Selim se acercó, pero
ella no se inmutó.
—Habladla —increpó el anciano. Sus
ojos ardieron como dos manchas de
fuego que consumieran lentamente el tostado y arrugado pergamino de su rostro.
Selim era incapaz de pronunciar una
palabra. Había comenzado a vislumbrar la
verdad; y la situación le sumió en una horrible desesperación.
—¿Cómo? ¿Acaso no saludáis a aquella que tanto os amó?—las palabras eran
como el goteo de algún ácido corrosivo.
—¿Qué le habéis hecho? —dijo Selim al
cabo de un rato. No podía mirar a Zoraida
por más tiempo; ni podía dirigir sus ojos
para encontrarse con los de Abdur Ali.
—La he tratado con gran gentileza.
Como podéis ver, no he mancillado en
120
Weird Tales de Lhork
modo alguno la perfección de su belleza...no hay heridas, ni siquiera la marca
de un golpe, en su blanco cuerpo. ¿Acaso
no he sido generoso . . .por dejarla así...
para vos?
Selim, como la mayoría de los hombres, no era un cobarde; aún así, tuvo un
involuntario escalofrío.
—Pero... no me habéis contestado.
—Se trata de un raro y preciado veneno, que mata inmediatamente y con
poco dolor. Un puñado ha sido suficiente...o incluso demasiado, pues aún
permanece en sus labios. Lo bebió por
propia elección. Fui compasivo con ella...
tal como lo seré con vos.
—Estoy a vuestra disposición —dijo
Selim con toda la frialdad que pudo mostrar.
El rostro del mercader de joyas se
transformó en una máscara de malignidad,
como la de un demonio vengador.
—Mis eunucos conocen a su amo, y
os trocearán extremidad a extremidad y
miembro a miembro si les doy la orden.»
Selim miró a los dos negros. Respondieron su mirada con ojos impasibles, por
completo desprovistos de todo interés, ni
amistosos ni hostiles. La luz no reflejaba
temor alguno en sus brillantes músculos y
sobre sus relucientes espadas.
—¿Cual es vuestro deseo? ¿Me mataréis acaso?
—No tengo intención alguna de mataros yo mismo. Vuestra muerte llegará por
otra vía.
Selim miró de nuevo a los eunucos armados.
—No, no será así... a menos que lo
prefiráis.
—¡En nombre de Alá!, ¿A qué os referís entonces? —el bronceado rostro de
Selim se había tornado ceniciento por el
horror de la incertidumbre.
—Vuestra muerte será tal, que cualquier verdadero amante la envidiaría —
dijo Abdur Ali.
Selim se vio impotente para hacer
otra pregunta. Sus nervios comenzaban a
crisparse por la tensión. La mujer muerta
en el diván, el malevolente anciano con
sus funestas insinuaciones y su obvia implacabilidad, los musculosos negros que
reducirían a un hombre a pedazos a una
palabra de su amo...todo ello bastaba para
doblegar el coraje de un hombre más
duro de lo que él era.
Se percató de que Abdur Ali hablaba
de nuevo.
—Os he traído con vuestra dama.
Pero parece que no sois un amante muy
ardiente.
—¡En el nombre del Profeta, cesad
vuestras burlas!
Abdur Ali pareció no oír aquel torturado grito.
—Es cierto, desde luego, que ella no
podría responderos incluso si la hablarais.
Pero sus labios son tan hermosos como
siempre, aunque puedan haberse quedado
fríos por vuestra desapasionada demora.
¿Acaso no la besaréis una vez más, en memoria de todos los demás besos que habéis recibido... y dado?
Selim quedó mudo una vez más. Finalmente dijo:
—Pero habéis dicho que había un veneno que...
—Sí, y os dije la verdad. Incluso el
mero toque de vuestros labios a los
suyos, donde aún queda un resto del veneno, será suficiente para causaros la
muerte.
Había un espantoso regodeo en la
voz de Abdur Ali.
Selim se estremeció y miró de nuevo
a Zoraida. Aparte de su absoluta inmovilidad y palidez, y de la débil expresión de
amargura en la boca, no difería aparentemente, de la mujer que había estrechado
a menudo entre sus brazos. Pero el sólo
conocimiento de que estaba muerta era
suficiente para hacerla parecer inexplicablemente extraña, e incluso repulsiva para
Selim. Resultaba duro asociar aquel ser inmóvil, marmóreo, con la afectuosa dama
que siempre le recibía con ardientes sonrisas y cuidados.
—¿No hay otro modo? —la pregunta
de Selim fue un poco más perceptible que
un susurro.
—No lo hay. Y te demoras demasiado
—Abdur Ali hizo una señal a los negros,
que se acercaron a Selim, levantando sus
espadas a la luz de la lámpara.
—A menos que obréis según mis deseos, vuestras manos serán cortadas por
las muñecas y los siguientes golpes seccionarán una pequeña porción de cada antebrazo. Entonces prestaremos atención a
otras partes..., antes de regresar a los brazos. Estoy seguro de que preferiréis la
otra muerte.
Selim se aproximó al diván donde
yacía Zoraida. El terror... el abyecto terror de la muerte...era su única emoción.
Había olvidado por completo su amor por
Zoraida, había olvidado sus besos y caricias. Temía a la extraña y pálida mujer que
se hallaba ante él, tanto como una vez la
deseó.
—Date prisa —la voz de Abdur Ali
era metálica, como las levantadas cimitarras.
Selim se inclinó y besó a Zoraida en
la boca. Sus labios no estaban del todo
fríos, pero tenían un sabor curioso,
amargo. Por supuesto, era el veneno. El
pensamiento fue fríamente formulado,
mientras una creciente agonía parecía
recorrer todas sus venas. Dejó entonces de ver a Zoraida, en las cegadoras
llamas que aparecieron ante sí y que cubrieron la sala como soles eternos; y no
sabía que había caído hacia delante en el
diván que había frente a su cuerpo.
Luego, las llamas comenzaron a mermar
con gran suavidad y se extinguieron en
una espiral de leve penumbra. Selim sintió que se hundía en un profundo
abismo, y que alguien —cuyo nombre
no podía recordar— se hundía ante él.
Entonces, de repente, estaba solo, y estaba perdiendo incluso la propia sensación de soledad.
Hasta que no hubo nada excepto oscuridad y olvido.
EL LAGO
Eva María Sastre
e ngo un sueño que no cesa de repetirse una y otra vez desde hace
un par de meses:
......Estoy solo en un bosque muy tupido,
tanto que casi no se atreve la luz a pasar.
No estoy asustado, pero me invade una
gran inquietud y curiosidad. Sólo sé que
estoy a merced de todos los animales salvajes que quieran hacer pasto de mí. Pero
no tengo miedo y no sé por qué. Quizás
sea porque soy consciente de que todo es
un sueño.
Al poco tiempo, una fuerte luz se
acerca hacia mí. Es blanca e intensa y no
se distingue bien de dónde procede. Pero
sé que se aproxima inexorablemente a mí.
De algún modo también soy consciente
de que me muevo a la vez, hasta que llego
de forma inexplicable a un lago.
Al mismo tiempo, el resplandor llega
al otro extremo de la alberca, y parece
sumergirse en ella. No sé explicar por
qué, pero me parece como si el líquido
elemento me llamara, me buscara, me requiriera, y yo estuviera más que dispuesto
a adentrarme en él para encontrarme con
la luz.
Contemplo por unos instantes, indeciso, el agua cristalina, y advierto una figura en el fondo, que soy incapaz de reconocer. Me encuentro con los ojos más
hermosos que jamás he contemplado,
verdes, profundos, intensos y enigmáticos.
Tras los luceros advierto un rostro
dulce, suave y encantador, de una belleza
inimaginable, de facciones perfectas enmarcadas en una larga y ondulante melena
plateada de frágil y aterciopelada apariencia.
Poco a poco voy apreciando su cuello,
largo, terso...; su cuerpo va apareciendo
tan progresivamente que parece como si
el agua del lago lo fuera formando cada
segundo, cada milímetro, pero sin saltos,
sin brusquedad. Como si fuera algo completamente natural.
Cuando todo su ser se ha completado, aprecio el traje, casi etéreo, que la
cubre: una túnica de fina y perfecta seda
blanca o plateada, no sé muy bien, ni demasiado transparente ni demasiado tupida, que deja los brazos, firmes, al descubierto, resguardados simplemente por un
T
guante de gasa brillante, alto, que deja la
mano libre, sujeto al dedo corazón por un
hilo casi invisible; sus pies, descalzos, perfectos, asoman por el borde inferior del
veste.
Toda ella semeja más a una estatua, a
un dibujo, que a una mujer. Me llama con
una voz inaudible que sólo yo soy capaz
de captar, moviendo silenciosamente los
perfectos labios rosados, brillantes y carnosos, a la vez que me hace sutiles y atrayentes gestos con las manos
No puedo resistir más; le hago caso,
le tengo que hacer caso; me lanzo al agua
para unirme a ella. No tengo sensación de
frío; no me resisto, no intento salir. Ella
me abraza y soy feliz. Soy consciente de
que no me quedan más que unos pocos
segundos de vida, pero me da igual: estoy
con ella y así es como hubiera deseado
morir: en sus brazos para siempre...
Nunca había durado tanto mi sueño.
*
*
todos los casos, por seguridad, estaban
firmemente sujetos por correas en sus
camas, y sus ataduras siempre aparecieron perfectamente abrochadas, como la
última vez que se les vio con ellas amarrándoles, y ni las puertas de seguridad, ni
las ventanas enrejadas estaban forzadas.
Es... como si se evaporaran mientras
duermen...
—Entiendo. Buenos días.
—Buenos días... ¡si usted lo dice...!
*
—¿Clínica Psiquiátrica “El Descanso”?
Le llamo de la Comisaría de Policía.
—Sí, aquí es. Espero que nos den una
buena noticia.
—Me temo que no. Hemos encontrado en el lago cercano a sus instalaciones el cuerpo sin vida del interno cuya
desaparición denunciaron ayer noche.
—¡Oh, no! ¡Andrés Cortés! ¡Santo
Cielo! Es el cuarto en los cuatro meses
que lleva abierta la clínica... ¡y todos de la
misma forma!
—Para ayudarnos en la investigación,
¿podría decirnos por qué estaba allí internado?
—Vino con una ligera depresión, pero
desde hace casi dos meses tenía una
fuerte fijación con la luna, al igual que los
otros fallecidos Se volvían más inestables
cuanto más nueva era... y nos veíamos
obligados a tomar medidas extraordinarias para unos casos tan, aparentemente,
leves.
—Muchas gracias. Ya recibirá noticias
nuestras. He de advertirles que es posible
que la familia tome medidas judiciales contra ustedes por negligencia.
—No me extraña, señor, pero en
Texto: Eva María Sastre
Weird Tales de Lhork
121
José Francisco Sastre García
EPITAFIO
José Francisco Sastre García
n el principio la tierra era fértil, hermosa, brillante, llena de esplendor… El sol
iluminaba un mundo creado para el deleite, un vergel en el que no existía oscuridad alguna; la belleza de las flores tamizaba las grandes praderas con irisado colorido, los densos bosques cubrían gran parte del mundo con un dosel de fresco verdor que protegía a las criaturas que se escondían bajo él, y la nieve adornaba con
refulgentes cristales las cimas de las altas montañas donde se reunían los dioses para
solazarse en la contemplación de su creación; las bestias, grandes y pequeñas, eran las
dueñas de aquel paraíso sin mácula, reinando en la tierra, el aire y el mar majestuosamente. El poder de la palabra divina, de la magia, lo llenaba todo con una refulgente
aura, y la magna obra resplandecía bajo un espléndido firmamento azul…
Mas los Antiguos vieron todo aquello y, aun estando complacidos por el luminoso
edén que habían creado, encontraron que yacía carente de alma, de una chispa de su
eterna sabiduría que impregnara la hermosura del mundo; y así, algún tiempo después
de recrearse en sus maravillas, decidieron tomar un pedazo de arcilla y modelar una
criatura que poseyese un diminuto fragmento del alma inmortal de los dioses; de esta
manera, el Hombre hizo su aparición sobre aquel idílico lugar, hollando con sus pies
las tierras que le habían sido concedidas.
Bajo la atenta mirada de sus mentores, la nueva criatura comenzó a caminar sobre
el mundo, disfrutando de los frutos de la naturaleza, de la hermosura del azul firmamento, de la vasta inmensidad de la noche y las infinitas estrellas que en ella se manifestaban, rodeando con un manto de luminosidad la pálida luna que parecía vigilarlos,
con el corazón lleno de alabanzas a los dioses y a su obra.
Bajo la égida de Aquellos que les habían dado la vida, los hombres comenzaron a
descubrir los secretos que yacían escondidos a su alrededor, los inefables tesoros y
conocimientos que esperaban tras el velo; y encontraron piedras doradas, plateadas,
de múltiples colores y tonalidades, que consideraron hermosas y atesoraron para sí; y
así, poco a poco, en el alma de aquellos seres que habían sido puestos en el mundo
para glorificar la creación y los creadores, comenzó a aparecer una mancha de oscuridad, un germen de negrura surgido de lo más profundo de las tinieblas, de uno de los
Antiguos, que deseaba dar a los hombres libertad para elegir su destino, a pesar de las
protestas del resto de los Señores, que deseaban tener sojuzgada a la especie bajo una
máscara de luz y belleza.
Y los creados, los Hijos de los dioses, aprendieron a fabricar armas, a cazar, a construir casas cada vez más grandes y hermosas, y se desarrollaron lentamente, hasta que
toda la tierra estuvo llena de sus pasos; allá a donde quiera que miraran complacidos
los creadores, podían ver la mano del Hombre sobre la naturaleza, domeñándola, mutándola a su antojo, para crear obras tan hermosas como estériles, reflejos de sus orgullosos corazones.
Y aprendieron a traficar con oro y plata, con turquesas, ópalos, amatistas y cornalinas, a intercambiar pieles y rubíes, piedra y zafiro, hierro y coral… Y la mácula del
alma crecía y crecía, sin darse ellos cuenta de tamaña desgracia.
Mas los dioses sí veían la tenebrosa sombra que se iba cerniendo desoladoramente
sobre aquellas criaturas en las que habían puesto todas sus esperanzas, y decidieron desterrar a Aquél que había osado insuflar en el Hombre aquel signo de negrura, reflejado
en el espejo de sus propias obras, hermosas y a la vez carentes de alma, de vida...
Con el tiempo, los hombres crearon grandes civilizaciones por todas partes, poderosas urbes que pretendían rivalizar con la obra de los Antiguos, grandes monumentos
que pretendían llegar hasta el lejano firmamento y demostrar que eran sus iguales… Y
el trabajo que una vez había sido la gloria del ser humano, se convirtió en ruin tarea,
en la esclavitud del ser humano, y las alegrías y goces de los hombres se volvieron sangrientos, crueles…
Llegaron por fin los Jinetes del Odio y el Rencor, y con ellos el poderoso aliento
de la Guerra; y el fuego y la muerte se extendieron por todo el mundo, la sangre manó
E
122
Weird Tales de Lhork
Texto: José Francisco Sastre García
Epitafio
hasta crear ríos que recorrían las urbes
derrumbadas, las otrora verdes campiñas,
las montañas… Y los alaridos de los moribundos se mezclaron con los gritos de
victoria, y los vencedores pisotearon a sus
víctimas, destruyendo las antiguas eras de
cultura y armonía, de serenidad y paz, de
respeto y justicia: donde había habido
convivencia, donde la hermandad entre
los hombres había sido la señal de los Antiguos, se extendió la lucha entre hermanos por la posesión de tierras y riquezas,
por el alcance del poder…
Mas el tiempo pasó, y, de nuevo, regreso la calma al mundo, tras una tempestad de sangre y llamas que había asolado
pueblos enteros; y, de nuevo, la calma volvió a reinar, aunque no era real, sino forzada: la tiranía del Miedo y el Terror, oscura, tan negra como el cerrado manto de
la noche, se imponía donde hasta aquel
momento había brillado la luz del Amor y
el Respeto.
De nuevo, las urbes se alzaron majestuosas hacia el cielo, y el Hombre conoció
una época como jamás había sido: las riquezas fluían libremente, las razas convivían entre ellas sin rencor alguno, mientras un tiempo dorado se extendía
pacíficamente por todas partes. Los dioses caminaban entre sus hijos y les mostraban su error, guiándoles hacia un sendero de luz que les permitiera mantener
la gloria alcanzada para toda la eternidad…
Mas éstos, celosos de los Antiguos, orgullosos de su propia sabiduría, no deseaban de sus creadores los conocimientos
que éstos les brindaban: oíanles atentamente, para desechar todas aquellas enseñanzas que no se ajustaran a sus propias
ambiciones; veíanse sólo a sí mismos, contemplábanse en los reflejos cual Narcisos,
sin importarles lo más mínimo lo que pudiese ocurrir a su alrededor, y vivían tan
sólo para satisfacer sus propios apetitos.
Nada importaba al Hombre excepto la
propia riqueza, el propio poder, y para alcanzarlo llegábase a cualquier extremo,
por cruel o sangriento que éste fuera…
Una vez más, la mancha oscura en el
alma de los hombres creció, y separó a unos
de otros, a los mansos de los fieros, a los sabios de los ignorantes; y los que comprendieron huyeron, advertidos por los dioses
del enojo que éstos tenían hacia su creación.
Grande fue la cólera de los Antiguos
al contemplar el resultado de su obra, al
descubrir que el Hombre se había vuelto
contra sus creadores; cuando vieron que
la antigua armonía se había desvanecido
para dejar lugar de nuevo al odio, al rencor, al aislamiento; en su infinita cólera,
desbordada ya su misericordia por la copa
de la ira que sus hijos habían ido llenando
pacientemente, decidieron que habían de
ser castigados por sus amargos pecados,
y que debían beber del cáliz de la amargura para purgar su desmedido orgullo.
Así, un aciago día, los Señores de la
Creación arrebataron una gran estrella
del firmamento y la arrojaron sobre el
mundo, allá donde ahora sólo existe agua,
y provocaron una terrible catástrofe que
asoló las tierras, hundiendo hasta las más
profundas simas del océano los imperios
malditos, anegando los pueblos, arrasando
todo aquello que encontró en su camino… Grandes lamentos se escucharon
aquel nefasto día en que la oscuridad se
cernió sobre todos, en que se alzaron
nuevas montañas y se crearon nuevos
mares, en que los dioses arrancaron de su
obra, como la mala hierba del jardín, a
todo aquel que había osado alzarse contra
sus mandatos…
Tan sólo los sabios supieron de aquella hecatombe y fueron capaces de evitarla, subiendo a las más altas montañas,
aquellas cubiertas por las nieves eternas
en los más remotos confines del mundo,
fundando entre ellas un nuevo reino de
paz y serenidad, donde la Justicia reinó a
lo largo de largas eras…
Y así, lo que fue es, y lo que es, será; y
los dioses, hastiados de contemplar el
caos que su obra magna, el Hombre,
vuelve a desatar sobre la tierra, asolando
la naturaleza con el conocimiento prohi-
bido que logró arrebatar a los Antiguos
merced al Señor rebelde, destruyéndose
unos a otros en una sangrienta vorágine
de muerte y desolación, odiándose entre
ellos por toda pretensión de riqueza y
poder, despreciando aquello que es diferente a ellos, montarán de nuevo en cólera; y el mundo se estremecerá en grandes convulsiones, y el océano recuperará
las tierras que le fueron arrebatadas, y las
criaturas de la tierra, de los bosques, el
agua y el aire, se rebelarán contra sus dominadores…
Pues los hijos de los dioses, en toda su
magnífica sabiduría, olvidaron la enseñanza
más importante de sus creadores: la armonía y la justicia, sacrificándolas en el
altar del poder y la riqueza, entregándolas
al más oscuro deseo de las tinieblas, para
el eterno tormento del Hombre, un ínfimo e indigno pedazo de arcilla...
Weird Tales de Lhork
123
Rocío Gemma Pérez Fernández
La última
TENTACIÓN
Gemma Pérez Fernández
obre la alfombra se encontraba el camisón de dormir; sobre la cama un cuerpo
que, bañado en sudor, se revolvía dulcemente adormilado, mientras su pecho aún
se encontraba ardiendo.
Hacía poco que la había abandonado sobre el lecho revuelto, sin sábanas. Pero, aún
estando desnuda, no podía sentir frío.
No sabía quien era él, pero eso no era importante. Ciertamente era un ser extraño
aquel hombre que sólo la visitaba de noche.
S
*
*
*
Recordaba la primera vez que había venido a verla; la primera vez que, asustada
y excitada, al mismo tiempo, oyó su respiración, arrítmica, cerca de ella; su aliento caliente sobre su cuello y su rostro... el primer roce en su piel, palpitante y cálida, temblorosa, de aquellas manos frías que se afanaban en recorrer su cuerpo y proporcionarle el placer sin el que ahora no podría sobrevivir.
Ni siquiera le había visto la cara; no podía ponerle rostro a aquel cuerpo hermoso,
flexible y vigoroso. A aquella voz que, susurrante y seductoramente le decía al oído
cuán apetecible y hermosa era.
*
*
*
No sabía bien qué era lo que le pasaba... ¿acaso era adicta a alguna clase de
droga?...Lo que él le proporcionaba no era amor, pero tampoco era sólo sexo: su presencia la llenaba de una fuerza invisible que la hacía sentirse única, que la atrapaba y la
impulsaba a sus brazos, para transformarla en la mantequilla que se licuaba entre sus
dedos mientras él la saboreaba.
Podía hacer con ella lo que quisiese, no iba a oponerle resistencia alguna, por que
sólo pensar en él le revolvía la sangre y hasta la última partícula de su cuerpo, deseaba
sus caricias.
El día pasaba para ella sumido en un sopor increíble. Su ausencia le provocaba tal
dolor que se negaba a abrir los ojos ante la luz de la mañana: Le costaba trabajo respirar y pasaba los días en su habitación, sentada o tumbada en su diván, lánguida y alicaída, buscando la protección de la penumbra que le proporcionaban las cortinas corridas.
Pero la noche... ¡ah, la noche...! Era otra cosa: conforme caían las sombras y a través del cielo llegaba la oscuridad, un ansia, una inquietud se apoderaban de ella: su sangre, antes muerta, hervía y se le agolpaba en el corazón que la bombeaba con fuerza a
través de aquella morfología que, antes mórbida y pesada, se llenaba de una nueva sabia,
haciéndola volver a la vida, reflejando en sus ojos la lujuria, el deseo impaciente de saciar sus deseos más profundos y prohibidos, entregándose a los bajos instintos de la
carne por los que se veía arrastrada a la vorágine del impúdico placer que cada noche
le era proporcionado...
*
Texto: Gemma Pérez Fernández
124
Weird Tales de Lhork
*
*
Asomada a la ventana veía ponerse el sol con una amplia sonrisa brillando en sus
ojos la luz del deseo: pronto vendría y la acogería, de nuevo, entre sus brazos.
Al momento, un susurro apagado y lejano (sugerente como una fresca brisa que le
acarició primero el rostro, luego el cuello y terminó colándose por su oído) lleva hasta
ella una voz, que la llama.
La muchacha, desnuda como estaba, se acercó corriendo hasta el pesado cortinaje
del que parecía proceder la voz, esperando descubrir allí a su dueño, pero no vio a
nadie, sólo encontró una puertecita estrecha; por el orificio de la cerradura se filtraba
La última tentación
un rayo de luz. Aquello era verdaderamente extraño, puesto que en su habitación nunca había habido una puerta que
ella no conociera.
Asomándose por la cerradura comprobó que no podía ver nada por ella,
puesto que la luz la encandilaba.
Entonces una idea le cruzó el pensamiento: la noche anterior él le había dejado algo debajo de la almohada al marcharse. Corriendo, se acercó a la cama y
rebuscó en las revueltas sábanas, debajo
de la almohada: algo cayó al suelo con un
sonido titilante que la excitó: había encontrado la lleve que buscaba.
Estimulada por la voz que seguía llamándola, metió la llave en la cerradura y,
con media vuelta... ¡ ya estaba abierta!
*
*
*
Al otro lado de la puerta reinaba la
noche. Jamás había visto un lugar como
aquel; un lugar abierto a las fantasías,
donde se cumplirían sus mayores expectativas.
La luna, llena y clara, suspendida desde
la bóveda estrellada, iluminaba aquel magnífico jardín. Aquel vergel era el mágico
paraíso de las delicias.
Admirada, comenzó a caminar sobre
la fresca hierva, aplastando las gotas de
rocío bajo las plantas de sus pies. Se sentía
embriagada por los aromas que hasta ella
llegaban, mezclados, que estimulaban no
sólo su olfato, sino todo su organismo.
Las sensaciones se agolpaban dentro
de ella. De la calma que la incitaba a dejarse llevar, al impulso que le revolvía
todo su interior; la atracción que la hacía
desearlo, buscarlo... pero él no estaba allí.
Fue entonces cuando una andanada de
desesperación se apoderó de ella y comenzó a correr por aquel jardín, desorientada en medio de la oscuridad, con
frenética carrera; mirando en todas direcciones buscando su voz detrás de cada sonido.
Tropezó y cayó. Rodó por una pequeña pendiente. Notó el frío en su cuerpo
y el calor que de este se despedía, y sintió
como también los bellos de su espalda se
erizaban en un escalofrío de delicia.
*
*
«No sabía el tiempo que había
permanecido allí echada, con la
mirada pérdida y frustrada,
cuando sintió la hierba crujir
levemente bajo la presión de
unos pasos: al fondo, velado
entre las sombras, el mismo
cuerpo con el que cada noche
yacía
*
Permaneció tumbada de bruces sobre
la tierra, mirando extasiada hacía el cielo.
No sabía lo que buscaba.
No sabía el tiempo que había permanecido allí echada, con la mirada pérdida
y frustrada, cuando sintió la hierba crujir levemente bajo la presión de unos
pasos: al fondo, velado entre las sombras, el mismo cuerpo con el que cada
noche yacía. Quería correr hacía él para
abrazarle, pero no podía: una fuerza invisible la mantenía allí tumbada, frustrándola, acrecentando sus ansias y su apetito.
Notó un brazo alrededor de su cintura, que la atraía hasta él, arrodillado
junto a ella. En aquel momento sintió su
organismo sacudirse de ardor ante el contacto de la otra piel, fría como la de una
sierpe.
Le sonrió y por vez primera contempló su rostro: un rostro tan hermoso
como el pecado, desde el que la miraban
unos ojos brillantes y profundos, enérgicos, que hacían que se convirtiera en un
vicio contemplarlos.
Lentamente metió su rostro entre las
piernas de ella y la mordió en la cara interior del muslo: en ese instante ella notó
una aguda punzada de dolor que la llevó a
gemir conforme él iba succionando y acariciando la herida con sus labios, con su
lengua.
La sangre se agolpaba en cada músculo
como un veneno, mientras él seguía paseando su lengua sobre su cuerpo, saboreándola, oliendo su aroma, hasta llegar al
ombligo. En ese momento, volvió a hender, con sus finos colmillos, la piel y le
desgarró el vientre, por el que la sangre
comenzó a aflorar, como un manantial fogoso y desproporcionado.
La muchacha se sentía transportada,
aunque lo que antes era suave, delicioso,
se había transformado ahora en una tur-
bulencia de la que no podía salir, aunque
esta fuera más placentera que antes.
Con el cuerpo arqueado y sacudido por
los espasmos del gozo, la cabeza echada
hacia atrás y la boca entreabierta, no reparó, perdida como estaba, en que él se colocaba a horcajadas sobre ella y, agarrándola por el cuello, le mordía en la parte
superior de su seno, al tiempo que ella buscaba su boca para besarlo. Consiguiéndolo,
sintió aquella lengua afilada y violenta dentro de su boca enlazada con la suya propia,
con el sabor ácido, dulce y tórrido de la
sangre, su propio fluido, que bañaba toda su
sustancia pues las manos de él, que la tocaban, estaban cubiertas de aquella.
Pero aquel beso no sólo la hizo
trastornarse una vez más de deleite, sino
que le mostró la esencia de la fuerza a la
que se había entregado noche tras noche:
aquello no era amor, pero tampoco era
sólo sexo, era la culminación de la lujuria
perversa; si aquel ser la había poseído era
porque ella era el recipiente de anhelos,
caprichos hedonistas perversos, que estaba dispuesta a consumar por encima de
todo; por encima del bien y del mal, sin
importarle la vida o la muerte.
Por eso ningún otro mortal había logrado satisfacerla nunca y sus ansias de pecado se habían vuelto contra ella. Debería
pagar un precio por cada una de las noches de satisfacción que había consumido.
Ahora, mientras él agotaba sobre ella
sus últimos segundos de éxtasis, una
nube, tan oscura como la tormenta, se
deslizó sobre sus ojos, trayéndole dolor,
angustia, miedo y, luego, sólo oscuridad...
Había sucumbido ante la última de las
tentaciones.
Weird Tales de Lhork
125
PUBLICACIONES
DEL FANDOM
Acero y Magia: Espadachinas
Roma eterna
Autor: Robert E. Howard
Traducción: Francisco Arellano
Portada: Howard Pyle
Edición: Biblioteca del Laberinto
ISBN: 84-934166-4-9
Autor: Robert Silverberg
Traducción: Emilio Mayorga
Edición: Minotauro
ISBN: 978-84-450-7610-1
www.edicionesminotauro.com
La piedra negra y otros relatos de
horror sobrenatural
A través de Marte
Autor: Robert E. Howard
Traducción: Santiago García
Edición: Valdemar
ISBN: 97884-7702-563-4
www.valdemar.com
126
Weird Tales de Lhork
Autor: Geoffrey A. Landis
Traducción: Isabel Merino Bodés
Edición: Solaris Ficción
ISBN: 84-9800-073-4
www.lafactoriadeideas.es
Los cinco evangelistas
Ciudad abismo
Autor: Juan Peláez
Edición: Barrabés
ISBN: 978-84-95744-51-7
www.barrabes.com
Autor: Alastair Reynolds
Traducción: Pilar Ramírez
Edición: Solaris Ficción
ISBN: 84-98000-43-2
www.lafactoriadeideas.es
Publicaciones del Fandom
Chindi
Cabo Trafalgar
Autor: Jack McDevitt
Traducción: Pablo Rueda Díaz-Urmeneta
Edición: Solaris Ficción
ISBN: 84-98000-5-05
www.lafactoriadeideas.es
Autor: Arturo Pérez-Reverte
Edición: Alfaguara
ISBN: 84-66319-39 5
www.alfaguara.santillana.es
Signum
Casacas rojas
Autor: José Guadalajara
Edición: La Factoría de Ideas
ISBN: 84-9800-084-X
www.lafactoriadeideas.es
Autor: Richard Holmes
Traducción: Montse Batista
Edición: Edhasa
ISBN: 84-35026-55-8
www.edhasa.es
Dark Valley Destiny.
La vida de Robert E. Howard
La ciudad del grabado
Autores: L. Sprague de Camp, Catherine
Crook de Camp y Jane Winttington
Griffin
Edición: Dolmen
ISBN: 84-96121-94-1
Autor: K. J. Bishop
Traducción: Fabricio González Neira
Edición: Bibliópolis fantástica
ISBN: 978-84-96173-50-7
www.bibliopolis.org
Alejandro Magno
Conan, biografía de una leyenda
Autor: Gisbert Haefs
Traducción José Antonio Alemán
Edición: Pocket Edhasa
ISBN: 84-98152-39-9
Autor: Francisco Calderón
Edición: Dolmen
ISBN: 84-96121-61-5
Weird Tales de Lhork
127
Publicaciones del Fandom
Criptozoico
Cabo Trafalgar
Autor: Brian Aldiss
Traducción: Domingo Santos
Edición: Edhasa
ISBN: 84-35020-62-2
Autor: Roger Nimier
Traducción: Joan Riambau
Edición: Edhasa
ISBN: 84-35008-91-6
El halcón del mar
El lenguaje de las piedras
Autor: Rafael Sabatini
Traducción: Manuel Vallvé
Edición: Edhasa
ISBN: 978-84-350-5561-1
Autor: Robert Carter
Traducción: Carme Font
Edición: Edhasa
ISBN: 84-3502-10-09
www.edhasa.es
El número de Dios
El señor de la guerra
Autor: José Luis Corral
Edición: Edhasa
ISBN: 84-96121-94-1
Autor: Henry Treece
Edición: Bibliópolis
ISBN: 978-84-96173-73-6
www.bibliopolis.org
El sueño del águila: Boudica, reina
guerrera de los celtas
El evangelio secreto
Autor: Manda Scott
Traducción: Ana Herrera
Edición: Pocket Edhasa
ISBN: 84-35060-87-X
128
Weird Tales de Lhork
Autor: Kyril Yeskov
Traducción: Fernando Otero Macías
Edición: Bibliópolis
ISBN: 84-96121-61-5
www.bibliopolis.org
Publicaciones del Fandom
Heredera del mar y del fuego
La búsqueda de Tarzán
Autor: Patricia A. McKillip
Traducción: Carlos Gardini
Edición: Bibliópolis Fantástica
ISBN: 84-96173-21-6
www.bibliopolis.org
Autor: Edgar Rice Burroughs
Traducción: Joan Riambau
Edición: Edhasa
ISBN: 978-84-35031-18-9
La Ciencia Ficción en México
La isla del tesoro
Autor: Gonzalo Martré
Edición: Instituto Politécnico Nacional
ISBN: 970-36-0127-8
Autor: Robert Louis Stevenson
Traducción: Joan Riambau
Edición: Edhasa
ISBN: 84-350-5553-1
www.edhasa.es
La muerte del nigromante
La espada de Crisaor
Autor: Martha Wells
Traducción: Carlos Gardini
Edición: Edhasa
ISBN: 84-96173-44-5
www.bibliopolis.org
Autor: Paco Nájera y Santiago Girón
Edición: Almuzara
ISBN: 84-88586-68-X
www.editorialalmuzara.com
Odisea en Iberia
Manual práctico para viajar
en OVNI
Autor: Paco Nájera y Santiago Girón
Edición: Almuzara
ISBN: 84-96416-64-X
www.editorialalmuzara.com
Autores:Lawrence Schimel y
Sara Rojo Pérez
Traducción: Fernando Otero Macías
Edición: Candela ediciones/ Bibliópolis
ISBN: 978-84-96173-27-9
www.bibliopolis.org
Weird Tales de Lhork
129
Publicaciones del Fandom
130
Weird Tales de Lhork
Metropol
Las doce moradas del viento
Autor: Walter Jon Williams
Traducción: Antonio Rivas
Edición: Bibliópolis Fantástica
ISBN: 978-84-96173-41-5
www.bibliopolis.org
Autor: Ursula K. LeGuin
Traducción: Elena Rius
Edición: Edhasa
ISBN: 978-84-350-2083-1
Pasaje al Noroeste
La casa de Arabu y otros cuentos
Autor: Kenneth Roberts
Traducción: Carme Font
Edición: Ediciones Jaguar
ISBN: 84-35061-10-8
Autor: Robert E. Howard
Edición: Edhasa
ISBN: 978-84-96423-09-1
Solomon Kane
El privilegio de la espada
Autores: Roy Thomas, Doug Moench,
Don Glut y otros
Traducción: Gabriel Ares y Francisco
Calderón
Edición: Sword Studio
Autor: Ellen Kushner
Traducción: Manuel de los Reyes
Edición: Bibliópolis Fantástica
ISBN: 978-84-96173-64-4
www.bibliopolis.org
Amazing Stories (1926-1935)
Amor eterno
Autor: Francisco Arellano (sel.)
Traducción: Francisco Arellano
Edición: Biblioteca del Laberinto
ISBN: 978-84-934166-1-4
Autor: Edgar Rice Burroughs
Traducción: Francisco Arellano
Edición: Biblioteca del Laberinto
ISBN: 978-84-934166-2-1
Publicaciones del Fandom
Relatos de Ciencia Ficción
Aelita. La reina de marte
Autor: Nilo María Fabra
Edición: Biblioteca del Laberinto
ISBN: 978-84-934166-3-8
Autor: Alexei Tolstoi
Edición: Biblioteca del Laberinto
ISBN: 978-84-934166-5-2
Harry Dickson 1
Weird Tales 1
Autor: Jean Ray
Edición: Biblioteca del Laberinto
ISBN: 978-84-934166-8-3
Autor: Francisco Arellano (Selc.)
Traducción: Francisco ARellano
Edición: Biblioteca del Laberinto
ISBN: 978-84-935407-0-8
Gabriel revisitado
El último anillo
Autor: Domingo Santos
Edición: Espiral Ciencia Ficción
ISBN: 84-67428-06-6
aroz.izar.net
Autor: Kyril Yeskov
Traducción: Fernando Otero Macías
Edición: Bibliópolis Fantástica
ISBN: 84-96173-19-4
www.bibliopolis.org
FANZINE “EL CENTINELA” Nº 7
LOVECRAFT MAGAZINE Nº 11
Septiembre 2004
Fanzine de Fantasía, Terror y CienciaFicción.
Colaboraciones, Información y pedidos a:
David García del Campo
C/ Hermanitas de la Cruz nº 2, 2º C
47013 Valladolid
e-mail: [email protected]
Número Extra.
Apartado de Correos 41
08910 Badalona
Barcelona
E-mail: [email protected]
Weird Tales de Lhork
131

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