Mauricio Muñoz Escalante

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Mauricio Muñoz Escalante
Mauricio Muñoz Escalante
Mauricio Muñoz Escalante
Arquitecto (Universidad Javeriana, 1998), MSc.Arch
(Pratt Institute, 2002). Autor del libro Lugares Comunes sobre la relación entre ciudad y literatura, así
como de más de diez artículos publicados en distintas
revistas universitarias colombianas. Profesor en las
áreas de diseño y teoría arquitectónica desde el 2005,
parte del grupo de investigación Ciudad, Medio Ambiente y Hábitat Popular (COL0029183), y miembro
del comité científico de la Revista Nodo (ISSN 1909
3888) de la Universidad Antonio Nariño de Bogotá.
¿Posmoderno? ¡Pos lo rajo!
Una reflexión sobre la arquitectura colombiana desde la academia
Mauricio Muñoz
A principios de los años ochenta Frederic Jameson
describió una serie de fenómenos evidentes en la
sociedad de entonces, valga recordar, una cierta
clase de superficialidad, el reechazo a la utopía moderna a través del simulacro, el eclipse de la parodia
por el pastiche y el triunfo del capitalismo sobre los
demás sistemas económicos , acuñando el término
de posmodernismo: una palabra que aunque ya había sido puesta en la palestra por Arnold Toynbee a
finales de los años cuarenta, fue con Charles Jencks
y Jean-Francois Lyotard que adquirió verdadera resonancia en 1977 y 1979, respectivamente, con el
primero para describir los movimientos antimodernistas como el Arte Pop y el Arte Conceptual , y con
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el segundo para explicar el colapso de las grandes
narrativas unificadoras seguido por el auge de las
diferencias y diversidades característico de nuestra
época .
neoliberal, posmoderno y occidental (la mayor parte
del tiempo); sacando la cabeza para dejar respirar el
regionalismo, el socialismo y lo alternativo (muy de
vez en cuando); dejándose llevar por las corrientes
mundiales de la estética (el noventa por ciento de
Y también a principios de los años ochenta, los críti- las veces); pataleando contra el maremágnum de incos de América Latina tomaron distancia del nacien- tereses económicos para no ahogarse (casi nunca);
te discurso y empezaron a tejer un cuerpo teórico sin entender a los teóricos “de los países centrales”
“desde y para el subcontinente” alrededor de temas (siempre), ni a los de los “países periféricos” (también
como la identidad, el lugar, la poética y la memoria, siempre), pero eso sí, construyendo con un frenesí
arguyendo que la modernidad de los países no es que envidiaría Le Corbusier en sus planes para la
igual y que por ende las crisis tampoco son las mis- Villa Contemporánea o el Barón Haussmann en su
mas, asunto que obliga a pensar en diferentes mo- renovación de París: construyendo, construyendo,
dernidades: la “modernidad periférica” de Roberto construyendo, engullendo pueblos, tumbando cenFernández, la “modernidad apropiada” de Cristian tros históricos, erigiendo grandes centros comerciales, rellenando grandes humedales, contaminando
grandes ríos, todo en grande, haciendo un gran desastre, dando un gran espectáculo.
Fernández Cox, la “otra modernidad” de Enrique
Brown, el “regionalismo divergente” de Marina Waisman y la “nueva arquitectura” de Antonio Toca, entre
otros .
Ambos son planteamientos brillantes, sin duda. Y
muy interesantes… Pero, ¿y en Colombia qué?
Pero ese no es el espectáculo que nos preocupa. Lo
que nos afana, como apareció recientemente en la
revista dominical del periódico El Tiempo, es si existe arquitectura espectáculo en Colombia , trayendo
a colación la añosa disputa entre Giancarlo Mazzanti
y Daniel Bermúdez… ¿Es que acaso no son lo mismo? Ambos construyeron mega-bibliotecas (una
en el barrio Santo Domingo y la otra llamada Santo
Domingo), ambos fueron modernos cuando les convino (Cruz Roja de Armenia, edificio de posgrados
Universidad Jorge Tadeo Lozano), los dos se convirtieron en posmodernos sin ningún inconveniente
(Spa Chairama, Centro Internacional de Convenciones de Bogotá), y ninguno de los dos hace lo que
podríamos llamar arquitectura modesta… Ambos
hacen arquitectura espectáculo. Lo dice el Diccionario de la Real Academia Española en su tercera acepción —Espectáculo: cosa que se ofrece a la vista o
En Colombia, nada.
Salvo el archiconocido ejemplo de Rogelio Salmona,
que es ya una referencia obligada como decir Gabriel
García-Márquez o Edgar Negret, el debate sobre lo
moderno y lo posmoderno parece no importarle a
nadie. Y la razón es que en nuestro país —la “esquina
estratégica de América”, como tal vez crecimos todos oyendo en el colegio— esos dos discursos pasaron de agache en la universidad y en la vida práctica,
y hoy, en los treinta años que han pasado desde entonces, todo está igual: la arquitectura sigue a la deriva, entre dos aguas, sumergiéndose en el discurso
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a la contemplación intelectual y es capaz de atraer
la atención y mover el ánimo infundiéndole deleite,
asombro, dolor u otros afectos más o menos vivos o
nobles—, lo que en nuestro caso es sobre todo de
“dolor”, pero de dolor de patria: porque puede que
Medellín (donde está la mayoría de la obra de Mazzanti) sea la “ciudad más innovadora del mundo”
y que Bogotá (donde están casi todos los edificios
de Bermúdez) sea la “ciudad creativa de la música”,
tal como lo atestiguan los recientes premios que les
concedieron a juntas , y que Giancarlo y Daniel sean
personas también espectaculares, pero la ciudad
colombiana sigue sumida en la miseria y la violencia, como también lo prueban otras publicaciones
, y mientras eso siga así a nadie (o a casi nadie) le
importará si nuestra arquitectura es moderna o posmoderna, buena o mala, propia o ajena…
Cualquiera pensaría que para evitar el naufragio se
necesita “más ética y menos estética”, como enunció
la Bienal de Venecia en su edición del año dos mil,
que el debate sobre la arquitectura salga del plano
del espectáculo que nos brindan nuestros arquitectos estrella para concentrarse en lo verdaderamente importante… Pero eso no parece posible. ¿Por
qué? Porque todos en el fondo nos ponemos felices
cuando nos dicen que Norman Foster va a hacer un
centro cultural en la calle ochenta y seis con carrera quince en Bogotá, nos enorgullecemos de que
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el nuevo edificio de posgrados de la facultad de
ciencias económicas de
la Universidad Nacional
sea de Steven Holl y alardeamos porque a nuestros concursos se estén
presentando Zaha Hadid y Saucier+Perrotte y
Diller+Scofidio, igual que
en los ochentas nos ufanábamos de que el diseño de nuestros edificios fuera asesorado por S.O.M.
y fanfarroneábamos cuando sabíamos que los consultores para nuestras vías serían los ingenieros de
Parsons Brinckerhoff… Queremos espectáculo, nos
pueden advertir sobre los riesgos del “efecto Bilbao”,
sobre los desperdicios económicos que significaron la Ciudad de las Artes y las Ciencias en Valencia
(diseñada por Santiago Calatrava) y la Ciudad de la
Cultura en Santiago de Compostela (diseñada por
Peter Eisenman), y no creemos… Queremos salir en
el mapa de la arquitectura mundial a como dé lugar,
queremos escenarios deportivos como los de tal ciudad, estadios como los de tal país, casas de ópera de
equis arquitecto, queremos parecernos a cualquier
otro que no seamos nosotros mismos, y eso precisamente es lo que nos dan nuestros proyectistas: nosotros creamos a Mazzanti y a Bermúdez, a Bonilla y
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a Vera, a Mesa y a Fischer,
a Uribe y a Hernández…
Ellos son lo que nosotros
pedimos.
A principios de los años
ochenta, en Colombia, en
la facultad de arquitectura
de la Universidad Nacional, en el curso de Taller
VII que dictaba nada más
y nada menos que Bermúdez, el padre de Daniel, cuando algún estudiante
hacía su propuesta imitando las construcciones del
naciente posmodernismo, el famoso Guillermo Bermúdez, el abogado a ultranza del modernismo, le
preguntaba con toda la seriedad del caso:
—¿Posmoderno?
El alumno, entre estupefacto y nervioso, solo atinaba a asentir con la cabeza, y entonces “El Pajarón”,
como se le conocía popularmente, le respondía:
—¡Pos lo rajo!
Eso nos pasó: nos rajamos. Treinta años después de
esa anécdota, nuestra arquitectura ya no es moderna en el sentido que le dieron Clorindo Testa, Luis
Barragán, Eladio Dieste y tantos otros a la propuesta
latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX,
pero tampoco es posmoderna como lo fueron Ro-
bert Venturi, Michael Graves y James Stirling, entre
tantos otros, para el discurso internacional también
de la segunda mitad del siglo XX: en Colombia esos
dos discursos colisionaron, se fusionaron y engendraron una teoría todavía más incomprensible, un
esperpento de mil cabezas que ya no podemos explicar… Por eso tal vez los profesores solo callamos,
asentimos y callamos y mostramos las imágenes de
los edificios de aquí y de allá, mezclados, provocando la intoxicación típica que produce Google Images, páginas y páginas de construcciones de última
generación, cada una más espectacular que la anterior, fotos tomadas el día de mejor sol, con los filtros
de mejor tecnología, sin buses destartalados pasando por las calles ni adolescentes embarazadas vendiendo dulces, arquitectura majestuosa, sin tugurios a la vista, solemne, fastuosa, y por un momento
la presentación parece consistente, por un segundo
sentimos que somos parte de algo, hasta que algún
estudiante dice que todas las obras se parecen demasiado y pregunta quién es el original y quién es
la copia, y entonces se acaba la clase y le decimos
que después lo discutimos, que no es tan fácil como
parece, y nos vamos para nuestras casas con la sensación de que el barco se hunde, todo se anega, se
liquida, pensamos que no vamos a sobreaguar, la
conciencia nos taladra diciéndonos que hablamos
mucho y decimos poco, que construimos mucho y
también decimos poco.
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